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Ruth and McKew
Parr
McKEW PARR COLLECTION
MAGELLAN
ind the AGE of DISCOVERY
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PRESENTED TO
BRANDÉIS UNIVERSITY • 1961
EL CONTINENTE AMERICANO
CONFERENCIAS
CONTENIDAS EN ESTE TOMO
Cánovas.— Criterio iiistórico con que las distintas personas que en el descubri-
miento de América intervinieron lian sido después juzgadas.
Saavedra.— Ideas de los antiguos sobre las tierras atlánticas.
León y Ortiz.- Caminos posibles para descubrir América y causas de haber
sido el más improbable el más rápido y fecundo.
Oliveira Martins. — Navegaciones y descubrimientos de los portugueses, an-
teriores al viaje de Colón.
LÓPEZ.— España en 1492.
IJecerro DE IjENGOa.— La Rábida.
Fernández Duro.— ^Primer viaje de Colcui^
MoNTO.ío. — Las primeras tierras descubiertas por Colon.
Kuiz ^Martínez— Gobierno de Fr. Nicolás de Ovando en la Española.
Vidart.— Colón y Bobadilla.
Ídem. — Colón y la ingratitud de España.
Fernández Duro.— Amigos y enemigos de Colón.
Marqués de Hoyos.— Colón y los Reyes Católicos.
Sra. Pardo Bazán,— Los franciscanos y Colón.
Balaguer.— Castilla v Aragón en el descubrimiento de América.
El Coiti
I
CONFERENCIAS DADAS
EN EL
Y ÁRT
COX MOTIVO DEL f TARTO CEXTEXARIO
DEL
Descubrimiento de América
POR LOS SEÑORES
Cánovas del Caslillo, Saarcdra, León y Ortiz, Olivcira Martins, Pi y Margall,
Solar, López, Becerro de Bcngoa, Fernández Duro, Montojo, Ruis Martínez, Vidart,
Marqués de Hoyos. Pardo Bazán (D." Emilia), Marqués de Lema, Fabié, Jardiel,
Balaguer, Gómez de Arleche, Eira Palacio, Marqués de Cerralbo, Reina, Salíllas,
Zorrilla de San Martín, Carrasco, Reparáz. Pérez de Guzmán, Torres Campos,
Azeárate, Beltrán y Rózpide, Novo y Colson, Yilanova, Antón, Cortázar, Colmeiro,
Laguna, Aranzudi, Fernández y González, Rodríguez Carracido, San Martin,
Ferreirn, Riaño, Pedregal, Danrila y SáneJiez Mogucl.
TOMO I,
MADRID
i:ST.' GLECIMIIiNTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVA DENEYRA '
I.MFRKSORF.S DI^ LA REAL C \SA
Pasi'O <tc San V'iccntf, iiúm. 20
1 8 *J 4
CRITERIO HISTÓRICO
CON QUE LAS DISTINTAS PERSONAS
QUE EN EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA INTERVINIERON
HAN SIDO DESPUÉS JUZGADAS
ATENEO DE MADRID
CRITERIO HISTÓRICO
CON QUE LAS DISTINTAS PERSONAS
QUE EN EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA INTERVINIERON
HAN SIDO DESPUÉS JUZGADAS.
CONFERENCIA INAUGURAL
D. ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO
pronunciada el día 11 de Febrero de 1891
MADRID
ESIABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 20
i8q2
Señores:
No sin motivo pudiera decir que inauguramos esta noche,
si no las fiestas, que tocan el año próximo, del Centenario de
Colón, ó sea del descubrimiento de América, cuando menos,
la serie de demostraciones, con que han de conmemorarse
persona tan singular y tamaño suceso. Prosiguiendo el Ateneo
su conocida historia, no había de permanecer á ellas ajeno y,
ha resuelto dedicar á tal asunto, por tanto, el mayor número de
sus conferencias en éste y el curso siguiente. Así, por la obli-
gación que me impone el puesto que ocupo, como por el viví-
simo entusiasmo que en mí propio excita este Centenario, soy
sin duda de los que han aprobado y estimulado más las dichas
conferencias, aunque en realidad se me haya adelantado á pro-
ponerlas el digno Presidente de la sección de Ciencias histó-
ricas. Y claro está que quien ha solicitado del modo que yo el
concurso de tantos otros, para que el fin propuesto se cumpla,
mal podía negarse, por ningún género de obstáculos, á tomar
sobre sí alguna parte del trabajo común. Razón no me faltaba
para la excusa, mas no he pensado en alegarla. Pues que soy
aún Presidente del Ateneo, y con él he acordado que la Cor-
poración se asocie al Centenario, justo es que aporte también
mi grano de arena al monumento intelectual entre todos pro-
yectado. A eso, señores, vengo.
Oyendo esta noche mis desaliñadas frases, debierais acaso
— 6 —
juzgar de menos magnitud y hermosura, que en mi concepto ha
de ser, el monumento de que hablo. Pero quien tal recelara,
expondríase á grande error; que á ninguna otra de las personas
encargadas de las conferencias le rodean circunstancias pare-
cidas á las que á mí me impiden ofreceros un fruto bien madu-
ro. Estad, pues, seguros, señores, de que no dará cumplida
idea, ni mucho menos, mi conferencia, de lo que han de valer
las que de aquí adelante escucharéis. Solamente servirá lo que
hoy yo exponga á modo de anuncio, pues ni de prólogo mere-
cerá el título. Como de estas cosas se ven con frecuencia,
brotando á lo mejor, y alzándose, de mínimos gérmenes gigan-
tescos y seculares árboles.
De sobra habrá comprendido el auditorio con sólo conocer
nuestro acuerdo, que no tratamos de fabricar un edificio con
simétricas líneas, y todavía menos sometido á la necesidad pri-
mordial de las obras de arte, es decir, con proporcionado des-
envolvimiento y ejecución sistemática. ¿Quien podría preten-
derlo en obra de muchos autores? Tan sólo cabe que sea
común el entusiasmo fundadísimo que á todos inspirará cuanto
toca al origen y vicisitudes, primero del descubridor, después
del descubrimiento. Tan sólo será de rigor que, al acercarnos á
las fechas, más que cualesquiera otras memorables en la serie de
los sucesos humanos, de 3 de Agosto y 12 de Octubre de 1492,
ninguno deniegue la justicia debida á cuantos de una manera ú
otra, y con más ó menos mérito ú eficacia, pusieron mano en
la aventura inmortal. Por lo que hace á la forma, inevitable
es que nuestras conferencias constituyan monografías indepen-
dientes, ora expuestas por individuos de esta Corporación, ora
por sujetos altamente reputados de aquellos países que, al tiempo
mismo que los hijos de la moderna España, deben recoger hoy
la gloria del descubrimiento. Quizá por la misma espontaneidad
y autonomía de cada espíritu, podrán en este colectivo trabajo
investigarse, analizarse y explicarse por más intensa manera los
hechos, ya anteriores, ya posteriores, que se relacionan con
el cardinal hecho de que trato. Materia vasta, vastísima; mas
no por eso desigual á las combinadas fuerzas del Ateneo, y
de los que en esta ocasión contamos por aliados. Y ya que no
nos sea posible desempeñarla con aquel sumo sentido que en sus
— 7 —
últimas y trascendentales lucubraciones pide la historia, tal vez
aquí logremos una ventaja diferente y peculiar á las monogra-
fías ó estudios de sucesos particulares, es á saber: que sea ma-
yor la riqueza de las observaciones. Ni éstas han de limitarse
al descubrimiento en sus principios, que quedaría á medias la
obra, sino que han de extenderse á su desarrollo sucesivo, es
decir, á la conquista, y aun al estudio pasado y presente del
nuevo orbe descubierto. Tal es, en conjunto, el tema.
Para cumplir mi propio cometido, ¿sobre qué especial asunto
debo yo disertar esta noche? No sé si acierto; pero después
de vacilar bastante, resuélvome á dirigiros algunas considera-
ciones generales acerca del criterio histórico con que las dis-
tintas personas que en aquella hazaña altísima intervinieron
han sido después juzgadas. Porque á primera vista diría cual-
quiera que nada de loque con el descubrimiento se relaciona
puede necesitar ya de nuevos esclarecimientos, ni prestar mo-
tivo á reflexiones nuevas; y bien sabéis cuan lejos anda eso de
ser exacto. Mucho, en verdad, se ha escrito sobre los antece-
dentes del descubrimiento; sobre la persona de Colón y la con-
ducta de los Reyes Católicos con él; sobre la participación
completa de la nación española, representada á un tiempo por
sus prelados ó frailes, sus catedráticos y sabios, sus marinos,
sus aventureros y hasta sus físicos ó médicos. El caso es, sin
embargo, que respecto á cualquiera de los acontecimientos
desnudos, aun los más sencillos, cada día levanta la crítica
nuevas nieblas, y eso que, á decir verdad, poquísimos puntos de
historia han logrado tan numerosos é incansables investiga-
dores.
La natural división de la materia, oblígame á poner la sola
persona de Colón, de una parte y de otra la entera España,
sin cuya ayuda, por cuanto los datos indican, no habría llevado
su empresa á efecto jamás. Y á mí, apresuróme á proclamarlo,
me seduce ante todo la maravillosa fuerza de espíritu del
hombre, que aunque hubo de tener, cual todos, sus defectos,
á todos los conocidos les ha sobrepujado, sin duda, por lo
que toca á la identificación de la idea, producto de su propio
cerebro, con la realidad que Dios escondía aún entre sus múl-
tiples secretos. Pensó Colón ó vio con visión inmutable, cía-
rísima, tanto y mejor que con sus ojos mismos pudiera ver el
opuesto hemisferio y los antípodas; pactó sobre ello en conse-
cuencia cual pudiera sobre materiales y ya poseídos bienes;
oyó, disputó, afrontó años y años la natural duda, cuando no
la incredulidad invencible de sus contemporáneos, mientras
que él siempre mantuvo su infalibilidad. Prodigio verdadero de
fe racional, no halló por casualidad el orbe nuevo como tantos
han hallado las cosas, sino que decididamente marchó á poner
sobre él las manos. Aquello de que del Occidente se caminase
directamente al Oriente, súpolo por el raro esfuerzo de su en-
tendimiento, cual nadie lo había sabido, sino todo lo más sos-
pechado, hasta él. Anticipó así, cuando menos, el descubrimien-
to del Nuevo Mundo, y quizá por siglos, bien que no parezca
probable que aun sin él permaneciera ignorado siempre. Dióle
con su calculada victoria un triunfo á la razón humana, que
nunca le habrían dado, por cierto, ni anteriores ni posteriores
navegantes al desconocido hemisferio, llevados por obra de
su impericia ó su desgracia, y más dignos que de gloria de
compasión, como cualesquiera otros náufragos. ¿Concíbese que
enfrente del excelso mérito de Colón, se ose poner al de des-
cubridores, más ó menos auténticos, pero siempre inconscien-
tes, casuales é ignaros? Ni en lo más mínimo empecen tam-
poco á la memoria purísima de aquél los vagos atisbos de la
antigüedad clásica ó del Renacimiento respecto á la esfericidad
del planeta, porque al fin no fué tal doctrina entonces, cual
tantas otras, sino un mero tanteo de la razón en que el error y
la verdad ostentaban derechos iguales, preponderando el pri-
mero con resistencia escasa; una en suma, de esas hipótesis fáci-
les y abundantes que más veces retardan que apresuran el pro-
greso. Lo cierto es que, en el decimoquinto siglo, la inmensa
mayoría de los pensadores y sabios no creía de veras en los
antípodas, y menos concebía que la aún incógnita ley de la
gravitación permitiese ir, cual por una planicie, sobre la invi-
sible curva del Océano, tan mal calculada en su extensión por
Colón mismo; error, como desde luego se advierte, que pudo
bastar para que, poseyendo y todo la verdad racional, por lo
inesperadamente largo del trayecto, fracasara la empresa. Y aun-
que algunos opinasen ya con firmeza que podía haber antípodas,
obsérvese que él no los creyó sólo posibles, como los demás,
sino ciertos, incontestables. Lo cual abre un abismo entre él y
todos, porque las hipótesis atrevidas entre inseguras opiniones,
son comunísimas; lo raro, lo inaudito es tener sobre lo no ex-
perimentado, y simplemente conjetural, una absoluta, invenci-
ble, incontrastable certidumbre, hija tan sólo de la razón.
Pero si en nada pienso menos, según se ve, que en regatear
á Colón su gloria única, nadie esperará de mí tampoco, y vos-
otros menos, que desconozca el mérito singularísimo que en
aquella empresa ostentó la gente, por ambos mundos repartida
ahora, pero siempre en los sentimientos una, que prohijó su aven-
tura y le siguió en ella. La Reina Isabel, sus damas, los magna-
tes, los frailes, los particulares, todos aquí mostraron inaudita
generosidad de ánimo, considerando que más que por abstrusas
explicaciones cosmográficas, las cuales también escaseó Colón
por recelo de que se sorprendiese suplan, dejáronse sin duda
seducir de la sublimidad misma del nunca pensado propósito.
Igual, y aun mayor admiración merecen los que entregaron sus
bienes y personas á la voluntad é inteligencia de un marino
aventurero, mercenario, y de nación extraña, lanzándose con
incertísimas esperanzas á espantables y seguros riesgos, para
lo cual se necesitaba tanto mayor heroísmo, cuanto menos fe
ciega se abrigase en la convicción racional de Colón. Y pues
que de la gente española hablo, tampoco debo ya omitir que,
aun muerto aquel genio extraordinario, no desmayó un punto
en la maravillosa empresa, sin contentarse con descubrir más
islas, y divisar ó tocar el continente , sino antes bien desenvol-
viendo inmediata, tenaz y valerosísimamente el pensamiento
germir.al del perdido caudillo, hasta ponerlo en ejecución todo
entero, y pasar, con efecto, de Occidente á Oriente, salvando al
fin el inesperado obstáculo de ambas Américas.
Confiésolo ingenuamente. Desahogo del entendimiento y
¿por qué no decirlo? también para mí del corazón es adelantar
estos conceptos; pero por demás sabéis que no son reflejo de
juicios unánimes. Verdad es que la unanimidad de los juicios
históricos es cosa rara , rarísima , principalmente en nuestra
época. Bien que ella alardee cual otra ninguna de imparcia-
lidad y amplitud de miras, el hecho es que jamás han pesado
TO
más las pasiones contemporáneas sobre la crítica de lo pasado.
Los medios de investigación se han multiplicado á no dudar;
tómanse los datos de los archivos, de las Memorias, de docu-
mentos fehacientes, de las fuentes mismas, en suma; y la verdad
sería casi siempre facilísima de conocer, si nunca dejara de bus-
carse ingenuamente. No acontece eso cuanto debiera porque las
preocupaciones y los intereses, cual si ya no llenasen bastante
la vida actual, suelen citarse también á descomunales batallas
sobre cualquier asunto de otros días. ¡Infeliz del personaje
ó personajes históricos que nuestros tiempos destinan á servir
como en antigua liza para ventilar diferencias religiosas y polí-
ticas! Basta que tal ó cual haga falta en determinada tesis, para
que corra riesgo de verse arrancado de'la historia y conducido
á la polémica, á fin de desfigurarlo á placer. Lo peor es que ni
siquiera se obra así de mala fe las más veces. Los sentimientos
contemporáneos eclipsan los pasados, y lo que por cierto se
tiene ahora con frecuencia cierra el paso á la recta compren-
sión de aquello que lo era en realidad, ó por tal se reputó otras
veces. Y, entretanto, el personaje pretexto, símbolo, mero
argumento de actualidad, aparece bajo dos aspectos sólo, igual-
mente incompletos é inverosímiles en la historia: el de hombre
perfecto en todo ó del todo malvado. A que se junta la por lo
común desdichada intervención de los puros literatos en la his-
toria. No, no es segura preparación la de inventar personajes
novelescos ó dramáticos, aunque sean naturalistas al uso sus
autores, para juzgar á los hombres, por Dios ó la casualidad
encargados de gobernar á otros. De tal origen nacen los erro-
res de biógrafos bien conocidos en quienes la pasión sectaria
no hizo presa tal vez; pero que han escrito sobre el descubri-
miento y los descubridores de América, ya en uno, ya en otro
sentido, sin buscar la verdad estrictamente. Quien inquiera en
esto alusiones, las hallará de seguro. La bibliografía de Colón y
del descubrimiento preséntalas á la memoria fácilmente.
No vengo á convertir aquí yo en polémica mis reflexiones
históricas, y por eso me bastará con añadir á esta parte de mi
discurso algunas pocas más. Notorio es que el escepticismo y
el protestantismo, contrapuestos á la tradición católica y al
católico esp.'ritu de que sincerísimamente estuvo imbuido Co-
lón, coligados con el irrespetuoso criticismo de nuestros días,
malcontento el último con toda superioridad humana, que por
su altura achique á la generalidad de las gentes, de tal manera
tratan á aquél á veces, que no harían más contra cualquier ene-
migo vivo y personal. Escritores extranjeros, y no sólo de
nuestro sexo hay, que tales parecen. ¿Ni quién ignora que por
mero amor propio nacional, tampoco son hoy raros los que in-
tenten anteponer y aun sobreponer los descubrimientos incons-
cientes y más ó menos averiguados, de que hablé antes, al caso
sin ejemplo de Colón? Mas no hay que desconocer que por
igual modo se peca en sentido adverso. Tampoco falta quien
saque al grande hombre de la realidad de la historia, vedando
á ésta el cumplimiento inexcusable de su oficio, y echándola en
cara el que de buen ó mal grado se rinda á las crueles necesida-
des de una investigación sincera. Para estas otras personas no
basta reconocer la robusta fe en Dios que alumbró todos los
pasos del descubridor; no basta celebrar los indudablemente
cristianos propósitos que llegó á tener, y sus aspiraciones casi
monacales al fin. Quisieran que sus hechos no hubiesen depen-
dido de una intuición y reflexión peculiarísimas y de una ex-
celsa voluntad humana, sino de auxilios sobrenaturales; y de-
más de pretender esto, que no negaría yo atenerlo decidido
quien puede, diríase que entienden que á un hombre tan rico
en gloria se le despoja de toda aquella que indudablemente
pertenece á otros, por moderada porción que se les conceda.
Tan varios métodos de historiar no se han aplicado únicamen-
te á Colón, sino á todos los españoles que en su empresa to-
maron principal parte.
Hablemos, cual es natural, primero de Isabel la Católica.
Magnánima, virtuosa, hasta heroica mujer, fué aquella, no hay
que dudarlo,' y la primera autora del descubrimiento, después
de Colón. Acá en España, no sé qué hada benéfica ha solido
apartar de su frente hasta aquí, los dardos que la moderna crí-
tica prodiga. ¿Mas cuánta no ha sido, en cambio, la desdeñosa
injusticia, ó el antihumano rigor con que á propósito de Colón
se ha tratado por los propios españoles á aquel admirable políti-
co, que por excelencia lleva el nombre de Rey Católico? ¿Cuál
no ha sido asimismo la preterición inicua de los servicios de Mar-
— 12 —
tín Alonso de Pinzón en la inaudita empresa, y, á la par, cuáles
ridículos cargos no hemos visto amontonados sobre los valien-
tes hijos de Palos, Moguer, Huelva y otros puertos oceánicos
que tripularon las famosas carabelas? Los errores atribuidos á
nuestros compatriotas acerca de todo esto se han extremado y
multiplicado muchísimo más, como era forzoso, entre los ex-
tranjeros. Y bien mirado, señores, para declarar, por ejemplo,
santo á Colón, si acaso lo fuera, ¿había precisa necesidad de ha-
cerlo también mártir, difamando á muchos, sin los cuales, según
todas las señas, jamás hubiera él llevado á cabo su descubri-
miento? ¿Es justo que se pretenda mermar su peculiar mérito á
toda la nación constante y esforzada, que por cierto, abrió lue-
go al antiguo el nuevo continente, lo descubrió todo, ó casi
todo en resumen, y con los ojos de Vasco Núñez de Balboa
vio la vez primera aquella parte del Océano, por donde, con
efecto, era posible ir de Occidente á Oriente, visitando las re-
giones de que tan fantástica noticia dio Marco Polo, y que,
el inmortal Colón buscó, después de todo, en vano?
¡ Ah! No temáis, repito, que ni de lejos indique esto tampoco
que, en algo intente disminuirla gloria de Colón. En mi con-
cepto alcanzó él cuanto al genio de un hombre es dado alcan-
zar. Para reconocer su maravillosa fuerza basta con que viese
tan claramente como la luz del día la esfericidad de la tierra,
pues que él no la supuso, sino que en su entendimiento la vio,
según ya he expuesto, con evidencia y certidumbre totales. Ni
fué menor entonces su mérito al ir á buscar de hecho á los antí-
podas sospechados ya por Pitágoras, pero nunca hasta allí bus-
cados por nadie. Pero la razón humana, que llega á determinar
en su ejercicio las universales leyes, no abarca la realidad en-
tera en sus detalles, y sufre inevitables chascos de parte de la
Naturaleza. Colón, que descubrió el continente americano, ni
contó, ni pudo con él contar. Enamorado de las descripciones
magníficas de Marco Polo, que tenía por exactas, imaginó lle-
gar de un tirón, relativamente corto, hasta las Indias clásicas y
sus adyacencias desconocidas, ó sea al fabulosamente rico
Catay, sin tropezar con las verdaderas Antillas, ni con el vecino
imprevisto continente, sino dando cualquier día fondo sus an-
clas, allá en lo que conocemos hoy por la China ó el Japón. Lo
— 13 —
cual proclama una vez más que la razón, por soberana que sea,
sin el contraste de la experiencia, yerra á menudo; verdad vul-
garísima, y hasta exagerada, en nuestros días.
Sea como quiera, señores, bastaría y sobraría lo que dejo ex-
puesto para demostrar, si de antemano no se supiese, cuan lejos
está de ser innecesario el leal esclarecimiento de las varias y
complicadas cuestiones á que el suceso que conmemoramos da
lugar. Por el contrario, todavía ha de ser útilísima la interven-
ción en ellas del Ateneo, estudiándolas y resolviéndolas con
el espíritu desinteresadamente investigador, que sus tradiciones
piden, sin dejarse seducir por preocupaciones ningunas, mal
avenidas siempre con la ciencia de verdad.
Sentado dejo ya que nada absolutamente importaría al mé-
rito de Colón el que tales ó cuales pescadores, ó simples mari-
neros, arrastrados por tempestades ciegas, y sin propia con-
ciencia del caso, hubiesen llegado antes que él á éstas ó las
otras costas remotas de la futura América. Bueno será añadir
ahora que si unos cuantos islandeses, ó acaso tales ó cuales
habitantes de la Groenlandia, sin querer lanzados sobre desco-
nocidas rocas, hubiesen vuelto por azar rarísimo desde aquella
tierra que continuó incógnita á su patria , jamás hubieran puesto
en contacto, como, con efecto, nadie había puesto cuando
apareció Colón, el nuevo orbe con el orbe antiguo; que es
lo que deliberada y científicamente quiso éste lograr, y lo-
gró. ¿Qué tendría que ver pues, repito, aun demostrado, el in-
voluntario arribo de tales ó cuales desgraciados á las inhospi-
talarias costas del extremo septentrional de América, con la
demostración experimental y buscada de la esfericidad del pla-
neta? Los propios viajes de los portugueses, con ser ya harto
arriesgados, y probar bien la ciencia adquirida en la famosa
escuela de Sagres, bastaban á dar estímulo, no suficiente
ejemplo á la empresa española. Cosa muy diferente era seguir
el perfil de costas más ó menos tormentosas, sin perder, sino
por plazos breves, el contacto con la madre tierra, lo cual en-
traba, después de todo, en la tradición y las ideas del mundo
antiguo, que el abandonar, pasadas las Canarias, es decir casi
desde el mismo principio, toda relación con el orbe conocido,
que quedaba atrás, á fin de buscar por bajo de él otro nuevo.
— 14 —
sin más seguridad que la convicción de un hombre, todavía
colocado en visible contradicción con las leyes físicas hasta
entonces admitidas universalmente. ¿Quién ha existido en lo
humano, que á tal punto desafiase el horror legítimo que ins-
tintivamente infunde la obscuridad de lo que nadie ha expe-
rimentado ó visto jamás? Cualquiera que el convencimiento de
Colón fuese, ¿cómo no receló al menos que del todo, como en
parte, le burlase la realidad, nunca esclava de la razón ni de su
lógica? (Ap/a2(sos.)'Pues todo eso anduvo en Colón hermanado,
con el raro modo de sufrir durante la preparación de su em-
presa lo que más cuesta soportar al genio, lo que más cuesta po-
ner de su parte á la superioridad que plenamente se siente, es á
saber, la paciencia con la ignorancia hostil de los demás.
(Aplausos.) Es para mí Colón, por tanto, el personaje de la his-
toria que más íntima é indisolublemente haya incorporado su
pensar en su vida entera, y uno de los que más han probado sin
réplica, cuánta sea la ventaja que todavía lleve la voluntad al
entendimiento, por inmenso que se le suponga, para formar
hombres grandes.
Hay por supuesto, que contar, con que desde los tiempos
más antiguos calculaban ya algunos la esfericidad del planeta
que el genovés demostró. Bastante mayor era naturalmente
el número de los que en el decimoquinto siglo la sospecha-
sen también. Y diré ahora más, y es, que á mi juicio el pre-
sentimiento de que hubiese tierras más allá de las playas de
Cádiz, y más allá de las costas, tan perseguidas á la sazón, del
África, tanto y más todavía que en ciertos cosmógrafos con-
temporáneos de Colón, y con más intensidad que en los sa-
bios, desde Aristóteles y Séneca hasta Toscanelli, probable-
mente bullía en los marinos de nuestras playas occidentales y
sus cercanas islas al ir á acabar el decimoquinto siglo. No
cabe duda que algo á manera de incierta luz, distinta de la
escasa y contradictoria especulación científica de entonces,
alumbraba á aquellas gentes que, aun sin ser de oficio mari-
nos como los Pinzones, sino tal vez frailes, tal vez médicos,
tan fácilmente se inclinaron á que el desconocido piloto ex-
tranjero tuviese completa razón. Mas ¿por qué, aun con seme-
jantes imaginaciones, nadie, antes que Colón, tentó, ni pensaba
— 15 —
tentar, la experiencia que desde Palos y Cádiz, y todavía más
desde las Canarias, estaba tan á mano? ¿Por qué con eso y todo
transcurría año tras año, no ya sin que el orbe nuevo se descu-
briese, sino sin que siquiera se hablase de procurar su descubri-
miento? Al mismo Martín Alonso Pinzón, que no era ignorante,
que quizá sabía tanto de la cosmografía de la época como Colón,
y que era acaso mejor marino que él, ¿por qué no se le oyó ha-
blar nunca de acometer la empresa hasta que se presentó en la
Pábida el genovés? Siglos y siglos habían ya transcurrido de
igual suerte, y algunos pudieron muy bien transcurrir después,
por igual modo, sin que otro que Colón se decidiera á descifrar
el espantable enigma. Faltó, por consiguiente, hasta él, y Dios
sólo sabe por cuánto espacio de tiempo hubiera todavía faltado,
una razón capaz de tan evidente percepción como la suya, y
una voluntad asimismo á la suya idéntica, que pudiera repu-
tarse sobrehumana, si al cabo y al fin no estuviésemos ciertos
de que se encarnó en un hombre.
No debe quedarme, tras lo dicho, remordimiento alguno de
negar á Colón cuanta justicia merece. Pero bien conocéis ya, se-
ñores, que no me he propuesto seguir el ejemplo de los que, sin
previo proceso y fallo de canonización, rinden á los hombres
culto, por mucho que aplauda sus hechos, y por dignos que los
juzgue de la gloria. Ni siquiera he de admitir que con potencia
y éxito iguales se emplee á un tiempo el genio en todas las ope-
raciones humanas. ¿Por qué Aristóteles habría de haber sido
capaz, y paréceme buen ejemplo, de los aciertos de Fidias, ó
Mozart de los de Napoleón primero? No : resignémonos á ver en
los hombres, por mucho, y justamente que los admiremos, el
bien y el mal aunque sea en desiguales proporciones mezclados,
así en lo que piensan, como en lo que hacen. Lástima que hom-
bre de tamaño tal como Colón padeciera en este mundo tam-
bién, aunque el mismo Hombre-Dios padeció, según se sabe.
Mas porque fuese tan grande, ¿hemos de suponer que no tuvo
culpa alguna en sus infortunios? Soy yo de los que piensan que
el arte debe ser ideal en su esencia y perfeccionador de la
Naturaleza, aunque de ella emane directamente. Cuanto á la
historia, no hay que pensar tal cosa. La historia que no es esen-
cialmente realista, ni merece tal nombre, ni el de obra literaria
— I6 —
siquiera. Queden ciertos engendros, más ó menos felices, para
recreo de almas débiles. La verdadera historia pide, á la ma-
nera que en todos, sobre el asunto de que hoy trato, que se
estudie mejor que hasta poco ha se estudiara, quiénes y cuáles
fueron de verdad los personajes que ayudaron ó contrariaron á
Colón, y por cuáles motivos, antes de su empresa y después de
lograda. Si estudio semejante corresponde á todo país, no es sin
duda exceso de patriotismo pensar que á ninguno cual á Es-
paña. Porque, ¿no es verdad que para ser esta la nación única
que puso á contribución sus Reyes, sus pilotos, sus marineros,
y dio todos los recursos precisos para acometer y cumplir la
gloriosa aventura, se la ha calumniado ya por demás? ¿Qué se
quería por aquellos que nos suelen motejar de ingratos? Cuando
el resto de Europa, incluso su patria Italia, tan llena de los
esplendores del Renacimiento científico, literario y artístico, ni
siquiera se dignó fijar la vista en el descubridor, y sus ofertas;
cuando eso hicieron asimismo Inglaterra y Portugal, maestra
ésta entonces en descubrimientos y navegaciones, ¿preténdese
que no solamente los Reyes, y bastantes de sus subditos, sino
absolutamente todos los sacerdotes de España, sus catedráti-
cos, cortesanos y guerreros, y cuantas personas, en fin, pobla-
ban sus campos y costas, sin disputa y de plano asintieran por
aclamación unánime á una idea tan poco aceptada aún y de
índole tan conjetural? La singularísima convicción racional de
Colón, que constituye su mayor grandeza, ¿podía poseerla cual-
quiera en el decimoquinto siglo? Si fueran todos á la sazón ca-
paces de lo qae Colón fué, ¿en qué consistiría el mérito único
de aquel hombre? De ninguna de tales exageraciones necesita
la eterna fama del descubridor, ni cabe que las respete la his-
toria. Complázcanse, pues, cuanto quieran los panegiristas, que
no historiadores, en describir con colores negrísimos las oposi-
ciones, las dilaciones, las informalidades y antipatías con qae
el glorioso genovés luchó en nuestra nación, disminuyendo por
sistema, en cambio, lo que Colón debió á la gente heroica que,
primero bajo su dirección, y por sí sola luego, realizó la total
obra que aquél se propuso, pero que no cumplió del todo, ni
pudo cumplir. Todo eso es vano, sobre infame empeño, de
manchar nuestra gloria indisputable.
— 17 —
Mas volvamos, que ya es justo, á los Monarcas insignes que
juntamente regían á España á la sazón. Isabel de Castilla, ya os
lo he recordado, siempre ha sido como un flaco de la historia, si
consentís el empleo de frase tan familiar. (Muy bien, muy
bien). No, en verdad, porque deje de merecer la venerada
princesa cuantos encomios se han hecho de su persona, sino
porque entre tantas cualidades, como á no dudar poseía, ¿quién
negará que alguno que otro defecto se le pudiera notar ó supo-
ner por los escritores católicos, no tan sólo españoles sino
extranjeros, aunque no diesen, cual de ellos dan, testimonio
los cronistas más verídicos? Pero ya se sabe que el idealismo
histórico no capitula, y, con raras y generalmente brutales
excepciones de protestantes fanáticos, la Reina aparece per-
fecta. Por lo que hace á España, en particular, ni las pasio-
nes desatadas contra la unidad católica, que le debió tanto, ni
el escepticismo hostil á toda piedad de los actuales tiempos
han osado, sino tal vez de lejos, insultar su memoria. Claro
es que tratándose de juzgar á la excelsa Reina, como á los
humanos hay que juzgarlos, es decir, sumando sus cualida-
des y restando sus defectos, para fijar su valor positivo, la his-
toria ha procedido con muchísima justicia. ¿Qué importa en un
cuadro hermosísimo cualquiera accidental imperfección? Siga,
pues, en buen hora, incólume Isabel la Católica, á través de las
edades, y quiera Dios que la crítica, tan justa hasta ahora con
ella, jamás desconozca el mérito de la mujer más grande, y
seguramente más respetable de la historia. Pero ¿por qué no ha
de quedar alguna parte también de la imparcialidad crítica para
su esclarecido esposo D. Fernando? Que ella fué quien creyó
primero, y tuvo la principal parte en la empresa de Colón, no
cabe duda. Vaciló, no obstante, cual era natural, y hasta se dice
que , sin los buenos consejos y exhortaciones de personas de
su corte, hubiera dejado irse de Santa Fe al descubridor. INIas
ello es que se convenció, que se decidió, al fin, y que, por cuen-
ta de su corona de Castilla, se inició la empresa. ¿Qué pensáis
que le valiese más para alcanzar la gloria inmarcesible que de
eso ha resultado: su talento político, ó su corazón? ¿Y cuándo
acordará el mundo todo la preferencia sobre materias de Esta-
do, entre el corazón y la cabeza? Soy yo, por de contado, de los
— i8 —
que entienden que, en materias tales, y en todas las de orden
práctico, acierta esta última muchísimas más veces que aquél.
Fuerza es, con todo, que reconozcamos que acierta también el
corazón en ocasiones. Y una de ellas fué incontestablemente la
que nos ocupa ahora, en la cual el genio político del Rey Cató-
lico quedó muy debajo por las resultas del corazón magná-
nimo de su mujer. Mas tiempo es ya de que se examine este
caso serenamente.
Era todo un hombre de Estado Fernando el Católico , y
grande hombre de guerra asimismo, sin duda alguna; pero no
sólo en este del descubrimiento, sino en los demás negocios pú-
blicos, representó siempre un segundo papel, mientras D."" Isa-
bel vivió, y no á los ojos de los castellanos únicamente, sino á
los de sus propios subditos aragoneses. Las pruebas abundan.
¿Y de qué dependía eso? Del magnánimo corazón como al-
guien dijo, ó sea del carácter decidido de la Reina, al cual
constantemente se sometía su esposo, por amor ó prudencia. Ni
hay que extrañarlo, pues cosas tales se han visto siempre por el
mundo, entre hombres • insignes y mujeres de mucho menos
valor que Isabel la Católica. Para Colón y para el descubri-
miento, no hay que decir que la dicha sumisión fué circunstancia
dichosa. Porque nadie afirma que llegara á persuadirse D. Fer-
nando de que el descubrimiento era infalible, y menos de que
los premios que Colón demandaba, y en Santa Fe y Barce-
lona obtuvo al cabo, fueran juiciosos, y en buena política posi-
bles. Sin embargo, tampoco consta que pusiera grandes obs-
táculos al cumplimiento de la voluntad de su mujer, una vez
ella resuelta á que la expedición se emprendiese. Lejos de eso,
contribuyó á prepararla en unión de su regia consorte y aliada
de Castilla, por todos los medios. Faltóle sólo, en suma, el en-
tusiasmo ciego. De ningún otro delito se le puede acusar. Mas
ante todo, es de observar, que á un príncipe aragonés, nacido
sin duda con inclinaciones mediterráneas y europeas, como sus
ilustres ascendientes, no le debían de ser tan simpáticas cuanto
á la Reina las conquistas sobre el Atlántico, que bien de antiguo
seducían á los castellanos. El peculiar teatro de las glorias de
la Casa de Aragón era el Mediterráneo, donde poseía ya Cer-
deña, Sicilia y Ñapóles, que había de incorporarse definitiva-
— 19 —
mente á España poco después; y estaba todavía en la memoria
de todos cómo los almogávares catalanes y aragoneses habían
hecho bambolear un día el imperio griego con sus terribles chu-
zos, enseñoreándose además de la Grecia clásica. La posterior
política de D. Fernando en Italia, patentiza, por otra parte, que,
cuando nadie lo imaginaba, él supo que en aquella dirección
habían de buscar las naves catalanas y mallorquínas la gran po-
sición política que mantuvo España por tres siglos, y de que
tanto se envanece aún. Política sin nada de prodigioso, ni de
poético, sino tal cual debía concebirla é iniciarla un verdadero
hombre de Estado. Por el contrario, la Corona que tenía á su
disposición las naves de Huelva, Sevilla ó Cádiz, y gobernaba á
los marinos que habían ya ocupado las Canarias, parecía tener
señalado por la Providencia otro camino á su propia política, y
encarnación de ella fué Isabel la Católica, sin curarse en tanto
por igual medida de la razón de Estado como de sus corazonadas
de mujer. No había motivo para que el tálamo común suprimiese
de golpe diferencias en los modos de sentir y de ver, que de sobra
explican los respectivos orígenes de los Monarcas, y sus diferen-
tes sexos. La Reina hizo más numerosa y extendida raza espa-
ñola, pues que la implantó para siempre en el desconocido he-
misferio; el Rey, con el dominio de la otra gran Península me-
diterránea, facilitó á nuestra nación largos años de preeminencia
en el mundo, que sin eso, por unánime testimonio de los consu-
mados políticos de la grande época, no habríamos gozado solos
jamás. Pero si la mayor tibieza de D. Fernando, en todo lo re-
lativo al proyecto, se justifica así plausiblemente, todavía es más
excusable su actitud contraria á las demandas singularísimas
de Colón.
Nada sublima á mis ojos tanto el carácter de Colón, ya lo
sabéis, como la misma inflexibilidad y magnitud de sus exigen-
cias, y la firmeza rara con que las sostuvo hasta que, no bien de-
su grado tampoco, sucumbió á ellas la Reina. Ni el puro amor de
la gloria, ni las piadosas miras que también mostró de extender
la fe cristiana, ni el natural anhelo de experimentar y tocar con
la mano la exactitud de su opinión racional; ni su pobreza, ni
su cansancio, nada, según es notorio, le hizo disminuir en un
ápice el subido precio que previamente puso á su extraordina-
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rio, positivamente extraordinario servicio. Cualquiera historia-
dor idealista puede muy bien alabar esto irónicamente, y aun
se ha dado el caso; mas yo con verdad os digo, que nada me
da del genio y carácter del descubridor tan alto concepto. Lo
que ello prueba en primer término, es que Colón juzgaba por
tan hecho el descubrimiento en su tienda de Santa Fe, como al
aparecérsele la tierra en las Antillas. Porque, lo repito, ¿qué
especie de hombre era aquél que así trataba, como de pro-
pia cosa suya, de lo que nadie había visto, ni creía de fijo, y
hasta el maravedí regateaba los beneficios que por su parte le
correspondían? No se pacta con resolución tamaña sobre un
problema, sobre un caso probable tal vez, pero que aun pudiera
resultar incierto. Colón miraba ya el orbe nuevo como hacienda
heredada, en que le faltaba la posesión únicamente, y no se pres-
taba sino á partir con los que le facilitasen los necesarios recur-
sos para la dicha posesión. Y todo esto tranquila, majestuosa-
mente, negociando de poder á poder con los monarcas, propo-
niéndoles no ya un servicio, sino un verdadero tratado. Ignoro,
señores, lo que de este mi punto de vista pensaréis; mas re-
pítoos que yo lo adopto de bonísima fe, y que una convicción
honda me lo impone. Muy lejos estuvo en tanto, de creer, al
modo que Colón, en el infalible hallazgo de los antípodas, y me-
nos aún de juzgar á éste cual yo le juzgo ahora, el sagacísimo
Rey. Acaso resumió su dictamen en los dos conceptos que si-
guen, de vulgar apariencia, pero de incontestable buen sentido.
Muy problemático, se diría, es lo que Colón ofrece; pero lo que
para el caso que se obtenga pide es tal que, si realmente se lo
diésemos, nada ganaríamos los Reyes con el descubrimiento ni
ganaría España. ¡Oh, señores! aquí es ocasión de exclamar:
¡Bendita sea también la fantasía en la política, ó lo que es igual,
bendito sea el corazón en la historia! {Grandes aplausos.) A
resumir la Reina Isabel la cuestión, según á mi parecer la resu-
mió su marido, casi seguro es que Colón no habría descubierto
el Nuevo Mundo, y Dios sólo sabe cómo y cuándo se habría des-
cubierto. Pero no vayamos, no, á inducir de este y algún otro
caso excepcionalísimo que en las ordinarias condiciones de la
política y de la vida histórica, deban con frecuencia sustituirse
la fantasía ó el corazón al cálculo racional y severo. Otras rei-
— 21 —
ñas y otros pueblos han protegido á imaginarios Colones sin
buen éxito, y no sin algún ridículo. No todos, sino poquísimos
de los humanos que han prometido en este mundo prodigios,
los han realizado después.
Al llegar aquí comprendo bien que el precedente resumen de
lo que debió de pensar D. Fernando respecto á Colón, y sus
peticiones, merece esclarecimiento especial. Es por demás co-
nocido que exigió éste y obtuvo en las capitulaciones de Santa
Fe, no ya aclaradas sino muy extendidas en Barcelona, que á él
y sus herederos se les entregase perpetuamente el cargo de Al-
mirante de nuestras escuadras del Océano, y que se les con-
firiese por igual modo el virreinato y gobierno general de cuan-
tas tierras él descubriese ó conquistase, tocándoles nombrar
por sí, á cuantos allí ejerciesen autoridad, oficio ó jurisdicción;
lo cual valía tanto, es claro, como reconocer una soberanía
de hecho, aunque tributaria, en aquella familia. De las ventajas
económicas no hablo, porque, aunque muy considerables, lo
particular del servicio puede borrar la nota de excesivas. Pero
exigir de la Monarquía de aquel tiempo cuando, así las triun-
fantes doctrinas justiniáneas, como el inevitable proceso de las
cosas, cada vez iban haciéndola más sedienta de autoridad, y
pretender, sobre todo, de los Reyes Católicos, que acrecenta-
ran y confirmaran las antiguas jurisdicciones hereditarias, con
frecuencia rivales de la Corona, al tiempo que su hábil é in-
cansable política por tan manifiesto modo tendía á convertir-
las en nominales, constituía un inevitable conflicto para en
adelante. Al rayar del siglo decimosexto era un positivo ana-
cronismo y casi una locura la creación en el Orbe Nuevo de
un feudo ó señorío vastísimo, ni de muy lejos igualado jamás,
por la extensión y la independencia, en Aragón ni Castilla, y
eso para una familia extranjera al fin que, sin gran pecado,
podía acordarse de que lo era en las futuras contingencias po-
líticas. De buena fe, no cabe duda, pasó por todo ello la
Reina Católica, sin reflexionarlo, ni mirar más que al inme-
diato logro de su deseo, obrando como dama al cabo, poco
ó mucho influida siempre por la impresionabilidad de su sexo,
sin contar con las exhortaciones y consejos vehementes de
otras señoras que la rodeaban, á más de los de sus cortesanos.
— 22 —
Pero ¿habría sido el hombre de Estado, que fué D, Fernando,
si desde el principio no sospechara que el cumplimiento de
semejante pacto era imposible? Firmóse éste con todo delante
de Granada, paréceme, y le honra, que con sólo el mudo
asentimiento de D. Fernando, ya que no tenía por costumbre
resistir, como de cierto se sabe y ya he dicho, á la voluntad
magnánima, por no llamarla imperiosa, de su esclarecida mu-
jer; cosa que por lo ordinaria, creo que tenemos convenido, en
que no debe disminuir su personal mérito. Y cual si las cláu-
sulas de aquel pacto no bastasen, todavía se acrecentó mucho
más el premio, vuelvo á decir, en Barcelona, al llegar triun-
fante el descubridor. El entusiasmo de la Reina no reconoció
de seguro límites, y es de creer que ni la objeción más leve
osase su marido presentarle. Entonces fué, pues, cuando para
que fuesen mejor gobernados, como dijo el título de 1493,
cuantos territorios descubriese Colón, otorgáronsele allí tex-
tualmente los oficios de Almirante, Virrey y Gobernador del
mar Océano, islas y tierra firme, no sólo para sí sino para sus
hijos, descendientes ó sucesores, sin limitación ninguna, por
siempre jamás, con facultad de que sus lugartenientes, alcaldes,
alguaciles, y los demás funcionarios que nombrase, usaran de
la jurisdicción civil y criminal, alta y baja, y mero y mixto im-
perio, siendo los dependientes de los Colones á voluntad de
éstos amovibles, y atribuyéndoles la facultad de oir, librar .y
determinar todos los pleitos y causas civiles y criminales, no
sin llevar para sí los mismos derechos judiciales acostumbrados
en León y Castilla. La función de soberanía que, por tanto, se
reservaron los Reyes de Castilla, fué la de que las cartas ó pro-
visiones se expidiesen á sus nombres y con su sello, condición
que, por única, parecía más propia que para verdaderos subdi-
tos, para Príncipes confederados. No se dirá por cierto que
Isabel la Católica en su feliz iniciativa, ni en su dudoso asenti-
miento el Rey, pretendieron engañar á Colón, otorgándole an-
tes del descubrimiento mercedes grandísimas para regateárselas
cuando la hazaña estaba hecha, y no había ya necesidad pre-
cisa de él. No: lo más enorme del premio se concedió, según
vemos, en Barcelona, sin otra presión que la de un agradeci-
miento sin medida, porque una vez descubierto el camino del
Nuevo Mundo, ninguna duda podía caber en que bastarían los
españoles, cual bastaron, á continuar la obra. Todo aquello fué
hijo, sin disputa, de la más completa buena fe. ¿No es hora, por
eso mismo, de buscar en otras causas que la informalidad y la
supuesta perfidia de D. Fernando, las desdichadas diferencias
que sobrevinieron más tarde?
Indudable es que la principal de dichas causas provino de la
propia naturaleza del pacto, por lo menos en su parte política,
que sin duda era la más grave. ¿Concebís siquiera, señores, que
por recompensa al descubrimiento de tierra firme conservase la
descendencia de Colón, hasta nuestros días, los derechos so-
beranos que en Barcelona se la concedieron? Si el grande Almi-
rante hubiera llegado á desembarcar en tierra de Méjico, ¿se
habría luego sometido Hernán Cortés, ni aun Panfilo de Nar-
váez, al gobierno soberano de aquella familia que la mínima
Santo Domingo tan pronto rehusó obedecer? ¿Cómo imaginar
que tan absurdo régimen se perpetuase? Ni hay para qué hablar
de los Monarcas: la gente española de entonces, única que ha-
bía de prestar sus marinos y soldados aventureros para conquis-
tar y poblar el Nuevo Mundo, ¿era capaz de rendir á los Colo-
nes la ciega obediencia, tan poco tiempo después disputada al
legítimo soberano en Medina del Campo, Tordesillas ó Toledo,
y en el húmedo llano de Villalar? La cualidad de extranjeros
de D. Cristóbal y sus hermanos claro está que también hacía más
difícil su cuasi soberanía, favoreciendo en Santo Domingo la
sospecha, entre ciertos historiadores modernos viva aún, de que
por despecho quisiesen entregar los nuevos territorios á cual-
quiera otra nación, y en especial álos genoveses sus compatrio-
tas, ya que no aspiraran á quedar del todo independientes. Mas
no hay que darle á aquello exagerada importancia, porque nadie
ignora el modo no ya cruel, salvaje, hasta infame, con que mu-
rió el español Francisco Pizarro, menos grande que Colón, sin
duda, pero muy grande seguramente. Muchos ejemplos pareci-
dos prueban que los nativos vasallos de los Reyes Católicos, y
de sus sucesores inmediatos, se sufrían mal unos á otros, sin
que siempre motivasen sus discordias, ni la ingratitud, ni la per-
fidia. Los hombres de mar y guerra eran de asperísima condi-
ción por entonces, lo mismo dentro que fuera de España, tes-
— 24 —
tigos los corsarios entre quienes se formó Colón; y nada nos
debe impedir tampoco la confesión de que no era la disciplina
la mayor virtud de los que acompañaron á Colón á América.
¿Pero qué relación tiene nada de eso con las supuestas ingrati-
tud y perfidia de D. Fernando el Católico? Los escándalos de
Santo Domingo, certísimos, no los provocaron, sin duda, sus ac-
tos ni disposiciones, sino el haberse antes pactado lo imposible.
Semejantes conflictos sobrevinieron á su pesar, con tal estrépito
y consecuencias tan peligrosas, que hubo de intervenir por
fuerza en ellos, hasta por invitación de Colón mismo, que llegó
á pedirle en suma un juez pesquisidor. El cual fué aquel Boba-
dilla, contra quien hoy protesta España entera, justamente sen-
tida de que á tal hombre lo enviase en cadenas; pero obsérvese
que, después de parecida acción, todavía el entusiasta amigo,
huésped y panegirista de Colón, Andrés Bernáldez, más cono-
cido por el Cura de los Palacios, le apellidó, á boca llena, noble
y virtuoso, con ocasión de referir su desastroso naufragio. Triste,
tristísimo fué el caso; duro estuvo con él Bobadilla, que debía
de ser jurista, pues obró con el desenfado singular de los de
su época, que no conocían respetos sino para el Rey. Con eso
y todo, el incontrastable testimonio de Bernáldez demuestra
que no se le reputó en España injusto, ni mucho menos preva-
ricador. Lo cual, señores, me obliga ya á penetrar directamente
en el examen de otra de las causas que á mi juicio originaron
los infortunios del gran descubridor.
Permitidme ante todo recordar lo que dejo atrás dicho, to-
cante á la imperfección de los hombres, sean cuales sean, cosa
de que entre muchos dieron notorias muestras Alejandro, César
y Napoleón L He expuesto ya asimismo que de ningún nacido
se sabe que por igual haya sido apto para alcanzar gloria, en to-
dos los oficios humanos. Y ahora pregunto: las supremas é in-
comparables cualidades de inteligencia y voluntad que puso de
manifiesto Colón en su obstinada porfía por patentizar la figura
del planeta, y su propósito, inflexible como Bernáldez dijo, de
salir viento en popa del mar de Cádiz para volver de proa al
mismo sitio, ¿nos obligan á reconocer juntamente en él la mo-
deración, el tacto, el arte, que tanto y más que la inquebrantable
firmeza, en tal ó cual ocasión señalada, son las cualidades que
2q —
constituyen á los verdaderos hombres de gobierno? ¿No conce-
bís perfectamente un Colón, prescindiendo en hipótesis del his-
tórico, capaz de cuanto éste ejecutó, é incapaz, no obstante, de
regir en paz y justicia la menor aldea? Las propias condiciones
excelsas de Colón: aquella fe absoluta, por ejemplo, en su pro-
pio dictamen que tan grande hombre nos lo representa en Santa
Fe; su ánimo indomable ante la pobreza, la burla, el desdén de
la inmensa generalidad de sus contemporáneos; la altivez sobe-
rana con que mantuvo íntegras sus exigencias delante de tan
potentes Reyes, y tan henchidos de gloria como los conquista-
dores de Granada; todos estos sumos méritos, en fin, ¿eran
los que taxativamente hacían falta para gobernar á una gente
osada, fácilmente violenta, sin miedo á nada, codiciosa por ne-
cesidad, como la que en general requería la tremenda aventura?
No; y no sé por eso mismo de contemporáneo alguno que
abiertamente declare á Colón buen político, aunque ninguro
escasee las alabanzas que su genio único, y su sin par servi-
cio merecieron. Bartolomé de las Casas, citado en los pane-
gíricos por testigo, cuando de darle la razón se trata, del modo
más explícito reconoció que estuvo muy desgraciado en el
Gobierno de Santo Domingo, soliviantando contra él todos
los ánimos. Mas ¿y Bernáldez, tan familiar suyo que le llegó á
negar que el camino de las Indias Orientales fuese tan corto
cual imaginaba, sin que, no obstante su convicción intransi-
gente, se le enojase? Expresamente confiesa este último que
se hizo Colón muchos contrarios enemigos, los cuales no
le podían tragar porque sojuzgaba mucho en su mando á los
soberbios y á sus adversarios. Sojuzgar ó subyugar, en latín, ya
se sabe, es poner bajo el yugo, y en castellano, mandar con
violencia. Ni ¿qué tenía de extraño? Cuarenta años de vida
de mar, y aventurera vida en que se mostró heroico, pero
acaso implacable soldado, no habían de hacer de él un hombre
de nuestro siglo, cuando los de este siglo por ventura son apaci-
bles y humanos. Una vez más lo declaro, señores: Colón queda
para mí incólume y en toda la plenitud de su gloria, aun en el
supuesto de que todas mis antedichas sospechas constituyan
verdades. Por eso no tengo el menor reparo en exponerlas al
celebrar su Centenario, que de todos modos será su apoteosis.
— 26 —
Juzgadlas vosotros y perdonadlas si pensáis que yerro; mas no
dudéis un instante de la sinceridad igual con que aquí admiro y
critico. Líbreme, en tanto, Dios de conceder siquiera ventaja
moral, ya que intelectual no quepa, sobre Colón, á ninguno de
los que en vida fueron sus enemigos. Seguro estoy de que la ele-
vación de sus sentimientos y aspiraciones, y su genio mismo,
debieron de preservarle de ciertas miserias y bajezas, en otro
linaje de gente mucho más probables. Pero de imperfeccio-
nes, repetiré, nunca está libre el hombre: y, aunque lo que voy á
decir parezca impío, mi no corta experiencia me grita también
que en materia de relaciones personales nadie tiene razón nunca
contra cuantos trata. Algo le falta al hombre que no acierta á
formar ningún amigo, aunque su superioridad, mientras mayor
sea, le engendre enemigos sin duda. Al cabo y al fin, mal que
pese á la vil envidia, siempre despierta el superior mérito en
algunos inquebrantable respeto, entusiasmo y hasta amor leal
y hondo. ¿Halló adhesiones tales, pocas ni muchas, Colón
entre los que le siguieron al descubrimiento, ó vivieron bajo
su gobierno civil y político? ¿No reconoció él en una de
sus cartas que, aunque injustamente, dejaba en Santo Domingo
mal nombre? ¿Cómo es que, sustituido ya Bobadilla, y gober-
nando la isla el pacífico Comendador de Lares, todavía hubo
que vedarle el desembarco allí por miedo á que su sola pre-
sencia perturbase la paz? Y si faltó absolutamente toda razón
en lo que Bobadilla hizo, ¿cómo es que los Reyes se dieron de
él por bien servidos, cual afirma un historiador inédito, que sus
panegiristas mismos citan, y, quien quiera puede ya leer en la
historia bien impresa de Bernáldez? Todavía aludiendo á la
muerte de Bobadilla, dijo este constante admirador de Colón
que era aquel juez muy gran caballero y amado de todos.
Amado de todos, ¿lo entendéis? Es á saber, lo que nadie que yo
sepa dijo entonces del gran Colón. Trabajo cuesta, lo con-
fieso, perdonar palabras tales al buen Bernáldez, por tan ín-
timos lazos unido á la víctima de los extremos rigores del
implacable juez pesquisidor, ahora, sobre todo, que los res-
plandores de la gloria sin par que, con justicia, rodea el
nombre del descubridor de América, desvanecen las pequeñas
nubes de su historia, y que en su plenitud cabe medir el inau-
dito servicio que prestó á España y la humanidad entera. Mas
nada de esto quita que saliesen Colón y sus hermanos de nuestra
primera colonia transatlántica mal queridos de todos; ¿y cuál
pudo, en suma, ser la causa sino la que yo pienso, es á saber: el
poco tacto, la violencia y falta de dotes de mando que demos-
traron? ¿Sería sólo su calidad de extranjeros? Para soberanos
les venía esto mal, sin duda, y ya lo he dicho; pero después de
todo, ¿qué nación ha habido en el universo que con menos difi-
cultad que la española se haya dejado regir por gente nacida en
extrañas tierras? Los Marqueses de Pescara y del Vasto, hijos
de Ñapóles, aunque de antiguo origen español; el Condestable
de Borbón, francés; Filiberto de Saboya, Alejandro Farnesio,
Castaldo, Chapín Vitelli, Ambrosio de Espinóla, Torrecusa, ¿no
eran tan extranjeros como los Colones? Pues fueron todos ama-
dísimos de la ruda, tal vez feroz, y asimismo rapaz y viciosa
gente, aunque no peor que la de los otros países, sino propia de
los tiempos, que á sus órdenes ejecutó tantas hazañas inmorta-
les. Ninguno de los nombrados llegaba al mérito de Colón en
cien leguas; pero así y todo, ¿no parece claro que hubieron de
estar mejor organizados y preparados que él para el especial
oficio del mando?
Muestra fué, á mi parecer, del singular talento de Colón el
que para castigar las rebeliones de Santo Domingo pidiese él
propio á los Reyes un juez pesquisidor, aunque su petición le
tuviera después tan mala cuenta, quebrantándose así profun-
damente desde entonces las capitulaciones de Granada y Bar-
celona, según las cuales él sólo, y sus sucesores, podían nom-
brar jueces en las nuevas Indias. El conocer ya que era esto
excesivo, dudando algo así de sus condiciones propias para res-
tablecer la paz, le honraría en vez de disminuir su gloria, y excu-
sa mucho de lo que pasó á la postre. Claro está por de contado
que cualesquiera que fueran los yerros gubernamentales en que
hombre tan extraordinario incurriese, el hecho de plantarle
grillos en la propia tierra que él había abierto á la civilización,
fué en sí cosa brutal, debiéndose tener por cierto que jamás
los Reyes Católicos hubieran dispuesto tal rigor. Bien lo mos-
traron en su conducta cuando arribó á la Península. Mas si
Bobadilla, según yo pienso, era un legista imbuido en los prin-
— 28 —
cipios del derecho imperial romano, tan equitativo en lo civil
como en el procedimiento criminal bárbaro, ¿qué tiene tam-
poco de insólito lo que hizo? El que fuese hombre de ley,
sospechólo por habérsele nombrado juez pesquisidor antes
que gobernador de Santo Domingo; y teniendo yo el honor
de ser legista también, no he de tratarlos mal, bien se com-
prende, por antipatía de clase. Pero la verdad es que todo el
siglo decimosexto, de que vino á ser como aurora el descubri-
miento de América, y aun todo el decimoséptimo, están llenos
de atroces severidades de los legistas, poco sensibles al mérito
personal, ni á la gloria ni á respeto alguno que no fuese el de la
ley regia.
Nada de nuevo añado ahora, señores , al recordaros que,
seducido y dominado con razón el mundo por la incomparable
gloria de Colón, ni siquiera ha advertido en mucho tiempo que
por completo se olvidaba de sus camaradas, y sobre todo de
aquel Martín Alonso Pinzón, hombre con evidencia digno tam-
bién de altísima fama, aunque no fuese de tanta valía como el
genovés. Tan sólo se ha prestado atención hasta este siglo, ge-
neralmente, á las acusaciones que le dirigió un hijo del grande
Almirante, sin tener en cuenta que si para todo historiador es
deber sacratísimo el de buscar y profesar la verdad imparcial-
mente, de tal regla excluye la Naturaleza á los hijos cuando se
trata de escoger entre otros y aquellos á quienes deben el ser.
Por eso la obra de D. Fernando Colón, que nos conservó Ulloa,
aunque llena de color local y preciosísima como libro de Me-
morias, al cabo y al fin de la época, y escrita por hombre
docto, no es ni pudo ser tal historia, sino el primer panegírico
de su insigne padre, al cual se le otorga allí siempre la razón
por fuerza, aunque quizá le faltara algunas veces. Bajo un
punto de vista más imparcial que el de D. Fernando Colón, cabe,
no obstante, sostener sin réplica, que, con efecto, fué con Co-
lón injusto el mundo, porque era él hombre tal, que merecía que
se le venerase, cuanto más que se le excusase ó perdonasen sus
faltas, por graves que resultasen ó resulten hoy, ya que no
consta que en todo caso procediesen de poco honrada inten-
ción, sino de la flaqueza humana. Por eso, no bien se conoció
todo el tamaño de su hazaña, experimentóse como un univer-
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sal remordimiento de haberle hecho padecer, remordimiento
que se ha venido en la historia perpetuando desde Bartolomé
de Las Casas hasta Roselly de Lorgues. Y todo esto se com-
prende muy bien; mas ni aun así cabe aprobar el hecho de
que cuantos tuvieron la desgracia de no andar de acuerdo en
algo con el principal héroe del descubrimiento, fueran sin exa-
men condenados á una infamia con intenciones de eterna.
Harto comprenderéis, señores, que no me engolfe en la me-
nuda historia del descubrimiento. De los antecedentes y circuns-
tancias de éste, diré ya, para acercarme al fin tan sólo aquello
por otros averiguado y referido, y que directamente sirva á con-
firmar mis juicios peculiares. Diéronle los reyes, cual nadie ig-
nora (á la Reina iba sólo á citar, por seguir la costumbre caste-
llana, mas en justicia debo hablar de los dos), diéronle á Colón,
repito, la facultad de tomar para su empresa unas carabelas con
que por cierta culpa estaba condenada á servir la pequeña po-
blación de Palos. Tanto repugnaba allí, como era natural, di-
cho castigo, que, recelosos los Monarcas mismos de la probable
desobediencia, llegaron hasta á prevenirse, nombrando un Go-
bernador especial que, hecho fuerte en el castillo del pueblo,
hiciese respetar y ejecutar el regio mandato. Presentóse luego
en Palos Colón, si no tan maltrecho como cuando necesitó el
amparo de los honrados frailes de Santa María de la Rábida,
con su ostentoso aunque nominal título de Almirante, mucho
más rico en dignidades que en dinero todavía. No fué mucho,
pues, que lo recibiesen allí todos con desabrimiento, menos los
frailes de la Rábida, Martín Alonso Pinzón, el más importante,
según parece, de los vecinos de Palos, que desde su primera
estancia en la Rábida debió ya de tratarle, y otras contadísimas
personas. Más ilustrados y ricos son hoy los vecinos de aque-
lla villa que entonces, y si alguien los condenase á suministrar
de nuevo ahora tres barcos para tan peligrosa empresa, mur-
murarían sin duda, y algo más. Y por otra parte, ¿cabía seria-
mente pensar que aquellos barqueros y pescadores, antes que
marinos de alta mar, del propio Palos, de Moguer, de Huelva;
que aquella gente de todo punto á obscuras en la cosmografía,
buena ó mala, de la época; sin noticia de filósofos ni poetas an-
tiguos; sin costumbre de levantar los pensaiuientos tan alto,
— 30 -
cual pueden y suelen los hombres cultos; reducidos, por el
contrario, al prosaico y triste cálculo de ver de ganar su negro
pan y el de sus hijos cada día, desde luego sintieran por el
imaginado, inseguro descubrimiento, el fácil entusiasmo que á
todos nos inspira actualmente? {Aplausos.) \Y decir que toda-
vía se echa en ellos de menos aun más heroísmo que el que al
fin y al cabo demostraron al decidirse á tripular las carabelas, y
abandonar por lo desconocido la barra de Saltes, tan sólo por-
que dudaran del buen éxito después de días y días sin el menor
indicio ni la esperanza más corta, y en algún momento descon-
fiaran del desconocido extranjero que los guiaba, de todo punto
falto aún de la autoridad que á nuestros ojos le presta hoy el
haber, con efecto, descubierto las nuevas tierras! ¿No podía
muy bien errar en todo, cual erró, por ejemplo, en la distancia
que mediaba entre el mar de Cádiz y el de la China? Así han
desconocido, y aun desconocen los historiadores á veces, las
más elementales leyes de la Naturaleza por sólo el gusto de za-
herir á la nación española. Y el caso es, que á nosotros mismos
nos sería imposible dejar de sospechar ahora que, á no haber
creado el Hacedor Supremo entre la Península española y
aquel Catay de Marco Polo que Colón buscaba, el continente
de América, ni por él ni por nadie presentido siquiera, antes de
llegar las carabelas de Palos, como por otro lado llegaron más
tarde las de Magallanes á Filipinas, se hubieran visto obligadas
sin duda, á retroceder, no obstante la sublime convicción de su
Almirante. Mas sea como quiera, ¿qui^n, sin falta de juicio, po-
dría pedir á cada marinero de las dichas carabelas un espíritu
tan magnánimo, un entendimiento tan cierto de lo que pen-
saba, cuanto el del gran caudillo, ni menos comparar los altivos
estímulos que le impulsaban con los de la pura necesidad que
movía á casi todos sus subordinados?
Uno sólo de los tripulantes de aquella débil Armada era capaz
de pensar y sentir al modo que su Almirante pensaba y sentía,
que era Martín Alonso Pinzón. No está para mí probado, ni mu-
cho menos, que aquel noble marino español pretendiera preci-
samente constituirse en rival del glorioso genovés; pero fué tal
vez el único hombre de su siglo que pudo quizá soñarlo. Y lo
seguro es hoy que en punto á desdicha, no sólo rivalizó con
— 31 —
Colón, sino que le llevó triste ventaja. Hubo de ser Pinzón
quien más vehemente presentimiento abrigase, allá por las cos-
tas que corren entre Gibraltar y Ayamonte, de que el mar que
las lamía acariciase asimismo otras enfrente. Ni tampoco debía
de ser en él esto presentimiento tan sólo ó mera imaginación,
sino opinión fundada, de parecido origen que la de Colón, ya
que consta que pasó á instruirse en Roma, donde no pudo me-
nos de enterarse por igual manera de las relaciones semifabu-
losas del veneciano Marco Polo, y del juicio de cosmógrafos
como Toscanelli, amén de lo indicado en algún mapa de la ya
interesante librería vaticana. Era, por fin, el antiguo piloto de
Palos hombre participante de cuanta instrucción cabía en su
época, de larga experiencia de mar, según todos, y, cosa también
importante para el caso, de bastante dinero, y extensas y pode-
rosas relaciones en su tierra natal. Todo eso lo puso prontísi-
mamente con sus hermanos, sus deudos, cuanto cabe en la vida
amar, á disposición de Colón. Sin él, ni la obligación por los
Reyes impuesta á los marineros de Palos, ni el embargo de na-
ves ordenado por Colón, ni el peligroso arbitrio que llegó éste
á admitir de completar con criminales las tripulaciones, hubie-
ran bastado á organizar la pequeña Armada. Pinzón lo halló
todo á mano: navios para su siglo excelentes, pilotos, marine-
ros, víveres, efectos marítimos y pagas. Su decisión y su fe se
comunicaron á los tripulantes todos, y así arrancaron alegres
de la barra de Saltes, hasta ponerse enfrente de Cádiz y pasar
las Canarias, encaminándose á las actuales Antillas. Ni carece,
por cierto, de probabilidad, según las pruebas diligentemente
aducidas por un docto académico, que Pinzón fuese, más bien
que el Almirante, quien firmemente insistiera en continuar
la navegación adelante, contra el gusto de la ya recelosa gente
de mar. No quiero aprovecharme más de lo preciso de esas
investigaciones ajenas, ni he de establecer parangón entre el
geno vés genial y el esforzado español; pero, ¿no ha de ser lí-
cito, señores, que al celebrar este Centenario recordemos tam-
bién con orgullo que allá en ignorado lugar de Santa María de
la Rábida, probablemente yace envuelto en el común polvo un
compatriota nuestro de tal valía que, sin él, Colón mismo, con
ser quien era, no habría podido realizar su descubrimiento?
— 32 —
Séame permitido añadir que hay algo que singularmente avalo-
raría á Pinzón, aun después de mejor demostrados que todavía
estén sus defectos y yerros, los cuales probarían tan sólo que
era un hombre imperfecto; y el algo á que aludo es que no apa-
rece movido por la menor ambición ni codicia en la prepara-
ción de la empresa. Bien pudo pedir, exigir, afianzar jurídica-
mente su parte de ganancia y de honor antes de aportar su di-
nero y embarcarse con sus deudos y amigos, y nada de eso se
sabe. Si alguna promesa medió hubo de ser verbal ; ¿y qué hom-
bre interesado habría dejado tales cosas en términos que sólo
consintieran vagas y sospechosas noticias más tarde? ¡No se fió
tanto Colón de la Reina Católica, más digna de respeto que él
para los españoles, sin duda alguna! De todas suertes, ¿valía la
pena cualquier promesa por parte de Colón, aunque la hubiera,
de que un hombre, retirado ya de los riesgos y trabajos maríti-
mos, abandonase su hogar y comprometiese cuanto tenía en el
mundo por intentar lo que tantos millones de marinos en con-
diciones parecidas no habían osado hasta allí? A nadie conven-
cieron antes, que sepamos, Pitágoras, Aristóteles, Séneca, ni
ninguno de los otros sabios que opinaron la esfericidad de la
tierra. Pinzón se persuadió, según parece, con sólo conocer los
propósitos de Colón. Y ya que no intentase alcanzar del buen
éxito de la hazaña semisoberanías ni almirantazgos, ¿no conta-
ría al menos con su bien ganada parte de fama y gloria? Pues
para desengaños el suyo, y eso que murió no bien llegado á la
Península, sin poder adivinar que con la inmediata indiferen-
cia de su patria se sumase tamaño rigor de la historia, ó tan in-
justo olvido. (^Grandes aplausos?) Bien considerado, ¿qué es-
torbaba, señores, á la gloria tan indiscutible de Colón; qué le
estorbaba, digo, que alguna parte de ella recayese sobre su tam-
bién ilustre compañero Martín Alonso Pinzón? {Muy bien). El
mundo es bastante ancho, la historia bastante larga, para con-
tener muchas glorias distintas, para contenerlas hasta en grado
igual, cuando la justicia no le hubiera pedido en este caso para
Martín Alonso Pinzón á la historia, sino un lugar subordinado,
aunque siempre digno de honor. ( Grandes muestras de apro-
bación.)
Pero ello es que Pinzón murió en completo abandono, mien-
— 33 —
tras á Colón se le reservaba el recibimiento triunfal de Barce-
lona. Y permitidme insistir un poco más en esto antes de poner
término á mi discurso. Nadie ignora que casi á la par que era
acogido allí Colón con tanto entusiasmo, después de su primer
viaje, momentos los más felices, sin duda, de su existencia, Mar-
tín Alonso Pinzón, privado por sus más ó menos probadas des-
obediencias de la merecida parte de gloria y provecho, quedóse
en su pueblo natal, menos rico, y probablemente menos querido
que antes, sin levantar más cabeza. Brevísimamente llegó allí
luego á su último fin entre los frailes, siempre piadosos, de Santa
María de la Rábida, mucho más vencido, por todas las señas,
de moral abatimiento que de enfermedad física. Y, sin embargo,
todavía sus deudos, inflamados por su hermoso ejemplo, conti-
nuaron distinguiéndose, uno de ellos especialmente, en el suce-
sivo descubrimiento, mereciendo algún lugar también en la
historia, aunque tampoco proporcionada recompensa. ¿Qué
hizo la familia entera, en qué pecó tanto su jefe Martín Alonso
Pinzón, para que hablándose incesantemente después de las
ingratitudes que Colón padeció, nadie ó casi nadie haya recor-
dado que aquellos bravos hijos de Palos, no dejaron de padecer-
las también? Toda proporción guardada bien cabía, y cabe como
las primeras deplorar las últimas. Ni he de entrar aquí en el
análisis de los cargos que D, Fernando Colón principalmente
dirigió á Martín Alonso. Demos que algunos de ellos sean fun-
dados; pero cuando nadie negó en su época que el mando del
Grande Almirante en Santo Domingo fuese desacertadísimo,
en gran manera por su carácter altanero y receloso, ¿hay dere-
cho para echar toda la culpa de las desavenencias al celebé-
rrimo piloto español? Si este último tenía conciencia de que
sin élni aun siquiera se habría iniciado la expedición, cuanto
más llevado á cabo, ¿no había eso de modificar en algo la abso-
luta y ciega dependencia de jefe á subordinado que reclama-
ríamos hoy de cualquier capitán de navio respecto á su Almi-
rante? ¿No fueron más bien consocios, en verdad, aunque con
harto distintas esperanzas de lucro, aquellos dos hombres, que
no soldados ó marinos jerárquicamente unidos por la rigu-
rosa disciplina militar? La autoridad Real que Colón represen-
taba, por castigo había impuesto á las gentes de Palos que su-
— 34 —
ministrasen las naves y sus tripulaciones; ¿pero Pinzón y los
suyos estaban personalmente obligados á nada en las capitula-
oiones de Santa Fe? ¿No servían como verdaderos voluntarios?
Mejor hubiera sido ¿quién lo niega? que con eso y todo se so-
metiese á Colón Martín Alonso, según mandaba la ley de Par-
tida, y tai como si por oficio, por obligación adquirida, por pura
necesidad, en fin, debiese acatamiento incondicional á su Al-
mirante. Mayor, mucho mayor habría sido así su virtud; mas
para graduar las faltas (por supuesto en el caso que cometiera
cuantas se le han imputado Pinzón) preciso es tener todas las
circunstancias en cuenta. La justicia moderna lo exige, y ni si-
quiera es hoy lícito administrarla de otra suerte. La gloria de
Colón, hasta la saciedad lo he dicho, debe quedar y queda para
mí incólume, gobernase bien ó mal en Santo Domingo. La que
á Pinzón por sus hechos le toque, sea la que sea, tampoco debe-
ría mermársele, por no haber compartido siempre los dictáme-
nes de Colón. El género de las relaciones que con Pinzón tuvo
el Almirante, desde que se trataron, las cuales se acercaban
mucho á las de cualquier protegido respecto á su protector,
exigía que la jefatura personal y el mando se ejerciesen luego
por el segundo, con moderación y tacto exquisito. ¿Estáis segu-
ros de que tal aconteciera, conociendo como conocéis los juicios
sobre Colón, de Bernáldez, su afectuoso amigo, y de sus más
apasionados panegiristas del siglo decimosexto? Poco preciado
necesitó estar Martín Alonso de sus indudables merecimientos,
para que en el Almirante se despertase la majestuosa altivez
con que apareció en sus más desesperadas posiciones anterio-
res, mostrándole á aquél demasiado que estaba muy lejos de
reputarle partícipe en su altísima gloria. ¿Y qué tiene eso de
particular tampoco? ¿Por ventura, para ser un genio como Co-
lón, como el Dante, como Napoleón I, se necesita ser manso
de espíritu también? De semejantes contrastes y elementos
varios en la vida, nacen las discordias inevitables, los funestos
conflictos entre los hombres, que llenan las páginas de la his-
toria. Y lo que le toca á ésta hacer es escudriñarlo todo, expo-
nerlo todo, apuntarlo todo en cuenta, liquidándole á cada per-
sonaje su peculiar mérito y su responsabilidad respectiva, ni
más ni menos. Mas he ahí, señores, lo que suena tan mal
— 35 —
precisamente á los oídos de los que quisieran á Colón infali-
ble ; á los oídos de los que pretenden deducir del genio de un
hombre la absoluta perfección de su carácter y de su manera
de obrar: intentos ilógicos que conducen al absurdo. Colón
es suficientemente grande para poder llevar sobre sí con suma
holgura el pecado de sentir y hacer sentir su superioridad
con frecuencia, abundando en su parecer, desdeñando y absor-
biendo á los demás, así como el de carecer de aquella ducti-
lidad y paciencia, que no es posible sin embargo poner á un
lado, de no renunciar al gobierno de los hombres. Y, en resu-
men, fué bastante extraordinario aquel hombre, y su me-
moria es sobrado gloriosa, para que ninguna flaqueza humana,
cuanto más las que se le atribuyen, pudiera privarle del in-
menso é indestructible pedestal sobre que su figura histórica
descansa.
Pobres gentes deben, por tanto, de ser las que se escandali-
zan porque de las inequívocas frases de su testamento, resulte
que, cual tantos, rindió tributo él á cienos pecados, no obs-
tante su genio inmortal. ¡Qué! ¿No han leído, esos mismos, por
ventura, las páginas de San Agustín, en que aquel santo con-
fiesa, con serlo tan grande, y ser asimismo uno de los mayores
hombres concedidos á la humanidad hasta ahora, que tuvo sus
días de fragilidad, como cualquiera, antes de consagrarse á
Dios? Pues, aun suponiendo, y es muy atrevida suposición laica,
que al fin y al cabo resultase que, no ya sus excepcionales fuer-
zas naturales, sino una inspiración sobrenatural, divina, guiase
á Colón en su empresa; aim reconociendo que en ella tuviese
siempre piadosos fines, como el de reconquistar, por ejemplo, el
Santo Sepulcro, ¿habría derecho para negar un precedente ex-
travío, del género del que no negó el ínclito Obispo de Hipona,
ni tuvo el mismo Jesús por imperdonable al santificar á María
Magdalena? No, no lo habría. Conviene, por lo mismo, que se
resigne el mundo á que no se sacrifique á interés alguno, por
alto que sea, como tal cual espíritu desordenado pide, ninguna
verdad demostrada por la historia. Por de pronto, en estas con-
ferencias del Ateneo se respetará, á no dudar, todo lo que en
realidad sea respetable, pero sin mostrar, así lo espero, en el
rigor justo de la investigación y de las conclusiones, la menor
- 36 -
flaqueza. Así es corno por nuestra corporación se ha de conme-
morar debidamente el inmediato y universal Centenario.
Acudid, pues, ya ahora, y unios en el común propósito que
iniciamos, hijos todos de la Madre España; trabajemos juntos,
contando así en el antiguo como en el Nuevo Mundo que Co-
lón descubrió, con la ayuda de nuestros nobles hermanos lusita-
nos, de quienes aprendimos á no temer los desconocidos mares
ni las dudosas tierras. Indaguemos primero la verdad, toda la
verdad, respecto al Grande Almirante, á sus compañeros de
aventura, y á su descubrimiento inmortal; sigamos después las
huellas de los descubridores, y con frecuencia conquistadores
también, no menos gloriosos en realidad que los héroes que la
mitología forjó, y por igual antepasados de españoles, hispano-
americanos y lusitanos; estudiemos, colectivamente por fin, las
incomparables fuerzas naturales de aquellas regiones todavía
en gran parte vírgenes, donde el género humano ha trasladado
ya tanta porción y se dispone á trasladar mucha más del direc-
tivo genio europeo, no sin riesgo de que éste pierda su secular
hegemonía; demos de cualquier suerte, común aliento á las es-
peranzas magníficas que en las jóvenes naciones hispanas des-
piertan el progreso constante, el crecimiento admirable de su
poder y su civilización, la vecindad misma de la potentísima na-
ción anglo-americana; y Dios quiera que ni por pasajeros mo-
mentos se truequen esperanzas tales en prematuras ó falsas
ilusiones. Una aspiración propia debemos, en tanto, tener por
unánime y priucipal objeto los españoles, la de desagraviar de
notorias injusticias á nuestra raza, indudablemente digna de Co-
lón, de su genio y de su hazaña. Si nosotros, entonces no hu-
biéramos podido hallar mejor caudillo, porque el mundo no lo
ha logrado, que aquel genovés gloriosísimo, tampoco á elle
habría de seguro prestado ninguna gente mejor ayuda, ni hu-
biera proseguido su empresa heroica con más. perseverancia,
inteligencia y denuedo. La gloria suya es la nuestra, la nuestra
la suya, de tal suerte, que aun puede decirse que las victorias
de Cortés ó Pizarro fueron también victorias de Colón. Y sean
cualesquiera los respectivos destinos de Europa y América,
estemos ciertos de que no será sólo el nombre de Colón el que
juntamente veneren en el porvenir imparcial los hijos de un
— 37 —
mundo y otro, sino también el nombre de la raza á que los com-
pañeros de Colón pertenecían y nosotros pertenecemos; el de
aquella nación por fin que, fuesen cuales fueran sus errores, aco-
gió, confortó, siguió sin miedo á lo desconocido al marino ita-
liano, tomando luego casi sola sobre sí el resto inmenso del des-
cubrimiento de América. ( Muy bien. Muy bien. Aplausos.)
Por muy desiguales que acá y allá fuésemos todos hoy á nues-
tros antepasados; por muchas desdichas que á los unos y los
otros todavía nos reserve la historia; aunque sobre toda la espa-
ñola gente definitivamente se levantasen otras gentes, ó más
afortunadas ó más diestras; aunque todo lo ibérico cayese en
ruina, hipótesis que Dios no permita que el tiempo realice, im-
portaría poco ó nada á nuestra bien adquirida gloria en el des-
cubrimiento. Siempre la nave que en el modesto río Odiel pene-
tre con cualquier motivo, por prosaico que sea, abrigará á al-
guno, por ignorantes que á sus tripulantes imaginemos, que con
respeto salude la barra y las costas desde donde se echaron al
temeroso Atlántico aquellos personajes sin disputa épicos. Co-
lón, Pinzón y sus compañeros de Palos, Moguer y Huelva.
Siempre se recordará en nuestro planeta que el conocimiento
de su configuración no quedó completo hasta que sobre las
aguas dibujaron su contorno, naves y banderas de España. Y
aunque se hundiesen todos los monumentos que levantamos y
desapareciese cuanto para el Centenario preparamos; y aun si
pereciera la civilización misma, á la cual tanto servimos con el
descubrimiento, con tal que siquiera permaneciese el arte de la
imprenta, los nombres de Colón y España, en indisolubles la-
zos unidos, vivirían eternamente; pues yo pienso que hasta la
simple tradición á falta de anales bastaría para perpetuar su
común gloria. ( Grandes aplausos.)
IDEAS DE LOS ANTIGUOS
SOBRE LAS
TIERRAS ATLÁNTICAS
ATENEO DE MADRID
^=S=^
IDEAS DE LOS ANTIGUOS
SOBRE LAS
TIERRAS ATLÁNTICAS
CONFERENCIA
DE
D. EDUARDO SAAVEDRA
pronunciada el día 17 de Febrero de 1891
"Mi"
T
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 20
1892
Señoras y señores :
Cuando Ocba ben Nafe, el afamado conquistador de África,
llegó con sus aguerridas huestes á la costa occidental de la
Mauritania, dicen que metiendo hasta la cincha el caballo en
las revueltas olas del Atlántico, blandió su espada, y puso á
Dios por testigo de que si no llevaba más adelante el estan-
darte de Mahoma, era porque ya se había acabado la tierra y
nada más quedaba por conquistar. La jactancia del fanático
caudillo presenta á lo vivo la persistencia con que en todos
tiempos ha tenido la humanidad fija la vista en el Occidente;
término constante de sus aspiraciones, campo de repetidas em-
presas, en cuyo camino encontrábase como barrera insuperable
la pavorosa inmensidad del desierto de agua. La tradición de
aquella estatua que, ya en Cádiz, ya en las Canarias, ya en las
Azores, marcaba con el brazo tendido el rumbo del Ocaso, y fué
figurada al fin en los mapas como cosa vista é indudable, signi-
ficaba el afán con que de unas en otras edades se transmitía el
convencimiento de que algo existía más allá del horizonte, algo
que era preciso buscar y que prometía ricos tesoros en premio
al arrojo y á la fortuna de quien lo encontrara. Y poética ex-
presión de esa tendencia á marchar hacia lo desconocido son
aquellos celebrados versos de la Medea de Séneca, en los cua-
les anuncia que en tiempos lejanos no será Tule la última de las
tierras que visiten los hombres civilizados.
— 6 —
Crédulos por hábito y temperamento, los antiguos se com-
placieron en llenar el no visitado Océano de islas y tierras, sin
más realidad ni fundamento que tradiciones mal entendidas,
vestidas y abultadas con fácil fantasía, y en tiempos modernos
resucitadas para forjar un remoto conocimiento de las playas
americanas, cuya existencia no habían ni sospechado los sabios
de la antigüedad ni de la Edad Media.
Los puntos principales, alrededor de los que se pueden con-
centrar esas ideas que sobre el conocimiento de América se
suponen antes de su verdadero, glorioso y único descubri-
miento, son dos: uno la Atlántida de los griegos, y otro la isla
maravillosa de las leyendas de la Edad Media.
Dirigiéndome á personas de tanta cultura como los socios
del Ateneo, muy poco me habré de detener para traer á vues-
tra memoria la conocida relación que de la famosa Atlántida
ha divulgado el filósofo de la Academia. Según sus palabras,
más allá de las columnas de Hércules había cierta isla de ex-
tensión tan considerable como un gran continente, habitada por
una nación llamada de los atlantes, cuyos diez reyes, coligados
en estrecha alianza, se apoderaron de parte de Europa y de toda
la Libia, y fueron al cabo deshechos en choque formidable por
los primitivos atenienses. Eran los atlantes gente que había al-
canzado ilustración elevada, dominaban en varias islas vecinas
á sus costas y hacían viajes marítimos á otro continente fron-
tero de su tierra. Sus leyes y costumbres ofrecían modelo de
organización política y de virtudes sociales; pero hacia los tiem-
pos de su gran derrota cayeron en corrupción lamentable, y
la cólera de los dioses, en tremendo cataclismo, hundió por
siempre la desventurada Atlántida en el seno de los mares, cuya
superficie se llenó de un lodo tan espeso, que fué ya imposible
navegar después por aquellos parajes. Los geógrafos más anti-
guos aceptaron sin oposición ni duda la existencia y subsiguiente
desaparición de la isla; pero los neoplatónicos empezaron por
dudar, después negaron la veracidad histórica del relato, y
ya se puede decir que estaba relegado al olvido, cuando el des-
cubrimiento de América primero, y los adelantos de la geolo-
gía y la hidrografía en la actualidad, han vuelto á poner la cues-
tión sobre el tapete. Salen cada día nuevas hipótesis para ex-
plicar histórica y científicamente la narración platónica, casi
todas más ó menos encaminadas á suponer en los antiguos una
reminiscencia de tierras, cuyos habitantes pudieron haberse
comunicado con los americanos, si no eran los americanos
mismos, resolviendo al paso los más obscuros problemas de la
etnografía del Nuevo Mundo.
Para hacer oportuna crítica de tan diversos sistemas, con-
viene traer á la memoria cómo Platón ingirió en sus obras la
tan sucinta como portentosa historia de los atlantes. A conti-
nuación de sus famosos libros de la República, destinados á
exponer el plan para organizar un Estado con toda la perfec
ción social por él imaginada, el filósofo griego compuso algunos
diálogos, comentarios de aquellas mismas ideas y desarrollo de
otras más ó menos conexas con ellas. En dos de esos diálogos,
un interlocutor, llamado Cricias, refiere cómo un ascendiente
suyo había oído de labios de Solón lo que este sabio aprendiera
en Egipto, de cierto sacerdote de Sais, acerca del contenido de
los libros históricos conservados en un templo de dicha ciudad.
El fondo del relato, consignado y desenvuelto por el célebre
legislador en un poema ya perdido entonces, va dirigido á
demostrar que nueve mil anos antes de aquel tiempo, la nación
ateniense estaba organizada poco más ó menos sobre el plan
de los referidos libros de la República, siendo consecuencia
inmediata de las virtudes cívicas propias de tal Estado, que el
territorio de la ciudad fuera dilatadísimo y sus triunfos milita-
res estupendos. Por otra parte, parecidas circunstancias habían
producido análogos efectos en la venturosa Atlántida; pero en
una y otra parte la corrupción de costumbres atrajo el condigno
castigo del cielo, y mientras la Atlántida desaparecía en un
terremoto, grandes inundaciones asolaron los llanos de la Gre-
cia, no quedando más que rudos pastores y rústicos montañe-
ses, olvidados de las hazañas y las instituciones de sus mayores.
Únicamente en los libros venerandos de los egipcios encon-
traron refugio tales memorias, y el sacerdote de Sais pudo así
decir con razón que los griegos eran siempre niños, porque no
conservaban aquellos recuerdos de hechos pasados que dan á los
pueblos el sello de la edad provecta.
Conduce todo esto á demostrar que el intento de Platón al
■j-jí'
— 8 —
hablar de la Atlántida no fué otro que buscar apoyo tradicional
al sistema político que, como nuevo, había de ser recibido con
poco aprecio por sus conciudadanos. Metido en esa vía, no es de
extrañar que fantaseara imperios, naciones, guerras y cataclis-
mos, pues no escribía historia, sino pura filosofía política. Pero
¿es todo ficción lo hablado por Cricias, ó es un cuadro de atrac-
tivos colores, pintado con figuras de alguna realidad efectiva?
Yo creo que sin dificultad se puede asentir á la existencia de
una gran nación occidental, constituida en fuerte liga, que do-
minó gran parte de Europa y África, que conocía el arte de la
navegación y que vino á estrellarse como hinchada ola contra
la firmeza de las naciones de Oriente. Tampoco encuentro
reparo en admitir la coincidencia de este inmenso desastre polí-
tico con uno de esos movimientos de la corteza terrestre que
llenan de luto y desolación á extensas comarcas; ni la existencia
de más ó menos dilatadas tierras que el Atlántico oculta hoy
bajo sus aguas; en una palabra, no me niego á admitir que los
datos principales se deben estimar por ciertos; pero la trama
tiene mucho de tergiversado y de fantástico, y es necesario ana-
lizar y fijar con oportuna separación sus diversos elementos.
Nuestro Francisco López de Gomara fué el primero en su-
poner que al hablar de la Atlántida, Platón quiso aludir al
continente americano, hipótesis destituida de todo fundamento,
pues no es posible creer que siglos antes de que las podero-
sas escuadras de los fenicios no se atrevieran á navegar aparta-
das de las aguas costaneras, mantuvieran los aborígenes de
América relaciones comerciales, bélicas y políticas con los pue-
blos del mundo antiguo. Y aun dando todo ello por bueno y
admisible, no cabe olvidar que si la tan dilatada isla se hundió
repentinamente bajo las aguas con todos sus habitantes, era de
todo punto imposible identificarla con la tierra que envía á las
nubes las cimas de los Andes. Respetemos tan candidos errores,
inspirados en la vieja manía de hallar escrito y consignado en
los antiguos cuanto por el campo del saber conquistaban los mo-
dernos, y concluyamos que la identificación de la América con
la Atlántida no puede tener hoy, ni se comprende que haya
podido tener nunca fundamento histórico ni científico. Si esto
es verdad, si he logrado convenceros de que ni en Platón ni en
— Q
ningún escritor antiguo hubo la menor idea de figurar el conti-
nente americano en la Atlántida, bien pudiéramosdarpor termi-
nada la conferencia. Siendo su objeto definirlos conocimientos
que los antiguos tenían de las tierras occidentales, y como prin-
cipal entre todos las conexiones directas entre la Atlántida y
América, la conclusión negativa á que hemos llegado me excu-
saría de hablar más de la materia, y tal vez esto sería lo mejor
en vuestro beneficio y el mío; pero hoy la cuestión se presenta
bajo nueva fase, la de las relaciones indirectas de América y
Europa ó África por medio de la Atlántida, y no podemos se-
pararnos sin someter á nuevo examen esas relaciones entre euro-
peos y americanos, que han parecido innegables á muchos escri-
tores eminentes. De esta base, habida cuenta de la dificultad
que antes he apuntado, han surgido las nuevas teorías que,
procurando abarcar todos los pormenores de las peroraciones
de Cricias, buscan apoyo en el más exacto conocimiento que
hoy poseemos acerca de la historia de la Tierra y de las profun-
didades del mar.
Entiende el Sr. Gaffarel que las Antillas, las Canarias y las
Azores son los vértices de una inmensa isla triangular, que
muy pasado el periodo terciario se hundió bajo las aguas á con-
secuencia de las contracciones de la corteza terrestre, dejando
aquellos testigos de su existencia, y en el humeante pico de
Tenerife huella de la tremenda sacudida volcánica que acom-
pañó tan colosal trastorno. Con esa especie de barrera á través
del Atlántico, es muy fácil explicar cómo los americanos lle-
garon en simples canoas á la grande isla y pasaron después de
allí al África y España; comunicación que se encuentra com-
probada por semejanzas de lenguajes, razas, ritos y monumen-
tos. Yo empiezo por no aceptar tales analogías, y menos que
ninguna la que como principal se alega, cual es la de muchas
lenguas americanas con el vascuence, tenido por la primitiva
española. Cierto es que todas ellas pertenecen al género de las
aglutinantes, pero eso no implica parentesco, sino identidad de
procedimiento psicológico para producir la pah^bra, lo cual
nace de la identidad de facultades intelectua'es en todos los
hombres, pero de ninguna manera da indicio de afinidad inme-
diata; para lo cual es indispensable que haya raíces comunes, y
lO
á la verdad no se ve una sola en ninguno de los lenguajes aduci-
dos. Lo mismo podemos decir de los monumentos: la antigüe-
dad primitiva tuvo en varias partes iguales necesidades, análo-
gos medios de satisfacerlas, y la misma fuerza intelectiva para
vencer las dificultades que opone la naturaleza, y por eso no es
maravilla que se parezcan en rasgos generales las obras de pue-
blos que nunca se vieron ni se conocieron. Ni cierta comunidad
de formas en la fauna y la flora implica la necesidad de una co-
municación atlántica entre ambos continentes: la dan muy ade-
cuada el Estrecho de Behring, el cordón de las islas Aleucias y
el enjambre innumerable de la Micronesia.
Mas aun dando por buenas tales y tan vagas semejanzas, falta
exactitud al hecho material alegado en pro de esta hipótesis,
cual es la existencia de una especie de llanura extensa á mode-
rada profundidad, entre los grupos de islas mencionados, seña-
lada como la superficie de la tierra hundida en la pavorosa
oscilación que sembró la muerte en la Atlántida. Las inmensas
profundidades de hasta 6000 metros, que surcan el fondo del
Océano á través del área comprendida entre los tres archipié-
lagos, destruye el argumento, y si no se opone en absoluto á
que esa tierra haya existido, sufriendo después tan horrible
trastorno, tampoco se opone á que pudiera estar con igual ó
mejor motivo en cualquier otro punto de la redondez de la tie-
rra, donde falten, como aquí, mesetas submarinas continuas.
Por eso, al exponer estas mismas objeciones el distinguido
marino D. Pedro de Novo y Colson, pero atenido á los supues-
tos indicios de pasadas intercomunicaciones con que se autoriza
su antecesor, limita la Atlántida al grupo de las Azores, cuya
base se halla á mediana profundidad de la superficie del agua,
y supone que la admitida inmigración de americanos hacia
Oriente se debe, por accidente casual, á la gran corriente del
golfo, uno de cuyos brazos viene á lamer la costa de África. No
hay dificultad en que la famosa corriente llevara, como dice el
Sr. Novo, lejos de las costas nativas á unas cuantas canoas de
indígenas, pero sí en que coincidiera este contratiempo con la
circunstancia de llevar víveres suficientes para tan larga é ines-
perada travesía, y la de componerse la tripulación de familias
enteras bastantes para procrear una gran colonia, con la no me-
II —
nos fortuita de arribar allí todos ó casi todos los barquichuelos
sin descomponerse el improvisado convoy. Demos, sin embargo,
todo esto por fácil y llano: queda contra la hipótesis la fundada
objeción opuesta por el ilustrado Catedrático D. Salvador Cal-
derón y Arana, para quién las islas del Atlántico, lejos de ser
residuos de continentes desaparecidos, son más propiamente ja-
lones de continentes que comienzan á formarse.
Cualquiera que fuese la situación del que se debate, no le pa-
reció bastante un terremoto al Sr. Wilkins para tragarlo en el es-
pacio de un día y de una noche, y entiende ser más natural que
por causas desconocidas, las opdas del Pacífico, levantadas á in-
mensa altura y con increíble empuje hacia Oriente, saltaran por
encima de los Andes de la América central, y vinieran á es-
parcirse sobre el gran desierto africano, barriendo al paso la
Atlántida, cuyos materiales desmenuzados quedaron disemina-
dos por la superficie del Sahara.
Si como muestra de las aberraciones sin fin que pueblan la li-
teratura atlantídea, he citado tan singular diluvio, no ha sido con
más objeto que el de oponer á la extravagante teoría la bri-
llantemente sostenida por nuestro ilustre consocio el ingeniero
de Minas D. Federico de Botella en una Memoria publicada
en 1884. El Sr. Botella observa que desde Aveiro, en la costa
de Portugal, hasta Aviles, en la de Asturias, hay un cordón de
terrenos primitivos que no han sido nunca sumergidos en aguas
de ninguna clase, ni saladas ni dulces, y examinando las condi-
ciones geológicas de la parte interior de España, así como las
que corresponden á laparte exterior, cubierta por el mar, deduce
que hubo en cierto tiempo una gran tierra fuera de las aguas
en dirección del NO., sumergida después de la aparición de la
raza humana hacia la mitad de la época cuaternaria. Si existió,
aunque con mucha menor extensión que el Sr. Botella le con-
cede, un terreno al Occidente que ha estado rodeado de aguas,
habitado por los hombres y sumergido, aunque no sea en una
noche, lícito nos será aceptar, si no la certidumbre, una fuerte
probabilidad de que esta tierra haya sido la Atlántida; y mien-
tras no se encuentre otro terreno habitado por el hombre en el
período cuaternario, que se haya sumergido bajo las aguas de
Occidente, no aventajará á esta hipótesis otra alguna, como no
— 12 —
sea la de abandonar en absoluto toda tentativa de nuevas iden-
tificaciones.
Muéveme á no tomar desde luego este último partido la con-
sideración de que independientemente de las noticias corrientes
y conocidas sobre la Atlántida, la hipótesis del Sr. Botella tiene
confirmación en los escritos de la antigüedad. Al mismo tiempo,
poco más ó menos, que Platón, otro escritor griego, Teopompo
de Quío, habló de cierta tierra llamada Merópida, más allá de
las Columnas de Hércules, que se sumergió en remotas edades
bajo las aguas; pero sin decir nada de los imperios y de las vic-
torias de que fué adornado el poema de la Atlántida. Según ese
orador, poblaban la isla animales de extraordinaria corpulencia,
cuya caza, para alimentarse con ellos, ocupaba á hombres va-
lentísimos, que no morían nunca de arma blanca, sino siempre
por herida de piedra ó golpe de maza, pues no conocían el uso
del hierro; pero sí disfrutaban en abundancia del oro y la plata.
Al leer la narración de Teopompo parece, señores, que quie-
nes se la dictaron habían visitado una isla cuaternaria con sus
grandes mamíferos, con sus hombres armados de hachas de
piedra 3^ mazas de madera, forjadores del oro y la plata y des-
conocedores del hierro y del bronce. Las familias salvadas del
naufragio de la grande isla y las de las tierras inmediatas que lo
presenciaron, transmitieron, á mi ver, la memoria del suceso de
padres á hijos, de tribu á tribu, de nación á nación; y así llegó á
oídos de los sacerdotes egipcios, y tal vez por algún otro con-
ducto á noticia de los rapsodas atenienses, quedando fundada
una tradición mítica cuyo sólido cimiento pone al descubierto
la ciencia moderna.
Eslabón de esa cadena son las primitivas relaciones recogi-
das de los druidas de las Gallas, quienes al dar conocimiento de
las diferentes procedencias atribuidas á la población de aquel
país, afirmaban que de una isla próxima, hundida bajo las aguas,
se habían salvado unos pocos hombres muy rudos, cuyo refugio
fué la tierra de los celtas. Esto conviene tan perfectamente, no
sólo al hundimiento de una tierra de la época cuaternaria, po-
blada de hombres que pudieron transmitir su historia, sino á que
estuviera dicha tierra cerca de las Gallas, que es apoyo de gran
valía para la hipótesis del Sr. Botella, la cual acepto, aunque con
— I
limitaciones, como la más verosímil. ¿Pero convienen á esta
Atlántida todos los datos históricos recogidos por Platón? De
ningún modo. ¿Cómo es posible suponer á aquellos habitantes,
rudos fabricadores de hachas de piedra y anillos de hueso, que
luchaban por la vida cazando elefantes y osos de las cavernas,
con escuadras y ejércitos capaces de medirse nada menos que
con los Faraones de las grandes dinastías, cuyos monumentos
admiramos aun en las regiones del Nilo? ¿Ni cómo hacer coin-
cidir dos civilizaciones tan apartadas en el tiempo como las de
la época paleolítica y la del gran imperio egipcio?
Todos los que conocen algo de la historia de la Tierra, saben
perfectamente que desde los tiempos históricos no ha habido
movimientos que acusen la desaparición de ningún territorio
de tres á cuatro mil leguas cuadradas de superficie, y por eso,
aun cuando los fenómenos naturales, cuya descripción he hecho,
pudieran haber sucedido á vista del hombre, no ciertamente
dentro de aquel período que se señala para el resto de los
acontecimientos presentados por el gran filósofo con el admi-
rable vigor de su estilo.
A la verdad, el recuerdo de la isla sumergida bajo las ondas
del Atlántico, conservado por la tradición oral, consignado
después en los papiros, y embellecido al fin por la poesía clási-
ca, lleva nuestra imaginación á los tiempos primitivos de la po-
blación de Europa, es lazo de unión entre la Historia y la
Protohistoria, que no tiene ya razón para figurar en cuadro
aparte, y abre al campo de los estudios propiamente históricos
un horizonte vastísimo, de la misma manera como el telescopio
penetra en las profundidades del cielo para resolver en grupos
de brillantísimos soles la confusa masa de las nebulosas. Pero
es indispensable hacer una separación radical entre la isla y las
naciones cuyo nombre se le ha adjudicado, entre la Atlántida
y los atlantes, entre las tierras y gentes que ya no existen, y las
tierras que existen todavía con los descendientes de las tribus
que en tiempos remotos las poblaron.
El Sr. Berlioux, profesor de Geografía histórica en Marsella,
inspirado en un pensamiento parecido, sostiene que los atlantes
no son otros que los primitivos libios, habitantes de lo que es
hoy imperio de Marruecos, y yo me encuentro completamente
— 14 —
conforme con esta explicación, aceptada también por nuestro
erudito consocio D. Francisco Fernández y González, en un
libro que ha empezado á publicar. Para comprender la razón
que asiste á esta explicación, téngase presente que los primitivos
egipcios, poco conocedores de lo que había más allá del de-
sierto de Ammón, antes de que fenicios y griegos exploraran
toda la extensión del Mediterráneo, suponían que la gran esco-
tadura de la costa, llamada Golfo de las Sirtes, se prolongaba al
S. hasta tocar en el Océano meridional, que coloca al norte del
Ecuador, á la altura del Golfo de Guinea, el afamado viaje, ge-
nuino ó apócrifo, de Hannón el cartaginés.
También para los griegos de los tiempos homéricos, en que
tan obscura estaba la geografía, el África era una isla; y el mis-
mo Teopompo, en la Merópida, dice: «Europa es una isla, otra
es Asia, y África otra.» Tal error geográfico se arraigó con per-
tinacia por la popularidad que gozaba el famoso viaje de los
argonautas. Robado el vellocino, Jasón y sus compañeros en-
contraron tomado el paso del Helesponto por sus enemigos, y
acordaron volverse á Grecia buscando salida del Ponto Euxino
por el Phasis, que Homero tuvo por un canal de comunicación
con el mar Eritreo. Para pasar de allí al Mediterráneo, se dijo
primero que habían atravesado el África en doce días, llevando
la nave á hombros ; pero pronto pareció esto demasiado inve-
rosímil, y un geógrafo tan respetable como Hecateo de Mileto
no vaciló en dar solución á la dificultad, afirmando que el Nilo
era también un canal ó brazo de mar que daba comunicación al
mar del Sur con el Mediterráneo, dejando al África entera ais-
lada del resto del mundo. Fácil era, por tanto, que los antiguos
aplicaran los confusos recuerdos de la verdadera isla sumergida
á esta otra falsa isla africana, habitada por naciones civilizadas
desde tiempos remotísimos. Recuérdese, por otra parte, que el
horizonte geográfico de Tos griegos del tiempo de Homero no
se extendía sino hasta el Estrecho de Mesina, límite de sus na-
vegaciones, temible salida al mar tenebroso: allí estaban las si-
renas, allí los escollos de Escila y Caribdis, allí todas las dificul-
tades que significaban simbólicamente la temeridad de pasar
adelante.
Por esto las columnas de Hércules, imagen del término de
— !<; —
las navegaciones posibles, se estimaron un tiempo colocadas en
ese estrecho, y la Libia resultó así, en las leyendas, una isla en-
frente de un estrecho, poblada de gentes, llamadas atlantes, y
gobernada primitivamente por un rey, cuyo nombre conserva la
triple cordillera que es el espinazo del África Septentrional, y
forma el núcleo de su orografía. La cima del Atlas', al sur de
Marruecos, la dominante de todo aquel país, es precisamente
el sitio donde hay señales evidentes de habitación humana en
tiempo inmemorial, y Herodoto fija asiento á los atlantes en
las faldas de uno y otro lado de aquellas montañas. Sentado
esto, la tierra continental frontera á los atlantes no era Amé-
rica, como supone Berlioux, sino España y lo que le sigue de
Europa, y la gran confederación de los reyes atlánticos es una
de tantas como registra la historia entre los bereberes contra
cartagineses, romanos y árabes, merced á las cuales llegaron
alguna vez, como en tiempo de los almohades, á fundar un
imperio que abarcaba toda el África Septentrional hasta más
allá de Cartago y más de la mitad de España. De igual manera
pudieron los libios ocupar en tiempos desconocidos toda el
África al norte del Sahara, hasta el desierto de Barca, y toda
España con parte de las Gallas, hasta tocar en los Alpes, y de
ahí que dijera Platón ser del dominio de los atlantes toda la
Libia hasta los confines de Egipto, y lo que hay de Europa
desde las columnas de Hércules hasta el mar de Tirrenia, lo
cual excede poco á lo que sojuzgó la misma raza en el siglo xii
de nuestra Era.
No nueve mil años, pero sí novecientos antes de Solón, los
anales egipcios nos dan noticia de la gran invasión que los
libios, auxiliados por los pueblos de la Europa mediterránea,
efectuaron en el Delta del Nilo, casi en los términos que Pla-
tón emplea. Los monumentos de Egipto han dado á conocer
con todo detalle las guerras que entre los siglos xvi y xiv an-
tes de Jesucristo, sostuvieron los egipcios con las tribus libias,
confederadas con los tirrenos, habitantes de Italia; los sarda-
nos, habitantes de Cerdeña, y otra porción de tribus ó nacio-
nes de Europa coligadas, que fueron á dar batalla contra el
imperio faraónico. ¿Quiénes estaban al lado de los reyes de
Egipto? No teñían otro apoyo que los atenienses, que, como
— i6 —
mercenarios, les prestaban el servicio marítimo militar; pero
no eran esos atenienses los helenos progenitores de la nación
más culta de la antigua Grecia, sino los fenicios, que se habían
apoderado de todas las islas del mar Egeo, tenían estableci-
miento propio en Atenas, y al Pireo como punto de partida
para las excursiones de sus escuadras. Mientras los ejércitos
del Faraón de Tebas combatían por tierra, los fenicios, acanto-
nados en Atenas, hicieron por mar la guerra á las naciones
aliadas, y contribuyeron á rechazarlas definitivamente al fondo
de sus guaridas, con la victoria señalada que se conmemoró en
los versos atribuidos á Solón. Los monumentos egipcios con-
servan en los extensos paños de sus muros memoria de las
campañas que libraron al país de tan terribles huéspedes, ex-
plicadas minuciosamente con el bajo relieve y el jeroglífico, y
allí están los libios dibujados como hombres de ojos azules y
cabellos rubios; tipos cuyos restos se encuentran todavía di-
seminados en varios puntos de África.
Dos razas distintas, la una rubia y la otra morena, poblaban
en tiempos primitivos estas regiones, y á consecuencia de una
gran guerra, los getulos ó bereberos del país interior, que eran
morenos, arrojaron á los libios, que eran rubios, al extremo Oc-
cidente, y este cataclismo político puede explicar la definitiva
destrucción del poder de la gran confederación, ruina que fué
significada por una catástrofe geológica.
Resulta de todo históricamente demostrado que una gran
irrupción de gentes de las costas de la Libia, aliadas con las de
Europa, vino á estrellarse contra el poder del imperio de
Egipto, y con verosímil conjetura se puede admitir que por
mar fueron los habitantes de Atenas, no atenienses, sino feni-
cios, quienes hicieron la campaña gloriosísima de que habló el
sacerdote de Sais.
Si dijo luego ese sacerdote que los atenienses habían sido
siempre afectos á los egipcios, es porque los helenos, que ocu-
paron después el territorio de Atenas, enviaron tropas merce-
narias, con cuyo auxilio Psamético se había apoderado del tro-
no, y en Sais, domicilio de los soberanos de su dinastía aun rei-
nante en tiempo de Solón , los sacerdotes debían ser por eso
muy afectos á los griegos, complaciéndose en enlazar estas afee-
— 17 —
ciones con el supuesto auxilio que su país había recibido de sus
armas, y otras analogías de índole mitológica.
Si os ha sido posible seguir el hilo de mi peroración desali-
ñada, habréis comprendido que mi conclusión respecto al tema
que tanto ha fatigado á los eruditos antiguos y modernos, es
que todo ó casi todo lo relativo á la Atlántida resulta exacto y
comprobado, siempre que se divida en dos conceptos distintos
é independientes entre sí: la isla atlántica, desaparecida bajo
las aguas, y la guerra que las naciones occidentales confedera-
das llevaron al Oriente de Europa y África. La isla es la tierra
del NO. de España, sumergida en los tiempos prehistóricos;
la guerra es la que los monumentos de Egipto han puesto al
vivo ante nuestros ojos después de cuarenta y cuatro siglos.
Todo ello vivía más ó menos confuso en la memoria del pue-
blo, y el filósofo de Megara, en vez de colocar, como Tomás
Moro, su república ideal en una utopia^ ó sea «lugar no existen-
te», buscó para asentarla sitio adecuado, echando mano de re-
cuerdos medio míticos, medio tradicionales. Fundiendo en una
sola las historias de la tierra desaparecida y de las naciones
occidentales casi olvidadas, compuso y fabricó un substrato
con bastantes visos de solidez para recibir con aparente fir-
meza el parto de sus ensueños políticos.
Si este sistema arraiga, si esta explicación se acepta y corre,
el cuadro de la historia positiva se ensancha prodigiosamente;
pueblos y razas que se creían de ayer se pierden en la noche de
los tiempos, pero á la vez se pierde definitivamente la Atlán-
tida clásica, aquella Atlántida completa y sin menoscabo, má-
gico puente para arbitrarias conexiones de la cultura europea
y la civilización americana, Atlántida que queda arrancada más
de raíz que con los terremotos y diluvios de la leyenda plató-
nica.
Mas no son la Atlántida y la Merópida las únicas ficciones de
la geografía poética y heroica de los griegos. Lo reducido del
círculo de sus conocimientos positivos les hizo creer, en un
principio, que Italia era un país de portentos, como aconteció
siempre con todos aquellos cuyas noticias eran incompletas, y
más allá se fueron colocando sucesivamente, entre las ondas
procelosas del Océano, ya el delicioso jardín de las Hespéri-
— i;
des, 3^a las islas Afortunadas, ó de felicidad perpetua, ya los
campos Elíseos, mansión eterna y deliciosa de los justos; siem-
pre la fortuna y la dicha al lado del hombre, pero entre el
goce y el deseo obstáculos temerosos que sólo pueden vencer
las almas templadas en la virtud y en la íirmeza. El progreso de
las ideas filosóficas, mucho antes que la atenta y atrevida explo-
ración de los mares, desterró muchas de estas sencillas fábulas,
y muy pronto los Campos Elíseos, relegados más y más lejos
cada vez, no se encontraban ni siquiera en el extremo Occiden-
te, más allá del lugar donde el sol se oculta, porque el mismo
Platón, en el diálogo en que pinta la muerte de Sócrates, pone
en boca del gran filósofo, antes de beber la cicuta, un discurso en
que explica á sus discípulos cómo los Campos Elíseos, es decir, la
tierra de los bienaventurados, no está al nivel de la tierra de los
demás hombres, sino que se ha elevado á las regiones etéreas.
Al recibir las tradiciones de la antigüedad, las naciones cristia-
nas no pudieron aceptar que ocupase la verdadera mansión de
los justos lugar alguno en la tierra, pero teniendo que colocar
algo en el extremo Occidente, porque el vacío es enemigo de
nuestra imaginación, echaron mano del Paraíso Terrenal, de-
sierto desde la caída del primer hombre, meta á que debía
concurrir la universal .aspiración á completar el rodeo de la
tierra y que anunciaba el impulso de viva fe que llevó á Colón
á la más alta empresa que registran los siglos.
Las ilusiones ópticas vinieron en ayuda de las creaciones de la
fantasía para darles una apariencia de realidad demostrativa.
Ya sabéis cómo las refracciones extraordinarias del aire llegan
á producir en el horizonte imágenes de rocas, islas, pueblos y
montañas, que desaparecen al acercarse á donde los fingió la
engañada vista. Los habitantes de las Canarias primero, y des-
pués los de las Azores, no cesaban en el empeño de dirigir los
ojos al fondo del Occidente con el mismo afán que los antiguos,
y de cuando en cuando se dejaban seducir por esas ilusiones,
corroboradas por las naves que se alejaban un poco de la costa
y creían percibirlas cada vez con más claridad, pero siempre
desvaneciéndose al acercarse á ellas ó huyendo á más y mayor
distancia; origen de la creencia en islas que viajaban, como si
fueran flotantes, ó por singular encantamiento desaparecían.
— 19 --
Llegó á ser tan arraigada la convicción de haber islas al O.,
casi al alcance de la mano, que no solamente se levantaban
actas ante notario con objeto de hacer constar la prioridad en
señalar su existencia, sino que se sacaron privilegios de descu-
brimiento, población y conquista, como si nada faltara para
tomar posesión de ellas.
Dio ayuda á estas ficciones la devota leyenda originada en la
vida de un célebre santo irlandés. En los primeros años de la
Edad Media, un cenobita llamado Brandon, abad de su con-
vento, encendido en santo celo por la propagación de la fe ca-
tólica, emprendió largos viajes para convertir á los habitantes
paganos de las islas inmediatas. Los viajes de este misionero á
las islas Shetland y Feroe son, al parecer, auténticos; pero no
se contentó la imaginación popular con que visitará islas reales
y conocidas, donde siempre con el mejor éxito los hermanos de
Brandon convertían á aquellos semisalvajes, fundaban monas-
terios y establecían la paz; sino que vistió las arriegadas y pe-
nosas expediciones del santo con traje de estupenda maravilla
y milagrosa odisea, haciéndole navegar en bajeles de cuero á
través de las embravecidas olas del Océano. San Brandon, con
sus monjes, aportó en islas más ó menos grandes y singulares,
y en cierta ocasión desembarcaron en una que se movía y mar-
chaba resbalando sobre la superficie del agua á guisa de embar-
cación gigantesca; pero cuando para condimentar los alimen-
tos encendieron fuego en lo que parecía suelo inerte, vie-
ron que la tal isla no era sino una ballena dormida. De prodigio
en prodigio llegaron los bienaventurados expedicionarios á la
última y más distante, á aquella que parecía impenetrable, á la
isla llamada de los Pájaros, en suma, el Paraíso Terrenal; pero
aunque gustaron gozosos las delicias de la primera mansión del
hombre, no fué concedido á aquellos monjes, por misterioso
secreto, quedarse en ella, y volvieron á sus embarcaciones de
cuero, regresando á Irlanda, en donde murieron contentos y
en paz después de referir á sus hermanos tan extraordinarias
aventuras. La lej^enda adquirió tanta fuerza, que por mucho
tiempo figuró en los mapas, como cosa averiguada y positiva",
una isla de San Brandan, San Borondón ó San Balandrán, que
no fué borrada hasta después del descubrimiento de América.
— 20
Algo menos famosa, pero no menos legendaria, fué la isla de
las Siete Ciudades. Al tiempo de la invasión árabe en España,
un obispo de Oporto, decían, con otros compañeros hasta siete,
y gran número de fieles, huyendo de la furia sarracena, vinieron
á dar con sus naves en cierta isla remotísima, donde cada uno
fundó una ciudad episcopal, no sin el gastado y consabido in-
cendio de los barcos para cortar toda tentación de regreso á la
destrozada patria. La isla figuró también en los mapas hasta el
siglo XVI, y cuando ya los grandes descubrimientos demostra-
ron que no existía, la terquedad y apego á la autoridad de las
tradiciones pudo más que la evidencia de los hechos, y los geó-
grafos transportaron entonces las Siete Ciudades á una comarca
deliciosa de la América del Norte, á donde continuaron por
mucho tiempo diversas expediciones en su busca.
La imaginación dio existencia á otras islas ó tierras que en
vez de disiparse, como las anteriores, en la nada de donde na-
cieran, alcanzaron la fortuna de dar su nombre á tierras antes
no conocidas, adquiriendo así una efectividad que sólo pudo
darles el empeño en mantener como exacto y verídico lo apren-
dido en las escuelas sin fundamento sólido. Hacia el siglo xv,
engañados los cosmógrafos por la longitud disminuida que con-
cedían, siguiendo á Tolomeo, al grado del Ecuador, vinieron
á convenir en que las costas de la India deberían hallarse en
donde después se encontró la América, y dando el hecho por
averiguado , dibujaron sin temor islas y tierras en el borde occi-
dental del Mapa-Mundi, sin saber á punto fijo por qué. Tal vez
recordando la antiporthmon de Aristóteles, ó sea tierra ulterior
frente al estrecho, denominaron la grande isla de Occidente con
el calificativo de Antilia, y así vino figurando en todos los ma-
pas del tiempo hasta el descubrimiento de Colón. Entonces des-
aparece ese nombre por un siglo, pero después, los eruditos que
querían ver en la antigüedad antecedentes de todo, aplicaron
al gran archipiélago americano el nombre de la isla caprichosa,
y por eso todas las que lo componen se llaman Antillas.
De igual modo se supuso que había en aquellos remotos ma-
res otra isla donde se criara muy especialmente el precioso palo
tintóreo de la India y de las islas de la Oceanía, llamado palo
brasil. La isla fué viajando por cartas geográficas á manera de la
21 —
de Délos, á medida que los navegantes ocupaban su sitio pre-
sumido, hasta que al fin quedó consagrado su nombre en el in-
menso territorio que cayó en suerte á los portugueses.
En suma, señores, os he traído trabajosamente al final de
mi conferencia para venir á parar á una conclusión puramente
negativa. La antigüedad clásica no tuvo directa ni indirecta-
mente la más remota idea de la existencia de América; si en
edades anteriores á la actual conformación de los continentes,
si antes de toda civilización hubo medio de comunicarse Eu-
ropa con las Indias occidentales, ningún leve rastro ni señal
inductiva queda para demostrarlo, fuera de arbitrarias conje-
turas; y cuanto la Edad Media llegó á hacer figurar en las car-
tas geográficas, producto fué de fantásticas leyendas ó del error
acerca de las dimensiones de la tierra y de la posición de las
costas orientales del Asia, único antecedente positivo que se
puede señalar para la grandiosa aventura de Cristóbal Colón.
He dicho.
CAMINOS POSIBLES
TARA
DESCUBRIR AMÉRICA
Y CAUSAS DE HABER SIDO EL MÁS IMPROBABLE
EL MÁS RÁPIDO Y FECUNDO.
ATENEO DE MADRID
CAMINOS POSIBLES
PARA
DESCUBRIR AMÉRICA
Y CAUSAS DE HABER SIDO EL MÁS IMPROBABLE
EL MÁS RÁPIDO Y FECUNDO
CONFERENCIA
DE
D. EDUARDO LEÓN Y ORTIZ
pronunciada el día 5 de Mayo de i8ga
t
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núra. 3o
1894
Señoras y Señores:
Ven algunos historiadores en los grandes descubrimientos y
extraordinarios sucesos, más bien la obra colectiva que el es-
fuerzo individual. Opinan que los tenidos por genios son instru-
mentos accidentales de la ley de progreso, porque cuanto fué
debía suceder, y con este criterio refieren tranquilamente los
hechos de los individuos y de los pueblos, sin asombrarse de
nada, dado el inevitable enlace que en ellos imaginan. Como
todo genio aparece tras de generaciones cuyos trabajos apro-
vecha, á imitación de las plantas que se nutren con los restos
de otras que fueron, en esos trabajos anteriores fijan principal-
mente su atención, y á ellos atribuyen la mayor parte del mé-
rito, no concediendo al hombre eminente otro valor que el del
término medio de una proporción continua, término que parti-
cipa de consecuente y de antecedente, término que responde á
un estado de madurez propicio para alcanzar un fruto, ya por
su propia sazón pronto á desprenderse.
Argumentos, al parecer poderosos, les suministra para esta
su opinión el grandioso descubrimiento de América. ¿Fué en
realidad Cristóbal Colón quien halló un Nuevo Mundo? Más
bien lo atribuyen á la brújula y á la aplicación del astrolabio al
arte de navegar, porque con tales inventos, conseguidos por
una civilización adelantada, se eximían los marinos de la servi-
dumbre á la tierra y, en vez de limitarse á costear temerosos
— 6 —
de que los vientos los apartaran demasiado, podían aventurarse
por mares desconocidos, con la seguridad de saber encaminarse
á su vuelta; y en semejantes condiciones, si Colón no hubiese
descubierto América, no faltara otro que lo hiciera. ¿Fué en
realidad Hernán Cortés quien conquistó el Imperio de Méjico?
¿Fué Francisco Pizarro quien conquistó el del Perú? Antes lo
conceden á los poderosos medios de que disponía el hombre
civilizado. Pues contaba éste en primer término con el domi-
nio sobre el caballo, dominio que, como dice Buffón, es la más
noble conquista realizada por el hombre en el reino animal,
por cuanto le proporciona un auxiliar tan dócil que, reprimiendo
su propio impulso, sabe obedecer á quien le guía y aun parece
consultar sus deseos; tan intrépido que se acostumbra al es-
truendo de los combates, donde se anima con el mismo ardor
que el jinete, y tan unido á éste en todo, que así afronta los pe-
ligros de la guerra y comparte sus fatigas, como cabecea luego
ufano con las palmas del triunfo. Y aparte de este dominio, te-
nía el hombre civilizado poderosas armas defensivas y ofensi-
vas: armaduras de hierro, cascos y escudos del mismo metal,
espadas de bien templado acero, y sobre todo, la pólvora infla-
mada en el arcabuz ó el cañón, que lanzaba mortíferos proyec-
tiles acompañados de nubes, llamaradas y estruendo, todo lo
cual había de amedrentará los pobres indios, cuya imaginación
no acertaría á comprender cómo en manos de hombre alguno
pudieran estar las más terribles manifestaciones de la natura-
leza: el relámpago y el trueno.
Ni debe sorprender, añaden, ese mérito colectivo de la hu-
manidad en el descubrimiento y conquista de América, cuando
no son raros en la historia otros hallazgos é inventos que res-
pondían á cierta madurez social. Pueblos que adelantaban en
su civilización respectiva sin tener conocimiento unos de otros,
realizaban progresos análogos: China pudo inventar la pólvora
y la imprenta sin aprenderlo de Europa. Otras veces, al calor
de una misma cultura, más de un genio se adelantó á coger el
fruto maduro. Si Servet no se fijara en la circulación de la san-
gre, hiciéralo Harvey; si Newton no inventara el cálculo infini-
tesimal, como consecuencia de los movimientos que veía refle-
jados en la variación de dos cantidades enlazadas, su contem-
poráneo Leibnitz, tomando otro punto de partida no menos
ingenioso alcanzara el mismo invento; y cuando la ciencia as-
tronómica entrevio que la causa de no ajustarse el rumbo se-
guido por el planeta Urano á las condiciones que la teoría de-
mandaba, debía de ser la perturbación producida por otro astro
que de ése no anduviera muy lejos, si entonces no asombrara
Le Verrier con la maravilla de señalar por cálculo el nuevo
planeta Neptuno, sin haberlo visto en el cielo, por cálculo
también, aunque emprendido por otro camino, indicara ese
planeta Adams.
Pero en tales argumentos la verdad anda mezclada con el
sofisma. Indudablemente, antes que sobre la haz de la tierra
corriesen caudalosos ríos que repartieran la riqueza del suelo
mineral y llevaran la fertilidad al suelo vegetal, largos períodos
de preparación geológica hubieron de transcurrir, pues menes-
ter era ante todo formar esos suelos sobre el terreno inicial y
depositar en ellos las materias que el curso de las aguas debía
remover y transportar. Así en la Era primera, tanto las islas
asomadas en el Océano que envolvía el globo, como el conti-
nente boreal, más adelante aparecido, sólo alcanzan el relieve
necesario para que acariciada por el cálido clima, común en-
tonces á todas las regiones, y por un aire húmedo, lleno de
ácido carbónico, crezca una vegetación ni hermosa ni variada,
pero poderosa por su abundancia para purificar el ambiente,
dejándolo prevenido para animales superiores á los que en tal
Era lo aspiran, y poderosa también para formar los lechos car-
boníferos cuando lluvias torrenciales arrastren esa vegetación
al fondo de los lagos. Antes y á la vez la vida esparcida por los
mares, aunque en organismos no complejos, cuenta con formas
apropiadas de ese filtro animal que aumenta los depósitos cal-
cáreos. Y para completar el cuadro, convulsiones casi continuas,
originadas por el repetido embate de la fuerza interior, señalan
en la corteza líneas de dislocación ó rotura, acusadas por las
orillas del mar que cada emersión retira, y por esas líneas, parte
endeble, se derraman masas de granito y otras rocas eruptivas.
Cierran la Era primera tremendas conmociones, con las cua-
les se esparcen los lechos carboníferos; pero aun no aparecen
los ríos caudalosos: el suelo no es bastante rico todavía. La se-
gunda Era es de provechosa calma. Así como las solfataras y
los manantiales termo-minerales se producen actualmente tras
la erupción de los volcanes, exhálanse, después de aquellas
grandes sacudidas, emanaciones que tapizan de plomo argentí-
fero y diversos minerales las hendiduras abiertas en la corteza
del globo. Reviste la vida formas más amplias en los animales
del mar y de la tierra, y son las plantas más hermosas y varia-
das. La igualdad de temperatura, que los restos orgánicos de-
muestran por doquiera y que sin duda provenía principalmente
de estar el sol tan dilatado en su Era nebulosa, que sus rayos
bañaban el Ecuador á la vez que ambos polos, aun no conde-
nados á noches prolongadas, comienza, á causa de irse el sol
concentrando, á borrarse muy levemente; y entonces aparecen
plantas que con la caída de sus hojas alfombran el suelo. Mien-
tras tanto el mar, no reconociendo todavía el límite puesto á
sus olas, señala con sus invasiones y triunfos en esta Era dife-
rentes períodos. Invade por varios puntos el continente emer-
gido y al fin lo domina; y si otra vez se va -retirando, de nuevo
acomete y de nuevo se enseñorea; y así se mezclan con los osa-
rios de la tierra los sedimentos y osarios marinos, amontonán-
dose lecho sobre lecho mármoles, conchas, arrecifes coralinos
y osamentas de peces y grandes reptiles, de aves más organi-
zadas para arrastrarse que para volar, y pequeños marsupiales.
Termina tal Era de calma, y despiértase la actividad interior
dando principio á la Era tercera. Gana la tierra en relieve y
el alzamiento de las cordilleras señala los nuevos períodos.
Elévanse primero los Pirineos y los Apeninos; luego los Alpes,
los Andes y el Himalaya; acompañando á estos movimientos
grandiosas manifestaciones de la fuerza interior que exceden
con mucho á los actuales fenómenos volcánicos. Vuelven á
abrirse, con otras nuevas, las antiguas hendiduras, y en las pare-
des de unas y otras depositan las emanaciones diversas mate-
rias, principalmente plata y oro. Plantas y animales muestran á
la vez especies muy hermosas y variadas, pues no aparece ser
alguno sin previas condiciones de existencia, y encuéntralas
entonces en la diversidad de situación y clima que ofrecen el
resalto de la tierra y los valles que los lagos al secarse dejan al
descubierto, aparte de la variación de temperatura que en cada
— 9 —
período se produce, ora al avanzar en los continentes ó reti-
rarse de ellos los mares que por el Mediodía los bañan, ó los
menos cálidos que por otras partes los limitan, ora al manifes-
tarse las erupciones volcánicas. Sin embargo, la temperatura en
general es benigna é Islandia aun conserva por mucho tiempo
sus bosques. Pero al terminar esa Era ó comenzar la cuarta y
última, ya concentrado el sol, no abarca á la vez el Ecuador y
ambos polos. Cúbrense éstos de hielos y con ello recibe pode"
roso impulso la circulación atmosférica. Las cimas elevadas por
el alzamiento de las cordilleras constituyen centros de rápida
condensación para el agua en vapor que de los mares se eleva
y que los vientos dirigen. Caen en abundancia nieves y lluvias
que forman grandes ventisqueros y dan nacimiento á caudalo-
sos ríos: la fertilidad acompaña al aluvión, y el impetuoso to-
rrente que mina el centro de la montaña, arrastra en su curso,
para incrustarlo luego en el valle ó en la ribera, el precioso
metal arrancado al cuarzo de los filones. (Muy bien. Aplausos.)
Todos esos períodos de larga preparación fueron menester
para que la tierra contara con elementos y medios de riqueza
que ofrecer á la agricultura é industria; y de la misma manera,
no ocurren en la historia grandes descubrimientos sin que mu-
chas generaciones los hayan lentamente preparado. Pero si
hasta aquí el razonamiento es lógico, á partir de este punto fal-
sea con suponer que tras de esas condiciones previas, el gran
río como el gran descubrimiento pudo nacer en cualquier parte.
No: África tiene un Nilo, pero ¿con cuántos ríos cuenta como
éste? ¿Hay en la América del Norte muchos ríos como el Mis-
sissipí? Pues lo mismo puede decirse del desenvolvimiento his-
tórico. Sin colores no se pinta: no hay Homero sin rapsodias,
ni Dante sin leyendas. Mas no es este hecho el que debe recor-
darse cuando se juzga á los grandes hombres, sino este otro-
con colores á su disposición ¿cuántos saben pintar? (Muy bien.)
Cierto que con Newton coincide Leibnitz en la invención del
cálculo infinitesimal; pero son dos genios y no diez. Luego en
la obra del genio hay algo peculiar suyo, y la única conclusión
legítima que cabe sentar es que la humanidad, obedeciendo á
su ley de progreso, á la cual en conjunto nunca falta, alcanzaría
por sí sola lo que el genio le ofrece; pero con una diferencia:
— 10
la humanidad, no impulsada por él, camina, mientras que la
humanidad, cuando el genio interviene, salta y consigue en poco
tiempo lo que de otra suerte le costaría mucho, tal vez siglos y
siglos de alcanzar. (Muy bien. Aplausos.)
La verdad de estas reflexiones quedará más patente compa-
rando el modo de verificar Colón el descubrimiento de Amé-
rica, con otras maneras que de realizarlo había.
I.
Cuatro caminos se ofrecían para descubrir el nuevo conti-
nente partiendo de Europa: uno natural ó lógico, dos proba-
bles, y otro muy improbable.
Era el del Nordeste, á causa de que por este lado linda Eu-
ropa con Asia, la cual, á su vez por el Nordeste, está sólo sepa-
rada de América por un estrecho, el camino natural ó lógico;
y á seguirlo era llamado el pueblo que, en la invasión de gentes
y trastorno general de naciones, con que dio comienzo la Edad
Media, se había corrido desde las márgenes del Oder y del Vís-
tula á las regiones hiperbóreas, estrechando á los fineses hacia
el mar; y que establecido á orillas del lago limen, había fundado
la ciudad de Novgorod en unión con los roxolanos, allí también
llegados, porque acometidos por otros habían tenido que aban-
donar la ciudad de Kiew, edificada por ellos junto al río Boríste-
nes ó Dniéper. En efecto, el pueblo ruso, con sueños de pueblo
eslavo en punto á universal dominio, ó con aspiraciones, por lo
menos, á extensas conquistas, mas sin fuerzas bastantes para
vencer á los germanos que le cerraban el paso hacia el centro
de Europa, se veía compelido á ensanchar su territorio en las
regiones septentrionales, por Oriente como por Occidente; y
siervo, más bien que dueño de inmensas llanuras, poco fértiles
la mayor parte, tenía que fundar ó someter ciudades y aldeas
dispersas, acogidas al beneficio que la proximidad de algún río
caudaloso deparara, y lanzarse en busca de playas que dieran,
no cubierto por los hielos, un poco de mar, para no perecer de
aislamiento sobre tanta tierra.
Acaso, aun en la misma Edad Media, hubieran avanzado los
rusos con rapidez por el Nordeste de Europa, si conservaran el
poderío que alcanzaron, dirigidos por los intrépidos varegos,
que de Suecia, capitaneados por Rurico, pasaron en el siglo ix
á la ciudad de Novgorod, que los había llamado, para quedar
bajo el gobierno de ellos á salvo de las acometidas de los fine-
ses. Pero la nación que, desde Rurico hasta su biznieto Vladi-
miro I, se engrandeció mucho con haber sometido Sraolens-
ko, Kiew (desde entonces, y por largo tiempo, capital de los
príncipes reinantes), la Rusia Roja y la Livonia, aparte de la
Biarmia, ó Arcángel, reducida por los de Novgorod, que goza-
ban de ciertas franquicias é iniciativa, no tardó en decaer con
los asesinatos y guerras civiles, que apenas se dieron tregua
desde el reparto hecho por dicho Vladimiro I entre sus hijos
para la herencia de sus dominios. Transcurrieron aciagos rei-
nados, y aun las dotes de Vladimiro II, primer czar y autó-
crata de los principados rusos, no pudieron evitar la decaden-
cia. Para mayor desastre, los tártaros ó mogoles, en el siglo xiii,
cayeron sobre Rusia, cuyos príncipes quedaron en la condición
de humildes feudatarios del reino de Kaptchack, que Batu,
nieto de Gengis-Kan y jefe de la Horda real ó de Oro, fundó
cerca del Volga, donde se cruzaban las mercancías entre el
Occidente y la Persia, desde que los turcos impedían el paso
por el Asia menor. La barrera así opuesta era harto formida-
ble para que en mucho tiempo pudieran avanzar los rusos hacia
el Asia, pues los mogoles del Kaptchack se extendían desde el
Dniéster, y aun desde el Danubio, hasta el mar Caspio y los
montes Urales: por añadidura, un hermano del kan Batu
había ido con mucha gente á poblar los desiertos bañados por
el Irtich y el Obi, donde fundó la ciudad de Sibir, de cuyo nom-
bre se derivó el de Siberia,
Más de dos siglos tuvo que rendir Rusia vergonzoso vasallaje
á los tártaros del Kaptchack, á pesar de haber hecho algunas
veces heroicos esfuerzos para sacudirlo; pero á fines del siglo xv
alcanzó mejor fortuna, bajo el reinado de Ivan III. Divididos
y empeñados en mutuas guerras los mogoles establecidos en
Europa, el kan Ahmed no pudo, como se proponía, asolar los
Estados de ese príncipe ó monarca, que se negaba á pagar el
— 12
tributo acostumbrado. Perdió la vida el kan del Kaptchack, en
lucha con otros tártaros, y quedó destrozada la célebre Horda
de Oro. No fué esto sólo. Ivan III, que libre de ella pudo dar
fuerza á su reino, imponiéndose á los casi independientes prin-
cipados que lo componían, y consiguiendo mandar tanto en
Novgorod como en Moscou, atacó á los tártaros de Kazan,
y habiéndolos vencido, los convirtió en tributarios. Atendió
también su hijo Basilio IV al engrandecimiento de Rusia, y aun
más su nieto Ivan IV, quien, entre otras memorables conquis-
tas, llevó á cabo la definitiva del reino antedicho de Kazan, la
cual realizó auxiliado por los cosacos, aventureros de diverso
origen, cuya existencia acreditaba cuánto había decaído en
Europa el poder asiático. Procedían de mogoles, turcos, cir-
casianos, lituanios, rusos, polacos y otros pueblos, y más ó
menos mezclados, habían renunciado á la vida errante, fun-
dando, en las islas de las cataratas del Dniéper primero, y en
otros puntos después, cuerpos de individuos no casados, ateni-
dos solamente al servicio de las armas, es decir, repúblicas mi-
litares, bajo el mando de jefes electivos. Era gente levantisca
pero arrojada y dispuesta para arriesgados intentos.
De estos jefes de cosacos eia Yermac Timovief, quien en el
reinado de Ivan IV hizo para conquistar la Siberia atrevida
campaña, asunto luego de romances y leyendas. En 1555 dicho
monarca había otorgado á Anika Strogonof, rico mercader que
había emprendido lucrativo comercio de pieles con esa comar-
ca, la concesión, para él y sus hijos, de tierras á orillas del río
Kama, en el distrito de Perm, con derecho á erigir fortalezas y
ejercer jurisdicción; y á una de las colonias, allí fundadas por
tal privilegio, vino, con los tropas que capitaneaba, á replegarse
Yermac Timovief, cuando en la guerra sostenida por el Czar
para someter las tribus acampadas entre el Don y el Volga, las
cuales detenían las caravanas que se dirigían al mar de Azof,
se vio dicho jefe obligado á batirse en retirada hacia el Ural.
No tardó en merecer en la colonia gran estimación por parte
de los de la familia de Strogonof, quienes, comprendiendo la
ventaja que de ello se reportaría, le incitaron á combatir al
kan de Siberia. Timovief se lanzó á la conquista en 1579, y aun-
que sólo le seguían ochocientos cuarenta cosacos, se apoderó
13 —
de Sibir y penetró entre los ostiacos, ribereños del Obi. En
seguida, para afirmar su triunfo, hizo del territorio adquirido
homenaje á I van IV, á quien envió, como regalo, muy hermo-
sas pieles. Logrado su apoyo, intentó extender la conquista;
pero cayó en una emboscada, y pereció en ella. Mas ya quedaba
abierto á los rusos el camino, y por él siguieron avanzando,
aunque lentamente al principio, en parte, á causa de las re-
vueltas acaecidas al extinguirse en los dos hijos de aquel czar
la descendencia de Rurico.
En cambio, ya entronizada la familia de Romanof, Rusia, en
el siglo XVII, adelantó con tal rapidez en las regiones septentrio-
nales de Asia, que no parecía sino que iba á devolver á ésta con
creces sus temibles invasiones en Europa, durante la Edad Me-
dia. Á principios de dicho siglo no se extendían los rusos más
allá del Yenisei, pero en el segundo tercio se corrieron hacia las
márgenes de otros ríos, no muy separados en su nacimiento ó en
el de sus afluentes, pero distantes en su desembocadura, como
el Lena, el Indígirka, el Kolima, hacia el Norte, y el Amur
ó Shegalien hacia Oriente. Llegaron á este último río, en 1639,
y acosando á los tártaros, primeros que en sus orillas encontra-
ron, pronto se vieron frente á frente con los chinos. El cosaco
Kavarof construyó algunos fuertes en las inmediaciones, pero
reclamó China con tenaz empeño, y al fin, un tratado fijó los lí-
mites de ambos pueblos, en condiciones muy restrictivas para
Rusia. Con menos obstáculos tropezó ésta para extenderse por
el norte de Asia. En 1647, los cosacos levantaron una forta-
leza en la ciudad de Yakustk, junto al río Lena, y al año si-
guiente, Deshniew y Staduchin, cosacos también, se propusieron
ir: el primero por mar y el segundo por tierra, desde el río
Kolima hasta la ribera del Añadir, que desemboca al oriente
de Asia, y que sólo por vagas noticias les era conocido. Salió
al efecto Deshniew con siete pequeñas naves, y, aunque pronto
perdió cuatro de ellas, pudo continuar su viaje, probablemente
(pues nada dice á este propósito) arrastrando las que le queda-
ban por la nieve del istmo que une con Asia su jirón más orien-
tal, ó tal vez, pero menos verosímil, costeando esta tierra. Llegó
al fin á la desembocadura del Añadir, si bien acabando de per-
der su flota, mas afortunadamente se reunió con Staduchin, y
— 14 —
ambos regresaron al Kolima por el interior del país. Fueron
los rusos extendiéndose hacia esta parte, y en 1696, reinando
Pedro el Grande, una banda de cosacos invadió, saqueándolo
todo, la península de Kamtchatka, cuyo extremo meridional los
dejaba en frente de las islas Kuriles, al sur de las cuales se
hallan las del Japón.
Requería la vasta extensión del territorio dominado que, hasta
donde fuese posible, se estableciera comunicación marítima
entre las distantes regiones que lo componían, y al efecto dis-
puso Pedro el Grande se prepararan dos flotas: una, desde Ar-
cángel hacia Oriente, debía costear por el Norte la Siberia, y
otra, saliendo de Kamtchatka, navegar hacia altas latitudes.
Aunque no en vida del célebre Czar, quien murió á poco, ambas
expediciones se intentaron, pero en la primera no se logró pasar,
por causa de los hielos, más allá de la desembocadura del río
Yenisei. Mejor éxito tuvo la segunda, emprendida en 1728 des-
pués de tres años de preparativos. Mandada la flota por Behring,
danés al servicio de Rusia, al cual acompañaba Tshirikof como
segundo, pasó desde el río de Kamtchatka á la isla de San Lo-
renzo, y avanzando más hacia el polo, cruzó el estrecho, desig-
nado después con el nombre de Behring, y penetró en el mar
Glacial hasta el paralelo de 67° 18' de latitud, desde donde vol-
vió al punto de partida. Por haberse ceñido, tanto en la explo-
ración como en el regreso, demasiado á la costa de Asia, no
divisaron la de América, pero esto no podía tardar en suceder.
Al coronel Schestakof, que repetidas veces había manifestado
cuánto importaba someter á los tschukches, situados en el ex-
tremo más oriental, y tan indómitos como dóciles eran los habi-
tantes de Kamtchatka, se le confió la campaña que debía
emprender desde el Kolima, mientras el capitán Paulustky
avanzaría dísde el Añadir y, secundando á ambos, el cosaco
Krupishef combatiría por mar. Schestakof pereció en la pelea.
Más afortunado Paulutsky, batió á los enemigos y los persiguió,
por encima de los hielos, hasta trasponer el promontorio orien-
tal de Asia, viendo entonces, con no poco júbilo, á lo lejos una
nueva costa, que también alcanzó á ver Krupishef, impelido
hacia ella por una tempestad. Era dicha costa la de América.
Sucedió esto en 1 731, y diez años adelante Behring y Tshiri-
kof salieron otra vez de Kamtchatka, proponiéndose descender
al paralelo de 50" de latitud y navegar luego hacia Oriente hasta
dar con la costa americana; pero separados á poco por un tem-
poral, Tshirikof llegó á dicha costa por los 55° 36' de latitud,
mientras Behring arribaba por los 60° hacia el Cabo de San
Klías, desde donde costeando pasó á la península de Aliaska y
archipiélago de las Aleoutes. Luego, aunque antes no se hubiese
descubierto América, Rusia la hubiera dado á Europa en el
mismo siglo en que le quitó Polonia. Cumpliéndose, pues, la ley
del progreso, no dejara de alcanzarse América así como no de-
jara de descubrirse China, en cuyas fronteras quedaron los rusos
en el siglo anterior, según antes se dijo, ni el Japón, adonde arri-
baron en el mismo xviii, en que á América. En efecto, en 1732
naufragó en la costa de Kamtchatka un barco procedente de
ese Imperio, y habiendo llegado á San Petersburgo la noticia,
acompañada de los dos únicos náufragos que dejó con vida la
crueldad de los cosacos que en aquella costa se encontra-
ban, se despertó de nuevo avidez por los descubrimientos.
Martín Spangberg y Guillermo Walton emprendieron por se-
parado desde las islas Kuriles un viaje para saber á qué distan-
cia se hallaban de los dominios alcanzados por Rusia en el mar
de Okhotsk las grandes islas del Japón, y en 1739 la bandera
rusa ondeó por primera vez en los mares donde dos siglos antes
lo habían realizado las de Portugal y España.
Pero ¡qué triste camino el seguido por el Nordeste para lle-
gar á América, y qué mísero hallazgo el encontrado en ella por
ese camino! Cielo nebuloso y suelo cubierto de nieve es todo
el paisaje ofrecido por la Siberia. Las horas transcurren monó-
tonas para los viajeros, que apenas gozan de otra distracción
que la de ver á sus caballos ó rengíferos remover y separar la
nieve, buscando un poco de hierba. El frío es intenso, las manos
no resisten el contacto del aire, el pan se convierte en piedra y
las bebidas en trozos de hielo. Los moradores de las pobres
chozas parecen despertar á la vida cuando principia el deshielo
de los ríos. Dirígense á ellos para proveerse de pesca y aumen-
tan su regalo con la caza de algunas aves, que por entonces acu-
den, y con la recolección de algunas hierbas aromáticas, que es
toda su cosecha. Mas en invierno vuelven á encerrarse en sus
— i6 --
chozas y apenas salen sino cuando la necesidad les obliga á per-
seguir los osos al resplandor de las auroras boreales y prepa-
rar lazos á las martas y ardillas. Tal es aquel cuadro y no era
mejor el contemplado por Behring y Tshirikof al pisar la parte
más septentrional de América. Sucumbió el primero de frío y
de tristeza en una estéril isla, designada después con su nombre.
Tshirikof logró regresar á Kamtchatka, pero no sin haber per-
dido mucha parte de su gente recorriendo aquellas tierras in-
hospitalarias. Si no se hubiese ya sabido que tal región pertene-
cía á la América, fuente de riqueza y prosperidad para otras
naciones, Rusia acaso no la hubiese abandonado, porque al fin
era otra Siberia, pero el resto de Europa no se hubiera conmo-
vido con el descubrimiento. Tal vez se escondiera allí un teso-
ro; pero tanta nieve lo cubría y tanta esterilidad lo rodeaba, que
no hubiera apetecido buscarlo.
Camino probable era el del Noroeste, porque por esta parte
y á distancias comparativamente no muy grandes, hay varias
islas y tierras, como escalonadas entre Europa y el continente
americano.
Eran, para seguir este camino, los más á propósito por su
situación geográfica y natural intrepidez aquellos normandos ó
magtoges^ según los árabes los llamaban, que aparecieron en el
siglo IX como sección rezagada de los bárbaros del Norte. Ha-
bitaban en la Cimbria y la Escandinavia, donde hoy se alzan los
reinos de Dinamarca, Suecia y Noruega; mas, así que era pa-
sado el invierno, dejaban sus ahumadas chozas y, acaudillados
por los segundones de sus reyes, salían al mar ansiosos de esgri-
mir en alguna costa sus mazas estrelladas. Á merced de las olas
sentían crecer su valor y cantaban que el huracán estaba á su
servicio y los arrojaría adonde quisieran hacer rumbo. Llegados
á alguna costa, caían de improviso sobre las poblaciones que
allí hubiera, y cuando no existían éstas, resonaba con sus hacha-
zos la selva próxima y, formada con sus troncos derribados una
escuadrilla, remontaban algún río caudaloso. Si de pronto halla-
ban obstáculo á su navegación, cargaban las barcas á cuestas y
seguían internándose hasta encontrar moradores, á los cuales
pudieran exigir cuantioso botín ó la cesión de algún territorio,
asiento para recabar después mayor riqueza ó más extenso seño-
— 17 —
río. Así recorrieron las costas occidentales y meridionales de
Europa, y si de las de España fueron rechazados en el siglo ix
por el monarca de Asturias, Ramiro I, y el emir de Córdoba
Abderramán II, y por sus respectivos sucesores, Ordoño I y
Mohamed I, y en el siglo siguiente por el Conde de Galicia,
Gonzalo Sánchez, en la minoría de Ramiro IIT; en otras costas
se impusieron estos arrojados aventureros que tanto horror
causaron primeramente con sus crueldades de piratas y tanta
admiración produjeron después con sus proezas de caballeros.
A Islandia (Ice/and ó tierra del hielo), isla por su posición geo-
gráfica más americana que europea, llegaron los normandos en el
mismo siglo en que tan temible aparición hicieron en las costa,
de Europa. Unos cien años antes, á juzgar por algunos manus-
critos y ruinas, parece había sido visitada por monjes irlandeses
esa isla, pero su importancia histórica data desde que, en las
correrías á la ventura hechas por los normandos, y ya descu-
bierto por ellos el grupo de numerosas islas que por la abun-
dancia de rebaños llamaron Feroe, una tempestad en el año
de 86o arrojó á Naddod, que por estas islas viajaba, hacia aquel
la otra. Pocos años adelante revueltas interiores hicieron emi-
grar hacia la misma á varios nobles y caudillos noruegos bajo el
mando de Ingolf. Imitáronlos otros, y pronto en aquella tierra
contigua al círculo polar se fundó otra Escandinavia que, por
el aislamiento en que su situación le permitía vivir, pudo con-
servar por mucho tiempo el tipo del antiguo mundo septentrio-
nal, si bien modificado en su organización política, porque allí
gentes no sujetas á otro derecho que el de la fuerza, formaron
una república donde la ley se respetó y donde no dejó de bri-
llar cierta cultura. En el siguiente siglo, ó sea el x, aun avanza-
ron más á Occidente, descubriendo un vasto país, al cual des-
pués, por el año 932, según unos, ó el 982, según otros, se tras-
ladó con Eriulfo y otros islandeses el noruego Erico Rauda ó
el Rojo, desterrado de la isla por homicida. Era el nuevo país el
que, por la hierba que lo cubría, llamaron tierra verde ó Groen-
landia.
Siguieron las tempestades desempeñando el papel de hábi-
piloto en esta serie de enlazados descubrimientos. Biorn, hijo
del citado Eriulfo, llevado muy lejos hacia el Sudoeste, avistó
I8 —
playas desconocidas, donde no desembarcó entonces porque,
pasada la tormenta, prefirió él enderezar el rumbo á Groenlan-
dia, pero á las cuales, al cabo de poco tiempo, en el año looo,
procuró volver acompañado de Leif, hijo de Erico Rauda. Ha-
llaron en este viaje una isla estéril y pedregosa, que por ello
denominaron Hellelandia, y una ribera baja, arenosa y con mu-
chos árboles, á la cual dieron significativo nombre de Marklan-
dia. Dos días después arribaron á otra costa que tenía una isla
al norte de ella. Remontaron un río é invernaron á orillas de
un lago de donde nacía. Era la isla fértil y abundaba en vides,
como hizo reparar un marinero alemán que iba con los descu-
bridores, quienes esa planta no conocían. Dieron por esto á
dicho país el nombre de Vinlandia. El clima, comparado con el
riguroso á que estaban acostumbrados, era suave, como corres-
pondiente á latitud menos elevada, pues allí en los días más
cortos el sol permanecía ocho horas sobre el horizonte. Como
esto viene á ocurrir á la latitud de París, las regiones descubier-
tas podían ser la isla de Terranova y tierras próximas al golfo
de San Lorenzo, ó tal vez, si esa duración del día se había
fijado con alguna incertidumbre en más ó menos, comprende-
rían desde el país del Labrador hasta el Cabo Cod y actuales
estados de Massachusetts, Rhode Island y Connecticut. Repi-
tieron este viaje Thorwald y Thorstein, hermanos de Leif, y
aunque el éxito fué desgraciado, Groenlandia conservó por al-
gún tiempo relaciones con los naturales de esos países, mante-
niendo con ellos comercio de pieles. Pero no fué éste regular
y activo, pues los groenlandeses cuidaron más de explorar hacia
el Norte, no siendo inverosímil, dada su posición geográfica,
que en el siglo xiii, según se afirma, llegaran á los estrechos de
Lancaster y Barrow, no conocidos luego hasta que Baffin, en
1616, entró en el primero y Parry, en 18 19, recorrió ambos.
Mas esos descubrimientos en la América septentrional ni los
hizo la verdadera Europa ni los supo siquiera. Fueron obra de
islandeses y groenlandeses, y aunque ambos pueblos tuvieran
origen normando, durante tres siglos vivieron independientes.
Los mismos groenlandeses fueron perdiendo sus relaciones con
los moradores del país del Labrador y con los que más hacia el
Sur se hallaban, y cuando ya corriendo la segunda mitad del
— 19 —
siglo XIII, en el reinado de Haquino V de Noruega, se sometió
Islandia á esta nación, quedó agregado á Europa el centro sep-
tentrional entre ella y América, pero perdida la parte de cir-
cunferencia que al continente americano correspondía, porque
la marea normanda occidental, al replegarse sobre Noruega,
no aportó vestigio alguno manifiesto de aquellas expediciones.
Tanto es así que en los mapas de la Edad Media, en los cuales
tierras no visitadas se seííalaban también, sólo porque de ellas
existían vagos rumores, nunca se indicaron los descubrimientos
debidos á islandeses y groenlandeses; ni supo nada de esos
viajes sabio de tan múltiples conocimientos y vida tan aventu-
rera como Raimundo Lulio, que tan pronto estuvo en España
como en Italia, Francia é Inglaterra. Ni debe esto sorprender,
pues los mismos islandeses que llegaran á visitar alguna de las
naciones más ilustradas de Europa, no pensarían en recitar, si
acaso las recordaban, las Sagas ó leyendas en que tales descu-
brimientos se referían, cuando, tierras mejores ocupaban los
normandos que quedaron en Europa y más altos hechos habían
éstos realizado. Nieve por nieve, menos debía apetecer con-
templarla en Groenlandia que en la Rusia dominada por los
normandos varegos, y en cuanto á belleza del país, Normandía,
Dinamarca, Inglaterra, Ñapóles y Sicilia superaban con exceso
á lo encontrado y abandonado en América. Mucho más me-
morables eran Rurico, Rollón, Suenón, Canuto el Grande y
Guillermo el Conquistador, que Erico Rauda y Eriulfo, y eclip-
sados enteramente quedaban los hijos de éstos, si se compara-
ban con los famosos hijos de Tancredo de Hauteville.
Parte más directa hubiera podido acaso tener Europa en el
siglo XIV. Dícese que á fines de éste, en 1380, Nicolás Zeno,
noble veneciano, que en una nave armada á su costa viajaba
por Flandes é Inglaterra, fué llevado lejos á causa de una tem-
pestad y naufragó en Friselandia, donde él y sus compañeros,
acometidos por los naturales, lo pasaran mal si á tiempo no los
librara el príncipe Zichmni, que con este país estaba en guerra,
y que mandaba en algunas islas al sur del mismo y en un dis-
trito frontero á Escocia. Entró Nicolás Zeno con su gente al
servicio de tal príncipe y le ayudó á someter la Friselandia que,
por las señas, debía de ser el archipiélago de las islas Feroe.
20 —
Antonio Zeno, llamado por su hermano, fué á reunirse con él,
quedando en Venecia otro, Carlos, á quien escribieron los su-
cesos posteriores. El Príncipe y los dos venecianos tuvieron
ocasión de oir en Friselandia las aventuras de cierto pescador
que arrastrado una vez con otros compañeros por una tormenta
muy lejos hacia Occidente, dio en una isla llamada Estotilandia
(acaso Stock-fish-land, costa de bacalaos ó East-oiit-land, tie-
rra oriental exterior, por su situación respecto al continente
americano). Había en esta isla una hermosa ciudad, donde bri-
llaba no poca cultura. Al sur existía un vasto país denominado
Droceo ó Drogeo, que dicho pescador también llegó á ver,
aunque no á admirar por la crueldad de sus bárbaros habitan-
tes, afortunadamente contra él no ejercida. Parecía este país
tan extenso como un nuevo mundo, y hacia el Sudoeste, según
el pescador oyó contar, había naciones civilizadas que tenían
hermosas ciudades, magníficos templos y primorosos objetos
de oro y plata. Quiso el Príncipe citado buscar la famosa isla
y demás tierras visitadas por el pescador, y al efecto salió en
una flota acompañado de Antonio Zeno; pero las tormentas,
que tanto facilitaran hasta entonces los descubrimientos, deja-
ron de ser propicias, y contrariada por ellas la expedición, hu-
bieron de recogerse las naves á Groenlandia.
Tal es la relación que, fundada, según decía, en fragmentos
de cartas casi destruidas, publicó Marcolini, descendiente de la
familia Zeno, sesenta y seis años después del descubrimiento
realizado por Colón y 3^a conquistado Méjico. Pero aun dando
por cierto todo ello, sin tilde de que al calor de rivalidades na-
cionales se ideara ó exagerara, lo único positivo que podría
concluirse sería que en ese viaje como en los verificados por
los normandos, 1-a verdadera Europa nunca pasó de Groenlan-
dia. Ni aun aquí fué la avanzada duradera, pues á mediados del
siglo XIV diezmó á la colonia terrible peste, y á principios del
siguiente siglo acabó de destruirla un pueblo de ignorada pro-
cedencia y no volvió á haber colonia, al menos estable, hasta
que en 1721 fué fundada una, no por Noruega, sino por Dina-
marca. Si tal, pues, ocurría con la región menos distante, más
desligada aun debía estar en el siglo xv Europa de Vinlandia.
Prueba de ello que en dicho siglo vio Noruega la ciudad de
— 21
Bergen, centro de su comercio, arruinada por la liga anseática,
y tuvo que aceptar tiránicas condiciones de aquellos mercade-
res, cuando hubiera podido imponerlas si el hallazgo de Amé-
rica por islandeses y groenlandeses no hubiera caído en com-
pleto olvido, aun en la misma Islandia, cuyos escaldas ó poetas,
al quedar esta isla sometida á Noruega en el siglo xiii, habían
preferido cantar, en vez de descubrimientos marítimos, aventu-
ras caballerescas, imitando á los poetas alemanes de aquel
tiempo en que regía el imperio la casa de Suabia. Nada, pues
pudo en 1477 encontrar Colón en su viaje á Islandia, ó Thule,
como él la llamaba, que le incitara á seguir el olvidado rumbo,
y si por acaso tuvo alguna noticia, fortuna fué que no se sin-
tiera halagado á modificar con arreglo á ella el pensamiento,
que antes de ese viaje concibiera y que ya había comunicado
al sabio florentino Pablo Toscanelli; pues si siguiera el camino
de los islandeses y groenlandeses. Colón quedara sin su escla-
recida fama y Europa sin América.
Sucediera así, porque el camino del Noroeste fué infecundo,
no sólo en la época de los normandos, sino bastante tiempo
después de Colón. No pocos navegantes, ya por hallar paso
para las Indias, ya en busca de ignoradas playas, emprendieron
de nuevo el antiguo y perdido rumbo, así que Colón hubo des-
cubierto América. En el año 1497 y en el siguiente, Sebastián
Cabot, patrocinado por Enrique VII de Inglaterra, llegó al
país del Labrador y á la isla de Terranova; en 1500 el portu-
gués Gaspar de Cortereal, mandado por su rey D. Manuel,
recorrió más de setecientas millas de costa norteamericana
hasta penetrar en el que luego se llamó Estrecho de Hudson;
cuatro años adelante unos pescadores de Bretaña descubrieron
la punta de tierra á que dieron el nombre de Cabo Bretón; en
1524 el florentino Juan Verazzani, protegido por Francisco I
de Francia, exploró la costa de la Carolina septentrional, fon-
deó en los puertos de Nueva York y de Newport y siguió cos-
teando por el Norte hasta los 50° de latitud, y en el año 1534 y
en el siguiente, reinando en Francia el mismo monarca, San-
tiago Cartier, piloto de San Malo, visitó Terranova y el Canadá
y penetró por el río de San Lorenzo, hasta donde, andando el
tiempo, se fundó Montreal. Pero muchos años transcurrieron
22 —
después de estos viajes sin que en esas regiones se estableciera
ó arraigara colonia alguna. Portugal ni lo intentó siquiera;
unos mercaderes ingleses en 1536 quisieron fundar una en Te-
rranova, pero pronto quedó abandonada; y otro tanto sucedió
á la colonia francesa que, bajo la protección del Key, trató de
formar en el Canadá La Roque, señor de Robertval, auxiliado
por Cartier. Así pasó mucho tiempo sin que entre Europa y la
América del Norte existiera otro lazo que la pesca que se hacía
en el Cabo Bretón y en los bancos de Terranova.
Un siglo iba ya transcurrido desde el descubrimiento de
dicho cabo, cuando se fundaron las dos primeras colonias fran-
cesas, no reducidas á meras tentativas, á saber: la de Port
Royal, ó Annapolis, como ahora se llama, que Champlain, jefe
de la expedición enviada por unos comerciantes de Rouen, dejó
en 1605 establecida en el sitio escogido el año anterior por
otra expedición que había organizado De Monts; y la colonia
de Quebec, que fundó en 1608 una sociedad de comerciantes
de Dieppe 5" San Malo, por excitación del mismo Champlain,
explorador de varias regiones y del lago que conserva su nom-
bre. No fué más rápida la colonización inglesa, á pesar de ha-
berse acometido á partir de 1579, con gran empeño y cuantiosa
fortuna, por Gilbert y su hermano político Raleigh, bajo la
protección de su reina Isabel. Caminó Gilbert de desdicha en
desdicha. Desventurado y estéril fué su primer viaje, y de exi-
guo resultado para Inglaterra, y enteramente infausto para aquel
navegante el segundo, pues no se hizo otra cosa que tomar po-
sesión de Terranova á nombre de la Reina, mas sin dejar allí
colonia alguna, y emprendido el regreso, pereció Gilbert en un
naufragio. No llegó Raleigh á tanto infortunio, pero no vio co-
ronada por el éxito su perseverancia, pues aunque otra expedi-
ción, por él enviada al mando de Amidas y Barlow, le trajo
lisonjeras noticias de la costa que habían explorado, nada al-
canzó á realizar Raleigh en esta región, á la cual, en homenaje
á la no casada Reina de Inglaterra, se dio el nombre de Virgi-
nia. La colonia allí dejada por Grenville, jefe de la flota man-
dada al efecto, á pesar de tener en su seno personas tan celosas
como el matemático Hariot, y á pesar de verse auxiliada por el
•célebre pirata Drake con recursos y provisiones, pronto des-
— 23 —
mayó, y, con su gobernador Lañe al frente, se volvió á Ingla-
terra. Fué enviada luego otra colonia con White por goberna-
dor, mas tampoco ésta prosperó. Raleigh, arruinado tras de
diez años de grandes y continuos sacrificios, tuvo que ceder
sus derechos á una Compañía de comerciantes de Londres, que
á su vez tropezó con no pocas prevenciones, tantas, que en 1603,
transcurrido más de un siglo desde que Sebastián Cabot llegara
á Terranova, no quedaba un solo inglés en toda América. ¡Tan
halagüeño era fundar colonias en los países descubiertos por
islandeses y groenlandeses!
Otro camino probable para llegar á América, partiendo de
Europa, era el del Sudoeste, desde el momento en que los
marinos contaran con instrumentos que les permitieran dirigir
con acierto su rumbo, sin precisión de costear.
Consta América de dos grandes regiones, unidas por el Istmo
de Panamá, y si la septentrional, cuya costa es tan rasgada
como la de Asia, y aun ofrece con cierta porción de ella algún
parecido, se acerca tanto á dicha Asia, que sólo queda separada
por el estrecho de Behring, la meridional, cuya figura tiene
gran semejanza con la de África, no se halla muy lejos de este
continente. Median desde el Cabo Verde y las islas del mismo
nombre á los cabos de San Roque y San Agustín unos veinti-
trés grados, distancia grande, sin duda, para naves temerosas de
apartarse de las costas, pero nada excesiva para las que, mer-
ced al astrolabio y á la aguja de marear, pudieran alejarse. Sólo
faltaría entonces motivo que impulsara á navegar á esa distan-
cia de la costa occidental de África, pero tal motivo aparece-
ría en cuanto la circunnavegación de este continente con tales
instrumentos se iniciara ó repitiera. En efecto, la experiencia ó
cierta sagacidad natural, adelantándose á ella, revelaría que el
derrotero más seguro, si se quería evitar las grandes tormentas
y altos mares desde el golfo de Guinea hasta el Cabo de Buena
Esperanza, era seguir desde las islas de Cabo Verde á orza la
derrota entre Poniente y Mediodía, conservándose de cinco á
diez grados al oeste del meridiano de Cabo Verde, y llegados
á elevada latitud austral, torcer ya hacia el terrible León ó
Cabo de Buena Esperanza. Pero en cuanto tal derrotero se si-
guiese, era muy fácil verse de pronto ante el Brasil.
— 24 —
Así sucedió el 25 de Abril de 1500 al portugués Pedro Al-
varez Cabral. Por orden de su rey D. Manuel, había salido de
Lisboa el 8 de Marzo del mismo año, al frente de bien equipada
flota de trece naves, para afirmar y continuar en la India la
gloriosa obra comenzada en los dos años anteriores por Vasco
de Gama; y al efecto se dirigía hacia el antedicho Cabo de
Buena Esperanza. Pero hacíalo alejándose de la procelosa
costa africana para encontrar mar adentro vientos más seguros
y tendidos hacia ese cabo, y así vino á dar en una nueva tierra,
que recibió primero el nombre de Vera Cruz y luego el de
Brasil, por la mucha abundancia que allí había de palo de tinte
con subido color de brasa. Como el descubrimiento de tal país
acaeció unos ocho años después que los españoles llegaron á
las Antillas, el historiador Robertson hace una oportuna re-
flexión: «Fué, dice, el descubrimiento del Nuevo Mundo por
Colón el esfuerzo de un genio activo que, guiado por la expe-
riencia, había concebido un plan sistemático, y lo realizaba con
tanto valor como perseverancia. Pero esa aventura de los por-
tugueses revela que la casualidad hubiese podido dar cima al
grandioso proyecto, de cuya idea y de cuya obra la razón hu-
mana tanto hoy se enorgullece. Pues si Colón con su genio no
hubiese llevado la humanidad á América, Cabral, por un azar
afortunado, algunos años adelante hubiese dado á conocer
aquel extenso continente.» Hay en estas palabras gran fondo
de verdad; pero debe añadirse, porque ese descubrimiento lo
confirma, que si bien grandes cosas son á veces realizadas por
la casualidad, ni son tantas ni tan buenas como aquellas donde
no interviene ó no lleva la principal parte.
Más trazas, sin duda, tenía de verdadero descubrimiento lle-
gar á América desembarcando en el Brasil que en las tierras
próximas al estrecho de Behring ó al golfo de San Lorenzo.
Brindaba el Brasil con templado chma, á pesar de su situación
tropical, y ofrecía fértil suelo, grandes flores y magníficos fru-
tos. Pero no se veía edificio alguno de mediana construcción,
ni indicios de fausto ni grandeza, sino chozas miserables y un
pueblo sin asomo de organización política. Gran contraste con
aquella antigua India, cuna de la civilización y fuente perenne
de bienestar material para Europa, que, aun no sabiendo diri-
— 25 —
girse á ella directamente por mar, no había cesado de pedirle
productos para su gusto y para su esplendor: con aquella India
adonde, ya sin cruzar tierra, había llegado Vasco de Gama,
que fué recibido por el emperador ó zamorín de Calicut con
magnificencia oriental, en suntuoso aposento de su palacio,
el suelo cubierto de alfombra de seda verde y las paredes de
colgaduras bordadas de oro y plata, estando en un rico estrado
el monarca, vestido de blanca ropa sembrada de rosas de oro,
ceñida la cabeza por una especie de tiara de tela de oro, con
ajorcas del mismo metal precioso en las piernas y brazos, des-
nudos al uso del país, y en los dedos muchos anillos, y en todo,
vestidos y adornos, prendidas perlas y piedras de sumo valor.
El mismo Alvarez Cabral debió sentir menos alegría cuando
pisó el Brasil que, cuando habiendo pasado de aquí á la India,
obtuvo del zamorín de Calicut una cédula, escrita con caracte-
res de oro, concediendo un palacio para que en él se estable-
ciera un Cónsul enarbolando la bandera de Portugal.
Nada, pues, tuvo de extraño que, incitados por la magnifi-
cencia y riquezas que contemplaban, hicieran los portugueses
en la India progresos tan rápidos como lentos en el Brasil.
Cada año navegaban hacia la India armadas del rey D. Manuel,
y sus capitanes no cesaban de ganar nuevas victorias en los re-
motos países de Oriente y de realizar en aquellos mares impor-
tantes descubrimientos. Antes de 1520 Meneses había llegado
á la costa de Madagascar; Suárez á las islas Maldivas; Lorenzo
Almeida á Ceilán; Diego López Siqueira, con García Souza y
Hernando de Magallanes, á la isla de Sumatra y península de
Malaca; Francisco Serrano y Diego de Abreu á las islas Molu-
cas; teniendo, además, la fortuna de encontrar, como ventas
en mares tan dilatados y puntos de refresco para los que nave-
gaban, Juan de Nova la isla de Santa Elena, y Tristán de
Acuña las islas de su nombre. Con tales descubrimientos, y
con tener Portugal los dos primeros gobernadores de la India,
Francisco de Almeida y Alonso de Alburquerque, de gran
corazón y dichosos en cuanto emprendían, el poderío de la
nación se afirmó con rapidez en aquellas regiones, sobre todo
al prevalecer los proyectos del último, que entendía que Por-
tugal debía poseer en la India tierras propias para proveerse
— 26 —
de gente, mantenimientos y bajeles. Así fué, y desde Macao
pudieron los portugueses traficar con la China y el Japón, y
dominar desde Ternate en las Molucas; desde Malaca y Nega-
patan en el Golfo de Bengala; desde Goa, Diu y Máscate en el
mar de Omán; desde Ormuz en el golfo Pérsico, y desde Me-
linda, Mozambique y Sofala en la costa oriental de África.
En esas regiones, y no en la hallada por los portugueses en
América, toda clase de riqueza se encontraba. No era el Brasil
de donde Alonso de Alburquerque había enviado al monarca
portugués cuarenta libras de gruesas perlas y un diamante de ex-
traordinario valor, ni de ese país procedían las riquezas con
que pudo el mismo soberano aumentar el fausto de la solemne
embajada mandada al Romano Pontífice conTristánde Acuña,
encargado de ofrecerle, entre otros presentes, un hermoso pon-
tifical de brocado con tanta profusión de perlas y pedrería, que
otro tan suntuoso no se había visto en el palacio de San Pedro.
El Brasil, con su magnífica vegetación, podía parecer, como
decía el ponderativo Amérigo Vespucci, la antesala del Pa-
raíso; pero más estimaban los portugueses la isla de Ormuz, es-
téril y calurosa en extremo, pequeña y sin agua dulce, pero por
el comercio de Oriente , por la situación de ella y por sus dos
puertos, rica y abundante en toda suerte de regalos; pues en las
calles se evitaba el polvo con alfombras y esteras y se templaba
el ardor de los rayos solares con toldos á propósito; adornaban
el interior de las casas y palacios objetos de oro, ricos pebete-
ros y valiosas porcelanas; competían en lujo las tiendas; y gen-
tes de todos países acudían á los mercados de los tres primeros
meses del año y á los de Septiembre y Octubre, donde en abun-
dancia había, entre otras mil cosas, azúcar, clavos, canela, nuez
moscada, alcanfor, telas estampadas, maderas preciosas , marfil,
perlas, rubíes y diamantes. Y á toda esta riqueza efectiva se
agregaba el encanto de antiguos recuerdos, porque los portu-
gueses podían imaginar que la península de Malaca, ó Áureo
Quersoneso de los antiguos, era la ansiada Ofir, que Sofala era
Tharsis, y que el Rey de Etiopía, su gran amigo y aliado, ocu-
paba el trono del famoso Preste Juan de las Indias, de que tanto
se hablara en leyendas y tradiciones.
Influyó todo ello para el abandono en que se tuvo el Brasil.
— 27 —
Don Juan III, sucesor de D. Manuel, dio más firme base á la co-
lonización, revocando los poderes concedidos á los agraciados
con las capitanías en que primeramente se había el país dividido,
y mandando como gobernador general á Thomé de Souza, que
fundó la capital de San Salvador en la bahía de Todos Santos;
pero los colonos no eran muchos y estaban en la costa. Los es-
pañoles, que siguiendo á Vicente Yáñez Pinzón, habían tocado
en el Brasil antes que Alvarez Cabral, no apreciaron tampoco
la importancia de este país, cuando á la muerte del rey D. Se-
bastián quedó á España incorporado Portugal con sus colonias;
ni debe esto sorprender, porque mejores que el Brasil habían
de parecerles las propias que en América poseían, y entre las
portuguesas aun se destacaban las de Asia, tan ricas que, por
defenderlas, Luis de Ataide, como otro Juan de Castro, reno-
vaba las proezas de Almeida y Alburquerque. No tenían los
mismos motivos de preferencia los franceses y hubieran podido
conocer el valor de la región brasileña, extendiéndose ya desde
la colonia que en el reinado de Enrique II intentó fundar Du-
rand de Villegagnon, por donde ahora se alza Río Janeiro, ya
desde el fuerte de San Luis de Maranhao, levantado por La
Ravardiére en el reinado de Enrique IV; pero aparte de la lu-
cha que habían de sostener con los portugueses, el futuro bien-
estar que descubrían no era tanto que se decidieran á mantener
á todo trance ni siquiera esas dos colonias, y ambas se extin-
guieron á poco de fundadas. Mejor sazón alcanzaron los holan-
deses cuando, expirada la tregua con España en 1621, rompie-
ron las hostilidades, y trabando las más veces la contienda en
los mares de las colonias, acabaron por apoderarse de la parte
del Brasil que se extiende desde la provincia de Alagoas hasta
la de Río Grande do Norte. Más de un siglo iba ya transcurrido
entonces desde el descubrimiento del Brasil, y éste empezaba á
mostrarse valioso en ganados y productos agrícolas, propios ó
importados. Aumentóse este valor con el impulso de los inva-
sores bajo el entendido gobierno de Juan Mauricio, Príncipe de
Nassau; adquirió importancia Pernambuco; fué el Brasil más
conocido en Europa, y cuando ya emancipado Portugal de Es-
paña por la casa de Braganza, volvió á dominar algunos años
después en todo el Brasil, libertado de los holandeses por Fer-
— 28 —
nandes Vieira, Portugal encontró allí muy productiva colonia.
Pero no era ésta deslumbradora todavía. La riqueza mi-
neral estaba casi toda en el interior, donde no era hacedero
avanzar con rapidez. Había exceso de tierra en un país que con-
tenía alguna comarca, más extensa ella sola que ninguna nación
de Europa, exceptuando Rusia. Uníase á la fatiga de rodear
pantanos, salvar ríos y subir á montes y cerros, la de penetrar á
fuerza de hachazos en inmensos y enmarañados bosques. Todo
ello requería poderosa organización civil ó gentes de temple es-
pecial, como eran los paulistas, que desempeñaron en la explo-
ración del interior del Brasil el mismo papel que los cosacos en
la Siberia y los islandeses y groenlandeses en los mares y tie-
rras del Norte. Medio salvajes y medio civilizados, como for-
mados por una mezcla de indios, portugueses y mamelucos ó
mestizos que vivían en San Paulo, colonia fundada casi bajo el
trópico en un sitio favorecido por su elevación con agradable
clima, tenían por el primer concepto intrepidez para superar los
obstáculos que opusiese la naturaleza á sus expediciones en
cuadrilla en busca de oro ó esclavos, y propendían por el se-
gundo concepto á dictarse leyes y conservar relaciones, siquiera
fuesen unas y otras en provecho propio. Así, al paso que caían
los troncos y ramas en el camino abierto á través de las selvas,
nacían troncos de nuevas familias que extendían sus ramas por
el interior del país. Mas pronto surgía la rivalidad entre los pri-
meros y los últimos que llegaban á alguna tierra productiva: al
ruido de la contienda acudían tropas disciplinadas para someter
á vencedores y vencidos; proclamaba la autoridad legal regla-
mentos sobre la explotación de las minas y el reparto de pro-
ductos entre el Estado y los colonos ; y quedaban bajo el
Gobierno las nuevas poblaciones, mientras que los paulistas des-
contentos seguían internándose, ansiosos de mayor riqueza y de
vida con menos trabas.
De este modo, desde fines del siglo xvii, la región brasileña
comenzó á mostrar su esplendor. Sabara, Mariana y Villa Rica
ú Ouro Preto, en la provincia de Minas Geraes, y Villa Boa ó
Goyaz, en la provincia de este segundo nombre, rindieron gran-
des cantidades de oro. Portugal fundó por entonces la ciudad
de Río Janeiro, hermoso puerto de América, capital, andando
el tiempo, de todo el Brasil, y, á poco de su fundación, depósito
del producto de las minas. Sujetóse álos paulistasde Villa Rica,
que alcanzó gran opulencia; pero los vencidos encontraron,
avanzando más hacia el interior, otras ricas tierras como la de
Cuyaba y la de Matto Grosso, donde en un mes se recogieron
sin cavar en el suelo más de cuatro pies, cuatrocientas arrobas de
pajitas de oro. Desplegó además el Brasil, desde los comienzos
del siglo XVIII, nueva riqueza con sus diamantes. No se había
reparado anteriormente en ellos porque, arrastrados por las llu-
vias sobre tierras herrumbrosas, quedaban cubiertos de un bar-
niz rojizo que los disimulaba; pero cuando ya conocido el va-
lor de aquellos brillantes guijarros, se dieron los exploradores
á buscarlos, el distrito de Tejuco ó Villa Diamantina y el fondo
de algunos valles próximos al nacimiento del río Araguay y al del
Paraguay, compitieron con Ceilán y con la meseta de Decán en
la India. Llegó el Brasil á rendir por año de 25 á 30.000 quila-
tes sin talla: más de un negro esclavo, en premio de haber en-
contrado algún diamante de diez y siete quilates y medio, se vio
coronado de flores y declarado libre, según los reglamentos es-
tablecidos; y la corona de Portugal pudo adornarse con un her-
moso diamante de 120 quilates. Todo eso existía en el desde-
ñado Brasil; pero cuando se acabó de comprender su valor,
corría ya el tercer siglo desde el casual descubrimiento reali-
zado por Pedro Alvarez Cabral. En cambio, medio siglo bastó
para que por otro camino contemplaran los españoles América
floreciente, rica y llena de esplendor y magnificencia.
Fué este brillante resultado consecuencia natural de haber
seguido Cristóbal Colón con perseverancia, desde las islas Ca-
narias, el rumbo de Occidente.
Muy improbable era descubrir por este camino tierra alguna,
confiándose puramente á la casualidad. Desde las citadas islas
Canarias, hasta el archipiélago de las Lucayas, corren, á una la-
titud de 24 á 28 grados, cerca de 58 de paralelo, es decir, unas
mil cuarenta leguas. No era semejante trecho para recorrido á
la ventura, y mucho menos en la época del descubrimiento, en
que, si algo alentaba á lanzarse en el Atlántico, no costeando,
si no mar adentro hacia Occidente, mucho más retraía de ha-
cerlo. Pues si algún ánimo podían infundir, de una parte las
— 30 —
costas lejanas, que una ilusión óptica fingía á veces desde las
islas Canarias, y de otra parte las tierras occidentales, citadas
en fábulas con visos de historia, si no era alguna de ellas histo-
ria desfigurada por la fábula, como la Atlántida imaginada por
Platón, la gran isla Antilla, que mentaba Aristóteles, como des-
cubierta por los cartagineses, y las dos islas de San Brandan y
de las siete ciudades, de que se hablaba en piadosas leyendas de
la Edad Media; bastaban á vencer todo aliento las dudas que
gentes doctas abrigaban todavía acerca de que la tierra fuese
esférica ó de que, aun siéndolo, fuese posible la existencia hu-
mana en el hemisferio opuesto; y los temores que, sin entrar
en tales razonamientos, y acogiéndose á hechos positivos, sen-
tían las gentes de menos letras, porque las engañosas costas
que desde las islas Canarias en ocasiones se distinguían, nadie
las encontraba, como si fuera obra de encanto producida por
el ángel de las tinieblas, que, según antiguas consejas árabes re-
ferían, asomaba su negra mano en aquellos horizontes aparta-
dos para apoderarse de las naves en el silencio y obscuridad de
la noche.
Pero ese tan improbable camino era el que llevaba á regio-
nes cuya exploración sería rápida y fecunda; pues los pueblos
más adelantados iban á presentarse en América en las mismas
condiciones geográficas que en el mundo antiguo, á saber, en
tierras contiguas á una línea ó zona geológica muy señalada,
porque se extienden sobre ella tanto los mares de la India, el
Golfo Pérsico, el Mar Rojo y el Mediterráneo, como el Golfo
de Méjico y los mares de la Polinesia, es decir, todos aque-
llos cuyo conjunto divide en dos mitades, una hacia el Norte y
otra hacia el Sur, los continentes y grupos de islas del globo,
revelando de este modo un hundimiento de la corteza terrestre
en torno del hemisferio boreal, no lejos del Ecuador. Al con-
templar la civilización asomada sobre tal hundimiento, pudiera
decirse que la inteligencia humana, para adquirir vuelo, necesitó
el aliento del abismo; mas otras razones reales se agregan á la
explicación poética. Como pertenecientes las tierras antedichas
á la zona templada, brindaban con temperatura benigna : ade-
más, como eran las postreras que los mares habían abandonado,
quedaban sobrepuestas á tierras formadas en otras edades geo-
— 31 —
lógicas, y ofrecían, juntamente con ellas, todos los elementos
propicios á la agricultura, á las artes y á la industria : finalmente,
como constituidas por archipiélagos de numerosas islas y por
penínsulas separadas por mares interiores y hendidas ó rasga-
das por profundos senos, presentaban, dentro de un círculo
dado, casi tanta tierra como agua, proporcionando con ello, á
la par que perspectivas á propósito para excitar la imaginación,
medios más fáciles para que los pueblos se comunicaran y die-
ran vida al comercio, fuente de regalo y bienestar.
Es, pues, natural que antes de haber alcanzado la civiliza-
ción, por su propio progreso, recursos para arraigar y crecer en
condiciones adversas del clima y del suelo, apareciera en las
regiones propicias, pertenecientes á la citada zona geológica ó
lindantes con ella. Así en los tiempos antiguos brilló en la In-
dia, Egipto y Persia; resplandeció sobre todo en los pueblos
griegos del Asia menor, Italia, Ática y Alejandría; osciló en-
tre Roma yCartago; dominó desde aquélla, lució junto al Bos-
foro de Tracia y arrojó vivos destellos desde las tierras separa-
das por el estrecho de Gades. Y así también, desde muy anti-
guos tiempos, floreció al Oriente de Asia, en la China y el Ja-
pón, y pudo unirse más adelante con la procedente de la India
en la península de Malaca y en las islas cuyo centro es Java.
Condiciones favorables presentaba á su vez el Nuevo Mundo
en la región de la zona de hundimiento, bien señalado por el
Istmo de Panamá, que separa apenas dos océanos, y por las is-
las Lucayas ó de Bahamá, y las grandes y pequeñas Antillas,
todas las cuales forman como una guirnalda prendida entre la
América septentrional y la meridional; y, con efecto, si no una
civilización adelantada, al menos cierta cultura y relativo pro-
greso iban á encontrarse en la península de Yucatán, que
avanza entre el golfo de Méjico y el mar de las Antillas, y en
Méjico, que se extiende entre el golfo de su nombre, el de Cali-
fornia y el Océano Pacífico. Por añadidura, análoga civiHzación
se ofrecería también en otra región no muy distante de dicha
zona, á saber, en el Perú, tendido desde el Océano Pacífico á la
cordillera de los Andes, que por su gran altura proporciona un
país templado bajo el mismo Ecuador y produce el efecto de un
segundo mar, como opuesto y próximo confín ó aledaño. Lie-
— 32 —
gar á América tocando en tales regiones era realizar el verda-
dero descubrimiento del Nuevo Mundo, como se hubiera hecho
el del antiguo si, trocados los papeles porque los pueblos de
América fueran los más civilizados del globo, hubieran estos
pueblos cruzado el Atlántico con rumbo á Oriente, y arribado,
no á Laponia ni á la costa occidental de África, sino á Italia,
Grecia ó Asia menor.
Mas ¿qué era menester para que, navegando desde España,
pudiera tenerse feliz encuentro con esas prósperas regiones de
América? Una idea: buscar la India por Occidente. Y ¿qué era
preciso para detenerse en ellas, aunque al pronto no quedara
manifiesta toda su importancia? Esa misma idea, porque al ca-
lor de ella se daría por encontrado en América lo que en la
India se buscaba.
II.
Nunca como en el descubrimiento de América, verificado
por consecuencia del pensamiento que á Cristóbal Colón im-
pulsaba, pudo decirse con tanta verdad que lo ideal es real,
pues nunca los hechos se hallaron como entonces tan de
acuerdo con lo que por raciocinio bien fundado se había infe-
rido y con lo que, dejándose llevar de la imaginación, se había
llegado á vislumbrar.
La religión, la política y el comercio tenían en el siglo xv
convertido en gran parte el afán de Europa hacia los países que
por extensión se solía designar con el nombre de India, es de-
cir, la vasta porción de Asia comprendida entre el río Indo y
la península de Corea ó el río Amur, incluyendo las islas próxi-
mas á toda esa costa meridional y oriental. Muchos de esos
países, desde los siglos viii y ix, habían sido visitados por los
árabes, que, además de fundar en la costa oriental de África
ciudades, como Melinda, Mombaza y Sofala, habían llevado
sus relaciones políticas ó comerciales hasta Cantón y las islas
Molucas, obteniendo ricos productos, que por el istmo de Suez,
como puente, trasladaban á las riberas mediterráneas. Uníanse
á esto, para excitar la atención de Europa, recuerdos más anti-
— 33 —
guos y noticias más recientes y directas; pues entre esas tierras
se contaba la verdadera India, esto es, la región regada por el
Indo y el Ganges, el memorable país adonde habían llegado
las armas de Alejandro el Grande, y el visitado después por
las flotas romanas que desde el Mar Rojo se lanzaban al Eritreo
ó Indico, aprovechando uno de los vientos monzones, el del
Sudoeste, que señaló Hipalo en el siglo i de nuestra Era. Y
figuraba también entre dichas tierras la China, que á la par del
Japón, despertó el interés de la cristiandad en el siglo xiii, en
que dominando y arrastrando los tártaros á los demás pueblos
mogoles, los hicieron dueños de extensas comarcas que abarca-
ban desde el Dniéster, en Rusia, hasta los países más orientales
del Asia. Romanos pontífices y monarcas cristianos, atentos á
aquel nuevo poder, que serviría acaso para amenguar el de los
musulmanes, enviaron entonces sus embajadas á los campamen-
tos y cortes de los tártaros, ya por medio de misioneros, ya va-
liéndose de particulares á quienes sus propias miras impulsa-
ban, y esos enviados daban á su vuelta noticia de tierras en
parte ó del todo ignoradas. Dos nobles hermanos venecianos,
Nicolás y Mateo Polo, que con objeto comercial se habían di-
rigido á Oriente, llegaron á la principal corte de los tártaros en
la época de su mayor esplendor, cuando Kublai, hijo de Oktai
y nieto de Gengis, incorporaba á sus dominios toda la China;
y en un segundo viaje en que fueron portadores de una misión
religiosa de Gregorio X para el Kan supremo Kublai, los dos
venecianos llevaron consigo á su hijo y sobrino Marco Polo,
que tanta fama adquirió luego, porque vueltos los tres á Eu-
ropa al cabo de largos años de residencia en aquellos países,
donde siempre tuvieron gran protección del Monarca, escribió
un libro en que, del Catay, Mangui y la isla de Cipangri ó Ci-
pango, es decir, de la China septentrional, la meridional y la
más importante isla del Japón, contaba extraordinarias maravi-
llas, confirmadas algún tanto en el siguiente siglo xiv por otros
viajeros, y especialmente por mercaderes genoveses y venecia-
nos que se dirigían en caravanas á Oriente para comerciar con
China, aunque no todos alcanzaran la fortuna de llegar hasta la
corte, que sólo en cortos intervalos solía despojarse de su tra-
dicional misterio.
— 34 —
A tales regiones, sin cruzar tierra alguna, buscando rumbo
desembarazado hacia Oriente, se proponían llegar los portu-
gueses en el siglo xv, alentados por la feliz exploración que en
la costa occidental de África habían emprendido desde que
conquistada Ceuta en 141 5 por el rey D. Juan \, fué nom-
brado su hijo D. Enrique gobernador de esa plaza. Terminaban
los viajes anteriores de marroquíes y europeos en el cabo de
Non, frente á las islas Canarias; pero el entusiasmo de dicho
infante por los descubrimientos geográficos hizo realizar á los
de su nación viajes más atrevidos, en que llegaron primero
hasta el cabo Bojador, después hasta el cabo Blanco, y final-
mente hasta Sierra Leona, descubriendo á la par las islas de
Porto Santo y la Madera, la de Santa María, en el extremo aus-
tral de las Azores, y algunas del archipiélago de Cabo Verde.
Fallecido en Sagres en 1463 el infante D. Enrique, la iniciativa
individual no dejó extinguir el aliento recibido, y los portugue-
ses penetraron en el golfo de Guinea, recorrieron su costa hasta
el golfo de Biafra y arribaron á las islas de Fernando Póo, el
Príncipe, Santo Tomás y Coriseo y, más allá de la línea equi-
noccial, á la isla de Annobón, Dando de nuevo poderoso im-
pulso el Gobierno desde que como sucesor de D. Alfonso V su-
bió al trono D. Juan IT, se avanzó en 1484 hasta el río Zaira, ó
Congo, y dos años después Bartolomé Díaz consiguió doblar el
cabo que dicho Monarca denominó de Buena Esperanza, como
en efecto lo era para circunnavegar el África y dirigirse á los
codiciados países de Asia, según las noticias más adelante co-
municadas por el portugués Pedro de Covilham, que se esta-
bleció en Abisinia tras de recorrer, viajando por tierra ó cru-
zándola en gran parte, el Egipto, el Indostán y las costas orien-
tales de África.
Pero por mar también, á los mismos países que los portugue-
ses, se proponía arribar Cristóbal Colón, navegando atrevida-
mente con rumbo opuesto cerca de la línea de división entre la
zona templada y la tropical. Fundábase para ello en un princi-
pio cierto, el de la redondez de la tierra, é infundíale entu-
siasmo, no sombreado por el recelo, la conclusión á que el ra-
zonamiento le llevaba. Otros que ese principio admitían, va-
cilaban en la consecuencia; pero Colón tenía el valor de la
— 35 —
lógica, exaltado por la imaginación. Era un gran propósito el
suyo de seguir tal rumbo de Occidente. Por el opuesto se lle-
garía sin duda á la India; pero con esta empresa, no obstante
su inmenso valor para completar el conocimiento de una mitad
de la tierra más ó menos recorrida ó averiguada por Europa en
la Edad antigua y en la Edad Media, no se levantaría el velo
de la otra mitad. En cambio, el rumbo de Occidente descubri-
ría toda la tierra, á la vez que á las deseadas regiones de Asia
llevara.
No se equivocó Colón en esto que era su pensamiento capi-
tal, ni erró tampoco hasta cierto punto al tomar América por
la India. Largos años había estado acariciando su proyecto,
cuando salió de España á realizarlo, y con tal afán había reco-
gido cuantos datos concernientes á la situación y circunstancias
de aquellas regiones se tenían; con tal entusiasmo, sobre todo,
se inspiraba en las noticias dadas por Marco Polo, que el Catay,
Mangui y Cipango se los representaba en su imaginación con
tanta viveza como si los hubiese visitado, y sólo países de gran
semejanza con aquéllos podían detenerle en su camino. Encon-
trábase América donde en concepto de los más reputados geó-
grafos debían de estar las regiones descritas por el viajero ve-
neciano; parecían corresponder á las 7448 islas que, según éste
aseguraba, existían alrededor de Cipango, y entre ella y la costa
de Mangui, multitud de islas en el archipiélago de las Lucayas y
laberintos de otras pequeñas en torno de Cuba: y eran también
contornos parecidos á los que, según Marco Polo, tenían las pla-
yas orientales de Asia, la desmesurada extensión que en su costa
presentaba de Occidente á Oriente dicha isla de Cuba, la cual,
por las noticias que de su magnitud daban los indígenas, podía
como continente reputarse, y la inclinación que esa costa tomaba
luego hacia el Sudoeste. Pero aparte de tan singulares coinci-
dencias de situación geográfica y configuración de costas entre
lo que se quería encontrar y lo que se hallaba, había otra con-
formidad aun más decisiva. El Catay, Mangui y Cipango eran
como nombres que significaban un suelo hermoso bajo un cielo
magnífico: suelo que en abundancia rendía productos de esos
que el comercio busca con avidez, y que teniendo su región
propia ó preferente, son estímulo para que la humanidad rece-
— so-
rra los ángulos más apartados de la tierra. Significaban también
esos nombres imperios ajenos á la fe cristiana, de vasta exten-
sión y gran fausto, que si por el primer concepto excitarían el
celo de los misioneros, por los otros motivos mecerían los
sueños de gloria de atrevidos capitanes y conquistadores. Fi-
nalmente, tales nombres querían decir países de inmensa ri-
queza mineral, cuyos veneros de oro y plata sustentaban el es-
plendor de aquellas brillantes cortes, y en pos de los cuales
irían, no sólo los aventureros ansiosos puramente de bienestar
personal, sino los que, con más nobles deseos, quisieran esas
riquezas para engrandecer su nación ó favorecer á la humani-
dad. ¿Pero hubo alguna de las condiciones enumeradas que no
se realizase en América y no impulsara á decir: ésta es la India?
Cuadros admirables, donde la naturaleza desplegara su mag-
nificencia ó poderío, por doquiera se dirigiese la vista se encon-
traban.
Plantas de hermosas flores, como la sensitiva y la brounea, la
gesneria y la dalia, el girasol y el heliotropo, ó la amarilis y la
azucena de los Incas, parecían custodiadas por las hojas pulpo-
sas y agudas de las pitas ó por los tallos aplanados y espinosos
de los nopales. Disputábanse la altura, alzando un bosque sobre
otro, ya el guayacán, el caobo, la cedrela olorosa, el cocotero y
la araucaria, ya el liquidámbar, la encina de hojas de lira, el pino
jigante, el tulipero y la magnolia. Galana vestidura, aparte de
la propia belleza, en muchos de los frondosos árboles se con-
templaba. Como si de la misma rama brotasen, se mezclaban
con sus hojas otras muy distintas de plantas parásitas, mientras
que orquídeas, cuyas raíces quedaban prendidas en el musgo
húmedo que cubríalas hendiduras de la corteza ó el entronque
de las ramas, ostentaban entre el variado follaje sus flores de
caprichosas figuras. Trepaban á su vez por la arboleda lianas y
bejucos y, ora tendiendo vistosas cortinas la pasionaria y la
ipomea purpúrea, ora formando la cobea y la bignonia puen-
tes, pórticos y bóvedas, aumentaban la espesura de aquellos
boscajes, donde se cobijaban desmesurados heléchos que, como
si fueran plantas para indicar la latitud, se presentaban allí er-
guidos y no rastreros como en las regiones próximas al Polo.
Brillantes insectos y aves con mil matices hacían crecer el en-
— 37 —
canto. Veíanse sobre los pétalos ó cálices cetonias y crisomelas
tan relucientes como si de oro y plata se hubiera querido salpi-
car las flores, mostraban las mariposas vivas tintas y metálicos
reflejos; pero competían con ellas, revoloteando sin punto de
reposo, pájaros-moscas ó colibríes de colores tan centelleantes
que no parecía sino que los topacios, zafiros, rubíes, amatistas y
esmeraldas habían adquirido alas para mayor fausto de la natu-
raleza; y como si se quisiera demostrar que en aquellos privile-
giados países no eran menester nubes para formar hermosos
arcos iris, mientras en las flotantes islas de victorias ú otras
plantas acuáticas, en el remanso de algún río, asomaban flamen-
cos de color de rosa, por los altos árboles trepaban papagayos
con franjas verdes y amarillas, y volaban á las ramas, desde el
suelo descubierto, tángaras teñidas de escarlata, azul y oro: re-
presentando todo ello como el tributo que al magnífico sol se
rendía de la riqueza de colores que su descompuesta luz puede
ofrecer. {Aplausos.)
Otras veces la grandeza del conjunto era motivo principal de
admiración. Alzábase entre dos mares inmensos un istmo con
montañas no de gran altura, como para desafiar con menos po-
derío la unión de ambos, y entre los estribos de la cordillera se
contemplaban bosques de vegetación tropical, en los cuales se
veía solazarse la danta en los manantiales, saltar de improviso
el puma ó el jaguar sobre su presa, acechar el armadillo y el oso
hormiguero tras los torrenteros ó montecillos de tierra levan-
tados por los insectos más laboriosos; columpiarse, prendida de
alguna rama, la zarigüeya cargada con sus hijuelos, y trepar
multitud de titís y monos aulladores á la cima de los árboles,
donde el perezoso mostraba inesperada agilidad. No se decla-
raban vencidas las plantas por las montañas. Las gruesas raíces
del higuerón, ó árbol de las trébedes, hincaban su punta en el
suelo, pero dejaban el resto fuera como para empujar más el
tronco colosal, y entre áridas rocas el árbol lactífero se elevaba
á gran altura. Palmeras de corto tallo, pero de palmas larguísi-
mas, parecía que pugnaban por ocultar el agua de los ríos; mas
éstos ensanchaban de pronto su cauce, ó por estrechas gargan-
tas se precipitaban sobre enormes peldaños, y la plateada super-
ficie, hermoseada por altos hervideros de espuma, alternaba
-38 -
con los verdes arcos, hasta que más allá, cruzando por los labe-
rintos formados por las raíces de los mangles, entre los cuales
acechaban los caimanes, ó lamiendo las herbosas orillas donde
salían á pacer los manatíes, cuyo aspecto recordaba las fábulas
de sirenas y tritones, se perdían esos ríos en el mar, á cuyas ri-
beras, por coger los peces abandonados en la marea, descen-
dían en raudo vuelo bandadas de pelícanos, rabihorcados y
cuervos marinos, en tanto que los patines se alejaban de la
orilla rozando con sus alas las olas. Todo esto se descubría re-
corriendo el istmo; pero avanzando hacia el Sur, el cuadro era
más soberbio todavía. Ya no se limitaba la cordillera á separar
dos mares: erguíase majestuosa y parecía dividir un cielo de
otro cielo. Cumbres altísimas cubiertas de nieve, donde rever-
beraba á veces el fuego de los volcanes, se sucedían en una ex-
tensión no menor de treinta grados de meridiano : el Chimborazo,
no lejos del Ecuador, y el Gualatieri, algunos grados antes del
trópico, con su cima elevada á más de seis mil metros, tocaban
en la región de las nubéculas de blancos filamentos, y más al
Sur, cuando ya la cadena declinaba, surgía de pronto el Acon-
cagua, cuya altitud, algo mayor, equivale á la del Etna sobre el
Mulhacén. Era imponente la cordillera contemplada desde el
Pacífico; pero al recorrerla, crecía el asombro ante la nueva
fila de montañas, doble á veces, que aparecía tras la inmediata
al mar, mostrando el terrible volcán de Cotopaxi, y las elevadas
cumbres del Nevado de Sorata y el Illimani; mientras la vista
se deleitaba en las hermosas perspectivas que entre aquellas al-
turas se desplegaban. Al puente natural, ó al desfiladero, con
aspecto de galería de mina, sucedía el lago encantador ó la so-
berbia cascada del afluente que iba á engrosar algún río cau-
daloso de la inmensa vertiente oriental; y el valle delicioso, ó
el bosque donde, aislados ó en grupos, asomaban los quinos sus
capas tornasoladas por verdes hojas con vetas rojizas, se veía
coronado por el matorral de flores purpúreas, por la verde pra-
dera de maizales, por la faja dorada de las hierbas de altas ci-
mas y por la de los musgos y liqúenes, que en gradación, se re-
montaban sobre la extensa falda hasta tocar el manto de nieve
que, anudado por el lado del Pacífico y echado sobre la es-
palda oriental, tendía sus pliegues en los páramos, por donde
— 39 —
corrían las llamas y guanacos, las alpacas y vicuñas, ó en los
enhiestos picos donde el buitre ó el cóndor desplegaba sus alas
gigantescas y alargaba su cuello al abismo para abalanzarse sobre
la avistada presa. {Aplausos.)
Asi brillante ó majestuosa, seducía desde luego América; y
si ante tal magnificencia se concebía la esperanza de encontrar
allí productos para el comercio útiles ó codiciosos, á cada paso
se confirmaba.
No eran muchas, fuera de la lana, las materias empleadas
para tejidos en Europa. De antiguo, juntamente acaso con la
planta, siesta acá no existía, se había importado de Egipto la ma-
nera de aprovechar el lino, que en este país tejían y teñían de
varios colores, haciendo aquellas telas que con las lanas de color
de jacinto y de púrpura, procedentes de las islas griegas, figu-
raban entre las riquezas de Tiro cantadas por el profeta Ece-
quiel. La seda, originaria de China, conociéronla los romanos
desde que dilatado el imperio hasta las orillas occidentales del
Mar Caspio, pudieron adquirirla de los persas y partos ó direc-
tamente de los chinos, cuyos dominios se habían extendido
basta las riberas orientales del mar citado. Después, ya comen-
zada la Edad Media, en algunos puntos de Europa se cultivó
la morera y se crió el gusano que labra el capullo de seda, y que
en las hojas de ese árbol busca, mientras es oruga, su alimento.
Trajéronlos dos monjes griegos en el siglo vi, de Persia ó de la
India, al Peloponeso, región que luego recibió, por el extenso
cultivo de ese árbol, el nombre de Morea. Más adelante los ára-
bes aclimataron la morera, y el gusano de seda, en el mediodía
de España, y en tiempo de las Cruzadas, los normandos lograron
lo mismo en el sur de Italia. Pero en la época de Vespasiano,
en que de seda sólo se vestían ó adornaban las mujeres, como
después de Heliogábalo, en que esas telas comenzaron también
á usarlas los hombres; en la edad del emperador de Oriente
Justiniano, como en la délos emires y califas los Abderrama-
nes de Córdoba; y en el siglo del rey Roger de Sicilia, como en
los siguientes, la seda fué siempre distintivo lujoso. El cáñamo,
cultivado desde fecha algo anterior á nuestra Era, en que se
trajo de Persia, se aplicaba á cuerdas y redes; pero en telas su
uso fué tardío, á juzgar por dos tejidos regalados á Catalina de
— 40 —
Médicis, como comienzo señalado. No así el algodón. De tiempo
antiquísimo servía en la India para telas que teñían con varia-
dos dibujos de hermosos colores, que Job, hijo de Arabia, pon-
deraba; y en Egipto también, donde propia ó importada de la
India, crecía la planta, cuyas semillas están envueltas con la
pelusa de algodón, se hacían con él tejidos, aunque por la pre-
ferencia dada allí al lino, no era con la profusión que en ese
otro país. Cuando dos imperios famosos, el de Alejandro y el de
los romanos, alcanzaron en épocas distintas el dominio del Mar
Rojo, arribaron á veces á Europa las afamadas telas de Ben-
gala y Masulipatán; pero con más regularidad, merced á un co-
mercio activo, sucedió esto desde que los árabes de la Edad
Media llevaron sus exploraciones á tierras lejanas bañadas por
el Océano Indico, mientras sus conquistas los hacían dueños de
las riberas del Mediterráneo. Además, desde el siglo ix la
planta del algodón, traída por ellos, se cultivaba en la costa
septentrional de África, en España y en Sicilia. Pero si las ori-
llas mediterráneas se vieron favorecidas con ese tejido y esa
planta mucho antes que la China, donde no se conocieron hasta
el siglo xiTi, Europa no llegó á producir en abundancia, y tal
materia era codiciada cuando un Nuevo Mundo la ofreció á
manos llenas.
En copos ó hilado, por labrar ó tejido, era el algodón el re-
galo que más veces presentaban los indígenas á Colón y á los
descubridores que le sucedieron. Encontrábanse por doquiera,
en las Antillas y otros muchos puntos cálidos y húmedos de
América, variadas especies de la malvácea que lo produce, y á
mayor abundamiento ceibas y otras plantas de la familia á que
pertenece el corpulento y elevado baobab del Senegal, daban
algodón en rama, útilísimo para fieltros, mullidos y colchados.
Copioso manantial de riqueza representaba todo ello, pues esta
materia textil fué cada vez de mayor uso, y estaba destinada á
triunfar de las demás en baratura y utilidad, sobre todo desde
que á fines del siglo xviii cultivaron los Estados Unidos exten-
sos plantíos de algodón, y montaron junto á ellos grandes fá-
bricas de hilado y tejido. Ni el córcoro ó yute de la India, ni el
ramio ó rameh malayo, ni el formio ó lino de Nueva Zelandia,
traídos en tiempos modernos, lograron vencer la hebra carita-
— 41 —
tiva que viste á la humanidad entera, da trabajo á millones de
obreros y constituye, después de los cereales, el producto agrí-
cola de mayor importancia. Mas no se limitaba á esto el valor
de América en materias para toda clase de tejidos, desde los
más toscos, pero indispensables, hasta los de primor y lujo. La
multitud de sus diversas palmeras, para cuerdas, cables, esteras
y tejidos de gruesas fibras, ofrecía en las hojas, ó en sus pecio-
los y nervios, tiras y filamentos adecuados, y además la princi-
pal de esas palmeras, el cocotero, los hilos y telas naturales que
en torno de su fruto forman múltiple envoltura. Fibras para
objetos parecidos, aunque de mayor esmero algunos, se halla-
ban en el pie y costilla de la hoja del plátano ó banano, planta
musácea, que ó existía allí con otras de la misma familia, como
los bihaos y otras heliconias, ó si se llevó de Canarias en los
primeros descubrimientos, se propagó con rapidez y prosperó
como en tierra asiática y malasia, donde una de sus especies
proporciona el hoy tan usado abacá. Las hojas de la pita, ma-
guey ó agave, planta indígena de América, allí tan abundante,
cuando llegaron los descubridores, como la vid en España, y
de gran provecho, porque á muchas cosas se aplicaba, conte-
nían fuertes fibras y un hilo, el henequén, delgado, pero de re-
sistencia, pues con él y menuda arena, ludiendo sobre hierro,
se llegaba á cortar el metal; y dichas fibras ó ese hilo servían
para hacer, ya redes y cuerdas ó cabuyas, ya papel, hamacas,
mantas, tapices y aun telas finísimas. Buscadas á su vez, habían
de ser con el tiempo la anana y otras bromelias, por sus hebras
á propósito para telas delicadas, ligeras y casi transparentes,
ensalzadas con el nombre de batistas ó con el de nipis de pina,
distinguidas de tejidos semejantes fabricados de otra materia
inferior. Ni el reino animal dejaba de contribuir con mucho,
pues el llama ofrecía lana larga y bastante hermosa, la alpaca
vellón de pelo suave, en mechones cumplidos, que por su finura
y elasticidad compiten con los de la cabra de Cachemira; y la
vicuña, lanas muy estimadas, especialmente las de los costados
y espalda, mientras que adornos preciosos podían hacerse con
la piel de chinchilla ó con las plumas de las aves de brillantes
colores.
No menor riqueza había en materias para teñir ni en otras
— 42 —
para construcciones valiosas ú ornamento de las mismas. Crecía
en América como en la India, el indigotero, que proporciona el
índigo ó añil. Tinte negro dábalo el zumo de la jagua ó genipa,
y negro, violeta ó azul, según las sustancias con que antes se
mezclara, el palo de Campeche, La bignonia, llamada ébano
verde, aumentaba el número de las pocas plantas que tiñen de
este color. Suministrábanlo amarillo el jugo de la capuchina y
la corteza del laurel sasafrás; de naranja el leño del mismo ár-
bol, y encarnado la bixa ó achiote y el palo brasil. Pero el des-
cubrimiento entre estas materias más señalado fué el de un
insecto de Méjico, que vive sobre el nopal y brinda con her-
moso carmín, superior á la célebre púrpura de los antiguos,
dada por dos géneros de moluscos de las costas mediterráneas,
y á la tintura proporcionada por un insecto de España, del
mismo género que la cochinilla, el quermes, adherido á la encina
ó coscoja. Tenían además algunos de los árboles de tinte, antes
citados, excelente madera como muchos de aquel país, donde
si no existía el verdadero ébano de la India, aunque algún árbol
lo parecía, podían compartir su uso en muebles costosos la ce-
drela y la preciada caoba. Ofrecía el cocotero madera que, pu-
limentada, parece ágata, y eran asimismo de valor el palo santo,
el de hierro ó panacoco, el de magnolia, el curbaril y el palisan-
dro. Había especies del palo del coral ó eritrina, y del de rosa ó
sebestén; y la blanca médula del pequeño coco producido por
la palmera tagua era muy parecida al codiciado marfil de los
elefantes de África y la India. La tortuga carey y la madre-perla
que, tanto en mares americanos como en el Océano Indico se co-
gen, dieron preciosa concha y brillante nácar para obras primo-
rosas de embutido ó taracea, y de adorno sobre las mesas la-
bradas sirvieron grandes conchas de vivos colores, como la de
estrombo, que ostenta en sus labios hermoso tinte de rosa. Por
añadidura, cuando en Europa, donde hasta el siglo xvi sólo á
la pintura se aplicó el barniz, y éste limitado á algunos aceites
secantes, el de lino y, últimamente, el de nueces y el de adormi-
deras, se comenzó á imitar á los chinos y japoneses en el arte,
por ellos creado y llevado á gran perfección, de revestir los
objetos de lujo ó de manejo continuo con una superficie bri-
llante é impermeable que adornara ó protegiera, encontráronse
— 43 —
en América resinas propias, útiles para barnices, aparte de las
parecidas á las que en otros países se buscaban. Dio un balsa-
mero la resina elemi, el curbaril la anime, y cera vegetal la co-
rifa y otra palmera. Si un zumaque del Asia oriental propor-
cionaba el aceite sólido llamado barniz del Japón, otra especie
de ese árbol en América suministró una de las varias resinas
denominadas copales. Del crotón, que daba en la India goma
laca, no faltó allá especie semejante, y con excelente colofonia
las coniferas americanas correspondieron á las que en la India
y África ofrecían las resinas damara y sandáraca. En América,
así como en Siria, se halló en abundancia el asfalto ó betún de
Judea, resina fósil como el sucino ó ámbar del norte de Europa;
y cuando en tiempos más recientes se aprovechó la gutapercha
sacada de un árbol de las islas malasias, ya de otro árbol de
América se extraía el caucho ó goma elástica, que, á semejanza
de aquélla, y aun superándola, á tantos usos se aplica, que bien
puede figurar entre los símbolos con que se represente la in-
dustria moderna.
En las plantas, encanto de los ojos, regalo del gusto y medio
de que la naturaleza se vale para purificar y embalsamar el am-
biente, vio siempre la especie humana remedio á sus males fí-
sicos, y dejándose llevar un tanto de la imaginación, no pocas
veces concedió mayor fe á las que más lejanas y escondidas se
hallaban. Con afán se las iba á buscar al Asia, pero en gran nú-
mero las presentó América. Del útilísimo pino, cuya aguda copa
se eleva como pararrayos de la humanidad doliente , había allí
multitud de nuevas y hermosas especies, abundantes en tre-
mentina y brea. Virtud de estimulantes generales mostraban
también la resina elemi, la de copaiba, el bálsamo de Tolú, el
del Perú, la cascarilla del crotón y el estoraque del liquidam-
bar, productos de plantas americanas, y tanto ó más apropiados
que la mirra, la almáciga, el incienso, el bálsamo de la Meca y
el benjuí, procedentes de plantas de Arabia, de la India ó de
las islas de la Sonda. Por su condición de sudoríficos, el laurel
sasafrás, la zarzaparrilla, y el guayacán, tan eficaz, que recibió
el nombre de palo santo, no cedieron á la raíz de la esmilace de
China y á los varios sándalos de la India y Siam en la curación
de enfermedades emanadas de impulsos que el agno casto ó
— 44 —
sauzgatillo de Europa nunca alcanzó á prevenir, y que parece
moderar el laurel del Japón con su celebrado alcanfor, tan com-
plejo en sus efectos, si bien predominan los de languidez y
calma. Encontráronse en América materias laxativas y drásticas
en varias especies de casia afines á las que daban el sen y la ca-
ñafístula en África y Asia, aparte de que las verdaderas, lleva-
das allá, se cultivaron con éxito, y otro tanto sucedió con el ta-
marindo y con el áloe, que proporciona el preciado acíbar. Más
usada que el eléboro de Oriente, la gutagamba de la India
yeldiagridio ó escamonea de Alepo, fué la jalapa, y en la misma
clase de medicamentos figuró, andando el tiempo, la cainca,
famosa además por su virtud contra mordeduras venenosas. La
ipecacuana, emética en mayor grado que la violeta de España,
fué útil en tantas enfermedades, que llegó á ser tenida por otra
panacea como el laserpicio, tapsia, tal vez, que en tiempo de
los romanos se guardaba con el tesoro del Estado. Por su pro-
piedad de astringente, la ratania de América compitió con el
catecú extraído de acacias de la India, y en su condición de re-
medios tónicos, al lado de la genciana y de la eritrea ó cen-
taura menor, reputados los mejores amargos de Europa, otras
plantas del nuevo continente ó de sus islas, como la cuasia, la
simaruba y la galipea ó verdadera angustura, lograron puesto
señalado. Pero distinguióse América, sobre todo, por un me-
dicamento de esta clase que había de ser buscado por el comer-
cio con tanta avidez como por otra virtud lo era el ruibarbo
desde que en el siglo x los árabes recibieron délos chinos y es-
parcieron por las farmacias europeas esta raíz, de la cual, el Ce-
leste Imperio cuidó siempre de no entregar semilla alguna. Ese
medicamento americano, tanto ó más decisivo para cortar las
intermitentes que la valeriana de Europa para calmar los es-
pasmos nerviosos, era la corteza de quina, cuyo uso fué adop-
tado por los españoles desde que en 1638 alcanzó fama curando
de fiebre á la esposa del entonces virrey del Perú, D. Jerónimo
Fernández de Cabrera, conde de Chinchón; por los franceses,
desde que cuarenta años después el práctico inglés Talbot ven-
dió á Luis XIV por 48.000 libras, una pensión vitalicia de 2.000
y cartas de nobleza el secreto de un remedio, cuya base era
dicha corteza; y por toda la humanidad desde que la ciencia
química depuró la quina y extrajo la quinina. ¡Corteza benéñca
que merece conservarse en las moradas donde algún individuo
triunfa de aguda enfermedad, como cuelgan en sus casas los
mahometanos viajeros el acíbar en recuerdo de peregrinación
cumplida!
Convidaba América con frutos muy gustosos, como la gua-
yaba, el aguacate, el coco, la anona ó guanábana, el mamey, la
batata, el zapote y el caimito, entre los cuales sobresalía por su
aroma y sabor la pina ó anana. Brindaba también nuevos ali-
mentos con el maíz, destinado á aumentar las especies de cerea-
les cultivadas en Europa; y con la yuca, que á los indígenas
proveía del pan que llamaban cazave, y con el tiempo suminis-
traría á naturales y extraños la tapioca, tan útil á niños, ancia-
nos y enfermos como el sagú de la India é islas oceánicas; y si
tales dones no parecían suficientes, allí estaba la papa ó patata,
que cuando mejor se apreciara, todos tendrían por manjar tan
regalado como misericordioso. Sacábanse del maíz, de la pita y
del esquino ó molle licores agradables, que podían convertirse
en una especie de arrope ó de miel; pero superaba á estas be-
bidas la preparada con el cacao, sobre todo el de Soconusco,
bebida predilecta de los mejicanos, y que generalizada después
en España hizo las delicias del convento y del hogar. No había
allí laurel cinamomo, cuya corteza fuese preciada canela como
la de Ceilán, ni había nuez moscada ni clavo de especiería; pero
suplíanse en parte las dos primeras con la canela blanca y la
anona moscada, y por añadidura el fruto de una especie de
mirto sabía en junto á clavo, nuez y canela. No existía tampoco
para aromatizar licores la badiana ó anís estrellado de la China
y del Japón, pero lo compensaban especies análogas, y las flores
de las magnolias, aparte del fruto de una preciosa orquídea, la
vainilla. Además, el fértil suelo de la América central y meri-
dional acogió bien muchas de las plantas que á otros países cá-
lidos iban á buscarse. La caña de azúcar, oriunda de la India, y
que en distintos tiempos había sido aclimatada en Arabia,
Egipto, Asia Menor, África septentrional y Mediodía de Europa,
se dio aun mejor en las Antillas, adonde á raíz de los descubri-
mientos fué llevada de Canarias. En 1515 llegaron á España los
primeros panes del azúcar obtenido en Santo Domingo, y en
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1553 contaba ya esta isla con treinta trapiches é ingenios produc-
tivos, y todo ello significaba tanta riqueza, que no sin razón se
dijo que con azúcar se habían costeado los palacios de Carlos V.
Adelante prosperó el gengibre de la India, y con éxito se cul-
tivó también el clavillo ó clavo de especiería, cuando pudo
llevarse burlando la vigilancia que los holandeses, dueños de las
Molucas desde el siglo xvii, ejercían para conservar abusivo
monopolio. Si no halló en América, al parecer, suelo tan ade-
cuado el té, que comenzó á saborear Europa á principios del
mismo siglo, en que los holandeses lo trajeron de China, pudo
provenir de que se ignoraba uno de tantos secretos con que se
revisten las cosas del Celeste Imperio, pues el aroma de su té
no es propio, sino de dos flores, una de ellas la camelia, de cuya
fragancia lo impregnan antes de cerrarlo en las cajas que entre-
gan al comercio. Pero libre de tales secretos, otra planta aun
más famosa y codiciada, originaria de Caffa y Abisinia, y que en
el siglo XV había encontrado en Arabia, especialmente en Moca,
patria adoptiva, dio buen resultado cuando á principios del
siglo XVIII los europeos, que desde los últimos años del anterior
habían empezado á imitar á los musulmanes en el uso de ella,
quisieron aclimatarla en las Antillas. Con el café de la Marti-
nica, Jamaica y Puerto Rico se eximió Europa de pagar tanto
tributo á Arabia, y fué más hacedero á todos procurarse esa be-
bida, que despierta el cerebro sin producir embriaguez ni calor
excesivo, y en la cual, como también con menos ventaja en las
espirituosas ó alcohólicas, suele hallarse, no el manantial de la
inspiración, sino, cuando el manantial existe, un impulso que
remueve el impedimento para dejarlo brotar.
Completaba la nueva región el cuadro de sus producciones
con uno de esos artículos que más halagan el comercio, de esos
que son sucesivamente curiosidad de algunos, aliciente de mu-
chos y necesidad de todos. Tal iba á ocurrir con el tabaco, cu-
yas hojas arrolladas y encendidas por un extremo, chupaban ó
sorbían los indios por el otro. Con no poca extrañeza Colón y
los que le acompañaban contemplaron semejantes sahumerios,
que no respondían al propósito de perfumar el ambiente como
hacen en el Asia meridional y oriental quemando el leño del
águila ó los varios de áloe; pero mayor fuera su admiración si
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vislumbraran cuánto había de extenderse por las naciones civi-
lizadas el uso de esa hoja que, como prenda de paz, ofrecían los
indígenas para que fumara el viajero por huésped recibido. Sir-
ven los narcóticos, ya para concentrar el espíritu, ya para dis-
traer la imaginación, y el recurrir á alguno de ellos, parece una
necesidad de esas que pueden moderarse ó cambiar de medio,
pero no dejar de satisfacerse. El opio de adormideras cuenta
por cientos de millones sus aficionados en la China, India y
Turquía; sigúele en prosélitos en dichos países, y en Persia y
África, el llamado chiirnis en la India y murlac en Turquía,
pero más conocido con el nombre de haschich, que le dan otros
pueblos orientales, narcótico que se prepara con cierta resina
del cáñamo y produce una embriaguez de sueños deliciosos; y
aunque menos adeptos, tiénelos en gran número en la China,
India y archipiélago malayo la pimienta betel, que mascan con
cal mezclada. No faltaba en América planta que hiciera las ve-
ces de esta pimienta, pues para igual uso y revuelta con cal ó
con ceniza de la quinoa, que á cierta altitud reemplazaba á los
cereales, empleaban los indios del Perú la menuda hoja de la
coca, y tan aficionados eran á ella, que su venta produjo cuan-
tiosa ganancia á los españoles, que dominaron aquella región^
Pero nada valía esta riqueza, comparada con la que represen-
taba el tabaco, destinado á avasallar el mundo entero. Propa-
gado su uso entre los españoles y portugueses desde mediados
del siglo XVI, introducido á su vez en Inglaterra por Raleigh,
que le adquirió en sus tentativas de colonización de la Virginia,
é imitado en Francia el ejemplo dado por Catalina de Médicis
de aspirar el polvo de la nicotiana, es decir, de la hoja de ta-
baco que Nicot, Embajador francés en Portugal, le había en-
viado desde este punto, pronto cundió la moda de fumar esa
hoja americana ó de sorber el polvo de ella. En vano Jacobo I
de Inglaterra lo vituperó en un opúsculo escrito por él mismo;
en vano el Papa Urbano VIII dictó censura para evitar que la
seriedad de las ceremonias religiosas se perturbara cepillando,
como era costumbre entonces, la hoja que se quería aspirar;
en vano el Sultán de Turquía, Amurates IV, conminó con pe-
nas severas á los subditos suyos que hicieran uso del tabaco.
Más arraigado, cuanto más combatido, siguió salpicando de
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polvo el breviario, el libro de estudio, el randado pañuelo y la
fina ropilla, ó bien obscureciendo de humo el ambiente de la
celda, del gabinete, del camarote y de la tienda de campaña, y
acabando por dominar á los mismos que pudieran prohibirlo,
pareció servirles de estímulo para los triunfos y de beleño en
los días aciagos: con el pecho manchado de polvo de tabaco
paseó el genio de la guerra del siglo xix sus armas victoriosas
desde las Pirámides hasta Moscou, y el humo del cigarro veló
la emoción del segundo Emperador de Francia al sufrir en Se-
dán una derrota que anunciaba la pérdida de su trono.
Mas no atraía sólo América por la belleza de sus paisajes y
por los codiciosos productos con que al comercio brindaba,
pues si se quería también un imperio brillante y pagano que
despertara en el gerrero ambición de gloria por conquistarlo y
en el religioso santo celo por convertirlo, allí estaba Méjico.
¿Qué imperio era aquel que al ruido de la victoria alcanzada
por Hernán Cortés en Tabasco en 15 19, se apresuraba á man-
darle embajadas con ricos regalos de penachos, mosqueadores,
ropas con adornos de plumas engalanadas y joyas de oro y plata,
algunas de gran tamaño, como dos que representaban los dos
astros más notables? En Zempoala, cuyas blancas casas, en me-
dio de una comarca fértil y con esmero cultivada, evocaban el
recuerdo de Sevilla, comenzaron á adquirirse más ciertas noti-
cias, y tales eran, que al comunicarlas al joven monarca Car-
los V, quedó asombrado, no obstante el esplendor de su corte.
Mientras tanto, el resuelto capitán, alentado con lo que con-
templaba y le anunciaban, se decidía á fundar la Villarica, déla
Veracruz, y afirmando la propia opinión en el consejo y apoyo
de los más de los suyos, para seguir adelante con mayor em-
peño, daba al través con sus naves, barrenándolas á vista de
todos. Al penetrar después en Xocotlán, Tlascala y Cholula,
ciudades comparadas por los españoles con Castilblanco de
Portugal la primera, por sus blancas azoteas, con Granada la se-
gunda, por el gran concurso de gente, y con Valladolid la ter-
cera, por los muchos remates de altos edificios, creció ese em-
peño, porque aquellas noticias se repetían y ampliaban. Si el
poder de Moctezuma era temido en Zempoala, donde con do-
lor le rendían tributo, sin atreverse á resistir, pues era señor de
— 49 —
muchas ciudades y tierras, y disponía de numerosos vasallos y
ejércitos, ese poder era admirado en Xocotlán, donde no com-
prendían que pueblo alguno no estuviera sujeto ó amenazado
de estarlo al dominio de Moctezuma; ese poder también cons«
titula el orgullo de Tlascala, porque con ser tan fuerte, no so-
juzgaba su Estado, regido por especial Gobierno, que los espa-
ñoles hallaban semejante al de los señoríos de Pisa y Genova;
y ese poder, finalmente, recibía el sello de veneración en Cho-
lula, la ciudad sagrada, en la cual se alzaban cientos de montes
hechos á mano, como grandes pirámides truncadas y con gra-
dería, que servían de pedestales á los altares ó adoratorios
donde se quemaba incienso y se hacían sacrificios, pidiendo á
los dioses conservaran su protección al vasto imperio. Presen-
tábanse, en tanto y á cada paso, nuevos embajadores á Cortés,
rogándole, no sin cierto dejo de amenaza, á la vez que ricos re-
galos le ofrecían, no pasara adelante, y no valiendo el ruego, ya
en Tlascala apelaron á la perfidia para impedir la paz y alianza
del caudillo español con los de esta ciudad y provincia por él
tres veces vencidos, y después en Cholula intentaron la resisten-
cia, queriendo cerrar el paso. Pero todo era maj^or aliciente para
encaminarse hacia corte tan ponderada y que tanto se recataba.
No cabía volverse sin ver, y los 450 hombres de que constaba
el ejército conquistador, ansiosos y precavidos, con los corre-
dores del campo á caballo descubriendo tierra, rodeados de
peones muy sueltos, para mutua ayuda en caso necesario, de-
trás los jinetes de tres en tres, y los de á pie con gran concierto,
á punto siempre las ballestas, escopetas y bombardas, seguían
avanzando con esperanza de mayores maravillas, y en verdad
no se engañaban.
Tan hermosa como Venecia en el Adriático se mostraba la
capital de Méjico en el más extenso de varios lagos que llena-
ban la mayor parte de un valle anchuroso, situado á considera-
ble altura sobre el nivel del mar y cercado de sierras muy ele-
vadas. Alzábase hacia el lado occidental, y en el opuesto se
hallaba la ciudad de Tezcuco. Al Norte y en gradación, cada vez
más altos, se extendían el lago que después se llamó de San
Cristóbal, el de Xaltocán y el de Zumpango. Al Sur, en grada-
ción también, aunque menor, los dos lagos de Chalco y Xochi-
CO
milco, este último al oeste del anterior, formaban casi uno solo,
dividido en gran parte del de Tezcuco por una pequeña cordi-
llera que cruzaba el valle de Oriente á Occidente, deteniéndose
en el punto donde se edificó Ixtapalapa, y dejando entre ella y
el lado occidental de la sierra circular, donde estaba Cuyoacán,
un estrecho por el cual se reunían esos lagos, bañando las ciu-
dades de Mexicalcinco y Huitzilópozco. Parecía un mar el lago
de Tezcuco por su circunferencia, de unas quince leguas, y por
su agua salada,, á causa de la concentración que en fondo más
permanente padecían las que con las lluvias y la nieve derre-
tida bajaban de dicha sierra cruzando los lagos superiores,
donde, más renovadas, conservaban todavía dulce sabor. Di-
ques artificiales se unían á los naturales para contener y encau-
zar las aguas de los lagos más altos, y tres magníficas calzadas,
una al Norte hacia Tepeyac, otra á Poniente hacia Tacuba y otra
á Mediodía, dividida á cierto trecho en dos, encaminadas á Ix-
tapalapa y á Cuyoacán, enlazaban con las orillas del gran lago
la que era capital del vasto Imperio desde que el antiguo se-
ñorío de las cumbres (Ciil-huac), extendiéndose por el valle, se
había transformado en hermoso señorío de tierras y aguas {An-
a-huac). Desde la falda de un alto volcán de aquella sierra, unos
pocos españoles que, por mandado de Cortés, fueron á explorar
la humeante montaña {Popoca-tepec), pudieron contemplar con
deleite la perspectiva del variado valle ; pero al costear el ejér-
cito por el Sur el lago de Chalco, pasar entre éste y el de Xo-
chimilco, en cuya división estaba Tlahuac, y llegar, finalmente,
á Ixtapalapa, junto al lago central, el asombro fué de todos
ante cuadros como los descritos en las novelescas historias de
andantes caballeros atraídos por encantadores. Ya destacán-
dose en las orillas, ya pareciendo salir de las aguas, se veían
templos, casas y árboles; interrumpían la uniforme línea de las
calzadas sus puentes y adoratorios; multitud de canoas cruza-
ban los lagos, y á impulsos del viento se deslizaban sobre ellos
las chinampas ó huertas pequeñas, de flotante césped, donde
se mecían plantas adornadas de flores. Y juntándose una mara-
villa con otra, allí en Ixtapalapa, edificada al pie de un monte,
parte de ella en el agua y parte en tierra firme, bañada al Sur
por el lago de Xochimilco y al Norte por el de Tezcuco, veíanse
— c;i —
los españoles alojados por el señor de esa ciudad en una gran
casa, obra de buena cantería y maderas olorosas, con huerta y
jardín que embellecían un mirador de hermosos corredores, un
anchuroso estanque, poblado de lindas especies de aves acuáti-
cas, y un riachuelo por donde desde el lago se entraba en ca-
noas hasta el delicioso verjel, formando todo ello tal cuadro,
que bien cabía preguntarse si la capital de Méjico era otra Cór-
doba como la floreciente en tiempo de los califas, toda vez que
aquella ciudad parecía otra Medina-Zahara.
Nuevo motivo de admiración se preparaba, ya acordado el
recibimiento por Moctezuma. Partió de Ixtapalapa el pequeño
ejército y entró por la gran calzada del Mediodía, de dos leguas
de longitud, y tan ancha que cabían ocho caballos de frente. En
el punto donde la calzada de Cuyoacán se juntaba con la que
seguían, y donde en defensa de la capital se alzaba un baluarte
con dos torres ó pirámides, cercado de muro, que ostentaba
pretil almenado á altura de dos hombres, se habían adelantado
á recibir á Cortés y los suyos muchos indios, que en la riqueza
de sus calzas, en los primores de sus mantas cuadradas, sobre
el pecho y espalda tendidas, y al hombro derecho anudadas, y
en lo vistoso de las plumas con que adornaban su cabeza, mos-
traban ser nobles señores icui-tli). Acercándose uno por uno á
Cortés, diéronle la bienvenida é hiciéronle todos la misma re-
verencia de inclinarse, tocar la tierra con la mano y llevar ésta
á los labios. Acompañado después de estos señores, siguió ade-
lante el ejército, y pasado un puente levadizo de madera que á
la entrada de la capital había, se encontró ante una calle dere-
cha, muy larga y de bastante anchura, que edificios grandes y
de buen aspecto hermoseaban. Conducido en andas de oro ve-
nía por ella Moctezuma, ataviado con lujoso vestido y calzado
con sandalias, cuyas suelas de oro y correas cuajadas de brillante
pedrería deslumhraban, mientras que su numeroso acompaña-
miento iba descalzo en señal de respeto. Hízose apear el Rey
cuando estuvo á cierta distancia, y llevado entonces de un brazo
por el señor de Tezcuco, y del otro por el señor de Ixtapalapa,
siguió avanzando bajo un palio riquísimo de plumas verdes con
labores de oro y plata, y con colgantes bordaduras llenas de
perlas y de verdes piedrezuelas {chalchihiii-tl), parecidas á es-
52
meraldas, y de los mejicanos muy estimadas. Iban delante in-
dios principales, que, sin ser osados á levantar la vista, tendían
mantas en el suelo para que no lo pisara, y con no menor reco-
gimiento y el andar acompasado, en dos hileras divididos y arri-
mados á las paredes, seguían á Moctezuma, como en procesión,
200 señores, que en sus trajes y adornos revelaban ser caballe-
ros (Jte-cui-tli) de su más distinguida orden. Fué Cortés á abra-
zar al monarca, pero los dos príncipes que á éste acompañaban
detuvieron al caudillo español con las manos, si bien dejaron le
echara al cuello un collar que como presente le ofrecía. Moc-
tezuma dio á Cortés la bienvenida y se inclinó ante él, haciendo
la ceremonia de llevar la mano á los labios, después de bajarla
hacia el suelo. Lo mismo repitieron los de la comitiva, acercán-
dose por su turno y volviendo á su puesto. Mandando luego el
monarca á uno de aquellos dos príncipes que llevara del brazo
á Cortés, y adelantándose él un poco, llevado del mismo modo
por el otro, tornó hacia el interior de la ciudad, acompañándole
la procesión en el mismo orden, y siguiéndole los españoles, ad-
mirados del solemne recibimiento, y entretenidos, según avan-
zaban, con el animado cuadro que en las calles inmediatas, for-
madas por el agua del lago entre andenes, ofrecía inmensa mu-
chedumbre de indias é indios que por ver el ejército se apiñaban
en canoas y azoteas, componiendo original conjunto con los di-
versos colores de sus túnicas, mantas, marlotas y otras prendas,
y con la variedad de collares, brazaletes , zarcillos y demás
adornos de metales, piedras ó plumas. Volvióse durante el ca-
mino Moctezuma á Cortés y echóle al cuello dos preciosos co-
llares de conchas encarnadas y figuras de oro, que para premiar
el presente que de él antes recibiera había mandado traer, y da-
divoso también con los demás españoles, así que los dejó con
su capitán alojados en un gran palacio, envió para todos cuan-
tioso regalo de ropas, plumajes y joyas.
No mentía la fama al referir el fausto que á Moctezuma de
continuo rodeaba. Vivía en otro palacio muy espacioso, con
muchas puertas á diferentes calles, y con grandes salas, patios
y corredores. Tejidos primorosos de menuda pluma, que figu-
raban animales y plantas, y paramentos que, aun siendo de al-
godón, parecían maravillosos por su labor y colores, alternaban
— 53 —
por doquiera con piedras labradas y con objetos de plata y oro»
en los cuales, si no lucía en su perfección el arte, se mostraba el
ingenio en la imitación de seres naturales, á veces con piezas
fundidas, de modo que conservaban juego ó movilidad. Había
en palacio gran número de guardias y gentes de servicio, y va-
rias salas, á todas horas durante el día, se llenaban de nobles
señores que en los patios dejaban su acompañamiento; pero el
rumor propio del concurso se iba extinguiendo hasta la sala del
monarca, cuyas audiencias se sujetaban á rigurosa etiqueta.
Desde el labrador (macehtta-tli), hasta algunos de los príncipes
á quienes se daba el mismo dictado de alteza que al rey (el de
ctn, como el de cid ó sidi entre los árabes), comparecían ante
él con las sandalias quitadas, trocadas las prendas lujosas por
otras inferiores, haciendo profundas reverencias y no atrevién-
dose á alzar la mirada. Señor ^ comenzaba á decir el respetuoso
vasallo; mi señor, invocaba de nuevo; gran señor., añadía
después, y expuesta la petición, y oída la respuesta, se retiraba
de frente sin variar su humilde actitud. Era también muy ce-
remonioso el Rey en sus comidas. En la sala para ello des-
tinada, rodeábanle sólo, permaneciendo de pie, cinco ó seis se-
ñores de edad, á quienes honraba con su plática y con rega-
larles de lo que se le presentaba. Hermosas indias le traían en
platos, que tenían debajo braseritos con ascuas, la comida que
había escogido entre los manjares sin cuento, expuestos en la
misma sala por multitud de servidores; de vez en cuando le
llenaban de la bebida del cacao copas de oro, y, por conclusión
le ofrecían en pipas, adornadas con labores del mismo metal,
tabaco revuelto con liquidambar. Dábase luego la comida con
esplendidez á cuantos en palacio se hallaban. La grandeza de
aquel monarca, á quien pocos príncipes orientales podían igua-
lar, se revelaba también en otras casas suyas, donde parecía
hacer alarde de su poder. Dos de ellas se destinaban á fabricar
y guardar penachos y enseñas que servían de distintivos gue-
rreros; flechas, espadas y lanzas que suplían el acero con afi-
lado pedernal, y colchados de algodón, rodelas y paveses, usa-
dos para defensa; armas adornadas, muchas de ellas con plumas,
piedras y metales preciosos. En otra casa, con gran patio de
gentiles losas á modo de tablero de ajedrez, se cuidaban con
— 54 —
esmero los animales del país más celebrados por su fuerza ó
tamaño. Jaula adecuada donde revolverse tenía allí la pantera
{ocelo-tl)\ en aposentos, mitad con techo y mitad descubiertos
bajo red de palo, posándose en percha ó alcándara, como hal-
cones de cetrería, el águila {cuau-th) y el gran buitre {cozca-
cuaii-tli), se guarecían de la lluvia ó desplegaban sus alas al sol,
y asida por su cola de algún travesano ó replegada sobre lecho
de hojas, se balanceaba ó reposaba en su cuarto la ponderada
culebra boa {qiieza-coa-ti) de vivos colores, como las plumas
del tucán {qiieza-tl). Tenía además Moctezuma casas de recreo
con jardines superiores al que tanto embeleso había causado á
los españoles en Ixtapalapa. Arboledas dominadas por anciano
ciprés {ahuehue-tt)^ cuadros de flores que la dalia {xochi-tl) es-
maltaba, y grandes estanques, de agua dulce unos y salada otros,
servían de morada á hermosas aves, y desde miradores de már-
mol se podía contemplar la deliciosa perspectiva que el chupa-
mirto ó colibrí {Jiuitzi-tl) en torno de las flores, los papagayos
y cardenales en las ramas de los árboles, y el flamenco de vivo
encarnado en los estanques, matizaban con movibles colores.
Cuidaban de los jardines y de sus aves multitud de criados, en-
tendiendo unos en recoger las plantas medicinales, otros en
aprovechar las vistosas plumas, quienes en vaciar y henchir los
estanques por sus caños, quienes en dar á cada ave su especial
alimento; ni aun faltaban otros atentos á curar las que adole-
cían, revelándose en todo un esmero, que hubiera envidiado
Francisco I para las garzas reales que por su mandado en el
parque de Fontainebleau se criaban.
Correspondía al fausto del monarca el aspecto interior de la
capital de su Imperio. Veíanse muchas casas con buenos apo-
sentos y verjeles, propiedad de nobles señores y personas ricas
que pasaban en la corte cierta parte del año, ó tenían en ella su
habitual residencia, y se notaba no peco aseo en las calles de
tierra firme y en los puentes y andenes de las formadas sobre
el mismo lago. Venían desde Chapultepec á la ciudad por una
de las calzadas dos grandes cañerías y, llena una de ellas mien-
tras se limpiaba la otra, proveían de agua dulce, que indios
dedicados á ello, pagando sus derechos, recogían y lleva-
ban á vender. Varias plazas, destinadas á mercado (tianqiiiz-
— 55 —
tli)^ servían también para tratos y ajustes de trabajadores y
maestros de oficios; pero el cuadro más vistoso lo ofrecía la del
barrio edificado al Norte de la capital, sobre una pequeña isla
{tla-tl). Era una plaza harto mayor que la célebre de la ciudad
de Salamanca, estaba toda rodeada de portales y tenía en me-
dio un macizo cuadrado de fábrica, de treinta pasos por lado, y
altura superior á la de dos hombres, que servía de teatro en las
fiestas y regocijos. Muchos miles de personas, dentro del vasto
circuito, vendían y compraban con orden y concierto, bajo la
vigilancia de celadores y el amparo de jueces de comercio, que
en una casa como de audiencia {tepan-ca-tli) estaban reunidos
para decidir en caso de infracción ó querella. Repartidos los di-
versos géneros de mercaderías, formando cada uno su calle,
aquí se veían variadas formas de loza vidriada y pintada de Cho-
lula, allí objetos de oro ó plata, vaciados ó labrados, obras inge-
niosas de los artífices de Escapuzalco, y allá tejidos primorosos
de pluma, que revelaban la paciente labor de los de Cotas-
tlan, tierra próxima á San Juan de Ulúa ó de Culhúac. Había
para calzado cueros de venado {inaza-tl)^ de cíbolo ó bisonte y
de otros animales; mantas de algodón de diversos colores y ta-
maños, destinadas á prendas de vestido ó á paramentos de
cama; lienzos de la misma materia, preparados para poder en
ellos escribir, y otras clases de papel y ropaje, hechas con fibras
de una pita grande {ine-tl) ó de otra pequeña {ix-tl)^ plantas de
que tan pródiga se mostraba aquella región, que bien merecía el
nombre de Méjico ó país de las pitas {Mé-ix-co), con que los
españoles por primera vez oyeron designarla en Tabasco. No
escaseaban los puestos con madejas de algodón hilado y con
otras de henequén ó hilo de pita, ni las tiendas con los colores
empleados en el tinte y pintura, entre los cuales sobresalía la
grana de la cochinilla iiiiic-iz-tli)^ adherida al nopal {nopa-tli^ y
su tallo ó fruto, 7mc-tli). En sus calles respectivas se encontra-
ban también, ya leños para encender y alumbrarse, ya esteras
de palma ó pita, unas delgadas para asientos y pisos de sala,
otras más gruesas para camas {peta-tl), ya buriles, escoplos, ba-
rrenas y hachas de obsidiana ó cobre, ya piedras, ladrillos y
maderas para construcción, y aceite de chia (especie de salvia),
ó de otras plantas para fijar las pinturas. En mantenimientos
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podía satisfacerse el gusto más delicado. La volatería, sobre
todo, era muy variada, y entre sus especies no brindaba con el
manjar menos sobroso el pavo de América {huaxolo-ti), en Es-
paña y otros países criado después. Los frutos eran también en
gran número, algunos bien aceptados desde entonces y conoci-
dos con los mismos nombres ó con leve variante (como torná-
til zapo-tl^ tomate, zapote). Teníase allí maíz {cen-tli) en grano
y en pan, y además de la sal {ixta-tl)^ se vendía cuajada una
eflorecencia salina (tequesqui-tl) que con red de malla se reco-
gía de la superficie del lago. Abundaba la bebida del maiz y la
de la pita ó maguey {me-oc-tli)^ licor llamado después pulque^
y bien provista estaba á su vez la calle de las drogas y prepara-
ciones medicinales. No se vendía al peso, pero existían medi-
das de capacidad, ya de estera ó tejido, para áridos, ya de loza,
para líquidos. Y era de ver cómo ofreciendo unas mercaderías
á cambio de otras, ó dando por moneda granos de cacao icaca-
hua-tl), ó cañones de pluma llenos de granitos de oro, iba aque-
lla gran multitud de unos puestos á otros. El rumor y zumbido
de voces hasta muy lejos resonaba, y algunos españoles que en
sus campañas habían recorrido famosos mercados de Europa,
declaraban no haber visto cuadro tan animado.
Eran muchos los templos de la capital, en los cuales se so-
lemnizaban, ya fiestas movibles, como la del brillante lucero
{Topi-tl-cm), al principio de la época en que se mostraba por la
mañana, ya las fiestas fijas, celebradas el postrer día de cada
mes mejicano, en que, cumplidos por el sol {Tona-tli) con corta
diferencia otros veinte grados de su curso anual, reinaban nue-
vas estaciones ó períodos de ellas, señalados por flores, frutos,
cosechas, caza, pesca ó ferias, ya otras fiestas fijas que se hacían
al cabo de cierto número de años. Pero el templo más suntuoso
de esta ciudad era el que junto al grandioso mercado se elevaba.
Cercado á bastante distancia por un cuadro de alto muro, den-
tro del cual hubiera podido edificarse un pueblo castellano
de 400 casas, había un tronco de pirámide con base cuadrada
de 300 pies por lado y con gradería de 1 14 escalones en la cara
lateral que miraba á Poniente. El espacio comprendido entre el
muro y esta cumbre {culo cíi-tl),\o repartían grandes patios de
losas blancas, holgados aposentos para los sacerdotes y otros
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para doncellas consagradas por cierto tiempo á vida monástica,
un gran osario, recuerdo permanente de la muerte, y unas 40
cumbres más bajas que la principal, las cuales servían para en-
terramiento de nobles señores y como pedestales á capillas ó
casas de dioses {teii-ca-tli), dedicadas á las causas reconocidas
de todo poder ó maravilla natural, como el rayo i^Mix-coa-tl^ ó
la serpiente de las nubes), representado por la culebra boa
{queza-coa-tl), esculpida con grandes proporciones en la capilla
que por su pirámide de 50 gradas, entre todas esas otras, más se
destacaba. Subida la escalera de la cumbre principal, venía un
atrio ó placeta, cuyo contorno adornaban varios relieves, y la
entrada una estatua como de dragón. Al lado opuesto de ese
atrio se elevaba, en forma de torre, el templo donde eran vene-
rados los dioses tenidos por mayores después del que por exce-
lencia sólo llamaban el Dios {^Teu-tl). Había en la planta baja
de dicha torre dos capillas, una á la derecha y otra á la izquierda,
ambas con prolijas labores en las piedras de las paredes y en
las maderas del techo, y con una estatua cada una, de forma hu-
mana y gigantesco tamaño, sobre la cual brillaban muchos ador-
nos de oro, plata, nácar, perlas y piedras preciosas, alusivos á
los atributos de la deidad que la estatua representaba. La de la
capilla derecha era del dios de los ejércitos, del dios resplan-
deciente {Huitziló-poz-iliy ó como decían los españoles, alte-
rando un poco el nombre y suprimiendo el artículo, Huchilo-
bos). La de la capilla izquierda era de su hermana la Providen-
cia {Tesca-poz-il), que recogía las almas y transformaba las de
los guerreros en brillantes colibríes. Arriba, en otro piso del
mismo templo, y en capilla no menos primorosa, donde ardía
en un brasero lumbre perenne, estaba la estatua, hecha de se-
millas, y muy adornada también, que representaba á la Ceres
mejicana que hacía fructificar los campos. Presididos por un
prelado ó superior [accaú-tli], los sacerdotes {tlatnacaz-tii),
suelta la crecida cabellera {papa-tl) y vestidos de una túnica
blanca, larga y ceñida, casi cubierta por una manta negra, or-
lada de guedejas de algodón hilado y provista de capucha, que-
maban copal {copa-tli) en braserillos de mano y celebraban sus
ritos en el atrio y las capillas, mientras abajo, frente á las gra-
das, oraba el pueblo, contemplando los actos religiosos y el
humo del incienso que, envolviendo la torre, subía hacia el sol,
que parecía elevarse desde el monumento. El panorama que
desde el atrio se abarcaba era muy hermoso. Distinguíanse á lo
lejos el Nevado de Toluca, el Popocatepecy el pico de Orizaba,
ó monte de la Estrella {Cttla-tepec), entre las cimas déla sierra
circular; veíase el lago con sus pueblos, sus calzadas y las ca-
noas {a-ca-tii), que surcaban el agua (a-¿¿); y dominábase el
gran mercado y el resto de la capital, que con sus barrios entre
calles de agua, justificaba su nombre de ciudad como nopal de
piedra i^Te-niic-tli-aii). Pero, aun sin esa perspectiva, bastaba
para sentir admiración, bajar la gradería y volverse á reparar en
el grandioso monumento. Las pirámides de Egipto no ofrecen
líneas tan hermosas como las obras de Grecia; pero no se las
ve sin asombro, pensando en el sentimiento común que ani-
maba á sus innumerables obreros, ó en la poderosa voluntad
que á ellos se imponía; y ese mismo asombro debían tener los
españoles al contemplar la pirámide mejicana. No eran tribus
dispersas lo que en torno de ella existía: era un pueblo organi-
zado, era una nación.
Habíala, en efecto, y muy digna de estudio. Abundaban en
su idioma las palabras compuestas á la irianera de los nopa-
les, cuyos tallos se suceden como pegados unos á otros. Colo-
cábanse las coiuponentes en orden inverso á semejanza de las
palabras inglesas, la voz específica antes de la genérica, y pos-
puesto iba también el artículo itli ó //), como presumen algu-
nos que ocurría en el latín primitivo, cuyos nombres sustantivos
lo llevaban, no haciendo de lictor, sino de esclavo. La escritura
mejicana era por jeroglíficos ó dibujos de los objetos designa-
dos por las palabras ó por sus voces constitutivas, y ora pin-
tando esas figuras, escribían libros {ama-tl), formados con do-
bleces de tela, y adornaban las paredes de los palacios, ora
esculpiendo ó tallando las mismas figuras en las piedras ó ma-
deras de los monumentos, ilustraban los relieves que represen-
taban dioses, héroes, batallas y procesiones triunfales. La nu-
meración se hacía por grupos de veinte unidades, divididos en
otros de cinco (i, ce; 2, ei; 3, ojjte; 4, naiii; 5, maciiil; 6, chico-
ce; 7, chico-ei; 8, chico-orne; 9, chico-naui ; 10, matlac; 20,zem-
pod). El año, que comprendía diez y ocho meses de veinte días
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y además cinco días intercalares al fin, sumaba 365 días, y co-
menzaba en la primavera. Los nombres de los trece primeros
números se enlazaban por su orden con veinte nombres desti-
nados á indicar días, y con otros cuatro sacados de estos últimos
para señalar años, y como sucede con dos ruedas engranadas,
cuando los números de dientes de cada una no son múltiplos
de otro, cada palabra de número no volvía á dar con la misma
de día ó año, sin haberlo hecho antes con las demás, hasta que
al cabo de un ciclo de cincuenta y dos años, ó de cuatro grupos
{tlalpi-tli) de trece años, se sucedían otra vez todas las deno-
minaciones de años y días en el mismo orden. Designábanse los
meses con el nombre de la fiesta que en su postrer día se cele-
braba, y que en algunos se llamaba sencillamente la segunda de
la del mes anterior (como ei-tozoz-tli, que seguía á tozoz-tli).
Formábase el calendario trazando círculos concéntricos, y pin-
tando entre ellos combinaciones de las figuras de los nombres
antes indicados. Añadiendo después las que representaban los
hechos que acaecían, se escribía la historia, ó al menos la cró-
nica. Al terminar el ciclo de los cincuenta y dos años, se hacía
la corrección astronómica con otros días intercalares, y se ce-
lebraba la más solemne de sus fiestas, apagando todo fuego y
dirigiéndose al templo del monte Huixactla de Ixtapalapa, para
encender la nueva lumbre de leño {tecina- hiti- ti) ^ frotando con
uno, otro especial. Remontábase la historia mejicana hasta la
época en que, tras de haber quedado extintos cuatro soles su-
cesivamente por los elementos agua, tierra, fuego y aire, co-
menzó á alumbrar otro sol, hacía ochocientos cincuenta y ocho
años al tiempo de la conquista por los españoles. Ni había me-
nos que notaren la organización social y política del pueblo az-
teca ó mejicano. La administración de justicia, con comparecen-
cia de testigos, que declaraban previo juramento, se hacía por
personas nobles y de edad, que gozaban renta por su cargo y
sufrían castigo cuando cohechaban. Cabía, en asuntos no leves,
apelación ante otros jueces superiores, presididos una vez cada
mes por el monarca ó por el señor de quien el vasallo depen-
día, y de ochenta en ochenta días, ó sea de cuatro en cuatro
meses, se celebraba, bajóla misma presidencia, una como asam-
blea de jueces, que concluía las causas que durante este tiempo
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hubieran quedado pendientes. El desafío, no estando en guerra,
el homicidio, el adulterio y la reincidencia en robo, se penaban
con la vida. La esclavitud figuraba entre las penas de delito, pero
no alcanzaba al hijo del esclavo ni al de la esclava. Los impues-
tos obedecían á un vasto sistema. Aparte de los derechos de
puertas, á todos se imponía contribución en materias, animales,
frutos ó labores, por cabeza ó por pueblo, comunidad ó barrio
{calpu-tli), con espera en caso justificado, con apremio en dila-
ción no excusada; y cobrados los tributos, los recaudadores
acudían á la capital del reino ó señorío para hacer cada uno en-
trega ajustada al padrón de la provincia de su cargo. La ma-
nera de heredar bienes muebles ó raíces variaba: en unos pun-
tos dividían entre los hijos la hacienda por partes iguales, en
otros vinculaban la propiedad en el primogénito, con obligación
de mantener á sus hermanos, y en otros regia esto mismo á fa-
vor del hijo que el padre prefería. La herencia del reino ó del
señorío era por orden de ramas en la descendencia primogé-
nita: al monarca ó señor seguían sucesivamente los hermanos,
y tras de ellos entraban los hijos del primero. La jura y corona-
ción del rey se hacía previa reunión de nobles y príncipes en
cortes. El ejército se formaba por servicio directo al monarca y
por contingente suministrado por los grandes señores ó reyes
tributarios. Educábanse los hijos de los nobles en colegios re-
gidos por estatutos y dotados de tierras propias, y el valor de
los plebeyos era estimulado por honores y elevación de rango
cuando se distinguían en la guerra. No se declaraba ésta sin que
precedieran consejo de Estado y consulta con representantes
del pueblo, ni se llevaba á cabo fuera del campo yermo {qiiia-
t¿a-tl), señalado al efecto entre los límites de los reinos ó pro-
vincias. La religión empezaba y completaba los lazos sociales
formados por los tribunales, la propiedad, los impuestos y el
ejército. Bendecía al recién nacido, hacía sagrada la sepultura,
sancionaba el matrimonio, amparaba el hogar con dioses pena-
tes ó con imágenes de los que en los templos se adoraban, diri-
gía la educación popular y la de los nobles, solemnizaba las
fiestas, corregía las costumbres con ayunos, actos de peniten-
cia y pan de perdón, intervenía en el gobierno y en la declara-
ción de guerra é inspiraba memorables construcciones como la
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gran pirámide de Cholula, cuya base era cerca de cuatro veces
mayor que la de Cheops en Egipto.
Mas en la mayor parte de las fiestas mejicanas manchaba las
ceremonias religiosas la sangre de los cautivos de guerra, sacri-
ficados en aras de los dioses. Ofrenda limitada á flores y frutos
contadas veces se hacía, y viendo por doquiera tristes despojos
humanos, debían sentir anhelo de extirpar tal religión Cortés y
los suyos, inspirados por otra, fundada en sublimes sentimientos
de dulzura y caridad. Embellecidos así los sueños del conquis-
tador con las aspiraciones del cruzado, el noble propósito dio vi-
gor al empeño, y bien era menester, para triunfar, con escasas
fuerzas, de un pueblo que al adivinar los designios de Cortés en
las medidas pacíficas, pero á seguro dominio encaminadas, que
desde el solemne recibimiento, hacía ocho meses, venía adop-
tando, se mostró de pronto tan violento como el volcán de Po-
pocatepec. No se arredró al ver que el caudillo español, salido
de la capital con parte de los suyos para oponerse á Panfilo de
Narváez que, con doblado número de gentes, armas y caballos,
había desembarcado en tierra mejicana para disputar el lauro de
la conquista, volvía á entrar victorioso al frente de un ejército
aumentado con el del vencido. Atacáronle los de Méjico con
denuedo, y las piedras de las pirámides y calzadas no estaban
tan unidas como aquellos indios, en los cuales no parecían ha-
cer mella las armas de fuego, según la prontitud con que la bre-
cha abierta por los muertos y heridos era cerrada por los que á
reemplazarlos se abalanzaban. Más enardecidos todavía cuando,
á los pocos días, con el fallecimiento de Moctezuma, quedaron
libres de todo respeto que los contuviera, arreciaron en el ata-
que, resueltos aun á perder miles de ellos por cada español que
mataran. Cortés tuvo al fin que ceder y en la noche del lo de
Julio de 1520, noche que por los estragos en ella ocurridos con-
servó el renombre de triste^ se retiró por la calzada de Tacuba,
acosado sin cesar y sufriendo grandes pérdidas, hasta que, más
allá de este punto, pudo reunir el desbaratado ejército en que
ya no había caballo con fuerzas para correr, ni caballero para
alzar el brazo, ni peón sano para moverse. Cortés sintió des-
aliento y las lágrimas asomaron á sus ojos. Mas pronto cobró
ánimo y le dio á su ejército, con el cual, en buen orden, prosi-
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guió la retirada por cerca de los lagos de Xaltocán y San Cris-
tóbal, procurando salir de una tierra algo fragosa á cuyos cerros
se acogían los mejicanos para hostilizar de continuo. Cuatro días
llevaba el ejército teniendo apenas otro alimento que maíz tos-
tado y algunas hierbas del campo, cuando junto á Otumba, al
norte de Tezcuco, en los llanos de Apán, se vio cercado de in-
mensa muchedumbre de enemigos; pero Cortés supo probarles
que, aun capitaneando gente desfallecida y cansada, podía alcan-
zar la victoria. Llegado, finalmente, á Tlascala, que se mantenía
fiel á los españoles, volvió el pensamiento á aquella ciudad de
Méjico que á todo trance quería recuperar porque era la cabeza
del imperio, á la cual codos obedecían. Medio año después, so-
metidos algunos pueblos, concertadas alianzas, fundada en la
provincia de Tepeaca una villa para precaver á la espalda cual-
quier rebelión, y prevenido lo necesario para contar en tiempo
oportuno con caballos, pertrechos y bergantines, acampaba ante
el lago que rodeaba la capital de Méjico, y cinco meses adelante,
tras de porfiados combates con varios pueblos del rededor, po-
nía cerco á la gran ciudad por tierra y agua. La lucha fué enton-
ces terrible. En cada puente de las tres calzadas y en cada ba-
rrio de la capital se trabó encarnizada pelea, porque los mejica-
nos ni se doblegaban al hambre, ni huían despavoridos ante el
incendio, ni dejaban de combatir, aun viendo, de ocho partes de
la ciudad, siete ya en poder de los españoles; pero Cortés no
cejó hasta quedar triunfante el 13 de Agosto de 1521, al cabo
de setenta y cinco días que el cerco comenzara y con él una
epopeya como no se había visto otra desde los tiempos en que
la cristiandad peleaba bajo los muros de Jerusalén. Bien es ver-
dad que en esa epopeya brillaron dos héroes, por su intrepidez
y constancia dignos igualmente de los aplausos de la historia:
Cuatimoc, vencido, y Hernán Cortés, vencedor.
¿Qué faltaba para que América realizara la India, el Catay y
Cipango? ¿Abundancia de plata, de oro y de piedras preciosas?
Pues tanto de todo ello se encontró en el Nuevo Mundo, que,
de contarlo sin pruebas, se hubiera tenido el relato por fantás-
tico ó fabuloso.
Corrían sobre arenas y granos de oro no pocos ríos en las tie-
rras que rodeaban el Mar de las Antillas ó formaban el golfo de
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Panamá. Existía el precioso metal en Cuba y otras islas, sobre
todo en la joya de los primeros descubrimientos de Cristóbal
Colón, la isla de Haití, Española ó de Santo Domingo, de cu-
yos ríos Ozama y Haina se sacaron en pocos años grandes su-
mas de oro. Pisado después, en 1498, por el gran navegante el
continente americano ó Tierra firme, los que codiciaban ricos
hallazgos se dirigieron á esta parte y algunas veces con fortuna.
Cuando Bastidas, con el antiguo piloto de Colón, Juan de la
Cosa, costeó por primera vez las tierras que adelante se llama-
ron Santa Marta y Cartagena, y tras de esta región, cruzada por
el río Magdalena, las orillas del golfo de Uraba ó Darien, halló
en algunos puntos de toda esa costa abundante oro, que convidó
á nueva exploración de la misma á Ojeda y al antedicho Juan de
la Cosa. Veragua, adonde llegó Colón en 1502, costeando desde
Honduras hacia el Sur, parecióle el Áureo Quersoneso de los
antiguos, pues en dos días había visto allí más muestras de oro
que en cuatro años en la isla Española. Pero otros puntos de
gran riqueza había además en el istmo. La colonia de Santa Ma-
ría de la Antigua, fundada por Enciso en el Darien, tuvo hala-
güeño principio; mas todavía fué mejor su andanza desde que
dos años después, en 151 3, el hijo de un cacique cercano, viendo
el no disimulado afán con que se disputaban el cuantioso re-
galo que de su padre habían recibido Vasco Núfiez de Balboa,
Enríquez de Colmenares y sus gentes, les dijo con un tanto de
censura que si tal codicia en ellos se despertaba, subieran á las
cumbres desde donde se veía otro mar, y, caminando hacia
Occidente, encontrarían Tumanamá y otras tierras riquísimas.
En efecto, desde el seno del Darien hasta aquella parte del
istmo donde á un lado se fundó Nombre de Dios y al otro Pa-
namá, pareció tan pródigo el país, que se le dio el nombre de
Castilla de Oro, y no se desmintió ese título al extenderse la ex-
ploración hasta el cabo extremo del nuevo golfo y hasta el in-
terior de las tierras años antes costeadas por Colón: Veragua
y la que llamaron Costarrica. Para mayor magnificencia, alzá-
base Castilla de Oro entre dos mares, á trechos orlados de per-
las. Muchas de ellas con aljófar menudo y grueso dieron á Co-
lón en 1498 los indios de las islas de Margarita y Cubagua y los
de la frontera costa de Gumaná. Á la fama de este hallazgo, un
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año después, fué Alonso Niño á la misma región, y en pocos días
que por allí anduvo, pudo volver á España con rico cargamento
de aljófar, con perlas de cinco, seis ó más quilates. En abundan-
cia se las dieron también á Núñez de Balboa en un punto de la
costa del golfo de Panamá, y adquirida noticia de que mayor
riqueza de ellas había en un grupo de islas del mismo golfo, fue-
ron allá Morales y Francisco Pizarro, trayéndolas en gran can-
tidad y muy hermosas, entre las cuales se destacaban una de 26
quilates y otra de 31, que sirvieron luego de adorno, aquella á
la Marquesa de Zenete y ésta á la esposa de Carlos V. Convir-
tióse después hacia Méjico ó Nueva España la atención codi-
ciosa. De los confines orientales del Imperio, antes de la con-
quista, había traído Grijalva multitud de joyas de oro, y cuando,
verificada aquélla, hizo Cortés explorar el territorio,, se hallaron
en regiones situadas á considerable altura sobre el nivel del mar
minas riquísimas de plata, distinguiéndose Guanajuato con la
veta madre que desciende á gran profundidad, y Zacatecas con
la veta grande y con otra, muy valiosa también: la veta negra,
situada cerca del punto donde existen las verdes piedrezuelas
que tanto los aztecas estimaban. Méjico dio además, al ser ex-
tendida la exploración hasta el mar Bermejo ó golfo de Cali-
fornia (Calida fornax)^ oro en las tierras ó en sus ríos, y en el
mar abundantes perlas. Mas con ser tanta la riqueza hallada en
América desde los primeros descubrimientos hasta entonces,
toda ella quedó eclipsada ante la ofrecida por el país al cual
aplicaron los descubridores el nombre de Perú.
Había en este país un vasto Imperio, por sus costumbres, por
su bienestar general y ciertos adelantos motivo de sorpresa y
aún de admiración. No llegábala gente del Perú á la mejicana
en el arte de expresar el pensamiento, pues, á falta de letras, no
tenían pintura jeroglífica que representase el objeto de cada
voz elemental ó el conjunto de los señalados en las palabras
compuestas, cuya construcción, también inversa como en el ha-
bla de Méjico, anteponía el sustantivo que, con relación á otro,
había de convertirse en adjetivo. Sólo las cosas de cuenta eran
cifradas, haciendo en un cordón, cuyo color variaba según los
objetos, un nudo (quipo) ó varios que, con su diversa hechura
ó distancia, expresaban el número de unidades, por grupos de
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diez aumentadas. Para la memoria de los acontecimientos his-
tóricos servía la tradición oral, auxiliada por romances ó relatos
cadenciosos. Era también inferior este país en saber astronó-
mico, aunque, para precisar algún tanto el comienzo de las esta-
ciones, tenía en algún cerro, edificadas de trecho en trecho, to-
rrecillas que señalaban los nuevos puntos por donde el sol apa-
recía ó aquellos otros por donde se hundía en el ocaso. Pero en
otras cosas el Perú aventajaba. Cultivábase allí la tierra con
primor, á pesar de no haber otro arado que palas agudas para re-
moverla. Como abono, en unas partes echaban, por cada grano
de la siembra, una ó dos cabezas de pescado, y en otras partes
aprovechaban el guano ó estiércol traído de unas islas contiguas
á la comarca de Chincha y en ellas formado por multitud de
aves que en sus rocas se posaban: abono tan solicitado ahora en
Europa y de aquellos indios entonces ya tenido en mucho por-
que volvía gruesas y fructíferas las tierras menos adecuadas para
sus plantas más alimenticias: la patata (papa^ y cuando la co-
mían seca, chuno )^ el maíz (zara) y la quinoa ó quinua. Con
gran arte, además, sabían procurarse humedad ó riego, no obs-
tante condiciones adversas. Por el viento seco y constante del
Mediodía, la parte llana del país, larga faja comprendida entre
el mar y la cordillera paralela al mismo, padece, desde Túmbez
hacia el Sur, escasez ó falta completa de lluvia que no bastan á
suplir algunas nieblas y rocío; pero allí los indios abrían hoyos
anchos y hondos hasta llegar á suelo húmedo donde prosperase
la siembra, ó bien, cuando podían aprovechar algún río, siquiera
lejano, sacaban varias acequias que hacían serpentear de un lado
á otro y á las cuales daban ó cortaban el agua según querían.
Favorecida la sierra por lagos, ríos y lluvias, oponía, en cambio,
el inconveniente del declive, pero lo remediaban con repartir
la falda en andenes y terrados, cuyo conjunto parecía un cono
■ de murallas. No cuidaban menos de sus ganados. Hatos nume-
rosos de llamas y alpacas eran llevados por los pastores de una
parte á otra, según la estación, como trashuman en España los
rebaños merinos de Extremadura. Los guanacos y vicuñas co-
rrían montaraces por los altos y despoblados; mas los indios les
daban especial caza (chaco), cercando el sitio donde muchos de
estos animales se juntaban, y estrechando el círculo poco á poco
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hasta llegar á asirse de las manos. Era rústico su calzado, redu-
cido por lo común á abarcas hechas con las grandes hojas de
pita, ú hojotas, como decían los españoles; pero con el algodón,
del cual les proveían las tierras bajas, y con la lana, que sacaban
de los antedichos animales de la sierra, tejían ropas que teñían,
á listas ó por igual, de carmesí, amarillo, azul, negro y otros co-
lores, con los cuales resultaba vistoso el traje, aunque allí usa-
ban menos los adornos de pluma. Hacían además, de pelo de
chinchilla (viscacha)^ tejidos tan blandos como si fuesen de
seda. Por todo ello eran los indios mejor vestidos que en Amé-
rica se hallaron. Las mujeres, al menos en las poblaciones más
importantes, llevaban una túnica larga muy ceñida á la cintura
por una faja ó reata (chumbe)^ ancha y primorosa, por la frente
y cabellos una cinta galana ( vincha )^ y por los hombros una
mantilla (liqinra), sujeta por un alfiler (topo), de plata ú oro,
grueso y de abultada cabeza. Usaban los hombres camiseta sin
mangas, cumplida hasta cerca de la rodilla, encima larga manta,
y en la cabeza distintivo especial según los pueblos: los más me-
ridionales, alto bonete (chuco), y los otros una ligadura (llanto)
que ceñía la frente, sujetando el cabello, y era en unos sarta de
cuentas muy menudas (chaquira), en otros trenza de lana, y en
otros cerco ó venda diferente. El Rey (7/2 cczj llevaba por insig-
nia, como corona, asida ala cabeza con cordones, una borla de
lana, de color carmesí, la cual le tomaba de una sien á otra y
casi le cubría los ojos. Sus ropas eran de lana de vicuña y de
pelo de chinchilla, con muchos adornos de oro, plata y esme-
raldas.
No navegaba la gente de la costa en simples canoas, sino en
balsas de remo y de mástil con vela, hechas con maderos que
por la parte de proa iban menguando en longitud desde el de
en medio. Estaban atados sobre otros dos, puestos de través, y
sostenían un tablado bastante capaz en algunas balsas, pues po-
dían ir más de cincuenta personas. Pero mayor sorpresa causa-
ban sus comunicaciones por tierra, para las cuales había dos
obras muy señaladas: el camino (suyo) que iba por los llanos, y
el otro, casi paralelo, construido en la sierra. Con dos paredes
á sendos lados, las cuales aventajaban á un hombre en altura,
cruzaba el primero los valles de la costa por debajo de arbole-
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das que ofrecían grata sombra y convidaban con ramos de fru-
tas. Era ancho, teníanlo limpio y cuando quedaba interrum-
pido, al llegar á algún arenal donde no se podía armar cimiento,
para que no se errase la dirección, habían hincado á trechos pa-
los que guiaban hacia otro trozo en terreno firme, y antes había;
manantial ó agua rebalsada (jagüey)^ donde bebieran los cami-
nantes. Por la áspera sierra, en cuyas cumbres se posaban el
halcón (guama) y el gran buitre (cóndor)^ iba el otro camino,
hecho á fuerza de hombres y tan atrevido que traía á la memo^
ria el paso de Aníbal por los Alpes, y no dejaba impropia la
comparación con las siete maravillas de la antigüedad. Cruzaba
la extensa y elevada llanura (bamba)^ invadía la sierra dentada
(bilca), dominaba el alto cerro (potosí) y salvaba el caudaloso
río (may, cay ó guay). Era tan ancho que á la par podían ir por
él seis de á caballo sin tocarse, y, para que nada faltara, solía ha-
ber á un lado cauce ó cañería de agua. Para hacer tal camino
habían tenido que romper é igualar las peñas en la sierra y re-
llenar las abras y quebradas. Cuando la fragosidad era excesiva,
lo echaban por una ladera y, con una pared ó tapia al lado
opuesto, prevenían el peligro de resbalar. Donde descendía ó
se elevaba, habían labrado en la roca viva escaleras y descan-
sos, y cuando, cerca de un río, oponía algún tremedal su incierto
suelo, allí habían construido fuerte calzada con pared á cada
lado. A la entrada de cada puente (chaca) había guardas encar-
gados de cobrar el pontazgo. Si el río era estrecho, tenía puente
de piedra (liimi- chaca) ó de gruesos maderos; pero se pasaba
el río ancho, por puente colgante afirmado por los extremos en
cimientos de piedra que subían desde las orillas hasta la altura,
á veces considerable, de la quebrada. Formaban el suelo de tal
puente dos gruesas maromas hechas de bejucos, paralelas y en-
lazadas por espeso trenzado de cordeles de pita ó maguey, y
otras dos maromas más altas, unidas por otra red de cordeles
con las inferiores respectivas, hacían de barandas. Grandes pie-
dras atadas por debajo, de trecho en trecho, para dejarlo ti-
rante, completaban la construcción del puente, el cual, lejos de
ser endeble, tenía tanta resistencia, que los caballos de los espa-
ñoles pasaban á rienda suelta como por el de Córdoba ó Al-
cántara. Así se corrían más de 1.800 leguas por el camino que
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desde Quito, pasando por Chincha, iba hasta la gran plaza de
Cuzco, capital del Imperio, y por el otro camino que, sirviendo
á aquél de continuación, salía de allí, pasaba por el distrito de
Colla ó Collao y seguía hasta Chile. Pero de la misma plaza sa-
lían otros dos (Ande-suyo y Conde- suyo)^ dirigidos el uno, por
el Este, hacia los Andes, y el otro, por el Oeste., hacia Conde y
la comarca donde se fundó Arequipa, los cuales, con los dos
primeros, señalaban las cuatro grandes divisiones del Imperio,
parecidas á las antiguas provincias en que los romanos repar-
tían España. Por caminos con tal esmero construidos iba rápido
por la posta ó correo (chasqui) todo aviso, pues había cada me-
dia legua una casita donde estaban dos indios con sus mujeres,
y llegada la noticia, uno de aquéllos, sin parar, corría esa dis-
tancia y daba el aviso á los de la otra casa, donde lo propio se
repetía. Encontrábase además cada cuatro leguas un palacio
(tambo) con cuartos atestados de mantenimientos, vajilla, ropas,
armas y tiendas de campaña, de todo lo cual llevaba cuenta,
según el registro usado en aquel país, un mayordomo real ó in-
tendente (qiiipo-camay ó hacedor de nudos). Servían tal edificio
y provisión para recibir dignamente al Rey con su numerosa
comitiva, cuando viajaba, y suministrar al ejército en sus jorna-
das cuanto necesitase adquirir ó renovar. Iba el ejército re-
partido en escuadras con banderas y capitanes, llevando en la
delantera los honderos, detrás de éstos los que empuñaban ha-
chas de cobre, grandes como alabardas, y los que manejaban
porras del mismo metal con cinco ó seis puntas agudas; en pos
de ellos los armados de lanzas cortas arrojadizas, y en la reta-
guardia los piqueros con lanzas muy largas; provistos unos y
otros de lazo (aillo) para prender al contrario, y de jubones re-
llenos de algodón para defensa propia, aparte de la que opo-
nían con rodelas de tablillas angostas ó con capacetes de ma-
dera colchados. ,
Causaban admiración, además de los caminos, otras obras de
piedra, muestras grandiosas del trabajo colectivo, en las cuales
no se descubría señal de cemento ni mezcla, fiada la solidez al
firme asiento y esmerada juntura. Convertían los peruanos un
cerro ó monte en fortaleza (piteara), tajando las rocas de la
falda, poniendo encima losas y piedras hasta dejar construida
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escalera ó gradería circular ó en espiral, con un llano ó plaza al
término superior, y cercándolo todo de murallas, que adornaban
con estatuas y relieves de hombres con armas y de fieros anit
males. En un alto collado del valle de Guarco estaba la más
agraciada y vistosa fortaleza con bien hechas portadas, grandes
patios y una escalera que llegaba hasta el mar y afrontaba el
embate de las olas. Destinadas á palacios, sepulturas y templos
había obras magníficas, tanto del tiempo de la Monarquía como
de fecha anterior, á juzgar por el traje de las estatuas y por la
base de los edificios, cuadrada en vez de rectangular. Era Tia-
guanaco el lugar más curioso por esa arquitectura antigua y
osada, pues aunque no se descubrían á gran distancia en torno
rocas ni canteras, existían piedras de tales dimensiones que no
se sabía cómo fuerzas humanas pudieron llevarlas, y menos to-
davía con su primer tamaño, si allí se labraron, porque todo en
una pieza se veía en algunas, abajo un ancho pedestal y encima
una gran portada con sus quicios, umbral y dintel ó portalete.
Eran á su vez Cuzco, Bilca, Tumebamba y otros lugares mo-
tivo de suspensión por obras hechas en tiempo de los monar-
cas. Constaban á veces sus palacios de un solo edificio, que pa-
recía imitar la sierra en las proporciones de la base compren-
dida por las cuatro paredes del exterior, pues alguno medía 22
pies de ancho, mientras que su longitud la comparaban los es-
pañoles con una carrera de caballo. Daban comunmente los
cuartos ó aposentos interiores á un gran patio con estanque,
á veces á un huerto ó á un corredor que en este ó en el patio
recaía. Sus paredes estaban pintadas de blanco ó de bermejo y
tenían huecos ó nichos para poner esculturas y adornos. Ade-
cuados al clima, sus techos eran las más veces de paja puesta
con orden sobre vigas que en las paredes descansaban; pero
también se veían bóvedas, y no sencillas algunas, formadas por
cuatro de ellas, redondas como campanas é incorporadas en una
sola. No poco maravillaban también las sepulturas de aquel pue-
blo tan respetuoso como el egipcio con los muertos, los cuales
miraba con cierta veneración como si el alma, que en su sentir
era la vida que había hecho latir el corazón (xongCn), se man-
tuviera cerca del finado en comunión con los vivos. Variaba,
según las comarcas, la manera de hacer las sepulturas, aquí
JO — -
hondas, allí altas; pero cuando tenían esta forma, mostrábanse
imponentes algunos valles en cuyos cerros del rededor había
gran número de ellas, como si se quisiera que los muertos domi-
naran los campos que vivos labraron ó tuvieron. Como todas
eran convertidas en lugares sagrados y los templos á su vez
eran panteones de monarcas y reales familias, el triste nombre
de sepultura (guaca) servía también para designar los templos.
De estos los había soberbios, con buenas portadas, gradería de-
bajo de ellas, y figuras esculpidas en las paredes. El culto arrai-
gado por los reyes en aquel país consistía en la adoración ó re-
verencia (mocha) tributada á los astros, en particular al sol
(Manco) y á la luna (Mama)^ los cuales habían otorgado allí el
mismo don que en algunos reinos del Asia, comenzando la
dinastía con un hijo ó principe (capac^ capaila ó capay) y una
hija ó princesa (oella^ oeya ó tal vez coya). Habían subsistido,
no obstante, las peregrinaciones que desde antiguo se hacían, de
muchas partes á un pueblo de la costa por visitar un grandioso
templo donde se veneraba un Ser Superior, invocado como
Hacedor del mundo (Pacha-cainay); pero es posible que este
culto fuera el mismo que el impuesto después por los reyes con
otro nombre. Derramados los pueblos del Perú por las faldas
occidentales de la gran cordillera, los más de ellos veían ocul-
tarse el sol y la luna en el Océano Pacífico y era natural les su-
pusieran cuna parecida á su aparente lecho. No alcanzaban el
mar por Oriente; pero más de un lago (cocha) había entre las
altas montañas, y varios de ellos, como el Soclococha, fueron
tenidos por sagrados por haber mecido al Ser Supremo, substan-
cia ó espuma (vira) de todo (Tice). Mas tal fama ó nombre de
lago del Ser del Universo ( Tice-vira-cocha) , hiciéronla preva-
lecer los monarcas en pro de aquel, en cuyo interior se eleva la
isla de Titicaca, donde habían vivido sus antecesores. Eran los
dos astros venerados en los mismos lugares, pues si el sacer-
dote (Vii'a-oma) celebraba holocaustos y quemaba incienso en
aras del sol, la doncella (cona)^ sujeta á vida monástica, hacía
de sacerdotisa de la luna (Mama-cona).
Los tesoros reunidos en los palacios de los reyes y en los tem-
plos excedían á cuanto pudiera imaginarse. Verdad es que el
país abundaba en riquísimos veneros. Bajo el Ecuador, en la
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provincia donde están Manta y el que llamaron los españoles
Puerto Viejo, se hallaban las esmeraldas que más habían de es-
timarse en Europa por su puro color verde y tinte aterciope-
lado, fondo á propósito para hacer resaltar los resplandores de
un cerco de diamantes. Henchía la plata altos cerros, como
los inmediatos á Pasco y Chuquisaca, y los indios no carecían
de habilidad para desligar el metal, pues cuando no corría con
simples fuelles hacían unos crisoles de barro, del talle de alba-
haqueros ó macetas, agujereados por muchas partes, y echando
carbón en ellos y encima el mineral que contenía plata, los de-
jaban en los cerros y laderas, donde el viento {guaira) soplaba
con más fuerza: allí brillaban de noche como luminarias, y una
vez cendrada la plata, los indios la afinaban con pequeños fue-
lles ó cañones. De granos y arenas de oro rebosaban algunos
ríos, tanto al Norte del Imperio, cerca de Quito, como hacia el
Sur, donde corre el río Carbaya, muy abundante en ese metal.
En las respectivas provincias había quedado toda esta riqueza
mientras se mantuvieron independientes, rigiéndose unas á
manera de behetrías y otras bajo el dominio de un señor {cu-
raca)^ en cuya familia se perpetuaba el poder, si bien con lla-
nas costumbres, pues en las fiestas reunía el señor á sus vasallos
en el gran patio de su morada y con ellos comía y bebía. Pero
los monarcas, hijos del sol y de la luna, fueron ensanchando su
imperio, y los tributos, aparte de la ofrenda voluntaria por aca-
tamiento ó veneración, llevaron la mayor parte de los tesoros
á los palacios donde los reyes vivían y á los templos del culto
que patrocinaban. Fueron menester para algunas conquistas
sangrientos combates, como el librado no lejos de Quito, á ori-
llas de un lago que tuvo desde entonces aciago nombre {yaguar-
cocha ó lago del jaguar); pero las más veces los nuevos distritos
eran incorporados sin violencia, porque los Incas procedían
con maña, respetando las costumbres de los pueblos y confir-
mando la autoridad de sus señores, mientras éstos y aquéllos se
sometieran á la monarquía y aceptaran su religión. Había, ade-
más, cierta dulzura en sus instituciones, y esto contribuía á ex-
tender el dominio. El culto no pedía sacrificios humanos. Los
pueblos debían cuidar con esmero á los inválidos por edad ó
por desgracia, y dar trabajo á todos los que pudieran desempe-
— va-
narlo. Cuando por un acto de hábil política, tras de conquistada
Una comarca, se hacían salir de ella, para pasarlos á otra, miles
de hombres con sus mujeres, el indio trasladado {mitimd), se-
gún fuese de país cálido {yunga) ó frío {chile), había de quedar
en otro del mismo temple y recibir allí heredad para sus labo-
res y sitio para su casa. En la capital del Imperio, ciudad popu-
losa, con grandes edificios y largas calles, si bien angostas, ha-
bía muchos indios de esa condición, y los de cada país tenían su
barrio, guardaban sus usos y ostentaban su distintivo. La sumi-
sión, por tales motivos, se prestaba con cierto amor, y los dele-
gados de los Incas recogían sin esfuerzo cuantiosos tributos de
ganados, frutos y ropas, muchas esmeraldas y gran cantidad de
plata y oro, que llevaban á Cuzco, Jauja, Túmbez y otros pun-
tos, donde había buen número de plateros que labraban varie-
dad de objetos para los palacios y templos. Así la dinastía que
empezó con el Príncipe del sol {Manco-cap ay), fué reuniendo
tantos tesoros, que bien mereció el nombre de Príncipe de la
riqueza {Guaina-capay), el padre de los dos desventurados
monarcas Guascar y Atabalipa. En litera de planchas de oro,
en hombros de los principales señores, era llevado el Rey cuando
salía. En palacio una silla {dúo) de oro le servía de asiento, los
jarros y vasijas eran del mismo metal, y en los nichos de las pa-
redes se veían figuras de plata y oro, que representaban hom-
bres, mujeres, diversos animales, en particular el llama, y varias
plantas ó sus frutos, especialmente el maíz, como en el campo
se contempla, ó sus granos amontonados en trojes y graneros.
Pero mayor riqueza aun en los templos resplandecía. No se
juntaba el público en el interior, pues los objetos de adoración,
el sol y la luna, en el cielo estaban patentes, sino en una plaza
construida delante de la fachada oriental y rodeada de árboles,
las más veces esquinos ó molles, en la cual había, á un lado, una
gran piedra, donde eran sacrificados el llama y otros animales, y
en medio un adoratorio de piedra, hecho de pequeñas murallas
y terrados, con un asiento arriba, donde el Rey se ponía á orar.
Pero aunque el culto se celebraba en el exterior, el templo era
la mansión del sacerdote, el monasterio de gran número de vír-
genes consagradas á la luna, el aposento donde se guardaban
los vasos de los perfumes, y, finalmente, el mausoleo de las fa*
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milias reales. Así hibía tanto oro en esos edificios. Deslum-
hrábase la vista mirando en torno del recinto fajas brillantes
hechas con planchas ó láminas de oro, y en los huecos de las
paredes figuras del precioso metal; pero los cuerpos de algunos
monarcas ó individuos de su familia fallecidos, estaban también
allí, vestidos con ricos trajesy sentados en sillas de oro, y con
la cabeza inclinada y las manos cruzadas sobre el pecho, pare-
cían contemplar la vanidad de tanta magnificencia.
País tan maravilloso, cuya riqueza era propia de un cuento
de hadas, estaba como escondido desde el Ecuador hacia el Me-
diodía, al Oriente del Océano Pacífico. Pero descubierto por
Vasco Núñez de Balboa en 15 13 este océano, que por su situa-
ción respecto del istmo fué llamado Mar del Sur, convidaba á
á la exploración. Acaso el mismo Balboa, si la desventura no
cortara en 1517 prematuramente sus días, hubiese hecho tam-
bién ese otro descubrimiento, y digno hubiera sido de ello quien
no contento con ser el primero que vio el nuevo mar, tuvo
ánimo, á la cabeza de su gente, para transportar naves por en-
cima del istmo. Mas no pasaron muchos años sin que se em-
prendiera el viaje que hacia el Perú debía llevar. Fundada
en 1520 la colonia de Panamá, en las riberas del indicado Mar
del Sur, Francisco Pizarro, cuatro años después, salió á descu-
brir por la costa, á la parte de Levante, auxiliado por Diego de
Almagro, que, tan pronto estaba á su lado compartiendo las fa-
tigas, tan pronto regresaba á Panamá por gentes, barcos y man-
tenimientos, pues ambos contaban, para aumentar sus recursos,
con los del eclesiástico Fernando de Luque, provisor de la igle-
sia de la colonia. Adversa suerte tuvo Pizarro durante tres años,
ya sufriendo muchos trabajos al recorrer un trozo de costa lleno
de anegadizos y ciénagas, ya teniendo que volverse al istmo, ya
aventurándose otra vez y llegando al extremo de verse abando-
nados él y trece compañeros algunos meses en la despoblada
isla de Gorgona, situada unos dos grados al Norte de la línea
del Ecuador; mas pudo al fin con esos trece y el socorro de un
navio que le envió Almagro, pasar al Sur de la línea ecuatorial,
llegar al golfo de Guayaquil, visitar la ciudad de Túmbez, cos-
tear la provincia de Piúra, cuyo norbre, alterado, fué acaso
origen de la denominación de Perú, si cerca del golfo de Pa-
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namá no había algún río que la llevara, y proseguir la explora-
ción hasta más allá de donde después se fundó Trujillo. Vié-
ronse en este viaje poblaciones que revelaban ser sus morado-
res gente adelantada, y bastantes muestras se hallaron también
de que el país era rico en plata y oro. Regresó entonces Piza-
rro á la colonia, y hecha relación á Luque y Almagro, se em-
barcó para España, donde en Julio de 1529 le fueron otorgadas
las mercedes que para él y sus dos socios pedia, á fin de em-
prender la conquista de la región descubierta. Vuelto á Amé-
rica, salió de Panamá á principios de Enero de 1532 con naves,
soldados y provisiones para llevar á cabo ese propósito. Llegado
á Túmbez y fundada la colonia de San Miguel en el pueblo de
Tangarara, en el valle de Piúra, enderezó sus pasos á Cajamalca,
pueblo en la falda de la sierra, cerca del cual se hallaba en aque-
lla sazón el rey Atabalipa. Y aquí comenzó el deslumbramiento
producido por la vista de grandes tesoros. Preso el Monarca
por Pizarro, recogiéronse de su real, aparte de esmeraldas, mu-
chas piezas de plata y oro, algunas monstruosas, que formaban
su vajilla; pero todo esto pareció nada cuando Atabalipa, por
obtener su libertad, ofreció henchir de cosas de oro, hasta la
altura que señaló, puesto de pie y alzada la mano, una sala que
tenía 22 pies (6 metros próximamente) de largo por 17 pies de
ancho, y llenar este mismo espacio dos veces con objetos de
plata. Aceptado el ofrecimiento, dio órdenes, y durante seis
meses estuvieron llegando piezas de gran valor. Planchas de oro
de las que cubrían las paredes de los templos se juntaron más
de 700, como tablas de caja de tres ó cuatro palmos de largo, y
eran de ver, además, resplandecientes platos, copas, vasijas y
urnas, de varias formas y dimensiones, mezclados con piezas de
adorno, algunas de cierto primor, como las que imitaban el
maíz con su tallo, nudos, hojas y espiga, ó las que representaban
fuentes con caños, agua y figuritas de hombres y aves. Aun no
estaba toda la cantidad prometida; pero lo reunido bastaba al
más codicioso, y en Mayo de 1533 se pregonó y comenzó á ha-
hacer la fundición, en la cual se invirtieron dos meses, á pesar
de que tomaron parte en ella expertos indios, trabajando con
nueve forjas, y á pesar de que algunos objetos, en que se reve-
laba mayor arte, no fueron fundidos. La suma era fabulosa, pues
/D
aun separado el quinto de todo ello para la corona, apartada
también cierta cantidad para los vecinos de la colonia de San
Miguel y para la gente que había llegado después con Almagro,
y descontada asimismo la silla del Rey, de oro de i6 quilates,
la cual valía más de 25.000 ducados, y fué escogida por Pizarro,
todavía á unos 100 de á pie pudo darse, por término medio,
pues hubo algunas distinciones por especiales méritos, de oro
4.440 pesos ó castellanos, es decir, centésimas partes de libra,
y de plata 1 8 1 marcos ó medias libras, y doble cantidad, lo mismo
en oro que plata, á unos 60 de á caballo; repartiéndose otra más
crecida Pizarro y sus capitanes. ¡El oro de la suma total ascen-
día á 1.326.539 pesos ó castellanos, y la plata á 51.610 marcos;
debiendo añadir que semejante suma representaba por enton-
ces en España tanto como en el día otra tres ó cuatro veces
mayor
Partió para España Hernando Pizarro, hermano del conquis-
tador, á dar cuenta de los sucesos y entregar el quinto de la
Corona. En Enero de 1534 llegó al río Guadalquivir, y no cabe
pintar el efecto causado por los presentes y noticias. No se había
visto hasta entonces llevar á la casa de contratación de Sevilla
tesoro tan cuantioso como aquel tributo que el sol y la luna,
adorados por los Incas, parecían rendir á Carlos V, rey de Es-
paña y cabeza del sacro romano Imperio. Venían para Su Majes-
tad treinta y ocho vasijas de oro, cada una con cabida aproxi-
mada de dos cántaras; cuarenta y ocho vasijas de plata, no
menores, una de ellas en forma de águila; dos ollas grandes,
una de plata y otra de oro; dos costales de oro, holgados cada
uno para dos fanegas de trigo; dos pequeños tambores, también
de oro; una estatua del mismo metal, tamaña como un niño algo
crecido, y, aparte de todo esto, en grandes cajas cerradas, barras,
planchas y pedazos de los dos preciosos metales por valor
de 153.000 pesos de oro y 5.048 marcos de plata. A la vista ó
noticia de tal tesoro y del que llegaba para personas particula-
res, no hubo loca esperanza que no se concibiera; y ávidas de
fortuna, se embarcaron para el Perú muchas gentes, sin advertir
cuánto tenía de engañoso un rico hallazgo, pues convidaba á
gastar con pródiga mano lo que la tierra siempre guardó cuida-
dosa. Bien indicaba el continuo subir de precio las mercancías
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que había en semejante riqueza más de ilusión que de realidad;
pero la lección no aprovechaba, porque el yerro no era de los
españoles, sino de su tiempo, que de la Edad Media lo había
heredado, junto con otros errores económicos, como la tasa, los
decretos suntuarios y la variación de la ley en la moneda. Ni
cabía desarraigarlo pronto, á juzgar por lo que aun se vio más
de tres siglos adelante. Cuando en 1849, por un descubrimiento
casual que hizo Sutter, natural de Badén, emigrado á América,
se vislumbró que era riquísima en oro la Nueva California, de
todas partes, alucinados por cuentos maravillosos, acudieron á
la nueva Cólquida de áureo vellocino, y lo mismo que los des-
cubridores de los siglos XV y xvi, no echaron de ver que, dedi-
cándose sólo al laboreo de las minas, sin tener cerca floreciente
agricultura, ni variada industria, ni fácil comercio, debía, sobre
toda ponderación, encarecerse todo, hasta la misma comida y
los instrumentos de trabajo. Mas si en esto no se reparó en siglo
más conocedor de leyes económicas, menos podía exigirse de
otro más cercano á tiempos en que, por adquirir oro, habían re-
vuelto los alquimistas redomas y crisoles, recurrido los hechi-
ceros á artes ocultas, y emprendido los mercaderes viajes arries-
gados. El cebo, por otra parte, era tentador. En el Perú, del río
Carbaya se sacaron en pocos años 1.700.000 pesos de oro tan
fino, que subía de la ley. Los vecinos de Quito extraían de otro
río arenas que dejaban en la batea más oro que tierra. Encon-
trábanse además otros ríos abundantes en este metal; pero como
á cada paso se hallaban minas de plata, y éstas producían mucho,
solían ser preferidas. En 1538 se fundó la villa de la Plata en
Chuquisaca, en la provincia de los Charcas, cerca del cerro de
Porco, donde existían famosas minas que los Incas habían apro-
vechado. Pero el contento llegó á su colmo cuando en 1547 un
español, llamado Villaroel, andando por aquellas cercanías con
algunos indios en busca de metal que sacar, descubrió en un alto
collado, al que se conservó el nombre peruano de Potosí, mayor
riqueza todavía, la cual los Incas habían ignorado. Pronto cargó
allí la gente, se construyeron hermosas casas en la falda, y se
convirtió aquel sitio en el principal asiento, casi despoblando la
villa de la Plata con el afán de tomar minas, pues habían llegado
á descubrirse en dicho t;erro cinco vetas riquísimas. Era para
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causar asombro ver en casa del corregidor, donde estaban las
cajas de las tres llaves, hacer fundición cada sábado, y recogerse
de los quintos reales desde 25.000 pesos hasta más de 40.000 á
veces, lo cual cada mes hacía más de 120.000 castellanos. Así,
con la afluencia de gente y la riqueza recaudada, el mercado
del Potosí era el más famoso del Perú, pues tenía abundancia
de mantenimientos, muchos cestos de la coca que los indios
apetecían, rimeros de mantas y camisetas, paños finos de Es-
paña, preciados lienzos de Rouen y de Holanda, y otros muchos
artículos; de todo lo cual, desde el amanecer hasta que obscu-
recía, era tanta la contratación, que algunos días se cruzaban en
el mercado 40.000 pesos de oro.
En suma, por su riqueza en piedras y metales preciosos, lo
mismo que por sus dos grandes imperios, los productos de
su suelo y la belleza de sus paisajes, podía América atraer
tanto como la verdadera India, y hasta ser con ella confundida.
Llave para encontrar todo eso era el mar de las Antillas con
sus islas y su istmo; pero tal llave se tuvo desde los prime-
ros descubrimientos, y por esta razón fueron tan rápidos los
demás.
Es verdad que al contemplar Balboa desde las cimas de Da-
rien en el citado istmo el mar del Sur ú Océano Pacífico, alcan-
zaba una prueba de que no habían llegado los españoles á la
India codiciada; pero esto mismo sólo fué parte á completar
los descubrimientos, extendiéndolos por regiones menos favo-
recidas. Díaz de Solís, que en 1508 acompañó á Vicente Yáñez
Pinzón en el viaje que éste hizo por la costa brasileña con pro-
pósito de adelantarse hacia el Mediodía más que en el viaje an-
terior de 1499, en el cual tocó en dicha tierra por el cabo de
San Agustín, preparaba desde 1 512 en España otra exploración;
pero no pudiendo realizarla hasta tres años después, cuando ya
era sabido el descubrimiento de Balboa, enderezó su rumbo á
dar con paso para aquel nuevo mar que halagüeñas esperanzas
hacía concebir. No le encontró; mas el río de la Plata fué su
glorioso hallazgo, y, en lucha con los naturales, las riberas de
este río su ignorada tumba. Lánzase á empresa más atrevida
en 1 5 19 Hernando de Magallanes, portugués al servicio de Es-
paña, quien se propone buscar dicho paso, cruzarle y conducir
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á las islas Molucas la flota cuyo mando lleva. En 6 de Noviem-
bre de 1520 penetra en el Estrecho que conserva su nombre, y
veintidós días después logra salir al Pacífico; pero antes de
llegar al intrincado canal, se había refugiado por los 50° de lati-
tud en el puerto de San Julián, y tanto este punto como ese
paso señalaban una nueva región: la Patagonia. Sebastián Cabot,
ya célebre por los viajes realizados, .bajo la protección de In-
glaterra, á la costa americana septentrional, acomete en 1527)
por cuenta de España, el mismo designio de Magallanes; pero
no pudiendo pasar del río de la Plata, permanece cinco años en
esta región, subiendo por el río Uruguay, volviendo al Plata,
remontando el Paraná hasta casi el paraje donde con él se junta
el Paraguay, y levantando en las márgenes recorridas algunos
fuertes, como comienzo de población. Al regresar después á
España, deja la atención solicitada hacia esa parte, y mientras
la conquista del Perú lleva en pos la de Chile, la cual emprende
Diego de Almagro, y prosigue con mejor resultado Pedro de
Valdivia, que funda á Santiago y la Serena, y principia en Qui-
llota á beneficiar minas de oro, Pedro de Mendoza en 1535 se
dirige desde España al río de la Plata, edifica en la orilla meri-
dional la ciudad de Buenos Aires, conduce sus tropas al inte-
rior, y cuando, sintiéndose gravemente enfermo, regresa á su
patria, queda allá de gobernador Juan de Arólas, quien funda
en el Paraguay la colonia de la Asunción, y allí concentra sus
gentes. Mas pocos años transcurren cuando por esta parte Fran-
cisco de Mendoza y su maestre de campo Ruy Sánchez de Hi-
nojosa se encuentran con Felipe Gutiérrez y Nicolás de Here-
dia, que habían sido los primeros en penetrar en la provincia de
Tucumán, cruzando ríos afluentes del Paraná. Procedían estos
españoles del Perú, cuya cordillera parecía lanzar á los con-
quistadores hacia nuevas tierras, como á los ríos que bajan de
ella, alimentados por las nieves de sus altas cimas. Del Perú,
acompañando á Gonzalo Pizarro, en dirección á Oriente desde
Quito, en busca del país donde, según la fama, se criaban árbo-
les de canela, había salido Orellana, y precisado á separarse con
algunos compañeros para ir por bastimentos á una isla del río
que seguían, la curiosidad de una parte, y de otra la poderosa
corriente que arrastraba el bergantín y las canoas, le llevaron
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al cabo de algunos meses á la desembocadura que en 1499 había
visto Yañez Pinzón al cruzar por primera vez la línea equino-
cial en la región americana. Era el río recorrido por Orellana el
majestuoso Marañón ó Amazonas, que en un curso de unas mil
cien leguas (6.200 kilómetros) recibe el tributo de muchísimos
ríos, algunos más caudalosos que el Danubio. Del Perú también,
avanzando por el Norte, salió Belalcázar, el capitán de Fran-
cisco Pizarro, que, en premio de haber sojuzgado á Quito, había
alcanzado de España el gobierno de Popayán. Mas otras explo-
raciones desde la costa del mar de las Antillas se hacían en
opuesto sentido, y Belalcázar se encontró con Federman, te-
niente de los Welzers de Hamburgo, á quienes Carlos V había
cedido el territorio de Venezuela á cambio de recursos pecu-
niarios; y con Jiménez de Quesada, que había fundado el reino
de Nueva Granada, partiendo de Santa Marta, y subiendo por
el río Magdalena, hasta llegar á los dominios de los príncipes
Bogotá y Somondoco, donde no era la hermosa cascada de
Tequendama lo que más admiración produjo, sino la gran ri-
queza mineral de tierras, á proporción más abundantes que las
del Perú en oro y esmeraldas.
No menos contribuye el Mar del Sur ú Océano Pacífico á
completar los descubrimientos en la América del centro y en la
septentrional. Desde Panamá, en 1522, Gil González de Avila
sube á Nicaragua, en cuyo interior penetra, en tanto que su pi-
loto Andrés Niño sigue costeando hasta Tehuantepec, y vuel-
tos ambos á la costa donde se habían separado, y luego á Pa-
namá, pasa el primero á la isla de Santo Domingo y concierta
otras naves para tornar por Honduras á Nicaragua y saber
dónde, en esta otra costa, vertía^sus aguas el gran lago que
posee esa tierra. Mas ya estaba sometida la capital de Méjico,
y los capitanes de Cortés, cuando no éste mismo, invaden los
países inmediatos. A las riberas del Mar del Sur son guiados
por sus propias conquistas Olid y Sandoval, que someten á las
gentes de Zacatula y Colima. Hacia el mismo mar va Pedro de
Alvarado, que baja á Guatemala, lindante con las tierras visita-
das por González de Avila y con el Yucatán, cu^^o descubri-
miento, hecho en 15 17 por Francisco Hernández de Córdoba,
había conducido poco después, primero á Grijalva por la costa
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hasta el río Panuco ó lugar donde hoy existe Tampico, y luego
á Cortés, tierra adentro, á la conquista de Méjico. Pero si bri-
llan las armas en las riberas del Mar del Sur, no quedan tam-
poco ociosas en las costas del golfo mejicano y del Mar de las
Antillas. Cortés combate en 1523 con los de Panuco, adonde
llega por entonces, con afán también de conquista, el Goberna-
dor de la Jamaica, Francisco de Garay, después de haber en-
viado al mismo sitio otras expediciones con Alvarez de Pineda
y con Alonso de Camargo. Pacificada esa tierra, Cortés manda
enseguida á ülid con navios desde Veracruz á la Habana, para
que aquí se provea de caballos y pase á Honduras y golfo de
Higueras. Mas ya llegado á esta comarca, álzase Olid contra su
general, y éste se lanza por tierra hacia esta parte, realizando á
través de Tabasco y Chiapa un viaje asombroso, por camino
tan difícil que le obliga á construir cincuenta puentes en un
trayecto de veinte leguas. Tales conquistas entre ambos mares
sugieren á Cortés en 1524 el propósito de hallar paso del At-
lántico al Pacífico. De la que llamaban costa de Bacalaos, es
decir, Terranova y país de Labrador, se tenía noticia por los
viajes hechos por Juan Cabot, su hijo Sebastián y el portugués
Cortereal; y de la Florida, porque en 1512, Juan Ponce de
León, conquistador y Gobernador de Puerto Rico, la descu-
brió, aunque sin fruto para él, con utilidad para los viajeros, pues
allí había reparado en la gran corriente marítima que desde el
golfo mejicano pasa por el estrecho de Bahama, facilitando los
viajes de regreso á Europa. Alentado por el recuerdo de estos
descubrimientos, y por lo que le hacían entrever sus propias
conquistas, proponíase Cortés hallar el secreto de la costa com-
prendida entre Panuco y la Florida, riberas no exploradas sino
por luengo recorridas en sentido contrario por Garay ó los su-
yos, y tras de ello, seguir por la costa florideña oriental hasta la
de Bacalaos. Mas no contando en los años siguientes con me-
dios bastantes para tal empresa, ni convidando á ella el infor-
tunio de Panfilo de Narvaez, que en 1528 pereció, con casi to-
dos los que le acompañaban, al recorrer la costa septentrional
del golfo de Méjico, intenta Cortés hallar el deseado estrecho
por el Mar del Sur, donde iba adelantada la conquista de tierras
al Norte, con haber sometido Ñuño de Guzmán, por su propia
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cuenta, la provincia de Xalisco ó Nueva Galicia; y si no fuera
dado descubrir ese estrecho, quiere Cortés conocer, por lo me-
nos, mayor extensión de la costa occidental mejicana, desde la
cual, en 1528, había podido mandar á Alvaro de Saavedra en au-
xilio de la flota de Loaisa, que, habiendo cruzado el estrecho de
Magallanes, corría con grande riesgo hacia las Molucas. Desde
Acapulco, en 1532, despacha dos naves, y año y medio después
otras dos desde Tehuantepec; pero no logrando ambas expedi-
ciones costear bastante hacia el Norte, Cortés hace venir,
GH 1535, del puerto de donde salió la segunda, una armada de
tres naves á Chametlán, cerca del pueblo de Mazatlán, y él
mismo, bajando allí, desde la capital de Méjico, se embarca en
la nueva expedición que, más afortunada que las anteriores, pe-
netra en el golfo de la California y toca en esta península. Re-
gresa entonces Cortés, pero en 1539 aun envía desde Acapulco
otras tres naves con Francisco de UUoa, quien avanza más en
el interior del golfo y recorre mayor parte de sus dos costas.
Crece el afán por llegar á China y alas Molucas desde Méjico,
y á la vez la exploración por tierra en este país sigue alentando
la navegación, pues Fr. Marcos de Niza, franciscano, exagera lo
que ha visto y cuenta maravillas de las siete ciudades de Ci-
bola, situadas más al Norte. Pedro de Alvarado, que había al-
canzado de España el gobierno de Guatemala, como Francisco
Montejo, otro capitán de Cortés, había logrado el de Yucatán,
levanta poderosa armada para subir costeando hasta ver si Ca-
lifornia se une con la China y enviar gentes á visitar la% siete
famosas ciudades; pero ya comenzado el viaje, un accidente
privó de la vida, en tierra de Xalisco, al intrépido Gobernador,
y la empresa quedó suspendida. Mas el virrey de Méjico, don
Antonio de Mendoza, que daba su apoyo á Alvarado, la aco-
mete por su cuenta. Por tierra llega á Cibola y pasa á Quivira
Vázquez Coronado, mientras Hernando de Alarcón, encargado
de secundarle en el golfo de la California, avanza hasta lo más
interior y remonta muchas leguas del río de Buena Guía, ó Colo-
rado, como se llamó adelante. Por orden también de Mendoza,
en 1542, dos años después de emprendidas esas dos expedicio-
nes, sale una armada á las órdenes de Rodríguez Cabrillo á re-
correr la costa occidental de la península de California, y esta
— 82 —
armada consigue subir algo más allá del cabo Mendocino, por
los 43° de latitud.
Medio siglo tan sólo iba transcurrido desde que Cristóbal
Colón llegó á America, y ya habían descubierto los españoles,
desde los 43° al Norte del Ecuador, hasta más de 50° al Sur.
Estuvo su afán excitado en ese tiempo de continuo, y era lo
más curioso, que como si en la América septentrional ó en la
meridional no hubiera campo bastante, no pocos de los que en
una de esas dos partes descubrían ó conquistaban, se lanzaban
después á la otra. Diego de Ordás, el capitán de Cortés, que
contaba entre los títulos de su fama haber subido en Méjico al
volcán de Popocatepec, alcanzando luego de España el go-
bierno de las tierras donde desemboca el río Marañón, recorre
desde Paria largo trecho de costa con objeto de fundar colo-
nias. Pedro de Alvarado, ya Gobernador de Guatemala, al sa-
ber las riquezas recogidas en la conquista del Perú desde Caja-
malea á Cuzco, se embarca para Puerto Viejo, bien equipado
de gentes, caballos y armas, á fin de llegar á Quito antes que
los capitanes de Pizarro, y subiendo por la cordillera, sin temor
á sus desfiladeros ni á su manto de nieve, sólo se retira después
de llegar á concierto amistoso con Diego de Almagro, que le
sale al encuentro. Alonso de Camargo, que había cruzado el
golfo de Méjico por ir á Panuco por cuenta de Garay, se di-
rige más adelante al estrecho de Magallanes y le pasa, certifi-
cando lo difícil y peligroso de tal navegación. Era Alvar Nú-
ñez Cabeza de Vaca, de los compañeros de Narváez en su
expedición á la Florida. Con él, recorriendo la costa occiden-
tal de esta tierra, había ido al pueblo de Apalache, y con él, avan-
zando desde aquí algo á Poniente, había vuelto á la costa; pero
al embarcarse todos de nuevo y navegar por delante de las bo-
cas del Mississipí, Alvar Núñez fué de los pocos que, acogién-
dose en el naufragio á una isla al Oeste de esas bocas, pudo
salvarla vida. En esa isla, á que dieron el nombre de Mal-hado,
y en la costa de enfrente, pasó seis años en servidumbre de los
indios. Al cabo de este tiempo, con un compañero que le que-
daba, pues los demás habían muerto ó se habían adelantado á
probar fortuna, se aventuró á recorrer la costa del actual Es-
tado de Texas, y cuando su compañero, medroso, prefirió vol-
- 83 -
verse, Alvar Núñez encontró á poco á tres de los que se ade-
lantaron, y con ellos, pasando mil peligros y haciendo de mé-
dicos entre los indios, cruzó por el Norte de Méjico desde
Texas hasta el Mar del Sur, llegando por Culiacán á la villa de
San Miguel, situada en la costa de ese mai, á diez y siete leguas
del Guayabal, y perteneciente á la gobernación de Xalisco.
Pero este mismo Alvar Núñez, que tan alto ejemplo de valor
en los sufrimientos había dado en su larga correría por la Amé-
rica septentrional, es el mismo que, restituido á España, sale de
aquí con nombramiento de Gobernador del Paraguay y río de
la Plata, y al arribar á la costa del Brasil, cerca de la isla de
Santa Catalina, se dirige por tierra á la Asunción, residencia
principal del gobierno que se le confiara, y abriéndose paso á
fuerza de hacha por espesos bosques, y arrostrando el encuen-
tro con tribus indias al salir á parajes descubiertos, llega allá sin
perder un sólo hombre, después de recorrer en setenta días
más de cuatrocientas leguas por regiones ignoradas, dando otra
prueba de perseverancia quien siempre la dio de desinterés y
probidad. Y Hernando de Soto, capitán que á las órdenes de
Pizarro lanto se había distinguido en la conquista del Perú,
vuelto á España, acepta el gobierno de Cuba y el encargo de
someter á los moradores de la Florida; y desembarcando al
efecto con sus tropas en esta región, entra en Apalache, pasa á
Movila, libra recias batallas con grandes pérdidas, recorre las
márgenes del Mississipí, y, sintiéndose enfermo de muerte, en-
comienda el ya escaso ejército á su teniente Moscoso, quien,
fallecido el capitán, se retira con las fuerzas de su mando, nave-
gando por el caudaloso río veinte días, acosado por los indios,
hasta que llega á parte tan ancha, que por uno y otro lado se
pierden de vista las riberas. Así, unas veces porque las aparien-
cias mantenían la ilusión de Cristóbal Colón de que América
era la India, otras veces porque, ya conocido el error, se reno-
vaba el propósito del gran navegante de llegar á la India por
Occidente, y otras porque se cedía al atractivo de explorar re-
giones que, si no eran Catay y Cipango, prometían tanto como
ellas, los descubrimientos no se dieron tregua alguna, y en me-
dio siglo se había ya llegado á los países más hermosos, flore-
cientes y productivos, sin que fueran parte á detener el afán de
- 84--
exploración ni espesos bosques, ni alta cordillera, ni laberíntico
estrecho, ni ríos caudalosos; pues si las barreras naturales y el
esfuerzo de los indios rechazaban á veces á los que descubrían
ó conquistaban, revolvíanse éstos como el río Amazonas, cuyas
aguas, rechazadas por la marea á gran distancia de la desembo-
cadura, forman elevadas olas, que inundan las riberas. Y reco-
rriendo tantos países, tan brillante y seductora vieron y mostra-
ron á América, que si en la Edad antigua, los que ansiaban
gloria, provecho ó mayor noticia del mundo, decían: A la In-
dia^ y en la Edad media añadían : al Catay y Cipango; t^iva-
bién en la Edad moderna se amplió el propósito, y á Amé-
rica dijeron á una voz viajeros, mercaderes, políticos, misio-
neros y capitanes ( Grandes aplausos).
NAVEGACiONES Y DESCUBRIMIENTOS DE LOS PORTUGUESES
ANTERIORES AL VIAJE DE COLÓN.
ATENEO DE MADRID
NAVEGACIONES
DESCUBRilEtiTOS DE LOS PORTUGUESES
ANTERIORES AL VIAJE DE COLON
CONFERENCIA
SR. D. J. P. OLIVEIRA MARTINS
leída el día 24 de Febrero de 1892
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, 20
1892
Señores:
De todo corazón agradezco la honra que el Ateneo me dis-
pensa eligiéndome para narrar á esta Asamblea ilustre lo que
fueron las navegaciones portuguesas anteriores al viaje de Co-
lón. Quiso el destino que Portugal rehusase los ofrecimientos
y resistiese á las tentaciones del gran navegante que dio á Cas-
tilla las Américas ¿quién sabe? para que en esas propias Amé-
ricas, simultáneamente labradas por nosotros, estos dos pueblos
hermanos apareciesen también vecinos y también hermanados
por los vínculos luminosos que los enlazan sobre los pedestales
de la Historia.
Cuando se observa, señores, el contorno de la Península his-
pana delineando un cuadrado casi perfecto, y en ese cuadrado
la zona portuguesa que bordea, aunque incompletamente, la faz
occidental, desde luego se comprende cómo los pueblos de la
España, separados en varios reinos, que al fin vinieron á fijarse
en dos, representan en el mundo uno solo é igual pensamiento,
una sola y soberana acción.
Ese pensamiento y acción se realizaron en los descubrimien-
tos ultramarinos, que también estaban indicados como destino
á las naciones poseedoras de la Península extrema del occi-
dente europeo. Cualquiera que fuese el carácter psicológico de
esos pueblos, el hecho físico de su localización litoral, determi-
naría la naturaleza de su papel histórico. Así es que vemos á los
— 6 —
frisios y á los jutes, ramos de la familia germánica, tan diver-
sa por temperamento de la española, concurrir con ella en la
exploración ultramarina, por lo mismo que también les fué
destinado en Europa un lugar litoral sobre el mar del Norte.
Pero si la fuerza de las cosas así impelía á las naciones penin-
sulares, no por eso cada una dejaba de colaborar en la obra co-
mún con sus dotes y cualidades peculiares. Mientras el caste-
llano iniciaba de un golpe su empresa, rasgando de parte á parte
el Océano en esa aventura genial de hace cuatro siglos, nos-
otros los portugueses íbamos pausada y pacientemente á lo largo
de las costas africanas ó de isla en isla, en ese propio mar que
Colón surcó como un rayo, caminando paso á paso, avanzando
siempre, con una audacia tan perseverante como prudente.
Un mismo destino, un mismo norte, una única ambición nos
movía, no obstante, á ambos: era la India. Y cuando cada una
de las naciones peninsulares halló sus Indias, el carácter del do-
minio, la naturaleza de la ocupación y las fisonomías de los hé-
roes de ambos países, siempre iguales en el espíritu proselítico,
siempre idénticos en la acción dominadora, encuentran, sin
embargo, fórmulas diversas con que se acentúan de un modo
imposible de confundir.
Y todavía, de cualquier forma, con la candidez y con la auda-
cia, con férrea violencia, y con tenacidad de bronce, con el
amor y con el imperio; cada cual con sus dotes propios, cami-
nábamos ambos á un destino común, colaborando en una idén-
tica empresa, coronándonos recíprocamente con una aureola de
gloria que marcará en todo y siempre, mientras haya memoria
de hombres, nuestros pasos poj el teatro infinito de los siglos.
I.
Señores: Ya nadie hoy se atreve á suponer que hechos tan
considerables como fueron las navegaciones portuguesas délos
siglos XIV y XV pudiesen brotar abruptamente de los planes y
del genio de un hombre, aunque ese hombre fuese, como fué.
— 7 —
grandemente heroico el infante D. Enrique. La señal de los hé-
roes es la intuición con que sienten y perciben pulsear el alma
de un pueblo, y encarnándola en sí, se vuelven como símbolo
nacional. Por tal motivo, mucho tiempo pasaron por creadores.
No es así. El viejo aforismo ex nihilo nihil^ en punto alguno
se demuestra más exacto que en éste; y así es que, antes de acer-
carnos nosotros á la figura grandiosa del infante D. Enrique,
hemos de estudiar con minuciosa paciencia el desenvolvimiento
colectivo y obscuro de los elementos con que pudo y supo le-
vantar el edificio de gloria suma de toda la España, porque fué
de ese nido de águilas plantado en Sagres que salieron todos,
absolutamente todos los navegantes peninsulares.
En los períodos crueles de casi completa anarquía y de un
decaimiento universal de las fuerzas y de la riqueza de la Es-
paña romana, sus costas y sus puertos eran constantemente
asolados por los piratas que en el mar repetían los robos de la
gente de armas en tierra. Los vikings normandos descendían de
los mares del Norte y venían á rodear España, siendo el terror
constante de la playa galaico-lusitana. Pasando más allá é inter-
nándose por el mar del Calpe en el Mediterráneo, iban hasta
la región del Pirineo austral, á establecer allí ese estado efí-
mero, cuya historia Dozy sacó de las crónicas árabes.
A los normandos se unieron los árabes vecinos, desde que, á
partir del siglo viii, la espada victoriosa de Alfonso I expulsó á
los moros para el sur del Vouga, y claro es que en tales condi-
ciones, ni la pesca, ni el cabotaje, esos dos primeros rudimentos
de la navegación, podían medrar. Es lícito afirmar sin recelo
que, tomando este momento como punto de partida, asistimos
al primitivo desarrollo del movimiento que nos ha de dar como
expansión culminante, los viajes épicos de Colón, de Gama y
de Magalhaes.
El primer momento de la reacción, la primera simiente, la
vemos cuando, reconquistada la Galicia y con ella Oporto, el
Obispo de Compostela, Diego Gelmires, inicia la organización
de fuerzas navales que resistan á la piratería de los moros, aso-
ladora en toda la costa, desde Sevilla hasta Coimbra, ab His-
pali iisqiie ad Cohínihrinin, como dice la Historia Compos-
telana. El obispo Gelmires contrató genoveses, porque los
italianos ejercían en esas épocas el papel que en la antigüedad
los griegos y los fenicios habían tenido. Eran los hombres de
mar, conocedores de sus secretos, domadores de sus caprichos.
Eran los pilotos que habían, á través del Mediterráneo, llevado
á buen puerto la primera cruzada en el año de 1096. Eran, como
la crónica dice, optimi naviinn artífices^ naiitceqiie peritissimi:
eran los prijneros marineros y constructores navales.
Efectuada la separación de Portugal, consumada la conquista
de la línea del Tajo, y después del Sado, con la toma de Lisboa
y de Alcacer, la nueva monarquía portuguesa, desde sus prime-
ros momentos, reconoce que, habiéndola cabido en el reparto
la zona litoral del occidente hasta el Algarve, esto es, hasta
donde esa zona termina, su fuerza, su destino y la primera ur-
gencia era poseer una marina, no para defensa solamente, como
la del Obispo de Compostela, sino también para consumar la re-
conquista en la parte meridional del reino. Así el destino nece-
sario del pueblo portugués se acentuaba pronto en las condi-
ciones de su emancipación política, al mismo tiempo que las
Cruzadas, restableciendo la navegación internacional de los ma-
res del Norte hacia el Mediterráneo, y viceversa, mostraban la
importancia excepcional de los dos grandes puertos de la costa
portuguesa: Oporto y Lisboa.
Vese, pues, señores, que aunque no hubiese aún marina mi-
litar organizada ; aunque los cruzados y sus armadas fuesen
nuestros auxiliares constantes, ya también por mar se iba repi-
tiendo la lucha duramente peleada en tierra. ¿Y cómo podría
suceder esto, si no hubiese ya en las ciudades y villas marítimas
una población activa y barcos numerosos? Los había, y ya en
frente de la costa lusitana los pescadores singlaban en el mar, y
ya las comunicaciones entre los varios puertos eran frecuentes.
En Oporto pescaban la ballena, que aun entonces habitaba
nuestros mares; en el Algarve pescaban el coral, y el atún en
armazones de almadrabas construidas por maestros sicilianos y
genoveses. Estas pesquerías de Lagos fueron el principal vivero
donde, un siglo después, el infante D. Enrique reclutó el per-
sonal de sus expediciones.
Era natural, por tanto, que los reyes de nuestra primera di-
nastía quisiesen consolidar en el mar una fuerza que ya enton-
— 9 —
ees, después de consumada la reconquista, era completa en
tierra. Había colonias de pescadores y marineros, había barcos,
había mar; pero faltaba quien en ese mar supiese navegar y
combatir, y quien supiese construir navios.
Para la defensa y colonización de la tierra habían los reyes
multiplicado las donaciones á naturales y extranjeros, llamando
las órdenes monásticas militares internacionales y repitiendo
los señoríos hereditarios. Pero el mar no había quien lo defen-
diese y explorase; y la idea de repetir sobre él lo que se prac-
ticaba sobre la tierra, debía ocurrir obviamente. Había que
conceder la frontera del Océano.
Fué lo que se hizo, en tiempo del rey D. Diniz, contratando
el almirantazgo, como entonces se decía á la moda árabe, con
elgenovés Pessaña. Dos siglos después, el Rey de Portugal, re-
petía lo que hiciera el Obispo de Compostela, Gelmires.
Y así como á la sombra de las ya remotas medidas defensivas
vimos nacer y crecer la vida del litoral, así ahora vemos espar-
cirse rápidamente las navegaciones. Hay ya en Oporto un
comercio activo con la Flandes; ya se envía sal á Francia. Celé-
brase el tratado que Lisboa y Oporto pactan, por cincuenta años,
con Eduardo Hl de- Inglaterra para la pesca en los mares de los
dos países. Se mandan plantar las dunas de la costa, creán-
dose el vasto pinar de Leiria, aun hoy propiedad nacional, para
abastecer los arsenales ó taracenas establecidas, tanto en Lis-
boa, como en Oporto.
Y entre las varias empresas navales de estos tiempos hay una
que mu}^ especialmente llama nuestra atención. Es la que por
dos veces, en los tiempos del rey Alfonso IV, se extendió en
el mar hacia el Sur en demanda de las Canarias. Es este el pri-
mer viaje de descubrimiento, si es que acaso el conocimiento
de la existencia de las Canarias alguna vez se llegó á obscurecer
del todo. Sabemos de esa expedición, ó por lo menos de su
proyecto, por la carta del Rey de Portugal á Clemente VI.
Y para concluir esta primera parte de nuestro discurso, ya
que asistimos al desenvolvimiento embrionario de la marina
portuguesa, réstanos ver ahora lo que era Portugal marítimo
en la época inmediatamente anterior al período de las navega-
ciones.
lO —
Por los datos conocidos del tiempo del rey D. Fernando, el
tráfico marítimo de Lisboa no debía bajar de 250 á 300 mil
toneladas. Era ya un gran puerto comercial. Era ya una gran
ciudad de muchas y desvariadas gentes, como dice Fernán
Lopes. Había allí estantes y residentes de varias tierras y casas
comerciales de multiplicadas naciones: genoveses, lombardos,
aragoneses, mallorquines, milaneses, corsos, vizcaínos, disfru-
tando privilegios y exenciones de que los reyes no eran avaros.
Los navios iban y venían de Lisboa á Inglaterra, á Italia, cru-
zando por el mar del Norte y por el Mediterráneo, llevando los
productos agrícolas nacionales y trayendo tejidos y manufac-
turas.
Ahora bien; cuando nosotros pensamos, señores, en los hori-
zontes nuevos que, por un lado las Cruzadas, por otro y princi-
palmente el contacto íntimo con los moros, en la larga epopeya
de la reconquista, abrieron al instinto del comercio; cuando
sabemos cómo los árabes habían llenado la España de ricos
productos del Oriente, y que el lujo de las cortes moriscas de
Sevilla y Granada era imitado en las cristianas; cuando obser-
vamos el pensamiento definido de fomentar el comercio marí-
timo, y cuando asistimos á la creación de la marina nacional, no
podemos dejar de ver en todo esto los impulsos aun indefinidos,
aun inconscientes, para un destino que está próximo á florecer
nítidamente en el espíritu heroico del infante D. Enrique, en-
carnación del alma portuguesa.
Es de fines del siglo xiv la legislación naval del rey D. Fer-
nando, cuerpo en el que encontramos punto por punto institu-
ciones á que hoy vuelven las naciones que están al frente de la
marina del mundo: tanto es verdadero el dicho salomónico, al
que es menester aumentar que la razón crítica nada descubre
que la espontaneidad plástica del instinto no tuviese anterior-
mente adivinado.
La legislación del rey D. Fernando incluye la franquicia del
abanderamiento, para sustituir, á los textos de las viejas cróni-
cas, los términos de los presentes días. Instituye los premios de
construcción y navegación, siempre que los navios obedezcan á
ciertas reglas que permitan armarlos en guerra, evitando así al
Tesoro el onus v á la nación el peligro de los fletes de navios
— II —
extranjeros. Crea la estadística naval y la inspección técnica,
para evitar las averías y naufragios. Establece, por último, en
Lisboa y Oporto, dos Bolsas marítimas, ó asociaciones de arma-
dores, que funcionan como sociedades de seguros mutuos.
Yo querría, señores, exponer al detalle los rasgos particulares
de esta legislación fernandina, ya porque su influencia en los
destinos ulteriores de la nación es indudablemente enorme; ya
porque, exponiéndolos, se vería cuánto la Historia se repite y
cómo las instituciones á las que los pueblos marítimos de hoy
van á buscar amparo y protección, son exactamente idénticas
á las que en el siglo xiv dieron á la marina portuguesa el vigor
necesario para emprender sus grandes hazañas. No me permite,
no obstante, el tiempo, ni el lugar, entrar en los pormenores de
leyes de las que apenas expuse el pensamiento sumario.
Sí, los Reyes eran banqueros y legisladores fecundos en sen-
tido proteccionista; eran más todavía. Eran, á la manera de los
príncipes italianos, comerciantes, reservando para sí propios la
exclusiva de ciertos géneros.
Y, por otro lado, los armadores estaban obligados á equipar
en guerra sus navios cuando el provecho común así lo recla-
mase. De la misma forma que los contingentes de los concejos
y las mesnadas de los hidalgos tenían que ir á la hueste ó lla-
mada, cuando, declarada una guerra, el rey los convocaba: así
también las flotas de los armadores tenían que acudir al llama-
miento del soberano en la hora del peligro. Y, armados en gue-
rra, las presas que hiciesen eran repartidas entre la Corona y los
armadores.
Ahora bien: así como vimos, en la franca expansión del co-
mercio marítimo, la determinación aun indefinida del destino
reservado á los portugueses, así también hemos de ver, en los
perfiles que acabamos de observar, el rudimento de algunas de
las formas que nuestra exploración colonial adquirirá. La ex-
clusiva de ciertos géneros con que en el siglo xiv los reyes ne-
gocian, transformase en los monopolios posteriores; y el sistema
del armamento en corso y del reparto de presas será, en un
porvenir que ya sale fuera de los límites de mi estudio, el tipo
del dominio y saqueo de los mares de la India por la caza de ias
embarcaciones de los moros.
Llegamos, señores, al momento crítico de definirse, en el pen-
samiento del infante D. Enrique, el destino de la nación por-
tuguesa. Ese pensamiento, como acabamos de ver en este largo
y obscuro camino, no podría formularse si no le precediese la
construcción natural y espontánea de una fuerza deducida de
las condiciones geográficas. Esa fuerza es la marina, comer-
ciante y combatiente.
Atemperada la nación en la dura crisis con que fundó su di-
nastía de Avis, sanadas rápidamente las heridas profundas, Por-
tugal aparece triunfante, batiendo á las puertas del Mediterrá-
neo con la mayor escuadra que aun España viera para efectuar
la conquista de Ceuta.
Alea jacta est: la suerte está lanzada, el destino de la nación
está definido. Subiendo á los muros de Ceuta el infante D. En-
rique
con sola su rodela
y una espada, enarboló
las quinas en sus almenas.
De lo alto de esas almenas extiéndesele la vista hacia el mar
de un lado, hacia la vastedad inmensa de las tierras que el Atlas,
del otro, esconde. Hállase entre dos interrogaciones infinitas;
dos páramos lejanos, sobre los que lanza el largo vuelo de su
pensamiento: Uno es el mar tenebroso de los árabes; otro el
Preste Juan de las Indias.
II.
Volvió de Ceuta el Infante con informes más abundantes y
exactos acerca de esa Etiopía, en los confines de la cual habi-
taba el Preste, señor de las Indias. ¡ No dudaba que desde Ma-
rruecos se pudiese llegar hasta allí ! Supo cómo las caravanas de
Túnez iban á Timbocotu y á Cantor en la Gambia.
Volvió de Ceuta con la idea firme de conquistar Marruecos
por la fuerza de las armas, y el mar vencerlo por la fuerza de
embestidas audaces y pacientes. Era un hombre tenaz, reser-
— 13 —
vado, místico. El Rey, su padre, le dio después de Ceuta el
ducado de Vizeu y el maestrazgo de la Orden de Cristo ; dispo-
nía, por tanto, de rentas propias para llevar adelante su lucha
con el mar. Al Rey cabía no desmayar en la campaña contra
Marruecos.
Fué á instalarse en un punto extremo de la costa occidental,
junto al cabo de San Vicente. Era el lugar adecuado por ser el
más próximo de esa costa africana, para la que se volvió su es-
peranza. El establecimiento de Sagres no tuvo signimento, pues
Lagos en el Algarve, donde había mejor puerto y un centro de
marineros versados en la pesca, se tornó de hecho el centro de
nuestras primeras navegaciones, para después ceder el lugar á
Lisboa, cuando, al expirar el siglo xv, estaban trazados los gran-
des viajes. El establecimiento de Sagres, hasta por no vencer,
fué, no obstate, señores, como la cuna de los que tuvieron en
Lisboa su trono: ahí se amamantaron todos, absolutamente
todos los navegantes, y no sólo los nuestros, porque también
vuestro gran Colón vino prisionero á aprender en la escuela
portuguesa, conforme veremos luego.
Persiguiendo su empeño, el Infante, señores, iba nuevamente
á pedir auxilio á los marineros mediterráneos. Su pensamiento
no es ya crear la pesca ni el cabotaje ; su idea no es aumentar la
fuerza de las escuadras; y si en la población marinera tiene el
instrumento adecuado para la realización de sus designios, ve
faltarle un elemento indispensable para los viajes singulares de
descubrimientos. Necesita hombres que sepan los secretos del
arte de la navegación, y sólo el INIediterráneo se los puede dar.
Se propuso aplicar á la vastedad del Atlántico los procedi-
mientos náuticos usados por los italianos, catalanes y baleares
en el Mediterráneo, y así hizo venir á Sagres al cartógrafo Jaime,
de Mallorca, hombre, al decir de los cronistas, y es de creer,
muy docto en el arte de navegar y en el de diseñar cartas y
construir instrumentos náuticos. También por esto en la casa
del Infante, como su caballero, vemos como primer descubri-
dor al genovés Palestrello ó Perestrello, el que fué suegro de
Colón, otro hijo de Genova igualmente. ¿No hay razón para de-
cir que los pilotos mediterráneos de Pisa, de Genova, de Vene-
cia, de Barcelona y de Mallorca, fueron los instrumentos de
— 14 —
que se valió nuestra idea, tanto á portugueses como á castella-
nos, para realizar la gran obra de los descubrimientos?
Veamos ahora de qué navios disponían estos nuevos argo-
nautas. Además de la galera de remos, tipo de navio de guerra,
heredado de la antigüedad y que duró mientras la artillería no
vino á revolucionar completamente la marina militar; teníamos
en la clase de navios redondos, navegando exclusivamente á
vela, naves de una capacidad considerable y que se usaban como
transportes.
Si el primer tipo de navios, el de galeras, no servía para los
viajes de descubrimientos por las numerosas guarniciones que
reclamaba el empleo de los remos, el tipo de las naves tampoco
servia por ser pesadas, boyantes, almacenes flotantes á la mer-
ced de los caprichos del tiempo, sin el nervio y ductilidad indis-
pensables para viajes de aventuras. Era necesario un navio que
fuese como el caballo de los árabes, vivo, rápido, inteligente,
dócil y sobrio.
Ese tipo de navio era la carabela que navegaba á vela, y en
ocasiones, á remo; barco leve y resistente de que aun resta la
imagen en las falúas con dos velas latinas que navegan en el
Tajo. Más fina, más rápida, más obediente á la maniobra que
las naves boyantes, la carabela era la gaviota de los bandos ala-
dos que salieron de las costas portuguesas pairando sobre el
mar. Ligera y dócil, insinuaba su vuelo por todas las revueltas
de las costas, rozaba levemente por las playas y partía á lo largo
batiendo las alas, huyendo rápida como una saeta.
Cadamosto, el veneciano que estuvo á nuestro servicio y ca-
balgó por los mares de África en uno de esos corceles alados,
celebra sus cualidades: sendo le caravelle di Portiigallo i mí-
gh'ori navigli che vadano sopra il marc di vella.
En una de estas carabelas, con las cartas diseñadas por mestre
Jaime, el mallorquino, con el astrolabio y con la brújula de los
pilotos mediterráneos, salió el genovés Palestrello ó Perestrello,
caballero de la casa del Infante, en demanda del Cabo Bojador,
que en el Atlas catalán de 1375 figuraba con el nombre de Bu-
geder. Fué el primer viaje. El destino era el Sur, pero el tem-
poral arrojó el navio contra una isla desierta, á la que el nave-
gante puso por nombre Puerto Santo. Asi aparecía de las ondas
— is-
la primera de las islas portuguesas del Atlántico, para servir,
medio siglo más tarde, de estación preparatoria á Colón en sus
reflexiones reveladoras del rumbo del Oeste.
Volviendo Peresírello con la nueva, regresó al año siguiente
con dos compañeros, ya investido de capitán en el descubri-
miento; y de Puerto Santo, sospechando en una niebla perma-
nente la existencia de tierra, se descubrió la Madera, de que
algunos quieren que ya hubiese noticia bajo el nombre de ín-
sula del LegJiame. Junto á la de Madera viéronse las De-
siertas, y así el primer archipiélago atlántico surgió del mar.
Separándonos ahora del orden cronológico, diremos lo que
basta acerca del segundo: las Azores. En medio queda el des-
cubrimiento de la costa africana, de que trataremos después
por la forma más conveniente al encadenamiento de nuestras
ideas.
Gonzalo Velho partió al descubrimiento, ó tal vez á la busca
de otras islas que rezaban los mapas y tradiciones antiguas, y,
con efecto, halló unos islotes ásperos que denominó Hormigas.
Sin desanimar, volvió en el año siguiente y encontró Santa
María. De allí sale á la vista la isla principal del archipiélago,
la que el infante D. Pedro dio el nombre de San Miguel, que
era el Santo de su guarda. Estaba adquirido el segundo archi-
piélago, porque el descubrimiento de las demás islas siguió
con pequeños intervalos, y no podía dejar de ser así por la pro-
ximidad en que se encuentran.
Quería D. Enrique echar mano del tercer archipiélago, el de
las Canarias, ya visitadas y descubiertas, ya ocupadas por los
normandos de Juan de Bettencourt. Insistió por esa empresa
con el Rey su padre D. Juan I, que no consintió para evitar
complicaciones con Castilla; insistió con el Regente su her-
mano, que al fin accedió; pero las circunstancias no permitieron
la realización del plan.
En los dos archipiélagos, sin embargo, que quedaban á Por-
tugal, el Infante encontraba terrenos desiertos, climas benignos,
naturaleza fértilísima. El mismo espíritu inventivo y asimilador
que aplicó á la navegación lo aplicó también á la colonización
de esas tierras nuevas. Iba al arsenal de la legislación ya histó-
rica, pues el Derecho romano podía decirse restaurado, y sa-
— lo-
caba de allí las donaciones señoriales con que en tiempos ya
remotos muchos de los desiertos metropolitanos habían sido
poblados. Iba á la tradición, y así como los antiguos reyes ha-
bían multiplicado las donaciones á extranjeros, así él promovía
también la inmigración, mandando venir colonos, principal-
mente de Flandes, donde sobre el trono borgoñés de Felipe el
Bueno se sentaba una hermana suya.
Por otro lado, en la Madera, Cadamosto, visitándola veinti-
séis años después del descubrimiento, hallaba ya cuatro pobla-
ciones con ochocientos habitantes, de los cuales cien de á ca-
ballo. La caña de azúcar y la viña que el Infante mandó plantar,
se daban allí admirablemente. La Madera ya producía cuatro-
cientos cántaros venecianos de azúcar, y los productos de sus
matas eran explotados, permitiendo la construcción de navios
de gavia donde antes sólo se hacían carabelas y barcos me-
nores.
Y ahora que la obra de los portugueses está terminada en el
Atlántico occidental, es tiempo de que volvamos á África, de
donde nos apartó este episodio.
III.
El descubrimiento de la costa occidental africana puede, se-
ñores, dividirse en tres períodos sucesivos de casi igual dura-
ción: el primero, de 1.420 á 40, veinte años; el segundo, otros
veinte, que terminan en 60; el tercero, finalmente, veinticinco
años, acabando con el viaje de Diego Cam.
El primero comienza por trece años de tentativas obscuras é
infecundas, en las que las carabelas del Infante iban de Sagres á
África, y volvían sin resultado apreciable. Muchos reían y algu-
nos lamentaban que D. Enrique así desperdiciase los rendi-
mientos de su casa. Al fin, Gil Eannes consiguió doblar el cabo
Bojador, descendiendo la costa hasta Angra de los Ruivos. Se
vio que el mundo no acababa aún, y Baldaya, volviendo, bajó
un poco más todavía, y trajo al Algarve los despojos de las lu-
— 17
chas que tuvo con los indígenas. Se vio, pues, también que la
tierra, no sólo continuaba, sino que era habitada.
El desastre de Tánger, ocurrido entonces, malograda empresa
con que el infante D. Enrique quería proseguir su plan de con-
quista en Marruecos, en vez de abatir su ánimo, le exacerbó
para el descubrimiento de los mares australes.
Repite con insistencia mayor los viajes, insiste casi con furia
en los propósitos; cabe decir que, sacando energía de sus pro-
pios dolores que le afligían el ánimo, dilacerado por el holo-
causto de los hermanos inmolados en el altar de su designio.
Paso á paso los navegantes bajan la costa hasta reconocer el
famoso río del Oro divisado por los navegantes catalanes del
siglo XIV. Son Antonio Gonzalves y Nuno Tristao los que en el
año 40 fueron hasta el puerto de Caballero, y de allí trajeron
los primeros cautivos, para en el viaje siguiente abarcar el río
de Oro y traer á Portugal las primeras parcelas del metal di-
vino que arrebataba después la imaginación de Colón.
Ya los maldicientes no desdeñaban ni escarnecían. Compara-
ban el Infante á Alejandro, y, con efecto, nuestro héroe cami-
naba por el derrotero de las Indias.
Y sí, como estratégico, los tiempos vinieron á demostrar el
acierto de sus maniobras, la imaginación creadora mostrábale
con igual certeza las líneas de las nuevas instituciones que era
menester crear para el caso, absolutamente sin precedentes, de
tierras surgidas de los arcanos de lo desconocido.
Era necesario constituir un derecho de ocupación y posesión
en esos parajes; y el Infante, que en las tierras vagas de las islas
atlánticas res niilliiis^ aplicaba el derecho casi feudal de la tra-
dición portuguesa, apelaba ahora al Papa, que por virtud de su
majestad católica pretendía heredar del imperio antiguo la so-
beranía en todos los reinos. Eugenio IV respondió á la Emba-
jada del Infante con las bulas, concediendo á la Corona portu-
guesa el dominio sobre las tierras descubiertas, repartiéndose
con la Orden de Cristo los rendimientos eclesiásticos de ellas.
¿No eran los descubrimientos una forma nueva de conquista?
¿No eran estas empresas una continuación de las Cruzadas?
Constituida una base para la soberanía, era necesario hallar
una forma para la explotación; y la halló el genio inventivo del
Infante, ampliando el tipo ya histórico de las campañas de pes-
cadores á las proporciones de una Compañía colonial y marítima
que luego formó en Lagos para la explotación del río de Oro.
Fué esa Compañía la primera en la historia vastísima de las
compañías coloniales que siglos después formaron la Holanda
y dieran á Inglaterra — están aún hoy dando — el proceso de la
expansión de su incomparable dominio colonial. Consuela ver,
señores, cómo, si no pudimos conservar el fruto de nuestros tra-
bajos, supimos al menos enseñar á los extraños el arte de enri-
quecerse con nuestros despojos.
La Compañía de Lagos tenía una carta del Infante, á quien la
Corona donara el señorío en las tierras y mares descubiertos.
Nadie allí podía ir con navio armado sin permiso especial del
donatario que tenía en el mar su dominio exclusivo, un coto,
inare claiisiun.
Por la primera vez salía una verdadera flota. Eran seis cara-
belas armadas en guerra y con municiones para una larga estan-
cia, y bajando la costa hasta el Cabo del Rescate, como dos
años antes, ya el Cabo Blanco fuera remontado, exploraron
completamente la bahía de Arguim, inscripta entre esos dos
promontorios. Así se iniciaba la segunda época del descubri-
miento de la costa occidental africana.
Repitiendo historias remotas, los portugueses, al penetrar en
la región de los acenegues ó sudaneses occidentales, repetían
también el antiguo tráfico fenicio de la caza de los esclavos en
las costas bárbaras. La flota volvió á Lagos con un abundante
cargamento de cautivos que, á caballo, en la playa algarvia, el
Infante orgulloso vio desembarcar y repartir, mientras armaba
caballero á Lanzarote, primera rama de la nobleza nueva, del
comercio y de la aventura ultramarina.
El éxito de la expedición determinó pronto segundo viaje y
mayor compañía. La flota que á los dos años salió, llevaba vein-
tiséis carabelas; catorce de Lagos, once de Lisboa y una de la
Madera, que ya contribuía también en los viajes australes.
Data de ahí el reconocimiento gradual de la costa hasta Gui-
nea. Los navios de la Compañía fueron hasta el Senegal; Diniz
Días alcanza Cabo Verde; Cadamosto, en dos viajes sucesivos,
reconoce la embocadura del Gambia y del Casamanca y descu-
— rq —
bre el archipiélago de Cabo Verde; y la carabela maderense, de
la Compañía de Lagos, al mando de Zarco, va desgarrada á pa-
rar á Gorea.
Transpuesta la zona etnográfica de los negroides, jolofos y
mandingas, se penetraba de lleno en la Negricia, doblada
como quedaba la gran protuberancia que el África hace en el
Océano.
Avanzando siempre, la marcha de los portugueses se conso-
lidaba conquistando; y á los perfiles del imperio nuevo, ya apim-
tados, conviene unir ahora la construcción de una fortaleza y la
instalación de una factoría en Arguim, para explotar la exclu-
siva del comercio interior, concedido por el Infante á la Com-
pañía de Lagos,
Y así termina, con la muerte de D. Enrique, el segundo pe-
ríodo de los tres en que dividimos el derrotero portugués en el
África occidental. Murió feliz el Infante, con la certeza de que
algún día se doblaría el África, murió vengado del desastre cruel
de Tánger, porque llevó de la mano al Rey, su sobrino, Al-
fonso V, á la conquista de Alcacer, prólogo de la toma de Arzi-
Ua y Tánger, que por un momento afirmaron en Marruecos el
imperio portugués. Murió, por último, creyendo aún en la rela-
ción geográfica de los dos planos paralelos, de las navegaciones
y de las conquistas marroquinas como derrotero de las Indias,
pues no se desvaneciera aun la sombra de ese designio, ni se
demostrara la imposibilidad de conservar las plazas del Norte
africano.
Murió, y volviendo á la Corona el señorío de los descubri-
mientos, el Gobierno de Alfonso V, sin directamente querer
heredar la misión, contrató el comercio de la Guinea, impo-
niendo como carga anual obligatoria el descubrimiento de 500
leguas de costa. Así los navios del contratador siguieron por el
Cabo de las Palmas, internándose en el Golfo de Guinea hasta
el puerto de San Jorge de Mina; así prosiguen del Cabo Mesu-
rado hasta el fondo de la bahía de Benim; así van más allá del
Gabón hasta al delta del Ogovai y al Cabo de Santa Catalina;
así descubren las islas del Golfo de Guinea: Annobom, Coriseo,
Príncipe, San Tomé y Fernando Póo, la que primero se llamó
.Formosa. Estaba, pues, transpuesto el Ecuador, al cabo déme-
— 20 —
dio siglo de viajes. Ya flotaba la bandera de las quinas en el he-
misferio austral.
Y reparemos, señores, que si los navios portugueses avanza-
ban en el descubrimiento, el arte de regir colonias engrande-
cíase paralelamente; pues donde quiera que erguíamos una se-
ñal de dominio, fundábamos una institución nueva y adecuada.
El contrato del comercio de la Guinea incluye la cláusula de la
reserva del marfil como estanco regio ó monopolio realengo,
repitiendo lo que ya en la INIadera sucedió con el azúcar.
A los monopolios del azúcar y del marfil, sucedieron los de la
malagueta, del paii brasil, que denominó un imperio, y de la pi-
mienta, que fué la base de la ocupación portuguesa en la India.
Aflojado el impulso que en vida el infante D. Enrique impri-
mió á las navegaciones, el movimiento paró; se extinguió como
lámpara á la que falta líquido. No se transpuso el Cabo de Santa
Catalina. Y por doce años duró esta parálisis, hasta que subió al
trono D. Juan II, ese á quien los Reyes Católicos llamaban por
antonomasia el hombre. Se vio entonces renacer el pensamiento
del Infante descubridor, purificado de sombras y errores. Por
Marruecos jamás se llegaría á la India; el camino era el del
mar; el viaje un derrotero largo como un vuelo de águila suelta
en la amplitud de los cielos.
Así que subió al trono D. Juan II, mandó una expedición á la
Mina para someter al Rey, construir una fortaleza, fundar una
ciudad. Creando en Lisboa la Junta de matemáticos, hizo venir
de Nuremberg al discípulo del Regiomontano, Martín Behaim,
á quien ahora compete el papel antes desempeñado en Sagres
por el mallorquino Jaime. Mandó, finalmente, Diego Cam, lle-
vando consigo á Behaim, al descubrimiento del Cabo de África.
En ese viaje, transpuesto el Cabo de Santa Catalina, descu-
bríase el río Zaire y recorríase la costa de Angola. Ahí Diego
Cam volvió, habiendo visitado la corte del Congo, bautizado á
su Rey y traído á Portugal indígenas, que quedaron en Lisboa
para educarse en un convento.
Más tarde, cuando los neófitos regresaron, se instalaron las
misiones del Congo y se ganó un reino para la Corona portu-
guesa. Ya estaba también ganado para la ley de Cristo y para
el vasallaje el reino de Berum, cuyo Embajador en Lisboa anun-
ciaba á D. Juan II la existencia oriental de un poderoso Em-
perador de quien el suyo era vasallo.
¿Sería ese el Preste? Ya también más al Norte, la Senegam-
bia estaba avasallada, y el Rey de los jolofos venía á Lisboa á
pedir misioneros y protección. De tal modo el imperio portu-
gués penetraba en el África central.
Y penetrando se armaba con dos instrumentos más: uno, el
protectorado, sobre los príncipes indígenas; otro, las misiones
católicas. Frailes y soldados arraigaban el imperio. Y al mismo
tiempo colonizando las islas desiertas del Golfo de Guinea, se
estableció en San Tomé el primer presidio de degradados.
Puede ahora decirse que, terminado el descubrimiento de la
costa occidental de África hasta Angola, está concluida también
la serie de las invenciones con que nosotros los portugueses
mostramos al mundo entero el arte moderno de regir colonias.
Y la prueba de que eran ciertos estos nuestros descubrimientos
de instituciones, la tenemos en la fidelidad con que los tiempos
posteriores y todos los pueblos que vinieron después aprendie-
ron con nosotros la colonización con inmigrantes y con presi-
diarios, las misiones, los protectorados sobre los soberanos
indígenas, los estancos ó monopolios regios, las factorías de
comercio interior y las Compañías investidas en funciones sobe-
ranas. Si la honra de los portugueses es mucha, como descubri-
dores de tierras, no es menos, y tal vez mayor aún, como inven-
tores del régimen colonial moderno.
Consumado como está el descubrimiento de media África,
no debemos olvidar, no obstante, señores, que esto no era el
fin, sino simplemente el medio, el camino de las Indias dora-
das, para donde se alargaba también con ansia la adivinación de
Colón. La acción de esta epopeya peninsular se precipita. A sus
misioneros del Congo, D. Juan II recomienda la exploración
de la tierra en demanda del Preste. La idea de llegar allí por
tierra, trasladada de Marruecos, pasó para Angola. Temiendo
que, con el afán del descubrimiento, otros vengan á coger el
fruto casi maduro de tantos años de trabajo, D. Juan II proce-
día como en eras remotas los cartagineses habían hecho á los
romanos en los derroteros mediterráneos de la España.
Esparcía la mentira de la imposibilidad de los navios re-
— 22 —
dondos poder ir á la costa de Mina, donde solamente podían
navegar carabelas, que nadie tenía sino nosotros. Y para acre-
ditar el ardid, ordenaba secretamente á los capitanes que hicie-
sen dar en la costa algunos de esos navios redondos que, ya en
mal estado, llevaban para eso de Portugal. Es que, principal-
mente, al saberse cómo los Reyes Católicos habían acogido las
proposiciones de Colón, rechazadas en Portugal, debía haber
un recelo tan grande, cuanto mayor era la esperanza de ver rea-
lizados los deseos de la nación entera.
Esta persistencia, señores, esta tenacidad de un pueolo en la
realización de su designio, es nuestro mayor título de gloria. La
fuerza portuguesa se nos presenta con el carácter de un ele-
mento. Y si á esta constancia debe la civilización el descubri-
miento de un mundo, la política debe al genio portugués los
tipos de instituciones en que, por la explotación colonial, se
puede decir que reposa, hace tres siglos, la riqueza entera de
Europa.
IV.
No se diga, señores, porque es un error, ni qué fué de los de
signios comunicados á D. Juan II por Colón que produjo en el
Rey la decisión de precipitar acontecimientos rápidamente in-
evitables desde que se llegara á Angola; ni se acuse tampoco al
gran genovés de plagiaro de nuestros navegantes, y mucho me-
nos de haber obtenido de cualquiera de ellos el secreto de su
derrotero. El patriotismo nada gana deprimiendo á los gran-
des hombres que circunstancias, en este caso muy naturales^
como veremos, apartaron de nuestro gremio: no gana el patrio-
tismo y pierde mucho la humanidad.
Raras veces en el mundo se dio un caso tan lleno de lección
como el viaje de Colón, en el que se ve, cuánto puede la auda-
cia de un hombre, cuánto vale el fanatismo de una idea y cómo
esa iluminación exalta y multiplica las fuerzas; viéndose al
mismo tiempo cómo el espíritu humano procede engañosa-
mente, por falsas vías, para, sin embargo, llegar siempre al des-
— 23 —
tino cierto. No me compete á mí decir quién fué Colón: me
basta afirmar, de pasada, que se me figura, como portador electo
de una idea, que todavía se le presentaba bajo la forma de un
error.
Decir que la corazonada — consiéntaseme emplear esta pala-
bra— que la corazonada de Colón era apenas un embuste para
encubrir la maña de secretos alcanzados de los marineros por-
tugueses, es, cuanto á mí, sustituir la historia por el enredo, y
empequeñecer demasiado la estatura de los hombres.
La verdad es, señores, que las navegaciones occidentales de
los portugueses habían parado en las Azores. Toda nuestra
atención, toda nuestra ambición, todos nuestros esfuerzos y es-
peranzas estaban vueltos hacia el Sur.
Pero no se afirme tampoco, para exaltar la honra de Colón,
que no carece de un pedestal hecho con el desprestigio ajeno:
no se afirme de ningún modo que las expediciones de don
Juan II, el viaje de Diego Cam y el de Bartolomé Díaz, con más
la jornada oriental de Paiva (de que más adelante hablaremos),
fueron determinados por los planes de Colón manifestados al
Rey de Portugal, cuando en 1483 le ofreció ir por el Oeste á
tomar puerto en las Indias.
Acabamos de ver, señores, cómo en el propio día en que se
sentó en el trono, dos años antes de la propuesta de Colón, don
Juan II dio impulso á la vieja empresa del infante D. Enrique;
y cómo los hechos posteriores se ligan á los primeros actos, ma-
nifestando la prosecución firme de un plan asentado. De la ex-
pedición á la Mina, vino la de Diego Cam, y de ésta, ó antes de
éstas, porque fueron dos sucesivas en 84 y 85, viene en 86 el
gran viaje marítimo de Bartolomé Díaz y la jornada terrestre
de Covilhan y Paiva á las tierras del Preste Juan, últimos mo-
mentos de esta historia que nos propusimos trazar y seguida-
mente contaremos. ¿Cómo se pretende, pues, cuando los hechos
así denuncian un encadenamiento jamás interrumpido, que tales
hechos proviniesen de aparecer la propuesta de Colón en los
Consejos de D. Juan II?
No puede ser.
Ni Colón tenía en Portugal un lugar y un crédito que mere-
ciese tamañas consecuencias. Adivínase el sinnúmero de pía-
nes de viajes que cada piloto, más ó menos obscuro, idearía en la
mente en esa hora en que el vértigo del mar arrastraba á todas
las imaginaciones y el deseo de los tesoros de la India desper-
taba todas las codicias. Supónese la cantidad de arbitrios que
diariamente serían propuestos. Y si hoy se discute el plan de
Colón, es porque la fortuna lo coronó; y si nos cuesta concebir
un Colón perdido en la turba de los marineros que de todas
partes venían á Lisboa á la aventura, es porque estamos viendo
su imagen aureolada por la gloria inmensa del éxito.
El hecho, no obstante, es que Colón, á los treinta años, ya
hombre hecho en el mar, vino á Portugal, como tantos, en busca
de fortuna, arrastrado por los clamores que daban al mundo
nuestras navegaciones y descubrimientos. Venía con él su her-
mano Bartolomé. Se embarcó en un viaje al Norte, haciendo,
á lo que parece, otro ó más viajes á Guinea, y de cierto varios á
las islas. En Lisboa se casó con la hija del genovés Perestrello,
nacionalizado portugués como donatario de Puerto Santo, y
naturalmente heredó de su suegro los documentos y cartas, así
como los del marido de la otra hija, cuando éste murió. ¿Nació
de tal herencia la idea de su viaje? Es posible, y hasta quizás
probable.
En la isla de Puerto Santo, cuando allí fué con su suegro,
nació su hijo Diego, elfuturo Duque de Veragua. Puerto Santo,
sin embargo, la capitanía de Perestrello, era y es apenas un are-
nal estéril. La familia vivía más que modestamente. Colón ga-
naba en la obscuridad la vida como cartógrafo y piloto. Lo
pintan los biógrafos como un hombre concentrado, esquivo,
sin sociedad, sin amigos y al mismo tiempo visionario, al punto
de considerarle como charlatán. Así debía ser, porque son así
generalmente los hombres consumidos por una idea.
Espíritu profetice, lector asiduo de la Imago mundi, de Pedro
Alliaco, oyendo á todos los hombres letrados, eclesiásticos ó
seglares, latinos y griegos, judíos y moros, como por sí propio
confiesa; Colón, que vivía de diseñar planisferios marítimos y,
profundamente piadoso, esperaba la realización de los vaticinios
de Isaías, confundía en el cerebro las iluminaciones místicas y las
revelaciones nebulosas de la ciencia de su tiempo. Era felizmente
un visionario, porque de su visión vino la América al mundo.
— 25 —
Calculaba erradamente, porque no era exacta la medición de
la tierra, que yendo con rumbo del Oeste, por el paralelo de
las Canarias, en cinco semanas de navegación directa vencería
las mil leguas de distancia para la India, ó para Cipango de
Marco Polo, el Japón antilla del continente oriental.
La distancia era de hecho doble, y las antillas eran las de
la América Central en vez de Cipango. Entre lo que suponía
hallar, y lo que de hecho descubría, había otro mundo.
Pero nada importa si por el camino de un error se llegó á la
verdad. También nosotros íbamos penetrando en el mar en
busca del Preste Juan, que era un sueño, y tras él, llegamos á
la India. El mundo es así, hecho de ilusiones que insinuaron
verdades
Fué en 1483, que Colón propuso su idea al Rey de Portugal.
Es mu}' arriesgado, señores, discutir actos de estos cuando se
entiende que la razón relativa está del lado de aquellos que,
condenados por el éxito, probaron no tener por sí la razón ab-
soluta. Dícese, y tal vez con motivo, que la historia es la apolo-
gía de los hechos consumados.
Pero ¿qué efecto debía producir en los hombres pensadores
de Portugal la proposición de un iluminado, solo y obscuro,
que terminantemente venía á afirmar ser un error el trabajo de
tantas decenas de años, los esfuerzos de tanta gente, la espe-
ranza constante de un tan dilatado período, la tradición ya
arraigada en un pueblo entero? ¿Qué confianza merecería al
portugués, cuya cualidad fundamental fué siempre la prudencia
fuerte, el consejo de abandonar el rumbo de las costas africa-
nas, para lanzarse de lleno en la vastedad perdida de los indefi-
nidos mares occidentales? Dice Garibay, señores, que tomaron
al proponente por un italiano burlador.
Y se comprende un tan deplorable engaño, cuando el propio
Colón se engañaba por completo en la exactitud de sus miras.
Pero D. Juan II, como hombre genial que era, sentía la atrac-
ción de la verdad. INIandó, pues, el rey examinar el plano una
segunda vez, pero la Junta sentenció como la primera.
Y, me atrevo á afirmarlo, no podía sentenciar de otra forma;
porque era necesario proceder por intuición, por corazonada,
por azar, para en tal momento haber procedido con acierto.
— 26 —
El mundo, como la geografía del tiempo erradamente lo des-
cribía, era lo que aun podemos ver en el famoso globo de Be-
haim, en Nuremberg. Acababa con el Cypango de Marco Polo,
esto es, en el Japón. Nadie sospechaba la existencia interme-
diaria de la América y del mar Pacífico; y tanto es así, que Co-
lón, al volver, juzgó haber descubierto las Indias, y nadie pudo
contestarle el error, quedando esas tierras nuevas con el nom-
bre que aun hoy tienen de Indias occidentales.
Afligido é irritado como todo vidente, á quien los incrédulos
desdeñan y repelen. Colón hizo como Scipión, despidiéndose
de esta su patria adoptiva que se le mostró tan ingrata. Salió de
Portugal, y no me compete á mí contar, como igual frialdad é
incredulidad halló en Genova, en Venecia, en Francia, por
donde quiera que exponía su idea, hasta que dos años después
encontró en Madrid, en los Reyes Católicos, oídos abiertos
para escuchar sus promesas y brazos fuertes para realizar sus
designios. Por que, también aquí, señores, los consejos de la
sabiduría se pronunciaron contra la teoría de los antípodas.
Pero la intuición de los soberanos venció la resistencia de los
sabios; y Fernando é Isabel, para quienes D. Juan II era el
hombre por excelencia, parece que, abrazando el plan de Co-
lón, adivinaban el fundamento de la resistencia previdente del
Rey de Portugal.
Colón partió, pues; se rasgaron los mares, se descubrió un
mundo nuevo, enteramente ignoto; y es en honra y memoria
de ese acto culminante de los hombres que hoy nos reunimos
aquí preparando la fiesta de su conmemoración centenaria. An-
tes, sin embargo, de ser un hecho el descubrimiento de la Amé-
rica, tenemos aún que contar los últimos viajes portugueses.
V.
Así que los navios de Diego Cam volvieron de su segundo
viaje al Congo, se resolvió inmediatamente mandar una nueva
expedición que al fin doblase el Cabo de África. Todo hacía
— 27 —
creer que estaría muy próximo. ¡Más allá quedaban las Indias!
La impaciencia era enorme, tal vez hasta porque en ese propio
año de 1486 se sabía que los Reyes de Castilla habían desposado
la causa de Colón. Á pesar de la seguridad que da el saber, la
confusión y la incertidumbre acerca de la verdad de las tierras
eran tantas, que sin duda habría el recelo de ser precedido,
mayormente en el espíritu del Rey, cuyas inclinaciones cono-
cemos.
¡Sorprendente espectáculo éste, señores, de la porfía entre
las dos naciones peninsulares, para saber cuál de ellas, engran-
deciéndose , engrandecería el mundo con el descubrimiento
de las regiones orientales! ¡Documento una vez más elocuente
de cuanto, pulsando á un mismo compás, los dos pueblos
fueron siempre hermanos en sus momentos afortunados! Esta
competencia, esta rivalidad, si se quiere, estaba mostrando á
Europa, espectadora pasiva, la armonía de nuestras ambicio-
nes y la comunidad de nuestros destinos.
Bartolomé Díaz fué el comandante escogido para la expedi-
ción, cuyo programa era navegar para el Sur hasta doblar el
África. En Agosto partieron de Lisboa. Ya los viajes no eran
simples expediciones de cabotaje á lo largo de las costas, como
antes. Los marineros portugueses se habían familiarizado con
los mares de la Guinea, y los progresos de la náutica y de la
construcción naval habían sido enormes en el medio siglo
precedente. Era un viaje de gran navegación el que se em-
pezaba.
La navegación corrió sin incidente ó novedad hasta el cabo
Negro que doblaron, asestando el Padrón Santiago en el lugar
de Serra Parda. Cinco grados después entraron en Angra de las
Vueltas, que queda en la punta al Sur del río Orange. Aproxi-
mábanse, con efecto, al Cabo de África, y temiéndolo, corrié-
ronse de ahí á lo largo. Trece días enteros llevaron el rumbo
en línea recta al Sur. El frío era intenso, y para ver si aun ha-
bía África vedándoles el camino, cuidando que la costa tal vez
aun siguiese de Norte á Sur, viraron en ángulo recto poniendo
rumbo al Este. Días sobre días pasaron sin que viesen tierra.
¿Se habría acabado el África^ Otra vez cortaron en ángulo
recto virando el rumbo al Norte. Así fueron á hacer tierra en
— 28 —
la Angra, que llamaron de los Vaqueros. Sin saberlo habían do-
blado el Cabo, apartándose mucho de él, mar adentro.
Fueron subiendo entonces la costa oriental africana hasta el
río del Infante, denominado por los ingleses Great fisJi river,
porque las tierras extremas de África las perdimos, comprome-
tiendo así el porvenir de nuestro dominio en esaparte del mundo
desde que separamos las dos costas, permitiendo que los holan-
deses se enclavasen en las regiones templadas del Cabo.
Obligados á retroceder por los clamores de las tripulaciones,
á la vuelta, navegando á la vista de tierra, depararon con el te-
rrible promontorio que tantas decenas de años llevara á alcan-
zar, y al que llamaron de las Tormentas por los temporales mie-
dosos que allí los asaltaron. ¡Enhorabuena! Traían la buena
nueva de que el África, según todas las tradiciones, se podía do-
blar. Llegaban al fin de diez y ocho meses de un viaje penosí-
simo, y D. Juan II, viendo próxima la realización de sus ardien-
tes deseos, hizo borrar el nombre del Cabo y cambiarlo por el
de Buena Esperanza.
Era, con efecto, más que la esperanza de alcanzar la India;
era la casi certeza de haberlo conseguido.
Mientras Bartolomé Díaz demandaba por mar el Cabo, don
Juan II envía por tierra al Oriente dos viajantes en demanda
del Preste Juan de las Indias: son Alfonso de Paiva y Pero da
Covilhan. Simultáneamente el secreto de las Indias era buscado
por el Norte, por el Sur y por el Oeste ; por Paiva, por Barto-
lomé Díaz y por Colón; unos por mar, otros por tierra; uno á
través de los continentes centrales del globo, otro á lo largo de
sus costas australes africanas, otro, finalmente, largando el
vuelo de sus alas llevadas por el viento de una idea profética á
través del Océano que cortó con la rapidez fulminante del rayo.
¿Cómo es que, de tal forma ceñido en las vueltas de la volun-
tad humana, apretado cada vez más en un círculo retraído siem-
pre, el secreto del mundo podía dejar de ser desvendado?
Casi por el mismo tiempo llegaban á Lisboa Bartolomé Díaz
con la noticia de haber doblado el x4.frica, y las cartas de Covi-
lhan asegurando que, por ese camino, de cierto se llegaba á la
India.
Puede, pues, decirse, señores, que después de estos viajes
20 —
paralelos de Bartolomé Díaz y de Covilhan, el camino de la In-
dia estaba descubierto ocho años antes del gran viaje de Vasco
de Gama. De tal modo se encerraba el primer período de las
navegaciones portuguesas, y así termina el cuadro trazado á esta
conferencia.
Cuando Colón aportó á Lisboa, de vuelta de la travesía atlán-
tica, juzgando haber desembarcado en Cypango y descubierto
el camino occidental de la India, teníamos nosotros ya la cer-
teza de poseer el secreto del derrotero por el Sur. Todo el
mundo ignoto, así atacado en sus dos fronteras extremas, había
de pertenecer, pues, á ambas naciones peninsulares, entre las
cuales se repartía. Es este hecho, único en la civilización, y que
para siempre, en cuanto haya memoria de los hombres, nos
dará el lugar eminente que ocupamos en la Historia; es este
hecho, señores, el que determina la sentencia papal y el tratado
de Tordesillas firmado entre los Reyes de Castilla y Portugal
para el reparto del mundo, por el meridiano, de 370 leguas al
Oeste de las islas de Cabo Verde.
Así termina la larga historia á cuyos orígenes obscuros asisti-
mos, cuando, en las remotas épocas de la reconquista, á la voz
del Obispo de Compostela, surge la primera alborada de la ma-
rina portuguesa en el recóndito Noroeste de nuestra Península.
Confundidos entonces en la áspera pelea de la redención de la
patria española, la Historia nos separó después en dos naciones
diversas ; pero la identidad de n.uestras almas se muestra ahora
espléndidamente cuando, en esta hora culminante, también nos
encontramos concurrentes, y por tanto, socios, en la empresa
magnífica de la redención de un mundo nuevo; nosotros, que
asociadamente habíamos redimido la Península hispánica del
yugo mauretano.
Colón descubre por el Oeste una frontera del mundo ignoto.
Vasco de Gama descubre la otra por el Este. ¡Diríanse dos bra-
zos de un solo cuerpo, estrechando toda la tierra! Y cuando
falta aún reconocer lo que realmente existe por el interior de
esas dos fronteras extremas de la India malabar y de la Amé-
rica atlántica, es un portugués, señores; es un portugués coman-
dando navios Castellanos ; es Magalhaes quien fondea en el mar
Pacífico, desvendando al fin el último secreto de la tierra y
_ 30 —
dando la vuelta entera al globo. ¿Quiérese prueba más elocuente
de que el éxito sublime y esta alianza que se decía fatídica, para
demostrar la hermandad del alma y la unidad de acción heroica
de las dos naciones peninsulares?
Terminando, no obstante, señores, y agradeciendo la atención
dispensada á esta larga y fatigosa narración, séame lícito reivin-
dicar para mi patria portuguesa la honra debida á los iniciado-
res. Fué en nuestra escuela que se educaron todos los marine-
ros; todos, incluyendo al propio Colón, que dio las Américas á
Castilla. Fué en nuestras instituciones coloniales que aprendie-
ron todos los pueblos, todos, incluyendo la propia Inglaterra,
que del saqueo de nuestro imperio común hizo el cimiento de
su fortuna.
He dicho.
ESPAÑA EN 1492.
ATENEO DE MADRID
ESPAÑA EN 1492
CONFERENCIA
DE
D. DANIEL LÓPEZ
pronunciada el día 17 de Marzo de 1891
MADRID
BSTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA>
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente , 20
1893
Señores:
Pocas veces, al tener que dirigir la palabra á este ilustrado
auditorio, me he encontrado con una cuestión tan fácil de tra-
tar, en apariencia, como la que se me ha encargado por la Co-
misión que dirige los trabajos relativos al Centenario del des-
cubrimiento de América, y sin embargo, pocas veces ha sido
mayor mi temor al abordarla, no tanto por las dificultades, para
mí muy grandes, que pueda encontrar en su desarrollo, cuanto
por la enorme y principal de condensar lo más importante del
asunto en el breve espacio que suele concederse á una confe-
rencia.
Cuando se trata de buscar solución á un problema de crítica
histórica, de emitir parecer en una cuestión concreta de las
innumerables que están en tela de juicio, la tarea del conferen-
ciante se presenta más llana y sencilla. Hay en su trabajo una
parte meramente expositiva, destinada á presentar ante el audi-
torio los datos conocidos que, juntos, forman el estado actual
de la cuestión. Viene después lo que podríamos llamar parte
conjetural, en que la sagacidad y perspicacia del disertante
tienen ancho campo donde lucirse, y finalmente, por el pro-
ceso lógico de las ideas, sígnense las conclusiones que quiere
dejar establecidas, las cuales, en rigor, constituyen lo nuevo é
inédito, como si dijéramos, el nervio de su trabajo.
En el caso presente, si no hay en realidad ijroblema difícil, si
la cuestión está, desde el punto de vista crítico, resuelta hace
tiempo, es tal la suma de materiales, tan grande, tan vasta la
tarea y al mismo tiempo tan agradable para tratada entre espa-
ñoles, que todo esto reunido produce en el ánimo natural con-
fusión, no pareciendo posible hallar medio hábil de disponer y
ordenar la copia de datos y noticias reunidos y conservados
con religioso celo, por varias generaciones de eruditos, en el
limitadísimo espacio de que dispongo. Nunca con tanta propie-
dad como ahora podría decir que siento flaquear mis débiles
fuerzas ante la magnitud de la empresa, una vez que en este
caso hay que tomar la frase en su acepción literal, esto es, lo
grande, lo dilatado y vasto del asunto.
No esperéis, por tanto, novedades, en lo que á los hechos é
instituciones se refiere, en la conferencia de esta noche. No
vengo á comunicaros ningún secreto de erudición recóndita,
ni siquiera á hacer la crítica de las fuentes para el estudio de la
historia de los Reyes Católicos. Por punto general habré de
limitarme á exponer sucintamente lo que hace ya tiempo ha
sido objeto de la investigación de los eruditos, evocando el re-
cuerdo de hechos é instituciones analizados y puestos en claro
ha más de cincuenta años, si bien por eso mismo, no tan pre-
sentes en la memoria de los amantes de la patria grandeza,
como si su conocimiento datara de más reciente fecha.
Dejando, pues, á un lado todo preámbulo y entrando desde
luego en materia, nada sorprende tanto, al estudiar la situación
de España en 1492, y en general al finalizar el siglo xv, como
la consideración de que el estado floreciente del país, el orden
en la administración y en la hacienda, los progresos en la orga-
nización militar sobre la base de la nación armada, el desarro-
llo de la marina mercante, y en suma, cuanto puede contribuir
á la prosperidad nacional en el interior y valer el respeto y
temor de las demás naciones, que obra tan gigantesca se hubiera
comenzado y llevado á feliz remate dentro del reinado de los
Reyes Católicos. En realidad, la mente se resiste á admitir que
en el breve espacio transcurrido desde la muerte de Enrique IV
hasta el año de la toma de Granada, se haya podido operar
transformación tan completa.
Es regla constante en la historia de los pueblos y de las insti-
tuciones, que unos y otras se desarrollen lentamente. A una
honda reforma legislativa no responde sino en el transcurso del
tiempo la reforma social que por este medio se quiso introdu-
cir. Los frutos de las revoluciones políticas no son de ordinario
recogidos por la generación que las vio hacer. De ahí la origi-
nalidad y grandeza de un período en que se realiza, sin conmo-
ciones sangrientas, una revolución política de trascendencia
innegable, que en pocos años cambia de arriba abajo la situa-
ción del país, trocando una Monarquía débil y arruinada, en
Estado poderoso, cuyas fuerzas exuberantes permiten descu-
brir un nuevo mundo y extender por Europa la fama y el pres-
tigio del nombre español.
Dada la noción generalmente admitida respecto al desenvol-
vimiento gradual de los hechos históricos, apenas se explica
que el reino de Castilla pudiera pasar de una manera tan rápida
de la situación decadente y vergonzosa en que se encontraba
en tiempo de Enrique IV al esplendor y grandeza, á la viril
expansión del reinado siguiente.
Fenómeno semejante no es frecuente en la historia de los
pueblos sino después de revoluciones sangrientas, que hacen
salir á la superficie el desacuerdo que existe entre gobernantes
y gobernados. Por medios absolutamente pacíficos, sin derra-
mamiento de sangre, son muy contadas las revoluciones políti-
cas importantes que han podido hacerse, y cuando así ha suce-
dido, siempre se encontrará al lado de sucesos que, por cir-
cunstancias felices, han iniciado y empujado el movimiento,
personalidades eminentes á cuyo tacto y habilidad hay que
atribuir buena parte del éxito. Esto último fué lo que ocurrió
en España en el período que examinamos.
Unidas las coronas de Aragón y Castilla en las personas de
Fernando é Isabel, y terminada victoriosamente la guerra de
Granada, el año 1492 señala en nuestra historia el principio de
una nueva era. Lo que durante siglos había sido el ideal cons-
tante de los monarcas aragoneses y castellanos, vióse realizado
por un feliz concurso de circunstancias en tiempo de los Reyes
Católicos: reunir en un solo Estado las dos Monarquías cristia-
nas, y con la suma de poder así obtenida, arrojar los mulsuma-
nes al otro lado del Estrecho, dando cima con esto á la santa
obra de la Reconquista.
— 8 —
Claro es que la realización de empresa tan grande en espacio
de tiempo relativamente breve, no podía menos de producir
un cambio radical y profundo en la manera de ser de la Monar-
quía española, y, por consiguiente, en la situación respectiva
de los distintos poderes que la constituían.
La antigua contienda entre las pretensiones de la nobleza y
las prerrogativas del poder real quedó, por el solo hecho de la
formación de una gran monarquía, resuelta definitivamente en
favor de éste. Aquellos señores turbulentos, cuyo poder había
casi igualado el de los reyes, mientras existió la separación de
los Estados cristianos, encontráronse entonces reducidos á
situación de inferioridad tan evidente, que toda idea de resis-
tencia á la voluntad del soberano hubiera parecido verdadera
insensatez.
En ésta, que con entera propiedad de lenguaje podría lla-
marse verdadera revolución política, lo que más sorprende,
como antes he dicho, es la rapidez con que sin necesidad de
afrontar graves conflictos se llevó á cabo. Debióse esto en gran
parte á la prudencia y habilidad, no exentas de energía, des-
plegadas por los Reyes, y muy especialmente por Isabel, que
en su calidad de sucesora del imbécil Enrique IV y del débil
Juan II, encontró al subir al trono más ensoberbecida que
nunca á la nobleza, y más que nunca desprestigiado el poder
real.
A favor de la anarquía que caracterizó el reinado de Enri-
que IV, habían extremado los grandes el abuso llevándolo
hasta el último límite. Habíanse hecho dueños de todos los
cargos importantes, se habían apoderado de buena parte de
las rentas reales, y ávidos de emanciparse en absoluto de la
dependencia del monarca, acuñaban moneda como príncipes
soberanos, y al abrigo de sus fortalezas, y sostenidos por sus
mesnadas, no reconocían en sus dominios fuero ni autoridad
superior á la suya. En tales circunstancias, fácil es comprender
la prudencia exquisita que se requería para reducir á cuerpo
tan poderoso, y el tacto y habilidad necesarios para no aventu-
rar ninguna medida importante sin la seguridad de tener fuerza
bastante para imponer su cumplimiento. Esta fuerza no podía
proceder sino del pueblo, del estado llano, tan interesado como
— 9 —
el monarca mismo en poner freno á las demasías de los nobles
y en afirmar y robustecer el poder real. Tal fué el apoyo que
buscaron los Reyes Católicos, y esto es lo que explica princi-
palmente, no sólo las reformas de su reinado, sino la gran re-
volución política que en la mayor parte de Europa se llevó á
cabo por este tiempo.
Sabido es, en efecto, que si bien en parte alguna fué tan rá-
pido y definitivo como en Castilla el predominio del poder real
sobre la nobleza, casi al mismo tiempo que aquí aparecieron, en
Portugal, en Francia y en Inglaterra, monarcas dotados de ta-
lento y energía suficientes para sacar partido de las circunstan-
cias en favor del poder real, sustrayéndolo para siempre á la
dependencia en que durante la Edad Media lo habían tenido los
nobles. Éstos, en vez de organizarse, contribuyendo á estable-
cer el orden en el Estado, lo cual les hubiera asegurado un papel
político importante y duradero, se obstinaron en permanecer
completamente ajenos al movimiento de progreso que empujaba
á la sociedad, y como era inevitable, no tardaron en ser arro-
llados por la corriente general. La toma de Constantinopla por
los turcos hizo ver la necesidad de establecer alianzas entre
los Estados cristianos como único medio de combatir al ene-
migo mortal de la cristiandad. Por primera vez hubo entonces
algo parecido á lo que llamaríamos hoy un sistema político en
Europa, impuesto por la necesidad de unirse y concentrar las
fuerzas que en todas partes se sentía. La idea de patria, limitada
durante los siglos anteriores á la ciudad, al municipio ó al feudo,
hízose extensiva á toda la nación; en fin, el concepto moderno
de la nacionalidad apareció entonces por vez primera.
Si en parte alguna había alcanzado el poder de la nobleza
grado tan alto de desarrollo como en Aragón, por la índole es-
pecial de su constitución, y en Castilla por los abusos y el favo-
ritismo, tampoco en parte alguna cayó en menos tiempo que en
estos reinos, gracias á la constante y hábil política de los Reyes
Católicos.
En 1492, cuando la rendición de Granada terminó la guerra
de la Reconquista, el orden que de tiempo atrás se había estable-
ido en la Administración, el respeto á la ley y el temor al poder
central, cosas todas desconocidas en los reinados anteriores,
10 —
permitieron á los monarcas preparar la nación para intervenir
con éxito en la política europea, al mismo tiempo que con dili-
gente solicitud atendían á favorecer el desarrollo de la riqueza
pública.
Tanto en el orden político como en el administrativo y eco-
nómico, así en la dirección de las empresas militares como en
el impulso dado á la industria y al comercio y hasta á la cultura
general, las principales reformas introducidas en tiempo de los
Reyes Católicos son en su mayor parte anteriores á 1492, lo
cual es casi tanto como decir que en este año habían podido
ya apreciarse sus resultados.
Desde las Cortes de Madrigal de 1476, convocadas, según in-
genuamente dice Hernando del Pulgar, «para dar orden en
aquellos robos e guerras que en el reino se facian», se había tra-
tado con el establecimiento y organización de la Santa Herman-
dad, de poner término al estado de anarquía, resultado de los
desórdenes pasados. Ue entonces data la reorganización, ó mejor
dicho, la resurrección de la administración de justicia, nula en
absoluto en el reinado anterior, por carecer de fuerza el poder
central para hacer ejecutar sus fallos.
Había sido frecuente en Castilla, durante la Edad Media, el
establecimiento de hermandades ó confederaciones políticas
entre los pueblos, que, por regla general, tenían por objeto velar
por la conservación de los fueros y privilegios de los asociados.
La hermandad establecida por los Reyes Católicos se diferenció
radicalmente de las anteriores, en que lejos de limitarse á al-
gunas ciudades abrazó los reinos de Castilla y de León, exten-
diéndose después á Galicia, Toledo, Andalucía, y últimamente
á Aragón, es decir, que fué general, y además, que por la forma
especial dada á su organización, en vez de servir de instrumento
de resistencia al poder real, como había ocurrido muchas veces,
fué, por el contrario, su principal apoyo en la obra de someter
la nobleza y afirmar sobre sólidas bases el orden en el Estado.
En las Juntas que los Procuradores de Castilla celebraron en
Madrigal en 1476, y que prosiguieron en Cigales y Dueñas,
acordóse que cada cien vecinos contribuyeran con diez y ocho
mil maravedises para mantener un hombre de á caballo, orga-
nizándose por este medio una fuerza de dos mil hombres, á la
— II — •
que se dio por general al Duque de Villahermosa, hermano
bastardo del Rey. Esta milicia, con sus oficiales, estaba siempre
dispuesta á acudir á donde era llamada, de modo que además de
mantener la seguridad en los caminos y perseguir á los malhe-
chores, formaba una especie de ejército permanente que servía
para tener á raya á los poderosos amigos de turbulencias. Tam-
bién, en distintas ocasiones, prestaron auxilios de consideración
á los Reyes; pagando además de la contribución acostumbrada,
subsidios extraordinarios para ayuda de los enormes gastos que
ocasionaba la guerra de Granada.
La Hermandad subsistió en esta forma hasta 1498, en que res-
tablecidos el orden y el sosiego, revestida de la fuerza compe-
tente la justicia ordinaria, consideraron los Reyes que habían
desaparecido las razones á que se debía su establecimiento. En
1492, por tanto, la encontramos en pleno vigor, siendo la encar-
gada de guardar los caminos y de impedir los actos de bandidaje
á que al abrigo de sus fortalezas eran tan aficionados algunos
señores. Harto habían conocido éstos que la nueva organización
de la Hermandad había de servir de freno á sus demasías, cuando
en cierta ocasión, acaudillados por el Duque del Infantado, di-
rigieron una enérgica representación á los Reyes pidiéndoles
que la abolieran. Pero toda resistencia era inútil, y desde que el
Conde de Haro, uno de los señores que poseían más extensos
dominios en el norte de España, introdujo en sus tierras la Her-
mandad, muchos nobles imitaron su ejemplo, alcanzando de este
modo aquella institución desarrollo mucho más grande que el
que en un principio se le había querido dar.
Mucho más importantes que las Cortes de Madrigal y que
todas cuantas se celebraron en tiempo de los Reyes Católicos,
fueron las de Toledo de 1480, donde, según la pintoresca frase
de un contemporáneo, «se hicieron las leyes y las declaratoriasr
todo tan bien mirado y ordenado que páresela obra divina para
remedio y ordenación de las desórdenes pasadas» ([). No pare-
cerá exagerado este elogio después de leer el Ordenamiento de
(i) Galindez de Carvajal, Anales breves en la Colección de documentos inéditos^
t. XVIII, 267.
— 12 —
estas famosas Cortes (i), antes habrá que reconocer con el eru-
dito académico encargado de coleccionar y ordenar los cua-
dernos de Cortes, que las de Toledo de 1480 bastarían para
acreditar á los Reyes de sabios legisladores y hacerlos dignos
de eterna fama.
Adviértese desde luego en el Ordenamiento citado, la omisión
de los nombres de los grandes del reino, así prelados como ca-
balleros, que rodeaban el trono, omisión que no parece casual
sino muy meditada, al más reciente de los historiadores de nues-
tras antiguas Cortes, pues desterrar la antigua fórmula «estando
y conmigo» tiene gran analogía con la abolición de los privilegios
rodados, para demostrar que la potestad real no necesitaba la
confirmación de los prelados y altos dignatarios (2). Por lo de-
más, á estas Cortes asistieron del brazo de la nobleza cuantos
pudieron venir, y los que no concurrieron, mandaron su parecer
por escrito en materia para unos y otros bien poco agradable,
pues se trataba de revocarles las mercedes que injustamente
les habían sido otorgadas á favor de las turbulencias del rei-
nado anterior.
Del brazo popular fueron llamados los Procuradores de las
ciudades y villas, «que suelen enviar Procuradores de Cortes en
todos nuestros reinos», como dicen los Reyes en el preámbulo
del Ordenamiento. Eran éstas diez y siete en total, que Her-
nando del Pulgar enumera en su Crónica en el orden siguiente:
Burgos, León, Ávila, Segovia, Zamora, Toro, Salamanca, Soria,
Murcia, Cuenca, Toledo, Sevilla, Córdoba y Jaén, que eran las
ciudades; y las villas de Valladolid, Madrid y Guadalajara, «que
son las que acostumbran continuamente enviar Procuradores á
las Cortes que facen los Reyes de Castilla é de León» (3).
Este punto de las ciudades y villas que tenían representación
en Cortes, dista mucho de estar tan claro como de las palabras
de Hernando del Pulgar parece deducirse. Menos de un siglo
antes de estas Cortes de Toledo, en las de Madrid de 1391, en-
(i) Puede verse íntegro en las Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, t. iv,
109, publicadas por la Academia de la Historia.
(2) Colmeiro, Cortes de León y de Castilla. Introd., t. ii, 52.
(3) Crónica de los Reyes Católicos, part. 11, cap. xcv.
— 13 —
contramos los Procuradores de cuarenta y nueve ciudades y
villas, y todavía en las de Valladolid de 1440 no está limitado
el número de ciudades y villas representadas como, según el
testimonio de Pulgar, se hizo después.
Nada puede dar idea tan completa de las enormes proporcio-
nes que alcanzó el desorden y la anarquía en tiempo de En-
rique IV, como la situación miserable á que en su tiempo se vio
reducida la hacienda real. La insensata prodigalidad de aquel
monarca había mermado en tal manera las rentas de la Corona,
que al reunirse las Cortes de 1480 apenas llegaban á 30.000
ducados, cantidad muy inferior á la que disfrutaban algunos
particulares, y desde luego insuficiente para sostener el estado
real. El descrédito en los últimos años del reinado de Enri-
que IV era tan grande, que los albalaes ó vales de renta real,
situados sobre las alcabalas y demás impuestos, se vendían úni-
camente por lo que importaba el rédito de un año. Los apuros
del monarca fueron de tal suerte, que, según testimonio de un
contemporáneo, llegó á carecer hasta de lo necesario al mante-
nimiento de su persona (i).
En diferentes ocasiones los Procuradores en Cortes habían
hecho enérgicas representaciones con motivo de la prodigalidad
del Rey, alcanzando de éste una revocación solemne de cuan-
tas mercedes y donaciones había hecho desde 1464, ó sea desde
el principio de las turbulencias que ya no cesaron hasta el fin de
su reinado, mandando que «si tales cartas paresciesen, sean obe-
decidas y no cumplidas por los concejos y personas á quien se
dirijan». Imposible sería citar testimonio más elocuente del
grado de rebajamiento á que había llegado el poder real que
esta disposición de Enrique IV.
Conviene, sin embargo, tenerle presente, así como el carácter
ilegal de toda enajenación de las rentas de la Corona, para com-
prender que el acuerdo de las Cortes de Toledo, de revocar las
mercedes injustamente concedidas en el reinado anterior, lejos
(i ) Suma de ¡os Reyes de Espafia, escrita en Italia en 1492 . y dedicada al rey D. Fer-
nando de Ñapóles. Manuscrito de la Academia de la Historia citado por Clemencin.
Dice que D. Enrique á fines de su reinado, fué venido en tanta pobreza y necesidad, que
muchas veces le faltaba para el mantenimiento de su persona.
— 14 —
de ser una medida de carácter revolucionario, fué por el con-
trario eminentemente conservadora. Pero á pesar de lo man-
dado siguió el desorden, siendo para todos letra muerta la re-^
solución de un monarca que carecía de fuerza hasta para hacer;
respetar su persona.
Los apuros de la Corona venían en último término á caer en
una ú otra forma sobre los pueblos, lo cual explica la laudable
constancia con que los Procuradores no cesaban de pedir siem-
pre que eran convocados en Cortes, que se anularan las merce-
des hechas sin justificación bastante. Viéronse realizados sus
deseos en 1480, en que los Reyes, de acuerdo con los prelados
y grandes, á quienes se convocó por llamamiento especial, como
antes he dicho, con intervención del confesor de la Reina, Fray
Hernando de Talavera, que por sus virtudes y autoridad;
inspiraba á todos confianza, llevaron á cabo la deseada reforma.'
Hízose ésta con tal espíritu de justicia, que muchos prelados,*
y algunos de los nobles que gozaban de más favor con los Re-
yes, hubieron de volver á la Corona parte considerable de las
rentas que disfrutaban.
El estado comparativo que se formó de las mercedes que se
pagaban y de las que quedaron por virtud de la reforma, se de-
signa con el nombre de Libro de las Declaratorias de Toledo,,
y de su examen resulta que las sumas que produjeron para el
Erario las reformas de Toledo ascendieron á 30 cuentos de ma-
ravedises, y así también lo asegura el escritor Hernando del
Pulgar, uno de los comprendidos en ellas, no obstante el puesto
de confianza que tenía cerca de los Reyes. Sumando estos
30 cuentos de maravedises , á los 30.000 ducados escasos que
antes de la reforma importaban las rentas reales, resultan
40 millones de maravedises, cantidad en que pueden calcularse
las rentas de la Corona hasta 1480. A partir de esta fecha, el
aumento que se produjo, gracias al orden introducido en la Ad-
ministración, fué tan rápido, que en 1504, año de la muerte de
Isabel la Católica, ascendía á cerca de 342 millones de marave-
dises, ó según el cómputo de Clemencín, más de 26 millones de
reales, aumento muy notable, aun teniendo en cuenta la con-
quista del reino de Granada.
Entre las primeras y principales providencias adoptadas por
— I
los Reyes para conseguir tan brillantes resultados, hay que
contar la que se refiere á la acuñación y circulación de la mo-
neda. Cuando Enrique IV entró á reinar había en sus Estados
cinco casas de moneda, donde se labraba la necesaria para las
transacciones, con garantías bastantes respecto á la ley y al peso,
mas los nobles no tardaron en arrancarle permiso para tener sus
casas de moneda, llevando el monarca su criminal abandono en
esta parte hasta el punto de conceder licencia en el término de
tres años para establecer hasta 150 casas de moneda. No hay
que decir que el reino se inundó de numerario de baja ley, que
con sobrada razón nadie quería recibir, pues las oscilaciones en
el valor de las piezas así acuñadas eran tan enormes, que no
había medio de calcularlas "ni preverlas. «Las gentes, dice un
testigo de tales calamidades, non sabian qué hacer, nin cómo
vivir, y por los caminos non hallaban qué comer los caminantes
por la moneda que nin buena nin mala, nin por ningún precio
non la tomaban los labradores; tanto eran cada dia de las mu-
chas falsedades engañados, de manera que en Castilla vivían
las gentes como entre guineos, sin ley y sin moneda, dando pan
por vino, y así, trocando unas cosas por otras» (i). Reclamaron
enérgicamente los pueblos, pidiendo por medio de sus Procu-
radores que se pusiera término al diluvio de moneda falsa; pero
¿qué remedio podían esperar de un Rey que daba ejemplo de
su falta de escrúpulos, siendo el primero de los monederos fal-
sos de su reino? Los testimonios que dan fe de hecho tan grave,
son de aquellos que no dejan lugar á duda. Según el mismo
autor citado, la manera que tenía el Rey de atender las justas
reclamaciones de los Procuradores era, no sólo tolerar, sino
mandar labrar moneda falsa, suceso que confirma Alonso de
Palencia, que como testigo presencial, asegura que Enrique IV
mandó al Conde de Benavente que labrara en Villalón moneda
de plata y cobre de baja ley y muy mala.
Harto conocían los Reyes que sin una buena circulación, la
vida del comercio, y hasta la satisfacción de las más rudimen-
tales necesidades de toda sociedad era imposible, para dejar
que se prolongase tal estado de cosas. Desde 1476, en las Cor-
(l) Fr. Liciniano Sáez, Tratado de las monedas de Enrique /V, citado por Clemencín.
— lo-
tes de Madrigal, acudieron á aplicar enérgicos remedios á mal
tan grave. Suprimiéronse todas las fábricas de moneda falsa
autorizadas por su predecesor, no dejando más que las cinco
casas de moneda que de antiguo solía haber, las cuales estaban
en Burgos, Toledo, Sevilla, Segovia y la Coruña. Más ade-
lante se agregó á éstas la de Granada. Fijóse la proporción de
los metales preciosos entre sí, y con la moneda de vellón, ter-
minando y completando esta serie de disposiciones con la re-
cogida de esta última para fundirla de nuevo con arreglo á lo
mandado en las Ordenanzas. Esto último, sin embargo, no se
llevó á cabo hasta 1497.
Puesto orden en la Hacienda, seguros los Reyes de poder
hacer sentir su poder en toda la Monarquía, acudieron á resta-
blecer y vigorizar la administración de justicia, que andaba á
su advenimiento al trono completamente perdida. Ya en las
Cortes de Madrigal de 1476, pero más principalmente en las de
Toledo de 1480, dictaron los Reyes, de acuerdo con lo solici-
tado por los Procuradores, multitud de leyes y reglamentos, que
forman parte principal de las reformas legislativas de su reinado.
La reorganización del Consejo Real, en cuya constitución se
dio gran mayoría á los Letrados, contra lo que se había practi-
cado anteriormente, data de esta época, así como la de la Chan-
cillería ó Tribunal Supremo de lo civil, dándole residencia fija
en Valladolid, en vez de llevarle y traerle de un lado para otro,
lo cual ocasionaba gastos y trastornos sin cuento á los litigan-
tes. Establecióse la visita semanal de los jueces á las cárceles,
obligándoles á dar cuenta del número de presos con expresión
de la causa porque lo estaban; mandóse á los Jueces despachar
brevemente las causas, y á fin de que los acusados en ningún
caso pudieran carecer de defensa, se instituyó el abogado ó
defensor de pobres, con obligaciones análogas á las que tiene
al presente.
Tantas y tan grandes novedades en la legislación, que venían
á agregarse al enmarañado fárrago de las leyes existentes, su-
girieron, como era natural, á la Reina, la idea de reunir en un
solo código la serie innumerable de disposiciones vigentes, cuyo
número y confusión eran tan grandes, que por punto general
fallaban los jueces á su arbitrio, seguros siempre de que si fal-
— 17 —
taban á alguno de los textos legales, otro habría cuya letra ó
cuyo espíritu abonase su resolución. De antiguo databan en
Castilla las quejas de los Procuradores, pidiendo que de alguna
manera se tratara de poner remedio á un estado de cosas que
hacía interminables los pleitos, y sólo servía para inspirar des-
confianza en la justicia. Fernando el Santo, y más especial-
mente su hijo Alonso el Sabio, habían querido reunir en un
código las diferentes colecciones legales, y á este efecto com-
piló el último las Partidas que llevan su nombre; mas no supo ó
no pudo ponerlas en vigor, de modo que en la práctica, en vez
de cesar los males de que se quejaban los pueblos, casi puede
decirse que aumentaron.
En vano pidieron los Procuradores á Don Juan II y á su su-
cesor Enrique IV, que se hiciera una compilación legal que
viniera á poner orden en aquel caos. Uno y otro monarca, lle-
nos de buen deseo, llegaron á mandar, en efecto, que así se
hiciera; mas no era empresa esta para llevarla á cabo en medio
de la inseguridad y continuas mudanzas de aquellos tiempos
turbulentos. El Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real ó
de las Leyes, las Partidas y los Fueros municipales, con todo
lo mandado y establecido por los Reyes en Cortes en la reso-
lución de los asuntos que ocurrían, seguían siendo, al reunirse
las Cortes de Toledo de 1480, las diversas fuentes del derecho
que regía en Castilla. Muchas de estas leyes, según observa el
Dr. Alonso Díaz de Montalvo: «habían sido revocadas é otras
limitadas é interpretadas, é otras por contrario uso é costum-
bres derogadas, é algunas parescen diferentes é repugnantes de
otras» (i).
Para poner término á tal confusión, dieron los Reyes al autor
que acabo de citar, famoso jurisconsulto, Oidor de su Audien-
cia y de su Consejo, la comisión de formar un código general,
siendo éste el origen de las célebres Ordenanzas Reales, cuya
primera edición, que con gran lujo de detalles describe Cle-
mencin, se publicó en Huete en 1484. No fué Montalvo tan
venturoso como diligente en su empresa, una vez que no mu-
chos años después, en las Cortes de Valladolid de 1523, decían
(i) Montalvo, Prólogo de las Ordenanzas reales.
— i8 —
los Procuradores que «las leyes del Fuero y Ordenamientos
no estaban bien e juntamente compiladas, y las sacadas por
ordenamiento de leyes que juntó el Dr. Montalvo, estaban
corrutas e no bien sacadas» (i).
Ordenaron los Reyes, sin embargo, que el libro de Montalvo
se tuviera en todos los pueblos de doscientos vecinos arriba, y
por él mandaron determinar todas las cosas de justicia para cor-
tar los pleitos, según asegura el cura de los Palacios, autor coetá-
neo. Todavía la insuficiencia del Ordenamiento motivó nuevas
disposiciones, que más adelante se reunieron en un volumen
por Juan Ramírez, y que se llama el libro ó colección de las
Pragmáticas. Pero esto no se hizo hasta principios del siglo si-
guiente, de modo que en 1492, las Ordenanzas de Montalvo
eran la principal recopilación de leyes por que se regían los en-
cargados de administrar justicia.
En su celo por el bien público no vacilaron los Reyes en re-
sucitar la antigua costumbre de asistir en persona al tribunal, de
acuerdo con lo mandado por las antiguas leyes de Castilla, y
que reprodujeron las Ordenanzas de Montalvo. Prescindiendo
de la conveniencia que de esto pueda resultar y dejando á un
lado si conviene más al oficio y dignidad de los Reyes, cuidar
de que los jueces administren justicia, que administrarla por sí
mismos, en el estado de la ley, entonces, era ésta una carga que
se imponía al monarca, é Isabel dio siempre á los demás ejem-
plo de su observancia. «Liberal se debe mostrar el Rey, decían
las Ordenanzas (2), en oir peticiones é querellas á todos los
que á su Corte viniesen á pedir justicia Por ende ordena-
mos de Nos asentar á juicio en público dos días en la semana
con los de Nuestro Consejo é con los alcaldes de nuestra Corte,
é estos días sean lunes é viernes, el lunes á oir las peticiones, é
el viernes á oir á los presos segund que antiguamente está orde-
nado por los Reyes nuestros predecesores.»
Véase cómo describe Fernández de Oviedo en sus Quin-
cuagenas el ceremonial con que la reina Isabel desempeñaba
estas funciones.
(i) Cortes de Valladolid de 1523, Petición 56.
(2) Libro II, tít, i.o, ley I.*
— 19 —
«Acuerdóme — dice — verla en aquel alcázar de Madrid con el
Católico rey D. Fernando V, de tal nombre, su marido, senta-
dos públicamente por tribunal todos los viernes, dando audien-
cia á chicos é grandes, cuantos querían pedir justicia: et á los
lados en el mismo estrado alto (al cual subían por cinco ó seis
gradas), en aquel espacio, fuera del cielo del dosel, estaba un
banco de cada parte, en que estaban sentados doce oidores del
consejo de la justicia, é el presidente del dicho consejo real, é
de pies estaba un escribano de los del consejo, llamado Casta-
ñeda, que leía públicamente las peticiones ; é al pie de las di-
chas gradas estaba otro escribano de cámara del consejo, que
en cada petición asentaba lo que se proveía. E á los costados
de aquella mesa, donde esas peticiones paraban, estaban de pie
seis ballesteros de maza, é á la puerta de la sala desta audien-
cia real estaban los porteros, que libremente dejaban entrar, é
así lo tenían mandado, á todos los que querían dar peticiones.
Et los alcaldes de corte estaban allí para lo que convenía ó se
había de remitir ó consultar con ellos. En fin, aquel tiempo fué
áureo é de justicia ; é el que la tenía, valíale. He visto que des-
pués que Dios llevó esa sancta Reina, es más trabajoso nego-
ciar con un mozo de un secretario, que entonces era con ella,
é su consejo, é mas cuesta.»
No era peculiar de la legislación de Castilla el disponer que
el monarca en persona administrase justicia, y aun en este reino,
la asistencia del soberano, alguna vez al tribunal, es anterior á
D. Alonso el Sabio y D. Juan I, los cuales habían dictado disposi-
ciones á este efecto. Las leyes catalanas y aragonesas contienen
preceptos análogos, y si dirigimos la mirada fuera de España,
¿quién no recuerda la encina á cuya sombra administraba justi-
cia San Luis, rey de Francia, y el nombre del Tribunal Supremo
de Inglaterra, que aun hoy sigue llamándose. Tribunal del banco
del Rey ó de la Reina, y eso que hace ya siglos que no concu-
rre el monarca, como solía en otro tiempo, á presidirlo? Este
resto del gobierno patriarcal se encuentra en la Edad Media
en todas partes, y fácilmente se comprende que por la turbación
de los tiempos y el predominio que la falta de seguridad daba
á los poderosos, no se considerase la jurisdicción delegada con
fuerza bastante para administrar recta é imparcialmente justicia.
— 20
El Rey, además de ser la más alta representación de la jus-
ticia, debía administrarla por sí mismo, porque era la única ga-
rantía que encontraban los vasallos para esperar que, siquiera
alguna vez, ese principio de justicia pudiera alcanzarles en una
medida equitativa.
La Reina Católica, guiándose en esto, como en todo, por los
sentimientos bondadosos y humanitarios que la hacen tan sim-
pática á la posteridad, quiso por sí misma acudir al remedio de
los males de que entonces todo el mundo se quejaba, y de los
cuales ella misma había podido ser testigo, ó sea de la corrup-
ción de los jueces y aun más que de la corrupción de los jue-
ces, de la ausencia total de rectitud en jueces y tribunales para
fallar los pleitos que ocurrían.
Solía suceder que el más poderoso llevaba la ventaja, y, so-
bre todo, que habiendo un rico que pleiteara con un pobre, el
rico, aun en cuestiones, no ya civiles sino criminales, solía acu-
dir al fácil expediente de la composición, ó sea ofrecer una
gran cantidad, y con ella, so pretexto de que se aplicaba á la
guerra de los moros, se le absolvía.
En tiempo de la Reina Católica estos abusos cesaron, si no
de raíz, que tal maravilla ni entonces ni nunca pudo verificarse,
por lo menos en gran parte. Cítase entre los casos notables juz-
gados por la Reina y que demuestra cuanto venimos diciendo,
el de cierto caballero de Lugo, llamado Alvar Yáñez, que era
uno de los vecinos más ricos de Medina del Campo y de todo
el reino, según demuestra el hecho siguiente:
Obligó este caballero á un escribano de Medina del Campo,
donde él residía, á otorgar una escritura falsa, en la cual fin-
gíase la cesión de unos bienes, y luego para mejor asegurar el
secreto no encontró medio más eficaz que matar al escribano
y enterrarle en su propia casa. Por cierto que los autores de la
Historia de la Legislación dicen, hablando de este delito, que
era de fácil reparación (Risas) ; pero, en fin, trátase de un es-
cribano, y son dos abogados los autores de la obra, ellos sabrán
por qué lo dicen (i).
(i) Marichalar y Manrique, Ilisioria de la Legislación y recitaciones del Derecho civil
de España, t. ix, pág. 15.
— 21 —
No pareció de tan fácil reparación, ni á la viuda del escribano
ni á la misma reina Isabel. Quejóse aquélla, como era consi-
guiente, á la Reina de lo sucedido, hiciéronse pesquisas y se
llegó fácilmente al descubrimiento del crimen. Compareció
el acusado ante el tribunal de los Reyes, tal como lo describe
Gonzalo Fernández de Oviedo en el párrafo que antes he ci-
tado, confesó su delito y ofreció, si le perdonaban, dar 40.000
doblas de oro, suma á que no llegaban, antes de las revocacio-
nes de Toledo, las rentas de la Corona. Hay que tener en cuenta
que la dobla de oro era cerca de nueve duros de la moneda
actual, y dada la diferencia en el valor de la moneda de enton-
ces á la de hoy, se puede calcular la enorme suma que repre-
sentaba entonces aquella cantidad. La Reina, sin embargo, á
pesar de lo apuradísimo que andaba el Tesoro por las continuas
exigencias dé la guerra, no sólo no admitió en absoluto la com-
pensación ofrecida por el delincuente, sino que además de ha-
cerle condenar á perder la vida, no quiso que se aplicaran sus
bienes, como hubiera correspondido, á la Corona, sino que dis-
puso que se les diera á los parientes más próximos del acusado,
para que de este modo no pudiera caber la sospecha de que era
el interés el que la había guiado al dictar la sentencia.
Fácil sería multiplicar los ejemplos para hacer ver lá entereza
y energía que en todo tiempo desplegaron los Reyes cuando se
trataba de hacer prevalecer su autoridad, no vacilando, á pesar
de su piedad bien conocida, en oponerse al mismo Pontífice en
defensa de las prerrogativas y regalías de la Corona; no permi-
tiendo la menor intrusión del Papa en la provisión de los prin-
cipales cargos y dignidades eclesiásticas. Las invasiones ponti-
ficias databan en Castilla de época relativamente moderna si se
compara con otros reinos, como lo comprueba el hecho de que
aun el ritual romano tardó mucho más en ser admitido en sus
iglesias que en el resto de Europa. Desde el siglo xiii, sin em-
bargo, después de la publicación del Código de las Partidas, al
ponerse en vigor de manera permanente las máximas de las
Decretales, comenzaron los tribunales eclesiásticos á arrogarse
atribuciones que conocidamente eran de los legos, con lo cual
multiplicáronse las apelaciones á Roma, y los Papas, no sólo
llegaron á disponer de los beneficios inferiores, sino que poco
22
á poco trocaron el derecho de confirmación para ios obispados
y dignidades mayores en el de hacerlos nombramientos.
Varias veces se habían quejado las Cortes de esta intrusión,
hasta que en tiempo de Enrique IV consiguieron una bula con-
tra la provisión de beneficios eclesiásticos en extranjeros; mas
con bula y todo siguió el mal, subsistiendo hasta que en este
reinado llegaron la Corona y el Papa á encontrarse frente á
frente en dos distintas ocasiones ; me refiero á la provisión de
los obispados de Tarazona y de Cuenca, siendo este último tan
violento que llegaron á interrumpirse las relaciones entre los
Reyes y el Pontífice. Cedió éste al cabo, sobre todo, merced á
la amenaza de los monarcas de convocar un concilio, termi-
nando el conflicto con la publicación de una bula en que el
Papa se obligaba á proveer las dignidades mayores de la Igle-
sia en los naturales propuestos por los Reyes.
En las apelaciones propias del poder temporal, pero que de
antiguo venían haciéndose indebidamente á la corte romana,
como antes he dicho, no se mostraron menos enérgicos y celo-
sos de su autoridad. Dígalo si no lo ocurrido en 1491, en que
habiendo admitido la Chancillería de Valladolid apelación al
Papa en asunto que caía bajo la jurisdicción ordinaria, fué tal
la indignación de la Reina, que destituyó al Presidente, que
era el Obispo de León, haciendo lo mismo con todos los oi-
dores, y reemplazándoles con otros más celosos de la juris-
dicción real.
La incorporación de los maestrazgos de las Órdenes de caba-
llería á la Corona, que si bien no se había realizado completa-
mente en 1492, ya entonces se había concebido y comenzado á
poner por obra, fué otro de los sucesos que más contribuyeron
á establecer de manera permanente el predominio del poder
real sobre los nobles. Los maestrazgos de las Órdenes, por el
mando que conferían sobre una milicia organizada y aguerrida,
sujeta á obediencia pasiva y unida por el fuerte vínculo de la
comunidad de intereses, eran cargos de tal importancia que bien
podían medirse con el monarca, los llamados á desempeñarlos.
Al comenzar el reinado de Fernando é Isabel las rentas de la
Orden de Santiago, que ascendían á sesenta mil ducados, eran el
doble de las de la Corona, y las de Alcántara y Calatrava, con
— 23 —
ser muy inferiores á las primeras, también eran más cuantiosas
que las de los Reyes, pues ascendían, respectivamente, á cua-
renta y cinco y cuarenta mil ducados. No es extraño que la je-
rarquía superior de las Órdenes militares fuera tan codiciada, y
que entre las muchas causas de discordias intestinas que hubo
en Castilla en los revueltos tiempos de Juan II y Enrique IV,
ninguna las produjera tan grandes como la provisión de estos
cargos.
Por todas estas razones, mucho antes de que hubiese termi-
nado la guerra de Granada, y puede decirse, aun antes de que
comenzara el ataque formal y definitivo contra aquel reino, ya
habían concebido los Reyes el designio de incorporar á la Co
roña los maestrazgos. La única intervención que en los asuntos
de las Órdenes habían tenido desde un principio los soberanos,
era el derecho que siempre habían conservado de aprobar la elec-
ción del Capítulo, dando posesión al elegido en la forma cono-
cida de presentarle el estandarte. Ampliaron sus atribuciones
los Reyes Católicos desde que subieron al Trono, tomando parte
activa en las deliberaciones que para el régimen interior cele-
braban los comendadores, y, por último, cuando en 1476 quedó
vacante el maestrazgo de Santiago, la Reina con aquel ardi-
miento y energía que solía poner en la realización de sus de-
signios, sabedora que estaba reunido el Capítulo en Uclés para
elegir nuevo maestre, montó á caballo, que era su manera usual
de viajar, y desde Valladolid, donde se hallaba, salió á toda
prisa para la villa citada, llegando á tiempo de convencer á los
allí congregados de la conveniencia de nombrar al rey D. Fer-
nando para el cargo de maestre, única manera de poner término
definitivamente á las discordias interiores que inevitablemente
renacerían confiando á un particular poder tan formidable. To-
davía accedió el Rey Católico á nombrar á uno de los candida-
tos, que fué D. Alonso de Cárdenas, mas ya ala muerte de éste,
ocurrida en 1499, volvió el maestrazgo á la Corona, de donde no
debía salir. Otro tanto ocurrió con la orden de Calatrava en 1487
y con la de Alcántara en 1494.
El desarrollo de las fuerzas vivas del país, de su prosperidad
y su riqueza, fué constantemente objeto de la solícita atención
de los Reyes. He citado ya algunas de las disposiciones que dic-
— 24 —
taron al subir al trono, y que en las Cortes de Madrigal de 1476,
en las de Toledo de 1480 y en multitud de pragmáticas de años
posteriores tuvieron el necesario complemento. Algunas de
las erróneas ideas que entonces pasaban como incontrover-
tible axioma, aparecen, como no podía menos de suceder, en
la política económica de los Reyes. De éstas, la más universal-
mente admitida y que andando el tiempo había de ser causa de
inmensos perjuicios, era la que consideraba como fuente única
de riqueza la posesión de los metales preciosos, y como medio
más eficaz de poseerlos en abundancia, prohibir, bajo las más se-
veras penas, su exportación. No fueron ciertamente los Reyes
Católicos los primeros que, accediendo á las súplicas de los Pro-
curadores, dictaron la prohibición de exportar oro y plata en
cualquier forma, que se lee en los cuadernos de Cortes de 1480.
Mucho antes que ellos, desde el siglo anterior, así se había dis-
puesto, de modo que esta repetición, si algo prueba, es que la
ley no se cumplía, como tampoco había de cumplirse en lo su-
cesivo. Fué necesario el transcurso de siglos para que los pue-
blos se convenciesen de que el legislaren esta materia era tanto
como pretender poner puertas al campo. No se les ocurría que,
á pesar de todas las prescripciones legislativas, ó había que su-
primir el comercio con las demás naciones, en absoluto, ó de te-
nerlo, había inevitablemente de suceder, que si exportábamos
más de lo que importábamos, el numerario vendría de fuera á
saldar la diferencia; mas cuando ocurriese lo contrario, no sería
posible impedir que á nuestra vez saldáramos el déficit por
idéntico procedimiento.
Todavía, mientras no vino la plata del Nuevo Mundo, los per-
juicios de la prohibición de exportarla, con ser grandes, eran
llevaderos. Mas cuando pasados algunos años de éste de 1492,
fué sensible el aumento de los metales preciosos por las reme-
sas que llegaban de Indias, se produjo una situación verdadera-
mente intolerable. De una parte, las leyes suntuarias limitaban
con mucho rigor el empleo del oro y de la plata en el interior
del reino, mientras que de otra, ni una sola vez se reunían las
Cortes que no se reiterase con redoblada severidad la prohibi-
ción de exportar aquellos metales, cuya abundancia y aglome-
ración en nuestro mercado produjo perturbación profunda y á
2^ —
la larga incalculables daños. Pero, en fin, en esto más respon-
sabilidad que los Reyes Católicos tuvieron sus sucesores, los
cuales tenían á la vista los resultados de la experiencia que
aquéllos apenas pudieron conocer.
Fuera de esta cuestión importantísima del oro y de la plata, el
criterio que predomina en la política arancelaria y. económica
de este tiempo, no obedece á principios definidos, es, ante todo,
empírico, ó mejor diríamos, oportunista, con tendencia liberal
muy marcada, que se había de echar mucho de menos en los
reinados posteriores. Así encontramos, por ejemplo, al lado de
una real carta prohibiendo por dos años la introducción de pa-
ños en la ciudad de Murcia, para fomentar la ganadería y los que
en ella se fabricasen, expresando que por la introducción de
paños de fuera se habían ido de la ciudad muchos fabricantes, y
que de las cincuenta mil ovejas que había apenas quedaban ocho
ó diez mil; encontramos, digo, disposiciones tan liberales como
la franquicia absoluta de derechos concedida á la introducción
de libros extranjeros, la supresión de los portazgos, servicios y
montazgos que pesaban sobre los ganados trashumantes, y el
paso libre de ganados, mantenimientos y mercaderías entre los
reinos de Castilla y Aragón. De 1491 data la franquicia conce-
dida á los marineros de Palos en premio y para estímulo de su
aplicación al comercio, y la pragmática importantísima orde-
nando que los ingleses y demás mercaderes extranjeros que
introduzcan géneros en los dominios de Castilla, lleven preci-
samente los retornos en productos y artículos del país. Dispo-
sición esta última, cuya conveniencia salta á la vista, pero en
cuyc cumplimiento no debió haber mucho rigor, ya que en el
espacio de pocos años la encontramos repetida dos veces. La
concesión de monopolios era plaga bastante frecuente , como
demuestra una pragmática de este año de 1492 prohibiendo las
tiendas y mesones exclusivos, así como ordenando el desestanco
de los comestibles, del calzado y otros efectos.
He citado ya la liberal concesión de franquicia á la introduc-
ción de libros. Los monarcas anteriores , considerando cuan
provechoso era introducir en estos reinos «libros de otras par-
tes para que con ellos se ficiesen los hombres letrados», los ha-
bían eximido del pago de alcabala. Los Reyes Católicos fueron
— 26 —
más allá, y atendiendo, como dicen las Cortes de Toledo, á que
la introducción de libros buenos «redunda en provecho univer-
sal de todos é ennoblescimiento de nuestros reinos», extendie-
ron la exención á todos los demás derechos, como almojari-
fazgo, diezmo y portazgo, es decir, que no pagaban nada, ya
viniesen por mar ó por tierra. Desgraciadamente, algún tiempo
adelante ya no fué así; pero en los últimos años del siglo xv se
daban tales facilidades, no sólo á todo el que quería introducir
libros, sino también á cuantos querían establecer imprentas,
que, dice Clemencin, el número de éstas fué mayor en los ocho
últimos años del siglo xv que en los primeros del actual.
No era posible que el noble celo por el desarrollo de la ri-
queza que manifiestan todas las medidas á que sumariamente
queda hecha referencia, dejara de hacer sentir sus efectos, am-
pliando y dilatando la esfera de acción de nuestros comercian-
tes é industriales. En la cédula de creación del consulado de
Burgos, que data de 1494, se habla de los cónsules y factores
que los mercaderes castellanos tenían en el Condado de Flan-
des, en Londres, Nantes, La Rochela y Florencia, á todos los
cuales se manda que envien anualmente á la feria de Medina
del Campo cuenta de los gastos comunes, donde debían exami-
narla dos mercaderes de Burgos y otros dos nombrados por las
demás ciudades del reino (i).
La Llana de Burgos, la Costanilla de Valladolid y las Gradas
de Sevilla y de Medina eran los lugares más famosos en las res-
pectivas ciudades como centros de contratación. Medina del
Campo, especialmente, era la plaza principal del tracto y fe-
rias de toda España^ según expresión textual de Gonzalo Fer-
nández de Oviedo , escritor coetáneo de quien tomamos estas
noticias. De la prosperidad á que por entonces llegó el reino, á
pesar de los enormes sacrificios exigidos por la guerra de Gra-
nada, es buena prueba el gran número de obras de ensanche,
comodidad y ornato de las principales ciudades de la Monar-
quía realizadas en este tiempo, según consta, no sólo por el tes-
timonio de escritores particulares, sino también por multitud
(i) CÍQmQncin, Ilustración XI al reinado de Isabel la Católica. — Pragmáticas de Ra-
— 27 —
de documentos oficiales de autenticidad indiscutible. Álos Re-
yes Católicos se deben las instrucciones para el ornato de Me-
dina del Campo, en que se determina la altura que han de tener
las casas y se dan reglas para el aseo de las calles; las providen-
cias sobre el mismo punto referentes á Madrid, Valladolid y
Sevilla; la curiosa disposición mandando poner relojes públicos
en Madrid y Cádiz, donde la falta de grandes templos que los
tuvieran haría quizá echarlos de menos, y, en fin, las órdenes
sobre el empedrado de Medina, Toledo, Sevilla y Santiago, con
otras muchas semejantes que pueden verse prolijamente enu-
meradas en las colecciones legales de la época.
Dato importantísimo sería, sin duda, poder fijar, siquiera apro-
ximadamente, el número de habitantes de la Monarquía espa-
ñola en este período que podemos considerar como el principio
de su grandeza y apogeo. No ha faltado quien, calculando á ojo
de buen cubero, haya llegado hasta asignarle veinte millones de
habitantes, ó sea más de los que tiene en la actualidad. No hay
que decir que semejante cálculo es exagerado y que no se apoya
en ningún fundamento serio. Respecto á los reinos que compo-
nían la Corona de Castilla, tenemos desde luego un dato impor-
tantísimo y que precisamente se refiere á este año de 1492. Se-
gún el informe dirigido á los Reyes por el contador Alonso de
Quintanilla, acerca del armamento general del reino, de la po-
blación de éste, y del modo en que podría hacerse el empadro-
namiento militar, el total de vecinos de los reinos de Castilla,
León, Toledo, Murcia y Andalucía, sin Granada, era de un mi-
llón y quinientos mil, es decir, entre siete y ocho millones de
habitantes. De Aragón, Valencia, Cataluña y las Provincias
Vascongadas, no hay datos hasta época posterior; pero teniendo
éstos en cuenta, puede decirse que no sumaban arriba de dos
millones, lo cual da un cómputo prudente de diez millones para
la población total de España en 1492 (i).
La marina mercante gozó también, como hemos visto, de
gran favor con los Reyes Católicos, quienes, atentos á fomen-
(i) Véase Agustín de Blas, Origen^ progresos y limiies de la población de España.
Madrid, 1833. — El informe de Alonso de Quintanilla fué publicado porCIemencin en
uno de los Apéndices del tomo vi de las Memorias de la Academia de la Historia.
— 28 —
tarla, dictaron una serie de disposiciones, á algunas de las cua-
les queda hecha referencia. Aun cuando sean posteriores á 1492,
no es posible pasar por alto pragmáticas como la de 1495, en
que para fomentar la construcción de bajeles de grueso porte
se manda abonar como gratificación cien maravedises anuales
por tonelada, á los dueños de barcos que pasasen de seiscien-
tas, independientemente de lo que pudiesen ganar en servicio
de los Reyes; y menos todavía la de 1500, que ha sido compa-
rada, y no sin motivo, con la famosa Acta de navegación pro-
mulgada muchos años después en Inglaterra. Prohibía esta
pragmática cargar mercancías ni víveres en naves extranjeras
habiéndolas nacionales, con el fin de fomentar el comercio y la
construcción naval.
Al amparo de todas estas disposiciones se desarrolló la ma-
rina de tal modo, que antes de finalizar el siglo xv se pudo
mandar, sin que causara gran trastorno, una armada de setenta
naves á la defensa de Ñapóles, amenazada por los turcos; y
cuando D.^ Juana, más tarde D.^ Juana la Loca, fué enviada
á Flandes para casarse con Felipe I, llevó una escuadra á la
cual sólo había de ser superior la «Invencible», por cuanto se
nos dice que podía llevar hasta 20.000 hombres. Aun cuando
rebajemos algo de esta cifra, siempre resulta una flota muy con-
siderable, demostrándose, por consiguiente, que el estado de
nuestra marina mercante era muy floreciente, y que á ello
contribuían y ayudaban, de manera eficacísima, las disposicio-
nes del poder real.
Hasta ahora no hemos hecho más que examinar el estado
interior del reino, estudiándole para mayor seguridad y exacti-
tud en la serie de disposiciones y leyes que se iban dictando,
porque nada hay más auténtico que estas citas para demostrar
el estado particular del país en un momento dado.
Ahora bien, en esta época comenzaron las grandes empresas
que en años posteriores habían de dar á nuestra nación puesto
preponderante en Europa. Claro es que el instrumento indis-
pensable para llegar á tan brillante resultado, lo que principal-
mente había de servir para hacer prevalecer donde quiera nues-
tra política, había de ser necesariamente el ejército. Justo es,
por tanto, que, siquiera brevemente, examinemos también lo
— 29 —
que en tan trascendental asunto hicieron los Reyes Católicos.
Antes de este reinado, y aun en los primeros tiempos de la
guerra de Granada, en 1480, no había, en realidad, idea de lo
que hoy llamamos ejército permanente. La historia de la gue-
rra de la Reconquista es, podemos decir, la relación de una
serie de incursiones que, si bien en momentos determinados
parecían conmover y trastornar todo el imperio musulmán,
penetrando á través de su territorio como Alonso VII en 1147,
que llegó hasta Almería, no son, por punto general, sino corre-
rías, vientos huracanados que pasan arrastrando cuanto se les
opone, y luego todo vuelve á quedar, con poca diferencia, como
antes. Monarcas valerosos, campeones esforzados, intrépidos
caudillos que llevaban su estandarte hasta el corazón del impe-
rio musulmán, por falta de elementos bastantes para dar esta-
bilidad á sus conquistas, veíanse precisados á abandonarlas,
contentándose con ensanchar las fronteras algunas leguas, y
cuando más, agregando al territorio cristiano algunas de las
ciudades y fortalezas más próximas. De aquí la lentitud de la
obra de la Reconquista, que nos hizo emplear setecientos años
en recobrar lo que habíamos perdido en menos de cinco.
Unidas en Fernando é Isabel las coronas de Aragón y de
Castilla, desapareció uno de los principales motivos que en
épocas anteriores habían impedido llevar adelante, de una ma-
nera seguida, la guerra contra los moros. Surgió entonces la
idea, y desde luego dominó de una manera constante, desde el
punto de vista político tanto como del religioso, de acabar defi-
nitivamente con la dominación musulmana en la Península.
La Reina Católica puso todo su corazón en tan noble em-
presa, en la que su marido, si bien no le escatimó la valiosa
ayuda de sus talentos como militar y como político, distaba
mucho de tener empeño tan decidido como ella. La corona de
Aragón tenía el campo de sus conquistas fuera de la Península,
en Sicilia y Ñapóles, por lo que ni en la guerra de Granada ni
en el descubrimiento del Nuevo Mundo, mostró el Rey Cató-
lico interés tan decidido y absoluto como Isabel.
En la guerra de Granada se inició de manera paulatina, y
obedeciendo, más que á principios científicos á las necesidades
del día, una serie de reformas, cuyo resultado había de ser, en
pocos años, dar á nuestro ejército, y especialmente á la infan-
tería, el primer lugar entre todos los de Europa. Antes de este
tiempo, como es bien sabido, la guerra no solía llevarse ade-
lante, obedeciendo al principio positivo y práctico que la in-
forma, á partir del siglo xvi, ó sea que el objeto de la guerra
es ante todo vencer, no demostrar mayor ó menor valor, mayor
ó menor caballerosidad, sino ganar empleando el menor espa-
cio de tiempo y sacrificando el menor número de vidas posible.
Desterróse por efecto del nuevo carácter que necesariamente
tomó la guerra, el sistema tan en boga en los tiempos medios,
de enviar carteles de desafío, citando para día y sitio á dar lo
que llamaban batalla campal, y que á veces no conducía más
que al estéril exterminio de los dos ejércitos, sin que se reali-
zara el objetivo principal que los llevaba á pelear.
En la guerra de Granada todo esto desapareció, llevándose
á cabo con sujeción á un principio fijo y constante, y dados
los medios de que entonces se disponía, haciéndola de una
manera análoga á la que se emplearía hoy, con la diferencia de
tiempo y medios que es consiguiente. Se pensó, ante todo, en
formar una escuadra que privara continuamente de los soco-
rros que pudieran venir de África al enemigo, y se acudió al
procedimiento de talar los campos y destruir las cosechas,
operación en la cual llegaron á emplearse hasta 30.000 hom-
bres. Tratábase de una guerra larguísima, porque sabido es que
sólo en el reino de Granada había entonces más fortalezas y
castillos roqueros que en el resto de la Península. Todo esto
hizo pensar en buscar la manera de llevar á cabo la conquista
sin aventurar la gente á pecho descubierto, á lo cual ayudaba,
si bien no tanto como pudiera creerse á primera vista, el empleo
de la pólvora, entonces de invención reciente. En los primeros
tiempos de la aplicación de la pólvora, y como tales hay que
considerar no sólo los últimos años del siglo xv sino hasta bien
entrado el xvi, su empleo ofrecía tales dificultades, y tantas
veces resultaba completamente inútil, que escritores militares
de esta misma época, como Maquiavelo, llegan á dudar de la
eficacia del invento que tan profunda y completa transforma-
ción había de efectuar en la manera de hacer la guerra.
En una guerra de sitios, claro es que el principal papel está
— 31 - -
encomendado á la artillería, pero era la de aquellos tiempos
tan defectuosa que, en muchas ocasiones, más bien embara-
zaba que favorecía las operaciones del ejército cristiano, por
las dificultades enormes que presentaba el manejo de las piezas
que entonces se usaban.
Aquellas lombardas, algunas de las cuales medían tres ó cua-
tro varas de longitud, á las que no se podía imprimir movi-
mientos verticales y longitudinales, sino que se disparaban ho-
rizontalmente, eran de poca utilidad, puesto que, como Ma-
quiavelo indicaba, el modo de evitarlos daños que pudieran
causar era formar el ejército contrario haciendo claros en las
filas frente á las piezas, y de este modo las descargas no podían
producir daíío alguno.
Pero esto que en campo abierto tenía tantos inconvenien-
tes, en una guerra de ^itios, para batir muros, presentaba ven-
tajas y muy grandes por no haber en este caso el medio de es-
quivar las descargas que proponía el célebre secretario floren-
tino. Batidos los muros hasta abrir brecha, podían los soldados
lanzarse al asalto seguros de haber disminuido en su mayor
parte las ventajas y superioridad que de su posición derivaba
el enemigo. De aquí la necesidad de emplear constantemente,
aun con todos sus inconvenientes, la rudimental y tosca arti-
llería de la época, ya que sin su auxilio hubiera resultado la
conquista mucho más larga y desde luego más sangrienta.
Con esto queda dicho que fué preciso establecer un cuerpo
permanente destinado al servicio de las piezas, que para la
traslación de éstas de un punto á otro, en terreno quebrado y
fragoso, hubo necesidad de crear cuerpos de pontoneros y gas-
tadores, encargados de abrir caminos, y, en fin, unido esto alo
que antes decía de la creación de una escuadra para cortar
toda comunicación de los moros con África é interceptar cuan-
tos socorros pudieran venirles del otro lado del Estrecho, re-
sulta que la guerra tomó un carácter científico que anterior-
mente no había tenido nunca. Hubo, además, sitios como el
de Baza, donde se contaron más de 80.000 infantes y 5.000
caballos, y naturalmente, hubo necesidad de dar cierta unidad
á todas aquellas fuerzas para que obraran con sujeción á un
pensamiento determinado, sin entrar en la multitud de proble-
— 32 —
mas nuevos que el provisional y dirigir fuerza tan numerosa
había de suscitar.
El nervio, sin embargo, de los ejércitos castellanos en la
guerra de los moros, fué desde luegc^la caballería ligera, ó á la
jineta, según entonces la llamaban, y la infantería, si bien ésta,
que tan grande nombradía alcanzó algunos años después, se
encontraba todavía en vías de formación.
Uno de los soldados de aquel tiempo, el citado Gonzalo Fer-
nández de Oviedo, enumera las condiciones necesarias para la
excelencia de un ejército, diciendo: «Gentes de armas, de ar-
neses blancos y caballos encubertados; jinetes ó caballos lige-
ros ; buena infantería de ordenanza; buena artillería, menuda y
gruesa.»
Esta infantería de ordenanza que dice Oviedo, había de pasar
muy pronto á ocupar el primer lugar por la importancia que
adquirió en las guerras de Italia.
Durante la guerra de Granada, en la que tomaron parte algu-
nas legiones extranjeras, vino en el año 1486 un cuerpo de in-
fantería suiza, que era entonces tenida por la mejor de Europa,
sobre todo desde que había triunfado por dos veces de Carlos
el Temerario, batiendo la caballería de Borgoña, que pasaba
por invencible. El cronista Hernando del Pulgar los describe
de esta manera: «Vinieron á servir al Rey é á la Reina una gente
que se llamábalos suizos, naturales del reino de Suecia, que es
en la alta Alemania. Estos son homes belicosos, e pelean á pie,
é tienen propósito de no volver las espaldas á los enemigos: é
por esta causa las armas defensivas ponen en la delantera, é no
en otra parte del cuerpo, é con esto son más ligeros en las ba-
tallas. Son gentes que andan á ganar sueldo por las tierras, é
ayudan en las guerras que entienden que son más justas.»
La presencia de esta hueste escogida no produjo efectos muy
sensibles en nuestros soldados, al menos en la guerra de Gra-
nada, á causa, tal vez, de la índole especial de aquélla, según
demuestra el lenguaje de Gonzalo de Ayora, investido en este
año de 1492 con el cargo de cronista de los Reyes, y que años
adelante, por el especial conocimiento que de la organización
y táctica de la infantería había adquirido quizá en Italia, fué
encargado de ensayar su introducción en Castilla. En la época
— 33 —
en que Gonzalo de Ayora se esforzaba con escaso resultado
por implantar la táctica suiza en nuestro ejército, ya el Gran Ca-
pitán la había mejorado con éxito excelente en la guerra de
Ñapóles, que fué la escuela donde se formaron los famosos ter-
cios que por más de un siglo habían de figurar en primera línea
éntrelos ejércitos europeos. Poco más de dos años después de
terminada la guerra de Granada, comenzó la de Italia, y cuando
en 1504 escribía Gonzalo de Ayora (desesperado de no haber
conseguido en el sitio de Salses los resultados que se había
prometido de las nuevas evoluciones de la infantería), que en
esto no hacía más que matarse nadando agua arriba^ ya ha-
bían obtenido nuestros soldados las victorias de Ceriñola y el
Garellano. Á partir de estos hechos reconocióse por todos la
superioridad de nuestra infantería sobre la suiza; Maquiavelo,
en sus diálogos del Arte de la Guerra^ así lo declara, apoyando
con sus observaciones personales la irrefutable demostración de
la experiencia.
Del tiempo de los Reyes Católicos, aunque posterior á este
año de 1492, data asimismo el establecimiento de la guardia
personal de los soberanos, que antes no se usaba. Un escritor
coetáneo refiere, en efecto, que después de la batalla de Toro,
en que D. Alonso de Portugal fué desbaratado por el Rey Ca-
tólico, cesaron tan completamente las disensiones y disturbios
en Castilla, que ni aún los mozos de espuelas del Rey solían lle-
var espadas cuando iban acompañando al monarca, y no se les
dio orden de llevar armas hasta después de la cuchillada que
dio en Barcelona Juan de Cañamares á D. Fernando. Este su-
ceso debió hacer pensar en la necesidad y conveniencia de te-
ner un servicio permanente de guardias que acompañaran cons-
tantemente á las reales personas, con el fin de ponerlas al
abrigo de cualquier golpe de mano. Como quiera que sea, el
pensamiento no se realizó hasta después de la muerte de Isa-
bel, año de 1504, según con prolijidad encantadora refiere
Oviedo, siendo el primer capitán de la guardia real el mismo
Gonzalo de Ayora, á quien antes he citado. Formóse al princi-
pio con cincuenta alabarderos, «é como era cosa nueva e aun
no la entendían en esos principios, parecía cosa de burla, é iba
(Ayora) con ellos por esas calles llevándolos en procesión, en
— 34 —
dos alas, é iban delante del, con sus capas é espadas é puñales,
sin pífano niatambor. Después mostróles a traer alabardas» (i).
Posteriormente la guardia se aumentó hasta doscientos hom-
bres, según Pedro de Torres, escritor también coetáneo, el cual
dice que estaba continuamente en palacio «é salían con el Rey
a donde quiera que iba, ciento y cincuenta hombres á pié arma-
dos con puñales y espadas y alabardas, en cuerpo, con sayos
medio colorados y medio blancos, e cincuenta de á caballo» (2).
Lo más importante, sin embargo, en cuantas disposiciones
referentes á la parte militar dictaron los Reyes Católicos, es el
cuidado constante que en ellas se advierte de armar la nación,
haciendo pasar la fuerza de manos de los nobles á las del estado
llano, en apariencia, pero en rigor á las del Rey. Son, en fin,
todas estas providencias los primeros pasos para el estableci-
miento del ejército permanente.
Esta idea apuntó, desde luego, como antes he dicho, en la
institución de la Hermandad, que si bien se formó, primero,
para la persecución de malhechores, vino á ser poderoso apoyo
de los Reyes contra la nobleza, por constituir una fuerza per-
manente formada por la clase popular que en breve espacio
de tiempo se podía reunir y servir para lo que antes habían
servido las milicias feudales, es decir, para el mantenimiento
del orden. La guerra de Granada no dio espacio más que para
terminarla, pero á partir del mismo año de 1492, continuando
en esta misma idea de tener siempre una fuerza popular perma-
nentemente armada, se dictaron una serie de disposiciones ó
pragmáticas que llegan hasta 1497, estableciendo, primero: que
no se destruyan las armas, y castigando con penas severas á los
armeros que se presten á ello; segundo, que todo vecino que
tenga más de 50.000 maravedises de hacienda está obligado á
tener caballo y armas; tercero, que de cada doce vecinos se
arme uno á pie, ó sea un infante con las armas correspondien-
tes, y que si él no tuviera hacienda para armarse se le forme ó
(i) Libro de la Cámara del Principe D. Juan, pág. 170, publicado por la Sociedad de
bibliófilos. — Madrid, 1870.
(2) Apuntamientos, de Pedro de Torres, rector del colegio de San Bartolomé, en el
tomo VI de las Memorias de la Acadetnia de la Historia^ pág. 187.
— 35 —
reúna lo necesario para ello por medio de un impuesto que pa-
garán los demás. Terminada esta serie de disposiciones, cuyo
objetivo, era realizar un ideal que todavía se persigue, que es la
teoría de la nación armada, dieron ya por cumplida la misión
de la Hermandad, y la disolvieron en 1497.
De aquí al ejército permanente no hay más que un paso; pero
este paso tardó bastante en darse. En años posteriores Cisneros
intentó establecerlo y no lo pudo conseguir. ¡Pero qué dife-
rencia entre este estado de cosas, entre esta manera de orga-
nizar la nación, de reorganizar el ejército, de velar por la admi-
nistración de justicia, de procurar el desarrollo de la industria,
de mirar por el desenvolvimiento de la marina mercante; qué
diferencia entre la España grande y próspera de los Keyes Ca-
tólicos, y la Castilla de los años precedentes, aquella Castilla
tan miserable y desgraciada, que hasta los extranjeros movidos
de compasión enviaban embajadores al soberano para que, sacu-
diendo el letargo en que yacía, pensase en mejorar la condición
de sus infelices vasallos. Historiador tan grave y digno de fe
como Zurita, refiere que los embajadores que el Duque de Bor-
goña envió á Enrique IV en el año 1473, penúltimo de su de-
sastroso reinado, «no cesaron de exhortar al rey de Castilla que
considerase atentamente cuántos excesos se cometían en sus
reinos, y cuánto menosprecio había de la justicia, y cuánta li-
bertad tenían los poderosos para abatir á los que no lo eran;
cuan desolada estaba la república y cuántos robos se hacían del
patrimonio real, y cuánta licencia tenían todos los malhechores,
y que esto era con tanto atrevimiento, como si no hubiera jui-
cio entre los hombres. Que esto era tan notorio á todo el
mundo, que todos los buenos se dolían de ver á Castilla, que
así había caído de su gloria antigua y que no cumplía el Duque
de Borgoña con su deuda, si no desease despertar el ánimo del
Rey para que procurase el remedio de tanta mengua.»
La transformación operada en el país en menos de veinte
años fué tan completa, que aun dando á los Reyes Católicos la
parte importantísima que por su prudente y sabia administración
les pertenece, queda mucho, así para la favorable circunstancia
de la unión de las dos coronas, como para los progresos políticos
realizados en toda Europa en esta época, según dije al comenzar.
- 36 -
Este año de 1492, en que hasta ahora no hemos visto sino
cuadros llenos de luz y de risueñas perspectivas, vio la realiza-
ción de un hecho importante, que por desgracia, ni como me-
dida política, ni como providencia favorable al desarrollo de la
prosperidad material tiene explicación ni disculpa. Me refiero á
la expulsión de los judíos. Sabido es las circunstancias que
acompañaron aquel hecho, sabido es que no brotó de la inicia-
tiva espontánea de los monarcas, que era el Rey sobrado po-
lítico para hacerlo, y harto bondadosa la Reina para imaginarlo.
El exaltado fanatismo de Torquemada, ayudado de un estado
general de opinión que siempre había mirado con hostilidad á la
raza judía, pesaron en el ánimo de los Reyes en términos de ha-
cerles dictar aquel cruel edicto de expulsión que dejaba apenas
tres meses á los judíos no bautizados para salir de estos reinos
llevándose sus bienes en la forma que mejor les conviniera, con
tal que no fuera en oro ó plata.
Esta excepción que ha inducido á algunos á explicar la expul-
sión de los judíos por el deseo de apoderarse de sus bienes
existía, como antes hemos visto, desde mucho antes, y su cum-
plimiento se llevaba tan á punta de lanza que tenían pena de
la vida los que fueran osados á infringirla. Además, nada hay en
el reinado de Isabel y Fernando que pueda autorizar suposición
semejante tratándose de medida tan grave.
Las continuas quejas de los inquisidores, que se declaraban
impotentes para luchar con las artes de propaganda de los ju-
díos; las imputaciones de continuo lanzadas contra ellos y que
como artículo de fe eran creídas por el vulgo, por más absurdas
é infundadas que hoy puedan parecemos, y juntamente con
esto, las escasas simpatías que podía inspirar un pueblo cuyas
virtudes características, la humildad y el ahorro, estaban en tan
abierta oposición con la ingénita altivez y generoso desprendi-
miento de los españoles, explican sobradamente el impolítico
acto de los Reyes Católicos.
Había además razones de otra índole que podían en aquellos
momentos presentar, hasta como conveniente á los intereses de
la nación, la expulsión de los judíos no bautizados. Desde que
terminó la conquista de Granada no tuvieron los Reyes más
pensamiento que darle solidez, completando con la unidad re-
— 37 —
ligiosa la unidad política recién conseguida. Con este objeto se
estableció la Inquisición, que con la intransigencia peculiar de
los tribunales religiosos, al encontrarse con toda una clase,
cuya resistencia, no obstante ser meramente pasiva, no había
medio de vencer, consideró dentro de las atribuciones del po-
der, y muy lícito y conveniente, cortar por lo sano, y arrancando
de cuajo la clase refractaria á sus predicaciones, transplantarla
á otros países, realizando así la que á sus ojos era obra meritoria
y digna de universal aplauso.
La relación de los padecimientos de tantos infelices, cuyo
número, adoptando la cifra inferior de las calculadas, pasa de
ciento cincuenta mil, es verdaderamente conmovedora, y no
es extraño que haya motivado severas censuras contra los auto-
res de tamaña desdicha. Pero si hemos de ser imparciales, debe-
mos, antes de pronunciar nuestro fallo, tener en cuenta las cir-
cunstancias de los tiempos, recordar que los judíos no formaban
ni en España ni en ningún pueblo cristiano, parte integrante de
la sociedad, sino que, al contrario, eran considerados como una
excrecencia de ella, y en tal concepto se les encerraba en ba-
rrios apartados, y se les obligaba á llevar en los vestidos capuces
y señales que los dieran á conocer, y que el buen cristiano mi-
raba con la repugnancia que inspira toda mancha infamante.
Por lo demás, no diré años, sino siglos después, era objeto la
misma raza de persecuciones, tanto ó más cruentas que el edicto
de expulsión, y esto en países y épocas que llamamos de ilustra-
ción y adelanto. No fueron mejor tratados los judíos en Prusia,
en tiempo de Federico el Grande, que lo habían sido en España
en 1492. La libre Inglaterra, si bien no les hizo padecer perse-
cuciones violentas, mantuvo hasta mediados de nuestro siglo
las incapacidades civiles que les cerraban las puertas del Parla-
mento y de gran parte de los puestos de la Administración. ¿Qué
más? Ahora mismo se está llevando á cabo en Rusia una ex-
pulsión colectiva comparable á la dictada aquí por los Reyes
Católicos; y en buena parte de Alemania y Austria subsisten
las preocupaciones sociales que en los siglos medios hacían mi-
rar entre nosotros como poco honrosa la alianza con familias
judías, en las que por regla general no ingresaba ningún cris-
tiano sino para reparar su averiada fortuna.
- 38 -
Estas consideraciones nos obligan á paliar algo la censura in-
condicional con que historiadores animados de laudable celo
progresista, suelen condenar la expulsión de los judíos. No de-
fendemos aquella medida, pero creemos que para juzgarla con
imparcialidad es necesario tener en cuenta las circunstancias
que he enumerado, las cuales, si no justifican del todo, explican
y atenúan la responsabilidad que cabe á los Reyes Católicos en
calidad de autores de la expulsión de los judíos.
Yo querría, señores, si no temiera cansar vuestra atención,
hablar algo de la manera cómo solían divertirse nuestros ante-
pasados, porque no hemos hablado hasta ahora sino de cosas
harto serias: de la administración de justicia, de la organización
del ejército, de la constitución, por decirlo así, de la unidad de
la Monarquía, y no hemos visto á nuestros antepasados más que,
ó en el campo de batalla, ó en los tribunales, ó en las reuniones
de Cortes.
Para completar el cuadro, sería preciso agregar á cuanto de
la vida nacional he dicho, la condición social de los españoles
en aquella época, verlos en el seno del hogar, descender á los
detalles íntimos de la vida corriente, con frecuencia harto des-
cuidados por los historiadores, y tener así ante la vista un fiel
trasunto de cómo se vivía en España á fines del siglo xv. Bien
á pesar mío, habré de ser muy parco en materia tan amena, la
cual, como á nadie se oculta, más es para tratada por escrito
que de palabra.
Proverbial es el lujo de los espectáculos, donde con insensata
esplendidez se invertían sumas enormes, durante los dos pri-
meros tercios del siglo xv. Las justas y torneos que en esta
época de oro de la caballería menudearon más que en otra
alguna, constituían el más principal, y daban ocasión frecuente
á celebrarlo las bodas y nacimientos de príncipes, la recepción
de embajadores y el deseo de festejar cualquier suceso fausto.
El paso honroso de Suero de Quiñones en el puente del Orbi-
go; el de Madrid, de D. Iñigo López de Mendoza; el de Valla-
dolid, mantenido durante cuatro días por el Mayordomo mayor
del rey D. Juan II ; el que sostuvo en el Pardo, en 1459, Beltrán
de la Cueva, y otros muchos de que las crónicas de la época
hacen larga y prolija mención, demuestran el florecimiento y
— 39 —
esplendor que entonces alcanzaron las fiestas predilectas de
una nobleza valiente y caballeresca, pronta siempre á competir
en ostentación y bizarría y á derrochar en alardes de vanidad
sumas que, en modo alguno, guardaban relación con el estado
de penuria y hasta de miseria en que el desgobierno había su-
mido á los pueblos.
¿ Dónde encontrar mayor contraste que el que ofrece la des-
cripción de las fiestas con que Enrique IV obsequió en 1459 á
los Embajadores de Bretaña y el cuadro lastimoso de la situa-
ción de Castilla en aquella misma fecha? Duraron las fiestas
tres días, y según el verboso cronista de aquel monarca, había
en los aparadores más de veinte mil marcos de plata sobredo-
rada, y causaron general admiración los cuantiosos regalos con
que obsequió el Rey á las damas y caballeros. A tal punto se
llevaba el despilfarro, que en este mismo año 1459, en una
fiesta que dio en Madrid á la reina D.* Juana el Arzobispo de
Sevilla, D. Alonso de Fonseca, después de la cena, en lugar de
dulces se sirvieron bandejas con anillos de oro y piedras pre-
ciosas, para que las damas eligiesen los de la piedra que fuese
más de su agrado.
En tiempo de los Reyes Católicos se trató de poner orden
en esto, como en cuanto atañía no sólo á la administración sino
á las costumbres públicas, contribuyendo su ejemplo mucho
más eficazmente que las leyes suntuarias, dictadas por su auto-
ridad, á combatir y desterrar los malos hábitos adquiridos en
los reinados anteriores. En 1492, con motivo de las fiestas que
hubo en Barcelona en obsequio de los Embajadores de Fran-
cia y en celebración del restablecimiento de la paz después de
recobrar el Rosellón, escribía la Reina á su confesor Fr. Her-
nando de Talavera, Arzobispo de Granada: «Pienso si dijeron
allá que dancé yo, y no fué ni pasó por pensamiento, ni puede
ser cosa más olvidada de mí. Los trajes nuevos no hubo ni en
mí, ni en mis damas, ni aun vestidos nuevos, que todo lo que
yo allí vestí había vestido desde que estamos en Aragón, y
aquello mesmo me habían visto los otros franceses (1), sólo un
(i) Alude á la comitiva de la Princesa de Viana, tía del rey Carlos VIII de Fran-
cia, que había venido á Zaragoza á visitar d los Reyes Católicos en Agosto de 1492.
— 40 —
vestido hice de seda y con tres marcos de oro, el más llano que
pude: ésta fué toda mi fiesta de las fiestas.»
Habíase escandalizado el confesor, más aún que de las dan-
zas, de la licencia de mezclar los caballeros franceses con las
damas castellanas en la cena, y de que cada uno llevase á la
que quisiese de rienda, prorrumpiendo en exclamaciones como
éstas: «¡Oh nephas et non fas ! ¡Oh licentia tan illecita! ¡Oh
mezcla y soltura no católica ni honesta, mas gentílica y diso-
luta! ¡Oh cuan edificados irán los franceses de la honestidad y
gravedad castellana!» A lo cual contestó la Reina: «El llevar
las damas de rienda, hasta que vi vuestra carta nunca supe
quién las llevó, ni agora sé, sino quien se acertó por ahí, como
suelen cada vez que salen. El cenar los franceses á las mesas
es cosa muy usada, y que ellos muy de contino usan (que no
llevarán de acá ejemplo dello), y que acá cada vez que los prin-
cipales comen con los Reyes, comen los otros en las mesas de
la sala de damas y caballeros, que así son siempre, que allí
nunca son de damas solas. Y esto se hizo con los borgoñones
cuando el bastardo, y con los ingleses y portugueses; y antes
siempre en semejantes convites, que no son más por mal y con
mal respeto que los que vos convidáis á vuestra mesa. Los ves-
tidos de los hombres que fueron muy costosos, no lo mandé,
mas estórbelo cuanto pude y amonesté que no se hiciese.»
También contra los toros había tronado el buen Arzobispo,
escribiendo con muy buen acuerdo lo siguiente: «¿Qué diré de
los toros, que sin disputa son espectáculo condenado? Lleven
doctrina los franceses para procurar que se use en su reino;
lleven doctrina de cómo jugamos con las bestias; lleven doc-
trina de cómo, sin provecho ninguno de alma ni de cuerpo, de
honra ni de hacienda, se ponen allí los hombres á peligro; lle-
ven muestra de nuestra crueza, que así se embravece y se de-
leita en hacer mal y agarrochar y matar tan crudamente á quien
no le tiene culpa; lleven testimonio de cómo traspasan los cas-
tellanos los decretos de los Padres Santos, que defendieron
contender ó pelear con las bestias en la arena.»
Las fiestas de Barcelona fueron en Octubre del mismo año y la carta aquí citada fué
escrita en Zaragoza en 4 de Diciembre.
— 41 —
La Reina que, no obstante el hábito de ver de cerca la guerra,
nunca fué aficionada á los espectáculos que ofrecieran algún
peligro, contestó al párrafo anterior diciendo: «De los toros
sentí lo que vos decís, aunque no alcancé tanto; mas luego allí
propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi
vida, ni ser en que se corran: y no digo defenderlos, porque
esto no era para mí á solas.» Es decir, que no se consideraba
ella sola bastante para prohibirlos. Todavía al año siguiente,
estando en Arévalo, ocurrió un sangriento suceso en la lidia de
los toros, que ya que no prohibirlos sugirió á la Reina el medio
de disminuir los riesgos de la fiesta. Véase cómo la refiere
Gonzalo de Oviedo, testigo presencial, en el Libro de la Cá-
mara del Príncipe D. jfuan^ á que varias veces he aludido:
«Estando allí en Arévalo corrieron toros delante de SS. AA.,
é mataron dos hombres é tres ó cuatro caballos é hirieron más,
porque eran bravos, de Compasquillo; é la Reina sintió mucha
pena dello (porque era naturalmente piadosa é cristianísima),
e quedando congojada de lo que tengo dicho, desde á pocos
días, en la misma Arévalo mandó correr otros toros, para ver
si sería provechoso lo que tenía pensado (lo cual fué muy útil,
é la invención muy buena é para reir), y fué desta manera.
Mandó que á los toros en el corral los encapasen ó calzasen
otros cuernos de bueyes muertos (en los propios que ellos
tenían), é que así puestos, se los clavasen, porque no se les
pudiesen caer los postizos; é como los injertos volvían los ex-
tremos é juntas dellos sobre las espaldas del toro, no podían
herir á ningún caballo ni peón, aunque le alcanzasen, sino dalle
de plano é no hacerles otro mal; é así era un gracioso pasa-
tiempo e cosa para mucho reir. E de ahí adelante no quería la
Reina que se corriesen toros en su presencia sino con aquellos
guantes, de la manera que se ha dicho» (i).
El carácter patriarcal de la Monarquía en estos tiempos, que
así dictaba reglas en lo que es verdaderamente de la incumben-
cia del gobierno, según la noción que hoy tenemos de las atri-
buciones del Estado, como descendía á fijar las telas y adornos
de que, según su clase y medios de fortuna, podían vestirse los
(i) Libro de la Cáuiara del Principe D. Juan^ pág. 93.
— 42 —
ciudadanos, permite conocer con puntual minuciosidad así lo
que entonces pasaba por peligroso exceso de lujo, como la
manera de pensar de los Reyes en esta materia. En este año
de 1492, con la terminación de la guerra de Granada, y la prós-
pera situación de la Monarquía, debió desarrollarse la afición á
vestirse ricamente, empleando en las ropas paños de brocado,
cubriéndolas de bordados de hilo de oro y de plata, y haciendo
también mucho uso del dorado y plateado en los puños 3^" guar-
niciones de las espadas y puñales, así como en las corazas. Una
pragmática, dictada dos años después, así lo declara, prohi-
biendo en redondo la introducción del paño citado de fuera
del reino, así como la de ropas hechas del mismo, pues según
con muy buen sentido dice el preámbulo, la gente no derrocha-
ría el dinero en vestirse, «sino fallasen luego á la mano, é en
mucha abundancia los dichos brocados, é paños de oro tirado,
é bordados de filos de oro é de plata.» Hasta el color del ves-
tido era objeto de reglamentos. El año 1502, cuando hicieron
su solemne entrada en Madrid la princesa D.^ Juana y su ma-
rido el Archiduque D. Felipe, reyes más adelante de Castilla,
«se dio licencia para que pudiesen sacar sayos de seda los que
por su calidad podían tener della los jubones, y se vistiesen de
color los que quisiesen» (i).
No fué fastuosa la corte de los Reyes Católicos, según de-
muestran las continuas quejan que en tiempo de su nieto Car-
los V profieren los Procuradores contra el excesivo gasto de la
Casa Real. En 1520, es decir, apenas diez y seis años después de
la muerte de Isabel, el gasto ordinario de la casa del Rey era
diez veces mayor que en tiempo «de los católicos reyes don
Fernando é D.* Isabel, que seyendo tan excelentes é tan pode-
rosos, en su plato y en el plato del príncipe D. Joan, que haya
gloria, é de las señoras Infantas, con gran número y multitud
de damas, no se gastar cada un día, seyendo muy abastados
como de tales Reyes, más de doce á quince mil maravedises (2).
Gran impulso recibió asimismo en este reinado la cultura na-
(t) León Pinelo, Anales de Madrid, en el tomo vi de las Memorias de la AcaJe-'
mia de la Ilisíoria, pág. 318.
(2) Sandoval Ilistjria de Carlos V, lib. vil. *
— 43 —
cional. La Reina, á quien preocupaba en sumo grado la idea de
promover entre la nobleza la afición al estudio, dio ejemplo con
su aplicación y con la instrucción vasta y esmerada que hizo
dar, no sólo al malogrado príncipe D. Juan, sino á las Prince-
sas sus hijas, de lo que debían hacer los demás, y, como era
consiguiente, los resultados correspondiesen en un todo á tan
loables esfuerzos.
Su correspondencia con Fr. Hernando de Talavera está llena
de alusiones á la constancia y laboriosidad con que en medio
de los cuidados del gobierno, lograba dominar las dificultades
que el estudio del latín le ofrecía, hasta poder escribir y enten-
derse en la antigua lengua del Lacio.
De sus hijas D.* Juana y D.^ Catalina, sabios tan eminentes
como Luis Vives y Erasmo han hablado con sincera admiración,
haciendo justicia á la vasta instrucción clásica que una y otra
poseían. Pedro Mártir de Angleria y Lucio Marineo, uno y otro
italianos, cuyos nombres habían llegado hasta la corte de Es-
paña en alas de la fama, invitados por la Reina Católica no va-
cilaron en venir á nuestro país, donde contribuyeron con su
docta enseñanza al florecimiento de los estudios. Prescindiendo
de entrar en detalles acerca de este punto, me limitaré á recor-
dar que también en la historia de la cultura patria tiene el año
de 1492 significación especial, por haber salido á luz en Sala-
manca, el Arte de la Lengua castellana^ de Antonio de Ne-
brija, y el Vocabulario latino- hispano, del mismo autor, obra
que, destinada á facilitar el estudio de los clásicos, abrió el ca-
mino á ulteriores trabajos, contribuyendo poderosamente á di-
fundir el buen gusto y la afición á las letras.
Al terminar el año 1492 se han realizado la mayor parte de
las disposiciones de que sumariamente hemos tratado. La na-
ción se ha reconstituido; se ha reformado la administración de
justicia; se han organizado de manera permanente las fuerzas
militares, la nación puede enviar soldados fuera de España para
que mantengan su gloria y den prestigio á su nombre; se ha
procurado fomentar el desarrollo de la marina mercante, auxi-
liar poderosísimo en las empresas coloniales; se ha promovido
el desarrollo de la riqueza pública, con todo lo cual, al finalizar
'este año memorable, pudo España pensar en entrar de manera
— 44 —
definitiva en las empresas exteriores é influir poderosamente
en la política internacional europea.
La relación de estos sucesos no cae dentro de los limites de
la presente conferencia, Séame permitido, sin embargo, recor-
dar que la dirección que entonces se dio á la política, fué la
única verdaderamente nacional. Cuando en años posteriores
encontramos á los españoles dominando territorios lejanos, so-
bre todo dentro de Europa; en Flandes, en Italia, al lado del
brillo y esplendor de las conquistas, ni undía cesan las quejas
y los clamores de las Cortes, que no se cansan de referirse á los
felices tiempos de la Reina Católica, en que al lado de las con-
quistas, y para dar mayor realce al esplendor .de las victorias,
había en estos reinos la- solidez y la fuerza que daba una buena
administración.
Todo esto ha hecho que en lo sucesivo, siempre que se ha que-
rido buscar un período de verdadera grandeza, se vuelvan los
ojos al reinado de los Reyes Católicos y á las disposiciones
dictadas por las Cortes reunidas en su tiempo.
Hasta en estas mismas disposiciones se encuentra, por efecto
de las necesidades que he indicado, un espíritu liberal que en
vano buscaríamos en reinados anteriores, y menos en los poste-
riores. En lo sucesivo ocurrió lo contrario, pues asegurado só-
lidamente el poder real, prescindió de aquel brazo popular que
tanto habían tenido en cuenta los Reyes Católicos; no tuvo
presentes para nada las necesidades internas de la nación, y aten-
to sólo á los intereses dinásticos, consideró como secundario el
bien del país, siendo la inevitable consecuencia de error tan fu-
nesto, los desastres de los últimos tiempos de la casa de Austria^
y con ellos la decadencia y casi la ruina de la nación.
He dicho.
LA RÁBIDA
ATENEO DE MADRID
V-x¿»-?
LA RÁBIDA
CONFERENCIA
D. RICARDO BECERRO DE BENGOA
pronunciada el día 2X de Diciembre de i8gi
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm, 20
1892
7C Si. T^círrrc /f^i
Señoras y señores
Hace poco tiempo nos encontrábamos varios amigos en una
de las playas de los alrededores de Huelva, que lleva el nombre
de Punta Umbría. Era la hora del anochecer, y allá, al Poniente,
los últimos resplandores del sol, aclarando el cielo y dando ma-
yor relieve á la colosal silueta del Océano, ponían ante nuestros
ojos el admirable cuadro de lo que fué durante muchos años
entrada del mar temido y tenebroso, y ruta, no explorada, de lo
desconocido. Sin querer, al contemplar aquellos horizontes,
acudió á nuestros corazones la misma idea que debió agitar
siempre á los de los marinos onubenses, la idea de si era posible
que el cuerpo, la vela y el remo pudieran seguir al pensamiento
más allá de aquel cielo, para avanzar hacia aquel otro que el sol
iba á alumbrar, y para descubrir y recorrer los mares y las sie-
rras que bajo él se dilataran. Hoy, la solución del problema es
un hecho, conocido ya desde fines del siglo xv; pero ayer, du-
rante muchas centurias, semejante propósito, en tantos pechos
animosos nacido y acariciado, fué, si no un imposible, una em-
— 6 —
presa mil veces malograda. Impulsados por el aliento investiga-
dor del espíritu humano, que surge poderoso siempre ante lo
grande y desconocido, pensaron en todos tiempos los marinos
de aquellas costas, como pensábamos nosotros, viajeros curio-
sos, en Punta Umbría, al sentirnos maravillados ante el inmenso
mar que debió ser, desde un día feliz, el camino de las Indias
Occidentales ; y por aquel natural impulso que allí se siente,
movidos por la irresistible fiebre del avance hacia lo descono-
cido, lanzáronse al mar en sus endebles carabelas hijos de
Huelva tan animosos como el insigne Alonso Sánchez, y los
Pinzones y Pedro Velasco, de Palos, y Pedro Vázquez.
Al volver la vista, desde la línea de los horizontes en los que
el sol se pone, hacia aquellos de la tierra gaditana por donde
con tantos esplendores nace, saludamos en una altura á la que
desde lejos parece blanca paloma, á la reducida iglesia de La
Rábida, que allí, en un extremo de la tierra, colgada sobre el
mar, aparece como nido y cuna amorosa, de la cual salieron el
hombre inmortal y los animosos compañeros que dieron al
mundo viejo la compañía, la vida y los tesoros del Nuevo
Mundo. De veras os digo, señores, que si ante la vista del mar,
que es el camino de la América, se siente el ánimo sobrecogido^
siéntese grande y levantado, gozoso como cuando se vislumbra
la casa de nuestros padres después de larga ausencia, al descu-
brir en la altura el modesto santuario, cuyo renombre es uni-
versal, y que para los españoles simboliza una gloria, de la que
todos somos partícipes, razón bastante para que nos considere-
mos unidos á La Rábida con el calor y con el amor con que á
todo hogar querido nos sentimos atraídos.
Pues que visité y dibujé aquel santuario, me ha parecido
oportuno y un tanto curioso para los que lo desconozcan el es-
coger su descripción como asunto de una conferencia colom-
bina, al ser invitado á tomar parte en las que aquí se dan en
honor al recuerdo del descubrimiento de América; y me he
atrevido á ello por el ánim.o que con sus benévolas excitaciones
me infundieron mis queridos maestros, amigos y compañeros
en el Parlamento, D. Manuel Pedregal y D. Gumersindo de
Azcárate, y ante la buena acogida que el propósito de estos se-
ñores mereció al dignísimo Director de estos trabajos del Ate-
neo, D. Antonio Sánchez Moguel, á quienes envío el testimonio
sincero de mi reconocimiento.
Para que me sigáis con facilidad en la excursión que vamos
á hacer por aquellos históricos parajes, voy á dibujar en el ta-
blero, rápidamente y mientras hablo, el croquis de la ría de
Huelva, mapa necesario en esta conferencia para ahorrar pala-
bras, ganar tiempo y facilitar la comprensión. (El orador traza
el croquis de los contornos de Hiielva, diciendo al diseñar los
detalles del conjunto):
Aquí está Huelva, á la que llamaron los antiguos Portiis ma-
ris et terrcE custodia, detrás de la cual asoman, viéndose bien
desde el mar, las colinas ó cabezos de Roma y de la Horca;
por el N. baja el canal de Gribraleón, y hacia el E., multitud
de riachuelos ó cauces forman el canal de este pueblecito, de
Aljaraque, y diversos esteros y marismas que bajan por los ca-
nales de Mojarrera y de la Punta Umbría al Océano. El gran
río Odiel constituye lo que pudiéramos llamar puerto de
Huelva, cubriendo también sus aguas la gran marisma que se
extiende por el SE. hasta la punta del Sebo, para unirse con
las del afamado río Tinto, que en esta zona se llama asimismo
Canal de Palos. Aquí está, en efecto, sobre la orilla izquierda,
la memorable población de Palos, y bastante más al N.,
sobre la misma ribera, la villa de Moguer. Ambos canales, el
del Odiel y el del río Tinto, se unen al pie de esta colina,
donde se asienta el convento de La Rábida. Separa á la colina,
de las que más al Mediodía avecinan al mar, una profunda ca-
ñada, por donde bajan las aguas del estero de los Frailes ó de
Domingo Rubio, y en el extremo de los arenales que quedan
al otro lado, al pie de La Rábida, álzase la vetusta Torre de la
Arenilla, tugurio miserable del cuerpo de Carabineros y rincón
costero plagado de víboras. Allá, traspuesto el gran canal, se ve
la hermosa isla de Saltes, con abundancia de arbolado, y más
allá avanzan las arenosas dunas de Punta Umbría, donde los
mineros de Riotinto tienen establecidos sus chalets, hospitales
para los enfermos y convalecientes, y donde hay una hermosa
playa balnearia. Más abajo de Punta Umbría y de Saltes se ex-
tienden los bancos del Manto, dejando entre ellos abiertos
algunos pasos, barras y canales. La principal salida de la ría
sigue al SE. la dirección de la costa de Castilla ó de Arenas
Gordas, por el canal del Padre Santo. Al O. de todo el pano-
rama caen Cartaya, Lepe, Isla Cristina, Ayamonte y Portu-
gal; al E. Lucena, Almonte y la provincia de Sevilla, y al N.
San Juan del Puerto, Gibraleón, Trigueros y Niebla. Por la
orilla del Tinto sube el ferrocarril de las famosas minas, y en
varias direcciones salen de Huelva hasta otras cuatro vías fé-
rreas que la tienen perfectamente servida.
La excelente posición y el abrigo que esta ría ofrecieron
siempre á los marinos y las extraordinarias riquezas naturales
del país, hicieron á éste afamado desde una fecha que, sin exa-
geración, se remonta á treinta siglos. Huelva, con sus minas,
fué en tiempo de los fenicios la América para aquellos na-
vegantes, como América fué el ideal de los negocios y de la
riqueza para la gente de mar de Huelva, Sevilla y Cádiz desde
la época en que salió Colón del puerto de Palos.
No puede negarse que la posición del promontorio de la Rá-
bida, dominando la entrada de un puerto, pudo desde los pri-
meros tiempos llamar la atención de la marinería, y que siempre
debió haber allí una mansión de aviso de señales de defensa, un
fuerte, una casa de vigía ó un templo dedicado á algún genio
protector de los navegantes. El sitio, á la verdad, lo está recla-
mando, é instintivamente el hombre lo ha aprovechado, al tra-
vés de todas las épocas.
Ningún rastro histórico formal queda de lo que pudo haber
en la Rábida y su comarca en los primitivos tiempos de la po-
blación de España, á no ser las derivaciones de los nombres
ibéricos que se dieron á la comarca, á los ríos y á los pueblos,
y que, como tantos otros, han resistido á la acción destructora
de los siglos. Aquella región de la Iberia se llamó Tartesia, va-
riación de las palabras ibéricas ó éuskaras Tartaqiiia^ carrascal,
ó Artelesia, alcornocal, y era una de las zonas de lamas amplia
comarca denominada Turdetama ^ esto es Urde-zainia^ «Por-
queros» ó «país de los porqueros», cuyos nombres característi-
cos bien pueden aplicarse aún á las sierras y habitantes del norte
de Huelva y de toda Extremadura, á pesar de los tres mil cua-
trocientos años que por lo menos han transcurrido desde que
vivían allí los primitivos pobladores, quienes también denomi-
— 9 —
naron UriÓJi, «Agua saludable» al actual río Tinto; y Liiz-turia
ó Lucia «Río ancho» al actual río Odiel; é Hipa «Pueblo de
abajo» á la población que hoy se llama Niebla. Aquel país tar-
tesio, donde se hallaba Tharsis, encuéntrase citado por sus
riquezas naturales en la Biblia y en los poemas griegos ; y la
historia de tan remotos tiempos consigna que cuando llegaron
los navegantes fenicios, para comerciar con el cobre de aquella
comarca y para establecerse después en ella y alzar en la isla de
Saltes un templo al dios Hércules, era jefe de la gente indígena
tartesia un patriarca llamado Argantonio. No dejó el puerto de
Huelva, la Onuha Aestuaria, de ser visitado sin cesar por los
navegantes de los grandes pueblos comerciales del Mediterrá-
neo, ni de tentar la codicia de la dominación de cartagineses y
romanos. Estos últimos fomentaron considerablemente la mi-
nería en los inmensos criaderos de la provincia, desde el Urium
y el Luxia al Estrecho y del Estrecho á Roma, pasaron á mi-
llares los buques, desfilando al pie del promontorio famoso de
La Rábida. ¿Cómo se llamaba entonces? No se sabe. ¿Qué esta-
blecieron con él los fenicios y los romanos? Tampoco puede
asegurarse nada, sino es que la tradición ha consignado en los
libros viejos que los dominadores del mundo erigieron allí un
templo en recuerdo á Proserpina, hija de Trajano. A la época
de la dominación árabe corresponde el primer dato positivo
que aun se conserva, acerca de este lugar famoso, porque los
árabes le dieron el nombre que lleva y llevará siempre: Rá-
bida. Así denominaron á las fortalezas-santuarios, ó monaste-
rios habitados por religiosos armados, por morabitos; y Rábi-
das ó Rápitas hay en Antequera, en Canillas, en Albuñol á
orillas del mar, en Alcalá la Real, de Jaén, y en San Carlos.
Rabhita es el Morabito, ó ermita y casa fuerte á la vez. Supó-
nese, avanzando en la historia, que en la vanguardia de los
ejércitos cristianos de la Reconquista, que se apoderaron
de la comarca de Huelva á principios del siglo xiii iban los
caballeros Templarios, y que á ellos se dio el dominio de
aquel santuario fortificado. Otra legión pobre y conquistadora,
que en aquellos tiempos se esparcía por los pueblos civili-
zados, la orden religiosa de los frailes Menores de San Fran-
cisco, tomó posesión de La Rábida á mediados de dicho siglo,
— lO —
y desde entonces la poseyeron por espacio de seis centurias.
Ni los romanos, ni los árabes, ni los cristianos erigieron allí
un templo suntuoso, ni una gran vivienda; La Rábida debió
ser siempre, algo así como lo que es hoy, poco más que
una ermita. El viajero curioso que acude á Huelva para visitar
el histórico monumento, ya se dirija á él por tierra desde Mo-
guer y Palos, ó ya se marche desde el puerto, ría adelante ha-
cia el pobre embarcadero que está al pie de la colina, ve desde
lejos el conjunto del monasterio, completamente blanqueado,
sencillo en sus líneas, breve en su contorno y humilde en su
total apariencia. Las grandezas que la imaginación pudiera for-
jar al figurarse desde otras tierras lo que debiera ser La Rábida,
se eclipsan ante la desilusión que la realidad produce. El histó-
rico monumento es «una monada», permitidme la frase; en su
aspecto nada puede darse más reducido, en su arte exterior
nada más pobre, en sus alrededores nada más mustio y deso-
lado, y realmente en su interior nada más diminuto y vulgar,
según está ahora. Añadid á esto el abandono, el silencio, la
soledad, el aparente apartamiento del mundo en que aquello
yace, y tendréis idea de la desilusión de que os hablo, y que,
en efecto, allí se siente. Sin embargo, los recuerdos históricos
excitan al ánimo y al corazón ante aquella ruina, y tanto cuanto
más humilde es, tanto más de relieve, más grande y más elo-
cuente aparece el hecho grandioso de la llegada y acogida del
humilde y pobre Cristóbal Colón y de su hijo, y tanto más pro-
videncial la intervención que en su suerte tuvieron aquel viaje
y los humildes y pobres frailes de San Francisco. No se cansa
allí el espíritu de meditar acerca del contraste que forman la
miseria de aquel santuario con la trascendental grandeza de lo
que en él ocurriera un día. Rotas y desvencijadas están las pa-
redes y sus cierres, arruinadas las dependencias, desiertos sus
claustros, cubiertas de polvo sus celdas, desportillados sus te-
chos, blanqueado mucho de ello á estilo de vivienda meridio-
nal, y mal ornamentada su iglesia á modo de ermita de aldea;
asolada se ve su huerta, que es, como todos los alrededores, un
yermo, y sólo se alza en ellos, entre la colina y la playa, una ve-
terana y gentil palmera, que el buen deseo supone contemporá-
nea de los días de Colón, y cuyo airoso perfil, coronado por
II —
los arrogantes penachos de sus ramas plumiformes, constituye
el único encanto, el único detalle artístico y poético de aquellos
alrededores. Algún olivo vetustísimo y ligeras masas de arbo-
lado se levantan en la ribera del Tinto, mientras que por el
lado opuesto, sobre el páramo que se dilata desde la cruz de
piedra hacia Oriente, nada hay apenas de vegetación, sino las
arenas de aquel suelo de aluvión cubiertas con espontáneas
plantas rastreras. Ni siquiera dan variedad y hermosura al cua-
dro aquellos pinares que aun existían en 1828, cuando Was-
hington Irving visitó el santuario y cuando aseguró que «desde
las viñas de Palos quitan la vista al convento el bosque de pi-
nos y cubren todo el promontorio por el lado de Levante, os-
cureciendo el paisaje en esta dirección».
La pequenez del templo me recordaba las de otros afamados
mucho más antiguos, que visité en diversas excursiones, como
por ejemplo, el latino de Naranco, en Oviedo, y el románico de
Arbás, en la subida leonesa del puerto de Pajares, construccio-
nes microartísticas, dentro de cuyas bóvedas apenas caben de
dos á cuatro docenas de personas. No hay espacio seguramente
en la iglesia de La Rábida para cincuenta fieles, y en sus celdas
apenas había comodidad para veinte religiosos.
Veamos qué disposición tiene aquél afamado convento. Se-
guidme para ello en el trazado que voy á hacer, mientras lo
explico, y así fácilmente lo podréis comprender y resultarán
completos, aunque muy sencillos, el plano de La Rábida y su
descripción, tales cuales son hoy, antes de que la obra se res-
taure.
(El orador dibuja detalladamente la planta del edificio^ ex-
plicando uno por uno todos sus compartimientos.)
Sobre una línea de fachada al Oriente, de poco más de cua-
renta metros de longitud, se abre la entrada actual con una
puertecita revocada, de arco rebajado, ante la cual pintan todos
los artistas la escena de la llegada de Colón y de su hijo. Del
portalito primero se pasa á uno posterior, en el que se abren,
á la izquierda, la ventana de la sacristía, y al frente, cerca del
rincón derecho, la puerta de paso al claustro, que tiene en éste
otra puerta de arco trilobado. El primer claustro, que es el
moderno, y cuyo claro interior, cuajado de plantas, tiene unos
— 12 —
diez metros de lado, está sostenido por postes de madera, y sólo
á la parte del N. tuvo cuatro celdas en sus dos cuerpos bajo
y alto, destinándose las de éste á enfermería, y sirviendo la úl-
tima de las de aquél de cocina en la actualidad. En la galería
Obre, dí/J'^ícXlV
Q Oírm mccler'ulf
baja de la izquierda hállase el ingreso á la iglesia. Forma ésta
un rectángulo de 22 metros de longitud, por 7,50 de anchura, y
recibe luz por los óculos de una linterna ó cúpula que cubre al
presbiterio. Frente á la entrada avanza, cortando el paso hasta
— is-
la mitad de la nave, desde la pared opuesta, una separación
que sostiene al coro, y en su ángulo de soporte existe una co-
lumna de piedra, con postizo capitel, de rarísima labor, traído
tal vez á esta iglesia de las ruinas de alguna otra, y colocado
allí cuando modernamente se hizo aquella fea división. En el
muro del Evangelio se abren tres capillitas modernas y en el
presbiterio dos; en una de las cuales, en altar moderno y ruin se
venera la imagen de la Virgen de La Rábida. Desde el mismo
presbiterio se pasa por la izquierda á una pieza que da á su vez
ingreso á la sacristía. Tiene la iglesia hacia la mitad del muro
de la epístola una curiosísima puerta de traza mudejar, que era
la antigua principal que hoy da al espacio limitado por una
tapia, que encuadra el edificio por la parte meridional, cerrado
por otra puerta moderna almenada, que completa la línea de
la fachada.
Cuando esta puerta con sus dovelas y sillares se restaure,
será uno de los detalles más típicos y curiosos del edificio.
Por ella entró en la iglesia Washington Irving, en 1828, según
su referencia. ( El orador dibuja la puerta. — Véase en la por-
tada y en la página 24). Lástima grande fué el que así como
se dio tanto carácter á este detalle arquitectónico de la iglesia,
no lo tuvieran asimismo las otras puertas, los arcos de la nave,
y algunas de las líneas del exterior, que pudieran ofrecer siem-
pre el sello típico de aquel arte tan elegante y tan propio de
esta comarca. Bien puede asegurarse, pues, que la puerta que
da al mediodía y que antes fué la principal de la iglesia para el
público, y el claustro primitivo, son las dos curiosidades espe-
ciales del convento. Desde el primer claustro se pasa al segundo,
que está colocado tras de la línea de los pies de la iglesia y
en el mismo eje lineal que ella. Es rectangular, de doce metros
de largo y nueve de ancho en su claro, formado por lindas co-
lumnas mudejares con sencillos capiteles, y cuyo aspecto es lo
más atrayente y simpático que La Rábida tiene. Sobre sus naves
ó galerías bajas se alzan otras más modernas. Ábrense siete
huecos en los lados N. y S. y cinco en los otros dos. En el
del N., al principio de él, está la escalera del piso superior,
inmediato el De Profiindis ^ y ocupando el resto de su línea el
refectorio, capaz para cuarenta comensales. En las galerías
— 14 —
bajas del Sur y Poniente hay ocho celdas y el acceso á una es-
calera nueva, que conduce á la azotea ó mirador moderno, del
ángulo sudeste del edificio, que da sobre la ría y á las celdas
superiores. Entre las del N. se abre la que se denomina del
Padre Marchena, amplia y con techo armado de viguería poli-
gonal á estilo del siglo xv. Unida al refectorio estaba la cocina,
que se arruinó, y delante de la línea meridional de la iglesia se
alzaron modernamente algunas dependencias, formando una
especie de martillo, destinadas á almacenes ó graneros. Todo
este irregular conjunto se halla cerrado ó completado con
tapias, que aprovechan los ángulos de la construcción, y for-
man entre éstos y aquéllas, diversos patios en la fachada; tras
del claustro moderno, y cocina, y ante la iglesia, y celdas del
claustro viejo. No queda de la primitiva construcción francis-
cana del siglo XIV más que los muros de sostén del presbiterio,
y los de la puerta principal de la iglesia; todo lo demás corres-
ponde al siglo XV en la mayor parte, y á las reparaciones ó adi-
ciones realizadas hasta el xviii inclusive, el cierre de la sacristía,
los soportes del claustro primero, la cocina y muros exteriores
del refectorio, el mirador de la galería de arcos, y los almace-
nes. De nuestro siglo son las tapias que lo circundan casi en
totalidad. En su esencia la obra es del arte mudejar, del cual
tantos y tan curiosos ejemplares hay en toda aquella comarca
de Huelva y Sevilla, que pregonan las excelencias del gusto
heredero de los árabes y de los cristianos, y en el cual con tan
exquisito ingenio proyectaron los alharifes y trabajaron los maes-
tros de froga y los carpinteros de lo blanco, geométricos lace-
ros y no laceros, que en el artesonado y alfargería siguieron
las tradiciones de los insignes maestros Sancho Ruiz y Diego
Ruiz.
Elevaron los cristianos este santuario en honor á la Virgen
María, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Milagros.
Consérvase como resto curiosísimo para la iconografía nacio-
nal, la primitiva imagen de esta Virgen. Es una escultura en
alabastro, que corresponde al primer período ojival, esto es, al
de la instalación de los franciscanos en La Rábida. Mide cerca
de sesenta centímetros de altura, y está representada en pie,
sobre un pequeño zócalo toscamente ornamentado. Cubre la
1!
cabeza de la imagen un manto, que como todo el ropaje, estuvo
floreado de colores y oro, y cuyo cerco delantero deja ver sobre
la frente el cabello partido por medio y ondulado. Los pliegue-
citos del velo caen con gracia por ambos lados del rostro y van
á recogerse por delante del pecho, hacia la cadera izquierda, en
torno á las piernas del niño Jesús, que la virgen sostiene sen-
tado sobre el brazo, cogiéndole con la mano izquierda. La dere-
cha está tendida sobre el ropaje y como apoyándose sobre el
muslo. El descote de la túnica deja ver el cuello y el nacimiento
del pecho, y por la línea inferior del manto
baja la túnica en duros pliegues hasta el
suelo, cubriendo el pie izquierdo un tanto
echado hacia atrás, y sobre el que aparenta
gravitar el peso del Niño, y dejando descu-
bierto el pie derecho, que avanza un tanto
sobre la línea del zócalo. El rostro de la
Virgen es muy grande en proporción al
cuerpo, así como la cabeza del Niño, de-
talle muy típico de las esculturas de aquel
tiempo. La expresión es simple y de cris-
tiana candidez, pero más artística en la Ma-
dre que en el Hijo, cuya cara y cuyo enco-
gido cuerpo no parecerían del mismo cincel
que los de aquélla, si no estuvieran esculpi-
dos en el mismo trozo de mármol. Toscas
como las líneas que dan fisonomía á ambos,
son las manos, grandes también y de enor-
mes dedos. El Niño levanta su mano dere-
cha en actitud de bendecir y en la izquierda tiene la bola de
rúbrica.
(El orador^ mientras hace esta descripción^ dibuja la Virgen^
y traza después sobre ella las vestiduras que la cubren ahora.)
Así debiera haberse conservado siempre esta afamada imagen,
pero la manía de revestir las esculturas con doradas y churri-
guerescas telas, que es tan general en España, alcanzó también
á la de La Rábida, y he aquí como al presente se encuentra dis-
frazada. Amplio manto de floreado tejido de tisú la cubre casi
en totalidad, dejando ver el rostro y la túnica y falda, el espa-
— i6 —
cío abierto de aquél, que limitan onduladas puntillas. Llevan la
Virgen y el Niño sendas coronas modernas de plata y circun-
da á ambos, casi desde medio cuerpo arriba, el consabido flamí-
gero limbo argentino, con imitación de grandes brillantes y
rayos. Delante de los pies levántase la media luna con la cifra
de María en el centro y con una estrella en cada pico, y zócalo
é imagen descansan en otro zócalo ó basamento de madera, á
los lados del cual se sientan dos angelillos con palmas en las
manos. De la derecha de la Virgen parte un ramo de azucenas.
Para vestir á la Madre no hubo más que hacer, sin duda,
que rodearla de estos postizos ropajes,
pero no fué tan afortunado el Hijo,
porque para que le cayera bien su
vestido hubieron de aserrarlo por la
cintura, profanación que ya he visto
realizada en otras imágenes semejan-
tes. Así vestidas, contra lo que el arte
de todos los tiempos requiere y contra
el gusto piadoso de los cristianos y de
los escultores románicos y góticos, he
encontrado muchas Vírgenes, de pie-
dra, de madera y de pasta, y entre
ellas recuerdo ahora las históricas imá-
genes de Badajuen, en Aramayona;
de Estibaliz, en Villafranca de Álava,
y de la Esclavitud, en la Catedral de
Vitoria. Un detalle, una exigencia de
primer orden en la restauración de La Rábida, será segura-
mente el de dejar esta Virgen en su altar, en la misma forma
y modo en que salió de las manos de su autor, cuando en los
días de la Reconquista, hace seis siglos, se trocó el Morabito de
La Rábita en monasterio cristiano de la Virgen.
Cuando ya el arte mudejar había dado nueva traza, bastante
amplitud y artísticas formas al convento franciscano, al mediar
el último tercio del siglo xv, llegó á La Rábida Cristóbal Colón,
que entonces contaba cuarenta y ocho años de edad, con su
hijo Diego Colón y Monis de Palestrello. El convento de La
Rábida no estaba en el camino de ninguna parte. ¿Por qué fué
— 17 —
Colón á él? Por lo mismo que acudían otros muchos pobres ca-
minantes á las puertas de los conventos; porque no tenían otro
refugio á que acogerse. Colón desde Portugal, cansado de ofrecer
sus proyectos al Rey en Lisboa, se trasladó á España con su
hijo, llegó embarcado á la ría de Huelva, con ánimo de visitar
en esta capital á su cuñado Muliar y de proseguir su viaje á la
corte de España, que se hallaba en Córdoba, pero hubo de to-
car de arribada en el puerto de Palos la nave que le conducía.
A pie, sin equipaje y sin dinero, aquel hombre no debió encon-
trar en Palos un asilo abierto en el cual poder descansar, y
cuando contristado levantó sus ojos para fijarlos en el cielo,
halló en el camino, en una altura, la consoladora vista de un mo-
nasterio, hacia el cual, instintivamente, y para suerte y gloria
suya y de España entera dirigió sus pasos. Subieron por la la-
dera arriba los dos futuros Almirantes del Océano, padre é hijo,
y al llegar á la puerta del monasterio, pidió el hombre á los
frailes pan y agua para el niño. A cambio de aquella limosna,
muy pronto ya no debería ponerse el sol en los dominios de Es-
paña. Habitaban en La Rábida, entre otros franciscanos, dos de
ellos llamados Fr. Juan Pérez el uno y Fr. Antonio de Mar-
chena el otro; cuyos dos personajes han venido confundiéndose
en uno solo, que el error ha denominado Fr. Juan Pérez de
Marchena, sin que casi hasta nuestros días se haya vulgarizado
la verdad, cuando desde que en 1827 publicó el sabio D. Mar-
tín Fernández de Navarrete sus estudios sobre Colón y Amé-
rica, se conocía la carta que los Reyes Católicos escribieron á
Colón en 5 de Septiembre de 1493, antes de que emprendiera
su segundo viaje, y en la cual le decía: «Nos parece que sería
bien que llevásedes con vos un buen estrólogo, y nos paresció
que sería bueno para esto Fray Antonio de Marchena, porque
es buen estrólogo y siempre nos paresció que se conformaba
con vuestro parecer.» Ambos religiosos acogieron á Colón y á
su hijo con amorosa solicitud, y al darle hospitalidad oyeron de
sus labios el objeto que le traía á España. Era Fr. Juan Pérez
confesor de la Reina Católica, y Fr. Antonio de Marchena era
astrólogo, como ya queda dicho, de modo que Colón fué á dar,
no con dos personas vulgares, sino con una que por su saber
era consejero espiritual de los Reyes en la tierra, y con otro que
I» —
por sus conocimientos estaba versado en los secretos de las ma-
ravillas del cielo. Le oyeron, le comprendieron, le quisieron
desde entonces, y allí en La Rábida fué concebido el proyecto
que debiera abrir á Colón las puertas de la Corte de España, y
á España las puertas de un Nuevo Mundo. Por esto es grande,
es memorable, es glorioso el nombre de La Rábida, Los humil-
des hijos de San Francisco, caminantes descalzos que recorrían
el mundo en busca de corazones apenados para consolarlos y
fortalecerlos, y en busca de espíritus descarriados para dirigirlos
al cielo, vieron un hermano en aquel caminante haraposo, que
iba errante por la tierra en busca de un corazón que le diera
ánimo y amparo, y en busca de una inteligencia luminosa que
se identificara con la suya para enseñar á la humanidad, desca-
rriada en sus derroteros, el camino seguro de un nuevo paraíso
terrenal. La estancia de Colón en La Rábida, que empieza siendo
un idilio de la caridad, terminó siendo el poema más grande de
las empresashumanas. AUíenlas celadas del claustromudéjar, en
medio del silencio del monasterio, mientras el niño Diego va-
gaba por las umbrías del huerto, conversaron el extranjero y los
frailes; y de seguro, sobre mugrientas cartas geográficas, mil ve-
ces abiertas por la esperanza en Portugal y en otras partes, ante
nobles y plebeyos; mil veces explicadas por la fe y la convic-
ción, y mil veces cerradas por el desengaño, sobre los mapas
del mar y de la tierra, que el mismo buscador de mundos tra-
zara, discutieron el confesor y el astrólogo con el navegante
la posibilidad de ir á la India por un camino más breve que el
que los portugueses seguían, y la mayor ó menor certeza de dar
la vuelta al mundo. Cuando se visita hoy La Rábida, y se avanza
por los silenciosos claustros hacia las celdas altas, finge la fan-
tasía, porque así lo siente el corazón, que allá dentro, tras de la
reducida puerta de una de ellas, se oye el rumor de animada
polémica, y que las voces que se escuchan son las del glorioso
navegante y la del venerable Juan Pérez y la del sabio Antonio
de Marchena, y se detiene el viajero, como si, en efecto las
oyera, y cuando desaparece la ilusión, no desaparece sino que
está allí, vivo, elocuente, conmovedor el escenario real, en que
tales polémicas y tales conferencias se realizaron. Aquellos
sesudos hombres, no fiándose sólo de sus propias impresio-
— 19 —
nes, desearon asesorarse con la de otro que por sus estudios
sería tal vez el más entendido de la comarca, y le mandaron á
buscar, para que oyera á Colón. Era aquel hombre el físico ó
médico de la villa de Palos, García Hernández, quien oyó ad-
mirado á Colón, y se hizo, como los frailes, decidido partidario
suyo. Estudiaban los médicos entonces, no sólo la física del
cuerpo humano, sino la del universo mundo, en los breves lí-
mites en que la ciencia estaba contenida. Sabían de las cosas
de la tierra, de las del mar y de las de los superpuestos cielos,
y entendían que se enlazaban con las dolencias del organismo
y del espíritu todos los cambios operados en los elementos y
en las esferas. Eran, cuando se daban al estudio, verdaderos
sabios, filósofos, naturalistas y curanderos á un tiempo. Gar-
cía Hernández debía ser de ellos, de la buena escuela que en
aquella época hizo brillar á tantos médicos ilustres. Las cró-
nicas de nuestra historia médica recuerdan al mestre Juan Al-
canys, valenciano, que escribió en idioma lemosino el Regiment
preservatiii é curatiu de la pestilencia; al médico morbero
Lucian Colominés, de Palma; á Diego Torres, salmantino; á
Pedro Pintor, valenciano, médico de Alejandro VI en Roma,
y autor de la obra Agregator sententiariim de preservaiione et
curailone pestilentice ^ que como médico astrólogo señalaba la
influencia que sobre la peste tienen los astros, en el caso de
radix superior^ ó la alteración de los cuatro elementos en el
de radix inferior; y que sostenía también en su libro De morbo
foedo his temporibus ajligenti, que la enfermedad de la luz vené-
rea, entonces tan desarrollada, era debida á la conjunción de los
planetas; al insigne médico físico Francisco de Gibraleón; á los
doctores Bodega, Aragonés é Infante; al obispo y médico va-
lenciano Gaspar Torrella, que escribió el Dialogiis de dolore
cum tractatu de ulceribus impiiden dagra evenire solites; al sal-
mantino, médico de la Corte, Francisco Pérez de Villalobos,
autor del Sumario de Medicina y del tratado de las Bubas; á
Juan Almenar, valenciano, que publicó el De morbo gallico; á
Luis Lobera, de Avila, y á Luis de Lucena. De los trabajos
publicados por estos físicos se deduce estudiaban cuanto las
ciencias naturales, la astrología, la geografía }'■ el arte de curar
habían reunido en aquellos tiempos, y no es extraño el que en
— 20 —
todas partes se considerase á los médicos reputados como hom-
bres entendidos en las más difíciles averiguaciones, y que si así
era, como debía ser, el físico de Palos, García Hernández, le
supusieran los franciscanos Fr. Juan Pérez y Fr. Antonio de
Marchena, persona capaz de debatir con Cristóbal Colón, y
de ilustrarles á ellos en asunto tan grave como el que el marino
genovés intentaba plantear y resolver. El pleito del descubri-
miento del nuevo camino de las Indias quedó fallado y ganada
en primera instancia en el convento de La Rábida.
Todos conocéis el calvario que recorrió Colón para que este
pleito se fallara tan favorablemente cerca de la Corte, como
se había fallado en el apartado rincón de la ría de Huelva. Siete
años mortales duró su peregrinación por España, siempre ani-
mado y ayudado por sus amigos de La Rábida. A Fr. Juan Pérez
debió su conocimiento con la Reina Católica, y á la reducida
comunidad entera la merced de que su hijo Diego quedara en
el convento bien cuidado y atendido, mientras él mendigaba
los favores de los que debieran ayudarle en su empresa. Pen-
sando en el desvalido hijo de su alma. Colón no separó jamás
su mente del retiro de la Rábida, hasta el día en que partió
para su primer viaje. Era señor de aquella comarca D. Luis de
la Cerda, Duque de Medina Sidonia, y á su casa de Sevilla se
dirigió desde La Rábida para buscar hospitalidad, amparo y
apoyo, como en efecto se los dio el noble procer durante
algunos meses, de 1485 hasta principios del 86. Pobre y misera-
ble llegó á Córdoba, en pos de la Corte con cartas de recomen-
dación de Fr. Juan Pérez para su compañero el confesor de la
Reina, Fr. Hernando de Talavera, y otras del Duque de Medina
Sidonia para Alonso de Quintanilla, Contador mayor de Casti-
lla. Logró hacerse allí con algunos poderosos protectores y
amigos, y al cabo fué enviado á que sometiera sus proyectos ante
los doctores de la Universidad de Salamanca, en la cual ayu-
dáronle y le defendieron los frailes dominicos, y entre ellos el
sabio catedrático Fr. Diego Deza, futuro Arzobispo de Sevilla.
Sacó el navegante de su campaña con los doctores muy buenas
esperanzas, pero nada más; y volvió á seguir á la Corte, en su
eterno y triste papel de pretendiente (1487), teniéndole las
gentes por loco en todas partes. Sirvió á los Reyes en estos años
— 21 —
de 1487 y 88 durante las campañas contra los moros para la
conquista de Málaga, en cuya época le invitó el rey D. Juan II
de Portugal á que volviera á Lisboa para ayudarle en sus pro-
yectos de descubrimiento. Poco después Enrique VII de In-
glaterra le invitaba también (1489) á que pasara á su reino, para
llevar adelante sus planes. Entiéndese que desde fines del año
anterior hasta principios de éste, vivió Colón en Portugal, sin
poder entenderse con el Monarca. Siguió después en el servicio
de los Reyes Católicos y peleó como animoso soldado en el
sitio y conquista de la ciudad de Baza, donde la peste mató á
centenares á los sitiadores. No tuvo tiempo la Corte en tanto
para oir á Colón, que así anduvo tras ella sin esperanza alguna
en 1490 y 9 1 . Sirvió entonces de nuevo á los Duques de Medina-
celi y de Medina Sidonia, pasóse algún tiempo sin que se mejora-
sen sus esperanzas y viendo que los Reyes iban á emprender la
guerra de Granada y que no podían pensar en él, se decidió á
ir á Francia y entregar su proyecto á aquel Monarca, que con-
tinuaba invitándole á que se presentara en su Corte. Y para no
ser más molesto á los frailes de La Rábida en el cuidado de su
hijo Diego, acordó sacarlo del convento y llevárselo á Córdoba,
mientras realizaba su expedición á París. Entonces, al llegar
por segunda vez Colón á La Rábida, recibió en este sitio un
nuevo refuerzo para su corazón, que fué decisivo en la gloriosa
empresa del descubrimiento, y que es digno de figurar en la
historia de aquel histórico santuario, con igual importancia con
que figura el recuerdo de su primera visita, porque el padre
Fr. Juan Pérez, profundamente contristado al ver que Colón
iba á ofrecer sus servicios al Rey de Francia, y abrigando la
convicción de que el navegante tenía razón en sus pretensiones,
le aconsejó que desistiera del viaje y le prometió su decidido
apoyo. Como fueron importantísimas las conferencias de 1485
en el convento, lo fueron tanto ó más las que celebraron en 1491
allí mismo. Colón, los franciscanos, los Pinzones de Palos y el
médico García Hernández, de las cuales resultó que aquél con-
sintió en quedarse y en solicitar de nuevo el amparo de los
Reyes Católicos, mediante la gestión personal de Fr. Juan
Pérez, que escribió á la Reina, llevándola la carta y volviendo
con satisfactoria respuesta el piloto de Lepe, Sebastián Rodrí-
22
guez, yendo el mismo Fr. Juan á ver á la Reina, con el apoyo
de la Marquesa de Moya y consiguiendo para Colón veintemil
maravedises que el médico García Hernández recibió y le en-
tregó, para que se presentase adecentado en la Corte, en cuyas
gestiones se pasó el año de 1491, llegando Colón á Granada
precisamente en los días en que la ciudad de Boabdil se entre-
gaba al ejército cristiano. Aun tuvo que sufrir mucho el preten-
diente, aun volvió á decidirse á marchar á Francia y partió con
este fin de Granada, pero las súplicas de sus amigos Luis de
Santángel, de Alonso de Quintanilla y de la Marquesa de Moya,
decidieron á Isabel la Católica á que Colón realizara su viaje,
ofreciendo ella entonces sus joyas, si era preciso, para levantar
los fondos necesarios. Hicieron volver á Colón de su camino,
comunicáronle la fausta nueva y quedó asegurado desde aquel
día el descubrimiento del Nuevo Mundo. Volvió triunfante
Colón á La Rábida en ésta su tercera visita y se dispuso la par-
tida en la patria de los Pinzones. Sacó á su hijo Diego del hos-
pitalario asilo, y antes de salir para el Océano lo dejó en Moguer
al cargo de dos amigos.
El talismán poderoso de la fe que Fr. Juan Pérez supo infun-
dirle siempre, le mantuvo firme durante tantos años de amargas
contradicciones y desengaños; pero fuerza es confesar que otra
mágica atracción le retenía unido al suelo de esta tierra españo-
la: el amor. Durante su primera estancia en Córdoba había
conocido Colón á una dama llamada D.^ Beatriz Enríquez de
Arana, la cual supo infundirle honda pasión y de la que tuvo un
hijo que se llamó Fernando. Siempre vivió unido á la familia
cordobesa, y de ella llevó en su primer viaje al escribano Diego
de Arana, primo de D.* Beatriz, que murió mandando el fuerte
de Navidad, en la isla Española, mientras* Colón volvía á Es-
paña; y en su tercer viaje (1498) le acompañó Pedro de Arana^
hermano de dicha señora. El insigne genovés encontraba en
Córdoba el consuelo de sus desventuras y en el amoroso hogar
de D.* Beatriz, al lado de su hijo, pudo esperar siempre á mejo-
res tiempos, ganando su sustento, ya dibujando mapas y rutas
de navegación, ya con la pensión que los Reyes le pasaron, ya
sirviendo en el ejército cristiano como animoso soldado. Tuvo
siempre encendida su fe con los consejos de Fr. Juan Pérez;
— 2\
sostuvo su esperanza confiado en las nobilísimas prendas de la
reina Isabel y mantúvole en España el amor de la dama cor-
dobesa. Con estos tres clavos, fe, esperanza y amor, que á todos
los hombres nos rinden y sujetan, quedó Colón sujeto á la pa-
tria española, contra todas las iras que en su pecho levantaran
los fiascos y desengaños de sus pretensiones, contra los halagüe-
ños ofrecimientos de los Reyes de Portugal, Francia é Ingla-
terra, y contra las penalidades de una existencia rayana en la
pobreza y mancillada por las insolencias del vulgo que le creía
enfermo de locura. ¡Bien haya el amor, puerto de refugio de
los pechos más combatidos por las tormentas de la vida, que
cuando es fiel y verdadero, conviértese en áncora de salvación,
en bálsamo maravilloso y en reparador descanso, que nos salva
del peligro, cicatriza nuestras heridas, repone las fuerzas y presta
al espíritu nuevos y mayores alientos para dar cima á las más
arriesgadas empresas! Al lado de Fr. Juan Pérez y de Isabel
la Católica bien pueden la fama y la patria reconocida poner
el recuerdo de D.^ Beatriz Enríquez de Arana, sin cuya amo-
rosa atracción tal vez portugueses ó franceses, ó ingleses, se
envanecieran hoy de haber dado sus naves á Colón para llegar
al otro lado del Atlántico.
Partió Colón del puerto de Palos en aquella mañana y en
aquella ocasión, tan magistral y admirablemente descritas en
esta cátedra no hace muchos días por nuestro querido compa-
ñero el sabio escritor marino D. Cesáreo Fernández Duro, par-
tió, y desde entonces La Rábida no suena en ninguno de los su-
cesos que se refieren á la vida del Almirante. Los franciscanos de
La Rábida, desde las playas del río Tinto unos, y desde el pro-
montorio de la Virgen de los Milagros otros, vieron salir aquella
paloma mensajera que el Viejo Mundo enviaba al Nuevo, y
pudieron, glosando el nombre de Colombo, decir entusiasma-
dos, lo que algunos siglos después dijo un elegante poeta com-
patriota suyo :
"¡Quel Coloinho son'io
Stupor d'ogni altro ingegno,
Che con ali di lino, é pié di legno
Volando a nuovoCiei, col voló mió
De lo Spirto di Dio,
Doue volata ancor non era mai
La Coloinba guidai!»
— 24 —
Olvidado y sin historia postuma quedó el convento de La Rá-
bida desde el siglo xvi. Nada hay que contar de él durante los
dos siguientes, y si algún viajero curioso lo visitó, no sé que
dejara consignadas sus impresiones en parte alguna, hasta que
en 1828 lo hizo el ilustre Washington Irving, el autor de la
Vida y viajes de Cristóbal Colón , y de los Viajes y descubri-
mientos de los compañeros de Colón ^ que se dedicó á escribir
estos'trabajos, alentado por el ejemplo y con -la ayuda de nues-
tro sabio compatriota D. Martín Fernández Navarrete, el ve-
nerable palaciano de Abalos.
Emprendió la que él llamó
«peregrinación americana»,
pasando de Madrid á Sevilla
y desde allí á Moguer, á Palos
y á la Rábida. Visitó en Mo-
guer á un descendiente de Pin-
zón llamado Juan Fernández
Pinzón, á su hermano Luis y á
su hijo Rafael; aquel le acom-
pañó á Palos «desde donde se
ven elevarse las blancas pare-
des del convento de la Rábida,
en medio de un espeso bosque
de pinos.» Subió con él al mo-
nasterio, y he aquí parte de la
descripción que hizo de él:
«Hallábase completamente
abierta la puerta y nos facilitó
la entrada á un patio interior, desde donde pasamos, por debajo
de un arco gótico, á la capilla, sin encontrar alma viviente ; des-
pués atravesamos dos claustros interiores igualmente vacíos y
silenciosos: miramos por una ventana y vimos lo que había sido
jardín, pero que ya no era más que ruinas; las paredes se ha-
bían caído y no quedaban más signos de cultivo que algunos
arbustos y dos malas higueras. Pasamos al través de largos co-
rredores, pero las celdas estaban cerradas y vacías. Por fin,
después de haber recorrido casi todo el desamparado local, sin
oir más que el eco de nuestras pisadas, llegamos á la puerta de
— 25 —
una celda, que estando medio entornada, nos dejó ver dentro
un monje, sentado delante de una mesa escribiendo. Se levantó
y nos recibió con la mayor cordialidad, conduciéndonos ense-
guida á ver al Superior, que se entretenía leyendo en una celda
inmediata; ambos eran bastante jóvenes, y ellos, un novicio y
un lego formaban la comunidad.» El convento estaba, pues,
en ese abandono, y la huerta destrozada, y las paredes caídas
en 1828, siete años antes de la expulsión de los frailes y de que
la Rábida quedara totalmente desierta.
Para conservar el edificio ideó el Gobierno, en 1846, desti-
narlo á Casa de Refugio de veteranos inutilizados en el servicio
de la marina española, en cuyo pensamiento se insistió durante
tres ó cuatro años, sin llegar á realizarlo. En tanto, el histórico
edificio se salvó como por milagro de las manos délos compra-
dores de bienes nacionales, y eso que no pudo tasarse más ba-
rato, puesto que se fijó su valor en 4.950 reales. En aquella
época, 1849, visitó el monasterio el entonces joven escritor y
arqueólogo, y después sabio profesor, D. José Amador de los
Ríos, que publicó sus impresiones en el Semanario Pintoresco
Español^ núm. 33 de dicho año. En 1851 corrió el edificio in-
minente riesgo de desaparecer, porque habiendo propuesto al
Ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas el Gober-
nador de Huelva, que se enajenasen los restos que quedaban
del convento, accedió el Ministro á que se derribaran las pare-
des absolutamente inservibles, y á que se vendieran sus mate-
riales, respetando la iglesia «que se hallaba, por fortuna, en
bastante buen estado, y todas las demás partes que pudieran
conservarse». El Gobernador que sucedió al anterior y que re-
cibió la orden del derribo parcial se alzó al Ministro con fuertes
razonamientos en pro de la conservación, y el santuario se
salvó. Los Duques de Montpensier lo visitaron en 1854, y
por su iniciativa y con su cooperación se trató de restaurar,
como en efecto se hizo en 1855, realizándose una especie de
repaso, afirmamiento y blanqueo, que no pudo llamarse res-
tauración, pero que sirvió para que la ruina detuviese sus es-
tragos. Al año siguiente fué declarado monumento nacional.
En 1862 lo visitó el escritor francés M. Delavigne, quien hace
ligera mención de él en su libro itinerario de un viaje por Es-
— 26 —
paña, afirmando, después de contemplar el abandono del con-
vento, que «L' Espagne ne releve pas ce quitombe», conducta
que ha seguido también la Francia hasta hace treinta años.
En 1868 se edificaron las habitaciones altas, sobre la entrada,
y en 1875 se compraron la huerta y tierras inmediatas.
No podía la Orden de Menores de San Francisco, tan glorio-
samente interesada en cuanto á La Rábida se refiere, dejar
de ocuparse de la importancia de este monumento, hoy en
que han vuelto á resucitar cuantas memorias tocan á la
vida y hechos del gran Almirante, y á uno de los más distingui-
dos hijos de la familia franciscana española se debe la publica-
ción de una curiosísima obra titulada Colón y La Rábida , es-
crita con un cariño á aquella casa digno de los que la habitaron
y enaltecieron tanto. El muy reverendo P. Fr. José Coll, de-
finidor general de la Orden, autor de numerosas obras y per-
sona tan entendida como modesta, ha recogido en ese libro
cuantas noticias y datos pueden ilustrar la historia del convento,
después de haberlo visitado varias veces, resultando ser su me-
ritorio trabajo un verdadero álbum de curiosidades, relativas al
mismo y á la cooperación que sus hermanos en religión presta-
ron, no sólo al descubridor de América, sino á los conquistado-
res, en los primeros tiempos de nuestro establecimiento en
aquel mundo. Además de estos estudios, el P. Coll ha publi-
cado otros titulados El huerto de La Rábida y La palmera so-
litaria , referentes al mismo asunto en la Revista de los Padres
Franciscanos, en La Controversia y en otros periódicos.
Al aproximarse el cuarto Centenario del descubrimiento de
la América, la nación puso sus ojos en La Rábida, único tes-
tigo positivo que queda en pie de la presencia y hechos de
Cristóbal Colón. Era preciso volver á aquel monumento, aten-
diendo á su perpetua conservación, restaurándolo y dándole
para en adelante calor de vida. La restauración se encomendó,
con muy buen acuerdo , al reputado arquitecto y muy enten-
dido profesor de la Escuela de Arquitectura, D. Ricardo Ve-
lázquez, que á juzgar por sus inspirados y concienzudos proyec-
tos, ha de hacerla á maravilla. Parece que la construcción
quedará en totalidad arreglada al estilo del siglo xv, como
debió estarlo poco antes de la llegada de Colón, y tal cual la
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habían terminado los artistas mudejares, conservando así el ver-
dadero carácter que debe ostentar. Será preciso para ello, no
sólo reponer mucho de lo qae el tiempo ha destruido, sino de-
moler todo lo que el mal gusto y la ignorancia han añadido á
las antiguas construcciones, que no es poco. Dícese que en los
primeros trabajos de reconocimiento se han encontrado algu-
nos frescos que adornaron los muros del claustro mudejar y las
paredes de algunas dependencias; y es de creer que al conti-
nuarlos se descubran y aparezcan otros curiosos detalles, que
el talento práctico del Sr. Velázquez aprovechará para identifi-
car más y más su tarea restauradora con la de los viejos alarifes
que allí trabajaron. Nunca La Rábida, por su esencial y primi-
tiva traza y disposición, podrá ofrecer el aspecto de un monu-
mento artístico, ya que en resumen siempre fué una ermita con
una modesta vivienda al lado, pero al adquirir de nuevo las for-
mas, más ó menos semejantes, á las que tuvo hace cuatro siglos,
hablará con más elocuencia y verdad, inspirará más y nos pondrá
más en contacto con aquellos tiempos, que con el pobre y re-
mendado conjunto que hoy ofrece. En sus alrededores la flora
meridional, que tan bien se da en aquellos lugares, podrá aña-
dir positivos encantos naturales al histórico monasterio. Pro-
yéctase abrir hermosos jardines en la meseta; plantar el huerto
que se extiende por la ladera, instalar un muelle de hierro al
pie de la colina, para facilitar el acceso de los que vayan de
Huelva á visitar el convento, que son los más; construir una
hermosa carretera desde la explanada alta á Palos y á Moguer,
y levantar, en fin, un gran monumento conmemorativo en honor
del descubrimiento y del descubridor, que, asentado en aque-
lla altura, se divise desde el Océano, desde el mar y desde la
tierra á largas distancias. Muy arrogante y ajustado al nobilísi-
mo objeto á que se destina resultará, á juzgar por el proyecto
que ha trazado el Sr. Velázquez. Toda esta nueva parte deco-
rativa constituye el tributo moderno que la nación añade al mo-
numento viejo, para que la memoria de la visita de Colón y los
trascendentales hechos que allí acaecieron, queden solemni-
zados con el respeto debido al vetusto y memorable edificio
que los presenció y cOn las galas que nuestro siglo pone en
torno suyo. Para dar calor de vida á La Rábida restaurada pro-
28 —
cede entregarla de nuevo á la Orden de Menores de San Fran-
cisco. Así se restablecerá por completo su verdadero carácter.
Si los frailes son como deben ser, sostenedores de la paz pú-
blica y amantes del progreso y prosperidad de su patria, bien
están en medio de nosotros, ayudando á los pobres. Siempre
habrá en las provincias de Huelva, Cádiz y Sevilla dos docenas
de huérfanos, hijos de pobres marinos, á los cuales vendría ad-
mirablemente la caridad de que les recogieran y enseñaran
cuanto un joven puede y debe saber antes de emprender un
oficio; y tal vez de los jóvenes allí educados por los francisca-
nos saldrían escolares distinguidos aspirantes á hombres de
provecho, cuyas aptitudes se hubieran perdido de otro modo
en medio de los azares del abandono y de la miseria. Así sería
La Rábida al mismo tiempo que un monumento glorioso, una
institución útil.
Al pie de La Rábida se alza fea y pintoresca á un tiempo, la
torre de La Arenilla. Si el convento y sus alrededores se embe-
llecen y todo se restaura, pero se deja La Arenilla conforme
está, con el puesto de pobres carabineros convertido en un mi-
serable aduar de moros, en el que las familias viven en lasti-
moso abandono, ruéguese entonces á los visitantes del monu-
mento que no pasen el Estero de los Frailes ó de Domingo
Rubio, que no vayan á la Torre, porque se formarán horrible
idea de la administración y del Gobierno español, al ver á sus
servidores armados y á sus pobres familias en tan ruines vivien-
das y en tan lamentable atraso. A todo hay que atender cuando
el mundo acude á visitarnos, porque el más ínfimo detalle aban-
donado, si resulta detestable, como éste, basta para que dé
fundado motivo á la crítica para afear todo lo demás por her-
moso y por monumental que sea. Y cuenta que el mejoramiento
del puesto de carabineros de La Arenilla es antes que todo una
gran obra de caridad.
Añada así nuestra nación á la obra meritísima de la consagra-
ción de una de las glorias más grandes de su pasado, la de la
práctica constante y progresiva del bien en todas partes, y los
pobres acogidos en La Rábida y todos los que con motivo de la
restauración hallen inmediato alivio á sus necesidades, bende-
cirán la feliz gestión de nuestro tiempo. El monasterio, el mo-
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numento, el asilo, las galas y reformas progresivas de aquel fa-
moso rincón del mundo, mantendrán allí vivo el recuerdo del
gran navegante, que, verdadero Cristóbal, atravesó los mares
llevando sobre sus hombros, con la doctrina redentora de Cristo,
al Cristo mismo, según admirablemente lo dejó dicho en su
honor el caballero Giambattista Marino, de esta manera:
« Porto di la dal rio
II devoto Gigante,
Quasi supposto al Ciel celeste Atlante,
Sovra le spalle il gran figlioul di Dio;
Ma ceda á me, poich'io
Sil '1 legno ardito mió
Christo portai, Christofaro secondo
Di la dal mare, anzi di la dal mondo.»
Aquellos alrededores de Huelva están llamados á tener un
gran desarrollo, cuando arraigue en nuestra sociedad la costum-
bre, ya casi antigua en otros pueblos, de pasar la mala estación
de invierno en las playas meriodinales, tan suaves y tan benefi-
ciosas para la salud. Huelva disfruta de un clima y de un temple
excepcional: es toda una estación de invierno. Así lo han com-
prendido los extranjeros que explotan las minas al establecer
sus sanatoriums en las playas de Punta Umbría, y así lo enten-
dió el ilustre promovedor de las grandes mejoras de aquella
ciudad y de las vías férreas que la sirven, D. Guillermo Sund-
hein, hijo adoptivo de Huelva, al idear la construcción del gran-
dioso Hotel Colón, que es sin disputa uno de los primeros de
Europa. Cuando hayamos progresado lo necesario, y los extran-
jeros y los nacionales vengan á invernar á Alicante, á Málaga,
á las orillas del Guadalquivir y á Huelva, en esta última esta-
ción será La Rábida un centro de atracción por todos visitado.
No sólo tiene La Rábida ese carácter histórico que la hace
famosa, sino que inconscientemente su nombre está unido á
una revolución inmensa en la vieja y tradicional política espa-
ñola. De esta significación, jamás indicada hasta ahora, me ocu-
paré en breves palabras, para terminar. Las luchas de la Recon-
quista al abatir en Granada el último baluarte de los árabes,
debían proseguir pasando el Estrecho, para asegurar á perpetui-
dad la paz, con la posesión de toda la comarca vecina del norte
— 30 —
de África. Tal fué el deseo que la Reina Católica dejó entrever
en su testamento y á tales tradiciones, á tal dirección de la polí-
tica española obedecieron las expediciones guerreras del Car-
denal Cisneros y otras. Indudablemente, si la nación no hubiera
tenido otro objetivo, aquellas fuerzas aguerridas que pelearon
en Málaga, en Baza y en Granada, hubieran irremisiblemente
pasado el Estrecho, y tarde ó temprano en el siglo xvi hubiera
continuado en el norte africano el impulso conquistador, que se
inició seis siglos antes en Covadonga y que no se detuvo ni por
un solo día durante éstos. Pero la dirección de la energía y de
la actividad de nuestro pueblo cambió de rumbo súbitamente,
como si á aquella impetuosa corriente se le hubiera puesto un
dique en su camino y hubieran tenido las aguas que buscar otro
cauce. Ese dique histórico providencial, bien puede decirse
que fué La Rábida. En La Rábida recibió amparo Colón y allí
se decidió dos veces á no abandonar á España y á ofrecer á los
Reyes Católicos los proyectos de su grandioso genio. Sin La
Rábida la América no se hubiera descubierto, y sin el descubri-
miento de la América no se hubieran cambiado la dirección y
el curso de la política guerrera de España. La atención de los
españoles y de su gobierno al fijarse en la conquista de los nue-
vos países descubiertos se apartó de la conquista del África, y
desde entonces, así como llevamos la civilización á un gran
mundo nuevo, nos quedamos con la barbarie delante de nues-
tras puertas, á un paso de Cádiz, barbarie que después de cuatro
siglos aun sigue tan próxima como antes. Es indudable que La
Rábida representa en la historia de España un altísimo jalón á
partir del cual, fuera de la Patria, los destinos de ésta cambia-
ron por completo. Conquistamos la América, pero nos olvida-
mos del África. ¿Por qué no hemos de recoger la tradición
abandonada en el siglo xvi?
Todas las naciones poderosas de Europa se disputan el
próximo despojo de Marruecos, que sin la obsesión que produjo
en el ánimo nacional el dominio de América, debiera ser nues-
tro en todo su litoral hace tres siglos. Desde La Rábida se
señaló á España el camino del mundo americano, cuya domina-
ción perdimos casi en totalidad. No podemos ni debemos pen-
sar en recobrarla; pero cuando la Europa ambiciosa que se ha
— 31 —
repartido el África aspira á la posesión de Marruecos, tal vez
sin contar con nosotros, desde La Rábida también, hacia el
Mediodía, se vislumbran los horizontes hacia los cuales tendió
su mano, en señal de avance, la Reina Católica, y allí se siente
la necesidad de que, como podamos, continuemos en justicia y
para honra de nuestro nombre la tradición que ayer quedó
interrumpida. A los gloriosos recuerdos que La Rábida evoca
he querido añadir esta consideración histórica, para que conste
que no sólo vivimos de las memorias del pasado, sino que tene-
mos el deber de no achicarnos ante el porvenir, procurando
que las tradiciones honrosas que los grandes hombres y los
monumentos perpetúan en nuestros corazones, nos den alientos
y sirvan para que, después de trabajar por la paz y el engrande-
cimiento de nuestro pueblo, nos animemos á tomar parte en las
grandes empresas que aumenten el poderío, á que tenemos per-
fecto derecho, y dejemos á nuestros hijos con la realización de
ellas, la prueba elocuente de que hemos sido dignos herederos
de los que conquistaron á Granada y protegieron á Colón,
haciendo grande á España en uno y otro mundo. Nada más.
PRIMER VIAJE DE COLÓN
ATENEO DE MADRID
-)-:=í>H
PRIMER VIAJE DE COLON
CONFERENCIA
DEL
SR. D. CESiREÜ FERNÁNDEZ DURO
CAPITÁN DE NAVIO
leída el día 23 de Noviembre de i8gi
T
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYKA>:
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Pasco de San ViceiUc, 20
1892
Señores:
No sin razón estimo mi pequenez en la cátedra desde la que
os han enseñado con elocuencia y con autoridad qué significa
la celebración del Centenario que España se dispone á celebrar,
personas dignas de la reputación científica que tienen conquis-
tada. Porque suele estar el conocimiento de los autores como la
atracción de los cuerpos del sistema planetario, en razón in-
versa de la distancia al tiempo en que escribieron, habéis de
consentirme que condense cuanto os han dicho los que me pre-
cedieron, con el pensamiento de un crítico relativamente mo-
derno: el reverendo benedictino P. Feijóo.
«El descubrimiento del Nuevo Mundo— decía — suceso el
más grandioso de España en muchos siglos, no se hubiera con-
seguido sin la magnanimidad de Isabela
» Porque en Fernando vemos el más consumado y perito en
el arte de reinar que se conoció en aquel y en otros siglos, y á
quien reputan comúnmente por el gran maestro de la política,
en cuya escuela estudiaron todos los príncipes más hábiles que
después acá tuvo Europa \ pero en Isabel, una mujer, no sólo
más que mujer, pero aun más que hombre, por haber ascendido
al grado de heroína. Su perspicacia, su prudencia, su valor, la
colocaron muy superior á las ordinarias facultades de nuestro
sexo, por cuya razón no hay quien no la estime por uno de los
más singulares ornamentos que ha logrado el suyo.»
— 6 —
En la narración de ese gran suceso se me ha asignado parte
dificultosa, que voy á tratar discrepando esencialmente de las
enseñanzas que hemos recibido, lo que os parecería raro atre-
vimiento si no supierais que la historia no es definitiva mien-
tras quedan medios de información que depurar, y no empezara
yo diciendo que han parecido documentos por los que necesa-
riamente han de modificarse las opiniones hipotéticamente sus-
tentadas.
Hoy por hoy, fundidas en una sola las ideas del descubri-
miento y del descubridor del Nuevo Mundo, la admiración y
la poesía han elevado la figura de Cristóbal Colón hasta la re-
gión de la leyenda en altura tal, que, dejando concebir su gran-
deza, no consiente determinar á los que la contemplan si prin-
cipalmente procede de una percepción privilegiada, por la cual,
adelantándose á sus días, presintió los juicios venideros de Co-
pérnico y de Newton, ó si, sublime ignorante, fué instrumento
elegido y guiado por la Providencia en la obra divina de llevar
la luz del Evangelio al otro Continente.
Los que lo último sustentan, aprecian naturalmente la expe-
dición de los argonautas españoles del siglo xv, de distinta ma-
nera que aquellos paganos griegos, entusiastas de la heroicidad
de sus compatriotas, no satisfechos con poner sólo á Jason en
las estrellas, que allá, en el firmamento, señalaron á los compa-
ñeros todos y aun á la nave que los condujo, lugar que han res-
petado los astrónomos de treinta siglos.
Estos modernos admiradores de Colón han adoptado en la
exultación de su personalidad un método semejante al de las
proyecciones fotográficas, dejando á obscuras la sala, á fin de
que el foco de luz realce la imagen única que presentan. Hay
que bajar la pantalla para que los documentos á que he aludido
restituyan al cuadro la luz natural, y aparezcan, según vais á
ver, ciento veinte españoles y en el fondo España.
Reinando en Lusitania D. Alfonso V, por carta fecha en
Zamora á lo de Noviembre de 1475, otorgó licencia y privile-
gio á Fernán Téllez, mayordomo mayor de la Princesa, su hija,
para buscar, descubrir y poblar la isla de Siete ciudades ó cua-
lesquiera otra no conocida, con tal que no se hallara en los ma-
res cercanos á Guinea, anteriormente concedidos al Príncipe,
ni hubiera sido vista ni navegada por naturales de siís reinos de
Castilla y de Portugal. La carta confirmaba otra con el mis-
mo objeto, dada el 28 de Enero del propio año 1475.
Don Juan II, sucesor de Alfonso en la corona de Portugal,
acordó varias licencias semejantes, siendo notable la de Fer-
nán Dulmo, capitán de la isla Tercera, por cuanto trataba no
sólo de dar con la isla antes nombrada, de Siete ciudades^ sino
con tierra firme que pudiera existir hacia el Oeste.
Obtenida por Dulmo la gobernación hereditaria de tales islas
ó tierras que á su costa descubriera, en virtud de cédula sus-
crita en Santarem en 3 de Marzo de 1486, no estando en dispo-
sición de sufragar los gastos de la expedición, solicitó el tras-
paso de los derechos adquiridos á Juan Alfonso do Estreito,
vecino de la isla de Madera, y fuéle concedido por nueva carta
firmada en Lisboa el 4 de Agosto del mismo año, con inser-
ción del contrato de transferencia, entre cuyas condiciones se
incluían las siguientes :
Dulmo cedía, por irrevocable donación entre vivos, la mitad
de la capitanía y gobierno de las islas y tierra firme que se ha-
llasen, con todas las libertades, privilegios, jurisdicción y pre-
eminencias en la carta Real de concesión contenidas, siempre
que armara á sus expensas dos buenas carabelas, provistas de
bastimentos para seis meses, y estuvieran á punto en la isla
Tercera en todo el mes de Marzo de 1487. Dulmo y Juan Al-
fonso irían por capitanes de las dos carabelas, con derecho de
designar los respectivos pilotos, y un caballero alemán que les
había de acompañar, elegiría de las dos carabelas -la que qui-
siera. Desde el momento de la salida, hasta pasados, cuarenta
días, dirigiría la derrota Fernán Dulmo, siendo obligado Juan
Alfonso á seguir su carabela como capitana y á obedecer las
instrucciones que recibiera por escrito. Al cabo de los cuarenta
días tomaría la dirección y derrota Juan Alfonso, tocando á
Dulmo entonces obedecer y seguirle, como á capitán superior,
hasta el regreso á Portugal, dentro de los seis meses que se
habían de emplear en la navegación total de descubrimiento.
Ningún otro escrito revela si llegaron á emprender la marcha
-- 8 ~
las carabelas, si volvieron ó no, en tal caso; lo que hace pensar
en la posibilidad de uno de tantos siniestros ignorados.
Pero acaso no fué así, y la expedición de Dulmo entrara por
algo en la fábrica del famoso globo de Martín Behaim, que era
el caballero alemán aludido, influyendo en el juicio de los que
adjudican á este geógrafo la invención del Continente ameri-
cano; ello es que en los anales de Portugal no hay referencia
que conmemore el viaje, silencio significativo de no haber pro-
ducido resultado de notoriedad, al igual de otras expediciones
hacia Occidente, que terminaron al cabo de más ó menos días
sin vista de tierras.
De cualquier modo, si á la posteridad no han llegado los por-
menores de aquellos intentos infructuosos, los coetáneos, singu-
larmente los hombres de mar, interesados en semejantes em-
presas, tenían que conocerlos, no menos que el fundamento que
alentara el empeño decidido de seguir explorando por las mis-
mas huellas. Las Reales cédulas de concesiones y privilegios
sobre tierras nuevas; los contratos de transferencia ó de com-
pañía pasados ante notario; los armamentos de carabelas, ajuste
de pilotos y marineros en condiciones excepcionales; la partida
y el regreso de las naves, eran actos públicos de que tenía que
hablarse en los puertos, corriendo la especie de unos á otros
por la costa.
En la del condado de Niebla, tan vecina, y en contacto de
relaciones comerciales, debía, pues, saberse cuanto en el parti-
cular ocurría. Huelva, Palos, Moguer, Lepe, Ayamonte, man-
tenían por entonces activo movimiento de embarcaciones que
iban á Canarias, á las Terceras, á Madera, sin perjuicio de la
navegación costera en el Océano y el Mediterráneo. De la costa
de Guinea y Mina del Oro extraían esclavos negros, con que
surtían los mercados de Andalucía, dando de su producto el
quinto parala Hacienda pública, y por obtener el provecho de
tráfico tan lucrativo, habían tenido con Portugal contiendas
bien porfiadas por muchos años de los siglos xiv y xv.
Consta, por testimonios irrecusables, que en las citadas po-
blaciones castellanas estaban avecindados ó vivían temporal-
mente, á fines del último, Pedro Correa, capitán donatario de
la isla de Porto Santo, casado con Iseu Perestrello, hermana
de la mujer de Cristóbal Colón; Miguel de Muliarte, marido de
Violante Muñiz, asimismo cuñada del navegante januense; Pe-
dro Vázquez de la Frontera, criado del Rey de Portugal, per-
sona entendida en la náutica, que asistió á una de las referidas
expediciones, malograda, según él decía, por la vista del sar-
gazo, que atemorizó á los marineros con la idea de que aquella
pradera flotante retuviera á la nave; Pedro de Velasco, descu-
bridor de la isla de Flores, la más occidental ó exterior del
grupo de las Azores, con otros pilotos y marineros del tráfico.
Un día, coíi la prontitud que en los pueblos pequeños acelera
la curiosidad, circuló en Palos la noticia de haber llegado al
monasterio de la Rábida, en demanda de refacción, un extran-
jero que conducía un niño de la mano, y que había sido alojado
en la hospedería.
Formaban á la sazón parte de la comunidad franciscana en el
convento, el guardián Fr. Juan Pérez, que había anteriormente
servido á la reina Isabel en oficios de hacienda y oídola en con-
fesión, por lo cual conservaba buenas relaciones en la corte, y
Fr. Antonio de Marchena, dado á los estudios astronómicos y
geográficos. Ambos eran hombres ilustrados, y habían de estar
al tanto en las ideas de existencia de tierras occidentales, por el
contacto con los mareantes del puerto. Por vaguedad en las
referencias del tiempo han sido confundidos por los historiado-
res los dos frailes en una sola entidad, que la crítica va sepa-
rando con clara distinción y evidencia.
Cristóbal Colón, que éste era el extranjero, encontró en la
Rábida descanso en la fatiga, amparo en la soledad, consuelo
en la amargura y reparo en las contrariedades; bálsamo en junto
que aplicar á las heridas del amor propio, presto curadas á be-
neficio del aroma sin igual de la esperanza exhalado de la religión.
Correspondiendo por de pronto á la bondad y consideración de
los monjes, abrióles el corazón, explicando la razón de su llegada;
pero antes de decir cuál era, es bueno descubrir la fuente de que
proceden las noticias.
Existen en el Archivo de Indias de Sevilla las piezas de autos
de los pleitos sostenidos durante medio siglo por los deseen-
10 --
dientes del descubridor de las Indias occidentales en pro de los
privilegios que á éste fueron acordados. Irving, Humboldt,
Campe, Prescot, Cantú, lumbreras de la ciencia y de la histo-
ria, no examinaron estos legajos de los pleitos, ni parece que lo
hayan hecho los que sucesivamente han querido ilustrar la vida
del gran navegante, aunque Fernández de Navarrete dio á co-
nocer la existencia de los papeles por extracto de algunos que
del Archivo le comunicaron. Vale, sin embargo, la pena de la
difícil lectura de los originales, el caudal de datos únicos que
encierran.
Inició los pleitos D. Diego Colón, segundo Almirante de las
Indias, por los años de 1508, poco después del fallecimiento de
su padre. Interpretando á conveniencia suya las capitulaciones
de Santa Fe, reclamaba por derecho propio el gobierno here-
ditario, con jurisdicción omnímoda en las islas del Océano, en la
tierra firme que se extiende desde el Canadá hasta el estrecho
de Magallanes, en las islas del Pacífico j/ en más si más se des-
cubriera^ con facultades que habían de darle la soberanía efec-
tiva por allá, si bien reconocía la nominal de los reyes de Cas-
tilla.
Había pasión en la demanda, la habría también en la negación,
la hay siempre en lucha de intereses, siquiera no lleguen con
mucho á la entidad de los que en este proceso se ventilaban;
mas concediendo que los interrogatorios fueran formulados con
maña por las partes, y que las probanzas se acomodaran al fin
que cada una perseguía, no cabe suponer que en el número cre-
cido de testigos que presentaron, no hubiera quien hablara pa-
labra de verdad, sobre todo en materias ajenas á las litigadas.
La contradicción en tal caso sirve de guía al raciocinio, viniendo
á ser de todos modos el proceso depósito estimable de referen-
cias con que confrontar narraciones históricas del tiempo, no
exentas de pasión tampoco, ni menos libres de errores incons-
cientes. Del estudio y de la compulsa de las declaraciones pro-
cede cuanto aquí expongo.
Confió Cristóbal Colón á sus huéspedes del monasterio, que
residiendo en Lisboa había concebido la idea «de alcanzar el
] I —
Levante por el Poniente»; es decir, de emprender un camino-
directo, fácil y relativamente breve, que condujera á las regio-
nes del Catay y de Ofir, á las minas de que se extrajeron para
Salomón el oro y las piedras preciosas, á las regiones que pro-
ducían especias y bálsamos, con aquellas otras materias estima-
das de Oriente, cuyo comercio había engrandecido á las Repú-
blicas del Mediterráneo. Habiendo propuesto al Rey de Portu-
gal la exploración de la nueva vía y el aprovechamiento de tan
gran riqueza, desechó la oferta considerado el plan.
La leyenda colombina refiere que, procediendo con insigne
mala fe el Monarca lusitano, mientras entretenía al iniciador del
proyecto, despachaba reservadamente una carabela que tentara
el camino secreto. Paréceme invención inadmisible. Don
Juan II harto sabía á qué atenerse en punto á registrar el
Océano, por los intentos referidos anteriormente: si negaba á
un extranjero lo que con facilidad y repetición había concedido
á sus vasallos, consistía (así lo dicen los cronistas) en la exorbi-
tancia de las condiciones de medro personal que aquél quería
imponer.
Esto no lo confesó Colón á los monjes: limitóse á contarles-
cómo, en vista de la negativa del Rey, se trasladó á la corte de
Castilla, poniendo en plática su negocio con algunos caballeros
principales. De ellos, varios dudaron de la sania de su razón; los
más le despidieron cortésmente, teniéndole por visionario, y
como se encontrara aislado, sin recomendación, sin recursos,,
decidió buscar por otro lado mejor acogida, desembarazándose
previamente del niño Diego, que pensaba dejar al cuidado de
su cuñada Violante Muñiz. Para ello se dirigía á Huelva cuando
llamó en el convento.
Si los franciscanos de la Rábida no tenían ideas exactas de la
situación de los Estados del Gran Can, en punto á buscar tie-
rras por Occidente, fueran las que fueran, no podía maravillar-
les el proyecto del forastero, que nada tenía á sus ojos de qui-
mérico. Conformaba con el espíritu de investigación creado por
las expediciones del infante D. Enrique, á lo largo de la costa
de África; respondía á la afición de aventuras que el oro y los
esclavos de Guinea alimentaba; era eco de las tradiciones y de
aquella intuición , que ya no sólo influía en los pilotos ó maes-
tres expertos, sino en los más rudos marineros. Trataron, pues,
seriamente del asunto, y pusieron al viajero en relación directa
con los mareantes del puerto, cuyo saber podía acrecentar los
datos que tenía recogidos.
Antonio de Herrera cuenta en las Décadas^ que, entre las
muchas maneras con que daba Dios causas á Cristóbal Colón
para emprender su grande hazaña, tuvo experiencias muy nota-
bles de los hombres que navegaban á las Azores, uno de los cua-
les, vecino de Palos, le afirmó, en el monasterio de la Rábida^
haberse perdido con sus compañeros en la isla de Fayal , y que
á la vuelta descubrieron la isla de Flores, guiándose por las aves.
Otras noticias refiere Oviedo en su Historia de las Indias^ á
más de la tradición del piloto Alonso Sánchez de Huelva, que
él mismo no creía, pero que andaba en su tiempo de boca en
l30ca, y han repetido casi todos los historiadores de Indias, con-
cediéndola algunos entero crédito, admitiendo otros que, por
tradicional, en algún fundamento debía apoyarse. El mismo Co-
lón apuntó en sus memorias cómo Pedro Correa y Pedro de
Velasco, es decir, dos de los que residían en Huelva y Palos, le
-comunicaron indicios de tierras al Poniente, y otros marineros
noticias vagas de haber tomado agua y leña en elias, después de
■correr con temporal desde Irlanda. Va cuando el bohemio Ros-
mithal visitó á España, en el reinado de Enrique IV, circulaban
tales consejas, según cuenta en la relación de su viaje.
Entre los asistentes á las conversaciones de la Rábida, uno se
■contaba que había de decidir en absoluto la suerte del proyecto.
La historia no lo ha declarado todavía; mil circunstancias aza-
rosas han concurrido, con las que de ordinario influyen las ac-
ciones humanas, para espesar las tinieblas de aquella edad, de-
jando en lo obscuro á tan notable persona; mas la verdad se
hará paso; ni para restituir la fama hay prescripción, ni deja de
sonar, tarde ó temprano, la hora de la justicia. Véase cómo en
los autos del pleito se dibuja la figura, con trazos por diversas
manos señalados.
Martín Alonso Pinzón, natural de Palos, se ejercitó en la na-
vegación muy joven, adquiriendo entre sus convecinos y cama-
radas concepto de experto piloto, buen capitán, gran marinero,
sabio en mucha manera.
Había cruzado el mar del Sur yendo á Guinea y á las islas Ca-
narias, y corrido las costas en el Atlántico y el Mediterráneo^
hasta el reino de Ñapóles. Durante la guerra con Portugal se
hizo temer de los enemigos, de modo que no había nave que
osase aguardar á la suya; en la paz, estuvo en Roma con propó-
sito de dar ensanche á sus conocimientos geográhcos, valién-
dose de la amistad de un cosmógrafo familiar del Papa, para exa-
minar los escritos de la biblioteca vaticana, y tomar apuntes ó
copias de mapas. Habiendo prosperado en los negocios, á más
de la nave que personalmente mandaba, sostenía una ó dos más
en beneficioso tráfico, con que se hizo acomodado y rico. En
todas ocasiones dio buena cuenta de su persona, porque no ha-
bía hombre tan deter minado en aquel tiempo^ ni mas valeroso,
ni mejor para cualquier acción de guerra ó mar^ condiciones
que, juntamente con las de carácter y honradez, le granjearon
entre los convecinos tanta estimación como prestigio y auto-
ridad.
Aunque Pinzón supiera que el Rey de Portugal había echado
y despedido mal 2X nauta de Liguria, simpatizando con su ideal,
conformaba en dos puntos principales, á saber: posibilidad de
hallar tierras navegando hacia Occidente, y probabilidad de que
el hallazgo compensara sobradamente el trabajo de buscarlas.
Pienso que el acuerdo era independiente de las razones en
que cada cual lo fundara. Colón, hombre de alguna ciencia, par-
tía en sus cálculos del principio de la redondez ó esferoicidad
de la tierra. Conociendo la relación de viajes de Marco Polo;
sabiendo por ella que en el hemisferio opuesto al nuestro había
mares cuyas aguas no se desprendían de la parte sólida, contra
las teorías por entonces subsistentes, debió juzgar que en aque-
llas aguas flotarían las embarcaciones, y que por la continuada
superficie líquida podrían ir hasta allá desde las costas de Eu-
ropa. Pinzón (y en esto me aparto del concepto y de las decla-
raciones de sus amigos) no profundizaba tanto: su criterio em-
pírico estribaba meramente en aquellos indicios, en aquellas
tradiciones de la gente de mar antes expuestas, fortaleciéndolo,
cuando m.ás, con las opiniones de Solino, que situaban á las islas
Hespéridas á treinta días de distancia de las Afortunadas ó Ca-
narias. El práctico acertaba, sin embargo, y cometía el teórico-
— 14 —
«rror enorme en la apreciación de las dimensiones del planeta
terráqueo.
Observación curiosa. De hallar Colón lo que no buscaba, y
•del convencimiento en que murió de haber llegado al Asia, se
infiere que para el descubridor del Nuevo Mundo, el Mundo
Nuevo no existió.
Por resultado de las conversaciones de la Rábida que apoya-
ban la perspectiva de tierras ricas, concertaron los monjes con
•sus comensales el plan de reanudar las gestiones del genovés en
la corte, poniendo en juego Fr. Juan Pérez su influencia, no
solamente por medio de las cartas que dirigió á la Reina, y de
las de introducción y ruegos para prelados y señores, de que
proveyó al huésped, sino con la persuasión también de la pala-
bra, reservando la ocasión de ponerse en camino. Pinzón, de su
lado, escribió asimismo á los amigos y aun á los Reyes, recomen-
dando el negocio, y dio á Colón 6o ducados de oro con que cos-
tear el viaje y satisfacer las necesidades perentorias. El niño
Diego Colón quedaba al cuidado de los monjes, en poder de
persona de confianza.
Concíbese el efecto que las cartas escritas con la autoridad de
clase y de saber de los Padres franciscanos, y con la sanción de
la experiencia de los marinos, había de producir en la opinión,
previniendo el recelo de la incredulidad y disponiendo los áni-
mos contra las corrientes enemigas de la novedad y de las ideas
superiores al alcance del vulgo. Con esas cartas, que daban al
-extranjero desconocido acceso á los magnates, entrada en la cá-
mara Real, ocasión de desarrollar con oratoria propia y con-
vicción personal el fundamento de sus planes; allanados los
obstáculos con que principalmente tienen que luchar los pre-
tendientes y andantes en corte, la solicitud antes desoída ó
despreciada encontró en el cardenal Mendoza, en Alonso de
Quintanilla en Jiménez de Cisneros, Deza, Cabrero, Beatriz de
Bobadilla, apoyos de fortaleza suficiente para contrarrestar y
vencer al cabo la oposición sistemática en lo general, la pruden-
cia en los Consejeros de la Corona, la duda y el escrúpulo en
los Reyes mismos. ¿No podrá decirse ahora que esas cartas de
los humildes frailes y del marinero de Palos, que franqueaban
las puertas del palacio, abrían á la vez las del Nuevo Mundo?
¿Cabra duda de la influencia que en ello tuvieron los comensa-
les de la Rábida?
jCuán distintamente esboza este período de gestación la le-
yenda colombina! ¡Qué conceptos apunta de los Reyes, de los
ministros, de los prelados, de los doctores y del pueblo español
todo, á fin de sublimar el sentimiento del héroe, escarnecido,
obligado á mendigar de puerta en puerta con un inundo en las
manos! El estudio comparativo del estado político, intelectual
y social de las naciones europeas por entonces, que han hecho
competentes escritores nuestros y alguno ajeno en demostra-
ción del desvarío de los juicios, no detienen todavía el de los
novelistas, necesitado de frases de efecto.
La empresa iniciada por Colón era opuesta á la razón de Es-
tado, fijamente determinada entonces por la guerra con los
granadinos, gran paso hacia la unidad nacional. Todo lo que
distrajera el pensamiento ó los recursos, harto escasos, del
Erario, de la prosecución de la campaña, tenía que ser pos-
puesto, si no desechado, y á lo último inclinaba además la
enormidad de pretensiones, que ya en Portugal había motivado
el fracaso de las negociaciones de Colón. Con todo, á vueltas
de incidentes, tan luego como ondeó en la torre de la Vela el
estandarte de la Cruz, vinieron á firmarse en Santa Fe las ca-
pitulaciones que, ennobleciendo desde el momento al preten-
diente italiano, realizaban el ensueño de su vida.
Despachado Colón de la corte, quedábale todavía no poco
que hacer. Tuvo dinero, autoridad y apoyo efectivo para el ar-
mamento de la expedición. La misma villa de Palos, donde re-
verdeció su esperanza marchita, había de proporcionarle, de
orden de los Reyes, dos carabelas equipadas, y las carabelas
dieron, sin objeción ni resistencia, los alcaldes — ; los hombres
no pudieron dar, no encontrando ninguno que se prestara de
buen grado á las insinuaciones.
De los hechos parece deducirse que el futuro Almirante se
estimaba por tal á favor de las cédulas que llevaba en la escar-
cela, y que hubo de olvidar un tanto los beneficios recibidos á
orillas del Odiel, creyéndose allí en disposición de prescindir
de los que afectuosamente se los habían dispensado. A su re-
querimiento acudieron el contino Juan de Peñalosa y el corre-
Ib —
gidor Juan de Cepeda, apremiando y compeliendo á la gente á
que se embarcase. No hablaban los despachos sino de ir «á al-
gunas partes de la mar oceana sobre cosas muy cumplideras á
servicio de Dios y de los Reyes»; mas ¿quién había de ignorar
en aquel puerto la empresa que en él se amasó? ¿A quién enga-
ñaría la prevención de acopiar mantenimientos para un año?
Sin género de duda se trataba de viaje semejante al de las ca-
rabelas del Rey de Portugal, que una y otra vez se volvieron
sin topar con tierra, ahora dirigido ¿por quién? por el advenedizo
que vieron llegar á la Rábida. Locura fuera ponerse á su albe-
drío jugando la vida.
Condensada esta opinión en el pueblo, no era poderosa la
amenaza ni la violencia á que llegaron los ejecutores de las
órdenes Reales aprestando la artillería del castillo para vencer
la resistencia pasiva de hombres que, con ausentarse, burlaban
la aparente sumisión. Don Cristóbal se persuadió de la inutilidad
de las medidas extremas, sin convencerse de que no le quedc-
ran otras que tentar por recurso. Discurrió valerse de crimi-
nales, indagando la voluntad de los presos en la cárcel; solicitó
y obtuvo provisión mandando suspender el conocimiento de
las causas de aquellos que le acompañaran, porque, expresaban
los Reyes, «para facer cosas cumplideras á nuestro servicio, é
para llevar la gente que ha menester en tres carabelas que
lleva, diz que es necesario dar seguro á las personas que con él
fueren, porque de otra manera no querían ir con él al dicho
viaje; é por su parte nos fué suplicado que ge los mandásemos
dar, é Nos tuvímoslo por bien »
Cuan grande era la convicción y cuánto el aliento del insigne
marino, dice elocuentemente la resolución de lanzarse á la mar
con barcos tomados al azar y tripulados con malhechores, antes
que desistir de la empresa en las alturas á que había llegado.
En la perseverante decisión, el empeño de salir del puerto ve-
laba á sus ojos la racional perspectiva de volver á él sin resul-
tado, comprometiendo definitivamente el crédito; arriesgando
aquello mismo que ya había conseguido sin vislumbre ni remota
probabilidad de alcanzarlo por segunda vez tras un desengaño
que malograra los gastos del armamento. Conocidas las ocu-
rrencias de la expedición efectiva, no es aventurado presumir
el desastroso fracaso que amagaba al extranjero, de haberse
confiado á la escoria de la sociedad de aquellos tiempos.
Por dicha, conocida, ya que no confesada, la impotencia, la
benéfica intervención de los frailes de la Rábida y la ingerencia
desdeñada hasta más no poder por la egoísta aspiración de
gloria sin extraña participación, émula de la gratitud, volvieron
á sentirse con oportunidad. Gracias á las razones persuasivas
de Fr. Juan Pérez, Cristóbal Colón acudió de nuevo á la buena
voluntad de Martín Alonso, asociándole á la empresa y to-
mando éste á su cargo desde entonces lo que importaba más, ó
sea el armamento y equipo de naves, con el ascendiente y po-
pularidad de su persona; con el empleo de su actividad, de su
palabra y su bolsillo, las dificultades se vencieron.
Las carabelas primitivamente embargadas, fueron sustituidas
por otras dos de entera confianza, pertenecientes á los que ha-
bían de ir en la expedición; se fletó además una nao de Canta-
bria, fuerte y buenaj^y si al convocar los marineros no pocos se
negaron todavía á embarcar, por natural recelo de lo ignoto,
viendo á bordo con Martín Alonso á sus hermanos Vicente Yá-
ñez y Francisco Martín, á los acreditados pilotos y armadores
Niños con sus deudos y amigos, oyendo las ofertas y segurida-
des del capitán, el amor que le tenían, con la dádiva que les
consentía auxiliar durante la ausencia á las familias, acabaron
con la vacilación de los indecisos, dándole Palos, Huelva y
pueblos vecinos, los brazos necesarios.
«Martín Alonso, dice uno de los testigos del proceso mencio-
nado, traía tanta diligencia en allegar la gente é animalla, coma
si para él y para sus hijos hobiera de ser lo que se descubriese.
A unos decía que saldrían de miseria; á otros, que hallarían ca-
sas con tejas de oro; á quién brindaba con buena ventura, te-
niendo para cada cual halago y dinero, é con esto é con llevar
confianza en él, se fué mucha gente de las villas.»
Se tripuló, por tanto, la armada con voluntarios andaluces y
con los cántabros que mandaba Juan de la Cosa, avezados á la
navegación de las costas de África, Flandes é Irlanda, que era
la que alimentaba el comercio nacional. Cristóbal Colón, su jefe
superior, los calificó de bíienos y cursados hombres de mar, y
no es mucho que le merecieran tal concepto Vicente Yáñez
— iS —
Pinzón, el descubridor futuro del Brasil, autor de la carta que
sirvió de padrón por donde se rigieron los que después iban á
aquellas partes; Juan de la Cosa, explorador del golfo de Urabá
y autor también del mapa que se tiene por monumento geográ-
fico; los Niños, que con Guerra, Ojeda, Lepe, dieron á conocer
la costa de la América central. En cuanto á las naves, declaró
el mismo Colón con voto de calidad, que eran muy aptas para
semejante fecJio.
Compare el que quiera estos resultados con los del que no lo-
gró mover el ánimo de los criminales alcanzando indultos de la
pena merecida con sólo acompañarle. Compare el armamento
completo que ahora satisfacía á los preceptos de los Reyes, de
componerse de las mejores carabelas de la Andalucía y de
toda gente jíable y conocida, con el que no pudieron conseguir
los esfuerzos extremos del aventurero desconceptuado; del po-
bre loco; del que, al decir de la plebe, quería llevar al matadero
á los mareantes, y estime si en realidad de verdad pasaba por
cosa notoria y pública, como por muchos testimonios consta,
que si por Martín Alonso Pinzón no fuera, ni la armada se apres-
tara, ni Cristóbal Colón saliera del puerto, ni las Indias se des-
cubrieran.
Esta es la verdad; de nada sirvieran á Cristóbal Colón las do-
tes privilegiadas que atesoraba; la tenacidad, la convicción, la
certeza de sus cálculos; el amparo de los Reyes; la autoridad de
las capitulaciones firmadas. El solo no podía echarse á la mar y
surcarla; sin Pinzón, que ya una vez ayudó á sacarle de la pos-
tración decidiendo la vuelta á la corte y contribuyendo al logro
de sus afanes; sin Pinzón, no tuviera naves, y no pasara, por lo
mismo, de arbitrista.
Un celo extraviado llevó al licenciado Villalobos, fiscal del
Consejo de Indias, con ayuda del despecho justificado de Juan
Martín Pinzón, á procurar para Martín Alonso la iniciativa
del descubrimiento. Intentaron probar que teniendo Pinzón no-
ticia de las Indias por escrituras sacadas de la librería del Papa
Inocencio VIII, había discurrido hacer el viaje con tres navios
de su pertenencia antes que Colón cayera en ello. Que el nave-
gante genovés, siendo informado del saber y experiencia de
Pinzón, se encaminó expresamente á Palos en su busca para
— iq —
imponerse en la recuesta de las dichas Indias; y con la infor-
mación y dineros que recibió, se fué á la corte á entablar las
negociaciones.
¡Intento vano! Los deudos del mismo Pinzón confesaron hon-
radamente que nunca oyeron hablar de descubrimientos, ni si-
quiera de la existencia de las Indias, hasta la llegada de Cris-
tóbal Colón. Por más ilustrado que otros, como dicho queda,
así por afición como por el comercio con gentes de Italia, es
de admitir que extendiera los conocimientos geográficos hasta
el mayor nivel que alcanzaban, tomando nota de las obras de
Aristóteles, Strabon, Plinio y Tolomeo; con todo, si estos co-
nocimientos predisponían su discurso para no ver en Cristóbal
Colón un soñador como los otros, antes bien le inclinaban á
comprender, adoptar y seguir el plan del extraño, teórica y
prácticamente razonado, tal plan no se ofreció antes á súmente.
El licenciado Villalobos, fiscal en el pleito, no pensó tampoco
que, por negar á D. Cristóbal cualquiera de las aptitudes per-
sonales; por decir que otros le llevaban y le dirigían, no le des-
pojaba de la autoridad y mando superior de la expedición, por
cuyas condiciones esenciales recababa el lauro de la victoria,
como le correspondía la responsabilidad del fracaso. ¡A tanto
llega la ofuscación en casos en que de la verdad se prescinde!
Hay que dar á cada cual lo suyo. Colón, capitán general de los
bajeles que abordaron á las islas índicas, tenía que ser su des-
cubridor á todas luces, lo que no obsta para que el hallazgo, á
todas luces también, se debiera á Martín Alonso Pinzón, por
lo que queda expuesto.
No más justo que el Fiscal del Consejo de Indias, D. Fer-
nando Colón, al escribir la historia de su padre, omitió las cir-
cunstancias del armamento de la expedición, pensando acaso
que rebajara los méritos de su progenitor la evidencia del auxi-
lio y participación de un hombre de las condiciones del capitán
de Palos.
Bartolomé Colón, hermano del Almirante, por lo contrario,
no tuvo reparo en reconocer que sin las gestiones de Pinzón el
viaje no se hubiese realizado. Del mismo modo lo entendieron,
como historiadores, los PP. Bernáldez y Las Casas, siendo tan
amigos como eran de D. Cristóbal, y es de observar cómo el
20
Obispo de Chiapa, que por lo general se valía para la redacción
de su Historia de las Indias, de la escrita por D. Fernando
Colón, se apartó de su texto al tratar de los principios.
El Rvmo. Prelado cuenta cómo Colón rogó á Martín Alonso
que fuese con él en aquel viaje, llevando á sus hermanos y pa-
rientes, presumiendo que debió prometerle algo, porque nadie
se mueve sino por su interés y utilidad, y el caso fué que no al-
canzando para el armamento el millón de maravedís facilitado
por los Reyes, Pinzón prestó medio millón más.
De tan importante declaración, exenta de sospecha de par-
cialidad, resulta que en la asociación formada en Palos, Cris-
tóbal Colón aportaba, con el compromiso del descubrimiento,
el despacho de los Reyes y un millón de maravedís, optando á
las recompensas sentadas por condición en las capitulaciones
de Santa Fe, y usando desde luego de la dirección y mando con
el título de Capitán general de la armada; Martín Alonso Pin-
zón, á nada obligado, sin conocimiento, intervención ni titulo
de los Reyes, por acto espontáneo, ponía su influencia y auto-
ridad, su persona con las de sus hermanos y parientes; en una
palabra, la armada, la realidad de la expedición, con perfecto
conocimiento de que la otra parte carecía de elementos que la
reunieran; ponía además medio millón de maravedís, ó sea la
mitad de lo que daban los Reyes; la tercera parte del costo
total, y esto en cabeza y nombre de Colón, que percibiría el in-
terés correspondiente á la suma. Si la empresa fracasaba, per-
dería Colón las esperanzas y las ilusiones de su vida, que cons-
tituían todo su caudal; se encontraría otra vez de andante en
cortes. Pinzón, por su parte, comprometía el medio millón, sin
vísperanza de que un extranjero pobre, y en tal caso desconcep-
tuado, encontrara medios de reintegrarlo; arriesgaba los bajeles,
que con aquella suma componían su fortuna y posición indepen-
diente, poniendo, por tanto, en aventura lo que más se estima
en este mundo.
Ahora bien: ¿podrá admitirse que el móvil de la notoriedad
bastara para decidir á este hombre á una empresa generalmente
juzgada temeraria en tales condiciones?
El Obispo de Chiapa, conocedor del corazón humano, decía
bien: nadie se mueve sino por su interés y utilidad. Si Martín
— 21 —
Alonso se determinaba á secundar la causa de otro, por mucho
que influyeran sus condiciones de arrojo y temeridad; por
grande que fuera la convicción adquirida del resultado; aunque
comprendiera á Colón y se estimara digno de subir con él á las
regiones de la fama, como daba á entender la declaración en el
proceso de Diego Fernández Colmenero, porque era hombre
de gran corazón^ que trabajaba de hacer lo que otro no podiese
porque de ello hobiese memoria; para que se sobrepusiera á las
preocupaciones del vulgo, desoyera los consejos de la circuns-
pección, y sin vacilar uniera su suerte á la de un desconocido,
necesario era que impulso poderoso le lanzara, y éste no podía
ser otro que la ambición.
El P. Las Casas insinúa que en voz pública andaba el dicho
de haberle ofrecido Cristóbal Colón la mitad de las honras y de
los provechos que consiguiera, y aunque él no creía que fuera
tanto, el dicho conforma con lo que consta por declaraciones
en el pleito, y lo que por regla general estatuían los contratos
de asociaciones parecidas que antes y después se formalizaron.
Seguramente conocería Pinzón el que hicieron en Lisboa
en 1486 Fernán Dulmo y Juan Alfonso do Estreito, y concer-
taría con D. Cristóbal algo análogo. Considerando sobrados
para una sola persona los cargos de Almirante, Virrey y Go-
bernador general de las tierras que se descubrieran, aspiraría,
con merecimiento, á cualquiera independientemente de la gran-
jeria de las riquezas, y en ello debieron convenir privadamente
de algún modo, puesto que no hay rastro de escritura que lo
aclare.
La ausencia de instrumentos dificulta mucho el esclareci-
miento de la verdad ; pero rechazando la sana razón y la crítica
de consuno la probabilidad de que Pinzón se aviniera á sacrifi-
car cuanto poseía por el capricho, que sería singularísimo, de
servir sin objeto ni ventaja alguna los intereses de un extraño,
cabe presumir, ó bien que las escrituras sufrieron extravío por
las circunstancias de la muerte de Martín Alonso Pinzón en
ausencia de sus hijos, ó bien que, teniendo, á fuer de hombre
honrado que no faltaba á su palabra, fe en la de caballero del
General de Sus Altezas, que no estaba todavía, ni había de es-
tar hasta después de la victoria, en posesión de las dignidades
— 22
ofrecidas, fiara para luego la formalización de los compromi-
sos. Los rasgos de carácter de Pinzón, enaltecidos por los que
bien le conocieron, abonan cualquiera creencia en su favor.
Sea como ello fuera, está plenamente probado, ya se ha visto,
que por Pinzón se mecían en el puerto las carabelas, en dispo-
sición de hacerse á la mar.
Llegado el 3 de Agosto de 1492, día memorable, antes de la
salida del sol con media hora, se agrupaban en la playa los ri-
bereños del Odiel, atentos á la maniobra délos bajeles que zar-
paban. Embarcó Colón en el batel de la capitana, despidién-
dole con bendición su confesor y amigo Fr. Juan Pérez: rom-
piéronse á poco los juncos del entenal, y el manso viento de la
tierra, que ondeaba el estandarte de Castilla, llenó las velas, en
que se había pintado el signo de la redención. Lenta, majestuo-
samente, cual si el maderamen participara de la emoción de los
hombres que sostenía; la proa al horizonte, teñido por los arre-
boles de la aurora, pasaron ima tras otra las naves.
Dejaron correr el llanto las mujeres por agitar en la mano
los pañuelos; elevaron las gorras los hombres; palmotearon los
pequeñuelos, y en grito tres veces repetido que confundía el
dolor, la incertidumbre, la esperanza, el entusiasmo, el orgullo
y la fe, madres y esposas, deudos y amigos, dieron el acostum-
brado ¡buen viaje!
El Diario del jefe de la armada muestra la confianza y la es-
timación que tenía puestas en el asociado, porque á los tres días
ocurrió la primera contrariedad, sufriendo la carabela Pinta
grave avería en el timón; y «vídose en gran turbación por no
poder socorrerla sin su propio peligro; pero perdía alguna de
la mucha pena que tenía, /or cognoscer que Martin Alonso era
persona esforzada y de buen ingenio». Segunda vez se rompie-
ron los apoyos del mecanismo, pero del mismo modo se reme-
diaron, y se cambió el aparejo latino de la Niña en otro más
sólido, de cruz.
Pasados muchos días, no podía escapar á la perspicacia de los
marineros la observación de la constancia de los vientos; cal-
culaban el tiempo que sería necesario para desandar aquel ca-
mino contra las corrientes, y la duración del agua potable con
que contaban. Empezaba á inquietarles también el desvío de la
2^ —
aguja, sospechando que por desconocida causa perdiera en aque-
llos mares la virtud de guiarles, y si esto ocurría á gente de mar
acostumbrada á largas travesías, es de conjeturar el sentimiento
de temor que pesaría sobre los ignorantes de la navegación,
ajenos á aquella vida por pasar la suya entre las sierras del inte-
rior de España, viéndose en el centro del inmenso circulo de
cielo y mar en la sucesión monótona de los días y las noches.
Á la preocupación debió seguir el descontento; al recelo la
desconfianza de llegar á un término probable. Aflojados con
ello los lazos del respeto, la murmuración, la queja, la recon-
vención, por sus pasos, trabajaron la disciplina, llegando á la
explosión del motín, si se admite lo que dan por averiguado, ó
tienen escrito, que no es lo mismo, los historiadores.
Irving, Lamartine, Koselly de Lorgues, pintan con poética
colorido la situación en que se vio el jefe genovés, aislado ejiü^e
lina turba feroz y pusilánime^ que llegó á desconocer su auto-
ridad poniendo en inminente peligro su vida, si bien sirvió sólo
el riesgo para poner á prueba la firmeza de su resolución, se-
mejante á la de la roca en que las olas baten y se estrellan. Al-
guno de estos escritores llega á decir que, contagiados del
miedo los Pinzones, el mayor sobre todo, hicieron cabeza de
la sublevación contra el que denigraban con los dictados de
embaucador y charlatán , echando mano á las armas y em-
pleando la amenaza de muerte si no volvía las proas hacia Cas-
tilla ; pero el Diario del Almirante no autoriza la suposición de
un suceso cuya gravedad no podía dejar de consignarse en
aquel documento, relato oficial de cuantos ocurrían, y la voz
pública, las declaraciones del repetido proceso y otros testi-
monios de índole varia, no refieren así lo ocurrido.
Cierto ha de ser que hubo recelo, muy natural entre las tri-
pulaciones; cierto que entre el vulgo se propaló la especie de
haber concertado los tímidos lanzar al agua al Comandante, y
volverse al puerto de salida; con todo, la declaración de los
testigos de la causa, sino en su punto, pone en perspectiva de
realidad lo que en la escuadra aconteció.
En gran número, los declarantes cuentan que el desmayo de
los apocados se comunicó a Cristóbal Colón, decidiéndole al
abandono de la exploración y regreso á España, fuera por la
— 24 —
consideración de los días transcurridos en el viaje, ó bien, y es
más creible, porque no se encontrara con fuerza y autoridad
para contrarrestar un impulso casi general en la escuadra, y re-
sistir á la oposición que acaso abiertamente se le hiciera. Las
versiones varían mucho: quién dice que en el extremo consultó
Colón de barco á barco con Martín Alonso, de manera que
todos oyeron, lo que convendría hacer en aquel caso; quién
asegura que decididamente cambió de rumbo y enderezó la
proa á Castilla, dando por concluida su misión; y ¡cosa notable!
entre cien testigos, contados los de la parte del Almirante,
uno solo depuso, de oidas^ que ocurrió motín á bordo de la capi-
tana, con la manifiesta inexactitud de asegurar que para ello se
juntaron los maestres de lastres naves. En cambio, afirmaron
casi todos que cuantas veces se puso en duda la continuación de
la marcha, consultado Pinzón, dijo: «¡Adelante! ¡Adelante!»
Y con acento de sinceridad refirieron que como el jefe le di-
jera: «Martin Alonso^ esta gente del navio va murmuratido;
tiene gana de volverse, y á mi me parece lo mismo, pues que
habemos andado tanto tiempo y no hallamos tierra», contestó
al punto: «Señor: ahorque vuesa merced inedia docena dellos ó
échelos á la mar, y si no se atreve, yo y mis hermanos barloa-
remos sobre ellos y lo haranos ; que armada que salió con
fnandado de tan altos Principes, no habrá de volver atrás
sin buenas nuevas.» Por esto, los más de los dichos testigos,
citando algunos á Bartolomé Colón en su número, juzgaban
que sin Pinzón la armada se volviera y no se descubriera la
tierra.
Hoy tiene la crítica depurado lo que atañe al supuesto mo-
tín de las carabelas, ficción poética á propósito al objeto de
exaltar las condiciones personales del Almirante de las Indias
y de encarecer los embarazos con que tropezó en la inmortal
epopeya. La sublevación en armas contra un hombre solo ha
pasado á la leyenda en virtud de los estudios especiales.
Las frases que los testigos atribuyen á Pinzón, cuadran tan
bien con su energía, con su decisión, con todos sus actos, que
no pueden dejar de recibirse por genuinas.
Seguramente Martín Alonso gritó de bordo á bordo: «¡Ade-
lante! ¡Adelante!», palabras que debieran esculpirse por re-
2; —
cuerdo , puesto que con ellas tercera vez decidían su personali-
dad y su entereza el grande acontecimiento.
Á la carabela Pinta tocó la suerte de verificar la vista de lo
que con ansia se buscaba, sin que Pinzón, que siempre fué ex-
plorando delantero, hiciera mérito de la fortuna. No pongo en
duda que el Almirante asegurara de buena fe haber visto una
luz de la isla, ni duda me queda de la imposibilidad material de
que la viera. Percibió, durante su vida, la renta acordada á la
ilusión del deseo, pero es obvio que de la Pinta salió el grito
mágico de «¡Tierra!» acompañando al disparo de lombarda,
que puso en vilo, sobre las cubiertas, á cuantos iban en la ar-
mada, por contemplar el panorama de Guanahaní en la alborada
de perpetuo recuerdo.
Sería difícil traducir en palabras la impresión de aquellos
hombres que, en un principio, no darían crédito á los ojos; el
efecto de la luz radiante que se entraba por ellos descubriendo
la ribera de peregrina hermosura; la gala de una vegetación
incomparable; la rareza y variedad de las aves; la extrañeza de
gentes colocadas por la Providencia en un ambiente suave y
perfumado, bajo la bóveda celeste, que allá no más se parece á
la que cubre nuestro suelo europeo, que los insectos, rivales en
color de las flores > de las piedras preciosas, pues que se infla-
ma mañana y tarde de manera que forja la ilusión en ella ríos
de oro y de lava fundida; fantasmas maravillosos de ópalo, de
azul, de nácar, danzando sobre un fondo de pureza indecible
donde se mezclan, se confunden, se deshacen á cada momento
en vapores irisados, mientras la noche tiende por contraste
el cortinaje aterciopelado obscuro para brillo mayor de los
astros.
Presume, no obstante, el pensador los latidos de aquellos
corazones en que la realidad de la dicha desalojaba repentina-
mente, sin transición ni aviso, las sombras de la desventura du-
rante un mes esperada; el espontáneo brote de las lágrimas; la
explosión ruidosa de la alegría; el fervor con que de hinojos
elevaron al Todopoderoso la oración de humilde reconoci-
miento desde aquella tierra nueva.
Mi tarea pudiera acabar aquí, pues que más elocuentes narra-
dores os han dado, ó han de dar, luces acerca de la flora, de la
— 26 -
fauna, de las razas, su lengua, su civilización en el mundo ha-
llado por los marineros de que voy tratando; pero no será
ocioso prolongar poco más el árido relato, por acabar el viaje
y decir cómo de vuelta trajeron nueva del hallazgo.
Desde la primera, una tras otra, iban los expedicionarios re-
gistrando islas de asombrosa belleza, llenas de encantos natura-
les. La de Cuba, principalmente, lisonjeábala idea de haber lle-
gado al país de la especería y de las maravillas de Marco Polo;
porque si no parecían por de pronto indicios de comunidad ó
semejanza con aquel en que antaño cargaban de oro las naves
de Hiram, según creía entenderse de la mímica de los indíge-
nas, el oro existía allí en abundancia. Buscáronlo las carabelas
por la costa de la misma isla sin dar con los yacimientos, por lo
que decidió Colón extender la pesquisa navegando en dirección
del punto que los naturales designaban con el nombre de Ba-
beque.
En la travesía ocurrió un incidente, á que han dado los co-
mentadores proporciones ajustadas á las del supuesto motín del
golfo. Las carabelas salieron de Cuba velejeando contra el
viento contrario, y como después de anochecer el tercer día
refrescara mucho, resolvió el Almirante volver al punto de
partida, y lo puso por obra, colocando en los palos faroles que
indicaran el cambio de rumbo. En la Pinta ^ que iba delantera^
no se vieron las luces; continuó, por consiguiente, la marcha,
y quedó separada de las otras dos naves. Causante de la disper-
sión fué el Almirante, por aquella decisión repentina adoptada
sin aviso previo, sin disparar cañonazos, sin ninguna de las
precauciones que la prudencia recomienda á los jefes de escua-
dra y las reglas les prescriben; no obstante, como sea más sen-
cillo y acomodado á la naturaleza humana achacar á otros lo
que nos empece, que confesarnos autores responsables, disgus-
tado Colón del incidente, culpó de mala voluntad á su asociado,
dándose á cavilar sobre las consecuencias de la separación, que
podrían, á su juicio, acelerar el regreso de la Pinta á España
y sustraerle las albricias de tan gran nueva. Consignada la sos-
pecha en el Diario de ocurrencias, ha sido bastante para que
sobre ella levantara la fantasía novelesca otro capítulo de tribu-
laciones del grande hombre, á cargo del armador de la expedí-
ción, declarado sin más ni más desertor, cobarde, ingrato y
envidioso, abreviando la lista de epítetos indignos.
Pinzón, que, según lo ordenado, continuó su derrota á la isla
Babeque, llegado á ella, buscó fondeadero y exploró la región^
despachando indios con cartas por la costa, para que si en
algún punto de ella parecía el Almirante, tuviera noticia de su
paradero, y tan luego como supo que los naturales habían visto
otras embarcaciones, marchó al encuentro, dando cuenta al
jefe de la expedición de todo lo ocurrido, y explicando cómo la
separación había sido fortuita, sin haber podido él hacer otra
cosa.
En el intermedio se había perdido la nave capitana, y el re-
gistro de la tierra daba á entender que su riqueza no era tanta
como su hermosura, observación que agrió el carácter del ilu-
sionado genovés. Sería natural que al ser desvanecidas las sos-
pechas de que Pinzón quisiera usurparle la gloria de referir el
triunfo de la empresa, que al verle á su lado, y de su voluntad
venido, rectificara el juicio temerario que formó precipitada-
mente: no fué así. En público se dio por satisfecho; admitió las
razones del capitán de la Pinta ^ y, por consiguiente, en el te-
rreno de la disciplina, y en la apreciación exterior de la escua-
dra, quedaba terminado el incidente; pero cambiados los senti-
mientos del Almirante, modificando la opinión alta que hasta
entonces le había merecido el compañero de Palos, dejóse lle-
var del rencor, y escribió en el Diario, que había disimulado
con Pinzón y tolerado sus mentiras^ porque lo cierto era que se
apartó con mucha soberbia y codicia, porque los indios le afir-
maban haber oro en Babeque; mas no quiso romper el designio
de su empresa, lo que fácilmente hubiera sucedido adoptando
medidas de rigor, porque la mayor parte de los que venían con
él eran de la misma patria que Pinzón, y aun parientes suyos.
Considerad, señores, estas frases, que materia ofrecen al dis-
curso; fuera de ellas no existe otra fuente que sirva para apre-
ciar lo ocurrido en las costas de la isla Española, y en ellas ha
tenido que apoyarse Irving, lo mismo que los historiadores su-
cesivos, al infamar la memoria de Pinzón, tildándole impropia
é injustamente de desertor de la bandera. Sin hacer aquí exa-
men de la palabra ni del motivo, que fuera enojoso, y lo reservo
— 28 —
para otra ocasión, debo insistir en que, para juzgar á Martín
Alonso en el incidente de la separación de la carabela, hay que
atenerse á los datos consignados en el Diario del Almirante,
y optar por uno de estos dos términos: ó aceptar la declaración
explícita de un hombre que siempre pasó por honrado, ó incli-
narse á la sospecha maliciosa de otro hombre que no se atrevió
á manifestarla.
Para los que tienen á Colón por impecable y santo, no es du-
dosa la disyuntiva; Colón no podía equivocarse. Los que recuer-
den los trabajosos principios de la empresa, y lo que el Almi-
rante debía á su asociado; los que lean el Diario sin prejuicio, á
las palabras secretamente escritas, á la sospecha oculta, á la sa-
tisfacción simulada, preferirán la franca explicación dada en
alta voz, sin recelo de contradicciones, y la enseñanza de los
hechos.
Mi propósito no requiere la comparación ó paralelo de las
condiciones morales de los dos hombres que llevaron á cabo la
epopeya del viaje; mas para librar á Pinzón de cargos injurio-
sos, necesariamente tengo que resumir lo que pasa por autori-
dad de cosa juzgada.
Los hechos acreditan que, una, dos y tres veces, por el ascen-
diente y voluntad de Martín Alonso, se alcanzó lo que en modo
alguno lograra Cristóbal Colón, desahuciado en las pretensio-
nes, y resuelto á pasar de España á otra nación, cuando llegó al
monasterio de la Rábida; incapaz de obtener bajeles adecuados
ni hombres que los manejaran, aun cuando tuviera en mano las
cédulas de los Reyes, luego; impotente para vencer en la mar
la repugnancia de la gente á seguirle más tiempo en el camino
de lo desconocido.
Surcando el Océano, consultada la carta que se supone de
Toscanelli, Pinzón propuso una dirección que no aceptó ni
quiso seguir el Comandante. El estudio de la carta exacta hace
ahora ver que el sentimiento instintivo, ó la práctica en la es-
timación de las apariencias en la mar, inspiraba al capitán de
Palos un camino más directo y breve para hallar lo que se bus-
caba.
No he de tratar de nuevo las cuestiones de la vista de la luz
de Guanahaní, ni del naufragio de la Santa Alaría; bastará que
— 29 —
note que de la Pinta salió la voz de «¡Tierra!», y que esta cara-
bela, ya que no se entienda que navegaba con toda aquella vi-
gilancia, cuidado y acierto que acreditan las condiciones de un
buen capitán, en la recalada, bojeo, y exploración de costas y
escollos desconocidos, tuvo mejor fortuna que la compañera,
directamente manejada por el Almirante.
Resolvió el jefe de la expedición construir un fuerte en la Es-
pañola, con la idea halagüeña de sentar el pie de la dominación.
Martín Alonso, con claro discernimiento, se opuso á la medida,
considerándola arriesgada é inconveniente, y el tiempo justificó
la cordura de un consejo que ahorrara la primera sangre con
que se fecundó la tierra nueva.
Dieron la vela en regreso á España las dos carabelas que que-
daban: sufrieron tremendo temporal que las apartó, llevando la
de Pinzón un mástil partido. Era de presumir que pereciera,
como creyó el Almirante; sin embargo, mientras éste arribaba
á una de las islas Azores, donde el Gobernador le aprisionó la
mitad de la gente, faltando muy poco para que él mismo y su
bajel quedaran detenidos; mientras, sin que le aprovechara la
lección, se entraba contra viento y marea en la capital de na-
ción extraña, con cu^^o Rey había tenido antiguas contradiccio-
nes, provocando su rivalidad y comprometiendo cuestión inter-
nacional gravísima. Pinzón, con el mismo temporal y con más
peligro por el mástil roto, esquivando la costa de Portugal, to-
caba en tierra de Castilla, y desde allí enderezaba el rumbo á
Palos, avistando el campanario de la Rábida casi al mismo
tiempo que la carabela de su hermano, conductora de Colón.
Llegaba éste convencido de haber pisado el Asia; venía el
otro seguro de quedar roto el misterio de una tierra nueva.
No puede desconocerse que la navegación de Martín Alonso
fué también en este viaje de vuelta más hábil, náuticamente
considerada, sin caer por otro lado en el desacierto político de
la del Almirante. Con todo, no ha faltado quien, á modo de
homenaje rendido á tantos méritos, diga que desde Bayona de
Galicia escribió á los Reyes apropiándose la gloria del descu-
brimiento, y que, una vez surtas las carabelas en Palos, mientras
Cristóbal Colón, el aparecido de la Rábida, era objeto de ova-
ción de las gentes de aquel pueblo en que se hizo el armamento
— ^o —
con los parientes y el dinero de Martín Alonso, éste se ocultaba
como criminal que teme el castigo merecido, dando al despecho
y á la soberbia fuerzas que aniquilaron las vitales suyas
¡Leyenda, malévola leyenda I Llegaba el mayor de los Pinzo-
nes gravemente enfermo de lo mucho que le fatigaron los tra-
bajos de la expedición. Falleció á poco en el convento de la
Rábida, y sepultóse con el cuerpo su mxemoria. El Rdo. Obispo
de Chiapa escribía entonces, á guisa de epitafio: «Y porque en
breves días murió, no me ocurrió más que del pudiese decir.»
¡Criterio humano! ¡Para qué ocuparse de un difunto cuan-
do llegaba la ocasión de hablar del entusiasmo público; de
las fiestas con que se celebraba el hallazgo de las islas oceáni-
cas; de las honras y mercedes inusitadas con que se premiaba
el éxito en la persona que á su modo lo relataba! La condición
de extranjero, vituperada en el período de las solicitudes, acre-
centaba ahora los merecimientos del triunfador. ¡Se tocaba el
fin; no había para qué traer á la memoria los medios!
Justo es, en verdad, que brille por siempre la figura de Cris-
tóbal Colón entre los hombres más grandes de la historia y en-
tre los bienhechores de la humanidad; en buen hora se adjudi-
quen los honores de inmortal que constantemente se le han
tributado; mas no es tan estrecho el templo de la gloria ni tan
escaso el patriotismo de los españoles, que no den lugar en
aquél, ni demostración con éste, al que ambas cosas merece. Si
el examen reflexivo de los puntos por mí tratados acredita que
sin Cristóbal Colón no se hubiera conocido por de pronto lo
que América llamamos al presente, asimismo demuestra que
sin Martín Alonso Pinzón no se hubiera descubierto.
Para obtener bronce se requiere la aleación de dos metales;
acaso fué indispensable la fusión de la perspicacia, de la obsti-
nación, del saber del inventor de la idea, con la entereza, la
práctica del marear, el dominio, el carácter de quien la llevara
á término, (S^izi^w^oú^iw^x^: ¡ Adelante! ¡ Adelante! Dios quiso
que las condiciones del uno tuvieran complemento en las del
otro. Dios, sin duda, los juntó. ¿Por qué no hemos de unirlos en
la honra cuando vamos á exaltarla?
Algo tarde otorgó Carlos V á los Pinzones, porque de ellos
haya perpetua memoria^ un escudo de armas con tres carabelas
_ 31 —
en la mar, é de cada una de ellas salga una mano mostrando
la primera tierra que asi hallaron é descubrieron. Algo tarde,
digo, porque con el blasón no salieron de la miseria á que la
liberalidad del mayor los había reducido, y ya el pueblo, no bien
informado, había erigido al descubridor, en su poética fantasía,
el monumento más bello y duradero de cuantos entre nosotros
tiene. Restaurémosle ahora, si os place, diciendo:
Por España halló Colón
Nuevo Mundo con Pinzón.
PRECEDENTES
DEL
DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
EN LA EDAD MEDIA
ATENEO DE MADRID
^-rOa
PRECEDENTES
DEL
DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
EN LA EDAD xMEDIA
CONFERENCIA
DE
D. MANUEL MARÍA DEL VALLE
pronunciada el día ii de Marzo de i8gz
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA »
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 20
1892
Señoras y señores:
Dos nombres inmortales, el de un genio y el de un nuevo
mundo, aparecen estrechamente unidos al comienzo de la edad,
que llamamos moderna de la historia. Desde aquellos días feli-
ces, con que termínala centuria décimaquinta y se abre la diez
y seis de nuestra era, y en que para siempre quedó rasgado el
velo, que por muchos siglos había cubierto las espesas nieblas
del mar tenebroso, tan temido de los antiguos, la atención de
los Europeos y el particular interés de sus trabajos geográficos
é históricos, dirigiéronse con preferencia á las comarcas occi-
dentales del globo terrestre. Los viajes marítimos se suceden
unos á otros con admirable repetición; las exploraciones en te-
rritorios vírgenes se multiplican; todo se examina y analiza: la
naturaleza, las razas, las sociedades de aquel continente, hasta
entonces desconocido, al menos para la generalidad de los hom-
bres. Y de dicho tiempo procede también el importantísimo
número de variados temas de historia y de crítica, aplicados al
conocimiento de uno y otro hemisferio del Planeta y de las po-
sibles relaciones que durante lejanos tiempos entre ellos debie-
ron existir.
Avocados hoy al centenario de la fecha memorable en que
los españoles tuvieron la suerte de poner la planta en las islas
del mar de las Antillas, esta docta casa tuvo el buen acuerdo
de celebrarlo, con una serie de conferencias en las que hoy al-
— 6 —
canzo la honra de tomar parte. A tan noble concurso han sida
llamados nuestros más distinguidos oradores y hombres de
ciencia; también venimos aquí los humildes; aquéllos para que,
con las luces de su inteligencia, con su acreditada ilustración y
saber, resuelvan los arduos problemas que acerca del Nuevo
Mundo fueron y son todavía objeto de serias meditaciones:
nosotros, para que, auxiliados de modestas fuerzas, hagamos
gala de buena voluntad, ofreciendo la escasa labor de lo que
por nuestros estudios, en la profesión que públicamente des-
empeñamos, pudimos haber aprendido: que en todas las obras,
así en las de la naturaleza como en las del arte, en las del indi-
viduo como en las de la sociedad, va siempre lo grande unido
á lo pequeño, y de igual modo que con las dilatadas y extensas
cordilleras y mesetas de la tierra coexisten las rocas y las me-
nudas arenas; de la propia suerte que las maravillosas construc-
ciones, proyectadas por el ingeniero y el arquitecto, necesitan
no sólo un plano y dirección, sino el esfuerzo de los que con sus
brazos ayudan á levantar aquel monumento, así también á
estas solemnes fiestas de la inteligencia y de la cultura humana
son llamados, naturalmente, los sabios, y podemos venir aque-
llos otros á quienes nos basta el sencillo título de estudiantes,
ó cuando más, de afanosos cooperadores de sus trabajos.
Tuvisteis la fortuna de oír en esta cátedra, al inaugurarse las
presentes conferencias, la gallarda y elocuentísima palabra del
eminente hombre de Estado, que á la par es gloria de la cien-
cia y de la tribuna españolas; asististeis luego á la erudita,
amena, profunda, y por todo extremo crítica conferencia de
nuestro respetado y siempre querido D. Eduardo Saavedra so-
bre las ideas de los antiguos acerca de las tierras atlánticaSy
y aun está fresco en la memoria de todos el grato recuerdo del
singular deleite con que, honrado por demás el sitial, que ahora
inmerecidamente ocupo, escuchábamos en pasadas noches la
magistral relación de las atrevidas navegaciones de los portu-
gueses, hecha por el insigne y, con justicia, preclaro historiador
de nuestros vecinos y de nuestros hermanos.
Violento es el tránsito que hoy se os ofrece; no pequeña des-
gracia la mía de verme colocado inmediatamente después de
tan respetables personalidades; grande la turbación de que me
hallo poseído, y necesario é indispensable que de vosotros re-
clame, no por alarde retórico, sino por convencimiento intimo,
vuestra indulgente benevolencia.
Permitidme también que, con este motivo, ofrezca el testi-
monio de mi sincera gratitud á nuestro egregio Presidente, y
al que lo es muy digno de la sección de Ciencias históricas se-
ñor Sánchez Moguel, por haberme dispensado el honor de que
os dirija la palabra. Y '■.)mo en la vida no faltan compensacio-
nes, séame lícito, antes de principiar mi tarea, y á cambio de
tantas dificultades, con las que ahora verdaderamente lucho,
por capricho del azar, lisonjearme de interpretar vuestros senti-
mientos, aprovechando este instante para enviar desde aquí un
cariñoso saludo y el homenaje de nuestra legítima admiración
al ilustre historiador lusitano, que, habiéndonos favorecido re-
cientemente con su presencia y con las acertadas observaciones
de su esclarecido ingenio, nos a^^udaba á reanimar poderosos
vínculos de fraternal simpatía para el pueblo y para los hom-
bres, que, participando de nuestros orígenes, tanta intervención
tuvieron en hechos y proezas, que por varios títulos nos son co-
munes en el dominio de la historia.
I.
Os decía, Señores, que los grandes problemas geográficos, his-
tóricos y sociales sobre América habían sido objeto especial de
profundos trabajos, cuyo origen se remonta á la época ventu-
rosa en la que diferentes Estados europeos adquieren nuevas
tierras y posesiones allende los mares. Y entre los asuntos de
mayor novedad que, como tema de investigación, se propusie-
ron discretos analistas, figuró el relativo al origen y procedencia
de las primitivas razas del nuevo continente, y por tanto de la
verosímil comunicación y enlace de sus pobladores con los de
otras naciones y países. Recuerdo ahora, que van transcurridos
nueve ó diez años desde que un distinguido escritor de la vecina
— 8 —
Francia publicaba monografía muy erudita, respondiendo á esta
pregunta: «Las relaciones entre el antiguo mundo y América,
¿fueron posibles en la Edad Media? (i).»
He aquí que, modificando algo los términos de ese enunciado,
me proponga también yo discurrir sobre los Precedentes del
descubrimiento de América en la Edad Media ^ por juzgar de
alguna utilidad y provecho muchos de los datos y noticias inte-
resantes, que, acerca de tan delicada cuestión, consignan autori-
dades respetables en la materia. Para ello procede evocar con
brevedad, y en primer término, varias de las hipótesis que esta-
blecen la posibilidad de remotas aproximaciones entre los pue-
blos orientales y América, conviene que analicemos luego el
carácter de la ciencia y de los estudios en los siglos de la Edad
Media de la historia, para determinar el influjo que las ideas
más elev^adas de notables pensadores pudieron ejercer en los
grandes descubrimientos de los siglos xv y xvi, y sobre todo,
que, como parte esencial de nuestro objeto, puntualicemos,
examinándolos á la luz de la más severa crítica, los viajes, ex-
pediciones y aventuras que varios pueblos europeos, y entre
ellos principalmente Normandos é Irlandeses, realizaron en las
regiones septentrionales del Atlántico.
La índole propia de semejantes puntos, que participan del
doble carácter geográfico é histórico, nos obliga á que, por vía
de preliminar, recordemos la situación en que se encuentran
las dos grandes porciones continentales de nuestro planeta,
apenas separadas por el estrecho de Behring, que mide 96 ki-
lómetros, cuyas mayores profundidades de 58 metros, reduci-
das en otros sitios, se limitan á 40, habiendo permitido en mu-
chos casos el fácil tránsito desde la extremidad Nordeste del
Asia, hasta la punta del cabo de Galles en América. Si deteni-
damente se contempla el planisferio terrestre, no puede tam-
poco menos de percibirse que, eligiendo como punto de pers-
(i) Gaffarel, Memoria inserta en la Revista de la Sociitc noy mande de Géogr apiñe. —
Bulletin deVannie, 1881.
Corrigiendo el original del presente trabajo, llega á nuestro poder la obra que con
el titulo de Histoire de la decojiverte de V Amé r i que depiiis les origines jtisq la viort de
Colo7nb , ha publicado en el presente año (1892) dicho Mr. Paul Gaffarel, de la que la
expresada Memoria, adicionada en algunos puntos, constituye el cap. v del tomo i, y
á los datos y juicios de tan importante libro habremos de referirnos más de una vez.
— Q —
pectiva el centro del Pacífico, se dibuja gran arco ó hemiciclo
montañoso, constituido en un extremo por las cordilleras de
Asia, enlazadas á su vez con las de África, y en el otro por las
diferentes series de cadenas montañosas, que desde las de
Alaska y Colombia Británica se prolongan por los dilatados
Andes hasta terminar en la Tierra de Fuego; pensemos, además,
en la efectiva y real semejanza que muestra la constitución
orográfica de ambas regiones, según lo acredita el círculo íg-
neo de los volcanes de América, que, prolongándose hacia los
mares de la China, se extienden por las islas Filipinas, Japón y
Kurilas; tengamos presente también que las Aleutinas forman
como natural paso desde la extremidad NE. del Asia hasta
las costas americanas en el Pacífico, y sin olvidarnos de que,
siendo tan corta la distancia por este lado del mundo, es muy
grande la que separa de Europa al nuevo continente, por
mediar entre unas y otras tierras 1.500 metros en la parte
más estrecha del Océano Boreal (i); concluyamos recono-
ciendo que no debieron ser difíciles los viajes y expediciones
acometidas desde inmemoriales tiempos, y que no parece des-
tituida de fundamento la creencia de muchos historiadores y
geógrafos que sostienen las antiguas relaciones entre los pue-
blos orientales y las comarcas americanas. Si se apeteciera ma-
yor prueba de semejante verosímil conjetura, aun podríamos
encontrarla observando la facilidad con que las embarcaciones
pasan de una á otra orilla, y en el hecho invocado por varios
escritores que nos hablan de los numerosos naufragios allí ocu-
rridos, citando hasta sesenta ejemplos de esa clase que desde
el siglo XVII hasta nuestros días llegaron á registrarse (2), á los
cuales podrían añadirse otros más, como el que sobrevino en
1875, y cuyos vestigios fueron debidamente patentizados.
Así se explica que las opiniones acerca del origen de las razas
indígenas de América sean tan múltiples y diversas, como di-
versos son los gustos y tendencias de los hombres. Nada de par-
ticular tiene, por tanto, que desde fecha también muy apartada
de la nuestra, y desde los mismos años que inmediatamente si-
(i) Reclus, Nouvclle Gcographie un'iversclle , t. xv.
(2) Brooks, Comptcs rciidus de la Sociéíé de Geographie , 2 de Julio, JÍ
lO —
guieron á los descubrimientos de la edad moderna, se hayan
expuesto sobre el particular variedad de doctrinas, al parecer,
■ muchas raras y atrevidas. Entre ellas figura la que sostienen
algunos autores pretendiendo la posible relación de egipcios y
americanos, cosa á primera vista extraña, y para la cual nofal-
tan argumentos á sus patrocinadores, que los fundan en pro-,
blemáticas semejanzas y analogías, que, sin gran violencia, sue-
len descubrirse cuando no se ha penetrado bien en los miste-
rios y obscuridades de los verdaderos orígenes, y en la índole
peculiar de las primitivas sociedades. Las averiguaciones críti-
cas que con posterioridad se han hecho en el particular, reve-
lan, á mi humilde entender, que no son tan claros y evidentes
los imaginados paralelismos entre la arquitectura y la ornamen-
tación de uno y otro país, sino que bien pueden señalarse va-
riantes que las separan y distinguen. La misma forma piramidal
de muchos monumentos, como necesidad de solidez que adop-
taron los egipcios, también la tuvieron otros antiguos pueblos.
El sistema de momificaciones no concuerda en sus procedi-
mientos, puesto que los egipcios empleaban para ellas diferen-
tes substancias, y los mexicanos se valían más bien de los liga-
mentos y de la rigidez muscular; y aun la presunción de que
ciertas sepulturas hechas en vasijas á manera de jarras pudieran
ser como trasunto de hábitos y costumbres egipcias, con mayor
propiedad debería tal vez aplicarse al Japón, donde se ha podido
comprobar el uso de semejante práctica. Más singulares resul-
tan todavía las opiniones de algunos que, enamorándose ciega-
mente de las analogías entre las cosas del antiguo y del nuevo
mundo, han querido, como Brasseur de Bourbourg, explicar el
parentesco de ambas civilizaciones por la precedencia de la
americana sobre la egipcia, doctrina muy aventurada, y que, á
mi juicio, no obstante los argumentos utilizados por su autor, con
dificultad resiste las serias impugnaciones de la moderna crítica.
Muchos de los que me oyen, quizás la mayor parte, conocen
aquella otra teoría que, á partir del siglo xvii, defienden varios
autores, que hablan de la preexistencia de la raza semítica en
América, como resultado de la emigración que acaso verifica-
ron las diez tribus perdidas en el cautiverio que llevó á cabo el
Rey de Asina, Salmanasar. Nuestra historia científica puede
vanagloriarse de poseer la obra muy curiosa, portento de dili-
gente erudición, Origen de los indios del Nuevo Mundo, im-
presa en i6c6, y en la que el P. Fr. Gregorio García resume no
pocas de las opiniones emitidas sobre el particular, que juzga
con prudente crítica, de la que también se vale para exponer
diversos viajes antiguos, por ejemplo, los de fenicios, cartagine-
ses y árabes. Ya escritores, como Solórzano y Pellicer, habían
apuntado la idea de existir en las profecías de Isaías, Ezequiel
y David, y en los textos de los Evangelistas el anuncio del des-
cubrimiento de nuevas tierras, y Tomás Bocio, pretendiendo
traslucir hasta el nombre de Colón en las palabras de Isaías,
citaba de este Profeta las siguientes: «¿Quiénes son éstos que
vuelan como nubes y como palomas á sus ventanas? Pues las
islas me esperarán y las naves del mar en el principio, para
que traigan á sus hijos de lejos, y su plata y oro con ellos.»
Ese pasaje y otros de la versión de los setenta, son toda la
base de la suposición sobre la cual San Jerónimo, Héctor
Pinto, y hasta nuestro mismo Fr. Luis de León, disertaron
ampliamente para averiguar si la frase Insiilce spectabunt sig-
nificaba en rigor el presentimiento de nuevas tierras, ó si po-
dría y debería entenderse tan sólo el anuncio profético, como
la señal del deber que tenían los cristianos de propagar su doc-
trina por todo el mundo. Esta última hipótesis parece más jui-
ciosa y sensata, y á ella se inclina el autor referido, que en otro
libro de su importantísima obra expone, de conformidad con
Gilberto Genebrardo, la opinión de que, verificado, como dije,
el cautiverio en tiempos de Salmanasar, las diez tribus extra-
viadas pudieron ir á parar á la tierra de Arsaret, que asimilan á
la Gran Tartaria, y, pasando el estrecho de Aniam, cerca del
promontorio ó cabo que está en la última Scithia acostado
sobre la mar, y al que Plinio llamaba Tabin , trasladarse á
las regiones del Nuevo Mundo ó América. Las variadas ana-
logías que pueden vislumbrarse entre las costumbres, prác-
ticas y hábitos de los antiguos americanos y judíos, como el
hecho de ser unos y otros medrosos, tímidos, poco caritati-
vos é inclinados á la idolatría, objeto fueron de discretas ob-
servaciones por parte del autor citado, que á la vez examina
las semejanzas, más ó menos admisibles, de ciertos preceptos.
— 12 —
religiosos, de las leyes, los ritos, las ceremonias, los sacrificios,
y hasta de la forma de enterramientos usados por unos y otros
hombres, haciendo gala, sin embargo, en todo ello de gran in-
dependencia y elevación de criterio. Partidario más resuelto
de la tesis que nos ocupa había sido, en cambio, el judío por-
tugués Mena-esh-ben Israel, filósofo y teólogo que, apoyado en
el relato de su compatriota Aharón Leví, (a) Antonio Monte-
sinos, en la autoridad del P. Maluenda, y sobre todo, fundán-
dose en el lib. 4/ de Esdras, que, aun cuando apócrifo, le me-
recía respeto, escribió la disertación que, con el dictado de
Esperanza de Israel sobre el origen de los americanos^ se pu-
blicó en Amsterdán el año 1650; y como no menos entusiastas
defensores de respetable antigüedad de los judíos en América
podríamos invocar los nombres de los ingleses Tomás Tho-
rorvgood y Adair, del suizo Spizellius, del alemán Heinius, de
Mr. Lescarbot, y de algunos más citados en la relación de tra-
bajos que al Congreso de Americanistas de 1881, en Madrid,
hubo de ofrecer el Abate Mr. Louvot, expresándose con la
prudente reserva que exige tan delicado asunto.
Descartando estos indispensables preliminares, importa que
fijemos ya nuestra atención en cuanto se ha dicho y escrito
respecto á las posibles relaciones de las razas tartáricas y poli-
nésicas con las americanas. Al presentar en 1761 el famoso De
Guignes á la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de
París su obra, acerca de las navegaciones de los chinos, quedó
planteado el problema de la posible arribada que éstos pudieron
hacer por el lado NO. del nuevo continente, y no debe, por lo
mismo, extrañar que, con tal motivo, hayan sido también opues-
tos y encontrados los pareceres. Recordaba De Guignes la
narración del historiador chino llamado Li-yu-tcheu, quien
refiere que en el año 458 de nuestra era cinco monjes budhistas
partieron de Samarkanda, con encargo de difundir la célebre
doctrina del solitario Sakya-muní ó Budha, que lograron llevar
hasta el país de Fu-sang (i). En el itinerario marítimo, que pare-
ce comenzar en las costas de Corea, se dice lo siguiente: «que
(i) a. de Humboldt en su lÜAtoire de la Géograplüe da nonvcau coniinent y otros
AA. al hablar del país de Fu-sang y del monje budhista que, principalmente trajo no-
ticias, llaman á éste Hoei chin.
caminando 12.800 /z' (O se llegaba al Nippon», que el autor fran-
cés equipara al Japón, que 7.000 li al Norte, conducen luego
al pais de Wen-chin y 5.000 al Oriente permiten llegar á Taan,
de donde, navegando otras 20.000 li con igual rumbo, se tocaba
«en la comarca del Fu-sang», que para De Guignes representa
ó puede aplicarse á la América, en atención á que el país de
Taan debía ser la península de Kamschatca, porque los escrito-
res chinos afirman que esa tierra estaba rodeada por tres partes
de agua, según todo lo cual no resulta para el autor citado in-
verosímil la creencia de que los chinos lograron descubrir la
América, impulsados sus barcos por la famosa corriente negra
de que hablan los geógrafos, y que en el Pacífico tanto ha con-
tribuido para favorecer las comunicaciones por esa parte del
mundo. Sin embargo, semejante opinión fué objeto de nuevo
análisis por parte del eminente Klaproth, alemán erudito, para
quien el itinerario de los misioneros budhistas no significaba, ni
podía representar otra cosa, que un viaje de circunnavegación
alrededor de la tierra del Japón. Esta teoría ha sido posterior-
mente impugnada por Guimet y algunos más que ilustraron la
materia, observando que las distancias, según se expresan en
dicha relación, é interpretándolas, como lo hacía Klaproth, de-
jan subsistentes muchos puntos oscuros y acusan deficiencias,
que permiten mantener, hasta cierto punto, la teoría de De
Guignes. Entre otras cosas, hay para ello la circunstancia de
las maravillas extraordinarias, con que el historiador chino hizo
mérito de los admirables portentos contemplados en el país
del Fu-sang, y por eso modernamente ha prevalecido con más
seriedad la opinión de que los mismos japoneses hubieran
podido visitar los países americanos (2).
En fecha todavía no muy lejana (Diciembre de 1874) presen-
il) Li. medida itineraria de los chinos, que algunos han considerado igual ó análoga
á la milla, por más que no sea fácil determinar su verdadera extensión; pues, aunque
otros sabios le asignan 576 metros de longitud, lo hacen por creer que hasta esa dis-
tancia alcanza la voz del hombre en tiempo sereno, que, según los chinos, era lo que
servia de regla para la medida del //, y como en la equivalencia puede haber errores,
claro es que las dificultades de apreciación aumentan en vez de disminuir.
(2) Merecen citarse los nombres de algunos célebres escritores que patrocinaron
la teoría de que los pueblos del Este de Asia se hallaban en relaciones con los del
Oeste de América ; como son por ejemplo Lcland , Hipólilo de Paravcy , D Eichtal,
D'Hcrvcy, Nciiinan, Viningy otros.
— 14 —
taba ante la Sociedad Geográíica de Lyon el abate Jolibois
interesante memoria sobre dicha tesis, acerca de la cual emitie
ron su juicio el mismo Guimet, ya citado, y el coronel Parman-
tier. Fundándose este último en el aspecto filológico, deducía
del examen comparativo, hecho entre las lenguas orientales y
las americanas, que, predominando en éstas los procedimientos
que Humboldt había llamado polisilábicos y siendo muchos de
los idiomas de la extremidad oriental del Asia lenguas de agluti-
nación, era verosímil, según él, que la transmigración de pueblos
desde Asia hasta América se hubiese verificado en aquel remotí-
simo período, durante el cual las lenguas monosilábicas iban
transformándose insensiblemente hasta adoptar procedimientos
aglutinantes. Parmantier cita varios ejemplos y casos muy
curiosos, que de propósito omito en su mayor parte, por no
fatigar vuestra atención, y me limitaré á recordar las singulari-
dades por él advertidas en el uso de dos plurales para las prime-
ras personas por parte de uno y otro pueblo: plural destinado
á la locución, «nosotros todos», ó distinto plural si se pretende
significar, «nosotros algunos», y el empleo de la palabra china
Tchin «yo» ó «nosotros», usada como sufijo de algunos voca-
blos, cuando á éstos se añaden ideas ó cualidades de noble
linaje, lo cual se percibe en las lenguas orientales y en varias
de América, por ejemplo; la mejicana, con la que dicho autor y
otros pretenden descubrir bastantes vínculos de conexión. La
crítica moderna, prudente y circunspecta, según exige la índole
de tan delicado asunto, reduce hoy principalmente el problema
á la cuestión de las posibles relaciones entre las diversas razas
polinésicas y las primitivas americanas. En esos términos más
generales, con tendencias más profundas y científicas, hubo
de expresarse Mr. Alien ante el Congreso de Americanistas
de 1883, celebrado en Copenhague, al que presentó concienzuda
Memoria, encaminada á demostrar que, revelándose, como se
revelan, analogías entre las poblaciones de uno y otro con-
tinente, á medida que se estudien mejor y con más profundidad
las razas, las lenguas y antigüedades de los pueblos polinésicos,
sur-asiáticos, y americanos se irán aclarando esas afinidades,
que la geografía de aquel extremo del mundo permite consi-
derar, como tan verosímiles y probables.
Pero, si es cierto que no resulta ilegítima la presunción de
que existieran, desde antiguos tiempos, ó hubiesen podido exis-
tir relaciones entre Asia y América, si no parece tampoco muy
aventurada la hipótesis de que la misma propaganda budhista,
por la natural misión de extender sus máximas y preceptos reli-
giosos, lograse llegar hasta las regiones americanas, en realidad
por la costumbre adquirida de investigar y conocer preferente-
mente las cosas de nuestra Europa, donde hemos tenido el pri-
vilegio de que se desarrollen las grandes civilizaciones del anti-
guo mundo y de los tiempos medios, no cabe dudar que sus
hechos provocan mayor interés, y á ella debemos ahora dirigir
nuestras miradas.
II.
Ante todo, reflexionemos sobre el estado que presenta la
ciencia en esos siglos, que corren desde el v al xv de nuestra
historia, verdaderamente compleja, que, por lo mismo, ofrece
hoy amplio y vastísimo campo de análisis sobre muchos puntos
y cuestiones, que se juzgaban seguros é incontrovertibles; no
obstante lo cual van siendo cada vez mejor depurados y excla-
recidos.
No he de negar que la geografía y los conocimientos de la
naturaleza permanecieron durante la primera mitad de la Edad
Media en atraso lamentable, sin que apenas podamos recordar
de aquellos tiempos alguna que otra obra, como, por ejemplo, la
de Mensura orbis, de Dicuil; el Tratado de la Administra-
ción del Imperio ^ por Constantino Porfirogéneta; la Descrip-
ción de Dinamarca^ por Adán de Brema, y el Itinerario, de
Benjamín de Tudela, en las que penosa y difícilmente se habían
reunido datos, con notable laboriosidad, propia del silencio de
los claustros en muchos casos, como sucede en la escrita por
el anónimo de Ravenna, cuyas noticias c indicaciones adole-
cen, sin embargo, de graves defectos y obscuridad. Tengamos
presente que en aquel largo y confuso período las relaciones de
unos pueblos con otros habían quedado casi del todo interrum-
— i6 —
pidas, siendo muy de notar que dentro de la misma Francia un
abate de Cluny, instado por el Conde Bourcard para fundar
abadía de su orden en Saint-Maur-de-Fossés, no se atreviera á
ello, por parecerle que los alrededores de París estaban dema
siado lejos de su convento; que Guillermo, abad de San Be-
nigno de Dijon, diera igual excusa al Duque de Normandía; que
el mismo Vicente de Beauvais, en medio de las más altas miras
con que, según veremos luego, ilustra la ciencia de su tiempo,
careciese, no obstante, de noticias claras y precisas sobre los
mares septentrionales de Europa, y que, cual expresión la más
genuina y propia de aquella época, figuren libros, como el de
Cosmas Indicopieustes, plagado de peregrinas afirmaciones, en
el que tanto abundan los errores de geografía y cosmográficos.
Justo es reconocer que, para profesarlos, hubo diferentes
causas. En primer lugar el atraso de los estudios, además el
imperio de la costumbre y finalmente el gusto por lo maravi-
lloso y las leyendas cristianas, á veces llenas de preocupacio-
nes y extendidas á todas partes, como resultado de lo cual se
censuraba la doctrina de los antípodas, que Lactancio, San
Agustín, San Justino, San Ambrosio, San Basilio, Procopio de
Gaza, Diódoro Tarso (i) y tantos otros combatían, rechazando
casi todos los conceptos grandes y sorprendentes que la escuela
Alejandrina y los más sagaces filósofos y pensadores de la anti-
güedad tuvieron la gloria de profesar.
(i) Lactancio y San Agustín negaron la existencia de los antípodas, por creer, se-
gún la escasa cultura de los tiempos, que pugnaba con la rnzón y las verdades de la
Escritura. En cuanto á lo primero, no concebían que se hablase de seres y principal-
mente de hombres colocados en posición inversa de los de Asia y Europa, tachando
cuanto á este propósito se había escrito de aventuradas hipótesis; pero lo cierto es que
daban mayor importancia aún al segundo aspecto de la cuestión, porque, admitiendo la
población humana en regiones apartadas, distantes y hasta opuestas de las conccidas,
era imposible, a juicio de dichos autores, mantener la unidad de nuestro linaje; que
desde el punto de vista religioso fué lo que principalmente trataron de explicar y sos-
tener. Importa mucho reconocerlo así para no generalizar demasiado, como lo hacen
algunos escritores pretendiendo haber sido doctrina de fe la forma plana de la Tierra,
y algunas otras equivocadas ideas. Aparte de que en las mismas palabras de la Biblia
se encuentran lugares que pueden interpretarse en el sentido de la esfericidad ó por
lo menos de la redondez de la Tierra, no debe olvidarse que esta doctrina la dieron á
entender de un modo más ó menos claro el mismo San Agustín, San Clemente papa,
San Gregorio de Nazianzo, San Jerónimo, San Isidoro y otros, — Puede verse á este
propósito la excelente obra del Padre Mir, Annonia entre la Ciencia y la Fe ^ pá-
gina 306.
— 17 —
Si alguno, como Ensebio de Cesárea, pretendía en sus co-
mentarios á los salmos defender la redondez de la tierra, bien
pronto se retractaba de ello para volver á la opinión admitida
por la generalidad de los sabios. De igual modo, cuando Vir-
gilio, obispo de Salzburgo, con menor cautela expuso pública-
mente la teoría de los antípodas, denunciábase el hecho por
su rival en elocuencia, Bonifacio, y el Papa Zacarías, intervi-
niendo en el asunto, obligaba al primero á que explicase mejor
sus pretendidos errores. Desde entonces se reputó, como falsa
doctrina, la de creer que existieran habitantes en distinto he-
misferio del nuestro, y varios autores lo divulgaban así en sus
obras (i).
Otra preocupación, bástante arraigada, contribuyó también
mucho en los primeros siglos de la Edad Media para que los
conocimientos geográficos tardaran en tomar el rumbo y la
marcha que posteriormente siguieron, y fué la de suponer que
la parte del hemisferio equinoccial, ó sea lo que llamamos zona
tórrida, era inhabitable, por los extraordinarios calores que allí
se dejaban sentir. En el siglo v Orosio, Philostorgo y Moisés de
Korena, y en el VI Juan Philópono, gramático de Alejandría,
negaban la existencia de habitantes en las inmediaciones de la
línea equinoccial (2); pero, aun cuando por ésta y otras muchas
(i) Decimos que el Papa Zacarías exigió de Virgilio que explicase mejor sus pre-
tendidos errores, y añadimos que la doctrina de los antípodas se consideró desde en-
tonces como falsa y no herética, según otros la califican, por parecemos esto mas ajus-
tado á la fidelidad histórica; puesto que si el Pontífice llamó perversa a la hipótesis de
los antípodas, fué porque algunos discípulos de Virgilio sostenían que tales hombres
no procedían de Adán; pero las explicaciones que sobre el particular dio el Obispo
acusado, resultaron plenamente satisfactorias, y lo prueba el hecho de que continuó
mereciendo la confianza de la Iglesia.
(2) Juan Philópono, en su libro De creationc ntmidi, citado por Letronne, decía lo
siguiente: «Algunas personas, aceptando una tradición absurda, han sospechado que
el Océano Atlántico se reúne en la parte austral con el mar Erythreo, lo cual es evi-
dentemente falso, porque sería preciso que el primero se prolongase á través de la
Lybia, y en la misma zona tórrida, donde es imposible que los hombres puedan nave-
gar por el ardiente calor que allí reina.» De este error participaron Isidoro de Sevilla
Gregorio de Tours y el venerable Beda. En el siglo xii Honorato d'Autun, Hugo
Metello y Bernardo de Chartres renovaron estas antiguas teorías, y en la mitad del
siglo siguiente, á pesar del progreso alcanzado en los conocimientos náuticos, Nicé-
foro Blemmydas afirmaba también que el calor de la zona tórrida era obstáculo insu-
perable para la navegación. Otro tanto pensaba Vicente de Beauvaisy con él los jefes
de la Iglesia y los representantes más autorizados de la ciencia. Uno de ellos, Alberto
referencias, que no sería difícil aducir, pudo despertarse el re-
celo de que se hubiera perdido por completo la esperanza de
útil renovación para las más fundamentales verdades geográ-
ficas, es lo cierto, que, sin abandonar los tiempos llamados me-
dios, y sobre todo á partir del siglo xiii, se presume el carácter
y alcance que los conocimientos humanos ofrecen después en
la edad moderna.
Poco á poco, merced al estudio más atento de los textos, al
celo con que los traductores enriquecieron la erudición y prin-
cipalmente á los esfuerzos generosos de espíritus elevados que
supieron lanzarse en las vías del progreso, se consiguió inocular
savia más pura y abundante en las escuelas cristianas, revi-
viendo así la Geografía, como los demás conocimientos huma-
nos. Algunos de los antiguos errores desaparecieron, las verda-
des adquiridas se confirmaron , la Biblia no fué ya la única y
exclusiva autoridad, llegando por este camino algunos doctores
á manifestar que el escritor sagrado acomodaba su lenguaje á la
inexperiencia propia de los tiempos, que sus textos podían in-
terpretarse en diferentes sentidos y que por lo mismo era pru-
dente rechazar todo lo que contradijese hechos ciertos y averi-
guados. De esta manera, Isidoro de Sevilla, aunque con discre-
tas reservas, el venerable Beda, Raban Mauro, Scoto Erígena
y muchos más no sintieron reparo en expresar ideas favorables
á la esfericidad de la tierra, que desde el siglo xiii en adelante
nadie se atrevía ya á contradecir. Más tarde triunfaba igual-
mente la teoría de la habitabilidad de la zona tórrida, figurando
como sus más resueltos campeones y defensores Alberto Magno,
á quien sus contemporáneos, por el extraordinario saber que
logró atesorar, calificaban de hechicero, Pedro de Abano y Ores-
de Sajonia, pretendía que nos separaban de dichas reglones vastos desiertos, cortados
por altas montañas, que tenían la propiedad de atraer la carne humana como el imán
atrae al hierro. Pedro de Abano recogió igualmente estas ridiculas fábulas, sin com-
batirlas, no obstante su merecida reputación de saber y firme juicio; y hasta en el si-
glo XIV Brunetto Latini, su ilustre discípulo el Dante, Nicolás Oresme, Mandeville y
Boccacio sostienen que los calores excesivos impedían conocer una parte del universo.
Añadíase á esto la preocupación también reinante sobre los inmensos peligros que al
viajero amenazaban en el Océano, albergue de los más terribles monstruos, que de-
voraban las embarcaciones, y con todo ello natural era que los hombres careciesen
de datos precisos sobre regiones inexploradas.
— 19 —
me, gran maestro del Colegio de Navarra, y autor del célebre
Tratado de la esfera^ dedicado á Carlos V(i). Aceptada la teo-
ría, algunos maestros se encargaron luego de difundirla y ense-
ñarla.
Pero más importante valor que á las rectificaciones hechas
sobre dichos particulares debemos conceder á la creencia de
varios sabios, que no vacilaron en hablar de nuevas tierras si-
tuadas más allá del Atlántico. En la antigüedad Cicerón, Ma-
crobio y Marciano Capella aventuraban la existencia de otro
continente, distinto del nuestro, y en el siglo xiii, Geoffroi de
SaiJit- Víctor y, sobre todo Alberto Magno, lo proclaman con
resolución. Vicente de Beauvais, á quien San Luis encargó la
redacción de un libro enciclopédico, sostiene en el Spécitlum
quadriipiexy que hay una cuarta parte del mundo que no puede
visitarse por los excesivos calores, es decir, que todavía este
autor, mezclaba las ideas justas con las antiguas preocupaciones;
pero aquel doctor admirable, Rogerio Bacón, maravilla de su
tiempo y hombre, que, para gran número de las ramas del saber,
adivinó muchas de las más grandes leyes, con que después se
ha enriquecido el dominio de las ciencias físicas, fué quien ex-
puso en términos claros y precisos la doctrina de que al Occi-
dente de Europa debían existir tierras, y que era posible, por
tanto, la relación del mundo antiguo con otro, presintiendo así,
merced á tan maravillosa intuición, lo que más tarde intrépidos
exploradores lograron evidenciar (2).
No influyó poco para que las nuevas teorías se generalizasen
la persuasión de muchos, que, admitiendo antiguas opiniones,
(t) Alberto Magno, en su Líber cosmographicus de nüura Icorum. decía; que toda la
zona tórrida era habitable. Pedro de Abano en el siglo xiv fué el más ingenioso pro-
pagador de la doctrina, declarando acerca de ella que en su tiempo no podía va man-
tenerse iacertidumbre sobre el punto combatido sólo por personas poco instruidas, y
Orosme, qus invocaba la autoridad de Avicenna, también negó que reinase en dicha
parte del mundo el extraordinario calor, que otros autores suponían.
(2) Efectivamente, Kogerio Bacón en un famoso pasaje de su Opus maj'us afirmaba;
que el mar no cubría lastres cuartas partes del globo, como era presunción general, y
que desde la parte occidental de las regiones entonces conocidas hasta la India debia
haber una superficie, que comprendiera más déla mitad de la tierra, vaticinando que
llegaría momento de descubrirla en el espacio que separa la extremidad occidental de
Europa y la oriental de la India. Imposible, ha dicho con profunda exactitud Gafjarcl
señalar mejor la posición de América.
— 20 —
imaginaban la distancia entre Europa y la India bastante más
corta de lo que es en realidad. Aristóteles, tan estudiado y co-
nocido de los más célebres sabios y famosos pensadores que flo-
recieron en los últimos siglos de la Edad Media, había inten-
tado demostrar la pequenez relativa de la tierra, alegando que
el horizonte de los lugares próximos á las columnas de Hércu-
les se acercaba á las regiones orientales, separadas por la exten-
sión de un mar continuo; pero dichos países, según él, no debían
estar muy lejos los unos de los otros, cuando en ambos se en-
contraban elefantes y animales parecidos; sin reflexionar que la
identidad de climas explica muy bien semejante analogía. De
este modo, los escritores más familiarizados con el peripatetis-
mo y la filosofía musulmana; Alberto magno, Santo Tomás y
Rogerio Bacón se expresaron en términos casi iguales, afirman-
do el primero que desde el horizonte de los que moran cerca de
Gades al de los Indios, no podía haber más que un mar de media-
na extensión, el segundo sosteniendo que el Océano Atlántico
tenía sus dos límites opuestos en las columnas de Hércules y en
la extremidad del Asia, cuyas costas se hallaban no lejos de las
de España y África. El tercero, desenvolviendo, con la notoria
claridad de su espíritu, los argumentos de Aristóteles, procuró
demostrar la posibilidad de la navegación entre los dos conti-
nentes, y por último, participando de la misma creencia Nicolás
Oresme y Pedro de Ailly la extendían y enseñaban desde sus
cátedras de París (i).
En suma, pues, el renacimiento de los estudios en el siglo xiii
preparó dentro de las Universidades y de los claustros la mate-
ria que con tanta utilidad saben aprovechar los más entendidos
cosmógrafos de centurias posteriores. Aquellas ideas, en cierto
modo aventuradas, que pugnaban con las doctrinas y errores
propios de los primeros siglos de la Edad Media, llegaron á ser
objeto de análisis é interpretaciones, si no de la generalidad,
puesto que tales verdades quedaban reducidas al conocimiento
de algunas personas, por lo menos tuvieron eco en las que con
sus luces influyen más en el progreso de la ciencia y de la vida.
(i) Nicolás Oresme, Tratado de la esfera (capítulo de los climas). — Pedro d'Ailly,
Jmago mundi.
21
Faltaba, sin embargo, que prácticamente pudiera sostenerse
y acreditarse la existencia de tierras, hasta entonces incógnitas,
y que afamados viajeros transmitiesen noticias exactas y positi-
vas de sus descubrimientos. Los navegantes que al principiar la
Edad Media temían separarse de las costas, más tarde desafia-
ron ya las embravecidas olas del Atlántico y del Báltico, de-
biéndose á ello las relaciones que se conservan de Wulfstan y
Otero sobre los alrededores de Islandia é inmediaciones del
Vístula las del uno, y respecto de la Finlandia, Suecia y No-
ruega las del otro (i).
IIÍ.
Pero precisamente de la región septentrional de Europa, de
la península escandinava, cuyos ríos, según el dicho de Depping,
deslizan su corriente en medio de arenas magnéticas, y el hom-
bre bebe con aquellas aguas el hierro, que le obliga á ser más
enérgico y resuelto, arriesgando peligros, por el incesante afán
de explorar las soledades del Océano, fué de donde, en los siglos
de la Edad Media, partió la notable serie de atrevidos navegan-
tes, á quienes se deben muchas y memorables expediciones, que
inmortalizaron sus nombres y conviene recordar. Suelo pobre
y estéril el de Noruega, arrojaba fuera de sí gran parte de su
excesiva población, sedienta de buscar en otros países alimentos
y materias de consumo. Las quebradas costas del territorio, pla-
gado de numerosos golfos ó fiords (2), no distantes de muchas
y pequeñas islas, incitaban á la vida marítima y aventurera, des-
pertando extraordinario amor por las empresas más difíciles, y
(i) El rey Alfredo el Grande de Inglaterra fué quien dio á conocer las noticias de
esos viajeros, que aparecen insertas en la traducción que dicho monarca mandó hacer
de la Historia Universal de Orosio, escrita en latin y vertida á la lengua saxona para
conocimiento del pueblo británico. — Vivien de Saint Martin, Hisioire de la Géographic.
(2) No consideramos ocioso advertir que, para mayor facilidad de pronunciación,
sustituimos, según lo hacen también muchos de nuestros escritores, la letra/, después
de consonante, que tan frecuente es en las palabras escandinavas, por la vocal /, como
resultado de lo cual decimos, por ejemplo: Fiords y Hiorleif, en vez de Fjords Iljorlcif,
y asi en los demás casos.
aquellos valerosos hombres, en im principio pescadores, después
corsarios y arrojados piratas, verdaderos reyes de mar, proce-
dentes de las nobles y más distinguidas familias, no vacilaban
en tomar á su cargo la dirección de portentosas embarcaciones,
algunas de las cuales conocemos hoy por los restos de la que
existe en la Universidad de Christianía, y por los modelos ó di-
bujos que los sabios de la mayor parte de las naciones civiliza-
das tuvieron ocasión de examinar en la capital de Dinamarca,
al celebrarse el Congreso de Americanistas de 1883. Barcos que,
bogando sobre las aguas con la gracia del cisne, cuya forma
imitaban, recibían de sus patronos los simbólicos nombres de
dragones ó de serpientes; monstruos éstos, que verdaderos unos
y fantásticos otros, veíanse de continuo reproducidos en las ex-
tremidades de los buques, con el adorno de hermosísimos co-
lores, ó con la brillantez del oro, de la plata y otros metales que
solían enriquecerlos. Para comprobación de la magnificencia y
extraordinario tamaño de muchos de ellos, varios autores enu-
meran el de Olaf Tryggvason, construido en los famosos asti-
lleros de Thorberg, y que tan célebre fué en los anales del
Norte, el del duque Hakon, el del rey Canuto, y los dos de Olaf
el Santo^ que podían llevar 200 hombres (i). Tal importancia
alcanzó la marina, que se apreciaba como la carrera del honor
y la fortuna, no permitiéndose el ejercicio de la piratería más
que á los hombres de esclarecido linaje, de tal suerte que para
los hijos de los reyes y grandes señores era un micdio de ilus-
trarse y adquirir fama ante la patria. Cuando un príncipe lle-
gaba á los diez y ocho ó veinte años pedía barcos á su padre
para acometer gloriosas empresas, y semejante demanda repu-
(i) Depping, Histoire des expeditions maritimes des Normands et de Icurs cxpediíions
en France au A'* suele. — La embarcación de Olaf Tryggvason, llamada Larga Serpiente,
tenía, según los documentos históricos de los escandinavos, 140 pies de largo. 34 ban-
cos de remeros y capacidad para 90 hombres. El barco del duque Hakon presentaba
40 bancos de remeros, el del rey Canuto 60, llevando en la popa, ya un león de oro,
bien un dragón de bronce pulimentado, ó un toro furioso con cuernos dorados. — Tor-
foeus describe un dragón brillante de oro y de una belleza incomparable; habhndo luego
de cuatro magníficos barcos, dice de uno de ellos que reflejaba por todo el Océano los
rayos del sol.
Ya Tácito, en la antigüedad, manifestó que los Normandos, á los que llamaba Suio-
nes , eran temibles por sus flotas.
— 23 —
tábase signo de valor y de grandeza de espíritu; las nobles don-
cellas de Noruega dispensaban su amor al héroe más mtrépido
y valeroso en el furor de los combates, é intervenían otras ve-
ces en éstos, trocando la blanca toca de lino por el casco, cu-
briendo sus espaldas con el paliiim del guerrero ; provistas del
escudo y blandiendo la lanza ó el hacha ofrecían singulares
muestras de valor, que, idealizadas por la poesía, dieron origen
á la maravillosa y sublime historia de las Vírgenes del Escudo.
Los navegantes juraban por sus barcos, y al acercarse para
ellos el último momento de la existencia, depositado su cuerpo
y sus armas en la propia embarcación, y prendiendo fuego á
ésta, pasaban á dormir el eterno sueño en los abismos del ele-
mento, cuyos caprichos y furores, desde jóvenes, habían apren-
dido á desafiar (i).
Con tales antecedentes no debe sorprender la facilidad que
los pescadores y piratas del Norte tuvieron para visitar las islas
del Atlántico, recorriendo las Feroer, Shetland, las Orcades y
las Hébridas. Un pirata noruego, llamado Naddodr, navegaba
en 86 1 hacia las primeras, y desviándole la tempestad de su
rumbo le llevó á 900 kilómetros de las costas de su patria, des-
cubriendo una tierra, á la que, por encontrar cubierta de nieve,
puso el nombre de Sncelajid^ y aunque no tuvo medios de ave-
riguar si aquel país era isla ó continente, elogiaba, al volver, el
clima, las riquezas y la vegetación que había visto. A los tres
años de ese viaje, el sueco Gardar, caminando hacia las Hé-
bridas, fué impulsado por los vientos á las mismas playas de Is-
landia, donde pudo divisar grandes selvas, colocadas entre las
montañas y el mar; allí pasó el invierno, construyó habitaciones
en la bahía de Hiisavika (ó de las casas), y cuando á la prima-
vera siguiente se alejaba de aquellos lugares, cambió el nombre
de los mismos por el de Gardarsholm, ó isla de Gardar.
Posteriormente otro pirata célebre, Floki-Rafna, que creía
descender de los antecesores míticos de Noruega, partiendo
también de las Feroer, se dirige hacia la nueva isla, con ánimo
ya de fundar una colonia, y la leyenda, que tan á menudo suele
unirse á los hechos históricos, cuenta, que dicho piloto, como
(i) Depping, obra ya citada.
— 24 —
buen pagano que era, ofreció, antes de hacerse á la vela, un sa-
crificio al dios Thor, consagrándole tres cuervos que, por su
vuelo y á manera de brújulas, pudieran señalar el derrotero
más conveniente en la navegación. No lejos del punto de salida
lanzó el primero de ellos que apresuradamente retornaba á las
islas Feroer: pocos días después, Floki, sin torcer su camino,
desprende la segunda de las aves, que remontada á gran altura,
bien pronto caía en el mismo barco. El arrojado marino, implo-
rando entonces la protección de los dioses, continuó su marcha
hasta que dio libertad al tercero de los cuervos; esta vez el pá-
jaro de Thor vuela hacia el N.; la nave de Floki en la misma
ruta logra divisar la costa de Islandia, y el pirata, después de
recorrer el Sur y Poniente de la isla, se establece en un fiord
del NO., donde inverna, con pérdida del ganado por descuido
en la necesaria provisión de forraje. Observando luego que
el hielo cubría las costas, abandonó su propósito de quedarse
en el país descubierto, al que puso el nombre de Jsland ó
tierra de hielo, que hasta nuestros días ha conservado. Triste
impresión produjeron en el ánimo del navegante los rigores del
clima y las desgracias sufridas, expresándolo así ante sus com-
patriotas; pero dos hermanos, que le acompañaron en el viaje,
pensaban lo contrario, llegando uno de ellos á manifestar que el
país visitado era hermoso, florido y fecundo. Su versión hubo
de prevalecer y, como resultado de ello extendíase por todas
partes el rumor del hallazgo de una nueva tierra de azulado
cielo, de invierno sin escarchas, con hermosas costas cubiertas
de verdura, y las aguas llenas de salmones y ballenas. Así llegó
á considerarse aquella región bendita de los dioses «donde el
hombre podía vivir libre de la tiranía de los reyes y de los se-
ñores (i).»
Algunos años más tarde Ingolf, duque y pirata de renombre,
que había arrostrado por la bella Helga, con quien casó más
(i) Gravier, Dccouvcrtc de I' Anicriquc par les Normanas.
Se comprende bien la facilidad y i-epetición con que se efectuaban los viajes en la
parte septentrional del Atlántico. La distancia que hay entre la costa meridional de
Noruega é Islandia es relativamente pequeña y para recorrerla debían bastar <^cho ó
diez días, con la ventaja de servir, como estaciones intermedias, Shetland y Feroer.
El hecho en si, dice Vivien de Saint Martin, nada tiene de maravilloso, abstracción
hecha de los testimonios positivos que atestiguan su realidad.
tarde, dos terribles duelos, emigraba de Noruega, llevando con-
sigo las columnas ó pilares sagrados de su casa que arrojó al
mar, prometiendo á los dioses levantar su morada, donde aque-
llas se detuviesen, y por ello, aun cuando al tocar en el Sudeste
de la isla fijó su residencia en un punto bautizado con su propio
nombre (Ingolfshofdi), mientras que un hermano suyo, Hiorleif,
elegía al poniente sitio excelente para habitar y provisto de
buenos campos de cultivo; pasados que habían tres aííos de per-
manencia en Islandia, supo el normando que los pilares de su
casa se hallaban en cierto paraje del SO., en la bahía que lleva
hoy el nombre de Faxe-Fiord, y allí se estableció definitiva-
mente, echando los cimientos, aunque en posición menos ven-
tajosa, de la ciudad de Reykiavik, que desde entonces es capital
de la Islandia (i).
En realidad, la colonización de ese territorio, que tal nombre
merece cuanto se refiere á los anales primitivos de su historia,
se debe, como hemos visto, á las maravillosas aventuras, pro-
pias de pescadores y navegantes; pero hubo también otra
causa, no menos eficaz, para que acrecentase en extremo el
número de pobladores de la isla y fué la protesta y movimiento
nacional de casi toda la Noruega contra el dominio absoluto y
despótico de Haraldo Haarfager, que al reunir bajo su cetro
las treinta y una pequeñas repúblicas en que estaba dividido el
país, abolió sus antiguas y venerandas prácticas. Triunfante el
monarca en la célebre batalla de Hafursfiord, muchas nobles y
distinguidas familias prefirieron solicitar de Islandia (2) la liber-
tad que su patria les negaba, y de este modo se forma en el
nuevo país un Estado verdaderamente libre, que adoptó usos y
(i) Sobre la cima de Ingolfsfiaell se descubre aún, según afirma Humboldt, la
tumba del fundador de la colonia islandesa, y cerca de Kielarnás se encuentran las
ruinas de una casa construida en 888 por uno de los hijos del citado personaje.
(2) El golpe de Estado de Haraldo produjo la gran invasión, que los normandos
realizan durante el siglo ix en la mayor parte de los pueblos europeos, puesto que no
sólo arribaron á Is'andia, sino que, como es notorio, de aquella época son las grandes
irrupciones, que dichos hombres verifican, asolando las costas de Inglaterra, Francia
y España, corriéndose luego al Mediterráneo; mientras que otros de esos emigrantes,
como los célebres Othero y Wulfstan, ya citados anteriormente, penetran en el mar
Blanco y llegan por el Volga hasta el Caspio al mismo tiempo casi que tribus de igual
origen fundaban á Novogorod, se amparaban de Kiew y hasta ponían sitio á Cons-
tantinopla.
— 26 —
costumbres parecidas á las que con anterioridad habían existido
en Noruega. Desde 930 todas las partes habitables del territo-
rio insular fueron ocupadas, organizándose un gobierno repu-
blicano dotado de instituciones religiosas y políticas, análogas
á las de la metrópoli, instituciones muy notables algunas de
ellas y que se conservaron hasta 1261 (i) en que Islandia pasó
á poder de Noruega.
El genio poderoso de la libertad y el no menos poderoso de
la poesía habían hecho brillar las fuerzas del espíritu humano
en los últimos confines del imperio de la vida, según la hermosa
frase de Maltebrun, y, entre otras cosas, llama singularmente la
atención el extraordinario desarrollo que la lengua danesa ó
Nordika tomó en Islandia, de donde proceden los monumentos
más curiosos de la antigüedad escandinava, monumentos que
hoy representan la fuente histórica de mayor precio para cono-
cer las aventuras y peregrinaciones que los normandos empren-
den hacia otras regiones occidentales, con la suerte de poner
su planta en tierras hasta entonces desconocidas. Aquella len-
gua, dulce, sonora, sencilla y enérgica, de la cual ha dicho Mar-
mier que no tiene la dureza de las sílabas germánicas, ni el so-
plido perpetuo del inglés, aquella lengua que hoy se habla en el
interior de la isla, casi como en los tiempos de Ingolf, sirvió
para extender la cultura sumamente rica y prodigiosa de los
islandeses, y por el testimonio de sus historias podemos hoy
concebir el grado de perfeccionamiento y progreso que tales
hombres lograron alcanzar. Se sabe que el clero podía oponer
su veto al matrimonio de una mujer poco instruida, y que no se
administraba el sacramento de la confirmación á los niños, sin
justificar previamente que sabían leer y escribir, en lo cual, lo
mismo que en religión y moral, las propias madres imponían á
sus hijos antes de que fuesen á la escuela. El vulgo estaba fami-
liarizado con la lectura de los monumentos literarios, y á este
propósito refiere el mismo Marmier, que hallándose un día es-
tudiando en Reykiavik la Saga, de Nial, una de las más célebres
(i) Mr. Jules Leclercq en un trabajo histórico que sobre los islandeses y sus descu-
brimientos j^eográficos publicó en 1882 la Socictc royale Belgc de Geographie^ fíjala
fecha de incorporación de Islandia á Noruega en 1264; pero Gravier, Geffroyy la ge-
neralidad de los autores están conformes en referir el hecho á 1261.
— 27 —
y conocidas, le sorprendió la hija de un pescador encargada de
la provisión de pescados y de aves marítimas, la cual al verle
exclamó: «Ah, yo conozco ese libro que he leído muchas veces
cuando era niña» señalando en seguida los más bellos pasajes
de la obra. Con razón añade dicho autor: «¿Sería posible encon-
trar una artesana de París que conociese, por ejemplo, la cró-
nica de Saint Denis?» Esto comprueba el diligente esmero con
que las tradiciones de los islandeses fueron conservadas, trans-
mitiéndose, bajo la forma oral, como acontece en la mayor
parte de los pueblos, hasta que más tarde, difundidas las doc-
trinas cristianas por la isla, se extendió con ellas el uso de la
escritura y el empleo de los caracteres romanos, tomando desde
aquel instante la literatura su más poderoso vuelo. Los antiguos
poetas Y cantores, Sea/das, recitaban las Sag'r^s en las reuniones
públicas y en el seno de las familias; nobles y guerreros, con
usos y costumbres semejantes á las de los trovadores de Pro-
venza, abandonaban su hogar en busca de maravillosas hazañas
que, observadas en uno y otro país, referían después como tes-
tigos de cuanto en sus peregrinaciones y viajes pudieron apren-
der y contemplar.
Tan remota y notable literatura, que en un principio fué esen-
cialmente poética, como lo revelan sus viejos Eddas^ no tardó
en modificarse, adoptando el lenguaje sencillo de la prosa, del
que se valieron afamados escritores para consignar y transmitir
hechos de su tiempo, que con minuciosa fidelidad han llegado
la mayor parte de ellos hasta nosotros. Los monumentos histó-
ricos de la civilización islandesa son por demás interesantes.
Tres de las más celebradas obras exigen mérito singular (i).
Llamábase la primera Libro de la ocupación^ por referir las em-
presas colonizadoras de la isla, y habiendo comenzado á escri-
birla Aré Frodhé á fines del siglo xi, la prosiguieron después
hasta el xiv diferentes autores: en ella se encuentran los nom-
bres de 3.000 personas y 1.400 localidades (2). La segunda
forma una especie de proemio al Libro de la ocupación y puede
(i) Los nombres especiales de estos monumentos, según el orden con que los re-
ferimos, son los siguientes: el Landnamnhok, el IslcnrUtigabok y el Ilcimskrini^la.
(2) La Sociedad de Anticuarios del Norte, en Copenhague, ha publicado del Lihr»
déla ocupación dos traducciones, una en danés y otra en latín.
— 28 —
estimarse como resumen de otra perdida obra histórica mucho
más considerable. En cuanto á la tercera, que lleva el nombre
de Orbe del mtuido^ se asegura que fué escrita en el siglo xiii por
Snorre-Sturleson, el Cicerón de la Islandia, y reúne, además de
los anales de ese país, los de otros pueblos entonces contempo-
ráneos. Dichasrelaciones históricas, ó primitivas »S<7^V25, debieron
escribirse en el siglo xii, según la generalidad de los críticos,
aun cuando otros fijan su redacción en tiempos posteriores (i),
mas lo cierto es que fueron insertasen el Códice Flateyense (2)
que Sveinson, Obispo de Skalholt, á mediados del siglo xvii, fa-
cilitó á Federico III, rey de Dinamarca, quien apercibido de las
incorrecciones de dicho monumento, encargó al célebre islan-
dés Thormod Torfesen (Torfaeus) que interpretara los pasajes
obscuros y difíciles, verificado lo cual, lograron las obras de
dicho escritor justa y merecida fama, llegando á reputársele
como primera y competente autoridad histórica en la materia.
El interés por ese linaje de cuestiones aumentó mucho más en
nuestro siglo, y como prueba de ello, debe recordarse el hecho
de que, al publicar en 1837 el ilustre profesor Carlos Rafn su
memorable libro de Aníigüedadcs americanas^ tuvo el privile-
gio de verle, casi inmediatamente, traducido á todas las lengua?
europeas, incluso la nuestra (3). Por otra parte, la Sociedad de
Anticuarios del Norte encargó á una comisión particular el es-
tudio de los documentos escandinavos, concernientes á la Amé-
(i) El escritor norteamericano Eben Norton Horsford, en su obra Discovery of
America hy Northmen^ «Descubrimiento de América por los normandos. — Memoria
escrita con motivo de la inauguración de la estatua de Leif-Eriksen en Boston», sos-
tiene en uno de los apéndices de tan interesante libro que las Sagas fueron redactadas
entre 1387 y 1395; pero estas fechas parecen más bien corresponder á la época en que
tan antiguos documentos se transcribieron al Códice de que inmediatamente se
habla.
(2) Asi llamado de la isla de Flateya, situada en uno de los jiords de Islandia, y
donde se conservó mucho tiempo hasta que el citado Obispo lo remitió al Rey de
Din imarca. Tan preciada joya histórica es además un modelo curiosísimo de caligra-
fía escandinava, que hoy se conserva en la Biblioteca de Copenhague. A la redacción
de ese manuscrito corresponden las fechas antedichas de 13S7 y 1395, y de él inserta
Horsford en su obra un esmerado facsunile.
(3) El libro se intitula Antiquitatcs americana: sivc scriptorcs septentrionales reritm
ant.xolumhianaruní in America^ y de él existen, que sepamos, dos traducciones he-
chas en lengua castellana, la de D. José Vargas, 1839, y la de D. José Pidal (Ma-
drid, 1840).
— íg-
nea, y favoreciendo así el portentoso renacimiento histórico
nacional que se efectuaba, no maravilla en verdad, que, cono-
cidas é impresas ya las Sagas se multiplicaran con prodigio sus
análisis y comentarios, y apareciesen desde entonces muchas é
importantes obras sobre los viajes de los normandos (i). Ellas
nos servirán ahora de guía para referir y avalorar las explora-
ciones y descubrimientos que tan intrépidos marinos realizaron
en diferentes parajes del Atlántico.
IV.
Pocos años habían transcurrido desde que los Noruegos fun-
(i) Tarea algo difícil, aunque por extremo útil para el esclarecimiento de los temas
precolombinos, sería la de puntualizar todos los trabajos que respecto al particular
han visto la luz pública en nuestro siglo; pero al menos procede que, como ilustración
bibliográfica, citemos algunos de los más principales.
En Escandinavia además de los libros de Rafn y de las Memorias redactadas por la
Sociedad de Anticuarios del Norte, figuran las obras también notables de Finn Mag-
nussen y Munch.
A Francia se debe, entre otros escritos, los del infatigable Mr. Beauvois , Dccouver-
tes des Scandinavcs en Amérique dii A'» au XIII* siécle, 1859, variedad de Memorias
presentadas á los congresos de americanistas en Nancy, 1875; Bruselas, 1879; Ma-
drid, 1881; Copenhague, 1883, y profusión de artículos insertos en anales y revistas:
los trabajos de Mr. Gravier, Decoiiverte de V Amériqjie par les Norniands au X* siécle,
1874. — Les Nonnands sur la route des ludes. — Acade77iic de Rouen, 1880, y finalmente,
los estudios de Mr. Gaffarel, Lile des Septs cites etVile Aníilia. — Congreso de Ameri-
canistas de Madrid, 1881. — Les Irlandais en Amérique avant Colomb, París, 1890, y la
recientísima é interesante obra ya citada, Histoire déla decouverte del' Amérique, depuis
les origines jusq' á la mort de Cristophe Colomb, París, 1892.
Requieren también mención especial los norteamericanos Eben Norton Horsford,
citado anteriormente, B. F. de Costa y Maríe Brown, autores respectivamente: el pri-
mero, de Discovery of America by Northmen, Boston, 1888, y The problem of thc North-
men, Cambridge, 1889; el segundo, de Decouverte de I' Amérique avant C. Colomb par
les homines du iVord, Londres, 1869, y el tercero, de Tlie Icclandic Discoverers of Ame-
rica, 1888.
Sabios daneses como Brynjulfson Loffler y M. J. Steenstrup, presentaron respecti-
vamente al Congreso de Americanistas de Copenhague (1883), entre otros trabajos,
los siguientes: Jusq oii les anciens Scatidinaves ont-ils penetré vers le póle arctique dans
leurs expeditions a la mer glaciale^ The Vineland-excursions of the ancient Scandinavians y
The oíd Scandinavian riiins in the district of JuliaJiehaab South Greenland.
Sabido es, además, que el eminente Humboldt en su tomo 11 del célebre Cosmos y
en su Histoire de la GcograpJiie du nouveau contitictit, e.xaminó ya los viajes de norman-
dos é irlandeses en el Atlántico, así como también de los primeros hace sucinto mé-
rito Vivien de Saint Martín en su afamada Histoire de la Géographie.
De nuestra patria podríamos citar, como escritores que han tratado de la materia, á
D. Pedro Novo y Colson en su Historia de las exploraciones árticas, T), Ricardo Beltrán
y Rózpide, Viajes y descubrimientos efectuados e?i la Edad Media, y algunos más.
— 30 —
daron sus primeros establecimientos en Islandia, cuando en el
mismo siglo ix, un tal Gunnbiorn divisaba, corriendo el año 877,
las blancas cimas que coronan la rivera oriental de la Groenlan-
dia (i), separándose pronto de aquellos sitios, que en largo
tiempo nadie intentó visitar, como resultado tal vez de las fan-
tásticas exageraciones á los mismos aplicadas. Decíase, entre
otras cosas, que un valeroso noruego, acompañado de una ca-
bra, había recorrido grandes bancos de nieve, logrando contem-
plar después enormes encinas con bellotas como hombres, tre-
mendos gigantes y espantosas rocas de hielo que destrozaban las
naves, única particularidad cierta esta última en medio de tantos
otros absurdos, que debieron influir no poco para contener á
los hombres del Norte, durante algunos años, en su inmoderado
afán de nuevas y lejanas expediciones. Más tarde, Erik Rauda,
Erico el Rojo ^ desterrado de Islandia en 983 por homicidio, sin
fiarse mucho de tan hiperbólicas referencias, se lanzaba en la
dirección de las tierras vistas por Gunnbiorn, consiguiendo
percibir la costa oriental de Groenlandia en el grado 64 de la-
titud septentrional, donde no se detuvo; proseguía luego su
viaje por el Sur, doblaba el cabo que hoy llamamos Farewell (2),
y últimamente vino á fijar su residencia sobre la costa occiden-
tal en el fiord de Igalikko, que denominó Eriksfiord, con la es-
peranza sin duda de perpetuar el recuerdo de su persona. Allí
principió entonces la construcción de un vasto edificio, adosado
á una roca, al que puso el nombre de Brattahlida, lugar de los
más célebres entre los que islandeses ó normandos formaron
en tan apartada extremidad septentrional (3). La región presen-
(i) Torfoeus, Gronlandia antiqíia.
(2) Los antiguos islandeses le llamaron Hvarf, palabra que significa la punta donde
se vuelve; y, efectivamente, al llegar allí los barcos cambiando su ruta, se dirigían
al NO. y continuaban hacia el N. á lo largo de la costa occidental (Brynjulfson, Con-
greso de americanistas de Copenhague, 1883).
(3) La estancia de Brattahlida fué sucesivamente habitada por Erico, su hijo y su
nieto: además, mientras duró la colonia en Groenlandia, servia de residencia ?Alogmcn
ó supremo magistrado. También dicha morada fué teatro de algunos más hechcs no-
tables. (Memoria de la Sociedad Real de anticuarios del Norte, 1845-1849.)
Mr. Jorgensen, según Gravier, sostenía haber encontrado las ruinas de dicho edi-
ficio, y por sus proporciones comparábalo á una ciudad entera, asegurando represen-
tar un trabajo inmenso; pero la verdad es que semejante punto de arqueología per-
manece aun sometido á las diferentes interpretaciones de la moderna critica. Desde
— si-
taba aspecto más favorable que las costas de Levante, y, á pe-
sar del fatídico nombre de Tierra de desolación con que Davis
la bautizó en 1585, sus valles debían producir suficiente hierba
para alimentar numerosos ganados, ó al menos así puede infe-
rirse del examen de varias ruinas descubiertas á lo largo del
fiord. Provistas las montañas de abundante musgo por el lado
del Norte, ofrecían en la vertiente meridional pequeños bos-
ques de hayas, sauces y abedules, con algunas legumbres y pas-
tos, útiles para sostener gran número de reses vacunas, y por
que en el primer tercio del siglo pasado se trasladó á Groenlandia el sacerdote no-
ruego Hans Egede, con el fin de evangelizar á los que suponía descendientes de
Erico, lo cual negó con posterioridad por el estado salvaje en que se hallaban , según
él, los pobladores de dicha región, se hm practicado muchas investigaciones para
determinar la verdadera posición de Brattahlida; pues aunque la generalidad de los
autores la fijan en el lado occidental de Groenlandia, otros hay que pretenden todavía
buscarla en la parte de Levante, donde se dice que existieron establecimientos norue-
gos é islandeses. Mr. Steenstrup, ya citado, en la erudita Memoria que leyó ante el
Congreso de americanistas de 1883 en Copenhague, sobre las antiguas ruinas escandi-
navas en el distrito de Julianchaab, consigna la importancia del examen cuidadoso, que
de los restos arquitectónicos verificó en 1880 y 1881 el teniente Holm , á quien
se debe la descripción interesante de dichas ruinas, cuyo valor aumenta al contemplar
las esmeradas reproducciones hechas por el arquitecto Groth. De tales pesquisas re-
sulta que la construcción de la iglesia de Julianehaab es de piedra escoíjida y al<To
cuadrada, pero no muy regular, cimentada con argamasa y arena, y se considera como
la única ruina de tal género hasta hoy descubierta. Los demás vestigios pertenecen á
mansiones que se hicieron, apilando rocas de gran tamaño. Las casas estaban forma-
das con habitaciones rectangulares, y su arquitectura es parecida á la de los edificios
de la antigua Islandia. Entre todas las ruinas halladas, las más importantes y caracte-
rísticas son de antiguas casas de ganado, que consistían en departamentos también
rectangulares, separados por grandes alineaciones de piedra á imitación de las de Is-
landia, de todo lo cual infiere Steenstrup que los viajes desde esa isla á Groenlandia
se realizaban generalmente navegando en dirección Sur, y al llegar al cabo Farewell
es v^erosimil que las embarcaciones remontasen la costa occidental de Groenlandia;
así opina que el actual distrito de Julianehaab corresponde á los establecimientos de
los escandinavos en la parte de Poniente. Los dibujos de antiguas construcciones que
se suponen normandas, y el mapa que de parte de dicha costa presentó el indicado
autor al Congreso de americanistas ya dicho, insertos unos y otro en el tomo corres-
pondiente de actas, bien merecen ser examinados.
En cuanto á las iundaciones de la costa oriental, ya Nordenskiold sostuvo que no
se habían descubierto, por más que pudieran estar en la inexplorada región que se
extiende entre los 65 y 69° de latitud N. Steenstrup pensaba que de las investid-acio-
nes relativas á la costa oriental de Groenlandia era imposible deducir aún resultados
satisfactorios, como no fuese para evidenciar, al cabo de algún tiempo, que los llama-
dos establecimientos del Este deben buscarse en otro lado. Recientemente, sin em-
bargo, ha surgido de nuevo la cuestión que algunos sabios resuelven en sentido afir-
mativo.
— 32 —
tanto se explica bien que Erico, al volver á Islandia, estimulase
á sus compatriotas para que le siguieran, ponderándoles el país
por él visitado al que llamaba Tierra verde, que tal significa el
nombre de Groenlandia, que aun conserva, por más que sus ac-
tuales condiciones físico-geográficas parezcan no revelarlo (i).
En el mismo año que Erico regresaba á su mansión de Brattah-
lida, treinta y cinco navios islandeses partían hacia Groenlandia^
muchos se pierden en las tempestuosas borrascas del Océano,
catorce, sin embargo, logran llegar á su destino, y de este modo
principia á formarse una colonia, que su fundador organizó, do-
tándola de instituciones republicanas como las de su patria.
Progresivamente, á medida que las circunstancias del clima lo
permitieron, se multiplicó allí el número de habitantes, y dos
siglos más tarde, según afirman varios eruditos, podían con-
tarse hasta 8.400 (2), y en opinión de otros llegaban á 10.000^
distribuidos en 280 establecimientos.
Antes de ello se habían realizado ya nuevas peregrinaciones
y descubrimientos, gracias á la intrepidez de Biarne, hijo de
Heriulf, joven de grandes esperanzas, por la resolución con que
falto de medios, afrontaba los mayores peligros de temerarias
empresas marítimas. Cuentan las Sagas del Códice Flateyense
que el arriesgado mancebo salió de Noruega en 986 para unirse
á su padre que moraba en Islandia, y cuando supo que éste con
Erico habían partido para ignota región Occidental, sin descar-
gar la nave, emprendió nuevamente la marcha diciendo 'á sus
compañeros que el viaje era insensato, porque ninguno había
visto el Océano Groenlandés. En aquellas aguas, donde los
grandes témpanos de hielo cierran frecuentemente el paso á
las sólidas embarcaciones de nuestros días, provistas de instru-
mentos de admirable precisión náutica, con las imperfectas
noticias que el piloto tenía del país desconocido, sin más guía
(i) Efectivamente, el sitio de Igaliko ó fiord áe las casas abandonadas, que mide
una extensión de 3 á 8 kilómetros, es paraje que hoy presenta carácter muy particu-
lar. Los fiords de Groenlandia, al revés de los de Noruega, están invadidos por gran-
des glaciales ó neveras, cuyo avance continuo ha cambiado completamente el aspecto
de dichos lugares, á los que Erico dio el nombre de Tierra verde, y en la actualidad
mejor merecen el de Tierra de desolación, que le puso el marino Davis. Isaac Hayes
en la Tour dii f/unde, y Gravier, Dscouvcrte de I' Ameriquc pj.r les Normands.
(2) Brynjulfson, Congreso de Americanistas de 1883.
— 33 —
que la luz de las estrellas, el buque de Biarne, bogando con
fortuna en las tres primeras jornadas, hallóse de súbito en-
vuelto por espesa niebla é impulsado á la vez por fuerte viento
del N., que durante algunos días y noches le hicieron zozo-
brar. Al reaparecer el sol, pudo el viajero distinguir en el ho-
rizonte la visible señal de una comarca, y, próximo á ella, repa-
rando que estaba cubierta de pequeñas colinas y bastantes
selvas, exclamó: <í- verdaderamente no está aqití lo que busca-
mos; pues aseguran que las montañas de Groenlandia son
altas y muy cubiertas de nieve.» Después de otro día y noche
de navegación divisaron cierto territorio llano, poblado de
árboles, en el que los marinos solicitaban renovar sus provisio-
nes; pero, replicándoles el capitán «no lo pasaremos bien aquí»,
vuelven á internarse en alta mar. Pasados tres días más los
navegantes, merced á vientos del SO., percibieron una isla,
cubierta de nieve y grandes masas de hielo, que les pareció
estéril, y al cabo de poco tiempo (i), favorecidos por aires bo-
nancibles, reconocen el aspecto de no lejano país, que sobre
cielo sombrío destacaba las blanqueadas cumbres de sus altas
montañas. Tenían ya la dicha de hallarse á la vista de Groen-
landia. Bien recibido el audaz peregrino por su padre y por
Erico no intentó sacar partido de sus descubrimientos, que
con abundancia de pormenores refería á los numerosos hués-
pedes que le visitaban, atraídos por la fama de tan maravillosa
expedición. A poco tiempo regresó Biarne á Noruega, y un
personaje de la Corte censuraba con dureza que no hubiese
examinado mejor aquellos países que los azares de la navega-
ción le permitieron contemplar.
Efectivamente; por el probable derrotero del viaje, por la
posición y caracteres de las tierras indicadas, parece verosímil
que Biarne y sus compañeros se acercaron á las playas america-
nas. No faltan escritores modernos que, discurriendo sobre el
(i) La generalidad de los historiadores, entre ellos Leclercq, Gaffarel y algunos más,
fijan cuatro días para esta última parte del viaje marítimo de Biarne. Mr. Beauvois en
su traducción de las Sagas islandesas había dicho tres días. Mr. Gravier asigna única-
mente dos, guiado por la siguiente versión de Rafn: t(5/c" cuín bidincín ct binoctiuvi
naviga&scnt quarlam tcrratn conspcxcriint.»
3
— 34 —
particular, señalan equivalencias geográficas más ó menos acep-
tables (i); pero los datos que el marino reveló acerca de los
días de navegación, de las sucesivas direcciones del buque y
otros accidentes de importancia son tan vagos é incompletos,
que no autorizan en modo alguno para sostener opiniones fijas
y seguras en la cuestión.
La obra comenzada debían, sin embargo, completarla los des-
cendientes de Erico. Hijo de éste era Leif, á quien los historia-
dores antiguos representan como hombre de elevada estatura,
robusto, bello, de gallarda presencia, prudente y moderado (2),
amante de largas expediciones, ganoso en fin de imaginada glo-
ria, que inmortalizase su nombre. Vivía en la corte del rey Olaf
de Noruega, cuando éste, recien convertido al cristianismo, se
esforzaba en difundir la ejemplar doctrina por todo aquel terri-
torio y los países inmediatos, algunos de los cuales, como Islan-
dia, teatro fueron de violentas persecuciones y martirios. Creyó
el monarca reconocer en Leif los característicos rasgos de per-
sona instruida y animosa, cuya benevolencia fácilmente obtuvo,
consiguiendo también que éste y sus partidarios adoptasen la
nueva religión, verificado lo cual, el rey le comisionaba para
evangelizar á los habitantes de Groenlandia y en primer tér-
mino á Erico y su familia. Aferrado éste al paganismo y á las
antiguas prácticas odínicas, resistió cuanto pudo las cariñosas
exhortaciones de su hijo, para quien no fué difícil atraerse, en
cambio, la voluntad de su madre y de sus hermanos, que pronto
recibieron las aguas del bautismo, y por la piedad de tan distin-
guida señora se construyó allí la primera iglesia cristiana á
donde ella acudía frecuentemente para el rezo de sus oraciones.
(i) Geffroy, declarando que Biarne y los suyos llegaron á las costas de América, no
vacila en sostener que descubrieron el rio San Lorenzo. Gravier, basado en los testi-
monios de Kohl y de Rafn equipara las cuatro estaciones recorridas por el marino á
las comarcas de Nueva Inglaterra, Nueva Escocia, Terranova y golfo de Maine.
Leclercq creia que los territorios vistos eran los de Nantuket, Nueva Escocia y Terra-
nova; mas, por lo mismo, no es posible hacer afirmaciones categóricas; pues el con-
tinente que los Normandos encontraron marchando hacia el Oeste, quizás sería parte
de las costas del Labrador ó bien de los modernos Estados Unidos, y en cuanto á la
isla, podría corresponder, en opinión de Gaffarel, á Terranova, ó á cualquiera de las
situadas en los estrechos de Davis y de Hudson.
(2) Snorre Sturleson. Heimskringla.
— 35 —
extremando, no obstante, su celo de neófita hasta el punto de
cortar, según algunos historiadores, toda relación y trato con
su marido (i).
V.
Pero si, merced á la entusiasta propaganda de Leif y de los
religiosos que le acompañaron á Groenlandia, alcanzó el primero
entre los Normandos singular prestigio, no era menor la fama
con que debiera coronarle el destino por su calidad de intrépido
navegante y descubridor del continente americano. Cuando la
mayor parte de los pueblos europeos sentíanse heridos de cruel
espanto á la llegada del temeroso año mil de nuestra era, en el
que, según aciagos vaticinios, debía sobrevenir el juicio divino
y la muerte de todos los hombres, creencia con la cual se ago-
taban los gérmenes de actividad y de vida en las naciones de
nuestro continente, un viajero y marino tan esforzado como
Leif, acomete desde las regiones más septentrionales la em-
presa de buscar en las soledades del Atlántico los países que
su predecesor dejara sin explorar. Habiendo comprado á éste
su barco y seguido de 35 hombres, sin otra guía tampoco que
las estrellas y las noticias de Biarne, que le acompañaba, confió
su fortuna á los caprichos del Océano, para verificar, como ha
dicho Khol, verdadero viaje de descubrimiento, no ya insegura
peregrinación marítima de un hijo en busca de su padre. Pri-
meramente los expedicionarios encontraron la región llana,
pedregosa, desolada, cubierta en muchos parajes por montañas
de nieve, que Leif no quiso abandonar sin ponerle antes nom-
bre, como lo hizo, aplicándole el de Helluland (2), á consecuen-
cia de la esterilidad allí observada. Después distinguieron otro
(i) Rafn y Beauvois, este último en sus <(.Origines el ondation du plus aíicien eveclie
dií Nouveau Mondo.
Respecto á la más ó menos inmediata conversión de Erico tampoco están confor-
mes los AA.; pues mientras la generalidad habla de la resistencia que á ello opuso, y
no falta quien, apoyándose en el libro Partícula de Groenlandis, sostiene que Erico
murió antes de introducirse el cristianismo en su nueva patria, hay otros escritores
que, fundados en la Saga de Olaf Trygvasson, afirman que dicho personaje recibió el
bautismo al propio tiempo que toda su colonia.
(2) Este nombre significa propiamente Tierra pedregosa.
- 36 -
territorio bajo, formado de montículos de arena blanquecina,*
detrás de él se hallaban inmensas y dilatadas selvas, circuns-
tancia por la que Leif le llamó Markland ó Tierra de los bos-
ques. Trascurrieron dos días más de navegación, y favorecida
ésta con suave viento del N.E., llegaron los normandos á una
isla, separada del continente por estrecho muy peligroso, cerca
de la cual parecía dibujarse la extremidad de otra tierra pe-
ninsular, que terminaba en promontorio ó cabo : sobre la
parte continental descubríanse corrientes aguas, saliendo de
tranquilo lago. Aunque las mareas de aquellos sitios eran tan
vivas que, cuando descendían, quedaba el barco en seco, no
tuvieron los tripulantes la necesaria calma para esperar el re-
flujo, y una vez puesto el pie en tierra, apresuráronse á tomar
posesión de ella, según las prácticas escandinavas, encendiendo
grandes hogueras, cuyos vivos resplandores pudieran verse
desde lejanas orillas; ó bien señalaban con golpes de hacha los
árboles y rocas encontradas á su paso. Resueltos á permanecer
allí durante el invierno, construyeron barracas de madera, á
las que denominaron Leifsbudir ó casas de Leif. En el río y el
lago abundaban hermosos salmones, el clima era dulce y apaci-
ble; apenas se conocían las heladas, y la fresca hierba conser-
vaba su verdor y lozanía en la mayor parte del año. Termina-
dos los sencillos trabajos de edificación, los inmigrantes quisie-
ron reconocer el país, distribuyéndose al efecto por las tardes
en grupos, con orden expresa que el jefe les dio, de que al acer-
carse la noche tornaran á sus hogares. Perdióse, sin embargo^
en uno de tales paseos cierto expedicionario, alemán de origen,
lamado Tyrker, que con Leif había compartido desde la niñez
los entretenimientos de la infancia y los placeres de la juven-
tud, y después de revelar éste el disgusto que su extraña tar-
danza le causara, Tyrker contestó lo siguiente: «No me fui tan
lejos como suponéis; en cambio, os traigo algo nuevo, porque
he descubierto viñas cargadas de uvas.» Tan feliz hallazgo sir-
vió para que al país, hasta entonces desprovisto de nombre, le
pusiera Leif el de Vinland, que significa tanto como Tierra del
vino (i). Además hicieron la observación astronómica de que
(i) a esta particularidad se debe principalmente el que cuando regresó Leif á
— 37 —
allí el día más corto comenzaba á las siete y media de la ma-
ñana, terminando á las cuatro y media de la tarde, lo cual daba
para el mismo una duración de nueve horas de sol en el hori-
zonte. Llegada la primavera, cuando los vientos fueron favora-
bles, Leif, con su gente, determinó regresar á su patria; car-
gando la nave de pieles, maderas y uvas, hicieron la travesía
sin contratiempo; próximos á Groenlandia, el marino tuvo la
suerte de salvar la vida á 15 náufragos de un buque que se ha-
llaban á punto de perecer, y unido esto á los demás éxitos del
viaje, le valió el que sus compatriotas le pusieran el sobrenom-
bre de Afortunado^ con que desde entonces se le recuerda en
la Historia.
Abierto quedó ya el camino para nuevas expediciones, y de
regreso Leif en Groenlandia todos se afanaban por ponderar su
valor y su fortuna. La gloria de los descubrimientos realizados
transmitíase ingenuamente, sin que por lo mismo deba extrañar
que Thorwald, otro de los hijos de Erico, aceptando los conse-
jos del hermano, y la ya célebre nave de Biarne, se decidiese
á recorrer con ella los lugares que Leif acababa de visitar. Em-
prendió aquél su marcha en 1002, acompañado de 30 hombres,
y si bien se desconocen las particularidades de la travesía, consta
que el navegante pasó el invierno en las barracas de Leifsbudir,
y al llegar la primavera comenzaron en la parte meridional de
Vinlandia los trabajos de inspección, que á los nuevos hués-
pedes les permitió observar bella región, cubierta de bosque,
separada de la orilla por estrecha faja de arena blanca. El mar
parecía esmaltado de pequeñas islas, vírgenes, en su mayor parte,
de toda huella humana y de animales, á excepción de otra más
extensa, por el lado occidental, donde percibieron una granja de
madera, con lo cual ponían término á sus averiguaciones, regre-
sando durante el otoño á Leifsbudir (i). En el verano siguiente
Thorwald y algunos de los suyos emprenden la exploración de
Groenlandia se extendiera con rapidez por varias naciones de Europa la noticia del
descubrimiento. Corriendo el siglo xi, Adam de Brema la recogía y daba cuenta de
ella en su famosa Historia Eclesiástica.
(i) Gravier, Dccouverie de I' Ameriqíie par les Normanas. — En opinión de este autor
la isla occidental descubierta por Thorwald debió ser la que modernamente llamamos
Long-island.
- 38 -
las costas septentrionales; pero habiéndose roto cerca de un
cabo la quilla del buque, por efecto de violenta tempestad, les
fué preciso detenerse para reparar la avería, no sin que antes de
proseguir la marcha el jefe de la comitiva dijese á sus compañe-
ros: «Levantemos sobre esta punta de tierra una carena de na-
vio, y démosle el nombre de Kialarnés ó cabo de la quilla» (i).
Más al Occidente (2) descubrieron otro promontorio en risueña
comarca, que el viajero consideraba á propósito para estable-
cerse, y cuando los compañeros iban á embarcarse llamó su
atención la señal de tres puntos negros sobre la arena, que na
tardaron en comprender que eran tres botes ó canoas de mim-
bres, dentro de cada una de las cuales se ocultaban tres hom-
bres, que casi todos perecieron á manos de los normandos (3).
Exploraron éstos inmediatamente la región, descubriendo algu-
nas elevaciones, que tomaron por casas; pero vueltos al buque
se apoderó de ellos profundo sueño, del que pronto vino á des-
pertarlos espantoso griterío, revelador del inmenso peligro que
les amenazaba. Feroz turba de pequeños hombres de ruin y po-
bre apariencia, desde considerable número de botes llegaban á
exigir venganza del asesinato que por la mañana cometieron los
normandos. Terrible nube de flechas caía sobre éstos, con la
■desgracia de que una de ellas hiriese mortalmente á Thorwald,
que antes de exhalar el último suspiro rogaba á sus compañeros
le enterrasen allí, poniendo dos cruces sobre su tumba para que
en lo futuro aquel cabo se nombrase Krossanes (promontorio
de las cruces). A tan repugnantes enemigos llamaron losgroen-
(i) Equivalente al moderno cabo Cod, como luego repetiremos. — Gosnold que-
en 1602 visitó las mismas tierras, fué quien puso al cabo el nombre de Cod, que sig-
nifica bacalao, por encontrarse allí en abundancia. — Norton Horsford. — Discovcry of
America by Northincn.
(2) Gravier, Decouverte de V A^neriqíie par les Normanas. — A veces los intérpretes é
historiadores no están conformes en algunas particularidades, como se ve, por ejem-
plo, en ésta, pues Gaffarel describiendo el mismo viaje dice, que desde Kialarnés si-
guieron la costa en dirección de Levante, que es lo contrario de lo afirmado por
Gravier.
(3) Algunos autores hablan solamente de tres hombres, uno en cada canoa, de los
que dos fueron asesinados y otro logró escapar; pero Gravier y Gaffarel afirman, que
eran nueve, y de ellos ocho fueron víctimas de los marineros de Thorwald. Las Sagas
no dan razón alguna de este odioso crimen que, por otra parte, era usual entre los pi-
ratas del Norte.
— 39 —
landeses Skrellings (endebles), y según la mayor parte de los
críticos modernos eran esquimales, semejantes á muchos de los
que actualmente habitan en el Norte de América. Con su furor
causaron la víctima del primer hombre europeo, cuyos restos
quedaban en suelo americano; los compañeros del hijo de Erico,
ejecutadas que fueron las órdenes de su difunto jefe, abandona-
ron en el año 1005 aquellos sitios, y cargando el buque de pro-
ductos naturales volvían á la patria para contar el triste desen-
lace de tan fatal aventura.
Con propósito de recoger las cenizas de Thorwald, su her-
mano Thorstein, acompañado de su bella, prudente y discreta
señora, la imcomparable Gudrid, y de 25 esforzados marinos,
organizó la tercera de las expediciones, mucho más desgraciada
que la anterior por haberles sido contrarios los vientos, que les
desviaron de su camino, manteniéndolos sin rumbo fijo durante
todo el verano, hasta que á la entrada del invierno pudieron
arribar á Lysufiord sobre la misma costa occidental del territo-
rio groenlandés, donde los amparó con generosa hospitalidad
un cierto Svart, en cuya casa Thorstein, atacado de cruel pade-
cimiento epidémico, allí reinante, dejaba de existir, y sus ceni-
zas eran trasladadas en el buque por la viuda y por aquel hom-
bre caritativo hasta las mansiones de Eriksfiord, para darles
cristiana sepultura.
Cumplido tan amargo deber, no pasó mucho tiempo sin que
sobrevinieran otros hechos notables. Un rico y poderoso no-
ruego, descendiente de reyes, que se llamaba Thorfinn, y entre
sus conciudadanos Karlsefn, esto es: «destinado á ser un gran
hombre», vino por aquel tiempo á Groenlandia, hospedábase
en la célebre Brattahlida, con beneplácito de Leif, que le aco-
gió cariñosamente, y tal efecto le produjo la hermosura y ta-
lento de Gudrid, que solicitó y obtuvo su mano, celebrándose
á poco el matrimonio de dichos dos esclarecidos personajes. En
las reuniones de familia solían ser obligado tema de conversa-
ción los viajes de Leif, y el recuerdo de países y lugares por
éste descubiertos, á donde muchos anhelaban ir para traer nue-
vos productos y riquezas. Despertóse el entusiasmo de Thor-
finn, con quien Gudrid compartía sus deseos y esperanzas, no
tardando en formarse una verdadera flotilla de tres naves, do-
— 40 —
tadas de ciento sesenta individuos, algunos de ellos mujeres,
de varios animales domésticos y abundantes provisiones. Este
nuevo viaje de los normandos á Vinlandia, el más importante
quizás de cuantos efectuaron en dirección occidental, merece
para muchos autores el nombre de verdadera expedición colo-
nizadora, por la importancia desús preparativos, por las for-
malidades con que se llevó á cabo y hasta por las mejores y más
perfectas investigaciones geográficas que durante el mismo se
hicieron. En la primavera del año 1007 parten de Eriksfiordlos
emigrantes, y ayudados, sin duda, por la corriente polar y fa-
vorables vientos del Norte, navegan. á lo largo de las costas
americanas, logrando divisar á las veinticuatro horas los picos
del Helluland, después llegaron á Markland, cuya exuberante
vegetación les agradó sobre manera, recorrieron varios sitios
en busca de la tumba de Thorwald, siendo completamente in-
útiles estas pesquisas, y, por último, se fijaron en el Cabo Kia-
larnés. Al salir de ese punto, presentóse ante la vista de los
observadores dilatada extensión de dunas, vastos desiertos y
estrechas riberas, á las que bautizaron con el nombre de Fiir-
diistrandir, ó playas maravillosas (i). En seguida percibieron
una línea de costas, interrumpidas por numerosas bahías, y
Thorfinn encargó á dos de sus compañeros, escoceses de origen,
que inspeccionasen la parte del SO., de la que, pasados tres
días, regresaban con hermosos racimos de vides y algunas es-
pigas de trigo silvestre, engolfándose Thorfinn en la mayor de
las bahías, que denominó Strainnfiord^ ó de las corrientes, á
consecuencia del violento impulso de las aguas, por la pronun-
ciada velocidad que allí lleva la famosa corriente occidental del
Atlántico ó Gulf-Stream. Descubrieron además, una isla muy
abundante de plumas y huevos de eiders (2), llamáronla Strau-
mey (isla de las corrientes), y creyendo que la dulzura del clima,
la vegetación y el gran número de pescados de aquellos sitios
(i) Mr. E. Beauvois opina que los normandos debieron poner ese nombre á dichos
parajes por la frecuencia con que allí se observa el fenómeno meteorológico del espe-
jismo, de lo cual dan testimonio algunos viajeros y que en otras p?.rtes de América
también se contempla, como lo observó Humboldt en las Pampas de Venezuela.
(2) Los escandinavos aplican la palabra de cidcrs á cierta especie de gansos ó ána-
des, con cuyas plumas se forman las almohadas de abrigo ó edredones.
— 41 —
eran estímulos ventajosos para fundar una colonia, hicieron alto
en dicha bahía de Straumfiord, desembarcaron también los ga-
nados, y cuando llegó la primavera, dedicáronse á cultivar los
campos, ala pesca, á varias exploraciones del suelo, y, sobre
todo, á la construcción de barracas ó casas, que les sirvieran
de alojamiento; no obstante lo cual les fué adversa la fortuna,
sorprendiéndoles el invierno, desprovistos de caza y pesca, cir-
cunstancia que con las tentativas de independencia del marino
Thorhall, piloto que era de una de las embarcaciones, influyó
bastante para que al ocurrir grave disentimiento entre éste y el
jefe de la expedición abandonaran todos la comarca, siguiendo
después cada uno de los dos diferente rumbo en sus navegacio-
nes: el rebelde y los suyos, anhelando tornar á la patria, boga-
ron por aquellos mares, é impulsado el buque por fuertes ven-
davales del NO., arribó á las costas de Irlanda (i), donde se
dice que Thorhall murió en esclavitud (2). Thorfinn y los otros
jefes de tripulación, que desde Groenlandia le acompañaban,
prefirieron continuar sus exploraciones, en busca siempre de
Leifsbudir; y navegando por espacio de varios días, ofrecióse-
Íes la hermosa perspectiva de un río, que atravesaba impor-
tante lago, antes de llegar al mar. Por las orillas del primero,
estrechas, arenosas é inhabitadas, llegaron, no sin alguna difi-
cultad, al país que el noruego llamó Hop; en el dilatado valle
recogieron también uvas y trigo, y considerando bueno el sitio
para establecerse, levantaron en frente de Leifsbudir otras ca-
sas, que por el nombre de su fundador recibieron el de Thor-
finnshitdir (3).
Á los quince días de permanencia en dicha región, una ma-
ñana se cubrió la bahía de cárabos ó botes con muchedumbre
de hombrecillos de piel obscura, de ancho y avieso rostro, ojos
grandes y cabellos crespos, verdaderos skrellings ó esquimales,
(i) Gravier refiere á este propósito un hecho semejante acaecido á fines del si-
glo XVI al Marqués de la Roche. Buscando en frágil embarcación un punto en las in-
mediaciones de la pequeña isla de Sable, que se halla situada á la e.xtremidad meridio-
nal de Nueva Escocia, fué arrojado en diez ó doce días por fuerte viento del Poniente
á las costas de Francia.
(2) Así lo afirman Gravier y Gaffarel, tomándolo de Torfams y de Rafn.
(3) Gaffarel Gravier y Beauvois, apoyados en las autoridades de Torfueus y Rafn.
— 42 —
que blandían luengas varas ó lanzas, y agitándolas con rapidez,
producían estridente ruido. Después de poner por breve tiempo
el pie en tierra sin la menor hostilidad, más bien poseídos de
natural asombro, contemplaron á los hombres blancos, retirán-
dose pronto de aquellos lugares. En la primavera del siguiente
año, 1008, volvieron á distinguirse tantas canoas, que la bahía
semejaba hallarse «cubierta de carbón» (i). Esta vez, groenlan-
deses y esquimales entablaron relaciones y cambio de objetos,
aceptando los segundos con delirio las vistosas telas encarnadas
y buenos vasos de leche, que aquellos les ofrecían á trueque de
pieles de todas clases (2), cestas de mimbres y otras varias
cosas ; pero no transcurrió mucho tiempo sin que á la paz suce-
diese la guerra. Cuando más tranquilos se creían los normandos
en sus posesiones de Vinlandia, cuando Gudrid acababa de
hacer padre á Thorfinn, mediante el nacimiento de Snorre,
primer descendiente de europeo, según parece, que vio la luz
en América, los skrelings, por vanos recelos ó causas poco ave-
riguadas (3), trocáronse de auxiliares en feroces enemigos.
Rotas las hostilidades, por una y otra parte hubo víctimas, sin
que tampoco faltasen notables muestras de intrepidez y arrojo,
como las muy decantadas de la célebre heroína Freydisa, que
mostrándose digna hija de Erik Rauda, cuando los normandos,
batidos ya en retirada, se preparaban para ofrecer tenaz resis-
tencia desde la selva y rocas en que se habían podido amparar,
supo infundirles extraordinario valor, consiguiéndose al cabo
que los skrellings resultaran vencidos al terminar la jornada y
nuevamente desapareciesen. La estancia de Karlsefn y los suyos
en Vinlandia iba siendo, no obstante, cada vez más peligrosa, ya
(i) Gravier y Gaffarel, tomando la frase de Rafn.
(2) Mr. Beauvois dice que eran de verdadero />e¿i¿ gn's.
(3) Gravier, Gaffarel y otros autores, inspirados en las S<7,ífns y demás documentos
históricos sobre la materia, refieren que, amedrentados un día los skrelings por los
espantosos mugidos de un toro de la propiedad de Karlsefn, quisieron penetrar en las
casas de los normandos, cuyas puertas les fueron cerradas, habiendo sido esto origen
de que, pasadas tres semanas, volvieran aquellos indígenas provistos de armas y con
resolución hostil; pero lo cierto es que si la Saga de Thorfinn y Torfoeus dan impor-
tancia al hecho, en cambio no se la conceden ni \a. Partícula de Grcerilandis ni el
Heimi-Kringla. De presumir es, sin embargo, que los skrellings, temerosos de alguna
traición por parte de los normandos, se decidiesen á combatirlos.
— 43 —
por la oposición de los naturales del país, ya por varias causas de
disgusto y malquerencia, surgidas entre los mismos normandos,
ya, finalmente, por el anhelo con que muchos de éstos deseaban
tornar á la madre patria. El jefe de la expedición comprendió
que le era forzoso preparar la vuelta á Groenlandia, y á ello se
resolvió, no sin que en la travesía explorase de nuevo países
anteriormente visitados, y al pasar por las costas de Mar-
kland (i) percibiera un pequeño grupo de skrellings, entre los
cuales (2) figuraban dos niños, de los que Thorffinn se apoderó,
llevándolos consigo, y á quienes se bautizó, procurando también
instruirlos en el idioma, usos y costumbres de los europeos del
Norte. Estos niños dijeron á los normandos que más allá del
sitio en que fueron recogidos existía un país habitado por hom-
bres que vestían túnicas blancas y acostumbraban á llevar pe-
dazos de tela fijos en largas varas (3). Creyóse por entonces, y
después los historiadores han sospechado, que tales pormenores
debían referirse al territorio del Hvitramannaland, de que des-
pués hablaremos.
Dos naves habían quedado solamente de las tres que en 1007
partieron de Eriksfiord; una de ellas, bajo el mando de Biarne
Grimolson, separada bien pronto de su camino por elfuerte im-
pulso de los vientos, naufragó, salvándose en débil barca una
pequeña parte de la tripulación, que al fin pudo ganar las costas
de Irlanda, donde refirió el desastre acaecido y la generosa
abnegación del capitán del buque, para quien fué preferible la
muerte, con tal de librar de ella á uno de los tripulantes, que
por sorteo verificado debía perecer. Más afortunada la nave en
que se embarcaron Thorffinn y su familia, lograba en loi i arri-
bar á Groenlandia, y á poco, el intrépido viajero y explorador
se trasladó á su patria, llevando consigo tan considerable nú-
(i) Gravier.
(2) No están conformes los autores en la manera de interpretar este pasaje de las
narraciones históricas de los normandos, pues habiendo algunos que sostienen que
Thorffinn divisó cinco skrellings, que eran un hombre barbudo, dos mujeres y dos
niños, llevados todos ellos á Groenlandia, otros, como Gravier, opinan que las tres per-
sonas mayores pudieron escapar, y Gaífarel afirma, en cambio, que cinco de éstas pe-
recieron á manos de los normandos, ios cuales se llevaron á dos niños que allí había,
y en esto casi todos los intérpretes parecen hallarse conformes.
(3) Los críticos suponen que estos objetos eran banderas ó estandartes.
— 44 —
mero de objetos traídos de Vinlandia, que, según creencia de
aquellos tiempos, jamás apareció en las costas escandinavas em-
barcación mejor prevista y cargada. Los más esclarecidos per-
sonajes de Noruega dispensaron á Karlsefn benévola y favora-
ble acogida, merced á la cual, con grandes riquezas y lleno de
honores, fijó definitivamente su residencia en Islandia. Allí,
querido y respetado de los que tuvieron la dicha de conocerlo,
acabó la existencia del noble marino, que tanto había hecho
por su gloria y su fortuna. Viuda la célebre Gudrid, administró
con celo singular los bienes que su marido dejara, y cuando
tuvo la alegría de ver que su hijo, Snorre (i), contraía ventajoso
enlace matrimonial, fascinada por la pasión de los viajes, hizo
una peregrinación á Roma, donde fué bien recibida, y según el
mayor número de probabilidades, debió contar las empresas
cumplidas por los normandos en las regiones ultraoceánicas (2).
La Corte Pontificia, que atentamente seguía los descubrimien-
tos geográficos y coleccionaba con esmero los documentos y
trabajos de esa índole, por estimar que á los nuevos países de-
bía llevar la luz del Evangelio, no pudo mirar con indiferencia
las interesantes relaciones de Gudrid, que si bien no llegaron á
expresarse en las historias de aquellos tiempos, seguramente
contribuirían bastante para afianzar las ideas de los cosmó-
grafos italianos sobre la proximidad de las costas orientales. Al
regresar á Islandia la noble y ejemplar viuda de Thorffinn, con-
sagró á la Rehgión los últimos días de su vida, retirándose al
monasterio que su hijo Snorre había ordenado construir (3).
(i) El hijo de Thorffinn fué tronco de distinguida estirpe, que ha dado á la humani-
dad gran número de celebridades, entre las que figuran tres nietos del citado Snorre:
Brand, Biorn y Thorlak, nacidos de distintos hijos, y que todos llegaron á la dignidad
episcopal.
Después de citar estos nombres y algunos más, los cronistas añaden: «Muchos
príncipes irlandeses figuran en la ilustre progenie de Karlsefn }• Gudrid, como el cé-
lebre historiador Snorre Sturleaon, que se envanecía de tenerlos por antecesores, el
renombrado escultor Thorwaldsen y el no menos conocido Magnus Stephensen, juez
superior de Islandia, muerto en 1833, último de dichos descendientes directos, según
Rafn (Gravier, Decoiiverte de T Amerique par les Normanas^ Leclercq y otros).
(2) Todos los críticos é historiadores modernos que diligentemente han estudiado
las antigüedades escandinavas, admiten la traslación de Gudrid á Roma, entre ellos
Eben Norton Horsford , Leclercq , Gravier, Gaffarel y otros.
(3) Gravier.
— 45 —
Antes de que se cumplieran tales hechos y cuando Thorfinn,
en 1013, preparaba su marcha para Noruega, se había verifi-
cado ya otro viaje de muy tristes recuerdos á las costas de
Vinlandia. Freydisa, la ya célebre hermana de Leif, que va-
lientemente figuró, según dije, en la lucha de los normandos
con los skrellings, ávida de riquezas más que de gloria, orga-
nizó en ion nueva expedición, y vencida que fué la repugnan-
cia de su débil marido Thorvard, partieron de Groenlandia la
nave de éste y las de dos afamados islandeses en busca de las
tierras que se proponían visitar, donde sólo permanecieron dos
años, por haber conseguido la ambiciosa directora de la em-
presa deshacerse de sus compañeros, valiéndose de astutos y
crueles medios que, una vez averiguados, de regreso á la pa-
tria, inspiraron para tan desdichada heroína el menosprecio de
su familia y de sus conciudadanos.
Posteriormente debieron repetirse con alguna frecuencia las
navegaciones de europeos hacia las playas americanas; quizás
por estimarlas cosa habitual y ordinaria, las Sao-as islandesas
apenas las mencionan; pero los historiadores y críticos moder-
nos, fundándose en testimonios y pruebas de no despreciable
importancia, hacen mérito de varios viajes que parecen fide-
dignamente comprobados. Así, por ejemplo, se sabe que un
cierto Hervador, en la mitad del siglo xi, salió de Vinlandia
para trasladarse á las tierras del Hvitramannaland, y queriendo
invernar en ellas, remontó un río, deteniéndose luego al pie de
espumosas cascadas, que denominó Hridsoerk^ paraje que, se-
gún algunos, permite asegurar que los normandos prolongaron
sus exploraciones bastante al sur de la América Septentrional,
hasta descubrir la bahía de Chesapeake, los ríos que allí
desembocan y los naturales despeñaderos de aguas que se ob-
servan en el Potomac por encima de Washington. Se recuerda
también que en el año de 11 35 tres groenlandeses, estimulados
por la pasión de aventuras peligrosas, quisieron penetrar en la
región cantada por los Scaldas, «donde la estrella polar era vi-
sible en el Mediodía», é internándose efectivamente en los es-
trechos que hoy llamamos de Davis y de Baffin, llegaron á la
isla Kingiktorsoak ó de las Mujeres, en la latitud boreal de
72" 55', donde grabaron sobre una piedra de la isla el recuerdo
-46 -
de su estancia. Se cita además, y las Sag-ashan conservado me-
moria, de que tres sacerdotes de la diócesis de Gardar, uno de
ellos llamado Halldor, navegaron en 1266, siguiendo la misma
dirección, y aunque les sorprendió una tempestad en la tra-
vesía, lograron arribar á un punto donde el sol en el día de
Santiago (25 de Julio) no se ocultaba en el horizonte, per-
maneciendo muy bajo durante las horas propias del día, y
elevándose á gran altura en las correspondientes á la noche,
singularidad astronómica que ha hecho pensar á determinados
sabios de nuestros días en la posibilidad de que dichos nave-
gantes alcanzaron el paralelo de 75° 46' un poco al norte del es-
trecho de Barrow (i), habiendo por lo tanto precedido Hall-
dor y sus compañeros á Parry, Ross, Franklin, Hayes y demás
héroes de las regiones boreales, donde tan numerosos han sido
los naufragios y contratiempos marítimos. Casi en la misma
época, por el año de 1285, dos sacerdotes islandeses, Adal-
brando y Thorwald Helgason, comprometidos en las cuestio-
nes religiosas de la isla, se embarcaron para Markland, y sin
gran trabajo lograron llegar al país que dieron el nombre de
Nyja Land ó Terranova, que después ha conservado. Otros
viajes análogos hubieron de efectuarse más tarde, y tan natu-
rales y corrientes debían parecer, que cuando Ivar Bardson en
1347 recibió el encargo de visitar y describirlos establecimien-
tos de los normandos en América, compuso su obra sin hacer
en ella la menor indicación que demostrase fueran poco cono-
cidas las regiones de que hablaba (2), y en el mismo año una
nave con 18 hombres llegó á Islandia, dando también noticias
del país de Markland que habían visitado, sin que todo esto pro-
dujera el más ligero asomo de extrañeza.
VI.
Las citadas referencias, y principalmente aquellas que con-
signan el viaje de Leif y de los que de un modo inmediato
(i) Rafn y Gravier.
(2) Se ha conservado la descripción de Groenlandia por Ivar Bardson. Rafn la
publicó en sus Antiquiíaies amcricancB , páginas 302-318. Major ha dado de ella una
nueva edición en 1873. — (Gaffarel, obra citada.)
— 47 —
le sucedieron ofrecen tal valor, que por virtud de las mis-
mas puede, sin gran atrevimiento, sostenerse desde luego y con
la natural circunspección, que exigen hoy los modernos cono-
cimientos geográficos é históricos la presencia, cuando me-
nos, de los normandos en las regiones septentrionales de Amé-
rica desde el siglo xi en adelante. Contra ello quizá cupiera
alegar el testimonio y opinión de ciertos escritores para quie-
nes las Sagas sólo han merecido estimarse como monumentos
poéticos ó legendarios, que nada exacto y verdadero consiguen
acreditar (i), opinión nada extraña en verdad, si se recuerda que
ni los grandes acontecimientos, ni aun las mismas personalida-
des de extraordinario relieve en la historia, lograron verse li-
bres de invectivas ó desprecio por parte de autores escépticos
ó apasionados. Fortuna y no pequeña es, sin embargo, que la
crítica más razonada é imparcial de nuestros días pueda procla-
mar que las Sagas son documentos ciertos, sencillos, claros,
precisos, purgados de todo elemento maravilloso que, cuando
existe, tantas dudas siembra en la inteligencia, debiendo por
(i) No han faltado ciertamente autores, que desde los días en que principiaron á
estudiarse severa y críticamente los más raros y preciosos documentos históricos de
Escandinavia, asi como las obras de sus fieles y directos intérpretes, hayan negado todo
valor á esa diferente clase de trabajos. Podríamos á este propósito citar varios nom-
bres; pero nos limitaremos sencillamente á dos recuerdos. En el Congreso de Ameri-
canistas de Copenhague en 1883, varias veces citado, el profesor Va/dctnar Schinidt d\
presentar su notable Memoria sobre los Viajes de los daneses á la Groenlandia, en la que
adujo valiosas pruebas déla exactitud del hecho, comenzaba diciendo á sus oyentes:
«No ignoráis que algunos sabios críticos han dudado muchas veces de la realidad de
las narraciones contenidas en las Sagas islandesas; se ha pretendido que todo cuanto
los navegantes escandinavos refirieron de grandes descubrimientos más allá del Océa-
no, son puras invenciones, y se ha llegado hasta declarar paladinamente que los anti-
guos normandos no habían ido jamás ni á la América ni á Groenlandia.» Contra tales
aseveraciones, además de ser la Memoria dicha una excelente refutación por los curio-
sos datos en ella atesorados, pueden citarse aquellas palabras del mismo autor, que des-
pués de pronunciar las supradichas añadía: «Pero, señores, tenéis á vuestra vista las
pruebas materiales Aq la realidad de tan importante descubrimiento: ahí están en una
serie de vitrinas (y así era en efecto) objetos numerosos recogidos en el suelo de Groenlan-
dia y cuyo origen europeo y escandinavo no puede quedar sometido á ninguna duda.»
El segundo recuerdo, que nos proponíamos hacer, es más concreto por tratarse ya
de un determinado y célebre autor, el famoso Irving, para quien «las tradiciones islan-
desas recogidas por Torfceus, asi como el viaje de los hermanos Zeni, redactado de
memoria por Marcollini é inserto por Ortellius en su Tlieatrum orbis terrarum, tienen
mas visos y señales de fábulas que de historias», parecer contra el cual puede alegarse
lo que en el texto decimos sobre la autoridad de dichos relatos islandeses.
- 48 -
tanto considerarlas dotadas de incontestable autoridad his-
tórica, que se robustece al pensar que la admiten y declaran
sabios tan eruditos y concienzudos como el eminente Hum-
boldt (i), y que con valentía y resolución la sostienen Rafn,
Magnussen, Kohl, Horsford (2) Costa, Brown, Schmidt,
Loffler (3), Beauvois, Gravier, Gaffarel y tantos otros que han
ilustrado la materia, contribuyendo también poderosamente á
ello la Sociedad Real de Anticuarios del Norte y las luminosas
tareas de los Congresos de Americanistas, principalmente el
de 1883 en Copenhague, que tantas veces nos hemos visto obli-
gados á evocar. La importancia de los problemas discutidos y
de las varias cuestiones que han llegado á plantearse sobre todos
los asuntos precolombinos, explica que para fijarlos debida-
mente se examine y analice todavía cuanto se refiere á las equi-
valencias geográficas que deban establecerse entre los países
enumerados por las Sagas, y los que modernamente conoce-
mos, que se discuta de igual modo acerca de si los estableci-
mientos normandos fueron ó no verdaderas colonias, sobre el
valor más ó menos respetable de ciertos vestigios arqueológicos,
y hasta sobre el escaso fruto que para la vida é historia general
de nuestro viejo mundo produjeran las aludidas expediciones;
pero nada de esto permite, á nuestro juicio, que se las tilde de
fabulosas, como algunos han hecho, ni menos autoriza para des-
conocer que durante más de tres siglos Europa mantuvo rela-
(i) Examen critique de la Histoire de la Gcographic du noiivcaii continent. T. il, pá-
gina 88 y Cosmos. Tomo ii, páginas 286 y 546, en las que su afamado y por demás
serio y competente autor, refiriéndose á los viajes de Leif y sus inmediatos sucesores,
declara haberse mantenido cuidadosamente en el terreno histórico, y añade que tal concepto
merecen las viejas tradiciones de la Islandia, que en su mayor parte debieron ser escri-
tas en la misma Groenlandia, á partir del siglo xii, por descendientes de los colonos
nativos de Vinlandia, de quiénes se han conservado las tablas genealógicas de sus
familias con tal esmero, que puede descubrirse la sucesión de las mismas desde 1007
hasta 181 1, aludiendo principalmente en esto á la de Thorfinn Karlsefn.
(2) Este autor norteamericano, hablando de las Sagas, dice que, formadas por me-
dio de la tradición, su principal carácter estriba en consignar breve y sencillamente
los hechos, consistiendo por tanto su mérito en la veracidad de la narración, y recuerda
á este propósito que J. Eliot Cabot decía que por ningún mediano estudiante dina-
marqués se ponían en duda las expediciones de los normandos á la América, y Everest
pensaba lo mismo.
(3) Loffler, en su memoria presentada al Congreso de americanistas de 1883, califi-
caba las Sagas como Xa fuente más pura sobre las antigüedades escandinavas.
— 49 —
ción casi sostenida, con las posesiones islandesas de Groenlan-
dia y de Vinlandia.
Buena demostración de ello nos ofrece el hecho, por demás
notable y elocuente, de haber intervenido también la Iglesia
con su predicación y su gobierno en la beneficiosa tarea de
extender las doctrinas evangélicas á todos aquellos lejanos paí-
ses del Septentrión y de Occidente, que más ó menos eran co-
nocidos en Roma. Ya sea, como parece verosímil, que las
revelaciones de Gudrid en la Corte Pontificia sobre Vinlandia,
sirvieran para despertar el interés de los Papas en la santa
obra de propagar y difundir la Religión cristiana en tan lejanos
territorios, ó bien que por otros medios adquiriesen noticias
de su existencia, lo cierto es que, desde mediados del siglo xi,
los Obispos de Noruega é Islandia, y poco después el instalado
en Gardar, capital de la Groenlandia, consideraron las posesio-
nes del Vinland como una parroquia alejada de su diócesis,
que muchas veces iban á visitar. Así es como en 1059, el obispo
Jon ó Juan pasó desdé Islandia á los territorios americanos con
propósito de convertir á sus moradores; entre los que tuvo la
desgracia de sufrir el martirio (i). Años más tarde, en 1121,
después de varias tentativas, de las que la historia sólo conserva
vago recuerdo (2), el islandés Brt'k Upsz .ma.rchó á Vinlandia,
cuya situación religiosa le inspiraba vivas inquietudes; pero los
colonos de esta nueva región eran muy numerosos, y además
la tarea debió resultar algo difícil, cuando se sabe que dicho
prelado renunció á la silla de Gardar, consagrándose espe-
cialmente á sus nuevos fieles (3). Al m.enos lo revela de esta
(i) Gravier y Gaffarel.
(2) Beauvois.
(3) Humboldt, Examcji critiqíce de la Histoire de la Geograpliie du nouvcau continciit.
Tomo II, pág. 102. Id. Cosmos. Tomo ii, pág. 284.
Eben Norton-Horsford, Discovcry of America hy Northmcn.
Loffler, Congreso de Americanistas de 1883. The Vineland-excursions of tlie ancicnl Scan-
dinavians. Según este autor, aun cuando Rafn sostuvo que el obispo Erico se trasladó
á Vinlandia para fortalecer á los escandinavos en su fe cristiana, él se inclina á pensar
que, cuando más, fué á predicar el Evangelio á los esquimales ó sJcroeliiigs.
Gravier, Decouverte de I Aniérique par les A^onnands. Recuerda que algunos autores
han pretendido que Erico regresó á su sede episcopal de Gardar; pero no debe olvi-
darse que Rafn, cuya autoridad es incuestionable, pensaba lo contrario. La renuncia
4
— ^o —
suerte el nombramiento para el Obispado de Gardar, hecho
en 1 124 á favor de un cierto Arnaldo, en vista de la demanda
expresa de los colonos groenlandeses reunidos en Asamblea ge-
neral (i) (2). Por más que no se haya logrado esclarecer en
todos sus pormenores el éxito de las predicaciones de Erico
Upsi en Vinlandia, los críticos que más atentamente estudia-
ron el caso no desconfían de que andando el tiempo pueda
descubrirse algún manuscrito islandés que ilustre ese curioso
problema. Quizás al vigoroso impulso de tan memorable per-
sonaje se deba, en opinión de un moderno historiador, la per-
sistencia de ciertas tradiciones y ceremonias religiosas en algu-
nos países septentrionales de América (3).
Por otra parte, no debe maravillar que la Iglesia, en su legí-
de Erik al Obispado de Gardar, que llegó á Groenlandia por el año 1122, prueba, se-
gún dicho historiador, que la idea cristiana había realizado progresos en América, que
las colonias de ese país no dejaban de tener gran importancia, y que por lo mismo
puede atribuirse á dicho prelado la intención de concluir allí sus días.
Gaffarel, Histoirc de la decouverlc de t Amcriquc. Tomo i, pág. 333.
(i) ídem id. El minucioso relato de esta elección se encuentra en el códice Flate-
yense, manuscrito notable de que ya hicimos mérito en su oportuno lugar.
(2) Como prueba de la señaladísima importancia que desde el siglo xii en adelante
tuvo la sede episcopal de Gardar en Groenlandia, bastará recordar que se conserva en
serie cronológica la lista de sus prelados. Torfeus, en la Historia Groejilandia, publicó,
y después Gravier y otros autores han copiado los nombres y las fechas correspon-
dientes á 19 Obispos, que gobernaron la diócesis desde Erico Upsi en 1121 hasta Vin-
centius, que la regía en 1537, ó sea á los cuarenta y cinco años de los primeros des-
cubrimientos de Colón.
En los archives del Vaticano encontró Pablo Egedcs Eftcrretni7iger el texto de una
célebre epístola, que en 1448 dedicó el papa Nicolás V á los Obispos de Shalholt y
Hols, documento que también inserta Gravier en su libro, por el que se comprueba la
existencia del culto católico en Groenlandia y se enaltece el fervor religioso de aque-
llos hombres, que habían perseverado en dichas creencias, hasta que treinta años antes
de la fecha de dicha carta sufrieron la invasión, ataques y depredaciones de odiosos
forasteros, que turbaron la paz de aquel territorio, arruinando varias iglesias, y si
bien algunas habían podido levantarse de nuevo, pasado que fué tan inminente pe-
ligro, según afirmábanlos naturales del país en mensaje dirigido al Pontífice, solici-
tando el restablecimiento del culto sobre las mismas bases que lo habían tenido antes;
Nicolás V, para subvenir á esta necesidad, cuya certeza afirmaba constarle debida-
mente, prevenía á dichos dos Prelados, que por ser los más próximos de aquel país
cuidaran de enviar á éste, en calidad de Obispo, un hombre que para el caso fuera
adecuado; y por los trabajos de la Sociedad Real de Anticuarios del Norte, se sabe:
que desde 1450 hasta 1537 sucediéronse los tres obispos, Gregorio, Jacobo y Vincen-
tius, cuyos sellos, descubiertos, se han publicado merced á la diligencia de la expresada
Corporación.
. (3) Gaffarel, obra ya citada.
— =;i
timo anhelo de proselitismo religioso, se preocupara y cuidase
de lejanas diócesis, fortaleciéndolas, cuanto era posible, con el
entusiasmo de la fe, y á su vez ellas proporcionaban recursos
para el mantenimiento de la jerarquía y necesidades eclesiásti-
cas. Entre otras cosas, pudiera recordarse que, en 1276, el ar-
zobispo Jon, facultado por el Papa, á consecuencia de la ex-
tensión del camino y penalidades del viaje, para no trasladarse
á tan distantes lugares, delegaba sus funciones en sabia y dis-
creta persona, que se encargó de recoger el producto de los
diezmos y conmutaciones de votos, destinado á la cruzada que
entonces se predicó por toda Europa; y el pontífice Nicolás II,
en su carta, escrita en Roma el 31 de Enero de 1279, ratifica
los plenos poderes conferidos por el Arzobispo á dicho colec-
tor anónimo. Tres años después, en 1282, el mandatario llegaba
á Noruega con importante cantidad de diezmos; pero los po-
bres colonos de Vinlandia, ya porque hiciesen poco uso ó no
quisieran desprenderse de los metales preciosos, entregaron
amplia provisión de pieles, dientes de morsa y barbas de ba-
llena. El Arzobispo consultó al Papa la aplicación de aquellos
efectos, y Martín IV le dio el práctico consejo de que los enaje-
nara y realizase. Veinticinco años más tarde, los tributos ecle-
siásticos de Vinlandia figuraban aún en la suma de las collectas,
como lo prueba el haberse vendido en 1315, al flamenco Juan
de Pré, las ricas especies de dicho territorio. De suerte que,
por estos y otros datos, bien puede creerse que las extremas
posesiones de los normandos contribuyeron, en cierto modo,
al gran movimiento religioso, que fué el hecho dominante de la
Edad Media. Muy alejadas para tomar parte activa en las lu-
chas de las Cruzadas, facilitaron, sin embargo, á la Europa cris-
tiana, que apenas sospechaba su existencia, todo cuanto podían
suministrar, es decir, los géneros y obras poco variadas de su
industria (i).
Mucho falta, no obstante, para conocer y apreciar el de-
sarrollo que ésta alcanzase y para decidir el verdadero carácter
de la vida de los normandos en América. No pocos historiadores
de justa reputación sostienen que los europeos de Vinlandia se
(i) Gravier y Gaffarel, obras ya citadas.
— ^2
organizaron en libre colonia^ semejante á las de otros estableci-
mientos normandos, constituyendo una especie de república,
bajo la protección nominal de los Reyes de Noruega, dirigida
quizá por algún descendiente de Erik Rauda. Los colonos man-
tenían con la metrópoli, pero sobre todo con Islandia y Groen-
landia, relaciones muy frecuentes; cambiaban las riquezas del
país; maderas preciosas, pieles de animales, dientes de morsa,
aceite ó barbas de ballena, por el hierro y las armas que les eran
precisas, dedicando también la mayor parte del tiempo á las
ocupaciones propias de la pesca, que para ellos ofrecía recurso y
medio de vida muy principal (i). Críticos más prudentes, que,
como Loffler, admiten sin reservas la existencia de numero-
sas colonias escandinavas en Islandia y Groenlandia, piensan,
por el contrario, que no puede decirse lo mismo respecto de
América, donde las visitas de emigrantes y marinos debieron
ser de mera inspección ; pero como tampoco niegan que allí
edificaran casas, ni el que los nuevos moradores utilizasen
abundantes productos de la caza y pesca, durante los dos ó
tres años de su alejamiento de la patria, á la que tornaban con
sus naves bien provistas de pieles, maderas y uvas (2), resulta
que, sin el más ligero escrúpulo, como ya dijimos, puede afir-
marse, cuando no otra cosa, la presencia de los normandos en
América (3).
Sobrevino una época, sin embargo, en que sus establecimien-
(i) Gaffarel.
Humboldt, en su renombrado Cosmos, al enumerar en el tomo ii, pág. 284, los esta-
blecimientos de los normandos, los califica terminantemente de colonias.
Gravier participa de la misma opinión, y en varios pasajes de su Decouvcrte de VAmé-
rique par les Normanas, sobre todo en la pág. 167, aplica á dichos establecimientos igual
nombre de colonias, y de idéntico modo los designa Eben Norton Horsford, Discovery
of America hy Northmcn. Otro tanto podemos decir del eminente geógrafo moderno
E. Reclus que en el tomo xv, pág. 12 de su notabilísima obra dice lo siguiente. «Los
Escandinavos fundaron en la costa firme del Nuevo Mundo colonias regulares, cuya
historia abraza un período de ciento veinte á ciento treinta años»
(2) Loffler, The Vineland-e.xcursions of the ancieni Scandinavians. — Congreso de Ame-
ricanistas de 1883 en Copenhague.
(3) Entre los muchos autores que confiesan el hecho, y de él hablan expresamente,
conviene no olvidar á Mr. Vivien de Saint Martin, que en la pág. 387 de su afamada
Histoire de la Geographie, escribe las siguientes palabras: «^5 indudable que desde el
siglo Xí, cerca de quinientos años antes de Colón y de Caiot, los colonos noruegos de Islan-
dia y de Groenlandia conocieron algunas parles délas costas del NE. de América.*
— 53 —
tos fueron menos conocidos, hasta el punto de interrumpirse
desde el siglo xiv toda clase de relaciones entre los pueblos
septentrionales de Europa y los del mundo americano. Los
normandos llevaron á otros países su inquieta movilidad ; el
Imperio bizantino, cuya ostensible decadencia crecía por mo-
mentos, y el servicio que dichos hombres le prestaban figurando
en sus milicias, hubo de atraerles más que los peligros maríti-
mos, y el beneficio, siempre precario, de temerosas aventuras.
La metrópoli, en vez de sostener las viejas factorías, olvidá-
balas por completo, y habiéndose reservado la corona de No-
ruega, desde el reinado de Margarita de Waldemar, el mono-
polio del comercio con la prohibición impuesta á toda nave de
abordar, sin permiso regio, á las posesiones transatlánticas, dis-
minuyó considerablemente el número de armadores y de mari-
nos bastante resueltos para comprometerse en problemáticas
empresas, fáciles mientras subsistió la libertad comercial; pero
de todo punto irrealizables, cuando se vieron privados de ese
poderoso auxilio (i). También los frecuentes ataques de los es-
quimales, refractarios á la civilización europea, contribuyeron
á la muerte de las colonias noruegas é islandesas por la osadía
con que aquellos enemigos, feroces ya como piratas, se hicieron
después más temibles, persiguiendo á los normandos en sus
mismas moradas fortificadas, á lo cual puede atribuirse, sin du-
da, el que, unas tras otras, fueran desapareciendo las poblacio-
nes de la ribera occidental de Groenlandia. Sobre todo en el
siglo XV resultó la lucha verdaderamente cruel, el espanto
cundió por todas partes, las quejas y lamentaciones de los co-
lonos con ese motivo llegaron á la misma Corte Pontificia, y el
papa Nicolás V se hizo eco de ellas al dirigir, como indicamos
en lugar oportuno, su famosa Bula de 1448 á los obispos islan-
deses para que éstos proveyeran á las necesidades de los cris-
tianos amenazados en Groenlandia (2). Nueva causa de exter-
minio se añadió á las que acabamos de citar; la terrible peste
(i) Gaffarel, obra citada.
(2) Por fortuna, para debido respeto á la severidad histórica, y como argumento
positivo de gran valor contra los que ligeramente desprecian ó niegan cuanto perte-
nece á las empresas normandas, hemos visto con gran regocijo, al corregir nuestro mo-
desto trabajo, que en la Exposición Histórico-Europea de esta Corte figura, entre los
- 54 —
negra, cuya lúgubre memoria se conserva en la inmortal obra
del famoso Bocaccio, después de causar numerosas víctimas
en Asia y en Europa, extendíase también por América y des-
poblaba casi enteramente la Groenlandia, no debiendo, como
resultado de ello, sorprender que sus habitantes y los islandeses
que alimentaron las posesiones de Markland y Vinland, dejasen
de enviarles más expedicionarios ó colonos (i). Sin necesidad,
pues, de recurrir á la ingeniosa hipótesis de ciertos escritores,
que pretendieron explicar la interrupción de comunicaciones
marítimas entre los países septentrionales de Europa y los de
América, por haberse formado grandes témpanos ó bancos de
masas flotantes de hielo en la parte superior del Atlántico, hay
motivos suficientes y bien averiguados para no extrañarse de
que los Estados de nuestro continente olvidaran lo que había
sido objeto de sus exploraciones y descubrimientos (2).
Perdido el inmediato recuerdo de las visitas que los norman-
dos hicieron á las costas orientales de América, pudiera por
algunos considerarse difícil restablecer la equivalencia geográ-
fica verdadera ó probable de los parajes en que durante algún
tiempo moraron aquellos hombres; pero la crítica y erudición
modernas se lisonjean, no sólo de haber determinado con vero-
símil aproximación las tres más importantes regiones inspeccio-
nadas por Leif y demás viajeros, sino también todos y cada uno
de los particulares sitios ó localidades que sucesivamente fueron
distinguiendo.
El breve tiempo que las naves empleaban desde Groenlandia
notables documentos á ella remitidos por el venerable León XIII, la preciosa joya
histórica que por segunda vez acabamos de invocar.
(i) Humboldt y Gaffarel, obras ya citadas. — M. Valdemar Schmidt, Vojagcs des
Danois au Groenland. — Memoria leída en el Congreso de Americanistas de 1883.
(2) El eminente Humboldt, tratando en sus dos famosas obras, á las que varias veces
aludimos, de dicha hipótesis ó explicación, consigna «qu« nadie admite ya la fábula
de cambio súbito de clima y formación de una barrera de hielo, que cortase las relacio-
nes entre las colonias establecidas en Groenlandia y su metrópoli. La acumulación de
las nieves sobre el litoral opuesto á Islandia depende de la forma del país, de la proxi-
midad de una cadena de montañas paralela á la costa, y de la dirección de la corrien-
te». «Tal estado de cosas — añade — no data de fines del siglo xiv y principios del xv, y
el mito de la formación de una barrera de nieve en tiempos históricos se asemeja bas-
tante al de la pretendida destrucción de esas grandes masas en 18 17, destrucción que
debía cambiar segunda vez el clima de todo el NO. de Europa.»
— 55 —
al territorio llano y pedregoso del Hellu-land, bastando á veces
cuatro días para recorrer esa distancia, con más los caracteres
geográficos y condiciones físicas de la no lejana isla de Terra-
nova, ha servido de fundamento para que, si no todos los escri-
tores, muchos de ellos y de reconocida autoridad, como d'Avé-
zac, Beauvois, Gravier, Horsford y Gaffarel, sostengan la
correspondencia de ambos lagares, no faltando tampoco quie-
nes hayan estimado preferible referir el Hellu-land á la tierra
llamada hoy del Labrador (i); mas de cualquier modo, bien se
acepte una ú otra hipótesis, siempre aparece que los normandos
llegaron á las comarcas septentrionales de América é inmedia-
tas al país de donde los mismos procedían. Discurriendo con
igual criterio los sabios, y sin olvidarse de que las Sagas fijaban
tres días más de navegación para la arribada de los barcos islan-
deses y noruegos á Markland, región cuyas costas eran ordina-
riamente bajas y llanas, espesa y poblada de bosques en el inte-
rior, proclamaron su identidad con la moderna Acadia, á la que
los anglo-saxones pusieron el nombre de Nueva Escocia (2),
que en verdad presenta playas bajas, peligrosas, de acceso difícil
por los numerosos bancos de arena que las rodean, y ofrece toda-
vía gran abundancia de hermosísimas maderas de construcción,
elemento principal de comercio y de riqueza. Igual conformi-
dad de parecer han mostrado los historiadores y geógrafos asi-
milando, como lo hicieron, el suelo de Vinlandia á notables
porciones del de Massachusetts en los actuales Estados Uni-
dos. La observación verificada por Leif y sus compañeros sobre
las salidas y puestas del sol, que les permitió atribuir nueve
horas de duración al día más breve del año en aquellos parajes,
ha sido la base que gran número de autores adoptaron para
señalar la posición de semejantes lugares entre los 41 y 42 gra-
dos de latitud septentrional (3), que equivale ciertamente á los
estados de Rhode Island, New-York y New-Jersey, donde el
(i) De este parecer fué Humboldt y modernamente Loffler y el célebre Reclús.
(2) Participan de esta opinión todos los autores que han escrito de la materia, y
entre ellos d'Avezac, Kohl, Rafn, Beauvois, Gravier, Loffler, Leclercq, Horsford
y Gaffarel.
(3) Reclús; tomo xv, pag. 12. — Gravier y Leclercq admitiendo las indicaciones de
las Sagas sobre el particular, y movidos por el intento de precisar con prolija exactitud
— 56 —
sol permanece ese tiempo en el horizonte (i). Para el mejor
esclarecimiento de la cuestión interesa, sin embargo, recordar:
que aquellos expedicionarios carecían de instrumentos de pre-
cisión cronométrica, y por tal motivo los datos que nos han
transmitido acerca de los crepúsculos se resienten de notoria
vaguedad, puesto que la designación de sus horas, siete y media
de la mañana y cuatro y media de la tarde, en los días más cor-
tos, no reconocía otro origen que el de la coincidencia de tales
fenómenos con el tiempo que los normandos, según costumbre,
destinaban al desayuno y al lunch de la tarde (2). Ya Humboldt,
procediendo con natural reserva y en vista del examen com-
parativo de las Sagas, había dicho que las regiones frecuenta-
das por los escandinavos correspondían á una extensa zona,
entre los paralelos 41 y 50, ó sea á la línea de costas que se ex-
tienden desde Nueva York á Terranova, y en las cuales, según
el mismo escritor, vegetan hasta seis especies de vides (3). Mo-
dernamente Loffler (4), sin negar del todo la correspondencia de
Vinlandia con el Rhode Island y Massachusetts en los 4178° de
latitud, ha creído también que en esto podía haber alguna equi-
el punto á que corresponde la determinación astronómica citada, no vacilaron en re-
ferirle á los 41° 24' 10" de latitud Norte, ó sea un poco más arriba de donde hoy se
levanta la importante capital de Nueva York.
(i) Gaffarel.
(2) Eben Norton Horsford.
C3) Examen critique de la Histoire de la Geographie dii nouveau continent. Tomo II,
página 100. En el Cosmos^ tomo ii, pág. 286, al tratar de Vinlandia la equipara, no obs-
tante, al moderno estado de Massachusetts.
Las viñas que dan su nombre á la Vinlandia aun crecen espontáneamente en todo
el territorio de Massachusetts y en parte de Nueva York. Los viajeros de nuestros
días hablan con admiración de las uvas salvajes de ese país y de las numerosas viñas
naturales, que fructifican á orillas del Ohio.
En diferentes mapas del siglo xvi y xvii, muchos de los cuales consideran como
porción insular aquella parte del mundo, según la representaba Cosa y la imaginó
el mismo Colón, se encuentran varios nombres, que en los idiomas propios de tales
cartas geográficas, contienen las radicales de Vinland, y algunos de esos mapas pre-
sentan dibujada la isla de Bachus. La designación tradicional subsiste hoy en las pro-
ximidades de Boston, y se conserva en las dos denominaciones de Vincyard Soiinth y
en la isla de Marthas Vi7ieyard. (Eben Norton Horsford.)
Esta última nomenclatura procede seguramente de la abundancia de viñas en esa
isla, á la cual en opinión de Reclús se llamó asi, viña de Marthe, que recuerda la antigua
Vinlandia, como si se hubiese querido distinguirla del gran país de las viñas, ó sea la
costa vecina.» Geographie U7ii7>er selle, tomo xvi, pág. 137.
(4) Memoria presentada al Congreso de Copenhague de 1883.
— 57 —
vocación por no ser, ni con mucho, indiferente presumir que el
sol saliera á las siete ó las ocho de la mañana, cuando la primera
de estas horas es propia del grado 31 y la segunda del 49, dedu-
ciendo de aquí el mencionado crítico que á tan dilatada exten-
sión geográfica, que comprende desde la Florida á Terranova,
pudiera equivaler la Vinlandia, y según el mismo sería mejor
referirla á la actual Virginia, donde no se perciben los hielos,
como afirman las viejas historias al describir los países, que en
último término visitaban los normandos.
Discretas, con seguridad, deben juzgarse tales aclaraciones;
pero en medio de considerarlas legítimas y prudentes, es lo
cierto que por el mejor conocimiento adquirido y por la más
sana observación hasta hoy verificada de los accidentes geográ-
ficos de dicha bahía de Massachusetts, sigue prevaleciendo la
opinión de que en aquellos parajes fué donde Leif, Torwald y
Karlsefn hicieron su más prolongado asiento. Las casas {Leijs-
budir) que el primero de ellos construyó, pudieron hallarse, en
sentir de Rafn, en la desembocadura del Pocasset Ri ver, mas por
extraña coincidencia, autor contemporáneo hay que las supone
en el lugar mismo que ocupa la moderna capital de Nueva
York (i); la isla descubierta por el segundo de dichos explora-
dores, equipáranla otros á la que designamos con el nombre de
Long-Island (2); las playas que hacia el Sur fueron observadas
son para algunos las de New-Jersey, iJelavarre, Maryland y aun
quizá de Virginia y CaroHna, que todavía ofrecen grandes sel-
vas que se extienden hasta el mar, y además esas costas se pre-
sentan hoy, como entonces eran, bastante bajas y con gran
número de próximas islas, que bien pudieron haber sido des-
prendidas por alguna convulsión geológica (3). En cuanto á los
dos promontorios reconocidos por Thorwald, la generalidad de
los escritores identifica el Kialarnés con el Cabo Cod, ó Nauset
de los indios, á la extremidad oriental del Massachusetts, cuya
forma alargada y curva graciosa que describe, le asemeja en
(i) Gaffarel.
Norton Horsford sostiene que Leif arribó á la extremidad N. del Cabo Cod, y que
sus casas ó morada debieron levantarse en algún sitio de la bahía de Massachusetts.
(2) Gravier; según ya dijimos en oportuno lugar.
(3) Gaffarel.
íS —
efecto á la quilla de un barco (i), y respecto al de Krossanes ó
de las Cruces, se cree que corresponda al que lleva hoy el nom-
bre de Sable en la extremidad meridional de Nueva Esco-
cia, (2), ó más bien al Caho de Giirnet (3). También se han
buscado equivalencias para los mismos puntos ó sitios que con
nuevos caracteres y particularidades fueron reseñados en la
expedición de Thorffinn, por virtud de lo cual las playas mara-
villosas {Fiirdiistraiidir), que él y sus compañeros divisaron,
imaginábanlas colocadas, Rafn y Gravier, algo más al Sur del
citado Cabo Cod, si bien otros autores juzgan preferible supo-
nerlas en las costas de Nueva Escocia (4), donde abundan con
frecuencia, según el testimonio de modernos viajeros, fenóme-
nos de espejismo, como los que tan viva admiración causaron
á los exploradores normandos; la bahía circular, notable por sus
corrientes, debe ser la de Buzzard, en la que el Giilf-stream
adquiere gran fuerza y desarrollo; la isla cubierta de huevos de
eiders no parece inverosímil asimilarla á la de Marta's Vine-
yard (5) ó á otras inmediatas á Massachusetts que forman las
rocas inhabitadas de Egg-islands (6), y por último las casas que,
bajo la dirección del afamado Thorfinn, se construyeron frente
á las que Leif había levantado, es opinión general que pudieron
estar en el sitio que los indios llamaron Mount-Haup, cerca de
Taunton River, que con el nombre de Pocasset River, lleva sus
aguas al mar por el estrecho de Seaconnet (7). Mediante tales
coincidencias geográficas y algunas más, que en gracia á la bre-
vedad omitimos, se explica, hasta cierto punto, que hallándose
(i) Rafn, Kohl y Mr. Beauvois opinan que ha podido darse el nombre de Kialaniés
al Cabo Cod, situado por los 42° de latitud septentrional, no lejos de Boston, á conse-
cuencia de la similitud que tiene con la quilla de un barco, y particularmente de un
barco escandinavo.
(2) Gaffarel.
(3) Como partidario de esta segunda opinión figura Gravier, que interpreta el Kro-
ssanes por Punta Gurnet, de acuerdo con indicaciones hechas por Rafn en sus escritos
y cartas geográficas, lo cual presta bastante autoridad á la creencia.
(4) Gaffarel.
(5) Rafn y Gravier.
(6) Mr. E. Beauvois afirma que las islas de Massachusetts sirven aún de retirada á
una multitud de eiders ó a\es acuáticas salvajes, á lo cual una de ellas debe su nombre
de Egg-island (ZsAz de los Huevos).
(7) Gravier.
— 59 —
los parajes últimamente citados no lejos de la gran metrópoli
americana de Boston, y merced al entusiasmo de los más devo-
tos partidarios de las antigüedades escandinavas, se erigiera en
esa ciudad durante 1887, para honor de Leif, la estatua y mo-
numento que allí hoy recuerda su memoria (i).
Los diversos paralelismos geográficos, que brevemente hemos
procurado indicar, afirman la creencia de que al Septentrión
de América pertenecen las regiones que noruegos é islandeses
visitaron; pero poco satisfechos con ello muchos críticos é histo-
riadores en su legítimo, y á las veces inmoderado afán de com-
probar el hecho, pretendieron acreditarlo con demostraciones
arqueológicas, y por más que nuestro amor á la verdad, único
que nos guía, exija confesar que en ello no fueron los resultados
tan felices y positivos, juzgamos, sin embargo, que son dignos
de algún recuerdo. Dos hallazgos, entre otros (2), requieren
particular mención. En el estado de Massachusets, condado de
(i) De notar es, sin embargo, como justo tributo á la imparcialidad, que los norte-
americanos en general no desconocen ni niegan, á pesar de lo dicho, la trascendental
importancia de los descubrimientos de Colón, como lo prueba, además de la participa-
ción ofrecida para solemnizar el centenario de t?.n memorable hecho, la circunstancia
de que, sin recordar ahora los nombres de varios distinguidos escritores de aquel país
que ensalzaron debidamente la memoria del gran genovés, el mismo Eben Norton
Horsford, á quien puede estimarse como uno de los que con más ardor han celebrado
que se levantase un monumento á Leif, dice á este propósito que <^no por ello se amen-
gua en nada la gloria de Colon que trató de resolver el problema déla redondez de laííerray>,
y añade <i.qiie la misma ciudad de Boston patrocinará con gusto la idea de levantarle una
estatua en 1892.»
(2) Varios y de distinta naturaleza han sido los restos arqueológicos procedentes
de América que, con más ó menos motivo, se atribuyeron á los escandinavos ó nor-
mandos. Por hallarse sujetos todavía en &u mayor parte á las encontradas opiniones
de la critica, sólo haremos mérito de algunos para ilustración de la materia.
A fines del siglo xviii, cerca de HuU y del cabo Alderton, se descubrió un sepulcro
que contenia esqueleto humano, coíi espada de puño de hierro; y como determinados
anticuarios sostuvieran que el arma era de fabricación europea anterior al siglo xv, se
creyó, quizá temerariamente, haber encontrado la tumba del famoso Thorwald. Al
practicarse en 1840 excavaciones en Fall-River, de Massachusets, distinguióse otro
esqueleto; su pecho estaba cubierto por un peto de bronce, alrededor del cual se arro-
llaba un cinturón, formado con tubos del mismo metal, sujetos entre sí por correas de
cuero y parecido á los cinturones antiguos de Dinamarca é Islandia. El bronce se en-
vió al ilustre Berzelius, que hizo el análisis, reconociendo que la composición química
era semejante á la de las armaduras de los siglos x y xi, conservadas en los museos
del Norte. Desde entonces se admitió el hecho como probado; el gran poeta ameri-
cano Longfel'ow compuso una balada en honor de aquel héroe, que podría haber sido
— 6o —
Bristol, á la orilla oriental del Taunton-River, sobre los 41°
45' 30" de latitud N. se eleva una roca de color rojo de 4 me-
tros de base y 1,70 de altura, llamada Dighto7i Writing Rock^
que por contener toscas figuras é inscripción con caracteres
misteriosos provocó la curiosidad y trabajos de muchos sa-
bios y anticuarios desde el año 1680 en que fué descubierta.
Quien , como Mathieu, pensaba que los signos gráficos pro-
cedían de la época de los atlantes, en el año 1092, antes de
J. C; otros, como Moreau de Dammartin, creyeron que se
trataba del fragmento de una esfera celeste oriental, ó más
bien de un tema astronómico para momento determinado,
que se fijaba en la media noche del 25 de Diciembre ; inves-
tigadores hubo que, á semejanza del coronel Walancey, atri-
buyeron origen siberio á la inscripción ; para Schoolcraft,
que sometió una copia al examen de cierto jefe indio, signi-
ficaba el recuerdo de victoria obtenida por tribu americana; no
faltó además quien, de acuerdo con el reverendo Erza Stiles,
citase la roca como la mejor prueba de los viajes de fenicios al
Nuevo Mundo, opinión seguida también por Court de Gebelin;
y, finalmente, para nuestro objeto conviene recordar que los
anticuarios daneses, Carlos Rafn y Finn Magnusen, así como
Lelewell y Gravier, pretendieron descubrir en el citado monu-
Thorwald; pero aun hoy, los más entusiastas partidarios del escandinavismo en Amé-
rica, mantienen sobre ello actitud de prudente reserva.
En los mismos parajes, hacia el sitio donde Rafn supuso haberse edificado las casas
de Leif, se hallaron también el 26 de Abril de 1831 varios esqueletos con armadu-
ras análogas, hieiTOS de lanza y otros instrumentos, equivalentes á los que usaban
los normandos en el siglo x , por contener el bronce de su aleación los mismos elemen-
tos que el empleado para objetos similares descubiertos en Jutlandia, y también con
verdadera precipitación dijeron algunos intérpretes, que los esqueletos debían corres-
ponder á los de las victimas que la cruel Freydisa hizo en su desdichada aventura,
lo cual, en sentir de Gaffarel, merece reputarse sólo como hipótesis más ó menos ad-
misible.
Igual prudencia conviene observar respecto de otras cosas descubiertas, que, como
la piedra de forma oblonga con huecos circulares hallada en Tiverton , un hacha grande
y pesada, dispuesta para adaptarse á mango dividido, tres puntas ó cuñas pulimenta-
das, á la manera de las del norte de Europa, rodelas, fragmentos de calderas y de va-
sos de arcilla con ornamentos tallados, estos últimos semejantes á los de los vasos
tumulares de tiempos del paganismo; botones de piedra de la forma de huevo; anclas
y puntas de flecha fueron recogidos en diversas localidades, y que aun despertando,
según despertaron, la curiosidad y el interés de notables arqueólogos, deben consi-
derarse todavía sometidas al más riguroso examen de la crítica moderna.
— 6i —
mentó caracteres rúnicos, que interpretados con bastante li-
bertad, les permitió asegurar que las toscas figuras representa-
ban á Thorfinrt, á su mujer Gudrid y al recién nacido Snorre, á
quien se adivinaba en la letra S; que había rasgos figurativos de
un navio defendiéndose del viento, de escudo blanco suspenso
en señal de paz, de marineros ú hombres de tripulación, de
enemigos (Skroellings) y hasta de arcos, flechas y más objetos.
El último de dichos autores interpretando los trozos escri-
tos, dio de ellos la siguiente traducción: «131 hombres han
ocupado este país con Thorfinii.» Aun cuando el mayor número
de las letras de este nombre propio se perciben con claridad en
los facsímiles que de la inscripción aparecen en casi todos los
libros que tratan del asunto, si bien igualmente los rudimenta-
rios perfiles del dibujo se prestan en cierto modo á las explica-
ciones dadas sobre su simbolismo, es imposible desconocer que
en otra parte éstas resultan aventuradas, ó á lo sumo ingeniosas,
por la manifiesta y general imperfección que en el monumento
domina. Por ello escritores como Worsae, Lofflery Gaffarel se
inclinaron más bien á suponerlo de procedencia indígena, ó les
parecieron el grabado y los caracteres indescifrables, como
opina el último de los dichos; y otros que, cual Hosrford, no
pueden tacharse de adversarios á las doctrinas sobre inmigra-
ción de gente normanda en América, no vacilaron en declarar
que el celo exagerado de los anticuarios daneses había admitido,
como prueba, dicho testimonio, que hoy la crítica rechaza (i).
Lo mismo puede decirse de las celebradas ruinas del edificio
de Newport, descubierto en Rhode-Island, en forma de rotonda,
hecha con piedras de granito; unidas entre sí por argamasa, y
que consta de algunos arcos, descansando sobre ocho columnas.
La Sociedad de anticuarios del Norte, que estudió cuidadosa-
mente el monumento, declaró que era de procedencia norman-
da, tanto por no encontrarse en los demás países de América
construcciones semejantes, que pudieran reputarse indígenas,
cuanto por las muy notables analogías de dichalfábrica con las
escandinavas de los siglos xi y xri, propias de Groenlandia y de
diferentes puntos de Europa, atendido lo cual no han faltado
(i) Eben Norton Horsford, Discovery of America.
— 62 —
autores que consideren el hecho cierto y admisible (i); mas por
otra parte, si se tiene en cuenta que las c?íS2iS(biídirs) edificadas
por los normandos, y de que nos hablan las Sagas, fueron casi
siempre de madera, y se recuerda que entre los primeros colo-
nos que vinieron á Rhode-Island, desde 1638 á 1678, uno de
ellos, llamado Benito Amoldo, mencionó en su testamento el
indicado edificio con las siguientes palabras: «El molino de pie-
dra que he constituido», se reconocerá también la conveniencia
de no proceder ligeramente en el asunto ó de inclinarse á la
opinión de aquellos críticos que atribuyeron origen británico al
monumento (2). Con todo, sería temerario empeño olvidar el
interés que despiertan los trabajos hasta hoy realizados, y la evi-
dente utilidad de prestar atención á cuanto se investiga y escribe
sobre el particular, ya que, aun prescindiendo de tales contro-
vertidas pruebas, los sabios más entusiastas por la materia perse-
veran en el intento de revelar cada día nuevas demostraciones
ó vestigios arqueológicos de los noruegos en América, pudiendo
á este propósito invocar las modernas averiguaciones del tantas
veces citado Horsford, que pretende haber descubierto en
Cambridge, población del Massachusets, restos de dos grandes
casas con cinco chozas á ellas unidas, las primeras para morada
del jefe y personas de su familia, con destino las segundas á
criados ó domésticos ; en igual forma todo ello de las antiguas
construcciones escandinavas y de las del mismo género, que
Nordenskiold y otros viajeros contemplaron en Groenlandia.
Por más que tan diligente observación, sujeta todavía, como
muchas, á examen y análisis de la crítica, sólo merezca el título
de hipótesis plausible, debe al menos esperarse que nuevas
pesquisas y comprobaciones llegarán algún día á resolver la
cuestión, que con extraordinario celo trataron de ilustrar ar-
queólogos é historiadores.
(i) Gaffarel.
(2) Loffler y Horsford.
- 63 -
VIL
Necesario es que á lo dicho y para completar, siquiera breve-
mente, el cuadro de las expediciones transatlánticas verificadas
con anterioridad al portentoso y memorable hecho del siglo xv,
recordemos ahora otras empresas y tentativas, que, proce-
diendo de diferentes países occidentales de Europa, integran
la serie no pequeña de viajes precolombinos. Basta observar
en cualquier planisferio la disposición de tales regiones para
percibir, sin gran esfuerzo, que sus habitantes debieron soñar
en todo tiempo con la existencia de mundos lejanos, más allá
de la inmensidad líquida que su vista diariamente contem-
plaba. Por eso, las islas británicas, y de modo más principal,
entre ellas Irlanda, la verde Erin, gozaron siempre fama de
naciones aventureras y marítimas. Con razón había dicho
Avieno en la antigüedad : «Allí se mueve un pueblo numeroso,
de espíritu fiero y muy activo: todos sus hombres se dedican
exclusivamente á los cuidados del comercio y atraviesan el mar
en sus canoas, que no construyen de maderas de pino ó de
abeto, sino que fabrican con pieles y cueros.» Dotados, por lo
mismo, de gran amor y entusiasmo hacia lo maravilloso, pobla-
ron su vieja literatura de extraordinario número de leyendas,
paganas en su origen, alimentadas y favorecidas luego por
el espíritu religioso del cristianismo; pero evidenciando todas
ellas el presentimiento de tierras occidentales, más ó menos
hermosas y fantásticas. No de otro modo surge la historia, ni
civilización alguna hubo que no contase en sus albores hechos
obscuros, inciertos, pero verosímiles; personajes fabulosos,
atrevidos sucesos y episodios, ficciones quiméricas y complica-
das, que el análisis severo y profundo juicio de edades propia-
mente reflexivas se encargaron luego de aclarar.
El primero de aquellos irlandeses de corazón intrépido, cuyo
recuerdo ha conservado la leyenda, se llamaba el bello Condla,
hijo de supuesto monarca, que gobernaba la isla en la mitad del
- 64-
siglo II, anterior á nuestra era. Hallándose con su padre en ele-
vado paraje de sus dominios se presentó cierto día una mujer
invitándole á que le siguiera «al país de los vivos, donde no se
conocía la muerte ni el pecado, y se pasaba la vida en alegres
festines». El anciano Re}', que oía las palabras sin distinguir
quien las pronunciaba, recurrió á los encantos de los Druidas
para impedir las sugestiones de la desconocida, que huyó, arro-
jando al Príncipe una manzana. Bien pronto se apoderó de éste
sombría tristeza, y pasado un mes, cuando la misteriosa voz
tornó á decir: «Hermoso mancebo: para librarte del pesar que
te abruma y te causan tus deberes, sube á mi esquife de cristal,
llegaremos al cerro de Boadag, y aunque hay otra tierra ale-
jada, donde el sol se oculta, podemos alcanzarla antes de la no-
che y te convencerás de que es el país que encanta el espíritu
de cualquiera que se vuelve hacia mí.» Condla, cediendo á tan
reiteradas instancias, subió á la frágil barca y, ocultándose en
espejas brumas, huyó, sin que nadie tuviera después noticia
del arrojado Príncipe.
Esta leyenda, popular en Irlanda, se encuentra, modificada
por las civilizaciones y creencias religiosas, bajo diferentes for-
mas; mas el fondo subsiste y con él se evidencia que se trataba
de un viaje por mar en dirección de Poniente y para el descu-
brimiento ó hallazgo de una tierra prodigiosa, llamada en anti-
guas narraciones, no menos populares: «colinas de las hadas,
Diutsid^ Ten, Mag, Trogaigí», y con más frecuencia «Mag-
mell, ó «llanura de las delicias», célebre por sus abundantes
frutos, por su árbol de plata que abrillantábanlos rayos solares,
por su fuente perenne, que semejaba al antiguo cuerno de la
abundancia y por la singular belleza de sus mujeres, algunas de
las cuales atrajeron las miradas y despertaron la pasión de los
héroes Ciiculaín y Leogario, verdaderos protagonistas de in-
teresantes aventuras.
No fué solóla región de Mag-7nell q\ país que aparece ci-
tado en las leyendas irlandesas, puesto que también éstas nos
hablan de otras tierras, igualmente maravillosas á las que abor-
daron los fianns y enaltecen la memoria del jefe Fionn y su
hijo Oisiuy mejor conocido por el nombre de Ossz'ají, que
ciego, cargado de años; pero conservando la fe en las divinida-
— 65 -
des de su pueblo y en el culto ideal de la virtud y el valor, es
acogido por Patricio, el santo nacional de Irlanda. Entre el re-
presentante del druidismo y el defensor de las creencias cristia-
nas suscitáronse pronto terribles disensiones que, calmadas por
el segundo, permiten al primero recordar sus proezas, entre las
cuales figura un viaje extraordinario á la gran tierra del Oeste
llamada Tirnanog ó «Fuente de Juventud», deliciosa man-
sión de grandezas y portentos, elogiada por los irlandeses hasta
el mismo siglo xvi, de tal suerte, que corriendo esa centu-
ria, el español Juan de Solís pretendía haber descubierto tan
prodigioso manantial, que rejuvenecía á los hombres, devol-
viéndoles la salud (i).
Seguramente, todas estas leyendas del paganismo son extra-
fias y fabulosas; pero contienen no escaso fondo de verdad;
porque aun valiéndose, como se valen, de extraños personajes é
inverosímiles sucesos, reflejan, sin embargo, la tenacidad en la
creencia de una gran tierra occidental y en las posibles comu-
nicaciones de los irlandeses con habitantes de países transatlán-
ticos.
El mismo carácter y significación ostentan las ficciones, que
propagandistas y apóstoles de la fe de Cristo divulgaron por
el Occidente de Europa, entre las cuales alcanzó superior
celebridad la del monje San Brandan, continuador de viajes
marítimos, que sus predecesores Mernoc y Barintus habían
realizado, y cuyos fantásticos pormenores no he de referir
por haberse expuesto desde este mismo sitio (2) con mayor
gallardía y elocuencia que yo pudiese hacerlo. Cierto es que
en buena crítica no debe olvidarse la forma legendaria y poé-
tica de dicha narración, la de Maeldiiino y otras, como la de
ciertos monjes armoricanos, que partiendo de San Mateo de
Finisterre, buscaban en las islas del Atlántico la deliciosa mo-
rada, donde, en unión de los profetas Elias y Enoch, pretendían
esperar el advenimiento del Juicio final; pero tampoco es lícito
(i) Gaffarel.— Zfí irlandais en Aincriqíie avanl Coloinb., 1890.
(2) Lo hizo el Sr. D. Eduardo Saavedra en su notable Conferencia «Ideas de los
antiguos sobre las tierras aí¡á7iticasi>, -^xonunci^á^ en el Ateneo'-de Madrid el día 17 de
Febrero de 189 1. . ..
5
— 66 ~
desconocer que tales monumentos literarios, de igual modo que
los de época pagana, acreditan las expediciones realizadas á las
islas Shetland, Feróe, quizá también á las Azores y, sobre todo,
demuestran el incansable celo con que se perseguían y codi-
ciaban nuevas tierras en un mundo marítimo más ó menos des-
conocido.
Pruébalo así, entre otras cosas, el hecho histórico que, sepa-
rando ya nuestra vista de los datos puramente fantásticos, inte-
resa en primer término consignar. Admiten de buen grado res-
petables autoridades en la materia, que tan pronto como los
habitantes de Irlanda se convirtieron al Cristianismo, revela-
ron singular prurito por extender la ciencia y la fe hasta en
los más apartados lugares. Aquella isla comenzó á llamarse
Isla de los Santos, debido esto al gran número de sus monaste-
rios, á la instrucción de sus sacerdotes y principalmente al fer-
voroso entusiasmo de sus predicadores y religiosos, que á partir
del siglo VI de la Era cristiana, difunden la nueva doctrina
en gran número de islas del Atlántico. Ya bajo el nombre de
Cuídeos, que, con etimología algo equívoca, se ha traducido por
Cultores Dei, ó el de Papce, es decir, clérigos, provistos de
blanca túnica, á semejanza del gran misionero Columba, princi-
pal catequista de la Europa bárbara, se observa que dichos
misioneros navegan en la doble dirección del Poniente y Nor-
oeste. Mucho influyó para ese movimiento de erhigración, el
desacuerdo que sobre varios puntos de disciplina eclesiástica, re-
lativos á la fijación de la Pascua, ceremonias anejas al bautismo,
tonsura monástica y otros, surgió entre los monjes irlandeses y
la mayoría de los católicos. Fieles los primeros á sus antiguos
ritos, abandonaron la Inglaterra desde 664, con su Jefe, el obispo
Coimán, para volver al Monasterio de Joña, antes que some-
terse á las decisiones de la conferencia de Wilby (i). Cincuenta
años más tarde, cuando Nechtan, rey de los pictos, impuso la
regla romana á su clero, los Papce se desterraban voluntaria-
mente de Escocia, y al declararse también Irlanda por la uni-
dad católica, sirviéronles de refugio los archipiélagos del Atlán-
(i) Montalembert, Les moines d'Occident. — Gaffarel, Les ir laudáis eJi Ameriqne
avanl Colomb.
- 67 -
tico septentrional, y en los que primero unos, después otros, se
establecen, mirados con recelo por los demás católicos, que les
motejaban de africanos judaizantes (i). Los Papce renunciaron
sin gran trabajo á su patria, porque las regiones misteriosas
del Norte ejercieron siempre en ellos poderoso atractivo, mer-
ced á lo cual reconocen y ocupan sucesivamente las Orcades
y Shetland, desde donde á poco pasaron á las Feroe, y, por úl-
timo, á Islandia (2).
Arrojados de ésta por las conquistas de los normandos, emi-
gran en la primera de las direcciones antedichas, ó sea hacia el
Poniente, de nuevo afrontan los peligros marítimos, y de tem-
pestad en tempestad, de naufragio en naufragio, llegan á las
tierras americanas, fijándose en la región que bautizan con el
nombre de Irland-it-Mikla ó Gran Trlarida (3). Advertidos ya
por la experiencia, guardaron con especial reserva los irlandeses
el secreto de las nuevas exploraciones para que no fuesen co-
nocidas en Europa; pero habiéndolos perseguido allí también
los normandos de Islandia, pudieron éstos darnos prueba y dé-
(i) Beauvois, Relaciojies precolombinas, de /os Gneis con México. (Congreso Ameri-
canista de Copenhague.)
(2) La ocupación que los irlandeses hicieron de las primeras islas atlánticas visita-
das, no halló resistencia en sus antiguos pobladores, que antes bien simpatizaron
con ellos hasta el punto de adoptar el mismo traje de los que les dispensaban el bene-
ficio de iniciarlos en la civilización. Cuando en el siglo ix el re}' Haraldo Harfager de
Noruega invadió dichos archipiélagos, los cristianos fueron perseguidos y reemplaza-
dos por paganos de Scandinavia. El nombre de los Papir se conservó, sin embargo, en
las Orcades y se perciben sus derivaciones en las islas Papaivcrtra, Papo si roí isa y en
muchos lugares de Paplay. Igualmente entre las Shetland figuran las tres islas de Pa-
pastone , Papalittle, Papay el dominio de Papil. (Gaffarel )
El establecimiento de irlandeses cristianos en las Feróe é Islandia, se encuentra
consignado por el monje Dicuil,que al redactar en 825 su famoso libro geográfico,
Be mensitra orh's ¿erra: , áél que hicimos mérito en la segunda parte de este trabajo,
refirió minuciosamente las peregrinaciones marítimas y colonización de los irlande-
ses en dichas islas. Sabido es que cuando por primera vez las visitan los normandos,
descubrieron manifestaciones y vestigios indudables de la existencia de los Papir,
como eran, por ejemplo, libros irlandeses, campanas, báculos y otros objetos. Estos
hallazgos procedían de los territorios de Papey y Papylé en la parte oriental de Islan-
dia. (Humboldt, Cosmos é Histoirc de la Geographie dit nouveau continent. — Gaffarel,
Les irlandais en Amiriquc avant Colomb¡)
(3) El historiador que ha dilucidado mejor este importantísimo asunto de la coloni-
zación irlandesa precolombina, ha sido Mr. Beauvois en su Dccotix'ertc dii jVouTcau
Monde par les Irlandais ct premieres traces du christianisine en Amcrique avaii! l'an 1000
(Congreso Americanista de Xancy, 1875), y en otras obras.
— 68 —
mostración casi perfecta del establecimiento de hombres cris-
tianos en el Nuevo Mundo.
Tres obras islandesas hablan de Irland-it-Mikla. La primera
es el Landnamabok, que refiere el hecho de haber arribado
en 983 el navegante Aré Marsson, natural de Reykianes, por
impulso de fuertes vendavales, á las costas de Hvitramanna-
land, que algunos llaman Irland-it-Míkla, donde sus pobla-
dores forzosamente le obligaron á que permaneciese, esmerán-
dose en tratarle con honor. Llegó, sin embargo, á Islandia el
rumor de tales hechos por referencias no despreciables, entre
otras la de cierto Duque ó Jefe de las Orcades, y de ese primer
texto resulta, que los colonos irlandeses ocupaban entonces
gran extensión de territorio situado al Oeste, desde el cual im-
pedían á náufragos y viajeros que volvieran á su país.
Otro libro curioso, la Eyrhygia Saga^ ó historia de persona-
jes notables, que vivieron en regiones de Islandia occidental,
conmemora las heroicas empresas de Biorn Asbrandson, célebre
guerrero sueco de Jomburgo, que mereció llamarse el Cam-
peador de Bredevig, y desterrado de su nueva y adoptiva patria
por riñas y asesinatos, á los que le condujo criminal pasión
amorosa, tuvo que emigrar á lejanas tierras, hasta que en 1029
otro islandés, Gudleif Gudlangson, al tocar por impulso de vio-
lento temporal á playas del Sudoeste, verificando travesía en
viaje de retorno á Dublín, alcanzó, después de bogar sin rumbo
fijo durante varios días, ignorada comarca, y allí con sus com-
pañeros se vio rodeado por centenares de hombres que, apo-
derándose de ellos, los encadenan y aprisionan, presentán-
dolos ante solemne reunión ó asamblea, en la que algunos de
sus individuos querían asesinarlos, prefiriendo otros reducirlos
á esclavitud. Seguían las deliberaciones cuando llegó numerosa
tropa de jinetes provistos de estandartes, mandada por anciano
y corpulento jefe, ante quien los asistentes se prosternaron en-
comendándole la decisión del asunto. El hombre venerable di-
rigió afectuosamente la palabra á los náufragos, interrogóles por
su patria y hasta les hizo dádivas de consideración. Creyó en-
tonces Gudleif reconocer en tan inesperado protector á su com-
patriota el Campeador de Bredevig; pero fuera esto ó no exacto,
y prescindiendo, como es de prescindir, de los varios episodios
-6^~
romancescos que en la narración figuran, parece, sin embargo,
auténtico el hecho de que los dos personajes fueron sucesiva-
mente arrojados por violenta tempestad á un país situado muy
al Oeste, que disfrutaba de cierto grado de civilización, donde
era familiar la lengua irlandesa y cuyos moradores tenían por
sistemática costumbre asesinar ó reducir á esclavitud á los ex-
tranjeros que allí llegaban. Dicho lugar, colocado al Poniente
de Irlanda é Islandia, esto es, en dirección de América, corres-
ponde á Irland-it-Mikla^ que Aré Marsson había anteriormente
visitado (i).
El tercer documento literario histórico, que es la famosa
Saga de Thorfinn Karlsefne, formada con varias relaciones de
normandos, descubridores de Vinlandia, abraza también un
pasaje importante que ratifica el establecimiento de los irlande-
ses en el Nuevo Mundo, según oportunamente dijimos al referir
el encuentro y conversación de Thorfinn con aquellos jóvenes
Skroellings, después bautizados, que hablaron de un territorio
en frente del suyo, poblado por gente vestida de blancas túnicas,
que tenía la costumbre de emprender marchas llevando sendos
palos con banderas y daban fuertes gritos, de lo cual infieren
varios autores que tales hombres eran Papce ó indígenas colo-
nizados por ellos, así como estandartes y procesiones religiosas
las enseñas y cánticos, que tan vivamente impresionaron la
imaginación de los esquimales. La región á que éstos aludían
no podía ser otra sino la de Hvitrammanaland ó Irland-it-
Mikla (2).
Los citados testimonios acreditan el origen irlandés de esas
designaciones geográficas, equivalentes á Tierra de los hom-
bres blancos ó vestidos de blanco y Gran Irlanda^ país en el
que sus habitantes usaban igual traje que San Columba, ser-
víanse de su patrio idioma, permaneciendo fieles al Cristia-
nismo, según lo prueban sus especiales ceremonias; y poco
piadosos con los náufragos, pretendían, tal vez para futura se-
(i) Gaffarel, Les irlandais en Amérique avant Colomh.
(2) Asi lo dice el mismo Rafn en sus Antiquitates americana', por medio de estas elo-
cuentes palabras : ^Hanc putant esse Hvitrammanaland {Terra Hominum alborton) stre
Irlandiam Magnam.-»
_ 70 —
guridad y por evitar nuevas persecuciones de los normandos,
que se ignorasen aquellos descubrimientos; como resultado de
todo lo cual, bien puede mantenerse la doctrina de que emi-
grados irlandeses reconocieron y hasta colonizaron una porción
del continente americano septentrional: cierto es que las Sagas
islandesas carecen algún tanto de indispensable precisión; pero
tal defecto no impide conceder á la existencia de Irland-it-
Mikla el valor de hecho histórico real y positivo (i).
(i) Gaffarel. Obra ya citada.
Este autor y otros, como Beauvois, entusiastas partidarios de las tradiciones cris-
tiano-europeas en América, no vacilan en añadir nuevas demostraciones á su tesis,
recordando con tal propósito la expedición marítima de los hermanos Zenos, é igual-
mente el viaje y aventuras del principe de Galles, Madoc, hijo de Owen.
En el último tercio del siglo xiv, dos célebres patricios de Venecia, Nicolás y An-
tonio Zeno, navegaron durante largo tiempo por el Atlántico, llegando en el NO. de
Europa á casi todos los países que anteriormente habían poblado los clerici ó papa-.
Refirieron sus viajes, haciendo mérito de las regiones visitadas, entre las cuales, y en
la carta geográfica que conforme á dichos datos se redactó, publicándose dos siglos
más tarde, aparecen dibujadas la Escocia, Dania ó Dinamarca, Gotia ó Suecia, el ar-
chipiélago de Estland, que debe ser el grupo de las ShetlanJ, y más al Occidente Is-
landia. Entre los 6i° y 65° de latitud, al Sur de la última y Noroeste de Escocia, se
ve la tierra denominada Frislandia, donde gobernaba el príncipe Zichmni; al Norte,
se destaca Engronclant^ y hacia el Sur y Poniente la isla de Icaria y las costas de Es-
totiland y Droceo. Sobre la posición geográfica de todos esos lugares discuten mucho
los autores, sin que á pesar de ello y de las eruditas alegaciones presentadas al Con-
greso de Americanistas de Copenhague en 1883, brille completa luz en tan interesante
punto. Además, la circunstancia de no haberse conocido en Europa las noticias de los
Zenos, hasta que en 1558, ó sean cincuenta y dos años después de la muerte de Colón,
las dio á la estampa Marcolini, vulgarizadas luego, desde 1574, por los trabajos de Ra-
musio, ha servido para que algunos críticos, como Zahrtmann , F. C. Irmingery varios
más, desposeyeran de valor histórico al testimonio, y negando la autenticidad de los
descubrimientos, tildasen de quiméricos y fabulosos los pormenores contenidos en la
relación de los marinos venecianos. En cambio, su compatriota el Cardenal Zurla, los
ingleses Major y Winson, y sobre todo Beauvois y Gaffarel, atribuyen gran valor é
importancia al documento, sosteniendo que el Estotiland corresponde exactamente á
Irland-it-Mikla; porque sus habitantes desconfiaban, como en tiempo de Biorn y
Gudhleif, de los extranjeros á quienes retenían en cautividad, y sobre todo por la
avanzada civilización de aquel país , donde se conservaron libros latinos que los natu-
rales no entendían ; pero que deben suponerse de origen irlandés. Las proporciones
ya excesivas de nuestro trabajo nos vedan el análisis minucioso que el asunto re-
quiere.
En cuanto á la tradición celta, que los ingleses David Powel (Londres, 1584) y
Hakluyt (1600) dieron á conocer, puede recordarse que, según ella, en el año 1170 se
promovió fuerte contienda por sucesión al trono entre los hijos de Owen Guyneth,
rey de la parte septentrional del territorio de Galles. Madoc , uno de estos principes,
fatigado con semejantes discusiones, resolvió emigrar en busca de morada más tran-
quila; navega hacia el Poniente, dejando atrás la Irlanda, y llega á un sitio que le pa-
— 71 —
Por lo mismo, críticos é historiadores de competente repu-
tación, se afanaron en discutir y analizar la equivalencia geo-
gráfica probable de dicha comarca. El mayor número de los
sabios se limitó á reproducir la opinión de Rafn, que colocaba
Irland-it-Mikla en la parte meridional de los Estados Unidos,
apoyándose para ello en una vaga tradición de los indios Sava-
nahs, según la cual, la Florida estuvo habitada en antiguos
tiempos por hombres de raza blanca, que poseían instrumentos
de hierro. El célebre historiador escandinavo alegaba también
pretendidas analogías de lenguaje y persistentes vestigios del
Cristianismo en la misma Florida; pero Beauvois, mediante ri-
guroso estudio de los textos y sólida argumentación, declara
que la verdadera posición de Irland-it-Mikla conviene imagi-
narla mucho más al Norte, ya en la isla de Terranova, ó bien
recio muy agradable; á poco regresa á su patria y arrastra consigo buen número de
partidarios, á los que logró persuadir sin gran esfuerzo, para que ie acompañasen y se
decidieran á cambiar el suelo frío y estéril de la isla por una región magnífica, bus-
cando también las delicias de la paz, que reemplazarían á las fuertes agitaciones de la
guerra civil. Cantadas éstas hazañas por un compatriota del navegante, el bardo Me-
redith, que vivió antes de los descubrimientos de Colón , y habiéndose consignado los
mencionados hechos en las triadas de los Gallos, que se supone corresponden al
siglo XII, no parece probable que el viaje de Madoc fuese, como pensaron críticos
muy sagaces, total y completamente inventado por Powell y Hakluyt, para sostener
y legitimar los proyectos territoriales y de conquista que animaban á Víctor Raleigh
durante el gobierno de Isabel de Inglaterra. El mismo Humboldt, cuyo serio juicio y
autoridad son innegables, escribió en sus dos famosas obras las siguientes palabras:
«No comparto en modo alguno el menosprecio con que han sido juzgadas esas tradi-
ciones nacionales; por el contrario, abrigo la firme persuasión de que con mayor asi-
duidad, el esclarecimiento de hechos hoy desconocidos ilustrará mucho semejantes
problemas históricos.» Tampoco debe olvidarse que el Rvdo. P. Fr. Gregorio García,
en el cap. vi del lib. iv de su eruditísima obra Origen de los itidios del Nuevo Mundo,
ya citada en la primera parte de este trabajo, reproduce la cita poética y las doctrina-
les de dichos autores ingleses, cuyas opiniones no le parecen del todo inverosímiles.
Los comentaristas que patrocinaron la autenticidad de la expedición de Madoc,
emitieron diversos juicios sobre la equivalencia del lugar en que desembarcó el prín-
cipe gallo. Hakluyt pretendió hallarla en el Yucatán; Horn y otros, fundándose en
analogías gramaticales muy controvertibles, la refirieron á Virginia, lo cual mereció
las censuras de Robertson. Torres Caicedo sostuvo que en la lengua Tuneba, hablada
por los indios de un cantón septentrional de Nueva Granada, se descubrían muchos
vocablos de origen celta; el ministro metodista Beatty, gallo de nacimiento, creyó sor-
prender su propio idioma entre algunos salvajes de la Carolina; pero el mayor número
de probabilidades, según Gaffarel , permiten resolver la cuestión en el sentido de que
cuando Madoc emigró tenia noticias de países occidentales, y que por lo mismo á
donde debió arribar fué al tantas veces citado paraje de Irland-it-Mikla.
•2 —
sobre la orilla del San Lorenzo. Resulta, en efecto, de diversos
pasajes de las Sagas, que Irland-it-Mikla estaba situada entre
el Helluland y Vinland, y siendo probable, como oportuna-
mente dijimos, que la primera de esas denominaciones corres-
pondiese á la moderna tierra de Labrador, y la segunda á los
Estados de New- York, Rhode-Islandy Massachusetts; es claro
que el Irland-it-Mikla ó Hvitrammanaland debe suponerse
entre esas dos regiones, ocupando la orilla meridional del San
Lorenzo y las islas que forman el golfo de este nombre (i).
VIIL
Otro pueblo del Occidente de Europa surcó también con sus
naves, en los siglos medios, las aguas del Atlántico, llegando á
los mismos ó no lejanos parajes, que dejamos indicados; si bien
por virtud de estímulos algún tanto diferentes de los que impul-
saron á normandos é irlandeses en sus dichas peregrinaciones.
Considérase hoy fuera de duda que la emprendedora y activa
raza de los vascos españoles y franceses, persiguiendo á la ba-
llena en los mares del Norte descubrieron las islas y costas de
América septentrional. Tan notable importancia alcanzó en las
playas de Cantabria la pesca, la marina de guerra y el comercio
marítimo, que el rey D. Sancho {el Sabio) de Navarra concedió
fuero á la ciudad de San Sebastián el año 1150, enumerando,
entre los artículos que devengaban derechos de Aduanas, la
carga de boquinas-barbas de ballenas, gravadas con dos dineros.
Privilegios semejantes otorgó Alfonso VIII de Castilla á Fuen-
terrabía en 1203, á Motrico y á Guetaria en 1204. Fernando III,
por Real carta, fechada en Burgos á 28 de Septiembre de 1237,
hizo parecida concesión á Zarauz, y este documento contiene
prueba más evidente de la antigüedad de la pesca de ballena;
pues una de las cláusulas expresa de acuerdo con la costumbre
(siciit foricm est), que el rey percibiría una tajada del cetáceo
(i) Gaffarel. Obra citada.
— 73 —
por el lomo, desde la cabeza hasta la cola (i). Si á ello se agre-
gan, como datos de verdadero valor histórico, el sitio que puso á
Bayona en 1131 Alfonso I de Aragón, la muy activa parte que
en el de Sevilla tomáronlas naves vizcaínas, dirigidas por Ra-
« món de Bonifaz, el socorro que los marinos vascongados presta-
ron á Felipe el Hermoso de Francia en el asedio de la Rochela,
la derrota de la escuadra vasca en aguas de Flandes por otra in-
glesa, que acaudillaba Eduardo III, y la completa victoria que
sobre los ingleses obtuvieron los vascos delante de dicha plaza,
y que les permitió imponer duras condiciones á los vencidos,
entre ellas la de que éstos les consintieran pescar y comerciar
en las Islas Británicas (2) no dejarán de reconocerse las gran-
des facilidades que á los hábiles y expertos marinos del Norte
de España y Occidente de Francia se ofrecían para inclinarlos
á más largos y penosos viajes. Ya en el siglo xiii se elogiaba á
los vascos de Biarritz por su afán para esa clase de empresas, y
aun el viajero que inspecciona las costas de Vizcaya percibe de
trecho en trecho ruinas de antiguas torres y hornos que servían,
las primeras de lugares de observación para distinguir alo lejos
las ballenas, y se aplicaban los segundos á derretir y preparar
las grasas (3). Partiendo las embarcaciones de unos y otros
puertos del Cantábrico, no es temerario conjeturar que, acosa-
das las ballenas por sus terribles y denodados perseguidores, se
alejasen cada vez más en dirección septentrional y si, como las
observaciones geográficas de nuestro tiempo han demostrado,
la corriente marítima polar, al romper sobre las costas de Is-
landia, se divide en dos brazos, que marcha uno á las costas del
Labrador y el otro á la bahía de Vizcaya, motivo por el que se
la designa con el nombre de corriente Vascocanadiense, lógico
también es presumir que, siguiendo los barcos vizcaínos la línea
curva de una elipse, favorecidos además por el impulso de los
(i) Mr. Clements R. Markam. — Pesca de la ballena por los vascos españoles. Articulo
publicado en la revista inglesa Nature; traducido por D. Cesáreo Fernández Duro é
inserto en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, t. xii.
(2) Datos consignados por nuestro cariñoso amigo, el sabio y erudito Sr. D. Cesáreo
Fernández Duro en su interesante conferencia dada en la Sociedad Geográfica de Ma-
drid el 29 de Noviembre de 1881. — Boletín de dicha Sociedad, t. xii.
(3) Gaffarel. — Congreso internacional de Americanistas de Berlín, 1888.
— 74 —
vientos, tocasen en la entrada del golfo de San Lorenzo (i).
De tal modo, sin duda los intrépidos marinos pudieron con-
templar innumerables bacallaos^ cuya pesca y conservación
originaron una segunda y no menos productiva industria. Al
dar en 1463 el monarca Enrique IV de Castilla su regio arancel
para la ciudad de San Sebastián, citó varios artículos de los que
solían entrar por los puertos de Guipúzcoa; entre ellos figura
el bacalao, lo cual obliga á confesar que por entonces se habían
descubierto ya los bancos y arrecifes donde se cría ese pescado.
Para las indispensables faenas de salarlo y conservarlo se nece-
sitaban tierra y aire seco á la sombra, condiciones que los vas-
congados hallaron en Terranova y Labrador (2) á donde, según
(i) Faucher de Saint Maurice y Marqués de Premio Real en sus escritos El Ca-
nadá y los Vascos, 1879.
(2) Conferencia ya citada del Sr. D. Cesáreo Fernández Duro en la Sociedad Geo-
gráñca de Madrid.
Mr. Marmette, en su escrito Les Decoiivreurs du Canadá — Les Basques, 1879, dice:
que los vascos fueron, en el Oeste de Europa, los primeros pescadores de ballena,
como los normandos lo hablan sido en el Norte, distinguiéndose principalmente los
marinos de San Sebastián, Deva, Irún, Cabo Bretón, Biarritz, Guetaria, San Juan de
Luz y Siboure. Cuando comenzó á ser rara la presencia del terrible cetáceo en las cos-
tas españolas, fué preciso buscarlo en alta mar. Bien pronto la experiencia acreditó
que las ballenas eran más numerosas, conforme los barcos se dirigían hacia Poniente,
y sus tripulantes, por modo insensible, con enérgica resolución, llegaron á los bancos
de Terranova, donde tales monstruos marinos abundaban. Allí percibieron esas legio-
nes de bacalaos {inorues^ dicen los franceses) que hoy surten á todo el mundb. Primera-
mente pescáronle para los marineros, después lo salaron para traerlo á sus familias, y
reparando en su buena conservación, no pasó mucho tiempo sin que llegaran á ser-
\irse de él como importante articulo de comercio. En la costa de Terranova empe-
zaron"á colocarse los primeros enrejados de madera ó aparatos para la salazón, que se
conocen con el nombre de Pignalac.
Mr. Pierre Margry, de quien Marmette declara tomar las anteriores noticias, expresa
además en sus Navegaciones francesas. — Memoria escrita en 17 10 para los negociantes de
San Juan de Luz y de Siboure j que después de haber visitado los vascos las costas de
Terranova debieron entrar en el golfo'de San Lorenzo, llamándole Gi^an Baya, y á
una especie de ballena superior la designaron con el nombre de Gran bayaco baleac.
Por entonces descubrirían las costas del Canadá, vocablo éste que significa í-ízwíz/, ^"^
que les pareció propio por hundirse el gran rio en las tierras; pero á tal etimología,
bastante equivoca, han opuesto Willis en sus Paysages Canadiens la áo, Kanala, que en
lengua del país vale tanto como reunión de cabanas, y la mucho más ingeniosa y ve-
rosímil, patrocinada por Hennepin, La Potherie, y el mismo Conde de Premio Real,
que atribuyen á los vascos la denominación del Cabo de nada, puesta á dichos lugares»
por haberlos visto durante época de las nieves, como aun hoy sucede en la isla de
Anticosti, tierra (jiie nada da, y no es difícil que los salvajes, oyendo esa frasea los
europeos, formasen luego por contracción el actual nombre de Ca-na-dá.
— 75 —
hipótesis no despreciables, les siguen habitantes de las costas
de Bretaña y Normandía, que también se acostumbraron á vi-
sitar dichos países y el golfo de San Lorenzo (i).
El hecho resulta lógico y natural; su autenticidad parece tan
demostrada, que fuera vano empeño negarla ó contradecirla.
Las mismas noticias que en el siglo xv se tenían de las regiones
atlánticas lo evidencian y confirman; puesto que en la 7/ hoja
del Atlas de Blanco del año 1436 se percibe al Oeste una
isla, Scorafixa ó Stocafixa^ que corresponde casi ala misma
Terranova. Formaleoni ^ primer editor de tan curioso docu-
mento, creyó, no sin razón, encontrar el nombre de Stockfish ó
isla de los Bacallaos^ de lo cual es difícil que Blanco hubiese
tenido idea, si los mismos vascongados no hubieran hecho
públicos sus descubrimientos, y desde la mitad de la indicada
centuria todas las cartas geográficas del Océano presentan en
la dirección de América del Norte cierto número de islas, bau-
tizadas con el mismo nombre de Stockfish^ ó bien con la pala-
bra vizcaína Bacallaos^ que por largo tiempo se aplicó especial-
mente á Terranova, y que perpetuándose hasta nuestros días
puede verse á la extremidad Norte de la bahía de la Concep-
ción en la pequeña isla de los Bacallaos^ roca aislada, sobre la
cual se reúnen millares de pájaros acuáticos (2).
Por otra parte, las muchas denominaciones geográficas de
origen vasco, que se conservan en Terranova y en la región
francesa del Canadá, algunos rasgos especiales de sus morado-
res, que traen á la memoria costumbres y hábitos de nuestros
antiguos vizcaínos, la circunstancia por demás importante del
largo tiempo que en esos países se habló la lengua vascongada;
asimismo la obligación que tenían de conocerla todos los eu-
ropeos que navegaban en aquella dirección, y, por último, cier-
tos vínculos de simpatía entre los colonos franceses de tales
comarcas americanas y nuestros compatriotas, han servido para
ilustrar el problema (3), pudiendo, sin violencia, sostenerse que
(i) Gaffarel y Marmette en sus trabajos ya citados.
(2) Gaffarel. — Congreso internacional de Aiiiericaiiistas de Berlín, 1888.
(3) Gaffarel y Marmette afirman que la nomenclatura castellana de Labrador y
Tierra de labor, aplicada á una parte de América septentrional, patentiza su hallazgo
por vascos españoles, y en cuanto á Terranova, muchas designaciones geográficas de
- 76-
aun cuando las noticias sean incompletas y confusas, no es aven-
turado creer que pescadores vascos, españoles y franceses, ne-
gociantes de Bretaña y Normandía frecuentaban el gran banco
de Terranova, sus islas y costas vecinas, á las que dieron nom-
bres parecidos á los de su lejana patria; y seguramente el asunto
recibirá mayores luces en lo futuro, si, como parece verosímil,
se logran nuevas pruebas y documentos en apoyo de opiniones
que, por lo menos, son dignas de consideración y respeto.
Llegamos, no sin fatiga propia, mayor aún de nuestros oyen-
tes y lectores (i) al término de penosa jornada, en la que mo-
vidos por sano y humilde anhelo solamente nos propusimos
reunir y condensar las noticias de mayor interés sobre las va-
rias tentativas, que así en el orden meramente especulativo,
como en el práctico ó de los hechos, se realizan antes del
siglo XV, con el fin de acreditar que existían importantes co-
marcas más allá del Atlántico.
Resulta incuestionable, merced á los datos que severamente
tiene adquiridos la erudición y la crítica modernas, que en la
llamada Edad Media de la historia, y antes de que Colón em-
prendiera sus arriesgadas expediciones, diferentes hombres
atravesaban el mar occidental, con la fortuna para muchos de
ellos de haber visitado territorios americanos, conforme lo hi-
cieron, si no otros, normandos y vascongados.
esa isla acusan origen éuskaro. Asi, por ejemplo, Rognoiisc se asemeja á Orrongne
villa situada á media legua de San Juan de Luz, y cabo Raye quizás procede etimoló-
gicamente del vocablo vascongado arraico , que significa persecución ó aproximación;
porque allí los marinos necesitan sortear con cuidado la gran fuerza de las corrien-
tes. El nombre de Cabo Brcíóii, dado á la punta meridional de la citada isla, es el
mismo de un pueblo inmediato á Bayona y el del promontorio Gratz se deriva, á na
dudar, de la palabra vasca Grata, que equivale á establecimientos para los trabajos de
la pesca del bacalao. Las denominaciones de ulicillo, agujero para pescados; ophoportUf
vaso para leche; portiichica, pequeño puerto, y otras más que pudieran mencionarse
revelan también igual origen vascongado.
(i) Para no abusar de la bondad del auditorio más de lo que á ello nos obligó
la índole propia de este trabajo, suprimimos en nuestra conferencia oral bastantes
indicaciones de las que ahora figuran en su texto, robustecidas por medio de diferen-
tes notas, que para mayor ilustración del caso hemos juzgado conveniente añadir.
— 77 —
Sus viajes, sin embargo, no dejáronla huella profunda que
de los mismos se podía esperar: el carácter de las sociedades
y de la vida, á partir del siglo v, había údiO predominantemente
individual ; parece que todo ofrece ese sentido en aquellos
obscuros tiempos: la ciencia apenas intenta traspasar los um-
brales de la celda ó salir de los claustros donde se profesa; los
descubrimientos geográficos quedan encerrados en el país ó en
la morada del atrevido navegante, que tuvo la suerte de hacer
la exploración.
Negar por eso el valor propio de tales hechos, bien puede
juzgarse temeridad, cuando merecen que se los considere como
naturales precedentes del extraordinario acontecimiento del
siglo XV. La más importante cuestión que, á nuestro juicio,
palpita durante toda la Edad Media en el dominio de la Histo-
ria y de la Geografía, es la de ampliar^ digámoslo así, la por-
ción de la tierra poseída y habitada por el hombre. Adoptan
unos el derrotero de Oriente, como Juan de Plan Carpino, Ru-
bruquis, Marco Polo, Pegoletti, nuestro mismo Ruy González
de Clavijo y tantos otros, que con más ó menos maravillas
describieron las comarcas del interior y Levante de Asia; no
faltan quienes trazan la ruta por el Sur, llegando á las islas de
Porto Santo, Madera y las Azores; y en la costa occidental de
África á los Cabos Bojador, Blanco y Verde, al golfo de Be-
nim, á la desembocadura del río Zaire, y, por último, al hó-
rrido Cabo de las Tormentas, más tarde de Buena Esperanza;
preciosos hallazgos geográficos, magistralmente relatados desde
este mismo sitio (i); pero en realidad, lo que en el fondo de todo
ello se adivina es una irresistible tendencia á ensanchar el círculo
de los conocimientos positivos sobre las regiones terrestres; for-
mulando así con firmeza aquel temeroso problema que la edad
antigua presintió, que las centurias siguientes apenas vislum-
bran y que desde el siglo xiii al xv toma carta de naturaleza;
que no era otro sino el de \2i forma y magnitud del planeta, y,
por lo tanto, la posibilidad de buscar, como el gran genovés
imaginó y proclamaba, un camino para las Indias orientales y
(i) Lo hizo asi el insigne historiador lusitano, Sr. Oliveira Martins, en su not.ibté
conferencia leída en el Ateneo de Madrid el dia 24 de Febrero de 1891.
- 78 -
breve rumbo que en poco tiempo pudiera conducir á los países
del Katha'i y Ztpangú, brillantemente descritos por Marco
Polo.
En suma; los viajes y expediciones que hemos procurado re-
señar no amenguan lo más mínimo el prestigio de Colón, ni
jamás la gloria de los grandes é inmortales reveladores se des-
lustra porque antes de ellos otras personas, sin éxito seguro y
trascendentales consecuencias, quisieran avanzar en el camino
de la perfectibilidad y del progreso.
Todos los grandes hechos de la historia han tenido siempre
su lenta elaboración, llegando á realizarse en el momento pro-
videncial de estar preparados y unidos los medios eficaces que
pueden hacerlos sólidos y fecundos. Persiguieron vanamente
los imperios asiáticos la idea de asociación universal, por me-
dio de las conquistas militares; Grecia pretendió alcanzarla va-
liéndose del Arte y del Comercio, y sólo cuando Roma supo
añadir á estos factores los de la lengua y el derecho, se cumple
la misión que inútilmente habían ensayado las civilizaciones
que anteceden en la senda de la vida. De igual modo en reli-
gión el monoteísmo profesado por los antiguos hebreos aspiró,
sin conseguirlo, á reemplazar al politeísmo idolátrico de los
pueblos orientales, éste, á su vez, encarnándose en los ade-
cuados moldes del antropomorfismo clásico, quiso perpetuar
creencias más humanas para los pueblos cultos, sin detenerse á
considerar que los filósofos y pensadores, protestando á su ma-
nera, enseñaban otras muy superiores doctrinas. El día santo y
feliz en que la sublime religión del Salvador, al juntar en admi-
rable consorcio el ideal divino y humano, predica las dos eter-
nas verdades de la unidad de Dios y la de nuestra especie, su-
blimadas con el espíritu de caridad y amor al prójimo, hermoso
principio de fraternidad, capaz de regenerar al mundo y destruir
toda clase de odiosos privilegios de raza, de nación, de clases,
de sexos y jerarquías, es posible que nazca, fructifique y se
consolide una nueva religión, con sentido verdaderamente ca-
tólico ó universal.
Así, pues, el gran acontecimiento geográfico-histórico áepre-
parar la demostración práctica de la esfericidad del planeta y
de extender la civilización, con opimos frutos, á pueblos, que
— 79 —
en su mayor parte yacían apartados de todo trato y comuni-
cación con las sociedades de nuestro continente, no pudo rea-
lizarse hasta el instante venturoso en que constituida la Europa
y robustecido el poder de los Estados por el predominio de las
grandes monarquías se reúnen á ello todos los demás elemen-
tos indispensables para el caso.
Colón, nacido en la risueña y pintoresca Italia, llevando en
su alma el espíritu del Renacimiento, del que se apodera y saca
á flote con voluntad firme é inquebrantable las ideas profesadas
por algunos sabios que le precedieron, y por la más sana parte
de sus contemporáneos, representa el genio superior, colocado
en el límite de dos grandes edades de la vida é historia univer-
sal para el cumplimiento de fines providenciales, cuyas leyes
necesariamente se cumplen, aunque á los hombres sea sólo dado
acreditarlas, cuando las observan y ven realizadas.
El día en que el inspirado nauta encuentra dispuestos los
materiales, que anteriormente las edades y generaciones ha-
bían atesorado, puede llevarse á cabo el importantísimo y ex-
traordinario hecho que ha merecido llamarse Descubrimiento
de América (i), porque en Colón, según nuestro humilde y
leal parecer, se simbolizan y compendian los tres grandes fac-
tores que en la Edad Media pugnaron por abrirse camino; pero
que individualmente cada uno de ellos fué estéril para el logro
de la empresa. De un lado las maravillosas intuiciones y cono-
cimientos cosmográficos, que llegan á producirle la idea tenaz
y firme convicción respecto á X-di posibilidad á^X viaje que desde
luego plantea y propone; de otra parte su entusiasmo religioso
y ardiente fe, que semeja renovar la de los PapcE y monjes ir-
landeses, impulsándole á llevar las doctrinas y creencias cris-
tianas á pueblos sumidos en la más espantosa idolatría; final-
mente, la intrepidez y arrojo de experto navegante, hábil en
cosas de marear^ que igualan, sino superan, al valor y audacia
de los normandos, y que, como á ellos, le permite desafiar los
peligros del Atlántico.
(i) Con razón ha dicho el eminente geógrafo Reclus estas palabras: «La llegada de
Colón al Nuevo Mundo es acontecimiento, que bajo el punto de vista de la historia
general parece ser el liecho glorioso por excelencia. Noiivelle Geographie unix'crscllc, t. xv,
página 73.
— 8o -
Concluyamos, pues, reconociendo que si América había sido
visitada por hombres del Norte, á Colón y á España se debe
la inmarcesible gloria de que al llegar la fecha, cuyo Centena-
rio conmemoramos, aquellas regiones no fueran ya, como
abandonadas playas ó una porción más de tierra en la inmensi-
dad desconocida del planeta, y en la que algún europeo afortu-
nado hubiese puesto la planta, sino por el contrario, un Mundo
verdaderamente nuevo que desde entonces y para siempre que-
daba abierto á los fúlgidos esplendores de la Religión, de la
Ciencia, del Arte, del Comercio y de la Historia. — He dicho.
(Grandes y repetidos aplausos.)
SUMARIO,
I. — Diversas hipótesis sobre la posible llegada de gentes orientales en tiempos an-
tiguos al mundo americano.
II. — Doctrinas cosmográficas de los escritores de la Edad Media.
III. — Colonización de Islandia por los normandos.
IV. — Los normandos en Groenlandia.
V. — Los normandos en América.
VI. — Crítica del problema geográfico-histórico de colonización escandinava en el
Nuevo Mundo.
VIL — Los irlandeses en América.
VIII. — Viajes de vascongados por el Atlántico.
Resumen y conclusión.
LAS PRIMERAS TIERRAS:
DESCUBIERTAS POR COLuN
ATENEO DE MADRID
LAS PRIMERAS TIERRAS
DESCUBIERTAS POR COLON
CONFERENCIA
DE
D. PATRICIO MONTOJO
leída el día 30 de Noviembre de 1891
a^^h^
T
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES Di LA BIAL CASA
Paseo de San Vicente, 20
1892
I.
Señoras y señores:
Defiriendo á una invitación que es para mí muy honrosa, he
venido á este sitio sin calcular de momento las dificultades que
habría de vencer para salir airoso de mi empeño.
Requiere el asunto que voy á tratar el auxilio de cartas ó ma-
pas que faciliten la inteligencia del texto, y al prescindir de esa
representación gráfica por el temor de fatigar vuestra atención,
me he visto precisado á compensar esa falta en la manera que
he encontrado más aceptable y procedente.
No esperéis de mí las galanas frases, los períodos armoniosos
y los elevados conceptos á que os tienen acostumbrados los ora-
dores elocuentes que me han precedido en esta cátedra.
Por eso me recomiendo á vuestra indulgencia, y reclamo de
los que me escuchan la más benévola atención; prometiéndoos
en cambio, ser lo más breve que me sea posible, á fin de que no
se os agote la paciencia.
Pronto se cumplirán cuatrocientos años del descubrimiento
del Nuevo Mundo, de esa vastísima porción del globo terráqueo
que llamamos impropiamente América; acontecimiento el más
trascendental quizá de la historia de la humanidad y que sirve
de providencial punto de partida á la edad moderna.
Tiempo es ya de que se desvanezcan las dudas que se han
venido suscitando acerca de los lugares visitados por primera
— 6 —
vez por el insigne Colón, por los esforzados hermanos Martín
Alonso, Francisco Martín y Vicente Yáñez Pinzón, y por sus
compañeros, hombres valerosos todos, y muchos de ellos mari-
nos de los más aventajados de su época.
Más de una vez se ha intentado despojar á España de la glo-
ria de este asombroso descubrimiento, alegando algunos, como
Bossi, que pertenece enteramente á Italia, porque en ella na-
ció Colón. Consecuencia peregrina que prueba no sólo la ene-
mistad marcada de Bossi hacia los españoles, sino además su
falta de imparcialidad y de sana lógica, como se ve leyendo su
Vida de Colón.
No es mi objeto reseñar las vicisitudes de la agitada existen-
cia del que fué primer Almirante de las Indias, D. Cristóbal
Colón. De esa importante tarea se han ocupado con más ó me-
nos fortuna, entre los españoles, su hijo D. Fernando, Pedro
Mártir de Angleria, el bachiller Andrés Bernáldez, Fr. Barto-
lomé de Las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Antonio de
Herrera, Francisco López de Gomara, D. Juan Bautista Mu-
ñoz, D. Martín Fernández de Navarrete y otros historiadores
distinguidos. Y entre los extranjeros, Prescott, Campe, Bossi,
Humboldt, Irving, Roselly de Lorgues, Helps, y tantos otros
sabios y eruditos críticos admiradores del genio del gran des-
cubridor.
Me propongo solamente exponer el resultado de mis investi-
gaciones para fijar de una manera cierta cuál fué la isla de las
Lucayas, donde desembarcó por primera vez Colón, y cuál el
puerto de la costa norte de Cuba, en el que recaló con sus ca-
rabelas.
Esto, no obstante, séame permitido recordar, antes de entrar
en materia, los datos que han llegado hasta nosotros referentes
á los antepasados de Colón y los principales hechos de su vida.
La familia Colombo se extendió no sólo por muchas pobla-
ciones de la Liguria en la alta Italia, como Genova, Savona,
Cogoleto, Cuccaro, Piacenza y Milán, sino también por las
costas de Francia que bañan las aguas del golfo de León.
Si por ventura descendía Colón de noble estirpe, reveses de
fortuna ó los vaivenes de la frágil naturaleza humana, hicieron
quizá bajar á sus abuelos de una posición elevada, obligándoles
á mantenerse en otra más humilde ; que si entonces se miraba
hasta cierto punto con menosprecio, no imprimía, sin embargo,
verdadera mancilla sobre aquellos que ganaban su sustento con
el sudor de su frente y el industrioso trabajo de sus manos.
Dice á este propósito D. Fernando Colón: «La gloria de mi
padre era tan grande, que no necesitaba lo ilustrasen sus ante-
pasados.»
No ha satisfecho á muchos cronistas que Colón haya enno-
blecido por sí mismo su linaje con sus altos hechos, y quieren
suponerlo oriundo de los Condes y señores del castillo de Cuc-
caro; pero ningún documento ni razón plausible pueden hacer
valer en apoyo de su creencia, y sólo se sabe con certeza que
ya por los años de 1 191 era ciudadano de Genova un Colombo,
ascendiente, según toda probabilidad, de nuestro Almirante.
En cuanto á los Almirantes tío y sobrino, de apellido Colom-
bo, que se distinguían por los dictados de el viejo y el mozo^ y
que sirvieron bajo las banderas de Francia como atrevidos cor-
sarios principalmente, es de creer fueran parientes del descu-
bridor, y que á ellos aludía en la carta que escribió á una dama
de la aristocracia española, cuando afirmaba que no era él, Colón,
el único Almirante que había habido en su familia.
Fué su abuelo Giovanni Colombo, avecindado en Quinto, y
su padre Domenico Colombo, tejedor de paños, el cual nació en
Genova en 1406, pasó algún tiempo en Savona, se casó con
Susana Fontanarossa, hija de un labrador, y por fin se fijó en
la ciudad de su nacimiento, hasta su muerte, que ocurrió en 1498;
trece años después que la madre del Almirante.
Tuvo este matrimonio cuatro hijos: Cristóforo, que se llamó
después D. Cristóbal Colón; Giovanni Pélegrino, que murió
joven; Bartolomé, que llegó á ser Adelantado de la Española
en 1494, y murió en Santo Domingo en 15 14; Giáccomo ó Die-
go, muy querido del Almirante, y Bianchinetta ó Blanca, mujer
de Giáccomo Bavarello, de oficio tocinero.
Por muchos años ha sido motivo de discusiones acaloradas el
lugar donde vino al mundo Colón, y aunque en favor de Cogo-
leto se inclinaba la opinión popular, no faltaban tampoco argu-
mentos para probar que era natural de Finale, de Oneglia ó de
Savona, pueblos situados al poniente de Genova, ó bien de
Quinto, de Nervi ó de Boggiasco, de la parte de levante.
Poco á poco, sin embargo, los partidarios de una ú otra loca-
lidad han ido cediendo en sus pretensiones y confesando que
ninguna como Genova podía vanagloriarse de haber sido patria
del Almirante.
Entre otros testimonios que existen en pro de Genova, es
quizá el de más valor el que contiene la institución del mayo-
razgo, hecha en Sevilla en 22 de Febrero de 1498, en el cual dice
el Almirante : «que siendo yo nacido en Genova, etc.» , y más
abajo : «la persona que heredare el dicho mayorazgo, que
tenga y sostenga siempre en la ciudad de Genova una persona
de nuestro linaje , pues que de ella salí y en ella nací »
Don Fernando Colón declara también en su testamento que
su padre trdi jinovés.
No puede caber, por tanto, la menor duda ni vacilación sobre
este punto.
Colón nació, pues, en Genova, hacia el año de 1436; entró
de tierna edad en la Universidad de Pavía, donde adquirió los
principios de las ciencias matemáticas y naturales, cuyo cono-
cimiento.le fué de gran provecho durante su vida; y dejando los
estudios académicos antes de haber cumplido los quince años,
abrazó decididamente la arriesgada profesión del marino.
En Genova, era natural que se le despertase la afición á los
viajes por mar, y á considerar este elemento como el gran campo
para las empresas lucrativas y para los más gloriosos descubri-
mientos.
Por entonces eran objeto de las conversaciones de los nave-
gantes y mercaderes, la maravillosa relación de los viajes por
África y Asia del veneciano Marco Polo, y no faltaba quien
pensase en ir á las Indias, ó sea al oriente del Asia, por poniente,
á fin de no correr los riegos que ofrecía la tierra firme y las difi-
cultades con que se tropezaba para conducir las mercancías-
Quiza también, si no conoció Colón al físico florentino Pablo
Toscanelli, cuando estudiaba en Pavía, es indudable que no
debía ignorar la hipótesis de aquel sabio basada en la redondez
de la tierra, respecto á la distancia á que suponía se encontra-
ban los reinos del Catay y de Cipango, ó sean de la China y del
Japón, partiendo de Europa hacia el poniente.
— 9 —
Por acaso, reflexionando sobre esta novísima teoría, pudo
entonces brotar en la mente del insigne genovés la atrevida idea
que más tarde había de madurar y poner en práctica con el
éxito feliz que el mundo admira.
Tuvo Colón por maestro y protector en su aprendizaje mari-
nero á su presunto pariente el almirante Colombo de Cogoleto;
así lo asegura D. Fernando y se deduce de las cartas y noticias
referentes á estos sucesos.
Formaba parte de la escuadra que á las órdenes de Colombo
el Mozo armó Renato de Anjou en 1459 para apoderarse del
reino de Ñapóles, y como capitán de galera hizo Colón varias
expediciones por todo el Mediterráneo, ejercitándose, no sólo
en la navegación, sino también en el arte de la guerra.
Por aquel tiempo excitaban poderosamente la imaginación de
los hombres esforzados, y particularmente de los navegantes,
los descubrimientos de los portugueses á lo largo de la costa
occidental de África.
Algunos genoveses, entre otros, se presentaban á ofrecer sus
servicios en la corte, bajo el patrocinio del infante D. Enrique,
y animado Colón de un noble estímulo, se decidió á fijar su re-
sidencia en Lisboa hacia el año de 1470.
Allí conoció y trató á Bartolomé Perestrello, uno de los más
célebres capitanes de nao, quien, por encargo del Duque de Vi-
seo, había llevado á cabo el descubrimiento de las costas de
Guinea.
En 1474 contrajo matrimonio en Lisboa con D." Felipa Mo-
niz de Mello, hija del antes citado ; siendo de advertir que por
una práctica bastante frecuente en las mujeres portuguesas, usa-
ba el apellido Moniz, de su madre, en vez de Perestrello, y en
segundo lugar el de Mello, que era el de una de sus abuelas.
Ocupábase entretanto Colón en delinear cartas náuticas y en
otros trabajos científicos, aprovechando la habilidad y la inteli-
gencia superior de que se hallaba dotado. Muerto Perestrello,
heredó de él sus papeles y mapas, que eran interesantes y cu-
riosos ; con cuyo examen vino en conocimiento de las explora-
ciones hechas por su suegro y de lo que se decía acerca de
tierras vistas por varios marineros en distintos parajes al oeste
de las Azores.
10
Estas noticias vagas é incompletas le estimularon á visitar la
costa de África y las islas de Madera y Porto Santo, afanándose
más y más, sin descanso, en adquirir nuevos datos; pero ten-
diendo siempre á buscar un camino para las Indias por el oeste,
como indicaba Toscanelli, más corto que el perseguido por los
portugueses contorneando el continente africano.
Entretanto no descuidaba el estudio de la cosmografía y el uso
del astrolabio para observar las alturas del sol, instrumento as-
tronómico de reciente invención y que era aún poco conocido.
Por los años de 1477 navegó por los mares del norte de Eu-
ropa, visitó las costas de la Gran Bretaña y llegó hasta la Islan-
dia, según se deduce de una nota escrita de mano del Almirante
mismo, de la cual insertó una copia su hijo D. Fernando en el
capítulo IV de su historia. En ella designa Colón á Islandia
como la última Tule de Tolomeo, y dice que fué á ella en el
mes de Febrero y que no encontró el mar helado. No obstante,
hallándose esta isla desolada más allá del círculo polar ártico,
rodeada casi todo el año de bancas de hielo , no debió parecer
propia aquella latitud á Colón para desde ella dirigirse á po-
niente, tanto más cuanto el Catay y las regiones descritas por
Marco Polo se hallaban en latitudes mucho más bajas y tem-
pladas, como las de la Europa meridional.
Siempre fijo en el heroico propósito que lo dominaba de dar
con las Indias para convertir sus habitantes á la religión verda-
dera, y reunir un tesoro para conquistar los Santos Lugares de
Jerusalén, regresó á Lisboa considerando que era llegado el
momento de probar fortuna, lanzándose al mar tenebroso de los
antiguos.
Tamaña empresa no podía afrontarse sin recursos abundantes
de bajeles, bastimentos, hombres y dinero. Colón se dirigió en
1480 á Genova, su patria, en busca de lo que necesitaba, y ofre-
ció á aquella república comercial las primicias de sus incesantes
y laboriosas cavilaciones. Pero sus compatriotas desecharon sus
ofertas, fundándose principalmente en el desgraciado éxito que
había tenido una expedición á través del Océano, en la cual
perdieron la vida dos infelices genoveses, y llegaron hasta to-
mar sus planes como delirios de su imaginación exaltada.
Se tiene por cierto, y es además muy verosímil, que después
— II
hizo igual proposición á Venecia, donde fué también rechazada
por considerarla impracticable.
En vista del mal éxito de sus pretensiones en Italia, tornóse
Colón á Portugal , donde reinaba á la sazón D. Juan II.
Este Príncipe acogió con afabilidad al navegante genovés , y
aun le prometió auxiliarle en su empresa; pero no habiendo lle-
gado á un acuerdo uno y otro, sometió el Rey el asunto á una
junta de teólogos y geógrafos, ante la cual presentó Colón sus
planes, con las explicaciones que conceptuó necesarias.
La experiencia nos enseña que en general los consejos, las
juntas y las corporaciones sabias reciben con desconfianza álos
inventores y proyectistas.
No es extraño, pues, que aquellos personajes, respetables por
su edad y posición social, tuviesen por inaceptable una propo-
sición que echaba por tierra las leyes admitidas respecto á la
navegación y á la geografía, y que hasta parecía opuesta á los
designios de la Providencia y alas Santas Escrituras.
Esto no obstante, parece ser que el Padre Calzadilla, Obispo
de Ceuta, que en la junta capitaneaba el bando contrario al pro-
yecto , sugirió al Rey que secretamente se equipase un bajel para
que probase á llevar á cabo la idea de Colón, navegando hacia
poniente. El bajel salió en efecto con todo sigilo, pero regresó
á Lisboa sin haber adelantado nada, porque los tripulantes no
se determinaron á seguir en dirección al oeste cuanto era pre-
ciso. Resultado que correspondía en justicia á la mala fe y des-
lealtad con que se había procedido.
Descontento Colón del comportamiento de la corte de Por-
tugal; muerta ya su mujer, y no ligándole á aquel país ningún
lazo de familia, abandonó á Lisboa, y mientras despachaba á su
hermano Bartolomé con un memorial para el rey Enrique VII
de Inglaterra, pidiéndole protección para sus atrevidos proyec-
tos y llevando además un mapamundi dibujado por aquél, se
trasladó al pequeño puerto de Palos, cerca de Huelva, acom-
pañado de su único hijo Diego, que podría tener ocho años de
edad.
En los comienzos de 1485 se hallaba Colón en Castilla, y,
provisto de una carta de recomendación que le dio su amigo el
Padre Marchena para el Prior del Prado, Fr. Fernando de Ta-
— 12 —
lavera, confesor de la reina Isabel, se puso encamino para Cór-
doba, donde se aposentaba por entonces la corte; siendo bien
recibido por aquel magnate.
Los Duques de Medinasidonia y de Medinaceli, con quienes
trabó conocimiento el infatigable genovés, lo animaron á prose-
guir sus propósitos y hasta le prometieron, especialmente el se-
gundo, equipar á sus expensas una carabela.
Pero de nádale hubiera servido á Colón la simpatía mezclada
de asombro que inspiraban sus sublimes teorías á los hombres de
espíritu noble y levantado y de generosos instintos, como el
médico García Hernández de Palos, que era muy dado al estu-
dio de las ciencias geográficas y astronómicas; como el virtuoso
Fr. Juan Pérez, que fué su constante y desinteresado amigo;
como los entusiastas proceres Medinasidonia y Medinaceli, y
los sagaces palaciegos Santángel y Alonso de Quintanilla, sin la
decidida protección que desde un principio mereció déla mag-
nánima Reina de Castilla, Isabel la Católica.
La perspicacia es natural en la mujer , y cuando á ella se une
un corazón bondadoso y sensible, los proyectos que á los hom-
bres fríos y poco dispuestos al entusiasmo parecen descabella-
dos productos de una razón enferma, adquieren forma y posibi-
lidad, sobre todo si están iluminados por los resplandores de
una fe viva y sincera.
El noble continente y distinguido porte del genovés, desam-
parado y sin hogar en extranjero suelo ; su fascinadora palabra;
su mirada franca, que era la expresión de su clara inteligencia,
no podían menos de causar un efecto favorable y duradero, y
al desarrollar su gran pensamiento, basado en las más puras
fuentes de la religión cristiana, por fuerza tenía que conmover
las más recónditas fibras de un corazón fácil de entusiasmarse
al impulso de móviles santos y elevados.
Isabel de Castilla, con su inalterable fe religiosa y su magná-
nimo corazón, creyó en las sublimes y portentosas promesas de
Colón, y le protegió hasta su muerte.
Fernando de Aragón, profundo político y prudente calcula-
dor, sin deslumhrarse por las brillantes ofertas del aventurero
genovés, dudó del éxito de ellas hasta que la evidencia demos-
tró su posibilidad.
— 13 —
Voy á transcribir aquí, por ser pertinente, un trozo de la
carta del Almirante viejo al aya (que había sido) del prín-
cipe D. Juan, escrita hacia el año 1500.
«En todos hubo incredulidad, y a la Reina mi señora dio de-
11o (Dios) el espíritu de inteligencia y esfuerzo grande, y la hizo
de todo heredera, como a cara y muy amada hija. La posesión
de todo esto fui yo a tomar en su real nombre. La ignorancia
en que hablan estado todos quisieron enmendalla, traspasando
el poco saber a fablar de inconvenientes y gastos. Su Alteza lo
aprobaba, al contrario, y lo sostuvo fasta que pudo »
Según el retrato que del Almirante nos ha dejado su hijo don
Fernando, era de elevada estatura y hermosa presencia, de ros-
tro oval, de color blanco y sonrosado. Muy robusto de cons-
titución, tanto, que si los sufrimientos, los trabajos y las contra-
riedades no la hubiesen destruido, habría podido alcanzar una
edad muy avanzada.
En su mocedad tenía el cabello rubio, pero á los treinta años
ya estaba casi blanco.
Durante su estancia en Córdoba, cautivó el corazón de una
doncella noble, llamada D." Beatriz Enríquez, de la cual na-
ció D. Fernando, preclaro y erudito historiador de la vida del
Almirante, cuya muerte fué una pérdida irreparable por mu-
chos conceptos.
No era oportuno el momento para que la corte de España se
comprometiera en una empresa que los más benévolos tenían
por dudosa y temeraria.
La larga y pertinaz guerra que sostenían los Reyes Católicos
contra los moros de Granada, tenía exhausto el Erario.
El héroe genovés, en tanto, fatigado de las dilaciones pala-
ciegas y de seguir detrás de la corte, á veces falto de recursos,
y deudor casi siempre á la generosidad de sus protectores y
amigos, iba perdiendo la paciencia.
Por fin, corriendo el año de 1487, después de muchas y reite-
radas solicitudes, obtuvo que se examinasen sus proyectos por
una Comisión ó Junta de teólogos y cosmógrafos; pero aun
cuando estaban de su parte los más ilustrados de ella, éstos
constituían el menor número, y el resultado no correspondió
por entonces á los deseos y á las esperanzas de Colón.
— 14 —
Comentando Bossi este hecho, fundado en falsas premisas,
en su Vita di Cristoforo Colombo^ se expresa así: «El proyecto
fué entregado al examen de hotnbres inexpertos, que, ignorando
los principios de la cos77t o grafía y de la náutica, juzgaron im-
practicable la empresa.»
¡Los mejores cosmógrafos del Reino! ¡Y qué cosmógrafos!
Una de sus principales objeciones era, que si una tiavese en-
golfaba demasiado Jiacia el Poniente, como pretendía Colón,
seria arrastrada por efecto de la redondez del globo, no pu-
diendo, por lo tanto, regresar á España.
El caballero Bossi se olvidaba que en Italia, su patria, mu-
cho más de un siglo después del descubrimiento de las Indias
occidentales, un Consejo de sabios eminentes y de teólogos in-
signes obligó á Galileo, á los setenta años de su edad, á abjurar
sus errores de rodillas, y á confesar que no era la tierra la que
se movía, sino el sol, no pudiendo, sin embargo, evitar que
aquel grande hombre, dominado por la fuerza de la verdad, de-
jase escapar la inmortal frase de e pur si muove.
¿Por qué, pues, se escandalizaba Bossi, y con él tantos otros
escritores empeñados en deprimir á España, de que en el si-
glo XV, hombres tenidos por doctos dudasen de la posibilidad
de que siendo la tierra redonda pudiese navegar un buque siem-
pre en una misma dirección sin caer en la inmensidad del es-
pacio?
No estaban en aquella época más adelantadas las otras nacio-
nes de Europa, ni era permitido á nadie, bajo penas severísi-
mas, aceptar cualquiera novedad en las ciencias físicas y natu-
rales que pudiese aparecer como una falsa interpretación de las
Sagradas Escrituras.
¡Cuántos inventores y cuántos hombres ilustres en las ciencias
y en las artes han sido perseguidos y atormentados, hasta per-
der la vida por el hierro ó por el fuego, á manos de jueces fanáti-
, eos é ignorantes y de crueles verdugos que los miraban como
reprobos y agentes del demonio!
La hipótesis sustentada por Colón se oponía á las creencias
admitidas hasta entonces entre la generahdad de los hombres
reputados por sabios, y no obstante, aun de entre teólogos tan
eminentes como el gran cardenal Mendoza, y Fr. Diego de Deza,
— 15 —
Arzobispo de Sevilla, halló benévola acogida, y á pesar del
fallo desfavorable de la Junta, aconsejaron al atribulado geno-
vés que no perdiese la esperanza, pues que los Reyes Católicos,
como era cierto, se comprometían por su intercesión á oirle de
nuevo y á prestarle su poderosa ayuda, una vez libres de la
guerra de Granada.
Pero Colón no quiso aguardar más; su espíritu se hallaba aba-
tido por siete años pasados en súplicas y gestiones de todo gé-
nero, sufriendo desaires y humillaciones, teniendo que mendigar
la protección de orgullosos proceres y de los altivos castellanos
que trataban con desdén á un extranjero á quien los más tenían
por iluso y por loco.
Determinó, pues, ausentarse para siempre de Castilla; pero
no para dar de mano á su grande obra, antes bien quiso tentar
un esfuerzo supremo cerca de la corte de Francia, de cuyo Rey,
Carlos VIII, había recibido una invitación formal para tratar
de sus proyectos.
Se trasladó, pues, á Huelva, en 1491, donde su grande admi-
rador y constante amigo Fr. Juan Pérez, apoyado por el médico
García Hernández, le instó áque suspendiera su viaje hasta ver
el resultado de la tentativa que aquel buen religioso, antiguo
confesor de la reina Isabel, se disponía á probar, para decidir
de una vez el ánimo de la excelsa Princesa, cuyos sentimientos
de admiración por su sabio amigo eran conocidos.
Accedió á ello Colón, y sin pérdida de tiempo se puso en
camino el digno franciscano para Santa Fe, donde se hallaba la
corte, y obtenida inmediatamente una audiencia de la Reina,
logró por fin el tan deseado beneplácito, contribuyendo al buen
éxito varios personajes entusiastas amigos de Colón, y especial-
mente Alonso de Quintanilla, Luis de Santángel y la Marquesa
de Moya, dama ilustre, amiga inseparable y confidente de la
Reina Católica.
Colón se dirigió á la corte á tiempo de presenciar la rendición
de Granada; obtuvo subsidios y las órdenes necesarias para
habilitar las carabelas que había de llevar en su viaje, y después
de desarrollar de nuevo sus planes ante los Reyes, mejor dis-
puestos á oirle, sobre todo Fernando, después del importantí-
simo triunfo conseguido con la terminación de la guerra de
— i6 —
Granada, recibió de ambos Monarcas inequívocas muestras de
aprecio.
Sin embargo, las pretensiones de Colón parecieron exor"bi-
tantes, sobre todo la de ser nombrado Virrey y Capitán general
de las tierras que descubriese, con la décima parte délas rentas
que produjeren.
El Rey Fernando no se avino de ningún modo á suscribir á
tal exigencia, y estas cláusulas, á las cuales daba Colón gran
importancia, como la tenían realmente, estuvieron á punto de
ocasionar la ruptura de las capitulaciones, y entretanto, profun-
damente disgustado el ilustre genovés, y decidido á no ceder
ni un ápice de los derechos y preeminencias que creía le eran
debidos, y que no podían sufrir los nobles castellanos se conce-
diesen á un advenedizo y obscuro navegante extranjero, se
marchó apresuradamente de Granada con intención de recoger
á su hijo en Andalucía y ponerse en viaje para Francia ó Ingla-
terra.
Pero la Providencia divina no permitió que la gloria del des-
cubrimiento fuera de otra nación que España, y en sus altos
designios dispuso que el conflicto se arreglase satisfactoria-
mente.
Luis de Santángel, Contador mayor de Aragón, defendió á
Colón calurosamente, y dijo que si sus pretensiones eran gran-
des, grandes eran también los beneficios que se iban á reportar
por su medio.
Isabel, lejos de ofenderse por estas razones, las aceptó en
todo su verdadero valor, y sin consultar más que á su corazón
nobilísimo, tomó sobre sí la empresa, por la corona de Castilla,
obligándose á empeñar sus alhajas si el real Erario no contaba
con fondos suficientes para sufragarlos gastos de la expedición.
Colón que aun se hallaba á pocas leguas de Granada, volvió
á la corte para asentar definitivamente las capitulaciones ante
los Reyes.
Formalizado por fin este acto importante, marchó á Huelva
para preparar las tres carabelas que habían de salir de Palos.
— 17 —
Ya no era aquel pobre pretendiente genovés despreciado por
muchos y comprendido por muy pocos, sino el procer de Cas-
tilla D. Cristóbal Colón, Almirante de las Indias y del Océano,
presunto Virrey y Capitán general de las tierras que iba á descu-
brir. El obscuro apellido del Colombo italiano fué reemplazado
desde entonces para siempre por el glorioso del Colón caste-
llano.
Procedió el Almirante á activar el armamento y á reclutar la
gente de mar, con ayuda de sus amigos de Huelva y Palos, y
principalmente del P. Fr. Juan Pérez y de Martín Alonso Pin-
zón, cuya influencia como naviero y capitán de fama y expe-
riencia era mucha entre los marineros de aquellas playas.
No consta de una manera fehaciente que Martín Alonso
hubiese prestado además auxilio monetario á D. Cristóbal, y
en los escritos que se conservan de éste no se encuentra nada
que dé alguna luz sobre ese extremo.
Por el contrario, en el testamento y codicilo del Almirante
se lee lo siguiente:
«El Rey y la Reina nuestros señores, cuando yo les serví con
las Indias; digo serví, que parece que yo, por la voluntad de
Dios N. S., se las di como cosa que era mía, puédolo decir por-
que importuné á S. S. A. A. por ellas, las cuales eran ignotas é
abscondido el camino á cuantos se fabló dellas, é para las ir á
descubrir allende de poner el aviso y mi persona S. S. A. A. no
gastaron ni quisieron gastar para elUo, salvo un cuento de mara-
vedís, é á mí fué necesario de gastar el resto.»
A continuación del testamento y codicilo siguen la memoria
ó apuntación, de mano del Almirante, pero no menciona en ella
á Pinzón ni hay rastro de que éste ó su familia hayan reclamado
después dinero alguno facilitado para el armamento de las cara-
belas.
Por lo demás, es muy probable que haya tenido que recurrir
á la familia de Enríquez de Córdoba, á los Pinzones y á otras
personas acaudaladas de Palos y de Huelva; pero, dado que
existiesen semejantes compromisos, sin duda fueron satisfechos
religiosa y puntualmente por Colón, sin mediar contrato escrito,
por no ser necesario, y porque no dejaría pasar mucho tiempo
sin saldar sus cuentas pendientes.
— i8 —
Era un viernes, el 3 ae Af>osto de 1492, cuando después de
haber confesado y comulgado devotamente todos los que se
embarcaron en la nao Santa María y en las carabelas Pinta y
JViña, dejaron el puerto de Palos.
El Almirante D. Cristóbal Colón, al frente de un centenar de
hombres, que en él tenían fijas sus miradas, los unos con envi-
dia, los más dudosos del éxito, y los menos obedientes y respe-
tuosos, debía hallarse en una situación de tal modo excep-
cional, que no encuentro expresiones para dar siquiera una
ligerísima idea de ella.
Todo aquel que haya leído con detenimiento el Diario del
Almirante, redactado con la proverbial sencillez de esa clase
de documentos, ha debido forzosamente llenarse de admira-
ción, al considerar la osadía, la constancia y la fe inquebranta-
bles, con que aquel grande hombre y los héroes que con él par-
ticiparon de la gloria del primer viaje transatlántico hacia el
Oeste, dieron cima á su arriesgada empresa.
¿Quién al llegar á los acaecimientos del día 1 1 de Octubre
de 1492 no siente latir su corazón á impulso del más noble en-
tusiasmo, figurándose el momento en que el Almirante ve aque-
lla luz que va de un lado á otro?
¿Y cuando la Pinta , adelantándose por ser más velera, dis-
para el cañonazo indicador de tierra ?
La imaginación se transporta á aquellos ya remotos tiempos,
y con un poco de esfuerzo se representa el teatro de aquella
escena tierna y conmovedora, única en su género.
Al navegante más que á otro alguno, al conocedor de los paí-
ses descubiertos por Colón, es al que con justo derecho perte-
nece la facultad de apreciar con exactitud los hechos tales como
pasaron, y de darse cuenta en cierto modo de lo que pensarían
los admirados marinos al contemplar el Nuevo Mundo que, poco
á poco, y como por ensalmo, se iba desarrollando ante sus ojos.
¡Loor eterno al inmortal Colón, que fué el primero que uti-
lizó con éxito la brújula ó aguja náutica, para guiarse en la na-
vegación de altura, hasta descubrir tierra ^ot poniente/
¡Loor eterno también á los hermanos Pinzón, que le ayuda-
daron en su colosal empeño, contribuyendo con sus personas,
sus deudos y sus bienes!
— 19 —
Mas no olvidemos á la reina Isabel de Castilla, esa gran figura
de la Historia, esa santa mujer, orgullo de su sexo y gloria de
nuestra patria, que fué el ángel tutelar de Colón.
La idea del descubrimiento de ias Indias occidentales fué,
sin duda alguna, del insigne genovés, y por ella trabajó sin des-
canso uno y otro día.
Pero el hecho mismo del descubrimiento, en cuanto á su po-
sibilidad, se debe á la excelsa Princesa, que, á ser preciso, hu-
biera sacrificado sus joyas todas para costear los gastos de la
expedición.
Sin el genio de Colón no se hubiera pensado en tal empresa,
en aquella época por lo menos.
Sin el corazón de Isabel no se hubiese llegado á poner en
práctica en mucho tiempo.
El extracto del Diario de navegación del primer viaje de Co-
lón, escrito muchos años después por Fr. Bartolomé de Las
Casas, con presencia de los datos más fidedignos y principal-
mente de una copia de la Hisioria de Colón que el hijo de éste,
D. Fernando, publicó á principios del siglo xvi, es la fuente á
que han tenido que acudir sin remedio todos los que se han
ocupado del descubrimiento de las Indias occidentales, tanto
los españoles como los extranjeros.
Es verdad que por no haber sido Las Casas testigo de vista y
por no conocer muchos de los lugares descritos por el Almi-
rante, ni entender de cosas de mar, ha debido incurrir segura-
mente en no pocas equivocaciones; pero así y todo no es posi-
ble negar que ese venerable documento, tal como ha llegado
hasta nosotros, es la guía mejor que existe para seguir paso á
pasólos incidentes del primer viaje transatlántico hacia el Oeste,
y averiguar cuáles fueron los sitios que visitaron en su expedi-
ción aquellos intrépidos navegantes.
Otra dificultad, que es común á todos los códices y papeles
antiguos, es descifrar las palabras, bárbaras unas, abreviadas
otras caprichosamente y escritas las más con mala ortografía, y
no siempre del mismo modo.
No es de extrañar, pues, que á pesar del exquisito esmero
con que D. Martín Fernández de Navarrete, y antes D. Juan
Bautista Muñoz, trataron de interpretar, como debe enten-
20 —
derse, el extracto del Diario de navegación citado, no hayan
conseguido asentar con certeza completa la situación de los dos
hechos culminantes de ese viaje, á saber, cuál fué la primera
tierra descubierta por Colón, y cuál el punto á donde llegó en
la isla de Cuba.
Un dato se conserva de la mayor importancia, respecto á la
primera tierra visitada por Colón, y es el nombre que le daban
los indios.
En el Diario del Almirante, en sus cartas y en las distintas
relaciones de aquel notable acontecimiento, consta de una ma-
nera indudable que se llamaba Giianahani^ la isla á que puso
Colón San Salvador. Por desgracia los graves cuidados de la
instalación en la isla Española, el interés creciente que inspi-
raban las nuevas y extensas regiones descubiertas, hicieron ol-
vidar aquella pequeña isla, alejada por otra parte del centro
principal del movimiento, y sólo quedaron de ella vagos recuer-
dos, noticias incompletas y el nombre que tenía entre los indí-
genas lucayos.
Entretanto, pasada la fiebre de los primeros momentos, y
mucho después han ido ocupándose los escritores nacionales y
extranjeros en la noble empresa de completar las noticias que
se tenían de la derrota de Colón, á fin de seguirla hasta el tér-
mino de su primer viaje, sin omitir ninguna circunstancia de
interés.
Desde entonces, historiadores y geógrafos, hombres de cien-
cia, eruditos académicos, infatigables bibliófilos y marinos ilus-
tres, han dedicado largas vigilias al estudio de los anales coetá-
neos, á registrar papeles viejos y escudriñar Hbros referentes á
la historia de los primeros establecimientos en el Nuevo Mundo,
y hasta en hacer excursiones marítimas, á fin de conseguir que
cesara de una vez la incertidumbre, respecto á los puntos cues-
tionables.
Entre los extranjeros, corresponde la primacía al sabio histo-
riador anglo-americano, Washington Irving, quien, después de
haber permanecido varios años en España consagrado al estu-
dio de nuestras costumbres, procuró aumentar el caudal de sus
conocimientos históricos con las noticias que halló en nuestros
archivos y bibliotecas, publicó en 1828 la Historia de la vida
;i —
y de Jos viajes de Cristóbal Colón ^ quizá la mejor que se co-
noce, y no contento con eso, dirigió una exploración á las islas
Lucayas y á la isla de Cuba, para dar á su obra todas las garan-
tías posibles de exactitud.
Según la hipótesis admitida por Irving, la isla Cat (ó del Gato)
es la misma que Colón denominó San Salvador^ y por eso en
muchas cartas y mapas se la designó por ese nombre, y gene-
ralmente por el de isla grande de San Salvador.
Siguen la opinión de W. Irving los alemanes Campe y Hum-
boldt, el laborioso geógrafo cubano D. José María de la Torre,
el economista La Sagra y otros.
Merece lugar preferente, entre los españoles, el infatigable
D. Juan Bautista Muñoz, quien con grande laboriosidad, exacto
juicio y sin igual constancia, se dedicó á reunir multitud de
piezas manuscritas, que por desgracia no tuvo tiempo para co-
leccionar por completo, y dio á la estampa en 1793 el primer
tomo de su Historia del Nuevo Mundo ^ en la cual hace una
exposición sencilla, clara y ajustada fielmente á la verdad de
los hechos principales del descubrimiento.
El erudito historiador anglo americano Henry Harrise se ex-
presa en estos términos, al hacer la biografía de Muñoz:
«El resultado de sus investigaciones fué una colección consi-
derable de copias de los siglos xv, xvi y xvii, preciosamente
escogidas. Se encuentran también copiosos índices de los ma-
nuscritos que se conservaban en las principales colecciones de
la Península; con auxilio de estas piezas escribió Muñoz el pri-
mer volumen de su Historia del Nuevo Mundo. Esta historia
no es un tejido de frases huecas y de afirmaciones atrevidas.
Por el contrario, se nota un concienzudo estudio de los oríge-
nes con estilo sobrio, imparcialidad y sangre fría, y para la
época y el país, crítica.»
Don Francisco de Varnhagen dice también:
«Juan Bautista Muñoz, el grande historiador de Indias, infe-
lizmente malogrado antes de haber legado á la posteridad todo
el fruto de sus vigilias, después de haber reunido en muchos
archivos y con mucha diligencia el grande aparato de documen-
tos, de los cuales la publicación de una pequeña parte vino á
establecerla reputación de Navarrete, Juan Bautista Muñoz,
decíamos, reconociendo que á la San Salvador de las cartas fal-
taban condiciones para poder ser aceptada por la isla á que Co-
lón dio este nombre, según las indicaciones de su derrotero, se
decidió á considerar como tal á la isleta que en las antiguas car-
tas españolas se nombra Giianimá y hoy se dice Watling.»
Y añade más abajo: «Navarrete pretendió sustituir la Wat-
ling nada menos que con una de las Turcas.»
En efecto; sin razón plausible y con ligereza imperdonable
en un hombre tan eminente como era el sabio marino y aca-
démico D. Martín Fernández de Navarrete, quiso que Colón
hubiese ido á dar con la isla más al Norte del grupo de las
Turcas, idea que no puede aceptarse en manera alguna ante
un examen imparcial.
Pero es aún más extraño que De Varnhagen, que critica á
Navarrete por su equivocada creencia, caiga en un error seme-
jante, tomando por la Guanahaní la Mayaguana ó Mari-
guana^ como hoy se llama.
La opinión de Muñoz prevalece en el día, y con gusto debo
consignar aquí, como prueba de este aserto, que en el derrotero
de las Antilllas, publicado en Madrid en 1890, se lee lo siguiente
(pág. 805): «La isla Watling ó San Salvador, que reúne las ma-
yores probabilidades de ser la primera tierra que pisó Colón en
el Nuevo Mundo »
Conviene también advertir que en las cartas españolas se da
el nombre de isla grande de San Salvador á la del Gato ó Cat
de los Ingleses, y el de San Salvador también á la de Watling.
Por ser pertinente á mi propósito, voy á copiar aquí lo que se
lee en la página 533 y siguientes del primer tomo de la gran-
diosa obra titulada Cristóbal Colón^ que acaba de dar á luz el
ilustrado cuanto modesto Director de la Real Academia Sevi-
llana de Buenas Letras, D. José María Asensio:
«Hase discutido y continúa discutiéndose con grande em-
peño en todas partes, pero muy especialmente por la Sociedad
Hidrográfica que en Washington dirige Mr. Patterson, cuáles
fueron los primeros puntos de las Antillas que visitó Colón, y
sobre todo, cuál de aquellas islas es la famosa Guanahaní^ que
el bautizó con el nombre de San Salvador. Ni Hernando Co-
lón, ni Las Casas, ni Herrera, la determinaron con precisión y
2^
exactitud. Don Juan Bautista Muñoz, que reparó esafalta, dióse
á creer y asegurar que la verdadera Guanahani era la isla
Watling, de cuatro leguas de extensión, y que está situada á
quince al E. de la isla del Gato (Cat island de los ingleses), que
es la llamada San Salvador y la tenida generalmente por Gua-
nahani. Vino después el Sr. Navarrete, y apoyado en el pode-
roso testimonio del teniente de fragata D. Miguel Moreno, el
cual acompañó al almirante Churruca en su expedición cientí-
fica en las Antillas á fines del siglo anterior, sostiene que la ver-
dadera Gitatiahaní tsXdi isla del Gran Turco ^ pequeño islote
de una legua de extensión al E. del banco llamado Los Caicos
en el paralelo 21° 5.
»Pero viene Washington Irving, y guiado por la pericia de
un marino anglo-americano, combate victoriosamente la aser-
ción de Navarrete y restituye su derecho de primogenitura á
San Salvador la Gránele. Abre esto nuevas discusiones é in-
vestigaciones; y de una parte Varnhagen, de otra el comodoro
Owen, y por último, el capitán Becher, contienden, preten-
diendo el primero que la verdadera Guana/ianí es la isla Ma-
riguana^ y que de allí siguió Colón el rumbo á las islas Crooked
y Acklin, de ellas á la isla Larga, tocando después en la Exuma
para volver sobre Long island y Crooked y dirigirse de aquí
al puerto de Gibara, costa Noroeste de Cuba. Bien se ve en-
tonces cuáles de estás islas serían las denominadas por Colón
La Concepción^ Fernandina é Lsabela.
»E1 capitán Becher hace llegar primero á Colón á Watling,
por haber el día 7 de Octubre torcido el rumbo al Sudoeste,
andando al Nordeste de la isla. De allí, circunnavegando por el
Noroeste de la isla, se dirigió á Cayo Rum, que es la isleta á
que por lo pequeña no da nombre, y le hace tocar en el Cabo
Santa María de la isla Larga (Long island), marchar después á
la isla Exuma para volver á Long island (isla Larga), y de allí
á la Boca de las Carabelas, en la isla de Cuba.
»Mr. G. V. Fox (i 881), que es la isla de Samando al Nordeste
de los Cayos, denominados Las Planas, y al Noroeste de Ma-
riguana el primer punto de desembarco de Colón, el cual se di-
rigió al Sursudoeste, tocando en la parte septentrional de las is-
las Acklin y Crooked; de allí al Oeste, para sólo tocaren Cabo
— 24 —
Verde de la isla Larga (Long island), retroceder luego al cen-
tro occidental de la Crooked, para de allí tomar el rumbo Sur-
oeste, que le llevó al puerto del Padre, costa norte de Cuba,
entre la punta de Muías y el puerto de Nuevitas del Príncipe.
»E1 barón de Humboldt, con la valiosa cooperación de Wal-
kenaer ha ilustrado grandemente la cuestión y apoyado fuerte-
mente la opinión de Irving con las autoridades y razones que
suministran los mapas é itinerarios de Juan de la Cosa, Diego
Ribeiro y D. Juan Ponce de León »
En la misma obra se inserta una interesante carta del repu-
tado cubano D. Juan Ignacio de Armas, de la cual citaré algu-
nos trozos: « verdadero lugar del primer desembarco de
Colón en América. Este es la isla Watling, designada como tal
por D. Juan Bautista Muñoz desde 1793; Navarrete en 1825,
optó por el Gran Turco; W. Irving en 1828, por la isla Cat, ó
sea grande de San Salvador, que ya poseía generalmente ese
crédito desde antes de Muñoz; Becher en 1856, otra vez por
Watling; Varnhagen en 1864, por Mariguana; Fox en 1881, por
Cayo Atwood 6 Samaná. Pero entre esas cinco islas, sólo Wat-
ling corresponde á la descripción de Colón. Según éste, Gua-
na ha ni era una isla sin ninguna altura, rodeada de un arrecife
con una gran laguna al medio y con un buen puerto en su lado
norte »
Así lo cree también el Sr. Leyva.
No será ocioso añadir que el mismo Navarrete tuvo ocasión
de conocer la exactitud de la designación hecha por Muñoz.
En una nota que dejó manuscrita para añadirla en una edición
posterior de su libro, nota que reproduce ü. Miguel Rodríguez
Ferrer en su conocida obra sobre Cuba, decía lo siguiente:
«Con bastante fundamento D. Juan Bautista Muñoz, en su
Historia del Ahuevo Mundo^ lib. iii, pág. 12, opina que la isla
GiianaJianí^ primera que descubrió el Almirante, era, en su
concepto, la isla Watling.»
Sostienen esta misma creencia, de acuerdo con Muñoz, Pes.
chel, el capitán Becher, de la Marina Real británica, Mr. Ma-
jor, el Dr. Pietschmann y el Sr. Leyva.
Por mi parte, debo añadir que antes de consultar los libros y
documentos, de los cuales he entresacado cuanto he creído útil
— 25 —
para ilustrarme en la investigación que persigo, me hizo deci-
dirme en favor de la isla Watliug^ la carta trazada por Juan
de la Cosa en 1500, cuyo original se conserva con el mayor cui-
dado en el Museo Naval de Madrid, es un documento inapre-
ciable, no sólo por su mérito excepcional, sino porque á pesar
de las inexactitudes de forma y dimensiones de las islas y costas
que trae dibujadas, arroja luz muy clara sobre algunos puntos
dudosos, y gracias á ella no permite dudar, á mi entender, acerca
de cuál pudo ser la Giianahani ó San Salvador de Colón.
Hasta ahora, los que se han ocupado de esta carta ó mapa,
inclusos Muñoz y Navarrete, si bien nos la representan como
un objeto curioso y de la mayor estimación, me parece que no
han sacado de ella gran fruto, quizá porque la falta de correc-
ción del dibujo les haya movido á desechar su testimonio, con-
siderándolo por ventura inadecuado para un estudio formal.
Don Ramón de La Sagra, en el segundo tomo de su Historia
de la isla de Cuba (París, 1842), trae una copia calcada sobre
la carta de la Cosa en la parte concerniente á las tierras é islas
occidentales, que me ha servido de mucho para mi trabajo.
Confrontando el trozo de la carta de Juan de la Cosa con el de
la moderna de las islas Lucayas, se ve por la situación respec-
tiva de unas y otras islas, que la Guanahaní no es otra que la
Watling; circunstancia, á mi juicio, que constituye un argu-
mento irrefutable, que me confirma más y más en mi opinión.
Por eso, causa extrañeza que De Varnhagen, á pesar de la dis-
creción y tino con que aprecia los errores cometidos por Ir-
ving y hasta por el mismo Navarrete, se empeñe en afirmar que
la isla Mayaguana, ó Mariguana, es la verdadera Guanahaní, fun-
dándose, entre otras cosas, en una casual semejanza de nom-
bres entre Mayaguana y Guanahaní. Por cierto que no es tanta,
y al pronunciar estas palabras, desaparece con sólo recordar
que Las Casas nos ha dejado consignado textualmente que debe
cargarse el acento sobre la última sílaba. Más parecido hay en-
tre Guanimá y Guanahaní, siendo de advertir que algunos han
nombrado por la primera á la Watling. De todos modos, aque-
lla pretendida semejanza tendría algún valor, si en la carta de
Juan de la Cosa no estuviesen la Mayaguana y la Guanahaní
designadas con sus denominaciones indígenas simultáneamente.
— 20
Juan de la Cosa no ha podido equivocarse respecto á la ver-
dadera Guanahaní: hizo con Colón los dos primeros viajes; el
primero en la nao Santa María ^ de la cual era maestre y dueño,
y el segundo como capitán y maestro de hacer cartas.
Fué, pues, testigo presencial y era considerado como el más
hábil piloto de su tiempo, y muy diestro en el trazado de cartas
y mapas. Basta con la muestra que de su habilidad nos queda
para admirar la delicadeza, la minuciosidad y la perfección re-
lativa conque está ejecutado el trabajo, dadas la época y los
conocimientos que se alcanzaban entonces.
II.
Con deliberado intento he dejado para lo último el examen
del Diario de Colón, por lo mismo que es la fuente única, por
decirlo así, de la cual proceden cuantas opiniones existen acerca
de las primeras tierras descubiertas en el Nuevo Mundo.
Paso por alto las peripecias de la salida del puerto de Palos
el día 3 de Agosto, de la llegada á las Canarias y la navegación
con rumbo al Oeste; pero antes de seguir adelante, voy á trans-
cribir lo que trae dicho documento, acerca de un punto capital,
que conviene tener presente:
«Jueves 13 Setiembre En este día, al comienzo de la no-
che las agujas noruesteaban y á la mañana noruesteaban algún
tanto.»
«Lunes 17 Setiembre Hallaron (los pilotos) que las agujas
noruesteaban una gran cuarta y temían los marineros y estaban
apenados, etc.»
— 2-
Fué por primera vez notado por Colón el 13 de Septiembre
de 1492 que la aguja magnética, en lugar de dirigirse hacia la
estrella polar ó muy próximamente al Norte verdadero, decli-
naba para el Oeste. Aquel grande hombre disimuló su inquietud
al observar un fenómeno que era desconocido á los cosmógra-
fos de la época, y después de explicarlo á su manera, hizo lo
posible para tranquilizar, no sólo á los rudos é indoctos marine-
ros, sino también á los expertos pilotos y á los hombres más
ilustrados de entre sus compañeros de viaje.
En efecto; por entonces, sobre la costa de Portugal, hacia
las Canarias, debía ser poco sensible la variación de la aguja en
el sentido oriental, pues que en el siglo xvi era ya casi nula.
Según las observaciones hechas posteriormente y la marcha ad-
mitida para la oscilación secular de la aguja magnética, su
declinación sería probablemente de unos 20° NO. en las inme-
diaciones de las islas Lucayas, cuando Colón las descubrió, cir-
cunstancia que conviene no echar en olvido, pues que explica
las inexactitudes que se registran en las demoras y rumbos de
que se hace mención en el Diario del Almirante, en su travesía
por entre las islas y cayos que describe:
Dice más adelante:
«Martes 9 de Octubre Navegó al Sudueste, anduvo cinco
leguas: mudóse el viento al Oueste cuarta al Norueste y anduvo
cuatro leguas; después con todas once leguas de día y á la no-
che veinte leguas y media: contó á la gente diez y siete leguas.
Toda la noche oyeron pasar pájaros.»
«Miércoles 10 de Octubre. Navegaron al Ouesudueste, an-
duvieron á diez millas por hora y á ratos á doce, y algún rato á
siete y entre día y noche cincuenta y nueve leguas: contó á la
gente cuarenta y cuatro leguas no más. Aquí la gente ya no lo
podía sufrir: quejábase del largo viaje; pero el Almirante los
esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los
provechos que podrían haber. Y añadían que por demás era
quejarse, pues que él había venido á las Indias y que así lo ha-
bía de proseguir hasta hallarlas con el ayuda de nuestro Señor.»
«Jueves II de Octubre. Navegó al Ouesudueste, tuvieron
mucha mar, más que en todo el viaje habían tenido
»Después del sol puesto, navegó su primer camino al Oueste:
— 28 —
andarían doce millas cada hora y hasta dos horas después de
media noche, andarían noventa millas, que son veinte y dos le-
guas y media El Almirante á las diez de la noche , estando en
el castillo de popa, vido lumbre, aunque fué cosa tan cerrada
que no quiso afirmar que fuese tierra, pero llamó á Pero Gu-
tiérrez, repostero destrados del Rey é díjole que parecía lum-
bre, que mirase él y así lo hizo y vídola Después que el Al-
mirante lo dijo, se vido una vez ó dos, y era como una candelilla
de cera que se alzaba y levantaba el Almirante tuvo por
cierto estar junto á la tierra »
Los indicios de la cercanía de tierra eran cada vez más fre-
cuentes.
Hacía tres días que millares de pajarillos, á quienes la corte-
dad de sus alas no permitía alejarse mucho de las costas, vola-
ban hacia el Oeste; además habían cogido en el mar los ma-
rineros un arbusto cubierto de un fruto encarnado, todavía
fresco, y los vientos ya no eran tan constantes como en el ancho
Océano. Todo, pues, se aunaba para presagiar que se llegaba
por fin al término de aquella larga y penosa navegación, y de
que Colón iba á recibir el premio de su constancia heroica.
Era tal la certidumbre que tenía el Almirante de la proximi-
dad de la tierra, que, al anochecer del ii, tomó todas las pre-
cauciones propias de los navegantes experimentados en tales
casos. Recomendó la mayor vigilancia á los hombres de servi-
cio, y mandó acortar de vela, para evitar un choque posible
con la tierra durante la noche.
No se puede afirmar que la luz que creyó ver el Almirante, y
con él Pero Gutiérrez, existiese realmente, aunque pudo ser
muy bien alguna hacha resinosa que llevasen en una canoa;
pero quizá sólo fué una ilusión muy natural en el ansioso deseo
del Almirante, cosa que por otra parte es muy frecuente en la
mar.
¡Cuántos no han creído ver distintamente la luz de un faro
que esperaban divisar en una noche obscura!
— 29 —
Durante toda la noche se mantuvieron desvelados oficiales y
marineros, y todos los tripulantes en fin, en la mayor agitación
y sin dejar de mirar al horizonte por la parte del Oeste, recor-
dando la promesa de diez mil maravedís hecha por los Reyes
Católicos para el primero que descubriese la tierra.
La Pinta iba delante por ser más velera. De improviso, á las
dos de la madrugada, Rodrigo de Triana, que se hallaba en la
proa de aquella carabela, mandada por Martín Alonso Pinzón,
lanza el grito de ¡Tierra! ¡Tierra por la proa! y un cañonazo
anuncia tan fausta nueva á la Niña y á la Santa María.
Todos á porfía claman á una voz ¡Tierra! ¡Tierra! y los cora-
zones de aquellos fatigados navegantes se ]len;-n de franca
alegría.
Sin embargo, aleccionados por las decepciones sufridas otras
veces, aguardaron con cierta inquietud la venida de la aurora
para asegurarse bien de que no se equivocaban.
Las tinieblas se disipan poco á poco, y aparece por fin, ante
los admirados ojos de aquellos hombres curtidos por la ruda
profesión del marino, una isla rasa cubierta de verdura.
Todos caen de rodillas, y dirigiendo sus ojos al cielo, pri-
mero, y después, como en son de arrepentimiento, al Almirante,
poseídos de fervor y unción religiosa, entonaron un Te Deiim,
expresión sincera de la fe que entonces los dominaba.
« Pusiéronse á la corda (al pairo), temporizando hasta el
viernes, que llegaron á una isleta de los lucayos, que se llamaba
en lengua de indios Guanahaní está Lesteoueste con la isla
de Hierro.... Esta isla es bien grande y muy llana y de árbo-
les muy verdes y muchas aguas, y una laguna en medio, muy
grande. (Sábado 13 de Octubre.)
Esta isla no puede ser otra que la Watling, según se com-
prueba por la inspección de la carta de Juan de la Cosa; y
Colón debió fondear cerca de la punta SO. de ella, por el rumbo
que iba haciendo.
— 30 —
La Watling está al S., 84° O. de la isla de Hierro, y tiene, en
efecto, una laguna grande en medio y otras más pequeñas. Pue-
den consultarse la carta de las Lucayas y el derrotero de las
Antillas (pág. 805) publicado por el Depósito Hidrográfico
en 1890.
«Domingo 14 de Octubre. — En amaneciendo, mandé adere-
zar el batel (bote) de la nao y las barcas (barquillas) de las cara-
belas, y fui al luengo de la isla en el camino del Nornordeste
para ver la otra parte, que era de la otra parte del Este, que
había temía ver una grande restinga de piedra que cerca
toda aquella isla al rededor y entre medias queda hondo y
puerto para cuantas naos hay en toda la cristiandad vide un
pedazo de tierra que se hace como isla aunque no lo es
Está todo conforme con la descripción de la isla Watling y
con su bojeo. El pedazo de tierra que parecía isla, pudo ser el
Cayo Blanco, y hay otros situados en poca agua por el lado N.,
que quizá estuviesen entonces unidos á la isla, y en cuanto al
puerto, que tanto ha dado que hacer al Dr. Harrise y á otros
críticos eruditos, no era ni más ni menos que el abrigo que
queda entre los arrecifes y la isla, donde se sondan de 8 á 16
brazas, descrito con exageración por el Almirante; muy natural
esta exageración, por otra parte, cuando se hallaba entusiasmado
con el nuevo descubrimiento. Manifiesta extrañeza el Dr. Ha-
rrise de que el primer día supiese Colón el nombre de la isla
descubierta, y supone gratuitamente que Guanahaní es una
interpolación de Las Casas. ¿Qué tiene de particular que pre-
guntasen por señas sencillas á los indios el nombre de aquella
isla? Al contrario, eso es lo que debió habérseles ocurrido desde
luego, sobre todo al pisar la primera isla descubierta. No insisto
sobre este punto, y paso á continuar el estudio del Diario del
Almirante.
— 31 —
Dejando Colón, en la amanecida del 14, la nao y las carabe-
las en su fondeadero al SO. de la isla de Guanahaní, marchó
con los tres botes á reconocer la isla con proa al NNE. prime-
ro por la parte occidental, y dando la vuelta por el N., siguió
por la parte oriental, restituyéndose cuando ya no era de día á
los buques.
Se desprende de aquí que la isla no podía ser muy grande;
así es que las quince leguas de largo que le da Las Casas, bien
podrían ser solamente quince millas, y entonces ya no parece-
ría imposible que los botes hubiesen podido rodearla en ocho
horas, ó diez á lo sumo, de boga al remo. La isla Watling tiene
de largo unas doce millas, y no se ofrece dificultad alguna,
por lo tanto, á la realidad del hecho referido.
En la noche del mismo 14 dio la vela el Almirante, con pre-
caución, de la isla Guanahaní, que llamó de San Salvador, en
demanda de otra que le quedaba á cinco ó más leguas de dis-
tancia, de entre varias que veía.
« miré por la más grande y aquella determiné andar y así
hago y será lejos desta de San Salvador, cinco leguas »
«Lunes 15 de Octubre Y como la isla fuese más lejos de
cinco leguas, antes será siete.»
El Cayo Rum está á seis leguas de la isla Watling.
« y la otra derrota que yo seguí se corría Lesteoueste, y
hay en ella más de diez leguas , á la cual (isla) puse nombre
«Santa María de la Concepción.»
— 32 —
Desde la isla Watlirig á la de la Concepción hay más de diez
leguas al S. 84° O.
El 16 de Octubre dejó el Almirante la isla de la Concepción,
que así se llama aún hoy, y fué á fondear cerca de la punta SE.
(Colón) de la isla Fernandina, que es la Cat de los ingleses. La
costa oriental de esta isla corre del NO. V4 N. al SE. V4 S. pró-
ximamente, y dista ocho leguas de la isla Concepción.
El miércoles 17 salió el Almirante costeando la isla Fernan-
dina (hoy Cat) por su parte oriental, y al estar entre las puntas
(Bird y NE.) más salientes, reconoció un abra que tiene dos
islotes; siguió algo más al N., y como se llamase el viento
del ONO., amolló en popa para separarse de la tierra, yendo
luego en demanda de la punta del SE. (Punta de Colón), á
cuyo resguardo fondeó al obscurecer del 18 de Octubre.
«Viernes 19 de Octubre. — En amaneciendo, levanté las
anclas con la nao fui al Sueste antes que andásemos tres
horas, vimos una isla , la cual nombraron estos hombres de
San Salvador que yo traigo, la isla Saometo, á la cual puse nom-
bre la Isabela »
Esta es la isla Larga.
« y se corría después la costa al oueste, y había en eMa
doce leguas fasta un cabo, á quien yo llamé el Cabo Hermoso^
que es de la parte del Oueste Este á quien yo digo Cabo
Fermoso creo que es isla apartada de Saometo, y aun hay otra
entremedias pequeña.»
— 33 ~
Este cabo Fermoso es la parte N. de la isla Extima ^ que
demora al O., doce leguas del Cabo de Santa María (de la isla
Larga), y tiene cerca varios islotes y cayos. No se equivocó,
pues, el Almirante en su creencia.
«Sábado 20 de Octubre. — y fallé todo tan bajo el fondo
que no pude entrar ni navegar á ello y por esto me deter-
miné de me volver por el camino que yo había traído del Nor-
nordeste de la parte del Oueste y rodearla para reconocerla.»
No pudiendo Colón ir al SO. del cabo de Santa María (isla
Larga) á causa de los bajos y peligros que en efecto imposibili-
tan la navegación por ese paraje, gobernó hacia el NNE., dobló
la isla por el N., y barajando la costa del E. fué á fondear á la
parte SO. de aquélla.
Se ha querido exigir en el sumario que hizo Las Casas del
Diario de Colón, una exactitud tal en la descripción de las pri-
meras islas descubiertas, que no dejase duda respecto á ellas, y
claro está que si así fuese, no habría tanta diversidad de opinio-
nes acerca de cuál es la «Guanahaní», extremo del hilo de este
nuevo laberinto. En cambio, mientras se desechaba por muchos
la isla Watling, por notarse quizá alguna contradicción aparente
ó de poca importancia en las palabras del Almirante, se han
admitido en su lugar la «Cat», la del «Gran Turco», la «Mari-
guana» y aun la «Samaná», prescindiendo de condiciones nece-
sarias y violentando otras de distancias y magnitudes. Dice á
este propósito el Dr. Harrise, antes citado: «Estas tres islas
(San Salvador, la Concepción y la Fernandina) aun no están
identificadas. Las atribuciones varían, según la que se supone
Guanahaní. Si se admite que esta última sea la Samaná actual,
Santa María (Concepción), sería Crooked ó Acklins, y la Fer-
nandina'la isla Larga. En cuanto á la Isabela, nos parece
imposible reconocerla. Los indios la llamaban Saonicto.-^
Pues con ver que con este nombre, ó con uno muy parecido
3
— 34 —
(Someto), designa Juan de la Cosa en su carta la isla que corres-
ponde indudablemente á la Larga actual, ¿puede caber duda en
que sea esta la Isabela de Colón?
¿Y no está patente también que la Giianahani no puede ser
distinta de la Watling de nuestros días, dada su colocación res-
pecto á la Isabela ó sea á la isla Larga?
En cuanto á la Concepción, existe hoy una con este nombre
entre la Watling y la Cat, y es probable que el Almirante,
cuando decía las islas de Santa María de la Concepción (i6 de
Octubre), quisiese designar las dos que se conocen por Concep-
ción y Cayo Rum en las cartas modernas.
El Dr. Harrise supone que Colón visitó primero una isla
pequeña, y luego otra mayor, para ponerse de acuerdo con la
extensión que le da Las Casas, de quince leguas. He demostrado
la inexactitud ó error de este aserto más arriba, y respecto á
que isleta signifique siempre isla pequeña, en la relación del
Almirante, voy á transcribir algunos párrafos para que se vea la
importancia que debe darse á ciertas apreciaciones. En los
acaecimientos del i6 de Octubre se lee de la isla Fernandina:
es grandísima. En los del 17: esta isla (Fernandina) más peque-
ña que no la isla Saometo (Isabela). Y por último, en el 20 de
Noviembre á la isleta que llamó Isabela (Saometo).
De modo, que una isla conceptuada como grandísima, re-
sulta, sin embargo, menor que otra, tenida por isleta.
Basta con este ejemplo, elegido entre muchos, para probar
que no se pueden tomar al pie de la letra las palabras del Al-
mirante (ó que se suponen ser de su procedencia), ni desechar
tampoco puntos de aparente contradicción. Por eso creo firme-
mente que sin la carta inapreciable de Juan de la Cosa, bien
estudiada, á pesar de sus inexactitudes, no se hubiese llegado
quizá nunca á descifrar el enigma de la primera isla descubierta
por Colón.
El Dr. Harrise, termina el capítulo que dedica al descubri-
miento de tierra como sigue: «Hemos tratado de vencer la di-
ficultad, tomando como punto de partida los elementos de dis-
cusión que proporcionan los relatos contemporáneos del suceso,
comparándolos á las cartas más antiguas. Sin embargo, no
creemos haber resuelto un arduo problema que ejercitará por
— 35 —
largo tiempo todavía la sagacidad de los críticos y de los histo-
riadores.»
Desde el 20 de Octubre, que fué el Almirante á fondear cerca
del Cabo Santa María (cabo del isleo), de la isla Larga (Isabela),
hasta el 24 se ocupó en reconocer aquella isla, mayor que las
anteriores visitadas, tratando de adquirir noticias, especial-
mente sobre metales preciosos y vegetales útiles para el co-
mercio. Los indios le indicaron que hacia el Sudueste había
una tierra grande, donde encontrarían oro y maderas ricas, y
aunque el tiempo era desfavorable por las calmas y lluvias rei-
nantes, determinó ponerse en camino.
Desde la media noche del 24 de Octubre hasta las tres de la
tarde del 25, se mantuvo á la vela el Almirante; pero tanto por
ser el viento con frecuencia calmoso, como por la cerrazón y
por el temor de caer de noche sobre la tierra de Cuba, cuya si-
tuación y verdadera distancia desconocía, adelantó poco ca-
mino, y probablemente no pasó de una distancia directa de
quince leguas próximamente, con rumbo al OSO. Las islas
que vio deben ser los cayos que corren por el veril oriental del
Banco de Bahama, formando una cadena tendida casi en direc-
ción N. á S., desde el Cayo Nurse hasta la isla de Gran
Ragged, que á primera vista presentan siete islas principales,
ocupando una longitud de seis á siete leguas. Se denominan
Ragged ó Andrajosas.
«Viernes 26 de Octubre. Estuvo de las dichas islas de la
parte del Sur, era todo bajo, cinco ó seis leguas, surgió por
allí.»
Esto es, que se mantuvo el Almirante con los buques al Sur
de las islas ó cayos, huyendo de los peligros y costeando los
bajos, que son numerosos en aquellos parajes. Notó el placer
de sonda que se extiende por más de seis leguas hacia el S.
y debió fondear cerca de la isla Gran Ragged.
En la amanecida del 27 de Octubre, dejó el Almirante el fon-
deadero que había elegido al sur de los cayos que limitan por
el E. el gran Banco de Bahama, y como por los indios que
había sacado de la isla San Salvador averiguase la dirección
en que le quedaba la costa más cercana de Cuba, ? ella se diri-
gió gobernando al SSO.
- 36 -
Si este rumbo que trae el Diario, como es probable, era ver-
dadero, debió hacer en realidad otro más occidental, por causa
de la influencia de la corriente en aquel paraje, y si fuese el
magnético, viene casi á compensarse la variación de la aguja,
que podría ser entonces allí NO. de 15° á 20", con el arrastre
hacia el O. producido por la corriente. En el primer caso iría
navegando en dirección SO. V* S., y en el segundo SSO. 5°
S. próximamente.
A contar desde la isla Ragged hacia el SSO-, la tierra más
próxima es la costa comprendida entre las puntas del Mangle
y Lucrecia, á unas sesenta millas de distancia; luego fué á reca-
lar Colón, seguramente en ese trozo de la costa septentrional
de Cuba.
Se vio la tierra al anochecer del mismo día 27, y andadas diez
y siete leguas después de aguantarse con poca vela durante la
noche, según es costumbre cuando se está cerca de tierra, los
buques fueron cayendo insensiblemente hacia el fondo del seno
que forma allí la costa, y por la mañana del domingo, 28 de Oc-
tubre, entraron en el puerto de Gibara.
En efecto; no hay otro que reúna como él las condiciones
que señala con claridad el sumario ó extracto del Diario de Las
Casas: la costa inmediata á barlovento y sotavento es hondable,
limpia y pedregosa, circunstancias que no se encuentran en
ningún otro paraje; la entrada es suficientemente ancha para
voltejear sin peligros de bajos ni otros inconvenientes, y está
conforme, punto por punto, con la derrota que debió seguir el
Almirante y con la distancia recorrida.
Acerca de este interesante suceso, dice De Varnhagen:
«No vacilábamos en creer que el puerto de esta primera re-
calada debía ser alguno de los varios que se encuentran en la
costa hmpia y honda, desde la punta de Lucrecia hasta el puerto
de Gibara. Pero habiendo en principios del año pasado (1862)
hecho un viaje á Cuba, pudimos por inspección propia de la
mayor parte de su costa septentrional, constituirnos en jueces
más competentes de la cuestión, y hoy no titubeamos ya en
suponer que la recalada de Colón tuvo lugar en el puerto de
Gibara, y de nuestra opinión son varios pilotos prácticos de la
costa, á quienes hemos leído los pasajes respectivos del derro-
— 37 —
tero. Ninguno de los otros puertos permite^ barloventear tan
bien á la entrada, ninguno presenta mejor á los navegantes un
cerro á manera de mezquita parecido á la Peña de los enamo-
rados de Antequera, y ninguno, finalmente, se recomienda
tanto por la hermosura de sus campiñas, pobladas de pajarillos
y de árboles varios.
Voy á dar por terminado este trabajo, sintiendo no poseer la
elocuencia de un Demóstenes, para que la narración que habéis
oído hubiese despertado un interés creciente, cual correspon-
día al memorable asunto que he tenido el honor de exponer á
vuestra consideración.
Os doy las más rendidas gracias por la deferencia que con-
migo habéis mostrado, y permitidme que aun añada breves
frases como corolario á esta conferencia.
La primera isla donde desembarcó Colón, y á la que llamó
San Salvador, conocida entre los indígenas por Guanahani, es
indudablemente la WatUng actual, y el primer puerto de Cuba
que visitó, el de Gibara.
Pues bien; en justo tributo de respeto y acatamiento á la
memoria del gran descubridor del Nuevo Mundo, debería reha-
bilitarse el nombre que á la antigua Guanahaní puso aquel in-
signe navegante, leyéndose de hoy más en las cartas náuticas y
geográficas, en vez de Watling, San Salvador, sin otro adita-
mento. Del mismo modo, el puerto de Gibara debería denomi-
narse de San Salvador de Gibara, y el de Baracoa, Puerto
Santo, como lo llamó Colón.
GOBIERNO
DE
FREY NICOLÁS DE OVANDO
EN LA ESPAÑOLA.
ATENEO DE MADRID
-^^m^-^
GOBIERNO DE FREY NICOLÁS DE Of ANDO
EN LA ESPAÑOLA
CONFERENCIA
D. CÁNDIDO RUIZ MARTÍNEZ
pronunciada el día 8 de Mayo de 1892
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm, 20
lOQZ
Señores:
Como los límites de una conferencia son muy reducidos, no
quiero perder el tiempo en preámbulos, pues que ha de hacerme
falta para desarrollar el tema, objeto de esta conferencia, y aun
así tendré que prescindir de muchas cosas que no carecen de
interés. Además nos conocemos ya de antiguo; yo sé cuánta es
vuestra benevolencia y vosotros sabéis cuánta necesidad tengo
de ella; baste esto como exordio y entremos desde luego en ma-
teria.
No es el Comendador Fr. Nicolás de Ovando una figura sa-
liente y vigorosa de esas que tanto abundan en el descubri-
miento y conquista de América. Al lado de Colón, Cortés, Pi-
zarro, Núñez de Balboa, Magallanes, Elcanoy otros, el nombre
de Ovando aparece en el cielo de aquella grandiosa epopeya,
como satélite que únicamente brilla por la luz que recibe de
espléndidos soles. Mas no por eso deja de ser interesante el es-
tudio de su historia , para los que quieran formarse cabal idea
del desarrollo que tuvo en las Indias la dominación española
en los primitivos tiempos de la conquista. Fué el primer Gober-
nador General que, con estabilidad y perseverancia, rigió la
isla Española, así como todas las demás islas y Tierra Firme, que
dependían entonces de ella; echó allí los cimientos de nuestro
régimen político nacional; fundó porción de villas pobladas por
castellanos, los cuales aumentaron en su tiempo, desde 300
que había á su llegada hasta lOó 12.000 que hubo luego; ordenó
y reglamentó el laboreo de minas, la labranza y granjeria en los
campos y la tributación al Estado; se preocupó de la Adminis-
tración de justicia y del dominio espiritual de la Iglesia, y plan-
teó, en fin, multitud de leyes, prerrogativas y costumbres, las
cuales, unas benéficas y otras abusivas, pasaron, en gran parte,
á otras comarcas, siendo como el germen de las venturas y des-
gracias que nos acaecieron más tarde en las Indias.
Por eso creo yo que no están demás, en este curso de confe-
rencias, que tan amplia y detalladamente abarca todo lo relativo
al descubrimiento del Nuevo Mundo, algunas consideraciones
sobre el gobierno de Ovando en la Española.
No es tarea fácil la que me propongo, porque esta misma in-
significancia del Comendador de Lares, comparado con otras
figuras de entonces, hace que los historiadores, tanto antiguos
como modernos, atraídos por hazañas y héroes de más relevan-
tes méritos, hayan dedicado poco espacio y atención á su es-
tudio.
De aquí una gran confusión y vaguedad en las noticias rela-
tivas á este personaje, y, lo que es aún más grave, una gran di-
versidad y hasta oposición de criterios, al juzgar su carácter y
conducta. Historiadores hay que le presentan prudente, mode-
rado y justo; otros, en cambio, si le dedican algunas páginas, es
para entregar su memoria á la execración de los siglos, pintán-
dole como un espíritu mezquino lleno de crueldad y envidia.
Desgraciadamente para España, porque al fin de un hijo de Es-
paña se trata, son muchos más los últimos que los primeros, y
los hechos, en que todos están conformes, justifican sus censu-
ras, ya que no sus exageraciones.
Yo, que no vengo aquí influido por ninguna clase de prejuicio,
ni ganoso de alcanzar notoriedad exponiendo ideas que chocan
con la Historia y repugnan á la opinión, citaré los hechos de la
gobernación de Ovando en la Española, debidamente compro-
bados, y las consideraciones que haga serán meras consecuen-
cias, sencillos corolarios que se desprenden de estos hechos y
de los documentos que á ellos se refieren.
España entera se había conmovido al saber que Cristóbal Co-
lón, el intrépido navegante, el descubridor de tierras descono-
cidas, había llegado á sus playas , cruzando preso aquellos mis-
mos mares que antes cruzó cual victorioso conquistador, y que
había venido cargado de hierros como un criminal el que antes
fué aclamado como un Mesías. Las grandes colectividades no
analizan ni discuten, pero tienen un superior instinto de justicia
cuando glorifican con sus aplausos ó condenan con sus censu-
ras; y por eso la nación española, sin pararse á examinar resi-
dencias más ó menos exactas, sintió desde el primer instante
que en el fondo de aquella prisión existía, cuando menos, una
inmensa ingratitud para con el Almirante y un inexcusable
oprobio para los que la hubieran decretado. {Bien^ bien.)
Este sentimiento general, unido al pesar que los Reyes tuvie-
ron viendo á Colón en tan triste estado, y á las justas quejas y
reclamaciones de éste, á fin de que se vindicara su honra y se
le devolvieran derechos y privilegios formalmente estipulados,
fueron las causas inmediatas de la desgracia de Bobadilla. Los
Reyes, sin embargo, y en esto quizás obraron con prudencia y
buen acuerdo, comprendiendo lo impolítico de la vuelta de Co-
lón, allí donde aun ardían los odios contra él, odios que habían
suscitado sublevaciones y disturbios en la isla Española, apla-
zaron per algún tiempo darle reparación, hasta que al fin, apre-
miados por sus peticiones y por las noticias que llegaban de la
mala gobernación de Bobadilla, decidieron mandar allí un hom-
bre imparcial y sensato, que pusiera en orden aquellos asuntos,
calmando las rebeldías y administrando recta y sabia justicia.
El elegido fué el Comendador de Lares, caballero de la Orden
de Alcántara, Fr. Nicolás de Ovando.
Para satisfacer las exigencias de Colón se le dijo que el nuevo
gobernador de la Española lo sería sólo durante dos años,
pasados los cuales y tranquilizada la isla, se le devolvería el
mando con todas sus preeminencias, como de derecho le corres-
pondía. Conviene tener en cuenta este carácter transitorio con
que Ovando marchó á las Indias; porque entiendo que influyó
mucho en algunos actos de su conducta posterior, que han sido
calurosamente discutidos.
Nació D. Nicolás de Ovando el año 1470, en el pueblo de
Brozas, provincia de Cáceres, y pertenecía á una distinguida
familia que, antes y después de esta época, honró á la patria con
insignes varones de este mismo apellido. Era pariente, aunque
lejano, de Hernán Cortés, y cuando éste marchó por vez pri-
mera á las Indias, en 1504, llevó cartas de recomendación para
Ovando, que entonces gobernaba la isla Española, el cual le
acogió muy bien, ayudándole y favoreciéndole en cuando
pudo.
Aun no había complido Ovando veintidós años, cuando in-
gresó en la Orden de San Francisco, de la cual fué siempre muy
afecto; y en 1498, al partir Colón para su tercer viaje, se ofreció
á acompañarle, ofrecimiento que no fué aceptado por el Almi-
rante.
Debía gozar Ovando gran estima de los Reyes Católicos, como
lo demuestra el haber sido uno de los diez jóvenes elegidos
para educarse al lado del príncipe D. Juan, y también el hecho
de designarle para mandar la Española en época que aquella
administración atravesaba por circunstancias bien difíciles.
El P. Las Casas, que conoció personalmente á Ovando, puesto
que partió para las Indias en la misma flota llevada por éste,
que permaneció allí durante todo el tiempo de su gobierno, que
fué testigo presencial de muchos hechos referidos en su histo-
ria, y que es por consiguiente quien debe merecernos más cré-
dito en cuanto se refiere á este personaje, lo describe del si-
guiente modo:
«Este caballero era varón prudentísimo y digno de gobernar
mucha gente, pero no indios, porque con su gobernación, ines-
timables daños, como abajo parecerá, les hizo. Era mediano de
cuerpo y la barba muy rubia ó vermeja, tenia y mostraba grande
autoridad, amigo de justicia; era honestísimo en su persona, en
obras y palabras; de cudicia y avaricia muy grande enemigo y
no pareció faltarle humildad, que es esmalte de virtudes; y de-
jando que lo mostraba en todos sus actos exteriores, en el regi-
miento de su casa, en su comer y vestir, hablas familiares y pú-
blicas, guardando siempre su gravedad y autoridad, mostrólo
asimismo, en que después que le trajeron la Encomienda ma-
yor, nunca jamás consintió que le dijese alguno señoría. Todas
estas partes de virtud y virtudes, sin duda ninguna en él cog-
noscimos.»
Firmaron los Reyes su nombramiento é instrucciones que le
acompañaban en Septiembre de 1501 en la ciudad de Granada,
donde entonces se hallaba la Corte, y aunque le dieron prisa
para que se embarcara cuanto antes, no pudo hacerlo hasta el
13 de Febrero de 1502, primer domingo de Cuaresma, que par-
tió de Sanlúcar, llevando 32 naves con 2.500 hombres, la mayor
parte nobles é hijosdalgo. Mandaba la flota Antonio Torres,
hermano del ama del Príncipe, y en ella también iban doce
franciscanos con el prelado Fr. Alonso del Espinal, para esta-
blecer allí la Orden. Hasta entonces no había salido para las
Indias escuadra más lucida y numerosa.
Á los siete ú ocho días de navegación, se desencadenó un
violento temporal que la puso en grave peligro. Una de las ma-
yores naves, la Rábida^ se fué á pique; las demás tuvieron que
arrojar al agua gran parte de su cargamento, y sólo así lograron
llegar, dispersas y malparadas, unas á las costas de África y
otras á las islas Canarias. En la Península creyeron que toda la
flota había perecido, y tan gran dolor sintieron los Reyes al te-
ner noticia de este supuesto desastre, que estuvieron una por-
ción de días sin ver ni hablar á persona alguna.
Pasado el huracán y reunidos los navios en la isla Gomera,
adelantóse Ovando con los quince ó diezy seis más ligeros, en-
trando sin otro contratiempo en el Puerto de Santo Domingo
el 15 de Abril. x\ntonio de Torres, con la otra mitad de la flota,
llegó unos quince días después.
Entre las instrucciones que llevaba Ovando para la buena ad-
ministración de la isla, se le recomendaba muy encarecidamente
que tomara residencia á Bobadilla y lo enviase á España, así
como también á Francisco Roldan y demás personas que se
habían sublevado contra el Adelantado D. Bartolomé Colón;
que pusiera en orden los asuntos del Almirante, restituyéndole
todos los bienes y riquezas que indebidamente se le habían se-
cuestrado á él y sus hermanos; que reglamentase la explotación
y tributación de las minas bajo ciertas condiciones alteradas in-
debidamente por Bobadilla, y que tratase bien á los indios,
como personas libres que eran y en modo alguno como siervos,
sin consentir que nadie les molestase ni hiciese daño bajo seve-
ras penas. Veremos cómo cumplió Ovando este último man-
dato de la piadosa reina Isabel.
lO
Tomada la residencia á Bobadilla, y cuando éste se disponía
á embarcarse para España en la flota que había llevado Ovando,
se aproximó á Santo Domingo, en Junio de aquel año, Cristóbal
Colón que emprendía su cuarto y último viaje. Teniendo nece-
sidad de cambiar uno de los cuatro navios que llevaba por otro
que tuviera mejores condiciones de estabilidad y resistencia,
envió en una barca al capitán Pedro de Terreros para que, pi-
diendo permiso al Gobernador, les dejase entrar en el puerto.
Nicolás de Ovando, y aquí empieza ya á mostrar su ojeriza ha-
cia Colón, se lo negó en absoluto. Es cierto que los Reyes ha-
bían dicho al Almirante no tocase en la Española sino en caso
de extrema necesidad; probable es que Ovando tuviera análo-
gas instrucciones, á fin de evitar que Colón se encontrase allí
con sus enemigos; pero nada de esto impedía que el Goberna-
dor le hubiera facilitado un navio de los muchos que tenía á su
disposición para que continuara su viaje sin peligro. Aun pres-
cindiendo de los méritos y gloria del descubridor del Nuevo
Mundo, esto era lo menos que podía hacer una autoridad espa-
ñola con una flota que iba al servicio de España, y con un
hombre que exponía por cuarta vez la vida para dar honra y po-
derío á sus Reyes acrecentando sus dominios. {^Muestras de
asentimiento^ Colón sintió, como es natural, este desaire; sin
embargo, tuvo bastante grandeza de alma para avisar nueva-
mente á Ovando, diciéndole que no dejase salir la flota que
traía á Bobadilla porque se preparaba una gran tormenta. No
se hizo caso de sus advertencias, y todos sabéis el trágico fin
que tuvo, casi á la vista del Almirante, aquel que le envió con
grillos á España y los que contra él se habían sublevado.
El nuevo Gobernador procuró desde luego poner algún con-
cierto en aquella desarreglada administración. A su llegada
había sólo 300 españoles en la isla, repartidos en cuatro
villas: Santo Domingo^ Concepción^ Santiago y Bonao; pero el
mismo huracán que hizo naufragar la flota de Bobadilla des-
truyó casi toda la población de Santo Dnmingo , cuyas casas,
entonces, eran de madera y paja. El Comendador la hizo reedi-
ficar al otro lado del río, es decir, á la derecha del Ozama, cuyo
nuevo asiento era menos favorable é higiénico que el antiguo,
á causa de ciertas condiciones locales. Mandó también que se
empezasen varios edificios de mampostería, entre otros el lla-
mado La Fortaleza^ para residencia de la primera autoridad,
el monasterio de San Francisco, el hospital de San Nicolás, y
algunos más que fueron levantándose sucesivamente.
En esto de la edificación de villas, es ciertamente donde
Ovando se manifiesta más activo é incansable. Reedificada Santo
Domingo, mandó construir otra en la costa Norte de la isla, á
la que llamó Puerto de Plata, á fin de poblar con españoles
aquella región, en la que había muchos indios, y también para
que las flotas llegadas de España tuviesen un puerto más có-
modo y fácil que el del Ozama. A esta siguieron muchas más
que después iremos viendo.
Tropezaba Ovando con serias dificultades para el buen
acierto de su administración. Había llevado consigo 2.500 hom-
bres que, atraídos por las maravillas contadas délas Indias, iban
con el único objeto de acaparar oro sin trabajos ni penalidades,
y volverse seguidamente á España con su preciado botín. Aque-
llas fértilísimas comarcas, que cultivadas hubieran podido pro-
porcionar alimento y enriquecer á este número y muchos más,
eran miradas casi con desprecio, y nadie se preocupaba de
arrancar á la corteza de la tierra lo que suponían hallar gratui-
tamente en sus entrañas. Así es que en cuanto llegaron, des-
pués de proveerse de las herramientas precisas y de algunos
víveres, salieron en interminable procesión buscando las codi-
ciadas minas y creyendo que sólo necesitaban llegar á ellas para
recoger el rico vellocino. Esto dio pronto sus fatales y necesa-
rias consecuencias. Los útiles, las ropas y los alimentos, se en-
carecieron de un modo increíble; las minas necesitaban un tra-
bajo rudo y penoso para dar algún oro, que nunca correspondía
á sus esperanzas; y como no sabían explotarlas, ni iban dis-
puestos á trabajar, la mayor parte regresaron á Santo Domingo
desengañados, hambrientos y llenos de deudas. Para aumentar
su desgracia, cebáronse en ellos las enfermedades, á tal ex-
tremo, que en poco tiempo murieron más de mil, cifra aterra-
dora si se considera que entonces no había más de 2.800 en toda
la isla. Los que quedaron, medio desnudos, sin víveres y enfer-
mos, sufrieron una gran miseria, y sólo algunos previsores, que
no se habían dejado deslumhrar por el brillo del oro, escaparon
— 12
con suerte en medio de tantas calamidades, i Castigo parece
éste providencial para aquellos que se lanzaron á las costas de
América, llevando la codicia como único norte, y ajenos á toda
idea grande y generosa, á todo sentimiento noble y patriótico!
Ovando tenía, pues, que atender á tanto clamor como se le-
vantaba pidiendo protección y ayuda, sin contar con medios su-
ficientes para socorrer tamañas desdichas. No podía tampoco
dejar de apremiar á los que explotaban las minas, para que pa-
gasen el tributo debido á la corona, tributo que su antecesor
había abolido, y que Ovando restableció á su llegada por man-
dato de los Reyes. Sabía muy bien que en España se apreciaba
el mérito de las Indias y de sus Gobernadores, principalmente por
el oro que remitían, y esta consideración, que sin duda pesaba
mucho en su ánimo, fué una de las causas que más le impulsa-
ron á obrar con los indios como después lo hizo. Consiguió, sin
embargo, que los Reyes en diversas ocasiones rebajasen la parte
de oro que á ellos correspondía, desde la mitad, que era en un
principio, hasta la quinta parte que fué últimamente.
Pero si Ovando se mostró benigno y prudente con los espa-
ñoles que estaban bajo su autoridad, quizás porque el recuerdo
de las pasadas insurrecciones le hizo comprender que tenién-
dolos contentos tenía mucho adelantado para mantenerse en el
mando, no le sucedió lo mismo respecto á los desdichados na-
turales de Haití.
La primer noticia que dieron los castellanos que allí se en-
contraban á los recién llegados con Ovando, fué la de que es-
taban sublevados los indios de la provincia de Higuey, la parte
más oriental de la isla. Debo advertir que, en aquella época, de-
cían los españoles que los indios se sublevaban cuando, cansa-
dos de los vejámenes, tropelías y abusos cometidos con ellos,
huían á las montañas y cavernas para librarse del despótico
yugo de sus opresores. Dieron esta noticia llenos de gozo y
como la más grata que podían comunicarles, porque así tenían
ocasión de hacerles la guerra y coger muchos prisioneros para
esclavizarlos. Esto sólo muestra cómo se respetaba la libertad
de aquellos naturales tan recomendada por la Reina Isabel.
Ovando mandó á Juan de Esquivel con 300 ó 400 hombres á
dicha provincia para que hiciese la guerra á Cotubanamá, caci-
— 13 —
que que la regía y uno de los más poderosos de la isla. No es
mi ánimo referir los detalles de esta campaña ó, mejor dicho,
matanza, ni de las otras que sostuvo el Comendador Mayor con
los indios durante su permanencia en la Española. El tiempo de
que dispongo lo impide y, aunque así no fuera, yo dejaría de
hacerlo por un sentimiento de humanidad. ¡Ojalá pudiésemos
arrancar esas negras páginas en la historia de nuestra patria, que
siempre han de leer con horror los corazones honrados y que
son una implacable acusación y una eterna mancilla para aque-
llos de sus hijos que tamañas crueldades cometieron!
Pacificado brevemente el Higuey, dejó allí Juan de Esqui-
vel, en una fortaleza de maderas, á nueve hombres mandados
por Martín de Villaman, para que vigilasen á los indios de cerca
y cobrasen los tributos que se habían ofrecido á pagar.
Muy poco tiempo después los españoles que, como he dicho,
anhelaban la guerra por la impunidad con que la hacían y las
ventajas que les reportaba, se quejaron con insistencia al Go-
bernador de que los indios de la provincia de Jaragua, que está
al extremo Oeste de la isla, proyectaban un alzamiento general
contra los cristianos. Ovando, que era suspicaz y receloso, aun-
que nada probaba ciertamente el denunciado intento, se dis-
puso á escarmentarlos con un terrible castigo que resonara en
toda la isla y aterrase á los sencillos indígenas.
Reinaba en Jaragua, por muerte del cacique Behechio, su
hermana Anacaona. Todos los historiadores de Indias se ocu-
pan de esta mujer excepcional, que tenía fama entre indígenas
y españoles por su extraordinaria belleza y su talento nada co-
mún. Seis años antes había estado D. Bartolomé Colón en su
reino para concertar tributos, y tanto ella como su hermano
dispensaron á los españoles una entusiasta acogida, agasajándo-
les con cuanto tenían de más precio y valor.
No faltaban, ciertamente, á Anacaona motivos de resenti-
miento para con los cristianos. Habían preso á su marido, el po-
deroso cacique Caonabó, siendo causa de su muerte; habían
abusado torpemente de su hija los que, sublevados con Fran-
cisco Roldan, se acogieron á sus feraces dominios; habían co-
metido toda clase de atropellos con sus pacíficos vasallos; y sin
embargo, comprendiendo ella, por una triste experiencia, los
— 14 —
fatales resultados que producía hacer cara á los castellanos, so-
portaba con paciencia todos sus desmanes, pagaba con puntua-
lidad los tributos concertados y no permitía que se hiciese el
menor daño á los pocos españoles que, restos de las pasadas
sublevaciones, aun vivían en su territorio con los indios.
Ovando se encaminó con 300 infantes y 70 caballos á Jara-
gua. Al saber Anacaona que el Gobernador se aproximaba para
hacerle una visita, pues así se habían anunciado, mandó llamar
á todos los Señores de su Estado y salió á recibirlo con 300 de
ellos, luciendo sus más vistosas galas y acompañada de las 30
doncellas más hermosas de su servidumbre, para que marcha-
sen delante del Gobernador bailando los areytos^ que eran sus
cantos populares y legendarios, y en la composición de los cua-
les sobresalía la misma Anacaona. Como regalos y presentes
les ofrecían pan y tortas de cazabí, hutias guisadas de diferen-
tes maneras, frutas, caza, pesca y cuanto tenían de más sabroso
y agradable.
Aposentaron á Ovando en la mejor y más espaciosa casa del
pueblo, y á los demás en las restantes. La comarca entera se
despobló para venir á ver los cristianos y las fiestas que organi-
zaba tan poderosa Reina en su obsequio. Juegos de pelota, en el
cual se distinguían mucho los indios, simulacros de guerra, bai-
les, canciones del país y otras muchas de sus habilidades lucie-
ron á fin de hacer grata la visita á sus huéspedes.
A un hombre de corazón más sensible y de ánimo menos sus-
picaz que el de Ovando, hubieran desarmado seguramente estas
muestras de afecto y simpatía, dadas por una multitud que, in-
defensa, desnuda y sin sospechar la terrible catástrofe que se
preparaba, acudía allí con la tranquilidad 3^ confianza de los que
nada tienen que temer, porque nada malo han imaginado.
Mas el Comendador se mostró inexorable. Dadas las ins-
trucciones á los suyos, anunció un domingo, después de comer,
que sus caballeros iban á celebrar unas justas ó cañas á usanza
de Castilla. Esto regocijó mucho Anacaona y su gente, porque
no habían visto semejante juego y eran aficionados á los simu-
lacros de batallas. Invitó Ovando á los principales Señores para
que entraran en la casa donde se encontraban él y la Keina y
presenciasen desde allí la fiesta. Una vez dentro, asomóse á
— 15 —
una ventana, puso la mano sobre la cruz de Alcántara que os-
tentaba en su pecho, y era la señal convenida, é inmediata-
mente rodearon la casa multitud de españoles, mientras que
otros en el interior sujetaban á Anacaona y los suyos en nú-
mero de 8o. Atados á los troncos que sustentaban la techum-
bre, y fuera ya los castellanos con Anacaona, prendieron fuego
á la habitación, que compuesta de madera y paja, bien pronto se
convirtió en inmensa hoguera. En tanto que aquellos desdicha-
dos expiaban así la sospecha de una sublevación y atronaban el
aire con sus lamentos y las rojizas llamas lamían sus cuerpos
retorcidos por el dolor, los jinetes embistieron furiosos contra
aquella masa de indios alanceándolos sin piedad, pisotearon con
sus caballos mujeres y niños, persiguieron sin descanso á los
inermes indios que, llenos de terror, huían despavoridos hacia
las montañas y las costas, y no cesaron su matanza, hasta que,
llegados al mar, algunos pudieron salvarse en canoas y otros se
arrojaron al agua, pensando que las amargas y revueltas olas
habían de ser más compasivas que aquellos crueles y despiada-
dos enemigos. {Aplausos.)
A Anacaona se le concedió el honor de ser ahorcada, y así
tuvo fin aquella hermosa mujer, cuya belleza y discreción no
pudieron salvarla del furor de los españoles, á los cuales tantas
consideraciones había siempre guardado.
Este suceso resonó en toda la isla, llenando de espanto á sus
naturales; la reina Isabel se contristó mucho al saberlo, y á don
Alvaro de Portugal, Presidente entonces del Real Consejo de
Indias, se le oyó decir: «Yo le haré tomar una residencia cual
ninguna otra fué tomada.» El mismo Ovando debió compren-
der lo punible de su hecho y la gran responsabilidad que había
contraído, puesto que, algún tiempo después, mandó abrir una
información en la ciudad de Santo Domingo, para justificar la
pretendida rebelión de los indios y el castigo á que se hicieron
acreedores. ¡Irrisorio proceso, en el cual declaráronlos que ha-
bían cometido aquella hazaña, coincidiendo, como era natural,
en los atroces crímenes que proyectaban los de Jaragua, y la
sabia previsión del Gobernador, que había evitado un desastre
para la Española, y casi, casi que se malograra la conquista del
Nuevo Mundo!
— i6 —
Después, y porque se recordase tamaño escarmiento, fundó
Ovando en esta provincia la población de Santa María de la
Vera Paz, comisionando á Diego de Velázquez y Rodrigo Me-
jía para que persiguieran á los fugitivos que se habían amparado
de las montañas con un sobrino de Anacaona. Preso éste, y
ahorcado con muchos otros, Velázquez edificó las villas de Sai-
V atiera de la Zahana y Yáqiiimo al SO. de la isla; Rodrigo de
Mejía las de Puerto Real y Lares de Giiahaha al NO., y otras
dos que hizo construir Ovando en la provincia de Maguana,
llamadas San J^iian y Aziía. En ellas mandó reconcentrarse
los indios, destruyéndoles sus aldeas, para que estuvieran bajo
la inmediata vigilancia de los españoles y les obligasen á tra-
bajar.
Antes de pasar adelante, y para seguir el orden cronológico,
quiero ocuparme de un hecho que, por relacionarse muy direc-
tamente con Cristóbal Colón, es de los más conocidos en la go-
bernación de Ovando.
Todos sabéis las peripecias y desgracias que acontecieron al
primer Almirante en su cuarto viaje, desde que, pasada la tor-
menta, en la que pereció Bobadilla, abandonó las costas de la
Española en busca de nuevas tierras. Su relato daría ocasión
á una interesantísima conferencia; yo me limitaré á decir, que
después de un año de penosa navegación, perdidos dos de
sus navios, desarbolados y casi deshechos los otros dos, azota-
dos por las furiosas olas cuando dejaban la tierra, combatidos
por los indios si á las costas descendían, y faltos de víveres y
agua, no pudieron continuar por más tiempo su camino, y aun-
que les quedaba poco para llegar á la Española, se hallaron pre-
cisados á encallar las carabelas en las playas de Jamaica, para
hacer de ellas habitación hasta que Dios dispusiera de su
suerte.
No podía darse situación más crítica ni peligro más inmi-
nente. Aunque por fortuna encallaron en una isla habitada y los
indios les daban algunos víveres á cambio de baratijas, estaban
á merced de su voluntad y capricho, bien voluble por cierto;
no había tampoco que abrigar la esperanza de ser recogidos por
algún buque, pues entonces no eran frecuentadas aquellas re-
giones; llegar á la isla Española construyendo ellos un navio,
— 17 —
aunque fuera endeble, también era imposible, por carecer de
materiales y herramientas, y Colón debió pensar que el fin de
su gloriosa carrera iba á ser una obscura muerte en aquella ol-
vidada isla, que él había descubierto el primero, y que ahora le
abrazaba entre sus bancos de arena, como si quisiese retenerle
en su seno, ofreciéndole anticipada tumba. {Bien, muy bien.)
En tan apurado trance, un hombre leal y apasionado de Co-
lón, que ya otras veces le había mostrado su adhesión y cariflo
exponiendo por él hasta la vida, el heroico Diego Méndez, se
ofreció á pasar á la Española en una canoa de las que usaban
los indios, para que desde allí vinieran en su auxilio. Arriesgada
era la empresa. Desde Jamaica á la Española hay 25 leguas; en
aquellos estrechos de unas islas á otras, las corrientes son fuer-
tes, las mares suelen ser bravas, y atravesarlas en un tronco
ahuecado, sin estabilidad ni resistencia, era lanzarse á una
muerte casi segura. Pero como no había otro medio de salva-
ción, Colón aceptó el ofrecimiento y se despidió con lágrimas
en los ojos de aquel valiente amigo y del italiano Bartolomé
Fieschi, que en otra canoa le acompañaba. ¡Con qué emoción y
ansiedad verían el Almirante, su hermano Bartolomé, su hijo
Fernando y los 134 españoles que allí quedaban, la partida
de aquellos dos hombres, con los cuales iba su última espe-
ranza
No puedo detenerme en referir esta travesía, que reviste ca-
racteres épicos, y que el mismo Diego Méndez nos ha detallado
en su testamento. Llegado milagrosamente á la Española, des-
pués de cuatro días, aun tuvo que recorrer otras cincuenta le-
guas, por tierras desconocidas y arrostrando grandes peligros,
hasta encontrar á Ovando, que entonces se hallaba en Jaragua,
ocupado en exterminar á sus habitantes. No hay que decir con
cuánta elocuencia y sinceridad y con qué vivos y exactos colo-
res, describiría Diego Méndez la angustiosa situación en que
acababa de dejar al Almirante y los suyos. El mismo temerario
viaje que él había realizado era la prueba más concluyente de
la premura con que era preciso auxiliar á aquellos compatriotas,
que de un momento á otro podían perecer en medio del mayor
desamparo. El Gobernador oyó con benevolencia su relato, pa-
reció condolerse de las desdichas ocurridas á Colón , hizo elo-
— i8 —
gios de la meritoria hazaña realizada por Méndez y concluyó
diciendo que ya se ocuparía del particular.
Y, en efecto, pasaron días y semanas y meses sin que Ovando
tomase la menor medida para socorrer á los encallados en Ja-
maica. El buen Diego Méndez insistía una y otra vez acerca de
él para que cumpliera su promesa y evitara una catástrofe que
hubiera sido una vergüenza nacional; pero siempre se le con-
testaba con evasivas y dilaciones, hasta que al fin, desesperado
de que se atendieran sus ruegos y habiendo transcurrido ¡ocho
meses! desde su llegada, partió para Santo Domingo, con ob-
jeto de fletar una carabela y enviarla en ayuda de Colón, si es
que aun existía.
Pero no concluye aquí la conducta verdaderamente criminal
de Ovando. Partido Diego Méndez y no bastándole á su espí-
ritu receloso las pruebas que le había dado del apuro en que se
encontraban los españoles, quiso convencerse por sí mismo de
la verdad, y mandó á Jamaica un carabelón mandado por Diego
Escobar, que era enemigo del Almirante y uno de los que se
habían sublevado contra él. Imposible pintar el júbilo que sin-
tieron Colón y los suyos al divisar aquellas velas que, sin duda,
iban para poner término á los peligros y privaciones de todo un
año; pero bien poco duró su esperanza y alegría. Llegado á
cierta distancia el carabelón, aproximóse Diego Escobar en una
barca á los españoles, y ya cerca, les dijo que llevaba una carta
del Gobernador para el Almirante, que aquel se compadecía de
su triste estado y que tenía órdenes severas de no llegarse á los
navios ni hablar con nadie, ni recibir mensaje alguno. Dicho
esto, y habiéndoles entregado por todo socorro una barrica y
un tocino, alejóse la barca, y bien pronto se perdió de vista el
galeón, dejando á los cautivos presa de mayor angustia y ansie-
dad que antes.
Me espanto^ escribe las Casas, de que le enviara tan escaso
alimento para tanta gente; y Washington Irving dice, que
aquel mensaje con aquel socorro, más que otra cosa, parecía un
sangriento sarcasmo. Espanta, en verdad, esta conducta del
gobernador Ovando.
Asegurado por Escobar de que era exacto cuanto había refe-
rido Diego Méndez, aun tardó más de un mes en decidirse, y
— 19 —
quizás no habría salido de su cruel indiferencia, si Diego Mén-
dez, al llegar á Santo Domingo, no hubiera dado noticia del es-
tado en que se hallaba el descubridor del Nuevo Mundo y de
la pasividad de Ovando. El hecho era de tal naturaleza, que
amigos y adversarios de Colón, prescindiendo de antiguas ren-
cillas y atentos sólo á un sentimiento de humanidad y patrio-
tismo, se pronunciaron en favor del Almirante, llegando á tal
extremo la indignación de todos, que hasta en los pulpitos se
censuró el proceder del Gobernador.
Sólo entonces comprendió éste la grave responsabilidad que
contraía, y mandó una carabela á Jamaica, al mismo tiempo que
Diego Méndez enviaba otra para recoger á su señor.
De propósito me he concretado á referir los hechos tales
como los relatan elP. las Casas, que estaba entonces en Santo
Domingo; Fernando Colón, que acompañó á su padre en aquel
viaje, y Diego Méndez, protagonista de estos sucesos. Ellos, por
sí solos, son más elocuentes que todos los comentarios y refle-
xiones para juzgar á Ovando en este punto. No hay un historia-
dor de Indias, antiguo ni moderno, nacional ni extranjero, al
menos de los que yo he consultado, que no afee su conducta y
le dirija por ella duros reproches.
Sólo un español de nuestros días, con motivo de este Cente-
nario y en esta misma tribuna, arrastrado, sin duda, pues de otro
modo no me lo explico, por el afán de probar que cuanto se
dice de enemigos de Colón es pura fábula, ha tenido el raro
privilegio de intentar la justificación de Ovando con bien po-
bres razones, no dignas, ciertamente, de la vasta erudición que
tiene en estos asuntos de Indias y el claro talento que todos le
reconocemos.
Supone que Ovando obró de aquella manera por el temor
que abrigaba de que llegando Colón á Santo Domingo pudie-
ran reproducirse los escándalos y disturbios. Quizás sea ésta, en
efecto, á falta de otra mejor, la razón que diera Ovando para
explicar su tardanza. Pero si tal recelo, que en el estado que ya
se hallaba la isla era infundado, pasó realmente por su imagina-
ción, ¿no le imponía el más rudimentario deber de humanidad,
ya que no de patriotismo , la obligación de enviarles un buque
para que hubiesen marchado directamente á España sin tocar
— 20 —
en Santo Domingo? Y si esto le parecía demasiada generosidad,
¿no estaba obligado, no ya tratándose de Colón, no ya tratán-
dose de españoles, sino de unos náufragos, cualquiera que fuese
su país y nacionalidad, á ponerse en frecuente correspondencia
con ellos y enviarles las ropas, víveres y demás cosas indispen-
sables para que no pereciesen de hambre ó á manos de los in-
dios? ¿Qué sublevaciones podía intentar Colón, agobiado por
los años, rendido por las fatigas, enfermo de la gota y con su
tripulación hambrienta, desmayada y medio desnuda? ¿Qué al-
borotos sobrevinieron cuando después llegó á la isla, permane-
ciendo en ella un mes? Y, sobre todo, ¿puede justificar la simple
sospecha de que podía producirse un escándalo en Santo Do-
mingo, aquel abandono en que se dejó al Almirante? ¿Qué ma-
yor escándalo para el mundo todo y qué ignominia mayor para
la patria entera, que la noticia de haber perecido el descubridor
del Nuevo Mundo, casi á la vista de los españoles, sin que se le
tendiera una mano compasiva, por temor á una alteración del
orden público? {Grandes ap ¿ausos. ) ¡Aíortunamente Dios, que
sin duda velaba por la vida de Colón, libró á nuestra patria de
semejante vergüenza!
La otra razón que dio el conferenciante á que me refiero
para mostrar que Colón apreciaba á Ovando, y, por tanto, éste
no se había portado mal con él, es la afectuosa carta que el Al-
mirante escribió al Comendador desde la isla Beata^ anuncián-
dole su llegada de Jamaica.
Aparte de que en aquellos momentos aun podía Ovando fa-
vorecer ó perjudicar mucho á Colón, y éste debía procurar
agradarle, dicha carta no probaría, en último extremo, más que
la generosidad y grandeza del Almirante, que así daba al olvido
sus justos resentimientos. Pero más expresivas que esta carta
son las amargas quejas que produjo contra Ovando cuando
vino á España, y en las cuales llegó á decir que el Gobernador
no le había socorrido para que pereciese en Jamaica, y que
cuando mandó á Diego Escobar fué por saber si ya era muerto.
Muy difícil es sondar la conciencia humana, y más de perso-
najes históricos; por eso yo no me atreveré á decir que Colón
estuviese acertado al creer que Ovando quería su muerte; pero
lo que sí puedo afirmar, juzgando por las apariencias y por he-
— 21 —
chos bien comprobados, es que si no tuvo esa intención dio
motivo para suponerla.
Si algo faltase para hacer patente esta enemiga de Ovando á
Colón, bastaría observar la conducta seguida por el Comenda-
dor con el Almirante en el tiempo que éste permaneció en
Santo Domingo,
Cortés y afable en apariencia con el ilustre genovés, y mos-
trándole siempre una falsa sonrisa, no perdonó medio ni oca-
sión para molestarle en cuanto pudo. Puso en libertad á los
hermanos Porras, que se habían sublevado contra los Colones
en Jamaica, poniendo en grave riesgo sus vidas y haciendo que
por vez primera se derramara en América sangre española ver-
tida en fratricida lucha. Inútil fué que el Almirante le expusiera
los agravios que de ellos había recibido y le mostrara las reales
cédulas por las cuales él sólo podía ejercer jurisdicción civil y
criminal sobre cuantos componían la expedición; Ovando no
hizo caso, y hasta intentó prender y juzgar á los que, habiendo
permanecido fieles, pusieron prisioneros á los Porras. Tampoco
mostró gran empeño en la devolución de los bienes que fueron
tomados á él y su familia por Bobadilla, y que tan reiterada-
mente le habían encargado los Reyes Católicos activase. Estos
y otros desaires análogos hicieron que Colón apresurase su re-
greso á España, trayendo bien poco que agradecer al Goberna-
dor de las Indias.
¿Pero cómo ha de extrañar esta ojeriza cuando hay una razón
clara y sencillísima que la explica satisfactoriamente y que se
ha ocurrido á todos los historiadores? Ovando sabía que los
Reyes ofrecieron á Colón reponerle en el mando de la Espa-
ñola cuando pasasen dos años y la isla estuviera pacificada. De
aquí que la figura del Almirante fuese para Ovando una cons-
tante pesadilla y que procurase, por cuantos medios estaban á
su alcance, retardar, y si le era dable imposibilitar, el momento
en que los Reyes tuvieran que cumplir su compromiso. Dada
la débil condición humana, no es aventurado suponer que ésta
fué la sola causa de la conducta seguida por el Comendador
Mayor con el primer Almirante.
Al regresar Ovando de su expedición á Jaragua se encontró
con un cuadro bien triste en la ciudad de Santo Domingo. Se
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habían concluido los alimentos llevados de España; las enfer-
medades seguían diezmando á los cristianos que, perdidas sus
doradas ilusiones de recoger oro en las minas, se acogieron á
la capital, esperándolo todo del Gobierno y nada de su esfuerzo
particular; los indios, á los cuales se les había concedido una
relativa libertad, en virtud de las terminantes órdenes de los
Reyes que llevaba el Comendador, estaban tranquilamente re-
traídos en sus pueblos y entregados á sus habituales tareas y
labranzas; y los españoles, que no concebían haber hecho tan
largo viaje para vivir del trabajo, apremiaban al Gobernador
con el objeto de que les diese indios que suplieran su indolen-
cia y los sacasen de la miseria en que se encontraban.
En estas circunstancias, Ovando fué débil y no supo resistir
sus exigencias, obligándoles á cultivar los terrenos que tenían
á su disposición ó embarcando para España á los que no qui-
sieran hacerlo; por lo cual, y quizás también porque él mismo
creyera que los indios eran una raza inferior, algo así como
bestias de carga, que Dios había puesto en aquellas tierras para
que los españoles se sirviesen de ellas cuando llegaran, escribió
una carta á la Reina, diciéndole que, á causa de la independen-
cia que se les había otorgado huían del trato de los españoles,
siendo imposible por esto doctrinarles é instruirles en nuestra
santa religión, al mismo tiempo que se negaban á ayudar á los
castellanos en el laboreo de las minas y cultivo de los campos.
Bien se ve que Ovando conocía á los Reyes y sabía que to-
cando la fibra del fervor religioso de la Reina, había de respon-
der en el sentido que él se proponía. En efecto, D.^ Isabel le
dirigió una carta, fechada en Segovia en 20 de Diciembre
de 1503, ordenándole entre otras cosas «que compeliese y apre-
miase á los indios á reunirse con los cristianos para que se con-
virtieran al catolicismo y les auxiliasen en los trabajos de po-
blación y cultivo de la Española.»
No necesitó más Ovando para establecer los repartimientos
de indios. El primer Almirante había iniciado ese abuso que
tan fatales resultados produjo en la isla; Bobadilla lo afirmó
dándole más desarrollo; pero cuando llegó á su apogeo y se es-
tableció de un modo permanente y con carácter oficial, fué en
tiempos de Ovando.
— 23 —
Algunos han querido presentar esta carta de la reina Isabel
como origen legal de los repartimientos. Fijándose sólo en las
palabras compeláis y apremiéis á los dichos indios^ deducen
que era una autorización en toda regla para ponerles en for-
zada servidumbre. Basta, sin embargo, fijarse en otros párrafos
de ella para comprender cuan distinto era el espíritu que la ha-
bía informado, y cuan lejos se hallaba la Reina al escribirla de
creer que originaría los desmanes cometidos más tarde. En
otro sitio de la misma se lee lo siguiente: «Pagándoles (se re-
fiere á los indios) el jornal que por vos fuese tasado, lo cual
hagan é cumplan como personas libres, como lo son y no como
siervos; é faced que sean bien tratados los dichos indios, é los
que de ellos fueren cristianos mejor que los otros, é non con-
sintades ni dedes lugar que ninguna persona les haga mal ni
daño, ni otro desaguisado alguno, é los unos ni los otros no fa-
gades ni fagan ende al, por alguna manera, so pena de la mi
merced, y de lo.ooo maravedis para la mi Cámara.» Estas pala-
bras no dejan lugar á duda, y aun sin ellas, bastaría fijarse en la
intención que revela toda la carta y los caritativos sentimientos
que por los indios mostró siempre la Reina para no achacarla
semejante intento.
¡Ah! Si la bondadosa Reina de Castilla hubiese sospechado
que aquellas dos solas palabras iban á servir de pretexto, en
manos de un Gobernador débil é insensible, para cometer las
crueldades é injusticias que se cometieron con los indios, obli-
gándoles á inhumana esclavitud y sometiéndoles á brutal ser-
vidumbre; si hubiera comprendido que, escudados con sus ór-
denes, se arrancaría á la mujer de los brazos del marido, á los
hijos del regazo de sus madres, para transportarles á largas dis-
tancias de sus hogares y haciendas, agobiarles con rudas faenas
que en breve concluían con su organización delicada é indo-
lente y saciar así, á costa de innumerables víctimas y cruentos
sacrificios, la codicia de sus señores; si hubiera adivinado los
tormentos que se les darían para agotar hasta el último resto de
sus energías corporales, y cómo morirían de hambre abandona-
dos en mitad de los campos, aquellos que por viejos, débiles ó
enfermos, ya no se consideraban como buenas bestias de tra-
bajo; si hubiera presumido que su afán de hacer comprender á
— 24 —
los indios las verdades de nuestra fe, iba á tener como único
resultado el que aquellos sencillos naturales, que adoraron á los
primeros españoles llegados á su isla como divinas apariciones
venidas del cielo, concluirían por odiar á los cristianos hasta el
extremo de considerarles infernales furias abortadas por el aver-
no; si hubiese imaginado, en fin, algo de esto, ¡como se hubiera
conmovido su sensible corazón, de cuánto horror se hubiese
llenado su piadoso espíritu, qué lágrimas tan amargas hubieran
escaldado sus mejillas y cómo habría sentido que á la sombra
de su nombre se realizasen estos hechos, cuando su primer
encargo á los Gobernadores que allí mandaba fué siempre para
que no se les hiciese daño alguno, y había hecho volver libre-
mente á las Indias los que se trajeron á España como siervos,
y hasta en su lecho de muerte, postrada por el dolor y casi des-
prendido ya su espíritu de nuestro suelo, había vuelto sus. ojos
á la tierra para dirigir una mirada de compasión á aquellos infe-
lices, y dedicarles un último recuerdo de ternura! {^Prolongados
aplausos.)
Repartiéronse los indios con tal prisa y en tal número, que
pronto quedaron bien pocos en la isla Española. No acostum-
brados á tan rudos y continuos trabajos y privaciones, perecían
á millares, y el Gobernador tenía necesidad de reponer cada
año los muertos é inútiles de las respectivas dotaciones. Los
premios y los castigos consistían en dar más ó menos indios; los
servicios y las influencias se pagaban con lucidos repartimien-
tos, y llegó á tal extremo el abuso, que algún tiempo después,
muerta ya la reina Isabel, se concedían á señores de España
dotaciones de centenares de indios para que los explotasen
allá sus criados y servidores, y que ellos, sin moverse de Cas-
tilla, recibiesen aquí los pingües rendimientos. De 3 millones
que calculan había en la Española á la llegada de Colón, que-
daban en los últimos tiempos de la dominación de Ovando sólo
60.000, es decir, que en catorce ó quince años habían perecido
casi los 3 millones.
Al compendiar de esta manera sumarísima el trato que reci-
bían los indios, no me atengo sólo al relato del P. Las Casas,
que se ha supuesto exagerado en este punto. Todos los historia-
dores, expresándose con más órnenos vehemencia, convienen en
los mismos hechos, y hasta Fernández Oviedo, que es el más
benigno con Ovando, y quien trata á los indios con más acritud
cuando habla de ellos, confiesa en varias partes de su historia
que muchos tomaban hierbas ponzoñosas para escapar de las
fatigas á que les sometían, y también que se dieron bastantes ca-
sos de mujeres embarazadas que bebían ciertos brebajes para
abortar y no abastecer con sus hijos aquella espantosa esclavi-
tud. De modo, señores, que los indios llegaron á matar los dos
sentimientos más fuertes y poderosos que existen en la especie
humana, el instinto de vida y el amor maternal, para librarse
del yugo de sus conquistadores. Esto no necesita ningún co-
mentario.
Como los indígenas se acababan, y en cambio era insaciable
la avaricia de los españoles. Ovando escribió al Rey Católico,
siempre con el pretexto de la religión, para que le permitiese
transportar á la Española los indios que habitaban las islas Lu-
cayas. El Rey se lo consintió, y bien pronto pasaron á estas is-
las barcos con españoles que, primero por el engaño, después
por la fuerza, y últimamente persiguiéndoles y cazándoles en
los bosques, fletaron cargamentos de carne humana que ven-
dían en público mercado, llegando á darse algunos, en los tiem-
pos que más abundaba la mercancía, por el precio de cuatro
duros. Las Lucayas quedaron en breve desiertas y sus natura-
les sometidos á la misma triste condición que los de la Espa-
ñola.
En tanto se habían sublevado por segunda vez los indios del
Higuey, y Ovando mandó de nuevo al mismo Juan de Esquivel
con 400 hombres, para que no les diese tregua ni cuartel hasta
concluir con ellos y dar muerte á su cacique Cotubanamá.
Repitiéronse los estragos y crueldades en mayor escala que
antes. Los indios trataron de resistir, pero teniendo por armas
débiles flechas, por todo escudo sus desnudos pechos, por es-
trategia una inocente gritería y por única defensa la fuga á la
desbandada, fueron arrollados sin ningún esfuerzo por los espa-
ñoles, que hicieron en ellos gran matanza y les impusieron bru-
tales castigos que espanta imaginar. Unos eran quemados á
fuego lento; á otros se ahorcaba, de modo que con sus pies to-
casen la tierra para que fuese más larga su agonía; á muchos se
— 26 —
cortaban las manos, y podían considerarse como muy afortu-
nados aquellos prisioneros que se reservaban para dedicarles á
la esclavitud.
Cotubanamá se refugió en la isleta Saona con su familia; pero
hasta allí le persiguió Juan de Esquivel, que al fin le prendió,
mandándole á Santo Domingo, donde fué ahorcado.
Esta fué la última convulsión de aquella raza que agonizaba.
Los que quedaron, convencidos de su impotencia y soñando
con la muerte como único consuelo, se resignaron con su negro
sino, sin intentar nuevas rebeldías.
Tranquilo ya Ovando por esta parte, siguió poniendo en or-
den la Administración de la Española; organizó el laboreo de
las minas y acuñación del oro, y en las cuatro fábricas de fun-
dir que estableció, llegaron á recogerse al año 450 ó 460.000
castellanos de oro, ó sea cerca de 5 millones de pesetas; dictó
disposiciones para dar forma legal á los amancebamientos que
tenían los españoles con las indias; expurgó la isla de los vicio-
sos que daban mal ejemplo, enviándoles á España ó quitándo-
les los indios, que entonces era el castigo más temido; mandó
en 1508 á Sebastian de Campo á reconocerla isla de Cuba para
saber si era ó no tierra firme, lo cual aun se ignoraba, á pesar
de lo que, con fecha anterior, indicaba en su célebre carta Juan
de la Cosa; envió también á Juan de Esquivel á la isla Bori-
quen^ hoy Puerto Rico, para que la reconociese, y gobernó,
en fin, con bastante discreción y prudencia, lo cual hace más
sensible haya manchado su nombre con las anteriores des-
aciertos.
En Julio de 1509 llegó á Santo Domingo D. Diego Colón, que
había conseguido ser nombrado por el Rey Gobernador y Ca-
pitán general de las Indias, en cumplimiento de las estipulacio-
nes hechas con su padre. Después de tomar residencia á Ovando,
abandonó éste la Española en Septiembre de aquel mismo año,
y al poco tiempo de llegar á Castilla, estando celebrando Capí-
tulo la Orden de Alcántara, falleció en esta ciudad, donde se
halla enterrado, el 29 de Mayo de 151 1.
Con la rapidez que me imponía el corto tiempo de una con-
ferencia, he procurado condensar los sucesos más notables de
la gobernación de Ovando. El carácter de este personaje y el
— 27 —
juicio imparcial que de los mismos sucesos se desprende, puede
expresarse en muy pocas palabras.
Hombre prudente y amigo de la justicia, como dice el P. Las
Casas, hubiera sido un excelente Gobernador en otro lugar y en
distinta época. Pero rodeado en la Española de gente devorada
por una insaciable codicia, no tuvo energía para resistir sus in-
moderadas exigencias; esto, unido á que su ánimo receloso le
hacía ver traiciones y peligros en todas partes, le arrastró á co-
meter las demasías de que le culpa la Historia.
Hay que reconocer, y yo lo hago gustoso á fuer de imparcial,
que algunos de sus desaciertos y errores provenían de las creen-
cias y costumbres de su época, así como también de la necesi-
dad que hay en los primeros tiempos de toda conquista, y más
tratándose de países tan vastos, desconocidos é incultos como
aquéllos, de emplear ciertos rigores y recurrir á medidas extre-
mas, que pueden aparecer bárbaras y crueles con el transcurso
de los siglos, pero que tienen su explicación, ya que no su dis-
culpa, en las apremiantes condiciones del momento.
Dulzuras parecerían ciertos castigos de Ovando y de los espa-
ñoles, comparados con los procedimientos que emplearon otras
naciones en conquistas análogas de aquella misma fecha, y aun
en épocas muy posteriores, en nuestros mismos días, siendo la
cultura mucho mayor y otras las leyes, ideas y costumbres, no
faltan ejemplos de más horrible crueldad, que imponen las cir-
cunstancias aunque los repugnen las conciencias. {Bien^ bien.)
Si los historiadores no aprecian en todo su valor algunas pru-
dentes y sabias medidas de Ovando que contribuyeron, sin
duda, al engrandecimiento de la Española, consiste en que es-
tudian é este personaje principalmente en sus relaciones con
el primer Almirante, y desde este punto de vista, la conducta
del Comendador Mayor es inexcusable.
Hago estas consideraciones finales, porque otros de los que
han ocupado esta cátedra han tenido la fortuna de poder pintar
grandezas de nuestra patria y referir maravillosas empresas de
sus hijos; yo, para ser sincero, me he visto precisado á presen-
taros un cuadro en el que predominan las tintas negras y los co-
lores sombríos. La verdad histórica debe ser acatada con res-
peto, hasta cuando nos acusa y condena, y á ella he procurado
— 28 —
ajustarme fielmente al describiros este período de nuestra do-
minación en las Indias. No importa, sin embargo, que mis la-
bios hayan pronunciado palabras de desconsuelo al recordar
hechos tristes y por todos lamentados; esto no puede aminorar
en modo alguno la gloria alcanzada por los españoles en aquella
magnífica época de nuestra historia. La luz, mientras más bri-
llante, proyecta más densas sombras, y las heroicas virtudes de
aquellos intrépidos marinos y valientes conquistadores necesi-
tan como contraste, para ser apreciadas en todo su inmenso va-
lor, la sombra de las pequeñas pasiones y el fondo obscuro de
las debilidades humanas. Porque tan épicas hazañas acometie-
ron, tan sobrehumanos esfuerzos realizaron, á tal extremo lleva-
ron la audacia y osadía para uncir al carro triunfal de España
aquel mundo nuevo que habían arrancado á las profundidades
misteriosas del Océano, que cuesta trabajo creer fueron hom-
bres los que tal hicieron, y si no se refirieran al mismo tiempo
sus flaquezas y errores, la leyenda los hubiera considerado como
héroes fabulosos y la Historia quizás se hubiese resistido á creer
en la existencia de estos nuevos Titanes. {Grandes aplausos.)
£1 sol tiene manchas, y sin embargo ilumina al mundo; he
aquí el único símbolo digno del acontecimiento que hoy con-
memoramos. Por muchas que sean las censuras y negaciones, el
descubrimiento y conquista de América será eternamente es-
pléndido sol que allá, en la cúspide de nuestra historia, y á tra-
vés de todas las generaciones, irradiará oleadas de gloria sobre
la nación española é inextinguibles resplandores sobre sus hijos.
He dicho. {Grandes y prolongados aplausos.)
COLÓN Y BOSADILLA
ATENEO DE MADRID
COLÓN Y BOBADILLA
CONFERENCIA
ü. HiXJIS VII3A.RT
leída el 14 de Diciembre de 1891
MADRID
BSTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DB LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, ao
1892
Señoras y señores:
Mi amigo D. Antonio Sánchez Moguel, Presidente de la sec-
ción de Ciencias Históricas de este Ateneo, ha creído que yo
podría ocupar un puesto entre los eruditos conferenciantes que
aquí consagran sus tareas á recordar las glorias que adquirieron
los hijos de la Península Ibérica en el descubrimiento y con-
quista de América y Oceanía. Sí, de América y Oceanía; por-
que desde principios del siglo xv, en que el infante D. Enrique
de Portugal fundó la Escuela Náutica de Sagres, hasta fines
del primer tercio del siglo xvi, en que Fernando de Magalhaes
y Juan Sebastián de Elcano realizaron el primer viaje de cir-
cunnavegación del planeta que habitamos, y aun más allá, hasta
los primeros años del siglo xvii, en que el español Alvaro de
Mendaña y el portugués Pedro Fernández de Quirós descubrie-
ron varios archipiélagos, que entonces se consideraron como
dependientes ó formando parte de Asia; esto es, durante dos-
cientos años, los hijos de la Península Ibérica, los navegantes
portugueses y españoles llevaron á feliz remate lamagna empresa
de descubrir y fijar los límites de mares y tierras que, según el
ilustre geógrafo Elíseo Reclus, constituyen las cinco sextas par-
tes de la superficie actualmente conocida del planeta que habi-
tamos.
Francisco López de Gomara, en su Historia general de las
Indias^ escribió: «La mayor cosa, después de la creación del
— 6 —
mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el
descubrimiento de las Indias, y así las llamaron Nuevo Mun-
do.» Si estas palabras pareciesen dictadas por la exageración
del patriotismo, léase la Nueva Geografía Universal áe\ ilus-
tre escritor que ha poco he mencionado, y allí se verá que un
francés librepensador afirma que Portugal y España ocupan el
primer puesto en la historia de los conocimientos geográficos,
y al señalar la importancia del descubrimiento del Nuevo
Mundo, dice que es tal y tan grande, que el comienzo déla
edad moderna debe de fijarse en la fecha que se realizó tan
trascendental acontecimiento. Ajuicio del gran geógrafo Re-
clus, el descubrimiento del Nuevo Mundo ha ejercido y ejerce
«íobre los destinos de la humanidad una influencia muy superior
á todo lo que podía imaginarse en teóricas disquisiciones, por-
que no sólo ha producido este descubrimiento sus inmediatas y
naturales consecuencias en los progresos de la ciencia geográ"
fica y de la astronómica, sino que ha llegado hasta otras esferas
de la vida humana, como la religión, la filosofía y la política^
que por su índole espiritual, digámoslo así, parecían muy ale-
jadas del terreno en que se verifican los hechos del orden pura-
mente físico.
Resulta, pues, que lo que dijo hace más de tres siglos el clé-
rigo Francisco López de Gomara para ensalzar la importancia
del descubrimiento del Nuevo Mundo, lo confirma hoy el libre-
pensador Eliseo Reclus, suprimiendo las cortapisas que impo-
nían á nuestro Gomara su fe y profesión de sacerdote católico.
Y sin embargo de todo lo hasta aquí expuesto, la grandeza
épica del descubrimiento y conquista de América y Oceanía
por los portugueses y los españoles ha sido desconocida durante
largos años por los historiadores extranjeros que, amontonando
confusamente noticias, incompletas á veces, y otras de todo
punto falsas, han conseguido formar una leyenda, en que apa-
rece la figura de Cristóbal Colón rodeada de todos los esplen-
dores de la gloria, y sirviendo de sombra en este cuadro la trai-
ción que dicen quiso cometer el rey de Portugal D. Juan II al
despachar secretamente el navio que había de descubrir desco-
nocidas tierras, siguiendo el rumbo por Colón indicado, y el
comendador Francisco de Bobadilla, aprisionando y cargando
de cadenas al descubridor del Nuevo Mundo, sin más motivo
que la envidia que este descubrimiento en los españoles había
suscitado.
Y en lo que puede llamarse la leyenda colombina al lado de
las manchadas íiguras del rey D. Juan II y del comendador
Bobadilla, se agrupan las del obispo D. Juan de Fonseca, injusto
enemigo de Colón, las de los ignorantes doctores salmantinos,
que negaron la posibilidad del viaje á las Indias por los mares
hasta aquel entonces nunca navegados; la de D. Fernando el
Católico, buscando medios para no cumplir lo que había ofre-
cido en las capitulaciones de Santa Fe; la de Martín Alonso
Pinzón, maquinando traiciones contra el primer Almirante del
mar Océano ; la del comendador Nicolás de Ovando, impidiendo,
sin causa justificada, que desembarcase en la Española el inmor-
tal nauta que pocos años antes había descubierto esta isla; en
suma, casi todos los portugueses y españoles que mayor parte
tuvieron en el descubrimiento del Nuevo Nundo, á creer la
leyenda colombina, merecen la eterna condenación de la jus-
ticia y de la Historia.
Las acusaciones que escriben, no los biógrafos, sino los pane-
giristas de la vida y de los merecimientos de Cristóbal Colón,
requerían una serie de conferencias en que se examinase el va-
lor de estas acusaciones, como lo ha hecho, con aplauso del
Ateneo, mi querido amigo D. Cesáreo Fernández Duro, al de-
mostrar que Martín Alonso Pinzón, lejos de ser culpable de
alevosas traiciones, fué, después de Colón, quien tuvo más parte
en el glorioso término del viaje emprendido desde el puerto de
Palos, en el memorable viernes 3 de Agosto de 1492.
Y aquí he de volver, señoras y señores, á recordar lo que
dije en el principio de esta conferencia. Me indicó el Sr. Sán-
chez Moguel lo conveniente que sería una como revisión de la
sentencia condenatoria que pesa sobre el célebre comendador
Francisco de Bobadilla, por la conducta que siguió al encar-
garse del gobierno de la isla Española, y enviar á España pro-
cesados y presos á Colón y á sus hermanos D. Bartolomé y
D. Diego. Me pareció muy acertada la idea del Sr. Sánchez
Moguel, y no tuve reparo que oponer á que fuese yo quien
examinase los fundamentos de aquella sentencia condenatoria,
porque me parecía hace tiempo, y sigue pareciéndome, que
estos fundamentos no son muy sólidos, y viendo yo tan claras
las razones con que puede vindicarse la memoria de Bobadilla,
creo cumplir una obligación de conciencia al levantar aquí mi
voz en defensa de la justicia, ó almenes, de loque, á mi juicio,
como justo debe considerarse.
Para que no se diga que trato de atenuar las acusaciones
gravísimas que pesan sobre la memoria del comendador Boba-
dilla, comenzaré leyendo los capítulos que consagra D. Fer-
nando Colón en la vida de su padre al relato de los hechos cuyo
conocimiento es necesario para que sirva de base al juicio que
la Historia puede y debe razonadamente formar.
La obra titulada: Historiadores primitivos de las Indias
Occidentales^ que juntó, tradujo en parte y sacó á luz, ilustrada
con eruditas notas y copiosos índices, el limo. Sr. D. Andrés
González Barcia, del Consejo y Cámara de S. M. (Madrid, 1 799),
comienza por una traducción que hizo el Sr. Barcia de la vida
de Cristóbal Colón, publicada en italiano por Alfonso de Ulloa,
y que parece demostrado que primitivamente había sido escrita
en español por el hijo natural del primer Almirante del mar
Océano. Esta traducción del Sr. Barcia es menos que mediana,
pero la prefiero á la que yo podría hacer, aun cuando acaso no
fuese tan mala, por la misma causa que antes indiqué; evitar,
hasta donde me sea posible, la desconfianza de mis oyentes.
Nada menos que tres capítulos dedica D. Fernando Colón á
relatar lo acontecido entre su ilustre padre y el comendador
Francisco de Bobadilla. El primero de estos tres capítulos se
titula: Cómo por informaciones falsas y fingidas quejas de al-
gunos^ enviaron los Reyes Católicos un juez á las Indias para
saber lo que pasaba , y dice así:
«En tanto que las referidas turbaciones sucedían, como se ha
dicho, muchos de los rebelados, con cartas desde la Española,
y otros que se habían vuelto á Castilla, no dejaban de pre-
sentar informaciones falsas á los Reyes Católicos y á los de su
Consejo contra el Almirante y sus hermanos, diciendo que eran
muy crueles , incapaces para aquel Gobierno, así por ser extran-
jeros y ultramontanos, como porque en ningún tiempo se ha-
bían visto en estado de gobernar gente honrada; afirmando que
si sus Altezas no ponían remedio sucedería la última destrucción
de aquellos países, los cuales, cuando no fuesen destruidos por
su perversa administración, el mismo Almirante se rebelaría y
haría liga con algún príncipe que le ayudase, pretendiendo que
todo fuese suyo, por haber sido descubierto por su industria y
trabajo, y para salir con este intento escondía las riquezas y no
permitía que los indios sirviesen á los cristianos, ni se convirtie-
sen á la fe; porque acariándoles es-peraba tenerlos de su parte
para hacer todo cuanto fuese contra el servicio de sus Altezas.
Procedían éstos y otros semejantes en estas calumnias con tan
grande importunación á los Reyes, diciendo mal del Almirante
y lamentándose de que había muchos años que no pagaba suel-
dos, que daban que decir á todos los que entonces estaban en la
corte. Era de tal manera, que estando yo en Granada cuando
murió el serenísimo príncipe D. Miguel, más de cincuenta de
ellos, como hombres sin vergüenza, compraron una gran can-
tidad de uvas y se metieron en el patio de la Alhambra, dando
grandes gritos, diciendo que sus Altezas y el Almirante les ha-
cía pasar la vida de aquella forma por la mala paga, y otras mu-
chas deshonestidades é indecencias que repetían. Tanta era su
desvergüenza, que cuando el Rey Católico salía, le rodeaban
todos y le cogían en medio, diciendo. «Paga ^ paga» ^ y si acaso
yo y mi hermano, que éramos pajes de la serenísima Reina,
pasábamos por donde estaban, levantaban el grito hasta los
cielos, diciendo: «Mirad á los hijos del Almirante de los mos-
quitillos j de aquél que ha hallado tierra de vanidad y engaño^
para sepultura y miseria de los hidalgos castellanos»] aña-
diendo otras muchas injurias, por lo cual escusábamos pasar
por delante de ellos.
»Siendo tantas sus quejas y las importunaciones que hacían
á los privados del Rey, determinó enviar un juez á la Española,
para que se informase de todas las cosas referidas, mandándole
que si hallase culpado al Almirante, según las quejas expresa-
das, le enviase á Castilla y quedase él en el gobierno. El pes-
quisidor, que para este efecto enviaron los Reyes Católicos,
fué un Francisco de Bobadilla, Comendador del Orden de Ca-
latrava, muy pobre, para lo cual se le dio bastante y copiosa
comisión, en Madrid á 21 de Mayo del año de 1499. Llevaba
firmas del Rey en blanco para llenarlas á quien le pareciese, en
la Española, que le diesen todo favor y auxilio. Con este des-
pacho llegó á Santo Domingo á fin de Agosto de 1500, cuando
el Almirante estaba dando orden en las cosas de aquella Pro-
vincia donde el Prefecto había sido embestido por los rebela-
dos y donde estaba mayor número de indios y de mejor calidad
y razón que los demás de la isla: de manera que no hallando
Bobadilla, cuando llegó, persona á quien tener respeto,
lo primero que hizo fué entrarse á vivir en el palacio del Almi-
rante, y servirse y apoderarse de todo lo que había en él, como
si le hubiera tocado por legítima sucesión y herencia, y reco-
giendo y favoreciendo después á todos los que halló de los re-
beldes, y á otros muchos que aborrecían al Almirante, se de-
claró al punto por gobernador, y para adquirir la gracia del
pueblo echó bando, haciendo francos á todos por veinte años,
y envió á protestar el Almirante, que sin dilación alguna vi-
niese donde él estaba, que convenía al servicio del Rey, y en
confirmación de ello le envió con un Fr. Juan de la Sera una
carta á 7 de Septiembre, del tenor siguiente:
«Don Cristóbal Colón, nuestro Almirante del mar Océano,
»hemos mandado al comendador Francisco de Bobadilla, porta-
»dor de esta, que os diga algunas cosas de nuestra parte; por lo
»cual os rogamos le deis fe y crédito y obedezcáis. Dada en
»Madrid á 21 de Mayo de 1499. — Yo el Rey. — Yo la Reina. —
»Por mandato de Sus Altezas, Miguel Pérez de Alinazán.»
Aquí termina este capítulo, y el siguiente se titula y dice así:
Cuino el Almirante fué preso y enviado á Castilla con grillos
juntamente con sus hermanos.
«Luego que vio el Almirante la carta del Rey, fué pronta-
mente á Santo Domingo, donde ya estaba el dicho juez, deseoso
de mantenerse en el gobierno, y sin tardanza alguna, ni infor-
mación jurídica, á i.° de Octubre del año de 1500 le hizo poner
preso en un navio con su hermano D. Diego, y con grillos y
buena guardia, mandando, debajo de gravísimas penas, que
ninguno hablase de cosa que les perteneciese. Después, como
se dice de la justicia de Pero Grullo, empezó á formar proceso
contra ellos, recibiendo por testigos á los rebelados, enemigos
suyos, y favoreciendo é invitando públicamente á los que ve-
nían á decir mal de él, los cuales deponían tantas maldades y
delitos, que sería más que ciego quien no conociese que los
dictaba la pasión, sin alguna verdad, por lo cual los Reyes Ca-
tólicos no los quisieron recibir, arrepintiéndose mucho de ha-
ber enviado á aquel hombre con semejante cargo, y no sin
justa razón, porque este Bobadilla destruyó la isla, y gastó las
rentas y tributos reales para que todos le ayudasen, publicando
que los Reyes Católicos no querían otra cosa que el nombre del
dominio y que todo el útil fuera de sus subditos, pero no por
esto perdía nada de su parte, antes acompañándose con los
más ricos y poderosos, daba á sus indios para los servicios, con
pacto de participar todo cuanto ganasen con ellos y vendía en
pública almoneda las posesiones y heredades que el Almirante
había adquirido á los Reyes Católicos, diciendo que los Reyes
no eran labradores ni mercaderes, ni querían aquellas tierras
para su utilidad, sino para socorro y alivio de sus vasallos. Con
este pretexto vendía todo, procurando, por otra parte, que lo
comprasen algunos de sus compañeros por dos tercias partes
menos de lo que valían, y haciéndose estas cosas no atendidas
á las de justicia, ni á otro respecto, que á hacerse rico y ganar
el afecto del pueblo, porque aun tenía miedo de que el Prefecto,
que todavía no había vuelto de Suraña, le impidiese y que pro-
curase con armas librar al Almirante, como si en ello sus her-
manos no hubiesen tenido grande prudencia; por lo cual el Al-
mirante envió al punto á decir, que por servicio de los Reyes
Católicos y por no alborotar la tierra, fuesen á él pacíficamente,
puesto que llegados á Castilla alcanzarían más fácilmente el
castigo de tan raro sujeto y el remedio del agravio que les ha-
cía, pero ni por esto dejó Bobadilla de prenderle con sus her-
manos, consintiendo que los malvados y populares dijesen mil
injurias contra él por las plazas, y que tocasen cuerno junto al
puerto donde estaban embarcados, demás de muchos libelos
infamatorios que estaban puestos en las esquinas; de modo que
aunque supo que Diego Ortiz, hospitalero, había hecho y leído
un libelo en la Plaza, no sólo no le castigó, pero mostró gran
alegría de ello, por lo cual cada uno se ingeniaba á darse á co-
nocer por valiente en tales cosas. Ni en tiempo de la partida
del Almirante temiendo que se volviese á tierra nadando, dejó
12 —
de decir al piloto, llamado Andrés Martín, que se le entregase
al Obispo D, Juan de Fonseca, para dar á entender que con su
favor y consejo ejecutaba todo aquello; bien que después, es-
tando en el mar, conocida por el patrón la malignidad de Bo-
badilla, quiso quitar los grillos al Almirante; pero él jamás lo
consintió, diciendo que pues los Reyes Católicos mandaban
por su carta ejecutase lo que en su nombre le mandase Boba-
dilla, y que por su autoridad y comisión le habían puesto los
grillos, no quería que otras personas que las mismas que Sus
Altezas, hiciesen sobre todo ello lo que les agradase, pues te-
nía determinado guardar los grillos para reliquias y memoria
"del premio de sus muchos servicios, y así lo hizo, porque yo los
vi siempre en su retrete , y quiso que fuesen enterrados con él.
»El día 20 de Noviembre del año de 1500 escribió -al Rey que
había llegado á Cádiz, y sabiendo el modo como venía, luego
dieron orden para que le pusiesen en libertad, y le escribieron
cartas llenas de benignidad, manifestando mucho desagrado en
sus trabajos y de la descortesía que había usado Bobadilla, di-
ciéndole que pasase á la corte, donde serían atendidos sus ne-
gocios y sería despachado con mucha brevedad y honra.
»En todas estas cosas yo no debo culpar á los Reyes Católicos,
sino en haber elegido para aquel cargo á un hombre maligno y
de tan poco saber, porque si fuese hombre que supiese usar de
su oficio, el Almirante se hubiera alegrado de su ida; pues ha-
bía suplicado por sus cartas que enviasen á alguno para que
hiciese verdadera información de la maldad de aquella gente y
de los insultos que cometía, para que fuesen castigados por
otra mano, no queriendo él por haber tenido origen los alboro-
tos con su hermano, proceder con el rigor que hubiese usado
en caso sin sospecha, y aunque pueda decirse que sin embargo
de que estuvieran mal informados los Reyes Católicos del Al-
mirante, no debían enviar á Bobadilla con tantas cartas y favor,
sin limitarle la comisión que le daban, puede responderse que
no fué maravilla que lo hiciesen así, porque eran muchas las
quejas dadas contra el Almirante como va referido.»
Para remachar sus censuras á lo hecho por Bobadilla en la
Española, después de los dos capítulos que acabo de leer, aun
escribe D. Fernando Colón otro tercero que se titula: Cómo el
— 13 —
Almirante fué á la Corte á dar cuenta de si á los Reyes^ y en
cual dice lo siguiente:
«Luego que los Reyes Católicos supieron la venida y prisión
del Almirante, dieron orden á 17 de Diciembre de que fuese
puesto en libertad, y escribieron que fuese á Granada donde
fué recibido de Sus Altezas con semblante alegre y dulces pa-
labras, diciéndole que su prisión no había sido hecha de su or-
den ni voluntad, antes les había desagradado mucho, y lo pro-
veerían de modo que serían castigados los culpables y se le
daría entera satisfacción. Con estos y otros favores mandaron
entonces que se atendiese á sus negocios, y, en suma, fué su re-
solución que se enviase á la Española un gobernador que des-
agraviase al Almirante y á sus hermanos, y que se prendiese á
Bobadilla, y que volviese todo lo que había quitado, formando
proceso sobre las culpas de los rebelados y castigando sus de-
litos, conforme á los yerros que hubiesen cometido. Envióse al
gobierno á Nicolás de Ovando, Comendador de Lares, hombre
de buen juicio y prudencia, bien que como después se vio, se
apasionó mucho en perjuicio de tercero, guiando sus pasiones
con astucias cautelosas y creyendo á los sospechosos y malignos,
ejecutándolo todo con crueldad y ánimo vengativo, de que da
testimonio la muerte de los 80 reyes. Pero volviendo al Almi-
rante, digo que como en Granada quisiesen los Reyes Católicos
enviar á Ovando á la Española, les pareció sería conveniente
volviese el Almirante á otro viaje de que se siguiese algún pro-
vecho y estuviera ocupado hasta que el Comendador sosegase
las cosas y tumultos de la Española, porque les parecía muy
mal tenerle tanto tiempo fuera de su justa posesión sin causa;
pues de la información remitida por Bobadilla, resultaba la ma-
licia y la falsedad de que estaba llena, sin que contuviese cosa
porque debiera perder su Estado.»
Hasta aquí los resultandos que presenta en la vida de Cris-
tóbal Colón su hijo D. Fernando para demostrar las malda-
des que cometió Francisco de Bobadilla al encargarse del
gobierno de la isla Española. He dicho resultajtdos , porque
realmente lo escrito por D. Fernando Colón al tratar de Boba-
dilla, más que relato histórico, es lo que ya indiqué en el prin-
cipio de esta disertación, una sentencia condenatoria del suca-
— 14 —
sor de su padre en el gobierno de la isla Española; sentencia
que ha sido aceptada como firme y valedera por la mayor parte
de los historiógrafos de los tiempos modernos, y que aumentando
con la distancia las proporciones del error y del mal, porque las
sombras crecen á medida que el sol se aproxima al fin de su
carrera, ha llegado un día en que un escritor, que se precia de
ferviente católico, se ha permitido calificar de infame al Co-
mendador de Calatrava, que, en nombre y representación de
España y de sus católicos reyes D.' Isabel y D. Fernando, pro-
cesó á quien estaba acusado de cruel é injusto gobernante, de
malversador de los caudales públicos y hasta de que fraguaba
planes de rebelión contra sus Reyes y su patria adoptiva.
No se crea, por lo que acabo de decir, que cedo al impulso
de fanático y absurdo patriotismo al emprender ahora la tarea
de rechazar como infundadas las acusaciones con que ha man-
chado la memoria de Francisco de Bobadilla su apasionado
detractor; porque si yo considerase que eran justas estas acusa-
ciones, antes que el interés de mi patria está el grande, el su-
premo interés de la verdad, y cuando de Historia se trata, ren-
dir culto á la verdad es al propio tiempo ley de la conciencia y
dictado de la razón (*).
Existen dos historiadores contemporáneos de D. Fernando
Colón, que merecen entera fe, y en sus palabras he de hallar
cumplida respuesta para todos los cargos que se han formulado
y formulan contra el comendador Francisco de Bobadilla.
El Obispo de Chiapa, Fr. Bartolomé de Las Casas, nació en
Sevilla el año de 1474, y murió en Madrid en 1566, y el capitán
Gonzalo Fernández de Oviedo, primer cronista de las Indias,
nació en Madrid en el mes de Agosto de 1478, y falleció en Va-
lladolid en el estío de 1557. Impresas están desde hace algunos
anos las historias de las Indias Occidentales que escribieron el
P. Las Casas y el capitán Oviedo, y no son necesarios mayores
esfuerzos*de erudición que la lectura de estas obras para dar á
conocer las inexactitudes sin número que comete D. Fernando
Colón en los tres capítulos de la biografía de su padre que an-
teriormente he leído.
( ) Véase la nota que se hallará al final de esta Conferencia.
La primera tacha que pone á Bobadilla D. Fernando Colón,
es decir que era muy pobre. Sin duda pensaba como Cervantes
cuando escribió, «pobre, pero honrado, si es que el pobre puede
■ser honrado» ; y quería que la pobreza de Bobadilla hiciera du-
dosa la posibilidad de que fuese honrado, para que de este modo
se aceptase después su rotunda afirmación de que Bobadilla en
todo lo que mandó en la isla Española no atendía á la justicia,
ni á otro orden de consideraciones, más que al propósito de
hacerse rico^ y esto lo conseguía, sin duda, vendiendo todo^ pro-
curando que lo comprasen algunos de sus compañeros por dos
tercias partes menos de lo que valían^ porque es de suponer que
esos compañeros le darían la mitad siquiera de lo que dejaban
de pagar del valor real y positivo que tenía la propiedad que
habían adquirido.
Gonzalo Fernández de Oviedo dice que Francisco de Boba-
dilla era hombre muy honesto y religioso^ y Fr. Bartolomé de
Las Casas, confirmando los calificativos de Oviedo, escribe lo
que ahora voy á leer: «Y en la verdad, él (Francisco Boba-
dilla) debía ser de su condición y natural hombre llano y hu-
milde; nunca oí del, por aquellos tiempos, que cada dia en él
se hablaba, cosa deshonesta, ni que supiese á cudicia, antes
todos decían bien del; y puesto que por dar larga licencia que
•se aprovechasen de los indios los 300 españoles que en esta isla,
solos, como se dijo, había, les diesen materia de querello bien,
todavía, si algo tuviera de los susodichos vicios, después de
tomada su residencia y de esta isla ido y muerto, alguna de las
muchas veces que hablamos en él, algún pero del se dijera.»
El bachiller Andrés Bernáldez, conocido generalmente con
el nombre del Cura de los Palacios, grande amigo y admirador de
Cristóbal Colón, en su Historia de los Reyes Católicos califica
al comendador Bobadilla diciendo que ^xd. muy gran caballero,
■virtuoso y amado de todos, y se lamenta amargamente de que
perdiese la vida en el naufragio que sepultó la nave en que re-
gresaba á España.
Resulta, pues, que Bobadilla, aunque pobre, era honrado,
pese á las insinuaciones de D. Fernando Colón ; insinuaciones
que casi se pueden calificar de verdaderas calumnias.
Cristóbal Colón en una famosa carta de que luego hablaré, y
— i6 —
SU hijo D. Fernando, afirman que Bobadilla, se declaró al punto
por gobernador de la isla Española, y ponen en duda que al pro-
ceder así cumpliese fielmente con el encargo que había recibido
de los Reyes Católicos; pero la verdad es que Oviedo dice:
«Estuvo el Almirante en esta gobernación (la de la isla Espa-
ñola) hasta el año de 1499, que los Católicos Reyes D. Fer-
nando y D.^ Isabel, muy enojados, informados de lo que pasaba
en esta Isla, y de la manera que el Almirante D. Cristóbal Co-
lón y su hermano el Adelantado D. Bartolomé tenían en la go-
bernación, acordaron de enviar por Gobernador de esta isla á
un caballero, antiguo criado de la Casa Real, hombre muy ho-
nesto y religioso, llamado Francisco de Bobadilla, caballero de
la Orden militar de Calatrava» ; y el obispo Fr. Bartolomé de
Las Casas también dice lo mismo al escribir lo siguiente: «Ya
dijimos arriba como después de llegar los cinco navios á
Castilla, que el Almirante despachó luego, por Mayo, deter-
minaron los Reyes de enviar otro Gobernador á esta Isla, y
quitalle á él (Cristóbal Colón) la gobernación.»
No fué el ansia de poder lo que hizo que Bobadilla: Al se-
gundo día que llegó ^ se crió gobernador ^ según la frase que usa
Cristóbal Colón en la carta á que antes aludí, no; Bobadilla se
limitó á obedecer á los Reyes Católicos, que le mandaron á la
Española para que sustituyese al Almirante en la gobernación
de esta isla. Pero aunque Francisco de Bobadilla hubiera que-
rido limitarse á ejercer las funciones de juez pesquisidor, no ha-
bría podido realizar tal propósito, según se verá claramente de-
mostrado en el relato que hace de estos sucesos el obispo Las
Casas; relato muy extenso, del cual presentaré aquí un breve
resumen para no fatigar la atención de mis oyentes.
Cuenta el P. Las Casas, que estando el Almirante en la Vega,
ó Concepción de la Vega, y su hermano D. Bartolomé Colón en
Xaraguá, el domingo 23 de Agosto de 1500, «á la hora de las
siete olas ocho de la mañana, asomaron los dos navios ó cara-
belas, que se llamaba la una la Gorda ^ y la otra la Antigua^
mandó luego D. Diego que fuesen tres cristianos; un Cristóbal
Rodríguez, la Lengua, Juan Arráez y Nicolás de Gaeta, y los in-
dios que fueran menester para remar, á preguntar si venía el
hijo mayor del Almirante. Asomóse el comendador Bobadilla
— 17 —
que venía en la carabela y dijo que él venía enviado por los
Reyes por pesquisidor sobre los que andaban alzados en esta
isla. El maestre de la Gorda ^ que se llamaba Andrés Martín de
la Gorda, preguntóles por nuevas de la tierra, respondiéronle,
que aquella semana habían ahorcado siete hombres espaíioles^
y que en la fortaleza de aquí había otros cinco para los horcar^
y éstos eran D. Hernando de Guevara, Pedro Riquelme y otros
tres Entráronlas carabelas en este río y puerto, y luego pa-
recieron dos horcas en las cuales estaban dos hombres ahor-
cados, frescos de pocos días No quiso salir el Comendador
aquel día, hasta el otro día, lunes 24 de Agosto, que mandó
salir toda la gente que consigo traía, y con ellos fuese á la igle-
sia á oir misa, donde halló á D. Diego, hermano del Almirante,
y á Rodrigo Pérez, que era Teniente ó Alcalde mayor por el
Almirante y acabada la misa, salidos á la puerta, estando
presentes D. Diego y Rodrigo Pérez, y mucha gente de esta
isla mandó leer el Comendador al escribano del Rey, que
consigo trujo, que se llamaba Gómez de Rivera, una patente
firmada por los Reyes y sellada con su real sello del tenor si-
guiente» : y al llegar aquí copia el obispo Las Casas el docu-
mento en que los Reyes D.* Isabel de Castilla y D. Fernando
de Aragón nombran juez al Comendador de Calatrava Fran-
cisco de Bobadilla, mandándole que averigüe todo lo ocu-
rrido en los disturbios de la isla Española, «y la información
habida y la verdad sabida, á los que por ella hallaredes cul-
pantes prendedles los cuerpos y secrestradles los bienes y
si para hacer y cumplir y ejecutar todo lo susodicho menester
hubierades favor y ayuda, por esta nuestra carta mandamos al
dicho nuestro Almirante y á los Concejos, Justicias, Regido-
res, Caballeros, Escuderos, Oficiales y homes buenos de las
dichas islas y tierra firme, que vos la den y hagan, y que en
ello, ni en parte dello embargo ni contrario alguno vos pon-
gan, ni consientan poner.»
A estas tan terminantes órdenes de los Reyes Católicos «res-
pondieron D. Diego y Rodrigo Pérez, que el Almirante tenía
de sus Altezas otras cartas y poderes mayores y más fuertes que
podía mostrar, y que allí no había Alcalde alguno, y que don
Diego no tenía poder del Almirante para hacer cosa alguna y
— li
como vido el Comendador que el nombre y uso de pesquisidor
parecía que no tenía mucha eficacia, quiso darles á entender á
todos el nombre y obra de Gobernador para lo cual otro día,
martes 25 del mismo mes de Agosto, acabada la misa, salién-
dose á la puerta de la iglesia, estando presentes D. Diego y Ro-
drigo Pérez y todos los demás sacó el Comendador otra pa-
tente ó provisión real y mandóla leer y notificar en presencia
de todos, la cual decía así: «D. Fernando y D.^ Isabel, por la
»gracia de Dios, etc. A vos los Concejos, Justicias, Regidores,
»Caballeros, Escuderos, Oficiales y homes buenos de todas las
»islas y tierra firme de las Indias, y á cada uno de vos salud y
»gracia: Sepades que Nos, entendiendo así complidero el servi-
»cio de Dios y el nuestro y en la ejecución de nuestra justicia
»y á la paz y sosiego y buena gobernación desas dichas islas y
»tierra firme, nuestra merced y voluntad es que el comendador
»Francisco de Bobadilla tenga por Nos la gobernación y oficio
»del Juzgado desas dichas islas y tierra firme, por todo el tiem-
»po que nuestra merced y voluntad fuere, etc.» No es necesario
seguir leyendo la carta de los Reyes Católicos, pero sí lo que
escribe al terminarla el P. Las Casas.
«Después de leída la susopuesta carta, dice Las Casas, juró
en forma de derecho, é hizo la solemnidad que se requería el
Comendador y luego requirió á D. Diego y á Rodrigo Pérez
y á la otra gente que allí estaba, que le obedeciesen , y que
en cumplimiento della le diesen y entregasen los presos que
tenían para ahorcar en la fortaleza, con los procesos que contra
ellos había. Respondieron D. Diego y Rodrigo Pérez que le
obedecían como á carta de sus Reyes y señores, j cuanto al
cumplimiento, que decían lo que dicho tenían á la primera, que
ellos no tenían poder del Almirante para cosa ningunna, y que
otras cartas y poderes tenía el Almirante más fuertes y firmes
que aquélla Tornó de nuevo una y más veces el Comendador
úrequerirá D.Diego y á Rodrigo Pérez, teniente del Almirante,
y á otros alcaldes, si alguno más había, que le diesen los presos
y los procesos, y que él quería determinar su justicia como los
Reyes le mandaban ; á todo y todas las veces respondía don
Diego y Rodrigo Pérez, que obedecían las provisiones y cédu-
las de Sus Altezas, pero que cuanto al cumplimiento, no tenían
— 19 —
poder páralos dar, por estar presos por el Almirante, y que el
Almirante tenía otras mejores y más firmes cartas que las que él
traía. De aquí fué á la fortaleza y mandó que las provisiones se
notificasen al Alcaide, que loera MiguelDíaz , y requerido que
diese los presos y la fortaleza como los Reyes lo mandaban, res-
pondió que le diesen traslado de ellas. Dijo el Comendador que
no era tiempo, ni sufría dilación, para dalle traslado; porque
aquellos presos estaban en peligro de ser ahorcados Respon-
de el Alcaide que pedía plazo y traslado para responder á dicha
carta, por cuanto él tenía la dicha fortaleza por el Rey, por man-
dato del Almirante, su señor, el cual había ganado estas tierras
y islas. Después que el Comendador vido que no tenía remedio
que le diesen los presos por las protestaciones y diligencias
hechas, juntó toda la gente que de Castilla traía y requirióles
y mandóles, y á todas las personas que en la villa estaban, que
fuesen con él con sus armas para entrar en la fortaleza sin
hacer daño en ella, ni en persona alguna, si no fuese defendida
su entrada. Luego toda la gente dijeron que estaban prestos y
aparejados para hacer todo lo que de parte de los Reyes les
mandasen , y así, aquel martes, á hora de vísperas, fué con
toda la gente á la fortaleza, y mandó y requirió al Alcaide que le
abriese las puertas. Paróse entre las almenas el Alcaide, y con
él Diego de Alvarado, con las espadas sacadas, y dijo el Alcaide
que respondía lo que tenía dicho, y en ello se ratificaba; y como
la fortaleza no tenía tantas costillas como Salsas , llegó el
Comendador y su gente, y con el gran ímpeta que dieron á la
puerta principal, quebraron el cerrojo y cerradura que tenía por
dentro El Alcaide y Diego de Alvarado que se mostraron
en las almenas con las espadas sacadas, ninguna resistencia hicie-
ron. El Comendador, luego entrando, preguntó dónde los presos
estaban, hallólos en una cámara con sus grillos á los pies. Subió-
se á lo alto de la fortaleza, é hízolos subir allá, donde les hizo al-
gunas preguntas y después los entregó con los grillos al alguacil
Juan de Espinosa, mandándole que los tuviese á buen recaudo.»
Después de oído el fiel relato que hace el obispo Las Casas
de las dificultades con que luchó Bobadilla desde el punto y
hora que desembarcó en Santo Domingo; después de haber
oído una, dos y más veces las contestaciones de D. Diegp
20
Colón, de Rodrigo Pérez y la del Alcaide de la fortaleza Miguel
Díaz, en que ya se recordaba que Cristóbal Colón había ganado
las islas y tierra firme de las Indias, no cabe duda de que los
historiadores que acusan al Comendador diciendo que debió
comenzar ejerciendo las funciones de juez pesquisidor, ó no
saben lo que dicen ó no dicen lo que saben. Don Diego Colón
y Rodrigo Pérez no reconocían la autoridad de los Reyes Cató-
licos, ni para nombrar juez, ni para nombrar gobernador de la
isla Española; y el alcaide Miguel Díaz y Diego de Alvarado,
presentándose con las espadas desnudas entre las almenas de
la fortaleza, y dejando que rompiesen la cerradura y cerrojo
de la puerta de entrada, querían dar á entender que entregaban
los presos por ellos custodiados, cediendo á fuerza mayor, pero
sin someterse á las órdenes de los Reyes Católicos, que consi-
deraban injustas, porque privaban á Cristóbal Colón del domi-
nio en las tierras que había descubierto y conquistado. ¡Como si
estos descubrimientos y conquistas no se hubiesen hecho con
el esfuerzo heroico de España y de los españoles!
Dice Las Casas que: «Cuando el Almirante súpola venida
de Bobadilla y lo que comenzó á hacer en Santo Domingo y
las provisiones que mostraba, y haber tomado la fortaleza y lo
demás, porque le avisaba todo su hermano D. Diego, no podía
creer que los Reyes tales cosas hobiesen proveído , y por la
sospecha que hobo de que no fuese otra invención como la de
Ojeda, dijeron que había mandado apercibirá los caciques y
señores indios que tuviesen apercibida gente de guerra para
cuando él los llamase, porque de los cristianos, cuanto á la
mayor parte, poco confiaba El comendador Bobadilla
despachó un Alcalde con vara, con sus poderes y los traslados
de las provisiones para que los notificase al Almirante
Notificadas las provisiones reales, dijeron que respondió el
Almirante que él era Virrey y Gobernador general, y que las
provisiones y poderes que el Comendador traía no eran sino
para lo que tocaba á la administración de la justicia, y por lo
tanto requirió al mismo Alcalde que el Comendador enviaba
que se juntase con él y á él obedeciese en lo universal, y al
Comendador en lo que perteneciese como juez y todo lo
que respondió fué por escrito.»
— 21
Claro aparece en lo referido por el P. Las Casas que el Almi-
rante, pretextando que no daba crédito á la noticia de haber
sido nombrado Bobadilla Gobernador de la Española, intentó
levantarse en armas con los indios, ya que con los españoles no
podía contar para semejante atentado; y que cuando supo que
en la ciudad de Santo Domingo todos obedecían al nuevo Go-
bernador, se batió en retirada, como vulgarmente se dice, y
aceptó, aunque de mala gana, que el Gobernador descendiese
ájuez, pensando sin duda que fácilmente podría convertir al
pesquisidor en perseguido y quizás en delincuente.
Viendo Bobadilla que Colón no acataba la voluntad de los
Reyes Católicos y que se negaba á reconocerle como Gober-
nador de todas las islas y tierra firme de las Indias, recuérdese
que así se decía en su nombramiento, determinó que el reli-
gioso de la Orden de San Francisco, Fr. Juan de Trasierra, y el
tesorero Juan Velázquez, llevasen la carta de los reyes Doña
Isabel y D. Fernando que inserta el obispo Las Casas en su
Historia de las Indias^ y que yo ahora no leo porque es igual
á la que D. Fernando Colón publicó en la parte de la biografía
de su padre, ya conocida de mis oyentes.
«Rescibida esta carta, dice el P. Las Casas, y platicando mu-
chas cosas entre él y el religioso y el tesorero, determinó de
venirse con ellos á Santo Domingo ; entretanto el Comendador
hizo gran pesquisa y examinación de testigos sobre la hacienda
que era del Rey y quién la tenía á su cargo y lo que era del Al-
mirante.»
Además de estas pesquisas, tan necesarias para poder pagar
lo mucho que debía el Almirante á la gente que estaba á sueldo
de los Reyes, dice el P. Las Casas que el Comendador, ha-
ciendo su oficio de juez, formó proceso á Cristóbal Colón y á
sus hermanos, y los testigos que en este proceso declararon,
al tratar del Almirante y de su gobernación en la Española:
«Acusáronle de malos y crueles tratamientos que había hecho
á los cristianos en la Isabela, cuando allí pobló, haciendo por
fuerza trabajar á los hombres sin dalles de comer, enfermos y
flacos, en hacer la fortaleza y casa suya y molinos y aceña y
otros edificios, y en la fortaleza de la Vega, que fué la de la
Concepción, y en otras partes, por lo cual murió mucha gente
de hambre y flaqueza y enfermedades, de no darles los basti-
mentos según las necesidades que cada uno padecía; que man-
daba azotar y afrentar muchos hombres por cosas livianas, como
porque hurtaban un celemín de trigo muriendo de hambre, ó
porque iban á buscar de comer. ítem, porque se iban algunos á
buscar de comer á donde andaban algunas capitanías de cris-
tianos, habiéndole pedido licencia para ello y él negándola y
no pudiendo sufrir la hambre, que los mandaba ahorcar; que
fueron muchos los que ahorcó por esto y por otras causas in-
justamente. Que no consentía que se baptizasen los indios que
querían los clérigos y frailes baptizar, porque quería más escla-
vos que cristianos Que hacía guerra á los indios ó que era
causa della injustamente, y que hacía muchos esclavos para en-
viar á Castilla. ítem, acusáronle que no quería dar licencia para
sacar oro, por encobrir las riquezas desta isla y de las Indias,
por alzarse con ellas con favor de algún otro Rey cristiano
Acusáronle más, que había mandado juntar muchos indios ar-
mados para resistir al Comendador y hacelle tornar á Castilla,
y otras muchas culpas é injusticias y crueldades en los españo-
les cometidas.»
Mi amigo el ilustre americanista, D. Cesáreo Fernández
Duro, me ha proporcionado una noticia acerca de una acusa-
ción que no menciona el P. Las Casas; noticia que copiada
literalmente dice así: «El fiscal del Consejo de Indias, Licen-
ciado Prado, apelando de una sentencia dada en el pleito pro-
movido por los sucesores de Colón, pidió por dos veces que se
trajesen á la vista los procesos presentados al mismo Consejo en
los años de 1500 y de 1501 «por los cuales constó é páreselo
»que el Almirante D. Cristóbal Colón, injustamente hizo ahor-
»car é matar ciertos hombres en la isla Española, é les tomó
»sus bienes, de cuya causa el Pey é la Reina Católicos, de glo-
»riosa memoria, se movieron á le mandar venir á esta Corte
»detenido, é le quitaron los oficios de Visorrey c Gober-
»nador.»
Y aquí pregunto yo: ¿eran falsedades y calumnias todo lo que
dijeron los testigos de vista que declararon en el proceso for-
mado por Francisco de Bobadilla para averiguar la conducta
seguida en la gobernación de la isla Española por el Almirante
— 2% ~
y sus hermanos? A esta pregunta sólo pueden contestar los his-
toriadores contemporáneos de Colón y Bobadilla y los docu-
mentos oficiales de aquella misma época. El P. Las Casas afirma
que vio el proceso y conoció á muchos de los testigos que en
este proceso habían declarado, y añade: «Yo no dudo sino que
el Almirante y sus hermanos no usaron de la modestia y dis-
creción en el gobernar los españoles que debieran, y que mu-
chos defectos tuvieron y rigores y escaseza en repartir los bas-
timentos á la gente, según el menester y necesidad de cada
uno, por lo cual todos cobraron contra ellos, la gente espa-
ñola, tanta enemistad.»
El capitán Gonzalo Fernández de Oviedo dice que Bobadi-
lla «envió muchas quejas é informaciones contra el Almirante
é sus hermanos, significando las causas que le movieron á los
prender, pero las más verdaderas quedábanse ocultas, porque
siempre el Rey é la Reina quisieron más verle enmendado que
maltratado.»
Aun hay cuatro fehacientes testimonios que confirman las de-
claraciones de los testigos que declararon en la causa formada
al Almirante y á sus hermanos por el Comendador Bobadilla.
El Cardenal y Arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, dis-
puso que cuatro frailes franciscanos acompañaran al Comenda-
dor en su viaje á la Española, y le dieran cuenta de lo que allí
ocurría. Llegaron estos frailes á la isla, y aprovechando el re-
greso á España de uno de ellos, Fr. Francisco Ruiz, que había
sido Secretario del Arzobispo, para que dijese verbalmente lo
que por escrito no debía expresarse, le dieron tres cartas, en
las cuales se juzga á Colón en la forma siguiente:
El P. Fr. Juan de Leudelle, que era francés, dice: «que según
informaba el Comendador, el Almirante y sus hermanos 'se
habían querido alzar y ponerse en defensa, juntando indios y
cristianos, y que el primero había expresado á uno de los frailes
sus compañeros importársele poco para sus fines lo que tuviera
en mientes el Arzobispo de Toledo.»
Fr. Juan de Robles: «que había tenido gran trabajo en echar
de la isla á los señores (los Colones), los cuales se pusieron en
se haber de defender, sino que Dios non les dejó salir con su
mal propósito; y así rogaba al Arzobispo, por amor de Jesu-
— 24 —
cristo, trabajara como el Almirante, ni cosa suya, volviera más
á aquella tierra, porque se destruiría todo y no quedaría cris-
tiano ni religioso.»
Fr. Juan de Trasierra, dando gracias á Dios de haber salido
aquella tierra del poder del rey Faraón^ suplicaban al Arzo-
bispo hiciera «que ni él (Colón), ni ninguno de su nación fuera
á las islas.»
Los tres frailes pedían que se diese crédito á lo que de pala-
bra diría Fr. Francisco Ruiz, y manifestaban además, que para
el provecho de la isla Española y para la conversión de los in-
dios se debían emplear, á su juicio, algunos medios que enume-
raban, comenzando así:
«Primeramente: que si Sus Altezas quieren mucho á Nuestro
Señor, y que la conversión de las ánimas se haga, en ninguna
manera permitan que el Almirante^ ni cosa suya, á esta isla
vuelva á la haber de gobernar, porque se destruiría todo y nin-
gún cristiano en ella quedaria.»
Es decir, que Las Casas está de acuerdo con los testigos en
el proceso formado por Bobadilla, al decir que con justo motivo
toda la gente española se había enemistado con el Almirante y
sus hermanos; que Oviedo aun va más allá, porque sin negar
que fuesen verdaderos los cargos que contra Colón resultaban,
afirma que otros 77iás verdaderos, esto es, otros cargos aun más
graves, quedábanse ocultos, por la benignidad de los Reyes
Católicos, que querían corregir, pero no castigar, al descubri-
dor del Nuevo Mundo; y que los tres religiosos franciscanos
consideran como una calamidad pública el que Colón volviese,
al gobierno de la isla Española.
Respecto á la crueldad de los castigos que Colón imponía,
bastará recordar aquel notable testimonio de haber reconocido
la tierra firme, creyendo que lo era la isla de Cuba, por el es-
cribano Fernando Pérez de Luna, que lleva la fecha del día 12
de Junio de 1494; documento en que el Almirante y Goberna-
dor de todas las islas y tierra firme de las Indias, descubiertas
y por descubrir, impone la pena de cortar la lengua al que dijese
lo contrario de lo que allí se afirma con absurda precipitación,
y si fuera grumete 6 persona de tal suerte se le darían cien azo-
tes, además de cortarle la lengua. También recordaré que en
las instrucciones dadas al general Mosen Pedro Margarit, le
dice el Almirante que haga cortar las narices y las orejas á los
indios que hurtaren algo, para que el castigo sea visible, puesto
que las narices y las orejas son facciones que no pueden ocul-
tarse.
Páginas enteras de su Historia emplea el Obispo Las Casas
en referir las crueldades é injusticias que cometía Cristóbal
Colón en su trato con los indios; y así considera que su des-
titución del gobierno de la isla Española fué un castigo pro-
videncial, «no por los daños é injusticias que hacía á los cristia-
nos sino por las grandes injusticias y guerras é imposiciones
de tributos y agravios que había hecho á los indios, y tenía pro-
pósito de hacerles, con la granjeria que trataba hinchir toda
la Europa de estos inocentes indios, inicuamente hechos es-
clavos».
Si alguna vez aparece Cristóbal Colón como tolerante y con-
ciliador en sus resoluciones, es cuando firma un convenio con
el rebelado Francisco Roldan, pero entonces mismo se apre-
sura á escribir secretamente una carta, que no hace honor á su
buena fe, dirigida á los Reyes Católicos, en que les ruega que
no aprueben aquel convenio y que envíen un juez pesquisidor
para castigar á los rebeldes, á quienes había perdonado muy
contra su voluntad. Adrián de Mojica, arrojado desde lo alto
del muro de la fortaleza de la Concepción; los dos ajusticiados
que vio Bobadilla al desembarcar en la Española, que formarían
parte de los siete ahorcados de aquella semana, como decía
Cristóbal Rodríguez; D. Hernando de Guevara, Pedro de Ri-
quelme y los otros tres presos en la fortaleza de Santo Do-
mingo, que estaban ya condenados á muerte; diez y seis españo-
les, que, según cuenta Las Casas, había encerrado D. Bartolomé
Colón en un pozo ú hoyo hecho en el campo, y que tam-
bién habían de ser ahorcados á la mayor brevedad; en suma,
cuarenta ó cicuenta reos de muerte, siendo trescientos el nú-
mero total de los españoles residentes á la sazón en la isla Espa-
ñola, es una proporción que espanta, y pone en punto de evi-
dencia, que si Colón y sus hermanos no sabían evitar los delitos,
no era, sin duda alguna, porque pecaran de clementes en la
aplicación de los castigos.
— 26 —
Volviendo á la narración de lo acontecido en la isla Española
en el mes de Septiembre de 1500, diré que Fr. Juan de Tra-
sierra y el tesorero Velázquez en su larga plática con el Almi-
rante, le convencieron, según parece, de que no debía ni podía
oponer más resistencia de la que ya había hecho á los mandatos
de los Reyes Católicos en que le desposeían del gobierno de
todas las islas y tierra firme de las Indias, fundándose en las
continuas quejas que recibían de sus gobernados, ó quizá en
otras razones, que serían las más verdaderas^ según afirma
Oviedo, pero que hoy son desconocidas de los historiadores.
Llegó á Santo Domingo el Almirante en los últimos días del
antedicho mes de Septiembre , y Bobadilla, cumpliendo lo que
se le había mandado en su nombramiento de juez pesquisidor, no
anulado ciertamente por su cargo de gobernador; cumpliendo
aquella cláusula en que se decía, sin señalar ninguna excepción,
que «la información habida y la verdad sabida, á los que por
ella hallarades culpantes prendedles los cuerpos y secrestadles
los bienes, y así presos, procedades contra ellos á las mayores
penas civiles y criminales que hallaredes por derecho»; entendió
que conforme á los cargos que aparecían en el proceso formado
á Colón y á sus hermanos, procedía conforme á derecho de-
clarándoles culpantes^ prendiendo sus cuerpos y secuestrándo-
les sus bienes, y así lo hizo. Pero aun hizo más. Ya se recordará
que los presos que halló Bobadilla en la fortaleza de Santo Do-
mingo , á pesar de que uno de ellos era el noble D. Hernando
de Guevara, tenían puestos grillos, y esto indica que en aque-
llos tiempos y lugares no se respetaba lo ilustre del nacimiento
cuando de delincuentes se trataba, y siguiendo en esta idea de
igualdad ante la ley, ó quizá para dar una prueba visible de que
ya el Almirante no era más que un vasallo, como entonces se
decía, de los Reyes de Castilla y Aragón, dispuso que se le pu-
sieran grillos, y asimismo á sus hermanos D. Diego y D. Barto-
lomé, que también fueron aprisionados, según ya nos ha refe-
rido D. Fernando Colón, en los capítulos de su libro que leí al
comenzar esta conferencia.
£1 P. Ricardo Cappa, de la Compañía de Jesús, en su notable
libro Colón y los españoles, ha dicho que no «debe detener al
»escritor sincero y recto el clamoreo de los que sin conocí-
— 27 -
»miento de las leyes de otros siglos, no tienen más norma para
»juzgar de lo ocurrido en ellos que la sensiblería del nuestro.
»Bobadilla, al aherrojar á los Colones que no habían obedecido
»sus mandatos y que se habían puesto en armas contra él, no
»hizo más que aplicarles la pena que ordenaba la legislación
»entonces vigente». Y después añade: «no fué un refinamiento
»de crueldad: fué la pena correspondiente á todo reo de Es-
»tado». Así juzga el R. P. Ricardo Cappa la cuestión de los
grillos de los Colones en que ahora nos ocupamos.
Los detractores de Bobadilla afean con durísimas frases sus
procedimientos en lo tocante á la prisión del Almirante y de sus
hermanos. Recordando la imperecedera gloria que había adqui-
rido Cristóbal Colón al descubrir el Nuevo Mundo, no conci-
ben que fuese tratado como un vulgar delincuente por el Go-
bernador de la isla Española. El Conde de Roselly de Lorgues,
en su Historia postuma de Cristóbal Colón ^ llama infame á
Bobadilla, y parece que esta calificación injuriosa hace su ca-
mino en España, y ya hay algún historiador que, como justa, la
acepta. Pero fíjese bien la atención en todas las consecuencias
que lógicamente se deducen, si se condena la conducta que
siguió Bobadilla al disponer la prisión del Almirante y de sus
hermanos D. Bartolomé y D. Diego. Si Colón era culpable,
si Colón había tratado de levantarse en armas, según habían
dicho varios testigos de su proceso y los religiosos francisca-
nos enviados por Cisneros á la Española, ó si existían aque-
llas causas más verdaderas^ que han quedado ocultas, es
claro que Bobadilla cumplió con su obligación al prenderle y
secuestrarle sus bienes; no fué un juez infame, fué un juez que
aplicó la ley con el criterio de igualdad que hoy se considera
como base inquebrantable de la justicia y del derecho.
Si Colón no era culpable, si eran viles calumnias todo lo que
decían los testigos de su proceso y los religiosos franciscanos;
si el obispo Las Casas y el capitán Oviedo faltaron á la verdad
cuando asintieron á estas calumnias en sus obras históricas, en
este caso ciertamente que Bobadilla merece el calificativo de
infame^ si á sabiendas persiguió á un inocente de los delitos
que se le atribuían, ó el de torpe y mal gobernador si se dejó
engañar por los testigos y por los frailes calumniadores.
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No paran aquí las consecuencias que han de deducirse si se
condena como injusta la prisión del Almirante. Recordaré que
su hijo D. Fernando dice: «El día 20 de Noviembre de 1500
escribió (el Almirante) al Rey que había llegado á Cádiz, y sa-
biendo el modo como venía, luego dieron orden para que le
pusiesen en libertad, y le escribieron cartas de benignidad,
manifestando mucho desagrado en sus trabajos y de la descor-
tesía que había usado Bobadilla diciéndole que pasase á la
corte, donde serían atendidos sus negocios y serían despachados
con mucha brevedad y honra.» Es decir, que los Reyes Católi-
cos, pues sabido es que las cartas á Colonias firmaba D.^ Isabel
y D. Fernando, se limitaban á manifestar su desagrado por la
descortesía que había usado Bobadilla^ y en desagravio de
esta descortesía sólo ofrecían al Almirante la esperanza de que
sus negocios serían despachados con mucha brevedad y honra.
Leyendo la referencia que hace de estos sucesos D. Fernando
Colón, parece que no bien llegó su padre á la corte cuando los
Reyes, para satisfacer sus quejas, destituyeron á Bobadilla y
nombraron al Comendador de Lares, Nicolás de Ovando, para
que le sustituyera en el gobierno de las islas y tierra-firme de
las Indias; pero en realidad las cosas pasaron muy de otro
modo. Cristóbal Colón llegó á Granada, que era donde estaban
los Reyes, en el mes de Diciembre de 1500, y la flota, com-
puesta de 32 navios, en que iba el comendador Nicolás de
Ovando, con el nombramiento de Gobernador de la isla Espa-
ñola, zarpó del puerto de Sanlúcar el 3 de Febrero de 1502.
El cronista Oviedo, después de referir la prisión del Almi-
rante y su salida de la Española, dice así: «Y quedó en el cargo
y gobernación desta isla este caballero (Bobadilla), é la tuvo
en mucha paz y justicia fasta el año de mili é quinientos é dos
años, que fué removido y se le dio licencia para tornar á Es-
paña.»
Cerca de dos años, desde fines de Agosto de 1500 hasta
mediados de Abril de 1502, gobernó Bobadilla en la Española,
y sujeto á un juicio de residencia por su sucesor Ovando, los
Reyes Católicos se dieron por bien servidos. ¿Se mantiene la
afirmación de que Bobadilla era un infame? Pues los Reyes
Doña Isabel y D. Fernando, que durante dos años dejaron el
gobierno de la isla Española en manos de un hombre infame, y
que después aprobaron su conducta, ¿qué calificación mere-
cerían?
Es preciso decirlo muy alto y muy claro. El oprobio con que
se pretende manchar la memoria del comendador Francisco
de Bobadilla, desvirtúa y ennegrece toda la gloria que alcanzó
España en el descubrimiento del Nuevo Mundo.
El Conde de Roselly de Lorgues, en su Historia postuma^
procede lógicamente cuando, para declarar santo á Cristóbal
Colón y para infamar á Bobadilla, comienza por infamar tam-
bién á Don Fernando el Católico, al P. Fr. Bernardo Buil y al
general D.Pedro Margarit, que fueron los primeros que censu-
raron la gobernación del Almirante en la Española, al Obispo
Don Juan de Fonseca, al comendador Nicolás de Ovando, en
suma, á todos los españoles que no cayeron de rodillas ado-
rando extáticos al descubridor del Nuevo Mundo.
Un novísimo historiador de la vida del Almirante, mi querido
amigo D. José María Asensio, al escudriñar las causas funda-
mentales que produjeron la prisión de los Colones, á su juicio
injustísima, escribe lo siguiente :
«No puede desconocerse que la cualidad de extranjeros per-
judicó notablemente en todas sus relaciones, lo mismo al Almi-
rante que á sus hermanos. Los honores concedidos á Colón; las
altas investiduras que obtuvo; las prerrogativas anexas á los
cargos que desempeñaba, le acarrearon gran número de envi-
diosos, que incapaces de comprender su mérito y aun de admi-
rar su gloria, sólo veían en él un extranjero, un advenedizo, que
pobre y suplicante ayer á vista de todos, se igualaba hoy á la más
alta nobleza de España, y obscurecía con su ciencia y su talento
las más brillantes hazañas de que aquéllos se enorgullecían.»
No, y mil veces no. Yo no puedo creer, yo no quiero creer,
que las quejas dadas contra Colón por el virtuoso Fr. Bernardo
Buil y por el general Mosen Pedro Margarit, que las declara-
ciones prestadas en el proceso formado por Bobadilla, que las
cartas escritas por los religiosos franciscanos, que lo escrito en
sus libros históricos por el obispo Las Casas, el capitán Oviedo
y el cura de los Palacios, que la aprobación que los Reyes Cató-
licos concedieron á lo dispuesto por Bobadilla durante el
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tiempo que gobernó en la Española; yo no puedo creer, yo no
quiero creer, que tantos testimonios y hechos en que aparece
demostrado que el glorioso descubridor del Nuevo Mundo no
era un dechado de virtudes, sólo sean un conjunto de marañas
formado por la ignorancia y la envidia de los españoles, inca-
paces de comprender el mérito, ni de admirar la gloria de quien
obscurecía con su talento y su ciencia las más brillantes haza-
ñas de que antes se enorgullecían.
Al principio de esta conferencia he citado como acusación
fiscal contra Bobadilla tres capítulos de la historia de Cristóbal
Colón, por su hijo D. Fernando, y ahora voy á ocuparme en
examinar una carta que puede considerarse como la defensa
que hace el Almirante, contestando á algunas de las acusacio-
nes de los testigos que declararon en el proceso formado por
Bobadilla, Colón escribió, durante su viaje de Santo Domingo
á Cádiz, una carta dirigida al ama del príncipe D. Juan, que se
llamaba D.^ Juana de Torres ó de la Torre, pues de ambos
modos la nombran los historiadores, y en esta carta explicaba
las quejas que hasta los Reyes de continuo llegaban, diciendo:
«■porque mi fama es tal^ que aunque yo faga iglesias y hospi-
tales^ siempre serán dichas espeluncas para ladrones.» Y aquí
ocurre preguntar, ¿podía conservarse en el gobierno de la Espa-
ñola á un personaje que gozaba tan malísima fama, según su
propia y terminante confesión? Si esta fama era injusta, ¡qué
torpe era el gobernante, que no había sabido conservar el apre-
cio y la estimación de la gente á su dominio sometida! Si los
maldicientes no erraban en sus juicios, no hay para qué decir
la consecuencia que de esto se deduce. A bien que Cristóbal
Colón resuelve el dilema que antecede, diciendo que todos los
habitantes de la Española eran gente disoluta , qne no teme á
Dios^ ni á su Rey y Reina, llena de achaques y de malicias;
pero esta misma gentuza, que no gente, fué la que después go-
bernó Bobadilla, c la tuvo en mucha paz y justicia durante dos
años, según afirma Oviedo; y esta misma gentuza fué la que
hablaba bien de Bobadilla como gobernador de la Española,
después de tomada su residencia y de esta isla ido y muerto,
según afirma el obispo Las Casas, con la autoridad de testigo
de vista de lo que refiere.
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Para demostrar lo injustificado de su destitución del gobierno
de la Española, dice el Almirante: «En esto vino el Comenda-
dor Bobadilla á Santo Domingo; yo estaba en la Vega y el
Adelantado en Xaraguá, donde este Adrián había hecho ca-
beza, más ya todo era llano y la tierra rica y todos en paz.»
Ciertamente que no era todo llano en la Española para aquel
Adrián que había sido precipitado desde lo más alto de los mu-
ros de la fortaleza de la Concepción, y la paz de los sepulcros
era la que gozaban los siete ahorcados de la semana en que llegó
Bobadilla, y la que esperaban alcanzar prontamente D. Her-
nando de Guevara, Pedro de Riquelme y sus tres compañeros
de prisión en la fortaleza de Santo Domingo; y para gozar tam-
bién de la misma eterna paz se hallaban preparados los diez y
seis españoles que tenía metidos en un pozo ú hoyo, cárcel ya
semejante á la tumba, el Adelantado D. Bartolomé Colón.
Respecto á la riqueza de los habitantes de la isla, sin duda
que había llegado á España la fama de esta riqueza, según lo
atestigua D. Fernando Colón al referir el episodio de los que
se entraron á comer uvas en el patio de la Alhambra, como en
señal de que á esto estaba reducido su mantenimiento, y que
gritaban cuando vieron al D. Fernando y á su hermano don
Diego: Mirad á los hijos del Almirante de los mosquitillos, de
aquel que ha hallado tierra de vanidad y engaño^ para sepul-
tura y miseria de los hidalgos castellanos.
Contestando á la acusación de que trataba de negar su obe-
diencia á los Reyes Católicos y buscar el amparo de otros mo-
narcas, dice el Almirante : «Yo creo que se acordará vuesa
merced cuando la tormenta, sin velas, me echó en Lisboa, que
fui acusado falsamente que había ido allá al Rey para darle las
Indias, después supieron Sus Altezas el contrario, y que todo
fué con malicia. Bien que yo sepa poco, no sé quién me tenga
por tan torpe, que yo no conozca que, aunque las Indias fuesen
mías, que yo no me pudiera sostener sin ayuda de Príncipe; y
si esto es así, ¿á dónde pudiera ya tener mejor arrimo y seguri-
dad que en el Rey y Reina, nuestros Señores, que de nada me
han puesto en tanta honra y son los más altos Príncipes, por la
mar y por la tierra, del mundo, y los cuales tienen que yo les
haya servido y me guardan mis privilegios y mercedes?» No
es necesario leer más para descubrir la ironía que usa el Almi-
rante, dando como fundamento de su obediencia á los Reyes
Católicos la fidelidad con que estos Príncipes le guardan sus
privilegios y mercedes, precisamente en el momento en que ha
sido privado del gobierno de la Española, según su juicio, con
injusticia y violencia.
De sus propósitos de no obedecer los mandatos de Bobadilla
y de alzarse en armas, si posible le hubiera sido, se disculpa el
Almirante diciendo: «Publiqué por palabra y por carta que él
(Bobadilla) no podía usar de sus provisiones, porque las mías
eran más fuertes, y les mostré las franquezas que llevó Juan
Aguado. Todo esto que yo fice era para dilatar, porque Sus Al-
tezas fuesen sabidoras del estado de la tierra, y que hobiesen
lugar de tornar á mandar en ello lo que fuese de su servicio.»
Esto de no cumplir lo que mandaban Sus Altezas, suponiendo
que estaban mal informados y para dar tiempo á que se entera-
sen mejor, sino es desobediencia y aun desacato á su regia au-
toridad, creo yo debe ser algo semejante.
Aquellas pagas que no percibían los que estaban en la Espa-
ñola á sueldo de los Reyes, según dice el Almirante: «Con
600.000 maravedís pagara (Bobadilla) á todos, sin robar á nadie,
y habia más de cuatro cuentos de diezmos y alguazilazgo, sin
tocar en el oro.» Y si había en el tesoro de la Española más de
cuatro millones de maravedises, ¿por qué no pagaba el Almi-
rante los seiscientos mil que se debían?
Apología de sus servicios, ufanándose de que, merced á sus
descubrimientos, la España^ que era dicha pobre, es ¿a más
rica, siendo así que el oro traído de Méjico y del Perú fué,
andando el tiempo, causa eficaz del empobrecimiento de nues-
tra patria; injurias y amenazas á Bobadilla; quejas tan violentí-
simas como aquella en que dice: «Siete años se pasaron en plá-
ticas y nueve ejecutando cosas señaladas y dignas de memo-
ria de todo no se fizo concepto y estoy en que no hay nadie
tan vil que no piense de ultrajarme Si yo robara las Indias
y las diera á los moros, no pudieran en España amostrarme
mayor enemiga»; y, por último, recusación del juez pesquisidor
diciendo: «Yo debo de ser juzgado como capitán que fué de
España á conquistar fasta las Indias Yo debo ser juzgado
— ^^ —
como capitán, que de tanto tiempo fasta hoy trae las armas á
cuestas, sin las dejar ni una hora, y de caballeros de con-
quista y no de letras , ó de otra guisa, rescibo grande agra-
vio, porque en las Indias no hay pueblo ni asiento»; tal es, en
resumen, lo que añade á todo lo que antes ha dicho la carta de
Colón al ama del príncipe D. Juan; carta que no puede com-
petir con las de Cicerón en la limpidez y elegancia del estilo;
pero, en cambio, tampoco brilla en ella la fuerza de la lógica,
que pudiera justificar las injurias á España y á los españoles
que brotan de la iliteraria pluma del descubridor del Nuevo
Mundo. Para honra y gloria de Colón fuera muy conveniente
que hubiese desaparecido su famosa carta á D.^ Juana de
Torres.
Réstame por examinar en ésta ya larga disertación la muerte
desdichada de Francisco de Bobadilla, en la que los panegiristas
del Almirante quieren ver providencial castigo, y aun algo más
que redunda en deshonor y mengua de nuestra madre patria.
Movidos los Reyes Católicos por las quejas de Cristóbal Co-
lón y queriendo mostrar su firme propósito de ser benignos con
el ilustre descubridor que hizo surcar las naves de Castilla
Por mares, nunca de antes navegados,
nombraron al Comendador de la Orden de Alcántara, Nicolás
de Ovando, para que sustituyese á Bobadilla en el gobierno de
la Española, y le dieron órdenes é instrucciones en que dispo-
nían se levantase el embargo de los bienes del Almirante y
de sus hermanos. «Diéronle poder, dice el P. Las Casas, para
que tomase residencia al gobernador Fr. Francisco de Bobadi-
lla, y examinase las causas del levantamiento de Francisco Rol-
dan y sus secuaces y los delitos que habían hecho; item, las
culpas de que era notado el Almirante y la causa de su prisión,
y que todo á la corte lo enviase. Entre otras cláusulas de sus
instrucciones fué una muy principal y muy encargada y man-
dada, conviene á saber, «que todos los indios vecinos y mora-
»dores desta isla fuesen libres y no sujetos á servidumbre, ni
»molestados, ni agraviados de alguno, sino que viviesen como
»vasallos libres, gobernados y conservados en justicia como lo
»eran los vasallos de los reinos de Castilla.»
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Nótese que el nombramiento de Gobernador de la Española
dado á Nicolás de Ovando, por el plazo de dos años, según dice
Las Casas, esto es, por el mismo plazo, ó poco más, de lo que
había durado el gobierno de Bobadilla, es una prueba de que
los Reyes Católicos prestaban su aquiescencia á la petición que
hicieron los religiosos franciscanos, para que ni el Almirante, ni
ninguno de los suyos pasasen á gobernar aquella isla, y que el
ordenamiento de que fuesen los indios vasallos libres, como lo
eran los españoles nacidos en Castilla, es una terminante y ex-
presa condenación de los repartimientos de indios esclavos,
llamados después encomiendas, que había dispuesto Cristóbal
Colón para convertir los seres humanos en cosas, con los cuales
se pudiera comerciar como si fuesen cabezas de ganado y fane-
gas de trigo. No es ciertamente un timbre de gloria para el Al-
mirante que su nombre esté unido al de los fundadores de la
esclavitud en los tiempos modernos.
Mientras en la última mitad del mes de Abril de 1402, en la
isla Española tomaba posesión de su gobierno Nicolás de
Ovando, en España disponían los Reyes Católicos que Colón
emprendiese su cuarto viaje, y hablando de este asunto, dice
el obispo Las Casas: «Desde Cádiz, donde tenía los navios
ó quizá desde Sevilla, escribió (el Almirante) á los Reyes su-
plicándoles algunas cosas que le parecieron convenir para su
viaje Una fué que le diesen licencia para entrar en el puerto
desta isla Española, la cual antes les había suplicado, por pro-
veerse allí de refresco ; pero no se la quisieron dar, diciendo
que porque no se detuviese, sino que lo más presto que pudiese
navegase.»
Salió Colón del puerto de Cádiz el 9 de Mayo de 1502. La
flota que mandaba se componía, dice Las Casas, «de cuatro na-
vios de gavia, cuales convenían, el mayor no pasaba de 70 tone-
ladas, ni el menor de 50 bajaba.» Llegó esta flota á Santo Do-
mingo el 29 de Junio del dicho año de 1402, y el Almirante, á
pesar de las repetidas prohibiciones de los Reyes Católicos,
insistió en su propósito de desembarcar en la Española. Para
realizarlo aprovechó la ocasión que le presentaba el haber no-
tado durante el viaje que uno de sus cuatro navios «era mal ve-
lero y] le faltaba costado para sostener velaS; que con un
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vaivén, por liviano que fuese, metía el bordo por debajo del
agua.» Habiendo entrado en el puerto, dice D. Fernando Co-
lón, «envió el Almirante á Pedro de Terreros, capitán de uno
de los navios, para hacerle saber á Ovando la necesidad que te-
nia de mudar aquel navio, y así, por esto, como porque ellos
temían una gran desgracia que esperaba, deseaba estar en aquel
puerto para salvarse, haciéndole entender que por ocho días
no dejase salir la Armada que había de salir de él, porque co-
rrería gran riesgo, pero el sobredicho Gobernador no quiso con-
sentir que el Almirante entrase en el puerto, ni mucho menos
que dejase de salir la Armada.
»Se retiró el Almirante lo mejor que pudo hacia tierra, guare-
ciéndose con ésta, no sin mucho dolor y disgusto de la gente de
su Armada, á quien, porque venía en su compañía, faltaba aquel
acogimiento que aun se hacía á los extraños, cuanto más á ellos,
que eran de una misma nación , y aunque el Almirante sin-
tiese interiormente el mismo dolor, se lo aumentaba más la in-
juria é ingratitud usada con ellos en la tierra dada por él, en
honra y exaltación de España, donde le fué negada la entrada
y el reparo de su vida.»
Ya se ve aquí cómo á juicio del hijo natural de Cristóbal Colón
la ingratitud y la inhumanidad de los españoles llegó á su más
alto punto. El gobernador Nicolás de Ovando, en cumplimiento
de las órdenes que le habían dado los Reyes Católicos, fué aun
más cruel y descomedido que Francisco de Bobadilla, porque si
ésie prendió el cuerpo y secuestró los bienes del Almirante, aquél
se negó á darle amparo en el puerto de Santo Domingo, cuando
se lo pedía como necesario para salvar su vida en trance apura-
dísimo. Así la inmensurable ciencia del Almirante, que predecía
las tormentas con ocho días de anticipación, cosa que hoy no
puede hacerse ni en los mejores Observatorios meteorológicos
de Europa y América, sirve para denostar la memoria de Ni-
colás de Ovando; así la sabiduría y la virtud de Cristóbal Colón
sirve para hacer contraste con la ignorancia y la maldad de Es-
paña y de los españoles.
Y aun va más allá en sus censuras el hijo del Almirante, por-
que la Armada que había de salir de la Española en los prime-
ros días del mes de Julio de 1502, era en la que regresaba á Es-
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paña el comendador Bobadilla y el rebelado contra Colón,
Francisco Roldan, y como esta Armada naufragó, muriendo
ahogados Bobadilla, Roldan y la mayor parte de los pasajeros
que en ella iban, esto le da ocasión para escribir lo siguiente:
«Yo tengo por cierto que esto fué providencia Divina, porque
si arribaran á Castilla jamás serían castigados según merecían
sus delitos, antes bien, porque eran favorecidos del Obispo, hu-
bieran recibido muchos favores y gracias.» Quien quiera honra
que la gane, como familiarmente se dice. Don Fernando Colón
no sólo reniega de España por lo que hizo con su padre, sino
por lo que hubiera hecho, á no haber muerto, con Bobadilla y
con Roldan, á quienes declara delincuentes, y supone que los
castigos que merecían en premios se hubiesen trocado por el
favor del obispo D. Juan de Fonseca.
Y esto dice el hijo de la cordobesa D.» Beatriz Enríquez de
Arana, descendiente de españoles por parte de madre, cuando
un escritor extranjero, Guillermo H. Prescott, en su Historia
de la Conquista del Perú ^ refiriendo la mala ventura del pode-
roso caballero Hernando Bizarro, que durante veinte años es-
tuvo encerrado en una prisión, sin que consiguiese sobornar á
sus jueces, á pesar de sus inmensas riquezas, se asombra de que
en aquellos tiempos no se torciese la vara de la justicia al em-
plearla contra personas de tan alta categoría social.
Si delincuente hubiera sido Bobadilla, que no lo era, si delin-
cuente hubiera sido Francisco Roldan, que dudoso es que lo
fuese, al llegar á España no les valdría el favor del obispo Fon-
seca para recibir mercedes en vez de castigos, que no eran los
Reyes Católicos ni fáciles de engañar, ni voluntariamente injus-
tos. Decir lo que dice D. Fernando Colón es atrevimiento que
toca en los límites de la grosería y la insolencia.
Hasta ahora he examinado al menudeo las acusaciones que
pesan sobre la memoria del comendador Francisco de Bobadi-
lla; pero tiempo es ya de exponer con lisura lo que creo yo que
puede deducirse de todo lo que llevo dicho.
El inmortal descubridor del Nuevo Mundo era un pésimo
gobernante. El genio, según lo definen los sabios modernos, es
un desequilibro en las facultades mentales. Quien sirve para rea-
lizar algo muy grande y hasta maravilloso en una esfera de la
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vida, suele ser incapaz de entender lo que vale y lo que significa
la inteligencia en otra esfera y en otro orden de la actividad
humana. El genio del poeta desdeña la sabiduría del matemá-
tico, y el genio del matemático halla menguadas y aun inútiles
las creaciones del poeta.
Un genio era Colón como valeroso y sabio navegante, y por
esto mismo entendía poco ó nada de las artes de la política, ne-
cesarias para la gobernación de los pueblos.
El M. R. P. Fr. José CoU, definidor general de la Orden de
San Francisco, en el libro Colón y la Rábida^ que reciente-
mente ha publicado, al tratar de la pretendida canonización del
Almirante, escribe lo siguiente: «¡Mucho! ¡Como si en la corte
pontificia se comulgara con ruedas de molino! Sábese muy
bien en aquella metrópoli del catolicismo, mejor quizá que en
España, que la semblanza de aquel héroe tiene dos aspectos;
como descubridor no tiene par, y en este concepto podemos
decir que no hay alabanza que se ajuste bien á su talla, todas le
vienen cortas; pero en calidad de virrey, como por lo visto no
le tenía Dios destinado para gobernar dilatados reinos, no siem-
pre mereció plácemes y loores, ¡ay! no. Esto consta perfecta-
mente en Roma, y ello es muy bastante para que no se dé un
paso en lo tocante á la soñada beatificación. Tanto es así, que
nosotros sabemos por boca de Monseñor Caprara, promotor de
la fe, que tiene motivos para estar enterado de ello cual nin-
gún otro, que no sólo no se piensa en la Ciudad Eterna en bea-
tificar á Colón, sino que ni siquiera se ha iniciado el proceso
que debería en todo caso preceder á aquella beatificación. Más;
se nos asegura que en la Secretaría de la Sagrada Congregación
de Ritos sólo existen algunas solicitudes presentadas de tiempo
en tiempo por varios postulantes, las cuales duermen el sueño
del olvido en el archivo de aquella oficina.»
De las palabras del M. R. P. Fr. José CoU y de aquel ¡ay!
que se escapa de su pecho al decir que Colón como virrey no
siempre mereció plácemes y loores y de que esto sea motivo
suficiente para que en Roma ni siquiera se dé un paso en lo to-
cante á la soñada beatificación , claramente se infiere que las
faltas que cometió el Almirante en su gobernación de la Espa-
ñola eran las que llama pecados la Iglesia Católica; porque si
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sólo fuesen errores del entendimiento en nada empañarían su
perfección moral. Bien sé yo que no todos los pecados son jus-
ticiables, pero es difícil cometer pecados como gobernante que
no sean delitos ó cuando menos faltas que pueden y deben ser
corregidas por los superiores jerárquicos. No se equivocaban
los Reyes Católicos cuando desposeían al pecador Almirante
del gobierno de la Española; no se equivocaban los religiosos
franciscanos cuando pedían que el Almirante no volviese á go-
bernar en aquella isla, donde sus pecados serían muy cono-
cidos.
Si gobernaba mal Cristóbal Colón nada tiene de extraño que
fuese impopular, como hoy se diría, y esto explica natural-
mente la malquerencia que tantas veces le demostraron los ha-
bitantes de la Española, ya alzándose en armas bajo las órde-
nes de Francisco Roldan, ya maquinando revueltas, como lo
hicieron Adrián de Mojica, D. Hernando de Guevara y Pedro
Riquelme, ya apresurándose á declarar "y acusarle de todo gé-
nero de maldades en el proceso abierto por el gobernador
Francisco de Bobadilla.
La grande, la incomparable reina D.* Isabel de Castilla tenía
un alma verdaderamente cristiana, así lo demuestra su aversión
á las fiestas de toros, así lo demuestra su horror á la trata de
esclavos indios que Colón presentaba como medio seguro de
acrecentar la riqueza de la nación española. Grande fué el enojo
que mostró la Reina Católica al saber que Colón había regalado,
como si se tratase de perros ó loros, un esclavo indio á cada
uno de los que regresaron á España en los cinco navios que vi-
nieron de la Española trayendo noticias del descubrimiento
de la tierra firme y de los disturbios promovidos por Roldan y
sus secuaces. Se dice que la Reina exclamó muy airada:— ¿Qué
poder mío tiene el Almirante para dar á nadie mis vasallos? Y
«mandó apregonar en Granada y en Sevilla que todos los
que hobiesen llevado indios á Castilla, que les hobiese dado el
Almirante, los volviesen luego acá (á la Española) so pena de
muerte.» Así perdió Cristóbal Colón, por su empeño de esta-
blecer la esclavitud en los dominios españoles, el afecto que
siempre le había mostrado la magnánima reina D.* Isabel la
Católica.
— 59 —
Hay además que tener presente lo que en la Historia vale y
significa el gobierno de los Reyes Católicos; gobierno que
al abolir los privilegios por el feudalismo establecidos, al de-
clarar iguales ante el Rey á todos los vasallos, ya nobles ó ya
plebeyos, preparaba la igualdad ante la ley, y después la igual-
dad ante la soberanía de la nación, de reyes y de subditos.
Y precisamente, en los momentos en que se trataba de redu-
cir los antiguos señores de horca y cuchillo á nobles y conde-
corados personajes, adorno de la Corte en tiempo de paz y gloria
de la patria en los trances de la guerra, el contrato de Santa Fe
fundaba un poder hereditario en la persona de Cristóbal Colón
y sus descendientes, que por los privilegios que se le conce-
dían y por los abusos á que estos privilegios daban ocasión,
hubiera llegado á ser más grande y más rico que el de los reinos
unidos de Castilla y Aragón. Si el Almirante hubiera sabido
tanto de gobernar pueblos como de descubrir tierras 3^ mares,
difícil les habría sido á los Reyes Católicos cortar los vuelos á
su grandeza; pero afortunadamente no era así, y Bobadilla pudo
fácilmente tomar posesión del gobierno de la isla Española con
el apoyo de sus habitantes, que aborrecían de corazón á sus
dos primeros gobernadores.
Política era de los Reyes de España, y política acertada, no
consentir que en las Indias se creasen feudos, ya que en la Pe-
nínsula habían logrado acabar con el feudalismo. Así Pedrarias
Dávila fué encargado de concluir con el dominio de Vasco
Núñez de Balboa, en Castilla del Oro; Mendoza con el de
Hernán Cortés, en Méjico; Nuñez Vela, y después La Gasea,
con el de los Pizarros en el Perú, y Bobadilla y Ovando, con
el de Colón en la Española.
Voy á terminar. No es asunto baladí la defensa que he hecho
en esta disertación del comendador Bobadilla. Lo he dichoya,
pero ahora he de repetirlo. Si la prisión del Almirante no fué
una descortesía ^ según la calificaron los Reyes Católicos; si la
prisión del Almirante fué un atentado inaudito, una maldad
sin ejemplo, como hoy propalan el Conde de Roselly y otros
historiadores, sin duda que podría decirse con verdad, el in-
fame Bobadilla; pero nuestra patria, que consintió, que dejó
sin castigo, que aun hizo más, que aprobó aquel atentado inau-
— 40 —
dito, aquella maldad sin ejemplo, ¿qué oprobioso nombre la
daría el augusto tribunal de la conciencia y de la Historia?
Yo no pretendo amenguar ni en lo más mínimo el tributo de
admiración que rinden y rendirán siempre los pueblos civiliza-
dos al eximio navegante que descubrió el Nuevo Mundo; pero
yo no quiero consentir, yo no puedo consentir, que á la gloria
de Colón le sirva de pedestal la deshonra de España, y así su-
cede en la leyenda colombina ^ que hoy se admite como historia
verdadera por el vulgo de las gentes, y lo que aun es peor,
hasta por escritores de justo y esclarecido renombre. Resta-
blecer la verdad de los hechos en el punto en que hacen hin-
capié los panegiristas de Cristóbal Colón, para vituperar á Es-
paña, porque en nombre y representación de España dispuso
Bobadilla la prisión del Almirante y sus hermanos: mostrar que
no aciertan los autores de compendios de Historia universal
cuando escriben para la enseñanza de la juventud estas ó pare-
cidas palabras, que tomo al azar de algunos de los dichos com-
pendios: «Un genovés, Cristóbal Colón, dio á España un Nuevo
Mundo, pero sus enemigos le calumniaron y le hicieron caer
de la gracia de los Reyes Católicos D. Fernando y D.* Isabel,
hasta conseguir que fuese procesado y cargado de cadenas y
que muriese en el más cruel abandono, disponiendo que en su
tumba se guardasen los hierros que habían macerado su cuerpo,
como testimonio de la ingratitud de los hombres y de que sólo
hay que esperar de Dios la recompensa de las buenas obras»:
destruir, ó quebrantar al menos, las más graves acusaciones
que se lanzan sobre nuestra patria en la leyenda colombina ^
tal ha sido el fin que me he propuesto realizar en esta confe-
rencia. Si no he conseguido lo que me proponía, perdonadme,
señoras y señores, y no confundáis en un mismo anatema, mi
falta de habilidad y la justicia, en mi opinión, evidente, de la
causa que he defendido.
NOTA.
( Véase la página \i,de esta Conferencia^
El sabio D. Martín Fernández de Navarrete, en la introducción de la más conocida
de sus obras históricas, es el primer escritor que ha destruido con su sagaz critica las
apasionadas apreciaciones que hacen al tratar del Comendador Bobadilla los panegi-
ristas de Cristóbal Colón. El P. Ricardo Cappa, de la Compañía de Jesús, en su libro
Colón y los españoles , ^m^^\\^xváo Xtx.?, indicaciones de Navarrete y añadiendo muchos
datos nuevos, ha hecho una concienzuda defensa de los procedimientos de Bobadilla
durante su gobernación en la isla Española; defensa que , aceptadas las premisas en que
se funda, nada deja que desear. Y más aún. En los mismos días en que el autor de esta
nota ocupaba la cátedra del Ateneo de Madrid para defender la buena memoria del
comendador Francisco de Bobadilla, se publicaba fuera de España una Historia del
descubrimiento de América, escrita por el elocuentísimo orador D. Emilio Castelar, en
que se dice que yerran torpemente los que atribuyen á livianas ligerezas y pueriles
vanidades los procedimientos de Bobadilla.' «No, dice el Sr. Castelar, Bobadilla per-
tenecía por su nacimiento y sangre á la raza más comedida y grave, como buen ara-
gonés, de toda la Península; estaba en edad ya de circunspección y madurez; ejercía
dignidades que llevaban consigo suma gravedad; era todo un comendador de Cala-
trava Procediendo como procedió, creía no alardear de poderoso y grande, sino
servir á su patria con un verdadero esfuerzo y un enorme sacrificio.»
El Sr. Castelar recuerda que «poco antes del embarque de Bobadilla descendían en
los muelles del Guadalquivir las cargas de siervos; y al desembarcar en las orillas del
Hozama colgaban de las horcas en el aire corruptos cuerpos de tristes ajusticiados»;
y describiendo las turbaciones de «los territorios descubiertos por los recursos y las
fuerzas del Estado español», dice: «Es lo cierto que las comarcas aquellas ardiendo,
las guerras civiles entre sus colonos desatadas, el poder público desacatado, la rebelión
crónica, los funcionarios sin paga, Ioj soldados sin disciplina, el Erario sin recursos,
la suma de sacrificios estériles unida con la suma de plagas diarias, los indios repul-
sivos á la religión y al nuevo gobierno, el mar manchado con barcas de carne humana
repletas, la multiplicación de cadalsos junta con la mengua de tributos, el crimen de
las encomiendas ó repartos de siervos y la efusión de sangre, cambiaron el juez pes-
quisidor demandado por Colón, para que, bajo la sombra suya y por delegación de su
autoridad, reprimiese los crímenes y castigara los criminales, en durísimo inquisidor
de los que persiguen y encarcelan á los altísimos reos de atentados á la seguridad
general y á la integérrima existencia del Estado.»
Resulta de lo hasta aquí escrito, que D. Martín Fernández de Navarrete en 1825,
el P. Ricardo Cappa en 1885 y D. Emilio Castelar en 1891, me han precedido en la
tarea de restablecer la verdad de los hechos en lo concerniente al famoso asunto del
proceso y encarcelamiento de Colón y de sus hermanos Bartolomé y Diego. También
resulta que, á pesar de lo que suponen algunos críticos, yo no puedo abrigar el cen-
surable propósito de singularizarme y llamar la atención , aunque sea sosteniendo ideas
4
— 42 —
paradúgicas, al procurar desvanecer las sombras que obscurecen la honra del desdi-
chado Comendador de Calatrava, puesto que me han precedido en esta tarea los tres
ilustres escritores que de mencionar acabo.
Tampoco puedo aspirar á ser el último defensor de Bobadilla, cronológicamente
hablando, porque después de mi conferencia en el Ateneo de Madrid, que ahora se
imprime (Agosto de 1892), y de mi folleto Colón y BohadiUa , que se publicó en el mes
de Febrero de este año (1892), han menudeado los escritos en que se hace justicia á la
rectitud de intenciones y á la honradez sin tacha del ilustre caballero que sustituyó
á Colón en el gobierno de la isla Española.
En primer término aparece la insigne escritora Emilia Pardo Razan, que al dar
cuenta en su Nuevo Teatro Crítico de mi conferencia en el Ateneo, aplaude como pa-
triótico el fin á que se encaminaban mis razonamientos y disquisiciones históricas, y
manifiesta claramente su opinión favorable á Bobadilla en el punto litigioso, como
dicen los abogados , de que yo había tratado.
El joven é ilustrado periodista D. Ángel Stor, en las noticias de las conferencias
americanistas del Ateneo, que publicaba en El Heraldo de Madrid ^ ha dicho, al tra-
tar de mi conferencia Colón y Bobadilla, lo mismo , poco más ó menos, que la señora
Pardo Bazán en su Nticx'o Teatro Critico.
El presbítero y académico de la Española D. Miguel Mir, ha escrito en el núm. 15
de la revista ilustrada que se titula, El Centenario: «Tuvieron sin duda los Reyes
Católicos noticia exacta y minuciosa de los atentados cometidos por Cristóbal Colón
en la isla Española, examinaron su proceso, y en buena razón no pudieron menos de
hallarle culpado; más disimularon con él y no quisieron castigarle. Las más verdade-
ras causas de la deposición del Almirante, como dice Fernández de Oviedo, quedá-
banse ocultas, porque los Reyes «quisieron más verle enmendado que maltratado», no
imponiéndole más pena que la de no acercarse jamás á la isla Española, pena que
ciertamente no cumplió el Almirante de las Indias. Y en otro lugar añade el pres-
bítero Sr. Mir: «No puede negarse, y de ello hay pruebas hasta en las mismas cartas
del Almirante, que el Rey Católico, cuando supo lo que había hecho Colón en la Es-
pañola, se enojó gravemente contra él como contra quien había sido desleal al cargo
que le había confiado y había arrastrado por los suelos la autoridad real que repre-
sentaba \ abusado de su oficio para acciones viles y perversas, más no por eso dejó
de favorecerle y honrarle en lo que era compatible con el bien público al que debía
mirar ante todo.» Claro es que si Colón había sido desleal al cargo que le habla confiado
el Rey Católico , 5/ habla arrastrado por los suelos la autoridad real que representaba , si
habla abusad) de su oficio para acciones viles y perversas., bien hecho estuvo lo que hizo
Francisco de Bobadilla al disponer el procesamiento y prisión del primer Almirante
de las Indias.
Otro defensor de Bobadilla, aunque más tibio en esta defensa, lo es el canónigo
lectoral de la iglesia catedral de Madrid, D. Joaquín Torres Asensio. La traducción
de la obra histórica de Pedro Mártir de Angleria, titulada D3 Orbe novo Decades octo, que
acaba de publicar el Sr. Torres Asensio, se halla ilustrada con un prólogo ó intro-
ducción en que se dice que el Almirante no fué tratado con ingratitud por los reyes
de España; y después se añade: «pero ¿y los grillos de Colón? Los grillos de Colón
sirvieron pira que se pusiera de manifiesto que D. Fernando y D.' Isabel no eran
capaces de tratar indignamente al que les había adquirido un mundo La responsa-
bilidad, pues, que haya en haber encadenado á Colón es toda de Bobadilla. Pero á
este hombre de quien los autores contemporáneos dan buenos informes; á este Go-
bernador, que se ahogó en el mir cuando venía á dar cuenta de sus actos, no debe-
mos condenarle sin oirle. En este caso, aun deplorando como deploramos el hecho,
podemos y debemos suponer rectitud en la intención; que para explicar esta desgracia
y otras mayores, bastan y sobran las dificultades de investigar, las pasiones de los de-
— 43 —
nunciadores y las equivocaciones de los hombres. Esta prudente reserva guarda nues-
tro autor (Pedro Mártir de Angleria), cuando escribió Que se haya averiguado res-
pecto del Almirante y de su hermano ó de los que estuvieron en contra de ellos no lo veo
bien»
En efecto, Pedro Mártir de Angleria escribió lo que en el prólogo de su traducción
copia el Sr. Torres Asensio, pero terminó el párrafo diciendo: «Sólo sé una cosa, que
los dos hermanos fueron presos, encadenados y despojados de todos sus bienes.» Y
hablando de Bobadilla se expresa así: «Aquel nuevo Gobernador dicen que ha en-
viado á los Reyes cartas escritas por mano del Almirante en caracteres desconocidos,
en las cuales exhortaba y avisaba á su hermano el Adelantado que estaba ausente, que
viniera con gente armada para que si el Gobernador se disponía á hacerle víctima le
defendiese de su injuria. Por eso, como el Adelantado precedió á la gente de armas,
el Gobernador los prendió á los dos, desprevenidos, antes de que viniera la muche-
dumbre.»
Justificada fué la conducta que siguió Bobadilla en la isla Española, según el pres-
bítero D. Miguel Mir; y según el canónigo lectoral de Madrid, no hay datos suficien-
tes para condenar lo que hizo el Comendador de Calatrava al disponer fueran proce-
sados y presos Colón y sus hermanos; pero tanto el Sr. Mir, como el Sr. Torres
Asensio, se hallan conformes en un punto, en no aceptar, ni por asomo, que se deba
calificar de infame al honrado caballero que sustituyó á Cristóbal Colón en el gobierno
de la isla Española, cumpliendo fielmente las órdenes que le habían dado los reyes
D,* Isabel de Castilla y D. Fernando de Aragón.
Para concluir esta larga nota he de manifestar, entiéndase bien, que los defectos de
Colón considerado como gobernante en nada 'amenguan su fama de valeroso marino
y sabio descubridor. «Al cabo, dice el canónigo Sr. Torres Asensio, para estimar á
Colón como uno de los héroes más simpáticos del mundo no es necesario supo-
nerle infalible, ni impecable. No lo eran los santos, y de héroe á santo hay mucho ca-
mino que andar. No ignoro que hay quien desea y espera su beatificación, pero nadie
tiene derecho á hablar de eso sino la Iglesia, la cual no ha dicho una palabra, y parece
probable que no la dirá nunca.»
Madrid, i6 de Agosto:de 1892. — Luis Vidart.
COLÓN Y LA INGRATITUD DE ESPAÑA
ATENEO DE MADRID
COLÓN
Y LA
INGRATITUD DE ESPAÑA
CONFERENCIA
DE
ü. LXJIS VID^RT
leída el 21 de Enero de 1892
T
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYEA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 20
1892
Señoras y señores:
Acertada fué la idea que tuvo el Presidente de la Sección de
Ciencias Históricas del Ateneo, D. Antonio Sánchez Moguel,
respecto á la conveniencia de que se analizase en esta cátedra
si era justa ó injusta la sentencia dada por los historiadores que
sin piedad infaman el nombre y la memoria del comendador
Francisco de Bobadilla (i); pero acaso yo procedí con demasiada
(i) En el momento de estar revisando las pruebas de esta conferencia (Agosto
de 1892), llega á mis manos el libro que acaba de publicar la Sra. Duquesa de Alba,
titulado: A7iíógrafos de Cristóbal Colón y papeles de América. Hojeando este libro he
hallado una Carta de Sus Altezas para Bobadilla, con la respuesta del Almirante. Decían
los Reyes Católicos al Comendador Bobadilla: «Vos mandamos que averigüéis la gente
que ha estado á nuestro sueldo, y así averiguado, la paguéis, con la gente que ahora
lleváis, con lo que se ha cogido para nos en las dichas islas, é cogieredes é cobrarades de
aquí adelante, é la que hallaredes que es á cargo de pagar del dicho Almirante las
pague él, por manera que dicha gente cobre lo que le fuere debido é no tenga razón
de quejarse, para lo cual, si necesario es, vos damos poder cumplido por esta nuestra
cédula.»
Según aparece comprobado en el libro de la Duquesa de Alba: «En quince del mes
de Setiempre de 1500 años se noteficó esta cédula de Sus Altezas, originalmente en faz
¿presencia del Se fiar Almirante. Testigos, Pero López Galíndez é Francisco Velázquez
é Sebastian Docampo é Juan Pérez de Najar é otros muchos.
«El Señor Almirante respondió, que él tiene cartas de Sus Altezas al contrario desta;
por ende, que pide por merced al Señor Comendador, i requiere le guarde las dichas car-
tas que tiene de Sus Altezas, é que á la paga, esto que es cosa de cuenta, que está presto
i. estar á ella y dalla. Testigos los dichos. >
«El Señor Gobernador dijo que esta carta le dieron Sus Altezas, é que vista otra
en contrario, que se cumplirá lo que Sus Altezas mandaran é que en Castilla tienen
— 6 —
precipitación al encargarme de este análisis, porque siendo mis
opiniones, en el indicado asunto, diametralmente opuestas á
las que hasta ahora se han considerado como verdades compro-
badas, había de levantar mi palabra ruidosas protestas, que un
orador de criterio más ecléctico podría haber evitado.
Pero lo confieso, señoras y señores, y lo confieso con pro-
funda pena, me he equivocado de medio á medio. Creía yo que
si la Historia admitiese como verdadero que Cristóbal Colón
había sido honrado en España hasta el punto que merecía
serlo; si la Historia admitiese como verdadero que su prisión
en la Española había sido motivada; si la Historia admitiese
como verdadero que el descubridor del Nuevo Mundo había
muerto rodeado del fausto y de la grandeza con que España
había justamente premiado sus altísimos merecimientos; creía
yo que si todo esto se dijese por los historiadores de la vida
de Cristóbal Colón, y algún erudito, algún ratón de bibliotecas
(como suelen llamar á los que estudian los que tienen horror á
los libros), tratase de demostrar que todo había sucedido ente-
ramente al contrario, puesto que Colón, maltratado durante su
vida por la envidia de los españoles, había muerto en la mayor
miseria, siendo ejemplo de la ingratitud con que pagan las na-
ciones á los que bien las sirven; me parece que quien tal dijese,
merecería el respeto, pero no el aplauso de los que sentimos
que arde en nuestra alma el fuego del patriotismo. Pero sucede
que la leyenda colombina es deshonrosa para España, y trata-
mos de destruirla; en primer término, porque esta leyenda es
completamente falsa, razón más que suficiente para que así pro-
cediésemos; pero además resulta que, examinada la cuestión,
Sus Altezas contadores ante quien está asentado todo, é lo determinarán si se debe de
guardar y lo uno ó lo otro; pero que en tanto, él hará lo que Sus Altezas le tienen
mandado. Testigos los dichos.»
De lo que dejo copiado parece constar : que Cristóbal Colón estaba en Santo Do-
mingo el 15 de Septiembre de 1500; (\\ie, públicaineiilc se negó á obedecer la cédula de
los Reyes Católicos, y que en su respuesta llama Señor Comendador á Francisco de
Bobadilla, y le requiere para que le guarde las dichas cartas que tiene de Sus Altezas^ por-
que sin duda alguna no le reconoce como Gobernador de la isla Española, á pesar del
nombramiento que le habían dado los Reyes Católicos.
Algunos otros comentarios podrían hacerse sobre la parte desconocida del docu-
mento publicado por la Sra. Duquesa de Alba; pero los omito, porque no caben en los
límites de una nota intercalada en el texto, como la que ahora aquí se termina.
la verdad de los hechos redunda en honra y gloria de España;
y, sin embargo, se nos acusa de falta de patriotismo por algu-
nos, y por otros, de falta de oportunidad; porque dicen que
ahora, al celebrarse el Centenario de Colón, sólo deben oirse
elogios, no censuras, del insigne navegante.
La acusación que se nos hace de falta de patriotismo, y hablo
en plural porque esta acusación podrá recaer, no sólo sobre mí)
sino también sobre algunos otros conferenciantes, y en especial
sobre el Sr. Fernández Duro; la acusación de falta de patrio-
tismo me recuerda aquel personaje de una pieza cómica que
dice: «A mí me gusta mucho que me den con la badila en los
nudillos.» Parece que hay españoles á quienes les gusta que la
Historia, aceptando como verdadera la leyenda colombina,
califique de ignorantes é ingratos á nuestros antepasados de los
siglos XV y XVI. No lo comprendo.
En lo tocante á la cuestión de oportunidad, he de manifestar
que, á mi juicio, lo que se conmemorará el 12 de Octubre de
1892 es el descubrimiento de América y Oceanía, no el cente-
nario de Colón; pero si estuviese equivocado, para defender
mi conducta recordaría que el sabio catedrático D. Marcelino
Menéndez y Pelayo eligió los días en que se preparaban las
solemnidades del centenario de Calderón, para examinar con
severa imparcialidad el mérito y los defectos del teatro calde-
roniano; porque decía, y decía muy bien: «En esta ocasión,
como en ninguna otra, es necesario fijar las ideas discernir
la paja del grano, poner en su punto la significación del gran
poeta dentro de su siglo y de su raza; en suma, no hacer de él
un ídolo, un maniquí ó un fetiche, como desgraciadamente me
temo que va á suceder hasta el punto que veamos nacer una
secta de calderonianos, no menos abominable é indigesta que la
secta cervantista, que anualmente apedrea al mismo ídolo que
pretende incensar.»
Tiene razón el Sr. Menéndez y Pelayo. Los centenarios no
deben ser la apoteosis semipagana de un hombre, que por
grande que fuese su valer, siempre estaría sujeto á lo que hoy
suele llamarse las impurezas de la realidad. Vano empeño es
pretender que la crítica histórica se postre de hinojos ante los
héroes humanos, cuando llega en sus audacias á examinar,
como lo hace Renán, los orígenes del cristianismo, y declara que
Jesucristo fundó la más religiosa de las religiones^ pero no la
única religión verdadera. Y esos librepensadores que aplauden
los libros en que se hieren las creencias de los pueblos católi-
cos, son los mismos que ahora se escandalizan porque algunos,
muy pocos, nos atrevemos á decir: el descubridor del Nuevo
Mundo, cuyo glorioso nombre vivirá eternamente en la Histo-
ria, era, sin embargo, muy mal gobernante, y los Reyes Cató-
licos procedieron con justicia al quitarle el virreinato de la isla
Española y no consentir que volviese á ocuparlo en todos los
días de su vida.
Quizá en un escrito del actual Presidente del Ateneo hallé
yo la idea generadora de la que ha informado ésta y mi ante-
rior conferencia. Contaré los hechos. Hace años, siendo yo
muy joven, llegó á mis manos un tomo del Semanario Pinto-
resco en que D. Antonio Cánovas del Castillo había publicado
unos artículos, que comenzaban del siguiente modo:
«Ninguno de los ramos diversos de la literatura señala tan fija-
mente como la Historia el punto de grandeza á que una nación
es llegada y las esperanzas que ofrece su porvenir. Pueden los
pueblos ser ricos en poesía cuando su estrella política esté eclip-
sada; pueden levantarse también á grandes abstracciones filo-
sóficas cuando corran turbias las fuentes del engrandecimiento
nacional; pero es locura pensar que allí donde la Historia no se
cultiva broten pensamientos altos y generosos, ni que man-
tenga hondos sentimientos de patria el pueblo que sólo conoce
la suya por lo que dicen de ella los extranjeros. Calderón pudo
hallar inspiraciones para su musa, aun viviendo entre el polvo
envilecido de Villaviciosa y de Rocroy; Pulgar, Mariana y
Mendoza, no hubieran escrito en otra época que en aquella de
Ceriñola, de Muhlberg y de San Quintín.
»Por eso, cuando alguna vez hemos llevado nuestra mente á
contemplar la desventura de los tiempos que alcanzamos, nada
nos ha causado mayor desconsuelo que el ver cuan olvidada
anda la historia nacional, y que si algo de ella aprendemos
viene de fuentes extrañas. No tiene porvenir de gloria la mí-
sera generación que desdeña los recuerdos gloriosos de sus pa-
dres, ni será nunca nacionalidad independiente aquella que
— 9 —
funda sus tradiciones en el enojo unas veces y otras en la com-
pasión afrentosa de otros pueblos. Leyendo únicamente traduc-
ciones y apreciando los hechos históricos por el criterio protes-
tante, que combatieron nuestros padres dos siglos enteros, ó
bien por el prisma de la soberbia francesa, que mantuvieron
nuestras banderas en humillación durante tantos años, hemos
llegado á ser extranjeros en nuestra propia patria, y cada pen-
samiento que se desprende de nuestra inteligencia, cae como
una maldición sobre los restos venerables de nuestra naciona-
lidad y de nuestra gloria.»
Profunda fué la impresión que causaron en mi ánimo las pa-
labras elocuentes del Sr. Cánovas del Castillo, y ahora las re-
cuerdo porque en la historia del descubrimiento y conquista
del Nuevo Mundo es donde con mayor exactitud pueden apli-
carse las frases de que hemos llegado á sqv extranjeros en nues-
tra patria y que cada pensamiento que se desprende de nuestra
inteligencia cae como una maldición sobre los restos venerables
de nuestra nacionalidad y de nuestra gloria. Así, y sólo así,
se explica que aquel inmortal cantor de nuestra independencia
nacional, que aquel gran poeta, D. Manuel José Quintana, de-
jándose llevar por sus preocupaciones de filósofo enciclope-
dista, escribiese, en su oda á Juan de Padilla, lanzando los rayos
de su inspiración sobre el gobierno de los Austrias:
«Ni al indio pudo
Guardar un ponto, inmenso, borrascoso,
De sus sencillos lares
Inútil valladar: de horror cubierto
Vuestro genio feroz hiende los mares,
Y es la inocente América un desierto.»
Y más aún; la musa de Quintana, no sólo condena á los go-
bernantes de España en el siglo xvi, también condena á todos
los heroicos conquistadores del Nuevo Mundo, y escribe aque-
lla estrofa en que, dirigiendo su palabra á la virgen América,
dice;
«(Óyeme: si hubo vez en que mis ojos
Los fastos de tu historia recorriendo,
No se hinchesen de lágrimas; si pudo
Mi corazón sin compasión, sin ira.
— 10
Tus lástimas oir ¡ah! que negado
Eternamente á la virtud me vea,
Y bárbaro y malvado
Cual los que á ti te destrozaron sea.»
En los versos que acabo de leer no cede Quintana al arrebato
de su inspiración poética, puesto que en sus biografías de Las
Casas, Pizarro y Núñez de Balboa, repite en prosa los mismos
conceptos, poco más ó menos, que anteriormente había expre-
sado en sus célebres odas; y hasta en un documento de carácter
oficial escribió algo semejante, y no muy conforme con la exac-
titud de la verdad histórica, en lo referente á la dominación de
los españoles en América.
Parece que Quintana no andaba lejos de pensar como el tra-
ductor francés de la biografía de Colón, escrita en italiano por
Luis Bossi, que, según una cita de I). Martín Fernández de
Navarrete, decía así: «No veo por todas partes sino monstruos,
devorados á un tiempo de la sed del oro y de la sangre, y si
nuestras miradas no encontrasen á Cristóbal Colón y Las Casas,
no veríamos, en medio de las escenas abominables que han en-
sangrentado la América, nada que pudiera consolar á la huma-
nidad de la horrorosa conquista de los españoles.»
Yo no citaré aquí lo que han escrito en contestación á tan in-
justísimas acusaciones el Marqués de Valmar, D. Antonio Fe-
rrer del Río y D. Manuel Cañete, porque temo que aplicando
el criterio político á cuestiones que son ajenas á las luchas entre
monárquicos y republicanos, liberales y conservadores, se niegue
autoridad á los antedichos literatos por obscurantistas y reac-
cionarios^ y sometiéndome á la costumbre establecida de apren-
der historia de España en los autores extranjeros, aunque con
razón le parece muy mala costumbre al Sr. Cánovas del Castillo,
leeré lo que dice Mr. Eliseo Reclus en el comienzo del tomo xv
de su Nueva Geografía Universal^ al explicar las causas de la
desaparición de las razas indígenas en los países conquistados
por razas superiores.
«La llegada de Colón al Nuevo Mundo, dice Mr. Reclus, este
acontecimiento que desde el punto de vista de la Historia pa-
rece ser la gloria más excelsa de la humanidad, fué para los ha-
bitantes de las Antillas la señal de su completa desaparición
Ya se sabe en qué poco estimaban la sangre humana los Corte-
ses y Pizarros; porque las muertes que sus conquistas ocasiona-
ron se cuentan por cientos de miles A la verdad no son tan
sólo los españoles los que cometen tales crueldades; todos los
conquistadores, cualquiera que sea el pueblo 6 raza á que per-
tenezcan^ han tomado parte en matanzas no menos espantosas.
Aun los que han vertido menos sangre, por ejemplo, los solda-
dos y descubridores portugueses, han procedido así, no por
nativa bondad, sino por haber fundado sus establecimientos, ó
colonias, en sitios donde sólo encontraban tribus errantes, que
á su presencia huían, para ocultarse en los montes. Donde no
se ha verificado la matanza y exterminio de los indios, se les ha
hecho cejar paulatinamente, y esto ha producido los mismos
resultados. Así las naciones indias de los Estados Unidos ya
sólo están representadas por individuos aislados que viven al
este del Mississipí, y algunas han desaparecido por completo.
Donde quiera que se presenta incompatibilidad entre el género
de vida del indio y del hombre civilizado hay lucha sin tregua,
que termina siempre con ventajas para el blanco. El labrador y
el artesano causan indispensablemente el exterminio de la tribu
cazadora. Además, las epidemias y los alcoholes venenosos, im-
portados de Europa, han producido en América la muerte de
millones y millones de seres humanos.»
Oidlo bien, señoras y señores; en opinión del eminente geó-
grafo Reclus, librepensador en filosofía y republicano en polí-
tica, no fué el genio feroz del emperador Carlos V, ni la bar-
barie y la maldad de los conquistadores españoles, las causas
que produjeron lo que llamaba el P. Las Casas, la destruycion
de las Indias; no y mil veces no. Si los Corteses y Pizarros es-
timaban en poco la sangre humana, Mr. Reclus lo dice y la His-
toria lo confirma, todos los conquistadores, cualquiera que sea
el pueblo ó raza á que pertenezcan ^ han tomado parte en ma-
tanzas no menos espantosas. La llamada por el P. Las Casas y
por los escritores enemigos de España, destruycion de las In-
dias, es consecuencia forzosa de la incompatibilidad entre el gé-
nero de vida del indio salvaje y del hombre civilizado; porque el
labrador y el artesano, según la ley de la lucha por la existencia,
causan ineludiblemente el exterminio de la tribu cazadora.
— 12
Perdonadme, señoras y señores; mi ardiente amor á la ver-
dad, tan frecuentemente desconocida en lo que hoy pasa por
historia del descubrimiento y conquista de América y Oceanía,
me ha separado mucho del asunto que he de tratar en esta con-
ferencia, que, como ya sabéis, se titula: Colón y la ingratitud
de España.
Temiendo que se me acuse ahora, como ya me han acusado
los censores de mi anterior conferencia, de que trato de man-
char la esclarecida memoria del inmortal descubridor del Nuevo
Mundo, he elegido un asunto en que para destruirla leyenda
colombina, no es necesario sacar á plaza los defectos de carác-
ter, más ó menos graves, que como hombre tuviera ó pudiera
tener el primer Almirante del mar Océano.
El eruditísimo y sabio D, Martín Hernández de Navarrete,
en el prólogo de su Colección de los viajes y descubrimientos
que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV^ re-
futa con invencibles razones á un escritor extranjero que había
dicho: «el descubrimiento de Kví\k,x\Q,2i pertenece enteramente á
Italia^ porque en ella nació Colón ^ y la España no hizo sino
prestarle un auxilio largamente solicitado, y perseguir al mis-
mo que la había enriquecido.»
Voy á leer lo escrito por el Sr. Navarrete, para que la auto-
ridad de tan insigne historiador me sirva de escudo en que han
de embotarse las apasionadas censuras de los creyentes en la
verdad de la leyenda colombina.
«Aunque Colón, dice Navarrete, vino fugitivo á España
desde Portugal á fines de 1484, parece por la carta del Duque
de Medinaceli, que le tuvo en su casa dos años desde su llegada,
y el mismo Colón se expresa en su Diario, día 14 de Enero de
1493, en estos términos: «Han sido causa (los que se oponían á
»su empresa) que la corona real de Vuestras Altezas no tengan
»cien cuentos de renta más de lo que tienen después que yo
»vine á les servir, que son siete años agora á 20 días de Enero
»de este mismo mes.» De donde resulta que entró al servicio de
los Reyes á 20 de Enero de 1486 Consta además que estuvo
en Salamanca, á que se examinasen y discutiesen las razones de
su proyecto, no sólo le favorecieron los religiosos dominicos
del convento de San Esteban, dándole aposento y comida y ha-
— 13 —
ciéndole el gasto de sus jornadas, sino que, apoyando sus opi-
niones, lograron se conformasen con ellas los mayores letrados
de aquella Escuela En 5 de Mayo, 3 de Julio, 27 de Agosto
y 15 de Octubre de 1487, se le libraron, por mandatos del Obispo
de Falencia, hasta 14.000 maravedís, y otras cantidades en los
años sucesivos. Se mandó por Real cédula de 12 de Mayo de
1489 que, cuando transitase por cualesquiera ciudades, villas y
lugares, 'se le aposentase bien y gratis^ pagando sólo los mante-
nimientos á los precios corrientes; y los Reyes le honraron que-
riéndole tener á su lado, como lo hicieron en los sitios de Má-
laga y Granada. Apenas se conquistó esta gran ciudad (último
asilo de los moros), entraron los Reyes Católicos en ella el día
2 de Enero de 1492 , y en aquel mismo mes pensaron ya en en-
viar á Colón á la India por la vía de Occidente. Refiérelo en la
carta que precede al primer viaje, y es de notar que los Reyes
no perdieron tiempo en tratar con él, apenas terminada tan glo-
riosamente aquella guerra. Esto se prueba con los documentos
que publicamos; y por los mismos se hace patente que no hubo
dolo, engaño, ni entretenimientos pérfidos con Colón, pues
sabía bien que los Reyes no entrarían á realizar su proyecto
hasta dejar á sus reinos y á la Europa libres de la dominación
mahometana.
»Tampoco hubo en adelante \2i persecución que se supone;
porque los Reyes no sólo concluyeron sus capitulaciones á 17 de
Abril de aquel año, sino que le expidieron en 30 del mismo mes
el título de Almirante, Visorrey y Gobernador de las islas y
tierra firme que descubriese. En 8 de Mayo nombraron á su
hijo D. Diego paje del príncipe D. Juan, y se le concedieron
otras gracias y mercedes muy singulares, para el apresto de la
expedición; de modo que los monarcas españoles se adelantaron
á darle colmadamente pruebas de su aprecio, aun antes de su
salida para una empresa, cuyo éxito se consideraba por algunos
como dudoso y problemático. Concluido el primer viaje y satis-
fechos los Reyes de su acierto, halló en ellos Colón un manan-
tial perenne de gracias, de consideraciones, de confianzas y de
lisonjas, que acaso no se dispensaron jamás á ningún otro va-
sallo En 1593 acrecentaron las armas de la familia con nue-
vos timbres; concedieron al Almirante diez mil maravedises
— 14 —
anuales durante su vida le hicieron merced de mil doblas de
oro por una vez; mandaron darle á él y á cinco criados suyos
buen aposento en los pueblos por donde transitasen; confirma-
ron los anteriores títulos y le expidieron el de Capitán general
de la armada que iba á las Indias; le autorizaron para proveer
los oficios de gobernación en aquellos dominios Entre estas
y otras gracias hechas al Almirante, le confirmaron en 1497 las
mercedes y privilegios anteriores, y se le mandaron guardar ex-
presamente; se arregló el modo de que percibiese á su satisfac-
ción los derechos que le correspondían; se le permitió la saca
de ciertas cantidades de trigo y cebada, sin derechos, para las
Indias, cosa muy notable en aquel tiempo, en que apenas se
halla merced alguna de esta clase; se le autorizó para hacer por
sí el repartimiento de tierras entre los que estaban ó fuesen á
aquellos dominios; se condecoró á su hermano D. Bartolomé
con la dignidad de Adelantado de las Indias, y se le dio facultad
para fundar uno ó más mayorazgos. En 1498 se nombraron á
sus hijos, D. Hernando y D. Diego, pajes de la Reina, conde-
coración que no se concedía sino á los hijos de personajes ó de
sujetos del servicio más interior de los Reyes, que por lo mismo
gozaban con ellos de mucho favor En 1503 fué nombrado
contino de la Casa Real D. Diego Colón, el hijo, y se mandó al
Gobernador Ovando acudir al Almirante con los derechos que
le pertenecían por esta dignidad. En 1504 se concedió carta de
naturaleza en estos reinos á D. Diego Colón , hermano del Al-
mirante ; gracia rarísima en el reinado de aquellos Prínci-
pes...., Todo esto es cierto, es público y notorio; pero en el
diccionario y lenguaje de algunos escritores modernos suelen
calificarse los vicios de virtudes, la generosidad de ingratitud,
y el amparo, asilo y hospitalidad, de abandono, persecución y
desprecio. ¡Oh, si la demostración que acabamos de hacer sir-
viese para penetrar el verdadero significado de las frases artifi-
ciosas, y del estilo falso y seductor con que pretenden obscu-
recer la verdad semejantes impostores!»
Impostores, llamaba D. Martín Fernández de Navarrete á los
biógrafos del Almirante, que en su tiempo ya defendían y pro-
palaban las lindezas de la leyenda colombina; ¿cómo llamaría,
si hoy viviese, al famoso Conde de Roselly, que ha convertido
esta leyenda en una novela fantástica, intitulada Historia pós-
tu7na de Cristóbal Colón?
Llegando á tratar el Sr. Navarrete de las causas que movieron
la voluntad de los Reyes Católicos para que quitasen á Colón
el gobierno de la Española, escribe lo siguiente:
«El establecimiento de la isla Española llegó al estado más
deplorable en 1498. Las noticias opuestas y contradictorias que
recibían los Reyes sobre el origen y causa de aquellos distur-
bios les pusieron en gran conflicto. El Almirante se quejaba de
Roldan y sus secuaces, y éstos acusaban al Almirante y á su
hermano el Adelantado de hombres nuevos, que no sabían go-
bernar á gente de honra, de tiranos y de crueles. Semejantes ó
peores acusaciones repetían los descontentos que se presenta-
ban en la Corte Sus ponderaciones sobre la riqueza de la
isla se desvanecían en los efectos; la falta de noticias por algu-
nos meses originaba cuidados; la esclavitud impuesta á los
indios por Colón arbitrariamente, y la venta que por su man-
dato se hizo de algunos de ellos en Andalucía, irritó sumamente
el ánimo de la piadosa Reina; la privación de mantenimiento á
los que cometían cualquier delito, pareció á los Reyes una pena
igual á la de muerte; la creación de Adelantado de las Indias
que hizo el Almirante en su hermano D. Bartolomé, sin anuen-
cia de la Corte, se creyó una usurpación de la autoridad Real,
á la que compete únicamente la institución de tan altas dig-
nidades.»
Respecto á las cualidades del comendador Francisco de Bo-
badilla, encargado de sustituir á Cristóbal Colón en el gobierno
de la isla Española, dice el Sr. Navarrete:
«Cuando los Reyes se determinaron á proveer de despachos
á Bobadilla, mandando al Almirante mismo y á las demás auto-
ridades de la Española que le entregasen las fortalezas, aun sin
intervenir en su entrega y homenaje portero conocido de la Casa
Realy cuya asistencia á tales actos era de ley, no podemos me-
nos de decidirnos á creer que las prendas y calidad de Boba-
dilla eran muy apreciadas de unos Príncipes tan justificados
como conocedores de las personas.»
El clérigo Francisco López de Gomara, en su Historia ge-
neral de las Indias, al tratar de los gobernadores de la isla Es-
— i6 —
pañola, dice lo siguiente: «Gobernó la isla ocho años Cristóbal
Colón Fué allá Francisco de Bobadilla, que envió presos á
España á Cristóbal Colón y á sus hermanos. Estuvo tres años en
la gobernación y gobernó muy bien.»
El ilustre escritor alemán Alejandro de Humboldt, en su no-
tabilísimo Examen criiiqíie de rhistoire de la geographie du
noiiveaiL continent et des progres de V astronomie naiitiqíie dans
le xy" et ^wf sueles , obra que publicó en francés desde 1836
á 1839, dice: «Colón sacrifica los intereses de la humanidad á
su ardiente deseo de hacer más lucrativa de lo que realmente
era la posesión de las islas ocupadas por los blancos, de procu-
rar brazos para los lavaderos de oro y de contentar á los pobla-
dores nuevos que por avaricia y por pereza pedían la esclavitud
de los indios.»
En otro lugar del mismo libro manifiesta Alejandro de Hum-
boldt que los Reyes Católicos procedieron con acierto al dis-
poner que el comendador Francisco de Bobadilla fuese á sus-
tituir á Cristóbal Colón en el gobierno de la isla Española, y aun
añade que la conducta de Bobadilla, tan execrada por los his-
toriadores modernos, alcanzó los elogios de sus contemporá-
neos, probando la verdad de esta aseveración con citas tomadas
de las obras históricas del P. Las Casas, del cronista Oviedo y
hasta de la biografía de su padre que escribió D. Fernando
Colón.
Yo no he de insistir en el examen de lo acontecido en la isla
Española desde la llegada de Bobadilla hasta la prisión y re-
greso á España de Colón y sus hermanos, porque este fué el
objeto de mi anterior conferencia; tampoco relataré el cuarto
viaje que hizo el Almirante, porque esto ha de ser asunto que
tratará con reconocida competencia un distinguido oficial de
nuestra Armada en una disertación que todos deseamos oir;
yo sólo voy á dilucidar hasta qué punto es verdadera ó falsa la
imputación de ingratitud que á España se hace, afirmando que
al regresar Colón de su último viaje se le dejó vivir en el aban-
dono y casi en la pobreza, hasta que llegó la hora de su muerte
en una miserable casa de Valladolid el jueves 20 de Mayo de
1506, día en que, sin duda por coincidencia providencial, caía
el dicho año la fiesta movible de la Ascensión del Señor. Yo
— 17 —
me propongo demostrar que en esta parte de la leyenda colom-
bina hay una verdad y cuatro errores; porque es cierto que
Colón murió en Valladolid, pero no se sabe si la morada en
que expiró era miserable ó suntuosa, y se sabe que no murió
abandonado, ni pobre, ni en el día de la Ascensión del Señor.
Como la riqueza bien adquirida no es un pecado, aun cuando
la pobreza voluntaria sea una perfección, según la moral cató-
lica, no redundan en menoscabo déla buenafama del Almirante
las pruebas que presentaré, en que se demuestra que murió rico
y altamente honrado por el Rey de Aragón y Regente de Cas-
tilla D. Fernando el Católico.
El origen de la riqueza de Cristóbal Colón se halla en las fa
mosas capitulaciones de Santa Fe, que copiadas al pie de la
letra dicen así:
«Las cosas suplicadas é que Vuestras Altezas dan y otorgan
á D. Cristóbal Colon en alguna satisfacción de lo que ha de
descubrir en las mares Oceanas, y del viaje que agora, con el
ayuda de Dios, ha de hacer por ellas, en servicio de Vuestras
Altezas, son las que siguen:
»Primeramente : que Vuestras Altezas como señores que
son en las dichas mares Oceanas, fagan desde agora al dicho
D. Cristóbal Colon su Almirante en todas aquellas islas é tie-
rras firmes que por su mano ó industria se descobrieren é ga-
naren en las dichas mares Oceanas para durante su vida y
después del muerto á sus herederos é sucesores de uno en otro
perpetuamente ; con todas aquellas preminencias o prerroga-
tivas pertenecientes al tal oficio, é según que D. Alonso Hen-
riquez, vuestro Almirante mayor de Castilla é los otros prede-
cesores en el dicho oficio lo tenían en sus distritos.
»Otrosi: que Vuestras Altezas hacen al dicho U, Cristóbal
Colon su visorrey y gobernador general en todas las dichas is-
las é tierras firmes que como dicho es él descubriere é ganare
en las dichas naves. E que para el regimiento de cada una é
cualquiera dellas faga elección de tres personas para cada ofi-
cio; y que Vuestras Altezas tomen y escojan uno al que más
fuere su servicio, é asi serán mejor regidas las tierras que Nues-
tro Señor le dejará fallar é ganar á servicio de Vuestras Al-
tezas.
— i8 —
»Place á Sus Altezas. — Juan de Coloma.
»Item: que todas é cualesquier mercaderías, siquier sean
perlas, piedras preciosas, oro, plata, especería é otra cuales-
quier cosa y mercaderías de cualquier especie, nombre é ma-
nera que sean, que se compraren, fallaren é ganaren é hobieren
dentro de los límites del dicho Almirantazgo, que dende agora
Vuestras Altezas facen merced al dicho D. Cristóbal y quieren
que haya y lleve para si la decena parte de todo ello, quitadas
las costas todas que se ficieren en ello. Por manera que lo que
quedare limpio é libre haya é tome la decena parte para sí
mismo, é faga de ella á su voluntad, quedando las otras nueve
partes para Vuestras Altezas.
»Place á Sus Altezas. — Juan de Coloma.
»Otrosi: que si á causa de las mercadurías que él traerá de
las dichas islas é tierras, que asi como dicho es se ganaren é des-
cubrieren, ó de las que en trueque de aquellas se tomaran acá
de otros mercadores, naciere pleito alguno en logar donde el
dicho comercio é trato se terna y fará; que si por las preeminen-
cias de su oficio de Almirante le pertenecerá conocer de tal
pleito plega á Vuestras Altezas que él ó su teniente y no otro
Juez cognosca del tal pleito é asi lo provean dende agora.
»Place á Sus Altezas, si pertenece al dicho oficio de Almi-
rante, según que lo tenia D. Alonso Henriquez y los otros sus
antecesores en sus distritos, y siendo justo. — Juan de Coloma.
»Item: que en todos los navios que se armaren para el dicho
trato y negociación, cada y cuando y cuantas veces se armaren,
que puede el dicho D. Cristóbal Colon, si quiere, contribuir y
pagar la ochena parte de todo lo que se gastare en el armazón,
é que también lleve el provecho de la ochena parte de lo que
resultare de tal armada.
»Place á Sus Altezas. — Juan de Coloma.
»Son otorgados é despachados con las respuestas de Vuestras
Altezas en fin de cada capítulo en la villa de Sancta Fe de la
Vega de Granada, á diez y siete de Abril del año del nacimiento
de Nuestro Salvador Jesucristo de mil é cuatrocientos é noventa
é dos años. — Yo el Rey. — Yo la Reina. — Por mandato del Rey
é de la Reina.— Juan de Coloma.»
El contrato que acabo de leer puede considerarse como un
— 19 —
monumento en que aparecen enaltecidas las singulares dotes de
talento y de fuerza de voluntad del eximio navegante que des-
cubrió el Nuevo Mundo. Asombro causa ver á los poderosos
Reyes de Castilla y Aragón, en el momento en que llegaban al
apogeo de su gloria, realizando la unidad nacional y la conquista
de Granada; asombro causa ver á los Reyes Católicos tratando
como de igual á igual con el hijo del pobre tejedor genovés que
imponía condiciones, que exigía se le concediesen privilegios y
mercedes, superiores á las que gozaban los más encumbrados
magnates castellanos y aragoneses, como precio del servicio que
iba á prestar abriendo un nuevo camino para descubrir las des-
conocidas tierras del occidente asiático, las Indias Occidenta-
les, el Áureo Chersoneso de los antiguos geógrafos. Y no he
recordado la humilde cuna de Colón para menospreciar su per-
sonal valía, no por cierto. Los que llegan á las altas jerarquías
sociales, tanto más valen, cuanto más lejos de ellas nacieron.
Bien sé yo que llegan á las cumbres más elevadas las águilas
volando y los reptiles arrastrándose por el suelo; pero como
águila, no como reptil, llegó á ser Cristóbal Colón primer Al-
mirante del mar Océano y visorrey de las isias y tierra firme
de las Indias Occidentales descubiertas y por descubrir.
También es de notar en las capitulaciones de Santa Fe la ha-
bilidad de Colón para redactar contratos; porque hay en este
documento una ó que vale un Perú , como familiarmente se
dice; y en este caso concreto valió ó podía valer el 7'erdadero
Perú^ conquistado con el heroico esfuerzo de los Pizarros y de
Almagro. Placía á Sus Altezas, según las capitulaciones de
Santa Fe, que D. Cristóbal Colón fuese su Almirante en todas
aquellas islas é tierras firmes que por su mano ó industria se
descobrieren é ganaren en las dichas mares Océanas; es decir,
que Colón, no sólo era Almirante de las islas y tierra-firme que
personalmente descubriese, sino también de las demás islas y
tierra firme que todos los otros navegantes pudieran descubrir;
porque estos descubrimientos se habían hecho por su industria.
No se crea que exagero la importancia de la frase, por su mano
ó por su industria; no en verdad. Don Fernando Colón dice,
'que sólo su padre, D. Cristóbal, merece el nombre de descubri-
dor, porque todos los demás que así se llaman se limitaron á
proseguir la obra por su padre comenzada, lo cual á sus ojos ca-
rece de todo mérito. Olvida D. Fernando, que si sólo se puede
dar el nombre de descubridor al primero que desembarcó en
algún pedazo de tierra desconocido en la Edad Antigua, sin citar
los descubrimientos de los pueblos del norte de Europa, en lo
que hoy se llama Groenlandia, habría que conceder este nombre
á los portugueses, que arribaron á las costas de varias islas afri-
canas, no conocidas por los antiguos geógrafos, mucho antes del
año 1492 en que Colón desembarcó en una de las Lucayas. De un
modo muy diferente al de D. Fernando Colón discurre Mr. Eli-
seo Reclus, cuando dice en su Nueva Geografía Universal:
«Sin negar la parte importantísima que tomó Colón en los pro-
gresos de su tiempo, esto no autoriza á que se le glorifique con
daño de otros descubridores, ni mucho menos á presentar en su
persona la suma de todas las humanas virtudes, como si las altas
cualidades del corazón acompañasen siempre á la grandeza de
la inteligencia y á los favores de la fortuna. Entre los navegan-
tes menos dichosos, se podrían acaso citar algunos iguales á
Colón por su ciencia, y otros que le superaban en desinterés.»
Pero no sólo en un libro donde el amor filial explica, aunque
no siempre disculpe, todo género de exageraciones, que redun-
den en honra y gloria del Almirante; pero hasta en el pleito
entre la Corona y los descendientes de Colón se invocaron re-
petidas veces las palabras, 6 por su industria^ como prueba del
derecho que tenían los hijos del Almirante para gobernar en
todas las tierras descubiertas y conquistadas, y hasta en las que
sucesivamente se descubrieran y conquistaran (i).
(i) Los singulares y grandísimos privilegios que se concedieron á Colón, cediendo
á sus exigencias, fueron motivo ú ocasión de las cuestiones que tan frecuentemente
se suscitaron por competencia de autoridad entre los Reyes de España y los Almi-
rantes de las Indias, así con D. Cristóbal como con su hijo D. Diego y su nieto don
Luis. En el libro de la Sra. Duquesa de Alba, que he citado en la anterior nota, se
halla un documento que lleva por titulo ó encabezamiento Memorial por el Alnnratite;
y en este documento comienza el Almirante viejo, así llamaban sus contemporáneos
á Cristóbal Colón, dictando las reglas que había de seguir Su Alteza, el Rey Católico,
para conceder licencias á los navegantes que solicitasen descubrir nuevas tierras:
«La forma que terna con los descubridores por el gran daño y engaño que había
en esto del descobrir, que era razón que los descobridores diesen por pintura á Su
Alteza lo que entendían de descobrir que á las tierras y gentes que están ya desco-
biertas ningún navio venga á estas partes que primero no venga á la Española; y
21
Cumpliéndose el contrato de Santa Fe, los descendientes de
Colón hubieran llegado á enriquecerse hasta un límite que no
era posible determinar, y así lo pensaba el mismo Colón, y así
lo dice en su testamento. Pero aun más; cumpliéndose el con-
trato de Santa Fe, cosa que era de todo punto imposible, siendo
Colón y sus descendientes virreyes y gobernadores de todas las
islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir en las mares
Océanas, hoy los Colones gobernarían en todo el continente
americano y los archipiélagos de Oceanía, que según la bula de
Alejandro VI, á España de derecho pertenecían.
En cuanto á la riqueza, potestad suficiente tenían los Reyes
Católicos para conceder á Colón /a decena parte de todas las
mercaderías que produjesen los territorios en las Indias con-
quistadas ; pero las leyes de España no consentían que se vincu-
lase en una familia las altas dignidades del Estado, como lo era
para guardar sus privilegios, que no parta navio especial á descubrir en que no ponga
el Almirante un capitán y un escribano y que derechamente venidos de Castilla
para Santo Domingo, de allí tomen su derrota y hayan de volver de fuerza allí, y de
allí á Castilla; lo uno por ennoblecer la Isla, que es razón que lo sea la cabeza de estas
tierras lo otro porque haya menos fraude pasando por tantas manos, y porque ai.
Almirante se le guarden sus prani7icncias en se le dar cuejita de lo que se hace.'»
Vuelve otra vez á insistir en el mismo asunto, diciendo:
«Lo que debe hacer (Su Alteza) con los descubridores es que se obliguen de nave-
gar cuarenta días por tierras que nadie haya andado que no cargarán de esclavos
en tierra que descubran, ni en otra, sino la que acá se les señalare antes que partan, y
cuando se volvieran que vayan primero á Santo Domingo, do registrarán una vez lo
que traen, y otra en Castilla.»
No hay que devanarse los sesos, como vulgarmente se dice, para comprender el
gusto con que el rey D. Fernando y el obispo D. Juan de Fonseca se enterarían de
las condiciones que procuraban se impusieran á los descubridores el Almirante viejo
y el Almirante mozo; porque, según parece, D. Diego Colón escribió lo que aquí he
trascrito, siguiendo las instrucciones que le había dado su señor padre.
En este mismo Memorial ?,e, refiere, no sé con qué objeto, que el comendador Ni-
colás de Ov^ando: «Delante de Ervas y del Contador, dijo que el Almirante se quería
alzar con la isla (la Española) y que asi haria agora. Dijole Ervas que nunca tal pensó
El Comendador respondió: — «¿Más queréis vos saber, de ayer venido, que yo?» Res-
pondió Ervas: — «¿Pues enviaran su hijo acá?» Respondió el Comendador: — «Tan
necio es el hijo, cuanto el padre malicioso »
De este diálogo se deduce que el Comendador mayor Nicolás de Ovando fiaba poco
de la lealtad de los Colones, D. Cristóbal y D. Diego, y también parece que tenía tan
pobre concepto de la bondad del padre, como de la inteligencia de su hijo.
Otras muchas curiosas particularidades presenta el documento publicado en el libro
de la duquesa de Alba; pero, repito lo que há poco dije, no cabe señalarlas en los es"
trechos limites de una nota intertextual.
el almirantazgo de Castilla, á que Colón quería asimilar el nuevo
almirantazgo de las Indias Occidentales.
Y si el derecho escrito no consentía que la familia de Colón
se constituyese como gobernadora á perpetuidad de las tierras
americanas, el derecho constituyente tampoco abonaba seme-
jante pretensión, que si los pueblos pueden cambiar su forma
de gobierno y destituir á sus gobernantes, hasta por medio de
la fuerza, en casos muy excepcionales, los Reyes de España, que
habían conservado el dominio eminente sobre las tierras y los
pueblos del Nuevo Mundo, pudieron y debieron privar á Colón
del gobierno de la isla Espaíiola, cuando creyeron que había
razones de justicia y conveniencia que así lo aconsejaban. Y sin
embargo, D. Fernando Colón, al referir la muerte de su padre,
escribe lo siguiente: «Al tiempo que el Rey Católico salió de
Valladolid á recibirle (al rey D. Felipe I) el Almirante quedó
muy agravado de gota y otras enfermedades, que no era la
tnenur el dolor de verse caído de su posesión , y en estas congo-
jas dio el alma á Dios, el día de su Ascensión, á 20 de Mayo
de MDV (así), en la referida villa de Valladolid, habiendo re-
cibido antes todos los Sacramentos de la Iglesia y dicho estas
últimas palabras: In maniis tuas^ Domine, comendo spiritiim
meum.'»
Nótese que el hijo de Cristóbal Colón no dice que su padre
muriese en la pobreza y abandono, de que hablan otros escrito-
res; se limita á indicar que el dolor de verse caído de su posesión,
esto Qs , la pena que causaba en el ánimo del Almirante el ver que
desde el punto y hora en que el comendador Bobadilla le susti-
tuyó en el gobierno de la isla Española, jamás consistieron los
Reyes Católicos que volviese á ejercer su cargo de Visorrey en
ningún territorio de las Indias, contribuyó, con la gota y otras
enfermedades (que el D. Fernando no dice cuáles fuesen) y sin
duda, con el auxilio de los años que ya contaba el paciente, á
que terminase su vida, no en el año de 1 505 , sino en el de 1 506,
y no en el día de la Ascensión del Señor, porque esta fiesta, en
el año últimamente citado, se celebró el 21 de Mayo; y, por lo
tanto, después de todas estas rectificaciones, resulta que Co-
lón murió en Valladolid, el miércoles 20 de Mayo de 1506.
Natural es que I). Fernando Colón no se lamentase del aban-
■A —
dono en que había muerto su padre, porque bien sabido tendría
que el Almirante era honrado por el Rey Católico en todo,
menos en concederle su vuelta al gobierno de la isla Española.
Mi querido amigo D. Cesáreo Fernández Duro, en su libro
titulado: Co/ójí y la Historia postuma ^ dice que cuando el Al-
mirante regresó á España después de su cuarto y último viaje
«ni se encontró solo, ni pobre, ni en medio de enemigos; lejos
de ello, se empezó por entonces á tratar del casamiento de su
hijo D. Diego con D.^ María de Toledo^ sobrina del Rey, lo
que no ofrece indicio de desgracia, y al propósito dice uno de
sus parciales, que hablando del matrimonio, como alguno de la
Corte preguntara si el Almirante iba á tejer su linaje^ aludiendo
al oficio de tejedor de lana que tuvo en su juventud, respondió
con la altanería de su genio, que después que Dios crió á los
hombres, no conocía otro mejor que él para origen de una fa-
milia, porque había hecho más que ninguno.»
Dice el cronista Antonio de Herrera, que era «D."" María de
Toledo, hija de D. Fernando de Toledo, Comendador mayor
de León, Cazador mayor del Rey, hermano de D. Fadrique de
Toledo, Duque de Alba, primos, hijos de hermanos del Rey
Católico, el cual de los grandes de Castilla, era el que más en
aquellos tiempos privaba con el Rey.» Esta ilustre dama doña
María Alvarez de Toledo era, en 1506, la prometida esposa
de D. Diego Colón, y fué su mujer en el año de 1508.
Sin embargo de todo lo dicho, cierto es que el Rey Católico
no quería que Colón, ni su hijo D. Diego, fuesen á gobernar en
la Española ; porque sin duda pensaba que tenían razón los frai-
les franciscanos cuando escribieron: «si Sus Altezas quieren
servir mucho á Nuestro Señor, en ninguna manera permitan
que el Almirante, ni cosa suya á esta isla vuelva.» Que acer-
taba en este asunto el Regente de Castilla, plenamente lo con-
firmaron los hechos, cuando D. Diego Colón llegó á ser Vi-
rrey de la Española, y su gobierno fué un semillero de inaca-
bables luchas, entre los que se decían partidarios del Rey y los
que acaso pretendían la independencia de aquella isla, fundán-
dose— como ya dijo el Alcaide Miguel Díaz respondiendo á Bo-
badilla — en que la había descubierto y ganado el primer Almi-
rante D. Cristóbal Colón.
— 24 —
Pero si el rey D. Fernando se negaba á que los Colones go-
bernasen en la Española, les ofrecía, según cuenta el P. Las
Casas, el señorío de la villa de Carrión de los Condes, y sobre
ello cierto estado^ y se determinaba á que su sobrina D/'^ María de
Toledo, sobrina también del Duque de Alba, se casara con el
nieto de un tejedor genovés ; porque esta persona era D. Diego
Colón, hijo del inmortal nauta que había descubierto las Indias
Occidentales (i). Estos dos hechos bastan para demostrar, que
el abandono en que dicen murió Cristóbal Colón , por singulares
honras del Rey y de su Corte pudiera estimarse, ano existir los
fabulosos relatos de la leyenda colombina.
No murió abandonado Colón, y su decantada pobreza se
halla desmentida en el testamento que otorgó en Valladolid, la
víspera del día de su muerte; testamento del cual existe un tes-
timonio debidamente autorizado en el Archivo de los Duques
de Veragua. Comienza este notable documento histórico en la
forma siguiente:
«En la noble villa de Valladolid, á 19 días del mes de Mayo,
año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil é
quinientos é seis años, por ante mí Pedro de Hinojedo, escri-
bano de cámara de Sus Altezas y escribano de Provincia en la
su Corte é Chancillería, é su escribano y notario público en to-
dos los sus Reinos y Señoríos, é de los testigos de yuso escritos:
el Sr. D. Cristóbal Colón, Almirante é Visorrey é Gobernador
general de las islas é tierra firme de las Indias descubiertas é
por descubrir que dijo que era, &.
»Son testigos el bachiller Andrés Mirueña y Gaspar de la Mi-
(i) En el libro, 3-a dos veces citado en estas notas, que acaba de publicar la señora
doña María del Rosario Falcó, duquesa de Berwick y de Alba, Autógrafos de Cristóbal
Colón y papeles de America, ha visto la luz una Carta del Dtique de Alba para el Rey\
Nuestro Señor, que comienza asi:
«Católico y muy alto y muy poderoso Rey é Señor: Vuestra Alteza, por hacerme
merced, metió al Almirante de las Indias, mi sobrino, en mi casa, casándole con
D.* Maria de Toledo, mi sobrina; la cual merced yo tuve por ifiuy grande cuando Vues-
tra Alteza lo mandó hacer, etc., etc.»
Véase la supuesta malquerencia á Colón del Rey Católico transformada en corte-
sano favor para su hijo, al disponer que se casara con una sobrina del Duque de Alba,
y á este ilustre magnate, considerando el casamiento como señalada merced. El lector
discreto hará los comentarios qje juzgue oportunos.
— 25 —
sericordia, vecinos de Valladolid, y Bartolomé de Fresco, Al-
varo Pérez, Juan de Espinosa, Andrés y Hernando de Vargas,
Francisco Manuel y Fernán Martínez, criados del dicho señor
Almirante.»
Sabido es que con el nombre de criados sq designaban á prin-
cipios del siglo XVI, y aun mucho tiempo después, no á los que-
hoy se da este nombre, sino á todos los que prestaban algún
servicio en las casas de los magnates, como el de secretario,
administrador ú otros semejantes; y á esta clase de sirvientes,
que hoy llamaríamos empleados, pertenecerían, sin duda, las
siete personas á quienes en el testamento se califican como
criados del señor Almirante. Indicio es de la opulencia con
que vivía Colón el tener siete empleados en su casa, además de
los que suelen llamarse criados de escalera abajo, que no po-
dían figurar como testigos en su testamento, y que sin duda
también tendría.
Hay un párrafo en el testamento del Almirante que es nece-
sario leer repetidas veces, para adquirir el convencimiento de
que no engañan los ojos, y que las palabras que se ven, allí es-
tán escritas. Dice así este asombroso párrafo:
«El Rey y la Reina, Nuestros Señores, cuando yo les
serví con las Indias; digo serví, que parece que yo, por vo-
luntad de Dios, se las di, como cosa que era mía é para las
ir á descubrir allende poner el aviso y mi persona. Sus Altezas
no gastaron ni quisieron gastar para ello, salvo un cuento de
maravedís, é á mi fué necesario de gastar el resto : ansi plugo á
Sus Altezas que yo hubiere en mi parte de las dichas Indias, is-
las é tierra firme que son al Poniente de una raya que manda-
ron marcar sobre las islas de las Azores, y aquellas del Cabo
Verde, cien leguas, la cual pasa de polo á polo ; que yo hubiese
en mi parte el tercio y el ochavo de todo, é además el diezmo
de lo que está en ellas, como más largo se amuestra por los di-
chos mis privilegios é cartas de merced.»
Realmente es liberalidad, que toca en loco despilfarro, la de
Cristóbal Colón; porque siendo bastante rico para pagar casi
todos los gastos de su primer viaje á las Indias Occidentales,
por un cuento de maravedises que le prestaron los Reyes Cató-
licos, les dio, es decir, les regaló todos los inmensos territorios
2b —
•descubiertos por su mano ó por su industria. No es necesario
insistir en los elogios que tanta abnegación merece.
También se observa en este mismo párrafo del testamento del
Almirante, que la decena de las mercadurías señaladas para su
provecho en el contrato de Santa Fe, se ha aumentado con el
tercio y el ochavo en posteriores privilegios é cartas de merced.
Respecto á la renta que pueden producir estos derechos sobre
las mercaderías de las Indias Occidentales, el Almirante no se
atreve á fijarla; pero dice que se espera que se haya de haber
bien grande; y después añade: «Mi intención sería y es que
D. Fernando, mi hijo, hubiese de ella un cuento y medio cada
año, é D. Bartolomé, mi hermano, ciento cincuenta mil mara-
vedís, é D. Diego, mi hermano, cien mil maravedís, porque es
de la Iglesia.»
Instituye Colón dos mayorazgos; uno para su hijo legítimo,
D. Diego , y el otro para su hijo natural, D. Fernando , y en am-
bos excluye á las hembras, que sólo podrían disfrutarlos en el
caso de la completa falta de herederos varones. No pesó en el
ánimo del Almirante la gratitud á su protectora la reina D.* Isa-
bel de Castilla, para inclinarle á respetar el mejor derecho de
las hijas sobre los sobrinos, en la herencia de los bienes, sean ó
no amayorazgados.
Ordena Colón á su hijo D. Diego que funde una capilla, y que
en esta capilla haya «tres capellanes que digan cada día tres mi-
sas, una á la honra de la Santísima Trinidad, é la otra á la Con-
cepción de Nuestra Señora, é la otra por el ánima de todos
los fieles difuntos, é por mi ánima é de mi padre é madre é
mujer».
La cláusula concerniente á la madre de D. Fernando Colón,
dice así: «E le mando (á D. Diego) que haya encomendada á
Beatriz Enriquez, madre de D. Fernando, mi hijo, que la pro-
vea, que pueda vivir honestamente, como persona á quien yo
soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la con-
ciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dallo
non es lícito de la escribir aquí.»
Se halla á continuación del testamento una memoria escrita
de mano del Almirante, en que mandaba se diese: «á los here-
deros de Jerónimo del Puerto, veinte ducados; á Antonio Vaso
dos mil quinientos reales, de Portugal; á un judío que inoraba
á la puerta de la Judería de Lisboa, el valor de medio marco de
plata; á los herederos de Luis Centurión Escoto, treinta mil
reales, de Portugal; á esos mismos herederos y á los de Paulo
de Negro, cien ducados, y á Bautista Espíndola, ó á sus here-
deros, si es muerto, veinte ducados.»
Después de leído el testamento de Colón y sus cartas al Rey
Católico, copiadas por el P. Las Casas, en que le pide nombre
á su hijo D. Diego gobernador de la Española, pero jamás se
queja de que se le adeude nada de lo que le correspondía por
sus derechos sobre las mercaderías de las Indias, y sabiendo
además que los Reyes Católicos mandaron repetidas veces al
Gobernador de la isla Española, Nicolás de Ovando, que entre-
gase á Colón ó á su representante, que lo fué Alonso Sánchez
de Carvajal, todas las cantidades de dinero ó valores de cual-
quier otra clase que como Almirante le correspondiesen; sólo
faltando por completo á la verdad histórica puede decirse que
España fué tan ingrata con el descubridor del Nuevo Mundo
que le dejó morir casi de hambre en una miserable casa de la
ciudad de ValladoUd. Y cierto es, según dice D. Cesáreo Fer-
nández Duro, que: «en la ciudad de ValladoUd, en la calle que
se llamaba Ancha de la Magdalena, existe una casa de modesta
apariencia, en cuya fachada, no ha mucho, por acuerdo del
Municipio, se puso una lápida de mármol con inscripción que
reza. Aquí murió Colon, mudando el nombre de la calle por el
del personaje que se presume pasó allí de este mundo al de la
inmortalidad.» Examina el docto académico de la de la Historia
los motivos que hubo para que se diese como bien averiguado,
que Colón había fallecido en aquella casa, y resulta, que esto se
reduce á que D. Matías Sangrador, en su Historia de ValladoUd^
publicada en 1851, dijo: «Colón murió en la casa núm. 2, de la
calle Ancha de la Magdalena, que siempre han poseído como
mayorazgo los que llevan este ilustre apellido.» Pero el Sr. San-
grador se equivocó; la precitada casa no pertenece á ninguno
de los mayorazgos fundados por Colón, ni por sus descendie n
tes. La casa núm. 2, de la calle Ancha de la Magdalena, perte-
necía en el mes de Diciembre de 1551 al licenciado Hernán de
Arias Rivadeneyra, y después á su hermano D. Francisco, y
con ella y otros bienes se fundó el mayorazgo de Rivadeneyra
á favor de un hijo del licenciado, y por consiguiente, sobrina
carnal del D. Francisco.»
Un erudito investigador, D. Venancio M. Fernández de Cas-
tro, individuo de la comisión de monumentos históricos y
artísticos de la provincia de Valladolid, se propuso apurar el
asunto y ver si se podía saber á ciencia cierta cuál era la casa
en que había muerto Cristóbal Colón. Resultó de sus pesquisas^
que no había ningún dato que justificase la inscripción puesta
en la calle Ancha de la Magdalena, y que hoy por hoy no es po-
sible señalar en qué casa de la antigua corte de Castilla dej6
de existir el primer Almirante del mar Océano.
Bien sé que estando en Jamaica escribió Colón á los Reyes
Católicos una carta que lleva la fecha del día 7 de Julio de 1 503,
en que dice: «Poco me ha aprovechado veinte años de ser-
vicio que yo he servido con tantos trabajos y peligros, que hoy
día no tengo en Castilla una teja: si quiero comer y dormir no
tengo, salvo el mesón ó taberna, y las más de las veces falta
para pagar el escote.» Á estas lamentaciones del Almirante
contesta el Padre Ricardo Cappa, de la Compañía de Jesús,
escribiendo en su notable libro Colón y ¿os españoles, un capí-
tulo que se titula: Pobreza exagerada , en el cual se demuestra
que el D. Cristóbal pudo decir lo 'que dijo hallándose poseído-
de tristeza en la isla de Jamaica por las malandanzas de su
cuarto viaje, pero que esto era un caso fortuito, que no cons-
tituía la expresión de su pobreza ú opulencia como permanente
considerada.
Ya me parece oir exclamar: — ¡Qué mayor prueba del aban-
dono en que vivía el Almirante, que el silencio de los historia-
dores y de los documentos oficiales acerca del lugar preciso en
que verificó su fallecimiento! ¿Cómo no fué un día de duelo en
Valladolid, en España, en Europa entera, aquel en que murió
el descubridor del Nuevo Mundo? ¿Cómo no se apresuraron los
historiadores á escribir la vida, y los poetas á cantar las hazañas
de Cristóbal Colón, el genio sin rival que había realizado el más
portentoso de los humanos descubrimientos?
Los panegiristas de Colón que tales preguntas hiciesen, co-
meterían un grave error de crítica histórica. Colón es para nos-
— 29 —
otros, los hijos del siglo xix, el iniciador del descubrimiento de
América y Oceanía; Colón para sus contemporáneos sólo era
un sabio 3^ valeroso navegante, que había llegado á las costas
occidentales de Asia, y había descubierto algunas islas en el
mar Océano. Colón mismo así lo pensaba. El P. Las Casas dice
que el Almirante ignoraba que al establecer la esclavitud co-
metía un pecado, y añade: «Murió también con otra ignorancia,
y ésta fué que tuvo por cierto que esta isla Española era la
tierra de donde á Salomón se traía el oro para el templo, que la
Sagrada Escritura llama Ofir ó Tarsis; pero en esto es mani-
fiesto haberse engañado También dijo que estas islas y tierra
firme estaban al fin de Oriente y comienzo del Asia y para
-esto bien le quedaban por navegar 2.000 leguas para llegar á
donde está el fin de Oriente y principio de Asia. Murió también
antes que supiese que la isla de Cuba fuese isla, porque como
anduvo mucho por ella, y aun no llegó á pasar de la mitad por
las grandes tormentas que padesció por la costa della.»
No se escribió la vida, ni se inquirieron las particularidades
de la muerte de Cristóbal Colón por sus contemporáneos, por-
que este descuido censurable puede considerarse como la regla
general de lo que se ha hecho siempre en España hasta con sus
hijos más ilustres en ciencias, letras ó armas.
Voy á resumir, señoras y señores; creo haber demostrado que
el pobre y desvalido extranjero Cristóbal Colón halló en España
el amparo y la hospitalidad que pocas veces alcanzan los pobres
y desvalidos en sus relaciones sociales. Colón no fué perseguido,
sino colmado de favores por los Reyes Católicos. Colón no
murió pobre y abandonado de todos los que debían favorecerle.
La ingratitud de España con el descubridor del Nuevo Mundo
es una fábula de las muchas que forman la leyenda colombina;
fábula que la Historiaba de calificar de grosero error, llamando
impostores, como lo hacía D. Martín de Navarrete, á los que así
desfiguran la verdad de los hechos.
Acaso se dirá; si es tan claro, tan evidente, que España no
fué ingrata con Cristóbal Colón ^ ¿cómo y en qué consiste que
la inmensa mayoría de los historiadores, así nacionales como
extranjeros, admiten como probada esa tan famosa ingratitud?
Contestar á esta pregunta podría ser asunto de una conferencia
— 30 —
que se titulase: Causas de los errores históricos referentes al
descubrimiento de América y Oceanía (i).
Yo no puedo emprender ahora semejante tarea. Me limitaré
á indicar, que la funesta, la funestísima separación política de
Portugal y España, así como ha roto nuestra unidad nacional,
también ha roto la unidad de nuestra historia, y ha hecho que
no se vea en su conjunto la grandeza de esa epopeya peninsular y
que comienza en la academia náutica de Sagres y termina en los
archipiélagos de la Oceanía descubiertos por el portugués Qui-
rós y los españoles Alvaro de Mendaña y Luis Váez de Torres.
El extranjerismo^ valga la palabra, dolencia muy bien des-
cripta por el Sr. Cánovas del Castillo en la cita de un escrito
suyo que anteriormente hice, ha influido muy poderosamente
en que crezcan y se agiganten los errores de que se halla pla-
gada nuestra historia nacional. Seguro estoy de que los resulta-
dos obtenidos en sus investigaciones acerca de la historia his-
pano-americana, por los PP. Fidel Fita y Ricardo Cappa, y
por los Sres. D. Marcos Jiménez de la Espada, D. Cesáreo Fer-
nández Duro y D. Justo Zaragoza, sólo se aceptarán en España
como verdades comprobadas, cuando los utilice en sus obras
algún escritor francés, y mucho mejor si fuera alemán.
Otra causa de que se perpetúen los errores históricos, la ha
explicado muy bien en su tratado didáctico. La enseñanza de
la Historia^ el joven é ilustrado profesor del Museo Pedagó-
gico, D. Rafael Altamira. Al estudiar la Historia, observa con
acierto el Sr. Altamira, en vez de la asidua investigación de los
hechos, se cae frecuentemente en la idolatría del libro; en creer,
como artículo de fe, que lo que ha dicho un historiador, más ó
menos ilustre, necesariamente ha de ser cierto. Claro es que
por este procedimiento el error se petrifica, y llega á transfor-
marse en dogma, que sólo se permitan examinar esos empeca-
tados críticos que no respetan la autoridad de los sabios indis-
cutibles.
En el caso concreto de la leyenda colombina, hay, además de
todo lo dicho, una razón potísima que contribuye á mantenerla
en la categoría de verdad bien averiguada. ¡Es tan cómodo para
(i) Véase la nota que se ha puesto al final de esta Conferencia.
los espíritus perezosos saber Historia sin necesidad de estu-
diarla! Se ha convenido en que el genio es siempre martirizado
por la ignorancia y la envidia de sus contemporáneos; Colón
era un genio, luego necesariamente fué martirizado por la igno-
rancia y la envidia de sus contemporáneos el Rey Católico, el
obispo Fonseca, el P. Buil, los comendadores Bobadilla y
Ovando y demás personajes que entendieron en los asuntos de
Indias durante los primeros años de su descubrimiento. De la
lista de martirizadores se exceptúa á D.* Isabel la Católica,
porque murió un poco antes que Colón; y así se agravan las cen-
suras diciendo, si la Reina Católica hubiese vivido no sucediera
tal ó cual cosa, aun cuando en la fecha de aquel suceso la Reina
gozase de vida y buena salud.
Aun pudieran señalarse algunas otras causas de los errores
históricos anteriormente indicados; pero temo abusar de la pa-
ciencia de mis oyentes y me apresuro á terminar esta ya larga
disertación.
Parece que en estas conferencias que, según mi juicio, acaso
me equivoque, tienen por objeto examinar imparcial y desapa-
sionadamente lo verdadero y lo falso que hoy se halla mezclado
en la historia del descubrimiento ^ conquista y colonización de
América y Oceania; parece que en estas conferencias, cual-
quiera que sea el asunto sobre que versen, se ha establecido la
costumbre de rendir pleito homenaje al primero entre los pri-
meros descubridores de los continentes y archipiélagos que
estuvieron desconocidos del mundo antiguo hasta principios del
siglo XVI.
No tengo reparo en someterme á esta costumbre, porque, sin
ajena excitación y cediendo sólo al impulso de mi conciencia,
había yo escrito en una biografía del Almirante que vio la luz
pública en el Almanaque de la Ilustración^ para el año de 1889,
las palabras que voy á leer y con las cuales pongo término á
esta conferencia: «Se ha acusado á Colón de exagerada codicia»
y para probar como perturbaba su claro entendimiento este
amor á las riquezas, se han recordado aquellas palabras suyas
que dicen: El oro es excelentísimo ; del oro se hace tesoro^ y con
ély quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega á que
echa las ánimas al Paraíso. Hasta su apasionado admirador,
— 32 •
Washington Irving, no vacila en condenarlo por el tráfico de
los indios, convertidos en esclavos, que muy pronto estableció
en los territorios que gobernaba; pero si se tiene en cuenta que
lo primero que vieron sus ojos fué el mísero estado en que sus
padres vivían, y que esta misma escasez de medios de subsisten-
cia le acongojó durante muchos años, se explica, y casi se dis-
culpa, su exagerado amor á las riquezas, que es muy frecuente
desear con ansia aquello que nos parece que con mayor dificul-
tad puede alcanzarse. Pero aun poniendo en duda estas ó aque-
llas cualidades de Cristóbal Colón, siempre habrá que rendir
tributo de respeto, y hasta de admiración, á la profundidad y
grandeza de su sabiduría como navegante, al valor heroico de
que dio tantas muestras en su azarosa vida, y á la indomable vo-
luntad que, venciendo obstáculos, tan grandes como numerosos,
consiguió llevar á cabo una empresa sin ejemplo en lo pasado y
sin posible imitación en el presente, ni en los tiempos venide-
ros. La ciencia, el valor y la fortaleza de ánimo tejen las coro-
nas de gloriosos laureles que ciñen y ceñirán la frente del pri-
mer Almirante de las Indias, y la voz de la fama imperecedera,
uniendo su nombre con el de su patria adoptiva, repite de siglo
en siglo:
«Por Castilla y por León
Nuevo Mundo halló Colón.»
NOTA.
( Vénse la página 30 de esta Conferencia^
El Sr. D. Cesáreo Fernández Duro, en el número de la revista titulada La España
Moderna, correspondiente al mes de Marzo del presente año (1892), ha escrito lo si-
guiente:
«El eco de las conferencias con que el Ateneo de Madrid, en la proximidad de su
cuarto Centenario, conmemora el hallazgo de las Indias, va extendiendo la evidencia
de existir, por encima de la esfera vulgar, un concepto generalmente admitido del
suceso y de las entidades que á él contribuyeron, que pueden sintetizarse en esta
forma :
^Cristóbal Colón, excelente marino genovés, dio á España un mundo. La nación
pagó el beneficio con el desprecio, la humillación y la miseria.»
Explicando las causas de este Concepto colombino extraviado, dice el Sr. Fernández
Duro, que poco menos de un siglo había transcurrido desde la muerte de Cristóbal
Colón hasta que se extendió por Europa una Historia del Almirante, escrita por su
hijo natural D. Fernando Colón, y añade: «Mejor que historia es panegírico entu-
siasta que oculta, con lo que no fuera bueno decir, el origen, la patria, la edad, los
actos de la juventud, el casamiento, la sucesión, las razones ó motivos de la venida á
España de su padre y las gestiones y vicisitudes hasta el momento de firmar la capi-
tulación con los Reyes. Por este libro convencional se tuvo en Europa la primera idea
del descubridor de las Indias, y ge compusieron los epítomes destinados á satisfacer
la curiosidad sin mucho cuidado en ilustrarla.»
«Cristóbal Colón, español, disfrutando tranquilo las obvenciones del almirantazgo,
acabando su carrera en honrosas funciones palatinas, no diera á los émulos de España,
más que otro cualquiera de los descubridores ó conquistadores del suelo americano,
motivo para cambiar la turquesa en que vaciaban á cada momento las frases discurri-
das para ennegrecer á cuantos trasponían el Océano. Colón, extranjero y aherrojado,
ofrecía á su animosidad un recurso con que aumentar el efecto teatral de las decla-
maciones, motejando á los Reyes, á los ministros, al pueblo, en suma, de ingrato y
desleal, tanto como de intolerante y codicioso. Del libro de D. Fernando, combinado
con la sustancia de aquel otro, vertido á todas las lenguas europeas, que deleitaba á
la malevolencia; de la historia promulgada en Veneciacon mezcla de la Destrucción de
las Indias, delirio del P. Las Casas, tomaron, pues, los trasmontanos aquello que ásus
miras cuadraba, forjando un tipo tan brillante como inverosímil »
Habla después el Sr. Fernández Duro de las biografías de Cristóbal Colón, escritas
por Washington Irving y Alfonso de.Lamartine, y dice: «Entre ambos autores trans-
— 34 —
fio-uraron al descubridor del Nuevo Mundo, dándole á conocer por héroe en Odisea
repetida; astro en el firmamento de la sabiduría; prototipo entre los bienhechores de
la humanidad, si bien humano. En esto ha disentido Roselly de Lorgues, otro admi-
rador, para el cual, cuando menos, fué semidivino embajador de Dios.»
No me parece oportuno seguir extractando el articulo titulado Concepto colombino
extraviado, porque lo que dejo copiado es ya suficiente para que se comprenda que el
Sr. Fernández Duro entiende que está plagada de errores lo que hoy pasa por historia
del descubrimiento, conquista y civilización del Nuevo Mundo.
En la pequeña esfera de mis conocimientos históricos, yo he hecho y haré todo lo
que sea posible para demostrar que España no fué ingrata con Cristóbal Colóji, verdad,
á mi juicio, axiomática, que se halla desconocida, ó mejor dicho, negada terminante-
mente, en lo que llama el Sr. Fernández Duro Concepto colombino extraviado. Para rea-
lizar la demostración indicada era preciso hacer ver que los Reyes Católicos proce-
dieron recta y justamente al mandar que el comendador Francisco de Bobadilla fuese
á sustituir á Colón en el gobierno de la isla Española, )' que el Comendador cumplió
con prudencia y celo el encargo que se le había dado. Tal fué la empresa que me pro-
puse llevar á cabo en mi conferencia Colón y Bobadilla.
Qué Cristóbal Colón no murió ni pobre, ni abandonado de los que debían prote-
gerle, es lo que he procurado demostrar en la presente conferencia, y cumpliendo lo
que en ella dije, escribí una tercera conferencia en que se analizan las Causas de los
errores históricos referentes al descubrimiento de América y Occan'ia. Por motivos que se-
rian largos de explicar no leí esta tercera conferencia en la cátedra del Ateneo de Ma-
drid; pero próximamente verá la luz pública en una revista cientifico-literaria.
La tarea de los dos ó tres conferenciantes del Ateneo matritense que hemos pro-
curado destruir la le)^enda colombina, en lo que tiene de deshonrosa para España, ha
dado ocasión para que muchos poetas y prosistas luzcan las galas de su fantasía en
defensa de la buena memoria de Cristóbal Colón, que consideran mancillada en nues-
tras disquisiciones históricas.
El escritor sevillano, D. José Lamarque deNovoa, ha publicado un poema épico que
se titula Cristóbal Colón, donde se dice que el coro que canta las glorias del descubri-
dor del Nuevo Mundo lo interrumpen á veces algunas voces discordantes.
Tal en umbrosa arboleda
Cuando en Mayo reina Flora,
Entre el alegre concierto
De las avecillas todas,
Se oye el zumbido del tábano,
Como discordante nota.
Mas ante el coro del mundo
Sus disonancias, ¿qué importan?
Así el can ladra á la luna
Cuando por Oriente asoma,
Mientras ella, entre luceros.
Se alza al cénit triunfadora.
Y Manuel del Palacio ha escrito:
¡Pobre Colón! Su laurel
Autores buenos y malos
Riegan con vinagre y hiél;
Salió del puerto de Palos,
Pero vuelve á entrar en él.
Llorábamos tiempo atrás
Su prisión y su mancilla;
¡Qué tontos fuimos, Colásl
Si le ahorcara Bobadilla
No hiciera nada de más.
También el notable crítico Federico Balart nos ha tirado su piedrecita, escribiendo:
<Averiguar al cabo de cuatrocientos años que Colón fué un hombre, me parece des-
cubrimiento un tanto inferior al del Nuevo Mundo.»
Yo celebro la inspiración poétida de mis buenos amigos Lamarque de Novoa y
Manuel del Palacio, y admiro la perspicaz inteligencia de mi querido consonante
Balart; pero en cuestiones de Historia, ni la más bella poesía, ni la más aguda frase,
pueden invalidar lo que dice en mala prosa un antiguo cronista ó lo que consigna un
documento oficial en iliterario lenguaje.
Cuando con datos y razonamientos se pruebe que es falso lo que han dicho Nava-
rrete en el prólogo de su Colección de los viajes y dcscubrimicjitos; Alejandro de Hum-
boldt en su Examen critiqjie de I' histoire de la géograjie ¡lu nouveati contÍ7icnt; el P. Ricardo
Cappa en su libro Colón y los españoles; el Sr. Fernández Duro en sus cuatro obras
históricas, Colón y Pinzón, Nebulosa de Colón, Pinzón en el dcsciilrimiento de las Indias,
y Colón y la historia pósUwiaj el P. Fidel Fita en sus escritos acerca del P. Buil y del
general Mosen Pedro Margarit; Emilio Castelar en la parte ya conocida de su Histo-
ria del desciibrimicttto de América; y el canónigo Sr. La Torre en sus Estudios críticos
acerca de un periodo de la vida de Colón: cuando se pruebe que es falso lo que estos his-
toriógrafos dicen, que en lo sustancial es lo mismo que se halla consignado en los
cuatro cronistas primitivos de las Indias, el bachiller Bernaldez, el P. Las Casas, el
capitán Oviedo y Pedro Mártir de Angleria, y en los documentos oficiales que de Co-
lón tratan: cuando se pruebe que nada valen en historia los testigos presenciales, esto
es, los cronistas contemporáneos de Colón, ni los manuscritos de la época, que cons-
tituyen la llamada en juicio, prueba documental, entonces, y sólo entonces, se podrían
aceptar como posibles, ya que no como verosímiles, las ficciones novelescas de Irving,
Lamartine y Roselly de Lorgues, en que aparece Cristóbal Colón como héroe huma-
nitario ó santo católico y los portugueses y españoles que le rodearon como una cáfila
de malvados.
Digan lo que digan inspirados poetas é ingeniosos cronistas, los que procuramos
destruir el concepto colombino extraviado, de que habla el Sr. Fernández Duro, servimos
á la causa de la verdad y defendemos la honra de nuestra patria.
Madrid, 28 de Agosto de 1892. — Luis Vidart.
AMIGOS Y ENEMIGOS DE COLÓN
i
ATENEO DE MADRID
■V-CJl-V.
AMIGOS
ENEMIGOS DE COLÓN
CONFERENCIA
DEL
SR. D. CESÁREO FERNÁNDEZ DURO
CAPITÁN DE NAVÍO
leída el día 14 de Enero de 1892
T
MADRID
■ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADEXEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, 20
1892
Señores :
La leyenda es á la historia como el retoque á la fotografía.
Borrando pecas, suavizando líneas, corrigiendo en el claros-
curo descuidos de la naturaleza y deterioros del tiempo, la mano
ejercitada metamorfosea sobre el papel en faz hermosa ó noble
cualquier vulgar figura, con no más embarazo que pone, tro-
cando por el pincel la pluma, en boca de un pastor discursos
ciceronianos. Y es, en verdad, tarea esta de embellecer lo que
se mira con cariño, tan grata de suyo y tan de veras agradecida,
que por rareza vencen la reflexión ni la conciencia á la instin-
tiva repulsión de la fealdad en lo moral como en lo físico.
Si la figura de afección es de por sí conspicua, ese mismo ins-
tinto generoso nos sugiere el ensanche de sus proporciones sin
medida, que no las tiene en cuenta la aspiración innata de alcan-
zar lo absoluto, por ser nuestra presunción lo que al infinito más
se acerca.
En tal caso se encuentra la imagen del primer Almirante de
las Indias : no satisfacen los encomios de los que la conocieron:
el tiempo la presta el tinte vago y majestuoso de la lejanía, y
no se admite ya que el inventor de un hemisferio, siquiera de
arrogante aspecto, de ingenio agudo, de rara percepción, de
calidades excelentes, fuera un hombre como los hombres son,
Quiérese darle por único, perfecto, excepcional entre la espe-
— 6 —
cié, con la que no tenía de común más que la envoltura que di-
simulaba al instrumento de la Providencia.
Nada tendríamos que objetar aquí á la idea piadosa que de
fuera viene : cualquiera que sea el pueblo que dio cuna al egre-
gio marinero, naturalizado en España y al servicio de España,
cuanto le ensalce ha de honrar á esta tierra, patria de sus hijos,
heredera de sus timbres y sitio de reposo de sus huesos. Un in-
signe vate (Foxá) lo dijo cuando la ciudad de Genova erigía. la^
remembranza artística que le ha dedicado :
«A tu memoria el gen oves levanta
Gigante estatua que respeta el viento;
De noble aspecto y de riqueza tanta,
Cuanta puede crear el pensamiento.
— Pero la patria que tu nombre canta
Y te consagra eterno monumento,
¿Qué parte tuvo en tu inmortal hazaña?
¡Toda tu gloria pertenece á España!»
Mas es el caso, que para realzar las condiciones del nauta inol-
vidable, aproximándolas en cuanto cabe á las del divino Maes-
tro, se pretende que pasara por otra via crucis á través de la
región de Castilla, que en mal hora pisó , gustando la hiél que
por recompensa le daban la ignorancia, la soberbia, la envidia
y la ingratitud de un pueblo indigno, mientras no añadía el ol-
vido á la miseria en que dejó morir á quien le hacía señor de la
mitad del globo, y con esa segunda especie calumniosa no he-
mos de conformarnos.
Noches ha, poniendo á prueba vuestra benevolencia, hice in-
dicación de lo apartada que anda la leyenda colombina de su
historia, no escrita definitivamente todavía: insisto en la aser-
ción ; voy á mostraros que si, por no haber individualidad que
pueda sustraerse á las condiciones del tiempo en que vive, Cris-
tóbal Colón luchó con la incredulidad de muchos, con la indife-
rencia de muchos más, y con la desconfianza de no pocos mien-
tras maduraban los frutos de su empresa, halló en España desde
el primer momento adeptos calorosos, protectores eficaces,
amigos, compañeros, auxiliares que cooperaron á la realización,
y después de ella, admiradores reconocidos y entusiastas.
No abrigo la pretensión de enseñaros nada nuevo ; pienso
únicamente con Fr. Luis de León:
«Cuanto en tinieblas tiene asiento y cama,
La tiene por un tiempo, y finalmente
Por obscura que esté, levanta llama.»
Es verosímil que al dirigirse Colón á nuestro reino venía pro-
visto de cartas de introducción dadas por mercaderes genove-
ses residentes en Lisboa, para los que en Sevilla sostenían el co-
mercio de Levante. El que se decide á pretender en tierra ex-
traña no desdeña recursos que no suple una bolsa más repleta
que la que él tenía, Juanoto Berardi, banquero florentino, apa-
rece desde el año 1484 en amistosa relación con el conterráneo
llegado á la ciudad del Betis, y no es aventurada la suposición
de que medió el negociante en el acceso que desde luego tuvo
el viajero á las casas de los Duques de Medina Sidonia y de
Medinaceli, radicadas en aquella parte de la Andalucía.
Don Enrique de Guzmán, poderoso magnate, le recibió en Se-
villa cortés pero fríamente ; ni la persona ni el proyecto de Colón
le fueron simpáticos, siendo del número de aquellos caballeros
que, al decir del interesado, facían hurla de su razón. No así
D. Luis de la Cerda, primer Duque de Medinaceli ; para él, la
fisonomía tanto como la elocución del genovés tuvieron atrac-
tivo suficiente para darle hospedaje en su casa del Puerto de
Santa María, y departir con él larga y repetidamente por tiempo
de dos años. Como fuera señor de villas y castillos, capaz de
disponer, no ya de tres ó cuatro naves, que era lo que el hués-
ped solicitaba, sino de ejércitos y armadas, pensó en el pro-
vecho que le pudiera resultar del atraque á sus muelles y alma-
cenes de las mercancías de Oriente por breve camino traídas,
y estuvo á punto de aceptar la propuesta y acometer por sí el
negocio. Una consideración le detuvo : era la empresa de tras-
cendencia tan grande, que creía necesaria la venia de la Reina.
Doña Isabel entrevio con cuánta razón se la pedía ; quiso oir
de viva voz al autor de la idea, que pasó á la corte obedeciendo
el mandato: se alojó regalado en casa de Alonso de Quintani-
11a; conferenció con el Cardenal de España; y, por éste acom-
pañado, llegó á la real presencia, dando allí á la explicación del
pensamiento calor que despertó la atención de la soberana, elo-
cuencia y naturalidad con que las damas y señores palatinos
quedaron favorablemente prevenidos. Con semejante efecto en
el ánimo de los Consejeros de la Corona, que por necesidad
habían de ser llamados á consultar el asunto, hubiera sido sen-
cilla la marcha del expediente.
Ante todo se cometió á letrados en junta con marineros y
cosmógrafos el examen del proyecto y de las pruebas de su
posibilidad: el dictamen no fué como Colón quisiera. Presidió
las sesiones el Prior de Prado, Fr. Hernando de Talavera, con-
fesor de los Reyes, varón austero y recto, bondadoso, concilia-
dor, pero dominado por una idea fija. Deseaba para D.^ Isabel
el lauro de poner fin á la lucha secular con los mahometanos
invasores de la Península. Habiéndole ofrecido los monarcas
una mitra, respondió querer la de Granada, cuando la ciudad
se ganase. Para ello, para la guerra con los moros, la plata de
las Iglesias, el servicio de los clérigos, todo parecía abonado y
poco al objeto de su patriótica mira. Para buscar por la mar el
Áureo Quersoneso problemático de que ahora se hablaba, cual-
quier gasto era, á sus ojos, excesivo, habiéndolo de restar á los
de reconquista.
Como no fuera hombre de términos medios, advirtiendo en
la Reina inclinación á la aventura, y viéndola patrocinada por
personas de valimiento, se declaró sin ambajes enemigo de lo
que juzgaba peligrosa distración á la marcha política que él con
ahinco alentaba. Por su instigación y ejemplo, los comensales
y adherentes se valieron de la crítica y la burla en oposición á
las gestiones interpuestas por el Cardenal y Quintanilla, y con
el tesón que en las resoluciones ponía, favoreciéndole la facul-
tad de elegir á su gusto las personas componentes déla Junta, no
menos que*la desconfianza de la novedad, no le fué difícil im-
poner declaración de que las ofertas del extranjero eran vanas
y de repulsa dignas.
Sin embargo, este dictamen no surtió el efecto que el princi-
pal inspirador se prometiera: asistió á las conferencias Fr. An-
tonio de Marchena, astrólogo de los pocos que por entonces en
España había, y que no por verse aislado, en discrepancia, dejó
de proclamar que las teorías del proponente eran racionales y
— 9 - ••
ajustadas á práctica probable. La autoridad científica, con la
respetabilidad de su persona, rebajaron el valor del acuerdo de
la mayoría incompetente, ofreciendo á los valedores del pro-
yectista un fundamento sólido. Por ello, corriendo el tiempo,
escribía Colón á los Reyes: «Ya saben Vuestras Altezas que
anduve siete años en su corte importunándoles; nunca en todo
ese tiempo se halló piloto ni marinero, ni filósofo, ni de otra
ciencia que todos no dijesen que mi empresa era falsa; que
nunca hallé ayuda de nadie, salvo de Fr^ Antonio de Mar-
chena^ después de aquella de Dios eterno.»
No hay que tomar al pie de la letra la frase del Almirante,
dado á la hipérbole en las más de las suyas; lo que en esta carta
agradece á Marchena, en otras ocasiones aplicaba á Fr. Juan
Pérez, á Fr. Diego Deza, á Luis de Santángel, á otros y á otras,
cuya cita de cualquier modo atestigua el número de los que le
favorecían.
Don Pedro González de Mendoza, Cardenal de España, ha-
cía cabeza entre ellos. Había mostrado en la guerra de Portu-
gal, singularmente en la batalla de Toro, que con tanta bizarría
manejaba las armas, como con gravedad vestía en ocasiones la
capa pontifical. En la corte mandábalo todo, si hemos de creer
al doctor Gonzalo de Illescas, ó á la voz popular que le apelli-
daba el tercer rey: nada le negaban sus Altezas, y no dejaría de
pesar en el real ánimo oirle decir «que era Colón hombre
cuerdo y de buen ingenio y habilidad, y para lo que ofrecía ale-
gaba razones bien fundadas en cosmografía, así que sus Altezas
debíanle ayudar con algunos navios para que efectuara la jor-
nada, pues lo que se aventuraba era poco, y lo que podía suce-
der de su viaje mucho.»
Secundándole Alonso de Quintanilla no se perdieron tam-
poco en el aire palabras que le habían granjeado fama de ora-
dor y de político; vir nobilis^ ingeniosiis ^ acer et vehemens,
según Nebrija. Contador mayor de Castilla; Ministro de Ha-
cienda, que hoy diríamos, en continua relación con los monar-
cas; él, que nos ha hecho saber cuántas y por cuan diversas y
apretadas circunstancias se empeñaron los diamantes y los ba-
lajes de D."" Isabel, seguro estaba de que el intento no requería
recurso extraordinario.
TO
Con estas dos personas equilibraba la influencia en la corte,
la Marquesa de Moya, camarera mayor, alter ego de la Reina.
«Fué el entendimiento de D.^ Beatriz de Bobadilla de tal ele-
vación, dice Pinel, que se igualaba á los negocios de mayor
peso: su consejo fué buscado y admitido de los Reyes en las
mayores ocurrencias. Y en la de la proposición que les hizo
Cristóbal Colón ofreciendo el descubrimiento de las Indias, es
cierto que D."* Beatriz, hallando á la Reina confusa y dudosapor
las muchas dificultades que se ofrecían para admitirla, fué quien
más la alentó y persuadió para que debajo de sus auspicios aco-
metiese tan memorable empresa.» Refiérelo más expresivo Alvar
Gómez de Cibdad Real en la grandiosa prelusión poética titu-
lada Z)c Mira Novi Orbis detectione^ como otros coetáneos.
Colón mismo en el número, el interés que á las gestiones daba
D.'' Juana Velázquez de la lorre, ama ó nodriza del príncipe
D. Juan.
Del lado de estas damas estaba, con el secretario particular
de la Reina, Gaspar Gricio, el ayo del mismo Príncipe, Fray
Diego de Deza, arzobispo de Sevilla luego; en saber no inferior
á ninguno; en influencia como el que más; en terquedad al nivel
del Prior de Prado. Da la medida Oviedo en sus anecdóticas
Quincuagenas^ refiriendo el empeño puesto en domesticar un
león africano que le regalaron, conseguido lo cual le acompa-
ñaba á todas partes sin excepción de la catedral, donde los fie-
les no las tenían todas consigo viendo al animalito, que algunos
sustos había dado.
Deza promovió y dirigió las segundas conferencias técnicas
en Salamanca, materia de chacota en las romancescas narracio-
nes. Allí no estuvo en minoría Fr. Antonio de Marchena, asis-
tente: consigna Bernaldez, el Cura de los Palacios, que «llama-
dos astrólogos y sabidores de cosmografía, la opinión de los más
fué que Co-ón decía verdad.»
Desde este momento perdió pie la obstinada oposición de los
de Talavera, minada, no menos que en el cuarto de la Reina,
en el de su esposo, por el camarero Juan Cabrero, hombre de
buenas entrañas^ que mucho apreciaban sus Altezas; por el
tesorero Gabriel Sánchez ; por el comendador Cárdenas ; por
Luis de Santángel, escribano racional, gran servidor de D. Fer-
nando, y de Colón tan amigo eficaz y solicitador insistente de
su causa como Quintanilla,
Alrededor de estas entidades giraban los que en política y en
armas constituían los sistemas aragonés y castellano, en núcleos
aumentados sin cesar por los que dan culto al dios Éxito: en
círculo separado, gente que no por la silenciosa actitud dejaba
de aplicar cada día materiales útiles á la obra perseverante de
Colón.
En tiempos en que la nobleza vestía el arnés desde la infan-
cia por el perpetuo batallar de los alárabes, el estudio buscaba
la tranquilidad de los conventos. Desde su recinto, Fr. Juan
Pérez, humanista ; Fr. Antonio de Marchena, geógrafo, cual
meteoros cruzaron el camino seguido por el nauta, dejando be-
néfico rastro que pudiera seguir, mientras ellos á la obscuridad
volvían; Córdoba, Sevilla, Salamanca, lo mismo que Palos^
abrían las puertas de los monasterios al extranjero piadoso, ins-
truido, razonador, de ánimo para empresas nunca acometidas^
brindándole con amparo por el que no habían de faltarle en
pueblo alguno de los que visitara, asiento en el refectorio, cama
en la celda, grata expansión en el claustro, noticias, recomen-
daciones y buena voluntad. En los conventos conoció á Fray
Gaspar Gorricio, confidente cuyo afecto no le faltó nunca ; á
Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, arrimo firme; á una cohorte
de auxiliares.
Durante el registro ansioso del Atlántico habían de acompa-
ñarle el deseo de los protectores confundido con el suyo, las
oraciones de tantos y tan buenos amigos, Prelados ó Ministros^
en siete años de comunicación formados. Antes que á manos de
los Reyes llegara la cuenta directa de su triunfo, hacíalo saber
á sus Altezas con expreso correo el Duque de Medinaceli ; el
primero á quien el inventor lo había predicho en Castilla.
Vencidos que fueron, á la vez que los enemigos de la fe cris-
tiana, los que en Granada ponían el obstáculo á la expedición
de Occidente, para la navegación y descubierta peligrosa de las
tierras nuevas, tuvo el proponente compañeros dignos de su
iniciativa: los Niños, los Pinzones, la Cosa, marineros insupera-
bles ; García Hernández y Chanca, físicos y naturalistas ; Fray
Román Paño, apóstol evangélico ; Carvajal, Ballester, Terre-
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ros, Diego Tristán, Alonso de Valencia; capitanes ó soldados,
en el arrojo, en la paciencia, en el sufrimiento, sin precedentes.
Con pocos rasgos de estos camaradas, trazados en junto con los
de los protectores y amigos del Almirante, podría escribirse un
libro de perlas.
Alonso de Ojeda, después de desbaratar en la Vega real la
hueste innumerable reunida por los caciques de Santo Domin-
go, se ofrece á someter al fiero Caonabó, cabeza de la resisten-
cia á la invasión, y él sólo, por ardid, lo pone en manos del Vi-
rrey, con asombro general de su valentía.
Pedro de Ledesma, en lance temerario, se arroja al agua,
venciendo á la resaca, por establecer la comunicación entre don
Cristóbal y el Adelantado su hermano.
Antonio de Torres, armando carabelas, llevándolas con rapi-
dez y acierto por vías no trilladas, libra una y otra vez á la co-
lonia de la inanición.
El caballeroso Carvajal, con sagacidad rara, calma los ánimos,
burla la suspicacia, somete, acomoda y pacifica á los que des-
conocieron la autoridad de su caudillo.
Diego Méndez va sin vacilación al sacrificio por la suerte de
sus compañeros. «Señor, dice al jefe : muchas veces he puesto
mi vida á peligro de muerte por salvar la vuestra y de todos
éstos que aquí están, y Nuestro Señor milagrosamente me ha
guardado. Y con todo, no han faltado murmuradores que dicen
que vuestra señoría me comete á mí todas las cosas de honra,
habiendo en la compañía otros que las harían tan bien como
yo. Paréceme que vuesa señoría los haga llamar á todos y les
proponga este negocio para ver si entre todos ellos habrá algu-
no que lo quisiere emprender, lo cual yo dudo; y cuando todos
se echen de fuera, yo pondré mi vida á muerte por vuestro ser-
vicio como muchas veces lo he hecho.»
No se engañaba; sólo él se arrojó á la travesía en la canoa
que los Reyes pusieron por noble blasón en el escudo de armas,
recuerdo de la hazaña; Diego Méndez, fénix en la abnegación,
perro en la fidelidad, león en el peligro, bastara para sublimar
la epopeya indiana.
¿Tuvo Colón enemigos? Los tuvo, sí; los tiene toda persona
constituida en alta esfera de autoridad; él había de tenerlos por
el fatal concurso de cualidades que se los creaban. Era enoja-
dizo y crudo, al decir de Gomara ; de recia y dura condición^
según Garibay; iracundo, si se prefiere el juicio del milanés
Benzoni, conforme con casi todos los que hicieron el retrato
moral de D. Cristóbal. Los documentos de su edad lo amplían
dando á entender que supo muy bien regir las naves, sin apren-
der jamás á gobernar los hombres, por carecer de ese precioso
don con que se les sujeta atra5^éndolos.
La legión heroica antes indicada, cambió los afectuosos sen-
timientos que por él tuviera. Ojeda se apartó con enojo de su
alcance; los Pinzones, los Lepes, los mejores partícipes de los
trabajos sufridos le volvieron la espalda; Francisco Roldan, que
empuñando la vara de la justicia dio testimonio de mucho va-
ler, se sustrajo á su mandato; salió de la isla Española el vicario
amado de San Francisco de Paula, Fr. Pernal Puyl, huyendo
del escándalo, no de la privación, como lo hacía el aguerrido
Margarit, habiendo antes dado lección insigne á la disciplina
militar en la fortaleza de Santo Tomás del Cibao. Oigamos al
capitán cronista Oviedo:
«Estaba el Comendador mosen Pedro Margarit con hasta
treinta hombres en la fortaleza, sofriendo angustias, porque les
faltaba de comer e tenian muchas enfermedades, e padecían
aquellos trabajos a que están obligados los primeros pobladores
de tierras tan apartadas e tan salvajes e dificultosas; e por estas
causas los que en la fortaleza estaban se morían, e de cada dia
eran menos. Porque para salir eran pocos; dejarla sola era mal
caso; la lealtad de aquel caballero la que debia Estando este
alcaide e su gente á tan fuerte partido, vino un indio al castillo,
porque según él decia, el alcaide Margarit le páresela bien y era
hombre que no hacia ni consentía que fuese hecha violencia ni
enojo á los naturales de la tierra, e trujo al alcaide un par de
tórtolas vivas, presentadas. El alcaide le dio las gracias y la re-
compensa en ciertas cuentas de vidrio que los indios preciaban
mucho; e cuando el indio fue ido, dijo el alcaide á los cripstia-
nos que con él estaban que le páresela que aquellas tórtolas
eran poca cosa para comer todos. Todos dijeron que él decía
bien, que no había nada en aquel presente, y él podria pasar
aquel dia con las tórtolas e las había mas menester, porque es-
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taba mas enfermo que ninguno. Entonces dijo el alcaide:
«Nunca plega a Dios que ello se faga como lo decis; que pues
»me habéis acompañado en el hambre e trabajos hasta aqui, en
»ella y en ello quiero vuestra compañía, y paresceros, fasta que
»Dios sea servido que todos acabemos o que seamos de su
»misericordia socorridos.» E diciendo esto, soltó las tórtolas
e fueronse volando. E con esto quedaron todos tan conten-
tos e hartos como si a cada uno de los que alli estaban se las
diera; y tan obligados se hallaron por esta gentileza del al-
caide, que ninguno quiso dejar su compañía por trabajo que
tuviese.»
Colón era de escuela distinta, por la cual, heridos en las fibras
más sensibles del alma, cuantos lograban poner los pies en un
navio se venían á España, dando al viento quejas sentidas que
al fin levantaron tempestad.
Presumo, señores, que á mi vez lastimo vuestra sensibilidad
con esta declaración dolorosa, reñida con las de la fábula, según
la que, como quiera que esta región vecina de África no pro-
duce más que cizaña, suministró á Colón chusma, entre la que
se encontró en las Indias, como el ciprés del cementerio de al-
dea, rodeado de ortigas. Ese Ojeda elogiado, era un revoltoso;
el representante apostólico Buyl, un díscolo; Margarit, como
Pinzón, desertor y presuntuoso. Abreviando nombres, para el
afamado Nuevo Mundo se había dado cita lo peor de cada casa,
componiendo masa maleante de haraganes, envidiosos, cobar-
des, que cambiaban de aires esperando la lluvia de Danae con
las manos en los bolsillos.
Habrá quien piense que invento cosas estupendas ó las ex-
traigo del proceso invocado como tesoro de noticias. Se cono-
cen las opiniones del licenciado Juan de Villalobos, uno de los
fiscales que actuaron, y considéranse muestra suficiente de lo
que pueden arrojar diligencias seguidas con fin preconcebido.
El error desaparecerá pronto, porque la Real Academia de la
Historia tiene acordado publicar los autos, en los que ha de
verse, que siendo el pleito civil, el Almirante, á la demanda de
sus pretensiones acompañó la serie de documentos en que
las apoyaba: contestó el fiscal del Estado comentando é inter-
pretando los datos aducidos; replicaron una y otra parte; acu-
dieron á la prueba presentando cada cual testigos y papeles á su
gusto; sentenció el tribunal, y falló por cierto contra la Corona,
con ejemplaridad de su independencia y rectitud, no menos
digna de notoriedad que la justificación con que el Rey cumplió
y ejecutó la sentencia inmediatamente.
Si se tienen por sospechosos los actos en que intervinieron
D. Bartolomé y D. Fernando Colón, los criados del Almirante,
los pilotos y marineros que le acompañaron en los viajes y á su
solicitud y favor declararon; si se recusan además por apasiona-
dos los cronistas oficiales; si de grado en grado se desechan los
escritos de los coetáneos, no admitiendo ni el texto de las rea-
les cédulas, ni siquiera el de aquellos papeles en cuyo pie se
lee Xpo. Ferens^ ¿adonde acudirá el deseoso de conocer la his-
toria, la verdadera historia del descubridor?
De las obras impresas en España en el transcurso del siglo XV' i,
pocas habrá, sea cualquiera la materia de que traten : filosofía
ó derecho, ciencia ó amena literatura; silva, jineta, albeitería,
en que no se hable de Colón. A todas debe preguntar el estu-
dioso, pesando lo que respectivamente digan.
No es en los pleitos donde consta que el Almirante pisoteó
materialmente en Sanlúcar de Barrameda al interventor de los
embarques, Jimeno de Briviesca, y que llevaron á mal el arre-
bato sus Altezas, porque en puridad, lo pisoteado eran las órde-
nes reales. Déjase comprender que el paciente no sería después
de aquellos que se desvivían por D. Cristóbal.
Los ^Monarcas Católicos, tan circunspectos y celosos del prin-
cipio de autoridad como eran, nada determinaron cuando Fray
Bernal Buyl y Pedro Margarit hicieron relación de lo que acon-
tecía en la Española, aunque era esa relación eco de muchas
idénticas. Enviaron á su repostero Juan de Aguado, seguros de
saber por él la verdad, y como juzgara de todo punto necesario
que el Virrey viniera á España, y éste hubiera de conformarse
con mortificación de que hacía alarde dejando crecer la barba y
vistiéndose de pardo, como fraile, cuando sus Altezas le hubie-
ron oído y confrontado con Buyl y Margarit, sólo entonces ga-
lardonaron el sufrimiento de los últimos, dando al vicario de
San Francisco cartas honrosísimas que llevara á Roma, y la
Reina, Doña Isabel sola, porque era Margarit aragonés, le brin-
— lo-
do en Castilla con puesto militar correspondiente á su categoría
y concepto.
Los procederes de Colón desaprobaron los Reyes, pero no en
modo ostensible, antes en privado y con todo género de mira-
mientos, porque, dice Oviedo, quisieron más verle eninendado
que tnaltratado, comprobándolo la vuelta al virreinato provisto
de cuantos recursos pidió y pudieron darle.
Tenía, pues, Colón, enemigos que se había buscado, aunque
no de cuenta que le hicieran sombra; los más eran de aquellos
infelices exprimidos en Indias, y por entonces se decía, como
hoy podría decirse, que «dos cosas hay de sobra en el mundo:
las fuerzas en el loco y la razón en el que puede poco». Por de
contado, en las esferas del Gobierno no existía la prevención,
la animosidad legendaria por la que es cosa convenida llamar
infame y bárbaro á Bobadilla, infame á Ovando, más que infa-
me á Fonseca, extendiendo la infamación á cuantos de cual-
quier modo contrariaban la voluntad del Virrey de las Indias,
incluso D. Fernando V.
En punto á Bobadilla sabéis á qué ateneros. Si como el señor
Vidart otros investigadores tomaran á cargo estudios individua-
les, todos aprenderíamos. El comendador Bobadilla merecía á
los Monarcas el más alto aprecio : eligiéronle por remedio de
males comprobados ; tras mucho cavilar, y de dilación en dila-
ción detenido, le enviaron á la Española con amplísimos pode-
res, fiando en la reputación que le estimaba hombre recto y re-
ligioso. Iba decididamente á sustituir al Almirante. Si no pro-
cedió como Aguado por primera vez lo había hecho; s\ prendió
los cuerpos y secrestó los bienes^ usando de las facultades que se
le habían conferido, motivos debió tener. Acaso pesa sobre su
nombre responsabilidad á que fuera ajeno; porque hechos son
notorios que restableció en la Española el orden y el imperio
de la ley, con tranquilidad y contento de todos ; que en la resi-
dencia se le declaró indemne, y que los Reyes se dieron de él
por bien servidos.
Nicolás de Ovando menos podía llevar prevención, pues ni
siquiera le relevaba. Le negó la entrada en días aciagos, lo que
no se niega á ningún navegante, se objeta ; le abandonó en una
playa inhospitalaria y triste, y añadiendo el sarcasmo al aban-
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dono, cuando le envió un pernil y una barrica, mejor que por
darle auxilio lo hacía por conocer su situación.
Ovando encontró aún á la población de la Española dividida en
dos partidos, que se titulaban del Rey y del Almirante^ dando
á entender que el Almirante estaba ó se ponía en frente de su
señor natural. Llevaba en el cuarto viaje orden expresa de no
tocar en la isla, orden que procuró eludir con pretextos no ad-
mitidos por el Gobernador. Cuando el leal Diego Méndez le
comunicó noticia de estar el descubridor en Jamaica con las
naves en tierra varadas, se encontraba Ovando en el centro de
la isla ocupado en someter á los caciques. Impolítica fuera en
su ausencia la llegada de Cristóbal á la capital, donde fácilmente
se podría avivar la llama no extinguida de las banderías : la de-
moró, por consiguiente, hasta que pudo en persona recibirle con
toda la consideración, con todo el respeto y agasajo que se le
debían. Escribieron los de su tiempo, singularmente el P. las
Casas, «que fué este buen caballero ejemplo de honestidad y de
ser libre de codicia en esta isla, donde pudiera con mucha faci-
lidad, en lo, uno y en lo otro corromperse, y aun se propaló que
pidió dineros prestados para volver á España.» Los amigos pos-
tumos de Colón son más exigentes que él mismo en la materia
si no miente la carta que redactó, como sigue:
«Muy noble señor: Diego de Salcedo llegó á mi con el soco-
rro de los navios que vuesa merced me envió, el cual me dio la
vida y á todos los que estaban conmigo : aqui no se puede pa-
gar á precio apreciado. Yo estoy tan alegre, que desque le vide
no duermo de alegría La sospecha de mi se ha trabajado de
matará mala muerte, mas Diego de Salcedo todavía tiene el
corazón inquieto; lo por qué, yo sé que no lo pudo ver ni sen-
tir, porque mi intención es muy sana y por eso yo me maravillo.
La firma de vuestra carta folgué de ver, como si fuera de don
Diego ó de D. Fernando (sus hijos); por muchas honras y bien
vuestro, señor, sea, y que presto vea yo otra que diga (en vez
de El Comendador mayor) El Maestre. — Su noble persona y
casa Nuestro Señor guarde.»
El infame superlativo D. Juan Rodríguez de Fonseca, de
ilustre casa, de la sociedad bienquisto, muy joven fué designado
para despachar los negocios de Indias desde el momento del
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descubrimiento, y los manejó treinta años, cimentando el Con-
sejo Supremo, cuya presidencia ocupó el primero. En ese largo
período pasó sucesivamente de Arcediano y Deán de Sevilla,
á Obispo de Badajoz, Córdoba, Falencia, Burgos, y Arzobispo
de Rosano. Honras no le faltaron para envidiar las de otros,
siendo el precursor de los Ministros de Ultramar, presentado
en Roma por Patriarca; enviado á Flandes por Embajador;
tampoco le escasearon consideraciones sus contemporáneos.
Echanle en cara el haber concedido licencias para descubrir,
siguiendo las huellas del Almirante, y la mala intención con que
sirvió de remora en los armamentos que le estaban encomenda-
dos, por lo que anduvo en contestaciones con aquél. Eran los
Reyes arbitros de las licencias, no Fonseca; y si en los trámites
administrativos hubo desavenencia, hubiérala con cualquiera
que ocupara el puesto del Obispo, porque apeteciendo, emula-
mos con el Creador en el áQc'vcJiat; lo dificultoso es que las co-
sas se hagan. Colón, sin que por ello ocurra censurarle, deman-
daba navios, hombres, raciones y dinero: Fonseca se arreglaba á
los recursos limitados de la Hacienda, y cuando D. Cristóbal
mucho le estrechaba, solía decir que remitiera alguna parte del
oro siempre anunciado, que él se encargaría de amonedarlo.
Entre las dos autoridades, gubernamental y administrativa, ha-
bía la contrariedad eterna del querer y el poder, sin que juga-
ran el primer papel los sentimientos personales, bien que por
necesidad se significaran. Dado que se ponga en duda, queda
testimonio irrecusable.
Acabado el cuarto y último de los viajes, hallándose el Almi-
rante descansando, liquidadas las partidas de agravios y satis-
facciones, como es de suponer, en carta encargaba á su hijo:
«Si el señor Obispo de Falencia es venido ó viene, dile cuánto
me ha placido de su prosperidad, y que si yo voy allá, que he
de posar con su merced aunque él no quiera, y quehabemos de
volver al primero amor fraterno, y que non lo poderá negar,
porque mi servicio le fará que sea ansí.»
La epístola no es directa: yendo enviada á D. Diego Colón,
contiene, al parecer, declaración sincera. Si se tomara por fór-
mula de cortesía convencional, la secuela no le abonaría : con
esta carta y la enderezada al Comendador mayor de Alcántara,
— 19 —
tendrían que retocarse los rasgos morales del Virrey, observando
que el soberbio con los pequeños se hacía más que humilde ante
los grandes. De cualquier modo, bueno es saber que, muerto
D. Cristóbal, cuando nada podían los empeños de su sucesor ni
los buenos oficios del Duque de Alba, su suegro y primo del Rey,
se le dio el gobierno de las Indias antes de fallarse el pleito
pendiente, por instancias y garantía de Fonseca y del secreta-
rio Lope Conchillos, otro de los infamados. Es Garibay quien
lo dice. A seguida el Presidente del Consejo de Indias, siempre
Fonseca, estableció para encabezamiento de provisiones y cé-
dulas reales una fórmula, conservada hasta los días de Felipe III,
diciendo:
«D. Fulano, mi gobernador de las Indias descubiertas por
D. Cristóbal Colón y por su industria, sabed , etc.»
La leyenda no admite prosaicos pormenores como éstos: de-
leita al contemplador llevándole, por ejemplo, á la moruna Cór-
doba, en ocasión en que la presencia de la corte y la inquina de
Fr. Hernando de Talavera obligaban al paciente extranjero á ir
de puerta en puerta malgastando el caudal de su oratoria. Por
ventura se templaba la tensión de sus nervios doloridos aspi-
rando el ambiente que el azahar perfumaba; reconcentrando el
pensamiento bajo los arcos maravillosos de la catedral, que alica-
taron con delicia los hijos de las palmeras del Desierto. En las
altas horas de la noche acaso requería la espada obligando, mal
de su grado, á que le dieran paso los malandrines dispuestos á
estorbárselo. La mandolina preludiaba entonces, al pie de ce-
losía enramada, la frase ardiente, el armonioso acento inspirado
por una Beatriz cual la del Dante divinal.
Luce al fin (en la poesía) para el triste desterrado el día del
anhelo. D.^ Beatriz Enríquez de Arana, dama de la primera no-
bleza, rica-hembra de Castilla, bella como la hurí soñada del
oriental, discreta entre los ingenios peregrinos de las Beatrices
de Bobadilla, de Quintanilla y de Galindo, la Latina; atraída
irresistiblemente por el hombre extraordinario que presentía sin
vacilación rasgar el velo del mar tenebroso^ le da la blanca mano
y el corazón amante, bendiciendo un ministro del Altísimo la
unión del genio y de la hermosura, unión patrocinada por la
Reina Isabel, que se gozaba en la felicidad de sus protegidos.
20 —
La esposa, á quien algo faltara no siendo liberal, emplea el pa-
trimonio en pertrechar las carabelas, y las ve arrancar de Pa-
los, nublados los ojos por la pena, enviando desde la playa con
la punta de sus dedos de niña, el beso de despedida.
¡Pobre Beatriz! ¡Bella! ¿por qué no? Decidora, gra-
ciosa era andaluza.
Se enamoró de un desconocido ni joven, ni apuesto, ni rico,
algo interior vio en él.
Como ha dicho el Sr. Becerro de Bengoa con gala y ameni-
dad que envidio, fué el tercer lazo que retuvo en España al fo-
rastero.
Acordóle, en efecto, cuánto puede la mujer apasionada.
Fué exalación brillante en la obscuridad de la incertidumbre:
endulzó la amargura de los desengaños; sufrió las punzadas
de la burla; tomó para sí la mitad del despecho que el pre-
tendiente cada día aportaba al hogar, alumbrándolo ; que
vida sin amor es día sin luz, nave sin brújula, limbo abreviado,
nostalgia del edén, sed inextinguible. Agotado el tesoro de la
ternura, Beatriz le dio un hijo que había de encumbrar más su
apellido, hidalgo, inteligente y hermoso; como ella.
Excelente caballero fué D. Fernando Colón. Sobresalió en
letras y en ciencias; adelantó las de aplicación á la náutica; de-
puró su ilustración visitando las principales ciudades de Eu-
ropa, adquiriendo las obras más valiosas del talento. No le se-
dujeron los atractivos de las damas, ni el brillo de la corte del
Emperador: en Sevilla fabricó á orillas del río, morada con
jardín en que aclimataba plantas exóticas; el retiro, los libros,
las flores, la conversación de pocos amigos y el socorro de la
necesidad, le proporcionaron existencia tranquila.
Quiso escribirla vida y hechos de su progenitor, empapado
en la lectura de los clásicos antiguos, y puso los cimientos al
edificio romancesco y legendario que tan grandes proporciones
tiene ahora, levantando á la par la nebhna que le envuelve. No
tuvo la resolución, que su tiempo haría penosa, de confesar que
fueron los Colombos tejedores de lana, si pobres y mecánicos,
honrados. Inventó el cuento de las joyas de la reina Isabel que
aun anda en boga; usó de las arengas y adornos semejantes de
Salustio y Cornelio Nepote; omitió mucho de lo que quisiera-
21 —
mos saber, creyendo cumplir deberes filiales, no extendidos á
la que le dio vida; no la nombró siquiera. ¡Le avergonzaba la
bastardía, debilidad común, pero sensible en varón tan seña-
lado!
En la última preterición siguió el ejemplo de su padre. Bea-
triz Enríquez pudo ser buena amiga para el apurado preten-
diente en corte; para el Almirante á quien se hacía salva en la
mesa del Cardenal de España y se daba asiento en presencia
de los Reyes, aquella mujer era un estorbo, una inconvenien-
cia que había de chocar con las reglas severas de la casa de
D.* Isabel. Beatriz, que compartió los desdenes de la fortuna,
no era considerada merecedora de disfrutar otra cosa en los fa-
vores que la pensión de los diez mil maravedís, destinada por los
soberanos al marinero que cantara tierra, reclamada por el Vi-
rrey y cedida á la infeliz, reclusa desde entonces en su casa de
Córdoba.
Consignó Colón en el testamento que el nombre de Beatriz,
olvidado en la prosperidad, pesaba sobre su conciencia. Por
distinto sentimiento dictado, puso que, cuando sirvió á los Re-
yes con las Indias, «allende de poner el aviso y la persona, sus
Altezas no gastaron ni quisieron gastar para ello, salvo un
cuento de maravedis, e a él fué necesario de gastar el resto.»
¡A él, caballero de la capa raída, á quien enviaba por entonces
D.^ Isabel unos cuantos florines para que se vistiese honesta-
mente y comprara una bestezuela!
Dolíale todavía al salir del mundo, según parece, reconocer
los favores que recibió. El testamento de Diego Méndez nos
había enseñado de qué modo pagó su ayuda; ahora la gentileza
de una ilustre señora, benemérita de las letras, sacando á luz
del archivo de su casa preciosos diplomas, nos hace conocer
instrumento de la misma especie. Juanoto Berardi, el floren-
tino introductor de Colón en España, declara en la última hora
«que le es obligado á pagar ciertos maravedís, y más el trabajo
que por su señoría e por sus hermanos e hijos e negocios ha
hecho y trabajado con obra y voluntad y deseo; en que ha de-
jado por le servir, su trato y vivienda, y perdido y gastado su
hacienda y las de sus amigos y aun su persona, porque de los
trabajos y fatigas que ha tomado andando muchos caminos y
— 22 —
sufriendo muchos afanes, está doliente. Pide al señor Almirante
que pague la suma debida á Jerónimo Bufaldi y á Amérigo
Vespucci, sus albaceas, el segundo de los cuales también ha
estado mirando en su servicio, por lo que esperaba recibir de
él mercedes.» Si el testamento de Pinzón pareciera, acaso vié-
ramos repetidas las palabras que de viva voz le dijo: «¡Este fin
merezco yo por haberos puesto en la honra en que estáis!»
Demos vuelta á la hoja por ver cómo el postulador de la causa
de beatificación de El embajador de Dios, historiador irrefuta-
ble á juicio de no pocos lectores, pinta la figura de Fernando V,
jefe y representante á la sazón de este pueblo de «hidalgos con-
sumidores de garbanzos en cazuelas desportilladas». Son pala-
bras suyas. Por el retrato podrá estimarse el parecido de los
otros personajes con que Colón tuvo que habérselas.
«Más de tres siglos, dice, le ha servido de inmunidad el título
de Católico, debido á la heroica virtud de su compañera; pero
hemos de arrancar al sicofanta coronado la careta de su impos-
tura Hemos de romper el disfraz de esa alteza embustera y la-
drona; de ese estafador reinante; de ese monarca perjuro 3^ sa-
crilego Hemos de presentar con toda su desvergüenza al
diplomático que ejerció contra el revelador del Globo el bes-
tial principio de la fuerza contra el derecho; el que despojó in-
humanamente al bienhechor de sus pueblos; colmó de merce-
des á sus enemigos; quiso aniquilar su descendencia, sofocar su
fama y borrar su memoria de entre los hombres. Al pedir justi-
cia para Colón es equitativo reclamar el castigo de su verdugo;
despedazarlas espuelas del caballero felón; romper su espada
desleal; ensuciar el real escudo, volviéndolo al revés con la
punta en alto »
Don Fernando no pudo hacerse el sordo á los clamores de los
que le pedían justicia. Un rey constitucional no tardara tanto
en decidir el relevo del Gobernador que no gobernaba: obligá-
rale á mayor severidad la opinión decididamente movida, que
de ello no dejan duda escritores de crédito excepcional como
son el hijo del Almirante y su admirador el P. Las Casas.
El Soberano absoluto no privó, sin embargo, al Virrey de
otra cosa que del ejercicio de la autoridad en la isla Española,
empleándole en servicios importantes, acrecentándole las hon-
— 23 —
ras, conservándole la estimación, ni por un momento entibiada.
Las pesquisas de Aguado y los procesos de Bobadilla se guar-
daron sin dictar resolución, teniendo por bastante que estuviera
en ellos justificada la razón del relevo en el mando. A la insis"
tente pretensión de ser reintegrado opuso D. Fernando dilacio-
nes, pretextos plausibles y siempre honrosos, hasta que, á más
no poder, y con demostración de convenir á la paz y tranquili-
dad de sus vasallos, y aun al interés del Almirante mismo, le
propuso la sustitución de la cláusula de las capitulaciones que
invocaba, por otra á su gusto ó al parecer de arbitros y buenos
componedores que él propio designase. Colón fué en este punto
irreducible: manifestó que en lo que tocara á intereses materia-
les ninguna dificultad tendría en que se viera, pero relativamente
á su calidad de virrey perpetuo de las Indias, no cedería jamás.
De aquí nació el pleito. El fiscal de la Corona debió limitarse
á sostener con seriedad que, siendo en Castilla las leyes antes
que los Reyes, las capitulaciones firmadas en Santa Fe, por ile-
gales adolecían del vicio de nulidad, dejando al sentido común
apreciar q^ue, aun sin esa condición, en sí llevaban la imposibili-
dad del cumpUmiento. Tocó otros argumentos innecesarios é
inconvenientes, siendo de observar que como pidiera que se
juntaran á los autos los que en la Española se formaron contra
el Virrey, no lo acordó el Consejo, procediendo como el Arzo-
bispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, á cuyas manos llegaron
las informaciones hechas por Roldan contra los tres hermanos
Colón y las denuncias que de sus desafueros le hacían los frailes
de San Francisco, documentos reservados de forma, que hasta
estos días nadie supo su existencia. Tanta era la consideración
que se guardaba á D. Cristóbal.
Sentenciada la causa declaró el tribunal que pertenecía á don
Diego Colón el título de Virrey y ejercicio de la gobernación
con observancia de las leyes y cumplimiento de las órdenes de
su Rey y Señor, y de ello apeló agraviado, sosteniendo que la
residencia era incompatible con la perpetuidad que por derecho
de contrato oneroso le correspondía. En el supuesto que apren-
dió de su padre, no le alcanzaban las leyes del reino; sólo á Dios
debía cuenta de sus actos como Gobernador.
A no hacer fe la colección de cartas de D. Fernando, costa-
— 24 —
ría trabajo concebir la paciencia, la parsimonia, la condescen-
dencia verdaderamente paternal con que el Monarca maestro
toleraba las genialidades infantiles de su Gobernador en las In-
dias, por llamarse Colón.
Los devotos recientes del descubridor ponen en el número
de sus enemigos á los cronistas que refirieron lo que veían, sin
ocultar los desaciertos, aunque con suma circunspección los in-
dicaran : por enemigos cuentan á Oviedo, Gomara, Herrera,
Nicolás Antonio, Navarrete, á todos los escritores españoles,
en una palabra. Si de ellos se quisiera extraer ramillete, ¡qué
esencia exquisita incensara la imagen del Almirante !
Galíndez de Carvajal, en aquellos días, al saber la defunción
de D. Cristóbal, expresaba : «Podrá la inscripción que se le ha
puesto borrarse de la piedra, pero no de la memoria de los hom-
bres.»
Estanques, cronista de Felipe el Hermoso, añadía: «El descu-
brimiento de las Indias por D. Cristóbal Colón fué la cosa más
señalada que antes de sus tiempos aconteció en el mundo , el
cual, si se hiciera en el de los griegos y romanos, cierto es que
lo ensalzaran y ponderaran en muchos volúmenes de historias,
como la grandeza del caso merecía.»
Oviedo decía poco después al rey Carlos 1 : «Porque aunque
todo lo escripto y por escribir en la tierra perezca, en el cielo
se perpetuará tan famosa historia, donde todo lo bueno quiere
Dios que sea remunerado y permanezca para su alabanza y glo-
ria de tan famoso varón. Los antiguos le hubieran erigido esta-
tua de oro, sin darse por ello exentos de gratitud.»
Pinel y Monroy, luego: «Fué sin duda la dificultosa empresa
de D. Cristóbal la de mayor admiración que pudo caber en áni-
mo mortal, y que jamás imaginó ni concibió la esperanza de los
siglos; y pudo con razón decirse que después de la Creación del
mundo y la Redención del género humano, no resaltará en las
letras sagradas ni profanas otra obra de mayor grandeza.»
Siglo por siglo y año por año suministran nuestros registros
literarios elogios cual estos, de prosistas; los de los poetas,
desde Alvar Gómez de Cibdad Real, antes citado en la edad de
Doña Isabel, hasta Campoamor y Verdaguer, de cuyo genio
gozamos, son muchos más, habiéndolos comenzado áraíz de los
sucesos con mejor deseo que favor de Apolo, Juan de Castella-
nos, diciendo :
«Cristóbal, pues por ti Cristo nos vale,
Válgate Dios, el Rey y tu cuidado ;
Con grandes señorios te señale
Aquel que te formó tan señalado ;
Con gloria de los cielos te regale
Pues has el mundo todo regalado ;
Hereden señoríos prepotentes
Los hijos que ternas , y descendientes.»
Por todo esto se advierte que en parte alguna (y es natural)
se han tributado al navegante insigne admiración ni honra tan
altas como en España; porque allá, donde se le cree impecable,
no es mucho querer ponerle en los altares. Acá, lamentando los
yerros y flaquezas del ser humano, como ellas nada tienen que
ver con el genio, emanación celestial, tuvo y tiene Colón un
santuario en cada mente. La gratitud no repara en lunares, de
que ni el sol carece. Fueran tales flaquezas muchas más y más
grandes, no habían de servir en el recuerdo más que para apli-
carlas individualmente al terrible memento de las sagradas ense-
ñanzas en que se confunden David, Pericles, Alejandro, César,
Constantino, Napoleón, si pasmo de los siglos, hombres de
barro frágil como los demás.
Multiplicadas cuanto se quisiera las debilidades, ¿dejaría Co-
lón por ellas de ser el descubridor de las Indias? ¿No es de
todos modos el que abrió la valla á la expansión de nuestro pue-
blo? ¿No le debemos la ocasión, el camino, el impulso que lle-
vaba españoles á Occidente para dar luz y vida civilizada á la
mitad del orbe; para asombrar al orbe entero con sus hechos, y
para grabarlos en páginas perdurables, llenando la historia de
los tiempos? Pues loado sea. Eso no se olvidó ni ha de olvidarse
nunca.
Ahora, si porque de miserias os he hablado, queréis poner mi
nombre en esa lista interminable de supuestos enemigos del
Almirante mayor, tened presente que aquéllas no empañan el
resplandor de su aureola, y por necesidad sirven para avalorar
el concepto ultrajado de varones dignos de alabanza, recono-
ciendo que sin su concurso no celebráramos ahora el suceso que
— 26 —
enaltece á la nación, objeto del Centenario. El juicio equitativo
en modo alguno se opone á declamar con el cantor de las Er-
mitas :
«En éxtasis profundo
Bendigo de Colón la eterna gloria.
No puede marchitarse la memoria
De aquel que al mundo regaló otro mundo.»
COLÓN Y LOS REYES CATÓLICOS
ATENEO DE MADRID
¥.=^^
COLON
Y LOS
REYES CATÓLICOS
CONFERENCIA
DEL
SR. MARQUÉS DE HOYOS
leída el día 24 de Marzo de 1891
MADRID
ESrABLECLMIBNTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYKA>
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, 20
1892
Señores :
Raras veces una falta, siquiera ésta sea levísima, y aunque
sea motivada por los más nobles impulsos del corazón, deja de
producir sus naturales consecuencias. Vuestra excesiva bon-
dad, que también en la bondad puede haber exceso, me elevó
á puestos tan altos como inmerecidos. Durante varios años con-
secutivos me honrasteis con la Vicepresidencia de este primer
Centro Científico y Literario de la nación y con la Presidencia
de la Sección de Ciencias Históricas, y al dispensarme tan se-
ñalados favores me habéis colocado en la imposibilidad abso-
luta de negarme á las amables instancias del dignísimo Presi-
dente de esta Sección, mi amigo el Sr. Sánchez Moguel, y á las
de la Junta directiva, para la honrosa pero dificilísima tarea de
coadyuvar á esta importante misión que se ha impuesto el Ate-
neo de conmemorar el Centenario del descubrimiento de Amé-
rica. Al cumplir con un imprescindible deber de obediencia y
de gratitud, ruégoos que consideréis que sólo por tan inexcusa-
ble motivo os impongo el penoso sacrificio de oirme, y que la
indulgencia que de vosotros impetro, y que tanto necesito, es
casi un deber correlativo al que vuestra benevolencia, que
nunca agradeceré bastante, me ha impuesto.
A la deficiencia de medios de toda suerte que con sinceridad
reconozco, hay que añadir la dificultad suma de la materia que
me ha sido encomendada. Trátase de la personalidad insigne
— 6 —
del grande hombre que con su genio, su saber, su perseveran-
cia, realizó el portentoso descubrimiento del Nuevo Mundo;
del que simboliza esa gloria inmarcesible de la nación española
y de la Edad Moderna. Trátase de analizar la parte que en tan
memorable acontecimiento corresponde á los Reyes, á las di-
ferentes clases sociales, al pueblo entero.
La vida del gran Cristóbal Colón, con ser tan conocida, tiene,
sobretodo en su primera parte, es decir, antes del descubri-
miento, que es lo que me toca examinar, obscuridades de tal
suerte, que los más diligentes y veraces escritores se han en-
contrado perplejos al quererlas dilucidar. Nacen estas dificulta-
des principalmente de dos causas: i.^ Que efectivamente sobre
esa época primera del gran navegante hay deficiencia de docu-
mentos, y esos, en gran parte, obscuros y aun contradictorios.
2.^ Principalmente porque por motivos, ya de interés religioso,
ya de orgullo nacional, ya de genialidad personal, ha habido
escritores, que más que á escribir historia, se han dedicado á
acomodar los hechos á sus peculiares propósitos, á establecer a
pj'íorz una tesis que han desarrollado con más ó menos talento
y fortuna.
Suele además siempre el genio inspirar á la generalidad sen-
timientos extremos, ya de entusiasmo, ya de odio; en magnífica
frase lo estampó Manzoni en su oda famosa á Napoleón (II 5
Maggio).
Segno d'immensa invidia
E di pietá profonda
D'inestinguibil odio
E d'indomato amor.
Culto y envidia, odio inextinguible y amor indomable, ha ha-
bido, en efecto, hacia el insigne Colón, y estas causas han ori-
ginado dos, ó mejor dicho, tres conceptos totalmente distintos,
y de todo en todo contradictorios acerca de la vida y de las
condiciones morales é intelectuales del gran descubridor.
Uno de estos conceptos puede llamarse una leyenda; es el
otro, sin duda alguna, una furiosa diatriba. Entre uno y otro
debe aparecer serena y majestuosa la imparcial historia.
La principal causa inmediata, además de las generales ya ex-
puestas, que dio pábulo á esa diatriba, surgió de un acontecí-
— 7 —
miento fatal é irremediable. Las capitulaciones de Colón con
los Reyes Católicos eran imposibles de ejecutar. Éranlo quizás
ya en tiempo del primer Almirante, fuéronlo totalmente en
tiempo de sus sucesores. Una voz harto más autorizada que la
mía lo ha dicho desde este mismo sitio: lo que no puede ser no
es. Tuvo que surgir necesariamente la lucha entre los descen-
dientes de Colón, que se juzgaban con cierta razón acreedores
á que se les cumpliese todo lo ofrecido, y el Estado que, ó tenia
que renunciar á toda verdadera soberanía sobre los territorios
descubiertos, ó cercenar los privilegios acaso ligeramente con-
cedidos. Toda lucha tiene por consecuencia ineludible y triste
el extremar las cosas. El famoso pleito de la familia de Colón
con el Estado y con los Pinzones, que se creían asimismo agra-
viados, fué incentivo para todas las pasiones buenas y malas,
nobles é indignas. El odio y la envidia de unos, el amor filial
del hijo de Pinzón, los sentimientos humanitarios, acaso exage-
rados, de otros, y hasta ese exceso de celo, que con razón cen-
sura Talleyrand, y que tuvo el representante de la nación, todo
se juntó para acumular cargos, casi todos injustos é inverosími-
les sobre la noble y gran figura del descubridor del Nuevo
Mundo. Manantial inextinguible ha sido ese pleito célebre
donde han recogido sus argumentos todos los enemigos de Co-
lón, fundados las más veces en frases dichas, no sólo sin prueba,
sino sin seguridad ninguna, por testigos, cuyo apasionamiento
se trasluce y cuyas contradicciones saltan á la vista.
De algunos de esos cargos he de ocuparme más adelante,
permitidme ahora que como muestra de esos verdaderos libelos
os hable sucintamente de dos obras que, quizá por esa sola
causa, han adquirido alguna notoriedad.
Principia Aaron Goodrich, autor de la menos moderna, por
negar al Almirante su personalidad, y eso en el título mismo de
su trabajo que titula: «Historia del carácter y cualidades del
llainado Cristóbal Colón.» Supone con el mayor desenfado el
escritor americano que ni Colón era genovés, ni hijo de Dome-
nico, ni ha existido semejante Cristóbal Colón. En las galeras
del famoso pirata Colombo el Mozo, cuyo verdadero nombre
dice era Nicolo Griego, navegaba y tomó parte en el combate
que en las costas de Portugal tuvo lugar contra la Mota vene-
ciana, un tal Giovanni ó Zorzi, pariente del anterior, que tam-
bién usaba del sobrenombre de Colombo, y que era un atroz pi-
rata, que había pasado toda su vida robando en los mares, ó
comerciando con carne humana de las costas de Guinea. Usur-
pando el nombre de Colón, que no le pertenecía, se casó con
la portuguesa Felipa Muñiz de Perestrello, y domiciliado en la
isla de Madera, se apoderó de los mapas y documentos del
náufrago Alonso Sánchez, que probaban la existencia y demos-
traban la situación de tierras desconocidas en el Occidente, á
donde le había arrojado una furiosa tempestad.
Rechazóle el Rey de Portugal por la desmedida codicia que
demostraban sus propuestas, pero apelando á la hipocresía y á
la más baja adulación, logró hacerse oir en España. Y siguiendo
por este camino, no hay enemigo ó émulo de Colón á quien
Goodrich no ponga por las nubes, ni protector á quien no deni-
gre, ni crimen, vicio ó vileza que no le atribuya, ni virtud ó
mérito que no le niegue. Su misma inquina hacia el descubridor
insigne le obliga á hacer justicia al ilustre marino Pinzón: Facit
indignatio versus. Y con Pinzón celebra también á Solís y á
los Cabotos, á todos los cuales da parte mucho más principal
que á Colón en el descubrimiento del Nuevo Mundo. Pero á
quien reserva sus mayores elogios, su verdadera apoteosis, es á
Américo Vespucci, cuyos talentos y cualidades morales é inte-
lectuales ensalza hasta el quinto cielo, acaso por creer que la
verdadera casualidad que hizo que el nombre de América pre-
valeciese, constituye á Vespucci en el verdadero émulo de
Colón.
No menor cúmulo de insultos y epítetos injuriosos ensarta la
escritora, también americana, María A. Brown, en su obra titu-
lada Los islandeses descubridores de América^ ó á quien ese
honor es debido.
Varios historiadores habían tratado antes del asunto, atribu-
yendo la gloria, ya á los chinos por medio del monje budista
Hwuí Shan, que á fines del siglo v de nuestra era descubrió el
país de Fusang, que, en opinión de algunos, era un territorio
próximo á la California; ya á los normandos, á quienes suponen
haber arribado á las costas de Markland y Vinland, y á cuyo
jefe LeifErikson ha erigido una estatua la ciudad de Boston; ya
— 9 —
á los islandeses bajo el mando de Aré Marsom. Pero no hay
ciertamente ninguno de los autores que tales ideas patrocinan,
que trate tan desapiadadamente al primer Almirante de las
Indias. Esla señoraBrovvn, fanática antirreligiosa, el más terri-
ble linaje de fanatismo que se conoce, y su odio al Cristianismo y
señaladamente á los católicos raya en los límites del ridiculo.
No hay, según ella, ningún cristiano que tenga buenas cualida-
des; todos los males de América se deben á esa religión, y por
tanto á Colón que la introdujo. En la creencia errónea de que
los islandeses eran paganos, por no estar enterada de su historia,
como hace notar muy bien el Sr. Fernández Duro, les tributa
toda suerte de encomios, mientras llama á Cristóbal Colón «in-
fame, aventurero, usurpador, pirata, traficante de carne huma-
na» y otras lindezas por el estilo. «La religión cristiana debe ser
abolida, todo sacerdote expulsado, y el nombre de Colón mal-
dito como enemigo del género humano.»
Contraste perfecto y completo antítesis de esas obras son
algunas otras, también modernas, en que Colón aparece dotado
de tales perfecciones, de tal santidad y virtudes que ni cabe en
lo humano ni siquiera en lo posible, dado que auténticos docu-
mentos no lo contradijeran.
Cierra el Sr. Peragallo en su libro titulado Cristo/oro Coloin-
ho e la sua famiglia contra míster Harrisse, autor americano
de indiscutible mérito, á quien acusa de parcial contra el Almi-
rante y de haber acumulado errores de toda suerte y dejado ver
su malevolencia por todas las páginas de su trabajo. Extremada
es sin duda la defensa del escritor italiano, defensa en que suele
tomar á menudo la ofensiva; exagerados é inverosímiles fre-
cuentemente sus encomios; pero fuera injusto negarle profundo
estudio y erudición, y no pocas veces exacto raciocinio-
No menos encomiásticas, aunque más desprovistas de datos y
razonamientos, son las obras del Abate Martín Casanova de
Pioggiola, y de D. Baldomcro Lorenzo y Leal, el cual, en su
libro mitad historia, mitad novela, que tituló primero leyenda
histórica, y á que después puso por nombre Cristóbal Colón el
héroe del Catolictstno, da por cierto el segundo casamiento del
Almirante con una noble señora, amiga y protegida de la reina
Isabel, fábula desmentida por los más fehacientes documentos,
aunque ya había sido apoyada por el P. Civezza y otros autores.
Pero ninguno de los que he citado, ni otros que con igual
tendencia han escrito, pueden compararse en punto á hiperbó-
lico entusiasmo, ni tampoco, justo es decirlo, en elocuencia y
galanura del estilo, con el Conde Roselly de Lorgues. El cual,
en una obra sumamente notable, que ha logrado varias edicio-
nes y el honor de ser traducida á diferentes idiomas, ensalza de
tal modo la personalidad de Colón, que le despoja en cierto
modc)*de su naturaleza humana, mezcla siempre de cualidades
y defectos, para convertirle en una especie de semidiós. Para
el Conde Roselly fué el Almirante un ser excepcional, impeca-
ble, que no sólo no tuvo jamás vicio ni defecto alguno, sino que
nunca cometió una falta. No fué Colón un gran navegante que
con sus vastos conocimientos científicos y su larga y sagaz expe-
riencia, había logrado una superioridad enorme sobre sus com-
pañeros de profesión; no era siquiera el grande hombre, el hom-
bre de genio que vislumbra por su intuición y por su ciencia
una gran verdad. No, para Roselly, Colón era mucho mas;
algún incrédulo diría tal vez mucho menos. Colón era un ilumi-
nado, un ignorante sublime, que enviado por Dios concibió y
ejecutó solo y contra todos el prodigioso descubrimiento, sin
que para ello tuviera que valerse para nada de sus cualidades
como hombre. Así como Dios condujo al pueblo de Israel por
el desierto, así guió las carabelas de Colón, y las libró de los
escollos, las señaló el rumbo y las encaminó á la ida y á la vuelta
por el terrible mar tenebroso. Colón fué solo y único, apenas
si á cierta distancia se digna colocar la noble y radiante figura
de Isabel la Católica.
«¡Cosa singular! dice el conde Roselly de Lorgues. Ningún
europeo ha referido la vida de Colón. ¡Cosa no menos singular!
Ningún católico ha escrito la biografía completa del mensajero
de la Cruz, pues como dice muy bien el célebre Ventura de
Raulica, mientras que la historia de Bossi cuenta apenas 43 pá-
ginas, la de Irving tiene cuatro tomos y cinco los comentarios
de Humboldt.»
¿No os parece, señores, mucho más extraño aún, que mientras
la Nación española ha sido durante tantos años motejada, acaso
sin razón suficiente, de intolerante, de fanática, de intransigente
1 1 —
católica, venga ahora un extranjero á tachar de librepensa-
dores y enemigos de esa religión á hombres como Oviedo,
Herrera, Fr. Bartolomé de las Casas, Gomara y el propio hijo
del gran descubridor?
Cuatro escritores son, en concepto de Roselly, los que han
extraviado la opinió.n, los que han hecho aparecer la figura del
Almirante sin esa aureola sobrenatural que le corresponde.
Esos cuatro escritores son, Spotorno, Washington Irving, Fer-
nández de Navarrete y Alejandro Humboldt. Es decir, un ge-
novés compatriota de Colón; un americano ilustre entusiasta de
su patria y del que áella llevó la civilización y la cultura; un es-
pañol interesado como el que más en tributar sus homenajes de
admiración y de respeto al grande hombre que labró la más
pura gloria de España al par que la suya; y, por fin, el insigne
sabio alemán, que con sus investigaciones sobre América ha
contribuido, más quizá que otro alguno, al conocimiento y estu-
dio del Mundo descubierto por el eximio genovés. ¿Es verosí-
mil, es concebible siquiera suponer hostilidad á Colón en esos
cuatro hombres ilustres, que sobre su mérito universalmente re-
conocido como historiadores diligentes é imparciales, tenían
todos ellos especiales motivos de ser benévolos, ó al menos jus-
tos, con el insigne navegante? Pero para Roselly todo lo que se
aparte de su especial criterio, de su plan preconcebido, es in-
justo, falso y parcial. En vano los documentos más intachables
y terminantes lo atestiguan, en vano el mismo Almirante lo
dice paladinamente en sus cartas y relaciones y testamento.
Nada de esto vale. Todo el que no proclame y sostenga que
Colón fué un ser sobrenatural, un enviado de Uios, enviado es-
pecial é inmediatamente para redimir la mitad del mundo y del
género humano, que yacía en las nieblas de la ignorancia y sin
conocer la fe de Cristo, todo el que suponga que pudo haber
en él algún error, algún defecto, es un historiador sin imparcia-
lidad y sin conciencia.
El hombre verdaderamente enviado por Dios, según los li-
bros de la Sagrada Escritura, el gran Moisés, universalmente
reconocido como el más inspirado, el más elocuente, el más
santo de las Edades antiguas, pudo cometer faltas y tener por
ellas su castigo al no poder entrar en la tierra de promisión á
12
que había conducido al pueblo de Dios; el mismo Jesucristo al
hacerse hombre quiso tener las cualidades de hombre, y tuvo
su instante de desfallecimiento; sólo Colón, según Roselly,
nació y murió sin haber conocido ni el pecado, ni la culpa, ni
la humana flaqueza.
Y aquí es de ver con cuánta verdad dice la común sentencia
que los extremos se tocan. Los dos únicos escritores que mote-
jan á Cristóbal Colón (aunque en distintos sentidos), de igno-
rante, son, Goodrich y Roselly. El uno, como enemigo, le
achaca la vulgar y grosera ignorancia; el otro, como admirador
indiscreto, le hace aparecer como inspirado ignorante guiado é
impelido siempre por una voluntad superior y ejecutando, casi
sin conciencia y sin raciocinio, las órdenes de lo a!to. Los dos
únicos escritores, también acaso en toda la historia, que se atre-
ven á atacar la excelsa figura de Isabel la Católica, son esos dos
mismos; tachándola el uno de hipócrita, mogigata y codiciosa,
y el otro de débil, irresoluta y supeditada en un todo al Rey
don Fernando, á quien Roselly considera el implacable enemigo
del Almirante.
No es así, ciertamente, como se debe escribir la historia; no
es esa la noble, la alta misión que tiene que llenar en el vasto
campo de la ciencia, y en el camino de la civilización y del pro-
greso. Ni la furibunda inquina de Goodrich, ni la vehemente
idolatría de Roselly, han de ser parte á que el historiador con-
cienzudo é imparcial no reconozca la verdad donde se encuen-
tre. Ya lo dije al principio; entre el odio y el amor está la ver-
dad, entre la leyenda y la diatriba está la historia. Veamos
sucintamente lo que ésta nos dice acerca de la vida y vicisitu-
des del Almirante antes de emprender su glorioso viaje, procu-
rando deducir de ello su personalidad insigne, con sus cualida-
des y defectos; el hombre, en fin: Homo sum et niJiil hiima-
nuní a me alieniim piiio.
A pesar de haber consignado Colón en su testamento que
había nacido en Genova, nueve poblaciones, dos más que Ho-
mero, se disputaron la honra de haber sido su cuna. Muchos
volúmenes se han escrito defendiendo el Conde Galerni Na-
pione á Cúccaro, Belloso á Savona, Isnardi á Cogoletto, ale-
gando Vicenzio Conti y Luigi Colombo otras pretensiones, pero
ninguna tan singular como la de Casanova, y, sobre todo, del
Padre Pereti, queriendo hacerle ambos natural de Córcega.
Las pruebas y raciocinios de este último en su obra titulada:
Cristóbal Colón francés^ corso y de Calvi, son por todo ex-
tremo donosas. Baste decir que para ello tiene que suponer que
la isla de Córcega, ó al menos Calví, estuvo bajo el dominio de
Genova al tiempo de nacer Colón, siendo así, que desde la con-
cesión de las islas de Córcega y Cerdeña por el papa Bonifa-
cio VIII á los Reyes de Aragón en 1297, sostuvieron éstos su
dominación en la isla, y muy especialmente en el tiempo en
que nació el Almirante bajo el reinado de Alonso V, que cas-
tigó ala ciudad de Calvi, que se había sublevado en 1421, y
venció más adelante á los genoveses, que se vieron obligados á
pagarle tributo. De argumentos tan sólidos como ese, y más ex-
traños todavía, está compuesta toda la armazón de su libro, lle-
gando á considerar como prueba los apellidos que supone cor-
sos de algunos compañeros de Colón, y que son tan españoles
como el que él llama Vicenzo Agnez, y que no es otro que
Vicente Yáñez Pinzón y Antonio de Torres, hermano del ama
del príncipe D. Juan; y lo que es aún más donoso, de que los
lebreles que llevó Colón fueron llamados por un traductor en
italiano cani corsi, es decir, perros de carrera; también pre-
tende sacar la prueba de que, puesto que el Almirante llevaba
perros de Córcega, corso debía ser también el descubridor del
Nuevo Mundo.
Como simple ejemplo he puesto lo anterior para hacer ver
hasta qué punto se han tergiversado los acontecimientos más
probados de la vida de Colón, siendo así que éste en la funda-
ción de su mayorazgo (22 de Febrero de 1498) dice: «Siendo yo
nacido en Genova», y hablando luego por incidencia de esa
ciudad á la que califica de «noble y poderosa por la mar»,
añade: «Della salí y en ella nací.» ¿No parece imposible que
después de estas palabras pueda haber la discusión más mínima?
No son igualmente claros ni sabidos los hechos y aventuras
del Almirante antes de su llegada á España, y aun puede aña-
dirse hasta su salida en busca del nuevo Continente.
Que su padre se llamó Domenico, y fué cardador y tejedor
de paños; que tuvo además de Bartolomé y Diego, que son
— 14 —
muy conocidos, otro hermano, que murió joven, y una hermana
que permanece en la más completa obscuridad; que descendía
de una familia noble, al menos en algunas de sus ramas; que sus
estudios en Pavía debieron ser poco extensos por el tiempo
que allí estuvo, y que á los catorce años estaba ya embarcado,
he aquí todo lo que se sabe de su niñez.
Parece cierto que después de navegar muchos años por el
Mediterráneo, á la sazón lleno de piratas berberiscos, y donde
adquirió una herida, cuya cicatriz se abrió en los últimos años
de su vida, estuvo como oficial á las órdenes de un pariente
suyo, llamado también Colombo, y á quien Sabellicus llama «el
ilustre archipirata», y posteriormente con otro no menos fa-
moso corsario, llamado Colombo el Mozo.
Desprovisto de fundamento creo el combate y abordaje en
las costas de Portugal, que fué seguido de un incendio, por li-
brarse del cual, asido Colón á uno de los enormes remos que
usaban las galeras de aquel tiempo, pudo ganar las costas de
aquel reino. Refiérelo D. Hernando Colón, tomándolo del ve-
neciano Marco Antonio Sabelico, pero no se fijó en que la fe-
cha que supone es la de 1485, época en la cual el Almirante, no
sólo había residido largos años en Portugal, sino que ya había
venido á Castilla.,
Su residencia en Lisboa puede fijarse hacia 1470. Era ya por
entonces hombre de grandes conocimientos, adquiridos por el
estudio y por la práctica del mar y del mundo. Aumentólos en
gran manera en aquella ciudad, emporio por entonces de las
ciencias náuticas y astronómicas, y sitio de reunión de los más
afamados navegantes y cosmógrafos de Europa.
Aun resuenan en estas bóvedas los ecos de la magnífica con-
ferencia que el ilustre historiador y literato lusitano Oliveira
Martins, honra de la Península española, pronunció en el Ate-
neo acerca de los descubrimientos de los portugueses. En na-
ves de esa nación había hecho Colón parte de sus viajes, y, se-
gún afirma Robertson, «en naves de esa nación fué donde se
formó el descubridor de América.» Con una hija del hábil ma-
rino Bartolomé Muñoz Perestrello, llamada Felipa, casóse en
Portugal, y de ella tuvo á D. Diego Colón, que fué con el
tiempo sucesor en sus dignidades.
Ya por esta época concibió su grande idea ; en aquella pode-
rosa inteligencia surgió el pensamiento grandioso de buscar por
el Occidente lo que hasta entonces en vano se había intentado
hallar por el Oriente; de descubrir los secretos del mar tene-
broso, tenido por inaccesible y lleno de todos los horrores que
la imaginación popular y las pretensiones de la falsa ciencia
atribuyen generalmente á lo desconocido y á lo inmenso. Tres
causas le movían á la empresa, según D. Hernando Colón: fun-
damentos naturales, autoridades de escritores, é indicios de
navegantes.
Y aquí surge naturalmente la cuestión de saber si Colón era
hombre de ciencia ó era un ignorante, como en diferentes con-
ceptos y por aun más diferentes motivos, pretenden ala par los
enemigos encarnizados y los exagerados admiradores del Al-
mirante.
Claro es que al hablar de ciencia hay que referirse siempre á
lo que entonces alcanzaban los conocimientos humanos, y que
suponer que podía llegar á los adelantos de los siglos posterio-
res sería hacerle un ser semidivino y sobrenatural.
Lo que hay que ver es si con la suma de todo lo conocido
hasta entonces, añadido y muy especialmente iluminado con el
esplendor del genio y de la intuición que le es propia, pudo Co-
lón llegar á concebir su asombroso plan.
Extractemos sucintamente las razones que nos da su hijo el
ya citado D. Fernando Colón, y que transcribió de labios de su
padre. Consideró, dice, que toda la tierra y el agua del universo
constituían y formaban una esfera, cuya vuelta se podía dar ca-
minando los hombres hasta que llegasen á estar pies con pies
unos con otros en cualquier parte que fuese, encontrándose á
la opuesta. Una gran parte de esa esfera se había navegado,
quedando sólo por descubrir el espacio que se extiende desde
el Sur oriental de la India, de que Ptolomeo y Marín tuvieron
conocimiento, hasta que, siguiendo el camino de Oriente, se
volviese por nuestro Occidente á las Islas Azores y de Cabo
Verde, ;_;ue era la tierra más occidental descubierta hasta en-
tonces. Dicho espacio no podía ser más que la tercera parte
más grande del círculo de la esfera. Marín había llegado en otro
tiempo á Oriente en quince horas, ó parte de las veinticuatro
— lo-
que forman la redondez del universo, y faltaban cerca de ocho
para llegar á la isla de Cabo Verde. Pero como no había tocado
al fin de la tierra oriental, resulta que, ó ésta se adelantaba mu-
cho, y entonces la tierra estaba más cercana, ó era sólo mar, y
éste podría ser reconocido en pocos días. Ahora bien; Ctesías,
Mearca, Plinio y otros autores, afirmaban que la India era la
tercera parte de la esfera y que tiene cuatro meses de camino,
de donde deducía que estábamos más próximos á España por
Occidente.
Inclinábase Colón á las opiniones de Alfergani y de su es-
cuela, que hace á la esfera menor aún que los cosmógrafos ci-
tados, no atribuyendo á cada grado de la esfera más de 56
millas y dos tercios. Debía ser, por tanto, relativamente pe-
queño el espacio que Marín dejaba indeterminado, y que era la
tercera parte de la esfera; y como la extremidad oriental de la
India era desconocida, esta extremidad sería la tierra que se
encontrase navegando al Occidente, pud.éndose llamar con
justa razón Indias á las tierras que descubriese.
Vese en todo esto una mezcla singular de grandes y á la sa-
zón atrevidas verdades y de afortunados errores, que unos y
otros coadyuvaron de consuno al asombroso descubrimiento.
La teoría de la esfericidad de la tierra había sido sostenida en
antiguos tiempos, principalmente por la escuela pitagórica; pero
en la Edad Media había sido rudamente combatida, aunque
Petrarca y Dante la admitieron como hipótesis. La existencia
de los antípodas era generalmente considerada, no sólo como
un absurdo, sino que tenía cierto sabor herético, y la zona tó-
rrida era tenida como inhabitable é imposible de abordar. Peor
reputación gozaba aún el Océano, llamado por los árabes el
mar tenebroso, y al que se suponía lleno de toda suerte de ho-
rrores, de monstruos y de peligros. Colón, con su ciencia y con
su genio, se convenció de que la tierra era esférica, y que por
tanto, se podía dar la vuelta al mundo, y éste fué el punto fun-
damental de su idea; convencióse asimismo de que esas preocu-
paciones sobre la zona tórrida y el Océano eran sólo producto
de la imaginación y del horror á lo desconocido, pero es muy
probable que no se hubiera lanzado á su atrevida empresa si
hubiera tenido una idea exacta de la magnitud del globo, y de
— 17 —
la verdadera distancia que hay entre España y la extremidad
oriental del Asia.
Tenía, pues, el Almirante toda la ciencia que era dable tener,
dado el estado de los conocimientos de aquella época; y sus es-
tudios especiales en tantos años de navegación y de viajes, sus
profundas observaciones y su diaria experiencia, ayudaron
grandemente al poder de su genio para realizar su inmortal ha-
zaña. «Había en Colón, dice un escritor ilustre, dos hombres,
como suele suceder en todos los que dejan un gran nombre;
el de su siglo con sus ideas y errores, y un poder individual que
le hace superior á sus contemporáneos.» Su extraordinaria pe-
netración y fuerza intuitiva, le hicieron comprender antes que
otro alguno fenómenos de la mayor importancia y que marcan
grandes adelantos en la navegación. La declinación de la aguja
magnética; la manera de encontrar las longitudes por medio de
la diferencia de ascensión directa de los astros ; la dirección de
las corrientes pelágicas; la división de los climas del Océano;
la diferencia de temperaturas, no sólo por las distancias del
Ecuador, sino también por la diferencia de los meridianos; to-
dos esos, descubrimientos y otros más le son debidos y pueden
añadirse á la inmarcesible gloria del gran Almirante de las
Indias.
Grande era también el conocimiento que tenía de la Escritu-
ra y de los Santos Padres, sobre todo en aquello que se rozaba
con su fija y grandiosa idea. El libro de las Profecías y sus cartas
y relaciones dan de ello abundante prueba. Mayor aun era su
estudio y su dominio de los filósofos griegos y latinos, cuyas
citas se ven á cada paso en los escritos que de él se con-
servan.
Con sencilla ingenuidad, no exenta del convencimiento que
da la superioridad propia, habla de todo esto Colón en una de
sus cartas álos Reyes: «En la marinería me fizo Dios abondoso;
de astrología me dio lo que abastaba y ansí de geometría y arit-
mética; y engenio en el anima y manos para debujar esfera, y
en ella las cibdades, rios y montañas, islas y puertos, todo en su
propio sitio. Yo he visto y puesto estudio en ver de todas escri-
turas, cosmografía, historia, corónicas y filosofía y de otras artes,
ansí que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano
3
palpable á que era hacedero navegar de aquí á las Indias, y me
abrió la voluntad para la ejecución de ello.»
En esas sencillas palabras caracterizó Colón, no sólcwsu cien-
cia, sino su genio, que no es otra cosa según la profunda defini-
ción de Hegel, que la capacidad de crear unida á la energía
necesaria para ejecutar.
Y en efecto ; concebido y madurado su plan, y habiéndolo
consultado con el notable físico y cosmógrafo Toscanelli, que
le dio su aprobación y aplauso, principió sus gestiones para
poner en ejecución su pensamiento.
Sostienen la mayor parte de los historiadores que la primera
proposición que hizo fué al Senado de Genova, su patria, afir-
mación que ha sido puesta en duda por algunos, entre otros el
diligente Navarrete. Sea lo que quiera, la República genovesa
rechazó la propuesta juzgándola vano sueño y pura fantasía.
Algunos, entre ellos Bossi y el mismo Roselly, añaden que
también lo propuso á Venecia, que de igual modo rehusó sus
ofertas.
Descartadas las dos poderosas Repúblicas que durante la
Edad Media tuvieron el cetro de la navegación europea, nin-
guna nación se hallaba en circunstancias tan propicias como
Portugal para lanzarse á esa deslumbradora aunque temerosa
aventura. La afición á las ciencias geográficas y á la navegación,
promovidas principalmente por el infante D. Enrique, los des-
cubrimientos ya realizados y los preparativos para otros nuevos,
y el espíritu nacional exaltado ante la perspectiva de futuras
conquistas, todo podía hacer esperar á Colón en el buen éxito
de sus esfuerzos; pero no estaba reservada á Portugal esa gloria.
Acogióle el rey D. Juan II con cierto favor, pero habiendo
convocado una junta compuesta de las personas más notables
de su reino y presidida por el obispo de Ceuta, Diego Ortiz de
Calzadilla, opinó ésta contraías propuestas del audaz nave-
gante, á pesar de la acalorada defensa del Conde de Villarreal.
Difícil es defender la conducta de los consejeros de don
Juan II y del mismo Rey en esta ocasión. Deseosos de que tan
brillante empresa no escapara á Portugal, pero no queriendo
dar á un extranjero la gloria y las recompensas que reclamaba,
mandaron subrecticiamente un buque con pretexto de ir á las
— 19 —
islas de Cabo Verde, para que con los papeles y mapas de Colón,
que éste había entregado sin desconfianza, navegase por el rum-
bo en ellos indicado hasta descubrir los anunciados países.
Suerte grande fué para el ilustre genovés que el piloto y la tri-
pulación, sobrecogidos por lo largo y lo desconocido del camino,
volvieran á Lisboa, calificando de extravagancia la portentosa
empresa.
Después de tan notoria mala fe, ¿qué mucho es que Colón
anhelase salir de aquel reino, donde había estado á punto de
perder malamente su gloria y su porvenir, y que cuanto antes
y hasta en secreto por temor á asechanzas, que podía fundada-
mente temer, viniera á la más próxima nación, donde debía
esperar por lo menos tranquilidad y confianza? Autores ha
habido, sin embargo, que han querido ver en la salida del Almi-
rante algo extraño, cuando lo extraño hubiera sido que conti-
nuara en aquel país después del triste desengaño que había su-
frido.
Vino á España, y si controversias y obscuridades hemos visto
hasta ahora, mayores son acaso y de más bulto las que se pre-
sentan durante su permanencia en Castilla, hasta que salió á
cruzar el hasta entonces inexplorable Océano.
Había sido versión corriente entre los historiadores, que la
primera entrada de Colón en España fué por Palos, y que al
famoso aunque humilde convento de la Rábida llegó con su
hijo Diego, para el cual pidió pan y agua á los religiosos, que
con gran afecto y estimación le acogieron, y especialmente su
Guardián, el P. Fr. Juan Pérez, que fué desde entonces su más
decidido amigo y protector. Una declaración del médico de
Palos, Garci Hernández, en el célebre pleito de los Pinzones,
declaración en verdad no poco confusa y obscura, hizo poner
en duda esa creencia á algunos escritores de nota, entre ellos á
Navarrete y Rodríguez Pinilla. Pero las investigaciones recien-
tes de otros, y señaladamente del P. Cappa, en sus notables
Estudios críticos acerca de la dominación española en Amé-
rica, y del distinguido Rdo. P. Fr. José CoU, en su obra, en
estos días publicada. Colón y la Rábida, han probado, en mi
sentir, concluyentcmente la verdad de dicha visita y estancia
en el convento. Si como suponen los Sres. Navarrete y Pinilla
- 20 —
las palabras del físico de Palos se refiriesen á 1491, era total-
mente impropio el calificativo de niñico dado por éste al hijo
de Colón, al que también Las Casas llama niño chiquito, siendo
así que en esa época debía tener ya más de quince años, mien-
tras que á su llegada á España (1484) tendría ocho, edad en que
le cuadraban las citadas expresiones. Esa es además la opinión
de D. Fernando Colón, de Fr. Bartolomé de las Casas y de
Herrera, y en general de los historiadores contemporáneos ó
poco apartados de la época del Almirante.
Me ha parecido conveniente fijarme algo en esta cuestión,
porque acercándose la época del centenario del descubrimiento
de América, y habiéndose de celebrar la gloria del Almirante y
de los que más contribuyeron á tan importante suceso, justo es
que aquel modesto convento en que Colón obtuvo refugio y sos-
tén en su pobreza, consuelos y esperanzas en sus desfallecimien-
tos, y favor y apoyo quizá decisivo en su empresa, obtenga el
justo aplauso y la parte no pequeña de gloria que le correspon-
de. Cuatro veces visitó Colón el monasterio de la Rábida, y en
circunstancias bien distintas. Acabamos de hablar de la primera
cuando, errante y sin amparo, llena su mente de proyectos y su
corazón de esperanzas y de ilusiones, halló en él descanso para
su cuerpo, alimento para su hijo, y quizá, más que todo eso, un
alma noble y entusiasta que le comprendiera. Volvió en 1491,
cuando, lleno de amargura y desesperación, iba á abandonar á
España, y allí encontró alientos para insistir, esperanzas para
luchar y armas con que vencer. Y venció su genio y su fe robus-
ta; y en el convento de la Rábida le vemos hacer los preparati-
vos de su viaje inmortal, y esos humildes frailes bendicen sus
naves, y del inmediato puerto de Palos salen las tres carabelas^
Finalmente, verificado su portentoso descubrimiento, lleno de
fama y de inmarcesible gloria, torna al humilde monasterio á
estrechar la mano de los bondadosos frailes y á dar con ellos
las gracias á Dios, que le había hecho triunfar de tantos obs-
táculos, y obtener tan deslumbradores resultados.
La importancia suma que en la vida de Colón tuvo este con-
vento de la Rábida, y muy especialmente Fr. Juan Pérez, Guar-
dián, á lo que parece, de esa comunidad, da interés á otro punto
histórico muy debatido, y también en mi concepto resuelto defi-
— 21 —
nitivamente, á saber: ¿Fué uno solo ó fueron dos los religiosos
franciscanos que con la mayor decisión y eficacia ayudaron al
Almirante? Sabido es que ha pasado durante muchos años como
moneda corriente , que el amigo y protector de Colón se llamaba
fray Juan Pérez de Marchena, al que no falta quien llama fray
Juan Antonio Pérez de Marchena. Examinando con detención
los documentos de la época, especialmente las declaraciones de
los testigos en los pleitos famosos de que ya he hecho mención,
y las cartas del mismo Colón, no cabe duda de que eran dos, lla-
mado el uno Fr. Juan Pérez, Guardián del convento y confesor
que había sido de la reina Isabel, y el otro, Fr. Antonio de
Marchena, religioso de la misma Orden y muy versado en es-
tudios astronómicos y geográficos. La declaración del Alcalde
de Palos, Alonso Vélez AUid ó Alcaide (que de ambas mane-
ras se ha leído), es ya, de por sí sola, concluyente, pues refi-
riéndose á personas que conoció, y cuando ya tenía cerca de
treinta años, dice que Colón había hablado de su descubri-
miento en la Rábida «con fraile estrólogo e ansi mesmo con
un Fr. Juan, que había servido siendo mozo á la reina Isabel.»
De Fr. Juan Pérez hablan igualmente el médico Garci Her-
nández en su declaración, y Arias Pérez en la suya, y en sus
historias D. Hernando Colón, Oviedo y Fr. Bartolomé de las
Casas, el cual le da los antedichos dictados de Guardián y de
confesor de la Reina.
El mismo Obispo de Chiapa nos da noticias precisas sobre
fray Antonio de Marchena, de quien dice, refiriéndose al Ahni-
rante, «fué el que mucho le ayudó á que la Reina se persuadiese
y aceptase la petición.» Los Reyes Católicos, en una carta á
Cristóbal Colón, le dicen: «Nos parece que sería bien llevase-
des con vos un buen estrólogo, y nos paresció que seria bueno
para esto Fr. Antonio de Marchena, porque es buen estrólogo,
y siempre nos paresció que se conformaba con vuestro parecer.»
Por último, en carta del propio Colón á los Reyes, citada por
Las Casas, dice en un acceso de amargura: «Nunca hallé ayuda
de nadie, salvo de Fr. Antonio de Marchena, después de aque-
lla de Dios eterno.»
Dispensadme, señores, que me haya detenido en estos pun-
tos, que algunos encontrarán poco importantes, pero yo en-
22 —
tiendo que sobre que tienen interés y no pequeño, tratándose
de personas que tanta influencia tuvieron en la vida del descu-
bridor de América, y en el descubrimiento mismo, entiendo
digo, que mi principal objeto en esta noche no es hacer una
narración detallada y cronológica de la vida del Almirante, sino
fijarme en los puntos controvertidos, y que con razón llama
nuestro distinguido consocio el Sr. Fernández Duro, la Nebu-
losa de Colón ^ pasando ligeramente sobre los hechos corrientes
y de todos conocidos.
Tenemos, pues, á Colón, que viniendo de Portugal de arri-
bada^ como afirma el citado Garci Hernández en su declara-
ción, desembarcó en Palos, sin saber á dónde había de dirigirse,
aunque según una carta muy notable del Duque de Medinaceli,
que inserta en los documentos Navarrete, pensaba ir á Francia;
tropezó en el convento de la Rábida con personas con quienes
pudo entenderse; Fr. Juan Pérez y el Padre Antonio de Mar-
chena comprendieron su trascendental ideal y trataron de en-
caminarle á fin de que éste se realizase. Conocedores como
eran estos religiosos del estado de la nación, sabiendo que los
Reyes Católicos hallábanse á la sazón en situación harto difícil,
hostigados á la vez por las luchas intestinas que los proceres, aun
no domados, suscitaban en varias comarcas de la nación, y por
la guerra con los moros de Granada, que como en glorioso tes-
tamento habían recibido de sus progenitores, comprendían que
era casi imposible que acogieran unos proyectos que ellos aplau-
dían con el entusiasmo propio de la fe, pero que no podían ha-
llar acceso en Monarcas que tenían tan graves y tan inmediatas
obligaciones que cumplir. No es, pues, extraño que tanto ellos
como el médico Garci Hernández que, como docto en cosmo-
grafía, había sido llamado por el Guardián de la Rábida, acon-
sejasen á Colón que se dirigiera á algún magnate español que,
dadas las pocas exigencias del navegante, podría llevar á cabo
su empresa. Era á la sazón el Duque de Medinasidonia el señor
más poderoso de Andalucía. Dueño de la ma^^or parte de la ac-
tual provincia de Huelva, incluso de la capital, de gran porción
de la de Cádiz y de la de Sevilla, sostenía en esta ciudad una
verdadera corte y otra no menos espléndida en Sanlúcar de
Barrameda, donde sacaba crecidísima renta de su privilegio de
— 23 -
las almadrabas, de donde vino la locución famosa: «por atún y á
ver al Duque.» Tenía con este motivo una flota considerable, y
no le hubiera sido ciertamente difícil dar á Colón los medios de
realizar su anhelado viaje. Encaminóse, pues, el atrevido nave-
gante á Sevilla, donde había á la sazón varios genoveses, ban-
queros por lo general, y entre ellos Juan Berardi, hombre rico
é influyente en cuya casa estaba empleado el que luego fué tan
célebre, Amérigo Vespucio. Con cartas del Guardián de la Rá-
bida dirigióse Colón al Duque de Medinasidonia, pero no ha-
llando facilidades en éste, presentóse con iguales recomenda-
ciones al Duque de Medinaceli, señor no menos poderoso que
el anterior y que en su ciudad del Puerto de Santa María te-
nía igualmente elementos marítimos suficientes para la expedi-
ción. La acogida que le dio el Duque no pudo ser más lison-
jera, pues según dice el mismo Medinaceli en su carta al
Cardenal Mendoza, que inserta en sus documentos Navarrete:
«yo tove en mi casa mucho tiempo á Cristóbal Colomo...... pues
á mi cabsa y por yo detenerle en mi casa dos años y haberle
enderezado á su servicio (el de los Reyes), se ha hallado tan
grande cosa como esta.» Pensó el Duque en intentar la em-
presa. «Se venía de Portugal, dice, y se quería ir al Rey de Fran-
cia é yo le quisiera probar y enviar desde el Puerto, que te-
nía buen aparejo, con tres ó cuatro carabelas que no demandaba
más, pero como vi que era esta empresa para la Reina nuestra
señora, escribílo á S. A. desde Rota, y respondióme que ge lo
enviase; yo ge lo envié entonces.»
Recomendado, pues, por el Duque de Medinaceli, presen-
tóse Colón en la corte en 20 de Enero de 1486. Hallábase ésta
en aquel momento en Córdoba, y aquí empiezan, ó por mejor
decir, continúan las tribulaciones del insigne marino. «A la ver-
dad, exclama Prescott, las divergencias que se hallan entre los
antiguos escritores son tales, que hacen desesperar de que se
pueda fijar con exactitud la cronología de las vicisitudes de Co-
lón anteriores á su primer viaje.» Ya lo hemos ido notando en
los hechos anteriores, no menos difíciles de puntualizar son los
que siguen.
La recomendación del Duque de Medinaceli debió ser espe-
cialmente para Alonso de Quintanilla, Contador mayor del
— 24 —
reino, cargo equivalente al actual de Ministro de Hacienda, y
la fuerza persuasiva de Colón se demuestra en el hecho de ha-
ber convencido y atraído á su proyecto, al que por razón de su
empleo debía ser como han solido ser sus sucesores, el mayor
enemigo de todo nuevo plan, sobre todo si envolvía necesarios
gastos.
Ouintanilla, decidido sostenedor de Colón desde aquel mo-
mento, le presentó y recomendó á su vez al Cardenal Mendoza,
personaje que se consideraba el de más autoridad é influencia
que había entonces en Castilla, y á quien se conocía por el tí-
tulo de Gran Cardenal de España.
Habiéndole oído, pareciéronle muy bien las razones que daba
de su intento, y según las palabras de Salazar de Mendoza, el
Cardenal, que lo mandaba todo, le negoció audiencia de los Re-
yes y lugar para que los informase. Estos fueron los primeros
protectores de Colón, ya veremos que después su número fué
aumentando.
Veamos ahora el retrato físico y moral que de él hacen los
escritores contemporáneos ó más próximos á su época. «De
franca y varonil fisonomía, dice Herrera, alto de cuerpo, el
rostro luengo y autorizado, la nariz aguileña, los ojos garzos, la
color blanca, que tiraba á rojo encendido, la barba y cabellos
canos, gracioso y alegre, bien hablado y elocuente»; y Fr. Bar-
tolomé de las Casas añade: «Era grave en moderación, con los
extraños afable, con los de su casa suave y placentero, con mo-
derada gravedad y discreta conversación. Ansi podia provocar
fácilmente á su amor á cuantos le viesen; aunque representaba
por su venerable aspecto persona de gran estado y autoridad y
digna de toda reverencia. Era sobrio y moderado en el comer
y beber, vestir y calzar.»
Pero para que ni aun en esto deje de haber divergencias y
contradicciones. Gomara, que escribía en la misma época que
Herrera, dice: «Era el Almirante hombre de buena estatura y
membrudo, cariluengo, bermejo, pecoso y enojadizo y crudo y
que sufría mucho los trabajos.» Por donde se ve que mientras
el P. Las Casas y Herrera le pintan gracioso y alegre, y afable
y placentero é inspirando amor á cuantos le veían. Gomara le
representa enojadizo y crudo, y Benzonidice de él: «Iraciindice
tamen prontis^ si qiiando conmoveretur.» Inclinóme al parecer
del Obispo de Chiapa, no sólo porque fué amigo y compañero
de Colón, sino porque en sus obras trata á éste con una impar-
cialidad vecina á veces de la crueldad y de la injusticia.
Presentóse, pues, Colón á los Reyes Católicos, y en verdad
que no pudo haberse presentado en peor ocasión. Hallábanse
los Reyes en lo más crudo de la campaña que con profunda
política y acierto sin igual habían organizado para contener la
soberbia de los grandes, la anarquía de las ciudades, la indisci-
plina de las Ordenes militares; para restablecer, en una pala-
bra, el orden y la paz y con ellos la autoridad y la justicia. Ha-
bía precisamente por aquellos días graves revueltas en Galicia,
donde el Conde de Lemos se había alzado con varias fortalezas
importantes, y el señor de Salvatierra promovía desórdenes, y
en la ciudad de Trujillo, que se había sublevado con motivo de
la prisión de un clérigo. La guerra de los moros seguía al mismo
tiempo con vario suceso, habiendo sufrido el año anterior las
armas cristianas la triste derrota de la Axarquía y el forzoso al-
zamiento del cerco de Loja, descalabros ambos en que corrió
abundante la sangre de la primera nobleza castellana. Por for-
tuna, el final de la campaña había sido más propicio, tomadas
Coin y Alozaina, Ronda y Marbella, y prisionero el rey Boab-
dil el Chico.
¿Qué extraño es que en medio de estas gravísimas preocupa-
ciones, de esos deberes apremiantes y continuos, acogieran los
Reyes, si no con desdén, con cierta frialdad, las ofertas de un
extranjero obscuro y sin crédito, rechazado ya por otros sobera-
nos, y que venía ofreciendo planes que debían ser considerados
como muy problemáticos, si no totalmente descabellados?
Hase tachado al rey D. Fernando por la prevención y poco
favor con que acogió el proyecto, pero ¿pudo hacer otra cosa
en aquellas circunstancias? No, ciertamente; porque entre el
genio y la fe entusiasta de Colón y el talento positivo y práctico
del Rey Católico, tenía forzosamente que reñirse una tremenda
batalla.
Así como en el orden físico la lucha por la existencia es ley
universal, así esa misma lucha tiene lugar en el orden moral é
intelectual, y no con menor violencia. Batallan los seres por
— 26 —
conservarse y reproducirse á costa de otros seres más débiles ó
menos osados; con igual energía las ideas chocan y contienden,
y encarnizadamente se disputan la victoria. Terrible es y triste
al mismo tiempo en esas contiendas la lucha de la ignorancia
con el saber, de la mala fe con la virtud, de la impiedad ó el
fanatismo contra el sincero sentimiento religioso, lucha tanto
más triste cuanto que no es siempre lo más noble ni lo más
justo lo que obtiene el triunfo; pero no hay acaso combate más
duro y más desconsolador que el del talento con el genio, de
lo meramente racional y positivo con lo sublime. El más insigne
de los escritores españoles lo caracterizó en inmortales pági-
nas. Suele consistir el talento en un gran equilibrio de faculta-
des; en el genio hay siempre algún desequilibrio que le hace
aproximar muchas veces para el común de las gentes á la mo-
nomanía, si no á la demencia. Al decir Víctor Hugo que la
obra del genio es lo sobrehumano saliendo del hombre, y Sé-
neca ^nulliun ingeniuin ínagnum sine mixtura dementtce futt^y
apoyan esta misma idea. ¡Cuántas veces habrán sido calificados
de locos hombres de verdadero genio! Y el mismo Colón si no
hubiere encontrado quien le proporcionara medios para sus
portentosos descubrimientos, ¿quién duda que hubiera sido te-
nido por muchos como demente, hasta que otro más afortu-
nado hubiera con el tiempo realizado su grandiosa idea?
Era D. Fernando el Católico hombre, sin duda, de superior
talento, aunque su ilustración no fuera grande. Teníale el fa-
moso Maquiavelo, gran maestro en la materia, como el primer
político, acaso, de un tiempo en que tanto abundaron los gran-
des políticos. Distinguióse no menos como capitán ilustre y
como administrador habilísimo. Hombre práctico y positivo,
como el que tantos años tiene á su cargo el supremo manejo de
intereses graves y complicados. Espíritu cauteloso y frío, de-
fecto de sus mismas cualidades, como exageración de la pru-
dencia y de la dignidad. ¿Era hacedero que con esas cualidades
y defectos se entendiera fácilmente con Colón, que se presen-
taba tan á destiempo y con planes é ideas, deslumbradoras, sí,
pero al cabo, para los hombres de aquella época, poco acomo-
dadas á la realidad, por no llamarlas imposibles y absurdas?
Formóse un partido contrario á Colón, á cuyo frente se puso
— 27 -
el Prior de Prado Fr. Hernando de Talayera, después Arzo-
bispo de Granada, hombre de mérito y de no vulgar doctrina,
pero movido por razones análogas á las del Rey, y por todo ex-
tremo tenaz y aferrado á sus opiniones.
Entonces empezó para el genovés insigne aquella, como dice
Las Casas, «terrible, continua, penosa y prolija batalla, que por
ventura no le fuera tanto áspera ni tan horrible la de materia-
les armas, cuanto la de informar á tantos que no le entendían
aunque presumían de le entender, responder y sufrir á muchos
que no conocían ni hacían mucho caso de su persona, reci-
biendo algunos baldones de palabras que le afligían el alma.»
Resolvieron los Reyes someter el asunto á una Junta de le-
trados que oyesen á Colón más particularmente y viesen la po-
sibilidad é importancia de su empresa, informando después de
todo á Sus Altezas. Lo encomendaron principalmente á Fray
Hernando de Talavera para que designara las personas doctas
en cosmografía que, bajo su presidencia, habían de formar la
Junta; y dicho se está, sabiendo lo contrario que era el Prior
de Prado al eximio marino, que la Junta le fué desde el prin-
cipio hostil, á lo cual hay que añadir que Colón, temiendo le
sucediese lo que con el Rey de Portugal, calló gran parte de
sus razones.
El resultado fué el que era de esperar. Sus promesas y ofer-
tas fueron juzgadas «por imposibles y vanas y de toda repulsa
dignas», según la expresión del P. las Casas. En ese sentido
informaron á los Reyes, pero éstos no le quitaron toda esperan-
za «de volver á la materia cuando más desocupadas sus Altezas
se vieran.»
Y aquí llega otro punto, hasta ahora obscuro y que ha sido
objeto de no pocas discusiones, hasta que en tiempos recientes
la luz se ha hecho acerca de él, quedando en mi concepto com-
pletamente esclarecido : ¿Fué una sola la Junta en que Colón
discutió sus planes, ó fueron dos? La respuesta á esta pregunta
importa grandemente para la honra de España y de la célebre
Universidad de Salamanca, á la sazón uno de los focos cientí-
ficos más importantes de Europa. Fueron dos sin duda: la Junta
de Córdoba, de que acabo de hablar, y las Conferencias de
Salamanca, de que sucintamente he de ocuparme. El breve
- 2S -
espacio de tiempo que entre una y otra medió, y la similitud del
objeto han hecho confundir generalmente la una con la otra, ó
por mejor decir, valiéndose del mismo procedimiento que hemos
visto al tratar de Fr. Juan Pérez y del P. Marchena, se hicieron
de las dos una sola. Washington Irving, Prescott, Humboldt y
el mismo Navarrete caen en este error, y suponen que esa única
junta se celebró en Salamanca.
Aparte de otras muchas pruebas que cumplidamente demues-
tran que las Juntas de Salamanca fueron distintas de las de Cór-
doba, hay una á mi parecer evidente. Ya he dicho que los Reyes
sometieron las propuestas de Colón á una junta de personas
entendidas, y encargando exclusivamente de ese asunto á fray
Hernando de Talavera, que no sólo la presidió personalmente,
sino que designó él mismo los que la habían de componer, é
hizo prevalecer en ella sus opiniones. Pues bien, es cosa averi-
guada que cuando tuvieron lugar las conferencias de Salaman-
ca, que fué á fines de 1486, á tiempo que los Reyes residie-
ron algunos meses en esa ciudad, de regreso de su expedición á
Galicia, Fr. Hernando de Talavera no estuvo en Salaman-
ca, según el testimonio de Pulgar, Zúñiga, Carvajal, el Cro-
nicón de Valladolid y demás cronistas de la época; y es más, se
sabe que, habiendo sido nombrado ya Obispo de Avila, estaba
visitando su diócesis, como lo afirma Ariza en sus Grandezas
de Avila. Los trabajos de varios escritores modernos, y señala-
damente del Sr. Rodríguez Pinilla no dan lugar á duda de que
no sólo hubo dos juntas, sino que éstas fueron totalmente dife-
rentes y aun contrarias en su origen, en su acción y en sus
resultados.
Fueron las primeras oficiales, como mandadas convocar por
los Reyes, las segundas fueron puramente oficiosas, aunque con
asentimiento de sus Altezas. Dominó en las de Córdoba, Tala-
vera; el alma de las de Salamanca fué el famoso Dominico fray
Diego de Deza, maestro del príncipe D. Juan y gran amigo y
protector de Colón. Era el ilustre Deza Prior del gran con-
vento de San Esteban de Salamanca, y catedrático de Prima
de su célebre Universidad, y tenía, por tanto, suficiente cono-
cimiento de ella para comprender que ese emporio de ilustra-
ción y de ciencia había de hacer justicia al insigne navegante.
— 29 —
Y asi fué, en efecto: albergado y sostenido por el monasterio de
San Esteban y por su Prior, que le acompañó y le prestó el gran
apoyo de su autoridad y de su posición, pudo el gran Colón
hacerse oir de los sabios doctores, exponer ante personas doctas
é imparciales sus trascendentales teorías, y atraer á sus opinio-
nes la gran mayoría de tan sabia asamblea, no obstante las intri-
gas é impugnaciones de los partidarios de Talayera, que á pesar
de la ausencia de su jefe no dejaron de concurrir.
El efecto fué grandísimo, y bien pronto se conoció por sus
resultados. Había sido Colón despedido más ó menos cortes-
mente después de las juntas de Córdoba; después de las de
Salamanca, y en virtud de los favorables informes de la ilustre
asamblea que certificó de lo «seguro é importante del asunto»,
el futuro Almirante fué llamado al servicio de los Reyes, y á su
lado estuvo durante la campaña contra los moros y, aguardando
el final de aquel último y decisivo paso para la unidad de Es-
paña.
Era la campaña por entonces tan marítima como terrestre.
Hallábase España, con respecto á Granada, en situación análoga
á la que píntala fábula de Hércules luchando con aquel gigante
hijo de la tierra, y que cada vez que caía recibía nuevos alientos
y fuerzas de su madre. Todos los esfuerzos eran vanos si los
moros seguían recibiendo continuos refuerzos de África, y las
escuadras de Castilla debían, por tanto, estorbar el paso del
estrecho á las huestes agarenas. No había, pues, que pensar en
armamentos; el estado del Tesoro era además tan angustioso,
que hubo que agradecer al Duque de Medinasidonia un présta-
mo de veinte mil doblas de oro. Colón en tanto asistió con los
Reyes á la toma de Málaga, y residiendo generalmente en Cór-
doba, conoció en ella á Doña Beatriz Enríquez de Arana, de la
que tuvo á D. Hernando Colón, á quien varias veces he men-
cionado como historiador de su padre. En vano se han esforzado
el P. Civezza, el Sr. Lorenzo, y sobre todo el Conde Roselly de
Lorgues en querer demostrar que el Almirante se casó con ella.
Las cartas y el testamento de Colón contiene estas terminantes
palabras: «Mando (á mi hijo D. Diego) que haya encomendada
á Doña Beatriz Enríquez, madre de D. Hernando, mi hijo, que
la provea que pueda vivir honestamente, como á persona á quien
— 30 —
yo soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la
conciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón
de ello non es lícito de la escribir aquí.»
Mientras durase la guerra, debió ser escasa la esperanza de
Colón, resistió éste, sin embargo, las ofertas que le hizo el Rey
de Portugal en carta que copia Navarrete. La guerra de Murcia
y el casamiento del príncipe D. Juan ocuparon el año de 1488.
La toma de Baza, Guadix y otras plazas el de 89. Señálanse los
de 90 y 91 por la gloriosa campaña contra Granada misma.
Estando los Reyes en el Real de Santa Fe, yá punto de rendir-
se la opulenta capital, llega ya el momento supremo para Colón;
jamás el genio y la voluntad han tenido manifestación tan grande.
El hombre de la capa raída y pobre se presenta á los Reyes, y
después de tantos años de esperanzas y desilusiones, formula
sus propuestas como si fuera un triunfador glorioso. Su mismo
hijo D. Hernando reconoce que fueron excesivas sus pretensio-
nes. «Pareció, dice, cosa dura concederlas, pues saliendo con
la empresa parecía mucho , y malográndose ligereza.»
Aprovecháronse los enemigos de Colón, y sobre todo el pa-
dre Talavera, indicado ya para Arzobispo de Granada, y logra-
ron perder completamente á Colón en el ánimo del Rey. Y en
verdad que no es dable negar que la prudencia y la hábil polí-
tica de D. Fernando no se desmintieron en esta ocasión, y la
experiencia acreditó la imposibilidad de las proposiciones. Re-
chazadas, pues, éstas, sin haber querido el gran marino ceder ni
en lo más mínimo, volvió á la Rábida, donde por fortuna suya
y de España el P. Fr. Juan Pérez, Guardián del convento y an-
tiguo confesor de la Reina, de quien ya hemos hablado, le di-
suadió de salir del Reino, y con vivas instancias le determinó
á aguardar sus gestiones. No tardaron éstas en surtir efecto.
Los amigos de Colón habían trabajado en su favor, y la vehe-
mente intervención del Guardián de la Rábida decidió á la
reina Isabel. Llamado nuevamente á la corte, para lo que se le
entregaron 20.000 maravedís en florines por conducto del Al-
calde de Palos, se reanudaron las negociaciones. En vano la
Marquesa de Moya, el P. Fr. Diego de Deza, Cabrero, Gricio,
el P. Marchena y demás amigos de Colón trataron de arreglar
el asunto por medio de mutuas concesiones. Aquí se reveló más
— 31 —
que nunca el carácter firmísimo y la enérgica voluntad de Co-
lón. Mantúvose inflexible, y ya estaba segunda vez en camino
para alejarse de la corte perdida toda esperanza, después de
veintidós años de ilusiones y de amarguras, y cuando tocaba
con la mano el premio de su constancia y de su genio, cuando
un alguacil de corte le alcanzó á dos leguas de Granada, en la
Puente de Pinos. Habíase la Reina, entusiasta ya del proyecto,
dejado convencer por los razonamientos y los ruegos de los
partidarios de Colón, y muy especialmente por los de LuisSan-
tángel, secretario de raciones de Aragón. Y la magnanimidad de
Isabel aparece allí entera. Después de tanta guerra estaba el
Tesoro exhausto , pero llega á tanto su nobleza y su decisión
que exclama: «Si todavía os parece que ese hombre no podrá
sufrir tardanza, yo tendré por bien que sobre joyas de mi recá-
mara se busquen prestados los dineros que para hacer la armada
pide Colón, y vayase luego á entender en ella.»
Había sonado la hora del triunfo del grande hombre. Des-
pués de tantos años de esperanzas y de sinsabores, de luchas y
de descalabros, de constancia y de fe, pero también de dudas y
de desalientos, puede calcularse la alegría del gran navegante
sólo comparable á la que sintió al hallar la tierra que su genio
había presentido.
Nombrósele Almirante, Virrey y Gobernador general de to-
dos los países que descubriese, con todos los privilegios de que
gozaba en España el Almirante de Castilla, dignidades que ha-
bían de ser hereditarias en su familia ; otorgósele el diezmo de
todas las mercaderías, incluso el oro y las piedras preciosas que
«se compraren, trocaren, fallaren, ganaren e hobieren dentro
de los límites de dicho almirantazgo», con otras grandes mer-
cedes como el nombramiento en terna de los empleos, la atrac-
ción á su tribunal de los pleitos mercantiles, y el derecho de
contribuir y pagar la octava parte de gastos y percibir también
la octava parte de beneficios.
y llena la mente de halagüeñas ideas y el corazón de rego-
cijo, encaminóse por tercera vez á Palos y á la Rábida, que pa-
recían tener benéfico influjo en los destinos del Almirante, para
aprestar su armada y disponer su maravilloso viaje.
Pero no habían terminado las tribulaciones de Colón. Ape-
— 32 —
ñas conocida en Palos la temeraria empresa, el terror y la des-
confianza se apoderaron de la gente de mar, y á pesar de las
órdenes reales disponiendo que las dos carabelas que tenía
obligación de tener aparejadas ese puerto por no se sabe qué
falta ó delito, se pusieran inmediatamente á las órdenes del Al-
mirante, fué tal la resistencia, que ni aun el comisionado de Sus
Altezas, que vino autorizado para tomar los barcos que se juz-
gasen convenientes y obligar á patronos y marineros á que se
embarcasen, pudo vencerlas. ¿Qué mucho que tal hicieran
marinos hábiles y valientes, pero ignorantes al fin y llenos de
preocupaciones, cuando los célebres cosmógrafos de Italia y
de Portugal habían dado la empresa como imposible? Las más
atrevidas navegaciones que se habían hecho hasta entonces,
alejábanse poco de la costa. Los mismos descubrimientos de
los portugueses, considerados con razón como asombrosos, se
reducían á ir rodeando el continente africano, y aun no se ha-
bía doblado el Cabo de las Tormentas. Lanzarse por un mar
desconocido y que se consideraba como inmenso y lleno de
horrores de todo género, sin volver á ver tierra y con descon-
fianza completa de jamás encontrarla; guiados, además, por un
extranjero desconocido, era, en verdad, demasiado exigir á
gente ruda, á quien no podía convencer la ciencia, ni someter
la reflexión.
En este momento crítico aparece un hombre de sobresa-
liente mérito y á quien no ha hecho justicia la Historia. Este
hombre es Pinzón. Jefe de una casa rica y considerada del país,
gran marino, experto y entendido, gozaba Martín Alonso Pin-
zón del mayor prestigio é influencia con la gente de mar, á quien
había guiado muchas veces en los temporales, salvado en los
peligros y socorrido en las necesidades. Hombre de gran cora-
zón y de pensamientos elevados, comprendió fácilmente á Co-
lón y adoptó con tal entusiasmo sus ideas, que logró comuni-
cárselas á sus hermanos, parientes y amigos. La empresa, hasta
entonces tenida por descabellada, principió á considerarse ha-
cedera desde el momento que un hombre de la posición y for-
tuna de Pinzón, no sólo la daba calor y vehemente apoyo, sino
que ofrecía embarcarse el primero y con él sus hermanos y pa-
rientes. No hay testigo en el pleito varias veces citado, que no
— 33 —
declare que sin los Pinzones, y especialmente sin Martín Alonso,
no hubiera podido Colón armar sus carabelas, ni emprender su
glorioso viaje. Añade Las Casas y otros historiadores, que
Martín Alonso Pinzón, solo ó con sus hermanos, prestó al in-
signe genovés el medio cuento de maravedís que necesitó éste
para su octavo y para acabar de arreglar los barcos, pues no
había bastante con lo. dado por la Corona y adelantado por San-
tángel.
No es, pues, dable negar una parte muy considerable de glo-
ria, en esa portentosa empresa, al hombre ilustre que sin pedir
deslumbradoras recompensas, expuso por ella su honra, su for-
tuna y su vida, y tuvo tan decisiva influencia, no sólo en los
aprestos de la expedición y en la expedición misma, sino en
medio de ese mar tenebroso, nunca hasta entonces explorado,
donde su prestigio y su entereza salvaron acaso á Colón de gra-
vísimos peligros.
¿Empece esto en algo la gloria de Colón? No, ciertamente,
como la fama de Seleuco ó de Antioco no daña, antes enaltece,
la de Alejandro, ni la de Bernadotte y Massena la de Napo-
león.
Dejemos al Almirante embarcado ya en la Santa María ^ se-
guido por la Pinta y la Niña, mandadas por Martín Alonso
Pinzón y su hermano Vicente Yáñez. Un ilustre consocio nues-
tro, el Sr. Fernández Duro, os explicará harto más elocuente-
mente que yo, en una próxima conferencia, las vicisitudes y
aventuras de sus gloriosos viajes y de su asombroso descubri-
miento.
Si el alto mérito de Pinzón, de Deza y de otros favorecedo-
res de Colón; si la misma excelsa y nobilísima figura de la reina
Isabel no disminuyen ni en un ápice la gloria sin par del Almi-
rants, no son tampoco parte á empañarla en lo más mínimo los
defectos que sin duda tuvo, «Los hombres de genio, dice Víc-
tor Hugo, tienen, sin duda, originalidad exuberante, tienen
defectos. No importa. Es necesario tomar á esos hombres como
son, con sus defectos, so pena de hacerles perder al mismo
tiempo sus cualidades.»
Túvolos Colón sin duda. ¿Quién puede negarlo, si, como ya
he dicho, no cabe en la débil naturaleza humana la perfección?
3
— 34 —
Pero esos defectos gravemente exagerados por sus émulos y
sus contrarios eran, después de todo, los propios de su época y
de su nación, eran algunos de ellos nacidos de sus propias emi-
nentes cualidades, eran los restantes no absolutos, sino relati-
vos al ser puestos en parangón con sentimientos verdadera-
mente extraordinarios y que pudiéramos calificar de sublimes
de personas que estuvieron en inmediato contacto con él.
Hásele motejado, por ejemplo, de codicia. Hay que notar,
ante todo, que la preocupación vulgar respecto á los originarios
de Genova, era en aquel tiempo y en los posteriores tal, que
era muy difícil que de él se hubiera librado, aunque hubiera os-
tentado la generosidad y desprendimiento más notorios. Eran
entonces considerados los genoveses como lo han sido y lo son
en el día de hoy los judíos en varios países de Europa, y los
chinos en América. Suponíase que todo genovés era codicioso,
y que el numerario iba siempre á parar á sus manos. Buena
prueba de ello son los dichos populares, los versos de nuestros
grandes poetas. Dice, por ejemplo, Quevedo hablando del
dinero:
«Nace en las Indias honrado
Donde el mundo le acompaña,
Viene á morir en España
Y es en Genova enterrado.»
Y en otra composición famosa:
«Buen andrajo cuando seas,
Porque todo puede ser,
Ó provisión ó decreto
Ó letra de ginovés »
Y los religiosos franciscanos escribían al cardenal Cisneros:
«Que V. S. trabaje con sus Altezas como no consientan venir á
esta tierra ginoveses, porque la robarán e destruirán.»
No es dable negar que Colón se preocupó mucho de las ri-
quezas del mundo que había descubierto, y que la busca del oro
fué una de sus ideas más fijas. Al recorrer las páginas de su Dia-
rio se ve continuamente ese afán. «Con la ayuda de Nuestro
Señor no puedo menos de encontrarlo allí donde nasce», dice
más de una vez, y en mil formas ese concepto está repetido en
sus relaciones. ¿Puede por eso achacársele vulgar codicia y an-
— 35 —
sia inmoderada de lucro? El historiador imparcial debe, en mi
concepto, afirmar que no. La elevación de ideas y la superiori-
dad de alma del gran navegante repugnan demasiado á esa sór-
dida mezquindad. Consigna además la Historia rasgos suyos, que
revelan no sólo generosidad y desprendimiento muy grandes,
sino bondad y nobleza de corazón extraordinario. Baste citar
su conducta con los que se le sublevaron en la isla de Jamaica,
traición verdaderamente tristísima, y de la que él mismo dice
en una de sus cartas: «Alzáronse en la Jamaica de que yo fui
tan maravillado como si los rayos del sol causaran tinieblas. Yo
estaba á la muerte, y me martirizaron cinco meses con tanta
crueldad sin causa.» Pues bien, á esos mismos rebeldes que de
tal suerte le habían ofendido y maltratado, los tuvo presos y á
su disposición, y él no sólo les dio inmediatamente libertad, con
excepción tan sólo de su jefe é instigador Porras, sino que de
lo que le entregaron luego en Santo Domingo, como parte de
lo que le correspondía en las rentas de la isla, separó una gran
cantidad para repartirla entre sus compañeros de infortunio sin
exceptuar á los rebeldes, que recomendó como á los demás á
la generosidad y á la justicia de los Reyes.
No había, pues, codicia en Colón. Lo que había en él eran
dos grandes impulsos harto más conformes á su noble carácter.
Era el uno el naturalísimo deseo de hacer ver la importancia
de los países que iba descubriendo, importancia que á la sazón
se traducía especialmente por las riquezas y el oro que dichas
tierras produjeran. No hay que olvidar que todo el afán de los
venecianos y genoveses de acercarse á la India por el mar Rojo,
y de los portugueses por hacer directamente la navegación do-
blando el Cabo de las Tormentas, no tenía otro objeto que el
de traer de esa riquísima región los perfumes, las especias, y,
sobre todo, el oro y las piedras preciosas. Todo el apoyo que
el Almirante ansiaba lograr de la nación y de los Reyes para
extender y aumentar sus descubrimientos, dependía casi exclu-
sivamente de las riquezas que descubriera. Su deseo de oro era,
pues, un medio, más que un fin; era una de las muchas palan-
cas que su poderosa voluntad aprovechaba para completar su
glorioso descubrimiento. Pero no era sólo eso. Colón, como
todo hombre de genio, era algo soñador. Como él lo han sido
-26-
casi todos los grandes hombres que ha producido la humanidad.
El, cuya inmarcesible gloria había de ser el Occidente, tuvo
siempre fija la vista en el Oriente. Teníala en dos conceptos.
Era su idea nacida de un afortunado error, el encontrar cami-
nando hacia Occidente una navegación directa y relativamente
corta al extremo Oriente. Pero además había concebido su
ánimo religioso y exaltado el pensamiento, verdaderamente
grande aunque quimérico, de dedicar las grandes riquezas que
pensaba acumular á conquistar la Tierra Santa y librar el sepul-
cro de Cristo del poder de los infieles. En muchas de sus car-
tas y relaciones está expuesta esa idea, y hasta se apoya en pro-
fecías que parecían asegurar que de España había de salir quien
llevara á cabo tan sagrada empresa.
Hásele igualmente achacado el defecto de severidad excesiva,
sin tener á mi ver bastante en cuenta el tiempo en que vivió, y
lo que las conquistas en países bárbaros suelen por desgracia
exigir. No hizo, por cierto, Colón lo que otros descubridores
tenidos en general por humanos hicieron. No dejó, como Vasco
de Gama, hundirse en el mar un buque lleno de tripulantes sin
mandar una lancha en su socorro; ni mucho menos, como Al-
fonso de Alburquerque, fué recorriendo costas y, ya matando
habitantes, ya cortando á otros narices y orejas, sembró el te-
rror y la desolación por todo el país. Sin que yo sincere en ab-
soluto á Colón, hay que hacerle la justicia de que si no fué á
veces blando en los castigos, era las más veces impulsado por
la necesidad ; teniendo que imponerse él, extranjero y con poca
autoridad, á gente aventurera é indócil y á salvajes mal aveni-
dos con la inesperada invasión.
Sucede, además, en esto de la crueldad, como con otro de
los cargos que se hace al Almirante, y es el haber traído algu-
nos indígenas de los países descubiertos para venderlos como
esclavos. Uno y otro cargo tienen poco de absoluto, dadas las
costumbres de la época y las condiciones de una guerra de con-
quista. Tras de la toma de Málaga, que tuvo lugar pocos años
antes del descubrimiento, se vendieron y repartieron no pocos
moros prisioneros, y en el vecino reino de Portugal eran traí-
dos como esclavos los indígenas de la costa de África, lo que,
después de todo, ha estado sucediendo en América hasta hace
— 37 —
pocos años. Nacieron especialmente esos dos cargos, de que
tanto partido han sacado los enemigos de Colón, de la compa-
ración con dos personajes realmente excepcionales, y cuya
grandeza de alma y bondad y caridad cristianas, no sólo fueron
superiores á su época, sino que serían extraordinarios en cual-
quier país y en cualquier tiempo. Refiérome á la gran reina
D.* Isabel y al célebre Fr, Bartolomé de Las Casas. Nada hay
que decir de la primera que no hayan proclamado todos los
historiadores antiguos y modernos, nacionales y extranjeros.
Permítaseme, sin embargo, recordar algunas de sus palabras,
para honra de nuestra Reina y de nuestra Nación. «Mi volun-
tad, decía, es proseguir en esta empresa y sostenerla, aunque no
fuese sino piedras y peñas, que en otras cosas no tan grandes
se gasta mucho más.» Al saber que una partida de indios había
sido traída para venderlos como esclavos en Sevilla, exclamó:
«¿Quién es D. Cristóbal Colón para disponer de mis subditos?
Los indios son tan libres como los españoles», y en sus instruc-
ciones advertía al Almirante: «No habéis de traerme esclavos,
pero si buenamente quisiere venir alguno por lengua con pro-
pósito de volver, traédmele.»
Respecto á Fr. Bartolomé de Las Casas, conocidísimo es de
todos su celo, que un distinguido historiador religioso no duda
en calificar con razón de indiscreto, en favor de los indios.
Llevó á tal punto su exageración en eso, que no sólo prorrum-
pió en violentas acusaciones hasta contra los padres Jerónimos
que, como asesores, le había asignado el cardenal Cisneros al
nombrarle protector de los indios, sino que propuso emplear
esclavos negros en los trabajos de campo y de minería para ali-
viar á los indígenas. De tal suerte ofusca la pasión; ¡como si los
negros no fuesen hombres de igual suerte que los naturales de
América! Flamencos y genoveses tomaron el asiento ó contrato
de la traída de negros; de modo que no fueron españoles los
que introdujeron en las Indias ese vergonzoso tráfico, por for-
tuna abolido. No tardó en conocer Las Casas su error, pero el
mal estaba hecho. De todas suertes, el celo y la caridad del
Obispo de Chiapa fueron realmente asombrosos, y ese mismo
celo le hizo ser á menudo injusto, apelando á los términos más
violentos y agresivos contra los pobladores españoles y contra
- 38 -
el mismo Colón, llegando á tanto en esto que, al referir el es-
tado de amargura y pobreza en que se hallaba el Almirante
cuando murió en Valladolid, atribuye tantas penalidades y
desdichas á «los agravios, guerras é injusticias, captiverios y
opresiones y privación de propia y natural libertad, y de in-
finitas vidas .... que hizo y consintió hacer absurda y desorde-
nadamente», que tales y tan duras son las propias palabras del
protector de los indios, y hasta tal punto su amor á éstos le
hizo ser cruel é injusto con el descubridor del Nuevo Mundo.
Difícil es defender á éste como político y hombre de go-
bierno. Sus mismas cualidades insignes le hacían poco á propó-
sito para ello. Su indomable energía y su asombrosa pertinacia,
que formaban parte esencial de su genio y de su grandeza, se
compaginaban mal con el gobierno de países nuevos, á donde
acudían gentes aventureras, codiciosas y mal avenidas con la
obediencia y la disciplina. Cierta suavidad y espíritu de transi-
gencia hubieran sido acaso más convenientes. En todo caso,
fuera evidente sinrazón sostener que eso disminuye en nada la
gloria y el nombre insigne del gran descubridor.
Menos aun ha de influir en su fama la especie vertida por al-
gunos de que su mérito no es grande porque otros habían lle-
gado á América antes que él. Suponiendo que los islandeses, ó
los chinos, ó los normandos abordasen por casualidad á la ex-
tremidad septentrional de aquel continente, ¿qué importancia
tiene eso para la Historia ni para la civilización? ¿Qué influen-
cia tuvieron esos viajes en la marcha de la humanidad? En
cambio, ¿qué inmensas consecuencias no tuvo el descubrimiento
de Colón? Ello es, señores, que cuando Colón propuso su idea,
todos la tuvieron por imposible, y cuando la realizó dijeron que
era ya conocida. Y es que todo lo que encuentran los hombres
de genio suele ser tan sencillo, que todos creen que lo hubie-
ran encontrado; que la belleza del genio consiste en que él se
parece á todos y nadie se parece á él.
Pero, dando de barato que todos los defectos que le han
achacado fueran ciertos, ¿qué importa eso para la alta misión y
el incomparable mérito del gran Colón? ¿Qué consecuencias
han traído al mundo sus defectos? ¿Qué resultados, en cambio,
para la cultura, para la civilización, para el progreso de la hu-
— 39 -
manidad han traído sus excepcionales dotes, su inteligencia, su
voluntad y su genio?
Debe la Historia tributar sus entusiastas elogios á Colón,
personificación excelsa del genio, del estudio, de la constancia
y de la fe; símbolo insigne de la paciencia, que, según un escri-
tor célebre, la paciencia es el genio, como es también atributo
dcDios: J^afüns g7¿?a cetermis. Pero ha de reconocerse al mismo
tiempo que no es dado á la humana condición sustraerse de las
debilidades y flaquezas inherentes á esa condición misma. El
que de ellas estuviere libre en absoluto no sería hombre, y aun
en esa lucha de lo bueno y de lo malo, de lo rastrero y de
lo elevado, de lo verdadero y de lo falso, es en lo que á mi ver
estriba el mérito, la virtud, la grandeza, el genio, todo lo noble,
todo lo sublime á que puede aspirar la humana naturaleza.
Tal íué el verdadero carácter de Colón, Su grandeza tanto
como de su propio genio resulta de la contradicción, de la lucha
en que su alma magnánima se templó al calor de su férrea volun-
tad y de su convicción profunda. Jamás acaso se ha visto en la
Historia un triunfo semejante del tesón y de la constancia, pues-
tos al servicio de una altísima inteligencia y de una sublime
idea.
Pobre, desconocido, extranjero en todas partes, porque su
verdadera tierra era el mar y su verdadera patria la que le pro-
porcionara medios de realizar su colosal empresa, le vemos
errar de nación en nación, de corte en corte, sin lograr excitar
más que la incredulidad y el menosprecio de los sabios, la burla
de los cortesanos, la risa y la befa del vulgo, que le tenía por
demente ó por maniático. Y sereno é impertérrito el hombre
de la capa raída, como le llama un antiguo escritor, firme como
una roca combatida por la tempestad, siguió años y años sin
cejar ni un punto en sus propósitos, sin desistir de su predica-
ción continua y obstinada, sin disminuir ni en un ápice sus con-
diciones. Ni el prestigio de los más celebrados claustros, ni la
púrpura de los Prelados, ni la pompa de la Corte, ni el mismo
esplendor del Trono le conmovieron jamás ni le intimidaron.
Con sus canas aun prematuras y con su pobre traje iba ofrecien-
do mundos y tesoros, y con la fuerza de su genio y de su volun-
tad indomable logró hacerse oir de los grandes y aplaudir de
— 40 —
los doctos, y respetar de los ignorantes, y negociar con los
Reyes é imponer sus condiciones, y armar sus carabelas, y lle-
gar con ellas á esas tierras desconocidas, á ese nuevo mundo
que su genio había adivinado.
Pero con ser su genio tan elevado y su voluntad tan poderosa,
¿hubiera podido realizar Colón su magnífica obra sin el con-
curso de una Reina como Isabel y de una Nación como España?
¿No hubo algo de providencial en esas grandes figuras del Almi-
mirante y de la Reina, y en la conducta del pueblo de Castilla?
Húbolo sin duda alguna. Para negarlo sería necesario suponer
que la Historia es una mera relación de hechos sin conexión ni
enlace, que los sucesos se realizan sin razón y sin motivo; sería
necesario negar las leyes históricas, que del mismo modo que
las leyes físicas, han sido trazadas por el Supremo Hacedor. La
intervención de la Providencia en los acontecimientos humanos
es, en mi sentir, innegable; pero, entiéndase bien, una interven-
ción mediata que deja completamente á salvo la libertad huma-
na, las causas naturales, los fueros de la voluntad y de la razón.
No hace mucho que desde este mismo sitio, y al tener la honra
de hacer el resumen de la luminosa discusión que sobre los
métodos históricos tuvo lugar el pasado año, os exponía con
alguna extensión mis opiniones sobre este asunto, y os demos-
traba, ó al menos creía demostraros la verdad de estas ideas,
en mí añejas y arraigadas.
El hombre, en virtud de su libertad, elige entre los diferentes
impulsos que le solicitan. Cada una de sus acciones individuales
es perfectamente libre y espontánea ; pero las acciones de los
unos se compensan con las de los otros, y vistas engrande escala
y en conjunto principian á divisarse las reglas generales. Cuanto
más se extiende el número, el espacio y el tiempo, más percep-
tibles se van haciendo esas reglas que, tomadas á su vez en con-
junto, constituyen las eternas leyes de la Providencia, que por
las sendas del progreso conducen á la humanidad hacia lo ver-
dadero, lo bello y lo bueno, fin supremo del hombre y de la His-
toria.
Dada la idea de Dios, es imposible negar la idea de Provi-
dencia; y que ésta ha de dirigir la humanidad hacia el progreso
y el bien por medio de la libertad, consecuencia es también
— 41 —
necesaria de la idea de los atributos esenciales del Todopo-
deroso.
Cualquiera que sea la teoría que se admita, sea la creación
natural, sea la hipótesis de Darwin, es lo cierto que es imposi-
ble negar el progreso y la evolución lenta, pero sucesiva, y
tendiendo siempre hacia el adelanto y la mejora que se ha ido
desarrollando en el transcurso de los siglos. Camina esa evolu-
ción, ese progreso por medio de flujos y reflujos como las ma-
reas del Océano, pero cada retroceso lleva en sí los gérmenes
latentes de adelantos mayores, gérmenes que se desarrollan en
esas épocas de atraso para dar después frutos más y más precia-
dos, como suele el barbecho, que al dar descanso á la tierra y
al rehabilitar sus elementos productivos, prepara más abundan-
tes cosechas.
Es un hecho innegable que la civilización va caminando, des-
de los primitivos tiempos históricos, siempre de Oriente á Occi-
dente. Con gran razón dice Cantú, que así como el griego y el
latín perdieron el derecho de lenguas madres, los egipcios y los
persas han perdido el de llamarse pueblos primitivos, y que la
India, y acaso el extremo Oriente, les han precedido. Desde
esos remotos países del Asia fué avanzando la cultura por la
Asirla, la Caldea, el Egipto á Grecia, y desde Grecia á Roma,
y desde Roma á toda la Europa, y señaladamente á España,
país el más occidental del continente. Era por esta razón debido
á España el civilizar el gran continente occidental.
Se ha supuesto por algunos que España no se hallaba en bue-
nas condicionnes para emprender con Colón su glorioso descu-
brimiento, y que ni su marina ni sus circunstancias como nación
eran idóneas para ello.
Ni Francia recién salida de una tutela y amenazada por el
Imperio y por la España; ni Inglaterra bajo el peso de la te-
rrible guerra de las Dos Rosas, sin industria y sin marina; ni
Alemania, sumida en completa anarquía, hubieran podido aco-
meter esa empresa fácilmente. Venecia, Genova y Portugal ya
hemos visto que la rechazaron. La Historia se ha encargado de
consignar la osadía, el tesón, el verdadero heroísmo de los espa-
ñoles en la conquista y civilización del Nuevo Mundo.
En cuanto á la marina española, ya desde los siglos xii y xiii
se distinguió en arriesgadas expediciones marítimas. Por el fuero
de Zarauz de 1237, se ve que se dedicaba á la pesca de la balle-
na. En la conquista de Sevilla, en el sitio de Algeciras y en el
de Gibraltar, en la guerra marítima contra Aben-Juseph, Rey de
Marruecos, hizo brillante papel. Empleaban los Reyes de Fran-
cia naves españolas, y los de Inglaterra celebraban tratados con
las villas del mar cantábrico. Doce galeras castellanas destro-
zaron en la batalla de la Rochela á treinta y seis buques ingle-
ses, y por primera vez usaron de la artillería en el mar. Don
Diego de Mendoza, Almirante de Castilla, batió á los portugue-
ses, y el Conde de Buelna á los ingleses, al empezar el siglo xv.
La conquista de las Canarias, intentada por aventureros cas-
tellanos y llevada á cabo por Juan de Betancourt en nombre de
los Reyes de Castilla, tuvo lugar poco antes. Y aquí es muy de
notar un hecho importante y que tiene gran actualidad en estos
momentos, y es que la costa de África, señaladamente el Río
de Oro y la Guinea, fueron exploradas por los españoles antes
que por los portugueses ni por ninguna otra nación. Cita el
P. Ricardo Cappa en su notable obra Estudios críticos acerca
de la dominación española en América^ un libro titulado Fénix
de las maravillas del orbe, de la que transcribe este conclu-
yente párrafo: «Un navegante catalán, D. Jaime Ferrer, había
llegado en el mes de Agosto de 1346 á la embocadura del Río
de Oro, cinco grados al Sur del famoso Cabo de Non, que el
infante D. Enrique se lisonjeaba haber hecho que doblasen por
primera vez los navios portugueses en 141 9.» Y más adelante
añade: «Largo tiempo antes de los nobles esfuerzos del infante
D. Enrique y de la fundación de la Academia de Sagres, diri-
gida por un piloto cosmógrafo catalán, Maese Jacome de Ma-
llorca, habían sido doblados los cabos Non y Bojador (i).
(i) P. Ricardo Cappa: obra citada; primera parte: Colón y los españoles; apéndice i."
Edición de Madrid, 1889, pág. 334. Atribuye el P. Cappa el libro á que se refiere al
célebre Raimundo Lulio, y en eso hay sin duda un grave error, que acaso sea errata de
imprenta. Sabido es que ese insigne mallorquin nació en Palma hacia 1235, y que murió
en 3 de Junio de 13 15, tras de una larga vida llena de glorias y de amarguras y de las
más extrañas vicisitudes. Mal podía hablar, por tanto, de sucesos acaecidos á mediados
del siglo XIV y principios del xv. En todo caso no cabe duda de que las relaciones co-
merciales del Reino de Aragón y señaladamente de las Islas Baleares con las Canarias
y Costa Occidental de África, fueron muchas y frecuentes en el siglo xiv, según consta
— 43 —
Pero no fué sólo eso; hacia 1395 Betancourt, con una fra-
gata, recorrió desde Cabo Cantin hasta el mismo Río del Oro,
más allá del de Bojador, reconociendo y cobrando contribucio-
nes en el país, adquiriendo, por tanto, Castilla cierta posesión
en la costa de África. Esta navegación continuó con mucha ac-
tividad durante todo el siglo xv, habiendo viaje que valió á su
dueño diez mil pesos oro. Los Reyes de Castilla siempre consi-
deraron aquellas tierras como de su dominio, y así D. Juan II
dice á D. Alonso V de Portugal en 1454, que sus subditos ve-
nían con sus mercaderías de la tierra que llaman Guinea, «que
es de nuestra conquista»; y los Reyes Católicos, en su provisión
de 19 de Agosto de 1475, declaran que «los Reyes de España
tuvieron siempre la conquista de África y Guinea, y llevaron el
quinto de cuantas mercaderías en aquellas partes se rescataban.»
Y no se limitaban á decirlo, sino que nombraron receptores y
escribano mayor «de las naos que se armaron para el tráfico de
Guinea é aun adelante de la Sierra Leona», y mandaron en 1478
que se hicieran armamentos marítimos para proteger dicha na-
vegación. Vese, pues, que durante largo espacio de tiempo es-
tuvieron los Reyes de Castilla en posesión legítima de esos te-
rritorios de África y Guinea que españoles descubrieron; y que
habiendo pasado por convenio á Portugal y cedidos segunda
vez á España, vuelven al cabo de tantos años á estar nueva-
mente en litigio.
Dispensadme, señores, esta digresión que no creo completa-
por los datos inéditos, fruto de diligentes investigaciones, que me ha facilitado el dis-
tinguido arqueólogo mallorquín D. Gabriel Llabrés, y que muy de veras le agradezco.
Esos datos tan interesantes como auténticos, son los siguientes:
1342. — Salen desde Mallorca por Canarias varias naves capitaneadas por Fernando
Dezvaler, quien á su regreso emprende un viaje á la Tartaria y tierras del gran Kan.
Un compañero suyo regresa de este viaje transcurridos más de cuarenta años.
1346.— El 10 de Agosto de este año sale de Mallorca con rumbo al Rio del Oro, el
navegante Jaime Ferrer. Nada se supo de la expedición que permaneciera ignorada á
no haberla consignado en su Atlas de 1375, el cartógrafo Jaíl'uda Cresques gloria de
Mallorca, y director que fué de la Academia náutica de Sagres.
1346. — Setiembre y Octubre. Pedro VI de Aragón escribe al Gobernador y Jurados
de Mallorca recomendándoles que favorezcan al Principe de la Fortuna, que va á la
Isla á proveerse de naves y galeras para conquistar las islas tutcvawni/c halladas. En-
cárgales que le vendan á dicho Principe cuantos cautivos canarios necesite.
1392. — Un fraile mallorquín, dominico, fr. Alsina, empeña varias alhajas antes de
embarcarse para Canarias de donde había sido nombrado Obispo.
Todo eso consta por documentos fehacientes que publicará en breve el Sr. Llabrcs.
— 44 —
mente inoportuna, y para terminar este asunto, añadiré sola-
mente que la aguja náutica era conocida en España antes de su
supuesta invención en Italia; que se construían en nuestra pa-
tria bajeles para toda Europa; que las pescas de los vasconga-
dos se extendían de las costas de Irlanda hasta Terranova y
acaso al Canadá; y que la escuadra que acompañó á la princesa
D.^ Juana á Flandes constaba de 120 naves, armada sólo infe-
rior á la famosa Invencible.
Pero ni en la riqueza y prosperidad de la Nación, ni en la
fuerza de su marina consistió el apoyo dado para el descubri-
miento, ni el vigor desplegado para la conquista. Consistió es-
pecialmente en las grandes cualidades de su Reina, y en la ge-
nialidad y carácter del pueblo español representado en todas
sus clases, estados y condiciones.
Es espectáculo maravilloso y digno de fijar la atención de la
Historia, el que presentan los pueblos todos de la Península
española al terminar su misión histórica de arrojarlos moros de
su territorio-, después de haber servido de valladar á Europa, y
de haberla salvado más de una vez de la irrupción agarena. Ara-
gón, que es el primero, se lanza sobre el Mediterráneo; y Cór-
cega, Cerdeña, Sicilia, Ñapóles y hasta Constantinopla y Gre-
cia y Asia, son teatro de sus conquistas y de sus asombrosas
hazañas, y Roger de Lauria proclama, que ni los peces pueden
pasar por aquellos mares sin ostentar las barras de Aragón. Si-
gúele Portugal, y desde su Algarbe se arroja sobre el Algarbe
africano ; África es su lote, y por primera vez reconocen aquel
enorme continente, y conquistan sus costas y atraviesan la te-
merosa zona tórrida y doblan el espantoso Cabo de las Tor-
mentas, Y, entre gloriosas aventuras, llegan al fin á la India, tér-
mino suspirado de sus afanes. Quedaba Castilla, su territorio era
más vasto, su enemigo más fuerte, su conquista más difícil, pero
apenas Granada empieza á ceder, y su caída se ve segura, se le
presenta una aventura más grande, más atrevida, más maravi-
llosa que las de sus hermanas Aragón y Portugal, con serlo
tanto. Su ley histórica la impelía, su misión providencial tenía
que cumplirse. Y así, mientras la opulenta Genova, y Venecia
la poderosa, las Repúblicas marítimas por excelencia; mientras
Inglaterra y Portugal mismo, á pesar de su afán de viajes y des-
— 45 —
cubrimientos, rechazan al navegante insigne, y no encuentra
apoyo ni en los Reyes, ni en los Senados, ni en Ja opinión, y
sólo repulsas y befa por todas partes, en Castilla encuentra
desde el principio amigos y protectores de todas las clases so-
ciales. Encuentra también enemigos, quizá afortunadamente
para su gloria; que en la lucha y en el combate se templan los
grandes caracteres y los verdaderos genios. Pero el número de
sus amigos y admiradores crece: porque en Castilla el corazón
y el sentimiento dominan, y para comprender el genio como
para emprender grandes hazañas, más que la razón fría y positiva
hace falta sentimiento y corazón. La España que había resistido
á los romanos, y sucumbido en Sagunto y en Numancia y ven-
cido en Covadonga y en Sobrarve; la España que había de lu-
char con Napoleón, tenía que comprender al insigne marino, y
seguirle en su maravilloso viaje, y emprender después de él
aquella serie de temerarias y asombrosas aventuras que se llama
la conquista de las Indias.
La más ilustre nobleza representada por el Duque de Medi-
naceli, que durante dos años le hospeda en su casa, y le pro-
tege, y por el Marqués de Moya que le da alientos; el alto clero
que por el cardenal Mendoza le introduce con los Reyes y por
Fr. Diego de Deza le da albergue y sustento y poderoso apoyo
en Salamanca; los altos funcionarios como el Contador Mayor,
Quintanilla, y Juan Cabrero y el Secretario Santángel, cuyas
eficaces gestiones he referido; damas ilustres como D.^ Beatriz
de Bobadilla ó influyentes como D.^ Juana de la Torre, que le
ayudan y patrocinan; las notabilidades científicas, que si le
rechazan en Córdoba, le aplauden y le recomiendan en San Es-
teban, en Valcuevo y en Salamanca; la clase media á que per-
tenecían Martín Alonso Pinzón y sus hermanos, que más que
otro alguno contribuyeron al buen éxito de su empresa, y el
físico de Palos, Garci Hernández, y el Dr. Chanca, decididos y
muy útiles sostenedores de sus ideas; y luego las clases más hu-
mildes, los religiosos mendicantes, viva encarnación del pueblo
en aquella época, Fr. Juan Pérez, su entusiasta y siempre leal
amigo, Fr. Antonio de Marchena, su sabio defensor, su pala-
dín esforzado, el buen Padre Gricio y hasta el obscuro vecino
de Palos, Juan Rodríguez Cabezudo, todos estos nombres que
- 46 -
constituyen la completa escala social de la nación en aquel
tiempo, grandes y humildes, nobles y plebeyos, sabios é igno-
rantes, ricos y pobres, agrúpanse al lado de Colón y le dan am-
paro ó consuelo, amistad ó fuerza; y con ellos y por encima de
todos la gran Reina, la incomparable Isabel, le fortifica pri-
mero con la esperanza, le sostiene luego con su protección, y,
por último, en situación todavía crítica para su trono, le da las
naves y los fondos y hasta sus joyas, si es preciso, para realizar
el maravilloso descubrimiento, tenido en los demás países por
imaginario y absurdo.
Sólo un alma tan noble y tan elevada como la de la Reina de
Castilla, sólo un corazón tan excelso pudo comprender al gran
Colón; sólo el carácter heroico y el espíritu entusiasta de la na-
ción española fueron capaces de adivinar su genio. La misión
histórica de España se tenía que cumplir, y por eso providen-
cialmente vino Colón al único país que podía realizar su gran-
diosa empresa.
Por eso podemos, para concluir, decir con legítimo orgullo,
que el descubrimiento de América, «la mayor cosa, después de
la creación del mundo, sacándola encarnación y muerte del
que lo crió», según la feliz expresión de Gomara, fué debido al
genio y á la voluntad de Colón, al corazón de Isabel y al es-
fuerzo y espíritu levantado del pueblo español.
LOS FRANCISCANOS Y COLÓN.
ATENEO DE MADRID
LOS FRANCISCANOS Y COLON
CONFERENCIA
SRA. D.' EMILIA PARDO BAZÁN
leída el día 4 de Abril de 1892
T
MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 20
i«9
Señoras y señores:
Cuando me invitaron á tomar parte en esta serie de lecciones
que conmemoran el cuarto Centenario del descubrimiento del
Nuevo Mundo, al pronto me arredró (en toda verdad lo digo)
mi incompetencia para alternar con los sabios especiales que
me han precedido y me seguirán, alumbrando con su doctrina
y su palabra los espacios de la ciencia americanista. Sólo cobré
ánimos al recordar que los orígenes del descubrimiento de
América — el suceso más grandioso que presenciaron los siglos,
después de la Encarnación del Hijo de Dios — están íntima-
mente ligados á los anales de la Orden de Menores, ó, para
decirlo en estilo llano, de los frailes Franciscos, cuyo distintivo,
el cíngulo de nudos, rodeó la cintura del terciario Cristóbal
Colón.
Diez años hace que corre impreso un libro mío, prenda de mi
devoción, á la vez mística y humana, al Santo de Asís: á aquel de
quien pudo decir Emilio Castelar con frase inspirada y magní-
fica, que «impulsó á la tierra en su carrera por el espacio, y
acercó á nuestras manos los apartados cielos donde se transfi-
gura la conciencia»; á aquel á quien Isabel la Católica, á punto
de morir, llamaba «Alférez maravilloso de nuestro Señor J^e-
sucristo». Sólo el libro á que aludo puede servirme de excusa,
ya que no de justificación, para venir á hablaros de la influen-
cia de los Franciscanos en el destino de Colón y en los aconte-
— 6 —
cimientos que juntaron, bajo los auspicios de España, ambos
hemisferios del globo terrestre.
Si hubiésemos de ver en el desenvolvimiento histórico el re-
sultado de los juegos del azar ; si no creyésemos que hay en la
historia ocultas leyes de afinidad que regulan los hechos, diría-
mos que en otra Orden religiosa cualquiera pudo Colón, lo
mismo que en la Franciscana, encontrar eficaz cooperación y
auxilio. Mas no pongamos en duda ni un instante esa razón in-
manente de la historia universal, esa armonía suprema que do-
mina el fragor de tempestad de las épocas más perturbadas : no
repitamos aquella angustiosa interrogación de Claudiano , el
poeta de la decadencia:
Scepe inilii dubiam traxít sentcntia mentei>!,
curarent svperi térras^ an iniliiis itincssct
rector, et incerto fluerent mortalia casu.
En romance: «Una duda cruel tortura á veces mi espíritu:
me pregunto si los dioses se enteran de lo que en la tierra su-
cede, ó si, al contrario, el mundo fluctúa sin dirección entregado
á la casualidad.» Nuestra fe, no ya en la bondad divina, sino en
la belleza armónica del mundo, nos enseña que no fluctúa sin
dirección, que no lo vemos como incoherente pesadilla, y que
cuanto más lo contemplemos, más resplandecerá ante nuestros
ojos la inmensa cadena de oro de que hablaba Jordano Bruno,
cadena que enlaza entre sí los fenómenos al parecer dispersos, y
mejor distinguiremos el designio que todo lo concierta y el po-
der superior que impulsa al hombre más allá de lo que pudo
soñar nunca, y mejor comprenderemos, como lo comprendía
Leibnicio, que «lo presente está en cinta de lo futuro, y en lo
actual se cifra lo porvenir».
Para manifestar cómo estas afirmaciones optimistas son apli-
cables al asunto que trato, permitidme que en sucinta reseña os
traiga á la memoria algunos antecedentes de la Orden francis-
cana, de sus tradiciones, significación y carácter propio.
La milicia suscitada por San Francisco de Asís es á la ardiente
ebullición religiosa de la Edad Media lo que á la catedral gótica
sus caladas, transparentes agujas; la última expresión de un
ideal; la quinta esencia más sutil y exquisita del misticismo. Con
San Francisco, la Edad Media asciende el postrer peldaño que
la separa del cielo; y como ya no puede subir más; como el sol
llegó á su cénit, sólo le resta partirse en infinitos rayos que
alumbren y calienten la tierra, y fecundicen los gérmenes con-
tenidos en sus entrañas. Así vemos que desde San Francisco
todo se transforma, todo se renueva, todo sufre una crisis pre-
paradora de otros tiempos que ya despuntan. La pintura suelta
su vieja crisálida bizantina, y revolotea libre por las creaciones
de Giotto: la arquitectura, abrumada bajo la maciza bóveda ro-
mánica, se yergue y se rasga en atrevidas ojivas : la poesía, en-
carcelada en las cortes y alambicada por los trovadores, rompe
sus grillos y desciende al pueblo, fuente de Juvencio de toda
literatura: la naturaleza se rehabilita y el feudalismo vacila en
su pedestal de hierro. Y estas metamorfosis son fruto, no de la
influencia indirecta, sino de la inmediata acción del Santo. ¿Qué
escenas reproduce la nueva falange de pintores? La leyenda
franciscana, los desposorios de San Francisco con la dama Po-
breza. ¿Dónde se afirma la nueva arquitectura, el templo ojival
con su rosa mística y sus aéreas torres? En los conventos fran-
ciscanos, en el sepulcro de Asís. ¿Qué cantan los poetas precur-
sores de Dante? Los éxtasis, los milagros del pobrecillo Fran-
cisco. ¿Cuándo recobra la naturaleza sus fueros y vuelve á
acariciarla el soplo del amor? Cuando Francisco liberta á la tór-
tola del cautiverio y al cordero del cuchillo, y, nuevo Oríeo,
reconcilia á la fiera con el hombre. El verbo que se eleva para
maldecir á los tiranos, de boca franciscana sale: los frailes son
emisarios del pensamiento patriótico, y, á su voz, Italia ad-
quiere esa conciencia de sí misma que rescata á las naciones.
Con esto sólo ya sería portentosa la obra del Serafín en carne
humana; pero otros aspectos hay en ella que ahora nos impor-
tan más. Suscitar poetas, pintores, arquitectos, tribunos, peni-
tentes y vírgenes que hicieron del claustro plantel de azucenas,
es lo que en la obra de San Francisco corresponde al amor, á la
voluntad, al sentimiento ; es la parte estética del movimiento
franciscano. Veamos el reverso, la otra faz, la práctica y cien-
tífica.
No podía la idea de San Francisco, tan activa para inflamar
los corazones, quedar infecunda en el orden de la especulación
— 8 —
racional; ni podía carecer la Orden de filosofía propia, de un sis-
tema metafísico nuevo ó renovado y adecuado á su concepto
del mundo natural y sobrenatural, de la realidad entera. En la
Orden de San Francisco, del crucificado moral, del poeta sobe-
rano, del partidario del espíritu vivo contra la letra muerta, era
donde habían de surgir los filósofos del amor, los grandes místi-
cos. Así como en los mares del globo ruedan dos corrientes
principales, la del golfo y la polar, la vasta extensión de la filo-
sofía ortodoxa de la Edad Media se reparte en dos direcciones:
la mística y la dogmática, que encarnan respectivamente Fran-
ciscanos y Dominicos. La filosofía mística es el supremo esfuerzo
del hombre para abarcar lo infinito: tiene alas como de paloma:
con impulso delirante quiere ascender á las estrellas: vuela, corta
el aire, agota su vigor, aletea rendida y baja á descansar en
la humilde tierra, donde recoge el sustento. — Así la filosofía
mística, comprobando que lo infinito no cabe en nuestra razón,
al caer exhausta del tercer cielo adonde por el amor logró subir,
recobra su puesto en la tierra por medio del criticismo escép-
tico, padre del método positivo y experimental, á que se deben
los adelantos de la Edad moderna.
Este natural proceso ideológico siguió el pensamiento fran-
ciscano, y en la Orden, al lado del radiante y artístico genio de
San Buenaventura, alma gemela del alma de Platón, se alzan
los que podríamos llamar kantianos de la Edad Media, los pen-
sadores nominalistas, ariete del escolasticismo, enemigos de va-
nas palabras y artificiosas clasificaciones; los nominalistas, que
tal vez no han sido sobrepujados en osadía por ningún positi-
vista moderno. Para demostrar cuan estrechamente se enlaza
el misticismo con las tendencias positivas, bastaría recordar el
hecho de que el filósofo franciscano por excelencia, el Doctor
Sutil, Dunsio Escoto, fué el hombre más versado de su época
en ciencias naturales, el más profundo matemático, el precur-
sor de Newton, Leibnicio y Wolfio en resolver varios problemas
de física y geometría; pero la significación de Escoto en este
concepto es menor que la del portentoso franciscano Rogerio
Bacón.
No he de probar á aislar en Rogerio Bacón la verdad y la le-
yenda. Quitadle todo, hasta el ser, en el lenguaje familiar espa-
— 9 —
ñol, tipo clásico del ingenio mediante la invención de la pólvora ;
negad ó triturad los pasajes de sus escritos, de los cuales se
desprende que aquel fraile del siglo xiii no sólo inventó la pól-
vora, sino la navegación por el vapor, los ferrocarriles, los glo-
bos aerostáticos, los puentes colgantes, la linterna mágica, el
telescopio, el microscopio...; sonreíd al leer en ingenuas cróni-
cas que Fray Rogerio consiguió burlar al diablo, porque el dia-
blo era menos listo que Fray Rogerio... y con que le dejéis tan
sólo lo que no se le puede regatear, el mérito de haber sentado
terminantemente los principios hoy canonizados, el método ex-
perimental filosófico, que no se limita á observarlos fenómenos,
sino que los provoca y reproduce á fin de conocer sus leyes,
basta para confirmar lo que me interesa que resalte aquí: que
ya desde el primer siglo de su fundación, con increíble rapidez,
había recorrido la Orden franciscana el ciclo entero de la espe-
culación filosófica, y el misticismo, como la paloma después de
remontarse y rendirse, descendía á recoger el grano en el surco,
y por ley ineludible, al extático San Buenaventura había suce-
dido el analítico Escoto, y de éste se había engendrado Rogerio
Bacón, el positivista; siendo de advertir que todos tres fue-
ron pensadores ortodoxos; que lo que voy refiriendo no es la
historia de ninguna herejía, y que el espíritu de Escoto y
Bacón, aquél tenido por venerable, éste muerto en olor de
santidad, debió perseverar en la Orden, y perseveró, como ve-
remos.
Nadie puede negar el predominio de este espíritu en los Me-
nores. Comparad á la Orden de San Francisco con otras dos
poderosísimas, que quizá podrían sernos más simpáticas á fuer
de españolas. ¿Cómo olvidar que en las milicias de Santo Do-
mingo de Guzmán y San Ignacio de Loyola descollaron varones
eminentes en sabiduría, astros de primera magnitud, todo un
Santo Tomás de Aquino? Pero notad que lo que representan
principalmente Dominicos y Jesuítas es la defensa del dogma,
la confutación de los herejes, la sumisión de la sociedad civil al
poder eclesiástico, la unidad religiosa, inconsútil como la túnica
de Cristo. Si suponemos á cada una de las tres magnas asocia-
ciones religiosas representadas por un individuo que encarne
sus tendencias, diríamos que la de Santo Domingo la simboliza
— I o —
un hábil dialéctico, martillo de herejes; la de San Ignacio im
político profundo, dominador de tierras y almas, y la de San
Francisco un misionero, que sale á predicar las verdades de la
fe y vuelve trayendo en sus alforjas de mendicante las conquis-
tas de la ciencia-
No quisiera que sonasen mis palabras de un modo exclusivo
y estrecho, ofensivo para alguna de las grandes asociaciones re-
ligiosas. La brevedad que me imponen los límites de esta lec-
tura, me manda trazar líneas generales, y desdeñar los aspectos
parciales y relativos de la cuestión. Ni es ni puede ser mi pro-
pósito sentar que únicamente los Franciscanos tuvieron místi-
cos, filósofos de la naturaleza y misioneros, pues también en las
demás Ordenes los hubo; sólo indico que en la Franciscana se
ha de buscar su representación más saliente, adecuada á los
fines especiales de la Orden y á la originalísima personalidad
del fundador. El cual, al dar á sus frailes esta consigna: Síi, miei
Jíg'li, spargetevi peí mondo e annunziate la pace! les infundió
el anhelo de la aventura geográfica, é hizo de ellos los caballe-
ros andantes de la humanidad. Era el espíritu de San Francisco
todo expansión, todo irradiación comunicativa; y como suele
ocurrir á los grandes genios innovadores. Colones del mundo
psíquico, la tierra conocida le venía angosta, la grey humana era
escasa y reducida para su apostólico celo, y San Francisco ne-
cesitaba países nuevos adonde llevar la locura de la cruz, y
nuevas almas donde trasvenar la efusión de su caridad subli-
me, grabando con fuego el nombre de Cristo. Desde que San
Francisco siente la vocación, apodérase de él una inquietud ex-
traña, un ímpetu de recorrer la tierra, como si el penitente de
Asís presintiese, por medio de la aspiración sentimental, el
mundo ignorado, las razas nuevas y desconocidas que habían de
surgir de los mares.
San Francisco es el primer misionero viajante, el sucesor di-
recto de los Apóstoles. ¿Quién en mejores condiciones que él?
El hombre que ha dado su anillo nupcial á la Pobreza; el que se
ha descalzado y con los pies desnudos ha pisoteado las vanida-
des y los bienes terrenales; el que no quiere tener dos túnicas,
ni sandalias, ni plata, ni acuñada moneda, sino fe y libertad,
¿qué obstáculos ha de encontrar para trasladarse de un punto á
otro? Los mismos que encuentra la golondrina para emigrar al
primer soplo del invierno.
Para San Francisco no había ligaduras de intereses caducos,
ni familia, ni hacienda, ni amistad ó amor profano le estorbaban:
ciñóse su cuerda y partió. — No me atribuyan que supongo en
San Francisco el menor presentimiento científico de la existen-
cia de América ¿Acaso, hablando con exactitud, lo tuvo
Colón? ¿Pues cómo pudiera tenerlo San Francisco tres siglos
antes? Lo que sintió San Francisco fué un prurito irresistible y
extraño de salir de Europa y llegar hasta los últimos confines
de la tierra habitada por el género humano, á las más remotas
y desconocidas regiones del Asia y del África; del África,
donde ayer anidaba el águila agustiniana, donde de una Iglesia
floreciente sólo quedaban ruinas. Eran entonces los países
mahometanos una amenaza para la civilización cristiana y un
campo de espinas y abrojos que San Francisco quería fertilizar
con sangre. — El Santo entró en la primer nave que se daba á la
vela para Siria: deshecha borrasca arrojó la embarcación contra
las tristes costas de Esclavonia, y detenido el barco para care-
narse, á Ancona hubo de regresar el misionero, que, no desalen-
tado por el primer fracaso, decidió pasar al África cruzando
tierra española; y aunque frustró su intento la enfermedad que
aquí rindió su cuerpo extenuado, ya quedaba señalada la ruta de
las Hespéridas á los frailes Menores. Al tercer intento se logró
el propósito de San Francisco: las crónicas nos le muestran pre-
dicando al Soldán de Egipto, y desafiando á los ulemas á que
atravesasen una hoguera encendida, cuyas llamas respetarían al
portador del Evangelio.
Dado estaba el impulso. Los Franciscanos habían aprendido
á tomar báculo y alforja y andar los caminos del universo. Al
saber el suplicio de los cinco protomártires de Berbería, San
Francisco casi se desmaya de gozo y bendice al convento de
Alenquer «donde brotaron aquellas cinco rojas y fragantes flo-
res». Bendigámoslo también nosotros; porque estos que siguen
al Cordero con la estola tinta en sangre, son bienhechores de la
humanidad; preparan el suelo para la civilización. Ya encontra-
remos á los Franciscanos doquiera, donde haya un palmo de
tierra no visitado aún por la cruz, siempre nómadas, siempre
dispuestos á la suprema afirmación ante la cuchilla. Les vere-
mos en Nicea tratando la unión de la Iglesia de Bizancio á la
de Roma; les seguiremos por las estepas de Tartaria, en busca
del misterioso Preste jfiian^ describiendo y dando á conocer
aquellas ignoradas regiones; les hallaremos empeñados en con-
vertir á los kanes mogoles y á la Horda de oro, y conscientes de
la irrupción con que amagaban á Europa las razas amarillas;
admiraremos á Fray Juan de Pian Carpino y á Fray Guillermo
de Rubriquis, que convierten en exploración científica lo que
parecía loca aventura, y diremos conRémusat, que á los frailes
corresponde el mérito de haber comunicado y, por decirlo así,
reconciliado la parte oriental y la occidental del mundo. Á fines
del siglo XIV, el beato Odorico de Udine explora el Océano ín-
dico: de éste y de algunos exploradores m,ás ha perdurado el
nombre: ¡cuántos y cuántos yacen en el olvido! A veces aparé-
cese en Roma un fraile atezado, escuálido, quemado por el sol
del Asia: nadie sabe quién es: ha salido de misión veinte años
antes, y sólo vuelve para pedir más frailes, más segadores, por-
que la mies está granada y madura. Nótese que desde el adve-
nimiento de San Francisco y la difusión de su Orden y la cons-
titución de la Sociedad Franciscana llamada «de los hermanos
peregrinos por Cristo en toda la tierra», sociedad que se res-
tauró y adquirió nuevo vigor en los últimos años del siglo xiv,
cambia de dirección la corriente de los viajes en la Edad Media,
y el inmenso raudal que se precipitaba hacia Palestina, el mo-
vimiento de las Cruzadas, extínguese poco á poco. También
irán cesando las caravanas de peregrinos con esclavinas de con-
chas, que se dirigen á la basílica de Santiago el Mayor, y ya bri-
llan con su postrer esplendor las grandes romerías, los jubileos
pontificios al pie del sepulcro de los Apóstoles. Observad cuan
evidente progreso á medida que va infiltrándose la idea de San
Francisco en las conciencias, cuan superior concepto de la ca-
ridad y la fraternidad humana el que ya se impone: ¡al palmero
de Jerusalén, al peregrino de Compostela, al romero de Roma,
que viajan por bien de su propia alma, para que Dios les remita
sus culpas, sucede el misionero, que viaja por bien del alma de
todos, para que toda gente conozca á Cristo y para que el uni-
verso sea iluminado: el palmero, el peregrino, el romero, van á
1 T,
venerar reliquias y sepulcros: el misionero va á ensanchar la
vida y á renovar las edades históricas! ¿No es cierto que puede
decirse, no sin fundamento, que la reunión de los hemisferios
del planeta la preparó el espíritu del Santo de Asís?
He oído atribuir á una de nuestras eminencias intelectuales y
políticas esta frase: «Los santos están fuera de la historia.» Pues
decidme cómo se explica la transformación que sufre la Edad
Media para acercarse al Renacimiento, sin la acción de San
Francisco, sin su acción de santidad, porque el hijo del merca-
der de Asís ni fué poderoso monarca, ni gran capitán, ni sabio
insigne, sino lo que podríamos llamar un vidente y un volente;
para decirlo más claro, un inspirado de Dios. Lo que se intentará
significar al excluir de la historia á los santos, es que la crítica
debe distinguir entre lo verdaderamente histórico y lo pura-
mente legendario de su biografía. Pero esta distinción es apli-
cable á cualquier personaje histórico, aunque no le adorne la
aureola de la santidad; y no ignoráis, señores, que la leyenda
de los personajes profanos es á veces más fabulosa y más difícil
de atacar y destruir que la de los santos mismos.
En los primeros años de la décimaquinta centuria, diríase que
una brisa palpitante cruza el Océano y trae en sus alas al viejo
mundo, el mundo de la historia, voces del joven, el de la le-
yenda. Ábrese la era de las lejanas expediciones, de las revela-
ciones náuticas, de las invenciones de tierras, y ya en las Islas
Canarias ó Afortunadas encontramos la huella de los Francisca-
nos, compañeros del descubridor, narradores del suceso. Fran-
ciscanos van también en la nave del descubridor de la isla de
la Madera, y así como en el siglo xiii querían los frailes ita-
lianos bautizar al Kan mogol, ahora los portugueses intentan
evangelizar al Preste Juan de Abisinia. De nuestra Penínsu-
la— porque yo no separo ni separaré nunca, á no ser en el sen-
tido de clasificar para mejor entender, las glorias portugue-
sas y las españolas — de nuestra Península, digo, partió este
arrojo, y no es mucho que á nuestra Península viniese á aco-
gerse el hombre de la capa raída, el mareante y pirata Cris-
tóbal Colón. Si cuando Colón puso el pie en tierra peninsular
deslumhraba nuestra estrella, triunfaban nuestras armas y se
engrandecía por momentos nuestro imperio, la sinceridad me
— 14 —
obliga á declarar que la orden de Menores no se encontraba en
su apogeo: había pasado el gran siglo franciscano. No era, sin
embargo, estéril el tronco que entonces produjo al ínclito fray-
Francisco Jiménez de Cisneros, el hombre nacido para el sayal
franciscano, un San Francisco á la cabeza de una nación. Mez-
cla de penitente y conquistador, que ceñía por devoción el ci-
licio y por patriotismo la coraza, Cisneros, bajo sus apariencias
de santo desprendido de los cuidados mundanales, era un ar-
diente atleta del progreso. Enamorado de la imprenta, por me-
dio de la cual el verbo de la verdad podía fraccionarse sin dis-
minuirse, como el pan de la Eucaristía, Cisneros tomó bajo su
protección al arte tipográfico en su cuna, y las ediciones hechas
bajo los auspicios de Cisneros no pueden contarse. — Sólo recor-
daré que entre los libros mandados imprimir por Cisneros se
incluían las obras de Raimundo Lulio. — La historia (porque Cis-
neros no tiene leyenda, ó al menos no ha prevalecido la que in-
tentaron formarle algunos cronistas y biógrafos) nos enseña que
el editor de la Políglota, el fundador de la Complutense y del Co-
legio Mayor de San Ildefonso, el padre de la gran legión triden-
tina, de los Salmerones y los Láinez, no sólo no es un disidente
en la Orden seráfica, sino que es el franciscano por excelencia,
el que la reforma, depura y restituye al genuino espíritu de San
Francisco, suprimiendo á los relajados claustrales, infieles á la
santa pobreza, y entregando sus conventos á los ascéticos ob-
servantes, los que representaban las tendencias espirituales del
zelantismo^ costándole á Cisneros su espíritu franciscano en-
contrar en los manjares de su mesa horrible sabor de ponzoña,
y que las manos de su propio hermano, después de moverse á
escribir contra el Cardenal un libelo infamatorio, se le ciñe-
sen al cuello para extrangularle — siendo aquellos dos hermanos,
el Abel y el Caín, emblema de las dos tendencias de la Orden,
las de los puros y la de los estragados en toda relajación.
Cuando vino Colón á España, duraban estas excisiones y es-
tas discordias, y el Cardenal planteaba su reforma con incon-
trastable firmeza. Pero el convento de la Rábida, punto de con-
fluencia de la misteriosa corriente franciscana y el destino del
descubridor, sólo hasta mediados del siglo xv había durado en
poder de los degenerados conventuales que Cisneros perseguía:
al punto de atravesar sus umbrales el genovés, ya estaba resti-
tuido á los austeros observantes, de orden del Pontífice Eu-
genio IV.
De los primeros pasos y gestiones de Colón en tierra espa-
ñola, es tanto y tan bueno lo que aquí mismo se ha dicho, que
apenas tocaré este episodio. Créese que Colón llegó de Portu-
gal á España con ánimo de pasar á ofrecer al Rey de Francia el
proyecto desdeñado por la Señoría de Genova, la República de
Venecia y el Monarca portugués, imaginando que en España
tampoco encontraría quien le apoyase, por hallarse concentra-
das las fuerzas de la nación en los empeños de la Reconquista.
Detúvose en Huelva para dejar encomendado su hijo Diego á
solícitos cuidados femeniles, y entonces fué cuando, según la
opinión más probable, trabó relación amistosa con los frailes de
la Rábida. Ya les conociese en la villa de Palos, como indica el
texto de Fray Bartolomé de las Casas, ya llegase á la portería
cubierto de polvo y fatigado por la sed, con su hijo de la mano,
pidiendo «para aquel niñico, que era niño, pan y agua que be-
biese», como se desprende de la relación del físico Garci-Her-
nández, lo indudable es que Colón halló en la Rábida lo que más
necesita el innovador: el primer ambiente templado por la sim-
patía, la adhesión y la aquiescencia. En todo punto que se dis-
cuta ha de mirarse si la discusión recae sobre algo esencial, ó
más bien sobre cuestiones accidentales que no modifican el ver-
dadero sentido de los acontecimientos. Consta que los francis-
canos de la Rábida cooperaron activamente á que se realizase
el intento de Colón en honra y prez de la patria española: este
servicio singular bien vale el discutido vaso de agua, que dieron
ó no dieron al cansado niñico del gran navegante genovés.
El convento de la Rábida, donde Colón encontró leales ami-
gos y entendimientos abiertos para comprenderle, es un edifi-
cio desprovisto de galas arquitectónicas, aunque no de per-
gaminos y recuerdos. Según un códice inédito — una de esas
crónicas seráficas milagreras, ingenuas y encantadoras, que no
puede desdeñar el arte, aunque la crítica las pulverice — la erec-
ción del templo de la Rábida sube al reinado de Trajano, en el
siglo II de la Iglesia. Allí se veneraba el simulacro de la negra
diosa Proserpina, que sustituyó en el siglo iv una imagen de la
blanca María, nunca con más razón llamada Estrella de los Ma-
res. En el fondo del mar se ocultó la efigie al invadir á España
los sarracenos; del fondo del mar salió, como una perla, para
ser venerada bajo la advocación de Virgen de los ^Milagros; y
milagrosa llamarán todas las generaciones á la imagen que oyó
la última oración del descubridor de América, antes de que sus
carabelas levasen el ancla. ¡En lugar de las dos estrellas con
que rematan los cuernos de la media luna que huellan los divi-
nos pies de la Virgen de la Rábida, podría un escultor colocar
las dos mitades del mundo!
Necesito hacer algunas advertencias, entrando de lleno en lo
más espinoso de cuanto en estas lecciones se ha propuesto. Al
tratarse aquí de Colón y los problemas de su historia, el mérito
del descubrimiento y las condiciones de carácter del descubri-
dor se han juzgado con gran diversidad de criterio, diversidad
que refleja la de los autores y libros de más general consulta y
autoridad para el caso. Mientras los apologistas del primer Al-
mirante, inspirándose en una biografía de familia y reforzando
las sugestiones de la piedad filial con las de la admiración, que-
rían poner á Colón en los altares, sus cnticos — porque en justi-
cia no puedo llamarles detractores — pasaban por tamiz las ac-
ciones del descubridor, y encontraban en el bronce de su estatua
numerosas partículas de barro y escorias impuras. De dos clases
son los cargos dirigidos á Colón, no ahora, sino ya de tiempo
atrás, desde que los falsos sentimentalismos lamartinianos y las
indiscretas apoteosis de Roselly de Lorgues y su escuela des-
pertaron y aguzaron la observación, preparando la reacción ne-
gativa.—La primer clase de cargos va contra eMioinbre: estudia
el valor moral de sus actos privados y públicos, cuenta sus de-
vaneos más ó menos clandestinos, su ambición, su nepotismo,
su dureza y crueldad, su prurito esclavista y su sed de oro^
rezagos de sus viejas mañas de corsario y bucanicro. Siendo
tan graves las acusaciones que en este capítulo se formulan, y
aunque de mis lecturas creo deducir que no carecen de funda-
mento, tengo para mí que no dañan á la gloria de Colón, pues
ésta no se basa en las prendas del carácter, en la magnanimidad
y hermosura del alma, sino en el hecho de que Colón descu-
briese el continente nuevo. El alcance de eses cargos es mera-
mente relativo: llenan el fin de vindicar nuestra honra nacional;
nos limpian del feo borrón de ingratitud, justificando la con-
ducta de España, sus reyes y consejeros, y mostrando que no
fué acto de monstruoso desagradecimiento la prisión, embarque
y proceso del Almirante; que no le dimos á beber hiél y vina-
gre, ni le vestimos púrpura de loco, ni le coronamos con espi-
nas en vez de laurel, ni le dejamos expirar clavado á la cruz de
la miseria y del desprecio. ¡Caso extraño! Esta rectificación,
que redunda en descargo de nuestra patria, de nuestros reyes
más esclarecidos, es impopular, y yo sé que por aprobarla he
de recoger mi parte de censuras. Las sumo á otras muchas que
me lleva costado mi afición á la estricta verdad, y paso ade-
lante.
¿No es cierto, señores, que es un enigma, acaso sin más so-
lución que la tendencia á la unidad propia de la mente humana,
ese empeño de querer perfectos y sin mácula á los héroes de la
historia; ese prurito de confundir la perpetua y constante direc-
ción de la voluntad hacia el bien, distintivo de la santidad, con
la especial disposición y luz que puede poseer un ser humano
en el terreno de la ciencia, del arte, de la política, de la gue-
rra— disposición que en grado eminente se llama genio? ¿Y no
es cierto que esta exaltación con que pretendemos asociar lo
que Dios mismo quiso distribuir entre varias criaturas — virtud
eminente y genio sublime — nos precipita al extremo opuesto,
llevándonos á pedir al genio, en el terreno moral, cuentas más
estrechas de las que se piden al vulgo? No son las flaquezas de
Colón tan enormes ni tan inauditas en su época, que se le pueda
calificar de malvado; pero suponed, y es mera suposición, que
tan duro epíteto fuese aplicable al genovés; ¿no habría enton-
ces, no habrá ahora cientos de miles de individuos capaces de
las mismas faltas y transgresiones á la moral que Colón, pero
que viven y mueren sin legar á la humanidad obra bella ni útil,
sin pagar el escote de una existencia vacía de sentido, indife-
rente á la humanidad? ¿Pues por qué la desdeñosa indulgencia
que otorgamos á esos anónimos pecadores, á esos zánganos que
no melificaron nada, no se ha de convertir en tolerancia respe-
tuosísima, al tratarse de hombres como Colón? Es indudable
que nuestro juicio oscila entre dos errores: el primero, negar
2
los fueros de la historia, exigir que se encubran las imperfec-
ciones del genio; el segundo, no perdonarle al genio, por su re-
gia prerrogativa, lo que por su insignificancia se le perdona á
cualquier imbécil.
El otro género de cargos que á Colón se dirige ha escandali-
zado mucho menos ó casi nada al público que sigue desde lejos
los debates de este juicio contradictorio : y, sin embargo, es el
único que importa á la fama postuma de Colón. No se trata ya
de la conducta del hombre, ni de las aptitudes é integridad del
gobernante, sino del hecho del descubrimiento, interpretado y
comprendido hoy de un modo subversivo para las opiniones
clásicas ya. Llegando á este punto, el más delicado y grave de
cuantos con la historia de Colón se enlazan, necesito escudarme
por medio de nombres propios y apoyarme en testimonios res-
petables y válidos; y empiezo por recordaros que aquel excelso
fundador del método experimental, Rogerio Bacón, entre los
cuatro obstáculos que se oponen al conocimiento, incluye el
conceder autoridad á la costumbre y el temer escandalizar ó
irritar á la multitud ; 3^ yo , siguiendo la doctrina del fraile que
inventó la pólvora, voy á quitar á la costumbre su autoridad
toda, y á decir lo que tengo aprendido sin miedo al escándalo.
Y como sería insufrible petulancia que hablase por cuenta pro-
pia en estas materias, advierto que lo que expondré está tomado
de varios autores que juzgo fidedignos, entre los cuales descue-
llan dos sabios jesuítas, el Padre Fidel Fita, en su estudio sobre
Fray Bernal Buy I, y el Padre Ricardo Cappa, en su libro Co-
lorí y ios españoles.
Cuando nos representamos el hecho del descubrimiento, so-
lemos figurarnos á Colón rodando por las cortes de Europa con
un mundo en la mano, sin que nadie lo quiera tomar: ofreciendo
á monarcas y naciones un continente ignorado, sin nombre aún,
pero de cuya existencia Colón estaba cierto, y al cual llegaría
si se le facilitaban medios ma.teriales. Sobre este modo usual de
concebir el hecho del descubrimiento, escribe el Padre Cappa
un capítulo con este epígrafe nihilista: Que Colón no sospechó la
existencia de América^ ni aun después de haberla descubierto;
y con datos y citas — que yo no he de repetir por no aburriros,
pues el mismo jesuíta llama á esa prueba testifical pesadísima ta-
_ 19 —
rea — prueba la proposición osada y heterodoxa. Al visitar Esta-
dos y correr cortes en busca de auxilios para organizar su salida
á la descubierta, Colón no pensaba en ningún nuevo mundo,
sino solamente en hallar la ruta marítima de las Indias, llegando
hasta los dominios del fantástico Gran Kan, «que tenía so sí
nueve potentísimos reyes», y visitando á Cipango, isla opulenta,
atestada de «oro y especierías, y naos grandes y mercaderes».
Sojuzgada la fantasía de Colón por los novelescos relatos de
Marco Polo, tomó por continentes las islas y viceversa; soñó en
Cuba el Quinsay del viajero veneciano; en la Española, á Tar-
sis y á Ofir, y en la Jamaica le asombró no encontrar, según las
noticias de Eneas Silvio Picolomini, caballos con frenos y pre-
tales de oro. Lejos de figurarse que era descubridor de un
mundo ignorado de los antiguos geógrafos, Colón creyó hasta
el fin, y explícitamente lo dijo, haber encontrado dirección /or
la tierra firme de Asia, es decir, haberse internado, no en un
nuevo continente, sino, por el contrario, en el continente más
viejo, el continente primitivo de la historia.
Es necesario, pues, que adoptemos el concepto racional del
descubrimiento, y corrijamos la idea lírica de Colón peregri-
nando por Europa con un mundo á cuestas, como Atlante. Yo
me siento doblemente obligada á reconocer que se impone la
rectificación, por lo mismo que no quiero adornar á los Fran-
ciscanos sino con glorias que les pertenezcan en justicia. La
aureola de los frailes de la Rábida, que acogieron á Colón y ayu-
daron á vincular á España su empresa, sería mayor, más reful-
gente, si tuviesen conciencia de la magnitud desmesurada del
intento. ¿Mas cómo pudo estar América en la cabeza de los frai-
les de la Rábida, si en la de Colón no estuvo tampoco, ni aun
después de descubierta y vista?
Ya entro en una cuestión á mi modo de ver muy digna de que
la consideréis atentamente, por más que hasta el día apenas si
ha salido á plaza en las discusiones colombinas de este ilustrado
Centro. Prestadme oído, y permitidme que vuelva al siglo xiii,
á los tiempos heroicos de la Orden seráfica.
Uno de sus personajes más renombrados en aquel siglo, y uno
de los hombres más singulares que en España tuvieron cuna, es
indudablemente Raimundo Lulio, á quien el martirologio fran-
20
ciscano cuenta en el número de sus Beatos ó Venerables^ y á
quien reza como á santo el pueblo mallorquín. Raimundo Lulio
es popular, merced á la leyenda que le envuelve en sus gasas de
oro; leyenda más poética que la de Abelardo, inspiradora del
arte y la poesía. La imaginación siempre ve en Raimundo Lulio
al enamorado de Ambrosia de Castelló, entrando caballero en
fogoso corcel por la iglesia de Santa Eulalia, y cayendo como
herido del rayo al mostrarle la dama genovesa su seno que car-
comió la horrenda úlcera. No tanto como sus romancescos amo-
ríos y su arrepentimiento y penitencia, se conoce al paje de
Jaime I por su labor filosófica, y en el siglo xviii pudo el Padre
Feijóo decir de Raimundo Lulio que «por cualquier parte que
se le mire es un objeto bien problemático : hácenle unos santo,
otros hereje; unos doctísimo, otros ignorante; unos iluminado,
otros alucinado». Y añade el docto benedictino: «Aunque algu-
nos aprecian su Arte Magna, son más los que la desprecian»,
aduciendo el testimonio de Bacón de Verulamio, que llama al
Arte Magna arte de impostura^ y considera á Lulio un alqui-
mista, sólo estimado por gente bachillera y vaniloquia. Nuestro
siglo ha vindicado plenamente, no sólo la ortodoxia de Lulio
sino sus méritos de pensador insigne, y Renán le coloca á la ca-
beza de los grandes doctores medioevales que confutaron las
doctrinas del comentador Averroes. Pero al lado del romántico
trovador y del filósofo ofrece Raimundo Lulio otra personali-
dad menos discutida y casi olvidada, y es la que aspiro á evocar
aquí, por lo mucho que al caso presente interesa : la personali-
dad del viajero peregrinante por Cristo , la del hombre que re-
presenta mejor esa dirección del pensamiento franciscano que
he nombrado instinto de la aventura geográfica. Raimundo Lulio
fué, en efecto, el Quijote de la misión, el ardiente é infatigable
propagandista, lo que hoy llamaríamos un agitador^ si esta pa-
labra no hubiese contraído cierto sentido denigrante. Anticipán-
dose á las ideas africanistas del Infante de Portugal y del car-
denal Cisneros, Raimundo Lulio amó al África más que había
amado á Ambrosia de Castelló, pues la amó hasta la muerte,
empapando con su sangre las playas tunecinas. Las Cruzadas
habían fracasado en el terreno militar; Lulio intentó la cruzada
intelectual, y en vez de demostrar á los mahometanos la supe*
21 —
rioridad del cristianismo entrando en una hoguera, quiso pro-
bársela por medio del raciocinio y del discurso, á fuer de esco-
lástico de pura raza. Español y patriota, Lulio recorre á Europa,
instigando al Papa, á los príncipes cristianos, á las repúblicas de
Italia, para que conquisten las naciones sarracenas, no con la
espada, sino con el entendimiento; consigue de Nicolás III que
envíe nuevas misiones franciscanas á aquella suspirada Tartaria
de los Kanes, que excitando la fantasía influyó tanto en el des-
cubrimiento de otras comarcas bien diferentes; obtiene de Ho-
norio IV y de Jaime II fundaciones de colegios de lenguas
orientales, y desde allí los Menores, instruidos ya, salen á con-
vertir moros, desarrollo completo de los propósitos de San Fran-
cisco.
Pues bien: el nuncio del Evangelio entre la gente mauritana;
el santo á quien los mahometanos mesaron las barbas y ape-
drearon por loco, es quizá el único precursor del descubri-
miento colombino que no puede ser calificado de fabuloso y
quimérico; y si no temiese ofender vuestros oídos y alborotar
vuestra inteligencia con una aserción que acaso os sonará de un
modo extraño y desapacible, yo diría que Raimundo Lulio es
quien realmente desaibrió las Américas, quedando reservada á
Colón, en premio de su energía y constancia, la inmensa honra
y fortuna de encontrarlas dos siglos después. Os ruego que me
permitáis, á fin de paliar este atrevimiento, que exponga los da-
tos en que me apoyo, para que, si hay error, lo excusen, y me
ampare el precedente de que personas autorizadas han caído
en él antes que yo, fiando en testimonios que creo difíciles de
recusar.
Raimundo Lulio, que fué un autor fecundísimo, y cuyas obras
forman, en la rara edición maguntina, diez tomos en folio, tiene,
entre otros escritos coleccionados en esa misma edición, al
tomo IV, un libro quodlibético^ titulado Ouestiones per artem
demonstrativain soliibiles. En la cuestión 154, y al proponer la
dificultad del flujo y reflujo en el mar de Inglaterra, el Doctor
Iluminado^ nunca más iluminado que en tal momento, la re-
suelve con las siguientes palabras: «Toda la principal causa del
flujo y reflujo del Mar Grande, ó de Inglaterra, es el arco del
agua del mar, que en el Poniente estriba en una tierra opuesta
— 22 —
á las costas de Inglaterra, Francia, España y toda la confinante
de África, en las que ven los ojos el flujo y reflujo de las aguas,
porque el arco que forma el agua como cuerpo esférico, es pre-
ciso que tenga estribos opuestos en que se afiance, pues de otro
modo no pudiera sostenerse; y por consiguiente, así como á esta
parte estriba en nuestro continente, que vemos y conocemos, en
la parte opuesta del Poniente estriba en otro continente que no
vemos ni conocemos desde acá; pero la verdadera filosofía, que
conoce y observa por los sentidos la esfericidad del agua y su
medido flujo y reflujo, que necesariamente pide dos opuestas
vallas que contengan el agua tan movediza y sean pedestales de
su arco, infiere que necesariamente en la parte que nos es occi-
dental hay continente en que tope el agua movida, así como
topa en nuestra parte respectivamente oriental.» Después de
leer este pasaje, que más que claro debemos llamar resplande-
ciente, bien podemos decir con un entendido jesuíta: «La exis-
tencia de un continente al Occidente de Europa estuvo cientí-
ficamente probada por Raimundo Lulio dos siglos antes que
Colón lo hallara. Que este continente fuera precisamente la
América, ni Lulio, ni Colón, ni nadie lo dijo. Siium cuique.» Me
asombra tanto más el pasaje del beato Lulio, cuanto que en él
veo funcionar aisladamente, por decirlo así, la potencia, la
chispa divina del entendimiento humano. Si Lulio — aventurero
y viajero incansable, perito en navegar, isleño de aquellas islas
siempre arrulladas por el himno del azul Mediterráneo y fron-
terizas á las costas italianas y magrebinas — hubiese oído á pilo-
tos, lobos de mar y corsarios algún novelesco relato sobre el
Catay ó la tierra de las especias y el oro, y dejase archivada en
sus escritos la conseja, ya sería para esos escritos un blasón;
pero que de un fenómeno físico como el del flujo y reflujo in-
dujese con precisión tan maravillosa la existencia del nuevo
continente, por nadie sospechada ni aun dos siglos después, pa-
réceme un milagro intelectual , que justifica plenamente el
nimbo de iluminativa ciencia con que la admiración de su siglo
rodeó la frente del solitario del monte Randa.
No en balde aseguraba aquel acérrimo lulista, el Abad cister-
ciense Pascual, que de todos los autores antiguos, anteriores á
Colón, y que Colón podía conocer, «sólo se halla el beato Rai-
— 23 —
mundo Lulio, que cerca del año 1287, l?ov puro discurso filosó-
fico, determinó que era preciso á nuestro ocaso hubiese un gran
continente; y por esto no se le puede negar el título de primer
descubridor de esta verdad, y propiamente inventor, porque lo
determinó en fuerza de su discurso filosófico.»
Al tocar el P. Pascual este punto, en carta á Muñoz, el histo-
riador de América, declara la sospecha de que Colón pudo co-
nocer el libro de Raimundo Lulio, y de estar persuadido de la
razón de Lulio concebiría «la firmeza de ir al ocaso», porque,
dice el cisterciense: «El firme dictamen y razonamiento de
Colón de hallarse grandes tierras en el Occidente, cuando no
hay otro autor de donde pudiese saberlo, me hace conjeturar
que lo tomó de los libros del beato Lulio; porque es constante
que, según el autor coetáneo de la vida del beato Lulio, éste
dejó en Genova, en poder de un amigo suyo, muchos libros, de
los que pudo sacar Colón, ú otro versado en ellos, la especie
que se imprimió tenazmente en su entendimiento. Puede ser
que la casa de Colón fuese aquella donde el beato Lulio dejó
sus obras, pues de las antiguas Memorias é Historias de Ma-
llorca consta que Esteban Colón, genovés, que se hallaba en
Bugía cuando el beato Lulio fué martirizado por los moros,
pidió al rey su cuerpo, y lo tomó con intención de llevárselo á
Genova, por ser muy conocido suyo y de todo Genova, donde
tantas veces había estado.»
No negaré lo curioso de estas noticias, ni la fortaleza del hilo
que en ellas aparece uniendo, al través de los siglos y por medio
de un ascendiente de Colón, los destinos del inventor y el des-
cubridor de América; y sin embargo, tengo para mí que Colón
ó no conoció ó desdeñó el quodliheto del mártir balear, otor-
gando en cambio atención y crédito casi absoluto á las gracio-
sas patrañas de Marco Polo sobre la tierra de los SereSy los
reinos del Gran Kan, el país de las especias y de los elefantes
blancos con collares de pedrerías. Y la razón es obvia. Si Colón
hubiese leído á Raimundo Lulio y por la admirable intuición
profética de Raimundo Lulio se guiase, no hablaría de encon-
trar nuevo camino para las Indias Occidentales, sino de descu-
brir el nuevo continente que en palabras tan categóricas había
anunciado Lulio. El no maliciar Colón la existencia de ese con-
— 24 —
tinente, indica á las claras que, ó ignoró, ó nunca paró mientes
en el pasaje de Lulio. — Tal vez lo conocía, y sucedíale con él lo
que al Padre Pascual, quien declara que sólo cuando advirtió
que se disputaba este punto (de si más allá de las columnas de
Hércules había un gran continente de tierra), «le ocurrió la
especie de que siglos atrás lo había manifestado el Beato Lu-
lio». Sea como quiera, los hechos y noticias que rápidamente
expuse me servirán de fundamento para decir que, si Colón,
buscando otra cosa muy distinta, encontró el continente nuevo,
y por encontrarlo es digno de eterno loor y vida en la memoria
de los hombres, Raimundo Lulio, por haber tenido plenísima
conciencia de que ese continente existía y haberlo dicho, aun-
que entonces no se divulgase, merece quizá con mayor justicia
el nombre de revelador del universo que suele atribuirse al ma-
rino genovés.
Si he conseguido llevar á vuestro ánimo la persuasión de que
los Franciscanos fueron la Orden científica y la Orden viajante,
y en ella fermentó la nueva era con todos sus progresos, encon-
traréis natural que Rogerio Bacón estableciese el método expe-
rimental siglos antes que su homónimo el canciller Bacón de
Verulamio, y Raimundo Lulio revelase la existencia de Amé-
rica siglos antes de que la encontrase Colón. Nadie traduzca
estas afirmaciones en sentido minorativo del valer del insigne y
venturoso navegante. Son los hombres mármol en la cantera, y
Dios un escultor admirable, un Praxiteles, que de aquella her-
mosa piedra elige un bloque, y en vez de destinarlo á baldosas
ó á pedestales de columna, labra con él el ara donde se ha de
encender el sacro fuego. Aquí el ara fué Colón, destinado á sa-
car ¿ luz lo que dormía entre el polvo del viejo quodlibeto lu-
liano.
Volviendo al patrocinio que en los frailes de la Rábida en-
contró Colón, y descartando las dudas que puede ofrecer la
cronología del suceso, él es tan notorio, que cuantos autores
refieren la odisea de Colón en tierra española, antes de su odisea
más allá del mar Tenebroso, al lado de la protección de la mag-
nánima Isabel, y como causa determinante de ésta, ponen la
amistad y ayuda de unos pobrecillos frailes. Entre estos frailes
descuellan dos que la historia ya ha conseguido, no sin trabajo,
— 2^ —
diferenciar, pues estaban convertidos en uno solo; hoy se des-
tacan bien, con personalidades diferentes y características, que
representan la doble tendencia de la Orden: Fray Juan Pérez,
el Guardián, varón de Dios, confesor de la Reina, modesto re-
ligioso que prefirió el silencio de la Rábida al bullicio de la
corte, y Fray Antonio de Marchena, el sabio astrólogo y cos-
mógrafo, el que mejor se entendía con el genovés. A estos dos
amigos insignes tributó Colón honroso testimonio, diciendo que
«mientras todos le hacían burla, sólo dos frailes le fueron cons-
tantes». Al Guardián de la Rábida, unido con el Duque de Me-
dinaceli, se debió que Colón no pusiese por obra su proyecto de
pasar á Francia: prometiéronle que, cuando la guerra contra los
moros diese algún respiro, urgirían á la Reina para que le oyese
y le ayudase en su intento; y entretanto. Fray Antonio de Mar-
chena, utilizando su autoridad científica, principiaba á esparcir
entre la gente de Huelva y Palos noticias favorables á los pla-
nes del genovés, creándole una atmósfera propicia. Si Colón
halló dificultades y tropiezos, no se atribuya á rudeza de los en-
tendimientos españoles, ni menos á apatía de esta raza tan aven-
turera, tan emprendedora, tan pródiga de su sangre. Con razón
dice el jesuíta, á quien principalmente sigo ahora, que lo que
Colón realmente proponía, y lo que España vacilaba en admi-
tir, no era el bello continente americano tendido de polo ápolo
sobre el mar azul, sino la búsqueda por Occidente de un camino
distinto del que por Oriente intentábanlos portugueses al Asia;
y en efecto, la Cipango del gran Kan no valía para los españo-
les tanto como la Granada de los muslimes, último baluarte del
Profeta, nuestro sueño tradicional de nueve siglos. Por eso,
hasta que pudimos esmaltar nuestro blasón con la fruta de gra-
nos de rubí, no prestaron oído á Colón los Monarcas de Aragón
y Castilla, ni la seducción natural, la persuasiva facundia del
italiano, pudieron obrar sobre la imaginación viva y el ánimo
abierto á cualquiera grande empresa de la cristianísima reina Isa-
bel. Así y todo, á pesar de la insinuante elocuencia de Colón, no
encontrara tan bien dispuesta á la excelsa mujer, á no ser por
las apremiantes cartas del Guardián de la Rábida, que comuni-
caron á Isabel la Católica lo que podríamos llamar el sentido
místico del descubrimiento.
— 26 —
No olvidemos que en la empresa propuesta con tan merito-
ria tenacidad por el aventurero genovés, los frailes no veían lo
mismo que los políticos, ni los políticos lo mismo que los mer-
caderes. Para los frailes, la invención de tierras era la continua-
ción de la idea de expansión espiritual de su seráfico fundador:
huevas regiones equivalía á almas nuevas. Para los mercaderes,
era el Catay, el Eldorado, Cipango, el Áureo Quersoneso, el
país techado de oro y salpicado de esmeraldas. Para los políti-
ticos, la dilatación del suelo de la patria, la sumisión de nuevos
países y nuevas gentes á nuestro Imperio ya tan magnífico. Los
frailes tenían el sentido místico, y nadie podrá calcular exacta-
mente los beneficios de este sentido que endulzó la conquista y
humanizó la colonización, templando crueldades y extinguiendo
codicias. Baste para ejemplo recordar una de las cuestiones más
curiosas que entonces se suscitaron, elocuente señal de cómo
influye en la vida práctica una idea religiosa y filosófica, abs-
tracta al parecer. Me refiero á la cuestión de la racionalidad de
los indios, negada por los colonizadores seglares, que querían
esquilmar y enviar al mercado rebaños humanos, y afirmada
enérgicamente por los frailes, y muy en especial por Las Casas,
el cual, en toda su campaña filantrópica, no hacía más que ate-
nerse al criterio general en las Ordenes, el que había guiado á
los Franciscanos de la Edad Media al través de las estepas de
Tartaria. Si los hombres de los países nuevos no fuesen racio-
nales, no sólo caería por su base el dogma de la unidad funda-
mental de la especie humana, sino que sería estéril el trabajo de
descubrir las Indias, tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto peligro, la
marcha providencial del descubridor rompiendo los mares. Para
los frailes, Colón, ó no era nada, ó tenía que ser el «traedor y
llevador de Cristo», Cristóbal, Christitm ferens^ «como en ver-
dad— advierte el filántropo Las Casas — él haya sido el primero
que abrió las puertas deste mar Océano, por donde entró y él
metió á estas tierras tan remotas y reinos hasta entonces tan in-
cógnitos á Nuestro Salvador Jesucristo y á su bendito nombre,
el cual fué digno antes que otro diese noticia de Cristo y le hi-
ciese adorar á estas innúmeras y tantos siglos olvidadas nacio-
nes». Colón fué causa de que «descubriendo estas gentes, infi-
nitas ánimas dellas, mediante la predicación del Evangelio y
— 27 —
administración de los eclesiásticos sacramentos, hayan ido y
vayan cada día de nuevo á poblar aquella triunfante ciudad del
cielo». Este anhelo de dilatación del cristianismo, esta savia
que de él quería desbordarse para derramar semilla y alzar plan-
tel en nuevas tierras, coincidían con los signos de decrepitud
de las religiones y supersticiones del mundo donde la cruz en-
traba victoriosa: con los lamentos que exhalaban en sus areytos
los isleños de la Española, y en que decían gimiendo que presto
vendrían de lueñes tierras unos hombres guerreros á derrocar
las aras de sus númenes, á derramar la sangre de sus hijos, y á
reducirles á eterna esclavitud; con los augurios del último Em-
perador del Perú, declarando saber «por revelación de su padre
el Sol» la fatal llegada de unos invasores invencibles ; con las
dolorosas quejas y profecías de los sacerdotes de Yucatán, que
murmuraban, como Haroldo el Normando :
«nuestros dioses son ya viejos»
y encomiaban al nuevo Dios, al Dios ignoto; con el triple cerco
que velaba para los peruanos la faz de la luna; con el ave ex-
traña que enlutaba, tendiendo sus alas, el firmamento del Im-
perio azteca; con todos los anuncios, presagios, señales y es-
tremecimientos que sentía aquel mundo, análogos á los del
mundo pagano al oirse en la ribera helénica la voz que decía:
«ha muerto el Gran Pan.» El Gran Pan americano iba á morir
también, y la inmensa, lozana, virgen naturaleza de aquellas co-
marcas feracísimas no dominaría ya al hombre, sino que sería
dominada por él, sujeta á su voluntad y á su energía civili-
zadora.
Desde que las múltiples fuerzas auxiliares de Colón, los frailes
Franciscanos y Dominicos, la conciencia popular — que repetía
junto al fuego consejas de carabelas españolas náufragas en
busca de rumbos desconocidos, de obscuros pilotos que habían
encontrado tierras novísimas — la Reina ya convencida, los Pin-
zones animosos y ardientes, se aunaron para lograr el arma-
mento, tripulación y salida de las carabelas; desde ese instante
supremo en sus resultados, ya que no lo hubiese sido en la ple-
nitud de la conciencia del descubridor, termina y se corona mi
discurso. La Orden seráfica, sus tendencias y sus obras, vinie-
ron preparando insensiblemente, por suave modo, esa hora de-
cisiva en la historia de la humanidad. La Orden fué para tal su-
ceso influencia y revelación: influencia, porque el carácter
positivo de la filosofía franciscana tenía que renovar la totalidad
del concepto del mundo, y sus hábitos de expansión y traslación
preparar el conocimiento de toda la superficie terrestre : reve-
lación, porque uno de los grandes filósofos de la Orden, que
con la Orden decayó y con su rehabilitación se ha rehabilitado,
Raimundo Lulio, dejó expresamente consignada en sus escritos
la existencia del Continente Nuevo.
Ante este extraordinario dinamismo histórico, yo confieso
que me parece de escasa importancia la discusión sobre quién
fuese el primer apóstol de América, y sobre si en efecto, al em-
barcarse Colón para su primer viaje, pronto hará cuatrocientos
años, iban ó no iban con él, en la misma carabela, frailes Fran-
ciscanos; si entre ellos se contaba el Guardián de la Rábida, y
si á él correspondió la dicha de formar de entretejidas ramas el
primer oratorio al Dios vivo en el Nuevo Mundo, y sobre la
primer ara elevar, con manos trémulas de gozo, la primer hos-
tia de paz y amor. Los cronistas Franciscanos defienden esta
honra de su Orden, que les disputan con no escaso aparato de
argumentos los Benedictinos y los Mínimos; la crítica negativa
parece llevar la mejor parte: y á la confusión, ya esclarecida, de
los dos Padres Marchena, añádese la confusión todavía inextri-
cable de los dos (ó tres) Padres Buyl , el uno franciscano , el otro
benedictino ó mínimo, aquél enviado por el Papa, éste por el
Rey, y ambos disputándose el honroso dictado de primeros após-
toles del Nuevo Mundo. Cuestión baladí, como toda cuestión de
hechos desligados de las ideas, porque de cierto la poesía, bien
dijo Aristóteles, es más verdadera que la historia, y si casi po-
demos afirmar que el primer apóstol del Nuevo Mundo no fué
franciscano, también nos será lícito añadir que debió serlo; que
el nuncio de la fe católica en las Indias occidentales, el autori-
zado y diputado para erigir iglesias y bautizar gentes, debió
vestir el hábito de los peregrinantes por Cristo, de la Orden
del Beato Lulio y los valerosos exploradores del Asia y del
África.
En suma, los Franciscanos tenían ya camino abierto para cul-
— 29 —
tivar la viña joven. Del espíritu de caridad y rectitud con que
acudieron donde tanta gente iba por sed de oro y de dominio,
dan testimonio convincente las cartas de los frailes enviados
para enterar á los Reyes de la gestión de los Colones en la Es-
pañola; cartas que son hoy uno de los cargos más terribles con-
tra la adm.inistración del Almirante, y uno de los mayores des-
cargos de España y sus Monarcas en lo tocante al proceso y
prisión del genovés. Aun cuando los Franciscanos debían de
profesar natural predilección á Colón, al hermano terciario de
su Orden (i), al protegido del Guardián de la Rábida, al llevador
de Cristo, llegado el caso de informar no se mordieron la len-
gua, y escribieron á Cisneros, «que el Almirante é sus herma-
nos se quisieron alzar é ponerse en defensa » «que en ninguna
manera permitan sus Altezas que el Almirante ni cosa suya
vuelva para haber de gobernar » «que pues vuestra Reveren-
cia ha sido ocasión que tanto bien se comenzase en que saliera
esta tierra del poderío del rey Faraón, suplicóle que ni él (Co-
lón) ni ninguno de su nación vuelva á las islas.»
Voy á terminar, señores.
El humilde convento, donde Colón halló un ancla moral que
le amarró á las costas de nuestra patria; donde tuvo sus fieles
amigos, los propagandistas de su idea; aquel monumento sen-
cillo donde la Virgen de los Milagros patrocinó el gran milagro
histórico; aquel rincón donde ya no existen los pinares que re-
crearon los ojos del viajero inglés, donde sólo verdea la pal-
mera solitaria que al lado de la erguida cruz de hierro, contem-
poránea de Colón, hiere el alma como un símbolo ; aquel asilo
de paz, que es uno de esos lugares donde el dogma consolador
del progreso, de la misericordia divina y de la fraternidad hu-
mana parece cristalizarse en unas cuantas piedras, más reful-
(i) Véanse las dos citas siguientes, en testimonio de la devoción franciscana de
Colón.
Historia de los Reyes Católicos, del Cura de los Palacios, cap. 131. Dice que los Re-
yes «enviaron por el almirante, é vino en Castilla en el mes de junio de 1886, vestido
de unas ropas de color de hábito de fraile de S. Francisco de observancia, i en la hechura
poco menos que hábito, c U7i cordón de S. Francisco por devoción».
Historia general de las Indias, deM'.hsCas^xs (Ub. i,cap. 102). « }'<7 (almirante), /í>r-
gue era muy devoto de S. Francisco, vistióse de pardo, y yo le vide en Sevilla al tiempo que
llegó de acá vestido cuasi como fraile de S. Francisco^'.
— 30 —
gentes que diamantes purísimos ; aquel convento, repito, ante
la historia, ante la tradición, ante la poesía, ante la leyenda,
ante nuestra voluntad y nuestra fantasía que pide su alimento,
que solicita belleza para soñar, para que se abran las fuentes del
sentimiento que refrigera y conforta , aquel convento perte-
nece de derecho á la Orden franciscana, no por el caso fortuito
de que un día Colón llamase á sus puertas y demandase agua
para su hijo, sino porque en esa Orden, nacida en la patria de
Colón, alboreó y latió y se manifestó claramente la idea de un
nuevo mundo, idea que en España y por España tenía que rea-
lizarse; en España donde nació Séneca el filósofo, el que en los
tantas veces citados y sorprendentes versos de su tragedia Me-
dea había anunciado ya con lucidez profética el mundo veni-
dero ; donde nació Raimundo Lulio, que mediante el raciocinio
afirmó su existencia; donde nacieron los Pinzones, los grandes
argonautas, y la Reina Católica, mujer capaz de trocar los jo-
yeles y manillas de su tesoro por la eterna diadema que labran
y enriquecen los siglos. Sí: el descubrimiento de América ha-
bía de ser gloria de España, y es justo y providencial que en
las playas que estábamos destinados á descubrir, se escuche
hoy resonar nuestro idioma en lengua de muchas naciones, y
que la raza oriunda de nuestra Península, la que lleva en las
venas nuestra misma sangre, lleve también la esperanza de
nuestro porvenir, y el sol, al ponerse en nuestras costas, se alce
límpido y radioso en las costas americanas.
He dicho.
CASTILLA Y ARAGÓN
EN EL
DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
ATENEO DE MADRID
CASTILLA Y ARAGÓN
EN EL
DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
CONFERENCIA
DE
D. VÍCTOR BALAGUER
leída el día 14 de Marzo de 1892
T
MADRID
liSTABLECIMIFNTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEVR.V»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, núm. 3o
1892
¿No es verdad, señores míos muy distinguidos, los que me
dispensáis la merced de asistir á esta conferencia, no es verdad
que hay algo que puede parecer singular, y también misterioso,
y también providencial, en la unión de Aragón y de Castilla, y
por consiguiente, en la incorporación de estos reinos y funda-
ción del de España, si se atiende á que los llamados á realizar
esta grande obra fueron dos monarcas, cuyo origen debe con-
siderarse como ilegítimo por los partidarios del derecho divino,
por los mantenedores del clasicismo litúrgico y de la tradición
ortodoxa?
Porque, en efecto, es cosa singular. Si antes no se hizo esta
observación, paréceme llegado el momento de hacerla y de pe-
dir que fijen en ello su atención los creyentes, los pensadores,
y los filósofos.
Á mediados del siglo xv Castilla andaba revuelta en turba-
ciones; Navarra era teatro de sangrientas lides; imperaba aún
en Granada la dominación del árabe, y era arena quemante de
ardidosas luchas la corona de Aragón (que no ciertamente la
coronilla, como en son de menosprecio intentó decirse), á sa-
ber: Aragón, Cataluña, Valencia, las Baleares, el Rosellón, y
todas las tierras en que, allende el mar, tremolaba el pendón
de las rojas barras. En todas partes reinaba la discordia, todo
parecía desquiciarse y hundirse, todo disgregarse y hacerse
trozos.
Fué entonces cuando aparecieron las dos grandes figuras de
Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla.
¿De dónde arrancaba la legitimidad de D. Fernando como
Rey de Aragón? Del Parlamento de Caspe, de la soberanía na-
cional. Nueve hombres, ninguno por cierto militar ni noble,
erigidos en tribunal por el voto de los pueblos congregados en
Cortes, dieron la corona de Aragón á Fernando de Castilla, el
de Anteqiiera^ despojando de ella al Conde de Urgel, á quien
por derecho de legitimidad pertenecía. Por derecho, pues, de
soberanía nacional, ocupó el trono de Aragón Fernando I, y
así pasó luego á sus hijos; Alfonso V: más tarde al hermano de
éste, Juan II; y por fin, al hijo de éste y nieto de aquél, Fer-
nando II, apellidado por la posteridad el Católico.
¿De dónde dimanaba la legitimidad de Isabel? De una asam-
blea revolucionaria que bien pudo ser de soberanía nacional,
y así llamarse, dadas las cosas que ocurrían á la sazón en Casti-
lla. Varios caballeros y prelados, erigiéndose en representantes
del pueblo castellano, se impusieron al voltario monarca que
ocupaba entonces el trono de Castilla, y despojando de la co-
rona á D.^ Juana, hija del Rey, llamada á poseerla por derecho
de legitimidad, se la adjudicaron á D.^ Isabel. Fué este el tra-
tado, proclamación y jura de Toros de Guisando.
Lo que nunca alcanzaron los reyes legítimos de derecho di-
vino, estaban llamados á conseguirlo los reyes de origen po-
pular.
En efecto; aquellas dos ilegitimidades, en buen hora creadas
por un acto irreflexivo de los pueblos, fueron destinadas á rea-
lizar la unidad de España, considerada como un delirio y como
un absurdo por los pensadores de la época, profetizada, sin em-
bargo, en el siglo xiii por un poeta de Provenza llamado Pedro
Vidal, el Loco, quien dijo en una de sus poesías que España no
sería grande hasta que fuese una.
La unidad de los pueblos españoles se hizo, pues, por volun-
tad de reyes cuyo derecho y soberanía dimanaban del pueblo.
¡Benditas sean en la Historia esas ilegitimidades! Quizá sin
ellas España no hubiera sido creada á la muerte del padre de
Fernando, ni hallada América por ella, ni por ella conquis-
tada Granada, ni concluida la era borrascosa de la Edad Me-
dia para comenzar la época moderna, ni realizado aquel gran-
dioso renacimiento español, libre de gentilismo, y por lo tanto
más original y progresivo que el italiano.
Porque es así, señores. La unidad de España, la conquista de
Granada, el descubrimiento de América, la terminación de la
destruyente Edad Media, la elevación del Estado á la ley y á
la moralidad social, son los grandes éxitos que harán para siem-
pre memorable y eterno el reinado de aquellos dos monarcas,
unidos durante su vida en los campos de batalla y en los cón-
claves políticos, unidos después de su muerte, por su propia vo-
luntad, bajo los mármoles de la capilla real de Granada, y a
quienes, sin embargo, la posteridad de hoy pretende desunir in-
consideradamente al elevar monumentos estatuarios donde sólo
uno de ellos aparece, sin recordar, señores, que con el primer
oro llegado de América, y en honra de la parte que Aragón
tomó en el descubrimiento, se grabaron en los frisos de un pala-
cio árabe aquellas memorables palabras de Tanto monta^ monta
tanto, Isabel como Fernando.
Pero no vine hoy aquí, ni subí á esta cátedra, donde me ha-
llo tan pequeño y tan menguado ante las altas personalidades
que la ennoblecieron; no vine hoy aquí, repito, para única-
mente ocuparme de la parte que pudo tomar Aragón en el des-
cubrimiento de América. Otro objeto me propongo también, y
otra misión voy á cumplir.
Corría aún el año 1479, cuando falleció el Rey de Aragón
Don Juan II, entrando á sucederle su hijo D. Fernando, ca-
sado ya con D.* Isabel de Castilla. Pudo entonces creerse que
Aragón y Castilla se habían unido, y así en efecto aparece, y de
esta fecha se parte, y partirse debe, en la Historia; pero la unión
sólo de nombre quedó hecha por el pronto , pues los catalanes
se quejaban, no sin razón, de que \?i píibilla debía ir á casa del
hereiiy en lugar de irse el hereii á casa de Xtí puhilla, contra cos-
tumbre, conveniencia y ley. Faltaba que viniera un suceso á
unir intereses, crear necesidades comunes, consagrar y solidar
provechos, utilidades, aspiraciones y glorias de todos.
Durante el período que transcurrió desde 1479, es decir,
desde que terminó la guerra de sucesión en Castilla, quedando
asegurados en el trono D. Fernando y D.* Isabel, hasta 1482,
ocupáronse ambos monarcas en pacificar el reino, allegar volun-
tades, abatir soberbias, domar rebeldías, enaltecer la justicia,
realizar, en una palabra, una verdadera transformación moral. Es
uno de los períodos más bellos y esplendentes de aquel reinado.
Sólo en el fondo del cuadro, alumbrados por luces siniestras, se
dibujan los perfiles de la Inquisición, que á duras penas pudo
establecerse en estos reinos, protestada por la criminal catás-
trofe de Pedro de Arbués en Zaragoza, y por las enérgicas re-
clamaciones de los cancelleres barceloneses.
Por fortuna, las sombras de la Inquisición se desvanecieron
ante los esplendores de la lucha con el árabe, épicamente inau-
gurada por la conquista de Alhama.
Vino en seguida toda aquella epopeya de las guerras de Gra-
nada, toda aquella maravilla de combates y algaradas, y lances,
y cañas, y torneos, y leyendas, y derrotas, y victorias, que con-
tribuyeron grandemente á aumentar las páginas y bellezas de
esa otra maravilla que llamamos nuestro Romancero, una de
las primeras del mundo en el terreno literario.
Porque es así, y permitidme, señores, que lo diga. Mientras
alienta y viva esta bendita tierra española que Dios nos conce-
dió para nuestra cuna y nuestra tumba, sombreadas por los plie-
gues de nuestra iridiscente bandera, así en las tortuosas calles
de la romántica Toledo, como en la encrucijada de columnas
orientales de la mezquita cordobesa; así bajo las naves som-
brías de la catedral de Burgos, como en las rientes valles que
se extienden á la falda del Moncayo ; así en las alterosas cum-
bres del Monserrat, como en las hondonadas donde se refugia-
ron los independientes, como también entre las sombras y mis-
terios de la cueva sagrada de Covadonga ; así en las sierras del
cántabro valeroso, como entre los arreboles de luz meridional
con que se esmaltan las islas Floridas y las costas azules del Me-
diterráneo; por todas partes, de todas y en todas, en las brisas
que plañen al introducirse por las frondas, en las palabras que
á nuestros oídos murmura la mujer amada, en las borrosas es-
crituras que empolvadas yacen en nuestros archivos, en las
melancólicas trovas que al tañer de su vihuela canta el enamo-
rado; por las alturas de nuestras cimas, por las llanadas de
nuestros mares, desprendiéndose de los ecos de nuestras rui-
— 9 —
ñas, brotando de entre los mismos labios de piedra de las esta-
tuas yacentes ó arrodilladas bajo los arcos bizantinos de nues-
tras viejas abadías; de todas, en todas, por todas partes, oiréis
resonar las frases y los versos de nuestro admirable Romancero,
que será siempre, por los siglos de los siglos, nuestra verdadera
litada^ matelotaje de espíritus cultos, y breviario de estudio-
sos en académicas aulas.
El día 2 de Enero de 1492 Granada se eclipsó, como dicen
los árabes. El estandarte de los Reyes Católicos, izado en la
torre más altiva de la Alhambra, anunció al mundo que había
terminado aquella lucha homérica de siete siglos, y que Gra-
nada había cambiado de señores.
Como si la providencia quisiera que, aparejado con la unión
bendita de España y con la conquista inmortal de Granada,
viniera otro suceso más grande todavía; como si la Providen-
cia quisiera coronar el estrépito de aquellos triunfos con más
hazañosos estrépitos aún, permitió que, confundido con la mar-
cial milicia y multitud palatina que acompañaba á los Reyes,
entrara en Granada un desconocido en quien nadie apenas
fijaba la mirada, como no fuera para seguirle con ojos de com-
pasión y de lástima, y cuyo nombre debía, sin embargo, retum-
bar bien pronto por el mundo con tanta resonancia y estruendo,
que más vivirá que mármoles y bronces y más ha de prolon-
garse que el eco de las grandes batallas y de los grandes
éxitos.
¿Quién era Cristóbal Colón? ¿Era un loco? ¿Era un sabio?
¿Era un aventurero? ¿Era un profeta? ¿Era un visionario? ¿Era
un iluminado? ¿Era un mendigo? ¿Era un rey disfrazado, como
aquellos de las leyendas de hadas, que, al arrojar su disfraz,
aparecen de repente con manto y diadema, sembrando y repar-
tiendo perlas, oro, diamantes, riquezas y tesoros?
¿Era un sabidor de ciencias ocultas, nigromante de artes ma-
leficiosas, que venía á seducir incautos con pretexto de enseñar
un camino á través de los mares para llegar á los antípodas, ó
lO
era, por lo contrario, un mensajero de Dios, á usanza de aquel
mísero pastor, convertido en ángel por las leyendas, que enseñó
al rey de Castilla el paso del monte para caer sobre los moros y
ganar la batalla de las Navas?
¿Era ni siquiera un extranjero?
Ni esto, ni esto se ha podido averiguar con certeza , pues que
si resultaran verdad los documentos ofrecidos á la crítica por el
capellán Casanova, Cristóbal Colón hubiera nacido en dominios
españoles, custodiados por el pendón de las rojas barras cata-
lanas.
De tal manera, señores, se apoderó de Cristóbal Colón la le-
yenda.
Y en verdad que nada hay en esto de extraño y que no sea
perfectamente natural.
La leyenda fué siempre en compañía de todo lo grande y ex-
traordinario , de todo lo que se eleva sobre lo vulgar, y no hay
ni pasó jamás cosa extraordinaria en el mundo que no tenga su
leyenda, desde las teogonias paganas con sus dioses olímpicos,
hasta las liturgias cristianas con los santos de nuestro cielo. Los
naturalistas de la historia y los naturalistas de la literatura que
desconozcan esto, no están ni en la realidad, ni en la naturalidad,
ni en la naturaleza de las cosas.
Pero, en fin, prescindamos, puesto que así se quiere y ésta es
hoy la corriente, prescindamos de toda leyenda. Vayamos sólo
á hacer constar lo que se deduce de estudios ya comprobados y
verificados, que todos aceptan y constan en documentos que no
leeré para evitar molestias, pero que se publicarán en su día, y
que ya por de pronto, desde este momento, están á disposición
de quien examinarlos quiera, para justificar lo que voy á decir.
Vamos á partir de dos hechos.
El primero es el de la llegada de Cristóbal Colón á Castilla,
solo, sin relación ninguna. Llegó sin amigos, y no tardó en te-
nerlos; muchos, poderosos é influyentes. Y cuenta, señores,
que estos amigos fueron la base del engrandecimiento de Colón,
y que á ellos se debió principalmente, como vamos á ver, que la
empresa se realizara.
El otro hecho de que hay que partir es el del inquebrantable
empeño que puso Colón en pactar personalmente con los Re-
— II —
yes, y su resolución firmísima de no ceder en una sola línea por
nada ni por nadie. Hablaba de aquellas tierras que debían des-
cubrirse como si estuvieran ya descubiertas, como si las tuviera
á la vista: tal era su fe, tan cierto iba de descubrir lo que descu-
brió y hallar lo que halló, como si dentro de una cámara y bajo
llave lo tuviera.
No admitía duda acerca de ello. Iba á lo conocido, á lo que
sabía ser real y efectivo. Pedía, exigía, imponía el título de Al-
mirante vinculado en su familia, el cargo de virrey, la partici-
pación en lo que se encontrara, como si no le cupiera duda de
ninguna clase, seguro de que la tierra estaba allí, al otro lado
del mar, esperándole. En vano los teólogos , en vano los sabios
y letrados de la época le decían que era imposible, que era un
sueño, una alucinación, un delirio, y que no había más tierra
que la de este viejo mundo, y que otro no existía. Colón se en-
cogía de hombros, cuando no quería ó no acertaba á contestar,
diciendo: «Y sin embargo, existe.» Lo mismo, lo mismo, lo
mismo que Galileo: Epiir^ si miiove.
Dejamos ya dicho que Cristóbal Colón llegó á Córdoba, cor-
te entonces de los Reyes Católicos, completamente descono-
cido. Era un hombre á quien casi había razón en tomar por
iluminado ó demente , pues que se presentaba á pedir buena-
mente á los Reyes un cuento ó dos de maravedís, no en verdad
para comer y gozar de ellos, que esto al fin y al cabo se hubiera
comprendido y explicado, sino para emplearlos en comprar y
aparejar bajeles con que partir al descubrimiento de tierras des-
conocidas y de otro mundo.
Es preciso hacerse bien cargo de lo que era aquella sociedad
y del estado de la ciencia en ella, para que pueda comprenderse
todo lo que de absurdo y de monstruoso habían de encontrar las
gentes en aquel propósito.
Algunos curiosos tenían noticia de que allá, en tiempo de los
romanos, había existido un poeta llamado Séneca, el cual, en su
tragedia Medea^ y en son de profecía, había dicho que «andando
los años y los siglos el Océano abriría paso á un navegante que
descubriría nuevos mundos.» (Venient annis^ sccciilasen's qui-
bus Occeanits^ etc.)
También quizá la tenían algunos de que en tiempos más mo-
12 —
dernos, otro poeta á quien llamaban el Dante, tomando el mundo
por una rueda, había sentado la posibilidad de que hubiese
hombres alrededor del globo, admitiendo la existencia de la
gravedad del mundo.
Se hablaba asimismo de otro poeta conocido por el Petrarca,
de quien se citaba la frase (atribuida luego á Pulci) de que el
sol, «al desaparecer todos los días, iba á alumbrar otros países
que esperaban su regreso.»
Se citaban, por fin, pasajes latinos, párrafos confusos y tex-
tos singulares de sabios, de cosmógrafos y hasta de Santos Pa-
dres, adecuados al caso, y se platicaba sobre novelescos viajes
de ciertos aventureros, de quienes se decía que encontraron
tierras desconocidas más allá de los mare's; pero lo de los poe-
tas se tenía por fábulas y sueños de fantasías exaltadas, lo de los
textos por erudición y gala, y lo de los viajes por cuentos y no-
velas destinados á entretener y matar el tiempo.
A todo esto y á todos ellos se refería Colón en sus discursos,
como varón erudito é ilustrado ; pero, por desgracia, su ciencia
y sus conocimientos, más que para darle crédito, servían para
que se sospechara de él; que así fué siempre el mundo, más in-
clinado á dudar del sabio que del ignorante, y más dispuesto á
favorecer al osado que al humilde.
No es, pues, de extrañar que nadie le hiciera caso al princi-
pio. Todos se mofaban de él y hasta le afrentaban, según refie-
ren escritos del tiempo. Sólo una persona le hizo caso, tomán-
dole por cuerdo cuando todos le tenían por loco. Era una
mujer, que se llamaba Beatriz, como la amada del Dante.
Y por cierto que si pudiera profundizarse en estos amores,
envueltos en el misterio y en las tinieblas, tal vez se hallara en
ellos el secreto y la clave del empeño de Colón en no salir de
España, á pesar de tantas luchas como tuvo que sostener y tan-
tas contrariedades que sufrir. Es muy posible que á Beatriz de-
biera la confirmación de la fe en sus videncias y la porfía del
ahinco en sus empresas Pero, pasemos; que esto sería ya in-
vadir el terreno de la leyenda.
Llegó un día en que Colón encontró un poderosísimo protec-
tor en el cardenal González de Mendoza. Este influyente perso-
naje, á quien no en vano llama la Historia el tercer rey de Espa-
— 13 —
ña, le amparó y protegió en sus proyectos, siendo realmente el
primero que los alzó á conocimiento de los Reyes. Éste es tam-
bién el personaje mismo á quien más tarde se encuentra en la in-
gente Barcelona, honrando, obsequiandoy sentando á su mesa á
Colón, triunfante y de regreso de su viaje, lo mismo que hizo en
Córdoba antes del descubrimiento y en la época del infortunio.
Otros vinieron en pos del cardenal Mendoza, contribuyendo
todos juntos á llevarla convicción al ánimo de los Reyes. Fue-
ron, principalmente, Fr. Diego de Deza, maestro del príncipe
D. Juan, y más tarde Arzobispo de Sevilla; la Marquesa de Moya,
camarera de la Reina, aquella de quien yo me atrevería á decir,
conociendo su historia, que tenía alma de varón en cuerpo de
mujer; D.^ Juana de la Torre, ama que fué del príncipe don
Juan ; Fr. Juan Pérez, Guardián de la Rábida ; Alonso de Quin-
tanilla, contador mayor de Castilla, y el Duque de Medinaceli,
que, como luego veremos, hasta pretendió realizar la empresa
por su cuenta.
Esta reunión de personajes protectores de Colón, todos de
nación castellana y castellanos todos, formaba (permitidme de-
cirlo así para más claridad de la deducción que he de presen-
tar) el grupo representante de la corona de Castilla junto á la
reina D.* Isabel.
Pero no eran solos. De acuerdo con ellos, y con ellos con-
fundidos, había otros protectores de Colón, de nacionalidad
aragonesa, representando, digámoslo así, á la corona de Ara-
gón, y formando otro grupo que influía principalmente cerca
del rey D. Fernando.
Eran éstos Juan Cabrero, camarero del Rey
Y aquí he de decir, interrumpiendo el orden, por si luego no
hallaba ocasión propicia de consignarlo, que en carta de Cristó-
bal Colón, escrita de su mano, y que da fe y testimonio de ha-
berla visto y leído el obispo Fr. Bartolomé de las Casas, se dijo
que el citado maestro del Príncipe, Fr. Diego de Deza, y este
Juan Cabrero, habían sido cansa que los Reyes tuviesen las In-
dias. De ello, en efecto, se gloriaban ambos, y Colón lo con-
firmó. También, con respecto á Cabrero, hay la circunstancia
de que el mismo D. Fernando dijo en una ocasión: A Cabrero
se debe el que tengamos las Indias.
— 14 —
íbamos diciendo que el grupo de aragoneses protectores de
Colón junto á ü. Fernando, lo formaban el camarero del Mo-
narca , Juan Cabrero ; Luis de Santángel , escribano de raciones,
que privaba grandemente en el ánimo del -Rey; Juan de Coloma,
secretario del Rey, y el mismo á quien más tarde se confirió el
honor de entenderse con Cristóbal Colón para redactar las ca-
pitulaciones de Santa Fe, que tuvo la insigne gloria de firmar
como secretario de los Reyes; el vicecanciller Alonso de la Ca-
ballería, que fué jurado en cap de la ilustre Zaragoza, y el teso-
rero Gabriel Sánchez, que hubo de tomar una parte muy prin-
cipal en las negociaciones, y á quien Cristóbal Colón debió
quedar grandemente obligado, pues que al regreso de su primer
viaje, y aun antes que á los Reyes, ó al mismo tiempo almenes,
dirigió aquella célebre é histórica carta , de todo el mundo co-
nocida, explicando lo que había visto y hallado.
Estos eran los personajes de nacionalidad aragonesa que es-
taban más cerca del Rey y con él privaban ; y todos fueron par-
tidarios de Colón.
Lo que en estos primeros amigos de Colón se nota, así caste-
llanos como aragoneses, es su gran desinterés y su amor, antes
que á los proyectos mismos, á la patria y á los Reyes. No en-
cuentro que ninguno de ellos tratara de utilizarla empresa para
su medro, como otros intentaron hacer más tarde. Los protec-
tores de Colón no tuvieron más que una mira patriótica: la glo-
ria de los Reyes, el triunfo de la cruz y el engrandecimiento de
la patria. Ninguno entra en pactos con él, ninguno le pone con-
diciones, todos le apoyan desinteresadamente; y cuando el Du-
que de Medinaceli, el castellano, prepara la armada, no pide
nada en cambio; y cuando Santángel, el aragonés, se dirige á
la Reina, como vamos á ver, no hay en su discurso una sola pa-
labra ni un solo pensamiento que no sean en honor y en gloria
de la patria y de sus Reyes.
Y aquí, aquí, antes del descubrimiento, en su génesis, es
donde hay que ir á buscar la grandeza y la idea generadora é
inspirada; no después del descubrimiento, cuando ya reinan las
miserables codicias y las envidias infames.
— 15 -
Fracasó Colón en sus primeras negociaciones.
Padeció repulsas, trabajos y disfavores. No comprendieron
la empresa que les presentaba, ni la materia que se les pro-
ponía, aquellos á quienes los Reyes cometieron la informa-
ción.
Colón fué desahuciado oficialmente, pero Santángel, el pri-
vado del Rey, y también Gabriel Sánchez, siguieron mante-
niendo con él frecuentes relaciones, dándole esperanzas de que
las cosas cambiarían en cuanto se tomase á Granada; y mien-
tras tanto, el Duque de Medinaceli, esperando contar con la
aprobación de los Reyes, que reclamó á su tiempo, comenzó
magnífica y liberalmente sus gastos y preparativos para cons-
truir buques y disponer la expedición.
Todo induce á creer que ésta se hubiera llevado á cabo por
el Duque, si una carta de la Reina D.^ Isabel no hubiese ido á
detener aquel patriótico arranque.
Ya en esto iba al cabo la guerra de Granada, y la Reina
mandó escribir al Duque por Quintanilla, diciéndole que «se
holgase él de que ella misma fuese la que guiase aquella de-
manda, porque su voluntad era mandar con eficacia entender
en ella, y de su cámara real se proveyese para semejante expe-
dición las necesarias expensas, porque tal empresa como aque-
lla no era sino para reyes».
Mientras que por encargo de D.^ Isabel se advertía esto al
Duque de Medinaceli, Santángel, por encargo del Rey, decía
á Colón que regresara á la corte.
Y se entró en Granada ; y no bien la cruz del Salvador y el
estandarte de los Reyes aparecieron en el Alhambra y en su
torre de la Vela, cuando comenzaron de nuevo los tratos y ne-
gociaciones con Cristóbal Colón.
¡Qué interés, qué grande y qué supremo interés no debían
tener los Reyes Católicos en la empresa, y los amigos de Colón
en que estos Monarcas la realizaran, cuando, fresca todavía la
tinta del dictamen contrario al proyecto, no bien domada la
ciudad, vivas aún todas las pasiones de la guerra, inseguro el
dominio, respirando todavía una atmósfera de fuego y pisando
un terreno que ardía bajo las plantas, se decidieron, sin em-
bargo, los Reyes á prescindir de las preocupaciones y agovios
— i6 —
de aquellos instantes supremos para entablar nuevas negocia-
ciones y nuevos tratos!
Con empeño volvieron á gestionar los protectores de Colón,
aragoneses por un lado, castellanos por otro, trabajando todos
de acuerdo, no en favor de Aragón ni de Castilla, sino en pro
de la patria común, nótese bien, sin que nadie sacara á plaza el
argumento de las utilidades, de los provechos, del oro y de las
riquezas, sino de acuerdo todos con Luis de Santángel en la
conveniencia de emprender aquella aventura /¿zr^z servicio de
Dios y triunfo de la fe^ ejigrandecimiento de la patria y gloria
del Estado Real de D. Fernando y D.^ Isabel.
Se ve, pues, claramente con sólo esta demostración, ó yo es-
toy ciego, que con la empresa del descubrimiento de América
pudo realizarse el primer acto verdadero y positivo de unión
de Aragón y de Castilla.
Es posible, señores, que encontréis esta idea singular y atre-
vida, aventurada tal vez, y aun casi me inclinaría á decir aven-
turera, porque parece que se arroja al palenque en busca de
aventuras de polémica y debate. Es posible, digo, que encon-
tréis arriesgada esta idea, pero yo os invito á meditar en ella.
Por vez primera se encuentra en la Historia una conjunción
de castellanos y de aragoneses formada con el intento de con-
seguir algo para una patria común. Por vez primera hallo, que
aragoneses y castellanos, prescindiendo de recelos y reparos,
se unen para favorecer una empresa que halaga á todos y que
puede redundar en gloria y honor de todos, y en bien del Es-
tado Real de Fernando y de Isabel^ que estas son las palabras
de Santángel.
Porque, vamos á ver, ¿cuál había sido hasta entonces la
patria?
Para los castellanos la patria era Castilla; para los aragoneses
Aragón; Cataluña para los catalanes, y así para los demás rei-
nos de la Península. Nadie decía: soy español, según decimos
ahora; decían soy aragonés ó soy castellano.
Al unirse aragoneses y castellanos para proteger la empresa
de Colón, ¿es que los aragoneses querían que las tierras que ha-
llarse pudiesen, fueran para Aragón? ¿Es que los castellanos las
querían para Castilla?
- 17 —
No; por vez primera en la Historia, lo repito, trabajaban en
pro de una patria común, que entonces no se llamaba España
todavía. La primera vez que sonó el nombre de España fué en
América, como luego veremos: la primera vez que nuestros Mo-
narcas se llamaron Reyes de España, fué cuando se titularon
Reyes de España é Indias.
Yo no me atrevo á asegurar que esta idea que aquí avanzo
sea cierta y exacta; pero, en conciencia, y como hija de sereno
estudio, la entrego á la meditación de los pensadores, y la so-
meto, sobre todo, al examen y al criterio de los ilustrados so-
cios del Ateneo de Madrid, que tan altas pruebas de clarivi-
dencia tienen dadas y tan elevado y merecido concepto gozan
en la pública opinión.
Pero falta que hacer una observación todavía, muy de tener
en cuenta. Los aragoneses y castellanos que se unieron para
proteger á Colón, no concibieron ni tuvieron la idea en el con-
cepto y sentido que acabo de expresar, como no la tuvieron
tampoco, ni seguramente el mismo Colón, de la trascenden-
cia y alcance que había de traer con los siglos el descubri-
miento. Esto es claro y evidente. Según se ve por las palabras
ya transcritas de Santángel, no hablaban más que del servicio
de Dios, triunfo de la fe, gloria del Estado Real y engrandeci-
miento de la patria; pero al hacernos cargo nosotros, en este
siglo, de aquella reunión de aragoneses y castellanos acordes
en desear el engrandecimiento de la patria, que ya entonces no
podía ser más que la nueva patria , la patria general, bien pode-
mos aventurarnos á decir que, por irreflexiva que fuese aquella
conjunción, como irreflexivo fué el nombramiento de Isabel y
de Fernando, pudo ser una conjunción bendita y un feliz co-
mienzo de la unión que debía solidarse más tarde en el Nuevo
Mundo, creando intereses para todos y glorias para todos.
Falta aún, para explanar en todo su desarrollo el pensamiento
que inspira estas líneas, falta dar cuenta de un acto de Colón,
irreflexivo ó no, que tiene estrecha relación con lo que vamos
diciendo. De ello me ocuparé más adelante.
Deben forzosamente llamarse á engaño aquellos que han
culpado á D. Fernando de hostil á los proyectos de Colón, ó
que, al menos, lo presentan frío é indiferente, cuando no ene-
— i8 —
migo, ante el gallardo empeño y franca resolución de D."" Isabel
en secundar la arriscada empresa. Los que esto escriben no es-
tán en lo cierto. Es perfectamente justo lo que dicen de doña
Isabel, y aun es poco; pero son injustos con D. Fernando, que
fué gran Monarca, más grande de lo que generalmente se re-
conoce, y que tuvo en el descubrimiento de América partici-
pación directa, especial y decisiva.
No hay duda ninguna de que si D. Fernando anduvo cauto,
prudente, y hasta receloso, si se quiere, fué, en primer lugar,
por ser muy aventurada la empresa y por el natural temor de
comproncjeter el tesoro público, asaz exhausto ya con tan pro-
lijas guerras; y, en segundo lugar, porque su previsión y cautela
le daban á entender que, aun marchando todo bien, pudiera
traer hondas complicaciones en el porvenir lo de otorgar tan
altas y soberanas mercedes, como así sucedió en efecto, reali-
zándose al cabo su previsión. A más, quien acababa de avasallar
á la nobleza castellana y de abolir títulos y mercedes, ¿era bien
que diese nuevos títulos y mercedes de Virrey y de Almirante,
por encima de todos los nobles castellanos, á un desconocido
á un extranjero, vinculando mercedes y títulos en su descen-
dencia? ¿No hay que ver en esto, por ventura, un alto senti-
miento de honor, previsión, delicadeza, y hasta de celo por los
intereses de Castilla?
Porque, no hay que dudarlo, y así resulta de todos los estu-
dios, historias y documentos. Teniendo D. Fernando tanto in-
terés como podía tener D."* Isabel en proteger á Colón, la pri-
mera vez que comienzan con él los tratos fracasa todo, cuando
se llega á la petición de los títulos y cargos de Virrey, de Al-
mirante y de Gobernador general, cosas que, á la verdad, en-
tonces se juzgaban por muy altas y soberanas, como en efecto
lo eran.
Y lo mismo, idénticamente, sucedió la segunda vez. No se
discute la cantidad que se ha de dar para la empresa, ni el
mayor ó menor coste de ella, ni la participación del descubri-
dor en las mercaderías, perlas, oro ó plata, no; esto importa
poco al Rey. El rompimiento llega de nuevo al plantearse la
cuestión de los cargos, honores y dignidades.
Todo fracasa al llegar este punto; y entonces, como dice con
- í9 -
gráfica frase Bartolomé de Las Casas, Colón es despedido,
mandándole á decir los Reyes que se fuese en hora buena.
Y Colón partió. Y Colón, que también por su parte estimaba
más las dignidades que el oro, como con sólo este acto demues-
tra, se salió de Granada.
¿Qué ocurrió entonces? ¿Por qué volvió? ¿Quién le llamó?
La Reina.
Pero ¿por qué le llamó la Reina, sin que al parecer intervi-
niera el Rey, su esposo?
Vais á oirlo, señores.
Lo mismo fué salir de Granada Cristóbal Colón, despedido
por los Reyes (por entrambos, entiéndase bien, por el Rey y
por la Reina), que presentarse Luis de Santángel, el aragonés,
en la cámara de D.'' Isabel, para pedirle y rogarle que tuviese
á bien llamar otra vez á Cristóbal Colón.
¿Quién era en realidad Luis de Santángel? No era sólo el pri-
vado del Rey; era el hombre de su íntima confianza, conocedor
de todos sus secretos, y dispensador de todas sus mercedes.
Habíale conferido D. Fernando la lugartenencia del Zalmedi-
nato de Zaragoza, y siempre que le escribía se dirigía á él lla-
mándole el buen aragonés^ magnífico^ amado consejero^ y Es-
cribano de Ración de nuestra casa. Era, al propio tiempo, el
hombre que todo se lo debía al Rey; su posición, su crédito, su
fortuna, sus dignidades, hasta quizá su honra y su vida, porque
es bien seguro, y por bien justificado tengo, que la Inquisi-
ción, á partir de la muerte del inquisidor Pedro de Arbués en
1485, debió declarar una guerra de odio y de exterminio con-
tra todos los que llevaban el apellido de Santángel, sin respeto
á edades, sexos, ni condiciones sociales.
Ahora bien; ¿se puede comprender, es ni siquiera concebible
que Santángel diera este paso sin previo consentimiento del
Rey? ¿Era Luis de Santángel, que tanto debía al Rey y tanto
de él dependía, y tan honrado era por él, quien iba á ponerse
enfrente de su señor, oponiéndose á su voluntad, mezclándose
en una intriga de corte para contrariarle, exponiéndose á rom-
per con él tal vez para siempre, entregado á las amarguras del
destierro ó á las iras de la Inquisición?
No, no es esto posible. Cuanto más se ahonda en este asunto,.
20
más se comprende que Santángel fué un enviado del Rey. Y si
no lo fué, que sí hubo de serlo, lo mismo tiene para el tema de
mis deducciones. Si no fué el Rey de Aragón, fué un subdito
aragonés quien inclinó el ánimo de la Reina.
El obispo Las Casas cuenta la escena ocurrida entre doña
Isabel y Luis de Santángel, escena que es una de las más bellas
cosas de aquella maravillosa epopeya del descubrimiento de
América.
Yo ya sé que el discurso que pone Las Casas en labios de
Santángel, no es, en realidad, el que éste hubo de pronunciar,
pues que nuestros historiadores de aquella época, á usanza de
los clásicos antiguos, holgaban de dar forma oratoria á los dis-
cursos de sus héroes; pero sé que cuanto se desprende de su
fondo y concepto es, con toda certitud y evidencia, lo que
hubo de decir Santángel para impresionar y conmover el ánimo
de aquella Reina magnánima.
Le manifestó su extrañeza de que no se aceptara una em-
presa como la que Colón ofrecía^ en que tan poco se perdía aun
cuando saliese vana, y tanto bien se aventuraba conseguir para
servicio de Dios y utilidad de su Iglesia^ con grande creci-
miento del Estado Real de los Reyes y prosperidad de todos
estos Rey nos.
Siguió exponiendo que era negocio aquel de tal calidad que,
si lo que aquí se tenía por dificultoso 6 imposible, á otro Rey se
ofreciera^ y lo aceptara, y saliese próspero, padecería la auto-
ridad de los Reyes, y vendrían grandes daños á estos Reyítos.
Y añadió por fin, atreviéndose todavía á más, aun á pique de
enojar á la Reina, que si no se aprovechaba aquella ocasión
podía llegar día en que los Reyes se arrepintieran, siendo in-
sultados y escarnecidos por sus enemigos, criticados per los
Reyes sucesores suyos, menoscabados en el honor y gloria de
su real nombre, y mermados sus Estados y prosperidad de sus
subditos y vasallos.
El discurso y razonamiento de Santángel debieron impresio-
nar profundamente á la reina D."* Isabel, de quien hay que de-
cir con voz plenaria que fué gran protectora de Colón, y
que con su hermoso corazón de mujer, comprendió todo el al-
cance y toda la maravillosidad de la empresa, como debieron
comprenderlo asimismo las otras tres mujeres que aparecen
entre penumbras en la vida de Colón, la Marquesa de Moya, el
ama del príncipe D. Juan, y la pobre Beatriz Enríquez.
Impresionada, pues, D."" Isabel, con las palabras y argumen-
tos de Santángel, le contestó que el Tesoro estaba exhausto
por las apremiantes necesidades de aquellas guerras devorado-
ras; pero, dijo en un arranque de nobleza y generosidad: Si Co-
lón no puede más esperar, ni puede admitir la empresa tanta
tardatiza, entonces yo tendré por bien que sobre joyas de vii
recámara se busquen prestados los dineros que para hacer el
armada pide.
Y al oir estas palabras nobilísimas, Santángel cayó de rodi-
llas ante la Reina, y exclamó besando sus manos:
— Señora serenísima; no hay necesidad de que para esto se
empeñen las Joyas de Vuestra Alteza; muy pequeño será el
servicio que yo haré á Vuestra Alteza y al Rey, mi señor,
prestando el cuento de mi casa, sino que Vuestra Alteza mande
enviar por Colón, que creo ya partido.
Y esto fué todo; y nada más pasó; y un alguacil de corte, por
la posta, salió tras de Colón; y éste regresó; y Santángel ade-
lantó la suma; y las capitulaciones se firmaron; y así es como
yo creo que D. Fernando, consiguiendo que la Reina tomase
la iniciativa, alcanzó que la nobleza castellana no se opusiera á
la concesión de las altas dignidades que Colón exigía.
Por lo que hasta aquí va expuesto, señores, queda demos-
trado que los naturales de la Corona de Aragón tomaron en los
preliminares del descubrimiento de América parte más esen-
cial y más decisiva de la que hasta ahora se ha supuesto y que-
rido reconocer, como espero demostrar en otra ocasión y por
medio de un trabajo especial, que Cataluña, tan injustamente
olvidada en todo lo referente al descubrimiento de América,
contribuyó á él de manera muy principal, singularmente en el
segundo viaje de Colón que se organizó en Barcelona, efectuán-
dose en parte con capitanes, soldados y misioneros catalanes,
y en parte también con dinero que el comercio catalán adelantó
al Rey y al Almirante, según constaba en documentos conserva-
dos en el archivo del Consulado de Mar.
Del rey D. Fernando ya hemos dicho lo que resulta; de Juan
— 2Í —
Cabrero, ya hemos visto que lo mismo el Rey que Colón decían
que gracias á él se poseían las Indias; de Gabriel Sánchez, el
mundo entero conoce la carta que Colón le escribió al regreso
de su viaje; de Santángel, acabamos de ver que inclinó el ánimo
de la Reina y prestó el dinero para que la expedición se reali-
zara; de Juan Coloma, basta decir que fué el encargado de tra-
tar con Colón y entenderse con él para redactar las capitula-
ciones de Santa Fe, que firmó como secretario de los Reyes.
De nacionalidad aragonesa, no puede negarse, fueron cuan-
tos á última hora lo hicieron todo, coadyuvando á que la em-
presa se efectuase.
Quiso, pues, la voluntad regidora de los destinos del mundo,
que fuesen dos castellanos, el cardenal Mendoza y Fr. Diego
de Deza, los que dieron comienzo á la obra, y dos aragoneses,
Luis de Santángel y Juan de Coloma, los que la terminaron
Pero ¿á qué, á qué hablar ya de nacionalidad aragonesa ni de
nacionalidad castellana? Ya entonces no hubo, por vez primera,
castellanos ni aragoneses. Ya eran todos unos; ya se habían
perfectamente compenetrado, aunando y soldando sus intere-
ses, que eran los mismos. Ya la profecía de Pedro Vidal, el
Loco^ se completaba con la empresa de Cristóbal Colón, á
quien también debían apellidar el Loco.
La conquista de Granada, que se realizó principalmente con
fuerzas y tesoros de Castilla (pero á que contribuyó no poco la
Corona de Aragón con tesoros, con fuerzas y con su capitán),
fué camino para la unión de Aragón y de Castilla; pero el des-
cubrimiento de América, sefíores, iniciado, instado, requerido,
porfiado por castellanos y aragoneses; el descubrimiento de
América, completado luego por naturales de la Corona de Ara-
gón, y de la Corona de Castilla, y de todas las nacionalidades
españolas, que allí pasaron á ser misioneros, soldados y nego-
ciantes, á pelear, descubrir y gobernar, fundando y poblando
ciudades y comarcas; el descubrimiento de América, repito,
aun sin darse cuenta los que en él intervinieron, vino á ser
alianza y base de interés común, contribuyendo poderosamente
á la unidad de España.
— 23 —
Cristóbal Colón marchó inmediatamente á Palos para dispo-
nerlo todo, y entonces, por vez primera, aparece Pinzón en el
camino del inmortal descubridor, cuando estaba ya todo hecho,
cuando se llevaban vencidos los eternos siete años de prueba,
cuando ya ilustres aragoneses y castellanos ilustres habían
unido sus esfuerzos para la patriótica empresa, cuando ya Co-
lón tenía la cédula real y estaba en la playa esperando el mo-
mento de la partida, cuando ya era Almirante y Virrey.
Ni una sola palabra he de decir en menoscabo de Pinzón y
de los suyos. Fueron compañeros de Colón en su primer atre-
vido viaje, y esto basta para su gloria. Fueron más tarde des-
cubridores de otras tierras, y sólo por ello ^merecen gratitud y
palmas.
Pero no por su gloria hay que amenguar la de Colón, ni tam-
poco la de Santángel, la del cardenal Mendoza, la de todos
aquellos que contribuyeron á la empresa, no por codicia, ni por
medro, ni tan siquiera por gloria, sino por amor á la patria y
por el deseo de engrandecer el Estado real de Fernando y de
Isabel.
Bástele á Pinzón su gloria, que la tiene propia, sin rebajar la
especial y singularísima del célebre nauta.
Porque, ¿qué significa, qué, su voz de ¡Adelante!^ aun supo-
niendo que la diera, cosa no bien probada, en momentos que
podían serlo de contrariedad, de lucha y de angustia para el
Almirante, allá, en las lejanas soledades del Océano?
¿Qué significa esta voz de ¡Adelante ! ^ aun siendo cierta,
repito? ¿Qué más grito de ¡Adelante! que el que estaba dando
Cristóbal Colón todas las noches, cuando en el silencio y en la
soledad de su camarote, perdido en las inmensidades de aque-
llos mares tenebrosos, iba anotando las singladuras y llevando
dos cuentas, una verdadera, para él, para los Reyes y para el
mundo, y otra falsa para mostrar á la marinería y conferirla con
los pilotos de las tres carabelas, á fin de que no desmayara el
ánimo de la gente al considerarse tan lejos de su patria?
Esta es la verdadera voz de ¡Adelante!, que iba dando y repi-
tiendo el Almirante todos los días.
Ni vale decir tampoco que falta el nombre de Pinzón, por
muy glorioso que sea, en el dístico famoso de
— 24 -
A Castilla y á León
Nuevo mundo dio Colón,
pretendiendo sustituirle por el de
A Castilla, con Pinzón,
Nuevo mundo dio Colón.
¿y porqué Pinzón solamente? ¿Y porqué no Santángel? ¿Y
por qué no el cardenal Mendoza? ¿Y por qué no doña Isabel,
la noble é hidalga Reina, en cuya mente luminosa brotó el nue-
vo mundo al propio tiempo que en la de Colón? ¿Y por qué no
el mismo D. Fernando, á cuya prudencia y discreción se debió
tanto?
No. Bien está el dístico tradicional y sagrado. Siga en buen
hora el Castilla y León^ aun cuando no hubiese estado de más
decir Castilla y Aragón; siga en buen hora, que ya el mundo
lo conoce, y los mármoles y los bronces lo repiten, y la Historia
lo consigna, y la tradición lo consagra. Si hubiese de sustituirse
este dístico con otro, sólo podría ser con uno que dijese, por
ejemplo:
A la española nación
Nuevo mundo dio Colón.
Y haciéndolo así, señores, seguiríamos el mismo nobilísimo
ejemplo, la misma patriótica inspiración que tuvo el gran nauta
cuando, luego de haber cumplido con Dios y con los Reyes,
poniendo su nombre á las primeras tierras descubiertas, ala que
encontró inmediatamente después de éstas, aquella que hubo
de parecerle mejor y más hermosa, no le dio el nombre de
Isla Castellana, como parecía natural y lógico desde el momento
que se tomaba posesión en nombre de los Reyes de Castilla.
No; dióle el nombre de Isla Española, el nombre de la patria
común, siendo ésta la primera vez que suena el nombre de
España aplicado á un territorio adquirido, y siendo ésta tam-
bién la primera manifestación de patria española revelada al
mundo.
Yo no sé ni p- tendo saber si Colón dio el nombre de Isla Es-
pañola en el sentido de patria de todos, pues que entonces no
♦había ya Aragón ni Castilla, sino España, aun cuando los Sobe-
— 25 —
ranos continuaran titulándose Reyes de Aragón y de Castilla;
yo no sé ni pretendo saber tampoco si el Almirante quiso indi-
car que aquellas tierras descubiertas no eran de Aragón ni de
Castilla, sino de España, apelando por esto al nombre de Isla
Española, y no al de Isla Castellana ó Isla Aragonesa.
No lo sé ni saberlo quiero, repito; pero en presencia del
hecho me creo autorizado para sentar una premisa. El nombre
de Española aplicado á la isla descubierta, podrá ser debido
al acaso, á la casualidad, á un capricho ó á un sentimiento
de intuición, adivinación ó inspiración; será lo que sea, obede-
cerá á lo que obedezca; pero es lo cierto que con este nom-
bre quedó impreso en el descubrimiento de América el sello
de consagración de la unidad de España.
Ni hay tampoco que rebajar á Colón y amenguarle para jus-
tificar lo de sus grillos, ni achacarle injustificadamente cargos y
culpas de mal gobernante, de dilapilador y hasta de esclavista,
para así salir en defensa de la patria, injustamente maltratada y
acusada de ingratitud por escritores extranjeros que no pensa-
ron ni meditaron bien lo que decían y hacían.
No hay que culpar á España de los grillos de Colón. Tanto
valdría como culpar á otras naciones de las cadenas, tormen-
tos y suplicios que dieron en su día á propios varones, gran-
des y preclaros en su patria y en el mundo. La ingratitud no
es patrimonio de España: lo es, desgraciadamente, de la huma-
nidad. A ninguna nación del mundo se puede anatematizar y
excomulgar por esto. ¿Cuál es la que en las páginas de su his-
toria no tiene el recuerdo de un Colón con grillos? ¿Qué país
está libre de pecado?
Si por exceso de celo, por no estimar bien las cosas, por
seguir falsa ruta, por ceder á corrientes ó influencias que nos
son desconocidas, por error judicial acaso, quizá por cumpli-
miento de un deber exagerado, el comendador Bobadilla, más
realista que el Rey, puso grillos á Colón, ¿á qué, á qué culpar á
España ni á sus Reyes?
Precisamente, en ningún país hay ejemplo de reparación más
cumplida y soberana.
Colón, en efecto, llegó con grillos á Esp "la después de su
tercer viaje; pero en cuanto llegó , mandaron quitárselos los
— 26 —
Reyes y llamáronle á su presencia, y entonces se vio lo que ja-
más se había visto ni soñado: el espectáculo de una Reina mag-
nánima llorando de dolor y mezclando sus lágrimas con las del
subdito que se postraba á sus plantas.
Ytodavía más. De allí arranca el documento inmortal, fechado
en Valencia de la Torre, á 14 de Marzo de 1502, en que,
después de revalidar á Colón todas las honras y mercedes que
anteriormente se le dieran, añadiendo otras nuevas para él, sus
hijos y sus hermanos, se le decía, con la firma délos Reyes, lo
que jamás dijo á ningún subdito rey alguno, lo que hoy mismo,
en nuestros tiempos de grandes libertades, no sometería tal vez
ningún ministro á la firma de un monarca.
«Tened por cierto, decían, escribían y firmaban aquellos dos
Reyes, que de vuestra prisión nos pesó vmcho, y bien lo visteis
vos, y lo cognocieron todos claramente, pues que luego que lo
supimos /o mandamos remediar , y sabéis el favor con que vos
hemos tratado siempre, y agora estamos mucho más en vos
honrar y tratar muy bien.»
¿Puede darse desautorización más explícita y terminante de
lo hecho por el desventurado Bobadilla?
Contra los grillos de Colón se levantó la protesta universal
del pueblo español, la de sus Reyes, y quizá, quizá, la de Dios
mismo, puesto que permitió que los abismos del mar se abrie-
ran, casi á los ojos mismos de Cristóbal Colón, para sepultar á
Bobadilla y á todos los revoltosos de la Española, enemigos
del Almirante , que regresaban á España con sus mal adqui-
ridos tesoros.
No, no hay que acusar de ingratitud á España, como no se
acuse en casos parecidos á todos los pueblos del mundo.
Ni hay tampoco que profundizar acerca de los misteriosos de-
signios de la voluntad que rige los destinos humanos. ¡Quién
sabe, quién! Quizá fueron necesarios los grillos de Colón. ¿No
bebió Sócrates la cicuta? ¿No sufrió el tormento Galileo? ¿ No
tuvo la cruz Jesucristo?
La gran ingratitud, no de España, sino del mundo todo, está
en que las tierras maravillosamente descubiertas por Cristóbal
Colón no llevan su nombre.
Se llaman América.
— 27 —
Y he concluido ya, señores, la misión que me había propuesto
y lo que pensaba decir.
Pocas palabras más para terminar.
El viernes 3 de Agosto de 1492, á los primeros rayos del sol,
las tres carabelas expedicionarias abandonaron las playas de
Palos, y, atravesando la barra de Saltes, comenzaron aquella
expedición asombrosa que diuturnamente y por los siglos de los
siglos estaba destinada á maravillar el mundo.
Allí iban Cristóbal Colón y los marineros intrépidos de Pa-
los, de Huelva, de Moguer y de Cartaya ; allí los hermanos
Pinzón , cuyo nombre debe quedar como gloria y como timbre;
allí todos aquellos que, con la gallardía del valor y de la aven-
tura, quisieron compartir los peligros del descubridor inmortal.
En vano se les opusieron obstáculos, retrasos y contrarieda-
des; en vano, á última hora, todo parecía aglomerarse para
contribuir al fracaso de la empresa; en vano con ruegos, con
lágrimas y con tristes augurios trataron de turbar el viaje los
amigos recelosos y las familias desoladas. El día señalado, ben-
decidas por el modesto Guardián de la Rábida, se lanzaron al
mar las carabelas legendarias.
Y allá fueron , allá. Y después de cruzar por junto al pico de
Tenerife, que se coronó de llamas para saludarlas al paso, y del
que se cuenta que nunca como aquel día tuvo más atronantes
estruendos ni más ígneos resplandores, entraron en las mares
tenebrosas, que se decían pobladas de fieras y de monstruos,
jamás domadas por la quilla del hombre : y las tempestades se
amansaron ante el valor de aquellos aventureros; y el asombro
de su aparición en aquellas espantables soledades intimidó á los
mismos elementos; y la mar, voluble y fiera para todos, fué en
aquella ocasión fiel y grata para ellos; y al amanecer del 12 de
Octubre dio la voz de ¡Tierra! el atalayador vigía, y todo un
mundo, brotando de entre las olas, surgió de los abismos, con
todos los esplendores de sus vírgenes bellezas, al /í¿z¿' genera-
dor del arriscado nauta.
Desde entonces, desde aquel día de eterna recordanza, el
nuevo mundo podrá llevar el nombre que quiera y darse los des-
tinos que mejor le acomode; pero mientras exista, allí vivirá el
nombre y, con el nombre, el corazón y el amor de España.
— 28 —
Los naturales de aquellas añoradas regiones que aun llevan el
nombre de Américas españolas, viven hoy al amparo de su in-
dependencia y á la sombra de sus leyes. Son hijos de nuestros
padres. Hablan nuestra lengua, comparten con nosotros el ori-
gen y la historia, tienen nuestras virtudes, nuestros defectos^
las mismas pasiones , las mismas altezas de espíritu, quizá tam-
bién los mismos arrebatos. Son nuestros hermanos ¡Benditos
sean!
Permitidme , pues, señores , que de lo alto de vuestra cátedra
les envíe un saludo de paz, de fraternidad y de amor.
¡Dios les bendiga y bendiga también aquellas tierras de luz,
de esperanza, de porvenir y de libertad!
Cuando dentro de pocos meses, hijos nacidos en aquellas tie-
rras benditas vengan en su nombre y representación á honrar
nuestros hogares y á sentarse en nuestra mesa, para juntos cele-
brar el cuarto centenario del inmortal navegante, y crucemos
nuestra palabra en la misma lengua, y hablemos de las glorias
que nos son comunes, y partamos el mismo pan , y comulgue-
mos en la misma copa, acaso las sombras de Cristóbal Colón y
de todos los héroes españoles descubridores de América ven-
gan á vagar por los espacios, en torno de la mesa del festín, para
bautizar con lágrimas de gratitud á los que se reúnen y congre-
gan con el solo objeto de bendecir su nombre y conmemorar
su gloria.
CONFERENCIAS PUBLICADAS.
Sr. Cánovas del Castillo. — Criterio histórico con que las
distintas personas que en el descubrimiento de América inter-
vinieron han sido después juzgadas.
Sr. Oliveira Martins. — Navegaciones y descubrimientos de
los portugueses anteriores al viaje de Colón.
Sr. Fernández Duro. — Primer viaje de Colón.
Sr. General Gómez de Arteche. — La Conquista de Méjico.
Sr. Fernández Duro. — Amigos y enemigos de Colón.
Sr. Pi y Margall. — América en la época del descubrimiento.
" Sra. Pardo Bazán. — Los Franciscanos y Colón.
Sr. General Reina. — Descubrimiento y conquista del Perú.
Sr. Riva Palacio. — Establecimiento y propagación del Cris-
tianismo en Nueva España.
Sr. Montojo. — Las primeras tierras descubiertas por Colón.
Sr. Balaguer. — Castilla y Aragón en el descubrimiento de
América.
EN PRENSA.
Sr. Marqués de Hoyos. — Colón y los Reyes Católicos.
Sr. Danvila. — Significación que tuvieron en el gobierno de
América la Casa de la Contratación de Sevilla y el Consejo
Supremo de Indias.
Sr. Zorrilla San Martín. — Descubrimiento y conquista del
Río de la Plata.
Sr. a. del Solar. — El Perú de los Incas.
Sr. Cortázar.— Gea americana.
Sr. Rodríguez Carracido, — Los metalúrgicos españoles en
América.
Sr. Pedregal. — Estado jurídico y social de los indios.
Sr. Carrasco. — Descubrimiento y conquista de Chile.
Sr. Pérez de Guzmán. — Descubrimiento y empresas de los
españoles en la Patagonia.
Los pedidos á los Sres. Sáenz de Jubera Hermanos, encar-
gados de la administración de esta obra, Campomanes, lo.
PRECIO DE CADA CONFERENCIA:
UNA PESETA.
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