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Full text of "El Continente americano : conferencias dadas en el Ateneo científico, literario y artístico de Madrid, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de Améríca"

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Ruth  and  McKew 
Parr 


McKEW  PARR  COLLECTION 


MAGELLAN 

ind   the  AGE  of  DISCOVERY 


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PRESENTED      TO 

BRANDÉIS  UNIVERSITY  •  1961 


EL  CONTINENTE  AMERICANO 


CONFERENCIAS 
CONTENIDAS    EN    ESTE    TOMO 


Cánovas.— Criterio  iiistórico  con  que  las  distintas  personas  que  en  el  descubri- 
miento de  América  intervinieron  lian  sido  después  juzgadas. 

Saavedra.— Ideas  de  los  antiguos  sobre  las  tierras  atlánticas. 

León  y  Ortiz.-  Caminos  posibles  para  descubrir  América  y  causas  de  haber 
sido  el  más  improbable  el  más  rápido  y  fecundo. 

Oliveira  Martins. — Navegaciones  y  descubrimientos  de  los  portugueses,  an- 
teriores al  viaje  de  Colón. 

LÓPEZ.— España  en  1492. 

IJecerro  DE  IjENGOa.— La  Rábida. 

Fernández  Duro.— ^Primer  viaje  de  Colcui^ 

MoNTO.ío. — Las  primeras  tierras  descubiertas  por  Colon. 

Kuiz  ^Martínez— Gobierno  de  Fr.  Nicolás  de  Ovando  en  la  Española. 

Vidart.— Colón  y  Bobadilla. 

Ídem. — Colón  y  la  ingratitud  de  España. 

Fernández  Duro.— Amigos  y  enemigos  de  Colón. 

Marqués  de  Hoyos.— Colón  y  los  Reyes  Católicos. 

Sra.  Pardo  Bazán,— Los  franciscanos  y  Colón. 

Balaguer.— Castilla  v  Aragón  en  el  descubrimiento  de  América. 


El  Coiti 


I 


CONFERENCIAS  DADAS 


EN  EL 


Y  ÁRT 


COX  MOTIVO  DEL  f TARTO  CEXTEXARIO 


DEL 


Descubrimiento  de  América 


POR  LOS  SEÑORES 

Cánovas  del  Caslillo,  Saarcdra,  León  y  Ortiz,  Olivcira  Martins,  Pi  y  Margall, 

Solar,  López,  Becerro  de  Bcngoa,  Fernández  Duro,  Montojo,  Ruis  Martínez,  Vidart, 

Marqués  de  Hoyos.  Pardo  Bazán  (D."  Emilia),  Marqués  de  Lema,  Fabié,  Jardiel, 

Balaguer,    Gómez   de  Arleche,  Eira   Palacio,   Marqués   de  Cerralbo,   Reina,   Salíllas, 

Zorrilla  de  San  Martín,  Carrasco,  Reparáz.  Pérez  de  Guzmán,  Torres  Campos, 

Azeárate,  Beltrán  y  Rózpide,  Novo  y   Colson,    Yilanova,  Antón,   Cortázar,   Colmeiro, 

Laguna,  Aranzudi,  Fernández  y  González,  Rodríguez  Carracido,  San  Martin, 

Ferreirn,  Riaño,  Pedregal,  Danrila  y  SáneJiez  Mogucl. 


TOMO    I, 


MADRID 

i:ST.' GLECIMIIiNTO  TIPOGRÁFICO   «SUCESORES  DE  RIVA  DENEYRA  ' 
I.MFRKSORF.S  DI^  LA  REAL  C  \SA 

Pasi'O  <tc  San  V'iccntf,  iiúm.  20 

1  8  *J  4 


CRITERIO  HISTÓRICO 

CON    QUE    LAS    DISTINTAS   PERSONAS 

QUE   EN    EL    DESCUBRIMIENTO    DE    AMÉRICA    INTERVINIERON 

HAN  SIDO  DESPUÉS  JUZGADAS 


ATENEO  DE  MADRID 


CRITERIO    HISTÓRICO 

CON    QUE    LAS    DISTINTAS    PERSONAS 

QUE  EN  EL  DESCUBRIMIENTO  DE  AMÉRICA  INTERVINIERON 

HAN  SIDO  DESPUÉS  JUZGADAS. 

CONFERENCIA  INAUGURAL 


D.  ANTONIO  CÁNOVAS  DEL  CASTILLO 

pronunciada  el  día  11  de  Febrero  de  1891 


MADRID 

ESIABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADENEYRA» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo   de    San   Vicente,    núm.   20 

i8q2 


Señores: 


No  sin  motivo  pudiera  decir  que  inauguramos  esta  noche, 
si  no  las  fiestas,  que  tocan  el  año  próximo,  del  Centenario  de 
Colón,  ó  sea  del  descubrimiento  de  América,  cuando  menos, 
la  serie  de  demostraciones,  con  que  han  de  conmemorarse 
persona  tan  singular  y  tamaño  suceso.  Prosiguiendo  el  Ateneo 
su  conocida  historia,  no  había  de  permanecer  á  ellas  ajeno  y, 
ha  resuelto  dedicar  á  tal  asunto,  por  tanto,  el  mayor  número  de 
sus  conferencias  en  éste  y  el  curso  siguiente.  Así,  por  la  obli- 
gación que  me  impone  el  puesto  que  ocupo,  como  por  el  viví- 
simo entusiasmo  que  en  mí  propio  excita  este  Centenario,  soy 
sin  duda  de  los  que  han  aprobado  y  estimulado  más  las  dichas 
conferencias,  aunque  en  realidad  se  me  haya  adelantado  á  pro- 
ponerlas el  digno  Presidente  de  la  sección  de  Ciencias  histó- 
ricas. Y  claro  está  que  quien  ha  solicitado  del  modo  que  yo  el 
concurso  de  tantos  otros,  para  que  el  fin  propuesto  se  cumpla, 
mal  podía  negarse,  por  ningún  género  de  obstáculos,  á  tomar 
sobre  sí  alguna  parte  del  trabajo  común.  Razón  no  me  faltaba 
para  la  excusa,  mas  no  he  pensado  en  alegarla.  Pues  que  soy 
aún  Presidente  del  Ateneo,  y  con  él  he  acordado  que  la  Cor- 
poración se  asocie  al  Centenario,  justo  es  que  aporte  también 
mi  grano  de  arena  al  monumento  intelectual  entre  todos  pro- 
yectado. A  eso,  señores,  vengo. 

Oyendo  esta  noche  mis  desaliñadas  frases,  debierais  acaso 


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juzgar  de  menos  magnitud  y  hermosura,  que  en  mi  concepto  ha 
de  ser,  el  monumento  de  que  hablo.  Pero  quien  tal  recelara, 
expondríase  á  grande  error;  que  á  ninguna  otra  de  las  personas 
encargadas  de  las  conferencias  le  rodean  circunstancias  pare- 
cidas á  las  que  á  mí  me  impiden  ofreceros  un  fruto  bien  madu- 
ro. Estad,  pues,  seguros,  señores,  de  que  no  dará  cumplida 
idea,  ni  mucho  menos,  mi  conferencia,  de  lo  que  han  de  valer 
las  que  de  aquí  adelante  escucharéis.  Solamente  servirá  lo  que 
hoy  yo  exponga  á  modo  de  anuncio,  pues  ni  de  prólogo  mere- 
cerá el  título.  Como  de  estas  cosas  se  ven  con  frecuencia, 
brotando  á  lo  mejor,  y  alzándose,  de  mínimos  gérmenes  gigan- 
tescos y  seculares  árboles. 

De  sobra  habrá  comprendido  el  auditorio  con  sólo  conocer 
nuestro  acuerdo,  que  no  tratamos  de  fabricar  un  edificio  con 
simétricas  líneas,  y  todavía  menos  sometido  á  la  necesidad  pri- 
mordial de  las  obras  de  arte,  es  decir,  con  proporcionado  des- 
envolvimiento y  ejecución  sistemática.  ¿Quien  podría  preten- 
derlo en  obra  de  muchos  autores?  Tan  sólo  cabe  que  sea 
común  el  entusiasmo  fundadísimo  que  á  todos  inspirará  cuanto 
toca  al  origen  y  vicisitudes,  primero  del  descubridor,  después 
del  descubrimiento.  Tan  sólo  será  de  rigor  que,  al  acercarnos  á 
las  fechas,  más  que  cualesquiera  otras  memorables  en  la  serie  de 
los  sucesos  humanos,  de  3  de  Agosto  y  12  de  Octubre  de  1492, 
ninguno  deniegue  la  justicia  debida  á  cuantos  de  una  manera  ú 
otra,  y  con  más  ó  menos  mérito  ú  eficacia,  pusieron  mano  en 
la  aventura  inmortal.  Por  lo  que  hace  á  la  forma,  inevitable 
es  que  nuestras  conferencias  constituyan  monografías  indepen- 
dientes, ora  expuestas  por  individuos  de  esta  Corporación,  ora 
por  sujetos  altamente  reputados  de  aquellos  países  que,  al  tiempo 
mismo  que  los  hijos  de  la  moderna  España,  deben  recoger  hoy 
la  gloria  del  descubrimiento.  Quizá  por  la  misma  espontaneidad 
y  autonomía  de  cada  espíritu,  podrán  en  este  colectivo  trabajo 
investigarse,  analizarse  y  explicarse  por  más  intensa  manera  los 
hechos,  ya  anteriores,  ya  posteriores,  que  se  relacionan  con 
el  cardinal  hecho  de  que  trato.  Materia  vasta,  vastísima;  mas 
no  por  eso  desigual  á  las  combinadas  fuerzas  del  Ateneo,  y 
de  los  que  en  esta  ocasión  contamos  por  aliados.  Y  ya  que  no 
nos  sea  posible  desempeñarla  con  aquel  sumo  sentido  que  en  sus 


—  7  — 

últimas  y  trascendentales  lucubraciones  pide  la  historia,  tal  vez 
aquí  logremos  una  ventaja  diferente  y  peculiar  á  las  monogra- 
fías ó  estudios  de  sucesos  particulares,  es  á  saber:  que  sea  ma- 
yor la  riqueza  de  las  observaciones.  Ni  éstas  han  de  limitarse 
al  descubrimiento  en  sus  principios,  que  quedaría  á  medias  la 
obra,  sino  que  han  de  extenderse  á  su  desarrollo  sucesivo,  es 
decir,  á  la  conquista,  y  aun  al  estudio  pasado  y  presente  del 
nuevo  orbe  descubierto.  Tal  es,  en  conjunto,  el  tema. 

Para  cumplir  mi  propio  cometido,  ¿sobre  qué  especial  asunto 
debo  yo  disertar  esta  noche?  No  sé  si  acierto;  pero  después 
de  vacilar  bastante,  resuélvome  á  dirigiros  algunas  considera- 
ciones generales  acerca  del  criterio  histórico  con  que  las  dis- 
tintas personas  que  en  aquella  hazaña  altísima  intervinieron 
han  sido  después  juzgadas.  Porque  á  primera  vista  diría  cual- 
quiera que  nada  de  loque  con  el  descubrimiento  se  relaciona 
puede  necesitar  ya  de  nuevos  esclarecimientos,  ni  prestar  mo- 
tivo á  reflexiones  nuevas;  y  bien  sabéis  cuan  lejos  anda  eso  de 
ser  exacto.  Mucho,  en  verdad,  se  ha  escrito  sobre  los  antece- 
dentes del  descubrimiento;  sobre  la  persona  de  Colón  y  la  con- 
ducta de  los  Reyes  Católicos  con  él;  sobre  la  participación 
completa  de  la  nación  española,  representada  á  un  tiempo  por 
sus  prelados  ó  frailes,  sus  catedráticos  y  sabios,  sus  marinos, 
sus  aventureros  y  hasta  sus  físicos  ó  médicos.  El  caso  es,  sin 
embargo,  que  respecto  á  cualquiera  de  los  acontecimientos 
desnudos,  aun  los  más  sencillos,  cada  día  levanta  la  crítica 
nuevas  nieblas,  y  eso  que,  á  decir  verdad,  poquísimos  puntos  de 
historia  han  logrado  tan  numerosos  é  incansables  investiga- 
dores. 

La  natural  división  de  la  materia,  oblígame  á  poner  la  sola 
persona  de  Colón,  de  una  parte  y  de  otra  la  entera  España, 
sin  cuya  ayuda,  por  cuanto  los  datos  indican,  no  habría  llevado 
su  empresa  á  efecto  jamás.  Y  á  mí,  apresuróme  á  proclamarlo, 
me  seduce  ante  todo  la  maravillosa  fuerza  de  espíritu  del 
hombre,  que  aunque  hubo  de  tener,  cual  todos,  sus  defectos, 
á  todos  los  conocidos  les  ha  sobrepujado,  sin  duda,  por  lo 
que  toca  á  la  identificación  de  la  idea,  producto  de  su  propio 
cerebro,  con  la  realidad  que  Dios  escondía  aún  entre  sus  múl- 
tiples secretos.  Pensó  Colón  ó  vio  con  visión  inmutable,  cía- 


rísima,  tanto  y  mejor  que  con  sus  ojos  mismos  pudiera  ver  el 
opuesto  hemisferio  y  los  antípodas;  pactó  sobre  ello  en  conse- 
cuencia cual  pudiera  sobre  materiales  y  ya  poseídos  bienes; 
oyó,  disputó,  afrontó  años  y  años  la  natural  duda,  cuando  no 
la  incredulidad  invencible  de  sus  contemporáneos,  mientras 
que  él  siempre  mantuvo  su  infalibilidad.  Prodigio  verdadero  de 
fe  racional,  no  halló  por  casualidad  el  orbe  nuevo  como  tantos 
han  hallado  las  cosas,  sino  que  decididamente  marchó  á  poner 
sobre  él  las  manos.  Aquello  de  que  del  Occidente  se  caminase 
directamente  al  Oriente,  súpolo  por  el  raro  esfuerzo  de  su  en- 
tendimiento, cual  nadie  lo  había  sabido,  sino  todo  lo  más  sos- 
pechado, hasta  él.  Anticipó  así,  cuando  menos,  el  descubrimien- 
to del  Nuevo  Mundo,  y  quizá  por  siglos,  bien  que  no  parezca 
probable  que  aun  sin  él  permaneciera  ignorado  siempre.  Dióle 
con  su  calculada  victoria  un  triunfo  á  la  razón  humana,  que 
nunca  le  habrían  dado,  por  cierto,  ni  anteriores  ni  posteriores 
navegantes  al  desconocido  hemisferio,  llevados  por  obra  de 
su  impericia  ó  su  desgracia,  y  más  dignos  que  de  gloria  de 
compasión,  como  cualesquiera  otros  náufragos.  ¿Concíbese  que 
enfrente  del  excelso  mérito  de  Colón,  se  ose  poner  al  de  des- 
cubridores, más  ó  menos  auténticos,  pero  siempre  inconscien- 
tes, casuales  é  ignaros?  Ni  en  lo  más  mínimo  empecen  tam- 
poco á  la  memoria  purísima  de  aquél  los  vagos  atisbos  de  la 
antigüedad  clásica  ó  del  Renacimiento  respecto  á  la  esfericidad 
del  planeta,  porque  al  fin  no  fué  tal  doctrina  entonces,  cual 
tantas  otras,  sino  un  mero  tanteo  de  la  razón  en  que  el  error  y 
la  verdad  ostentaban  derechos  iguales,  preponderando  el  pri- 
mero con  resistencia  escasa;  una  en  suma,  de  esas  hipótesis  fáci- 
les y  abundantes  que  más  veces  retardan  que  apresuran  el  pro- 
greso. Lo  cierto  es  que,  en  el  decimoquinto  siglo,  la  inmensa 
mayoría  de  los  pensadores  y  sabios  no  creía  de  veras  en  los 
antípodas,  y  menos  concebía  que  la  aún  incógnita  ley  de  la 
gravitación  permitiese  ir,  cual  por  una  planicie,  sobre  la  invi- 
sible curva  del  Océano,  tan  mal  calculada  en  su  extensión  por 
Colón  mismo;  error,  como  desde  luego  se  advierte,  que  pudo 
bastar  para  que,  poseyendo  y  todo  la  verdad  racional,  por  lo 
inesperadamente  largo  del  trayecto,  fracasara  la  empresa.  Y  aun- 
que algunos  opinasen  ya  con  firmeza  que  podía  haber  antípodas, 


obsérvese  que  él  no  los  creyó  sólo  posibles,  como  los  demás, 
sino  ciertos,  incontestables.  Lo  cual  abre  un  abismo  entre  él  y 
todos,  porque  las  hipótesis  atrevidas  entre  inseguras  opiniones, 
son  comunísimas;  lo  raro,  lo  inaudito  es  tener  sobre  lo  no  ex- 
perimentado, y  simplemente  conjetural,  una  absoluta,  invenci- 
ble, incontrastable  certidumbre,  hija  tan  sólo  de  la  razón. 

Pero  si  en  nada  pienso  menos,  según  se  ve,  que  en  regatear 
á  Colón  su  gloria  única,  nadie  esperará  de  mí  tampoco,  y  vos- 
otros menos,  que  desconozca  el  mérito  singularísimo  que  en 
aquella  empresa  ostentó  la  gente,  por  ambos  mundos  repartida 
ahora,  pero  siempre  en  los  sentimientos  una,  que  prohijó  su  aven- 
tura y  le  siguió  en  ella.  La  Reina  Isabel,  sus  damas,  los  magna- 
tes, los  frailes,  los  particulares,  todos  aquí  mostraron  inaudita 
generosidad  de  ánimo,  considerando  que  más  que  por  abstrusas 
explicaciones  cosmográficas,  las  cuales  también  escaseó  Colón 
por  recelo  de  que  se  sorprendiese  suplan,  dejáronse  sin  duda 
seducir  de  la  sublimidad  misma  del  nunca  pensado  propósito. 
Igual,  y  aun  mayor  admiración  merecen  los  que  entregaron  sus 
bienes  y  personas  á  la  voluntad  é  inteligencia  de  un  marino 
aventurero,  mercenario,  y  de  nación  extraña,  lanzándose  con 
incertísimas  esperanzas  á  espantables  y  seguros  riesgos,  para 
lo  cual  se  necesitaba  tanto  mayor  heroísmo,  cuanto  menos  fe 
ciega  se  abrigase  en  la  convicción  racional  de  Colón.  Y  pues 
que  de  la  gente  española  hablo,  tampoco  debo  ya  omitir  que, 
aun  muerto  aquel  genio  extraordinario,  no  desmayó  un  punto 
en  la  maravillosa  empresa,  sin  contentarse  con  descubrir  más 
islas,  y  divisar  ó  tocar  el  continente ,  sino  antes  bien  desenvol- 
viendo inmediata,  tenaz  y  valerosísimamente  el  pensamiento 
germir.al  del  perdido  caudillo,  hasta  ponerlo  en  ejecución  todo 
entero,  y  pasar,  con  efecto,  de  Occidente  á  Oriente,  salvando  al 
fin  el  inesperado  obstáculo  de  ambas  Américas. 

Confiésolo  ingenuamente.  Desahogo  del  entendimiento  y 
¿por  qué  no  decirlo?  también  para  mí  del  corazón  es  adelantar 
estos  conceptos;  pero  por  demás  sabéis  que  no  son  reflejo  de 
juicios  unánimes.  Verdad  es  que  la  unanimidad  de  los  juicios 
históricos  es  cosa  rara ,  rarísima ,  principalmente  en  nuestra 
época.  Bien  que  ella  alardee  cual  otra  ninguna  de  imparcia- 
lidad y  amplitud  de  miras,  el  hecho  es  que  jamás  han  pesado 


TO 


más  las  pasiones  contemporáneas  sobre  la  crítica  de  lo  pasado. 
Los  medios  de  investigación  se  han  multiplicado  á  no  dudar; 
tómanse  los  datos  de  los  archivos,  de  las  Memorias,  de  docu- 
mentos fehacientes,  de  las  fuentes  mismas,  en  suma;  y  la  verdad 
sería  casi  siempre  facilísima  de  conocer,  si  nunca  dejara  de  bus- 
carse ingenuamente.  No  acontece  eso  cuanto  debiera  porque  las 
preocupaciones  y  los  intereses,  cual  si  ya  no  llenasen  bastante 
la  vida  actual,  suelen  citarse  también  á  descomunales  batallas 
sobre  cualquier  asunto  de  otros  días.  ¡Infeliz  del  personaje 
ó  personajes  históricos  que  nuestros  tiempos  destinan  á  servir 
como  en  antigua  liza  para  ventilar  diferencias  religiosas  y  polí- 
ticas! Basta  que  tal  ó  cual  haga  falta  en  determinada  tesis,  para 
que  corra  riesgo  de  verse  arrancado  de'la  historia  y  conducido 
á  la  polémica,  á  fin  de  desfigurarlo  á  placer.  Lo  peor  es  que  ni 
siquiera  se  obra  así  de  mala  fe  las  más  veces.  Los  sentimientos 
contemporáneos  eclipsan  los  pasados,  y  lo  que  por  cierto  se 
tiene  ahora  con  frecuencia  cierra  el  paso  á  la  recta  compren- 
sión de  aquello  que  lo  era  en  realidad,  ó  por  tal  se  reputó  otras 
veces.  Y,  entretanto,  el  personaje  pretexto,  símbolo,  mero 
argumento  de  actualidad,  aparece  bajo  dos  aspectos  sólo,  igual- 
mente incompletos  é  inverosímiles  en  la  historia:  el  de  hombre 
perfecto  en  todo  ó  del  todo  malvado.  A  que  se  junta  la  por  lo 
común  desdichada  intervención  de  los  puros  literatos  en  la  his- 
toria. No,  no  es  segura  preparación  la  de  inventar  personajes 
novelescos  ó  dramáticos,  aunque  sean  naturalistas  al  uso  sus 
autores,  para  juzgar  á  los  hombres,  por  Dios  ó  la  casualidad 
encargados  de  gobernar  á  otros.  De  tal  origen  nacen  los  erro- 
res de  biógrafos  bien  conocidos  en  quienes  la  pasión  sectaria 
no  hizo  presa  tal  vez;  pero  que  han  escrito  sobre  el  descubri- 
miento y  los  descubridores  de  América,  ya  en  uno,  ya  en  otro 
sentido,  sin  buscar  la  verdad  estrictamente.  Quien  inquiera  en 
esto  alusiones,  las  hallará  de  seguro.  La  bibliografía  de  Colón  y 
del  descubrimiento  preséntalas  á  la  memoria  fácilmente. 

No  vengo  á  convertir  aquí  yo  en  polémica  mis  reflexiones 
históricas,  y  por  eso  me  bastará  con  añadir  á  esta  parte  de  mi 
discurso  algunas  pocas  más.  Notorio  es  que  el  escepticismo  y 
el  protestantismo,  contrapuestos  á  la  tradición  católica  y  al 
católico  esp.'ritu  de  que  sincerísimamente  estuvo  imbuido  Co- 


lón,  coligados  con  el  irrespetuoso  criticismo  de  nuestros  días, 
malcontento  el  último  con  toda  superioridad  humana,  que  por 
su  altura  achique  á  la  generalidad  de  las  gentes,  de  tal  manera 
tratan  á  aquél  á  veces,  que  no  harían  más  contra  cualquier  ene- 
migo vivo  y  personal.  Escritores  extranjeros,  y  no  sólo  de 
nuestro  sexo  hay,  que  tales  parecen.  ¿Ni  quién  ignora  que  por 
mero  amor  propio  nacional,  tampoco  son  hoy  raros  los  que  in- 
tenten anteponer  y  aun  sobreponer  los  descubrimientos  incons- 
cientes y  más  ó  menos  averiguados,  de  que  hablé  antes,  al  caso 
sin  ejemplo  de  Colón?  Mas  no  hay  que  desconocer  que  por 
igual  modo  se  peca  en  sentido  adverso.  Tampoco  falta  quien 
saque  al  grande  hombre  de  la  realidad  de  la  historia,  vedando 
á  ésta  el  cumplimiento  inexcusable  de  su  oficio,  y  echándola  en 
cara  el  que  de  buen  ó  mal  grado  se  rinda  á  las  crueles  necesida- 
des de  una  investigación  sincera.  Para  estas  otras  personas  no 
basta  reconocer  la  robusta  fe  en  Dios  que  alumbró  todos  los 
pasos  del  descubridor;  no  basta  celebrar  los  indudablemente 
cristianos  propósitos  que  llegó  á  tener,  y  sus  aspiraciones  casi 
monacales  al  fin.  Quisieran  que  sus  hechos  no  hubiesen  depen- 
dido de  una  intuición  y  reflexión  peculiarísimas  y  de  una  ex- 
celsa voluntad  humana,  sino  de  auxilios  sobrenaturales;  y  de- 
más de  pretender  esto,  que  no  negaría  yo  atenerlo  decidido 
quien  puede,  diríase  que  entienden  que  á  un  hombre  tan  rico 
en  gloria  se  le  despoja  de  toda  aquella  que  indudablemente 
pertenece  á  otros,  por  moderada  porción  que  se  les  conceda. 
Tan  varios  métodos  de  historiar  no  se  han  aplicado  únicamen- 
te á  Colón,  sino  á  todos  los  españoles  que  en  su  empresa  to- 
maron principal  parte. 

Hablemos,  cual  es  natural,  primero  de  Isabel  la  Católica. 
Magnánima,  virtuosa,  hasta  heroica  mujer,  fué  aquella,  no  hay 
que  dudarlo,'  y  la  primera  autora  del  descubrimiento,  después 
de  Colón.  Acá  en  España,  no  sé  qué  hada  benéfica  ha  solido 
apartar  de  su  frente  hasta  aquí,  los  dardos  que  la  moderna  crí- 
tica prodiga.  ¿Mas  cuánta  no  ha  sido,  en  cambio,  la  desdeñosa 
injusticia,  ó  el  antihumano  rigor  con  que  á  propósito  de  Colón 
se  ha  tratado  por  los  propios  españoles  á  aquel  admirable  políti- 
co, que  por  excelencia  lleva  el  nombre  de  Rey  Católico?  ¿Cuál 
no  ha  sido  asimismo  la  preterición  inicua  de  los  servicios  de  Mar- 


—    12    — 


tín  Alonso  de  Pinzón  en  la  inaudita  empresa,  y,  á  la  par,  cuáles 
ridículos  cargos  no  hemos  visto  amontonados  sobre  los  valien- 
tes hijos  de  Palos,  Moguer,  Huelva  y  otros  puertos  oceánicos 
que  tripularon  las  famosas  carabelas?  Los  errores  atribuidos  á 
nuestros  compatriotas  acerca  de  todo  esto  se  han  extremado  y 
multiplicado  muchísimo  más,  como  era  forzoso,  entre  los  ex- 
tranjeros. Y  bien  mirado,  señores,  para  declarar,  por  ejemplo, 
santo  á  Colón,  si  acaso  lo  fuera,  ¿había  precisa  necesidad  de  ha- 
cerlo también  mártir,  difamando  á  muchos,  sin  los  cuales,  según 
todas  las  señas,  jamás  hubiera  él  llevado  á  cabo  su  descubri- 
miento? ¿Es  justo  que  se  pretenda  mermar  su  peculiar  mérito  á 
toda  la  nación  constante  y  esforzada,  que  por  cierto,  abrió  lue- 
go al  antiguo  el  nuevo  continente,  lo  descubrió  todo,  ó  casi 
todo  en  resumen,  y  con  los  ojos  de  Vasco  Núñez  de  Balboa 
vio  la  vez  primera  aquella  parte  del  Océano,  por  donde,  con 
efecto,  era  posible  ir  de  Occidente  á  Oriente,  visitando  las  re- 
giones de  que  tan  fantástica  noticia  dio  Marco  Polo,  y  que, 
el  inmortal  Colón  buscó,  después  de  todo,  en  vano? 

¡  Ah!  No  temáis,  repito,  que  ni  de  lejos  indique  esto  tampoco 
que,  en  algo  intente  disminuirla  gloria  de  Colón.  En  mi  con- 
cepto alcanzó  él  cuanto  al  genio  de  un  hombre  es  dado  alcan- 
zar. Para  reconocer  su  maravillosa  fuerza  basta  con  que  viese 
tan  claramente  como  la  luz  del  día  la  esfericidad  de  la  tierra, 
pues  que  él  no  la  supuso,  sino  que  en  su  entendimiento  la  vio, 
según  ya  he  expuesto,  con  evidencia  y  certidumbre  totales.  Ni 
fué  menor  entonces  su  mérito  al  ir  á  buscar  de  hecho  á  los  antí- 
podas sospechados  ya  por  Pitágoras,  pero  nunca  hasta  allí  bus- 
cados por  nadie.  Pero  la  razón  humana,  que  llega  á  determinar 
en  su  ejercicio  las  universales  leyes,  no  abarca  la  realidad  en- 
tera en  sus  detalles,  y  sufre  inevitables  chascos  de  parte  de  la 
Naturaleza.  Colón,  que  descubrió  el  continente  americano,  ni 
contó,  ni  pudo  con  él  contar.  Enamorado  de  las  descripciones 
magníficas  de  Marco  Polo,  que  tenía  por  exactas,  imaginó  lle- 
gar de  un  tirón,  relativamente  corto,  hasta  las  Indias  clásicas  y 
sus  adyacencias  desconocidas,  ó  sea  al  fabulosamente  rico 
Catay,  sin  tropezar  con  las  verdaderas  Antillas,  ni  con  el  vecino 
imprevisto  continente,  sino  dando  cualquier  día  fondo  sus  an- 
clas, allá  en  lo  que  conocemos  hoy  por  la  China  ó  el  Japón.  Lo 


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cual  proclama  una  vez  más  que  la  razón,  por  soberana  que  sea, 
sin  el  contraste  de  la  experiencia,  yerra  á  menudo;  verdad  vul- 
garísima, y  hasta  exagerada,  en  nuestros  días. 

Sea  como  quiera,  señores,  bastaría  y  sobraría  lo  que  dejo  ex- 
puesto para  demostrar,  si  de  antemano  no  se  supiese,  cuan  lejos 
está  de  ser  innecesario  el  leal  esclarecimiento  de  las  varias  y 
complicadas  cuestiones  á  que  el  suceso  que  conmemoramos  da 
lugar.  Por  el  contrario,  todavía  ha  de  ser  útilísima  la  interven- 
ción en  ellas  del  Ateneo,  estudiándolas  y  resolviéndolas  con 
el  espíritu  desinteresadamente  investigador,  que  sus  tradiciones 
piden,  sin  dejarse  seducir  por  preocupaciones  ningunas,  mal 
avenidas  siempre  con  la  ciencia  de  verdad. 

Sentado  dejo  ya  que  nada  absolutamente  importaría  al  mé- 
rito de  Colón  el  que  tales  ó  cuales  pescadores,  ó  simples  mari- 
neros, arrastrados  por  tempestades  ciegas,  y  sin  propia  con- 
ciencia del  caso,  hubiesen  llegado  antes  que  él  á  éstas  ó  las 
otras  costas  remotas  de  la  futura  América.  Bueno  será  añadir 
ahora  que  si  unos  cuantos  islandeses,  ó  acaso  tales  ó  cuales 
habitantes  de  la  Groenlandia,  sin  querer  lanzados  sobre  desco- 
nocidas rocas,  hubiesen  vuelto  por  azar  rarísimo  desde  aquella 
tierra  que  continuó  incógnita  á  su  patria ,  jamás  hubieran  puesto 
en  contacto,  como,  con  efecto,  nadie  había  puesto  cuando 
apareció  Colón,  el  nuevo  orbe  con  el  orbe  antiguo;  que  es 
lo  que  deliberada  y  científicamente  quiso  éste  lograr,  y  lo- 
gró. ¿Qué  tendría  que  ver  pues,  repito,  aun  demostrado,  el  in- 
voluntario arribo  de  tales  ó  cuales  desgraciados  á  las  inhospi- 
talarias costas  del  extremo  septentrional  de  América,  con  la 
demostración  experimental  y  buscada  de  la  esfericidad  del  pla- 
neta? Los  propios  viajes  de  los  portugueses,  con  ser  ya  harto 
arriesgados,  y  probar  bien  la  ciencia  adquirida  en  la  famosa 
escuela  de  Sagres,  bastaban  á  dar  estímulo,  no  suficiente 
ejemplo  á  la  empresa  española.  Cosa  muy  diferente  era  seguir 
el  perfil  de  costas  más  ó  menos  tormentosas,  sin  perder,  sino 
por  plazos  breves,  el  contacto  con  la  madre  tierra,  lo  cual  en- 
traba, después  de  todo,  en  la  tradición  y  las  ideas  del  mundo 
antiguo,  que  el  abandonar,  pasadas  las  Canarias,  es  decir  casi 
desde  el  mismo  principio,  toda  relación  con  el  orbe  conocido, 
que  quedaba  atrás,  á  fin  de  buscar  por  bajo  de  él  otro  nuevo. 


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sin  más  seguridad  que  la  convicción  de  un  hombre,  todavía 
colocado  en  visible  contradicción  con  las  leyes  físicas  hasta 
entonces  admitidas  universalmente.  ¿Quién  ha  existido  en  lo 
humano,  que  á  tal  punto  desafiase  el  horror  legítimo  que  ins- 
tintivamente infunde  la  obscuridad  de  lo  que  nadie  ha  expe- 
rimentado ó  visto  jamás?  Cualquiera  que  el  convencimiento  de 
Colón  fuese,  ¿cómo  no  receló  al  menos  que  del  todo,  como  en 
parte,  le  burlase  la  realidad,  nunca  esclava  de  la  razón  ni  de  su 
lógica?  (Ap/a2(sos.)'Pues  todo  eso  anduvo  en  Colón  hermanado, 
con  el  raro  modo  de  sufrir  durante  la  preparación  de  su  em- 
presa lo  que  más  cuesta  soportar  al  genio,  lo  que  más  cuesta  po- 
ner de  su  parte  á  la  superioridad  que  plenamente  se  siente,  es  á 
saber,  la  paciencia  con  la  ignorancia  hostil  de  los  demás. 
(Aplausos.)  Es  para  mí  Colón,  por  tanto,  el  personaje  de  la  his- 
toria que  más  íntima  é  indisolublemente  haya  incorporado  su 
pensar  en  su  vida  entera,  y  uno  de  los  que  más  han  probado  sin 
réplica,  cuánta  sea  la  ventaja  que  todavía  lleve  la  voluntad  al 
entendimiento,  por  inmenso  que  se  le  suponga,  para  formar 
hombres  grandes. 

Hay  por  supuesto,  que  contar,  con  que  desde  los  tiempos 
más  antiguos  calculaban  ya  algunos  la  esfericidad  del  planeta 
que  el  genovés  demostró.  Bastante  mayor  era  naturalmente 
el  número  de  los  que  en  el  decimoquinto  siglo  la  sospecha- 
sen también.  Y  diré  ahora  más,  y  es,  que  á  mi  juicio  el  pre- 
sentimiento de  que  hubiese  tierras  más  allá  de  las  playas  de 
Cádiz,  y  más  allá  de  las  costas,  tan  perseguidas  á  la  sazón,  del 
África,  tanto  y  más  todavía  que  en  ciertos  cosmógrafos  con- 
temporáneos de  Colón,  y  con  más  intensidad  que  en  los  sa- 
bios, desde  Aristóteles  y  Séneca  hasta  Toscanelli,  probable- 
mente bullía  en  los  marinos  de  nuestras  playas  occidentales  y 
sus  cercanas  islas  al  ir  á  acabar  el  decimoquinto  siglo.  No 
cabe  duda  que  algo  á  manera  de  incierta  luz,  distinta  de  la 
escasa  y  contradictoria  especulación  científica  de  entonces, 
alumbraba  á  aquellas  gentes  que,  aun  sin  ser  de  oficio  mari- 
nos como  los  Pinzones,  sino  tal  vez  frailes,  tal  vez  médicos, 
tan  fácilmente  se  inclinaron  á  que  el  desconocido  piloto  ex- 
tranjero tuviese  completa  razón.  Mas  ¿por  qué,  aun  con  seme- 
jantes imaginaciones,  nadie,  antes  que  Colón,  tentó,  ni  pensaba 


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tentar,  la  experiencia  que  desde  Palos  y  Cádiz,  y  todavía  más 
desde  las  Canarias,  estaba  tan  á  mano?  ¿Por  qué  con  eso  y  todo 
transcurría  año  tras  año,  no  ya  sin  que  el  orbe  nuevo  se  descu- 
briese, sino  sin  que  siquiera  se  hablase  de  procurar  su  descubri- 
miento? Al  mismo  Martín  Alonso  Pinzón,  que  no  era  ignorante, 
que  quizá  sabía  tanto  de  la  cosmografía  de  la  época  como  Colón, 
y  que  era  acaso  mejor  marino  que  él,  ¿por  qué  no  se  le  oyó  ha- 
blar nunca  de  acometer  la  empresa  hasta  que  se  presentó  en  la 
Pábida  el  genovés?  Siglos  y  siglos  habían  ya  transcurrido  de 
igual  suerte,  y  algunos  pudieron  muy  bien  transcurrir  después, 
por  igual  modo,  sin  que  otro  que  Colón  se  decidiera  á  descifrar 
el  espantable  enigma.  Faltó,  por  consiguiente,  hasta  él,  y  Dios 
sólo  sabe  por  cuánto  espacio  de  tiempo  hubiera  todavía  faltado, 
una  razón  capaz  de  tan  evidente  percepción  como  la  suya,  y 
una  voluntad  asimismo  á  la  suya  idéntica,  que  pudiera  repu- 
tarse sobrehumana,  si  al  cabo  y  al  fin  no  estuviésemos  ciertos 
de  que  se  encarnó  en  un  hombre. 

No  debe  quedarme,  tras  lo  dicho,  remordimiento  alguno  de 
negar  á  Colón  cuanta  justicia  merece.  Pero  bien  conocéis  ya,  se- 
ñores, que  no  me  he  propuesto  seguir  el  ejemplo  de  los  que,  sin 
previo  proceso  y  fallo  de  canonización,  rinden  á  los  hombres 
culto,  por  mucho  que  aplauda  sus  hechos,  y  por  dignos  que  los 
juzgue  de  la  gloria.  Ni  siquiera  he  de  admitir  que  con  potencia 
y  éxito  iguales  se  emplee  á  un  tiempo  el  genio  en  todas  las  ope- 
raciones humanas.  ¿Por  qué  Aristóteles  habría  de  haber  sido 
capaz,  y  paréceme  buen  ejemplo,  de  los  aciertos  de  Fidias,  ó 
Mozart  de  los  de  Napoleón  primero?  No :  resignémonos  á  ver  en 
los  hombres,  por  mucho,  y  justamente  que  los  admiremos,  el 
bien  y  el  mal  aunque  sea  en  desiguales  proporciones  mezclados, 
así  en  lo  que  piensan,  como  en  lo  que  hacen.  Lástima  que  hom- 
bre de  tamaño  tal  como  Colón  padeciera  en  este  mundo  tam- 
bién, aunque  el  mismo  Hombre-Dios  padeció,  según  se  sabe. 
Mas  porque  fuese  tan  grande,  ¿hemos  de  suponer  que  no  tuvo 
culpa  alguna  en  sus  infortunios?  Soy  yo  de  los  que  piensan  que 
el  arte  debe  ser  ideal  en  su  esencia  y  perfeccionador  de  la 
Naturaleza,  aunque  de  ella  emane  directamente.  Cuanto  á  la 
historia,  no  hay  que  pensar  tal  cosa.  La  historia  que  no  es  esen- 
cialmente realista,  ni  merece  tal  nombre,  ni  el  de  obra  literaria 


—    I6   — 


siquiera.  Queden  ciertos  engendros,  más  ó  menos  felices,  para 
recreo  de  almas  débiles.  La  verdadera  historia  pide,  á  la  ma- 
nera que  en  todos,  sobre  el  asunto  de  que  hoy  trato,  que  se 
estudie  mejor  que  hasta  poco  ha  se  estudiara,  quiénes  y  cuáles 
fueron  de  verdad  los  personajes  que  ayudaron  ó  contrariaron  á 
Colón,  y  por  cuáles  motivos,  antes  de  su  empresa  y  después  de 
lograda.  Si  estudio  semejante  corresponde  á  todo  país,  no  es  sin 
duda  exceso  de  patriotismo  pensar  que  á  ninguno  cual  á  Es- 
paña. Porque,  ¿no  es  verdad  que  para  ser  esta  la  nación  única 
que  puso  á  contribución  sus  Reyes,  sus  pilotos,  sus  marineros, 
y  dio  todos  los  recursos  precisos  para  acometer  y  cumplir  la 
gloriosa  aventura,  se  la  ha  calumniado  ya  por  demás?  ¿Qué  se 
quería  por  aquellos  que  nos  suelen  motejar  de  ingratos?  Cuando 
el  resto  de  Europa,  incluso  su  patria  Italia,  tan  llena  de  los 
esplendores  del  Renacimiento  científico,  literario  y  artístico,  ni 
siquiera  se  dignó  fijar  la  vista  en  el  descubridor,  y  sus  ofertas; 
cuando  eso  hicieron  asimismo  Inglaterra  y  Portugal,  maestra 
ésta  entonces  en  descubrimientos  y  navegaciones,  ¿preténdese 
que  no  solamente  los  Reyes,  y  bastantes  de  sus  subditos,  sino 
absolutamente  todos  los  sacerdotes  de  España,  sus  catedráti- 
cos, cortesanos  y  guerreros,  y  cuantas  personas,  en  fin,  pobla- 
ban sus  campos  y  costas,  sin  disputa  y  de  plano  asintieran  por 
aclamación  unánime  á  una  idea  tan  poco  aceptada  aún  y  de 
índole  tan  conjetural?  La  singularísima  convicción  racional  de 
Colón,  que  constituye  su  mayor  grandeza,  ¿podía  poseerla  cual- 
quiera en  el  decimoquinto  siglo?  Si  fueran  todos  á  la  sazón  ca- 
paces de  lo  qae  Colón  fué,  ¿en  qué  consistiría  el  mérito  único 
de  aquel  hombre?  De  ninguna  de  tales  exageraciones  necesita 
la  eterna  fama  del  descubridor,  ni  cabe  que  las  respete  la  his- 
toria. Complázcanse,  pues,  cuanto  quieran  los  panegiristas,  que 
no  historiadores,  en  describir  con  colores  negrísimos  las  oposi- 
ciones, las  dilaciones,  las  informalidades  y  antipatías  con  qae 
el  glorioso  genovés  luchó  en  nuestra  nación,  disminuyendo  por 
sistema,  en  cambio,  lo  que  Colón  debió  á  la  gente  heroica  que, 
primero  bajo  su  dirección,  y  por  sí  sola  luego,  realizó  la  total 
obra  que  aquél  se  propuso,  pero  que  no  cumplió  del  todo,  ni 
pudo  cumplir.  Todo  eso  es  vano,  sobre  infame  empeño,  de 
manchar  nuestra  gloria  indisputable. 


—  17  — 

Mas  volvamos,  que  ya  es  justo,  á  los  Monarcas  insignes  que 
juntamente  regían  á  España  á  la  sazón.  Isabel  de  Castilla,  ya  os 
lo  he  recordado,  siempre  ha  sido  como  un  flaco  de  la  historia,  si 
consentís  el  empleo  de  frase  tan  familiar.  (Muy  bien,  muy 
bien).  No,  en  verdad,  porque  deje  de  merecer  la  venerada 
princesa  cuantos  encomios  se  han  hecho  de  su  persona,  sino 
porque  entre  tantas  cualidades,  como  á  no  dudar  poseía,  ¿quién 
negará  que  alguno  que  otro  defecto  se  le  pudiera  notar  ó  supo- 
ner por  los  escritores  católicos,  no  tan  sólo  españoles  sino 
extranjeros,  aunque  no  diesen,  cual  de  ellos  dan,  testimonio 
los  cronistas  más  verídicos?  Pero  ya  se  sabe  que  el  idealismo 
histórico  no  capitula,  y,  con  raras  y  generalmente  brutales 
excepciones  de  protestantes  fanáticos,  la  Reina  aparece  per- 
fecta. Por  lo  que  hace  á  España,  en  particular,  ni  las  pasio- 
nes desatadas  contra  la  unidad  católica,  que  le  debió  tanto,  ni 
el  escepticismo  hostil  á  toda  piedad  de  los  actuales  tiempos 
han  osado,  sino  tal  vez  de  lejos,  insultar  su  memoria.  Claro 
es  que  tratándose  de  juzgar  á  la  excelsa  Reina,  como  á  los 
humanos  hay  que  juzgarlos,  es  decir,  sumando  sus  cualida- 
des y  restando  sus  defectos,  para  fijar  su  valor  positivo,  la  his- 
toria ha  procedido  con  muchísima  justicia.  ¿Qué  importa  en  un 
cuadro  hermosísimo  cualquiera  accidental  imperfección?  Siga, 
pues,  en  buen  hora,  incólume  Isabel  la  Católica,  á  través  de  las 
edades,  y  quiera  Dios  que  la  crítica,  tan  justa  hasta  ahora  con 
ella,  jamás  desconozca  el  mérito  de  la  mujer  más  grande,  y 
seguramente  más  respetable  de  la  historia.  Pero  ¿por  qué  no  ha 
de  quedar  alguna  parte  también  de  la  imparcialidad  crítica  para 
su  esclarecido  esposo  D.  Fernando?  Que  ella  fué  quien  creyó 
primero,  y  tuvo  la  principal  parte  en  la  empresa  de  Colón,  no 
cabe  duda.  Vaciló,  no  obstante,  cual  era  natural,  y  hasta  se  dice 
que ,  sin  los  buenos  consejos  y  exhortaciones  de  personas  de 
su  corte,  hubiera  dejado  irse  de  Santa  Fe  al  descubridor.  INIas 
ello  es  que  se  convenció,  que  se  decidió,  al  fin,  y  que,  por  cuen- 
ta de  su  corona  de  Castilla,  se  inició  la  empresa.  ¿Qué  pensáis 
que  le  valiese  más  para  alcanzar  la  gloria  inmarcesible  que  de 
eso  ha  resultado:  su  talento  político,  ó  su  corazón?  ¿Y  cuándo 
acordará  el  mundo  todo  la  preferencia  sobre  materias  de  Esta- 
do, entre  el  corazón  y  la  cabeza?  Soy  yo,  por  de  contado,  de  los 


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que  entienden  que,  en  materias  tales,  y  en  todas  las  de  orden 
práctico,  acierta  esta  última  muchísimas  más  veces  que  aquél. 
Fuerza  es,  con  todo,  que  reconozcamos  que  acierta  también  el 
corazón  en  ocasiones.  Y  una  de  ellas  fué  incontestablemente  la 
que  nos  ocupa  ahora,  en  la  cual  el  genio  político  del  Rey  Cató- 
lico quedó  muy  debajo  por  las  resultas  del  corazón  magná- 
nimo de  su  mujer.  Mas  tiempo  es  ya  de  que  se  examine  este 
caso  serenamente. 

Era  todo  un  hombre  de  Estado  Fernando  el  Católico  ,  y 
grande  hombre  de  guerra  asimismo,  sin  duda  alguna;  pero  no 
sólo  en  este  del  descubrimiento,  sino  en  los  demás  negocios  pú- 
blicos, representó  siempre  un  segundo  papel,  mientras  D.""  Isa- 
bel vivió,  y  no  á  los  ojos  de  los  castellanos  únicamente,  sino  á 
los  de  sus  propios  subditos  aragoneses.  Las  pruebas  abundan. 
¿Y  de  qué  dependía  eso?  Del  magnánimo  corazón  como  al- 
guien dijo,  ó  sea  del  carácter  decidido  de  la  Reina,  al  cual 
constantemente  se  sometía  su  esposo,  por  amor  ó  prudencia.  Ni 
hay  que  extrañarlo,  pues  cosas  tales  se  han  visto  siempre  por  el 
mundo,  entre  hombres  •  insignes  y  mujeres  de  mucho  menos 
valor  que  Isabel  la  Católica.  Para  Colón  y  para  el  descubri- 
miento, no  hay  que  decir  que  la  dicha  sumisión  fué  circunstancia 
dichosa.  Porque  nadie  afirma  que  llegara  á  persuadirse  D.  Fer- 
nando de  que  el  descubrimiento  era  infalible,  y  menos  de  que 
los  premios  que  Colón  demandaba,  y  en  Santa  Fe  y  Barce- 
lona obtuvo  al  cabo,  fueran  juiciosos,  y  en  buena  política  posi- 
bles. Sin  embargo,  tampoco  consta  que  pusiera  grandes  obs- 
táculos al  cumplimiento  de  la  voluntad  de  su  mujer,  una  vez 
ella  resuelta  á  que  la  expedición  se  emprendiese.  Lejos  de  eso, 
contribuyó  á  prepararla  en  unión  de  su  regia  consorte  y  aliada 
de  Castilla,  por  todos  los  medios.  Faltóle  sólo,  en  suma,  el  en- 
tusiasmo ciego.  De  ningún  otro  delito  se  le  puede  acusar.  Mas 
ante  todo,  es  de  observar,  que  á  un  príncipe  aragonés,  nacido 
sin  duda  con  inclinaciones  mediterráneas  y  europeas,  como  sus 
ilustres  ascendientes,  no  le  debían  de  ser  tan  simpáticas  cuanto 
á  la  Reina  las  conquistas  sobre  el  Atlántico,  que  bien  de  antiguo 
seducían  á  los  castellanos.  El  peculiar  teatro  de  las  glorias  de 
la  Casa  de  Aragón  era  el  Mediterráneo,  donde  poseía  ya  Cer- 
deña,  Sicilia  y  Ñapóles,  que  había  de  incorporarse  definitiva- 


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mente  á  España  poco  después;  y  estaba  todavía  en  la  memoria 
de  todos  cómo  los  almogávares  catalanes  y  aragoneses  habían 
hecho  bambolear  un  día  el  imperio  griego  con  sus  terribles  chu- 
zos, enseñoreándose  además  de  la  Grecia  clásica.  La  posterior 
política  de  D.  Fernando  en  Italia,  patentiza,  por  otra  parte,  que, 
cuando  nadie  lo   imaginaba,  él  supo  que  en  aquella  dirección 
habían  de  buscar  las  naves  catalanas  y  mallorquínas  la  gran  po- 
sición política  que  mantuvo  España  por  tres  siglos,  y  de  que 
tanto  se  envanece  aún.  Política  sin  nada  de  prodigioso,  ni  de 
poético,  sino  tal  cual  debía  concebirla  é  iniciarla  un  verdadero 
hombre  de  Estado.  Por  el  contrario,  la  Corona  que  tenía  á  su 
disposición  las  naves  de  Huelva,  Sevilla  ó  Cádiz,  y  gobernaba  á 
los  marinos  que  habían  ya  ocupado  las  Canarias,  parecía  tener 
señalado  por  la  Providencia  otro  camino  á  su  propia  política,  y 
encarnación  de  ella  fué  Isabel  la  Católica,  sin  curarse  en  tanto 
por  igual  medida  de  la  razón  de  Estado  como  de  sus  corazonadas 
de  mujer.  No  había  motivo  para  que  el  tálamo  común  suprimiese 
de  golpe  diferencias  en  los  modos  de  sentir  y  de  ver,  que  de  sobra 
explican  los  respectivos  orígenes  de  los  Monarcas,  y  sus  diferen- 
tes sexos.  La  Reina  hizo  más  numerosa  y  extendida  raza  espa- 
ñola, pues  que  la  implantó  para  siempre  en  el  desconocido  he- 
misferio; el  Rey,  con  el  dominio  de  la  otra  gran  Península  me- 
diterránea, facilitó  á  nuestra  nación  largos  años  de  preeminencia 
en  el  mundo,  que  sin  eso,  por  unánime  testimonio  de  los  consu- 
mados políticos  de  la  grande  época,  no  habríamos  gozado  solos 
jamás.  Pero  si  la  mayor  tibieza  de  D.  Fernando,  en  todo  lo  re- 
lativo al  proyecto,  se  justifica  así  plausiblemente,  todavía  es  más 
excusable  su  actitud  contraria  á  las  demandas  singularísimas 
de  Colón. 

Nada  sublima  á  mis  ojos  tanto  el  carácter  de  Colón,  ya  lo 
sabéis,  como  la  misma  inflexibilidad  y  magnitud  de  sus  exigen- 
cias, y  la  firmeza  rara  con  que  las  sostuvo  hasta  que,  no  bien  de- 
su  grado  tampoco,  sucumbió  á  ellas  la  Reina.  Ni  el  puro  amor  de 
la  gloria,  ni  las  piadosas  miras  que  también  mostró  de  extender 
la  fe  cristiana,  ni  el  natural  anhelo  de  experimentar  y  tocar  con 
la  mano  la  exactitud  de  su  opinión  racional;  ni  su  pobreza,  ni 
su  cansancio,  nada,  según  es  notorio,  le  hizo  disminuir  en  un 
ápice  el  subido  precio  que  previamente  puso  á  su  extraordina- 


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rio,  positivamente  extraordinario  servicio.  Cualquiera  historia- 
dor idealista  puede  muy  bien  alabar  esto  irónicamente,  y  aun 
se  ha  dado  el  caso;  mas  yo  con  verdad  os  digo,  que  nada  me 
da  del  genio  y  carácter  del  descubridor  tan  alto  concepto.  Lo 
que  ello  prueba  en  primer  término,  es  que  Colón  juzgaba  por 
tan  hecho  el  descubrimiento  en  su  tienda  de  Santa  Fe,  como  al 
aparecérsele  la  tierra  en  las  Antillas.  Porque,  lo  repito,  ¿qué 
especie  de  hombre  era  aquél  que  así  trataba,  como  de  pro- 
pia cosa  suya,  de  lo  que  nadie  había  visto,  ni  creía  de  fijo,  y 
hasta  el  maravedí  regateaba  los  beneficios  que  por  su  parte  le 
correspondían?  No  se  pacta  con  resolución  tamaña  sobre  un 
problema,  sobre  un  caso  probable  tal  vez,  pero  que  aun  pudiera 
resultar  incierto.  Colón  miraba  ya  el  orbe  nuevo  como  hacienda 
heredada,  en  que  le  faltaba  la  posesión  únicamente,  y  no  se  pres- 
taba sino  á  partir  con  los  que  le  facilitasen  los  necesarios  recur- 
sos para  la  dicha  posesión.  Y  todo  esto  tranquila,  majestuosa- 
mente, negociando  de  poder  á  poder  con  los  monarcas,  propo- 
niéndoles no  ya  un  servicio,  sino  un  verdadero  tratado.  Ignoro, 
señores,  lo  que  de  este  mi  punto  de  vista  pensaréis;  mas  re- 
pítoos  que  yo  lo  adopto  de  bonísima  fe,  y  que  una  convicción 
honda  me  lo  impone.  Muy  lejos  estuvo  en  tanto,  de  creer,  al 
modo  que  Colón,  en  el  infalible  hallazgo  de  los  antípodas,  y  me- 
nos aún  de  juzgar  á  éste  cual  yo  le  juzgo  ahora,  el  sagacísimo 
Rey.  Acaso  resumió  su  dictamen  en  los  dos  conceptos  que  si- 
guen, de  vulgar  apariencia,  pero  de  incontestable  buen  sentido. 
Muy  problemático,  se  diría,  es  lo  que  Colón  ofrece;  pero  lo  que 
para  el  caso  que  se  obtenga  pide  es  tal  que,  si  realmente  se  lo 
diésemos,  nada  ganaríamos  los  Reyes  con  el  descubrimiento  ni 
ganaría  España.  ¡Oh,  señores!  aquí  es  ocasión  de  exclamar: 
¡Bendita  sea  también  la  fantasía  en  la  política,  ó  lo  que  es  igual, 
bendito  sea  el  corazón  en  la  historia!  {Grandes  aplausos.)  A 
resumir  la  Reina  Isabel  la  cuestión,  según  á  mi  parecer  la  resu- 
mió su  marido,  casi  seguro  es  que  Colón  no  habría  descubierto 
el  Nuevo  Mundo,  y  Dios  sólo  sabe  cómo  y  cuándo  se  habría  des- 
cubierto. Pero  no  vayamos,  no,  á  inducir  de  este  y  algún  otro 
caso  excepcionalísimo  que  en  las  ordinarias  condiciones  de  la 
política  y  de  la  vida  histórica,  deban  con  frecuencia  sustituirse 
la  fantasía  ó  el  corazón  al  cálculo  racional  y  severo.  Otras  rei- 


—    21    — 


ñas  y  otros  pueblos  han  protegido  á  imaginarios  Colones  sin 
buen  éxito,  y  no  sin  algún  ridículo.  No  todos,  sino  poquísimos 
de  los  humanos  que  han  prometido  en  este  mundo  prodigios, 
los  han  realizado  después. 

Al  llegar  aquí  comprendo  bien  que  el  precedente  resumen  de 
lo  que  debió  de  pensar  D.  Fernando  respecto  á  Colón,  y  sus 
peticiones,  merece  esclarecimiento  especial.  Es  por  demás  co- 
nocido que  exigió  éste  y  obtuvo  en  las  capitulaciones  de  Santa 
Fe,  no  ya  aclaradas  sino  muy  extendidas  en  Barcelona,  que  á  él 
y  sus  herederos  se  les  entregase  perpetuamente  el  cargo  de  Al- 
mirante de  nuestras  escuadras  del  Océano,  y  que  se  les  con- 
firiese por  igual  modo  el  virreinato  y  gobierno  general  de  cuan- 
tas tierras  él  descubriese  ó  conquistase,  tocándoles  nombrar 
por  sí,  á  cuantos  allí  ejerciesen  autoridad,  oficio  ó  jurisdicción; 
lo  cual  valía  tanto,  es  claro,  como  reconocer  una  soberanía 
de  hecho,  aunque  tributaria,  en  aquella  familia.  De  las  ventajas 
económicas  no  hablo,  porque,  aunque  muy  considerables,  lo 
particular  del  servicio  puede  borrar  la  nota  de  excesivas.  Pero 
exigir  de  la  Monarquía  de  aquel  tiempo  cuando,  así  las  triun- 
fantes doctrinas  justiniáneas,  como  el  inevitable  proceso  de  las 
cosas,  cada  vez  iban  haciéndola  más  sedienta  de  autoridad,  y 
pretender,  sobre  todo,  de  los  Reyes  Católicos,  que  acrecenta- 
ran y  confirmaran  las  antiguas  jurisdicciones  hereditarias,  con 
frecuencia  rivales  de  la  Corona,  al  tiempo  que  su  hábil  é  in- 
cansable política  por  tan  manifiesto  modo  tendía  á  convertir- 
las en  nominales,  constituía  un  inevitable  conflicto  para  en 
adelante.  Al  rayar  del  siglo  decimosexto  era  un  positivo  ana- 
cronismo y  casi  una  locura  la  creación  en  el  Orbe  Nuevo  de 
un  feudo  ó  señorío  vastísimo,  ni  de  muy  lejos  igualado  jamás, 
por  la  extensión  y  la  independencia,  en  Aragón  ni  Castilla,  y 
eso  para  una  familia  extranjera  al  fin  que,  sin  gran  pecado, 
podía  acordarse  de  que  lo  era  en  las  futuras  contingencias  po- 
líticas. De  buena  fe,  no  cabe  duda,  pasó  por  todo  ello  la 
Reina  Católica,  sin  reflexionarlo,  ni  mirar  más  que  al  inme- 
diato logro  de  su  deseo,  obrando  como  dama  al  cabo,  poco 
ó  mucho  influida  siempre  por  la  impresionabilidad  de  su  sexo, 
sin  contar  con  las  exhortaciones  y  consejos  vehementes  de 
otras  señoras  que  la  rodeaban,  á  más  de  los  de  sus  cortesanos. 


—    22    — 


Pero  ¿habría  sido  el  hombre  de  Estado,  que  fué  D,  Fernando, 
si  desde  el  principio  no  sospechara  que  el  cumplimiento  de 
semejante  pacto  era  imposible?  Firmóse  éste  con  todo  delante 
de  Granada,  paréceme,  y  le  honra,  que  con  sólo  el  mudo 
asentimiento  de  D.  Fernando,  ya  que  no  tenía  por  costumbre 
resistir,  como  de  cierto  se  sabe  y  ya  he  dicho,  á  la  voluntad 
magnánima,  por  no  llamarla  imperiosa,  de  su  esclarecida  mu- 
jer; cosa  que  por  lo  ordinaria,  creo  que  tenemos  convenido,  en 
que  no  debe  disminuir  su  personal  mérito.  Y  cual  si  las  cláu- 
sulas de  aquel  pacto  no  bastasen,  todavía  se  acrecentó  mucho 
más  el  premio,  vuelvo  á  decir,  en  Barcelona,  al  llegar  triun- 
fante el  descubridor.  El  entusiasmo  de  la  Reina  no  reconoció 
de  seguro  límites,  y  es  de  creer  que  ni  la  objeción  más  leve 
osase  su  marido  presentarle.  Entonces  fué,  pues,  cuando  para 
que  fuesen  mejor  gobernados,  como  dijo  el  título  de  1493, 
cuantos  territorios  descubriese  Colón,  otorgáronsele  allí  tex- 
tualmente los  oficios  de  Almirante,  Virrey  y  Gobernador  del 
mar  Océano,  islas  y  tierra  firme,  no  sólo  para  sí  sino  para  sus 
hijos,  descendientes  ó  sucesores,  sin  limitación  ninguna,  por 
siempre  jamás,  con  facultad  de  que  sus  lugartenientes,  alcaldes, 
alguaciles,  y  los  demás  funcionarios  que  nombrase,  usaran  de 
la  jurisdicción  civil  y  criminal,  alta  y  baja,  y  mero  y  mixto  im- 
perio, siendo  los  dependientes  de  los  Colones  á  voluntad  de 
éstos  amovibles,  y  atribuyéndoles  la  facultad  de  oir,  librar  .y 
determinar  todos  los  pleitos  y  causas  civiles  y  criminales,  no 
sin  llevar  para  sí  los  mismos  derechos  judiciales  acostumbrados 
en  León  y  Castilla.  La  función  de  soberanía  que,  por  tanto,  se 
reservaron  los  Reyes  de  Castilla,  fué  la  de  que  las  cartas  ó  pro- 
visiones se  expidiesen  á  sus  nombres  y  con  su  sello,  condición 
que,  por  única,  parecía  más  propia  que  para  verdaderos  subdi- 
tos, para  Príncipes  confederados.  No  se  dirá  por  cierto  que 
Isabel  la  Católica  en  su  feliz  iniciativa,  ni  en  su  dudoso  asenti- 
miento el  Rey,  pretendieron  engañar  á  Colón,  otorgándole  an- 
tes del  descubrimiento  mercedes  grandísimas  para  regateárselas 
cuando  la  hazaña  estaba  hecha,  y  no  había  ya  necesidad  pre- 
cisa de  él.  No:  lo  más  enorme  del  premio  se  concedió,  según 
vemos,  en  Barcelona,  sin  otra  presión  que  la  de  un  agradeci- 
miento sin  medida,  porque  una  vez  descubierto  el  camino  del 


Nuevo  Mundo,  ninguna  duda  podía  caber  en  que  bastarían  los 
españoles,  cual  bastaron,  á  continuar  la  obra.  Todo  aquello  fué 
hijo,  sin  disputa,  de  la  más  completa  buena  fe.  ¿No  es  hora,  por 
eso  mismo,  de  buscar  en  otras  causas  que  la  informalidad  y  la 
supuesta  perfidia  de  D.  Fernando,  las  desdichadas  diferencias 
que  sobrevinieron  más  tarde? 

Indudable  es  que  la  principal  de  dichas  causas  provino  de  la 
propia  naturaleza  del  pacto,  por  lo  menos  en  su  parte  política, 
que  sin  duda  era  la  más  grave.  ¿Concebís  siquiera,  señores,  que 
por  recompensa  al  descubrimiento  de  tierra  firme  conservase  la 
descendencia  de  Colón,  hasta  nuestros  días,  los  derechos  so- 
beranos que  en  Barcelona  se  la  concedieron?  Si  el  grande  Almi- 
rante hubiera  llegado  á  desembarcar  en  tierra  de  Méjico,  ¿se 
habría  luego  sometido  Hernán  Cortés,  ni  aun  Panfilo  de  Nar- 
váez,  al  gobierno  soberano  de  aquella  familia  que  la  mínima 
Santo  Domingo  tan  pronto  rehusó  obedecer?  ¿Cómo  imaginar 
que  tan  absurdo  régimen  se  perpetuase?  Ni  hay  para  qué  hablar 
de  los  Monarcas:  la  gente  española  de  entonces,  única  que  ha- 
bía de  prestar  sus  marinos  y  soldados  aventureros  para  conquis- 
tar  y  poblar  el  Nuevo  Mundo,  ¿era  capaz  de  rendir  á  los  Colo- 
nes la  ciega  obediencia,  tan  poco  tiempo  después  disputada  al 
legítimo  soberano  en  Medina  del  Campo,  Tordesillas  ó  Toledo, 
y  en  el  húmedo  llano  de  Villalar?  La  cualidad  de  extranjeros 
de  D.  Cristóbal  y  sus  hermanos  claro  está  que  también  hacía  más 
difícil  su  cuasi  soberanía,  favoreciendo  en  Santo  Domingo  la 
sospecha,  entre  ciertos  historiadores  modernos  viva  aún,  de  que 
por  despecho  quisiesen  entregar  los  nuevos  territorios  á  cual- 
quiera otra  nación,  y  en  especial  álos  genoveses  sus  compatrio- 
tas, ya  que  no  aspiraran  á  quedar  del  todo  independientes.  Mas 
no  hay  que  darle  á  aquello  exagerada  importancia,  porque  nadie 
ignora  el  modo  no  ya  cruel,  salvaje,  hasta  infame,  con  que  mu- 
rió el  español  Francisco  Pizarro,  menos  grande  que  Colón,  sin 
duda,  pero  muy  grande  seguramente.  Muchos  ejemplos  pareci- 
dos prueban  que  los  nativos  vasallos  de  los  Reyes  Católicos,  y 
de  sus  sucesores  inmediatos,  se  sufrían  mal  unos  á  otros,  sin 
que  siempre  motivasen  sus  discordias,  ni  la  ingratitud,  ni  la  per- 
fidia. Los  hombres  de  mar  y  guerra  eran  de  asperísima  condi- 
ción por  entonces,  lo  mismo  dentro  que  fuera  de  España,  tes- 


—    24   — 

tigos  los  corsarios  entre  quienes  se  formó  Colón;  y  nada  nos 
debe  impedir  tampoco  la  confesión  de  que  no  era  la  disciplina 
la  mayor  virtud  de  los  que  acompañaron  á  Colón  á  América. 
¿Pero  qué  relación  tiene  nada  de  eso  con  las  supuestas  ingrati- 
tud y  perfidia  de  D.  Fernando  el  Católico?  Los  escándalos  de 
Santo  Domingo,  certísimos,  no  los  provocaron,  sin  duda,  sus  ac- 
tos ni  disposiciones,  sino  el  haberse  antes  pactado  lo  imposible. 
Semejantes  conflictos  sobrevinieron  á  su  pesar,  con  tal  estrépito 
y  consecuencias  tan  peligrosas,  que  hubo  de  intervenir  por 
fuerza  en  ellos,  hasta  por  invitación  de  Colón  mismo,  que  llegó 
á  pedirle  en  suma  un  juez  pesquisidor.  El  cual  fué  aquel  Boba- 
dilla,  contra  quien  hoy  protesta  España  entera,  justamente  sen- 
tida de  que  á  tal  hombre  lo  enviase  en  cadenas;  pero  obsérvese 
que,  después  de  parecida  acción,  todavía  el  entusiasta  amigo, 
huésped  y  panegirista  de  Colón,  Andrés  Bernáldez,  más  cono- 
cido  por  el  Cura  de  los  Palacios,  le  apellidó,  á  boca  llena,  noble 
y  virtuoso,  con  ocasión  de  referir  su  desastroso  naufragio.  Triste, 
tristísimo  fué  el  caso;  duro  estuvo  con  él  Bobadilla,  que  debía 
de  ser  jurista,  pues  obró  con  el  desenfado  singular  de  los  de 
su  época,  que  no  conocían  respetos  sino  para  el  Rey.  Con  eso 
y  todo,  el  incontrastable  testimonio  de  Bernáldez  demuestra 
que  no  se  le  reputó  en  España  injusto,  ni  mucho  menos  preva- 
ricador. Lo  cual,  señores,  me  obliga  ya  á  penetrar  directamente 
en  el  examen  de  otra  de  las  causas  que  á  mi  juicio  originaron 
los  infortunios  del  gran  descubridor. 

Permitidme  ante  todo  recordar  lo  que  dejo  atrás  dicho,  to- 
cante á  la  imperfección  de  los  hombres,  sean  cuales  sean,  cosa 
de  que  entre  muchos  dieron  notorias  muestras  Alejandro,  César 
y  Napoleón  L  He  expuesto  ya  asimismo  que  de  ningún  nacido 
se  sabe  que  por  igual  haya  sido  apto  para  alcanzar  gloria,  en  to- 
dos los  oficios  humanos.  Y  ahora  pregunto:  las  supremas  é  in- 
comparables cualidades  de  inteligencia  y  voluntad  que  puso  de 
manifiesto  Colón  en  su  obstinada  porfía  por  patentizar  la  figura 
del  planeta,  y  su  propósito,  inflexible  como  Bernáldez  dijo,  de 
salir  viento  en  popa  del  mar  de  Cádiz  para  volver  de  proa  al 
mismo  sitio,  ¿nos  obligan  á  reconocer  juntamente  en  él  la  mo- 
deración, el  tacto,  el  arte,  que  tanto  y  más  que  la  inquebrantable 
firmeza,  en  tal  ó  cual  ocasión  señalada,  son  las  cualidades  que 


2q    — 


constituyen  á  los  verdaderos  hombres  de  gobierno?  ¿No  conce- 
bís perfectamente  un  Colón,  prescindiendo  en  hipótesis  del  his- 
tórico, capaz  de  cuanto  éste  ejecutó,  é  incapaz,  no  obstante,  de 
regir  en  paz  y  justicia  la  menor  aldea?  Las  propias  condiciones 
excelsas  de  Colón:  aquella  fe  absoluta,  por  ejemplo,  en  su  pro- 
pio dictamen  que  tan  grande  hombre  nos  lo  representa  en  Santa 
Fe;  su  ánimo  indomable  ante  la  pobreza,  la  burla,  el  desdén  de 
la  inmensa  generalidad  de  sus  contemporáneos;  la  altivez  sobe- 
rana con  que  mantuvo  íntegras  sus  exigencias  delante  de  tan 
potentes  Reyes,  y  tan  henchidos  de  gloria  como  los  conquista- 
dores de  Granada;  todos  estos  sumos  méritos,  en  fin,  ¿eran 
los  que  taxativamente  hacían  falta  para  gobernar  á  una  gente 
osada,  fácilmente  violenta,  sin  miedo  á  nada,  codiciosa  por  ne- 
cesidad, como  la  que  en  general  requería  la  tremenda  aventura? 
No;  y  no  sé  por  eso  mismo  de  contemporáneo  alguno  que 
abiertamente  declare  á  Colón  buen  político,  aunque  ninguro 
escasee  las  alabanzas  que  su  genio  único,  y  su  sin  par  servi- 
cio merecieron.  Bartolomé  de  las  Casas,  citado  en  los  pane- 
gíricos por  testigo,  cuando  de  darle  la  razón  se  trata,  del  modo 
más  explícito  reconoció  que  estuvo  muy  desgraciado  en  el 
Gobierno  de  Santo  Domingo,  soliviantando  contra  él  todos 
los  ánimos.  Mas  ¿y  Bernáldez,  tan  familiar  suyo  que  le  llegó  á 
negar  que  el  camino  de  las  Indias  Orientales  fuese  tan  corto 
cual  imaginaba,  sin  que,  no  obstante  su  convicción  intransi- 
gente, se  le  enojase?  Expresamente  confiesa  este  último  que 
se  hizo  Colón  muchos  contrarios  enemigos,  los  cuales  no 
le  podían  tragar  porque  sojuzgaba  mucho  en  su  mando  á  los 
soberbios  y  á  sus  adversarios.  Sojuzgar  ó  subyugar,  en  latín,  ya 
se  sabe,  es  poner  bajo  el  yugo,  y  en  castellano,  mandar  con 
violencia.  Ni  ¿qué  tenía  de  extraño?  Cuarenta  años  de  vida 
de  mar,  y  aventurera  vida  en  que  se  mostró  heroico,  pero 
acaso  implacable  soldado,  no  habían  de  hacer  de  él  un  hombre 
de  nuestro  siglo,  cuando  los  de  este  siglo  por  ventura  son  apaci- 
bles y  humanos.  Una  vez  más  lo  declaro,  señores:  Colón  queda 
para  mí  incólume  y  en  toda  la  plenitud  de  su  gloria,  aun  en  el 
supuesto  de  que  todas  mis  antedichas  sospechas  constituyan 
verdades.  Por  eso  no  tengo  el  menor  reparo  en  exponerlas  al 
celebrar  su  Centenario,  que  de  todos  modos  será  su  apoteosis. 


—    26    — 

Juzgadlas  vosotros  y  perdonadlas  si  pensáis  que  yerro;  mas  no 
dudéis  un  instante  de  la  sinceridad  igual  con  que  aquí  admiro  y 
critico.  Líbreme,  en  tanto,  Dios  de  conceder  siquiera  ventaja 
moral,  ya  que  intelectual  no  quepa,  sobre  Colón,  á  ninguno  de 
los  que  en  vida  fueron  sus  enemigos.  Seguro  estoy  de  que  la  ele- 
vación de  sus  sentimientos  y  aspiraciones,  y  su  genio  mismo, 
debieron  de  preservarle  de  ciertas  miserias  y  bajezas,  en  otro 
linaje  de  gente  mucho  más  probables.  Pero  de  imperfeccio- 
nes, repetiré,  nunca  está  libre  el  hombre:  y,  aunque  lo  que  voy  á 
decir  parezca  impío,  mi  no  corta  experiencia  me  grita  también 
que  en  materia  de  relaciones  personales  nadie  tiene  razón  nunca 
contra  cuantos  trata.  Algo  le  falta  al  hombre  que  no  acierta  á 
formar  ningún  amigo,  aunque  su  superioridad,  mientras  mayor 
sea,  le  engendre  enemigos  sin  duda.  Al  cabo  y  al  fin,  mal  que 
pese  á  la  vil  envidia,  siempre  despierta  el  superior  mérito  en 
algunos  inquebrantable  respeto,  entusiasmo  y  hasta  amor  leal 
y  hondo.  ¿Halló  adhesiones  tales,  pocas  ni  muchas,  Colón 
entre  los  que  le  siguieron  al  descubrimiento,  ó  vivieron  bajo 
su  gobierno  civil  y  político?  ¿No  reconoció  él  en  una  de 
sus  cartas  que,  aunque  injustamente,  dejaba  en  Santo  Domingo 
mal  nombre?  ¿Cómo  es  que,  sustituido  ya  Bobadilla,  y  gober- 
nando la  isla  el  pacífico  Comendador  de  Lares,  todavía  hubo 
que  vedarle  el  desembarco  allí  por  miedo  á  que  su  sola  pre- 
sencia perturbase  la  paz?  Y  si  faltó  absolutamente  toda  razón 
en  lo  que  Bobadilla  hizo,  ¿cómo  es  que  los  Reyes  se  dieron  de 
él  por  bien  servidos,  cual  afirma  un  historiador  inédito,  que  sus 
panegiristas  mismos  citan,  y,  quien  quiera  puede  ya  leer  en  la 
historia  bien  impresa  de  Bernáldez?  Todavía  aludiendo  á  la 
muerte  de  Bobadilla,  dijo  este  constante  admirador  de  Colón 
que  era  aquel  juez  muy  gran  caballero  y  amado  de  todos. 
Amado  de  todos,  ¿lo  entendéis?  Es  á  saber,  lo  que  nadie  que  yo 
sepa  dijo  entonces  del  gran  Colón.  Trabajo  cuesta,  lo  con- 
fieso, perdonar  palabras  tales  al  buen  Bernáldez,  por  tan  ín- 
timos lazos  unido  á  la  víctima  de  los  extremos  rigores  del 
implacable  juez  pesquisidor,  ahora,  sobre  todo,  que  los  res- 
plandores de  la  gloria  sin  par  que,  con  justicia,  rodea  el 
nombre  del  descubridor  de  América,  desvanecen  las  pequeñas 
nubes  de  su  historia,  y  que  en  su  plenitud  cabe  medir  el  inau- 


dito  servicio  que  prestó  á  España  y  la  humanidad  entera.  Mas 
nada  de  esto  quita  que  saliesen  Colón  y  sus  hermanos  de  nuestra 
primera  colonia  transatlántica  mal  queridos  de  todos;  ¿y  cuál 
pudo,  en  suma,  ser  la  causa  sino  la  que  yo  pienso,  es  á  saber:  el 
poco  tacto,  la  violencia  y  falta  de  dotes  de  mando  que  demos- 
traron? ¿Sería  sólo  su  calidad  de  extranjeros?  Para  soberanos 
les  venía  esto  mal,  sin  duda,  y  ya  lo  he  dicho;  pero  después  de 
todo,  ¿qué  nación  ha  habido  en  el  universo  que  con  menos  difi- 
cultad que  la  española  se  haya  dejado  regir  por  gente  nacida  en 
extrañas  tierras?  Los  Marqueses  de  Pescara  y  del  Vasto,  hijos 
de  Ñapóles,  aunque  de  antiguo  origen  español;  el  Condestable 
de  Borbón,  francés;  Filiberto  de  Saboya,  Alejandro  Farnesio, 
Castaldo,  Chapín  Vitelli,  Ambrosio  de  Espinóla,  Torrecusa,  ¿no 
eran  tan  extranjeros  como  los  Colones?  Pues  fueron  todos  ama- 
dísimos de  la  ruda,  tal  vez  feroz,  y  asimismo  rapaz  y  viciosa 
gente,  aunque  no  peor  que  la  de  los  otros  países,  sino  propia  de 
los  tiempos,  que  á  sus  órdenes  ejecutó  tantas  hazañas  inmorta- 
les. Ninguno  de  los  nombrados  llegaba  al  mérito  de  Colón  en 
cien  leguas;  pero  así  y  todo,  ¿no  parece  claro  que  hubieron  de 
estar  mejor  organizados  y  preparados  que  él  para  el  especial 
oficio  del  mando? 

Muestra  fué,  á  mi  parecer,  del  singular  talento  de  Colón  el 
que  para  castigar  las  rebeliones  de  Santo  Domingo  pidiese  él 
propio  á  los  Reyes  un  juez  pesquisidor,  aunque  su  petición  le 
tuviera  después  tan  mala  cuenta,  quebrantándose  así  profun- 
damente desde  entonces  las  capitulaciones  de  Granada  y  Bar- 
celona, según  las  cuales  él  sólo,  y  sus  sucesores,  podían  nom- 
brar jueces  en  las  nuevas  Indias.  El  conocer  ya  que  era  esto 
excesivo,  dudando  algo  así  de  sus  condiciones  propias  para  res- 
tablecer la  paz,  le  honraría  en  vez  de  disminuir  su  gloria,  y  excu- 
sa mucho  de  lo  que  pasó  á  la  postre.  Claro  está  por  de  contado 
que  cualesquiera  que  fueran  los  yerros  gubernamentales  en  que 
hombre  tan  extraordinario  incurriese,  el  hecho  de  plantarle 
grillos  en  la  propia  tierra  que  él  había  abierto  á  la  civilización, 
fué  en  sí  cosa  brutal,  debiéndose  tener  por  cierto  que  jamás 
los  Reyes  Católicos  hubieran  dispuesto  tal  rigor.  Bien  lo  mos- 
traron en  su  conducta  cuando  arribó  á  la  Península.  Mas  si 
Bobadilla,  según  yo  pienso,  era  un  legista  imbuido  en  los  prin- 


—    28    — 

cipios  del  derecho  imperial  romano,  tan  equitativo  en  lo  civil 
como  en  el  procedimiento  criminal  bárbaro,  ¿qué  tiene  tam- 
poco de  insólito  lo  que  hizo?  El  que  fuese  hombre  de  ley, 
sospechólo  por  habérsele  nombrado  juez  pesquisidor  antes 
que  gobernador  de  Santo  Domingo;  y  teniendo  yo  el  honor 
de  ser  legista  también,  no  he  de  tratarlos  mal,  bien  se  com- 
prende, por  antipatía  de  clase.  Pero  la  verdad  es  que  todo  el 
siglo  decimosexto,  de  que  vino  á  ser  como  aurora  el  descubri- 
miento de  América,  y  aun  todo  el  decimoséptimo,  están  llenos 
de  atroces  severidades  de  los  legistas,  poco  sensibles  al  mérito 
personal,  ni  á  la  gloria  ni  á  respeto  alguno  que  no  fuese  el  de  la 
ley  regia. 

Nada  de  nuevo  añado  ahora,  señores  ,  al  recordaros  que, 
seducido  y  dominado  con  razón  el  mundo  por  la  incomparable 
gloria  de  Colón,  ni  siquiera  ha  advertido  en  mucho  tiempo  que 
por  completo  se  olvidaba  de  sus  camaradas,  y  sobre  todo  de 
aquel  Martín  Alonso  Pinzón,  hombre  con  evidencia  digno  tam- 
bién de  altísima  fama,  aunque  no  fuese  de  tanta  valía  como  el 
genovés.  Tan  sólo  se  ha  prestado  atención  hasta  este  siglo,  ge- 
neralmente, á  las  acusaciones  que  le  dirigió  un  hijo  del  grande 
Almirante,  sin  tener  en  cuenta  que  si  para  todo  historiador  es 
deber  sacratísimo  el  de  buscar  y  profesar  la  verdad  imparcial- 
mente,  de  tal  regla  excluye  la  Naturaleza  á  los  hijos  cuando  se 
trata  de  escoger  entre  otros  y  aquellos  á  quienes  deben  el  ser. 
Por  eso  la  obra  de  D.  Fernando  Colón,  que  nos  conservó  Ulloa, 
aunque  llena  de  color  local  y  preciosísima  como  libro  de  Me- 
morias, al  cabo  y  al  fin  de  la  época,  y  escrita  por  hombre 
docto,  no  es  ni  pudo  ser  tal  historia,  sino  el  primer  panegírico 
de  su  insigne  padre,  al  cual  se  le  otorga  allí  siempre  la  razón 
por  fuerza,  aunque  quizá  le  faltara  algunas  veces.  Bajo  un 
punto  de  vista  más  imparcial  que  el  de  D.  Fernando  Colón,  cabe, 
no  obstante,  sostener  sin  réplica,  que,  con  efecto,  fué  con  Co- 
lón injusto  el  mundo,  porque  era  él  hombre  tal,  que  merecía  que 
se  le  venerase,  cuanto  más  que  se  le  excusase  ó  perdonasen  sus 
faltas,  por  graves  que  resultasen  ó  resulten  hoy,  ya  que  no 
consta  que  en  todo  caso  procediesen  de  poco  honrada  inten- 
ción, sino  de  la  flaqueza  humana.  Por  eso,  no  bien  se  conoció 
todo  el  tamaño  de  su  hazaña,  experimentóse  como  un  univer- 


^  —  29  — 

sal  remordimiento  de  haberle  hecho  padecer,  remordimiento 
que  se  ha  venido  en  la  historia  perpetuando  desde  Bartolomé 
de  Las  Casas  hasta  Roselly  de  Lorgues.  Y  todo  esto  se  com- 
prende muy  bien;  mas  ni  aun  así  cabe  aprobar  el  hecho  de 
que  cuantos  tuvieron  la  desgracia  de  no  andar  de  acuerdo  en 
algo  con  el  principal  héroe  del  descubrimiento,  fueran  sin  exa- 
men condenados  á  una  infamia  con  intenciones  de  eterna. 

Harto  comprenderéis,  señores,  que  no  me  engolfe  en  la  me- 
nuda historia  del  descubrimiento.  De  los  antecedentes  y  circuns- 
tancias de  éste,  diré  ya,  para  acercarme  al  fin  tan  sólo  aquello 
por  otros  averiguado  y  referido,  y  que  directamente  sirva  á  con- 
firmar mis  juicios  peculiares.  Diéronle  los  reyes,  cual  nadie  ig- 
nora (á  la  Reina  iba  sólo  á  citar,  por  seguir  la  costumbre  caste- 
llana, mas  en  justicia  debo  hablar  de  los  dos),  diéronle  á  Colón, 
repito,  la  facultad  de  tomar  para  su  empresa  unas  carabelas  con 
que  por  cierta  culpa  estaba  condenada  á  servir  la  pequeña  po- 
blación de  Palos.  Tanto  repugnaba  allí,  como  era  natural,  di- 
cho castigo,  que,  recelosos  los  Monarcas  mismos  de  la  probable 
desobediencia,  llegaron  hasta  á  prevenirse,  nombrando  un  Go- 
bernador especial  que,  hecho  fuerte  en  el  castillo  del  pueblo, 
hiciese  respetar  y  ejecutar  el  regio  mandato.  Presentóse  luego 
en  Palos  Colón,  si  no  tan  maltrecho  como  cuando  necesitó  el 
amparo  de  los  honrados  frailes  de  Santa  María  de  la  Rábida, 
con  su  ostentoso  aunque  nominal  título  de  Almirante,  mucho 
más  rico  en  dignidades  que  en  dinero  todavía.  No  fué  mucho, 
pues,  que  lo  recibiesen  allí  todos  con  desabrimiento,  menos  los 
frailes  de  la  Rábida,  Martín  Alonso  Pinzón,  el  más  importante, 
según  parece,  de  los  vecinos  de  Palos,  que  desde  su  primera 
estancia  en  la  Rábida  debió  ya  de  tratarle,  y  otras  contadísimas 
personas.  Más  ilustrados  y  ricos  son  hoy  los  vecinos  de  aque- 
lla villa  que  entonces,  y  si  alguien  los  condenase  á  suministrar 
de  nuevo  ahora  tres  barcos  para  tan  peligrosa  empresa,  mur- 
murarían sin  duda,  y  algo  más.  Y  por  otra  parte,  ¿cabía  seria- 
mente pensar  que  aquellos  barqueros  y  pescadores,  antes  que 
marinos  de  alta  mar,  del  propio  Palos,  de  Moguer,  de  Huelva; 
que  aquella  gente  de  todo  punto  á  obscuras  en  la  cosmografía, 
buena  ó  mala,  de  la  época;  sin  noticia  de  filósofos  ni  poetas  an- 
tiguos; sin  costumbre  de  levantar  los  pensaiuientos  tan  alto, 


—  30  - 

cual  pueden  y  suelen  los  hombres  cultos;  reducidos,  por  el 
contrario,  al  prosaico  y  triste  cálculo  de  ver  de  ganar  su  negro 
pan  y  el  de  sus  hijos  cada  día,  desde  luego  sintieran  por  el 
imaginado,  inseguro  descubrimiento,  el  fácil  entusiasmo  que  á 
todos  nos  inspira  actualmente?  {Aplausos.)  \Y  decir  que  toda- 
vía se  echa  en  ellos  de  menos  aun  más  heroísmo  que  el  que  al 
fin  y  al  cabo  demostraron  al  decidirse  á  tripular  las  carabelas,  y 
abandonar  por  lo  desconocido  la  barra  de  Saltes,  tan  sólo  por- 
que dudaran  del  buen  éxito  después  de  días  y  días  sin  el  menor 
indicio  ni  la  esperanza  más  corta,  y  en  algún  momento  descon- 
fiaran del  desconocido  extranjero  que  los  guiaba,  de  todo  punto 
falto  aún  de  la  autoridad  que  á  nuestros  ojos  le  presta  hoy  el 
haber,  con  efecto,  descubierto  las  nuevas  tierras!  ¿No  podía 
muy  bien  errar  en  todo,  cual  erró,  por  ejemplo,  en  la  distancia 
que  mediaba  entre  el  mar  de  Cádiz  y  el  de  la  China?  Así  han 
desconocido,  y  aun  desconocen  los  historiadores  á  veces,  las 
más  elementales  leyes  de  la  Naturaleza  por  sólo  el  gusto  de  za- 
herir á  la  nación  española.  Y  el  caso  es,  que  á  nosotros  mismos 
nos  sería  imposible  dejar  de  sospechar  ahora  que,  á  no  haber 
creado  el  Hacedor  Supremo  entre  la  Península  española  y 
aquel  Catay  de  Marco  Polo  que  Colón  buscaba,  el  continente 
de  América,  ni  por  él  ni  por  nadie  presentido  siquiera,  antes  de 
llegar  las  carabelas  de  Palos,  como  por  otro  lado  llegaron  más 
tarde  las  de  Magallanes  á  Filipinas,  se  hubieran  visto  obligadas 
sin  duda,  á  retroceder,  no  obstante  la  sublime  convicción  de  su 
Almirante.  Mas  sea  como  quiera,  ¿qui^n,  sin  falta  de  juicio,  po- 
dría pedir  á  cada  marinero  de  las  dichas  carabelas  un  espíritu 
tan  magnánimo,  un  entendimiento  tan  cierto  de  lo  que  pen- 
saba, cuanto  el  del  gran  caudillo,  ni  menos  comparar  los  altivos 
estímulos  que  le  impulsaban  con  los  de  la  pura  necesidad  que 
movía  á  casi  todos  sus  subordinados? 

Uno  sólo  de  los  tripulantes  de  aquella  débil  Armada  era  capaz 
de  pensar  y  sentir  al  modo  que  su  Almirante  pensaba  y  sentía, 
que  era  Martín  Alonso  Pinzón.  No  está  para  mí  probado,  ni  mu- 
cho menos,  que  aquel  noble  marino  español  pretendiera  preci- 
samente constituirse  en  rival  del  glorioso  genovés;  pero  fué  tal 
vez  el  único  hombre  de  su  siglo  que  pudo  quizá  soñarlo.  Y  lo 
seguro  es  hoy  que  en  punto  á  desdicha,  no  sólo  rivalizó  con 


—  31  — 

Colón,  sino  que  le  llevó  triste  ventaja.  Hubo  de  ser  Pinzón 
quien  más  vehemente  presentimiento  abrigase,  allá  por  las  cos- 
tas que  corren  entre  Gibraltar  y  Ayamonte,  de  que  el  mar  que 
las  lamía  acariciase  asimismo  otras  enfrente.  Ni  tampoco  debía 
de  ser  en  él  esto  presentimiento  tan  sólo  ó  mera  imaginación, 
sino  opinión  fundada,  de  parecido  origen  que  la  de  Colón,  ya 
que  consta  que  pasó  á  instruirse  en  Roma,  donde  no  pudo  me- 
nos de  enterarse  por  igual  manera  de  las  relaciones  semifabu- 
losas  del  veneciano  Marco  Polo,  y  del  juicio  de  cosmógrafos 
como  Toscanelli,  amén  de  lo  indicado  en  algún  mapa  de  la  ya 
interesante  librería  vaticana.  Era,  por  fin,  el  antiguo  piloto  de 
Palos  hombre  participante  de  cuanta  instrucción  cabía  en  su 
época,  de  larga  experiencia  de  mar,  según  todos,  y,  cosa  también 
importante  para  el  caso,  de  bastante  dinero,  y  extensas  y  pode- 
rosas relaciones  en  su  tierra  natal.  Todo  eso  lo  puso  prontísi- 
mamente  con  sus  hermanos,  sus  deudos,  cuanto  cabe  en  la  vida 
amar,  á  disposición  de  Colón.  Sin  él,  ni  la  obligación  por  los 
Reyes  impuesta  á  los  marineros  de  Palos,  ni  el  embargo  de  na- 
ves ordenado  por  Colón,  ni  el  peligroso  arbitrio  que  llegó  éste 
á  admitir  de  completar  con  criminales  las  tripulaciones,  hubie- 
ran bastado  á  organizar  la  pequeña  Armada.  Pinzón  lo  halló 
todo  á  mano:  navios  para  su  siglo  excelentes,  pilotos,  marine- 
ros, víveres,  efectos  marítimos  y  pagas.  Su  decisión  y  su  fe  se 
comunicaron  á  los  tripulantes  todos,  y  así  arrancaron  alegres 
de  la  barra  de  Saltes,  hasta  ponerse  enfrente  de  Cádiz  y  pasar 
las  Canarias,  encaminándose  á  las  actuales  Antillas.  Ni  carece, 
por  cierto,  de  probabilidad,  según  las  pruebas  diligentemente 
aducidas  por  un  docto  académico,  que  Pinzón  fuese,  más  bien 
que  el  Almirante,  quien  firmemente  insistiera  en  continuar 
la  navegación  adelante,  contra  el  gusto  de  la  ya  recelosa  gente 
de  mar.  No  quiero  aprovecharme  más  de  lo  preciso  de  esas 
investigaciones  ajenas,  ni  he  de  establecer  parangón  entre  el 
geno  vés  genial  y  el  esforzado  español;  pero,  ¿no  ha  de  ser  lí- 
cito, señores,  que  al  celebrar  este  Centenario  recordemos  tam- 
bién con  orgullo  que  allá  en  ignorado  lugar  de  Santa  María  de 
la  Rábida,  probablemente  yace  envuelto  en  el  común  polvo  un 
compatriota  nuestro  de  tal  valía  que,  sin  él,  Colón  mismo,  con 
ser  quien  era,  no  habría  podido  realizar  su  descubrimiento? 


—  32  — 

Séame  permitido  añadir  que  hay  algo  que  singularmente  avalo- 
raría á  Pinzón,  aun  después  de  mejor  demostrados  que  todavía 
estén  sus  defectos  y  yerros,  los  cuales  probarían  tan  sólo  que 
era  un  hombre  imperfecto;  y  el  algo  á  que  aludo  es  que  no  apa- 
rece movido  por  la  menor  ambición  ni  codicia  en  la  prepara- 
ción de  la  empresa.  Bien  pudo  pedir,  exigir,  afianzar  jurídica- 
mente su  parte  de  ganancia  y  de  honor  antes  de  aportar  su  di- 
nero y  embarcarse  con  sus  deudos  y  amigos,  y  nada  de  eso  se 
sabe.  Si  alguna  promesa  medió  hubo  de  ser  verbal ;  ¿y  qué  hom- 
bre interesado  habría  dejado  tales  cosas  en  términos  que  sólo 
consintieran  vagas  y  sospechosas  noticias  más  tarde?  ¡No  se  fió 
tanto  Colón  de  la  Reina  Católica,  más  digna  de  respeto  que  él 
para  los  españoles,  sin  duda  alguna!  De  todas  suertes,  ¿valía  la 
pena  cualquier  promesa  por  parte  de  Colón,  aunque  la  hubiera, 
de  que  un  hombre,  retirado  ya  de  los  riesgos  y  trabajos  maríti- 
mos, abandonase  su  hogar  y  comprometiese  cuanto  tenía  en  el 
mundo  por  intentar  lo  que  tantos  millones  de  marinos  en  con- 
diciones parecidas  no  habían  osado  hasta  allí?  A  nadie  conven- 
cieron antes,  que  sepamos,  Pitágoras,  Aristóteles,  Séneca,  ni 
ninguno  de  los  otros  sabios  que  opinaron  la  esfericidad  de  la 
tierra.  Pinzón  se  persuadió,  según  parece,  con  sólo  conocer  los 
propósitos  de  Colón.  Y  ya  que  no  intentase  alcanzar  del  buen 
éxito  de  la  hazaña  semisoberanías  ni  almirantazgos,  ¿no  conta- 
ría al  menos  con  su  bien  ganada  parte  de  fama  y  gloria?  Pues 
para  desengaños  el  suyo,  y  eso  que  murió  no  bien  llegado  á  la 
Península,  sin  poder  adivinar  que  con  la  inmediata  indiferen- 
cia de  su  patria  se  sumase  tamaño  rigor  de  la  historia,  ó  tan  in- 
justo olvido.  (^Grandes  aplausos?)  Bien  considerado,  ¿qué  es- 
torbaba, señores,  á  la  gloria  tan  indiscutible  de  Colón;  qué  le 
estorbaba,  digo,  que  alguna  parte  de  ella  recayese  sobre  su  tam- 
bién ilustre  compañero  Martín  Alonso  Pinzón?  {Muy  bien).  El 
mundo  es  bastante  ancho,  la  historia  bastante  larga,  para  con- 
tener muchas  glorias  distintas,  para  contenerlas  hasta  en  grado 
igual,  cuando  la  justicia  no  le  hubiera  pedido  en  este  caso  para 
Martín  Alonso  Pinzón  á  la  historia,  sino  un  lugar  subordinado, 
aunque  siempre  digno  de  honor.  ( Grandes  muestras  de  apro- 
bación.) 
Pero  ello  es  que  Pinzón  murió  en  completo  abandono,  mien- 


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tras  á  Colón  se  le  reservaba  el  recibimiento  triunfal  de  Barce- 
lona. Y  permitidme  insistir  un  poco  más  en  esto  antes  de  poner 
término  á  mi  discurso.  Nadie  ignora  que  casi  á  la  par  que  era 
acogido  allí  Colón  con  tanto  entusiasmo,  después  de  su  primer 
viaje,  momentos  los  más  felices,  sin  duda,  de  su  existencia,  Mar- 
tín Alonso  Pinzón,  privado  por  sus  más  ó  menos  probadas  des- 
obediencias de  la  merecida  parte  de  gloria  y  provecho,  quedóse 
en  su  pueblo  natal,  menos  rico,  y  probablemente  menos  querido 
que  antes,  sin  levantar  más  cabeza.  Brevísimamente  llegó  allí 
luego  á  su  último  fin  entre  los  frailes,  siempre  piadosos,  de  Santa 
María  de  la  Rábida,  mucho  más  vencido,  por  todas  las  señas, 
de  moral  abatimiento  que  de  enfermedad  física.  Y,  sin  embargo, 
todavía  sus  deudos,  inflamados  por  su  hermoso  ejemplo,  conti- 
nuaron distinguiéndose,  uno  de  ellos  especialmente,  en  el  suce- 
sivo descubrimiento,  mereciendo  algún  lugar  también  en  la 
historia,  aunque  tampoco  proporcionada  recompensa.  ¿Qué 
hizo  la  familia  entera,  en  qué  pecó  tanto  su  jefe  Martín  Alonso 
Pinzón,  para  que  hablándose  incesantemente  después  de  las 
ingratitudes  que  Colón  padeció,  nadie  ó  casi  nadie  haya  recor- 
dado que  aquellos  bravos  hijos  de  Palos,  no  dejaron  de  padecer- 
las también?  Toda  proporción  guardada  bien  cabía,  y  cabe  como 
las  primeras  deplorar  las  últimas.  Ni  he  de  entrar  aquí  en  el 
análisis  de  los  cargos  que  D,  Fernando  Colón  principalmente 
dirigió  á  Martín  Alonso.  Demos  que  algunos  de  ellos  sean  fun- 
dados; pero  cuando  nadie  negó  en  su  época  que  el  mando  del 
Grande  Almirante  en  Santo  Domingo  fuese  desacertadísimo, 
en  gran  manera  por  su  carácter  altanero  y  receloso,  ¿hay  dere- 
cho para  echar  toda  la  culpa  de  las  desavenencias  al  celebé- 
rrimo piloto  español?  Si  este  último  tenía  conciencia  de  que 
sin  élni  aun  siquiera  se  habría  iniciado  la  expedición,  cuanto 
más  llevado  á  cabo,  ¿no  había  eso  de  modificar  en  algo  la  abso- 
luta y  ciega  dependencia  de  jefe  á  subordinado  que  reclama- 
ríamos hoy  de  cualquier  capitán  de  navio  respecto  á  su  Almi- 
rante? ¿No  fueron  más  bien  consocios,  en  verdad,  aunque  con 
harto  distintas  esperanzas  de  lucro,  aquellos  dos  hombres,  que 
no  soldados  ó  marinos  jerárquicamente  unidos  por  la  rigu- 
rosa disciplina  militar?  La  autoridad  Real  que  Colón  represen- 
taba, por  castigo  había  impuesto  á  las  gentes  de  Palos  que  su- 


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ministrasen  las  naves  y  sus  tripulaciones;  ¿pero  Pinzón  y  los 
suyos  estaban  personalmente  obligados  á  nada  en  las  capitula- 
oiones  de  Santa  Fe?  ¿No  servían  como  verdaderos  voluntarios? 
Mejor  hubiera  sido  ¿quién  lo  niega?  que  con  eso  y  todo  se  so- 
metiese á  Colón  Martín  Alonso,  según  mandaba  la  ley  de  Par- 
tida, y  tai  como  si  por  oficio,  por  obligación  adquirida,  por  pura 
necesidad,  en  fin,  debiese  acatamiento  incondicional  á  su  Al- 
mirante. Mayor,  mucho  mayor  habría  sido  así  su  virtud;  mas 
para  graduar  las  faltas  (por  supuesto  en  el  caso  que  cometiera 
cuantas  se  le  han  imputado  Pinzón)  preciso  es  tener  todas  las 
circunstancias  en  cuenta.  La  justicia  moderna  lo  exige,  y  ni  si- 
quiera es  hoy  lícito  administrarla  de  otra  suerte.  La  gloria  de 
Colón,  hasta  la  saciedad  lo  he  dicho,  debe  quedar  y  queda  para 
mí  incólume,  gobernase  bien  ó  mal  en  Santo  Domingo.  La  que 
á  Pinzón  por  sus  hechos  le  toque,  sea  la  que  sea,  tampoco  debe- 
ría mermársele,  por  no  haber  compartido  siempre  los  dictáme- 
nes de  Colón.  El  género  de  las  relaciones  que  con  Pinzón  tuvo 
el  Almirante,  desde  que  se  trataron,  las  cuales  se  acercaban 
mucho  á  las  de  cualquier  protegido  respecto  á  su  protector, 
exigía  que  la  jefatura  personal  y  el  mando  se  ejerciesen  luego 
por  el  segundo,  con  moderación  y  tacto  exquisito.  ¿Estáis  segu- 
ros de  que  tal  aconteciera,  conociendo  como  conocéis  los  juicios 
sobre  Colón,  de  Bernáldez,  su  afectuoso  amigo,  y  de  sus  más 
apasionados  panegiristas  del  siglo  decimosexto?  Poco  preciado 
necesitó  estar  Martín  Alonso  de  sus  indudables  merecimientos, 
para  que  en  el  Almirante  se  despertase  la  majestuosa  altivez 
con  que  apareció  en  sus  más  desesperadas  posiciones  anterio- 
res, mostrándole  á  aquél  demasiado  que  estaba  muy  lejos  de 
reputarle  partícipe  en  su  altísima  gloria.  ¿Y  qué  tiene  eso  de 
particular  tampoco?  ¿Por  ventura,  para  ser  un  genio  como  Co- 
lón, como  el  Dante,  como  Napoleón  I,  se  necesita  ser  manso 
de  espíritu  también?  De  semejantes  contrastes  y  elementos 
varios  en  la  vida,  nacen  las  discordias  inevitables,  los  funestos 
conflictos  entre  los  hombres,  que  llenan  las  páginas  de  la  his- 
toria. Y  lo  que  le  toca  á  ésta  hacer  es  escudriñarlo  todo,  expo- 
nerlo todo,  apuntarlo  todo  en  cuenta,  liquidándole  á  cada  per- 
sonaje su  peculiar  mérito  y  su  responsabilidad  respectiva,  ni 
más  ni  menos.   Mas  he  ahí,  señores,   lo  que   suena  tan   mal 


—  35  — 

precisamente  á  los  oídos  de  los  que  quisieran  á  Colón  infali- 
ble ;  á  los  oídos  de  los  que  pretenden  deducir  del  genio  de  un 
hombre  la  absoluta  perfección  de  su  carácter  y  de  su  manera 
de  obrar:  intentos  ilógicos  que  conducen  al  absurdo.  Colón 
es  suficientemente  grande  para  poder  llevar  sobre  sí  con  suma 
holgura  el  pecado  de  sentir  y  hacer  sentir  su  superioridad 
con  frecuencia,  abundando  en  su  parecer,  desdeñando  y  absor- 
biendo á  los  demás,  así  como  el  de  carecer  de  aquella  ducti- 
lidad y  paciencia,  que  no  es  posible  sin  embargo  poner  á  un 
lado,  de  no  renunciar  al  gobierno  de  los  hombres.  Y,  en  resu- 
men, fué  bastante  extraordinario  aquel  hombre,  y  su  me- 
moria es  sobrado  gloriosa,  para  que  ninguna  flaqueza  humana, 
cuanto  más  las  que  se  le  atribuyen,  pudiera  privarle  del  in- 
menso é  indestructible  pedestal  sobre  que  su  figura  histórica 
descansa. 

Pobres  gentes  deben,  por  tanto,  de  ser  las  que  se  escandali- 
zan porque  de  las  inequívocas  frases  de  su  testamento,  resulte 
que,  cual  tantos,  rindió  tributo  él  á  cienos   pecados,  no  obs- 
tante su  genio  inmortal.  ¡Qué!  ¿No  han  leído,  esos  mismos,  por 
ventura,  las  páginas  de  San  Agustín,  en  que  aquel  santo  con- 
fiesa, con  serlo  tan  grande,  y  ser  asimismo  uno  de  los  mayores 
hombres  concedidos  á  la  humanidad  hasta  ahora,  que  tuvo  sus 
días  de  fragilidad,   como  cualquiera,  antes  de  consagrarse  á 
Dios?  Pues,  aun  suponiendo,  y  es  muy  atrevida  suposición  laica, 
que  al  fin  y  al  cabo  resultase  que,  no  ya  sus  excepcionales  fuer- 
zas naturales,  sino  una  inspiración  sobrenatural,  divina,  guiase 
á  Colón  en  su  empresa;  aim  reconociendo  que  en  ella  tuviese 
siempre  piadosos  fines,  como  el  de  reconquistar,  por  ejemplo,  el 
Santo  Sepulcro,  ¿habría  derecho  para  negar  un  precedente  ex- 
travío, del  género  del  que  no  negó  el  ínclito  Obispo  de  Hipona, 
ni  tuvo  el  mismo  Jesús  por  imperdonable  al  santificar  á  María 
Magdalena?  No,  no  lo  habría.  Conviene,  por  lo  mismo,  que  se 
resigne  el  mundo  á  que  no  se  sacrifique  á  interés  alguno,  por 
alto  que  sea,  como  tal  cual  espíritu  desordenado  pide,  ninguna 
verdad  demostrada  por  la  historia.  Por  de  pronto,  en  estas  con- 
ferencias del  Ateneo  se  respetará,  á  no  dudar,  todo  lo  que  en 
realidad  sea  respetable,   pero  sin  mostrar,  así  lo  espero,  en  el 
rigor  justo  de  la  investigación  y  de   las   conclusiones,  la  menor 


-  36  - 

flaqueza.  Así  es  corno  por  nuestra  corporación  se  ha  de  conme- 
morar debidamente  el  inmediato  y  universal  Centenario. 

Acudid,  pues,  ya  ahora,  y  unios  en  el  común  propósito  que 
iniciamos,  hijos  todos  de  la  Madre  España;  trabajemos  juntos, 
contando  así  en  el  antiguo  como  en  el  Nuevo  Mundo  que  Co- 
lón descubrió,  con  la  ayuda  de  nuestros  nobles  hermanos  lusita- 
nos, de  quienes  aprendimos  á  no  temer  los  desconocidos  mares 
ni  las  dudosas  tierras.  Indaguemos  primero  la  verdad,  toda  la 
verdad,  respecto  al  Grande  Almirante,  á  sus  compañeros  de 
aventura,  y  á  su  descubrimiento  inmortal;  sigamos  después  las 
huellas  de  los  descubridores,  y  con  frecuencia  conquistadores 
también,  no  menos  gloriosos  en  realidad  que  los  héroes  que  la 
mitología  forjó,  y  por  igual  antepasados  de  españoles,  hispano- 
americanos y  lusitanos;  estudiemos,  colectivamente  por  fin,  las 
incomparables  fuerzas  naturales  de  aquellas  regiones  todavía 
en  gran  parte  vírgenes,  donde  el  género  humano  ha  trasladado 
ya  tanta  porción  y  se  dispone  á  trasladar  mucha  más  del  direc- 
tivo genio  europeo,  no  sin  riesgo  de  que  éste  pierda  su  secular 
hegemonía;  demos  de  cualquier  suerte,  común  aliento  á  las  es- 
peranzas magníficas  que  en  las  jóvenes  naciones  hispanas  des- 
piertan el  progreso  constante,  el  crecimiento  admirable  de  su 
poder  y  su  civilización,  la  vecindad  misma  de  la  potentísima  na- 
ción anglo-americana;  y  Dios  quiera  que  ni  por  pasajeros  mo- 
mentos se  truequen  esperanzas  tales  en  prematuras  ó  falsas 
ilusiones.  Una  aspiración  propia  debemos,  en  tanto,  tener  por 
unánime  y  priucipal  objeto  los  españoles,  la  de  desagraviar  de 
notorias  injusticias  á  nuestra  raza,  indudablemente  digna  de  Co- 
lón, de  su  genio  y  de  su  hazaña.  Si  nosotros,  entonces  no  hu- 
biéramos podido  hallar  mejor  caudillo,  porque  el  mundo  no  lo 
ha  logrado,  que  aquel  genovés  gloriosísimo,  tampoco  á  elle 
habría  de  seguro  prestado  ninguna  gente  mejor  ayuda,  ni  hu- 
biera proseguido  su  empresa  heroica  con  más.  perseverancia, 
inteligencia  y  denuedo.  La  gloria  suya  es  la  nuestra,  la  nuestra 
la  suya,  de  tal  suerte,  que  aun  puede  decirse  que  las  victorias 
de  Cortés  ó  Pizarro  fueron  también  victorias  de  Colón.  Y  sean 
cualesquiera  los  respectivos  destinos  de  Europa  y  América, 
estemos  ciertos  de  que  no  será  sólo  el  nombre  de  Colón  el  que 
juntamente  veneren  en  el  porvenir  imparcial  los  hijos  de  un 


—  37  — 

mundo  y  otro,  sino  también  el  nombre  de  la  raza  á  que  los  com- 
pañeros de  Colón  pertenecían  y  nosotros  pertenecemos;  el  de 
aquella  nación  por  fin  que,  fuesen  cuales  fueran  sus  errores,  aco- 
gió, confortó,  siguió  sin  miedo  á  lo  desconocido  al  marino  ita- 
liano, tomando  luego  casi  sola  sobre  sí  el  resto  inmenso  del  des- 
cubrimiento de  América.  ( Muy  bien.  Muy  bien.  Aplausos.) 
Por  muy  desiguales  que  acá  y  allá  fuésemos  todos  hoy  á  nues- 
tros antepasados;  por  muchas  desdichas  que  á  los  unos  y  los 
otros  todavía  nos  reserve  la  historia;  aunque  sobre  toda  la  espa- 
ñola gente  definitivamente  se  levantasen  otras  gentes,  ó  más 
afortunadas  ó  más  diestras;  aunque  todo  lo  ibérico  cayese  en 
ruina,  hipótesis  que  Dios  no  permita  que  el  tiempo  realice,  im- 
portaría poco  ó  nada  á  nuestra  bien  adquirida  gloria  en  el  des- 
cubrimiento. Siempre  la  nave  que  en  el  modesto  río  Odiel  pene- 
tre con  cualquier  motivo,  por  prosaico  que  sea,  abrigará  á  al- 
guno, por  ignorantes  que  á  sus  tripulantes  imaginemos,  que  con 
respeto  salude  la  barra  y  las  costas  desde  donde  se  echaron  al 
temeroso  Atlántico  aquellos  personajes  sin  disputa  épicos.  Co- 
lón, Pinzón  y  sus  compañeros  de  Palos,  Moguer  y  Huelva. 
Siempre  se  recordará  en  nuestro  planeta  que  el  conocimiento 
de  su  configuración  no  quedó  completo  hasta  que  sobre  las 
aguas  dibujaron  su  contorno,  naves  y  banderas  de  España.  Y 
aunque  se  hundiesen  todos  los  monumentos  que  levantamos  y 
desapareciese  cuanto  para  el  Centenario  preparamos;  y  aun  si 
pereciera  la  civilización  misma,  á  la  cual  tanto  servimos  con  el 
descubrimiento,  con  tal  que  siquiera  permaneciese  el  arte  de  la 
imprenta,  los  nombres  de  Colón  y  España,  en  indisolubles  la- 
zos unidos,  vivirían  eternamente;  pues  yo  pienso  que  hasta  la 
simple  tradición  á  falta  de  anales  bastaría  para  perpetuar  su 
común  gloria.  (  Grandes  aplausos.) 


IDEAS  DE  LOS  ANTIGUOS 


SOBRE   LAS 


TIERRAS  ATLÁNTICAS 


ATENEO  DE  MADRID 


^=S=^ 


IDEAS  DE  LOS  ANTIGUOS 


SOBRE    LAS 


TIERRAS  ATLÁNTICAS 

CONFERENCIA 

DE 

D.  EDUARDO  SAAVEDRA 

pronunciada  el  día  17  de  Febrero  de  1891 


"Mi" 


T 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO  TIPOGRÁFICO  «SUCESORES  DE  RIVADENEYRA» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  núm.  20 
1892 


Señoras  y  señores  : 

Cuando  Ocba  ben  Nafe,  el  afamado  conquistador  de  África, 
llegó  con  sus  aguerridas  huestes  á  la  costa  occidental  de  la 
Mauritania,  dicen  que  metiendo  hasta  la  cincha  el  caballo  en 
las  revueltas  olas  del  Atlántico,  blandió  su  espada,  y  puso  á 
Dios  por  testigo  de  que  si  no  llevaba  más  adelante  el  estan- 
darte de  Mahoma,  era  porque  ya  se  había  acabado  la  tierra  y 
nada  más  quedaba  por  conquistar.  La  jactancia  del  fanático 
caudillo  presenta  á  lo  vivo  la  persistencia  con  que  en  todos 
tiempos  ha  tenido  la  humanidad  fija  la  vista  en  el  Occidente; 
término  constante  de  sus  aspiraciones,  campo  de  repetidas  em- 
presas, en  cuyo  camino  encontrábase  como  barrera  insuperable 
la  pavorosa  inmensidad  del  desierto  de  agua.  La  tradición  de 
aquella  estatua  que,  ya  en  Cádiz,  ya  en  las  Canarias,  ya  en  las 
Azores,  marcaba  con  el  brazo  tendido  el  rumbo  del  Ocaso,  y  fué 
figurada  al  fin  en  los  mapas  como  cosa  vista  é  indudable,  signi- 
ficaba el  afán  con  que  de  unas  en  otras  edades  se  transmitía  el 
convencimiento  de  que  algo  existía  más  allá  del  horizonte,  algo 
que  era  preciso  buscar  y  que  prometía  ricos  tesoros  en  premio 
al  arrojo  y  á  la  fortuna  de  quien  lo  encontrara.  Y  poética  ex- 
presión de  esa  tendencia  á  marchar  hacia  lo  desconocido  son 
aquellos  celebrados  versos  de  la  Medea  de  Séneca,  en  los  cua- 
les anuncia  que  en  tiempos  lejanos  no  será  Tule  la  última  de  las 
tierras  que  visiten  los  hombres  civilizados. 


—  6  — 

Crédulos  por  hábito  y  temperamento,  los  antiguos  se  com- 
placieron en  llenar  el  no  visitado  Océano  de  islas  y  tierras,  sin 
más  realidad  ni  fundamento  que  tradiciones  mal  entendidas, 
vestidas  y  abultadas  con  fácil  fantasía,  y  en  tiempos  modernos 
resucitadas  para  forjar  un  remoto  conocimiento  de  las  playas 
americanas,  cuya  existencia  no  habían  ni  sospechado  los  sabios 
de  la  antigüedad  ni  de  la  Edad  Media. 

Los  puntos  principales,  alrededor  de  los  que  se  pueden  con- 
centrar esas  ideas  que  sobre  el  conocimiento  de  América  se 
suponen  antes  de  su  verdadero,  glorioso  y  único  descubri- 
miento, son  dos:  uno  la  Atlántida  de  los  griegos,  y  otro  la  isla 
maravillosa  de  las  leyendas  de  la  Edad  Media. 

Dirigiéndome  á  personas  de  tanta  cultura  como  los  socios 
del  Ateneo,  muy  poco  me  habré  de  detener  para  traer  á  vues- 
tra memoria  la  conocida  relación  que  de  la  famosa  Atlántida 
ha  divulgado  el  filósofo  de  la  Academia.  Según  sus  palabras, 
más  allá  de  las  columnas  de  Hércules  había  cierta  isla  de  ex- 
tensión tan  considerable  como  un  gran  continente,  habitada  por 
una  nación  llamada  de  los  atlantes,  cuyos  diez  reyes,  coligados 
en  estrecha  alianza,  se  apoderaron  de  parte  de  Europa  y  de  toda 
la  Libia,  y  fueron  al  cabo  deshechos  en  choque  formidable  por 
los  primitivos  atenienses.  Eran  los  atlantes  gente  que  había  al- 
canzado ilustración  elevada,  dominaban  en  varias  islas  vecinas 
á  sus  costas  y  hacían  viajes  marítimos  á  otro  continente  fron- 
tero de  su  tierra.  Sus  leyes  y  costumbres  ofrecían  modelo  de 
organización  política  y  de  virtudes  sociales;  pero  hacia  los  tiem- 
pos de  su  gran  derrota  cayeron  en  corrupción  lamentable,  y 
la  cólera  de  los  dioses,  en  tremendo  cataclismo,  hundió  por 
siempre  la  desventurada  Atlántida  en  el  seno  de  los  mares,  cuya 
superficie  se  llenó  de  un  lodo  tan  espeso,  que  fué  ya  imposible 
navegar  después  por  aquellos  parajes.  Los  geógrafos  más  anti- 
guos aceptaron  sin  oposición  ni  duda  la  existencia  y  subsiguiente 
desaparición  de  la  isla;  pero  los  neoplatónicos  empezaron  por 
dudar,  después  negaron  la  veracidad  histórica  del  relato,  y 
ya  se  puede  decir  que  estaba  relegado  al  olvido,  cuando  el  des- 
cubrimiento de  América  primero,  y  los  adelantos  de  la  geolo- 
gía y  la  hidrografía  en  la  actualidad,  han  vuelto  á  poner  la  cues- 
tión sobre  el  tapete.  Salen  cada  día  nuevas  hipótesis  para  ex- 


plicar  histórica  y  científicamente  la  narración  platónica,  casi 
todas  más  ó  menos  encaminadas  á  suponer  en  los  antiguos  una 
reminiscencia  de  tierras,  cuyos  habitantes  pudieron  haberse 
comunicado  con  los  americanos,  si  no  eran  los  americanos 
mismos,  resolviendo  al  paso  los  más  obscuros  problemas  de  la 
etnografía  del  Nuevo  Mundo. 

Para  hacer  oportuna  crítica  de  tan  diversos  sistemas,  con- 
viene traer  á  la  memoria  cómo  Platón  ingirió  en  sus  obras  la 
tan  sucinta  como  portentosa  historia  de  los  atlantes.  A  conti- 
nuación de  sus  famosos  libros  de  la  República,  destinados  á 
exponer  el  plan  para  organizar  un  Estado  con  toda  la  perfec 
ción  social  por  él  imaginada,  el  filósofo  griego  compuso  algunos 
diálogos,  comentarios  de  aquellas  mismas  ideas  y  desarrollo  de 
otras  más  ó  menos  conexas  con  ellas.  En  dos  de  esos  diálogos, 
un  interlocutor,  llamado  Cricias,  refiere  cómo  un  ascendiente 
suyo  había  oído  de  labios  de  Solón  lo  que  este  sabio  aprendiera 
en  Egipto,  de  cierto  sacerdote  de  Sais,  acerca  del  contenido  de 
los  libros  históricos  conservados  en  un  templo  de  dicha  ciudad. 
El  fondo  del  relato,  consignado  y  desenvuelto  por  el  célebre 
legislador  en  un  poema  ya  perdido  entonces,  va  dirigido  á 
demostrar  que  nueve  mil  anos  antes  de  aquel  tiempo,  la  nación 
ateniense  estaba  organizada  poco  más  ó  menos  sobre  el  plan 
de  los  referidos  libros  de  la  República,  siendo  consecuencia 
inmediata  de  las  virtudes  cívicas  propias  de  tal  Estado,  que  el 
territorio  de  la  ciudad  fuera  dilatadísimo  y  sus  triunfos  milita- 
res estupendos.  Por  otra  parte,  parecidas  circunstancias  habían 
producido  análogos  efectos  en  la  venturosa  Atlántida;  pero  en 
una  y  otra  parte  la  corrupción  de  costumbres  atrajo  el  condigno 
castigo  del  cielo,  y  mientras  la  Atlántida  desaparecía  en  un 
terremoto,  grandes  inundaciones  asolaron  los  llanos  de  la  Gre- 
cia, no  quedando  más  que  rudos  pastores  y  rústicos  montañe- 
ses, olvidados  de  las  hazañas  y  las  instituciones  de  sus  mayores. 
Únicamente  en  los  libros  venerandos  de  los  egipcios  encon- 
traron refugio  tales  memorias,  y  el  sacerdote  de  Sais  pudo  así 
decir  con  razón  que  los  griegos  eran  siempre  niños,  porque  no 
conservaban  aquellos  recuerdos  de  hechos  pasados  que  dan  á  los 
pueblos  el  sello  de  la  edad  provecta. 

Conduce  todo  esto  á  demostrar  que  el  intento  de  Platón  al 


■j-jí' 


—  8  — 

hablar  de  la  Atlántida  no  fué  otro  que  buscar  apoyo  tradicional 
al  sistema  político  que,  como  nuevo,  había  de  ser  recibido  con 
poco  aprecio  por  sus  conciudadanos.  Metido  en  esa  vía,  no  es  de 
extrañar  que  fantaseara  imperios,  naciones,  guerras  y  cataclis- 
mos, pues  no  escribía  historia,  sino  pura  filosofía  política.  Pero 
¿es  todo  ficción  lo  hablado  por  Cricias,  ó  es  un  cuadro  de  atrac- 
tivos colores,  pintado  con  figuras  de  alguna  realidad  efectiva? 
Yo  creo  que  sin  dificultad  se  puede  asentir  á  la  existencia  de 
una  gran  nación  occidental,  constituida  en  fuerte  liga,  que  do- 
minó gran  parte  de  Europa  y  África,  que  conocía  el  arte  de  la 
navegación  y  que  vino  á  estrellarse  como  hinchada  ola  contra 
la  firmeza  de  las  naciones  de  Oriente.  Tampoco  encuentro 
reparo  en  admitir  la  coincidencia  de  este  inmenso  desastre  polí- 
tico con  uno  de  esos  movimientos  de  la  corteza  terrestre  que 
llenan  de  luto  y  desolación  á  extensas  comarcas;  ni  la  existencia 
de  más  ó  menos  dilatadas  tierras  que  el  Atlántico  oculta  hoy 
bajo  sus  aguas;  en  una  palabra,  no  me  niego  á  admitir  que  los 
datos  principales  se  deben  estimar  por  ciertos;  pero  la  trama 
tiene  mucho  de  tergiversado  y  de  fantástico,  y  es  necesario  ana- 
lizar y  fijar  con  oportuna  separación  sus  diversos  elementos. 

Nuestro  Francisco  López  de  Gomara  fué  el  primero  en  su- 
poner que  al  hablar  de  la  Atlántida,  Platón  quiso  aludir  al 
continente  americano,  hipótesis  destituida  de  todo  fundamento, 
pues  no  es  posible  creer  que  siglos  antes  de  que  las  podero- 
sas escuadras  de  los  fenicios  no  se  atrevieran  á  navegar  aparta- 
das de  las  aguas  costaneras,  mantuvieran  los  aborígenes  de 
América  relaciones  comerciales,  bélicas  y  políticas  con  los  pue- 
blos del  mundo  antiguo.  Y  aun  dando  todo  ello  por  bueno  y 
admisible,  no  cabe  olvidar  que  si  la  tan  dilatada  isla  se  hundió 
repentinamente  bajo  las  aguas  con  todos  sus  habitantes,  era  de 
todo  punto  imposible  identificarla  con  la  tierra  que  envía  á  las 
nubes  las  cimas  de  los  Andes.  Respetemos  tan  candidos  errores, 
inspirados  en  la  vieja  manía  de  hallar  escrito  y  consignado  en 
los  antiguos  cuanto  por  el  campo  del  saber  conquistaban  los  mo- 
dernos, y  concluyamos  que  la  identificación  de  la  América  con 
la  Atlántida  no  puede  tener  hoy,  ni  se  comprende  que  haya 
podido  tener  nunca  fundamento  histórico  ni  científico.  Si  esto 
es  verdad,  si  he  logrado  convenceros  de  que  ni  en  Platón  ni  en 


—    Q 


ningún  escritor  antiguo  hubo  la  menor  idea  de  figurar  el  conti- 
nente americano  en  la  Atlántida,  bien  pudiéramosdarpor  termi- 
nada la  conferencia.  Siendo  su  objeto  definirlos  conocimientos 
que  los  antiguos  tenían  de  las  tierras  occidentales,  y  como  prin- 
cipal entre  todos  las  conexiones  directas  entre  la  Atlántida  y 
América,  la  conclusión  negativa  á  que  hemos  llegado  me  excu- 
saría de  hablar  más  de  la  materia,  y  tal  vez  esto  sería  lo  mejor 
en  vuestro  beneficio  y  el  mío;  pero  hoy  la  cuestión  se  presenta 
bajo  nueva  fase,  la  de  las  relaciones  indirectas  de  América  y 
Europa  ó  África  por  medio  de  la  Atlántida,  y  no  podemos  se- 
pararnos sin  someter  á  nuevo  examen  esas  relaciones  entre  euro- 
peos y  americanos,  que  han  parecido  innegables  á  muchos  escri- 
tores eminentes.  De  esta  base,  habida  cuenta  de  la  dificultad 
que  antes  he  apuntado,  han  surgido  las  nuevas  teorías  que, 
procurando  abarcar  todos  los  pormenores  de  las  peroraciones 
de  Cricias,  buscan  apoyo  en  el  más  exacto  conocimiento  que 
hoy  poseemos  acerca  de  la  historia  de  la  Tierra  y  de  las  profun- 
didades del  mar. 

Entiende  el  Sr.  Gaffarel  que  las  Antillas,  las  Canarias  y  las 
Azores  son  los  vértices  de  una  inmensa  isla  triangular,  que 
muy  pasado  el  periodo  terciario  se  hundió  bajo  las  aguas  á  con- 
secuencia de  las  contracciones  de  la  corteza  terrestre,  dejando 
aquellos  testigos  de  su  existencia,  y  en  el  humeante  pico  de 
Tenerife  huella  de  la  tremenda  sacudida  volcánica  que  acom- 
pañó tan  colosal  trastorno.  Con  esa  especie  de  barrera  á  través 
del  Atlántico,  es  muy  fácil  explicar  cómo  los  americanos  lle- 
garon en  simples  canoas  á  la  grande  isla  y  pasaron  después  de 
allí  al  África  y  España;  comunicación  que  se  encuentra  com- 
probada por  semejanzas  de  lenguajes,  razas,  ritos  y  monumen- 
tos. Yo  empiezo  por  no  aceptar  tales  analogías,  y  menos  que 
ninguna  la  que  como  principal  se  alega,  cual  es  la  de  muchas 
lenguas  americanas  con  el  vascuence,  tenido  por  la  primitiva 
española.  Cierto  es  que  todas  ellas  pertenecen  al  género  de  las 
aglutinantes,  pero  eso  no  implica  parentesco,  sino  identidad  de 
procedimiento  psicológico  para  producir  la  pah^bra,  lo  cual 
nace  de  la  identidad  de  facultades  intelectua'es  en  todos  los 
hombres,  pero  de  ninguna  manera  da  indicio  de  afinidad  inme- 
diata; para  lo  cual  es  indispensable  que  haya  raíces  comunes,  y 


lO 


á  la  verdad  no  se  ve  una  sola  en  ninguno  de  los  lenguajes  aduci- 
dos. Lo  mismo  podemos  decir  de  los  monumentos:  la  antigüe- 
dad primitiva  tuvo  en  varias  partes  iguales  necesidades,  análo- 
gos medios  de  satisfacerlas,  y  la  misma  fuerza  intelectiva  para 
vencer  las  dificultades  que  opone  la  naturaleza,  y  por  eso  no  es 
maravilla  que  se  parezcan  en  rasgos  generales  las  obras  de  pue- 
blos que  nunca  se  vieron  ni  se  conocieron.  Ni  cierta  comunidad 
de  formas  en  la  fauna  y  la  flora  implica  la  necesidad  de  una  co- 
municación atlántica  entre  ambos  continentes:  la  dan  muy  ade- 
cuada el  Estrecho  de  Behring,  el  cordón  de  las  islas  Aleucias  y 
el  enjambre  innumerable  de  la  Micronesia. 

Mas  aun  dando  por  buenas  tales  y  tan  vagas  semejanzas,  falta 
exactitud  al  hecho  material  alegado  en  pro  de  esta  hipótesis, 
cual  es  la  existencia  de  una  especie  de  llanura  extensa  á  mode- 
rada profundidad,  entre  los  grupos  de  islas  mencionados,  seña- 
lada como  la  superficie  de  la  tierra  hundida  en  la  pavorosa 
oscilación  que  sembró  la  muerte  en  la  Atlántida.  Las  inmensas 
profundidades  de  hasta  6000  metros,  que  surcan  el  fondo  del 
Océano  á  través  del  área  comprendida  entre  los  tres  archipié- 
lagos, destruye  el  argumento,  y  si  no  se  opone  en  absoluto  á 
que  esa  tierra  haya  existido,  sufriendo  después  tan  horrible 
trastorno,  tampoco  se  opone  á  que  pudiera  estar  con  igual  ó 
mejor  motivo  en  cualquier  otro  punto  de  la  redondez  de  la  tie- 
rra, donde  falten,  como  aquí,  mesetas  submarinas  continuas. 

Por  eso,  al  exponer  estas  mismas  objeciones  el  distinguido 
marino  D.  Pedro  de  Novo  y  Colson,  pero  atenido  á  los  supues- 
tos indicios  de  pasadas  intercomunicaciones  con  que  se  autoriza 
su  antecesor,  limita  la  Atlántida  al  grupo  de  las  Azores,  cuya 
base  se  halla  á  mediana  profundidad  de  la  superficie  del  agua, 
y  supone  que  la  admitida  inmigración  de  americanos  hacia 
Oriente  se  debe,  por  accidente  casual,  á  la  gran  corriente  del 
golfo,  uno  de  cuyos  brazos  viene  á  lamer  la  costa  de  África.  No 
hay  dificultad  en  que  la  famosa  corriente  llevara,  como  dice  el 
Sr.  Novo,  lejos  de  las  costas  nativas  á  unas  cuantas  canoas  de 
indígenas,  pero  sí  en  que  coincidiera  este  contratiempo  con  la 
circunstancia  de  llevar  víveres  suficientes  para  tan  larga  é  ines- 
perada travesía,  y  la  de  componerse  la  tripulación  de  familias 
enteras  bastantes  para  procrear  una  gran  colonia,  con  la  no  me- 


II  — 


nos  fortuita  de  arribar  allí  todos  ó  casi  todos  los  barquichuelos 
sin  descomponerse  el  improvisado  convoy.  Demos,  sin  embargo, 
todo  esto  por  fácil  y  llano:  queda  contra  la  hipótesis  la  fundada 
objeción  opuesta  por  el  ilustrado  Catedrático  D.  Salvador  Cal- 
derón y  Arana,  para  quién  las  islas  del  Atlántico,  lejos  de  ser 
residuos  de  continentes  desaparecidos,  son  más  propiamente  ja- 
lones de  continentes  que  comienzan  á  formarse. 

Cualquiera  que  fuese  la  situación  del  que  se  debate,  no  le  pa- 
reció bastante  un  terremoto  al  Sr.  Wilkins  para  tragarlo  en  el  es- 
pacio de  un  día  y  de  una  noche,  y  entiende  ser  más  natural  que 
por  causas  desconocidas,  las  opdas  del  Pacífico,  levantadas  á  in- 
mensa altura  y  con  increíble  empuje  hacia  Oriente,  saltaran  por 
encima  de  los  Andes  de  la  América  central,  y  vinieran  á  es- 
parcirse sobre  el  gran  desierto  africano,  barriendo  al  paso  la 
Atlántida,  cuyos  materiales  desmenuzados  quedaron  disemina- 
dos por  la  superficie  del  Sahara. 

Si  como  muestra  de  las  aberraciones  sin  fin  que  pueblan  la  li- 
teratura atlantídea,  he  citado  tan  singular  diluvio,  no  ha  sido  con 
más  objeto  que  el  de  oponer  á  la  extravagante  teoría  la  bri- 
llantemente sostenida  por  nuestro  ilustre  consocio  el  ingeniero 
de  Minas  D.  Federico  de  Botella  en  una  Memoria  publicada 
en  1884.  El  Sr.  Botella  observa  que  desde  Aveiro,  en  la  costa 
de  Portugal,  hasta  Aviles,  en  la  de  Asturias,  hay  un  cordón  de 
terrenos  primitivos  que  no  han  sido  nunca  sumergidos  en  aguas 
de  ninguna  clase,  ni  saladas  ni  dulces,  y  examinando  las  condi- 
ciones geológicas  de  la  parte  interior  de  España,  así  como  las 
que  corresponden  á  laparte  exterior,  cubierta  por  el  mar,  deduce 
que  hubo  en  cierto  tiempo  una  gran  tierra  fuera  de  las  aguas 
en  dirección  del  NO.,  sumergida  después  de  la  aparición  de  la 
raza  humana  hacia  la  mitad  de  la  época  cuaternaria.  Si  existió, 
aunque  con  mucha  menor  extensión  que  el  Sr.  Botella  le  con- 
cede, un  terreno  al  Occidente  que  ha  estado  rodeado  de  aguas, 
habitado  por  los  hombres  y  sumergido,  aunque  no  sea  en  una 
noche,  lícito  nos  será  aceptar,  si  no  la  certidumbre,  una  fuerte 
probabilidad  de  que  esta  tierra  haya  sido  la  Atlántida;  y  mien- 
tras no  se  encuentre  otro  terreno  habitado  por  el  hombre  en  el 
período  cuaternario,  que  se  haya  sumergido  bajo  las  aguas  de 
Occidente,  no  aventajará  á  esta  hipótesis  otra  alguna,  como  no 


—    12    — 


sea  la  de  abandonar  en  absoluto  toda  tentativa  de  nuevas  iden- 
tificaciones. 

Muéveme  á  no  tomar  desde  luego  este  último  partido  la  con- 
sideración de  que  independientemente  de  las  noticias  corrientes 
y  conocidas  sobre  la  Atlántida,  la  hipótesis  del  Sr.  Botella  tiene 
confirmación  en  los  escritos  de  la  antigüedad.  Al  mismo  tiempo, 
poco  más  ó  menos,  que  Platón,  otro  escritor  griego,  Teopompo 
de  Quío,  habló  de  cierta  tierra  llamada  Merópida,  más  allá  de 
las  Columnas  de  Hércules,  que  se  sumergió  en  remotas  edades 
bajo  las  aguas;  pero  sin  decir  nada  de  los  imperios  y  de  las  vic- 
torias de  que  fué  adornado  el  poema  de  la  Atlántida.  Según  ese 
orador,  poblaban  la  isla  animales  de  extraordinaria  corpulencia, 
cuya  caza,  para  alimentarse  con  ellos,  ocupaba  á  hombres  va- 
lentísimos, que  no  morían  nunca  de  arma  blanca,  sino  siempre 
por  herida  de  piedra  ó  golpe  de  maza,  pues  no  conocían  el  uso 
del  hierro;  pero  sí  disfrutaban  en  abundancia  del  oro  y  la  plata. 
Al  leer  la  narración  de  Teopompo  parece,  señores,  que  quie- 
nes se  la  dictaron  habían  visitado  una  isla  cuaternaria  con  sus 
grandes  mamíferos,  con  sus  hombres  armados  de  hachas  de 
piedra  3^  mazas  de  madera,  forjadores  del  oro  y  la  plata  y  des- 
conocedores del  hierro  y  del  bronce.  Las  familias  salvadas  del 
naufragio  de  la  grande  isla  y  las  de  las  tierras  inmediatas  que  lo 
presenciaron,  transmitieron,  á  mi  ver,  la  memoria  del  suceso  de 
padres  á  hijos,  de  tribu  á  tribu,  de  nación  á  nación;  y  así  llegó  á 
oídos  de  los  sacerdotes  egipcios,  y  tal  vez  por  algún  otro  con- 
ducto á  noticia  de  los  rapsodas  atenienses,  quedando  fundada 
una  tradición  mítica  cuyo  sólido  cimiento  pone  al  descubierto 
la  ciencia  moderna. 

Eslabón  de  esa  cadena  son  las  primitivas  relaciones  recogi- 
das de  los  druidas  de  las  Gallas,  quienes  al  dar  conocimiento  de 
las  diferentes  procedencias  atribuidas  á  la  población  de  aquel 
país,  afirmaban  que  de  una  isla  próxima,  hundida  bajo  las  aguas, 
se  habían  salvado  unos  pocos  hombres  muy  rudos,  cuyo  refugio 
fué  la  tierra  de  los  celtas.  Esto  conviene  tan  perfectamente,  no 
sólo  al  hundimiento  de  una  tierra  de  la  época  cuaternaria,  po- 
blada de  hombres  que  pudieron  transmitir  su  historia,  sino  á  que 
estuviera  dicha  tierra  cerca  de  las  Gallas,  que  es  apoyo  de  gran 
valía  para  la  hipótesis  del  Sr.  Botella,  la  cual  acepto,  aunque  con 


—  I 


limitaciones,  como  la  más  verosímil.  ¿Pero  convienen  á  esta 
Atlántida  todos  los  datos  históricos  recogidos  por  Platón?  De 
ningún  modo.  ¿Cómo  es  posible  suponer  á  aquellos  habitantes, 
rudos  fabricadores  de  hachas  de  piedra  y  anillos  de  hueso,  que 
luchaban  por  la  vida  cazando  elefantes  y  osos  de  las  cavernas, 
con  escuadras  y  ejércitos  capaces  de  medirse  nada  menos  que 
con  los  Faraones  de  las  grandes  dinastías,  cuyos  monumentos 
admiramos  aun  en  las  regiones  del  Nilo?  ¿Ni  cómo  hacer  coin- 
cidir dos  civilizaciones  tan  apartadas  en  el  tiempo  como  las  de 
la  época  paleolítica  y  la  del  gran  imperio  egipcio? 

Todos  los  que  conocen  algo  de  la  historia  de  la  Tierra,  saben 
perfectamente  que  desde  los  tiempos  históricos  no  ha  habido 
movimientos  que  acusen  la  desaparición  de  ningún  territorio 
de  tres  á  cuatro  mil  leguas  cuadradas  de  superficie,  y  por  eso, 
aun  cuando  los  fenómenos  naturales,  cuya  descripción  he  hecho, 
pudieran  haber  sucedido  á  vista  del  hombre,  no  ciertamente 
dentro  de  aquel  período  que  se  señala  para  el  resto  de  los 
acontecimientos  presentados  por  el  gran  filósofo  con  el  admi- 
rable vigor  de  su  estilo. 

A  la  verdad,  el  recuerdo  de  la  isla  sumergida  bajo  las  ondas 
del  Atlántico,  conservado  por  la  tradición  oral,  consignado 
después  en  los  papiros,  y  embellecido  al  fin  por  la  poesía  clási- 
ca, lleva  nuestra  imaginación  á  los  tiempos  primitivos  de  la  po- 
blación de  Europa,  es  lazo  de  unión  entre  la  Historia  y  la 
Protohistoria,  que  no  tiene  ya  razón  para  figurar  en  cuadro 
aparte,  y  abre  al  campo  de  los  estudios  propiamente  históricos 
un  horizonte  vastísimo,  de  la  misma  manera  como  el  telescopio 
penetra  en  las  profundidades  del  cielo  para  resolver  en  grupos 
de  brillantísimos  soles  la  confusa  masa  de  las  nebulosas.  Pero 
es  indispensable  hacer  una  separación  radical  entre  la  isla  y  las 
naciones  cuyo  nombre  se  le  ha  adjudicado,  entre  la  Atlántida 
y  los  atlantes,  entre  las  tierras  y  gentes  que  ya  no  existen,  y  las 
tierras  que  existen  todavía  con  los  descendientes  de  las  tribus 
que  en  tiempos  remotos  las  poblaron. 

El  Sr.  Berlioux,  profesor  de  Geografía  histórica  en  Marsella, 
inspirado  en  un  pensamiento  parecido,  sostiene  que  los  atlantes 
no  son  otros  que  los  primitivos  libios,  habitantes  de  lo  que  es 
hoy  imperio  de  Marruecos,  y  yo  me  encuentro  completamente 


—  14  — 

conforme  con  esta  explicación,  aceptada  también  por  nuestro 
erudito  consocio  D.  Francisco  Fernández  y  González,  en  un 
libro  que  ha  empezado  á  publicar.  Para  comprender  la  razón 
que  asiste  á  esta  explicación,  téngase  presente  que  los  primitivos 
egipcios,  poco  conocedores  de  lo  que  había  más  allá  del  de- 
sierto de  Ammón,  antes  de  que  fenicios  y  griegos  exploraran 
toda  la  extensión  del  Mediterráneo,  suponían  que  la  gran  esco- 
tadura de  la  costa,  llamada  Golfo  de  las  Sirtes,  se  prolongaba  al 
S.  hasta  tocar  en  el  Océano  meridional,  que  coloca  al  norte  del 
Ecuador,  á  la  altura  del  Golfo  de  Guinea,  el  afamado  viaje,  ge- 
nuino ó  apócrifo,  de  Hannón  el  cartaginés. 

También  para  los  griegos  de  los  tiempos  homéricos,  en  que 
tan  obscura  estaba  la  geografía,  el  África  era  una  isla;  y  el  mis- 
mo Teopompo,  en  la  Merópida,  dice:  «Europa  es  una  isla,  otra 
es  Asia,  y  África  otra.»  Tal  error  geográfico  se  arraigó  con  per- 
tinacia por  la  popularidad  que  gozaba  el  famoso  viaje  de  los 
argonautas.  Robado  el  vellocino,  Jasón  y  sus  compañeros  en- 
contraron tomado  el  paso  del  Helesponto  por  sus  enemigos,  y 
acordaron  volverse  á  Grecia  buscando  salida  del  Ponto  Euxino 
por  el  Phasis,  que  Homero  tuvo  por  un  canal  de  comunicación 
con  el  mar  Eritreo.  Para  pasar  de  allí  al  Mediterráneo,  se  dijo 
primero  que  habían  atravesado  el  África  en  doce  días,  llevando 
la  nave  á  hombros ;  pero  pronto  pareció  esto  demasiado  inve- 
rosímil, y  un  geógrafo  tan  respetable  como  Hecateo  de  Mileto 
no  vaciló  en  dar  solución  á  la  dificultad,  afirmando  que  el  Nilo 
era  también  un  canal  ó  brazo  de  mar  que  daba  comunicación  al 
mar  del  Sur  con  el  Mediterráneo,  dejando  al  África  entera  ais- 
lada del  resto  del  mundo.  Fácil  era,  por  tanto,  que  los  antiguos 
aplicaran  los  confusos  recuerdos  de  la  verdadera  isla  sumergida 
á  esta  otra  falsa  isla  africana,  habitada  por  naciones  civilizadas 
desde  tiempos  remotísimos.  Recuérdese,  por  otra  parte,  que  el 
horizonte  geográfico  de  Tos  griegos  del  tiempo  de  Homero  no 
se  extendía  sino  hasta  el  Estrecho  de  Mesina,  límite  de  sus  na- 
vegaciones, temible  salida  al  mar  tenebroso:  allí  estaban  las  si- 
renas, allí  los  escollos  de  Escila  y  Caribdis,  allí  todas  las  dificul- 
tades que  significaban  simbólicamente  la  temeridad  de  pasar 
adelante. 

Por  esto  las  columnas  de  Hércules,  imagen  del  término  de 


—  !<;  — 


las  navegaciones  posibles,  se  estimaron  un  tiempo  colocadas  en 
ese  estrecho,  y  la  Libia  resultó  así,  en  las  leyendas,  una  isla  en- 
frente de  un  estrecho,  poblada  de  gentes,  llamadas  atlantes,  y 
gobernada  primitivamente  por  un  rey,  cuyo  nombre  conserva  la 
triple  cordillera  que  es  el  espinazo  del  África  Septentrional,  y 
forma  el  núcleo  de  su  orografía.  La  cima  del  Atlas',  al  sur  de 
Marruecos,  la  dominante  de  todo  aquel  país,  es  precisamente 
el  sitio  donde  hay  señales  evidentes  de  habitación  humana  en 
tiempo  inmemorial,  y  Herodoto  fija  asiento  á  los  atlantes  en 
las  faldas  de  uno  y  otro  lado  de  aquellas  montañas.  Sentado 
esto,  la  tierra  continental  frontera  á  los  atlantes  no  era  Amé- 
rica, como  supone  Berlioux,  sino  España  y  lo  que  le  sigue  de 
Europa,  y  la  gran  confederación  de  los  reyes  atlánticos  es  una 
de  tantas  como  registra  la  historia  entre  los  bereberes  contra 
cartagineses,  romanos  y  árabes,  merced  á  las  cuales  llegaron 
alguna  vez,  como  en  tiempo  de  los  almohades,  á  fundar  un 
imperio  que  abarcaba  toda  el  África  Septentrional  hasta  más 
allá  de  Cartago  y  más  de  la  mitad  de  España.  De  igual  manera 
pudieron  los  libios  ocupar  en  tiempos  desconocidos  toda  el 
África  al  norte  del  Sahara,  hasta  el  desierto  de  Barca,  y  toda 
España  con  parte  de  las  Gallas,  hasta  tocar  en  los  Alpes,  y  de 
ahí  que  dijera  Platón  ser  del  dominio  de  los  atlantes  toda  la 
Libia  hasta  los  confines  de  Egipto,  y  lo  que  hay  de  Europa 
desde  las  columnas  de  Hércules  hasta  el  mar  de  Tirrenia,  lo 
cual  excede  poco  á  lo  que  sojuzgó  la  misma  raza  en  el  siglo  xii 
de  nuestra  Era. 

No  nueve  mil  años,  pero  sí  novecientos  antes  de  Solón,  los 
anales  egipcios  nos  dan  noticia  de  la  gran  invasión  que  los 
libios,  auxiliados  por  los  pueblos  de  la  Europa  mediterránea, 
efectuaron  en  el  Delta  del  Nilo,  casi  en  los  términos  que  Pla- 
tón emplea.  Los  monumentos  de  Egipto  han  dado  á  conocer 
con  todo  detalle  las  guerras  que  entre  los  siglos  xvi  y  xiv  an- 
tes de  Jesucristo,  sostuvieron  los  egipcios  con  las  tribus  libias, 
confederadas  con  los  tirrenos,  habitantes  de  Italia;  los  sarda- 
nos,  habitantes  de  Cerdeña,  y  otra  porción  de  tribus  ó  nacio- 
nes de  Europa  coligadas,  que  fueron  á  dar  batalla  contra  el 
imperio  faraónico.  ¿Quiénes  estaban  al  lado  de  los  reyes  de 
Egipto?  No  teñían  otro  apoyo  que  los  atenienses,  que,  como 


—  i6  — 

mercenarios,  les  prestaban  el  servicio  marítimo  militar;  pero 
no  eran  esos  atenienses  los  helenos  progenitores  de  la  nación 
más  culta  de  la  antigua  Grecia,  sino  los  fenicios,  que  se  habían 
apoderado  de  todas  las  islas  del  mar  Egeo,  tenían  estableci- 
miento propio  en  Atenas,  y  al  Pireo  como  punto  de  partida 
para  las  excursiones  de  sus  escuadras.  Mientras  los  ejércitos 
del  Faraón  de  Tebas  combatían  por  tierra,  los  fenicios,  acanto- 
nados en  Atenas,  hicieron  por  mar  la  guerra  á  las  naciones 
aliadas,  y  contribuyeron  á  rechazarlas  definitivamente  al  fondo 
de  sus  guaridas,  con  la  victoria  señalada  que  se  conmemoró  en 
los  versos  atribuidos  á  Solón.  Los  monumentos  egipcios  con- 
servan en  los  extensos  paños  de  sus  muros  memoria  de  las 
campañas  que  libraron  al  país  de  tan  terribles  huéspedes,  ex- 
plicadas minuciosamente  con  el  bajo  relieve  y  el  jeroglífico,  y 
allí  están  los  libios  dibujados  como  hombres  de  ojos  azules  y 
cabellos  rubios;  tipos  cuyos  restos  se  encuentran  todavía  di- 
seminados en  varios  puntos  de  África. 

Dos  razas  distintas,  la  una  rubia  y  la  otra  morena,  poblaban 
en  tiempos  primitivos  estas  regiones,  y  á  consecuencia  de  una 
gran  guerra,  los  getulos  ó  bereberos  del  país  interior,  que  eran 
morenos,  arrojaron  á  los  libios,  que  eran  rubios,  al  extremo  Oc- 
cidente, y  este  cataclismo  político  puede  explicar  la  definitiva 
destrucción  del  poder  de  la  gran  confederación,  ruina  que  fué 
significada  por  una  catástrofe  geológica. 

Resulta  de  todo  históricamente  demostrado  que  una  gran 
irrupción  de  gentes  de  las  costas  de  la  Libia,  aliadas  con  las  de 
Europa,  vino  á  estrellarse  contra  el  poder  del  imperio  de 
Egipto,  y  con  verosímil  conjetura  se  puede  admitir  que  por 
mar  fueron  los  habitantes  de  Atenas,  no  atenienses,  sino  feni- 
cios, quienes  hicieron  la  campaña  gloriosísima  de  que  habló  el 
sacerdote  de  Sais. 

Si  dijo  luego  ese  sacerdote  que  los  atenienses  habían  sido 
siempre  afectos  á  los  egipcios,  es  porque  los  helenos,  que  ocu- 
paron después  el  territorio  de  Atenas,  enviaron  tropas  merce- 
narias, con  cuyo  auxilio  Psamético  se  había  apoderado  del  tro- 
no, y  en  Sais,  domicilio  de  los  soberanos  de  su  dinastía  aun  rei- 
nante en  tiempo  de  Solón ,  los  sacerdotes  debían  ser  por  eso 
muy  afectos  á  los  griegos,  complaciéndose  en  enlazar  estas  afee- 


—  17  — 

ciones  con  el  supuesto  auxilio  que  su  país  había  recibido  de  sus 
armas,  y  otras  analogías  de  índole  mitológica. 

Si  os  ha  sido  posible  seguir  el  hilo  de  mi  peroración  desali- 
ñada, habréis  comprendido  que  mi  conclusión  respecto  al  tema 
que  tanto  ha  fatigado  á  los  eruditos  antiguos  y  modernos,  es 
que  todo  ó  casi  todo  lo  relativo  á  la  Atlántida  resulta  exacto  y 
comprobado,  siempre  que  se  divida  en  dos  conceptos  distintos 
é  independientes  entre  sí:  la  isla  atlántica,  desaparecida  bajo 
las  aguas,  y  la  guerra  que  las  naciones  occidentales  confedera- 
das llevaron  al  Oriente  de  Europa  y  África.  La  isla  es  la  tierra 
del  NO.  de  España,  sumergida  en  los  tiempos  prehistóricos; 
la  guerra  es  la  que  los  monumentos  de  Egipto  han  puesto  al 
vivo  ante  nuestros  ojos  después  de  cuarenta  y  cuatro  siglos. 
Todo  ello  vivía  más  ó  menos  confuso  en  la  memoria  del  pue- 
blo, y  el  filósofo  de  Megara,  en  vez  de  colocar,  como  Tomás 
Moro,  su  república  ideal  en  una  utopia^  ó  sea  «lugar  no  existen- 
te», buscó  para  asentarla  sitio  adecuado,  echando  mano  de  re- 
cuerdos medio  míticos,  medio  tradicionales.  Fundiendo  en  una 
sola  las  historias  de  la  tierra  desaparecida  y  de  las  naciones 
occidentales  casi  olvidadas,  compuso  y  fabricó  un  substrato 
con  bastantes  visos  de  solidez  para  recibir  con  aparente  fir- 
meza el  parto  de  sus  ensueños  políticos. 

Si  este  sistema  arraiga,  si  esta  explicación  se  acepta  y  corre, 
el  cuadro  de  la  historia  positiva  se  ensancha  prodigiosamente; 
pueblos  y  razas  que  se  creían  de  ayer  se  pierden  en  la  noche  de 
los  tiempos,  pero  á  la  vez  se  pierde  definitivamente  la  Atlán- 
tida clásica,  aquella  Atlántida  completa  y  sin  menoscabo,  má- 
gico puente  para  arbitrarias  conexiones  de  la  cultura  europea 
y  la  civilización  americana,  Atlántida  que  queda  arrancada  más 
de  raíz  que  con  los  terremotos  y  diluvios  de  la  leyenda  plató- 
nica. 

Mas  no  son  la  Atlántida  y  la  Merópida  las  únicas  ficciones  de 
la  geografía  poética  y  heroica  de  los  griegos.  Lo  reducido  del 
círculo  de  sus  conocimientos  positivos  les  hizo  creer,  en  un 
principio,  que  Italia  era  un  país  de  portentos,  como  aconteció 
siempre  con  todos  aquellos  cuyas  noticias  eran  incompletas,  y 
más  allá  se  fueron  colocando  sucesivamente,  entre  las  ondas 
procelosas  del  Océano,  ya  el  delicioso  jardín  de  las  Hespéri- 


—  i; 


des,  3^a  las  islas  Afortunadas,  ó  de  felicidad  perpetua,  ya  los 
campos  Elíseos,  mansión  eterna  y  deliciosa  de  los  justos;  siem- 
pre la  fortuna  y  la  dicha  al  lado  del  hombre,  pero  entre  el 
goce  y  el  deseo  obstáculos  temerosos  que  sólo  pueden  vencer 
las  almas  templadas  en  la  virtud  y  en  la  íirmeza.  El  progreso  de 
las  ideas  filosóficas,  mucho  antes  que  la  atenta  y  atrevida  explo- 
ración de  los  mares,  desterró  muchas  de  estas  sencillas  fábulas, 
y  muy  pronto  los  Campos  Elíseos,  relegados  más  y  más  lejos 
cada  vez,  no  se  encontraban  ni  siquiera  en  el  extremo  Occiden- 
te, más  allá  del  lugar  donde  el  sol  se  oculta,  porque  el  mismo 
Platón,  en  el  diálogo  en  que  pinta  la  muerte  de  Sócrates,  pone 
en  boca  del  gran  filósofo,  antes  de  beber  la  cicuta,  un  discurso  en 
que  explica  á  sus  discípulos  cómo  los  Campos  Elíseos,  es  decir,  la 
tierra  de  los  bienaventurados,  no  está  al  nivel  de  la  tierra  de  los 
demás  hombres,  sino  que  se  ha  elevado  á  las  regiones  etéreas. 
Al  recibir  las  tradiciones  de  la  antigüedad,  las  naciones  cristia- 
nas no  pudieron  aceptar  que  ocupase  la  verdadera  mansión  de 
los  justos  lugar  alguno  en  la  tierra,  pero  teniendo  que  colocar 
algo  en  el  extremo  Occidente,  porque  el  vacío  es  enemigo  de 
nuestra  imaginación,  echaron  mano  del  Paraíso  Terrenal,  de- 
sierto desde  la  caída  del  primer  hombre,  meta  á  que  debía 
concurrir  la  universal  .aspiración  á  completar  el  rodeo  de  la 
tierra  y  que  anunciaba  el  impulso  de  viva  fe  que  llevó  á  Colón 
á  la  más  alta  empresa  que  registran  los  siglos. 

Las  ilusiones  ópticas  vinieron  en  ayuda  de  las  creaciones  de  la 
fantasía  para  darles  una  apariencia  de  realidad  demostrativa. 
Ya  sabéis  cómo  las  refracciones  extraordinarias  del  aire  llegan 
á  producir  en  el  horizonte  imágenes  de  rocas,  islas,  pueblos  y 
montañas,  que  desaparecen  al  acercarse  á  donde  los  fingió  la 
engañada  vista.  Los  habitantes  de  las  Canarias  primero,  y  des- 
pués los  de  las  Azores,  no  cesaban  en  el  empeño  de  dirigir  los 
ojos  al  fondo  del  Occidente  con  el  mismo  afán  que  los  antiguos, 
y  de  cuando  en  cuando  se  dejaban  seducir  por  esas  ilusiones, 
corroboradas  por  las  naves  que  se  alejaban  un  poco  de  la  costa 
y  creían  percibirlas  cada  vez  con  más  claridad,  pero  siempre 
desvaneciéndose  al  acercarse  á  ellas  ó  huyendo  á  más  y  mayor 
distancia;  origen  de  la  creencia  en  islas  que  viajaban,  como  si 
fueran  flotantes,  ó  por  singular  encantamiento  desaparecían. 


—  19  -- 

Llegó  á  ser  tan  arraigada  la  convicción  de  haber  islas  al  O., 
casi  al  alcance  de  la  mano,  que  no  solamente  se  levantaban 
actas  ante  notario  con  objeto  de  hacer  constar  la  prioridad  en 
señalar  su  existencia,  sino  que  se  sacaron  privilegios  de  descu- 
brimiento, población  y  conquista,  como  si  nada  faltara  para 
tomar  posesión  de  ellas. 

Dio  ayuda  á  estas  ficciones  la  devota  leyenda  originada  en  la 
vida  de  un  célebre  santo  irlandés.  En  los  primeros  años  de  la 
Edad  Media,  un  cenobita  llamado  Brandon,  abad  de  su  con- 
vento, encendido  en  santo  celo  por  la  propagación  de  la  fe  ca- 
tólica, emprendió  largos  viajes  para  convertir  á  los  habitantes 
paganos  de  las  islas  inmediatas.  Los  viajes  de  este  misionero  á 
las  islas  Shetland  y  Feroe  son,  al  parecer,  auténticos;  pero  no 
se  contentó  la  imaginación  popular  con  que  visitará  islas  reales 
y  conocidas,  donde  siempre  con  el  mejor  éxito  los  hermanos  de 
Brandon  convertían  á  aquellos  semisalvajes,  fundaban  monas- 
terios y  establecían  la  paz;  sino  que  vistió  las  arriegadas  y  pe- 
nosas expediciones  del  santo  con  traje  de  estupenda  maravilla 
y  milagrosa  odisea,  haciéndole  navegar  en  bajeles  de  cuero  á 
través  de  las  embravecidas  olas  del  Océano.  San  Brandon,  con 
sus  monjes,  aportó  en  islas  más  ó  menos  grandes  y  singulares, 
y  en  cierta  ocasión  desembarcaron  en  una  que  se  movía  y  mar- 
chaba resbalando  sobre  la  superficie  del  agua  á  guisa  de  embar- 
cación gigantesca;  pero  cuando  para  condimentar  los  alimen- 
tos encendieron  fuego  en  lo  que  parecía  suelo  inerte,  vie- 
ron que  la  tal  isla  no  era  sino  una  ballena  dormida.  De  prodigio 
en  prodigio  llegaron  los  bienaventurados  expedicionarios  á  la 
última  y  más  distante,  á  aquella  que  parecía  impenetrable,  á  la 
isla  llamada  de  los  Pájaros,  en  suma,  el  Paraíso  Terrenal;  pero 
aunque  gustaron  gozosos  las  delicias  de  la  primera  mansión  del 
hombre,  no  fué  concedido  á  aquellos  monjes,  por  misterioso 
secreto,  quedarse  en  ella,  y  volvieron  á  sus  embarcaciones  de 
cuero,  regresando  á  Irlanda,  en  donde  murieron  contentos  y 
en  paz  después  de  referir  á  sus  hermanos  tan  extraordinarias 
aventuras.  La  lej^enda  adquirió  tanta  fuerza,  que  por  mucho 
tiempo  figuró  en  los  mapas,  como  cosa  averiguada  y  positiva", 
una  isla  de  San  Brandan,  San  Borondón  ó  San  Balandrán,  que 
no  fué  borrada  hasta  después  del  descubrimiento  de  América. 


—    20 


Algo  menos  famosa,  pero  no  menos  legendaria,  fué  la  isla  de 
las  Siete  Ciudades.  Al  tiempo  de  la  invasión  árabe  en  España, 
un  obispo  de  Oporto,  decían,  con  otros  compañeros  hasta  siete, 
y  gran  número  de  fieles,  huyendo  de  la  furia  sarracena,  vinieron 
á  dar  con  sus  naves  en  cierta  isla  remotísima,  donde  cada  uno 
fundó  una  ciudad  episcopal,  no  sin  el  gastado  y  consabido  in- 
cendio de  los  barcos  para  cortar  toda  tentación  de  regreso  á  la 
destrozada  patria.  La  isla  figuró  también  en  los  mapas  hasta  el 
siglo  XVI,  y  cuando  ya  los  grandes  descubrimientos  demostra- 
ron que  no  existía,  la  terquedad  y  apego  á  la  autoridad  de  las 
tradiciones  pudo  más  que  la  evidencia  de  los  hechos,  y  los  geó- 
grafos transportaron  entonces  las  Siete  Ciudades  á  una  comarca 
deliciosa  de  la  América  del  Norte,  á  donde  continuaron  por 
mucho  tiempo  diversas  expediciones  en  su  busca. 

La  imaginación  dio  existencia  á  otras  islas  ó  tierras  que  en 
vez  de  disiparse,  como  las  anteriores,  en  la  nada  de  donde  na- 
cieran, alcanzaron  la  fortuna  de  dar  su  nombre  á  tierras  antes 
no  conocidas,  adquiriendo  así  una  efectividad  que  sólo  pudo 
darles  el  empeño  en  mantener  como  exacto  y  verídico  lo  apren- 
dido en  las  escuelas  sin  fundamento  sólido.  Hacia  el  siglo  xv, 
engañados  los  cosmógrafos  por  la  longitud  disminuida  que  con- 
cedían, siguiendo  á  Tolomeo,  al  grado  del  Ecuador,  vinieron 
á  convenir  en  que  las  costas  de  la  India  deberían  hallarse  en 
donde  después  se  encontró  la  América,  y  dando  el  hecho  por 
averiguado  ,  dibujaron  sin  temor  islas  y  tierras  en  el  borde  occi- 
dental del  Mapa-Mundi,  sin  saber  á  punto  fijo  por  qué.  Tal  vez 
recordando  la  antiporthmon  de  Aristóteles,  ó  sea  tierra  ulterior 
frente  al  estrecho,  denominaron  la  grande  isla  de  Occidente  con 
el  calificativo  de  Antilia,  y  así  vino  figurando  en  todos  los  ma- 
pas del  tiempo  hasta  el  descubrimiento  de  Colón.  Entonces  des- 
aparece ese  nombre  por  un  siglo,  pero  después,  los  eruditos  que 
querían  ver  en  la  antigüedad  antecedentes  de  todo,  aplicaron 
al  gran  archipiélago  americano  el  nombre  de  la  isla  caprichosa, 
y  por  eso  todas  las  que  lo  componen  se  llaman  Antillas. 

De  igual  modo  se  supuso  que  había  en  aquellos  remotos  ma- 
res otra  isla  donde  se  criara  muy  especialmente  el  precioso  palo 
tintóreo  de  la  India  y  de  las  islas  de  la  Oceanía,  llamado  palo 
brasil.  La  isla  fué  viajando  por  cartas  geográficas  á  manera  de  la 


21    — 


de  Délos,  á  medida  que  los  navegantes  ocupaban  su  sitio  pre- 
sumido, hasta  que  al  fin  quedó  consagrado  su  nombre  en  el  in- 
menso territorio  que  cayó  en  suerte  á  los  portugueses. 

En  suma,  señores,  os  he  traído  trabajosamente  al  final  de 
mi  conferencia  para  venir  á  parar  á  una  conclusión  puramente 
negativa.  La  antigüedad  clásica  no  tuvo  directa  ni  indirecta- 
mente la  más  remota  idea  de  la  existencia  de  América;  si  en 
edades  anteriores  á  la  actual  conformación  de  los  continentes, 
si  antes  de  toda  civilización  hubo  medio  de  comunicarse  Eu- 
ropa con  las  Indias  occidentales,  ningún  leve  rastro  ni  señal 
inductiva  queda  para  demostrarlo,  fuera  de  arbitrarias  conje- 
turas; y  cuanto  la  Edad  Media  llegó  á  hacer  figurar  en  las  car- 
tas geográficas,  producto  fué  de  fantásticas  leyendas  ó  del  error 
acerca  de  las  dimensiones  de  la  tierra  y  de  la  posición  de  las 
costas  orientales  del  Asia,  único  antecedente  positivo  que  se 
puede  señalar  para  la  grandiosa  aventura  de  Cristóbal  Colón. 

He  dicho. 


CAMINOS  POSIBLES 

TARA 

DESCUBRIR  AMÉRICA 

Y  CAUSAS  DE  HABER  SIDO  EL  MÁS  IMPROBABLE 

EL  MÁS  RÁPIDO  Y  FECUNDO. 


ATENEO   DE  MADRID 


CAMINOS  POSIBLES 


PARA 

DESCUBRIR    AMÉRICA 

Y  CAUSAS  DE  HABER  SIDO  EL  MÁS  IMPROBABLE 
EL  MÁS  RÁPIDO  Y  FECUNDO 


CONFERENCIA 

DE 

D.  EDUARDO  LEÓN  Y  ORTIZ 

pronunciada  el  día  5  de  Mayo  de  i8ga 


t 


MADRID 


ESTABLECIMIENTO    TIPOGRÁFICO    «SUCESORES   DE    RIVADENEYRA» 

IMPRESORES    DE    LA    REAL   CASA 

Paseo   de  San  Vicente,  núra.  3o 


1894 


Señoras  y  Señores: 

Ven  algunos  historiadores  en  los  grandes  descubrimientos  y 
extraordinarios  sucesos,  más  bien  la  obra  colectiva  que  el  es- 
fuerzo individual.  Opinan  que  los  tenidos  por  genios  son  instru- 
mentos accidentales  de  la  ley  de  progreso,  porque  cuanto  fué 
debía  suceder,  y  con  este  criterio  refieren  tranquilamente  los 
hechos  de  los  individuos  y  de  los  pueblos,  sin  asombrarse  de 
nada,  dado  el  inevitable  enlace  que  en  ellos  imaginan.  Como 
todo  genio  aparece  tras  de  generaciones  cuyos  trabajos  apro- 
vecha, á  imitación  de  las  plantas  que  se  nutren  con  los  restos 
de  otras  que  fueron,  en  esos  trabajos  anteriores  fijan  principal- 
mente su  atención,  y  á  ellos  atribuyen  la  mayor  parte  del  mé- 
rito, no  concediendo  al  hombre  eminente  otro  valor  que  el  del 
término  medio  de  una  proporción  continua,  término  que  parti- 
cipa de  consecuente  y  de  antecedente,  término  que  responde  á 
un  estado  de  madurez  propicio  para  alcanzar  un  fruto,  ya  por 
su  propia  sazón  pronto  á  desprenderse. 

Argumentos,  al  parecer  poderosos,  les  suministra  para  esta 
su  opinión  el  grandioso  descubrimiento  de  América.  ¿Fué  en 
realidad  Cristóbal  Colón  quien  halló  un  Nuevo  Mundo?  Más 
bien  lo  atribuyen  á  la  brújula  y  á  la  aplicación  del  astrolabio  al 
arte  de  navegar,  porque  con  tales  inventos,  conseguidos  por 
una  civilización  adelantada,  se  eximían  los  marinos  de  la  servi- 
dumbre á  la  tierra  y,  en  vez  de  limitarse  á  costear  temerosos 


—  6  — 

de  que  los  vientos  los  apartaran  demasiado,  podían  aventurarse 
por  mares  desconocidos,  con  la  seguridad  de  saber  encaminarse 
á  su  vuelta;  y  en  semejantes  condiciones,  si  Colón  no  hubiese 
descubierto  América,  no  faltara  otro  que  lo  hiciera.  ¿Fué  en 
realidad  Hernán  Cortés  quien  conquistó  el  Imperio  de  Méjico? 
¿Fué  Francisco  Pizarro  quien  conquistó  el  del  Perú?  Antes  lo 
conceden  á  los  poderosos  medios  de  que  disponía  el  hombre 
civilizado.  Pues  contaba  éste  en  primer  término  con  el  domi- 
nio sobre  el  caballo,  dominio  que,  como  dice  Buffón,  es  la  más 
noble  conquista  realizada  por  el  hombre  en  el  reino  animal, 
por  cuanto  le  proporciona  un  auxiliar  tan  dócil  que,  reprimiendo 
su  propio  impulso,  sabe  obedecer  á  quien  le  guía  y  aun  parece 
consultar  sus  deseos;  tan  intrépido  que  se  acostumbra  al  es- 
truendo de  los  combates,  donde  se  anima  con  el  mismo  ardor 
que  el  jinete,  y  tan  unido  á  éste  en  todo,  que  así  afronta  los  pe- 
ligros de  la  guerra  y  comparte  sus  fatigas,  como  cabecea  luego 
ufano  con  las  palmas  del  triunfo.  Y  aparte  de  este  dominio,  te- 
nía el  hombre  civilizado  poderosas  armas  defensivas  y  ofensi- 
vas: armaduras  de  hierro,  cascos  y  escudos  del  mismo  metal, 
espadas  de  bien  templado  acero,  y  sobre  todo,  la  pólvora  infla- 
mada en  el  arcabuz  ó  el  cañón,  que  lanzaba  mortíferos  proyec- 
tiles acompañados  de  nubes,  llamaradas  y  estruendo,  todo  lo 
cual  había  de  amedrentará  los  pobres  indios,  cuya  imaginación 
no  acertaría  á  comprender  cómo  en  manos  de  hombre  alguno 
pudieran  estar  las  más  terribles  manifestaciones  de  la  natura- 
leza: el  relámpago  y  el  trueno. 

Ni  debe  sorprender,  añaden,  ese  mérito  colectivo  de  la  hu- 
manidad en  el  descubrimiento  y  conquista  de  América,  cuando 
no  son  raros  en  la  historia  otros  hallazgos  é  inventos  que  res- 
pondían á  cierta  madurez  social.  Pueblos  que  adelantaban  en 
su  civilización  respectiva  sin  tener  conocimiento  unos  de  otros, 
realizaban  progresos  análogos:  China  pudo  inventar  la  pólvora 
y  la  imprenta  sin  aprenderlo  de  Europa.  Otras  veces,  al  calor 
de  una  misma  cultura,  más  de  un  genio  se  adelantó  á  coger  el 
fruto  maduro.  Si  Servet  no  se  fijara  en  la  circulación  de  la  san- 
gre, hiciéralo  Harvey;  si  Newton  no  inventara  el  cálculo  infini- 
tesimal, como  consecuencia  de  los  movimientos  que  veía  refle- 
jados en  la  variación  de  dos  cantidades  enlazadas,  su  contem- 


poráneo  Leibnitz,  tomando  otro  punto  de  partida  no  menos 
ingenioso  alcanzara  el  mismo  invento;  y  cuando  la  ciencia  as- 
tronómica entrevio  que  la  causa  de  no  ajustarse  el  rumbo  se- 
guido por  el  planeta  Urano  á  las  condiciones  que  la  teoría  de- 
mandaba, debía  de  ser  la  perturbación  producida  por  otro  astro 
que  de  ése  no  anduviera  muy  lejos,  si  entonces  no  asombrara 
Le  Verrier  con  la  maravilla  de  señalar  por  cálculo  el  nuevo 
planeta  Neptuno,  sin  haberlo  visto  en  el  cielo,  por  cálculo 
también,  aunque  emprendido  por  otro  camino,  indicara  ese 
planeta  Adams. 

Pero  en  tales  argumentos  la  verdad  anda  mezclada  con  el 
sofisma.  Indudablemente,  antes  que  sobre  la  haz  de  la  tierra 
corriesen  caudalosos  ríos  que  repartieran  la  riqueza  del  suelo 
mineral  y  llevaran  la  fertilidad  al  suelo  vegetal,  largos  períodos 
de  preparación  geológica  hubieron  de  transcurrir,  pues  menes- 
ter era  ante  todo  formar  esos  suelos  sobre  el  terreno  inicial  y 
depositar  en  ellos  las  materias  que  el  curso  de  las  aguas  debía 
remover  y  transportar.  Así  en  la  Era  primera,  tanto  las  islas 
asomadas  en  el  Océano  que  envolvía  el  globo,  como  el  conti- 
nente boreal,  más  adelante  aparecido,  sólo  alcanzan  el  relieve 
necesario  para  que  acariciada  por  el  cálido  clima,  común  en- 
tonces á  todas  las  regiones,  y  por  un  aire  húmedo,  lleno  de 
ácido  carbónico,  crezca  una  vegetación  ni  hermosa  ni  variada, 
pero  poderosa  por  su  abundancia  para  purificar  el  ambiente, 
dejándolo  prevenido  para  animales  superiores  á  los  que  en  tal 
Era  lo  aspiran,  y  poderosa  también  para  formar  los  lechos  car- 
boníferos cuando  lluvias  torrenciales  arrastren  esa  vegetación 
al  fondo  de  los  lagos.  Antes  y  á  la  vez  la  vida  esparcida  por  los 
mares,  aunque  en  organismos  no  complejos,  cuenta  con  formas 
apropiadas  de  ese  filtro  animal  que  aumenta  los  depósitos  cal- 
cáreos. Y  para  completar  el  cuadro,  convulsiones  casi  continuas, 
originadas  por  el  repetido  embate  de  la  fuerza  interior,  señalan 
en  la  corteza  líneas  de  dislocación  ó  rotura,  acusadas  por  las 
orillas  del  mar  que  cada  emersión  retira,  y  por  esas  líneas,  parte 
endeble,  se  derraman  masas  de  granito  y  otras  rocas  eruptivas. 

Cierran  la  Era  primera  tremendas  conmociones,  con  las  cua- 
les se  esparcen  los  lechos  carboníferos;  pero  aun  no  aparecen 
los  ríos  caudalosos:  el  suelo  no  es  bastante  rico  todavía.  La  se- 


gunda  Era  es  de  provechosa  calma.  Así  como  las  solfataras  y 
los  manantiales  termo-minerales  se  producen  actualmente  tras 
la  erupción  de   los  volcanes,  exhálanse,  después  de  aquellas 
grandes  sacudidas,  emanaciones  que  tapizan  de  plomo  argentí- 
fero y  diversos  minerales  las  hendiduras  abiertas  en  la  corteza 
del  globo.  Reviste  la  vida  formas  más  amplias  en  los  animales 
del  mar  y  de  la  tierra,  y  son  las  plantas  más  hermosas  y  varia- 
das. La  igualdad  de  temperatura,  que  los  restos  orgánicos  de- 
muestran por  doquiera  y  que  sin  duda  provenía  principalmente 
de  estar  el  sol  tan  dilatado  en  su  Era  nebulosa,  que  sus  rayos 
bañaban  el  Ecuador  á  la  vez  que  ambos  polos,  aun  no  conde- 
nados á  noches  prolongadas,  comienza,  á  causa  de  irse  el  sol 
concentrando,  á  borrarse  muy  levemente;  y  entonces  aparecen 
plantas  que  con  la  caída  de  sus  hojas  alfombran  el  suelo.  Mien- 
tras tanto  el  mar,  no  reconociendo  todavía  el  límite  puesto  á 
sus  olas,  señala  con  sus  invasiones  y  triunfos  en  esta  Era  dife- 
rentes períodos.  Invade  por  varios  puntos  el  continente  emer- 
gido y  al  fin  lo  domina;  y  si  otra  vez  se  va  -retirando,  de  nuevo 
acomete  y  de  nuevo  se  enseñorea;  y  así  se  mezclan  con  los  osa- 
rios de  la  tierra  los  sedimentos  y  osarios  marinos,  amontonán- 
dose lecho  sobre  lecho  mármoles,  conchas,  arrecifes  coralinos 
y  osamentas  de  peces  y  grandes  reptiles,  de  aves  más  organi- 
zadas para  arrastrarse  que  para  volar,  y  pequeños  marsupiales. 
Termina  tal  Era  de  calma,  y  despiértase  la  actividad  interior 
dando  principio  á  la  Era  tercera.   Gana  la  tierra  en  relieve  y 
el  alzamiento  de  las  cordilleras  señala  los  nuevos   períodos. 
Elévanse  primero  los  Pirineos  y  los  Apeninos;  luego  los  Alpes, 
los  Andes  y  el  Himalaya;  acompañando  á  estos  movimientos 
grandiosas  manifestaciones  de  la  fuerza  interior  que  exceden 
con  mucho  á  los  actuales  fenómenos  volcánicos.  Vuelven  á 
abrirse,  con  otras  nuevas,  las  antiguas  hendiduras,  y  en  las  pare- 
des de  unas  y  otras  depositan  las  emanaciones  diversas  mate- 
rias, principalmente  plata  y  oro.  Plantas  y  animales  muestran  á 
la  vez  especies  muy  hermosas  y  variadas,  pues  no  aparece  ser 
alguno   sin  previas  condiciones  de  existencia,  y  encuéntralas 
entonces  en  la  diversidad  de  situación  y  clima  que  ofrecen  el 
resalto  de  la  tierra  y  los  valles  que  los  lagos  al  secarse  dejan  al 
descubierto,  aparte  de  la  variación  de  temperatura  que  en  cada 


—   9   — 

período  se  produce,  ora  al  avanzar  en  los  continentes  ó  reti- 
rarse de  ellos  los  mares  que  por  el  Mediodía  los  bañan,  ó  los 
menos  cálidos  que  por  otras  partes  los  limitan,  ora  al  manifes- 
tarse las  erupciones  volcánicas.  Sin  embargo,  la  temperatura  en 
general  es  benigna  é  Islandia  aun  conserva  por  mucho  tiempo 
sus  bosques.  Pero  al  terminar  esa  Era  ó  comenzar  la  cuarta  y 
última,  ya  concentrado  el  sol,  no  abarca  á  la  vez  el  Ecuador  y 
ambos  polos.  Cúbrense  éstos  de  hielos  y  con  ello  recibe  pode" 
roso  impulso  la  circulación  atmosférica.  Las  cimas  elevadas  por 
el  alzamiento  de  las  cordilleras  constituyen  centros  de  rápida 
condensación  para  el  agua  en  vapor  que  de  los  mares  se  eleva 
y  que  los  vientos  dirigen.  Caen  en  abundancia  nieves  y  lluvias 
que  forman  grandes  ventisqueros  y  dan  nacimiento  á  caudalo- 
sos ríos:  la  fertilidad  acompaña  al  aluvión,  y  el  impetuoso  to- 
rrente que  mina  el  centro  de  la  montaña,  arrastra  en  su  curso, 
para  incrustarlo  luego  en  el  valle  ó  en  la  ribera,  el  precioso 
metal  arrancado  al  cuarzo  de  los  filones.  (Muy  bien.  Aplausos.) 
Todos  esos  períodos  de  larga  preparación  fueron  menester 
para  que  la  tierra  contara  con  elementos  y  medios  de  riqueza 
que  ofrecer  á  la  agricultura  é  industria;  y  de  la  misma  manera, 
no  ocurren  en  la  historia  grandes  descubrimientos  sin  que  mu- 
chas generaciones  los  hayan  lentamente  preparado.  Pero  si 
hasta  aquí  el  razonamiento  es  lógico,  á  partir  de  este  punto  fal- 
sea con  suponer  que  tras  de  esas  condiciones  previas,  el  gran 
río  como  el  gran  descubrimiento  pudo  nacer  en  cualquier  parte. 
No:  África  tiene  un  Nilo,  pero  ¿con  cuántos  ríos  cuenta  como 
éste?  ¿Hay  en  la  América  del  Norte  muchos  ríos  como  el  Mis- 
sissipí?  Pues  lo  mismo  puede  decirse  del  desenvolvimiento  his- 
tórico. Sin  colores  no  se  pinta:  no  hay  Homero  sin  rapsodias, 
ni  Dante  sin  leyendas.  Mas  no  es  este  hecho  el  que  debe  recor- 
darse cuando  se  juzga  á  los  grandes  hombres,  sino  este  otro- 
con  colores  á  su  disposición  ¿cuántos  saben  pintar?  (Muy  bien.) 
Cierto  que  con  Newton  coincide  Leibnitz  en  la  invención  del 
cálculo  infinitesimal;  pero  son  dos  genios  y  no  diez.  Luego  en 
la  obra  del  genio  hay  algo  peculiar  suyo,  y  la  única  conclusión 
legítima  que  cabe  sentar  es  que  la  humanidad,  obedeciendo  á 
su  ley  de  progreso,  á  la  cual  en  conjunto  nunca  falta,  alcanzaría 
por  sí  sola  lo  que  el  genio  le  ofrece;  pero  con  una  diferencia: 


—     10 


la  humanidad,  no  impulsada  por  él,  camina,  mientras  que  la 
humanidad,  cuando  el  genio  interviene,  salta  y  consigue  en  poco 
tiempo  lo  que  de  otra  suerte  le  costaría  mucho,  tal  vez  siglos  y 
siglos  de  alcanzar.  (Muy  bien.  Aplausos.) 

La  verdad  de  estas  reflexiones  quedará  más  patente  compa- 
rando el  modo  de  verificar  Colón  el  descubrimiento  de  Amé- 
rica, con  otras  maneras  que  de  realizarlo  había. 


I. 


Cuatro  caminos  se  ofrecían  para  descubrir  el  nuevo  conti- 
nente partiendo  de  Europa:  uno  natural  ó  lógico,  dos  proba- 
bles, y  otro  muy  improbable. 

Era  el  del  Nordeste,  á  causa  de  que  por  este  lado  linda  Eu- 
ropa con  Asia,  la  cual,  á  su  vez  por  el  Nordeste,  está  sólo  sepa- 
rada de  América  por  un  estrecho,  el  camino  natural  ó  lógico; 
y  á  seguirlo  era  llamado  el  pueblo  que,  en  la  invasión  de  gentes 
y  trastorno  general  de  naciones,  con  que  dio  comienzo  la  Edad 
Media,  se  había  corrido  desde  las  márgenes  del  Oder  y  del  Vís- 
tula á  las  regiones  hiperbóreas,  estrechando  á  los  fineses  hacia 
el  mar;  y  que  establecido  á  orillas  del  lago  limen,  había  fundado 
la  ciudad  de  Novgorod  en  unión  con  los  roxolanos,  allí  también 
llegados,  porque  acometidos  por  otros  habían  tenido  que  aban- 
donar la  ciudad  de  Kiew,  edificada  por  ellos  junto  al  río  Boríste- 
nes  ó  Dniéper.  En  efecto,  el  pueblo  ruso,  con  sueños  de  pueblo 
eslavo  en  punto  á  universal  dominio,  ó  con  aspiraciones,  por  lo 
menos,  á  extensas  conquistas,  mas  sin  fuerzas  bastantes  para 
vencer  á  los  germanos  que  le  cerraban  el  paso  hacia  el  centro 
de  Europa,  se  veía  compelido  á  ensanchar  su  territorio  en  las 
regiones  septentrionales,  por  Oriente  como  por  Occidente;  y 
siervo,  más  bien  que  dueño  de  inmensas  llanuras,  poco  fértiles 
la  mayor  parte,  tenía  que  fundar  ó  someter  ciudades  y  aldeas 
dispersas,  acogidas  al  beneficio  que  la  proximidad  de  algún  río 
caudaloso  deparara,  y  lanzarse  en  busca  de  playas  que  dieran, 
no  cubierto  por  los  hielos,  un  poco  de  mar,  para  no  perecer  de 
aislamiento  sobre  tanta  tierra. 


Acaso,  aun  en  la  misma  Edad  Media,  hubieran  avanzado  los 
rusos  con  rapidez  por  el  Nordeste  de  Europa,  si  conservaran  el 
poderío  que  alcanzaron,  dirigidos  por  los  intrépidos  varegos, 
que  de  Suecia,  capitaneados  por  Rurico,  pasaron  en  el  siglo  ix 
á  la  ciudad  de  Novgorod,  que  los  había  llamado,  para  quedar 
bajo  el  gobierno  de  ellos  á  salvo  de  las  acometidas  de  los  fine- 
ses. Pero  la  nación  que,  desde  Rurico  hasta  su  biznieto  Vladi- 
miro  I,  se  engrandeció  mucho  con  haber  sometido  Sraolens- 
ko,  Kiew  (desde  entonces,  y  por  largo  tiempo,  capital  de  los 
príncipes  reinantes),  la  Rusia  Roja  y  la  Livonia,  aparte  de  la 
Biarmia,  ó  Arcángel,  reducida  por  los  de  Novgorod,  que  goza- 
ban de  ciertas  franquicias  é  iniciativa,  no  tardó  en  decaer  con 
los  asesinatos  y  guerras  civiles,  que  apenas  se   dieron  tregua 
desde  el  reparto  hecho  por  dicho  Vladimiro  I  entre  sus  hijos 
para  la  herencia  de  sus  dominios.  Transcurrieron  aciagos  rei- 
nados, y  aun  las  dotes  de  Vladimiro  II,   primer  czar  y  autó- 
crata de  los  principados  rusos,  no  pudieron  evitar  la  decaden- 
cia. Para  mayor  desastre,  los  tártaros  ó  mogoles,  en  el  siglo  xiii, 
cayeron  sobre  Rusia,  cuyos  príncipes  quedaron  en  la  condición 
de  humildes  feudatarios  del  reino  de   Kaptchack,  que  Batu, 
nieto  de  Gengis-Kan  y  jefe  de  la  Horda  real  ó  de  Oro,  fundó 
cerca  del  Volga,  donde  se  cruzaban  las  mercancías  entre  el 
Occidente  y  la  Persia,  desde  que  los  turcos  impedían  el  paso 
por  el  Asia  menor.  La  barrera  así  opuesta  era  harto  formida- 
ble para  que  en  mucho  tiempo  pudieran  avanzar  los  rusos  hacia 
el  Asia,  pues  los  mogoles  del  Kaptchack  se  extendían  desde  el 
Dniéster,  y  aun  desde  el  Danubio,  hasta  el  mar  Caspio  y  los 
montes   Urales:   por  añadidura,   un   hermano   del   kan    Batu 
había  ido  con  mucha  gente  á  poblar  los  desiertos  bañados  por 
el  Irtich  y  el  Obi,  donde  fundó  la  ciudad  de  Sibir,  de  cuyo  nom- 
bre se  derivó  el  de  Siberia, 

Más  de  dos  siglos  tuvo  que  rendir  Rusia  vergonzoso  vasallaje 
á  los  tártaros  del  Kaptchack,  á  pesar  de  haber  hecho  algunas 
veces  heroicos  esfuerzos  para  sacudirlo;  pero  á  fines  del  siglo  xv 
alcanzó  mejor  fortuna,  bajo  el  reinado  de  Ivan  III.  Divididos 
y  empeñados  en  mutuas  guerras  los  mogoles  establecidos  en 
Europa,  el  kan  Ahmed  no  pudo,  como  se  proponía,  asolar  los 
Estados  de  ese  príncipe  ó  monarca,  que  se  negaba  á  pagar  el 


—    12 


tributo  acostumbrado.  Perdió  la  vida  el  kan  del  Kaptchack,  en 
lucha  con  otros  tártaros,  y  quedó  destrozada  la  célebre  Horda 
de  Oro.  No  fué  esto  sólo.  Ivan  III,  que  libre  de  ella  pudo  dar 
fuerza  á  su  reino,  imponiéndose  á  los  casi  independientes  prin- 
cipados que  lo  componían,  y  consiguiendo  mandar  tanto  en 
Novgorod  como  en  Moscou,  atacó  á  los  tártaros  de  Kazan, 
y  habiéndolos  vencido,  los  convirtió  en  tributarios.  Atendió 
también  su  hijo  Basilio  IV  al  engrandecimiento  de  Rusia,  y  aun 
más  su  nieto  Ivan  IV,  quien,  entre  otras  memorables  conquis- 
tas, llevó  á  cabo  la  definitiva  del  reino  antedicho  de  Kazan,  la 
cual  realizó  auxiliado  por  los  cosacos,  aventureros  de  diverso 
origen,  cuya  existencia  acreditaba  cuánto  había  decaído  en 
Europa  el  poder  asiático.  Procedían  de  mogoles,  turcos,  cir- 
casianos, lituanios,  rusos,  polacos  y  otros  pueblos,  y  más  ó 
menos  mezclados,  habían  renunciado  á  la  vida  errante,  fun- 
dando, en  las  islas  de  las  cataratas  del  Dniéper  primero,  y  en 
otros  puntos  después,  cuerpos  de  individuos  no  casados,  ateni- 
dos solamente  al  servicio  de  las  armas,  es  decir,  repúblicas  mi- 
litares, bajo  el  mando  de  jefes  electivos.  Era  gente  levantisca 
pero  arrojada  y  dispuesta  para  arriesgados  intentos. 

De  estos  jefes  de  cosacos  eia  Yermac  Timovief,  quien  en  el 
reinado  de  Ivan  IV  hizo  para  conquistar  la  Siberia  atrevida 
campaña,  asunto  luego  de  romances  y  leyendas.  En  1555  dicho 
monarca  había  otorgado  á  Anika  Strogonof,  rico  mercader  que 
había  emprendido  lucrativo  comercio  de  pieles  con  esa  comar- 
ca, la  concesión,  para  él  y  sus  hijos,  de  tierras  á  orillas  del  río 
Kama,  en  el  distrito  de  Perm,  con  derecho  á  erigir  fortalezas  y 
ejercer  jurisdicción;  y  á  una  de  las  colonias,  allí  fundadas  por 
tal  privilegio,  vino,  con  los  tropas  que  capitaneaba,  á  replegarse 
Yermac  Timovief,  cuando  en  la  guerra  sostenida  por  el  Czar 
para  someter  las  tribus  acampadas  entre  el  Don  y  el  Volga,  las 
cuales  detenían  las  caravanas  que  se  dirigían  al  mar  de  Azof, 
se  vio  dicho  jefe  obligado  á  batirse  en  retirada  hacia  el  Ural. 
No  tardó  en  merecer  en  la  colonia  gran  estimación  por  parte 
de  los  de  la  familia  de  Strogonof,  quienes,  comprendiendo  la 
ventaja  que  de  ello  se  reportaría,  le  incitaron  á  combatir  al 
kan  de  Siberia.  Timovief  se  lanzó  á  la  conquista  en  1579,  y  aun- 
que sólo  le  seguían  ochocientos  cuarenta  cosacos,  se  apoderó 


13  — 


de  Sibir  y  penetró  entre  los  ostiacos,  ribereños  del  Obi.  En 
seguida,  para  afirmar  su  triunfo,  hizo  del  territorio  adquirido 
homenaje  á  I  van  IV,  á  quien  envió,  como  regalo,  muy  hermo- 
sas pieles.  Logrado  su  apoyo,  intentó  extender  la  conquista; 
pero  cayó  en  una  emboscada,  y  pereció  en  ella.  Mas  ya  quedaba 
abierto  á  los  rusos  el  camino,  y  por  él  siguieron  avanzando, 
aunque  lentamente  al  principio,  en  parte,  á  causa  de  las  re- 
vueltas acaecidas  al  extinguirse  en  los  dos  hijos  de  aquel  czar 
la  descendencia  de  Rurico. 

En  cambio,  ya  entronizada  la  familia  de  Romanof,  Rusia,  en 
el  siglo  XVII,  adelantó  con  tal  rapidez  en  las  regiones  septentrio- 
nales de  Asia,  que  no  parecía  sino  que  iba  á  devolver  á  ésta  con 
creces  sus  temibles  invasiones  en  Europa,  durante  la  Edad  Me- 
dia. Á  principios  de  dicho  siglo  no  se  extendían  los  rusos  más 
allá  del  Yenisei,  pero  en  el  segundo  tercio  se  corrieron  hacia  las 
márgenes  de  otros  ríos,  no  muy  separados  en  su  nacimiento  ó  en 
el  de  sus  afluentes,  pero  distantes  en  su  desembocadura,  como 
el  Lena,  el  Indígirka,  el  Kolima,  hacia  el  Norte,  y  el  Amur 
ó  Shegalien  hacia  Oriente.  Llegaron  á  este  último  río,  en  1639, 
y  acosando  á  los  tártaros,  primeros  que  en  sus  orillas  encontra- 
ron, pronto  se  vieron  frente  á  frente  con  los  chinos.  El  cosaco 
Kavarof  construyó  algunos  fuertes  en  las  inmediaciones,  pero 
reclamó  China  con  tenaz  empeño,  y  al  fin,  un  tratado  fijó  los  lí- 
mites de  ambos  pueblos,  en  condiciones  muy  restrictivas  para 
Rusia.  Con  menos  obstáculos  tropezó  ésta  para  extenderse  por 
el  norte  de  Asia.  En  1647,  los  cosacos  levantaron  una  forta- 
leza en  la  ciudad  de  Yakustk,  junto  al  río  Lena,  y  al  año  si- 
guiente, Deshniew  y  Staduchin,  cosacos  también,  se  propusieron 
ir:  el  primero  por  mar  y  el  segundo  por  tierra,  desde  el  río 
Kolima  hasta  la  ribera  del  Añadir,  que  desemboca  al  oriente 
de  Asia,  y  que  sólo  por  vagas  noticias  les  era  conocido.  Salió 
al  efecto  Deshniew  con  siete  pequeñas  naves,  y,  aunque  pronto 
perdió  cuatro  de  ellas,  pudo  continuar  su  viaje,  probablemente 
(pues  nada  dice  á  este  propósito)  arrastrando  las  que  le  queda- 
ban por  la  nieve  del  istmo  que  une  con  Asia  su  jirón  más  orien- 
tal, ó  tal  vez,  pero  menos  verosímil,  costeando  esta  tierra.  Llegó 
al  fin  á  la  desembocadura  del  Añadir,  si  bien  acabando  de  per- 
der su  flota,  mas  afortunadamente  se  reunió  con  Staduchin,  y 


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ambos  regresaron  al  Kolima  por  el  interior  del  país.  Fueron 
los  rusos  extendiéndose  hacia  esta  parte,  y  en  1696,  reinando 
Pedro  el  Grande,  una  banda  de  cosacos  invadió,  saqueándolo 
todo,  la  península  de  Kamtchatka,  cuyo  extremo  meridional  los 
dejaba  en  frente  de  las  islas  Kuriles,  al  sur  de  las  cuales  se 
hallan  las  del  Japón. 

Requería  la  vasta  extensión  del  territorio  dominado  que,  hasta 
donde  fuese  posible,  se  estableciera  comunicación  marítima 
entre  las  distantes  regiones  que  lo  componían,  y  al  efecto  dis- 
puso Pedro  el  Grande  se  prepararan  dos  flotas:  una,  desde  Ar- 
cángel hacia  Oriente,  debía  costear  por  el  Norte  la  Siberia,  y 
otra,  saliendo  de  Kamtchatka,  navegar  hacia  altas  latitudes. 
Aunque  no  en  vida  del  célebre  Czar,  quien  murió  á  poco,  ambas 
expediciones  se  intentaron,  pero  en  la  primera  no  se  logró  pasar, 
por  causa  de  los  hielos,  más  allá  de  la  desembocadura  del  río 
Yenisei.  Mejor  éxito  tuvo  la  segunda,  emprendida  en  1728  des- 
pués de  tres  años  de  preparativos.  Mandada  la  flota  por  Behring, 
danés  al  servicio  de  Rusia,  al  cual  acompañaba  Tshirikof  como 
segundo,  pasó  desde  el  río  de  Kamtchatka  á  la  isla  de  San  Lo- 
renzo, y  avanzando  más  hacia  el  polo,  cruzó  el  estrecho,  desig- 
nado después  con  el  nombre  de  Behring,  y  penetró  en  el  mar 
Glacial  hasta  el  paralelo  de  67°  18'  de  latitud,  desde  donde  vol- 
vió al  punto  de  partida.  Por  haberse  ceñido,  tanto  en  la  explo- 
ración como  en  el  regreso,  demasiado  á  la  costa  de  Asia,  no 
divisaron  la  de  América,  pero  esto  no  podía  tardar  en  suceder. 
Al  coronel  Schestakof,  que  repetidas  veces  había  manifestado 
cuánto  importaba  someter  á  los  tschukches,  situados  en  el  ex- 
tremo más  oriental,  y  tan  indómitos  como  dóciles  eran  los  habi- 
tantes de  Kamtchatka,  se  le  confió  la  campaña  que  debía 
emprender  desde  el  Kolima,  mientras  el  capitán  Paulustky 
avanzaría  dísde  el  Añadir  y,  secundando  á  ambos,  el  cosaco 
Krupishef  combatiría  por  mar.  Schestakof  pereció  en  la  pelea. 
Más  afortunado  Paulutsky,  batió  á  los  enemigos  y  los  persiguió, 
por  encima  de  los  hielos,  hasta  trasponer  el  promontorio  orien- 
tal de  Asia,  viendo  entonces,  con  no  poco  júbilo,  á  lo  lejos  una 
nueva  costa,  que  también  alcanzó  á  ver  Krupishef,  impelido 
hacia  ella  por  una  tempestad.  Era  dicha  costa  la  de  América. 

Sucedió  esto  en  1 731,  y  diez  años  adelante  Behring  y  Tshiri- 


kof  salieron  otra  vez  de  Kamtchatka,  proponiéndose  descender 
al  paralelo  de  50"  de  latitud  y  navegar  luego  hacia  Oriente  hasta 
dar  con  la  costa  americana;  pero  separados  á  poco  por  un  tem- 
poral, Tshirikof  llegó  á  dicha  costa  por  los  55°  36'  de  latitud, 
mientras  Behring  arribaba  por  los  60°  hacia  el  Cabo  de  San 
Klías,  desde  donde  costeando  pasó  á  la  península  de  Aliaska  y 
archipiélago  de  las  Aleoutes.  Luego,  aunque  antes  no  se  hubiese 
descubierto  América,  Rusia  la  hubiera  dado  á  Europa  en  el 
mismo  siglo  en  que  le  quitó  Polonia.  Cumpliéndose,  pues,  la  ley 
del  progreso,  no  dejara  de  alcanzarse  América  así  como  no  de- 
jara de  descubrirse  China,  en  cuyas  fronteras  quedaron  los  rusos 
en  el  siglo  anterior,  según  antes  se  dijo,  ni  el  Japón,  adonde  arri- 
baron en  el  mismo  xviii,  en  que  á  América.  En  efecto,  en  1732 
naufragó  en  la  costa  de  Kamtchatka  un  barco  procedente  de 
ese  Imperio,  y  habiendo  llegado  á  San  Petersburgo  la  noticia, 
acompañada  de  los  dos  únicos  náufragos  que  dejó  con  vida  la 
crueldad  de  los  cosacos  que  en  aquella  costa  se  encontra- 
ban, se  despertó  de  nuevo  avidez  por  los  descubrimientos. 
Martín  Spangberg  y  Guillermo  Walton  emprendieron  por  se- 
parado desde  las  islas  Kuriles  un  viaje  para  saber  á  qué  distan- 
cia se  hallaban  de  los  dominios  alcanzados  por  Rusia  en  el  mar 
de  Okhotsk  las  grandes  islas  del  Japón,  y  en  1739  la  bandera 
rusa  ondeó  por  primera  vez  en  los  mares  donde  dos  siglos  antes 
lo  habían  realizado  las  de  Portugal  y  España. 

Pero  ¡qué  triste  camino  el  seguido  por  el  Nordeste  para  lle- 
gar á  América,  y  qué  mísero  hallazgo  el  encontrado  en  ella  por 
ese  camino!  Cielo  nebuloso  y  suelo  cubierto  de  nieve  es  todo 
el  paisaje  ofrecido  por  la  Siberia.  Las  horas  transcurren  monó- 
tonas para  los  viajeros,  que  apenas  gozan  de  otra  distracción 
que  la  de  ver  á  sus  caballos  ó  rengíferos  remover  y  separar  la 
nieve,  buscando  un  poco  de  hierba.  El  frío  es  intenso,  las  manos 
no  resisten  el  contacto  del  aire,  el  pan  se  convierte  en  piedra  y 
las  bebidas  en  trozos  de  hielo.  Los  moradores  de  las  pobres 
chozas  parecen  despertar  á  la  vida  cuando  principia  el  deshielo 
de  los  ríos.  Dirígense  á  ellos  para  proveerse  de  pesca  y  aumen- 
tan su  regalo  con  la  caza  de  algunas  aves,  que  por  entonces  acu- 
den, y  con  la  recolección  de  algunas  hierbas  aromáticas,  que  es 
toda  su  cosecha.  Mas  en  invierno  vuelven  á  encerrarse  en  sus 


—    i6  -- 

chozas  y  apenas  salen  sino  cuando  la  necesidad  les  obliga  á  per- 
seguir los  osos  al  resplandor  de  las  auroras  boreales  y  prepa- 
rar lazos  á  las  martas  y  ardillas.  Tal  es  aquel  cuadro  y  no  era 
mejor  el  contemplado  por  Behring  y  Tshirikof  al  pisar  la  parte 
más  septentrional  de  América.  Sucumbió  el  primero  de  frío  y 
de  tristeza  en  una  estéril  isla,  designada  después  con  su  nombre. 
Tshirikof  logró  regresar  á  Kamtchatka,  pero  no  sin  haber  per- 
dido mucha  parte  de  su  gente  recorriendo  aquellas  tierras  in- 
hospitalarias. Si  no  se  hubiese  ya  sabido  que  tal  región  pertene- 
cía á  la  América,  fuente  de  riqueza  y  prosperidad  para  otras 
naciones,  Rusia  acaso  no  la  hubiese  abandonado,  porque  al  fin 
era  otra  Siberia,  pero  el  resto  de  Europa  no  se  hubiera  conmo- 
vido con  el  descubrimiento.  Tal  vez  se  escondiera  allí  un  teso- 
ro; pero  tanta  nieve  lo  cubría  y  tanta  esterilidad  lo  rodeaba,  que 
no  hubiera  apetecido  buscarlo. 

Camino  probable  era  el  del  Noroeste,  porque  por  esta  parte 
y  á  distancias  comparativamente  no  muy  grandes,  hay  varias 
islas  y  tierras,  como  escalonadas  entre  Europa  y  el  continente 
americano. 

Eran,  para  seguir  este  camino,  los  más  á  propósito  por  su 
situación  geográfica  y  natural  intrepidez  aquellos  normandos  ó 
magtoges^  según  los  árabes  los  llamaban,  que  aparecieron  en  el 
siglo  IX  como  sección  rezagada  de  los  bárbaros  del  Norte.  Ha- 
bitaban en  la  Cimbria  y  la  Escandinavia,  donde  hoy  se  alzan  los 
reinos  de  Dinamarca,  Suecia  y  Noruega;  mas,  así  que  era  pa- 
sado el  invierno,  dejaban  sus  ahumadas  chozas  y,  acaudillados 
por  los  segundones  de  sus  reyes,  salían  al  mar  ansiosos  de  esgri- 
mir en  alguna  costa  sus  mazas  estrelladas.  Á  merced  de  las  olas 
sentían  crecer  su  valor  y  cantaban  que  el  huracán  estaba  á  su 
servicio  y  los  arrojaría  adonde  quisieran  hacer  rumbo.  Llegados 
á  alguna  costa,  caían  de  improviso  sobre  las  poblaciones  que 
allí  hubiera,  y  cuando  no  existían  éstas,  resonaba  con  sus  hacha- 
zos la  selva  próxima  y,  formada  con  sus  troncos  derribados  una 
escuadrilla,  remontaban  algún  río  caudaloso.  Si  de  pronto  halla- 
ban obstáculo  á  su  navegación,  cargaban  las  barcas  á  cuestas  y 
seguían  internándose  hasta  encontrar  moradores,  á  los  cuales 
pudieran  exigir  cuantioso  botín  ó  la  cesión  de  algún  territorio, 
asiento  para  recabar  después  mayor  riqueza  ó  más  extenso  seño- 


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río.  Así  recorrieron  las  costas  occidentales  y  meridionales  de 
Europa,  y  si  de  las  de  España  fueron  rechazados  en  el  siglo  ix 
por  el  monarca  de  Asturias,  Ramiro  I,  y  el  emir  de  Córdoba 
Abderramán  II,  y  por  sus  respectivos  sucesores,  Ordoño  I  y 
Mohamed  I,  y  en  el  siglo  siguiente  por  el  Conde  de  Galicia, 
Gonzalo  Sánchez,  en  la  minoría  de  Ramiro  IIT;  en  otras  costas 
se  impusieron  estos  arrojados  aventureros  que  tanto  horror 
causaron  primeramente  con  sus  crueldades  de  piratas  y  tanta 
admiración  produjeron  después  con  sus  proezas  de  caballeros. 

A  Islandia  (Ice/and  ó  tierra  del  hielo),  isla  por  su  posición  geo- 
gráfica más  americana  que  europea,  llegaron  los  normandos  en  el 
mismo  siglo  en  que  tan  temible  aparición  hicieron  en  las  costa, 
de  Europa.  Unos  cien  años  antes,  á  juzgar  por  algunos  manus- 
critos y  ruinas,  parece  había  sido  visitada  por  monjes  irlandeses 
esa  isla,  pero  su  importancia  histórica  data  desde  que,  en  las 
correrías  á  la  ventura  hechas  por  los  normandos,  y  ya  descu- 
bierto por  ellos  el  grupo  de  numerosas  islas  que  por  la  abun- 
dancia de  rebaños  llamaron  Feroe,  una  tempestad  en  el  año 
de  86o  arrojó  á  Naddod,  que  por  estas  islas  viajaba,  hacia  aquel 
la  otra.  Pocos  años  adelante  revueltas  interiores  hicieron  emi- 
grar hacia  la  misma  á  varios  nobles  y  caudillos  noruegos  bajo  el 
mando  de  Ingolf.  Imitáronlos  otros,  y  pronto  en  aquella  tierra 
contigua  al  círculo  polar  se  fundó  otra  Escandinavia  que,  por 
el  aislamiento  en  que  su  situación  le  permitía  vivir,  pudo  con- 
servar por  mucho  tiempo  el  tipo  del  antiguo  mundo  septentrio- 
nal, si  bien  modificado  en  su  organización  política,  porque  allí 
gentes  no  sujetas  á  otro  derecho  que  el  de  la  fuerza,  formaron 
una  república  donde  la  ley  se  respetó  y  donde  no  dejó  de  bri- 
llar cierta  cultura.  En  el  siguiente  siglo,  ó  sea  el  x,  aun  avanza- 
ron más  á  Occidente,  descubriendo  un  vasto  país,  al  cual  des- 
pués, por  el  año  932,  según  unos,  ó  el  982,  según  otros,  se  tras- 
ladó con  Eriulfo  y  otros  islandeses  el  noruego  Erico  Rauda  ó 
el  Rojo,  desterrado  de  la  isla  por  homicida.  Era  el  nuevo  país  el 
que,  por  la  hierba  que  lo  cubría,  llamaron  tierra  verde  ó  Groen- 
landia. 

Siguieron  las  tempestades  desempeñando  el  papel  de  hábi- 
piloto  en  esta  serie  de  enlazados  descubrimientos.  Biorn,  hijo 
del  citado  Eriulfo,  llevado  muy  lejos  hacia  el  Sudoeste,  avistó 


I8   — 


playas  desconocidas,  donde  no  desembarcó  entonces  porque, 
pasada  la  tormenta,  prefirió  él  enderezar  el  rumbo  á  Groenlan- 
dia, pero  á  las  cuales,  al  cabo  de  poco  tiempo,  en  el  año  looo, 
procuró  volver  acompañado  de  Leif,  hijo  de  Erico  Rauda.  Ha- 
llaron en  este  viaje  una  isla  estéril  y  pedregosa,  que  por  ello 
denominaron  Hellelandia,  y  una  ribera  baja,  arenosa  y  con  mu- 
chos árboles,  á  la  cual  dieron  significativo  nombre  de  Marklan- 
dia.  Dos  días  después  arribaron  á  otra  costa  que  tenía  una  isla 
al  norte  de  ella.  Remontaron  un  río  é  invernaron  á  orillas  de 
un  lago  de  donde  nacía.  Era  la  isla  fértil  y  abundaba  en  vides, 
como  hizo  reparar  un  marinero  alemán  que  iba  con  los  descu- 
bridores, quienes  esa  planta  no  conocían.  Dieron  por  esto  á 
dicho  país  el  nombre  de  Vinlandia.  El  clima,  comparado  con  el 
riguroso  á  que  estaban  acostumbrados,  era  suave,  como  corres- 
pondiente á  latitud  menos  elevada,  pues  allí  en  los  días  más 
cortos  el  sol  permanecía  ocho  horas  sobre  el  horizonte.  Como 
esto  viene  á  ocurrir  á  la  latitud  de  París,  las  regiones  descubier- 
tas podían  ser  la  isla  de  Terranova  y  tierras  próximas  al  golfo 
de  San  Lorenzo,  ó  tal  vez,  si  esa  duración  del  día  se  había 
fijado  con  alguna  incertidumbre  en  más  ó  menos,  comprende- 
rían desde  el  país  del  Labrador  hasta  el  Cabo  Cod  y  actuales 
estados  de  Massachusetts,  Rhode  Island  y  Connecticut.  Repi- 
tieron este  viaje  Thorwald  y  Thorstein,  hermanos  de  Leif,  y 
aunque  el  éxito  fué  desgraciado,  Groenlandia  conservó  por  al- 
gún tiempo  relaciones  con  los  naturales  de  esos  países,  mante- 
niendo con  ellos  comercio  de  pieles.  Pero  no  fué  éste  regular 
y  activo,  pues  los  groenlandeses  cuidaron  más  de  explorar  hacia 
el  Norte,  no  siendo  inverosímil,  dada  su  posición  geográfica, 
que  en  el  siglo  xiii,  según  se  afirma,  llegaran  á  los  estrechos  de 
Lancaster  y  Barrow,  no  conocidos  luego  hasta  que  Baffin,  en 
1616,  entró  en  el  primero  y  Parry,  en  18 19,  recorrió  ambos. 

Mas  esos  descubrimientos  en  la  América  septentrional  ni  los 
hizo  la  verdadera  Europa  ni  los  supo  siquiera.  Fueron  obra  de 
islandeses  y  groenlandeses,  y  aunque  ambos  pueblos  tuvieran 
origen  normando,  durante  tres  siglos  vivieron  independientes. 
Los  mismos  groenlandeses  fueron  perdiendo  sus  relaciones  con 
los  moradores  del  país  del  Labrador  y  con  los  que  más  hacia  el 
Sur  se  hallaban,  y  cuando  ya  corriendo  la  segunda  mitad  del 


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siglo  XIII,  en  el  reinado  de  Haquino  V  de  Noruega,  se  sometió 
Islandia  á  esta  nación,  quedó  agregado  á  Europa  el  centro  sep- 
tentrional entre  ella  y  América,  pero  perdida  la  parte  de  cir- 
cunferencia que  al  continente  americano  correspondía,  porque 
la  marea  normanda  occidental,  al  replegarse  sobre  Noruega, 
no  aportó  vestigio  alguno  manifiesto  de  aquellas  expediciones. 
Tanto  es  así  que  en  los  mapas  de  la  Edad  Media,  en  los  cuales 
tierras  no  visitadas  se  seííalaban  también,  sólo  porque  de  ellas 
existían  vagos  rumores,  nunca  se  indicaron  los  descubrimientos 
debidos  á  islandeses  y  groenlandeses;  ni  supo  nada  de  esos 
viajes  sabio  de  tan  múltiples  conocimientos  y  vida  tan  aventu- 
rera como  Raimundo  Lulio,  que  tan  pronto  estuvo  en  España 
como  en  Italia,  Francia  é  Inglaterra.  Ni  debe  esto  sorprender, 
pues  los  mismos  islandeses  que  llegaran  á  visitar  alguna  de  las 
naciones  más  ilustradas  de  Europa,  no  pensarían  en  recitar,  si 
acaso  las  recordaban,  las  Sagas  ó  leyendas  en  que  tales  descu- 
brimientos se  referían,  cuando,  tierras  mejores  ocupaban  los 
normandos  que  quedaron  en  Europa  y  más  altos  hechos  habían 
éstos  realizado.  Nieve  por  nieve,  menos  debía  apetecer  con- 
templarla en  Groenlandia  que  en  la  Rusia  dominada  por  los 
normandos  varegos,  y  en  cuanto  á  belleza  del  país,  Normandía, 
Dinamarca,  Inglaterra,  Ñapóles  y  Sicilia  superaban  con  exceso 
á  lo  encontrado  y  abandonado  en  América.  Mucho  más  me- 
morables eran  Rurico,  Rollón,  Suenón,  Canuto  el  Grande  y 
Guillermo  el  Conquistador,  que  Erico  Rauda  y  Eriulfo,  y  eclip- 
sados enteramente  quedaban  los  hijos  de  éstos,  si  se  compara- 
ban con  los  famosos  hijos  de  Tancredo  de  Hauteville. 

Parte  más  directa  hubiera  podido  acaso  tener  Europa  en  el 
siglo  XIV.  Dícese  que  á  fines  de  éste,  en  1380,  Nicolás  Zeno, 
noble  veneciano,  que  en  una  nave  armada  á  su  costa  viajaba 
por  Flandes  é  Inglaterra,  fué  llevado  lejos  á  causa  de  una  tem- 
pestad y  naufragó  en  Friselandia,  donde  él  y  sus  compañeros, 
acometidos  por  los  naturales,  lo  pasaran  mal  si  á  tiempo  no  los 
librara  el  príncipe  Zichmni,  que  con  este  país  estaba  en  guerra, 
y  que  mandaba  en  algunas  islas  al  sur  del  mismo  y  en  un  dis- 
trito frontero  á  Escocia.  Entró  Nicolás  Zeno  con  su  gente  al 
servicio  de  tal  príncipe  y  le  ayudó  á  someter  la  Friselandia  que, 
por  las  señas,  debía  de  ser  el  archipiélago  de  las  islas  Feroe. 


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Antonio  Zeno,  llamado  por  su  hermano,  fué  á  reunirse  con  él, 
quedando  en  Venecia  otro,  Carlos,  á  quien  escribieron  los  su- 
cesos posteriores.  El  Príncipe  y  los  dos  venecianos  tuvieron 
ocasión  de  oir  en  Friselandia  las  aventuras  de  cierto  pescador 
que  arrastrado  una  vez  con  otros  compañeros  por  una  tormenta 
muy  lejos  hacia  Occidente,  dio  en  una  isla  llamada  Estotilandia 
(acaso  Stock-fish-land,  costa  de  bacalaos  ó  East-oiit-land,  tie- 
rra oriental  exterior,  por  su  situación  respecto  al  continente 
americano).  Había  en  esta  isla  una  hermosa  ciudad,  donde  bri- 
llaba no  poca  cultura.  Al  sur  existía  un  vasto  país  denominado 
Droceo  ó  Drogeo,  que  dicho  pescador  también  llegó  á  ver, 
aunque  no  á  admirar  por  la  crueldad  de  sus  bárbaros  habitan- 
tes, afortunadamente  contra  él  no  ejercida.  Parecía  este  país 
tan  extenso  como  un  nuevo  mundo,  y  hacia  el  Sudoeste,  según 
el  pescador  oyó  contar,  había  naciones  civilizadas  que  tenían 
hermosas  ciudades,  magníficos  templos  y  primorosos  objetos 
de  oro  y  plata.  Quiso  el  Príncipe  citado  buscar  la  famosa  isla 
y  demás  tierras  visitadas  por  el  pescador,  y  al  efecto  salió  en 
una  flota  acompañado  de  Antonio  Zeno;  pero  las  tormentas, 
que  tanto  facilitaran  hasta  entonces  los  descubrimientos,  deja- 
ron de  ser  propicias,  y  contrariada  por  ellas  la  expedición,  hu- 
bieron de  recogerse  las  naves  á  Groenlandia. 

Tal  es  la  relación  que,  fundada,  según  decía,  en  fragmentos 
de  cartas  casi  destruidas,  publicó  Marcolini,  descendiente  de  la 
familia  Zeno,  sesenta  y  seis  años  después  del  descubrimiento 
realizado  por  Colón  y  3^a  conquistado  Méjico.  Pero  aun  dando 
por  cierto  todo  ello,  sin  tilde  de  que  al  calor  de  rivalidades  na- 
cionales se  ideara  ó  exagerara,  lo  único  positivo  que  podría 
concluirse  sería  que  en  ese  viaje  como  en  los  verificados  por 
los  normandos,  1-a  verdadera  Europa  nunca  pasó  de  Groenlan- 
dia. Ni  aun  aquí  fué  la  avanzada  duradera,  pues  á  mediados  del 
siglo  XIV  diezmó  á  la  colonia  terrible  peste,  y  á  principios  del 
siguiente  siglo  acabó  de  destruirla  un  pueblo  de  ignorada  pro- 
cedencia y  no  volvió  á  haber  colonia,  al  menos  estable,  hasta 
que  en  1721  fué  fundada  una,  no  por  Noruega,  sino  por  Dina- 
marca. Si  tal,  pues,  ocurría  con  la  región  menos  distante,  más 
desligada  aun  debía  estar  en  el  siglo  xv  Europa  de  Vinlandia. 
Prueba  de  ello  que  en  dicho  siglo  vio  Noruega  la  ciudad  de 


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Bergen,  centro  de  su  comercio,  arruinada  por  la  liga  anseática, 
y  tuvo  que  aceptar  tiránicas  condiciones  de  aquellos  mercade- 
res, cuando  hubiera  podido  imponerlas  si  el  hallazgo  de  Amé- 
rica por  islandeses  y  groenlandeses  no  hubiera  caído  en  com- 
pleto olvido,  aun  en  la  misma  Islandia,  cuyos  escaldas  ó  poetas, 
al  quedar  esta  isla  sometida  á  Noruega  en  el  siglo  xiii,  habían 
preferido  cantar,  en  vez  de  descubrimientos  marítimos,  aventu- 
ras caballerescas,  imitando  á  los  poetas  alemanes  de  aquel 
tiempo  en  que  regía  el  imperio  la  casa  de  Suabia.  Nada,  pues 
pudo  en  1477  encontrar  Colón  en  su  viaje  á  Islandia,  ó  Thule, 
como  él  la  llamaba,  que  le  incitara  á  seguir  el  olvidado  rumbo, 
y  si  por  acaso  tuvo  alguna  noticia,  fortuna  fué  que  no  se  sin- 
tiera halagado  á  modificar  con  arreglo  á  ella  el  pensamiento, 
que  antes  de  ese  viaje  concibiera  y  que  ya  había  comunicado 
al  sabio  florentino  Pablo  Toscanelli;  pues  si  siguiera  el  camino 
de  los  islandeses  y  groenlandeses.  Colón  quedara  sin  su  escla- 
recida fama  y  Europa  sin  América. 

Sucediera  así,  porque  el  camino  del  Noroeste  fué  infecundo, 
no  sólo  en  la  época  de  los  normandos,  sino  bastante  tiempo 
después  de  Colón.  No  pocos  navegantes,  ya  por  hallar  paso 
para  las  Indias,  ya  en  busca  de  ignoradas  playas,  emprendieron 
de  nuevo  el  antiguo  y  perdido  rumbo,  así  que  Colón  hubo  des- 
cubierto América.  En  el  año  1497  y  en  el  siguiente,  Sebastián 
Cabot,  patrocinado  por  Enrique  VII  de  Inglaterra,  llegó  al 
país  del  Labrador  y  á  la  isla  de  Terranova;  en  1500  el  portu- 
gués Gaspar  de  Cortereal,  mandado  por  su  rey  D.  Manuel, 
recorrió  más  de  setecientas  millas  de  costa  norteamericana 
hasta  penetrar  en  el  que  luego  se  llamó  Estrecho  de  Hudson; 
cuatro  años  adelante  unos  pescadores  de  Bretaña  descubrieron 
la  punta  de  tierra  á  que  dieron  el  nombre  de  Cabo  Bretón;  en 
1524  el  florentino  Juan  Verazzani,  protegido  por  Francisco  I 
de  Francia,  exploró  la  costa  de  la  Carolina  septentrional,  fon- 
deó en  los  puertos  de  Nueva  York  y  de  Newport  y  siguió  cos- 
teando por  el  Norte  hasta  los  50°  de  latitud,  y  en  el  año  1534  y 
en  el  siguiente,  reinando  en  Francia  el  mismo  monarca,  San- 
tiago Cartier,  piloto  de  San  Malo,  visitó  Terranova  y  el  Canadá 
y  penetró  por  el  río  de  San  Lorenzo,  hasta  donde,  andando  el 
tiempo,  se  fundó  Montreal.  Pero  muchos  años  transcurrieron 


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después  de  estos  viajes  sin  que  en  esas  regiones  se  estableciera 
ó  arraigara  colonia  alguna.  Portugal  ni  lo  intentó  siquiera; 
unos  mercaderes  ingleses  en  1536  quisieron  fundar  una  en  Te- 
rranova,  pero  pronto  quedó  abandonada;  y  otro  tanto  sucedió 
á  la  colonia  francesa  que,  bajo  la  protección  del  Key,  trató  de 
formar  en  el  Canadá  La  Roque,  señor  de  Robertval,  auxiliado 
por  Cartier.  Así  pasó  mucho  tiempo  sin  que  entre  Europa  y  la 
América  del  Norte  existiera  otro  lazo  que  la  pesca  que  se  hacía 
en  el  Cabo  Bretón  y  en  los  bancos  de  Terranova. 

Un  siglo  iba  ya  transcurrido  desde  el  descubrimiento  de 
dicho  cabo,  cuando  se  fundaron  las  dos  primeras  colonias  fran- 
cesas, no  reducidas  á  meras  tentativas,  á  saber:  la  de  Port 
Royal,  ó  Annapolis,  como  ahora  se  llama,  que  Champlain,  jefe 
de  la  expedición  enviada  por  unos  comerciantes  de  Rouen,  dejó 
en  1605  establecida  en  el  sitio  escogido  el  año  anterior  por 
otra  expedición  que  había  organizado  De  Monts;  y  la  colonia 
de  Quebec,  que  fundó  en  1608  una  sociedad  de  comerciantes 
de  Dieppe  5"  San  Malo,  por  excitación  del  mismo  Champlain, 
explorador  de  varias  regiones  y  del  lago  que  conserva  su  nom- 
bre. No  fué  más  rápida  la  colonización  inglesa,  á  pesar  de  ha- 
berse acometido  á  partir  de  1579,  con  gran  empeño  y  cuantiosa 
fortuna,  por  Gilbert  y  su  hermano  político  Raleigh,  bajo  la 
protección  de  su  reina  Isabel.  Caminó  Gilbert  de  desdicha  en 
desdicha.  Desventurado  y  estéril  fué  su  primer  viaje,  y  de  exi- 
guo resultado  para  Inglaterra,  y  enteramente  infausto  para  aquel 
navegante  el  segundo,  pues  no  se  hizo  otra  cosa  que  tomar  po- 
sesión de  Terranova  á  nombre  de  la  Reina,  mas  sin  dejar  allí 
colonia  alguna,  y  emprendido  el  regreso,  pereció  Gilbert  en  un 
naufragio.  No  llegó  Raleigh  á  tanto  infortunio,  pero  no  vio  co- 
ronada por  el  éxito  su  perseverancia,  pues  aunque  otra  expedi- 
ción, por  él  enviada  al  mando  de  Amidas  y  Barlow,  le  trajo 
lisonjeras  noticias  de  la  costa  que  habían  explorado,  nada  al- 
canzó á  realizar  Raleigh  en  esta  región,  á  la  cual,  en  homenaje 
á  la  no  casada  Reina  de  Inglaterra,  se  dio  el  nombre  de  Virgi- 
nia. La  colonia  allí  dejada  por  Grenville,  jefe  de  la  flota  man- 
dada al  efecto,  á  pesar  de  tener  en  su  seno  personas  tan  celosas 
como  el  matemático  Hariot,  y  á  pesar  de  verse  auxiliada  por  el 
•célebre  pirata  Drake  con  recursos  y  provisiones,  pronto  des- 


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mayó,  y,  con  su  gobernador  Lañe  al  frente,  se  volvió  á  Ingla- 
terra. Fué  enviada  luego  otra  colonia  con  White  por  goberna- 
dor, mas  tampoco  ésta  prosperó.  Raleigh,  arruinado  tras  de 
diez  años  de  grandes  y  continuos  sacrificios,  tuvo  que  ceder 
sus  derechos  á  una  Compañía  de  comerciantes  de  Londres,  que 
á  su  vez  tropezó  con  no  pocas  prevenciones,  tantas,  que  en  1603, 
transcurrido  más  de  un  siglo  desde  que  Sebastián  Cabot  llegara 
á  Terranova,  no  quedaba  un  solo  inglés  en  toda  América.  ¡Tan 
halagüeño  era  fundar  colonias  en  los  países  descubiertos  por 
islandeses  y  groenlandeses! 

Otro  camino  probable  para  llegar  á  América,  partiendo  de 
Europa,  era  el  del  Sudoeste,  desde  el  momento  en  que  los 
marinos  contaran  con  instrumentos  que  les  permitieran  dirigir 
con  acierto  su  rumbo,  sin  precisión  de  costear. 

Consta  América  de  dos  grandes  regiones,  unidas  por  el  Istmo 
de  Panamá,  y  si  la  septentrional,  cuya  costa  es  tan  rasgada 
como  la  de  Asia,  y  aun  ofrece  con  cierta  porción  de  ella  algún 
parecido,  se  acerca  tanto  á  dicha  Asia,  que  sólo  queda  separada 
por  el  estrecho  de  Behring,  la  meridional,  cuya  figura  tiene 
gran  semejanza  con  la  de  África,  no  se  halla  muy  lejos  de  este 
continente.  Median  desde  el  Cabo  Verde  y  las  islas  del  mismo 
nombre  á  los  cabos  de  San  Roque  y  San  Agustín  unos  veinti- 
trés grados,  distancia  grande,  sin  duda,  para  naves  temerosas  de 
apartarse  de  las  costas,  pero  nada  excesiva  para  las  que,  mer- 
ced al  astrolabio  y  á  la  aguja  de  marear,  pudieran  alejarse.  Sólo 
faltaría  entonces  motivo  que  impulsara  á  navegar  á  esa  distan- 
cia de  la  costa  occidental  de  África,  pero  tal  motivo  aparece- 
ría en  cuanto  la  circunnavegación  de  este  continente  con  tales 
instrumentos  se  iniciara  ó  repitiera.  En  efecto,  la  experiencia  ó 
cierta  sagacidad  natural,  adelantándose  á  ella,  revelaría  que  el 
derrotero  más  seguro,  si  se  quería  evitar  las  grandes  tormentas 
y  altos  mares  desde  el  golfo  de  Guinea  hasta  el  Cabo  de  Buena 
Esperanza,  era  seguir  desde  las  islas  de  Cabo  Verde  á  orza  la 
derrota  entre  Poniente  y  Mediodía,  conservándose  de  cinco  á 
diez  grados  al  oeste  del  meridiano  de  Cabo  Verde,  y  llegados 
á  elevada  latitud  austral,  torcer  ya  hacia  el  terrible  León  ó 
Cabo  de  Buena  Esperanza.  Pero  en  cuanto  tal  derrotero  se  si- 
guiese, era  muy  fácil  verse  de  pronto  ante  el  Brasil. 


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Así  sucedió  el  25  de  Abril  de  1500  al  portugués  Pedro  Al- 
varez  Cabral.  Por  orden  de  su  rey  D.  Manuel,  había  salido  de 
Lisboa  el  8  de  Marzo  del  mismo  año,  al  frente  de  bien  equipada 
flota  de  trece  naves,  para  afirmar  y  continuar  en  la  India  la 
gloriosa  obra  comenzada  en  los  dos  años  anteriores  por  Vasco 
de  Gama;  y  al  efecto  se  dirigía  hacia  el  antedicho  Cabo  de 
Buena  Esperanza.  Pero  hacíalo  alejándose  de  la  procelosa 
costa  africana  para  encontrar  mar  adentro  vientos  más  seguros 
y  tendidos  hacia  ese  cabo,  y  así  vino  á  dar  en  una  nueva  tierra, 
que  recibió  primero  el  nombre  de  Vera  Cruz  y  luego  el  de 
Brasil,  por  la  mucha  abundancia  que  allí  había  de  palo  de  tinte 
con  subido  color  de  brasa.  Como  el  descubrimiento  de  tal  país 
acaeció  unos  ocho  años  después  que  los  españoles  llegaron  á 
las  Antillas,  el  historiador  Robertson  hace  una  oportuna  re- 
flexión: «Fué,  dice,  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo  por 
Colón  el  esfuerzo  de  un  genio  activo  que,  guiado  por  la  expe- 
riencia, había  concebido  un  plan  sistemático,  y  lo  realizaba  con 
tanto  valor  como  perseverancia.  Pero  esa  aventura  de  los  por- 
tugueses revela  que  la  casualidad  hubiese  podido  dar  cima  al 
grandioso  proyecto,  de  cuya  idea  y  de  cuya  obra  la  razón  hu- 
mana tanto  hoy  se  enorgullece.  Pues  si  Colón  con  su  genio  no 
hubiese  llevado  la  humanidad  á  América,  Cabral,  por  un  azar 
afortunado,  algunos  años  adelante  hubiese  dado  á  conocer 
aquel  extenso  continente.»  Hay  en  estas  palabras  gran  fondo 
de  verdad;  pero  debe  añadirse,  porque  ese  descubrimiento  lo 
confirma,  que  si  bien  grandes  cosas  son  á  veces  realizadas  por 
la  casualidad,  ni  son  tantas  ni  tan  buenas  como  aquellas  donde 
no  interviene  ó  no  lleva  la  principal  parte. 

Más  trazas,  sin  duda,  tenía  de  verdadero  descubrimiento  lle- 
gar á  América  desembarcando  en  el  Brasil  que  en  las  tierras 
próximas  al  estrecho  de  Behring  ó  al  golfo  de  San  Lorenzo. 
Brindaba  el  Brasil  con  templado  chma,  á  pesar  de  su  situación 
tropical,  y  ofrecía  fértil  suelo,  grandes  flores  y  magníficos  fru- 
tos. Pero  no  se  veía  edificio  alguno  de  mediana  construcción, 
ni  indicios  de  fausto  ni  grandeza,  sino  chozas  miserables  y  un 
pueblo  sin  asomo  de  organización  política.  Gran  contraste  con 
aquella  antigua  India,  cuna  de  la  civilización  y  fuente  perenne 
de  bienestar  material  para  Europa,  que,  aun  no  sabiendo  diri- 


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girse  á  ella  directamente  por  mar,  no  había  cesado  de  pedirle 
productos  para  su  gusto  y  para  su  esplendor:  con  aquella  India 
adonde,  ya  sin  cruzar  tierra,  había  llegado  Vasco  de  Gama, 
que  fué  recibido  por  el  emperador  ó  zamorín  de  Calicut  con 
magnificencia  oriental,  en  suntuoso  aposento  de  su  palacio, 
el  suelo  cubierto  de  alfombra  de  seda  verde  y  las  paredes  de 
colgaduras  bordadas  de  oro  y  plata,  estando  en  un  rico  estrado 
el  monarca,  vestido  de  blanca  ropa  sembrada  de  rosas  de  oro, 
ceñida  la  cabeza  por  una  especie  de  tiara  de  tela  de  oro,  con 
ajorcas  del  mismo  metal  precioso  en  las  piernas  y  brazos,  des- 
nudos al  uso  del  país,  y  en  los  dedos  muchos  anillos,  y  en  todo, 
vestidos  y  adornos,  prendidas  perlas  y  piedras  de  sumo  valor. 
El  mismo  Alvarez  Cabral  debió  sentir  menos  alegría  cuando 
pisó  el  Brasil  que,  cuando  habiendo  pasado  de  aquí  á  la  India, 
obtuvo  del  zamorín  de  Calicut  una  cédula,  escrita  con  caracte- 
res de  oro,  concediendo  un  palacio  para  que  en  él  se  estable- 
ciera un  Cónsul  enarbolando  la  bandera  de  Portugal. 

Nada,  pues,  tuvo  de  extraño  que,  incitados  por  la  magnifi- 
cencia y  riquezas  que  contemplaban,  hicieran  los  portugueses 
en  la  India  progresos  tan  rápidos  como  lentos  en  el  Brasil. 
Cada  año  navegaban  hacia  la  India  armadas  del  rey  D.  Manuel, 
y  sus  capitanes  no  cesaban  de  ganar  nuevas  victorias  en  los  re- 
motos países  de  Oriente  y  de  realizar  en  aquellos  mares  impor- 
tantes descubrimientos.  Antes  de  1520  Meneses  había  llegado 
á  la  costa  de  Madagascar;  Suárez  á  las  islas  Maldivas;  Lorenzo 
Almeida  á  Ceilán;  Diego  López  Siqueira,  con  García  Souza  y 
Hernando  de  Magallanes,  á  la  isla  de  Sumatra  y  península  de 
Malaca;  Francisco  Serrano  y  Diego  de  Abreu  á  las  islas  Molu- 
cas;  teniendo,  además,  la  fortuna  de  encontrar,  como  ventas 
en  mares  tan  dilatados  y  puntos  de  refresco  para  los  que  nave- 
gaban, Juan  de  Nova  la  isla  de  Santa  Elena,  y  Tristán  de 
Acuña  las  islas  de  su  nombre.  Con  tales  descubrimientos,  y 
con  tener  Portugal  los  dos  primeros  gobernadores  de  la  India, 
Francisco  de  Almeida  y  Alonso  de  Alburquerque,  de  gran 
corazón  y  dichosos  en  cuanto  emprendían,  el  poderío  de  la 
nación  se  afirmó  con  rapidez  en  aquellas  regiones,  sobre  todo 
al  prevalecer  los  proyectos  del  último,  que  entendía  que  Por- 
tugal debía  poseer  en  la   India  tierras  propias  para  proveerse 


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de  gente,  mantenimientos  y  bajeles.  Así  fué,  y  desde  Macao 
pudieron  los  portugueses  traficar  con  la  China  y  el  Japón,  y 
dominar  desde  Ternate  en  las  Molucas;  desde  Malaca  y  Nega- 
patan  en  el  Golfo  de  Bengala;  desde  Goa,  Diu  y  Máscate  en  el 
mar  de  Omán;  desde  Ormuz  en  el  golfo  Pérsico,  y  desde  Me- 
linda,  Mozambique  y  Sofala  en  la  costa  oriental  de  África. 

En  esas  regiones,  y  no  en  la  hallada  por  los  portugueses  en 
América,  toda  clase  de  riqueza  se  encontraba.  No  era  el  Brasil 
de  donde  Alonso  de  Alburquerque  había  enviado  al  monarca 
portugués  cuarenta  libras  de  gruesas  perlas  y  un  diamante  de  ex- 
traordinario valor,  ni  de  ese  país  procedían  las  riquezas  con 
que  pudo  el  mismo  soberano  aumentar  el  fausto  de  la  solemne 
embajada  mandada  al  Romano  Pontífice  conTristánde  Acuña, 
encargado  de  ofrecerle,  entre  otros  presentes,  un  hermoso  pon- 
tifical de  brocado  con  tanta  profusión  de  perlas  y  pedrería,  que 
otro  tan  suntuoso  no  se  había  visto  en  el  palacio  de  San  Pedro. 
El  Brasil,  con  su  magnífica  vegetación,  podía  parecer,  como 
decía  el  ponderativo  Amérigo  Vespucci,  la  antesala  del  Pa- 
raíso; pero  más  estimaban  los  portugueses  la  isla  de  Ormuz,  es- 
téril y  calurosa  en  extremo,  pequeña  y  sin  agua  dulce,  pero  por 
el  comercio  de  Oriente  ,  por  la  situación  de  ella  y  por  sus  dos 
puertos,  rica  y  abundante  en  toda  suerte  de  regalos;  pues  en  las 
calles  se  evitaba  el  polvo  con  alfombras  y  esteras  y  se  templaba 
el  ardor  de  los  rayos  solares  con  toldos  á  propósito;  adornaban 
el  interior  de  las  casas  y  palacios  objetos  de  oro,  ricos  pebete- 
ros y  valiosas  porcelanas;  competían  en  lujo  las  tiendas;  y  gen- 
tes de  todos  países  acudían  á  los  mercados  de  los  tres  primeros 
meses  del  año  y  á  los  de  Septiembre  y  Octubre,  donde  en  abun- 
dancia había,  entre  otras  mil  cosas,  azúcar,  clavos,  canela,  nuez 
moscada,  alcanfor,  telas  estampadas,  maderas  preciosas ,  marfil, 
perlas,  rubíes  y  diamantes.  Y  á  toda  esta  riqueza  efectiva  se 
agregaba  el  encanto  de  antiguos  recuerdos,  porque  los  portu- 
gueses podían  imaginar  que  la  península  de  Malaca,  ó  Áureo 
Quersoneso  de  los  antiguos,  era  la  ansiada  Ofir,  que  Sofala  era 
Tharsis,  y  que  el  Rey  de  Etiopía,  su  gran  amigo  y  aliado,  ocu- 
paba el  trono  del  famoso  Preste  Juan  de  las  Indias,  de  que  tanto 
se  hablara  en  leyendas  y  tradiciones. 

Influyó  todo  ello  para  el  abandono  en  que  se  tuvo  el  Brasil. 


—   27   — 

Don  Juan  III,  sucesor  de  D.  Manuel,  dio  más  firme  base  á  la  co- 
lonización, revocando  los  poderes  concedidos  á  los  agraciados 
con  las  capitanías  en  que  primeramente  se  había  el  país  dividido, 
y  mandando  como  gobernador  general  á  Thomé  de  Souza,  que 
fundó  la  capital  de  San  Salvador  en  la  bahía  de  Todos  Santos; 
pero  los  colonos  no  eran  muchos  y  estaban  en  la  costa.  Los  es- 
pañoles, que  siguiendo  á  Vicente  Yáñez  Pinzón,  habían  tocado 
en  el  Brasil  antes  que  Alvarez  Cabral,  no  apreciaron  tampoco 
la  importancia  de  este  país,  cuando  á  la  muerte  del  rey  D.  Se- 
bastián quedó  á  España  incorporado  Portugal  con  sus  colonias; 
ni  debe  esto  sorprender,  porque  mejores  que  el  Brasil  habían 
de  parecerles  las  propias  que  en  América  poseían,  y  entre  las 
portuguesas  aun  se  destacaban  las  de  Asia,  tan  ricas  que,  por 
defenderlas,  Luis  de  Ataide,  como  otro  Juan  de  Castro,  reno- 
vaba las  proezas  de  Almeida  y  Alburquerque.  No  tenían  los 
mismos  motivos  de  preferencia  los  franceses  y  hubieran  podido 
conocer  el  valor  de  la  región  brasileña,  extendiéndose  ya  desde 
la  colonia  que  en  el  reinado  de  Enrique  II  intentó  fundar  Du- 
rand  de  Villegagnon,  por  donde  ahora  se  alza  Río  Janeiro,  ya 
desde  el  fuerte  de  San  Luis  de  Maranhao,  levantado  por  La 
Ravardiére  en  el  reinado  de  Enrique  IV;  pero  aparte  de  la  lu- 
cha que  habían  de  sostener  con  los  portugueses,  el  futuro  bien- 
estar que  descubrían  no  era  tanto  que  se  decidieran  á  mantener 
á  todo  trance  ni  siquiera  esas  dos  colonias,  y  ambas  se  extin- 
guieron á  poco  de  fundadas.  Mejor  sazón  alcanzaron  los  holan- 
deses cuando,  expirada  la  tregua  con  España  en  1621,  rompie- 
ron las  hostilidades,  y  trabando  las  más  veces  la  contienda  en 
los  mares  de  las  colonias,  acabaron  por  apoderarse  de  la  parte 
del  Brasil  que  se  extiende  desde  la  provincia  de  Alagoas  hasta 
la  de  Río  Grande  do  Norte.  Más  de  un  siglo  iba  ya  transcurrido 
entonces  desde  el  descubrimiento  del  Brasil,  y  éste  empezaba  á 
mostrarse  valioso  en  ganados  y  productos  agrícolas,  propios  ó 
importados.  Aumentóse  este  valor  con  el  impulso  de  los  inva- 
sores bajo  el  entendido  gobierno  de  Juan  Mauricio,  Príncipe  de 
Nassau;  adquirió  importancia  Pernambuco;  fué  el  Brasil  más 
conocido  en  Europa,  y  cuando  ya  emancipado  Portugal  de  Es- 
paña por  la  casa  de  Braganza,  volvió  á  dominar  algunos  años 
después  en  todo  el  Brasil,  libertado  de  los  holandeses  por  Fer- 


—    28    — 

nandes  Vieira,  Portugal  encontró  allí  muy  productiva  colonia. 

Pero  no  era  ésta  deslumbradora  todavía.  La  riqueza  mi- 
neral estaba  casi  toda  en  el  interior,  donde  no  era  hacedero 
avanzar  con  rapidez.  Había  exceso  de  tierra  en  un  país  que  con- 
tenía alguna  comarca,  más  extensa  ella  sola  que  ninguna  nación 
de  Europa,  exceptuando  Rusia.  Uníase  á  la  fatiga  de  rodear 
pantanos,  salvar  ríos  y  subir  á  montes  y  cerros,  la  de  penetrar  á 
fuerza  de  hachazos  en  inmensos  y  enmarañados  bosques.  Todo 
ello  requería  poderosa  organización  civil  ó  gentes  de  temple  es- 
pecial, como  eran  los  paulistas,  que  desempeñaron  en  la  explo- 
ración del  interior  del  Brasil  el  mismo  papel  que  los  cosacos  en 
la  Siberia  y  los  islandeses  y  groenlandeses  en  los  mares  y  tie- 
rras del  Norte.  Medio  salvajes  y  medio  civilizados,  como  for- 
mados por  una  mezcla  de  indios,  portugueses  y  mamelucos  ó 
mestizos  que  vivían  en  San  Paulo,  colonia  fundada  casi  bajo  el 
trópico  en  un  sitio  favorecido  por  su  elevación  con  agradable 
clima,  tenían  por  el  primer  concepto  intrepidez  para  superar  los 
obstáculos  que  opusiese  la  naturaleza  á  sus  expediciones  en 
cuadrilla  en  busca  de  oro  ó  esclavos,  y  propendían  por  el  se- 
gundo concepto  á  dictarse  leyes  y  conservar  relaciones,  siquiera 
fuesen  unas  y  otras  en  provecho  propio.  Así,  al  paso  que  caían 
los  troncos  y  ramas  en  el  camino  abierto  á  través  de  las  selvas, 
nacían  troncos  de  nuevas  familias  que  extendían  sus  ramas  por 
el  interior  del  país.  Mas  pronto  surgía  la  rivalidad  entre  los  pri- 
meros y  los  últimos  que  llegaban  á  alguna  tierra  productiva:  al 
ruido  de  la  contienda  acudían  tropas  disciplinadas  para  someter 
á  vencedores  y  vencidos;  proclamaba  la  autoridad  legal  regla- 
mentos sobre  la  explotación  de  las  minas  y  el  reparto  de  pro- 
ductos entre  el  Estado  y  los  colonos  ;  y  quedaban  bajo  el 
Gobierno  las  nuevas  poblaciones,  mientras  que  los  paulistas  des- 
contentos seguían  internándose,  ansiosos  de  mayor  riqueza  y  de 
vida  con  menos  trabas. 

De  este  modo,  desde  fines  del  siglo  xvii,  la  región  brasileña 
comenzó  á  mostrar  su  esplendor.  Sabara,  Mariana  y  Villa  Rica 
ú  Ouro  Preto,  en  la  provincia  de  Minas  Geraes,  y  Villa  Boa  ó 
Goyaz,  en  la  provincia  de  este  segundo  nombre,  rindieron  gran- 
des cantidades  de  oro.  Portugal  fundó  por  entonces  la  ciudad 
de  Río  Janeiro,  hermoso  puerto  de  América,  capital,  andando 


el  tiempo,  de  todo  el  Brasil,  y,  á  poco  de  su  fundación,  depósito 
del  producto  de  las  minas.  Sujetóse  álos  paulistasde  Villa  Rica, 
que  alcanzó  gran  opulencia;  pero  los  vencidos  encontraron, 
avanzando  más  hacia  el  interior,  otras  ricas  tierras  como  la  de 
Cuyaba  y  la  de  Matto  Grosso,  donde  en  un  mes  se  recogieron 
sin  cavar  en  el  suelo  más  de  cuatro  pies,  cuatrocientas  arrobas  de 
pajitas  de  oro.  Desplegó  además  el  Brasil,  desde  los  comienzos 
del  siglo  XVIII,  nueva  riqueza  con  sus  diamantes.  No  se  había 
reparado  anteriormente  en  ellos  porque,  arrastrados  por  las  llu- 
vias sobre  tierras  herrumbrosas,  quedaban  cubiertos  de  un  bar- 
niz rojizo  que  los  disimulaba;  pero  cuando  ya  conocido  el  va- 
lor de  aquellos  brillantes  guijarros,  se  dieron  los  exploradores 
á  buscarlos,  el  distrito  de  Tejuco  ó  Villa  Diamantina  y  el  fondo 
de  algunos  valles  próximos  al  nacimiento  del  río  Araguay  y  al  del 
Paraguay,  compitieron  con  Ceilán  y  con  la  meseta  de  Decán  en 
la  India.  Llegó  el  Brasil  á  rendir  por  año  de  25  á  30.000  quila- 
tes sin  talla:  más  de  un  negro  esclavo,  en  premio  de  haber  en- 
contrado algún  diamante  de  diez  y  siete  quilates  y  medio,  se  vio 
coronado  de  flores  y  declarado  libre,  según  los  reglamentos  es- 
tablecidos; y  la  corona  de  Portugal  pudo  adornarse  con  un  her- 
moso diamante  de  120  quilates.  Todo  eso  existía  en  el  desde- 
ñado Brasil;  pero  cuando  se  acabó  de  comprender  su  valor, 
corría  ya  el  tercer  siglo  desde  el  casual  descubrimiento  reali- 
zado por  Pedro  Alvarez  Cabral.  En  cambio,  medio  siglo  bastó 
para  que  por  otro  camino  contemplaran  los  españoles  América 
floreciente,  rica  y  llena  de  esplendor  y  magnificencia. 

Fué  este  brillante  resultado  consecuencia  natural  de  haber 
seguido  Cristóbal  Colón  con  perseverancia,  desde  las  islas  Ca- 
narias, el  rumbo  de  Occidente. 

Muy  improbable  era  descubrir  por  este  camino  tierra  alguna, 
confiándose  puramente  á  la  casualidad.  Desde  las  citadas  islas 
Canarias,  hasta  el  archipiélago  de  las  Lucayas,  corren,  á  una  la- 
titud de  24  á  28  grados,  cerca  de  58  de  paralelo,  es  decir,  unas 
mil  cuarenta  leguas.  No  era  semejante  trecho  para  recorrido  á 
la  ventura,  y  mucho  menos  en  la  época  del  descubrimiento,  en 
que,  si  algo  alentaba  á  lanzarse  en  el  Atlántico,  no  costeando, 
si  no  mar  adentro  hacia  Occidente,  mucho  más  retraía  de  ha- 
cerlo. Pues  si  algún  ánimo  podían  infundir,  de  una  parte  las 


—  30  — 

costas  lejanas,  que  una  ilusión  óptica  fingía  á  veces  desde  las 
islas  Canarias,  y  de  otra  parte  las  tierras  occidentales,  citadas 
en  fábulas  con  visos  de  historia,  si  no  era  alguna  de  ellas  histo- 
ria desfigurada  por  la  fábula,  como  la  Atlántida  imaginada  por 
Platón,  la  gran  isla  Antilla,  que  mentaba  Aristóteles,  como  des- 
cubierta por  los  cartagineses,  y  las  dos  islas  de  San  Brandan  y 
de  las  siete  ciudades,  de  que  se  hablaba  en  piadosas  leyendas  de 
la  Edad  Media;  bastaban  á  vencer  todo  aliento  las  dudas  que 
gentes  doctas  abrigaban  todavía  acerca  de  que  la  tierra  fuese 
esférica  ó  de  que,  aun  siéndolo,  fuese  posible  la  existencia  hu- 
mana en  el  hemisferio  opuesto;  y  los  temores  que,  sin  entrar 
en  tales  razonamientos,  y  acogiéndose  á  hechos  positivos,  sen- 
tían las  gentes  de  menos  letras,  porque  las  engañosas  costas 
que  desde  las  islas  Canarias  en  ocasiones  se  distinguían,  nadie 
las  encontraba,  como  si  fuera  obra  de  encanto  producida  por 
el  ángel  de  las  tinieblas,  que,  según  antiguas  consejas  árabes  re- 
ferían, asomaba  su  negra  mano  en  aquellos  horizontes  aparta- 
dos para  apoderarse  de  las  naves  en  el  silencio  y  obscuridad  de 
la  noche. 

Pero  ese  tan  improbable  camino  era  el  que  llevaba  á  regio- 
nes cuya  exploración  sería  rápida  y  fecunda;  pues  los  pueblos 
más  adelantados  iban  á  presentarse  en  América  en  las  mismas 
condiciones  geográficas  que  en  el  mundo  antiguo,  á  saber,  en 
tierras  contiguas  á  una  línea  ó  zona  geológica  muy  señalada, 
porque  se  extienden  sobre  ella  tanto  los  mares  de  la  India,  el 
Golfo  Pérsico,  el  Mar  Rojo  y  el  Mediterráneo,  como  el  Golfo 
de  Méjico  y  los  mares  de  la  Polinesia,  es  decir,  todos  aque- 
llos cuyo  conjunto  divide  en  dos  mitades,  una  hacia  el  Norte  y 
otra  hacia  el  Sur,  los  continentes  y  grupos  de  islas  del  globo, 
revelando  de  este  modo  un  hundimiento  de  la  corteza  terrestre 
en  torno  del  hemisferio  boreal,  no  lejos  del  Ecuador.  Al  con- 
templar la  civilización  asomada  sobre  tal  hundimiento,  pudiera 
decirse  que  la  inteligencia  humana,  para  adquirir  vuelo,  necesitó 
el  aliento  del  abismo;  mas  otras  razones  reales  se  agregan  á  la 
explicación  poética.  Como  pertenecientes  las  tierras  antedichas 
á  la  zona  templada,  brindaban  con  temperatura  benigna :  ade- 
más, como  eran  las  postreras  que  los  mares  habían  abandonado, 
quedaban  sobrepuestas  á  tierras  formadas  en  otras  edades  geo- 


—  31  — 

lógicas,  y  ofrecían,  juntamente  con  ellas,  todos  los  elementos 
propicios  á  la  agricultura,  á  las  artes  y  á  la  industria :  finalmente, 
como  constituidas  por  archipiélagos  de  numerosas  islas  y  por 
penínsulas  separadas  por  mares  interiores  y  hendidas  ó  rasga- 
das por  profundos  senos,  presentaban,  dentro  de  un  círculo 
dado,  casi  tanta  tierra  como  agua,  proporcionando  con  ello,  á 
la  par  que  perspectivas  á  propósito  para  excitar  la  imaginación, 
medios  más  fáciles  para  que  los  pueblos  se  comunicaran  y  die- 
ran vida  al  comercio,  fuente  de  regalo  y  bienestar. 

Es,  pues,  natural  que  antes  de  haber  alcanzado  la  civiliza- 
ción, por  su  propio  progreso,  recursos  para  arraigar  y  crecer  en 
condiciones  adversas  del  clima  y  del  suelo,  apareciera  en  las 
regiones  propicias,  pertenecientes  á  la  citada  zona  geológica  ó 
lindantes  con  ella.  Así  en  los  tiempos  antiguos  brilló  en  la  In- 
dia, Egipto  y  Persia;  resplandeció  sobre  todo  en  los  pueblos 
griegos  del  Asia  menor,  Italia,  Ática  y  Alejandría;  osciló  en- 
tre Roma  yCartago;  dominó  desde  aquélla,  lució  junto  al  Bos- 
foro de  Tracia  y  arrojó  vivos  destellos  desde  las  tierras  separa- 
das por  el  estrecho  de  Gades.  Y  así  también,  desde  muy  anti- 
guos tiempos,  floreció  al  Oriente  de  Asia,  en  la  China  y  el  Ja- 
pón, y  pudo  unirse  más  adelante  con  la  procedente  de  la  India 
en  la  península  de  Malaca  y  en  las  islas  cuyo  centro  es  Java. 
Condiciones  favorables  presentaba  á  su  vez  el  Nuevo  Mundo 
en  la  región  de  la  zona  de  hundimiento,  bien  señalado  por  el 
Istmo  de  Panamá,  que  separa  apenas  dos  océanos,  y  por  las  is- 
las Lucayas  ó  de  Bahamá,  y  las  grandes  y  pequeñas  Antillas, 
todas  las  cuales  forman  como  una  guirnalda  prendida  entre  la 
América  septentrional  y  la  meridional;  y,  con  efecto,  si  no  una 
civilización  adelantada,  al  menos  cierta  cultura  y  relativo  pro- 
greso iban  á  encontrarse  en  la  península  de  Yucatán,  que 
avanza  entre  el  golfo  de  Méjico  y  el  mar  de  las  Antillas,  y  en 
Méjico,  que  se  extiende  entre  el  golfo  de  su  nombre,  el  de  Cali- 
fornia y  el  Océano  Pacífico.  Por  añadidura,  análoga  civiHzación 
se  ofrecería  también  en  otra  región  no  muy  distante  de  dicha 
zona,  á  saber,  en  el  Perú,  tendido  desde  el  Océano  Pacífico  á  la 
cordillera  de  los  Andes,  que  por  su  gran  altura  proporciona  un 
país  templado  bajo  el  mismo  Ecuador  y  produce  el  efecto  de  un 
segundo  mar,  como  opuesto  y  próximo  confín  ó  aledaño.  Lie- 


—  32  — 

gar  á  América  tocando  en  tales  regiones  era  realizar  el  verda- 
dero descubrimiento  del  Nuevo  Mundo,  como  se  hubiera  hecho 
el  del  antiguo  si,  trocados  los  papeles  porque  los  pueblos  de 
América  fueran  los  más  civilizados  del  globo,  hubieran  estos 
pueblos  cruzado  el  Atlántico  con  rumbo  á  Oriente,  y  arribado, 
no  á  Laponia  ni  á  la  costa  occidental  de  África,  sino  á  Italia, 
Grecia  ó  Asia  menor. 

Mas  ¿qué  era  menester  para  que,  navegando  desde  España, 
pudiera  tenerse  feliz  encuentro  con  esas  prósperas  regiones  de 
América?  Una  idea:  buscar  la  India  por  Occidente.  Y  ¿qué  era 
preciso  para  detenerse  en  ellas,  aunque  al  pronto  no  quedara 
manifiesta  toda  su  importancia?  Esa  misma  idea,  porque  al  ca- 
lor de  ella  se  daría  por  encontrado  en  América  lo  que  en  la 
India  se  buscaba. 


II. 


Nunca  como  en  el  descubrimiento  de  América,  verificado 
por  consecuencia  del  pensamiento  que  á  Cristóbal  Colón  im- 
pulsaba, pudo  decirse  con  tanta  verdad  que  lo  ideal  es  real, 
pues  nunca  los  hechos  se  hallaron  como  entonces  tan  de 
acuerdo  con  lo  que  por  raciocinio  bien  fundado  se  había  infe- 
rido y  con  lo  que,  dejándose  llevar  de  la  imaginación,  se  había 
llegado  á  vislumbrar. 

La  religión,  la  política  y  el  comercio  tenían  en  el  siglo  xv 
convertido  en  gran  parte  el  afán  de  Europa  hacia  los  países  que 
por  extensión  se  solía  designar  con  el  nombre  de  India,  es  de- 
cir, la  vasta  porción  de  Asia  comprendida  entre  el  río  Indo  y 
la  península  de  Corea  ó  el  río  Amur,  incluyendo  las  islas  próxi- 
mas á  toda  esa  costa  meridional  y  oriental.  Muchos  de  esos 
países,  desde  los  siglos  viii  y  ix,  habían  sido  visitados  por  los 
árabes,  que,  además  de  fundar  en  la  costa  oriental  de  África 
ciudades,  como  Melinda,  Mombaza  y  Sofala,  habían  llevado 
sus  relaciones  políticas  ó  comerciales  hasta  Cantón  y  las  islas 
Molucas,  obteniendo  ricos  productos,  que  por  el  istmo  de  Suez, 
como  puente,  trasladaban  á  las  riberas  mediterráneas.  Uníanse 
á  esto,  para  excitar  la  atención  de  Europa,  recuerdos  más  anti- 


—  33  — 

guos  y  noticias  más  recientes  y  directas;  pues  entre  esas  tierras 
se  contaba  la  verdadera  India,  esto  es,  la  región  regada  por  el 
Indo  y  el  Ganges,   el  memorable  país  adonde  habían  llegado 
las  armas  de   Alejandro  el  Grande,  y  el  visitado  después  por 
las  flotas  romanas  que  desde  el  Mar  Rojo  se  lanzaban  al  Eritreo 
ó  Indico,  aprovechando  uno  de  los  vientos  monzones,  el  del 
Sudoeste,  que  señaló  Hipalo  en  el  siglo  i  de  nuestra  Era.  Y 
figuraba  también  entre  dichas  tierras  la  China,  que  á  la  par  del 
Japón,  despertó  el  interés  de  la  cristiandad  en  el  siglo  xiii,  en 
que  dominando  y  arrastrando  los  tártaros  á  los  demás  pueblos 
mogoles,  los  hicieron  dueños  de  extensas  comarcas  que  abarca- 
ban desde  el  Dniéster,  en  Rusia,  hasta  los  países  más  orientales 
del  Asia.   Romanos  pontífices  y  monarcas  cristianos,  atentos  á 
aquel  nuevo  poder,  que  serviría  acaso  para  amenguar  el  de  los 
musulmanes,  enviaron  entonces  sus  embajadas  á  los  campamen- 
tos y  cortes  de  los  tártaros,  ya  por  medio  de  misioneros,  ya  va- 
liéndose de  particulares  á  quienes  sus  propias  miras  impulsa- 
ban, y  esos  enviados  daban  á  su  vuelta  noticia  de  tierras  en 
parte  ó  del  todo  ignoradas.  Dos  nobles  hermanos  venecianos, 
Nicolás  y  Mateo  Polo,  que  con  objeto  comercial  se  habían  di- 
rigido á  Oriente,  llegaron  á  la  principal  corte  de  los  tártaros  en 
la  época  de  su  mayor  esplendor,  cuando  Kublai,  hijo  de  Oktai 
y  nieto  de  Gengis,  incorporaba  á  sus  dominios  toda  la  China; 
y  en  un  segundo  viaje  en  que  fueron  portadores  de  una  misión 
religiosa  de  Gregorio  X  para  el  Kan  supremo  Kublai,  los  dos 
venecianos  llevaron  consigo  á  su  hijo  y  sobrino  Marco  Polo, 
que  tanta  fama  adquirió  luego,  porque  vueltos  los  tres  á  Eu- 
ropa al  cabo  de  largos  años  de  residencia  en  aquellos  países, 
donde  siempre  tuvieron  gran  protección  del  Monarca,  escribió 
un  libro  en  que,  del  Catay,  Mangui  y  la  isla  de  Cipangri  ó  Ci- 
pango,  es  decir,   de  la  China  septentrional,  la  meridional  y  la 
más  importante  isla  del  Japón,  contaba  extraordinarias  maravi- 
llas, confirmadas  algún  tanto  en  el  siguiente  siglo  xiv  por  otros 
viajeros,  y  especialmente  por  mercaderes  genoveses  y  venecia- 
nos que  se  dirigían  en  caravanas  á  Oriente  para  comerciar  con 
China,  aunque  no  todos  alcanzaran  la  fortuna  de  llegar  hasta  la 
corte,  que  sólo  en  cortos  intervalos  solía  despojarse  de  su  tra- 
dicional misterio. 


—  34  — 

A  tales  regiones,  sin  cruzar  tierra  alguna,  buscando  rumbo 
desembarazado  hacia  Oriente,  se  proponían  llegar  los  portu- 
gueses en  el  siglo  xv,  alentados  por  la  feliz  exploración  que  en 
la  costa  occidental  de  África  habían  emprendido  desde  que 
conquistada  Ceuta  en  141 5  por  el  rey  D.  Juan  \,  fué  nom- 
brado su  hijo  D.  Enrique  gobernador  de  esa  plaza.  Terminaban 
los  viajes  anteriores  de  marroquíes  y  europeos  en  el  cabo  de 
Non,  frente  á  las  islas  Canarias;  pero  el  entusiasmo  de  dicho 
infante  por  los  descubrimientos  geográficos  hizo  realizar  á  los 
de  su  nación  viajes  más  atrevidos,  en  que  llegaron  primero 
hasta  el  cabo  Bojador,  después  hasta  el  cabo  Blanco,  y  final- 
mente hasta  Sierra  Leona,  descubriendo  á  la  par  las  islas  de 
Porto  Santo  y  la  Madera,  la  de  Santa  María,  en  el  extremo  aus- 
tral de  las  Azores,  y  algunas  del  archipiélago  de  Cabo  Verde. 
Fallecido  en  Sagres  en  1463  el  infante  D.  Enrique,  la  iniciativa 
individual  no  dejó  extinguir  el  aliento  recibido,  y  los  portugue- 
ses penetraron  en  el  golfo  de  Guinea,  recorrieron  su  costa  hasta 
el  golfo  de  Biafra  y  arribaron  á  las  islas  de  Fernando  Póo,  el 
Príncipe,  Santo  Tomás  y  Coriseo  y,  más  allá  de  la  línea  equi- 
noccial, á  la  isla  de  Annobón,  Dando  de  nuevo  poderoso  im- 
pulso el  Gobierno  desde  que  como  sucesor  de  D.  Alfonso  V  su- 
bió al  trono  D.  Juan  IT,  se  avanzó  en  1484  hasta  el  río  Zaira,  ó 
Congo,  y  dos  años  después  Bartolomé  Díaz  consiguió  doblar  el 
cabo  que  dicho  Monarca  denominó  de  Buena  Esperanza,  como 
en  efecto  lo  era  para  circunnavegar  el  África  y  dirigirse  á  los 
codiciados  países  de  Asia,  según  las  noticias  más  adelante  co- 
municadas por  el  portugués  Pedro  de  Covilham,  que  se  esta- 
bleció en  Abisinia  tras  de  recorrer,  viajando  por  tierra  ó  cru- 
zándola en  gran  parte,  el  Egipto,  el  Indostán  y  las  costas  orien- 
tales de  África. 

Pero  por  mar  también,  á  los  mismos  países  que  los  portugue- 
ses, se  proponía  arribar  Cristóbal  Colón,  navegando  atrevida- 
mente con  rumbo  opuesto  cerca  de  la  línea  de  división  entre  la 
zona  templada  y  la  tropical.  Fundábase  para  ello  en  un  princi- 
pio cierto,  el  de  la  redondez  de  la  tierra,  é  infundíale  entu- 
siasmo, no  sombreado  por  el  recelo,  la  conclusión  á  que  el  ra- 
zonamiento le  llevaba.  Otros  que  ese  principio  admitían,  va- 
cilaban en  la   consecuencia;  pero  Colón  tenía   el  valor  de  la 


—  35  — 

lógica,  exaltado  por  la  imaginación.  Era  un  gran  propósito  el 
suyo  de  seguir  tal  rumbo  de  Occidente.  Por  el  opuesto  se  lle- 
garía sin  duda  á  la  India;  pero  con  esta  empresa,  no  obstante 
su  inmenso  valor  para  completar  el  conocimiento  de  una  mitad 
de  la  tierra  más  ó  menos  recorrida  ó  averiguada  por  Europa  en 
la  Edad  antigua  y  en  la  Edad  Media,  no  se  levantaría  el  velo 
de  la  otra  mitad.  En  cambio,  el  rumbo  de  Occidente  descubri- 
ría toda  la  tierra,  á  la  vez  que  á  las  deseadas  regiones  de  Asia 
llevara. 

No  se  equivocó  Colón  en  esto  que  era  su  pensamiento  capi- 
tal, ni  erró  tampoco  hasta  cierto  punto  al  tomar  América  por 
la  India.  Largos  años  había  estado  acariciando  su  proyecto, 
cuando  salió  de  España  á  realizarlo,  y  con  tal  afán  había  reco- 
gido cuantos  datos  concernientes  á  la  situación  y  circunstancias 
de  aquellas  regiones  se  tenían;  con  tal  entusiasmo,  sobre  todo, 
se  inspiraba  en  las  noticias  dadas  por  Marco  Polo,  que  el  Catay, 
Mangui  y  Cipango  se  los  representaba  en  su  imaginación  con 
tanta  viveza  como  si  los  hubiese  visitado,  y  sólo  países  de  gran 
semejanza  con  aquéllos  podían  detenerle  en  su  camino.  Encon- 
trábase América  donde  en  concepto  de  los  más  reputados  geó- 
grafos debían  de  estar  las  regiones  descritas  por  el  viajero  ve- 
neciano; parecían  corresponder  á  las  7448  islas  que,  según  éste 
aseguraba,  existían  alrededor  de  Cipango,  y  entre  ella  y  la  costa 
de  Mangui,  multitud  de  islas  en  el  archipiélago  de  las  Lucayas  y 
laberintos  de  otras  pequeñas  en  torno  de  Cuba:  y  eran  también 
contornos  parecidos  á  los  que,  según  Marco  Polo,  tenían  las  pla- 
yas orientales  de  Asia,  la  desmesurada  extensión  que  en  su  costa 
presentaba  de  Occidente  á  Oriente  dicha  isla  de  Cuba,  la  cual, 
por  las  noticias  que  de  su  magnitud  daban  los  indígenas,  podía 
como  continente  reputarse,  y  la  inclinación  que  esa  costa  tomaba 
luego  hacia  el  Sudoeste.  Pero  aparte  de  tan  singulares  coinci- 
dencias de  situación  geográfica  y  configuración  de  costas  entre 
lo  que  se  quería  encontrar  y  lo  que  se  hallaba,  había  otra  con- 
formidad aun  más  decisiva.  El  Catay,  Mangui  y  Cipango  eran 
como  nombres  que  significaban  un  suelo  hermoso  bajo  un  cielo 
magnífico:  suelo  que  en  abundancia  rendía  productos  de  esos 
que  el  comercio  busca  con  avidez,  y  que  teniendo  su  región 
propia  ó  preferente,  son  estímulo  para  que  la  humanidad  rece- 


—  so- 
rra los  ángulos  más  apartados  de  la  tierra.  Significaban  también 
esos  nombres  imperios  ajenos  á  la  fe  cristiana,  de  vasta  exten- 
sión y  gran  fausto,  que  si  por  el  primer  concepto  excitarían  el 
celo  de  los  misioneros,  por  los  otros  motivos  mecerían  los 
sueños  de  gloria  de  atrevidos  capitanes  y  conquistadores.  Fi- 
nalmente, tales  nombres  querían  decir  países  de  inmensa  ri- 
queza mineral,  cuyos  veneros  de  oro  y  plata  sustentaban  el  es- 
plendor de  aquellas  brillantes  cortes,  y  en  pos  de  los  cuales 
irían,  no  sólo  los  aventureros  ansiosos  puramente  de  bienestar 
personal,  sino  los  que,  con  más  nobles  deseos,  quisieran  esas 
riquezas  para  engrandecer  su  nación  ó  favorecer  á  la  humani- 
dad. ¿Pero  hubo  alguna  de  las  condiciones  enumeradas  que  no 
se  realizase  en  América  y  no  impulsara  á  decir:  ésta  es  la  India? 

Cuadros  admirables,  donde  la  naturaleza  desplegara  su  mag- 
nificencia ó  poderío,  por  doquiera  se  dirigiese  la  vista  se  encon- 
traban. 

Plantas  de  hermosas  flores,  como  la  sensitiva  y  la  brounea,  la 
gesneria  y  la  dalia,  el  girasol  y  el  heliotropo,  ó  la  amarilis  y  la 
azucena  de  los  Incas,  parecían  custodiadas  por  las  hojas  pulpo- 
sas y  agudas  de  las  pitas  ó  por  los  tallos  aplanados  y  espinosos 
de  los  nopales.  Disputábanse  la  altura,  alzando  un  bosque  sobre 
otro,  ya  el  guayacán,  el  caobo,  la  cedrela  olorosa,  el  cocotero  y 
la  araucaria,  ya  el  liquidámbar,  la  encina  de  hojas  de  lira,  el  pino 
jigante,  el  tulipero  y  la  magnolia.  Galana  vestidura,  aparte  de 
la  propia  belleza,  en  muchos  de  los  frondosos  árboles  se  con- 
templaba. Como  si  de  la  misma  rama  brotasen,  se  mezclaban 
con  sus  hojas  otras  muy  distintas  de  plantas  parásitas,  mientras 
que  orquídeas,  cuyas  raíces  quedaban  prendidas  en  el  musgo 
húmedo  que  cubríalas  hendiduras  de  la  corteza  ó  el  entronque 
de  las  ramas,  ostentaban  entre  el  variado  follaje  sus  flores  de 
caprichosas  figuras.  Trepaban  á  su  vez  por  la  arboleda  lianas  y 
bejucos  y,  ora  tendiendo  vistosas  cortinas  la  pasionaria  y  la 
ipomea  purpúrea,  ora  formando  la  cobea  y  la  bignonia  puen- 
tes, pórticos  y  bóvedas,  aumentaban  la  espesura  de  aquellos 
boscajes,  donde  se  cobijaban  desmesurados  heléchos  que,  como 
si  fueran  plantas  para  indicar  la  latitud,  se  presentaban  allí  er- 
guidos y  no  rastreros  como  en  las  regiones  próximas  al  Polo. 
Brillantes  insectos  y  aves  con  mil  matices  hacían  crecer  el  en- 


—  37  — 

canto.  Veíanse  sobre  los  pétalos  ó  cálices  cetonias  y  crisomelas 
tan  relucientes  como  si  de  oro  y  plata  se  hubiera  querido  salpi- 
car las  flores,  mostraban  las  mariposas  vivas  tintas  y  metálicos 
reflejos;  pero  competían  con  ellas,  revoloteando  sin  punto  de 
reposo,  pájaros-moscas  ó  colibríes  de  colores  tan  centelleantes 
que  no  parecía  sino  que  los  topacios,  zafiros,  rubíes,  amatistas  y 
esmeraldas  habían  adquirido  alas  para  mayor  fausto  de  la  natu- 
raleza; y  como  si  se  quisiera  demostrar  que  en  aquellos  privile- 
giados países  no  eran  menester  nubes  para  formar  hermosos 
arcos  iris,  mientras  en  las  flotantes  islas  de  victorias  ú  otras 
plantas  acuáticas,  en  el  remanso  de  algún  río,  asomaban  flamen- 
cos de  color  de  rosa,  por  los  altos  árboles  trepaban  papagayos 
con  franjas  verdes  y  amarillas,  y  volaban  á  las  ramas,  desde  el 
suelo  descubierto,  tángaras  teñidas  de  escarlata,  azul  y  oro:  re- 
presentando todo  ello  como  el  tributo  que  al  magnífico  sol  se 
rendía  de  la  riqueza  de  colores  que  su  descompuesta  luz  puede 
ofrecer.  {Aplausos.) 

Otras  veces  la  grandeza  del  conjunto  era  motivo  principal  de 
admiración.  Alzábase  entre  dos  mares  inmensos  un  istmo  con 
montañas  no  de  gran  altura,  como  para  desafiar  con  menos  po- 
derío la  unión  de  ambos,  y  entre  los  estribos  de  la  cordillera  se 
contemplaban  bosques  de  vegetación  tropical,  en  los  cuales  se 
veía  solazarse  la  danta  en  los  manantiales,  saltar  de  improviso 
el  puma  ó  el  jaguar  sobre  su  presa,  acechar  el  armadillo  y  el  oso 
hormiguero  tras  los  torrenteros  ó  montecillos  de  tierra  levan- 
tados por  los  insectos  más  laboriosos;  columpiarse,  prendida  de 
alguna  rama,  la  zarigüeya  cargada  con  sus  hijuelos,  y  trepar 
multitud  de  titís  y  monos  aulladores  á  la  cima  de  los  árboles, 
donde  el  perezoso  mostraba  inesperada  agilidad.  No  se  decla- 
raban vencidas  las  plantas  por  las  montañas.  Las  gruesas  raíces 
del  higuerón,  ó  árbol  de  las  trébedes,  hincaban  su  punta  en  el 
suelo,  pero  dejaban  el  resto  fuera  como  para  empujar  más  el 
tronco  colosal,  y  entre  áridas  rocas  el  árbol  lactífero  se  elevaba 
á  gran  altura.  Palmeras  de  corto  tallo,  pero  de  palmas  larguísi- 
mas, parecía  que  pugnaban  por  ocultar  el  agua  de  los  ríos;  mas 
éstos  ensanchaban  de  pronto  su  cauce,  ó  por  estrechas  gargan- 
tas se  precipitaban  sobre  enormes  peldaños,  y  la  plateada  super- 
ficie, hermoseada  por  altos  hervideros  de  espuma,  alternaba 


-38  - 

con  los  verdes  arcos,  hasta  que  más  allá,  cruzando  por  los  labe- 
rintos formados  por  las  raíces  de  los  mangles,  entre  los  cuales 
acechaban  los  caimanes,  ó  lamiendo  las  herbosas  orillas  donde 
salían  á  pacer  los  manatíes,  cuyo  aspecto  recordaba  las  fábulas 
de  sirenas  y  tritones,  se  perdían  esos  ríos  en  el  mar,  á  cuyas  ri- 
beras, por  coger  los  peces  abandonados  en  la  marea,  descen- 
dían en  raudo  vuelo  bandadas  de  pelícanos,  rabihorcados  y 
cuervos  marinos,  en  tanto  que  los  patines  se  alejaban  de  la 
orilla  rozando  con  sus  alas  las  olas.  Todo  esto  se  descubría  re- 
corriendo el  istmo;  pero  avanzando  hacia  el  Sur,  el  cuadro  era 
más  soberbio  todavía.  Ya  no  se  limitaba  la  cordillera  á  separar 
dos  mares:  erguíase  majestuosa  y  parecía  dividir  un  cielo  de 
otro  cielo.  Cumbres  altísimas  cubiertas  de  nieve,  donde  rever- 
beraba á  veces  el  fuego  de  los  volcanes,  se  sucedían  en  una  ex- 
tensión no  menor  de  treinta  grados  de  meridiano :  el  Chimborazo, 
no  lejos  del  Ecuador,  y  el  Gualatieri,  algunos  grados  antes  del 
trópico,  con  su  cima  elevada  á  más  de  seis  mil  metros,  tocaban 
en  la  región  de  las  nubéculas  de  blancos  filamentos,  y  más  al 
Sur,  cuando  ya  la  cadena  declinaba,  surgía  de  pronto  el  Acon- 
cagua, cuya  altitud,  algo  mayor,  equivale  á  la  del  Etna  sobre  el 
Mulhacén.  Era  imponente  la  cordillera  contemplada  desde  el 
Pacífico;  pero  al  recorrerla,  crecía  el  asombro  ante  la  nueva 
fila  de  montañas,  doble  á  veces,  que  aparecía  tras  la  inmediata 
al  mar,  mostrando  el  terrible  volcán  de  Cotopaxi,  y  las  elevadas 
cumbres  del  Nevado  de  Sorata  y  el  Illimani;  mientras  la  vista 
se  deleitaba  en  las  hermosas  perspectivas  que  entre  aquellas  al- 
turas se  desplegaban.  Al  puente  natural,  ó  al  desfiladero,  con 
aspecto  de  galería  de  mina,  sucedía  el  lago  encantador  ó  la  so- 
berbia cascada  del  afluente  que  iba  á  engrosar  algún  río  cau- 
daloso de  la  inmensa  vertiente  oriental;  y  el  valle  delicioso,  ó 
el  bosque  donde,  aislados  ó  en  grupos,  asomaban  los  quinos  sus 
capas  tornasoladas  por  verdes  hojas  con  vetas  rojizas,  se  veía 
coronado  por  el  matorral  de  flores  purpúreas,  por  la  verde  pra- 
dera de  maizales,  por  la  faja  dorada  de  las  hierbas  de  altas  ci- 
mas y  por  la  de  los  musgos  y  liqúenes,  que  en  gradación,  se  re- 
montaban sobre  la  extensa  falda  hasta  tocar  el  manto  de  nieve 
que,  anudado  por  el  lado  del  Pacífico  y  echado  sobre  la  es- 
palda oriental,  tendía  sus  pliegues  en  los  páramos,  por  donde 


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corrían  las  llamas  y  guanacos,  las  alpacas  y  vicuñas,  ó  en  los 
enhiestos  picos  donde  el  buitre  ó  el  cóndor  desplegaba  sus  alas 
gigantescas  y  alargaba  su  cuello  al  abismo  para  abalanzarse  sobre 
la  avistada  presa.  {Aplausos.) 

Asi  brillante  ó  majestuosa,  seducía  desde  luego  América;  y 
si  ante  tal  magnificencia  se  concebía  la  esperanza  de  encontrar 
allí  productos  para  el  comercio  útiles  ó  codiciosos,  á  cada  paso 
se  confirmaba. 

No  eran  muchas,  fuera  de  la  lana,  las  materias  empleadas 
para  tejidos  en  Europa.  De  antiguo,  juntamente  acaso  con  la 
planta,  siesta  acá  no  existía,  se  había  importado  de  Egipto  la  ma- 
nera de  aprovechar  el  lino,  que  en  este  país  tejían  y  teñían  de 
varios  colores,  haciendo  aquellas  telas  que  con  las  lanas  de  color 
de  jacinto  y  de  púrpura,  procedentes  de  las  islas  griegas,  figu- 
raban entre  las  riquezas  de  Tiro  cantadas  por  el  profeta  Ece- 
quiel.  La  seda,  originaria  de  China,  conociéronla  los  romanos 
desde  que  dilatado  el  imperio  hasta  las  orillas  occidentales  del 
Mar  Caspio,  pudieron  adquirirla  de  los  persas  y  partos  ó  direc- 
tamente de  los  chinos,  cuyos  dominios  se  habían  extendido 
basta  las  riberas  orientales  del  mar  citado.  Después,  ya  comen- 
zada la  Edad  Media,  en  algunos  puntos  de  Europa  se  cultivó 
la  morera  y  se  crió  el  gusano  que  labra  el  capullo  de  seda,  y  que 
en  las  hojas  de  ese  árbol  busca,  mientras  es  oruga,  su  alimento. 
Trajéronlos  dos  monjes  griegos  en  el  siglo  vi,  de  Persia  ó  de  la 
India,  al  Peloponeso,  región  que  luego  recibió,  por  el  extenso 
cultivo  de  ese  árbol,  el  nombre  de  Morea.  Más  adelante  los  ára- 
bes aclimataron  la  morera,  y  el  gusano  de  seda,  en  el  mediodía 
de  España,  y  en  tiempo  de  las  Cruzadas,  los  normandos  lograron 
lo  mismo  en  el  sur  de  Italia.  Pero  en  la  época  de  Vespasiano, 
en  que  de  seda  sólo  se  vestían  ó  adornaban  las  mujeres,  como 
después  de  Heliogábalo,  en  que  esas  telas  comenzaron  también 
á  usarlas  los  hombres;  en  la  edad  del  emperador  de  Oriente 
Justiniano,  como  en  la  délos  emires  y  califas  los  Abderrama- 
nes  de  Córdoba;  y  en  el  siglo  del  rey  Roger  de  Sicilia,  como  en 
los  siguientes,  la  seda  fué  siempre  distintivo  lujoso.  El  cáñamo, 
cultivado  desde  fecha  algo  anterior  á  nuestra  Era,  en  que  se 
trajo  de  Persia,  se  aplicaba  á  cuerdas  y  redes;  pero  en  telas  su 
uso  fué  tardío,  á  juzgar  por  dos  tejidos  regalados  á  Catalina  de 


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Médicis,  como  comienzo  señalado.  No  así  el  algodón.  De  tiempo 
antiquísimo  servía  en  la  India  para  telas  que  teñían  con  varia- 
dos dibujos  de  hermosos  colores,  que  Job,  hijo  de  Arabia,  pon- 
deraba; y  en  Egipto  también,  donde  propia  ó  importada  de  la 
India,  crecía  la  planta,  cuyas  semillas  están  envueltas  con  la 
pelusa  de  algodón,  se  hacían  con  él  tejidos,  aunque  por  la  pre- 
ferencia dada  allí  al  lino,  no  era  con  la  profusión  que  en  ese 
otro  país.  Cuando  dos  imperios  famosos,  el  de  Alejandro  y  el  de 
los  romanos,  alcanzaron  en  épocas  distintas  el  dominio  del  Mar 
Rojo,  arribaron  á  veces  á  Europa  las  afamadas  telas  de  Ben- 
gala y  Masulipatán;  pero  con  más  regularidad,  merced  á  un  co- 
mercio activo,  sucedió  esto  desde  que  los  árabes  de  la  Edad 
Media  llevaron  sus  exploraciones  á  tierras  lejanas  bañadas  por 
el  Océano  Indico,  mientras  sus  conquistas  los  hacían  dueños  de 
las  riberas  del  Mediterráneo.  Además,  desde  el  siglo  ix  la 
planta  del  algodón,  traída  por  ellos,  se  cultivaba  en  la  costa 
septentrional  de  África,  en  España  y  en  Sicilia.  Pero  si  las  ori- 
llas mediterráneas  se  vieron  favorecidas  con  ese  tejido  y  esa 
planta  mucho  antes  que  la  China,  donde  no  se  conocieron  hasta 
el  siglo  xiTi,  Europa  no  llegó  á  producir  en  abundancia,  y  tal 
materia  era  codiciada  cuando  un  Nuevo  Mundo  la  ofreció  á 
manos  llenas. 

En  copos  ó  hilado,  por  labrar  ó  tejido,  era  el  algodón  el  re- 
galo que  más  veces  presentaban  los  indígenas  á  Colón  y  á  los 
descubridores  que  le  sucedieron.  Encontrábanse  por  doquiera, 
en  las  Antillas  y  otros  muchos  puntos  cálidos  y  húmedos  de 
América,  variadas  especies  de  la  malvácea  que  lo  produce,  y  á 
mayor  abundamiento  ceibas  y  otras  plantas  de  la  familia  á  que 
pertenece  el  corpulento  y  elevado  baobab  del  Senegal,  daban 
algodón  en  rama,  útilísimo  para  fieltros,  mullidos  y  colchados. 
Copioso  manantial  de  riqueza  representaba  todo  ello,  pues  esta 
materia  textil  fué  cada  vez  de  mayor  uso,  y  estaba  destinada  á 
triunfar  de  las  demás  en  baratura  y  utilidad,  sobre  todo  desde 
que  á  fines  del  siglo  xviii  cultivaron  los  Estados  Unidos  exten- 
sos plantíos  de  algodón,  y  montaron  junto  á  ellos  grandes  fá- 
bricas de  hilado  y  tejido.  Ni  el  córcoro  ó  yute  de  la  India,  ni  el 
ramio  ó  rameh  malayo,  ni  el  formio  ó  lino  de  Nueva  Zelandia, 
traídos  en  tiempos  modernos,  lograron  vencer  la  hebra  carita- 


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tiva  que  viste  á  la  humanidad  entera,  da  trabajo  á  millones  de 
obreros  y  constituye,  después  de  los  cereales,  el  producto  agrí- 
cola de  mayor  importancia.  Mas  no  se  limitaba  á  esto  el  valor 
de  América  en  materias  para  toda  clase  de  tejidos,  desde  los 
más  toscos,  pero  indispensables,  hasta  los  de  primor  y  lujo.  La 
multitud  de  sus  diversas  palmeras,  para  cuerdas,  cables,  esteras 
y  tejidos  de  gruesas  fibras,  ofrecía  en  las  hojas,  ó  en  sus  pecio- 
los y  nervios,  tiras  y  filamentos  adecuados,  y  además  la  princi- 
pal de  esas  palmeras,  el  cocotero,  los  hilos  y  telas  naturales  que 
en  torno  de  su  fruto  forman  múltiple  envoltura.  Fibras  para 
objetos  parecidos,  aunque  de  mayor  esmero  algunos,  se  halla- 
ban en  el  pie  y  costilla  de  la  hoja  del  plátano  ó  banano,  planta 
musácea,  que  ó  existía  allí  con  otras  de  la  misma  familia,  como 
los  bihaos  y  otras  heliconias,  ó  si  se  llevó  de  Canarias  en  los 
primeros  descubrimientos,  se  propagó  con  rapidez  y  prosperó 
como  en  tierra  asiática  y  malasia,  donde  una  de  sus  especies 
proporciona  el  hoy  tan  usado  abacá.  Las  hojas  de  la  pita,  ma- 
guey ó  agave,  planta  indígena  de  América,  allí  tan  abundante, 
cuando  llegaron  los  descubridores,  como  la  vid  en  España,  y 
de  gran  provecho,  porque  á  muchas  cosas  se  aplicaba,  conte- 
nían fuertes  fibras  y  un  hilo,  el  henequén,  delgado,  pero  de  re- 
sistencia, pues  con  él  y  menuda  arena,  ludiendo  sobre  hierro, 
se  llegaba  á  cortar  el  metal;  y  dichas  fibras  ó  ese  hilo  servían 
para  hacer,  ya  redes  y  cuerdas  ó  cabuyas,  ya  papel,  hamacas, 
mantas,  tapices  y  aun  telas  finísimas.  Buscadas  á  su  vez,  habían 
de  ser  con  el  tiempo  la  anana  y  otras  bromelias,  por  sus  hebras 
á  propósito  para  telas  delicadas,  ligeras  y  casi  transparentes, 
ensalzadas  con  el  nombre  de  batistas  ó  con  el  de  nipis  de  pina, 
distinguidas  de  tejidos  semejantes  fabricados  de  otra  materia 
inferior.  Ni  el  reino  animal  dejaba  de  contribuir  con  mucho, 
pues  el  llama  ofrecía  lana  larga  y  bastante  hermosa,  la  alpaca 
vellón  de  pelo  suave,  en  mechones  cumplidos,  que  por  su  finura 
y  elasticidad  compiten  con  los  de  la  cabra  de  Cachemira;  y  la 
vicuña,  lanas  muy  estimadas,  especialmente  las  de  los  costados 
y  espalda,  mientras  que  adornos  preciosos  podían  hacerse  con 
la  piel  de  chinchilla  ó  con  las  plumas  de  las  aves  de  brillantes 
colores. 
No  menor  riqueza  había  en  materias  para  teñir  ni  en  otras 


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para  construcciones  valiosas  ú  ornamento  de  las  mismas.  Crecía 
en  América  como  en  la  India,  el  indigotero,  que  proporciona  el 
índigo  ó  añil.  Tinte  negro  dábalo  el  zumo  de  la  jagua  ó  genipa, 
y  negro,  violeta  ó  azul,  según  las  sustancias  con  que  antes  se 
mezclara,  el  palo  de  Campeche,  La  bignonia,  llamada  ébano 
verde,  aumentaba  el  número  de  las  pocas  plantas  que  tiñen  de 
este  color.  Suministrábanlo  amarillo  el  jugo  de  la  capuchina  y 
la  corteza  del  laurel  sasafrás;  de  naranja  el  leño  del  mismo  ár- 
bol, y  encarnado  la  bixa  ó  achiote  y  el  palo  brasil.  Pero  el  des- 
cubrimiento entre  estas  materias  más  señalado  fué  el  de  un 
insecto  de  Méjico,  que  vive  sobre  el  nopal  y  brinda  con  her- 
moso carmín,  superior  á  la  célebre  púrpura  de  los  antiguos, 
dada  por  dos  géneros  de  moluscos  de  las  costas  mediterráneas, 
y  á  la  tintura  proporcionada  por  un  insecto  de  España,  del 
mismo  género  que  la  cochinilla,  el  quermes,  adherido  á  la  encina 
ó  coscoja.  Tenían  además  algunos  de  los  árboles  de  tinte,  antes 
citados,  excelente  madera  como  muchos  de  aquel  país,  donde 
si  no  existía  el  verdadero  ébano  de  la  India,  aunque  algún  árbol 
lo  parecía,  podían  compartir  su  uso  en  muebles  costosos  la  ce- 
drela  y  la  preciada  caoba.  Ofrecía  el  cocotero  madera  que,  pu- 
limentada, parece  ágata,  y  eran  asimismo  de  valor  el  palo  santo, 
el  de  hierro  ó  panacoco,  el  de  magnolia,  el  curbaril  y  el  palisan- 
dro. Había  especies  del  palo  del  coral  ó  eritrina,  y  del  de  rosa  ó 
sebestén;  y  la  blanca  médula  del  pequeño  coco  producido  por 
la  palmera  tagua  era  muy  parecida  al  codiciado  marfil  de  los 
elefantes  de  África  y  la  India.  La  tortuga  carey  y  la  madre-perla 
que,  tanto  en  mares  americanos  como  en  el  Océano  Indico  se  co- 
gen, dieron  preciosa  concha  y  brillante  nácar  para  obras  primo- 
rosas de  embutido  ó  taracea,  y  de  adorno  sobre  las  mesas  la- 
bradas sirvieron  grandes  conchas  de  vivos  colores,  como  la  de 
estrombo,  que  ostenta  en  sus  labios  hermoso  tinte  de  rosa.  Por 
añadidura,  cuando  en  Europa,  donde  hasta  el  siglo  xvi  sólo  á 
la  pintura  se  aplicó  el  barniz,  y  éste  limitado  á  algunos  aceites 
secantes,  el  de  lino  y,  últimamente,  el  de  nueces  y  el  de  adormi- 
deras, se  comenzó  á  imitar  á  los  chinos  y  japoneses  en  el  arte, 
por  ellos  creado  y  llevado  á  gran  perfección,  de  revestir  los 
objetos  de  lujo  ó  de  manejo  continuo  con  una  superficie  bri- 
llante é  impermeable  que  adornara  ó  protegiera,  encontráronse 


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en  América  resinas  propias,  útiles  para  barnices,  aparte  de  las 
parecidas  á  las  que  en  otros  países  se  buscaban.  Dio  un  balsa- 
mero  la  resina  elemi,  el  curbaril  la  anime,  y  cera  vegetal  la  co- 
rifa  y  otra  palmera.  Si  un  zumaque  del  Asia  oriental  propor- 
cionaba el  aceite  sólido  llamado  barniz  del  Japón,  otra  especie 
de  ese  árbol  en  América  suministró  una  de  las  varias  resinas 
denominadas  copales.  Del  crotón,  que  daba  en  la  India  goma 
laca,  no  faltó  allá  especie  semejante,  y  con  excelente  colofonia 
las  coniferas  americanas  correspondieron  á  las  que  en  la  India 
y  África  ofrecían  las  resinas  damara  y  sandáraca.  En  América, 
así  como  en  Siria,  se  halló  en  abundancia  el  asfalto  ó  betún  de 
Judea,  resina  fósil  como  el  sucino  ó  ámbar  del  norte  de  Europa; 
y  cuando  en  tiempos  más  recientes  se  aprovechó  la  gutapercha 
sacada  de  un  árbol  de  las  islas  malasias,  ya  de  otro  árbol  de 
América  se  extraía  el  caucho  ó  goma  elástica,  que,  á  semejanza 
de  aquélla,  y  aun  superándola,  á  tantos  usos  se  aplica,  que  bien 
puede  figurar  entre  los  símbolos  con  que  se  represente  la  in- 
dustria moderna. 

En  las  plantas,  encanto  de  los  ojos,  regalo  del  gusto  y  medio 
de  que  la  naturaleza  se  vale  para  purificar  y  embalsamar  el  am- 
biente, vio  siempre  la  especie  humana  remedio  á  sus  males  fí- 
sicos, y  dejándose  llevar  un  tanto  de  la  imaginación,  no  pocas 
veces  concedió  mayor  fe  á  las  que  más  lejanas  y  escondidas  se 
hallaban.  Con  afán  se  las  iba  á  buscar  al  Asia,  pero  en  gran  nú- 
mero las  presentó  América.  Del  útilísimo  pino,  cuya  aguda  copa 
se  eleva  como  pararrayos  de  la  humanidad  doliente ,  había  allí 
multitud  de  nuevas  y  hermosas  especies,  abundantes  en  tre- 
mentina y  brea.  Virtud  de  estimulantes  generales  mostraban 
también  la  resina  elemi,  la  de  copaiba,  el  bálsamo  de  Tolú,  el 
del  Perú,  la  cascarilla  del  crotón  y  el  estoraque  del  liquidam- 
bar,  productos  de  plantas  americanas,  y  tanto  ó  más  apropiados 
que  la  mirra,  la  almáciga,  el  incienso,  el  bálsamo  de  la  Meca  y 
el  benjuí,  procedentes  de  plantas  de  Arabia,  de  la  India  ó  de 
las  islas  de  la  Sonda.  Por  su  condición  de  sudoríficos,  el  laurel 
sasafrás,  la  zarzaparrilla,  y  el  guayacán,  tan  eficaz,  que  recibió 
el  nombre  de  palo  santo,  no  cedieron  á  la  raíz  de  la  esmilace  de 
China  y  á  los  varios  sándalos  de  la  India  y  Siam  en  la  curación 
de  enfermedades  emanadas  de  impulsos  que  el  agno  casto  ó 


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sauzgatillo  de  Europa  nunca  alcanzó  á  prevenir,  y  que  parece 
moderar  el  laurel  del  Japón  con  su  celebrado  alcanfor,  tan  com- 
plejo en  sus  efectos,  si  bien  predominan  los  de  languidez  y 
calma.  Encontráronse  en  América  materias  laxativas  y  drásticas 
en  varias  especies  de  casia  afines  á  las  que  daban  el  sen  y  la  ca- 
ñafístula  en  África  y  Asia,  aparte  de  que  las  verdaderas,  lleva- 
das allá,  se  cultivaron  con  éxito,  y  otro  tanto  sucedió  con  el  ta- 
marindo y  con  el  áloe,  que  proporciona  el  preciado  acíbar.  Más 
usada  que  el  eléboro  de  Oriente,  la  gutagamba  de  la  India 
yeldiagridio  ó  escamonea  de  Alepo,  fué  la  jalapa,  y  en  la  misma 
clase  de  medicamentos  figuró,  andando  el  tiempo,  la  cainca, 
famosa  además  por  su  virtud  contra  mordeduras  venenosas.  La 
ipecacuana,  emética  en  mayor  grado  que  la  violeta  de  España, 
fué  útil  en  tantas  enfermedades,  que  llegó  á  ser  tenida  por  otra 
panacea  como  el  laserpicio,  tapsia,  tal  vez,  que  en  tiempo  de 
los  romanos  se  guardaba  con  el  tesoro  del  Estado.  Por  su  pro- 
piedad de  astringente,  la  ratania  de  América  compitió  con  el 
catecú  extraído  de  acacias  de  la  India,  y  en  su  condición  de  re- 
medios tónicos,  al  lado  de  la  genciana  y  de  la  eritrea  ó  cen- 
taura menor,  reputados  los  mejores  amargos  de  Europa,  otras 
plantas  del  nuevo  continente  ó  de  sus  islas,  como  la  cuasia,  la 
simaruba  y  la  galipea  ó  verdadera  angustura,  lograron  puesto 
señalado.  Pero  distinguióse  América,  sobre  todo,  por  un  me- 
dicamento de  esta  clase  que  había  de  ser  buscado  por  el  comer- 
cio con  tanta  avidez  como  por  otra  virtud  lo  era  el  ruibarbo 
desde  que  en  el  siglo  x  los  árabes  recibieron  délos  chinos  y  es- 
parcieron por  las  farmacias  europeas  esta  raíz,  de  la  cual,  el  Ce- 
leste Imperio  cuidó  siempre  de  no  entregar  semilla  alguna.  Ese 
medicamento  americano,  tanto  ó  más  decisivo  para  cortar  las 
intermitentes  que  la  valeriana  de  Europa  para  calmar  los  es- 
pasmos nerviosos,  era  la  corteza  de  quina,  cuyo  uso  fué  adop- 
tado por  los  españoles  desde  que  en  1638  alcanzó  fama  curando 
de  fiebre  á  la  esposa  del  entonces  virrey  del  Perú,  D.  Jerónimo 
Fernández  de  Cabrera,  conde  de  Chinchón;  por  los  franceses, 
desde  que  cuarenta  años  después  el  práctico  inglés  Talbot  ven- 
dió á  Luis  XIV  por  48.000  libras,  una  pensión  vitalicia  de  2.000 
y  cartas  de  nobleza  el  secreto  de  un  remedio,  cuya  base  era 
dicha  corteza;  y  por  toda  la  humanidad  desde  que  la  ciencia 


química  depuró  la  quina  y  extrajo  la  quinina.  ¡Corteza  benéñca 
que  merece  conservarse  en  las  moradas  donde  algún  individuo 
triunfa  de  aguda  enfermedad,  como  cuelgan  en  sus  casas  los 
mahometanos  viajeros  el  acíbar  en  recuerdo  de  peregrinación 
cumplida! 

Convidaba  América  con  frutos  muy  gustosos,  como  la  gua- 
yaba, el  aguacate,  el  coco,  la  anona  ó  guanábana,  el  mamey,  la 
batata,  el  zapote  y  el  caimito,  entre  los  cuales  sobresalía  por  su 
aroma  y  sabor  la  pina  ó  anana.  Brindaba  también  nuevos  ali- 
mentos con  el  maíz,  destinado  á  aumentar  las  especies  de  cerea- 
les cultivadas  en  Europa;  y  con  la  yuca,  que  á  los  indígenas 
proveía  del  pan  que  llamaban  cazave,  y  con  el  tiempo  suminis- 
traría á  naturales  y  extraños  la  tapioca,  tan  útil  á  niños,  ancia- 
nos y  enfermos  como  el  sagú  de  la  India  é  islas  oceánicas;  y  si 
tales  dones  no  parecían  suficientes,  allí  estaba  la  papa  ó  patata, 
que  cuando  mejor  se  apreciara,  todos  tendrían  por  manjar  tan 
regalado  como  misericordioso.  Sacábanse  del  maíz,  de  la  pita  y 
del  esquino  ó  molle  licores  agradables,  que  podían  convertirse 
en  una  especie  de  arrope  ó  de  miel;  pero  superaba  á  estas  be- 
bidas la  preparada  con  el  cacao,  sobre  todo  el  de  Soconusco, 
bebida  predilecta  de  los  mejicanos,  y  que  generalizada  después 
en  España  hizo  las  delicias  del  convento  y  del  hogar.  No  había 
allí  laurel  cinamomo,  cuya  corteza  fuese  preciada  canela  como 
la  de  Ceilán,  ni  había  nuez  moscada  ni  clavo  de  especiería;  pero 
suplíanse  en  parte  las  dos  primeras  con  la  canela  blanca  y  la 
anona  moscada,  y  por  añadidura  el  fruto  de  una  especie  de 
mirto  sabía  en  junto  á  clavo,  nuez  y  canela.  No  existía  tampoco 
para  aromatizar  licores  la  badiana  ó  anís  estrellado  de  la  China 
y  del  Japón,  pero  lo  compensaban  especies  análogas,  y  las  flores 
de  las  magnolias,  aparte  del  fruto  de  una  preciosa  orquídea,  la 
vainilla.  Además,  el  fértil  suelo  de  la  América  central  y  meri- 
dional acogió  bien  muchas  de  las  plantas  que  á  otros  países  cá- 
lidos iban  á  buscarse.  La  caña  de  azúcar,  oriunda  de  la  India,  y 
que  en  distintos  tiempos  había  sido  aclimatada  en  Arabia, 
Egipto,  Asia  Menor,  África  septentrional  y  Mediodía  de  Europa, 
se  dio  aun  mejor  en  las  Antillas,  adonde  á  raíz  de  los  descubri- 
mientos fué  llevada  de  Canarias.  En  1515  llegaron  á  España  los 
primeros  panes  del  azúcar  obtenido  en  Santo  Domingo,  y  en 


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1553  contaba  ya  esta  isla  con  treinta  trapiches  é  ingenios  produc- 
tivos, y  todo  ello  significaba  tanta  riqueza,  que  no  sin  razón  se 
dijo  que  con  azúcar  se  habían  costeado  los  palacios  de  Carlos  V. 
Adelante  prosperó  el  gengibre  de  la  India,  y  con  éxito  se  cul- 
tivó también  el  clavillo  ó  clavo  de  especiería,  cuando  pudo 
llevarse  burlando  la  vigilancia  que  los  holandeses,  dueños  de  las 
Molucas  desde  el  siglo  xvii,  ejercían  para  conservar  abusivo 
monopolio.  Si  no  halló  en  América,  al  parecer,  suelo  tan  ade- 
cuado el  té,  que  comenzó  á  saborear  Europa  á  principios  del 
mismo  siglo,  en  que  los  holandeses  lo  trajeron  de  China,  pudo 
provenir  de  que  se  ignoraba  uno  de  tantos  secretos  con  que  se 
revisten  las  cosas  del  Celeste  Imperio,  pues  el  aroma  de  su  té 
no  es  propio,  sino  de  dos  flores,  una  de  ellas  la  camelia,  de  cuya 
fragancia  lo  impregnan  antes  de  cerrarlo  en  las  cajas  que  entre- 
gan al  comercio.  Pero  libre  de  tales  secretos,  otra  planta  aun 
más  famosa  y  codiciada,  originaria  de  Caffa  y  Abisinia,  y  que  en 
el  siglo  XV  había  encontrado  en  Arabia,  especialmente  en  Moca, 
patria  adoptiva,  dio  buen  resultado  cuando  á  principios  del 
siglo  XVIII  los  europeos,  que  desde  los  últimos  años  del  anterior 
habían  empezado  á  imitar  á  los  musulmanes  en  el  uso  de  ella, 
quisieron  aclimatarla  en  las  Antillas.  Con  el  café  de  la  Marti- 
nica, Jamaica  y  Puerto  Rico  se  eximió  Europa  de  pagar  tanto 
tributo  á  Arabia,  y  fué  más  hacedero  á  todos  procurarse  esa  be- 
bida, que  despierta  el  cerebro  sin  producir  embriaguez  ni  calor 
excesivo,  y  en  la  cual,  como  también  con  menos  ventaja  en  las 
espirituosas  ó  alcohólicas,  suele  hallarse,  no  el  manantial  de  la 
inspiración,  sino,  cuando  el  manantial  existe,  un  impulso  que 
remueve  el  impedimento  para  dejarlo  brotar. 

Completaba  la  nueva  región  el  cuadro  de  sus  producciones 
con  uno  de  esos  artículos  que  más  halagan  el  comercio,  de  esos 
que  son  sucesivamente  curiosidad  de  algunos,  aliciente  de  mu- 
chos y  necesidad  de  todos.  Tal  iba  á  ocurrir  con  el  tabaco,  cu- 
yas hojas  arrolladas  y  encendidas  por  un  extremo,  chupaban  ó 
sorbían  los  indios  por  el  otro.  Con  no  poca  extrañeza  Colón  y 
los  que  le  acompañaban  contemplaron  semejantes  sahumerios, 
que  no  respondían  al  propósito  de  perfumar  el  ambiente  como 
hacen  en  el  Asia  meridional  y  oriental  quemando  el  leño  del 
águila  ó  los  varios  de  áloe;  pero  mayor  fuera  su  admiración  si 


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vislumbraran  cuánto  había  de  extenderse  por  las  naciones  civi- 
lizadas el  uso  de  esa  hoja  que,  como  prenda  de  paz,  ofrecían  los 
indígenas  para  que  fumara  el  viajero  por  huésped  recibido.  Sir- 
ven los  narcóticos,  ya  para  concentrar  el  espíritu,  ya  para  dis- 
traer la  imaginación,  y  el  recurrir  á  alguno  de  ellos,  parece  una 
necesidad  de  esas  que  pueden  moderarse  ó  cambiar  de  medio, 
pero  no  dejar  de  satisfacerse.  El  opio  de  adormideras  cuenta 
por  cientos  de  millones  sus  aficionados  en  la  China,  India  y 
Turquía;  sigúele  en  prosélitos  en  dichos  países,  y  en  Persia  y 
África,  el  llamado  chiirnis  en  la  India  y  murlac  en  Turquía, 
pero  más  conocido  con  el  nombre  de  haschich,  que  le  dan  otros 
pueblos  orientales,  narcótico  que  se  prepara  con  cierta  resina 
del  cáñamo  y  produce  una  embriaguez  de  sueños  deliciosos;  y 
aunque  menos  adeptos,  tiénelos  en  gran  número  en  la  China, 
India  y  archipiélago  malayo  la  pimienta  betel,  que  mascan  con 
cal  mezclada.  No  faltaba  en  América  planta  que  hiciera  las  ve- 
ces de  esta  pimienta,  pues  para  igual  uso  y  revuelta  con  cal  ó 
con  ceniza  de  la  quinoa,  que  á  cierta  altitud  reemplazaba  á  los 
cereales,  empleaban  los  indios  del  Perú  la  menuda  hoja  de  la 
coca,  y  tan  aficionados  eran  á  ella,  que  su  venta  produjo  cuan- 
tiosa ganancia  á  los  españoles,  que  dominaron  aquella  región^ 
Pero  nada  valía  esta  riqueza,  comparada  con  la  que  represen- 
taba el  tabaco,  destinado  á  avasallar  el  mundo  entero.  Propa- 
gado su  uso  entre  los  españoles  y  portugueses  desde  mediados 
del  siglo  XVI,  introducido  á  su  vez  en  Inglaterra  por  Raleigh, 
que  le  adquirió  en  sus  tentativas  de  colonización  de  la  Virginia, 
é  imitado  en  Francia  el  ejemplo  dado  por  Catalina  de  Médicis 
de  aspirar  el  polvo  de  la  nicotiana,  es  decir,  de  la  hoja  de  ta- 
baco que  Nicot,  Embajador  francés  en  Portugal,  le  había  en- 
viado desde  este  punto,  pronto  cundió  la  moda  de  fumar  esa 
hoja  americana  ó  de  sorber  el  polvo  de  ella.  En  vano  Jacobo  I 
de  Inglaterra  lo  vituperó  en  un  opúsculo  escrito  por  él  mismo; 
en  vano  el  Papa  Urbano  VIII  dictó  censura  para  evitar  que  la 
seriedad  de  las  ceremonias  religiosas  se  perturbara  cepillando, 
como  era  costumbre  entonces,  la  hoja  que  se  quería  aspirar; 
en  vano  el  Sultán  de  Turquía,  Amurates  IV,  conminó  con  pe- 
nas severas  á  los  subditos  suyos  que  hicieran  uso  del  tabaco. 
Más  arraigado,  cuanto  más   combatido,  siguió  salpicando  de 


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polvo  el  breviario,  el  libro  de  estudio,  el  randado  pañuelo  y  la 
fina  ropilla,  ó  bien  obscureciendo  de  humo  el  ambiente  de  la 
celda,  del  gabinete,  del  camarote  y  de  la  tienda  de  campaña,  y 
acabando  por  dominar  á  los  mismos  que  pudieran  prohibirlo, 
pareció  servirles  de  estímulo  para  los  triunfos  y  de  beleño  en 
los  días  aciagos:  con  el  pecho  manchado  de  polvo  de  tabaco 
paseó  el  genio  de  la  guerra  del  siglo  xix  sus  armas  victoriosas 
desde  las  Pirámides  hasta  Moscou,  y  el  humo  del  cigarro  veló 
la  emoción  del  segundo  Emperador  de  Francia  al  sufrir  en  Se- 
dán una  derrota  que  anunciaba  la  pérdida  de  su  trono. 

Mas  no  atraía  sólo  América  por  la  belleza  de  sus  paisajes  y 
por  los  codiciosos  productos  con  que  al  comercio  brindaba, 
pues  si  se  quería  también  un  imperio  brillante  y  pagano  que 
despertara  en  el  gerrero  ambición  de  gloria  por  conquistarlo  y 
en  el  religioso  santo  celo  por  convertirlo,  allí  estaba  Méjico. 

¿Qué  imperio  era  aquel  que  al  ruido  de  la  victoria  alcanzada 
por  Hernán  Cortés  en  Tabasco  en  15 19,  se  apresuraba  á  man- 
darle embajadas  con  ricos  regalos  de  penachos,  mosqueadores, 
ropas  con  adornos  de  plumas  engalanadas  y  joyas  de  oro  y  plata, 
algunas  de  gran  tamaño,  como  dos  que  representaban  los  dos 
astros  más  notables?  En  Zempoala,  cuyas  blancas  casas,  en  me- 
dio de  una  comarca  fértil  y  con  esmero  cultivada,  evocaban  el 
recuerdo  de  Sevilla,  comenzaron  á  adquirirse  más  ciertas  noti- 
cias, y  tales  eran,  que  al  comunicarlas  al  joven  monarca  Car- 
los V,  quedó  asombrado,  no  obstante  el  esplendor  de  su  corte. 
Mientras  tanto,  el  resuelto  capitán,  alentado  con  lo  que  con- 
templaba y  le  anunciaban,  se  decidía  á  fundar  la  Villarica,  déla 
Veracruz,  y  afirmando  la  propia  opinión  en  el  consejo  y  apoyo 
de  los  más  de  los  suyos,  para  seguir  adelante  con  mayor  em- 
peño, daba  al  través  con  sus  naves,  barrenándolas  á  vista  de 
todos.  Al  penetrar  después  en  Xocotlán,  Tlascala  y  Cholula, 
ciudades  comparadas  por  los  españoles  con  Castilblanco  de 
Portugal  la  primera,  por  sus  blancas  azoteas,  con  Granada  la  se- 
gunda, por  el  gran  concurso  de  gente,  y  con  Valladolid  la  ter- 
cera, por  los  muchos  remates  de  altos  edificios,  creció  ese  em- 
peño, porque  aquellas  noticias  se  repetían  y  ampliaban.  Si  el 
poder  de  Moctezuma  era  temido  en  Zempoala,  donde  con  do- 
lor le  rendían  tributo,  sin  atreverse  á  resistir,  pues  era  señor  de 


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muchas  ciudades  y  tierras,  y  disponía  de  numerosos  vasallos  y 
ejércitos,  ese  poder  era  admirado  en  Xocotlán,  donde  no  com- 
prendían que  pueblo  alguno  no  estuviera  sujeto  ó  amenazado 
de  estarlo  al  dominio  de  Moctezuma;  ese  poder  también  cons« 
titula  el  orgullo  de  Tlascala,  porque  con  ser  tan  fuerte,  no  so- 
juzgaba su  Estado,  regido  por  especial  Gobierno,  que  los  espa- 
ñoles hallaban  semejante  al  de  los  señoríos  de  Pisa  y  Genova; 
y  ese  poder,  finalmente,  recibía  el  sello  de  veneración  en  Cho- 
lula,  la  ciudad  sagrada,  en  la  cual  se  alzaban  cientos  de  montes 
hechos  á  mano,  como  grandes  pirámides  truncadas  y  con  gra- 
dería, que  servían  de  pedestales  á  los  altares  ó  adoratorios 
donde  se  quemaba  incienso  y  se  hacían  sacrificios,  pidiendo  á 
los  dioses  conservaran  su  protección  al  vasto  imperio.  Presen- 
tábanse, en  tanto  y  á  cada  paso,  nuevos  embajadores  á  Cortés, 
rogándole,  no  sin  cierto  dejo  de  amenaza,  á  la  vez  que  ricos  re- 
galos le  ofrecían,  no  pasara  adelante,  y  no  valiendo  el  ruego,  ya 
en  Tlascala  apelaron  á  la  perfidia  para  impedir  la  paz  y  alianza 
del  caudillo  español  con  los  de  esta  ciudad  y  provincia  por  él 
tres  veces  vencidos,  y  después  en  Cholula  intentaron  la  resisten- 
cia, queriendo  cerrar  el  paso.  Pero  todo  era  maj^or  aliciente  para 
encaminarse  hacia  corte  tan  ponderada  y  que  tanto  se  recataba. 
No  cabía  volverse  sin  ver,  y  los  450  hombres  de  que  constaba 
el  ejército  conquistador,  ansiosos  y  precavidos,  con  los  corre- 
dores del  campo  á  caballo  descubriendo  tierra,  rodeados  de 
peones  muy  sueltos,  para  mutua  ayuda  en  caso  necesario,  de- 
trás los  jinetes  de  tres  en  tres,  y  los  de  á  pie  con  gran  concierto, 
á  punto  siempre  las  ballestas,  escopetas  y  bombardas,  seguían 
avanzando  con  esperanza  de  mayores  maravillas,  y  en  verdad 
no  se  engañaban. 

Tan  hermosa  como  Venecia  en  el  Adriático  se  mostraba  la 
capital  de  Méjico  en  el  más  extenso  de  varios  lagos  que  llena- 
ban la  mayor  parte  de  un  valle  anchuroso,  situado  á  considera- 
ble altura  sobre  el  nivel  del  mar  y  cercado  de  sierras  muy  ele- 
vadas. Alzábase  hacia  el  lado  occidental,  y  en  el  opuesto  se 
hallaba  la  ciudad  de  Tezcuco.  Al  Norte  y  en  gradación,  cada  vez 
más  altos,  se  extendían  el  lago  que  después  se  llamó  de  San 
Cristóbal,  el  de  Xaltocán  y  el  de  Zumpango.  Al  Sur,  en  grada- 
ción también,  aunque  menor,  los  dos  lagos  de  Chalco  y  Xochi- 


CO    


milco,  este  último  al  oeste  del  anterior,  formaban  casi  uno  solo, 
dividido  en  gran  parte  del  de  Tezcuco  por  una  pequeña  cordi- 
llera que  cruzaba  el  valle  de  Oriente  á  Occidente,  deteniéndose 
en  el  punto  donde  se  edificó  Ixtapalapa,  y  dejando  entre  ella  y 
el  lado  occidental  de  la  sierra  circular,  donde  estaba  Cuyoacán, 
un  estrecho  por  el  cual  se  reunían  esos  lagos,  bañando  las  ciu- 
dades de  Mexicalcinco  y  Huitzilópozco.  Parecía  un  mar  el  lago 
de  Tezcuco  por  su  circunferencia,  de  unas  quince  leguas,  y  por 
su  agua  salada,,  á  causa  de  la  concentración  que  en  fondo  más 
permanente  padecían  las  que  con  las  lluvias  y  la  nieve  derre- 
tida bajaban  de  dicha  sierra  cruzando  los  lagos  superiores, 
donde,  más  renovadas,  conservaban  todavía  dulce  sabor.  Di- 
ques artificiales  se  unían  á  los  naturales  para  contener  y  encau- 
zar las  aguas  de  los  lagos  más  altos,  y  tres  magníficas  calzadas, 
una  al  Norte  hacia  Tepeyac,  otra  á  Poniente  hacia  Tacuba  y  otra 
á  Mediodía,  dividida  á  cierto  trecho  en  dos,  encaminadas  á  Ix- 
tapalapa y  á  Cuyoacán,  enlazaban  con  las  orillas  del  gran  lago 
la  que  era  capital  del  vasto  Imperio  desde  que  el  antiguo  se- 
ñorío de  las  cumbres  (Ciil-huac),  extendiéndose  por  el  valle,  se 
había  transformado  en  hermoso  señorío  de  tierras  y  aguas  {An- 
a-huac).  Desde  la  falda  de  un  alto  volcán  de  aquella  sierra,  unos 
pocos  españoles  que,  por  mandado  de  Cortés,  fueron  á  explorar 
la  humeante  montaña  {Popoca-tepec),  pudieron  contemplar  con 
deleite  la  perspectiva  del  variado  valle ;  pero  al  costear  el  ejér- 
cito por  el  Sur  el  lago  de  Chalco,  pasar  entre  éste  y  el  de  Xo- 
chimilco,  en  cuya  división  estaba  Tlahuac,  y  llegar,  finalmente, 
á  Ixtapalapa,  junto  al  lago  central,  el  asombro  fué  de  todos 
ante  cuadros  como  los  descritos  en  las  novelescas  historias  de 
andantes  caballeros  atraídos  por  encantadores.  Ya  destacán- 
dose en  las  orillas,  ya  pareciendo  salir  de  las  aguas,  se  veían 
templos,  casas  y  árboles;  interrumpían  la  uniforme  línea  de  las 
calzadas  sus  puentes  y  adoratorios;  multitud  de  canoas  cruza- 
ban los  lagos,  y  á  impulsos  del  viento  se  deslizaban  sobre  ellos 
las  chinampas  ó  huertas  pequeñas,  de  flotante  césped,  donde 
se  mecían  plantas  adornadas  de  flores.  Y  juntándose  una  mara- 
villa con  otra,  allí  en  Ixtapalapa,  edificada  al  pie  de  un  monte, 
parte  de  ella  en  el  agua  y  parte  en  tierra  firme,  bañada  al  Sur 
por  el  lago  de  Xochimilco  y  al  Norte  por  el  de  Tezcuco,  veíanse 


—  c;i  — 


los  españoles  alojados  por  el  señor  de  esa  ciudad  en  una  gran 
casa,  obra  de  buena  cantería  y  maderas  olorosas,  con  huerta  y 
jardín  que  embellecían  un  mirador  de  hermosos  corredores,  un 
anchuroso  estanque,  poblado  de  lindas  especies  de  aves  acuáti- 
cas, y  un  riachuelo  por  donde  desde  el  lago  se  entraba  en  ca- 
noas hasta  el  delicioso  verjel,  formando  todo  ello  tal  cuadro, 
que  bien  cabía  preguntarse  si  la  capital  de  Méjico  era  otra  Cór- 
doba como  la  floreciente  en  tiempo  de  los  califas,  toda  vez  que 
aquella  ciudad  parecía  otra  Medina-Zahara. 

Nuevo  motivo  de  admiración  se  preparaba,  ya  acordado  el 
recibimiento  por  Moctezuma.  Partió  de  Ixtapalapa  el  pequeño 
ejército  y  entró  por  la  gran  calzada  del  Mediodía,  de  dos  leguas 
de  longitud,  y  tan  ancha  que  cabían  ocho  caballos  de  frente.  En 
el  punto  donde  la  calzada  de  Cuyoacán  se  juntaba  con  la  que 
seguían,  y  donde  en  defensa  de  la  capital  se  alzaba  un  baluarte 
con  dos  torres  ó  pirámides,  cercado  de  muro,  que  ostentaba 
pretil  almenado  á  altura  de  dos  hombres,  se  habían  adelantado 
á  recibir  á  Cortés  y  los  suyos  muchos  indios,  que  en  la  riqueza 
de  sus  calzas,  en  los  primores  de  sus  mantas  cuadradas,  sobre 
el  pecho  y  espalda  tendidas,  y  al  hombro  derecho  anudadas,  y 
en  lo  vistoso  de  las  plumas  con  que  adornaban  su  cabeza,  mos- 
traban ser  nobles  señores  icui-tli).  Acercándose  uno  por  uno  á 
Cortés,  diéronle  la  bienvenida  é  hiciéronle  todos  la  misma  re- 
verencia de  inclinarse,  tocar  la  tierra  con  la  mano  y  llevar  ésta 
á  los  labios.  Acompañado  después  de  estos  señores,  siguió  ade- 
lante el  ejército,  y  pasado  un  puente  levadizo  de  madera  que  á 
la  entrada  de  la  capital  había,  se  encontró  ante  una  calle  dere- 
cha, muy  larga  y  de  bastante  anchura,  que  edificios  grandes  y 
de  buen  aspecto  hermoseaban.  Conducido  en  andas  de  oro  ve- 
nía por  ella  Moctezuma,  ataviado  con  lujoso  vestido  y  calzado 
con  sandalias,  cuyas  suelas  de  oro  y  correas  cuajadas  de  brillante 
pedrería  deslumhraban,  mientras  que  su  numeroso  acompaña- 
miento iba  descalzo  en  señal  de  respeto.  Hízose  apear  el  Rey 
cuando  estuvo  á  cierta  distancia,  y  llevado  entonces  de  un  brazo 
por  el  señor  de  Tezcuco,  y  del  otro  por  el  señor  de  Ixtapalapa, 
siguió  avanzando  bajo  un  palio  riquísimo  de  plumas  verdes  con 
labores  de  oro  y  plata,  y  con  colgantes  bordaduras  llenas  de 
perlas  y  de  verdes  piedrezuelas  {chalchihiii-tl),  parecidas  á  es- 


52 


meraldas,  y  de  los  mejicanos  muy  estimadas.  Iban  delante  in- 
dios principales,  que,  sin  ser  osados  á  levantar  la  vista,  tendían 
mantas  en  el  suelo  para  que  no  lo  pisara,  y  con  no  menor  reco- 
gimiento y  el  andar  acompasado,  en  dos  hileras  divididos  y  arri- 
mados á  las  paredes,  seguían  á  Moctezuma,  como  en  procesión, 
200  señores,  que  en  sus  trajes  y  adornos  revelaban  ser  caballe- 
ros (Jte-cui-tli)  de  su  más  distinguida  orden.  Fué  Cortés  á  abra- 
zar al  monarca,  pero  los  dos  príncipes  que  á  éste  acompañaban 
detuvieron  al  caudillo  español  con  las  manos,  si  bien  dejaron  le 
echara  al  cuello  un  collar  que  como  presente  le  ofrecía.  Moc- 
tezuma dio  á  Cortés  la  bienvenida  y  se  inclinó  ante  él,  haciendo 
la  ceremonia  de  llevar  la  mano  á  los  labios,  después  de  bajarla 
hacia  el  suelo.  Lo  mismo  repitieron  los  de  la  comitiva,  acercán- 
dose por  su  turno  y  volviendo  á  su  puesto.  Mandando  luego  el 
monarca  á  uno  de  aquellos  dos  príncipes  que  llevara  del  brazo 
á  Cortés,  y  adelantándose  él  un  poco,  llevado  del  mismo  modo 
por  el  otro,  tornó  hacia  el  interior  de  la  ciudad,  acompañándole 
la  procesión  en  el  mismo  orden,  y  siguiéndole  los  españoles,  ad- 
mirados del  solemne  recibimiento,  y  entretenidos,  según  avan- 
zaban, con  el  animado  cuadro  que  en  las  calles  inmediatas,  for- 
madas por  el  agua  del  lago  entre  andenes,  ofrecía  inmensa  mu- 
chedumbre de  indias  é  indios  que  por  ver  el  ejército  se  apiñaban 
en  canoas  y  azoteas,  componiendo  original  conjunto  con  los  di- 
versos colores  de  sus  túnicas,  mantas,  marlotas  y  otras  prendas, 
y  con  la  variedad  de  collares,  brazaletes ,  zarcillos  y  demás 
adornos  de  metales,  piedras  ó  plumas.  Volvióse  durante  el  ca- 
mino Moctezuma  á  Cortés  y  echóle  al  cuello  dos  preciosos  co- 
llares de  conchas  encarnadas  y  figuras  de  oro,  que  para  premiar 
el  presente  que  de  él  antes  recibiera  había  mandado  traer,  y  da- 
divoso también  con  los  demás  españoles,  así  que  los  dejó  con 
su  capitán  alojados  en  un  gran  palacio,  envió  para  todos  cuan- 
tioso regalo  de  ropas,  plumajes  y  joyas. 

No  mentía  la  fama  al  referir  el  fausto  que  á  Moctezuma  de 
continuo  rodeaba.  Vivía  en  otro  palacio  muy  espacioso,  con 
muchas  puertas  á  diferentes  calles,  y  con  grandes  salas,  patios 
y  corredores.  Tejidos  primorosos  de  menuda  pluma,  que  figu- 
raban animales  y  plantas,  y  paramentos  que,  aun  siendo  de  al- 
godón, parecían  maravillosos  por  su  labor  y  colores,  alternaban 


—  53  — 

por  doquiera  con  piedras  labradas  y  con  objetos  de  plata  y  oro» 
en  los  cuales,  si  no  lucía  en  su  perfección  el  arte,  se  mostraba  el 
ingenio  en  la  imitación  de  seres  naturales,  á  veces  con  piezas 
fundidas,  de  modo  que  conservaban  juego  ó  movilidad.  Había 
en  palacio  gran  número  de  guardias  y  gentes  de  servicio,  y  va- 
rias salas,  á  todas  horas  durante  el  día,  se  llenaban  de  nobles 
señores  que  en  los  patios  dejaban  su  acompañamiento;  pero  el 
rumor  propio  del  concurso  se  iba  extinguiendo  hasta  la  sala  del 
monarca,  cuyas  audiencias  se  sujetaban  á  rigurosa  etiqueta. 
Desde  el  labrador  (macehtta-tli),  hasta  algunos  de  los  príncipes 
á  quienes  se  daba  el  mismo  dictado  de  alteza  que  al  rey  (el  de 
ctn,  como  el  de  cid  ó  sidi  entre  los  árabes),  comparecían  ante 
él  con  las  sandalias  quitadas,  trocadas  las  prendas  lujosas  por 
otras  inferiores,  haciendo  profundas  reverencias  y  no  atrevién- 
dose á  alzar  la  mirada.  Señor ^  comenzaba  á  decir  el  respetuoso 
vasallo;  mi  señor,  invocaba  de  nuevo;  gran  señor.,  añadía 
después,  y  expuesta  la  petición,  y  oída  la  respuesta,  se  retiraba 
de  frente  sin  variar  su  humilde  actitud.  Era  también  muy  ce- 
remonioso el  Rey  en  sus  comidas.  En  la  sala  para  ello  des- 
tinada, rodeábanle  sólo,  permaneciendo  de  pie,  cinco  ó  seis  se- 
ñores de  edad,  á  quienes  honraba  con  su  plática  y  con  rega- 
larles de  lo  que  se  le  presentaba.  Hermosas  indias  le  traían  en 
platos,  que  tenían  debajo  braseritos  con  ascuas,  la  comida  que 
había  escogido  entre  los  manjares  sin  cuento,  expuestos  en  la 
misma  sala  por  multitud  de  servidores;  de  vez  en  cuando  le 
llenaban  de  la  bebida  del  cacao  copas  de  oro,  y,  por  conclusión 
le  ofrecían  en  pipas,  adornadas  con  labores  del  mismo  metal, 
tabaco  revuelto  con  liquidambar.  Dábase  luego  la  comida  con 
esplendidez  á  cuantos  en  palacio  se  hallaban.  La  grandeza  de 
aquel  monarca,  á  quien  pocos  príncipes  orientales  podían  igua- 
lar, se  revelaba  también  en  otras  casas  suyas,  donde  parecía 
hacer  alarde  de  su  poder.  Dos  de  ellas  se  destinaban  á  fabricar 
y  guardar  penachos  y  enseñas  que  servían  de  distintivos  gue- 
rreros; flechas,  espadas  y  lanzas  que  suplían  el  acero  con  afi- 
lado pedernal,  y  colchados  de  algodón,  rodelas  y  paveses,  usa- 
dos para  defensa;  armas  adornadas,  muchas  de  ellas  con  plumas, 
piedras  y  metales  preciosos.  En  otra  casa,  con  gran  patio  de 
gentiles  losas  á  modo  de  tablero  de  ajedrez,  se  cuidaban  con 


—  54  — 

esmero  los  animales  del  país  más  celebrados  por  su  fuerza  ó 
tamaño.  Jaula  adecuada  donde  revolverse  tenía  allí  la  pantera 
{ocelo-tl)\  en  aposentos,  mitad  con  techo  y  mitad  descubiertos 
bajo  red  de  palo,  posándose  en  percha  ó  alcándara,  como  hal- 
cones de  cetrería,  el  águila  {cuau-th)  y  el  gran  buitre  {cozca- 
cuaii-tli),  se  guarecían  de  la  lluvia  ó  desplegaban  sus  alas  al  sol, 
y  asida  por  su  cola  de  algún  travesano  ó  replegada  sobre  lecho 
de  hojas,  se  balanceaba  ó  reposaba  en  su  cuarto  la  ponderada 
culebra  boa  {qiieza-coa-ti)  de  vivos  colores,  como  las  plumas 
del  tucán  {qiieza-tl).  Tenía  además  Moctezuma  casas  de  recreo 
con  jardines  superiores  al  que  tanto  embeleso  había  causado  á 
los  españoles  en  Ixtapalapa.  Arboledas  dominadas  por  anciano 
ciprés  {ahuehue-tt)^  cuadros  de  flores  que  la  dalia  {xochi-tl)  es- 
maltaba, y  grandes  estanques,  de  agua  dulce  unos  y  salada  otros, 
servían  de  morada  á  hermosas  aves,  y  desde  miradores  de  már- 
mol se  podía  contemplar  la  deliciosa  perspectiva  que  el  chupa- 
mirto ó  colibrí  {Jiuitzi-tl)  en  torno  de  las  flores,  los  papagayos 
y  cardenales  en  las  ramas  de  los  árboles,  y  el  flamenco  de  vivo 
encarnado  en  los  estanques,  matizaban  con  movibles  colores. 
Cuidaban  de  los  jardines  y  de  sus  aves  multitud  de  criados,  en- 
tendiendo unos  en  recoger  las  plantas  medicinales,  otros  en 
aprovechar  las  vistosas  plumas,  quienes  en  vaciar  y  henchir  los 
estanques  por  sus  caños,  quienes  en  dar  á  cada  ave  su  especial 
alimento;  ni  aun  faltaban  otros  atentos  á  curar  las  que  adole- 
cían, revelándose  en  todo  un  esmero,  que  hubiera  envidiado 
Francisco  I  para  las  garzas  reales  que  por  su  mandado  en  el 
parque  de  Fontainebleau  se  criaban. 

Correspondía  al  fausto  del  monarca  el  aspecto  interior  de  la 
capital  de  su  Imperio.  Veíanse  muchas  casas  con  buenos  apo- 
sentos y  verjeles,  propiedad  de  nobles  señores  y  personas  ricas 
que  pasaban  en  la  corte  cierta  parte  del  año,  ó  tenían  en  ella  su 
habitual  residencia,  y  se  notaba  no  peco  aseo  en  las  calles  de 
tierra  firme  y  en  los  puentes  y  andenes  de  las  formadas  sobre 
el  mismo  lago.  Venían  desde  Chapultepec  á  la  ciudad  por  una 
de  las  calzadas  dos  grandes  cañerías  y,  llena  una  de  ellas  mien- 
tras se  limpiaba  la  otra,  proveían  de  agua  dulce,  que  indios 
dedicados  á  ello,  pagando  sus  derechos,  recogían  y  lleva- 
ban á  vender.  Varias  plazas,  destinadas  á  mercado  (tianqiiiz- 


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tli)^  servían  también  para  tratos  y  ajustes  de  trabajadores  y 
maestros  de  oficios;  pero  el  cuadro  más  vistoso  lo  ofrecía  la  del 
barrio  edificado  al  Norte  de  la  capital,  sobre  una  pequeña  isla 
{tla-tl).  Era  una  plaza  harto  mayor  que  la  célebre  de  la  ciudad 
de  Salamanca,  estaba  toda  rodeada  de  portales  y  tenía  en  me- 
dio un  macizo  cuadrado  de  fábrica,  de  treinta  pasos  por  lado,  y 
altura  superior  á  la  de  dos  hombres,  que  servía  de  teatro  en  las 
fiestas  y  regocijos.  Muchos  miles  de  personas,  dentro  del  vasto 
circuito,  vendían  y  compraban  con  orden  y  concierto,  bajo  la 
vigilancia  de  celadores  y  el  amparo  de  jueces  de  comercio,  que 
en  una  casa  como  de  audiencia  {tepan-ca-tli)  estaban  reunidos 
para  decidir  en  caso  de  infracción  ó  querella.  Repartidos  los  di- 
versos géneros  de  mercaderías,  formando  cada  uno  su  calle, 
aquí  se  veían  variadas  formas  de  loza  vidriada  y  pintada  de  Cho- 
lula,  allí  objetos  de  oro  ó  plata,  vaciados  ó  labrados,  obras  inge- 
niosas de  los  artífices  de  Escapuzalco,  y  allá  tejidos  primorosos 
de  pluma,  que  revelaban  la  paciente  labor  de  los  de  Cotas- 
tlan,  tierra  próxima  á  San  Juan  de  Ulúa  ó  de  Culhúac.  Había 
para  calzado  cueros  de  venado  {inaza-tl)^  de  cíbolo  ó  bisonte  y 
de  otros  animales;  mantas  de  algodón  de  diversos  colores  y  ta- 
maños, destinadas  á  prendas  de  vestido  ó  á  paramentos  de 
cama;  lienzos  de  la  misma  materia,  preparados  para  poder  en 
ellos  escribir,  y  otras  clases  de  papel  y  ropaje,  hechas  con  fibras 
de  una  pita  grande  {ine-tl)  ó  de  otra  pequeña  {ix-tl)^  plantas  de 
que  tan  pródiga  se  mostraba  aquella  región,  que  bien  merecía  el 
nombre  de  Méjico  ó  país  de  las  pitas  {Mé-ix-co),  con  que  los 
españoles  por  primera  vez  oyeron  designarla  en  Tabasco.  No 
escaseaban  los  puestos  con  madejas  de  algodón  hilado  y  con 
otras  de  henequén  ó  hilo  de  pita,  ni  las  tiendas  con  los  colores 
empleados  en  el  tinte  y  pintura,  entre  los  cuales  sobresalía  la 
grana  de  la  cochinilla  iiiiic-iz-tli)^  adherida  al  nopal  {nopa-tli^  y 
su  tallo  ó  fruto,  7mc-tli).  En  sus  calles  respectivas  se  encontra- 
ban también,  ya  leños  para  encender  y  alumbrarse,  ya  esteras 
de  palma  ó  pita,  unas  delgadas  para  asientos  y  pisos  de  sala, 
otras  más  gruesas  para  camas  {peta-tl),  ya  buriles,  escoplos,  ba- 
rrenas y  hachas  de  obsidiana  ó  cobre,  ya  piedras,  ladrillos  y 
maderas  para  construcción,  y  aceite  de  chia  (especie  de  salvia), 
ó  de  otras  plantas  para  fijar  las  pinturas.   En  mantenimientos 


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podía  satisfacerse  el  gusto  más  delicado.  La  volatería,  sobre 
todo,  era  muy  variada,  y  entre  sus  especies  no  brindaba  con  el 
manjar  menos  sobroso  el  pavo  de  América  {huaxolo-ti),  en  Es- 
paña y  otros  países  criado  después.  Los  frutos  eran  también  en 
gran  número,  algunos  bien  aceptados  desde  entonces  y  conoci- 
dos con  los  mismos  nombres  ó  con  leve  variante  (como  torná- 
til zapo-tl^  tomate,  zapote).  Teníase  allí  maíz  {cen-tli)  en  grano 
y  en  pan,  y  además  de  la  sal  {ixta-tl)^  se  vendía  cuajada  una 
eflorecencia  salina  (tequesqui-tl)  que  con  red  de  malla  se  reco- 
gía de  la  superficie  del  lago.  Abundaba  la  bebida  del  maiz  y  la 
de  la  pita  ó  maguey  {me-oc-tli)^  licor  llamado  después  pulque^ 
y  bien  provista  estaba  á  su  vez  la  calle  de  las  drogas  y  prepara- 
ciones medicinales.  No  se  vendía  al  peso,  pero  existían  medi- 
das de  capacidad,  ya  de  estera  ó  tejido,  para  áridos,  ya  de  loza, 
para  líquidos.  Y  era  de  ver  cómo  ofreciendo  unas  mercaderías 
á  cambio  de  otras,  ó  dando  por  moneda  granos  de  cacao  icaca- 
hua-tl),  ó  cañones  de  pluma  llenos  de  granitos  de  oro,  iba  aque- 
lla gran  multitud  de  unos  puestos  á  otros.  El  rumor  y  zumbido 
de  voces  hasta  muy  lejos  resonaba,  y  algunos  españoles  que  en 
sus  campañas  habían  recorrido  famosos  mercados  de  Europa, 
declaraban  no  haber  visto  cuadro  tan  animado. 

Eran  muchos  los  templos  de  la  capital,  en  los  cuales  se  so- 
lemnizaban, ya  fiestas  movibles,  como  la  del  brillante  lucero 
{Topi-tl-cm),  al  principio  de  la  época  en  que  se  mostraba  por  la 
mañana,  ya  las  fiestas  fijas,  celebradas  el  postrer  día  de  cada 
mes  mejicano,  en  que,  cumplidos  por  el  sol  {Tona-tli)  con  corta 
diferencia  otros  veinte  grados  de  su  curso  anual,  reinaban  nue- 
vas estaciones  ó  períodos  de  ellas,  señalados  por  flores,  frutos, 
cosechas,  caza,  pesca  ó  ferias,  ya  otras  fiestas  fijas  que  se  hacían 
al  cabo  de  cierto  número  de  años.  Pero  el  templo  más  suntuoso 
de  esta  ciudad  era  el  que  junto  al  grandioso  mercado  se  elevaba. 
Cercado  á  bastante  distancia  por  un  cuadro  de  alto  muro,  den- 
tro del  cual  hubiera  podido  edificarse  un  pueblo  castellano 
de  400  casas,  había  un  tronco  de  pirámide  con  base  cuadrada 
de  300  pies  por  lado  y  con  gradería  de  1 14  escalones  en  la  cara 
lateral  que  miraba  á  Poniente.  El  espacio  comprendido  entre  el 
muro  y  esta  cumbre  {culo  cíi-tl),\o  repartían  grandes  patios  de 
losas  blancas,  holgados  aposentos  para  los  sacerdotes  y  otros 


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para  doncellas  consagradas  por  cierto  tiempo  á  vida  monástica, 
un  gran  osario,  recuerdo  permanente  de  la  muerte,  y  unas  40 
cumbres  más  bajas  que  la  principal,  las  cuales  servían  para  en- 
terramiento de  nobles  señores  y  como  pedestales  á  capillas  ó 
casas  de  dioses  {teii-ca-tli),  dedicadas  á  las  causas  reconocidas 
de  todo  poder  ó  maravilla  natural,  como  el  rayo  i^Mix-coa-tl^  ó 
la  serpiente   de  las  nubes),  representado  por  la   culebra  boa 
{queza-coa-tl),  esculpida  con  grandes  proporciones  en  la  capilla 
que  por  su  pirámide  de  50  gradas,  entre  todas  esas  otras,  más  se 
destacaba.  Subida  la  escalera  de  la  cumbre  principal,  venía  un 
atrio  ó  placeta,  cuyo  contorno  adornaban  varios  relieves,  y  la 
entrada  una  estatua  como  de  dragón.  Al  lado  opuesto  de  ese 
atrio  se  elevaba,  en  forma  de  torre,  el  templo  donde  eran  vene- 
rados los  dioses  tenidos  por  mayores  después  del  que  por  exce- 
lencia sólo  llamaban  el  Dios  {^Teu-tl).  Había  en  la  planta  baja 
de  dicha  torre  dos  capillas,  una  á  la  derecha  y  otra  á  la  izquierda, 
ambas  con  prolijas  labores  en  las  piedras  de  las  paredes  y  en 
las  maderas  del  techo,  y  con  una  estatua  cada  una,  de  forma  hu- 
mana y  gigantesco  tamaño,  sobre  la  cual  brillaban  muchos  ador- 
nos de  oro,  plata,  nácar,  perlas  y  piedras  preciosas,  alusivos  á 
los  atributos  de  la  deidad  que  la  estatua  representaba.  La  de  la 
capilla  derecha  era  del  dios  de  los  ejércitos,  del  dios  resplan- 
deciente {Huitziló-poz-iliy  ó  como  decían  los  españoles,  alte- 
rando un  poco  el  nombre  y  suprimiendo  el  artículo,  Huchilo- 
bos).  La  de  la  capilla  izquierda  era  de  su  hermana  la  Providen- 
cia {Tesca-poz-il),  que  recogía  las  almas  y  transformaba  las  de 
los  guerreros  en  brillantes  colibríes.  Arriba,  en  otro  piso  del 
mismo  templo,  y  en  capilla  no  menos  primorosa,  donde  ardía 
en  un  brasero  lumbre  perenne,  estaba  la  estatua,  hecha  de  se- 
millas, y  muy  adornada  también,  que  representaba  á  la  Ceres 
mejicana  que  hacía  fructificar  los  campos.  Presididos  por  un 
prelado   ó  superior  [accaú-tli],  los  sacerdotes  {tlatnacaz-tii), 
suelta  la  crecida  cabellera  {papa-tl)  y  vestidos  de  una  túnica 
blanca,  larga  y  ceñida,  casi  cubierta  por  una  manta  negra,  or- 
lada de  guedejas  de  algodón  hilado  y  provista  de  capucha,  que- 
maban copal  {copa-tli)  en  braserillos  de  mano  y  celebraban  sus 
ritos  en  el  atrio  y  las  capillas,  mientras  abajo,  frente  á  las  gra- 
das, oraba  el  pueblo,  contemplando  los  actos  religiosos  y  el 


humo  del  incienso  que,  envolviendo  la  torre,  subía  hacia  el  sol, 
que  parecía  elevarse  desde  el  monumento.  El  panorama  que 
desde  el  atrio  se  abarcaba  era  muy  hermoso.  Distinguíanse  á  lo 
lejos  el  Nevado  de  Toluca,  el  Popocatepecy  el  pico  de  Orizaba, 
ó  monte  de  la  Estrella  {Cttla-tepec),  entre  las  cimas  déla  sierra 
circular;  veíase  el  lago  con  sus  pueblos,  sus  calzadas  y  las  ca- 
noas {a-ca-tii),  que  surcaban  el  agua  (a-¿¿);  y  dominábase  el 
gran  mercado  y  el  resto  de  la  capital,  que  con  sus  barrios  entre 
calles  de  agua,  justificaba  su  nombre  de  ciudad  como  nopal  de 
piedra  i^Te-niic-tli-aii).  Pero,  aun  sin  esa  perspectiva,  bastaba 
para  sentir  admiración,  bajar  la  gradería  y  volverse  á  reparar  en 
el  grandioso  monumento.  Las  pirámides  de  Egipto  no  ofrecen 
líneas  tan  hermosas  como  las  obras  de  Grecia;  pero  no  se  las 
ve  sin  asombro,  pensando  en  el  sentimiento  común  que  ani- 
maba á  sus  innumerables  obreros,  ó  en  la  poderosa  voluntad 
que  á  ellos  se  imponía;  y  ese  mismo  asombro  debían  tener  los 
españoles  al  contemplar  la  pirámide  mejicana.  No  eran  tribus 
dispersas  lo  que  en  torno  de  ella  existía:  era  un  pueblo  organi- 
zado, era  una  nación. 

Habíala,  en  efecto,  y  muy  digna  de  estudio.  Abundaban  en 
su  idioma  las  palabras  compuestas  á  la  irianera  de  los  nopa- 
les, cuyos  tallos  se  suceden  como  pegados  unos  á  otros.  Colo- 
cábanse las  coiuponentes  en  orden  inverso  á  semejanza  de  las 
palabras  inglesas,  la  voz  específica  antes  de  la  genérica,  y  pos- 
puesto iba  también  el  artículo  itli  ó  //),  como  presumen  algu- 
nos que  ocurría  en  el  latín  primitivo,  cuyos  nombres  sustantivos 
lo  llevaban,  no  haciendo  de  lictor,  sino  de  esclavo.  La  escritura 
mejicana  era  por  jeroglíficos  ó  dibujos  de  los  objetos  designa- 
dos por  las  palabras  ó  por  sus  voces  constitutivas,  y  ora  pin- 
tando esas  figuras,  escribían  libros  {ama-tl),  formados  con  do- 
bleces de  tela,  y  adornaban  las  paredes  de  los  palacios,  ora 
esculpiendo  ó  tallando  las  mismas  figuras  en  las  piedras  ó  ma- 
deras de  los  monumentos,  ilustraban  los  relieves  que  represen- 
taban dioses,  héroes,  batallas  y  procesiones  triunfales.  La  nu- 
meración se  hacía  por  grupos  de  veinte  unidades,  divididos  en 
otros  de  cinco  (i,  ce;  2,  ei;  3,  ojjte;  4,  naiii;  5,  maciiil;  6,  chico- 
ce;  7,  chico-ei;  8,  chico-orne;  9,  chico-naui ;  10,  matlac;  20,zem- 
pod).  El  año,  que  comprendía  diez  y  ocho  meses  de  veinte  días 


—  59  — 

y  además  cinco  días  intercalares  al  fin,  sumaba  365  días,  y  co- 
menzaba en  la  primavera.  Los  nombres  de  los  trece  primeros 
números  se  enlazaban  por  su  orden  con  veinte  nombres  desti- 
nados á  indicar  días,  y  con  otros  cuatro  sacados  de  estos  últimos 
para  señalar  años,  y  como  sucede  con  dos  ruedas  engranadas, 
cuando  los  números  de  dientes  de  cada  una  no  son  múltiplos 
de  otro,  cada  palabra  de  número  no  volvía  á  dar  con  la  misma 
de  día  ó  año,  sin  haberlo  hecho  antes  con  las  demás,  hasta  que 
al  cabo  de  un  ciclo  de  cincuenta  y  dos  años,  ó  de  cuatro  grupos 
{tlalpi-tli)  de  trece  años,  se  sucedían  otra  vez  todas  las  deno- 
minaciones de  años  y  días  en  el  mismo  orden.  Designábanse  los 
meses  con  el  nombre  de  la  fiesta  que  en  su  postrer  día  se  cele- 
braba, y  que  en  algunos  se  llamaba  sencillamente  la  segunda  de 
la  del  mes  anterior  (como  ei-tozoz-tli,  que  seguía  á  tozoz-tli). 
Formábase  el  calendario  trazando  círculos  concéntricos,  y  pin- 
tando entre  ellos  combinaciones  de  las  figuras  de  los  nombres 
antes  indicados.  Añadiendo  después  las  que  representaban  los 
hechos  que  acaecían,  se  escribía  la  historia,  ó  al  menos  la  cró- 
nica. Al  terminar  el  ciclo  de  los  cincuenta  y  dos  años,  se  hacía 
la  corrección  astronómica  con  otros  días  intercalares,  y  se  ce- 
lebraba la  más  solemne  de  sus  fiestas,  apagando  todo  fuego  y 
dirigiéndose  al  templo  del  monte  Huixactla  de  Ixtapalapa,  para 
encender  la  nueva  lumbre  de  leño  {tecina- hiti- ti) ^  frotando  con 
uno,  otro  especial.  Remontábase  la  historia  mejicana  hasta  la 
época  en  que,  tras  de  haber  quedado  extintos  cuatro  soles  su- 
cesivamente por  los  elementos  agua,  tierra,  fuego  y  aire,  co- 
menzó á  alumbrar  otro  sol,  hacía  ochocientos  cincuenta  y  ocho 
años  al  tiempo  de  la  conquista  por  los  españoles.  Ni  había  me- 
nos que  notaren  la  organización  social  y  política  del  pueblo  az- 
teca ó  mejicano.  La  administración  de  justicia,  con  comparecen- 
cia de  testigos,  que  declaraban  previo  juramento,  se  hacía  por 
personas  nobles  y  de  edad,  que  gozaban  renta  por  su  cargo  y 
sufrían  castigo  cuando  cohechaban.  Cabía,  en  asuntos  no  leves, 
apelación  ante  otros  jueces  superiores,  presididos  una  vez  cada 
mes  por  el  monarca  ó  por  el  señor  de  quien  el  vasallo  depen- 
día, y  de  ochenta  en  ochenta  días,  ó  sea  de  cuatro  en  cuatro 
meses,  se  celebraba,  bajóla  misma  presidencia,  una  como  asam- 
blea de  jueces,  que  concluía  las  causas  que  durante  este  tiempo 


—  6o  — 

hubieran  quedado  pendientes.  El  desafío,  no  estando  en  guerra, 
el  homicidio,  el  adulterio  y  la  reincidencia  en  robo,  se  penaban 
con  la  vida.  La  esclavitud  figuraba  entre  las  penas  de  delito,  pero 
no  alcanzaba  al  hijo  del  esclavo  ni  al  de  la  esclava.  Los  impues- 
tos obedecían  á  un  vasto  sistema.  Aparte  de  los  derechos  de 
puertas,  á  todos  se  imponía  contribución  en  materias,  animales, 
frutos  ó  labores,  por  cabeza  ó  por  pueblo,  comunidad  ó  barrio 
{calpu-tli),  con  espera  en  caso  justificado,  con  apremio  en  dila- 
ción no  excusada;  y  cobrados  los  tributos,  los  recaudadores 
acudían  á  la  capital  del  reino  ó  señorío  para  hacer  cada  uno  en- 
trega ajustada  al  padrón  de  la  provincia  de  su  cargo.  La  ma- 
nera de  heredar  bienes  muebles  ó  raíces  variaba:  en  unos  pun- 
tos dividían  entre  los  hijos  la  hacienda  por  partes  iguales,  en 
otros  vinculaban  la  propiedad  en  el  primogénito,  con  obligación 
de  mantener  á  sus  hermanos,  y  en  otros  regia  esto  mismo  á  fa- 
vor del  hijo  que  el  padre  prefería.  La  herencia  del  reino  ó  del 
señorío  era  por  orden  de  ramas  en  la  descendencia  primogé- 
nita: al  monarca  ó  señor  seguían  sucesivamente  los  hermanos, 
y  tras  de  ellos  entraban  los  hijos  del  primero.  La  jura  y  corona- 
ción del  rey  se  hacía  previa  reunión  de  nobles  y  príncipes  en 
cortes.  El  ejército  se  formaba  por  servicio  directo  al  monarca  y 
por  contingente  suministrado  por  los  grandes  señores  ó  reyes 
tributarios.  Educábanse  los  hijos  de  los  nobles  en  colegios  re- 
gidos por  estatutos  y  dotados  de  tierras  propias,  y  el  valor  de 
los  plebeyos  era  estimulado  por  honores  y  elevación  de  rango 
cuando  se  distinguían  en  la  guerra.  No  se  declaraba  ésta  sin  que 
precedieran  consejo  de  Estado  y  consulta  con  representantes 
del  pueblo,  ni  se  llevaba  á  cabo  fuera  del  campo  yermo  {qiiia- 
t¿a-tl),  señalado  al  efecto  entre  los  límites  de  los  reinos  ó  pro- 
vincias. La  religión  empezaba  y  completaba  los  lazos  sociales 
formados  por  los  tribunales,  la  propiedad,  los  impuestos  y  el 
ejército.  Bendecía  al  recién  nacido,  hacía  sagrada  la  sepultura, 
sancionaba  el  matrimonio,  amparaba  el  hogar  con  dioses  pena- 
tes ó  con  imágenes  de  los  que  en  los  templos  se  adoraban,  diri- 
gía la  educación  popular  y  la  de  los  nobles,  solemnizaba  las 
fiestas,  corregía  las  costumbres  con  ayunos,  actos  de  peniten- 
cia y  pan  de  perdón,  intervenía  en  el  gobierno  y  en  la  declara- 
ción de  guerra  é  inspiraba  memorables  construcciones  como  la 


—  6i   — 

gran  pirámide  de  Cholula,  cuya  base  era  cerca  de  cuatro  veces 
mayor  que  la  de  Cheops  en  Egipto. 

Mas  en  la  mayor  parte  de  las  fiestas  mejicanas  manchaba  las 
ceremonias  religiosas  la  sangre  de  los  cautivos  de  guerra,  sacri- 
ficados en  aras  de  los  dioses.  Ofrenda  limitada  á  flores  y  frutos 
contadas  veces  se  hacía,  y  viendo  por  doquiera  tristes  despojos 
humanos,  debían  sentir  anhelo  de  extirpar  tal  religión  Cortés  y 
los  suyos,  inspirados  por  otra,  fundada  en  sublimes  sentimientos 
de  dulzura  y  caridad.  Embellecidos  así  los  sueños  del  conquis- 
tador con  las  aspiraciones  del  cruzado,  el  noble  propósito  dio  vi- 
gor al  empeño,  y  bien  era  menester,  para  triunfar,  con  escasas 
fuerzas,  de  un  pueblo  que  al  adivinar  los  designios  de  Cortés  en 
las  medidas  pacíficas,  pero  á  seguro  dominio  encaminadas,  que 
desde  el  solemne  recibimiento,  hacía  ocho  meses,  venía  adop- 
tando, se  mostró  de  pronto  tan  violento  como  el  volcán  de  Po- 
pocatepec.  No  se  arredró  al  ver  que  el  caudillo  español,  salido 
de  la  capital  con  parte  de  los  suyos  para  oponerse  á  Panfilo  de 
Narváez  que,  con  doblado  número  de  gentes,  armas  y  caballos, 
había  desembarcado  en  tierra  mejicana  para  disputar  el  lauro  de 
la  conquista,  volvía  á  entrar  victorioso  al  frente  de  un  ejército 
aumentado  con  el  del  vencido.  Atacáronle  los  de  Méjico  con 
denuedo,  y  las  piedras  de  las  pirámides  y  calzadas  no  estaban 
tan  unidas  como  aquellos  indios,  en  los  cuales  no  parecían  ha- 
cer mella  las  armas  de  fuego,  según  la  prontitud  con  que  la  bre- 
cha abierta  por  los  muertos  y  heridos  era  cerrada  por  los  que  á 
reemplazarlos  se  abalanzaban.  Más  enardecidos  todavía  cuando, 
á  los  pocos  días,  con  el  fallecimiento  de  Moctezuma,  quedaron 
libres  de  todo  respeto  que  los  contuviera,  arreciaron  en  el  ata- 
que, resueltos  aun  á  perder  miles  de  ellos  por  cada  español  que 
mataran.  Cortés  tuvo  al  fin  que  ceder  y  en  la  noche  del  lo  de 
Julio  de  1520,  noche  que  por  los  estragos  en  ella  ocurridos  con- 
servó el  renombre  de  triste^  se  retiró  por  la  calzada  de  Tacuba, 
acosado  sin  cesar  y  sufriendo  grandes  pérdidas,  hasta  que,  más 
allá  de  este  punto,  pudo  reunir  el  desbaratado  ejército  en  que 
ya  no  había  caballo  con  fuerzas  para  correr,  ni  caballero  para 
alzar  el  brazo,  ni  peón  sano  para  moverse.  Cortés  sintió  des- 
aliento y  las  lágrimas  asomaron  á  sus  ojos.  Mas  pronto  cobró 
ánimo  y  le  dio  á  su  ejército,  con  el  cual,  en  buen  orden,  prosi- 


—    62    — 

guió  la  retirada  por  cerca  de  los  lagos  de  Xaltocán  y  San  Cris- 
tóbal, procurando  salir  de  una  tierra  algo  fragosa  á  cuyos  cerros 
se  acogían  los  mejicanos  para  hostilizar  de  continuo.  Cuatro  días 
llevaba  el  ejército  teniendo  apenas  otro  alimento  que  maíz  tos- 
tado y  algunas  hierbas  del  campo,  cuando  junto  á  Otumba,  al 
norte  de  Tezcuco,  en  los  llanos  de  Apán,  se  vio  cercado  de  in- 
mensa muchedumbre  de  enemigos;  pero  Cortés  supo  probarles 
que,  aun  capitaneando  gente  desfallecida  y  cansada,  podía  alcan- 
zar la  victoria.  Llegado,  finalmente,  á  Tlascala,  que  se  mantenía 
fiel  á  los  españoles,  volvió  el  pensamiento  á  aquella  ciudad  de 
Méjico  que  á  todo  trance  quería  recuperar  porque  era  la  cabeza 
del  imperio,  á  la  cual  codos  obedecían.  Medio  año  después,  so- 
metidos algunos  pueblos,  concertadas  alianzas,  fundada  en  la 
provincia  de  Tepeaca  una  villa  para  precaver  á  la  espalda  cual- 
quier rebelión,  y  prevenido  lo  necesario  para  contar  en  tiempo 
oportuno  con  caballos,  pertrechos  y  bergantines,  acampaba  ante 
el  lago  que  rodeaba  la  capital  de  Méjico,  y  cinco  meses  adelante, 
tras  de  porfiados  combates  con  varios  pueblos  del  rededor,  po- 
nía cerco  á  la  gran  ciudad  por  tierra  y  agua.  La  lucha  fué  enton- 
ces terrible.  En  cada  puente  de  las  tres  calzadas  y  en  cada  ba- 
rrio de  la  capital  se  trabó  encarnizada  pelea,  porque  los  mejica- 
nos ni  se  doblegaban  al  hambre,  ni  huían  despavoridos  ante  el 
incendio,  ni  dejaban  de  combatir,  aun  viendo,  de  ocho  partes  de 
la  ciudad,  siete  ya  en  poder  de  los  españoles;  pero  Cortés  no 
cejó  hasta  quedar  triunfante  el  13  de  Agosto  de  1521,  al  cabo 
de  setenta  y  cinco  días  que  el  cerco  comenzara  y  con  él  una 
epopeya  como  no  se  había  visto  otra  desde  los  tiempos  en  que 
la  cristiandad  peleaba  bajo  los  muros  de  Jerusalén.  Bien  es  ver- 
dad que  en  esa  epopeya  brillaron  dos  héroes,  por  su  intrepidez 
y  constancia  dignos  igualmente  de  los  aplausos  de  la  historia: 
Cuatimoc,  vencido,  y  Hernán  Cortés,  vencedor. 

¿Qué  faltaba  para  que  América  realizara  la  India,  el  Catay  y 
Cipango?  ¿Abundancia  de  plata,  de  oro  y  de  piedras  preciosas? 
Pues  tanto  de  todo  ello  se  encontró  en  el  Nuevo  Mundo,  que, 
de  contarlo  sin  pruebas,  se  hubiera  tenido  el  relato  por  fantás- 
tico ó  fabuloso. 

Corrían  sobre  arenas  y  granos  de  oro  no  pocos  ríos  en  las  tie- 
rras que  rodeaban  el  Mar  de  las  Antillas  ó  formaban  el  golfo  de 


-63  - 

Panamá.  Existía  el  precioso  metal  en  Cuba  y  otras  islas,  sobre 
todo  en  la  joya  de  los  primeros  descubrimientos  de  Cristóbal 
Colón,  la  isla  de  Haití,  Española  ó  de  Santo  Domingo,  de  cu- 
yos ríos  Ozama  y  Haina  se  sacaron  en  pocos  años  grandes  su- 
mas de  oro.  Pisado  después,  en  1498,  por  el  gran  navegante  el 
continente  americano  ó  Tierra  firme,  los  que  codiciaban  ricos 
hallazgos  se  dirigieron  á  esta  parte  y  algunas  veces  con  fortuna. 
Cuando  Bastidas,  con  el  antiguo  piloto  de  Colón,  Juan  de  la 
Cosa,  costeó  por  primera  vez  las  tierras  que  adelante  se  llama- 
ron Santa  Marta  y  Cartagena,  y  tras  de  esta  región,  cruzada  por 
el  río  Magdalena,  las  orillas  del  golfo  de  Uraba  ó  Darien,  halló 
en  algunos  puntos  de  toda  esa  costa  abundante  oro,  que  convidó 
á  nueva  exploración  de  la  misma  á  Ojeda  y  al  antedicho  Juan  de 
la  Cosa.  Veragua,  adonde  llegó  Colón  en  1502,  costeando  desde 
Honduras  hacia  el  Sur,  parecióle  el  Áureo  Quersoneso  de  los 
antiguos,  pues  en  dos  días  había  visto  allí  más  muestras  de  oro 
que  en  cuatro  años  en  la  isla  Española.  Pero  otros  puntos  de 
gran  riqueza  había  además  en  el  istmo.  La  colonia  de  Santa  Ma- 
ría de  la  Antigua,  fundada  por  Enciso  en  el  Darien,  tuvo  hala- 
güeño principio;  mas  todavía  fué  mejor  su  andanza  desde  que 
dos  años  después,  en  151 3,  el  hijo  de  un  cacique  cercano,  viendo 
el  no  disimulado  afán  con  que  se  disputaban  el  cuantioso  re- 
galo que  de  su  padre  habían  recibido  Vasco  Núfiez  de  Balboa, 
Enríquez  de  Colmenares  y  sus  gentes,  les  dijo  con  un  tanto  de 
censura  que  si  tal  codicia  en  ellos  se  despertaba,  subieran  á  las 
cumbres  desde  donde  se  veía  otro  mar,  y,  caminando  hacia 
Occidente,  encontrarían  Tumanamá  y  otras  tierras  riquísimas. 
En  efecto,  desde  el  seno  del  Darien  hasta  aquella  parte  del 
istmo  donde  á  un  lado  se  fundó  Nombre  de  Dios  y  al  otro  Pa- 
namá, pareció  tan  pródigo  el  país,  que  se  le  dio  el  nombre  de 
Castilla  de  Oro,  y  no  se  desmintió  ese  título  al  extenderse  la  ex- 
ploración hasta  el  cabo  extremo  del  nuevo  golfo  y  hasta  el  in- 
terior de  las  tierras  años  antes  costeadas  por  Colón:  Veragua 
y  la  que  llamaron  Costarrica.  Para  mayor  magnificencia,  alzá- 
base Castilla  de  Oro  entre  dos  mares,  á  trechos  orlados  de  per- 
las. Muchas  de  ellas  con  aljófar  menudo  y  grueso  dieron  á  Co- 
lón en  1498  los  indios  de  las  islas  de  Margarita  y  Cubagua  y  los 
de  la  frontera  costa  de  Gumaná.  Á  la  fama  de  este  hallazgo,  un 


-64- 

año  después,  fué  Alonso  Niño  á  la  misma  región,  y  en  pocos  días 
que  por  allí  anduvo,  pudo  volver  á  España  con  rico  cargamento 
de  aljófar,  con  perlas  de  cinco,  seis  ó  más  quilates.  En  abundan- 
cia se  las  dieron  también  á  Núñez  de  Balboa  en  un  punto  de  la 
costa  del  golfo  de  Panamá,  y  adquirida  noticia  de  que  mayor 
riqueza  de  ellas  había  en  un  grupo  de  islas  del  mismo  golfo,  fue- 
ron allá  Morales  y  Francisco  Pizarro,  trayéndolas  en  gran  can- 
tidad y  muy  hermosas,  entre  las  cuales  se  destacaban  una  de  26 
quilates  y  otra  de  31,  que  sirvieron  luego  de  adorno,  aquella  á 
la  Marquesa  de  Zenete  y  ésta  á  la  esposa  de  Carlos  V.  Convir- 
tióse después  hacia  Méjico  ó  Nueva  España  la  atención  codi- 
ciosa. De  los  confines  orientales  del  Imperio,  antes  de  la  con- 
quista, había  traído  Grijalva  multitud  de  joyas  de  oro,  y  cuando, 
verificada  aquélla,  hizo  Cortés  explorar  el  territorio,,  se  hallaron 
en  regiones  situadas  á  considerable  altura  sobre  el  nivel  del  mar 
minas  riquísimas  de  plata,  distinguiéndose  Guanajuato  con  la 
veta  madre  que  desciende  á  gran  profundidad,  y  Zacatecas  con 
la  veta  grande  y  con  otra,  muy  valiosa  también:  la  veta  negra, 
situada  cerca  del  punto  donde  existen  las  verdes  piedrezuelas 
que  tanto  los  aztecas  estimaban.  Méjico  dio  además,  al  ser  ex- 
tendida la  exploración  hasta  el  mar  Bermejo  ó  golfo  de  Cali- 
fornia (Calida  fornax)^  oro  en  las  tierras  ó  en  sus  ríos,  y  en  el 
mar  abundantes  perlas.  Mas  con  ser  tanta  la  riqueza  hallada  en 
América  desde  los  primeros  descubrimientos  hasta  entonces, 
toda  ella  quedó  eclipsada  ante  la  ofrecida  por  el  país  al  cual 
aplicaron  los  descubridores  el  nombre  de  Perú. 

Había  en  este  país  un  vasto  Imperio,  por  sus  costumbres,  por 
su  bienestar  general  y  ciertos  adelantos  motivo  de  sorpresa  y 
aún  de  admiración.  No  llegábala  gente  del  Perú  á  la  mejicana 
en  el  arte  de  expresar  el  pensamiento,  pues,  á  falta  de  letras,  no 
tenían  pintura  jeroglífica  que  representase  el  objeto  de  cada 
voz  elemental  ó  el  conjunto  de  los  señalados  en  las  palabras 
compuestas,  cuya  construcción,  también  inversa  como  en  el  ha- 
bla de  Méjico,  anteponía  el  sustantivo  que,  con  relación  á  otro, 
había  de  convertirse  en  adjetivo.  Sólo  las  cosas  de  cuenta  eran 
cifradas,  haciendo  en  un  cordón,  cuyo  color  variaba  según  los 
objetos,  un  nudo  (quipo)  ó  varios  que,  con  su  diversa  hechura 
ó  distancia,  expresaban  el  número  de  unidades,  por  grupos  de 


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diez  aumentadas.  Para  la  memoria  de  los  acontecimientos  his- 
tóricos servía  la  tradición  oral,  auxiliada  por  romances  ó  relatos 
cadenciosos.  Era  también  inferior  este  país  en  saber  astronó- 
mico, aunque,  para  precisar  algún  tanto  el  comienzo  de  las  esta- 
ciones, tenía  en  algún  cerro,  edificadas  de  trecho  en  trecho,  to- 
rrecillas que  señalaban  los  nuevos  puntos  por  donde  el  sol  apa- 
recía ó  aquellos  otros  por  donde  se  hundía  en  el  ocaso.  Pero  en 
otras  cosas  el  Perú  aventajaba.  Cultivábase  allí  la  tierra  con 
primor,  á  pesar  de  no  haber  otro  arado  que  palas  agudas  para  re- 
moverla. Como  abono,  en  unas  partes  echaban,  por  cada  grano 
de  la  siembra,  una  ó  dos  cabezas  de  pescado,  y  en  otras  partes 
aprovechaban  el  guano  ó  estiércol  traído  de  unas  islas  contiguas 
á  la  comarca  de  Chincha  y  en  ellas  formado  por  multitud  de 
aves  que  en  sus  rocas  se  posaban:  abono  tan  solicitado  ahora  en 
Europa  y  de  aquellos  indios  entonces  ya  tenido  en  mucho  por- 
que volvía  gruesas  y  fructíferas  las  tierras  menos  adecuadas  para 
sus  plantas  más  alimenticias:  la  patata  (papa^  y  cuando  la  co- 
mían seca,  chuno )^  el  maíz  (zara)  y  la  quinoa  ó  quinua.  Con 
gran  arte,  además,  sabían  procurarse  humedad  ó  riego,  no  obs- 
tante condiciones  adversas.  Por  el  viento  seco  y  constante  del 
Mediodía,  la  parte  llana  del  país,  larga  faja  comprendida  entre 
el  mar  y  la  cordillera  paralela  al  mismo,  padece,  desde  Túmbez 
hacia  el  Sur,  escasez  ó  falta  completa  de  lluvia  que  no  bastan  á 
suplir  algunas  nieblas  y  rocío;  pero  allí  los  indios  abrían  hoyos 
anchos  y  hondos  hasta  llegar  á  suelo  húmedo  donde  prosperase 
la  siembra,  ó  bien,  cuando  podían  aprovechar  algún  río,  siquiera 
lejano,  sacaban  varias  acequias  que  hacían  serpentear  de  un  lado 
á  otro  y  á  las  cuales  daban  ó  cortaban  el  agua  según  querían. 
Favorecida  la  sierra  por  lagos,  ríos  y  lluvias,  oponía,  en  cambio, 
el  inconveniente  del  declive,  pero  lo  remediaban  con  repartir 
la  falda  en  andenes  y  terrados,  cuyo  conjunto  parecía  un  cono 
■  de  murallas.  No  cuidaban  menos  de  sus  ganados.  Hatos  nume- 
rosos de  llamas  y  alpacas  eran  llevados  por  los  pastores  de  una 
parte  á  otra,  según  la  estación,  como  trashuman  en  España  los 
rebaños  merinos  de  Extremadura.  Los  guanacos  y  vicuñas  co- 
rrían montaraces  por  los  altos  y  despoblados;  mas  los  indios  les 
daban  especial  caza  (chaco),  cercando  el  sitio  donde  muchos  de 
estos  animales  se  juntaban,  y  estrechando  el  círculo  poco  á  poco 


—  66  — 

hasta  llegar  á  asirse  de  las  manos.  Era  rústico  su  calzado,  redu- 
cido por  lo  común  á  abarcas  hechas  con  las  grandes  hojas  de 
pita,  ú  hojotas,  como  decían  los  españoles;  pero  con  el  algodón, 
del  cual  les  proveían  las  tierras  bajas,  y  con  la  lana,  que  sacaban 
de  los  antedichos  animales  de  la  sierra,  tejían  ropas  que  teñían, 
á  listas  ó  por  igual,  de  carmesí,  amarillo,  azul,  negro  y  otros  co- 
lores, con  los  cuales  resultaba  vistoso  el  traje,  aunque  allí  usa- 
ban menos  los  adornos  de  pluma.  Hacían  además,  de  pelo  de 
chinchilla  (viscacha)^  tejidos  tan  blandos  como  si  fuesen  de 
seda.  Por  todo  ello  eran  los  indios  mejor  vestidos  que  en  Amé- 
rica se  hallaron.  Las  mujeres,  al  menos  en  las  poblaciones  más 
importantes,  llevaban  una  túnica  larga  muy  ceñida  á  la  cintura 
por  una  faja  ó  reata  (chumbe)^  ancha  y  primorosa,  por  la  frente 
y  cabellos  una  cinta  galana  ( vincha )^  y  por  los  hombros  una 
mantilla  (liqinra),  sujeta  por  un  alfiler  (topo),  de  plata  ú  oro, 
grueso  y  de  abultada  cabeza.  Usaban  los  hombres  camiseta  sin 
mangas,  cumplida  hasta  cerca  de  la  rodilla,  encima  larga  manta, 
y  en  la  cabeza  distintivo  especial  según  los  pueblos:  los  más  me- 
ridionales, alto  bonete  (chuco),  y  los  otros  una  ligadura  (llanto) 
que  ceñía  la  frente,  sujetando  el  cabello,  y  era  en  unos  sarta  de 
cuentas  muy  menudas  (chaquira),  en  otros  trenza  de  lana,  y  en 
otros  cerco  ó  venda  diferente.  El  Rey  (7/2 cczj  llevaba  por  insig- 
nia, como  corona,  asida  ala  cabeza  con  cordones,  una  borla  de 
lana,  de  color  carmesí,  la  cual  le  tomaba  de  una  sien  á  otra  y 
casi  le  cubría  los  ojos.  Sus  ropas  eran  de  lana  de  vicuña  y  de 
pelo  de  chinchilla,  con  muchos  adornos  de  oro,  plata  y  esme- 
raldas. 

No  navegaba  la  gente  de  la  costa  en  simples  canoas,  sino  en 
balsas  de  remo  y  de  mástil  con  vela,  hechas  con  maderos  que 
por  la  parte  de  proa  iban  menguando  en  longitud  desde  el  de 
en  medio.  Estaban  atados  sobre  otros  dos,  puestos  de  través,  y 
sostenían  un  tablado  bastante  capaz  en  algunas  balsas,  pues  po- 
dían ir  más  de  cincuenta  personas.  Pero  mayor  sorpresa  causa- 
ban sus  comunicaciones  por  tierra,  para  las  cuales  había  dos 
obras  muy  señaladas:  el  camino  (suyo)  que  iba  por  los  llanos,  y 
el  otro,  casi  paralelo,  construido  en  la  sierra.  Con  dos  paredes 
á  sendos  lados,  las  cuales  aventajaban  á  un  hombre  en  altura, 
cruzaba  el  primero  los  valles  de  la  costa  por  debajo  de  arbole- 


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das  que  ofrecían  grata  sombra  y  convidaban  con  ramos  de  fru- 
tas. Era  ancho,  teníanlo  limpio  y  cuando  quedaba  interrum- 
pido, al  llegar  á  algún  arenal  donde  no  se  podía  armar  cimiento, 
para  que  no  se  errase  la  dirección,  habían  hincado  á  trechos  pa- 
los que  guiaban  hacia  otro  trozo  en  terreno  firme,  y  antes  había; 
manantial  ó  agua  rebalsada  (jagüey)^  donde  bebieran  los  cami- 
nantes. Por  la  áspera  sierra,  en  cuyas  cumbres  se  posaban  el 
halcón  (guama)  y  el  gran  buitre  (cóndor)^  iba  el  otro  camino, 
hecho  á  fuerza  de  hombres  y  tan  atrevido  que  traía  á  la  memo^ 
ria  el  paso  de  Aníbal  por  los  Alpes,  y  no  dejaba  impropia  la 
comparación  con  las  siete  maravillas  de  la  antigüedad.  Cruzaba 
la  extensa  y  elevada  llanura  (bamba)^  invadía  la  sierra  dentada 
(bilca),  dominaba  el  alto  cerro  (potosí)  y  salvaba  el  caudaloso 
río  (may,  cay  ó  guay).  Era  tan  ancho  que  á  la  par  podían  ir  por 
él  seis  de  á  caballo  sin  tocarse,  y,  para  que  nada  faltara,  solía  ha- 
ber á  un  lado  cauce  ó  cañería  de  agua.  Para  hacer  tal  camino 
habían  tenido  que  romper  é  igualar  las  peñas  en  la  sierra  y  re- 
llenar las  abras  y  quebradas.  Cuando  la  fragosidad  era  excesiva, 
lo  echaban  por  una  ladera  y,  con  una  pared  ó  tapia  al  lado 
opuesto,  prevenían  el  peligro  de  resbalar.  Donde  descendía  ó 
se  elevaba,  habían  labrado  en  la  roca  viva  escaleras  y  descan- 
sos, y  cuando,  cerca  de  un  río,  oponía  algún  tremedal  su  incierto 
suelo,  allí  habían  construido  fuerte  calzada  con  pared  á  cada 
lado.  A  la  entrada  de  cada  puente  (chaca)  había  guardas  encar- 
gados de  cobrar  el  pontazgo.  Si  el  río  era  estrecho,  tenía  puente 
de  piedra  (liimi- chaca)  ó  de  gruesos  maderos;  pero  se  pasaba 
el  río  ancho,  por  puente  colgante  afirmado  por  los  extremos  en 
cimientos  de  piedra  que  subían  desde  las  orillas  hasta  la  altura, 
á  veces  considerable,  de  la  quebrada.  Formaban  el  suelo  de  tal 
puente  dos  gruesas  maromas  hechas  de  bejucos,  paralelas  y  en- 
lazadas por  espeso  trenzado  de  cordeles  de  pita  ó  maguey,  y 
otras  dos  maromas  más  altas,  unidas  por  otra  red  de  cordeles 
con  las  inferiores  respectivas,  hacían  de  barandas.  Grandes  pie- 
dras atadas  por  debajo,  de  trecho  en  trecho,  para  dejarlo  ti- 
rante, completaban  la  construcción  del  puente,  el  cual,  lejos  de 
ser  endeble,  tenía  tanta  resistencia,  que  los  caballos  de  los  espa- 
ñoles pasaban  á  rienda  suelta  como  por  el  de  Córdoba  ó  Al- 
cántara. Así  se  corrían  más  de  1.800  leguas  por  el  camino  que 


_  68  — 

desde  Quito,  pasando  por  Chincha,  iba  hasta  la  gran  plaza  de 
Cuzco,  capital  del  Imperio,  y  por  el  otro  camino  que,  sirviendo 
á  aquél  de  continuación,  salía  de  allí,  pasaba  por  el  distrito  de 
Colla  ó  Collao  y  seguía  hasta  Chile.  Pero  de  la  misma  plaza  sa- 
lían otros  dos  (Ande-suyo  y  Conde- suyo)^  dirigidos  el  uno,  por 
el  Este,  hacia  los  Andes,  y  el  otro,  por  el  Oeste.,  hacia  Conde  y 
la  comarca  donde  se  fundó  Arequipa,  los  cuales,  con  los  dos 
primeros,  señalaban  las  cuatro  grandes  divisiones  del  Imperio, 
parecidas  á  las  antiguas  provincias  en  que  los  romanos  repar- 
tían España.  Por  caminos  con  tal  esmero  construidos  iba  rápido 
por  la  posta  ó  correo  (chasqui)  todo  aviso,  pues  había  cada  me- 
dia legua  una  casita  donde  estaban  dos  indios  con  sus  mujeres, 
y  llegada  la  noticia,  uno  de  aquéllos,  sin  parar,  corría  esa  dis- 
tancia y  daba  el  aviso  á  los  de  la  otra  casa,  donde  lo  propio  se 
repetía.  Encontrábase  además  cada  cuatro  leguas  un  palacio 
(tambo)  con  cuartos  atestados  de  mantenimientos,  vajilla,  ropas, 
armas  y  tiendas  de  campaña,  de  todo  lo  cual  llevaba  cuenta, 
según  el  registro  usado  en  aquel  país,  un  mayordomo  real  ó  in- 
tendente (qiiipo-camay  ó  hacedor  de  nudos).  Servían  tal  edificio 
y  provisión  para  recibir  dignamente  al  Rey  con  su  numerosa 
comitiva,  cuando  viajaba,  y  suministrar  al  ejército  en  sus  jorna- 
das cuanto  necesitase  adquirir  ó  renovar.  Iba  el  ejército  re- 
partido en  escuadras  con  banderas  y  capitanes,  llevando  en  la 
delantera  los  honderos,  detrás  de  éstos  los  que  empuñaban  ha- 
chas de  cobre,  grandes  como  alabardas,  y  los  que  manejaban 
porras  del  mismo  metal  con  cinco  ó  seis  puntas  agudas;  en  pos 
de  ellos  los  armados  de  lanzas  cortas  arrojadizas,  y  en  la  reta- 
guardia los  piqueros  con  lanzas  muy  largas;  provistos  unos  y 
otros  de  lazo  (aillo)  para  prender  al  contrario,  y  de  jubones  re- 
llenos de  algodón  para  defensa  propia,  aparte  de  la  que  opo- 
nían con  rodelas  de  tablillas  angostas  ó  con  capacetes  de  ma- 
dera colchados.  , 

Causaban  admiración,  además  de  los  caminos,  otras  obras  de 
piedra,  muestras  grandiosas  del  trabajo  colectivo,  en  las  cuales 
no  se  descubría  señal  de  cemento  ni  mezcla,  fiada  la  solidez  al 
firme  asiento  y  esmerada  juntura.  Convertían  los  peruanos  un 
cerro  ó  monte  en  fortaleza  (piteara),  tajando  las  rocas  de  la 
falda,  poniendo  encima  losas  y  piedras  hasta  dejar  construida 


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escalera  ó  gradería  circular  ó  en  espiral,  con  un  llano  ó  plaza  al 
término  superior,  y  cercándolo  todo  de  murallas,  que  adornaban 
con  estatuas  y  relieves  de  hombres  con  armas  y  de  fieros  anit 
males.  En  un  alto  collado  del  valle  de  Guarco  estaba  la  más 
agraciada  y  vistosa  fortaleza  con  bien  hechas  portadas,  grandes 
patios  y  una  escalera  que  llegaba  hasta  el  mar  y  afrontaba  el 
embate  de  las  olas.  Destinadas  á  palacios,  sepulturas  y  templos 
había  obras  magníficas,  tanto  del  tiempo  de  la  Monarquía  como 
de  fecha  anterior,  á  juzgar  por  el  traje  de  las  estatuas  y  por  la 
base  de  los  edificios,  cuadrada  en  vez  de  rectangular.  Era  Tia- 
guanaco  el  lugar  más  curioso  por  esa  arquitectura  antigua  y 
osada,  pues  aunque  no  se  descubrían  á  gran  distancia  en  torno 
rocas  ni  canteras,  existían  piedras  de  tales  dimensiones  que  no 
se  sabía  cómo  fuerzas  humanas  pudieron  llevarlas,  y  menos  to- 
davía con  su  primer  tamaño,  si  allí  se  labraron,  porque  todo  en 
una  pieza  se  veía  en  algunas,  abajo  un  ancho  pedestal  y  encima 
una  gran  portada  con  sus  quicios,  umbral  y  dintel  ó  portalete. 
Eran  á  su  vez  Cuzco,  Bilca,  Tumebamba  y  otros  lugares  mo- 
tivo de  suspensión  por  obras  hechas  en  tiempo  de  los  monar- 
cas. Constaban  á  veces  sus  palacios  de  un  solo  edificio,  que  pa- 
recía imitar  la  sierra  en  las  proporciones  de  la  base  compren- 
dida por  las  cuatro  paredes  del  exterior,  pues  alguno  medía  22 
pies  de  ancho,  mientras  que  su  longitud  la  comparaban  los  es- 
pañoles con  una  carrera  de  caballo.  Daban  comunmente  los 
cuartos  ó  aposentos  interiores  á  un  gran  patio  con  estanque, 
á  veces  á  un  huerto  ó  á  un  corredor  que  en  este  ó  en  el  patio 
recaía.  Sus  paredes  estaban  pintadas  de  blanco  ó  de  bermejo  y 
tenían  huecos  ó  nichos  para  poner  esculturas  y  adornos.  Ade- 
cuados al  clima,  sus  techos  eran  las  más  veces  de  paja  puesta 
con  orden  sobre  vigas  que  en  las  paredes  descansaban;  pero 
también  se  veían  bóvedas,  y  no  sencillas  algunas,  formadas  por 
cuatro  de  ellas,  redondas  como  campanas  é  incorporadas  en  una 
sola.  No  poco  maravillaban  también  las  sepulturas  de  aquel  pue- 
blo tan  respetuoso  como  el  egipcio  con  los  muertos,  los  cuales 
miraba  con  cierta  veneración  como  si  el  alma,  que  en  su  sentir 
era  la  vida  que  había  hecho  latir  el  corazón  (xongCn),  se  man- 
tuviera cerca  del  finado  en  comunión  con  los  vivos.  Variaba, 
según  las  comarcas,  la  manera  de  hacer  las  sepulturas,  aquí 


JO    — - 


hondas,  allí  altas;  pero  cuando  tenían  esta  forma,  mostrábanse 
imponentes  algunos  valles  en  cuyos  cerros  del  rededor  había 
gran  número  de  ellas,  como  si  se  quisiera  que  los  muertos  domi- 
naran los  campos  que  vivos  labraron  ó  tuvieron.  Como  todas 
eran  convertidas  en  lugares  sagrados  y  los  templos  á  su  vez 
eran  panteones  de  monarcas  y  reales  familias,  el  triste  nombre 
de  sepultura  (guaca)  servía  también  para  designar  los  templos. 
De  estos  los  había  soberbios,  con  buenas  portadas,  gradería  de- 
bajo de  ellas,  y  figuras  esculpidas  en  las  paredes.  El  culto  arrai- 
gado por  los  reyes  en  aquel  país  consistía  en  la  adoración  ó  re- 
verencia (mocha)  tributada  á  los  astros,  en  particular  al  sol 
(Manco)  y  á  la  luna  (Mama)^  los  cuales  habían  otorgado  allí  el 
mismo  don  que  en  algunos  reinos  del  Asia,  comenzando  la 
dinastía  con  un  hijo  ó  principe  (capac^  capaila  ó  capay)  y  una 
hija  ó  princesa  (oella^  oeya  ó  tal  vez  coya).  Habían  subsistido, 
no  obstante,  las  peregrinaciones  que  desde  antiguo  se  hacían,  de 
muchas  partes  á  un  pueblo  de  la  costa  por  visitar  un  grandioso 
templo  donde  se  veneraba  un  Ser  Superior,  invocado  como 
Hacedor  del  mundo  (Pacha-cainay);  pero  es  posible  que  este 
culto  fuera  el  mismo  que  el  impuesto  después  por  los  reyes  con 
otro  nombre.  Derramados  los  pueblos  del  Perú  por  las  faldas 
occidentales  de  la  gran  cordillera,  los  más  de  ellos  veían  ocul- 
tarse el  sol  y  la  luna  en  el  Océano  Pacífico  y  era  natural  les  su- 
pusieran cuna  parecida  á  su  aparente  lecho.  No  alcanzaban  el 
mar  por  Oriente;  pero  más  de  un  lago  (cocha)  había  entre  las 
altas  montañas,  y  varios  de  ellos,  como  el  Soclococha,  fueron 
tenidos  por  sagrados  por  haber  mecido  al  Ser  Supremo,  substan- 
cia ó  espuma  (vira)  de  todo  (Tice).  Mas  tal  fama  ó  nombre  de 
lago  del  Ser  del  Universo  ( Tice-vira-cocha) ,  hiciéronla  preva- 
lecer los  monarcas  en  pro  de  aquel,  en  cuyo  interior  se  eleva  la 
isla  de  Titicaca,  donde  habían  vivido  sus  antecesores.  Eran  los 
dos  astros  venerados  en  los  mismos  lugares,  pues  si  el  sacer- 
dote (Vii'a-oma)  celebraba  holocaustos  y  quemaba  incienso  en 
aras  del  sol,  la  doncella  (cona)^  sujeta  á  vida  monástica,  hacía 
de  sacerdotisa  de  la  luna  (Mama-cona). 

Los  tesoros  reunidos  en  los  palacios  de  los  reyes  y  en  los  tem- 
plos excedían  á  cuanto  pudiera  imaginarse.  Verdad  es  que  el 
país  abundaba  en  riquísimos  veneros.  Bajo  el  Ecuador,  en  la 


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provincia  donde  están  Manta  y  el  que  llamaron  los  españoles 
Puerto  Viejo,  se  hallaban  las  esmeraldas  que  más  habían  de  es- 
timarse en  Europa  por  su  puro  color  verde  y  tinte  aterciope- 
lado, fondo  á  propósito  para  hacer  resaltar  los  resplandores  de 
un  cerco  de  diamantes.  Henchía  la  plata  altos  cerros,  como 
los  inmediatos  á  Pasco  y  Chuquisaca,  y  los  indios  no  carecían 
de  habilidad  para  desligar  el  metal,  pues  cuando  no  corría  con 
simples  fuelles  hacían  unos  crisoles  de  barro,  del  talle  de  alba- 
haqueros  ó  macetas,  agujereados  por  muchas  partes,  y  echando 
carbón  en  ellos  y  encima  el  mineral  que  contenía  plata,  los  de- 
jaban en  los  cerros  y  laderas,  donde  el  viento  {guaira)  soplaba 
con  más  fuerza:  allí  brillaban  de  noche  como  luminarias,  y  una 
vez  cendrada  la  plata,  los  indios  la  afinaban  con  pequeños  fue- 
lles ó  cañones.  De  granos  y  arenas  de  oro  rebosaban  algunos 
ríos,  tanto  al  Norte  del  Imperio,  cerca  de  Quito,  como  hacia  el 
Sur,  donde  corre  el  río  Carbaya,  muy  abundante  en  ese  metal. 
En  las  respectivas  provincias  había  quedado  toda  esta  riqueza 
mientras  se  mantuvieron  independientes,  rigiéndose  unas  á 
manera  de  behetrías  y  otras  bajo  el  dominio  de  un  señor  {cu- 
raca)^ en  cuya  familia  se  perpetuaba  el  poder,  si  bien  con  lla- 
nas costumbres,  pues  en  las  fiestas  reunía  el  señor  á  sus  vasallos 
en  el  gran  patio  de  su  morada  y  con  ellos  comía  y  bebía.  Pero 
los  monarcas,  hijos  del  sol  y  de  la  luna,  fueron  ensanchando  su 
imperio,  y  los  tributos,  aparte  de  la  ofrenda  voluntaria  por  aca- 
tamiento ó  veneración,  llevaron  la  mayor  parte  de  los  tesoros 
á  los  palacios  donde  los  reyes  vivían  y  á  los  templos  del  culto 
que  patrocinaban.  Fueron  menester  para  algunas  conquistas 
sangrientos  combates,  como  el  librado  no  lejos  de  Quito,  á  ori- 
llas de  un  lago  que  tuvo  desde  entonces  aciago  nombre  {yaguar- 
cocha  ó  lago  del  jaguar);  pero  las  más  veces  los  nuevos  distritos 
eran  incorporados  sin  violencia,  porque  los  Incas  procedían 
con  maña,  respetando  las  costumbres  de  los  pueblos  y  confir- 
mando la  autoridad  de  sus  señores,  mientras  éstos  y  aquéllos  se 
sometieran  á  la  monarquía  y  aceptaran  su  religión.  Había,  ade- 
más, cierta  dulzura  en  sus  instituciones,  y  esto  contribuía  á  ex- 
tender el  dominio.  El  culto  no  pedía  sacrificios  humanos.  Los 
pueblos  debían  cuidar  con  esmero  á  los  inválidos  por  edad  ó 
por  desgracia,  y  dar  trabajo  á  todos  los  que  pudieran  desempe- 


—  va- 
narlo. Cuando  por  un  acto  de  hábil  política,  tras  de  conquistada 
Una  comarca,  se  hacían  salir  de  ella,  para  pasarlos  á  otra,  miles 
de  hombres  con  sus  mujeres,  el  indio  trasladado  {mitimd),  se- 
gún fuese  de  país  cálido  {yunga)  ó  frío  {chile),  había  de  quedar 
en  otro  del  mismo  temple  y  recibir  allí  heredad  para  sus  labo- 
res y  sitio  para  su  casa.  En  la  capital  del  Imperio,  ciudad  popu- 
losa, con  grandes  edificios  y  largas  calles,  si  bien  angostas,  ha- 
bía muchos  indios  de  esa  condición,  y  los  de  cada  país  tenían  su 
barrio,  guardaban  sus  usos  y  ostentaban  su  distintivo.  La  sumi- 
sión, por  tales  motivos,  se  prestaba  con  cierto  amor,  y  los  dele- 
gados de  los  Incas  recogían  sin  esfuerzo  cuantiosos  tributos  de 
ganados,  frutos  y  ropas,  muchas  esmeraldas  y  gran  cantidad  de 
plata  y  oro,  que  llevaban  á  Cuzco,  Jauja,  Túmbez  y  otros  pun- 
tos, donde  había  buen  número  de  plateros  que  labraban  varie- 
dad de  objetos  para  los  palacios  y  templos.  Así  la  dinastía  que 
empezó  con  el  Príncipe  del  sol  {Manco-cap ay),  fué  reuniendo 
tantos  tesoros,  que  bien  mereció  el  nombre  de  Príncipe  de  la 
riqueza  {Guaina-capay),  el  padre  de  los  dos  desventurados 
monarcas  Guascar  y  Atabalipa.  En  litera  de  planchas  de  oro, 
en  hombros  de  los  principales  señores,  era  llevado  el  Rey  cuando 
salía.  En  palacio  una  silla  {dúo)  de  oro  le  servía  de  asiento,  los 
jarros  y  vasijas  eran  del  mismo  metal,  y  en  los  nichos  de  las  pa- 
redes se  veían  figuras  de  plata  y  oro,  que  representaban  hom- 
bres, mujeres,  diversos  animales,  en  particular  el  llama,  y  varias 
plantas  ó  sus  frutos,  especialmente  el  maíz,  como  en  el  campo 
se  contempla,  ó  sus  granos  amontonados  en  trojes  y  graneros. 
Pero  mayor  riqueza  aun  en  los  templos  resplandecía.  No  se 
juntaba  el  público  en  el  interior,  pues  los  objetos  de  adoración, 
el  sol  y  la  luna,  en  el  cielo  estaban  patentes,  sino  en  una  plaza 
construida  delante  de  la  fachada  oriental  y  rodeada  de  árboles, 
las  más  veces  esquinos  ó  molles,  en  la  cual  había,  á  un  lado,  una 
gran  piedra,  donde  eran  sacrificados  el  llama  y  otros  animales,  y 
en  medio  un  adoratorio  de  piedra,  hecho  de  pequeñas  murallas 
y  terrados,  con  un  asiento  arriba,  donde  el  Rey  se  ponía  á  orar. 
Pero  aunque  el  culto  se  celebraba  en  el  exterior,  el  templo  era 
la  mansión  del  sacerdote,  el  monasterio  de  gran  número  de  vír- 
genes consagradas  á  la  luna,  el  aposento  donde  se  guardaban 
los  vasos  de  los  perfumes,  y,  finalmente,  el  mausoleo  de  las  fa* 


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milias  reales.  Así  hibía  tanto  oro  en  esos  edificios.  Deslum- 
hrábase la  vista  mirando  en  torno  del  recinto  fajas  brillantes 
hechas  con  planchas  ó  láminas  de  oro,  y  en  los  huecos  de  las 
paredes  figuras  del  precioso  metal;  pero  los  cuerpos  de  algunos 
monarcas  ó  individuos  de  su  familia  fallecidos,  estaban  también 
allí,  vestidos  con  ricos  trajesy  sentados  en  sillas  de  oro,  y  con 
la  cabeza  inclinada  y  las  manos  cruzadas  sobre  el  pecho,  pare- 
cían contemplar  la  vanidad  de  tanta  magnificencia. 

País  tan  maravilloso,  cuya  riqueza  era  propia  de  un  cuento 
de  hadas,  estaba  como  escondido  desde  el  Ecuador  hacia  el  Me- 
diodía, al  Oriente  del  Océano  Pacífico.  Pero  descubierto  por 
Vasco  Núñez  de  Balboa  en  15 13  este  océano,  que  por  su  situa- 
ción respecto  del  istmo  fué  llamado  Mar  del  Sur,  convidaba  á 
á  la  exploración.  Acaso  el  mismo  Balboa,  si  la  desventura  no 
cortara  en  1517  prematuramente  sus  días,  hubiese  hecho  tam- 
bién ese  otro  descubrimiento,  y  digno  hubiera  sido  de  ello  quien 
no  contento  con  ser  el  primero  que  vio  el  nuevo  mar,  tuvo 
ánimo,  á  la  cabeza  de  su  gente,  para  transportar  naves  por  en- 
cima del  istmo.  Mas  no  pasaron  muchos  años  sin  que  se  em- 
prendiera el  viaje  que  hacia  el  Perú  debía  llevar.  Fundada 
en  1520  la  colonia  de  Panamá,  en  las  riberas  del  indicado  Mar 
del  Sur,  Francisco  Pizarro,  cuatro  años  después,  salió  á  descu- 
brir por  la  costa,  á  la  parte  de  Levante,  auxiliado  por  Diego  de 
Almagro,  que,  tan  pronto  estaba  á  su  lado  compartiendo  las  fa- 
tigas, tan  pronto  regresaba  á  Panamá  por  gentes,  barcos  y  man- 
tenimientos, pues  ambos  contaban,  para  aumentar  sus  recursos, 
con  los  del  eclesiástico  Fernando  de  Luque,  provisor  de  la  igle- 
sia de  la  colonia.  Adversa  suerte  tuvo  Pizarro  durante  tres  años, 
ya  sufriendo  muchos  trabajos  al  recorrer  un  trozo  de  costa  lleno 
de  anegadizos  y  ciénagas,  ya  teniendo  que  volverse  al  istmo,  ya 
aventurándose  otra  vez  y  llegando  al  extremo  de  verse  abando- 
nados él  y  trece  compañeros  algunos  meses  en  la  despoblada 
isla  de  Gorgona,  situada  unos  dos  grados  al  Norte  de  la  línea 
del  Ecuador;  mas  pudo  al  fin  con  esos  trece  y  el  socorro  de  un 
navio  que  le  envió  Almagro,  pasar  al  Sur  de  la  línea  ecuatorial, 
llegar  al  golfo  de  Guayaquil,  visitar  la  ciudad  de  Túmbez,  cos- 
tear la  provincia  de  Piúra,  cuyo  norbre,  alterado,  fué  acaso 
origen  de  la  denominación  de  Perú,  si  cerca  del  golfo  de  Pa- 


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namá  no  había  algún  río  que  la  llevara,  y  proseguir  la  explora- 
ción hasta  más  allá  de  donde  después  se  fundó  Trujillo.  Vié- 
ronse  en  este  viaje  poblaciones  que  revelaban  ser  sus  morado- 
res gente  adelantada,  y  bastantes  muestras  se  hallaron  también 
de  que  el  país  era  rico  en  plata  y  oro.  Regresó  entonces  Piza- 
rro  á  la  colonia,  y  hecha  relación  á  Luque  y  Almagro,  se  em- 
barcó para  España,  donde  en  Julio  de  1529  le  fueron  otorgadas 
las  mercedes  que  para  él  y  sus  dos  socios  pedia,  á  fin  de  em- 
prender la  conquista  de  la  región  descubierta.  Vuelto  á  Amé- 
rica, salió  de  Panamá  á  principios  de  Enero  de  1532  con  naves, 
soldados  y  provisiones  para  llevar  á  cabo  ese  propósito.  Llegado 
á  Túmbez  y  fundada  la  colonia  de  San  Miguel  en  el  pueblo  de 
Tangarara,  en  el  valle  de  Piúra,  enderezó  sus  pasos  á  Cajamalca, 
pueblo  en  la  falda  de  la  sierra,  cerca  del  cual  se  hallaba  en  aque- 
lla sazón  el  rey  Atabalipa.  Y  aquí  comenzó  el  deslumbramiento 
producido  por  la  vista  de  grandes  tesoros.  Preso  el  Monarca 
por  Pizarro,  recogiéronse  de  su  real,  aparte  de  esmeraldas,  mu- 
chas piezas  de  plata  y  oro,  algunas  monstruosas,  que  formaban 
su  vajilla;  pero  todo  esto  pareció  nada  cuando  Atabalipa,  por 
obtener  su  libertad,  ofreció  henchir  de  cosas  de  oro,  hasta  la 
altura  que  señaló,  puesto  de  pie  y  alzada  la  mano,  una  sala  que 
tenía  22  pies  (6  metros  próximamente)  de  largo  por  17  pies  de 
ancho,  y  llenar  este  mismo  espacio  dos  veces  con  objetos  de 
plata.  Aceptado  el  ofrecimiento,  dio  órdenes,  y  durante  seis 
meses  estuvieron  llegando  piezas  de  gran  valor.  Planchas  de  oro 
de  las  que  cubrían  las  paredes  de  los  templos  se  juntaron  más 
de  700,  como  tablas  de  caja  de  tres  ó  cuatro  palmos  de  largo,  y 
eran  de  ver,  además,  resplandecientes  platos,  copas,  vasijas  y 
urnas,  de  varias  formas  y  dimensiones,  mezclados  con  piezas  de 
adorno,  algunas  de  cierto  primor,  como  las  que  imitaban  el 
maíz  con  su  tallo,  nudos,  hojas  y  espiga,  ó  las  que  representaban 
fuentes  con  caños,  agua  y  figuritas  de  hombres  y  aves.  Aun  no 
estaba  toda  la  cantidad  prometida;  pero  lo  reunido  bastaba  al 
más  codicioso,  y  en  Mayo  de  1533  se  pregonó  y  comenzó  á  ha- 
hacer  la  fundición,  en  la  cual  se  invirtieron  dos  meses,  á  pesar 
de  que  tomaron  parte  en  ella  expertos  indios,  trabajando  con 
nueve  forjas,  y  á  pesar  de  que  algunos  objetos,  en  que  se  reve- 
laba mayor  arte,  no  fueron  fundidos.  La  suma  era  fabulosa,  pues 


/D 


aun  separado  el  quinto  de  todo  ello  para  la  corona,  apartada 
también  cierta  cantidad  para  los  vecinos  de  la  colonia  de  San 
Miguel  y  para  la  gente  que  había  llegado  después  con  Almagro, 
y  descontada  asimismo  la  silla  del  Rey,  de  oro  de  i6  quilates, 
la  cual  valía  más  de  25.000  ducados,  y  fué  escogida  por  Pizarro, 
todavía  á  unos  100  de  á  pie  pudo  darse,  por  término  medio, 
pues  hubo  algunas  distinciones  por  especiales  méritos,  de  oro 
4.440  pesos  ó  castellanos,  es  decir,  centésimas  partes  de  libra, 
y  de  plata  1 8 1  marcos  ó  medias  libras,  y  doble  cantidad,  lo  mismo 
en  oro  que  plata,  á  unos  60  de  á  caballo;  repartiéndose  otra  más 
crecida  Pizarro  y  sus  capitanes.  ¡El  oro  de  la  suma  total  ascen- 
día á  1.326.539  pesos  ó  castellanos,  y  la  plata  á  51.610  marcos; 
debiendo  añadir  que  semejante  suma  representaba  por  enton- 
ces en  España  tanto  como  en  el  día  otra  tres  ó  cuatro  veces 


mayor 


Partió  para  España  Hernando  Pizarro,  hermano  del  conquis- 
tador, á  dar  cuenta  de  los  sucesos  y  entregar  el  quinto  de  la 
Corona.  En  Enero  de  1534  llegó  al  río  Guadalquivir,  y  no  cabe 
pintar  el  efecto  causado  por  los  presentes  y  noticias.  No  se  había 
visto  hasta  entonces  llevar  á  la  casa  de  contratación  de  Sevilla 
tesoro  tan  cuantioso  como  aquel  tributo  que  el  sol  y  la  luna, 
adorados  por  los  Incas,  parecían  rendir  á  Carlos  V,  rey  de  Es- 
paña y  cabeza  del  sacro  romano  Imperio.  Venían  para  Su  Majes- 
tad treinta  y  ocho  vasijas  de  oro,  cada  una  con  cabida  aproxi- 
mada de  dos  cántaras;  cuarenta  y  ocho  vasijas  de  plata,  no 
menores,  una  de  ellas  en  forma  de  águila;  dos  ollas  grandes, 
una  de  plata  y  otra  de  oro;  dos  costales  de  oro,  holgados  cada 
uno  para  dos  fanegas  de  trigo;  dos  pequeños  tambores,  también 
de  oro;  una  estatua  del  mismo  metal,  tamaña  como  un  niño  algo 
crecido,  y, aparte  de  todo  esto,  en  grandes  cajas  cerradas,  barras, 
planchas  y  pedazos  de  los  dos  preciosos  metales  por  valor 
de  153.000  pesos  de  oro  y  5.048  marcos  de  plata.  A  la  vista  ó 
noticia  de  tal  tesoro  y  del  que  llegaba  para  personas  particula- 
res, no  hubo  loca  esperanza  que  no  se  concibiera;  y  ávidas  de 
fortuna,  se  embarcaron  para  el  Perú  muchas  gentes,  sin  advertir 
cuánto  tenía  de  engañoso  un  rico  hallazgo,  pues  convidaba  á 
gastar  con  pródiga  mano  lo  que  la  tierra  siempre  guardó  cuida- 
dosa. Bien  indicaba  el  continuo  subir  de  precio  las  mercancías 


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que  había  en  semejante  riqueza  más  de  ilusión  que  de  realidad; 
pero  la  lección  no  aprovechaba,  porque  el  yerro  no  era  de  los 
españoles,  sino  de  su  tiempo,  que  de  la  Edad  Media  lo  había 
heredado,  junto  con  otros  errores  económicos,  como  la  tasa,  los 
decretos  suntuarios  y  la  variación  de  la  ley  en  la  moneda.  Ni 
cabía  desarraigarlo  pronto,  á  juzgar  por  lo  que  aun  se  vio  más 
de  tres  siglos  adelante.  Cuando  en  1849,  por  un  descubrimiento 
casual  que  hizo  Sutter,  natural  de  Badén,  emigrado  á  América, 
se  vislumbró  que  era  riquísima  en  oro  la  Nueva  California,  de 
todas  partes,  alucinados  por  cuentos  maravillosos,  acudieron  á 
la  nueva  Cólquida  de  áureo  vellocino,  y  lo  mismo  que  los  des- 
cubridores de  los  siglos  XV  y  xvi,  no  echaron  de  ver  que,  dedi- 
cándose sólo  al  laboreo  de  las  minas,  sin  tener  cerca  floreciente 
agricultura,  ni  variada  industria,  ni  fácil  comercio,  debía,  sobre 
toda  ponderación,  encarecerse  todo,  hasta  la  misma  comida  y 
los  instrumentos  de  trabajo.  Mas  si  en  esto  no  se  reparó  en  siglo 
más  conocedor  de  leyes  económicas,  menos  podía  exigirse  de 
otro  más  cercano  á  tiempos  en  que,  por  adquirir  oro,  habían  re- 
vuelto los  alquimistas  redomas  y  crisoles,  recurrido  los  hechi- 
ceros á  artes  ocultas,  y  emprendido  los  mercaderes  viajes  arries- 
gados. El  cebo,  por  otra  parte,  era  tentador.  En  el  Perú,  del  río 
Carbaya  se  sacaron  en  pocos  años  1.700.000  pesos  de  oro  tan 
fino,  que  subía  de  la  ley.  Los  vecinos  de  Quito  extraían  de  otro 
río  arenas  que  dejaban  en  la  batea  más  oro  que  tierra.  Encon- 
trábanse además  otros  ríos  abundantes  en  este  metal;  pero  como 
á  cada  paso  se  hallaban  minas  de  plata,  y  éstas  producían  mucho, 
solían  ser  preferidas.  En  1538  se  fundó  la  villa  de  la  Plata  en 
Chuquisaca,  en  la  provincia  de  los  Charcas,  cerca  del  cerro  de 
Porco,  donde  existían  famosas  minas  que  los  Incas  habían  apro- 
vechado. Pero  el  contento  llegó  á  su  colmo  cuando  en  1547  un 
español,  llamado  Villaroel,  andando  por  aquellas  cercanías  con 
algunos  indios  en  busca  de  metal  que  sacar,  descubrió  en  un  alto 
collado,  al  que  se  conservó  el  nombre  peruano  de  Potosí,  mayor 
riqueza  todavía,  la  cual  los  Incas  habían  ignorado.  Pronto  cargó 
allí  la  gente,  se  construyeron  hermosas  casas  en  la  falda,  y  se 
convirtió  aquel  sitio  en  el  principal  asiento,  casi  despoblando  la 
villa  de  la  Plata  con  el  afán  de  tomar  minas,  pues  habían  llegado 
á  descubrirse  en  dicho  t;erro  cinco  vetas  riquísimas.  Era  para 


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causar  asombro  ver  en  casa  del  corregidor,  donde  estaban  las 
cajas  de  las  tres  llaves,  hacer  fundición  cada  sábado,  y  recogerse 
de  los  quintos  reales  desde  25.000  pesos  hasta  más  de  40.000  á 
veces,  lo  cual  cada  mes  hacía  más  de  120.000  castellanos.  Así, 
con  la  afluencia  de  gente  y  la  riqueza  recaudada,  el  mercado 
del  Potosí  era  el  más  famoso  del  Perú,  pues  tenía  abundancia 
de  mantenimientos,  muchos  cestos  de  la  coca  que  los  indios 
apetecían,  rimeros  de  mantas  y  camisetas,  paños  finos  de  Es- 
paña, preciados  lienzos  de  Rouen  y  de  Holanda,  y  otros  muchos 
artículos;  de  todo  lo  cual,  desde  el  amanecer  hasta  que  obscu- 
recía, era  tanta  la  contratación,  que  algunos  días  se  cruzaban  en 
el  mercado  40.000  pesos  de  oro. 

En  suma,  por  su  riqueza  en  piedras  y  metales  preciosos,  lo 
mismo  que  por  sus  dos  grandes  imperios,  los  productos  de 
su  suelo  y  la  belleza  de  sus  paisajes,  podía  América  atraer 
tanto  como  la  verdadera  India,  y  hasta  ser  con  ella  confundida. 
Llave  para  encontrar  todo  eso  era  el  mar  de  las  Antillas  con 
sus  islas  y  su  istmo;  pero  tal  llave  se  tuvo  desde  los  prime- 
ros descubrimientos,  y  por  esta  razón  fueron  tan  rápidos  los 
demás. 

Es  verdad  que  al  contemplar  Balboa  desde  las  cimas  de  Da- 
rien  en  el  citado  istmo  el  mar  del  Sur  ú  Océano  Pacífico,  alcan- 
zaba una  prueba  de  que  no  habían  llegado  los  españoles  á  la 
India  codiciada;  pero  esto  mismo  sólo  fué  parte  á  completar 
los  descubrimientos,  extendiéndolos  por  regiones  menos  favo- 
recidas. Díaz  de  Solís,  que  en  1508  acompañó  á  Vicente  Yáñez 
Pinzón  en  el  viaje  que  éste  hizo  por  la  costa  brasileña  con  pro- 
pósito de  adelantarse  hacia  el  Mediodía  más  que  en  el  viaje  an- 
terior de  1499,  en  el  cual  tocó  en  dicha  tierra  por  el  cabo  de 
San  Agustín,  preparaba  desde  1 512  en  España  otra  exploración; 
pero  no  pudiendo  realizarla  hasta  tres  años  después,  cuando  ya 
era  sabido  el  descubrimiento  de  Balboa,  enderezó  su  rumbo  á 
dar  con  paso  para  aquel  nuevo  mar  que  halagüeñas  esperanzas 
hacía  concebir.  No  le  encontró;  mas  el  río  de  la  Plata  fué  su 
glorioso  hallazgo,  y,  en  lucha  con  los  naturales,  las  riberas  de 
este  río  su  ignorada  tumba.  Lánzase  á  empresa  más  atrevida 
en  1 5 19  Hernando  de  Magallanes,  portugués  al  servicio  de  Es- 
paña, quien  se  propone  buscar  dicho  paso,  cruzarle  y  conducir 


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á  las  islas  Molucas  la  flota  cuyo  mando  lleva.  En  6  de  Noviem- 
bre de  1520  penetra  en  el  Estrecho  que  conserva  su  nombre,  y 
veintidós  días  después  logra  salir  al  Pacífico;  pero  antes  de 
llegar  al  intrincado  canal,  se  había  refugiado  por  los  50°  de  lati- 
tud en  el  puerto  de  San  Julián,  y  tanto  este  punto  como  ese 
paso  señalaban  una  nueva  región:  la  Patagonia.  Sebastián  Cabot, 
ya  célebre  por  los  viajes  realizados, .bajo  la  protección  de  In- 
glaterra, á  la  costa  americana  septentrional,  acomete  en  1527) 
por  cuenta  de  España,  el  mismo  designio  de  Magallanes;  pero 
no  pudiendo  pasar  del  río  de  la  Plata,  permanece  cinco  años  en 
esta  región,  subiendo  por  el  río  Uruguay,  volviendo  al  Plata, 
remontando  el  Paraná  hasta  casi  el  paraje  donde  con  él  se  junta 
el  Paraguay,  y  levantando  en  las  márgenes  recorridas  algunos 
fuertes,  como  comienzo  de  población.  Al  regresar  después  á 
España,  deja  la  atención  solicitada  hacia  esa  parte,  y  mientras 
la  conquista  del  Perú  lleva  en  pos  la  de  Chile,  la  cual  emprende 
Diego  de  Almagro,  y  prosigue  con  mejor  resultado  Pedro  de 
Valdivia,  que  funda  á  Santiago  y  la  Serena,  y  principia  en  Qui- 
llota  á  beneficiar  minas  de  oro,  Pedro  de  Mendoza  en  1535  se 
dirige  desde  España  al  río  de  la  Plata,  edifica  en  la  orilla  meri- 
dional la  ciudad  de  Buenos  Aires,  conduce  sus  tropas  al  inte- 
rior, y  cuando,  sintiéndose  gravemente  enfermo,  regresa  á  su 
patria,  queda  allá  de  gobernador  Juan  de  Arólas,  quien  funda 
en  el  Paraguay  la  colonia  de  la  Asunción,  y  allí  concentra  sus 
gentes.  Mas  pocos  años  transcurren  cuando  por  esta  parte  Fran- 
cisco de  Mendoza  y  su  maestre  de  campo  Ruy  Sánchez  de  Hi- 
nojosa  se  encuentran  con  Felipe  Gutiérrez  y  Nicolás  de  Here- 
dia,  que  habían  sido  los  primeros  en  penetrar  en  la  provincia  de 
Tucumán,  cruzando  ríos  afluentes  del  Paraná.  Procedían  estos 
españoles  del  Perú,  cuya  cordillera  parecía  lanzar  á  los  con- 
quistadores hacia  nuevas  tierras,  como  á  los  ríos  que  bajan  de 
ella,  alimentados  por  las  nieves  de  sus  altas  cimas.  Del  Perú, 
acompañando  á  Gonzalo  Pizarro,  en  dirección  á  Oriente  desde 
Quito,  en  busca  del  país  donde,  según  la  fama,  se  criaban  árbo- 
les de  canela,  había  salido  Orellana,  y  precisado  á  separarse  con 
algunos  compañeros  para  ir  por  bastimentos  á  una  isla  del  río 
que  seguían,  la  curiosidad  de  una  parte,  y  de  otra  la  poderosa 
corriente  que  arrastraba  el  bergantín  y  las  canoas,  le  llevaron 


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al  cabo  de  algunos  meses  á  la  desembocadura  que  en  1499  había 
visto  Yañez  Pinzón  al  cruzar  por  primera  vez  la  línea  equino- 
cial  en  la  región  americana.  Era  el  río  recorrido  por  Orellana  el 
majestuoso  Marañón  ó  Amazonas,  que  en  un  curso  de  unas  mil 
cien  leguas  (6.200  kilómetros)  recibe  el  tributo  de  muchísimos 
ríos,  algunos  más  caudalosos  que  el  Danubio.  Del  Perú  también, 
avanzando  por  el  Norte,  salió  Belalcázar,  el  capitán  de  Fran- 
cisco Pizarro,  que,  en  premio  de  haber  sojuzgado  á  Quito,  había 
alcanzado  de  España  el  gobierno  de  Popayán.  Mas  otras  explo- 
raciones desde  la  costa  del  mar  de  las  Antillas  se  hacían  en 
opuesto  sentido,  y  Belalcázar  se  encontró  con  Federman,  te- 
niente de  los  Welzers  de  Hamburgo,  á  quienes  Carlos  V  había 
cedido  el  territorio  de  Venezuela  á  cambio  de  recursos  pecu- 
niarios; y  con  Jiménez  de  Quesada,  que  había  fundado  el  reino 
de  Nueva  Granada,  partiendo  de  Santa  Marta,  y  subiendo  por 
el  río  Magdalena,  hasta  llegar  á  los  dominios  de  los  príncipes 
Bogotá  y  Somondoco,  donde  no  era  la  hermosa  cascada  de 
Tequendama  lo  que  más  admiración  produjo,  sino  la  gran  ri- 
queza mineral  de  tierras,  á  proporción  más  abundantes  que  las 
del  Perú  en  oro  y  esmeraldas. 

No  menos  contribuye  el  Mar  del  Sur  ú  Océano  Pacífico  á 
completar  los  descubrimientos  en  la  América  del  centro  y  en  la 
septentrional.  Desde  Panamá,  en  1522,  Gil  González  de  Avila 
sube  á  Nicaragua,  en  cuyo  interior  penetra,  en  tanto  que  su  pi- 
loto Andrés  Niño  sigue  costeando  hasta  Tehuantepec,  y  vuel- 
tos ambos  á  la  costa  donde  se  habían  separado,  y  luego  á  Pa- 
namá, pasa  el  primero  á  la  isla  de  Santo  Domingo  y  concierta 
otras  naves  para  tornar  por  Honduras  á  Nicaragua  y  saber 
dónde,  en  esta  otra  costa,  vertía^sus  aguas  el  gran  lago  que 
posee  esa  tierra.  Mas  ya  estaba  sometida  la  capital  de  Méjico, 
y  los  capitanes  de  Cortés,  cuando  no  éste  mismo,  invaden  los 
países  inmediatos.  A  las  riberas  del  Mar  del  Sur  son  guiados 
por  sus  propias  conquistas  Olid  y  Sandoval,  que  someten  á  las 
gentes  de  Zacatula  y  Colima.  Hacia  el  mismo  mar  va  Pedro  de 
Alvarado,  que  baja  á  Guatemala,  lindante  con  las  tierras  visita- 
das por  González  de  Avila  y  con  el  Yucatán,  cu^^o  descubri- 
miento, hecho  en  15 17  por  Francisco  Hernández  de  Córdoba, 
había  conducido  poco  después,  primero  á  Grijalva  por  la  costa 


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hasta  el  río  Panuco  ó  lugar  donde  hoy  existe  Tampico,  y  luego 
á  Cortés,  tierra  adentro,  á  la  conquista  de  Méjico.  Pero  si  bri- 
llan las  armas  en  las  riberas  del  Mar  del  Sur,  no  quedan  tam- 
poco ociosas  en  las  costas  del  golfo  mejicano  y  del  Mar  de  las 
Antillas.  Cortés  combate  en  1523  con  los  de  Panuco,  adonde 
llega  por  entonces,  con  afán  también  de  conquista,  el  Goberna- 
dor de  la  Jamaica,  Francisco  de  Garay,  después  de  haber  en- 
viado al  mismo  sitio  otras  expediciones  con  Alvarez  de  Pineda 
y  con  Alonso  de  Camargo.  Pacificada  esa  tierra,  Cortés  manda 
enseguida  á  ülid  con  navios  desde  Veracruz  á  la  Habana,  para 
que  aquí  se  provea  de  caballos  y  pase  á  Honduras  y  golfo  de 
Higueras.  Mas  ya  llegado  á  esta  comarca,  álzase  Olid  contra  su 
general,  y  éste  se  lanza  por  tierra  hacia  esta  parte,  realizando  á 
través  de  Tabasco  y  Chiapa  un  viaje  asombroso,  por  camino 
tan  difícil  que  le  obliga  á  construir  cincuenta  puentes  en  un 
trayecto  de  veinte  leguas.  Tales  conquistas  entre  ambos  mares 
sugieren  á  Cortés  en  1524  el  propósito  de  hallar  paso  del  At- 
lántico al  Pacífico.  De  la  que  llamaban  costa  de  Bacalaos,  es 
decir,  Terranova  y  país  de  Labrador,  se  tenía  noticia  por  los 
viajes  hechos  por  Juan  Cabot,  su  hijo  Sebastián  y  el  portugués 
Cortereal;  y  de  la  Florida,  porque  en  1512,  Juan  Ponce  de 
León,  conquistador  y  Gobernador  de  Puerto  Rico,  la  descu- 
brió, aunque  sin  fruto  para  él,  con  utilidad  para  los  viajeros,  pues 
allí  había  reparado  en  la  gran  corriente  marítima  que  desde  el 
golfo  mejicano  pasa  por  el  estrecho  de  Bahama,  facilitando  los 
viajes  de  regreso  á  Europa.  Alentado  por  el  recuerdo  de  estos 
descubrimientos,  y  por  lo  que  le  hacían  entrever  sus  propias 
conquistas,  proponíase  Cortés  hallar  el  secreto  de  la  costa  com- 
prendida entre  Panuco  y  la  Florida,  riberas  no  exploradas  sino 
por  luengo  recorridas  en  sentido  contrario  por  Garay  ó  los  su- 
yos, y  tras  de  ello,  seguir  por  la  costa  florideña  oriental  hasta  la 
de  Bacalaos.  Mas  no  contando  en  los  años  siguientes  con  me- 
dios bastantes  para  tal  empresa,  ni  convidando  á  ella  el  infor- 
tunio de  Panfilo  de  Narvaez,  que  en  1528  pereció,  con  casi  to- 
dos los  que  le  acompañaban,  al  recorrer  la  costa  septentrional 
del  golfo  de  Méjico,  intenta  Cortés  hallar  el  deseado  estrecho 
por  el  Mar  del  Sur,  donde  iba  adelantada  la  conquista  de  tierras 
al  Norte,  con  haber  sometido  Ñuño  de  Guzmán,  por  su  propia 


—  8i  — 

cuenta,  la  provincia  de  Xalisco  ó  Nueva  Galicia;  y  si  no  fuera 
dado  descubrir  ese  estrecho,  quiere  Cortés  conocer,  por  lo  me- 
nos, mayor  extensión  de  la  costa  occidental  mejicana,  desde  la 
cual,  en  1528,  había  podido  mandar  á  Alvaro  de  Saavedra  en  au- 
xilio de  la  flota  de  Loaisa,  que,  habiendo  cruzado  el  estrecho  de 
Magallanes,  corría  con  grande  riesgo  hacia  las  Molucas.  Desde 
Acapulco,  en  1532,  despacha  dos  naves,  y  año  y  medio  después 
otras  dos  desde  Tehuantepec;  pero  no  logrando  ambas  expedi- 
ciones costear  bastante  hacia  el  Norte,  Cortés  hace  venir, 
GH  1535,  del  puerto  de  donde  salió  la  segunda,  una  armada  de 
tres  naves  á  Chametlán,  cerca  del  pueblo  de  Mazatlán,  y  él 
mismo,  bajando  allí,  desde  la  capital  de  Méjico,  se  embarca  en 
la  nueva  expedición  que,  más  afortunada  que  las  anteriores,  pe- 
netra en  el  golfo  de  la  California  y  toca  en  esta  península.  Re- 
gresa entonces  Cortés,  pero  en  1539  aun  envía  desde  Acapulco 
otras  tres  naves  con  Francisco  de  UUoa,  quien  avanza  más  en 
el  interior  del  golfo  y  recorre  mayor  parte  de  sus  dos  costas. 
Crece  el  afán  por  llegar  á  China  y  alas  Molucas  desde  Méjico, 
y  á  la  vez  la  exploración  por  tierra  en  este  país  sigue  alentando 
la  navegación,  pues  Fr.  Marcos  de  Niza,  franciscano,  exagera  lo 
que  ha  visto  y  cuenta  maravillas  de  las  siete  ciudades  de  Ci- 
bola,  situadas  más  al  Norte.  Pedro  de  Alvarado,  que  había  al- 
canzado de  España  el  gobierno  de  Guatemala,  como  Francisco 
Montejo,  otro  capitán  de  Cortés,  había  logrado  el  de  Yucatán, 
levanta  poderosa  armada  para  subir  costeando  hasta  ver  si  Ca- 
lifornia se  une  con  la  China  y  enviar  gentes  á  visitar  la%  siete 
famosas  ciudades;  pero  ya  comenzado  el  viaje,  un  accidente 
privó  de  la  vida,  en  tierra  de  Xalisco,  al  intrépido  Gobernador, 
y  la  empresa  quedó  suspendida.  Mas  el  virrey  de  Méjico,  don 
Antonio  de  Mendoza,  que  daba  su  apoyo  á  Alvarado,  la  aco- 
mete por  su  cuenta.  Por  tierra  llega  á  Cibola  y  pasa  á  Quivira 
Vázquez  Coronado,  mientras  Hernando  de  Alarcón,  encargado 
de  secundarle  en  el  golfo  de  la  California,  avanza  hasta  lo  más 
interior  y  remonta  muchas  leguas  del  río  de  Buena  Guía,  ó  Colo- 
rado, como  se  llamó  adelante.  Por  orden  también  de  Mendoza, 
en  1542,  dos  años  después  de  emprendidas  esas  dos  expedicio- 
nes, sale  una  armada  á  las  órdenes  de  Rodríguez  Cabrillo  á  re- 
correr la  costa  occidental  de  la  península  de  California,  y  esta 


—   82    — 

armada  consigue  subir  algo  más  allá  del  cabo  Mendocino,  por 
los  43°  de  latitud. 

Medio  siglo  tan  sólo  iba  transcurrido  desde  que  Cristóbal 
Colón  llegó  á  America,  y  ya  habían  descubierto  los  españoles, 
desde  los  43°  al  Norte  del  Ecuador,  hasta  más  de  50°  al  Sur. 
Estuvo  su  afán  excitado  en  ese  tiempo  de  continuo,  y  era  lo 
más  curioso,  que  como  si  en  la  América  septentrional  ó  en  la 
meridional  no  hubiera  campo  bastante,  no  pocos  de  los  que  en 
una  de  esas  dos  partes  descubrían  ó  conquistaban,  se  lanzaban 
después  á  la  otra.  Diego  de  Ordás,  el  capitán  de  Cortés,  que 
contaba  entre  los  títulos  de  su  fama  haber  subido  en  Méjico  al 
volcán  de  Popocatepec,  alcanzando  luego  de  España  el  go- 
bierno de  las  tierras  donde  desemboca  el  río  Marañón,  recorre 
desde  Paria  largo  trecho  de  costa  con  objeto  de  fundar  colo- 
nias. Pedro  de  Alvarado,  ya  Gobernador  de  Guatemala,  al  sa- 
ber las  riquezas  recogidas  en  la  conquista  del  Perú  desde  Caja- 
malea  á  Cuzco,  se  embarca  para  Puerto  Viejo,  bien  equipado 
de  gentes,  caballos  y  armas,  á  fin  de  llegar  á  Quito  antes  que 
los  capitanes  de  Pizarro,  y  subiendo  por  la  cordillera,  sin  temor 
á  sus  desfiladeros  ni  á  su  manto  de  nieve,  sólo  se  retira  después 
de  llegar  á  concierto  amistoso  con  Diego  de  Almagro,  que  le 
sale  al  encuentro.  Alonso  de  Camargo,  que  había  cruzado  el 
golfo  de  Méjico  por  ir  á  Panuco  por  cuenta  de  Garay,  se  di- 
rige más  adelante  al  estrecho  de  Magallanes  y  le  pasa,  certifi- 
cando lo  difícil  y  peligroso  de  tal  navegación.  Era  Alvar  Nú- 
ñez  Cabeza  de  Vaca,  de  los  compañeros  de  Narváez  en  su 
expedición  á  la  Florida.  Con  él,  recorriendo  la  costa  occiden- 
tal de  esta  tierra,  había  ido  al  pueblo  de  Apalache,  y  con  él,  avan- 
zando desde  aquí  algo  á  Poniente,  había  vuelto  á  la  costa;  pero 
al  embarcarse  todos  de  nuevo  y  navegar  por  delante  de  las  bo- 
cas del  Mississipí,  Alvar  Núñez  fué  de  los  pocos  que,  acogién- 
dose en  el  naufragio  á  una  isla  al  Oeste  de  esas  bocas,  pudo 
salvarla  vida.  En  esa  isla,  á  que  dieron  el  nombre  de  Mal-hado, 
y  en  la  costa  de  enfrente,  pasó  seis  años  en  servidumbre  de  los 
indios.  Al  cabo  de  este  tiempo,  con  un  compañero  que  le  que- 
daba, pues  los  demás  habían  muerto  ó  se  habían  adelantado  á 
probar  fortuna,  se  aventuró  á  recorrer  la  costa  del  actual  Es- 
tado de  Texas,  y  cuando  su  compañero,  medroso,  prefirió  vol- 


-  83  - 

verse,  Alvar  Núñez  encontró  á  poco  á  tres  de  los  que  se  ade- 
lantaron, y  con  ellos,  pasando  mil  peligros  y  haciendo  de  mé- 
dicos entre  los  indios,   cruzó  por  el  Norte  de  Méjico  desde 
Texas  hasta  el  Mar  del  Sur,  llegando  por  Culiacán  á  la  villa  de 
San  Miguel,  situada  en  la  costa  de  ese  mai,  á  diez  y  siete  leguas 
del  Guayabal,  y  perteneciente  á  la  gobernación  de  Xalisco. 
Pero  este  mismo  Alvar  Núñez,  que  tan  alto  ejemplo  de  valor 
en  los  sufrimientos  había  dado  en  su  larga  correría  por  la  Amé- 
rica septentrional,  es  el  mismo  que,  restituido  á  España,  sale  de 
aquí  con  nombramiento  de  Gobernador  del  Paraguay  y  río  de 
la  Plata,  y  al  arribar  á  la  costa  del  Brasil,  cerca  de  la  isla  de 
Santa  Catalina,  se  dirige  por  tierra  á  la  Asunción,  residencia 
principal  del  gobierno  que  se  le  confiara,  y  abriéndose  paso  á 
fuerza  de  hacha  por  espesos  bosques,  y  arrostrando  el  encuen- 
tro con  tribus  indias  al  salir  á  parajes  descubiertos,  llega  allá  sin 
perder  un  sólo  hombre,  después   de  recorrer  en  setenta  días 
más  de  cuatrocientas  leguas  por  regiones  ignoradas,  dando  otra 
prueba  de  perseverancia  quien  siempre  la  dio  de  desinterés  y 
probidad.  Y  Hernando  de  Soto,  capitán  que  á  las  órdenes  de 
Pizarro  lanto  se  había  distinguido  en  la  conquista  del  Perú, 
vuelto  á  España,  acepta  el  gobierno  de  Cuba  y  el  encargo  de 
someter  á  los  moradores  de  la  Florida;  y  desembarcando  al 
efecto  con  sus  tropas  en  esta  región,  entra  en  Apalache,  pasa  á 
Movila,  libra  recias  batallas  con  grandes  pérdidas,  recorre  las 
márgenes  del  Mississipí,  y,  sintiéndose  enfermo  de  muerte,  en- 
comienda el  ya  escaso  ejército  á  su  teniente   Moscoso,  quien, 
fallecido  el  capitán,  se  retira  con  las  fuerzas  de  su  mando,  nave- 
gando por  el  caudaloso  río  veinte  días,  acosado  por  los  indios, 
hasta  que  llega  á  parte  tan  ancha,  que  por  uno  y  otro  lado  se 
pierden  de  vista  las  riberas.  Así,  unas  veces  porque  las  aparien- 
cias mantenían  la  ilusión  de  Cristóbal  Colón  de  que  América 
era  la  India,  otras  veces  porque,  ya  conocido  el  error,  se  reno- 
vaba el  propósito  del  gran  navegante  de  llegar  á  la  India  por 
Occidente,  y  otras  porque  se  cedía  al  atractivo  de  explorar  re- 
giones que,  si  no  eran  Catay  y  Cipango,  prometían  tanto  como 
ellas,  los  descubrimientos  no  se  dieron  tregua  alguna,  y  en  me- 
dio siglo  se  había  ya  llegado  á  los  países  más  hermosos,  flore- 
cientes y  productivos,  sin  que  fueran  parte  á  detener  el  afán  de 


-  84-- 

exploración  ni  espesos  bosques,  ni  alta  cordillera,  ni  laberíntico 
estrecho,  ni  ríos  caudalosos;  pues  si  las  barreras  naturales  y  el 
esfuerzo  de  los  indios  rechazaban  á  veces  á  los  que  descubrían 
ó  conquistaban,  revolvíanse  éstos  como  el  río  Amazonas,  cuyas 
aguas,  rechazadas  por  la  marea  á  gran  distancia  de  la  desembo- 
cadura, forman  elevadas  olas,  que  inundan  las  riberas.  Y  reco- 
rriendo tantos  países,  tan  brillante  y  seductora  vieron  y  mostra- 
ron á  América,  que  si  en  la  Edad  antigua,  los  que  ansiaban 
gloria,  provecho  ó  mayor  noticia  del  mundo,  decían:  A  la  In- 
dia^ y  en  la  Edad  media  añadían :  al  Catay  y  Cipango;  t^iva- 
bién  en  la  Edad  moderna  se  amplió  el  propósito,  y  á  Amé- 
rica dijeron  á  una  voz  viajeros,  mercaderes,  políticos,  misio- 
neros y  capitanes  (  Grandes  aplausos). 


NAVEGACiONES  Y  DESCUBRIMIENTOS  DE  LOS  PORTUGUESES 

ANTERIORES  AL  VIAJE  DE  COLÓN. 


ATENEO  DE  MADRID 

NAVEGACIONES 


DESCUBRilEtiTOS  DE  LOS  PORTUGUESES 


ANTERIORES  AL  VIAJE  DE  COLON 


CONFERENCIA 


SR.  D.  J.  P.  OLIVEIRA  MARTINS 


leída  el  día  24  de  Febrero  de  1892 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE    RIVADENEYRA» 

IMPRESORES     DE     LA     REAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  20 


1892 


Señores: 

De  todo  corazón  agradezco  la  honra  que  el  Ateneo  me  dis- 
pensa eligiéndome  para  narrar  á  esta  Asamblea  ilustre  lo  que 
fueron  las  navegaciones  portuguesas  anteriores  al  viaje  de  Co- 
lón. Quiso  el  destino  que  Portugal  rehusase  los  ofrecimientos 
y  resistiese  á  las  tentaciones  del  gran  navegante  que  dio  á  Cas- 
tilla las  Américas  ¿quién  sabe?  para  que  en  esas  propias  Amé- 
ricas,  simultáneamente  labradas  por  nosotros,  estos  dos  pueblos 
hermanos  apareciesen  también  vecinos  y  también  hermanados 
por  los  vínculos  luminosos  que  los  enlazan  sobre  los  pedestales 
de  la  Historia. 

Cuando  se  observa,  señores,  el  contorno  de  la  Península  his- 
pana delineando  un  cuadrado  casi  perfecto,  y  en  ese  cuadrado 
la  zona  portuguesa  que  bordea,  aunque  incompletamente,  la  faz 
occidental,  desde  luego  se  comprende  cómo  los  pueblos  de  la 
España,  separados  en  varios  reinos,  que  al  fin  vinieron  á  fijarse 
en  dos,  representan  en  el  mundo  uno  solo  é  igual  pensamiento, 
una  sola  y  soberana  acción. 

Ese  pensamiento  y  acción  se  realizaron  en  los  descubrimien- 
tos ultramarinos,  que  también  estaban  indicados  como  destino 
á  las  naciones  poseedoras  de  la  Península  extrema  del  occi- 
dente europeo.  Cualquiera  que  fuese  el  carácter  psicológico  de 
esos  pueblos,  el  hecho  físico  de  su  localización  litoral,  determi- 
naría la  naturaleza  de  su  papel  histórico.  Así  es  que  vemos  á  los 


—  6  — 

frisios  y  á  los  jutes,  ramos  de  la  familia  germánica,  tan  diver- 
sa por  temperamento  de  la  española,  concurrir  con  ella  en  la 
exploración  ultramarina,  por  lo  mismo  que  también  les  fué 
destinado  en  Europa  un  lugar  litoral  sobre  el  mar  del  Norte. 

Pero  si  la  fuerza  de  las  cosas  así  impelía  á  las  naciones  penin- 
sulares, no  por  eso  cada  una  dejaba  de  colaborar  en  la  obra  co- 
mún con  sus  dotes  y  cualidades  peculiares.  Mientras  el  caste- 
llano iniciaba  de  un  golpe  su  empresa,  rasgando  de  parte  á  parte 
el  Océano  en  esa  aventura  genial  de  hace  cuatro  siglos,  nos- 
otros los  portugueses  íbamos  pausada  y  pacientemente  á  lo  largo 
de  las  costas  africanas  ó  de  isla  en  isla,  en  ese  propio  mar  que 
Colón  surcó  como  un  rayo,  caminando  paso  á  paso,  avanzando 
siempre,  con  una  audacia  tan  perseverante  como  prudente. 

Un  mismo  destino,  un  mismo  norte,  una  única  ambición  nos 
movía,  no  obstante,  á  ambos:  era  la  India.  Y  cuando  cada  una 
de  las  naciones  peninsulares  halló  sus  Indias,  el  carácter  del  do- 
minio, la  naturaleza  de  la  ocupación  y  las  fisonomías  de  los  hé- 
roes de  ambos  países,  siempre  iguales  en  el  espíritu  proselítico, 
siempre  idénticos  en  la  acción  dominadora,  encuentran,  sin 
embargo,  fórmulas  diversas  con  que  se  acentúan  de  un  modo 
imposible  de  confundir. 

Y  todavía,  de  cualquier  forma,  con  la  candidez  y  con  la  auda- 
cia, con  férrea  violencia,  y  con  tenacidad  de  bronce,  con  el 
amor  y  con  el  imperio;  cada  cual  con  sus  dotes  propios,  cami- 
nábamos ambos  á  un  destino  común,  colaborando  en  una  idén- 
tica empresa,  coronándonos  recíprocamente  con  una  aureola  de 
gloria  que  marcará  en  todo  y  siempre,  mientras  haya  memoria 
de  hombres,  nuestros  pasos  poj  el  teatro  infinito  de  los  siglos. 


I. 


Señores:  Ya  nadie  hoy  se  atreve  á  suponer  que  hechos  tan 
considerables  como  fueron  las  navegaciones  portuguesas  délos 
siglos  XIV  y  XV  pudiesen  brotar  abruptamente  de  los  planes  y 
del  genio  de  un  hombre,  aunque  ese  hombre  fuese,  como  fué. 


—  7  — 
grandemente  heroico  el  infante  D.  Enrique.  La  señal  de  los  hé- 
roes es  la  intuición  con  que  sienten  y  perciben  pulsear  el  alma 
de  un  pueblo,  y  encarnándola  en  sí,  se  vuelven  como  símbolo 
nacional.  Por  tal  motivo,  mucho  tiempo  pasaron  por  creadores. 
No  es  así.  El  viejo  aforismo  ex  nihilo  nihil^  en  punto  alguno 
se  demuestra  más  exacto  que  en  éste;  y  así  es  que,  antes  de  acer- 
carnos nosotros  á  la  figura  grandiosa  del  infante  D.  Enrique, 
hemos  de  estudiar  con  minuciosa  paciencia  el  desenvolvimiento 
colectivo  y  obscuro  de  los  elementos  con  que  pudo  y  supo  le- 
vantar el  edificio  de  gloria  suma  de  toda  la  España,  porque  fué 
de  ese  nido  de  águilas  plantado  en  Sagres  que  salieron  todos, 
absolutamente  todos  los  navegantes  peninsulares. 

En  los  períodos  crueles  de  casi  completa  anarquía  y  de  un 
decaimiento  universal  de  las  fuerzas  y  de  la  riqueza  de  la  Es- 
paña romana,  sus  costas  y  sus  puertos  eran  constantemente 
asolados  por  los  piratas  que  en  el  mar  repetían  los  robos  de  la 
gente  de  armas  en  tierra.  Los  vikings  normandos  descendían  de 
los  mares  del  Norte  y  venían  á  rodear  España,  siendo  el  terror 
constante  de  la  playa  galaico-lusitana.  Pasando  más  allá  é  inter- 
nándose por  el  mar  del  Calpe  en  el  Mediterráneo,  iban  hasta 
la  región  del  Pirineo  austral,  á  establecer  allí  ese  estado  efí- 
mero, cuya  historia  Dozy  sacó  de  las  crónicas  árabes. 

A  los  normandos  se  unieron  los  árabes  vecinos,  desde  que,  á 
partir  del  siglo  viii,  la  espada  victoriosa  de  Alfonso  I  expulsó  á 
los  moros  para  el  sur  del  Vouga,  y  claro  es  que  en  tales  condi- 
ciones, ni  la  pesca,  ni  el  cabotaje,  esos  dos  primeros  rudimentos 
de  la  navegación,  podían  medrar.  Es  lícito  afirmar  sin  recelo 
que,  tomando  este  momento  como  punto  de  partida,  asistimos 
al  primitivo  desarrollo  del  movimiento  que  nos  ha  de  dar  como 
expansión  culminante,  los  viajes  épicos  de  Colón,  de  Gama  y 
de  Magalhaes. 

El  primer  momento  de  la  reacción,  la  primera  simiente,  la 
vemos  cuando,  reconquistada  la  Galicia  y  con  ella  Oporto,  el 
Obispo  de  Compostela,  Diego  Gelmires,  inicia  la  organización 
de  fuerzas  navales  que  resistan  á  la  piratería  de  los  moros,  aso- 
ladora  en  toda  la  costa,  desde  Sevilla  hasta  Coimbra,  ab  His- 
pali  iisqiie  ad  Cohínihrinin,  como  dice  la  Historia  Compos- 
telana.  El  obispo   Gelmires  contrató  genoveses,   porque   los 


italianos  ejercían  en  esas  épocas  el  papel  que  en  la  antigüedad 
los  griegos  y  los  fenicios  habían  tenido.  Eran  los  hombres  de 
mar,  conocedores  de  sus  secretos,  domadores  de  sus  caprichos. 
Eran  los  pilotos  que  habían,  á  través  del  Mediterráneo,  llevado 
á  buen  puerto  la  primera  cruzada  en  el  año  de  1096.  Eran,  como 
la  crónica  dice,  optimi  naviinn  artífices^  naiitceqiie peritissimi: 
eran  los  prijneros  marineros  y  constructores  navales. 

Efectuada  la  separación  de  Portugal,  consumada  la  conquista 
de  la  línea  del  Tajo,  y  después  del  Sado,  con  la  toma  de  Lisboa 
y  de  Alcacer,  la  nueva  monarquía  portuguesa,  desde  sus  prime- 
ros momentos,  reconoce  que,  habiéndola  cabido  en  el  reparto 
la  zona  litoral  del  occidente  hasta  el  Algarve,  esto  es,  hasta 
donde  esa  zona  termina,  su  fuerza,  su  destino  y  la  primera  ur- 
gencia era  poseer  una  marina,  no  para  defensa  solamente,  como 
la  del  Obispo  de  Compostela,  sino  también  para  consumar  la  re- 
conquista en  la  parte  meridional  del  reino.  Así  el  destino  nece- 
sario del  pueblo  portugués  se  acentuaba  pronto  en  las  condi- 
ciones de  su  emancipación  política,  al  mismo  tiempo  que  las 
Cruzadas,  restableciendo  la  navegación  internacional  de  los  ma- 
res del  Norte  hacia  el  Mediterráneo,  y  viceversa,  mostraban  la 
importancia  excepcional  de  los  dos  grandes  puertos  de  la  costa 
portuguesa:  Oporto  y  Lisboa. 

Vese,  pues,  señores,  que  aunque  no  hubiese  aún  marina  mi- 
litar organizada ;  aunque  los  cruzados  y  sus  armadas  fuesen 
nuestros  auxiliares  constantes,  ya  también  por  mar  se  iba  repi- 
tiendo la  lucha  duramente  peleada  en  tierra.  ¿Y  cómo  podría 
suceder  esto,  si  no  hubiese  ya  en  las  ciudades  y  villas  marítimas 
una  población  activa  y  barcos  numerosos?  Los  había,  y  ya  en 
frente  de  la  costa  lusitana  los  pescadores  singlaban  en  el  mar,  y 
ya  las  comunicaciones  entre  los  varios  puertos  eran  frecuentes. 
En  Oporto  pescaban  la  ballena,  que  aun  entonces  habitaba 
nuestros  mares;  en  el  Algarve  pescaban  el  coral,  y  el  atún  en 
armazones  de  almadrabas  construidas  por  maestros  sicilianos  y 
genoveses.  Estas  pesquerías  de  Lagos  fueron  el  principal  vivero 
donde,  un  siglo  después,  el  infante  D.  Enrique  reclutó  el  per- 
sonal de  sus  expediciones. 

Era  natural,  por  tanto,  que  los  reyes  de  nuestra  primera  di- 
nastía quisiesen  consolidar  en  el  mar  una  fuerza  que  ya  enton- 


—  9  — 

ees,  después  de  consumada  la  reconquista,  era  completa  en 
tierra.  Había  colonias  de  pescadores  y  marineros,  había  barcos, 
había  mar;  pero  faltaba  quien  en  ese  mar  supiese  navegar  y 
combatir,  y  quien  supiese  construir  navios. 

Para  la  defensa  y  colonización  de  la  tierra  habían  los  reyes 
multiplicado  las  donaciones  á  naturales  y  extranjeros,  llamando 
las  órdenes  monásticas  militares  internacionales  y  repitiendo 
los  señoríos  hereditarios.  Pero  el  mar  no  había  quien  lo  defen- 
diese y  explorase;  y  la  idea  de  repetir  sobre  él  lo  que  se  prac- 
ticaba sobre  la  tierra,  debía  ocurrir  obviamente.  Había  que 
conceder  la  frontera  del  Océano. 

Fué  lo  que  se  hizo,  en  tiempo  del  rey  D.  Diniz,  contratando 
el  almirantazgo,  como  entonces  se  decía  á  la  moda  árabe,  con 
elgenovés  Pessaña.  Dos  siglos  después,  el  Rey  de  Portugal,  re- 
petía lo  que  hiciera  el  Obispo  de  Compostela,  Gelmires. 

Y  así  como  á  la  sombra  de  las  ya  remotas  medidas  defensivas 
vimos  nacer  y  crecer  la  vida  del  litoral,  así  ahora  vemos  espar- 
cirse rápidamente  las  navegaciones.  Hay  ya  en  Oporto  un 
comercio  activo  con  la  Flandes;  ya  se  envía  sal  á  Francia.  Celé- 
brase el  tratado  que  Lisboa  y  Oporto  pactan,  por  cincuenta  años, 
con  Eduardo  Hl  de- Inglaterra  para  la  pesca  en  los  mares  de  los 
dos  países.  Se  mandan  plantar  las  dunas  de  la  costa,  creán- 
dose el  vasto  pinar  de  Leiria,  aun  hoy  propiedad  nacional,  para 
abastecer  los  arsenales  ó  taracenas  establecidas,  tanto  en  Lis- 
boa, como  en  Oporto. 

Y  entre  las  varias  empresas  navales  de  estos  tiempos  hay  una 
que  mu}^  especialmente  llama  nuestra  atención.  Es  la  que  por 
dos  veces,  en  los  tiempos  del  rey  Alfonso  IV,  se  extendió  en 
el  mar  hacia  el  Sur  en  demanda  de  las  Canarias.  Es  este  el  pri- 
mer viaje  de  descubrimiento,  si  es  que  acaso  el  conocimiento 
de  la  existencia  de  las  Canarias  alguna  vez  se  llegó  á  obscurecer 
del  todo.  Sabemos  de  esa  expedición,  ó  por  lo  menos  de  su 
proyecto,  por  la  carta  del  Rey  de  Portugal  á  Clemente  VI. 

Y  para  concluir  esta  primera  parte  de  nuestro  discurso,  ya 
que  asistimos  al  desenvolvimiento  embrionario  de  la  marina 
portuguesa,  réstanos  ver  ahora  lo  que  era  Portugal  marítimo 
en  la  época  inmediatamente  anterior  al  período  de  las  navega- 
ciones. 


lO   — 


Por  los  datos  conocidos  del  tiempo  del  rey  D.  Fernando,  el 
tráfico  marítimo  de  Lisboa  no  debía  bajar  de  250  á  300  mil 
toneladas.  Era  ya  un  gran  puerto  comercial.  Era  ya  una  gran 
ciudad  de  muchas  y  desvariadas  gentes,  como  dice  Fernán 
Lopes.  Había  allí  estantes  y  residentes  de  varias  tierras  y  casas 
comerciales  de  multiplicadas  naciones:  genoveses,  lombardos, 
aragoneses,  mallorquines,  milaneses,  corsos,  vizcaínos,  disfru- 
tando privilegios  y  exenciones  de  que  los  reyes  no  eran  avaros. 
Los  navios  iban  y  venían  de  Lisboa  á  Inglaterra,  á  Italia,  cru- 
zando por  el  mar  del  Norte  y  por  el  Mediterráneo,  llevando  los 
productos  agrícolas  nacionales  y  trayendo  tejidos  y  manufac- 
turas. 

Ahora  bien;  cuando  nosotros  pensamos,  señores,  en  los  hori- 
zontes nuevos  que,  por  un  lado  las  Cruzadas,  por  otro  y  princi- 
palmente el  contacto  íntimo  con  los  moros,  en  la  larga  epopeya 
de  la  reconquista,  abrieron  al  instinto  del  comercio;  cuando 
sabemos  cómo  los  árabes  habían  llenado  la  España  de  ricos 
productos  del  Oriente,  y  que  el  lujo  de  las  cortes  moriscas  de 
Sevilla  y  Granada  era  imitado  en  las  cristianas;  cuando  obser- 
vamos el  pensamiento  definido  de  fomentar  el  comercio  marí- 
timo, y  cuando  asistimos  á  la  creación  de  la  marina  nacional,  no 
podemos  dejar  de  ver  en  todo  esto  los  impulsos  aun  indefinidos, 
aun  inconscientes,  para  un  destino  que  está  próximo  á  florecer 
nítidamente  en  el  espíritu  heroico  del  infante  D.  Enrique,  en- 
carnación del  alma  portuguesa. 

Es  de  fines  del  siglo  xiv  la  legislación  naval  del  rey  D.  Fer- 
nando, cuerpo  en  el  que  encontramos  punto  por  punto  institu- 
ciones á  que  hoy  vuelven  las  naciones  que  están  al  frente  de  la 
marina  del  mundo:  tanto  es  verdadero  el  dicho  salomónico,  al 
que  es  menester  aumentar  que  la  razón  crítica  nada  descubre 
que  la  espontaneidad  plástica  del  instinto  no  tuviese  anterior- 
mente adivinado. 

La  legislación  del  rey  D.  Fernando  incluye  la  franquicia  del 
abanderamiento,  para  sustituir,  á  los  textos  de  las  viejas  cróni- 
cas, los  términos  de  los  presentes  días.  Instituye  los  premios  de 
construcción  y  navegación,  siempre  que  los  navios  obedezcan  á 
ciertas  reglas  que  permitan  armarlos  en  guerra,  evitando  así  al 
Tesoro  el  onus  v  á  la  nación  el  peligro  de  los  fletes  de  navios 


—   II   — 

extranjeros.  Crea  la  estadística  naval  y  la  inspección  técnica, 
para  evitar  las  averías  y  naufragios.  Establece,  por  último,  en 
Lisboa  y  Oporto,  dos  Bolsas  marítimas,  ó  asociaciones  de  arma- 
dores, que  funcionan  como  sociedades  de  seguros  mutuos. 

Yo  querría,  señores,  exponer  al  detalle  los  rasgos  particulares 
de  esta  legislación  fernandina,  ya  porque  su  influencia  en  los 
destinos  ulteriores  de  la  nación  es  indudablemente  enorme;  ya 
porque,  exponiéndolos,  se  vería  cuánto  la  Historia  se  repite  y 
cómo  las  instituciones  á  las  que  los  pueblos  marítimos  de  hoy 
van  á  buscar  amparo  y  protección,  son  exactamente  idénticas 
á  las  que  en  el  siglo  xiv  dieron  á  la  marina  portuguesa  el  vigor 
necesario  para  emprender  sus  grandes  hazañas.  No  me  permite, 
no  obstante,  el  tiempo,  ni  el  lugar,  entrar  en  los  pormenores  de 
leyes  de  las  que  apenas  expuse  el  pensamiento  sumario. 

Sí,  los  Reyes  eran  banqueros  y  legisladores  fecundos  en  sen- 
tido proteccionista;  eran  más  todavía.  Eran,  á  la  manera  de  los 
príncipes  italianos,  comerciantes,  reservando  para  sí  propios  la 
exclusiva  de  ciertos  géneros. 

Y,  por  otro  lado,  los  armadores  estaban  obligados  á  equipar 
en  guerra  sus  navios  cuando  el  provecho  común  así  lo  recla- 
mase. De  la  misma  forma  que  los  contingentes  de  los  concejos 
y  las  mesnadas  de  los  hidalgos  tenían  que  ir  á  la  hueste  ó  lla- 
mada, cuando,  declarada  una  guerra,  el  rey  los  convocaba:  así 
también  las  flotas  de  los  armadores  tenían  que  acudir  al  llama- 
miento del  soberano  en  la  hora  del  peligro.  Y,  armados  en  gue- 
rra, las  presas  que  hiciesen  eran  repartidas  entre  la  Corona  y  los 
armadores. 

Ahora  bien:  así  como  vimos,  en  la  franca  expansión  del  co- 
mercio marítimo,  la  determinación  aun  indefinida  del  destino 
reservado  á  los  portugueses,  así  también  hemos  de  ver,  en  los 
perfiles  que  acabamos  de  observar,  el  rudimento  de  algunas  de 
las  formas  que  nuestra  exploración  colonial  adquirirá.  La  ex- 
clusiva de  ciertos  géneros  con  que  en  el  siglo  xiv  los  reyes  ne- 
gocian, transformase  en  los  monopolios  posteriores;  y  el  sistema 
del  armamento  en  corso  y  del  reparto  de  presas  será,  en  un 
porvenir  que  ya  sale  fuera  de  los  límites  de  mi  estudio,  el  tipo 
del  dominio  y  saqueo  de  los  mares  de  la  India  por  la  caza  de  ias 
embarcaciones  de  los  moros. 


Llegamos,  señores,  al  momento  crítico  de  definirse,  en  el  pen- 
samiento del  infante  D.  Enrique,  el  destino  de  la  nación  por- 
tuguesa. Ese  pensamiento,  como  acabamos  de  ver  en  este  largo 
y  obscuro  camino,  no  podría  formularse  si  no  le  precediese  la 
construcción  natural  y  espontánea  de  una  fuerza  deducida  de 
las  condiciones  geográficas.  Esa  fuerza  es  la  marina,  comer- 
ciante y  combatiente. 

Atemperada  la  nación  en  la  dura  crisis  con  que  fundó  su  di- 
nastía de  Avis,  sanadas  rápidamente  las  heridas  profundas,  Por- 
tugal aparece  triunfante,  batiendo  á  las  puertas  del  Mediterrá- 
neo con  la  mayor  escuadra  que  aun  España  viera  para  efectuar 
la  conquista  de  Ceuta. 

Alea  jacta  est:  la  suerte  está  lanzada,  el  destino  de  la  nación 
está  definido.  Subiendo  á  los  muros  de  Ceuta  el  infante  D.  En- 
rique 

con  sola  su  rodela 

y  una  espada,  enarboló 
las  quinas  en  sus  almenas. 

De  lo  alto  de  esas  almenas  extiéndesele  la  vista  hacia  el  mar 
de  un  lado,  hacia  la  vastedad  inmensa  de  las  tierras  que  el  Atlas, 
del  otro,  esconde.  Hállase  entre  dos  interrogaciones  infinitas; 
dos  páramos  lejanos,  sobre  los  que  lanza  el  largo  vuelo  de  su 
pensamiento:  Uno  es  el  mar  tenebroso  de  los  árabes;  otro  el 
Preste  Juan  de  las  Indias. 


II. 


Volvió  de  Ceuta  el  Infante  con  informes  más  abundantes  y 
exactos  acerca  de  esa  Etiopía,  en  los  confines  de  la  cual  habi- 
taba el  Preste,  señor  de  las  Indias.  ¡  No  dudaba  que  desde  Ma- 
rruecos se  pudiese  llegar  hasta  allí !  Supo  cómo  las  caravanas  de 
Túnez  iban  á  Timbocotu  y  á  Cantor  en  la  Gambia. 

Volvió  de  Ceuta  con  la  idea  firme  de  conquistar  Marruecos 
por  la  fuerza  de  las  armas,  y  el  mar  vencerlo  por  la  fuerza  de 
embestidas  audaces  y  pacientes.  Era  un  hombre  tenaz,  reser- 


—  13  — 
vado,  místico.  El  Rey,  su  padre,  le  dio  después  de  Ceuta  el 
ducado  de  Vizeu  y  el  maestrazgo  de  la  Orden  de  Cristo ;  dispo- 
nía, por  tanto,  de  rentas  propias  para  llevar  adelante  su  lucha 
con  el  mar.  Al  Rey  cabía  no  desmayar  en  la  campaña  contra 
Marruecos. 

Fué  á  instalarse  en  un  punto  extremo  de  la  costa  occidental, 
junto  al  cabo  de  San  Vicente.  Era  el  lugar  adecuado  por  ser  el 
más  próximo  de  esa  costa  africana,  para  la  que  se  volvió  su  es- 
peranza. El  establecimiento  de  Sagres  no  tuvo  signimento,  pues 
Lagos  en  el  Algarve,  donde  había  mejor  puerto  y  un  centro  de 
marineros  versados  en  la  pesca,  se  tornó  de  hecho  el  centro  de 
nuestras  primeras  navegaciones,  para  después  ceder  el  lugar  á 
Lisboa,  cuando,  al  expirar  el  siglo  xv,  estaban  trazados  los  gran- 
des viajes.  El  establecimiento  de  Sagres,  hasta  por  no  vencer, 
fué,  no  obstate,  señores,  como  la  cuna  de  los  que  tuvieron  en 
Lisboa  su  trono:  ahí  se  amamantaron  todos,  absolutamente 
todos  los  navegantes,  y  no  sólo  los  nuestros,  porque  también 
vuestro  gran  Colón  vino  prisionero  á  aprender  en  la  escuela 
portuguesa,  conforme  veremos  luego. 

Persiguiendo  su  empeño,  el  Infante,  señores,  iba  nuevamente 
á  pedir  auxilio  á  los  marineros  mediterráneos.  Su  pensamiento 
no  es  ya  crear  la  pesca  ni  el  cabotaje ;  su  idea  no  es  aumentar  la 
fuerza  de  las  escuadras;  y  si  en  la  población  marinera  tiene  el 
instrumento  adecuado  para  la  realización  de  sus  designios,  ve 
faltarle  un  elemento  indispensable  para  los  viajes  singulares  de 
descubrimientos.  Necesita  hombres  que  sepan  los  secretos  del 
arte  de  la  navegación,  y  sólo  el  INIediterráneo  se  los  puede  dar. 

Se  propuso  aplicar  á  la  vastedad  del  Atlántico  los  procedi- 
mientos náuticos  usados  por  los  italianos,  catalanes  y  baleares 
en  el  Mediterráneo,  y  así  hizo  venir  á  Sagres  al  cartógrafo  Jaime, 
de  Mallorca,  hombre,  al  decir  de  los  cronistas,  y  es  de  creer, 
muy  docto  en  el  arte  de  navegar  y  en  el  de  diseñar  cartas  y 
construir  instrumentos  náuticos.  También  por  esto  en  la  casa 
del  Infante,  como  su  caballero,  vemos  como  primer  descubri- 
dor al  genovés  Palestrello  ó  Perestrello,  el  que  fué  suegro  de 
Colón,  otro  hijo  de  Genova  igualmente.  ¿No  hay  razón  para  de- 
cir que  los  pilotos  mediterráneos  de  Pisa,  de  Genova,  de  Vene- 
cia,  de  Barcelona  y  de  Mallorca,  fueron  los  instrumentos  de 


—  14  — 

que  se  valió  nuestra  idea,  tanto  á  portugueses  como  á  castella- 
nos, para  realizar  la  gran  obra  de  los  descubrimientos? 

Veamos  ahora  de  qué  navios  disponían  estos  nuevos  argo- 
nautas. Además  de  la  galera  de  remos,  tipo  de  navio  de  guerra, 
heredado  de  la  antigüedad  y  que  duró  mientras  la  artillería  no 
vino  á  revolucionar  completamente  la  marina  militar;  teníamos 
en  la  clase  de  navios  redondos,  navegando  exclusivamente  á 
vela,  naves  de  una  capacidad  considerable  y  que  se  usaban  como 
transportes. 

Si  el  primer  tipo  de  navios,  el  de  galeras,  no  servía  para  los 
viajes  de  descubrimientos  por  las  numerosas  guarniciones  que 
reclamaba  el  empleo  de  los  remos,  el  tipo  de  las  naves  tampoco 
servia  por  ser  pesadas,  boyantes,  almacenes  flotantes  á  la  mer- 
ced de  los  caprichos  del  tiempo,  sin  el  nervio  y  ductilidad  indis- 
pensables para  viajes  de  aventuras.  Era  necesario  un  navio  que 
fuese  como  el  caballo  de  los  árabes,  vivo,  rápido,  inteligente, 
dócil  y  sobrio. 

Ese  tipo  de  navio  era  la  carabela  que  navegaba  á  vela,  y  en 
ocasiones,  á  remo;  barco  leve  y  resistente  de  que  aun  resta  la 
imagen  en  las  falúas  con  dos  velas  latinas  que  navegan  en  el 
Tajo.  Más  fina,  más  rápida,  más  obediente  á  la  maniobra  que 
las  naves  boyantes,  la  carabela  era  la  gaviota  de  los  bandos  ala- 
dos que  salieron  de  las  costas  portuguesas  pairando  sobre  el 
mar.  Ligera  y  dócil,  insinuaba  su  vuelo  por  todas  las  revueltas 
de  las  costas,  rozaba  levemente  por  las  playas  y  partía  á  lo  largo 
batiendo  las  alas,  huyendo  rápida  como  una  saeta. 

Cadamosto,  el  veneciano  que  estuvo  á  nuestro  servicio  y  ca- 
balgó por  los  mares  de  África  en  uno  de  esos  corceles  alados, 
celebra  sus  cualidades:  sendo  le  caravelle  di  Portiigallo  i  mí- 
gh'ori  navigli  che  vadano  sopra  il  marc  di  vella. 

En  una  de  estas  carabelas,  con  las  cartas  diseñadas  por  mestre 
Jaime,  el  mallorquino,  con  el  astrolabio  y  con  la  brújula  de  los 
pilotos  mediterráneos,  salió  el  genovés  Palestrello  ó  Perestrello, 
caballero  de  la  casa  del  Infante,  en  demanda  del  Cabo  Bojador, 
que  en  el  Atlas  catalán  de  1375  figuraba  con  el  nombre  de  Bu- 
geder.  Fué  el  primer  viaje.  El  destino  era  el  Sur,  pero  el  tem- 
poral arrojó  el  navio  contra  una  isla  desierta,  á  la  que  el  nave- 
gante puso  por  nombre  Puerto  Santo.  Asi  aparecía  de  las  ondas 


—  is- 
la primera  de  las  islas  portuguesas  del  Atlántico,  para  servir, 
medio  siglo  más  tarde,  de  estación  preparatoria  á  Colón  en  sus 
reflexiones  reveladoras  del  rumbo  del  Oeste. 

Volviendo  Peresírello  con  la  nueva,  regresó  al  año  siguiente 
con  dos  compañeros,  ya  investido  de  capitán  en  el  descubri- 
miento; y  de  Puerto  Santo,  sospechando  en  una  niebla  perma- 
nente la  existencia  de  tierra,  se  descubrió  la  Madera,  de  que 
algunos  quieren  que  ya  hubiese  noticia  bajo  el  nombre  de  ín- 
sula del  LegJiame.  Junto  á  la  de  Madera  viéronse  las  De- 
siertas, y  así  el  primer  archipiélago  atlántico  surgió  del  mar. 

Separándonos  ahora  del  orden  cronológico,  diremos  lo  que 
basta  acerca  del  segundo:  las  Azores.  En  medio  queda  el  des- 
cubrimiento de  la  costa  africana,  de  que  trataremos  después 
por  la  forma  más  conveniente  al  encadenamiento  de  nuestras 
ideas. 

Gonzalo  Velho  partió  al  descubrimiento,  ó  tal  vez  á  la  busca 
de  otras  islas  que  rezaban  los  mapas  y  tradiciones  antiguas,  y, 
con  efecto,  halló  unos  islotes  ásperos  que  denominó  Hormigas. 
Sin  desanimar,  volvió  en  el  año  siguiente  y  encontró  Santa 
María.  De  allí  sale  á  la  vista  la  isla  principal  del  archipiélago, 
la  que  el  infante  D.  Pedro  dio  el  nombre  de  San  Miguel,  que 
era  el  Santo  de  su  guarda.  Estaba  adquirido  el  segundo  archi- 
piélago, porque  el  descubrimiento  de  las  demás  islas  siguió 
con  pequeños  intervalos,  y  no  podía  dejar  de  ser  así  por  la  pro- 
ximidad en  que  se  encuentran. 

Quería  D.  Enrique  echar  mano  del  tercer  archipiélago,  el  de 
las  Canarias,  ya  visitadas  y  descubiertas,  ya  ocupadas  por  los 
normandos  de  Juan  de  Bettencourt.  Insistió  por  esa  empresa 
con  el  Rey  su  padre  D.  Juan  I,  que  no  consintió  para  evitar 
complicaciones  con  Castilla;  insistió  con  el  Regente  su  her- 
mano, que  al  fin  accedió;  pero  las  circunstancias  no  permitieron 
la  realización  del  plan. 

En  los  dos  archipiélagos,  sin  embargo,  que  quedaban  á  Por- 
tugal, el  Infante  encontraba  terrenos  desiertos,  climas  benignos, 
naturaleza  fértilísima.  El  mismo  espíritu  inventivo  y  asimilador 
que  aplicó  á  la  navegación  lo  aplicó  también  á  la  colonización 
de  esas  tierras  nuevas.  Iba  al  arsenal  de  la  legislación  ya  histó- 
rica, pues  el  Derecho  romano  podía  decirse  restaurado,  y  sa- 


—  lo- 
caba de  allí  las  donaciones  señoriales  con  que  en  tiempos  ya 
remotos  muchos  de  los  desiertos  metropolitanos  habían  sido 
poblados.  Iba  á  la  tradición,  y  así  como  los  antiguos  reyes  ha- 
bían multiplicado  las  donaciones  á  extranjeros,  así  él  promovía 
también  la  inmigración,  mandando  venir  colonos,  principal- 
mente de  Flandes,  donde  sobre  el  trono  borgoñés  de  Felipe  el 
Bueno  se  sentaba  una  hermana  suya. 

Por  otro  lado,  en  la  Madera,  Cadamosto,  visitándola  veinti- 
séis años  después  del  descubrimiento,  hallaba  ya  cuatro  pobla- 
ciones con  ochocientos  habitantes,  de  los  cuales  cien  de  á  ca- 
ballo. La  caña  de  azúcar  y  la  viña  que  el  Infante  mandó  plantar, 
se  daban  allí  admirablemente.  La  Madera  ya  producía  cuatro- 
cientos cántaros  venecianos  de  azúcar,  y  los  productos  de  sus 
matas  eran  explotados,  permitiendo  la  construcción  de  navios 
de  gavia  donde  antes  sólo  se  hacían  carabelas  y  barcos  me- 
nores. 

Y  ahora  que  la  obra  de  los  portugueses  está  terminada  en  el 
Atlántico  occidental,  es  tiempo  de  que  volvamos  á  África,  de 
donde  nos  apartó  este  episodio. 


III. 


El  descubrimiento  de  la  costa  occidental  africana  puede,  se- 
ñores, dividirse  en  tres  períodos  sucesivos  de  casi  igual  dura- 
ción: el  primero,  de  1.420  á  40,  veinte  años;  el  segundo,  otros 
veinte,  que  terminan  en  60;  el  tercero,  finalmente,  veinticinco 
años,  acabando  con  el  viaje  de  Diego  Cam. 

El  primero  comienza  por  trece  años  de  tentativas  obscuras  é 
infecundas,  en  las  que  las  carabelas  del  Infante  iban  de  Sagres  á 
África,  y  volvían  sin  resultado  apreciable.  Muchos  reían  y  algu- 
nos lamentaban  que  D.  Enrique  así  desperdiciase  los  rendi- 
mientos de  su  casa.  Al  fin,  Gil  Eannes  consiguió  doblar  el  cabo 
Bojador,  descendiendo  la  costa  hasta  Angra  de  los  Ruivos.  Se 
vio  que  el  mundo  no  acababa  aún,  y  Baldaya,  volviendo,  bajó 
un  poco  más  todavía,  y  trajo  al  Algarve  los  despojos  de  las  lu- 


—  17 


chas  que  tuvo  con  los  indígenas.  Se  vio,  pues,  también  que  la 
tierra,  no  sólo  continuaba,  sino  que  era  habitada. 

El  desastre  de  Tánger,  ocurrido  entonces,  malograda  empresa 
con  que  el  infante  D.  Enrique  quería  proseguir  su  plan  de  con- 
quista en  Marruecos,  en  vez  de  abatir  su  ánimo,  le  exacerbó 
para  el  descubrimiento  de  los  mares  australes. 

Repite  con  insistencia  mayor  los  viajes,  insiste  casi  con  furia 
en  los  propósitos;  cabe  decir  que,  sacando  energía  de  sus  pro- 
pios dolores  que  le  afligían  el  ánimo,  dilacerado  por  el  holo- 
causto de  los  hermanos  inmolados  en  el  altar  de  su  designio. 
Paso  á  paso  los  navegantes  bajan  la  costa  hasta  reconocer  el 
famoso  río  del  Oro  divisado  por  los  navegantes  catalanes  del 
siglo  XIV.  Son  Antonio  Gonzalves  y  Nuno  Tristao  los  que  en  el 
año  40  fueron  hasta  el  puerto  de  Caballero,  y  de  allí  trajeron 
los  primeros  cautivos,  para  en  el  viaje  siguiente  abarcar  el  río 
de  Oro  y  traer  á  Portugal  las  primeras  parcelas  del  metal  di- 
vino que  arrebataba  después  la  imaginación  de  Colón. 

Ya  los  maldicientes  no  desdeñaban  ni  escarnecían.  Compara- 
ban el  Infante  á  Alejandro,  y,  con  efecto,  nuestro  héroe  cami- 
naba por  el  derrotero  de  las  Indias. 

Y  sí,  como  estratégico,  los  tiempos  vinieron  á  demostrar  el 
acierto  de  sus  maniobras,  la  imaginación  creadora  mostrábale 
con  igual  certeza  las  líneas  de  las  nuevas  instituciones  que  era 
menester  crear  para  el  caso,  absolutamente  sin  precedentes,  de 
tierras  surgidas  de  los  arcanos  de  lo  desconocido. 

Era  necesario  constituir  un  derecho  de  ocupación  y  posesión 
en  esos  parajes;  y  el  Infante,  que  en  las  tierras  vagas  de  las  islas 
atlánticas  res  niilliiis^  aplicaba  el  derecho  casi  feudal  de  la  tra- 
dición portuguesa,  apelaba  ahora  al  Papa,  que  por  virtud  de  su 
majestad  católica  pretendía  heredar  del  imperio  antiguo  la  so- 
beranía en  todos  los  reinos.  Eugenio  IV  respondió  á  la  Emba- 
jada del  Infante  con  las  bulas,  concediendo  á  la  Corona  portu- 
guesa el  dominio  sobre  las  tierras  descubiertas,  repartiéndose 
con  la  Orden  de  Cristo  los  rendimientos  eclesiásticos  de  ellas. 
¿No  eran  los  descubrimientos  una  forma  nueva  de  conquista? 
¿No  eran  estas  empresas  una  continuación  de  las  Cruzadas? 

Constituida  una  base  para  la  soberanía,  era  necesario  hallar 
una  forma  para  la  explotación;  y  la  halló  el  genio  inventivo  del 


Infante,  ampliando  el  tipo  ya  histórico  de  las  campañas  de  pes- 
cadores á  las  proporciones  de  una  Compañía  colonial  y  marítima 
que  luego  formó  en  Lagos  para  la  explotación  del  río  de  Oro. 
Fué  esa  Compañía  la  primera  en  la  historia  vastísima  de  las 
compañías  coloniales  que  siglos  después  formaron  la  Holanda 
y  dieran  á  Inglaterra — están  aún  hoy  dando — el  proceso  de  la 
expansión  de  su  incomparable  dominio  colonial.  Consuela  ver, 
señores,  cómo,  si  no  pudimos  conservar  el  fruto  de  nuestros  tra- 
bajos, supimos  al  menos  enseñar  á  los  extraños  el  arte  de  enri- 
quecerse con  nuestros  despojos. 

La  Compañía  de  Lagos  tenía  una  carta  del  Infante,  á  quien  la 
Corona  donara  el  señorío  en  las  tierras  y  mares  descubiertos. 
Nadie  allí  podía  ir  con  navio  armado  sin  permiso  especial  del 
donatario  que  tenía  en  el  mar  su  dominio  exclusivo,  un  coto, 
inare  claiisiun. 

Por  la  primera  vez  salía  una  verdadera  flota.  Eran  seis  cara- 
belas armadas  en  guerra  y  con  municiones  para  una  larga  estan- 
cia, y  bajando  la  costa  hasta  el  Cabo  del  Rescate,  como  dos 
años  antes,  ya  el  Cabo  Blanco  fuera  remontado,  exploraron 
completamente  la  bahía  de  Arguim,  inscripta  entre  esos  dos 
promontorios.  Así  se  iniciaba  la  segunda  época  del  descubri- 
miento de  la  costa  occidental  africana. 

Repitiendo  historias  remotas,  los  portugueses,  al  penetrar  en 
la  región  de  los  acenegues  ó  sudaneses  occidentales,  repetían 
también  el  antiguo  tráfico  fenicio  de  la  caza  de  los  esclavos  en 
las  costas  bárbaras.  La  flota  volvió  á  Lagos  con  un  abundante 
cargamento  de  cautivos  que,  á  caballo,  en  la  playa  algarvia,  el 
Infante  orgulloso  vio  desembarcar  y  repartir,  mientras  armaba 
caballero  á  Lanzarote,  primera  rama  de  la  nobleza  nueva,  del 
comercio  y  de  la  aventura  ultramarina. 

El  éxito  de  la  expedición  determinó  pronto  segundo  viaje  y 
mayor  compañía.  La  flota  que  á  los  dos  años  salió,  llevaba  vein- 
tiséis carabelas;  catorce  de  Lagos,  once  de  Lisboa  y  una  de  la 
Madera,  que  ya  contribuía  también  en  los  viajes  australes. 

Data  de  ahí  el  reconocimiento  gradual  de  la  costa  hasta  Gui- 
nea. Los  navios  de  la  Compañía  fueron  hasta  el  Senegal;  Diniz 
Días  alcanza  Cabo  Verde;  Cadamosto,  en  dos  viajes  sucesivos, 
reconoce  la  embocadura  del  Gambia  y  del  Casamanca  y  descu- 


—   rq  — 

bre  el  archipiélago  de  Cabo  Verde;  y  la  carabela  maderense,  de 
la  Compañía  de  Lagos,  al  mando  de  Zarco,  va  desgarrada  á  pa- 
rar á  Gorea. 

Transpuesta  la  zona  etnográfica  de  los  negroides,  jolofos  y 
mandingas,  se  penetraba  de  lleno  en  la  Negricia,  doblada 
como  quedaba  la  gran  protuberancia  que  el  África  hace  en  el 
Océano. 

Avanzando  siempre,  la  marcha  de  los  portugueses  se  conso- 
lidaba conquistando;  y  á  los  perfiles  del  imperio  nuevo,  ya  apim- 
tados,  conviene  unir  ahora  la  construcción  de  una  fortaleza  y  la 
instalación  de  una  factoría  en  Arguim,  para  explotar  la  exclu- 
siva del  comercio  interior,  concedido  por  el  Infante  á  la  Com- 
pañía de  Lagos, 

Y  así  termina,  con  la  muerte  de  D.  Enrique,  el  segundo  pe- 
ríodo de  los  tres  en  que  dividimos  el  derrotero  portugués  en  el 
África  occidental.  Murió  feliz  el  Infante,  con  la  certeza  de  que 
algún  día  se  doblaría  el  África,  murió  vengado  del  desastre  cruel 
de  Tánger,  porque  llevó  de  la  mano  al  Rey,  su  sobrino,  Al- 
fonso V,  á  la  conquista  de  Alcacer,  prólogo  de  la  toma  de  Arzi- 
Ua  y  Tánger,  que  por  un  momento  afirmaron  en  Marruecos  el 
imperio  portugués.  Murió,  por  último,  creyendo  aún  en  la  rela- 
ción geográfica  de  los  dos  planos  paralelos,  de  las  navegaciones 
y  de  las  conquistas  marroquinas  como  derrotero  de  las  Indias, 
pues  no  se  desvaneciera  aun  la  sombra  de  ese  designio,  ni  se 
demostrara  la  imposibilidad  de  conservar  las  plazas  del  Norte 
africano. 

Murió,  y  volviendo  á  la  Corona  el  señorío  de  los  descubri- 
mientos, el  Gobierno  de  Alfonso  V,  sin  directamente  querer 
heredar  la  misión,  contrató  el  comercio  de  la  Guinea,  impo- 
niendo como  carga  anual  obligatoria  el  descubrimiento  de  500 
leguas  de  costa.  Así  los  navios  del  contratador  siguieron  por  el 
Cabo  de  las  Palmas,  internándose  en  el  Golfo  de  Guinea  hasta 
el  puerto  de  San  Jorge  de  Mina;  así  prosiguen  del  Cabo  Mesu- 
rado hasta  el  fondo  de  la  bahía  de  Benim;  así  van  más  allá  del 
Gabón  hasta  al  delta  del  Ogovai  y  al  Cabo  de  Santa  Catalina; 
así  descubren  las  islas  del  Golfo  de  Guinea:  Annobom,  Coriseo, 
Príncipe,  San  Tomé  y  Fernando  Póo,  la  que  primero  se  llamó 
.Formosa.  Estaba,  pues,  transpuesto  el  Ecuador,  al  cabo  déme- 


—    20   — 

dio  siglo  de  viajes.  Ya  flotaba  la  bandera  de  las  quinas  en  el  he- 
misferio austral. 

Y  reparemos,  señores,  que  si  los  navios  portugueses  avanza- 
ban en  el  descubrimiento,  el  arte  de  regir  colonias  engrande- 
cíase paralelamente;  pues  donde  quiera  que  erguíamos  una  se- 
ñal de  dominio,  fundábamos  una  institución  nueva  y  adecuada. 
El  contrato  del  comercio  de  la  Guinea  incluye  la  cláusula  de  la 
reserva  del  marfil  como  estanco  regio  ó  monopolio  realengo, 
repitiendo  lo  que  ya  en  la  INIadera  sucedió  con  el  azúcar. 

A  los  monopolios  del  azúcar  y  del  marfil,  sucedieron  los  de  la 
malagueta,  del  paii  brasil,  que  denominó  un  imperio,  y  de  la  pi- 
mienta, que  fué  la  base  de  la  ocupación  portuguesa  en  la  India. 

Aflojado  el  impulso  que  en  vida  el  infante  D.  Enrique  impri- 
mió á  las  navegaciones,  el  movimiento  paró;  se  extinguió  como 
lámpara  á  la  que  falta  líquido.  No  se  transpuso  el  Cabo  de  Santa 
Catalina.  Y  por  doce  años  duró  esta  parálisis,  hasta  que  subió  al 
trono  D.  Juan  II,  ese  á  quien  los  Reyes  Católicos  llamaban  por 
antonomasia  el  hombre.  Se  vio  entonces  renacer  el  pensamiento 
del  Infante  descubridor,  purificado  de  sombras  y  errores.  Por 
Marruecos  jamás  se  llegaría  á  la  India;  el  camino  era  el  del 
mar;  el  viaje  un  derrotero  largo  como  un  vuelo  de  águila  suelta 
en  la  amplitud  de  los  cielos. 

Así  que  subió  al  trono  D.  Juan  II,  mandó  una  expedición  á  la 
Mina  para  someter  al  Rey,  construir  una  fortaleza,  fundar  una 
ciudad.  Creando  en  Lisboa  la  Junta  de  matemáticos,  hizo  venir 
de  Nuremberg  al  discípulo  del  Regiomontano,  Martín  Behaim, 
á  quien  ahora  compete  el  papel  antes  desempeñado  en  Sagres 
por  el  mallorquino  Jaime.  Mandó,  finalmente,  Diego  Cam,  lle- 
vando consigo  á  Behaim,  al  descubrimiento  del  Cabo  de  África. 

En  ese  viaje,  transpuesto  el  Cabo  de  Santa  Catalina,  descu- 
bríase el  río  Zaire  y  recorríase  la  costa  de  Angola.  Ahí  Diego 
Cam  volvió,  habiendo  visitado  la  corte  del  Congo,  bautizado  á 
su  Rey  y  traído  á  Portugal  indígenas,  que  quedaron  en  Lisboa 
para  educarse  en  un  convento. 

Más  tarde,  cuando  los  neófitos  regresaron,  se  instalaron  las 
misiones  del  Congo  y  se  ganó  un  reino  para  la  Corona  portu- 
guesa. Ya  estaba  también  ganado  para  la  ley  de  Cristo  y  para 
el  vasallaje  el  reino  de  Berum,  cuyo  Embajador  en  Lisboa  anun- 


ciaba  á  D.  Juan  II  la  existencia  oriental  de  un  poderoso  Em- 
perador de  quien  el  suyo  era  vasallo. 

¿Sería  ese  el  Preste?  Ya  también  más  al  Norte,  la  Senegam- 
bia  estaba  avasallada,  y  el  Rey  de  los  jolofos  venía  á  Lisboa  á 
pedir  misioneros  y  protección.  De  tal  modo  el  imperio  portu- 
gués penetraba  en  el  África  central. 

Y  penetrando  se  armaba  con  dos  instrumentos  más:  uno,  el 
protectorado,  sobre  los  príncipes  indígenas;  otro,  las  misiones 
católicas.  Frailes  y  soldados  arraigaban  el  imperio.  Y  al  mismo 
tiempo  colonizando  las  islas  desiertas  del  Golfo  de  Guinea,  se 
estableció  en  San  Tomé  el  primer  presidio  de  degradados. 

Puede  ahora  decirse  que,  terminado  el  descubrimiento  de  la 
costa  occidental  de  África  hasta  Angola,  está  concluida  también 
la  serie  de  las  invenciones  con  que  nosotros  los  portugueses 
mostramos  al  mundo  entero  el  arte  moderno  de  regir  colonias. 
Y  la  prueba  de  que  eran  ciertos  estos  nuestros  descubrimientos 
de  instituciones,  la  tenemos  en  la  fidelidad  con  que  los  tiempos 
posteriores  y  todos  los  pueblos  que  vinieron  después  aprendie- 
ron con  nosotros  la  colonización  con  inmigrantes  y  con  presi- 
diarios, las  misiones,  los  protectorados  sobre  los  soberanos 
indígenas,  los  estancos  ó  monopolios  regios,  las  factorías  de 
comercio  interior  y  las  Compañías  investidas  en  funciones  sobe- 
ranas. Si  la  honra  de  los  portugueses  es  mucha,  como  descubri- 
dores de  tierras,  no  es  menos,  y  tal  vez  mayor  aún,  como  inven- 
tores del  régimen  colonial  moderno. 

Consumado  como  está  el  descubrimiento  de  media  África, 
no  debemos  olvidar,  no  obstante,  señores,  que  esto  no  era  el 
fin,  sino  simplemente  el  medio,  el  camino  de  las  Indias  dora- 
das, para  donde  se  alargaba  también  con  ansia  la  adivinación  de 
Colón.  La  acción  de  esta  epopeya  peninsular  se  precipita.  A  sus 
misioneros  del  Congo,  D.  Juan  II  recomienda  la  exploración 
de  la  tierra  en  demanda  del  Preste.  La  idea  de  llegar  allí  por 
tierra,  trasladada  de  Marruecos,  pasó  para  Angola.  Temiendo 
que,  con  el  afán  del  descubrimiento,  otros  vengan  á  coger  el 
fruto  casi  maduro  de  tantos  años  de  trabajo,  D.  Juan  II  proce- 
día como  en  eras  remotas  los  cartagineses  habían  hecho  á  los 
romanos  en  los  derroteros  mediterráneos  de  la  España. 

Esparcía  la   mentira  de  la  imposibilidad  de  los  navios  re- 


—    22    — 

dondos  poder  ir  á  la  costa  de  Mina,  donde  solamente  podían 
navegar  carabelas,  que  nadie  tenía  sino  nosotros.  Y  para  acre- 
ditar el  ardid,  ordenaba  secretamente  á  los  capitanes  que  hicie- 
sen dar  en  la  costa  algunos  de  esos  navios  redondos  que,  ya  en 
mal  estado,  llevaban  para  eso  de  Portugal.  Es  que,  principal- 
mente, al  saberse  cómo  los  Reyes  Católicos  habían  acogido  las 
proposiciones  de  Colón,  rechazadas  en  Portugal,  debía  haber 
un  recelo  tan  grande,  cuanto  mayor  era  la  esperanza  de  ver  rea- 
lizados los  deseos  de  la  nación  entera. 

Esta  persistencia,  señores,  esta  tenacidad  de  un  pueolo  en  la 
realización  de  su  designio,  es  nuestro  mayor  título  de  gloria.  La 
fuerza  portuguesa  se  nos  presenta  con  el  carácter  de  un  ele- 
mento. Y  si  á  esta  constancia  debe  la  civilización  el  descubri- 
miento de  un  mundo,  la  política  debe  al  genio  portugués  los 
tipos  de  instituciones  en  que,  por  la  explotación  colonial,  se 
puede  decir  que  reposa,  hace  tres  siglos,  la  riqueza  entera  de 
Europa. 


IV. 


No  se  diga,  señores,  porque  es  un  error,  ni  qué  fué  de  los  de 
signios  comunicados  á  D.  Juan  II  por  Colón  que  produjo  en  el 
Rey  la  decisión  de  precipitar  acontecimientos  rápidamente  in- 
evitables desde  que  se  llegara  á  Angola;  ni  se  acuse  tampoco  al 
gran  genovés  de  plagiaro  de  nuestros  navegantes,  y  mucho  me- 
nos de  haber  obtenido  de  cualquiera  de  ellos  el  secreto  de  su 
derrotero.  El  patriotismo  nada  gana  deprimiendo  á  los  gran- 
des hombres  que  circunstancias,  en  este  caso  muy  naturales^ 
como  veremos,  apartaron  de  nuestro  gremio:  no  gana  el  patrio- 
tismo y  pierde  mucho  la  humanidad. 

Raras  veces  en  el  mundo  se  dio  un  caso  tan  lleno  de  lección 
como  el  viaje  de  Colón,  en  el  que  se  ve,  cuánto  puede  la  auda- 
cia de  un  hombre,  cuánto  vale  el  fanatismo  de  una  idea  y  cómo 
esa  iluminación  exalta  y  multiplica  las  fuerzas;  viéndose  al 
mismo  tiempo  cómo  el  espíritu  humano  procede  engañosa- 
mente, por  falsas  vías,  para,  sin  embargo,  llegar  siempre  al  des- 


—  23  — 

tino  cierto.  No  me  compete  á  mí  decir  quién  fué  Colón:  me 
basta  afirmar,  de  pasada,  que  se  me  figura,  como  portador  electo 
de  una  idea,  que  todavía  se  le  presentaba  bajo  la  forma  de  un 
error. 

Decir  que  la  corazonada — consiéntaseme  emplear  esta  pala- 
bra—  que  la  corazonada  de  Colón  era  apenas  un  embuste  para 
encubrir  la  maña  de  secretos  alcanzados  de  los  marineros  por- 
tugueses, es,  cuanto  á  mí,  sustituir  la  historia  por  el  enredo,  y 
empequeñecer  demasiado  la  estatura  de  los  hombres. 

La  verdad  es,  señores,  que  las  navegaciones  occidentales  de 
los  portugueses  habían  parado  en  las  Azores.  Toda  nuestra 
atención,  toda  nuestra  ambición,  todos  nuestros  esfuerzos  y  es- 
peranzas estaban  vueltos  hacia  el  Sur. 

Pero  no  se  afirme  tampoco,  para  exaltar  la  honra  de  Colón, 
que  no  carece  de  un  pedestal  hecho  con  el  desprestigio  ajeno: 
no  se  afirme  de  ningún  modo  que  las  expediciones  de  don 
Juan  II,  el  viaje  de  Diego  Cam  y  el  de  Bartolomé  Díaz,  con  más 
la  jornada  oriental  de  Paiva  (de  que  más  adelante  hablaremos), 
fueron  determinados  por  los  planes  de  Colón  manifestados  al 
Rey  de  Portugal,  cuando  en  1483  le  ofreció  ir  por  el  Oeste  á 
tomar  puerto  en  las  Indias. 

Acabamos  de  ver,  señores,  cómo  en  el  propio  día  en  que  se 
sentó  en  el  trono,  dos  años  antes  de  la  propuesta  de  Colón,  don 
Juan  II  dio  impulso  á  la  vieja  empresa  del  infante  D.  Enrique; 
y  cómo  los  hechos  posteriores  se  ligan  á  los  primeros  actos,  ma- 
nifestando la  prosecución  firme  de  un  plan  asentado.  De  la  ex- 
pedición á  la  Mina,  vino  la  de  Diego  Cam,  y  de  ésta,  ó  antes  de 
éstas,  porque  fueron  dos  sucesivas  en  84  y  85,  viene  en  86  el 
gran  viaje  marítimo  de  Bartolomé  Díaz  y  la  jornada  terrestre 
de  Covilhan  y  Paiva  á  las  tierras  del  Preste  Juan,  últimos  mo- 
mentos de  esta  historia  que  nos  propusimos  trazar  y  seguida- 
mente contaremos.  ¿Cómo  se  pretende,  pues,  cuando  los  hechos 
así  denuncian  un  encadenamiento  jamás  interrumpido,  que  tales 
hechos  proviniesen  de  aparecer  la  propuesta  de  Colón  en  los 
Consejos  de  D.  Juan  II? 

No  puede  ser. 

Ni  Colón  tenía  en  Portugal  un  lugar  y  un  crédito  que  mere- 
ciese tamañas  consecuencias.  Adivínase  el  sinnúmero  de  pía- 


nes  de  viajes  que  cada  piloto,  más  ó  menos  obscuro,  idearía  en  la 
mente  en  esa  hora  en  que  el  vértigo  del  mar  arrastraba  á  todas 
las  imaginaciones  y  el  deseo  de  los  tesoros  de  la  India  desper- 
taba todas  las  codicias.  Supónese  la  cantidad  de  arbitrios  que 
diariamente  serían  propuestos.  Y  si  hoy  se  discute  el  plan  de 
Colón,  es  porque  la  fortuna  lo  coronó;  y  si  nos  cuesta  concebir 
un  Colón  perdido  en  la  turba  de  los  marineros  que  de  todas 
partes  venían  á  Lisboa  á  la  aventura,  es  porque  estamos  viendo 
su  imagen  aureolada  por  la  gloria  inmensa  del  éxito. 

El  hecho,  no  obstante,  es  que  Colón,  á  los  treinta  años,  ya 
hombre  hecho  en  el  mar,  vino  á  Portugal,  como  tantos,  en  busca 
de  fortuna,  arrastrado  por  los  clamores  que  daban  al  mundo 
nuestras  navegaciones  y  descubrimientos.  Venía  con  él  su  her- 
mano Bartolomé.  Se  embarcó  en  un  viaje  al  Norte,  haciendo, 
á  lo  que  parece,  otro  ó  más  viajes  á  Guinea,  y  de  cierto  varios  á 
las  islas.  En  Lisboa  se  casó  con  la  hija  del  genovés  Perestrello, 
nacionalizado  portugués  como  donatario  de  Puerto  Santo,  y 
naturalmente  heredó  de  su  suegro  los  documentos  y  cartas,  así 
como  los  del  marido  de  la  otra  hija,  cuando  éste  murió.  ¿Nació 
de  tal  herencia  la  idea  de  su  viaje?  Es  posible,  y  hasta  quizás 
probable. 

En  la  isla  de  Puerto  Santo,  cuando  allí  fué  con  su  suegro, 
nació  su  hijo  Diego,  elfuturo  Duque  de  Veragua.  Puerto  Santo, 
sin  embargo,  la  capitanía  de  Perestrello,  era  y  es  apenas  un  are- 
nal estéril.  La  familia  vivía  más  que  modestamente.  Colón  ga- 
naba en  la  obscuridad  la  vida  como  cartógrafo  y  piloto.  Lo 
pintan  los  biógrafos  como  un  hombre  concentrado,  esquivo, 
sin  sociedad,  sin  amigos  y  al  mismo  tiempo  visionario,  al  punto 
de  considerarle  como  charlatán.  Así  debía  ser,  porque  son  así 
generalmente  los  hombres  consumidos  por  una  idea. 

Espíritu  profetice,  lector  asiduo  de  la  Imago  mundi,  de  Pedro 
Alliaco,  oyendo  á  todos  los  hombres  letrados,  eclesiásticos  ó 
seglares,  latinos  y  griegos,  judíos  y  moros,  como  por  sí  propio 
confiesa;  Colón,  que  vivía  de  diseñar  planisferios  marítimos  y, 
profundamente  piadoso,  esperaba  la  realización  de  los  vaticinios 
de  Isaías,  confundía  en  el  cerebro  las  iluminaciones  místicas  y  las 
revelaciones  nebulosas  de  la  ciencia  de  su  tiempo.  Era  felizmente 
un  visionario,  porque  de  su  visión  vino  la  América  al  mundo. 


—  25  — 

Calculaba  erradamente,  porque  no  era  exacta  la  medición  de 
la  tierra,  que  yendo  con  rumbo  del  Oeste,  por  el  paralelo  de 
las  Canarias,  en  cinco  semanas  de  navegación  directa  vencería 
las  mil  leguas  de  distancia  para  la  India,  ó  para  Cipango  de 
Marco  Polo,  el  Japón  antilla  del  continente  oriental. 

La  distancia  era  de  hecho  doble,  y  las  antillas  eran  las  de 
la  América  Central  en  vez  de  Cipango.  Entre  lo  que  suponía 
hallar,  y  lo  que  de  hecho  descubría,  había  otro  mundo. 

Pero  nada  importa  si  por  el  camino  de  un  error  se  llegó  á  la 
verdad.  También  nosotros  íbamos  penetrando  en  el  mar  en 
busca  del  Preste  Juan,  que  era  un  sueño,  y  tras  él,  llegamos  á 
la  India.  El  mundo  es  así,  hecho  de  ilusiones  que  insinuaron 
verdades 

Fué  en  1483,  que  Colón  propuso  su  idea  al  Rey  de  Portugal. 

Es  mu}'  arriesgado,  señores,  discutir  actos  de  estos  cuando  se 
entiende  que  la  razón  relativa  está  del  lado  de  aquellos  que, 
condenados  por  el  éxito,  probaron  no  tener  por  sí  la  razón  ab- 
soluta. Dícese,  y  tal  vez  con  motivo,  que  la  historia  es  la  apolo- 
gía de  los  hechos  consumados. 

Pero  ¿qué  efecto  debía  producir  en  los  hombres  pensadores 
de  Portugal  la  proposición  de  un  iluminado,  solo  y  obscuro, 
que  terminantemente  venía  á  afirmar  ser  un  error  el  trabajo  de 
tantas  decenas  de  años,  los  esfuerzos  de  tanta  gente,  la  espe- 
ranza constante  de  un  tan  dilatado  período,  la  tradición  ya 
arraigada  en  un  pueblo  entero?  ¿Qué  confianza  merecería  al 
portugués,  cuya  cualidad  fundamental  fué  siempre  la  prudencia 
fuerte,  el  consejo  de  abandonar  el  rumbo  de  las  costas  africa- 
nas, para  lanzarse  de  lleno  en  la  vastedad  perdida  de  los  indefi- 
nidos mares  occidentales?  Dice  Garibay,  señores,  que  tomaron 
al  proponente  por  un  italiano  burlador. 

Y  se  comprende  un  tan  deplorable  engaño,  cuando  el  propio 
Colón  se  engañaba  por  completo  en  la  exactitud  de  sus  miras. 
Pero  D.  Juan  II,  como  hombre  genial  que  era,  sentía  la  atrac- 
ción de  la  verdad.  INIandó,  pues,  el  rey  examinar  el  plano  una 
segunda  vez,  pero  la  Junta  sentenció  como  la  primera. 

Y,  me  atrevo  á  afirmarlo,  no  podía  sentenciar  de  otra  forma; 
porque  era  necesario  proceder  por  intuición,  por  corazonada, 
por  azar,  para  en  tal  momento  haber  procedido  con  acierto. 


—    26    — 

El  mundo,  como  la  geografía  del  tiempo  erradamente  lo  des- 
cribía, era  lo  que  aun  podemos  ver  en  el  famoso  globo  de  Be- 
haim,  en  Nuremberg.  Acababa  con  el  Cypango  de  Marco  Polo, 
esto  es,  en  el  Japón.  Nadie  sospechaba  la  existencia  interme- 
diaria de  la  América  y  del  mar  Pacífico;  y  tanto  es  así,  que  Co- 
lón, al  volver,  juzgó  haber  descubierto  las  Indias,  y  nadie  pudo 
contestarle  el  error,  quedando  esas  tierras  nuevas  con  el  nom- 
bre que  aun  hoy  tienen  de  Indias  occidentales. 

Afligido  é  irritado  como  todo  vidente,  á  quien  los  incrédulos 
desdeñan  y  repelen.  Colón  hizo  como  Scipión,  despidiéndose 
de  esta  su  patria  adoptiva  que  se  le  mostró  tan  ingrata.  Salió  de 
Portugal,  y  no  me  compete  á  mí  contar,  como  igual  frialdad  é 
incredulidad  halló  en  Genova,  en  Venecia,  en  Francia,  por 
donde  quiera  que  exponía  su  idea,  hasta  que  dos  años  después 
encontró  en  Madrid,  en  los  Reyes  Católicos,  oídos  abiertos 
para  escuchar  sus  promesas  y  brazos  fuertes  para  realizar  sus 
designios.  Por  que,  también  aquí,  señores,  los  consejos  de  la 
sabiduría  se  pronunciaron  contra  la  teoría  de  los  antípodas. 

Pero  la  intuición  de  los  soberanos  venció  la  resistencia  de  los 
sabios;  y  Fernando  é  Isabel,  para  quienes  D.  Juan  II  era  el 
hombre  por  excelencia,  parece  que,  abrazando  el  plan  de  Co- 
lón, adivinaban  el  fundamento  de  la  resistencia  previdente  del 
Rey  de  Portugal. 

Colón  partió,  pues;  se  rasgaron  los  mares,  se  descubrió  un 
mundo  nuevo,  enteramente  ignoto;  y  es  en  honra  y  memoria 
de  ese  acto  culminante  de  los  hombres  que  hoy  nos  reunimos 
aquí  preparando  la  fiesta  de  su  conmemoración  centenaria.  An- 
tes, sin  embargo,  de  ser  un  hecho  el  descubrimiento  de  la  Amé- 
rica, tenemos  aún  que  contar  los  últimos  viajes  portugueses. 


V. 


Así  que  los  navios  de  Diego  Cam  volvieron  de  su  segundo 
viaje  al  Congo,  se  resolvió  inmediatamente  mandar  una  nueva 
expedición  que  al  fin  doblase  el  Cabo  de  África.  Todo  hacía 


—    27    — 

creer  que  estaría  muy  próximo.  ¡Más  allá  quedaban  las  Indias! 
La  impaciencia  era  enorme,  tal  vez  hasta  porque  en  ese  propio 
año  de  1486  se  sabía  que  los  Reyes  de  Castilla  habían  desposado 
la  causa  de  Colón.  Á  pesar  de  la  seguridad  que  da  el  saber,  la 
confusión  y  la  incertidumbre  acerca  de  la  verdad  de  las  tierras 
eran  tantas,  que  sin  duda  habría  el  recelo  de  ser  precedido, 
mayormente  en  el  espíritu  del  Rey,  cuyas  inclinaciones  cono- 
cemos. 

¡Sorprendente  espectáculo  éste,  señores,  de  la  porfía  entre 
las  dos  naciones  peninsulares,  para  saber  cuál  de  ellas,  engran- 
deciéndose ,  engrandecería  el  mundo  con  el  descubrimiento 
de  las  regiones  orientales!  ¡Documento  una  vez  más  elocuente 
de  cuanto,  pulsando  á  un  mismo  compás,  los  dos  pueblos 
fueron  siempre  hermanos  en  sus  momentos  afortunados!  Esta 
competencia,  esta  rivalidad,  si  se  quiere,  estaba  mostrando  á 
Europa,  espectadora  pasiva,  la  armonía  de  nuestras  ambicio- 
nes y  la  comunidad  de  nuestros  destinos. 

Bartolomé  Díaz  fué  el  comandante  escogido  para  la  expedi- 
ción, cuyo  programa  era  navegar  para  el  Sur  hasta  doblar  el 
África.  En  Agosto  partieron  de  Lisboa.  Ya  los  viajes  no  eran 
simples  expediciones  de  cabotaje  á  lo  largo  de  las  costas,  como 
antes.  Los  marineros  portugueses  se  habían  familiarizado  con 
los  mares  de  la  Guinea,  y  los  progresos  de  la  náutica  y  de  la 
construcción  naval  habían  sido  enormes  en  el  medio  siglo 
precedente.  Era  un  viaje  de  gran  navegación  el  que  se  em- 
pezaba. 

La  navegación  corrió  sin  incidente  ó  novedad  hasta  el  cabo 
Negro  que  doblaron,  asestando  el  Padrón  Santiago  en  el  lugar 
de  Serra  Parda.  Cinco  grados  después  entraron  en  Angra  de  las 
Vueltas,  que  queda  en  la  punta  al  Sur  del  río  Orange.  Aproxi- 
mábanse, con  efecto,  al  Cabo  de  África,  y  temiéndolo,  corrié- 
ronse de  ahí  á  lo  largo.  Trece  días  enteros  llevaron  el  rumbo 
en  línea  recta  al  Sur.  El  frío  era  intenso,  y  para  ver  si  aun  ha- 
bía África  vedándoles  el  camino,  cuidando  que  la  costa  tal  vez 
aun  siguiese  de  Norte  á  Sur,  viraron  en  ángulo  recto  poniendo 
rumbo  al  Este.  Días  sobre  días  pasaron  sin  que  viesen  tierra. 
¿Se  habría  acabado  el  África^  Otra  vez  cortaron  en  ángulo 
recto  virando  el  rumbo  al  Norte.  Así  fueron  á  hacer  tierra  en 


—    28    — 

la  Angra,  que  llamaron  de  los  Vaqueros.  Sin  saberlo  habían  do- 
blado el  Cabo,  apartándose  mucho  de  él,  mar  adentro. 

Fueron  subiendo  entonces  la  costa  oriental  africana  hasta  el 
río  del  Infante,  denominado  por  los  ingleses  Great  fisJi  river, 
porque  las  tierras  extremas  de  África  las  perdimos,  comprome- 
tiendo así  el  porvenir  de  nuestro  dominio  en  esaparte  del  mundo 
desde  que  separamos  las  dos  costas,  permitiendo  que  los  holan- 
deses se  enclavasen  en  las  regiones  templadas  del  Cabo. 

Obligados  á  retroceder  por  los  clamores  de  las  tripulaciones, 
á  la  vuelta,  navegando  á  la  vista  de  tierra,  depararon  con  el  te- 
rrible promontorio  que  tantas  decenas  de  años  llevara  á  alcan- 
zar, y  al  que  llamaron  de  las  Tormentas  por  los  temporales  mie- 
dosos que  allí  los  asaltaron.  ¡Enhorabuena!  Traían  la  buena 
nueva  de  que  el  África,  según  todas  las  tradiciones,  se  podía  do- 
blar. Llegaban  al  fin  de  diez  y  ocho  meses  de  un  viaje  penosí- 
simo, y  D.  Juan  II,  viendo  próxima  la  realización  de  sus  ardien- 
tes deseos,  hizo  borrar  el  nombre  del  Cabo  y  cambiarlo  por  el 
de  Buena  Esperanza. 

Era,  con  efecto,  más  que  la  esperanza  de  alcanzar  la  India; 
era  la  casi  certeza  de  haberlo  conseguido. 

Mientras  Bartolomé  Díaz  demandaba  por  mar  el  Cabo,  don 
Juan  II  envía  por  tierra  al  Oriente  dos  viajantes  en  demanda 
del  Preste  Juan  de  las  Indias:  son  Alfonso  de  Paiva  y  Pero  da 
Covilhan.  Simultáneamente  el  secreto  de  las  Indias  era  buscado 
por  el  Norte,  por  el  Sur  y  por  el  Oeste ;  por  Paiva,  por  Barto- 
lomé Díaz  y  por  Colón;  unos  por  mar,  otros  por  tierra;  uno  á 
través  de  los  continentes  centrales  del  globo,  otro  á  lo  largo  de 
sus  costas  australes  africanas,  otro,  finalmente,  largando  el 
vuelo  de  sus  alas  llevadas  por  el  viento  de  una  idea  profética  á 
través  del  Océano  que  cortó  con  la  rapidez  fulminante  del  rayo. 

¿Cómo  es  que,  de  tal  forma  ceñido  en  las  vueltas  de  la  volun- 
tad humana,  apretado  cada  vez  más  en  un  círculo  retraído  siem- 
pre, el  secreto  del  mundo  podía  dejar  de  ser  desvendado? 

Casi  por  el  mismo  tiempo  llegaban  á  Lisboa  Bartolomé  Díaz 
con  la  noticia  de  haber  doblado  el  x4.frica,  y  las  cartas  de  Covi- 
lhan asegurando  que,  por  ese  camino,  de  cierto  se  llegaba  á  la 
India. 

Puede,  pues,  decirse,  señores,  que  después  de  estos  viajes 


20    — 

paralelos  de  Bartolomé  Díaz  y  de  Covilhan,  el  camino  de  la  In- 
dia estaba  descubierto  ocho  años  antes  del  gran  viaje  de  Vasco 
de  Gama.  De  tal  modo  se  encerraba  el  primer  período  de  las 
navegaciones  portuguesas,  y  así  termina  el  cuadro  trazado  á  esta 
conferencia. 

Cuando  Colón  aportó  á  Lisboa,  de  vuelta  de  la  travesía  atlán- 
tica, juzgando  haber  desembarcado  en  Cypango  y  descubierto 
el  camino  occidental  de  la  India,  teníamos  nosotros  ya  la  cer- 
teza de  poseer  el  secreto  del  derrotero  por  el  Sur.  Todo  el 
mundo  ignoto,  así  atacado  en  sus  dos  fronteras  extremas,  había 
de  pertenecer,  pues,  á  ambas  naciones  peninsulares,  entre  las 
cuales  se  repartía.  Es  este  hecho,  único  en  la  civilización,  y  que 
para  siempre,  en  cuanto  haya  memoria  de  los  hombres,  nos 
dará  el  lugar  eminente  que  ocupamos  en  la  Historia;  es  este 
hecho,  señores,  el  que  determina  la  sentencia  papal  y  el  tratado 
de  Tordesillas  firmado  entre  los  Reyes  de  Castilla  y  Portugal 
para  el  reparto  del  mundo,  por  el  meridiano,  de  370  leguas  al 
Oeste  de  las  islas  de  Cabo  Verde. 

Así  termina  la  larga  historia  á  cuyos  orígenes  obscuros  asisti- 
mos, cuando,  en  las  remotas  épocas  de  la  reconquista,  á  la  voz 
del  Obispo  de  Compostela,  surge  la  primera  alborada  de  la  ma- 
rina portuguesa  en  el  recóndito  Noroeste  de  nuestra  Península. 
Confundidos  entonces  en  la  áspera  pelea  de  la  redención  de  la 
patria  española,  la  Historia  nos  separó  después  en  dos  naciones 
diversas  ;  pero  la  identidad  de  n.uestras  almas  se  muestra  ahora 
espléndidamente  cuando,  en  esta  hora  culminante,  también  nos 
encontramos  concurrentes,  y  por  tanto,  socios,  en  la  empresa 
magnífica  de  la  redención  de  un  mundo  nuevo;  nosotros,  que 
asociadamente  habíamos  redimido  la  Península  hispánica  del 
yugo  mauretano. 

Colón  descubre  por  el  Oeste  una  frontera  del  mundo  ignoto. 
Vasco  de  Gama  descubre  la  otra  por  el  Este.  ¡Diríanse  dos  bra- 
zos de  un  solo  cuerpo,  estrechando  toda  la  tierra!  Y  cuando 
falta  aún  reconocer  lo  que  realmente  existe  por  el  interior  de 
esas  dos  fronteras  extremas  de  la  India  malabar  y  de  la  Amé- 
rica atlántica,  es  un  portugués,  señores;  es  un  portugués  coman- 
dando navios  Castellanos ;  es  Magalhaes  quien  fondea  en  el  mar 
Pacífico,  desvendando  al  fin  el  último  secreto  de  la  tierra  y 


_  30  — 

dando  la  vuelta  entera  al  globo.  ¿Quiérese  prueba  más  elocuente 
de  que  el  éxito  sublime  y  esta  alianza  que  se  decía  fatídica,  para 
demostrar  la  hermandad  del  alma  y  la  unidad  de  acción  heroica 
de  las  dos  naciones  peninsulares? 

Terminando,  no  obstante,  señores,  y  agradeciendo  la  atención 
dispensada  á  esta  larga  y  fatigosa  narración,  séame  lícito  reivin- 
dicar para  mi  patria  portuguesa  la  honra  debida  á  los  iniciado- 
res. Fué  en  nuestra  escuela  que  se  educaron  todos  los  marine- 
ros; todos,  incluyendo  al  propio  Colón,  que  dio  las  Américas  á 
Castilla.  Fué  en  nuestras  instituciones  coloniales  que  aprendie- 
ron todos  los  pueblos,  todos,  incluyendo  la  propia  Inglaterra, 
que  del  saqueo  de  nuestro  imperio  común  hizo  el  cimiento  de 
su  fortuna. 

He  dicho. 


ESPAÑA  EN  1492. 


ATENEO  DE  MADRID 

ESPAÑA  EN   1492 

CONFERENCIA 

DE 

D.   DANIEL   LÓPEZ 

pronunciada  el  día  17  de  Marzo  de  1891 


MADRID 
BSTABLECIMIENTO  TIPOGRÁFICO   «SUCESORES  DE   RIVADENEYRA> 

IMPRESORES     DE     LA     REAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente ,  20 
1893 


Señores: 

Pocas  veces,  al  tener  que  dirigir  la  palabra  á  este  ilustrado 
auditorio,  me  he  encontrado  con  una  cuestión  tan  fácil  de  tra- 
tar, en  apariencia,  como  la  que  se  me  ha  encargado  por  la  Co- 
misión que  dirige  los  trabajos  relativos  al  Centenario  del  des- 
cubrimiento de  América,  y  sin  embargo,  pocas  veces  ha  sido 
mayor  mi  temor  al  abordarla,  no  tanto  por  las  dificultades,  para 
mí  muy  grandes,  que  pueda  encontrar  en  su  desarrollo,  cuanto 
por  la  enorme  y  principal  de  condensar  lo  más  importante  del 
asunto  en  el  breve  espacio  que  suele  concederse  á  una  confe- 
rencia. 

Cuando  se  trata  de  buscar  solución  á  un  problema  de  crítica 
histórica,  de  emitir  parecer  en  una  cuestión  concreta  de  las 
innumerables  que  están  en  tela  de  juicio,  la  tarea  del  conferen- 
ciante se  presenta  más  llana  y  sencilla.  Hay  en  su  trabajo  una 
parte  meramente  expositiva,  destinada  á  presentar  ante  el  audi- 
torio los  datos  conocidos  que,  juntos,  forman  el  estado  actual 
de  la  cuestión.  Viene  después  lo  que  podríamos  llamar  parte 
conjetural,  en  que  la  sagacidad  y  perspicacia  del  disertante 
tienen  ancho  campo  donde  lucirse,  y  finalmente,  por  el  pro- 
ceso lógico  de  las  ideas,  sígnense  las  conclusiones  que  quiere 
dejar  establecidas,  las  cuales,  en  rigor,  constituyen  lo  nuevo  é 
inédito,  como  si  dijéramos,  el  nervio  de  su  trabajo. 

En  el  caso  presente,  si  no  hay  en  realidad  ijroblema  difícil,  si 
la  cuestión  está,  desde  el  punto  de  vista  crítico,  resuelta  hace 


tiempo,  es  tal  la  suma  de  materiales,  tan  grande,  tan  vasta  la 
tarea  y  al  mismo  tiempo  tan  agradable  para  tratada  entre  espa- 
ñoles, que  todo  esto  reunido  produce  en  el  ánimo  natural  con- 
fusión, no  pareciendo  posible  hallar  medio  hábil  de  disponer  y 
ordenar  la  copia  de  datos  y  noticias  reunidos  y  conservados 
con  religioso  celo,  por  varias  generaciones  de  eruditos,  en  el 
limitadísimo  espacio  de  que  dispongo.  Nunca  con  tanta  propie- 
dad como  ahora  podría  decir  que  siento  flaquear  mis  débiles 
fuerzas  ante  la  magnitud  de  la  empresa,  una  vez  que  en  este 
caso  hay  que  tomar  la  frase  en  su  acepción  literal,  esto  es,  lo 
grande,  lo  dilatado  y  vasto  del  asunto. 

No  esperéis,  por  tanto,  novedades,  en  lo  que  á  los  hechos  é 
instituciones  se  refiere,  en  la  conferencia  de  esta  noche.  No 
vengo  á  comunicaros  ningún  secreto  de  erudición  recóndita, 
ni  siquiera  á  hacer  la  crítica  de  las  fuentes  para  el  estudio  de  la 
historia  de  los  Reyes  Católicos.  Por  punto  general  habré  de 
limitarme  á  exponer  sucintamente  lo  que  hace  ya  tiempo  ha 
sido  objeto  de  la  investigación  de  los  eruditos,  evocando  el  re- 
cuerdo de  hechos  é  instituciones  analizados  y  puestos  en  claro 
ha  más  de  cincuenta  años,  si  bien  por  eso  mismo,  no  tan  pre- 
sentes en  la  memoria  de  los  amantes  de  la  patria  grandeza, 
como  si  su  conocimiento  datara  de  más  reciente  fecha. 

Dejando,  pues,  á  un  lado  todo  preámbulo  y  entrando  desde 
luego  en  materia,  nada  sorprende  tanto,  al  estudiar  la  situación 
de  España  en  1492,  y  en  general  al  finalizar  el  siglo  xv,  como 
la  consideración  de  que  el  estado  floreciente  del  país,  el  orden 
en  la  administración  y  en  la  hacienda,  los  progresos  en  la  orga- 
nización militar  sobre  la  base  de  la  nación  armada,  el  desarro- 
llo de  la  marina  mercante,  y  en  suma,  cuanto  puede  contribuir 
á  la  prosperidad  nacional  en  el  interior  y  valer  el  respeto  y 
temor  de  las  demás  naciones,  que  obra  tan  gigantesca  se  hubiera 
comenzado  y  llevado  á  feliz  remate  dentro  del  reinado  de  los 
Reyes  Católicos.  En  realidad,  la  mente  se  resiste  á  admitir  que 
en  el  breve  espacio  transcurrido  desde  la  muerte  de  Enrique  IV 
hasta  el  año  de  la  toma  de  Granada,  se  haya  podido  operar 
transformación  tan  completa. 

Es  regla  constante  en  la  historia  de  los  pueblos  y  de  las  insti- 
tuciones, que  unos  y  otras  se  desarrollen  lentamente.  A  una 


honda  reforma  legislativa  no  responde  sino  en  el  transcurso  del 
tiempo  la  reforma  social  que  por  este  medio  se  quiso  introdu- 
cir. Los  frutos  de  las  revoluciones  políticas  no  son  de  ordinario 
recogidos  por  la  generación  que  las  vio  hacer.  De  ahí  la  origi- 
nalidad y  grandeza  de  un  período  en  que  se  realiza,  sin  conmo- 
ciones sangrientas,  una  revolución  política  de  trascendencia 
innegable,  que  en  pocos  años  cambia  de  arriba  abajo  la  situa- 
ción del  país,  trocando  una  Monarquía  débil  y  arruinada,  en 
Estado  poderoso,  cuyas  fuerzas  exuberantes  permiten  descu- 
brir un  nuevo  mundo  y  extender  por  Europa  la  fama  y  el  pres- 
tigio del  nombre  español. 

Dada  la  noción  generalmente  admitida  respecto  al  desenvol- 
vimiento gradual  de  los  hechos  históricos,  apenas  se  explica 
que  el  reino  de  Castilla  pudiera  pasar  de  una  manera  tan  rápida 
de  la  situación  decadente  y  vergonzosa  en  que  se  encontraba 
en  tiempo  de  Enrique  IV  al  esplendor  y  grandeza,  á  la  viril 
expansión  del  reinado  siguiente. 

Fenómeno  semejante  no  es  frecuente  en  la  historia  de  los 
pueblos  sino  después  de  revoluciones  sangrientas,  que  hacen 
salir  á  la  superficie  el  desacuerdo  que  existe  entre  gobernantes 
y  gobernados.  Por  medios  absolutamente  pacíficos,  sin  derra- 
mamiento de  sangre,  son  muy  contadas  las  revoluciones  políti- 
cas importantes  que  han  podido  hacerse,  y  cuando  así  ha  suce- 
dido, siempre  se  encontrará  al  lado  de  sucesos  que,  por  cir- 
cunstancias felices,  han  iniciado  y  empujado  el  movimiento, 
personalidades  eminentes  á  cuyo  tacto  y  habilidad  hay  que 
atribuir  buena  parte  del  éxito.  Esto  último  fué  lo  que  ocurrió 
en  España  en  el  período  que  examinamos. 

Unidas  las  coronas  de  Aragón  y  Castilla  en  las  personas  de 
Fernando  é  Isabel,  y  terminada  victoriosamente  la  guerra  de 
Granada,  el  año  1492  señala  en  nuestra  historia  el  principio  de 
una  nueva  era.  Lo  que  durante  siglos  había  sido  el  ideal  cons- 
tante de  los  monarcas  aragoneses  y  castellanos,  vióse  realizado 
por  un  feliz  concurso  de  circunstancias  en  tiempo  de  los  Reyes 
Católicos:  reunir  en  un  solo  Estado  las  dos  Monarquías  cristia- 
nas, y  con  la  suma  de  poder  así  obtenida,  arrojar  los  mulsuma- 
nes  al  otro  lado  del  Estrecho,  dando  cima  con  esto  á  la  santa 
obra  de  la  Reconquista. 


—  8  — 

Claro  es  que  la  realización  de  empresa  tan  grande  en  espacio 
de  tiempo  relativamente  breve,  no  podía  menos  de  producir 
un  cambio  radical  y  profundo  en  la  manera  de  ser  de  la  Monar- 
quía española,  y,  por  consiguiente,  en  la  situación  respectiva 
de  los  distintos  poderes  que  la  constituían. 

La  antigua  contienda  entre  las  pretensiones  de  la  nobleza  y 
las  prerrogativas  del  poder  real  quedó,  por  el  solo  hecho  de  la 
formación  de  una  gran  monarquía,  resuelta  definitivamente  en 
favor  de  éste.  Aquellos  señores  turbulentos,  cuyo  poder  había 
casi  igualado  el  de  los  reyes,  mientras  existió  la  separación  de 
los  Estados  cristianos,  encontráronse  entonces  reducidos  á 
situación  de  inferioridad  tan  evidente,  que  toda  idea  de  resis- 
tencia á  la  voluntad  del  soberano  hubiera  parecido  verdadera 
insensatez. 

En  ésta,  que  con  entera  propiedad  de  lenguaje  podría  lla- 
marse verdadera  revolución  política,  lo  que  más  sorprende, 
como  antes  he  dicho,  es  la  rapidez  con  que  sin  necesidad  de 
afrontar  graves  conflictos  se  llevó  á  cabo.  Debióse  esto  en  gran 
parte  á  la  prudencia  y  habilidad,  no  exentas  de  energía,  des- 
plegadas por  los  Reyes,  y  muy  especialmente  por  Isabel,  que 
en  su  calidad  de  sucesora  del  imbécil  Enrique  IV  y  del  débil 
Juan  II,  encontró  al  subir  al  trono  más  ensoberbecida  que 
nunca  á  la  nobleza,  y  más  que  nunca  desprestigiado  el  poder 
real. 

A  favor  de  la  anarquía  que  caracterizó  el  reinado  de  Enri- 
que IV,  habían  extremado  los  grandes  el  abuso  llevándolo 
hasta  el  último  límite.  Habíanse  hecho  dueños  de  todos  los 
cargos  importantes,  se  habían  apoderado  de  buena  parte  de 
las  rentas  reales,  y  ávidos  de  emanciparse  en  absoluto  de  la 
dependencia  del  monarca,  acuñaban  moneda  como  príncipes 
soberanos,  y  al  abrigo  de  sus  fortalezas,  y  sostenidos  por  sus 
mesnadas,  no  reconocían  en  sus  dominios  fuero  ni  autoridad 
superior  á  la  suya.  En  tales  circunstancias,  fácil  es  comprender 
la  prudencia  exquisita  que  se  requería  para  reducir  á  cuerpo 
tan  poderoso,  y  el  tacto  y  habilidad  necesarios  para  no  aventu- 
rar ninguna  medida  importante  sin  la  seguridad  de  tener  fuerza 
bastante  para  imponer  su  cumplimiento.  Esta  fuerza  no  podía 
proceder  sino  del  pueblo,  del  estado  llano,  tan  interesado  como 


—  9  — 

el  monarca  mismo  en  poner  freno  á  las  demasías  de  los  nobles 
y  en  afirmar  y  robustecer  el  poder  real.  Tal  fué  el  apoyo  que 
buscaron  los  Reyes  Católicos,  y  esto  es  lo  que  explica  princi- 
palmente, no  sólo  las  reformas  de  su  reinado,  sino  la  gran  re- 
volución política  que  en  la  mayor  parte  de  Europa  se  llevó  á 
cabo  por  este  tiempo. 

Sabido  es,  en  efecto,  que  si  bien  en  parte  alguna  fué  tan  rá- 
pido y  definitivo  como  en  Castilla  el  predominio  del  poder  real 
sobre  la  nobleza,  casi  al  mismo  tiempo  que  aquí  aparecieron,  en 
Portugal,  en  Francia  y  en  Inglaterra,  monarcas  dotados  de  ta- 
lento y  energía  suficientes  para  sacar  partido  de  las  circunstan- 
cias en  favor  del  poder  real,  sustrayéndolo  para  siempre  á  la 
dependencia  en  que  durante  la  Edad  Media  lo  habían  tenido  los 
nobles.  Éstos,  en  vez  de  organizarse,  contribuyendo  á  estable- 
cer el  orden  en  el  Estado,  lo  cual  les  hubiera  asegurado  un  papel 
político  importante  y  duradero,  se  obstinaron  en  permanecer 
completamente  ajenos  al  movimiento  de  progreso  que  empujaba 
á  la  sociedad,  y  como  era  inevitable,  no  tardaron  en  ser  arro- 
llados por  la  corriente  general.  La  toma  de  Constantinopla  por 
los  turcos  hizo  ver  la  necesidad  de  establecer  alianzas  entre 
los  Estados  cristianos  como  único  medio  de  combatir  al  ene- 
migo mortal  de  la  cristiandad.  Por  primera  vez  hubo  entonces 
algo  parecido  á  lo  que  llamaríamos  hoy  un  sistema  político  en 
Europa,  impuesto  por  la  necesidad  de  unirse  y  concentrar  las 
fuerzas  que  en  todas  partes  se  sentía.  La  idea  de  patria,  limitada 
durante  los  siglos  anteriores  á  la  ciudad,  al  municipio  ó  al  feudo, 
hízose  extensiva  á  toda  la  nación;  en  fin,  el  concepto  moderno 
de  la  nacionalidad  apareció  entonces  por  vez  primera. 

Si  en  parte  alguna  había  alcanzado  el  poder  de  la  nobleza 
grado  tan  alto  de  desarrollo  como  en  Aragón,  por  la  índole  es- 
pecial de  su  constitución,  y  en  Castilla  por  los  abusos  y  el  favo- 
ritismo, tampoco  en  parte  alguna  cayó  en  menos  tiempo  que  en 
estos  reinos,  gracias  á  la  constante  y  hábil  política  de  los  Reyes 
Católicos. 

En  1492,  cuando  la  rendición  de  Granada  terminó  la  guerra 
de  la  Reconquista,  el  orden  que  de  tiempo  atrás  se  había  estable- 

ido  en  la  Administración,  el  respeto  á  la  ley  y  el  temor  al  poder 
central,  cosas  todas  desconocidas  en  los  reinados  anteriores, 


10  — 


permitieron  á  los  monarcas  preparar  la  nación  para  intervenir 
con  éxito  en  la  política  europea,  al  mismo  tiempo  que  con  dili- 
gente solicitud  atendían  á  favorecer  el  desarrollo  de  la  riqueza 
pública. 

Tanto  en  el  orden  político  como  en  el  administrativo  y  eco- 
nómico, así  en  la  dirección  de  las  empresas  militares  como  en 
el  impulso  dado  á  la  industria  y  al  comercio  y  hasta  á  la  cultura 
general,  las  principales  reformas  introducidas  en  tiempo  de  los 
Reyes  Católicos  son  en  su  mayor  parte  anteriores  á  1492,  lo 
cual  es  casi  tanto  como  decir  que  en  este  año  habían  podido 
ya  apreciarse  sus  resultados. 

Desde  las  Cortes  de  Madrigal  de  1476,  convocadas,  según  in- 
genuamente dice  Hernando  del  Pulgar,  «para  dar  orden  en 
aquellos  robos  e  guerras  que  en  el  reino  se  facian»,  se  había  tra- 
tado con  el  establecimiento  y  organización  de  la  Santa  Herman- 
dad, de  poner  término  al  estado  de  anarquía,  resultado  de  los 
desórdenes  pasados.  Ue  entonces  data  la  reorganización,  ó  mejor 
dicho,  la  resurrección  de  la  administración  de  justicia,  nula  en 
absoluto  en  el  reinado  anterior,  por  carecer  de  fuerza  el  poder 
central  para  hacer  ejecutar  sus  fallos. 

Había  sido  frecuente  en  Castilla,  durante  la  Edad  Media,  el 
establecimiento  de  hermandades  ó  confederaciones  políticas 
entre  los  pueblos,  que,  por  regla  general,  tenían  por  objeto  velar 
por  la  conservación  de  los  fueros  y  privilegios  de  los  asociados. 
La  hermandad  establecida  por  los  Reyes  Católicos  se  diferenció 
radicalmente  de  las  anteriores,  en  que  lejos  de  limitarse  á  al- 
gunas ciudades  abrazó  los  reinos  de  Castilla  y  de  León,  exten- 
diéndose después  á  Galicia,  Toledo,  Andalucía,  y  últimamente 
á  Aragón,  es  decir,  que  fué  general,  y  además,  que  por  la  forma 
especial  dada  á  su  organización,  en  vez  de  servir  de  instrumento 
de  resistencia  al  poder  real,  como  había  ocurrido  muchas  veces, 
fué,  por  el  contrario,  su  principal  apoyo  en  la  obra  de  someter 
la  nobleza  y  afirmar  sobre  sólidas  bases  el  orden  en  el  Estado. 

En  las  Juntas  que  los  Procuradores  de  Castilla  celebraron  en 
Madrigal  en  1476,  y  que  prosiguieron  en  Cigales  y  Dueñas, 
acordóse  que  cada  cien  vecinos  contribuyeran  con  diez  y  ocho 
mil  maravedises  para  mantener  un  hombre  de  á  caballo,  orga- 
nizándose por  este  medio  una  fuerza  de  dos  mil  hombres,  á  la 


—  II  — • 


que  se  dio  por  general  al  Duque  de  Villahermosa,  hermano 
bastardo  del  Rey.  Esta  milicia,  con  sus  oficiales,  estaba  siempre 
dispuesta  á  acudir  á  donde  era  llamada,  de  modo  que  además  de 
mantener  la  seguridad  en  los  caminos  y  perseguir  á  los  malhe- 
chores, formaba  una  especie  de  ejército  permanente  que  servía 
para  tener  á  raya  á  los  poderosos  amigos  de  turbulencias.  Tam- 
bién, en  distintas  ocasiones,  prestaron  auxilios  de  consideración 
á  los  Reyes;  pagando  además  de  la  contribución  acostumbrada, 
subsidios  extraordinarios  para  ayuda  de  los  enormes  gastos  que 
ocasionaba  la  guerra  de  Granada. 

La  Hermandad  subsistió  en  esta  forma  hasta  1498,  en  que  res- 
tablecidos el  orden  y  el  sosiego,  revestida  de  la  fuerza  compe- 
tente la  justicia  ordinaria,  consideraron  los  Reyes  que  habían 
desaparecido  las  razones  á  que  se  debía  su  establecimiento.  En 
1492,  por  tanto,  la  encontramos  en  pleno  vigor,  siendo  la  encar- 
gada de  guardar  los  caminos  y  de  impedir  los  actos  de  bandidaje 
á  que  al  abrigo  de  sus  fortalezas  eran  tan  aficionados  algunos 
señores.  Harto  habían  conocido  éstos  que  la  nueva  organización 
de  la  Hermandad  había  de  servir  de  freno  á  sus  demasías,  cuando 
en  cierta  ocasión,  acaudillados  por  el  Duque  del  Infantado,  di- 
rigieron una  enérgica  representación  á  los  Reyes  pidiéndoles 
que  la  abolieran.  Pero  toda  resistencia  era  inútil,  y  desde  que  el 
Conde  de  Haro,  uno  de  los  señores  que  poseían  más  extensos 
dominios  en  el  norte  de  España,  introdujo  en  sus  tierras  la  Her- 
mandad, muchos  nobles  imitaron  su  ejemplo,  alcanzando  de  este 
modo  aquella  institución  desarrollo  mucho  más  grande  que  el 
que  en  un  principio  se  le  había  querido  dar. 

Mucho  más  importantes  que  las  Cortes  de  Madrigal  y  que 
todas  cuantas  se  celebraron  en  tiempo  de  los  Reyes  Católicos, 
fueron  las  de  Toledo  de  1480,  donde,  según  la  pintoresca  frase 
de  un  contemporáneo,  «se  hicieron  las  leyes  y  las  declaratoriasr 
todo  tan  bien  mirado  y  ordenado  que  páresela  obra  divina  para 
remedio  y  ordenación  de  las  desórdenes  pasadas»  ([).  No  pare- 
cerá exagerado  este  elogio  después  de  leer  el  Ordenamiento  de 


(i)   Galindez   de   Carvajal,  Anales   breves   en    la    Colección  de  documentos  inéditos^ 
t.  XVIII,  267. 


—    12    — 


estas  famosas  Cortes  (i),  antes  habrá  que  reconocer  con  el  eru- 
dito académico  encargado  de  coleccionar  y  ordenar  los  cua- 
dernos de  Cortes,  que  las  de  Toledo  de  1480  bastarían  para 
acreditar  á  los  Reyes  de  sabios  legisladores  y  hacerlos  dignos 
de  eterna  fama. 

Adviértese  desde  luego  en  el  Ordenamiento  citado,  la  omisión 
de  los  nombres  de  los  grandes  del  reino,  así  prelados  como  ca- 
balleros, que  rodeaban  el  trono,  omisión  que  no  parece  casual 
sino  muy  meditada,  al  más  reciente  de  los  historiadores  de  nues- 
tras antiguas  Cortes,  pues  desterrar  la  antigua  fórmula  «estando 
y  conmigo»  tiene  gran  analogía  con  la  abolición  de  los  privilegios 
rodados,  para  demostrar  que  la  potestad  real  no  necesitaba  la 
confirmación  de  los  prelados  y  altos  dignatarios  (2).  Por  lo  de- 
más, á  estas  Cortes  asistieron  del  brazo  de  la  nobleza  cuantos 
pudieron  venir,  y  los  que  no  concurrieron,  mandaron  su  parecer 
por  escrito  en  materia  para  unos  y  otros  bien  poco  agradable, 
pues  se  trataba  de  revocarles  las  mercedes  que  injustamente 
les  habían  sido  otorgadas  á  favor  de  las  turbulencias  del  rei- 
nado anterior. 

Del  brazo  popular  fueron  llamados  los  Procuradores  de  las 
ciudades  y  villas,  «que  suelen  enviar  Procuradores  de  Cortes  en 
todos  nuestros  reinos»,  como  dicen  los  Reyes  en  el  preámbulo 
del  Ordenamiento.  Eran  éstas  diez  y  siete  en  total,  que  Her- 
nando del  Pulgar  enumera  en  su  Crónica  en  el  orden  siguiente: 
Burgos,  León,  Ávila,  Segovia,  Zamora,  Toro,  Salamanca,  Soria, 
Murcia,  Cuenca,  Toledo,  Sevilla,  Córdoba  y  Jaén,  que  eran  las 
ciudades;  y  las  villas  de  Valladolid,  Madrid  y  Guadalajara,  «que 
son  las  que  acostumbran  continuamente  enviar  Procuradores  á 
las  Cortes  que  facen  los  Reyes  de  Castilla  é  de  León»  (3). 

Este  punto  de  las  ciudades  y  villas  que  tenían  representación 
en  Cortes,  dista  mucho  de  estar  tan  claro  como  de  las  palabras 
de  Hernando  del  Pulgar  parece  deducirse.  Menos  de  un  siglo 
antes  de  estas  Cortes  de  Toledo,  en  las  de  Madrid  de  1391,  en- 


(i)  Puede  verse  íntegro  en  las  Cortes  de  los  antiguos  reinos  de  León  y  de  Castilla,  t.  iv, 
109,  publicadas  por  la  Academia  de  la  Historia. 

(2)  Colmeiro,  Cortes  de  León  y  de  Castilla.  Introd.,  t.  ii,  52. 

(3)  Crónica  de  los  Reyes  Católicos,  part.  11,  cap.  xcv. 


—  13  — 

contramos  los  Procuradores  de  cuarenta  y  nueve  ciudades  y 
villas,  y  todavía  en  las  de  Valladolid  de  1440  no  está  limitado 
el  número  de  ciudades  y  villas  representadas  como,  según  el 
testimonio  de  Pulgar,  se  hizo  después. 

Nada  puede  dar  idea  tan  completa  de  las  enormes  proporcio- 
nes que  alcanzó  el  desorden  y  la  anarquía  en  tiempo  de  En- 
rique IV,  como  la  situación  miserable  á  que  en  su  tiempo  se  vio 
reducida  la  hacienda  real.  La  insensata  prodigalidad  de  aquel 
monarca  había  mermado  en  tal  manera  las  rentas  de  la  Corona, 
que  al  reunirse  las  Cortes  de  1480  apenas  llegaban  á  30.000 
ducados,  cantidad  muy  inferior  á  la  que  disfrutaban  algunos 
particulares,  y  desde  luego  insuficiente  para  sostener  el  estado 
real.  El  descrédito  en  los  últimos  años  del  reinado  de  Enri- 
que IV  era  tan  grande,  que  los  albalaes  ó  vales  de  renta  real, 
situados  sobre  las  alcabalas  y  demás  impuestos,  se  vendían  úni- 
camente por  lo  que  importaba  el  rédito  de  un  año.  Los  apuros 
del  monarca  fueron  de  tal  suerte,  que,  según  testimonio  de  un 
contemporáneo,  llegó  á  carecer  hasta  de  lo  necesario  al  mante- 
nimiento de  su  persona  (i). 

En  diferentes  ocasiones  los  Procuradores  en  Cortes  habían 
hecho  enérgicas  representaciones  con  motivo  de  la  prodigalidad 
del  Rey,  alcanzando  de  éste  una  revocación  solemne  de  cuan- 
tas mercedes  y  donaciones  había  hecho  desde  1464,  ó  sea  desde 
el  principio  de  las  turbulencias  que  ya  no  cesaron  hasta  el  fin  de 
su  reinado,  mandando  que  «si  tales  cartas  paresciesen,  sean  obe- 
decidas y  no  cumplidas  por  los  concejos  y  personas  á  quien  se 
dirijan».  Imposible  sería  citar  testimonio  más  elocuente  del 
grado  de  rebajamiento  á  que  había  llegado  el  poder  real  que 
esta  disposición  de  Enrique  IV. 

Conviene,  sin  embargo,  tenerle  presente,  así  como  el  carácter 
ilegal  de  toda  enajenación  de  las  rentas  de  la  Corona,  para  com- 
prender que  el  acuerdo  de  las  Cortes  de  Toledo,  de  revocar  las 
mercedes  injustamente  concedidas  en  el  reinado  anterior,  lejos 


(i  )  Suma  de  ¡os  Reyes  de  Espafia,  escrita  en  Italia  en  1492 .  y  dedicada  al  rey  D.  Fer- 
nando de  Ñapóles.  Manuscrito  de  la  Academia  de  la  Historia  citado  por  Clemencin. 
Dice  que  D.  Enrique  á  fines  de  su  reinado,  fué  venido  en  tanta  pobreza  y  necesidad,  que 
muchas  veces  le  faltaba  para  el  mantenimiento  de  su  persona. 


—  14  — 

de  ser  una  medida  de  carácter  revolucionario,  fué  por  el  con- 
trario eminentemente  conservadora.  Pero  á  pesar  de  lo  man- 
dado siguió  el  desorden,  siendo  para  todos  letra  muerta  la  re-^ 
solución  de  un  monarca  que  carecía  de  fuerza  hasta  para  hacer; 
respetar  su  persona. 

Los  apuros  de  la  Corona  venían  en  último  término  á  caer  en 
una  ú  otra  forma  sobre  los  pueblos,  lo  cual  explica  la  laudable 
constancia  con  que  los  Procuradores  no  cesaban  de  pedir  siem- 
pre que  eran  convocados  en  Cortes,  que  se  anularan  las  merce- 
des hechas  sin  justificación  bastante.  Viéronse  realizados  sus 
deseos  en  1480,  en  que  los  Reyes,  de  acuerdo  con  los  prelados 
y  grandes,  á  quienes  se  convocó  por  llamamiento  especial,  como 
antes  he  dicho,  con  intervención  del  confesor  de  la  Reina,  Fray 
Hernando  de  Talavera,  que  por  sus  virtudes  y  autoridad; 
inspiraba  á  todos  confianza,  llevaron  á  cabo  la  deseada  reforma.' 
Hízose  ésta  con  tal  espíritu  de  justicia,  que  muchos  prelados,* 
y  algunos  de  los  nobles  que  gozaban  de  más  favor  con  los  Re- 
yes, hubieron  de  volver  á  la  Corona  parte  considerable  de  las 
rentas  que  disfrutaban. 

El  estado  comparativo  que  se  formó  de  las  mercedes  que  se 
pagaban  y  de  las  que  quedaron  por  virtud  de  la  reforma,  se  de- 
signa con  el  nombre  de  Libro  de  las  Declaratorias  de  Toledo,, 
y  de  su  examen  resulta  que  las  sumas  que  produjeron  para  el 
Erario  las  reformas  de  Toledo  ascendieron  á  30  cuentos  de  ma- 
ravedises, y  así  también  lo  asegura  el  escritor  Hernando  del 
Pulgar,  uno  de  los  comprendidos  en  ellas,  no  obstante  el  puesto 
de  confianza  que  tenía  cerca  de  los  Reyes.  Sumando  estos 
30  cuentos  de  maravedises ,  á  los  30.000  ducados  escasos  que 
antes  de  la  reforma  importaban  las  rentas  reales,  resultan 
40  millones  de  maravedises,  cantidad  en  que  pueden  calcularse 
las  rentas  de  la  Corona  hasta  1480.  A  partir  de  esta  fecha,  el 
aumento  que  se  produjo,  gracias  al  orden  introducido  en  la  Ad- 
ministración, fué  tan  rápido,  que  en  1504,  año  de  la  muerte  de 
Isabel  la  Católica,  ascendía  á  cerca  de  342  millones  de  marave- 
dises, ó  según  el  cómputo  de  Clemencín,  más  de  26  millones  de 
reales,  aumento  muy  notable,  aun  teniendo  en  cuenta  la  con- 
quista del  reino  de  Granada. 

Entre  las  primeras  y  principales  providencias  adoptadas  por 


—  I 


los  Reyes  para  conseguir  tan  brillantes  resultados,  hay  que 
contar  la  que  se  refiere  á  la  acuñación  y  circulación  de  la  mo- 
neda. Cuando  Enrique  IV  entró  á  reinar  había  en  sus  Estados 
cinco  casas  de  moneda,  donde  se  labraba  la  necesaria  para  las 
transacciones,  con  garantías  bastantes  respecto  á  la  ley  y  al  peso, 
mas  los  nobles  no  tardaron  en  arrancarle  permiso  para  tener  sus 
casas  de  moneda,  llevando  el  monarca  su  criminal  abandono  en 
esta  parte  hasta  el  punto  de  conceder  licencia  en  el  término  de 
tres  años  para  establecer  hasta  150  casas  de  moneda.  No  hay 
que  decir  que  el  reino  se  inundó  de  numerario  de  baja  ley,  que 
con  sobrada  razón  nadie  quería  recibir,  pues  las  oscilaciones  en 
el  valor  de  las  piezas  así  acuñadas  eran  tan  enormes,  que  no 
había  medio  de  calcularlas  "ni  preverlas.  «Las  gentes,  dice  un 
testigo  de  tales  calamidades,  non  sabian  qué  hacer,  nin  cómo 
vivir,  y  por  los  caminos  non  hallaban  qué  comer  los  caminantes 
por  la  moneda  que  nin  buena  nin  mala,  nin  por  ningún  precio 
non  la  tomaban  los  labradores;  tanto  eran  cada  dia  de  las  mu- 
chas falsedades  engañados,  de  manera  que  en  Castilla  vivían 
las  gentes  como  entre  guineos,  sin  ley  y  sin  moneda,  dando  pan 
por  vino,  y  así,  trocando  unas  cosas  por  otras»  (i).  Reclamaron 
enérgicamente  los  pueblos,  pidiendo  por  medio  de  sus  Procu- 
radores que  se  pusiera  término  al  diluvio  de  moneda  falsa;  pero 
¿qué  remedio  podían  esperar  de  un  Rey  que  daba  ejemplo  de 
su  falta  de  escrúpulos,  siendo  el  primero  de  los  monederos  fal- 
sos de  su  reino?  Los  testimonios  que  dan  fe  de  hecho  tan  grave, 
son  de  aquellos  que  no  dejan  lugar  á  duda.  Según  el  mismo 
autor  citado,  la  manera  que  tenía  el  Rey  de  atender  las  justas 
reclamaciones  de  los  Procuradores  era,  no  sólo  tolerar,  sino 
mandar  labrar  moneda  falsa,  suceso  que  confirma  Alonso  de 
Palencia,  que  como  testigo  presencial,  asegura  que  Enrique  IV 
mandó  al  Conde  de  Benavente  que  labrara  en  Villalón  moneda 
de  plata  y  cobre  de  baja  ley  y  muy  mala. 

Harto  conocían  los  Reyes  que  sin  una  buena  circulación,  la 
vida  del  comercio,  y  hasta  la  satisfacción  de  las  más  rudimen- 
tales necesidades  de  toda  sociedad  era  imposible,  para  dejar 
que  se  prolongase  tal  estado  de  cosas.  Desde  1476,  en  las  Cor- 


(l)  Fr.  Liciniano  Sáez,  Tratado  de  las  monedas  de  Enrique  /V,  citado  por  Clemencín. 


—  lo- 
tes de  Madrigal,  acudieron  á  aplicar  enérgicos  remedios  á  mal 
tan  grave.  Suprimiéronse  todas  las  fábricas  de  moneda  falsa 
autorizadas  por  su  predecesor,  no  dejando  más  que  las  cinco 
casas  de  moneda  que  de  antiguo  solía  haber,  las  cuales  estaban 
en  Burgos,  Toledo,  Sevilla,  Segovia  y  la  Coruña.  Más  ade- 
lante se  agregó  á  éstas  la  de  Granada.  Fijóse  la  proporción  de 
los  metales  preciosos  entre  sí,  y  con  la  moneda  de  vellón,  ter- 
minando y  completando  esta  serie  de  disposiciones  con  la  re- 
cogida de  esta  última  para  fundirla  de  nuevo  con  arreglo  á  lo 
mandado  en  las  Ordenanzas.  Esto  último,  sin  embargo,  no  se 
llevó  á  cabo  hasta  1497. 

Puesto  orden  en  la  Hacienda,  seguros  los  Reyes  de  poder 
hacer  sentir  su  poder  en  toda  la  Monarquía,  acudieron  á  resta- 
blecer y  vigorizar  la  administración  de  justicia,  que  andaba  á 
su  advenimiento  al  trono  completamente  perdida.  Ya  en  las 
Cortes  de  Madrigal  de  1476,  pero  más  principalmente  en  las  de 
Toledo  de  1480,  dictaron  los  Reyes,  de  acuerdo  con  lo  solici- 
tado por  los  Procuradores,  multitud  de  leyes  y  reglamentos,  que 
forman  parte  principal  de  las  reformas  legislativas  de  su  reinado. 
La  reorganización  del  Consejo  Real,  en  cuya  constitución  se 
dio  gran  mayoría  á  los  Letrados,  contra  lo  que  se  había  practi- 
cado anteriormente,  data  de  esta  época,  así  como  la  de  la  Chan- 
cillería  ó  Tribunal  Supremo  de  lo  civil,  dándole  residencia  fija 
en  Valladolid,  en  vez  de  llevarle  y  traerle  de  un  lado  para  otro, 
lo  cual  ocasionaba  gastos  y  trastornos  sin  cuento  á  los  litigan- 
tes. Establecióse  la  visita  semanal  de  los  jueces  á  las  cárceles, 
obligándoles  á  dar  cuenta  del  número  de  presos  con  expresión 
de  la  causa  porque  lo  estaban;  mandóse  á  los  Jueces  despachar 
brevemente  las  causas,  y  á  fin  de  que  los  acusados  en  ningún 
caso  pudieran  carecer  de  defensa,  se  instituyó  el  abogado  ó 
defensor  de  pobres,  con  obligaciones  análogas  á  las  que  tiene 
al  presente. 

Tantas  y  tan  grandes  novedades  en  la  legislación,  que  venían 
á  agregarse  al  enmarañado  fárrago  de  las  leyes  existentes,  su- 
girieron, como  era  natural,  á  la  Reina,  la  idea  de  reunir  en  un 
solo  código  la  serie  innumerable  de  disposiciones  vigentes,  cuyo 
número  y  confusión  eran  tan  grandes,  que  por  punto  general 
fallaban  los  jueces  á  su  arbitrio,  seguros  siempre  de  que  si  fal- 


—  17  — 

taban  á  alguno  de  los  textos  legales,  otro  habría  cuya  letra  ó 
cuyo  espíritu  abonase  su  resolución.  De  antiguo  databan  en 
Castilla  las  quejas  de  los  Procuradores,  pidiendo  que  de  alguna 
manera  se  tratara  de  poner  remedio  á  un  estado  de  cosas  que 
hacía  interminables  los  pleitos,  y  sólo  servía  para  inspirar  des- 
confianza en  la  justicia.  Fernando  el  Santo,  y  más  especial- 
mente su  hijo  Alonso  el  Sabio,  habían  querido  reunir  en  un 
código  las  diferentes  colecciones  legales,  y  á  este  efecto  com- 
piló el  último  las  Partidas  que  llevan  su  nombre;  mas  no  supo  ó 
no  pudo  ponerlas  en  vigor,  de  modo  que  en  la  práctica,  en  vez 
de  cesar  los  males  de  que  se  quejaban  los  pueblos,  casi  puede 
decirse  que  aumentaron. 

En  vano  pidieron  los  Procuradores  á  Don  Juan  II  y  á  su  su- 
cesor Enrique  IV,  que  se  hiciera  una  compilación  legal  que 
viniera  á  poner  orden  en  aquel  caos.  Uno  y  otro  monarca,  lle- 
nos de  buen  deseo,  llegaron  á  mandar,  en  efecto,  que  así  se 
hiciera;  mas  no  era  empresa  esta  para  llevarla  á  cabo  en  medio 
de  la  inseguridad  y  continuas  mudanzas  de  aquellos  tiempos 
turbulentos.  El  Ordenamiento  de  Alcalá,  el  Fuero  Real  ó 
de  las  Leyes,  las  Partidas  y  los  Fueros  municipales,  con  todo 
lo  mandado  y  establecido  por  los  Reyes  en  Cortes  en  la  reso- 
lución de  los  asuntos  que  ocurrían,  seguían  siendo,  al  reunirse 
las  Cortes  de  Toledo  de  1480,  las  diversas  fuentes  del  derecho 
que  regía  en  Castilla.  Muchas  de  estas  leyes,  según  observa  el 
Dr.  Alonso  Díaz  de  Montalvo:  «habían  sido  revocadas  é  otras 
limitadas  é  interpretadas,  é  otras  por  contrario  uso  é  costum- 
bres derogadas,  é  algunas  parescen  diferentes  é  repugnantes  de 
otras»  (i). 

Para  poner  término  á  tal  confusión,  dieron  los  Reyes  al  autor 
que  acabo  de  citar,  famoso  jurisconsulto,  Oidor  de  su  Audien- 
cia y  de  su  Consejo,  la  comisión  de  formar  un  código  general, 
siendo  éste  el  origen  de  las  célebres  Ordenanzas  Reales,  cuya 
primera  edición,  que  con  gran  lujo  de  detalles  describe  Cle- 
mencin,  se  publicó  en  Huete  en  1484.  No  fué  Montalvo  tan 
venturoso  como  diligente  en  su  empresa,  una  vez  que  no  mu- 
chos años  después,  en  las  Cortes  de  Valladolid  de  1523,  decían 


(i)  Montalvo,  Prólogo  de  las  Ordenanzas  reales. 


—  i8  — 

los  Procuradores  que  «las  leyes  del  Fuero  y  Ordenamientos 
no  estaban  bien  e  juntamente  compiladas,  y  las  sacadas  por 
ordenamiento  de  leyes  que  juntó  el  Dr.  Montalvo,  estaban 
corrutas  e  no  bien  sacadas»  (i). 

Ordenaron  los  Reyes,  sin  embargo,  que  el  libro  de  Montalvo 
se  tuviera  en  todos  los  pueblos  de  doscientos  vecinos  arriba,  y 
por  él  mandaron  determinar  todas  las  cosas  de  justicia  para  cor- 
tar los  pleitos,  según  asegura  el  cura  de  los  Palacios,  autor  coetá- 
neo. Todavía  la  insuficiencia  del  Ordenamiento  motivó  nuevas 
disposiciones,  que  más  adelante  se  reunieron  en  un  volumen 
por  Juan  Ramírez,  y  que  se  llama  el  libro  ó  colección  de  las 
Pragmáticas.  Pero  esto  no  se  hizo  hasta  principios  del  siglo  si- 
guiente, de  modo  que  en  1492,  las  Ordenanzas  de  Montalvo 
eran  la  principal  recopilación  de  leyes  por  que  se  regían  los  en- 
cargados de  administrar  justicia. 

En  su  celo  por  el  bien  público  no  vacilaron  los  Reyes  en  re- 
sucitar la  antigua  costumbre  de  asistir  en  persona  al  tribunal,  de 
acuerdo  con  lo  mandado  por  las  antiguas  leyes  de  Castilla,  y 
que  reprodujeron  las  Ordenanzas  de  Montalvo.  Prescindiendo 
de  la  conveniencia  que  de  esto  pueda  resultar  y  dejando  á  un 
lado  si  conviene  más  al  oficio  y  dignidad  de  los  Reyes,  cuidar 
de  que  los  jueces  administren  justicia,  que  administrarla  por  sí 
mismos,  en  el  estado  de  la  ley,  entonces,  era  ésta  una  carga  que 
se  imponía  al  monarca,  é  Isabel  dio  siempre  á  los  demás  ejem- 
plo de  su  observancia.  «Liberal  se  debe  mostrar  el  Rey,  decían 
las  Ordenanzas  (2),  en  oir  peticiones  é  querellas  á  todos  los 
que  á  su  Corte  viniesen  á  pedir  justicia Por  ende  ordena- 
mos de  Nos  asentar  á  juicio  en  público  dos  días  en  la  semana 
con  los  de  Nuestro  Consejo  é  con  los  alcaldes  de  nuestra  Corte, 
é  estos  días  sean  lunes  é  viernes,  el  lunes  á  oir  las  peticiones,  é 
el  viernes  á  oir  á  los  presos  segund  que  antiguamente  está  orde- 
nado por  los  Reyes  nuestros  predecesores.» 

Véase  cómo  describe  Fernández  de  Oviedo  en  sus  Quin- 
cuagenas el  ceremonial  con  que  la  reina  Isabel  desempeñaba 
estas  funciones. 


(i)  Cortes  de  Valladolid  de  1523,  Petición  56. 
(2)  Libro  II,  tít,  i.o,  ley  I.* 


—  19  — 

«Acuerdóme — dice — verla  en  aquel  alcázar  de  Madrid  con  el 
Católico  rey  D.  Fernando  V,  de  tal  nombre,  su  marido,  senta- 
dos públicamente  por  tribunal  todos  los  viernes,  dando  audien- 
cia á  chicos  é  grandes,  cuantos  querían  pedir  justicia:  et  á  los 
lados  en  el  mismo  estrado  alto  (al  cual  subían  por  cinco  ó  seis 
gradas),  en  aquel  espacio,  fuera  del  cielo  del  dosel,  estaba  un 
banco  de  cada  parte,  en  que  estaban  sentados  doce  oidores  del 
consejo  de  la  justicia,  é  el  presidente  del  dicho  consejo  real,  é 
de  pies  estaba  un  escribano  de  los  del  consejo,  llamado  Casta- 
ñeda, que  leía  públicamente  las  peticiones ;  é  al  pie  de  las  di- 
chas gradas  estaba  otro  escribano  de  cámara  del  consejo,  que 
en  cada  petición  asentaba  lo  que  se  proveía.  E  á  los  costados 
de  aquella  mesa,  donde  esas  peticiones  paraban,  estaban  de  pie 
seis  ballesteros  de  maza,  é  á  la  puerta  de  la  sala  desta  audien- 
cia real  estaban  los  porteros,  que  libremente  dejaban  entrar,  é 
así  lo  tenían  mandado,  á  todos  los  que  querían  dar  peticiones. 
Et  los  alcaldes  de  corte  estaban  allí  para  lo  que  convenía  ó  se 
había  de  remitir  ó  consultar  con  ellos.  En  fin,  aquel  tiempo  fué 
áureo  é  de  justicia ;  é  el  que  la  tenía,  valíale.  He  visto  que  des- 
pués que  Dios  llevó  esa  sancta  Reina,  es  más  trabajoso  nego- 
ciar con  un  mozo  de  un  secretario,  que  entonces  era  con  ella, 
é  su  consejo,  é  mas  cuesta.» 

No  era  peculiar  de  la  legislación  de  Castilla  el  disponer  que 
el  monarca  en  persona  administrase  justicia,  y  aun  en  este  reino, 
la  asistencia  del  soberano,  alguna  vez  al  tribunal,  es  anterior  á 
D.  Alonso  el  Sabio  y  D.  Juan  I,  los  cuales  habían  dictado  disposi- 
ciones á  este  efecto.  Las  leyes  catalanas  y  aragonesas  contienen 
preceptos  análogos,  y  si  dirigimos  la  mirada  fuera  de  España, 
¿quién  no  recuerda  la  encina  á  cuya  sombra  administraba  justi- 
cia San  Luis,  rey  de  Francia,  y  el  nombre  del  Tribunal  Supremo 
de  Inglaterra,  que  aun  hoy  sigue  llamándose.  Tribunal  del  banco 
del  Rey  ó  de  la  Reina,  y  eso  que  hace  ya  siglos  que  no  concu- 
rre el  monarca,  como  solía  en  otro  tiempo,  á  presidirlo?  Este 
resto  del  gobierno  patriarcal  se  encuentra  en  la  Edad  Media 
en  todas  partes,  y  fácilmente  se  comprende  que  por  la  turbación 
de  los  tiempos  y  el  predominio  que  la  falta  de  seguridad  daba 
á  los  poderosos,  no  se  considerase  la  jurisdicción  delegada  con 
fuerza  bastante  para  administrar  recta  é  imparcialmente  justicia. 


—    20 


El  Rey,  además  de  ser  la  más  alta  representación  de  la  jus- 
ticia, debía  administrarla  por  sí  mismo,  porque  era  la  única  ga- 
rantía que  encontraban  los  vasallos  para  esperar  que,  siquiera 
alguna  vez,  ese  principio  de  justicia  pudiera  alcanzarles  en  una 
medida  equitativa. 

La  Reina  Católica,  guiándose  en  esto,  como  en  todo,  por  los 
sentimientos  bondadosos  y  humanitarios  que  la  hacen  tan  sim- 
pática á  la  posteridad,  quiso  por  sí  misma  acudir  al  remedio  de 
los  males  de  que  entonces  todo  el  mundo  se  quejaba,  y  de  los 
cuales  ella  misma  había  podido  ser  testigo,  ó  sea  de  la  corrup- 
ción de  los  jueces  y  aun  más  que  de  la  corrupción  de  los  jue- 
ces, de  la  ausencia  total  de  rectitud  en  jueces  y  tribunales  para 
fallar  los  pleitos  que  ocurrían. 

Solía  suceder  que  el  más  poderoso  llevaba  la  ventaja,  y,  so- 
bre todo,  que  habiendo  un  rico  que  pleiteara  con  un  pobre,  el 
rico,  aun  en  cuestiones,  no  ya  civiles  sino  criminales,  solía  acu- 
dir al  fácil  expediente  de  la  composición,  ó  sea  ofrecer  una 
gran  cantidad,  y  con  ella,  so  pretexto  de  que  se  aplicaba  á  la 
guerra  de  los  moros,  se  le  absolvía. 

En  tiempo  de  la  Reina  Católica  estos  abusos  cesaron,  si  no 
de  raíz,  que  tal  maravilla  ni  entonces  ni  nunca  pudo  verificarse, 
por  lo  menos  en  gran  parte.  Cítase  entre  los  casos  notables  juz- 
gados por  la  Reina  y  que  demuestra  cuanto  venimos  diciendo, 
el  de  cierto  caballero  de  Lugo,  llamado  Alvar  Yáñez,  que  era 
uno  de  los  vecinos  más  ricos  de  Medina  del  Campo  y  de  todo 
el  reino,  según  demuestra  el  hecho  siguiente: 

Obligó  este  caballero  á  un  escribano  de  Medina  del  Campo, 
donde  él  residía,  á  otorgar  una  escritura  falsa,  en  la  cual  fin- 
gíase la  cesión  de  unos  bienes,  y  luego  para  mejor  asegurar  el 
secreto  no  encontró  medio  más  eficaz  que  matar  al  escribano 
y  enterrarle  en  su  propia  casa.  Por  cierto  que  los  autores  de  la 
Historia  de  la  Legislación  dicen,  hablando  de  este  delito,  que 
era  de  fácil  reparación  (Risas) ;  pero,  en  fin,  trátase  de  un  es- 
cribano, y  son  dos  abogados  los  autores  de  la  obra,  ellos  sabrán 
por  qué  lo  dicen  (i). 


(i)  Marichalar  y  Manrique,  Ilisioria  de  la  Legislación  y  recitaciones  del  Derecho  civil 
de  España,  t.  ix,  pág.  15. 


—   21    — 


No  pareció  de  tan  fácil  reparación,  ni  á  la  viuda  del  escribano 
ni  á  la  misma  reina  Isabel.  Quejóse  aquélla,  como  era  consi- 
guiente, á  la  Reina  de  lo  sucedido,  hiciéronse  pesquisas  y  se 
llegó  fácilmente   al  descubrimiento  del  crimen.   Compareció 
el  acusado  ante  el  tribunal  de  los  Reyes,  tal  como  lo  describe 
Gonzalo  Fernández  de  Oviedo  en  el  párrafo  que  antes  he  ci- 
tado, confesó  su  delito  y  ofreció,  si  le  perdonaban,  dar  40.000 
doblas  de  oro,  suma  á  que  no  llegaban,  antes  de  las  revocacio- 
nes de  Toledo,  las  rentas  de  la  Corona.  Hay  que  tener  en  cuenta 
que  la  dobla  de  oro  era  cerca  de  nueve  duros  de  la  moneda 
actual,  y  dada  la  diferencia  en  el  valor  de  la  moneda  de  enton- 
ces á  la  de  hoy,  se  puede  calcular  la  enorme  suma  que  repre- 
sentaba entonces  aquella  cantidad.  La  Reina,  sin  embargo,  á 
pesar  de  lo  apuradísimo  que  andaba  el  Tesoro  por  las  continuas 
exigencias  dé  la  guerra,  no  sólo  no  admitió  en  absoluto  la  com- 
pensación ofrecida  por  el  delincuente,  sino  que  además  de  ha- 
cerle condenar  á  perder  la  vida,  no  quiso  que  se  aplicaran  sus 
bienes,  como  hubiera  correspondido,  á  la  Corona,  sino  que  dis- 
puso que  se  les  diera  á  los  parientes  más  próximos  del  acusado, 
para  que  de  este  modo  no  pudiera  caber  la  sospecha  de  que  era 
el  interés  el  que  la  había  guiado  al  dictar  la  sentencia. 

Fácil  sería  multiplicar  los  ejemplos  para  hacer  ver  lá  entereza 
y  energía  que  en  todo  tiempo  desplegaron  los  Reyes  cuando  se 
trataba  de  hacer  prevalecer  su  autoridad,  no  vacilando,  á  pesar 
de  su  piedad  bien  conocida,  en  oponerse  al  mismo  Pontífice  en 
defensa  de  las  prerrogativas  y  regalías  de  la  Corona;  no  permi- 
tiendo la  menor  intrusión  del  Papa  en  la  provisión  de  los  prin- 
cipales cargos  y  dignidades  eclesiásticas.  Las  invasiones  ponti- 
ficias databan  en  Castilla  de  época  relativamente  moderna  si  se 
compara  con  otros  reinos,  como  lo  comprueba  el  hecho  de  que 
aun  el  ritual  romano  tardó  mucho  más  en  ser  admitido  en  sus 
iglesias  que  en  el  resto  de  Europa.  Desde  el  siglo  xiii,  sin  em- 
bargo, después  de  la  publicación  del  Código  de  las  Partidas,  al 
ponerse  en  vigor  de  manera  permanente  las  máximas  de  las 
Decretales,  comenzaron  los  tribunales  eclesiásticos  á  arrogarse 
atribuciones  que  conocidamente  eran  de  los  legos,  con  lo  cual 
multiplicáronse  las  apelaciones  á  Roma,  y  los  Papas,  no  sólo 
llegaron  á  disponer  de  los  beneficios  inferiores,  sino  que  poco 


22 


á  poco  trocaron  el  derecho  de  confirmación  para  ios  obispados 
y  dignidades  mayores  en  el  de  hacerlos  nombramientos. 

Varias  veces  se  habían  quejado  las  Cortes  de  esta  intrusión, 
hasta  que  en  tiempo  de  Enrique  IV  consiguieron  una  bula  con- 
tra la  provisión  de  beneficios  eclesiásticos  en  extranjeros;  mas 
con  bula  y  todo  siguió  el  mal,  subsistiendo  hasta  que  en  este 
reinado  llegaron  la  Corona  y  el  Papa  á  encontrarse  frente  á 
frente  en  dos  distintas  ocasiones ;  me  refiero  á  la  provisión  de 
los  obispados  de  Tarazona  y  de  Cuenca,  siendo  este  último  tan 
violento  que  llegaron  á  interrumpirse  las  relaciones  entre  los 
Reyes  y  el  Pontífice.  Cedió  éste  al  cabo,  sobre  todo,  merced  á 
la  amenaza  de  los  monarcas  de  convocar  un  concilio,  termi- 
nando el  conflicto  con  la  publicación  de  una  bula  en  que  el 
Papa  se  obligaba  á  proveer  las  dignidades  mayores  de  la  Igle- 
sia en  los  naturales  propuestos  por  los  Reyes. 

En  las  apelaciones  propias  del  poder  temporal,  pero  que  de 
antiguo  venían  haciéndose  indebidamente  á  la  corte  romana, 
como  antes  he  dicho,  no  se  mostraron  menos  enérgicos  y  celo- 
sos de  su  autoridad.  Dígalo  si  no  lo  ocurrido  en  1491,  en  que 
habiendo  admitido  la  Chancillería  de  Valladolid  apelación  al 
Papa  en  asunto  que  caía  bajo  la  jurisdicción  ordinaria,  fué  tal 
la  indignación  de  la  Reina,  que  destituyó  al  Presidente,  que 
era  el  Obispo  de  León,  haciendo  lo  mismo  con  todos  los  oi- 
dores, y  reemplazándoles  con  otros  más  celosos  de  la  juris- 
dicción real. 

La  incorporación  de  los  maestrazgos  de  las  Órdenes  de  caba- 
llería á  la  Corona,  que  si  bien  no  se  había  realizado  completa- 
mente en  1492,  ya  entonces  se  había  concebido  y  comenzado  á 
poner  por  obra,  fué  otro  de  los  sucesos  que  más  contribuyeron 
á  establecer  de  manera  permanente  el  predominio  del  poder 
real  sobre  los  nobles.  Los  maestrazgos  de  las  Órdenes,  por  el 
mando  que  conferían  sobre  una  milicia  organizada  y  aguerrida, 
sujeta  á  obediencia  pasiva  y  unida  por  el  fuerte  vínculo  de  la 
comunidad  de  intereses,  eran  cargos  de  tal  importancia  que  bien 
podían  medirse  con  el  monarca,  los  llamados  á  desempeñarlos. 
Al  comenzar  el  reinado  de  Fernando  é  Isabel  las  rentas  de  la 
Orden  de  Santiago,  que  ascendían  á  sesenta  mil  ducados,  eran  el 
doble  de  las  de  la  Corona,  y  las  de  Alcántara  y  Calatrava,  con 


—  23  — 

ser  muy  inferiores  á  las  primeras,  también  eran  más  cuantiosas 
que  las  de  los  Reyes,  pues  ascendían,  respectivamente,  á  cua- 
renta y  cinco  y  cuarenta  mil  ducados.  No  es  extraño  que  la  je- 
rarquía superior  de  las  Órdenes  militares  fuera  tan  codiciada,  y 
que  entre  las  muchas  causas  de  discordias  intestinas  que  hubo 
en  Castilla  en  los  revueltos  tiempos  de  Juan  II  y  Enrique  IV, 
ninguna  las  produjera  tan  grandes  como  la  provisión  de  estos 
cargos. 

Por  todas  estas  razones,  mucho  antes  de  que  hubiese  termi- 
nado la  guerra  de  Granada,  y  puede  decirse,  aun  antes  de  que 
comenzara  el  ataque  formal  y  definitivo  contra  aquel  reino,  ya 
habían  concebido  los  Reyes  el  designio  de  incorporar  á  la  Co 
roña  los  maestrazgos.  La  única  intervención  que  en  los  asuntos 
de  las  Órdenes  habían  tenido  desde  un  principio  los  soberanos, 
era  el  derecho  que  siempre  habían  conservado  de  aprobar  la  elec- 
ción del  Capítulo,  dando  posesión  al  elegido  en  la  forma  cono- 
cida de  presentarle  el  estandarte.  Ampliaron  sus  atribuciones 
los  Reyes  Católicos  desde  que  subieron  al  Trono,  tomando  parte 
activa  en  las  deliberaciones  que  para  el  régimen  interior  cele- 
braban los  comendadores,  y,  por  último,  cuando  en  1476  quedó 
vacante  el  maestrazgo  de  Santiago,  la  Reina  con  aquel  ardi- 
miento y  energía  que  solía  poner  en  la  realización  de  sus  de- 
signios, sabedora  que  estaba  reunido  el  Capítulo  en  Uclés  para 
elegir  nuevo  maestre,  montó  á  caballo,  que  era  su  manera  usual 
de  viajar,  y  desde  Valladolid,  donde  se  hallaba,  salió  á  toda 
prisa  para  la  villa  citada,  llegando  á  tiempo  de  convencer  á  los 
allí  congregados  de  la  conveniencia  de  nombrar  al  rey  D.  Fer- 
nando para  el  cargo  de  maestre,  única  manera  de  poner  término 
definitivamente  á  las  discordias  interiores  que  inevitablemente 
renacerían  confiando  á  un  particular  poder  tan  formidable.  To- 
davía accedió  el  Rey  Católico  á  nombrar  á  uno  de  los  candida- 
tos, que  fué  D.  Alonso  de  Cárdenas,  mas  ya  ala  muerte  de  éste, 
ocurrida  en  1499,  volvió  el  maestrazgo  á  la  Corona,  de  donde  no 
debía  salir.  Otro  tanto  ocurrió  con  la  orden  de  Calatrava  en  1487 
y  con  la  de  Alcántara  en  1494. 

El  desarrollo  de  las  fuerzas  vivas  del  país,  de  su  prosperidad 
y  su  riqueza,  fué  constantemente  objeto  de  la  solícita  atención 
de  los  Reyes.  He  citado  ya  algunas  de  las  disposiciones  que  dic- 


—   24  — 

taron  al  subir  al  trono,  y  que  en  las  Cortes  de  Madrigal  de  1476, 
en  las  de  Toledo  de  1480  y  en  multitud  de  pragmáticas  de  años 
posteriores  tuvieron  el  necesario  complemento.  Algunas  de 
las  erróneas  ideas  que  entonces  pasaban  como  incontrover- 
tible axioma,  aparecen,  como  no  podía  menos  de  suceder,  en 
la  política  económica  de  los  Reyes.  De  éstas,  la  más  universal- 
mente  admitida  y  que  andando  el  tiempo  había  de  ser  causa  de 
inmensos  perjuicios,  era  la  que  consideraba  como  fuente  única 
de  riqueza  la  posesión  de  los  metales  preciosos,  y  como  medio 
más  eficaz  de  poseerlos  en  abundancia,  prohibir,  bajo  las  más  se- 
veras penas,  su  exportación.  No  fueron  ciertamente  los  Reyes 
Católicos  los  primeros  que,  accediendo  á  las  súplicas  de  los  Pro- 
curadores, dictaron  la  prohibición  de  exportar  oro  y  plata  en 
cualquier  forma,  que  se  lee  en  los  cuadernos  de  Cortes  de  1480. 
Mucho  antes  que  ellos,  desde  el  siglo  anterior,  así  se  había  dis- 
puesto, de  modo  que  esta  repetición,  si  algo  prueba,  es  que  la 
ley  no  se  cumplía,  como  tampoco  había  de  cumplirse  en  lo  su- 
cesivo. Fué  necesario  el  transcurso  de  siglos  para  que  los  pue- 
blos se  convenciesen  de  que  el  legislaren  esta  materia  era  tanto 
como  pretender  poner  puertas  al  campo.  No  se  les  ocurría  que, 
á  pesar  de  todas  las  prescripciones  legislativas,  ó  había  que  su- 
primir el  comercio  con  las  demás  naciones,  en  absoluto,  ó  de  te- 
nerlo, había  inevitablemente  de  suceder,  que  si  exportábamos 
más  de  lo  que  importábamos,  el  numerario  vendría  de  fuera  á 
saldar  la  diferencia;  mas  cuando  ocurriese  lo  contrario,  no  sería 
posible  impedir  que  á  nuestra  vez  saldáramos  el  déficit  por 
idéntico  procedimiento. 

Todavía,  mientras  no  vino  la  plata  del  Nuevo  Mundo,  los  per- 
juicios de  la  prohibición  de  exportarla,  con  ser  grandes,  eran 
llevaderos.  Mas  cuando  pasados  algunos  años  de  éste  de  1492, 
fué  sensible  el  aumento  de  los  metales  preciosos  por  las  reme- 
sas que  llegaban  de  Indias,  se  produjo  una  situación  verdadera- 
mente intolerable.  De  una  parte,  las  leyes  suntuarias  limitaban 
con  mucho  rigor  el  empleo  del  oro  y  de  la  plata  en  el  interior 
del  reino,  mientras  que  de  otra,  ni  una  sola  vez  se  reunían  las 
Cortes  que  no  se  reiterase  con  redoblada  severidad  la  prohibi- 
ción de  exportar  aquellos  metales,  cuya  abundancia  y  aglome- 
ración en  nuestro  mercado  produjo  perturbación  profunda  y  á 


2^    — 


la  larga  incalculables  daños.  Pero,  en  fin,  en  esto  más  respon- 
sabilidad que  los  Reyes  Católicos  tuvieron  sus  sucesores,  los 
cuales  tenían  á  la  vista  los  resultados  de  la  experiencia  que 
aquéllos  apenas  pudieron  conocer. 

Fuera  de  esta  cuestión  importantísima  del  oro  y  de  la  plata,  el 
criterio  que  predomina  en  la  política  arancelaria  y. económica 
de  este  tiempo,  no  obedece  á  principios  definidos,  es,  ante  todo, 
empírico,  ó  mejor  diríamos,  oportunista,  con  tendencia  liberal 
muy  marcada,  que  se  había  de  echar  mucho  de  menos  en  los 
reinados  posteriores.  Así  encontramos,  por  ejemplo,  al  lado  de 
una  real  carta  prohibiendo  por  dos  años  la  introducción  de  pa- 
ños en  la  ciudad  de  Murcia,  para  fomentar  la  ganadería  y  los  que 
en  ella  se  fabricasen,  expresando  que  por  la  introducción  de 
paños  de  fuera  se  habían  ido  de  la  ciudad  muchos  fabricantes,  y 
que  de  las  cincuenta  mil  ovejas  que  había  apenas  quedaban  ocho 
ó  diez  mil;  encontramos,  digo,  disposiciones  tan  liberales  como 
la  franquicia  absoluta  de  derechos  concedida  á  la  introducción 
de  libros  extranjeros,  la  supresión  de  los  portazgos,  servicios  y 
montazgos   que  pesaban  sobre  los  ganados  trashumantes,  y  el 
paso  libre  de  ganados,  mantenimientos  y  mercaderías  entre  los 
reinos  de  Castilla  y  Aragón.  De  1491  data  la  franquicia  conce- 
dida á  los  marineros  de  Palos  en  premio  y  para  estímulo  de  su 
aplicación  al  comercio,  y  la  pragmática  importantísima  orde- 
nando que  los  ingleses  y  demás  mercaderes  extranjeros  que 
introduzcan  géneros  en  los  dominios  de  Castilla,  lleven  preci- 
samente los  retornos  en  productos  y  artículos  del  país.  Dispo- 
sición esta  última,  cuya  conveniencia  salta  á  la  vista,  pero  en 
cuyc  cumplimiento  no  debió  haber  mucho  rigor,  ya  que  en  el 
espacio  de  pocos  años  la  encontramos  repetida  dos  veces.  La 
concesión  de  monopolios  era  plaga  bastante  frecuente ,  como 
demuestra  una  pragmática  de  este  año  de  1492  prohibiendo  las 
tiendas  y  mesones  exclusivos,  así  como  ordenando  el  desestanco 
de  los  comestibles,  del  calzado  y  otros  efectos. 

He  citado  ya  la  liberal  concesión  de  franquicia  á  la  introduc- 
ción de  libros.  Los  monarcas  anteriores ,  considerando  cuan 
provechoso  era  introducir  en  estos  reinos  «libros  de  otras  par- 
tes para  que  con  ellos  se  ficiesen  los  hombres  letrados»,  los  ha- 
bían eximido  del  pago  de  alcabala.  Los  Reyes  Católicos  fueron 


—    26    — 

más  allá,  y  atendiendo,  como  dicen  las  Cortes  de  Toledo,  á  que 
la  introducción  de  libros  buenos  «redunda  en  provecho  univer- 
sal de  todos  é  ennoblescimiento  de  nuestros  reinos»,  extendie- 
ron la  exención  á  todos  los  demás  derechos,  como  almojari- 
fazgo, diezmo  y  portazgo,  es  decir,  que  no  pagaban  nada,  ya 
viniesen  por  mar  ó  por  tierra.  Desgraciadamente,  algún  tiempo 
adelante  ya  no  fué  así;  pero  en  los  últimos  años  del  siglo  xv  se 
daban  tales  facilidades,  no  sólo  á  todo  el  que  quería  introducir 
libros,  sino  también  á  cuantos  querían  establecer  imprentas, 
que,  dice  Clemencin,  el  número  de  éstas  fué  mayor  en  los  ocho 
últimos  años  del  siglo  xv  que  en  los  primeros  del  actual. 

No  era  posible  que  el  noble  celo  por  el  desarrollo  de  la  ri- 
queza que  manifiestan  todas  las  medidas  á  que  sumariamente 
queda  hecha  referencia,  dejara  de  hacer  sentir  sus  efectos,  am- 
pliando y  dilatando  la  esfera  de  acción  de  nuestros  comercian- 
tes é  industriales.  En  la  cédula  de  creación  del  consulado  de 
Burgos,  que  data  de  1494,  se  habla  de  los  cónsules  y  factores 
que  los  mercaderes  castellanos  tenían  en  el  Condado  de  Flan- 
des,  en  Londres,  Nantes,  La  Rochela  y  Florencia,  á  todos  los 
cuales  se  manda  que  envien  anualmente  á  la  feria  de  Medina 
del  Campo  cuenta  de  los  gastos  comunes,  donde  debían  exami- 
narla dos  mercaderes  de  Burgos  y  otros  dos  nombrados  por  las 
demás  ciudades  del  reino  (i). 

La  Llana  de  Burgos,  la  Costanilla  de  Valladolid  y  las  Gradas 
de  Sevilla  y  de  Medina  eran  los  lugares  más  famosos  en  las  res- 
pectivas ciudades  como  centros  de  contratación.  Medina  del 
Campo,  especialmente,  era  la  plaza  principal  del  tracto  y  fe- 
rias de  toda  España^  según  expresión  textual  de  Gonzalo  Fer- 
nández de  Oviedo ,  escritor  coetáneo  de  quien  tomamos  estas 
noticias.  De  la  prosperidad  á  que  por  entonces  llegó  el  reino,  á 
pesar  de  los  enormes  sacrificios  exigidos  por  la  guerra  de  Gra- 
nada, es  buena  prueba  el  gran  número  de  obras  de  ensanche, 
comodidad  y  ornato  de  las  principales  ciudades  de  la  Monar- 
quía realizadas  en  este  tiempo,  según  consta,  no  sólo  por  el  tes- 
timonio de  escritores  particulares,  sino  también  por  multitud 


(i)  CÍQmQncin,  Ilustración  XI  al  reinado  de  Isabel  la  Católica. — Pragmáticas  de  Ra- 


—  27  — 

de  documentos  oficiales  de  autenticidad  indiscutible.  Álos  Re- 
yes Católicos  se  deben  las  instrucciones  para  el  ornato  de  Me- 
dina del  Campo,  en  que  se  determina  la  altura  que  han  de  tener 
las  casas  y  se  dan  reglas  para  el  aseo  de  las  calles;  las  providen- 
cias sobre  el  mismo  punto  referentes  á  Madrid,  Valladolid  y 
Sevilla;  la  curiosa  disposición  mandando  poner  relojes  públicos 
en  Madrid  y  Cádiz,  donde  la  falta  de  grandes  templos  que  los 
tuvieran  haría  quizá  echarlos  de  menos,  y,  en  fin,  las  órdenes 
sobre  el  empedrado  de  Medina,  Toledo,  Sevilla  y  Santiago,  con 
otras  muchas  semejantes  que  pueden  verse  prolijamente  enu- 
meradas en  las  colecciones  legales  de  la  época. 

Dato  importantísimo  sería,  sin  duda,  poder  fijar,  siquiera  apro- 
ximadamente, el  número  de  habitantes  de  la  Monarquía  espa- 
ñola en  este  período  que  podemos  considerar  como  el  principio 
de  su  grandeza  y  apogeo.  No  ha  faltado  quien,  calculando  á  ojo 
de  buen  cubero,  haya  llegado  hasta  asignarle  veinte  millones  de 
habitantes,  ó  sea  más  de  los  que  tiene  en  la  actualidad.  No  hay 
que  decir  que  semejante  cálculo  es  exagerado  y  que  no  se  apoya 
en  ningún  fundamento  serio.  Respecto  á  los  reinos  que  compo- 
nían la  Corona  de  Castilla,  tenemos  desde  luego  un  dato  impor- 
tantísimo y  que  precisamente  se  refiere  á  este  año  de  1492.  Se- 
gún el  informe  dirigido  á  los  Reyes  por  el  contador  Alonso  de 
Quintanilla,  acerca  del  armamento  general  del  reino,  de  la  po- 
blación de  éste,  y  del  modo  en  que  podría  hacerse  el  empadro- 
namiento militar,  el  total  de  vecinos  de  los  reinos  de  Castilla, 
León,  Toledo,  Murcia  y  Andalucía,  sin  Granada,  era  de  un  mi- 
llón y  quinientos  mil,  es  decir,  entre  siete  y  ocho  millones  de 
habitantes.  De  Aragón,  Valencia,  Cataluña  y  las  Provincias 
Vascongadas,  no  hay  datos  hasta  época  posterior;  pero  teniendo 
éstos  en  cuenta,  puede  decirse  que  no  sumaban  arriba  de  dos 
millones,  lo  cual  da  un  cómputo  prudente  de  diez  millones  para 
la  población  total  de  España  en  1492  (i). 

La  marina  mercante  gozó  también,  como  hemos  visto,  de 
gran  favor  con  los  Reyes  Católicos,  quienes,  atentos  á  fomen- 


(i)  Véase  Agustín  de  Blas,  Origen^  progresos  y  limiies  de  la  población  de  España. 
Madrid,  1833. —  El  informe  de  Alonso  de  Quintanilla  fué  publicado  porCIemencin  en 
uno  de  los  Apéndices  del  tomo  vi  de  las  Memorias  de  la  Academia  de  la  Historia. 


—    28    — 

tarla,  dictaron  una  serie  de  disposiciones,  á  algunas  de  las  cua- 
les queda  hecha  referencia.  Aun  cuando  sean  posteriores  á  1492, 
no  es  posible  pasar  por  alto  pragmáticas  como  la  de  1495,  en 
que  para  fomentar  la  construcción  de  bajeles  de  grueso  porte 
se  manda  abonar  como  gratificación  cien  maravedises  anuales 
por  tonelada,  á  los  dueños  de  barcos  que  pasasen  de  seiscien- 
tas, independientemente  de  lo  que  pudiesen  ganar  en  servicio 
de  los  Reyes;  y  menos  todavía  la  de  1500,  que  ha  sido  compa- 
rada, y  no  sin  motivo,  con  la  famosa  Acta  de  navegación  pro- 
mulgada muchos  años  después  en  Inglaterra.  Prohibía  esta 
pragmática  cargar  mercancías  ni  víveres  en  naves  extranjeras 
habiéndolas  nacionales,  con  el  fin  de  fomentar  el  comercio  y  la 
construcción  naval. 

Al  amparo  de  todas  estas  disposiciones  se  desarrolló  la  ma- 
rina de  tal  modo,  que  antes  de  finalizar  el  siglo  xv  se  pudo 
mandar,  sin  que  causara  gran  trastorno,  una  armada  de  setenta 
naves  á  la  defensa  de  Ñapóles,  amenazada  por  los  turcos;  y 
cuando  D.^  Juana,  más  tarde  D.^  Juana  la  Loca,  fué  enviada 
á  Flandes  para  casarse  con  Felipe  I,  llevó  una  escuadra  á  la 
cual  sólo  había  de  ser  superior  la  «Invencible»,  por  cuanto  se 
nos  dice  que  podía  llevar  hasta  20.000  hombres.  Aun  cuando 
rebajemos  algo  de  esta  cifra,  siempre  resulta  una  flota  muy  con- 
siderable, demostrándose,  por  consiguiente,  que  el  estado  de 
nuestra  marina  mercante  era  muy  floreciente,  y  que  á  ello 
contribuían  y  ayudaban,  de  manera  eficacísima,  las  disposicio- 
nes del  poder  real. 

Hasta  ahora  no  hemos  hecho  más  que  examinar  el  estado 
interior  del  reino,  estudiándole  para  mayor  seguridad  y  exacti- 
tud en  la  serie  de  disposiciones  y  leyes  que  se  iban  dictando, 
porque  nada  hay  más  auténtico  que  estas  citas  para  demostrar 
el  estado  particular  del  país  en  un  momento  dado. 

Ahora  bien,  en  esta  época  comenzaron  las  grandes  empresas 
que  en  años  posteriores  habían  de  dar  á  nuestra  nación  puesto 
preponderante  en  Europa.  Claro  es  que  el  instrumento  indis- 
pensable para  llegar  á  tan  brillante  resultado,  lo  que  principal- 
mente había  de  servir  para  hacer  prevalecer  donde  quiera  nues- 
tra política,  había  de  ser  necesariamente  el  ejército.  Justo  es, 
por  tanto,  que,  siquiera  brevemente,   examinemos  también  lo 


—    29   — 

que  en  tan  trascendental  asunto  hicieron  los  Reyes  Católicos. 

Antes  de  este  reinado,  y  aun  en  los  primeros  tiempos  de  la 
guerra  de  Granada,  en  1480,  no  había,  en  realidad,  idea  de  lo 
que  hoy  llamamos  ejército  permanente.  La  historia  de  la  gue- 
rra de  la  Reconquista  es,  podemos  decir,  la  relación  de  una 
serie  de  incursiones  que,  si  bien  en  momentos  determinados 
parecían  conmover  y  trastornar  todo  el  imperio  musulmán, 
penetrando  á  través  de  su  territorio  como  Alonso  VII  en  1147, 
que  llegó  hasta  Almería,  no  son,  por  punto  general,  sino  corre- 
rías, vientos  huracanados  que  pasan  arrastrando  cuanto  se  les 
opone,  y  luego  todo  vuelve  á  quedar,  con  poca  diferencia,  como 
antes.  Monarcas  valerosos,  campeones  esforzados,  intrépidos 
caudillos  que  llevaban  su  estandarte  hasta  el  corazón  del  impe- 
rio musulmán,  por  falta  de  elementos  bastantes  para  dar  esta- 
bilidad á  sus  conquistas,  veíanse  precisados  á  abandonarlas, 
contentándose  con  ensanchar  las  fronteras  algunas  leguas,  y 
cuando  más,  agregando  al  territorio  cristiano  algunas  de  las 
ciudades  y  fortalezas  más  próximas.  De  aquí  la  lentitud  de  la 
obra  de  la  Reconquista,  que  nos  hizo  emplear  setecientos  años 
en  recobrar  lo  que  habíamos  perdido  en  menos  de  cinco. 

Unidas  en  Fernando  é  Isabel  las  coronas  de  Aragón  y  de 
Castilla,  desapareció  uno  de  los  principales  motivos  que  en 
épocas  anteriores  habían  impedido  llevar  adelante,  de  una  ma- 
nera seguida,  la  guerra  contra  los  moros.  Surgió  entonces  la 
idea,  y  desde  luego  dominó  de  una  manera  constante,  desde  el 
punto  de  vista  político  tanto  como  del  religioso,  de  acabar  defi- 
nitivamente con  la  dominación  musulmana  en  la  Península. 

La  Reina  Católica  puso  todo  su  corazón  en  tan  noble  em- 
presa, en  la  que  su  marido,  si  bien  no  le  escatimó  la  valiosa 
ayuda  de  sus  talentos  como  militar  y  como  político,  distaba 
mucho  de  tener  empeño  tan  decidido  como  ella.  La  corona  de 
Aragón  tenía  el  campo  de  sus  conquistas  fuera  de  la  Península, 
en  Sicilia  y  Ñapóles,  por  lo  que  ni  en  la  guerra  de  Granada  ni 
en  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo,  mostró  el  Rey  Cató- 
lico interés  tan  decidido  y  absoluto  como  Isabel. 

En  la  guerra  de  Granada  se  inició  de  manera  paulatina,  y 
obedeciendo,  más  que  á  principios  científicos  á  las  necesidades 
del  día,  una  serie  de  reformas,  cuyo  resultado  había  de  ser,  en 


pocos  años,  dar  á  nuestro  ejército,  y  especialmente  á  la  infan- 
tería, el  primer  lugar  entre  todos  los  de  Europa.  Antes  de  este 
tiempo,  como  es  bien  sabido,  la  guerra  no  solía  llevarse  ade- 
lante, obedeciendo  al  principio  positivo  y  práctico  que  la  in- 
forma, á  partir  del  siglo  xvi,  ó  sea  que  el  objeto  de  la  guerra 
es  ante  todo  vencer,  no  demostrar  mayor  ó  menor  valor,  mayor 
ó  menor  caballerosidad,  sino  ganar  empleando  el  menor  espa- 
cio de  tiempo  y  sacrificando  el  menor  número  de  vidas  posible. 
Desterróse  por  efecto  del  nuevo  carácter  que  necesariamente 
tomó  la  guerra,  el  sistema  tan  en  boga  en  los  tiempos  medios, 
de  enviar  carteles  de  desafío,  citando  para  día  y  sitio  á  dar  lo 
que  llamaban  batalla  campal,  y  que  á  veces  no  conducía  más 
que  al  estéril  exterminio  de  los  dos  ejércitos,  sin  que  se  reali- 
zara el  objetivo  principal  que  los  llevaba  á  pelear. 

En  la  guerra  de  Granada  todo  esto  desapareció,  llevándose 
á  cabo  con  sujeción  á  un  principio  fijo  y  constante,  y  dados 
los  medios  de  que  entonces  se  disponía,  haciéndola  de  una 
manera  análoga  á  la  que  se  emplearía  hoy,  con  la  diferencia  de 
tiempo  y  medios  que  es  consiguiente.  Se  pensó,  ante  todo,  en 
formar  una  escuadra  que  privara  continuamente  de  los  soco- 
rros que  pudieran  venir  de  África  al  enemigo,  y  se  acudió  al 
procedimiento  de  talar  los  campos  y  destruir  las  cosechas, 
operación  en  la  cual  llegaron  á  emplearse  hasta  30.000  hom- 
bres. Tratábase  de  una  guerra  larguísima,  porque  sabido  es  que 
sólo  en  el  reino  de  Granada  había  entonces  más  fortalezas  y 
castillos  roqueros  que  en  el  resto  de  la  Península.  Todo  esto 
hizo  pensar  en  buscar  la  manera  de  llevar  á  cabo  la  conquista 
sin  aventurar  la  gente  á  pecho  descubierto,  á  lo  cual  ayudaba, 
si  bien  no  tanto  como  pudiera  creerse  á  primera  vista,  el  empleo 
de  la  pólvora,  entonces  de  invención  reciente.  En  los  primeros 
tiempos  de  la  aplicación  de  la  pólvora,  y  como  tales  hay  que 
considerar  no  sólo  los  últimos  años  del  siglo  xv  sino  hasta  bien 
entrado  el  xvi,  su  empleo  ofrecía  tales  dificultades,  y  tantas 
veces  resultaba  completamente  inútil,  que  escritores  militares 
de  esta  misma  época,  como  Maquiavelo,  llegan  á  dudar  de  la 
eficacia  del  invento  que  tan  profunda  y  completa  transforma- 
ción había  de  efectuar  en  la  manera  de  hacer  la  guerra. 

En  una  guerra  de  sitios,  claro  es  que  el  principal  papel  está 


—  31  -  - 

encomendado  á  la  artillería,  pero  era  la  de  aquellos  tiempos 
tan  defectuosa  que,  en  muchas  ocasiones,  más  bien  embara- 
zaba que  favorecía  las  operaciones  del  ejército  cristiano,  por 
las  dificultades  enormes  que  presentaba  el  manejo  de  las  piezas 
que  entonces  se  usaban. 

Aquellas  lombardas,  algunas  de  las  cuales  medían  tres  ó  cua- 
tro varas  de  longitud,  á  las  que  no  se  podía  imprimir  movi- 
mientos verticales  y  longitudinales,  sino  que  se  disparaban  ho- 
rizontalmente,  eran  de  poca  utilidad,  puesto  que,  como  Ma- 
quiavelo  indicaba,  el  modo  de  evitarlos  daños  que  pudieran 
causar  era  formar  el  ejército  contrario  haciendo  claros  en  las 
filas  frente  á  las  piezas,  y  de  este  modo  las  descargas  no  podían 
producir  daíío  alguno. 

Pero  esto  que  en  campo  abierto  tenía  tantos  inconvenien- 
tes, en  una  guerra  de  ^itios,  para  batir  muros,  presentaba  ven- 
tajas y  muy  grandes  por  no  haber  en  este  caso  el  medio  de  es- 
quivar las  descargas  que  proponía  el  célebre  secretario  floren- 
tino. Batidos  los  muros  hasta  abrir  brecha,  podían  los  soldados 
lanzarse  al  asalto  seguros  de  haber  disminuido  en  su  mayor 
parte  las  ventajas  y  superioridad  que  de  su  posición  derivaba 
el  enemigo.  De  aquí  la  necesidad  de  emplear  constantemente, 
aun  con  todos  sus  inconvenientes,  la  rudimental  y  tosca  arti- 
llería de  la  época,  ya  que  sin  su  auxilio  hubiera  resultado  la 
conquista  mucho  más  larga  y  desde  luego  más  sangrienta. 

Con  esto  queda  dicho  que  fué  preciso  establecer  un  cuerpo 
permanente  destinado  al  servicio  de  las  piezas,  que  para  la 
traslación  de  éstas  de  un  punto  á  otro,  en  terreno  quebrado  y 
fragoso,  hubo  necesidad  de  crear  cuerpos  de  pontoneros  y  gas- 
tadores, encargados  de  abrir  caminos,  y,  en  fin,  unido  esto  alo 
que  antes  decía  de  la  creación  de  una  escuadra  para  cortar 
toda  comunicación  de  los  moros  con  África  é  interceptar  cuan- 
tos socorros  pudieran  venirles  del  otro  lado  del  Estrecho,  re- 
sulta que  la  guerra  tomó  un  carácter  científico  que  anterior- 
mente no  había  tenido  nunca.  Hubo,  además,  sitios  como  el 
de  Baza,  donde  se  contaron  más  de  80.000  infantes  y  5.000 
caballos,  y  naturalmente,  hubo  necesidad  de  dar  cierta  unidad 
á  todas  aquellas  fuerzas  para  que  obraran  con  sujeción  á  un 
pensamiento  determinado,  sin  entrar  en  la  multitud  de  proble- 


—  32  — 

mas  nuevos  que  el  provisional  y  dirigir  fuerza  tan  numerosa 
había  de  suscitar. 

El  nervio,  sin  embargo,  de  los  ejércitos  castellanos  en  la 
guerra  de  los  moros,  fué  desde  luegc^la  caballería  ligera,  ó  á  la 
jineta,  según  entonces  la  llamaban,  y  la  infantería,  si  bien  ésta, 
que  tan  grande  nombradía  alcanzó  algunos  años  después,  se 
encontraba  todavía  en  vías  de  formación. 

Uno  de  los  soldados  de  aquel  tiempo,  el  citado  Gonzalo  Fer- 
nández de  Oviedo,  enumera  las  condiciones  necesarias  para  la 
excelencia  de  un  ejército,  diciendo:  «Gentes  de  armas,  de  ar- 
neses  blancos  y  caballos  encubertados;  jinetes  ó  caballos  lige- 
ros ;  buena  infantería  de  ordenanza;  buena  artillería,  menuda  y 
gruesa.» 

Esta  infantería  de  ordenanza  que  dice  Oviedo,  había  de  pasar 
muy  pronto  á  ocupar  el  primer  lugar  por  la  importancia  que 
adquirió  en  las  guerras  de  Italia. 

Durante  la  guerra  de  Granada,  en  la  que  tomaron  parte  algu- 
nas legiones  extranjeras,  vino  en  el  año  1486  un  cuerpo  de  in- 
fantería suiza,  que  era  entonces  tenida  por  la  mejor  de  Europa, 
sobre  todo  desde  que  había  triunfado  por  dos  veces  de  Carlos 
el  Temerario,  batiendo  la  caballería  de  Borgoña,  que  pasaba 
por  invencible.  El  cronista  Hernando  del  Pulgar  los  describe 
de  esta  manera:  «Vinieron  á  servir  al  Rey  é  á  la  Reina  una  gente 
que  se  llamábalos  suizos,  naturales  del  reino  de  Suecia,  que  es 
en  la  alta  Alemania.  Estos  son  homes  belicosos,  e  pelean  á  pie, 
é  tienen  propósito  de  no  volver  las  espaldas  á  los  enemigos:  é 
por  esta  causa  las  armas  defensivas  ponen  en  la  delantera,  é  no 
en  otra  parte  del  cuerpo,  é  con  esto  son  más  ligeros  en  las  ba- 
tallas. Son  gentes  que  andan  á  ganar  sueldo  por  las  tierras,  é 
ayudan  en  las  guerras  que  entienden  que  son  más  justas.» 

La  presencia  de  esta  hueste  escogida  no  produjo  efectos  muy 
sensibles  en  nuestros  soldados,  al  menos  en  la  guerra  de  Gra- 
nada, á  causa,  tal  vez,  de  la  índole  especial  de  aquélla,  según 
demuestra  el  lenguaje  de  Gonzalo  de  Ayora,  investido  en  este 
año  de  1492  con  el  cargo  de  cronista  de  los  Reyes,  y  que  años 
adelante,  por  el  especial  conocimiento  que  de  la  organización 
y  táctica  de  la  infantería  había  adquirido  quizá  en  Italia,  fué 
encargado  de  ensayar  su  introducción  en  Castilla.  En  la  época 


—  33  — 

en  que  Gonzalo  de  Ayora  se  esforzaba  con  escaso  resultado 
por  implantar  la  táctica  suiza  en  nuestro  ejército,  ya  el  Gran  Ca- 
pitán la  había  mejorado  con  éxito  excelente  en  la  guerra  de 
Ñapóles,  que  fué  la  escuela  donde  se  formaron  los  famosos  ter- 
cios que  por  más  de  un  siglo  habían  de  figurar  en  primera  línea 
éntrelos  ejércitos  europeos.  Poco  más  de  dos  años  después  de 
terminada  la  guerra  de  Granada,  comenzó  la  de  Italia,  y  cuando 
en  1504  escribía  Gonzalo  de  Ayora  (desesperado  de  no  haber 
conseguido  en  el  sitio  de  Salses  los  resultados  que  se  había 
prometido  de  las  nuevas  evoluciones  de  la  infantería),  que  en 
esto  no  hacía  más  que  matarse  nadando  agua  arriba^  ya  ha- 
bían obtenido  nuestros  soldados  las  victorias  de  Ceriñola  y  el 
Garellano.  Á  partir  de  estos  hechos  reconocióse  por  todos  la 
superioridad  de  nuestra  infantería  sobre  la  suiza;  Maquiavelo, 
en  sus  diálogos  del  Arte  de  la  Guerra^  así  lo  declara,  apoyando 
con  sus  observaciones  personales  la  irrefutable  demostración  de 
la  experiencia. 

Del  tiempo  de  los  Reyes  Católicos,  aunque  posterior  á  este 
año  de  1492,  data  asimismo  el  establecimiento  de  la  guardia 
personal  de  los  soberanos,  que  antes  no  se  usaba.  Un  escritor 
coetáneo  refiere,  en  efecto,  que  después  de  la  batalla  de  Toro, 
en  que  D.  Alonso  de  Portugal  fué  desbaratado  por  el  Rey  Ca- 
tólico, cesaron  tan  completamente  las  disensiones  y  disturbios 
en  Castilla,  que  ni  aún  los  mozos  de  espuelas  del  Rey  solían  lle- 
var espadas  cuando  iban  acompañando  al  monarca,  y  no  se  les 
dio  orden  de  llevar  armas  hasta  después  de  la  cuchillada  que 
dio  en  Barcelona  Juan  de  Cañamares  á  D.  Fernando.  Este  su- 
ceso debió  hacer  pensar  en  la  necesidad  y  conveniencia  de  te- 
ner un  servicio  permanente  de  guardias  que  acompañaran  cons- 
tantemente á  las  reales  personas,  con  el  fin  de  ponerlas  al 
abrigo  de  cualquier  golpe  de  mano.  Como  quiera  que  sea,  el 
pensamiento  no  se  realizó  hasta  después  de  la  muerte  de  Isa- 
bel, año  de  1504,  según  con  prolijidad  encantadora  refiere 
Oviedo,  siendo  el  primer  capitán  de  la  guardia  real  el  mismo 
Gonzalo  de  Ayora,  á  quien  antes  he  citado.  Formóse  al  princi- 
pio con  cincuenta  alabarderos,  «é  como  era  cosa  nueva  e  aun 
no  la  entendían  en  esos  principios,  parecía  cosa  de  burla,  é  iba 
(Ayora)  con  ellos  por  esas  calles  llevándolos  en  procesión,  en 


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dos  alas,  é  iban  delante  del,  con  sus  capas  é  espadas  é  puñales, 
sin  pífano  niatambor.  Después  mostróles  a  traer  alabardas»  (i). 

Posteriormente  la  guardia  se  aumentó  hasta  doscientos  hom- 
bres, según  Pedro  de  Torres,  escritor  también  coetáneo,  el  cual 
dice  que  estaba  continuamente  en  palacio  «é  salían  con  el  Rey 
a  donde  quiera  que  iba,  ciento  y  cincuenta  hombres  á  pié  arma- 
dos con  puñales  y  espadas  y  alabardas,  en  cuerpo,  con  sayos 
medio  colorados  y  medio  blancos,  e  cincuenta  de  á  caballo»  (2). 

Lo  más  importante,  sin  embargo,  en  cuantas  disposiciones 
referentes  á  la  parte  militar  dictaron  los  Reyes  Católicos,  es  el 
cuidado  constante  que  en  ellas  se  advierte  de  armar  la  nación, 
haciendo  pasar  la  fuerza  de  manos  de  los  nobles  á  las  del  estado 
llano,  en  apariencia,  pero  en  rigor  á  las  del  Rey.  Son,  en  fin, 
todas  estas  providencias  los  primeros  pasos  para  el  estableci- 
miento del  ejército  permanente. 

Esta  idea  apuntó,  desde  luego,  como  antes  he  dicho,  en  la 
institución  de  la  Hermandad,  que  si  bien  se  formó,  primero, 
para  la  persecución  de  malhechores,  vino  á  ser  poderoso  apoyo 
de  los  Reyes  contra  la  nobleza,  por  constituir  una  fuerza  per- 
manente formada  por  la  clase  popular  que  en  breve  espacio 
de  tiempo  se  podía  reunir  y  servir  para  lo  que  antes  habían 
servido  las  milicias  feudales,  es  decir,  para  el  mantenimiento 
del  orden.  La  guerra  de  Granada  no  dio  espacio  más  que  para 
terminarla,  pero  á  partir  del  mismo  año  de  1492,  continuando 
en  esta  misma  idea  de  tener  siempre  una  fuerza  popular  perma- 
nentemente armada,  se  dictaron  una  serie  de  disposiciones  ó 
pragmáticas  que  llegan  hasta  1497,  estableciendo,  primero:  que 
no  se  destruyan  las  armas,  y  castigando  con  penas  severas  á  los 
armeros  que  se  presten  á  ello;  segundo,  que  todo  vecino  que 
tenga  más  de  50.000  maravedises  de  hacienda  está  obligado  á 
tener  caballo  y  armas;  tercero,  que  de  cada  doce  vecinos  se 
arme  uno  á  pie,  ó  sea  un  infante  con  las  armas  correspondien- 
tes, y  que  si  él  no  tuviera  hacienda  para  armarse  se  le  forme  ó 


(i)  Libro  de  la  Cámara  del  Principe  D.  Juan,  pág.  170,  publicado  por  la  Sociedad  de 
bibliófilos. — Madrid,  1870. 

(2)  Apuntamientos,  de  Pedro  de  Torres,  rector  del  colegio  de  San  Bartolomé,  en  el 
tomo  VI  de  las  Memorias  de  la  Acadetnia  de  la  Historia^  pág.  187. 


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reúna  lo  necesario  para  ello  por  medio  de  un  impuesto  que  pa- 
garán los  demás.  Terminada  esta  serie  de  disposiciones,  cuyo 
objetivo,  era  realizar  un  ideal  que  todavía  se  persigue,  que  es  la 
teoría  de  la  nación  armada,  dieron  ya  por  cumplida  la  misión 
de  la  Hermandad,  y  la  disolvieron  en  1497. 

De  aquí  al  ejército  permanente  no  hay  más  que  un  paso;  pero 
este  paso  tardó  bastante  en  darse.  En  años  posteriores  Cisneros 
intentó  establecerlo  y  no  lo  pudo  conseguir.  ¡Pero  qué  dife- 
rencia entre  este  estado  de  cosas,  entre  esta  manera  de  orga- 
nizar la  nación,  de  reorganizar  el  ejército,  de  velar  por  la  admi- 
nistración de  justicia,  de  procurar  el  desarrollo  de  la  industria, 
de  mirar  por  el  desenvolvimiento  de  la  marina  mercante;  qué 
diferencia  entre  la  España  grande  y  próspera  de  los  Keyes  Ca- 
tólicos, y  la  Castilla  de  los  años  precedentes,  aquella  Castilla 
tan  miserable  y  desgraciada,  que  hasta  los  extranjeros  movidos 
de  compasión  enviaban  embajadores  al  soberano  para  que,  sacu- 
diendo el  letargo  en  que  yacía,  pensase  en  mejorar  la  condición 
de  sus  infelices  vasallos.  Historiador  tan  grave  y  digno  de  fe 
como  Zurita,  refiere  que  los  embajadores  que  el  Duque  de  Bor- 
goña  envió  á  Enrique  IV  en  el  año  1473,  penúltimo  de  su  de- 
sastroso reinado,  «no  cesaron  de  exhortar  al  rey  de  Castilla  que 
considerase  atentamente  cuántos  excesos  se  cometían  en  sus 
reinos,  y  cuánto  menosprecio  había  de  la  justicia,  y  cuánta  li- 
bertad tenían  los  poderosos  para  abatir  á  los  que  no  lo  eran; 
cuan  desolada  estaba  la  república  y  cuántos  robos  se  hacían  del 
patrimonio  real,  y  cuánta  licencia  tenían  todos  los  malhechores, 
y  que  esto  era  con  tanto  atrevimiento,  como  si  no  hubiera  jui- 
cio entre  los  hombres.  Que  esto  era  tan  notorio  á  todo  el 
mundo,  que  todos  los  buenos  se  dolían  de  ver  á  Castilla,  que 
así  había  caído  de  su  gloria  antigua  y  que  no  cumplía  el  Duque 
de  Borgoña  con  su  deuda,  si  no  desease  despertar  el  ánimo  del 
Rey  para  que  procurase  el  remedio  de  tanta  mengua.» 

La  transformación  operada  en  el  país  en  menos  de  veinte 
años  fué  tan  completa,  que  aun  dando  á  los  Reyes  Católicos  la 
parte  importantísima  que  por  su  prudente  y  sabia  administración 
les  pertenece,  queda  mucho,  así  para  la  favorable  circunstancia 
de  la  unión  de  las  dos  coronas,  como  para  los  progresos  políticos 
realizados  en  toda  Europa  en  esta  época,  según  dije  al  comenzar. 


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Este  año  de  1492,  en  que  hasta  ahora  no  hemos  visto  sino 
cuadros  llenos  de  luz  y  de  risueñas  perspectivas,  vio  la  realiza- 
ción de  un  hecho  importante,  que  por  desgracia,  ni  como  me- 
dida política,  ni  como  providencia  favorable  al  desarrollo  de  la 
prosperidad  material  tiene  explicación  ni  disculpa.  Me  refiero  á 
la  expulsión  de  los  judíos.  Sabido  es  las  circunstancias  que 
acompañaron  aquel  hecho,  sabido  es  que  no  brotó  de  la  inicia- 
tiva espontánea  de  los  monarcas,  que  era  el  Rey  sobrado  po- 
lítico para  hacerlo,  y  harto  bondadosa  la  Reina  para  imaginarlo. 
El  exaltado  fanatismo  de  Torquemada,  ayudado  de  un  estado 
general  de  opinión  que  siempre  había  mirado  con  hostilidad  á  la 
raza  judía,  pesaron  en  el  ánimo  de  los  Reyes  en  términos  de  ha- 
cerles dictar  aquel  cruel  edicto  de  expulsión  que  dejaba  apenas 
tres  meses  á  los  judíos  no  bautizados  para  salir  de  estos  reinos 
llevándose  sus  bienes  en  la  forma  que  mejor  les  conviniera,  con 
tal  que  no  fuera  en  oro  ó  plata. 

Esta  excepción  que  ha  inducido  á  algunos  á  explicar  la  expul- 
sión de  los  judíos  por  el  deseo  de  apoderarse  de  sus  bienes 
existía,  como  antes  hemos  visto,  desde  mucho  antes,  y  su  cum- 
plimiento se  llevaba  tan  á  punta  de  lanza  que  tenían  pena  de 
la  vida  los  que  fueran  osados  á  infringirla.  Además,  nada  hay  en 
el  reinado  de  Isabel  y  Fernando  que  pueda  autorizar  suposición 
semejante  tratándose  de  medida  tan  grave. 

Las  continuas  quejas  de  los  inquisidores,  que  se  declaraban 
impotentes  para  luchar  con  las  artes  de  propaganda  de  los  ju- 
díos; las  imputaciones  de  continuo  lanzadas  contra  ellos  y  que 
como  artículo  de  fe  eran  creídas  por  el  vulgo,  por  más  absurdas 
é  infundadas  que  hoy  puedan  parecemos,  y  juntamente  con 
esto,  las  escasas  simpatías  que  podía  inspirar  un  pueblo  cuyas 
virtudes  características,  la  humildad  y  el  ahorro,  estaban  en  tan 
abierta  oposición  con  la  ingénita  altivez  y  generoso  desprendi- 
miento de  los  españoles,  explican  sobradamente  el  impolítico 
acto  de  los  Reyes  Católicos. 

Había  además  razones  de  otra  índole  que  podían  en  aquellos 
momentos  presentar,  hasta  como  conveniente  á  los  intereses  de 
la  nación,  la  expulsión  de  los  judíos  no  bautizados.  Desde  que 
terminó  la  conquista  de  Granada  no  tuvieron  los  Reyes  más 
pensamiento  que  darle  solidez,  completando  con  la  unidad  re- 


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ligiosa  la  unidad  política  recién  conseguida.  Con  este  objeto  se 
estableció  la  Inquisición,  que  con  la  intransigencia  peculiar  de 
los  tribunales  religiosos,  al  encontrarse  con  toda  una  clase, 
cuya  resistencia,  no  obstante  ser  meramente  pasiva,  no  había 
medio  de  vencer,  consideró  dentro  de  las  atribuciones  del  po- 
der, y  muy  lícito  y  conveniente,  cortar  por  lo  sano,  y  arrancando 
de  cuajo  la  clase  refractaria  á  sus  predicaciones,  transplantarla 
á  otros  países,  realizando  así  la  que  á  sus  ojos  era  obra  meritoria 
y  digna  de  universal  aplauso. 

La  relación  de  los  padecimientos  de  tantos  infelices,  cuyo 
número,  adoptando  la  cifra  inferior  de  las  calculadas,  pasa  de 
ciento  cincuenta  mil,  es  verdaderamente  conmovedora,  y  no 
es  extraño  que  haya  motivado  severas  censuras  contra  los  auto- 
res de  tamaña  desdicha.  Pero  si  hemos  de  ser  imparciales,  debe- 
mos, antes  de  pronunciar  nuestro  fallo,  tener  en  cuenta  las  cir- 
cunstancias de  los  tiempos,  recordar  que  los  judíos  no  formaban 
ni  en  España  ni  en  ningún  pueblo  cristiano,  parte  integrante  de 
la  sociedad,  sino  que,  al  contrario,  eran  considerados  como  una 
excrecencia  de  ella,  y  en  tal  concepto  se  les  encerraba  en  ba- 
rrios apartados,  y  se  les  obligaba  á  llevar  en  los  vestidos  capuces 
y  señales  que  los  dieran  á  conocer,  y  que  el  buen  cristiano  mi- 
raba con  la  repugnancia  que  inspira  toda  mancha  infamante. 

Por  lo  demás,  no  diré  años,  sino  siglos  después,  era  objeto  la 
misma  raza  de  persecuciones,  tanto  ó  más  cruentas  que  el  edicto 
de  expulsión,  y  esto  en  países  y  épocas  que  llamamos  de  ilustra- 
ción y  adelanto.  No  fueron  mejor  tratados  los  judíos  en  Prusia, 
en  tiempo  de  Federico  el  Grande,  que  lo  habían  sido  en  España 
en  1492.  La  libre  Inglaterra,  si  bien  no  les  hizo  padecer  perse- 
cuciones violentas,  mantuvo  hasta  mediados  de  nuestro  siglo 
las  incapacidades  civiles  que  les  cerraban  las  puertas  del  Parla- 
mento y  de  gran  parte  de  los  puestos  de  la  Administración.  ¿Qué 
más?  Ahora  mismo  se  está  llevando  á  cabo  en  Rusia  una  ex- 
pulsión colectiva  comparable  á  la  dictada  aquí  por  los  Reyes 
Católicos;  y  en  buena  parte  de  Alemania  y  Austria  subsisten 
las  preocupaciones  sociales  que  en  los  siglos  medios  hacían  mi- 
rar entre  nosotros  como  poco  honrosa  la  alianza  con  familias 
judías,  en  las  que  por  regla  general  no  ingresaba  ningún  cris- 
tiano sino  para  reparar  su  averiada  fortuna. 


-  38  - 

Estas  consideraciones  nos  obligan  á  paliar  algo  la  censura  in- 
condicional con  que  historiadores  animados  de  laudable  celo 
progresista,  suelen  condenar  la  expulsión  de  los  judíos.  No  de- 
fendemos aquella  medida,  pero  creemos  que  para  juzgarla  con 
imparcialidad  es  necesario  tener  en  cuenta  las  circunstancias 
que  he  enumerado,  las  cuales,  si  no  justifican  del  todo,  explican 
y  atenúan  la  responsabilidad  que  cabe  á  los  Reyes  Católicos  en 
calidad  de  autores  de  la  expulsión  de  los  judíos. 

Yo  querría,  señores,  si  no  temiera  cansar  vuestra  atención, 
hablar  algo  de  la  manera  cómo  solían  divertirse  nuestros  ante- 
pasados, porque  no  hemos  hablado  hasta  ahora  sino  de  cosas 
harto  serias:  de  la  administración  de  justicia,  de  la  organización 
del  ejército,  de  la  constitución,  por  decirlo  así,  de  la  unidad  de 
la  Monarquía,  y  no  hemos  visto  á  nuestros  antepasados  más  que, 
ó  en  el  campo  de  batalla,  ó  en  los  tribunales,  ó  en  las  reuniones 
de  Cortes. 

Para  completar  el  cuadro,  sería  preciso  agregar  á  cuanto  de 
la  vida  nacional  he  dicho,  la  condición  social  de  los  españoles 
en  aquella  época,  verlos  en  el  seno  del  hogar,  descender  á  los 
detalles  íntimos  de  la  vida  corriente,  con  frecuencia  harto  des- 
cuidados por  los  historiadores,  y  tener  así  ante  la  vista  un  fiel 
trasunto  de  cómo  se  vivía  en  España  á  fines  del  siglo  xv.  Bien 
á  pesar  mío,  habré  de  ser  muy  parco  en  materia  tan  amena,  la 
cual,  como  á  nadie  se  oculta,  más  es  para  tratada  por  escrito 
que  de  palabra. 

Proverbial  es  el  lujo  de  los  espectáculos,  donde  con  insensata 
esplendidez  se  invertían  sumas  enormes,  durante  los  dos  pri- 
meros tercios  del  siglo  xv.  Las  justas  y  torneos  que  en  esta 
época  de  oro  de  la  caballería  menudearon  más  que  en  otra 
alguna,  constituían  el  más  principal,  y  daban  ocasión  frecuente 
á  celebrarlo  las  bodas  y  nacimientos  de  príncipes,  la  recepción 
de  embajadores  y  el  deseo  de  festejar  cualquier  suceso  fausto. 
El  paso  honroso  de  Suero  de  Quiñones  en  el  puente  del  Orbi- 
go;  el  de  Madrid,  de  D.  Iñigo  López  de  Mendoza;  el  de  Valla- 
dolid,  mantenido  durante  cuatro  días  por  el  Mayordomo  mayor 
del  rey  D.  Juan  II ;  el  que  sostuvo  en  el  Pardo,  en  1459,  Beltrán 
de  la  Cueva,  y  otros  muchos  de  que  las  crónicas  de  la  época 
hacen  larga  y  prolija  mención,  demuestran  el  florecimiento  y 


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esplendor  que  entonces  alcanzaron  las  fiestas  predilectas  de 
una  nobleza  valiente  y  caballeresca,  pronta  siempre  á  competir 
en  ostentación  y  bizarría  y  á  derrochar  en  alardes  de  vanidad 
sumas  que,  en  modo  alguno,  guardaban  relación  con  el  estado 
de  penuria  y  hasta  de  miseria  en  que  el  desgobierno  había  su- 
mido á  los  pueblos. 

¿  Dónde  encontrar  mayor  contraste  que  el  que  ofrece  la  des- 
cripción de  las  fiestas  con  que  Enrique  IV  obsequió  en  1459  á 
los  Embajadores  de  Bretaña  y  el  cuadro  lastimoso  de  la  situa- 
ción de  Castilla  en  aquella  misma  fecha?  Duraron  las  fiestas 
tres  días,  y  según  el  verboso  cronista  de  aquel  monarca,  había 
en  los  aparadores  más  de  veinte  mil  marcos  de  plata  sobredo- 
rada, y  causaron  general  admiración  los  cuantiosos  regalos  con 
que  obsequió  el  Rey  á  las  damas  y  caballeros.  A  tal  punto  se 
llevaba  el  despilfarro,  que  en  este  mismo  año  1459,  en  una 
fiesta  que  dio  en  Madrid  á  la  reina  D.*  Juana  el  Arzobispo  de 
Sevilla,  D.  Alonso  de  Fonseca,  después  de  la  cena,  en  lugar  de 
dulces  se  sirvieron  bandejas  con  anillos  de  oro  y  piedras  pre- 
ciosas, para  que  las  damas  eligiesen  los  de  la  piedra  que  fuese 
más  de  su  agrado. 

En  tiempo  de  los  Reyes  Católicos  se  trató  de  poner  orden 
en  esto,  como  en  cuanto  atañía  no  sólo  á  la  administración  sino 
á  las  costumbres  públicas,  contribuyendo  su  ejemplo  mucho 
más  eficazmente  que  las  leyes  suntuarias,  dictadas  por  su  auto- 
ridad, á  combatir  y  desterrar  los  malos  hábitos  adquiridos  en 
los  reinados  anteriores.  En  1492,  con  motivo  de  las  fiestas  que 
hubo  en  Barcelona  en  obsequio  de  los  Embajadores  de  Fran- 
cia y  en  celebración  del  restablecimiento  de  la  paz  después  de 
recobrar  el  Rosellón,  escribía  la  Reina  á  su  confesor  Fr.  Her- 
nando de  Talavera,  Arzobispo  de  Granada:  «Pienso  si  dijeron 
allá  que  dancé  yo,  y  no  fué  ni  pasó  por  pensamiento,  ni  puede 
ser  cosa  más  olvidada  de  mí.  Los  trajes  nuevos  no  hubo  ni  en 
mí,  ni  en  mis  damas,  ni  aun  vestidos  nuevos,  que  todo  lo  que 
yo  allí  vestí  había  vestido  desde  que  estamos  en  Aragón,  y 
aquello  mesmo  me  habían  visto  los  otros  franceses  (1),  sólo  un 


(i)  Alude  á  la  comitiva  de  la  Princesa  de  Viana,  tía  del  rey  Carlos  VIII  de  Fran- 
cia, que  había  venido  á  Zaragoza  á  visitar  d  los  Reyes  Católicos  en  Agosto  de  1492. 


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vestido  hice  de  seda  y  con  tres  marcos  de  oro,  el  más  llano  que 
pude:  ésta  fué  toda  mi  fiesta  de  las  fiestas.» 

Habíase  escandalizado  el  confesor,  más  aún  que  de  las  dan- 
zas, de  la  licencia  de  mezclar  los  caballeros  franceses  con  las 
damas  castellanas  en  la  cena,  y  de  que  cada  uno  llevase  á  la 
que  quisiese  de  rienda,  prorrumpiendo  en  exclamaciones  como 
éstas:  «¡Oh  nephas  et  non  fas !  ¡Oh  licentia  tan  illecita!  ¡Oh 
mezcla  y  soltura  no  católica  ni  honesta,  mas  gentílica  y  diso- 
luta! ¡Oh  cuan  edificados  irán  los  franceses  de  la  honestidad  y 
gravedad  castellana!»  A  lo  cual  contestó  la  Reina:  «El  llevar 
las  damas  de  rienda,  hasta  que  vi  vuestra  carta  nunca  supe 
quién  las  llevó,  ni  agora  sé,  sino  quien  se  acertó  por  ahí,  como 
suelen  cada  vez  que  salen.  El  cenar  los  franceses  á  las  mesas 
es  cosa  muy  usada,  y  que  ellos  muy  de  contino  usan  (que  no 
llevarán  de  acá  ejemplo  dello),  y  que  acá  cada  vez  que  los  prin- 
cipales comen  con  los  Reyes,  comen  los  otros  en  las  mesas  de 
la  sala  de  damas  y  caballeros,  que  así  son  siempre,  que  allí 
nunca  son  de  damas  solas.  Y  esto  se  hizo  con  los  borgoñones 
cuando  el  bastardo,  y  con  los  ingleses  y  portugueses;  y  antes 
siempre  en  semejantes  convites,  que  no  son  más  por  mal  y  con 
mal  respeto  que  los  que  vos  convidáis  á  vuestra  mesa.  Los  ves- 
tidos de  los  hombres  que  fueron  muy  costosos,  no  lo  mandé, 
mas  estórbelo  cuanto  pude  y  amonesté  que  no  se  hiciese.» 

También  contra  los  toros  había  tronado  el  buen  Arzobispo, 
escribiendo  con  muy  buen  acuerdo  lo  siguiente:  «¿Qué  diré  de 
los  toros,  que  sin  disputa  son  espectáculo  condenado?  Lleven 
doctrina  los  franceses  para  procurar  que  se  use  en  su  reino; 
lleven  doctrina  de  cómo  jugamos  con  las  bestias;  lleven  doc- 
trina de  cómo,  sin  provecho  ninguno  de  alma  ni  de  cuerpo,  de 
honra  ni  de  hacienda,  se  ponen  allí  los  hombres  á  peligro;  lle- 
ven muestra  de  nuestra  crueza,  que  así  se  embravece  y  se  de- 
leita en  hacer  mal  y  agarrochar  y  matar  tan  crudamente  á  quien 
no  le  tiene  culpa;  lleven  testimonio  de  cómo  traspasan  los  cas- 
tellanos los  decretos  de  los  Padres  Santos,  que  defendieron 
contender  ó  pelear  con  las  bestias  en  la  arena.» 


Las  fiestas  de  Barcelona  fueron  en  Octubre  del  mismo  año  y  la  carta  aquí  citada  fué 
escrita  en  Zaragoza  en  4  de  Diciembre. 


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La  Reina  que,  no  obstante  el  hábito  de  ver  de  cerca  la  guerra, 
nunca  fué  aficionada  á  los  espectáculos  que  ofrecieran  algún 
peligro,  contestó  al  párrafo  anterior  diciendo:  «De  los  toros 
sentí  lo  que  vos  decís,  aunque  no  alcancé  tanto;  mas  luego  allí 
propuse  con  toda  determinación  de  nunca  verlos  en  toda  mi 
vida,  ni  ser  en  que  se  corran:  y  no  digo  defenderlos,  porque 
esto  no  era  para  mí  á  solas.»  Es  decir,  que  no  se  consideraba 
ella  sola  bastante  para  prohibirlos.  Todavía  al  año  siguiente, 
estando  en  Arévalo,  ocurrió  un  sangriento  suceso  en  la  lidia  de 
los  toros,  que  ya  que  no  prohibirlos  sugirió  á  la  Reina  el  medio 
de  disminuir  los  riesgos  de  la  fiesta.  Véase  cómo  la  refiere 
Gonzalo  de  Oviedo,  testigo  presencial,  en  el  Libro  de  la  Cá- 
mara del  Príncipe  D.  jfuan^  á  que  varias  veces  he  aludido: 
«Estando  allí  en  Arévalo  corrieron  toros  delante  de  SS.  AA., 
é  mataron  dos  hombres  é  tres  ó  cuatro  caballos  é  hirieron  más, 
porque  eran  bravos,  de  Compasquillo;  é  la  Reina  sintió  mucha 
pena  dello  (porque  era  naturalmente  piadosa  é  cristianísima), 
e  quedando  congojada  de  lo  que  tengo  dicho,  desde  á  pocos 
días,  en  la  misma  Arévalo  mandó  correr  otros  toros,  para  ver 
si  sería  provechoso  lo  que  tenía  pensado  (lo  cual  fué  muy  útil, 
é  la  invención  muy  buena  é  para  reir),  y  fué  desta  manera. 
Mandó  que  á  los  toros  en  el  corral  los  encapasen  ó  calzasen 
otros  cuernos  de  bueyes  muertos  (en  los  propios  que  ellos 
tenían),  é  que  así  puestos,  se  los  clavasen,  porque  no  se  les 
pudiesen  caer  los  postizos;  é  como  los  injertos  volvían  los  ex- 
tremos é  juntas  dellos  sobre  las  espaldas  del  toro,  no  podían 
herir  á  ningún  caballo  ni  peón,  aunque  le  alcanzasen,  sino  dalle 
de  plano  é  no  hacerles  otro  mal;  é  así  era  un  gracioso  pasa- 
tiempo e  cosa  para  mucho  reir.  E  de  ahí  adelante  no  quería  la 
Reina  que  se  corriesen  toros  en  su  presencia  sino  con  aquellos 
guantes,  de  la  manera  que  se  ha  dicho»  (i). 

El  carácter  patriarcal  de  la  Monarquía  en  estos  tiempos,  que 
así  dictaba  reglas  en  lo  que  es  verdaderamente  de  la  incumben- 
cia del  gobierno,  según  la  noción  que  hoy  tenemos  de  las  atri- 
buciones del  Estado,  como  descendía  á  fijar  las  telas  y  adornos 
de  que,  según  su  clase  y  medios  de  fortuna,  podían  vestirse  los 


(i)  Libro  de  la  Cáuiara  del  Principe  D.  Juan^  pág.  93. 


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ciudadanos,  permite  conocer  con  puntual  minuciosidad  así  lo 
que  entonces  pasaba  por  peligroso  exceso  de  lujo,  como  la 
manera  de  pensar  de  los  Reyes  en  esta  materia.  En  este  año 
de  1492,  con  la  terminación  de  la  guerra  de  Granada,  y  la  prós- 
pera situación  de  la  Monarquía,  debió  desarrollarse  la  afición  á 
vestirse  ricamente,  empleando  en  las  ropas  paños  de  brocado, 
cubriéndolas  de  bordados  de  hilo  de  oro  y  de  plata,  y  haciendo 
también  mucho  uso  del  dorado  y  plateado  en  los  puños  3^"  guar- 
niciones de  las  espadas  y  puñales,  así  como  en  las  corazas.  Una 
pragmática,  dictada  dos  años  después,  así  lo  declara,  prohi- 
biendo en  redondo  la  introducción  del  paño  citado  de  fuera 
del  reino,  así  como  la  de  ropas  hechas  del  mismo,  pues  según 
con  muy  buen  sentido  dice  el  preámbulo,  la  gente  no  derrocha- 
ría el  dinero  en  vestirse,  «sino  fallasen  luego  á  la  mano,  é  en 
mucha  abundancia  los  dichos  brocados,  é  paños  de  oro  tirado, 
é  bordados  de  filos  de  oro  é  de  plata.»  Hasta  el  color  del  ves- 
tido era  objeto  de  reglamentos.  El  año  1502,  cuando  hicieron 
su  solemne  entrada  en  Madrid  la  princesa  D.^  Juana  y  su  ma- 
rido el  Archiduque  D.  Felipe,  reyes  más  adelante  de  Castilla, 
«se  dio  licencia  para  que  pudiesen  sacar  sayos  de  seda  los  que 
por  su  calidad  podían  tener  della  los  jubones,  y  se  vistiesen  de 
color  los  que  quisiesen»  (i). 

No  fué  fastuosa  la  corte  de  los  Reyes  Católicos,  según  de- 
muestran las  continuas  quejan  que  en  tiempo  de  su  nieto  Car- 
los V  profieren  los  Procuradores  contra  el  excesivo  gasto  de  la 
Casa  Real.  En  1520,  es  decir,  apenas  diez  y  seis  años  después  de 
la  muerte  de  Isabel,  el  gasto  ordinario  de  la  casa  del  Rey  era 
diez  veces  mayor  que  en  tiempo  «de  los  católicos  reyes  don 
Fernando  é  D.*  Isabel,  que  seyendo  tan  excelentes  é  tan  pode- 
rosos, en  su  plato  y  en  el  plato  del  príncipe  D.  Joan,  que  haya 
gloria,  é  de  las  señoras  Infantas,  con  gran  número  y  multitud 
de  damas,  no  se  gastar  cada  un  día,  seyendo  muy  abastados 
como  de  tales  Reyes,  más  de  doce  á  quince  mil  maravedises  (2). 

Gran  impulso  recibió  asimismo  en  este  reinado  la  cultura  na- 


(t)  León  Pinelo,  Anales  de  Madrid,   en  el  tomo  vi   de  las  Memorias  de  la  AcaJe-' 
mia  de  la  Ilisíoria,  pág.  318. 

(2)   Sandoval    Ilistjria  de  Carlos  V,  lib.  vil.  * 


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cional.  La  Reina,  á  quien  preocupaba  en  sumo  grado  la  idea  de 
promover  entre  la  nobleza  la  afición  al  estudio,  dio  ejemplo  con 
su  aplicación  y  con  la  instrucción  vasta  y  esmerada  que  hizo 
dar,  no  sólo  al  malogrado  príncipe  D.  Juan,  sino  á  las  Prince- 
sas sus  hijas,  de  lo  que  debían  hacer  los  demás,  y,  como  era 
consiguiente,  los  resultados  correspondiesen  en  un  todo  á  tan 
loables  esfuerzos. 

Su  correspondencia  con  Fr.  Hernando  de  Talavera  está  llena 
de  alusiones  á  la  constancia  y  laboriosidad  con  que  en  medio 
de  los  cuidados  del  gobierno,  lograba  dominar  las  dificultades 
que  el  estudio  del  latín  le  ofrecía,  hasta  poder  escribir  y  enten- 
derse en  la  antigua  lengua  del  Lacio. 

De  sus  hijas  D.*  Juana  y  D.^  Catalina,  sabios  tan  eminentes 
como  Luis  Vives  y  Erasmo  han  hablado  con  sincera  admiración, 
haciendo  justicia  á  la  vasta  instrucción  clásica  que  una  y  otra 
poseían.  Pedro  Mártir  de  Angleria  y  Lucio  Marineo,  uno  y  otro 
italianos,  cuyos  nombres  habían  llegado  hasta  la  corte  de  Es- 
paña en  alas  de  la  fama,  invitados  por  la  Reina  Católica  no  va- 
cilaron en  venir  á  nuestro  país,  donde  contribuyeron  con  su 
docta  enseñanza  al  florecimiento  de  los  estudios.  Prescindiendo 
de  entrar  en  detalles  acerca  de  este  punto,  me  limitaré  á  recor- 
dar que  también  en  la  historia  de  la  cultura  patria  tiene  el  año 
de  1492  significación  especial,  por  haber  salido  á  luz  en  Sala- 
manca, el  Arte  de  la  Lengua  castellana^  de  Antonio  de  Ne- 
brija,  y  el  Vocabulario  latino- hispano,  del  mismo  autor,  obra 
que,  destinada  á  facilitar  el  estudio  de  los  clásicos,  abrió  el  ca- 
mino á  ulteriores  trabajos,  contribuyendo  poderosamente  á  di- 
fundir el  buen  gusto  y  la  afición  á  las  letras. 

Al  terminar  el  año  1492  se  han  realizado  la  mayor  parte  de 
las  disposiciones  de  que  sumariamente  hemos  tratado.  La  na- 
ción se  ha  reconstituido;  se  ha  reformado  la  administración  de 
justicia;  se  han  organizado  de  manera  permanente  las  fuerzas 
militares,  la  nación  puede  enviar  soldados  fuera  de  España  para 
que  mantengan  su  gloria  y  den  prestigio  á  su  nombre;  se  ha 
procurado  fomentar  el  desarrollo  de  la  marina  mercante,  auxi- 
liar poderosísimo  en  las  empresas  coloniales;  se  ha  promovido 
el  desarrollo  de  la  riqueza  pública,  con  todo  lo  cual,  al  finalizar 
'este  año  memorable,  pudo  España  pensar  en  entrar  de  manera 


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definitiva  en  las  empresas  exteriores  é  influir  poderosamente 
en  la  política  internacional  europea. 

La  relación  de  estos  sucesos  no  cae  dentro  de  los  limites  de 
la  presente  conferencia,  Séame  permitido,  sin  embargo,  recor- 
dar que  la  dirección  que  entonces  se  dio  á  la  política,  fué  la 
única  verdaderamente  nacional.  Cuando  en  años  posteriores 
encontramos  á  los  españoles  dominando  territorios  lejanos,  so- 
bre todo  dentro  de  Europa;  en  Flandes,  en  Italia,  al  lado  del 
brillo  y  esplendor  de  las  conquistas,  ni  undía  cesan  las  quejas 
y  los  clamores  de  las  Cortes,  que  no  se  cansan  de  referirse  á  los 
felices  tiempos  de  la  Reina  Católica,  en  que  al  lado  de  las  con- 
quistas, y  para  dar  mayor  realce  al  esplendor  .de  las  victorias, 
había  en  estos  reinos  la-  solidez  y  la  fuerza  que  daba  una  buena 
administración. 

Todo  esto  ha  hecho  que  en  lo  sucesivo,  siempre  que  se  ha  que- 
rido buscar  un  período  de  verdadera  grandeza,  se  vuelvan  los 
ojos  al  reinado  de  los  Reyes  Católicos  y  á  las  disposiciones 
dictadas  por  las  Cortes  reunidas  en  su  tiempo. 

Hasta  en  estas  mismas  disposiciones  se  encuentra,  por  efecto 
de  las  necesidades  que  he  indicado,  un  espíritu  liberal  que  en 
vano  buscaríamos  en  reinados  anteriores,  y  menos  en  los  poste- 
riores. En  lo  sucesivo  ocurrió  lo  contrario,  pues  asegurado  só- 
lidamente el  poder  real,  prescindió  de  aquel  brazo  popular  que 
tanto  habían  tenido  en  cuenta  los  Reyes  Católicos;  no  tuvo 
presentes  para  nada  las  necesidades  internas  de  la  nación,  y  aten- 
to sólo  á  los  intereses  dinásticos,  consideró  como  secundario  el 
bien  del  país,  siendo  la  inevitable  consecuencia  de  error  tan  fu- 
nesto, los  desastres  de  los  últimos  tiempos  de  la  casa  de  Austria^ 
y  con  ellos  la  decadencia  y  casi  la  ruina  de  la  nación. 

He  dicho. 


LA    RÁBIDA 


ATENEO  DE  MADRID 


V-x¿»-? 


LA    RÁBIDA 


CONFERENCIA 


D.  RICARDO  BECERRO  DE  BENGOA 


pronunciada  el  día  2X  de  Diciembre  de  i8gi 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO  TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADENEYRA» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo   de   San  Vicente,    núm,   20 
1892 


7C  Si.  T^círrrc  /f^i 


Señoras  y  señores 


Hace  poco  tiempo  nos  encontrábamos  varios  amigos  en  una 
de  las  playas  de  los  alrededores  de  Huelva,  que  lleva  el  nombre 
de  Punta  Umbría.  Era  la  hora  del  anochecer,  y  allá,  al  Poniente, 
los  últimos  resplandores  del  sol,  aclarando  el  cielo  y  dando  ma- 
yor relieve  á  la  colosal  silueta  del  Océano,  ponían  ante  nuestros 
ojos  el  admirable  cuadro  de  lo  que  fué  durante  muchos  años 
entrada  del  mar  temido  y  tenebroso,  y  ruta,  no  explorada,  de  lo 
desconocido.  Sin  querer,  al  contemplar  aquellos  horizontes, 
acudió  á  nuestros  corazones  la  misma  idea  que  debió  agitar 
siempre  á  los  de  los  marinos  onubenses,  la  idea  de  si  era  posible 
que  el  cuerpo,  la  vela  y  el  remo  pudieran  seguir  al  pensamiento 
más  allá  de  aquel  cielo,  para  avanzar  hacia  aquel  otro  que  el  sol 
iba  á  alumbrar,  y  para  descubrir  y  recorrer  los  mares  y  las  sie- 
rras que  bajo  él  se  dilataran.  Hoy,  la  solución  del  problema  es 
un  hecho,  conocido  ya  desde  fines  del  siglo  xv;  pero  ayer,  du- 
rante muchas  centurias,  semejante  propósito,  en  tantos  pechos 
animosos  nacido  y  acariciado,  fué,  si  no  un  imposible,  una  em- 


—  6  — 

presa  mil  veces  malograda.  Impulsados  por  el  aliento  investiga- 
dor del  espíritu  humano,  que  surge  poderoso  siempre  ante  lo 
grande  y  desconocido,  pensaron  en  todos  tiempos  los  marinos 
de  aquellas  costas,  como  pensábamos  nosotros,  viajeros  curio- 
sos, en  Punta  Umbría,  al  sentirnos  maravillados  ante  el  inmenso 
mar  que  debió  ser,  desde  un  día  feliz,  el  camino  de  las  Indias 
Occidentales ;  y  por  aquel  natural  impulso  que  allí  se  siente, 
movidos  por  la  irresistible  fiebre  del  avance  hacia  lo  descono- 
cido, lanzáronse  al  mar  en  sus  endebles  carabelas  hijos  de 
Huelva  tan  animosos  como  el  insigne  Alonso  Sánchez,  y  los 
Pinzones  y  Pedro  Velasco,  de  Palos,  y  Pedro  Vázquez. 

Al  volver  la  vista,  desde  la  línea  de  los  horizontes  en  los  que 
el  sol  se  pone,  hacia  aquellos  de  la  tierra  gaditana  por  donde 
con  tantos  esplendores  nace,  saludamos  en  una  altura  á  la  que 
desde  lejos  parece  blanca  paloma,  á  la  reducida  iglesia  de  La 
Rábida,  que  allí,  en  un  extremo  de  la  tierra,  colgada  sobre  el 
mar,  aparece  como  nido  y  cuna  amorosa,  de  la  cual  salieron  el 
hombre  inmortal  y  los  animosos  compañeros  que  dieron  al 
mundo  viejo  la  compañía,  la  vida  y  los  tesoros  del  Nuevo 
Mundo.  De  veras  os  digo,  señores,  que  si  ante  la  vista  del  mar, 
que  es  el  camino  de  la  América,  se  siente  el  ánimo  sobrecogido^ 
siéntese  grande  y  levantado,  gozoso  como  cuando  se  vislumbra 
la  casa  de  nuestros  padres  después  de  larga  ausencia,  al  descu- 
brir en  la  altura  el  modesto  santuario,  cuyo  renombre  es  uni- 
versal, y  que  para  los  españoles  simboliza  una  gloria,  de  la  que 
todos  somos  partícipes,  razón  bastante  para  que  nos  considere- 
mos unidos  á  La  Rábida  con  el  calor  y  con  el  amor  con  que  á 
todo  hogar  querido  nos  sentimos  atraídos. 

Pues  que  visité  y  dibujé  aquel  santuario,  me  ha  parecido 
oportuno  y  un  tanto  curioso  para  los  que  lo  desconozcan  el  es- 
coger su  descripción  como  asunto  de  una  conferencia  colom- 
bina, al  ser  invitado  á  tomar  parte  en  las  que  aquí  se  dan  en 
honor  al  recuerdo  del  descubrimiento  de  América;  y  me  he 
atrevido  á  ello  por  el  ánim.o  que  con  sus  benévolas  excitaciones 
me  infundieron  mis  queridos  maestros,  amigos  y  compañeros 
en  el  Parlamento,  D.  Manuel  Pedregal  y  D.  Gumersindo  de 
Azcárate,  y  ante  la  buena  acogida  que  el  propósito  de  estos  se- 
ñores mereció  al  dignísimo  Director  de  estos  trabajos  del  Ate- 


neo,  D.  Antonio  Sánchez  Moguel,  á  quienes  envío  el  testimonio 
sincero  de  mi  reconocimiento. 

Para  que  me  sigáis  con  facilidad  en  la  excursión  que  vamos 
á  hacer  por  aquellos  históricos  parajes,  voy  á  dibujar  en  el  ta- 
blero, rápidamente  y  mientras  hablo,  el  croquis  de  la  ría  de 
Huelva,  mapa  necesario  en  esta  conferencia  para  ahorrar  pala- 
bras, ganar  tiempo  y  facilitar  la  comprensión.  (El  orador  traza 
el  croquis  de  los  contornos  de  Hiielva,  diciendo  al  diseñar  los 
detalles  del  conjunto): 

Aquí  está  Huelva,  á  la  que  llamaron  los  antiguos  Portiis  ma- 
ris  et  terrcE  custodia,  detrás  de  la  cual  asoman,  viéndose  bien 
desde  el  mar,  las  colinas  ó  cabezos  de  Roma  y  de  la  Horca; 
por  el  N.  baja  el  canal  de  Gribraleón,  y  hacia  el  E.,  multitud 
de  riachuelos  ó  cauces  forman  el  canal  de  este  pueblecito,  de 
Aljaraque,  y  diversos  esteros  y  marismas  que  bajan  por  los  ca- 
nales de  Mojarrera  y  de  la  Punta  Umbría  al  Océano.  El  gran 
río  Odiel  constituye  lo  que  pudiéramos  llamar  puerto  de 
Huelva,  cubriendo  también  sus  aguas  la  gran  marisma  que  se 
extiende  por  el  SE.  hasta  la  punta  del  Sebo,  para  unirse  con 
las  del  afamado  río  Tinto,  que  en  esta  zona  se  llama  asimismo 
Canal  de  Palos.  Aquí  está,  en  efecto,  sobre  la  orilla  izquierda, 
la  memorable  población  de  Palos,  y  bastante  más  al  N., 
sobre  la  misma  ribera,  la  villa  de  Moguer.  Ambos  canales,  el 
del  Odiel  y  el  del  río  Tinto,  se  unen  al  pie  de  esta  colina, 
donde  se  asienta  el  convento  de  La  Rábida.  Separa  á  la  colina, 
de  las  que  más  al  Mediodía  avecinan  al  mar,  una  profunda  ca- 
ñada, por  donde  bajan  las  aguas  del  estero  de  los  Frailes  ó  de 
Domingo  Rubio,  y  en  el  extremo  de  los  arenales  que  quedan 
al  otro  lado,  al  pie  de  La  Rábida,  álzase  la  vetusta  Torre  de  la 
Arenilla,  tugurio  miserable  del  cuerpo  de  Carabineros  y  rincón 
costero  plagado  de  víboras.  Allá,  traspuesto  el  gran  canal,  se  ve 
la  hermosa  isla  de  Saltes,  con  abundancia  de  arbolado,  y  más 
allá  avanzan  las  arenosas  dunas  de  Punta  Umbría,  donde  los 
mineros  de  Riotinto  tienen  establecidos  sus  chalets,  hospitales 
para  los  enfermos  y  convalecientes,  y  donde  hay  una  hermosa 
playa  balnearia.  Más  abajo  de  Punta  Umbría  y  de  Saltes  se  ex- 
tienden los  bancos  del  Manto,  dejando  entre  ellos  abiertos 
algunos  pasos,  barras  y  canales.  La  principal  salida  de  la  ría 


sigue  al  SE.  la  dirección  de  la  costa  de  Castilla  ó  de  Arenas 
Gordas,  por  el  canal  del  Padre  Santo.  Al  O.  de  todo  el  pano- 
rama caen  Cartaya,  Lepe,  Isla  Cristina,  Ayamonte  y  Portu- 
gal; al  E.  Lucena,  Almonte  y  la  provincia  de  Sevilla,  y  al  N. 
San  Juan  del  Puerto,  Gibraleón,  Trigueros  y  Niebla.  Por  la 
orilla  del  Tinto  sube  el  ferrocarril  de  las  famosas  minas,  y  en 
varias  direcciones  salen  de  Huelva  hasta  otras  cuatro  vías  fé- 
rreas que  la  tienen  perfectamente  servida. 

La  excelente  posición  y  el  abrigo  que  esta  ría  ofrecieron 
siempre  á  los  marinos  y  las  extraordinarias  riquezas  naturales 
del  país,  hicieron  á  éste  afamado  desde  una  fecha  que,  sin  exa- 
geración, se  remonta  á  treinta  siglos.  Huelva,  con  sus  minas, 
fué  en  tiempo  de  los  fenicios  la  América  para  aquellos  na- 
vegantes, como  América  fué  el  ideal  de  los  negocios  y  de  la 
riqueza  para  la  gente  de  mar  de  Huelva,  Sevilla  y  Cádiz  desde 
la  época  en  que  salió  Colón  del  puerto  de  Palos. 

No  puede  negarse  que  la  posición  del  promontorio  de  la  Rá- 
bida, dominando  la  entrada  de  un  puerto,  pudo  desde  los  pri- 
meros tiempos  llamar  la  atención  de  la  marinería,  y  que  siempre 
debió  haber  allí  una  mansión  de  aviso  de  señales  de  defensa,  un 
fuerte,  una  casa  de  vigía  ó  un  templo  dedicado  á  algún  genio 
protector  de  los  navegantes.  El  sitio,  á  la  verdad,  lo  está  recla- 
mando, é  instintivamente  el  hombre  lo  ha  aprovechado,  al  tra- 
vés de  todas  las  épocas. 

Ningún  rastro  histórico  formal  queda  de  lo  que  pudo  haber 
en  la  Rábida  y  su  comarca  en  los  primitivos  tiempos  de  la  po- 
blación de  España,  á  no  ser  las  derivaciones  de  los  nombres 
ibéricos  que  se  dieron  á  la  comarca,  á  los  ríos  y  á  los  pueblos, 
y  que,  como  tantos  otros,  han  resistido  á  la  acción  destructora 
de  los  siglos.  Aquella  región  de  la  Iberia  se  llamó  Tartesia,  va- 
riación de  las  palabras  ibéricas  ó  éuskaras  Tartaqiiia^  carrascal, 
ó  Artelesia,  alcornocal,  y  era  una  de  las  zonas  de  lamas  amplia 
comarca  denominada  Turdetama ^  esto  es  Urde-zainia^  «Por- 
queros» ó  «país  de  los  porqueros»,  cuyos  nombres  característi- 
cos bien  pueden  aplicarse  aún  á  las  sierras  y  habitantes  del  norte 
de  Huelva  y  de  toda  Extremadura,  á  pesar  de  los  tres  mil  cua- 
trocientos años  que  por  lo  menos  han  transcurrido  desde  que 
vivían  allí  los  primitivos  pobladores,  quienes  también  denomi- 


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naron  UriÓJi,  «Agua  saludable»  al  actual  río  Tinto;  y  Liiz-turia 
ó  Lucia  «Río  ancho»  al  actual  río  Odiel;  é  Hipa  «Pueblo  de 
abajo»  á  la  población  que  hoy  se  llama  Niebla.  Aquel  país  tar- 
tesio,  donde  se  hallaba  Tharsis,  encuéntrase  citado  por  sus 
riquezas  naturales  en  la  Biblia  y  en  los  poemas  griegos ;  y  la 
historia  de  tan  remotos  tiempos  consigna  que  cuando  llegaron 
los  navegantes  fenicios,  para  comerciar  con  el  cobre  de  aquella 
comarca  y  para  establecerse  después  en  ella  y  alzar  en  la  isla  de 
Saltes  un  templo  al  dios  Hércules,  era  jefe  de  la  gente  indígena 
tartesia  un  patriarca  llamado  Argantonio.  No  dejó  el  puerto  de 
Huelva,  la  Onuha  Aestuaria,  de  ser  visitado  sin  cesar  por  los 
navegantes  de  los  grandes  pueblos  comerciales  del  Mediterrá- 
neo, ni  de  tentar  la  codicia  de  la  dominación  de  cartagineses  y 
romanos.  Estos  últimos  fomentaron  considerablemente  la  mi- 
nería en  los  inmensos  criaderos  de  la  provincia,  desde  el  Urium 
y  el  Luxia  al  Estrecho  y  del  Estrecho  á  Roma,  pasaron  á  mi- 
llares los  buques,  desfilando  al  pie  del  promontorio  famoso  de 
La  Rábida.  ¿Cómo  se  llamaba  entonces?  No  se  sabe.  ¿Qué  esta- 
blecieron con  él  los  fenicios  y  los  romanos?  Tampoco  puede 
asegurarse  nada,  sino  es  que  la  tradición  ha  consignado  en  los 
libros  viejos  que  los  dominadores  del  mundo  erigieron  allí  un 
templo  en  recuerdo  á  Proserpina,  hija  de  Trajano.  A  la  época 
de  la  dominación  árabe  corresponde  el  primer  dato  positivo 
que  aun  se  conserva,  acerca  de  este  lugar  famoso,  porque  los 
árabes  le  dieron  el  nombre  que  lleva  y  llevará  siempre:  Rá- 
bida. Así  denominaron  á  las  fortalezas-santuarios,  ó  monaste- 
rios habitados  por  religiosos  armados,  por  morabitos;  y  Rábi- 
das ó  Rápitas  hay  en  Antequera,  en  Canillas,  en  Albuñol  á 
orillas  del  mar,  en  Alcalá  la  Real,  de  Jaén,  y  en  San  Carlos. 
Rabhita  es  el  Morabito,  ó  ermita  y  casa  fuerte  á  la  vez.  Supó- 
nese,  avanzando  en  la  historia,  que  en  la  vanguardia  de  los 
ejércitos  cristianos  de  la  Reconquista,  que  se  apoderaron 
de  la  comarca  de  Huelva  á  principios  del  siglo  xiii  iban  los 
caballeros  Templarios,  y  que  á  ellos  se  dio  el  dominio  de 
aquel  santuario  fortificado.  Otra  legión  pobre  y  conquistadora, 
que  en  aquellos  tiempos  se  esparcía  por  los  pueblos  civili- 
zados, la  orden  religiosa  de  los  frailes  Menores  de  San  Fran- 
cisco, tomó  posesión  de  La  Rábida  á  mediados  de  dicho  siglo, 


—    lO    — 


y  desde  entonces  la  poseyeron  por  espacio  de  seis  centurias. 
Ni  los  romanos,  ni  los  árabes,  ni  los  cristianos  erigieron  allí 
un  templo  suntuoso,  ni  una  gran  vivienda;  La  Rábida  debió 
ser  siempre,  algo  así  como  lo  que  es  hoy,  poco  más  que 
una  ermita.  El  viajero  curioso  que  acude  á  Huelva  para  visitar 
el  histórico  monumento,  ya  se  dirija  á  él  por  tierra  desde  Mo- 
guer  y  Palos,  ó  ya  se  marche  desde  el  puerto,  ría  adelante  ha- 
cia el  pobre  embarcadero  que  está  al  pie  de  la  colina,  ve  desde 
lejos  el  conjunto  del  monasterio,  completamente  blanqueado, 
sencillo  en  sus  líneas,  breve  en  su  contorno  y  humilde  en  su 
total  apariencia.  Las  grandezas  que  la  imaginación  pudiera  for- 
jar al  figurarse  desde  otras  tierras  lo  que  debiera  ser  La  Rábida, 
se  eclipsan  ante  la  desilusión  que  la  realidad  produce.  El  histó- 
rico monumento  es  «una  monada»,  permitidme  la  frase;  en  su 
aspecto  nada  puede  darse  más  reducido,  en  su  arte  exterior 
nada  más  pobre,  en  sus  alrededores  nada  más  mustio  y  deso- 
lado, y  realmente  en  su  interior  nada  más  diminuto  y  vulgar, 
según  está  ahora.  Añadid  á  esto  el  abandono,  el  silencio,  la 
soledad,  el  aparente  apartamiento  del  mundo  en  que  aquello 
yace,  y  tendréis  idea  de  la  desilusión  de  que  os  hablo,  y  que, 
en  efecto,  allí  se  siente.  Sin  embargo,  los  recuerdos  históricos 
excitan  al  ánimo  y  al  corazón  ante  aquella  ruina,  y  tanto  cuanto 
más  humilde  es,  tanto  más  de  relieve,  más  grande  y  más  elo- 
cuente aparece  el  hecho  grandioso  de  la  llegada  y  acogida  del 
humilde  y  pobre  Cristóbal  Colón  y  de  su  hijo,  y  tanto  más  pro- 
videncial la  intervención  que  en  su  suerte  tuvieron  aquel  viaje 
y  los  humildes  y  pobres  frailes  de  San  Francisco.  No  se  cansa 
allí  el  espíritu  de  meditar  acerca  del  contraste  que  forman  la 
miseria  de  aquel  santuario  con  la  trascendental  grandeza  de  lo 
que  en  él  ocurriera  un  día.  Rotas  y  desvencijadas  están  las  pa- 
redes y  sus  cierres,  arruinadas  las  dependencias,  desiertos  sus 
claustros,  cubiertas  de  polvo  sus  celdas,  desportillados  sus  te- 
chos, blanqueado  mucho  de  ello  á  estilo  de  vivienda  meridio- 
nal, y  mal  ornamentada  su  iglesia  á  modo  de  ermita  de  aldea; 
asolada  se  ve  su  huerta,  que  es,  como  todos  los  alrededores,  un 
yermo,  y  sólo  se  alza  en  ellos,  entre  la  colina  y  la  playa,  una  ve- 
terana y  gentil  palmera,  que  el  buen  deseo  supone  contemporá- 
nea de  los  días  de  Colón,  y  cuyo  airoso  perfil,  coronado  por 


II  — 


los  arrogantes  penachos  de  sus  ramas  plumiformes,  constituye 
el  único  encanto,  el  único  detalle  artístico  y  poético  de  aquellos 
alrededores.  Algún  olivo  vetustísimo  y  ligeras  masas  de  arbo- 
lado se  levantan  en  la  ribera  del  Tinto,  mientras  que  por  el 
lado  opuesto,  sobre  el  páramo  que  se  dilata  desde  la  cruz  de 
piedra  hacia  Oriente,  nada  hay  apenas  de  vegetación,  sino  las 
arenas  de  aquel  suelo  de  aluvión  cubiertas  con  espontáneas 
plantas  rastreras.  Ni  siquiera  dan  variedad  y  hermosura  al  cua- 
dro aquellos  pinares  que  aun  existían  en  1828,  cuando  Was- 
hington Irving  visitó  el  santuario  y  cuando  aseguró  que  «desde 
las  viñas  de  Palos  quitan  la  vista  al  convento  el  bosque  de  pi- 
nos y  cubren  todo  el  promontorio  por  el  lado  de  Levante,  os- 
cureciendo el  paisaje  en  esta  dirección». 

La  pequenez  del  templo  me  recordaba  las  de  otros  afamados 
mucho  más  antiguos,  que  visité  en  diversas  excursiones,  como 
por  ejemplo,  el  latino  de  Naranco,  en  Oviedo,  y  el  románico  de 
Arbás,  en  la  subida  leonesa  del  puerto  de  Pajares,  construccio- 
nes microartísticas,  dentro  de  cuyas  bóvedas  apenas  caben  de 
dos  á  cuatro  docenas  de  personas.  No  hay  espacio  seguramente 
en  la  iglesia  de  La  Rábida  para  cincuenta  fieles,  y  en  sus  celdas 
apenas  había  comodidad  para  veinte  religiosos. 

Veamos  qué  disposición  tiene  aquél  afamado  convento.  Se- 
guidme para  ello  en  el  trazado  que  voy  á  hacer,  mientras  lo 
explico,  y  así  fácilmente  lo  podréis  comprender  y  resultarán 
completos,  aunque  muy  sencillos,  el  plano  de  La  Rábida  y  su 
descripción,  tales  cuales  son  hoy,  antes  de  que  la  obra  se  res- 
taure. 

(El  orador  dibuja  detalladamente  la  planta  del  edificio^  ex- 
plicando uno  por  uno  todos  sus  compartimientos.) 

Sobre  una  línea  de  fachada  al  Oriente,  de  poco  más  de  cua- 
renta metros  de  longitud,  se  abre  la  entrada  actual  con  una 
puertecita  revocada,  de  arco  rebajado,  ante  la  cual  pintan  todos 
los  artistas  la  escena  de  la  llegada  de  Colón  y  de  su  hijo.  Del 
portalito  primero  se  pasa  á  uno  posterior,  en  el  que  se  abren, 
á  la  izquierda,  la  ventana  de  la  sacristía,  y  al  frente,  cerca  del 
rincón  derecho,  la  puerta  de  paso  al  claustro,  que  tiene  en  éste 
otra  puerta  de  arco  trilobado.  El  primer  claustro,  que  es  el 
moderno,  y  cuyo  claro  interior,  cuajado  de  plantas,  tiene  unos 


—    12    — 


diez  metros  de  lado,  está  sostenido  por  postes  de  madera,  y  sólo 
á  la  parte  del  N.  tuvo  cuatro  celdas  en  sus  dos  cuerpos  bajo 
y  alto,  destinándose  las  de  éste  á  enfermería,  y  sirviendo  la  úl- 
tima de  las  de  aquél  de  cocina  en  la  actualidad.  En  la  galería 


Obre,  dí/J'^ícXlV 
Q  Oírm  mccler'ulf 


baja  de  la  izquierda  hállase  el  ingreso  á  la  iglesia.  Forma  ésta 
un  rectángulo  de  22  metros  de  longitud,  por  7,50  de  anchura,  y 
recibe  luz  por  los  óculos  de  una  linterna  ó  cúpula  que  cubre  al 
presbiterio.  Frente  á  la  entrada  avanza,  cortando  el  paso  hasta 


—  is- 
la mitad  de  la  nave,  desde  la  pared  opuesta,  una  separación 
que  sostiene  al  coro,  y  en  su  ángulo  de  soporte  existe  una  co- 
lumna de  piedra,  con  postizo  capitel,  de  rarísima  labor,  traído 
tal  vez  á  esta  iglesia  de  las  ruinas  de  alguna  otra,  y  colocado 
allí  cuando  modernamente  se  hizo  aquella  fea  división.  En  el 
muro  del  Evangelio  se  abren  tres  capillitas  modernas  y  en  el 
presbiterio  dos;  en  una  de  las  cuales,  en  altar  moderno  y  ruin  se 
venera  la  imagen  de  la  Virgen  de  La  Rábida.  Desde  el  mismo 
presbiterio  se  pasa  por  la  izquierda  á  una  pieza  que  da  á  su  vez 
ingreso  á  la  sacristía.  Tiene  la  iglesia  hacia  la  mitad  del  muro 
de  la  epístola  una  curiosísima  puerta  de  traza  mudejar,  que  era 
la  antigua  principal  que  hoy  da  al  espacio  limitado  por  una 
tapia,  que  encuadra  el  edificio  por  la  parte  meridional,  cerrado 
por  otra  puerta  moderna  almenada,  que  completa  la  línea  de 
la  fachada. 

Cuando  esta  puerta  con  sus  dovelas  y  sillares  se  restaure, 
será  uno  de  los  detalles  más  típicos  y  curiosos  del  edificio. 
Por  ella  entró  en  la  iglesia  Washington  Irving,  en  1828,  según 
su  referencia.  ( El  orador  dibuja  la  puerta. —  Véase  en  la  por- 
tada y  en  la  página  24).  Lástima  grande  fué  el  que  así  como 
se  dio  tanto  carácter  á  este  detalle  arquitectónico  de  la  iglesia, 
no  lo  tuvieran  asimismo  las  otras  puertas,  los  arcos  de  la  nave, 
y  algunas  de  las  líneas  del  exterior,  que  pudieran  ofrecer  siem- 
pre el  sello  típico  de  aquel  arte  tan  elegante  y  tan  propio  de 
esta  comarca.  Bien  puede  asegurarse,  pues,  que  la  puerta  que 
da  al  mediodía  y  que  antes  fué  la  principal  de  la  iglesia  para  el 
público,  y  el  claustro  primitivo,  son  las  dos  curiosidades  espe- 
ciales del  convento.  Desde  el  primer  claustro  se  pasa  al  segundo, 
que  está  colocado  tras  de  la  línea  de  los  pies  de  la  iglesia  y 
en  el  mismo  eje  lineal  que  ella.  Es  rectangular,  de  doce  metros 
de  largo  y  nueve  de  ancho  en  su  claro,  formado  por  lindas  co- 
lumnas mudejares  con  sencillos  capiteles,  y  cuyo  aspecto  es  lo 
más  atrayente  y  simpático  que  La  Rábida  tiene.  Sobre  sus  naves 
ó  galerías  bajas  se  alzan  otras  más  modernas.  Ábrense  siete 
huecos  en  los  lados  N.  y  S.  y  cinco  en  los  otros  dos.  En  el 
del  N.,  al  principio  de  él,  está  la  escalera  del  piso  superior, 
inmediato  el  De  Profiindis ^  y  ocupando  el  resto  de  su  línea  el 
refectorio,   capaz  para  cuarenta   comensales.   En  las  galerías 


—  14  — 

bajas  del  Sur  y  Poniente  hay  ocho  celdas  y  el  acceso  á  una  es- 
calera nueva,  que  conduce  á  la  azotea  ó  mirador  moderno,  del 
ángulo  sudeste  del  edificio,  que  da  sobre  la  ría  y  á  las  celdas 
superiores.  Entre  las  del  N.  se  abre  la  que  se  denomina  del 
Padre  Marchena,  amplia  y  con  techo  armado  de  viguería  poli- 
gonal á  estilo  del  siglo  xv.  Unida  al  refectorio  estaba  la  cocina, 
que  se  arruinó,  y  delante  de  la  línea  meridional  de  la  iglesia  se 
alzaron  modernamente  algunas  dependencias,  formando  una 
especie  de  martillo,  destinadas  á  almacenes  ó  graneros.  Todo 
este  irregular  conjunto  se  halla  cerrado  ó  completado  con 
tapias,  que  aprovechan  los  ángulos  de  la  construcción,  y  for- 
man entre  éstos  y  aquéllas,  diversos  patios  en  la  fachada;  tras 
del  claustro  moderno,  y  cocina,  y  ante  la  iglesia,  y  celdas  del 
claustro  viejo.  No  queda  de  la  primitiva  construcción  francis- 
cana del  siglo  XIV  más  que  los  muros  de  sostén  del  presbiterio, 
y  los  de  la  puerta  principal  de  la  iglesia;  todo  lo  demás  corres- 
ponde al  siglo  XV  en  la  mayor  parte,  y  á  las  reparaciones  ó  adi- 
ciones realizadas  hasta  el  xviii  inclusive,  el  cierre  de  la  sacristía, 
los  soportes  del  claustro  primero,  la  cocina  y  muros  exteriores 
del  refectorio,  el  mirador  de  la  galería  de  arcos,  y  los  almace- 
nes. De  nuestro  siglo  son  las  tapias  que  lo  circundan  casi  en 
totalidad.  En  su  esencia  la  obra  es  del  arte  mudejar,  del  cual 
tantos  y  tan  curiosos  ejemplares  hay  en  toda  aquella  comarca 
de  Huelva  y  Sevilla,  que  pregonan  las  excelencias  del  gusto 
heredero  de  los  árabes  y  de  los  cristianos,  y  en  el  cual  con  tan 
exquisito  ingenio  proyectaron  los  alharifes  y  trabajaron  los  maes- 
tros de  froga  y  los  carpinteros  de  lo  blanco,  geométricos  lace- 
ros y  no  laceros,  que  en  el  artesonado  y  alfargería  siguieron 
las  tradiciones  de  los  insignes  maestros  Sancho  Ruiz  y  Diego 
Ruiz. 

Elevaron  los  cristianos  este  santuario  en  honor  á  la  Virgen 
María,  bajo  la  advocación  de  Nuestra  Señora  de  los  Milagros. 
Consérvase  como  resto  curiosísimo  para  la  iconografía  nacio- 
nal, la  primitiva  imagen  de  esta  Virgen.  Es  una  escultura  en 
alabastro,  que  corresponde  al  primer  período  ojival,  esto  es,  al 
de  la  instalación  de  los  franciscanos  en  La  Rábida.  Mide  cerca 
de  sesenta  centímetros  de  altura,  y  está  representada  en  pie, 
sobre  un  pequeño  zócalo  toscamente  ornamentado.  Cubre  la 


1! 


cabeza  de  la  imagen  un  manto,  que  como  todo  el  ropaje,  estuvo 
floreado  de  colores  y  oro,  y  cuyo  cerco  delantero  deja  ver  sobre 
la  frente  el  cabello  partido  por  medio  y  ondulado.  Los  pliegue- 
citos  del  velo  caen  con  gracia  por  ambos  lados  del  rostro  y  van 
á  recogerse  por  delante  del  pecho,  hacia  la  cadera  izquierda,  en 
torno  á  las  piernas  del  niño  Jesús,  que  la  virgen  sostiene  sen- 
tado sobre  el  brazo,  cogiéndole  con  la  mano  izquierda.  La  dere- 
cha está  tendida  sobre  el  ropaje  y  como  apoyándose  sobre  el 
muslo.  El  descote  de  la  túnica  deja  ver  el  cuello  y  el  nacimiento 
del  pecho,  y  por  la  línea  inferior  del  manto 
baja  la  túnica  en  duros  pliegues  hasta  el 
suelo,  cubriendo  el  pie  izquierdo  un  tanto 
echado  hacia  atrás,  y  sobre  el  que  aparenta 
gravitar  el  peso  del  Niño,  y  dejando  descu- 
bierto el  pie  derecho,  que  avanza  un  tanto 
sobre  la  línea  del  zócalo.  El  rostro  de  la 
Virgen  es  muy  grande  en  proporción  al 
cuerpo,  así  como  la  cabeza  del  Niño,  de- 
talle muy  típico  de  las  esculturas  de  aquel 
tiempo.  La  expresión  es  simple  y  de  cris- 
tiana candidez,  pero  más  artística  en  la  Ma- 
dre que  en  el  Hijo,  cuya  cara  y  cuyo  enco- 
gido cuerpo  no  parecerían  del  mismo  cincel 
que  los  de  aquélla,  si  no  estuvieran  esculpi- 
dos en  el  mismo  trozo  de  mármol.  Toscas 
como  las  líneas  que  dan  fisonomía  á  ambos, 
son  las  manos,  grandes  también  y  de  enor- 
mes dedos.  El  Niño  levanta  su  mano  dere- 
cha en  actitud  de  bendecir  y  en  la  izquierda  tiene  la  bola  de 
rúbrica. 

(El orador^  mientras  hace  esta  descripción^  dibuja  la  Virgen^ 
y  traza  después  sobre  ella  las  vestiduras  que  la  cubren  ahora.) 

Así  debiera  haberse  conservado  siempre  esta  afamada  imagen, 
pero  la  manía  de  revestir  las  esculturas  con  doradas  y  churri- 
guerescas telas,  que  es  tan  general  en  España,  alcanzó  también 
á  la  de  La  Rábida,  y  he  aquí  como  al  presente  se  encuentra  dis- 
frazada. Amplio  manto  de  floreado  tejido  de  tisú  la  cubre  casi 
en  totalidad,  dejando  ver  el  rostro  y  la  túnica  y  falda,  el  espa- 


—  i6  — 


cío  abierto  de  aquél,  que  limitan  onduladas  puntillas.  Llevan  la 
Virgen  y  el  Niño  sendas  coronas  modernas  de  plata  y  circun- 
da á  ambos,  casi  desde  medio  cuerpo  arriba,  el  consabido  flamí- 
gero limbo  argentino,  con  imitación  de  grandes  brillantes  y 
rayos.  Delante  de  los  pies  levántase  la  media  luna  con  la  cifra 
de  María  en  el  centro  y  con  una  estrella  en  cada  pico,  y  zócalo 
é  imagen  descansan  en  otro  zócalo  ó  basamento  de  madera,  á 
los  lados  del  cual  se  sientan  dos  angelillos  con  palmas  en  las 
manos.  De  la  derecha  de  la  Virgen  parte  un  ramo  de  azucenas. 
Para  vestir  á  la  Madre   no  hubo   más  que  hacer,  sin   duda, 

que  rodearla  de  estos  postizos  ropajes, 
pero  no  fué  tan  afortunado  el  Hijo, 
porque  para  que  le  cayera  bien  su 
vestido  hubieron  de  aserrarlo  por  la 
cintura,  profanación  que  ya  he  visto 
realizada  en  otras  imágenes  semejan- 
tes. Así  vestidas,  contra  lo  que  el  arte 
de  todos  los  tiempos  requiere  y  contra 
el  gusto  piadoso  de  los  cristianos  y  de 
los  escultores  románicos  y  góticos,  he 
encontrado  muchas  Vírgenes,  de  pie- 
dra, de  madera  y  de  pasta,  y  entre 
ellas  recuerdo  ahora  las  históricas  imá- 
genes de  Badajuen,  en  Aramayona; 
de  Estibaliz,  en  Villafranca  de  Álava, 
y  de  la  Esclavitud,  en  la  Catedral  de 
Vitoria.  Un  detalle,  una  exigencia  de 
primer  orden  en  la  restauración  de  La  Rábida,  será  segura- 
mente el  de  dejar  esta  Virgen  en  su  altar,  en  la  misma  forma 
y  modo  en  que  salió  de  las  manos  de  su  autor,  cuando  en  los 
días  de  la  Reconquista,  hace  seis  siglos,  se  trocó  el  Morabito  de 
La  Rábita  en  monasterio  cristiano  de  la  Virgen. 

Cuando  ya  el  arte  mudejar  había  dado  nueva  traza,  bastante 
amplitud  y  artísticas  formas  al  convento  franciscano,  al  mediar 
el  último  tercio  del  siglo  xv,  llegó  á  La  Rábida  Cristóbal  Colón, 
que  entonces  contaba  cuarenta  y  ocho  años  de  edad,  con  su 
hijo  Diego  Colón  y  Monis  de  Palestrello.  El  convento  de  La 
Rábida  no  estaba  en  el  camino  de  ninguna  parte.  ¿Por  qué  fué 


—  17  — 

Colón  á  él?  Por  lo  mismo  que  acudían  otros  muchos  pobres  ca- 
minantes á  las  puertas  de  los  conventos;  porque  no  tenían  otro 
refugio  á  que  acogerse.  Colón  desde  Portugal,  cansado  de  ofrecer 
sus  proyectos  al  Rey  en  Lisboa,  se  trasladó  á  España  con  su 
hijo,  llegó  embarcado  á  la  ría  de  Huelva,  con  ánimo  de  visitar 
en  esta  capital  á  su  cuñado  Muliar  y  de  proseguir  su  viaje  á  la 
corte  de  España,  que  se  hallaba  en  Córdoba,  pero  hubo  de  to- 
car de  arribada  en  el  puerto  de  Palos  la  nave  que  le  conducía. 
A  pie,  sin  equipaje  y  sin  dinero,  aquel  hombre  no  debió  encon- 
trar en  Palos  un  asilo  abierto  en  el  cual  poder  descansar,  y 
cuando  contristado  levantó  sus  ojos  para  fijarlos  en  el  cielo, 
halló  en  el  camino,  en  una  altura,  la  consoladora  vista  de  un  mo- 
nasterio, hacia  el  cual,  instintivamente,  y  para  suerte  y  gloria 
suya  y  de  España  entera  dirigió  sus  pasos.  Subieron  por  la  la- 
dera arriba  los  dos  futuros  Almirantes  del  Océano,  padre  é  hijo, 
y  al  llegar  á  la  puerta  del  monasterio,  pidió  el  hombre  á  los 
frailes  pan  y  agua  para  el  niño.  A  cambio  de  aquella  limosna, 
muy  pronto  ya  no  debería  ponerse  el  sol  en  los  dominios  de  Es- 
paña. Habitaban  en  La  Rábida,  entre  otros  franciscanos,  dos  de 
ellos  llamados  Fr.  Juan  Pérez  el  uno  y  Fr.  Antonio  de  Mar- 
chena  el  otro;  cuyos  dos  personajes  han  venido  confundiéndose 
en  uno  solo,  que  el  error  ha  denominado  Fr.  Juan  Pérez  de 
Marchena,  sin  que  casi  hasta  nuestros  días  se  haya  vulgarizado 
la  verdad,  cuando  desde  que  en  1827  publicó  el  sabio  D.  Mar- 
tín Fernández  de  Navarrete  sus  estudios  sobre  Colón  y  Amé- 
rica, se  conocía  la  carta  que  los  Reyes  Católicos  escribieron  á 
Colón  en  5  de  Septiembre  de  1493,  antes  de  que  emprendiera 
su  segundo  viaje,  y  en  la  cual  le  decía:  «Nos  parece  que  sería 
bien  que  llevásedes  con  vos  un  buen  estrólogo,  y  nos  paresció 
que  sería  bueno  para  esto  Fray  Antonio  de  Marchena,  porque 
es  buen  estrólogo  y  siempre  nos  paresció  que  se  conformaba 
con  vuestro  parecer.»  Ambos  religiosos  acogieron  á  Colón  y  á 
su  hijo  con  amorosa  solicitud,  y  al  darle  hospitalidad  oyeron  de 
sus  labios  el  objeto  que  le  traía  á  España.  Era  Fr.  Juan  Pérez 
confesor  de  la  Reina  Católica,  y  Fr.  Antonio  de  Marchena  era 
astrólogo,  como  ya  queda  dicho,  de  modo  que  Colón  fué  á  dar, 
no  con  dos  personas  vulgares,  sino  con  una  que  por  su  saber 
era  consejero  espiritual  de  los  Reyes  en  la  tierra,  y  con  otro  que 


I»  — 


por  sus  conocimientos  estaba  versado  en  los  secretos  de  las  ma- 
ravillas del  cielo.  Le  oyeron,  le  comprendieron,  le  quisieron 
desde  entonces,  y  allí  en  La  Rábida  fué  concebido  el  proyecto 
que  debiera  abrir  á  Colón  las  puertas  de  la  Corte  de  España,  y 
á  España  las  puertas  de  un  Nuevo  Mundo.  Por  esto  es  grande, 
es  memorable,  es  glorioso  el  nombre  de  La  Rábida,  Los  humil- 
des hijos  de  San  Francisco,  caminantes  descalzos  que  recorrían 
el  mundo  en  busca  de  corazones  apenados  para  consolarlos  y 
fortalecerlos,  y  en  busca  de  espíritus  descarriados  para  dirigirlos 
al  cielo,  vieron  un  hermano  en  aquel  caminante  haraposo,  que 
iba  errante  por  la  tierra  en  busca  de  un  corazón  que  le  diera 
ánimo  y  amparo,  y  en  busca  de  una  inteligencia  luminosa  que 
se  identificara  con  la  suya  para  enseñar  á  la  humanidad,  desca- 
rriada en  sus  derroteros,  el  camino  seguro  de  un  nuevo  paraíso 
terrenal.  La  estancia  de  Colón  en  La  Rábida,  que  empieza  siendo 
un  idilio  de  la  caridad,  terminó  siendo  el  poema  más  grande  de 
las  empresashumanas.  AUíenlas  celadas  del  claustromudéjar, en 
medio  del  silencio  del  monasterio,  mientras  el  niño  Diego  va- 
gaba por  las  umbrías  del  huerto,  conversaron  el  extranjero  y  los 
frailes;  y  de  seguro,  sobre  mugrientas  cartas  geográficas,  mil  ve- 
ces abiertas  por  la  esperanza  en  Portugal  y  en  otras  partes,  ante 
nobles  y  plebeyos;  mil  veces  explicadas  por  la  fe  y  la  convic- 
ción, y  mil  veces  cerradas  por  el  desengaño,  sobre  los  mapas 
del  mar  y  de  la  tierra,  que  el  mismo  buscador  de  mundos  tra- 
zara, discutieron  el  confesor  y  el  astrólogo  con  el  navegante 
la  posibilidad  de  ir  á  la  India  por  un  camino  más  breve  que  el 
que  los  portugueses  seguían,  y  la  mayor  ó  menor  certeza  de  dar 
la  vuelta  al  mundo.  Cuando  se  visita  hoy  La  Rábida,  y  se  avanza 
por  los  silenciosos  claustros  hacia  las  celdas  altas,  finge  la  fan- 
tasía, porque  así  lo  siente  el  corazón,  que  allá  dentro,  tras  de  la 
reducida  puerta  de  una  de  ellas,  se  oye  el  rumor  de  animada 
polémica,  y  que  las  voces  que  se  escuchan  son  las  del  glorioso 
navegante  y  la  del  venerable  Juan  Pérez  y  la  del  sabio  Antonio 
de  Marchena,  y  se  detiene  el  viajero,  como  si,  en  efecto  las 
oyera,  y  cuando  desaparece  la  ilusión,  no  desaparece  sino  que 
está  allí,  vivo,  elocuente,  conmovedor  el  escenario  real,  en  que 
tales  polémicas  y  tales  conferencias  se  realizaron.  Aquellos 
sesudos  hombres,  no   fiándose  sólo  de  sus  propias   impresio- 


—  19  — 

nes,  desearon  asesorarse  con  la  de  otro  que  por  sus  estudios 
sería  tal  vez  el  más  entendido  de  la  comarca,  y  le  mandaron  á 
buscar,  para  que  oyera  á  Colón.  Era  aquel  hombre  el  físico  ó 
médico  de  la  villa  de  Palos,  García  Hernández,  quien  oyó  ad- 
mirado á  Colón,  y  se  hizo,  como  los  frailes,  decidido  partidario 
suyo.  Estudiaban  los  médicos  entonces,  no  sólo  la  física  del 
cuerpo  humano,  sino  la  del  universo  mundo,  en  los  breves  lí- 
mites en  que  la  ciencia  estaba  contenida.  Sabían  de  las  cosas 
de  la  tierra,  de  las  del  mar  y  de  las  de  los  superpuestos  cielos, 
y  entendían  que  se  enlazaban  con  las  dolencias  del  organismo 
y  del  espíritu  todos  los  cambios  operados  en  los  elementos  y 
en  las  esferas.  Eran,  cuando  se  daban  al  estudio,  verdaderos 
sabios,  filósofos,  naturalistas  y  curanderos  á  un  tiempo.  Gar- 
cía Hernández  debía  ser  de  ellos,  de  la  buena  escuela  que  en 
aquella  época  hizo  brillar  á  tantos  médicos  ilustres.  Las  cró- 
nicas de  nuestra  historia  médica  recuerdan  al  mestre  Juan  Al- 
canys,  valenciano,  que  escribió  en  idioma  lemosino  el  Regiment 
preservatiii  é  curatiu  de  la  pestilencia;  al  médico  morbero 
Lucian  Colominés,  de  Palma;  á  Diego  Torres,  salmantino;  á 
Pedro  Pintor,  valenciano,  médico  de  Alejandro  VI  en  Roma, 
y  autor  de  la  obra  Agregator  sententiariim  de  preservaiione  et 
curailone  pestilentice ^  que  como  médico  astrólogo  señalaba  la 
influencia  que  sobre  la  peste  tienen  los  astros,  en  el  caso  de 
radix  superior^  ó  la  alteración  de  los  cuatro  elementos  en  el 
de  radix  inferior;  y  que  sostenía  también  en  su  libro  De  morbo 
foedo  his  temporibus  ajligenti,  que  la  enfermedad  de  la  luz  vené- 
rea, entonces  tan  desarrollada,  era  debida  á  la  conjunción  de  los 
planetas;  al  insigne  médico  físico  Francisco  de  Gibraleón;  á  los 
doctores  Bodega,  Aragonés  é  Infante;  al  obispo  y  médico  va- 
lenciano Gaspar  Torrella,  que  escribió  el  Dialogiis  de  dolore 
cum  tractatu  de  ulceribus  impiiden  dagra  evenire  solites;  al  sal- 
mantino, médico  de  la  Corte,  Francisco  Pérez  de  Villalobos, 
autor  del  Sumario  de  Medicina  y  del  tratado  de  las  Bubas;  á 
Juan  Almenar,  valenciano,  que  publicó  el  De  morbo  gallico;  á 
Luis  Lobera,  de  Avila,  y  á  Luis   de  Lucena.  De  los   trabajos 
publicados  por  estos  físicos  se  deduce  estudiaban  cuanto  las 
ciencias  naturales,  la  astrología,  la  geografía  }'■  el  arte  de  curar 
habían  reunido  en  aquellos  tiempos,  y  no  es  extraño  el  que  en 


—    20   — 


todas  partes  se  considerase  á  los  médicos  reputados  como  hom- 
bres entendidos  en  las  más  difíciles  averiguaciones,  y  que  si  así 
era,  como  debía  ser,  el  físico  de  Palos,  García  Hernández,  le 
supusieran  los  franciscanos  Fr.  Juan  Pérez  y  Fr.  Antonio  de 
Marchena,  persona  capaz  de  debatir  con  Cristóbal  Colón,  y 
de  ilustrarles  á  ellos  en  asunto  tan  grave  como  el  que  el  marino 
genovés  intentaba  plantear  y  resolver.  El  pleito  del  descubri- 
miento del  nuevo  camino  de  las  Indias  quedó  fallado  y  ganada 
en  primera  instancia  en  el  convento  de  La  Rábida. 

Todos  conocéis  el  calvario  que  recorrió  Colón  para  que  este 
pleito  se  fallara  tan  favorablemente  cerca  de  la  Corte,  como 
se  había  fallado  en  el  apartado  rincón  de  la  ría  de  Huelva.  Siete 
años  mortales  duró  su  peregrinación  por  España,  siempre  ani- 
mado y  ayudado  por  sus  amigos  de  La  Rábida.  A  Fr.  Juan  Pérez 
debió  su  conocimiento  con  la  Reina  Católica,  y  á  la  reducida 
comunidad  entera  la  merced  de  que  su  hijo  Diego  quedara  en 
el  convento  bien  cuidado  y  atendido,  mientras  él  mendigaba 
los  favores  de  los  que  debieran  ayudarle  en  su  empresa.  Pen- 
sando en  el  desvalido  hijo  de  su  alma.  Colón  no  separó  jamás 
su  mente  del  retiro  de  la  Rábida,  hasta  el  día  en  que  partió 
para  su  primer  viaje.  Era  señor  de  aquella  comarca  D.  Luis  de 
la  Cerda,  Duque  de  Medina  Sidonia,  y  á  su  casa  de  Sevilla  se 
dirigió  desde  La  Rábida  para  buscar  hospitalidad,  amparo  y 
apoyo,  como  en  efecto  se  los  dio  el  noble  procer  durante 
algunos  meses,  de  1485  hasta  principios  del  86.  Pobre  y  misera- 
ble llegó  á  Córdoba,  en  pos  de  la  Corte  con  cartas  de  recomen- 
dación de  Fr.  Juan  Pérez  para  su  compañero  el  confesor  de  la 
Reina,  Fr.  Hernando  de  Talavera,  y  otras  del  Duque  de  Medina 
Sidonia  para  Alonso  de  Quintanilla,  Contador  mayor  de  Casti- 
lla. Logró  hacerse  allí  con  algunos  poderosos  protectores  y 
amigos,  y  al  cabo  fué  enviado  á  que  sometiera  sus  proyectos  ante 
los  doctores  de  la  Universidad  de  Salamanca,  en  la  cual  ayu- 
dáronle y  le  defendieron  los  frailes  dominicos,  y  entre  ellos  el 
sabio  catedrático  Fr.  Diego  Deza,  futuro  Arzobispo  de  Sevilla. 
Sacó  el  navegante  de  su  campaña  con  los  doctores  muy  buenas 
esperanzas,  pero  nada  más;  y  volvió  á  seguir  á  la  Corte,  en  su 
eterno  y  triste  papel  de  pretendiente  (1487),  teniéndole  las 
gentes  por  loco  en  todas  partes.  Sirvió  á  los  Reyes  en  estos  años 


—   21    — 


de  1487  y  88  durante  las  campañas  contra  los  moros  para  la 
conquista  de  Málaga,  en  cuya  época  le  invitó  el  rey  D.  Juan  II 
de  Portugal  á  que  volviera  á  Lisboa  para  ayudarle  en  sus  pro- 
yectos de  descubrimiento.  Poco  después  Enrique  VII  de  In- 
glaterra le  invitaba  también  (1489)  á  que  pasara  á  su  reino,  para 
llevar  adelante  sus  planes.  Entiéndese  que  desde  fines  del  año 
anterior  hasta  principios  de  éste,  vivió  Colón  en  Portugal,  sin 
poder  entenderse  con  el  Monarca.  Siguió  después  en  el  servicio 
de  los  Reyes  Católicos  y  peleó  como  animoso  soldado  en  el 
sitio  y  conquista  de  la  ciudad  de  Baza,  donde  la  peste  mató  á 
centenares  á  los  sitiadores.  No  tuvo  tiempo  la  Corte  en  tanto 
para  oir  á  Colón,  que  así  anduvo  tras  ella  sin  esperanza  alguna 
en  1490  y  9 1 .  Sirvió  entonces  de  nuevo  á  los  Duques  de  Medina- 
celi  y  de  Medina  Sidonia,  pasóse  algún  tiempo  sin  que  se  mejora- 
sen sus  esperanzas  y  viendo  que  los  Reyes  iban  á  emprender  la 
guerra  de  Granada  y  que  no  podían  pensar  en  él,  se  decidió  á 
ir  á  Francia  y  entregar  su  proyecto  á  aquel  Monarca,  que  con- 
tinuaba invitándole  á  que  se  presentara  en  su  Corte.  Y  para  no 
ser  más  molesto  á  los  frailes  de  La  Rábida  en  el  cuidado  de  su 
hijo  Diego,  acordó  sacarlo  del  convento  y  llevárselo  á  Córdoba, 
mientras  realizaba  su  expedición  á  París.  Entonces,  al  llegar 
por  segunda  vez  Colón  á  La  Rábida,  recibió  en  este  sitio  un 
nuevo  refuerzo  para  su  corazón,  que  fué  decisivo  en  la  gloriosa 
empresa  del  descubrimiento,  y  que  es  digno  de  figurar  en  la 
historia  de  aquel  histórico  santuario,  con  igual  importancia  con 
que  figura  el  recuerdo  de  su  primera  visita,  porque  el  padre 
Fr.  Juan  Pérez,  profundamente  contristado  al  ver  que  Colón 
iba  á  ofrecer  sus  servicios  al  Rey  de  Francia,  y  abrigando  la 
convicción  de  que  el  navegante  tenía  razón  en  sus  pretensiones, 
le  aconsejó  que  desistiera  del  viaje  y  le  prometió  su  decidido 
apoyo.  Como  fueron  importantísimas  las  conferencias  de  1485 
en  el  convento,  lo  fueron  tanto  ó  más  las  que  celebraron  en  1491 
allí  mismo.  Colón,  los  franciscanos,  los  Pinzones  de  Palos  y  el 
médico  García  Hernández,  de  las  cuales  resultó  que  aquél  con- 
sintió en  quedarse  y  en  solicitar  de  nuevo  el  amparo  de  los 
Reyes  Católicos,  mediante  la  gestión  personal  de  Fr.  Juan 
Pérez,  que  escribió  á  la  Reina,  llevándola  la  carta  y  volviendo 
con  satisfactoria  respuesta  el  piloto  de  Lepe,  Sebastián  Rodrí- 


22 


guez,  yendo  el  mismo  Fr.  Juan  á  ver  á  la  Reina,  con  el  apoyo 
de  la  Marquesa  de  Moya  y  consiguiendo  para  Colón  veintemil 
maravedises  que  el  médico  García  Hernández  recibió  y  le  en- 
tregó, para  que  se  presentase  adecentado  en  la  Corte,  en  cuyas 
gestiones  se  pasó  el  año  de  1491,  llegando  Colón  á  Granada 
precisamente  en  los  días  en  que  la  ciudad  de  Boabdil  se  entre- 
gaba al  ejército  cristiano.  Aun  tuvo  que  sufrir  mucho  el  preten- 
diente, aun  volvió  á  decidirse  á  marchar  á  Francia  y  partió  con 
este  fin  de  Granada,  pero  las  súplicas  de  sus  amigos  Luis  de 
Santángel,  de  Alonso  de  Quintanilla  y  de  la  Marquesa  de  Moya, 
decidieron  á  Isabel  la  Católica  á  que  Colón  realizara  su  viaje, 
ofreciendo  ella  entonces  sus  joyas,  si  era  preciso,  para  levantar 
los  fondos  necesarios.  Hicieron  volver  á  Colón  de  su  camino, 
comunicáronle  la  fausta  nueva  y  quedó  asegurado  desde  aquel 
día  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo.  Volvió  triunfante 
Colón  á  La  Rábida  en  ésta  su  tercera  visita  y  se  dispuso  la  par- 
tida en  la  patria  de  los  Pinzones.  Sacó  á  su  hijo  Diego  del  hos- 
pitalario asilo,  y  antes  de  salir  para  el  Océano  lo  dejó  en  Moguer 
al  cargo  de  dos  amigos. 

El  talismán  poderoso  de  la  fe  que  Fr.  Juan  Pérez  supo  infun- 
dirle siempre,  le  mantuvo  firme  durante  tantos  años  de  amargas 
contradicciones  y  desengaños;  pero  fuerza  es  confesar  que  otra 
mágica  atracción  le  retenía  unido  al  suelo  de  esta  tierra  españo- 
la: el  amor.  Durante  su  primera  estancia  en  Córdoba  había 
conocido  Colón  á  una  dama  llamada  D.^  Beatriz  Enríquez  de 
Arana,  la  cual  supo  infundirle  honda  pasión  y  de  la  que  tuvo  un 
hijo  que  se  llamó  Fernando.  Siempre  vivió  unido  á  la  familia 
cordobesa,  y  de  ella  llevó  en  su  primer  viaje  al  escribano  Diego 
de  Arana,  primo  de  D.*  Beatriz,  que  murió  mandando  el  fuerte 
de  Navidad,  en  la  isla  Española,  mientras*  Colón  volvía  á  Es- 
paña; y  en  su  tercer  viaje  (1498)  le  acompañó  Pedro  de  Arana^ 
hermano  de  dicha  señora.  El  insigne  genovés  encontraba  en 
Córdoba  el  consuelo  de  sus  desventuras  y  en  el  amoroso  hogar 
de  D.*  Beatriz,  al  lado  de  su  hijo,  pudo  esperar  siempre  á  mejo- 
res tiempos,  ganando  su  sustento,  ya  dibujando  mapas  y  rutas 
de  navegación,  ya  con  la  pensión  que  los  Reyes  le  pasaron,  ya 
sirviendo  en  el  ejército  cristiano  como  animoso  soldado.  Tuvo 
siempre  encendida  su  fe  con  los  consejos  de  Fr.  Juan  Pérez; 


—    2\ 


sostuvo  su  esperanza  confiado  en  las  nobilísimas  prendas  de  la 
reina  Isabel  y  mantúvole  en  España  el  amor  de  la  dama  cor- 
dobesa. Con  estos  tres  clavos,  fe,  esperanza  y  amor,  que  á  todos 
los  hombres  nos  rinden  y  sujetan,  quedó  Colón  sujeto  á  la  pa- 
tria española,  contra  todas  las  iras  que  en  su  pecho  levantaran 
los  fiascos  y  desengaños  de  sus  pretensiones,  contra  los  halagüe- 
ños ofrecimientos  de  los  Reyes  de  Portugal,  Francia  é  Ingla- 
terra, y  contra  las  penalidades  de  una  existencia  rayana  en  la 
pobreza  y  mancillada  por  las  insolencias  del  vulgo  que  le  creía 
enfermo  de  locura.  ¡Bien  haya  el  amor,  puerto  de  refugio  de 
los  pechos  más  combatidos  por  las  tormentas  de  la  vida,  que 
cuando  es  fiel  y  verdadero,  conviértese  en  áncora  de  salvación, 
en  bálsamo  maravilloso  y  en  reparador  descanso,  que  nos  salva 
del  peligro,  cicatriza  nuestras  heridas,  repone  las  fuerzas  y  presta 
al  espíritu  nuevos  y  mayores  alientos  para  dar  cima  á  las  más 
arriesgadas  empresas!  Al  lado  de  Fr.  Juan  Pérez  y  de  Isabel 
la  Católica  bien  pueden  la  fama  y  la  patria  reconocida  poner 
el  recuerdo  de  D.^  Beatriz  Enríquez  de  Arana,  sin  cuya  amo- 
rosa atracción  tal  vez  portugueses  ó  franceses,  ó  ingleses,  se 
envanecieran  hoy  de  haber  dado  sus  naves  á  Colón  para  llegar 
al  otro  lado  del  Atlántico. 

Partió  Colón  del  puerto  de  Palos  en  aquella  mañana  y  en 
aquella  ocasión,  tan  magistral  y  admirablemente  descritas  en 
esta  cátedra  no  hace  muchos  días  por  nuestro  querido  compa- 
ñero el  sabio  escritor  marino  D.  Cesáreo  Fernández  Duro,  par- 
tió, y  desde  entonces  La  Rábida  no  suena  en  ninguno  de  los  su- 
cesos que  se  refieren  á  la  vida  del  Almirante.  Los  franciscanos  de 
La  Rábida,  desde  las  playas  del  río  Tinto  unos,  y  desde  el  pro- 
montorio de  la  Virgen  de  los  Milagros  otros,  vieron  salir  aquella 
paloma  mensajera  que  el  Viejo  Mundo  enviaba  al  Nuevo,  y 
pudieron,  glosando  el  nombre  de  Colombo,  decir  entusiasma- 
dos, lo  que  algunos  siglos  después  dijo  un  elegante  poeta  com- 
patriota suyo : 

"¡Quel  Coloinho  son'io 
Stupor  d'ogni  altro  ingegno, 
Che  con  ali  di  lino,  é  pié  di  legno 
Volando  a  nuovoCiei,  col  voló  mió 
De  lo  Spirto  di  Dio, 
Doue  volata  ancor  non  era  mai 
La  Coloinba  guidai!» 


—   24  — 

Olvidado  y  sin  historia  postuma  quedó  el  convento  de  La  Rá- 
bida desde  el  siglo  xvi.  Nada  hay  que  contar  de  él  durante  los 
dos  siguientes,  y  si  algún  viajero  curioso  lo  visitó,  no  sé  que 
dejara  consignadas  sus  impresiones  en  parte  alguna,  hasta  que 
en  1828  lo  hizo  el  ilustre  Washington  Irving,  el  autor  de  la 
Vida  y  viajes  de  Cristóbal  Colón ,  y  de  los  Viajes  y  descubri- 
mientos de  los  compañeros  de  Colón ^  que  se  dedicó  á  escribir 
estos'trabajos,  alentado  por  el  ejemplo  y  con -la  ayuda  de  nues- 
tro sabio  compatriota  D.  Martín  Fernández  Navarrete,  el  ve- 
nerable palaciano  de  Abalos. 
Emprendió  la  que  él  llamó 
«peregrinación  americana», 
pasando  de  Madrid  á  Sevilla 
y  desde  allí  á  Moguer,  á  Palos 
y  á  la  Rábida.  Visitó  en  Mo- 
guer á  un  descendiente  de  Pin- 
zón llamado  Juan  Fernández 
Pinzón,  á  su  hermano  Luis  y  á 
su  hijo  Rafael;  aquel  le  acom- 
pañó á  Palos  «desde  donde  se 
ven  elevarse  las  blancas  pare- 
des del  convento  de  la  Rábida, 
en  medio  de  un  espeso  bosque 
de  pinos.»  Subió  con  él  al  mo- 
nasterio, y  he  aquí  parte  de  la 
descripción  que  hizo  de  él: 
«Hallábase  completamente 
abierta  la  puerta  y  nos  facilitó 
la  entrada  á  un  patio  interior,  desde  donde  pasamos,  por  debajo 
de  un  arco  gótico,  á  la  capilla,  sin  encontrar  alma  viviente ;  des- 
pués atravesamos  dos  claustros  interiores  igualmente  vacíos  y 
silenciosos:  miramos  por  una  ventana  y  vimos  lo  que  había  sido 
jardín,  pero  que  ya  no  era  más  que  ruinas;  las  paredes  se  ha- 
bían caído  y  no  quedaban  más  signos  de  cultivo  que  algunos 
arbustos  y  dos  malas  higueras.  Pasamos  al  través  de  largos  co- 
rredores, pero  las  celdas  estaban  cerradas  y  vacías.  Por  fin, 
después  de  haber  recorrido  casi  todo  el  desamparado  local,  sin 
oir  más  que  el  eco  de  nuestras  pisadas,  llegamos  á  la  puerta  de 


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una  celda,  que  estando  medio  entornada,  nos  dejó  ver  dentro 
un  monje,  sentado  delante  de  una  mesa  escribiendo.  Se  levantó 
y  nos  recibió  con  la  mayor  cordialidad,  conduciéndonos  ense- 
guida á  ver  al  Superior,  que  se  entretenía  leyendo  en  una  celda 
inmediata;  ambos  eran  bastante  jóvenes,  y  ellos,  un  novicio  y 
un  lego  formaban  la  comunidad.»  El  convento  estaba,  pues, 
en  ese  abandono,  y  la  huerta  destrozada,  y  las  paredes  caídas 
en  1828,  siete  años  antes  de  la  expulsión  de  los  frailes  y  de  que 
la  Rábida  quedara  totalmente  desierta. 

Para  conservar  el  edificio  ideó  el  Gobierno,  en  1846,  desti- 
narlo á  Casa  de  Refugio  de  veteranos  inutilizados  en  el  servicio 
de  la  marina  española,  en  cuyo  pensamiento  se  insistió  durante 
tres  ó  cuatro  años,  sin  llegar  á  realizarlo.  En  tanto,  el  histórico 
edificio  se  salvó  como  por  milagro  de  las  manos  délos  compra- 
dores de  bienes  nacionales,  y  eso  que  no  pudo  tasarse  más  ba- 
rato, puesto  que  se  fijó  su  valor  en  4.950  reales.  En  aquella 
época,  1849,  visitó  el  monasterio  el  entonces  joven  escritor  y 
arqueólogo,  y  después  sabio  profesor,  D.  José  Amador  de  los 
Ríos,  que  publicó  sus  impresiones  en  el  Semanario  Pintoresco 
Español^  núm.  33  de  dicho  año.  En  1851  corrió  el  edificio  in- 
minente riesgo  de  desaparecer,  porque  habiendo  propuesto  al 
Ministro  de  Comercio,  Instrucción  y  Obras  Públicas  el  Gober- 
nador de  Huelva,  que  se  enajenasen  los  restos  que  quedaban 
del  convento,  accedió  el  Ministro  á  que  se  derribaran  las  pare- 
des absolutamente  inservibles,  y  á  que  se  vendieran  sus  mate- 
riales, respetando  la  iglesia  «que  se  hallaba,  por  fortuna,  en 
bastante  buen  estado,  y  todas  las  demás  partes  que  pudieran 
conservarse».  El  Gobernador  que  sucedió  al  anterior  y  que  re- 
cibió la  orden  del  derribo  parcial  se  alzó  al  Ministro  con  fuertes 
razonamientos  en  pro  de  la  conservación,  y  el  santuario  se 
salvó.  Los  Duques  de  Montpensier  lo  visitaron  en  1854,  y 
por  su  iniciativa  y  con  su  cooperación  se  trató  de  restaurar, 
como  en  efecto  se  hizo  en  1855,  realizándose  una  especie  de 
repaso,  afirmamiento  y  blanqueo,  que  no  pudo  llamarse  res- 
tauración, pero  que  sirvió  para  que  la  ruina  detuviese  sus  es- 
tragos. Al  año  siguiente  fué  declarado  monumento  nacional. 
En  1862  lo  visitó  el  escritor  francés  M.  Delavigne,  quien  hace 
ligera  mención  de  él  en  su  libro  itinerario  de  un  viaje  por  Es- 


—   26   — 

paña,  afirmando,  después  de  contemplar  el  abandono  del  con- 
vento, que  «L'  Espagne  ne  releve  pas  ce  quitombe»,  conducta 
que  ha  seguido  también  la  Francia  hasta  hace  treinta  años. 
En  1868  se  edificaron  las  habitaciones  altas,  sobre  la  entrada, 
y  en  1875  se  compraron  la  huerta  y  tierras  inmediatas. 

No  podía  la  Orden  de  Menores  de  San  Francisco,  tan  glorio- 
samente interesada  en  cuanto  á  La  Rábida  se  refiere,  dejar 
de  ocuparse  de  la  importancia  de  este  monumento,  hoy  en 
que  han  vuelto  á  resucitar  cuantas  memorias  tocan  á  la 
vida  y  hechos  del  gran  Almirante,  y  á  uno  de  los  más  distingui- 
dos hijos  de  la  familia  franciscana  española  se  debe  la  publica- 
ción de  una  curiosísima  obra  titulada  Colón  y  La  Rábida ,  es- 
crita con  un  cariño  á  aquella  casa  digno  de  los  que  la  habitaron 
y  enaltecieron  tanto.  El  muy  reverendo  P.  Fr.  José  Coll,  de- 
finidor general  de  la  Orden,  autor  de  numerosas  obras  y  per- 
sona tan  entendida  como  modesta,  ha  recogido  en  ese  libro 
cuantas  noticias  y  datos  pueden  ilustrar  la  historia  del  convento, 
después  de  haberlo  visitado  varias  veces,  resultando  ser  su  me- 
ritorio trabajo  un  verdadero  álbum  de  curiosidades,  relativas  al 
mismo  y  á  la  cooperación  que  sus  hermanos  en  religión  presta- 
ron, no  sólo  al  descubridor  de  América,  sino  á  los  conquistado- 
res, en  los  primeros  tiempos  de  nuestro  establecimiento  en 
aquel  mundo.  Además  de  estos  estudios,  el  P.  Coll  ha  publi- 
cado otros  titulados  El  huerto  de  La  Rábida  y  La  palmera  so- 
litaria ,  referentes  al  mismo  asunto  en  la  Revista  de  los  Padres 
Franciscanos,  en  La  Controversia  y  en  otros  periódicos. 

Al  aproximarse  el  cuarto  Centenario  del  descubrimiento  de 
la  América,  la  nación  puso  sus  ojos  en  La  Rábida,  único  tes- 
tigo positivo  que  queda  en  pie  de  la  presencia  y  hechos  de 
Cristóbal  Colón.  Era  preciso  volver  á  aquel  monumento,  aten- 
diendo á  su  perpetua  conservación,  restaurándolo  y  dándole 
para  en  adelante  calor  de  vida.  La  restauración  se  encomendó, 
con  muy  buen  acuerdo ,  al  reputado  arquitecto  y  muy  enten- 
dido profesor  de  la  Escuela  de  Arquitectura,  D.  Ricardo  Ve- 
lázquez,  que  á  juzgar  por  sus  inspirados  y  concienzudos  proyec- 
tos, ha  de  hacerla  á  maravilla.  Parece  que  la  construcción 
quedará  en  totalidad  arreglada  al  estilo  del  siglo  xv,  como 
debió  estarlo  poco  antes  de  la  llegada  de  Colón,  y  tal  cual  la 


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habían  terminado  los  artistas  mudejares,  conservando  así  el  ver- 
dadero carácter  que  debe  ostentar.  Será  preciso  para  ello,  no 
sólo  reponer  mucho  de  lo  qae  el  tiempo  ha  destruido,  sino  de- 
moler todo  lo  que  el  mal  gusto  y  la  ignorancia  han  añadido  á 
las  antiguas  construcciones,  que  no  es  poco.  Dícese  que  en  los 
primeros  trabajos  de  reconocimiento  se  han  encontrado  algu- 
nos frescos  que  adornaron  los  muros  del  claustro  mudejar  y  las 
paredes  de  algunas  dependencias;  y  es  de  creer  que  al  conti- 
nuarlos se  descubran  y  aparezcan  otros  curiosos  detalles,  que 
el  talento  práctico  del  Sr.  Velázquez  aprovechará  para  identifi- 
car más  y  más  su  tarea  restauradora  con  la  de  los  viejos  alarifes 
que  allí  trabajaron.  Nunca  La  Rábida,  por  su  esencial  y  primi- 
tiva traza  y  disposición,  podrá  ofrecer  el  aspecto  de  un  monu- 
mento artístico,  ya  que  en  resumen  siempre  fué  una  ermita  con 
una  modesta  vivienda  al  lado,  pero  al  adquirir  de  nuevo  las  for- 
mas, más  ó  menos  semejantes,  á  las  que  tuvo  hace  cuatro  siglos, 
hablará  con  más  elocuencia  y  verdad,  inspirará  más  y  nos  pondrá 
más  en  contacto  con  aquellos  tiempos,  que  con  el  pobre  y  re- 
mendado conjunto  que  hoy  ofrece.  En  sus  alrededores  la  flora 
meridional,  que  tan  bien  se  da  en  aquellos  lugares,  podrá  aña- 
dir positivos  encantos  naturales  al  histórico  monasterio.  Pro- 
yéctase abrir  hermosos  jardines  en  la  meseta;  plantar  el  huerto 
que  se  extiende  por  la  ladera,  instalar  un  muelle  de  hierro  al 
pie  de  la  colina,  para  facilitar  el  acceso  de  los  que  vayan  de 
Huelva  á  visitar  el  convento,  que  son  los  más;  construir  una 
hermosa  carretera  desde  la  explanada  alta  á  Palos  y  á  Moguer, 
y  levantar,  en  fin,  un  gran  monumento  conmemorativo  en  honor 
del  descubrimiento  y  del  descubridor,  que,  asentado  en  aque- 
lla altura,  se  divise  desde  el  Océano,  desde  el  mar  y  desde  la 
tierra  á  largas  distancias.  Muy  arrogante  y  ajustado  al  nobilísi- 
mo objeto  á  que  se  destina  resultará,  á  juzgar  por  el  proyecto 
que  ha  trazado  el  Sr.  Velázquez.  Toda  esta  nueva  parte  deco- 
rativa constituye  el  tributo  moderno  que  la  nación  añade  al  mo- 
numento viejo,  para  que  la  memoria  de  la  visita  de  Colón  y  los 
trascendentales  hechos  que  allí  acaecieron,  queden  solemni- 
zados con  el  respeto  debido  al  vetusto  y  memorable  edificio 
que  los  presenció  y  cOn  las  galas  que  nuestro  siglo  pone  en 
torno  suyo.  Para  dar  calor  de  vida  á  La  Rábida  restaurada  pro- 


28   — 


cede  entregarla  de  nuevo  á  la  Orden  de  Menores  de  San  Fran- 
cisco. Así  se  restablecerá  por  completo  su  verdadero  carácter. 
Si  los  frailes  son  como  deben  ser,  sostenedores  de  la  paz  pú- 
blica y  amantes  del  progreso  y  prosperidad  de  su  patria,  bien 
están  en  medio  de  nosotros,  ayudando  á  los  pobres.  Siempre 
habrá  en  las  provincias  de  Huelva,  Cádiz  y  Sevilla  dos  docenas 
de  huérfanos,  hijos  de  pobres  marinos,  á  los  cuales  vendría  ad- 
mirablemente la  caridad  de  que  les  recogieran  y  enseñaran 
cuanto  un  joven  puede  y  debe  saber  antes  de  emprender  un 
oficio;  y  tal  vez  de  los  jóvenes  allí  educados  por  los  francisca- 
nos saldrían  escolares  distinguidos  aspirantes  á  hombres  de 
provecho,  cuyas  aptitudes  se  hubieran  perdido  de  otro  modo 
en  medio  de  los  azares  del  abandono  y  de  la  miseria.  Así  sería 
La  Rábida  al  mismo  tiempo  que  un  monumento  glorioso,  una 
institución  útil. 

Al  pie  de  La  Rábida  se  alza  fea  y  pintoresca  á  un  tiempo,  la 
torre  de  La  Arenilla.  Si  el  convento  y  sus  alrededores  se  embe- 
llecen y  todo  se  restaura,  pero  se  deja  La  Arenilla  conforme 
está,  con  el  puesto  de  pobres  carabineros  convertido  en  un  mi- 
serable aduar  de  moros,  en  el  que  las  familias  viven  en  lasti- 
moso abandono,  ruéguese  entonces  á  los  visitantes  del  monu- 
mento que  no  pasen  el  Estero  de  los  Frailes  ó  de  Domingo 
Rubio,  que  no  vayan  á  la  Torre,  porque  se  formarán  horrible 
idea  de  la  administración  y  del  Gobierno  español,  al  ver  á  sus 
servidores  armados  y  á  sus  pobres  familias  en  tan  ruines  vivien- 
das y  en  tan  lamentable  atraso.  A  todo  hay  que  atender  cuando 
el  mundo  acude  á  visitarnos,  porque  el  más  ínfimo  detalle  aban- 
donado, si  resulta  detestable,  como  éste,  basta  para  que  dé 
fundado  motivo  á  la  crítica  para  afear  todo  lo  demás  por  her- 
moso y  por  monumental  que  sea.  Y  cuenta  que  el  mejoramiento 
del  puesto  de  carabineros  de  La  Arenilla  es  antes  que  todo  una 
gran  obra  de  caridad. 

Añada  así  nuestra  nación  á  la  obra  meritísima  de  la  consagra- 
ción de  una  de  las  glorias  más  grandes  de  su  pasado,  la  de  la 
práctica  constante  y  progresiva  del  bien  en  todas  partes,  y  los 
pobres  acogidos  en  La  Rábida  y  todos  los  que  con  motivo  de  la 
restauración  hallen  inmediato  alivio  á  sus  necesidades,  bende- 
cirán la  feliz  gestión  de  nuestro  tiempo.  El  monasterio,  el  mo- 


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numento,  el  asilo,  las  galas  y  reformas  progresivas  de  aquel  fa- 
moso rincón  del  mundo,  mantendrán  allí  vivo  el  recuerdo  del 
gran  navegante,  que,  verdadero  Cristóbal,  atravesó  los  mares 
llevando  sobre  sus  hombros,  con  la  doctrina  redentora  de  Cristo, 
al  Cristo  mismo,  según  admirablemente  lo  dejó  dicho  en  su 
honor  el  caballero  Giambattista  Marino,  de  esta  manera: 

«  Porto  di  la  dal  rio 

II  devoto  Gigante, 

Quasi  supposto  al  Ciel  celeste  Atlante, 

Sovra  le  spalle  il  gran  figlioul  di  Dio; 

Ma  ceda  á  me,  poich'io 

Sil  '1  legno  ardito  mió 

Christo  portai,  Christofaro  secondo 

Di  la  dal  mare,  anzi  di  la  dal  mondo.» 

Aquellos  alrededores  de  Huelva  están  llamados  á  tener  un 
gran  desarrollo,  cuando  arraigue  en  nuestra  sociedad  la  costum- 
bre, ya  casi  antigua  en  otros  pueblos,  de  pasar  la  mala  estación 
de  invierno  en  las  playas  meriodinales,  tan  suaves  y  tan  benefi- 
ciosas para  la  salud.  Huelva  disfruta  de  un  clima  y  de  un  temple 
excepcional:  es  toda  una  estación  de  invierno.  Así  lo  han  com- 
prendido los  extranjeros  que  explotan  las  minas  al  establecer 
sus  sanatoriums  en  las  playas  de  Punta  Umbría,  y  así  lo  enten- 
dió el  ilustre  promovedor  de  las  grandes  mejoras  de  aquella 
ciudad  y  de  las  vías  férreas  que  la  sirven,  D.  Guillermo  Sund- 
hein,  hijo  adoptivo  de  Huelva,  al  idear  la  construcción  del  gran- 
dioso Hotel  Colón,  que  es  sin  disputa  uno  de  los  primeros  de 
Europa.  Cuando  hayamos  progresado  lo  necesario,  y  los  extran- 
jeros y  los  nacionales  vengan  á  invernar  á  Alicante,  á  Málaga, 
á  las  orillas  del  Guadalquivir  y  á  Huelva,  en  esta  última  esta- 
ción será  La  Rábida  un  centro  de  atracción  por  todos  visitado. 

No  sólo  tiene  La  Rábida  ese  carácter  histórico  que  la  hace 
famosa,  sino  que  inconscientemente  su  nombre  está  unido  á 
una  revolución  inmensa  en  la  vieja  y  tradicional  política  espa- 
ñola. De  esta  significación,  jamás  indicada  hasta  ahora,  me  ocu- 
paré en  breves  palabras,  para  terminar.  Las  luchas  de  la  Recon- 
quista al  abatir  en  Granada  el  último  baluarte  de  los  árabes, 
debían  proseguir  pasando  el  Estrecho,  para  asegurar  á  perpetui- 
dad la  paz,  con  la  posesión  de  toda  la  comarca  vecina  del  norte 


—  30  — 

de  África.  Tal  fué  el  deseo  que  la  Reina  Católica  dejó  entrever 
en  su  testamento  y  á  tales  tradiciones,  á  tal  dirección  de  la  polí- 
tica española  obedecieron  las  expediciones  guerreras  del  Car- 
denal Cisneros  y  otras.  Indudablemente,  si  la  nación  no  hubiera 
tenido  otro  objetivo,  aquellas  fuerzas  aguerridas  que  pelearon 
en  Málaga,  en  Baza  y  en  Granada,  hubieran  irremisiblemente 
pasado  el  Estrecho,  y  tarde  ó  temprano  en  el  siglo  xvi  hubiera 
continuado  en  el  norte  africano  el  impulso  conquistador,  que  se 
inició  seis  siglos  antes  en  Covadonga  y  que  no  se  detuvo  ni  por 
un  solo  día  durante  éstos.  Pero  la  dirección  de  la  energía  y  de 
la  actividad  de  nuestro  pueblo  cambió  de  rumbo  súbitamente, 
como  si  á  aquella  impetuosa  corriente  se  le  hubiera  puesto  un 
dique  en  su  camino  y  hubieran  tenido  las  aguas  que  buscar  otro 
cauce.  Ese  dique  histórico  providencial,  bien  puede  decirse 
que  fué  La  Rábida.  En  La  Rábida  recibió  amparo  Colón  y  allí 
se  decidió  dos  veces  á  no  abandonar  á  España  y  á  ofrecer  á  los 
Reyes  Católicos  los  proyectos  de  su  grandioso  genio.  Sin  La 
Rábida  la  América  no  se  hubiera  descubierto,  y  sin  el  descubri- 
miento de  la  América  no  se  hubieran  cambiado  la  dirección  y 
el  curso  de  la  política  guerrera  de  España.  La  atención  de  los 
españoles  y  de  su  gobierno  al  fijarse  en  la  conquista  de  los  nue- 
vos países  descubiertos  se  apartó  de  la  conquista  del  África,  y 
desde  entonces,  así  como  llevamos  la  civilización  á  un  gran 
mundo  nuevo,  nos  quedamos  con  la  barbarie  delante  de  nues- 
tras puertas,  á  un  paso  de  Cádiz,  barbarie  que  después  de  cuatro 
siglos  aun  sigue  tan  próxima  como  antes.  Es  indudable  que  La 
Rábida  representa  en  la  historia  de  España  un  altísimo  jalón  á 
partir  del  cual,  fuera  de  la  Patria,  los  destinos  de  ésta  cambia- 
ron por  completo.  Conquistamos  la  América,  pero  nos  olvida- 
mos del  África.  ¿Por  qué  no  hemos  de  recoger  la  tradición 
abandonada  en  el  siglo  xvi? 

Todas  las  naciones  poderosas  de  Europa  se  disputan  el 
próximo  despojo  de  Marruecos,  que  sin  la  obsesión  que  produjo 
en  el  ánimo  nacional  el  dominio  de  América,  debiera  ser  nues- 
tro en  todo  su  litoral  hace  tres  siglos.  Desde  La  Rábida  se 
señaló  á  España  el  camino  del  mundo  americano,  cuya  domina- 
ción perdimos  casi  en  totalidad.  No  podemos  ni  debemos  pen- 
sar en  recobrarla;  pero  cuando  la  Europa  ambiciosa  que  se  ha 


—  31  — 

repartido  el  África  aspira  á  la  posesión  de  Marruecos,  tal  vez 
sin  contar  con  nosotros,  desde  La  Rábida  también,  hacia  el 
Mediodía,  se  vislumbran  los  horizontes  hacia  los  cuales  tendió 
su  mano,  en  señal  de  avance,  la  Reina  Católica,  y  allí  se  siente 
la  necesidad  de  que,  como  podamos,  continuemos  en  justicia  y 
para  honra  de  nuestro  nombre  la  tradición  que  ayer  quedó 
interrumpida.  A  los  gloriosos  recuerdos  que  La  Rábida  evoca 
he  querido  añadir  esta  consideración  histórica,  para  que  conste 
que  no  sólo  vivimos  de  las  memorias  del  pasado,  sino  que  tene- 
mos el  deber  de  no  achicarnos  ante  el  porvenir,  procurando 
que  las  tradiciones  honrosas  que  los  grandes  hombres  y  los 
monumentos  perpetúan  en  nuestros  corazones,  nos  den  alientos 
y  sirvan  para  que,  después  de  trabajar  por  la  paz  y  el  engrande- 
cimiento de  nuestro  pueblo,  nos  animemos  á  tomar  parte  en  las 
grandes  empresas  que  aumenten  el  poderío,  á  que  tenemos  per- 
fecto derecho,  y  dejemos  á  nuestros  hijos  con  la  realización  de 
ellas,  la  prueba  elocuente  de  que  hemos  sido  dignos  herederos 
de  los  que  conquistaron  á  Granada  y  protegieron  á  Colón, 
haciendo  grande  á  España  en  uno  y  otro  mundo.  Nada  más. 


PRIMER  VIAJE  DE  COLÓN 


ATENEO  DE  MADRID 


-)-:=í>H 


PRIMER  VIAJE  DE  COLON 


CONFERENCIA 


DEL 


SR.  D.  CESiREÜ  FERNÁNDEZ  DURO 


CAPITÁN   DE    NAVIO 


leída  el  día  23  de  Noviembre  de  i8gi 


T 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO    «SUCESORES    DE    RIVADENEYKA>: 

IMPRESORES    DE    LA    REAL    CASA 

Pasco  de  San  ViceiUc,  20 
1892 


Señores: 

No  sin  razón  estimo  mi  pequenez  en  la  cátedra  desde  la  que 
os  han  enseñado  con  elocuencia  y  con  autoridad  qué  significa 
la  celebración  del  Centenario  que  España  se  dispone  á  celebrar, 
personas  dignas  de  la  reputación  científica  que  tienen  conquis- 
tada. Porque  suele  estar  el  conocimiento  de  los  autores  como  la 
atracción  de  los  cuerpos  del  sistema  planetario,  en  razón  in- 
versa de  la  distancia  al  tiempo  en  que  escribieron,  habéis  de 
consentirme  que  condense  cuanto  os  han  dicho  los  que  me  pre- 
cedieron, con  el  pensamiento  de  un  crítico  relativamente  mo- 
derno: el  reverendo  benedictino  P.  Feijóo. 

«El  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo— decía — suceso  el 
más  grandioso  de  España  en  muchos  siglos,  no  se  hubiera  con- 
seguido sin  la  magnanimidad  de  Isabela 

» Porque  en  Fernando  vemos  el  más  consumado  y  perito  en 
el  arte  de  reinar  que  se  conoció  en  aquel  y  en  otros  siglos,  y  á 
quien  reputan  comúnmente  por  el  gran  maestro  de  la  política, 
en  cuya  escuela  estudiaron  todos  los  príncipes  más  hábiles  que 

después  acá  tuvo  Europa \  pero  en  Isabel,  una  mujer,  no  sólo 

más  que  mujer,  pero  aun  más  que  hombre,  por  haber  ascendido 
al  grado  de  heroína.  Su  perspicacia,  su  prudencia,  su  valor,  la 
colocaron  muy  superior  á  las  ordinarias  facultades  de  nuestro 
sexo,  por  cuya  razón  no  hay  quien  no  la  estime  por  uno  de  los 
más  singulares  ornamentos  que  ha  logrado  el  suyo.» 


—  6  — 

En  la  narración  de  ese  gran  suceso  se  me  ha  asignado  parte 
dificultosa,  que  voy  á  tratar  discrepando  esencialmente  de  las 
enseñanzas  que  hemos  recibido,  lo  que  os  parecería  raro  atre- 
vimiento si  no  supierais  que  la  historia  no  es  definitiva  mien- 
tras quedan  medios  de  información  que  depurar,  y  no  empezara 
yo  diciendo  que  han  parecido  documentos  por  los  que  necesa- 
riamente han  de  modificarse  las  opiniones  hipotéticamente  sus- 
tentadas. 

Hoy  por  hoy,  fundidas  en  una  sola  las  ideas  del  descubri- 
miento y  del  descubridor  del  Nuevo  Mundo,  la  admiración  y 
la  poesía  han  elevado  la  figura  de  Cristóbal  Colón  hasta  la  re- 
gión de  la  leyenda  en  altura  tal,  que,  dejando  concebir  su  gran- 
deza, no  consiente  determinar  á  los  que  la  contemplan  si  prin- 
cipalmente procede  de  una  percepción  privilegiada,  por  la  cual, 
adelantándose  á  sus  días,  presintió  los  juicios  venideros  de  Co- 
pérnico  y  de  Newton,  ó  si,  sublime  ignorante,  fué  instrumento 
elegido  y  guiado  por  la  Providencia  en  la  obra  divina  de  llevar 
la  luz  del  Evangelio  al  otro  Continente. 

Los  que  lo  último  sustentan,  aprecian  naturalmente  la  expe- 
dición de  los  argonautas  españoles  del  siglo  xv,  de  distinta  ma- 
nera que  aquellos  paganos  griegos,  entusiastas  de  la  heroicidad 
de  sus  compatriotas,  no  satisfechos  con  poner  sólo  á  Jason  en 
las  estrellas,  que  allá,  en  el  firmamento,  señalaron  á  los  compa- 
ñeros todos  y  aun  á  la  nave  que  los  condujo,  lugar  que  han  res- 
petado los  astrónomos  de  treinta  siglos. 

Estos  modernos  admiradores  de  Colón  han  adoptado  en  la 
exultación  de  su  personalidad  un  método  semejante  al  de  las 
proyecciones  fotográficas,  dejando  á  obscuras  la  sala,  á  fin  de 
que  el  foco  de  luz  realce  la  imagen  única  que  presentan.  Hay 
que  bajar  la  pantalla  para  que  los  documentos  á  que  he  aludido 
restituyan  al  cuadro  la  luz  natural,  y  aparezcan,  según  vais  á 
ver,  ciento  veinte  españoles  y  en  el  fondo  España. 


Reinando  en  Lusitania  D.  Alfonso  V,  por  carta  fecha  en 
Zamora  á  lo  de  Noviembre  de  1475,  otorgó  licencia  y  privile- 
gio á  Fernán  Téllez,  mayordomo  mayor  de  la  Princesa,  su  hija, 
para  buscar,  descubrir  y  poblar  la  isla  de  Siete  ciudades  ó  cua- 


lesquiera  otra  no  conocida,  con  tal  que  no  se  hallara  en  los  ma- 
res cercanos  á  Guinea,  anteriormente  concedidos  al  Príncipe, 
ni  hubiera  sido  vista  ni  navegada  por  naturales  de  siís  reinos  de 
Castilla  y  de  Portugal.  La  carta  confirmaba  otra  con  el  mis- 
mo objeto,  dada  el  28  de  Enero  del  propio  año  1475. 

Don  Juan  II,  sucesor  de  Alfonso  en  la  corona  de  Portugal, 
acordó  varias  licencias  semejantes,  siendo  notable  la  de  Fer- 
nán Dulmo,  capitán  de  la  isla  Tercera,  por  cuanto  trataba  no 
sólo  de  dar  con  la  isla  antes  nombrada,  de  Siete  ciudades^  sino 
con  tierra  firme  que  pudiera  existir  hacia  el  Oeste. 

Obtenida  por  Dulmo  la  gobernación  hereditaria  de  tales  islas 
ó  tierras  que  á  su  costa  descubriera,  en  virtud  de  cédula  sus- 
crita en  Santarem  en  3  de  Marzo  de  1486,  no  estando  en  dispo- 
sición de  sufragar  los  gastos  de  la  expedición,  solicitó  el  tras- 
paso de  los  derechos  adquiridos  á  Juan  Alfonso  do  Estreito, 
vecino  de  la  isla  de  Madera,  y  fuéle  concedido  por  nueva  carta 
firmada  en  Lisboa  el  4  de  Agosto  del  mismo  año,  con  inser- 
ción del  contrato  de  transferencia,  entre  cuyas  condiciones  se 
incluían  las  siguientes : 

Dulmo  cedía,  por  irrevocable  donación  entre  vivos,  la  mitad 
de  la  capitanía  y  gobierno  de  las  islas  y  tierra  firme  que  se  ha- 
llasen, con  todas  las  libertades,  privilegios,  jurisdicción  y  pre- 
eminencias en  la  carta  Real  de  concesión  contenidas,  siempre 
que  armara  á  sus  expensas  dos  buenas  carabelas,  provistas  de 
bastimentos  para  seis  meses,  y  estuvieran  á  punto  en  la  isla 
Tercera  en  todo  el  mes  de  Marzo  de  1487.  Dulmo  y  Juan  Al- 
fonso irían  por  capitanes  de  las  dos  carabelas,  con  derecho  de 
designar  los  respectivos  pilotos,  y  un  caballero  alemán  que  les 
había  de  acompañar,  elegiría  de  las  dos  carabelas  -la  que  qui- 
siera. Desde  el  momento  de  la  salida,  hasta  pasados,  cuarenta 
días,  dirigiría  la  derrota  Fernán  Dulmo,  siendo  obligado  Juan 
Alfonso  á  seguir  su  carabela  como  capitana  y  á  obedecer  las 
instrucciones  que  recibiera  por  escrito.  Al  cabo  de  los  cuarenta 
días  tomaría  la  dirección  y  derrota  Juan  Alfonso,  tocando  á 
Dulmo  entonces  obedecer  y  seguirle,  como  á  capitán  superior, 
hasta  el  regreso  á  Portugal,  dentro  de  los  seis  meses  que  se 
habían  de  emplear  en  la  navegación  total  de  descubrimiento. 

Ningún  otro  escrito  revela  si  llegaron  á  emprender  la  marcha 


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las  carabelas,  si  volvieron  ó  no,  en  tal  caso;  lo  que  hace  pensar 
en  la  posibilidad  de  uno  de  tantos  siniestros  ignorados. 

Pero  acaso  no  fué  así,  y  la  expedición  de  Dulmo  entrara  por 
algo  en  la  fábrica  del  famoso  globo  de  Martín  Behaim,  que  era 
el  caballero  alemán  aludido,  influyendo  en  el  juicio  de  los  que 
adjudican  á  este  geógrafo  la  invención  del  Continente  ameri- 
cano; ello  es  que  en  los  anales  de  Portugal  no  hay  referencia 
que  conmemore  el  viaje,  silencio  significativo  de  no  haber  pro- 
ducido resultado  de  notoriedad,  al  igual  de  otras  expediciones 
hacia  Occidente,  que  terminaron  al  cabo  de  más  ó  menos  días 
sin  vista  de  tierras. 

De  cualquier  modo,  si  á  la  posteridad  no  han  llegado  los  por- 
menores de  aquellos  intentos  infructuosos,  los  coetáneos,  singu- 
larmente los  hombres  de  mar,  interesados  en  semejantes  em- 
presas, tenían  que  conocerlos,  no  menos  que  el  fundamento  que 
alentara  el  empeño  decidido  de  seguir  explorando  por  las  mis- 
mas huellas.  Las  Reales  cédulas  de  concesiones  y  privilegios 
sobre  tierras  nuevas;  los  contratos  de  transferencia  ó  de  com- 
pañía pasados  ante  notario;  los  armamentos  de  carabelas,  ajuste 
de  pilotos  y  marineros  en  condiciones  excepcionales;  la  partida 
y  el  regreso  de  las  naves,  eran  actos  públicos  de  que  tenía  que 
hablarse  en  los  puertos,  corriendo  la  especie  de  unos  á  otros 
por  la  costa. 

En  la  del  condado  de  Niebla,  tan  vecina,  y  en  contacto  de 
relaciones  comerciales,  debía,  pues,  saberse  cuanto  en  el  parti- 
cular ocurría.  Huelva,  Palos,  Moguer,  Lepe,  Ayamonte,  man- 
tenían por  entonces  activo  movimiento  de  embarcaciones  que 
iban  á  Canarias,  á  las  Terceras,  á  Madera,  sin  perjuicio  de  la 
navegación  costera  en  el  Océano  y  el  Mediterráneo.  De  la  costa 
de  Guinea  y  Mina  del  Oro  extraían  esclavos  negros,  con  que 
surtían  los  mercados  de  Andalucía,  dando  de  su  producto  el 
quinto  parala  Hacienda  pública,  y  por  obtener  el  provecho  de 
tráfico  tan  lucrativo,  habían  tenido  con  Portugal  contiendas 
bien  porfiadas  por  muchos  años  de  los  siglos  xiv  y  xv. 

Consta,  por  testimonios  irrecusables,  que  en  las  citadas  po- 
blaciones castellanas  estaban  avecindados  ó  vivían  temporal- 
mente, á  fines  del  último,  Pedro  Correa,  capitán  donatario  de 
la  isla  de  Porto  Santo,  casado  con  Iseu  Perestrello,  hermana 


de  la  mujer  de  Cristóbal  Colón;  Miguel  de  Muliarte,  marido  de 
Violante  Muñiz,  asimismo  cuñada  del  navegante  januense;  Pe- 
dro Vázquez  de  la  Frontera,  criado  del  Rey  de  Portugal,  per- 
sona entendida  en  la  náutica,  que  asistió  á  una  de  las  referidas 
expediciones,  malograda,  según  él  decía,  por  la  vista  del  sar- 
gazo, que  atemorizó  á  los  marineros  con  la  idea  de  que  aquella 
pradera  flotante  retuviera  á  la  nave;  Pedro  de  Velasco,  descu- 
bridor de  la  isla  de  Flores,  la  más  occidental  ó  exterior  del 
grupo  de  las  Azores,  con  otros  pilotos  y  marineros  del  tráfico. 

Un  día,  coíi  la  prontitud  que  en  los  pueblos  pequeños  acelera 
la  curiosidad,  circuló  en  Palos  la  noticia  de  haber  llegado  al 
monasterio  de  la  Rábida,  en  demanda  de  refacción,  un  extran- 
jero que  conducía  un  niño  de  la  mano,  y  que  había  sido  alojado 
en  la  hospedería. 

Formaban  á  la  sazón  parte  de  la  comunidad  franciscana  en  el 
convento,  el  guardián  Fr.  Juan  Pérez,  que  había  anteriormente 
servido  á  la  reina  Isabel  en  oficios  de  hacienda  y  oídola  en  con- 
fesión, por  lo  cual  conservaba  buenas  relaciones  en  la  corte,  y 
Fr.  Antonio  de  Marchena,  dado  á  los  estudios  astronómicos  y 
geográficos.  Ambos  eran  hombres  ilustrados,  y  habían  de  estar 
al  tanto  en  las  ideas  de  existencia  de  tierras  occidentales,  por  el 
contacto  con  los  mareantes  del  puerto.  Por  vaguedad  en  las 
referencias  del  tiempo  han  sido  confundidos  por  los  historiado- 
res los  dos  frailes  en  una  sola  entidad,  que  la  crítica  va  sepa- 
rando con  clara  distinción  y  evidencia. 

Cristóbal  Colón,  que  éste  era  el  extranjero,  encontró  en  la 
Rábida  descanso  en  la  fatiga,  amparo  en  la  soledad,  consuelo 
en  la  amargura  y  reparo  en  las  contrariedades;  bálsamo  en  junto 
que  aplicar  á  las  heridas  del  amor  propio,  presto  curadas  á  be- 
neficio del  aroma  sin  igual  de  la  esperanza  exhalado  de  la  religión. 
Correspondiendo  por  de  pronto  á  la  bondad  y  consideración  de 
los  monjes,  abrióles  el  corazón,  explicando  la  razón  de  su  llegada; 
pero  antes  de  decir  cuál  era,  es  bueno  descubrir  la  fuente  de  que 
proceden  las  noticias. 


Existen  en  el  Archivo  de  Indias  de  Sevilla  las  piezas  de  autos 
de  los  pleitos  sostenidos  durante  medio  siglo  por  los  deseen- 


10   -- 


dientes  del  descubridor  de  las  Indias  occidentales  en  pro  de  los 
privilegios  que  á  éste  fueron  acordados.  Irving,  Humboldt, 
Campe,  Prescot,  Cantú,  lumbreras  de  la  ciencia  y  de  la  histo- 
ria, no  examinaron  estos  legajos  de  los  pleitos,  ni  parece  que  lo 
hayan  hecho  los  que  sucesivamente  han  querido  ilustrar  la  vida 
del  gran  navegante,  aunque  Fernández  de  Navarrete  dio  á  co- 
nocer la  existencia  de  los  papeles  por  extracto  de  algunos  que 
del  Archivo  le  comunicaron.  Vale,  sin  embargo,  la  pena  de  la 
difícil  lectura  de  los  originales,  el  caudal  de  datos  únicos  que 
encierran. 

Inició  los  pleitos  D.  Diego  Colón,  segundo  Almirante  de  las 
Indias,  por  los  años  de  1508,  poco  después  del  fallecimiento  de 
su  padre.  Interpretando  á  conveniencia  suya  las  capitulaciones 
de  Santa  Fe,  reclamaba  por  derecho  propio  el  gobierno  here- 
ditario, con  jurisdicción  omnímoda  en  las  islas  del  Océano,  en  la 
tierra  firme  que  se  extiende  desde  el  Canadá  hasta  el  estrecho 
de  Magallanes,  en  las  islas  del  Pacífico  j/  en  más  si  más  se  des- 
cubriera^ con  facultades  que  habían  de  darle  la  soberanía  efec- 
tiva por  allá,  si  bien  reconocía  la  nominal  de  los  reyes  de  Cas- 
tilla. 

Había  pasión  en  la  demanda,  la  habría  también  en  la  negación, 
la  hay  siempre  en  lucha  de  intereses,  siquiera  no  lleguen  con 
mucho  á  la  entidad  de  los  que  en  este  proceso  se  ventilaban; 
mas  concediendo  que  los  interrogatorios  fueran  formulados  con 
maña  por  las  partes,  y  que  las  probanzas  se  acomodaran  al  fin 
que  cada  una  perseguía,  no  cabe  suponer  que  en  el  número  cre- 
cido de  testigos  que  presentaron,  no  hubiera  quien  hablara  pa- 
labra de  verdad,  sobre  todo  en  materias  ajenas  á  las  litigadas. 
La  contradicción  en  tal  caso  sirve  de  guía  al  raciocinio,  viniendo 
á  ser  de  todos  modos  el  proceso  depósito  estimable  de  referen- 
cias con  que  confrontar  narraciones  históricas  del  tiempo,  no 
exentas  de  pasión  tampoco,  ni  menos  libres  de  errores  incons- 
cientes. Del  estudio  y  de  la  compulsa  de  las  declaraciones  pro- 
cede cuanto  aquí  expongo. 


Confió  Cristóbal  Colón  á  sus  huéspedes  del  monasterio,  que 
residiendo  en  Lisboa  había  concebido  la  idea  «de  alcanzar  el 


]  I   — 


Levante  por  el  Poniente»;  es  decir,  de  emprender  un  camino- 
directo,  fácil  y  relativamente  breve,  que  condujera  á  las  regio- 
nes del  Catay  y  de  Ofir,  á  las  minas  de  que  se  extrajeron  para 
Salomón  el  oro  y  las  piedras  preciosas,  á  las  regiones  que  pro- 
ducían especias  y  bálsamos,  con  aquellas  otras  materias  estima- 
das de  Oriente,  cuyo  comercio  había  engrandecido  á  las  Repú- 
blicas del  Mediterráneo.  Habiendo  propuesto  al  Rey  de  Portu- 
gal la  exploración  de  la  nueva  vía  y  el  aprovechamiento  de  tan 
gran  riqueza,  desechó  la  oferta  considerado  el  plan. 

La  leyenda  colombina  refiere  que,  procediendo  con  insigne 
mala  fe  el  Monarca  lusitano,  mientras  entretenía  al  iniciador  del 
proyecto,  despachaba  reservadamente  una  carabela  que  tentara 
el  camino  secreto.  Paréceme  invención  inadmisible.  Don 
Juan  II  harto  sabía  á  qué  atenerse  en  punto  á  registrar  el 
Océano,  por  los  intentos  referidos  anteriormente:  si  negaba  á 
un  extranjero  lo  que  con  facilidad  y  repetición  había  concedido 
á  sus  vasallos,  consistía  (así  lo  dicen  los  cronistas)  en  la  exorbi- 
tancia de  las  condiciones  de  medro  personal  que  aquél  quería 
imponer. 

Esto  no  lo  confesó  Colón  á  los  monjes:  limitóse  á  contarles- 
cómo,  en  vista  de  la  negativa  del  Rey,  se  trasladó  á  la  corte  de 
Castilla,  poniendo  en  plática  su  negocio  con  algunos  caballeros 
principales.  De  ellos,  varios  dudaron  de  la  sania  de  su  razón;  los 
más  le  despidieron  cortésmente,  teniéndole  por  visionario,  y 
como  se  encontrara  aislado,  sin  recomendación,  sin  recursos,, 
decidió  buscar  por  otro  lado  mejor  acogida,  desembarazándose 
previamente  del  niño  Diego,  que  pensaba  dejar  al  cuidado  de 
su  cuñada  Violante  Muñiz.  Para  ello  se  dirigía  á  Huelva  cuando 
llamó  en  el  convento. 

Si  los  franciscanos  de  la  Rábida  no  tenían  ideas  exactas  de  la 
situación  de  los  Estados  del  Gran  Can,  en  punto  á  buscar  tie- 
rras por  Occidente,  fueran  las  que  fueran,  no  podía  maravillar- 
les el  proyecto  del  forastero,  que  nada  tenía  á  sus  ojos  de  qui- 
mérico. Conformaba  con  el  espíritu  de  investigación  creado  por 
las  expediciones  del  infante  D.  Enrique,  á  lo  largo  de  la  costa 
de  África;  respondía  á  la  afición  de  aventuras  que  el  oro  y  los 
esclavos  de  Guinea  alimentaba;  era  eco  de  las  tradiciones  y  de 
aquella  intuición ,  que  ya  no  sólo  influía  en  los  pilotos  ó  maes- 


tres  expertos,  sino  en  los  más  rudos  marineros.  Trataron,  pues, 
seriamente  del  asunto,  y  pusieron  al  viajero  en  relación  directa 
con  los  mareantes  del  puerto,  cuyo  saber  podía  acrecentar  los 
datos  que  tenía  recogidos. 

Antonio  de  Herrera  cuenta  en  las  Décadas^  que,  entre  las 
muchas  maneras  con  que  daba  Dios  causas  á  Cristóbal  Colón 
para  emprender  su  grande  hazaña,  tuvo  experiencias  muy  nota- 
bles de  los  hombres  que  navegaban  á  las  Azores,  uno  de  los  cua- 
les, vecino  de  Palos,  le  afirmó,  en  el  monasterio  de  la  Rábida^ 
haberse  perdido  con  sus  compañeros  en  la  isla  de  Fayal ,  y  que 
á  la  vuelta  descubrieron  la  isla  de  Flores,  guiándose  por  las  aves. 

Otras  noticias  refiere  Oviedo  en  su  Historia  de  las  Indias^  á 
más  de  la  tradición  del  piloto  Alonso  Sánchez  de  Huelva,  que 
él  mismo  no  creía,  pero  que  andaba  en  su  tiempo  de  boca  en 
l30ca,  y  han  repetido  casi  todos  los  historiadores  de  Indias,  con- 
cediéndola algunos  entero  crédito,  admitiendo  otros  que,  por 
tradicional,  en  algún  fundamento  debía  apoyarse.  El  mismo  Co- 
lón apuntó  en  sus  memorias  cómo  Pedro  Correa  y  Pedro  de 
Velasco,  es  decir,  dos  de  los  que  residían  en  Huelva  y  Palos,  le 
-comunicaron  indicios  de  tierras  al  Poniente,  y  otros  marineros 
noticias  vagas  de  haber  tomado  agua  y  leña  en  elias,  después  de 
■correr  con  temporal  desde  Irlanda.  Va  cuando  el  bohemio  Ros- 
mithal  visitó  á  España,  en  el  reinado  de  Enrique  IV,  circulaban 
tales  consejas,  según  cuenta  en  la  relación  de  su  viaje. 

Entre  los  asistentes  á  las  conversaciones  de  la  Rábida,  uno  se 
■contaba  que  había  de  decidir  en  absoluto  la  suerte  del  proyecto. 
La  historia  no  lo  ha  declarado  todavía;  mil  circunstancias  aza- 
rosas han  concurrido,  con  las  que  de  ordinario  influyen  las  ac- 
ciones humanas,  para  espesar  las  tinieblas  de  aquella  edad,  de- 
jando en  lo  obscuro  á  tan  notable  persona;  mas  la  verdad  se 
hará  paso;  ni  para  restituir  la  fama  hay  prescripción,  ni  deja  de 
sonar,  tarde  ó  temprano,  la  hora  de  la  justicia.  Véase  cómo  en 
los  autos  del  pleito  se  dibuja  la  figura,  con  trazos  por  diversas 
manos  señalados. 

Martín  Alonso  Pinzón,  natural  de  Palos,  se  ejercitó  en  la  na- 
vegación muy  joven,  adquiriendo  entre  sus  convecinos  y  cama- 
radas  concepto  de  experto  piloto,  buen  capitán,  gran  marinero, 
sabio  en  mucha  manera. 


Había  cruzado  el  mar  del  Sur  yendo  á  Guinea  y  á  las  islas  Ca- 
narias, y  corrido  las  costas  en  el  Atlántico  y  el  Mediterráneo^ 
hasta  el  reino  de  Ñapóles.  Durante  la  guerra  con  Portugal  se 
hizo  temer  de  los  enemigos,  de  modo  que  no  había  nave  que 
osase  aguardar  á  la  suya;  en  la  paz,  estuvo  en  Roma  con  propó- 
sito de  dar  ensanche  á  sus  conocimientos  geográhcos,  valién- 
dose de  la  amistad  de  un  cosmógrafo  familiar  del  Papa,  para  exa- 
minar los  escritos  de  la  biblioteca  vaticana,  y  tomar  apuntes  ó 
copias  de  mapas.  Habiendo  prosperado  en  los  negocios,  á  más 
de  la  nave  que  personalmente  mandaba,  sostenía  una  ó  dos  más 
en  beneficioso  tráfico,  con  que  se  hizo  acomodado  y  rico.  En 
todas  ocasiones  dio  buena  cuenta  de  su  persona,  porque  no  ha- 
bía hombre  tan  deter minado  en  aquel  tiempo^  ni  mas  valeroso, 
ni  mejor  para  cualquier  acción  de  guerra  ó  mar^  condiciones 
que,  juntamente  con  las  de  carácter  y  honradez,  le  granjearon 
entre  los  convecinos  tanta  estimación  como  prestigio  y  auto- 
ridad. 

Aunque  Pinzón  supiera  que  el  Rey  de  Portugal  había  echado 
y  despedido  mal  2X  nauta  de  Liguria,  simpatizando  con  su  ideal, 
conformaba  en  dos  puntos  principales,  á  saber:  posibilidad  de 
hallar  tierras  navegando  hacia  Occidente,  y  probabilidad  de  que 
el  hallazgo  compensara  sobradamente  el  trabajo  de  buscarlas. 
Pienso  que  el  acuerdo  era  independiente  de  las  razones  en 
que  cada  cual  lo  fundara.  Colón,  hombre  de  alguna  ciencia,  par- 
tía en  sus  cálculos  del  principio  de  la  redondez  ó  esferoicidad 
de  la  tierra.  Conociendo  la  relación  de  viajes  de  Marco  Polo; 
sabiendo  por  ella  que  en  el  hemisferio  opuesto  al  nuestro  había 
mares  cuyas  aguas  no  se  desprendían  de  la  parte  sólida,  contra 
las  teorías  por  entonces  subsistentes,  debió  juzgar  que  en  aque- 
llas aguas  flotarían  las  embarcaciones,  y  que  por  la  continuada 
superficie  líquida  podrían  ir  hasta  allá  desde  las  costas  de  Eu- 
ropa. Pinzón  (y  en  esto  me  aparto  del  concepto  y  de  las  decla- 
raciones de  sus  amigos)  no  profundizaba  tanto:  su  criterio  em- 
pírico estribaba  meramente  en  aquellos  indicios,  en  aquellas 
tradiciones  de  la  gente  de  mar  antes  expuestas,  fortaleciéndolo, 
cuando  m.ás,  con  las  opiniones  de  Solino,  que  situaban  á  las  islas 
Hespéridas  á  treinta  días  de  distancia  de  las  Afortunadas  ó  Ca- 
narias. El  práctico  acertaba,  sin  embargo,  y  cometía  el  teórico- 


—   14  — 

«rror  enorme  en  la  apreciación  de  las  dimensiones  del  planeta 
terráqueo. 

Observación  curiosa.  De  hallar  Colón  lo  que  no  buscaba,  y 
•del  convencimiento  en  que  murió  de  haber  llegado  al  Asia,  se 
infiere  que  para  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo,  el  Mundo 
Nuevo  no  existió. 

Por  resultado  de  las  conversaciones  de  la  Rábida  que  apoya- 
ban la  perspectiva  de  tierras  ricas,  concertaron  los  monjes  con 
•sus  comensales  el  plan  de  reanudar  las  gestiones  del  genovés  en 
la  corte,  poniendo  en  juego  Fr.  Juan  Pérez  su  influencia,  no 
solamente  por  medio  de  las  cartas  que  dirigió  á  la  Reina,  y  de 
las  de  introducción  y  ruegos  para  prelados  y  señores,  de  que 
proveyó  al  huésped,  sino  con  la  persuasión  también  de  la  pala- 
bra, reservando  la  ocasión  de  ponerse  en  camino.  Pinzón,  de  su 
lado,  escribió  asimismo  á  los  amigos  y  aun  á  los  Reyes,  recomen- 
dando el  negocio,  y  dio  á  Colón  6o  ducados  de  oro  con  que  cos- 
tear el  viaje  y  satisfacer  las  necesidades  perentorias.  El  niño 
Diego  Colón  quedaba  al  cuidado  de  los  monjes,  en  poder  de 
persona  de  confianza. 

Concíbese  el  efecto  que  las  cartas  escritas  con  la  autoridad  de 
clase  y  de  saber  de  los  Padres  franciscanos,  y  con  la  sanción  de 
la  experiencia  de  los  marinos,  había  de  producir  en  la  opinión, 
previniendo  el  recelo  de  la  incredulidad  y  disponiendo  los  áni- 
mos contra  las  corrientes  enemigas  de  la  novedad  y  de  las  ideas 
superiores  al  alcance  del  vulgo.  Con  esas  cartas,  que  daban  al 
-extranjero  desconocido  acceso  á  los  magnates,  entrada  en  la  cá- 
mara Real,  ocasión  de  desarrollar  con  oratoria  propia  y  con- 
vicción personal  el  fundamento  de  sus  planes;  allanados  los 
obstáculos  con  que  principalmente  tienen  que  luchar  los  pre- 
tendientes y  andantes  en  corte,  la  solicitud  antes  desoída  ó 
despreciada  encontró  en  el  cardenal  Mendoza,  en  Alonso  de 
Quintanilla  en  Jiménez  de  Cisneros,  Deza,  Cabrero,  Beatriz  de 
Bobadilla,  apoyos  de  fortaleza  suficiente  para  contrarrestar  y 
vencer  al  cabo  la  oposición  sistemática  en  lo  general,  la  pruden- 
cia en  los  Consejeros  de  la  Corona,  la  duda  y  el  escrúpulo  en 
los  Reyes  mismos.  ¿No  podrá  decirse  ahora  que  esas  cartas  de 
los  humildes  frailes  y  del  marinero  de  Palos,  que  franqueaban 
las  puertas  del  palacio,  abrían  á  la  vez  las  del  Nuevo  Mundo? 


¿Cabra  duda  de  la  influencia  que  en  ello  tuvieron  los  comensa- 
les de  la  Rábida? 

jCuán  distintamente  esboza  este  período  de  gestación  la  le- 
yenda colombina!  ¡Qué  conceptos  apunta  de  los  Reyes,  de  los 
ministros,  de  los  prelados,  de  los  doctores  y  del  pueblo  español 
todo,  á  fin  de  sublimar  el  sentimiento  del  héroe,  escarnecido, 
obligado  á  mendigar  de  puerta  en  puerta  con  un  inundo  en  las 
manos!  El  estudio  comparativo  del  estado  político,  intelectual 
y  social  de  las  naciones  europeas  por  entonces,  que  han  hecho 
competentes  escritores  nuestros  y  alguno  ajeno  en  demostra- 
ción del  desvarío  de  los  juicios,  no  detienen  todavía  el  de  los 
novelistas,  necesitado  de  frases  de  efecto. 

La  empresa  iniciada  por  Colón  era  opuesta  á  la  razón  de  Es- 
tado, fijamente  determinada  entonces  por  la  guerra  con  los 
granadinos,  gran  paso  hacia  la  unidad  nacional.  Todo  lo  que 
distrajera  el  pensamiento  ó  los  recursos,  harto  escasos,  del 
Erario,  de  la  prosecución  de  la  campaña,  tenía  que  ser  pos- 
puesto, si  no  desechado,  y  á  lo  último  inclinaba  además  la 
enormidad  de  pretensiones,  que  ya  en  Portugal  había  motivado 
el  fracaso  de  las  negociaciones  de  Colón.  Con  todo,  á  vueltas 
de  incidentes,  tan  luego  como  ondeó  en  la  torre  de  la  Vela  el 
estandarte  de  la  Cruz,  vinieron  á  firmarse  en  Santa  Fe  las  ca- 
pitulaciones que,  ennobleciendo  desde  el  momento  al  preten- 
diente italiano,  realizaban  el  ensueño  de  su  vida. 

Despachado  Colón  de  la  corte,  quedábale  todavía  no  poco 
que  hacer.  Tuvo  dinero,  autoridad  y  apoyo  efectivo  para  el  ar- 
mamento de  la  expedición.  La  misma  villa  de  Palos,  donde  re- 
verdeció su  esperanza  marchita,  había  de  proporcionarle,  de 
orden  de  los  Reyes,  dos  carabelas  equipadas,  y  las  carabelas 
dieron,  sin  objeción  ni  resistencia,  los  alcaldes — ;  los  hombres 
no  pudieron  dar,  no  encontrando  ninguno  que  se  prestara  de 
buen  grado  á  las  insinuaciones. 

De  los  hechos  parece  deducirse  que  el  futuro  Almirante  se 
estimaba  por  tal  á  favor  de  las  cédulas  que  llevaba  en  la  escar- 
cela,  y  que  hubo  de  olvidar  un  tanto  los  beneficios  recibidos  á 
orillas  del  Odiel,  creyéndose  allí  en  disposición  de  prescindir 
de  los  que  afectuosamente  se  los  habían  dispensado.  A  su  re- 
querimiento acudieron  el  contino  Juan  de  Peñalosa  y  el  corre- 


Ib    — 


gidor  Juan  de  Cepeda,  apremiando  y  compeliendo  á  la  gente  á 
que  se  embarcase.  No  hablaban  los  despachos  sino  de  ir  «á  al- 
gunas partes  de  la  mar  oceana  sobre  cosas  muy  cumplideras  á 
servicio  de  Dios  y  de  los  Reyes»;  mas  ¿quién  había  de  ignorar 
en  aquel  puerto  la  empresa  que  en  él  se  amasó?  ¿A  quién  enga- 
ñaría la  prevención  de  acopiar  mantenimientos  para  un  año? 
Sin  género  de  duda  se  trataba  de  viaje  semejante  al  de  las  ca- 
rabelas del  Rey  de  Portugal,  que  una  y  otra  vez  se  volvieron 
sin  topar  con  tierra,  ahora  dirigido  ¿por  quién?  por  el  advenedizo 
que  vieron  llegar  á  la  Rábida.  Locura  fuera  ponerse  á  su  albe- 
drío  jugando  la  vida. 

Condensada  esta  opinión  en  el  pueblo,  no  era  poderosa  la 
amenaza  ni  la  violencia  á  que  llegaron  los  ejecutores  de  las 
órdenes  Reales  aprestando  la  artillería  del  castillo  para  vencer 
la  resistencia  pasiva  de  hombres  que,  con  ausentarse,  burlaban 
la  aparente  sumisión.  Don  Cristóbal  se  persuadió  de  la  inutilidad 
de  las  medidas  extremas,  sin  convencerse  de  que  no  le  quedc- 
ran  otras  que  tentar  por  recurso.  Discurrió  valerse  de  crimi- 
nales, indagando  la  voluntad  de  los  presos  en  la  cárcel;  solicitó 
y  obtuvo  provisión  mandando  suspender  el  conocimiento  de 
las  causas  de  aquellos  que  le  acompañaran,  porque,  expresaban 
los  Reyes,  «para  facer  cosas  cumplideras  á  nuestro  servicio,  é 
para  llevar  la  gente  que  ha  menester  en  tres  carabelas  que 
lleva,  diz  que  es  necesario  dar  seguro  á  las  personas  que  con  él 
fueren,  porque  de  otra  manera  no  querían  ir  con  él  al  dicho 
viaje;  é  por  su  parte  nos  fué  suplicado  que  ge  los  mandásemos 
dar,  é  Nos  tuvímoslo  por  bien » 

Cuan  grande  era  la  convicción  y  cuánto  el  aliento  del  insigne 
marino,  dice  elocuentemente  la  resolución  de  lanzarse  á  la  mar 
con  barcos  tomados  al  azar  y  tripulados  con  malhechores,  antes 
que  desistir  de  la  empresa  en  las  alturas  á  que  había  llegado. 
En  la  perseverante  decisión,  el  empeño  de  salir  del  puerto  ve- 
laba á  sus  ojos  la  racional  perspectiva  de  volver  á  él  sin  resul- 
tado, comprometiendo  definitivamente  el  crédito;  arriesgando 
aquello  mismo  que  ya  había  conseguido  sin  vislumbre  ni  remota 
probabilidad  de  alcanzarlo  por  segunda  vez  tras  un  desengaño 
que  malograra  los  gastos  del  armamento.  Conocidas  las  ocu- 
rrencias de  la  expedición  efectiva,  no  es  aventurado  presumir 


el  desastroso  fracaso  que  amagaba  al  extranjero,  de  haberse 
confiado  á  la  escoria  de  la  sociedad  de  aquellos  tiempos. 

Por  dicha,  conocida,  ya  que  no  confesada,  la  impotencia,  la 
benéfica  intervención  de  los  frailes  de  la  Rábida  y  la  ingerencia 
desdeñada  hasta  más  no  poder  por  la  egoísta  aspiración  de 
gloria  sin  extraña  participación,  émula  de  la  gratitud,  volvieron 
á  sentirse  con  oportunidad.  Gracias  á  las  razones  persuasivas 
de  Fr.  Juan  Pérez,  Cristóbal  Colón  acudió  de  nuevo  á  la  buena 
voluntad  de  Martín  Alonso,  asociándole  á  la  empresa  y  to- 
mando éste  á  su  cargo  desde  entonces  lo  que  importaba  más,  ó 
sea  el  armamento  y  equipo  de  naves,  con  el  ascendiente  y  po- 
pularidad de  su  persona;  con  el  empleo  de  su  actividad,  de  su 
palabra  y  su  bolsillo,  las  dificultades  se  vencieron. 

Las  carabelas  primitivamente  embargadas,  fueron  sustituidas 
por  otras  dos  de  entera  confianza,  pertenecientes  á  los  que  ha- 
bían de  ir  en  la  expedición;  se  fletó  además  una  nao  de  Canta- 
bria, fuerte  y  buenaj^y  si  al  convocar  los  marineros  no  pocos  se 
negaron  todavía  á  embarcar,  por  natural  recelo  de  lo  ignoto, 
viendo  á  bordo  con  Martín  Alonso  á  sus  hermanos  Vicente  Yá- 
ñez  y  Francisco  Martín,  á  los  acreditados  pilotos  y  armadores 
Niños  con  sus  deudos  y  amigos,  oyendo  las  ofertas  y  segurida- 
des del  capitán,  el  amor  que  le  tenían,  con  la  dádiva  que  les 
consentía  auxiliar  durante  la  ausencia  á  las  familias,  acabaron 
con  la  vacilación  de  los  indecisos,  dándole  Palos,  Huelva  y 
pueblos  vecinos,  los  brazos  necesarios. 

«Martín  Alonso,  dice  uno  de  los  testigos  del  proceso  mencio- 
nado, traía  tanta  diligencia  en  allegar  la  gente  é  animalla,  coma 
si  para  él  y  para  sus  hijos  hobiera  de  ser  lo  que  se  descubriese. 
A  unos  decía  que  saldrían  de  miseria;  á  otros,  que  hallarían  ca- 
sas con  tejas  de  oro;  á  quién  brindaba  con  buena  ventura,  te- 
niendo para  cada  cual  halago  y  dinero,  é  con  esto  é  con  llevar 
confianza  en  él,  se  fué  mucha  gente  de  las  villas.» 

Se  tripuló,  por  tanto,  la  armada  con  voluntarios  andaluces  y 
con  los  cántabros  que  mandaba  Juan  de  la  Cosa,  avezados  á  la 
navegación  de  las  costas  de  África,  Flandes  é  Irlanda,  que  era 
la  que  alimentaba  el  comercio  nacional.  Cristóbal  Colón,  su  jefe 
superior,  los  calificó  de  bíienos  y  cursados  hombres  de  mar,  y 
no  es  mucho  que  le  merecieran  tal  concepto  Vicente  Yáñez 


—  iS  — 

Pinzón,  el  descubridor  futuro  del  Brasil,  autor  de  la  carta  que 
sirvió  de  padrón  por  donde  se  rigieron  los  que  después  iban  á 
aquellas  partes;  Juan  de  la  Cosa,  explorador  del  golfo  de  Urabá 
y  autor  también  del  mapa  que  se  tiene  por  monumento  geográ- 
fico; los  Niños,  que  con  Guerra,  Ojeda,  Lepe,  dieron  á  conocer 
la  costa  de  la  América  central.  En  cuanto  á  las  naves,  declaró 
el  mismo  Colón  con  voto  de  calidad,  que  eran  muy  aptas  para 
semejante  fecJio. 

Compare  el  que  quiera  estos  resultados  con  los  del  que  no  lo- 
gró mover  el  ánimo  de  los  criminales  alcanzando  indultos  de  la 
pena  merecida  con  sólo  acompañarle.  Compare  el  armamento 
completo  que  ahora  satisfacía  á  los  preceptos  de  los  Reyes,  de 
componerse  de  las  mejores  carabelas  de  la  Andalucía  y  de 
toda  gente  jíable  y  conocida,  con  el  que  no  pudieron  conseguir 
los  esfuerzos  extremos  del  aventurero  desconceptuado;  del  po- 
bre loco;  del  que,  al  decir  de  la  plebe,  quería  llevar  al  matadero 
á  los  mareantes,  y  estime  si  en  realidad  de  verdad  pasaba  por 
cosa  notoria  y  pública,  como  por  muchos  testimonios  consta, 
que  si  por  Martín  Alonso  Pinzón  no  fuera,  ni  la  armada  se  apres- 
tara, ni  Cristóbal  Colón  saliera  del  puerto,  ni  las  Indias  se  des- 
cubrieran. 

Esta  es  la  verdad;  de  nada  sirvieran  á  Cristóbal  Colón  las  do- 
tes privilegiadas  que  atesoraba;  la  tenacidad,  la  convicción,  la 
certeza  de  sus  cálculos;  el  amparo  de  los  Reyes;  la  autoridad  de 
las  capitulaciones  firmadas.  El  solo  no  podía  echarse  á  la  mar  y 
surcarla;  sin  Pinzón,  que  ya  una  vez  ayudó  á  sacarle  de  la  pos- 
tración decidiendo  la  vuelta  á  la  corte  y  contribuyendo  al  logro 
de  sus  afanes;  sin  Pinzón,  no  tuviera  naves,  y  no  pasara,  por  lo 
mismo,  de  arbitrista. 

Un  celo  extraviado  llevó  al  licenciado  Villalobos,  fiscal  del 
Consejo  de  Indias,  con  ayuda  del  despecho  justificado  de  Juan 
Martín  Pinzón,  á  procurar  para  Martín  Alonso  la  iniciativa 
del  descubrimiento.  Intentaron  probar  que  teniendo  Pinzón  no- 
ticia de  las  Indias  por  escrituras  sacadas  de  la  librería  del  Papa 
Inocencio  VIII,  había  discurrido  hacer  el  viaje  con  tres  navios 
de  su  pertenencia  antes  que  Colón  cayera  en  ello.  Que  el  nave- 
gante genovés,  siendo  informado  del  saber  y  experiencia  de 
Pinzón,  se  encaminó  expresamente  á  Palos   en  su  busca  para 


—    iq    — 

imponerse  en  la  recuesta  de  las  dichas  Indias;  y  con  la  infor- 
mación y  dineros  que  recibió,  se  fué  á  la  corte  á  entablar  las 
negociaciones. 

¡Intento  vano!  Los  deudos  del  mismo  Pinzón  confesaron  hon- 
radamente que  nunca  oyeron  hablar  de  descubrimientos,  ni  si- 
quiera de  la  existencia  de  las  Indias,  hasta  la  llegada  de  Cris- 
tóbal Colón.  Por  más  ilustrado  que  otros,  como  dicho  queda, 
así  por  afición  como  por  el  comercio  con  gentes  de  Italia,  es 
de  admitir  que  extendiera  los  conocimientos  geográficos  hasta 
el  mayor  nivel  que  alcanzaban,  tomando  nota  de  las  obras  de 
Aristóteles,  Strabon,  Plinio  y  Tolomeo;  con  todo,  si  estos  co- 
nocimientos predisponían  su  discurso  para  no  ver  en  Cristóbal 
Colón  un  soñador  como  los  otros,  antes  bien  le  inclinaban  á 
comprender,  adoptar  y  seguir  el  plan  del  extraño,  teórica  y 
prácticamente  razonado,  tal  plan  no  se  ofreció  antes  á  súmente. 

El  licenciado  Villalobos,  fiscal  en  el  pleito,  no  pensó  tampoco 
que,  por  negar  á  D.  Cristóbal  cualquiera  de  las  aptitudes  per- 
sonales; por  decir  que  otros  le  llevaban  y  le  dirigían,  no  le  des- 
pojaba de  la  autoridad  y  mando  superior  de  la  expedición,  por 
cuyas  condiciones  esenciales  recababa  el  lauro  de  la  victoria, 
como  le  correspondía  la  responsabilidad  del  fracaso.  ¡A  tanto 
llega  la  ofuscación  en  casos  en  que  de  la  verdad  se  prescinde! 
Hay  que  dar  á  cada  cual  lo  suyo.  Colón,  capitán  general  de  los 
bajeles  que  abordaron  á  las  islas  índicas,  tenía  que  ser  su  des- 
cubridor á  todas  luces,  lo  que  no  obsta  para  que  el  hallazgo,  á 
todas  luces  también,  se  debiera  á  Martín  Alonso  Pinzón,  por 
lo  que  queda  expuesto. 

No  más  justo  que  el  Fiscal  del  Consejo  de  Indias,  D.  Fer- 
nando Colón,  al  escribir  la  historia  de  su  padre,  omitió  las  cir- 
cunstancias del  armamento  de  la  expedición,  pensando  acaso 
que  rebajara  los  méritos  de  su  progenitor  la  evidencia  del  auxi- 
lio y  participación  de  un  hombre  de  las  condiciones  del  capitán 
de  Palos. 

Bartolomé  Colón,  hermano  del  Almirante,  por  lo  contrario, 
no  tuvo  reparo  en  reconocer  que  sin  las  gestiones  de  Pinzón  el 
viaje  no  se  hubiese  realizado.  Del  mismo  modo  lo  entendieron, 
como  historiadores,  los  PP.  Bernáldez  y  Las  Casas,  siendo  tan 
amigos  como  eran  de  D.  Cristóbal,  y  es  de  observar  cómo  el 


20 


Obispo  de  Chiapa,  que  por  lo  general  se  valía  para  la  redacción 
de  su  Historia  de  las  Indias,  de  la  escrita  por  D.  Fernando 
Colón,  se  apartó  de  su  texto  al  tratar  de  los  principios. 

El  Rvmo.  Prelado  cuenta  cómo  Colón  rogó  á  Martín  Alonso 
que  fuese  con  él  en  aquel  viaje,  llevando  á  sus  hermanos  y  pa- 
rientes, presumiendo  que  debió  prometerle  algo,  porque  nadie 
se  mueve  sino  por  su  interés  y  utilidad,  y  el  caso  fué  que  no  al- 
canzando para  el  armamento  el  millón  de  maravedís  facilitado 
por  los  Reyes,  Pinzón  prestó  medio  millón  más. 

De  tan  importante  declaración,  exenta  de  sospecha  de  par- 
cialidad, resulta  que  en  la  asociación  formada  en  Palos,  Cris- 
tóbal Colón  aportaba,  con  el  compromiso  del  descubrimiento, 
el  despacho  de  los  Reyes  y  un  millón  de  maravedís,  optando  á 
las  recompensas  sentadas  por  condición  en  las  capitulaciones 
de  Santa  Fe,  y  usando  desde  luego  de  la  dirección  y  mando  con 
el  título  de  Capitán  general  de  la  armada;  Martín  Alonso  Pin- 
zón, á  nada  obligado,  sin  conocimiento,  intervención  ni  titulo 
de  los  Reyes,  por  acto  espontáneo,  ponía  su  influencia  y  auto- 
ridad, su  persona  con  las  de  sus  hermanos  y  parientes;  en  una 
palabra,  la  armada,  la  realidad  de  la  expedición,  con  perfecto 
conocimiento  de  que  la  otra  parte  carecía  de  elementos  que  la 
reunieran;  ponía  además  medio  millón  de  maravedís,  ó  sea  la 
mitad  de  lo  que  daban  los  Reyes;  la  tercera  parte  del  costo 
total,  y  esto  en  cabeza  y  nombre  de  Colón,  que  percibiría  el  in- 
terés correspondiente  á  la  suma.  Si  la  empresa  fracasaba,  per- 
dería Colón  las  esperanzas  y  las  ilusiones  de  su  vida,  que  cons- 
tituían todo  su  caudal;  se  encontraría  otra  vez  de  andante  en 
cortes.  Pinzón,  por  su  parte,  comprometía  el  medio  millón,  sin 
vísperanza  de  que  un  extranjero  pobre,  y  en  tal  caso  desconcep- 
tuado, encontrara  medios  de  reintegrarlo;  arriesgaba  los  bajeles, 
que  con  aquella  suma  componían  su  fortuna  y  posición  indepen- 
diente, poniendo,  por  tanto,  en  aventura  lo  que  más  se  estima 
en  este  mundo. 

Ahora  bien:  ¿podrá  admitirse  que  el  móvil  de  la  notoriedad 
bastara  para  decidir  á  este  hombre  á  una  empresa  generalmente 
juzgada  temeraria  en  tales  condiciones? 

El  Obispo  de  Chiapa,  conocedor  del  corazón  humano,  decía 
bien:  nadie  se  mueve  sino  por  su  interés  y  utilidad.  Si  Martín 


—    21    — 


Alonso  se  determinaba  á  secundar  la  causa  de  otro,  por  mucho 
que  influyeran  sus  condiciones  de  arrojo  y  temeridad;  por 
grande  que  fuera  la  convicción  adquirida  del  resultado;  aunque 
comprendiera  á  Colón  y  se  estimara  digno  de  subir  con  él  á  las 
regiones  de  la  fama,  como  daba  á  entender  la  declaración  en  el 
proceso  de  Diego  Fernández  Colmenero,  porque  era  hombre 
de  gran  corazón^  que  trabajaba  de  hacer  lo  que  otro  no  podiese 
porque  de  ello  hobiese  memoria;  para  que  se  sobrepusiera  á  las 
preocupaciones  del  vulgo,  desoyera  los  consejos  de  la  circuns- 
pección, y  sin  vacilar  uniera  su  suerte  á  la  de  un  desconocido, 
necesario  era  que  impulso  poderoso  le  lanzara,  y  éste  no  podía 
ser  otro  que  la  ambición. 

El  P.  Las  Casas  insinúa  que  en  voz  pública  andaba  el  dicho 
de  haberle  ofrecido  Cristóbal  Colón  la  mitad  de  las  honras  y  de 
los  provechos  que  consiguiera,  y  aunque  él  no  creía  que  fuera 
tanto,  el  dicho  conforma  con  lo  que  consta  por  declaraciones 
en  el  pleito,  y  lo  que  por  regla  general  estatuían  los  contratos 
de  asociaciones  parecidas  que  antes  y  después  se  formalizaron. 

Seguramente  conocería  Pinzón  el  que  hicieron  en  Lisboa 
en  1486  Fernán  Dulmo  y  Juan  Alfonso  do  Estreito,  y  concer- 
taría con  D.  Cristóbal  algo  análogo.  Considerando  sobrados 
para  una  sola  persona  los  cargos  de  Almirante,  Virrey  y  Go- 
bernador general  de  las  tierras  que  se  descubrieran,  aspiraría, 
con  merecimiento,  á  cualquiera  independientemente  de  la  gran- 
jeria de  las  riquezas,  y  en  ello  debieron  convenir  privadamente 
de  algún  modo,  puesto  que  no  hay  rastro  de  escritura  que  lo 
aclare. 

La  ausencia  de  instrumentos  dificulta  mucho  el  esclareci- 
miento de  la  verdad  ;  pero  rechazando  la  sana  razón  y  la  crítica 
de  consuno  la  probabilidad  de  que  Pinzón  se  aviniera  á  sacrifi- 
car cuanto  poseía  por  el  capricho,  que  sería  singularísimo,  de 
servir  sin  objeto  ni  ventaja  alguna  los  intereses  de  un  extraño, 
cabe  presumir,  ó  bien  que  las  escrituras  sufrieron  extravío  por 
las  circunstancias  de  la  muerte  de  Martín  Alonso  Pinzón  en 
ausencia  de  sus  hijos,  ó  bien  que,  teniendo,  á  fuer  de  hombre 
honrado  que  no  faltaba  á  su  palabra,  fe  en  la  de  caballero  del 
General  de  Sus  Altezas,  que  no  estaba  todavía,  ni  había  de  es- 
tar hasta  después  de  la  victoria,  en  posesión  de  las  dignidades 


—    22 


ofrecidas,  fiara  para  luego  la  formalización  de  los  compromi- 
sos. Los  rasgos  de  carácter  de  Pinzón,  enaltecidos  por  los  que 
bien  le  conocieron,  abonan  cualquiera  creencia  en  su  favor. 

Sea  como  ello  fuera,  está  plenamente  probado,  ya  se  ha  visto, 
que  por  Pinzón  se  mecían  en  el  puerto  las  carabelas,  en  dispo- 
sición de  hacerse  á  la  mar. 

Llegado  el  3  de  Agosto  de  1492,  día  memorable,  antes  de  la 
salida  del  sol  con  media  hora,  se  agrupaban  en  la  playa  los  ri- 
bereños del  Odiel,  atentos  á  la  maniobra  délos  bajeles  que  zar- 
paban. Embarcó  Colón  en  el  batel  de  la  capitana,  despidién- 
dole con  bendición  su  confesor  y  amigo  Fr.  Juan  Pérez:  rom- 
piéronse á  poco  los  juncos  del  entenal,  y  el  manso  viento  de  la 
tierra,  que  ondeaba  el  estandarte  de  Castilla,  llenó  las  velas,  en 
que  se  había  pintado  el  signo  de  la  redención.  Lenta,  majestuo- 
samente, cual  si  el  maderamen  participara  de  la  emoción  de  los 
hombres  que  sostenía;  la  proa  al  horizonte,  teñido  por  los  arre- 
boles de  la  aurora,  pasaron  ima  tras  otra  las  naves. 

Dejaron  correr  el  llanto  las  mujeres  por  agitar  en  la  mano 
los  pañuelos;  elevaron  las  gorras  los  hombres;  palmotearon  los 
pequeñuelos,  y  en  grito  tres  veces  repetido  que  confundía  el 
dolor,  la  incertidumbre,  la  esperanza,  el  entusiasmo,  el  orgullo 
y  la  fe,  madres  y  esposas,  deudos  y  amigos,  dieron  el  acostum- 
brado ¡buen  viaje! 

El  Diario  del  jefe  de  la  armada  muestra  la  confianza  y  la  es- 
timación que  tenía  puestas  en  el  asociado,  porque  á  los  tres  días 
ocurrió  la  primera  contrariedad,  sufriendo  la  carabela  Pinta 
grave  avería  en  el  timón;  y  «vídose  en  gran  turbación  por  no 
poder  socorrerla  sin  su  propio  peligro;  pero  perdía  alguna  de 
la  mucha  pena  que  tenía, /or  cognoscer  que  Martin  Alonso  era 
persona  esforzada  y  de  buen  ingenio».  Segunda  vez  se  rompie- 
ron los  apoyos  del  mecanismo,  pero  del  mismo  modo  se  reme- 
diaron, y  se  cambió  el  aparejo  latino  de  la  Niña  en  otro  más 
sólido,  de  cruz. 

Pasados  muchos  días,  no  podía  escapar  á  la  perspicacia  de  los 
marineros  la  observación  de  la  constancia  de  los  vientos;  cal- 
culaban el  tiempo  que  sería  necesario  para  desandar  aquel  ca- 
mino contra  las  corrientes,  y  la  duración  del  agua  potable  con 
que  contaban.  Empezaba  á  inquietarles  también  el  desvío  de  la 


2^    — 


aguja,  sospechando  que  por  desconocida  causa  perdiera  en  aque- 
llos mares  la  virtud  de  guiarles,  y  si  esto  ocurría  á  gente  de  mar 
acostumbrada  á  largas  travesías,  es  de  conjeturar  el  sentimiento 
de  temor  que  pesaría  sobre  los  ignorantes  de  la  navegación, 
ajenos  á  aquella  vida  por  pasar  la  suya  entre  las  sierras  del  inte- 
rior de  España,  viéndose  en  el  centro  del  inmenso  circulo  de 
cielo  y  mar  en  la  sucesión  monótona  de  los  días  y  las  noches. 
Á  la  preocupación  debió  seguir  el  descontento;  al  recelo  la 
desconfianza  de  llegar  á  un  término  probable.  Aflojados  con 
ello  los  lazos  del  respeto,  la  murmuración,  la  queja,  la  recon- 
vención, por  sus  pasos,  trabajaron  la  disciplina,  llegando  á  la 
explosión  del  motín,  si  se  admite  lo  que  dan  por  averiguado,  ó 
tienen  escrito,  que  no  es  lo  mismo,  los  historiadores. 

Irving,  Lamartine,  Koselly  de  Lorgues,  pintan  con  poética 
colorido  la  situación  en  que  se  vio  el  jefe  genovés,  aislado  ejiü^e 
lina  turba  feroz  y  pusilánime^  que  llegó  á  desconocer  su  auto- 
ridad poniendo  en  inminente  peligro  su  vida,  si  bien  sirvió  sólo 
el  riesgo  para  poner  á  prueba  la  firmeza  de  su  resolución,  se- 
mejante á  la  de  la  roca  en  que  las  olas  baten  y  se  estrellan.  Al- 
guno de  estos  escritores  llega  á  decir  que,  contagiados  del 
miedo  los  Pinzones,  el  mayor  sobre  todo,  hicieron  cabeza  de 
la  sublevación  contra  el  que  denigraban  con  los  dictados  de 
embaucador  y  charlatán ,  echando  mano  á  las  armas  y  em- 
pleando la  amenaza  de  muerte  si  no  volvía  las  proas  hacia  Cas- 
tilla ;  pero  el  Diario  del  Almirante  no  autoriza  la  suposición  de 
un  suceso  cuya  gravedad  no  podía  dejar  de  consignarse  en 
aquel  documento,  relato  oficial  de  cuantos  ocurrían,  y  la  voz 
pública,  las  declaraciones  del  repetido  proceso  y  otros  testi- 
monios de  índole  varia,  no  refieren  así  lo  ocurrido. 

Cierto  ha  de  ser  que  hubo  recelo,  muy  natural  entre  las  tri- 
pulaciones; cierto  que  entre  el  vulgo  se  propaló  la  especie  de 
haber  concertado  los  tímidos  lanzar  al  agua  al  Comandante,  y 
volverse  al  puerto  de  salida;  con  todo,  la  declaración  de  los 
testigos  de  la  causa,  sino  en  su  punto,  pone  en  perspectiva  de 
realidad  lo  que  en  la  escuadra  aconteció. 

En  gran  número,  los  declarantes  cuentan  que  el  desmayo  de 
los  apocados  se  comunicó  a  Cristóbal  Colón,  decidiéndole  al 
abandono  de  la  exploración  y  regreso  á  España,  fuera  por  la 


—   24   — 

consideración  de  los  días  transcurridos  en  el  viaje,  ó  bien,  y  es 
más  creible,  porque  no  se  encontrara  con  fuerza  y  autoridad 
para  contrarrestar  un  impulso  casi  general  en  la  escuadra,  y  re- 
sistir á  la  oposición  que  acaso  abiertamente  se  le  hiciera.  Las 
versiones  varían  mucho:  quién  dice  que  en  el  extremo  consultó 
Colón  de  barco  á  barco  con  Martín  Alonso,  de  manera  que 
todos  oyeron,  lo  que  convendría  hacer  en  aquel  caso;  quién 
asegura  que  decididamente  cambió  de  rumbo  y  enderezó  la 
proa  á  Castilla,  dando  por  concluida  su  misión;  y  ¡cosa  notable! 
entre  cien  testigos,  contados  los  de  la  parte  del  Almirante, 
uno  solo  depuso,  de  oidas^  que  ocurrió  motín  á  bordo  de  la  capi- 
tana, con  la  manifiesta  inexactitud  de  asegurar  que  para  ello  se 
juntaron  los  maestres  de  lastres  naves.  En  cambio,  afirmaron 
casi  todos  que  cuantas  veces  se  puso  en  duda  la  continuación  de 
la  marcha,  consultado  Pinzón,  dijo:  «¡Adelante!  ¡Adelante!» 
Y  con  acento  de  sinceridad  refirieron  que  como  el  jefe  le  di- 
jera: «Martin  Alonso^  esta  gente  del  navio  va  murmuratido; 
tiene  gana  de  volverse,  y  á  mi  me  parece  lo  mismo,  pues  que 
habemos  andado  tanto  tiempo  y  no  hallamos  tierra»,  contestó 
al  punto:  «Señor:  ahorque  vuesa  merced  inedia  docena  dellos  ó 
échelos  á  la  mar,  y  si  no  se  atreve,  yo  y  mis  hermanos  barloa- 
remos sobre  ellos  y  lo  haranos ;  que  armada  que  salió  con 
fnandado  de  tan  altos  Principes,  no  habrá  de  volver  atrás 
sin  buenas  nuevas.»  Por  esto,  los  más  de  los  dichos  testigos, 
citando  algunos  á  Bartolomé  Colón  en  su  número,  juzgaban 
que  sin  Pinzón  la  armada  se  volviera  y  no  se  descubriera  la 
tierra. 

Hoy  tiene  la  crítica  depurado  lo  que  atañe  al  supuesto  mo- 
tín de  las  carabelas,  ficción  poética  á  propósito  al  objeto  de 
exaltar  las  condiciones  personales  del  Almirante  de  las  Indias 
y  de  encarecer  los  embarazos  con  que  tropezó  en  la  inmortal 
epopeya.  La  sublevación  en  armas  contra  un  hombre  solo  ha 
pasado  á  la  leyenda  en  virtud  de  los  estudios  especiales. 

Las  frases  que  los  testigos  atribuyen  á  Pinzón,  cuadran  tan 
bien  con  su  energía,  con  su  decisión,  con  todos  sus  actos,  que 
no  pueden  dejar  de  recibirse  por  genuinas. 

Seguramente  Martín  Alonso  gritó  de  bordo  á  bordo:  «¡Ade- 
lante! ¡Adelante!»,  palabras  que  debieran  esculpirse  por  re- 


2;    — 


cuerdo ,  puesto  que  con  ellas  tercera  vez  decidían  su  personali- 
dad y  su  entereza  el  grande  acontecimiento. 

Á  la  carabela  Pinta  tocó  la  suerte  de  verificar  la  vista  de  lo 
que  con  ansia  se  buscaba,  sin  que  Pinzón,  que  siempre  fué  ex- 
plorando delantero,  hiciera  mérito  de  la  fortuna.  No  pongo  en 
duda  que  el  Almirante  asegurara  de  buena  fe  haber  visto  una 
luz  de  la  isla,  ni  duda  me  queda  de  la  imposibilidad  material  de 
que  la  viera.  Percibió,  durante  su  vida,  la  renta  acordada  á  la 
ilusión  del  deseo,  pero  es  obvio  que  de  la  Pinta  salió  el  grito 
mágico  de  «¡Tierra!»  acompañando  al  disparo  de  lombarda, 
que  puso  en  vilo,  sobre  las  cubiertas,  á  cuantos  iban  en  la  ar- 
mada, por  contemplar  el  panorama  de  Guanahaní  en  la  alborada 
de  perpetuo  recuerdo. 

Sería  difícil  traducir  en  palabras  la  impresión  de  aquellos 
hombres  que,  en  un  principio,  no  darían  crédito  á  los  ojos;  el 
efecto  de  la  luz  radiante  que  se  entraba  por  ellos  descubriendo 
la  ribera  de  peregrina  hermosura;  la  gala  de  una  vegetación 
incomparable;  la  rareza  y  variedad  de  las  aves;  la  extrañeza  de 
gentes  colocadas  por  la  Providencia  en  un  ambiente  suave  y 
perfumado,  bajo  la  bóveda  celeste,  que  allá  no  más  se  parece  á 
la  que  cubre  nuestro  suelo  europeo,  que  los  insectos,  rivales  en 
color  de  las  flores  >  de  las  piedras  preciosas,  pues  que  se  infla- 
ma mañana  y  tarde  de  manera  que  forja  la  ilusión  en  ella  ríos 
de  oro  y  de  lava  fundida;  fantasmas  maravillosos  de  ópalo,  de 
azul,  de  nácar,  danzando  sobre  un  fondo  de  pureza  indecible 
donde  se  mezclan,  se  confunden,  se  deshacen  á  cada  momento 
en  vapores  irisados,  mientras  la  noche  tiende  por  contraste 
el  cortinaje  aterciopelado  obscuro  para  brillo  mayor  de  los 
astros. 

Presume,  no  obstante,  el  pensador  los  latidos  de  aquellos 
corazones  en  que  la  realidad  de  la  dicha  desalojaba  repentina- 
mente, sin  transición  ni  aviso,  las  sombras  de  la  desventura  du- 
rante un  mes  esperada;  el  espontáneo  brote  de  las  lágrimas;  la 
explosión  ruidosa  de  la  alegría;  el  fervor  con  que  de  hinojos 
elevaron  al  Todopoderoso  la  oración  de  humilde  reconoci- 
miento desde  aquella  tierra  nueva. 

Mi  tarea  pudiera  acabar  aquí,  pues  que  más  elocuentes  narra- 
dores os  han  dado,  ó  han  de  dar,  luces  acerca  de  la  flora,  de  la 


—    26    - 

fauna,  de  las  razas,  su  lengua,  su  civilización  en  el  mundo  ha- 
llado por  los  marineros  de  que  voy  tratando;  pero  no  será 
ocioso  prolongar  poco  más  el  árido  relato,  por  acabar  el  viaje 
y  decir  cómo  de  vuelta  trajeron  nueva  del  hallazgo. 

Desde  la  primera,  una  tras  otra,  iban  los  expedicionarios  re- 
gistrando islas  de  asombrosa  belleza,  llenas  de  encantos  natura- 
les. La  de  Cuba,  principalmente,  lisonjeábala  idea  de  haber  lle- 
gado al  país  de  la  especería  y  de  las  maravillas  de  Marco  Polo; 
porque  si  no  parecían  por  de  pronto  indicios  de  comunidad  ó 
semejanza  con  aquel  en  que  antaño  cargaban  de  oro  las  naves 
de  Hiram,  según  creía  entenderse  de  la  mímica  de  los  indíge- 
nas, el  oro  existía  allí  en  abundancia.  Buscáronlo  las  carabelas 
por  la  costa  de  la  misma  isla  sin  dar  con  los  yacimientos,  por  lo 
que  decidió  Colón  extender  la  pesquisa  navegando  en  dirección 
del  punto  que  los  naturales  designaban  con  el  nombre  de  Ba- 
beque. 

En  la  travesía  ocurrió  un  incidente,  á  que  han  dado  los  co- 
mentadores proporciones  ajustadas  á  las  del  supuesto  motín  del 
golfo.  Las  carabelas  salieron  de  Cuba  velejeando  contra  el 
viento  contrario,  y  como  después  de  anochecer  el  tercer  día 
refrescara  mucho,  resolvió  el  Almirante  volver  al  punto  de 
partida,  y  lo  puso  por  obra,  colocando  en  los  palos  faroles  que 
indicaran  el  cambio  de  rumbo.  En  la  Pinta  ^  que  iba  delantera^ 
no  se  vieron  las  luces;  continuó,  por  consiguiente,  la  marcha, 
y  quedó  separada  de  las  otras  dos  naves.  Causante  de  la  disper- 
sión fué  el  Almirante,  por  aquella  decisión  repentina  adoptada 
sin  aviso  previo,  sin  disparar  cañonazos,  sin  ninguna  de  las 
precauciones  que  la  prudencia  recomienda  á  los  jefes  de  escua- 
dra y  las  reglas  les  prescriben;  no  obstante,  como  sea  más  sen- 
cillo y  acomodado  á  la  naturaleza  humana  achacar  á  otros  lo 
que  nos  empece,  que  confesarnos  autores  responsables,  disgus- 
tado Colón  del  incidente,  culpó  de  mala  voluntad  á  su  asociado, 
dándose  á  cavilar  sobre  las  consecuencias  de  la  separación,  que 
podrían,  á  su  juicio,  acelerar  el  regreso  de  la  Pinta  á  España 
y  sustraerle  las  albricias  de  tan  gran  nueva.  Consignada  la  sos- 
pecha en  el  Diario  de  ocurrencias,  ha  sido  bastante  para  que 
sobre  ella  levantara  la  fantasía  novelesca  otro  capítulo  de  tribu- 
laciones del  grande  hombre,  á  cargo  del  armador  de  la  expedí- 


ción,  declarado  sin  más  ni  más  desertor,  cobarde,  ingrato  y 
envidioso,  abreviando  la  lista  de  epítetos  indignos. 

Pinzón,  que,  según  lo  ordenado,  continuó  su  derrota  á  la  isla 
Babeque,  llegado  á  ella,  buscó  fondeadero  y  exploró  la  región^ 
despachando  indios  con  cartas  por  la  costa,  para  que  si  en 
algún  punto  de  ella  parecía  el  Almirante,  tuviera  noticia  de  su 
paradero,  y  tan  luego  como  supo  que  los  naturales  habían  visto 
otras  embarcaciones,  marchó  al  encuentro,  dando  cuenta  al 
jefe  de  la  expedición  de  todo  lo  ocurrido,  y  explicando  cómo  la 
separación  había  sido  fortuita,  sin  haber  podido  él  hacer  otra 
cosa. 

En  el  intermedio  se  había  perdido  la  nave  capitana,  y  el  re- 
gistro de  la  tierra  daba  á  entender  que  su  riqueza  no  era  tanta 
como  su  hermosura,  observación  que  agrió  el  carácter  del  ilu- 
sionado genovés.  Sería  natural  que  al  ser  desvanecidas  las  sos- 
pechas de  que  Pinzón  quisiera  usurparle  la  gloria  de  referir  el 
triunfo  de  la  empresa,  que  al  verle  á  su  lado,  y  de  su  voluntad 
venido,  rectificara  el  juicio  temerario  que  formó  precipitada- 
mente: no  fué  así.  En  público  se  dio  por  satisfecho;  admitió  las 
razones  del  capitán  de  la  Pinta ^  y,  por  consiguiente,  en  el  te- 
rreno de  la  disciplina,  y  en  la  apreciación  exterior  de  la  escua- 
dra, quedaba  terminado  el  incidente;  pero  cambiados  los  senti- 
mientos del  Almirante,  modificando  la  opinión  alta  que  hasta 
entonces  le  había  merecido  el  compañero  de  Palos,  dejóse  lle- 
var del  rencor,  y  escribió  en  el  Diario,  que  había  disimulado 
con  Pinzón  y  tolerado  sus  mentiras^  porque  lo  cierto  era  que  se 
apartó  con  mucha  soberbia  y  codicia,  porque  los  indios  le  afir- 
maban haber  oro  en  Babeque;  mas  no  quiso  romper  el  designio 
de  su  empresa,  lo  que  fácilmente  hubiera  sucedido  adoptando 
medidas  de  rigor,  porque  la  mayor  parte  de  los  que  venían  con 
él  eran  de  la  misma  patria  que  Pinzón,  y  aun  parientes  suyos. 

Considerad,  señores,  estas  frases,  que  materia  ofrecen  al  dis- 
curso; fuera  de  ellas  no  existe  otra  fuente  que  sirva  para  apre- 
ciar lo  ocurrido  en  las  costas  de  la  isla  Española,  y  en  ellas  ha 
tenido  que  apoyarse  Irving,  lo  mismo  que  los  historiadores  su- 
cesivos, al  infamar  la  memoria  de  Pinzón,  tildándole  impropia 
é  injustamente  de  desertor  de  la  bandera.  Sin  hacer  aquí  exa- 
men de  la  palabra  ni  del  motivo,  que  fuera  enojoso,  y  lo  reservo 


—    28    — 


para  otra  ocasión,  debo  insistir  en  que,  para  juzgar  á  Martín 
Alonso  en  el  incidente  de  la  separación  de  la  carabela,  hay  que 
atenerse  á  los  datos  consignados  en  el  Diario  del  Almirante, 
y  optar  por  uno  de  estos  dos  términos:  ó  aceptar  la  declaración 
explícita  de  un  hombre  que  siempre  pasó  por  honrado,  ó  incli- 
narse á  la  sospecha  maliciosa  de  otro  hombre  que  no  se  atrevió 
á  manifestarla. 

Para  los  que  tienen  á  Colón  por  impecable  y  santo,  no  es  du- 
dosa la  disyuntiva;  Colón  no  podía  equivocarse.  Los  que  recuer- 
den los  trabajosos  principios  de  la  empresa,  y  lo  que  el  Almi- 
rante debía  á  su  asociado;  los  que  lean  el  Diario  sin  prejuicio,  á 
las  palabras  secretamente  escritas,  á  la  sospecha  oculta,  á  la  sa- 
tisfacción simulada,  preferirán  la  franca  explicación  dada  en 
alta  voz,  sin  recelo  de  contradicciones,  y  la  enseñanza  de  los 
hechos. 

Mi  propósito  no  requiere  la  comparación  ó  paralelo  de  las 
condiciones  morales  de  los  dos  hombres  que  llevaron  á  cabo  la 
epopeya  del  viaje;  mas  para  librar  á  Pinzón  de  cargos  injurio- 
sos, necesariamente  tengo  que  resumir  lo  que  pasa  por  autori- 
dad de  cosa  juzgada. 

Los  hechos  acreditan  que,  una,  dos  y  tres  veces,  por  el  ascen- 
diente y  voluntad  de  Martín  Alonso,  se  alcanzó  lo  que  en  modo 
alguno  lograra  Cristóbal  Colón,  desahuciado  en  las  pretensio- 
nes, y  resuelto  á  pasar  de  España  á  otra  nación,  cuando  llegó  al 
monasterio  de  la  Rábida;  incapaz  de  obtener  bajeles  adecuados 
ni  hombres  que  los  manejaran,  aun  cuando  tuviera  en  mano  las 
cédulas  de  los  Reyes,  luego;  impotente  para  vencer  en  la  mar 
la  repugnancia  de  la  gente  á  seguirle  más  tiempo  en  el  camino 
de  lo  desconocido. 

Surcando  el  Océano,  consultada  la  carta  que  se  supone  de 
Toscanelli,  Pinzón  propuso  una  dirección  que  no  aceptó  ni 
quiso  seguir  el  Comandante.  El  estudio  de  la  carta  exacta  hace 
ahora  ver  que  el  sentimiento  instintivo,  ó  la  práctica  en  la  es- 
timación de  las  apariencias  en  la  mar,  inspiraba  al  capitán  de 
Palos  un  camino  más  directo  y  breve  para  hallar  lo  que  se  bus- 
caba. 

No  he  de  tratar  de  nuevo  las  cuestiones  de  la  vista  de  la  luz 
de  Guanahaní,  ni  del  naufragio  de  la  Santa  Alaría;  bastará  que 


—  29   — 

note  que  de  la  Pinta  salió  la  voz  de  «¡Tierra!»,  y  que  esta  cara- 
bela, ya  que  no  se  entienda  que  navegaba  con  toda  aquella  vi- 
gilancia, cuidado  y  acierto  que  acreditan  las  condiciones  de  un 
buen  capitán,  en  la  recalada,  bojeo,  y  exploración  de  costas  y 
escollos  desconocidos,  tuvo  mejor  fortuna  que  la  compañera, 
directamente  manejada  por  el  Almirante. 

Resolvió  el  jefe  de  la  expedición  construir  un  fuerte  en  la  Es- 
pañola, con  la  idea  halagüeña  de  sentar  el  pie  de  la  dominación. 
Martín  Alonso,  con  claro  discernimiento,  se  opuso  á  la  medida, 
considerándola  arriesgada  é  inconveniente,  y  el  tiempo  justificó 
la  cordura  de  un  consejo  que  ahorrara  la  primera  sangre  con 
que  se  fecundó  la  tierra  nueva. 

Dieron  la  vela  en  regreso  á  España  las  dos  carabelas  que  que- 
daban: sufrieron  tremendo  temporal  que  las  apartó,  llevando  la 
de  Pinzón  un  mástil  partido.  Era  de  presumir  que  pereciera, 
como  creyó  el  Almirante;  sin  embargo,  mientras  éste  arribaba 
á  una  de  las  islas  Azores,  donde  el  Gobernador  le  aprisionó  la 
mitad  de  la  gente,  faltando  muy  poco  para  que  él  mismo  y  su 
bajel  quedaran  detenidos;  mientras,  sin  que  le  aprovechara  la 
lección,  se  entraba  contra  viento  y  marea  en  la  capital  de  na- 
ción extraña,  con  cu^^o  Rey  había  tenido  antiguas  contradiccio- 
nes, provocando  su  rivalidad  y  comprometiendo  cuestión  inter- 
nacional gravísima.  Pinzón,  con  el  mismo  temporal  y  con  más 
peligro  por  el  mástil  roto,  esquivando  la  costa  de  Portugal,  to- 
caba en  tierra  de  Castilla,  y  desde  allí  enderezaba  el  rumbo  á 
Palos,  avistando  el  campanario  de  la  Rábida  casi  al  mismo 
tiempo  que  la  carabela  de  su  hermano,  conductora  de  Colón. 

Llegaba  éste  convencido  de  haber  pisado  el  Asia;  venía  el 
otro  seguro  de  quedar  roto  el  misterio  de  una  tierra  nueva. 

No  puede  desconocerse  que  la  navegación  de  Martín  Alonso 
fué  también  en  este  viaje  de  vuelta  más  hábil,  náuticamente 
considerada,  sin  caer  por  otro  lado  en  el  desacierto  político  de 
la  del  Almirante.  Con  todo,  no  ha  faltado  quien,  á  modo  de 
homenaje  rendido  á  tantos  méritos,  diga  que  desde  Bayona  de 
Galicia  escribió  á  los  Reyes  apropiándose  la  gloria  del  descu- 
brimiento, y  que,  una  vez  surtas  las  carabelas  en  Palos,  mientras 
Cristóbal  Colón,  el  aparecido  de  la  Rábida,  era  objeto  de  ova- 
ción de  las  gentes  de  aquel  pueblo  en  que  se  hizo  el  armamento 


—   ^o  — 


con  los  parientes  y  el  dinero  de  Martín  Alonso,  éste  se  ocultaba 
como  criminal  que  teme  el  castigo  merecido,  dando  al  despecho 
y  á  la  soberbia  fuerzas  que  aniquilaron  las  vitales  suyas 

¡Leyenda,  malévola  leyenda  I  Llegaba  el  mayor  de  los  Pinzo- 
nes gravemente  enfermo  de  lo  mucho  que  le  fatigaron  los  tra- 
bajos de  la  expedición.  Falleció  á  poco  en  el  convento  de  la 
Rábida,  y  sepultóse  con  el  cuerpo  su  mxemoria.  El  Rdo.  Obispo 
de  Chiapa  escribía  entonces,  á  guisa  de  epitafio:  «Y  porque  en 
breves  días  murió,  no  me  ocurrió  más  que  del  pudiese  decir.» 

¡Criterio  humano!  ¡Para  qué  ocuparse  de  un  difunto  cuan- 
do llegaba  la  ocasión  de  hablar  del  entusiasmo  público;  de 
las  fiestas  con  que  se  celebraba  el  hallazgo  de  las  islas  oceáni- 
cas; de  las  honras  y  mercedes  inusitadas  con  que  se  premiaba 
el  éxito  en  la  persona  que  á  su  modo  lo  relataba!  La  condición 
de  extranjero,  vituperada  en  el  período  de  las  solicitudes,  acre- 
centaba ahora  los  merecimientos  del  triunfador.  ¡Se  tocaba  el 
fin;  no  había  para  qué  traer  á  la  memoria  los  medios! 

Justo  es,  en  verdad,  que  brille  por  siempre  la  figura  de  Cris- 
tóbal Colón  entre  los  hombres  más  grandes  de  la  historia  y  en- 
tre los  bienhechores  de  la  humanidad;  en  buen  hora  se  adjudi- 
quen los  honores  de  inmortal  que  constantemente  se  le  han 
tributado;  mas  no  es  tan  estrecho  el  templo  de  la  gloria  ni  tan 
escaso  el  patriotismo  de  los  españoles,  que  no  den  lugar  en 
aquél,  ni  demostración  con  éste,  al  que  ambas  cosas  merece.  Si 
el  examen  reflexivo  de  los  puntos  por  mí  tratados  acredita  que 
sin  Cristóbal  Colón  no  se  hubiera  conocido  por  de  pronto  lo 
que  América  llamamos  al  presente,  asimismo  demuestra  que 
sin  Martín  Alonso  Pinzón  no  se  hubiera  descubierto. 

Para  obtener  bronce  se  requiere  la  aleación  de  dos  metales; 
acaso  fué  indispensable  la  fusión  de  la  perspicacia,  de  la  obsti- 
nación, del  saber  del  inventor  de  la  idea,  con  la  entereza,  la 
práctica  del  marear,  el  dominio,  el  carácter  de  quien  la  llevara 
á  término,  (S^izi^w^oú^iw^x^:  ¡ Adelante! ¡ Adelante!  Dios  quiso 
que  las  condiciones  del  uno  tuvieran  complemento  en  las  del 
otro.  Dios,  sin  duda,  los  juntó.  ¿Por  qué  no  hemos  de  unirlos  en 
la  honra  cuando  vamos  á  exaltarla? 

Algo  tarde  otorgó  Carlos  V  á  los  Pinzones,  porque  de  ellos 
haya  perpetua  memoria^  un  escudo  de  armas  con  tres  carabelas 


_  31  — 

en  la  mar,  é  de  cada  una  de  ellas  salga  una  mano  mostrando 
la  primera  tierra  que  asi  hallaron  é  descubrieron.  Algo  tarde, 
digo,  porque  con  el  blasón  no  salieron  de  la  miseria  á  que  la 
liberalidad  del  mayor  los  había  reducido,  y  ya  el  pueblo,  no  bien 
informado,  había  erigido  al  descubridor,  en  su  poética  fantasía, 
el  monumento  más  bello  y  duradero  de  cuantos  entre  nosotros 
tiene.  Restaurémosle  ahora,  si  os  place,  diciendo: 

Por  España  halló  Colón 
Nuevo  Mundo  con  Pinzón. 


PRECEDENTES 

DEL 

DESCUBRIMIENTO  DE  AMÉRICA 

EN  LA  EDAD   MEDIA 


ATENEO   DE   MADRID 


^-rOa 


PRECEDENTES 

DEL 

DESCUBRIMIENTO  DE  AMÉRICA 

EN  LA  EDAD  xMEDIA 

CONFERENCIA 

DE 

D.  MANUEL  MARÍA  DEL  VALLE 

pronunciada  el  día  ii  de  Marzo  de  i8gz 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADENEYRA  » 

IMPRESORES    DE    LA    REAL  CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  núm.  20 


1892 


Señoras  y  señores: 

Dos  nombres  inmortales,  el  de  un  genio  y  el  de  un  nuevo 
mundo,  aparecen  estrechamente  unidos  al  comienzo  de  la  edad, 
que  llamamos  moderna  de  la  historia.  Desde  aquellos  días  feli- 
ces, con  que  termínala  centuria  décimaquinta  y  se  abre  la  diez 
y  seis  de  nuestra  era,  y  en  que  para  siempre  quedó  rasgado  el 
velo,  que  por  muchos  siglos  había  cubierto  las  espesas  nieblas 
del  mar  tenebroso,  tan  temido  de  los  antiguos,  la  atención  de 
los  Europeos  y  el  particular  interés  de  sus  trabajos  geográficos 
é  históricos,  dirigiéronse  con  preferencia  á  las  comarcas  occi- 
dentales del  globo  terrestre.  Los  viajes  marítimos  se  suceden 
unos  á  otros  con  admirable  repetición;  las  exploraciones  en  te- 
rritorios vírgenes  se  multiplican;  todo  se  examina  y  analiza:  la 
naturaleza,  las  razas,  las  sociedades  de  aquel  continente,  hasta 
entonces  desconocido,  al  menos  para  la  generalidad  de  los  hom- 
bres. Y  de  dicho  tiempo  procede  también  el  importantísimo 
número  de  variados  temas  de  historia  y  de  crítica,  aplicados  al 
conocimiento  de  uno  y  otro  hemisferio  del  Planeta  y  de  las  po- 
sibles relaciones  que  durante  lejanos  tiempos  entre  ellos  debie- 
ron existir. 

Avocados  hoy  al  centenario  de  la  fecha  memorable  en  que 
los  españoles  tuvieron  la  suerte  de  poner  la  planta  en  las  islas 
del  mar  de  las  Antillas,  esta  docta  casa  tuvo  el  buen  acuerdo 
de  celebrarlo,  con  una  serie  de  conferencias  en  las  que  hoy  al- 


—  6  — 

canzo  la  honra  de  tomar  parte.  A  tan  noble  concurso  han  sida 
llamados  nuestros  más  distinguidos  oradores  y  hombres  de 
ciencia;  también  venimos  aquí  los  humildes;  aquéllos  para  que, 
con  las  luces  de  su  inteligencia,  con  su  acreditada  ilustración  y 
saber,  resuelvan  los  arduos  problemas  que  acerca  del  Nuevo 
Mundo  fueron  y  son  todavía  objeto  de  serias  meditaciones: 
nosotros,  para  que,  auxiliados  de  modestas  fuerzas,  hagamos 
gala  de  buena  voluntad,  ofreciendo  la  escasa  labor  de  lo  que 
por  nuestros  estudios,  en  la  profesión  que  públicamente  des- 
empeñamos, pudimos  haber  aprendido:  que  en  todas  las  obras, 
así  en  las  de  la  naturaleza  como  en  las  del  arte,  en  las  del  indi- 
viduo como  en  las  de  la  sociedad,  va  siempre  lo  grande  unido 
á  lo  pequeño,  y  de  igual  modo  que  con  las  dilatadas  y  extensas 
cordilleras  y  mesetas  de  la  tierra  coexisten  las  rocas  y  las  me- 
nudas arenas;  de  la  propia  suerte  que  las  maravillosas  construc- 
ciones, proyectadas  por  el  ingeniero  y  el  arquitecto,  necesitan 
no  sólo  un  plano  y  dirección,  sino  el  esfuerzo  de  los  que  con  sus 
brazos  ayudan  á  levantar  aquel  monumento,  así  también  á 
estas  solemnes  fiestas  de  la  inteligencia  y  de  la  cultura  humana 
son  llamados,  naturalmente,  los  sabios,  y  podemos  venir  aque- 
llos otros  á  quienes  nos  basta  el  sencillo  título  de  estudiantes, 
ó  cuando  más,  de  afanosos  cooperadores  de  sus  trabajos. 

Tuvisteis  la  fortuna  de  oír  en  esta  cátedra,  al  inaugurarse  las 
presentes  conferencias,  la  gallarda  y  elocuentísima  palabra  del 
eminente  hombre  de  Estado,  que  á  la  par  es  gloria  de  la  cien- 
cia y  de  la  tribuna  españolas;  asististeis  luego  á  la  erudita, 
amena,  profunda,  y  por  todo  extremo  crítica  conferencia  de 
nuestro  respetado  y  siempre  querido  D.  Eduardo  Saavedra  so- 
bre las  ideas  de  los  antiguos  acerca  de  las  tierras  atlánticaSy 
y  aun  está  fresco  en  la  memoria  de  todos  el  grato  recuerdo  del 
singular  deleite  con  que,  honrado  por  demás  el  sitial,  que  ahora 
inmerecidamente  ocupo,  escuchábamos  en  pasadas  noches  la 
magistral  relación  de  las  atrevidas  navegaciones  de  los  portu- 
gueses, hecha  por  el  insigne  y,  con  justicia,  preclaro  historiador 
de  nuestros  vecinos  y  de  nuestros  hermanos. 

Violento  es  el  tránsito  que  hoy  se  os  ofrece;  no  pequeña  des- 
gracia la  mía  de  verme  colocado  inmediatamente  después  de 
tan  respetables  personalidades;  grande  la  turbación  de  que  me 


hallo  poseído,  y  necesario  é  indispensable  que  de  vosotros  re- 
clame, no  por  alarde  retórico,  sino  por  convencimiento  intimo, 
vuestra  indulgente  benevolencia. 

Permitidme  también  que,  con  este  motivo,  ofrezca  el  testi- 
monio de  mi  sincera  gratitud  á  nuestro  egregio  Presidente,  y 
al  que  lo  es  muy  digno  de  la  sección  de  Ciencias  históricas  se- 
ñor Sánchez  Moguel,  por  haberme  dispensado  el  honor  de  que 
os  dirija  la  palabra.  Y  '■.)mo  en  la  vida  no  faltan  compensacio- 
nes, séame  lícito,  antes  de  principiar  mi  tarea,  y  á  cambio  de 
tantas  dificultades,  con  las  que  ahora  verdaderamente  lucho, 
por  capricho  del  azar,  lisonjearme  de  interpretar  vuestros  senti- 
mientos, aprovechando  este  instante  para  enviar  desde  aquí  un 
cariñoso  saludo  y  el  homenaje  de  nuestra  legítima  admiración 
al  ilustre  historiador  lusitano,  que,  habiéndonos  favorecido  re- 
cientemente con  su  presencia  y  con  las  acertadas  observaciones 
de  su  esclarecido  ingenio,  nos  a^^udaba  á  reanimar  poderosos 
vínculos  de  fraternal  simpatía  para  el  pueblo  y  para  los  hom- 
bres, que,  participando  de  nuestros  orígenes,  tanta  intervención 
tuvieron  en  hechos  y  proezas,  que  por  varios  títulos  nos  son  co- 
munes en  el  dominio  de  la  historia. 


I. 


Os  decía,  Señores,  que  los  grandes  problemas  geográficos,  his- 
tóricos y  sociales  sobre  América  habían  sido  objeto  especial  de 
profundos  trabajos,  cuyo  origen  se  remonta  á  la  época  ventu- 
rosa en  la  que  diferentes  Estados  europeos  adquieren  nuevas 
tierras  y  posesiones  allende  los  mares.  Y  entre  los  asuntos  de 
mayor  novedad  que,  como  tema  de  investigación,  se  propusie- 
ron discretos  analistas,  figuró  el  relativo  al  origen  y  procedencia 
de  las  primitivas  razas  del  nuevo  continente,  y  por  tanto  de  la 
verosímil  comunicación  y  enlace  de  sus  pobladores  con  los  de 
otras  naciones  y  países.  Recuerdo  ahora,  que  van  transcurridos 
nueve  ó  diez  años  desde  que  un  distinguido  escritor  de  la  vecina 


—  8  — 

Francia  publicaba  monografía  muy  erudita,  respondiendo  á  esta 
pregunta:  «Las  relaciones  entre  el  antiguo  mundo  y  América, 
¿fueron  posibles  en  la  Edad  Media?  (i).» 

He  aquí  que,  modificando  algo  los  términos  de  ese  enunciado, 
me  proponga  también  yo  discurrir  sobre  los  Precedentes  del 
descubrimiento  de  América  en  la  Edad  Media ^  por  juzgar  de 
alguna  utilidad  y  provecho  muchos  de  los  datos  y  noticias  inte- 
resantes, que,  acerca  de  tan  delicada  cuestión,  consignan  autori- 
dades respetables  en  la  materia.  Para  ello  procede  evocar  con 
brevedad,  y  en  primer  término,  varias  de  las  hipótesis  que  esta- 
blecen la  posibilidad  de  remotas  aproximaciones  entre  los  pue- 
blos orientales  y  América,  conviene  que  analicemos  luego  el 
carácter  de  la  ciencia  y  de  los  estudios  en  los  siglos  de  la  Edad 
Media  de  la  historia,  para  determinar  el  influjo  que  las  ideas 
más  elev^adas  de  notables  pensadores  pudieron  ejercer  en  los 
grandes  descubrimientos  de  los  siglos  xv  y  xvi,  y  sobre  todo, 
que,  como  parte  esencial  de  nuestro  objeto,  puntualicemos, 
examinándolos  á  la  luz  de  la  más  severa  crítica,  los  viajes,  ex- 
pediciones y  aventuras  que  varios  pueblos  europeos,  y  entre 
ellos  principalmente  Normandos  é  Irlandeses,  realizaron  en  las 
regiones  septentrionales  del  Atlántico. 

La  índole  propia  de  semejantes  puntos,  que  participan  del 
doble  carácter  geográfico  é  histórico,  nos  obliga  á  que,  por  vía 
de  preliminar,  recordemos  la  situación  en  que  se  encuentran 
las  dos  grandes  porciones  continentales  de  nuestro  planeta, 
apenas  separadas  por  el  estrecho  de  Behring,  que  mide  96  ki- 
lómetros, cuyas  mayores  profundidades  de  58  metros,  reduci- 
das en  otros  sitios,  se  limitan  á  40,  habiendo  permitido  en  mu- 
chos casos  el  fácil  tránsito  desde  la  extremidad  Nordeste  del 
Asia,  hasta  la  punta  del  cabo  de  Galles  en  América.  Si  deteni- 
damente se  contempla  el  planisferio  terrestre,  no  puede  tam- 
poco menos  de  percibirse  que,  eligiendo  como  punto  de  pers- 


(i)  Gaffarel,  Memoria  inserta  en  la  Revista  de  la  Sociitc  noy  mande  de  Géogr  apiñe. — 
Bulletin  deVannie,  1881. 

Corrigiendo  el  original  del  presente  trabajo,  llega  á  nuestro  poder  la  obra  que  con 
el  titulo  de  Histoire  de  la  decojiverte  de  V  Amé  r  i  que  depiiis  les  origines  jtisq  la  viort  de 
Colo7nb ,  ha  publicado  en  el  presente  año  (1892)  dicho  Mr.  Paul  Gaffarel,  de  la  que  la 
expresada  Memoria,  adicionada  en  algunos  puntos,  constituye  el  cap.  v  del  tomo  i,  y 
á  los  datos  y  juicios  de  tan  importante  libro  habremos  de  referirnos  más  de  una  vez. 


—    Q    — 


pectiva  el  centro  del  Pacífico,  se  dibuja  gran  arco  ó  hemiciclo 
montañoso,  constituido  en  un  extremo  por  las  cordilleras  de 
Asia,  enlazadas  á  su  vez  con  las  de  África,  y  en  el  otro  por  las 
diferentes  series  de  cadenas  montañosas,  que  desde  las  de 
Alaska  y  Colombia  Británica  se  prolongan  por  los  dilatados 
Andes  hasta  terminar  en  la  Tierra  de  Fuego;  pensemos,  además, 
en  la  efectiva  y  real  semejanza  que  muestra  la  constitución 
orográfica  de  ambas  regiones,  según  lo  acredita  el  círculo  íg- 
neo de  los  volcanes  de  América,  que,  prolongándose  hacia  los 
mares  de  la  China,  se  extienden  por  las  islas  Filipinas,  Japón  y 
Kurilas;  tengamos  presente  también  que  las  Aleutinas  forman 
como  natural  paso  desde  la  extremidad  NE.  del  Asia  hasta 
las  costas  americanas  en  el  Pacífico,  y  sin  olvidarnos  de  que, 
siendo  tan  corta  la  distancia  por  este  lado  del  mundo,  es  muy 
grande  la  que  separa  de  Europa  al  nuevo  continente,  por 
mediar  entre  unas  y  otras  tierras  1.500  metros  en  la  parte 
más  estrecha  del  Océano  Boreal  (i);  concluyamos  recono- 
ciendo que  no  debieron  ser  difíciles  los  viajes  y  expediciones 
acometidas  desde  inmemoriales  tiempos,  y  que  no  parece  des- 
tituida de  fundamento  la  creencia  de  muchos  historiadores  y 
geógrafos  que  sostienen  las  antiguas  relaciones  entre  los  pue- 
blos orientales  y  las  comarcas  americanas.  Si  se  apeteciera  ma- 
yor prueba  de  semejante  verosímil  conjetura,  aun  podríamos 
encontrarla  observando  la  facilidad  con  que  las  embarcaciones 
pasan  de  una  á  otra  orilla,  y  en  el  hecho  invocado  por  varios 
escritores  que  nos  hablan  de  los  numerosos  naufragios  allí  ocu- 
rridos, citando  hasta  sesenta  ejemplos  de  esa  clase  que  desde 
el  siglo  XVII  hasta  nuestros  días  llegaron  á  registrarse  (2),  á  los 
cuales  podrían  añadirse  otros  más,  como  el  que  sobrevino  en 
1875,  y  cuyos  vestigios  fueron  debidamente  patentizados. 

Así  se  explica  que  las  opiniones  acerca  del  origen  de  las  razas 
indígenas  de  América  sean  tan  múltiples  y  diversas,  como  di- 
versos son  los  gustos  y  tendencias  de  los  hombres.  Nada  de  par- 
ticular tiene,  por  tanto,  que  desde  fecha  también  muy  apartada 
de  la  nuestra,  y  desde  los  mismos  años  que  inmediatamente  si- 


(i)  Reclus,  Nouvclle  Gcographie  un'iversclle ,  t.  xv. 

(2)  Brooks,  Comptcs  rciidus  de  la  Sociéíé  de  Geographie ,  2  de  Julio,  JÍ 


lO    — 


guieron  á  los  descubrimientos  de  la  edad  moderna,  se  hayan 
expuesto  sobre  el  particular  variedad  de  doctrinas,  al  parecer, 
■  muchas  raras  y  atrevidas.  Entre  ellas  figura  la  que  sostienen 
algunos  autores  pretendiendo  la  posible  relación  de  egipcios  y 
americanos,  cosa  á  primera  vista  extraña,  y  para  la  cual  nofal- 
tan  argumentos  á  sus  patrocinadores,  que  los  fundan  en  pro-, 
blemáticas  semejanzas  y  analogías,  que,  sin  gran  violencia,  sue- 
len descubrirse  cuando  no  se  ha  penetrado  bien  en  los  miste- 
rios y  obscuridades  de  los  verdaderos  orígenes,  y  en  la  índole 
peculiar  de  las  primitivas  sociedades.  Las  averiguaciones  críti- 
cas que  con  posterioridad  se  han  hecho  en  el  particular,  reve- 
lan, á  mi  humilde  entender,  que  no  son  tan  claros  y  evidentes 
los  imaginados  paralelismos  entre  la  arquitectura  y  la  ornamen- 
tación de  uno  y  otro  país,  sino  que  bien  pueden  señalarse  va- 
riantes que  las  separan  y  distinguen.  La  misma  forma  piramidal 
de  muchos  monumentos,  como  necesidad  de  solidez  que  adop- 
taron los  egipcios,  también  la  tuvieron  otros  antiguos  pueblos. 
El  sistema  de  momificaciones  no  concuerda  en  sus  procedi- 
mientos, puesto  que  los  egipcios  empleaban  para  ellas  diferen- 
tes substancias,  y  los  mexicanos  se  valían  más  bien  de  los  liga- 
mentos y  de  la  rigidez  muscular;  y  aun  la  presunción  de  que 
ciertas  sepulturas  hechas  en  vasijas  á  manera  de  jarras  pudieran 
ser  como  trasunto  de  hábitos  y  costumbres  egipcias,  con  mayor 
propiedad  debería  tal  vez  aplicarse  al  Japón,  donde  se  ha  podido 
comprobar  el  uso  de  semejante  práctica.  Más  singulares  resul- 
tan todavía  las  opiniones  de  algunos  que,  enamorándose  ciega- 
mente de  las  analogías  entre  las  cosas  del  antiguo  y  del  nuevo 
mundo,  han  querido,  como  Brasseur  de  Bourbourg,  explicar  el 
parentesco  de  ambas  civilizaciones  por  la  precedencia  de  la 
americana  sobre  la  egipcia,  doctrina  muy  aventurada,  y  que,  á 
mi  juicio,  no  obstante  los  argumentos  utilizados  por  su  autor,  con 
dificultad  resiste  las  serias  impugnaciones  de  la  moderna  crítica. 
Muchos  de  los  que  me  oyen,  quizás  la  mayor  parte,  conocen 
aquella  otra  teoría  que,  á  partir  del  siglo  xvii,  defienden  varios 
autores,  que  hablan  de  la  preexistencia  de  la  raza  semítica  en 
América,  como  resultado  de  la  emigración  que  acaso  verifica- 
ron las  diez  tribus  perdidas  en  el  cautiverio  que  llevó  á  cabo  el 
Rey  de  Asina,  Salmanasar.  Nuestra  historia  científica  puede 


vanagloriarse  de  poseer  la  obra  muy  curiosa,  portento  de  dili- 
gente erudición,  Origen  de  los  indios  del  Nuevo  Mundo,  im- 
presa en  i6c6,  y  en  la  que  el  P.  Fr.  Gregorio  García  resume  no 
pocas  de  las  opiniones  emitidas  sobre  el  particular,  que  juzga 
con  prudente  crítica,  de  la  que  también  se  vale  para  exponer 
diversos  viajes  antiguos,  por  ejemplo,  los  de  fenicios,  cartagine- 
ses y  árabes.  Ya  escritores,  como  Solórzano  y  Pellicer,  habían 
apuntado  la  idea  de  existir  en  las  profecías  de  Isaías,  Ezequiel 
y  David,  y  en  los  textos  de  los  Evangelistas  el  anuncio  del  des- 
cubrimiento de  nuevas  tierras,  y  Tomás  Bocio,  pretendiendo 
traslucir  hasta  el  nombre  de  Colón  en  las  palabras  de  Isaías, 
citaba  de  este  Profeta  las  siguientes:  «¿Quiénes  son  éstos  que 
vuelan  como  nubes  y  como  palomas  á  sus  ventanas?  Pues  las 
islas  me  esperarán  y  las  naves  del  mar  en  el  principio,  para 
que  traigan  á  sus  hijos  de  lejos,  y  su  plata  y  oro  con  ellos.» 

Ese  pasaje  y  otros  de  la  versión  de  los  setenta,  son  toda  la 
base  de  la  suposición  sobre  la  cual  San  Jerónimo,  Héctor 
Pinto,  y  hasta  nuestro  mismo  Fr.  Luis  de  León,  disertaron 
ampliamente  para  averiguar  si  la  frase  Insiilce  spectabunt  sig- 
nificaba en  rigor  el  presentimiento  de  nuevas  tierras,  ó  si  po- 
dría y  debería  entenderse  tan  sólo  el  anuncio  profético,  como 
la  señal  del  deber  que  tenían  los  cristianos  de  propagar  su  doc- 
trina por  todo  el  mundo.  Esta  última  hipótesis  parece  más  jui- 
ciosa y  sensata,  y  á  ella  se  inclina  el  autor  referido,  que  en  otro 
libro  de  su  importantísima  obra  expone,  de  conformidad  con 
Gilberto  Genebrardo,  la  opinión  de  que,  verificado,  como  dije, 
el  cautiverio  en  tiempos  de  Salmanasar,  las  diez  tribus  extra- 
viadas pudieron  ir  á  parar  á  la  tierra  de  Arsaret,  que  asimilan  á 
la  Gran  Tartaria,  y,  pasando  el  estrecho  de  Aniam,  cerca  del 
promontorio  ó  cabo  que  está  en  la  última  Scithia  acostado 
sobre  la  mar,  y  al  que  Plinio  llamaba  Tabin ,  trasladarse  á 
las  regiones  del  Nuevo  Mundo  ó  América.  Las  variadas  ana- 
logías que  pueden  vislumbrarse  entre  las  costumbres,  prác- 
ticas y  hábitos  de  los  antiguos  americanos  y  judíos,  como  el 
hecho  de  ser  unos  y  otros  medrosos,  tímidos,  poco  caritati- 
vos é  inclinados  á  la  idolatría,  objeto  fueron  de  discretas  ob- 
servaciones por  parte  del  autor  citado,  que  á  la  vez  examina 
las  semejanzas,  más  ó  menos  admisibles,  de  ciertos  preceptos. 


—     12    — 


religiosos,  de  las  leyes,  los  ritos,  las  ceremonias,  los  sacrificios, 
y  hasta  de  la  forma  de  enterramientos  usados  por  unos  y  otros 
hombres,  haciendo  gala,  sin  embargo,  en  todo  ello  de  gran  in- 
dependencia y  elevación  de  criterio.  Partidario  más  resuelto 
de  la  tesis  que  nos  ocupa  había  sido,  en  cambio,  el  judío  por- 
tugués Mena-esh-ben  Israel,  filósofo  y  teólogo  que,  apoyado  en 
el  relato  de  su  compatriota  Aharón  Leví,  (a)  Antonio  Monte- 
sinos, en  la  autoridad  del  P.  Maluenda,  y  sobre  todo,  fundán- 
dose en  el  lib.  4/  de  Esdras,  que,  aun  cuando  apócrifo,  le  me- 
recía respeto,  escribió  la  disertación  que,  con  el  dictado  de 
Esperanza  de  Israel  sobre  el  origen  de  los  americanos^  se  pu- 
blicó en  Amsterdán  el  año  1650;  y  como  no  menos  entusiastas 
defensores  de  respetable  antigüedad  de  los  judíos  en  América 
podríamos  invocar  los  nombres  de  los  ingleses  Tomás  Tho- 
rorvgood  y  Adair,  del  suizo  Spizellius,  del  alemán  Heinius,  de 
Mr.  Lescarbot,  y  de  algunos  más  citados  en  la  relación  de  tra- 
bajos que  al  Congreso  de  Americanistas  de  1881,  en  Madrid, 
hubo  de  ofrecer  el  Abate  Mr.  Louvot,  expresándose  con  la 
prudente  reserva  que  exige  tan  delicado  asunto. 

Descartando  estos  indispensables  preliminares,  importa  que 
fijemos  ya  nuestra  atención  en  cuanto  se  ha  dicho  y  escrito 
respecto  á  las  posibles  relaciones  de  las  razas  tartáricas  y  poli- 
nésicas  con  las  americanas.  Al  presentar  en  1761  el  famoso  De 
Guignes  á  la  Academia  de  Inscripciones  y  Bellas  Letras  de 
París  su  obra,  acerca  de  las  navegaciones  de  los  chinos,  quedó 
planteado  el  problema  de  la  posible  arribada  que  éstos  pudieron 
hacer  por  el  lado  NO.  del  nuevo  continente,  y  no  debe,  por  lo 
mismo,  extrañar  que,  con  tal  motivo,  hayan  sido  también  opues- 
tos y  encontrados  los  pareceres.  Recordaba  De  Guignes  la 
narración  del  historiador  chino  llamado  Li-yu-tcheu,  quien 
refiere  que  en  el  año  458  de  nuestra  era  cinco  monjes  budhistas 
partieron  de  Samarkanda,  con  encargo  de  difundir  la  célebre 
doctrina  del  solitario  Sakya-muní  ó  Budha,  que  lograron  llevar 
hasta  el  país  de  Fu-sang  (i).  En  el  itinerario  marítimo,  que  pare- 
ce comenzar  en  las  costas  de  Corea,  se  dice  lo  siguiente:  «que 

(i)  a.  de  Humboldt  en  su  lÜAtoire  de  la  Géograplüe  da  nonvcau  coniinent  y  otros 
AA.  al  hablar  del  país  de  Fu-sang  y  del  monje  budhista  que,  principalmente  trajo  no- 
ticias, llaman  á  éste  Hoei  chin. 


caminando  12.800 /z' (O  se  llegaba  al  Nippon»,  que  el  autor  fran- 
cés equipara  al  Japón,  que  7.000  li  al  Norte,  conducen  luego 
al  pais  de  Wen-chin  y  5.000  al  Oriente  permiten  llegar  á  Taan, 
de  donde,  navegando  otras  20.000  li  con  igual  rumbo,  se  tocaba 
«en  la  comarca  del  Fu-sang»,  que  para  De  Guignes  representa 
ó  puede  aplicarse  á  la  América,  en  atención  á  que  el  país  de 
Taan  debía  ser  la  península  de  Kamschatca,  porque  los  escrito- 
res chinos  afirman  que  esa  tierra  estaba  rodeada  por  tres  partes 
de  agua,  según  todo  lo  cual  no  resulta  para  el  autor  citado  in- 
verosímil la  creencia  de  que  los  chinos  lograron  descubrir  la 
América,  impulsados  sus  barcos  por  la  famosa  corriente  negra 
de  que  hablan  los  geógrafos,  y  que  en  el  Pacífico  tanto  ha  con- 
tribuido para  favorecer  las  comunicaciones  por  esa  parte  del 
mundo.  Sin  embargo,  semejante  opinión  fué  objeto  de  nuevo 
análisis  por  parte  del  eminente  Klaproth,  alemán  erudito,  para 
quien  el  itinerario  de  los  misioneros  budhistas  no  significaba,  ni 
podía  representar  otra  cosa,  que  un  viaje  de  circunnavegación 
alrededor  de  la  tierra  del  Japón.  Esta  teoría  ha  sido  posterior- 
mente impugnada  por  Guimet  y  algunos  más  que  ilustraron  la 
materia,  observando  que  las  distancias,  según  se  expresan  en 
dicha  relación,  é  interpretándolas,  como  lo  hacía  Klaproth,  de- 
jan subsistentes  muchos  puntos  oscuros  y  acusan  deficiencias, 
que  permiten  mantener,  hasta  cierto  punto,  la  teoría  de  De 
Guignes.  Entre  otras  cosas,  hay  para  ello  la  circunstancia  de 
las  maravillas  extraordinarias,  con  que  el  historiador  chino  hizo 
mérito  de  los  admirables  portentos  contemplados  en  el  país 
del  Fu-sang,  y  por  eso  modernamente  ha  prevalecido  con  más 
seriedad  la  opinión  de  que  los  mismos  japoneses  hubieran 
podido  visitar  los  países  americanos  (2). 

En  fecha  todavía  no  muy  lejana  (Diciembre  de  1874)  presen- 
il) Li.  medida  itineraria  de  los  chinos,  que  algunos  han  considerado  igual  ó  análoga 
á  la  milla,  por  más  que  no  sea  fácil  determinar  su  verdadera  extensión;  pues,  aunque 
otros  sabios  le  asignan  576  metros  de  longitud,  lo  hacen  por  creer  que  hasta  esa  dis- 
tancia alcanza  la  voz  del  hombre  en  tiempo  sereno,  que,  según  los  chinos,  era  lo  que 
servia  de  regla  para  la  medida  del  //,  y  como  en  la  equivalencia  puede  haber  errores, 
claro  es  que  las  dificultades  de  apreciación  aumentan  en  vez  de  disminuir. 

(2)  Merecen  citarse  los  nombres  de  algunos  célebres  escritores  que  patrocinaron 
la  teoría  de  que  los  pueblos  del  Este  de  Asia  se  hallaban  en  relaciones  con  los  del 
Oeste  de  América ;  como  son  por  ejemplo  Lcland ,  Hipólilo  de  Paravcy ,  D Eichtal, 
D'Hcrvcy,  Nciiinan,  Viningy  otros. 


—  14  — 

taba  ante  la  Sociedad  Geográíica  de  Lyon  el  abate  Jolibois 
interesante  memoria  sobre  dicha  tesis,  acerca  de  la  cual  emitie 
ron  su  juicio  el  mismo  Guimet,  ya  citado,  y  el  coronel  Parman- 
tier.  Fundándose  este  último  en  el  aspecto  filológico,  deducía 
del  examen  comparativo,  hecho  entre  las  lenguas  orientales  y 
las  americanas,  que,  predominando  en  éstas  los  procedimientos 
que  Humboldt  había  llamado  polisilábicos  y  siendo  muchos  de 
los  idiomas  de  la  extremidad  oriental  del  Asia  lenguas  de  agluti- 
nación, era  verosímil,  según  él,  que  la  transmigración  de  pueblos 
desde  Asia  hasta  América  se  hubiese  verificado  en  aquel  remotí- 
simo período,  durante  el  cual  las  lenguas  monosilábicas  iban 
transformándose  insensiblemente  hasta  adoptar  procedimientos 
aglutinantes.  Parmantier  cita  varios  ejemplos  y  casos  muy 
curiosos,  que  de  propósito  omito  en  su  mayor  parte,  por  no 
fatigar  vuestra  atención,  y  me  limitaré  á  recordar  las  singulari- 
dades por  él  advertidas  en  el  uso  de  dos  plurales  para  las  prime- 
ras personas  por  parte  de  uno  y  otro  pueblo:  plural  destinado 
á  la  locución,  «nosotros  todos»,  ó  distinto  plural  si  se  pretende 
significar,  «nosotros  algunos»,  y  el  empleo  de  la  palabra  china 
Tchin  «yo»  ó  «nosotros»,  usada  como  sufijo  de  algunos  voca- 
blos, cuando  á  éstos  se  añaden  ideas  ó  cualidades  de  noble 
linaje,  lo  cual  se  percibe  en  las  lenguas  orientales  y  en  varias 
de  América,  por  ejemplo;  la  mejicana,  con  la  que  dicho  autor  y 
otros  pretenden  descubrir  bastantes  vínculos  de  conexión.  La 
crítica  moderna,  prudente  y  circunspecta,  según  exige  la  índole 
de  tan  delicado  asunto,  reduce  hoy  principalmente  el  problema 
á  la  cuestión  de  las  posibles  relaciones  entre  las  diversas  razas 
polinésicas  y  las  primitivas  americanas.  En  esos  términos  más 
generales,  con  tendencias  más  profundas  y  científicas,  hubo 
de  expresarse  Mr.  Alien  ante  el  Congreso  de  Americanistas 
de  1883,  celebrado  en  Copenhague,  al  que  presentó  concienzuda 
Memoria,  encaminada  á  demostrar  que,  revelándose,  como  se 
revelan,  analogías  entre  las  poblaciones  de  uno  y  otro  con- 
tinente, á  medida  que  se  estudien  mejor  y  con  más  profundidad 
las  razas,  las  lenguas  y  antigüedades  de  los  pueblos  polinésicos, 
sur-asiáticos,  y  americanos  se  irán  aclarando  esas  afinidades, 
que  la  geografía  de  aquel  extremo  del  mundo  permite  consi- 
derar, como  tan  verosímiles  y  probables. 


Pero,  si  es  cierto  que  no  resulta  ilegítima  la  presunción  de 
que  existieran,  desde  antiguos  tiempos,  ó  hubiesen  podido  exis- 
tir relaciones  entre  Asia  y  América,  si  no  parece  tampoco  muy 
aventurada  la  hipótesis  de  que  la  misma  propaganda  budhista, 
por  la  natural  misión  de  extender  sus  máximas  y  preceptos  reli- 
giosos, lograse  llegar  hasta  las  regiones  americanas,  en  realidad 
por  la  costumbre  adquirida  de  investigar  y  conocer  preferente- 
mente las  cosas  de  nuestra  Europa,  donde  hemos  tenido  el  pri- 
vilegio de  que  se  desarrollen  las  grandes  civilizaciones  del  anti- 
guo mundo  y  de  los  tiempos  medios,  no  cabe  dudar  que  sus 
hechos  provocan  mayor  interés,  y  á  ella  debemos  ahora  dirigir 
nuestras  miradas. 


II. 


Ante  todo,  reflexionemos  sobre  el  estado  que  presenta  la 
ciencia  en  esos  siglos,  que  corren  desde  el  v  al  xv  de  nuestra 
historia,  verdaderamente  compleja,  que,  por  lo  mismo,  ofrece 
hoy  amplio  y  vastísimo  campo  de  análisis  sobre  muchos  puntos 
y  cuestiones,  que  se  juzgaban  seguros  é  incontrovertibles;  no 
obstante  lo  cual  van  siendo  cada  vez  mejor  depurados  y  excla- 
recidos. 

No  he  de  negar  que  la  geografía  y  los  conocimientos  de  la 
naturaleza  permanecieron  durante  la  primera  mitad  de  la  Edad 
Media  en  atraso  lamentable,  sin  que  apenas  podamos  recordar 
de  aquellos  tiempos  alguna  que  otra  obra,  como,  por  ejemplo,  la 
de  Mensura  orbis,  de  Dicuil;  el  Tratado  de  la  Administra- 
ción del  Imperio  ^  por  Constantino  Porfirogéneta;  la  Descrip- 
ción de  Dinamarca^  por  Adán  de  Brema,  y  el  Itinerario,  de 
Benjamín  de  Tudela,  en  las  que  penosa  y  difícilmente  se  habían 
reunido  datos,  con  notable  laboriosidad,  propia  del  silencio  de 
los  claustros  en  muchos  casos,  como  sucede  en  la  escrita  por 
el  anónimo  de  Ravenna,  cuyas  noticias  c  indicaciones  adole- 
cen, sin  embargo,  de  graves  defectos  y  obscuridad.  Tengamos 
presente  que  en  aquel  largo  y  confuso  período  las  relaciones  de 
unos  pueblos  con  otros  habían  quedado  casi  del  todo  interrum- 


—  i6  — 

pidas,  siendo  muy  de  notar  que  dentro  de  la  misma  Francia  un 
abate  de  Cluny,  instado  por  el  Conde  Bourcard  para  fundar 
abadía  de  su  orden  en  Saint-Maur-de-Fossés,  no  se  atreviera  á 
ello,  por  parecerle  que  los  alrededores  de  París  estaban  dema 
siado  lejos  de  su  convento;  que  Guillermo,  abad  de  San  Be- 
nigno de  Dijon,  diera  igual  excusa  al  Duque  de  Normandía;  que 
el  mismo  Vicente  de  Beauvais,  en  medio  de  las  más  altas  miras 
con  que,  según  veremos  luego,  ilustra  la  ciencia  de  su  tiempo, 
careciese,  no  obstante,  de  noticias  claras  y  precisas  sobre  los 
mares  septentrionales  de  Europa,  y  que,  cual  expresión  la  más 
genuina  y  propia  de  aquella  época,  figuren  libros,  como  el  de 
Cosmas  Indicopieustes,  plagado  de  peregrinas  afirmaciones,  en 
el  que  tanto  abundan  los  errores  de  geografía  y  cosmográficos. 
Justo  es  reconocer  que,  para  profesarlos,  hubo  diferentes 
causas.  En  primer  lugar  el  atraso  de  los  estudios,  además  el 
imperio  de  la  costumbre  y  finalmente  el  gusto  por  lo  maravi- 
lloso y  las  leyendas  cristianas,  á  veces  llenas  de  preocupacio- 
nes y  extendidas  á  todas  partes,  como  resultado  de  lo  cual  se 
censuraba  la  doctrina  de  los  antípodas,  que  Lactancio,  San 
Agustín,  San  Justino,  San  Ambrosio,  San  Basilio,  Procopio  de 
Gaza,  Diódoro  Tarso  (i)  y  tantos  otros  combatían,  rechazando 
casi  todos  los  conceptos  grandes  y  sorprendentes  que  la  escuela 
Alejandrina  y  los  más  sagaces  filósofos  y  pensadores  de  la  anti- 
güedad tuvieron  la  gloria  de  profesar. 


(i)  Lactancio  y  San  Agustín  negaron  la  existencia  de  los  antípodas,  por  creer,  se- 
gún la  escasa  cultura  de  los  tiempos,  que  pugnaba  con  la  rnzón  y  las  verdades  de  la 
Escritura.  En  cuanto  á  lo  primero,  no  concebían  que  se  hablase  de  seres  y  principal- 
mente de  hombres  colocados  en  posición  inversa  de  los  de  Asia  y  Europa,  tachando 
cuanto  á  este  propósito  se  había  escrito  de  aventuradas  hipótesis;  pero  lo  cierto  es  que 
daban  mayor  importancia  aún  al  segundo  aspecto  de  la  cuestión,  porque,  admitiendo  la 
población  humana  en  regiones  apartadas,  distantes  y  hasta  opuestas  de  las  conccidas, 
era  imposible,  a  juicio  de  dichos  autores,  mantener  la  unidad  de  nuestro  linaje;  que 
desde  el  punto  de  vista  religioso  fué  lo  que  principalmente  trataron  de  explicar  y  sos- 
tener. Importa  mucho  reconocerlo  así  para  no  generalizar  demasiado,  como  lo  hacen 
algunos  escritores  pretendiendo  haber  sido  doctrina  de  fe  la  forma  plana  de  la  Tierra, 
y  algunas  otras  equivocadas  ideas.  Aparte  de  que  en  las  mismas  palabras  de  la  Biblia 
se  encuentran  lugares  que  pueden  interpretarse  en  el  sentido  de  la  esfericidad  ó  por 
lo  menos  de  la  redondez  de  la  Tierra,  no  debe  olvidarse  que  esta  doctrina  la  dieron  á 
entender  de  un  modo  más  ó  menos  claro  el  mismo  San  Agustín,  San  Clemente  papa, 
San  Gregorio  de  Nazianzo,  San  Jerónimo,  San  Isidoro  y  otros, — Puede  verse  á  este 
propósito  la  excelente  obra  del  Padre  Mir,  Annonia  entre  la  Ciencia  y  la  Fe  ^  pá- 
gina 306. 


—  17  — 

Si  alguno,  como  Ensebio  de  Cesárea,  pretendía  en  sus  co- 
mentarios á  los  salmos  defender  la  redondez  de  la  tierra,  bien 
pronto  se  retractaba  de  ello  para  volver  á  la  opinión  admitida 
por  la  generalidad  de  los  sabios.  De  igual  modo,  cuando  Vir- 
gilio, obispo  de  Salzburgo,  con  menor  cautela  expuso  pública- 
mente la  teoría  de  los  antípodas,  denunciábase  el  hecho  por 
su  rival  en  elocuencia,  Bonifacio,  y  el  Papa  Zacarías,  intervi- 
niendo en  el  asunto,  obligaba  al  primero  á  que  explicase  mejor 
sus  pretendidos  errores.  Desde  entonces  se  reputó,  como  falsa 
doctrina,  la  de  creer  que  existieran  habitantes  en  distinto  he- 
misferio del  nuestro,  y  varios  autores  lo  divulgaban  así  en  sus 
obras  (i). 

Otra  preocupación,  bástante  arraigada,  contribuyó  también 
mucho  en  los  primeros  siglos  de  la  Edad  Media  para  que  los 
conocimientos  geográficos  tardaran  en  tomar  el  rumbo  y  la 
marcha  que  posteriormente  siguieron,  y  fué  la  de  suponer  que 
la  parte  del  hemisferio  equinoccial,  ó  sea  lo  que  llamamos  zona 
tórrida,  era  inhabitable,  por  los  extraordinarios  calores  que  allí 
se  dejaban  sentir.  En  el  siglo  v  Orosio,  Philostorgo  y  Moisés  de 
Korena,  y  en  el  VI  Juan  Philópono,  gramático  de  Alejandría, 
negaban  la  existencia  de  habitantes  en  las  inmediaciones  de  la 
línea  equinoccial  (2);  pero,  aun  cuando  por  ésta  y  otras  muchas 


(i)  Decimos  que  el  Papa  Zacarías  exigió  de  Virgilio  que  explicase  mejor  sus  pre- 
tendidos errores,  y  añadimos  que  la  doctrina  de  los  antípodas  se  consideró  desde  en- 
tonces como  falsa  y  no  herética,  según  otros  la  califican,  por  parecemos  esto  mas  ajus- 
tado á  la  fidelidad  histórica;  puesto  que  si  el  Pontífice  llamó  perversa  a  la  hipótesis  de 
los  antípodas,  fué  porque  algunos  discípulos  de  Virgilio  sostenían  que  tales  hombres 
no  procedían  de  Adán;  pero  las  explicaciones  que  sobre  el  particular  dio  el  Obispo 
acusado,  resultaron  plenamente  satisfactorias,  y  lo  prueba  el  hecho  de  que  continuó 
mereciendo  la  confianza  de  la  Iglesia. 

(2)  Juan  Philópono,  en  su  libro  De  creationc  ntmidi,  citado  por  Letronne,  decía  lo 
siguiente:  «Algunas  personas,  aceptando  una  tradición  absurda,  han  sospechado  que 
el  Océano  Atlántico  se  reúne  en  la  parte  austral  con  el  mar  Erythreo,  lo  cual  es  evi- 
dentemente falso,  porque  sería  preciso  que  el  primero  se  prolongase  á  través  de  la 
Lybia,  y  en  la  misma  zona  tórrida,  donde  es  imposible  que  los  hombres  puedan  nave- 
gar por  el  ardiente  calor  que  allí  reina.»  De  este  error  participaron  Isidoro  de  Sevilla 
Gregorio  de  Tours  y  el  venerable  Beda.  En  el  siglo  xii  Honorato  d'Autun,  Hugo 
Metello  y  Bernardo  de  Chartres  renovaron  estas  antiguas  teorías,  y  en  la  mitad  del 
siglo  siguiente,  á  pesar  del  progreso  alcanzado  en  los  conocimientos  náuticos,  Nicé- 
foro  Blemmydas  afirmaba  también  que  el  calor  de  la  zona  tórrida  era  obstáculo  insu- 
perable para  la  navegación.  Otro  tanto  pensaba  Vicente  de  Beauvaisy  con  él  los  jefes 
de  la  Iglesia  y  los  representantes  más  autorizados  de  la  ciencia.  Uno  de  ellos,  Alberto 


referencias,  que  no  sería  difícil  aducir,  pudo  despertarse  el  re- 
celo de  que  se  hubiera  perdido  por  completo  la  esperanza  de 
útil  renovación  para  las  más  fundamentales  verdades  geográ- 
ficas, es  lo  cierto,  que,  sin  abandonar  los  tiempos  llamados  me- 
dios, y  sobre  todo  á  partir  del  siglo  xiii,  se  presume  el  carácter 
y  alcance  que  los  conocimientos  humanos  ofrecen  después  en 
la  edad  moderna. 

Poco  á  poco,  merced  al  estudio  más  atento  de  los  textos,  al 
celo  con  que  los  traductores  enriquecieron  la  erudición  y  prin- 
cipalmente á  los  esfuerzos  generosos  de  espíritus  elevados  que 
supieron  lanzarse  en  las  vías  del  progreso,  se  consiguió  inocular 
savia  más  pura  y  abundante  en  las  escuelas  cristianas,  revi- 
viendo así  la  Geografía,  como  los  demás  conocimientos  huma- 
nos. Algunos  de  los  antiguos  errores  desaparecieron,  las  verda- 
des adquiridas  se  confirmaron ,  la  Biblia  no  fué  ya  la  única  y 
exclusiva  autoridad,  llegando  por  este  camino  algunos  doctores 
á  manifestar  que  el  escritor  sagrado  acomodaba  su  lenguaje  á  la 
inexperiencia  propia  de  los  tiempos,  que  sus  textos  podían  in- 
terpretarse en  diferentes  sentidos  y  que  por  lo  mismo  era  pru- 
dente rechazar  todo  lo  que  contradijese  hechos  ciertos  y  averi- 
guados. De  esta  manera,  Isidoro  de  Sevilla,  aunque  con  discre- 
tas reservas,  el  venerable  Beda,  Raban  Mauro,  Scoto  Erígena 
y  muchos  más  no  sintieron  reparo  en  expresar  ideas  favorables 
á  la  esfericidad  de  la  tierra,  que  desde  el  siglo  xiii  en  adelante 
nadie  se  atrevía  ya  á  contradecir.  Más  tarde  triunfaba  igual- 
mente la  teoría  de  la  habitabilidad  de  la  zona  tórrida,  figurando 
como  sus  más  resueltos  campeones  y  defensores  Alberto  Magno, 
á  quien  sus  contemporáneos,  por  el  extraordinario  saber  que 
logró  atesorar,  calificaban  de  hechicero,  Pedro  de  Abano  y  Ores- 


de  Sajonia,  pretendía  que  nos  separaban  de  dichas  reglones  vastos  desiertos,  cortados 
por  altas  montañas,  que  tenían  la  propiedad  de  atraer  la  carne  humana  como  el  imán 
atrae  al  hierro.  Pedro  de  Abano  recogió  igualmente  estas  ridiculas  fábulas,  sin  com- 
batirlas, no  obstante  su  merecida  reputación  de  saber  y  firme  juicio;  y  hasta  en  el  si- 
glo XIV  Brunetto  Latini,  su  ilustre  discípulo  el  Dante,  Nicolás  Oresme,  Mandeville  y 
Boccacio  sostienen  que  los  calores  excesivos  impedían  conocer  una  parte  del  universo. 
Añadíase  á  esto  la  preocupación  también  reinante  sobre  los  inmensos  peligros  que  al 
viajero  amenazaban  en  el  Océano,  albergue  de  los  más  terribles  monstruos,  que  de- 
voraban las  embarcaciones,  y  con  todo  ello  natural  era  que  los  hombres  careciesen 
de  datos  precisos  sobre  regiones  inexploradas. 


—  19  — 

me,  gran  maestro  del  Colegio  de  Navarra,  y  autor  del  célebre 
Tratado  de  la  esfera^  dedicado  á  Carlos  V(i).  Aceptada  la  teo- 
ría, algunos  maestros  se  encargaron  luego  de  difundirla  y  ense- 
ñarla. 

Pero  más  importante  valor  que  á  las  rectificaciones  hechas 
sobre  dichos  particulares  debemos  conceder  á  la  creencia  de 
varios  sabios,  que  no  vacilaron  en  hablar  de  nuevas  tierras  si- 
tuadas más  allá  del  Atlántico.  En  la  antigüedad  Cicerón,  Ma- 
crobio y  Marciano  Capella  aventuraban  la  existencia  de  otro 
continente,  distinto  del  nuestro,  y  en  el  siglo  xiii,  Geoffroi  de 
SaiJit-  Víctor  y,  sobre  todo  Alberto  Magno,  lo  proclaman  con 
resolución.  Vicente  de  Beauvais,  á  quien  San  Luis  encargó  la 
redacción  de  un  libro  enciclopédico,  sostiene  en  el  Spécitlum 
quadriipiexy  que  hay  una  cuarta  parte  del  mundo  que  no  puede 
visitarse  por  los  excesivos  calores,  es  decir,  que  todavía  este 
autor,  mezclaba  las  ideas  justas  con  las  antiguas  preocupaciones; 
pero  aquel  doctor  admirable,  Rogerio  Bacón,  maravilla  de  su 
tiempo  y  hombre,  que,  para  gran  número  de  las  ramas  del  saber, 
adivinó  muchas  de  las  más  grandes  leyes,  con  que  después  se 
ha  enriquecido  el  dominio  de  las  ciencias  físicas,  fué  quien  ex- 
puso en  términos  claros  y  precisos  la  doctrina  de  que  al  Occi- 
dente de  Europa  debían  existir  tierras,  y  que  era  posible,  por 
tanto,  la  relación  del  mundo  antiguo  con  otro,  presintiendo  así, 
merced  á  tan  maravillosa  intuición,  lo  que  más  tarde  intrépidos 
exploradores  lograron  evidenciar  (2). 

No  influyó  poco  para  que  las  nuevas  teorías  se  generalizasen 
la  persuasión  de  muchos,  que,  admitiendo  antiguas  opiniones, 


(t)  Alberto  Magno,  en  su  Líber  cosmographicus  de  nüura  Icorum.  decía;  que  toda  la 
zona  tórrida  era  habitable.  Pedro  de  Abano  en  el  siglo  xiv  fué  el  más  ingenioso  pro- 
pagador de  la  doctrina,  declarando  acerca  de  ella  que  en  su  tiempo  no  podía  va  man- 
tenerse iacertidumbre  sobre  el  punto  combatido  sólo  por  personas  poco  instruidas,  y 
Orosme,  qus  invocaba  la  autoridad  de  Avicenna,  también  negó  que  reinase  en  dicha 
parte  del  mundo  el  extraordinario  calor,  que  otros  autores  suponían. 

(2)  Efectivamente,  Kogerio  Bacón  en  un  famoso  pasaje  de  su  Opus  maj'us  afirmaba; 
que  el  mar  no  cubría  lastres  cuartas  partes  del  globo,  como  era  presunción  general,  y 
que  desde  la  parte  occidental  de  las  regiones  entonces  conocidas  hasta  la  India  debia 
haber  una  superficie,  que  comprendiera  más  déla  mitad  de  la  tierra,  vaticinando  que 
llegaría  momento  de  descubrirla  en  el  espacio  que  separa  la  extremidad  occidental  de 
Europa  y  la  oriental  de  la  India.  Imposible,  ha  dicho  con  profunda  exactitud  Gafjarcl 
señalar  mejor  la  posición  de  América. 


—    20  — 


imaginaban  la  distancia  entre  Europa  y  la  India  bastante  más 
corta  de  lo  que  es  en  realidad.  Aristóteles,  tan  estudiado  y  co- 
nocido de  los  más  célebres  sabios  y  famosos  pensadores  que  flo- 
recieron en  los  últimos  siglos  de  la  Edad  Media,  había  inten- 
tado demostrar  la  pequenez  relativa  de  la  tierra,  alegando  que 
el  horizonte  de  los  lugares  próximos  á  las  columnas  de  Hércu- 
les se  acercaba  á  las  regiones  orientales,  separadas  por  la  exten- 
sión de  un  mar  continuo;  pero  dichos  países,  según  él,  no  debían 
estar  muy  lejos  los  unos  de  los  otros,  cuando  en  ambos  se  en- 
contraban elefantes  y  animales  parecidos;  sin  reflexionar  que  la 
identidad  de  climas  explica  muy  bien  semejante  analogía.  De 
este  modo,  los  escritores  más  familiarizados  con  el  peripatetis- 
mo  y  la  filosofía  musulmana;  Alberto  magno,  Santo  Tomás  y 
Rogerio  Bacón  se  expresaron  en  términos  casi  iguales,  afirman- 
do el  primero  que  desde  el  horizonte  de  los  que  moran  cerca  de 
Gades  al  de  los  Indios,  no  podía  haber  más  que  un  mar  de  media- 
na extensión,  el  segundo  sosteniendo  que  el  Océano  Atlántico 
tenía  sus  dos  límites  opuestos  en  las  columnas  de  Hércules  y  en 
la  extremidad  del  Asia,  cuyas  costas  se  hallaban  no  lejos  de  las 
de  España  y  África.  El  tercero,  desenvolviendo,  con  la  notoria 
claridad  de  su  espíritu,  los  argumentos  de  Aristóteles,  procuró 
demostrar  la  posibilidad  de  la  navegación  entre  los  dos  conti- 
nentes, y  por  último,  participando  de  la  misma  creencia  Nicolás 
Oresme  y  Pedro  de  Ailly  la  extendían  y  enseñaban  desde  sus 
cátedras  de  París  (i). 

En  suma,  pues,  el  renacimiento  de  los  estudios  en  el  siglo  xiii 
preparó  dentro  de  las  Universidades  y  de  los  claustros  la  mate- 
ria que  con  tanta  utilidad  saben  aprovechar  los  más  entendidos 
cosmógrafos  de  centurias  posteriores.  Aquellas  ideas,  en  cierto 
modo  aventuradas,  que  pugnaban  con  las  doctrinas  y  errores 
propios  de  los  primeros  siglos  de  la  Edad  Media,  llegaron  á  ser 
objeto  de  análisis  é  interpretaciones,  si  no  de  la  generalidad, 
puesto  que  tales  verdades  quedaban  reducidas  al  conocimiento 
de  algunas  personas,  por  lo  menos  tuvieron  eco  en  las  que  con 
sus  luces  influyen  más  en  el  progreso  de  la  ciencia  y  de  la  vida. 


(i)  Nicolás  Oresme,  Tratado  de  la  esfera  (capítulo  de  los  climas). — Pedro  d'Ailly, 
Jmago  mundi. 


21 


Faltaba,  sin  embargo,  que  prácticamente  pudiera  sostenerse 
y  acreditarse  la  existencia  de  tierras,  hasta  entonces  incógnitas, 
y  que  afamados  viajeros  transmitiesen  noticias  exactas  y  positi- 
vas de  sus  descubrimientos.  Los  navegantes  que  al  principiar  la 
Edad  Media  temían  separarse  de  las  costas,  más  tarde  desafia- 
ron ya  las  embravecidas  olas  del  Atlántico  y  del  Báltico,  de- 
biéndose á  ello  las  relaciones  que  se  conservan  de  Wulfstan  y 
Otero  sobre  los  alrededores  de  Islandia  é  inmediaciones  del 
Vístula  las  del  uno,  y  respecto  de  la  Finlandia,  Suecia  y  No- 
ruega las  del  otro  (i). 


IIÍ. 


Pero  precisamente  de  la  región  septentrional  de  Europa,  de 
la  península  escandinava,  cuyos  ríos,  según  el  dicho  de  Depping, 
deslizan  su  corriente  en  medio  de  arenas  magnéticas,  y  el  hom- 
bre bebe  con  aquellas  aguas  el  hierro,  que  le  obliga  á  ser  más 
enérgico  y  resuelto,  arriesgando  peligros,  por  el  incesante  afán 
de  explorar  las  soledades  del  Océano,  fué  de  donde,  en  los  siglos 
de  la  Edad  Media,  partió  la  notable  serie  de  atrevidos  navegan- 
tes, á  quienes  se  deben  muchas  y  memorables  expediciones,  que 
inmortalizaron  sus  nombres  y  conviene  recordar.  Suelo  pobre 
y  estéril  el  de  Noruega,  arrojaba  fuera  de  sí  gran  parte  de  su 
excesiva  población,  sedienta  de  buscar  en  otros  países  alimentos 
y  materias  de  consumo.  Las  quebradas  costas  del  territorio,  pla- 
gado de  numerosos  golfos  ó  fiords  (2),  no  distantes  de  muchas 
y  pequeñas  islas,  incitaban  á  la  vida  marítima  y  aventurera,  des- 
pertando extraordinario  amor  por  las  empresas  más  difíciles,  y 


(i)  El  rey  Alfredo  el  Grande  de  Inglaterra  fué  quien  dio  á  conocer  las  noticias  de 
esos  viajeros,  que  aparecen  insertas  en  la  traducción  que  dicho  monarca  mandó  hacer 
de  la  Historia  Universal  de  Orosio,  escrita  en  latin  y  vertida  á  la  lengua  saxona  para 
conocimiento  del  pueblo  británico. — Vivien  de  Saint  Martin,  Hisioire  de  la  Géographic. 

(2)  No  consideramos  ocioso  advertir  que,  para  mayor  facilidad  de  pronunciación, 
sustituimos,  según  lo  hacen  también  muchos  de  nuestros  escritores,  la  letra/,  después 
de  consonante,  que  tan  frecuente  es  en  las  palabras  escandinavas,  por  la  vocal  /,  como 
resultado  de  lo  cual  decimos,  por  ejemplo:  Fiords  y  Hiorleif,  en  vez  de  Fjords  Iljorlcif, 
y  asi  en  los  demás  casos. 


aquellos  valerosos  hombres,  en  im  principio  pescadores,  después 
corsarios  y  arrojados  piratas,  verdaderos  reyes  de  mar,  proce- 
dentes de  las  nobles  y  más  distinguidas  familias,  no  vacilaban 
en  tomar  á  su  cargo  la  dirección  de  portentosas  embarcaciones, 
algunas  de  las  cuales  conocemos  hoy  por  los  restos  de  la  que 
existe  en  la  Universidad  de  Christianía,  y  por  los  modelos  ó  di- 
bujos que  los  sabios  de  la  mayor  parte  de  las  naciones  civiliza- 
das tuvieron  ocasión  de  examinar  en  la  capital  de  Dinamarca, 
al  celebrarse  el  Congreso  de  Americanistas  de  1883.  Barcos  que, 
bogando  sobre  las  aguas  con  la  gracia  del  cisne,  cuya  forma 
imitaban,  recibían  de  sus  patronos  los  simbólicos  nombres  de 
dragones  ó  de  serpientes;  monstruos  éstos,  que  verdaderos  unos 
y  fantásticos  otros,  veíanse  de  continuo  reproducidos  en  las  ex- 
tremidades de  los  buques,  con  el  adorno  de  hermosísimos  co- 
lores, ó  con  la  brillantez  del  oro,  de  la  plata  y  otros  metales  que 
solían  enriquecerlos.  Para  comprobación  de  la  magnificencia  y 
extraordinario  tamaño  de  muchos  de  ellos,  varios  autores  enu- 
meran el  de  Olaf  Tryggvason,  construido  en  los  famosos  asti- 
lleros de  Thorberg,  y  que  tan  célebre  fué  en  los  anales  del 
Norte,  el  del  duque  Hakon,  el  del  rey  Canuto,  y  los  dos  de  Olaf 
el  Santo^  que  podían  llevar  200  hombres  (i).  Tal  importancia 
alcanzó  la  marina,  que  se  apreciaba  como  la  carrera  del  honor 
y  la  fortuna,  no  permitiéndose  el  ejercicio  de  la  piratería  más 
que  á  los  hombres  de  esclarecido  linaje,  de  tal  suerte  que  para 
los  hijos  de  los  reyes  y  grandes  señores  era  un  micdio  de  ilus- 
trarse y  adquirir  fama  ante  la  patria.  Cuando  un  príncipe  lle- 
gaba á  los  diez  y  ocho  ó  veinte  años  pedía  barcos  á  su  padre 
para  acometer  gloriosas  empresas,  y  semejante  demanda  repu- 


(i)  Depping,  Histoire  des  expeditions  maritimes  des  Normands  et  de  Icurs  cxpediíions 
en  France  au  A'*  suele. — La  embarcación  de  Olaf  Tryggvason,  llamada  Larga  Serpiente, 
tenía,  según  los  documentos  históricos  de  los  escandinavos,  140  pies  de  largo.  34  ban- 
cos de  remeros  y  capacidad  para  90  hombres.  El  barco  del  duque  Hakon  presentaba 
40  bancos  de  remeros,  el  del  rey  Canuto  60,  llevando  en  la  popa,  ya  un  león  de  oro, 
bien  un  dragón  de  bronce  pulimentado,  ó  un  toro  furioso  con  cuernos  dorados. — Tor- 
foeus  describe  un  dragón  brillante  de  oro  y  de  una  belleza  incomparable;  habhndo  luego 
de  cuatro  magníficos  barcos,  dice  de  uno  de  ellos  que  reflejaba  por  todo  el  Océano  los 
rayos  del  sol. 

Ya  Tácito,  en  la  antigüedad,  manifestó  que  los  Normandos,  á  los  que  llamaba  Suio- 
nes ,  eran  temibles  por  sus  flotas. 


—  23  — 

tábase  signo  de  valor  y  de  grandeza  de  espíritu;  las  nobles  don- 
cellas de  Noruega  dispensaban  su  amor  al  héroe  más  mtrépido 
y  valeroso  en  el  furor  de  los  combates,  é  intervenían  otras  ve- 
ces en  éstos,  trocando  la  blanca  toca  de  lino  por  el  casco,  cu- 
briendo sus  espaldas  con  el  paliiim  del  guerrero ;  provistas  del 
escudo  y  blandiendo  la  lanza  ó  el  hacha  ofrecían  singulares 
muestras  de  valor,  que,  idealizadas  por  la  poesía,  dieron  origen 
á  la  maravillosa  y  sublime  historia  de  las  Vírgenes  del  Escudo. 
Los  navegantes  juraban  por  sus  barcos,  y  al  acercarse  para 
ellos  el  último  momento  de  la  existencia,  depositado  su  cuerpo 
y  sus  armas  en  la  propia  embarcación,  y  prendiendo  fuego  á 
ésta,  pasaban  á  dormir  el  eterno  sueño  en  los  abismos  del  ele- 
mento, cuyos  caprichos  y  furores,  desde  jóvenes,  habían  apren- 
dido á  desafiar  (i). 

Con  tales  antecedentes  no  debe  sorprender  la  facilidad  que 
los  pescadores  y  piratas  del  Norte  tuvieron  para  visitar  las  islas 
del  Atlántico,  recorriendo  las  Feroer,  Shetland,  las  Orcades  y 
las  Hébridas.  Un  pirata  noruego,  llamado  Naddodr,  navegaba 
en  86 1  hacia  las  primeras,  y  desviándole  la  tempestad  de  su 
rumbo  le  llevó  á  900  kilómetros  de  las  costas  de  su  patria,  des- 
cubriendo una  tierra,  á  la  que,  por  encontrar  cubierta  de  nieve, 
puso  el  nombre  de  Sncelajid^  y  aunque  no  tuvo  medios  de  ave- 
riguar si  aquel  país  era  isla  ó  continente,  elogiaba,  al  volver,  el 
clima,  las  riquezas  y  la  vegetación  que  había  visto.  A  los  tres 
años  de  ese  viaje,  el  sueco  Gardar,  caminando  hacia  las  Hé- 
bridas, fué  impulsado  por  los  vientos  á  las  mismas  playas  de  Is- 
landia,  donde  pudo  divisar  grandes  selvas,  colocadas  entre  las 
montañas  y  el  mar;  allí  pasó  el  invierno,  construyó  habitaciones 
en  la  bahía  de  Hiisavika  (ó  de  las  casas),  y  cuando  á  la  prima- 
vera siguiente  se  alejaba  de  aquellos  lugares,  cambió  el  nombre 
de  los  mismos  por  el  de  Gardarsholm,  ó  isla  de  Gardar. 

Posteriormente  otro  pirata  célebre,  Floki-Rafna,  que  creía 
descender  de  los  antecesores  míticos  de  Noruega,  partiendo 
también  de  las  Feroer,  se  dirige  hacia  la  nueva  isla,  con  ánimo 
ya  de  fundar  una  colonia,  y  la  leyenda,  que  tan  á  menudo  suele 
unirse  á  los  hechos  históricos,  cuenta,  que  dicho  piloto,  como 


(i)  Depping,  obra  ya  citada. 


—   24  — 

buen  pagano  que  era,  ofreció,  antes  de  hacerse  á  la  vela,  un  sa- 
crificio al  dios  Thor,  consagrándole  tres  cuervos  que,  por  su 
vuelo  y  á  manera  de  brújulas,  pudieran  señalar  el  derrotero 
más  conveniente  en  la  navegación.  No  lejos  del  punto  de  salida 
lanzó  el  primero  de  ellos  que  apresuradamente  retornaba  á  las 
islas  Feroer:  pocos  días  después,  Floki,  sin  torcer  su  camino, 
desprende  la  segunda  de  las  aves,  que  remontada  á  gran  altura, 
bien  pronto  caía  en  el  mismo  barco.  El  arrojado  marino,  implo- 
rando entonces  la  protección  de  los  dioses,  continuó  su  marcha 
hasta  que  dio  libertad  al  tercero  de  los  cuervos;  esta  vez  el  pá- 
jaro de  Thor  vuela  hacia  el  N.;  la  nave  de  Floki  en  la  misma 
ruta  logra  divisar  la  costa  de  Islandia,  y  el  pirata,  después  de 
recorrer  el  Sur  y  Poniente  de  la  isla,  se  establece  en  un  fiord 
del  NO.,  donde  inverna,  con  pérdida  del  ganado  por  descuido 
en  la  necesaria  provisión  de  forraje.  Observando  luego  que 
el  hielo  cubría  las  costas,  abandonó  su  propósito  de  quedarse 
en  el  país  descubierto,  al  que  puso  el  nombre  de  Jsland  ó 
tierra  de  hielo,  que  hasta  nuestros  días  ha  conservado.  Triste 
impresión  produjeron  en  el  ánimo  del  navegante  los  rigores  del 
clima  y  las  desgracias  sufridas,  expresándolo  así  ante  sus  com- 
patriotas; pero  dos  hermanos,  que  le  acompañaron  en  el  viaje, 
pensaban  lo  contrario,  llegando  uno  de  ellos  á  manifestar  que  el 
país  visitado  era  hermoso,  florido  y  fecundo.  Su  versión  hubo 
de  prevalecer  y,  como  resultado  de  ello  extendíase  por  todas 
partes  el  rumor  del  hallazgo  de  una  nueva  tierra  de  azulado 
cielo,  de  invierno  sin  escarchas,  con  hermosas  costas  cubiertas 
de  verdura,  y  las  aguas  llenas  de  salmones  y  ballenas.  Así  llegó 
á  considerarse  aquella  región  bendita  de  los  dioses  «donde  el 
hombre  podía  vivir  libre  de  la  tiranía  de  los  reyes  y  de  los  se- 
ñores (i).» 

Algunos  años  más  tarde  Ingolf,  duque  y  pirata  de  renombre, 
que  había  arrostrado  por  la  bella  Helga,  con  quien  casó  más 


(i)  Gravier,  Dccouvcrtc  de  I' Anicriquc  par  les  Normanas. 

Se  comprende  bien  la  facilidad  y  i-epetición  con  que  se  efectuaban  los  viajes  en  la 
parte  septentrional  del  Atlántico.  La  distancia  que  hay  entre  la  costa  meridional  de 
Noruega  é  Islandia  es  relativamente  pequeña  y  para  recorrerla  debían  bastar  <^cho  ó 
diez  días,  con  la  ventaja  de  servir,  como  estaciones  intermedias,  Shetland  y  Feroer. 
El  hecho  en  si,  dice  Vivien  de  Saint  Martin,  nada  tiene  de  maravilloso,  abstracción 
hecha  de  los  testimonios  positivos  que  atestiguan  su  realidad. 


tarde,  dos  terribles  duelos,  emigraba  de  Noruega,  llevando  con- 
sigo las  columnas  ó  pilares  sagrados  de  su  casa  que  arrojó  al 
mar,  prometiendo  á  los  dioses  levantar  su  morada,  donde  aque- 
llas se  detuviesen,  y  por  ello,  aun  cuando  al  tocar  en  el  Sudeste 
de  la  isla  fijó  su  residencia  en  un  punto  bautizado  con  su  propio 
nombre  (Ingolfshofdi),  mientras  que  un  hermano  suyo,  Hiorleif, 
elegía  al  poniente  sitio  excelente  para  habitar  y  provisto  de 
buenos  campos  de  cultivo;  pasados  que  habían  tres  aííos  de  per- 
manencia en  Islandia,  supo  el  normando  que  los  pilares  de  su 
casa  se  hallaban  en  cierto  paraje  del  SO.,  en  la  bahía  que  lleva 
hoy  el  nombre  de  Faxe-Fiord,  y  allí  se  estableció  definitiva- 
mente, echando  los  cimientos,  aunque  en  posición  menos  ven- 
tajosa, de  la  ciudad  de  Reykiavik,  que  desde  entonces  es  capital 
de  la  Islandia  (i). 

En  realidad,  la  colonización  de  ese  territorio,  que  tal  nombre 
merece  cuanto  se  refiere  á  los  anales  primitivos  de  su  historia, 
se  debe,  como  hemos  visto,  á  las  maravillosas  aventuras,  pro- 
pias de  pescadores  y  navegantes;  pero  hubo  también  otra 
causa,  no  menos  eficaz,  para  que  acrecentase  en  extremo  el 
número  de  pobladores  de  la  isla  y  fué  la  protesta  y  movimiento 
nacional  de  casi  toda  la  Noruega  contra  el  dominio  absoluto  y 
despótico  de  Haraldo  Haarfager,  que  al  reunir  bajo  su  cetro 
las  treinta  y  una  pequeñas  repúblicas  en  que  estaba  dividido  el 
país,  abolió  sus  antiguas  y  venerandas  prácticas.  Triunfante  el 
monarca  en  la  célebre  batalla  de  Hafursfiord,  muchas  nobles  y 
distinguidas  familias  prefirieron  solicitar  de  Islandia  (2)  la  liber- 
tad que  su  patria  les  negaba,  y  de  este  modo  se  forma  en  el 
nuevo  país  un  Estado  verdaderamente  libre,  que  adoptó  usos  y 


(i)  Sobre  la  cima  de  Ingolfsfiaell  se  descubre  aún,  según  afirma  Humboldt,  la 
tumba  del  fundador  de  la  colonia  islandesa,  y  cerca  de  Kielarnás  se  encuentran  las 
ruinas  de  una  casa  construida  en  888  por  uno  de  los  hijos  del  citado  personaje. 

(2)  El  golpe  de  Estado  de  Haraldo  produjo  la  gran  invasión,  que  los  normandos 
realizan  durante  el  siglo  ix  en  la  mayor  parte  de  los  pueblos  europeos,  puesto  que  no 
sólo  arribaron  á  Is'andia,  sino  que,  como  es  notorio,  de  aquella  época  son  las  grandes 
irrupciones,  que  dichos  hombres  verifican,  asolando  las  costas  de  Inglaterra,  Francia 
y  España,  corriéndose  luego  al  Mediterráneo;  mientras  que  otros  de  esos  emigrantes, 
como  los  célebres  Othero  y  Wulfstan,  ya  citados  anteriormente,  penetran  en  el  mar 
Blanco  y  llegan  por  el  Volga  hasta  el  Caspio  al  mismo  tiempo  casi  que  tribus  de  igual 
origen  fundaban  á  Novogorod,  se  amparaban  de  Kiew  y  hasta  ponían  sitio  á  Cons- 
tantinopla. 


—    26    — 

costumbres  parecidas  á  las  que  con  anterioridad  habían  existido 
en  Noruega.  Desde  930  todas  las  partes  habitables  del  territo- 
rio insular  fueron  ocupadas,  organizándose  un  gobierno  repu- 
blicano dotado  de  instituciones  religiosas  y  políticas,  análogas 
á  las  de  la  metrópoli,  instituciones  muy  notables  algunas  de 
ellas  y  que  se  conservaron  hasta  1261  (i)  en  que  Islandia  pasó 
á  poder  de  Noruega. 

El  genio  poderoso  de  la  libertad  y  el  no  menos  poderoso  de 
la  poesía  habían  hecho  brillar  las  fuerzas  del  espíritu  humano 
en  los  últimos  confines  del  imperio  de  la  vida,  según  la  hermosa 
frase  de  Maltebrun,  y,  entre  otras  cosas,  llama  singularmente  la 
atención  el  extraordinario  desarrollo  que  la  lengua  danesa  ó 
Nordika  tomó  en  Islandia,  de  donde  proceden  los  monumentos 
más  curiosos  de  la  antigüedad  escandinava,  monumentos  que 
hoy  representan  la  fuente  histórica  de  mayor  precio  para  cono- 
cer las  aventuras  y  peregrinaciones  que  los  normandos  empren- 
den hacia  otras  regiones  occidentales,  con  la  suerte  de  poner 
su  planta  en  tierras  hasta  entonces  desconocidas.  Aquella  len- 
gua, dulce,  sonora,  sencilla  y  enérgica,  de  la  cual  ha  dicho  Mar- 
mier  que  no  tiene  la  dureza  de  las  sílabas  germánicas,  ni  el  so- 
plido perpetuo  del  inglés,  aquella  lengua  que  hoy  se  habla  en  el 
interior  de  la  isla,  casi  como  en  los  tiempos  de  Ingolf,  sirvió 
para  extender  la  cultura  sumamente  rica  y  prodigiosa  de  los 
islandeses,  y  por  el  testimonio  de  sus  historias  podemos  hoy 
concebir  el  grado  de  perfeccionamiento  y  progreso  que  tales 
hombres  lograron  alcanzar.  Se  sabe  que  el  clero  podía  oponer 
su  veto  al  matrimonio  de  una  mujer  poco  instruida,  y  que  no  se 
administraba  el  sacramento  de  la  confirmación  á  los  niños,  sin 
justificar  previamente  que  sabían  leer  y  escribir,  en  lo  cual,  lo 
mismo  que  en  religión  y  moral,  las  propias  madres  imponían  á 
sus  hijos  antes  de  que  fuesen  á  la  escuela.  El  vulgo  estaba  fami- 
liarizado con  la  lectura  de  los  monumentos  literarios,  y  á  este 
propósito  refiere  el  mismo  Marmier,  que  hallándose  un  día  es- 
tudiando en  Reykiavik  la  Saga,  de  Nial,  una  de  las  más  célebres 


(i)  Mr.  Jules  Leclercq  en  un  trabajo  histórico  que  sobre  los  islandeses  y  sus  descu- 
brimientos j^eográficos  publicó  en  1882  la  Socictc  royale  Belgc  de  Geographie^  fíjala 
fecha  de  incorporación  de  Islandia  á  Noruega  en  1264;  pero  Gravier,  Geffroyy  la  ge- 
neralidad de  los  autores  están  conformes  en  referir  el  hecho  á  1261. 


—    27   — 

y  conocidas,  le  sorprendió  la  hija  de  un  pescador  encargada  de 
la  provisión  de  pescados  y  de  aves  marítimas,  la  cual  al  verle 
exclamó:  «Ah,  yo  conozco  ese  libro  que  he  leído  muchas  veces 
cuando  era  niña»  señalando  en  seguida  los  más  bellos  pasajes 
de  la  obra.  Con  razón  añade  dicho  autor:  «¿Sería  posible  encon- 
trar una  artesana  de  París  que  conociese,  por  ejemplo,  la  cró- 
nica de  Saint  Denis?»  Esto  comprueba  el  diligente  esmero  con 
que  las  tradiciones  de  los  islandeses  fueron  conservadas,  trans- 
mitiéndose, bajo  la  forma  oral,  como  acontece  en  la  mayor 
parte  de  los  pueblos,  hasta  que  más  tarde,  difundidas  las  doc- 
trinas cristianas  por  la  isla,  se  extendió  con  ellas  el  uso  de  la 
escritura  y  el  empleo  de  los  caracteres  romanos,  tomando  desde 
aquel  instante  la  literatura  su  más  poderoso  vuelo.  Los  antiguos 
poetas  Y  cantores,  Sea/das,  recitaban  las  Sag'r^s  en  las  reuniones 
públicas  y  en  el  seno  de  las  familias;  nobles  y  guerreros,  con 
usos  y  costumbres  semejantes  á  las  de  los  trovadores  de  Pro- 
venza,  abandonaban  su  hogar  en  busca  de  maravillosas  hazañas 
que,  observadas  en  uno  y  otro  país,  referían  después  como  tes- 
tigos de  cuanto  en  sus  peregrinaciones  y  viajes  pudieron  apren- 
der y  contemplar. 

Tan  remota  y  notable  literatura,  que  en  un  principio  fué  esen- 
cialmente poética,  como  lo  revelan  sus  viejos  Eddas^  no  tardó 
en  modificarse,  adoptando  el  lenguaje  sencillo  de  la  prosa,  del 
que  se  valieron  afamados  escritores  para  consignar  y  transmitir 
hechos  de  su  tiempo,  que  con  minuciosa  fidelidad  han  llegado 
la  mayor  parte  de  ellos  hasta  nosotros.  Los  monumentos  histó- 
ricos de  la  civilización  islandesa  son  por  demás  interesantes. 
Tres  de  las  más  celebradas  obras  exigen  mérito  singular  (i). 
Llamábase  la  primera  Libro  de  la  ocupación^  por  referir  las  em- 
presas colonizadoras  de  la  isla,  y  habiendo  comenzado  á  escri- 
birla Aré  Frodhé  á  fines  del  siglo  xi,  la  prosiguieron  después 
hasta  el  xiv  diferentes  autores:  en  ella  se  encuentran  los  nom- 
bres de  3.000  personas  y  1.400  localidades  (2).  La  segunda 
forma  una  especie  de  proemio  al  Libro  de  la  ocupación  y  puede 


(i)  Los  nombres  especiales  de  estos  monumentos,  según  el  orden  con  que  los  re- 
ferimos, son  los  siguientes:  el  Landnamnhok,  el  IslcnrUtigabok  y  el  Ilcimskrini^la. 

(2)  La  Sociedad  de  Anticuarios  del  Norte,  en  Copenhague,  ha  publicado  del  Lihr» 
déla  ocupación  dos  traducciones,  una  en  danés  y  otra  en  latín. 


—   28  — 


estimarse  como  resumen  de  otra  perdida  obra  histórica  mucho 
más  considerable.  En  cuanto  á  la  tercera,  que  lleva  el  nombre 
de  Orbe  del  mtuido^  se  asegura  que  fué  escrita  en  el  siglo  xiii  por 
Snorre-Sturleson,  el  Cicerón  de  la  Islandia,  y  reúne,  además  de 
los  anales  de  ese  país,  los  de  otros  pueblos  entonces  contempo- 
ráneos. Dichasrelaciones históricas, ó  primitivas »S<7^V25,  debieron 
escribirse  en  el  siglo  xii,  según  la  generalidad  de  los  críticos, 
aun  cuando  otros  fijan  su  redacción  en  tiempos  posteriores  (i), 
mas  lo  cierto  es  que  fueron  insertasen  el  Códice  Flateyense  (2) 
que  Sveinson,  Obispo  de  Skalholt,  á  mediados  del  siglo  xvii,  fa- 
cilitó á  Federico  III,  rey  de  Dinamarca,  quien  apercibido  de  las 
incorrecciones  de  dicho  monumento,  encargó  al  célebre  islan- 
dés Thormod  Torfesen  (Torfaeus)  que  interpretara  los  pasajes 
obscuros  y  difíciles,  verificado  lo  cual,  lograron  las  obras  de 
dicho  escritor  justa  y  merecida  fama,  llegando  á  reputársele 
como  primera  y  competente  autoridad  histórica  en  la  materia. 
El  interés  por  ese  linaje  de  cuestiones  aumentó  mucho  más  en 
nuestro  siglo,  y  como  prueba  de  ello,  debe  recordarse  el  hecho 
de  que,  al  publicar  en  1837  el  ilustre  profesor  Carlos  Rafn  su 
memorable  libro  de  Aníigüedadcs  americanas^  tuvo  el  privile- 
gio de  verle,  casi  inmediatamente,  traducido  á  todas  las  lengua? 
europeas,  incluso  la  nuestra  (3).  Por  otra  parte,  la  Sociedad  de 
Anticuarios  del  Norte  encargó  á  una  comisión  particular  el  es- 
tudio de  los  documentos  escandinavos,  concernientes  á  la  Amé- 


(i)  El  escritor  norteamericano  Eben  Norton  Horsford,  en  su  obra  Discovery  of 
America  hy  Northmen^  «Descubrimiento  de  América  por  los  normandos.  — Memoria 
escrita  con  motivo  de  la  inauguración  de  la  estatua  de  Leif-Eriksen  en  Boston»,  sos- 
tiene en  uno  de  los  apéndices  de  tan  interesante  libro  que  las  Sagas  fueron  redactadas 
entre  1387  y  1395;  pero  estas  fechas  parecen  más  bien  corresponder  á  la  época  en  que 
tan  antiguos  documentos  se  transcribieron  al  Códice  de  que  inmediatamente  se 
habla. 

(2)  Asi  llamado  de  la  isla  de  Flateya,  situada  en  uno  de  los  jiords  de  Islandia,  y 
donde  se  conservó  mucho  tiempo  hasta  que  el  citado  Obispo  lo  remitió  al  Rey  de 
Din  imarca.  Tan  preciada  joya  histórica  es  además  un  modelo  curiosísimo  de  caligra- 
fía escandinava,  que  hoy  se  conserva  en  la  Biblioteca  de  Copenhague.  A  la  redacción 
de  ese  manuscrito  corresponden  las  fechas  antedichas  de  13S7  y  1395,  y  de  él  inserta 
Horsford  en  su  obra  un  esmerado  facsunile. 

(3)  El  libro  se  intitula  Antiquitatcs  americana:  sivc  scriptorcs  septentrionales  reritm 
ant.xolumhianaruní  in  America^  y  de  él  existen,  que  sepamos,  dos  traducciones  he- 
chas en  lengua  castellana,  la  de  D.  José  Vargas,  1839,  y  la  de  D.  José  Pidal  (Ma- 
drid, 1840). 


—  íg- 
nea, y  favoreciendo  así  el  portentoso  renacimiento  histórico 
nacional  que  se  efectuaba,  no  maravilla  en  verdad,  que,  cono- 
cidas é  impresas  ya  las  Sagas  se  multiplicaran  con  prodigio  sus 
análisis  y  comentarios,  y  apareciesen  desde  entonces  muchas  é 
importantes  obras  sobre  los  viajes  de  los  normandos  (i).  Ellas 
nos  servirán  ahora  de  guía  para  referir  y  avalorar  las  explora- 
ciones y  descubrimientos  que  tan  intrépidos  marinos  realizaron 
en  diferentes  parajes  del  Atlántico. 

IV. 

Pocos  años  habían  transcurrido  desde  que  los  Noruegos  fun- 


(i)  Tarea  algo  difícil,  aunque  por  extremo  útil  para  el  esclarecimiento  de  los  temas 
precolombinos,  sería  la  de  puntualizar  todos  los  trabajos  que  respecto  al  particular 
han  visto  la  luz  pública  en  nuestro  siglo;  pero  al  menos  procede  que,  como  ilustración 
bibliográfica,  citemos  algunos  de  los  más  principales. 

En  Escandinavia  además  de  los  libros  de  Rafn  y  de  las  Memorias  redactadas  por  la 
Sociedad  de  Anticuarios  del  Norte,  figuran  las  obras  también  notables  de  Finn  Mag- 
nussen  y  Munch. 

A  Francia  se  debe,  entre  otros  escritos,  los  del  infatigable  Mr.  Beauvois  ,  Dccouver- 
tes  des  Scandinavcs  en  Amérique  dii  A'»  au  XIII*  siécle,  1859,  variedad  de  Memorias 
presentadas  á  los  congresos  de  americanistas  en  Nancy,  1875;  Bruselas,  1879;  Ma- 
drid, 1881;  Copenhague,  1883,  y  profusión  de  artículos  insertos  en  anales  y  revistas: 
los  trabajos  de  Mr.  Gravier,  Decoiiverte  de  V Amériqjie  par  les  Norniands  au  X*  siécle, 
1874. — Les  Nonnands  sur  la  route  des  ludes. — Acade77iic  de  Rouen,  1880,  y  finalmente, 
los  estudios  de  Mr.  Gaffarel,  Lile  des  Septs  cites  etVile  Aníilia. — Congreso  de  Ameri- 
canistas de  Madrid,  1881. — Les  Irlandais  en  Amérique  avant  Colomb,  París,  1890,  y  la 
recientísima  é  interesante  obra  ya  citada,  Histoire déla  decouverte  del' Amérique,  depuis 
les  origines  jusq' á  la  mort  de  Cristophe  Colomb,  París,  1892. 

Requieren  también  mención  especial  los  norteamericanos  Eben  Norton  Horsford, 
citado  anteriormente,  B.  F.  de  Costa  y  Maríe  Brown,  autores  respectivamente:  el  pri- 
mero, de  Discovery  of  America  by  Northmen,  Boston,  1888,  y  The problem  of  thc  North- 
men,  Cambridge,  1889;  el  segundo,  de  Decouverte  de  I'  Amérique  avant  C.  Colomb  par 
les  homines  du  iVord,  Londres,  1869,  y  el  tercero,  de  Tlie  Icclandic  Discoverers  of  Ame- 
rica, 1888. 

Sabios  daneses  como  Brynjulfson  Loffler  y  M.  J.  Steenstrup,  presentaron  respecti- 
vamente al  Congreso  de  Americanistas  de  Copenhague  (1883),  entre  otros  trabajos, 
los  siguientes:  Jusq  oii  les  anciens  Scatidinaves  ont-ils  penetré  vers  le póle  arctique  dans 
leurs  expeditions  a  la  mer  glaciale^  The  Vineland-excursions  of  the  ancient  Scandinavians  y 
The  oíd  Scandinavian  riiins  in  the  district  of  JuliaJiehaab  South  Greenland. 

Sabido  es,  además,  que  el  eminente  Humboldt  en  su  tomo  11  del  célebre  Cosmos  y 
en  su  Histoire  de  la  GcograpJiie  du  nouveau  contitictit,  e.xaminó  ya  los  viajes  de  norman- 
dos é  irlandeses  en  el  Atlántico,  así  como  también  de  los  primeros  hace  sucinto  mé- 
rito Vivien  de  Saint  Martín  en  su  afamada  Histoire  de  la  Géographie. 

De  nuestra  patria  podríamos  citar,  como  escritores  que  han  tratado  de  la  materia,  á 
D.  Pedro  Novo  y  Colson  en  su  Historia  de  las  exploraciones  árticas,  T),  Ricardo  Beltrán 
y  Rózpide,  Viajes  y  descubrimientos  efectuados  e?i  la  Edad  Media,  y  algunos  más. 


—  30  — 

daron  sus  primeros  establecimientos  en  Islandia,  cuando  en  el 
mismo  siglo  ix,  un  tal  Gunnbiorn  divisaba,  corriendo  el  año  877, 
las  blancas  cimas  que  coronan  la  rivera  oriental  de  la  Groenlan- 
dia (i),  separándose  pronto  de  aquellos  sitios,  que  en  largo 
tiempo  nadie  intentó  visitar,  como  resultado  tal  vez  de  las  fan- 
tásticas exageraciones  á  los  mismos  aplicadas.  Decíase,  entre 
otras  cosas,  que  un  valeroso  noruego,  acompañado  de  una  ca- 
bra, había  recorrido  grandes  bancos  de  nieve,  logrando  contem- 
plar después  enormes  encinas  con  bellotas  como  hombres,  tre- 
mendos gigantes  y  espantosas  rocas  de  hielo  que  destrozaban  las 
naves,  única  particularidad  cierta  esta  última  en  medio  de  tantos 
otros  absurdos,  que  debieron  influir  no  poco  para  contener  á 
los  hombres  del  Norte,  durante  algunos  años,  en  su  inmoderado 
afán  de  nuevas  y  lejanas  expediciones.  Más  tarde,  Erik  Rauda, 
Erico  el  Rojo ^  desterrado  de  Islandia  en  983  por  homicidio,  sin 
fiarse  mucho  de  tan  hiperbólicas  referencias,  se  lanzaba  en  la 
dirección  de  las  tierras  vistas  por  Gunnbiorn,  consiguiendo 
percibir  la  costa  oriental  de  Groenlandia  en  el  grado  64  de  la- 
titud septentrional,  donde  no  se  detuvo;  proseguía  luego  su 
viaje  por  el  Sur,  doblaba  el  cabo  que  hoy  llamamos  Farewell  (2), 
y  últimamente  vino  á  fijar  su  residencia  sobre  la  costa  occiden- 
tal en  el  fiord  de  Igalikko,  que  denominó  Eriksfiord,  con  la  es- 
peranza sin  duda  de  perpetuar  el  recuerdo  de  su  persona.  Allí 
principió  entonces  la  construcción  de  un  vasto  edificio,  adosado 
á  una  roca,  al  que  puso  el  nombre  de  Brattahlida,  lugar  de  los 
más  célebres  entre  los  que  islandeses  ó  normandos  formaron 
en  tan  apartada  extremidad  septentrional  (3).  La  región  presen- 


(i)  Torfoeus,  Gronlandia  antiqíia. 

(2)  Los  antiguos  islandeses  le  llamaron  Hvarf,  palabra  que  significa  la  punta  donde 
se  vuelve;  y,  efectivamente,  al  llegar  allí  los  barcos  cambiando  su  ruta,  se  dirigían 
al  NO.  y  continuaban  hacia  el  N.  á  lo  largo  de  la  costa  occidental  (Brynjulfson,  Con- 
greso de  americanistas  de  Copenhague,  1883). 

(3)  La  estancia  de  Brattahlida  fué  sucesivamente  habitada  por  Erico,  su  hijo  y  su 
nieto:  además,  mientras  duró  la  colonia  en  Groenlandia,  servia  de  residencia  ?Alogmcn 
ó  supremo  magistrado.  También  dicha  morada  fué  teatro  de  algunos  más  hechcs  no- 
tables. (Memoria  de  la  Sociedad  Real  de  anticuarios  del  Norte,  1845-1849.) 

Mr.  Jorgensen,  según  Gravier,  sostenía  haber  encontrado  las  ruinas  de  dicho  edi- 
ficio, y  por  sus  proporciones  comparábalo  á  una  ciudad  entera,  asegurando  represen- 
tar un  trabajo  inmenso;  pero  la  verdad  es  que  semejante  punto  de  arqueología  per- 
manece aun  sometido  á  las  diferentes  interpretaciones  de  la  moderna  critica.  Desde 


—  si- 
taba aspecto  más  favorable  que  las  costas  de  Levante,  y,  á  pe- 
sar del  fatídico  nombre  de  Tierra  de  desolación  con  que  Davis 
la  bautizó  en  1585,  sus  valles  debían  producir  suficiente  hierba 
para  alimentar  numerosos  ganados,  ó  al  menos  así  puede  infe- 
rirse del  examen  de  varias  ruinas  descubiertas  á  lo  largo  del 
fiord.  Provistas  las  montañas  de  abundante  musgo  por  el  lado 
del  Norte,  ofrecían  en  la  vertiente  meridional  pequeños  bos- 
ques de  hayas,  sauces  y  abedules,  con  algunas  legumbres  y  pas- 
tos, útiles  para  sostener  gran  número  de  reses  vacunas,  y  por 


que  en  el  primer  tercio  del  siglo  pasado  se  trasladó  á  Groenlandia  el  sacerdote  no- 
ruego Hans  Egede,  con  el  fin  de  evangelizar  á  los  que  suponía  descendientes  de 
Erico,  lo  cual  negó  con  posterioridad  por  el  estado  salvaje  en  que  se  hallaban ,  según 
él,  los  pobladores  de  dicha  región,  se  hm  practicado  muchas  investigaciones  para 
determinar  la  verdadera  posición  de  Brattahlida;  pues  aunque  la  generalidad  de  los 
autores  la  fijan  en  el  lado  occidental  de  Groenlandia,  otros  hay  que  pretenden  todavía 
buscarla  en  la  parte  de  Levante,  donde  se  dice  que  existieron  establecimientos  norue- 
gos é  islandeses.  Mr.  Steenstrup,  ya  citado,  en  la  erudita  Memoria  que  leyó  ante  el 
Congreso  de  americanistas  de  1883  en  Copenhague,  sobre  las  antiguas  ruinas  escandi- 
navas en  el  distrito  de  Julianchaab,  consigna  la  importancia  del  examen  cuidadoso,  que 
de  los  restos  arquitectónicos  verificó  en  1880  y  1881  el  teniente  Holm ,  á  quien 
se  debe  la  descripción  interesante  de  dichas  ruinas,  cuyo  valor  aumenta  al  contemplar 
las  esmeradas  reproducciones  hechas  por  el  arquitecto  Groth.  De  tales  pesquisas  re- 
sulta que  la  construcción  de  la  iglesia  de  Julianehaab  es  de  piedra  escoíjida  y  al<To 
cuadrada,  pero  no  muy  regular,  cimentada  con  argamasa  y  arena,  y  se  considera  como 
la  única  ruina  de  tal  género  hasta  hoy  descubierta.  Los  demás  vestigios  pertenecen  á 
mansiones  que  se  hicieron,  apilando  rocas  de  gran  tamaño.  Las  casas  estaban  forma- 
das con  habitaciones  rectangulares,  y  su  arquitectura  es  parecida  á  la  de  los  edificios 
de  la  antigua  Islandia.  Entre  todas  las  ruinas  halladas,  las  más  importantes  y  caracte- 
rísticas son  de  antiguas  casas  de  ganado,  que  consistían  en  departamentos  también 
rectangulares,  separados  por  grandes  alineaciones  de  piedra  á  imitación  de  las  de  Is- 
landia, de  todo  lo  cual  infiere  Steenstrup  que  los  viajes  desde  esa  isla  á  Groenlandia 
se  realizaban  generalmente  navegando  en  dirección  Sur,  y  al  llegar  al  cabo  Farewell 
es  v^erosimil  que  las  embarcaciones  remontasen  la  costa  occidental  de  Groenlandia; 
así  opina  que  el  actual  distrito  de  Julianehaab  corresponde  á  los  establecimientos  de 
los  escandinavos  en  la  parte  de  Poniente.  Los  dibujos  de  antiguas  construcciones  que 
se  suponen  normandas,  y  el  mapa  que  de  parte  de  dicha  costa  presentó  el  indicado 
autor  al  Congreso  de  americanistas  ya  dicho,  insertos  unos  y  otro  en  el  tomo  corres- 
pondiente de  actas,  bien  merecen  ser  examinados. 

En  cuanto  á  las  iundaciones  de  la  costa  oriental,  ya  Nordenskiold  sostuvo  que  no 
se  habían  descubierto,  por  más  que  pudieran  estar  en  la  inexplorada  región  que  se 
extiende  entre  los  65  y  69°  de  latitud  N.  Steenstrup  pensaba  que  de  las  investid-acio- 
nes relativas  á  la  costa  oriental  de  Groenlandia  era  imposible  deducir  aún  resultados 
satisfactorios,  como  no  fuese  para  evidenciar,  al  cabo  de  algún  tiempo,  que  los  llama- 
dos establecimientos  del  Este  deben  buscarse  en  otro  lado.  Recientemente,  sin  em- 
bargo, ha  surgido  de  nuevo  la  cuestión  que  algunos  sabios  resuelven  en  sentido  afir- 
mativo. 


—    32    — 

tanto  se  explica  bien  que  Erico,  al  volver  á  Islandia,  estimulase 
á  sus  compatriotas  para  que  le  siguieran,  ponderándoles  el  país 
por  él  visitado  al  que  llamaba  Tierra  verde,  que  tal  significa  el 
nombre  de  Groenlandia,  que  aun  conserva,  por  más  que  sus  ac- 
tuales condiciones  físico-geográficas  parezcan  no  revelarlo  (i). 
En  el  mismo  año  que  Erico  regresaba  á  su  mansión  de  Brattah- 
lida,  treinta  y  cinco  navios  islandeses  partían  hacia  Groenlandia^ 
muchos  se  pierden  en  las  tempestuosas  borrascas  del  Océano, 
catorce,  sin  embargo,  logran  llegar  á  su  destino,  y  de  este  modo 
principia  á  formarse  una  colonia,  que  su  fundador  organizó,  do- 
tándola de  instituciones  republicanas  como  las  de  su  patria. 
Progresivamente,  á  medida  que  las  circunstancias  del  clima  lo 
permitieron,  se  multiplicó  allí  el  número  de  habitantes,  y  dos 
siglos  más  tarde,  según  afirman  varios  eruditos,  podían  con- 
tarse hasta  8.400  (2),  y  en  opinión  de  otros  llegaban  á  10.000^ 
distribuidos  en  280  establecimientos. 

Antes  de  ello  se  habían  realizado  ya  nuevas  peregrinaciones 
y  descubrimientos,  gracias  á  la  intrepidez  de  Biarne,  hijo  de 
Heriulf,  joven  de  grandes  esperanzas,  por  la  resolución  con  que 
falto  de  medios,  afrontaba  los  mayores  peligros  de  temerarias 
empresas  marítimas.  Cuentan  las  Sagas  del  Códice  Flateyense 
que  el  arriesgado  mancebo  salió  de  Noruega  en  986  para  unirse 
á  su  padre  que  moraba  en  Islandia,  y  cuando  supo  que  éste  con 
Erico  habían  partido  para  ignota  región  Occidental,  sin  descar- 
gar la  nave,  emprendió  nuevamente  la  marcha  diciendo  'á  sus 
compañeros  que  el  viaje  era  insensato,  porque  ninguno  había 
visto  el  Océano  Groenlandés.  En  aquellas  aguas,  donde  los 
grandes  témpanos  de  hielo  cierran  frecuentemente  el  paso  á 
las  sólidas  embarcaciones  de  nuestros  días,  provistas  de  instru- 
mentos de  admirable  precisión  náutica,  con  las  imperfectas 
noticias  que  el  piloto  tenía  del  país  desconocido,  sin  más  guía 


(i)  Efectivamente,  el  sitio  de  Igaliko  ó  fiord  áe  las  casas  abandonadas,  que  mide 
una  extensión  de  3  á  8  kilómetros,  es  paraje  que  hoy  presenta  carácter  muy  particu- 
lar. Los  fiords  de  Groenlandia,  al  revés  de  los  de  Noruega,  están  invadidos  por  gran- 
des glaciales  ó  neveras,  cuyo  avance  continuo  ha  cambiado  completamente  el  aspecto 
de  dichos  lugares,  á  los  que  Erico  dio  el  nombre  de  Tierra  verde,  y  en  la  actualidad 
mejor  merecen  el  de  Tierra  de  desolación,  que  le  puso  el  marino  Davis.  Isaac  Hayes 
en  la  Tour  dii  f/unde,  y  Gravier,  Dscouvcrte  de  I' Ameriquc pj.r  les  Normands. 

(2)  Brynjulfson,  Congreso  de  Americanistas  de  1883. 


—  33  — 
que  la  luz  de  las  estrellas,  el  buque  de  Biarne,  bogando  con 
fortuna  en  las  tres  primeras  jornadas,  hallóse  de  súbito  en- 
vuelto por  espesa  niebla  é  impulsado  á  la  vez  por  fuerte  viento 
del  N.,  que  durante  algunos  días  y  noches  le  hicieron  zozo- 
brar. Al  reaparecer  el  sol,  pudo  el  viajero  distinguir  en  el  ho- 
rizonte la  visible  señal  de  una  comarca,  y,  próximo  á  ella,  repa- 
rando que  estaba  cubierta  de  pequeñas  colinas  y  bastantes 
selvas,  exclamó:  <í- verdaderamente  no  está  aqití  lo  que  busca- 
mos; pues  aseguran  que  las  montañas  de  Groenlandia  son 
altas  y  muy  cubiertas  de  nieve.»  Después  de  otro  día  y  noche 
de  navegación  divisaron  cierto  territorio  llano,  poblado  de 
árboles,  en  el  que  los  marinos  solicitaban  renovar  sus  provisio- 
nes; pero,  replicándoles  el  capitán  «no  lo  pasaremos  bien  aquí», 
vuelven  á  internarse  en  alta  mar.  Pasados  tres  días  más  los 
navegantes,  merced  á  vientos  del  SO.,  percibieron  una  isla, 
cubierta  de  nieve  y  grandes  masas  de  hielo,  que  les  pareció 
estéril,  y  al  cabo  de  poco  tiempo  (i),  favorecidos  por  aires  bo- 
nancibles, reconocen  el  aspecto  de  no  lejano  país,  que  sobre 
cielo  sombrío  destacaba  las  blanqueadas  cumbres  de  sus  altas 
montañas.  Tenían  ya  la  dicha  de  hallarse  á  la  vista  de  Groen- 
landia. Bien  recibido  el  audaz  peregrino  por  su  padre  y  por 
Erico  no  intentó  sacar  partido  de  sus  descubrimientos,  que 
con  abundancia  de  pormenores  refería  á  los  numerosos  hués- 
pedes que  le  visitaban,  atraídos  por  la  fama  de  tan  maravillosa 
expedición.  A  poco  tiempo  regresó  Biarne  á  Noruega,  y  un 
personaje  de  la  Corte  censuraba  con  dureza  que  no  hubiese 
examinado  mejor  aquellos  países  que  los  azares  de  la  navega- 
ción le  permitieron  contemplar. 

Efectivamente;  por  el  probable  derrotero  del  viaje,  por  la 
posición  y  caracteres  de  las  tierras  indicadas,  parece  verosímil 
que  Biarne  y  sus  compañeros  se  acercaron  á  las  playas  america- 
nas. No  faltan  escritores  modernos  que,  discurriendo  sobre  el 


(i)  La  generalidad  de  los  historiadores,  entre  ellos  Leclercq,  Gaffarel  y  algunos  más, 
fijan  cuatro  días  para  esta  última  parte  del  viaje  marítimo  de  Biarne.  Mr.  Beauvois  en 
su  traducción  de  las  Sagas  islandesas  había  dicho  tres  días.  Mr.  Gravier  asigna  única- 
mente dos,  guiado  por  la  siguiente  versión  de  Rafn:  t(5/c"  cuín  bidincín  ct  binoctiuvi 
naviga&scnt  quarlam  tcrratn  conspcxcriint.» 

3 


—  34  — 

particular,  señalan  equivalencias  geográficas  más  ó  menos  acep- 
tables (i);  pero  los  datos  que  el  marino  reveló  acerca  de  los 
días  de  navegación,  de  las  sucesivas  direcciones  del  buque  y 
otros  accidentes  de  importancia  son  tan  vagos  é  incompletos, 
que  no  autorizan  en  modo  alguno  para  sostener  opiniones  fijas 
y  seguras  en  la  cuestión. 

La  obra  comenzada  debían,  sin  embargo,  completarla  los  des- 
cendientes de  Erico.  Hijo  de  éste  era  Leif,  á  quien  los  historia- 
dores antiguos  representan  como  hombre  de  elevada  estatura, 
robusto,  bello,  de  gallarda  presencia,  prudente  y  moderado  (2), 
amante  de  largas  expediciones,  ganoso  en  fin  de  imaginada  glo- 
ria, que  inmortalizase  su  nombre.  Vivía  en  la  corte  del  rey  Olaf 
de  Noruega,  cuando  éste,  recien  convertido  al  cristianismo,  se 
esforzaba  en  difundir  la  ejemplar  doctrina  por  todo  aquel  terri- 
torio y  los  países  inmediatos,  algunos  de  los  cuales,  como  Islan- 
dia,  teatro  fueron  de  violentas  persecuciones  y  martirios.  Creyó 
el  monarca  reconocer  en  Leif  los  característicos  rasgos  de  per- 
sona instruida  y  animosa,  cuya  benevolencia  fácilmente  obtuvo, 
consiguiendo  también  que  éste  y  sus  partidarios  adoptasen  la 
nueva  religión,  verificado  lo  cual,  el  rey  le  comisionaba  para 
evangelizar  á  los  habitantes  de  Groenlandia  y  en  primer  tér- 
mino á  Erico  y  su  familia.  Aferrado  éste  al  paganismo  y  á  las 
antiguas  prácticas  odínicas,  resistió  cuanto  pudo  las  cariñosas 
exhortaciones  de  su  hijo,  para  quien  no  fué  difícil  atraerse,  en 
cambio,  la  voluntad  de  su  madre  y  de  sus  hermanos,  que  pronto 
recibieron  las  aguas  del  bautismo,  y  por  la  piedad  de  tan  distin- 
guida señora  se  construyó  allí  la  primera  iglesia  cristiana  á 
donde  ella  acudía  frecuentemente  para  el  rezo  de  sus  oraciones. 


(i)  Geffroy,  declarando  que  Biarne  y  los  suyos  llegaron  á  las  costas  de  América,  no 
vacila  en  sostener  que  descubrieron  el  rio  San  Lorenzo.  Gravier,  basado  en  los  testi- 
monios de  Kohl  y  de  Rafn  equipara  las  cuatro  estaciones  recorridas  por  el  marino  á 
las  comarcas  de  Nueva  Inglaterra,  Nueva  Escocia,  Terranova  y  golfo  de  Maine. 
Leclercq  creia  que  los  territorios  vistos  eran  los  de  Nantuket,  Nueva  Escocia  y  Terra- 
nova; mas,  por  lo  mismo,  no  es  posible  hacer  afirmaciones  categóricas;  pues  el  con- 
tinente que  los  Normandos  encontraron  marchando  hacia  el  Oeste,  quizás  sería  parte 
de  las  costas  del  Labrador  ó  bien  de  los  modernos  Estados  Unidos,  y  en  cuanto  á  la 
isla,  podría  corresponder,  en  opinión  de  Gaffarel,  á  Terranova,  ó  á  cualquiera  de  las 
situadas  en  los  estrechos  de  Davis  y  de  Hudson. 

(2)  Snorre  Sturleson.  Heimskringla. 


—  35  — 

extremando,  no  obstante,  su  celo  de  neófita  hasta  el  punto  de 
cortar,  según  algunos  historiadores,  toda  relación  y  trato  con 
su  marido  (i). 

V. 

Pero  si,  merced  á  la  entusiasta  propaganda  de  Leif  y  de  los 
religiosos  que  le  acompañaron  á  Groenlandia,  alcanzó  el  primero 
entre  los  Normandos  singular  prestigio,  no  era  menor  la  fama 
con  que  debiera  coronarle  el  destino  por  su  calidad  de  intrépido 
navegante  y  descubridor  del  continente  americano.  Cuando  la 
mayor  parte  de  los  pueblos  europeos  sentíanse  heridos  de  cruel 
espanto  á  la  llegada  del  temeroso  año  mil  de  nuestra  era,  en  el 
que,  según  aciagos  vaticinios,  debía  sobrevenir  el  juicio  divino 
y  la  muerte  de  todos  los  hombres,  creencia  con  la  cual  se  ago- 
taban los  gérmenes  de  actividad  y  de  vida  en  las  naciones  de 
nuestro  continente,  un  viajero  y  marino  tan  esforzado  como 
Leif,  acomete  desde  las  regiones  más  septentrionales  la  em- 
presa de  buscar  en  las  soledades  del  Atlántico  los  países  que 
su  predecesor  dejara  sin  explorar.  Habiendo  comprado  á  éste 
su  barco  y  seguido  de  35  hombres,  sin  otra  guía  tampoco  que 
las  estrellas  y  las  noticias  de  Biarne,  que  le  acompañaba,  confió 
su  fortuna  á  los  caprichos  del  Océano,  para  verificar,  como  ha 
dicho  Khol,  verdadero  viaje  de  descubrimiento,  no  ya  insegura 
peregrinación  marítima  de  un  hijo  en  busca  de  su  padre.  Pri- 
meramente los  expedicionarios  encontraron  la  región  llana, 
pedregosa,  desolada,  cubierta  en  muchos  parajes  por  montañas 
de  nieve,  que  Leif  no  quiso  abandonar  sin  ponerle  antes  nom- 
bre, como  lo  hizo,  aplicándole  el  de  Helluland  (2),  á  consecuen- 
cia de  la  esterilidad  allí  observada.  Después  distinguieron  otro 


(i)  Rafn  y  Beauvois,  este  último  en  sus  <(.Origines  el  ondation  du  plus  aíicien  eveclie 
dií  Nouveau  Mondo. 

Respecto  á  la  más  ó  menos  inmediata  conversión  de  Erico  tampoco  están  confor- 
mes los  AA.;  pues  mientras  la  generalidad  habla  de  la  resistencia  que  á  ello  opuso,  y 
no  falta  quien,  apoyándose  en  el  libro  Partícula  de  Groenlandis,  sostiene  que  Erico 
murió  antes  de  introducirse  el  cristianismo  en  su  nueva  patria,  hay  otros  escritores 
que,  fundados  en  la  Saga  de  Olaf  Trygvasson,  afirman  que  dicho  personaje  recibió  el 
bautismo  al  propio  tiempo  que  toda  su  colonia. 

(2)  Este  nombre  significa  propiamente  Tierra  pedregosa. 


-  36  - 

territorio  bajo,  formado  de  montículos  de  arena  blanquecina,* 
detrás  de  él  se  hallaban  inmensas  y  dilatadas  selvas,  circuns- 
tancia por  la  que  Leif  le  llamó  Markland  ó  Tierra  de  los  bos- 
ques. Trascurrieron  dos  días  más  de  navegación,  y  favorecida 
ésta  con  suave  viento  del  N.E.,  llegaron  los  normandos  á  una 
isla,  separada  del  continente  por  estrecho  muy  peligroso,  cerca 
de  la  cual  parecía  dibujarse  la  extremidad  de  otra  tierra  pe- 
ninsular, que  terminaba  en  promontorio  ó  cabo :  sobre  la 
parte  continental  descubríanse  corrientes  aguas,  saliendo  de 
tranquilo  lago.  Aunque  las  mareas  de  aquellos  sitios  eran  tan 
vivas  que,  cuando  descendían,  quedaba  el  barco  en  seco,  no 
tuvieron  los  tripulantes  la  necesaria  calma  para  esperar  el  re- 
flujo, y  una  vez  puesto  el  pie  en  tierra,  apresuráronse  á  tomar 
posesión  de  ella,  según  las  prácticas  escandinavas,  encendiendo 
grandes  hogueras,  cuyos  vivos  resplandores  pudieran  verse 
desde  lejanas  orillas;  ó  bien  señalaban  con  golpes  de  hacha  los 
árboles  y  rocas  encontradas  á  su  paso.  Resueltos  á  permanecer 
allí  durante  el  invierno,  construyeron  barracas  de  madera,  á 
las  que  denominaron  Leifsbudir  ó  casas  de  Leif.  En  el  río  y  el 
lago  abundaban  hermosos  salmones,  el  clima  era  dulce  y  apaci- 
ble; apenas  se  conocían  las  heladas,  y  la  fresca  hierba  conser- 
vaba su  verdor  y  lozanía  en  la  mayor  parte  del  año.  Termina- 
dos los  sencillos  trabajos  de  edificación,  los  inmigrantes  quisie- 
ron reconocer  el  país,  distribuyéndose  al  efecto  por  las  tardes 
en  grupos,  con  orden  expresa  que  el  jefe  les  dio,  de  que  al  acer- 
carse la  noche  tornaran  á  sus  hogares.  Perdióse,  sin  embargo^ 
en  uno  de  tales  paseos  cierto  expedicionario,  alemán  de  origen, 
lamado  Tyrker,  que  con  Leif  había  compartido  desde  la  niñez 
los  entretenimientos  de  la  infancia  y  los  placeres  de  la  juven- 
tud, y  después  de  revelar  éste  el  disgusto  que  su  extraña  tar- 
danza le  causara,  Tyrker  contestó  lo  siguiente:  «No  me  fui  tan 
lejos  como  suponéis;  en  cambio,  os  traigo  algo  nuevo,  porque 
he  descubierto  viñas  cargadas  de  uvas.»  Tan  feliz  hallazgo  sir- 
vió para  que  al  país,  hasta  entonces  desprovisto  de  nombre,  le 
pusiera  Leif  el  de  Vinland,  que  significa  tanto  como  Tierra  del 
vino  (i).  Además  hicieron  la  observación  astronómica  de  que 


(i)  a  esta  particularidad  se  debe  principalmente  el  que  cuando  regresó  Leif  á 


—  37  — 

allí  el  día  más  corto  comenzaba  á  las  siete  y  media  de  la  ma- 
ñana, terminando  á  las  cuatro  y  media  de  la  tarde,  lo  cual  daba 
para  el  mismo  una  duración  de  nueve  horas  de  sol  en  el  hori- 
zonte. Llegada  la  primavera,  cuando  los  vientos  fueron  favora- 
bles, Leif,  con  su  gente,  determinó  regresar  á  su  patria;  car- 
gando la  nave  de  pieles,  maderas  y  uvas,  hicieron  la  travesía 
sin  contratiempo;  próximos  á  Groenlandia,  el  marino  tuvo  la 
suerte  de  salvar  la  vida  á  15  náufragos  de  un  buque  que  se  ha- 
llaban á  punto  de  perecer,  y  unido  esto  á  los  demás  éxitos  del 
viaje,  le  valió  el  que  sus  compatriotas  le  pusieran  el  sobrenom- 
bre de  Afortunado^  con  que  desde  entonces  se  le  recuerda  en 
la  Historia. 

Abierto  quedó  ya  el  camino  para  nuevas  expediciones,  y  de 
regreso  Leif  en  Groenlandia  todos  se  afanaban  por  ponderar  su 
valor  y  su  fortuna.  La  gloria  de  los  descubrimientos  realizados 
transmitíase  ingenuamente,  sin  que  por  lo  mismo  deba  extrañar 
que  Thorwald,  otro  de  los  hijos  de  Erico,  aceptando  los  conse- 
jos del  hermano,  y  la  ya  célebre  nave  de  Biarne,  se  decidiese 
á  recorrer  con  ella  los  lugares  que  Leif  acababa  de  visitar.  Em- 
prendió aquél  su  marcha  en  1002,  acompañado  de  30  hombres, 
y  si  bien  se  desconocen  las  particularidades  de  la  travesía,  consta 
que  el  navegante  pasó  el  invierno  en  las  barracas  de  Leifsbudir, 
y  al  llegar  la  primavera  comenzaron  en  la  parte  meridional  de 
Vinlandia  los  trabajos  de  inspección,  que  á  los  nuevos  hués- 
pedes les  permitió  observar  bella  región,  cubierta  de  bosque, 
separada  de  la  orilla  por  estrecha  faja  de  arena  blanca.  El  mar 
parecía  esmaltado  de  pequeñas  islas,  vírgenes,  en  su  mayor  parte, 
de  toda  huella  humana  y  de  animales,  á  excepción  de  otra  más 
extensa,  por  el  lado  occidental,  donde  percibieron  una  granja  de 
madera,  con  lo  cual  ponían  término  á  sus  averiguaciones,  regre- 
sando durante  el  otoño  á  Leifsbudir  (i).  En  el  verano  siguiente 
Thorwald  y  algunos  de  los  suyos  emprenden  la  exploración  de 


Groenlandia  se  extendiera  con  rapidez  por  varias  naciones  de  Europa  la  noticia  del 
descubrimiento.  Corriendo  el  siglo  xi,  Adam  de  Brema  la  recogía  y  daba  cuenta  de 
ella  en  su  famosa  Historia  Eclesiástica. 

(i)  Gravier,  Dccouverie  de  I' Ameriqíie  par  les  Normanas.  — En  opinión  de  este  autor 
la  isla  occidental  descubierta  por  Thorwald  debió  ser  la  que  modernamente  llamamos 
Long-island. 


-  38  - 

las  costas  septentrionales;  pero  habiéndose  roto  cerca  de  un 
cabo  la  quilla  del  buque,  por  efecto  de  violenta  tempestad,  les 
fué  preciso  detenerse  para  reparar  la  avería,  no  sin  que  antes  de 
proseguir  la  marcha  el  jefe  de  la  comitiva  dijese  á  sus  compañe- 
ros: «Levantemos  sobre  esta  punta  de  tierra  una  carena  de  na- 
vio, y  démosle  el  nombre  de  Kialarnés  ó  cabo  de  la  quilla»  (i). 
Más  al  Occidente  (2)  descubrieron  otro  promontorio  en  risueña 
comarca,  que  el  viajero  consideraba  á  propósito  para  estable- 
cerse, y  cuando  los  compañeros  iban  á  embarcarse  llamó  su 
atención  la  señal  de  tres  puntos  negros  sobre  la  arena,  que  na 
tardaron  en  comprender  que  eran  tres  botes  ó  canoas  de  mim- 
bres, dentro  de  cada  una  de  las  cuales  se  ocultaban  tres  hom- 
bres, que  casi  todos  perecieron  á  manos  de  los  normandos  (3). 
Exploraron  éstos  inmediatamente  la  región,  descubriendo  algu- 
nas elevaciones,  que  tomaron  por  casas;  pero  vueltos  al  buque 
se  apoderó  de  ellos  profundo  sueño,  del  que  pronto  vino  á  des- 
pertarlos espantoso  griterío,  revelador  del  inmenso  peligro  que 
les  amenazaba.  Feroz  turba  de  pequeños  hombres  de  ruin  y  po- 
bre apariencia,  desde  considerable  número  de  botes  llegaban  á 
exigir  venganza  del  asesinato  que  por  la  mañana  cometieron  los 
normandos.  Terrible  nube  de  flechas  caía  sobre  éstos,  con  la 
■desgracia  de  que  una  de  ellas  hiriese  mortalmente  á  Thorwald, 
que  antes  de  exhalar  el  último  suspiro  rogaba  á  sus  compañeros 
le  enterrasen  allí,  poniendo  dos  cruces  sobre  su  tumba  para  que 
en  lo  futuro  aquel  cabo  se  nombrase  Krossanes  (promontorio 
de  las  cruces).  A  tan  repugnantes  enemigos  llamaron  losgroen- 


(i)  Equivalente  al  moderno  cabo  Cod,  como  luego  repetiremos. — Gosnold  que- 
en  1602  visitó  las  mismas  tierras,  fué  quien  puso  al  cabo  el  nombre  de  Cod,  que  sig- 
nifica bacalao,  por  encontrarse  allí  en  abundancia. —  Norton  Horsford. —  Discovcry  of 
America  by  Northincn. 

(2)  Gravier,  Decouverte  de  V A^neriqíie par  les  Normanas. — A  veces  los  intérpretes  é 
historiadores  no  están  conformes  en  algunas  particularidades,  como  se  ve,  por  ejem- 
plo, en  ésta,  pues  Gaffarel  describiendo  el  mismo  viaje  dice,  que  desde  Kialarnés  si- 
guieron la  costa  en  dirección  de  Levante,  que  es  lo  contrario  de  lo  afirmado  por 
Gravier. 

(3)  Algunos  autores  hablan  solamente  de  tres  hombres,  uno  en  cada  canoa,  de  los 
que  dos  fueron  asesinados  y  otro  logró  escapar;  pero  Gravier  y  Gaffarel  afirman,  que 
eran  nueve,  y  de  ellos  ocho  fueron  víctimas  de  los  marineros  de  Thorwald.  Las  Sagas 
no  dan  razón  alguna  de  este  odioso  crimen  que,  por  otra  parte,  era  usual  entre  los  pi- 
ratas del  Norte. 


—  39  — 

landeses  Skrellings  (endebles),  y  según  la  mayor  parte  de  los 
críticos  modernos  eran  esquimales,  semejantes  á  muchos  de  los 
que  actualmente  habitan  en  el  Norte  de  América.  Con  su  furor 
causaron  la  víctima  del  primer  hombre  europeo,  cuyos  restos 
quedaban  en  suelo  americano;  los  compañeros  del  hijo  de  Erico, 
ejecutadas  que  fueron  las  órdenes  de  su  difunto  jefe,  abandona- 
ron en  el  año  1005  aquellos  sitios,  y  cargando  el  buque  de  pro- 
ductos naturales  volvían  á  la  patria  para  contar  el  triste  desen- 
lace de  tan  fatal  aventura. 

Con  propósito  de  recoger  las  cenizas  de  Thorwald,  su  her- 
mano Thorstein,  acompañado  de  su  bella,  prudente  y  discreta 
señora,  la  imcomparable  Gudrid,  y  de  25  esforzados  marinos, 
organizó  la  tercera  de  las  expediciones,  mucho  más  desgraciada 
que  la  anterior  por  haberles  sido  contrarios  los  vientos,  que  les 
desviaron  de  su  camino,  manteniéndolos  sin  rumbo  fijo  durante 
todo  el  verano,  hasta  que  á  la  entrada  del  invierno  pudieron 
arribar  á  Lysufiord  sobre  la  misma  costa  occidental  del  territo- 
rio groenlandés,  donde  los  amparó  con  generosa  hospitalidad 
un  cierto  Svart,  en  cuya  casa  Thorstein,  atacado  de  cruel  pade- 
cimiento epidémico,  allí  reinante,  dejaba  de  existir,  y  sus  ceni- 
zas eran  trasladadas  en  el  buque  por  la  viuda  y  por  aquel  hom- 
bre caritativo  hasta  las  mansiones  de  Eriksfiord,  para  darles 
cristiana  sepultura. 

Cumplido  tan  amargo  deber,  no  pasó  mucho  tiempo  sin  que 
sobrevinieran  otros  hechos  notables.  Un  rico  y  poderoso  no- 
ruego, descendiente  de  reyes,  que  se  llamaba  Thorfinn,  y  entre 
sus  conciudadanos  Karlsefn,  esto  es:  «destinado  á  ser  un  gran 
hombre»,  vino  por  aquel  tiempo  á  Groenlandia,  hospedábase 
en  la  célebre  Brattahlida,  con  beneplácito  de  Leif,  que  le  aco- 
gió cariñosamente,  y  tal  efecto  le  produjo  la  hermosura  y  ta- 
lento de  Gudrid,  que  solicitó  y  obtuvo  su  mano,  celebrándose 
á  poco  el  matrimonio  de  dichos  dos  esclarecidos  personajes.  En 
las  reuniones  de  familia  solían  ser  obligado  tema  de  conversa- 
ción los  viajes  de  Leif,  y  el  recuerdo  de  países  y  lugares  por 
éste  descubiertos,  á  donde  muchos  anhelaban  ir  para  traer  nue- 
vos productos  y  riquezas.  Despertóse  el  entusiasmo  de  Thor- 
finn, con  quien  Gudrid  compartía  sus  deseos  y  esperanzas,  no 
tardando  en  formarse  una  verdadera  flotilla  de  tres  naves,  do- 


—  40  — 

tadas  de  ciento  sesenta  individuos,  algunos  de  ellos  mujeres, 
de  varios  animales  domésticos  y  abundantes  provisiones.  Este 
nuevo  viaje  de  los  normandos  á  Vinlandia,  el  más  importante 
quizás  de  cuantos  efectuaron  en  dirección  occidental,  merece 
para  muchos  autores  el  nombre  de  verdadera  expedición  colo- 
nizadora, por  la  importancia  desús  preparativos,  por  las  for- 
malidades con  que  se  llevó  á  cabo  y  hasta  por  las  mejores  y  más 
perfectas  investigaciones  geográficas  que  durante  el  mismo  se 
hicieron.  En  la  primavera  del  año  1007  parten  de  Eriksfiordlos 
emigrantes,  y  ayudados,  sin  duda,  por  la  corriente  polar  y  fa- 
vorables vientos  del  Norte,  navegan. á  lo  largo  de  las  costas 
americanas,  logrando  divisar  á  las  veinticuatro  horas  los  picos 
del  Helluland,  después  llegaron  á  Markland,  cuya  exuberante 
vegetación  les  agradó  sobre  manera,  recorrieron  varios  sitios 
en  busca  de  la  tumba  de  Thorwald,  siendo  completamente  in- 
útiles estas  pesquisas,  y,  por  último,  se  fijaron  en  el  Cabo  Kia- 
larnés.  Al  salir  de  ese  punto,  presentóse  ante  la  vista  de  los 
observadores  dilatada  extensión  de  dunas,  vastos  desiertos  y 
estrechas  riberas,  á  las  que  bautizaron  con  el  nombre  de  Fiir- 
diistrandir,  ó  playas  maravillosas  (i).  En  seguida  percibieron 
una  línea  de  costas,  interrumpidas  por  numerosas  bahías,  y 
Thorfinn  encargó  á  dos  de  sus  compañeros,  escoceses  de  origen, 
que  inspeccionasen  la  parte  del  SO.,  de  la  que,  pasados  tres 
días,  regresaban  con  hermosos  racimos  de  vides  y  algunas  es- 
pigas de  trigo  silvestre,  engolfándose  Thorfinn  en  la  mayor  de 
las  bahías,  que  denominó  Strainnfiord^  ó  de  las  corrientes,  á 
consecuencia  del  violento  impulso  de  las  aguas,  por  la  pronun- 
ciada velocidad  que  allí  lleva  la  famosa  corriente  occidental  del 
Atlántico  ó  Gulf-Stream.  Descubrieron  además,  una  isla  muy 
abundante  de  plumas  y  huevos  de  eiders  (2),  llamáronla  Strau- 
mey  (isla  de  las  corrientes),  y  creyendo  que  la  dulzura  del  clima, 
la  vegetación  y  el  gran  número  de  pescados  de  aquellos  sitios 


(i)  Mr.  E.  Beauvois  opina  que  los  normandos  debieron  poner  ese  nombre  á  dichos 
parajes  por  la  frecuencia  con  que  allí  se  observa  el  fenómeno  meteorológico  del  espe- 
jismo, de  lo  cual  dan  testimonio  algunos  viajeros  y  que  en  otras  p?.rtes  de  América 
también  se  contempla,  como  lo  observó  Humboldt  en  las  Pampas  de  Venezuela. 

(2)  Los  escandinavos  aplican  la  palabra  de  cidcrs  á  cierta  especie  de  gansos  ó  ána- 
des, con  cuyas  plumas  se  forman  las  almohadas  de  abrigo  ó  edredones. 


—  41    — 

eran  estímulos  ventajosos  para  fundar  una  colonia,  hicieron  alto 
en  dicha  bahía  de  Straumfiord,  desembarcaron  también  los  ga- 
nados, y  cuando  llegó  la  primavera,  dedicáronse  á  cultivar  los 
campos,  ala  pesca,  á  varias  exploraciones  del  suelo,  y,  sobre 
todo,  á  la  construcción  de  barracas  ó  casas,  que  les  sirvieran 
de  alojamiento;  no  obstante  lo  cual  les  fué  adversa  la  fortuna, 
sorprendiéndoles  el  invierno,  desprovistos  de  caza  y  pesca,  cir- 
cunstancia que  con  las  tentativas  de  independencia  del  marino 
Thorhall,  piloto  que  era  de  una  de  las  embarcaciones,  influyó 
bastante  para  que  al  ocurrir  grave  disentimiento  entre  éste  y  el 
jefe  de  la  expedición  abandonaran  todos  la  comarca,  siguiendo 
después  cada  uno  de  los  dos  diferente  rumbo  en  sus  navegacio- 
nes: el  rebelde  y  los  suyos,  anhelando  tornar  á  la  patria,  boga- 
ron por  aquellos  mares,  é  impulsado  el  buque  por  fuertes  ven- 
davales del  NO.,  arribó  á  las  costas  de  Irlanda  (i),  donde  se 
dice  que  Thorhall  murió  en  esclavitud  (2).  Thorfinn  y  los  otros 
jefes  de  tripulación,  que  desde  Groenlandia  le  acompañaban, 
prefirieron  continuar  sus  exploraciones,  en  busca  siempre  de 
Leifsbudir;  y  navegando  por  espacio  de  varios  días,  ofrecióse- 
Íes  la  hermosa  perspectiva  de  un  río,  que  atravesaba  impor- 
tante lago,  antes  de  llegar  al  mar.  Por  las  orillas  del  primero, 
estrechas,  arenosas  é  inhabitadas,  llegaron,  no  sin  alguna  difi- 
cultad, al  país  que  el  noruego  llamó  Hop;  en  el  dilatado  valle 
recogieron  también  uvas  y  trigo,  y  considerando  bueno  el  sitio 
para  establecerse,  levantaron  en  frente  de  Leifsbudir  otras  ca- 
sas, que  por  el  nombre  de  su  fundador  recibieron  el  de  Thor- 
finnshitdir  (3). 

Á  los  quince  días  de  permanencia  en  dicha  región,  una  ma- 
ñana se  cubrió  la  bahía  de  cárabos  ó  botes  con  muchedumbre 
de  hombrecillos  de  piel  obscura,  de  ancho  y  avieso  rostro,  ojos 
grandes  y  cabellos  crespos,  verdaderos  skrellings  ó  esquimales, 


(i)  Gravier  refiere  á  este  propósito  un  hecho  semejante  acaecido  á  fines  del  si- 
glo XVI  al  Marqués  de  la  Roche.  Buscando  en  frágil  embarcación  un  punto  en  las  in- 
mediaciones de  la  pequeña  isla  de  Sable,  que  se  halla  situada  á  la  e.xtremidad  meridio- 
nal de  Nueva  Escocia,  fué  arrojado  en  diez  ó  doce  días  por  fuerte  viento  del  Poniente 
á  las  costas  de  Francia. 

(2)  Así  lo  afirman  Gravier  y  Gaffarel,  tomándolo  de  Torfams  y  de  Rafn. 

(3)  Gaffarel  Gravier  y  Beauvois,  apoyados  en  las  autoridades  de  Torfueus  y  Rafn. 


—  42  — 

que  blandían  luengas  varas  ó  lanzas,  y  agitándolas  con  rapidez, 
producían  estridente  ruido.  Después  de  poner  por  breve  tiempo 
el  pie  en  tierra  sin  la  menor  hostilidad,  más  bien  poseídos  de 
natural  asombro,  contemplaron  á  los  hombres  blancos,  retirán- 
dose pronto  de  aquellos  lugares.  En  la  primavera  del  siguiente 
año,  1008,  volvieron  á  distinguirse  tantas  canoas,  que  la  bahía 
semejaba  hallarse  «cubierta  de  carbón»  (i).  Esta  vez,  groenlan- 
deses y  esquimales  entablaron  relaciones  y  cambio  de  objetos, 
aceptando  los  segundos  con  delirio  las  vistosas  telas  encarnadas 
y  buenos  vasos  de  leche,  que  aquellos  les  ofrecían  á  trueque  de 
pieles  de  todas  clases  (2),  cestas  de  mimbres  y  otras  varias 
cosas ;  pero  no  transcurrió  mucho  tiempo  sin  que  á  la  paz  suce- 
diese la  guerra.  Cuando  más  tranquilos  se  creían  los  normandos 
en  sus  posesiones  de  Vinlandia,  cuando  Gudrid  acababa  de 
hacer  padre  á  Thorfinn,  mediante  el  nacimiento  de  Snorre, 
primer  descendiente  de  europeo,  según  parece,  que  vio  la  luz 
en  América,  los  skrelings,  por  vanos  recelos  ó  causas  poco  ave- 
riguadas (3),  trocáronse  de  auxiliares  en  feroces  enemigos. 
Rotas  las  hostilidades,  por  una  y  otra  parte  hubo  víctimas,  sin 
que  tampoco  faltasen  notables  muestras  de  intrepidez  y  arrojo, 
como  las  muy  decantadas  de  la  célebre  heroína  Freydisa,  que 
mostrándose  digna  hija  de  Erik  Rauda,  cuando  los  normandos, 
batidos  ya  en  retirada,  se  preparaban  para  ofrecer  tenaz  resis- 
tencia desde  la  selva  y  rocas  en  que  se  habían  podido  amparar, 
supo  infundirles  extraordinario  valor,  consiguiéndose  al  cabo 
que  los  skrellings  resultaran  vencidos  al  terminar  la  jornada  y 
nuevamente  desapareciesen.  La  estancia  de  Karlsefn  y  los  suyos 
en  Vinlandia  iba  siendo,  no  obstante,  cada  vez  más  peligrosa,  ya 


(i)  Gravier  y  Gaffarel,  tomando  la  frase  de  Rafn. 

(2)  Mr.  Beauvois  dice  que  eran  de  verdadero  />e¿i¿ gn's. 

(3)  Gravier,  Gaffarel  y  otros  autores,  inspirados  en  las  S<7,ífns  y  demás  documentos 
históricos  sobre  la  materia,  refieren  que,  amedrentados  un  día  los  skrelings  por  los 
espantosos  mugidos  de  un  toro  de  la  propiedad  de  Karlsefn,  quisieron  penetrar  en  las 
casas  de  los  normandos,  cuyas  puertas  les  fueron  cerradas,  habiendo  sido  esto  origen 
de  que,  pasadas  tres  semanas,  volvieran  aquellos  indígenas  provistos  de  armas  y  con 
resolución  hostil;  pero  lo  cierto  es  que  si  la  Saga  de  Thorfinn  y  Torfoeus  dan  impor- 
tancia al  hecho,  en  cambio  no  se  la  conceden  ni  \a.  Partícula  de  Grcerilandis  ni  el 
Heimi-Kringla.  De  presumir  es,  sin  embargo,  que  los  skrellings,  temerosos  de  alguna 
traición  por  parte  de  los  normandos,  se  decidiesen  á  combatirlos. 


—  43  — 

por  la  oposición  de  los  naturales  del  país,  ya  por  varias  causas  de 
disgusto  y  malquerencia,  surgidas  entre  los  mismos  normandos, 
ya,  finalmente,  por  el  anhelo  con  que  muchos  de  éstos  deseaban 
tornar  á  la  madre  patria.  El  jefe  de  la  expedición  comprendió 
que  le  era  forzoso  preparar  la  vuelta  á  Groenlandia,  y  á  ello  se 
resolvió,  no  sin  que  en  la  travesía  explorase  de  nuevo  países 
anteriormente  visitados,  y  al  pasar  por  las  costas  de  Mar- 
kland  (i)  percibiera  un  pequeño  grupo  de  skrellings,  entre  los 
cuales  (2)  figuraban  dos  niños,  de  los  que  Thorffinn  se  apoderó, 
llevándolos  consigo,  y  á  quienes  se  bautizó,  procurando  también 
instruirlos  en  el  idioma,  usos  y  costumbres  de  los  europeos  del 
Norte.  Estos  niños  dijeron  á  los  normandos  que  más  allá  del 
sitio  en  que  fueron  recogidos  existía  un  país  habitado  por  hom- 
bres que  vestían  túnicas  blancas  y  acostumbraban  á  llevar  pe- 
dazos de  tela  fijos  en  largas  varas  (3).  Creyóse  por  entonces,  y 
después  los  historiadores  han  sospechado,  que  tales  pormenores 
debían  referirse  al  territorio  del  Hvitramannaland,  de  que  des- 
pués hablaremos. 

Dos  naves  habían  quedado  solamente  de  las  tres  que  en  1007 
partieron  de  Eriksfiord;  una  de  ellas,  bajo  el  mando  de  Biarne 
Grimolson,  separada  bien  pronto  de  su  camino  por  elfuerte  im- 
pulso de  los  vientos,  naufragó,  salvándose  en  débil  barca  una 
pequeña  parte  de  la  tripulación,  que  al  fin  pudo  ganar  las  costas 
de  Irlanda,  donde  refirió  el  desastre  acaecido  y  la  generosa 
abnegación  del  capitán  del  buque,  para  quien  fué  preferible  la 
muerte,  con  tal  de  librar  de  ella  á  uno  de  los  tripulantes,  que 
por  sorteo  verificado  debía  perecer.  Más  afortunada  la  nave  en 
que  se  embarcaron  Thorffinn  y  su  familia,  lograba  en  loi  i  arri- 
bar á  Groenlandia,  y  á  poco,  el  intrépido  viajero  y  explorador 
se  trasladó  á  su  patria,  llevando  consigo  tan  considerable  nú- 


(i)  Gravier. 

(2)  No  están  conformes  los  autores  en  la  manera  de  interpretar  este  pasaje  de  las 
narraciones  históricas  de  los  normandos,  pues  habiendo  algunos  que  sostienen  que 
Thorffinn  divisó  cinco  skrellings,  que  eran  un  hombre  barbudo,  dos  mujeres  y  dos 
niños,  llevados  todos  ellos  á  Groenlandia,  otros,  como  Gravier,  opinan  que  las  tres  per- 
sonas mayores  pudieron  escapar,  y  Gaífarel  afirma,  en  cambio,  que  cinco  de  éstas  pe- 
recieron á  manos  de  los  normandos,  ios  cuales  se  llevaron  á  dos  niños  que  allí  había, 
y  en  esto  casi  todos  los  intérpretes  parecen  hallarse  conformes. 

(3)  Los  críticos  suponen  que  estos  objetos  eran  banderas  ó  estandartes. 


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mero  de  objetos  traídos  de  Vinlandia,  que,  según  creencia  de 
aquellos  tiempos,  jamás  apareció  en  las  costas  escandinavas  em- 
barcación mejor  prevista  y  cargada.  Los  más  esclarecidos  per- 
sonajes de  Noruega  dispensaron  á  Karlsefn  benévola  y  favora- 
ble acogida,  merced  á  la  cual,  con  grandes  riquezas  y  lleno  de 
honores,  fijó  definitivamente  su  residencia  en  Islandia.  Allí, 
querido  y  respetado  de  los  que  tuvieron  la  dicha  de  conocerlo, 
acabó  la  existencia  del  noble  marino,  que  tanto  había  hecho 
por  su  gloria  y  su  fortuna.  Viuda  la  célebre  Gudrid,  administró 
con  celo  singular  los  bienes  que  su  marido  dejara,  y  cuando 
tuvo  la  alegría  de  ver  que  su  hijo,  Snorre  (i),  contraía  ventajoso 
enlace  matrimonial,  fascinada  por  la  pasión  de  los  viajes,  hizo 
una  peregrinación  á  Roma,  donde  fué  bien  recibida,  y  según  el 
mayor  número  de  probabilidades,  debió  contar  las  empresas 
cumplidas  por  los  normandos  en  las  regiones  ultraoceánicas  (2). 
La  Corte  Pontificia,  que  atentamente  seguía  los  descubrimien- 
tos geográficos  y  coleccionaba  con  esmero  los  documentos  y 
trabajos  de  esa  índole,  por  estimar  que  á  los  nuevos  países  de- 
bía llevar  la  luz  del  Evangelio,  no  pudo  mirar  con  indiferencia 
las  interesantes  relaciones  de  Gudrid,  que  si  bien  no  llegaron  á 
expresarse  en  las  historias  de  aquellos  tiempos,  seguramente 
contribuirían  bastante  para  afianzar  las  ideas  de  los  cosmó- 
grafos italianos  sobre  la  proximidad  de  las  costas  orientales.  Al 
regresar  á  Islandia  la  noble  y  ejemplar  viuda  de  Thorffinn,  con- 
sagró á  la  Rehgión  los  últimos  días  de  su  vida,  retirándose  al 
monasterio  que  su  hijo  Snorre  había  ordenado  construir  (3). 


(i)  El  hijo  de  Thorffinn  fué  tronco  de  distinguida  estirpe,  que  ha  dado  á  la  humani- 
dad gran  número  de  celebridades,  entre  las  que  figuran  tres  nietos  del  citado  Snorre: 
Brand,  Biorn  y  Thorlak,  nacidos  de  distintos  hijos,  y  que  todos  llegaron  á  la  dignidad 
episcopal. 

Después  de  citar  estos  nombres  y  algunos  más,  los  cronistas  añaden:  «Muchos 
príncipes  irlandeses  figuran  en  la  ilustre  progenie  de  Karlsefn  }•  Gudrid,  como  el  cé- 
lebre historiador  Snorre  Sturleaon,  que  se  envanecía  de  tenerlos  por  antecesores,  el 
renombrado  escultor  Thorwaldsen  y  el  no  menos  conocido  Magnus  Stephensen,  juez 
superior  de  Islandia,  muerto  en  1833,  último  de  dichos  descendientes  directos,  según 
Rafn  (Gravier,  Decoiiverte  de  T Amerique par  les  Normanas^  Leclercq  y  otros). 

(2)  Todos  los  críticos  é  historiadores  modernos  que  diligentemente  han  estudiado 
las  antigüedades  escandinavas,  admiten  la  traslación  de  Gudrid  á  Roma,  entre  ellos 
Eben  Norton  Horsford ,  Leclercq ,  Gravier,  Gaffarel  y  otros. 

(3)  Gravier. 


—  45  — 

Antes  de  que  se  cumplieran  tales  hechos  y  cuando  Thorfinn, 
en  1013,  preparaba  su  marcha  para  Noruega,  se  había  verifi- 
cado ya  otro  viaje  de  muy  tristes  recuerdos  á  las  costas  de 
Vinlandia.  Freydisa,  la  ya  célebre  hermana  de  Leif,  que  va- 
lientemente figuró,  según  dije,  en  la  lucha  de  los  normandos 
con  los  skrellings,  ávida  de  riquezas  más  que  de  gloria,  orga- 
nizó en  ion  nueva  expedición,  y  vencida  que  fué  la  repugnan- 
cia de  su  débil  marido  Thorvard,  partieron  de  Groenlandia  la 
nave  de  éste  y  las  de  dos  afamados  islandeses  en  busca  de  las 
tierras  que  se  proponían  visitar,  donde  sólo  permanecieron  dos 
años,  por  haber  conseguido  la  ambiciosa  directora  de  la  em- 
presa deshacerse  de  sus  compañeros,  valiéndose  de  astutos  y 
crueles  medios  que,  una  vez  averiguados,  de  regreso  á  la  pa- 
tria, inspiraron  para  tan  desdichada  heroína  el  menosprecio  de 
su  familia  y  de  sus  conciudadanos. 

Posteriormente  debieron  repetirse  con  alguna  frecuencia  las 
navegaciones  de  europeos  hacia  las  playas  americanas;  quizás 
por  estimarlas  cosa  habitual  y  ordinaria,  las  Sao-as  islandesas 
apenas  las  mencionan;  pero  los  historiadores  y  críticos  moder- 
nos, fundándose  en  testimonios  y  pruebas  de  no  despreciable 
importancia,  hacen  mérito  de  varios  viajes  que  parecen  fide- 
dignamente comprobados.  Así,  por  ejemplo,  se  sabe  que  un 
cierto  Hervador,  en  la  mitad  del  siglo  xi,  salió  de  Vinlandia 
para  trasladarse  á  las  tierras  del  Hvitramannaland,  y  queriendo 
invernar  en  ellas,  remontó  un  río,  deteniéndose  luego  al  pie  de 
espumosas  cascadas,  que  denominó  Hridsoerk^  paraje  que,  se- 
gún algunos,  permite  asegurar  que  los  normandos  prolongaron 
sus  exploraciones  bastante  al  sur  de  la  América  Septentrional, 
hasta  descubrir  la  bahía  de  Chesapeake,  los  ríos  que  allí 
desembocan  y  los  naturales  despeñaderos  de  aguas  que  se  ob- 
servan en  el  Potomac  por  encima  de  Washington.  Se  recuerda 
también  que  en  el  año  de  11 35  tres  groenlandeses,  estimulados 
por  la  pasión  de  aventuras  peligrosas,  quisieron  penetrar  en  la 
región  cantada  por  los  Scaldas,  «donde  la  estrella  polar  era  vi- 
sible en  el  Mediodía»,  é  internándose  efectivamente  en  los  es- 
trechos que  hoy  llamamos  de  Davis  y  de  Baffin,  llegaron  á  la 
isla  Kingiktorsoak  ó  de  las  Mujeres,  en  la  latitud  boreal  de 
72"  55',  donde  grabaron  sobre  una  piedra  de  la  isla  el  recuerdo 


-46  - 

de  su  estancia.  Se  cita  además,  y  las  Sag-ashan  conservado  me- 
moria, de  que  tres  sacerdotes  de  la  diócesis  de  Gardar,  uno  de 
ellos  llamado  Halldor,  navegaron  en  1266,  siguiendo  la  misma 
dirección,  y  aunque  les  sorprendió  una  tempestad  en  la  tra- 
vesía, lograron  arribar  á  un  punto  donde  el  sol  en  el  día  de 
Santiago  (25  de  Julio)  no  se  ocultaba  en  el  horizonte,  per- 
maneciendo muy  bajo  durante  las  horas  propias  del  día,  y 
elevándose  á  gran  altura  en  las  correspondientes  á  la  noche, 
singularidad  astronómica  que  ha  hecho  pensar  á  determinados 
sabios  de  nuestros  días  en  la  posibilidad  de  que  dichos  nave- 
gantes alcanzaron  el  paralelo  de  75°  46'  un  poco  al  norte  del  es- 
trecho de  Barrow  (i),  habiendo  por  lo  tanto  precedido  Hall- 
dor y  sus  compañeros  á  Parry,  Ross,  Franklin,  Hayes  y  demás 
héroes  de  las  regiones  boreales,  donde  tan  numerosos  han  sido 
los  naufragios  y  contratiempos  marítimos.  Casi  en  la  misma 
época,  por  el  año  de  1285,  dos  sacerdotes  islandeses,  Adal- 
brando  y  Thorwald  Helgason,  comprometidos  en  las  cuestio- 
nes religiosas  de  la  isla,  se  embarcaron  para  Markland,  y  sin 
gran  trabajo  lograron  llegar  al  país  que  dieron  el  nombre  de 
Nyja  Land  ó  Terranova,  que  después  ha  conservado.  Otros 
viajes  análogos  hubieron  de  efectuarse  más  tarde,  y  tan  natu- 
rales y  corrientes  debían  parecer,  que  cuando  Ivar  Bardson  en 
1347  recibió  el  encargo  de  visitar  y  describirlos  establecimien- 
tos de  los  normandos  en  América,  compuso  su  obra  sin  hacer 
en  ella  la  menor  indicación  que  demostrase  fueran  poco  cono- 
cidas las  regiones  de  que  hablaba  (2),  y  en  el  mismo  año  una 
nave  con  18  hombres  llegó  á  Islandia,  dando  también  noticias 
del  país  de  Markland  que  habían  visitado,  sin  que  todo  esto  pro- 
dujera el  más  ligero  asomo  de  extrañeza. 

VI. 

Las  citadas  referencias,  y  principalmente  aquellas  que  con- 
signan el  viaje  de  Leif  y  de  los  que  de  un  modo  inmediato 


(i)  Rafn  y  Gravier. 

(2)  Se  ha  conservado  la  descripción  de  Groenlandia  por  Ivar  Bardson.  Rafn  la 
publicó  en  sus  Antiquiíaies  amcricancB ,  páginas  302-318.  Major  ha  dado  de  ella  una 
nueva  edición  en  1873. — (Gaffarel,  obra  citada.) 


—  47  — 

le  sucedieron  ofrecen  tal  valor,  que  por  virtud  de  las  mis- 
mas puede,  sin  gran  atrevimiento,  sostenerse  desde  luego  y  con 
la  natural  circunspección,  que  exigen  hoy  los  modernos  cono- 
cimientos geográficos  é  históricos  la  presencia,  cuando  me- 
nos, de  los  normandos  en  las  regiones  septentrionales  de  Amé- 
rica desde  el  siglo  xi  en  adelante.  Contra  ello  quizá  cupiera 
alegar  el  testimonio  y  opinión  de  ciertos  escritores  para  quie- 
nes las  Sagas  sólo  han  merecido  estimarse  como  monumentos 
poéticos  ó  legendarios,  que  nada  exacto  y  verdadero  consiguen 
acreditar  (i),  opinión  nada  extraña  en  verdad,  si  se  recuerda  que 
ni  los  grandes  acontecimientos,  ni  aun  las  mismas  personalida- 
des de  extraordinario  relieve  en  la  historia,  lograron  verse  li- 
bres de  invectivas  ó  desprecio  por  parte  de  autores  escépticos 
ó  apasionados.  Fortuna  y  no  pequeña  es,  sin  embargo,  que  la 
crítica  más  razonada  é  imparcial  de  nuestros  días  pueda  procla- 
mar que  las  Sagas  son  documentos  ciertos,  sencillos,  claros, 
precisos,  purgados  de  todo  elemento  maravilloso  que,  cuando 
existe,  tantas  dudas  siembra  en  la  inteligencia,  debiendo  por 


(i)  No  han  faltado  ciertamente  autores,  que  desde  los  días  en  que  principiaron  á 
estudiarse  severa  y  críticamente  los  más  raros  y  preciosos  documentos  históricos  de 
Escandinavia,  asi  como  las  obras  de  sus  fieles  y  directos  intérpretes,  hayan  negado  todo 
valor  á  esa  diferente  clase  de  trabajos.  Podríamos  á  este  propósito  citar  varios  nom- 
bres; pero  nos  limitaremos  sencillamente  á  dos  recuerdos.  En  el  Congreso  de  Ameri- 
canistas de  Copenhague  en  1883,  varias  veces  citado,  el  profesor  Va/dctnar  Schinidt  d\ 
presentar  su  notable  Memoria  sobre  los  Viajes  de  los  daneses  á  la  Groenlandia,  en  la  que 
adujo  valiosas  pruebas  déla  exactitud  del  hecho,  comenzaba  diciendo  á  sus  oyentes: 
«No  ignoráis  que  algunos  sabios  críticos  han  dudado  muchas  veces  de  la  realidad  de 
las  narraciones  contenidas  en  las  Sagas  islandesas;  se  ha  pretendido  que  todo  cuanto 
los  navegantes  escandinavos  refirieron  de  grandes  descubrimientos  más  allá  del  Océa- 
no, son  puras  invenciones,  y  se  ha  llegado  hasta  declarar  paladinamente  que  los  anti- 
guos normandos  no  habían  ido  jamás  ni  á  la  América  ni  á  Groenlandia.»  Contra  tales 
aseveraciones,  además  de  ser  la  Memoria  dicha  una  excelente  refutación  por  los  curio- 
sos datos  en  ella  atesorados,  pueden  citarse  aquellas  palabras  del  mismo  autor,  que  des- 
pués de  pronunciar  las  supradichas  añadía:  «Pero,  señores,  tenéis  á  vuestra  vista  las 
pruebas  materiales  Aq  la  realidad  de  tan  importante  descubrimiento:  ahí  están  en  una 
serie  de  vitrinas  (y  así  era  en  efecto)  objetos  numerosos  recogidos  en  el  suelo  de  Groenlan- 
dia y  cuyo  origen  europeo  y  escandinavo  no  puede  quedar  sometido  á  ninguna  duda.» 

El  segundo  recuerdo,  que  nos  proponíamos  hacer,  es  más  concreto  por  tratarse  ya 
de  un  determinado  y  célebre  autor,  el  famoso  Irving,  para  quien  «las  tradiciones  islan- 
desas recogidas  por  Torfceus,  asi  como  el  viaje  de  los  hermanos  Zeni,  redactado  de 
memoria  por  Marcollini  é  inserto  por  Ortellius  en  su  Tlieatrum  orbis  terrarum,  tienen 
mas  visos  y  señales  de  fábulas  que  de  historias»,  parecer  contra  el  cual  puede  alegarse 
lo  que  en  el  texto  decimos  sobre  la  autoridad  de  dichos  relatos  islandeses. 


-  48  - 

tanto  considerarlas  dotadas  de  incontestable  autoridad  his- 
tórica, que  se  robustece  al  pensar  que  la  admiten  y  declaran 
sabios  tan  eruditos  y  concienzudos  como  el  eminente  Hum- 
boldt  (i),  y  que  con  valentía  y  resolución  la  sostienen  Rafn, 
Magnussen,  Kohl,  Horsford  (2)  Costa,  Brown,  Schmidt, 
Loffler  (3),  Beauvois,  Gravier,  Gaffarel  y  tantos  otros  que  han 
ilustrado  la  materia,  contribuyendo  también  poderosamente  á 
ello  la  Sociedad  Real  de  Anticuarios  del  Norte  y  las  luminosas 
tareas  de  los  Congresos  de  Americanistas,  principalmente  el 
de  1883  en  Copenhague,  que  tantas  veces  nos  hemos  visto  obli- 
gados á  evocar.  La  importancia  de  los  problemas  discutidos  y 
de  las  varias  cuestiones  que  han  llegado  á  plantearse  sobre  todos 
los  asuntos  precolombinos,  explica  que  para  fijarlos  debida- 
mente se  examine  y  analice  todavía  cuanto  se  refiere  á  las  equi- 
valencias geográficas  que  deban  establecerse  entre  los  países 
enumerados  por  las  Sagas,  y  los  que  modernamente  conoce- 
mos, que  se  discuta  de  igual  modo  acerca  de  si  los  estableci- 
mientos normandos  fueron  ó  no  verdaderas  colonias,  sobre  el 
valor  más  ó  menos  respetable  de  ciertos  vestigios  arqueológicos, 
y  hasta  sobre  el  escaso  fruto  que  para  la  vida  é  historia  general 
de  nuestro  viejo  mundo  produjeran  las  aludidas  expediciones; 
pero  nada  de  esto  permite,  á  nuestro  juicio,  que  se  las  tilde  de 
fabulosas,  como  algunos  han  hecho,  ni  menos  autoriza  para  des- 
conocer que  durante  más  de  tres  siglos  Europa  mantuvo  rela- 


(i)  Examen  critique  de  la  Histoire  de  la  Gcographic  du  noiivcaii  continent.  T.  il,  pá- 
gina 88  y  Cosmos.  Tomo  ii,  páginas  286  y  546,  en  las  que  su  afamado  y  por  demás 
serio  y  competente  autor,  refiriéndose  á  los  viajes  de  Leif  y  sus  inmediatos  sucesores, 
declara  haberse  mantenido  cuidadosamente  en  el  terreno  histórico,  y  añade  que  tal  concepto 
merecen  las  viejas  tradiciones  de  la  Islandia,  que  en  su  mayor  parte  debieron  ser  escri- 
tas en  la  misma  Groenlandia,  á  partir  del  siglo  xii,  por  descendientes  de  los  colonos 
nativos  de  Vinlandia,  de  quiénes  se  han  conservado  las  tablas  genealógicas  de  sus 
familias  con  tal  esmero,  que  puede  descubrirse  la  sucesión  de  las  mismas  desde  1007 
hasta  181 1,  aludiendo  principalmente  en  esto  á  la  de  Thorfinn  Karlsefn. 

(2)  Este  autor  norteamericano,  hablando  de  las  Sagas,  dice  que,  formadas  por  me- 
dio de  la  tradición,  su  principal  carácter  estriba  en  consignar  breve  y  sencillamente 
los  hechos,  consistiendo  por  tanto  su  mérito  en  la  veracidad  de  la  narración,  y  recuerda 
á  este  propósito  que  J.  Eliot  Cabot  decía  que  por  ningún  mediano  estudiante  dina- 
marqués se  ponían  en  duda  las  expediciones  de  los  normandos  á  la  América,  y  Everest 
pensaba  lo  mismo. 

(3)  Loffler,  en  su  memoria  presentada  al  Congreso  de  americanistas  de  1883,  califi- 
caba las  Sagas  como  Xa  fuente  más  pura  sobre  las  antigüedades  escandinavas. 


—  49  — 

ción  casi  sostenida,  con  las  posesiones  islandesas  de  Groenlan- 
dia y  de  Vinlandia. 

Buena  demostración  de  ello  nos  ofrece  el  hecho,  por  demás 
notable  y  elocuente,  de  haber  intervenido  también  la  Iglesia 
con  su  predicación  y  su  gobierno  en  la  beneficiosa  tarea  de 
extender  las  doctrinas  evangélicas  á  todos  aquellos  lejanos  paí- 
ses del  Septentrión  y  de  Occidente,  que  más  ó  menos  eran  co- 
nocidos en  Roma.  Ya  sea,  como  parece  verosímil,  que  las 
revelaciones  de  Gudrid  en  la  Corte  Pontificia  sobre  Vinlandia, 
sirvieran  para  despertar  el  interés  de  los  Papas  en  la  santa 
obra  de  propagar  y  difundir  la  Religión  cristiana  en  tan  lejanos 
territorios,  ó  bien  que  por  otros  medios  adquiriesen  noticias 
de  su  existencia,  lo  cierto  es  que,  desde  mediados  del  siglo  xi, 
los  Obispos  de  Noruega  é  Islandia,  y  poco  después  el  instalado 
en  Gardar,  capital  de  la  Groenlandia,  consideraron  las  posesio- 
nes del  Vinland  como  una  parroquia  alejada  de  su  diócesis, 
que  muchas  veces  iban  á  visitar.  Así  es  como  en  1059,  el  obispo 
Jon  ó  Juan  pasó  desdé  Islandia  á  los  territorios  americanos  con 
propósito  de  convertir  á  sus  moradores;  entre  los  que  tuvo  la 
desgracia  de  sufrir  el  martirio  (i).  Años  más  tarde,  en  1121, 
después  de  varias  tentativas,  de  las  que  la  historia  sólo  conserva 
vago  recuerdo  (2),  el  islandés  Brt'k  Upsz  .ma.rchó  á  Vinlandia, 
cuya  situación  religiosa  le  inspiraba  vivas  inquietudes;  pero  los 
colonos  de  esta  nueva  región  eran  muy  numerosos,  y  además 
la  tarea  debió  resultar  algo  difícil,  cuando  se  sabe  que  dicho 
prelado  renunció  á  la  silla  de  Gardar,  consagrándose  espe- 
cialmente á  sus  nuevos  fieles  (3).  Al  m.enos  lo  revela  de  esta 


(i)  Gravier  y  Gaffarel. 

(2)  Beauvois. 

(3)  Humboldt,  Examcji  critiqíce  de  la  Histoire  de  la  Geograpliie  du  nouvcau  continciit. 
Tomo  II,  pág.  102.  Id.  Cosmos.  Tomo  ii,  pág.  284. 

Eben  Norton-Horsford,  Discovcry  of  America  hy  Northmcn. 

Loffler,  Congreso  de  Americanistas  de  1883.  The  Vineland-excursions  of  tlie  ancicnl  Scan- 
dinavians.  Según  este  autor,  aun  cuando  Rafn  sostuvo  que  el  obispo  Erico  se  trasladó 
á  Vinlandia  para  fortalecer  á  los  escandinavos  en  su  fe  cristiana,  él  se  inclina  á  pensar 
que,  cuando  más,  fué  á  predicar  el  Evangelio  á  los  esquimales  ó  sJcroeliiigs. 

Gravier,  Decouverte  de  I Aniérique par  les  A^onnands.  Recuerda  que  algunos  autores 
han  pretendido  que  Erico  regresó  á  su  sede  episcopal  de  Gardar;  pero  no  debe  olvi- 
darse que  Rafn,  cuya  autoridad  es  incuestionable,  pensaba  lo  contrario.  La  renuncia 

4 


—   ^o  — 


suerte  el  nombramiento  para  el  Obispado  de  Gardar,  hecho 
en  1 124  á  favor  de  un  cierto  Arnaldo,  en  vista  de  la  demanda 
expresa  de  los  colonos  groenlandeses  reunidos  en  Asamblea  ge- 
neral (i)  (2).  Por  más  que  no  se  haya  logrado  esclarecer  en 
todos  sus  pormenores  el  éxito  de  las  predicaciones  de  Erico 
Upsi  en  Vinlandia,  los  críticos  que  más  atentamente  estudia- 
ron el  caso  no  desconfían  de  que  andando  el  tiempo  pueda 
descubrirse  algún  manuscrito  islandés  que  ilustre  ese  curioso 
problema.  Quizás  al  vigoroso  impulso  de  tan  memorable  per- 
sonaje se  deba,  en  opinión  de  un  moderno  historiador,  la  per- 
sistencia de  ciertas  tradiciones  y  ceremonias  religiosas  en  algu- 
nos países  septentrionales  de  América  (3). 

Por  otra  parte,  no  debe  maravillar  que  la  Iglesia,  en  su  legí- 


de  Erik  al  Obispado  de  Gardar,  que  llegó  á  Groenlandia  por  el  año  1122,  prueba,  se- 
gún dicho  historiador,  que  la  idea  cristiana  había  realizado  progresos  en  América,  que 
las  colonias  de  ese  país  no  dejaban  de  tener  gran  importancia,  y  que  por  lo  mismo 
puede  atribuirse  á  dicho  prelado  la  intención  de  concluir  allí  sus  días. 

Gaffarel,  Histoirc  de  la  decouverlc  de  t Amcriquc.  Tomo  i,  pág.  333. 

(i)  ídem  id.  El  minucioso  relato  de  esta  elección  se  encuentra  en  el  códice  Flate- 
yense,  manuscrito  notable  de  que  ya  hicimos  mérito  en  su  oportuno  lugar. 

(2)  Como  prueba  de  la  señaladísima  importancia  que  desde  el  siglo  xii  en  adelante 
tuvo  la  sede  episcopal  de  Gardar  en  Groenlandia,  bastará  recordar  que  se  conserva  en 
serie  cronológica  la  lista  de  sus  prelados.  Torfeus,  en  la  Historia  Groejilandia,  publicó, 
y  después  Gravier  y  otros  autores  han  copiado  los  nombres  y  las  fechas  correspon- 
dientes á  19  Obispos,  que  gobernaron  la  diócesis  desde  Erico  Upsi  en  1121  hasta  Vin- 
centius,  que  la  regía  en  1537,  ó  sea  á  los  cuarenta  y  cinco  años  de  los  primeros  des- 
cubrimientos de  Colón. 

En  los  archives  del  Vaticano  encontró  Pablo  Egedcs  Eftcrretni7iger  el  texto  de  una 
célebre  epístola,  que  en  1448  dedicó  el  papa  Nicolás  V  á  los  Obispos  de  Shalholt  y 
Hols,  documento  que  también  inserta  Gravier  en  su  libro,  por  el  que  se  comprueba  la 
existencia  del  culto  católico  en  Groenlandia  y  se  enaltece  el  fervor  religioso  de  aque- 
llos hombres,  que  habían  perseverado  en  dichas  creencias,  hasta  que  treinta  años  antes 
de  la  fecha  de  dicha  carta  sufrieron  la  invasión,  ataques  y  depredaciones  de  odiosos 
forasteros,  que  turbaron  la  paz  de  aquel  territorio,  arruinando  varias  iglesias,  y  si 
bien  algunas  habían  podido  levantarse  de  nuevo,  pasado  que  fué  tan  inminente  pe- 
ligro, según  afirmábanlos  naturales  del  país  en  mensaje  dirigido  al  Pontífice,  solici- 
tando el  restablecimiento  del  culto  sobre  las  mismas  bases  que  lo  habían  tenido  antes; 
Nicolás  V,  para  subvenir  á  esta  necesidad,  cuya  certeza  afirmaba  constarle  debida- 
mente, prevenía  á  dichos  dos  Prelados,  que  por  ser  los  más  próximos  de  aquel  país 
cuidaran  de  enviar  á  éste,  en  calidad  de  Obispo,  un  hombre  que  para  el  caso  fuera 
adecuado;  y  por  los  trabajos  de  la  Sociedad  Real  de  Anticuarios  del  Norte,  se  sabe: 
que  desde  1450  hasta  1537  sucediéronse  los  tres  obispos,  Gregorio,  Jacobo  y  Vincen- 
tius,  cuyos  sellos,  descubiertos,  se  han  publicado  merced  á  la  diligencia  de  la  expresada 
Corporación. 

.  (3)  Gaffarel,  obra  ya  citada. 


—  =;i 


timo  anhelo  de  proselitismo  religioso,  se  preocupara  y  cuidase 
de  lejanas  diócesis,  fortaleciéndolas,  cuanto  era  posible,  con  el 
entusiasmo  de  la  fe,  y  á  su  vez  ellas  proporcionaban  recursos 
para  el  mantenimiento  de  la  jerarquía  y  necesidades  eclesiásti- 
cas. Entre  otras  cosas,  pudiera  recordarse  que,  en  1276,  el  ar- 
zobispo Jon,  facultado  por  el  Papa,  á  consecuencia  de  la  ex- 
tensión del  camino  y  penalidades  del  viaje,  para  no  trasladarse 
á  tan  distantes  lugares,  delegaba  sus  funciones  en  sabia  y  dis- 
creta persona,  que  se  encargó  de  recoger  el  producto  de  los 
diezmos  y  conmutaciones  de  votos,  destinado  á  la  cruzada  que 
entonces  se  predicó  por  toda  Europa;  y  el  pontífice  Nicolás  II, 
en  su  carta,  escrita  en  Roma  el  31  de  Enero  de  1279,  ratifica 
los  plenos  poderes  conferidos  por  el  Arzobispo  á  dicho  colec- 
tor anónimo.  Tres  años  después,  en  1282,  el  mandatario  llegaba 
á  Noruega  con  importante  cantidad  de  diezmos;  pero  los  po- 
bres colonos  de  Vinlandia,  ya  porque  hiciesen  poco  uso  ó  no 
quisieran  desprenderse  de  los  metales  preciosos,  entregaron 
amplia  provisión  de  pieles,  dientes  de  morsa  y  barbas  de  ba- 
llena. El  Arzobispo  consultó  al  Papa  la  aplicación  de  aquellos 
efectos,  y  Martín  IV  le  dio  el  práctico  consejo  de  que  los  enaje- 
nara y  realizase.  Veinticinco  años  más  tarde,  los  tributos  ecle- 
siásticos de  Vinlandia  figuraban  aún  en  la  suma  de  las  collectas, 
como  lo  prueba  el  haberse  vendido  en  1315,  al  flamenco  Juan 
de  Pré,  las  ricas  especies  de  dicho  territorio.  De  suerte  que, 
por  estos  y  otros  datos,  bien  puede  creerse  que  las  extremas 
posesiones  de  los  normandos  contribuyeron,  en  cierto  modo, 
al  gran  movimiento  religioso,  que  fué  el  hecho  dominante  de  la 
Edad  Media.  Muy  alejadas  para  tomar  parte  activa  en  las  lu- 
chas de  las  Cruzadas,  facilitaron,  sin  embargo,  á  la  Europa  cris- 
tiana, que  apenas  sospechaba  su  existencia,  todo  cuanto  podían 
suministrar,  es  decir,  los  géneros  y  obras  poco  variadas  de  su 
industria  (i). 

Mucho  falta,  no  obstante,  para  conocer  y  apreciar  el  de- 
sarrollo que  ésta  alcanzase  y  para  decidir  el  verdadero  carácter 
de  la  vida  de  los  normandos  en  América.  No  pocos  historiadores 
de  justa  reputación  sostienen  que  los  europeos  de  Vinlandia  se 


(i)  Gravier  y  Gaffarel,  obras  ya  citadas. 


—    ^2 


organizaron  en  libre  colonia^  semejante  á  las  de  otros  estableci- 
mientos normandos,  constituyendo  una  especie  de  república, 
bajo  la  protección  nominal  de  los  Reyes  de  Noruega,  dirigida 
quizá  por  algún  descendiente  de  Erik  Rauda.  Los  colonos  man- 
tenían con  la  metrópoli,  pero  sobre  todo  con  Islandia  y  Groen- 
landia, relaciones  muy  frecuentes;  cambiaban  las  riquezas  del 
país;  maderas  preciosas,  pieles  de  animales,  dientes  de  morsa, 
aceite  ó  barbas  de  ballena,  por  el  hierro  y  las  armas  que  les  eran 
precisas,  dedicando  también  la  mayor  parte  del  tiempo  á  las 
ocupaciones  propias  de  la  pesca,  que  para  ellos  ofrecía  recurso  y 
medio  de  vida  muy  principal  (i).  Críticos  más  prudentes,  que, 
como  Loffler,  admiten  sin  reservas  la  existencia  de  numero- 
sas colonias  escandinavas  en  Islandia  y  Groenlandia,  piensan, 
por  el  contrario,  que  no  puede  decirse  lo  mismo  respecto  de 
América,  donde  las  visitas  de  emigrantes  y  marinos  debieron 
ser  de  mera  inspección ;  pero  como  tampoco  niegan  que  allí 
edificaran  casas,  ni  el  que  los  nuevos  moradores  utilizasen 
abundantes  productos  de  la  caza  y  pesca,  durante  los  dos  ó 
tres  años  de  su  alejamiento  de  la  patria,  á  la  que  tornaban  con 
sus  naves  bien  provistas  de  pieles,  maderas  y  uvas  (2),  resulta 
que,  sin  el  más  ligero  escrúpulo,  como  ya  dijimos,  puede  afir- 
marse, cuando  no  otra  cosa,  la  presencia  de  los  normandos  en 
América  (3). 
Sobrevino  una  época,  sin  embargo,  en  que  sus  establecimien- 


(i)  Gaffarel. 

Humboldt,  en  su  renombrado  Cosmos,  al  enumerar  en  el  tomo  ii,  pág.  284,  los  esta- 
blecimientos de  los  normandos,  los  califica  terminantemente  de  colonias. 

Gravier  participa  de  la  misma  opinión,  y  en  varios  pasajes  de  su  Decouvcrte  de  VAmé- 
rique par  les  Normanas,  sobre  todo  en  la  pág.  167,  aplica  á  dichos  establecimientos  igual 
nombre  de  colonias,  y  de  idéntico  modo  los  designa  Eben  Norton  Horsford,  Discovery 
of  America  hy  Northmcn.  Otro  tanto  podemos  decir  del  eminente  geógrafo  moderno 
E.  Reclus  que  en  el  tomo  xv,  pág.  12  de  su  notabilísima  obra  dice  lo  siguiente.  «Los 
Escandinavos  fundaron  en  la  costa  firme  del  Nuevo  Mundo  colonias  regulares,  cuya 
historia  abraza  un  período  de  ciento  veinte  á  ciento  treinta  años» 

(2)  Loffler,  The  Vineland-e.xcursions  of  the  ancieni  Scandinavians. — Congreso  de  Ame- 
ricanistas de  1883  en  Copenhague. 

(3)  Entre  los  muchos  autores  que  confiesan  el  hecho,  y  de  él  hablan  expresamente, 
conviene  no  olvidar  á  Mr.  Vivien  de  Saint  Martin,  que  en  la  pág.  387  de  su  afamada 
Histoire  de  la  Geographie,  escribe  las  siguientes  palabras:  «^5  indudable  que  desde  el 
siglo  Xí,  cerca  de  quinientos  años  antes  de  Colón  y  de  Caiot,  los  colonos  noruegos  de  Islan- 
dia y  de  Groenlandia  conocieron  algunas  parles  délas  costas  del  NE.  de  América.* 


—  53  — 

tos  fueron  menos  conocidos,  hasta  el  punto  de  interrumpirse 
desde  el  siglo  xiv  toda  clase  de  relaciones  entre  los  pueblos 
septentrionales  de  Europa  y  los  del  mundo  americano.  Los 
normandos  llevaron  á  otros  países  su  inquieta  movilidad ;  el 
Imperio  bizantino,  cuya  ostensible  decadencia  crecía  por  mo- 
mentos, y  el  servicio  que  dichos  hombres  le  prestaban  figurando 
en  sus  milicias,  hubo  de  atraerles  más  que  los  peligros  maríti- 
mos, y  el  beneficio,  siempre  precario,  de  temerosas  aventuras. 
La  metrópoli,  en  vez  de  sostener  las  viejas  factorías,  olvidá- 
balas por  completo,  y  habiéndose  reservado  la  corona  de  No- 
ruega, desde  el  reinado  de  Margarita  de  Waldemar,  el  mono- 
polio del  comercio  con  la  prohibición  impuesta  á  toda  nave  de 
abordar,  sin  permiso  regio,  á  las  posesiones  transatlánticas,  dis- 
minuyó considerablemente  el  número  de  armadores  y  de  mari- 
nos bastante  resueltos  para  comprometerse  en  problemáticas 
empresas,  fáciles  mientras  subsistió  la  libertad  comercial;  pero 
de  todo  punto  irrealizables,  cuando  se  vieron  privados  de  ese 
poderoso  auxilio  (i).  También  los  frecuentes  ataques  de  los  es- 
quimales, refractarios  á  la  civilización  europea,  contribuyeron 
á  la  muerte  de  las  colonias  noruegas  é  islandesas  por  la  osadía 
con  que  aquellos  enemigos,  feroces  ya  como  piratas,  se  hicieron 
después  más  temibles,  persiguiendo  á  los  normandos  en  sus 
mismas  moradas  fortificadas,  á  lo  cual  puede  atribuirse,  sin  du- 
da, el  que,  unas  tras  otras,  fueran  desapareciendo  las  poblacio- 
nes de  la  ribera  occidental  de  Groenlandia.  Sobre  todo  en  el 
siglo  XV  resultó  la  lucha  verdaderamente  cruel,  el  espanto 
cundió  por  todas  partes,  las  quejas  y  lamentaciones  de  los  co- 
lonos con  ese  motivo  llegaron  á  la  misma  Corte  Pontificia,  y  el 
papa  Nicolás  V  se  hizo  eco  de  ellas  al  dirigir,  como  indicamos 
en  lugar  oportuno,  su  famosa  Bula  de  1448  á  los  obispos  islan- 
deses para  que  éstos  proveyeran  á  las  necesidades  de  los  cris- 
tianos amenazados  en  Groenlandia  (2).  Nueva  causa  de  exter- 
minio se  añadió  á  las  que  acabamos  de  citar;  la  terrible  peste 


(i)  Gaffarel,  obra  citada. 

(2)  Por  fortuna,  para  debido  respeto  á  la  severidad  histórica,  y  como  argumento 
positivo  de  gran  valor  contra  los  que  ligeramente  desprecian  ó  niegan  cuanto  perte- 
nece á  las  empresas  normandas,  hemos  visto  con  gran  regocijo,  al  corregir  nuestro  mo- 
desto trabajo,  que  en  la  Exposición  Histórico-Europea  de  esta  Corte  figura,  entre  los 


-  54  — 

negra,  cuya  lúgubre  memoria  se  conserva  en  la  inmortal  obra 
del  famoso  Bocaccio,  después  de  causar  numerosas  víctimas 
en  Asia  y  en  Europa,  extendíase  también  por  América  y  des- 
poblaba casi  enteramente  la  Groenlandia,  no  debiendo,  como 
resultado  de  ello,  sorprender  que  sus  habitantes  y  los  islandeses 
que  alimentaron  las  posesiones  de  Markland  y  Vinland,  dejasen 
de  enviarles  más  expedicionarios  ó  colonos  (i).  Sin  necesidad, 
pues,  de  recurrir  á  la  ingeniosa  hipótesis  de  ciertos  escritores, 
que  pretendieron  explicar  la  interrupción  de  comunicaciones 
marítimas  entre  los  países  septentrionales  de  Europa  y  los  de 
América,  por  haberse  formado  grandes  témpanos  ó  bancos  de 
masas  flotantes  de  hielo  en  la  parte  superior  del  Atlántico,  hay 
motivos  suficientes  y  bien  averiguados  para  no  extrañarse  de 
que  los  Estados  de  nuestro  continente  olvidaran  lo  que  había 
sido  objeto  de  sus  exploraciones  y  descubrimientos  (2). 

Perdido  el  inmediato  recuerdo  de  las  visitas  que  los  norman- 
dos hicieron  á  las  costas  orientales  de  América,  pudiera  por 
algunos  considerarse  difícil  restablecer  la  equivalencia  geográ- 
fica verdadera  ó  probable  de  los  parajes  en  que  durante  algún 
tiempo  moraron  aquellos  hombres;  pero  la  crítica  y  erudición 
modernas  se  lisonjean,  no  sólo  de  haber  determinado  con  vero- 
símil aproximación  las  tres  más  importantes  regiones  inspeccio- 
nadas por  Leif  y  demás  viajeros,  sino  también  todos  y  cada  uno 
de  los  particulares  sitios  ó  localidades  que  sucesivamente  fueron 
distinguiendo. 

El  breve  tiempo  que  las  naves  empleaban  desde  Groenlandia 


notables  documentos  á  ella  remitidos  por  el  venerable  León  XIII,  la  preciosa  joya 
histórica  que  por  segunda  vez  acabamos  de  invocar. 

(i)  Humboldt  y  Gaffarel,  obras  ya  citadas. — M.  Valdemar  Schmidt,  Vojagcs  des 
Danois  au  Groenland. — Memoria  leída  en  el  Congreso  de  Americanistas  de  1883. 

(2)  El  eminente  Humboldt,  tratando  en  sus  dos  famosas  obras,  á  las  que  varias  veces 
aludimos,  de  dicha  hipótesis  ó  explicación,  consigna  «qu«  nadie  admite  ya  la  fábula 
de  cambio  súbito  de  clima  y  formación  de  una  barrera  de  hielo,  que  cortase  las  relacio- 
nes entre  las  colonias  establecidas  en  Groenlandia  y  su  metrópoli.  La  acumulación  de 
las  nieves  sobre  el  litoral  opuesto  á  Islandia  depende  de  la  forma  del  país,  de  la  proxi- 
midad de  una  cadena  de  montañas  paralela  á  la  costa,  y  de  la  dirección  de  la  corrien- 
te». «Tal  estado  de  cosas — añade — no  data  de  fines  del  siglo  xiv  y  principios  del  xv,  y 
el  mito  de  la  formación  de  una  barrera  de  nieve  en  tiempos  históricos  se  asemeja  bas- 
tante al  de  la  pretendida  destrucción  de  esas  grandes  masas  en  18 17,  destrucción  que 
debía  cambiar  segunda  vez  el  clima  de  todo  el  NO.  de  Europa.» 


—  55  — 

al  territorio  llano  y  pedregoso  del  Hellu-land,  bastando  á  veces 
cuatro  días  para  recorrer  esa  distancia,  con  más  los  caracteres 
geográficos  y  condiciones  físicas  de  la  no  lejana  isla  de  Terra- 
nova,  ha  servido  de  fundamento  para  que,  si  no  todos  los  escri- 
tores, muchos  de  ellos  y  de  reconocida  autoridad,  como  d'Avé- 
zac,  Beauvois,  Gravier,  Horsford  y  Gaffarel,  sostengan  la 
correspondencia  de  ambos  lagares,  no  faltando  tampoco  quie- 
nes hayan  estimado  preferible  referir  el  Hellu-land  á  la  tierra 
llamada  hoy  del  Labrador  (i);  mas  de  cualquier  modo,  bien  se 
acepte  una  ú  otra  hipótesis,  siempre  aparece  que  los  normandos 
llegaron  á  las  comarcas  septentrionales  de  América  é  inmedia- 
tas al  país  de  donde  los  mismos  procedían.  Discurriendo  con 
igual  criterio  los  sabios,  y  sin  olvidarse  de  que  las  Sagas  fijaban 
tres  días  más  de  navegación  para  la  arribada  de  los  barcos  islan- 
deses y  noruegos  á  Markland,  región  cuyas  costas  eran  ordina- 
riamente bajas  y  llanas,  espesa  y  poblada  de  bosques  en  el  inte- 
rior, proclamaron  su  identidad  con  la  moderna  Acadia,  á  la  que 
los  anglo-saxones  pusieron  el  nombre  de  Nueva  Escocia  (2), 
que  en  verdad  presenta  playas  bajas,  peligrosas,  de  acceso  difícil 
por  los  numerosos  bancos  de  arena  que  las  rodean,  y  ofrece  toda- 
vía gran  abundancia  de  hermosísimas  maderas  de  construcción, 
elemento  principal  de  comercio  y  de  riqueza.  Igual  conformi- 
dad de  parecer  han  mostrado  los  historiadores  y  geógrafos  asi- 
milando, como  lo  hicieron,  el  suelo  de  Vinlandia  á  notables 
porciones  del  de  Massachusetts  en  los  actuales  Estados  Uni- 
dos. La  observación  verificada  por  Leif  y  sus  compañeros  sobre 
las  salidas  y  puestas  del  sol,  que  les  permitió  atribuir  nueve 
horas  de  duración  al  día  más  breve  del  año  en  aquellos  parajes, 
ha  sido  la  base  que  gran  número  de  autores  adoptaron  para 
señalar  la  posición  de  semejantes  lugares  entre  los  41  y  42  gra- 
dos de  latitud  septentrional  (3),  que  equivale  ciertamente  á  los 
estados  de  Rhode  Island,  New-York  y  New-Jersey,  donde  el 


(i)  De  este  parecer  fué  Humboldt  y  modernamente  Loffler  y  el  célebre  Reclús. 

(2)  Participan  de  esta  opinión  todos  los  autores  que  han  escrito  de  la  materia,  y 
entre  ellos  d'Avezac,  Kohl,  Rafn,  Beauvois,  Gravier,  Loffler,  Leclercq,  Horsford 
y  Gaffarel. 

(3)  Reclús;  tomo  xv,  pag.  12. — Gravier  y  Leclercq  admitiendo  las  indicaciones  de 
las  Sagas  sobre  el  particular,  y  movidos  por  el  intento  de  precisar  con  prolija  exactitud 


—  56  — 

sol  permanece  ese  tiempo  en  el  horizonte  (i).  Para  el  mejor 
esclarecimiento  de  la  cuestión  interesa,  sin  embargo,  recordar: 
que  aquellos  expedicionarios  carecían  de  instrumentos  de  pre- 
cisión cronométrica,  y  por  tal  motivo  los  datos  que  nos  han 
transmitido  acerca  de  los  crepúsculos  se  resienten  de  notoria 
vaguedad,  puesto  que  la  designación  de  sus  horas,  siete  y  media 
de  la  mañana  y  cuatro  y  media  de  la  tarde,  en  los  días  más  cor- 
tos, no  reconocía  otro  origen  que  el  de  la  coincidencia  de  tales 
fenómenos  con  el  tiempo  que  los  normandos,  según  costumbre, 
destinaban  al  desayuno  y  al  lunch  de  la  tarde  (2).  Ya  Humboldt, 
procediendo  con  natural  reserva  y  en  vista  del  examen  com- 
parativo de  las  Sagas,  había  dicho  que  las  regiones  frecuenta- 
das por  los  escandinavos  correspondían  á  una  extensa  zona, 
entre  los  paralelos  41  y  50,  ó  sea  á  la  línea  de  costas  que  se  ex- 
tienden desde  Nueva  York  á  Terranova,  y  en  las  cuales,  según 
el  mismo  escritor,  vegetan  hasta  seis  especies  de  vides  (3).  Mo- 
dernamente Loffler  (4),  sin  negar  del  todo  la  correspondencia  de 
Vinlandia  con  el  Rhode  Island  y  Massachusetts  en  los  4178°  de 
latitud,  ha  creído  también  que  en  esto  podía  haber  alguna  equi- 


el  punto  á  que  corresponde  la  determinación  astronómica  citada,  no  vacilaron  en  re- 
ferirle á  los  41°  24'  10"  de  latitud  Norte,  ó  sea  un  poco  más  arriba  de  donde  hoy  se 
levanta  la  importante  capital  de  Nueva  York. 

(i)  Gaffarel. 

(2)  Eben  Norton  Horsford. 

C3)  Examen  critique  de  la  Histoire  de  la  Geographie  dii  nouveau  continent.  Tomo  II, 
página  100.  En  el  Cosmos^  tomo  ii,  pág.  286,  al  tratar  de  Vinlandia  la  equipara,  no  obs- 
tante, al  moderno  estado  de  Massachusetts. 

Las  viñas  que  dan  su  nombre  á  la  Vinlandia  aun  crecen  espontáneamente  en  todo 
el  territorio  de  Massachusetts  y  en  parte  de  Nueva  York.  Los  viajeros  de  nuestros 
días  hablan  con  admiración  de  las  uvas  salvajes  de  ese  país  y  de  las  numerosas  viñas 
naturales,  que  fructifican  á  orillas  del  Ohio. 

En  diferentes  mapas  del  siglo  xvi  y  xvii,  muchos  de  los  cuales  consideran  como 
porción  insular  aquella  parte  del  mundo,  según  la  representaba  Cosa  y  la  imaginó 
el  mismo  Colón,  se  encuentran  varios  nombres,  que  en  los  idiomas  propios  de  tales 
cartas  geográficas,  contienen  las  radicales  de  Vinland,  y  algunos  de  esos  mapas  pre- 
sentan dibujada  la  isla  de  Bachus.  La  designación  tradicional  subsiste  hoy  en  las  pro- 
ximidades de  Boston,  y  se  conserva  en  las  dos  denominaciones  de  Vincyard  Soiinth  y 
en  la  isla  de  Marthas  Vi7ieyard.  (Eben  Norton  Horsford.) 

Esta  última  nomenclatura  procede  seguramente  de  la  abundancia  de  viñas  en  esa 
isla,  á  la  cual  en  opinión  de  Reclús  se  llamó  asi,  viña  de  Marthe,  que  recuerda  la  antigua 
Vinlandia,  como  si  se  hubiese  querido  distinguirla  del  gran  país  de  las  viñas,  ó  sea  la 
costa  vecina.»  Geographie  U7ii7>er selle,  tomo  xvi,  pág.  137. 

(4)  Memoria  presentada  al  Congreso  de  Copenhague  de  1883. 


—  57  — 

vocación  por  no  ser,  ni  con  mucho,  indiferente  presumir  que  el 
sol  saliera  á  las  siete  ó  las  ocho  de  la  mañana,  cuando  la  primera 
de  estas  horas  es  propia  del  grado  31  y  la  segunda  del  49,  dedu- 
ciendo de  aquí  el  mencionado  crítico  que  á  tan  dilatada  exten- 
sión geográfica,  que  comprende  desde  la  Florida  á  Terranova, 
pudiera  equivaler  la  Vinlandia,  y  según  el  mismo  sería  mejor 
referirla  á  la  actual  Virginia,  donde  no  se  perciben  los  hielos, 
como  afirman  las  viejas  historias  al  describir  los  países,  que  en 
último  término  visitaban  los  normandos. 

Discretas,  con  seguridad,  deben  juzgarse  tales  aclaraciones; 
pero  en  medio  de  considerarlas  legítimas  y  prudentes,  es  lo 
cierto  que  por  el  mejor  conocimiento  adquirido  y  por  la  más 
sana  observación  hasta  hoy  verificada  de  los  accidentes  geográ- 
ficos de  dicha  bahía  de  Massachusetts,  sigue  prevaleciendo  la 
opinión  de  que  en  aquellos  parajes  fué  donde  Leif,  Torwald  y 
Karlsefn  hicieron  su  más  prolongado  asiento.  Las  casas  {Leijs- 
budir)  que  el  primero  de  ellos  construyó,  pudieron  hallarse,  en 
sentir  de  Rafn,  en  la  desembocadura  del  Pocasset  Ri ver,  mas  por 
extraña  coincidencia,  autor  contemporáneo  hay  que  las  supone 
en  el  lugar  mismo  que  ocupa  la  moderna  capital  de  Nueva 
York  (i);  la  isla  descubierta  por  el  segundo  de  dichos  explora- 
dores, equipáranla  otros  á  la  que  designamos  con  el  nombre  de 
Long-Island  (2);  las  playas  que  hacia  el  Sur  fueron  observadas 
son  para  algunos  las  de  New-Jersey,  iJelavarre,  Maryland  y  aun 
quizá  de  Virginia  y  CaroHna,  que  todavía  ofrecen  grandes  sel- 
vas que  se  extienden  hasta  el  mar,  y  además  esas  costas  se  pre- 
sentan hoy,  como  entonces  eran,  bastante  bajas  y  con  gran 
número  de  próximas  islas,  que  bien  pudieron  haber  sido  des- 
prendidas por  alguna  convulsión  geológica  (3).  En  cuanto  á  los 
dos  promontorios  reconocidos  por  Thorwald,  la  generalidad  de 
los  escritores  identifica  el  Kialarnés  con  el  Cabo  Cod,  ó  Nauset 
de  los  indios,  á  la  extremidad  oriental  del  Massachusetts,  cuya 
forma  alargada  y  curva  graciosa  que  describe,  le  asemeja  en 


(i)  Gaffarel. 

Norton  Horsford  sostiene  que  Leif  arribó  á  la  extremidad  N.  del  Cabo  Cod,  y  que 
sus  casas  ó  morada  debieron  levantarse  en  algún  sitio  de  la  bahía  de  Massachusetts. 

(2)  Gravier;  según  ya  dijimos  en  oportuno  lugar. 

(3)  Gaffarel. 


íS  — 


efecto  á  la  quilla  de  un  barco  (i),  y  respecto  al  de  Krossanes  ó 
de  las  Cruces,  se  cree  que  corresponda  al  que  lleva  hoy  el  nom- 
bre de  Sable  en  la  extremidad  meridional  de  Nueva  Esco- 
cia, (2),  ó  más  bien  al  Caho  de  Giirnet  (3).  También  se  han 
buscado  equivalencias  para  los  mismos  puntos  ó  sitios  que  con 
nuevos  caracteres  y  particularidades  fueron  reseñados  en  la 
expedición  de  Thorffinn,  por  virtud  de  lo  cual  las  playas  mara- 
villosas {Fiirdiistraiidir),  que  él  y  sus  compañeros  divisaron, 
imaginábanlas  colocadas,  Rafn  y  Gravier,  algo  más  al  Sur  del 
citado  Cabo  Cod,  si  bien  otros  autores  juzgan  preferible  supo- 
nerlas en  las  costas  de  Nueva  Escocia  (4),  donde  abundan  con 
frecuencia,  según  el  testimonio  de  modernos  viajeros,  fenóme- 
nos de  espejismo,  como  los  que  tan  viva  admiración  causaron 
á  los  exploradores  normandos;  la  bahía  circular,  notable  por  sus 
corrientes,  debe  ser  la  de  Buzzard,  en  la  que  el  Giilf-stream 
adquiere  gran  fuerza  y  desarrollo;  la  isla  cubierta  de  huevos  de 
eiders  no  parece  inverosímil  asimilarla  á  la  de  Marta's  Vine- 
yard  (5)  ó  á  otras  inmediatas  á  Massachusetts  que  forman  las 
rocas  inhabitadas  de  Egg-islands  (6),  y  por  último  las  casas  que, 
bajo  la  dirección  del  afamado  Thorfinn,  se  construyeron  frente 
á  las  que  Leif  había  levantado,  es  opinión  general  que  pudieron 
estar  en  el  sitio  que  los  indios  llamaron  Mount-Haup,  cerca  de 
Taunton  River,  que  con  el  nombre  de  Pocasset  River,  lleva  sus 
aguas  al  mar  por  el  estrecho  de  Seaconnet  (7).  Mediante  tales 
coincidencias  geográficas  y  algunas  más,  que  en  gracia  á  la  bre- 
vedad omitimos,  se  explica,  hasta  cierto  punto,  que  hallándose 


(i)  Rafn,  Kohl  y  Mr.  Beauvois  opinan  que  ha  podido  darse  el  nombre  de  Kialaniés 
al  Cabo  Cod,  situado  por  los  42°  de  latitud  septentrional,  no  lejos  de  Boston,  á  conse- 
cuencia de  la  similitud  que  tiene  con  la  quilla  de  un  barco,  y  particularmente  de  un 
barco  escandinavo. 

(2)  Gaffarel. 

(3)  Como  partidario  de  esta  segunda  opinión  figura  Gravier,  que  interpreta  el  Kro- 
ssanes por  Punta  Gurnet,  de  acuerdo  con  indicaciones  hechas  por  Rafn  en  sus  escritos 
y  cartas  geográficas,  lo  cual  presta  bastante  autoridad  á  la  creencia. 

(4)  Gaffarel. 

(5)  Rafn  y  Gravier. 

(6)  Mr.  E.  Beauvois  afirma  que  las  islas  de  Massachusetts  sirven  aún  de  retirada  á 
una  multitud  de  eiders  ó  a\es  acuáticas  salvajes,  á  lo  cual  una  de  ellas  debe  su  nombre 
de  Egg-island  (ZsAz  de  los  Huevos). 

(7)  Gravier. 


—  59  — 

los  parajes  últimamente  citados  no  lejos  de  la  gran  metrópoli 
americana  de  Boston,  y  merced  al  entusiasmo  de  los  más  devo- 
tos partidarios  de  las  antigüedades  escandinavas,  se  erigiera  en 
esa  ciudad  durante  1887,  para  honor  de  Leif,  la  estatua  y  mo- 
numento que  allí  hoy  recuerda  su  memoria  (i). 

Los  diversos  paralelismos  geográficos,  que  brevemente  hemos 
procurado  indicar,  afirman  la  creencia  de  que  al  Septentrión 
de  América  pertenecen  las  regiones  que  noruegos  é  islandeses 
visitaron;  pero  poco  satisfechos  con  ello  muchos  críticos  é  histo- 
riadores en  su  legítimo,  y  á  las  veces  inmoderado  afán  de  com- 
probar el  hecho,  pretendieron  acreditarlo  con  demostraciones 
arqueológicas,  y  por  más  que  nuestro  amor  á  la  verdad,  único 
que  nos  guía,  exija  confesar  que  en  ello  no  fueron  los  resultados 
tan  felices  y  positivos,  juzgamos,  sin  embargo,  que  son  dignos 
de  algún  recuerdo.  Dos  hallazgos,  entre  otros  (2),  requieren 
particular  mención.  En  el  estado  de  Massachusets,  condado  de 


(i)  De  notar  es,  sin  embargo,  como  justo  tributo  á  la  imparcialidad,  que  los  norte- 
americanos en  general  no  desconocen  ni  niegan,  á  pesar  de  lo  dicho,  la  trascendental 
importancia  de  los  descubrimientos  de  Colón,  como  lo  prueba,  además  de  la  participa- 
ción ofrecida  para  solemnizar  el  centenario  de  t?.n  memorable  hecho,  la  circunstancia 
de  que,  sin  recordar  ahora  los  nombres  de  varios  distinguidos  escritores  de  aquel  país 
que  ensalzaron  debidamente  la  memoria  del  gran  genovés,  el  mismo  Eben  Norton 
Horsford,  á  quien  puede  estimarse  como  uno  de  los  que  con  más  ardor  han  celebrado 
que  se  levantase  un  monumento  á  Leif,  dice  á  este  propósito  que  <^no por  ello  se  amen- 
gua en  nada  la  gloria  de  Colon  que  trató  de  resolver  el  problema  déla  redondez  de  laííerray>, 
y  añade  <i.qiie  la  misma  ciudad  de  Boston  patrocinará  con  gusto  la  idea  de  levantarle  una 
estatua  en  1892.» 

(2)  Varios  y  de  distinta  naturaleza  han  sido  los  restos  arqueológicos  procedentes 
de  América  que,  con  más  ó  menos  motivo,  se  atribuyeron  á  los  escandinavos  ó  nor- 
mandos. Por  hallarse  sujetos  todavía  en  &u  mayor  parte  á  las  encontradas  opiniones 
de  la  critica,  sólo  haremos  mérito  de  algunos  para  ilustración  de  la  materia. 

A  fines  del  siglo  xviii,  cerca  de  HuU  y  del  cabo  Alderton,  se  descubrió  un  sepulcro 
que  contenia  esqueleto  humano,  coíi  espada  de  puño  de  hierro;  y  como  determinados 
anticuarios  sostuvieran  que  el  arma  era  de  fabricación  europea  anterior  al  siglo  xv,  se 
creyó,  quizá  temerariamente,  haber  encontrado  la  tumba  del  famoso  Thorwald.  Al 
practicarse  en  1840  excavaciones  en  Fall-River,  de  Massachusets,  distinguióse  otro 
esqueleto;  su  pecho  estaba  cubierto  por  un  peto  de  bronce,  alrededor  del  cual  se  arro- 
llaba un  cinturón,  formado  con  tubos  del  mismo  metal,  sujetos  entre  sí  por  correas  de 
cuero  y  parecido  á  los  cinturones  antiguos  de  Dinamarca  é  Islandia.  El  bronce  se  en- 
vió al  ilustre  Berzelius,  que  hizo  el  análisis,  reconociendo  que  la  composición  química 
era  semejante  á  la  de  las  armaduras  de  los  siglos  x  y  xi,  conservadas  en  los  museos 
del  Norte.  Desde  entonces  se  admitió  el  hecho  como  probado;  el  gran  poeta  ameri- 
cano Longfel'ow  compuso  una  balada  en  honor  de  aquel  héroe,  que  podría  haber  sido 


—  6o  — 

Bristol,  á  la  orilla  oriental  del  Taunton-River,  sobre  los  41° 
45'  30"  de  latitud  N.  se  eleva  una  roca  de  color  rojo  de  4  me- 
tros de  base  y  1,70  de  altura,  llamada  Dighto7i  Writing  Rock^ 
que  por  contener  toscas  figuras  é  inscripción  con  caracteres 
misteriosos  provocó  la  curiosidad  y  trabajos  de  muchos  sa- 
bios y  anticuarios  desde  el  año  1680  en  que  fué  descubierta. 
Quien  ,  como  Mathieu,  pensaba  que  los  signos  gráficos  pro- 
cedían de  la  época  de  los  atlantes,  en  el  año  1092,  antes  de 
J.  C;  otros,  como  Moreau  de  Dammartin,  creyeron  que  se 
trataba  del  fragmento  de  una  esfera  celeste  oriental,  ó  más 
bien  de  un  tema  astronómico  para  momento  determinado, 
que  se  fijaba  en  la  media  noche  del  25  de  Diciembre  ;  inves- 
tigadores hubo  que,  á  semejanza  del  coronel  Walancey,  atri- 
buyeron origen  siberio  á  la  inscripción ;  para  Schoolcraft, 
que  sometió  una  copia  al  examen  de  cierto  jefe  indio,  signi- 
ficaba el  recuerdo  de  victoria  obtenida  por  tribu  americana;  no 
faltó  además  quien,  de  acuerdo  con  el  reverendo  Erza  Stiles, 
citase  la  roca  como  la  mejor  prueba  de  los  viajes  de  fenicios  al 
Nuevo  Mundo,  opinión  seguida  también  por  Court  de  Gebelin; 
y,  finalmente,  para  nuestro  objeto  conviene  recordar  que  los 
anticuarios  daneses,  Carlos  Rafn  y  Finn  Magnusen,  así  como 
Lelewell  y  Gravier,  pretendieron  descubrir  en  el  citado  monu- 


Thorwald;  pero  aun  hoy,  los  más  entusiastas  partidarios  del  escandinavismo  en  Amé- 
rica, mantienen  sobre  ello  actitud  de  prudente  reserva. 

En  los  mismos  parajes,  hacia  el  sitio  donde  Rafn  supuso  haberse  edificado  las  casas 
de  Leif,  se  hallaron  también  el  26  de  Abril  de  1831  varios  esqueletos  con  armadu- 
ras análogas,  hieiTOS  de  lanza  y  otros  instrumentos,  equivalentes  á  los  que  usaban 
los  normandos  en  el  siglo  x ,  por  contener  el  bronce  de  su  aleación  los  mismos  elemen- 
tos que  el  empleado  para  objetos  similares  descubiertos  en  Jutlandia,  y  también  con 
verdadera  precipitación  dijeron  algunos  intérpretes,  que  los  esqueletos  debían  corres- 
ponder á  los  de  las  victimas  que  la  cruel  Freydisa  hizo  en  su  desdichada  aventura, 
lo  cual,  en  sentir  de  Gaffarel,  merece  reputarse  sólo  como  hipótesis  más  ó  menos  ad- 
misible. 

Igual  prudencia  conviene  observar  respecto  de  otras  cosas  descubiertas,  que,  como 
la  piedra  de  forma  oblonga  con  huecos  circulares  hallada  en  Tiverton ,  un  hacha  grande 
y  pesada,  dispuesta  para  adaptarse  á  mango  dividido,  tres  puntas  ó  cuñas  pulimenta- 
das, á  la  manera  de  las  del  norte  de  Europa,  rodelas,  fragmentos  de  calderas  y  de  va- 
sos de  arcilla  con  ornamentos  tallados,  estos  últimos  semejantes  á  los  de  los  vasos 
tumulares  de  tiempos  del  paganismo;  botones  de  piedra  de  la  forma  de  huevo;  anclas 
y  puntas  de  flecha  fueron  recogidos  en  diversas  localidades,  y  que  aun  despertando, 
según  despertaron,  la  curiosidad  y  el  interés  de  notables  arqueólogos,  deben  consi- 
derarse todavía  sometidas  al  más  riguroso  examen  de  la  crítica  moderna. 


—  6i  — 

mentó  caracteres  rúnicos,  que  interpretados  con  bastante  li- 
bertad, les  permitió  asegurar  que  las  toscas  figuras  representa- 
ban á  Thorfinrt,  á  su  mujer  Gudrid  y  al  recién  nacido  Snorre,  á 
quien  se  adivinaba  en  la  letra  S;  que  había  rasgos  figurativos  de 
un  navio  defendiéndose  del  viento,  de  escudo  blanco  suspenso 
en  señal  de  paz,  de  marineros  ú  hombres  de  tripulación,  de 
enemigos  (Skroellings)  y  hasta  de  arcos,  flechas  y  más  objetos. 
El  último  de  dichos  autores  interpretando  los  trozos  escri- 
tos, dio  de  ellos  la  siguiente  traducción:  «131  hombres  han 
ocupado  este  país  con  Thorfinii.»  Aun  cuando  el  mayor  número 
de  las  letras  de  este  nombre  propio  se  perciben  con  claridad  en 
los  facsímiles  que  de  la  inscripción  aparecen  en  casi  todos  los 
libros  que  tratan  del  asunto,  si  bien  igualmente  los  rudimenta- 
rios perfiles  del  dibujo  se  prestan  en  cierto  modo  á  las  explica- 
ciones dadas  sobre  su  simbolismo,  es  imposible  desconocer  que 
en  otra  parte  éstas  resultan  aventuradas,  ó  á  lo  sumo  ingeniosas, 
por  la  manifiesta  y  general  imperfección  que  en  el  monumento 
domina.  Por  ello  escritores  como  Worsae,  Lofflery  Gaffarel  se 
inclinaron  más  bien  á  suponerlo  de  procedencia  indígena,  ó  les 
parecieron  el  grabado  y  los  caracteres  indescifrables,  como 
opina  el  último  de  los  dichos;  y  otros  que,  cual  Hosrford,  no 
pueden  tacharse  de  adversarios  á  las  doctrinas  sobre  inmigra- 
ción de  gente  normanda  en  América,  no  vacilaron  en  declarar 
que  el  celo  exagerado  de  los  anticuarios  daneses  había  admitido, 
como  prueba,  dicho  testimonio,  que  hoy  la  crítica  rechaza  (i). 
Lo  mismo  puede  decirse  de  las  celebradas  ruinas  del  edificio 
de  Newport,  descubierto  en  Rhode-Island,  en  forma  de  rotonda, 
hecha  con  piedras  de  granito;  unidas  entre  sí  por  argamasa,  y 
que  consta  de  algunos  arcos,  descansando  sobre  ocho  columnas. 
La  Sociedad  de  anticuarios  del  Norte,  que  estudió  cuidadosa- 
mente el  monumento,  declaró  que  era  de  procedencia  norman- 
da, tanto  por  no  encontrarse  en  los  demás  países  de  América 
construcciones  semejantes,  que  pudieran  reputarse  indígenas, 
cuanto  por  las  muy  notables  analogías  de  dichalfábrica  con  las 
escandinavas  de  los  siglos  xi  y  xri,  propias  de  Groenlandia  y  de 
diferentes  puntos  de  Europa,  atendido  lo  cual  no  han  faltado 


(i)  Eben  Norton  Horsford,  Discovery  of  America. 


—    62    — 

autores  que  consideren  el  hecho  cierto  y  admisible  (i);  mas  por 
otra  parte,  si  se  tiene  en  cuenta  que  las  c?íS2iS(biídirs)  edificadas 
por  los  normandos,  y  de  que  nos  hablan  las  Sagas,  fueron  casi 
siempre  de  madera,  y  se  recuerda  que  entre  los  primeros  colo- 
nos que  vinieron  á  Rhode-Island,  desde  1638  á  1678,  uno  de 
ellos,  llamado  Benito  Amoldo,  mencionó  en  su  testamento  el 
indicado  edificio  con  las  siguientes  palabras:  «El  molino  de  pie- 
dra que  he  constituido»,  se  reconocerá  también  la  conveniencia 
de  no  proceder  ligeramente  en  el  asunto  ó  de  inclinarse  á  la 
opinión  de  aquellos  críticos  que  atribuyeron  origen  británico  al 
monumento  (2).  Con  todo,  sería  temerario  empeño  olvidar  el 
interés  que  despiertan  los  trabajos  hasta  hoy  realizados,  y  la  evi- 
dente utilidad  de  prestar  atención  á  cuanto  se  investiga  y  escribe 
sobre  el  particular,  ya  que,  aun  prescindiendo  de  tales  contro- 
vertidas pruebas,  los  sabios  más  entusiastas  por  la  materia  perse- 
veran en  el  intento  de  revelar  cada  día  nuevas  demostraciones 
ó  vestigios  arqueológicos  de  los  noruegos  en  América,  pudiendo 
á  este  propósito  invocar  las  modernas  averiguaciones  del  tantas 
veces  citado  Horsford,  que  pretende  haber  descubierto  en 
Cambridge,  población  del  Massachusets,  restos  de  dos  grandes 
casas  con  cinco  chozas  á  ellas  unidas,  las  primeras  para  morada 
del  jefe  y  personas  de  su  familia,  con  destino  las  segundas  á 
criados  ó  domésticos ;  en  igual  forma  todo  ello  de  las  antiguas 
construcciones  escandinavas  y  de  las  del  mismo  género,  que 
Nordenskiold  y  otros  viajeros  contemplaron  en  Groenlandia. 
Por  más  que  tan  diligente  observación,  sujeta  todavía,  como 
muchas,  á  examen  y  análisis  de  la  crítica,  sólo  merezca  el  título 
de  hipótesis  plausible,  debe  al  menos  esperarse  que  nuevas 
pesquisas  y  comprobaciones  llegarán  algún  día  á  resolver  la 
cuestión,  que  con  extraordinario  celo  trataron  de  ilustrar  ar- 
queólogos é  historiadores. 


(i)  Gaffarel. 

(2)  Loffler  y  Horsford. 


-  63  - 


VIL 


Necesario  es  que  á  lo  dicho  y  para  completar,  siquiera  breve- 
mente, el  cuadro  de  las  expediciones  transatlánticas  verificadas 
con  anterioridad  al  portentoso  y  memorable  hecho  del  siglo  xv, 
recordemos   ahora  otras  empresas  y  tentativas,    que,   proce- 
diendo de  diferentes  países  occidentales  de  Europa,  integran 
la  serie  no  pequeña  de  viajes  precolombinos.  Basta  observar 
en   cualquier  planisferio  la  disposición  de  tales  regiones  para 
percibir,  sin  gran  esfuerzo,  que  sus  habitantes  debieron  soñar 
en  todo  tiempo  con  la  existencia  de  mundos  lejanos,  más  allá 
de   la  inmensidad  líquida  que   su   vista  diariamente   contem- 
plaba. Por  eso,  las  islas  británicas,  y  de  modo  más  principal, 
entre  ellas  Irlanda,  la  verde  Erin,  gozaron  siempre  fama  de 
naciones    aventureras    y  marítimas.   Con    razón   había    dicho 
Avieno  en  la  antigüedad :  «Allí  se  mueve  un  pueblo  numeroso, 
de  espíritu  fiero  y  muy  activo:  todos  sus  hombres  se  dedican 
exclusivamente  á  los  cuidados  del  comercio  y  atraviesan  el  mar 
en  sus  canoas,  que  no  construyen  de  maderas  de  pino  ó  de 
abeto,  sino  que  fabrican  con  pieles  y  cueros.»  Dotados,  por  lo 
mismo,  de  gran  amor  y  entusiasmo  hacia  lo  maravilloso,  pobla- 
ron su  vieja  literatura  de  extraordinario  número  de  leyendas, 
paganas  en  su  origen,   alimentadas  y  favorecidas  luego   por 
el  espíritu  religioso  del  cristianismo;  pero  evidenciando  todas 
ellas  el  presentimiento  de  tierras  occidentales,  más  ó  menos 
hermosas  y  fantásticas.  No  de  otro  modo  surge  la  historia,  ni 
civilización  alguna  hubo  que  no  contase  en  sus  albores  hechos 
obscuros,    inciertos,  pero    verosímiles;  personajes  fabulosos, 
atrevidos  sucesos  y  episodios,  ficciones  quiméricas  y  complica- 
das, que  el  análisis  severo  y  profundo  juicio  de  edades  propia- 
mente reflexivas  se  encargaron  luego  de  aclarar. 

El  primero  de  aquellos  irlandeses  de  corazón  intrépido,  cuyo 
recuerdo  ha  conservado  la  leyenda,  se  llamaba  el  bello  Condla, 
hijo  de  supuesto  monarca,  que  gobernaba  la  isla  en  la  mitad  del 


-  64- 

siglo  II,  anterior  á  nuestra  era.  Hallándose  con  su  padre  en  ele- 
vado paraje  de  sus  dominios  se  presentó  cierto  día  una  mujer 
invitándole  á  que  le  siguiera  «al  país  de  los  vivos,  donde  no  se 
conocía  la  muerte  ni  el  pecado,  y  se  pasaba  la  vida  en  alegres 
festines».  El  anciano  Re}',  que  oía  las  palabras  sin  distinguir 
quien  las  pronunciaba,  recurrió  á  los  encantos  de  los  Druidas 
para  impedir  las  sugestiones  de  la  desconocida,  que  huyó,  arro- 
jando al  Príncipe  una  manzana.  Bien  pronto  se  apoderó  de  éste 
sombría  tristeza,  y  pasado  un  mes,  cuando  la  misteriosa  voz 
tornó  á  decir:  «Hermoso  mancebo:  para  librarte  del  pesar  que 
te  abruma  y  te  causan  tus  deberes,  sube  á  mi  esquife  de  cristal, 
llegaremos  al  cerro  de  Boadag,  y  aunque  hay  otra  tierra  ale- 
jada, donde  el  sol  se  oculta,  podemos  alcanzarla  antes  de  la  no- 
che y  te  convencerás  de  que  es  el  país  que  encanta  el  espíritu 
de  cualquiera  que  se  vuelve  hacia  mí.»  Condla,  cediendo  á  tan 
reiteradas  instancias,  subió  á  la  frágil  barca  y,  ocultándose  en 
espejas  brumas,  huyó,  sin  que  nadie  tuviera  después  noticia 
del  arrojado  Príncipe. 

Esta  leyenda,  popular  en  Irlanda,  se  encuentra,  modificada 
por  las  civilizaciones  y  creencias  religiosas,  bajo  diferentes  for- 
mas; mas  el  fondo  subsiste  y  con  él  se  evidencia  que  se  trataba 
de  un  viaje  por  mar  en  dirección  de  Poniente  y  para  el  descu- 
brimiento ó  hallazgo  de  una  tierra  prodigiosa,  llamada  en  anti- 
guas narraciones,  no  menos  populares:  «colinas  de  las  hadas, 
Diutsid^  Ten,  Mag,  Trogaigí»,  y  con  más  frecuencia  «Mag- 
mell,  ó  «llanura  de  las  delicias»,  célebre  por  sus  abundantes 
frutos,  por  su  árbol  de  plata  que  abrillantábanlos  rayos  solares, 
por  su  fuente  perenne,  que  semejaba  al  antiguo  cuerno  de  la 
abundancia  y  por  la  singular  belleza  de  sus  mujeres,  algunas  de 
las  cuales  atrajeron  las  miradas  y  despertaron  la  pasión  de  los 
héroes  Ciiculaín  y  Leogario,  verdaderos  protagonistas  de  in- 
teresantes aventuras. 

No  fué  solóla  región  de  Mag-7nell  q\  país  que  aparece  ci- 
tado en  las  leyendas  irlandesas,  puesto  que  también  éstas  nos 
hablan  de  otras  tierras,  igualmente  maravillosas  á  las  que  abor- 
daron los  fianns  y  enaltecen  la  memoria  del  jefe  Fionn  y  su 
hijo  Oisiuy  mejor  conocido  por  el  nombre  de  Ossz'ají,  que 
ciego,  cargado  de  años;  pero  conservando  la  fe  en  las  divinida- 


—  65  - 

des  de  su  pueblo  y  en  el  culto  ideal  de  la  virtud  y  el  valor,  es 
acogido  por  Patricio,  el  santo  nacional  de  Irlanda.  Entre  el  re- 
presentante del  druidismo  y  el  defensor  de  las  creencias  cristia- 
nas suscitáronse  pronto  terribles  disensiones  que,  calmadas  por 
el  segundo,  permiten  al  primero  recordar  sus  proezas,  entre  las 
cuales  figura  un  viaje  extraordinario  á  la  gran  tierra  del  Oeste 
llamada  Tirnanog  ó  «Fuente  de  Juventud»,  deliciosa  man- 
sión de  grandezas  y  portentos,  elogiada  por  los  irlandeses  hasta 
el  mismo  siglo  xvi,  de  tal  suerte,  que  corriendo  esa  centu- 
ria, el  español  Juan  de  Solís  pretendía  haber  descubierto  tan 
prodigioso  manantial,  que  rejuvenecía  á  los  hombres,  devol- 
viéndoles la  salud  (i). 

Seguramente,  todas  estas  leyendas  del  paganismo  son  extra- 
fias  y  fabulosas;  pero  contienen  no  escaso  fondo  de  verdad; 
porque  aun  valiéndose,  como  se  valen,  de  extraños  personajes  é 
inverosímiles  sucesos,  reflejan,  sin  embargo,  la  tenacidad  en  la 
creencia  de  una  gran  tierra  occidental  y  en  las  posibles  comu- 
nicaciones de  los  irlandeses  con  habitantes  de  países  transatlán- 
ticos. 

El  mismo  carácter  y  significación  ostentan  las  ficciones,  que 
propagandistas  y  apóstoles  de  la  fe  de  Cristo  divulgaron  por 
el  Occidente  de  Europa,  entre  las  cuales  alcanzó  superior 
celebridad  la  del  monje  San  Brandan,  continuador  de  viajes 
marítimos,  que  sus  predecesores  Mernoc  y  Barintus  habían 
realizado,  y  cuyos  fantásticos  pormenores  no  he  de  referir 
por  haberse  expuesto  desde  este  mismo  sitio  (2)  con  mayor 
gallardía  y  elocuencia  que  yo  pudiese  hacerlo.  Cierto  es  que 
en  buena  crítica  no  debe  olvidarse  la  forma  legendaria  y  poé- 
tica de  dicha  narración,  la  de  Maeldiiino  y  otras,  como  la  de 
ciertos  monjes  armoricanos,  que  partiendo  de  San  Mateo  de 
Finisterre,  buscaban  en  las  islas  del  Atlántico  la  deliciosa  mo- 
rada, donde,  en  unión  de  los  profetas  Elias  y  Enoch,  pretendían 
esperar  el  advenimiento  del  Juicio  final;  pero  tampoco  es  lícito 


(i)  Gaffarel.— Zfí  irlandais  en  Aincriqíie  avanl  Coloinb.,  1890. 

(2)  Lo  hizo  el  Sr.  D.  Eduardo  Saavedra  en  su  notable  Conferencia  «Ideas  de  los 
antiguos  sobre  las  tierras  aí¡á7iticasi>, -^xonunci^á^  en  el  Ateneo'-de  Madrid  el  día  17  de 
Febrero  de  189 1.  .  .. 

5 


—  66  ~ 

desconocer  que  tales  monumentos  literarios,  de  igual  modo  que 
los  de  época  pagana,  acreditan  las  expediciones  realizadas  á  las 
islas  Shetland,  Feróe,  quizá  también  á  las  Azores  y,  sobre  todo, 
demuestran  el  incansable  celo  con  que  se  perseguían  y  codi- 
ciaban nuevas  tierras  en  un  mundo  marítimo  más  ó  menos  des- 
conocido. 

Pruébalo  así,  entre  otras  cosas,  el  hecho  histórico  que,  sepa- 
rando ya  nuestra  vista  de  los  datos  puramente  fantásticos,  inte- 
resa en  primer  término  consignar.  Admiten  de  buen  grado  res- 
petables autoridades  en  la  materia,  que  tan  pronto  como  los 
habitantes  de  Irlanda  se  convirtieron  al  Cristianismo,  revela- 
ron singular  prurito  por  extender  la  ciencia  y  la  fe  hasta  en 
los  más  apartados  lugares.  Aquella  isla  comenzó  á  llamarse 
Isla  de  los  Santos,  debido  esto  al  gran  número  de  sus  monaste- 
rios, á  la  instrucción  de  sus  sacerdotes  y  principalmente  al  fer- 
voroso entusiasmo  de  sus  predicadores  y  religiosos,  que  á  partir 
del  siglo  VI  de  la  Era  cristiana,  difunden  la  nueva  doctrina 
en  gran  número  de  islas  del  Atlántico.  Ya  bajo  el  nombre  de 
Cuídeos,  que,  con  etimología  algo  equívoca,  se  ha  traducido  por 
Cultores  Dei,  ó  el  de  Papce,  es  decir,  clérigos,  provistos  de 
blanca  túnica,  á  semejanza  del  gran  misionero  Columba,  princi- 
pal catequista  de  la  Europa  bárbara,  se  observa  que  dichos 
misioneros  navegan  en  la  doble  dirección  del  Poniente  y  Nor- 
oeste. Mucho  influyó  para  ese  movimiento  de  erhigración,  el 
desacuerdo  que  sobre  varios  puntos  de  disciplina  eclesiástica,  re- 
lativos á  la  fijación  de  la  Pascua,  ceremonias  anejas  al  bautismo, 
tonsura  monástica  y  otros,  surgió  entre  los  monjes  irlandeses  y 
la  mayoría  de  los  católicos.  Fieles  los  primeros  á  sus  antiguos 
ritos,  abandonaron  la  Inglaterra  desde  664,  con  su  Jefe,  el  obispo 
Coimán,  para  volver  al  Monasterio  de  Joña,  antes  que  some- 
terse á  las  decisiones  de  la  conferencia  de  Wilby  (i).  Cincuenta 
años  más  tarde,  cuando  Nechtan,  rey  de  los  pictos,  impuso  la 
regla  romana  á  su  clero,  los  Papce  se  desterraban  voluntaria- 
mente de  Escocia,  y  al  declararse  también  Irlanda  por  la  uni- 
dad católica,  sirviéronles  de  refugio  los  archipiélagos  del  Atlán- 


(i)  Montalembert,  Les  moines   d'Occident.  —  Gaffarel,   Les   ir  laudáis    eJi   Ameriqne 
avanl  Colomb. 


-  67  - 

tico  septentrional,  y  en  los  que  primero  unos,  después  otros,  se 
establecen,  mirados  con  recelo  por  los  demás  católicos,  que  les 
motejaban  de  africanos  judaizantes  (i).  Los  Papce  renunciaron 
sin  gran  trabajo  á  su  patria,  porque  las  regiones  misteriosas 
del  Norte  ejercieron  siempre  en  ellos  poderoso  atractivo,  mer- 
ced á  lo  cual  reconocen  y  ocupan  sucesivamente  las  Orcades 
y  Shetland,  desde  donde  á  poco  pasaron  á  las  Feroe,  y,  por  úl- 
timo, á  Islandia  (2). 

Arrojados  de  ésta  por  las  conquistas  de  los  normandos,  emi- 
gran en  la  primera  de  las  direcciones  antedichas,  ó  sea  hacia  el 
Poniente,  de  nuevo  afrontan  los  peligros  marítimos,  y  de  tem- 
pestad en  tempestad,  de  naufragio  en  naufragio,  llegan  á  las 
tierras  americanas,  fijándose  en  la  región  que  bautizan  con  el 
nombre  de  Irland-it-Mikla  ó  Gran  Trlarida  (3).  Advertidos  ya 
por  la  experiencia,  guardaron  con  especial  reserva  los  irlandeses 
el  secreto  de  las  nuevas  exploraciones  para  que  no  fuesen  co- 
nocidas en  Europa;  pero  habiéndolos  perseguido  allí  también 
los  normandos  de  Islandia,  pudieron  éstos  darnos  prueba  y  dé- 


(i)  Beauvois,  Relaciojies  precolombinas,  de  /os  Gneis  con  México.  (Congreso  Ameri- 
canista de  Copenhague.) 

(2)  La  ocupación  que  los  irlandeses  hicieron  de  las  primeras  islas  atlánticas  visita- 
das, no  halló  resistencia  en  sus  antiguos  pobladores,  que  antes  bien  simpatizaron 
con  ellos  hasta  el  punto  de  adoptar  el  mismo  traje  de  los  que  les  dispensaban  el  bene- 
ficio de  iniciarlos  en  la  civilización.  Cuando  en  el  siglo  ix  el  re}'  Haraldo  Harfager  de 
Noruega  invadió  dichos  archipiélagos,  los  cristianos  fueron  perseguidos  y  reemplaza- 
dos por  paganos  de  Scandinavia.  El  nombre  de  los  Papir  se  conservó,  sin  embargo,  en 
las  Orcades  y  se  perciben  sus  derivaciones  en  las  islas  Papaivcrtra,  Papo  si  roí  isa  y  en 
muchos  lugares  de  Paplay.  Igualmente  entre  las  Shetland  figuran  las  tres  islas  de  Pa- 
pastone ,  Papalittle,  Papay  el  dominio  de  Papil.  (Gaffarel  ) 

El  establecimiento  de  irlandeses  cristianos  en  las  Feróe  é  Islandia,  se  encuentra 
consignado  por  el  monje  Dicuil,que  al  redactar  en  825  su  famoso  libro  geográfico, 
Be  mensitra  orh's  ¿erra: ,  áél  que  hicimos  mérito  en  la  segunda  parte  de  este  trabajo, 
refirió  minuciosamente  las  peregrinaciones  marítimas  y  colonización  de  los  irlande- 
ses en  dichas  islas.  Sabido  es  que  cuando  por  primera  vez  las  visitan  los  normandos, 
descubrieron  manifestaciones  y  vestigios  indudables  de  la  existencia  de  los  Papir, 
como  eran,  por  ejemplo,  libros  irlandeses,  campanas,  báculos  y  otros  objetos.  Estos 
hallazgos  procedían  de  los  territorios  de  Papey  y  Papylé  en  la  parte  oriental  de  Islan- 
dia. (Humboldt,  Cosmos  é  Histoirc  de  la  Geographie  dit  nouveau  continent. — Gaffarel, 
Les  irlandais  en  Amiriquc  avant  Colomb¡) 

(3)  El  historiador  que  ha  dilucidado  mejor  este  importantísimo  asunto  de  la  coloni- 
zación irlandesa  precolombina,  ha  sido  Mr.  Beauvois  en  su  Dccotix'ertc  dii  jVouTcau 
Monde  par  les  Irlandais  ct premieres  traces  du  christianisine  en  Amcrique  avaii!  l'an  1000 
(Congreso  Americanista  de  Xancy,  1875),  y  en  otras  obras. 


—  68  — 

mostración  casi  perfecta  del  establecimiento  de  hombres  cris- 
tianos en  el  Nuevo  Mundo. 

Tres  obras  islandesas  hablan  de  Irland-it-Mikla.  La  primera 
es  el  Landnamabok,  que  refiere  el  hecho  de  haber  arribado 
en  983  el  navegante  Aré  Marsson,  natural  de  Reykianes,  por 
impulso  de  fuertes  vendavales,  á  las  costas  de  Hvitramanna- 
land,  que  algunos  llaman  Irland-it-Míkla,  donde  sus  pobla- 
dores forzosamente  le  obligaron  á  que  permaneciese,  esmerán- 
dose en  tratarle  con  honor.  Llegó,  sin  embargo,  á  Islandia  el 
rumor  de  tales  hechos  por  referencias  no  despreciables,  entre 
otras  la  de  cierto  Duque  ó  Jefe  de  las  Orcades,  y  de  ese  primer 
texto  resulta,  que  los  colonos  irlandeses  ocupaban  entonces 
gran  extensión  de  territorio  situado  al  Oeste,  desde  el  cual  im- 
pedían á  náufragos  y  viajeros  que  volvieran  á  su  país. 

Otro  libro  curioso,  la  Eyrhygia  Saga^  ó  historia  de  persona- 
jes notables,  que  vivieron  en  regiones  de  Islandia  occidental, 
conmemora  las  heroicas  empresas  de  Biorn  Asbrandson,  célebre 
guerrero  sueco  de  Jomburgo,  que  mereció  llamarse  el  Cam- 
peador de  Bredevig,  y  desterrado  de  su  nueva  y  adoptiva  patria 
por  riñas  y  asesinatos,  á  los  que  le  condujo  criminal  pasión 
amorosa,  tuvo  que  emigrar  á  lejanas  tierras,  hasta  que  en  1029 
otro  islandés,  Gudleif  Gudlangson,  al  tocar  por  impulso  de  vio- 
lento temporal  á  playas  del  Sudoeste,  verificando  travesía  en 
viaje  de  retorno  á  Dublín,  alcanzó,  después  de  bogar  sin  rumbo 
fijo  durante  varios  días,  ignorada  comarca,  y  allí  con  sus  com- 
pañeros se  vio  rodeado  por  centenares  de  hombres  que,  apo- 
derándose de  ellos,  los  encadenan  y  aprisionan,  presentán- 
dolos ante  solemne  reunión  ó  asamblea,  en  la  que  algunos  de 
sus  individuos  querían  asesinarlos,  prefiriendo  otros  reducirlos 
á  esclavitud.  Seguían  las  deliberaciones  cuando  llegó  numerosa 
tropa  de  jinetes  provistos  de  estandartes,  mandada  por  anciano 
y  corpulento  jefe,  ante  quien  los  asistentes  se  prosternaron  en- 
comendándole la  decisión  del  asunto.  El  hombre  venerable  di- 
rigió afectuosamente  la  palabra  á  los  náufragos,  interrogóles  por 
su  patria  y  hasta  les  hizo  dádivas  de  consideración.  Creyó  en- 
tonces Gudleif  reconocer  en  tan  inesperado  protector  á  su  com- 
patriota el  Campeador  de  Bredevig;  pero  fuera  esto  ó  no  exacto, 
y  prescindiendo,  como  es  de  prescindir,  de  los  varios  episodios 


-6^~ 

romancescos  que  en  la  narración  figuran,  parece,  sin  embargo, 
auténtico  el  hecho  de  que  los  dos  personajes  fueron  sucesiva- 
mente arrojados  por  violenta  tempestad  á  un  país  situado  muy 
al  Oeste,  que  disfrutaba  de  cierto  grado  de  civilización,  donde 
era  familiar  la  lengua  irlandesa  y  cuyos  moradores  tenían  por 
sistemática  costumbre  asesinar  ó  reducir  á  esclavitud  á  los  ex- 
tranjeros que  allí  llegaban.  Dicho  lugar,  colocado  al  Poniente 
de  Irlanda  é  Islandia,  esto  es,  en  dirección  de  América,  corres- 
ponde á  Irland-it-Mikla^  que  Aré  Marsson  había  anteriormente 
visitado  (i). 

El  tercer  documento  literario  histórico,  que  es  la  famosa 
Saga  de  Thorfinn  Karlsefne,  formada  con  varias  relaciones  de 
normandos,  descubridores  de  Vinlandia,  abraza  también  un 
pasaje  importante  que  ratifica  el  establecimiento  de  los  irlande- 
ses en  el  Nuevo  Mundo,  según  oportunamente  dijimos  al  referir 
el  encuentro  y  conversación  de  Thorfinn  con  aquellos  jóvenes 
Skroellings,  después  bautizados,  que  hablaron  de  un  territorio 
en  frente  del  suyo,  poblado  por  gente  vestida  de  blancas  túnicas, 
que  tenía  la  costumbre  de  emprender  marchas  llevando  sendos 
palos  con  banderas  y  daban  fuertes  gritos,  de  lo  cual  infieren 
varios  autores  que  tales  hombres  eran  Papce  ó  indígenas  colo- 
nizados por  ellos,  así  como  estandartes  y  procesiones  religiosas 
las  enseñas  y  cánticos,  que  tan  vivamente  impresionaron  la 
imaginación  de  los  esquimales.  La  región  á  que  éstos  aludían 
no  podía  ser  otra  sino  la  de  Hvitrammanaland  ó  Irland-it- 
Mikla  (2). 

Los  citados  testimonios  acreditan  el  origen  irlandés  de  esas 
designaciones  geográficas,  equivalentes  á  Tierra  de  los  hom- 
bres blancos  ó  vestidos  de  blanco  y  Gran  Irlanda^  país  en  el 
que  sus  habitantes  usaban  igual  traje  que  San  Columba,  ser- 
víanse de  su  patrio  idioma,  permaneciendo  fieles  al  Cristia- 
nismo, según  lo  prueban  sus  especiales  ceremonias;  y  poco 
piadosos  con  los  náufragos,  pretendían,  tal  vez  para  futura  se- 


(i)  Gaffarel,  Les  irlandais  en  Amérique  avant  Colomh. 

(2)  Asi  lo  dice  el  mismo  Rafn  en  sus  Antiquitates  americana',  por  medio  de  estas  elo- 
cuentes palabras  :  ^Hanc  putant  esse  Hvitrammanaland  {Terra  Hominum  alborton)  stre 
Irlandiam  Magnam.-» 


_  70  — 

guridad  y  por  evitar  nuevas  persecuciones  de  los  normandos, 
que  se  ignorasen  aquellos  descubrimientos;  como  resultado  de 
todo  lo  cual,  bien  puede  mantenerse  la  doctrina  de  que  emi- 
grados irlandeses  reconocieron  y  hasta  colonizaron  una  porción 
del  continente  americano  septentrional:  cierto  es  que  las  Sagas 
islandesas  carecen  algún  tanto  de  indispensable  precisión;  pero 
tal  defecto  no  impide  conceder  á  la  existencia  de  Irland-it- 
Mikla  el  valor  de  hecho  histórico  real  y  positivo  (i). 


(i)  Gaffarel.  Obra  ya  citada. 

Este  autor  y  otros,  como  Beauvois,  entusiastas  partidarios  de  las  tradiciones  cris- 
tiano-europeas en  América,  no  vacilan  en  añadir  nuevas  demostraciones  á  su  tesis, 
recordando  con  tal  propósito  la  expedición  marítima  de  los  hermanos  Zenos,  é  igual- 
mente el  viaje  y  aventuras  del  principe  de  Galles,  Madoc,  hijo  de  Owen. 

En  el  último  tercio  del  siglo  xiv,  dos  célebres  patricios  de  Venecia,  Nicolás  y  An- 
tonio Zeno,  navegaron  durante  largo  tiempo  por  el  Atlántico,  llegando  en  el  NO.  de 
Europa  á  casi  todos  los  países  que  anteriormente  habían  poblado  los  clerici  ó  papa-. 
Refirieron  sus  viajes,  haciendo  mérito  de  las  regiones  visitadas,  entre  las  cuales,  y  en 
la  carta  geográfica  que  conforme  á  dichos  datos  se  redactó,  publicándose  dos  siglos 
más  tarde,  aparecen  dibujadas  la  Escocia,  Dania  ó  Dinamarca,  Gotia  ó  Suecia,  el  ar- 
chipiélago de  Estland,  que  debe  ser  el  grupo  de  las  ShetlanJ,  y  más  al  Occidente  Is- 
landia.  Entre  los  6i°  y  65°  de  latitud,  al  Sur  de  la  última  y  Noroeste  de  Escocia,  se 
ve  la  tierra  denominada  Frislandia,  donde  gobernaba  el  príncipe  Zichmni;  al  Norte, 
se  destaca  Engronclant^  y  hacia  el  Sur  y  Poniente  la  isla  de  Icaria  y  las  costas  de  Es- 
totiland  y  Droceo.  Sobre  la  posición  geográfica  de  todos  esos  lugares  discuten  mucho 
los  autores,  sin  que  á  pesar  de  ello  y  de  las  eruditas  alegaciones  presentadas  al  Con- 
greso de  Americanistas  de  Copenhague  en  1883,  brille  completa  luz  en  tan  interesante 
punto.  Además,  la  circunstancia  de  no  haberse  conocido  en  Europa  las  noticias  de  los 
Zenos,  hasta  que  en  1558,  ó  sean  cincuenta  y  dos  años  después  de  la  muerte  de  Colón, 
las  dio  á  la  estampa  Marcolini,  vulgarizadas  luego,  desde  1574,  por  los  trabajos  de  Ra- 
musio,  ha  servido  para  que  algunos  críticos,  como  Zahrtmann ,  F.  C.  Irmingery  varios 
más,  desposeyeran  de  valor  histórico  al  testimonio,  y  negando  la  autenticidad  de  los 
descubrimientos,  tildasen  de  quiméricos  y  fabulosos  los  pormenores  contenidos  en  la 
relación  de  los  marinos  venecianos.  En  cambio,  su  compatriota  el  Cardenal  Zurla,  los 
ingleses  Major  y  Winson,  y  sobre  todo  Beauvois  y  Gaffarel,  atribuyen  gran  valor  é 
importancia  al  documento,  sosteniendo  que  el  Estotiland  corresponde  exactamente  á 
Irland-it-Mikla;  porque  sus  habitantes  desconfiaban,  como  en  tiempo  de  Biorn  y 
Gudhleif,  de  los  extranjeros  á  quienes  retenían  en  cautividad,  y  sobre  todo  por  la 
avanzada  civilización  de  aquel  país ,  donde  se  conservaron  libros  latinos  que  los  natu- 
rales no  entendían ;  pero  que  deben  suponerse  de  origen  irlandés.  Las  proporciones 
ya  excesivas  de  nuestro  trabajo  nos  vedan  el  análisis  minucioso  que  el  asunto  re- 
quiere. 

En  cuanto  á  la  tradición  celta,  que  los  ingleses  David  Powel  (Londres,  1584)  y 
Hakluyt  (1600)  dieron  á  conocer,  puede  recordarse  que,  según  ella,  en  el  año  1170  se 
promovió  fuerte  contienda  por  sucesión  al  trono  entre  los  hijos  de  Owen  Guyneth, 
rey  de  la  parte  septentrional  del  territorio  de  Galles.  Madoc ,  uno  de  estos  principes, 
fatigado  con  semejantes  discusiones,  resolvió  emigrar  en  busca  de  morada  más  tran- 
quila; navega  hacia  el  Poniente,  dejando  atrás  la  Irlanda,  y  llega  á  un  sitio  que  le  pa- 


—  71  — 

Por  lo  mismo,  críticos  é  historiadores  de  competente  repu- 
tación, se  afanaron  en  discutir  y  analizar  la  equivalencia  geo- 
gráfica probable  de  dicha  comarca.  El  mayor  número  de  los 
sabios  se  limitó  á  reproducir  la  opinión  de  Rafn,  que  colocaba 
Irland-it-Mikla  en  la  parte  meridional  de  los  Estados  Unidos, 
apoyándose  para  ello  en  una  vaga  tradición  de  los  indios  Sava- 
nahs,  según  la  cual,  la  Florida  estuvo  habitada  en  antiguos 
tiempos  por  hombres  de  raza  blanca,  que  poseían  instrumentos 
de  hierro.  El  célebre  historiador  escandinavo  alegaba  también 
pretendidas  analogías  de  lenguaje  y  persistentes  vestigios  del 
Cristianismo  en  la  misma  Florida;  pero  Beauvois,  mediante  ri- 
guroso estudio  de  los  textos  y  sólida  argumentación,  declara 
que  la  verdadera  posición  de  Irland-it-Mikla  conviene  imagi- 
narla mucho  más  al  Norte,  ya  en  la  isla  de  Terranova,  ó  bien 


recio  muy  agradable;  á  poco  regresa  á  su  patria  y  arrastra  consigo  buen  número  de 
partidarios,  á  los  que  logró  persuadir  sin  gran  esfuerzo,  para  que  ie  acompañasen  y  se 
decidieran  á  cambiar  el  suelo  frío  y  estéril  de  la  isla  por  una  región  magnífica,  bus- 
cando también  las  delicias  de  la  paz,  que  reemplazarían  á  las  fuertes  agitaciones  de  la 
guerra  civil.  Cantadas  éstas  hazañas  por  un  compatriota  del  navegante,  el  bardo  Me- 
redith,  que  vivió  antes  de  los  descubrimientos  de  Colón  ,  y  habiéndose  consignado  los 
mencionados  hechos  en  las  triadas  de  los  Gallos,  que  se  supone  corresponden  al 
siglo  XII,  no  parece  probable  que  el  viaje  de  Madoc  fuese,  como  pensaron  críticos 
muy  sagaces,  total  y  completamente  inventado  por  Powell  y  Hakluyt,  para  sostener 
y  legitimar  los  proyectos  territoriales  y  de  conquista  que  animaban  á  Víctor  Raleigh 
durante  el  gobierno  de  Isabel  de  Inglaterra.  El  mismo  Humboldt,  cuyo  serio  juicio  y 
autoridad  son  innegables,  escribió  en  sus  dos  famosas  obras  las  siguientes  palabras: 
«No  comparto  en  modo  alguno  el  menosprecio  con  que  han  sido  juzgadas  esas  tradi- 
ciones nacionales;  por  el  contrario,  abrigo  la  firme  persuasión  de  que  con  mayor  asi- 
duidad, el  esclarecimiento  de  hechos  hoy  desconocidos  ilustrará  mucho  semejantes 
problemas  históricos.»  Tampoco  debe  olvidarse  que  el  Rvdo.  P.  Fr.  Gregorio  García, 
en  el  cap.  vi  del  lib.  iv  de  su  eruditísima  obra  Origen  de  los  itidios  del  Nuevo  Mundo, 
ya  citada  en  la  primera  parte  de  este  trabajo,  reproduce  la  cita  poética  y  las  doctrina- 
les de  dichos  autores  ingleses,  cuyas  opiniones  no  le  parecen  del  todo  inverosímiles. 
Los  comentaristas  que  patrocinaron  la  autenticidad  de  la  expedición  de  Madoc, 
emitieron  diversos  juicios  sobre  la  equivalencia  del  lugar  en  que  desembarcó  el  prín- 
cipe gallo.  Hakluyt  pretendió  hallarla  en  el  Yucatán;  Horn  y  otros,  fundándose  en 
analogías  gramaticales  muy  controvertibles,  la  refirieron  á  Virginia,  lo  cual  mereció 
las  censuras  de  Robertson.  Torres  Caicedo  sostuvo  que  en  la  lengua  Tuneba,  hablada 
por  los  indios  de  un  cantón  septentrional  de  Nueva  Granada,  se  descubrían  muchos 
vocablos  de  origen  celta;  el  ministro  metodista  Beatty,  gallo  de  nacimiento,  creyó  sor- 
prender su  propio  idioma  entre  algunos  salvajes  de  la  Carolina;  pero  el  mayor  número 
de  probabilidades,  según  Gaffarel ,  permiten  resolver  la  cuestión  en  el  sentido  de  que 
cuando  Madoc  emigró  tenia  noticias  de  países  occidentales,  y  que  por  lo  mismo  á 
donde  debió  arribar  fué  al  tantas  veces  citado  paraje  de  Irland-it-Mikla. 


•2    — 


sobre  la  orilla  del  San  Lorenzo.  Resulta,  en  efecto,  de  diversos 
pasajes  de  las  Sagas,  que  Irland-it-Mikla  estaba  situada  entre 
el  Helluland  y  Vinland,  y  siendo  probable,  como  oportuna- 
mente dijimos,  que  la  primera  de  esas  denominaciones  corres- 
pondiese á  la  moderna  tierra  de  Labrador,  y  la  segunda  á  los 
Estados  de  New- York,  Rhode-Islandy  Massachusetts;  es  claro 
que  el  Irland-it-Mikla  ó  Hvitrammanaland  debe  suponerse 
entre  esas  dos  regiones,  ocupando  la  orilla  meridional  del  San 
Lorenzo  y  las  islas  que  forman  el  golfo  de  este  nombre  (i). 


VIIL 


Otro  pueblo  del  Occidente  de  Europa  surcó  también  con  sus 
naves,  en  los  siglos  medios,  las  aguas  del  Atlántico,  llegando  á 
los  mismos  ó  no  lejanos  parajes,  que  dejamos  indicados;  si  bien 
por  virtud  de  estímulos  algún  tanto  diferentes  de  los  que  impul- 
saron á  normandos  é  irlandeses  en  sus  dichas  peregrinaciones. 
Considérase  hoy  fuera  de  duda  que  la  emprendedora  y  activa 
raza  de  los  vascos  españoles  y  franceses,  persiguiendo  á  la  ba- 
llena en  los  mares  del  Norte  descubrieron  las  islas  y  costas  de 
América  septentrional.  Tan  notable  importancia  alcanzó  en  las 
playas  de  Cantabria  la  pesca,  la  marina  de  guerra  y  el  comercio 
marítimo,  que  el  rey  D.  Sancho  {el  Sabio)  de  Navarra  concedió 
fuero  á  la  ciudad  de  San  Sebastián  el  año  1150,  enumerando, 
entre  los  artículos  que  devengaban  derechos  de  Aduanas,  la 
carga  de  boquinas-barbas  de  ballenas,  gravadas  con  dos  dineros. 
Privilegios  semejantes  otorgó  Alfonso  VIII  de  Castilla  á  Fuen- 
terrabía  en  1203,  á  Motrico  y  á  Guetaria  en  1204.  Fernando  III, 
por  Real  carta,  fechada  en  Burgos  á  28  de  Septiembre  de  1237, 
hizo  parecida  concesión  á  Zarauz,  y  este  documento  contiene 
prueba  más  evidente  de  la  antigüedad  de  la  pesca  de  ballena; 
pues  una  de  las  cláusulas  expresa  de  acuerdo  con  la  costumbre 
(siciit  foricm  est),  que  el  rey  percibiría  una  tajada  del  cetáceo 


(i)  Gaffarel.  Obra  citada. 


—  73  — 

por  el  lomo,  desde  la  cabeza  hasta  la  cola  (i).  Si  á  ello  se  agre- 
gan, como  datos  de  verdadero  valor  histórico,  el  sitio  que  puso  á 
Bayona  en  1131  Alfonso  I  de  Aragón,  la  muy  activa  parte  que 
en  el  de  Sevilla  tomáronlas  naves  vizcaínas,  dirigidas  por  Ra- 
«  món  de  Bonifaz,  el  socorro  que  los  marinos  vascongados  presta- 
ron á  Felipe  el  Hermoso  de  Francia  en  el  asedio  de  la  Rochela, 
la  derrota  de  la  escuadra  vasca  en  aguas  de  Flandes  por  otra  in- 
glesa, que  acaudillaba  Eduardo  III,  y  la  completa  victoria  que 
sobre  los  ingleses  obtuvieron  los  vascos  delante  de  dicha  plaza, 
y  que  les  permitió  imponer  duras  condiciones  á  los  vencidos, 
entre  ellas  la  de  que  éstos  les  consintieran  pescar  y  comerciar 
en  las  Islas  Británicas  (2)  no  dejarán  de  reconocerse  las  gran- 
des facilidades  que  á  los  hábiles  y  expertos  marinos  del  Norte 
de  España  y  Occidente  de  Francia  se  ofrecían  para  inclinarlos 
á  más  largos  y  penosos  viajes.  Ya  en  el  siglo  xiii  se  elogiaba  á 
los  vascos  de  Biarritz  por  su  afán  para  esa  clase  de  empresas,  y 
aun  el  viajero  que  inspecciona  las  costas  de  Vizcaya  percibe  de 
trecho  en  trecho  ruinas  de  antiguas  torres  y  hornos  que  servían, 
las  primeras  de  lugares  de  observación  para  distinguir  alo  lejos 
las  ballenas,  y  se  aplicaban  los  segundos  á  derretir  y  preparar 
las  grasas  (3).  Partiendo  las  embarcaciones  de  unos  y  otros 
puertos  del  Cantábrico,  no  es  temerario  conjeturar  que,  acosa- 
das las  ballenas  por  sus  terribles  y  denodados  perseguidores,  se 
alejasen  cada  vez  más  en  dirección  septentrional  y  si,  como  las 
observaciones  geográficas  de  nuestro  tiempo  han  demostrado, 
la  corriente  marítima  polar,  al  romper  sobre  las  costas  de  Is- 
landia,  se  divide  en  dos  brazos,  que  marcha  uno  á  las  costas  del 
Labrador  y  el  otro  á  la  bahía  de  Vizcaya,  motivo  por  el  que  se 
la  designa  con  el  nombre  de  corriente  Vascocanadiense,  lógico 
también  es  presumir  que,  siguiendo  los  barcos  vizcaínos  la  línea 
curva  de  una  elipse,  favorecidos  además  por  el  impulso  de  los 


(i)  Mr.  Clements  R.  Markam. — Pesca  de  la  ballena  por  los  vascos  españoles.  Articulo 
publicado  en  la  revista  inglesa  Nature;  traducido  por  D.  Cesáreo  Fernández  Duro  é 
inserto  en  el  Boletín  de  la  Sociedad  Geográfica  de  Madrid,  t.  xii. 

(2)  Datos  consignados  por  nuestro  cariñoso  amigo,  el  sabio  y  erudito  Sr.  D.  Cesáreo 
Fernández  Duro  en  su  interesante  conferencia  dada  en  la  Sociedad  Geográfica  de  Ma- 
drid el  29  de  Noviembre  de  1881. — Boletín  de  dicha  Sociedad,  t.  xii. 

(3)  Gaffarel. — Congreso  internacional  de  Americanistas  de  Berlín,  1888. 


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vientos,  tocasen  en  la  entrada  del  golfo  de  San  Lorenzo  (i). 
De  tal  modo,  sin  duda  los  intrépidos  marinos  pudieron  con- 
templar innumerables  bacallaos^  cuya  pesca  y  conservación 
originaron  una  segunda  y  no  menos  productiva  industria.  Al 
dar  en  1463  el  monarca  Enrique  IV  de  Castilla  su  regio  arancel 
para  la  ciudad  de  San  Sebastián,  citó  varios  artículos  de  los  que 
solían  entrar  por  los  puertos  de  Guipúzcoa;  entre  ellos  figura 
el  bacalao,  lo  cual  obliga  á  confesar  que  por  entonces  se  habían 
descubierto  ya  los  bancos  y  arrecifes  donde  se  cría  ese  pescado. 
Para  las  indispensables  faenas  de  salarlo  y  conservarlo  se  nece- 
sitaban tierra  y  aire  seco  á  la  sombra,  condiciones  que  los  vas- 
congados hallaron  en  Terranova  y  Labrador  (2)  á  donde,  según 


(i)  Faucher  de  Saint  Maurice  y  Marqués  de  Premio  Real  en  sus  escritos  El  Ca- 
nadá y  los  Vascos,  1879. 

(2)  Conferencia  ya  citada  del  Sr.  D.  Cesáreo  Fernández  Duro  en  la  Sociedad  Geo- 
gráñca  de  Madrid. 

Mr.  Marmette,  en  su  escrito  Les  Decoiivreurs  du  Canadá — Les  Basques,  1879,  dice: 
que  los  vascos  fueron,  en  el  Oeste  de  Europa,  los  primeros  pescadores  de  ballena, 
como  los  normandos  lo  hablan  sido  en  el  Norte,  distinguiéndose  principalmente  los 
marinos  de  San  Sebastián,  Deva,  Irún,  Cabo  Bretón,  Biarritz,  Guetaria,  San  Juan  de 
Luz  y  Siboure.  Cuando  comenzó  á  ser  rara  la  presencia  del  terrible  cetáceo  en  las  cos- 
tas españolas,  fué  preciso  buscarlo  en  alta  mar.  Bien  pronto  la  experiencia  acreditó 
que  las  ballenas  eran  más  numerosas,  conforme  los  barcos  se  dirigían  hacia  Poniente, 
y  sus  tripulantes,  por  modo  insensible,  con  enérgica  resolución,  llegaron  á  los  bancos 
de  Terranova,  donde  tales  monstruos  marinos  abundaban.  Allí  percibieron  esas  legio- 
nes de  bacalaos  {inorues^  dicen  los  franceses)  que  hoy  surten  á  todo  el  mundb.  Primera- 
mente pescáronle  para  los  marineros,  después  lo  salaron  para  traerlo  á  sus  familias,  y 
reparando  en  su  buena  conservación,  no  pasó  mucho  tiempo  sin  que  llegaran  á  ser- 
\irse  de  él  como  importante  articulo  de  comercio.  En  la  costa  de  Terranova  empe- 
zaron"á  colocarse  los  primeros  enrejados  de  madera  ó  aparatos  para  la  salazón,  que  se 
conocen  con  el  nombre  de  Pignalac. 

Mr.  Pierre  Margry,  de  quien  Marmette  declara  tomar  las  anteriores  noticias,  expresa 
además  en  sus  Navegaciones  francesas. — Memoria  escrita  en  17 10  para  los  negociantes  de 
San  Juan  de  Luz  y  de  Siboure j  que  después  de  haber  visitado  los  vascos  las  costas  de 
Terranova  debieron  entrar  en  el  golfo'de  San  Lorenzo,  llamándole  Gi^an  Baya,  y  á 
una  especie  de  ballena  superior  la  designaron  con  el  nombre  de  Gran  bayaco  baleac. 
Por  entonces  descubrirían  las  costas  del  Canadá,  vocablo  éste  que  significa  í-ízwíz/,  ^"^ 
que  les  pareció  propio  por  hundirse  el  gran  rio  en  las  tierras;  pero  á  tal  etimología, 
bastante  equivoca,  han  opuesto  Willis  en  sus  Paysages  Canadiens  la  áo,  Kanala,  que  en 
lengua  del  país  vale  tanto  como  reunión  de  cabanas,  y  la  mucho  más  ingeniosa  y  ve- 
rosímil, patrocinada  por  Hennepin,  La  Potherie,  y  el  mismo  Conde  de  Premio  Real, 
que  atribuyen  á  los  vascos  la  denominación  del  Cabo  de  nada,  puesta  á  dichos  lugares» 
por  haberlos  visto  durante  época  de  las  nieves,  como  aun  hoy  sucede  en  la  isla  de 
Anticosti,  tierra  (jiie  nada  da,  y  no  es  difícil  que  los  salvajes,  oyendo  esa  frasea  los 
europeos,  formasen  luego  por  contracción  el  actual  nombre  de  Ca-na-dá. 


—  75  — 

hipótesis  no  despreciables,  les  siguen  habitantes  de  las  costas 
de  Bretaña  y  Normandía,  que  también  se  acostumbraron  á  vi- 
sitar dichos  países  y  el  golfo  de  San  Lorenzo  (i). 

El  hecho  resulta  lógico  y  natural;  su  autenticidad  parece  tan 
demostrada,  que  fuera  vano  empeño  negarla  ó  contradecirla. 
Las  mismas  noticias  que  en  el  siglo  xv  se  tenían  de  las  regiones 
atlánticas  lo  evidencian  y  confirman;  puesto  que  en  la  7/  hoja 
del  Atlas  de  Blanco  del  año  1436  se  percibe  al  Oeste  una 
isla,  Scorafixa  ó  Stocafixa^  que  corresponde  casi  ala  misma 
Terranova.  Formaleoni ^  primer  editor  de  tan  curioso  docu- 
mento, creyó,  no  sin  razón,  encontrar  el  nombre  de  Stockfish  ó 
isla  de  los  Bacallaos^  de  lo  cual  es  difícil  que  Blanco  hubiese 
tenido  idea,  si  los  mismos  vascongados  no  hubieran  hecho 
públicos  sus  descubrimientos,  y  desde  la  mitad  de  la  indicada 
centuria  todas  las  cartas  geográficas  del  Océano  presentan  en 
la  dirección  de  América  del  Norte  cierto  número  de  islas,  bau- 
tizadas con  el  mismo  nombre  de  Stockfish^  ó  bien  con  la  pala- 
bra vizcaína  Bacallaos^  que  por  largo  tiempo  se  aplicó  especial- 
mente á  Terranova,  y  que  perpetuándose  hasta  nuestros  días 
puede  verse  á  la  extremidad  Norte  de  la  bahía  de  la  Concep- 
ción en  la  pequeña  isla  de  los  Bacallaos^  roca  aislada,  sobre  la 
cual  se  reúnen  millares  de  pájaros  acuáticos  (2). 

Por  otra  parte,  las  muchas  denominaciones  geográficas  de 
origen  vasco,  que  se  conservan  en  Terranova  y  en  la  región 
francesa  del  Canadá,  algunos  rasgos  especiales  de  sus  morado- 
res, que  traen  á  la  memoria  costumbres  y  hábitos  de  nuestros 
antiguos  vizcaínos,  la  circunstancia  por  demás  importante  del 
largo  tiempo  que  en  esos  países  se  habló  la  lengua  vascongada; 
asimismo  la  obligación  que  tenían  de  conocerla  todos  los  eu- 
ropeos que  navegaban  en  aquella  dirección,  y,  por  último,  cier- 
tos vínculos  de  simpatía  entre  los  colonos  franceses  de  tales 
comarcas  americanas  y  nuestros  compatriotas,  han  servido  para 
ilustrar  el  problema  (3),  pudiendo,  sin  violencia,  sostenerse  que 


(i)  Gaffarel  y  Marmette  en  sus  trabajos  ya  citados. 

(2)  Gaffarel. —  Congreso  internacional  de  Aiiiericaiiistas  de  Berlín,  1888. 

(3)  Gaffarel  y  Marmette  afirman  que  la  nomenclatura  castellana  de  Labrador  y 
Tierra  de  labor,  aplicada  á  una  parte  de  América  septentrional,  patentiza  su  hallazgo 
por  vascos  españoles,  y  en  cuanto  á  Terranova,  muchas  designaciones  geográficas  de 


-  76- 

aun  cuando  las  noticias  sean  incompletas  y  confusas,  no  es  aven- 
turado creer  que  pescadores  vascos,  españoles  y  franceses,  ne- 
gociantes de  Bretaña  y  Normandía  frecuentaban  el  gran  banco 
de  Terranova,  sus  islas  y  costas  vecinas,  á  las  que  dieron  nom- 
bres parecidos  á  los  de  su  lejana  patria;  y  seguramente  el  asunto 
recibirá  mayores  luces  en  lo  futuro,  si,  como  parece  verosímil, 
se  logran  nuevas  pruebas  y  documentos  en  apoyo  de  opiniones 
que,  por  lo  menos,  son  dignas  de  consideración  y  respeto. 


Llegamos,  no  sin  fatiga  propia,  mayor  aún  de  nuestros  oyen- 
tes y  lectores  (i)  al  término  de  penosa  jornada,  en  la  que  mo- 
vidos por  sano  y  humilde  anhelo  solamente  nos  propusimos 
reunir  y  condensar  las  noticias  de  mayor  interés  sobre  las  va- 
rias tentativas,  que  así  en  el  orden  meramente  especulativo, 
como  en  el  práctico  ó  de  los  hechos,  se  realizan  antes  del 
siglo  XV,  con  el  fin  de  acreditar  que  existían  importantes  co- 
marcas más  allá  del  Atlántico. 

Resulta  incuestionable,  merced  á  los  datos  que  severamente 
tiene  adquiridos  la  erudición  y  la  crítica  modernas,  que  en  la 
llamada  Edad  Media  de  la  historia,  y  antes  de  que  Colón  em- 
prendiera sus  arriesgadas  expediciones,  diferentes  hombres 
atravesaban  el  mar  occidental,  con  la  fortuna  para  muchos  de 
ellos  de  haber  visitado  territorios  americanos,  conforme  lo  hi- 
cieron, si  no  otros,  normandos  y  vascongados. 


esa  isla  acusan  origen  éuskaro.  Asi,  por  ejemplo,  Rognoiisc  se  asemeja  á  Orrongne 
villa  situada  á  media  legua  de  San  Juan  de  Luz,  y  cabo  Raye  quizás  procede  etimoló- 
gicamente del  vocablo  vascongado  arraico ,  que  significa  persecución  ó  aproximación; 
porque  allí  los  marinos  necesitan  sortear  con  cuidado  la  gran  fuerza  de  las  corrien- 
tes. El  nombre  de  Cabo  Brcíóii,  dado  á  la  punta  meridional  de  la  citada  isla,  es  el 
mismo  de  un  pueblo  inmediato  á  Bayona  y  el  del  promontorio  Gratz  se  deriva,  á  na 
dudar,  de  la  palabra  vasca  Grata,  que  equivale  á  establecimientos  para  los  trabajos  de 
la  pesca  del  bacalao.  Las  denominaciones  de  ulicillo,  agujero  para  pescados;  ophoportUf 
vaso  para  leche;  portiichica,  pequeño  puerto,  y  otras  más  que  pudieran  mencionarse 
revelan  también  igual  origen  vascongado. 

(i)  Para  no  abusar  de  la  bondad  del  auditorio  más  de  lo  que  á  ello  nos  obligó 
la  índole  propia  de  este  trabajo,  suprimimos  en  nuestra  conferencia  oral  bastantes 
indicaciones  de  las  que  ahora  figuran  en  su  texto,  robustecidas  por  medio  de  diferen- 
tes notas,  que  para  mayor  ilustración  del  caso  hemos  juzgado  conveniente  añadir. 


—  77  — 

Sus  viajes,  sin  embargo,  no  dejáronla  huella  profunda  que 
de  los  mismos  se  podía  esperar:  el  carácter  de  las  sociedades 
y  de  la  vida,  á  partir  del  siglo  v,  había  údiO predominantemente 
individual ;  parece  que  todo  ofrece  ese  sentido  en  aquellos 
obscuros  tiempos:  la  ciencia  apenas  intenta  traspasar  los  um- 
brales de  la  celda  ó  salir  de  los  claustros  donde  se  profesa;  los 
descubrimientos  geográficos  quedan  encerrados  en  el  país  ó  en 
la  morada  del  atrevido  navegante,  que  tuvo  la  suerte  de  hacer 
la  exploración. 

Negar  por  eso  el  valor  propio  de  tales  hechos,  bien  puede 
juzgarse  temeridad,  cuando  merecen  que  se  los  considere  como 
naturales  precedentes  del  extraordinario  acontecimiento  del 
siglo  XV.  La  más  importante  cuestión  que,  á  nuestro  juicio, 
palpita  durante  toda  la  Edad  Media  en  el  dominio  de  la  Histo- 
ria y  de  la  Geografía,  es  la  de  ampliar^  digámoslo  así,  la  por- 
ción de  la  tierra  poseída  y  habitada  por  el  hombre.  Adoptan 
unos  el  derrotero  de  Oriente,  como  Juan  de  Plan  Carpino,  Ru- 
bruquis,  Marco  Polo,  Pegoletti,  nuestro  mismo  Ruy  González 
de  Clavijo  y  tantos  otros,  que  con  más  ó  menos  maravillas 
describieron  las  comarcas  del  interior  y  Levante  de  Asia;  no 
faltan  quienes  trazan  la  ruta  por  el  Sur,  llegando  á  las  islas  de 
Porto  Santo,  Madera  y  las  Azores;  y  en  la  costa  occidental  de 
África  á  los  Cabos  Bojador,  Blanco  y  Verde,  al  golfo  de  Be- 
nim,  á  la  desembocadura  del  río  Zaire,  y,  por  último,  al  hó- 
rrido Cabo  de  las  Tormentas,  más  tarde  de  Buena  Esperanza; 
preciosos  hallazgos  geográficos,  magistralmente  relatados  desde 
este  mismo  sitio  (i);  pero  en  realidad,  lo  que  en  el  fondo  de  todo 
ello  se  adivina  es  una  irresistible  tendencia  á  ensanchar  el  círculo 
de  los  conocimientos  positivos  sobre  las  regiones  terrestres;  for- 
mulando así  con  firmeza  aquel  temeroso  problema  que  la  edad 
antigua  presintió,  que  las  centurias  siguientes  apenas  vislum- 
bran y  que  desde  el  siglo  xiii  al  xv  toma  carta  de  naturaleza; 
que  no  era  otro  sino  el  de  \2i  forma  y  magnitud  del  planeta,  y, 
por  lo  tanto,  la  posibilidad  de  buscar,  como  el  gran  genovés 
imaginó  y  proclamaba,  un  camino  para  las  Indias  orientales  y 


(i)  Lo  hizo  asi  el  insigne  historiador  lusitano,  Sr.  Oliveira  Martins,  en  su  not.ibté 
conferencia  leída  en  el  Ateneo  de  Madrid  el  dia  24  de  Febrero  de  1891. 


-  78  - 

breve  rumbo  que  en  poco  tiempo  pudiera  conducir  á  los  países 
del  Katha'i  y  Ztpangú,  brillantemente  descritos  por  Marco 
Polo. 

En  suma;  los  viajes  y  expediciones  que  hemos  procurado  re- 
señar no  amenguan  lo  más  mínimo  el  prestigio  de  Colón,  ni 
jamás  la  gloria  de  los  grandes  é  inmortales  reveladores  se  des- 
lustra porque  antes  de  ellos  otras  personas,  sin  éxito  seguro  y 
trascendentales  consecuencias,  quisieran  avanzar  en  el  camino 
de  la  perfectibilidad  y  del  progreso. 

Todos  los  grandes  hechos  de  la  historia  han  tenido  siempre 
su  lenta  elaboración,  llegando  á  realizarse  en  el  momento  pro- 
videncial de  estar  preparados  y  unidos  los  medios  eficaces  que 
pueden  hacerlos  sólidos  y  fecundos.  Persiguieron  vanamente 
los  imperios  asiáticos  la  idea  de  asociación  universal,  por  me- 
dio de  las  conquistas  militares;  Grecia  pretendió  alcanzarla  va- 
liéndose del  Arte  y  del  Comercio,  y  sólo  cuando  Roma  supo 
añadir  á  estos  factores  los  de  la  lengua  y  el  derecho,  se  cumple 
la  misión  que  inútilmente  habían  ensayado  las  civilizaciones 
que  anteceden  en  la  senda  de  la  vida.  De  igual  modo  en  reli- 
gión el  monoteísmo  profesado  por  los  antiguos  hebreos  aspiró, 
sin  conseguirlo,  á  reemplazar  al  politeísmo  idolátrico  de  los 
pueblos  orientales,  éste,  á  su  vez,  encarnándose  en  los  ade- 
cuados moldes  del  antropomorfismo  clásico,  quiso  perpetuar 
creencias  más  humanas  para  los  pueblos  cultos,  sin  detenerse  á 
considerar  que  los  filósofos  y  pensadores,  protestando  á  su  ma- 
nera, enseñaban  otras  muy  superiores  doctrinas.  El  día  santo  y 
feliz  en  que  la  sublime  religión  del  Salvador,  al  juntar  en  admi- 
rable consorcio  el  ideal  divino  y  humano,  predica  las  dos  eter- 
nas verdades  de  la  unidad  de  Dios  y  la  de  nuestra  especie,  su- 
blimadas con  el  espíritu  de  caridad  y  amor  al  prójimo,  hermoso 
principio  de  fraternidad,  capaz  de  regenerar  al  mundo  y  destruir 
toda  clase  de  odiosos  privilegios  de  raza,  de  nación,  de  clases, 
de  sexos  y  jerarquías,  es  posible  que  nazca,  fructifique  y  se 
consolide  una  nueva  religión,  con  sentido  verdaderamente  ca- 
tólico ó  universal. 

Así,  pues,  el  gran  acontecimiento  geográfico-histórico  áepre- 
parar  la  demostración  práctica  de  la  esfericidad  del  planeta  y 
de  extender  la  civilización,  con  opimos  frutos,  á  pueblos,  que 


—  79  — 

en  su  mayor  parte  yacían  apartados  de  todo  trato  y  comuni- 
cación con  las  sociedades  de  nuestro  continente,  no  pudo  rea- 
lizarse hasta  el  instante  venturoso  en  que  constituida  la  Europa 
y  robustecido  el  poder  de  los  Estados  por  el  predominio  de  las 
grandes  monarquías  se  reúnen  á  ello  todos  los  demás  elemen- 
tos indispensables  para  el  caso. 

Colón,  nacido  en  la  risueña  y  pintoresca  Italia,  llevando  en 
su  alma  el  espíritu  del  Renacimiento,  del  que  se  apodera  y  saca 
á  flote  con  voluntad  firme  é  inquebrantable  las  ideas  profesadas 
por  algunos  sabios  que  le  precedieron,  y  por  la  más  sana  parte 
de  sus  contemporáneos,  representa  el  genio  superior,  colocado 
en  el  límite  de  dos  grandes  edades  de  la  vida  é  historia  univer- 
sal para  el  cumplimiento  de  fines  providenciales,  cuyas  leyes 
necesariamente  se  cumplen,  aunque  á  los  hombres  sea  sólo  dado 
acreditarlas,  cuando  las  observan  y  ven  realizadas. 

El  día  en  que  el  inspirado  nauta  encuentra  dispuestos  los 
materiales,  que  anteriormente  las  edades  y  generaciones  ha- 
bían atesorado,  puede  llevarse  á  cabo  el  importantísimo  y  ex- 
traordinario hecho  que  ha  merecido  llamarse  Descubrimiento 
de  América  (i),  porque  en  Colón,  según  nuestro  humilde  y 
leal  parecer,  se  simbolizan  y  compendian  los  tres  grandes  fac- 
tores que  en  la  Edad  Media  pugnaron  por  abrirse  camino;  pero 
que  individualmente  cada  uno  de  ellos  fué  estéril  para  el  logro 
de  la  empresa.  De  un  lado  las  maravillosas  intuiciones  y  cono- 
cimientos cosmográficos,  que  llegan  á  producirle  la  idea  tenaz 
y  firme  convicción  respecto  á  X-di posibilidad á^X  viaje  que  desde 
luego  plantea  y  propone;  de  otra  parte  su  entusiasmo  religioso 
y  ardiente  fe,  que  semeja  renovar  la  de  los  PapcE  y  monjes  ir- 
landeses, impulsándole  á  llevar  las  doctrinas  y  creencias  cris- 
tianas á  pueblos  sumidos  en  la  más  espantosa  idolatría;  final- 
mente, la  intrepidez  y  arrojo  de  experto  navegante,  hábil  en 
cosas  de  marear^  que  igualan,  sino  superan,  al  valor  y  audacia 
de  los  normandos,  y  que,  como  á  ellos,  le  permite  desafiar  los 
peligros  del  Atlántico. 


(i)  Con  razón  ha  dicho  el  eminente  geógrafo  Reclus  estas  palabras:  «La  llegada  de 
Colón  al  Nuevo  Mundo  es  acontecimiento,  que  bajo  el  punto  de  vista  de  la  historia 
general  parece  ser  el  liecho  glorioso  por  excelencia.  Noiivelle  Geographie  unix'crscllc,  t.  xv, 
página  73. 


—  8o  - 

Concluyamos,  pues,  reconociendo  que  si  América  había  sido 
visitada  por  hombres  del  Norte,  á  Colón  y  á  España  se  debe 
la  inmarcesible  gloria  de  que  al  llegar  la  fecha,  cuyo  Centena- 
rio conmemoramos,  aquellas  regiones  no  fueran  ya,  como 
abandonadas  playas  ó  una  porción  más  de  tierra  en  la  inmensi- 
dad desconocida  del  planeta,  y  en  la  que  algún  europeo  afortu- 
nado hubiese  puesto  la  planta,  sino  por  el  contrario,  un  Mundo 
verdaderamente  nuevo  que  desde  entonces  y  para  siempre  que- 
daba abierto  á  los  fúlgidos  esplendores  de  la  Religión,  de  la 
Ciencia,  del  Arte,  del  Comercio  y  de  la  Historia. — He  dicho. 
(Grandes  y  repetidos  aplausos.) 


SUMARIO, 


I. — Diversas  hipótesis  sobre  la  posible  llegada  de  gentes  orientales  en  tiempos  an- 
tiguos al  mundo  americano. 
II. — Doctrinas  cosmográficas  de  los  escritores  de  la  Edad  Media. 
III. — Colonización  de  Islandia  por  los  normandos. 
IV. — Los  normandos  en  Groenlandia. 
V. — Los  normandos  en  América. 
VI. — Crítica  del  problema  geográfico-histórico  de  colonización  escandinava  en  el 

Nuevo  Mundo. 
VIL — Los  irlandeses  en  América. 
VIII. — Viajes  de  vascongados  por  el  Atlántico. 
Resumen  y  conclusión. 


LAS  PRIMERAS  TIERRAS: 

DESCUBIERTAS  POR  COLuN 


ATENEO    DE    MADRID 


LAS  PRIMERAS  TIERRAS 

DESCUBIERTAS  POR  COLON 

CONFERENCIA 


DE 


D.  PATRICIO   MONTOJO 

leída  el  día  30  de  Noviembre  de  1891 


a^^h^ 


T 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES    DE    RIVADENEYRA» 

IMPRESORES     Di     LA     BIAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  20 
1892 


I. 


Señoras  y  señores: 

Defiriendo  á  una  invitación  que  es  para  mí  muy  honrosa,  he 
venido  á  este  sitio  sin  calcular  de  momento  las  dificultades  que 
habría  de  vencer  para  salir  airoso  de  mi  empeño. 

Requiere  el  asunto  que  voy  á  tratar  el  auxilio  de  cartas  ó  ma- 
pas que  faciliten  la  inteligencia  del  texto,  y  al  prescindir  de  esa 
representación  gráfica  por  el  temor  de  fatigar  vuestra  atención, 
me  he  visto  precisado  á  compensar  esa  falta  en  la  manera  que 
he  encontrado  más  aceptable  y  procedente. 

No  esperéis  de  mí  las  galanas  frases,  los  períodos  armoniosos 
y  los  elevados  conceptos  á  que  os  tienen  acostumbrados  los  ora- 
dores elocuentes  que  me  han  precedido  en  esta  cátedra. 

Por  eso  me  recomiendo  á  vuestra  indulgencia,  y  reclamo  de 
los  que  me  escuchan  la  más  benévola  atención;  prometiéndoos 
en  cambio,  ser  lo  más  breve  que  me  sea  posible,  á  fin  de  que  no 
se  os  agote  la  paciencia. 

Pronto  se  cumplirán  cuatrocientos  años  del  descubrimiento 
del  Nuevo  Mundo,  de  esa  vastísima  porción  del  globo  terráqueo 
que  llamamos  impropiamente  América;  acontecimiento  el  más 
trascendental  quizá  de  la  historia  de  la  humanidad  y  que  sirve 
de  providencial  punto  de  partida  á  la  edad  moderna. 

Tiempo  es  ya  de  que  se  desvanezcan  las  dudas  que  se  han 
venido  suscitando  acerca  de  los  lugares  visitados  por  primera 


—  6  — 

vez  por  el  insigne  Colón,  por  los  esforzados  hermanos  Martín 
Alonso,  Francisco  Martín  y  Vicente  Yáñez  Pinzón,  y  por  sus 
compañeros,  hombres  valerosos  todos,  y  muchos  de  ellos  mari- 
nos de  los  más  aventajados  de  su  época. 

Más  de  una  vez  se  ha  intentado  despojar  á  España  de  la  glo- 
ria de  este  asombroso  descubrimiento,  alegando  algunos,  como 
Bossi,  que  pertenece  enteramente  á  Italia,  porque  en  ella  na- 
ció Colón.  Consecuencia  peregrina  que  prueba  no  sólo  la  ene- 
mistad marcada  de  Bossi  hacia  los  españoles,  sino  además  su 
falta  de  imparcialidad  y  de  sana  lógica,  como  se  ve  leyendo  su 
Vida  de  Colón. 

No  es  mi  objeto  reseñar  las  vicisitudes  de  la  agitada  existen- 
cia del  que  fué  primer  Almirante  de  las  Indias,  D.  Cristóbal 
Colón.  De  esa  importante  tarea  se  han  ocupado  con  más  ó  me- 
nos fortuna,  entre  los  españoles,  su  hijo  D.  Fernando,  Pedro 
Mártir  de  Angleria,  el  bachiller  Andrés  Bernáldez,  Fr.  Barto- 
lomé de  Las  Casas,  Gonzalo  Fernández  de  Oviedo,  Antonio  de 
Herrera,  Francisco  López  de  Gomara,  D.  Juan  Bautista  Mu- 
ñoz, D.  Martín  Fernández  de  Navarrete  y  otros  historiadores 
distinguidos.  Y  entre  los  extranjeros,  Prescott,  Campe,  Bossi, 
Humboldt,  Irving,  Roselly  de  Lorgues,  Helps,  y  tantos  otros 
sabios  y  eruditos  críticos  admiradores  del  genio  del  gran  des- 
cubridor. 

Me  propongo  solamente  exponer  el  resultado  de  mis  investi- 
gaciones para  fijar  de  una  manera  cierta  cuál  fué  la  isla  de  las 
Lucayas,  donde  desembarcó  por  primera  vez  Colón,  y  cuál  el 
puerto  de  la  costa  norte  de  Cuba,  en  el  que  recaló  con  sus  ca- 
rabelas. 

Esto,  no  obstante,  séame  permitido  recordar,  antes  de  entrar 
en  materia,  los  datos  que  han  llegado  hasta  nosotros  referentes 
á  los  antepasados  de  Colón  y  los  principales  hechos  de  su  vida. 

La  familia  Colombo  se  extendió  no  sólo  por  muchas  pobla- 
ciones de  la  Liguria  en  la  alta  Italia,  como  Genova,  Savona, 
Cogoleto,  Cuccaro,  Piacenza  y  Milán,  sino  también  por  las 
costas  de  Francia  que  bañan  las  aguas  del  golfo  de  León. 

Si  por  ventura  descendía  Colón  de  noble  estirpe,  reveses  de 
fortuna  ó  los  vaivenes  de  la  frágil  naturaleza  humana,  hicieron 
quizá  bajar  á  sus  abuelos  de  una  posición  elevada,  obligándoles 


á  mantenerse  en  otra  más  humilde ;  que  si  entonces  se  miraba 
hasta  cierto  punto  con  menosprecio,  no  imprimía,  sin  embargo, 
verdadera  mancilla  sobre  aquellos  que  ganaban  su  sustento  con 
el  sudor  de  su  frente  y  el  industrioso  trabajo  de  sus  manos. 

Dice  á  este  propósito  D.  Fernando  Colón:  «La  gloria  de  mi 
padre  era  tan  grande,  que  no  necesitaba  lo  ilustrasen  sus  ante- 
pasados.» 

No  ha  satisfecho  á  muchos  cronistas  que  Colón  haya  enno- 
blecido por  sí  mismo  su  linaje  con  sus  altos  hechos,  y  quieren 
suponerlo  oriundo  de  los  Condes  y  señores  del  castillo  de  Cuc- 
caro;  pero  ningún  documento  ni  razón  plausible  pueden  hacer 
valer  en  apoyo  de  su  creencia,  y  sólo  se  sabe  con  certeza  que 
ya  por  los  años  de  1 191  era  ciudadano  de  Genova  un  Colombo, 
ascendiente,  según  toda  probabilidad,  de  nuestro  Almirante. 

En  cuanto  á  los  Almirantes  tío  y  sobrino,  de  apellido  Colom- 
bo, que  se  distinguían  por  los  dictados  de  el  viejo  y  el  mozo^  y 
que  sirvieron  bajo  las  banderas  de  Francia  como  atrevidos  cor- 
sarios principalmente,  es  de  creer  fueran  parientes  del  descu- 
bridor, y  que  á  ellos  aludía  en  la  carta  que  escribió  á  una  dama 
de  la  aristocracia  española,  cuando  afirmaba  que  no  era  él,  Colón, 
el  único  Almirante  que  había  habido  en  su  familia. 

Fué  su  abuelo  Giovanni  Colombo,  avecindado  en  Quinto,  y 
su  padre  Domenico  Colombo,  tejedor  de  paños,  el  cual  nació  en 
Genova  en  1406,  pasó  algún  tiempo  en  Savona,  se  casó  con 
Susana  Fontanarossa,  hija  de  un  labrador,  y  por  fin  se  fijó  en 
la  ciudad  de  su  nacimiento,  hasta  su  muerte,  que  ocurrió  en  1498; 
trece  años  después  que  la  madre  del  Almirante. 

Tuvo  este  matrimonio  cuatro  hijos:  Cristóforo,  que  se  llamó 
después  D.  Cristóbal  Colón;  Giovanni  Pélegrino,  que  murió 
joven;  Bartolomé,  que  llegó  á  ser  Adelantado  de  la  Española 
en  1494,  y  murió  en  Santo  Domingo  en  15 14;  Giáccomo  ó  Die- 
go, muy  querido  del  Almirante,  y  Bianchinetta  ó  Blanca,  mujer 
de  Giáccomo  Bavarello,  de  oficio  tocinero. 

Por  muchos  años  ha  sido  motivo  de  discusiones  acaloradas  el 
lugar  donde  vino  al  mundo  Colón,  y  aunque  en  favor  de  Cogo- 
leto  se  inclinaba  la  opinión  popular,  no  faltaban  tampoco  argu- 
mentos para  probar  que  era  natural  de  Finale,  de  Oneglia  ó  de 
Savona,  pueblos  situados  al  poniente  de  Genova,  ó  bien  de 


Quinto,  de   Nervi   ó    de  Boggiasco,   de   la  parte  de  levante. 

Poco  á  poco,  sin  embargo,  los  partidarios  de  una  ú  otra  loca- 
lidad han  ido  cediendo  en  sus  pretensiones  y  confesando  que 
ninguna  como  Genova  podía  vanagloriarse  de  haber  sido  patria 
del  Almirante. 

Entre  otros  testimonios  que  existen  en  pro  de  Genova,  es 
quizá  el  de  más  valor  el  que  contiene  la  institución  del  mayo- 
razgo, hecha  en  Sevilla  en  22  de  Febrero  de  1498,  en  el  cual  dice 

el  Almirante :  «que  siendo  yo  nacido  en  Genova,  etc.» ,  y  más 

abajo :  «la  persona  que  heredare  el  dicho  mayorazgo,  que 

tenga  y  sostenga  siempre  en  la  ciudad  de  Genova  una  persona 
de  nuestro  linaje ,  pues  que  de  ella  salí  y  en  ella  nací » 

Don  Fernando  Colón  declara  también  en  su  testamento  que 
su  padre  trdi  jinovés. 

No  puede  caber,  por  tanto,  la  menor  duda  ni  vacilación  sobre 
este  punto. 

Colón  nació,  pues,  en  Genova,  hacia  el  año  de  1436;  entró 
de  tierna  edad  en  la  Universidad  de  Pavía,  donde  adquirió  los 
principios  de  las  ciencias  matemáticas  y  naturales,  cuyo  cono- 
cimiento.le  fué  de  gran  provecho  durante  su  vida;  y  dejando  los 
estudios  académicos  antes  de  haber  cumplido  los  quince  años, 
abrazó  decididamente  la  arriesgada  profesión  del  marino. 

En  Genova,  era  natural  que  se  le  despertase  la  afición  á  los 
viajes  por  mar,  y  á  considerar  este  elemento  como  el  gran  campo 
para  las  empresas  lucrativas  y  para  los  más  gloriosos  descubri- 
mientos. 

Por  entonces  eran  objeto  de  las  conversaciones  de  los  nave- 
gantes y  mercaderes,  la  maravillosa  relación  de  los  viajes  por 
África  y  Asia  del  veneciano  Marco  Polo,  y  no  faltaba  quien 
pensase  en  ir  á  las  Indias,  ó  sea  al  oriente  del  Asia,  por  poniente, 
á  fin  de  no  correr  los  riegos  que  ofrecía  la  tierra  firme  y  las  difi- 
cultades con  que  se  tropezaba  para  conducir  las  mercancías- 
Quiza  también,  si  no  conoció  Colón  al  físico  florentino  Pablo 
Toscanelli,  cuando  estudiaba  en  Pavía,  es  indudable  que  no 
debía  ignorar  la  hipótesis  de  aquel  sabio  basada  en  la  redondez 
de  la  tierra,  respecto  á  la  distancia  á  que  suponía  se  encontra- 
ban los  reinos  del  Catay  y  de  Cipango,  ó  sean  de  la  China  y  del 
Japón,  partiendo  de  Europa  hacia  el  poniente. 


—  9  — 

Por  acaso,  reflexionando  sobre  esta  novísima  teoría,  pudo 
entonces  brotar  en  la  mente  del  insigne  genovés  la  atrevida  idea 
que  más  tarde  había  de  madurar  y  poner  en  práctica  con  el 
éxito  feliz  que  el  mundo  admira. 

Tuvo  Colón  por  maestro  y  protector  en  su  aprendizaje  mari- 
nero á  su  presunto  pariente  el  almirante  Colombo  de  Cogoleto; 
así  lo  asegura  D.  Fernando  y  se  deduce  de  las  cartas  y  noticias 
referentes  á  estos  sucesos. 

Formaba  parte  de  la  escuadra  que  á  las  órdenes  de  Colombo 
el  Mozo  armó  Renato  de  Anjou  en  1459  para  apoderarse  del 
reino  de  Ñapóles,  y  como  capitán  de  galera  hizo  Colón  varias 
expediciones  por  todo  el  Mediterráneo,  ejercitándose,  no  sólo 
en  la  navegación,  sino  también  en  el  arte  de  la  guerra. 

Por  aquel  tiempo  excitaban  poderosamente  la  imaginación  de 
los  hombres  esforzados,  y  particularmente  de  los  navegantes, 
los  descubrimientos  de  los  portugueses  á  lo  largo  de  la  costa 
occidental  de  África. 

Algunos  genoveses,  entre  otros,  se  presentaban  á  ofrecer  sus 
servicios  en  la  corte,  bajo  el  patrocinio  del  infante  D.  Enrique, 
y  animado  Colón  de  un  noble  estímulo,  se  decidió  á  fijar  su  re- 
sidencia en  Lisboa  hacia  el  año  de  1470. 

Allí  conoció  y  trató  á  Bartolomé  Perestrello,  uno  de  los  más 
célebres  capitanes  de  nao,  quien,  por  encargo  del  Duque  de  Vi- 
seo, había  llevado  á  cabo  el  descubrimiento  de  las  costas  de 
Guinea. 

En  1474  contrajo  matrimonio  en  Lisboa  con  D."  Felipa  Mo- 
niz  de  Mello,  hija  del  antes  citado ;  siendo  de  advertir  que  por 
una  práctica  bastante  frecuente  en  las  mujeres  portuguesas,  usa- 
ba el  apellido  Moniz,  de  su  madre,  en  vez  de  Perestrello,  y  en 
segundo  lugar  el  de  Mello,  que  era  el  de  una  de  sus  abuelas. 

Ocupábase  entretanto  Colón  en  delinear  cartas  náuticas  y  en 
otros  trabajos  científicos,  aprovechando  la  habilidad  y  la  inteli- 
gencia superior  de  que  se  hallaba  dotado.  Muerto  Perestrello, 
heredó  de  él  sus  papeles  y  mapas,  que  eran  interesantes  y  cu- 
riosos ;  con  cuyo  examen  vino  en  conocimiento  de  las  explora- 
ciones hechas  por  su  suegro  y  de  lo  que  se  decía  acerca  de 
tierras  vistas  por  varios  marineros  en  distintos  parajes  al  oeste 
de  las  Azores. 


10 


Estas  noticias  vagas  é  incompletas  le  estimularon  á  visitar  la 
costa  de  África  y  las  islas  de  Madera  y  Porto  Santo,  afanándose 
más  y  más,  sin  descanso,  en  adquirir  nuevos  datos;  pero  ten- 
diendo siempre  á  buscar  un  camino  para  las  Indias  por  el  oeste, 
como  indicaba  Toscanelli,  más  corto  que  el  perseguido  por  los 
portugueses  contorneando  el  continente  africano. 

Entretanto  no  descuidaba  el  estudio  de  la  cosmografía  y  el  uso 
del  astrolabio  para  observar  las  alturas  del  sol,  instrumento  as- 
tronómico de  reciente  invención  y  que  era  aún  poco  conocido. 

Por  los  años  de  1477  navegó  por  los  mares  del  norte  de  Eu- 
ropa, visitó  las  costas  de  la  Gran  Bretaña  y  llegó  hasta  la  Islan- 
dia,  según  se  deduce  de  una  nota  escrita  de  mano  del  Almirante 
mismo,  de  la  cual  insertó  una  copia  su  hijo  D.  Fernando  en  el 
capítulo  IV  de  su  historia.  En  ella  designa  Colón  á  Islandia 
como  la  última  Tule  de  Tolomeo,  y  dice  que  fué  á  ella  en  el 
mes  de  Febrero  y  que  no  encontró  el  mar  helado.  No  obstante, 
hallándose  esta  isla  desolada  más  allá  del  círculo  polar  ártico, 
rodeada  casi  todo  el  año  de  bancas  de  hielo ,  no  debió  parecer 
propia  aquella  latitud  á  Colón  para  desde  ella  dirigirse  á  po- 
niente, tanto  más  cuanto  el  Catay  y  las  regiones  descritas  por 
Marco  Polo  se  hallaban  en  latitudes  mucho  más  bajas  y  tem- 
pladas, como  las  de  la  Europa  meridional. 

Siempre  fijo  en  el  heroico  propósito  que  lo  dominaba  de  dar 
con  las  Indias  para  convertir  sus  habitantes  á  la  religión  verda- 
dera, y  reunir  un  tesoro  para  conquistar  los  Santos  Lugares  de 
Jerusalén,  regresó  á  Lisboa  considerando  que  era  llegado  el 
momento  de  probar  fortuna,  lanzándose  al  mar  tenebroso  de  los 
antiguos. 

Tamaña  empresa  no  podía  afrontarse  sin  recursos  abundantes 
de  bajeles,  bastimentos,  hombres  y  dinero.  Colón  se  dirigió  en 
1480  á  Genova,  su  patria,  en  busca  de  lo  que  necesitaba,  y  ofre- 
ció á  aquella  república  comercial  las  primicias  de  sus  incesantes 
y  laboriosas  cavilaciones.  Pero  sus  compatriotas  desecharon  sus 
ofertas,  fundándose  principalmente  en  el  desgraciado  éxito  que 
había  tenido  una  expedición  á  través  del  Océano,  en  la  cual 
perdieron  la  vida  dos  infelices  genoveses,  y  llegaron  hasta  to- 
mar sus  planes  como  delirios  de  su  imaginación  exaltada. 

Se  tiene  por  cierto,  y  es  además  muy  verosímil,  que  después 


—  II 


hizo  igual  proposición  á  Venecia,  donde  fué  también  rechazada 
por  considerarla  impracticable. 

En  vista  del  mal  éxito  de  sus  pretensiones  en  Italia,  tornóse 
Colón  á  Portugal ,  donde  reinaba  á  la  sazón  D.  Juan  II. 

Este  Príncipe  acogió  con  afabilidad  al  navegante  genovés ,  y 
aun  le  prometió  auxiliarle  en  su  empresa;  pero  no  habiendo  lle- 
gado á  un  acuerdo  uno  y  otro,  sometió  el  Rey  el  asunto  á  una 
junta  de  teólogos  y  geógrafos,  ante  la  cual  presentó  Colón  sus 
planes,  con  las  explicaciones  que  conceptuó  necesarias. 

La  experiencia  nos  enseña  que  en  general  los  consejos,  las 
juntas  y  las  corporaciones  sabias  reciben  con  desconfianza  álos 
inventores  y  proyectistas. 

No  es  extraño,  pues,  que  aquellos  personajes,  respetables  por 
su  edad  y  posición  social,  tuviesen  por  inaceptable  una  propo- 
sición que  echaba  por  tierra  las  leyes  admitidas  respecto  á  la 
navegación  y  á  la  geografía,  y  que  hasta  parecía  opuesta  á  los 
designios  de  la  Providencia  y  alas  Santas  Escrituras. 

Esto  no  obstante,  parece  ser  que  el  Padre  Calzadilla,  Obispo 
de  Ceuta,  que  en  la  junta  capitaneaba  el  bando  contrario  al  pro- 
yecto ,  sugirió  al  Rey  que  secretamente  se  equipase  un  bajel  para 
que  probase  á  llevar  á  cabo  la  idea  de  Colón,  navegando  hacia 
poniente.  El  bajel  salió  en  efecto  con  todo  sigilo,  pero  regresó 
á  Lisboa  sin  haber  adelantado  nada,  porque  los  tripulantes  no 
se  determinaron  á  seguir  en  dirección  al  oeste  cuanto  era  pre- 
ciso. Resultado  que  correspondía  en  justicia  á  la  mala  fe  y  des- 
lealtad con  que  se  había  procedido. 

Descontento  Colón  del  comportamiento  de  la  corte  de  Por- 
tugal; muerta  ya  su  mujer,  y  no  ligándole  á  aquel  país  ningún 
lazo  de  familia,  abandonó  á  Lisboa,  y  mientras  despachaba  á  su 
hermano  Bartolomé  con  un  memorial  para  el  rey  Enrique  VII 
de  Inglaterra,  pidiéndole  protección  para  sus  atrevidos  proyec- 
tos y  llevando  además  un  mapamundi  dibujado  por  aquél,  se 
trasladó  al  pequeño  puerto  de  Palos,  cerca  de  Huelva,  acom- 
pañado de  su  único  hijo  Diego,  que  podría  tener  ocho  años  de 
edad. 

En  los  comienzos  de  1485  se  hallaba  Colón  en  Castilla,  y, 
provisto  de  una  carta  de  recomendación  que  le  dio  su  amigo  el 
Padre  Marchena  para  el  Prior  del  Prado,  Fr.  Fernando  de  Ta- 


—    12    — 


lavera,  confesor  de  la  reina  Isabel,  se  puso  encamino  para  Cór- 
doba, donde  se  aposentaba  por  entonces  la  corte;  siendo  bien 
recibido  por  aquel  magnate. 

Los  Duques  de  Medinasidonia  y  de  Medinaceli,  con  quienes 
trabó  conocimiento  el  infatigable  genovés,  lo  animaron  á  prose- 
guir sus  propósitos  y  hasta  le  prometieron,  especialmente  el  se- 
gundo, equipar  á  sus  expensas  una  carabela. 

Pero  de  nádale  hubiera  servido  á  Colón  la  simpatía  mezclada 
de  asombro  que  inspiraban  sus  sublimes  teorías  á  los  hombres  de 
espíritu  noble  y  levantado  y  de  generosos  instintos,  como  el 
médico  García  Hernández  de  Palos,  que  era  muy  dado  al  estu- 
dio de  las  ciencias  geográficas  y  astronómicas;  como  el  virtuoso 
Fr.  Juan  Pérez,  que  fué  su  constante  y  desinteresado  amigo; 
como  los  entusiastas  proceres  Medinasidonia  y  Medinaceli,  y 
los  sagaces  palaciegos  Santángel  y  Alonso  de  Quintanilla,  sin  la 
decidida  protección  que  desde  un  principio  mereció  déla  mag- 
nánima Reina  de  Castilla,  Isabel  la  Católica. 

La  perspicacia  es  natural  en  la  mujer  ,  y  cuando  á  ella  se  une 
un  corazón  bondadoso  y  sensible,  los  proyectos  que  á  los  hom- 
bres fríos  y  poco  dispuestos  al  entusiasmo  parecen  descabella- 
dos productos  de  una  razón  enferma,  adquieren  forma  y  posibi- 
lidad, sobre  todo  si  están  iluminados  por  los  resplandores  de 
una  fe  viva  y  sincera. 

El  noble  continente  y  distinguido  porte  del  genovés,  desam- 
parado y  sin  hogar  en  extranjero  suelo ;  su  fascinadora  palabra; 
su  mirada  franca,  que  era  la  expresión  de  su  clara  inteligencia, 
no  podían  menos  de  causar  un  efecto  favorable  y  duradero,  y 
al  desarrollar  su  gran  pensamiento,  basado  en  las  más  puras 
fuentes  de  la  religión  cristiana,  por  fuerza  tenía  que  conmover 
las  más  recónditas  fibras  de  un  corazón  fácil  de  entusiasmarse 
al  impulso  de  móviles  santos  y  elevados. 

Isabel  de  Castilla,  con  su  inalterable  fe  religiosa  y  su  magná- 
nimo corazón,  creyó  en  las  sublimes  y  portentosas  promesas  de 
Colón,  y  le  protegió  hasta  su  muerte. 

Fernando  de  Aragón,  profundo  político  y  prudente  calcula- 
dor, sin  deslumhrarse  por  las  brillantes  ofertas  del  aventurero 
genovés,  dudó  del  éxito  de  ellas  hasta  que  la  evidencia  demos- 
tró su  posibilidad. 


—  13  — 

Voy  á  transcribir  aquí,  por  ser  pertinente,  un  trozo  de  la 
carta  del  Almirante  viejo  al  aya  (que  había  sido)  del  prín- 
cipe D.  Juan,  escrita  hacia  el  año  1500. 

«En  todos  hubo  incredulidad,  y  a  la  Reina  mi  señora  dio  de- 
11o  (Dios)  el  espíritu  de  inteligencia  y  esfuerzo  grande,  y  la  hizo 
de  todo  heredera,  como  a  cara  y  muy  amada  hija.  La  posesión 
de  todo  esto  fui  yo  a  tomar  en  su  real  nombre.  La  ignorancia 
en  que  hablan  estado  todos  quisieron  enmendalla,  traspasando 
el  poco  saber  a  fablar  de  inconvenientes  y  gastos.  Su  Alteza  lo 
aprobaba,  al  contrario,  y  lo  sostuvo  fasta  que  pudo » 

Según  el  retrato  que  del  Almirante  nos  ha  dejado  su  hijo  don 
Fernando,  era  de  elevada  estatura  y  hermosa  presencia,  de  ros- 
tro oval,  de  color  blanco  y  sonrosado.  Muy  robusto  de  cons- 
titución, tanto,  que  si  los  sufrimientos,  los  trabajos  y  las  contra- 
riedades no  la  hubiesen  destruido,  habría  podido  alcanzar  una 
edad  muy  avanzada. 

En  su  mocedad  tenía  el  cabello  rubio,  pero  á  los  treinta  años 
ya  estaba  casi  blanco. 

Durante  su  estancia  en  Córdoba,  cautivó  el  corazón  de  una 
doncella  noble,  llamada  D."  Beatriz  Enríquez,  de  la  cual  na- 
ció D.  Fernando,  preclaro  y  erudito  historiador  de  la  vida  del 
Almirante,  cuya  muerte  fué  una  pérdida  irreparable  por  mu- 
chos conceptos. 

No  era  oportuno  el  momento  para  que  la  corte  de  España  se 
comprometiera  en  una  empresa  que  los  más  benévolos  tenían 
por  dudosa  y  temeraria. 

La  larga  y  pertinaz  guerra  que  sostenían  los  Reyes  Católicos 
contra  los  moros  de  Granada,  tenía  exhausto  el  Erario. 

El  héroe  genovés,  en  tanto,  fatigado  de  las  dilaciones  pala- 
ciegas y  de  seguir  detrás  de  la  corte,  á  veces  falto  de  recursos, 
y  deudor  casi  siempre  á  la  generosidad  de  sus  protectores  y 
amigos,  iba  perdiendo  la  paciencia. 

Por  fin,  corriendo  el  año  de  1487,  después  de  muchas  y  reite- 
radas solicitudes,  obtuvo  que  se  examinasen  sus  proyectos  por 
una  Comisión  ó  Junta  de  teólogos  y  cosmógrafos;  pero  aun 
cuando  estaban  de  su  parte  los  más  ilustrados  de  ella,  éstos 
constituían  el  menor  número,  y  el  resultado  no  correspondió 
por  entonces  á  los  deseos  y  á  las  esperanzas  de  Colón. 


—  14  — 

Comentando  Bossi  este  hecho,  fundado  en  falsas  premisas, 
en  su  Vita  di  Cristoforo  Colombo^  se  expresa  así:  «El proyecto 
fué  entregado  al  examen  de  hotnbres  inexpertos,  que,  ignorando 
los  principios  de  la  cos77t  o  grafía  y  de  la  náutica,  juzgaron  im- 
practicable la  empresa.» 

¡Los  mejores  cosmógrafos  del  Reino!  ¡Y  qué  cosmógrafos! 

Una  de  sus  principales  objeciones  era,  que  si  una  tiavese  en- 
golfaba demasiado  Jiacia  el  Poniente,  como  pretendía  Colón, 
seria  arrastrada  por  efecto  de  la  redondez  del  globo,  no  pu- 
diendo,  por  lo  tanto,  regresar  á  España. 

El  caballero  Bossi  se  olvidaba  que  en  Italia,  su  patria,  mu- 
cho más  de  un  siglo  después  del  descubrimiento  de  las  Indias 
occidentales,  un  Consejo  de  sabios  eminentes  y  de  teólogos  in- 
signes obligó  á  Galileo,  á  los  setenta  años  de  su  edad,  á  abjurar 
sus  errores  de  rodillas,  y  á  confesar  que  no  era  la  tierra  la  que 
se  movía,  sino  el  sol,  no  pudiendo,  sin  embargo,  evitar  que 
aquel  grande  hombre,  dominado  por  la  fuerza  de  la  verdad,  de- 
jase escapar  la  inmortal  frase  de  e pur  si  muove. 

¿Por  qué,  pues,  se  escandalizaba  Bossi,  y  con  él  tantos  otros 
escritores  empeñados  en  deprimir  á  España,  de  que  en  el  si- 
glo XV,  hombres  tenidos  por  doctos  dudasen  de  la  posibilidad 
de  que  siendo  la  tierra  redonda  pudiese  navegar  un  buque  siem- 
pre en  una  misma  dirección  sin  caer  en  la  inmensidad  del  es- 
pacio? 

No  estaban  en  aquella  época  más  adelantadas  las  otras  nacio- 
nes de  Europa,  ni  era  permitido  á  nadie,  bajo  penas  severísi- 
mas,  aceptar  cualquiera  novedad  en  las  ciencias  físicas  y  natu- 
rales que  pudiese  aparecer  como  una  falsa  interpretación  de  las 
Sagradas  Escrituras. 

¡Cuántos  inventores  y  cuántos  hombres  ilustres  en  las  ciencias 
y  en  las  artes  han  sido  perseguidos  y  atormentados,  hasta  per- 
der la  vida  por  el  hierro  ó  por  el  fuego,  á  manos  de  jueces  fanáti- 
,  eos  é  ignorantes  y  de  crueles  verdugos  que  los  miraban  como 
reprobos  y  agentes  del  demonio! 

La  hipótesis  sustentada  por  Colón  se  oponía  á  las  creencias 
admitidas  hasta  entonces  entre  la  generahdad  de  los  hombres 
reputados  por  sabios,  y  no  obstante,  aun  de  entre  teólogos  tan 
eminentes  como  el  gran  cardenal  Mendoza,  y  Fr.  Diego  de  Deza, 


—  15  — 

Arzobispo  de  Sevilla,  halló  benévola  acogida,  y  á  pesar  del 
fallo  desfavorable  de  la  Junta,  aconsejaron  al  atribulado  geno- 
vés  que  no  perdiese  la  esperanza,  pues  que  los  Reyes  Católicos, 
como  era  cierto,  se  comprometían  por  su  intercesión  á  oirle  de 
nuevo  y  á  prestarle  su  poderosa  ayuda,  una  vez  libres  de  la 
guerra  de  Granada. 

Pero  Colón  no  quiso  aguardar  más;  su  espíritu  se  hallaba  aba- 
tido por  siete  años  pasados  en  súplicas  y  gestiones  de  todo  gé- 
nero, sufriendo  desaires  y  humillaciones,  teniendo  que  mendigar 
la  protección  de  orgullosos  proceres  y  de  los  altivos  castellanos 
que  trataban  con  desdén  á  un  extranjero  á  quien  los  más  tenían 
por  iluso  y  por  loco. 

Determinó,  pues,  ausentarse  para  siempre  de  Castilla;  pero 
no  para  dar  de  mano  á  su  grande  obra,  antes  bien  quiso  tentar 
un  esfuerzo  supremo  cerca  de  la  corte  de  Francia,  de  cuyo  Rey, 
Carlos  VIII,  había  recibido  una  invitación  formal  para  tratar 
de  sus  proyectos. 

Se  trasladó,  pues,  á  Huelva,  en  1491,  donde  su  grande  admi- 
rador y  constante  amigo  Fr.  Juan  Pérez,  apoyado  por  el  médico 
García  Hernández,  le  instó  áque  suspendiera  su  viaje  hasta  ver 
el  resultado  de  la  tentativa  que  aquel  buen  religioso,  antiguo 
confesor  de  la  reina  Isabel,  se  disponía  á  probar,  para  decidir 
de  una  vez  el  ánimo  de  la  excelsa  Princesa,  cuyos  sentimientos 
de  admiración  por  su  sabio  amigo  eran  conocidos. 

Accedió  á  ello  Colón,  y  sin  pérdida  de  tiempo  se  puso  en 
camino  el  digno  franciscano  para  Santa  Fe,  donde  se  hallaba  la 
corte,  y  obtenida  inmediatamente  una  audiencia  de  la  Reina, 
logró  por  fin  el  tan  deseado  beneplácito,  contribuyendo  al  buen 
éxito  varios  personajes  entusiastas  amigos  de  Colón,  y  especial- 
mente Alonso  de  Quintanilla,  Luis  de  Santángel  y  la  Marquesa 
de  Moya,  dama  ilustre,  amiga  inseparable  y  confidente  de  la 
Reina  Católica. 

Colón  se  dirigió  á  la  corte  á  tiempo  de  presenciar  la  rendición 
de  Granada;  obtuvo  subsidios  y  las  órdenes  necesarias  para 
habilitar  las  carabelas  que  había  de  llevar  en  su  viaje,  y  después 
de  desarrollar  de  nuevo  sus  planes  ante  los  Reyes,  mejor  dis- 
puestos á  oirle,  sobre  todo  Fernando,  después  del  importantí- 
simo triunfo  conseguido  con  la  terminación  de  la  guerra  de 


—  i6  — 

Granada,  recibió  de  ambos  Monarcas  inequívocas  muestras  de 
aprecio. 

Sin  embargo,  las  pretensiones  de  Colón  parecieron  exor"bi- 
tantes,  sobre  todo  la  de  ser  nombrado  Virrey  y  Capitán  general 
de  las  tierras  que  descubriese,  con  la  décima  parte  délas  rentas 
que  produjeren. 

El  Rey  Fernando  no  se  avino  de  ningún  modo  á  suscribir  á 
tal  exigencia,  y  estas  cláusulas,  á  las  cuales  daba  Colón  gran 
importancia,  como  la  tenían  realmente,  estuvieron  á  punto  de 
ocasionar  la  ruptura  de  las  capitulaciones,  y  entretanto,  profun- 
damente disgustado  el  ilustre  genovés,  y  decidido  á  no  ceder 
ni  un  ápice  de  los  derechos  y  preeminencias  que  creía  le  eran 
debidos,  y  que  no  podían  sufrir  los  nobles  castellanos  se  conce- 
diesen á  un  advenedizo  y  obscuro  navegante  extranjero,  se 
marchó  apresuradamente  de  Granada  con  intención  de  recoger 
á  su  hijo  en  Andalucía  y  ponerse  en  viaje  para  Francia  ó  Ingla- 
terra. 

Pero  la  Providencia  divina  no  permitió  que  la  gloria  del  des- 
cubrimiento fuera  de  otra  nación  que  España,  y  en  sus  altos 
designios  dispuso  que  el  conflicto  se  arreglase  satisfactoria- 
mente. 

Luis  de  Santángel,  Contador  mayor  de  Aragón,  defendió  á 
Colón  calurosamente,  y  dijo  que  si  sus  pretensiones  eran  gran- 
des, grandes  eran  también  los  beneficios  que  se  iban  á  reportar 
por  su  medio. 

Isabel,  lejos  de  ofenderse  por  estas  razones,  las  aceptó  en 
todo  su  verdadero  valor,  y  sin  consultar  más  que  á  su  corazón 
nobilísimo,  tomó  sobre  sí  la  empresa,  por  la  corona  de  Castilla, 
obligándose  á  empeñar  sus  alhajas  si  el  real  Erario  no  contaba 
con  fondos  suficientes  para  sufragarlos  gastos  de  la  expedición. 

Colón  que  aun  se  hallaba  á  pocas  leguas  de  Granada,  volvió 
á  la  corte  para  asentar  definitivamente  las  capitulaciones  ante 
los  Reyes. 

Formalizado  por  fin  este  acto  importante,  marchó  á  Huelva 
para  preparar  las  tres  carabelas  que  habían  de  salir  de  Palos. 


—  17  — 

Ya  no  era  aquel  pobre  pretendiente  genovés  despreciado  por 
muchos  y  comprendido  por  muy  pocos,  sino  el  procer  de  Cas- 
tilla D.  Cristóbal  Colón,  Almirante  de  las  Indias  y  del  Océano, 
presunto  Virrey  y  Capitán  general  de  las  tierras  que  iba  á  descu- 
brir. El  obscuro  apellido  del  Colombo  italiano  fué  reemplazado 
desde  entonces  para  siempre  por  el  glorioso  del  Colón  caste- 
llano. 

Procedió  el  Almirante  á  activar  el  armamento  y  á  reclutar  la 
gente  de  mar,  con  ayuda  de  sus  amigos  de  Huelva  y  Palos,  y 
principalmente  del  P.  Fr.  Juan  Pérez  y  de  Martín  Alonso  Pin- 
zón, cuya  influencia  como  naviero  y  capitán  de  fama  y  expe- 
riencia era  mucha  entre  los  marineros  de  aquellas  playas. 

No  consta  de  una  manera  fehaciente  que  Martín  Alonso 
hubiese  prestado  además  auxilio  monetario  á  D.  Cristóbal,  y 
en  los  escritos  que  se  conservan  de  éste  no  se  encuentra  nada 
que  dé  alguna  luz  sobre  ese  extremo. 

Por  el  contrario,  en  el  testamento  y  codicilo  del  Almirante 
se  lee  lo  siguiente: 

«El  Rey  y  la  Reina  nuestros  señores,  cuando  yo  les  serví  con 
las  Indias;  digo  serví,  que  parece  que  yo,  por  la  voluntad  de 
Dios  N.  S.,  se  las  di  como  cosa  que  era  mía,  puédolo  decir  por- 
que importuné  á  S.  S.  A.  A.  por  ellas,  las  cuales  eran  ignotas  é 
abscondido  el  camino  á  cuantos  se  fabló  dellas,  é  para  las  ir  á 
descubrir  allende  de  poner  el  aviso  y  mi  persona  S.  S.  A.  A.  no 
gastaron  ni  quisieron  gastar  para  elUo,  salvo  un  cuento  de  mara- 
vedís, é  á  mí  fué  necesario  de  gastar  el  resto.» 

A  continuación  del  testamento  y  codicilo  siguen  la  memoria 
ó  apuntación,  de  mano  del  Almirante,  pero  no  menciona  en  ella 
á  Pinzón  ni  hay  rastro  de  que  éste  ó  su  familia  hayan  reclamado 
después  dinero  alguno  facilitado  para  el  armamento  de  las  cara- 
belas. 

Por  lo  demás,  es  muy  probable  que  haya  tenido  que  recurrir 
á  la  familia  de  Enríquez  de  Córdoba,  á  los  Pinzones  y  á  otras 
personas  acaudaladas  de  Palos  y  de  Huelva;  pero,  dado  que 
existiesen  semejantes  compromisos,  sin  duda  fueron  satisfechos 
religiosa  y  puntualmente  por  Colón,  sin  mediar  contrato  escrito, 
por  no  ser  necesario,  y  porque  no  dejaría  pasar  mucho  tiempo 
sin  saldar  sus  cuentas  pendientes. 


—  i8  — 

Era  un  viernes,  el  3  ae  Af>osto  de  1492,  cuando  después  de 
haber  confesado  y  comulgado  devotamente  todos  los  que  se 
embarcaron  en  la  nao  Santa  María  y  en  las  carabelas  Pinta  y 
JViña,  dejaron  el  puerto  de  Palos. 

El  Almirante  D.  Cristóbal  Colón,  al  frente  de  un  centenar  de 
hombres,  que  en  él  tenían  fijas  sus  miradas,  los  unos  con  envi- 
dia, los  más  dudosos  del  éxito,  y  los  menos  obedientes  y  respe- 
tuosos, debía  hallarse  en  una  situación  de  tal  modo  excep- 
cional, que  no  encuentro  expresiones  para  dar  siquiera  una 
ligerísima  idea  de  ella. 

Todo  aquel  que  haya  leído  con  detenimiento  el  Diario  del 
Almirante,  redactado  con  la  proverbial  sencillez  de  esa  clase 
de  documentos,  ha  debido  forzosamente  llenarse  de  admira- 
ción, al  considerar  la  osadía,  la  constancia  y  la  fe  inquebranta- 
bles, con  que  aquel  grande  hombre  y  los  héroes  que  con  él  par- 
ticiparon de  la  gloria  del  primer  viaje  transatlántico  hacia  el 
Oeste,  dieron  cima  á  su  arriesgada  empresa. 

¿Quién  al  llegar  á  los  acaecimientos  del  día  1 1  de  Octubre 
de  1492  no  siente  latir  su  corazón  á  impulso  del  más  noble  en- 
tusiasmo, figurándose  el  momento  en  que  el  Almirante  ve  aque- 
lla luz  que  va  de  un  lado  á  otro? 

¿Y  cuando  la  Pinta ,  adelantándose  por  ser  más  velera,  dis- 
para el  cañonazo  indicador  de  tierra ? 

La  imaginación  se  transporta  á  aquellos  ya  remotos  tiempos, 
y  con  un  poco  de  esfuerzo  se  representa  el  teatro  de  aquella 
escena  tierna  y  conmovedora,  única  en  su  género. 

Al  navegante  más  que  á  otro  alguno,  al  conocedor  de  los  paí- 
ses descubiertos  por  Colón,  es  al  que  con  justo  derecho  perte- 
nece la  facultad  de  apreciar  con  exactitud  los  hechos  tales  como 
pasaron,  y  de  darse  cuenta  en  cierto  modo  de  lo  que  pensarían 
los  admirados  marinos  al  contemplar  el  Nuevo  Mundo  que,  poco 
á  poco,  y  como  por  ensalmo,  se  iba  desarrollando  ante  sus  ojos. 

¡Loor  eterno  al  inmortal  Colón,  que  fué  el  primero  que  uti- 
lizó con  éxito  la  brújula  ó  aguja  náutica,  para  guiarse  en  la  na- 
vegación de  altura,  hasta  descubrir  tierra  ^ot  poniente/ 

¡Loor  eterno  también  á  los  hermanos  Pinzón,  que  le  ayuda- 
daron  en  su  colosal  empeño,  contribuyendo  con  sus  personas, 
sus  deudos  y  sus  bienes! 


—  19  — 

Mas  no  olvidemos  á  la  reina  Isabel  de  Castilla,  esa  gran  figura 
de  la  Historia,  esa  santa  mujer,  orgullo  de  su  sexo  y  gloria  de 
nuestra  patria,  que  fué  el  ángel  tutelar  de  Colón. 

La  idea  del  descubrimiento  de  ias  Indias  occidentales  fué, 
sin  duda  alguna,  del  insigne  genovés,  y  por  ella  trabajó  sin  des- 
canso uno  y  otro  día. 

Pero  el  hecho  mismo  del  descubrimiento,  en  cuanto  á  su  po- 
sibilidad, se  debe  á  la  excelsa  Princesa,  que,  á  ser  preciso,  hu- 
biera sacrificado  sus  joyas  todas  para  costear  los  gastos  de  la 
expedición. 

Sin  el  genio  de  Colón  no  se  hubiera  pensado  en  tal  empresa, 
en  aquella  época  por  lo  menos. 

Sin  el  corazón  de  Isabel  no  se  hubiese  llegado  á  poner  en 
práctica  en  mucho  tiempo. 

El  extracto  del  Diario  de  navegación  del  primer  viaje  de  Co- 
lón, escrito  muchos  años  después  por  Fr.  Bartolomé  de  Las 
Casas,  con  presencia  de  los  datos  más  fidedignos  y  principal- 
mente de  una  copia  de  la  Hisioria  de  Colón  que  el  hijo  de  éste, 
D.  Fernando,  publicó  á  principios  del  siglo  xvi,  es  la  fuente  á 
que  han  tenido  que  acudir  sin  remedio  todos  los  que  se  han 
ocupado  del  descubrimiento  de  las  Indias  occidentales,  tanto 
los  españoles  como  los  extranjeros. 

Es  verdad  que  por  no  haber  sido  Las  Casas  testigo  de  vista  y 
por  no  conocer  muchos  de  los  lugares  descritos  por  el  Almi- 
rante, ni  entender  de  cosas  de  mar,  ha  debido  incurrir  segura- 
mente en  no  pocas  equivocaciones;  pero  así  y  todo  no  es  posi- 
ble negar  que  ese  venerable  documento,  tal  como  ha  llegado 
hasta  nosotros,  es  la  guía  mejor  que  existe  para  seguir  paso  á 
pasólos  incidentes  del  primer  viaje  transatlántico  hacia  el  Oeste, 
y  averiguar  cuáles  fueron  los  sitios  que  visitaron  en  su  expedi- 
ción aquellos  intrépidos  navegantes. 

Otra  dificultad,  que  es  común  á  todos  los  códices  y  papeles 
antiguos,  es  descifrar  las  palabras,  bárbaras  unas,  abreviadas 
otras  caprichosamente  y  escritas  las  más  con  mala  ortografía,  y 
no  siempre  del  mismo  modo. 

No  es  de  extrañar,  pues,  que  á  pesar  del  exquisito  esmero 
con  que  D.  Martín  Fernández  de  Navarrete,  y  antes  D.  Juan 
Bautista  Muñoz,  trataron  de  interpretar,   como  debe   enten- 


20    — 


derse,  el  extracto  del  Diario  de  navegación  citado,  no  hayan 
conseguido  asentar  con  certeza  completa  la  situación  de  los  dos 
hechos  culminantes  de  ese  viaje,  á  saber,  cuál  fué  la  primera 
tierra  descubierta  por  Colón,  y  cuál  el  punto  á  donde  llegó  en 
la  isla  de  Cuba. 

Un  dato  se  conserva  de  la  mayor  importancia,  respecto  á  la 
primera  tierra  visitada  por  Colón,  y  es  el  nombre  que  le  daban 
los  indios. 

En  el  Diario  del  Almirante,  en  sus  cartas  y  en  las  distintas 
relaciones  de  aquel  notable  acontecimiento,  consta  de  una  ma- 
nera indudable  que  se  llamaba  Giianahani^  la  isla  á  que  puso 
Colón  San  Salvador.  Por  desgracia  los  graves  cuidados  de  la 
instalación  en  la  isla  Española,  el  interés  creciente  que  inspi- 
raban las  nuevas  y  extensas  regiones  descubiertas,  hicieron  ol- 
vidar aquella  pequeña  isla,  alejada  por  otra  parte  del  centro 
principal  del  movimiento,  y  sólo  quedaron  de  ella  vagos  recuer- 
dos, noticias  incompletas  y  el  nombre  que  tenía  entre  los  indí- 
genas lucayos. 

Entretanto,  pasada  la  fiebre  de  los  primeros  momentos,  y 
mucho  después  han  ido  ocupándose  los  escritores  nacionales  y 
extranjeros  en  la  noble  empresa  de  completar  las  noticias  que 
se  tenían  de  la  derrota  de  Colón,  á  fin  de  seguirla  hasta  el  tér- 
mino de  su  primer  viaje,  sin  omitir  ninguna  circunstancia  de 
interés. 

Desde  entonces,  historiadores  y  geógrafos,  hombres  de  cien- 
cia, eruditos  académicos,  infatigables  bibliófilos  y  marinos  ilus- 
tres, han  dedicado  largas  vigilias  al  estudio  de  los  anales  coetá- 
neos, á  registrar  papeles  viejos  y  escudriñar  Hbros  referentes  á 
la  historia  de  los  primeros  establecimientos  en  el  Nuevo  Mundo, 
y  hasta  en  hacer  excursiones  marítimas,  á  fin  de  conseguir  que 
cesara  de  una  vez  la  incertidumbre,  respecto  á  los  puntos  cues- 
tionables. 

Entre  los  extranjeros,  corresponde  la  primacía  al  sabio  histo- 
riador anglo-americano,  Washington  Irving,  quien,  después  de 
haber  permanecido  varios  años  en  España  consagrado  al  estu- 
dio de  nuestras  costumbres,  procuró  aumentar  el  caudal  de  sus 
conocimientos  históricos  con  las  noticias  que  halló  en  nuestros 
archivos  y  bibliotecas,  publicó  en  1828  la  Historia  de  la  vida 


;i  — 


y  de  Jos  viajes  de  Cristóbal  Colón ^  quizá  la  mejor  que  se  co- 
noce, y  no  contento  con  eso,  dirigió  una  exploración  á  las  islas 
Lucayas  y  á  la  isla  de  Cuba,  para  dar  á  su  obra  todas  las  garan- 
tías posibles  de  exactitud. 

Según  la  hipótesis  admitida  por  Irving,  la  isla  Cat  (ó  del  Gato) 
es  la  misma  que  Colón  denominó  San  Salvador^  y  por  eso  en 
muchas  cartas  y  mapas  se  la  designó  por  ese  nombre,  y  gene- 
ralmente por  el  de  isla  grande  de  San  Salvador. 

Siguen  la  opinión  de  W.  Irving  los  alemanes  Campe  y  Hum- 
boldt,  el  laborioso  geógrafo  cubano  D.  José  María  de  la  Torre, 
el  economista  La  Sagra  y  otros. 

Merece  lugar  preferente,  entre  los  españoles,  el  infatigable 
D.  Juan  Bautista  Muñoz,  quien  con  grande  laboriosidad,  exacto 
juicio  y  sin  igual  constancia,  se  dedicó  á  reunir  multitud  de 
piezas  manuscritas,  que  por  desgracia  no  tuvo  tiempo  para  co- 
leccionar por  completo,  y  dio  á  la  estampa  en  1793  el  primer 
tomo  de  su  Historia  del  Nuevo  Mundo  ^  en  la  cual  hace  una 
exposición  sencilla,  clara  y  ajustada  fielmente  á  la  verdad  de 
los  hechos  principales  del  descubrimiento. 

El  erudito  historiador  anglo  americano  Henry  Harrise  se  ex- 
presa en  estos  términos,  al  hacer  la  biografía  de  Muñoz: 

«El  resultado  de  sus  investigaciones  fué  una  colección  consi- 
derable de  copias  de  los  siglos  xv,  xvi  y  xvii,  preciosamente 
escogidas.  Se  encuentran  también  copiosos  índices  de  los  ma- 
nuscritos que  se  conservaban  en  las  principales  colecciones  de 
la  Península;  con  auxilio  de  estas  piezas  escribió  Muñoz  el  pri- 
mer volumen  de  su  Historia  del  Nuevo  Mundo.  Esta  historia 
no  es  un  tejido  de  frases  huecas  y  de  afirmaciones  atrevidas. 
Por  el  contrario,  se  nota  un  concienzudo  estudio  de  los  oríge- 
nes con  estilo  sobrio,  imparcialidad  y  sangre  fría,  y  para  la 
época  y  el  país,  crítica.» 

Don  Francisco  de  Varnhagen  dice  también: 

«Juan  Bautista  Muñoz,  el  grande  historiador  de  Indias,  infe- 
lizmente malogrado  antes  de  haber  legado  á  la  posteridad  todo 
el  fruto  de  sus  vigilias,  después  de  haber  reunido  en  muchos 
archivos  y  con  mucha  diligencia  el  grande  aparato  de  documen- 
tos, de  los  cuales  la  publicación  de  una  pequeña  parte  vino  á 
establecerla  reputación  de  Navarrete,  Juan  Bautista  Muñoz, 


decíamos,  reconociendo  que  á  la  San  Salvador  de  las  cartas  fal- 
taban condiciones  para  poder  ser  aceptada  por  la  isla  á  que  Co- 
lón dio  este  nombre,  según  las  indicaciones  de  su  derrotero,  se 
decidió  á  considerar  como  tal  á  la  isleta  que  en  las  antiguas  car- 
tas españolas  se  nombra  Giianimá  y  hoy  se  dice  Watling.» 

Y  añade  más  abajo:  «Navarrete  pretendió  sustituir  la  Wat- 
ling nada  menos  que  con  una  de  las  Turcas.» 

En  efecto;  sin  razón  plausible  y  con  ligereza  imperdonable 
en  un  hombre  tan  eminente  como  era  el  sabio  marino  y  aca- 
démico D.  Martín  Fernández  de  Navarrete,  quiso  que  Colón 
hubiese  ido  á  dar  con  la  isla  más  al  Norte  del  grupo  de  las 
Turcas,  idea  que  no  puede  aceptarse  en  manera  alguna  ante 
un  examen  imparcial. 

Pero  es  aún  más  extraño  que  De  Varnhagen,  que  critica  á 
Navarrete  por  su  equivocada  creencia,  caiga  en  un  error  seme- 
jante, tomando  por  la  Guanahaní  la  Mayaguana  ó  Mari- 
guana^ como  hoy  se  llama. 

La  opinión  de  Muñoz  prevalece  en  el  día,  y  con  gusto  debo 
consignar  aquí,  como  prueba  de  este  aserto,  que  en  el  derrotero 
de  las  Antilllas,  publicado  en  Madrid  en  1890,  se  lee  lo  siguiente 
(pág.  805):  «La  isla  Watling  ó  San  Salvador,  que  reúne  las  ma- 
yores probabilidades  de  ser  la  primera  tierra  que  pisó  Colón  en 
el  Nuevo  Mundo » 

Conviene  también  advertir  que  en  las  cartas  españolas  se  da 
el  nombre  de  isla  grande  de  San  Salvador  á  la  del  Gato  ó  Cat 
de  los  Ingleses,  y  el  de  San  Salvador  también  á  la  de  Watling. 

Por  ser  pertinente  á  mi  propósito,  voy  á  copiar  aquí  lo  que  se 
lee  en  la  página  533  y  siguientes  del  primer  tomo  de  la  gran- 
diosa obra  titulada  Cristóbal  Colón^  que  acaba  de  dar  á  luz  el 
ilustrado  cuanto  modesto  Director  de  la  Real  Academia  Sevi- 
llana de  Buenas  Letras,  D.  José  María  Asensio: 

«Hase  discutido  y  continúa  discutiéndose  con  grande  em- 
peño en  todas  partes,  pero  muy  especialmente  por  la  Sociedad 
Hidrográfica  que  en  Washington  dirige  Mr.  Patterson,  cuáles 
fueron  los  primeros  puntos  de  las  Antillas  que  visitó  Colón,  y 
sobre  todo,  cuál  de  aquellas  islas  es  la  famosa  Guanahaní^  que 
el  bautizó  con  el  nombre  de  San  Salvador.  Ni  Hernando  Co- 
lón, ni  Las  Casas,  ni  Herrera,  la  determinaron  con  precisión  y 


2^    


exactitud.  Don  Juan  Bautista  Muñoz,  que  reparó  esafalta,  dióse 
á  creer  y  asegurar  que  la  verdadera  Guanahani  era  la  isla 
Watling,  de  cuatro  leguas  de  extensión,  y  que  está  situada  á 
quince  al  E.  de  la  isla  del  Gato  (Cat  island  de  los  ingleses),  que 
es  la  llamada  San  Salvador  y  la  tenida  generalmente  por  Gua- 
nahani. Vino  después  el  Sr.  Navarrete,  y  apoyado  en  el  pode- 
roso testimonio  del  teniente  de  fragata  D.  Miguel  Moreno,  el 
cual  acompañó  al  almirante  Churruca  en  su  expedición  cientí- 
fica en  las  Antillas  á  fines  del  siglo  anterior,  sostiene  que  la  ver- 
dadera Gitatiahaní  tsXdi  isla  del  Gran  Turco  ^  pequeño  islote 
de  una  legua  de  extensión  al  E.  del  banco  llamado  Los  Caicos 
en  el  paralelo  21°  5. 

»Pero  viene  Washington  Irving,  y  guiado  por  la  pericia  de 
un  marino  anglo-americano,  combate  victoriosamente  la  aser- 
ción de  Navarrete  y  restituye  su  derecho  de  primogenitura  á 
San  Salvador  la  Gránele.  Abre  esto  nuevas  discusiones  é  in- 
vestigaciones; y  de  una  parte  Varnhagen,  de  otra  el  comodoro 
Owen,  y  por  último,  el  capitán  Becher,  contienden,  preten- 
diendo el  primero  que  la  verdadera  Guana/ianí  es  la  isla  Ma- 
riguana^ y  que  de  allí  siguió  Colón  el  rumbo  á  las  islas  Crooked 
y  Acklin,  de  ellas  á  la  isla  Larga,  tocando  después  en  la  Exuma 
para  volver  sobre  Long  island  y  Crooked  y  dirigirse  de  aquí 
al  puerto  de  Gibara,  costa  Noroeste  de  Cuba.  Bien  se  ve  en- 
tonces cuáles  de  estás  islas  serían  las  denominadas  por  Colón 
La  Concepción^  Fernandina  é  Lsabela. 

»E1  capitán  Becher  hace  llegar  primero  á  Colón  á  Watling, 
por  haber  el  día  7  de  Octubre  torcido  el  rumbo  al  Sudoeste, 
andando  al  Nordeste  de  la  isla.  De  allí,  circunnavegando  por  el 
Noroeste  de  la  isla,  se  dirigió  á  Cayo  Rum,  que  es  la  isleta  á 
que  por  lo  pequeña  no  da  nombre,  y  le  hace  tocar  en  el  Cabo 
Santa  María  de  la  isla  Larga  (Long  island),  marchar  después  á 
la  isla  Exuma  para  volver  á  Long  island  (isla  Larga),  y  de  allí 
á  la  Boca  de  las  Carabelas,  en  la  isla  de  Cuba. 

»Mr.  G.  V.  Fox  (i  881),  que  es  la  isla  de  Samando  al  Nordeste 
de  los  Cayos,  denominados  Las  Planas,  y  al  Noroeste  de  Ma- 
riguana  el  primer  punto  de  desembarco  de  Colón,  el  cual  se  di- 
rigió al  Sursudoeste,  tocando  en  la  parte  septentrional  de  las  is- 
las Acklin  y  Crooked;  de  allí  al  Oeste,  para  sólo  tocaren  Cabo 


—   24   — 

Verde  de  la  isla  Larga  (Long  island),  retroceder  luego  al  cen- 
tro occidental  de  la  Crooked,  para  de  allí  tomar  el  rumbo  Sur- 
oeste, que  le  llevó  al  puerto  del  Padre,  costa  norte  de  Cuba, 
entre  la  punta  de  Muías  y  el  puerto  de  Nuevitas  del  Príncipe. 

»E1  barón  de  Humboldt,  con  la  valiosa  cooperación  de  Wal- 
kenaer  ha  ilustrado  grandemente  la  cuestión  y  apoyado  fuerte- 
mente la  opinión  de  Irving  con  las  autoridades  y  razones  que 
suministran  los  mapas  é  itinerarios  de  Juan  de  la  Cosa,  Diego 
Ribeiro  y  D.  Juan  Ponce  de  León » 

En  la  misma  obra  se  inserta  una  interesante  carta  del  repu- 
tado cubano  D.  Juan  Ignacio  de  Armas,  de  la  cual  citaré  algu- 
nos trozos:   « verdadero  lugar  del  primer  desembarco  de 

Colón  en  América.  Este  es  la  isla  Watling,  designada  como  tal 
por  D.  Juan  Bautista  Muñoz  desde  1793;  Navarrete  en  1825, 
optó  por  el  Gran  Turco;  W.  Irving  en  1828,  por  la  isla  Cat,  ó 
sea  grande  de  San  Salvador,  que  ya  poseía  generalmente  ese 
crédito  desde  antes  de  Muñoz;  Becher  en  1856,  otra  vez  por 
Watling;  Varnhagen  en  1864,  por  Mariguana;  Fox  en  1881,  por 
Cayo  Atwood 6  Samaná.  Pero  entre  esas  cinco  islas,  sólo  Wat- 
ling corresponde  á  la  descripción  de  Colón.  Según  éste,  Gua- 
na ha  ni  era  una  isla  sin  ninguna  altura,  rodeada  de  un  arrecife 
con  una  gran  laguna  al  medio  y  con  un  buen  puerto  en  su  lado 
norte » 

Así  lo  cree  también  el  Sr.  Leyva. 

No  será  ocioso  añadir  que  el  mismo  Navarrete  tuvo  ocasión 
de  conocer  la  exactitud  de  la  designación  hecha  por  Muñoz. 
En  una  nota  que  dejó  manuscrita  para  añadirla  en  una  edición 
posterior  de  su  libro,  nota  que  reproduce  ü.  Miguel  Rodríguez 
Ferrer  en  su  conocida  obra  sobre  Cuba,  decía  lo  siguiente: 
«Con  bastante  fundamento  D.  Juan  Bautista  Muñoz,  en  su 
Historia  del  Ahuevo  Mundo^  lib.  iii,  pág.  12,  opina  que  la  isla 
GiianaJianí^  primera  que  descubrió  el  Almirante,  era,  en  su 
concepto,  la  isla  Watling.» 

Sostienen  esta  misma  creencia,  de  acuerdo  con  Muñoz,  Pes. 
chel,  el  capitán  Becher,  de  la  Marina  Real  británica,  Mr.  Ma- 
jor,  el  Dr.  Pietschmann  y  el  Sr.  Leyva. 

Por  mi  parte,  debo  añadir  que  antes  de  consultar  los  libros  y 
documentos,  de  los  cuales  he  entresacado  cuanto  he  creído  útil 


—  25  — 

para  ilustrarme  en  la  investigación  que  persigo,  me  hizo  deci- 
dirme en  favor  de  la  isla  Watliug^  la  carta  trazada  por  Juan 
de  la  Cosa  en  1500,  cuyo  original  se  conserva  con  el  mayor  cui- 
dado en  el  Museo  Naval  de  Madrid,  es  un  documento  inapre- 
ciable, no  sólo  por  su  mérito  excepcional,  sino  porque  á  pesar 
de  las  inexactitudes  de  forma  y  dimensiones  de  las  islas  y  costas 
que  trae  dibujadas,  arroja  luz  muy  clara  sobre  algunos  puntos 
dudosos,  y  gracias  á  ella  no  permite  dudar,  á  mi  entender,  acerca 
de  cuál  pudo  ser  la  Giianahani  ó  San  Salvador  de  Colón. 

Hasta  ahora,  los  que  se  han  ocupado  de  esta  carta  ó  mapa, 
inclusos  Muñoz  y  Navarrete,  si  bien  nos  la  representan  como 
un  objeto  curioso  y  de  la  mayor  estimación,  me  parece  que  no 
han  sacado  de  ella  gran  fruto,  quizá  porque  la  falta  de  correc- 
ción del  dibujo  les  haya  movido  á  desechar  su  testimonio,  con- 
siderándolo por  ventura  inadecuado  para  un  estudio  formal. 

Don  Ramón  de  La  Sagra,  en  el  segundo  tomo  de  su  Historia 
de  la  isla  de  Cuba  (París,  1842),  trae  una  copia  calcada  sobre 
la  carta  de  la  Cosa  en  la  parte  concerniente  á  las  tierras  é  islas 
occidentales,  que  me  ha  servido  de  mucho  para  mi  trabajo. 
Confrontando  el  trozo  de  la  carta  de  Juan  de  la  Cosa  con  el  de 
la  moderna  de  las  islas  Lucayas,  se  ve  por  la  situación  respec- 
tiva de  unas  y  otras  islas,  que  la  Guanahaní  no  es  otra  que  la 
Watling;  circunstancia,  á  mi  juicio,  que  constituye  un  argu- 
mento irrefutable,  que  me  confirma  más  y  más  en  mi  opinión. 
Por  eso,  causa  extrañeza  que  De  Varnhagen,  á  pesar  de  la  dis- 
creción y  tino  con  que  aprecia  los  errores  cometidos  por  Ir- 
ving  y  hasta  por  el  mismo  Navarrete,  se  empeñe  en  afirmar  que 
la  isla  Mayaguana,  ó  Mariguana,  es  la  verdadera  Guanahaní,  fun- 
dándose, entre  otras  cosas,  en  una  casual  semejanza  de  nom- 
bres entre  Mayaguana  y  Guanahaní.  Por  cierto  que  no  es  tanta, 
y  al  pronunciar  estas  palabras,  desaparece  con  sólo  recordar 
que  Las  Casas  nos  ha  dejado  consignado  textualmente  que  debe 
cargarse  el  acento  sobre  la  última  sílaba.  Más  parecido  hay  en- 
tre Guanimá  y  Guanahaní,  siendo  de  advertir  que  algunos  han 
nombrado  por  la  primera  á  la  Watling.  De  todos  modos,  aque- 
lla pretendida  semejanza  tendría  algún  valor,  si  en  la  carta  de 
Juan  de  la  Cosa  no  estuviesen  la  Mayaguana  y  la  Guanahaní 
designadas  con  sus  denominaciones  indígenas  simultáneamente. 


—    20 


Juan  de  la  Cosa  no  ha  podido  equivocarse  respecto  á  la  ver- 
dadera Guanahaní:  hizo  con  Colón  los  dos  primeros  viajes;  el 
primero  en  la  nao  Santa  María  ^  de  la  cual  era  maestre  y  dueño, 
y  el  segundo  como  capitán  y  maestro  de  hacer  cartas. 

Fué,  pues,  testigo  presencial  y  era  considerado  como  el  más 
hábil  piloto  de  su  tiempo,  y  muy  diestro  en  el  trazado  de  cartas 
y  mapas.  Basta  con  la  muestra  que  de  su  habilidad  nos  queda 
para  admirar  la  delicadeza,  la  minuciosidad  y  la  perfección  re- 
lativa conque  está  ejecutado  el  trabajo,  dadas  la  época  y  los 
conocimientos  que  se  alcanzaban  entonces. 


II. 


Con  deliberado  intento  he  dejado  para  lo  último  el  examen 
del  Diario  de  Colón,  por  lo  mismo  que  es  la  fuente  única,  por 
decirlo  así,  de  la  cual  proceden  cuantas  opiniones  existen  acerca 
de  las  primeras  tierras  descubiertas  en  el  Nuevo  Mundo. 

Paso  por  alto  las  peripecias  de  la  salida  del  puerto  de  Palos 
el  día  3  de  Agosto,  de  la  llegada  á  las  Canarias  y  la  navegación 
con  rumbo  al  Oeste;  pero  antes  de  seguir  adelante,  voy  á  trans- 
cribir lo  que  trae  dicho  documento,  acerca  de  un  punto  capital, 
que  conviene  tener  presente: 


«Jueves  13  Setiembre En  este  día,  al  comienzo  de  la  no- 
che las  agujas  noruesteaban  y  á  la  mañana  noruesteaban  algún 
tanto.» 

«Lunes  17  Setiembre Hallaron  (los  pilotos)  que  las  agujas 

noruesteaban  una  gran  cuarta  y  temían  los  marineros  y  estaban 
apenados,  etc.» 


—    2- 


Fué  por  primera  vez  notado  por  Colón  el  13  de  Septiembre 
de  1492  que  la  aguja  magnética,  en  lugar  de  dirigirse  hacia  la 
estrella  polar  ó  muy  próximamente  al  Norte  verdadero,  decli- 
naba para  el  Oeste.  Aquel  grande  hombre  disimuló  su  inquietud 
al  observar  un  fenómeno  que  era  desconocido  á  los  cosmógra- 
fos de  la  época,  y  después  de  explicarlo  á  su  manera,  hizo  lo 
posible  para  tranquilizar,  no  sólo  á  los  rudos  é  indoctos  marine- 
ros, sino  también  á  los  expertos  pilotos  y  á  los  hombres  más 
ilustrados  de  entre  sus  compañeros  de  viaje. 

En  efecto;  por  entonces,  sobre  la  costa  de  Portugal,  hacia 
las  Canarias,  debía  ser  poco  sensible  la  variación  de  la  aguja  en 
el  sentido  oriental,  pues  que  en  el  siglo  xvi  era  ya  casi  nula. 
Según  las  observaciones  hechas  posteriormente  y  la  marcha  ad- 
mitida para  la  oscilación  secular  de  la  aguja  magnética,  su 
declinación  sería  probablemente  de  unos  20°  NO.  en  las  inme- 
diaciones de  las  islas  Lucayas,  cuando  Colón  las  descubrió,  cir- 
cunstancia que  conviene  no  echar  en  olvido,  pues  que  explica 
las  inexactitudes  que  se  registran  en  las  demoras  y  rumbos  de 
que  se  hace  mención  en  el  Diario  del  Almirante,  en  su  travesía 
por  entre  las  islas  y  cayos  que  describe: 

Dice  más  adelante: 

«Martes  9  de  Octubre Navegó  al  Sudueste,  anduvo  cinco 

leguas:  mudóse  el  viento  al  Oueste  cuarta  al  Norueste  y  anduvo 
cuatro  leguas;  después  con  todas  once  leguas  de  día  y  á  la  no- 
che veinte  leguas  y  media:  contó  á  la  gente  diez  y  siete  leguas. 
Toda  la  noche  oyeron  pasar  pájaros.» 

«Miércoles  10  de  Octubre.  Navegaron  al  Ouesudueste,  an- 
duvieron á  diez  millas  por  hora  y  á  ratos  á  doce,  y  algún  rato  á 
siete  y  entre  día  y  noche  cincuenta  y  nueve  leguas:  contó  á  la 
gente  cuarenta  y  cuatro  leguas  no  más.  Aquí  la  gente  ya  no  lo 
podía  sufrir:  quejábase  del  largo  viaje;  pero  el  Almirante  los 
esforzó  lo  mejor  que  pudo,  dándoles  buena  esperanza  de  los 
provechos  que  podrían  haber.  Y  añadían  que  por  demás  era 
quejarse,  pues  que  él  había  venido  á  las  Indias  y  que  así  lo  ha- 
bía de  proseguir  hasta  hallarlas  con  el  ayuda  de  nuestro  Señor.» 

«Jueves  II  de  Octubre.  Navegó  al  Ouesudueste,  tuvieron 
mucha  mar,  más  que  en  todo  el  viaje  habían  tenido 

»Después  del  sol  puesto,  navegó  su  primer  camino  al  Oueste: 


—    28    — 

andarían  doce  millas  cada  hora  y  hasta  dos  horas  después  de 
media  noche,  andarían  noventa  millas,  que  son  veinte  y  dos  le- 
guas y  media El  Almirante  á  las  diez  de  la  noche ,  estando  en 

el  castillo  de  popa,  vido  lumbre,  aunque  fué  cosa  tan  cerrada 
que  no  quiso  afirmar  que  fuese  tierra,  pero  llamó  á  Pero  Gu- 
tiérrez, repostero  destrados  del  Rey  é  díjole  que  parecía  lum- 
bre, que  mirase  él  y  así  lo  hizo  y  vídola Después  que  el  Al- 
mirante lo  dijo,  se  vido  una  vez  ó  dos,  y  era  como  una  candelilla 

de  cera  que  se  alzaba  y  levantaba el  Almirante  tuvo  por 

cierto  estar  junto  á  la  tierra » 


Los  indicios  de  la  cercanía  de  tierra  eran  cada  vez  más  fre- 
cuentes. 

Hacía  tres  días  que  millares  de  pajarillos,  á  quienes  la  corte- 
dad de  sus  alas  no  permitía  alejarse  mucho  de  las  costas,  vola- 
ban hacia  el  Oeste;  además  habían  cogido  en  el  mar  los  ma- 
rineros un  arbusto  cubierto  de  un  fruto  encarnado,  todavía 
fresco,  y  los  vientos  ya  no  eran  tan  constantes  como  en  el  ancho 
Océano.  Todo,  pues,  se  aunaba  para  presagiar  que  se  llegaba 
por  fin  al  término  de  aquella  larga  y  penosa  navegación,  y  de 
que  Colón  iba  á  recibir  el  premio  de  su  constancia  heroica. 

Era  tal  la  certidumbre  que  tenía  el  Almirante  de  la  proximi- 
dad de  la  tierra,  que,  al  anochecer  del  ii,  tomó  todas  las  pre- 
cauciones propias  de  los  navegantes  experimentados  en  tales 
casos.  Recomendó  la  mayor  vigilancia  á  los  hombres  de  servi- 
cio, y  mandó  acortar  de  vela,  para  evitar  un  choque  posible 
con  la  tierra  durante  la  noche. 

No  se  puede  afirmar  que  la  luz  que  creyó  ver  el  Almirante,  y 
con  él  Pero  Gutiérrez,  existiese  realmente,  aunque  pudo  ser 
muy  bien  alguna  hacha  resinosa  que  llevasen  en  una  canoa; 
pero  quizá  sólo  fué  una  ilusión  muy  natural  en  el  ansioso  deseo 
del  Almirante,  cosa  que  por  otra  parte  es  muy  frecuente  en  la 
mar. 

¡Cuántos  no  han  creído  ver  distintamente  la  luz  de  un  faro 
que  esperaban  divisar  en  una  noche  obscura! 


—   29   — 

Durante  toda  la  noche  se  mantuvieron  desvelados  oficiales  y 
marineros,  y  todos  los  tripulantes  en  fin,  en  la  mayor  agitación 
y  sin  dejar  de  mirar  al  horizonte  por  la  parte  del  Oeste,  recor- 
dando la  promesa  de  diez  mil  maravedís  hecha  por  los  Reyes 
Católicos  para  el  primero  que  descubriese  la  tierra. 

La  Pinta  iba  delante  por  ser  más  velera.  De  improviso,  á  las 
dos  de  la  madrugada,  Rodrigo  de  Triana,  que  se  hallaba  en  la 
proa  de  aquella  carabela,  mandada  por  Martín  Alonso  Pinzón, 
lanza  el  grito  de  ¡Tierra!  ¡Tierra  por  la  proa!  y  un  cañonazo 
anuncia  tan  fausta  nueva  á  la  Niña  y  á  la  Santa  María. 

Todos  á  porfía  claman  á  una  voz  ¡Tierra!  ¡Tierra!  y  los  cora- 
zones de  aquellos  fatigados  navegantes  se  ]len;-n  de  franca 
alegría. 

Sin  embargo,  aleccionados  por  las  decepciones  sufridas  otras 
veces,  aguardaron  con  cierta  inquietud  la  venida  de  la  aurora 
para  asegurarse  bien  de  que  no  se  equivocaban. 

Las  tinieblas  se  disipan  poco  á  poco,  y  aparece  por  fin,  ante 
los  admirados  ojos  de  aquellos  hombres  curtidos  por  la  ruda 
profesión  del  marino,  una  isla  rasa  cubierta  de  verdura. 

Todos  caen  de  rodillas,  y  dirigiendo  sus  ojos  al  cielo,  pri- 
mero, y  después,  como  en  son  de  arrepentimiento,  al  Almirante, 
poseídos  de  fervor  y  unción  religiosa,  entonaron  un  Te  Deiim, 
expresión  sincera  de  la  fe  que  entonces  los  dominaba. 


« Pusiéronse  á  la  corda  (al  pairo),  temporizando  hasta  el 

viernes,  que  llegaron  á  una  isleta  de  los  lucayos,  que  se  llamaba 

en  lengua  de  indios  Guanahaní está  Lesteoueste  con  la  isla 

de  Hierro....  Esta  isla  es  bien  grande  y  muy  llana  y  de  árbo- 
les muy  verdes  y  muchas  aguas,  y  una  laguna  en  medio,  muy 
grande.  (Sábado  13  de  Octubre.) 


Esta  isla  no  puede  ser  otra  que  la  Watling,  según  se  com- 
prueba por  la  inspección  de  la  carta  de  Juan  de  la  Cosa;  y 
Colón  debió  fondear  cerca  de  la  punta  SO.  de  ella,  por  el  rumbo 
que  iba  haciendo. 


—  30  — 

La  Watling  está  al  S.,  84°  O.  de  la  isla  de  Hierro,  y  tiene,  en 
efecto,  una  laguna  grande  en  medio  y  otras  más  pequeñas.  Pue- 
den consultarse  la  carta  de  las  Lucayas  y  el  derrotero  de  las 
Antillas  (pág.  805)  publicado  por  el  Depósito   Hidrográfico 

en  1890. 


«Domingo  14  de  Octubre. — En  amaneciendo,  mandé  adere- 
zar el  batel  (bote)  de  la  nao  y  las  barcas  (barquillas)  de  las  cara- 
belas, y  fui  al  luengo  de  la  isla  en  el  camino  del  Nornordeste 
para  ver  la  otra  parte,  que  era  de  la  otra  parte  del  Este,  que 

había temía  ver  una  grande  restinga  de  piedra  que  cerca 

toda  aquella  isla  al  rededor  y  entre  medias  queda  hondo  y 

puerto  para  cuantas  naos  hay  en  toda  la  cristiandad vide  un 

pedazo  de  tierra  que  se  hace  como  isla  aunque  no  lo  es 


Está  todo  conforme  con  la  descripción  de  la  isla  Watling  y 
con  su  bojeo.  El  pedazo  de  tierra  que  parecía  isla,  pudo  ser  el 
Cayo  Blanco,  y  hay  otros  situados  en  poca  agua  por  el  lado  N., 
que  quizá  estuviesen  entonces  unidos  á  la  isla,  y  en  cuanto  al 
puerto,  que  tanto  ha  dado  que  hacer  al  Dr.  Harrise  y  á  otros 
críticos  eruditos,  no  era  ni  más  ni  menos  que  el  abrigo  que 
queda  entre  los  arrecifes  y  la  isla,  donde  se  sondan  de  8  á  16 
brazas,  descrito  con  exageración  por  el  Almirante;  muy  natural 
esta  exageración,  por  otra  parte,  cuando  se  hallaba  entusiasmado 
con  el  nuevo  descubrimiento.  Manifiesta  extrañeza  el  Dr.  Ha- 
rrise de  que  el  primer  día  supiese  Colón  el  nombre  de  la  isla 
descubierta,  y  supone  gratuitamente  que  Guanahaní  es  una 
interpolación  de  Las  Casas.  ¿Qué  tiene  de  particular  que  pre- 
guntasen por  señas  sencillas  á  los  indios  el  nombre  de  aquella 
isla?  Al  contrario,  eso  es  lo  que  debió  habérseles  ocurrido  desde 
luego,  sobre  todo  al  pisar  la  primera  isla  descubierta.  No  insisto 
sobre  este  punto,  y  paso  á  continuar  el  estudio  del  Diario  del 
Almirante. 


—  31   — 

Dejando  Colón,  en  la  amanecida  del  14,  la  nao  y  las  carabe- 
las en  su  fondeadero  al  SO.  de  la  isla  de  Guanahaní,  marchó 
con  los  tres  botes  á  reconocer  la  isla  con  proa  al  NNE.  prime- 
ro por  la  parte  occidental,  y  dando  la  vuelta  por  el  N.,  siguió 
por  la  parte  oriental,  restituyéndose  cuando  ya  no  era  de  día  á 
los  buques. 

Se  desprende  de  aquí  que  la  isla  no  podía  ser  muy  grande; 
así  es  que  las  quince  leguas  de  largo  que  le  da  Las  Casas,  bien 
podrían  ser  solamente  quince  millas,  y  entonces  ya  no  parece- 
ría imposible  que  los  botes  hubiesen  podido  rodearla  en  ocho 
horas,  ó  diez  á  lo  sumo,  de  boga  al  remo.  La  isla  Watling  tiene 
de  largo  unas  doce  millas,  y  no  se  ofrece  dificultad  alguna, 
por  lo  tanto,  á  la  realidad  del  hecho  referido. 

En  la  noche  del  mismo  14  dio  la  vela  el  Almirante,  con  pre- 
caución, de  la  isla  Guanahaní,  que  llamó  de  San  Salvador,  en 
demanda  de  otra  que  le  quedaba  á  cinco  ó  más  leguas  de  dis- 
tancia, de  entre  varias  que  veía. 


« miré  por  la  más  grande  y  aquella  determiné  andar  y  así 

hago  y  será  lejos  desta  de  San  Salvador,  cinco  leguas » 

«Lunes  15  de  Octubre Y  como  la  isla  fuese  más  lejos  de 

cinco  leguas,  antes  será  siete.» 


El  Cayo  Rum  está  á  seis  leguas  de  la  isla  Watling. 


« y  la  otra  derrota  que  yo  seguí  se  corría  Lesteoueste,  y 

hay  en  ella  más  de  diez  leguas ,  á  la  cual  (isla)  puse  nombre 

«Santa  María  de  la  Concepción.» 


—  32  — 

Desde  la  isla  Watlirig  á  la  de  la  Concepción  hay  más  de  diez 
leguas  al  S.  84°  O. 

El  16  de  Octubre  dejó  el  Almirante  la  isla  de  la  Concepción, 
que  así  se  llama  aún  hoy,  y  fué  á  fondear  cerca  de  la  punta  SE. 
(Colón)  de  la  isla  Fernandina,  que  es  la  Cat  de  los  ingleses.  La 
costa  oriental  de  esta  isla  corre  del  NO.  V4  N.  al  SE.  V4  S.  pró- 
ximamente, y  dista  ocho  leguas  de  la  isla  Concepción. 

El  miércoles  17  salió  el  Almirante  costeando  la  isla  Fernan- 
dina (hoy  Cat)  por  su  parte  oriental,  y  al  estar  entre  las  puntas 
(Bird  y  NE.)  más  salientes,  reconoció  un  abra  que  tiene  dos 
islotes;  siguió  algo  más  al  N.,  y  como  se  llamase  el  viento 
del  ONO.,  amolló  en  popa  para  separarse  de  la  tierra,  yendo 
luego  en  demanda  de  la  punta  del  SE.  (Punta  de  Colón),  á 
cuyo  resguardo  fondeó  al  obscurecer  del  18  de  Octubre. 


«Viernes    19   de   Octubre.  —  En   amaneciendo,   levanté   las 

anclas con  la  nao  fui  al  Sueste antes  que  andásemos  tres 

horas,  vimos  una  isla ,  la  cual  nombraron  estos  hombres  de 

San  Salvador  que  yo  traigo,  la  isla  Saometo,  á  la  cual  puse  nom- 
bre la  Isabela » 


Esta  es  la  isla  Larga. 


« y  se  corría  después  la  costa al  oueste,  y  había  en  eMa 

doce  leguas  fasta  un  cabo,  á  quien  yo  llamé  el  Cabo  Hermoso^ 

que  es  de  la  parte  del  Oueste Este  á  quien  yo  digo  Cabo 

Fermoso  creo  que  es  isla  apartada  de  Saometo,  y  aun  hay  otra 
entremedias  pequeña.» 


—  33  ~ 


Este  cabo  Fermoso  es  la  parte  N.  de  la  isla  Extima  ^  que 
demora  al  O.,  doce  leguas  del  Cabo  de  Santa  María  (de  la  isla 
Larga),  y  tiene  cerca  varios  islotes  y  cayos.  No  se  equivocó, 
pues,  el  Almirante  en  su  creencia. 


«Sábado  20  de  Octubre. — y  fallé  todo  tan  bajo  el  fondo 

que  no  pude  entrar  ni  navegar  á  ello y  por  esto  me  deter- 
miné de  me  volver  por  el  camino  que  yo  había  traído  del  Nor- 
nordeste  de  la  parte  del  Oueste  y  rodearla  para  reconocerla.» 


No  pudiendo  Colón  ir  al  SO.  del  cabo  de  Santa  María  (isla 
Larga)  á  causa  de  los  bajos  y  peligros  que  en  efecto  imposibili- 
tan la  navegación  por  ese  paraje,  gobernó  hacia  el  NNE.,  dobló 
la  isla  por  el  N.,  y  barajando  la  costa  del  E.  fué  á  fondear  á  la 
parte  SO.  de  aquélla. 

Se  ha  querido  exigir  en  el  sumario  que  hizo  Las  Casas  del 
Diario  de  Colón,  una  exactitud  tal  en  la  descripción  de  las  pri- 
meras islas  descubiertas,  que  no  dejase  duda  respecto  á  ellas,  y 
claro  está  que  si  así  fuese,  no  habría  tanta  diversidad  de  opinio- 
nes acerca  de  cuál  es  la  «Guanahaní»,  extremo  del  hilo  de  este 
nuevo  laberinto.  En  cambio,  mientras  se  desechaba  por  muchos 
la  isla  Watling,  por  notarse  quizá  alguna  contradicción  aparente 
ó  de  poca  importancia  en  las  palabras  del  Almirante,  se  han 
admitido  en  su  lugar  la  «Cat»,  la  del  «Gran  Turco»,  la  «Mari- 
guana» y  aun  la  «Samaná»,  prescindiendo  de  condiciones  nece- 
sarias y  violentando  otras  de  distancias  y  magnitudes.  Dice  á 
este  propósito  el  Dr.  Harrise,  antes  citado:  «Estas  tres  islas 
(San  Salvador,  la  Concepción  y  la  Fernandina)  aun  no  están 
identificadas.  Las  atribuciones  varían,  según  la  que  se  supone 
Guanahaní.  Si  se  admite  que  esta  última  sea  la  Samaná  actual, 
Santa  María  (Concepción),  sería  Crooked  ó  Acklins,  y  la  Fer- 
nandina'la  isla  Larga.  En  cuanto  á  la  Isabela,  nos  parece 
imposible  reconocerla.  Los  indios  la  llamaban  Saonicto.-^ 

Pues  con  ver  que  con  este  nombre,  ó  con  uno  muy  parecido 

3 


—  34  — 

(Someto),  designa  Juan  de  la  Cosa  en  su  carta  la  isla  que  corres- 
ponde indudablemente  á  la  Larga  actual,  ¿puede  caber  duda  en 
que  sea  esta  la  Isabela  de  Colón? 

¿Y  no  está  patente  también  que  la  Giianahani  no  puede  ser 
distinta  de  la  Watling  de  nuestros  días,  dada  su  colocación  res- 
pecto á  la  Isabela  ó  sea  á  la  isla  Larga? 

En  cuanto  á  la  Concepción,  existe  hoy  una  con  este  nombre 
entre  la  Watling  y  la  Cat,  y  es  probable  que  el  Almirante, 
cuando  decía  las  islas  de  Santa  María  de  la  Concepción  (i6  de 
Octubre),  quisiese  designar  las  dos  que  se  conocen  por  Concep- 
ción y  Cayo  Rum  en  las  cartas  modernas. 

El  Dr.  Harrise  supone  que  Colón  visitó  primero  una  isla 
pequeña,  y  luego  otra  mayor,  para  ponerse  de  acuerdo  con  la 
extensión  que  le  da  Las  Casas,  de  quince  leguas.  He  demostrado 
la  inexactitud  ó  error  de  este  aserto  más  arriba,  y  respecto  á 
que  isleta  signifique  siempre  isla  pequeña,  en  la  relación  del 
Almirante,  voy  á  transcribir  algunos  párrafos  para  que  se  vea  la 
importancia  que  debe  darse  á  ciertas  apreciaciones.  En  los 
acaecimientos  del  i6  de  Octubre  se  lee  de  la  isla  Fernandina: 
es  grandísima.  En  los  del  17:  esta  isla  (Fernandina)  más  peque- 
ña que  no  la  isla  Saometo  (Isabela).  Y  por  último,  en  el  20  de 
Noviembre á  la  isleta  que  llamó  Isabela  (Saometo). 

De  modo,  que  una  isla  conceptuada  como  grandísima,  re- 
sulta, sin  embargo,  menor  que  otra,  tenida  por  isleta. 

Basta  con  este  ejemplo,  elegido  entre  muchos,  para  probar 
que  no  se  pueden  tomar  al  pie  de  la  letra  las  palabras  del  Al- 
mirante (ó  que  se  suponen  ser  de  su  procedencia),  ni  desechar 
tampoco  puntos  de  aparente  contradicción.  Por  eso  creo  firme- 
mente que  sin  la  carta  inapreciable  de  Juan  de  la  Cosa,  bien 
estudiada,  á  pesar  de  sus  inexactitudes,  no  se  hubiese  llegado 
quizá  nunca  á  descifrar  el  enigma  de  la  primera  isla  descubierta 
por  Colón. 

El  Dr.  Harrise,  termina  el  capítulo  que  dedica  al  descubri- 
miento de  tierra  como  sigue:  «Hemos  tratado  de  vencer  la  di- 
ficultad, tomando  como  punto  de  partida  los  elementos  de  dis- 
cusión que  proporcionan  los  relatos  contemporáneos  del  suceso, 
comparándolos  á  las  cartas  más  antiguas.  Sin  embargo,  no 
creemos  haber  resuelto  un  arduo  problema  que  ejercitará  por 


—  35  — 

largo  tiempo  todavía  la  sagacidad  de  los  críticos  y  de  los  histo- 
riadores.» 

Desde  el  20  de  Octubre,  que  fué  el  Almirante  á  fondear  cerca 
del  Cabo  Santa  María  (cabo  del  isleo),  de  la  isla  Larga  (Isabela), 
hasta  el  24  se  ocupó  en  reconocer  aquella  isla,  mayor  que  las 
anteriores  visitadas,  tratando  de  adquirir  noticias,  especial- 
mente sobre  metales  preciosos  y  vegetales  útiles  para  el  co- 
mercio. Los  indios  le  indicaron  que  hacia  el  Sudueste  había 
una  tierra  grande,  donde  encontrarían  oro  y  maderas  ricas,  y 
aunque  el  tiempo  era  desfavorable  por  las  calmas  y  lluvias  rei- 
nantes, determinó  ponerse  en  camino. 

Desde  la  media  noche  del  24  de  Octubre  hasta  las  tres  de  la 
tarde  del  25,  se  mantuvo  á  la  vela  el  Almirante;  pero  tanto  por 
ser  el  viento  con  frecuencia  calmoso,  como  por  la  cerrazón  y 
por  el  temor  de  caer  de  noche  sobre  la  tierra  de  Cuba,  cuya  si- 
tuación y  verdadera  distancia  desconocía,  adelantó  poco  ca- 
mino, y  probablemente  no  pasó  de  una  distancia  directa  de 
quince  leguas  próximamente,  con  rumbo  al  OSO.  Las  islas 
que  vio  deben  ser  los  cayos  que  corren  por  el  veril  oriental  del 
Banco  de  Bahama,  formando  una  cadena  tendida  casi  en  direc- 
ción N.  á  S.,  desde  el  Cayo  Nurse  hasta  la  isla  de  Gran 
Ragged,  que  á  primera  vista  presentan  siete  islas  principales, 
ocupando  una  longitud  de  seis  á  siete  leguas.  Se  denominan 
Ragged  ó  Andrajosas. 

«Viernes  26  de  Octubre.  Estuvo  de  las  dichas  islas  de  la 
parte  del  Sur,  era  todo  bajo,  cinco  ó  seis  leguas,  surgió  por 
allí.» 

Esto  es,  que  se  mantuvo  el  Almirante  con  los  buques  al  Sur 
de  las  islas  ó  cayos,  huyendo  de  los  peligros  y  costeando  los 
bajos,  que  son  numerosos  en  aquellos  parajes.  Notó  el  placer 
de  sonda  que  se  extiende  por  más  de  seis  leguas  hacia  el  S. 
y  debió  fondear  cerca  de  la  isla  Gran  Ragged. 

En  la  amanecida  del  27  de  Octubre,  dejó  el  Almirante  el  fon- 
deadero que  había  elegido  al  sur  de  los  cayos  que  limitan  por 
el  E.  el  gran  Banco  de  Bahama,  y  como  por  los  indios  que 
había  sacado  de  la  isla  San  Salvador  averiguase  la  dirección 
en  que  le  quedaba  la  costa  más  cercana  de  Cuba,  ?  ella  se  diri- 
gió gobernando  al  SSO. 


-  36  - 

Si  este  rumbo  que  trae  el  Diario,  como  es  probable,  era  ver- 
dadero, debió  hacer  en  realidad  otro  más  occidental,  por  causa 
de  la  influencia  de  la  corriente  en  aquel  paraje,  y  si  fuese  el 
magnético,  viene  casi  á  compensarse  la  variación  de  la  aguja, 
que  podría  ser  entonces  allí  NO.  de  15°  á  20",  con  el  arrastre 
hacia  el  O.  producido  por  la  corriente.  En  el  primer  caso  iría 
navegando  en  dirección  SO.  V*  S.,  y  en  el  segundo  SSO.  5° 
S.  próximamente. 

A  contar  desde  la  isla  Ragged  hacia  el  SSO-,  la  tierra  más 
próxima  es  la  costa  comprendida  entre  las  puntas  del  Mangle 
y  Lucrecia,  á  unas  sesenta  millas  de  distancia;  luego  fué  á  reca- 
lar Colón,  seguramente  en  ese  trozo  de  la  costa  septentrional 
de  Cuba. 

Se  vio  la  tierra  al  anochecer  del  mismo  día  27,  y  andadas  diez 
y  siete  leguas  después  de  aguantarse  con  poca  vela  durante  la 
noche,  según  es  costumbre  cuando  se  está  cerca  de  tierra,  los 
buques  fueron  cayendo  insensiblemente  hacia  el  fondo  del  seno 
que  forma  allí  la  costa,  y  por  la  mañana  del  domingo,  28  de  Oc- 
tubre, entraron  en  el  puerto  de  Gibara. 

En  efecto;  no  hay  otro  que  reúna  como  él  las  condiciones 
que  señala  con  claridad  el  sumario  ó  extracto  del  Diario  de  Las 
Casas:  la  costa  inmediata  á  barlovento  y  sotavento  es  hondable, 
limpia  y  pedregosa,  circunstancias  que  no  se  encuentran  en 
ningún  otro  paraje;  la  entrada  es  suficientemente  ancha  para 
voltejear  sin  peligros  de  bajos  ni  otros  inconvenientes,  y  está 
conforme,  punto  por  punto,  con  la  derrota  que  debió  seguir  el 
Almirante  y  con  la  distancia  recorrida. 

Acerca  de  este  interesante  suceso,  dice  De  Varnhagen: 

«No  vacilábamos  en  creer  que  el  puerto  de  esta  primera  re- 
calada debía  ser  alguno  de  los  varios  que  se  encuentran  en  la 
costa  hmpia  y  honda,  desde  la  punta  de  Lucrecia  hasta  el  puerto 
de  Gibara.  Pero  habiendo  en  principios  del  año  pasado  (1862) 
hecho  un  viaje  á  Cuba,  pudimos  por  inspección  propia  de  la 
mayor  parte  de  su  costa  septentrional,  constituirnos  en  jueces 
más  competentes  de  la  cuestión,  y  hoy  no  titubeamos  ya  en 
suponer  que  la  recalada  de  Colón  tuvo  lugar  en  el  puerto  de 
Gibara,  y  de  nuestra  opinión  son  varios  pilotos  prácticos  de  la 
costa,  á  quienes  hemos  leído  los  pasajes  respectivos  del  derro- 


—  37  — 

tero.  Ninguno  de  los  otros  puertos  permite^  barloventear  tan 
bien  á  la  entrada,  ninguno  presenta  mejor  á  los  navegantes  un 
cerro  á  manera  de  mezquita  parecido  á  la  Peña  de  los  enamo- 
rados de  Antequera,  y  ninguno,  finalmente,  se  recomienda 
tanto  por  la  hermosura  de  sus  campiñas,  pobladas  de  pajarillos 
y  de  árboles  varios. 

Voy  á  dar  por  terminado  este  trabajo,  sintiendo  no  poseer  la 
elocuencia  de  un  Demóstenes,  para  que  la  narración  que  habéis 
oído  hubiese  despertado  un  interés  creciente,  cual  correspon- 
día al  memorable  asunto  que  he  tenido  el  honor  de  exponer  á 
vuestra  consideración. 

Os  doy  las  más  rendidas  gracias  por  la  deferencia  que  con- 
migo habéis  mostrado,  y  permitidme  que  aun  añada  breves 
frases  como  corolario  á  esta  conferencia. 

La  primera  isla  donde  desembarcó  Colón,  y  á  la  que  llamó 
San  Salvador,  conocida  entre  los  indígenas  por  Guanahani,  es 
indudablemente  la  WatUng  actual,  y  el  primer  puerto  de  Cuba 
que  visitó,  el  de  Gibara. 

Pues  bien;  en  justo  tributo  de  respeto  y  acatamiento  á  la 
memoria  del  gran  descubridor  del  Nuevo  Mundo,  debería  reha- 
bilitarse el  nombre  que  á  la  antigua  Guanahaní  puso  aquel  in- 
signe navegante,  leyéndose  de  hoy  más  en  las  cartas  náuticas  y 
geográficas,  en  vez  de  Watling,  San  Salvador,  sin  otro  adita- 
mento. Del  mismo  modo,  el  puerto  de  Gibara  debería  denomi- 
narse de  San  Salvador  de  Gibara,  y  el  de  Baracoa,  Puerto 
Santo,  como  lo  llamó  Colón. 


GOBIERNO 


DE 


FREY  NICOLÁS  DE  OVANDO 

EN   LA   ESPAÑOLA. 


ATENEO    DE    MADRID 


-^^m^-^ 


GOBIERNO  DE  FREY  NICOLÁS  DE  Of  ANDO 


EN  LA  ESPAÑOLA 


CONFERENCIA 


D.  CÁNDIDO  RUIZ  MARTÍNEZ 


pronunciada  el  día  8  de  Mayo  de  1892 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO    «SUCESORES   DE   RIVADENEYRA» 

IMPRESORES    DE    LA    REAL  CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  núm,  20 


lOQZ 


Señores: 

Como  los  límites  de  una  conferencia  son  muy  reducidos,  no 
quiero  perder  el  tiempo  en  preámbulos,  pues  que  ha  de  hacerme 
falta  para  desarrollar  el  tema,  objeto  de  esta  conferencia,  y  aun 
así  tendré  que  prescindir  de  muchas  cosas  que  no  carecen  de 
interés.  Además  nos  conocemos  ya  de  antiguo;  yo  sé  cuánta  es 
vuestra  benevolencia  y  vosotros  sabéis  cuánta  necesidad  tengo 
de  ella;  baste  esto  como  exordio  y  entremos  desde  luego  en  ma- 
teria. 

No  es  el  Comendador  Fr.  Nicolás  de  Ovando  una  figura  sa- 
liente y  vigorosa  de  esas  que  tanto  abundan  en  el  descubri- 
miento y  conquista  de  América.  Al  lado  de  Colón,  Cortés,  Pi- 
zarro,  Núñez  de  Balboa,  Magallanes,  Elcanoy  otros,  el  nombre 
de  Ovando  aparece  en  el  cielo  de  aquella  grandiosa  epopeya, 
como  satélite  que  únicamente  brilla  por  la  luz  que  recibe  de 
espléndidos  soles.  Mas  no  por  eso  deja  de  ser  interesante  el  es- 
tudio de  su  historia ,  para  los  que  quieran  formarse  cabal  idea 
del  desarrollo  que  tuvo  en  las  Indias  la  dominación  española 
en  los  primitivos  tiempos  de  la  conquista.  Fué  el  primer  Gober- 
nador General  que,  con  estabilidad  y  perseverancia,  rigió  la 
isla  Española,  así  como  todas  las  demás  islas  y  Tierra  Firme,  que 
dependían  entonces  de  ella;  echó  allí  los  cimientos  de  nuestro 
régimen  político  nacional;  fundó  porción  de  villas  pobladas  por 
castellanos,  los  cuales   aumentaron   en   su  tiempo,   desde  300 


que  había  á  su  llegada  hasta  lOó  12.000  que  hubo  luego;  ordenó 
y  reglamentó  el  laboreo  de  minas,  la  labranza  y  granjeria  en  los 
campos  y  la  tributación  al  Estado;  se  preocupó  de  la  Adminis- 
tración de  justicia  y  del  dominio  espiritual  de  la  Iglesia,  y  plan- 
teó, en  fin,  multitud  de  leyes,  prerrogativas  y  costumbres,  las 
cuales,  unas  benéficas  y  otras  abusivas,  pasaron,  en  gran  parte, 
á  otras  comarcas,  siendo  como  el  germen  de  las  venturas  y  des- 
gracias que  nos  acaecieron  más  tarde  en  las  Indias. 

Por  eso  creo  yo  que  no  están  demás,  en  este  curso  de  confe- 
rencias, que  tan  amplia  y  detalladamente  abarca  todo  lo  relativo 
al  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo,  algunas  consideraciones 
sobre  el  gobierno  de  Ovando  en  la  Española. 

No  es  tarea  fácil  la  que  me  propongo,  porque  esta  misma  in- 
significancia del  Comendador  de  Lares,  comparado  con  otras 
figuras  de  entonces,  hace  que  los  historiadores,  tanto  antiguos 
como  modernos,  atraídos  por  hazañas  y  héroes  de  más  relevan- 
tes méritos,  hayan  dedicado  poco  espacio  y  atención  á  su  es- 
tudio. 

De  aquí  una  gran  confusión  y  vaguedad  en  las  noticias  rela- 
tivas á  este  personaje,  y,  lo  que  es  aún  más  grave,  una  gran  di- 
versidad y  hasta  oposición  de  criterios,  al  juzgar  su  carácter  y 
conducta.  Historiadores  hay  que  le  presentan  prudente,  mode- 
rado y  justo;  otros,  en  cambio,  si  le  dedican  algunas  páginas,  es 
para  entregar  su  memoria  á  la  execración  de  los  siglos,  pintán- 
dole como  un  espíritu  mezquino  lleno  de  crueldad  y  envidia. 
Desgraciadamente  para  España,  porque  al  fin  de  un  hijo  de  Es- 
paña se  trata,  son  muchos  más  los  últimos  que  los  primeros,  y 
los  hechos,  en  que  todos  están  conformes,  justifican  sus  censu- 
ras, ya  que  no  sus  exageraciones. 

Yo,  que  no  vengo  aquí  influido  por  ninguna  clase  de  prejuicio, 
ni  ganoso  de  alcanzar  notoriedad  exponiendo  ideas  que  chocan 
con  la  Historia  y  repugnan  á  la  opinión,  citaré  los  hechos  de  la 
gobernación  de  Ovando  en  la  Española,  debidamente  compro- 
bados, y  las  consideraciones  que  haga  serán  meras  consecuen- 
cias, sencillos  corolarios  que  se  desprenden  de  estos  hechos  y 
de  los  documentos  que  á  ellos  se  refieren. 

España  entera  se  había  conmovido  al  saber  que  Cristóbal  Co- 
lón, el  intrépido  navegante,  el  descubridor  de  tierras  descono- 


cidas,  había  llegado  á  sus  playas ,  cruzando  preso  aquellos  mis- 
mos mares  que  antes  cruzó  cual  victorioso  conquistador,  y  que 
había  venido  cargado  de  hierros  como  un  criminal  el  que  antes 
fué  aclamado  como  un  Mesías.  Las  grandes  colectividades  no 
analizan  ni  discuten,  pero  tienen  un  superior  instinto  de  justicia 
cuando  glorifican  con  sus  aplausos  ó  condenan  con  sus  censu- 
ras; y  por  eso  la  nación  española,  sin  pararse  á  examinar  resi- 
dencias más  ó  menos  exactas,  sintió  desde  el  primer  instante 
que  en  el  fondo  de  aquella  prisión  existía,  cuando  menos,  una 
inmensa  ingratitud  para  con  el  Almirante  y  un  inexcusable 
oprobio  para  los  que  la  hubieran  decretado.  {Bien^  bien.) 

Este  sentimiento  general,  unido  al  pesar  que  los  Reyes  tuvie- 
ron viendo  á  Colón  en  tan  triste  estado,  y  á  las  justas  quejas  y 
reclamaciones  de  éste,  á  fin  de  que  se  vindicara  su  honra  y  se 
le  devolvieran  derechos  y  privilegios  formalmente  estipulados, 
fueron  las  causas  inmediatas  de  la  desgracia  de  Bobadilla.  Los 
Reyes,  sin  embargo,  y  en  esto  quizás  obraron  con  prudencia  y 
buen  acuerdo,  comprendiendo  lo  impolítico  de  la  vuelta  de  Co- 
lón, allí  donde  aun  ardían  los  odios  contra  él,  odios  que  habían 
suscitado  sublevaciones  y  disturbios  en  la  isla  Española,  apla- 
zaron per  algún  tiempo  darle  reparación,  hasta  que  al  fin,  apre- 
miados por  sus  peticiones  y  por  las  noticias  que  llegaban  de  la 
mala  gobernación  de  Bobadilla,  decidieron  mandar  allí  un  hom- 
bre imparcial  y  sensato,  que  pusiera  en  orden  aquellos  asuntos, 
calmando  las  rebeldías  y  administrando  recta  y  sabia  justicia. 
El  elegido  fué  el  Comendador  de  Lares,  caballero  de  la  Orden 
de  Alcántara,  Fr.  Nicolás  de  Ovando. 

Para  satisfacer  las  exigencias  de  Colón  se  le  dijo  que  el  nuevo 
gobernador  de  la  Española  lo  sería  sólo  durante  dos  años, 
pasados  los  cuales  y  tranquilizada  la  isla,  se  le  devolvería  el 
mando  con  todas  sus  preeminencias,  como  de  derecho  le  corres- 
pondía. Conviene  tener  en  cuenta  este  carácter  transitorio  con 
que  Ovando  marchó  á  las  Indias;  porque  entiendo  que  influyó 
mucho  en  algunos  actos  de  su  conducta  posterior,  que  han  sido 
calurosamente  discutidos. 

Nació  D.  Nicolás  de  Ovando  el  año  1470,  en  el  pueblo  de 
Brozas,  provincia  de  Cáceres,  y  pertenecía  á  una  distinguida 
familia  que,  antes  y  después  de  esta  época,  honró  á  la  patria  con 


insignes  varones  de  este  mismo  apellido.  Era  pariente,  aunque 
lejano,  de  Hernán  Cortés,  y  cuando  éste  marchó  por  vez  pri- 
mera á  las  Indias,  en  1504,  llevó  cartas  de  recomendación  para 
Ovando,  que  entonces  gobernaba  la  isla  Española,  el  cual  le 
acogió  muy  bien,  ayudándole  y  favoreciéndole  en  cuando 
pudo. 

Aun  no  había  complido  Ovando  veintidós  años,  cuando  in- 
gresó en  la  Orden  de  San  Francisco,  de  la  cual  fué  siempre  muy 
afecto;  y  en  1498,  al  partir  Colón  para  su  tercer  viaje,  se  ofreció 
á  acompañarle,  ofrecimiento  que  no  fué  aceptado  por  el  Almi- 
rante. 

Debía  gozar  Ovando  gran  estima  de  los  Reyes  Católicos,  como 
lo  demuestra  el  haber  sido  uno  de  los  diez  jóvenes  elegidos 
para  educarse  al  lado  del  príncipe  D.  Juan,  y  también  el  hecho 
de  designarle  para  mandar  la  Española  en  época  que  aquella 
administración  atravesaba  por  circunstancias  bien  difíciles. 

El  P.  Las  Casas,  que  conoció  personalmente  á  Ovando,  puesto 
que  partió  para  las  Indias  en  la  misma  flota  llevada  por  éste, 
que  permaneció  allí  durante  todo  el  tiempo  de  su  gobierno,  que 
fué  testigo  presencial  de  muchos  hechos  referidos  en  su  histo- 
ria, y  que  es  por  consiguiente  quien  debe  merecernos  más  cré- 
dito en  cuanto  se  refiere  á  este  personaje,  lo  describe  del  si- 
guiente modo: 

«Este  caballero  era  varón  prudentísimo  y  digno  de  gobernar 
mucha  gente,  pero  no  indios,  porque  con  su  gobernación,  ines- 
timables daños,  como  abajo  parecerá,  les  hizo.  Era  mediano  de 
cuerpo  y  la  barba  muy  rubia  ó  vermeja,  tenia  y  mostraba  grande 
autoridad,  amigo  de  justicia;  era  honestísimo  en  su  persona,  en 
obras  y  palabras;  de  cudicia  y  avaricia  muy  grande  enemigo  y 
no  pareció  faltarle  humildad,  que  es  esmalte  de  virtudes;  y  de- 
jando que  lo  mostraba  en  todos  sus  actos  exteriores,  en  el  regi- 
miento de  su  casa,  en  su  comer  y  vestir,  hablas  familiares  y  pú- 
blicas, guardando  siempre  su  gravedad  y  autoridad,  mostrólo 
asimismo,  en  que  después  que  le  trajeron  la  Encomienda  ma- 
yor, nunca  jamás  consintió  que  le  dijese  alguno  señoría.  Todas 
estas  partes  de  virtud  y  virtudes,  sin  duda  ninguna  en  él  cog- 
noscimos.» 

Firmaron  los  Reyes  su  nombramiento  é  instrucciones  que  le 


acompañaban  en  Septiembre  de  1501  en  la  ciudad  de  Granada, 
donde  entonces  se  hallaba  la  Corte,  y  aunque  le  dieron  prisa 
para  que  se  embarcara  cuanto  antes,  no  pudo  hacerlo  hasta  el 
13  de  Febrero  de  1502,  primer  domingo  de  Cuaresma,  que  par- 
tió de  Sanlúcar,  llevando  32  naves  con  2.500  hombres,  la  mayor 
parte  nobles  é  hijosdalgo.  Mandaba  la  flota  Antonio  Torres, 
hermano  del  ama  del  Príncipe,  y  en  ella  también  iban  doce 
franciscanos  con  el  prelado  Fr.  Alonso  del  Espinal,  para  esta- 
blecer allí  la  Orden.  Hasta  entonces  no  había  salido  para  las 
Indias  escuadra  más  lucida  y  numerosa. 

Á  los  siete  ú  ocho  días  de  navegación,  se  desencadenó  un 
violento  temporal  que  la  puso  en  grave  peligro.  Una  de  las  ma- 
yores naves,  la  Rábida^  se  fué  á  pique;  las  demás  tuvieron  que 
arrojar  al  agua  gran  parte  de  su  cargamento,  y  sólo  así  lograron 
llegar,  dispersas  y  malparadas,  unas  á  las  costas  de  África  y 
otras  á  las  islas  Canarias.  En  la  Península  creyeron  que  toda  la 
flota  había  perecido,  y  tan  gran  dolor  sintieron  los  Reyes  al  te- 
ner noticia  de  este  supuesto  desastre,  que  estuvieron  una  por- 
ción de  días  sin  ver  ni  hablar  á  persona  alguna. 

Pasado  el  huracán  y  reunidos  los  navios  en  la  isla  Gomera, 
adelantóse  Ovando  con  los  quince  ó  diezy  seis  más  ligeros,  en- 
trando sin  otro  contratiempo  en  el  Puerto  de  Santo  Domingo 
el  15  de  Abril.  x\ntonio  de  Torres,  con  la  otra  mitad  de  la  flota, 
llegó  unos  quince  días  después. 

Entre  las  instrucciones  que  llevaba  Ovando  para  la  buena  ad- 
ministración de  la  isla,  se  le  recomendaba  muy  encarecidamente 
que  tomara  residencia  á  Bobadilla  y  lo  enviase  á  España,  así 
como  también  á  Francisco  Roldan  y  demás  personas  que  se 
habían  sublevado  contra  el  Adelantado  D.  Bartolomé  Colón; 
que  pusiera  en  orden  los  asuntos  del  Almirante,  restituyéndole 
todos  los  bienes  y  riquezas  que  indebidamente  se  le  habían  se- 
cuestrado á  él  y  sus  hermanos;  que  reglamentase  la  explotación 
y  tributación  de  las  minas  bajo  ciertas  condiciones  alteradas  in- 
debidamente por  Bobadilla,  y  que  tratase  bien  á  los  indios, 
como  personas  libres  que  eran  y  en  modo  alguno  como  siervos, 
sin  consentir  que  nadie  les  molestase  ni  hiciese  daño  bajo  seve- 
ras penas.  Veremos  cómo  cumplió  Ovando  este  último  man- 
dato de  la  piadosa  reina  Isabel. 


lO 


Tomada  la  residencia  á  Bobadilla,  y  cuando  éste  se  disponía 
á  embarcarse  para  España  en  la  flota  que  había  llevado  Ovando, 
se  aproximó  á  Santo  Domingo,  en  Junio  de  aquel  año,  Cristóbal 
Colón  que  emprendía  su  cuarto  y  último  viaje.  Teniendo  nece- 
sidad de  cambiar  uno  de  los  cuatro  navios  que  llevaba  por  otro 
que  tuviera  mejores  condiciones  de  estabilidad  y  resistencia, 
envió  en  una  barca  al  capitán  Pedro  de  Terreros  para  que,  pi- 
diendo permiso  al  Gobernador,  les  dejase  entrar  en  el  puerto. 
Nicolás  de  Ovando,  y  aquí  empieza  ya  á  mostrar  su  ojeriza  ha- 
cia Colón,  se  lo  negó  en  absoluto.  Es  cierto  que  los  Reyes  ha- 
bían dicho  al  Almirante  no  tocase  en  la  Española  sino  en  caso 
de  extrema  necesidad;  probable  es  que  Ovando  tuviera  análo- 
gas instrucciones,  á  fin  de  evitar  que  Colón  se  encontrase  allí 
con  sus  enemigos;  pero  nada  de  esto  impedía  que  el  Goberna- 
dor le  hubiera  facilitado  un  navio  de  los  muchos  que  tenía  á  su 
disposición  para  que  continuara  su  viaje  sin  peligro.  Aun  pres- 
cindiendo de  los  méritos  y  gloria  del  descubridor  del  Nuevo 
Mundo,  esto  era  lo  menos  que  podía  hacer  una  autoridad  espa- 
ñola con  una  flota  que  iba  al  servicio  de  España,  y  con  un 
hombre  que  exponía  por  cuarta  vez  la  vida  para  dar  honra  y  po- 
derío á  sus  Reyes  acrecentando  sus  dominios.  {^Muestras  de 
asentimiento^  Colón  sintió,  como  es  natural,  este  desaire;  sin 
embargo,  tuvo  bastante  grandeza  de  alma  para  avisar  nueva- 
mente á  Ovando,  diciéndole  que  no  dejase  salir  la  flota  que 
traía  á  Bobadilla  porque  se  preparaba  una  gran  tormenta.  No 
se  hizo  caso  de  sus  advertencias,  y  todos  sabéis  el  trágico  fin 
que  tuvo,  casi  á  la  vista  del  Almirante,  aquel  que  le  envió  con 
grillos  á  España  y  los  que  contra  él  se  habían  sublevado. 

El  nuevo  Gobernador  procuró  desde  luego  poner  algún  con- 
cierto en  aquella  desarreglada  administración.  A  su  llegada 
había  sólo  300  españoles  en  la  isla,  repartidos  en  cuatro 
villas:  Santo  Domingo^  Concepción^  Santiago  y  Bonao;  pero  el 
mismo  huracán  que  hizo  naufragar  la  flota  de  Bobadilla  des- 
truyó casi  toda  la  población  de  Santo  Dnmingo ,  cuyas  casas, 
entonces,  eran  de  madera  y  paja.  El  Comendador  la  hizo  reedi- 
ficar al  otro  lado  del  río,  es  decir,  á  la  derecha  del  Ozama,  cuyo 
nuevo  asiento  era  menos  favorable  é  higiénico  que  el  antiguo, 
á  causa  de  ciertas  condiciones  locales.  Mandó  también  que  se 


empezasen  varios  edificios  de  mampostería,  entre  otros  el  lla- 
mado La  Fortaleza^  para  residencia  de  la  primera  autoridad, 
el  monasterio  de  San  Francisco,  el  hospital  de  San  Nicolás,  y 
algunos  más  que  fueron  levantándose  sucesivamente. 

En  esto  de  la  edificación  de  villas,  es  ciertamente  donde 
Ovando  se  manifiesta  más  activo  é  incansable.  Reedificada  Santo 
Domingo,  mandó  construir  otra  en  la  costa  Norte  de  la  isla,  á 
la  que  llamó  Puerto  de  Plata,  á  fin  de  poblar  con  españoles 
aquella  región,  en  la  que  había  muchos  indios,  y  también  para 
que  las  flotas  llegadas  de  España  tuviesen  un  puerto  más  có- 
modo  y  fácil  que  el  del  Ozama.  A  esta  siguieron  muchas  más 
que  después  iremos  viendo. 

Tropezaba  Ovando  con  serias  dificultades  para  el  buen 
acierto  de  su  administración.  Había  llevado  consigo  2.500  hom- 
bres que,  atraídos  por  las  maravillas  contadas  délas  Indias,  iban 
con  el  único  objeto  de  acaparar  oro  sin  trabajos  ni  penalidades, 
y  volverse  seguidamente  á  España  con  su  preciado  botín.  Aque- 
llas fértilísimas  comarcas,  que  cultivadas  hubieran  podido  pro- 
porcionar alimento  y  enriquecer  á  este  número  y  muchos  más, 
eran  miradas  casi  con  desprecio,  y  nadie  se  preocupaba  de 
arrancar  á  la  corteza  de  la  tierra  lo  que  suponían  hallar  gratui- 
tamente en  sus  entrañas.  Así  es  que  en  cuanto  llegaron,  des- 
pués de  proveerse  de  las  herramientas  precisas  y  de  algunos 
víveres,  salieron  en  interminable  procesión  buscando  las  codi- 
ciadas minas  y  creyendo  que  sólo  necesitaban  llegar  á  ellas  para 
recoger  el  rico  vellocino.  Esto  dio  pronto  sus  fatales  y  necesa- 
rias consecuencias.  Los  útiles,  las  ropas  y  los  alimentos,  se  en- 
carecieron de  un  modo  increíble;  las  minas  necesitaban  un  tra- 
bajo rudo  y  penoso  para  dar  algún  oro,  que  nunca  correspondía 
á  sus  esperanzas;  y  como  no  sabían  explotarlas,  ni  iban  dis- 
puestos á  trabajar,  la  mayor  parte  regresaron  á  Santo  Domingo 
desengañados,  hambrientos  y  llenos  de  deudas.  Para  aumentar 
su  desgracia,  cebáronse  en  ellos  las  enfermedades,  á  tal  ex- 
tremo, que  en  poco  tiempo  murieron  más  de  mil,  cifra  aterra- 
dora si  se  considera  que  entonces  no  había  más  de  2.800  en  toda 
la  isla.  Los  que  quedaron,  medio  desnudos,  sin  víveres  y  enfer- 
mos, sufrieron  una  gran  miseria,  y  sólo  algunos  previsores,  que 
no  se  habían  dejado  deslumhrar  por  el  brillo  del  oro,  escaparon 


—    12 


con  suerte  en  medio  de  tantas  calamidades,  i  Castigo  parece 
éste  providencial  para  aquellos  que  se  lanzaron  á  las  costas  de 
América,  llevando  la  codicia  como  único  norte,  y  ajenos  á  toda 
idea  grande  y  generosa,  á  todo  sentimiento  noble  y  patriótico! 

Ovando  tenía,  pues,  que  atender  á  tanto  clamor  como  se  le- 
vantaba pidiendo  protección  y  ayuda,  sin  contar  con  medios  su- 
ficientes para  socorrer  tamañas  desdichas.  No  podía  tampoco 
dejar  de  apremiar  á  los  que  explotaban  las  minas,  para  que  pa- 
gasen el  tributo  debido  á  la  corona,  tributo  que  su  antecesor 
había  abolido,  y  que  Ovando  restableció  á  su  llegada  por  man- 
dato de  los  Reyes.  Sabía  muy  bien  que  en  España  se  apreciaba 
el  mérito  de  las  Indias  y  de  sus  Gobernadores,  principalmente  por 
el  oro  que  remitían,  y  esta  consideración,  que  sin  duda  pesaba 
mucho  en  su  ánimo,  fué  una  de  las  causas  que  más  le  impulsa- 
ron á  obrar  con  los  indios  como  después  lo  hizo.  Consiguió,  sin 
embargo,  que  los  Reyes  en  diversas  ocasiones  rebajasen  la  parte 
de  oro  que  á  ellos  correspondía,  desde  la  mitad,  que  era  en  un 
principio,  hasta  la  quinta  parte  que  fué  últimamente. 

Pero  si  Ovando  se  mostró  benigno  y  prudente  con  los  espa- 
ñoles que  estaban  bajo  su  autoridad,  quizás  porque  el  recuerdo 
de  las  pasadas  insurrecciones  le  hizo  comprender  que  tenién- 
dolos contentos  tenía  mucho  adelantado  para  mantenerse  en  el 
mando,  no  le  sucedió  lo  mismo  respecto  á  los  desdichados  na- 
turales de  Haití. 

La  primer  noticia  que  dieron  los  castellanos  que  allí  se  en- 
contraban á  los  recién  llegados  con  Ovando,  fué  la  de  que  es- 
taban sublevados  los  indios  de  la  provincia  de  Higuey,  la  parte 
más  oriental  de  la  isla.  Debo  advertir  que,  en  aquella  época,  de- 
cían los  españoles  que  los  indios  se  sublevaban  cuando,  cansa- 
dos de  los  vejámenes,  tropelías  y  abusos  cometidos  con  ellos, 
huían  á  las  montañas  y  cavernas  para  librarse  del  despótico 
yugo  de  sus  opresores.  Dieron  esta  noticia  llenos  de  gozo  y 
como  la  más  grata  que  podían  comunicarles,  porque  así  tenían 
ocasión  de  hacerles  la  guerra  y  coger  muchos  prisioneros  para 
esclavizarlos.  Esto  sólo  muestra  cómo  se  respetaba  la  libertad 
de  aquellos  naturales  tan  recomendada  por  la  Reina  Isabel. 

Ovando  mandó  á  Juan  de  Esquivel  con  300  ó  400  hombres  á 
dicha  provincia  para  que  hiciese  la  guerra  á  Cotubanamá,  caci- 


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que  que  la  regía  y  uno  de  los  más  poderosos  de  la  isla.  No  es 
mi  ánimo  referir  los  detalles  de  esta  campaña  ó,  mejor  dicho, 
matanza,  ni  de  las  otras  que  sostuvo  el  Comendador  Mayor  con 
los  indios  durante  su  permanencia  en  la  Española.  El  tiempo  de 
que  dispongo  lo  impide  y,  aunque  así  no  fuera,  yo  dejaría  de 
hacerlo  por  un  sentimiento  de  humanidad.  ¡Ojalá  pudiésemos 
arrancar  esas  negras  páginas  en  la  historia  de  nuestra  patria,  que 
siempre  han  de  leer  con  horror  los  corazones  honrados  y  que 
son  una  implacable  acusación  y  una  eterna  mancilla  para  aque- 
llos de  sus  hijos  que  tamañas  crueldades  cometieron! 

Pacificado  brevemente  el  Higuey,  dejó  allí  Juan  de  Esqui- 
vel,  en  una  fortaleza  de  maderas,  á  nueve  hombres  mandados 
por  Martín  de  Villaman,  para  que  vigilasen  á  los  indios  de  cerca 
y  cobrasen  los  tributos  que  se  habían  ofrecido  á  pagar. 

Muy  poco  tiempo  después  los  españoles  que,  como  he  dicho, 
anhelaban  la  guerra  por  la  impunidad  con  que  la  hacían  y  las 
ventajas  que  les  reportaba,  se  quejaron  con  insistencia  al  Go- 
bernador de  que  los  indios  de  la  provincia  de  Jaragua,  que  está 
al  extremo  Oeste  de  la  isla,  proyectaban  un  alzamiento  general 
contra  los  cristianos.  Ovando,  que  era  suspicaz  y  receloso,  aun- 
que nada  probaba  ciertamente  el  denunciado  intento,  se  dis- 
puso á  escarmentarlos  con  un  terrible  castigo  que  resonara  en 
toda  la  isla  y  aterrase  á  los  sencillos  indígenas. 

Reinaba  en  Jaragua,  por  muerte  del  cacique  Behechio,  su 
hermana  Anacaona.  Todos  los  historiadores  de  Indias  se  ocu- 
pan de  esta  mujer  excepcional,  que  tenía  fama  entre  indígenas 
y  españoles  por  su  extraordinaria  belleza  y  su  talento  nada  co- 
mún. Seis  años  antes  había  estado  D.  Bartolomé  Colón  en  su 
reino  para  concertar  tributos,  y  tanto  ella  como  su  hermano 
dispensaron  á  los  españoles  una  entusiasta  acogida,  agasajándo- 
les con  cuanto  tenían  de  más  precio  y  valor. 

No  faltaban,  ciertamente,  á  Anacaona  motivos  de  resenti- 
miento para  con  los  cristianos.  Habían  preso  á  su  marido,  el  po- 
deroso cacique  Caonabó,  siendo  causa  de  su  muerte;  habían 
abusado  torpemente  de  su  hija  los  que,  sublevados  con  Fran- 
cisco Roldan,  se  acogieron  á  sus  feraces  dominios;  habían  co- 
metido toda  clase  de  atropellos  con  sus  pacíficos  vasallos;  y  sin 
embargo,  comprendiendo  ella,  por  una  triste  experiencia,  los 


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fatales  resultados  que  producía  hacer  cara  á  los  castellanos,  so- 
portaba con  paciencia  todos  sus  desmanes,  pagaba  con  puntua- 
lidad los  tributos  concertados  y  no  permitía  que  se  hiciese  el 
menor  daño  á  los  pocos  españoles  que,  restos  de  las  pasadas 
sublevaciones,  aun  vivían  en  su  territorio  con  los  indios. 

Ovando  se  encaminó  con  300  infantes  y  70  caballos  á  Jara- 
gua.  Al  saber  Anacaona  que  el  Gobernador  se  aproximaba  para 
hacerle  una  visita,  pues  así  se  habían  anunciado,  mandó  llamar 
á  todos  los  Señores  de  su  Estado  y  salió  á  recibirlo  con  300  de 
ellos,  luciendo  sus  más  vistosas  galas  y  acompañada  de  las  30 
doncellas  más  hermosas  de  su  servidumbre,  para  que  marcha- 
sen delante  del  Gobernador  bailando  los  areytos^  que  eran  sus 
cantos  populares  y  legendarios,  y  en  la  composición  de  los  cua- 
les sobresalía  la  misma  Anacaona.  Como  regalos  y  presentes 
les  ofrecían  pan  y  tortas  de  cazabí,  hutias  guisadas  de  diferen- 
tes maneras,  frutas,  caza,  pesca  y  cuanto  tenían  de  más  sabroso 
y  agradable. 

Aposentaron  á  Ovando  en  la  mejor  y  más  espaciosa  casa  del 
pueblo,  y  á  los  demás  en  las  restantes.  La  comarca  entera  se 
despobló  para  venir  á  ver  los  cristianos  y  las  fiestas  que  organi- 
zaba tan  poderosa  Reina  en  su  obsequio.  Juegos  de  pelota,  en  el 
cual  se  distinguían  mucho  los  indios,  simulacros  de  guerra,  bai- 
les, canciones  del  país  y  otras  muchas  de  sus  habilidades  lucie- 
ron á  fin  de  hacer  grata  la  visita  á  sus  huéspedes. 

A  un  hombre  de  corazón  más  sensible  y  de  ánimo  menos  sus- 
picaz que  el  de  Ovando,  hubieran  desarmado  seguramente  estas 
muestras  de  afecto  y  simpatía,  dadas  por  una  multitud  que,  in- 
defensa, desnuda  y  sin  sospechar  la  terrible  catástrofe  que  se 
preparaba,  acudía  allí  con  la  tranquilidad  3^  confianza  de  los  que 
nada  tienen  que  temer,  porque  nada  malo  han  imaginado. 

Mas  el  Comendador  se  mostró  inexorable.  Dadas  las  ins- 
trucciones á  los  suyos,  anunció  un  domingo,  después  de  comer, 
que  sus  caballeros  iban  á  celebrar  unas  justas  ó  cañas  á  usanza 
de  Castilla.  Esto  regocijó  mucho  Anacaona  y  su  gente,  porque 
no  habían  visto  semejante  juego  y  eran  aficionados  á  los  simu- 
lacros de  batallas.  Invitó  Ovando  á  los  principales  Señores  para 
que  entraran  en  la  casa  donde  se  encontraban  él  y  la  Keina  y 
presenciasen  desde  allí  la  fiesta.  Una  vez  dentro,  asomóse  á 


—  15  — 

una  ventana,  puso  la  mano  sobre  la  cruz  de  Alcántara  que  os- 
tentaba en  su  pecho,  y  era  la  señal  convenida,  é  inmediata- 
mente rodearon  la  casa  multitud  de  españoles,  mientras  que 
otros  en  el  interior  sujetaban  á  Anacaona  y  los  suyos  en  nú- 
mero de  8o.  Atados  á  los  troncos  que  sustentaban  la  techum- 
bre, y  fuera  ya  los  castellanos  con  Anacaona,  prendieron  fuego 
á  la  habitación,  que  compuesta  de  madera  y  paja,  bien  pronto  se 
convirtió  en  inmensa  hoguera.  En  tanto  que  aquellos  desdicha- 
dos expiaban  así  la  sospecha  de  una  sublevación  y  atronaban  el 
aire  con  sus  lamentos  y  las  rojizas  llamas  lamían  sus  cuerpos 
retorcidos  por  el  dolor,  los  jinetes  embistieron  furiosos  contra 
aquella  masa  de  indios  alanceándolos  sin  piedad,  pisotearon  con 
sus  caballos  mujeres  y  niños,  persiguieron  sin  descanso  á  los 
inermes  indios  que,  llenos  de  terror,  huían  despavoridos  hacia 
las  montañas  y  las  costas,  y  no  cesaron  su  matanza,  hasta  que, 
llegados  al  mar,  algunos  pudieron  salvarse  en  canoas  y  otros  se 
arrojaron  al  agua,  pensando  que  las  amargas  y  revueltas  olas 
habían  de  ser  más  compasivas  que  aquellos  crueles  y  despiada- 
dos enemigos.  {Aplausos.) 

A  Anacaona  se  le  concedió  el  honor  de  ser  ahorcada,  y  así 
tuvo  fin  aquella  hermosa  mujer,  cuya  belleza  y  discreción  no 
pudieron  salvarla  del  furor  de  los  españoles,  á  los  cuales  tantas 
consideraciones  había  siempre  guardado. 

Este  suceso  resonó  en  toda  la  isla,  llenando  de  espanto  á  sus 
naturales;  la  reina  Isabel  se  contristó  mucho  al  saberlo,  y  á  don 
Alvaro  de  Portugal,  Presidente  entonces  del  Real  Consejo  de 
Indias,  se  le  oyó  decir:  «Yo  le  haré  tomar  una  residencia  cual 
ninguna  otra  fué  tomada.»  El  mismo  Ovando  debió  compren- 
der lo  punible  de  su  hecho  y  la  gran  responsabilidad  que  había 
contraído,  puesto  que,  algún  tiempo  después,  mandó  abrir  una 
información  en  la  ciudad  de  Santo  Domingo,  para  justificar  la 
pretendida  rebelión  de  los  indios  y  el  castigo  á  que  se  hicieron 
acreedores.  ¡Irrisorio  proceso,  en  el  cual  declaráronlos  que  ha- 
bían cometido  aquella  hazaña,  coincidiendo,  como  era  natural, 
en  los  atroces  crímenes  que  proyectaban  los  de  Jaragua,  y  la 
sabia  previsión  del  Gobernador,  que  había  evitado  un  desastre 
para  la  Española,  y  casi,  casi  que  se  malograra  la  conquista  del 
Nuevo  Mundo! 


—  i6  — 

Después,  y  porque  se  recordase  tamaño  escarmiento,  fundó 
Ovando  en  esta  provincia  la  población  de  Santa  María  de  la 
Vera  Paz,  comisionando  á  Diego  de  Velázquez  y  Rodrigo  Me- 
jía  para  que  persiguieran  á  los  fugitivos  que  se  habían  amparado 
de  las  montañas  con  un  sobrino  de  Anacaona.  Preso  éste,  y 
ahorcado  con  muchos  otros,  Velázquez  edificó  las  villas  de  Sai- 
V atiera  de  la  Zahana  y  Yáqiiimo  al  SO.  de  la  isla;  Rodrigo  de 
Mejía  las  de  Puerto  Real  y  Lares  de  Giiahaha  al  NO.,  y  otras 
dos  que  hizo  construir  Ovando  en  la  provincia  de  Maguana, 
llamadas  San  J^iian  y  Aziía.  En  ellas  mandó  reconcentrarse 
los  indios,  destruyéndoles  sus  aldeas,  para  que  estuvieran  bajo 
la  inmediata  vigilancia  de  los  españoles  y  les  obligasen  á  tra- 
bajar. 

Antes  de  pasar  adelante,  y  para  seguir  el  orden  cronológico, 
quiero  ocuparme  de  un  hecho  que,  por  relacionarse  muy  direc- 
tamente con  Cristóbal  Colón,  es  de  los  más  conocidos  en  la  go- 
bernación de  Ovando. 

Todos  sabéis  las  peripecias  y  desgracias  que  acontecieron  al 
primer  Almirante  en  su  cuarto  viaje,  desde  que,  pasada  la  tor- 
menta, en  la  que  pereció  Bobadilla,  abandonó  las  costas  de  la 
Española  en  busca  de  nuevas  tierras.  Su  relato  daría  ocasión 
á  una  interesantísima  conferencia;  yo  me  limitaré  á  decir,  que 
después  de  un  año  de  penosa  navegación,  perdidos  dos  de 
sus  navios,  desarbolados  y  casi  deshechos  los  otros  dos,  azota- 
dos por  las  furiosas  olas  cuando  dejaban  la  tierra,  combatidos 
por  los  indios  si  á  las  costas  descendían,  y  faltos  de  víveres  y 
agua,  no  pudieron  continuar  por  más  tiempo  su  camino,  y  aun- 
que les  quedaba  poco  para  llegar  á  la  Española,  se  hallaron  pre- 
cisados á  encallar  las  carabelas  en  las  playas  de  Jamaica,  para 
hacer  de  ellas  habitación  hasta  que  Dios  dispusiera  de  su 
suerte. 

No  podía  darse  situación  más  crítica  ni  peligro  más  inmi- 
nente. Aunque  por  fortuna  encallaron  en  una  isla  habitada  y  los 
indios  les  daban  algunos  víveres  á  cambio  de  baratijas,  estaban 
á  merced  de  su  voluntad  y  capricho,  bien  voluble  por  cierto; 
no  había  tampoco  que  abrigar  la  esperanza  de  ser  recogidos  por 
algún  buque,  pues  entonces  no  eran  frecuentadas  aquellas  re- 
giones; llegar  á  la  isla  Española  construyendo  ellos  un  navio, 


—  17  — 

aunque  fuera  endeble,  también  era  imposible,  por  carecer  de 
materiales  y  herramientas,  y  Colón  debió  pensar  que  el  fin  de 
su  gloriosa  carrera  iba  á  ser  una  obscura  muerte  en  aquella  ol- 
vidada isla,  que  él  había  descubierto  el  primero,  y  que  ahora  le 
abrazaba  entre  sus  bancos  de  arena,  como  si  quisiese  retenerle 
en  su  seno,  ofreciéndole  anticipada  tumba.  {Bien,  muy  bien.) 
En  tan  apurado  trance,  un  hombre  leal  y  apasionado  de  Co- 
lón, que  ya  otras  veces  le  había  mostrado  su  adhesión  y  cariflo 
exponiendo  por  él  hasta  la  vida,  el  heroico  Diego  Méndez,  se 
ofreció  á  pasar  á  la  Española  en  una  canoa  de  las  que  usaban 
los  indios,  para  que  desde  allí  vinieran  en  su  auxilio.  Arriesgada 
era  la  empresa.  Desde  Jamaica  á  la  Española  hay  25  leguas;  en 
aquellos  estrechos  de  unas  islas  á  otras,  las  corrientes  son  fuer- 
tes, las  mares  suelen  ser  bravas,  y  atravesarlas  en  un  tronco 
ahuecado,  sin  estabilidad  ni  resistencia,  era  lanzarse  á  una 
muerte  casi  segura.  Pero  como  no  había  otro  medio  de  salva- 
ción, Colón  aceptó  el  ofrecimiento  y  se  despidió  con  lágrimas 
en  los  ojos  de  aquel  valiente  amigo  y  del  italiano  Bartolomé 
Fieschi,  que  en  otra  canoa  le  acompañaba.  ¡Con  qué  emoción  y 
ansiedad  verían  el  Almirante,  su  hermano  Bartolomé,  su  hijo 
Fernando  y  los  134  españoles  que  allí  quedaban,  la  partida 
de  aquellos  dos  hombres,  con  los  cuales  iba  su  última  espe- 


ranza 


No  puedo  detenerme  en  referir  esta  travesía,  que  reviste  ca- 
racteres épicos,  y  que  el  mismo  Diego  Méndez  nos  ha  detallado 
en  su  testamento.  Llegado  milagrosamente  á  la  Española,  des- 
pués de  cuatro  días,  aun  tuvo  que  recorrer  otras  cincuenta  le- 
guas, por  tierras  desconocidas  y  arrostrando  grandes  peligros, 
hasta  encontrar  á  Ovando,  que  entonces  se  hallaba  en  Jaragua, 
ocupado  en  exterminar  á  sus  habitantes.  No  hay  que  decir  con 
cuánta  elocuencia  y  sinceridad  y  con  qué  vivos  y  exactos  colo- 
res, describiría  Diego  Méndez  la  angustiosa  situación  en  que 
acababa  de  dejar  al  Almirante  y  los  suyos.  El  mismo  temerario 
viaje  que  él  había  realizado  era  la  prueba  más  concluyente  de 
la  premura  con  que  era  preciso  auxiliar  á  aquellos  compatriotas, 
que  de  un  momento  á  otro  podían  perecer  en  medio  del  mayor 
desamparo.  El  Gobernador  oyó  con  benevolencia  su  relato,  pa- 
reció condolerse  de  las  desdichas  ocurridas  á  Colón ,  hizo  elo- 


—  i8  — 

gios  de  la  meritoria  hazaña  realizada  por  Méndez  y  concluyó 
diciendo  que  ya  se  ocuparía  del  particular. 

Y,  en  efecto,  pasaron  días  y  semanas  y  meses  sin  que  Ovando 
tomase  la  menor  medida  para  socorrer  á  los  encallados  en  Ja- 
maica. El  buen  Diego  Méndez  insistía  una  y  otra  vez  acerca  de 
él  para  que  cumpliera  su  promesa  y  evitara  una  catástrofe  que 
hubiera  sido  una  vergüenza  nacional;  pero  siempre  se  le  con- 
testaba con  evasivas  y  dilaciones,  hasta  que  al  fin,  desesperado 
de  que  se  atendieran  sus  ruegos  y  habiendo  transcurrido  ¡ocho 
meses! desde  su  llegada,  partió  para  Santo  Domingo,  con  ob- 
jeto de  fletar  una  carabela  y  enviarla  en  ayuda  de  Colón,  si  es 
que  aun  existía. 

Pero  no  concluye  aquí  la  conducta  verdaderamente  criminal 
de  Ovando.  Partido  Diego  Méndez  y  no  bastándole  á  su  espí- 
ritu receloso  las  pruebas  que  le  había  dado  del  apuro  en  que  se 
encontraban  los  españoles,  quiso  convencerse  por  sí  mismo  de 
la  verdad,  y  mandó  á  Jamaica  un  carabelón  mandado  por  Diego 
Escobar,  que  era  enemigo  del  Almirante  y  uno  de  los  que  se 
habían  sublevado  contra  él.  Imposible  pintar  el  júbilo  que  sin- 
tieron Colón  y  los  suyos  al  divisar  aquellas  velas  que,  sin  duda, 
iban  para  poner  término  á  los  peligros  y  privaciones  de  todo  un 
año;  pero  bien  poco  duró  su  esperanza  y  alegría.  Llegado  á 
cierta  distancia  el  carabelón,  aproximóse  Diego  Escobar  en  una 
barca  á  los  españoles,  y  ya  cerca,  les  dijo  que  llevaba  una  carta 
del  Gobernador  para  el  Almirante,  que  aquel  se  compadecía  de 
su  triste  estado  y  que  tenía  órdenes  severas  de  no  llegarse  á  los 
navios  ni  hablar  con  nadie,  ni  recibir  mensaje  alguno.  Dicho 
esto,  y  habiéndoles  entregado  por  todo  socorro  una  barrica  y 
un  tocino,  alejóse  la  barca,  y  bien  pronto  se  perdió  de  vista  el 
galeón,  dejando  á  los  cautivos  presa  de  mayor  angustia  y  ansie- 
dad que  antes. 

Me  espanto^  escribe  las  Casas,  de  que  le  enviara  tan  escaso 
alimento  para  tanta  gente;  y  Washington  Irving  dice,  que 
aquel  mensaje  con  aquel  socorro,  más  que  otra  cosa,  parecía  un 
sangriento  sarcasmo.  Espanta,  en  verdad,  esta  conducta  del 
gobernador  Ovando. 

Asegurado  por  Escobar  de  que  era  exacto  cuanto  había  refe- 
rido Diego  Méndez,  aun  tardó  más  de  un  mes  en  decidirse,  y 


—  19  — 

quizás  no  habría  salido  de  su  cruel  indiferencia,  si  Diego  Mén- 
dez, al  llegar  á  Santo  Domingo,  no  hubiera  dado  noticia  del  es- 
tado en  que  se  hallaba  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo  y  de 
la  pasividad  de  Ovando.  El  hecho  era  de  tal  naturaleza,  que 
amigos  y  adversarios  de  Colón,  prescindiendo  de  antiguas  ren- 
cillas y  atentos  sólo  á  un  sentimiento  de  humanidad  y  patrio- 
tismo, se  pronunciaron  en  favor  del  Almirante,  llegando  á  tal 
extremo  la  indignación  de  todos,  que  hasta  en  los  pulpitos  se 
censuró  el  proceder  del  Gobernador. 

Sólo  entonces  comprendió  éste  la  grave  responsabilidad  que 
contraía,  y  mandó  una  carabela  á  Jamaica,  al  mismo  tiempo  que 
Diego  Méndez  enviaba  otra  para  recoger  á  su  señor. 

De  propósito  me  he  concretado  á  referir  los  hechos  tales 
como  los  relatan  elP.  las  Casas,  que  estaba  entonces  en  Santo 
Domingo;  Fernando  Colón,  que  acompañó  á  su  padre  en  aquel 
viaje,  y  Diego  Méndez,  protagonista  de  estos  sucesos.  Ellos,  por 
sí  solos,  son  más  elocuentes  que  todos  los  comentarios  y  refle- 
xiones para  juzgar  á  Ovando  en  este  punto.  No  hay  un  historia- 
dor de  Indias,  antiguo  ni  moderno,  nacional  ni  extranjero,  al 
menos  de  los  que  yo  he  consultado,  que  no  afee  su  conducta  y 
le  dirija  por  ella  duros  reproches. 

Sólo  un  español  de  nuestros  días,  con  motivo  de  este  Cente- 
nario y  en  esta  misma  tribuna,  arrastrado,  sin  duda,  pues  de  otro 
modo  no  me  lo  explico,  por  el  afán  de  probar  que  cuanto  se 
dice  de  enemigos  de  Colón  es  pura  fábula,  ha  tenido  el  raro 
privilegio  de  intentar  la  justificación  de  Ovando  con  bien  po- 
bres razones,  no  dignas,  ciertamente,  de  la  vasta  erudición  que 
tiene  en  estos  asuntos  de  Indias  y  el  claro  talento  que  todos  le 
reconocemos. 

Supone  que  Ovando  obró  de  aquella  manera  por  el  temor 
que  abrigaba  de  que  llegando  Colón  á  Santo  Domingo  pudie- 
ran reproducirse  los  escándalos  y  disturbios.  Quizás  sea  ésta,  en 
efecto,  á  falta  de  otra  mejor,  la  razón  que  diera  Ovando  para 
explicar  su  tardanza.  Pero  si  tal  recelo,  que  en  el  estado  que  ya 
se  hallaba  la  isla  era  infundado,  pasó  realmente  por  su  imagina- 
ción, ¿no  le  imponía  el  más  rudimentario  deber  de  humanidad, 
ya  que  no  de  patriotismo ,  la  obligación  de  enviarles  un  buque 
para  que  hubiesen  marchado  directamente  á  España  sin  tocar 


—   20  — 


en  Santo  Domingo?  Y  si  esto  le  parecía  demasiada  generosidad, 
¿no  estaba  obligado,  no  ya  tratándose  de  Colón,  no  ya  tratán- 
dose de  españoles,  sino  de  unos  náufragos,  cualquiera  que  fuese 
su  país  y  nacionalidad,  á  ponerse  en  frecuente  correspondencia 
con  ellos  y  enviarles  las  ropas,  víveres  y  demás  cosas  indispen- 
sables para  que  no  pereciesen  de  hambre  ó  á  manos  de  los  in- 
dios? ¿Qué  sublevaciones  podía  intentar  Colón,  agobiado  por 
los  años,  rendido  por  las  fatigas,  enfermo  de  la  gota  y  con  su 
tripulación  hambrienta,  desmayada  y  medio  desnuda?  ¿Qué  al- 
borotos sobrevinieron  cuando  después  llegó  á  la  isla,  permane- 
ciendo en  ella  un  mes?  Y,  sobre  todo,  ¿puede  justificar  la  simple 
sospecha  de  que  podía  producirse  un  escándalo  en  Santo  Do- 
mingo, aquel  abandono  en  que  se  dejó  al  Almirante?  ¿Qué  ma- 
yor escándalo  para  el  mundo  todo  y  qué  ignominia  mayor  para 
la  patria  entera,  que  la  noticia  de  haber  perecido  el  descubridor 
del  Nuevo  Mundo,  casi  á  la  vista  de  los  españoles,  sin  que  se  le 
tendiera  una  mano  compasiva,  por  temor  á  una  alteración  del 
orden  público?  {Grandes  ap ¿ausos. )  ¡Aíortunamente  Dios,  que 
sin  duda  velaba  por  la  vida  de  Colón,  libró  á  nuestra  patria  de 
semejante  vergüenza! 

La  otra  razón  que  dio  el  conferenciante  á  que  me  refiero 
para  mostrar  que  Colón  apreciaba  á  Ovando,  y,  por  tanto,  éste 
no  se  había  portado  mal  con  él,  es  la  afectuosa  carta  que  el  Al- 
mirante escribió  al  Comendador  desde  la  isla  Beata^  anuncián- 
dole su  llegada  de  Jamaica. 

Aparte  de  que  en  aquellos  momentos  aun  podía  Ovando  fa- 
vorecer ó  perjudicar  mucho  á  Colón,  y  éste  debía  procurar 
agradarle,  dicha  carta  no  probaría,  en  último  extremo,  más  que 
la  generosidad  y  grandeza  del  Almirante,  que  así  daba  al  olvido 
sus  justos  resentimientos.  Pero  más  expresivas  que  esta  carta 
son  las  amargas  quejas  que  produjo  contra  Ovando  cuando 
vino  á  España,  y  en  las  cuales  llegó  á  decir  que  el  Gobernador 
no  le  había  socorrido  para  que  pereciese  en  Jamaica,  y  que 
cuando  mandó  á  Diego  Escobar  fué  por  saber  si  ya  era  muerto. 

Muy  difícil  es  sondar  la  conciencia  humana,  y  más  de  perso- 
najes históricos;  por  eso  yo  no  me  atreveré  á  decir  que  Colón 
estuviese  acertado  al  creer  que  Ovando  quería  su  muerte;  pero 
lo  que  sí  puedo  afirmar,  juzgando  por  las  apariencias  y  por  he- 


—  21   — 

chos  bien  comprobados,  es  que  si  no  tuvo  esa  intención  dio 
motivo  para  suponerla. 

Si  algo  faltase  para  hacer  patente  esta  enemiga  de  Ovando  á 
Colón,  bastaría  observar  la  conducta  seguida  por  el  Comenda- 
dor con  el  Almirante  en  el  tiempo  que  éste  permaneció  en 
Santo  Domingo, 

Cortés  y  afable  en  apariencia  con  el  ilustre  genovés,  y  mos- 
trándole siempre  una  falsa  sonrisa,  no  perdonó  medio  ni  oca- 
sión para  molestarle  en  cuanto  pudo.  Puso  en  libertad  á  los 
hermanos  Porras,  que  se  habían  sublevado  contra  los  Colones 
en  Jamaica,  poniendo  en  grave  riesgo  sus  vidas  y  haciendo  que 
por  vez  primera  se  derramara  en  América  sangre  española  ver- 
tida en  fratricida  lucha.  Inútil  fué  que  el  Almirante  le  expusiera 
los  agravios  que  de  ellos  había  recibido  y  le  mostrara  las  reales 
cédulas  por  las  cuales  él  sólo  podía  ejercer  jurisdicción  civil  y 
criminal  sobre  cuantos  componían  la  expedición;  Ovando  no 
hizo  caso,  y  hasta  intentó  prender  y  juzgar  á  los  que,  habiendo 
permanecido  fieles,  pusieron  prisioneros  á  los  Porras.  Tampoco 
mostró  gran  empeño  en  la  devolución  de  los  bienes  que  fueron 
tomados  á  él  y  su  familia  por  Bobadilla,  y  que  tan  reiterada- 
mente le  habían  encargado  los  Reyes  Católicos  activase.  Estos 
y  otros  desaires  análogos  hicieron  que  Colón  apresurase  su  re- 
greso á  España,  trayendo  bien  poco  que  agradecer  al  Goberna- 
dor de  las  Indias. 

¿Pero  cómo  ha  de  extrañar  esta  ojeriza  cuando  hay  una  razón 
clara  y  sencillísima  que  la  explica  satisfactoriamente  y  que  se 
ha  ocurrido  á  todos  los  historiadores?  Ovando  sabía  que  los 
Reyes  ofrecieron  á  Colón  reponerle  en  el  mando  de  la  Espa- 
ñola cuando  pasasen  dos  años  y  la  isla  estuviera  pacificada.  De 
aquí  que  la  figura  del  Almirante  fuese  para  Ovando  una  cons- 
tante pesadilla  y  que  procurase,  por  cuantos  medios  estaban  á 
su  alcance,  retardar,  y  si  le  era  dable  imposibilitar,  el  momento 
en  que  los  Reyes  tuvieran  que  cumplir  su  compromiso.  Dada 
la  débil  condición  humana,  no  es  aventurado  suponer  que  ésta 
fué  la  sola  causa  de  la  conducta  seguida  por  el  Comendador 
Mayor  con  el  primer  Almirante. 

Al  regresar  Ovando  de  su  expedición  á  Jaragua  se  encontró 
con  un  cuadro  bien  triste  en  la  ciudad  de  Santo  Domingo.  Se 


—   22    — 


habían  concluido  los  alimentos  llevados  de  España;  las  enfer- 
medades seguían  diezmando  á  los  cristianos  que,  perdidas  sus 
doradas  ilusiones  de  recoger  oro  en  las  minas,  se  acogieron  á 
la  capital,  esperándolo  todo  del  Gobierno  y  nada  de  su  esfuerzo 
particular;  los  indios,  á  los  cuales  se  les  había  concedido  una 
relativa  libertad,  en  virtud  de  las  terminantes  órdenes  de  los 
Reyes  que  llevaba  el  Comendador,  estaban  tranquilamente  re- 
traídos en  sus  pueblos  y  entregados  á  sus  habituales  tareas  y 
labranzas;  y  los  españoles,  que  no  concebían  haber  hecho  tan 
largo  viaje  para  vivir  del  trabajo,  apremiaban  al  Gobernador 
con  el  objeto  de  que  les  diese  indios  que  suplieran  su  indolen- 
cia y  los  sacasen  de  la  miseria  en  que  se  encontraban. 

En  estas  circunstancias,  Ovando  fué  débil  y  no  supo  resistir 
sus  exigencias,  obligándoles  á  cultivar  los  terrenos  que  tenían 
á  su  disposición  ó  embarcando  para  España  á  los  que  no  qui- 
sieran hacerlo;  por  lo  cual,  y  quizás  también  porque  él  mismo 
creyera  que  los  indios  eran  una  raza  inferior,  algo  así  como 
bestias  de  carga,  que  Dios  había  puesto  en  aquellas  tierras  para 
que  los  españoles  se  sirviesen  de  ellas  cuando  llegaran,  escribió 
una  carta  á  la  Reina,  diciéndole  que,  á  causa  de  la  independen- 
cia que  se  les  había  otorgado  huían  del  trato  de  los  españoles, 
siendo  imposible  por  esto  doctrinarles  é  instruirles  en  nuestra 
santa  religión,  al  mismo  tiempo  que  se  negaban  á  ayudar  á  los 
castellanos  en  el  laboreo  de  las  minas  y  cultivo  de  los  campos. 

Bien  se  ve  que  Ovando  conocía  á  los  Reyes  y  sabía  que  to- 
cando la  fibra  del  fervor  religioso  de  la  Reina,  había  de  respon- 
der en  el  sentido  que  él  se  proponía.  En  efecto,  D.^  Isabel  le 
dirigió  una  carta,  fechada  en  Segovia  en  20  de  Diciembre 
de  1503,  ordenándole  entre  otras  cosas  «que  compeliese  y  apre- 
miase á  los  indios  á  reunirse  con  los  cristianos  para  que  se  con- 
virtieran al  catolicismo  y  les  auxiliasen  en  los  trabajos  de  po- 
blación y  cultivo  de  la  Española.» 

No  necesitó  más  Ovando  para  establecer  los  repartimientos 
de  indios.  El  primer  Almirante  había  iniciado  ese  abuso  que 
tan  fatales  resultados  produjo  en  la  isla;  Bobadilla  lo  afirmó 
dándole  más  desarrollo;  pero  cuando  llegó  á  su  apogeo  y  se  es- 
tableció de  un  modo  permanente  y  con  carácter  oficial,  fué  en 
tiempos  de  Ovando. 


—  23  — 

Algunos  han  querido  presentar  esta  carta  de  la  reina  Isabel 
como  origen  legal  de  los  repartimientos.  Fijándose  sólo  en  las 
palabras  compeláis  y  apremiéis  á  los  dichos  indios^  deducen 
que  era  una  autorización  en  toda  regla  para  ponerles  en  for- 
zada servidumbre.  Basta,  sin  embargo,  fijarse  en  otros  párrafos 
de  ella  para  comprender  cuan  distinto  era  el  espíritu  que  la  ha- 
bía informado,  y  cuan  lejos  se  hallaba  la  Reina  al  escribirla  de 
creer  que  originaría  los  desmanes  cometidos  más  tarde.  En 
otro  sitio  de  la  misma  se  lee  lo  siguiente:  «Pagándoles  (se  re- 
fiere á  los  indios)  el  jornal  que  por  vos  fuese  tasado,  lo  cual 
hagan  é  cumplan  como  personas  libres,  como  lo  son  y  no  como 
siervos;  é  faced  que  sean  bien  tratados  los  dichos  indios,  é  los 
que  de  ellos  fueren  cristianos  mejor  que  los  otros,  é  non  con- 
sintades  ni  dedes  lugar  que  ninguna  persona  les  haga  mal  ni 
daño,  ni  otro  desaguisado  alguno,  é  los  unos  ni  los  otros  no  fa- 
gades  ni  fagan  ende  al,  por  alguna  manera,  so  pena  de  la  mi 
merced,  y  de  lo.ooo  maravedis  para  la  mi  Cámara.»  Estas  pala- 
bras no  dejan  lugar  á  duda,  y  aun  sin  ellas,  bastaría  fijarse  en  la 
intención  que  revela  toda  la  carta  y  los  caritativos  sentimientos 
que  por  los  indios  mostró  siempre  la  Reina  para  no  achacarla 
semejante  intento. 

¡Ah!  Si  la  bondadosa  Reina  de  Castilla  hubiese  sospechado 
que  aquellas  dos  solas  palabras  iban  á  servir  de  pretexto,  en 
manos  de  un  Gobernador  débil  é  insensible,  para  cometer  las 
crueldades  é  injusticias  que  se  cometieron  con  los  indios,  obli- 
gándoles á  inhumana  esclavitud  y  sometiéndoles  á  brutal  ser- 
vidumbre; si  hubiera  comprendido  que,  escudados  con  sus  ór- 
denes, se  arrancaría  á  la  mujer  de  los  brazos  del  marido,  á  los 
hijos  del  regazo  de  sus  madres,  para  transportarles  á  largas  dis- 
tancias de  sus  hogares  y  haciendas,  agobiarles  con  rudas  faenas 
que  en  breve  concluían  con  su  organización  delicada  é  indo- 
lente y  saciar  así,  á  costa  de  innumerables  víctimas  y  cruentos 
sacrificios,  la  codicia  de  sus  señores;  si  hubiera  adivinado  los 
tormentos  que  se  les  darían  para  agotar  hasta  el  último  resto  de 
sus  energías  corporales,  y  cómo  morirían  de  hambre  abandona- 
dos en  mitad  de  los  campos,  aquellos  que  por  viejos,  débiles  ó 
enfermos,  ya  no  se  consideraban  como  buenas  bestias  de  tra- 
bajo; si  hubiera  presumido  que  su  afán  de  hacer  comprender  á 


—  24  — 

los  indios  las  verdades  de  nuestra  fe,  iba  á  tener  como  único 
resultado  el  que  aquellos  sencillos  naturales,  que  adoraron  á  los 
primeros  españoles  llegados  á  su  isla  como  divinas  apariciones 
venidas  del  cielo,  concluirían  por  odiar  á  los  cristianos  hasta  el 
extremo  de  considerarles  infernales  furias  abortadas  por  el  aver- 
no; si  hubiese  imaginado,  en  fin,  algo  de  esto,  ¡como  se  hubiera 
conmovido  su  sensible  corazón,  de  cuánto  horror  se  hubiese 
llenado  su  piadoso  espíritu,  qué  lágrimas  tan  amargas  hubieran 
escaldado  sus  mejillas  y  cómo  habría  sentido  que  á  la  sombra 
de  su  nombre  se  realizasen  estos  hechos,  cuando  su  primer 
encargo  á  los  Gobernadores  que  allí  mandaba  fué  siempre  para 
que  no  se  les  hiciese  daño  alguno,  y  había  hecho  volver  libre- 
mente á  las  Indias  los  que  se  trajeron  á  España  como  siervos, 
y  hasta  en  su  lecho  de  muerte,  postrada  por  el  dolor  y  casi  des- 
prendido ya  su  espíritu  de  nuestro  suelo,  había  vuelto  sus. ojos 
á  la  tierra  para  dirigir  una  mirada  de  compasión  á  aquellos  infe- 
lices, y  dedicarles  un  último  recuerdo  de  ternura!  {^Prolongados 
aplausos.) 

Repartiéronse  los  indios  con  tal  prisa  y  en  tal  número,  que 
pronto  quedaron  bien  pocos  en  la  isla  Española.  No  acostum- 
brados á  tan  rudos  y  continuos  trabajos  y  privaciones,  perecían 
á  millares,  y  el  Gobernador  tenía  necesidad  de  reponer  cada 
año  los  muertos  é  inútiles  de  las  respectivas  dotaciones.  Los 
premios  y  los  castigos  consistían  en  dar  más  ó  menos  indios;  los 
servicios  y  las  influencias  se  pagaban  con  lucidos  repartimien- 
tos, y  llegó  á  tal  extremo  el  abuso,  que  algún  tiempo  después, 
muerta  ya  la  reina  Isabel,  se  concedían  á  señores  de  España 
dotaciones  de  centenares  de  indios  para  que  los  explotasen 
allá  sus  criados  y  servidores,  y  que  ellos,  sin  moverse  de  Cas- 
tilla, recibiesen  aquí  los  pingües  rendimientos.  De  3  millones 
que  calculan  había  en  la  Española  á  la  llegada  de  Colón,  que- 
daban en  los  últimos  tiempos  de  la  dominación  de  Ovando  sólo 
60.000,  es  decir,  que  en  catorce  ó  quince  años  habían  perecido 
casi  los  3  millones. 

Al  compendiar  de  esta  manera  sumarísima  el  trato  que  reci- 
bían los  indios,  no  me  atengo  sólo  al  relato  del  P.  Las  Casas, 
que  se  ha  supuesto  exagerado  en  este  punto.  Todos  los  historia- 
dores, expresándose  con  más  órnenos  vehemencia,  convienen  en 


los  mismos  hechos,  y  hasta  Fernández  Oviedo,  que  es  el  más 
benigno  con  Ovando,  y  quien  trata  á  los  indios  con  más  acritud 
cuando  habla  de  ellos,  confiesa  en  varias  partes  de  su  historia 
que  muchos  tomaban  hierbas  ponzoñosas  para  escapar  de  las 
fatigas  á  que  les  sometían,  y  también  que  se  dieron  bastantes  ca- 
sos de  mujeres  embarazadas  que  bebían  ciertos  brebajes  para 
abortar  y  no  abastecer  con  sus  hijos  aquella  espantosa  esclavi- 
tud. De  modo,  señores,  que  los  indios  llegaron  á  matar  los  dos 
sentimientos  más  fuertes  y  poderosos  que  existen  en  la  especie 
humana,  el  instinto  de  vida  y  el  amor  maternal,  para  librarse 
del  yugo  de  sus  conquistadores.  Esto  no  necesita  ningún  co- 
mentario. 

Como  los  indígenas  se  acababan,  y  en  cambio  era  insaciable 
la  avaricia  de  los  españoles.  Ovando  escribió  al  Rey  Católico, 
siempre  con  el  pretexto  de  la  religión,  para  que  le  permitiese 
transportar  á  la  Española  los  indios  que  habitaban  las  islas  Lu- 
cayas.  El  Rey  se  lo  consintió,  y  bien  pronto  pasaron  á  estas  is- 
las barcos  con  españoles  que,  primero  por  el  engaño,  después 
por  la  fuerza,  y  últimamente  persiguiéndoles  y  cazándoles  en 
los  bosques,  fletaron  cargamentos  de  carne  humana  que  ven- 
dían en  público  mercado,  llegando  á  darse  algunos,  en  los  tiem- 
pos que  más  abundaba  la  mercancía,  por  el  precio  de  cuatro 
duros.  Las  Lucayas  quedaron  en  breve  desiertas  y  sus  natura- 
les sometidos  á  la  misma  triste  condición  que  los  de  la  Espa- 
ñola. 

En  tanto  se  habían  sublevado  por  segunda  vez  los  indios  del 
Higuey,  y  Ovando  mandó  de  nuevo  al  mismo  Juan  de  Esquivel 
con  400  hombres,  para  que  no  les  diese  tregua  ni  cuartel  hasta 
concluir  con  ellos  y  dar  muerte  á  su  cacique  Cotubanamá. 

Repitiéronse  los  estragos  y  crueldades  en  mayor  escala  que 
antes.  Los  indios  trataron  de  resistir,  pero  teniendo  por  armas 
débiles  flechas,  por  todo  escudo  sus  desnudos  pechos,  por  es- 
trategia una  inocente  gritería  y  por  única  defensa  la  fuga  á  la 
desbandada,  fueron  arrollados  sin  ningún  esfuerzo  por  los  espa- 
ñoles, que  hicieron  en  ellos  gran  matanza  y  les  impusieron  bru- 
tales castigos  que  espanta  imaginar.  Unos  eran  quemados  á 
fuego  lento;  á  otros  se  ahorcaba,  de  modo  que  con  sus  pies  to- 
casen la  tierra  para  que  fuese  más  larga  su  agonía;  á  muchos  se 


—    26    — 

cortaban  las  manos,  y  podían  considerarse  como  muy  afortu- 
nados aquellos  prisioneros  que  se  reservaban  para  dedicarles  á 
la  esclavitud. 

Cotubanamá  se  refugió  en  la  isleta  Saona  con  su  familia;  pero 
hasta  allí  le  persiguió  Juan  de  Esquivel,  que  al  fin  le  prendió, 
mandándole  á  Santo  Domingo,  donde  fué  ahorcado. 

Esta  fué  la  última  convulsión  de  aquella  raza  que  agonizaba. 
Los  que  quedaron,  convencidos  de  su  impotencia  y  soñando 
con  la  muerte  como  único  consuelo,  se  resignaron  con  su  negro 
sino,  sin  intentar  nuevas  rebeldías. 

Tranquilo  ya  Ovando  por  esta  parte,  siguió  poniendo  en  or- 
den la  Administración  de  la  Española;  organizó  el  laboreo  de 
las  minas  y  acuñación  del  oro,  y  en  las  cuatro  fábricas  de  fun- 
dir que  estableció,  llegaron  á  recogerse  al  año  450  ó  460.000 
castellanos  de  oro,  ó  sea  cerca  de  5  millones  de  pesetas;  dictó 
disposiciones  para  dar  forma  legal  á  los  amancebamientos  que 
tenían  los  españoles  con  las  indias;  expurgó  la  isla  de  los  vicio- 
sos que  daban  mal  ejemplo,  enviándoles  á  España  ó  quitándo- 
les los  indios,  que  entonces  era  el  castigo  más  temido;  mandó 
en  1508  á  Sebastian  de  Campo  á  reconocerla  isla  de  Cuba  para 
saber  si  era  ó  no  tierra  firme,  lo  cual  aun  se  ignoraba,  á  pesar 
de  lo  que,  con  fecha  anterior,  indicaba  en  su  célebre  carta  Juan 
de  la  Cosa;  envió  también  á  Juan  de  Esquivel  á  la  isla  Bori- 
quen^  hoy  Puerto  Rico,  para  que  la  reconociese,  y  gobernó, 
en  fin,  con  bastante  discreción  y  prudencia,  lo  cual  hace  más 
sensible  haya  manchado  su  nombre  con  las  anteriores  des- 
aciertos. 

En  Julio  de  1509  llegó  á  Santo  Domingo  D.  Diego  Colón,  que 
había  conseguido  ser  nombrado  por  el  Rey  Gobernador  y  Ca- 
pitán general  de  las  Indias,  en  cumplimiento  de  las  estipulacio- 
nes hechas  con  su  padre.  Después  de  tomar  residencia  á  Ovando, 
abandonó  éste  la  Española  en  Septiembre  de  aquel  mismo  año, 
y  al  poco  tiempo  de  llegar  á  Castilla,  estando  celebrando  Capí- 
tulo la  Orden  de  Alcántara,  falleció  en  esta  ciudad,  donde  se 
halla  enterrado,  el  29  de  Mayo  de  151 1. 

Con  la  rapidez  que  me  imponía  el  corto  tiempo  de  una  con- 
ferencia, he  procurado  condensar  los  sucesos  más  notables  de 
la  gobernación  de  Ovando.  El  carácter  de  este  personaje  y  el 


—   27  — 

juicio  imparcial  que  de  los  mismos  sucesos  se  desprende,  puede 
expresarse  en  muy  pocas  palabras. 

Hombre  prudente  y  amigo  de  la  justicia,  como  dice  el  P.  Las 
Casas,  hubiera  sido  un  excelente  Gobernador  en  otro  lugar  y  en 
distinta  época.  Pero  rodeado  en  la  Española  de  gente  devorada 
por  una  insaciable  codicia,  no  tuvo  energía  para  resistir  sus  in- 
moderadas exigencias;  esto,  unido  á  que  su  ánimo  receloso  le 
hacía  ver  traiciones  y  peligros  en  todas  partes,  le  arrastró  á  co- 
meter las  demasías  de  que  le  culpa  la  Historia. 

Hay  que  reconocer,  y  yo  lo  hago  gustoso  á  fuer  de  imparcial, 
que  algunos  de  sus  desaciertos  y  errores  provenían  de  las  creen- 
cias y  costumbres  de  su  época,  así  como  también  de  la  necesi- 
dad que  hay  en  los  primeros  tiempos  de  toda  conquista,  y  más 
tratándose  de  países  tan  vastos,  desconocidos  é  incultos  como 
aquéllos,  de  emplear  ciertos  rigores  y  recurrir  á  medidas  extre- 
mas, que  pueden  aparecer  bárbaras  y  crueles  con  el  transcurso 
de  los  siglos,  pero  que  tienen  su  explicación,  ya  que  no  su  dis- 
culpa, en  las  apremiantes  condiciones  del  momento. 

Dulzuras  parecerían  ciertos  castigos  de  Ovando  y  de  los  espa- 
ñoles, comparados  con  los  procedimientos  que  emplearon  otras 
naciones  en  conquistas  análogas  de  aquella  misma  fecha,  y  aun 
en  épocas  muy  posteriores,  en  nuestros  mismos  días,  siendo  la 
cultura  mucho  mayor  y  otras  las  leyes,  ideas  y  costumbres,  no 
faltan  ejemplos  de  más  horrible  crueldad,  que  imponen  las  cir- 
cunstancias aunque  los  repugnen  las  conciencias.  {Bien^  bien.) 

Si  los  historiadores  no  aprecian  en  todo  su  valor  algunas  pru- 
dentes y  sabias  medidas  de  Ovando  que  contribuyeron,  sin 
duda,  al  engrandecimiento  de  la  Española,  consiste  en  que  es- 
tudian é  este  personaje  principalmente  en  sus  relaciones  con 
el  primer  Almirante,  y  desde  este  punto  de  vista,  la  conducta 
del  Comendador  Mayor  es  inexcusable. 

Hago  estas  consideraciones  finales,  porque  otros  de  los  que 
han  ocupado  esta  cátedra  han  tenido  la  fortuna  de  poder  pintar 
grandezas  de  nuestra  patria  y  referir  maravillosas  empresas  de 
sus  hijos;  yo,  para  ser  sincero,  me  he  visto  precisado  á  presen- 
taros un  cuadro  en  el  que  predominan  las  tintas  negras  y  los  co- 
lores sombríos.  La  verdad  histórica  debe  ser  acatada  con  res- 
peto, hasta  cuando  nos  acusa  y  condena,  y  á  ella  he  procurado 


—    28    — 

ajustarme  fielmente  al  describiros  este  período  de  nuestra  do- 
minación en  las  Indias.  No  importa,  sin  embargo,  que  mis  la- 
bios hayan  pronunciado  palabras  de  desconsuelo  al  recordar 
hechos  tristes  y  por  todos  lamentados;  esto  no  puede  aminorar 
en  modo  alguno  la  gloria  alcanzada  por  los  españoles  en  aquella 
magnífica  época  de  nuestra  historia.  La  luz,  mientras  más  bri- 
llante, proyecta  más  densas  sombras,  y  las  heroicas  virtudes  de 
aquellos  intrépidos  marinos  y  valientes  conquistadores  necesi- 
tan como  contraste,  para  ser  apreciadas  en  todo  su  inmenso  va- 
lor, la  sombra  de  las  pequeñas  pasiones  y  el  fondo  obscuro  de 
las  debilidades  humanas.  Porque  tan  épicas  hazañas  acometie- 
ron, tan  sobrehumanos  esfuerzos  realizaron,  á  tal  extremo  lleva- 
ron la  audacia  y  osadía  para  uncir  al  carro  triunfal  de  España 
aquel  mundo  nuevo  que  habían  arrancado  á  las  profundidades 
misteriosas  del  Océano,  que  cuesta  trabajo  creer  fueron  hom- 
bres los  que  tal  hicieron,  y  si  no  se  refirieran  al  mismo  tiempo 
sus  flaquezas  y  errores,  la  leyenda  los  hubiera  considerado  como 
héroes  fabulosos  y  la  Historia  quizás  se  hubiese  resistido  á  creer 
en  la  existencia  de  estos  nuevos  Titanes.  {Grandes  aplausos.) 
£1  sol  tiene  manchas,  y  sin  embargo  ilumina  al  mundo;  he 
aquí  el  único  símbolo  digno  del  acontecimiento  que  hoy  con- 
memoramos. Por  muchas  que  sean  las  censuras  y  negaciones,  el 
descubrimiento  y  conquista  de  América  será  eternamente  es- 
pléndido sol  que  allá,  en  la  cúspide  de  nuestra  historia,  y  á  tra- 
vés de  todas  las  generaciones,  irradiará  oleadas  de  gloria  sobre 
la  nación  española  é  inextinguibles  resplandores  sobre  sus  hijos. 
He  dicho.  {Grandes  y  prolongados  aplausos.) 


COLÓN  Y  BOSADILLA 


ATENEO  DE  MADRID 

COLÓN  Y  BOBADILLA 

CONFERENCIA 
ü.    HiXJIS    VII3A.RT 

leída  el  14  de  Diciembre  de  1891 


MADRID 

BSTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE    RIVADENEYRA» 

IMPRESORES     DB     LA     REAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  ao 
1892 


Señoras  y  señores: 

Mi  amigo  D.  Antonio  Sánchez  Moguel,  Presidente  de  la  sec- 
ción de  Ciencias  Históricas  de  este  Ateneo,  ha  creído  que  yo 
podría  ocupar  un  puesto  entre  los  eruditos  conferenciantes  que 
aquí  consagran  sus  tareas  á  recordar  las  glorias  que  adquirieron 
los  hijos  de  la  Península  Ibérica  en  el  descubrimiento  y  con- 
quista de  América  y  Oceanía.  Sí,  de  América  y  Oceanía;  por- 
que desde  principios  del  siglo  xv,  en  que  el  infante  D.  Enrique 
de  Portugal  fundó  la  Escuela  Náutica  de  Sagres,  hasta  fines 
del  primer  tercio  del  siglo  xvi,  en  que  Fernando  de  Magalhaes 
y  Juan  Sebastián  de  Elcano  realizaron  el  primer  viaje  de  cir- 
cunnavegación del  planeta  que  habitamos,  y  aun  más  allá,  hasta 
los  primeros  años  del  siglo  xvii,  en  que  el  español  Alvaro  de 
Mendaña  y  el  portugués  Pedro  Fernández  de  Quirós  descubrie- 
ron varios  archipiélagos,  que  entonces  se  consideraron  como 
dependientes  ó  formando  parte  de  Asia;  esto  es,  durante  dos- 
cientos años,  los  hijos  de  la  Península  Ibérica,  los  navegantes 
portugueses  y  españoles  llevaron  á  feliz  remate  lamagna  empresa 
de  descubrir  y  fijar  los  límites  de  mares  y  tierras  que,  según  el 
ilustre  geógrafo  Elíseo  Reclus,  constituyen  las  cinco  sextas  par- 
tes de  la  superficie  actualmente  conocida  del  planeta  que  habi- 
tamos. 

Francisco  López  de  Gomara,  en  su  Historia  general  de  las 
Indias^  escribió:  «La  mayor  cosa,  después  de  la  creación  del 


—  6  — 

mundo,  sacando  la  encarnación  y  muerte  del  que  lo  creó,  es  el 
descubrimiento  de  las  Indias,  y  así  las  llamaron  Nuevo  Mun- 
do.» Si  estas  palabras  pareciesen  dictadas  por  la  exageración 
del  patriotismo,  léase  la  Nueva  Geografía  Universal  áe\  ilus- 
tre escritor  que  ha  poco  he  mencionado,  y  allí  se  verá  que  un 
francés  librepensador  afirma  que  Portugal  y  España  ocupan  el 
primer  puesto  en  la  historia  de  los  conocimientos  geográficos, 
y  al  señalar  la  importancia  del  descubrimiento  del  Nuevo 
Mundo,  dice  que  es  tal  y  tan  grande,  que  el  comienzo  déla 
edad  moderna  debe  de  fijarse  en  la  fecha  que  se  realizó  tan 
trascendental  acontecimiento.  Ajuicio  del  gran  geógrafo  Re- 
clus,  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo  ha  ejercido  y  ejerce 
«íobre  los  destinos  de  la  humanidad  una  influencia  muy  superior 
á  todo  lo  que  podía  imaginarse  en  teóricas  disquisiciones,  por- 
que no  sólo  ha  producido  este  descubrimiento  sus  inmediatas  y 
naturales  consecuencias  en  los  progresos  de  la  ciencia  geográ" 
fica  y  de  la  astronómica,  sino  que  ha  llegado  hasta  otras  esferas 
de  la  vida  humana,  como  la  religión,  la  filosofía  y  la  política^ 
que  por  su  índole  espiritual,  digámoslo  así,  parecían  muy  ale- 
jadas del  terreno  en  que  se  verifican  los  hechos  del  orden  pura- 
mente físico. 

Resulta,  pues,  que  lo  que  dijo  hace  más  de  tres  siglos  el  clé- 
rigo Francisco  López  de  Gomara  para  ensalzar  la  importancia 
del  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo,  lo  confirma  hoy  el  libre- 
pensador Eliseo  Reclus,  suprimiendo  las  cortapisas  que  impo- 
nían á  nuestro  Gomara  su  fe  y  profesión  de  sacerdote  católico. 

Y  sin  embargo  de  todo  lo  hasta  aquí  expuesto,  la  grandeza 
épica  del  descubrimiento  y  conquista  de  América  y  Oceanía 
por  los  portugueses  y  los  españoles  ha  sido  desconocida  durante 
largos  años  por  los  historiadores  extranjeros  que,  amontonando 
confusamente  noticias,  incompletas  á  veces,  y  otras  de  todo 
punto  falsas,  han  conseguido  formar  una  leyenda,  en  que  apa- 
rece la  figura  de  Cristóbal  Colón  rodeada  de  todos  los  esplen- 
dores de  la  gloria,  y  sirviendo  de  sombra  en  este  cuadro  la  trai- 
ción que  dicen  quiso  cometer  el  rey  de  Portugal  D.  Juan  II  al 
despachar  secretamente  el  navio  que  había  de  descubrir  desco- 
nocidas tierras,  siguiendo  el  rumbo  por  Colón  indicado,  y  el 
comendador  Francisco  de  Bobadilla,  aprisionando  y  cargando 


de  cadenas  al  descubridor  del  Nuevo  Mundo,  sin  más  motivo 
que  la  envidia  que  este  descubrimiento  en  los  españoles  había 
suscitado. 

Y  en  lo  que  puede  llamarse  la  leyenda  colombina  al  lado  de 
las  manchadas  íiguras  del  rey  D.  Juan  II  y  del  comendador 
Bobadilla,  se  agrupan  las  del  obispo  D.  Juan  de  Fonseca,  injusto 
enemigo  de  Colón,  las  de  los  ignorantes  doctores  salmantinos, 
que  negaron  la  posibilidad  del  viaje  á  las  Indias  por  los  mares 
hasta  aquel  entonces  nunca  navegados;  la  de  D.  Fernando  el 
Católico,  buscando  medios  para  no  cumplir  lo  que  había  ofre- 
cido en  las  capitulaciones  de  Santa  Fe;  la  de  Martín  Alonso 
Pinzón,  maquinando  traiciones  contra  el  primer  Almirante  del 
mar  Océano ;  la  del  comendador  Nicolás  de  Ovando,  impidiendo, 
sin  causa  justificada,  que  desembarcase  en  la  Española  el  inmor- 
tal nauta  que  pocos  años  antes  había  descubierto  esta  isla;  en 
suma,  casi  todos  los  portugueses  y  españoles  que  mayor  parte 
tuvieron  en  el  descubrimiento  del  Nuevo  Nundo,  á  creer  la 
leyenda  colombina,  merecen  la  eterna  condenación  de  la  jus- 
ticia y  de  la  Historia. 

Las  acusaciones  que  escriben,  no  los  biógrafos,  sino  los  pane- 
giristas de  la  vida  y  de  los  merecimientos  de  Cristóbal  Colón, 
requerían  una  serie  de  conferencias  en  que  se  examinase  el  va- 
lor de  estas  acusaciones,  como  lo  ha  hecho,  con  aplauso  del 
Ateneo,  mi  querido  amigo  D.  Cesáreo  Fernández  Duro,  al  de- 
mostrar que  Martín  Alonso  Pinzón,  lejos  de  ser  culpable  de 
alevosas  traiciones,  fué,  después  de  Colón,  quien  tuvo  más  parte 
en  el  glorioso  término  del  viaje  emprendido  desde  el  puerto  de 
Palos,  en  el  memorable  viernes  3  de  Agosto  de  1492. 

Y  aquí  he  de  volver,  señoras  y  señores,  á  recordar  lo  que 
dije  en  el  principio  de  esta  conferencia.  Me  indicó  el  Sr.  Sán- 
chez Moguel  lo  conveniente  que  sería  una  como  revisión  de  la 
sentencia  condenatoria  que  pesa  sobre  el  célebre  comendador 
Francisco  de  Bobadilla,  por  la  conducta  que  siguió  al  encar- 
garse del  gobierno  de  la  isla  Española,  y  enviar  á  España  pro- 
cesados y  presos  á  Colón  y  á  sus  hermanos  D.  Bartolomé  y 
D.  Diego.  Me  pareció  muy  acertada  la  idea  del  Sr.  Sánchez 
Moguel,  y  no  tuve  reparo  que  oponer  á  que  fuese  yo  quien 
examinase  los  fundamentos  de  aquella  sentencia  condenatoria, 


porque  me  parecía  hace  tiempo,  y  sigue  pareciéndome,  que 
estos  fundamentos  no  son  muy  sólidos,  y  viendo  yo  tan  claras 
las  razones  con  que  puede  vindicarse  la  memoria  de  Bobadilla, 
creo  cumplir  una  obligación  de  conciencia  al  levantar  aquí  mi 
voz  en  defensa  de  la  justicia,  ó  almenes,  de  loque,  á  mi  juicio, 
como  justo  debe  considerarse. 

Para  que  no  se  diga  que  trato  de  atenuar  las  acusaciones 
gravísimas  que  pesan  sobre  la  memoria  del  comendador  Boba- 
dilla, comenzaré  leyendo  los  capítulos  que  consagra  D.  Fer- 
nando Colón  en  la  vida  de  su  padre  al  relato  de  los  hechos  cuyo 
conocimiento  es  necesario  para  que  sirva  de  base  al  juicio  que 
la  Historia  puede  y  debe  razonadamente  formar. 

La  obra  titulada:  Historiadores  primitivos  de  las  Indias 
Occidentales^  que  juntó,  tradujo  en  parte  y  sacó  á  luz,  ilustrada 
con  eruditas  notas  y  copiosos  índices,  el  limo.  Sr.  D.  Andrés 
González  Barcia,  del  Consejo  y  Cámara  de  S.  M.  (Madrid,  1 799), 
comienza  por  una  traducción  que  hizo  el  Sr.  Barcia  de  la  vida 
de  Cristóbal  Colón,  publicada  en  italiano  por  Alfonso  de  Ulloa, 
y  que  parece  demostrado  que  primitivamente  había  sido  escrita 
en  español  por  el  hijo  natural  del  primer  Almirante  del  mar 
Océano.  Esta  traducción  del  Sr.  Barcia  es  menos  que  mediana, 
pero  la  prefiero  á  la  que  yo  podría  hacer,  aun  cuando  acaso  no 
fuese  tan  mala,  por  la  misma  causa  que  antes  indiqué;  evitar, 
hasta  donde  me  sea  posible,  la  desconfianza  de  mis  oyentes. 

Nada  menos  que  tres  capítulos  dedica  D.  Fernando  Colón  á 
relatar  lo  acontecido  entre  su  ilustre  padre  y  el  comendador 
Francisco  de  Bobadilla.  El  primero  de  estos  tres  capítulos  se 
titula:  Cómo  por  informaciones  falsas  y  fingidas  quejas  de  al- 
gunos^ enviaron  los  Reyes  Católicos  un  juez  á  las  Indias  para 
saber  lo  que  pasaba ,  y  dice  así: 

«En  tanto  que  las  referidas  turbaciones  sucedían,  como  se  ha 
dicho,  muchos  de  los  rebelados,  con  cartas  desde  la  Española, 
y  otros  que  se  habían  vuelto  á  Castilla,  no  dejaban  de  pre- 
sentar informaciones  falsas  á  los  Reyes  Católicos  y  á  los  de  su 
Consejo  contra  el  Almirante  y  sus  hermanos,  diciendo  que  eran 
muy  crueles ,  incapaces  para  aquel  Gobierno,  así  por  ser  extran- 
jeros y  ultramontanos,  como  porque  en  ningún  tiempo  se  ha- 
bían visto  en  estado  de  gobernar  gente  honrada;  afirmando  que 


si  sus  Altezas  no  ponían  remedio  sucedería  la  última  destrucción 
de  aquellos  países,  los  cuales,  cuando  no  fuesen  destruidos  por 
su  perversa  administración,  el  mismo  Almirante  se  rebelaría  y 
haría  liga  con  algún  príncipe  que  le  ayudase,  pretendiendo  que 
todo  fuese  suyo,  por  haber  sido  descubierto  por  su  industria  y 
trabajo,  y  para  salir  con  este  intento  escondía  las  riquezas  y  no 
permitía  que  los  indios  sirviesen  á  los  cristianos,  ni  se  convirtie- 
sen á  la  fe;  porque  acariándoles  es-peraba  tenerlos  de  su  parte 
para  hacer  todo  cuanto  fuese  contra  el  servicio  de  sus  Altezas. 
Procedían  éstos  y  otros  semejantes  en  estas  calumnias  con  tan 
grande  importunación  á  los  Reyes,  diciendo  mal  del  Almirante 
y  lamentándose  de  que  había  muchos  años  que  no  pagaba  suel- 
dos, que  daban  que  decir  á  todos  los  que  entonces  estaban  en  la 
corte.  Era  de  tal  manera,  que  estando  yo  en  Granada  cuando 
murió  el  serenísimo  príncipe  D.  Miguel,  más  de  cincuenta  de 
ellos,  como  hombres  sin  vergüenza,  compraron  una  gran  can- 
tidad de  uvas  y  se  metieron  en  el  patio  de  la  Alhambra,  dando 
grandes  gritos,  diciendo  que  sus  Altezas  y  el  Almirante  les  ha- 
cía pasar  la  vida  de  aquella  forma  por  la  mala  paga,  y  otras  mu- 
chas deshonestidades  é  indecencias  que  repetían.  Tanta  era  su 
desvergüenza,  que  cuando  el  Rey  Católico  salía,  le  rodeaban 
todos  y  le  cogían  en  medio,  diciendo.  «Paga ^  paga» ^  y  si  acaso 
yo  y  mi  hermano,  que  éramos  pajes  de  la  serenísima  Reina, 
pasábamos  por  donde  estaban,  levantaban  el  grito  hasta  los 
cielos,  diciendo:  «Mirad á  los  hijos  del  Almirante  de  los  mos- 
quitillos  j  de  aquél  que  ha  hallado  tierra  de  vanidad  y  engaño^ 
para  sepultura  y  miseria  de  los  hidalgos  castellanos»]  aña- 
diendo otras  muchas  injurias,  por  lo  cual  escusábamos  pasar 
por  delante  de  ellos. 

»Siendo  tantas  sus  quejas  y  las  importunaciones  que  hacían 
á  los  privados  del  Rey,  determinó  enviar  un  juez  á  la  Española, 
para  que  se  informase  de  todas  las  cosas  referidas,  mandándole 
que  si  hallase  culpado  al  Almirante,  según  las  quejas  expresa- 
das, le  enviase  á  Castilla  y  quedase  él  en  el  gobierno.  El  pes- 
quisidor, que  para  este  efecto  enviaron  los  Reyes  Católicos, 
fué  un  Francisco  de  Bobadilla,  Comendador  del  Orden  de  Ca- 
latrava,  muy  pobre,  para  lo  cual  se  le  dio  bastante  y  copiosa 
comisión,  en  Madrid  á  21  de  Mayo  del  año  de  1499.  Llevaba 


firmas  del  Rey  en  blanco  para  llenarlas  á  quien  le  pareciese,  en 
la  Española,  que  le  diesen  todo  favor  y  auxilio.  Con  este  des- 
pacho llegó  á  Santo  Domingo  á  fin  de  Agosto  de  1500,  cuando 
el  Almirante  estaba  dando  orden  en  las  cosas  de  aquella  Pro- 
vincia donde  el  Prefecto  había  sido  embestido  por  los  rebela- 
dos y  donde  estaba  mayor  número  de  indios  y  de  mejor  calidad 
y  razón  que  los  demás  de  la  isla:  de  manera  que  no  hallando 
Bobadilla,  cuando  llegó,  persona  á  quien  tener  respeto, 
lo  primero  que  hizo  fué  entrarse  á  vivir  en  el  palacio  del  Almi- 
rante, y  servirse  y  apoderarse  de  todo  lo  que  había  en  él,  como 
si  le  hubiera  tocado  por  legítima  sucesión  y  herencia,  y  reco- 
giendo y  favoreciendo  después  á  todos  los  que  halló  de  los  re- 
beldes, y  á  otros  muchos  que  aborrecían  al  Almirante,  se  de- 
claró al  punto  por  gobernador,  y  para  adquirir  la  gracia  del 
pueblo  echó  bando,  haciendo  francos  á  todos  por  veinte  años, 
y  envió  á  protestar  el  Almirante,  que  sin  dilación  alguna  vi- 
niese donde  él  estaba,  que  convenía  al  servicio  del  Rey,  y  en 
confirmación  de  ello  le  envió  con  un  Fr.  Juan  de  la  Sera  una 
carta  á  7  de  Septiembre,  del  tenor  siguiente: 

«Don  Cristóbal  Colón,  nuestro  Almirante  del  mar  Océano, 
»hemos  mandado  al  comendador  Francisco  de  Bobadilla,  porta- 
»dor  de  esta,  que  os  diga  algunas  cosas  de  nuestra  parte;  por  lo 
»cual  os  rogamos  le  deis  fe  y  crédito  y  obedezcáis.  Dada  en 
»Madrid  á  21  de  Mayo  de  1499. — Yo  el  Rey. — Yo  la  Reina. — 
»Por  mandato  de  Sus  Altezas,  Miguel  Pérez  de  Alinazán.» 

Aquí  termina  este  capítulo,  y  el  siguiente  se  titula  y  dice  así: 
Cuino  el  Almirante  fué  preso  y  enviado  á  Castilla  con  grillos 
juntamente  con  sus  hermanos. 

«Luego  que  vio  el  Almirante  la  carta  del  Rey,  fué  pronta- 
mente á  Santo  Domingo,  donde  ya  estaba  el  dicho  juez,  deseoso 
de  mantenerse  en  el  gobierno,  y  sin  tardanza  alguna,  ni  infor- 
mación jurídica,  á  i.°  de  Octubre  del  año  de  1500  le  hizo  poner 
preso  en  un  navio  con  su  hermano  D.  Diego,  y  con  grillos  y 
buena  guardia,  mandando,  debajo  de  gravísimas  penas,  que 
ninguno  hablase  de  cosa  que  les  perteneciese.  Después,  como 
se  dice  de  la  justicia  de  Pero  Grullo,  empezó  á  formar  proceso 
contra  ellos,  recibiendo  por  testigos  á  los  rebelados,  enemigos 
suyos,  y  favoreciendo  é  invitando  públicamente  á  los  que  ve- 


nían  á  decir  mal  de  él,  los  cuales  deponían  tantas  maldades  y 
delitos,  que  sería  más  que  ciego  quien  no  conociese  que  los 
dictaba  la  pasión,  sin  alguna  verdad,  por  lo  cual  los  Reyes  Ca- 
tólicos no  los  quisieron  recibir,  arrepintiéndose  mucho  de  ha- 
ber enviado  á  aquel  hombre  con  semejante  cargo,  y  no  sin 
justa  razón,  porque  este  Bobadilla  destruyó  la  isla,  y  gastó  las 
rentas  y  tributos  reales  para  que  todos  le  ayudasen,  publicando 
que  los  Reyes  Católicos  no  querían  otra  cosa  que  el  nombre  del 
dominio  y  que  todo  el  útil  fuera  de  sus  subditos,  pero  no  por 
esto  perdía  nada  de  su  parte,  antes  acompañándose  con  los 
más  ricos  y  poderosos,  daba  á  sus  indios  para  los  servicios,  con 
pacto  de  participar  todo  cuanto  ganasen  con  ellos  y  vendía  en 
pública  almoneda  las  posesiones  y  heredades  que  el  Almirante 
había  adquirido  á  los  Reyes  Católicos,  diciendo  que  los  Reyes 
no  eran  labradores  ni  mercaderes,  ni  querían  aquellas  tierras 
para  su  utilidad,  sino  para  socorro  y  alivio  de  sus  vasallos.  Con 
este  pretexto  vendía  todo,  procurando,  por  otra  parte,  que  lo 
comprasen  algunos  de  sus  compañeros  por  dos  tercias  partes 
menos  de  lo  que  valían,  y  haciéndose  estas  cosas  no  atendidas 
á  las  de  justicia,  ni  á  otro  respecto,  que  á  hacerse  rico  y  ganar 
el  afecto  del  pueblo,  porque  aun  tenía  miedo  de  que  el  Prefecto, 
que  todavía  no  había  vuelto  de  Suraña,  le  impidiese  y  que  pro- 
curase con  armas  librar  al  Almirante,  como  si  en  ello  sus  her- 
manos no  hubiesen  tenido  grande  prudencia;  por  lo  cual  el  Al- 
mirante envió  al  punto  á  decir,  que  por  servicio  de  los  Reyes 
Católicos  y  por  no  alborotar  la  tierra,  fuesen  á  él  pacíficamente, 
puesto  que  llegados  á  Castilla  alcanzarían  más  fácilmente  el 
castigo  de  tan  raro  sujeto  y  el  remedio  del  agravio  que  les  ha- 
cía, pero  ni  por  esto  dejó  Bobadilla  de  prenderle  con  sus  her- 
manos, consintiendo  que  los  malvados  y  populares  dijesen  mil 
injurias  contra  él  por  las  plazas,  y  que  tocasen  cuerno  junto  al 
puerto  donde  estaban  embarcados,  demás  de  muchos  libelos 
infamatorios  que  estaban  puestos  en  las  esquinas;  de  modo  que 
aunque  supo  que  Diego  Ortiz,  hospitalero,  había  hecho  y  leído 
un  libelo  en  la  Plaza,  no  sólo  no  le  castigó,  pero  mostró  gran 
alegría  de  ello,  por  lo  cual  cada  uno  se  ingeniaba  á  darse  á  co- 
nocer por  valiente  en  tales  cosas.  Ni  en  tiempo  de  la  partida 
del  Almirante  temiendo  que  se  volviese  á  tierra  nadando,  dejó 


12    — 


de  decir  al  piloto,  llamado  Andrés  Martín,  que  se  le  entregase 
al  Obispo  D,  Juan  de  Fonseca,  para  dar  á  entender  que  con  su 
favor  y  consejo  ejecutaba  todo  aquello;  bien  que  después,  es- 
tando en  el  mar,  conocida  por  el  patrón  la  malignidad  de  Bo- 
badilla,  quiso  quitar  los  grillos  al  Almirante;  pero  él  jamás  lo 
consintió,  diciendo  que  pues  los  Reyes  Católicos  mandaban 
por  su  carta  ejecutase  lo  que  en  su  nombre  le  mandase  Boba- 
dilla,  y  que  por  su  autoridad  y  comisión  le  habían  puesto  los 
grillos,  no  quería  que  otras  personas  que  las  mismas  que  Sus 
Altezas,  hiciesen  sobre  todo  ello  lo  que  les  agradase,  pues  te- 
nía determinado  guardar  los  grillos  para  reliquias  y  memoria 
"del  premio  de  sus  muchos  servicios,  y  así  lo  hizo,  porque  yo  los 
vi  siempre  en  su  retrete ,  y  quiso  que  fuesen  enterrados  con  él. 

»El  día  20  de  Noviembre  del  año  de  1500  escribió -al  Rey  que 
había  llegado  á  Cádiz,  y  sabiendo  el  modo  como  venía,  luego 
dieron  orden  para  que  le  pusiesen  en  libertad,  y  le  escribieron 
cartas  llenas  de  benignidad,  manifestando  mucho  desagrado  en 
sus  trabajos  y  de  la  descortesía  que  había  usado  Bobadilla,  di- 
ciéndole  que  pasase  á  la  corte,  donde  serían  atendidos  sus  ne- 
gocios y  sería  despachado  con  mucha  brevedad  y  honra. 

»En  todas  estas  cosas  yo  no  debo  culpar  á  los  Reyes  Católicos, 
sino  en  haber  elegido  para  aquel  cargo  á  un  hombre  maligno  y 
de  tan  poco  saber,  porque  si  fuese  hombre  que  supiese  usar  de 
su  oficio,  el  Almirante  se  hubiera  alegrado  de  su  ida;  pues  ha- 
bía suplicado  por  sus  cartas  que  enviasen  á  alguno  para  que 
hiciese  verdadera  información  de  la  maldad  de  aquella  gente  y 
de  los  insultos  que  cometía,  para  que  fuesen  castigados  por 
otra  mano,  no  queriendo  él  por  haber  tenido  origen  los  alboro- 
tos con  su  hermano,  proceder  con  el  rigor  que  hubiese  usado 
en  caso  sin  sospecha,  y  aunque  pueda  decirse  que  sin  embargo 
de  que  estuvieran  mal  informados  los  Reyes  Católicos  del  Al- 
mirante, no  debían  enviar  á  Bobadilla  con  tantas  cartas  y  favor, 
sin  limitarle  la  comisión  que  le  daban,  puede  responderse  que 
no  fué  maravilla  que  lo  hiciesen  así,  porque  eran  muchas  las 
quejas  dadas  contra  el  Almirante  como  va  referido.» 

Para  remachar  sus  censuras  á  lo  hecho  por  Bobadilla  en  la 
Española,  después  de  los  dos  capítulos  que  acabo  de  leer,  aun 
escribe  D.  Fernando  Colón  otro  tercero  que  se  titula:  Cómo  el 


—   13  — 

Almirante  fué  á  la  Corte  á  dar  cuenta  de  si  á  los  Reyes^  y  en 
cual  dice  lo  siguiente: 

«Luego  que  los  Reyes  Católicos  supieron  la  venida  y  prisión 
del  Almirante,  dieron  orden  á  17  de  Diciembre  de  que  fuese 
puesto  en  libertad,  y  escribieron  que  fuese  á  Granada  donde 
fué  recibido  de  Sus  Altezas  con  semblante  alegre  y  dulces  pa- 
labras, diciéndole  que  su  prisión  no  había  sido  hecha  de  su  or- 
den ni  voluntad,  antes  les  había  desagradado  mucho,  y  lo  pro- 
veerían de  modo  que  serían  castigados  los  culpables  y  se  le 
daría  entera  satisfacción.  Con  estos  y  otros  favores  mandaron 
entonces  que  se  atendiese  á  sus  negocios,  y,  en  suma,  fué  su  re- 
solución que  se  enviase  á  la  Española  un  gobernador  que  des- 
agraviase al  Almirante  y  á  sus  hermanos,  y  que  se  prendiese  á 
Bobadilla,  y  que  volviese  todo  lo  que  había  quitado,  formando 
proceso  sobre  las  culpas  de  los  rebelados  y  castigando  sus  de- 
litos, conforme  á  los  yerros  que  hubiesen  cometido.  Envióse  al 
gobierno  á  Nicolás  de  Ovando,  Comendador  de  Lares,  hombre 
de  buen  juicio  y  prudencia,  bien  que  como  después  se  vio,  se 
apasionó  mucho  en  perjuicio  de  tercero,  guiando  sus  pasiones 
con  astucias  cautelosas  y  creyendo  á  los  sospechosos  y  malignos, 
ejecutándolo  todo  con  crueldad  y  ánimo  vengativo,  de  que  da 
testimonio  la  muerte  de  los  80  reyes.  Pero  volviendo  al  Almi- 
rante, digo  que  como  en  Granada  quisiesen  los  Reyes  Católicos 
enviar  á  Ovando  á  la  Española,  les  pareció  sería  conveniente 
volviese  el  Almirante  á  otro  viaje  de  que  se  siguiese  algún  pro- 
vecho y  estuviera  ocupado  hasta  que  el  Comendador  sosegase 
las  cosas  y  tumultos  de  la  Española,  porque  les  parecía  muy 
mal  tenerle  tanto  tiempo  fuera  de  su  justa  posesión  sin  causa; 
pues  de  la  información  remitida  por  Bobadilla,  resultaba  la  ma- 
licia y  la  falsedad  de  que  estaba  llena,  sin  que  contuviese  cosa 
porque  debiera  perder  su  Estado.» 

Hasta  aquí  los  resultandos  que  presenta  en  la  vida  de  Cris- 
tóbal Colón  su  hijo  D.  Fernando  para  demostrar  las  malda- 
des que  cometió  Francisco  de  Bobadilla  al  encargarse  del 
gobierno  de  la  isla  Española.  He  dicho  resultajtdos ,  porque 
realmente  lo  escrito  por  D.  Fernando  Colón  al  tratar  de  Boba- 
dilla, más  que  relato  histórico,  es  lo  que  ya  indiqué  en  el  prin- 
cipio de  esta  disertación,  una  sentencia  condenatoria  del  suca- 


—  14  — 

sor  de  su  padre  en  el  gobierno  de  la  isla  Española;  sentencia 
que  ha  sido  aceptada  como  firme  y  valedera  por  la  mayor  parte 
de  los  historiógrafos  de  los  tiempos  modernos,  y  que  aumentando 
con  la  distancia  las  proporciones  del  error  y  del  mal,  porque  las 
sombras  crecen  á  medida  que  el  sol  se  aproxima  al  fin  de  su 
carrera,  ha  llegado  un  día  en  que  un  escritor,  que  se  precia  de 
ferviente  católico,  se  ha  permitido  calificar  de  infame  al  Co- 
mendador de  Calatrava,  que,  en  nombre  y  representación  de 
España  y  de  sus  católicos  reyes  D.'  Isabel  y  D.  Fernando,  pro- 
cesó á  quien  estaba  acusado  de  cruel  é  injusto  gobernante,  de 
malversador  de  los  caudales  públicos  y  hasta  de  que  fraguaba 
planes  de  rebelión  contra  sus  Reyes  y  su  patria  adoptiva. 

No  se  crea,  por  lo  que  acabo  de  decir,  que  cedo  al  impulso 
de  fanático  y  absurdo  patriotismo  al  emprender  ahora  la  tarea 
de  rechazar  como  infundadas  las  acusaciones  con  que  ha  man- 
chado la  memoria  de  Francisco  de  Bobadilla  su  apasionado 
detractor;  porque  si  yo  considerase  que  eran  justas  estas  acusa- 
ciones, antes  que  el  interés  de  mi  patria  está  el  grande,  el  su- 
premo interés  de  la  verdad,  y  cuando  de  Historia  se  trata,  ren- 
dir culto  á  la  verdad  es  al  propio  tiempo  ley  de  la  conciencia  y 
dictado  de  la  razón  (*). 

Existen  dos  historiadores  contemporáneos  de  D.  Fernando 
Colón,  que  merecen  entera  fe,  y  en  sus  palabras  he  de  hallar 
cumplida  respuesta  para  todos  los  cargos  que  se  han  formulado 
y  formulan  contra  el  comendador  Francisco  de  Bobadilla. 

El  Obispo  de  Chiapa,  Fr.  Bartolomé  de  Las  Casas,  nació  en 
Sevilla  el  año  de  1474,  y  murió  en  Madrid  en  1566,  y  el  capitán 
Gonzalo  Fernández  de  Oviedo,  primer  cronista  de  las  Indias, 
nació  en  Madrid  en  el  mes  de  Agosto  de  1478,  y  falleció  en  Va- 
lladolid  en  el  estío  de  1557.  Impresas  están  desde  hace  algunos 
anos  las  historias  de  las  Indias  Occidentales  que  escribieron  el 
P.  Las  Casas  y  el  capitán  Oviedo,  y  no  son  necesarios  mayores 
esfuerzos*de  erudición  que  la  lectura  de  estas  obras  para  dar  á 
conocer  las  inexactitudes  sin  número  que  comete  D.  Fernando 
Colón  en  los  tres  capítulos  de  la  biografía  de  su  padre  que  an- 
teriormente he  leído. 


(  )  Véase  la  nota  que  se  hallará  al  final  de  esta  Conferencia. 


La  primera  tacha  que  pone  á  Bobadilla  D.  Fernando  Colón, 
es  decir  que  era  muy  pobre.  Sin  duda  pensaba  como  Cervantes 
cuando  escribió,  «pobre,  pero  honrado,  si  es  que  el  pobre  puede 
■ser  honrado»  ;  y  quería  que  la  pobreza  de  Bobadilla  hiciera  du- 
dosa la  posibilidad  de  que  fuese  honrado,  para  que  de  este  modo 
se  aceptase  después  su  rotunda  afirmación  de  que  Bobadilla  en 
todo  lo  que  mandó  en  la  isla  Española  no  atendía  á  la  justicia, 
ni  á  otro  orden  de  consideraciones,  más  que  al  propósito  de 
hacerse  rico^  y  esto  lo  conseguía,  sin  duda,  vendiendo  todo^  pro- 
curando que  lo  comprasen  algunos  de  sus  compañeros  por  dos 
tercias  partes  menos  de  lo  que  valían^  porque  es  de  suponer  que 
esos  compañeros  le  darían  la  mitad  siquiera  de  lo  que  dejaban 
de  pagar  del  valor  real  y  positivo  que  tenía  la  propiedad  que 
habían  adquirido. 

Gonzalo  Fernández  de  Oviedo  dice  que  Francisco  de  Boba- 
dilla era  hombre  muy  honesto  y  religioso^  y  Fr.  Bartolomé  de 
Las  Casas,  confirmando  los  calificativos  de  Oviedo,  escribe  lo 
que  ahora  voy  á  leer:  «Y  en  la  verdad,  él  (Francisco  Boba- 
dilla) debía  ser  de  su  condición  y  natural  hombre  llano  y  hu- 
milde; nunca  oí  del,  por  aquellos  tiempos,  que  cada  dia  en  él 
se  hablaba,  cosa  deshonesta,  ni  que  supiese  á  cudicia,  antes 
todos  decían  bien  del;  y  puesto  que  por  dar  larga  licencia  que 
•se  aprovechasen  de  los  indios  los  300  españoles  que  en  esta  isla, 
solos,  como  se  dijo,  había,  les  diesen  materia  de  querello  bien, 
todavía,  si  algo  tuviera  de  los  susodichos  vicios,  después  de 
tomada  su  residencia  y  de  esta  isla  ido  y  muerto,  alguna  de  las 
muchas  veces  que  hablamos  en  él,  algún  pero  del  se  dijera.» 

El  bachiller  Andrés  Bernáldez,  conocido  generalmente  con 
el  nombre  del  Cura  de  los  Palacios,  grande  amigo  y  admirador  de 
Cristóbal  Colón,  en  su  Historia  de  los  Reyes  Católicos  califica 
al  comendador  Bobadilla  diciendo  que  ^xd.  muy  gran  caballero, 
■virtuoso  y  amado  de  todos,  y  se  lamenta  amargamente  de  que 
perdiese  la  vida  en  el  naufragio  que  sepultó  la  nave  en  que  re- 
gresaba á  España. 

Resulta,  pues,  que  Bobadilla,  aunque  pobre,  era  honrado, 
pese  á  las  insinuaciones  de  D.  Fernando  Colón ;  insinuaciones 
que  casi  se  pueden  calificar  de  verdaderas  calumnias. 

Cristóbal  Colón  en  una  famosa  carta  de  que  luego  hablaré,  y 


—  i6  — 

SU  hijo  D.  Fernando,  afirman  que  Bobadilla,  se  declaró  al  punto 
por  gobernador  de  la  isla  Española,  y  ponen  en  duda  que  al  pro- 
ceder así  cumpliese  fielmente  con  el  encargo  que  había  recibido 
de  los  Reyes  Católicos;  pero  la  verdad  es  que  Oviedo  dice: 
«Estuvo  el  Almirante  en  esta  gobernación  (la  de  la  isla  Espa- 
ñola) hasta  el  año  de  1499,  que  los  Católicos  Reyes  D.  Fer- 
nando y  D.^  Isabel,  muy  enojados,  informados  de  lo  que  pasaba 
en  esta  Isla,  y  de  la  manera  que  el  Almirante  D.  Cristóbal  Co- 
lón y  su  hermano  el  Adelantado  D.  Bartolomé  tenían  en  la  go- 
bernación, acordaron  de  enviar  por  Gobernador  de  esta  isla  á 
un  caballero,  antiguo  criado  de  la  Casa  Real,  hombre  muy  ho- 
nesto y  religioso,  llamado  Francisco  de  Bobadilla,  caballero  de 
la  Orden  militar  de  Calatrava» ;  y  el  obispo  Fr.  Bartolomé  de 
Las  Casas  también  dice  lo  mismo  al  escribir  lo  siguiente:  «Ya 

dijimos  arriba como  después  de  llegar  los  cinco  navios  á 

Castilla,  que  el  Almirante  despachó luego,  por  Mayo,  deter- 
minaron los  Reyes  de  enviar  otro  Gobernador  á  esta  Isla,  y 
quitalle  á  él  (Cristóbal  Colón)  la  gobernación.» 

No  fué  el  ansia  de  poder  lo  que  hizo  que  Bobadilla:  Al  se- 
gundo día  que  llegó ^  se  crió  gobernador  ^  según  la  frase  que  usa 
Cristóbal  Colón  en  la  carta  á  que  antes  aludí,  no;  Bobadilla  se 
limitó  á  obedecer  á  los  Reyes  Católicos,  que  le  mandaron  á  la 
Española  para  que  sustituyese  al  Almirante  en  la  gobernación 
de  esta  isla.  Pero  aunque  Francisco  de  Bobadilla  hubiera  que- 
rido limitarse  á  ejercer  las  funciones  de  juez  pesquisidor,  no  ha- 
bría podido  realizar  tal  propósito,  según  se  verá  claramente  de- 
mostrado en  el  relato  que  hace  de  estos  sucesos  el  obispo  Las 
Casas;  relato  muy  extenso,  del  cual  presentaré  aquí  un  breve 
resumen  para  no  fatigar  la  atención  de  mis  oyentes. 

Cuenta  el  P.  Las  Casas,  que  estando  el  Almirante  en  la  Vega, 
ó  Concepción  de  la  Vega,  y  su  hermano  D.  Bartolomé  Colón  en 
Xaraguá,  el  domingo  23  de  Agosto  de  1500,  «á  la  hora  de  las 
siete  olas  ocho  de  la  mañana,  asomaron  los  dos  navios  ó  cara- 
belas, que  se  llamaba  la  una  la  Gorda  ^  y  la  otra  la  Antigua^ 
mandó  luego  D.  Diego  que  fuesen  tres  cristianos;  un  Cristóbal 
Rodríguez,  la  Lengua,  Juan  Arráez  y  Nicolás  de  Gaeta,  y  los  in- 
dios que  fueran  menester  para  remar,  á  preguntar  si  venía  el 
hijo  mayor  del  Almirante.  Asomóse  el  comendador  Bobadilla 


—  17  — 

que  venía  en  la  carabela  y  dijo  que  él  venía  enviado  por  los 
Reyes  por  pesquisidor  sobre  los  que  andaban  alzados  en  esta 
isla.  El  maestre  de  la  Gorda  ^  que  se  llamaba  Andrés  Martín  de 
la  Gorda,  preguntóles  por  nuevas  de  la  tierra,  respondiéronle, 
que  aquella  semana  habían  ahorcado  siete  hombres  espaíioles^ 
y  que  en  la  fortaleza  de  aquí  había  otros  cinco  para  los  horcar^ 
y  éstos  eran  D.  Hernando  de  Guevara,  Pedro  Riquelme  y  otros 
tres Entráronlas  carabelas  en  este  río  y  puerto,  y  luego  pa- 
recieron dos  horcas en  las  cuales  estaban  dos  hombres  ahor- 
cados, frescos  de  pocos  días No  quiso  salir  el  Comendador 

aquel  día,  hasta  el  otro  día,  lunes  24  de  Agosto,  que  mandó 
salir  toda  la  gente  que  consigo  traía,  y  con  ellos  fuese  á  la  igle- 
sia á  oir  misa,  donde  halló  á  D.  Diego,  hermano  del  Almirante, 
y  á  Rodrigo  Pérez,  que  era  Teniente  ó  Alcalde  mayor  por  el 

Almirante y  acabada  la  misa,  salidos  á  la  puerta,  estando 

presentes  D.  Diego  y  Rodrigo  Pérez,  y  mucha  gente  de  esta 

isla mandó  leer  el  Comendador  al  escribano  del  Rey,  que 

consigo  trujo,  que  se  llamaba  Gómez  de  Rivera,  una  patente 
firmada  por  los  Reyes  y  sellada  con  su  real  sello  del  tenor  si- 
guiente» :  y  al  llegar  aquí  copia  el  obispo  Las  Casas  el  docu- 
mento en  que  los  Reyes  D.*  Isabel  de  Castilla  y  D.  Fernando 
de  Aragón  nombran  juez  al  Comendador  de  Calatrava  Fran- 
cisco de  Bobadilla,  mandándole  que  averigüe  todo  lo  ocu- 
rrido en  los  disturbios  de  la  isla  Española,  «y  la  información 
habida  y  la  verdad  sabida,  á  los  que  por  ella  hallaredes  cul- 
pantes prendedles   los  cuerpos  y  secrestradles  los  bienes y 

si  para  hacer  y  cumplir  y  ejecutar  todo  lo  susodicho  menester 
hubierades  favor  y  ayuda,  por  esta  nuestra  carta  mandamos  al 
dicho  nuestro  Almirante  y  á  los  Concejos,  Justicias,  Regido- 
res, Caballeros,  Escuderos,  Oficiales  y  homes  buenos  de  las 
dichas  islas  y  tierra  firme,  que  vos  la  den  y  hagan,  y  que  en 
ello,  ni  en  parte  dello  embargo  ni  contrario  alguno  vos  pon- 
gan, ni  consientan  poner.» 

A  estas  tan  terminantes  órdenes  de  los  Reyes  Católicos  «res- 
pondieron D.  Diego  y  Rodrigo  Pérez,  que  el  Almirante  tenía 
de  sus  Altezas  otras  cartas  y  poderes  mayores  y  más  fuertes  que 
podía  mostrar,  y  que  allí  no  había  Alcalde  alguno,  y  que  don 
Diego  no  tenía  poder  del  Almirante  para  hacer  cosa  alguna y 


—  li 


como  vido  el  Comendador  que  el  nombre  y  uso  de  pesquisidor 
parecía  que  no  tenía  mucha  eficacia,  quiso  darles  á  entender  á 

todos  el  nombre  y  obra  de  Gobernador para  lo  cual  otro  día, 

martes  25  del  mismo  mes  de  Agosto,  acabada  la  misa,  salién- 
dose á  la  puerta  de  la  iglesia,  estando  presentes  D.  Diego  y  Ro- 
drigo Pérez  y  todos  los  demás sacó  el  Comendador  otra  pa- 
tente ó  provisión  real  y  mandóla  leer  y  notificar  en  presencia 
de  todos,  la  cual  decía  así:  «D.  Fernando  y  D.^  Isabel,  por  la 
»gracia  de  Dios,  etc.  A  vos  los  Concejos,  Justicias,  Regidores, 
»Caballeros,  Escuderos,  Oficiales  y  homes  buenos  de  todas  las 
»islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  y  á  cada  uno  de  vos  salud  y 
»gracia:  Sepades  que  Nos,  entendiendo  así  complidero  el  servi- 
»cio  de  Dios  y  el  nuestro  y  en  la  ejecución  de  nuestra  justicia 
»y  á  la  paz  y  sosiego  y  buena  gobernación  desas  dichas  islas  y 
»tierra  firme,  nuestra  merced  y  voluntad  es  que  el  comendador 
»Francisco  de  Bobadilla  tenga  por  Nos  la  gobernación  y  oficio 
»del  Juzgado  desas  dichas  islas  y  tierra  firme,  por  todo  el  tiem- 
»po  que  nuestra  merced  y  voluntad  fuere,  etc.»  No  es  necesario 
seguir  leyendo  la  carta  de  los  Reyes  Católicos,  pero  sí  lo  que 
escribe  al  terminarla  el  P.  Las  Casas. 

«Después  de  leída  la  susopuesta  carta,  dice  Las  Casas,  juró 
en  forma  de  derecho,  é  hizo  la  solemnidad  que  se  requería  el 

Comendador y  luego  requirió  á  D.  Diego  y  á  Rodrigo  Pérez 

y  á  la  otra  gente  que  allí  estaba,  que  le  obedeciesen ,  y  que 

en  cumplimiento  della  le  diesen  y  entregasen  los  presos  que 
tenían  para  ahorcar  en  la  fortaleza,  con  los  procesos  que  contra 
ellos  había.  Respondieron  D.  Diego  y  Rodrigo  Pérez  que  le 
obedecían  como  á  carta  de  sus  Reyes  y  señores,  j  cuanto  al 
cumplimiento,  que  decían  lo  que  dicho  tenían  á  la  primera,  que 
ellos  no  tenían  poder  del  Almirante  para  cosa  ningunna,  y  que 
otras  cartas  y  poderes  tenía  el  Almirante  más  fuertes  y  firmes 

que  aquélla Tornó  de  nuevo  una  y  más  veces  el  Comendador 

úrequerirá  D.Diego  y  á  Rodrigo  Pérez,  teniente  del  Almirante, 
y  á  otros  alcaldes,  si  alguno  más  había,  que  le  diesen  los  presos 
y  los  procesos,  y  que  él  quería  determinar  su  justicia  como  los 

Reyes  le  mandaban ;  á  todo  y  todas  las  veces  respondía  don 

Diego  y  Rodrigo  Pérez,  que  obedecían  las  provisiones  y  cédu- 
las de  Sus  Altezas,  pero  que  cuanto  al  cumplimiento,  no  tenían 


—  19  — 

poder  páralos  dar,  por  estar  presos  por  el  Almirante,  y  que  el 
Almirante  tenía  otras  mejores  y  más  firmes  cartas  que  las  que  él 
traía.  De  aquí  fué  á  la  fortaleza  y  mandó  que  las  provisiones  se 

notificasen  al  Alcaide,  que  loera  MiguelDíaz ,  y  requerido  que 

diese  los  presos  y  la  fortaleza  como  los  Reyes  lo  mandaban,  res- 
pondió que  le  diesen  traslado  de  ellas.  Dijo  el  Comendador  que 
no  era  tiempo,  ni  sufría  dilación,  para  dalle  traslado;  porque 
aquellos  presos  estaban  en  peligro  de  ser  ahorcados Respon- 
de el  Alcaide  que  pedía  plazo  y  traslado  para  responder  á  dicha 
carta,  por  cuanto  él  tenía  la  dicha  fortaleza  por  el  Rey,  por  man- 
dato del  Almirante,  su  señor,  el  cual  había  ganado  estas  tierras 
y  islas.  Después  que  el  Comendador  vido  que  no  tenía  remedio 
que  le  diesen  los  presos  por  las  protestaciones  y  diligencias 

hechas,  juntó  toda  la  gente  que  de  Castilla  traía y  requirióles 

y  mandóles,  y  á  todas  las  personas  que  en  la  villa  estaban,  que 

fuesen  con  él  con  sus  armas para  entrar  en  la  fortaleza  sin 

hacer  daño  en  ella,  ni  en  persona  alguna,  si  no  fuese  defendida 
su  entrada.  Luego  toda  la  gente  dijeron  que  estaban  prestos  y 
aparejados  para  hacer  todo  lo  que  de  parte  de  los  Reyes  les 

mandasen ,  y  así,  aquel  martes,  á  hora  de  vísperas,  fué  con 

toda  la  gente  á  la  fortaleza,  y  mandó  y  requirió  al  Alcaide  que  le 
abriese  las  puertas.  Paróse  entre  las  almenas  el  Alcaide,  y  con 
él  Diego  de  Alvarado,  con  las  espadas  sacadas,  y  dijo  el  Alcaide 
que  respondía  lo  que  tenía  dicho,  y  en  ello  se  ratificaba;  y  como 

la  fortaleza  no  tenía  tantas  costillas  como  Salsas ,  llegó  el 

Comendador  y  su  gente,  y  con  el  gran  ímpeta  que  dieron  á  la 
puerta  principal,  quebraron  el  cerrojo  y  cerradura  que  tenía  por 

dentro El  Alcaide  y  Diego  de  Alvarado que  se  mostraron 

en  las  almenas  con  las  espadas  sacadas,  ninguna  resistencia  hicie- 
ron. El  Comendador,  luego  entrando,  preguntó  dónde  los  presos 
estaban,  hallólos  en  una  cámara  con  sus  grillos  á  los  pies.  Subió- 
se á  lo  alto  de  la  fortaleza,  é  hízolos  subir  allá,  donde  les  hizo  al- 
gunas preguntas  y  después  los  entregó  con  los  grillos  al  alguacil 
Juan  de  Espinosa,  mandándole  que  los  tuviese  á  buen  recaudo.» 
Después  de  oído  el  fiel  relato  que  hace  el  obispo  Las  Casas 
de  las  dificultades  con  que  luchó  Bobadilla  desde  el  punto  y 
hora  que  desembarcó  en  Santo  Domingo;  después  de  haber 
oído  una,  dos  y  más  veces  las  contestaciones  de  D.   Diegp 


20 


Colón,  de  Rodrigo  Pérez  y  la  del  Alcaide  de  la  fortaleza  Miguel 
Díaz,  en  que  ya  se  recordaba  que  Cristóbal  Colón  había  ganado 
las  islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  no  cabe  duda  de  que  los 
historiadores  que  acusan  al  Comendador  diciendo  que  debió 
comenzar  ejerciendo  las  funciones  de  juez  pesquisidor,  ó  no 
saben  lo  que  dicen  ó  no  dicen  lo  que  saben.  Don  Diego  Colón 
y  Rodrigo  Pérez  no  reconocían  la  autoridad  de  los  Reyes  Cató- 
licos, ni  para  nombrar  juez,  ni  para  nombrar  gobernador  de  la 
isla  Española;  y  el  alcaide  Miguel  Díaz  y  Diego  de  Alvarado, 
presentándose  con  las  espadas  desnudas  entre  las  almenas  de 
la  fortaleza,  y  dejando  que  rompiesen  la  cerradura  y  cerrojo 
de  la  puerta  de  entrada,  querían  dar  á  entender  que  entregaban 
los  presos  por  ellos  custodiados,  cediendo  á  fuerza  mayor,  pero 
sin  someterse  á  las  órdenes  de  los  Reyes  Católicos,  que  consi- 
deraban injustas,  porque  privaban  á  Cristóbal  Colón  del  domi- 
nio en  las  tierras  que  había  descubierto  y  conquistado.  ¡Como  si 
estos  descubrimientos  y  conquistas  no  se  hubiesen  hecho  con 
el  esfuerzo  heroico  de  España  y  de  los  españoles! 

Dice  Las  Casas  que:  «Cuando  el  Almirante  súpola  venida 
de  Bobadilla  y  lo  que  comenzó  á  hacer  en  Santo  Domingo  y 
las  provisiones  que  mostraba,  y  haber  tomado  la  fortaleza  y  lo 
demás,  porque  le  avisaba  todo  su  hermano  D.  Diego,  no  podía 

creer  que  los  Reyes  tales  cosas  hobiesen  proveído ,  y  por  la 

sospecha  que  hobo  de  que  no  fuese  otra  invención  como  la  de 
Ojeda,  dijeron  que  había  mandado  apercibirá  los  caciques  y 
señores  indios  que  tuviesen  apercibida  gente  de  guerra  para 
cuando  él  los  llamase,  porque  de  los  cristianos,  cuanto  á  la 

mayor  parte,  poco  confiaba El  comendador  Bobadilla 

despachó  un  Alcalde  con  vara,  con  sus  poderes  y  los  traslados 

de  las  provisiones para  que  los  notificase  al  Almirante 

Notificadas  las  provisiones  reales,  dijeron  que  respondió  el 
Almirante  que  él  era  Virrey  y  Gobernador  general,  y  que  las 
provisiones  y  poderes  que  el  Comendador  traía  no  eran  sino 
para  lo  que  tocaba  á  la  administración  de  la  justicia,  y  por  lo 

tanto  requirió  al  mismo  Alcalde  que  el  Comendador  enviaba 

que  se  juntase  con  él  y  á  él  obedeciese  en  lo  universal,  y  al 

Comendador  en  lo  que  perteneciese  como  juez y  todo  lo 

que  respondió  fué  por  escrito.» 


—    21 


Claro  aparece  en  lo  referido  por  el  P.  Las  Casas  que  el  Almi- 
rante, pretextando  que  no  daba  crédito  á  la  noticia  de  haber 
sido  nombrado  Bobadilla  Gobernador  de  la  Española,  intentó 
levantarse  en  armas  con  los  indios,  ya  que  con  los  españoles  no 
podía  contar  para  semejante  atentado;  y  que  cuando  supo  que 
en  la  ciudad  de  Santo  Domingo  todos  obedecían  al  nuevo  Go- 
bernador, se  batió  en  retirada,  como  vulgarmente  se  dice,  y 
aceptó,  aunque  de  mala  gana,  que  el  Gobernador  descendiese 
ájuez,  pensando  sin  duda  que  fácilmente  podría  convertir  al 
pesquisidor  en  perseguido  y  quizás  en  delincuente. 

Viendo  Bobadilla  que  Colón  no  acataba  la  voluntad  de  los 
Reyes  Católicos  y  que  se  negaba  á  reconocerle  como  Gober- 
nador de  todas  las  islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  recuérdese 
que  así  se  decía  en  su  nombramiento,  determinó  que  el  reli- 
gioso de  la  Orden  de  San  Francisco,  Fr.  Juan  de  Trasierra,  y  el 
tesorero  Juan  Velázquez,  llevasen  la  carta  de  los  reyes  Doña 
Isabel  y  D.  Fernando  que  inserta  el  obispo  Las  Casas  en  su 
Historia  de  las  Indias^  y  que  yo  ahora  no  leo  porque  es  igual 
á  la  que  D.  Fernando  Colón  publicó  en  la  parte  de  la  biografía 
de  su  padre,  ya  conocida  de  mis  oyentes. 

«Rescibida  esta  carta,  dice  el  P.  Las  Casas,  y  platicando  mu- 
chas cosas  entre  él  y  el  religioso  y  el  tesorero,  determinó  de 
venirse  con  ellos  á  Santo  Domingo  ;  entretanto  el  Comendador 
hizo  gran  pesquisa  y  examinación  de  testigos  sobre  la  hacienda 
que  era  del  Rey  y  quién  la  tenía  á  su  cargo  y  lo  que  era  del  Al- 
mirante.» 

Además  de  estas  pesquisas,  tan  necesarias  para  poder  pagar 
lo  mucho  que  debía  el  Almirante  á  la  gente  que  estaba  á  sueldo 
de  los  Reyes,  dice  el  P.  Las  Casas  que  el  Comendador,  ha- 
ciendo su  oficio  de  juez,  formó  proceso  á  Cristóbal  Colón  y  á 
sus  hermanos,  y  los  testigos  que  en  este  proceso  declararon, 
al  tratar  del  Almirante  y  de  su  gobernación  en  la  Española: 
«Acusáronle  de  malos  y  crueles  tratamientos  que  había  hecho 
á  los  cristianos  en  la  Isabela,  cuando  allí  pobló,  haciendo  por 
fuerza  trabajar  á  los  hombres  sin  dalles  de  comer,  enfermos  y 
flacos,  en  hacer  la  fortaleza  y  casa  suya  y  molinos  y  aceña  y 
otros  edificios,  y  en  la  fortaleza  de  la  Vega,  que  fué  la  de  la 
Concepción,  y  en  otras  partes,  por  lo  cual  murió  mucha  gente 


de  hambre  y  flaqueza  y  enfermedades,  de  no  darles  los  basti- 
mentos según  las  necesidades  que  cada  uno  padecía;  que  man- 
daba azotar  y  afrentar  muchos  hombres  por  cosas  livianas,  como 
porque  hurtaban  un  celemín  de  trigo  muriendo  de  hambre,  ó 
porque  iban  á  buscar  de  comer.  ítem,  porque  se  iban  algunos  á 
buscar  de  comer  á  donde  andaban  algunas  capitanías  de  cris- 
tianos, habiéndole  pedido  licencia  para  ello  y  él  negándola  y 
no  pudiendo  sufrir  la  hambre,  que  los  mandaba  ahorcar;  que 
fueron  muchos  los  que  ahorcó  por  esto  y  por  otras  causas  in- 
justamente. Que  no  consentía  que  se  baptizasen  los  indios  que 
querían  los  clérigos  y  frailes  baptizar,  porque  quería  más  escla- 
vos que  cristianos Que  hacía  guerra  á  los  indios  ó  que  era 

causa  della  injustamente,  y  que  hacía  muchos  esclavos  para  en- 
viar á  Castilla.  ítem,  acusáronle  que  no  quería  dar  licencia  para 
sacar  oro,  por  encobrir  las  riquezas  desta  isla  y  de  las  Indias, 

por  alzarse  con  ellas  con  favor  de  algún  otro  Rey  cristiano 

Acusáronle  más,  que  había  mandado  juntar  muchos  indios  ar- 
mados para  resistir  al  Comendador  y  hacelle  tornar  á  Castilla, 
y  otras  muchas  culpas  é  injusticias  y  crueldades  en  los  españo- 
les cometidas.» 

Mi  amigo  el  ilustre  americanista,  D.  Cesáreo  Fernández 
Duro,  me  ha  proporcionado  una  noticia  acerca  de  una  acusa- 
ción que  no  menciona  el  P.  Las  Casas;  noticia  que  copiada 
literalmente  dice  así:  «El  fiscal  del  Consejo  de  Indias,  Licen- 
ciado Prado,  apelando  de  una  sentencia  dada  en  el  pleito  pro- 
movido por  los  sucesores  de  Colón,  pidió  por  dos  veces  que  se 
trajesen  á  la  vista  los  procesos  presentados  al  mismo  Consejo  en 
los  años  de  1500  y  de  1501  «por  los  cuales  constó  é  páreselo 
»que  el  Almirante  D.  Cristóbal  Colón,  injustamente  hizo  ahor- 
»car  é  matar  ciertos  hombres  en  la  isla  Española,  é  les  tomó 
»sus  bienes,  de  cuya  causa  el  Pey  é  la  Reina  Católicos,  de  glo- 
»riosa  memoria,  se  movieron  á  le  mandar  venir  á  esta  Corte 
»detenido,  é  le  quitaron  los  oficios  de  Visorrey  c  Gober- 
»nador.» 

Y  aquí  pregunto  yo:  ¿eran  falsedades  y  calumnias  todo  lo  que 
dijeron  los  testigos  de  vista  que  declararon  en  el  proceso  for- 
mado por  Francisco  de  Bobadilla  para  averiguar  la  conducta 
seguida  en  la  gobernación  de  la  isla  Española  por  el  Almirante 


—    2%    ~ 


y  sus  hermanos?  A  esta  pregunta  sólo  pueden  contestar  los  his- 
toriadores contemporáneos  de  Colón  y  Bobadilla  y  los  docu- 
mentos oficiales  de  aquella  misma  época.  El  P.  Las  Casas  afirma 
que  vio  el  proceso  y  conoció  á  muchos  de  los  testigos  que  en 
este  proceso  habían  declarado,  y  añade:  «Yo  no  dudo  sino  que 
el  Almirante  y  sus  hermanos  no  usaron  de  la  modestia  y  dis- 
creción en  el  gobernar  los  españoles  que  debieran,  y  que  mu- 
chos defectos  tuvieron  y  rigores  y  escaseza  en  repartir  los  bas- 
timentos á  la  gente,  según  el  menester  y  necesidad  de  cada 
uno,  por  lo  cual  todos  cobraron  contra  ellos,  la  gente  espa- 
ñola, tanta  enemistad.» 

El  capitán  Gonzalo  Fernández  de  Oviedo  dice  que  Bobadi- 
lla «envió  muchas  quejas  é  informaciones  contra  el  Almirante 
é  sus  hermanos,  significando  las  causas  que  le  movieron  á  los 
prender,  pero  las  más  verdaderas  quedábanse  ocultas,  porque 
siempre  el  Rey  é  la  Reina  quisieron  más  verle  enmendado  que 
maltratado.» 

Aun  hay  cuatro  fehacientes  testimonios  que  confirman  las  de- 
claraciones de  los  testigos  que  declararon  en  la  causa  formada 
al  Almirante  y  á  sus  hermanos  por  el  Comendador  Bobadilla. 
El  Cardenal  y  Arzobispo  de  Toledo,  Jiménez  de  Cisneros,  dis- 
puso que  cuatro  frailes  franciscanos  acompañaran  al  Comenda- 
dor en  su  viaje  á  la  Española,  y  le  dieran  cuenta  de  lo  que  allí 
ocurría.  Llegaron  estos  frailes  á  la  isla,  y  aprovechando  el  re- 
greso á  España  de  uno  de  ellos,  Fr.  Francisco  Ruiz,  que  había 
sido  Secretario  del  Arzobispo,  para  que  dijese  verbalmente  lo 
que  por  escrito  no  debía  expresarse,  le  dieron  tres  cartas,  en 
las  cuales  se  juzga  á  Colón  en  la  forma  siguiente: 

El  P.  Fr.  Juan  de  Leudelle,  que  era  francés,  dice:  «que  según 
informaba  el  Comendador,  el  Almirante  y  sus  hermanos  'se 
habían  querido  alzar  y  ponerse  en  defensa,  juntando  indios  y 
cristianos,  y  que  el  primero  había  expresado  á  uno  de  los  frailes 
sus  compañeros  importársele  poco  para  sus  fines  lo  que  tuviera 
en  mientes  el  Arzobispo  de  Toledo.» 

Fr.  Juan  de  Robles:  «que  había  tenido  gran  trabajo  en  echar 
de  la  isla  á  los  señores  (los  Colones),  los  cuales  se  pusieron  en 
se  haber  de  defender,  sino  que  Dios  non  les  dejó  salir  con  su 
mal  propósito;  y  así  rogaba  al  Arzobispo,  por  amor  de  Jesu- 


—    24   — 

cristo,  trabajara  como  el  Almirante,  ni  cosa  suya,  volviera  más 
á  aquella  tierra,  porque  se  destruiría  todo  y  no  quedaría  cris- 
tiano ni  religioso.» 

Fr.  Juan  de  Trasierra,  dando  gracias  á  Dios  de  haber  salido 
aquella  tierra  del  poder  del  rey  Faraón^  suplicaban  al  Arzo- 
bispo hiciera  «que  ni  él  (Colón),  ni  ninguno  de  su  nación  fuera 
á  las  islas.» 

Los  tres  frailes  pedían  que  se  diese  crédito  á  lo  que  de  pala- 
bra diría  Fr.  Francisco  Ruiz,  y  manifestaban  además,  que  para 
el  provecho  de  la  isla  Española  y  para  la  conversión  de  los  in- 
dios se  debían  emplear,  á  su  juicio,  algunos  medios  que  enume- 
raban, comenzando  así: 

«Primeramente:  que  si  Sus  Altezas  quieren  mucho  á  Nuestro 
Señor,  y  que  la  conversión  de  las  ánimas  se  haga,  en  ninguna 
manera  permitan  que  el  Almirante^  ni  cosa  suya,  á  esta  isla 
vuelva  á  la  haber  de  gobernar,  porque  se  destruiría  todo  y  nin- 
gún cristiano  en  ella  quedaria.» 

Es  decir,  que  Las  Casas  está  de  acuerdo  con  los  testigos  en 
el  proceso  formado  por  Bobadilla,  al  decir  que  con  justo  motivo 
toda  la  gente  española  se  había  enemistado  con  el  Almirante  y 
sus  hermanos;  que  Oviedo  aun  va  más  allá,  porque  sin  negar 
que  fuesen  verdaderos  los  cargos  que  contra  Colón  resultaban, 
afirma  que  otros  77iás  verdaderos,  esto  es,  otros  cargos  aun  más 
graves,  quedábanse  ocultos,  por  la  benignidad  de  los  Reyes 
Católicos,  que  querían  corregir,  pero  no  castigar,  al  descubri- 
dor del  Nuevo  Mundo;  y  que  los  tres  religiosos  franciscanos 
consideran  como  una  calamidad  pública  el  que  Colón  volviese, 
al  gobierno  de  la  isla  Española. 

Respecto  á  la  crueldad  de  los  castigos  que  Colón  imponía, 
bastará  recordar  aquel  notable  testimonio  de  haber  reconocido 
la  tierra  firme,  creyendo  que  lo  era  la  isla  de  Cuba,  por  el  es- 
cribano Fernando  Pérez  de  Luna,  que  lleva  la  fecha  del  día  12 
de  Junio  de  1494;  documento  en  que  el  Almirante  y  Goberna- 
dor de  todas  las  islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  descubiertas 
y  por  descubrir,  impone  la  pena  de  cortar  la  lengua  al  que  dijese 
lo  contrario  de  lo  que  allí  se  afirma  con  absurda  precipitación, 
y  si  fuera  grumete  6  persona  de  tal  suerte  se  le  darían  cien  azo- 
tes, además  de  cortarle  la  lengua.  También  recordaré  que  en 


las  instrucciones  dadas  al  general  Mosen  Pedro  Margarit,  le 
dice  el  Almirante  que  haga  cortar  las  narices  y  las  orejas  á  los 
indios  que  hurtaren  algo,  para  que  el  castigo  sea  visible,  puesto 
que  las  narices  y  las  orejas  son  facciones  que  no  pueden  ocul- 
tarse. 

Páginas  enteras  de  su  Historia  emplea  el  Obispo  Las  Casas 
en  referir  las  crueldades  é  injusticias  que  cometía  Cristóbal 
Colón  en  su  trato  con  los  indios;  y  así  considera  que  su  des- 
titución del  gobierno  de  la  isla  Española  fué  un  castigo  pro- 
videncial, «no  por  los  daños  é  injusticias  que  hacía  á  los  cristia- 
nos  sino  por  las  grandes  injusticias  y  guerras  é  imposiciones 

de  tributos  y  agravios  que  había  hecho  á  los  indios,  y  tenía  pro- 
pósito de  hacerles,  con  la  granjeria  que  trataba  hinchir  toda 
la  Europa  de  estos  inocentes  indios,  inicuamente  hechos  es- 
clavos». 

Si  alguna  vez  aparece  Cristóbal  Colón  como  tolerante  y  con- 
ciliador en  sus  resoluciones,  es  cuando  firma  un  convenio  con 
el  rebelado  Francisco  Roldan,  pero  entonces  mismo  se  apre- 
sura á  escribir  secretamente  una  carta,  que  no  hace  honor  á  su 
buena  fe,  dirigida  á  los  Reyes  Católicos,  en  que  les  ruega  que 
no  aprueben  aquel  convenio  y  que  envíen  un  juez  pesquisidor 
para  castigar  á  los  rebeldes,  á  quienes  había  perdonado  muy 
contra  su  voluntad.  Adrián  de  Mojica,  arrojado  desde  lo  alto 
del  muro  de  la  fortaleza  de  la  Concepción;  los  dos  ajusticiados 
que  vio  Bobadilla  al  desembarcar  en  la  Española,  que  formarían 
parte  de  los  siete  ahorcados  de  aquella  semana,  como  decía 
Cristóbal  Rodríguez;  D.  Hernando  de  Guevara,  Pedro  de  Ri- 
quelme  y  los  otros  tres  presos  en  la  fortaleza  de  Santo  Do- 
mingo, que  estaban  ya  condenados  á  muerte;  diez  y  seis  españo- 
les, que,  según  cuenta  Las  Casas,  había  encerrado  D.  Bartolomé 
Colón  en  un  pozo  ú  hoyo  hecho  en  el  campo,  y  que  tam- 
bién habían  de  ser  ahorcados  á  la  mayor  brevedad;  en  suma, 
cuarenta  ó  cicuenta  reos  de  muerte,  siendo  trescientos  el  nú- 
mero total  de  los  españoles  residentes  á  la  sazón  en  la  isla  Espa- 
ñola, es  una  proporción  que  espanta,  y  pone  en  punto  de  evi- 
dencia, que  si  Colón  y  sus  hermanos  no  sabían  evitar  los  delitos, 
no  era,  sin  duda  alguna,  porque  pecaran  de  clementes  en  la 
aplicación  de  los  castigos. 


—    26    — 

Volviendo  á  la  narración  de  lo  acontecido  en  la  isla  Española 
en  el  mes  de  Septiembre  de  1500,  diré  que  Fr.  Juan  de  Tra- 
sierra  y  el  tesorero  Velázquez  en  su  larga  plática  con  el  Almi- 
rante, le  convencieron,  según  parece,  de  que  no  debía  ni  podía 
oponer  más  resistencia  de  la  que  ya  había  hecho  á  los  mandatos 
de  los  Reyes  Católicos  en  que  le  desposeían  del  gobierno  de 
todas  las  islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  fundándose  en  las 
continuas  quejas  que  recibían  de  sus  gobernados,  ó  quizá  en 
otras  razones,  que  serían  las  más  verdaderas^  según  afirma 
Oviedo,  pero  que  hoy  son  desconocidas  de  los  historiadores. 

Llegó  á  Santo  Domingo  el  Almirante  en  los  últimos  días  del 
antedicho  mes  de  Septiembre ,  y  Bobadilla,  cumpliendo  lo  que 
se  le  había  mandado  en  su  nombramiento  de  juez  pesquisidor,  no 
anulado  ciertamente  por  su  cargo  de  gobernador;  cumpliendo 
aquella  cláusula  en  que  se  decía,  sin  señalar  ninguna  excepción, 
que  «la  información  habida  y  la  verdad  sabida,  á  los  que  por 
ella  hallarades  culpantes  prendedles  los  cuerpos  y  secrestadles 
los  bienes,  y  así  presos,  procedades  contra  ellos  á  las  mayores 
penas  civiles  y  criminales  que  hallaredes  por  derecho»;  entendió 
que  conforme  á  los  cargos  que  aparecían  en  el  proceso  formado 
á  Colón  y  á  sus  hermanos,  procedía  conforme  á  derecho  de- 
clarándoles culpantes^  prendiendo  sus  cuerpos  y  secuestrándo- 
les sus  bienes,  y  así  lo  hizo.  Pero  aun  hizo  más.  Ya  se  recordará 
que  los  presos  que  halló  Bobadilla  en  la  fortaleza  de  Santo  Do- 
mingo ,  á  pesar  de  que  uno  de  ellos  era  el  noble  D.  Hernando 
de  Guevara,  tenían  puestos  grillos,  y  esto  indica  que  en  aque- 
llos tiempos  y  lugares  no  se  respetaba  lo  ilustre  del  nacimiento 
cuando  de  delincuentes  se  trataba,  y  siguiendo  en  esta  idea  de 
igualdad  ante  la  ley,  ó  quizá  para  dar  una  prueba  visible  de  que 
ya  el  Almirante  no  era  más  que  un  vasallo,  como  entonces  se 
decía,  de  los  Reyes  de  Castilla  y  Aragón,  dispuso  que  se  le  pu- 
sieran grillos,  y  asimismo  á  sus  hermanos  D.  Diego  y  D.  Barto- 
lomé, que  también  fueron  aprisionados,  según  ya  nos  ha  refe- 
rido D.  Fernando  Colón,  en  los  capítulos  de  su  libro  que  leí  al 
comenzar  esta  conferencia. 

£1  P.  Ricardo  Cappa,  de  la  Compañía  de  Jesús,  en  su  notable 
libro  Colón  y  los  españoles,  ha  dicho  que  no  «debe  detener  al 
»escritor  sincero  y  recto  el  clamoreo  de  los  que  sin  conocí- 


—   27   - 

»miento  de  las  leyes  de  otros  siglos,  no  tienen  más  norma  para 
»juzgar  de  lo  ocurrido  en  ellos  que  la  sensiblería  del  nuestro. 
»Bobadilla,  al  aherrojar  á  los  Colones  que  no  habían  obedecido 
»sus  mandatos  y  que  se  habían  puesto  en  armas  contra  él,  no 
»hizo  más  que  aplicarles  la  pena  que  ordenaba  la  legislación 
»entonces  vigente».  Y  después  añade:  «no  fué  un  refinamiento 
»de  crueldad:  fué  la  pena  correspondiente  á  todo  reo  de  Es- 
»tado».  Así  juzga  el  R.  P.  Ricardo  Cappa  la  cuestión  de  los 
grillos  de  los  Colones  en  que  ahora  nos  ocupamos. 

Los  detractores  de  Bobadilla  afean  con  durísimas  frases  sus 
procedimientos  en  lo  tocante  á  la  prisión  del  Almirante  y  de  sus 
hermanos.  Recordando  la  imperecedera  gloria  que  había  adqui- 
rido Cristóbal  Colón  al  descubrir  el  Nuevo  Mundo,  no  conci- 
ben que  fuese  tratado  como  un  vulgar  delincuente  por  el  Go- 
bernador de  la  isla  Española.  El  Conde  de  Roselly  de  Lorgues, 
en  su  Historia  postuma  de  Cristóbal  Colón  ^  llama  infame  á 
Bobadilla,  y  parece  que  esta  calificación  injuriosa  hace  su  ca- 
mino en  España,  y  ya  hay  algún  historiador  que,  como  justa,  la 
acepta.  Pero  fíjese  bien  la  atención  en  todas  las  consecuencias 
que  lógicamente  se  deducen,  si  se  condena  la  conducta  que 
siguió  Bobadilla  al  disponer  la  prisión  del  Almirante  y  de  sus 
hermanos  D.  Bartolomé  y  D.  Diego.  Si  Colón  era  culpable, 
si  Colón  había  tratado  de  levantarse  en  armas,  según  habían 
dicho  varios  testigos  de  su  proceso  y  los  religiosos  francisca- 
nos enviados  por  Cisneros  á  la  Española,  ó  si  existían  aque- 
llas causas  más  verdaderas^  que  han  quedado  ocultas,  es 
claro  que  Bobadilla  cumplió  con  su  obligación  al  prenderle  y 
secuestrarle  sus  bienes;  no  fué  un  juez  infame,  fué  un  juez  que 
aplicó  la  ley  con  el  criterio  de  igualdad  que  hoy  se  considera 
como  base  inquebrantable  de  la  justicia  y  del  derecho. 

Si  Colón  no  era  culpable,  si  eran  viles  calumnias  todo  lo  que 
decían  los  testigos  de  su  proceso  y  los  religiosos  franciscanos; 
si  el  obispo  Las  Casas  y  el  capitán  Oviedo  faltaron  á  la  verdad 
cuando  asintieron  á  estas  calumnias  en  sus  obras  históricas,  en 
este  caso  ciertamente  que  Bobadilla  merece  el  calificativo  de 
infame^  si  á  sabiendas  persiguió  á  un  inocente  de  los  delitos 
que  se  le  atribuían,  ó  el  de  torpe  y  mal  gobernador  si  se  dejó 
engañar  por  los  testigos  y  por  los  frailes  calumniadores. 


—    28   — 

No  paran  aquí  las  consecuencias  que  han  de  deducirse  si  se 
condena  como  injusta  la  prisión  del  Almirante.  Recordaré  que 
su  hijo  D.  Fernando  dice:  «El  día  20  de  Noviembre  de  1500 
escribió  (el  Almirante)  al  Rey  que  había  llegado  á  Cádiz,  y  sa- 
biendo el  modo  como  venía,  luego  dieron  orden  para  que  le 
pusiesen  en  libertad,  y  le  escribieron  cartas  de  benignidad, 
manifestando  mucho  desagrado  en  sus  trabajos  y  de  la  descor- 
tesía que  había  usado  Bobadilla  diciéndole  que  pasase  á  la 
corte,  donde  serían  atendidos  sus  negocios  y  serían  despachados 
con  mucha  brevedad  y  honra.»  Es  decir,  que  los  Reyes  Católi- 
cos, pues  sabido  es  que  las  cartas  á  Colonias  firmaba  D.^  Isabel 
y  D.  Fernando,  se  limitaban  á  manifestar  su  desagrado  por  la 
descortesía  que  había  usado  Bobadilla^  y  en  desagravio  de 
esta  descortesía  sólo  ofrecían  al  Almirante  la  esperanza  de  que 
sus  negocios  serían  despachados  con  mucha  brevedad  y  honra. 
Leyendo  la  referencia  que  hace  de  estos  sucesos  D.  Fernando 
Colón,  parece  que  no  bien  llegó  su  padre  á  la  corte  cuando  los 
Reyes,  para  satisfacer  sus  quejas,  destituyeron  á  Bobadilla  y 
nombraron  al  Comendador  de  Lares,  Nicolás  de  Ovando,  para 
que  le  sustituyera  en  el  gobierno  de  las  islas  y  tierra-firme  de 
las  Indias;  pero  en  realidad  las  cosas  pasaron  muy  de  otro 
modo.  Cristóbal  Colón  llegó  á  Granada,  que  era  donde  estaban 
los  Reyes,  en  el  mes  de  Diciembre  de  1500,  y  la  flota,  com- 
puesta de  32  navios,  en  que  iba  el  comendador  Nicolás  de 
Ovando,  con  el  nombramiento  de  Gobernador  de  la  isla  Espa- 
ñola, zarpó  del  puerto  de  Sanlúcar  el  3  de  Febrero  de  1502. 

El  cronista  Oviedo,  después  de  referir  la  prisión  del  Almi- 
rante y  su  salida  de  la  Española,  dice  así:  «Y  quedó  en  el  cargo 
y  gobernación  desta  isla  este  caballero  (Bobadilla),  é  la  tuvo 
en  mucha  paz  y  justicia  fasta  el  año  de  mili  é  quinientos  é  dos 
años,  que  fué  removido  y  se  le  dio  licencia  para  tornar  á  Es- 
paña.» 

Cerca  de  dos  años,  desde  fines  de  Agosto  de  1500  hasta 
mediados  de  Abril  de  1502,  gobernó  Bobadilla  en  la  Española, 
y  sujeto  á  un  juicio  de  residencia  por  su  sucesor  Ovando,  los 
Reyes  Católicos  se  dieron  por  bien  servidos.  ¿Se  mantiene  la 
afirmación  de  que  Bobadilla  era  un  infame?  Pues  los  Reyes 
Doña  Isabel  y  D.  Fernando,  que  durante  dos  años  dejaron  el 


gobierno  de  la  isla  Española  en  manos  de  un  hombre  infame,  y 
que  después  aprobaron  su  conducta,  ¿qué  calificación  mere- 
cerían? 

Es  preciso  decirlo  muy  alto  y  muy  claro.  El  oprobio  con  que 
se  pretende  manchar  la  memoria  del  comendador  Francisco 
de  Bobadilla,  desvirtúa  y  ennegrece  toda  la  gloria  que  alcanzó 
España  en  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo. 

El  Conde  de  Roselly  de  Lorgues,  en  su  Historia  postuma^ 
procede  lógicamente  cuando,  para  declarar  santo  á  Cristóbal 
Colón  y  para  infamar  á  Bobadilla,  comienza  por  infamar  tam- 
bién á  Don  Fernando  el  Católico,  al  P.  Fr.  Bernardo  Buil  y  al 
general  D.Pedro  Margarit,  que  fueron  los  primeros  que  censu- 
raron la  gobernación  del  Almirante  en  la  Española,  al  Obispo 
Don  Juan  de  Fonseca,  al  comendador  Nicolás  de  Ovando,  en 
suma,  á  todos  los  españoles  que  no  cayeron  de  rodillas  ado- 
rando extáticos  al  descubridor  del  Nuevo  Mundo. 

Un  novísimo  historiador  de  la  vida  del  Almirante,  mi  querido 
amigo  D.  José  María  Asensio,  al  escudriñar  las  causas  funda- 
mentales que  produjeron  la  prisión  de  los  Colones,  á  su  juicio 
injustísima,  escribe  lo  siguiente  : 

«No  puede  desconocerse  que  la  cualidad  de  extranjeros  per- 
judicó notablemente  en  todas  sus  relaciones,  lo  mismo  al  Almi- 
rante que  á  sus  hermanos.  Los  honores  concedidos  á  Colón;  las 
altas  investiduras  que  obtuvo;  las  prerrogativas  anexas  á  los 
cargos  que  desempeñaba,  le  acarrearon  gran  número  de  envi- 
diosos, que  incapaces  de  comprender  su  mérito  y  aun  de  admi- 
rar su  gloria,  sólo  veían  en  él  un  extranjero,  un  advenedizo,  que 
pobre  y  suplicante  ayer  á  vista  de  todos,  se  igualaba  hoy  á  la  más 
alta  nobleza  de  España,  y  obscurecía  con  su  ciencia  y  su  talento 
las  más  brillantes  hazañas  de  que  aquéllos  se  enorgullecían.» 

No,  y  mil  veces  no.  Yo  no  puedo  creer,  yo  no  quiero  creer, 
que  las  quejas  dadas  contra  Colón  por  el  virtuoso  Fr.  Bernardo 
Buil  y  por  el  general  Mosen  Pedro  Margarit,  que  las  declara- 
ciones prestadas  en  el  proceso  formado  por  Bobadilla,  que  las 
cartas  escritas  por  los  religiosos  franciscanos,  que  lo  escrito  en 
sus  libros  históricos  por  el  obispo  Las  Casas,  el  capitán  Oviedo 
y  el  cura  de  los  Palacios,  que  la  aprobación  que  los  Reyes  Cató- 
licos concedieron  á  lo  dispuesto   por  Bobadilla  durante    el 


—  30  — 

tiempo  que  gobernó  en  la  Española;  yo  no  puedo  creer,  yo  no 
quiero  creer,  que  tantos  testimonios  y  hechos  en  que  aparece 
demostrado  que  el  glorioso  descubridor  del  Nuevo  Mundo  no 
era  un  dechado  de  virtudes,  sólo  sean  un  conjunto  de  marañas 
formado  por  la  ignorancia  y  la  envidia  de  los  españoles,  inca- 
paces de  comprender  el  mérito,  ni  de  admirar  la  gloria  de  quien 
obscurecía  con  su  talento  y  su  ciencia  las  más  brillantes  haza- 
ñas de  que  antes  se  enorgullecían. 

Al  principio  de  esta  conferencia  he  citado  como  acusación 
fiscal  contra  Bobadilla  tres  capítulos  de  la  historia  de  Cristóbal 
Colón,  por  su  hijo  D.  Fernando,  y  ahora  voy  á  ocuparme  en 
examinar  una  carta  que  puede  considerarse  como  la  defensa 
que  hace  el  Almirante,  contestando  á  algunas  de  las  acusacio- 
nes de  los  testigos  que  declararon  en  el  proceso  formado  por 
Bobadilla,  Colón  escribió,  durante  su  viaje  de  Santo  Domingo 
á  Cádiz,  una  carta  dirigida  al  ama  del  príncipe  D.  Juan,  que  se 
llamaba  D.^  Juana  de  Torres  ó  de  la  Torre,  pues  de  ambos 
modos  la  nombran  los  historiadores,  y  en  esta  carta  explicaba 
las  quejas  que  hasta  los  Reyes  de  continuo  llegaban,  diciendo: 
«■porque  mi  fama  es  tal^  que  aunque  yo  faga  iglesias  y  hospi- 
tales^ siempre  serán  dichas  espeluncas  para  ladrones.»  Y  aquí 
ocurre  preguntar,  ¿podía  conservarse  en  el  gobierno  de  la  Espa- 
ñola á  un  personaje  que  gozaba  tan  malísima  fama,  según  su 
propia  y  terminante  confesión?  Si  esta  fama  era  injusta,  ¡qué 
torpe  era  el  gobernante,  que  no  había  sabido  conservar  el  apre- 
cio y  la  estimación  de  la  gente  á  su  dominio  sometida!  Si  los 
maldicientes  no  erraban  en  sus  juicios,  no  hay  para  qué  decir 
la  consecuencia  que  de  esto  se  deduce.  A  bien  que  Cristóbal 
Colón  resuelve  el  dilema  que  antecede,  diciendo  que  todos  los 
habitantes  de  la  Española  eran  gente  disoluta ,  qne  no  teme  á 
Dios^  ni  á  su  Rey  y  Reina,  llena  de  achaques  y  de  malicias; 
pero  esta  misma  gentuza,  que  no  gente,  fué  la  que  después  go- 
bernó Bobadilla,  c  la  tuvo  en  mucha  paz  y  justicia  durante  dos 
años,  según  afirma  Oviedo;  y  esta  misma  gentuza  fué  la  que 
hablaba  bien  de  Bobadilla  como  gobernador  de  la  Española, 
después  de  tomada  su  residencia  y  de  esta  isla  ido  y  muerto, 
según  afirma  el  obispo  Las  Casas,  con  la  autoridad  de  testigo 
de  vista  de  lo  que  refiere. 


—  31  — 

Para  demostrar  lo  injustificado  de  su  destitución  del  gobierno 
de  la  Española,  dice  el  Almirante:  «En  esto  vino  el  Comenda- 
dor Bobadilla  á  Santo  Domingo;  yo  estaba  en  la  Vega  y  el 
Adelantado  en  Xaraguá,  donde  este  Adrián  había  hecho  ca- 
beza, más  ya  todo  era  llano  y  la  tierra  rica  y  todos  en  paz.» 

Ciertamente  que  no  era  todo  llano  en  la  Española  para  aquel 
Adrián  que  había  sido  precipitado  desde  lo  más  alto  de  los  mu- 
ros de  la  fortaleza  de  la  Concepción,  y  la  paz  de  los  sepulcros 
era  la  que  gozaban  los  siete  ahorcados  de  la  semana  en  que  llegó 
Bobadilla,  y  la  que  esperaban  alcanzar  prontamente  D.  Her- 
nando de  Guevara,  Pedro  de  Riquelme  y  sus  tres  compañeros 
de  prisión  en  la  fortaleza  de  Santo  Domingo;  y  para  gozar  tam- 
bién de  la  misma  eterna  paz  se  hallaban  preparados  los  diez  y 
seis  españoles  que  tenía  metidos  en  un  pozo  ú  hoyo,  cárcel  ya 
semejante  á  la  tumba,  el  Adelantado  D.  Bartolomé  Colón. 

Respecto  á  la  riqueza  de  los  habitantes  de  la  isla,  sin  duda 
que  había  llegado  á  España  la  fama  de  esta  riqueza,  según  lo 
atestigua  D.  Fernando  Colón  al  referir  el  episodio  de  los  que 
se  entraron  á  comer  uvas  en  el  patio  de  la  Alhambra,  como  en 
señal  de  que  á  esto  estaba  reducido  su  mantenimiento,  y  que 
gritaban  cuando  vieron  al  D.  Fernando  y  á  su  hermano  don 
Diego:  Mirad  á  los  hijos  del  Almirante  de  los  mosquitillos,  de 
aquel  que  ha  hallado  tierra  de  vanidad  y  engaño^  para  sepul- 
tura y  miseria  de  los  hidalgos  castellanos. 

Contestando  á  la  acusación  de  que  trataba  de  negar  su  obe- 
diencia á  los  Reyes  Católicos  y  buscar  el  amparo  de  otros  mo- 
narcas, dice  el  Almirante  :  «Yo  creo  que  se  acordará  vuesa 
merced  cuando  la  tormenta,  sin  velas,  me  echó  en  Lisboa,  que 
fui  acusado  falsamente  que  había  ido  allá  al  Rey  para  darle  las 
Indias,  después  supieron  Sus  Altezas  el  contrario,  y  que  todo 
fué  con  malicia.  Bien  que  yo  sepa  poco,  no  sé  quién  me  tenga 
por  tan  torpe,  que  yo  no  conozca  que,  aunque  las  Indias  fuesen 
mías,  que  yo  no  me  pudiera  sostener  sin  ayuda  de  Príncipe;  y 
si  esto  es  así,  ¿á  dónde  pudiera  ya  tener  mejor  arrimo  y  seguri- 
dad que  en  el  Rey  y  Reina,  nuestros  Señores,  que  de  nada  me 
han  puesto  en  tanta  honra  y  son  los  más  altos  Príncipes,  por  la 
mar  y  por  la  tierra,  del  mundo,  y  los  cuales  tienen  que  yo  les 
haya  servido  y  me  guardan  mis  privilegios  y  mercedes?» No 


es  necesario  leer  más  para  descubrir  la  ironía  que  usa  el  Almi- 
rante, dando  como  fundamento  de  su  obediencia  á  los  Reyes 
Católicos  la  fidelidad  con  que  estos  Príncipes  le  guardan  sus 
privilegios  y  mercedes,  precisamente  en  el  momento  en  que  ha 
sido  privado  del  gobierno  de  la  Española,  según  su  juicio,  con 
injusticia  y  violencia. 

De  sus  propósitos  de  no  obedecer  los  mandatos  de  Bobadilla 
y  de  alzarse  en  armas,  si  posible  le  hubiera  sido,  se  disculpa  el 
Almirante  diciendo:  «Publiqué  por  palabra  y  por  carta  que  él 
(Bobadilla)  no  podía  usar  de  sus  provisiones,  porque  las  mías 
eran  más  fuertes,  y  les  mostré  las  franquezas  que  llevó  Juan 
Aguado.  Todo  esto  que  yo  fice  era  para  dilatar,  porque  Sus  Al- 
tezas fuesen  sabidoras  del  estado  de  la  tierra,  y  que  hobiesen 
lugar  de  tornar  á  mandar  en  ello  lo  que  fuese  de  su  servicio.» 
Esto  de  no  cumplir  lo  que  mandaban  Sus  Altezas,  suponiendo 
que  estaban  mal  informados  y  para  dar  tiempo  á  que  se  entera- 
sen mejor,  sino  es  desobediencia  y  aun  desacato  á  su  regia  au- 
toridad, creo  yo  debe  ser  algo  semejante. 

Aquellas  pagas  que  no  percibían  los  que  estaban  en  la  Espa- 
ñola á  sueldo  de  los  Reyes,  según  dice  el  Almirante:  «Con 
600.000  maravedís  pagara  (Bobadilla)  á  todos,  sin  robar  á  nadie, 
y  habia  más  de  cuatro  cuentos  de  diezmos  y  alguazilazgo,  sin 
tocar  en  el  oro.»  Y  si  había  en  el  tesoro  de  la  Española  más  de 
cuatro  millones  de  maravedises,  ¿por  qué  no  pagaba  el  Almi- 
rante los  seiscientos  mil  que  se  debían? 

Apología  de  sus  servicios,  ufanándose  de  que,  merced  á  sus 
descubrimientos,  la  España^  que  era  dicha  pobre,  es  ¿a  más 
rica,  siendo  así  que  el  oro  traído  de  Méjico  y  del  Perú  fué, 
andando  el  tiempo,  causa  eficaz  del  empobrecimiento  de  nues- 
tra patria;  injurias  y  amenazas  á  Bobadilla;  quejas  tan  violentí- 
simas como  aquella  en  que  dice:  «Siete  años  se  pasaron  en  plá- 
ticas y  nueve  ejecutando  cosas  señaladas  y  dignas  de  memo- 
ria  de  todo  no  se  fizo  concepto y  estoy  en  que  no  hay  nadie 

tan  vil  que  no  piense  de  ultrajarme Si  yo  robara  las  Indias 

y  las  diera  á  los  moros,  no  pudieran  en  España  amostrarme 
mayor  enemiga»;  y,  por  último,  recusación  del  juez  pesquisidor 
diciendo:  «Yo  debo  de  ser  juzgado  como  capitán  que  fué  de 
España  á  conquistar  fasta  las  Indias Yo  debo  ser  juzgado 


—  ^^  — 


como  capitán,  que  de  tanto  tiempo  fasta  hoy  trae  las  armas  á 
cuestas,  sin  las  dejar  ni  una  hora,  y  de  caballeros  de  con- 
quista  y  no  de  letras ,  ó  de  otra  guisa,  rescibo  grande  agra- 
vio, porque  en  las  Indias  no  hay  pueblo  ni  asiento»;  tal  es,  en 
resumen,  lo  que  añade  á  todo  lo  que  antes  ha  dicho  la  carta  de 
Colón  al  ama  del  príncipe  D.  Juan;  carta  que  no  puede  com- 
petir con  las  de  Cicerón  en  la  limpidez  y  elegancia  del  estilo; 
pero,  en  cambio,  tampoco  brilla  en  ella  la  fuerza  de  la  lógica, 
que  pudiera  justificar  las  injurias  á  España  y  á  los  españoles 
que  brotan  de  la  iliteraria  pluma  del  descubridor  del  Nuevo 
Mundo.  Para  honra  y  gloria  de  Colón  fuera  muy  conveniente 
que  hubiese  desaparecido  su  famosa  carta  á  D.^  Juana  de 
Torres. 

Réstame  por  examinar  en  ésta  ya  larga  disertación  la  muerte 
desdichada  de  Francisco  de  Bobadilla,  en  la  que  los  panegiristas 
del  Almirante  quieren  ver  providencial  castigo,  y  aun  algo  más 
que  redunda  en  deshonor  y  mengua  de  nuestra  madre  patria. 

Movidos  los  Reyes  Católicos  por  las  quejas  de  Cristóbal  Co- 
lón y  queriendo  mostrar  su  firme  propósito  de  ser  benignos  con 
el  ilustre  descubridor  que  hizo  surcar  las  naves  de  Castilla 

Por  mares,  nunca  de  antes  navegados, 

nombraron  al  Comendador  de  la  Orden  de  Alcántara,  Nicolás 
de  Ovando,  para  que  sustituyese  á  Bobadilla  en  el  gobierno  de 
la  Española,  y  le  dieron  órdenes  é  instrucciones  en  que  dispo- 
nían se  levantase  el  embargo  de  los  bienes  del  Almirante  y 
de  sus  hermanos.  «Diéronle  poder,  dice  el  P.  Las  Casas,  para 
que  tomase  residencia  al  gobernador  Fr.  Francisco  de  Bobadi- 
lla, y  examinase  las  causas  del  levantamiento  de  Francisco  Rol- 
dan y  sus  secuaces  y  los  delitos  que  habían  hecho;  item,  las 
culpas  de  que  era  notado  el  Almirante  y  la  causa  de  su  prisión, 
y  que  todo  á  la  corte  lo  enviase.  Entre  otras  cláusulas  de  sus 
instrucciones  fué  una  muy  principal  y  muy  encargada  y  man- 
dada, conviene  á  saber,  «que  todos  los  indios  vecinos  y  mora- 
»dores  desta  isla  fuesen  libres  y  no  sujetos  á  servidumbre,  ni 
»molestados,  ni  agraviados  de  alguno,  sino  que  viviesen  como 
»vasallos  libres,  gobernados  y  conservados  en  justicia  como  lo 
»eran  los  vasallos  de  los  reinos  de  Castilla.» 


—  34  — 

Nótese  que  el  nombramiento  de  Gobernador  de  la  Española 
dado  á  Nicolás  de  Ovando,  por  el  plazo  de  dos  años,  según  dice 
Las  Casas,  esto  es,  por  el  mismo  plazo,  ó  poco  más,  de  lo  que 
había  durado  el  gobierno  de  Bobadilla,  es  una  prueba  de  que 
los  Reyes  Católicos  prestaban  su  aquiescencia  á  la  petición  que 
hicieron  los  religiosos  franciscanos,  para  que  ni  el  Almirante,  ni 
ninguno  de  los  suyos  pasasen  á  gobernar  aquella  isla,  y  que  el 
ordenamiento  de  que  fuesen  los  indios  vasallos  libres,  como  lo 
eran  los  españoles  nacidos  en  Castilla,  es  una  terminante  y  ex- 
presa condenación  de  los  repartimientos  de  indios  esclavos, 
llamados  después  encomiendas,  que  había  dispuesto  Cristóbal 
Colón  para  convertir  los  seres  humanos  en  cosas,  con  los  cuales 
se  pudiera  comerciar  como  si  fuesen  cabezas  de  ganado  y  fane- 
gas de  trigo.  No  es  ciertamente  un  timbre  de  gloria  para  el  Al- 
mirante que  su  nombre  esté  unido  al  de  los  fundadores  de  la 
esclavitud  en  los  tiempos  modernos. 

Mientras  en  la  última  mitad  del  mes  de  Abril  de  1402,  en  la 
isla  Española  tomaba  posesión  de  su  gobierno  Nicolás  de 
Ovando,  en  España  disponían  los  Reyes  Católicos  que  Colón 
emprendiese  su  cuarto  viaje,  y  hablando  de  este  asunto,  dice 

el  obispo  Las  Casas:  «Desde  Cádiz,  donde  tenía  los  navios 

ó  quizá  desde  Sevilla,  escribió  (el  Almirante)  á  los  Reyes  su- 
plicándoles algunas  cosas  que  le  parecieron  convenir  para  su 

viaje Una  fué  que  le  diesen  licencia  para  entrar  en  el  puerto 

desta  isla  Española,  la  cual  antes  les  había  suplicado,  por  pro- 
veerse allí  de  refresco ;  pero  no  se  la  quisieron  dar,  diciendo 

que  porque  no  se  detuviese,  sino  que  lo  más  presto  que  pudiese 
navegase.» 

Salió  Colón  del  puerto  de  Cádiz  el  9  de  Mayo  de  1502.  La 
flota  que  mandaba  se  componía,  dice  Las  Casas,  «de  cuatro  na- 
vios de  gavia,  cuales  convenían,  el  mayor  no  pasaba  de  70  tone- 
ladas, ni  el  menor  de  50  bajaba.»  Llegó  esta  flota  á  Santo  Do- 
mingo el  29  de  Junio  del  dicho  año  de  1402,  y  el  Almirante,  á 
pesar  de  las  repetidas  prohibiciones  de  los  Reyes  Católicos, 
insistió  en  su  propósito  de  desembarcar  en  la  Española.  Para 
realizarlo  aprovechó  la  ocasión  que  le  presentaba  el  haber  no- 
tado durante  el  viaje  que  uno  de  sus  cuatro  navios  «era  mal  ve- 
lero   y]  le  faltaba  costado  para  sostener  velaS;  que  con  un 


—  3d  — 

vaivén,  por  liviano  que  fuese,  metía  el  bordo  por  debajo  del 
agua.»  Habiendo  entrado  en  el  puerto,  dice  D.  Fernando  Co- 
lón, «envió  el  Almirante  á  Pedro  de  Terreros,  capitán  de  uno 
de  los  navios,  para  hacerle  saber  á  Ovando  la  necesidad  que  te- 
nia de  mudar  aquel  navio,  y  así,  por  esto,  como  porque  ellos 
temían  una  gran  desgracia  que  esperaba,  deseaba  estar  en  aquel 
puerto  para  salvarse,  haciéndole  entender  que  por  ocho  días 
no  dejase  salir  la  Armada  que  había  de  salir  de  él,  porque  co- 
rrería gran  riesgo,  pero  el  sobredicho  Gobernador  no  quiso  con- 
sentir que  el  Almirante  entrase  en  el  puerto,  ni  mucho  menos 
que  dejase  de  salir  la  Armada. 

»Se  retiró  el  Almirante  lo  mejor  que  pudo  hacia  tierra,  guare- 
ciéndose con  ésta,  no  sin  mucho  dolor  y  disgusto  de  la  gente  de 
su  Armada,  á  quien,  porque  venía  en  su  compañía,  faltaba  aquel 
acogimiento  que  aun  se  hacía  á  los  extraños,  cuanto  más  á  ellos, 
que  eran  de  una  misma  nación ,  y  aunque  el  Almirante  sin- 
tiese interiormente  el  mismo  dolor,  se  lo  aumentaba  más  la  in- 
juria é  ingratitud  usada  con  ellos  en  la  tierra  dada  por  él,  en 
honra  y  exaltación  de  España,  donde  le  fué  negada  la  entrada 
y  el  reparo  de  su  vida.» 

Ya  se  ve  aquí  cómo  á  juicio  del  hijo  natural  de  Cristóbal  Colón 
la  ingratitud  y  la  inhumanidad  de  los  españoles  llegó  á  su  más 
alto  punto.  El  gobernador  Nicolás  de  Ovando,  en  cumplimiento 
de  las  órdenes  que  le  habían  dado  los  Reyes  Católicos,  fué  aun 
más  cruel  y  descomedido  que  Francisco  de  Bobadilla,  porque  si 
ésie  prendió  el  cuerpo  y  secuestró  los  bienes  del  Almirante,  aquél 
se  negó  á  darle  amparo  en  el  puerto  de  Santo  Domingo,  cuando 
se  lo  pedía  como  necesario  para  salvar  su  vida  en  trance  apura- 
dísimo. Así  la  inmensurable  ciencia  del  Almirante,  que  predecía 
las  tormentas  con  ocho  días  de  anticipación,  cosa  que  hoy  no 
puede  hacerse  ni  en  los  mejores  Observatorios  meteorológicos 
de  Europa  y  América,  sirve  para  denostar  la  memoria  de  Ni- 
colás de  Ovando;  así  la  sabiduría  y  la  virtud  de  Cristóbal  Colón 
sirve  para  hacer  contraste  con  la  ignorancia  y  la  maldad  de  Es- 
paña y  de  los  españoles. 

Y  aun  va  más  allá  en  sus  censuras  el  hijo  del  Almirante,  por- 
que la  Armada  que  había  de  salir  de  la  Española  en  los  prime- 
ros días  del  mes  de  Julio  de  1502,  era  en  la  que  regresaba  á  Es- 


-36- 

paña  el  comendador  Bobadilla  y  el  rebelado  contra  Colón, 
Francisco  Roldan,  y  como  esta  Armada  naufragó,  muriendo 
ahogados  Bobadilla,  Roldan  y  la  mayor  parte  de  los  pasajeros 
que  en  ella  iban,  esto  le  da  ocasión  para  escribir  lo  siguiente: 
«Yo  tengo  por  cierto  que  esto  fué  providencia  Divina,  porque 
si  arribaran  á  Castilla  jamás  serían  castigados  según  merecían 
sus  delitos,  antes  bien,  porque  eran  favorecidos  del  Obispo,  hu- 
bieran recibido  muchos  favores  y  gracias.»  Quien  quiera  honra 
que  la  gane,  como  familiarmente  se  dice.  Don  Fernando  Colón 
no  sólo  reniega  de  España  por  lo  que  hizo  con  su  padre,  sino 
por  lo  que  hubiera  hecho,  á  no  haber  muerto,  con  Bobadilla  y 
con  Roldan,  á  quienes  declara  delincuentes,  y  supone  que  los 
castigos  que  merecían  en  premios  se  hubiesen  trocado  por  el 
favor  del  obispo  D.  Juan  de  Fonseca. 

Y  esto  dice  el  hijo  de  la  cordobesa  D.»  Beatriz  Enríquez  de 
Arana,  descendiente  de  españoles  por  parte  de  madre,  cuando 
un  escritor  extranjero,  Guillermo  H.  Prescott,  en  su  Historia 
de  la  Conquista  del  Perú  ^  refiriendo  la  mala  ventura  del  pode- 
roso caballero  Hernando  Bizarro,  que  durante  veinte  años  es- 
tuvo encerrado  en  una  prisión,  sin  que  consiguiese  sobornar  á 
sus  jueces,  á  pesar  de  sus  inmensas  riquezas,  se  asombra  de  que 
en  aquellos  tiempos  no  se  torciese  la  vara  de  la  justicia  al  em- 
plearla contra  personas  de  tan  alta  categoría  social. 

Si  delincuente  hubiera  sido  Bobadilla,  que  no  lo  era,  si  delin- 
cuente hubiera  sido  Francisco  Roldan,  que  dudoso  es  que  lo 
fuese,  al  llegar  á  España  no  les  valdría  el  favor  del  obispo  Fon- 
seca  para  recibir  mercedes  en  vez  de  castigos,  que  no  eran  los 
Reyes  Católicos  ni  fáciles  de  engañar,  ni  voluntariamente  injus- 
tos. Decir  lo  que  dice  D.  Fernando  Colón  es  atrevimiento  que 
toca  en  los  límites  de  la  grosería  y  la  insolencia. 

Hasta  ahora  he  examinado  al  menudeo  las  acusaciones  que 
pesan  sobre  la  memoria  del  comendador  Francisco  de  Bobadi- 
lla; pero  tiempo  es  ya  de  exponer  con  lisura  lo  que  creo  yo  que 
puede  deducirse  de  todo  lo  que  llevo  dicho. 

El  inmortal  descubridor  del  Nuevo  Mundo  era  un  pésimo 
gobernante.  El  genio,  según  lo  definen  los  sabios  modernos,  es 
un  desequilibro  en  las  facultades  mentales.  Quien  sirve  para  rea- 
lizar algo  muy  grande  y  hasta  maravilloso  en  una  esfera  de  la 


-  37  — 

vida,  suele  ser  incapaz  de  entender  lo  que  vale  y  lo  que  significa 
la  inteligencia  en  otra  esfera  y  en  otro  orden  de  la  actividad 
humana.  El  genio  del  poeta  desdeña  la  sabiduría  del  matemá- 
tico, y  el  genio  del  matemático  halla  menguadas  y  aun  inútiles 
las  creaciones  del  poeta. 

Un  genio  era  Colón  como  valeroso  y  sabio  navegante,  y  por 
esto  mismo  entendía  poco  ó  nada  de  las  artes  de  la  política,  ne- 
cesarias para  la  gobernación  de  los  pueblos. 

El  M.  R.  P.  Fr.  José  CoU,  definidor  general  de  la  Orden  de 
San  Francisco,  en  el  libro  Colón  y  la  Rábida^  que  reciente- 
mente ha  publicado,  al  tratar  de  la  pretendida  canonización  del 
Almirante,  escribe  lo  siguiente:  «¡Mucho!  ¡Como  si  en  la  corte 

pontificia  se  comulgara  con  ruedas  de  molino! Sábese  muy 

bien  en  aquella  metrópoli  del  catolicismo,  mejor  quizá  que  en 
España,  que  la  semblanza  de  aquel  héroe  tiene  dos  aspectos; 
como  descubridor  no  tiene  par,  y  en  este  concepto  podemos 
decir  que  no  hay  alabanza  que  se  ajuste  bien  á  su  talla,  todas  le 
vienen  cortas;  pero  en  calidad  de  virrey,  como  por  lo  visto  no 
le  tenía  Dios  destinado  para  gobernar  dilatados  reinos,  no  siem- 
pre mereció  plácemes  y  loores,  ¡ay!  no.  Esto  consta  perfecta- 
mente en  Roma,  y  ello  es  muy  bastante  para  que  no  se  dé  un 
paso  en  lo  tocante  á  la  soñada  beatificación.  Tanto  es  así,  que 
nosotros  sabemos  por  boca  de  Monseñor  Caprara,  promotor  de 
la  fe,  que  tiene  motivos  para  estar  enterado  de  ello  cual  nin- 
gún  otro,  que  no  sólo  no  se  piensa  en  la  Ciudad  Eterna  en  bea- 
tificar á  Colón,  sino  que  ni  siquiera  se  ha  iniciado  el  proceso 
que  debería  en  todo  caso  preceder  á  aquella  beatificación.  Más; 
se  nos  asegura  que  en  la  Secretaría  de  la  Sagrada  Congregación 
de  Ritos  sólo  existen  algunas  solicitudes  presentadas  de  tiempo 
en  tiempo  por  varios  postulantes,  las  cuales  duermen  el  sueño 
del  olvido  en  el  archivo  de  aquella  oficina.» 

De  las  palabras  del  M.  R.  P.  Fr.  José  CoU  y  de  aquel  ¡ay! 
que  se  escapa  de  su  pecho  al  decir  que  Colón  como  virrey  no 
siempre  mereció  plácemes  y  loores  y  de  que  esto  sea  motivo 
suficiente  para  que  en  Roma  ni  siquiera  se  dé  un  paso  en  lo  to- 
cante á  la  soñada  beatificación ,  claramente  se  infiere  que  las 
faltas  que  cometió  el  Almirante  en  su  gobernación  de  la  Espa- 
ñola eran  las  que  llama  pecados  la  Iglesia  Católica;   porque  si 


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sólo  fuesen  errores  del  entendimiento  en  nada  empañarían  su 
perfección  moral.  Bien  sé  yo  que  no  todos  los  pecados  son  jus- 
ticiables, pero  es  difícil  cometer  pecados  como  gobernante  que 
no  sean  delitos  ó  cuando  menos  faltas  que  pueden  y  deben  ser 
corregidas  por  los  superiores  jerárquicos.  No  se  equivocaban 
los  Reyes  Católicos  cuando  desposeían  al  pecador  Almirante 
del  gobierno  de  la  Española;  no  se  equivocaban  los  religiosos 
franciscanos  cuando  pedían  que  el  Almirante  no  volviese  á  go- 
bernar en  aquella  isla,  donde  sus  pecados  serían  muy  cono- 
cidos. 

Si  gobernaba  mal  Cristóbal  Colón  nada  tiene  de  extraño  que 
fuese  impopular,  como  hoy  se  diría,  y  esto  explica  natural- 
mente la  malquerencia  que  tantas  veces  le  demostraron  los  ha- 
bitantes de  la  Española,  ya  alzándose  en  armas  bajo  las  órde- 
nes de  Francisco  Roldan,  ya  maquinando  revueltas,  como  lo 
hicieron  Adrián  de  Mojica,  D.  Hernando  de  Guevara  y  Pedro 
Riquelme,  ya  apresurándose  á  declarar  "y  acusarle  de  todo  gé- 
nero de  maldades  en  el  proceso  abierto  por  el  gobernador 
Francisco  de  Bobadilla. 

La  grande,  la  incomparable  reina  D.*  Isabel  de  Castilla  tenía 
un  alma  verdaderamente  cristiana,  así  lo  demuestra  su  aversión 
á  las  fiestas  de  toros,  así  lo  demuestra  su  horror  á  la  trata  de 
esclavos  indios  que  Colón  presentaba  como  medio  seguro  de 
acrecentar  la  riqueza  de  la  nación  española.  Grande  fué  el  enojo 
que  mostró  la  Reina  Católica  al  saber  que  Colón  había  regalado, 
como  si  se  tratase  de  perros  ó  loros,  un  esclavo  indio  á  cada 
uno  de  los  que  regresaron  á  España  en  los  cinco  navios  que  vi- 
nieron de  la  Española  trayendo  noticias  del  descubrimiento 
de  la  tierra  firme  y  de  los  disturbios  promovidos  por  Roldan  y 
sus  secuaces.  Se  dice  que  la  Reina  exclamó  muy  airada:— ¿Qué 
poder  mío  tiene  el  Almirante  para  dar  á  nadie  mis  vasallos?  Y 

«mandó  apregonar  en  Granada  y  en  Sevilla que  todos  los 

que  hobiesen  llevado  indios  á  Castilla,  que  les  hobiese  dado  el 
Almirante,  los  volviesen  luego  acá  (á  la  Española)  so  pena  de 
muerte.»  Así  perdió  Cristóbal  Colón,  por  su  empeño  de  esta- 
blecer la  esclavitud  en  los  dominios  españoles,  el  afecto  que 
siempre  le  había  mostrado  la  magnánima  reina  D.*  Isabel  la 
Católica. 


—  59  — 

Hay  además  que  tener  presente  lo  que  en  la  Historia  vale  y 
significa  el  gobierno  de  los  Reyes  Católicos;  gobierno  que 
al  abolir  los  privilegios  por  el  feudalismo  establecidos,  al  de- 
clarar iguales  ante  el  Rey  á  todos  los  vasallos,  ya  nobles  ó  ya 
plebeyos,  preparaba  la  igualdad  ante  la  ley,  y  después  la  igual- 
dad ante  la  soberanía  de  la  nación,  de  reyes  y  de  subditos. 

Y  precisamente,  en  los  momentos  en  que  se  trataba  de  redu- 
cir los  antiguos  señores  de  horca  y  cuchillo  á  nobles  y  conde- 
corados personajes,  adorno  de  la  Corte  en  tiempo  de  paz  y  gloria 
de  la  patria  en  los  trances  de  la  guerra,  el  contrato  de  Santa  Fe 
fundaba  un  poder  hereditario  en  la  persona  de  Cristóbal  Colón 
y  sus  descendientes,  que  por  los  privilegios  que  se  le  conce- 
dían y  por  los  abusos  á  que  estos  privilegios  daban  ocasión, 
hubiera  llegado  á  ser  más  grande  y  más  rico  que  el  de  los  reinos 
unidos  de  Castilla  y  Aragón.  Si  el  Almirante  hubiera  sabido 
tanto  de  gobernar  pueblos  como  de  descubrir  tierras  3^  mares, 
difícil  les  habría  sido  á  los  Reyes  Católicos  cortar  los  vuelos  á 
su  grandeza;  pero  afortunadamente  no  era  así,  y  Bobadilla  pudo 
fácilmente  tomar  posesión  del  gobierno  de  la  isla  Española  con 
el  apoyo  de  sus  habitantes,  que  aborrecían  de  corazón  á  sus 
dos  primeros  gobernadores. 

Política  era  de  los  Reyes  de  España,  y  política  acertada,  no 
consentir  que  en  las  Indias  se  creasen  feudos,  ya  que  en  la  Pe- 
nínsula habían  logrado  acabar  con  el  feudalismo.  Así  Pedrarias 
Dávila  fué  encargado  de  concluir  con  el  dominio  de  Vasco 
Núñez  de  Balboa,  en  Castilla  del  Oro;  Mendoza  con  el  de 
Hernán  Cortés,  en  Méjico;  Nuñez  Vela,  y  después  La  Gasea, 
con  el  de  los  Pizarros  en  el  Perú,  y  Bobadilla  y  Ovando,  con 
el  de  Colón  en  la  Española. 

Voy  á  terminar.  No  es  asunto  baladí  la  defensa  que  he  hecho 
en  esta  disertación  del  comendador  Bobadilla.  Lo  he  dichoya, 
pero  ahora  he  de  repetirlo.  Si  la  prisión  del  Almirante  no  fué 
una  descortesía  ^  según  la  calificaron  los  Reyes  Católicos;  si  la 
prisión  del  Almirante  fué  un  atentado  inaudito,  una  maldad 
sin  ejemplo,  como  hoy  propalan  el  Conde  de  Roselly  y  otros 
historiadores,  sin  duda  que  podría  decirse  con  verdad,  el  in- 
fame Bobadilla;  pero  nuestra  patria,  que  consintió,  que  dejó 
sin  castigo,  que  aun  hizo  más,  que  aprobó  aquel  atentado  inau- 


—  40  — 

dito,  aquella  maldad  sin  ejemplo,  ¿qué  oprobioso  nombre  la 
daría  el  augusto  tribunal  de  la  conciencia  y  de  la  Historia? 

Yo  no  pretendo  amenguar  ni  en  lo  más  mínimo  el  tributo  de 
admiración  que  rinden  y  rendirán  siempre  los  pueblos  civiliza- 
dos al  eximio  navegante  que  descubrió  el  Nuevo  Mundo;  pero 
yo  no  quiero  consentir,  yo  no  puedo  consentir,  que  á  la  gloria 
de  Colón  le  sirva  de  pedestal  la  deshonra  de  España,  y  así  su- 
cede en  la  leyenda  colombina  ^  que  hoy  se  admite  como  historia 
verdadera  por  el  vulgo  de  las  gentes,  y  lo  que  aun  es  peor, 
hasta  por  escritores  de  justo  y  esclarecido  renombre.  Resta- 
blecer la  verdad  de  los  hechos  en  el  punto  en  que  hacen  hin- 
capié los  panegiristas  de  Cristóbal  Colón,  para  vituperar  á  Es- 
paña, porque  en  nombre  y  representación  de  España  dispuso 
Bobadilla  la  prisión  del  Almirante  y  sus  hermanos:  mostrar  que 
no  aciertan  los  autores  de  compendios  de  Historia  universal 
cuando  escriben  para  la  enseñanza  de  la  juventud  estas  ó  pare- 
cidas palabras,  que  tomo  al  azar  de  algunos  de  los  dichos  com- 
pendios: «Un  genovés,  Cristóbal  Colón,  dio  á  España  un  Nuevo 
Mundo,  pero  sus  enemigos  le  calumniaron  y  le  hicieron  caer 
de  la  gracia  de  los  Reyes  Católicos  D.  Fernando  y  D.*  Isabel, 
hasta  conseguir  que  fuese  procesado  y  cargado  de  cadenas  y 
que  muriese  en  el  más  cruel  abandono,  disponiendo  que  en  su 
tumba  se  guardasen  los  hierros  que  habían  macerado  su  cuerpo, 
como  testimonio  de  la  ingratitud  de  los  hombres  y  de  que  sólo 
hay  que  esperar  de  Dios  la  recompensa  de  las  buenas  obras»: 
destruir,  ó  quebrantar  al  menos,  las  más  graves  acusaciones 
que  se  lanzan  sobre  nuestra  patria  en  la  leyenda  colombina  ^ 
tal  ha  sido  el  fin  que  me  he  propuesto  realizar  en  esta  confe- 
rencia. Si  no  he  conseguido  lo  que  me  proponía,  perdonadme, 
señoras  y  señores,  y  no  confundáis  en  un  mismo  anatema,  mi 
falta  de  habilidad  y  la  justicia,  en  mi  opinión,  evidente,  de  la 
causa  que  he  defendido. 


NOTA. 

(  Véase  la  página  \i,de  esta  Conferencia^ 


El  sabio  D.  Martín  Fernández  de  Navarrete,  en  la  introducción  de  la  más  conocida 
de  sus  obras  históricas,  es  el  primer  escritor  que  ha  destruido  con  su  sagaz  critica  las 
apasionadas  apreciaciones  que  hacen  al  tratar  del  Comendador  Bobadilla  los  panegi- 
ristas de  Cristóbal  Colón.  El  P.  Ricardo  Cappa,  de  la  Compañía  de  Jesús, en  su  libro 
Colón  y  los  españoles ,  ^m^^\\^xváo  Xtx.?,  indicaciones  de  Navarrete  y  añadiendo  muchos 
datos  nuevos,  ha  hecho  una  concienzuda  defensa  de  los  procedimientos  de  Bobadilla 
durante  su  gobernación  en  la  isla  Española;  defensa  que ,  aceptadas  las  premisas  en  que 
se  funda,  nada  deja  que  desear.  Y  más  aún.  En  los  mismos  días  en  que  el  autor  de  esta 
nota  ocupaba  la  cátedra  del  Ateneo  de  Madrid  para  defender  la  buena  memoria  del 
comendador  Francisco  de  Bobadilla,  se  publicaba  fuera  de  España  una  Historia  del 
descubrimiento  de  América,  escrita  por  el  elocuentísimo  orador  D.  Emilio  Castelar,  en 
que  se  dice  que  yerran  torpemente  los  que  atribuyen  á  livianas  ligerezas  y  pueriles 
vanidades  los  procedimientos  de  Bobadilla.' «No,  dice  el  Sr.  Castelar,  Bobadilla  per- 
tenecía por  su  nacimiento  y  sangre  á  la  raza  más  comedida  y  grave,  como  buen  ara- 
gonés, de  toda  la  Península;  estaba  en  edad  ya  de  circunspección  y  madurez;  ejercía 
dignidades  que  llevaban  consigo  suma  gravedad;  era  todo  un  comendador  de  Cala- 

trava Procediendo  como  procedió,  creía  no  alardear  de  poderoso  y  grande,  sino 

servir  á  su  patria  con  un  verdadero  esfuerzo  y  un  enorme  sacrificio.» 

El  Sr.  Castelar  recuerda  que  «poco  antes  del  embarque  de  Bobadilla  descendían  en 
los  muelles  del  Guadalquivir  las  cargas  de  siervos;  y  al  desembarcar  en  las  orillas  del 
Hozama  colgaban  de  las  horcas  en  el  aire  corruptos  cuerpos  de  tristes  ajusticiados»; 
y  describiendo  las  turbaciones  de  «los  territorios  descubiertos  por  los  recursos  y  las 
fuerzas  del  Estado  español»,  dice:  «Es  lo  cierto  que  las  comarcas  aquellas  ardiendo, 
las  guerras  civiles  entre  sus  colonos  desatadas,  el  poder  público  desacatado,  la  rebelión 
crónica,  los  funcionarios  sin  paga,  Ioj  soldados  sin  disciplina,  el  Erario  sin  recursos, 
la  suma  de  sacrificios  estériles  unida  con  la  suma  de  plagas  diarias,  los  indios  repul- 
sivos á  la  religión  y  al  nuevo  gobierno,  el  mar  manchado  con  barcas  de  carne  humana 
repletas,  la  multiplicación  de  cadalsos  junta  con  la  mengua  de  tributos,  el  crimen  de 
las  encomiendas  ó  repartos  de  siervos  y  la  efusión  de  sangre,  cambiaron  el  juez  pes- 
quisidor demandado  por  Colón,  para  que,  bajo  la  sombra  suya  y  por  delegación  de  su 
autoridad,  reprimiese  los  crímenes  y  castigara  los  criminales,  en  durísimo  inquisidor 
de  los  que  persiguen  y  encarcelan  á  los  altísimos  reos  de  atentados  á  la  seguridad 
general  y  á  la  integérrima  existencia  del  Estado.» 

Resulta  de  lo  hasta  aquí  escrito,  que  D.  Martín  Fernández  de  Navarrete  en  1825, 
el  P.  Ricardo  Cappa  en  1885  y  D.  Emilio  Castelar  en  1891,  me  han  precedido  en  la 
tarea  de  restablecer  la  verdad  de  los  hechos  en  lo  concerniente  al  famoso  asunto  del 
proceso  y  encarcelamiento  de  Colón  y  de  sus  hermanos  Bartolomé  y  Diego.  También 
resulta  que,  á  pesar  de  lo  que  suponen  algunos  críticos,  yo  no  puedo  abrigar  el  cen- 
surable propósito  de  singularizarme  y  llamar  la  atención ,  aunque  sea  sosteniendo  ideas 

4 


—  42  — 

paradúgicas,  al  procurar  desvanecer  las  sombras  que  obscurecen  la  honra  del  desdi- 
chado Comendador  de  Calatrava,  puesto  que  me  han  precedido  en  esta  tarea  los  tres 
ilustres  escritores  que  de  mencionar  acabo. 

Tampoco  puedo  aspirar  á  ser  el  último  defensor  de  Bobadilla,  cronológicamente 
hablando,  porque  después  de  mi  conferencia  en  el  Ateneo  de  Madrid,  que  ahora  se 
imprime  (Agosto  de  1892),  y  de  mi  folleto  Colón  y  BohadiUa ,  que  se  publicó  en  el  mes 
de  Febrero  de  este  año  (1892),  han  menudeado  los  escritos  en  que  se  hace  justicia  á  la 
rectitud  de  intenciones  y  á  la  honradez  sin  tacha  del  ilustre  caballero  que  sustituyó 
á  Colón  en  el  gobierno  de  la  isla  Española. 

En  primer  término  aparece  la  insigne  escritora  Emilia  Pardo  Razan,  que  al  dar 
cuenta  en  su  Nuevo  Teatro  Crítico  de  mi  conferencia  en  el  Ateneo,  aplaude  como  pa- 
triótico el  fin  á  que  se  encaminaban  mis  razonamientos  y  disquisiciones  históricas,  y 
manifiesta  claramente  su  opinión  favorable  á  Bobadilla  en  el  punto  litigioso,  como 
dicen  los  abogados ,  de  que  yo  había  tratado. 

El  joven  é  ilustrado  periodista  D.  Ángel  Stor,  en  las  noticias  de  las  conferencias 
americanistas  del  Ateneo,  que  publicaba  en  El  Heraldo  de  Madrid  ^  ha  dicho,  al  tra- 
tar de  mi  conferencia  Colón  y  Bobadilla,  lo  mismo  ,  poco  más  ó  menos,  que  la  señora 
Pardo  Bazán  en  su  Nticx'o  Teatro  Critico. 

El  presbítero  y  académico  de  la  Española  D.  Miguel  Mir,  ha  escrito  en  el  núm.  15 
de  la  revista  ilustrada  que  se  titula,  El  Centenario:  «Tuvieron  sin  duda  los  Reyes 
Católicos  noticia  exacta  y  minuciosa  de  los  atentados  cometidos  por  Cristóbal  Colón 
en  la  isla  Española,  examinaron  su  proceso,  y  en  buena  razón  no  pudieron  menos  de 
hallarle  culpado;  más  disimularon  con  él  y  no  quisieron  castigarle.  Las  más  verdade- 
ras causas  de  la  deposición  del  Almirante,  como  dice  Fernández  de  Oviedo,  quedá- 
banse ocultas,  porque  los  Reyes  «quisieron  más  verle  enmendado  que  maltratado»,  no 
imponiéndole  más  pena  que  la  de  no  acercarse  jamás  á  la  isla  Española,  pena  que 
ciertamente  no  cumplió  el  Almirante  de  las  Indias.  Y  en  otro  lugar  añade  el  pres- 
bítero Sr.  Mir:  «No  puede  negarse,  y  de  ello  hay  pruebas  hasta  en  las  mismas  cartas 
del  Almirante,  que  el  Rey  Católico,  cuando  supo  lo  que  había  hecho  Colón  en  la  Es- 
pañola, se  enojó  gravemente  contra  él  como  contra  quien  había  sido  desleal  al  cargo 
que  le  había  confiado  y  había  arrastrado  por  los  suelos  la  autoridad  real  que  repre- 
sentaba \  abusado  de  su  oficio  para  acciones  viles  y  perversas,  más  no  por  eso  dejó 
de  favorecerle  y  honrarle  en  lo  que  era  compatible  con  el  bien  público  al  que  debía 
mirar  ante  todo.»  Claro  es  que  si  Colón  había  sido  desleal  al  cargo  que  le  habla  confiado 
el  Rey  Católico ,  5/  habla  arrastrado  por  los  suelos  la  autoridad  real  que  representaba ,  si 
habla  abusad)  de  su  oficio  para  acciones  viles  y  perversas.,  bien  hecho  estuvo  lo  que  hizo 
Francisco  de  Bobadilla  al  disponer  el  procesamiento  y  prisión  del  primer  Almirante 
de  las  Indias. 

Otro  defensor  de  Bobadilla,  aunque  más  tibio  en  esta  defensa,  lo  es  el  canónigo 
lectoral  de  la  iglesia  catedral  de  Madrid,  D.  Joaquín  Torres  Asensio.  La  traducción 
de  la  obra  histórica  de  Pedro  Mártir  de  Angleria,  titulada  D3  Orbe  novo  Decades  octo,  que 
acaba  de  publicar  el  Sr.  Torres  Asensio,  se  halla  ilustrada  con  un  prólogo  ó  intro- 
ducción en  que  se  dice  que  el  Almirante  no  fué  tratado  con  ingratitud  por  los  reyes 

de  España;  y  después  se  añade:  «pero  ¿y  los  grillos  de  Colón? Los  grillos  de  Colón 

sirvieron  pira  que  se  pusiera  de  manifiesto  que  D.  Fernando  y  D.'  Isabel  no  eran 
capaces  de  tratar  indignamente  al  que  les  había  adquirido  un  mundo La  responsa- 
bilidad, pues,  que  haya  en  haber  encadenado  á  Colón  es  toda  de  Bobadilla.  Pero  á 
este  hombre  de  quien  los  autores  contemporáneos  dan  buenos  informes;  á  este  Go- 
bernador, que  se  ahogó  en  el  mir  cuando  venía  á  dar  cuenta  de  sus  actos,  no  debe- 
mos condenarle  sin  oirle.  En  este  caso,  aun  deplorando  como  deploramos  el  hecho, 
podemos  y  debemos  suponer  rectitud  en  la  intención;  que  para  explicar  esta  desgracia 
y  otras  mayores,  bastan  y  sobran  las  dificultades  de  investigar,  las  pasiones  de  los  de- 


—  43  — 

nunciadores  y  las  equivocaciones  de  los  hombres.  Esta  prudente  reserva  guarda  nues- 
tro autor  (Pedro  Mártir  de  Angleria),  cuando  escribió Que  se  haya  averiguado  res- 
pecto del  Almirante  y  de  su  hermano  ó  de  los  que  estuvieron  en  contra  de  ellos  no  lo  veo 
bien» 

En  efecto,  Pedro  Mártir  de  Angleria  escribió  lo  que  en  el  prólogo  de  su  traducción 
copia  el  Sr.  Torres  Asensio,  pero  terminó  el  párrafo  diciendo:  «Sólo  sé  una  cosa,  que 
los  dos  hermanos  fueron  presos,  encadenados  y  despojados  de  todos  sus  bienes.»  Y 
hablando  de  Bobadilla  se  expresa  así:  «Aquel  nuevo  Gobernador  dicen  que  ha  en- 
viado á  los  Reyes  cartas  escritas  por  mano  del  Almirante  en  caracteres  desconocidos, 
en  las  cuales  exhortaba  y  avisaba  á  su  hermano  el  Adelantado  que  estaba  ausente,  que 
viniera  con  gente  armada  para  que  si  el  Gobernador  se  disponía  á  hacerle  víctima  le 
defendiese  de  su  injuria.  Por  eso,  como  el  Adelantado  precedió  á  la  gente  de  armas, 
el  Gobernador  los  prendió  á  los  dos,  desprevenidos,  antes  de  que  viniera  la  muche- 
dumbre.» 

Justificada  fué  la  conducta  que  siguió  Bobadilla  en  la  isla  Española,  según  el  pres- 
bítero D.  Miguel  Mir;  y  según  el  canónigo  lectoral  de  Madrid,  no  hay  datos  suficien- 
tes para  condenar  lo  que  hizo  el  Comendador  de  Calatrava  al  disponer  fueran  proce- 
sados y  presos  Colón  y  sus  hermanos;  pero  tanto  el  Sr.  Mir,  como  el  Sr.  Torres 
Asensio,  se  hallan  conformes  en  un  punto,  en  no  aceptar,  ni  por  asomo,  que  se  deba 
calificar  de  infame  al  honrado  caballero  que  sustituyó  á  Cristóbal  Colón  en  el  gobierno 
de  la  isla  Española,  cumpliendo  fielmente  las  órdenes  que  le  habían  dado  los  reyes 
D,*  Isabel  de  Castilla  y  D.  Fernando  de  Aragón. 

Para  concluir  esta  larga  nota  he  de  manifestar,  entiéndase  bien,  que  los  defectos  de 
Colón  considerado  como  gobernante  en  nada  'amenguan  su  fama  de  valeroso  marino 
y  sabio  descubridor.  «Al  cabo,  dice  el  canónigo  Sr.  Torres  Asensio,  para  estimar  á 
Colón  como  uno  de  los  héroes  más  simpáticos  del  mundo no  es  necesario  supo- 
nerle infalible,  ni  impecable.  No  lo  eran  los  santos,  y  de  héroe  á  santo  hay  mucho  ca- 
mino que  andar.  No  ignoro  que  hay  quien  desea  y  espera  su  beatificación,  pero  nadie 
tiene  derecho  á  hablar  de  eso  sino  la  Iglesia,  la  cual  no  ha  dicho  una  palabra,  y  parece 
probable  que  no  la  dirá  nunca.» 

Madrid,  i6  de  Agosto:de  1892. — Luis  Vidart. 


COLÓN  Y  LA  INGRATITUD  DE  ESPAÑA 


ATENEO  DE  MADRID 


COLÓN 


Y   LA 


INGRATITUD  DE  ESPAÑA 

CONFERENCIA 

DE 

ü.    LXJIS    VID^RT 

leída  el  21  de  Enero  de  1892 


T 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADENEYEA» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo   de   San  Vicente,    núm.  20 
1892 


Señoras  y  señores: 


Acertada  fué  la  idea  que  tuvo  el  Presidente  de  la  Sección  de 
Ciencias  Históricas  del  Ateneo,  D.  Antonio  Sánchez  Moguel, 
respecto  á  la  conveniencia  de  que  se  analizase  en  esta  cátedra 
si  era  justa  ó  injusta  la  sentencia  dada  por  los  historiadores  que 
sin  piedad  infaman  el  nombre  y  la  memoria  del  comendador 
Francisco  de  Bobadilla  (i);  pero  acaso  yo  procedí  con  demasiada 


(i)  En  el  momento  de  estar  revisando  las  pruebas  de  esta  conferencia  (Agosto 
de  1892),  llega  á  mis  manos  el  libro  que  acaba  de  publicar  la  Sra.  Duquesa  de  Alba, 
titulado:  A7iíógrafos  de  Cristóbal  Colón  y  papeles  de  América.  Hojeando  este  libro  he 
hallado  una  Carta  de  Sus  Altezas  para  Bobadilla,  con  la  respuesta  del  Almirante.  Decían 
los  Reyes  Católicos  al  Comendador  Bobadilla:  «Vos  mandamos  que  averigüéis  la  gente 
que  ha  estado  á  nuestro  sueldo,  y  así  averiguado,  la  paguéis,  con  la  gente  que  ahora 
lleváis,  con  lo  que  se  ha  cogido  para  nos  en  las  dichas  islas,  é  cogieredes  é  cobrarades  de 
aquí  adelante,  é  la  que  hallaredes  que  es  á  cargo  de  pagar  del  dicho  Almirante  las 
pague  él,  por  manera  que  dicha  gente  cobre  lo  que  le  fuere  debido  é  no  tenga  razón 
de  quejarse,  para  lo  cual,  si  necesario  es,  vos  damos  poder  cumplido  por  esta  nuestra 
cédula.» 

Según  aparece  comprobado  en  el  libro  de  la  Duquesa  de  Alba:  «En  quince  del  mes 
de  Setiempre  de  1500  años  se  noteficó  esta  cédula  de  Sus  Altezas,  originalmente  en  faz 
¿presencia  del  Se  fiar  Almirante.  Testigos,  Pero  López  Galíndez  é  Francisco  Velázquez 
é  Sebastian  Docampo  é  Juan  Pérez  de  Najar  é  otros  muchos. 

«El  Señor  Almirante  respondió,  que  él  tiene  cartas  de  Sus  Altezas  al  contrario  desta; 
por  ende,  que  pide  por  merced  al  Señor  Comendador,  i  requiere  le  guarde  las  dichas  car- 
tas que  tiene  de  Sus  Altezas,  é  que  á  la  paga,  esto  que  es  cosa  de  cuenta,  que  está  presto 
i.  estar  á  ella  y  dalla.  Testigos  los  dichos. > 

«El  Señor  Gobernador  dijo  que  esta  carta  le  dieron  Sus  Altezas,  é  que  vista  otra 
en  contrario,  que  se  cumplirá  lo  que  Sus  Altezas  mandaran  é  que  en  Castilla  tienen 


—  6  — 

precipitación  al  encargarme  de  este  análisis,  porque  siendo  mis 
opiniones,  en  el  indicado  asunto,  diametralmente  opuestas  á 
las  que  hasta  ahora  se  han  considerado  como  verdades  compro- 
badas, había  de  levantar  mi  palabra  ruidosas  protestas,  que  un 
orador  de  criterio  más  ecléctico  podría  haber  evitado. 

Pero  lo  confieso,  señoras  y  señores,  y  lo  confieso  con  pro- 
funda pena,  me  he  equivocado  de  medio  á  medio.  Creía  yo  que 
si  la  Historia  admitiese  como  verdadero  que  Cristóbal  Colón 
había  sido  honrado  en  España  hasta  el  punto  que  merecía 
serlo;  si  la  Historia  admitiese  como  verdadero  que  su  prisión 
en  la  Española  había  sido  motivada;  si  la  Historia  admitiese 
como  verdadero  que  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo  había 
muerto  rodeado  del  fausto  y  de  la  grandeza  con  que  España 
había  justamente  premiado  sus  altísimos  merecimientos;  creía 
yo  que  si  todo  esto  se  dijese  por  los  historiadores  de  la  vida 
de  Cristóbal  Colón,  y  algún  erudito,  algún  ratón  de  bibliotecas 
(como  suelen  llamar  á  los  que  estudian  los  que  tienen  horror  á 
los  libros),  tratase  de  demostrar  que  todo  había  sucedido  ente- 
ramente al  contrario,  puesto  que  Colón,  maltratado  durante  su 
vida  por  la  envidia  de  los  españoles,  había  muerto  en  la  mayor 
miseria,  siendo  ejemplo  de  la  ingratitud  con  que  pagan  las  na- 
ciones á  los  que  bien  las  sirven;  me  parece  que  quien  tal  dijese, 
merecería  el  respeto,  pero  no  el  aplauso  de  los  que  sentimos 
que  arde  en  nuestra  alma  el  fuego  del  patriotismo.  Pero  sucede 
que  la  leyenda  colombina  es  deshonrosa  para  España,  y  trata- 
mos de  destruirla;  en  primer  término,  porque  esta  leyenda  es 
completamente  falsa,  razón  más  que  suficiente  para  que  así  pro- 
cediésemos; pero  además  resulta  que,  examinada  la  cuestión, 


Sus  Altezas  contadores  ante  quien  está  asentado  todo,  é  lo  determinarán  si  se  debe  de 
guardar  y  lo  uno  ó  lo  otro;  pero  que  en  tanto,  él  hará  lo  que  Sus  Altezas  le  tienen 
mandado.  Testigos  los  dichos.» 

De  lo  que  dejo  copiado  parece  constar :  que  Cristóbal  Colón  estaba  en  Santo  Do- 
mingo el  15  de  Septiembre  de  1500;  (\\ie,  públicaineiilc  se  negó  á  obedecer  la  cédula  de 
los  Reyes  Católicos,  y  que  en  su  respuesta  llama  Señor  Comendador  á  Francisco  de 
Bobadilla,  y  le  requiere  para  que  le  guarde  las  dichas  cartas  que  tiene  de  Sus  Altezas^  por- 
que sin  duda  alguna  no  le  reconoce  como  Gobernador  de  la  isla  Española,  á  pesar  del 
nombramiento  que  le  habían  dado  los  Reyes  Católicos. 

Algunos  otros  comentarios  podrían  hacerse  sobre  la  parte  desconocida  del  docu- 
mento publicado  por  la  Sra.  Duquesa  de  Alba;  pero  los  omito,  porque  no  caben  en  los 
límites  de  una  nota  intercalada  en  el  texto,  como  la  que  ahora  aquí  se  termina. 


la  verdad  de  los  hechos  redunda  en  honra  y  gloria  de  España; 
y,  sin  embargo,  se  nos  acusa  de  falta  de  patriotismo  por  algu- 
nos, y  por  otros,  de  falta  de  oportunidad;  porque  dicen  que 
ahora,  al  celebrarse  el  Centenario  de  Colón,  sólo  deben  oirse 
elogios,  no  censuras,  del  insigne  navegante. 

La  acusación  que  se  nos  hace  de  falta  de  patriotismo,  y  hablo 
en  plural  porque  esta  acusación  podrá  recaer,  no  sólo  sobre  mí) 
sino  también  sobre  algunos  otros  conferenciantes,  y  en  especial 
sobre  el  Sr.  Fernández  Duro;  la  acusación  de  falta  de  patrio- 
tismo me  recuerda  aquel  personaje  de  una  pieza  cómica  que 
dice:  «A  mí  me  gusta  mucho  que  me  den  con  la  badila  en  los 
nudillos.»  Parece  que  hay  españoles  á  quienes  les  gusta  que  la 
Historia,  aceptando  como  verdadera  la  leyenda  colombina, 
califique  de  ignorantes  é  ingratos  á  nuestros  antepasados  de  los 
siglos  XV  y  XVI.  No  lo  comprendo. 

En  lo  tocante  á  la  cuestión  de  oportunidad,  he  de  manifestar 
que,  á  mi  juicio,  lo  que  se  conmemorará  el  12  de  Octubre  de 
1892  es  el  descubrimiento  de  América  y  Oceanía,  no  el  cente- 
nario de  Colón;  pero  si  estuviese  equivocado,  para  defender 
mi  conducta  recordaría  que  el  sabio  catedrático  D.  Marcelino 
Menéndez  y  Pelayo  eligió  los  días  en  que  se  preparaban  las 
solemnidades  del  centenario  de  Calderón,  para  examinar  con 
severa  imparcialidad  el  mérito  y  los  defectos  del  teatro  calde- 
roniano; porque  decía,  y  decía  muy  bien:  «En  esta  ocasión, 

como  en  ninguna  otra,  es  necesario  fijar  las  ideas discernir 

la  paja  del  grano,  poner  en  su  punto  la  significación  del  gran 
poeta  dentro  de  su  siglo  y  de  su  raza;  en  suma,  no  hacer  de  él 
un  ídolo,  un  maniquí  ó  un  fetiche,  como  desgraciadamente  me 

temo  que  va  á  suceder hasta  el  punto  que  veamos  nacer  una 

secta  de  calderonianos,  no  menos  abominable  é  indigesta  que  la 
secta  cervantista,  que  anualmente  apedrea  al  mismo  ídolo  que 
pretende  incensar.» 

Tiene  razón  el  Sr.  Menéndez  y  Pelayo.  Los  centenarios  no 
deben  ser  la  apoteosis  semipagana  de  un  hombre,  que  por 
grande  que  fuese  su  valer,  siempre  estaría  sujeto  á  lo  que  hoy 
suele  llamarse  las  impurezas  de  la  realidad.  Vano  empeño  es 
pretender  que  la  crítica  histórica  se  postre  de  hinojos  ante  los 
héroes  humanos,  cuando  llega   en  sus   audacias  á  examinar, 


como  lo  hace  Renán,  los  orígenes  del  cristianismo,  y  declara  que 
Jesucristo  fundó  la  más  religiosa  de  las  religiones^  pero  no  la 
única  religión  verdadera.  Y  esos  librepensadores  que  aplauden 
los  libros  en  que  se  hieren  las  creencias  de  los  pueblos  católi- 
cos, son  los  mismos  que  ahora  se  escandalizan  porque  algunos, 
muy  pocos,  nos  atrevemos  á  decir:  el  descubridor  del  Nuevo 
Mundo,  cuyo  glorioso  nombre  vivirá  eternamente  en  la  Histo- 
ria, era,  sin  embargo,  muy  mal  gobernante,  y  los  Reyes  Cató- 
licos procedieron  con  justicia  al  quitarle  el  virreinato  de  la  isla 
Española  y  no  consentir  que  volviese  á  ocuparlo  en  todos  los 
días  de  su  vida. 

Quizá  en  un  escrito  del  actual  Presidente  del  Ateneo  hallé 
yo  la  idea  generadora  de  la  que  ha  informado  ésta  y  mi  ante- 
rior conferencia.  Contaré  los  hechos.  Hace  años,  siendo  yo 
muy  joven,  llegó  á  mis  manos  un  tomo  del  Semanario  Pinto- 
resco en  que  D.  Antonio  Cánovas  del  Castillo  había  publicado 
unos  artículos,  que  comenzaban  del  siguiente  modo: 

«Ninguno  de  los  ramos  diversos  de  la  literatura  señala  tan  fija- 
mente como  la  Historia  el  punto  de  grandeza  á  que  una  nación 
es  llegada  y  las  esperanzas  que  ofrece  su  porvenir.  Pueden  los 
pueblos  ser  ricos  en  poesía  cuando  su  estrella  política  esté  eclip- 
sada; pueden  levantarse  también  á  grandes  abstracciones  filo- 
sóficas cuando  corran  turbias  las  fuentes  del  engrandecimiento 
nacional;  pero  es  locura  pensar  que  allí  donde  la  Historia  no  se 
cultiva  broten  pensamientos  altos  y  generosos,  ni  que  man- 
tenga hondos  sentimientos  de  patria  el  pueblo  que  sólo  conoce 
la  suya  por  lo  que  dicen  de  ella  los  extranjeros.  Calderón  pudo 
hallar  inspiraciones  para  su  musa,  aun  viviendo  entre  el  polvo 
envilecido  de  Villaviciosa  y  de  Rocroy;  Pulgar,  Mariana  y 
Mendoza,  no  hubieran  escrito  en  otra  época  que  en  aquella  de 
Ceriñola,  de  Muhlberg  y  de  San  Quintín. 

»Por  eso,  cuando  alguna  vez  hemos  llevado  nuestra  mente  á 
contemplar  la  desventura  de  los  tiempos  que  alcanzamos,  nada 
nos  ha  causado  mayor  desconsuelo  que  el  ver  cuan  olvidada 
anda  la  historia  nacional,  y  que  si  algo  de  ella  aprendemos 
viene  de  fuentes  extrañas.  No  tiene  porvenir  de  gloria  la  mí- 
sera generación  que  desdeña  los  recuerdos  gloriosos  de  sus  pa- 
dres, ni  será   nunca  nacionalidad  independiente  aquella   que 


—  9  — 

funda  sus  tradiciones  en  el  enojo  unas  veces  y  otras  en  la  com- 
pasión afrentosa  de  otros  pueblos.  Leyendo  únicamente  traduc- 
ciones y  apreciando  los  hechos  históricos  por  el  criterio  protes- 
tante, que  combatieron  nuestros  padres  dos  siglos  enteros,  ó 
bien  por  el  prisma  de  la  soberbia  francesa,  que  mantuvieron 
nuestras  banderas  en  humillación  durante  tantos  años,  hemos 
llegado  á  ser  extranjeros  en  nuestra  propia  patria,  y  cada  pen- 
samiento que  se  desprende  de  nuestra  inteligencia,  cae  como 
una  maldición  sobre  los  restos  venerables  de  nuestra  naciona- 
lidad y  de  nuestra  gloria.» 

Profunda  fué  la  impresión  que  causaron  en  mi  ánimo  las  pa- 
labras elocuentes  del  Sr.  Cánovas  del  Castillo,  y  ahora  las  re- 
cuerdo porque  en  la  historia  del  descubrimiento  y  conquista 
del  Nuevo  Mundo  es  donde  con  mayor  exactitud  pueden  apli- 
carse las  frases  de  que  hemos  llegado  á  sqv  extranjeros  en  nues- 
tra patria  y  que  cada  pensamiento  que  se  desprende  de  nuestra 
inteligencia  cae  como  una  maldición  sobre  los  restos  venerables 
de  nuestra  nacionalidad  y  de  nuestra  gloria.  Así,  y  sólo  así, 
se  explica  que  aquel  inmortal  cantor  de  nuestra  independencia 
nacional,  que  aquel  gran  poeta,  D.  Manuel  José  Quintana,  de- 
jándose llevar  por  sus  preocupaciones  de  filósofo  enciclope- 
dista, escribiese,  en  su  oda  á  Juan  de  Padilla,  lanzando  los  rayos 
de  su  inspiración  sobre  el  gobierno  de  los  Austrias: 

«Ni  al  indio  pudo 
Guardar  un  ponto,  inmenso,  borrascoso, 

De  sus  sencillos  lares 
Inútil  valladar:  de  horror  cubierto 
Vuestro  genio  feroz  hiende  los  mares, 
Y  es  la  inocente  América  un  desierto.» 

Y  más  aún;  la  musa  de  Quintana,  no  sólo  condena  á  los  go- 
bernantes de  España  en  el  siglo  xvi,  también  condena  á  todos 
los  heroicos  conquistadores  del  Nuevo  Mundo,  y  escribe  aque- 
lla estrofa  en  que,  dirigiendo  su  palabra  á  la  virgen  América, 
dice; 

«(Óyeme:  si  hubo  vez  en  que  mis  ojos 
Los  fastos  de  tu  historia  recorriendo, 
No  se  hinchesen  de  lágrimas;  si  pudo 
Mi  corazón  sin  compasión,  sin  ira. 


—    10 


Tus  lástimas  oir  ¡ah!  que  negado 
Eternamente  á  la  virtud  me  vea, 
Y  bárbaro  y  malvado 
Cual  los  que  á  ti  te  destrozaron  sea.» 

En  los  versos  que  acabo  de  leer  no  cede  Quintana  al  arrebato 
de  su  inspiración  poética,  puesto  que  en  sus  biografías  de  Las 
Casas,  Pizarro  y  Núñez  de  Balboa,  repite  en  prosa  los  mismos 
conceptos,  poco  más  ó  menos,  que  anteriormente  había  expre- 
sado en  sus  célebres  odas;  y  hasta  en  un  documento  de  carácter 
oficial  escribió  algo  semejante,  y  no  muy  conforme  con  la  exac- 
titud de  la  verdad  histórica,  en  lo  referente  á  la  dominación  de 
los  españoles  en  América. 

Parece  que  Quintana  no  andaba  lejos  de  pensar  como  el  tra- 
ductor francés  de  la  biografía  de  Colón,  escrita  en  italiano  por 
Luis  Bossi,  que,  según  una  cita  de  I).  Martín  Fernández  de 
Navarrete,  decía  así:  «No  veo  por  todas  partes  sino  monstruos, 
devorados  á  un  tiempo  de  la  sed  del  oro  y  de  la  sangre,  y  si 
nuestras  miradas  no  encontrasen  á  Cristóbal  Colón  y  Las  Casas, 
no  veríamos,  en  medio  de  las  escenas  abominables  que  han  en- 
sangrentado la  América,  nada  que  pudiera  consolar  á  la  huma- 
nidad de  la  horrorosa  conquista  de  los  españoles.» 

Yo  no  citaré  aquí  lo  que  han  escrito  en  contestación  á  tan  in- 
justísimas acusaciones  el  Marqués  de  Valmar,  D.  Antonio  Fe- 
rrer  del  Río  y  D.  Manuel  Cañete,  porque  temo  que  aplicando 
el  criterio  político  á  cuestiones  que  son  ajenas  á  las  luchas  entre 
monárquicos  y  republicanos,  liberales  y  conservadores,  se  niegue 
autoridad  á  los  antedichos  literatos  por  obscurantistas  y  reac- 
cionarios^ y  sometiéndome  á  la  costumbre  establecida  de  apren- 
der historia  de  España  en  los  autores  extranjeros,  aunque  con 
razón  le  parece  muy  mala  costumbre  al  Sr.  Cánovas  del  Castillo, 
leeré  lo  que  dice  Mr.  Eliseo  Reclus  en  el  comienzo  del  tomo  xv 
de  su  Nueva  Geografía  Universal^  al  explicar  las  causas  de  la 
desaparición  de  las  razas  indígenas  en  los  países  conquistados 
por  razas  superiores. 

«La  llegada  de  Colón  al  Nuevo  Mundo,  dice  Mr.  Reclus,  este 
acontecimiento  que  desde  el  punto  de  vista  de  la  Historia  pa- 
rece ser  la  gloria  más  excelsa  de  la  humanidad,  fué  para  los  ha- 
bitantes de  las  Antillas  la  señal  de  su  completa  desaparición 


Ya  se  sabe  en  qué  poco  estimaban  la  sangre  humana  los  Corte- 
ses y  Pizarros;  porque  las  muertes  que  sus  conquistas  ocasiona- 
ron se  cuentan  por  cientos  de  miles A  la  verdad  no  son  tan 

sólo  los  españoles  los  que  cometen  tales  crueldades;  todos  los 
conquistadores,  cualquiera  que  sea  el  pueblo  6  raza  á  que  per- 
tenezcan^ han  tomado  parte  en  matanzas  no  menos  espantosas. 
Aun  los  que  han  vertido  menos  sangre,  por  ejemplo,  los  solda- 
dos y  descubridores  portugueses,  han  procedido  así,  no  por 
nativa  bondad,  sino  por  haber  fundado  sus  establecimientos,  ó 
colonias,  en  sitios  donde  sólo  encontraban  tribus  errantes,  que 
á  su  presencia  huían,  para  ocultarse  en  los  montes.  Donde  no 
se  ha  verificado  la  matanza  y  exterminio  de  los  indios,  se  les  ha 
hecho  cejar  paulatinamente,  y  esto  ha  producido  los  mismos 
resultados.  Así  las  naciones  indias  de  los  Estados  Unidos  ya 
sólo  están  representadas  por  individuos  aislados  que  viven  al 
este  del  Mississipí,  y  algunas  han  desaparecido  por  completo. 
Donde  quiera  que  se  presenta  incompatibilidad  entre  el  género 
de  vida  del  indio  y  del  hombre  civilizado  hay  lucha  sin  tregua, 
que  termina  siempre  con  ventajas  para  el  blanco.  El  labrador  y 
el  artesano  causan  indispensablemente  el  exterminio  de  la  tribu 
cazadora.  Además,  las  epidemias  y  los  alcoholes  venenosos,  im- 
portados de  Europa,  han  producido  en  América  la  muerte  de 
millones  y  millones  de  seres  humanos.» 

Oidlo  bien,  señoras  y  señores;  en  opinión  del  eminente  geó- 
grafo Reclus,  librepensador  en  filosofía  y  republicano  en  polí- 
tica, no  fué  el  genio  feroz  del  emperador  Carlos  V,  ni  la  bar- 
barie y  la  maldad  de  los  conquistadores  españoles,  las  causas 
que  produjeron  lo  que  llamaba  el  P.  Las  Casas,  la  destruycion 
de  las  Indias;  no  y  mil  veces  no.  Si  los  Corteses  y  Pizarros  es- 
timaban en  poco  la  sangre  humana,  Mr.  Reclus  lo  dice  y  la  His- 
toria lo  confirma,  todos  los  conquistadores,  cualquiera  que  sea 
el  pueblo  ó  raza  á  que  pertenezcan  ^  han  tomado  parte  en  ma- 
tanzas no  menos  espantosas.  La  llamada  por  el  P.  Las  Casas  y 
por  los  escritores  enemigos  de  España,  destruycion  de  las  In- 
dias, es  consecuencia  forzosa  de  la  incompatibilidad  entre  el  gé- 
nero de  vida  del  indio  salvaje  y  del  hombre  civilizado;  porque  el 
labrador  y  el  artesano,  según  la  ley  de  la  lucha  por  la  existencia, 
causan  ineludiblemente  el  exterminio  de  la  tribu  cazadora. 


—    12 


Perdonadme,  señoras  y  señores;  mi  ardiente  amor  á  la  ver- 
dad, tan  frecuentemente  desconocida  en  lo  que  hoy  pasa  por 
historia  del  descubrimiento  y  conquista  de  América  y  Oceanía, 
me  ha  separado  mucho  del  asunto  que  he  de  tratar  en  esta  con- 
ferencia, que,  como  ya  sabéis,  se  titula:  Colón  y  la  ingratitud 
de  España. 

Temiendo  que  se  me  acuse  ahora,  como  ya  me  han  acusado 
los  censores  de  mi  anterior  conferencia,  de  que  trato  de  man- 
char la  esclarecida  memoria  del  inmortal  descubridor  del  Nuevo 
Mundo,  he  elegido  un  asunto  en  que  para  destruirla  leyenda 
colombina,  no  es  necesario  sacar  á  plaza  los  defectos  de  carác- 
ter, más  ó  menos  graves,  que  como  hombre  tuviera  ó  pudiera 
tener  el  primer  Almirante  del  mar  Océano. 

El  eruditísimo  y  sabio  D,  Martín  Hernández  de  Navarrete, 
en  el  prólogo  de  su  Colección  de  los  viajes  y  descubrimientos 
que  hicieron  por  mar  los  españoles  desde  fines  del  siglo  XV^  re- 
futa con  invencibles  razones  á  un  escritor  extranjero  que  había 
dicho:  «el  descubrimiento  de  Kví\k,x\Q,2i pertenece  enteramente  á 
Italia^  porque  en  ella  nació  Colón ^  y  la  España  no  hizo  sino 
prestarle  un  auxilio  largamente  solicitado,  y  perseguir  al  mis- 
mo que  la  había  enriquecido.» 

Voy  á  leer  lo  escrito  por  el  Sr.  Navarrete,  para  que  la  auto- 
ridad de  tan  insigne  historiador  me  sirva  de  escudo  en  que  han 
de  embotarse  las  apasionadas  censuras  de  los  creyentes  en  la 
verdad  de  la  leyenda  colombina. 

«Aunque  Colón,  dice  Navarrete,  vino  fugitivo  á  España 
desde  Portugal  á  fines  de  1484,  parece  por  la  carta  del  Duque 
de  Medinaceli,  que  le  tuvo  en  su  casa  dos  años  desde  su  llegada, 
y  el  mismo  Colón  se  expresa  en  su  Diario,  día  14  de  Enero  de 
1493,  en  estos  términos:  «Han  sido  causa  (los  que  se  oponían  á 
»su  empresa)  que  la  corona  real  de  Vuestras  Altezas  no  tengan 
»cien  cuentos  de  renta  más  de  lo  que  tienen  después  que  yo 
»vine  á  les  servir,  que  son  siete  años  agora  á  20  días  de  Enero 
»de  este  mismo  mes.»  De  donde  resulta  que  entró  al  servicio  de 

los  Reyes  á  20  de  Enero  de  1486 Consta  además  que  estuvo 

en  Salamanca,  á  que  se  examinasen  y  discutiesen  las  razones  de 
su  proyecto,  no  sólo  le  favorecieron  los  religiosos  dominicos 
del  convento  de  San  Esteban,  dándole  aposento  y  comida  y  ha- 


—  13  — 

ciéndole  el  gasto  de  sus  jornadas,  sino  que,  apoyando  sus  opi- 
niones, lograron  se  conformasen  con  ellas  los  mayores  letrados 

de  aquella  Escuela En  5  de  Mayo,  3  de  Julio,  27  de  Agosto 

y  15  de  Octubre  de  1487,  se  le  libraron,  por  mandatos  del  Obispo 
de  Falencia,  hasta  14.000  maravedís,  y  otras  cantidades  en  los 
años  sucesivos.  Se  mandó  por  Real  cédula  de  12  de  Mayo  de 
1489  que,  cuando  transitase  por  cualesquiera  ciudades,  villas  y 
lugares, 'se  le  aposentase  bien  y  gratis^  pagando  sólo  los  mante- 
nimientos á  los  precios  corrientes;  y  los  Reyes  le  honraron  que- 
riéndole tener  á  su  lado,  como  lo  hicieron  en  los  sitios  de  Má- 
laga y  Granada.  Apenas  se  conquistó  esta  gran  ciudad  (último 
asilo  de  los  moros),  entraron  los  Reyes  Católicos  en  ella  el  día 
2  de  Enero  de  1492 ,  y  en  aquel  mismo  mes  pensaron  ya  en  en- 
viar á  Colón  á  la  India  por  la  vía  de  Occidente.  Refiérelo  en  la 
carta  que  precede  al  primer  viaje,  y  es  de  notar  que  los  Reyes 
no  perdieron  tiempo  en  tratar  con  él,  apenas  terminada  tan  glo- 
riosamente aquella  guerra.  Esto  se  prueba  con  los  documentos 
que  publicamos;  y  por  los  mismos  se  hace  patente  que  no  hubo 
dolo,  engaño,  ni  entretenimientos  pérfidos  con  Colón,  pues 
sabía  bien  que  los  Reyes  no  entrarían  á  realizar  su  proyecto 
hasta  dejar  á  sus  reinos  y  á  la  Europa  libres  de  la  dominación 
mahometana. 

»Tampoco  hubo  en  adelante  \2i  persecución  que  se  supone; 
porque  los  Reyes  no  sólo  concluyeron  sus  capitulaciones  á  17  de 
Abril  de  aquel  año,  sino  que  le  expidieron  en  30  del  mismo  mes 
el  título  de  Almirante,  Visorrey  y  Gobernador  de  las  islas  y 
tierra  firme  que  descubriese.  En  8  de  Mayo  nombraron  á  su 
hijo  D.  Diego  paje  del  príncipe  D.  Juan,  y  se  le  concedieron 
otras  gracias  y  mercedes  muy  singulares,  para  el  apresto  de  la 
expedición;  de  modo  que  los  monarcas  españoles  se  adelantaron 
á  darle  colmadamente  pruebas  de  su  aprecio,  aun  antes  de  su 
salida  para  una  empresa,  cuyo  éxito  se  consideraba  por  algunos 
como  dudoso  y  problemático.  Concluido  el  primer  viaje  y  satis- 
fechos los  Reyes  de  su  acierto,  halló  en  ellos  Colón  un  manan- 
tial perenne  de  gracias,  de  consideraciones,  de  confianzas  y  de 
lisonjas,  que  acaso  no  se  dispensaron  jamás  á  ningún  otro  va- 
sallo  En  1593  acrecentaron  las  armas  de  la  familia  con  nue- 
vos timbres;  concedieron  al  Almirante  diez  mil  maravedises 


—  14  — 

anuales  durante  su  vida le  hicieron  merced  de  mil  doblas  de 

oro  por  una  vez;  mandaron  darle  á  él  y  á  cinco  criados  suyos 
buen  aposento  en  los  pueblos  por  donde  transitasen;  confirma- 
ron los  anteriores  títulos  y  le  expidieron  el  de  Capitán  general 
de  la  armada  que  iba  á  las  Indias;  le  autorizaron  para  proveer 

los  oficios  de  gobernación  en  aquellos  dominios Entre  estas 

y  otras  gracias  hechas  al  Almirante,  le  confirmaron  en  1497  las 
mercedes  y  privilegios  anteriores,  y  se  le  mandaron  guardar  ex- 
presamente; se  arregló  el  modo  de  que  percibiese  á  su  satisfac- 
ción los  derechos  que  le  correspondían;  se  le  permitió  la  saca 
de  ciertas  cantidades  de  trigo  y  cebada,  sin  derechos,  para  las 
Indias,  cosa  muy  notable  en  aquel  tiempo,  en  que  apenas  se 
halla  merced  alguna  de  esta  clase;  se  le  autorizó  para  hacer  por 
sí  el  repartimiento  de  tierras  entre  los  que  estaban  ó  fuesen  á 
aquellos  dominios;  se  condecoró  á  su  hermano  D.  Bartolomé 
con  la  dignidad  de  Adelantado  de  las  Indias,  y  se  le  dio  facultad 
para  fundar  uno  ó  más  mayorazgos.  En  1498  se  nombraron  á 
sus  hijos,  D.  Hernando  y  D.  Diego,  pajes  de  la  Reina,  conde- 
coración que  no  se  concedía  sino  á  los  hijos  de  personajes  ó  de 
sujetos  del  servicio  más  interior  de  los  Reyes,  que  por  lo  mismo 

gozaban  con  ellos  de  mucho  favor En  1503  fué  nombrado 

contino  de  la  Casa  Real  D.  Diego  Colón,  el  hijo,  y  se  mandó  al 
Gobernador  Ovando  acudir  al  Almirante  con  los  derechos  que 
le  pertenecían  por  esta  dignidad.  En  1504  se  concedió  carta  de 
naturaleza  en  estos  reinos  á  D.  Diego  Colón ,  hermano  del  Al- 
mirante ;  gracia  rarísima  en  el  reinado  de  aquellos  Prínci- 
pes...., Todo  esto  es  cierto,  es  público  y  notorio;  pero  en  el 
diccionario  y  lenguaje  de  algunos  escritores  modernos  suelen 
calificarse  los  vicios  de  virtudes,  la  generosidad  de  ingratitud, 
y  el  amparo,  asilo  y  hospitalidad,  de  abandono,  persecución  y 
desprecio.  ¡Oh,  si  la  demostración  que  acabamos  de  hacer  sir- 
viese para  penetrar  el  verdadero  significado  de  las  frases  artifi- 
ciosas, y  del  estilo  falso  y  seductor  con  que  pretenden  obscu- 
recer la  verdad  semejantes  impostores!» 

Impostores,  llamaba  D.  Martín  Fernández  de  Navarrete  á  los 
biógrafos  del  Almirante,  que  en  su  tiempo  ya  defendían  y  pro- 
palaban las  lindezas  de  la  leyenda  colombina;  ¿cómo  llamaría, 
si  hoy  viviese,  al  famoso  Conde  de  Roselly,  que  ha  convertido 


esta  leyenda  en  una  novela  fantástica,  intitulada  Historia  pós- 
tu7na  de  Cristóbal  Colón? 

Llegando  á  tratar  el  Sr.  Navarrete  de  las  causas  que  movieron 
la  voluntad  de  los  Reyes  Católicos  para  que  quitasen  á  Colón 
el  gobierno  de  la  Española,  escribe  lo  siguiente: 

«El  establecimiento  de  la  isla  Española  llegó  al  estado  más 
deplorable  en  1498.  Las  noticias  opuestas  y  contradictorias  que 
recibían  los  Reyes  sobre  el  origen  y  causa  de  aquellos  distur- 
bios les  pusieron  en  gran  conflicto.  El  Almirante  se  quejaba  de 
Roldan  y  sus  secuaces,  y  éstos  acusaban  al  Almirante  y  á  su 
hermano  el  Adelantado  de  hombres  nuevos,  que  no  sabían  go- 
bernar á  gente  de  honra,  de  tiranos  y  de  crueles.  Semejantes  ó 
peores  acusaciones  repetían  los  descontentos  que  se  presenta- 
ban en  la  Corte Sus  ponderaciones  sobre  la  riqueza  de  la 

isla  se  desvanecían  en  los  efectos;  la  falta  de  noticias  por  algu- 
nos meses  originaba  cuidados;  la  esclavitud  impuesta  á  los 
indios  por  Colón  arbitrariamente,  y  la  venta  que  por  su  man- 
dato se  hizo  de  algunos  de  ellos  en  Andalucía,  irritó  sumamente 
el  ánimo  de  la  piadosa  Reina;  la  privación  de  mantenimiento  á 
los  que  cometían  cualquier  delito,  pareció  á  los  Reyes  una  pena 
igual  á  la  de  muerte;  la  creación  de  Adelantado  de  las  Indias 
que  hizo  el  Almirante  en  su  hermano  D.  Bartolomé,  sin  anuen- 
cia de  la  Corte,  se  creyó  una  usurpación  de  la  autoridad  Real, 
á  la  que  compete  únicamente  la  institución  de  tan  altas  dig- 
nidades.» 

Respecto  á  las  cualidades  del  comendador  Francisco  de  Bo- 
badilla,  encargado  de  sustituir  á  Cristóbal  Colón  en  el  gobierno 
de  la  isla  Española,  dice  el  Sr.  Navarrete: 

«Cuando  los  Reyes  se  determinaron  á  proveer  de  despachos 
á  Bobadilla,  mandando  al  Almirante  mismo  y  á  las  demás  auto- 
ridades de  la  Española  que  le  entregasen  las  fortalezas,  aun  sin 
intervenir  en  su  entrega  y  homenaje  portero  conocido  de  la  Casa 
Realy  cuya  asistencia  á  tales  actos  era  de  ley,  no  podemos  me- 
nos de  decidirnos  á  creer  que  las  prendas  y  calidad  de  Boba- 
dilla eran  muy  apreciadas  de  unos  Príncipes  tan  justificados 
como  conocedores  de  las  personas.» 

El  clérigo  Francisco  López  de  Gomara,  en  su  Historia  ge- 
neral de  las  Indias,  al  tratar  de  los  gobernadores  de  la  isla  Es- 


—  i6  — 

pañola,  dice  lo  siguiente:  «Gobernó  la  isla  ocho  años  Cristóbal 

Colón Fué  allá  Francisco  de  Bobadilla,  que  envió  presos  á 

España  á  Cristóbal  Colón  y  á  sus  hermanos.  Estuvo  tres  años  en 
la  gobernación  y  gobernó  muy  bien.» 

El  ilustre  escritor  alemán  Alejandro  de  Humboldt,  en  su  no- 
tabilísimo Examen  criiiqíie  de  rhistoire  de  la  geographie  du 
noiiveaiL  continent  et  des  progres  de  V  astronomie  naiitiqíie  dans 
le  xy"  et  ^wf  sueles ,  obra  que  publicó  en  francés  desde  1836 
á  1839,  dice:  «Colón  sacrifica  los  intereses  de  la  humanidad  á 
su  ardiente  deseo  de  hacer  más  lucrativa  de  lo  que  realmente 
era  la  posesión  de  las  islas  ocupadas  por  los  blancos,  de  procu- 
rar brazos  para  los  lavaderos  de  oro  y  de  contentar  á  los  pobla- 
dores nuevos  que  por  avaricia  y  por  pereza  pedían  la  esclavitud 
de  los  indios.» 

En  otro  lugar  del  mismo  libro  manifiesta  Alejandro  de  Hum- 
boldt que  los  Reyes  Católicos  procedieron  con  acierto  al  dis- 
poner que  el  comendador  Francisco  de  Bobadilla  fuese  á  sus- 
tituir á  Cristóbal  Colón  en  el  gobierno  de  la  isla  Española,  y  aun 
añade  que  la  conducta  de  Bobadilla,  tan  execrada  por  los  his- 
toriadores modernos,  alcanzó  los  elogios  de  sus  contemporá- 
neos, probando  la  verdad  de  esta  aseveración  con  citas  tomadas 
de  las  obras  históricas  del  P.  Las  Casas,  del  cronista  Oviedo  y 
hasta  de  la  biografía  de  su  padre  que  escribió  D.  Fernando 
Colón. 

Yo  no  he  de  insistir  en  el  examen  de  lo  acontecido  en  la  isla 
Española  desde  la  llegada  de  Bobadilla  hasta  la  prisión  y  re- 
greso á  España  de  Colón  y  sus  hermanos,  porque  este  fué  el 
objeto  de  mi  anterior  conferencia;  tampoco  relataré  el  cuarto 
viaje  que  hizo  el  Almirante,  porque  esto  ha  de  ser  asunto  que 
tratará  con  reconocida  competencia  un  distinguido  oficial  de 
nuestra  Armada  en  una  disertación  que  todos  deseamos  oir; 
yo  sólo  voy  á  dilucidar  hasta  qué  punto  es  verdadera  ó  falsa  la 
imputación  de  ingratitud  que  á  España  se  hace,  afirmando  que 
al  regresar  Colón  de  su  último  viaje  se  le  dejó  vivir  en  el  aban- 
dono y  casi  en  la  pobreza,  hasta  que  llegó  la  hora  de  su  muerte 
en  una  miserable  casa  de  Valladolid  el  jueves  20  de  Mayo  de 
1506,  día  en  que,  sin  duda  por  coincidencia  providencial,  caía 
el  dicho  año  la  fiesta  movible  de  la  Ascensión  del  Señor.  Yo 


—  17  — 

me  propongo  demostrar  que  en  esta  parte  de  la  leyenda  colom- 
bina hay  una  verdad  y  cuatro  errores;  porque  es  cierto  que 
Colón  murió  en  Valladolid,  pero  no  se  sabe  si  la  morada  en 
que  expiró  era  miserable  ó  suntuosa,  y  se  sabe  que  no  murió 
abandonado,  ni  pobre,  ni  en  el  día  de  la  Ascensión  del  Señor. 

Como  la  riqueza  bien  adquirida  no  es  un  pecado,  aun  cuando 
la  pobreza  voluntaria  sea  una  perfección,  según  la  moral  cató- 
lica, no  redundan  en  menoscabo  déla  buenafama  del  Almirante 
las  pruebas  que  presentaré,  en  que  se  demuestra  que  murió  rico 
y  altamente  honrado  por  el  Rey  de  Aragón  y  Regente  de  Cas- 
tilla D.  Fernando  el  Católico. 

El  origen  de  la  riqueza  de  Cristóbal  Colón  se  halla  en  las  fa 
mosas  capitulaciones  de  Santa  Fe,  que  copiadas  al  pie  de  la 
letra  dicen  así: 

«Las  cosas  suplicadas  é  que  Vuestras  Altezas  dan  y  otorgan 
á  D.  Cristóbal  Colon  en  alguna  satisfacción  de  lo  que  ha  de 
descubrir  en  las  mares  Oceanas,  y  del  viaje  que  agora,  con  el 
ayuda  de  Dios,  ha  de  hacer  por  ellas,  en  servicio  de  Vuestras 
Altezas,  son  las  que  siguen: 

»Primeramente :  que  Vuestras  Altezas  como  señores  que 
son  en  las  dichas  mares  Oceanas,  fagan  desde  agora  al  dicho 
D.  Cristóbal  Colon  su  Almirante  en  todas  aquellas  islas  é  tie- 
rras firmes  que  por  su  mano  ó  industria  se  descobrieren  é  ga- 
naren en  las  dichas  mares  Oceanas  para  durante  su  vida  y 
después  del  muerto  á  sus  herederos  é  sucesores  de  uno  en  otro 
perpetuamente  ;  con  todas  aquellas  preminencias  o  prerroga- 
tivas pertenecientes  al  tal  oficio,  é  según  que  D.  Alonso  Hen- 
riquez,  vuestro  Almirante  mayor  de  Castilla  é  los  otros  prede- 
cesores en  el  dicho  oficio  lo  tenían  en  sus  distritos. 

»Otrosi:  que  Vuestras  Altezas  hacen  al  dicho  U,  Cristóbal 
Colon  su  visorrey  y  gobernador  general  en  todas  las  dichas  is- 
las é  tierras  firmes  que  como  dicho  es  él  descubriere  é  ganare 
en  las  dichas  naves.  E  que  para  el  regimiento  de  cada  una  é 
cualquiera  dellas  faga  elección  de  tres  personas  para  cada  ofi- 
cio; y  que  Vuestras  Altezas  tomen  y  escojan  uno  al  que  más 
fuere  su  servicio,  é  asi  serán  mejor  regidas  las  tierras  que  Nues- 
tro Señor  le  dejará  fallar  é  ganar  á  servicio  de  Vuestras  Al- 
tezas. 


—  i8  — 

»Place  á  Sus  Altezas. — Juan  de  Coloma. 

»Item:  que  todas  é  cualesquier  mercaderías,  siquier  sean 
perlas,  piedras  preciosas,  oro,  plata,  especería  é  otra  cuales- 
quier cosa  y  mercaderías  de  cualquier  especie,  nombre  é  ma- 
nera que  sean,  que  se  compraren,  fallaren  é  ganaren  é  hobieren 
dentro  de  los  límites  del  dicho  Almirantazgo,  que  dende  agora 
Vuestras  Altezas  facen  merced  al  dicho  D.  Cristóbal  y  quieren 
que  haya  y  lleve  para  si  la  decena  parte  de  todo  ello,  quitadas 
las  costas  todas  que  se  ficieren  en  ello.  Por  manera  que  lo  que 
quedare  limpio  é  libre  haya  é  tome  la  decena  parte  para  sí 
mismo,  é  faga  de  ella  á  su  voluntad,  quedando  las  otras  nueve 
partes  para  Vuestras  Altezas. 

»Place  á  Sus  Altezas. — Juan  de  Coloma. 

»Otrosi:  que  si  á  causa  de  las  mercadurías  que  él  traerá  de 
las  dichas  islas  é  tierras,  que  asi  como  dicho  es  se  ganaren  é  des- 
cubrieren, ó  de  las  que  en  trueque  de  aquellas  se  tomaran  acá 
de  otros  mercadores,  naciere  pleito  alguno  en  logar  donde  el 
dicho  comercio  é  trato  se  terna  y  fará;  que  si  por  las  preeminen- 
cias de  su  oficio  de  Almirante  le  pertenecerá  conocer  de  tal 
pleito  plega  á  Vuestras  Altezas  que  él  ó  su  teniente  y  no  otro 
Juez  cognosca  del  tal  pleito  é  asi  lo  provean  dende  agora. 

»Place  á  Sus  Altezas,  si  pertenece  al  dicho  oficio  de  Almi- 
rante, según  que  lo  tenia  D.  Alonso  Henriquez  y  los  otros  sus 
antecesores  en  sus  distritos,  y  siendo  justo. — Juan  de  Coloma. 

»Item:  que  en  todos  los  navios  que  se  armaren  para  el  dicho 
trato  y  negociación,  cada  y  cuando  y  cuantas  veces  se  armaren, 
que  puede  el  dicho  D.  Cristóbal  Colon,  si  quiere,  contribuir  y 
pagar  la  ochena  parte  de  todo  lo  que  se  gastare  en  el  armazón, 
é  que  también  lleve  el  provecho  de  la  ochena  parte  de  lo  que 
resultare  de  tal  armada. 

»Place  á  Sus  Altezas. — Juan  de  Coloma. 

»Son  otorgados  é  despachados  con  las  respuestas  de  Vuestras 
Altezas  en  fin  de  cada  capítulo  en  la  villa  de  Sancta  Fe  de  la 
Vega  de  Granada,  á  diez  y  siete  de  Abril  del  año  del  nacimiento 
de  Nuestro  Salvador  Jesucristo  de  mil  é  cuatrocientos  é  noventa 
é  dos  años. — Yo  el  Rey. — Yo  la  Reina. — Por  mandato  del  Rey 
é  de  la  Reina.— Juan  de  Coloma.» 

El  contrato  que  acabo  de  leer  puede  considerarse  como  un 


—  19  — 

monumento  en  que  aparecen  enaltecidas  las  singulares  dotes  de 
talento  y  de  fuerza  de  voluntad  del  eximio  navegante  que  des- 
cubrió el  Nuevo  Mundo.  Asombro  causa  ver  á  los  poderosos 
Reyes  de  Castilla  y  Aragón,  en  el  momento  en  que  llegaban  al 
apogeo  de  su  gloria,  realizando  la  unidad  nacional  y  la  conquista 
de  Granada;  asombro  causa  ver  á  los  Reyes  Católicos  tratando 
como  de  igual  á  igual  con  el  hijo  del  pobre  tejedor  genovés  que 
imponía  condiciones,  que  exigía  se  le  concediesen  privilegios  y 
mercedes,  superiores  á  las  que  gozaban  los  más  encumbrados 
magnates  castellanos  y  aragoneses,  como  precio  del  servicio  que 
iba  á  prestar  abriendo  un  nuevo  camino  para  descubrir  las  des- 
conocidas tierras  del  occidente  asiático,  las  Indias  Occidenta- 
les, el  Áureo  Chersoneso  de  los  antiguos  geógrafos.  Y  no  he 
recordado  la  humilde  cuna  de  Colón  para  menospreciar  su  per- 
sonal valía,  no  por  cierto.  Los  que  llegan  á  las  altas  jerarquías 
sociales,  tanto  más  valen,  cuanto  más  lejos  de  ellas  nacieron. 
Bien  sé  yo  que  llegan  á  las  cumbres  más  elevadas  las  águilas 
volando  y  los  reptiles  arrastrándose  por  el  suelo;  pero  como 
águila,  no  como  reptil,  llegó  á  ser  Cristóbal  Colón  primer  Al- 
mirante del  mar  Océano  y  visorrey  de  las  isias  y  tierra  firme 
de  las  Indias  Occidentales  descubiertas  y  por  descubrir. 

También  es  de  notar  en  las  capitulaciones  de  Santa  Fe  la  ha- 
bilidad de  Colón  para  redactar  contratos;  porque  hay  en  este 
documento  una  ó  que  vale  un  Perú ,  como  familiarmente  se 
dice;  y  en  este  caso  concreto  valió  ó  podía  valer  el  7'erdadero 
Perú^  conquistado  con  el  heroico  esfuerzo  de  los  Pizarros  y  de 
Almagro.  Placía  á  Sus  Altezas,  según  las  capitulaciones  de 
Santa  Fe,  que  D.  Cristóbal  Colón  fuese  su  Almirante  en  todas 
aquellas  islas  é  tierras  firmes  que  por  su  mano  ó  industria  se 
descobrieren  é  ganaren  en  las  dichas  mares  Océanas;  es  decir, 
que  Colón,  no  sólo  era  Almirante  de  las  islas  y  tierra-firme  que 
personalmente  descubriese,  sino  también  de  las  demás  islas  y 
tierra  firme  que  todos  los  otros  navegantes  pudieran  descubrir; 
porque  estos  descubrimientos  se  habían  hecho  por  su  industria. 
No  se  crea  que  exagero  la  importancia  de  la  frase,  por  su  mano 
ó  por  su  industria;  no  en  verdad.  Don  Fernando  Colón  dice, 
'que  sólo  su  padre,  D.  Cristóbal,  merece  el  nombre  de  descubri- 
dor, porque  todos  los  demás  que  así  se  llaman  se  limitaron  á 


proseguir  la  obra  por  su  padre  comenzada,  lo  cual  á  sus  ojos  ca- 
rece de  todo  mérito.  Olvida  D.  Fernando,  que  si  sólo  se  puede 
dar  el  nombre  de  descubridor  al  primero  que  desembarcó  en 
algún  pedazo  de  tierra  desconocido  en  la  Edad  Antigua,  sin  citar 
los  descubrimientos  de  los  pueblos  del  norte  de  Europa,  en  lo 
que  hoy  se  llama  Groenlandia,  habría  que  conceder  este  nombre 
á  los  portugueses,  que  arribaron  á  las  costas  de  varias  islas  afri- 
canas, no  conocidas  por  los  antiguos  geógrafos,  mucho  antes  del 
año  1492  en  que  Colón  desembarcó  en  una  de  las  Lucayas.  De  un 
modo  muy  diferente  al  de  D.  Fernando  Colón  discurre  Mr.  Eli- 
seo  Reclus,  cuando  dice  en  su  Nueva  Geografía  Universal: 
«Sin  negar  la  parte  importantísima  que  tomó  Colón  en  los  pro- 
gresos de  su  tiempo,  esto  no  autoriza  á  que  se  le  glorifique  con 
daño  de  otros  descubridores,  ni  mucho  menos  á  presentar  en  su 
persona  la  suma  de  todas  las  humanas  virtudes,  como  si  las  altas 
cualidades  del  corazón  acompañasen  siempre  á  la  grandeza  de 
la  inteligencia  y  á  los  favores  de  la  fortuna.  Entre  los  navegan- 
tes menos  dichosos,  se  podrían  acaso  citar  algunos  iguales  á 
Colón  por  su  ciencia,  y  otros  que  le  superaban  en  desinterés.» 
Pero  no  sólo  en  un  libro  donde  el  amor  filial  explica,  aunque 
no  siempre  disculpe,  todo  género  de  exageraciones,  que  redun- 
den en  honra  y  gloria  del  Almirante;  pero  hasta  en  el  pleito 
entre  la  Corona  y  los  descendientes  de  Colón  se  invocaron  re- 
petidas veces  las  palabras,  6  por  su  industria^  como  prueba  del 
derecho  que  tenían  los  hijos  del  Almirante  para  gobernar  en 
todas  las  tierras  descubiertas  y  conquistadas,  y  hasta  en  las  que 
sucesivamente  se  descubrieran  y  conquistaran  (i). 


(i)  Los  singulares  y  grandísimos  privilegios  que  se  concedieron  á  Colón,  cediendo 
á  sus  exigencias,  fueron  motivo  ú  ocasión  de  las  cuestiones  que  tan  frecuentemente 
se  suscitaron  por  competencia  de  autoridad  entre  los  Reyes  de  España  y  los  Almi- 
rantes de  las  Indias,  así  con  D.  Cristóbal  como  con  su  hijo  D.  Diego  y  su  nieto  don 
Luis.  En  el  libro  de  la  Sra.  Duquesa  de  Alba,  que  he  citado  en  la  anterior  nota,  se 
halla  un  documento  que  lleva  por  titulo  ó  encabezamiento  Memorial  por  el  Alnnratite; 
y  en  este  documento  comienza  el  Almirante  viejo,  así  llamaban  sus  contemporáneos 
á  Cristóbal  Colón,  dictando  las  reglas  que  había  de  seguir  Su  Alteza,  el  Rey  Católico, 
para  conceder  licencias  á  los  navegantes  que  solicitasen  descubrir  nuevas  tierras: 

«La  forma  que  terna  con  los  descubridores por  el  gran  daño  y  engaño  que  había 

en  esto  del  descobrir,  que  era  razón  que  los  descobridores  diesen  por  pintura  á  Su 

Alteza  lo  que  entendían  de  descobrir que  á  las  tierras  y  gentes  que  están  ya  desco- 

biertas ningún  navio  venga  á  estas  partes  que  primero  no  venga  á  la  Española;  y 


21    


Cumpliéndose  el  contrato  de  Santa  Fe,  los  descendientes  de 
Colón  hubieran  llegado  á  enriquecerse  hasta  un  límite  que  no 
era  posible  determinar,  y  así  lo  pensaba  el  mismo  Colón,  y  así 
lo  dice  en  su  testamento.  Pero  aun  más;  cumpliéndose  el  con- 
trato de  Santa  Fe,  cosa  que  era  de  todo  punto  imposible,  siendo 
Colón  y  sus  descendientes  virreyes  y  gobernadores  de  todas  las 
islas  y  tierras  firmes  descubiertas  y  por  descubrir  en  las  mares 
Océanas,  hoy  los  Colones  gobernarían  en  todo  el  continente 
americano  y  los  archipiélagos  de  Oceanía,  que  según  la  bula  de 
Alejandro  VI,  á  España  de  derecho  pertenecían. 

En  cuanto  á  la  riqueza,  potestad  suficiente  tenían  los  Reyes 
Católicos  para  conceder  á  Colón  /a  decena  parte  de  todas  las 
mercaderías  que  produjesen  los  territorios  en  las  Indias  con- 
quistadas ;  pero  las  leyes  de  España  no  consentían  que  se  vincu- 
lase en  una  familia  las  altas  dignidades  del  Estado,  como  lo  era 


para  guardar  sus  privilegios,  que  no  parta  navio  especial  á  descubrir  en  que  no  ponga 

el  Almirante  un  capitán  y  un  escribano y  que  derechamente  venidos  de  Castilla 

para  Santo  Domingo,  de  allí  tomen  su  derrota  y  hayan  de  volver  de  fuerza  allí,  y  de 
allí  á  Castilla;  lo  uno  por  ennoblecer  la  Isla,  que  es  razón  que  lo  sea  la  cabeza  de  estas 

tierras lo  otro  porque  haya  menos  fraude  pasando  por  tantas  manos,  y  porque  ai. 

Almirante  se  le  guarden  sus  prani7icncias  en  se  le  dar  cuejita  de  lo  que  se  hace.'» 

Vuelve  otra  vez  á  insistir  en  el  mismo  asunto,  diciendo: 

«Lo  que  debe  hacer  (Su  Alteza)  con  los  descubridores  es  que  se  obliguen  de  nave- 
gar cuarenta  días  por  tierras  que  nadie  haya  andado que  no  cargarán  de  esclavos 

en  tierra  que  descubran,  ni  en  otra,  sino  la  que  acá  se  les  señalare  antes  que  partan,  y 
cuando  se  volvieran  que  vayan  primero  á  Santo  Domingo,  do  registrarán  una  vez  lo 
que  traen,  y  otra  en  Castilla.» 

No  hay  que  devanarse  los  sesos,  como  vulgarmente  se  dice,  para  comprender  el 
gusto  con  que  el  rey  D.  Fernando  y  el  obispo  D.  Juan  de  Fonseca  se  enterarían  de 
las  condiciones  que  procuraban  se  impusieran  á  los  descubridores  el  Almirante  viejo 
y  el  Almirante  mozo;  porque,  según  parece,  D.  Diego  Colón  escribió  lo  que  aquí  he 
trascrito,  siguiendo  las  instrucciones  que  le  había  dado  su  señor  padre. 

En  este  mismo  Memorial  ?,e,  refiere,  no  sé  con  qué  objeto,  que  el  comendador  Ni- 
colás de  Ov^ando:  «Delante  de  Ervas  y  del  Contador,  dijo  que  el  Almirante  se  quería 
alzar  con  la  isla  (la  Española)  y  que  asi  haria  agora.  Dijole  Ervas  que  nunca  tal  pensó 
El  Comendador  respondió:  — «¿Más  queréis  vos  saber,  de  ayer  venido,  que  yo?»  Res- 
pondió Ervas:  — «¿Pues  enviaran  su  hijo  acá?»  Respondió  el  Comendador:  — «Tan 
necio  es  el  hijo,  cuanto  el  padre  malicioso  » 

De  este  diálogo  se  deduce  que  el  Comendador  mayor  Nicolás  de  Ovando  fiaba  poco 
de  la  lealtad  de  los  Colones,  D.  Cristóbal  y  D.  Diego,  y  también  parece  que  tenía  tan 
pobre  concepto  de  la  bondad  del  padre,  como  de  la  inteligencia  de  su  hijo. 

Otras  muchas  curiosas  particularidades  presenta  el  documento  publicado  en  el  libro 
de  la  duquesa  de  Alba;  pero,  repito  lo  que  há  poco  dije,  no  cabe  señalarlas  en  los  es" 
trechos  limites  de  una  nota  intertextual. 


el  almirantazgo  de  Castilla,  á  que  Colón  quería  asimilar  el  nuevo 
almirantazgo  de  las  Indias  Occidentales. 

Y  si  el  derecho  escrito  no  consentía  que  la  familia  de  Colón 
se  constituyese  como  gobernadora  á  perpetuidad  de  las  tierras 
americanas,  el  derecho  constituyente  tampoco  abonaba  seme- 
jante pretensión,  que  si  los  pueblos  pueden  cambiar  su  forma 
de  gobierno  y  destituir  á  sus  gobernantes,  hasta  por  medio  de 
la  fuerza,  en  casos  muy  excepcionales,  los  Reyes  de  España,  que 
habían  conservado  el  dominio  eminente  sobre  las  tierras  y  los 
pueblos  del  Nuevo  Mundo,  pudieron  y  debieron  privar  á  Colón 
del  gobierno  de  la  isla  Espaíiola,  cuando  creyeron  que  había 
razones  de  justicia  y  conveniencia  que  así  lo  aconsejaban.  Y  sin 
embargo,  D.  Fernando  Colón,  al  referir  la  muerte  de  su  padre, 
escribe  lo  siguiente:  «Al  tiempo  que  el  Rey  Católico  salió  de 
Valladolid  á  recibirle  (al  rey  D.  Felipe  I)  el  Almirante  quedó 
muy  agravado  de  gota  y  otras  enfermedades,  que  no  era  la 
tnenur  el  dolor  de  verse  caído  de  su  posesión ,  y  en  estas  congo- 
jas dio  el  alma  á  Dios,  el  día  de  su  Ascensión,  á  20  de  Mayo 
de  MDV  (así),  en  la  referida  villa  de  Valladolid,  habiendo  re- 
cibido antes  todos  los  Sacramentos  de  la  Iglesia  y  dicho  estas 
últimas  palabras:  In  maniis  tuas^  Domine,  comendo  spiritiim 
meum.'» 

Nótese  que  el  hijo  de  Cristóbal  Colón  no  dice  que  su  padre 
muriese  en  la  pobreza  y  abandono,  de  que  hablan  otros  escrito- 
res; se  limita  á  indicar  que  el  dolor  de  verse  caído  de  su  posesión, 
esto  Qs ,  la  pena  que  causaba  en  el  ánimo  del  Almirante  el  ver  que 
desde  el  punto  y  hora  en  que  el  comendador  Bobadilla  le  susti- 
tuyó en  el  gobierno  de  la  isla  Española,  jamás  consistieron  los 
Reyes  Católicos  que  volviese  á  ejercer  su  cargo  de  Visorrey  en 
ningún  territorio  de  las  Indias,  contribuyó,  con  la  gota  y  otras 
enfermedades  (que  el  D.  Fernando  no  dice  cuáles  fuesen)  y  sin 
duda,  con  el  auxilio  de  los  años  que  ya  contaba  el  paciente,  á 
que  terminase  su  vida,  no  en  el  año  de  1 505 ,  sino  en  el  de  1 506, 
y  no  en  el  día  de  la  Ascensión  del  Señor,  porque  esta  fiesta,  en 
el  año  últimamente  citado,  se  celebró  el  21  de  Mayo;  y,  por  lo 
tanto,  después  de  todas  estas  rectificaciones,  resulta  que  Co- 
lón murió  en  Valladolid,  el  miércoles  20  de  Mayo  de  1506. 

Natural  es  que  I).  Fernando  Colón  no  se  lamentase  del  aban- 


■A    — 


dono  en  que  había  muerto  su  padre,  porque  bien  sabido  tendría 
que  el  Almirante  era  honrado  por  el  Rey  Católico  en  todo, 
menos  en  concederle  su  vuelta  al  gobierno  de  la  isla  Española. 

Mi  querido  amigo  D.  Cesáreo  Fernández  Duro,  en  su  libro 
titulado:  Co/ójí  y  la  Historia  postuma ^  dice  que  cuando  el  Al- 
mirante regresó  á  España  después  de  su  cuarto  y  último  viaje 
«ni  se  encontró  solo,  ni  pobre,  ni  en  medio  de  enemigos;  lejos 
de  ello,  se  empezó  por  entonces  á  tratar  del  casamiento  de  su 
hijo  D.  Diego  con  D.^  María  de  Toledo^  sobrina  del  Rey,  lo 
que  no  ofrece  indicio  de  desgracia,  y  al  propósito  dice  uno  de 
sus  parciales,  que  hablando  del  matrimonio,  como  alguno  de  la 
Corte  preguntara  si  el  Almirante  iba  á  tejer  su  linaje^  aludiendo 
al  oficio  de  tejedor  de  lana  que  tuvo  en  su  juventud,  respondió 
con  la  altanería  de  su  genio,  que  después  que  Dios  crió  á  los 
hombres,  no  conocía  otro  mejor  que  él  para  origen  de  una  fa- 
milia, porque  había  hecho  más  que  ninguno.» 

Dice  el  cronista  Antonio  de  Herrera,  que  era  «D.""  María  de 
Toledo,  hija  de  D.  Fernando  de  Toledo,  Comendador  mayor 
de  León,  Cazador  mayor  del  Rey,  hermano  de  D.  Fadrique  de 
Toledo,  Duque  de  Alba,  primos,  hijos  de  hermanos  del  Rey 
Católico,  el  cual  de  los  grandes  de  Castilla,  era  el  que  más  en 
aquellos  tiempos  privaba  con  el  Rey.»  Esta  ilustre  dama  doña 
María  Alvarez  de  Toledo  era,  en  1506,  la  prometida  esposa 
de  D.  Diego  Colón,  y  fué  su  mujer  en  el  año  de  1508. 

Sin  embargo  de  todo  lo  dicho,  cierto  es  que  el  Rey  Católico 
no  quería  que  Colón,  ni  su  hijo  D.  Diego,  fuesen  á  gobernar  en 
la  Española ;  porque  sin  duda  pensaba  que  tenían  razón  los  frai- 
les franciscanos  cuando  escribieron:  «si  Sus  Altezas  quieren 
servir  mucho  á  Nuestro  Señor,  en  ninguna  manera  permitan 
que  el  Almirante,  ni  cosa  suya  á  esta  isla  vuelva.»  Que  acer- 
taba en  este  asunto  el  Regente  de  Castilla,  plenamente  lo  con- 
firmaron los  hechos,  cuando  D.  Diego  Colón  llegó  á  ser  Vi- 
rrey de  la  Española,  y  su  gobierno  fué  un  semillero  de  inaca- 
bables luchas,  entre  los  que  se  decían  partidarios  del  Rey  y  los 
que  acaso  pretendían  la  independencia  de  aquella  isla,  fundán- 
dose— como  ya  dijo  el  Alcaide  Miguel  Díaz  respondiendo  á  Bo- 
badilla — en  que  la  había  descubierto  y  ganado  el  primer  Almi- 
rante D.  Cristóbal  Colón. 


—   24  — 

Pero  si  el  rey  D.  Fernando  se  negaba  á  que  los  Colones  go- 
bernasen en  la  Española,  les  ofrecía,  según  cuenta  el  P.  Las 
Casas,  el  señorío  de  la  villa  de  Carrión  de  los  Condes,  y  sobre 
ello  cierto  estado^  y  se  determinaba  á  que  su  sobrina  D/'^  María  de 
Toledo,  sobrina  también  del  Duque  de  Alba,  se  casara  con  el 
nieto  de  un  tejedor  genovés  ;  porque  esta  persona  era  D.  Diego 
Colón,  hijo  del  inmortal  nauta  que  había  descubierto  las  Indias 
Occidentales  (i).  Estos  dos  hechos  bastan  para  demostrar,  que 
el  abandono  en  que  dicen  murió  Cristóbal  Colón  ,  por  singulares 
honras  del  Rey  y  de  su  Corte  pudiera  estimarse,  ano  existir  los 
fabulosos  relatos  de  la  leyenda  colombina. 

No  murió  abandonado  Colón,  y  su  decantada  pobreza  se 
halla  desmentida  en  el  testamento  que  otorgó  en  Valladolid,  la 
víspera  del  día  de  su  muerte;  testamento  del  cual  existe  un  tes- 
timonio debidamente  autorizado  en  el  Archivo  de  los  Duques 
de  Veragua.  Comienza  este  notable  documento  histórico  en  la 
forma  siguiente: 

«En  la  noble  villa  de  Valladolid,  á  19  días  del  mes  de  Mayo, 
año  del  nacimiento  de  Nuestro  Salvador  Jesucristo  de  mil  é 
quinientos  é  seis  años,  por  ante  mí  Pedro  de  Hinojedo,  escri- 
bano de  cámara  de  Sus  Altezas  y  escribano  de  Provincia  en  la 
su  Corte  é  Chancillería,  é  su  escribano  y  notario  público  en  to- 
dos los  sus  Reinos  y  Señoríos,  é  de  los  testigos  de  yuso  escritos: 
el  Sr.  D.  Cristóbal  Colón,  Almirante  é  Visorrey  é  Gobernador 
general  de  las  islas  é  tierra  firme  de  las  Indias  descubiertas  é 
por  descubrir  que  dijo  que  era,  &. 

»Son  testigos  el  bachiller  Andrés  Mirueña  y  Gaspar  de  la  Mi- 


(i)  En  el  libro,  3-a  dos  veces  citado  en  estas  notas,  que  acaba  de  publicar  la  señora 
doña  María  del  Rosario  Falcó,  duquesa  de  Berwick  y  de  Alba,  Autógrafos  de  Cristóbal 
Colón  y  papeles  de  America,  ha  visto  la  luz  una  Carta  del  Dtique  de  Alba  para  el  Rey\ 
Nuestro  Señor,  que  comienza  asi: 

«Católico  y  muy  alto  y  muy  poderoso  Rey  é  Señor:  Vuestra  Alteza,  por  hacerme 
merced,  metió  al  Almirante  de  las  Indias,  mi  sobrino,  en  mi  casa,  casándole  con 
D.*  Maria  de  Toledo,  mi  sobrina;  la  cual  merced  yo  tuve  por  ifiuy  grande  cuando  Vues- 
tra Alteza  lo  mandó  hacer,  etc.,  etc.» 

Véase  la  supuesta  malquerencia  á  Colón  del  Rey  Católico  transformada  en  corte- 
sano favor  para  su  hijo,  al  disponer  que  se  casara  con  una  sobrina  del  Duque  de  Alba, 
y  á  este  ilustre  magnate,  considerando  el  casamiento  como  señalada  merced.  El  lector 
discreto  hará  los  comentarios  qje  juzgue  oportunos. 


—  25  — 

sericordia,  vecinos  de  Valladolid,  y  Bartolomé  de  Fresco,  Al- 
varo Pérez,  Juan  de  Espinosa,  Andrés  y  Hernando  de  Vargas, 
Francisco  Manuel  y  Fernán  Martínez,  criados  del  dicho  señor 
Almirante.» 

Sabido  es  que  con  el  nombre  de  criados  sq  designaban  á  prin- 
cipios del  siglo  XVI,  y  aun  mucho  tiempo  después,  no  á  los  que- 
hoy  se  da  este  nombre,  sino  á  todos  los  que  prestaban  algún 
servicio  en  las  casas  de  los  magnates,  como  el  de  secretario, 
administrador  ú  otros  semejantes;  y  á  esta  clase  de  sirvientes, 
que  hoy  llamaríamos  empleados,  pertenecerían,  sin  duda,  las 
siete  personas  á  quienes  en  el  testamento  se  califican  como 
criados  del  señor  Almirante.  Indicio  es  de  la  opulencia  con 
que  vivía  Colón  el  tener  siete  empleados  en  su  casa,  además  de 
los  que  suelen  llamarse  criados  de  escalera  abajo,  que  no  po- 
dían figurar  como  testigos  en  su  testamento,  y  que  sin  duda 
también  tendría. 

Hay  un  párrafo  en  el  testamento  del  Almirante  que  es  nece- 
sario leer  repetidas  veces,  para  adquirir  el  convencimiento  de 
que  no  engañan  los  ojos,  y  que  las  palabras  que  se  ven,  allí  es- 
tán escritas.  Dice  así  este  asombroso  párrafo: 

«El  Rey  y  la  Reina,  Nuestros  Señores,  cuando  yo  les 
serví  con  las  Indias;  digo  serví,  que  parece  que  yo,  por  vo- 
luntad de  Dios,  se  las  di,  como  cosa  que  era  mía é  para  las 

ir  á  descubrir  allende  poner  el  aviso  y  mi  persona.  Sus  Altezas 
no  gastaron  ni  quisieron  gastar  para  ello,  salvo  un  cuento  de 
maravedís,  é  á  mi  fué  necesario  de  gastar  el  resto :  ansi  plugo  á 
Sus  Altezas  que  yo  hubiere  en  mi  parte  de  las  dichas  Indias,  is- 
las é  tierra  firme  que  son  al  Poniente  de  una  raya  que  manda- 
ron marcar  sobre  las  islas  de  las  Azores,  y  aquellas  del  Cabo 
Verde,  cien  leguas,  la  cual  pasa  de  polo  á  polo ;  que  yo  hubiese 
en  mi  parte  el  tercio  y  el  ochavo  de  todo,  é  además  el  diezmo 
de  lo  que  está  en  ellas,  como  más  largo  se  amuestra  por  los  di- 
chos mis  privilegios  é  cartas  de  merced.» 

Realmente  es  liberalidad,  que  toca  en  loco  despilfarro,  la  de 
Cristóbal  Colón;  porque  siendo  bastante  rico  para  pagar  casi 
todos  los  gastos  de  su  primer  viaje  á  las  Indias  Occidentales, 
por  un  cuento  de  maravedises  que  le  prestaron  los  Reyes  Cató- 
licos, les  dio,  es  decir,  les  regaló  todos  los  inmensos  territorios 


2b  — 


•descubiertos  por  su  mano  ó  por  su  industria.  No  es  necesario 
insistir  en  los  elogios  que  tanta  abnegación  merece. 

También  se  observa  en  este  mismo  párrafo  del  testamento  del 
Almirante,  que  la  decena  de  las  mercadurías  señaladas  para  su 
provecho  en  el  contrato  de  Santa  Fe,  se  ha  aumentado  con  el 
tercio  y  el  ochavo  en  posteriores  privilegios  é  cartas  de  merced. 
Respecto  á  la  renta  que  pueden  producir  estos  derechos  sobre 
las  mercaderías  de  las  Indias  Occidentales,  el  Almirante  no  se 
atreve  á  fijarla;  pero  dice  que  se  espera  que  se  haya  de  haber 
bien  grande;  y  después  añade:  «Mi  intención  sería  y  es  que 
D.  Fernando,  mi  hijo,  hubiese  de  ella  un  cuento  y  medio  cada 
año,  é  D.  Bartolomé,  mi  hermano,  ciento  cincuenta  mil  mara- 
vedís, é  D.  Diego,  mi  hermano,  cien  mil  maravedís,  porque  es 
de  la  Iglesia.» 

Instituye  Colón  dos  mayorazgos;  uno  para  su  hijo  legítimo, 
D.  Diego ,  y  el  otro  para  su  hijo  natural,  D.  Fernando ,  y  en  am- 
bos excluye  á  las  hembras,  que  sólo  podrían  disfrutarlos  en  el 
caso  de  la  completa  falta  de  herederos  varones.  No  pesó  en  el 
ánimo  del  Almirante  la  gratitud  á  su  protectora  la  reina  D.*  Isa- 
bel de  Castilla,  para  inclinarle  á  respetar  el  mejor  derecho  de 
las  hijas  sobre  los  sobrinos,  en  la  herencia  de  los  bienes,  sean  ó 
no  amayorazgados. 

Ordena  Colón  á  su  hijo  D.  Diego  que  funde  una  capilla,  y  que 
en  esta  capilla  haya  «tres  capellanes  que  digan  cada  día  tres  mi- 
sas, una  á  la  honra  de  la  Santísima  Trinidad,  é  la  otra  á  la  Con- 
cepción de  Nuestra  Señora,  é  la  otra  por  el  ánima  de  todos 
los  fieles  difuntos,  é  por  mi  ánima  é  de  mi  padre  é  madre  é 
mujer». 

La  cláusula  concerniente  á  la  madre  de  D.  Fernando  Colón, 
dice  así:  «E  le  mando  (á  D.  Diego)  que  haya  encomendada  á 
Beatriz  Enriquez,  madre  de  D.  Fernando,  mi  hijo,  que  la  pro- 
vea, que  pueda  vivir  honestamente,  como  persona  á  quien  yo 
soy  en  tanto  cargo.  Y  esto  se  haga  por  mi  descargo  de  la  con- 
ciencia, porque  esto  pesa  mucho  para  mi  ánima.  La  razón  dallo 
non  es  lícito  de  la  escribir  aquí.» 

Se  halla  á  continuación  del  testamento  una  memoria  escrita 
de  mano  del  Almirante,  en  que  mandaba  se  diese:  «á  los  here- 
deros de  Jerónimo  del  Puerto,  veinte  ducados;  á  Antonio  Vaso 


dos  mil  quinientos  reales,  de  Portugal;  á  un  judío  que  inoraba 
á  la  puerta  de  la  Judería  de  Lisboa,  el  valor  de  medio  marco  de 
plata;  á  los  herederos  de  Luis  Centurión  Escoto,  treinta  mil 
reales,  de  Portugal;  á  esos  mismos  herederos  y  á  los  de  Paulo 
de  Negro,  cien  ducados,  y  á  Bautista  Espíndola,  ó  á  sus  here- 
deros, si  es  muerto,  veinte  ducados.» 

Después  de  leído  el  testamento  de  Colón  y  sus  cartas  al  Rey 
Católico,  copiadas  por  el  P.  Las  Casas,  en  que  le  pide  nombre 
á  su  hijo  D.  Diego  gobernador  de  la  Española,  pero  jamás  se 
queja  de  que  se  le  adeude  nada  de  lo  que  le  correspondía  por 
sus  derechos  sobre  las  mercaderías  de  las  Indias,  y  sabiendo 
además  que  los  Reyes  Católicos  mandaron  repetidas  veces  al 
Gobernador  de  la  isla  Española,  Nicolás  de  Ovando,  que  entre- 
gase á  Colón  ó  á  su  representante,  que  lo  fué  Alonso  Sánchez 
de  Carvajal,  todas  las  cantidades  de  dinero  ó  valores  de  cual- 
quier otra  clase  que  como  Almirante  le  correspondiesen;  sólo 
faltando  por  completo  á  la  verdad  histórica  puede  decirse  que 
España  fué  tan  ingrata  con  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo 
que  le  dejó  morir  casi  de  hambre  en  una  miserable  casa  de  la 
ciudad  de  ValladoUd.  Y  cierto  es,  según  dice  D.  Cesáreo  Fer- 
nández Duro,  que:  «en  la  ciudad  de  ValladoUd,  en  la  calle  que 
se  llamaba  Ancha  de  la  Magdalena,  existe  una  casa  de  modesta 
apariencia,  en  cuya  fachada,  no  ha  mucho,  por  acuerdo  del 
Municipio,  se  puso  una  lápida  de  mármol  con  inscripción  que 
reza.  Aquí  murió  Colon,  mudando  el  nombre  de  la  calle  por  el 
del  personaje  que  se  presume  pasó  allí  de  este  mundo  al  de  la 
inmortalidad.»  Examina  el  docto  académico  de  la  de  la  Historia 
los  motivos  que  hubo  para  que  se  diese  como  bien  averiguado, 
que  Colón  había  fallecido  en  aquella  casa,  y  resulta,  que  esto  se 
reduce  á  que  D.  Matías  Sangrador,  en  su  Historia  de  ValladoUd^ 
publicada  en  1851,  dijo:  «Colón  murió  en  la  casa  núm.  2,  de  la 
calle  Ancha  de  la  Magdalena,  que  siempre  han  poseído  como 
mayorazgo  los  que  llevan  este  ilustre  apellido.»  Pero  el  Sr.  San- 
grador se  equivocó;  la  precitada  casa  no  pertenece  á  ninguno 
de  los  mayorazgos  fundados  por  Colón,  ni  por  sus  descendie  n 
tes.  La  casa  núm.  2,  de  la  calle  Ancha  de  la  Magdalena,  perte- 
necía en  el  mes  de  Diciembre  de  1551  al  licenciado  Hernán  de 
Arias  Rivadeneyra,  y  después  á  su  hermano  D.  Francisco,  y 


con  ella  y  otros  bienes  se  fundó  el  mayorazgo  de  Rivadeneyra 
á  favor  de  un  hijo  del  licenciado,  y  por  consiguiente,  sobrina 
carnal  del  D.  Francisco.» 

Un  erudito  investigador,  D.  Venancio  M.  Fernández  de  Cas- 
tro, individuo  de  la  comisión  de  monumentos  históricos  y 
artísticos  de  la  provincia  de  Valladolid,  se  propuso  apurar  el 
asunto  y  ver  si  se  podía  saber  á  ciencia  cierta  cuál  era  la  casa 
en  que  había  muerto  Cristóbal  Colón.  Resultó  de  sus  pesquisas^ 
que  no  había  ningún  dato  que  justificase  la  inscripción  puesta 
en  la  calle  Ancha  de  la  Magdalena,  y  que  hoy  por  hoy  no  es  po- 
sible señalar  en  qué  casa  de  la  antigua  corte  de  Castilla  dej6 
de  existir  el  primer  Almirante  del  mar  Océano. 

Bien  sé  que  estando  en  Jamaica  escribió  Colón  á  los  Reyes 
Católicos  una  carta  que  lleva  la  fecha  del  día  7  de  Julio  de  1 503, 
en  que  dice:  «Poco  me  ha  aprovechado  veinte  años  de  ser- 
vicio que  yo  he  servido  con  tantos  trabajos  y  peligros,  que  hoy 
día  no  tengo  en  Castilla  una  teja:  si  quiero  comer  y  dormir  no 
tengo,  salvo  el  mesón  ó  taberna,  y  las  más  de  las  veces  falta 
para  pagar  el  escote.»  Á  estas  lamentaciones  del  Almirante 
contesta  el  Padre  Ricardo  Cappa,  de  la  Compañía  de  Jesús, 
escribiendo  en  su  notable  libro  Colón  y  ¿os  españoles,  un  capí- 
tulo que  se  titula:  Pobreza  exagerada ,  en  el  cual  se  demuestra 
que  el  D.  Cristóbal  pudo  decir  lo  'que  dijo  hallándose  poseído- 
de  tristeza  en  la  isla  de  Jamaica  por  las  malandanzas  de  su 
cuarto  viaje,  pero  que  esto  era  un  caso  fortuito,  que  no  cons- 
tituía la  expresión  de  su  pobreza  ú  opulencia  como  permanente 
considerada. 

Ya  me  parece  oir  exclamar: — ¡Qué  mayor  prueba  del  aban- 
dono en  que  vivía  el  Almirante,  que  el  silencio  de  los  historia- 
dores y  de  los  documentos  oficiales  acerca  del  lugar  preciso  en 
que  verificó  su  fallecimiento!  ¿Cómo  no  fué  un  día  de  duelo  en 
Valladolid,  en  España,  en  Europa  entera,  aquel  en  que  murió 
el  descubridor  del  Nuevo  Mundo?  ¿Cómo  no  se  apresuraron  los 
historiadores  á  escribir  la  vida,  y  los  poetas  á  cantar  las  hazañas 
de  Cristóbal  Colón,  el  genio  sin  rival  que  había  realizado  el  más 
portentoso  de  los  humanos  descubrimientos? 

Los  panegiristas  de  Colón  que  tales  preguntas  hiciesen,  co- 
meterían un  grave  error  de  crítica  histórica.  Colón  es  para  nos- 


—   29   — 

otros,  los  hijos  del  siglo  xix,  el  iniciador  del  descubrimiento  de 
América  y  Oceanía;  Colón  para  sus  contemporáneos  sólo  era 
un  sabio  3^  valeroso  navegante,  que  había  llegado  á  las  costas 
occidentales  de  Asia,  y  había  descubierto  algunas  islas  en  el 
mar  Océano.  Colón  mismo  así  lo  pensaba.  El  P.  Las  Casas  dice 
que  el  Almirante  ignoraba  que  al  establecer  la  esclavitud  co- 
metía un  pecado,  y  añade:  «Murió  también  con  otra  ignorancia, 
y  ésta  fué  que  tuvo  por  cierto  que  esta  isla  Española  era  la 
tierra  de  donde  á  Salomón  se  traía  el  oro  para  el  templo,  que  la 
Sagrada  Escritura  llama  Ofir  ó  Tarsis;  pero  en  esto  es  mani- 
fiesto haberse  engañado También  dijo  que  estas  islas  y  tierra 

firme  estaban  al  fin  de  Oriente  y  comienzo  del  Asia y  para 

-esto  bien  le  quedaban  por  navegar  2.000  leguas  para  llegar  á 
donde  está  el  fin  de  Oriente  y  principio  de  Asia.  Murió  también 
antes  que  supiese  que  la  isla  de  Cuba  fuese  isla,  porque  como 
anduvo  mucho  por  ella,  y  aun  no  llegó  á  pasar  de  la  mitad  por 
las  grandes  tormentas  que  padesció  por  la  costa  della.» 

No  se  escribió  la  vida,  ni  se  inquirieron  las  particularidades 
de  la  muerte  de  Cristóbal  Colón  por  sus  contemporáneos,  por- 
que este  descuido  censurable  puede  considerarse  como  la  regla 
general  de  lo  que  se  ha  hecho  siempre  en  España  hasta  con  sus 
hijos  más  ilustres  en  ciencias,  letras  ó  armas. 

Voy  á  resumir,  señoras  y  señores;  creo  haber  demostrado  que 
el  pobre  y  desvalido  extranjero  Cristóbal  Colón  halló  en  España 
el  amparo  y  la  hospitalidad  que  pocas  veces  alcanzan  los  pobres 
y  desvalidos  en  sus  relaciones  sociales.  Colón  no  fué  perseguido, 
sino  colmado  de  favores  por  los  Reyes  Católicos.  Colón  no 
murió  pobre  y  abandonado  de  todos  los  que  debían  favorecerle. 
La  ingratitud  de  España  con  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo 
es  una  fábula  de  las  muchas  que  forman  la  leyenda  colombina; 
fábula  que  la  Historiaba  de  calificar  de  grosero  error,  llamando 
impostores,  como  lo  hacía  D.  Martín  de  Navarrete,  á  los  que  así 
desfiguran  la  verdad  de  los  hechos. 

Acaso  se  dirá;  si  es  tan  claro,  tan  evidente,  que  España  no 
fué  ingrata  con  Cristóbal  Colón ^  ¿cómo  y  en  qué  consiste  que 
la  inmensa  mayoría  de  los  historiadores,  así  nacionales  como 
extranjeros,  admiten  como  probada  esa  tan  famosa  ingratitud? 
Contestar  á  esta  pregunta  podría  ser  asunto  de  una  conferencia 


—  30  — 

que  se  titulase:  Causas  de  los  errores  históricos  referentes  al 
descubrimiento  de  América  y  Oceanía  (i). 

Yo  no  puedo  emprender  ahora  semejante  tarea.  Me  limitaré 
á  indicar,  que  la  funesta,  la  funestísima  separación  política  de 
Portugal  y  España,  así  como  ha  roto  nuestra  unidad  nacional, 
también  ha  roto  la  unidad  de  nuestra  historia,  y  ha  hecho  que 
no  se  vea  en  su  conjunto  la  grandeza  de  esa  epopeya  peninsular  y 
que  comienza  en  la  academia  náutica  de  Sagres  y  termina  en  los 
archipiélagos  de  la  Oceanía  descubiertos  por  el  portugués  Qui- 
rós  y  los  españoles  Alvaro  de  Mendaña  y  Luis  Váez  de  Torres. 

El  extranjerismo^  valga  la  palabra,  dolencia  muy  bien  des- 
cripta por  el  Sr.  Cánovas  del  Castillo  en  la  cita  de  un  escrito 
suyo  que  anteriormente  hice,  ha  influido  muy  poderosamente 
en  que  crezcan  y  se  agiganten  los  errores  de  que  se  halla  pla- 
gada nuestra  historia  nacional.  Seguro  estoy  de  que  los  resulta- 
dos obtenidos  en  sus  investigaciones  acerca  de  la  historia  his- 
pano-americana,  por  los  PP.  Fidel  Fita  y  Ricardo  Cappa,  y 
por  los  Sres.  D.  Marcos  Jiménez  de  la  Espada,  D.  Cesáreo  Fer- 
nández Duro  y  D.  Justo  Zaragoza,  sólo  se  aceptarán  en  España 
como  verdades  comprobadas,  cuando  los  utilice  en  sus  obras 
algún  escritor  francés,  y  mucho  mejor  si  fuera  alemán. 

Otra  causa  de  que  se  perpetúen  los  errores  históricos,  la  ha 
explicado  muy  bien  en  su  tratado  didáctico.  La  enseñanza  de 
la  Historia^  el  joven  é  ilustrado  profesor  del  Museo  Pedagó- 
gico, D.  Rafael  Altamira.  Al  estudiar  la  Historia,  observa  con 
acierto  el  Sr.  Altamira,  en  vez  de  la  asidua  investigación  de  los 
hechos,  se  cae  frecuentemente  en  la  idolatría  del  libro;  en  creer, 
como  artículo  de  fe,  que  lo  que  ha  dicho  un  historiador,  más  ó 
menos  ilustre,  necesariamente  ha  de  ser  cierto.  Claro  es  que 
por  este  procedimiento  el  error  se  petrifica,  y  llega  á  transfor- 
marse en  dogma,  que  sólo  se  permitan  examinar  esos  empeca- 
tados críticos  que  no  respetan  la  autoridad  de  los  sabios  indis- 
cutibles. 

En  el  caso  concreto  de  la  leyenda  colombina,  hay,  además  de 
todo  lo  dicho,  una  razón  potísima  que  contribuye  á  mantenerla 
en  la  categoría  de  verdad  bien  averiguada.  ¡Es  tan  cómodo  para 


(i)  Véase  la  nota  que  se  ha  puesto  al  final  de  esta  Conferencia. 


los  espíritus  perezosos  saber  Historia  sin  necesidad  de  estu- 
diarla! Se  ha  convenido  en  que  el  genio  es  siempre  martirizado 
por  la  ignorancia  y  la  envidia  de  sus  contemporáneos;  Colón 
era  un  genio,  luego  necesariamente  fué  martirizado  por  la  igno- 
rancia y  la  envidia  de  sus  contemporáneos  el  Rey  Católico,  el 
obispo  Fonseca,  el  P.  Buil,  los  comendadores  Bobadilla  y 
Ovando  y  demás  personajes  que  entendieron  en  los  asuntos  de 
Indias  durante  los  primeros  años  de  su  descubrimiento.  De  la 
lista  de  martirizadores  se  exceptúa  á  D.*  Isabel  la  Católica, 
porque  murió  un  poco  antes  que  Colón;  y  así  se  agravan  las  cen- 
suras diciendo,  si  la  Reina  Católica  hubiese  vivido  no  sucediera 
tal  ó  cual  cosa,  aun  cuando  en  la  fecha  de  aquel  suceso  la  Reina 
gozase  de  vida  y  buena  salud. 

Aun  pudieran  señalarse  algunas  otras  causas  de  los  errores 
históricos  anteriormente  indicados;  pero  temo  abusar  de  la  pa- 
ciencia de  mis  oyentes  y  me  apresuro  á  terminar  esta  ya  larga 
disertación. 

Parece  que  en  estas  conferencias  que,  según  mi  juicio,  acaso 
me  equivoque,  tienen  por  objeto  examinar  imparcial  y  desapa- 
sionadamente lo  verdadero  y  lo  falso  que  hoy  se  halla  mezclado 
en  la  historia  del  descubrimiento ^  conquista  y  colonización  de 
América  y  Oceania;  parece  que  en  estas  conferencias,  cual- 
quiera que  sea  el  asunto  sobre  que  versen,  se  ha  establecido  la 
costumbre  de  rendir  pleito  homenaje  al  primero  entre  los  pri- 
meros descubridores  de  los  continentes  y  archipiélagos  que 
estuvieron  desconocidos  del  mundo  antiguo  hasta  principios  del 

siglo  XVI. 

No  tengo  reparo  en  someterme  á  esta  costumbre,  porque,  sin 
ajena  excitación  y  cediendo  sólo  al  impulso  de  mi  conciencia, 
había  yo  escrito  en  una  biografía  del  Almirante  que  vio  la  luz 
pública  en  el  Almanaque  de  la  Ilustración^  para  el  año  de  1889, 
las  palabras  que  voy  á  leer  y  con  las  cuales  pongo  término  á 
esta  conferencia:  «Se  ha  acusado  á  Colón  de  exagerada  codicia» 
y  para  probar  como  perturbaba  su  claro  entendimiento  este 
amor  á  las  riquezas,  se  han  recordado  aquellas  palabras  suyas 
que  dicen:  El  oro  es  excelentísimo ;  del  oro  se  hace  tesoro^  y  con 
ély  quien  lo  tiene,  hace  cuanto  quiere  en  el  mundo,  y  llega  á  que 
echa  las  ánimas  al  Paraíso.  Hasta  su  apasionado  admirador, 


—  32  • 

Washington  Irving,  no  vacila  en  condenarlo  por  el  tráfico  de 
los  indios,  convertidos  en  esclavos,  que  muy  pronto  estableció 
en  los  territorios  que  gobernaba;  pero  si  se  tiene  en  cuenta  que 
lo  primero  que  vieron  sus  ojos  fué  el  mísero  estado  en  que  sus 
padres  vivían,  y  que  esta  misma  escasez  de  medios  de  subsisten- 
cia le  acongojó  durante  muchos  años,  se  explica,  y  casi  se  dis- 
culpa, su  exagerado  amor  á  las  riquezas,  que  es  muy  frecuente 
desear  con  ansia  aquello  que  nos  parece  que  con  mayor  dificul- 
tad puede  alcanzarse.  Pero  aun  poniendo  en  duda  estas  ó  aque- 
llas cualidades  de  Cristóbal  Colón,  siempre  habrá  que  rendir 
tributo  de  respeto,  y  hasta  de  admiración,  á  la  profundidad  y 
grandeza  de  su  sabiduría  como  navegante,  al  valor  heroico  de 
que  dio  tantas  muestras  en  su  azarosa  vida,  y  á  la  indomable  vo- 
luntad que,  venciendo  obstáculos,  tan  grandes  como  numerosos, 
consiguió  llevar  á  cabo  una  empresa  sin  ejemplo  en  lo  pasado  y 
sin  posible  imitación  en  el  presente,  ni  en  los  tiempos  venide- 
ros. La  ciencia,  el  valor  y  la  fortaleza  de  ánimo  tejen  las  coro- 
nas de  gloriosos  laureles  que  ciñen  y  ceñirán  la  frente  del  pri- 
mer Almirante  de  las  Indias,  y  la  voz  de  la  fama  imperecedera, 
uniendo  su  nombre  con  el  de  su  patria  adoptiva,  repite  de  siglo 
en  siglo: 

«Por  Castilla  y  por  León 
Nuevo  Mundo  halló  Colón.» 


NOTA. 


(  Vénse  la  página  30  de  esta  Conferencia^ 


El  Sr.  D.  Cesáreo  Fernández  Duro,  en  el  número  de  la  revista  titulada  La  España 
Moderna,  correspondiente  al  mes  de  Marzo  del  presente  año  (1892),  ha  escrito  lo  si- 
guiente: 

«El  eco  de  las  conferencias  con  que  el  Ateneo  de  Madrid,  en  la  proximidad  de  su 
cuarto  Centenario,  conmemora  el  hallazgo  de  las  Indias,  va  extendiendo  la  evidencia 
de  existir,  por  encima  de  la  esfera  vulgar,  un  concepto  generalmente  admitido  del 
suceso  y  de  las  entidades  que  á  él  contribuyeron,  que  pueden  sintetizarse  en  esta 
forma : 

^Cristóbal  Colón,  excelente  marino  genovés,  dio  á  España  un  mundo.  La  nación 
pagó  el  beneficio  con  el  desprecio,  la  humillación  y  la  miseria.» 

Explicando  las  causas  de  este  Concepto  colombino  extraviado,  dice  el  Sr.  Fernández 
Duro,  que  poco  menos  de  un  siglo  había  transcurrido  desde  la  muerte  de  Cristóbal 
Colón  hasta  que  se  extendió  por  Europa  una  Historia  del  Almirante,  escrita  por  su 
hijo  natural  D.  Fernando  Colón,  y  añade:  «Mejor  que  historia  es  panegírico  entu- 
siasta que  oculta,  con  lo  que  no  fuera  bueno  decir,  el  origen,  la  patria,  la  edad,  los 
actos  de  la  juventud,  el  casamiento,  la  sucesión,  las  razones  ó  motivos  de  la  venida  á 
España  de  su  padre  y  las  gestiones  y  vicisitudes  hasta  el  momento  de  firmar  la  capi- 
tulación con  los  Reyes.  Por  este  libro  convencional  se  tuvo  en  Europa  la  primera  idea 
del  descubridor  de  las  Indias,  y  ge  compusieron  los  epítomes  destinados  á  satisfacer 
la  curiosidad  sin  mucho  cuidado  en  ilustrarla.» 

«Cristóbal  Colón,  español,  disfrutando  tranquilo  las  obvenciones  del  almirantazgo, 
acabando  su  carrera  en  honrosas  funciones  palatinas,  no  diera  á  los  émulos  de  España, 
más  que  otro  cualquiera  de  los  descubridores  ó  conquistadores  del  suelo  americano, 
motivo  para  cambiar  la  turquesa  en  que  vaciaban  á  cada  momento  las  frases  discurri- 
das para  ennegrecer  á  cuantos  trasponían  el  Océano.  Colón,  extranjero  y  aherrojado, 
ofrecía  á  su  animosidad  un  recurso  con  que  aumentar  el  efecto  teatral  de  las  decla- 
maciones, motejando  á  los  Reyes,  á  los  ministros,  al  pueblo,  en  suma,  de  ingrato  y 
desleal,  tanto  como  de  intolerante  y  codicioso.  Del  libro  de  D.  Fernando,  combinado 
con  la  sustancia  de  aquel  otro,  vertido  á  todas  las  lenguas  europeas,  que  deleitaba  á 
la  malevolencia;  de  la  historia  promulgada  en  Veneciacon  mezcla  de  la  Destrucción  de 
las  Indias,  delirio  del  P.  Las  Casas,  tomaron,  pues,  los  trasmontanos  aquello  que  ásus 
miras  cuadraba,  forjando  un  tipo  tan  brillante  como  inverosímil » 

Habla  después  el  Sr.  Fernández  Duro  de  las  biografías  de  Cristóbal  Colón,  escritas 
por  Washington  Irving  y  Alfonso  de.Lamartine,  y  dice:  «Entre  ambos  autores  trans- 


—  34  — 

fio-uraron  al  descubridor  del  Nuevo  Mundo,  dándole  á  conocer  por  héroe  en  Odisea 
repetida;  astro  en  el  firmamento  de  la  sabiduría;  prototipo  entre  los  bienhechores  de 
la  humanidad,  si  bien  humano.  En  esto  ha  disentido  Roselly  de  Lorgues,  otro  admi- 
rador, para  el  cual,  cuando  menos,  fué  semidivino  embajador  de  Dios.» 

No  me  parece  oportuno  seguir  extractando  el  articulo  titulado  Concepto  colombino 
extraviado,  porque  lo  que  dejo  copiado  es  ya  suficiente  para  que  se  comprenda  que  el 
Sr.  Fernández  Duro  entiende  que  está  plagada  de  errores  lo  que  hoy  pasa  por  historia 
del  descubrimiento,  conquista  y  civilización  del  Nuevo  Mundo. 

En  la  pequeña  esfera  de  mis  conocimientos  históricos,  yo  he  hecho  y  haré  todo  lo 
que  sea  posible  para  demostrar  que  España  no  fué  ingrata  con  Cristóbal  Colóji,  verdad, 
á  mi  juicio,  axiomática,  que  se  halla  desconocida,  ó  mejor  dicho,  negada  terminante- 
mente, en  lo  que  llama  el  Sr.  Fernández  Duro  Concepto  colombino  extraviado.  Para  rea- 
lizar la  demostración  indicada  era  preciso  hacer  ver  que  los  Reyes  Católicos  proce- 
dieron recta  y  justamente  al  mandar  que  el  comendador  Francisco  de  Bobadilla  fuese 
á  sustituir  á  Colón  en  el  gobierno  de  la  isla  Española,  )'  que  el  Comendador  cumplió 
con  prudencia  y  celo  el  encargo  que  se  le  había  dado.  Tal  fué  la  empresa  que  me  pro- 
puse llevar  á  cabo  en  mi  conferencia  Colón  y  Bobadilla. 

Qué  Cristóbal  Colón  no  murió  ni  pobre,  ni  abandonado  de  los  que  debían  prote- 
gerle, es  lo  que  he  procurado  demostrar  en  la  presente  conferencia,  y  cumpliendo  lo 
que  en  ella  dije,  escribí  una  tercera  conferencia  en  que  se  analizan  las  Causas  de  los 
errores  históricos  referentes  al  descubrimiento  de  América  y  Occan'ia.  Por  motivos  que  se- 
rian largos  de  explicar  no  leí  esta  tercera  conferencia  en  la  cátedra  del  Ateneo  de  Ma- 
drid; pero  próximamente  verá  la  luz  pública  en  una  revista  cientifico-literaria. 

La  tarea  de  los  dos  ó  tres  conferenciantes  del  Ateneo  matritense  que  hemos  pro- 
curado destruir  la  le)^enda  colombina,  en  lo  que  tiene  de  deshonrosa  para  España,  ha 
dado  ocasión  para  que  muchos  poetas  y  prosistas  luzcan  las  galas  de  su  fantasía  en 
defensa  de  la  buena  memoria  de  Cristóbal  Colón,  que  consideran  mancillada  en  nues- 
tras disquisiciones  históricas. 

El  escritor  sevillano,  D.  José  Lamarque  deNovoa,  ha  publicado  un  poema  épico  que 
se  titula  Cristóbal  Colón,  donde  se  dice  que  el  coro  que  canta  las  glorias  del  descubri- 
dor del  Nuevo  Mundo  lo  interrumpen  á  veces  algunas  voces  discordantes. 

Tal  en  umbrosa  arboleda 
Cuando  en  Mayo  reina  Flora, 
Entre  el  alegre  concierto 
De  las  avecillas  todas, 
Se  oye  el  zumbido  del  tábano, 
Como  discordante  nota. 
Mas  ante  el  coro  del  mundo 
Sus  disonancias,  ¿qué  importan? 
Así  el  can  ladra  á  la  luna 
Cuando  por  Oriente  asoma, 
Mientras  ella,  entre  luceros. 
Se  alza  al  cénit  triunfadora. 

Y  Manuel  del  Palacio  ha  escrito: 

¡Pobre  Colón!  Su  laurel 
Autores  buenos  y  malos 
Riegan  con  vinagre  y  hiél; 
Salió  del  puerto  de  Palos, 
Pero  vuelve  á  entrar  en  él. 

Llorábamos  tiempo  atrás 
Su  prisión  y  su  mancilla; 
¡Qué  tontos  fuimos,  Colásl 
Si  le  ahorcara  Bobadilla 
No  hiciera  nada  de  más. 


También  el  notable  crítico  Federico  Balart  nos  ha  tirado  su  piedrecita,  escribiendo: 
<Averiguar  al  cabo  de  cuatrocientos  años  que  Colón  fué  un  hombre,  me  parece  des- 
cubrimiento un  tanto  inferior  al  del  Nuevo  Mundo.» 

Yo  celebro  la  inspiración  poétida  de  mis  buenos  amigos  Lamarque  de  Novoa  y 
Manuel  del  Palacio,  y  admiro  la  perspicaz  inteligencia  de  mi  querido  consonante 
Balart;  pero  en  cuestiones  de  Historia,  ni  la  más  bella  poesía,  ni  la  más  aguda  frase, 
pueden  invalidar  lo  que  dice  en  mala  prosa  un  antiguo  cronista  ó  lo  que  consigna  un 
documento  oficial  en  iliterario  lenguaje. 

Cuando  con  datos  y  razonamientos  se  pruebe  que  es  falso  lo  que  han  dicho  Nava- 
rrete  en  el  prólogo  de  su  Colección  de  los  viajes  y  dcscubrimicjitos;  Alejandro  de  Hum- 
boldt  en  su  Examen  critiqjie  de  I' histoire  de  la géograjie ¡lu  nouveati  contÍ7icnt;  el  P.  Ricardo 
Cappa  en  su  libro  Colón  y  los  españoles;  el  Sr.  Fernández  Duro  en  sus  cuatro  obras 
históricas,  Colón  y  Pinzón,  Nebulosa  de  Colón,  Pinzón  en  el  dcsciilrimiento  de  las  Indias, 
y  Colón  y  la  historia pósUwiaj  el  P.  Fidel  Fita  en  sus  escritos  acerca  del  P.  Buil  y  del 
general  Mosen  Pedro  Margarit;  Emilio  Castelar  en  la  parte  ya  conocida  de  su  Histo- 
ria del  desciibrimicttto  de  América;  y  el  canónigo  Sr.  La  Torre  en  sus  Estudios  críticos 
acerca  de  un  periodo  de  la  vida  de  Colón:  cuando  se  pruebe  que  es  falso  lo  que  estos  his- 
toriógrafos dicen,  que  en  lo  sustancial  es  lo  mismo  que  se  halla  consignado  en  los 
cuatro  cronistas  primitivos  de  las  Indias,  el  bachiller  Bernaldez,  el  P.  Las  Casas,  el 
capitán  Oviedo  y  Pedro  Mártir  de  Angleria,  y  en  los  documentos  oficiales  que  de  Co- 
lón tratan:  cuando  se  pruebe  que  nada  valen  en  historia  los  testigos  presenciales,  esto 
es,  los  cronistas  contemporáneos  de  Colón,  ni  los  manuscritos  de  la  época,  que  cons- 
tituyen la  llamada  en  juicio,  prueba  documental,  entonces,  y  sólo  entonces,  se  podrían 
aceptar  como  posibles,  ya  que  no  como  verosímiles,  las  ficciones  novelescas  de  Irving, 
Lamartine  y  Roselly  de  Lorgues,  en  que  aparece  Cristóbal  Colón  como  héroe  huma- 
nitario ó  santo  católico  y  los  portugueses  y  españoles  que  le  rodearon  como  una  cáfila 
de  malvados. 

Digan  lo  que  digan  inspirados  poetas  é  ingeniosos  cronistas,  los  que  procuramos 
destruir  el  concepto  colombino  extraviado,  de  que  habla  el  Sr.  Fernández  Duro,  servimos 
á  la  causa  de  la  verdad  y  defendemos  la  honra  de  nuestra  patria. 

Madrid,  28  de  Agosto  de  1892. — Luis  Vidart. 


AMIGOS  Y  ENEMIGOS  DE  COLÓN 


i 


ATENEO  DE  MADRID 

■V-CJl-V. 

AMIGOS 


ENEMIGOS  DE  COLÓN 

CONFERENCIA 

DEL 

SR.  D.  CESÁREO  FERNÁNDEZ  DURO 

CAPITÁN    DE   NAVÍO 

leída  el  día  14  de  Enero  de  1892 


T 


MADRID 

■ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADEXEYRA» 

IMPRESORES     DE     LA     REAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  20 
1892 


Señores : 

La  leyenda  es  á  la  historia  como  el  retoque  á  la  fotografía. 
Borrando  pecas,  suavizando  líneas,  corrigiendo  en  el  claros- 
curo descuidos  de  la  naturaleza  y  deterioros  del  tiempo,  la  mano 
ejercitada  metamorfosea  sobre  el  papel  en  faz  hermosa  ó  noble 
cualquier  vulgar  figura,  con  no  más  embarazo  que  pone,  tro- 
cando por  el  pincel  la  pluma,  en  boca  de  un  pastor  discursos 
ciceronianos.  Y  es,  en  verdad,  tarea  esta  de  embellecer  lo  que 
se  mira  con  cariño,  tan  grata  de  suyo  y  tan  de  veras  agradecida, 
que  por  rareza  vencen  la  reflexión  ni  la  conciencia  á  la  instin- 
tiva repulsión  de  la  fealdad  en  lo  moral  como  en  lo  físico. 

Si  la  figura  de  afección  es  de  por  sí  conspicua,  ese  mismo  ins- 
tinto generoso  nos  sugiere  el  ensanche  de  sus  proporciones  sin 
medida,  que  no  las  tiene  en  cuenta  la  aspiración  innata  de  alcan- 
zar lo  absoluto,  por  ser  nuestra  presunción  lo  que  al  infinito  más 
se  acerca. 

En  tal  caso  se  encuentra  la  imagen  del  primer  Almirante  de 
las  Indias :  no  satisfacen  los  encomios  de  los  que  la  conocieron: 
el  tiempo  la  presta  el  tinte  vago  y  majestuoso  de  la  lejanía,  y 
no  se  admite  ya  que  el  inventor  de  un  hemisferio,  siquiera  de 
arrogante  aspecto,  de  ingenio  agudo,  de  rara  percepción,  de 
calidades  excelentes,  fuera  un  hombre  como  los  hombres  son, 
Quiérese  darle  por  único,  perfecto,  excepcional  entre  la  espe- 


—  6  — 

cié,  con  la  que  no  tenía  de  común  más  que  la  envoltura  que  di- 
simulaba al  instrumento  de  la  Providencia. 

Nada  tendríamos  que  objetar  aquí  á  la  idea  piadosa  que  de 
fuera  viene  :  cualquiera  que  sea  el  pueblo  que  dio  cuna  al  egre- 
gio marinero,  naturalizado  en  España  y  al  servicio  de  España, 
cuanto  le  ensalce  ha  de  honrar  á  esta  tierra,  patria  de  sus  hijos, 
heredera  de  sus  timbres  y  sitio  de  reposo  de  sus  huesos.  Un  in- 
signe vate  (Foxá)  lo  dijo  cuando  la  ciudad  de  Genova  erigía. la^ 
remembranza  artística  que  le  ha  dedicado : 


«A  tu  memoria  el  gen  oves  levanta 
Gigante  estatua  que  respeta  el  viento; 
De  noble  aspecto  y  de  riqueza  tanta, 
Cuanta  puede  crear  el  pensamiento. 
—  Pero  la  patria  que  tu  nombre  canta 
Y  te  consagra  eterno  monumento, 
¿Qué  parte  tuvo  en  tu  inmortal  hazaña? 
¡Toda  tu  gloria  pertenece  á  España!» 


Mas  es  el  caso,  que  para  realzar  las  condiciones  del  nauta  inol- 
vidable, aproximándolas  en  cuanto  cabe  á  las  del  divino  Maes- 
tro, se  pretende  que  pasara  por  otra  via  crucis  á  través  de  la 
región  de  Castilla,  que  en  mal  hora  pisó  ,  gustando  la  hiél  que 
por  recompensa  le  daban  la  ignorancia,  la  soberbia,  la  envidia 
y  la  ingratitud  de  un  pueblo  indigno,  mientras  no  añadía  el  ol- 
vido á  la  miseria  en  que  dejó  morir  á  quien  le  hacía  señor  de  la 
mitad  del  globo,  y  con  esa  segunda  especie  calumniosa  no  he- 
mos de  conformarnos. 

Noches  ha,  poniendo  á  prueba  vuestra  benevolencia,  hice  in- 
dicación de  lo  apartada  que  anda  la  leyenda  colombina  de  su 
historia,  no  escrita  definitivamente  todavía:  insisto  en  la  aser- 
ción ;  voy  á  mostraros  que  si,  por  no  haber  individualidad  que 
pueda  sustraerse  á  las  condiciones  del  tiempo  en  que  vive,  Cris- 
tóbal Colón  luchó  con  la  incredulidad  de  muchos,  con  la  indife- 
rencia de  muchos  más,  y  con  la  desconfianza  de  no  pocos  mien- 
tras maduraban  los  frutos  de  su  empresa,  halló  en  España  desde 
el  primer  momento  adeptos  calorosos,  protectores  eficaces, 
amigos,  compañeros,  auxiliares  que  cooperaron  á  la  realización, 
y  después  de  ella,  admiradores  reconocidos  y  entusiastas. 


No  abrigo  la  pretensión  de  enseñaros  nada  nuevo ;  pienso 
únicamente  con  Fr.  Luis  de  León: 

«Cuanto  en  tinieblas  tiene  asiento  y  cama, 
La  tiene  por  un  tiempo,  y  finalmente 
Por  obscura  que  esté,  levanta  llama.» 

Es  verosímil  que  al  dirigirse  Colón  á  nuestro  reino  venía  pro- 
visto de  cartas  de  introducción  dadas  por  mercaderes  genove- 
ses  residentes  en  Lisboa,  para  los  que  en  Sevilla  sostenían  el  co- 
mercio de  Levante.  El  que  se  decide  á  pretender  en  tierra  ex- 
traña no  desdeña  recursos  que  no  suple  una  bolsa  más  repleta 
que  la  que  él  tenía,  Juanoto  Berardi,  banquero  florentino,  apa- 
rece desde  el  año  1484  en  amistosa  relación  con  el  conterráneo 
llegado  á  la  ciudad  del  Betis,  y  no  es  aventurada  la  suposición 
de  que  medió  el  negociante  en  el  acceso  que  desde  luego  tuvo 
el  viajero  á  las  casas  de  los  Duques  de  Medina  Sidonia  y  de 
Medinaceli,  radicadas  en  aquella  parte  de  la  Andalucía. 

Don  Enrique  de  Guzmán,  poderoso  magnate,  le  recibió  en  Se- 
villa cortés  pero  fríamente ;  ni  la  persona  ni  el  proyecto  de  Colón 
le  fueron  simpáticos,  siendo  del  número  de  aquellos  caballeros 
que,  al  decir  del  interesado,  facían  hurla  de  su  razón.  No  así 
D.  Luis  de  la  Cerda,  primer  Duque  de  Medinaceli  ;  para  él,  la 
fisonomía  tanto  como  la  elocución  del  genovés  tuvieron  atrac- 
tivo suficiente  para  darle  hospedaje  en  su  casa  del  Puerto  de 
Santa  María,  y  departir  con  él  larga  y  repetidamente  por  tiempo 
de  dos  años.  Como  fuera  señor  de  villas  y  castillos,  capaz  de 
disponer,  no  ya  de  tres  ó  cuatro  naves,  que  era  lo  que  el  hués- 
ped solicitaba,  sino  de  ejércitos  y  armadas,  pensó  en  el  pro- 
vecho que  le  pudiera  resultar  del  atraque  á  sus  muelles  y  alma- 
cenes de  las  mercancías  de  Oriente  por  breve  camino  traídas, 
y  estuvo  á  punto  de  aceptar  la  propuesta  y  acometer  por  sí  el 
negocio.  Una  consideración  le  detuvo  :  era  la  empresa  de  tras- 
cendencia tan  grande,  que  creía  necesaria  la  venia  de  la  Reina. 

Doña  Isabel  entrevio  con  cuánta  razón  se  la  pedía ;  quiso  oir 
de  viva  voz  al  autor  de  la  idea,  que  pasó  á  la  corte  obedeciendo 
el  mandato:  se  alojó  regalado  en  casa  de  Alonso  de  Quintani- 
11a;  conferenció  con  el  Cardenal  de  España;  y,  por  éste  acom- 
pañado, llegó  á  la  real  presencia,  dando  allí  á  la  explicación  del 


pensamiento  calor  que  despertó  la  atención  de  la  soberana,  elo- 
cuencia y  naturalidad  con  que  las  damas  y  señores  palatinos 
quedaron  favorablemente  prevenidos.  Con  semejante  efecto  en 
el  ánimo  de  los  Consejeros  de  la  Corona,  que  por  necesidad 
habían  de  ser  llamados  á  consultar  el  asunto,  hubiera  sido  sen- 
cilla la  marcha  del  expediente. 

Ante  todo  se  cometió  á  letrados  en  junta  con  marineros  y 
cosmógrafos  el  examen  del  proyecto  y  de  las  pruebas  de  su 
posibilidad:  el  dictamen  no  fué  como  Colón  quisiera.  Presidió 
las  sesiones  el  Prior  de  Prado,  Fr.  Hernando  de  Talavera,  con- 
fesor de  los  Reyes,  varón  austero  y  recto,  bondadoso,  concilia- 
dor, pero  dominado  por  una  idea  fija.  Deseaba  para  D.^  Isabel 
el  lauro  de  poner  fin  á  la  lucha  secular  con  los  mahometanos 
invasores  de  la  Península.  Habiéndole  ofrecido  los  monarcas 
una  mitra,  respondió  querer  la  de  Granada,  cuando  la  ciudad 
se  ganase.  Para  ello,  para  la  guerra  con  los  moros,  la  plata  de 
las  Iglesias,  el  servicio  de  los  clérigos,  todo  parecía  abonado  y 
poco  al  objeto  de  su  patriótica  mira.  Para  buscar  por  la  mar  el 
Áureo  Quersoneso  problemático  de  que  ahora  se  hablaba,  cual- 
quier gasto  era,  á  sus  ojos,  excesivo,  habiéndolo  de  restar  á  los 
de  reconquista. 

Como  no  fuera  hombre  de  términos  medios,  advirtiendo  en 
la  Reina  inclinación  á  la  aventura,  y  viéndola  patrocinada  por 
personas  de  valimiento,  se  declaró  sin  ambajes  enemigo  de  lo 
que  juzgaba  peligrosa  distración  á  la  marcha  política  que  él  con 
ahinco  alentaba.  Por  su  instigación  y  ejemplo,  los  comensales 
y  adherentes  se  valieron  de  la  crítica  y  la  burla  en  oposición  á 
las  gestiones  interpuestas  por  el  Cardenal  y  Quintanilla,  y  con 
el  tesón  que  en  las  resoluciones  ponía,  favoreciéndole  la  facul- 
tad de  elegir  á  su  gusto  las  personas  componentes  déla  Junta,  no 
menos  que*la  desconfianza  de  la  novedad,  no  le  fué  difícil  im- 
poner declaración  de  que  las  ofertas  del  extranjero  eran  vanas 
y  de  repulsa  dignas. 

Sin  embargo,  este  dictamen  no  surtió  el  efecto  que  el  princi- 
pal inspirador  se  prometiera:  asistió  á  las  conferencias  Fr.  An- 
tonio de  Marchena,  astrólogo  de  los  pocos  que  por  entonces  en 
España  había,  y  que  no  por  verse  aislado,  en  discrepancia,  dejó 
de  proclamar  que  las  teorías  del  proponente  eran  racionales  y 


—  9  -  •• 

ajustadas  á  práctica  probable.  La  autoridad  científica,  con  la 
respetabilidad  de  su  persona,  rebajaron  el  valor  del  acuerdo  de 
la  mayoría  incompetente,  ofreciendo  á  los  valedores  del  pro- 
yectista un  fundamento  sólido.  Por  ello,  corriendo  el  tiempo, 
escribía  Colón  á  los  Reyes:  «Ya  saben  Vuestras  Altezas  que 
anduve  siete  años  en  su  corte  importunándoles;  nunca  en  todo 
ese  tiempo  se  halló  piloto  ni  marinero,  ni  filósofo,  ni  de  otra 
ciencia  que  todos  no  dijesen  que  mi  empresa  era  falsa;  que 
nunca  hallé  ayuda  de  nadie,  salvo  de  Fr^  Antonio  de  Mar- 
chena^  después  de  aquella  de  Dios  eterno.» 

No  hay  que  tomar  al  pie  de  la  letra  la  frase  del  Almirante, 
dado  á  la  hipérbole  en  las  más  de  las  suyas;  lo  que  en  esta  carta 
agradece  á  Marchena,  en  otras  ocasiones  aplicaba  á  Fr.  Juan 
Pérez,  á  Fr.  Diego  Deza,  á  Luis  de  Santángel,  á  otros  y  á  otras, 
cuya  cita  de  cualquier  modo  atestigua  el  número  de  los  que  le 
favorecían. 

Don  Pedro  González  de  Mendoza,  Cardenal  de  España,  ha- 
cía cabeza  entre  ellos.  Había  mostrado  en  la  guerra  de  Portu- 
gal, singularmente  en  la  batalla  de  Toro,  que  con  tanta  bizarría 
manejaba  las  armas,  como  con  gravedad  vestía  en  ocasiones  la 
capa  pontifical.  En  la  corte  mandábalo  todo,  si  hemos  de  creer 
al  doctor  Gonzalo  de  Illescas,  ó  á  la  voz  popular  que  le  apelli- 
daba el  tercer  rey:  nada  le  negaban  sus  Altezas,  y  no  dejaría  de 
pesar  en  el  real  ánimo  oirle  decir  «que  era  Colón  hombre 
cuerdo  y  de  buen  ingenio  y  habilidad,  y  para  lo  que  ofrecía  ale- 
gaba razones  bien  fundadas  en  cosmografía,  así  que  sus  Altezas 
debíanle  ayudar  con  algunos  navios  para  que  efectuara  la  jor- 
nada, pues  lo  que  se  aventuraba  era  poco,  y  lo  que  podía  suce- 
der de  su  viaje  mucho.» 

Secundándole  Alonso  de  Quintanilla  no  se  perdieron  tam- 
poco en  el  aire  palabras  que  le  habían  granjeado  fama  de  ora- 
dor y  de  político;  vir  nobilis^  ingeniosiis ^  acer  et  vehemens, 
según  Nebrija.  Contador  mayor  de  Castilla;  Ministro  de  Ha- 
cienda, que  hoy  diríamos,  en  continua  relación  con  los  monar- 
cas; él,  que  nos  ha  hecho  saber  cuántas  y  por  cuan  diversas  y 
apretadas  circunstancias  se  empeñaron  los  diamantes  y  los  ba- 
lajes  de  D.""  Isabel,  seguro  estaba  de  que  el  intento  no  requería 
recurso  extraordinario. 


TO 


Con  estas  dos  personas  equilibraba  la  influencia  en  la  corte, 
la  Marquesa  de  Moya,  camarera  mayor,  alter  ego  de  la  Reina. 
«Fué  el  entendimiento  de  D.^  Beatriz  de  Bobadilla  de  tal  ele- 
vación, dice  Pinel,  que  se  igualaba  á  los  negocios  de  mayor 
peso:  su  consejo  fué  buscado  y  admitido  de  los  Reyes  en  las 
mayores  ocurrencias.  Y  en  la  de  la  proposición  que  les  hizo 
Cristóbal  Colón  ofreciendo  el  descubrimiento  de  las  Indias,  es 
cierto  que  D."*  Beatriz,  hallando  á  la  Reina  confusa  y  dudosapor 
las  muchas  dificultades  que  se  ofrecían  para  admitirla,  fué  quien 
más  la  alentó  y  persuadió  para  que  debajo  de  sus  auspicios  aco- 
metiese tan  memorable  empresa.»  Refiérelo  más  expresivo  Alvar 
Gómez  de  Cibdad  Real  en  la  grandiosa  prelusión  poética  titu- 
lada Z)c  Mira  Novi  Orbis  detectione^  como  otros  coetáneos. 
Colón  mismo  en  el  número,  el  interés  que  á  las  gestiones  daba 
D.''  Juana  Velázquez  de  la  lorre,  ama  ó  nodriza  del  príncipe 
D. Juan. 

Del  lado  de  estas  damas  estaba,  con  el  secretario  particular 
de  la  Reina,  Gaspar  Gricio,  el  ayo  del  mismo  Príncipe,  Fray 
Diego  de  Deza,  arzobispo  de  Sevilla  luego;  en  saber  no  inferior 
á  ninguno;  en  influencia  como  el  que  más;  en  terquedad  al  nivel 
del  Prior  de  Prado.  Da  la  medida  Oviedo  en  sus  anecdóticas 
Quincuagenas^  refiriendo  el  empeño  puesto  en  domesticar  un 
león  africano  que  le  regalaron,  conseguido  lo  cual  le  acompa- 
ñaba á  todas  partes  sin  excepción  de  la  catedral,  donde  los  fie- 
les no  las  tenían  todas  consigo  viendo  al  animalito,  que  algunos 
sustos  había  dado. 

Deza  promovió  y  dirigió  las  segundas  conferencias  técnicas 
en  Salamanca,  materia  de  chacota  en  las  romancescas  narracio- 
nes. Allí  no  estuvo  en  minoría  Fr.  Antonio  de  Marchena,  asis- 
tente: consigna  Bernaldez,  el  Cura  de  los  Palacios,  que  «llama- 
dos astrólogos  y  sabidores  de  cosmografía,  la  opinión  de  los  más 
fué  que  Co-ón  decía  verdad.» 

Desde  este  momento  perdió  pie  la  obstinada  oposición  de  los 
de  Talavera,  minada,  no  menos  que  en  el  cuarto  de  la  Reina, 
en  el  de  su  esposo,  por  el  camarero  Juan  Cabrero,  hombre  de 
buenas  entrañas^  que  mucho  apreciaban  sus  Altezas;  por  el 
tesorero  Gabriel  Sánchez  ;  por  el  comendador  Cárdenas  ;  por 
Luis  de  Santángel,  escribano  racional,  gran  servidor  de  D.  Fer- 


nando,  y  de  Colón  tan  amigo  eficaz  y  solicitador  insistente  de 
su  causa  como  Quintanilla, 

Alrededor  de  estas  entidades  giraban  los  que  en  política  y  en 
armas  constituían  los  sistemas  aragonés  y  castellano,  en  núcleos 
aumentados  sin  cesar  por  los  que  dan  culto  al  dios  Éxito:  en 
círculo  separado,  gente  que  no  por  la  silenciosa  actitud  dejaba 
de  aplicar  cada  día  materiales  útiles  á  la  obra  perseverante  de 
Colón. 

En  tiempos  en  que  la  nobleza  vestía  el  arnés  desde  la  infan- 
cia por  el  perpetuo  batallar  de  los  alárabes,  el  estudio  buscaba 
la  tranquilidad  de  los  conventos.  Desde  su  recinto,  Fr.  Juan 
Pérez,  humanista  ;  Fr.  Antonio  de  Marchena,  geógrafo,  cual 
meteoros  cruzaron  el  camino  seguido  por  el  nauta,  dejando  be- 
néfico rastro  que  pudiera  seguir,  mientras  ellos  á  la  obscuridad 
volvían;  Córdoba,  Sevilla,  Salamanca,  lo  mismo  que  Palos^ 
abrían  las  puertas  de  los  monasterios  al  extranjero  piadoso,  ins- 
truido, razonador,  de  ánimo  para  empresas  nunca  acometidas^ 
brindándole  con  amparo  por  el  que  no  habían  de  faltarle  en 
pueblo  alguno  de  los  que  visitara,  asiento  en  el  refectorio,  cama 
en  la  celda,  grata  expansión  en  el  claustro,  noticias,  recomen- 
daciones y  buena  voluntad.  En  los  conventos  conoció  á  Fray 
Gaspar  Gorricio,  confidente  cuyo  afecto  no  le  faltó  nunca  ;  á 
Fr.  Francisco  Jiménez  de  Cisneros,  arrimo  firme;  á  una  cohorte 
de  auxiliares. 

Durante  el  registro  ansioso  del  Atlántico  habían  de  acompa- 
ñarle el  deseo  de  los  protectores  confundido  con  el  suyo,  las 
oraciones  de  tantos  y  tan  buenos  amigos,  Prelados  ó  Ministros^ 
en  siete  años  de  comunicación  formados.  Antes  que  á  manos  de 
los  Reyes  llegara  la  cuenta  directa  de  su  triunfo,  hacíalo  saber 
á  sus  Altezas  con  expreso  correo  el  Duque  de  Medinaceli ;  el 
primero  á  quien  el  inventor  lo  había  predicho  en  Castilla. 

Vencidos  que  fueron,  á  la  vez  que  los  enemigos  de  la  fe  cris- 
tiana, los  que  en  Granada  ponían  el  obstáculo  á  la  expedición 
de  Occidente,  para  la  navegación  y  descubierta  peligrosa  de  las 
tierras  nuevas,  tuvo  el  proponente  compañeros  dignos  de  su 
iniciativa:  los  Niños,  los  Pinzones,  la  Cosa,  marineros  insupera- 
bles ;  García  Hernández  y  Chanca,  físicos  y  naturalistas  ;  Fray 
Román  Paño,  apóstol  evangélico ;  Carvajal,  Ballester,  Terre- 


—    12    — 


ros,  Diego  Tristán,  Alonso  de  Valencia;  capitanes  ó  soldados, 
en  el  arrojo,  en  la  paciencia,  en  el  sufrimiento,  sin  precedentes. 
Con  pocos  rasgos  de  estos  camaradas,  trazados  en  junto  con  los 
de  los  protectores  y  amigos  del  Almirante,  podría  escribirse  un 
libro  de  perlas. 

Alonso  de  Ojeda,  después  de  desbaratar  en  la  Vega  real  la 
hueste  innumerable  reunida  por  los  caciques  de  Santo  Domin- 
go, se  ofrece  á  someter  al  fiero  Caonabó,  cabeza  de  la  resisten- 
cia á  la  invasión,  y  él  sólo,  por  ardid,  lo  pone  en  manos  del  Vi- 
rrey, con  asombro  general  de  su  valentía. 

Pedro  de  Ledesma,  en  lance  temerario,  se  arroja  al  agua, 
venciendo  á  la  resaca,  por  establecer  la  comunicación  entre  don 
Cristóbal  y  el  Adelantado  su  hermano. 

Antonio  de  Torres,  armando  carabelas,  llevándolas  con  rapi- 
dez y  acierto  por  vías  no  trilladas,  libra  una  y  otra  vez  á  la  co- 
lonia de  la  inanición. 

El  caballeroso  Carvajal,  con  sagacidad  rara,  calma  los  ánimos, 
burla  la  suspicacia,  somete,  acomoda  y  pacifica  á  los  que  des- 
conocieron la  autoridad  de  su  caudillo. 

Diego  Méndez  va  sin  vacilación  al  sacrificio  por  la  suerte  de 
sus  compañeros.  «Señor,  dice  al  jefe  :  muchas  veces  he  puesto 
mi  vida  á  peligro  de  muerte  por  salvar  la  vuestra  y  de  todos 
éstos  que  aquí  están,  y  Nuestro  Señor  milagrosamente  me  ha 
guardado.  Y  con  todo,  no  han  faltado  murmuradores  que  dicen 
que  vuestra  señoría  me  comete  á  mí  todas  las  cosas  de  honra, 
habiendo  en  la  compañía  otros  que  las  harían  tan  bien  como 
yo.  Paréceme  que  vuesa  señoría  los  haga  llamar  á  todos  y  les 
proponga  este  negocio  para  ver  si  entre  todos  ellos  habrá  algu- 
no que  lo  quisiere  emprender,  lo  cual  yo  dudo;  y  cuando  todos 
se  echen  de  fuera,  yo  pondré  mi  vida  á  muerte  por  vuestro  ser- 
vicio como  muchas  veces  lo  he  hecho.» 

No  se  engañaba;  sólo  él  se  arrojó  á  la  travesía  en  la  canoa 
que  los  Reyes  pusieron  por  noble  blasón  en  el  escudo  de  armas, 
recuerdo  de  la  hazaña;  Diego  Méndez,  fénix  en  la  abnegación, 
perro  en  la  fidelidad,  león  en  el  peligro,  bastara  para  sublimar 
la  epopeya  indiana. 

¿Tuvo  Colón  enemigos?  Los  tuvo,  sí;  los  tiene  toda  persona 
constituida  en  alta  esfera  de  autoridad;  él  había  de  tenerlos  por 


el  fatal  concurso  de  cualidades  que  se  los  creaban.  Era  enoja- 
dizo y  crudo,  al  decir  de  Gomara ;  de  recia  y  dura  condición^ 
según  Garibay;  iracundo,  si  se  prefiere  el  juicio  del  milanés 
Benzoni,  conforme  con  casi  todos  los  que  hicieron  el  retrato 
moral  de  D.  Cristóbal.  Los  documentos  de  su  edad  lo  amplían 
dando  á  entender  que  supo  muy  bien  regir  las  naves,  sin  apren- 
der jamás  á  gobernar  los  hombres,  por  carecer  de  ese  precioso 
don  con  que  se  les  sujeta  atra5^éndolos. 

La  legión  heroica  antes  indicada,  cambió  los  afectuosos  sen- 
timientos que  por  él  tuviera.  Ojeda  se  apartó  con  enojo  de  su 
alcance;  los  Pinzones,  los  Lepes,  los  mejores  partícipes  de  los 
trabajos  sufridos  le  volvieron  la  espalda;  Francisco  Roldan,  que 
empuñando  la  vara  de  la  justicia  dio  testimonio  de  mucho  va- 
ler, se  sustrajo  á  su  mandato;  salió  de  la  isla  Española  el  vicario 
amado  de  San  Francisco  de  Paula,  Fr.  Pernal  Puyl,  huyendo 
del  escándalo,  no  de  la  privación,  como  lo  hacía  el  aguerrido 
Margarit,  habiendo  antes  dado  lección  insigne  á  la  disciplina 
militar  en  la  fortaleza  de  Santo  Tomás  del  Cibao.  Oigamos  al 
capitán  cronista  Oviedo: 

«Estaba  el  Comendador  mosen  Pedro  Margarit  con  hasta 
treinta  hombres  en  la  fortaleza,  sofriendo  angustias,  porque  les 
faltaba  de  comer  e  tenian  muchas  enfermedades,  e  padecían 
aquellos  trabajos  a  que  están  obligados  los  primeros  pobladores 
de  tierras  tan  apartadas  e  tan  salvajes  e  dificultosas;  e  por  estas 
causas  los  que  en  la  fortaleza  estaban  se  morían,  e  de  cada  dia 
eran  menos.  Porque  para  salir  eran  pocos;  dejarla  sola  era  mal 

caso;  la  lealtad  de  aquel  caballero  la  que  debia Estando  este 

alcaide  e  su  gente  á  tan  fuerte  partido,  vino  un  indio  al  castillo, 
porque  según  él  decia,  el  alcaide  Margarit  le  páresela  bien  y  era 
hombre  que  no  hacia  ni  consentía  que  fuese  hecha  violencia  ni 
enojo  á  los  naturales  de  la  tierra,  e  trujo  al  alcaide  un  par  de 
tórtolas  vivas,  presentadas.  El  alcaide  le  dio  las  gracias  y  la  re- 
compensa en  ciertas  cuentas  de  vidrio  que  los  indios  preciaban 
mucho;  e  cuando  el  indio  fue  ido,  dijo  el  alcaide  á  los  cripstia- 
nos  que  con  él  estaban  que  le  páresela  que  aquellas  tórtolas 
eran  poca  cosa  para  comer  todos.  Todos  dijeron  que  él  decía 
bien,  que  no  había  nada  en  aquel  presente,  y  él  podria  pasar 
aquel  dia  con  las  tórtolas  e  las  había  mas  menester,  porque  es- 


-    14  — 

taba  mas  enfermo  que  ninguno.  Entonces  dijo  el  alcaide: 
«Nunca  plega  a  Dios  que  ello  se  faga  como  lo  decis;  que  pues 
»me  habéis  acompañado  en  el  hambre  e  trabajos  hasta  aqui,  en 
»ella  y  en  ello  quiero  vuestra  compañía,  y  paresceros,  fasta  que 
»Dios  sea  servido  que  todos  acabemos  o  que  seamos  de  su 
»misericordia  socorridos.»  E  diciendo  esto,  soltó  las  tórtolas 
e  fueronse  volando.  E  con  esto  quedaron  todos  tan  conten- 
tos e  hartos  como  si  a  cada  uno  de  los  que  alli  estaban  se  las 
diera;  y  tan  obligados  se  hallaron  por  esta  gentileza  del  al- 
caide, que  ninguno  quiso  dejar  su  compañía  por  trabajo  que 
tuviese.» 

Colón  era  de  escuela  distinta,  por  la  cual,  heridos  en  las  fibras 
más  sensibles  del  alma,  cuantos  lograban  poner  los  pies  en  un 
navio  se  venían  á  España,  dando  al  viento  quejas  sentidas  que 
al  fin  levantaron  tempestad. 

Presumo,  señores,  que  á  mi  vez  lastimo  vuestra  sensibilidad 
con  esta  declaración  dolorosa,  reñida  con  las  de  la  fábula,  según 
la  que,  como  quiera  que  esta  región  vecina  de  África  no  pro- 
duce más  que  cizaña,  suministró  á  Colón  chusma,  entre  la  que 
se  encontró  en  las  Indias,  como  el  ciprés  del  cementerio  de  al- 
dea, rodeado  de  ortigas.  Ese  Ojeda  elogiado,  era  un  revoltoso; 
el  representante  apostólico  Buyl,  un  díscolo;  Margarit,  como 
Pinzón,  desertor  y  presuntuoso.  Abreviando  nombres,  para  el 
afamado  Nuevo  Mundo  se  había  dado  cita  lo  peor  de  cada  casa, 
componiendo  masa  maleante  de  haraganes,  envidiosos,  cobar- 
des, que  cambiaban  de  aires  esperando  la  lluvia  de  Danae  con 
las  manos  en  los  bolsillos. 

Habrá  quien  piense  que  invento  cosas  estupendas  ó  las  ex- 
traigo del  proceso  invocado  como  tesoro  de  noticias.  Se  cono- 
cen las  opiniones  del  licenciado  Juan  de  Villalobos,  uno  de  los 
fiscales  que  actuaron,  y  considéranse  muestra  suficiente  de  lo 
que  pueden  arrojar  diligencias  seguidas  con  fin  preconcebido. 
El  error  desaparecerá  pronto,  porque  la  Real  Academia  de  la 
Historia  tiene  acordado  publicar  los  autos,  en  los  que  ha  de 
verse,  que  siendo  el  pleito  civil,  el  Almirante,  á  la  demanda  de 
sus  pretensiones  acompañó  la  serie  de  documentos  en  que 
las  apoyaba:  contestó  el  fiscal  del  Estado  comentando  é  inter- 
pretando los  datos  aducidos;  replicaron  una  y  otra  parte;  acu- 


dieron  á  la  prueba  presentando  cada  cual  testigos  y  papeles  á  su 
gusto;  sentenció  el  tribunal,  y  falló  por  cierto  contra  la  Corona, 
con  ejemplaridad  de  su  independencia  y  rectitud,  no  menos 
digna  de  notoriedad  que  la  justificación  con  que  el  Rey  cumplió 
y  ejecutó  la  sentencia  inmediatamente. 

Si  se  tienen  por  sospechosos  los  actos  en  que  intervinieron 
D.  Bartolomé  y  D.  Fernando  Colón,  los  criados  del  Almirante, 
los  pilotos  y  marineros  que  le  acompañaron  en  los  viajes  y  á  su 
solicitud  y  favor  declararon;  si  se  recusan  además  por  apasiona- 
dos los  cronistas  oficiales;  si  de  grado  en  grado  se  desechan  los 
escritos  de  los  coetáneos,  no  admitiendo  ni  el  texto  de  las  rea- 
les cédulas,  ni  siquiera  el  de  aquellos  papeles  en  cuyo  pie  se 
lee  Xpo.  Ferens^  ¿adonde  acudirá  el  deseoso  de  conocer  la  his- 
toria, la  verdadera  historia  del  descubridor? 

De  las  obras  impresas  en  España  en  el  transcurso  del  siglo  XV' i, 
pocas  habrá,  sea  cualquiera  la  materia  de  que  traten  :  filosofía 
ó  derecho,  ciencia  ó  amena  literatura;  silva,  jineta,  albeitería, 
en  que  no  se  hable  de  Colón.  A  todas  debe  preguntar  el  estu- 
dioso, pesando  lo  que  respectivamente  digan. 

No  es  en  los  pleitos  donde  consta  que  el  Almirante  pisoteó 
materialmente  en  Sanlúcar  de  Barrameda  al  interventor  de  los 
embarques,  Jimeno  de  Briviesca,  y  que  llevaron  á  mal  el  arre- 
bato sus  Altezas,  porque  en  puridad,  lo  pisoteado  eran  las  órde- 
nes reales.  Déjase  comprender  que  el  paciente  no  sería  después 
de  aquellos  que  se  desvivían  por  D.  Cristóbal. 

Los  ^Monarcas  Católicos,  tan  circunspectos  y  celosos  del  prin- 
cipio de  autoridad  como  eran,  nada  determinaron  cuando  Fray 
Bernal  Buyl  y  Pedro  Margarit  hicieron  relación  de  lo  que  acon- 
tecía en  la  Española,  aunque  era  esa  relación  eco  de  muchas 
idénticas.  Enviaron  á  su  repostero  Juan  de  Aguado,  seguros  de 
saber  por  él  la  verdad,  y  como  juzgara  de  todo  punto  necesario 
que  el  Virrey  viniera  á  España,  y  éste  hubiera  de  conformarse 
con  mortificación  de  que  hacía  alarde  dejando  crecer  la  barba  y 
vistiéndose  de  pardo,  como  fraile,  cuando  sus  Altezas  le  hubie- 
ron oído  y  confrontado  con  Buyl  y  Margarit,  sólo  entonces  ga- 
lardonaron el  sufrimiento  de  los  últimos,  dando  al  vicario  de 
San  Francisco  cartas  honrosísimas  que  llevara  á  Roma,  y  la 
Reina,  Doña  Isabel  sola,  porque  era  Margarit  aragonés,  le  brin- 


—  lo- 
do en  Castilla  con  puesto  militar  correspondiente  á  su  categoría 
y  concepto. 

Los  procederes  de  Colón  desaprobaron  los  Reyes,  pero  no  en 
modo  ostensible,  antes  en  privado  y  con  todo  género  de  mira- 
mientos, porque,  dice  Oviedo,  quisieron  más  verle  eninendado 
que  tnaltratado,  comprobándolo  la  vuelta  al  virreinato  provisto 
de  cuantos  recursos  pidió  y  pudieron  darle. 

Tenía,  pues,  Colón,  enemigos  que  se  había  buscado,  aunque 
no  de  cuenta  que  le  hicieran  sombra;  los  más  eran  de  aquellos 
infelices  exprimidos  en  Indias,  y  por  entonces  se  decía,  como 
hoy  podría  decirse,  que  «dos  cosas  hay  de  sobra  en  el  mundo: 
las  fuerzas  en  el  loco  y  la  razón  en  el  que  puede  poco».  Por  de 
contado,  en  las  esferas  del  Gobierno  no  existía  la  prevención, 
la  animosidad  legendaria  por  la  que  es  cosa  convenida  llamar 
infame  y  bárbaro  á  Bobadilla,  infame  á  Ovando,  más  que  infa- 
me á  Fonseca,  extendiendo  la  infamación  á  cuantos  de  cual- 
quier modo  contrariaban  la  voluntad  del  Virrey  de  las  Indias, 
incluso  D.  Fernando  V. 

En  punto  á  Bobadilla  sabéis  á  qué  ateneros.  Si  como  el  señor 
Vidart  otros  investigadores  tomaran  á  cargo  estudios  individua- 
les, todos  aprenderíamos.  El  comendador  Bobadilla  merecía  á 
los  Monarcas  el  más  alto  aprecio :  eligiéronle  por  remedio  de 
males  comprobados  ;  tras  mucho  cavilar,  y  de  dilación  en  dila- 
ción detenido,  le  enviaron  á  la  Española  con  amplísimos  pode- 
res, fiando  en  la  reputación  que  le  estimaba  hombre  recto  y  re- 
ligioso. Iba  decididamente  á  sustituir  al  Almirante.  Si  no  pro- 
cedió como  Aguado  por  primera  vez  lo  había  hecho;  s\ prendió 
los  cuerpos  y  secrestó  los  bienes^  usando  de  las  facultades  que  se 
le  habían  conferido,  motivos  debió  tener.  Acaso  pesa  sobre  su 
nombre  responsabilidad  á  que  fuera  ajeno;  porque  hechos  son 
notorios  que  restableció  en  la  Española  el  orden  y  el  imperio 
de  la  ley,  con  tranquilidad  y  contento  de  todos  ;  que  en  la  resi- 
dencia se  le  declaró  indemne,  y  que  los  Reyes  se  dieron  de  él 
por  bien  servidos. 

Nicolás  de  Ovando  menos  podía  llevar  prevención,  pues  ni 
siquiera  le  relevaba.  Le  negó  la  entrada  en  días  aciagos,  lo  que 
no  se  niega  á  ningún  navegante,  se  objeta  ;  le  abandonó  en  una 
playa  inhospitalaria  y  triste,  y  añadiendo  el  sarcasmo  al  aban- 


—  17  — 

dono,  cuando  le  envió  un  pernil  y  una  barrica,  mejor  que  por 
darle  auxilio  lo  hacía  por  conocer  su  situación. 

Ovando  encontró  aún  á  la  población  de  la  Española  dividida  en 
dos  partidos,  que  se  titulaban  del  Rey  y  del  Almirante^  dando 
á  entender  que  el  Almirante  estaba  ó  se  ponía  en  frente  de  su 
señor  natural.  Llevaba  en  el  cuarto  viaje  orden  expresa  de  no 
tocar  en  la  isla,  orden  que  procuró  eludir  con  pretextos  no  ad- 
mitidos por  el  Gobernador.  Cuando  el  leal  Diego  Méndez  le 
comunicó  noticia  de  estar  el  descubridor  en  Jamaica  con  las 
naves  en  tierra  varadas,  se  encontraba  Ovando  en  el  centro  de 
la  isla  ocupado  en  someter  á  los  caciques.  Impolítica  fuera  en 
su  ausencia  la  llegada  de  Cristóbal  á  la  capital,  donde  fácilmente 
se  podría  avivar  la  llama  no  extinguida  de  las  banderías  :  la  de- 
moró, por  consiguiente,  hasta  que  pudo  en  persona  recibirle  con 
toda  la  consideración,  con  todo  el  respeto  y  agasajo  que  se  le 
debían.  Escribieron  los  de  su  tiempo,  singularmente  el  P.  las 
Casas,  «que  fué  este  buen  caballero  ejemplo  de  honestidad  y  de 
ser  libre  de  codicia  en  esta  isla,  donde  pudiera  con  mucha  faci- 
lidad, en  lo,  uno  y  en  lo  otro  corromperse,  y  aun  se  propaló  que 
pidió  dineros  prestados  para  volver  á  España.»  Los  amigos  pos- 
tumos de  Colón  son  más  exigentes  que  él  mismo  en  la  materia 
si  no  miente  la  carta  que  redactó,  como  sigue: 

«Muy  noble  señor:  Diego  de  Salcedo  llegó  á  mi  con  el  soco- 
rro de  los  navios  que  vuesa  merced  me  envió,  el  cual  me  dio  la 
vida  y  á  todos  los  que  estaban  conmigo  :  aqui  no  se  puede  pa- 
gar á  precio  apreciado.  Yo  estoy  tan  alegre,  que  desque  le  vide 

no  duermo  de  alegría La  sospecha  de  mi  se  ha  trabajado  de 

matará  mala  muerte,  mas  Diego  de  Salcedo  todavía  tiene  el 
corazón  inquieto;  lo  por  qué,  yo  sé  que  no  lo  pudo  ver  ni  sen- 
tir, porque  mi  intención  es  muy  sana  y  por  eso  yo  me  maravillo. 
La  firma  de  vuestra  carta  folgué  de  ver,  como  si  fuera  de  don 
Diego  ó  de  D.  Fernando  (sus  hijos);  por  muchas  honras  y  bien 
vuestro,  señor,  sea,  y  que  presto  vea  yo  otra  que  diga  (en  vez 
de  El  Comendador  mayor)  El  Maestre. — Su  noble  persona  y 
casa  Nuestro  Señor  guarde.» 

El  infame  superlativo  D.  Juan  Rodríguez  de  Fonseca,  de 
ilustre  casa,  de  la  sociedad  bienquisto,  muy  joven  fué  designado 
para  despachar  los  negocios  de  Indias  desde  el  momento  del 


—   I8  — 


descubrimiento,  y  los  manejó  treinta  años,  cimentando  el  Con- 
sejo Supremo,  cuya  presidencia  ocupó  el  primero.  En  ese  largo 
período  pasó  sucesivamente  de  Arcediano  y  Deán  de  Sevilla, 
á  Obispo  de  Badajoz,  Córdoba,  Falencia,  Burgos,  y  Arzobispo 
de  Rosano.  Honras  no  le  faltaron  para  envidiar  las  de  otros, 
siendo  el  precursor  de  los  Ministros  de  Ultramar,  presentado 
en  Roma  por  Patriarca;  enviado  á  Flandes  por  Embajador; 
tampoco  le  escasearon  consideraciones  sus  contemporáneos. 

Echanle  en  cara  el  haber  concedido  licencias  para  descubrir, 
siguiendo  las  huellas  del  Almirante,  y  la  mala  intención  con  que 
sirvió  de  remora  en  los  armamentos  que  le  estaban  encomenda- 
dos, por  lo  que  anduvo  en  contestaciones  con  aquél.  Eran  los 
Reyes  arbitros  de  las  licencias,  no  Fonseca;  y  si  en  los  trámites 
administrativos  hubo  desavenencia,  hubiérala  con  cualquiera 
que  ocupara  el  puesto  del  Obispo,  porque  apeteciendo,  emula- 
mos con  el  Creador  en  el  áQc'vcJiat;  lo  dificultoso  es  que  las  co- 
sas se  hagan.  Colón,  sin  que  por  ello  ocurra  censurarle,  deman- 
daba navios,  hombres,  raciones  y  dinero:  Fonseca  se  arreglaba  á 
los  recursos  limitados  de  la  Hacienda,  y  cuando  D.  Cristóbal 
mucho  le  estrechaba,  solía  decir  que  remitiera  alguna  parte  del 
oro  siempre  anunciado,  que  él  se  encargaría  de  amonedarlo. 
Entre  las  dos  autoridades,  gubernamental  y  administrativa,  ha- 
bía la  contrariedad  eterna  del  querer  y  el  poder,  sin   que  juga- 
ran el  primer  papel  los  sentimientos  personales,  bien  que  por 
necesidad  se  significaran.  Dado  que  se  ponga  en  duda,  queda 
testimonio  irrecusable. 

Acabado  el  cuarto  y  último  de  los  viajes,  hallándose  el  Almi- 
rante descansando,  liquidadas  las  partidas  de  agravios  y  satis- 
facciones, como  es  de  suponer,  en  carta  encargaba  á  su  hijo: 
«Si  el  señor  Obispo  de  Falencia  es  venido  ó  viene,  dile  cuánto 
me  ha  placido  de  su  prosperidad,  y  que  si  yo  voy  allá,  que  he 
de  posar  con  su  merced  aunque  él  no  quiera,  y  quehabemos  de 
volver  al  primero  amor  fraterno,  y  que  non  lo  poderá  negar, 
porque  mi  servicio  le  fará  que  sea  ansí.» 

La  epístola  no  es  directa:  yendo  enviada  á  D.  Diego  Colón, 
contiene,  al  parecer,  declaración  sincera.  Si  se  tomara  por  fór- 
mula de  cortesía  convencional,  la  secuela  no  le  abonaría :  con 
esta  carta  y  la  enderezada  al  Comendador  mayor  de  Alcántara, 


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tendrían  que  retocarse  los  rasgos  morales  del  Virrey,  observando 
que  el  soberbio  con  los  pequeños  se  hacía  más  que  humilde  ante 
los  grandes.  De  cualquier  modo,  bueno  es  saber  que,  muerto 
D.  Cristóbal,  cuando  nada  podían  los  empeños  de  su  sucesor  ni 
los  buenos  oficios  del  Duque  de  Alba,  su  suegro  y  primo  del  Rey, 
se  le  dio  el  gobierno  de  las  Indias  antes  de  fallarse  el  pleito 
pendiente,  por  instancias  y  garantía  de  Fonseca  y  del  secreta- 
rio Lope  Conchillos,  otro  de  los  infamados.  Es  Garibay  quien 
lo  dice.  A  seguida  el  Presidente  del  Consejo  de  Indias,  siempre 
Fonseca,  estableció  para  encabezamiento  de  provisiones  y  cé- 
dulas reales  una  fórmula,  conservada  hasta  los  días  de  Felipe  III, 
diciendo: 

«D.  Fulano,  mi  gobernador  de  las  Indias  descubiertas  por 
D.  Cristóbal  Colón  y  por  su  industria,  sabed ,  etc.» 

La  leyenda  no  admite  prosaicos  pormenores  como  éstos:  de- 
leita al  contemplador  llevándole,  por  ejemplo,  á  la  moruna  Cór- 
doba, en  ocasión  en  que  la  presencia  de  la  corte  y  la  inquina  de 
Fr.  Hernando  de  Talavera  obligaban  al  paciente  extranjero  á  ir 
de  puerta  en  puerta  malgastando  el  caudal  de  su  oratoria.  Por 
ventura  se  templaba  la  tensión  de  sus  nervios  doloridos  aspi- 
rando el  ambiente  que  el  azahar  perfumaba;  reconcentrando  el 
pensamiento  bajo  los  arcos  maravillosos  de  la  catedral,  que  alica- 
taron con  delicia  los  hijos  de  las  palmeras  del  Desierto.  En  las 
altas  horas  de  la  noche  acaso  requería  la  espada  obligando,  mal 
de  su  grado,  á  que  le  dieran  paso  los  malandrines  dispuestos  á 
estorbárselo.  La  mandolina  preludiaba  entonces,  al  pie  de  ce- 
losía enramada,  la  frase  ardiente,  el  armonioso  acento  inspirado 
por  una  Beatriz  cual  la  del  Dante  divinal. 

Luce  al  fin  (en  la  poesía)  para  el  triste  desterrado  el  día  del 
anhelo.  D.^  Beatriz  Enríquez  de  Arana,  dama  de  la  primera  no- 
bleza, rica-hembra  de  Castilla,  bella  como  la  hurí  soñada  del 
oriental,  discreta  entre  los  ingenios  peregrinos  de  las  Beatrices 
de  Bobadilla,  de  Quintanilla  y  de  Galindo,  la  Latina;  atraída 
irresistiblemente  por  el  hombre  extraordinario  que  presentía  sin 
vacilación  rasgar  el  velo  del  mar  tenebroso^  le  da  la  blanca  mano 
y  el  corazón  amante,  bendiciendo  un  ministro  del  Altísimo  la 
unión  del  genio  y  de  la  hermosura,  unión  patrocinada  por  la 
Reina  Isabel,  que  se  gozaba  en  la  felicidad  de  sus  protegidos. 


20   — 


La  esposa,  á  quien  algo  faltara  no  siendo  liberal,  emplea  el  pa- 
trimonio en  pertrechar  las  carabelas,  y  las  ve  arrancar  de  Pa- 
los, nublados  los  ojos  por  la  pena,  enviando  desde  la  playa  con 
la  punta  de  sus  dedos  de  niña,  el  beso  de  despedida. 

¡Pobre  Beatriz! ¡Bella! ¿por  qué  no?  Decidora,  gra- 
ciosa  era  andaluza. 

Se  enamoró  de  un  desconocido  ni  joven,  ni  apuesto,  ni  rico, 
algo  interior  vio  en  él. 

Como  ha  dicho  el  Sr.  Becerro  de  Bengoa  con  gala  y  ameni- 
dad que  envidio,  fué  el  tercer  lazo  que  retuvo  en  España  al  fo- 
rastero. 

Acordóle,  en  efecto,  cuánto  puede  la  mujer  apasionada. 
Fué  exalación  brillante  en  la  obscuridad  de  la  incertidumbre: 
endulzó  la  amargura  de  los  desengaños;  sufrió  las  punzadas 
de  la  burla;  tomó  para  sí  la  mitad  del  despecho  que  el  pre- 
tendiente cada  día  aportaba  al  hogar,  alumbrándolo  ;  que 
vida  sin  amor  es  día  sin  luz,  nave  sin  brújula,  limbo  abreviado, 
nostalgia  del  edén,  sed  inextinguible.  Agotado  el  tesoro  de  la 
ternura,  Beatriz  le  dio  un  hijo  que  había  de  encumbrar  más  su 
apellido,  hidalgo,  inteligente  y  hermoso;  como  ella. 

Excelente  caballero  fué  D.  Fernando  Colón.  Sobresalió  en 
letras  y  en  ciencias;  adelantó  las  de  aplicación  á  la  náutica;  de- 
puró su  ilustración  visitando  las  principales  ciudades  de  Eu- 
ropa, adquiriendo  las  obras  más  valiosas  del  talento.  No  le  se- 
dujeron los  atractivos  de  las  damas,  ni  el  brillo  de  la  corte  del 
Emperador:  en  Sevilla  fabricó  á  orillas  del  río,  morada  con 
jardín  en  que  aclimataba  plantas  exóticas;  el  retiro,  los  libros, 
las  flores,  la  conversación  de  pocos  amigos  y  el  socorro  de  la 
necesidad,  le  proporcionaron  existencia  tranquila. 

Quiso  escribirla  vida  y  hechos  de  su  progenitor,  empapado 
en  la  lectura  de  los  clásicos  antiguos,  y  puso  los  cimientos  al 
edificio  romancesco  y  legendario  que  tan  grandes  proporciones 
tiene  ahora,  levantando  á  la  par  la  nebhna  que  le  envuelve.  No 
tuvo  la  resolución,  que  su  tiempo  haría  penosa,  de  confesar  que 
fueron  los  Colombos  tejedores  de  lana,  si  pobres  y  mecánicos, 
honrados.  Inventó  el  cuento  de  las  joyas  de  la  reina  Isabel  que 
aun  anda  en  boga;  usó  de  las  arengas  y  adornos  semejantes  de 
Salustio  y  Cornelio  Nepote;  omitió  mucho  de  lo  que  quisiera- 


21    — 


mos  saber,  creyendo  cumplir  deberes  filiales,  no  extendidos  á 
la  que  le  dio  vida;  no  la  nombró  siquiera.  ¡Le  avergonzaba  la 
bastardía,  debilidad  común,  pero  sensible  en  varón  tan  seña- 
lado! 

En  la  última  preterición  siguió  el  ejemplo  de  su  padre.  Bea- 
triz Enríquez  pudo  ser  buena  amiga  para  el  apurado  preten- 
diente en  corte;  para  el  Almirante  á  quien  se  hacía  salva  en  la 
mesa  del  Cardenal  de  España  y  se  daba  asiento  en  presencia 
de  los  Reyes,  aquella  mujer  era  un  estorbo,  una  inconvenien- 
cia que  había  de  chocar  con  las  reglas  severas  de  la  casa  de 
D.*  Isabel.  Beatriz,  que  compartió  los  desdenes  de  la  fortuna, 
no  era  considerada  merecedora  de  disfrutar  otra  cosa  en  los  fa- 
vores que  la  pensión  de  los  diez  mil  maravedís,  destinada  por  los 
soberanos  al  marinero  que  cantara  tierra,  reclamada  por  el  Vi- 
rrey y  cedida  á  la  infeliz,  reclusa  desde  entonces  en  su  casa  de 
Córdoba. 

Consignó  Colón  en  el  testamento  que  el  nombre  de  Beatriz, 
olvidado  en  la  prosperidad,  pesaba  sobre  su  conciencia.  Por 
distinto  sentimiento  dictado,  puso  que,  cuando  sirvió  á  los  Re- 
yes con  las  Indias,  «allende  de  poner  el  aviso  y  la  persona,  sus 
Altezas  no  gastaron  ni  quisieron  gastar  para  ello,  salvo  un 
cuento  de  maravedis,  e  a  él  fué  necesario  de  gastar  el  resto.» 
¡A  él,  caballero  de  la  capa  raída,  á  quien  enviaba  por  entonces 
D.^  Isabel  unos  cuantos  florines  para  que  se  vistiese  honesta- 
mente y  comprara  una  bestezuela! 

Dolíale  todavía  al  salir  del  mundo,  según  parece,  reconocer 
los  favores  que  recibió.  El  testamento  de  Diego  Méndez  nos 
había  enseñado  de  qué  modo  pagó  su  ayuda;  ahora  la  gentileza 
de  una  ilustre  señora,  benemérita  de  las  letras,  sacando  á  luz 
del  archivo  de  su  casa  preciosos  diplomas,  nos  hace  conocer 
instrumento  de  la  misma  especie.  Juanoto  Berardi,  el  floren- 
tino introductor  de  Colón  en  España,  declara  en  la  última  hora 
«que  le  es  obligado  á  pagar  ciertos  maravedís,  y  más  el  trabajo 
que  por  su  señoría  e  por  sus  hermanos  e  hijos  e  negocios  ha 
hecho  y  trabajado  con  obra  y  voluntad  y  deseo;  en  que  ha  de- 
jado por  le  servir,  su  trato  y  vivienda,  y  perdido  y  gastado  su 
hacienda  y  las  de  sus  amigos  y  aun  su  persona,  porque  de  los 
trabajos  y  fatigas  que  ha  tomado  andando  muchos  caminos  y 


—    22    — 


sufriendo  muchos  afanes,  está  doliente.  Pide  al  señor  Almirante 
que  pague  la  suma  debida  á  Jerónimo  Bufaldi  y  á  Amérigo 
Vespucci,  sus  albaceas,  el  segundo  de  los  cuales  también  ha 
estado  mirando  en  su  servicio,  por  lo  que  esperaba  recibir  de 
él  mercedes.»  Si  el  testamento  de  Pinzón  pareciera,  acaso  vié- 
ramos repetidas  las  palabras  que  de  viva  voz  le  dijo:  «¡Este  fin 
merezco  yo  por  haberos  puesto  en  la  honra  en  que  estáis!» 

Demos  vuelta  á  la  hoja  por  ver  cómo  el  postulador  de  la  causa 
de  beatificación  de  El  embajador  de  Dios,  historiador  irrefuta- 
ble á  juicio  de  no  pocos  lectores,  pinta  la  figura  de  Fernando  V, 
jefe  y  representante  á  la  sazón  de  este  pueblo  de  «hidalgos  con- 
sumidores de  garbanzos  en  cazuelas  desportilladas».  Son  pala- 
bras suyas.  Por  el  retrato  podrá  estimarse  el  parecido  de  los 
otros  personajes  con  que  Colón  tuvo  que  habérselas. 

«Más  de  tres  siglos,  dice,  le  ha  servido  de  inmunidad  el  título 
de  Católico,  debido  á  la  heroica  virtud  de  su  compañera;  pero 
hemos  de  arrancar  al  sicofanta  coronado  la  careta  de  su  impos- 
tura  Hemos  de  romper  el  disfraz  de  esa  alteza  embustera  y  la- 
drona; de  ese  estafador  reinante;  de  ese  monarca  perjuro  3^  sa- 
crilego   Hemos  de  presentar  con  toda  su  desvergüenza  al 

diplomático  que  ejerció  contra  el  revelador  del  Globo  el  bes- 
tial principio  de  la  fuerza  contra  el  derecho;  el  que  despojó  in- 
humanamente al  bienhechor  de  sus  pueblos;  colmó  de  merce- 
des á  sus  enemigos;  quiso  aniquilar  su  descendencia,  sofocar  su 
fama  y  borrar  su  memoria  de  entre  los  hombres.  Al  pedir  justi- 
cia para  Colón  es  equitativo  reclamar  el  castigo  de  su  verdugo; 
despedazarlas  espuelas  del  caballero  felón;  romper  su  espada 
desleal;  ensuciar  el  real  escudo,  volviéndolo  al  revés  con  la 
punta  en  alto » 

Don  Fernando  no  pudo  hacerse  el  sordo  á  los  clamores  de  los 
que  le  pedían  justicia.  Un  rey  constitucional  no  tardara  tanto 
en  decidir  el  relevo  del  Gobernador  que  no  gobernaba:  obligá- 
rale  á  mayor  severidad  la  opinión  decididamente  movida,  que 
de  ello  no  dejan  duda  escritores  de  crédito  excepcional  como 
son  el  hijo  del  Almirante  y  su  admirador  el  P.  Las  Casas. 

El  Soberano  absoluto  no  privó,  sin  embargo,  al  Virrey  de 
otra  cosa  que  del  ejercicio  de  la  autoridad  en  la  isla  Española, 
empleándole  en  servicios  importantes,  acrecentándole  las  hon- 


—  23  — 

ras,  conservándole  la  estimación,  ni  por  un  momento  entibiada. 
Las  pesquisas  de  Aguado  y  los  procesos  de  Bobadilla  se  guar- 
daron sin  dictar  resolución,  teniendo  por  bastante  que  estuviera 
en  ellos  justificada  la  razón  del  relevo  en  el  mando.  A  la  insis" 
tente  pretensión  de  ser  reintegrado  opuso  D.  Fernando  dilacio- 
nes, pretextos  plausibles  y  siempre  honrosos,  hasta  que,  á  más 
no  poder,  y  con  demostración  de  convenir  á  la  paz  y  tranquili- 
dad de  sus  vasallos,  y  aun  al  interés  del  Almirante  mismo,  le 
propuso  la  sustitución  de  la  cláusula  de  las  capitulaciones  que 
invocaba,  por  otra  á  su  gusto  ó  al  parecer  de  arbitros  y  buenos 
componedores  que  él  propio  designase.  Colón  fué  en  este  punto 
irreducible:  manifestó  que  en  lo  que  tocara  á  intereses  materia- 
les ninguna  dificultad  tendría  en  que  se  viera,  pero  relativamente 
á  su  calidad  de  virrey  perpetuo  de  las  Indias,  no  cedería  jamás. 

De  aquí  nació  el  pleito.  El  fiscal  de  la  Corona  debió  limitarse 
á  sostener  con  seriedad  que,  siendo  en  Castilla  las  leyes  antes 
que  los  Reyes,  las  capitulaciones  firmadas  en  Santa  Fe,  por  ile- 
gales adolecían  del  vicio  de  nulidad,  dejando  al  sentido  común 
apreciar  q^ue,  aun  sin  esa  condición,  en  sí  llevaban  la  imposibili- 
dad del  cumpUmiento.  Tocó  otros  argumentos  innecesarios  é 
inconvenientes,  siendo  de  observar  que  como  pidiera  que  se 
juntaran  á  los  autos  los  que  en  la  Española  se  formaron  contra 
el  Virrey,  no  lo  acordó  el  Consejo,  procediendo  como  el  Arzo- 
bispo de  Toledo,  Jiménez  de  Cisneros,  á  cuyas  manos  llegaron 
las  informaciones  hechas  por  Roldan  contra  los  tres  hermanos 
Colón  y  las  denuncias  que  de  sus  desafueros  le  hacían  los  frailes 
de  San  Francisco,  documentos  reservados  de  forma,  que  hasta 
estos  días  nadie  supo  su  existencia.  Tanta  era  la  consideración 
que  se  guardaba  á  D.  Cristóbal. 

Sentenciada  la  causa  declaró  el  tribunal  que  pertenecía  á  don 
Diego  Colón  el  título  de  Virrey  y  ejercicio  de  la  gobernación 
con  observancia  de  las  leyes  y  cumplimiento  de  las  órdenes  de 
su  Rey  y  Señor,  y  de  ello  apeló  agraviado,  sosteniendo  que  la 
residencia  era  incompatible  con  la  perpetuidad  que  por  derecho 
de  contrato  oneroso  le  correspondía.  En  el  supuesto  que  apren- 
dió de  su  padre,  no  le  alcanzaban  las  leyes  del  reino;  sólo  á  Dios 
debía  cuenta  de  sus  actos  como  Gobernador. 

A  no  hacer  fe  la  colección  de  cartas  de  D.  Fernando,  costa- 


—   24  — 

ría  trabajo  concebir  la  paciencia,  la  parsimonia,  la  condescen- 
dencia verdaderamente  paternal  con  que  el  Monarca  maestro 
toleraba  las  genialidades  infantiles  de  su  Gobernador  en  las  In- 
dias, por  llamarse  Colón. 

Los  devotos  recientes  del  descubridor  ponen  en  el  número 
de  sus  enemigos  á  los  cronistas  que  refirieron  lo  que  veían,  sin 
ocultar  los  desaciertos,  aunque  con  suma  circunspección  los  in- 
dicaran :  por  enemigos  cuentan  á  Oviedo,  Gomara,  Herrera, 
Nicolás  Antonio,  Navarrete,  á  todos  los  escritores  españoles, 
en  una  palabra.  Si  de  ellos  se  quisiera  extraer  ramillete,  ¡qué 
esencia  exquisita  incensara  la  imagen  del  Almirante ! 

Galíndez  de  Carvajal,  en  aquellos  días,  al  saber  la  defunción 
de  D.  Cristóbal,  expresaba :  «Podrá  la  inscripción  que  se  le  ha 
puesto  borrarse  de  la  piedra,  pero  no  de  la  memoria  de  los  hom- 
bres.» 

Estanques,  cronista  de  Felipe  el  Hermoso,  añadía:  «El  descu- 
brimiento de  las  Indias  por  D.  Cristóbal  Colón  fué  la  cosa  más 

señalada  que  antes  de  sus  tiempos  aconteció  en  el  mundo ,  el 

cual,  si  se  hiciera  en  el  de  los  griegos  y  romanos,  cierto  es  que 
lo  ensalzaran  y  ponderaran  en  muchos  volúmenes  de  historias, 
como  la  grandeza  del  caso  merecía.» 

Oviedo  decía  poco  después  al  rey  Carlos  1 :  «Porque  aunque 
todo  lo  escripto  y  por  escribir  en  la  tierra  perezca,  en  el  cielo 
se  perpetuará  tan  famosa  historia,  donde  todo  lo  bueno  quiere 
Dios  que  sea  remunerado  y  permanezca  para  su  alabanza  y  glo- 
ria de  tan  famoso  varón.  Los  antiguos  le  hubieran  erigido  esta- 
tua de  oro,  sin  darse  por  ello  exentos  de  gratitud.» 

Pinel  y  Monroy,  luego:  «Fué  sin  duda  la  dificultosa  empresa 
de  D.  Cristóbal  la  de  mayor  admiración  que  pudo  caber  en  áni- 
mo mortal,  y  que  jamás  imaginó  ni  concibió  la  esperanza  de  los 
siglos;  y  pudo  con  razón  decirse  que  después  de  la  Creación  del 
mundo  y  la  Redención  del  género  humano,  no  resaltará  en  las 
letras  sagradas  ni  profanas  otra  obra  de  mayor  grandeza.» 

Siglo  por  siglo  y  año  por  año  suministran  nuestros  registros 
literarios  elogios  cual  estos,  de  prosistas;  los  de  los  poetas, 
desde  Alvar  Gómez  de  Cibdad  Real,  antes  citado  en  la  edad  de 
Doña  Isabel,  hasta  Campoamor  y  Verdaguer,  de  cuyo  genio 
gozamos,  son  muchos  más,  habiéndolos  comenzado  áraíz  de  los 


sucesos  con  mejor  deseo  que  favor  de  Apolo,  Juan  de  Castella- 
nos, diciendo : 

«Cristóbal,  pues  por  ti  Cristo  nos  vale, 
Válgate  Dios,  el  Rey  y  tu  cuidado  ; 
Con  grandes  señorios  te  señale 
Aquel  que  te  formó  tan  señalado ; 
Con  gloria  de  los  cielos  te  regale 
Pues  has  el  mundo  todo  regalado  ; 
Hereden  señoríos  prepotentes 
Los  hijos  que  ternas  ,  y  descendientes.» 

Por  todo  esto  se  advierte  que  en  parte  alguna  (y  es  natural) 
se  han  tributado  al  navegante  insigne  admiración  ni  honra  tan 
altas  como  en  España;  porque  allá,  donde  se  le  cree  impecable, 
no  es  mucho  querer  ponerle  en  los  altares.  Acá,  lamentando  los 
yerros  y  flaquezas  del  ser  humano,  como  ellas  nada  tienen  que 
ver  con  el  genio,  emanación  celestial,  tuvo  y  tiene  Colón  un 
santuario  en  cada  mente.  La  gratitud  no  repara  en  lunares,  de 
que  ni  el  sol  carece.  Fueran  tales  flaquezas  muchas  más  y  más 
grandes,  no  habían  de  servir  en  el  recuerdo  más  que  para  apli- 
carlas individualmente  al  terrible  memento  de  las  sagradas  ense- 
ñanzas en  que  se  confunden  David,  Pericles,  Alejandro,  César, 
Constantino,  Napoleón,  si  pasmo  de  los  siglos,  hombres  de 
barro  frágil  como  los  demás. 

Multiplicadas  cuanto  se  quisiera  las  debilidades,  ¿dejaría  Co- 
lón por  ellas  de  ser  el  descubridor  de  las  Indias?  ¿No  es  de 
todos  modos  el  que  abrió  la  valla  á  la  expansión  de  nuestro  pue- 
blo? ¿No  le  debemos  la  ocasión,  el  camino,  el  impulso  que  lle- 
vaba españoles  á  Occidente  para  dar  luz  y  vida  civilizada  á  la 
mitad  del  orbe;  para  asombrar  al  orbe  entero  con  sus  hechos,  y 
para  grabarlos  en  páginas  perdurables,  llenando  la  historia  de 
los  tiempos?  Pues  loado  sea.  Eso  no  se  olvidó  ni  ha  de  olvidarse 
nunca. 

Ahora,  si  porque  de  miserias  os  he  hablado,  queréis  poner  mi 
nombre  en  esa  lista  interminable  de  supuestos  enemigos  del 
Almirante  mayor,  tened  presente  que  aquéllas  no  empañan  el 
resplandor  de  su  aureola,  y  por  necesidad  sirven  para  avalorar 
el  concepto  ultrajado  de  varones  dignos  de  alabanza,  recono- 
ciendo que  sin  su  concurso  no  celebráramos  ahora  el  suceso  que 


—    26   — 

enaltece  á  la  nación,  objeto  del  Centenario.  El  juicio  equitativo 
en  modo  alguno  se  opone  á  declamar  con  el  cantor  de  las  Er- 
mitas : 

«En  éxtasis  profundo 
Bendigo  de  Colón  la  eterna  gloria. 
No  puede  marchitarse  la  memoria 
De  aquel  que  al  mundo  regaló  otro  mundo.» 


COLÓN  Y  LOS  REYES  CATÓLICOS 


ATENEO  DE  MADRID 

¥.=^^ 


COLON 


Y    LOS 


REYES     CATÓLICOS 

CONFERENCIA 

DEL 

SR.  MARQUÉS  DE  HOYOS 

leída  el  día  24  de  Marzo  de  1891 


MADRID 

ESrABLECLMIBNTO   TIPOGRÁFICO    «SUCESORES    DE    RIVADENEYKA> 

IMPRESORES     DE     LA     REAL     CASA 

Paseo  de  San  Vicente,  20 
1892 


Señores  : 

Raras  veces  una  falta,  siquiera  ésta  sea  levísima,  y  aunque 
sea  motivada  por  los  más  nobles  impulsos  del  corazón,  deja  de 
producir  sus  naturales  consecuencias.  Vuestra  excesiva  bon- 
dad, que  también  en  la  bondad  puede  haber  exceso,  me  elevó 
á  puestos  tan  altos  como  inmerecidos.  Durante  varios  años  con- 
secutivos me  honrasteis  con  la  Vicepresidencia  de  este  primer 
Centro  Científico  y  Literario  de  la  nación  y  con  la  Presidencia 
de  la  Sección  de  Ciencias  Históricas,  y  al  dispensarme  tan  se- 
ñalados favores  me  habéis  colocado  en  la  imposibilidad  abso- 
luta de  negarme  á  las  amables  instancias  del  dignísimo  Presi- 
dente de  esta  Sección,  mi  amigo  el  Sr.  Sánchez  Moguel,  y  á  las 
de  la  Junta  directiva,  para  la  honrosa  pero  dificilísima  tarea  de 
coadyuvar  á  esta  importante  misión  que  se  ha  impuesto  el  Ate- 
neo de  conmemorar  el  Centenario  del  descubrimiento  de  Amé- 
rica. Al  cumplir  con  un  imprescindible  deber  de  obediencia  y 
de  gratitud,  ruégoos  que  consideréis  que  sólo  por  tan  inexcusa- 
ble motivo  os  impongo  el  penoso  sacrificio  de  oirme,  y  que  la 
indulgencia  que  de  vosotros  impetro,  y  que  tanto  necesito,  es 
casi  un  deber  correlativo  al  que  vuestra  benevolencia,  que 
nunca  agradeceré  bastante,  me  ha  impuesto. 

A  la  deficiencia  de  medios  de  toda  suerte  que  con  sinceridad 
reconozco,  hay  que  añadir  la  dificultad  suma  de  la  materia  que 
me  ha  sido  encomendada.  Trátase  de  la  personalidad  insigne 


—  6  — 

del  grande  hombre  que  con  su  genio,  su  saber,  su  perseveran- 
cia, realizó  el  portentoso  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo; 
del  que  simboliza  esa  gloria  inmarcesible  de  la  nación  española 
y  de  la  Edad  Moderna.  Trátase  de  analizar  la  parte  que  en  tan 
memorable  acontecimiento  corresponde  á  los  Reyes,  á  las  di- 
ferentes clases  sociales,  al  pueblo  entero. 

La  vida  del  gran  Cristóbal  Colón,  con  ser  tan  conocida,  tiene, 
sobretodo  en  su  primera  parte,  es  decir,  antes  del  descubri- 
miento, que  es  lo  que  me  toca  examinar,  obscuridades  de  tal 
suerte,  que  los  más  diligentes  y  veraces  escritores  se  han  en- 
contrado perplejos  al  quererlas  dilucidar.  Nacen  estas  dificulta- 
des principalmente  de  dos  causas:  i.^  Que  efectivamente  sobre 
esa  época  primera  del  gran  navegante  hay  deficiencia  de  docu- 
mentos, y  esos,  en  gran  parte,  obscuros  y  aun  contradictorios. 
2.^  Principalmente  porque  por  motivos,  ya  de  interés  religioso, 
ya  de  orgullo  nacional,  ya  de  genialidad  personal,  ha  habido 
escritores,  que  más  que  á  escribir  historia,  se  han  dedicado  á 
acomodar  los  hechos  á  sus  peculiares  propósitos,  á  establecer  a 
pj'íorz  una  tesis  que  han  desarrollado  con  más  ó  menos  talento 
y  fortuna. 

Suele  además  siempre  el  genio  inspirar  á  la  generalidad  sen- 
timientos extremos,  ya  de  entusiasmo,  ya  de  odio;  en  magnífica 
frase  lo  estampó  Manzoni  en  su  oda  famosa  á  Napoleón  (II  5 
Maggio). 

Segno  d'immensa  invidia 
E  di  pietá  profonda 
D'inestinguibil  odio 
E  d'indomato  amor. 

Culto  y  envidia,  odio  inextinguible  y  amor  indomable,  ha  ha- 
bido, en  efecto,  hacia  el  insigne  Colón,  y  estas  causas  han  ori- 
ginado dos,  ó  mejor  dicho,  tres  conceptos  totalmente  distintos, 
y  de  todo  en  todo  contradictorios  acerca  de  la  vida  y  de  las 
condiciones  morales  é  intelectuales  del  gran  descubridor. 

Uno  de  estos  conceptos  puede  llamarse  una  leyenda;  es  el 
otro,  sin  duda  alguna,  una  furiosa  diatriba.  Entre  uno  y  otro 
debe  aparecer  serena  y  majestuosa  la  imparcial  historia. 

La  principal  causa  inmediata,  además  de  las  generales  ya  ex- 
puestas, que  dio  pábulo  á  esa  diatriba,  surgió  de  un  acontecí- 


—  7  — 

miento  fatal  é  irremediable.  Las  capitulaciones  de  Colón  con 
los  Reyes  Católicos  eran  imposibles  de  ejecutar.  Éranlo  quizás 
ya  en  tiempo  del  primer  Almirante,  fuéronlo  totalmente  en 
tiempo  de  sus  sucesores.  Una  voz  harto  más  autorizada  que  la 
mía  lo  ha  dicho  desde  este  mismo  sitio:  lo  que  no  puede  ser  no 
es.  Tuvo  que  surgir  necesariamente  la  lucha  entre  los  descen- 
dientes de  Colón,  que  se  juzgaban  con  cierta  razón  acreedores 
á  que  se  les  cumpliese  todo  lo  ofrecido,  y  el  Estado  que,  ó  tenia 
que  renunciar  á  toda  verdadera  soberanía  sobre  los  territorios 
descubiertos,  ó  cercenar  los  privilegios  acaso  ligeramente  con- 
cedidos. Toda  lucha  tiene  por  consecuencia  ineludible  y  triste 
el  extremar  las  cosas.  El  famoso  pleito  de  la  familia  de  Colón 
con  el  Estado  y  con  los  Pinzones,  que  se  creían  asimismo  agra- 
viados, fué  incentivo  para  todas  las  pasiones  buenas  y  malas, 
nobles  é  indignas.  El  odio  y  la  envidia  de  unos,  el  amor  filial 
del  hijo  de  Pinzón,  los  sentimientos  humanitarios,  acaso  exage- 
rados, de  otros,  y  hasta  ese  exceso  de  celo,  que  con  razón  cen- 
sura Talleyrand,  y  que  tuvo  el  representante  de  la  nación,  todo 
se  juntó  para  acumular  cargos,  casi  todos  injustos  é  inverosími- 
les sobre  la  noble  y  gran  figura  del  descubridor  del  Nuevo 
Mundo.  Manantial  inextinguible  ha  sido  ese  pleito  célebre 
donde  han  recogido  sus  argumentos  todos  los  enemigos  de  Co- 
lón, fundados  las  más  veces  en  frases  dichas,  no  sólo  sin  prueba, 
sino  sin  seguridad  ninguna,  por  testigos,  cuyo  apasionamiento 
se  trasluce  y  cuyas  contradicciones  saltan  á  la  vista. 

De  algunos  de  esos  cargos  he  de  ocuparme  más  adelante, 
permitidme  ahora  que  como  muestra  de  esos  verdaderos  libelos 
os  hable  sucintamente  de  dos  obras  que,  quizá  por  esa  sola 
causa,  han  adquirido  alguna  notoriedad. 

Principia  Aaron  Goodrich,  autor  de  la  menos  moderna,  por 
negar  al  Almirante  su  personalidad,  y  eso  en  el  título  mismo  de 
su  trabajo  que  titula:  «Historia  del  carácter  y  cualidades  del 
llainado  Cristóbal  Colón.»  Supone  con  el  mayor  desenfado  el 
escritor  americano  que  ni  Colón  era  genovés,  ni  hijo  de  Dome- 
nico,  ni  ha  existido  semejante  Cristóbal  Colón.  En  las  galeras 
del  famoso  pirata  Colombo  el  Mozo,  cuyo  verdadero  nombre 
dice  era  Nicolo  Griego,  navegaba  y  tomó  parte  en  el  combate 
que  en  las  costas  de  Portugal  tuvo  lugar  contra  la  Mota  vene- 


ciana,  un  tal  Giovanni  ó  Zorzi,  pariente  del  anterior,  que  tam- 
bién usaba  del  sobrenombre  de  Colombo,  y  que  era  un  atroz  pi- 
rata, que  había  pasado  toda  su  vida  robando  en  los  mares,  ó 
comerciando  con  carne  humana  de  las  costas  de  Guinea.  Usur- 
pando el  nombre  de  Colón,  que  no  le  pertenecía,  se  casó  con 
la  portuguesa  Felipa  Muñiz  de  Perestrello,  y  domiciliado  en  la 
isla  de  Madera,  se  apoderó  de  los  mapas  y  documentos  del 
náufrago  Alonso  Sánchez,  que  probaban  la  existencia  y  demos- 
traban la  situación  de  tierras  desconocidas  en  el  Occidente,  á 
donde  le  había  arrojado  una  furiosa  tempestad. 

Rechazóle  el  Rey  de  Portugal  por  la  desmedida  codicia  que 
demostraban  sus  propuestas,  pero  apelando  á  la  hipocresía  y  á 
la  más  baja  adulación,  logró  hacerse  oir  en  España.  Y  siguiendo 
por  este  camino,  no  hay  enemigo  ó  émulo  de  Colón  á  quien 
Goodrich  no  ponga  por  las  nubes,  ni  protector  á  quien  no  deni- 
gre, ni  crimen,  vicio  ó  vileza  que  no  le  atribuya,  ni  virtud  ó 
mérito  que  no  le  niegue.  Su  misma  inquina  hacia  el  descubridor 
insigne  le  obliga  á  hacer  justicia  al  ilustre  marino  Pinzón:  Facit 
indignatio  versus.  Y  con  Pinzón  celebra  también  á  Solís  y  á 
los  Cabotos,  á  todos  los  cuales  da  parte  mucho  más  principal 
que  á  Colón  en  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo.  Pero  á 
quien  reserva  sus  mayores  elogios,  su  verdadera  apoteosis,  es  á 
Américo  Vespucci,  cuyos  talentos  y  cualidades  morales  é  inte- 
lectuales ensalza  hasta  el  quinto  cielo,  acaso  por  creer  que  la 
verdadera  casualidad  que  hizo  que  el  nombre  de  América  pre- 
valeciese, constituye  á  Vespucci  en  el  verdadero  émulo  de 
Colón. 

No  menor  cúmulo  de  insultos  y  epítetos  injuriosos  ensarta  la 
escritora,  también  americana,  María  A.  Brown,  en  su  obra  titu- 
lada Los  islandeses  descubridores  de  América^  ó  á  quien  ese 
honor  es  debido. 

Varios  historiadores  habían  tratado  antes  del  asunto,  atribu- 
yendo la  gloria,  ya  á  los  chinos  por  medio  del  monje  budista 
Hwuí  Shan,  que  á  fines  del  siglo  v  de  nuestra  era  descubrió  el 
país  de  Fusang,  que,  en  opinión  de  algunos,  era  un  territorio 
próximo  á  la  California;  ya  á  los  normandos,  á  quienes  suponen 
haber  arribado  á  las  costas  de  Markland  y  Vinland,  y  á  cuyo 
jefe  LeifErikson  ha  erigido  una  estatua  la  ciudad  de  Boston;  ya 


—    9    — 

á  los  islandeses  bajo  el  mando  de  Aré  Marsom.  Pero  no  hay 
ciertamente  ninguno  de  los  autores  que  tales  ideas  patrocinan, 
que  trate  tan  desapiadadamente  al  primer  Almirante  de  las 
Indias.  Esla  señoraBrovvn,  fanática  antirreligiosa,  el  más  terri- 
ble linaje  de  fanatismo  que  se  conoce,  y  su  odio  al  Cristianismo  y 
señaladamente  á  los  católicos  raya  en  los  límites  del  ridiculo. 
No  hay,  según  ella,  ningún  cristiano  que  tenga  buenas  cualida- 
des; todos  los  males  de  América  se  deben  á  esa  religión,  y  por 
tanto  á  Colón  que  la  introdujo.  En  la  creencia  errónea  de  que 
los  islandeses  eran  paganos,  por  no  estar  enterada  de  su  historia, 
como  hace  notar  muy  bien  el  Sr.  Fernández  Duro,  les  tributa 
toda  suerte  de  encomios,  mientras  llama  á  Cristóbal  Colón  «in- 
fame, aventurero,  usurpador,  pirata,  traficante  de  carne  huma- 
na» y  otras  lindezas  por  el  estilo.  «La  religión  cristiana  debe  ser 
abolida,  todo  sacerdote  expulsado,  y  el  nombre  de  Colón  mal- 
dito como  enemigo  del  género  humano.» 

Contraste  perfecto  y  completo  antítesis  de  esas  obras  son 
algunas  otras,  también  modernas,  en  que  Colón  aparece  dotado 
de  tales  perfecciones,  de  tal  santidad  y  virtudes  que  ni  cabe  en 
lo  humano  ni  siquiera  en  lo  posible,  dado  que  auténticos  docu- 
mentos no  lo  contradijeran. 

Cierra  el  Sr.  Peragallo  en  su  libro  titulado  Cristo/oro  Coloin- 
ho  e  la  sua  famiglia  contra  míster  Harrisse,  autor  americano 
de  indiscutible  mérito,  á  quien  acusa  de  parcial  contra  el  Almi- 
rante y  de  haber  acumulado  errores  de  toda  suerte  y  dejado  ver 
su  malevolencia  por  todas  las  páginas  de  su  trabajo.  Extremada 
es  sin  duda  la  defensa  del  escritor  italiano,  defensa  en  que  suele 
tomar  á  menudo  la  ofensiva;  exagerados  é  inverosímiles  fre- 
cuentemente sus  encomios;  pero  fuera  injusto  negarle  profundo 
estudio  y  erudición,  y  no  pocas  veces  exacto  raciocinio- 
No  menos  encomiásticas,  aunque  más  desprovistas  de  datos  y 
razonamientos,  son  las  obras  del  Abate  Martín  Casanova  de 
Pioggiola,  y  de  D.  Baldomcro  Lorenzo  y  Leal,  el  cual,  en  su 
libro  mitad  historia,  mitad  novela,  que  tituló  primero  leyenda 
histórica,  y  á  que  después  puso  por  nombre  Cristóbal  Colón  el 
héroe  del  Catolictstno,  da  por  cierto  el  segundo  casamiento  del 
Almirante  con  una  noble  señora,  amiga  y  protegida  de  la  reina 
Isabel,  fábula  desmentida  por  los  más  fehacientes  documentos, 


aunque  ya  había  sido  apoyada  por  el  P.  Civezza  y  otros  autores. 

Pero  ninguno  de  los  que  he  citado,  ni  otros  que  con  igual 
tendencia  han  escrito,  pueden  compararse  en  punto  á  hiperbó- 
lico entusiasmo,  ni  tampoco,  justo  es  decirlo,  en  elocuencia  y 
galanura  del  estilo,  con  el  Conde  Roselly  de  Lorgues.  El  cual, 
en  una  obra  sumamente  notable,  que  ha  logrado  varias  edicio- 
nes y  el  honor  de  ser  traducida  á  diferentes  idiomas,  ensalza  de 
tal  modo  la  personalidad  de  Colón,  que  le  despoja  en  cierto 
modc)*de  su  naturaleza  humana,  mezcla  siempre  de  cualidades 
y  defectos,  para  convertirle  en  una  especie  de  semidiós.  Para 
el  Conde  Roselly  fué  el  Almirante  un  ser  excepcional,  impeca- 
ble, que  no  sólo  no  tuvo  jamás  vicio  ni  defecto  alguno,  sino  que 
nunca  cometió  una  falta.  No  fué  Colón  un  gran  navegante  que 
con  sus  vastos  conocimientos  científicos  y  su  larga  y  sagaz  expe- 
riencia, había  logrado  una  superioridad  enorme  sobre  sus  com- 
pañeros de  profesión;  no  era  siquiera  el  grande  hombre,  el  hom- 
bre de  genio  que  vislumbra  por  su  intuición  y  por  su  ciencia 
una  gran  verdad.  No,  para  Roselly,  Colón  era  mucho  mas; 
algún  incrédulo  diría  tal  vez  mucho  menos.  Colón  era  un  ilumi- 
nado, un  ignorante  sublime,  que  enviado  por  Dios  concibió  y 
ejecutó  solo  y  contra  todos  el  prodigioso  descubrimiento,  sin 
que  para  ello  tuviera  que  valerse  para  nada  de  sus  cualidades 
como  hombre.  Así  como  Dios  condujo  al  pueblo  de  Israel  por 
el  desierto,  así  guió  las  carabelas  de  Colón,  y  las  libró  de  los 
escollos,  las  señaló  el  rumbo  y  las  encaminó  á  la  ida  y  á  la  vuelta 
por  el  terrible  mar  tenebroso.  Colón  fué  solo  y  único,  apenas 
si  á  cierta  distancia  se  digna  colocar  la  noble  y  radiante  figura 
de  Isabel  la  Católica. 

«¡Cosa  singular!  dice  el  conde  Roselly  de  Lorgues.  Ningún 
europeo  ha  referido  la  vida  de  Colón.  ¡Cosa  no  menos  singular! 
Ningún  católico  ha  escrito  la  biografía  completa  del  mensajero 
de  la  Cruz,  pues  como  dice  muy  bien  el  célebre  Ventura  de 
Raulica,  mientras  que  la  historia  de  Bossi  cuenta  apenas  43  pá- 
ginas, la  de  Irving  tiene  cuatro  tomos  y  cinco  los  comentarios 
de  Humboldt.» 

¿No  os  parece,  señores,  mucho  más  extraño  aún,  que  mientras 
la  Nación  española  ha  sido  durante  tantos  años  motejada,  acaso 
sin  razón  suficiente,  de  intolerante,  de  fanática,  de  intransigente 


1 1  — 


católica,  venga  ahora  un  extranjero  á  tachar  de  librepensa- 
dores y  enemigos  de  esa  religión  á  hombres  como  Oviedo, 
Herrera,  Fr.  Bartolomé  de  las  Casas,  Gomara  y  el  propio  hijo 
del  gran  descubridor? 

Cuatro  escritores  son,  en  concepto  de  Roselly,  los  que  han 
extraviado  la  opinió.n,  los  que  han  hecho  aparecer  la  figura  del 
Almirante  sin  esa  aureola  sobrenatural  que  le  corresponde. 
Esos  cuatro  escritores  son,  Spotorno,  Washington  Irving,  Fer- 
nández de  Navarrete  y  Alejandro  Humboldt.  Es  decir,  un  ge- 
novés  compatriota  de  Colón;  un  americano  ilustre  entusiasta  de 
su  patria  y  del  que  áella  llevó  la  civilización  y  la  cultura;  un  es- 
pañol interesado  como  el  que  más  en  tributar  sus  homenajes  de 
admiración  y  de  respeto  al  grande  hombre  que  labró  la  más 
pura  gloria  de  España  al  par  que  la  suya;  y,  por  fin,  el  insigne 
sabio  alemán,  que  con  sus  investigaciones  sobre  América  ha 
contribuido,  más  quizá  que  otro  alguno,  al  conocimiento  y  estu- 
dio del  Mundo  descubierto  por  el  eximio  genovés.  ¿Es  verosí- 
mil, es  concebible  siquiera  suponer  hostilidad  á  Colón  en  esos 
cuatro  hombres  ilustres,  que  sobre  su  mérito  universalmente  re- 
conocido como  historiadores  diligentes  é  imparciales,  tenían 
todos  ellos  especiales  motivos  de  ser  benévolos,  ó  al  menos  jus- 
tos, con  el  insigne  navegante?  Pero  para  Roselly  todo  lo  que  se 
aparte  de  su  especial  criterio,  de  su  plan  preconcebido,  es  in- 
justo, falso  y  parcial.  En  vano  los  documentos  más  intachables 
y  terminantes  lo  atestiguan,  en  vano  el  mismo  Almirante  lo 
dice  paladinamente  en  sus  cartas  y  relaciones  y  testamento. 
Nada  de  esto  vale.  Todo  el  que  no  proclame  y  sostenga  que 
Colón  fué  un  ser  sobrenatural,  un  enviado  de  Uios,  enviado  es- 
pecial é  inmediatamente  para  redimir  la  mitad  del  mundo  y  del 
género  humano,  que  yacía  en  las  nieblas  de  la  ignorancia  y  sin 
conocer  la  fe  de  Cristo,  todo  el  que  suponga  que  pudo  haber 
en  él  algún  error,  algún  defecto,  es  un  historiador  sin  imparcia- 
lidad y  sin  conciencia. 

El  hombre  verdaderamente  enviado  por  Dios,  según  los  li- 
bros de  la  Sagrada  Escritura,  el  gran  Moisés,  universalmente 
reconocido  como  el  más  inspirado,  el  más  elocuente,  el  más 
santo  de  las  Edades  antiguas,  pudo  cometer  faltas  y  tener  por 
ellas  su  castigo  al  no  poder  entrar  en  la  tierra  de  promisión  á 


12    


que  había  conducido  al  pueblo  de  Dios;  el  mismo  Jesucristo  al 
hacerse  hombre  quiso  tener  las  cualidades  de  hombre,  y  tuvo 
su  instante  de  desfallecimiento;  sólo  Colón,  según  Roselly, 
nació  y  murió  sin  haber  conocido  ni  el  pecado,  ni  la  culpa,  ni 
la  humana  flaqueza. 

Y  aquí  es  de  ver  con  cuánta  verdad  dice  la  común  sentencia 
que  los  extremos  se  tocan.  Los  dos  únicos  escritores  que  mote- 
jan á  Cristóbal  Colón  (aunque  en  distintos  sentidos),  de  igno- 
rante, son,  Goodrich  y  Roselly.  El  uno,  como  enemigo,  le 
achaca  la  vulgar  y  grosera  ignorancia;  el  otro,  como  admirador 
indiscreto,  le  hace  aparecer  como  inspirado  ignorante  guiado  é 
impelido  siempre  por  una  voluntad  superior  y  ejecutando,  casi 
sin  conciencia  y  sin  raciocinio,  las  órdenes  de  lo  a!to.  Los  dos 
únicos  escritores,  también  acaso  en  toda  la  historia,  que  se  atre- 
ven á  atacar  la  excelsa  figura  de  Isabel  la  Católica,  son  esos  dos 
mismos;  tachándola  el  uno  de  hipócrita,  mogigata  y  codiciosa, 
y  el  otro  de  débil,  irresoluta  y  supeditada  en  un  todo  al  Rey 
don  Fernando,  á  quien  Roselly  considera  el  implacable  enemigo 
del  Almirante. 

No  es  así,  ciertamente,  como  se  debe  escribir  la  historia;  no 
es  esa  la  noble,  la  alta  misión  que  tiene  que  llenar  en  el  vasto 
campo  de  la  ciencia,  y  en  el  camino  de  la  civilización  y  del  pro- 
greso. Ni  la  furibunda  inquina  de  Goodrich,  ni  la  vehemente 
idolatría  de  Roselly,  han  de  ser  parte  á  que  el  historiador  con- 
cienzudo é  imparcial  no  reconozca  la  verdad  donde  se  encuen- 
tre. Ya  lo  dije  al  principio;  entre  el  odio  y  el  amor  está  la  ver- 
dad, entre  la  leyenda  y  la  diatriba  está  la  historia.  Veamos 
sucintamente  lo  que  ésta  nos  dice  acerca  de  la  vida  y  vicisitu- 
des del  Almirante  antes  de  emprender  su  glorioso  viaje,  procu- 
rando deducir  de  ello  su  personalidad  insigne,  con  sus  cualida- 
des y  defectos;  el  hombre,  en  fin:  Homo  sum  et  niJiil  hiima- 
nuní  a  me  alieniim  piiio. 

A  pesar  de  haber  consignado  Colón  en  su  testamento  que 
había  nacido  en  Genova,  nueve  poblaciones,  dos  más  que  Ho- 
mero, se  disputaron  la  honra  de  haber  sido  su  cuna.  Muchos 
volúmenes  se  han  escrito  defendiendo  el  Conde  Galerni  Na- 
pione  á  Cúccaro,  Belloso  á  Savona,  Isnardi  á  Cogoletto,  ale- 
gando Vicenzio  Conti  y  Luigi  Colombo  otras  pretensiones,  pero 


ninguna  tan  singular  como  la  de  Casanova,  y,  sobre  todo,  del 
Padre  Pereti,  queriendo  hacerle  ambos  natural  de  Córcega. 
Las  pruebas  y  raciocinios  de  este  último  en  su  obra  titulada: 
Cristóbal  Colón  francés^  corso  y  de  Calvi,  son  por  todo  ex- 
tremo donosas.  Baste  decir  que  para  ello  tiene  que  suponer  que 
la  isla  de  Córcega,  ó  al  menos  Calví,  estuvo  bajo  el  dominio  de 
Genova  al  tiempo  de  nacer  Colón,  siendo  así,  que  desde  la  con- 
cesión de  las  islas  de  Córcega  y  Cerdeña  por  el  papa  Bonifa- 
cio VIII  á  los  Reyes  de  Aragón  en  1297,  sostuvieron  éstos  su 
dominación  en  la  isla,  y  muy  especialmente  en  el  tiempo  en 
que  nació  el  Almirante  bajo  el  reinado  de  Alonso  V,  que  cas- 
tigó ala  ciudad  de  Calvi,  que  se  había  sublevado  en  1421,  y 
venció  más  adelante  á  los  genoveses,  que  se  vieron  obligados  á 
pagarle  tributo.  De  argumentos  tan  sólidos  como  ese,  y  más  ex- 
traños todavía,  está  compuesta  toda  la  armazón  de  su  libro,  lle- 
gando á  considerar  como  prueba  los  apellidos  que  supone  cor- 
sos de  algunos  compañeros  de  Colón,  y  que  son  tan  españoles 
como  el  que  él  llama  Vicenzo  Agnez,  y  que  no   es  otro  que 
Vicente  Yáñez  Pinzón  y  Antonio  de  Torres,  hermano  del  ama 
del  príncipe  D.  Juan;  y  lo  que  es  aún  más  donoso,  de  que  los 
lebreles  que  llevó  Colón  fueron  llamados  por  un  traductor  en 
italiano  cani  corsi,  es  decir,  perros  de  carrera;  también  pre- 
tende sacar  la  prueba  de  que,  puesto  que  el  Almirante  llevaba 
perros  de  Córcega,  corso  debía  ser  también  el  descubridor  del 
Nuevo  Mundo. 

Como  simple  ejemplo  he  puesto  lo  anterior  para  hacer  ver 
hasta  qué  punto  se  han  tergiversado  los  acontecimientos  más 
probados  de  la  vida  de  Colón,  siendo  así  que  éste  en  la  funda- 
ción de  su  mayorazgo  (22  de  Febrero  de  1498)  dice:  «Siendo  yo 
nacido  en  Genova»,  y  hablando  luego  por  incidencia  de  esa 
ciudad  á  la  que  califica  de  «noble  y  poderosa  por  la  mar», 
añade:  «Della  salí  y  en  ella  nací.»  ¿No  parece  imposible  que 
después  de  estas  palabras  pueda  haber  la  discusión  más  mínima? 
No  son  igualmente  claros  ni  sabidos  los  hechos  y  aventuras 
del  Almirante  antes  de  su  llegada  á  España,  y  aun  puede  aña- 
dirse hasta  su  salida  en  busca  del  nuevo  Continente. 

Que  su  padre  se  llamó  Domenico,  y  fué  cardador  y  tejedor 
de  paños;  que  tuvo  además  de  Bartolomé  y  Diego,  que  son 


—  14  — 

muy  conocidos,  otro  hermano,  que  murió  joven,  y  una  hermana 
que  permanece  en  la  más  completa  obscuridad;  que  descendía 
de  una  familia  noble,  al  menos  en  algunas  de  sus  ramas;  que  sus 
estudios  en  Pavía  debieron  ser  poco  extensos  por  el  tiempo 
que  allí  estuvo,  y  que  á  los  catorce  años  estaba  ya  embarcado, 
he  aquí  todo  lo  que  se  sabe  de  su  niñez. 

Parece  cierto  que  después  de  navegar  muchos  años  por  el 
Mediterráneo,  á  la  sazón  lleno  de  piratas  berberiscos,  y  donde 
adquirió  una  herida,  cuya  cicatriz  se  abrió  en  los  últimos  años 
de  su  vida,  estuvo  como  oficial  á  las  órdenes  de  un  pariente 
suyo,  llamado  también  Colombo,  y  á  quien  Sabellicus  llama  «el 
ilustre  archipirata»,  y  posteriormente  con  otro  no  menos  fa- 
moso corsario,  llamado  Colombo  el  Mozo. 

Desprovisto  de  fundamento  creo  el  combate  y  abordaje  en 
las  costas  de  Portugal,  que  fué  seguido  de  un  incendio,  por  li- 
brarse del  cual,  asido  Colón  á  uno  de  los  enormes  remos  que 
usaban  las  galeras  de  aquel  tiempo,  pudo  ganar  las  costas  de 
aquel  reino.  Refiérelo  D.  Hernando  Colón,  tomándolo  del  ve- 
neciano Marco  Antonio  Sabelico,  pero  no  se  fijó  en  que  la  fe- 
cha que  supone  es  la  de  1485,  época  en  la  cual  el  Almirante,  no 
sólo  había  residido  largos  años  en  Portugal,  sino  que  ya  había 
venido  á  Castilla., 

Su  residencia  en  Lisboa  puede  fijarse  hacia  1470.  Era  ya  por 
entonces  hombre  de  grandes  conocimientos,  adquiridos  por  el 
estudio  y  por  la  práctica  del  mar  y  del  mundo.  Aumentólos  en 
gran  manera  en  aquella  ciudad,  emporio  por  entonces  de  las 
ciencias  náuticas  y  astronómicas,  y  sitio  de  reunión  de  los  más 
afamados  navegantes  y  cosmógrafos  de  Europa. 

Aun  resuenan  en  estas  bóvedas  los  ecos  de  la  magnífica  con- 
ferencia que  el  ilustre  historiador  y  literato  lusitano  Oliveira 
Martins,  honra  de  la  Península  española,  pronunció  en  el  Ate- 
neo acerca  de  los  descubrimientos  de  los  portugueses.  En  na- 
ves de  esa  nación  había  hecho  Colón  parte  de  sus  viajes,  y,  se- 
gún afirma  Robertson,  «en  naves  de  esa  nación  fué  donde  se 
formó  el  descubridor  de  América.»  Con  una  hija  del  hábil  ma- 
rino Bartolomé  Muñoz  Perestrello,  llamada  Felipa,  casóse  en 
Portugal,  y  de  ella  tuvo  á  D.  Diego  Colón,  que  fué  con  el 
tiempo  sucesor  en  sus  dignidades. 


Ya  por  esta  época  concibió  su  grande  idea ;  en  aquella  pode- 
rosa inteligencia  surgió  el  pensamiento  grandioso  de  buscar  por 
el  Occidente  lo  que  hasta  entonces  en  vano  se  había  intentado 
hallar  por  el  Oriente;  de  descubrir  los  secretos  del  mar  tene- 
broso, tenido  por  inaccesible  y  lleno  de  todos  los  horrores  que 
la  imaginación  popular  y  las  pretensiones  de  la  falsa  ciencia 
atribuyen  generalmente  á  lo  desconocido  y  á  lo  inmenso.  Tres 
causas  le  movían  á  la  empresa,  según  D.  Hernando  Colón:  fun- 
damentos naturales,  autoridades  de  escritores,  é  indicios  de 
navegantes. 

Y  aquí  surge  naturalmente  la  cuestión  de  saber  si  Colón  era 
hombre  de  ciencia  ó  era  un  ignorante,  como  en  diferentes  con- 
ceptos y  por  aun  más  diferentes  motivos,  pretenden  ala  par  los 
enemigos  encarnizados  y  los  exagerados  admiradores  del  Al- 
mirante. 

Claro  es  que  al  hablar  de  ciencia  hay  que  referirse  siempre  á 
lo  que  entonces  alcanzaban  los  conocimientos  humanos,  y  que 
suponer  que  podía  llegar  á  los  adelantos  de  los  siglos  posterio- 
res sería  hacerle  un  ser  semidivino  y  sobrenatural. 

Lo  que  hay  que  ver  es  si  con  la  suma  de  todo  lo  conocido 
hasta  entonces,  añadido  y  muy  especialmente  iluminado  con  el 
esplendor  del  genio  y  de  la  intuición  que  le  es  propia,  pudo  Co- 
lón llegar  á  concebir  su  asombroso  plan. 

Extractemos  sucintamente  las  razones  que  nos  da  su  hijo  el 
ya  citado  D.  Fernando  Colón,  y  que  transcribió  de  labios  de  su 
padre.  Consideró,  dice,  que  toda  la  tierra  y  el  agua  del  universo 
constituían  y  formaban  una  esfera,  cuya  vuelta  se  podía  dar  ca- 
minando los  hombres  hasta  que  llegasen  á  estar  pies  con  pies 
unos  con  otros  en  cualquier  parte  que  fuese,  encontrándose  á 
la  opuesta.  Una  gran  parte  de  esa  esfera  se  había  navegado, 
quedando  sólo  por  descubrir  el  espacio  que  se  extiende  desde 
el  Sur  oriental  de  la  India,  de  que  Ptolomeo  y  Marín  tuvieron 
conocimiento,  hasta  que,  siguiendo  el  camino  de  Oriente,  se 
volviese  por  nuestro  Occidente  á  las  Islas  Azores  y  de  Cabo 
Verde,  ;_;ue  era  la  tierra  más  occidental  descubierta  hasta  en- 
tonces. Dicho  espacio  no  podía  ser  más  que  la  tercera  parte 
más  grande  del  círculo  de  la  esfera.  Marín  había  llegado  en  otro 
tiempo  á  Oriente  en  quince  horas,  ó  parte  de  las  veinticuatro 


—  lo- 
que forman  la  redondez  del  universo,  y  faltaban  cerca  de  ocho 
para  llegar  á  la  isla  de  Cabo  Verde.  Pero  como  no  había  tocado 
al  fin  de  la  tierra  oriental,  resulta  que,  ó  ésta  se  adelantaba  mu- 
cho, y  entonces  la  tierra  estaba  más  cercana,  ó  era  sólo  mar,  y 
éste  podría  ser  reconocido  en  pocos  días.  Ahora  bien;  Ctesías, 
Mearca,  Plinio  y  otros  autores,  afirmaban  que  la  India  era  la 
tercera  parte  de  la  esfera  y  que  tiene  cuatro  meses  de  camino, 
de  donde  deducía  que  estábamos  más  próximos  á  España  por 
Occidente. 

Inclinábase  Colón  á  las  opiniones  de  Alfergani  y  de  su  es- 
cuela, que  hace  á  la  esfera  menor  aún  que  los  cosmógrafos  ci- 
tados, no  atribuyendo  á  cada  grado  de  la  esfera  más  de  56 
millas  y  dos  tercios.  Debía  ser,  por  tanto,  relativamente  pe- 
queño el  espacio  que  Marín  dejaba  indeterminado,  y  que  era  la 
tercera  parte  de  la  esfera;  y  como  la  extremidad  oriental  de  la 
India  era  desconocida,  esta  extremidad  sería  la  tierra  que  se 
encontrase  navegando  al  Occidente,  pud.éndose  llamar  con 
justa  razón  Indias  á  las  tierras  que  descubriese. 

Vese  en  todo  esto  una  mezcla  singular  de  grandes  y  á  la  sa- 
zón atrevidas  verdades  y  de  afortunados  errores,  que  unos  y 
otros  coadyuvaron  de  consuno  al  asombroso  descubrimiento. 
La  teoría  de  la  esfericidad  de  la  tierra  había  sido  sostenida  en 
antiguos  tiempos,  principalmente  por  la  escuela  pitagórica;  pero 
en  la  Edad  Media  había  sido  rudamente  combatida,  aunque 
Petrarca  y  Dante  la  admitieron  como  hipótesis.  La  existencia 
de  los  antípodas  era  generalmente  considerada,  no  sólo  como 
un  absurdo,  sino  que  tenía  cierto  sabor  herético,  y  la  zona  tó- 
rrida era  tenida  como  inhabitable  é  imposible  de  abordar.  Peor 
reputación  gozaba  aún  el  Océano,  llamado  por  los  árabes  el 
mar  tenebroso,  y  al  que  se  suponía  lleno  de  toda  suerte  de  ho- 
rrores, de  monstruos  y  de  peligros.  Colón,  con  su  ciencia  y  con 
su  genio,  se  convenció  de  que  la  tierra  era  esférica,  y  que  por 
tanto,  se  podía  dar  la  vuelta  al  mundo,  y  éste  fué  el  punto  fun- 
damental de  su  idea;  convencióse  asimismo  de  que  esas  preocu- 
paciones sobre  la  zona  tórrida  y  el  Océano  eran  sólo  producto 
de  la  imaginación  y  del  horror  á  lo  desconocido,  pero  es  muy 
probable  que  no  se  hubiera  lanzado  á  su  atrevida  empresa  si 
hubiera  tenido  una  idea  exacta  de  la  magnitud  del  globo,  y  de 


—   17  — 

la  verdadera  distancia  que  hay  entre  España  y  la  extremidad 
oriental  del  Asia. 

Tenía,  pues,  el  Almirante  toda  la  ciencia  que  era  dable  tener, 
dado  el  estado  de  los  conocimientos  de  aquella  época;  y  sus  es- 
tudios especiales  en  tantos  años  de  navegación  y  de  viajes,  sus 
profundas  observaciones  y  su  diaria  experiencia,  ayudaron 
grandemente  al  poder  de  su  genio  para  realizar  su  inmortal  ha- 
zaña. «Había  en  Colón,  dice  un  escritor  ilustre,  dos  hombres, 
como  suele  suceder  en  todos  los  que  dejan  un  gran  nombre; 
el  de  su  siglo  con  sus  ideas  y  errores,  y  un  poder  individual  que 
le  hace  superior  á  sus  contemporáneos.»  Su  extraordinaria  pe- 
netración y  fuerza  intuitiva,  le  hicieron  comprender  antes  que 
otro  alguno  fenómenos  de  la  mayor  importancia  y  que  marcan 
grandes  adelantos  en  la  navegación.  La  declinación  de  la  aguja 
magnética;  la  manera  de  encontrar  las  longitudes  por  medio  de 
la  diferencia  de  ascensión  directa  de  los  astros ;  la  dirección  de 
las  corrientes  pelágicas;  la  división  de  los  climas  del  Océano; 
la  diferencia  de  temperaturas,  no  sólo  por  las  distancias  del 
Ecuador,  sino  también  por  la  diferencia  de  los  meridianos;  to- 
dos esos, descubrimientos  y  otros  más  le  son  debidos  y  pueden 
añadirse  á  la  inmarcesible  gloria  del  gran  Almirante  de  las 
Indias. 

Grande  era  también  el  conocimiento  que  tenía  de  la  Escritu- 
ra y  de  los  Santos  Padres,  sobre  todo  en  aquello  que  se  rozaba 
con  su  fija  y  grandiosa  idea.  El  libro  de  las  Profecías  y  sus  cartas 
y  relaciones  dan  de  ello  abundante  prueba.  Mayor  aun  era  su 
estudio  y  su  dominio  de  los  filósofos  griegos  y  latinos,  cuyas 
citas  se  ven  á  cada  paso  en  los  escritos  que  de  él  se  con- 
servan. 

Con  sencilla  ingenuidad,  no  exenta  del  convencimiento  que 
da  la  superioridad  propia,  habla  de  todo  esto  Colón  en  una  de 
sus  cartas  álos  Reyes:  «En  la  marinería  me  fizo  Dios  abondoso; 
de  astrología  me  dio  lo  que  abastaba  y  ansí  de  geometría  y  arit- 
mética; y  engenio  en  el  anima  y  manos  para  debujar  esfera,  y 
en  ella  las  cibdades,  rios  y  montañas,  islas  y  puertos,  todo  en  su 
propio  sitio.  Yo  he  visto  y  puesto  estudio  en  ver  de  todas  escri- 
turas, cosmografía,  historia,  corónicas  y  filosofía  y  de  otras  artes, 
ansí  que  me  abrió  Nuestro  Señor  el  entendimiento  con  mano 

3 


palpable  á  que  era  hacedero  navegar  de  aquí  á  las  Indias,  y  me 
abrió  la  voluntad  para  la  ejecución  de  ello.» 

En  esas  sencillas  palabras  caracterizó  Colón,  no  sólcwsu  cien- 
cia, sino  su  genio,  que  no  es  otra  cosa  según  la  profunda  defini- 
ción de  Hegel,  que  la  capacidad  de  crear  unida  á  la  energía 
necesaria  para  ejecutar. 

Y  en  efecto  ;  concebido  y  madurado  su  plan,  y  habiéndolo 
consultado  con  el  notable  físico  y  cosmógrafo  Toscanelli,  que 
le  dio  su  aprobación  y  aplauso,  principió  sus  gestiones  para 
poner  en  ejecución  su  pensamiento. 

Sostienen  la  mayor  parte  de  los  historiadores  que  la  primera 
proposición  que  hizo  fué  al  Senado  de  Genova,  su  patria,  afir- 
mación que  ha  sido  puesta  en  duda  por  algunos,  entre  otros  el 
diligente  Navarrete.  Sea  lo  que  quiera,  la  República  genovesa 
rechazó  la  propuesta  juzgándola  vano  sueño  y  pura  fantasía. 
Algunos,  entre  ellos  Bossi  y  el  mismo  Roselly,  añaden  que 
también  lo  propuso  á  Venecia,  que  de  igual  modo  rehusó  sus 
ofertas. 

Descartadas  las  dos  poderosas  Repúblicas  que  durante  la 
Edad  Media  tuvieron  el  cetro  de  la  navegación  europea,  nin- 
guna nación  se  hallaba  en  circunstancias  tan  propicias  como 
Portugal  para  lanzarse  á  esa  deslumbradora  aunque  temerosa 
aventura.  La  afición  á  las  ciencias  geográficas  y  á  la  navegación, 
promovidas  principalmente  por  el  infante  D.  Enrique,  los  des- 
cubrimientos ya  realizados  y  los  preparativos  para  otros  nuevos, 
y  el  espíritu  nacional  exaltado  ante  la  perspectiva  de  futuras 
conquistas,  todo  podía  hacer  esperar  á  Colón  en  el  buen  éxito 
de  sus  esfuerzos;  pero  no  estaba  reservada  á  Portugal  esa  gloria. 
Acogióle  el  rey  D.  Juan  II  con  cierto  favor,  pero  habiendo 
convocado  una  junta  compuesta  de  las  personas  más  notables 
de  su  reino  y  presidida  por  el  obispo  de  Ceuta,  Diego  Ortiz  de 
Calzadilla,  opinó  ésta  contraías  propuestas  del  audaz  nave- 
gante, á  pesar  de  la  acalorada  defensa  del  Conde  de  Villarreal. 

Difícil  es  defender  la  conducta  de  los  consejeros  de  don 
Juan  II  y  del  mismo  Rey  en  esta  ocasión.  Deseosos  de  que  tan 
brillante  empresa  no  escapara  á  Portugal,  pero  no  queriendo 
dar  á  un  extranjero  la  gloria  y  las  recompensas  que  reclamaba, 
mandaron  subrecticiamente  un  buque  con  pretexto  de  ir  á  las 


—  19  — 

islas  de  Cabo  Verde,  para  que  con  los  papeles  y  mapas  de  Colón, 
que  éste  había  entregado  sin  desconfianza,  navegase  por  el  rum- 
bo en  ellos  indicado  hasta  descubrir  los  anunciados  países. 
Suerte  grande  fué  para  el  ilustre  genovés  que  el  piloto  y  la  tri- 
pulación, sobrecogidos  por  lo  largo  y  lo  desconocido  del  camino, 
volvieran  á  Lisboa,  calificando  de  extravagancia  la  portentosa 
empresa. 

Después  de  tan  notoria  mala  fe,  ¿qué  mucho  es  que  Colón 
anhelase  salir  de  aquel  reino,  donde  había  estado  á  punto  de 
perder  malamente  su  gloria  y  su  porvenir,  y  que  cuanto  antes 
y  hasta  en  secreto  por  temor  á  asechanzas,  que  podía  fundada- 
mente temer,  viniera  á  la  más  próxima  nación,  donde  debía 
esperar  por  lo  menos  tranquilidad  y  confianza?  Autores  ha 
habido,  sin  embargo,  que  han  querido  ver  en  la  salida  del  Almi- 
rante algo  extraño,  cuando  lo  extraño  hubiera  sido  que  conti- 
nuara en  aquel  país  después  del  triste  desengaño  que  había  su- 
frido. 

Vino  á  España,  y  si  controversias  y  obscuridades  hemos  visto 
hasta  ahora,  mayores  son  acaso  y  de  más  bulto  las  que  se  pre- 
sentan durante  su  permanencia  en  Castilla,  hasta  que  salió  á 
cruzar  el  hasta  entonces  inexplorable  Océano. 

Había  sido  versión  corriente  entre  los  historiadores,  que  la 
primera  entrada  de  Colón  en  España  fué  por  Palos,  y  que  al 
famoso  aunque  humilde  convento  de  la  Rábida  llegó  con  su 
hijo  Diego,  para  el  cual  pidió  pan  y  agua  á  los  religiosos,  que 
con  gran  afecto  y  estimación  le  acogieron,  y  especialmente  su 
Guardián,  el  P.  Fr.  Juan  Pérez,  que  fué  desde  entonces  su  más 
decidido  amigo  y  protector.  Una  declaración  del  médico  de 
Palos,  Garci  Hernández,  en  el  célebre  pleito  de  los  Pinzones, 
declaración  en  verdad  no  poco  confusa  y  obscura,  hizo  poner 
en  duda  esa  creencia  á  algunos  escritores  de  nota,  entre  ellos  á 
Navarrete  y  Rodríguez  Pinilla.  Pero  las  investigaciones  recien- 
tes de  otros,  y  señaladamente  del  P.  Cappa,  en  sus  notables 
Estudios  críticos  acerca  de  la  dominación  española  en  Amé- 
rica, y  del  distinguido  Rdo.  P.  Fr.  José  CoU,  en  su  obra,  en 
estos  días  publicada.  Colón  y  la  Rábida,  han  probado,  en  mi 
sentir,  concluyentcmente  la  verdad  de  dicha  visita  y  estancia 
en  el  convento.  Si  como  suponen  los  Sres.  Navarrete  y  Pinilla 


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las  palabras  del  físico  de  Palos  se  refiriesen  á  1491,  era  total- 
mente impropio  el  calificativo  de  niñico  dado  por  éste  al  hijo 
de  Colón,  al  que  también  Las  Casas  llama  niño  chiquito,  siendo 
así  que  en  esa  época  debía  tener  ya  más  de  quince  años,  mien- 
tras que  á  su  llegada  á  España  (1484)  tendría  ocho,  edad  en  que 
le  cuadraban  las  citadas  expresiones.  Esa  es  además  la  opinión 
de  D.  Fernando  Colón,  de  Fr.  Bartolomé  de  las  Casas  y  de 
Herrera,  y  en  general  de  los  historiadores  contemporáneos  ó 
poco  apartados  de  la  época  del  Almirante. 

Me  ha  parecido  conveniente  fijarme  algo  en  esta  cuestión, 
porque  acercándose  la  época  del  centenario  del  descubrimiento 
de  América,  y  habiéndose  de  celebrar  la  gloria  del  Almirante  y 
de  los  que  más  contribuyeron  á  tan  importante  suceso,  justo  es 
que  aquel  modesto  convento  en  que  Colón  obtuvo  refugio  y  sos- 
tén en  su  pobreza,  consuelos  y  esperanzas  en  sus  desfallecimien- 
tos, y  favor  y  apoyo  quizá  decisivo  en  su  empresa,  obtenga  el 
justo  aplauso  y  la  parte  no  pequeña  de  gloria  que  le  correspon- 
de. Cuatro  veces  visitó  Colón  el  monasterio  de  la  Rábida,  y  en 
circunstancias  bien  distintas.  Acabamos  de  hablar  de  la  primera 
cuando,  errante  y  sin  amparo,  llena  su  mente  de  proyectos  y  su 
corazón  de  esperanzas  y  de  ilusiones,  halló  en  él  descanso  para 
su  cuerpo,  alimento  para  su  hijo,  y  quizá,  más  que  todo  eso,  un 
alma  noble  y  entusiasta  que  le  comprendiera.  Volvió  en  1491, 
cuando,  lleno  de  amargura  y  desesperación,  iba  á  abandonar  á 
España,  y  allí  encontró  alientos  para  insistir,  esperanzas  para 
luchar  y  armas  con  que  vencer.  Y  venció  su  genio  y  su  fe  robus- 
ta; y  en  el  convento  de  la  Rábida  le  vemos  hacer  los  preparati- 
vos de  su  viaje  inmortal,  y  esos  humildes  frailes  bendicen  sus 
naves,  y  del  inmediato  puerto  de  Palos  salen  las  tres  carabelas^ 
Finalmente,  verificado  su  portentoso  descubrimiento,  lleno  de 
fama  y  de  inmarcesible  gloria,  torna  al  humilde  monasterio  á 
estrechar  la  mano  de  los  bondadosos  frailes  y  á  dar  con  ellos 
las  gracias  á  Dios,  que  le  había  hecho  triunfar  de  tantos  obs- 
táculos, y  obtener  tan  deslumbradores  resultados. 

La  importancia  suma  que  en  la  vida  de  Colón  tuvo  este  con- 
vento de  la  Rábida,  y  muy  especialmente  Fr.  Juan  Pérez,  Guar- 
dián, á  lo  que  parece,  de  esa  comunidad,  da  interés  á  otro  punto 
histórico  muy  debatido,  y  también  en  mi  concepto  resuelto  defi- 


—   21    — 


nitivamente,  á  saber:  ¿Fué  uno  solo  ó  fueron  dos  los  religiosos 
franciscanos  que  con  la  mayor  decisión  y  eficacia  ayudaron  al 
Almirante?  Sabido  es  que  ha  pasado  durante  muchos  años  como 
moneda  corriente ,  que  el  amigo  y  protector  de  Colón  se  llamaba 
fray  Juan  Pérez  de  Marchena,  al  que  no  falta  quien  llama  fray 
Juan  Antonio  Pérez  de  Marchena.  Examinando  con  detención 
los  documentos  de  la  época,  especialmente  las  declaraciones  de 
los  testigos  en  los  pleitos  famosos  de  que  ya  he  hecho  mención, 
y  las  cartas  del  mismo  Colón,  no  cabe  duda  de  que  eran  dos,  lla- 
mado el  uno  Fr.  Juan  Pérez,  Guardián  del  convento  y  confesor 
que  había  sido  de  la  reina  Isabel,  y  el  otro,  Fr.  Antonio  de 
Marchena,  religioso  de  la  misma  Orden  y  muy  versado  en  es- 
tudios astronómicos  y  geográficos.  La  declaración  del  Alcalde 
de  Palos,  Alonso  Vélez  AUid  ó  Alcaide  (que  de  ambas  mane- 
ras se  ha  leído),  es  ya,  de  por  sí  sola,  concluyente,  pues  refi- 
riéndose á  personas  que  conoció,  y  cuando  ya  tenía  cerca  de 
treinta  años,  dice  que  Colón  había  hablado  de  su  descubri- 
miento en  la  Rábida  «con  fraile  estrólogo e  ansi  mesmo  con 

un  Fr.  Juan,  que  había  servido  siendo  mozo  á  la  reina  Isabel.» 
De  Fr.  Juan  Pérez  hablan  igualmente  el  médico  Garci  Her- 
nández en  su  declaración,  y  Arias  Pérez  en  la  suya,  y  en  sus 
historias  D.  Hernando  Colón,  Oviedo  y  Fr.  Bartolomé  de  las 
Casas,  el  cual  le  da  los  antedichos  dictados  de  Guardián  y  de 
confesor  de  la  Reina. 

El  mismo  Obispo  de  Chiapa  nos  da  noticias  precisas  sobre 
fray  Antonio  de  Marchena,  de  quien  dice,  refiriéndose  al  Ahni- 
rante,  «fué  el  que  mucho  le  ayudó  á  que  la  Reina  se  persuadiese 
y  aceptase  la  petición.»  Los  Reyes  Católicos,  en  una  carta  á 
Cristóbal  Colón,  le  dicen:  «Nos  parece  que  sería  bien  llevase- 
des  con  vos  un  buen  estrólogo,  y  nos  paresció  que  seria  bueno 
para  esto  Fr.  Antonio  de  Marchena,  porque  es  buen  estrólogo, 
y  siempre  nos  paresció  que  se  conformaba  con  vuestro  parecer.» 
Por  último,  en  carta  del  propio  Colón  á  los  Reyes,  citada  por 
Las  Casas,  dice  en  un  acceso  de  amargura:  «Nunca  hallé  ayuda 
de  nadie,  salvo  de  Fr.  Antonio  de  Marchena,  después  de  aque- 
lla de  Dios  eterno.» 

Dispensadme,  señores,  que  me  haya  detenido  en  estos  pun- 
tos, que  algunos  encontrarán  poco  importantes,  pero  yo  en- 


22    — 


tiendo  que  sobre  que  tienen  interés  y  no  pequeño,  tratándose 
de  personas  que  tanta  influencia  tuvieron  en  la  vida  del  descu- 
bridor de  América,  y  en  el  descubrimiento  mismo,  entiendo 
digo,  que  mi  principal  objeto  en  esta  noche  no  es  hacer  una 
narración  detallada  y  cronológica  de  la  vida  del  Almirante,  sino 
fijarme  en  los  puntos  controvertidos,  y  que  con  razón  llama 
nuestro  distinguido  consocio  el  Sr.  Fernández  Duro,  la  Nebu- 
losa de  Colón ^  pasando  ligeramente  sobre  los  hechos  corrientes 
y  de  todos  conocidos. 

Tenemos,  pues,  á  Colón,  que  viniendo  de  Portugal  de  arri- 
bada^ como  afirma  el  citado  Garci  Hernández  en  su  declara- 
ción, desembarcó  en  Palos,  sin  saber  á  dónde  había  de  dirigirse, 
aunque  según  una  carta  muy  notable  del  Duque  de  Medinaceli, 
que  inserta  en  los  documentos  Navarrete,  pensaba  ir  á  Francia; 
tropezó  en  el  convento  de  la  Rábida  con  personas  con  quienes 
pudo  entenderse;  Fr.  Juan  Pérez  y  el  Padre  Antonio  de  Mar- 
chena  comprendieron  su  trascendental  ideal  y  trataron  de  en- 
caminarle á  fin  de  que  éste  se  realizase.  Conocedores  como 
eran  estos  religiosos  del  estado  de  la  nación,  sabiendo  que  los 
Reyes  Católicos  hallábanse  á  la  sazón  en  situación  harto  difícil, 
hostigados  á  la  vez  por  las  luchas  intestinas  que  los  proceres,  aun 
no  domados,  suscitaban  en  varias  comarcas  de  la  nación,  y  por 
la  guerra  con  los  moros  de  Granada,  que  como  en  glorioso  tes- 
tamento habían  recibido  de  sus  progenitores,  comprendían  que 
era  casi  imposible  que  acogieran  unos  proyectos  que  ellos  aplau- 
dían con  el  entusiasmo  propio  de  la  fe,  pero  que  no  podían  ha- 
llar acceso  en  Monarcas  que  tenían  tan  graves  y  tan  inmediatas 
obligaciones  que  cumplir.  No  es,  pues,  extraño  que  tanto  ellos 
como  el  médico  Garci  Hernández  que,  como  docto  en  cosmo- 
grafía, había  sido  llamado  por  el  Guardián  de  la  Rábida,  acon- 
sejasen á  Colón  que  se  dirigiera  á  algún  magnate  español  que, 
dadas  las  pocas  exigencias  del  navegante,  podría  llevar  á  cabo 
su  empresa.  Era  á  la  sazón  el  Duque  de  Medinasidonia  el  señor 
más  poderoso  de  Andalucía.  Dueño  de  la  ma^^or  parte  de  la  ac- 
tual provincia  de  Huelva,  incluso  de  la  capital,  de  gran  porción 
de  la  de  Cádiz  y  de  la  de  Sevilla,  sostenía  en  esta  ciudad  una 
verdadera  corte  y  otra  no  menos  espléndida  en  Sanlúcar  de 
Barrameda,  donde  sacaba  crecidísima  renta  de  su  privilegio  de 


—  23  - 

las  almadrabas,  de  donde  vino  la  locución  famosa:  «por  atún  y  á 
ver  al  Duque.»  Tenía  con  este  motivo  una  flota  considerable,  y 
no  le  hubiera  sido  ciertamente  difícil  dar  á  Colón  los  medios  de 
realizar  su  anhelado  viaje.  Encaminóse,  pues,  el  atrevido  nave- 
gante á  Sevilla,  donde  había  á  la  sazón  varios  genoveses,  ban- 
queros por  lo  general,  y  entre  ellos  Juan  Berardi,  hombre  rico 
é  influyente  en  cuya  casa  estaba  empleado  el  que  luego  fué  tan 
célebre,  Amérigo  Vespucio.  Con  cartas  del  Guardián  de  la  Rá- 
bida dirigióse  Colón  al  Duque  de  Medinasidonia,  pero  no  ha- 
llando facilidades  en  éste,  presentóse  con  iguales  recomenda- 
ciones al  Duque  de  Medinaceli,  señor  no  menos  poderoso  que 
el  anterior  y  que  en  su  ciudad  del  Puerto  de  Santa  María  te- 
nía igualmente  elementos  marítimos  suficientes  para  la  expedi- 
ción. La  acogida  que  le  dio  el  Duque  no  pudo  ser  más  lison- 
jera, pues  según  dice    el  mismo    Medinaceli   en  su    carta  al 
Cardenal  Mendoza,  que  inserta  en  sus  documentos  Navarrete: 
«yo  tove  en  mi  casa  mucho  tiempo  á  Cristóbal  Colomo......  pues 

á  mi  cabsa  y  por  yo  detenerle  en  mi  casa  dos  años  y  haberle 
enderezado  á  su  servicio  (el  de  los  Reyes),  se  ha  hallado  tan 
grande  cosa  como  esta.»  Pensó  el  Duque  en  intentar  la  em- 
presa. «Se  venía  de  Portugal,  dice,  y  se  quería  ir  al  Rey  de  Fran- 
cia  é  yo  le  quisiera  probar  y  enviar  desde  el  Puerto,  que  te- 
nía buen  aparejo,  con  tres  ó  cuatro  carabelas  que  no  demandaba 
más,  pero  como  vi  que  era  esta  empresa  para  la  Reina  nuestra 
señora,  escribílo  á  S.  A.  desde  Rota,  y  respondióme  que  ge  lo 
enviase;  yo  ge  lo  envié  entonces.» 

Recomendado,  pues,  por  el  Duque  de  Medinaceli,  presen- 
tóse Colón  en  la  corte  en  20  de  Enero  de  1486.  Hallábase  ésta 
en  aquel  momento  en  Córdoba,  y  aquí  empiezan,  ó  por  mejor 
decir,  continúan  las  tribulaciones  del  insigne  marino.  «A  la  ver- 
dad, exclama  Prescott,  las  divergencias  que  se  hallan  entre  los 
antiguos  escritores  son  tales,  que  hacen  desesperar  de  que  se 
pueda  fijar  con  exactitud  la  cronología  de  las  vicisitudes  de  Co- 
lón anteriores  á  su  primer  viaje.»  Ya  lo  hemos  ido  notando  en 
los  hechos  anteriores,  no  menos  difíciles  de  puntualizar  son  los 
que  siguen. 

La  recomendación  del  Duque  de  Medinaceli  debió  ser  espe- 
cialmente  para  Alonso  de  Quintanilla,  Contador  mayor  del 


—    24   — 

reino,  cargo  equivalente  al  actual  de  Ministro  de  Hacienda,  y 
la  fuerza  persuasiva  de  Colón  se  demuestra  en  el  hecho  de  ha- 
ber convencido  y  atraído  á  su  proyecto,  al  que  por  razón  de  su 
empleo  debía  ser  como  han  solido  ser  sus  sucesores,  el  mayor 
enemigo  de  todo  nuevo  plan,  sobre  todo  si  envolvía  necesarios 
gastos. 

Ouintanilla,  decidido  sostenedor  de  Colón  desde  aquel  mo- 
mento, le  presentó  y  recomendó  á  su  vez  al  Cardenal  Mendoza, 
personaje  que  se  consideraba  el  de  más  autoridad  é  influencia 
que  había  entonces  en  Castilla,  y  á  quien  se  conocía  por  el  tí- 
tulo de  Gran  Cardenal  de  España. 

Habiéndole  oído,  pareciéronle  muy  bien  las  razones  que  daba 
de  su  intento,  y  según  las  palabras  de  Salazar  de  Mendoza,  el 
Cardenal,  que  lo  mandaba  todo,  le  negoció  audiencia  de  los  Re- 
yes y  lugar  para  que  los  informase.  Estos  fueron  los  primeros 
protectores  de  Colón,  ya  veremos  que  después  su  número  fué 
aumentando. 

Veamos  ahora  el  retrato  físico  y  moral  que  de  él  hacen  los 
escritores  contemporáneos  ó  más  próximos  á  su  época.  «De 
franca  y  varonil  fisonomía,  dice  Herrera,  alto  de  cuerpo,  el 
rostro  luengo  y  autorizado,  la  nariz  aguileña,  los  ojos  garzos,  la 
color  blanca,  que  tiraba  á  rojo  encendido,  la  barba  y  cabellos 
canos,  gracioso  y  alegre,  bien  hablado  y  elocuente»;  y  Fr.  Bar- 
tolomé de  las  Casas  añade:  «Era  grave  en  moderación,  con  los 
extraños  afable,  con  los  de  su  casa  suave  y  placentero,  con  mo- 
derada gravedad  y  discreta  conversación.  Ansi  podia  provocar 
fácilmente  á  su  amor  á  cuantos  le  viesen;  aunque  representaba 
por  su  venerable  aspecto  persona  de  gran  estado  y  autoridad  y 
digna  de  toda  reverencia.  Era  sobrio  y  moderado  en  el  comer 
y  beber,  vestir  y  calzar.» 

Pero  para  que  ni  aun  en  esto  deje  de  haber  divergencias  y 
contradicciones.  Gomara,  que  escribía  en  la  misma  época  que 
Herrera,  dice:  «Era  el  Almirante  hombre  de  buena  estatura  y 
membrudo,  cariluengo,  bermejo,  pecoso  y  enojadizo  y  crudo  y 
que  sufría  mucho  los  trabajos.»  Por  donde  se  ve  que  mientras 
el  P.  Las  Casas  y  Herrera  le  pintan  gracioso  y  alegre,  y  afable 
y  placentero  é  inspirando  amor  á  cuantos  le  veían.  Gomara  le 
representa  enojadizo  y  crudo,  y  Benzonidice  de  él:  «Iraciindice 


tamen  prontis^  si  qiiando  conmoveretur.»  Inclinóme  al  parecer 
del  Obispo  de  Chiapa,  no  sólo  porque  fué  amigo  y  compañero 
de  Colón,  sino  porque  en  sus  obras  trata  á  éste  con  una  impar- 
cialidad vecina  á  veces  de  la  crueldad  y  de  la  injusticia. 

Presentóse,  pues,  Colón  á  los  Reyes  Católicos,  y  en  verdad 
que  no  pudo  haberse  presentado  en  peor  ocasión.  Hallábanse 
los  Reyes  en  lo  más  crudo  de  la  campaña  que  con  profunda 
política  y  acierto  sin  igual  habían  organizado  para  contener  la 
soberbia  de  los  grandes,  la  anarquía  de  las  ciudades,  la  indisci- 
plina de  las  Ordenes  militares;  para  restablecer,  en  una  pala- 
bra, el  orden  y  la  paz  y  con  ellos  la  autoridad  y  la  justicia.  Ha- 
bía precisamente  por  aquellos  días  graves  revueltas  en  Galicia, 
donde  el  Conde  de  Lemos  se  había  alzado  con  varias  fortalezas 
importantes,  y  el  señor  de  Salvatierra  promovía  desórdenes,  y 
en  la  ciudad  de  Trujillo,  que  se  había  sublevado  con  motivo  de 
la  prisión  de  un  clérigo.  La  guerra  de  los  moros  seguía  al  mismo 
tiempo  con  vario  suceso,  habiendo  sufrido  el  año  anterior  las 
armas  cristianas  la  triste  derrota  de  la  Axarquía  y  el  forzoso  al- 
zamiento del  cerco  de  Loja,  descalabros  ambos  en  que  corrió 
abundante  la  sangre  de  la  primera  nobleza  castellana.  Por  for- 
tuna, el  final  de  la  campaña  había  sido  más  propicio,  tomadas 
Coin  y  Alozaina,  Ronda  y  Marbella,  y  prisionero  el  rey  Boab- 
dil  el  Chico. 

¿Qué  extraño  es  que  en  medio  de  estas  gravísimas  preocupa- 
ciones, de  esos  deberes  apremiantes  y  continuos,  acogieran  los 
Reyes,  si  no  con  desdén,  con  cierta  frialdad,  las  ofertas  de  un 
extranjero  obscuro  y  sin  crédito,  rechazado  ya  por  otros  sobera- 
nos, y  que  venía  ofreciendo  planes  que  debían  ser  considerados 
como  muy  problemáticos,  si  no  totalmente  descabellados? 

Hase  tachado  al  rey  D.  Fernando  por  la  prevención  y  poco 
favor  con  que  acogió  el  proyecto,  pero  ¿pudo  hacer  otra  cosa 
en  aquellas  circunstancias?  No,  ciertamente;  porque  entre  el 
genio  y  la  fe  entusiasta  de  Colón  y  el  talento  positivo  y  práctico 
del  Rey  Católico,  tenía  forzosamente  que  reñirse  una  tremenda 
batalla. 

Así  como  en  el  orden  físico  la  lucha  por  la  existencia  es  ley 
universal,  así  esa  misma  lucha  tiene  lugar  en  el  orden  moral  é 
intelectual,  y  no  con  menor  violencia.  Batallan  los  seres  por 


—    26    — 

conservarse  y  reproducirse  á  costa  de  otros  seres  más  débiles  ó 
menos  osados;  con  igual  energía  las  ideas  chocan  y  contienden, 
y  encarnizadamente  se  disputan  la  victoria.  Terrible  es  y  triste 
al  mismo  tiempo  en  esas  contiendas  la  lucha  de  la  ignorancia 
con  el  saber,  de  la  mala  fe  con  la  virtud,  de  la  impiedad  ó  el 
fanatismo  contra  el  sincero  sentimiento  religioso,  lucha  tanto 
más  triste  cuanto  que  no  es  siempre  lo  más  noble  ni  lo  más 
justo  lo  que  obtiene  el  triunfo;  pero  no  hay  acaso  combate  más 
duro  y  más  desconsolador  que  el  del  talento  con  el  genio,  de 
lo  meramente  racional  y  positivo  con  lo  sublime.  El  más  insigne 
de  los  escritores  españoles  lo  caracterizó  en  inmortales  pági- 
nas. Suele  consistir  el  talento  en  un  gran  equilibrio  de  faculta- 
des; en  el  genio  hay  siempre  algún  desequilibrio  que  le  hace 
aproximar  muchas  veces  para  el  común  de  las  gentes  á  la  mo- 
nomanía, si  no  á  la  demencia.  Al  decir  Víctor  Hugo  que  la 
obra  del  genio  es  lo  sobrehumano  saliendo  del  hombre,  y  Sé- 
neca ^nulliun  ingeniuin  ínagnum  sine  mixtura  dementtce  futt^y 
apoyan  esta  misma  idea.  ¡Cuántas  veces  habrán  sido  calificados 
de  locos  hombres  de  verdadero  genio!  Y  el  mismo  Colón  si  no 
hubiere  encontrado  quien  le  proporcionara  medios  para  sus 
portentosos  descubrimientos,  ¿quién  duda  que  hubiera  sido  te- 
nido por  muchos  como  demente,  hasta  que  otro  más  afortu- 
nado hubiera  con  el  tiempo  realizado  su  grandiosa  idea? 

Era  D.  Fernando  el  Católico  hombre,  sin  duda,  de  superior 
talento,  aunque  su  ilustración  no  fuera  grande.  Teníale  el  fa- 
moso Maquiavelo,  gran  maestro  en  la  materia,  como  el  primer 
político,  acaso,  de  un  tiempo  en  que  tanto  abundaron  los  gran- 
des políticos.  Distinguióse  no  menos  como  capitán  ilustre  y 
como  administrador  habilísimo.  Hombre  práctico  y  positivo, 
como  el  que  tantos  años  tiene  á  su  cargo  el  supremo  manejo  de 
intereses  graves  y  complicados.  Espíritu  cauteloso  y  frío,  de- 
fecto de  sus  mismas  cualidades,  como  exageración  de  la  pru- 
dencia y  de  la  dignidad.  ¿Era  hacedero  que  con  esas  cualidades 
y  defectos  se  entendiera  fácilmente  con  Colón,  que  se  presen- 
taba tan  á  destiempo  y  con  planes  é  ideas,  deslumbradoras,  sí, 
pero  al  cabo,  para  los  hombres  de  aquella  época,  poco  acomo- 
dadas á  la  realidad,  por  no  llamarlas  imposibles  y  absurdas? 

Formóse  un  partido  contrario  á  Colón,  á  cuyo  frente  se  puso 


—  27  - 

el  Prior  de  Prado  Fr.  Hernando  de  Talayera,  después  Arzo- 
bispo de  Granada,  hombre  de  mérito  y  de  no  vulgar  doctrina, 
pero  movido  por  razones  análogas  á  las  del  Rey,  y  por  todo  ex- 
tremo tenaz  y  aferrado  á  sus  opiniones. 

Entonces  empezó  para  el  genovés  insigne  aquella,  como  dice 
Las  Casas,  «terrible,  continua,  penosa  y  prolija  batalla,  que  por 
ventura  no  le  fuera  tanto  áspera  ni  tan  horrible  la  de  materia- 
les armas,  cuanto  la  de  informar  á  tantos  que  no  le  entendían 
aunque  presumían  de  le  entender,  responder  y  sufrir  á  muchos 
que  no  conocían  ni  hacían  mucho  caso  de  su  persona,  reci- 
biendo algunos  baldones  de  palabras  que  le  afligían  el  alma.» 

Resolvieron  los  Reyes  someter  el  asunto  á  una  Junta  de  le- 
trados que  oyesen  á  Colón  más  particularmente  y  viesen  la  po- 
sibilidad é  importancia  de  su  empresa,  informando  después  de 
todo  á  Sus  Altezas.  Lo  encomendaron  principalmente  á  Fray 
Hernando  de  Talavera  para  que  designara  las  personas  doctas 
en  cosmografía  que,  bajo  su  presidencia,  habían  de  formar  la 
Junta;  y  dicho  se  está,  sabiendo  lo  contrario  que  era  el  Prior 
de  Prado  al  eximio  marino,  que  la  Junta  le  fué  desde  el  prin- 
cipio hostil,  á  lo  cual  hay  que  añadir  que  Colón,  temiendo  le 
sucediese  lo  que  con  el  Rey  de  Portugal,  calló  gran  parte  de 
sus  razones. 

El  resultado  fué  el  que  era  de  esperar.  Sus  promesas  y  ofer- 
tas fueron  juzgadas  «por  imposibles  y  vanas  y  de  toda  repulsa 
dignas»,  según  la  expresión  del  P.  las  Casas.  En  ese  sentido 
informaron  á  los  Reyes,  pero  éstos  no  le  quitaron  toda  esperan- 
za «de  volver  á  la  materia  cuando  más  desocupadas  sus  Altezas 
se  vieran.» 

Y  aquí  llega  otro  punto,  hasta  ahora  obscuro  y  que  ha  sido 
objeto  de  no  pocas  discusiones,  hasta  que  en  tiempos  recientes 
la  luz  se  ha  hecho  acerca  de  él,  quedando  en  mi  concepto  com- 
pletamente esclarecido  :  ¿Fué  una  sola  la  Junta  en  que  Colón 
discutió  sus  planes,  ó  fueron  dos?  La  respuesta  á  esta  pregunta 
importa  grandemente  para  la  honra  de  España  y  de  la  célebre 
Universidad  de  Salamanca,  á  la  sazón  uno  de  los  focos  cientí- 
ficos más  importantes  de  Europa.  Fueron  dos  sin  duda:  la  Junta 
de  Córdoba,  de  que  acabo  de  hablar,  y  las  Conferencias  de 
Salamanca,  de  que  sucintamente  he  de  ocuparme.  El  breve 


-   2S    - 

espacio  de  tiempo  que  entre  una  y  otra  medió,  y  la  similitud  del 
objeto  han  hecho  confundir  generalmente  la  una  con  la  otra,  ó 
por  mejor  decir,  valiéndose  del  mismo  procedimiento  que  hemos 
visto  al  tratar  de  Fr.  Juan  Pérez  y  del  P.  Marchena,  se  hicieron 
de  las  dos  una  sola.  Washington  Irving,  Prescott,  Humboldt  y 
el  mismo  Navarrete  caen  en  este  error,  y  suponen  que  esa  única 
junta  se  celebró  en  Salamanca. 

Aparte  de  otras  muchas  pruebas  que  cumplidamente  demues- 
tran que  las  Juntas  de  Salamanca  fueron  distintas  de  las  de  Cór- 
doba, hay  una  á  mi  parecer  evidente.  Ya  he  dicho  que  los  Reyes 
sometieron  las  propuestas  de  Colón  á  una  junta  de  personas 
entendidas,  y  encargando  exclusivamente  de  ese  asunto  á  fray 
Hernando  de  Talavera,  que  no  sólo  la  presidió  personalmente, 
sino  que  designó  él  mismo  los  que  la  habían  de  componer,  é 
hizo  prevalecer  en  ella  sus  opiniones.  Pues  bien,  es  cosa  averi- 
guada que  cuando  tuvieron  lugar  las  conferencias  de  Salaman- 
ca, que  fué  á  fines  de  1486,  á  tiempo  que  los  Reyes  residie- 
ron algunos  meses  en  esa  ciudad,  de  regreso  de  su  expedición  á 
Galicia,  Fr.  Hernando  de  Talavera  no  estuvo  en  Salaman- 
ca, según  el  testimonio  de  Pulgar,  Zúñiga,  Carvajal,  el  Cro- 
nicón de  Valladolid  y  demás  cronistas  de  la  época;  y  es  más,  se 
sabe  que,  habiendo  sido  nombrado  ya  Obispo  de  Avila,  estaba 
visitando  su  diócesis,  como  lo  afirma  Ariza  en  sus  Grandezas 
de  Avila.  Los  trabajos  de  varios  escritores  modernos,  y  señala- 
damente del  Sr.  Rodríguez  Pinilla  no  dan  lugar  á  duda  de  que 
no  sólo  hubo  dos  juntas,  sino  que  éstas  fueron  totalmente  dife- 
rentes y  aun  contrarias  en  su  origen,  en  su  acción  y  en  sus 
resultados. 

Fueron  las  primeras  oficiales,  como  mandadas  convocar  por 
los  Reyes,  las  segundas  fueron  puramente  oficiosas,  aunque  con 
asentimiento  de  sus  Altezas.  Dominó  en  las  de  Córdoba,  Tala- 
vera;  el  alma  de  las  de  Salamanca  fué  el  famoso  Dominico  fray 
Diego  de  Deza,  maestro  del  príncipe  D.  Juan  y  gran  amigo  y 
protector  de  Colón.  Era  el  ilustre  Deza  Prior  del  gran  con- 
vento de  San  Esteban  de  Salamanca,  y  catedrático  de  Prima 
de  su  célebre  Universidad,  y  tenía,  por  tanto,  suficiente  cono- 
cimiento de  ella  para  comprender  que  ese  emporio  de  ilustra- 
ción y  de  ciencia  había  de  hacer  justicia  al  insigne  navegante. 


—   29    — 

Y  asi  fué,  en  efecto:  albergado  y  sostenido  por  el  monasterio  de 
San  Esteban  y  por  su  Prior,  que  le  acompañó  y  le  prestó  el  gran 
apoyo  de  su  autoridad  y  de  su  posición,  pudo  el  gran  Colón 
hacerse  oir  de  los  sabios  doctores,  exponer  ante  personas  doctas 
é  imparciales  sus  trascendentales  teorías,  y  atraer  á  sus  opinio- 
nes la  gran  mayoría  de  tan  sabia  asamblea,  no  obstante  las  intri- 
gas é  impugnaciones  de  los  partidarios  de  Talayera,  que  á  pesar 
de  la  ausencia  de  su  jefe  no  dejaron  de  concurrir. 

El  efecto  fué  grandísimo,  y  bien  pronto  se  conoció  por  sus 
resultados.  Había  sido  Colón  despedido  más  ó  menos  cortes- 
mente  después  de  las  juntas  de  Córdoba;  después  de  las  de 
Salamanca,  y  en  virtud  de  los  favorables  informes  de  la  ilustre 
asamblea  que  certificó  de  lo  «seguro  é  importante  del  asunto», 
el  futuro  Almirante  fué  llamado  al  servicio  de  los  Reyes,  y  á  su 
lado  estuvo  durante  la  campaña  contra  los  moros  y,  aguardando 
el  final  de  aquel  último  y  decisivo  paso  para  la  unidad  de  Es- 
paña. 

Era  la  campaña  por  entonces  tan  marítima  como  terrestre. 
Hallábase  España,  con  respecto  á  Granada,  en  situación  análoga 
á  la  que  píntala  fábula  de  Hércules  luchando  con  aquel  gigante 
hijo  de  la  tierra,  y  que  cada  vez  que  caía  recibía  nuevos  alientos 
y  fuerzas  de  su  madre.  Todos  los  esfuerzos  eran  vanos  si  los 
moros  seguían  recibiendo  continuos  refuerzos  de  África,  y  las 
escuadras  de  Castilla  debían,  por  tanto,  estorbar  el  paso  del 
estrecho  á  las  huestes  agarenas.  No  había,  pues,  que  pensar  en 
armamentos;  el  estado  del  Tesoro  era  además  tan  angustioso, 
que  hubo  que  agradecer  al  Duque  de  Medinasidonia  un  présta- 
mo de  veinte  mil  doblas  de  oro.  Colón  en  tanto  asistió  con  los 
Reyes  á  la  toma  de  Málaga,  y  residiendo  generalmente  en  Cór- 
doba, conoció  en  ella  á  Doña  Beatriz  Enríquez  de  Arana,  de  la 
que  tuvo  á  D.  Hernando  Colón,  á  quien  varias  veces  he  men- 
cionado como  historiador  de  su  padre.  En  vano  se  han  esforzado 
el  P.  Civezza,  el  Sr.  Lorenzo,  y  sobre  todo  el  Conde  Roselly  de 
Lorgues  en  querer  demostrar  que  el  Almirante  se  casó  con  ella. 
Las  cartas  y  el  testamento  de  Colón  contiene  estas  terminantes 
palabras:  «Mando  (á  mi  hijo  D.  Diego)  que  haya  encomendada 
á  Doña  Beatriz  Enríquez,  madre  de  D.  Hernando,  mi  hijo,  que 
la  provea  que  pueda  vivir  honestamente,  como  á  persona  á  quien 


—  30  — 

yo  soy  en  tanto  cargo.  Y  esto  se  haga  por  mi  descargo  de  la 
conciencia,  porque  esto  pesa  mucho  para  mi  ánima.  La  razón 
de  ello  non  es  lícito  de  la  escribir  aquí.» 

Mientras  durase  la  guerra,  debió  ser  escasa  la  esperanza  de 
Colón,  resistió  éste,  sin  embargo,  las  ofertas  que  le  hizo  el  Rey 
de  Portugal  en  carta  que  copia  Navarrete.  La  guerra  de  Murcia 
y  el  casamiento  del  príncipe  D.  Juan  ocuparon  el  año  de  1488. 
La  toma  de  Baza,  Guadix  y  otras  plazas  el  de  89.  Señálanse  los 
de  90  y  91  por  la  gloriosa  campaña  contra  Granada  misma. 
Estando  los  Reyes  en  el  Real  de  Santa  Fe,  yá  punto  de  rendir- 
se la  opulenta  capital,  llega  ya  el  momento  supremo  para  Colón; 
jamás  el  genio  y  la  voluntad  han  tenido  manifestación  tan  grande. 
El  hombre  de  la  capa  raída  y  pobre  se  presenta  á  los  Reyes,  y 
después  de  tantos  años  de  esperanzas  y  desilusiones,  formula 
sus  propuestas  como  si  fuera  un  triunfador  glorioso.  Su  mismo 
hijo  D.  Hernando  reconoce  que  fueron  excesivas  sus  pretensio- 
nes. «Pareció,  dice,  cosa  dura  concederlas,  pues  saliendo  con 
la  empresa  parecía  mucho ,  y  malográndose  ligereza.» 

Aprovecháronse  los  enemigos  de  Colón,  y  sobre  todo  el  pa- 
dre Talavera,  indicado  ya  para  Arzobispo  de  Granada,  y  logra- 
ron perder  completamente  á  Colón  en  el  ánimo  del  Rey.  Y  en 
verdad  que  no  es  dable  negar  que  la  prudencia  y  la  hábil  polí- 
tica de  D.  Fernando  no  se  desmintieron  en  esta  ocasión,  y  la 
experiencia  acreditó  la  imposibilidad  de  las  proposiciones.  Re- 
chazadas, pues,  éstas,  sin  haber  querido  el  gran  marino  ceder  ni 
en  lo  más  mínimo,  volvió  á  la  Rábida,  donde  por  fortuna  suya 
y  de  España  el  P.  Fr.  Juan  Pérez,  Guardián  del  convento  y  an- 
tiguo confesor  de  la  Reina,  de  quien  ya  hemos  hablado,  le  di- 
suadió de  salir  del  Reino,  y  con  vivas  instancias  le  determinó 
á  aguardar  sus  gestiones.  No  tardaron  éstas  en  surtir  efecto. 
Los  amigos  de  Colón  habían  trabajado  en  su  favor,  y  la  vehe- 
mente intervención  del  Guardián  de  la  Rábida  decidió  á  la 
reina  Isabel.  Llamado  nuevamente  á  la  corte,  para  lo  que  se  le 
entregaron  20.000  maravedís  en  florines  por  conducto  del  Al- 
calde de  Palos,  se  reanudaron  las  negociaciones.  En  vano  la 
Marquesa  de  Moya,  el  P.  Fr.  Diego  de  Deza,  Cabrero,  Gricio, 
el  P.  Marchena  y  demás  amigos  de  Colón  trataron  de  arreglar 
el  asunto  por  medio  de  mutuas  concesiones.  Aquí  se  reveló  más 


—  31  — 

que  nunca  el  carácter  firmísimo  y  la  enérgica  voluntad  de  Co- 
lón. Mantúvose  inflexible,  y  ya  estaba  segunda  vez  en  camino 
para  alejarse  de  la  corte  perdida  toda  esperanza,  después  de 
veintidós  años  de  ilusiones  y  de  amarguras,  y  cuando  tocaba 
con  la  mano  el  premio  de  su  constancia  y  de  su  genio,  cuando 
un  alguacil  de  corte  le  alcanzó  á  dos  leguas  de  Granada,  en  la 
Puente  de  Pinos.  Habíase  la  Reina,  entusiasta  ya  del  proyecto, 
dejado  convencer  por  los  razonamientos  y  los  ruegos  de  los 
partidarios  de  Colón,  y  muy  especialmente  por  los  de  LuisSan- 
tángel,  secretario  de  raciones  de  Aragón.  Y  la  magnanimidad  de 
Isabel  aparece  allí  entera.  Después  de  tanta  guerra  estaba  el 
Tesoro  exhausto ,  pero  llega  á  tanto  su  nobleza  y  su  decisión 
que  exclama:  «Si  todavía  os  parece  que  ese  hombre  no  podrá 
sufrir  tardanza,  yo  tendré  por  bien  que  sobre  joyas  de  mi  recá- 
mara se  busquen  prestados  los  dineros  que  para  hacer  la  armada 
pide  Colón,  y  vayase  luego  á  entender  en  ella.» 

Había  sonado  la  hora  del  triunfo  del  grande  hombre.  Des- 
pués de  tantos  años  de  esperanzas  y  de  sinsabores,  de  luchas  y 
de  descalabros,  de  constancia  y  de  fe,  pero  también  de  dudas  y 
de  desalientos,  puede  calcularse  la  alegría  del  gran  navegante 
sólo  comparable  á  la  que  sintió  al  hallar  la  tierra  que  su  genio 
había  presentido. 

Nombrósele  Almirante,  Virrey  y  Gobernador  general  de  to- 
dos los  países  que  descubriese,  con  todos  los  privilegios  de  que 
gozaba  en  España  el  Almirante  de  Castilla,  dignidades  que  ha- 
bían de  ser  hereditarias  en  su  familia ;  otorgósele  el  diezmo  de 
todas  las  mercaderías,  incluso  el  oro  y  las  piedras  preciosas  que 
«se  compraren,  trocaren,  fallaren,  ganaren  e  hobieren  dentro 
de  los  límites  de  dicho  almirantazgo»,  con  otras  grandes  mer- 
cedes como  el  nombramiento  en  terna  de  los  empleos,  la  atrac- 
ción á  su  tribunal  de  los  pleitos  mercantiles,  y  el  derecho  de 
contribuir  y  pagar  la  octava  parte  de  gastos  y  percibir  también 
la  octava  parte  de  beneficios. 

y  llena  la  mente  de  halagüeñas  ideas  y  el  corazón  de  rego- 
cijo, encaminóse  por  tercera  vez  á  Palos  y  á  la  Rábida,  que  pa- 
recían tener  benéfico  influjo  en  los  destinos  del  Almirante,  para 
aprestar  su  armada  y  disponer  su  maravilloso  viaje. 

Pero  no  habían  terminado  las  tribulaciones  de  Colón.  Ape- 


—  32  — 

ñas  conocida  en  Palos  la  temeraria  empresa,  el  terror  y  la  des- 
confianza se  apoderaron  de  la  gente  de  mar,  y  á  pesar  de  las 
órdenes  reales  disponiendo  que  las  dos  carabelas  que  tenía 
obligación  de  tener  aparejadas  ese  puerto  por  no  se  sabe  qué 
falta  ó  delito,  se  pusieran  inmediatamente  á  las  órdenes  del  Al- 
mirante, fué  tal  la  resistencia,  que  ni  aun  el  comisionado  de  Sus 
Altezas,  que  vino  autorizado  para  tomar  los  barcos  que  se  juz- 
gasen convenientes  y  obligar  á  patronos  y  marineros  á  que  se 
embarcasen,  pudo  vencerlas.  ¿Qué  mucho  que  tal  hicieran 
marinos  hábiles  y  valientes,  pero  ignorantes  al  fin  y  llenos  de 
preocupaciones,  cuando  los  célebres  cosmógrafos  de  Italia  y 
de  Portugal  habían  dado  la  empresa  como  imposible?  Las  más 
atrevidas  navegaciones  que  se  habían  hecho  hasta  entonces, 
alejábanse  poco  de  la  costa.  Los  mismos  descubrimientos  de 
los  portugueses,  considerados  con  razón  como  asombrosos,  se 
reducían  á  ir  rodeando  el  continente  africano,  y  aun  no  se  ha- 
bía doblado  el  Cabo  de  las  Tormentas.  Lanzarse  por  un  mar 
desconocido  y  que  se  consideraba  como  inmenso  y  lleno  de 
horrores  de  todo  género,  sin  volver  á  ver  tierra  y  con  descon- 
fianza completa  de  jamás  encontrarla;  guiados,  además,  por  un 
extranjero  desconocido,  era,  en  verdad,  demasiado  exigir  á 
gente  ruda,  á  quien  no  podía  convencer  la  ciencia,  ni  someter 
la  reflexión. 

En  este  momento  crítico  aparece  un  hombre  de  sobresa- 
liente mérito  y  á  quien  no  ha  hecho  justicia  la  Historia.  Este 
hombre  es  Pinzón.  Jefe  de  una  casa  rica  y  considerada  del  país, 
gran  marino,  experto  y  entendido,  gozaba  Martín  Alonso  Pin- 
zón del  mayor  prestigio  é  influencia  con  la  gente  de  mar,  á  quien 
había  guiado  muchas  veces  en  los  temporales,  salvado  en  los 
peligros  y  socorrido  en  las  necesidades.  Hombre  de  gran  cora- 
zón y  de  pensamientos  elevados,  comprendió  fácilmente  á  Co- 
lón y  adoptó  con  tal  entusiasmo  sus  ideas,  que  logró  comuni- 
cárselas á  sus  hermanos,  parientes  y  amigos.  La  empresa,  hasta 
entonces  tenida  por  descabellada,  principió  á  considerarse  ha- 
cedera desde  el  momento  que  un  hombre  de  la  posición  y  for- 
tuna de  Pinzón,  no  sólo  la  daba  calor  y  vehemente  apoyo,  sino 
que  ofrecía  embarcarse  el  primero  y  con  él  sus  hermanos  y  pa- 
rientes. No  hay  testigo  en  el  pleito  varias  veces  citado,  que  no 


—  33  — 

declare  que  sin  los  Pinzones,  y  especialmente  sin  Martín  Alonso, 
no  hubiera  podido  Colón  armar  sus  carabelas,  ni  emprender  su 
glorioso  viaje.  Añade  Las  Casas  y  otros  historiadores,  que 
Martín  Alonso  Pinzón,  solo  ó  con  sus  hermanos,  prestó  al  in- 
signe genovés  el  medio  cuento  de  maravedís  que  necesitó  éste 
para  su  octavo  y  para  acabar  de  arreglar  los  barcos,  pues  no 
había  bastante  con  lo.  dado  por  la  Corona  y  adelantado  por  San- 
tángel. 

No  es,  pues,  dable  negar  una  parte  muy  considerable  de  glo- 
ria, en  esa  portentosa  empresa,  al  hombre  ilustre  que  sin  pedir 
deslumbradoras  recompensas,  expuso  por  ella  su  honra,  su  for- 
tuna y  su  vida,  y  tuvo  tan  decisiva  influencia,  no  sólo  en  los 
aprestos  de  la  expedición  y  en  la  expedición  misma,  sino  en 
medio  de  ese  mar  tenebroso,  nunca  hasta  entonces  explorado, 
donde  su  prestigio  y  su  entereza  salvaron  acaso  á  Colón  de  gra- 
vísimos peligros. 

¿Empece  esto  en  algo  la  gloria  de  Colón?  No,  ciertamente, 
como  la  fama  de  Seleuco  ó  de  Antioco  no  daña,  antes  enaltece, 
la  de  Alejandro,  ni  la  de  Bernadotte  y  Massena  la  de  Napo- 
león. 

Dejemos  al  Almirante  embarcado  ya  en  la  Santa  María ^  se- 
guido por  la  Pinta  y  la  Niña,  mandadas  por  Martín  Alonso 
Pinzón  y  su  hermano  Vicente  Yáñez.  Un  ilustre  consocio  nues- 
tro, el  Sr.  Fernández  Duro,  os  explicará  harto  más  elocuente- 
mente que  yo,  en  una  próxima  conferencia,  las  vicisitudes  y 
aventuras  de  sus  gloriosos  viajes  y  de  su  asombroso  descubri- 
miento. 

Si  el  alto  mérito  de  Pinzón,  de  Deza  y  de  otros  favorecedo- 
res de  Colón;  si  la  misma  excelsa  y  nobilísima  figura  de  la  reina 
Isabel  no  disminuyen  ni  en  un  ápice  la  gloria  sin  par  del  Almi- 
rants,  no  son  tampoco  parte  á  empañarla  en  lo  más  mínimo  los 
defectos  que  sin  duda  tuvo,  «Los  hombres  de  genio,  dice  Víc- 
tor Hugo,  tienen,  sin  duda,  originalidad  exuberante,  tienen 
defectos.  No  importa.  Es  necesario  tomar  á  esos  hombres  como 
son,  con  sus  defectos,  so  pena  de  hacerles  perder  al  mismo 
tiempo  sus  cualidades.» 

Túvolos  Colón  sin  duda.  ¿Quién  puede  negarlo,  si,  como  ya 
he  dicho,  no  cabe  en  la  débil  naturaleza  humana  la  perfección? 

3 


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Pero  esos  defectos  gravemente  exagerados  por  sus  émulos  y 
sus  contrarios  eran,  después  de  todo,  los  propios  de  su  época  y 
de  su  nación,  eran  algunos  de  ellos  nacidos  de  sus  propias  emi- 
nentes cualidades,  eran  los  restantes  no  absolutos,  sino  relati- 
vos al  ser  puestos  en  parangón  con  sentimientos  verdadera- 
mente extraordinarios  y  que  pudiéramos  calificar  de  sublimes 
de  personas  que  estuvieron  en  inmediato  contacto  con  él. 

Hásele  motejado,  por  ejemplo,  de  codicia.  Hay  que  notar, 
ante  todo,  que  la  preocupación  vulgar  respecto  á  los  originarios 
de  Genova,  era  en  aquel  tiempo  y  en  los  posteriores  tal,  que 
era  muy  difícil  que  de  él  se  hubiera  librado,  aunque  hubiera  os- 
tentado la  generosidad  y  desprendimiento  más  notorios.  Eran 
entonces  considerados  los  genoveses  como  lo  han  sido  y  lo  son 
en  el  día  de  hoy  los  judíos  en  varios  países  de  Europa,  y  los 
chinos  en  América.  Suponíase  que  todo  genovés  era  codicioso, 
y  que  el  numerario  iba  siempre  á  parar  á  sus  manos.  Buena 
prueba  de  ello  son  los  dichos  populares,  los  versos  de  nuestros 
grandes  poetas.  Dice,  por  ejemplo,  Quevedo  hablando  del 
dinero: 

«Nace  en  las  Indias  honrado 
Donde  el  mundo  le  acompaña, 
Viene  á  morir  en  España 
Y  es  en  Genova  enterrado.» 

Y  en  otra  composición  famosa: 

«Buen  andrajo  cuando  seas, 
Porque  todo  puede  ser, 
Ó  provisión  ó  decreto 
Ó  letra  de  ginovés » 

Y  los  religiosos  franciscanos  escribían  al  cardenal  Cisneros: 
«Que  V.  S.  trabaje  con  sus  Altezas  como  no  consientan  venir  á 
esta  tierra  ginoveses,  porque  la  robarán  e  destruirán.» 

No  es  dable  negar  que  Colón  se  preocupó  mucho  de  las  ri- 
quezas del  mundo  que  había  descubierto,  y  que  la  busca  del  oro 
fué  una  de  sus  ideas  más  fijas.  Al  recorrer  las  páginas  de  su  Dia- 
rio se  ve  continuamente  ese  afán.  «Con  la  ayuda  de  Nuestro 
Señor  no  puedo  menos  de  encontrarlo  allí  donde  nasce»,  dice 
más  de  una  vez,  y  en  mil  formas  ese  concepto  está  repetido  en 
sus  relaciones.  ¿Puede  por  eso  achacársele  vulgar  codicia  y  an- 


—  35  — 

sia  inmoderada  de  lucro?  El  historiador  imparcial  debe,  en  mi 
concepto,  afirmar  que  no.  La  elevación  de  ideas  y  la  superiori- 
dad de  alma  del  gran  navegante  repugnan  demasiado  á  esa  sór- 
dida mezquindad.  Consigna  además  la  Historia  rasgos  suyos,  que 
revelan  no  sólo  generosidad  y  desprendimiento  muy  grandes, 
sino  bondad  y  nobleza  de  corazón  extraordinario.  Baste  citar 
su  conducta  con  los  que  se  le  sublevaron  en  la  isla  de  Jamaica, 
traición  verdaderamente  tristísima,  y  de  la  que  él  mismo  dice 
en  una  de  sus  cartas:  «Alzáronse  en  la  Jamaica  de  que  yo  fui 
tan  maravillado  como  si  los  rayos  del  sol  causaran  tinieblas.  Yo 
estaba  á  la  muerte,  y  me  martirizaron  cinco  meses  con  tanta 
crueldad  sin  causa.»  Pues  bien,  á  esos  mismos  rebeldes  que  de 
tal  suerte  le  habían  ofendido  y  maltratado,  los  tuvo  presos  y  á 
su  disposición,  y  él  no  sólo  les  dio  inmediatamente  libertad,  con 
excepción  tan  sólo  de  su  jefe  é  instigador  Porras,  sino  que  de 
lo  que  le  entregaron  luego  en  Santo  Domingo,  como  parte  de 
lo  que  le  correspondía  en  las  rentas  de  la  isla,  separó  una  gran 
cantidad  para  repartirla  entre  sus  compañeros  de  infortunio  sin 
exceptuar  á  los  rebeldes,  que  recomendó  como  á  los  demás  á 
la  generosidad  y  á  la  justicia  de  los  Reyes. 

No  había,  pues,  codicia  en  Colón.  Lo  que  había  en  él  eran 
dos  grandes  impulsos  harto  más  conformes  á  su  noble  carácter. 
Era  el  uno  el  naturalísimo  deseo  de  hacer  ver  la  importancia 
de  los  países  que  iba  descubriendo,  importancia  que  á  la  sazón 
se  traducía  especialmente  por  las  riquezas  y  el  oro  que  dichas 
tierras  produjeran.  No  hay  que  olvidar  que  todo  el  afán  de  los 
venecianos  y  genoveses  de  acercarse  á  la  India  por  el  mar  Rojo, 
y  de  los  portugueses  por  hacer  directamente  la  navegación  do- 
blando el  Cabo  de  las  Tormentas,  no  tenía  otro  objeto  que  el 
de  traer  de  esa  riquísima  región  los  perfumes,  las  especias,  y, 
sobre  todo,  el  oro  y  las  piedras  preciosas.  Todo  el  apoyo  que 
el  Almirante  ansiaba  lograr  de  la  nación  y  de  los  Reyes  para 
extender  y  aumentar  sus  descubrimientos,  dependía  casi  exclu- 
sivamente de  las  riquezas  que  descubriera.  Su  deseo  de  oro  era, 
pues,  un  medio,  más  que  un  fin;  era  una  de  las  muchas  palan- 
cas que  su  poderosa  voluntad  aprovechaba  para  completar  su 
glorioso  descubrimiento.  Pero  no  era  sólo  eso.  Colón,  como 
todo  hombre  de  genio,  era  algo  soñador.  Como  él  lo  han  sido 


-26- 

casi  todos  los  grandes  hombres  que  ha  producido  la  humanidad. 
El,  cuya  inmarcesible  gloria  había  de  ser  el  Occidente,  tuvo 
siempre  fija  la  vista  en  el  Oriente.  Teníala  en  dos  conceptos. 
Era  su  idea  nacida  de  un  afortunado  error,  el  encontrar  cami- 
nando hacia  Occidente  una  navegación  directa  y  relativamente 
corta  al  extremo  Oriente.  Pero  además  había  concebido  su 
ánimo  religioso  y  exaltado  el  pensamiento,  verdaderamente 
grande  aunque  quimérico,  de  dedicar  las  grandes  riquezas  que 
pensaba  acumular  á  conquistar  la  Tierra  Santa  y  librar  el  sepul- 
cro de  Cristo  del  poder  de  los  infieles.  En  muchas  de  sus  car- 
tas y  relaciones  está  expuesta  esa  idea,  y  hasta  se  apoya  en  pro- 
fecías que  parecían  asegurar  que  de  España  había  de  salir  quien 
llevara  á  cabo  tan  sagrada  empresa. 

Hásele  igualmente  achacado  el  defecto  de  severidad  excesiva, 
sin  tener  á  mi  ver  bastante  en  cuenta  el  tiempo  en  que  vivió,  y 
lo  que  las  conquistas  en  países  bárbaros  suelen  por  desgracia 
exigir.  No  hizo,  por  cierto,  Colón  lo  que  otros  descubridores 
tenidos  en  general  por  humanos  hicieron.  No  dejó,  como  Vasco 
de  Gama,  hundirse  en  el  mar  un  buque  lleno  de  tripulantes  sin 
mandar  una  lancha  en  su  socorro;  ni  mucho  menos,  como  Al- 
fonso de  Alburquerque,  fué  recorriendo  costas  y,  ya  matando 
habitantes,  ya  cortando  á  otros  narices  y  orejas,  sembró  el  te- 
rror y  la  desolación  por  todo  el  país.  Sin  que  yo  sincere  en  ab- 
soluto á  Colón,  hay  que  hacerle  la  justicia  de  que  si  no  fué  á 
veces  blando  en  los  castigos,  era  las  más  veces  impulsado  por 
la  necesidad ;  teniendo  que  imponerse  él,  extranjero  y  con  poca 
autoridad,  á  gente  aventurera  é  indócil  y  á  salvajes  mal  aveni- 
dos con  la  inesperada  invasión. 

Sucede,  además,  en  esto  de  la  crueldad,  como  con  otro  de 
los  cargos  que  se  hace  al  Almirante,  y  es  el  haber  traído  algu- 
nos indígenas  de  los  países  descubiertos  para  venderlos  como 
esclavos.  Uno  y  otro  cargo  tienen  poco  de  absoluto,  dadas  las 
costumbres  de  la  época  y  las  condiciones  de  una  guerra  de  con- 
quista. Tras  de  la  toma  de  Málaga,  que  tuvo  lugar  pocos  años 
antes  del  descubrimiento,  se  vendieron  y  repartieron  no  pocos 
moros  prisioneros,  y  en  el  vecino  reino  de  Portugal  eran  traí- 
dos como  esclavos  los  indígenas  de  la  costa  de  África,  lo  que, 
después  de  todo,  ha  estado  sucediendo  en  América  hasta  hace 


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pocos  años.  Nacieron  especialmente  esos  dos  cargos,  de  que 
tanto  partido  han  sacado  los  enemigos  de  Colón,  de  la  compa- 
ración con  dos  personajes  realmente  excepcionales,  y  cuya 
grandeza  de  alma  y  bondad  y  caridad  cristianas,  no  sólo  fueron 
superiores  á  su  época,  sino  que  serían  extraordinarios  en  cual- 
quier país  y  en  cualquier  tiempo.  Refiérome  á  la  gran  reina 
D.*  Isabel  y  al  célebre  Fr,  Bartolomé  de  Las  Casas.  Nada  hay 
que  decir  de  la  primera  que  no  hayan  proclamado  todos  los 
historiadores  antiguos  y  modernos,  nacionales  y  extranjeros. 
Permítaseme,  sin  embargo,  recordar  algunas  de  sus  palabras, 
para  honra  de  nuestra  Reina  y  de  nuestra  Nación.  «Mi  volun- 
tad, decía,  es  proseguir  en  esta  empresa  y  sostenerla,  aunque  no 
fuese  sino  piedras  y  peñas,  que  en  otras  cosas  no  tan  grandes 
se  gasta  mucho  más.»  Al  saber  que  una  partida  de  indios  había 
sido  traída  para  venderlos  como  esclavos  en  Sevilla,  exclamó: 
«¿Quién  es  D.  Cristóbal  Colón  para  disponer  de  mis  subditos? 
Los  indios  son  tan  libres  como  los  españoles»,  y  en  sus  instruc- 
ciones advertía  al  Almirante:  «No  habéis  de  traerme  esclavos, 
pero  si  buenamente  quisiere  venir  alguno  por  lengua  con  pro- 
pósito de  volver,  traédmele.» 

Respecto  á  Fr.  Bartolomé  de  Las  Casas,  conocidísimo  es  de 
todos  su  celo,  que  un  distinguido  historiador  religioso  no  duda 
en  calificar  con  razón  de  indiscreto,  en  favor  de  los  indios. 
Llevó  á  tal  punto  su  exageración  en  eso,  que  no  sólo  prorrum- 
pió en  violentas  acusaciones  hasta  contra  los  padres  Jerónimos 
que,  como  asesores,  le  había  asignado  el  cardenal  Cisneros  al 
nombrarle  protector  de  los  indios,  sino  que  propuso  emplear 
esclavos  negros  en  los  trabajos  de  campo  y  de  minería  para  ali- 
viar á  los  indígenas.  De  tal  suerte  ofusca  la  pasión;  ¡como  si  los 
negros  no  fuesen  hombres  de  igual  suerte  que  los  naturales  de 
América!  Flamencos  y  genoveses  tomaron  el  asiento  ó  contrato 
de  la  traída  de  negros;  de  modo  que  no  fueron  españoles  los 
que  introdujeron  en  las  Indias  ese  vergonzoso  tráfico,  por  for- 
tuna abolido.  No  tardó  en  conocer  Las  Casas  su  error,  pero  el 
mal  estaba  hecho.  De  todas  suertes,  el  celo  y  la  caridad  del 
Obispo  de  Chiapa  fueron  realmente  asombrosos,  y  ese  mismo 
celo  le  hizo  ser  á  menudo  injusto,  apelando  á  los  términos  más 
violentos  y  agresivos  contra  los  pobladores  españoles  y  contra 


-  38  - 

el  mismo  Colón,  llegando  á  tanto  en  esto  que,  al  referir  el  es- 
tado de  amargura  y  pobreza  en  que  se  hallaba  el  Almirante 
cuando  murió  en  Valladolid,  atribuye  tantas  penalidades  y 
desdichas  á  «los  agravios,  guerras  é  injusticias,  captiverios  y 
opresiones y  privación  de  propia  y  natural  libertad,  y  de  in- 
finitas vidas  ....  que  hizo  y  consintió  hacer  absurda  y  desorde- 
nadamente», que  tales  y  tan  duras  son  las  propias  palabras  del 
protector  de  los  indios,  y  hasta  tal  punto  su  amor  á  éstos  le 
hizo  ser  cruel  é  injusto  con  el  descubridor  del  Nuevo  Mundo. 

Difícil  es  defender  á  éste  como  político  y  hombre  de  go- 
bierno. Sus  mismas  cualidades  insignes  le  hacían  poco  á  propó- 
sito para  ello.  Su  indomable  energía  y  su  asombrosa  pertinacia, 
que  formaban  parte  esencial  de  su  genio  y  de  su  grandeza,  se 
compaginaban  mal  con  el  gobierno  de  países  nuevos,  á  donde 
acudían  gentes  aventureras,  codiciosas  y  mal  avenidas  con  la 
obediencia  y  la  disciplina.  Cierta  suavidad  y  espíritu  de  transi- 
gencia hubieran  sido  acaso  más  convenientes.  En  todo  caso, 
fuera  evidente  sinrazón  sostener  que  eso  disminuye  en  nada  la 
gloria  y  el  nombre  insigne  del  gran  descubridor. 

Menos  aun  ha  de  influir  en  su  fama  la  especie  vertida  por  al- 
gunos de  que  su  mérito  no  es  grande  porque  otros  habían  lle- 
gado á  América  antes  que  él.  Suponiendo  que  los  islandeses,  ó 
los  chinos,  ó  los  normandos  abordasen  por  casualidad  á  la  ex- 
tremidad septentrional  de  aquel  continente,  ¿qué  importancia 
tiene  eso  para  la  Historia  ni  para  la  civilización?  ¿Qué  influen- 
cia tuvieron  esos  viajes  en  la  marcha  de  la  humanidad?  En 
cambio,  ¿qué  inmensas  consecuencias  no  tuvo  el  descubrimiento 
de  Colón?  Ello  es,  señores,  que  cuando  Colón  propuso  su  idea, 
todos  la  tuvieron  por  imposible,  y  cuando  la  realizó  dijeron  que 
era  ya  conocida.  Y  es  que  todo  lo  que  encuentran  los  hombres 
de  genio  suele  ser  tan  sencillo,  que  todos  creen  que  lo  hubie- 
ran encontrado;  que  la  belleza  del  genio  consiste  en  que  él  se 
parece  á  todos  y  nadie  se  parece  á  él. 

Pero,  dando  de  barato  que  todos  los  defectos  que  le  han 
achacado  fueran  ciertos,  ¿qué  importa  eso  para  la  alta  misión  y 
el  incomparable  mérito  del  gran  Colón?  ¿Qué  consecuencias 
han  traído  al  mundo  sus  defectos?  ¿Qué  resultados,  en  cambio, 
para  la  cultura,  para  la  civilización,  para  el  progreso  de  la  hu- 


—  39  - 

manidad  han  traído  sus  excepcionales  dotes,  su  inteligencia,  su 
voluntad  y  su  genio? 

Debe  la  Historia  tributar  sus  entusiastas  elogios  á  Colón, 
personificación  excelsa  del  genio,  del  estudio,  de  la  constancia 
y  de  la  fe;  símbolo  insigne  de  la  paciencia,  que,  según  un  escri- 
tor célebre,  la  paciencia  es  el  genio,  como  es  también  atributo 
dcDios:  J^afüns  g7¿?a  cetermis.  Pero  ha  de  reconocerse  al  mismo 
tiempo  que  no  es  dado  á  la  humana  condición  sustraerse  de  las 
debilidades  y  flaquezas  inherentes  á  esa  condición  misma.  El 
que  de  ellas  estuviere  libre  en  absoluto  no  sería  hombre,  y  aun 
en  esa  lucha  de  lo  bueno  y  de  lo  malo,  de  lo  rastrero  y  de 
lo  elevado,  de  lo  verdadero  y  de  lo  falso,  es  en  lo  que  á  mi  ver 
estriba  el  mérito,  la  virtud,  la  grandeza,  el  genio,  todo  lo  noble, 
todo  lo  sublime  á  que  puede  aspirar  la  humana  naturaleza. 

Tal  íué  el  verdadero  carácter  de  Colón,  Su  grandeza  tanto 
como  de  su  propio  genio  resulta  de  la  contradicción,  de  la  lucha 
en  que  su  alma  magnánima  se  templó  al  calor  de  su  férrea  volun- 
tad y  de  su  convicción  profunda.  Jamás  acaso  se  ha  visto  en  la 
Historia  un  triunfo  semejante  del  tesón  y  de  la  constancia,  pues- 
tos al  servicio  de  una  altísima  inteligencia  y  de  una  sublime 
idea. 

Pobre,  desconocido,  extranjero  en  todas  partes,  porque  su 
verdadera  tierra  era  el  mar  y  su  verdadera  patria  la  que  le  pro- 
porcionara medios  de  realizar  su  colosal  empresa,  le  vemos 
errar  de  nación  en  nación,  de  corte  en  corte,  sin  lograr  excitar 
más  que  la  incredulidad  y  el  menosprecio  de  los  sabios,  la  burla 
de  los  cortesanos,  la  risa  y  la  befa  del  vulgo,  que  le  tenía  por 
demente  ó  por  maniático.  Y  sereno  é  impertérrito  el  hombre 
de  la  capa  raída,  como  le  llama  un  antiguo  escritor,  firme  como 
una  roca  combatida  por  la  tempestad,  siguió  años  y  años  sin 
cejar  ni  un  punto  en  sus  propósitos,  sin  desistir  de  su  predica- 
ción continua  y  obstinada,  sin  disminuir  ni  en  un  ápice  sus  con- 
diciones. Ni  el  prestigio  de  los  más  celebrados  claustros,  ni  la 
púrpura  de  los  Prelados,  ni  la  pompa  de  la  Corte,  ni  el  mismo 
esplendor  del  Trono  le  conmovieron  jamás  ni  le  intimidaron. 
Con  sus  canas  aun  prematuras  y  con  su  pobre  traje  iba  ofrecien- 
do mundos  y  tesoros,  y  con  la  fuerza  de  su  genio  y  de  su  volun- 
tad indomable  logró  hacerse  oir  de  los  grandes  y  aplaudir  de 


—  40  — 

los  doctos,  y  respetar  de  los  ignorantes,  y  negociar  con  los 
Reyes  é  imponer  sus  condiciones,  y  armar  sus  carabelas,  y  lle- 
gar con  ellas  á  esas  tierras  desconocidas,  á  ese  nuevo  mundo 
que  su  genio  había  adivinado. 

Pero  con  ser  su  genio  tan  elevado  y  su  voluntad  tan  poderosa, 
¿hubiera  podido  realizar  Colón  su  magnífica  obra  sin  el  con- 
curso de  una  Reina  como  Isabel  y  de  una  Nación  como  España? 
¿No  hubo  algo  de  providencial  en  esas  grandes  figuras  del  Almi- 
mirante  y  de  la  Reina,  y  en  la  conducta  del  pueblo  de  Castilla? 
Húbolo  sin  duda  alguna.  Para  negarlo  sería  necesario  suponer 
que  la  Historia  es  una  mera  relación  de  hechos  sin  conexión  ni 
enlace,  que  los  sucesos  se  realizan  sin  razón  y  sin  motivo;  sería 
necesario  negar  las  leyes  históricas,  que  del  mismo  modo  que 
las  leyes  físicas,  han  sido  trazadas  por  el  Supremo  Hacedor.  La 
intervención  de  la  Providencia  en  los  acontecimientos  humanos 
es,  en  mi  sentir,  innegable;  pero,  entiéndase  bien,  una  interven- 
ción mediata  que  deja  completamente  á  salvo  la  libertad  huma- 
na, las  causas  naturales,  los  fueros  de  la  voluntad  y  de  la  razón. 

No  hace  mucho  que  desde  este  mismo  sitio,  y  al  tener  la  honra 
de  hacer  el  resumen  de  la  luminosa  discusión  que  sobre  los 
métodos  históricos  tuvo  lugar  el  pasado  año,  os  exponía  con 
alguna  extensión  mis  opiniones  sobre  este  asunto,  y  os  demos- 
traba, ó  al  menos  creía  demostraros  la  verdad  de  estas  ideas, 
en  mí  añejas  y  arraigadas. 

El  hombre,  en  virtud  de  su  libertad,  elige  entre  los  diferentes 
impulsos  que  le  solicitan.  Cada  una  de  sus  acciones  individuales 
es  perfectamente  libre  y  espontánea ;  pero  las  acciones  de  los 
unos  se  compensan  con  las  de  los  otros,  y  vistas  engrande  escala 
y  en  conjunto  principian  á  divisarse  las  reglas  generales.  Cuanto 
más  se  extiende  el  número,  el  espacio  y  el  tiempo,  más  percep- 
tibles se  van  haciendo  esas  reglas  que,  tomadas  á  su  vez  en  con- 
junto, constituyen  las  eternas  leyes  de  la  Providencia,  que  por 
las  sendas  del  progreso  conducen  á  la  humanidad  hacia  lo  ver- 
dadero, lo  bello  y  lo  bueno,  fin  supremo  del  hombre  y  de  la  His- 
toria. 

Dada  la  idea  de  Dios,  es  imposible  negar  la  idea  de  Provi- 
dencia; y  que  ésta  ha  de  dirigir  la  humanidad  hacia  el  progreso 
y  el  bien  por  medio  de  la  libertad,  consecuencia  es  también 


—  41   — 

necesaria  de  la  idea  de  los  atributos  esenciales  del  Todopo- 
deroso. 

Cualquiera  que  sea  la  teoría  que  se  admita,  sea  la  creación 
natural,  sea  la  hipótesis  de  Darwin,  es  lo  cierto  que  es  imposi- 
ble negar  el  progreso  y  la  evolución  lenta,  pero  sucesiva,  y 
tendiendo  siempre  hacia  el  adelanto  y  la  mejora  que  se  ha  ido 
desarrollando  en  el  transcurso  de  los  siglos.  Camina  esa  evolu- 
ción, ese  progreso  por  medio  de  flujos  y  reflujos  como  las  ma- 
reas del  Océano,  pero  cada  retroceso  lleva  en  sí  los  gérmenes 
latentes  de  adelantos  mayores,  gérmenes  que  se  desarrollan  en 
esas  épocas  de  atraso  para  dar  después  frutos  más  y  más  precia- 
dos, como  suele  el  barbecho,  que  al  dar  descanso  á  la  tierra  y 
al  rehabilitar  sus  elementos  productivos,  prepara  más  abundan- 
tes cosechas. 

Es  un  hecho  innegable  que  la  civilización  va  caminando,  des- 
de los  primitivos  tiempos  históricos,  siempre  de  Oriente  á  Occi- 
dente. Con  gran  razón  dice  Cantú,  que  así  como  el  griego  y  el 
latín  perdieron  el  derecho  de  lenguas  madres,  los  egipcios  y  los 
persas  han  perdido  el  de  llamarse  pueblos  primitivos,  y  que  la 
India,  y  acaso  el  extremo  Oriente,  les  han  precedido.  Desde 
esos  remotos  países  del  Asia  fué  avanzando  la  cultura  por  la 
Asirla,  la  Caldea,  el  Egipto  á  Grecia,  y  desde  Grecia  á  Roma, 
y  desde  Roma  á  toda  la  Europa,  y  señaladamente  á  España, 
país  el  más  occidental  del  continente.  Era  por  esta  razón  debido 
á  España  el  civilizar  el  gran  continente  occidental. 

Se  ha  supuesto  por  algunos  que  España  no  se  hallaba  en  bue- 
nas condicionnes  para  emprender  con  Colón  su  glorioso  descu- 
brimiento, y  que  ni  su  marina  ni  sus  circunstancias  como  nación 
eran  idóneas  para  ello. 

Ni  Francia  recién  salida  de  una  tutela  y  amenazada  por  el 
Imperio  y  por  la  España;  ni  Inglaterra  bajo  el  peso  de  la  te- 
rrible guerra  de  las  Dos  Rosas,  sin  industria  y  sin  marina;  ni 
Alemania,  sumida  en  completa  anarquía,  hubieran  podido  aco- 
meter esa  empresa  fácilmente.  Venecia,  Genova  y  Portugal  ya 
hemos  visto  que  la  rechazaron.  La  Historia  se  ha  encargado  de 
consignar  la  osadía,  el  tesón,  el  verdadero  heroísmo  de  los  espa- 
ñoles en  la  conquista  y  civilización  del  Nuevo  Mundo. 

En  cuanto  á  la  marina  española,  ya  desde  los  siglos  xii  y  xiii 


se  distinguió  en  arriesgadas  expediciones  marítimas.  Por  el  fuero 
de  Zarauz  de  1237,  se  ve  que  se  dedicaba  á  la  pesca  de  la  balle- 
na. En  la  conquista  de  Sevilla,  en  el  sitio  de  Algeciras  y  en  el 
de  Gibraltar,  en  la  guerra  marítima  contra  Aben-Juseph,  Rey  de 
Marruecos,  hizo  brillante  papel.  Empleaban  los  Reyes  de  Fran- 
cia naves  españolas,  y  los  de  Inglaterra  celebraban  tratados  con 
las  villas  del  mar  cantábrico.  Doce  galeras  castellanas  destro- 
zaron en  la  batalla  de  la  Rochela  á  treinta  y  seis  buques  ingle- 
ses, y  por  primera  vez  usaron  de  la  artillería  en  el  mar.  Don 
Diego  de  Mendoza,  Almirante  de  Castilla,  batió  á  los  portugue- 
ses, y  el  Conde  de  Buelna  á  los  ingleses,  al  empezar  el  siglo  xv. 
La  conquista  de  las  Canarias,  intentada  por  aventureros  cas- 
tellanos y  llevada  á  cabo  por  Juan  de  Betancourt  en  nombre  de 
los  Reyes  de  Castilla,  tuvo  lugar  poco  antes.  Y  aquí  es  muy  de 
notar  un  hecho  importante  y  que  tiene  gran  actualidad  en  estos 
momentos,  y  es  que  la  costa  de  África,  señaladamente  el  Río 
de  Oro  y  la  Guinea,  fueron  exploradas  por  los  españoles  antes 
que  por  los  portugueses  ni  por  ninguna  otra  nación.  Cita  el 
P.  Ricardo  Cappa  en  su  notable  obra  Estudios  críticos  acerca 
de  la  dominación  española  en  América^  un  libro  titulado  Fénix 
de  las  maravillas  del  orbe,  de  la  que  transcribe  este  conclu- 
yente  párrafo:  «Un  navegante  catalán,  D.  Jaime  Ferrer,  había 
llegado  en  el  mes  de  Agosto  de  1346  á  la  embocadura  del  Río 
de  Oro,  cinco  grados  al  Sur  del  famoso  Cabo  de  Non,  que  el 
infante  D.  Enrique  se  lisonjeaba  haber  hecho  que  doblasen  por 
primera  vez  los  navios  portugueses  en  141 9.»  Y  más  adelante 
añade:  «Largo  tiempo  antes  de  los  nobles  esfuerzos  del  infante 
D.  Enrique  y  de  la  fundación  de  la  Academia  de  Sagres,  diri- 
gida por  un  piloto  cosmógrafo  catalán,  Maese  Jacome  de  Ma- 
llorca, habían  sido  doblados  los  cabos  Non  y  Bojador  (i). 


(i)  P.  Ricardo  Cappa:  obra  citada;  primera  parte:  Colón  y  los  españoles;  apéndice  i." 
Edición  de  Madrid,  1889,  pág.  334.  Atribuye  el  P.  Cappa  el  libro  á  que  se  refiere  al 
célebre  Raimundo  Lulio,  y  en  eso  hay  sin  duda  un  grave  error,  que  acaso  sea  errata  de 
imprenta.  Sabido  es  que  ese  insigne  mallorquin  nació  en  Palma  hacia  1235,  y  que  murió 
en  3  de  Junio  de  13 15,  tras  de  una  larga  vida  llena  de  glorias  y  de  amarguras  y  de  las 
más  extrañas  vicisitudes.  Mal  podía  hablar,  por  tanto,  de  sucesos  acaecidos  á  mediados 
del  siglo  XIV  y  principios  del  xv.  En  todo  caso  no  cabe  duda  de  que  las  relaciones  co- 
merciales del  Reino  de  Aragón  y  señaladamente  de  las  Islas  Baleares  con  las  Canarias 
y  Costa  Occidental  de  África,  fueron  muchas  y  frecuentes  en  el  siglo  xiv,  según  consta 


—  43  — 

Pero  no  fué  sólo  eso;  hacia  1395  Betancourt,  con  una  fra- 
gata, recorrió  desde  Cabo  Cantin  hasta  el  mismo  Río  del  Oro, 
más  allá  del  de  Bojador,  reconociendo  y  cobrando  contribucio- 
nes en  el  país,  adquiriendo,  por  tanto,  Castilla  cierta  posesión 
en  la  costa  de  África.  Esta  navegación  continuó  con  mucha  ac- 
tividad durante  todo  el  siglo  xv,  habiendo  viaje  que  valió  á  su 
dueño  diez  mil  pesos  oro.  Los  Reyes  de  Castilla  siempre  consi- 
deraron aquellas  tierras  como  de  su  dominio,  y  así  D.  Juan  II 
dice  á  D.  Alonso  V  de  Portugal  en  1454,  que  sus  subditos  ve- 
nían con  sus  mercaderías  de  la  tierra  que  llaman  Guinea,  «que 
es  de  nuestra  conquista»;  y  los  Reyes  Católicos,  en  su  provisión 
de  19  de  Agosto  de  1475,  declaran  que  «los  Reyes  de  España 
tuvieron  siempre  la  conquista  de  África  y  Guinea,  y  llevaron  el 
quinto  de  cuantas  mercaderías  en  aquellas  partes  se  rescataban.» 
Y  no  se  limitaban  á  decirlo,  sino  que  nombraron  receptores  y 
escribano  mayor  «de  las  naos  que  se  armaron  para  el  tráfico  de 
Guinea  é  aun  adelante  de  la  Sierra  Leona»,  y  mandaron  en  1478 
que  se  hicieran  armamentos  marítimos  para  proteger  dicha  na- 
vegación. Vese,  pues,  que  durante  largo  espacio  de  tiempo  es- 
tuvieron los  Reyes  de  Castilla  en  posesión  legítima  de  esos  te- 
rritorios de  África  y  Guinea  que  españoles  descubrieron;  y  que 
habiendo  pasado  por  convenio  á  Portugal  y  cedidos  segunda 
vez  á  España,  vuelven  al  cabo  de  tantos  años  á  estar  nueva- 
mente en  litigio. 

Dispensadme,  señores,  esta  digresión  que  no  creo  completa- 

por  los  datos  inéditos,  fruto  de  diligentes  investigaciones,  que  me  ha  facilitado  el  dis- 
tinguido arqueólogo  mallorquín  D.  Gabriel  Llabrés,  y  que  muy  de  veras  le  agradezco. 

Esos  datos  tan  interesantes  como  auténticos,  son  los  siguientes: 

1342. — Salen  desde  Mallorca  por  Canarias  varias  naves  capitaneadas  por  Fernando 
Dezvaler,  quien  á  su  regreso  emprende  un  viaje  á  la  Tartaria  y  tierras  del  gran  Kan. 
Un  compañero  suyo  regresa  de  este  viaje  transcurridos  más  de  cuarenta  años. 

1346.— El  10  de  Agosto  de  este  año  sale  de  Mallorca  con  rumbo  al  Rio  del  Oro,  el 
navegante  Jaime  Ferrer.  Nada  se  supo  de  la  expedición  que  permaneciera  ignorada  á 
no  haberla  consignado  en  su  Atlas  de  1375,  el  cartógrafo  Jaíl'uda  Cresques  gloria  de 
Mallorca,  y  director  que  fué  de  la  Academia  náutica  de  Sagres. 

1346. — Setiembre  y  Octubre.  Pedro  VI  de  Aragón  escribe  al  Gobernador  y  Jurados 
de  Mallorca  recomendándoles  que  favorezcan  al  Principe  de  la  Fortuna,  que  va  á  la 
Isla  á  proveerse  de  naves  y  galeras  para  conquistar  las  islas  tutcvawni/c  halladas.  En- 
cárgales que  le  vendan  á  dicho  Principe  cuantos  cautivos  canarios  necesite. 

1392. — Un  fraile  mallorquín,  dominico,  fr.  Alsina,  empeña  varias  alhajas  antes  de 
embarcarse  para  Canarias  de  donde  había  sido  nombrado  Obispo. 

Todo  eso  consta  por  documentos  fehacientes  que  publicará  en  breve  el  Sr.  Llabrcs. 


—  44  — 

mente  inoportuna,  y  para  terminar  este  asunto,  añadiré  sola- 
mente que  la  aguja  náutica  era  conocida  en  España  antes  de  su 
supuesta  invención  en  Italia;  que  se  construían  en  nuestra  pa- 
tria bajeles  para  toda  Europa;  que  las  pescas  de  los  vasconga- 
dos se  extendían  de  las  costas  de  Irlanda  hasta  Terranova  y 
acaso  al  Canadá;  y  que  la  escuadra  que  acompañó  á  la  princesa 
D.^  Juana  á  Flandes  constaba  de  120  naves,  armada  sólo  infe- 
rior á  la  famosa  Invencible. 

Pero  ni  en  la  riqueza  y  prosperidad  de  la  Nación,  ni  en  la 
fuerza  de  su  marina  consistió  el  apoyo  dado  para  el  descubri- 
miento, ni  el  vigor  desplegado  para  la  conquista.  Consistió  es- 
pecialmente en  las  grandes  cualidades  de  su  Reina,  y  en  la  ge- 
nialidad y  carácter  del  pueblo  español  representado  en  todas 
sus  clases,  estados  y  condiciones. 

Es  espectáculo  maravilloso  y  digno  de  fijar  la  atención  de  la 
Historia,  el  que  presentan  los  pueblos  todos  de  la  Península 
española  al  terminar  su  misión  histórica  de  arrojarlos  moros  de 
su  territorio-,  después  de  haber  servido  de  valladar  á  Europa,  y 
de  haberla  salvado  más  de  una  vez  de  la  irrupción  agarena.  Ara- 
gón, que  es  el  primero,  se  lanza  sobre  el  Mediterráneo;  y  Cór- 
cega, Cerdeña,  Sicilia,  Ñapóles  y  hasta  Constantinopla  y  Gre- 
cia y  Asia,  son  teatro  de  sus  conquistas  y  de  sus  asombrosas 
hazañas,  y  Roger  de  Lauria  proclama,  que  ni  los  peces  pueden 
pasar  por  aquellos  mares  sin  ostentar  las  barras  de  Aragón.  Si- 
gúele Portugal,  y  desde  su  Algarbe  se  arroja  sobre  el  Algarbe 
africano ;  África  es  su  lote,  y  por  primera  vez  reconocen  aquel 
enorme  continente,  y  conquistan  sus  costas  y  atraviesan  la  te- 
merosa zona  tórrida  y  doblan  el  espantoso  Cabo  de  las  Tor- 
mentas, Y,  entre  gloriosas  aventuras,  llegan  al  fin  á  la  India,  tér- 
mino suspirado  de  sus  afanes.  Quedaba  Castilla,  su  territorio  era 
más  vasto,  su  enemigo  más  fuerte,  su  conquista  más  difícil,  pero 
apenas  Granada  empieza  á  ceder,  y  su  caída  se  ve  segura,  se  le 
presenta  una  aventura  más  grande,  más  atrevida,  más  maravi- 
llosa que  las  de  sus  hermanas  Aragón  y  Portugal,  con  serlo 
tanto.  Su  ley  histórica  la  impelía,  su  misión  providencial  tenía 
que  cumplirse.  Y  así,  mientras  la  opulenta  Genova,  y  Venecia 
la  poderosa,  las  Repúblicas  marítimas  por  excelencia;  mientras 
Inglaterra  y  Portugal  mismo,  á  pesar  de  su  afán  de  viajes  y  des- 


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cubrimientos,  rechazan  al  navegante  insigne,  y  no  encuentra 
apoyo  ni  en  los  Reyes,  ni  en  los  Senados,  ni  en  Ja  opinión,  y 
sólo  repulsas  y  befa  por  todas  partes,  en  Castilla  encuentra 
desde  el  principio  amigos  y  protectores  de  todas  las  clases  so- 
ciales. Encuentra  también  enemigos,  quizá  afortunadamente 
para  su  gloria;  que  en  la  lucha  y  en  el  combate  se  templan  los 
grandes  caracteres  y  los  verdaderos  genios.  Pero  el  número  de 
sus  amigos  y  admiradores  crece:  porque  en  Castilla  el  corazón 
y  el  sentimiento  dominan,  y  para  comprender  el  genio  como 
para  emprender  grandes  hazañas,  más  que  la  razón  fría  y  positiva 
hace  falta  sentimiento  y  corazón.  La  España  que  había  resistido 
á  los  romanos,  y  sucumbido  en  Sagunto  y  en  Numancia  y  ven- 
cido en  Covadonga  y  en  Sobrarve;  la  España  que  había  de  lu- 
char con  Napoleón,  tenía  que  comprender  al  insigne  marino,  y 
seguirle  en  su  maravilloso  viaje,  y  emprender  después  de  él 
aquella  serie  de  temerarias  y  asombrosas  aventuras  que  se  llama 
la  conquista  de  las  Indias. 

La  más  ilustre  nobleza  representada  por  el  Duque  de  Medi- 
naceli,  que  durante  dos  años  le  hospeda  en  su  casa,  y  le  pro- 
tege, y  por  el  Marqués  de  Moya  que  le  da  alientos;  el  alto  clero 
que  por  el  cardenal  Mendoza  le  introduce  con  los  Reyes  y  por 
Fr.  Diego  de  Deza  le  da  albergue  y  sustento  y  poderoso  apoyo 
en  Salamanca;  los  altos  funcionarios  como  el  Contador  Mayor, 
Quintanilla,  y  Juan  Cabrero  y  el  Secretario  Santángel,  cuyas 
eficaces  gestiones  he  referido;  damas  ilustres  como  D.^  Beatriz 
de  Bobadilla  ó  influyentes  como  D.^  Juana  de  la  Torre,  que  le 
ayudan  y  patrocinan;  las  notabilidades  científicas,  que  si  le 
rechazan  en  Córdoba,  le  aplauden  y  le  recomiendan  en  San  Es- 
teban, en  Valcuevo  y  en  Salamanca;  la  clase  media  á  que  per- 
tenecían Martín  Alonso  Pinzón  y  sus  hermanos,  que  más  que 
otro  alguno  contribuyeron  al  buen  éxito  de  su  empresa,  y  el 
físico  de  Palos,  Garci  Hernández,  y  el  Dr.  Chanca,  decididos  y 
muy  útiles  sostenedores  de  sus  ideas;  y  luego  las  clases  más  hu- 
mildes, los  religiosos  mendicantes,  viva  encarnación  del  pueblo 
en  aquella  época,  Fr.  Juan  Pérez,  su  entusiasta  y  siempre  leal 
amigo,  Fr.  Antonio  de  Marchena,  su  sabio  defensor,  su  pala- 
dín esforzado,  el  buen  Padre  Gricio  y  hasta  el  obscuro  vecino 
de  Palos,  Juan  Rodríguez  Cabezudo,  todos  estos  nombres  que 


-  46  - 

constituyen  la  completa  escala  social  de  la  nación  en  aquel 
tiempo,  grandes  y  humildes,  nobles  y  plebeyos,  sabios  é  igno- 
rantes, ricos  y  pobres,  agrúpanse  al  lado  de  Colón  y  le  dan  am- 
paro ó  consuelo,  amistad  ó  fuerza;  y  con  ellos  y  por  encima  de 
todos  la  gran  Reina,  la  incomparable  Isabel,  le  fortifica  pri- 
mero con  la  esperanza,  le  sostiene  luego  con  su  protección,  y, 
por  último,  en  situación  todavía  crítica  para  su  trono,  le  da  las 
naves  y  los  fondos  y  hasta  sus  joyas,  si  es  preciso,  para  realizar 
el  maravilloso  descubrimiento,  tenido  en  los  demás  países  por 
imaginario  y  absurdo. 

Sólo  un  alma  tan  noble  y  tan  elevada  como  la  de  la  Reina  de 
Castilla,  sólo  un  corazón  tan  excelso  pudo  comprender  al  gran 
Colón;  sólo  el  carácter  heroico  y  el  espíritu  entusiasta  de  la  na- 
ción española  fueron  capaces  de  adivinar  su  genio.  La  misión 
histórica  de  España  se  tenía  que  cumplir,  y  por  eso  providen- 
cialmente vino  Colón  al  único  país  que  podía  realizar  su  gran- 
diosa empresa. 

Por  eso  podemos,  para  concluir,  decir  con  legítimo  orgullo, 
que  el  descubrimiento  de  América,  «la  mayor  cosa,  después  de 
la  creación  del  mundo,  sacándola  encarnación  y  muerte  del 
que  lo  crió»,  según  la  feliz  expresión  de  Gomara,  fué  debido  al 
genio  y  á  la  voluntad  de  Colón,  al  corazón  de  Isabel  y  al  es- 
fuerzo y  espíritu  levantado  del  pueblo  español. 


LOS  FRANCISCANOS  Y  COLÓN. 


ATENEO  DE  MADRID 

LOS  FRANCISCANOS  Y  COLON 

CONFERENCIA 


SRA.  D.'  EMILIA  PARDO  BAZÁN 

leída  el  día  4  de  Abril  de  1892 


T 


MADRID 

ESTABLECIMIENTO   TIPOGRÁFICO    «SUCESORES   DE   RIVADENEYRA» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo   de   San  Vicente,    núm.   20 


i«9 


Señoras  y  señores: 

Cuando  me  invitaron  á  tomar  parte  en  esta  serie  de  lecciones 
que  conmemoran  el  cuarto  Centenario  del  descubrimiento  del 
Nuevo  Mundo,  al  pronto  me  arredró  (en  toda  verdad  lo  digo) 
mi  incompetencia  para  alternar  con  los  sabios  especiales  que 
me  han  precedido  y  me  seguirán,  alumbrando  con  su  doctrina 
y  su  palabra  los  espacios  de  la  ciencia  americanista.  Sólo  cobré 
ánimos  al  recordar  que  los  orígenes  del  descubrimiento  de 
América — el  suceso  más  grandioso  que  presenciaron  los  siglos, 
después  de  la  Encarnación  del  Hijo  de  Dios — están  íntima- 
mente ligados  á  los  anales  de  la  Orden  de  Menores,  ó,  para 
decirlo  en  estilo  llano,  de  los  frailes  Franciscos,  cuyo  distintivo, 
el  cíngulo  de  nudos,  rodeó  la  cintura  del  terciario  Cristóbal 
Colón. 

Diez  años  hace  que  corre  impreso  un  libro  mío,  prenda  de  mi 
devoción,  á  la  vez  mística  y  humana,  al  Santo  de  Asís:  á  aquel  de 
quien  pudo  decir  Emilio  Castelar  con  frase  inspirada  y  magní- 
fica, que  «impulsó  á  la  tierra  en  su  carrera  por  el  espacio,  y 
acercó  á  nuestras  manos  los  apartados  cielos  donde  se  transfi- 
gura la  conciencia»;  á  aquel  á  quien  Isabel  la  Católica,  á  punto 
de  morir,  llamaba  «Alférez  maravilloso  de  nuestro  Señor  J^e- 
sucristo».  Sólo  el  libro  á  que  aludo  puede  servirme  de  excusa, 
ya  que  no  de  justificación,  para  venir  á  hablaros  de  la  influen- 
cia de  los  Franciscanos  en  el  destino  de  Colón  y  en  los  aconte- 


—  6  — 

cimientos  que  juntaron,  bajo  los  auspicios  de  España,  ambos 
hemisferios  del  globo  terrestre. 

Si  hubiésemos  de  ver  en  el  desenvolvimiento  histórico  el  re- 
sultado de  los  juegos  del  azar  ;  si  no  creyésemos  que  hay  en  la 
historia  ocultas  leyes  de  afinidad  que  regulan  los  hechos,  diría- 
mos que  en  otra  Orden  religiosa  cualquiera  pudo  Colón,  lo 
mismo  que  en  la  Franciscana,  encontrar  eficaz  cooperación  y 
auxilio.  Mas  no  pongamos  en  duda  ni  un  instante  esa  razón  in- 
manente de  la  historia  universal,  esa  armonía  suprema  que  do- 
mina el  fragor  de  tempestad  de  las  épocas  más  perturbadas :  no 
repitamos  aquella  angustiosa  interrogación  de  Claudiano ,  el 
poeta  de  la  decadencia: 

Scepe  inilii  dubiam  traxít  sentcntia  mentei>!, 
curarent  svperi  térras^  an  iniliiis  itincssct 
rector,  et  incerto  fluerent  mortalia  casu. 

En  romance:  «Una  duda  cruel  tortura  á  veces  mi  espíritu: 
me  pregunto  si  los  dioses  se  enteran  de  lo  que  en  la  tierra  su- 
cede, ó  si,  al  contrario,  el  mundo  fluctúa  sin  dirección  entregado 
á  la  casualidad.»  Nuestra  fe,  no  ya  en  la  bondad  divina,  sino  en 
la  belleza  armónica  del  mundo,  nos  enseña  que  no  fluctúa  sin 
dirección,  que  no  lo  vemos  como  incoherente  pesadilla,  y  que 
cuanto  más  lo  contemplemos,  más  resplandecerá  ante  nuestros 
ojos  la  inmensa  cadena  de  oro  de  que  hablaba  Jordano  Bruno, 
cadena  que  enlaza  entre  sí  los  fenómenos  al  parecer  dispersos,  y 
mejor  distinguiremos  el  designio  que  todo  lo  concierta  y  el  po- 
der superior  que  impulsa  al  hombre  más  allá  de  lo  que  pudo 
soñar  nunca,  y  mejor  comprenderemos,  como  lo  comprendía 
Leibnicio,  que  «lo  presente  está  en  cinta  de  lo  futuro,  y  en  lo 
actual  se  cifra  lo  porvenir». 

Para  manifestar  cómo  estas  afirmaciones  optimistas  son  apli- 
cables al  asunto  que  trato,  permitidme  que  en  sucinta  reseña  os 
traiga  á  la  memoria  algunos  antecedentes  de  la  Orden  francis- 
cana, de  sus  tradiciones,  significación  y  carácter  propio. 

La  milicia  suscitada  por  San  Francisco  de  Asís  es  á  la  ardiente 
ebullición  religiosa  de  la  Edad  Media  lo  que  á  la  catedral  gótica 
sus  caladas,  transparentes  agujas;  la  última  expresión  de  un 
ideal;  la  quinta  esencia  más  sutil  y  exquisita  del  misticismo.  Con 


San  Francisco,  la  Edad  Media  asciende  el  postrer  peldaño  que 
la  separa  del  cielo;  y  como  ya  no  puede  subir  más;  como  el  sol 
llegó  á  su  cénit,  sólo  le  resta  partirse  en  infinitos  rayos  que 
alumbren  y  calienten  la  tierra,  y  fecundicen  los  gérmenes  con- 
tenidos en  sus  entrañas.  Así  vemos  que  desde  San  Francisco 
todo  se  transforma,  todo  se  renueva,  todo  sufre  una  crisis  pre- 
paradora de  otros  tiempos  que  ya  despuntan.  La  pintura  suelta 
su  vieja  crisálida  bizantina,  y  revolotea  libre  por  las  creaciones 
de  Giotto:  la  arquitectura,  abrumada  bajo  la  maciza  bóveda  ro- 
mánica, se  yergue  y  se  rasga  en  atrevidas  ojivas  :  la  poesía,  en- 
carcelada en  las  cortes  y  alambicada  por  los  trovadores,  rompe 
sus  grillos  y  desciende  al  pueblo,  fuente  de  Juvencio  de  toda 
literatura:  la  naturaleza  se  rehabilita  y  el  feudalismo  vacila  en 
su  pedestal  de  hierro.  Y  estas  metamorfosis  son  fruto,  no  de  la 
influencia  indirecta,  sino  de  la  inmediata  acción  del  Santo.  ¿Qué 
escenas  reproduce  la  nueva  falange  de  pintores?  La  leyenda 
franciscana,  los  desposorios  de  San  Francisco  con  la  dama  Po- 
breza. ¿Dónde  se  afirma  la  nueva  arquitectura,  el  templo  ojival 
con  su  rosa  mística  y  sus  aéreas  torres?  En  los  conventos  fran- 
ciscanos, en  el  sepulcro  de  Asís.  ¿Qué  cantan  los  poetas  precur- 
sores de  Dante?  Los  éxtasis,  los  milagros  del  pobrecillo  Fran- 
cisco. ¿Cuándo  recobra  la  naturaleza  sus  fueros  y  vuelve  á 
acariciarla  el  soplo  del  amor?  Cuando  Francisco  liberta  á  la  tór- 
tola del  cautiverio  y  al  cordero  del  cuchillo,  y,  nuevo  Oríeo, 
reconcilia  á  la  fiera  con  el  hombre.  El  verbo  que  se  eleva  para 
maldecir  á  los  tiranos,  de  boca  franciscana  sale:  los  frailes  son 
emisarios  del  pensamiento  patriótico,  y,  á  su  voz,  Italia  ad- 
quiere esa  conciencia  de  sí  misma  que  rescata  á  las  naciones. 

Con  esto  sólo  ya  sería  portentosa  la  obra  del  Serafín  en  carne 
humana;  pero  otros  aspectos  hay  en  ella  que  ahora  nos  impor- 
tan más.  Suscitar  poetas,  pintores,  arquitectos,  tribunos,  peni- 
tentes y  vírgenes  que  hicieron  del  claustro  plantel  de  azucenas, 
es  lo  que  en  la  obra  de  San  Francisco  corresponde  al  amor,  á  la 
voluntad,  al  sentimiento  ;  es  la  parte  estética  del  movimiento 
franciscano.  Veamos  el  reverso,  la  otra  faz,  la  práctica  y  cien- 
tífica. 

No  podía  la  idea  de  San  Francisco,  tan  activa  para  inflamar 
los  corazones,  quedar  infecunda  en  el  orden  de  la  especulación 


—  8  — 

racional;  ni  podía  carecer  la  Orden  de  filosofía  propia,  de  un  sis- 
tema metafísico  nuevo  ó  renovado  y  adecuado  á  su  concepto 
del  mundo  natural  y  sobrenatural,  de  la  realidad  entera.  En  la 
Orden  de  San  Francisco,  del  crucificado  moral,  del  poeta  sobe- 
rano, del  partidario  del  espíritu  vivo  contra  la  letra  muerta,  era 
donde  habían  de  surgir  los  filósofos  del  amor,  los  grandes  místi- 
cos. Así  como  en  los  mares  del  globo  ruedan  dos  corrientes 
principales,  la  del  golfo  y  la  polar,  la  vasta  extensión  de  la  filo- 
sofía ortodoxa  de  la  Edad  Media  se  reparte  en  dos  direcciones: 
la  mística  y  la  dogmática,  que  encarnan  respectivamente  Fran- 
ciscanos y  Dominicos.  La  filosofía  mística  es  el  supremo  esfuerzo 
del  hombre  para  abarcar  lo  infinito:  tiene  alas  como  de  paloma: 
con  impulso  delirante  quiere  ascender  á  las  estrellas:  vuela,  corta 

el  aire,  agota  su  vigor,  aletea  rendida y  baja  á  descansar  en 

la  humilde  tierra,  donde  recoge  el  sustento. — Así  la  filosofía 
mística,  comprobando  que  lo  infinito  no  cabe  en  nuestra  razón, 
al  caer  exhausta  del  tercer  cielo  adonde  por  el  amor  logró  subir, 
recobra  su  puesto  en  la  tierra  por  medio  del  criticismo  escép- 
tico,  padre  del  método  positivo  y  experimental,  á  que  se  deben 
los  adelantos  de  la  Edad  moderna. 

Este  natural  proceso  ideológico  siguió  el  pensamiento  fran- 
ciscano, y  en  la  Orden,  al  lado  del  radiante  y  artístico  genio  de 
San  Buenaventura,  alma  gemela  del  alma  de  Platón,  se  alzan 
los  que  podríamos  llamar  kantianos  de  la  Edad  Media,  los  pen- 
sadores nominalistas,  ariete  del  escolasticismo,  enemigos  de  va- 
nas palabras  y  artificiosas  clasificaciones;  los  nominalistas,  que 
tal  vez  no  han  sido  sobrepujados  en  osadía  por  ningún  positi- 
vista moderno.  Para  demostrar  cuan  estrechamente  se  enlaza 
el  misticismo  con  las  tendencias  positivas,  bastaría  recordar  el 
hecho  de  que  el  filósofo  franciscano  por  excelencia,  el  Doctor 
Sutil,  Dunsio  Escoto,  fué  el  hombre  más  versado  de  su  época 
en  ciencias  naturales,  el  más  profundo  matemático,  el  precur- 
sor de  Newton,  Leibnicio  y  Wolfio  en  resolver  varios  problemas 
de  física  y  geometría;  pero  la  significación  de  Escoto  en  este 
concepto  es  menor  que  la  del  portentoso  franciscano  Rogerio 
Bacón. 

No  he  de  probar  á  aislar  en  Rogerio  Bacón  la  verdad  y  la  le- 
yenda. Quitadle  todo,  hasta  el  ser,  en  el  lenguaje  familiar  espa- 


—  9  — 

ñol,  tipo  clásico  del  ingenio  mediante  la  invención  de  la  pólvora ; 
negad  ó  triturad  los  pasajes  de  sus  escritos,  de  los  cuales  se 
desprende  que  aquel  fraile  del  siglo  xiii  no  sólo  inventó  la  pól- 
vora, sino  la  navegación  por  el  vapor,  los  ferrocarriles,  los  glo- 
bos aerostáticos,  los  puentes  colgantes,  la  linterna  mágica,  el 
telescopio,  el  microscopio...;  sonreíd  al  leer  en  ingenuas  cróni- 
cas que  Fray  Rogerio  consiguió  burlar  al  diablo,  porque  el  dia- 
blo era  menos  listo  que  Fray  Rogerio...  y  con  que  le  dejéis  tan 
sólo  lo  que  no  se  le  puede  regatear,  el  mérito  de  haber  sentado 
terminantemente  los  principios  hoy  canonizados,  el  método  ex- 
perimental filosófico,  que  no  se  limita á  observarlos  fenómenos, 
sino  que  los  provoca  y  reproduce  á  fin  de  conocer  sus  leyes, 
basta  para  confirmar  lo  que  me  interesa  que  resalte  aquí:  que 
ya  desde  el  primer  siglo  de  su  fundación,  con  increíble  rapidez, 
había  recorrido  la  Orden  franciscana  el  ciclo  entero  de  la  espe- 
culación filosófica,  y  el  misticismo,  como  la  paloma  después  de 
remontarse  y  rendirse,  descendía  á  recoger  el  grano  en  el  surco, 
y  por  ley  ineludible,  al  extático  San  Buenaventura  había  suce- 
dido el  analítico  Escoto,  y  de  éste  se  había  engendrado  Rogerio 
Bacón,  el  positivista;  siendo  de  advertir  que  todos  tres  fue- 
ron pensadores  ortodoxos;  que  lo  que  voy  refiriendo  no  es  la 
historia  de  ninguna  herejía,  y  que  el  espíritu  de  Escoto  y 
Bacón,  aquél  tenido  por  venerable,  éste  muerto  en  olor  de 
santidad,  debió  perseverar  en  la  Orden,  y  perseveró,  como  ve- 
remos. 

Nadie  puede  negar  el  predominio  de  este  espíritu  en  los  Me- 
nores. Comparad  á  la  Orden  de  San  Francisco  con  otras  dos 
poderosísimas,  que  quizá  podrían  sernos  más  simpáticas  á  fuer 
de  españolas.  ¿Cómo  olvidar  que  en  las  milicias  de  Santo  Do- 
mingo de  Guzmán  y  San  Ignacio  de  Loyola  descollaron  varones 
eminentes  en  sabiduría,  astros  de  primera  magnitud,  todo  un 
Santo  Tomás  de  Aquino?  Pero  notad  que  lo  que  representan 
principalmente  Dominicos  y  Jesuítas  es  la  defensa  del  dogma, 
la  confutación  de  los  herejes,  la  sumisión  de  la  sociedad  civil  al 
poder  eclesiástico,  la  unidad  religiosa,  inconsútil  como  la  túnica 
de  Cristo.  Si  suponemos  á  cada  una  de  las  tres  magnas  asocia- 
ciones religiosas  representadas  por  un  individuo  que  encarne 
sus  tendencias,  diríamos  que  la  de  Santo  Domingo  la  simboliza 


—    I  o   — 


un  hábil  dialéctico,  martillo  de  herejes;  la  de  San  Ignacio  im 
político  profundo,  dominador  de  tierras  y  almas,  y  la  de  San 
Francisco  un  misionero,  que  sale  á  predicar  las  verdades  de  la 
fe  y  vuelve  trayendo  en  sus  alforjas  de  mendicante  las  conquis- 
tas de  la  ciencia- 
No  quisiera  que  sonasen  mis  palabras  de  un  modo  exclusivo 
y  estrecho,  ofensivo  para  alguna  de  las  grandes  asociaciones  re- 
ligiosas. La  brevedad  que  me  imponen  los  límites  de  esta  lec- 
tura, me  manda  trazar  líneas  generales,  y  desdeñar  los  aspectos 
parciales  y  relativos  de  la  cuestión.  Ni  es  ni  puede  ser  mi  pro- 
pósito sentar  que  únicamente  los  Franciscanos  tuvieron  místi- 
cos, filósofos  de  la  naturaleza  y  misioneros,  pues  también  en  las 
demás  Ordenes  los  hubo;  sólo  indico  que  en  la  Franciscana  se 
ha  de  buscar  su  representación  más  saliente,  adecuada  á  los 
fines  especiales  de  la  Orden  y  á  la  originalísima  personalidad 
del  fundador.  El  cual,  al  dar  á  sus  frailes  esta  consigna:  Síi,  miei 
Jíg'li,  spargetevi  peí  mondo  e  annunziate  la  pace!  les  infundió 
el  anhelo  de  la  aventura  geográfica,  é  hizo  de  ellos  los  caballe- 
ros andantes  de  la  humanidad.  Era  el  espíritu  de  San  Francisco 
todo  expansión,  todo  irradiación  comunicativa;  y  como  suele 
ocurrir  á  los  grandes  genios  innovadores.  Colones  del  mundo 
psíquico,  la  tierra  conocida  le  venía  angosta,  la  grey  humana  era 
escasa  y  reducida  para  su  apostólico  celo,  y  San  Francisco  ne- 
cesitaba países  nuevos  adonde  llevar  la  locura  de  la  cruz,  y 
nuevas  almas  donde  trasvenar  la  efusión  de  su  caridad  subli- 
me, grabando  con  fuego  el  nombre  de  Cristo.  Desde  que  San 
Francisco  siente  la  vocación,  apodérase  de  él  una  inquietud  ex- 
traña, un  ímpetu  de  recorrer  la  tierra,  como  si  el  penitente  de 
Asís  presintiese,  por  medio  de  la  aspiración  sentimental,  el 
mundo  ignorado,  las  razas  nuevas  y  desconocidas  que  habían  de 
surgir  de  los  mares. 

San  Francisco  es  el  primer  misionero  viajante,  el  sucesor  di- 
recto de  los  Apóstoles.  ¿Quién  en  mejores  condiciones  que  él? 
El  hombre  que  ha  dado  su  anillo  nupcial  á  la  Pobreza;  el  que  se 
ha  descalzado  y  con  los  pies  desnudos  ha  pisoteado  las  vanida- 
des y  los  bienes  terrenales;  el  que  no  quiere  tener  dos  túnicas, 
ni  sandalias,  ni  plata,  ni  acuñada  moneda,  sino  fe  y  libertad, 
¿qué  obstáculos  ha  de  encontrar  para  trasladarse  de  un  punto  á 


otro?  Los  mismos  que  encuentra  la  golondrina  para  emigrar  al 
primer  soplo  del  invierno. 

Para  San  Francisco  no  había  ligaduras  de  intereses  caducos, 
ni  familia,  ni  hacienda,  ni  amistad  ó  amor  profano  le  estorbaban: 
ciñóse  su  cuerda  y  partió. — No  me  atribuyan  que  supongo  en 
San  Francisco  el  menor  presentimiento  científico  de  la  existen- 
cia de  América ¿Acaso,  hablando  con  exactitud,  lo  tuvo 

Colón?  ¿Pues  cómo  pudiera  tenerlo  San  Francisco  tres  siglos 
antes?  Lo  que  sintió  San  Francisco  fué  un  prurito  irresistible  y 
extraño  de  salir  de  Europa  y  llegar  hasta  los  últimos  confines 
de  la  tierra  habitada  por  el  género  humano,  á  las  más  remotas 
y  desconocidas  regiones  del  Asia  y  del  África;  del  África, 
donde  ayer  anidaba  el  águila  agustiniana,  donde  de  una  Iglesia 
floreciente  sólo  quedaban  ruinas.  Eran  entonces  los  países 
mahometanos  una  amenaza  para  la  civilización  cristiana  y  un 
campo  de  espinas  y  abrojos  que  San  Francisco  quería  fertilizar 
con  sangre. — El  Santo  entró  en  la  primer  nave  que  se  daba  á  la 
vela  para  Siria:  deshecha  borrasca  arrojó  la  embarcación  contra 
las  tristes  costas  de  Esclavonia,  y  detenido  el  barco  para  care- 
narse, á  Ancona  hubo  de  regresar  el  misionero,  que,  no  desalen- 
tado por  el  primer  fracaso,  decidió  pasar  al  África  cruzando 
tierra  española;  y  aunque  frustró  su  intento  la  enfermedad  que 
aquí  rindió  su  cuerpo  extenuado,  ya  quedaba  señalada  la  ruta  de 
las  Hespéridas  á  los  frailes  Menores.  Al  tercer  intento  se  logró 
el  propósito  de  San  Francisco:  las  crónicas  nos  le  muestran  pre- 
dicando al  Soldán  de  Egipto,  y  desafiando  á  los  ulemas  á  que 
atravesasen  una  hoguera  encendida,  cuyas  llamas  respetarían  al 
portador  del  Evangelio. 

Dado  estaba  el  impulso.  Los  Franciscanos  habían  aprendido 
á  tomar  báculo  y  alforja  y  andar  los  caminos  del  universo.  Al 
saber  el  suplicio  de  los  cinco  protomártires  de  Berbería,  San 
Francisco  casi  se  desmaya  de  gozo  y  bendice  al  convento  de 
Alenquer  «donde  brotaron  aquellas  cinco  rojas  y  fragantes  flo- 
res». Bendigámoslo  también  nosotros;  porque  estos  que  siguen 
al  Cordero  con  la  estola  tinta  en  sangre,  son  bienhechores  de  la 
humanidad;  preparan  el  suelo  para  la  civilización.  Ya  encontra- 
remos á  los  Franciscanos  doquiera,  donde  haya  un  palmo  de 
tierra  no  visitado  aún  por  la  cruz,  siempre  nómadas,  siempre 


dispuestos  á  la  suprema  afirmación  ante  la  cuchilla.  Les  vere- 
mos en  Nicea  tratando  la  unión  de  la  Iglesia  de  Bizancio  á  la 
de  Roma;  les  seguiremos  por  las  estepas  de  Tartaria,  en  busca 
del  misterioso  Preste  jfiian^  describiendo  y  dando  á  conocer 
aquellas  ignoradas  regiones;  les  hallaremos  empeñados  en  con- 
vertir á  los  kanes  mogoles  y  á  la  Horda  de  oro,  y  conscientes  de 
la  irrupción  con  que  amagaban  á  Europa  las  razas  amarillas; 
admiraremos  á  Fray  Juan  de  Pian  Carpino  y  á  Fray  Guillermo 
de  Rubriquis,  que  convierten  en  exploración  científica  lo  que 
parecía  loca  aventura,  y  diremos  conRémusat,  que  á  los  frailes 
corresponde  el  mérito  de  haber  comunicado  y,  por  decirlo  así, 
reconciliado  la  parte  oriental  y  la  occidental  del  mundo.  Á  fines 
del  siglo  XIV,  el  beato  Odorico  de  Udine  explora  el  Océano  ín- 
dico: de  éste  y  de  algunos  exploradores  m,ás  ha  perdurado  el 
nombre:  ¡cuántos  y  cuántos  yacen  en  el  olvido!  A  veces  aparé- 
cese  en  Roma  un  fraile  atezado,  escuálido,  quemado  por  el  sol 
del  Asia:  nadie  sabe  quién  es:  ha  salido  de  misión  veinte  años 
antes,  y  sólo  vuelve  para  pedir  más  frailes,  más  segadores,  por- 
que la  mies  está  granada  y  madura.  Nótese  que  desde  el  adve- 
nimiento de  San  Francisco  y  la  difusión  de  su  Orden  y  la  cons- 
titución de  la  Sociedad  Franciscana  llamada  «de  los  hermanos 
peregrinos  por  Cristo  en  toda  la  tierra»,  sociedad  que  se  res- 
tauró y  adquirió  nuevo  vigor  en  los  últimos  años  del  siglo  xiv, 
cambia  de  dirección  la  corriente  de  los  viajes  en  la  Edad  Media, 
y  el  inmenso  raudal  que  se  precipitaba  hacia  Palestina,  el  mo- 
vimiento de  las  Cruzadas,  extínguese  poco  á  poco.  También 
irán  cesando  las  caravanas  de  peregrinos  con  esclavinas  de  con- 
chas, que  se  dirigen  á  la  basílica  de  Santiago  el  Mayor,  y  ya  bri- 
llan con  su  postrer  esplendor  las  grandes  romerías,  los  jubileos 
pontificios  al  pie  del  sepulcro  de  los  Apóstoles.  Observad  cuan 
evidente  progreso  á  medida  que  va  infiltrándose  la  idea  de  San 
Francisco  en  las  conciencias,  cuan  superior  concepto  de  la  ca- 
ridad y  la  fraternidad  humana  el  que  ya  se  impone:  ¡al  palmero 
de  Jerusalén,  al  peregrino  de  Compostela,  al  romero  de  Roma, 
que  viajan  por  bien  de  su  propia  alma,  para  que  Dios  les  remita 
sus  culpas,  sucede  el  misionero,  que  viaja  por  bien  del  alma  de 
todos,  para  que  toda  gente  conozca  á  Cristo  y  para  que  el  uni- 
verso sea  iluminado:  el  palmero,  el  peregrino,  el  romero,  van  á 


1  T, 


venerar  reliquias  y  sepulcros:  el  misionero  va  á  ensanchar  la 
vida  y  á  renovar  las  edades  históricas!  ¿No  es  cierto  que  puede 
decirse,  no  sin  fundamento,  que  la  reunión  de  los  hemisferios 
del  planeta  la  preparó  el  espíritu  del  Santo  de  Asís? 

He  oído  atribuir  á  una  de  nuestras  eminencias  intelectuales  y 
políticas  esta  frase:  «Los  santos  están  fuera  de  la  historia.»  Pues 
decidme  cómo  se  explica  la  transformación  que  sufre  la  Edad 
Media  para  acercarse  al  Renacimiento,  sin  la  acción  de  San 
Francisco,  sin  su  acción  de  santidad,  porque  el  hijo  del  merca- 
der de  Asís  ni  fué  poderoso  monarca,  ni  gran  capitán,  ni  sabio 
insigne,  sino  lo  que  podríamos  llamar  un  vidente  y  un  volente; 
para  decirlo  más  claro,  un  inspirado  de  Dios.  Lo  que  se  intentará 
significar  al  excluir  de  la  historia  á  los  santos,  es  que  la  crítica 
debe  distinguir  entre  lo  verdaderamente  histórico  y  lo  pura- 
mente legendario  de  su  biografía.  Pero  esta  distinción  es  apli- 
cable á  cualquier  personaje  histórico,  aunque  no  le  adorne  la 
aureola  de  la  santidad;  y  no  ignoráis,  señores,  que  la  leyenda 
de  los  personajes  profanos  es  á  veces  más  fabulosa  y  más  difícil 
de  atacar  y  destruir  que  la  de  los  santos  mismos. 

En  los  primeros  años  de  la  décimaquinta  centuria,  diríase  que 
una  brisa  palpitante  cruza  el  Océano  y  trae  en  sus  alas  al  viejo 
mundo,  el  mundo  de  la  historia,  voces  del  joven,  el  de  la  le- 
yenda. Ábrese  la  era  de  las  lejanas  expediciones,  de  las  revela- 
ciones náuticas,  de  las  invenciones  de  tierras,  y  ya  en  las  Islas 
Canarias  ó  Afortunadas  encontramos  la  huella  de  los  Francisca- 
nos, compañeros  del  descubridor,  narradores  del  suceso.  Fran- 
ciscanos van  también  en  la  nave  del  descubridor  de  la  isla  de 
la  Madera,  y  así  como  en  el  siglo  xiii  querían  los  frailes  ita- 
lianos bautizar  al  Kan  mogol,  ahora  los  portugueses  intentan 
evangelizar  al  Preste  Juan  de  Abisinia.  De  nuestra  Penínsu- 
la— porque  yo  no  separo  ni  separaré  nunca,  á  no  ser  en  el  sen- 
tido de  clasificar  para  mejor  entender,  las  glorias  portugue- 
sas y  las  españolas  — de  nuestra  Península,  digo,  partió  este 
arrojo,  y  no  es  mucho  que  á  nuestra  Península  viniese  á  aco- 
gerse el  hombre  de  la  capa  raída,  el  mareante  y  pirata  Cris- 
tóbal Colón.  Si  cuando  Colón  puso  el  pie  en  tierra  peninsular 
deslumhraba  nuestra  estrella,  triunfaban  nuestras  armas  y  se 
engrandecía  por  momentos  nuestro  imperio,  la  sinceridad  me 


—   14  — 

obliga  á  declarar  que  la  orden  de  Menores  no  se  encontraba  en 
su  apogeo:  había  pasado  el  gran  siglo  franciscano.  No  era,  sin 
embargo,  estéril  el  tronco  que  entonces  produjo  al  ínclito  fray- 
Francisco  Jiménez  de  Cisneros,  el  hombre  nacido  para  el  sayal 
franciscano,  un  San  Francisco  á  la  cabeza  de  una  nación.  Mez- 
cla de  penitente  y  conquistador,  que  ceñía  por  devoción  el  ci- 
licio y  por  patriotismo  la  coraza,  Cisneros,  bajo  sus  apariencias 
de  santo  desprendido  de  los  cuidados  mundanales,  era  un  ar- 
diente atleta  del  progreso.  Enamorado  de  la  imprenta,  por  me- 
dio de  la  cual  el  verbo  de  la  verdad  podía  fraccionarse  sin  dis- 
minuirse, como  el  pan  de  la  Eucaristía,  Cisneros  tomó  bajo  su 
protección  al  arte  tipográfico  en  su  cuna,  y  las  ediciones  hechas 
bajo  los  auspicios  de  Cisneros  no  pueden  contarse. — Sólo  recor- 
daré que  entre  los  libros  mandados  imprimir  por  Cisneros  se 
incluían  las  obras  de  Raimundo  Lulio. — La  historia  (porque  Cis- 
neros no  tiene  leyenda,  ó  al  menos  no  ha  prevalecido  la  que  in- 
tentaron formarle  algunos  cronistas  y  biógrafos)  nos  enseña  que 
el  editor  de  la  Políglota,  el  fundador  de  la  Complutense  y  del  Co- 
legio Mayor  de  San  Ildefonso,  el  padre  de  la  gran  legión  triden- 
tina,  de  los  Salmerones  y  los  Láinez,  no  sólo  no  es  un  disidente 
en  la  Orden  seráfica,  sino  que  es  el  franciscano  por  excelencia, 
el  que  la  reforma,  depura  y  restituye  al  genuino  espíritu  de  San 
Francisco,  suprimiendo  á  los  relajados  claustrales,  infieles  á  la 
santa  pobreza,  y  entregando  sus  conventos  á  los  ascéticos  ob- 
servantes, los  que  representaban  las  tendencias  espirituales  del 
zelantismo^  costándole  á  Cisneros  su  espíritu  franciscano  en- 
contrar en  los  manjares  de  su  mesa  horrible  sabor  de  ponzoña, 
y  que  las  manos  de  su  propio  hermano,  después  de  moverse  á 
escribir  contra  el  Cardenal  un  libelo  infamatorio,  se  le  ciñe- 
sen al  cuello  para  extrangularle — siendo  aquellos  dos  hermanos, 
el  Abel  y  el  Caín,  emblema  de  las  dos  tendencias  de  la  Orden, 
las  de  los  puros  y  la  de  los  estragados  en  toda  relajación. 

Cuando  vino  Colón  á  España,  duraban  estas  excisiones  y  es- 
tas discordias,  y  el  Cardenal  planteaba  su  reforma  con  incon- 
trastable firmeza.  Pero  el  convento  de  la  Rábida,  punto  de  con- 
fluencia de  la  misteriosa  corriente  franciscana  y  el  destino  del 
descubridor,  sólo  hasta  mediados  del  siglo  xv  había  durado  en 
poder  de  los  degenerados  conventuales  que  Cisneros  perseguía: 


al  punto  de  atravesar  sus  umbrales  el  genovés,  ya  estaba  resti- 
tuido á  los  austeros  observantes,  de  orden  del  Pontífice  Eu- 
genio IV. 

De  los  primeros  pasos  y  gestiones  de  Colón  en  tierra  espa- 
ñola, es  tanto  y  tan  bueno  lo  que  aquí  mismo  se  ha  dicho,  que 
apenas  tocaré  este  episodio.  Créese  que  Colón  llegó  de  Portu- 
gal á  España  con  ánimo  de  pasar  á  ofrecer  al  Rey  de  Francia  el 
proyecto  desdeñado  por  la  Señoría  de  Genova,  la  República  de 
Venecia  y  el  Monarca  portugués,  imaginando  que  en  España 
tampoco  encontraría  quien  le  apoyase,  por  hallarse  concentra- 
das las  fuerzas  de  la  nación  en  los  empeños  de  la  Reconquista. 
Detúvose  en  Huelva  para  dejar  encomendado  su  hijo  Diego  á 
solícitos  cuidados  femeniles,  y  entonces  fué  cuando,  según  la 
opinión  más  probable,  trabó  relación  amistosa  con  los  frailes  de 
la  Rábida.  Ya  les  conociese  en  la  villa  de  Palos,  como  indica  el 
texto  de  Fray  Bartolomé  de  las  Casas,  ya  llegase  á  la  portería 
cubierto  de  polvo  y  fatigado  por  la  sed,  con  su  hijo  de  la  mano, 
pidiendo  «para  aquel  niñico,  que  era  niño,  pan  y  agua  que  be- 
biese», como  se  desprende  de  la  relación  del  físico  Garci-Her- 
nández,  lo  indudable  es  que  Colón  halló  en  la  Rábida  lo  que  más 
necesita  el  innovador:  el  primer  ambiente  templado  por  la  sim- 
patía, la  adhesión  y  la  aquiescencia.  En  todo  punto  que  se  dis- 
cuta ha  de  mirarse  si  la  discusión  recae  sobre  algo  esencial,  ó 
más  bien  sobre  cuestiones  accidentales  que  no  modifican  el  ver- 
dadero sentido  de  los  acontecimientos.  Consta  que  los  francis- 
canos de  la  Rábida  cooperaron  activamente  á  que  se  realizase 
el  intento  de  Colón  en  honra  y  prez  de  la  patria  española:  este 
servicio  singular  bien  vale  el  discutido  vaso  de  agua,  que  dieron 
ó  no  dieron  al  cansado  niñico  del  gran  navegante  genovés. 

El  convento  de  la  Rábida,  donde  Colón  encontró  leales  ami- 
gos y  entendimientos  abiertos  para  comprenderle,  es  un  edifi- 
cio desprovisto  de  galas  arquitectónicas,  aunque  no  de  per- 
gaminos y  recuerdos.  Según  un  códice  inédito — una  de  esas 
crónicas  seráficas  milagreras,  ingenuas  y  encantadoras,  que  no 
puede  desdeñar  el  arte,  aunque  la  crítica  las  pulverice — la  erec- 
ción del  templo  de  la  Rábida  sube  al  reinado  de  Trajano,  en  el 
siglo  II  de  la  Iglesia.  Allí  se  veneraba  el  simulacro  de  la  negra 
diosa  Proserpina,  que  sustituyó  en  el  siglo  iv  una  imagen  de  la 


blanca  María,  nunca  con  más  razón  llamada  Estrella  de  los  Ma- 
res. En  el  fondo  del  mar  se  ocultó  la  efigie  al  invadir  á  España 
los  sarracenos;  del  fondo  del  mar  salió,  como  una  perla,  para 
ser  venerada  bajo  la  advocación  de  Virgen  de  los  ^Milagros;  y 
milagrosa  llamarán  todas  las  generaciones  á  la  imagen  que  oyó 
la  última  oración  del  descubridor  de  América,  antes  de  que  sus 
carabelas  levasen  el  ancla.  ¡En  lugar  de  las  dos  estrellas  con 
que  rematan  los  cuernos  de  la  media  luna  que  huellan  los  divi- 
nos pies  de  la  Virgen  de  la  Rábida,  podría  un  escultor  colocar 
las  dos  mitades  del  mundo! 

Necesito  hacer  algunas  advertencias,  entrando  de  lleno  en  lo 
más  espinoso  de  cuanto  en  estas  lecciones  se  ha  propuesto.  Al 
tratarse  aquí  de  Colón  y  los  problemas  de  su  historia,  el  mérito 
del  descubrimiento  y  las  condiciones  de  carácter  del  descubri- 
dor se  han  juzgado  con  gran  diversidad  de  criterio,  diversidad 
que  refleja  la  de  los  autores  y  libros  de  más  general  consulta  y 
autoridad  para  el  caso.  Mientras  los  apologistas  del  primer  Al- 
mirante, inspirándose  en  una  biografía  de  familia  y  reforzando 
las  sugestiones  de  la  piedad  filial  con  las  de  la  admiración,  que- 
rían poner  á  Colón  en  los  altares,  sus  cnticos — porque  en  justi- 
cia no  puedo  llamarles  detractores — pasaban  por  tamiz  las  ac- 
ciones del  descubridor,  y  encontraban  en  el  bronce  de  su  estatua 
numerosas  partículas  de  barro  y  escorias  impuras.  De  dos  clases 
son  los  cargos  dirigidos  á  Colón,  no  ahora,  sino  ya  de  tiempo 
atrás,  desde  que  los  falsos  sentimentalismos  lamartinianos  y  las 
indiscretas  apoteosis  de  Roselly  de  Lorgues  y  su  escuela  des- 
pertaron y  aguzaron  la  observación,  preparando  la  reacción  ne- 
gativa.—La  primer  clase  de  cargos  va  contra  eMioinbre:  estudia 
el  valor  moral  de  sus  actos  privados  y  públicos,  cuenta  sus  de- 
vaneos más  ó  menos  clandestinos,  su  ambición,  su  nepotismo, 
su  dureza  y  crueldad,  su  prurito  esclavista  y  su  sed  de  oro^ 
rezagos  de  sus  viejas  mañas  de  corsario  y  bucanicro.  Siendo 
tan  graves  las  acusaciones  que  en  este  capítulo  se  formulan,  y 
aunque  de  mis  lecturas  creo  deducir  que  no  carecen  de  funda- 
mento, tengo  para  mí  que  no  dañan  á  la  gloria  de  Colón,  pues 
ésta  no  se  basa  en  las  prendas  del  carácter,  en  la  magnanimidad 
y  hermosura  del  alma,  sino  en  el  hecho  de  que  Colón  descu- 
briese el  continente  nuevo.  El  alcance  de  eses  cargos  es  mera- 


mente  relativo:  llenan  el  fin  de  vindicar  nuestra  honra  nacional; 
nos  limpian  del  feo  borrón  de  ingratitud,  justificando  la  con- 
ducta de  España,  sus  reyes  y  consejeros,  y  mostrando  que  no 
fué  acto  de  monstruoso  desagradecimiento  la  prisión,  embarque 
y  proceso  del  Almirante;  que  no  le  dimos  á  beber  hiél  y  vina- 
gre, ni  le  vestimos  púrpura  de  loco,  ni  le  coronamos  con  espi- 
nas en  vez  de  laurel,  ni  le  dejamos  expirar  clavado  á  la  cruz  de 
la  miseria  y  del  desprecio.  ¡Caso  extraño!  Esta  rectificación, 
que  redunda  en  descargo  de  nuestra  patria,  de  nuestros  reyes 
más  esclarecidos,  es  impopular,  y  yo  sé  que  por  aprobarla  he 
de  recoger  mi  parte  de  censuras.  Las  sumo  á  otras  muchas  que 
me  lleva  costado  mi  afición  á  la  estricta  verdad,  y  paso  ade- 
lante. 

¿No  es  cierto,  señores,  que  es  un  enigma,  acaso  sin  más  so- 
lución que  la  tendencia  á  la  unidad  propia  de  la  mente  humana, 
ese  empeño  de  querer  perfectos  y  sin  mácula  á  los  héroes  de  la 
historia;  ese  prurito  de  confundir  la  perpetua  y  constante  direc- 
ción de  la  voluntad  hacia  el  bien,  distintivo  de  la  santidad,  con 
la  especial  disposición  y  luz  que  puede  poseer  un  ser  humano 
en  el  terreno  de  la  ciencia,  del  arte,  de  la  política,  de  la  gue- 
rra— disposición  que  en  grado  eminente  se  llama  genio?  ¿Y  no 
es  cierto  que  esta  exaltación  con  que  pretendemos  asociar  lo 
que  Dios  mismo  quiso  distribuir  entre  varias  criaturas — virtud 
eminente  y  genio  sublime — nos  precipita  al  extremo  opuesto, 
llevándonos  á  pedir  al  genio,  en  el  terreno  moral,  cuentas  más 
estrechas  de  las  que  se  piden  al  vulgo?  No  son  las  flaquezas  de 
Colón  tan  enormes  ni  tan  inauditas  en  su  época,  que  se  le  pueda 
calificar  de  malvado;  pero  suponed,  y  es  mera  suposición,  que 
tan  duro  epíteto  fuese  aplicable  al  genovés;  ¿no  habría  enton- 
ces, no  habrá  ahora  cientos  de  miles  de  individuos  capaces  de 
las  mismas  faltas  y  transgresiones  á  la  moral  que  Colón,  pero 
que  viven  y  mueren  sin  legar  á  la  humanidad  obra  bella  ni  útil, 
sin  pagar  el  escote  de  una  existencia  vacía  de  sentido,  indife- 
rente á  la  humanidad?  ¿Pues  por  qué  la  desdeñosa  indulgencia 
que  otorgamos  á  esos  anónimos  pecadores,  á  esos  zánganos  que 
no  melificaron  nada,  no  se  ha  de  convertir  en  tolerancia  respe- 
tuosísima, al  tratarse  de  hombres  como  Colón?  Es  indudable 
que  nuestro  juicio  oscila  entre  dos  errores:  el  primero,  negar 

2 


los  fueros  de  la  historia,  exigir  que  se  encubran  las  imperfec- 
ciones del  genio;  el  segundo,  no  perdonarle  al  genio,  por  su  re- 
gia prerrogativa,  lo  que  por  su  insignificancia  se  le  perdona  á 
cualquier  imbécil. 

El  otro  género  de  cargos  que  á  Colón  se  dirige  ha  escandali- 
zado mucho  menos  ó  casi  nada  al  público  que  sigue  desde  lejos 
los  debates  de  este  juicio  contradictorio :  y,  sin  embargo,  es  el 
único  que  importa  á  la  fama  postuma  de  Colón.  No  se  trata  ya 
de  la  conducta  del  hombre,  ni  de  las  aptitudes  é  integridad  del 
gobernante,  sino  del  hecho  del  descubrimiento,  interpretado  y 
comprendido  hoy  de  un  modo  subversivo  para  las  opiniones 
clásicas  ya.  Llegando  á  este  punto,  el  más  delicado  y  grave  de 
cuantos  con  la  historia  de  Colón  se  enlazan,  necesito  escudarme 
por  medio  de  nombres  propios  y  apoyarme  en  testimonios  res- 
petables y  válidos;  y  empiezo  por  recordaros  que  aquel  excelso 
fundador  del  método  experimental,  Rogerio  Bacón,  entre  los 
cuatro  obstáculos  que  se  oponen  al  conocimiento,  incluye  el 
conceder  autoridad  á  la  costumbre  y  el  temer  escandalizar  ó 
irritar  á  la  multitud ;  3^  yo ,  siguiendo  la  doctrina  del  fraile  que 
inventó  la  pólvora,  voy  á  quitar  á  la  costumbre  su  autoridad 
toda,  y  á  decir  lo  que  tengo  aprendido  sin  miedo  al  escándalo. 
Y  como  sería  insufrible  petulancia  que  hablase  por  cuenta  pro- 
pia en  estas  materias,  advierto  que  lo  que  expondré  está  tomado 
de  varios  autores  que  juzgo  fidedignos,  entre  los  cuales  descue- 
llan dos  sabios  jesuítas,  el  Padre  Fidel  Fita,  en  su  estudio  sobre 
Fray  Bernal  Buy  I,  y  el  Padre  Ricardo  Cappa,  en  su  libro  Co- 
lorí y  ios  españoles. 

Cuando  nos  representamos  el  hecho  del  descubrimiento,  so- 
lemos figurarnos  á  Colón  rodando  por  las  cortes  de  Europa  con 
un  mundo  en  la  mano,  sin  que  nadie  lo  quiera  tomar:  ofreciendo 
á  monarcas  y  naciones  un  continente  ignorado,  sin  nombre  aún, 
pero  de  cuya  existencia  Colón  estaba  cierto,  y  al  cual  llegaría 
si  se  le  facilitaban  medios  ma.teriales.  Sobre  este  modo  usual  de 
concebir  el  hecho  del  descubrimiento,  escribe  el  Padre  Cappa 
un  capítulo  con  este  epígrafe  nihilista:  Que  Colón  no  sospechó  la 
existencia  de  América^  ni  aun  después  de  haberla  descubierto; 
y  con  datos  y  citas — que  yo  no  he  de  repetir  por  no  aburriros, 
pues  el  mismo  jesuíta  llama  á  esa  prueba  testifical  pesadísima  ta- 


_  19  — 

rea — prueba  la  proposición  osada  y  heterodoxa.  Al  visitar  Esta- 
dos y  correr  cortes  en  busca  de  auxilios  para  organizar  su  salida 
á  la  descubierta,  Colón  no  pensaba  en  ningún  nuevo  mundo, 
sino  solamente  en  hallar  la  ruta  marítima  de  las  Indias,  llegando 
hasta  los  dominios  del  fantástico  Gran  Kan,  «que  tenía  so  sí 
nueve  potentísimos  reyes»,  y  visitando  á  Cipango,  isla  opulenta, 
atestada  de  «oro  y  especierías,  y  naos  grandes  y  mercaderes». 
Sojuzgada  la  fantasía  de  Colón  por  los  novelescos  relatos  de 
Marco  Polo,  tomó  por  continentes  las  islas  y  viceversa;  soñó  en 
Cuba  el  Quinsay  del  viajero  veneciano;  en  la  Española,  á  Tar- 
sis  y  á  Ofir,  y  en  la  Jamaica  le  asombró  no  encontrar,  según  las 
noticias  de  Eneas  Silvio  Picolomini,  caballos  con  frenos  y  pre- 
tales de  oro.  Lejos  de  figurarse  que  era  descubridor  de  un 
mundo  ignorado  de  los  antiguos  geógrafos,  Colón  creyó  hasta 
el  fin,  y  explícitamente  lo  dijo,  haber  encontrado  dirección /or 
la  tierra  firme  de  Asia,  es  decir,  haberse  internado,  no  en  un 
nuevo  continente,  sino,  por  el  contrario,  en  el  continente  más 
viejo,  el  continente  primitivo  de  la  historia. 

Es  necesario,  pues,  que  adoptemos  el  concepto  racional  del 
descubrimiento,  y  corrijamos  la  idea  lírica  de  Colón  peregri- 
nando por  Europa  con  un  mundo  á  cuestas,  como  Atlante.  Yo 
me  siento  doblemente  obligada  á  reconocer  que  se  impone  la 
rectificación,  por  lo  mismo  que  no  quiero  adornar  á  los  Fran- 
ciscanos sino  con  glorias  que  les  pertenezcan  en  justicia.  La 
aureola  de  los  frailes  de  la  Rábida,  que  acogieron  á  Colón  y  ayu- 
daron á  vincular  á  España  su  empresa,  sería  mayor,  más  reful- 
gente, si  tuviesen  conciencia  de  la  magnitud  desmesurada  del 
intento.  ¿Mas  cómo  pudo  estar  América  en  la  cabeza  de  los  frai- 
les de  la  Rábida,  si  en  la  de  Colón  no  estuvo  tampoco,  ni  aun 
después  de  descubierta  y  vista? 

Ya  entro  en  una  cuestión  á  mi  modo  de  ver  muy  digna  de  que 
la  consideréis  atentamente,  por  más  que  hasta  el  día  apenas  si 
ha  salido  á  plaza  en  las  discusiones  colombinas  de  este  ilustrado 
Centro.  Prestadme  oído,  y  permitidme  que  vuelva  al  siglo  xiii, 
á  los  tiempos  heroicos  de  la  Orden  seráfica. 

Uno  de  sus  personajes  más  renombrados  en  aquel  siglo,  y  uno 
de  los  hombres  más  singulares  que  en  España  tuvieron  cuna,  es 
indudablemente  Raimundo  Lulio,  á  quien  el  martirologio  fran- 


20    


ciscano  cuenta  en  el  número  de  sus  Beatos  ó  Venerables^  y  á 
quien  reza  como  á  santo  el  pueblo  mallorquín.  Raimundo  Lulio 
es  popular,  merced  á  la  leyenda  que  le  envuelve  en  sus  gasas  de 
oro;  leyenda  más  poética  que  la  de  Abelardo,  inspiradora  del 
arte  y  la  poesía.  La  imaginación  siempre  ve  en  Raimundo  Lulio 
al  enamorado  de  Ambrosia  de  Castelló,  entrando  caballero  en 
fogoso  corcel  por  la  iglesia  de  Santa  Eulalia,  y  cayendo  como 
herido  del  rayo  al  mostrarle  la  dama  genovesa  su  seno  que  car- 
comió la  horrenda  úlcera.  No  tanto  como  sus  romancescos  amo- 
ríos y  su  arrepentimiento  y  penitencia,  se  conoce  al  paje  de 
Jaime  I  por  su  labor  filosófica,  y  en  el  siglo  xviii  pudo  el  Padre 
Feijóo  decir  de  Raimundo  Lulio  que  «por  cualquier  parte  que 
se  le  mire  es  un  objeto  bien  problemático :  hácenle  unos  santo, 
otros  hereje;  unos  doctísimo,  otros  ignorante;  unos  iluminado, 
otros  alucinado».  Y  añade  el  docto  benedictino:  «Aunque  algu- 
nos aprecian  su  Arte  Magna,  son  más  los  que  la  desprecian», 
aduciendo  el  testimonio  de  Bacón  de  Verulamio,  que  llama  al 
Arte  Magna  arte  de  impostura^  y  considera  á  Lulio  un  alqui- 
mista, sólo  estimado  por  gente  bachillera  y  vaniloquia.  Nuestro 
siglo  ha  vindicado  plenamente,  no  sólo  la  ortodoxia  de  Lulio 
sino  sus  méritos  de  pensador  insigne,  y  Renán  le  coloca  á  la  ca- 
beza de  los  grandes  doctores  medioevales  que  confutaron  las 
doctrinas  del  comentador  Averroes.  Pero  al  lado  del  romántico 
trovador  y  del  filósofo  ofrece  Raimundo  Lulio  otra  personali- 
dad menos  discutida  y  casi  olvidada,  y  es  la  que  aspiro  á  evocar 
aquí,  por  lo  mucho  que  al  caso  presente  interesa :  la  personali- 
dad del  viajero  peregrinante  por  Cristo  ,  la  del  hombre  que  re- 
presenta mejor  esa  dirección  del  pensamiento  franciscano  que 
he  nombrado  instinto  de  la  aventura  geográfica.  Raimundo  Lulio 
fué,  en  efecto,  el  Quijote  de  la  misión,  el  ardiente  é  infatigable 
propagandista,  lo  que  hoy  llamaríamos  un  agitador^  si  esta  pa- 
labra no  hubiese  contraído  cierto  sentido  denigrante.  Anticipán- 
dose á  las  ideas  africanistas  del  Infante  de  Portugal  y  del  car- 
denal Cisneros,  Raimundo  Lulio  amó  al  África  más  que  había 
amado  á  Ambrosia  de  Castelló,  pues  la  amó  hasta  la  muerte, 
empapando  con  su  sangre  las  playas  tunecinas.  Las  Cruzadas 
habían  fracasado  en  el  terreno  militar;  Lulio  intentó  la  cruzada 
intelectual,  y  en  vez  de  demostrar  á  los  mahometanos  la  supe* 


21    — 


rioridad  del  cristianismo  entrando  en  una  hoguera,  quiso  pro- 
bársela por  medio  del  raciocinio  y  del  discurso,  á  fuer  de  esco- 
lástico de  pura  raza.  Español  y  patriota,  Lulio  recorre  á  Europa, 
instigando  al  Papa,  á  los  príncipes  cristianos,  á  las  repúblicas  de 
Italia,  para  que  conquisten  las  naciones  sarracenas,  no  con  la 
espada,  sino  con  el  entendimiento;  consigue  de  Nicolás  III  que 
envíe  nuevas  misiones  franciscanas  á  aquella  suspirada  Tartaria 
de  los  Kanes,  que  excitando  la  fantasía  influyó  tanto  en  el  des- 
cubrimiento de  otras  comarcas  bien  diferentes;  obtiene  de  Ho- 
norio IV  y  de  Jaime  II  fundaciones  de  colegios  de  lenguas 
orientales,  y  desde  allí  los  Menores,  instruidos  ya,  salen  á  con- 
vertir moros,  desarrollo  completo  de  los  propósitos  de  San  Fran- 
cisco. 

Pues  bien:  el  nuncio  del  Evangelio  entre  la  gente  mauritana; 
el  santo  á  quien  los  mahometanos  mesaron  las  barbas  y  ape- 
drearon por  loco,  es  quizá  el  único  precursor  del  descubri- 
miento colombino  que  no  puede  ser  calificado  de  fabuloso  y 
quimérico;  y  si  no  temiese  ofender  vuestros  oídos  y  alborotar 
vuestra  inteligencia  con  una  aserción  que  acaso  os  sonará  de  un 
modo  extraño  y  desapacible,  yo  diría  que  Raimundo  Lulio  es 
quien  realmente  desaibrió  las  Américas,  quedando  reservada  á 
Colón,  en  premio  de  su  energía  y  constancia,  la  inmensa  honra 
y  fortuna  de  encontrarlas  dos  siglos  después.  Os  ruego  que  me 
permitáis,  á  fin  de  paliar  este  atrevimiento,  que  exponga  los  da- 
tos en  que  me  apoyo,  para  que,  si  hay  error,  lo  excusen,  y  me 
ampare  el  precedente  de  que  personas  autorizadas  han  caído 
en  él  antes  que  yo,  fiando  en  testimonios  que  creo  difíciles  de 
recusar. 

Raimundo  Lulio,  que  fué  un  autor  fecundísimo,  y  cuyas  obras 
forman,  en  la  rara  edición  maguntina,  diez  tomos  en  folio,  tiene, 
entre  otros  escritos  coleccionados  en  esa  misma  edición,  al 
tomo  IV,  un  libro  quodlibético^  titulado  Ouestiones  per  artem 
demonstrativain  soliibiles.  En  la  cuestión  154,  y  al  proponer  la 
dificultad  del  flujo  y  reflujo  en  el  mar  de  Inglaterra,  el  Doctor 
Iluminado^  nunca  más  iluminado  que  en  tal  momento,  la  re- 
suelve con  las  siguientes  palabras:  «Toda  la  principal  causa  del 
flujo  y  reflujo  del  Mar  Grande,  ó  de  Inglaterra,  es  el  arco  del 
agua  del  mar,  que  en  el  Poniente  estriba  en  una  tierra  opuesta 


—    22    — 


á  las  costas  de  Inglaterra,  Francia,  España  y  toda  la  confinante 
de  África,  en  las  que  ven  los  ojos  el  flujo  y  reflujo  de  las  aguas, 
porque  el  arco  que  forma  el  agua  como  cuerpo  esférico,  es  pre- 
ciso que  tenga  estribos  opuestos  en  que  se  afiance,  pues  de  otro 
modo  no  pudiera  sostenerse;  y  por  consiguiente,  así  como  á  esta 
parte  estriba  en  nuestro  continente,  que  vemos  y  conocemos,  en 
la  parte  opuesta  del  Poniente  estriba  en  otro  continente  que  no 
vemos  ni  conocemos  desde  acá;  pero  la  verdadera  filosofía,  que 
conoce  y  observa  por  los  sentidos  la  esfericidad  del  agua  y  su 
medido  flujo  y  reflujo,  que  necesariamente  pide  dos  opuestas 
vallas  que  contengan  el  agua  tan  movediza  y  sean  pedestales  de 
su  arco,  infiere  que  necesariamente  en  la  parte  que  nos  es  occi- 
dental hay  continente  en  que  tope  el  agua  movida,  así  como 
topa   en  nuestra  parte  respectivamente  oriental.»  Después  de 
leer  este  pasaje,  que  más  que  claro  debemos  llamar  resplande- 
ciente, bien  podemos  decir  con  un  entendido  jesuíta:  «La  exis- 
tencia de  un  continente  al  Occidente  de  Europa  estuvo  cientí- 
ficamente probada  por  Raimundo  Lulio  dos  siglos  antes  que 
Colón  lo  hallara.  Que   este  continente  fuera  precisamente  la 
América,  ni  Lulio,  ni  Colón,  ni  nadie  lo  dijo.  Siium  cuique.»  Me 
asombra  tanto  más  el  pasaje  del  beato  Lulio,  cuanto  que  en  él 
veo   funcionar   aisladamente,  por  decirlo   así,   la  potencia,  la 
chispa  divina  del  entendimiento  humano.  Si  Lulio — aventurero 
y  viajero  incansable,  perito  en  navegar,  isleño  de  aquellas  islas 
siempre  arrulladas  por  el  himno  del  azul  Mediterráneo  y  fron- 
terizas á  las  costas  italianas  y  magrebinas — hubiese  oído  á  pilo- 
tos, lobos  de  mar  y  corsarios  algún  novelesco  relato  sobre  el 
Catay  ó  la  tierra  de  las  especias  y  el  oro,  y  dejase  archivada  en 
sus  escritos  la  conseja,  ya  sería  para  esos  escritos  un  blasón; 
pero  que  de  un  fenómeno  físico  como   el  del  flujo  y  reflujo  in- 
dujese con  precisión  tan  maravillosa  la  existencia  del  nuevo 
continente,  por  nadie  sospechada  ni  aun  dos  siglos  después,  pa- 
réceme   un   milagro   intelectual ,   que  justifica  plenamente  el 
nimbo  de  iluminativa  ciencia  con  que  la  admiración  de  su  siglo 
rodeó  la  frente  del  solitario  del  monte  Randa. 

No  en  balde  aseguraba  aquel  acérrimo  lulista,  el  Abad  cister- 
ciense  Pascual,  que  de  todos  los  autores  antiguos,  anteriores  á 
Colón,  y  que  Colón  podía  conocer,  «sólo  se  halla  el  beato  Rai- 


—  23  — 

mundo  Lulio,  que  cerca  del  año  1287,  l?ov  puro  discurso  filosó- 
fico, determinó  que  era  preciso  á  nuestro  ocaso  hubiese  un  gran 
continente;  y  por  esto  no  se  le  puede  negar  el  título  de  primer 
descubridor  de  esta  verdad,  y  propiamente  inventor,  porque  lo 
determinó  en  fuerza  de  su  discurso  filosófico.» 

Al  tocar  el  P.  Pascual  este  punto,  en  carta  á  Muñoz,  el  histo- 
riador de  América,  declara  la  sospecha  de  que  Colón  pudo  co- 
nocer el  libro  de  Raimundo  Lulio,  y  de  estar  persuadido  de  la 
razón  de  Lulio  concebiría  «la  firmeza  de  ir  al  ocaso»,  porque, 
dice  el  cisterciense:  «El  firme  dictamen  y  razonamiento  de 
Colón  de  hallarse  grandes  tierras  en  el  Occidente,  cuando  no 
hay  otro  autor  de  donde  pudiese  saberlo,  me  hace  conjeturar 
que  lo  tomó  de  los  libros  del  beato  Lulio;  porque  es  constante 
que,  según  el  autor  coetáneo  de  la  vida  del  beato  Lulio,  éste 
dejó  en  Genova,  en  poder  de  un  amigo  suyo,  muchos  libros,  de 
los  que  pudo  sacar  Colón,  ú  otro  versado  en  ellos,  la  especie 
que  se  imprimió  tenazmente  en  su  entendimiento.  Puede  ser 
que  la  casa  de  Colón  fuese  aquella  donde  el  beato  Lulio  dejó 
sus  obras,  pues  de  las  antiguas  Memorias  é  Historias  de  Ma- 
llorca consta  que  Esteban  Colón,  genovés,  que  se  hallaba  en 
Bugía  cuando  el  beato  Lulio  fué  martirizado  por  los  moros, 
pidió  al  rey  su  cuerpo,  y  lo  tomó  con  intención  de  llevárselo  á 
Genova,  por  ser  muy  conocido  suyo  y  de  todo  Genova,  donde 
tantas  veces  había  estado.» 

No  negaré  lo  curioso  de  estas  noticias,  ni  la  fortaleza  del  hilo 
que  en  ellas  aparece  uniendo,  al  través  de  los  siglos  y  por  medio 
de  un  ascendiente  de  Colón,  los  destinos  del  inventor  y  el  des- 
cubridor de  América;  y  sin  embargo,  tengo  para  mí  que  Colón 
ó  no  conoció  ó  desdeñó  el  quodliheto  del  mártir  balear,  otor- 
gando en  cambio  atención  y  crédito  casi  absoluto  á  las  gracio- 
sas patrañas  de  Marco  Polo  sobre  la  tierra  de  los  SereSy  los 
reinos  del  Gran  Kan,  el  país  de  las  especias  y  de  los  elefantes 
blancos  con  collares  de  pedrerías.  Y  la  razón  es  obvia.  Si  Colón 
hubiese  leído  á  Raimundo  Lulio  y  por  la  admirable  intuición 
profética  de  Raimundo  Lulio  se  guiase,  no  hablaría  de  encon- 
trar nuevo  camino  para  las  Indias  Occidentales,  sino  de  descu- 
brir el  nuevo  continente  que  en  palabras  tan  categóricas  había 
anunciado  Lulio.  El  no  maliciar  Colón  la  existencia  de  ese  con- 


—   24  — 

tinente,  indica  á  las  claras  que,  ó  ignoró,  ó  nunca  paró  mientes 
en  el  pasaje  de  Lulio. — Tal  vez  lo  conocía,  y  sucedíale  con  él  lo 
que  al  Padre  Pascual,  quien  declara  que  sólo  cuando  advirtió 
que  se  disputaba  este  punto  (de  si  más  allá  de  las  columnas  de 
Hércules  había  un  gran  continente  de  tierra),  «le  ocurrió  la 
especie  de  que  siglos  atrás  lo  había  manifestado  el  Beato  Lu- 
lio». Sea  como  quiera,  los  hechos  y  noticias  que  rápidamente 
expuse  me  servirán  de  fundamento  para  decir  que,  si  Colón, 
buscando  otra  cosa  muy  distinta,  encontró  el  continente  nuevo, 
y  por  encontrarlo  es  digno  de  eterno  loor  y  vida  en  la  memoria 
de  los  hombres,  Raimundo  Lulio,  por  haber  tenido  plenísima 
conciencia  de  que  ese  continente  existía  y  haberlo  dicho,  aun- 
que entonces  no  se  divulgase,  merece  quizá  con  mayor  justicia 
el  nombre  de  revelador  del  universo  que  suele  atribuirse  al  ma- 
rino genovés. 

Si  he  conseguido  llevar  á  vuestro  ánimo  la  persuasión  de  que 
los  Franciscanos  fueron  la  Orden  científica  y  la  Orden  viajante, 
y  en  ella  fermentó  la  nueva  era  con  todos  sus  progresos,  encon- 
traréis natural  que  Rogerio  Bacón  estableciese  el  método  expe- 
rimental siglos  antes  que  su  homónimo  el  canciller  Bacón  de 
Verulamio,  y  Raimundo  Lulio  revelase  la  existencia  de  Amé- 
rica siglos  antes  de  que  la  encontrase  Colón.  Nadie  traduzca 
estas  afirmaciones  en  sentido  minorativo  del  valer  del  insigne  y 
venturoso  navegante.  Son  los  hombres  mármol  en  la  cantera,  y 
Dios  un  escultor  admirable,  un  Praxiteles,  que  de  aquella  her- 
mosa piedra  elige  un  bloque,  y  en  vez  de  destinarlo  á  baldosas 
ó  á  pedestales  de  columna,  labra  con  él  el  ara  donde  se  ha  de 
encender  el  sacro  fuego.  Aquí  el  ara  fué  Colón,  destinado  á  sa- 
car ¿  luz  lo  que  dormía  entre  el  polvo  del  viejo  quodlibeto  lu- 
liano. 

Volviendo  al  patrocinio  que  en  los  frailes  de  la  Rábida  en- 
contró Colón,  y  descartando  las  dudas  que  puede  ofrecer  la 
cronología  del  suceso,  él  es  tan  notorio,  que  cuantos  autores 
refieren  la  odisea  de  Colón  en  tierra  española,  antes  de  su  odisea 
más  allá  del  mar  Tenebroso,  al  lado  de  la  protección  de  la  mag- 
nánima Isabel,  y  como  causa  determinante  de  ésta,  ponen  la 
amistad  y  ayuda  de  unos  pobrecillos  frailes.  Entre  estos  frailes 
descuellan  dos  que  la  historia  ya  ha  conseguido,  no  sin  trabajo, 


—    2^    — 


diferenciar,  pues  estaban  convertidos  en  uno  solo;  hoy  se  des- 
tacan bien,  con  personalidades  diferentes  y  características,  que 
representan  la  doble  tendencia  de  la  Orden:  Fray  Juan  Pérez, 
el  Guardián,  varón  de  Dios,  confesor  de  la  Reina,  modesto  re- 
ligioso que  prefirió  el  silencio  de  la  Rábida  al  bullicio  de  la 
corte,  y  Fray  Antonio  de  Marchena,  el  sabio  astrólogo  y  cos- 
mógrafo, el  que  mejor  se  entendía  con  el  genovés.  A  estos  dos 
amigos  insignes  tributó  Colón  honroso  testimonio,  diciendo  que 
«mientras  todos  le  hacían  burla,  sólo  dos  frailes  le  fueron  cons- 
tantes». Al  Guardián  de  la  Rábida,  unido  con  el  Duque  de  Me- 
dinaceli,  se  debió  que  Colón  no  pusiese  por  obra  su  proyecto  de 
pasar  á  Francia:  prometiéronle  que,  cuando  la  guerra  contra  los 
moros  diese  algún  respiro,  urgirían  á  la  Reina  para  que  le  oyese 
y  le  ayudase  en  su  intento;  y  entretanto.  Fray  Antonio  de  Mar- 
chena, utilizando  su  autoridad  científica,  principiaba  á  esparcir 
entre  la  gente  de  Huelva  y  Palos  noticias  favorables  á  los  pla- 
nes del  genovés,  creándole  una  atmósfera  propicia.  Si  Colón 
halló  dificultades  y  tropiezos,  no  se  atribuya  á  rudeza  de  los  en- 
tendimientos españoles,  ni  menos  á  apatía  de  esta  raza  tan  aven- 
turera, tan  emprendedora,  tan  pródiga  de  su  sangre.  Con  razón 
dice  el  jesuíta,  á  quien  principalmente  sigo  ahora,  que  lo  que 
Colón  realmente  proponía,  y  lo  que  España  vacilaba  en  admi- 
tir, no  era  el  bello  continente  americano  tendido  de  polo  ápolo 
sobre  el  mar  azul,  sino  la  búsqueda  por  Occidente  de  un  camino 
distinto  del  que  por  Oriente  intentábanlos  portugueses  al  Asia; 
y  en  efecto,  la  Cipango  del  gran  Kan  no  valía  para  los  españo- 
les tanto  como  la  Granada  de  los  muslimes,  último  baluarte  del 
Profeta,  nuestro  sueño  tradicional  de  nueve  siglos.  Por  eso, 
hasta  que  pudimos  esmaltar  nuestro  blasón  con  la  fruta  de  gra- 
nos de  rubí,  no  prestaron  oído  á  Colón  los  Monarcas  de  Aragón 
y  Castilla,  ni  la  seducción  natural,  la  persuasiva  facundia  del 
italiano,  pudieron  obrar  sobre  la  imaginación  viva  y  el  ánimo 
abierto  á  cualquiera  grande  empresa  de  la  cristianísima  reina  Isa- 
bel. Así  y  todo,  á  pesar  de  la  insinuante  elocuencia  de  Colón,  no 
encontrara  tan  bien  dispuesta  á  la  excelsa  mujer,  á  no  ser  por 
las  apremiantes  cartas  del  Guardián  de  la  Rábida,  que  comuni- 
caron á  Isabel  la  Católica  lo  que  podríamos  llamar  el  sentido 
místico  del  descubrimiento. 


—    26    — 

No  olvidemos  que  en  la  empresa  propuesta  con  tan  merito- 
ria tenacidad  por  el  aventurero  genovés,  los  frailes  no  veían  lo 
mismo  que  los  políticos,  ni  los  políticos  lo  mismo  que  los  mer- 
caderes. Para  los  frailes,  la  invención  de  tierras  era  la  continua- 
ción de  la  idea  de  expansión  espiritual  de  su  seráfico  fundador: 
huevas  regiones  equivalía  á  almas  nuevas.  Para  los  mercaderes, 
era  el  Catay,  el  Eldorado,  Cipango,  el  Áureo  Quersoneso,  el 
país  techado  de  oro  y  salpicado  de  esmeraldas.  Para  los  políti- 
ticos,  la  dilatación  del  suelo  de  la  patria,  la  sumisión  de  nuevos 
países  y  nuevas  gentes  á  nuestro  Imperio  ya  tan  magnífico.  Los 
frailes  tenían  el  sentido  místico,  y  nadie  podrá  calcular  exacta- 
mente los  beneficios  de  este  sentido  que  endulzó  la  conquista  y 
humanizó  la  colonización,  templando  crueldades  y  extinguiendo 
codicias.  Baste  para  ejemplo  recordar  una  de  las  cuestiones  más 
curiosas  que  entonces  se  suscitaron,  elocuente  señal  de  cómo 
influye  en  la  vida  práctica  una  idea  religiosa  y  filosófica,  abs- 
tracta al  parecer.  Me  refiero  á  la  cuestión  de  la  racionalidad  de 
los  indios,  negada  por  los  colonizadores  seglares,  que  querían 
esquilmar  y  enviar  al  mercado  rebaños  humanos,  y  afirmada 
enérgicamente  por  los  frailes,  y  muy  en  especial  por  Las  Casas, 
el  cual,  en  toda  su  campaña  filantrópica,  no  hacía  más  que  ate- 
nerse al  criterio  general  en  las  Ordenes,  el  que  había  guiado  á 
los  Franciscanos  de  la  Edad  Media  al  través  de  las  estepas  de 
Tartaria.  Si  los  hombres  de  los  países  nuevos  no  fuesen  racio- 
nales, no  sólo  caería  por  su  base  el  dogma  de  la  unidad  funda- 
mental de  la  especie  humana,  sino  que  sería  estéril  el  trabajo  de 
descubrir  las  Indias,  tanto  esfuerzo,  tanta  lucha,  tanto  peligro,  la 
marcha  providencial  del  descubridor  rompiendo  los  mares.  Para 
los  frailes,  Colón,  ó  no  era  nada,  ó  tenía  que  ser  el  «traedor  y 
llevador  de  Cristo»,  Cristóbal,  Christitm  ferens^  «como  en  ver- 
dad— advierte  el  filántropo  Las  Casas — él  haya  sido  el  primero 
que  abrió  las  puertas  deste  mar  Océano,  por  donde  entró  y  él 
metió  á  estas  tierras  tan  remotas  y  reinos  hasta  entonces  tan  in- 
cógnitos á  Nuestro  Salvador  Jesucristo  y  á  su  bendito  nombre, 
el  cual  fué  digno  antes  que  otro  diese  noticia  de  Cristo  y  le  hi- 
ciese adorar  á  estas  innúmeras  y  tantos  siglos  olvidadas  nacio- 
nes». Colón  fué  causa  de  que  «descubriendo  estas  gentes,  infi- 
nitas ánimas  dellas,  mediante  la  predicación  del  Evangelio  y 


—   27    — 

administración  de  los  eclesiásticos  sacramentos,  hayan  ido  y 
vayan  cada  día  de  nuevo  á  poblar  aquella  triunfante  ciudad  del 
cielo».  Este  anhelo  de  dilatación  del  cristianismo,  esta  savia 
que  de  él  quería  desbordarse  para  derramar  semilla  y  alzar  plan- 
tel en  nuevas  tierras,  coincidían  con  los  signos  de  decrepitud 
de  las  religiones  y  supersticiones  del  mundo  donde  la  cruz  en- 
traba victoriosa:  con  los  lamentos  que  exhalaban  en  sus  areytos 
los  isleños  de  la  Española,  y  en  que  decían  gimiendo  que  presto 
vendrían  de  lueñes  tierras  unos  hombres  guerreros  á  derrocar 
las  aras  de  sus  númenes,  á  derramar  la  sangre  de  sus  hijos,  y  á 
reducirles  á  eterna  esclavitud;  con  los  augurios  del  último  Em- 
perador del  Perú,  declarando  saber  «por  revelación  de  su  padre 
el  Sol»  la  fatal  llegada  de  unos  invasores  invencibles ;  con  las 
dolorosas  quejas  y  profecías  de  los  sacerdotes  de  Yucatán,  que 
murmuraban,  como  Haroldo  el  Normando  : 

«nuestros  dioses  son  ya  viejos» 

y  encomiaban  al  nuevo  Dios,  al  Dios  ignoto;  con  el  triple  cerco 
que  velaba  para  los  peruanos  la  faz  de  la  luna;  con  el  ave  ex- 
traña que  enlutaba,  tendiendo  sus  alas,  el  firmamento  del  Im- 
perio azteca;  con  todos  los  anuncios,  presagios,  señales  y  es- 
tremecimientos que  sentía  aquel  mundo,  análogos  á  los  del 
mundo  pagano  al  oirse  en  la  ribera  helénica  la  voz  que  decía: 
«ha  muerto  el  Gran  Pan.»  El  Gran  Pan  americano  iba  á  morir 
también,  y  la  inmensa,  lozana,  virgen  naturaleza  de  aquellas  co- 
marcas feracísimas  no  dominaría  ya  al  hombre,  sino  que  sería 
dominada  por  él,  sujeta  á  su  voluntad  y  á  su  energía  civili- 
zadora. 

Desde  que  las  múltiples  fuerzas  auxiliares  de  Colón,  los  frailes 
Franciscanos  y  Dominicos,  la  conciencia  popular — que  repetía 
junto  al  fuego  consejas  de  carabelas  españolas  náufragas  en 
busca  de  rumbos  desconocidos,  de  obscuros  pilotos  que  habían 
encontrado  tierras  novísimas — la  Reina  ya  convencida,  los  Pin- 
zones animosos  y  ardientes,  se  aunaron  para  lograr  el  arma- 
mento, tripulación  y  salida  de  las  carabelas;  desde  ese  instante 
supremo  en  sus  resultados,  ya  que  no  lo  hubiese  sido  en  la  ple- 
nitud de  la  conciencia  del  descubridor,  termina  y  se  corona  mi 
discurso.  La  Orden  seráfica,  sus  tendencias  y  sus  obras,  vinie- 


ron  preparando  insensiblemente,  por  suave  modo,  esa  hora  de- 
cisiva en  la  historia  de  la  humanidad.  La  Orden  fué  para  tal  su- 
ceso influencia  y  revelación:  influencia,  porque  el  carácter 
positivo  de  la  filosofía  franciscana  tenía  que  renovar  la  totalidad 
del  concepto  del  mundo,  y  sus  hábitos  de  expansión  y  traslación 
preparar  el  conocimiento  de  toda  la  superficie  terrestre  :  reve- 
lación, porque  uno  de  los  grandes  filósofos  de  la  Orden,  que 
con  la  Orden  decayó  y  con  su  rehabilitación  se  ha  rehabilitado, 
Raimundo  Lulio,  dejó  expresamente  consignada  en  sus  escritos 
la  existencia  del  Continente  Nuevo. 

Ante  este  extraordinario  dinamismo  histórico,  yo  confieso 
que  me  parece  de  escasa  importancia  la  discusión  sobre  quién 
fuese  el  primer  apóstol  de  América,  y  sobre  si  en  efecto,  al  em- 
barcarse Colón  para  su  primer  viaje,  pronto  hará  cuatrocientos 
años,  iban  ó  no  iban  con  él,  en  la  misma  carabela,  frailes  Fran- 
ciscanos; si  entre  ellos  se  contaba  el  Guardián  de  la  Rábida,  y 
si  á  él  correspondió  la  dicha  de  formar  de  entretejidas  ramas  el 
primer  oratorio  al  Dios  vivo  en  el  Nuevo  Mundo,  y  sobre  la 
primer  ara  elevar,  con  manos  trémulas  de  gozo,  la  primer  hos- 
tia de  paz  y  amor.  Los  cronistas  Franciscanos  defienden  esta 
honra  de  su  Orden,  que  les  disputan  con  no  escaso  aparato  de 
argumentos  los  Benedictinos  y  los  Mínimos;  la  crítica  negativa 
parece  llevar  la  mejor  parte:  y  á  la  confusión,  ya  esclarecida,  de 
los  dos  Padres  Marchena,  añádese  la  confusión  todavía  inextri- 
cable de  los  dos  (ó  tres)  Padres  Buyl ,  el  uno  franciscano ,  el  otro 
benedictino  ó  mínimo,  aquél  enviado  por  el  Papa,  éste  por  el 
Rey,  y  ambos  disputándose  el  honroso  dictado  de  primeros  após- 
toles del  Nuevo  Mundo.  Cuestión  baladí,  como  toda  cuestión  de 
hechos  desligados  de  las  ideas,  porque  de  cierto  la  poesía,  bien 
dijo  Aristóteles,  es  más  verdadera  que  la  historia,  y  si  casi  po- 
demos afirmar  que  el  primer  apóstol  del  Nuevo  Mundo  no  fué 
franciscano,  también  nos  será  lícito  añadir  que  debió  serlo;  que 
el  nuncio  de  la  fe  católica  en  las  Indias  occidentales,  el  autori- 
zado y  diputado  para  erigir  iglesias  y  bautizar  gentes,  debió 
vestir  el  hábito  de  los  peregrinantes  por  Cristo,  de  la  Orden 
del  Beato  Lulio  y  los  valerosos  exploradores  del  Asia  y  del 
África. 

En  suma,  los  Franciscanos  tenían  ya  camino  abierto  para  cul- 


—    29    — 

tivar  la  viña  joven.  Del  espíritu  de  caridad  y  rectitud  con  que 
acudieron  donde  tanta  gente  iba  por  sed  de  oro  y  de  dominio, 
dan  testimonio  convincente  las  cartas  de  los  frailes  enviados 
para  enterar  á  los  Reyes  de  la  gestión  de  los  Colones  en  la  Es- 
pañola; cartas  que  son  hoy  uno  de  los  cargos  más  terribles  con- 
tra la  adm.inistración  del  Almirante,  y  uno  de  los  mayores  des- 
cargos de  España  y  sus  Monarcas  en  lo  tocante  al  proceso  y 
prisión  del  genovés.  Aun  cuando  los  Franciscanos  debían  de 
profesar  natural  predilección  á  Colón,  al  hermano  terciario  de 
su  Orden  (i),  al  protegido  del  Guardián  de  la  Rábida,  al  llevador 
de  Cristo,  llegado  el  caso  de  informar  no  se  mordieron  la  len- 
gua, y  escribieron  á  Cisneros,  «que  el  Almirante  é  sus  herma- 
nos se  quisieron  alzar  é  ponerse  en  defensa »  «que  en  ninguna 

manera  permitan  sus  Altezas  que  el  Almirante  ni  cosa  suya 
vuelva  para  haber  de  gobernar »  «que  pues  vuestra  Reveren- 
cia ha  sido  ocasión  que  tanto  bien  se  comenzase  en  que  saliera 
esta  tierra  del  poderío  del  rey  Faraón,  suplicóle  que  ni  él  (Co- 
lón) ni  ninguno  de  su  nación  vuelva  á  las  islas.» 
Voy  á  terminar,  señores. 

El  humilde  convento,  donde  Colón  halló  un  ancla  moral  que 
le  amarró  á  las  costas  de  nuestra  patria;  donde  tuvo  sus  fieles 
amigos,  los  propagandistas  de  su  idea;  aquel  monumento  sen- 
cillo donde  la  Virgen  de  los  Milagros  patrocinó  el  gran  milagro 
histórico;  aquel  rincón  donde  ya  no  existen  los  pinares  que  re- 
crearon los  ojos  del  viajero  inglés,  donde  sólo  verdea  la  pal- 
mera solitaria  que  al  lado  de  la  erguida  cruz  de  hierro,  contem- 
poránea de  Colón,  hiere  el  alma  como  un  símbolo ;  aquel  asilo 

de  paz,  que  es  uno  de  esos  lugares  donde  el  dogma  consolador 
del  progreso,  de  la  misericordia  divina  y  de  la  fraternidad  hu- 
mana parece  cristalizarse  en  unas  cuantas  piedras,  más  reful- 


(i)  Véanse  las  dos  citas  siguientes,  en  testimonio  de  la  devoción  franciscana  de 
Colón. 

Historia  de  los  Reyes  Católicos,  del  Cura  de  los  Palacios,  cap.  131.  Dice  que  los  Re- 
yes «enviaron  por  el  almirante,  é  vino  en  Castilla  en  el  mes  de  junio  de  1886,  vestido 
de  unas  ropas  de  color  de  hábito  de  fraile  de  S.  Francisco  de  observancia,  i  en  la  hechura 
poco  menos  que  hábito,  c  U7i  cordón  de  S.  Francisco  por  devoción». 

Historia  general  de  las  Indias,  deM'.hsCas^xs  (Ub.  i,cap.  102).  «  }'<7  (almirante), /í>r- 
gue  era  muy  devoto  de  S.  Francisco,  vistióse  de  pardo,  y  yo  le  vide  en  Sevilla  al  tiempo  que 
llegó  de  acá  vestido  cuasi  como  fraile  de  S.  Francisco^'. 


—  30  — 

gentes  que  diamantes  purísimos ;  aquel  convento,  repito,  ante 

la  historia,  ante  la  tradición,  ante  la  poesía,  ante  la  leyenda, 
ante  nuestra  voluntad  y  nuestra  fantasía  que  pide  su  alimento, 
que  solicita  belleza  para  soñar,  para  que  se  abran  las  fuentes  del 
sentimiento  que  refrigera  y  conforta ,  aquel  convento  perte- 
nece de  derecho  á  la  Orden  franciscana,  no  por  el  caso  fortuito 
de  que  un  día  Colón  llamase  á  sus  puertas  y  demandase  agua 
para  su  hijo,  sino  porque  en  esa  Orden,  nacida  en  la  patria  de 
Colón,  alboreó  y  latió  y  se  manifestó  claramente  la  idea  de  un 
nuevo  mundo,  idea  que  en  España  y  por  España  tenía  que  rea- 
lizarse; en  España  donde  nació  Séneca  el  filósofo,  el  que  en  los 
tantas  veces  citados  y  sorprendentes  versos  de  su  tragedia  Me- 
dea  había  anunciado  ya  con  lucidez  profética  el  mundo  veni- 
dero ;  donde  nació  Raimundo  Lulio,  que  mediante  el  raciocinio 
afirmó  su  existencia;  donde  nacieron  los  Pinzones,  los  grandes 
argonautas,  y  la  Reina  Católica,  mujer  capaz  de  trocar  los  jo- 
yeles y  manillas  de  su  tesoro  por  la  eterna  diadema  que  labran 
y  enriquecen  los  siglos.  Sí:  el  descubrimiento  de  América  ha- 
bía de  ser  gloria  de  España,  y  es  justo  y  providencial  que  en 
las  playas  que  estábamos  destinados  á  descubrir,  se  escuche 
hoy  resonar  nuestro  idioma  en  lengua  de  muchas  naciones,  y 
que  la  raza  oriunda  de  nuestra  Península,  la  que  lleva  en  las 
venas  nuestra  misma  sangre,  lleve  también  la  esperanza  de 
nuestro  porvenir,  y  el  sol,  al  ponerse  en  nuestras  costas,  se  alce 
límpido  y  radioso  en  las  costas  americanas. 

He  dicho. 


CASTILLA  Y  ARAGÓN 


EN    EL 


DESCUBRIMIENTO   DE   AMÉRICA 


ATENEO    DE    MADRID 

CASTILLA  Y  ARAGÓN 

EN    EL 

DESCUBRIMIENTO  DE  AMÉRICA 

CONFERENCIA 

DE 

D.   VÍCTOR  BALAGUER 

leída  el  día  14  de  Marzo  de  1892 


T 


MADRID 

liSTABLECIMIFNTO   TIPOGRÁFICO   «SUCESORES   DE   RIVADENEVR.V» 

IMPRESORES  DE  LA  REAL  CASA 

Paseo   de   San  Vicente,    núm.   3o 
1892 


¿No  es  verdad,  señores  míos  muy  distinguidos,  los  que  me 
dispensáis  la  merced  de  asistir  á  esta  conferencia,  no  es  verdad 
que  hay  algo  que  puede  parecer  singular,  y  también  misterioso, 
y  también  providencial,  en  la  unión  de  Aragón  y  de  Castilla,  y 
por  consiguiente,  en  la  incorporación  de  estos  reinos  y  funda- 
ción del  de  España,  si  se  atiende  á  que  los  llamados  á  realizar 
esta  grande  obra  fueron  dos  monarcas,  cuyo  origen  debe  con- 
siderarse como  ilegítimo  por  los  partidarios  del  derecho  divino, 
por  los  mantenedores  del  clasicismo  litúrgico  y  de  la  tradición 
ortodoxa? 

Porque,  en  efecto,  es  cosa  singular.  Si  antes  no  se  hizo  esta 
observación,  paréceme  llegado  el  momento  de  hacerla  y  de  pe- 
dir que  fijen  en  ello  su  atención  los  creyentes,  los  pensadores, 
y  los  filósofos. 

Á  mediados  del  siglo  xv  Castilla  andaba  revuelta  en  turba- 
ciones; Navarra  era  teatro  de  sangrientas  lides;  imperaba  aún 
en  Granada  la  dominación  del  árabe,  y  era  arena  quemante  de 
ardidosas  luchas  la  corona  de  Aragón  (que  no  ciertamente  la 
coronilla,  como  en  son  de  menosprecio  intentó  decirse),  á  sa- 
ber: Aragón,  Cataluña,  Valencia,  las  Baleares,  el  Rosellón,  y 
todas  las  tierras  en  que,  allende  el  mar,  tremolaba  el  pendón 
de  las  rojas  barras.  En  todas  partes  reinaba  la  discordia,  todo 
parecía  desquiciarse  y  hundirse,  todo  disgregarse  y  hacerse 
trozos. 


Fué  entonces  cuando  aparecieron  las  dos  grandes  figuras  de 
Fernando  II  de  Aragón  y  de  Isabel  I  de  Castilla. 

¿De  dónde  arrancaba  la  legitimidad  de  D.  Fernando  como 
Rey  de  Aragón?  Del  Parlamento  de  Caspe,  de  la  soberanía  na- 
cional. Nueve  hombres,  ninguno  por  cierto  militar  ni  noble, 
erigidos  en  tribunal  por  el  voto  de  los  pueblos  congregados  en 
Cortes,  dieron  la  corona  de  Aragón  á  Fernando  de  Castilla,  el 
de  Anteqiiera^  despojando  de  ella  al  Conde  de  Urgel,  á  quien 
por  derecho  de  legitimidad  pertenecía.  Por  derecho,  pues,  de 
soberanía  nacional,  ocupó  el  trono  de  Aragón  Fernando  I,  y 
así  pasó  luego  á  sus  hijos;  Alfonso  V:  más  tarde  al  hermano  de 
éste,  Juan  II;  y  por  fin,  al  hijo  de  éste  y  nieto  de  aquél,  Fer- 
nando II,  apellidado  por  la  posteridad  el  Católico. 

¿De  dónde  dimanaba  la  legitimidad  de  Isabel?  De  una  asam- 
blea revolucionaria  que  bien  pudo  ser  de  soberanía  nacional, 
y  así  llamarse,  dadas  las  cosas  que  ocurrían  á  la  sazón  en  Casti- 
lla. Varios  caballeros  y  prelados,  erigiéndose  en  representantes 
del  pueblo  castellano,  se  impusieron  al  voltario  monarca  que 
ocupaba  entonces  el  trono  de  Castilla,  y  despojando  de  la  co- 
rona á  D.^  Juana,  hija  del  Rey,  llamada  á  poseerla  por  derecho 
de  legitimidad,  se  la  adjudicaron  á  D.^  Isabel.  Fué  este  el  tra- 
tado, proclamación  y  jura  de  Toros  de  Guisando. 

Lo  que  nunca  alcanzaron  los  reyes  legítimos  de  derecho  di- 
vino, estaban  llamados  á  conseguirlo  los  reyes  de  origen  po- 
pular. 

En  efecto;  aquellas  dos  ilegitimidades,  en  buen  hora  creadas 
por  un  acto  irreflexivo  de  los  pueblos,  fueron  destinadas  á  rea- 
lizar la  unidad  de  España,  considerada  como  un  delirio  y  como 
un  absurdo  por  los  pensadores  de  la  época,  profetizada,  sin  em- 
bargo, en  el  siglo  xiii  por  un  poeta  de  Provenza  llamado  Pedro 
Vidal,  el  Loco,  quien  dijo  en  una  de  sus  poesías  que  España  no 
sería  grande  hasta  que  fuese  una. 

La  unidad  de  los  pueblos  españoles  se  hizo,  pues,  por  volun- 
tad de  reyes  cuyo  derecho  y  soberanía  dimanaban  del  pueblo. 

¡Benditas  sean  en  la  Historia  esas  ilegitimidades!  Quizá  sin 
ellas  España  no  hubiera  sido  creada  á  la  muerte  del  padre  de 
Fernando,  ni  hallada  América  por  ella,  ni  por  ella  conquis- 
tada Granada,  ni  concluida  la  era  borrascosa  de  la  Edad  Me- 


dia  para  comenzar  la  época  moderna,  ni  realizado  aquel  gran- 
dioso renacimiento  español,  libre  de  gentilismo,  y  por  lo  tanto 
más  original  y  progresivo  que  el  italiano. 

Porque  es  así,  señores.  La  unidad  de  España,  la  conquista  de 
Granada,  el  descubrimiento  de  América,  la  terminación  de  la 
destruyente  Edad  Media,  la  elevación  del  Estado  á  la  ley  y  á 
la  moralidad  social,  son  los  grandes  éxitos  que  harán  para  siem- 
pre memorable  y  eterno  el  reinado  de  aquellos  dos  monarcas, 
unidos  durante  su  vida  en  los  campos  de  batalla  y  en  los  cón- 
claves políticos,  unidos  después  de  su  muerte,  por  su  propia  vo- 
luntad, bajo  los  mármoles  de  la  capilla  real  de  Granada,  y  a 
quienes,  sin  embargo,  la  posteridad  de  hoy  pretende  desunir  in- 
consideradamente al  elevar  monumentos  estatuarios  donde  sólo 
uno  de  ellos  aparece,  sin  recordar,  señores,  que  con  el  primer 
oro  llegado  de  América,  y  en  honra  de  la  parte  que  Aragón 
tomó  en  el  descubrimiento,  se  grabaron  en  los  frisos  de  un  pala- 
cio árabe  aquellas  memorables  palabras  de  Tanto  monta^  monta 
tanto,  Isabel  como  Fernando. 

Pero  no  vine  hoy  aquí,  ni  subí  á  esta  cátedra,  donde  me  ha- 
llo tan  pequeño  y  tan  menguado  ante  las  altas  personalidades 
que  la  ennoblecieron;  no  vine  hoy  aquí,  repito,  para  única- 
mente ocuparme  de  la  parte  que  pudo  tomar  Aragón  en  el  des- 
cubrimiento de  América.  Otro  objeto  me  propongo  también,  y 
otra  misión  voy  á  cumplir. 

Corría  aún  el  año  1479,  cuando  falleció  el  Rey  de  Aragón 
Don  Juan  II,  entrando  á  sucederle  su  hijo  D.  Fernando,  ca- 
sado ya  con  D.*  Isabel  de  Castilla.  Pudo  entonces  creerse  que 
Aragón  y  Castilla  se  habían  unido,  y  así  en  efecto  aparece,  y  de 
esta  fecha  se  parte,  y  partirse  debe,  en  la  Historia;  pero  la  unión 
sólo  de  nombre  quedó  hecha  por  el  pronto ,  pues  los  catalanes 
se  quejaban,  no  sin  razón,  de  que  \?i píibilla  debía  ir  á  casa  del 
hereiiy  en  lugar  de  irse  el  hereii  á  casa  de  Xtí  puhilla,  contra  cos- 
tumbre, conveniencia  y  ley.  Faltaba  que  viniera  un  suceso  á 
unir  intereses,  crear  necesidades  comunes,  consagrar  y  solidar 
provechos,  utilidades,  aspiraciones  y  glorias  de  todos. 

Durante  el  período  que  transcurrió  desde  1479,  es  decir, 
desde  que  terminó  la  guerra  de  sucesión  en  Castilla,  quedando 
asegurados  en  el  trono  D.  Fernando  y  D.*  Isabel,  hasta  1482, 


ocupáronse  ambos  monarcas  en  pacificar  el  reino,  allegar  volun- 
tades, abatir  soberbias,  domar  rebeldías,  enaltecer  la  justicia, 
realizar,  en  una  palabra,  una  verdadera  transformación  moral.  Es 
uno  de  los  períodos  más  bellos  y  esplendentes  de  aquel  reinado. 
Sólo  en  el  fondo  del  cuadro,  alumbrados  por  luces  siniestras,  se 
dibujan  los  perfiles  de  la  Inquisición,  que  á  duras  penas  pudo 
establecerse  en  estos  reinos,  protestada  por  la  criminal  catás- 
trofe de  Pedro  de  Arbués  en  Zaragoza,  y  por  las  enérgicas  re- 
clamaciones de  los  cancelleres  barceloneses. 

Por  fortuna,  las  sombras  de  la  Inquisición  se  desvanecieron 
ante  los  esplendores  de  la  lucha  con  el  árabe,  épicamente  inau- 
gurada por  la  conquista  de  Alhama. 

Vino  en  seguida  toda  aquella  epopeya  de  las  guerras  de  Gra- 
nada, toda  aquella  maravilla  de  combates  y  algaradas,  y  lances, 
y  cañas,  y  torneos,  y  leyendas,  y  derrotas,  y  victorias,  que  con- 
tribuyeron grandemente  á  aumentar  las  páginas  y  bellezas  de 
esa  otra  maravilla  que  llamamos  nuestro  Romancero,  una  de 
las  primeras  del  mundo  en  el  terreno  literario. 

Porque  es  así,  y  permitidme,  señores,  que  lo  diga.  Mientras 
alienta  y  viva  esta  bendita  tierra  española  que  Dios  nos  conce- 
dió para  nuestra  cuna  y  nuestra  tumba,  sombreadas  por  los  plie- 
gues de  nuestra  iridiscente  bandera,  así  en  las  tortuosas  calles 
de  la  romántica  Toledo,  como  en  la  encrucijada  de  columnas 
orientales  de  la  mezquita  cordobesa;  así  bajo  las  naves  som- 
brías de  la  catedral  de  Burgos,  como  en  las  rientes  valles  que 
se  extienden  á  la  falda  del  Moncayo ;  así  en  las  alterosas  cum- 
bres del  Monserrat,  como  en  las  hondonadas  donde  se  refugia- 
ron los  independientes,  como  también  entre  las  sombras  y  mis- 
terios de  la  cueva  sagrada  de  Covadonga ;  así  en  las  sierras  del 
cántabro  valeroso,  como  entre  los  arreboles  de  luz  meridional 
con  que  se  esmaltan  las  islas  Floridas  y  las  costas  azules  del  Me- 
diterráneo; por  todas  partes,  de  todas  y  en  todas,  en  las  brisas 
que  plañen  al  introducirse  por  las  frondas,  en  las  palabras  que 
á  nuestros  oídos  murmura  la  mujer  amada,  en  las  borrosas  es- 
crituras que  empolvadas  yacen  en  nuestros  archivos,  en  las 
melancólicas  trovas  que  al  tañer  de  su  vihuela  canta  el  enamo- 
rado; por  las  alturas  de  nuestras  cimas,  por  las  llanadas  de 
nuestros  mares,  desprendiéndose  de  los  ecos  de  nuestras  rui- 


—  9  — 

ñas,  brotando  de  entre  los  mismos  labios  de  piedra  de  las  esta- 
tuas yacentes  ó  arrodilladas  bajo  los  arcos  bizantinos  de  nues- 
tras viejas  abadías;  de  todas,  en  todas,  por  todas  partes,  oiréis 
resonar  las  frases  y  los  versos  de  nuestro  admirable  Romancero, 
que  será  siempre,  por  los  siglos  de  los  siglos,  nuestra  verdadera 
litada^  matelotaje  de  espíritus  cultos,  y  breviario  de  estudio- 
sos en  académicas  aulas. 


El  día  2  de  Enero  de  1492  Granada  se  eclipsó,  como  dicen 
los  árabes.  El  estandarte  de  los  Reyes  Católicos,  izado  en  la 
torre  más  altiva  de  la  Alhambra,  anunció  al  mundo  que  había 
terminado  aquella  lucha  homérica  de  siete  siglos,  y  que  Gra- 
nada había  cambiado  de  señores. 

Como  si  la  providencia  quisiera  que,  aparejado  con  la  unión 
bendita  de  España  y  con  la  conquista  inmortal  de  Granada, 
viniera  otro  suceso  más  grande  todavía;  como  si  la  Providen- 
cia quisiera  coronar  el  estrépito  de  aquellos  triunfos  con  más 
hazañosos  estrépitos  aún,  permitió  que,  confundido  con  la  mar- 
cial milicia  y  multitud  palatina  que  acompañaba  á  los  Reyes, 
entrara  en  Granada  un  desconocido  en  quien  nadie  apenas 
fijaba  la  mirada,  como  no  fuera  para  seguirle  con  ojos  de  com- 
pasión y  de  lástima,  y  cuyo  nombre  debía,  sin  embargo,  retum- 
bar bien  pronto  por  el  mundo  con  tanta  resonancia  y  estruendo, 
que  más  vivirá  que  mármoles  y  bronces  y  más  ha  de  prolon- 
garse que  el  eco  de  las  grandes  batallas  y  de  los  grandes 
éxitos. 

¿Quién  era  Cristóbal  Colón?  ¿Era  un  loco?  ¿Era  un  sabio? 
¿Era  un  aventurero?  ¿Era  un  profeta?  ¿Era  un  visionario?  ¿Era 
un  iluminado?  ¿Era  un  mendigo?  ¿Era  un  rey  disfrazado,  como 
aquellos  de  las  leyendas  de  hadas,  que,  al  arrojar  su  disfraz, 
aparecen  de  repente  con  manto  y  diadema,  sembrando  y  repar- 
tiendo perlas,  oro,  diamantes,  riquezas  y  tesoros? 

¿Era  un  sabidor  de  ciencias  ocultas,  nigromante  de  artes  ma- 
leficiosas,  que  venía  á  seducir  incautos  con  pretexto  de  enseñar 
un  camino  á  través  de  los  mares  para  llegar  á  los  antípodas,  ó 


lO 


era,  por  lo  contrario,  un  mensajero  de  Dios,  á  usanza  de  aquel 
mísero  pastor,  convertido  en  ángel  por  las  leyendas,  que  enseñó 
al  rey  de  Castilla  el  paso  del  monte  para  caer  sobre  los  moros  y 
ganar  la  batalla  de  las  Navas? 

¿Era  ni  siquiera  un  extranjero? 

Ni  esto,  ni  esto  se  ha  podido  averiguar  con  certeza ,  pues  que 
si  resultaran  verdad  los  documentos  ofrecidos  á  la  crítica  por  el 
capellán  Casanova,  Cristóbal  Colón  hubiera  nacido  en  dominios 
españoles,  custodiados  por  el  pendón  de  las  rojas  barras  cata- 
lanas. 

De  tal  manera,  señores,  se  apoderó  de  Cristóbal  Colón  la  le- 
yenda. 

Y  en  verdad  que  nada  hay  en  esto  de  extraño  y  que  no  sea 
perfectamente  natural. 

La  leyenda  fué  siempre  en  compañía  de  todo  lo  grande  y  ex- 
traordinario ,  de  todo  lo  que  se  eleva  sobre  lo  vulgar,  y  no  hay 
ni  pasó  jamás  cosa  extraordinaria  en  el  mundo  que  no  tenga  su 
leyenda,  desde  las  teogonias  paganas  con  sus  dioses  olímpicos, 
hasta  las  liturgias  cristianas  con  los  santos  de  nuestro  cielo.  Los 
naturalistas  de  la  historia  y  los  naturalistas  de  la  literatura  que 
desconozcan  esto,  no  están  ni  en  la  realidad,  ni  en  la  naturalidad, 
ni  en  la  naturaleza  de  las  cosas. 

Pero,  en  fin,  prescindamos,  puesto  que  así  se  quiere  y  ésta  es 
hoy  la  corriente,  prescindamos  de  toda  leyenda.  Vayamos  sólo 
á  hacer  constar  lo  que  se  deduce  de  estudios  ya  comprobados  y 
verificados,  que  todos  aceptan  y  constan  en  documentos  que  no 
leeré  para  evitar  molestias,  pero  que  se  publicarán  en  su  día,  y 
que  ya  por  de  pronto,  desde  este  momento,  están  á  disposición 
de  quien  examinarlos  quiera,  para  justificar  lo  que  voy  á  decir. 

Vamos  á  partir  de  dos  hechos. 

El  primero  es  el  de  la  llegada  de  Cristóbal  Colón  á  Castilla, 
solo,  sin  relación  ninguna.  Llegó  sin  amigos,  y  no  tardó  en  te- 
nerlos; muchos,  poderosos  é  influyentes.  Y  cuenta,  señores, 
que  estos  amigos  fueron  la  base  del  engrandecimiento  de  Colón, 
y  que  á  ellos  se  debió  principalmente,  como  vamos  á  ver,  que  la 
empresa  se  realizara. 

El  otro  hecho  de  que  hay  que  partir  es  el  del  inquebrantable 
empeño  que  puso  Colón  en  pactar  personalmente  con  los  Re- 


—  II  — 


yes,  y  su  resolución  firmísima  de  no  ceder  en  una  sola  línea  por 
nada  ni  por  nadie.  Hablaba  de  aquellas  tierras  que  debían  des- 
cubrirse como  si  estuvieran  ya  descubiertas,  como  si  las  tuviera 
á  la  vista:  tal  era  su  fe,  tan  cierto  iba  de  descubrir  lo  que  descu- 
brió y  hallar  lo  que  halló,  como  si  dentro  de  una  cámara  y  bajo 
llave  lo  tuviera. 

No  admitía  duda  acerca  de  ello.  Iba  á  lo  conocido,  á  lo  que 
sabía  ser  real  y  efectivo.  Pedía,  exigía,  imponía  el  título  de  Al- 
mirante vinculado  en  su  familia,  el  cargo  de  virrey,  la  partici- 
pación en  lo  que  se  encontrara,  como  si  no  le  cupiera  duda  de 
ninguna  clase,  seguro  de  que  la  tierra  estaba  allí,  al  otro  lado 
del  mar,  esperándole.  En  vano  los  teólogos ,  en  vano  los  sabios 
y  letrados  de  la  época  le  decían  que  era  imposible,  que  era  un 
sueño,  una  alucinación,  un  delirio,  y  que  no  había  más  tierra 
que  la  de  este  viejo  mundo,  y  que  otro  no  existía.  Colón  se  en- 
cogía de  hombros,  cuando  no  quería  ó  no  acertaba  á  contestar, 
diciendo:  «Y  sin  embargo,  existe.»  Lo  mismo,  lo  mismo,  lo 
mismo  que  Galileo:  Epiir^  si  miiove. 

Dejamos  ya  dicho  que  Cristóbal  Colón  llegó  á  Córdoba,  cor- 
te entonces  de  los  Reyes  Católicos,  completamente  descono- 
cido. Era  un  hombre  á  quien  casi  había  razón  en  tomar  por 
iluminado  ó  demente ,  pues  que  se  presentaba  á  pedir  buena- 
mente á  los  Reyes  un  cuento  ó  dos  de  maravedís,  no  en  verdad 
para  comer  y  gozar  de  ellos,  que  esto  al  fin  y  al  cabo  se  hubiera 
comprendido  y  explicado,  sino  para  emplearlos  en  comprar  y 
aparejar  bajeles  con  que  partir  al  descubrimiento  de  tierras  des- 
conocidas y de  otro  mundo. 

Es  preciso  hacerse  bien  cargo  de  lo  que  era  aquella  sociedad 
y  del  estado  de  la  ciencia  en  ella,  para  que  pueda  comprenderse 
todo  lo  que  de  absurdo  y  de  monstruoso  habían  de  encontrar  las 
gentes  en  aquel  propósito. 

Algunos  curiosos  tenían  noticia  de  que  allá,  en  tiempo  de  los 
romanos,  había  existido  un  poeta  llamado  Séneca,  el  cual,  en  su 
tragedia  Medea^  y  en  son  de  profecía,  había  dicho  que  «andando 
los  años  y  los  siglos  el  Océano  abriría  paso  á  un  navegante  que 
descubriría  nuevos  mundos.»  (Venient  annis^  sccciilasen's  qui- 
bus  Occeanits^  etc.) 

También  quizá  la  tenían  algunos  de  que  en  tiempos  más  mo- 


12    — 


dernos,  otro  poeta  á  quien  llamaban  el  Dante,  tomando  el  mundo 
por  una  rueda,  había  sentado  la  posibilidad  de  que  hubiese 
hombres  alrededor  del  globo,  admitiendo  la  existencia  de  la 
gravedad  del  mundo. 

Se  hablaba  asimismo  de  otro  poeta  conocido  por  el  Petrarca, 
de  quien  se  citaba  la  frase  (atribuida  luego  á  Pulci)  de  que  el 
sol,  «al  desaparecer  todos  los  días,  iba  á  alumbrar  otros  países 
que  esperaban  su  regreso.» 

Se  citaban,  por  fin,  pasajes  latinos,  párrafos  confusos  y  tex- 
tos singulares  de  sabios,  de  cosmógrafos  y  hasta  de  Santos  Pa- 
dres, adecuados  al  caso,  y  se  platicaba  sobre  novelescos  viajes 
de  ciertos  aventureros,  de  quienes  se  decía  que  encontraron 
tierras  desconocidas  más  allá  de  los  mare's;  pero  lo  de  los  poe- 
tas se  tenía  por  fábulas  y  sueños  de  fantasías  exaltadas,  lo  de  los 
textos  por  erudición  y  gala,  y  lo  de  los  viajes  por  cuentos  y  no- 
velas destinados  á  entretener  y  matar  el  tiempo. 

A  todo  esto  y  á  todos  ellos  se  refería  Colón  en  sus  discursos, 
como  varón  erudito  é  ilustrado  ;  pero,  por  desgracia,  su  ciencia 
y  sus  conocimientos,  más  que  para  darle  crédito,  servían  para 
que  se  sospechara  de  él;  que  así  fué  siempre  el  mundo,  más  in- 
clinado á  dudar  del  sabio  que  del  ignorante,  y  más  dispuesto  á 
favorecer  al  osado  que  al  humilde. 

No  es,  pues,  de  extrañar  que  nadie  le  hiciera  caso  al  princi- 
pio. Todos  se  mofaban  de  él  y  hasta  le  afrentaban,  según  refie- 
ren escritos  del  tiempo.  Sólo  una  persona  le  hizo  caso,  tomán- 
dole por  cuerdo  cuando  todos  le  tenían  por  loco.  Era  una 
mujer,  que  se  llamaba  Beatriz,  como  la  amada  del  Dante. 

Y  por  cierto  que  si  pudiera  profundizarse  en  estos  amores, 
envueltos  en  el  misterio  y  en  las  tinieblas,  tal  vez  se  hallara  en 
ellos  el  secreto  y  la  clave  del  empeño  de  Colón  en  no  salir  de 
España,  á  pesar  de  tantas  luchas  como  tuvo  que  sostener  y  tan- 
tas contrariedades  que  sufrir.  Es  muy  posible  que  á  Beatriz  de- 
biera la  confirmación  de  la  fe  en  sus  videncias  y  la  porfía  del 
ahinco  en  sus  empresas Pero,  pasemos;  que  esto  sería  ya  in- 
vadir el  terreno  de  la  leyenda. 

Llegó  un  día  en  que  Colón  encontró  un  poderosísimo  protec- 
tor en  el  cardenal  González  de  Mendoza.  Este  influyente  perso- 
naje, á  quien  no  en  vano  llama  la  Historia  el  tercer  rey  de  Espa- 


—  13  — 

ña,  le  amparó  y  protegió  en  sus  proyectos,  siendo  realmente  el 
primero  que  los  alzó  á  conocimiento  de  los  Reyes.  Éste  es  tam- 
bién el  personaje  mismo  á  quien  más  tarde  se  encuentra  en  la  in- 
gente Barcelona,  honrando,  obsequiandoy  sentando  á  su  mesa  á 
Colón,  triunfante  y  de  regreso  de  su  viaje,  lo  mismo  que  hizo  en 
Córdoba  antes  del  descubrimiento  y  en  la  época  del  infortunio. 

Otros  vinieron  en  pos  del  cardenal  Mendoza,  contribuyendo 
todos  juntos  á  llevarla  convicción  al  ánimo  de  los  Reyes.  Fue- 
ron, principalmente,  Fr.  Diego  de  Deza,  maestro  del  príncipe 
D.  Juan,  y  más  tarde  Arzobispo  de  Sevilla;  la  Marquesa  de  Moya, 
camarera  de  la  Reina,  aquella  de  quien  yo  me  atrevería  á  decir, 
conociendo  su  historia,  que  tenía  alma  de  varón  en  cuerpo  de 
mujer;  D.^  Juana  de  la  Torre,  ama  que  fué  del  príncipe  don 
Juan  ;  Fr.  Juan  Pérez,  Guardián  de  la  Rábida ;  Alonso  de  Quin- 
tanilla,  contador  mayor  de  Castilla,  y  el  Duque  de  Medinaceli, 
que,  como  luego  veremos,  hasta  pretendió  realizar  la  empresa 
por  su  cuenta. 

Esta  reunión  de  personajes  protectores  de  Colón,  todos  de 
nación  castellana  y  castellanos  todos,  formaba  (permitidme  de- 
cirlo así  para  más  claridad  de  la  deducción  que  he  de  presen- 
tar) el  grupo  representante  de  la  corona  de  Castilla  junto  á  la 
reina  D.*  Isabel. 

Pero  no  eran  solos.  De  acuerdo  con  ellos,  y  con  ellos  con- 
fundidos, había  otros  protectores  de  Colón,  de  nacionalidad 
aragonesa,  representando,  digámoslo  así,  á  la  corona  de  Ara- 
gón, y  formando  otro  grupo  que  influía  principalmente  cerca 
del  rey  D.  Fernando. 

Eran  éstos  Juan  Cabrero,  camarero  del  Rey 

Y  aquí  he  de  decir,  interrumpiendo  el  orden,  por  si  luego  no 
hallaba  ocasión  propicia  de  consignarlo,  que  en  carta  de  Cristó- 
bal Colón,  escrita  de  su  mano,  y  que  da  fe  y  testimonio  de  ha- 
berla visto  y  leído  el  obispo  Fr.  Bartolomé  de  las  Casas,  se  dijo 
que  el  citado  maestro  del  Príncipe,  Fr.  Diego  de  Deza,  y  este 
Juan  Cabrero,  habían  sido  cansa  que  los  Reyes  tuviesen  las  In- 
dias. De  ello,  en  efecto,  se  gloriaban  ambos,  y  Colón  lo  con- 
firmó. También,  con  respecto  á  Cabrero,  hay  la  circunstancia 
de  que  el  mismo  D.  Fernando  dijo  en  una  ocasión:  A  Cabrero 
se  debe  el  que  tengamos  las  Indias. 


—  14  — 

íbamos  diciendo  que  el  grupo  de  aragoneses  protectores  de 
Colón  junto  á  ü.  Fernando,  lo  formaban  el  camarero  del  Mo- 
narca ,  Juan  Cabrero  ;  Luis  de  Santángel ,  escribano  de  raciones, 
que  privaba  grandemente  en  el  ánimo  del  -Rey;  Juan  de  Coloma, 
secretario  del  Rey,  y  el  mismo  á  quien  más  tarde  se  confirió  el 
honor  de  entenderse  con  Cristóbal  Colón  para  redactar  las  ca- 
pitulaciones de  Santa  Fe,  que  tuvo  la  insigne  gloria  de  firmar 
como  secretario  de  los  Reyes;  el  vicecanciller  Alonso  de  la  Ca- 
ballería, que  fué  jurado  en  cap  de  la  ilustre  Zaragoza,  y  el  teso- 
rero Gabriel  Sánchez,  que  hubo  de  tomar  una  parte  muy  prin- 
cipal en  las  negociaciones,  y  á  quien  Cristóbal  Colón  debió 
quedar  grandemente  obligado,  pues  que  al  regreso  de  su  primer 
viaje,  y  aun  antes  que  á  los  Reyes,  ó  al  mismo  tiempo  almenes, 
dirigió  aquella  célebre  é  histórica  carta ,  de  todo  el  mundo  co- 
nocida, explicando  lo  que  había  visto  y  hallado. 

Estos  eran  los  personajes  de  nacionalidad  aragonesa  que  es- 
taban más  cerca  del  Rey  y  con  él  privaban ;  y  todos  fueron  par- 
tidarios de  Colón. 

Lo  que  en  estos  primeros  amigos  de  Colón  se  nota,  así  caste- 
llanos como  aragoneses,  es  su  gran  desinterés  y  su  amor,  antes 
que  á  los  proyectos  mismos,  á  la  patria  y  á  los  Reyes.  No  en- 
cuentro que  ninguno  de  ellos  tratara  de  utilizarla  empresa  para 
su  medro,  como  otros  intentaron  hacer  más  tarde.  Los  protec- 
tores de  Colón  no  tuvieron  más  que  una  mira  patriótica:  la  glo- 
ria de  los  Reyes,  el  triunfo  de  la  cruz  y  el  engrandecimiento  de 
la  patria.  Ninguno  entra  en  pactos  con  él,  ninguno  le  pone  con- 
diciones, todos  le  apoyan  desinteresadamente;  y  cuando  el  Du- 
que de  Medinaceli,  el  castellano,  prepara  la  armada,  no  pide 
nada  en  cambio;  y  cuando  Santángel,  el  aragonés,  se  dirige  á 
la  Reina,  como  vamos  á  ver,  no  hay  en  su  discurso  una  sola  pa- 
labra ni  un  solo  pensamiento  que  no  sean  en  honor  y  en  gloria 
de  la  patria  y  de  sus  Reyes. 

Y  aquí,  aquí,  antes  del  descubrimiento,  en  su  génesis,  es 
donde  hay  que  ir  á  buscar  la  grandeza  y  la  idea  generadora  é 
inspirada;  no  después  del  descubrimiento,  cuando  ya  reinan  las 
miserables  codicias  y  las  envidias  infames. 


—  15  - 

Fracasó  Colón  en  sus  primeras  negociaciones. 

Padeció  repulsas,  trabajos  y  disfavores.  No  comprendieron 
la  empresa  que  les  presentaba,  ni  la  materia  que  se  les  pro- 
ponía, aquellos  á  quienes  los  Reyes  cometieron  la  informa- 
ción. 

Colón  fué  desahuciado  oficialmente,  pero  Santángel,  el  pri- 
vado del  Rey,  y  también  Gabriel  Sánchez,  siguieron  mante- 
niendo con  él  frecuentes  relaciones,  dándole  esperanzas  de  que 
las  cosas  cambiarían  en  cuanto  se  tomase  á  Granada;  y  mien- 
tras tanto,  el  Duque  de  Medinaceli,  esperando  contar  con  la 
aprobación  de  los  Reyes,  que  reclamó  á  su  tiempo,  comenzó 
magnífica  y  liberalmente  sus  gastos  y  preparativos  para  cons- 
truir buques  y  disponer  la  expedición. 

Todo  induce  á  creer  que  ésta  se  hubiera  llevado  á  cabo  por 
el  Duque,  si  una  carta  de  la  Reina  D.^  Isabel  no  hubiese  ido  á 
detener  aquel  patriótico  arranque. 

Ya  en  esto  iba  al  cabo  la  guerra  de  Granada,  y  la  Reina 
mandó  escribir  al  Duque  por  Quintanilla,  diciéndole  que  «se 
holgase  él  de  que  ella  misma  fuese  la  que  guiase  aquella  de- 
manda, porque  su  voluntad  era  mandar  con  eficacia  entender 
en  ella,  y  de  su  cámara  real  se  proveyese  para  semejante  expe- 
dición las  necesarias  expensas,  porque  tal  empresa  como  aque- 
lla no  era  sino  para  reyes». 

Mientras  que  por  encargo  de  D.^  Isabel  se  advertía  esto  al 
Duque  de  Medinaceli,  Santángel,  por  encargo  del  Rey,  decía 
á  Colón  que  regresara  á  la  corte. 

Y  se  entró  en  Granada ;  y  no  bien  la  cruz  del  Salvador  y  el 
estandarte  de  los  Reyes  aparecieron  en  el  Alhambra  y  en  su 
torre  de  la  Vela,  cuando  comenzaron  de  nuevo  los  tratos  y  ne- 
gociaciones con  Cristóbal  Colón. 

¡Qué  interés,  qué  grande  y  qué  supremo  interés  no  debían 
tener  los  Reyes  Católicos  en  la  empresa,  y  los  amigos  de  Colón 
en  que  estos  Monarcas  la  realizaran,  cuando,  fresca  todavía  la 
tinta  del  dictamen  contrario  al  proyecto,  no  bien  domada  la 
ciudad,  vivas  aún  todas  las  pasiones  de  la  guerra,  inseguro  el 
dominio,  respirando  todavía  una  atmósfera  de  fuego  y  pisando 
un  terreno  que  ardía  bajo  las  plantas,  se  decidieron,  sin  em- 
bargo, los  Reyes  á  prescindir  de  las  preocupaciones  y  agovios 


—  i6  — 

de  aquellos  instantes  supremos  para  entablar  nuevas  negocia- 
ciones y  nuevos  tratos! 

Con  empeño  volvieron  á  gestionar  los  protectores  de  Colón, 
aragoneses  por  un  lado,  castellanos  por  otro,  trabajando  todos 
de  acuerdo,  no  en  favor  de  Aragón  ni  de  Castilla,  sino  en  pro 
de  la  patria  común,  nótese  bien,  sin  que  nadie  sacara  á  plaza  el 
argumento  de  las  utilidades,  de  los  provechos,  del  oro  y  de  las 
riquezas,  sino  de  acuerdo  todos  con  Luis  de  Santángel  en  la 
conveniencia  de  emprender  aquella  aventura /¿zr^z  servicio  de 
Dios  y  triunfo  de  la  fe^  ejigrandecimiento  de  la  patria  y  gloria 
del  Estado  Real  de  D.  Fernando  y  D.^  Isabel. 

Se  ve,  pues,  claramente  con  sólo  esta  demostración,  ó  yo  es- 
toy ciego,  que  con  la  empresa  del  descubrimiento  de  América 
pudo  realizarse  el  primer  acto  verdadero  y  positivo  de  unión 
de  Aragón  y  de  Castilla. 

Es  posible,  señores,  que  encontréis  esta  idea  singular  y  atre- 
vida, aventurada  tal  vez,  y  aun  casi  me  inclinaría  á  decir  aven- 
turera, porque  parece  que  se  arroja  al  palenque  en  busca  de 
aventuras  de  polémica  y  debate.  Es  posible,  digo,  que  encon- 
tréis arriesgada  esta  idea,  pero  yo  os  invito  á  meditar  en  ella. 

Por  vez  primera  se  encuentra  en  la  Historia  una  conjunción 
de  castellanos  y  de  aragoneses  formada  con  el  intento  de  con- 
seguir algo  para  una  patria  común.  Por  vez  primera  hallo,  que 
aragoneses  y  castellanos,  prescindiendo  de  recelos  y  reparos, 
se  unen  para  favorecer  una  empresa  que  halaga  á  todos  y  que 
puede  redundar  en  gloria  y  honor  de  todos,  y  en  bien  del  Es- 
tado Real  de  Fernando  y  de  Isabel^  que  estas  son  las  palabras 
de  Santángel. 

Porque,  vamos  á  ver,  ¿cuál  había  sido  hasta  entonces  la 
patria? 

Para  los  castellanos  la  patria  era  Castilla;  para  los  aragoneses 
Aragón;  Cataluña  para  los  catalanes,  y  así  para  los  demás  rei- 
nos de  la  Península.  Nadie  decía:  soy  español,  según  decimos 
ahora;  decían  soy  aragonés  ó  soy  castellano. 

Al  unirse  aragoneses  y  castellanos  para  proteger  la  empresa 
de  Colón,  ¿es  que  los  aragoneses  querían  que  las  tierras  que  ha- 
llarse pudiesen,  fueran  para  Aragón?  ¿Es  que  los  castellanos  las 
querían  para  Castilla? 


-  17  — 

No;  por  vez  primera  en  la  Historia,  lo  repito,  trabajaban  en 
pro  de  una  patria  común,  que  entonces  no  se  llamaba  España 
todavía.  La  primera  vez  que  sonó  el  nombre  de  España  fué  en 
América,  como  luego  veremos: la  primera  vez  que  nuestros  Mo- 
narcas se  llamaron  Reyes  de  España,  fué  cuando  se  titularon 
Reyes  de  España  é  Indias. 

Yo  no  me  atrevo  á  asegurar  que  esta  idea  que  aquí  avanzo 
sea  cierta  y  exacta;  pero,  en  conciencia,  y  como  hija  de  sereno 
estudio,  la  entrego  á  la  meditación  de  los  pensadores,  y  la  so- 
meto, sobre  todo,  al  examen  y  al  criterio  de  los  ilustrados  so- 
cios del  Ateneo  de  Madrid,  que  tan  altas  pruebas  de  clarivi- 
dencia tienen  dadas  y  tan  elevado  y  merecido  concepto  gozan 
en  la  pública  opinión. 

Pero  falta  que  hacer  una  observación  todavía,  muy  de  tener 
en  cuenta.  Los  aragoneses  y  castellanos  que  se  unieron  para 
proteger  á  Colón,  no  concibieron  ni  tuvieron  la  idea  en  el  con- 
cepto y  sentido  que  acabo  de  expresar,  como  no  la  tuvieron 
tampoco,  ni  seguramente  el  mismo  Colón,  de  la  trascenden- 
cia y  alcance  que  había  de  traer  con  los  siglos  el  descubri- 
miento. Esto  es  claro  y  evidente.  Según  se  ve  por  las  palabras 
ya  transcritas  de  Santángel,  no  hablaban  más  que  del  servicio 
de  Dios,  triunfo  de  la  fe,  gloria  del  Estado  Real  y  engrandeci- 
miento de  la  patria;  pero  al  hacernos  cargo  nosotros,  en  este 
siglo,  de  aquella  reunión  de  aragoneses  y  castellanos  acordes 
en  desear  el  engrandecimiento  de  la  patria,  que  ya  entonces  no 
podía  ser  más  que  la  nueva  patria ,  la  patria  general,  bien  pode- 
mos aventurarnos  á  decir  que,  por  irreflexiva  que  fuese  aquella 
conjunción,  como  irreflexivo  fué  el  nombramiento  de  Isabel  y 
de  Fernando,  pudo  ser  una  conjunción  bendita  y  un  feliz  co- 
mienzo de  la  unión  que  debía  solidarse  más  tarde  en  el  Nuevo 
Mundo,  creando  intereses  para  todos  y  glorias  para  todos. 

Falta  aún,  para  explanar  en  todo  su  desarrollo  el  pensamiento 
que  inspira  estas  líneas,  falta  dar  cuenta  de  un  acto  de  Colón, 
irreflexivo  ó  no,  que  tiene  estrecha  relación  con  lo  que  vamos 
diciendo.  De  ello  me  ocuparé  más  adelante. 

Deben  forzosamente  llamarse  á  engaño  aquellos  que  han 
culpado  á  D.  Fernando  de  hostil  á  los  proyectos  de  Colón,  ó 
que,  al  menos,  lo  presentan  frío  é  indiferente,  cuando  no  ene- 


—  i8  — 

migo,  ante  el  gallardo  empeño  y  franca  resolución  de  D.""  Isabel 
en  secundar  la  arriscada  empresa.  Los  que  esto  escriben  no  es- 
tán en  lo  cierto.  Es  perfectamente  justo  lo  que  dicen  de  doña 
Isabel,  y  aun  es  poco;  pero  son  injustos  con  D.  Fernando,  que 
fué  gran  Monarca,  más  grande  de  lo  que  generalmente  se  re- 
conoce, y  que  tuvo  en  el  descubrimiento  de  América  partici- 
pación directa,  especial  y  decisiva. 

No  hay  duda  ninguna  de  que  si  D.  Fernando  anduvo  cauto, 
prudente,  y  hasta  receloso,  si  se  quiere,  fué,  en  primer  lugar, 
por  ser  muy  aventurada  la  empresa  y  por  el  natural  temor  de 
comproncjeter  el  tesoro  público,  asaz  exhausto  ya  con  tan  pro- 
lijas guerras;  y,  en  segundo  lugar,  porque  su  previsión  y  cautela 
le  daban  á  entender  que,  aun  marchando  todo  bien,  pudiera 
traer  hondas  complicaciones  en  el  porvenir  lo  de  otorgar  tan 
altas  y  soberanas  mercedes,  como  así  sucedió  en  efecto,  reali- 
zándose al  cabo  su  previsión.  A  más,  quien  acababa  de  avasallar 
á  la  nobleza  castellana  y  de  abolir  títulos  y  mercedes,  ¿era  bien 
que  diese  nuevos  títulos  y  mercedes  de  Virrey  y  de  Almirante, 
por  encima  de  todos  los  nobles  castellanos,  á  un  desconocido 
á  un  extranjero,  vinculando  mercedes  y  títulos  en  su  descen- 
dencia? ¿No  hay  que  ver  en  esto,  por  ventura,  un  alto  senti- 
miento de  honor,  previsión,  delicadeza,  y  hasta  de  celo  por  los 
intereses  de  Castilla? 

Porque,  no  hay  que  dudarlo,  y  así  resulta  de  todos  los  estu- 
dios, historias  y  documentos.  Teniendo  D.  Fernando  tanto  in- 
terés como  podía  tener  D."*  Isabel  en  proteger  á  Colón,  la  pri- 
mera vez  que  comienzan  con  él  los  tratos  fracasa  todo,  cuando 
se  llega  á  la  petición  de  los  títulos  y  cargos  de  Virrey,  de  Al- 
mirante y  de  Gobernador  general,  cosas  que,  á  la  verdad,  en- 
tonces se  juzgaban  por  muy  altas  y  soberanas,  como  en  efecto 
lo  eran. 

Y  lo  mismo,  idénticamente,  sucedió  la  segunda  vez.  No  se 
discute  la  cantidad  que  se  ha  de  dar  para  la  empresa,  ni  el 
mayor  ó  menor  coste  de  ella,  ni  la  participación  del  descubri- 
dor en  las  mercaderías,  perlas,  oro  ó  plata,  no;  esto  importa 
poco  al  Rey.  El  rompimiento  llega  de  nuevo  al  plantearse  la 
cuestión  de  los  cargos,  honores  y  dignidades. 

Todo  fracasa  al  llegar  este  punto;  y  entonces,  como  dice  con 


-  í9  - 

gráfica  frase    Bartolomé  de  Las  Casas,  Colón  es  despedido, 
mandándole  á  decir  los  Reyes  que  se  fuese  en  hora  buena. 

Y  Colón  partió.  Y  Colón,  que  también  por  su  parte  estimaba 
más  las  dignidades  que  el  oro,  como  con  sólo  este  acto  demues- 
tra, se  salió  de  Granada. 

¿Qué  ocurrió  entonces?  ¿Por  qué  volvió?  ¿Quién  le  llamó? 

La  Reina. 

Pero  ¿por  qué  le  llamó  la  Reina,  sin  que  al  parecer  intervi- 
niera el  Rey,  su  esposo? 

Vais  á  oirlo,  señores. 

Lo  mismo  fué  salir  de  Granada  Cristóbal  Colón,  despedido 
por  los  Reyes  (por  entrambos,  entiéndase  bien,  por  el  Rey  y 
por  la  Reina),  que  presentarse  Luis  de  Santángel,  el  aragonés, 
en  la  cámara  de  D.''  Isabel,  para  pedirle  y  rogarle  que  tuviese 
á  bien  llamar  otra  vez  á  Cristóbal  Colón. 

¿Quién  era  en  realidad  Luis  de  Santángel?  No  era  sólo  el  pri- 
vado del  Rey;  era  el  hombre  de  su  íntima  confianza,  conocedor 
de  todos  sus  secretos,  y  dispensador  de  todas  sus  mercedes. 
Habíale  conferido  D.  Fernando  la  lugartenencia  del  Zalmedi- 
nato  de  Zaragoza,  y  siempre  que  le  escribía  se  dirigía  á  él  lla- 
mándole el  buen  aragonés^  magnífico^  amado  consejero^  y  Es- 
cribano de  Ración  de  nuestra  casa.  Era,  al  propio  tiempo,  el 
hombre  que  todo  se  lo  debía  al  Rey;  su  posición,  su  crédito,  su 
fortuna,  sus  dignidades,  hasta  quizá  su  honra  y  su  vida,  porque 
es  bien  seguro,  y  por  bien  justificado  tengo,  que  la  Inquisi- 
ción, á  partir  de  la  muerte  del  inquisidor  Pedro  de  Arbués  en 
1485,  debió  declarar  una  guerra  de  odio  y  de  exterminio  con- 
tra todos  los  que  llevaban  el  apellido  de  Santángel,  sin  respeto 
á  edades,  sexos,  ni  condiciones  sociales. 

Ahora  bien;  ¿se  puede  comprender,  es  ni  siquiera  concebible 
que  Santángel  diera  este  paso  sin  previo  consentimiento  del 
Rey?  ¿Era  Luis  de  Santángel,  que  tanto  debía  al  Rey  y  tanto 
de  él  dependía,  y  tan  honrado  era  por  él,  quien  iba  á  ponerse 
enfrente  de  su  señor,  oponiéndose  á  su  voluntad,  mezclándose 
en  una  intriga  de  corte  para  contrariarle,  exponiéndose  á  rom- 
per con  él  tal  vez  para  siempre,  entregado  á  las  amarguras  del 
destierro  ó  á  las  iras  de  la  Inquisición? 

No,  no  es  esto  posible.  Cuanto  más  se  ahonda  en  este  asunto,. 


20 


más  se  comprende  que  Santángel  fué  un  enviado  del  Rey.  Y  si 
no  lo  fué,  que  sí  hubo  de  serlo,  lo  mismo  tiene  para  el  tema  de 
mis  deducciones.  Si  no  fué  el  Rey  de  Aragón,  fué  un  subdito 
aragonés  quien  inclinó  el  ánimo  de  la  Reina. 

El  obispo  Las  Casas  cuenta  la  escena  ocurrida  entre  doña 
Isabel  y  Luis  de  Santángel,  escena  que  es  una  de  las  más  bellas 
cosas  de  aquella  maravillosa  epopeya  del  descubrimiento  de 
América. 

Yo  ya  sé  que  el  discurso  que  pone  Las  Casas  en  labios  de 
Santángel,  no  es,  en  realidad,  el  que  éste  hubo  de  pronunciar, 
pues  que  nuestros  historiadores  de  aquella  época,  á  usanza  de 
los  clásicos  antiguos,  holgaban  de  dar  forma  oratoria  á  los  dis- 
cursos de  sus  héroes;  pero  sé  que  cuanto  se  desprende  de  su 
fondo  y  concepto  es,  con  toda  certitud  y  evidencia,  lo  que 
hubo  de  decir  Santángel  para  impresionar  y  conmover  el  ánimo 
de  aquella  Reina  magnánima. 

Le  manifestó  su  extrañeza  de  que  no  se  aceptara  una  em- 
presa como  la  que  Colón  ofrecía^  en  que  tan  poco  se  perdía  aun 
cuando  saliese  vana,  y  tanto  bien  se  aventuraba  conseguir  para 
servicio  de  Dios  y  utilidad  de  su  Iglesia^  con  grande  creci- 
miento del  Estado  Real  de  los  Reyes  y  prosperidad  de  todos 
estos  Rey  nos. 

Siguió  exponiendo  que  era  negocio  aquel  de  tal  calidad  que, 
si  lo  que  aquí  se  tenía  por  dificultoso  6  imposible,  á  otro  Rey  se 
ofreciera^  y  lo  aceptara,  y  saliese  próspero,  padecería  la  auto- 
ridad de  los  Reyes,  y  vendrían  grandes  daños  á  estos  Reyítos. 

Y  añadió  por  fin,  atreviéndose  todavía  á  más,  aun  á  pique  de 
enojar  á  la  Reina,  que  si  no  se  aprovechaba  aquella  ocasión 
podía  llegar  día  en  que  los  Reyes  se  arrepintieran,  siendo  in- 
sultados y  escarnecidos  por  sus  enemigos,  criticados  per  los 
Reyes  sucesores  suyos,  menoscabados  en  el  honor  y  gloria  de 
su  real  nombre,  y  mermados  sus  Estados  y  prosperidad  de  sus 
subditos  y  vasallos. 

El  discurso  y  razonamiento  de  Santángel  debieron  impresio- 
nar profundamente  á  la  reina  D."*  Isabel,  de  quien  hay  que  de- 
cir con  voz  plenaria  que  fué  gran  protectora  de  Colón,  y 
que  con  su  hermoso  corazón  de  mujer,  comprendió  todo  el  al- 
cance y  toda  la  maravillosidad  de  la  empresa,  como  debieron 


comprenderlo  asimismo  las  otras  tres  mujeres  que  aparecen 
entre  penumbras  en  la  vida  de  Colón,  la  Marquesa  de  Moya,  el 
ama  del  príncipe  D.  Juan,  y  la  pobre  Beatriz  Enríquez. 

Impresionada,  pues,  D.""  Isabel,  con  las  palabras  y  argumen- 
tos de  Santángel,  le  contestó  que  el  Tesoro  estaba  exhausto 
por  las  apremiantes  necesidades  de  aquellas  guerras  devorado- 
ras;  pero,  dijo  en  un  arranque  de  nobleza  y  generosidad:  Si  Co- 
lón no  puede  más  esperar,  ni  puede  admitir  la  empresa  tanta 
tardatiza,  entonces  yo  tendré  por  bien  que  sobre  joyas  de  vii 
recámara  se  busquen  prestados  los  dineros  que  para  hacer  el 
armada  pide. 

Y  al  oir  estas  palabras  nobilísimas,  Santángel  cayó  de  rodi- 
llas ante  la  Reina,  y  exclamó  besando  sus  manos: 

— Señora  serenísima;  no  hay  necesidad  de  que  para  esto  se 
empeñen  las  Joyas  de  Vuestra  Alteza;  muy  pequeño  será  el 
servicio  que  yo  haré  á  Vuestra  Alteza  y  al  Rey,  mi  señor, 
prestando  el  cuento  de  mi  casa,  sino  que  Vuestra  Alteza  mande 
enviar  por  Colón,  que  creo  ya  partido. 

Y  esto  fué  todo;  y  nada  más  pasó;  y  un  alguacil  de  corte,  por 
la  posta,  salió  tras  de  Colón;  y  éste  regresó;  y  Santángel  ade- 
lantó la  suma;  y  las  capitulaciones  se  firmaron;  y  así  es  como 
yo  creo  que  D.  Fernando,  consiguiendo  que  la  Reina  tomase 
la  iniciativa,  alcanzó  que  la  nobleza  castellana  no  se  opusiera  á 
la  concesión  de  las  altas  dignidades  que  Colón  exigía. 

Por  lo  que  hasta  aquí  va  expuesto,  señores,  queda  demos- 
trado que  los  naturales  de  la  Corona  de  Aragón  tomaron  en  los 
preliminares  del  descubrimiento  de  América  parte  más  esen- 
cial y  más  decisiva  de  la  que  hasta  ahora  se  ha  supuesto  y  que- 
rido reconocer,  como  espero  demostrar  en  otra  ocasión  y  por 
medio  de  un  trabajo  especial,  que  Cataluña,  tan  injustamente 
olvidada  en  todo  lo  referente  al  descubrimiento  de  América, 
contribuyó  á  él  de  manera  muy  principal,  singularmente  en  el 
segundo  viaje  de  Colón  que  se  organizó  en  Barcelona,  efectuán- 
dose en  parte  con  capitanes,  soldados  y  misioneros  catalanes, 
y  en  parte  también  con  dinero  que  el  comercio  catalán  adelantó 
al  Rey  y  al  Almirante,  según  constaba  en  documentos  conserva- 
dos en  el  archivo  del  Consulado  de  Mar. 

Del  rey  D.  Fernando  ya  hemos  dicho  lo  que  resulta;  de  Juan 


—    2Í    — 

Cabrero,  ya  hemos  visto  que  lo  mismo  el  Rey  que  Colón  decían 
que  gracias  á  él  se  poseían  las  Indias;  de  Gabriel  Sánchez,  el 
mundo  entero  conoce  la  carta  que  Colón  le  escribió  al  regreso 
de  su  viaje;  de  Santángel,  acabamos  de  ver  que  inclinó  el  ánimo 
de  la  Reina  y  prestó  el  dinero  para  que  la  expedición  se  reali- 
zara; de  Juan  Coloma,  basta  decir  que  fué  el  encargado  de  tra- 
tar con  Colón  y  entenderse  con  él  para  redactar  las  capitula- 
ciones de  Santa  Fe,  que  firmó  como  secretario  de  los  Reyes. 

De  nacionalidad  aragonesa,  no  puede  negarse,  fueron  cuan- 
tos á  última  hora  lo  hicieron  todo,  coadyuvando  á  que  la  em- 
presa se  efectuase. 

Quiso,  pues,  la  voluntad  regidora  de  los  destinos  del  mundo, 
que  fuesen  dos  castellanos,  el  cardenal  Mendoza  y  Fr.  Diego 
de  Deza,  los  que  dieron  comienzo  á  la  obra,  y  dos  aragoneses, 
Luis  de  Santángel  y  Juan  de  Coloma,  los  que  la  terminaron 

Pero  ¿á  qué,  á  qué  hablar  ya  de  nacionalidad  aragonesa  ni  de 
nacionalidad  castellana?  Ya  entonces  no  hubo,  por  vez  primera, 
castellanos  ni  aragoneses.  Ya  eran  todos  unos;  ya  se  habían 
perfectamente  compenetrado,  aunando  y  soldando  sus  intere- 
ses, que  eran  los  mismos.  Ya  la  profecía  de  Pedro  Vidal,  el 
Loco^  se  completaba  con  la  empresa  de  Cristóbal  Colón,  á 
quien  también  debían  apellidar  el  Loco. 

La  conquista  de  Granada,  que  se  realizó  principalmente  con 
fuerzas  y  tesoros  de  Castilla  (pero  á  que  contribuyó  no  poco  la 
Corona  de  Aragón  con  tesoros,  con  fuerzas  y  con  su  capitán), 
fué  camino  para  la  unión  de  Aragón  y  de  Castilla;  pero  el  des- 
cubrimiento de  América,  sefíores,  iniciado,  instado,  requerido, 
porfiado  por  castellanos  y  aragoneses;  el  descubrimiento  de 
América,  completado  luego  por  naturales  de  la  Corona  de  Ara- 
gón, y  de  la  Corona  de  Castilla,  y  de  todas  las  nacionalidades 
españolas,  que  allí  pasaron  á  ser  misioneros,  soldados  y  nego- 
ciantes, á  pelear,  descubrir  y  gobernar,  fundando  y  poblando 
ciudades  y  comarcas;  el  descubrimiento  de  América,  repito, 
aun  sin  darse  cuenta  los  que  en  él  intervinieron,  vino  á  ser 
alianza  y  base  de  interés  común,  contribuyendo  poderosamente 
á  la  unidad  de  España. 


—  23  — 

Cristóbal  Colón  marchó  inmediatamente  á  Palos  para  dispo- 
nerlo todo,  y  entonces,  por  vez  primera,  aparece  Pinzón  en  el 
camino  del  inmortal  descubridor,  cuando  estaba  ya  todo  hecho, 
cuando  se  llevaban  vencidos  los  eternos  siete  años  de  prueba, 
cuando  ya  ilustres  aragoneses  y  castellanos  ilustres  habían 
unido  sus  esfuerzos  para  la  patriótica  empresa,  cuando  ya  Co- 
lón tenía  la  cédula  real  y  estaba  en  la  playa  esperando  el  mo- 
mento de  la  partida,  cuando  ya  era  Almirante  y  Virrey. 

Ni  una  sola  palabra  he  de  decir  en  menoscabo  de  Pinzón  y 
de  los  suyos.  Fueron  compañeros  de  Colón  en  su  primer  atre- 
vido viaje,  y  esto  basta  para  su  gloria.  Fueron  más  tarde  des- 
cubridores de  otras  tierras,  y  sólo  por  ello  ^merecen  gratitud  y 
palmas. 

Pero  no  por  su  gloria  hay  que  amenguar  la  de  Colón,  ni  tam- 
poco la  de  Santángel,  la  del  cardenal  Mendoza,  la  de  todos 
aquellos  que  contribuyeron  á  la  empresa,  no  por  codicia,  ni  por 
medro,  ni  tan  siquiera  por  gloria,  sino  por  amor  á  la  patria  y 
por  el  deseo  de  engrandecer  el  Estado  real  de  Fernando  y  de 
Isabel. 

Bástele  á  Pinzón  su  gloria,  que  la  tiene  propia,  sin  rebajar  la 
especial  y  singularísima  del  célebre  nauta. 

Porque,  ¿qué  significa,  qué,  su  voz  de  ¡Adelante!^  aun  supo- 
niendo que  la  diera,  cosa  no  bien  probada,  en  momentos  que 
podían  serlo  de  contrariedad,  de  lucha  y  de  angustia  para  el 
Almirante,  allá,  en  las  lejanas  soledades  del  Océano? 

¿Qué  significa  esta  voz  de  ¡Adelante ! ^  aun  siendo  cierta, 
repito?  ¿Qué  más  grito  de  ¡Adelante!  que  el  que  estaba  dando 
Cristóbal  Colón  todas  las  noches,  cuando  en  el  silencio  y  en  la 
soledad  de  su  camarote,  perdido  en  las  inmensidades  de  aque- 
llos mares  tenebrosos,  iba  anotando  las  singladuras  y  llevando 
dos  cuentas,  una  verdadera,  para  él,  para  los  Reyes  y  para  el 
mundo,  y  otra  falsa  para  mostrar  á  la  marinería  y  conferirla  con 
los  pilotos  de  las  tres  carabelas,  á  fin  de  que  no  desmayara  el 
ánimo  de  la  gente  al  considerarse  tan  lejos  de  su  patria? 

Esta  es  la  verdadera  voz  de  ¡Adelante!,  que  iba  dando  y  repi- 
tiendo el  Almirante  todos  los  días. 

Ni  vale  decir  tampoco  que  falta  el  nombre  de  Pinzón,  por 
muy  glorioso  que  sea,  en  el  dístico  famoso  de 


—  24   - 

A  Castilla  y  á  León 
Nuevo  mundo  dio  Colón, 

pretendiendo  sustituirle  por  el  de 

A  Castilla,  con  Pinzón, 
Nuevo  mundo  dio  Colón. 

¿y  porqué  Pinzón  solamente?  ¿Y  porqué  no  Santángel?  ¿Y 
por  qué  no  el  cardenal  Mendoza?  ¿Y  por  qué  no  doña  Isabel, 
la  noble  é  hidalga  Reina,  en  cuya  mente  luminosa  brotó  el  nue- 
vo mundo  al  propio  tiempo  que  en  la  de  Colón?  ¿Y  por  qué  no 
el  mismo  D.  Fernando,  á  cuya  prudencia  y  discreción  se  debió 
tanto? 

No.  Bien  está  el  dístico  tradicional  y  sagrado.  Siga  en  buen 
hora  el  Castilla  y  León^  aun  cuando  no  hubiese  estado  de  más 
decir  Castilla  y  Aragón;  siga  en  buen  hora,  que  ya  el  mundo 
lo  conoce,  y  los  mármoles  y  los  bronces  lo  repiten,  y  la  Historia 
lo  consigna,  y  la  tradición  lo  consagra.  Si  hubiese  de  sustituirse 
este  dístico  con  otro,  sólo  podría  ser  con  uno  que  dijese,  por 
ejemplo: 

A  la  española  nación 
Nuevo  mundo  dio  Colón. 

Y  haciéndolo  así,  señores,  seguiríamos  el  mismo  nobilísimo 
ejemplo,  la  misma  patriótica  inspiración  que  tuvo  el  gran  nauta 
cuando,  luego  de  haber  cumplido  con  Dios  y  con  los  Reyes, 
poniendo  su  nombre  á  las  primeras  tierras  descubiertas,  ala  que 
encontró  inmediatamente  después  de  éstas,  aquella  que  hubo 
de  parecerle  mejor  y  más  hermosa,  no  le  dio  el  nombre  de 
Isla  Castellana,  como  parecía  natural  y  lógico  desde  el  momento 
que  se  tomaba  posesión  en  nombre  de  los  Reyes  de  Castilla. 

No;  dióle  el  nombre  de  Isla  Española,  el  nombre  de  la  patria 
común,  siendo  ésta  la  primera  vez  que  suena  el  nombre  de 
España  aplicado  á  un  territorio  adquirido,  y  siendo  ésta  tam- 
bién la  primera  manifestación  de  patria  española  revelada  al 
mundo. 

Yo  no  sé  ni  p-  tendo  saber  si  Colón  dio  el  nombre  de  Isla  Es- 
pañola en  el  sentido  de  patria  de  todos,  pues  que  entonces  no 
♦había  ya  Aragón  ni  Castilla,  sino  España,  aun  cuando  los  Sobe- 


—   25   — 

ranos  continuaran  titulándose  Reyes  de  Aragón  y  de  Castilla; 
yo  no  sé  ni  pretendo  saber  tampoco  si  el  Almirante  quiso  indi- 
car que  aquellas  tierras  descubiertas  no  eran  de  Aragón  ni  de 
Castilla,  sino  de  España,  apelando  por  esto  al  nombre  de  Isla 
Española,  y  no  al  de  Isla  Castellana  ó  Isla  Aragonesa. 

No  lo  sé  ni  saberlo  quiero,  repito;  pero  en  presencia  del 
hecho  me  creo  autorizado  para  sentar  una  premisa.  El  nombre 
de  Española  aplicado  á  la  isla  descubierta,  podrá  ser  debido 
al  acaso,  á  la  casualidad,  á  un  capricho  ó  á  un  sentimiento 
de  intuición,  adivinación  ó  inspiración;  será  lo  que  sea,  obede- 
cerá á  lo  que  obedezca;  pero  es  lo  cierto  que  con  este  nom- 
bre quedó  impreso  en  el  descubrimiento  de  América  el  sello 
de  consagración  de  la  unidad  de  España. 

Ni  hay  tampoco  que  rebajar  á  Colón  y  amenguarle  para  jus- 
tificar lo  de  sus  grillos,  ni  achacarle  injustificadamente  cargos  y 
culpas  de  mal  gobernante,  de  dilapilador  y  hasta  de  esclavista, 
para  así  salir  en  defensa  de  la  patria,  injustamente  maltratada  y 
acusada  de  ingratitud  por  escritores  extranjeros  que  no  pensa- 
ron ni  meditaron  bien  lo  que  decían  y  hacían. 

No  hay  que  culpar  á  España  de  los  grillos  de  Colón.  Tanto 
valdría  como  culpar  á  otras  naciones  de  las  cadenas,  tormen- 
tos y  suplicios  que  dieron  en  su  día  á  propios  varones,  gran- 
des y  preclaros  en  su  patria  y  en  el  mundo.  La  ingratitud  no 
es  patrimonio  de  España:  lo  es,  desgraciadamente,  de  la  huma- 
nidad. A  ninguna  nación  del  mundo  se  puede  anatematizar  y 
excomulgar  por  esto.  ¿Cuál  es  la  que  en  las  páginas  de  su  his- 
toria no  tiene  el  recuerdo  de  un  Colón  con  grillos?  ¿Qué  país 
está  libre  de  pecado? 

Si  por  exceso  de  celo,  por  no  estimar  bien  las  cosas,  por 
seguir  falsa  ruta,  por  ceder  á  corrientes  ó  influencias  que  nos 
son  desconocidas,  por  error  judicial  acaso,  quizá  por  cumpli- 
miento de  un  deber  exagerado,  el  comendador  Bobadilla,  más 
realista  que  el  Rey,  puso  grillos  á  Colón,  ¿á  qué,  á  qué  culpar  á 
España  ni  á  sus  Reyes? 

Precisamente,  en  ningún  país  hay  ejemplo  de  reparación  más 
cumplida  y  soberana. 

Colón,  en  efecto,  llegó  con  grillos  á  Esp  "la  después  de  su 
tercer  viaje;  pero  en  cuanto  llegó ,  mandaron  quitárselos  los 


—    26    — 

Reyes  y  llamáronle  á  su  presencia,  y  entonces  se  vio  lo  que  ja- 
más se  había  visto  ni  soñado:  el  espectáculo  de  una  Reina  mag- 
nánima llorando  de  dolor  y  mezclando  sus  lágrimas  con  las  del 
subdito  que  se  postraba  á  sus  plantas. 

Ytodavía  más.  De  allí  arranca  el  documento  inmortal,  fechado 
en  Valencia  de  la  Torre,  á  14  de  Marzo  de  1502,  en  que, 
después  de  revalidar  á  Colón  todas  las  honras  y  mercedes  que 
anteriormente  se  le  dieran,  añadiendo  otras  nuevas  para  él,  sus 
hijos  y  sus  hermanos,  se  le  decía,  con  la  firma  délos  Reyes,  lo 
que  jamás  dijo  á  ningún  subdito  rey  alguno,  lo  que  hoy  mismo, 
en  nuestros  tiempos  de  grandes  libertades,  no  sometería  tal  vez 
ningún  ministro  á  la  firma  de  un  monarca. 

«Tened  por  cierto,  decían,  escribían  y  firmaban  aquellos  dos 
Reyes,  que  de  vuestra  prisión  nos  pesó  vmcho,  y  bien  lo  visteis 
vos,  y  lo  cognocieron  todos  claramente,  pues  que  luego  que  lo 
supimos  /o  mandamos  remediar ,  y  sabéis  el  favor  con  que  vos 
hemos  tratado  siempre,  y  agora  estamos  mucho  más  en  vos 
honrar  y  tratar  muy  bien.» 

¿Puede  darse  desautorización  más  explícita  y  terminante  de 
lo  hecho  por  el  desventurado  Bobadilla? 

Contra  los  grillos  de  Colón  se  levantó  la  protesta  universal 
del  pueblo  español,  la  de  sus  Reyes,  y  quizá,  quizá,  la  de  Dios 
mismo,  puesto  que  permitió  que  los  abismos  del  mar  se  abrie- 
ran, casi  á  los  ojos  mismos  de  Cristóbal  Colón,  para  sepultar  á 
Bobadilla  y  á  todos  los  revoltosos  de  la  Española,  enemigos 
del  Almirante ,  que  regresaban  á  España  con  sus  mal  adqui- 
ridos tesoros. 

No,  no  hay  que  acusar  de  ingratitud  á  España,  como  no  se 
acuse  en  casos  parecidos  á  todos  los  pueblos  del  mundo. 

Ni  hay  tampoco  que  profundizar  acerca  de  los  misteriosos  de- 
signios de  la  voluntad  que  rige  los  destinos  humanos.  ¡Quién 
sabe,  quién!  Quizá  fueron  necesarios  los  grillos  de  Colón.  ¿No 
bebió  Sócrates  la  cicuta?  ¿No  sufrió  el  tormento  Galileo?  ¿  No 
tuvo  la  cruz  Jesucristo? 

La  gran  ingratitud,  no  de  España,  sino  del  mundo  todo,  está 
en  que  las  tierras  maravillosamente  descubiertas  por  Cristóbal 
Colón  no  llevan  su  nombre. 

Se  llaman  América. 


—   27  — 

Y  he  concluido  ya,  señores,  la  misión  que  me  había  propuesto 
y  lo  que  pensaba  decir. 

Pocas  palabras  más  para  terminar. 

El  viernes  3  de  Agosto  de  1492,  á  los  primeros  rayos  del  sol, 
las  tres  carabelas  expedicionarias  abandonaron  las  playas  de 
Palos,  y,  atravesando  la  barra  de  Saltes,  comenzaron  aquella 
expedición  asombrosa  que  diuturnamente  y  por  los  siglos  de  los 
siglos  estaba  destinada  á  maravillar  el  mundo. 

Allí  iban  Cristóbal  Colón  y  los  marineros  intrépidos  de  Pa- 
los, de  Huelva,  de  Moguer  y  de  Cartaya ;  allí  los  hermanos 
Pinzón  ,  cuyo  nombre  debe  quedar  como  gloria  y  como  timbre; 
allí  todos  aquellos  que,  con  la  gallardía  del  valor  y  de  la  aven- 
tura, quisieron  compartir  los  peligros  del  descubridor  inmortal. 

En  vano  se  les  opusieron  obstáculos,  retrasos  y  contrarieda- 
des; en  vano,  á  última  hora,  todo  parecía  aglomerarse  para 
contribuir  al  fracaso  de  la  empresa;  en  vano  con  ruegos,  con 
lágrimas  y  con  tristes  augurios  trataron  de  turbar  el  viaje  los 
amigos  recelosos  y  las  familias  desoladas.  El  día  señalado,  ben- 
decidas por  el  modesto  Guardián  de  la  Rábida,  se  lanzaron  al 
mar  las  carabelas  legendarias. 

Y  allá  fueron ,  allá.  Y  después  de  cruzar  por  junto  al  pico  de 
Tenerife,  que  se  coronó  de  llamas  para  saludarlas  al  paso,  y  del 
que  se  cuenta  que  nunca  como  aquel  día  tuvo  más  atronantes 
estruendos  ni  más  ígneos  resplandores,  entraron  en  las  mares 
tenebrosas,  que  se  decían  pobladas  de  fieras  y  de  monstruos, 
jamás  domadas  por  la  quilla  del  hombre  :  y  las  tempestades  se 
amansaron  ante  el  valor  de  aquellos  aventureros;  y  el  asombro 
de  su  aparición  en  aquellas  espantables  soledades  intimidó  á  los 
mismos  elementos;  y  la  mar,  voluble  y  fiera  para  todos,  fué  en 
aquella  ocasión  fiel  y  grata  para  ellos;  y  al  amanecer  del  12  de 
Octubre  dio  la  voz  de  ¡Tierra!  el  atalayador  vigía,  y  todo  un 
mundo,  brotando  de  entre  las  olas,  surgió  de  los  abismos,  con 
todos  los  esplendores  de  sus  vírgenes  bellezas,  al /í¿z¿' genera- 
dor del  arriscado  nauta. 

Desde  entonces,  desde  aquel  día  de  eterna  recordanza,  el 
nuevo  mundo  podrá  llevar  el  nombre  que  quiera  y  darse  los  des- 
tinos que  mejor  le  acomode;  pero  mientras  exista,  allí  vivirá  el 
nombre  y,  con  el  nombre,  el  corazón  y  el  amor  de  España. 


—    28    — 

Los  naturales  de  aquellas  añoradas  regiones  que  aun  llevan  el 
nombre  de  Américas  españolas,  viven  hoy  al  amparo  de  su  in- 
dependencia y  á  la  sombra  de  sus  leyes.  Son  hijos  de  nuestros 
padres.  Hablan  nuestra  lengua,  comparten  con  nosotros  el  ori- 
gen y  la  historia,  tienen  nuestras  virtudes,  nuestros  defectos^ 
las  mismas  pasiones ,  las  mismas  altezas  de  espíritu,  quizá  tam- 
bién los  mismos  arrebatos.  Son  nuestros  hermanos  ¡Benditos 
sean! 

Permitidme ,  pues,  señores ,  que  de  lo  alto  de  vuestra  cátedra 
les  envíe  un  saludo  de  paz,  de  fraternidad  y  de  amor. 

¡Dios  les  bendiga  y  bendiga  también  aquellas  tierras  de  luz, 
de  esperanza,  de  porvenir  y  de  libertad! 

Cuando  dentro  de  pocos  meses,  hijos  nacidos  en  aquellas  tie- 
rras benditas  vengan  en  su  nombre  y  representación  á  honrar 
nuestros  hogares  y  á  sentarse  en  nuestra  mesa,  para  juntos  cele- 
brar el  cuarto  centenario  del  inmortal  navegante,  y  crucemos 
nuestra  palabra  en  la  misma  lengua,  y  hablemos  de  las  glorias 
que  nos  son  comunes,  y  partamos  el  mismo  pan ,  y  comulgue- 
mos en  la  misma  copa,  acaso  las  sombras  de  Cristóbal  Colón  y 
de  todos  los  héroes  españoles  descubridores  de  América  ven- 
gan á  vagar  por  los  espacios,  en  torno  de  la  mesa  del  festín,  para 
bautizar  con  lágrimas  de  gratitud  á  los  que  se  reúnen  y  congre- 
gan con  el  solo  objeto  de  bendecir  su  nombre  y  conmemorar 
su  gloria. 


CONFERENCIAS  PUBLICADAS. 


Sr.  Cánovas  del  Castillo. — Criterio  histórico  con  que  las 
distintas  personas  que  en  el  descubrimiento  de  América  inter- 
vinieron han  sido  después  juzgadas. 

Sr.  Oliveira  Martins. — Navegaciones  y  descubrimientos  de 
los  portugueses  anteriores  al  viaje  de  Colón. 

Sr.  Fernández  Duro. — Primer  viaje  de  Colón. 

Sr.  General  Gómez  de  Arteche. — La  Conquista  de  Méjico. 

Sr.  Fernández  Duro. — Amigos  y  enemigos  de  Colón. 

Sr.  Pi  y  Margall. — América  en  la  época  del  descubrimiento. 
"  Sra.  Pardo  Bazán. — Los  Franciscanos  y  Colón. 

Sr.  General  Reina. — Descubrimiento  y  conquista  del  Perú. 

Sr.  Riva  Palacio. — Establecimiento  y  propagación  del  Cris- 
tianismo en  Nueva  España. 

Sr.  Montojo. — Las  primeras  tierras  descubiertas  por  Colón. 

Sr.  Balaguer. — Castilla  y  Aragón  en  el  descubrimiento  de 
América. 


EN  PRENSA. 


Sr.  Marqués  de  Hoyos. — Colón  y  los  Reyes  Católicos. 

Sr.  Danvila. — Significación  que  tuvieron  en  el  gobierno  de 
América  la  Casa  de  la  Contratación  de  Sevilla  y  el  Consejo 
Supremo  de  Indias. 

Sr.  Zorrilla  San  Martín. — Descubrimiento  y  conquista  del 
Río  de  la  Plata. 

Sr.  a.  del  Solar. — El  Perú  de  los  Incas. 

Sr.  Cortázar.— Gea  americana. 

Sr.  Rodríguez  Carracido, — Los  metalúrgicos  españoles  en 
América. 

Sr.  Pedregal. — Estado  jurídico  y  social  de  los  indios. 

Sr.  Carrasco. — Descubrimiento  y  conquista  de  Chile. 

Sr.  Pérez  de  Guzmán. —  Descubrimiento  y  empresas  de  los 
españoles  en  la  Patagonia. 


Los  pedidos  á  los  Sres.  Sáenz  de  Jubera  Hermanos,  encar- 
gados de  la  administración  de  esta  obra,  Campomanes,  lo. 


PRECIO  DE  CADA  CONFERENCIA: 
UNA  PESETA. 


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