Skip to main content

Full text of "El convenio con la Santa Sede : carta pastoral colectiva del Episcopado Venezolano"

See other formats


EL  CONVENIO 
CON  LA  SANTA  SEDE 

Carta  Pastoral  Colectiva 
del  Episcopado  Venezolano 


Editorial  Arte  /  Caracas 
19  6  4 

.2  I 
.C374  I 
1964  ' 


:3 


198Í 


6X 


El  Cardenal  Arzobispo  de  Caracas 

y 

los  Arzobispos  y  Obispos  Residenciales 
de  Venezuela, 

Al  Clero  y  Fieles  de  la  República, 

SALUD  EN  EL  SEÑOR. 


Venerables  Cooperadores  y  Amados  Hijos: 

Los  distintos  órganos  de  publicidad  os  dieron  la 
fausta  noticia  de  la  firma  de  un  Convenio  entre 
la  Santa  Sede  y  el  Gobierno  de  la  República, 
histórico  acto  realizado  en  la  Casa  Amarilla  el  6 
del  presente  mes.  Habiendo  la  prensa  publicado 
el  texto  de  ese  pacto,  estáis  enterados  de  su  con- 
tenido. En  reunión  que  celebramos  en  esta  capital 
tres  días  más  tarde,  acordamos  dirigiros  esta 
Carta  Pastoral,  a  fin  de  aclarar  algunos  con- 
ceptos, disipar  ciertos  prejuicios  corrientes  y  ma- 
nifestar la  conveniencia  suma  de  ese  tratado  que 
tanto  anhelaron  todos  nuestros  Predecesores,  sin 
excepción  alguna,  desde  los  días  mismos  de  la 
Independencia,  y  que  ahora  ha  colmado  de  júbilo 
nuestros  corazones  de  hijos  de  la  Iglesia  y  de 
ciudadanos  de  Venezuela. 


Aclarando  conceptos 

En  el  curso  de  nuestra  historia  republicana, 
las  relaciones  entre  la  Iglesia  y  el  Estado,  salvo 
uno  que  otro  incidente,  se  han  mantenido  en  un 
ambiente  de  paz  j  de  armonía.  De  otra  parte, 
durante  todo  este  tiempo  ha  existido  en  nuestra 
legislación  la  llamada  "Ley  de  Patronato  Ecle- 
siástico", dictada  por  el  Congreso  de  la  Gran 
Colombia  en  1824  y  declarada  vigente  en  Vene- 
zuela por  el  Congreso  de  1833.  No  han  faltado 
quienes,  en  presencia  de  estos  dos  hechos,  han 
creído  y  afirmado  que  a  esta  ley  se  han  debido 
aquella  armonía  y  aquella  paz.  Como  os  lo  hare- 
mos ver  sin  ambages,  nada  está  más  lejos  de  la 
verdad  que  esa  creencia. 

Las  amistosas  y  pacíficas  relaciones  entre  las 
dos  Potestades  han  obedecido  de  una  parte  a  la 
prudente  tolerancia  de  las  Autoridades  eclesiás- 
ticas en  puntos  donde  esa  virtud  resultaba  posi- 
ble, y  de  otra  a  la  sensatez  de  casi  todos  los 
Magistrados  venezolanos  en  esta  materia.  Mer- 
ced a  esta  cordura  de  los  Gobernantes,  la  ley 
de  patronato  no  ha  sido  jamás  urgida  en  la 
mayoría  de  sus  artículos.  De  haberse  intentado 
alguna  vez  imponer  su  total  cumplimiento  o  sim- 
plemente el  de  algunas  de  sus  disposiciones  nunca 
aplicadas,  se  habría  seguido  irremediablemente  un 
gravísimo  e  insoluble  conflicto  entre  la  Autoridad 
civil  y  la  Autoridad  eclesiástica,  cuyas  consecuen- 
cias habrían  sido  funestas  para  la  vida  de  la  Pa- 
tria. Una  rápida  visión,  si  no  de  todas,  de  algunas 


2 


al  menos  de  las  normas  de  tal  ley,  bastará  para 
convenceros  de  ese  peligro. 

Contra  una  doctrina  definida 

El  artículo  4^  de  esa  ley,  en  su  número  8°, 
dice  que  corresponde  al  Congreso  "dar  a  las 
bulas  y  breves  que  traten  de  disciplina  universal, 
el  pase  correspondiente  para  que  sus  disposicio- 
nes sean  observadas  en  la  República,  o  bien  dis- 
poner y  dictar  las  reglas  convenientes  para  que 
no  se  cumplan  ni  tengan  efecto  alguno".  Este 
artículo  entraña  nada  menos  que  el  desconoci- 
miento y  negación  del  primado  de  jurisdicción 
del  Romano  Pontífice,  o  sea,  de  una  verdad  de 
fe  que  todo  católico  está  obligado  a  aceptar  y 
sostener,  so  pena  de  incurrir  en  herejía.  He  aquí 
la  doctrina  en  este  punto,  expuesta  por  el  Con- 
cilio Vaticano  primero,  en  su  sesión  IV,  cele- 
brada el  18  de  julio  de  1870:  "De  la  potestad 
suprema  del  Romano  Pontífice  de  gobernar  la 
Iglesia  universal,  se  deriva  el  derecho  del  mismo 
de  comunicarse  libremente,  en  el  ejercicio  de  su 
cargo,  con  los  Pastores  y  rebaños  de  toda  la 
Iglesia,  a  fin  de  poder  enseñarlos  y  dirigirlos 
por  la  vía  de  la  salvación.  Por  tanto,  condenamos 
y  reprobamos  las  opiniones  de  aquellos  que  afir- 
man que  esta  comunicación  de  la  Cabeza  suprema 
con  los  Pastores  y  rebaños  puede  ser  lícitamente 
impedida  o  la  hacen  dependiente  de  la  potestad 
seglar,  pretendiendo  que  todo  cuanto  la  Sede 
Apostólica  o  por  autoridad  de  ella  se  estatuya 


3 


para  el  régimen  de  la  Iglesia,  no  tiene  fuerza 
ni  valor,  si  no  es  confirmado  por  el  PASE  del 
poder  civil'*.  Como  evidentemente  resalta,  aquella 
disposición  del  artículo  4^  de  la  ley  de  patronato 
quedó  incluida  en  esta  explícita  y  definitiva  con- 
denación del  Concilio. 

Contra  las  leyes  canónicas 

El  mismo  artículo  4^,  en  su  número  4^,  atri- 
buye al  Congreso  la  facultad  de  "permitir  y  aun 
indicar  la  celebración  de  Concilios  nacionales  y 
provinciales,  y  aprobar  las  sinodales  que  se  hicie- 
ren", o  sea,  los  decretos  y  leyes  dictados  por 
estos  Concilios.  Todo  esto  se  halla  en  palmaria 
contradicción  con  las  normas  de  la  Iglesia.  Se- 
gún éstas,  el  permitir  los  Concilios  nacionales  es 
prerrogativa  reservada  al  Papa,  quien  los  con- 
voca y  preside  por  medio  de  un  Legado  suyo; 
la  convocación  de  concilios  provinciales  es  un 
derecho  de  los  Metropolitanos;  y  el  examen  y 
aprobación  de  las  disposiciones  dadas  por  estas 
Asambleas,  tocan  exclusivamente  a  la  Silla  Apos- 
tólica. La  ley  de  patronato,  pues,  pretende  por 
su  cuenta  otorgar  al  Congreso  Nacional  una  auto- 
ridad que  es  privativa  del  Supremo  Jerarca  de 
la  Iglesia. 

Según  esa  ley,  los  obispos,  al  concluir  las  visi- 
tas pastorales,  deberían  someter  las  providencias 
en  ellas  tomadas  al  Poder  Ejecutivo  para  que  las 
aprobara,   reformara   o   anulara    (artículo  6°, 
9^) ;  las  Cortes  de  Justicia  y  los  Gobernadores 


4 


estadales  estarían  autorizados  para  obligar  a  los 
Prelados  a  levantar  las  excomuniones,  suspen- 
siones o  entredichos  con  que  hubieran  castigado 
algún  delito  canónico  (artículo  8^,  5^  y 
artículo  109,  2°) ;  todos  los  Párrocos  deberían 
ser  nombrados,  no  por  los  Obispos,  sino  por  el 
Poder  Ejecutivo,  a  propuesta  de  éstos  (artículo  6^, 
69  y  artículo  7^,  N9  19);  las  designaciones 
de  Superiores  provinciales  y  locales  de  las  Orde- 
nes y  Congregaciones  religiosas  estarían  sujetas 
al  beneplácito  del  Gobierno  (artículo  69,  N9  89 
y  artículo  89,  N9  29) ;  y  según  esa  ley,  hasta 
los  sacristanes  de  las  catedrales  y  de  los  templos 
parroquiales  habrían  de  ser  nombrados  por  el 
Poder  civil  (artículo  79,  N9  29)  y  aun  el  fun- 
cionamiento de  las  más  modestas  asociaciones 
piadosas  caería  bajo  su  dependencia,  ya  que  el 
artículo  89  en  su  número  99  declara  como  una 
atribución  de  los  Gobernadores  la  de  "permitir 
las  juntas  de  cofradías,  indagar  cuántas  hay  en 
cada  parroquia,  cómo  se  administran  sus  rentas, 
y  si  con  ellas  se  ocurre  al  fin  de  su  instituto". 

A  vista  de  esta  incompleta  enumeración,  fácil- 
mente caeréis  en  la  cuenta  de  que,  si  en  cualquier 
tiempo,  el  Gobierno  hubiera  pretendido  imponer 
el  cumplimiento  total  o  parcial  de  estas  disposi- 
ciones, inevitablemente  habrían  venido  choques 
con  la  Autoridad  eclesiástica,  porque  ésta  en  con- 
ciencia jamás  habría  podido  aceptar  o  tolerar 
semejante  intromisión.  Y  al  plantearse  el  encuen- 
tro, el  Gobierno  se  habría  visto  situado  en  la 


5 


infortunada  disyuntiva  de  dejar  impunemente  que 
la  ley  fuera  desconocida  o  de  proceder  por  las 
vías  de  la  fuerza  contra  los  Obispos,  desatando 
así  una  persecución  religiosa,  con  mengua  para 
su  fama  ante  el  mundo  civilizado  y  con  incalcu- 
lables perjuicios  para  la  Nación  misma.  No  se 
os  escapará,  pues,  cuán  lejos  de  la  verdad  se 
hallan  los  que,  ignorando  el  contenido  y  alcance 
de  la  ley  de  patronato,  ingenuamente  han  supuesto 
que  a  ésta  ha  de  atribuirse  la  armonía  entre  la 
Iglesia  y  el  Estado  de  que  por  fortuna  ha  dis- 
frutado la  República. 

Articnlos  cumplidos  y  sus  peligros 

De  las  numerosas  disposiciones  del  patronato, 
apenas  se  han  llevado  a  la  práctica  las  referentes 
a  erección  de  nuevas  Diócesis  (artículo  4^,  N^  1°), 
a  elección  de  candidatos  para  Arzobispados  y 
Obispados  (artículo  4^,  N^  10^)  y  a  nombra- 
mientos de  dignidades,  canónigos  y  prebendados 
catedralicios  (artículo  5^  y  artículo  6^,  N^  5^). 
Pero  aun  en  estos  casos,  se  ha  procedido  más 
bien  al  margen  de  la  ley  que  conforme  a  ella. 
Tanto  en  la  erección  de  nuevas  Diócesis  como  en 
la  escogencia  de  candidatos  para  las  mitras,  el 
Ejecutivo  Nacional  y  la  Silla  Apostólica  previa 
y  privadamente  se  han  puesto  de  acuerdo.  Y  sólo 
después  de  ello,  el  Presidente  de  la  República 
ha  pasado  el  asunto  al  Congreso,  el  cual  ha 
acogido  siempre  en  este  particular  las  propuestas 
del  primer  Magistrado.  Pero,  estando  al  tenor 


• 


de  la  ley,  el  Congreso  podría,  por  ejemplo,  pres- 
cindir de  los  nombres  de  los  candidatos  episco- 
pales presentados  por  éste  y  elegir  otros  distintos, 
pues  para  ello  le  da  amplísima  libertad  el  nú- 
mero 10*?  del  artículo  4^.  Y  como  la  ley  no 
determina  las  cualidades  que  debe  tener  un  sacer- 
dote para  ser  electo  Obispo,  bien  podrían  los  votos 
de  la  mayoría  de  los  congresistas  favorecer  a  uno 
indigno  de  tamaña  dignidad.  El  Papa,  en  tal  caso, 
le  negaría  su  aceptación;  y  el  Gobierno,  en  cam- 
bio, se  vería  obligado  a  sostenerlo,  con  lo  que 
se  crearía  un  problema  insoluble.  No  es  ésta  una 
mera  suposición  hipotética:  en  el  siglo  pasado, 
una  de  las  veces  en  que  había  de  proveerse  la 
vacante  del  Arzobispado  de  Caracas,  el  Congreso 
eligió  a  un  sujeto  inaceptable  por  múltiples  mo- 
tivos para  la  Santa  Sede.  Ante  el  justificado 
rechazo  de  ésta,  se  inició  una  grave  controversia, 
que  habría  tenido  consecuencias  imprevisibles  si 
Dios  mismo  no  se  hubiera  dignado  ponerle  fin, 
llevándose  de  esta  vida  al  aludido  sacerdote.  Veis, 
pues,  cómo  aun  en  los  pocos  artículos  de  la  ley 
de  patronato  llevados  a  la  práctica,  se  esconden 
peligrosos  gérmenes  de  posibles  conflictos. 

El  conrenio 

Las  precedentes  consideraciones  os  servirán 
para  que  apreciéis  de  manera  cabal  la  importan- 
cia y  trascendencia  del  Convenio  recientemente 
suscrito.  Con  él,  de  una  parte  se  suprimen  las 
posibilidades  hasta  ahora  existentes  de  colisiones. 


y  de  otra  se  convierte  en  jurídica  la  sensata  prác- 
tica que  se  ha  venido  siguiendo,  con  lo  cual  se 
afianza  sólidamente  la  concordia  entre  ambas 
Potestades,  pues  en  adelante  se  apoyará  en  el 
derecho  y  no  en  la  simple  cordura  de  las  per- 
sonas, expuesta  a  las  contingencias  de  la  voluble 
voluntad  humana. 

Dada  la  nitidez  de  las  cláusulas  de  ese  Tra- 
tado, resulta  inútil  demorarnos  en  su  exposición 
pormenorizada.  Los  temores  que  algunos  abriga- 
ban de  que  se  coartara  la  libertad  de  conciencia, 
carecían  de  todo  fundamento,  como  se  habrá  po- 
dido comprobar  con  la  simple  lectura  del  texto 
del  Convenio.  Igualmente  disipada  tiene  que  ha- 
ber sido  la  suposición  de  que  a  la  Iglesia  se  le 
iban  a  otorgar  allí  extraordinarias  ventajas  y 
privilegios.  Pero  hay  un  artículo  al  que  sí  nos 
referiremos  con  algún  detenimiento,  porque  sa- 
bemos que  ha  suscitado  ciertas  desconfianzas,  a 
saber,  el  7^,  en  el  que  se  declara  que  los  Arzobis- 
pos y  Obispos  diocesanos  y  sus  Coadjutores  con  de- 
recho a  sucesión  serán  ciudadanos  venezolanos.  Ha 
causado  a  algunos  cierta  extrañeza  el  que  no  se 
hubiera  agregado  la  frase  "por  nacimiento". 
Prescindiendo  de  la  consideración  fundada  en  la 
naturaleza  del  Cuerpo  Místico  de  Cristo,  en  el 
que  las  diferencias  provenientes  "de  judíos  y 
griegos,  de  romanos  y  bárbaros"  han  de  borrarse 
al  influjo  del  amor,  es  necesario  tener  en  cuenta 
que  la  Silla  Apostólica,  llamada  por  la  propia 
esencia  de  su  misión  ecuménica  a  tratar  con  todas 


8 


las  Naciones  del  mundo,  no  puede  en  un  pacto 
con  un  Estado  particular  convenir  en  concesiones 
que,  por  imperio  de  las  circunstancias,  tendría 
que  negar  a  otro  Estado.  Son  muy  numerosos  los 
Concordatos,  Convenios  y  Modus  vivendi  que  la 
Santa  Sede  ha  celebrado  en  el  transcurso  de  los 
siglos.  Y  jamás  ha  aceptado  en  ellos  la  cláusula 
de  que  los  Obispos  residenciales  han  de  ser  exclu- 
sivamente nativos  del  País.  La  razón  de  este  pro- 
ceder, cuando  la  mirada  no  se  concentra  a  un 
solo  pueblo  sino  que  se  dilata  por  todo  el  orbe, 
resulta  obvia:  puede  darse  el  caso  de  que  una 
Nación,  a  causa  de  diversas  vicisitudes,  en  un 
momento  dado,  carezca  de  sacerdotes  oriundos 
de  ella,  aptos  para  el  cargo  pastoral.  Si  el  Padre 
Santo  se  comprometiera  en  un  tratado  a  nombrar 
Obispos  únicamente  a  los  ciudadanos  por  naci- 
miento, se  vería  en  el  caso  supuesto  con  las  manos 
atadas  para  llenar  las  vacantes  que  ocurrieran 
y  tendría  que  resignarse  a  permitir  que  en  esa 
Nación  desapareciera  la  Jerarquía  eclesiástica  y, 
con  ella,  a  poco  andar,  la  misma  religión  cató- 
lica, lo  cual  equivaldría  a  faltar  gravemente  a 
la  indeclinable  misión  que  él  recibió  del  Divino 
Fundador  de  la  Iglesia. 

Garantías  snficientes 

Pero  la  omisión  de  la  frase  "por  nacimiento" 
en  el  recién  firmado  Convenio,  no  ha  de  causar 
recelo  alguno  entre  nosotros.  Práctica  tradicional 
de  la  Iglesia,  que  arranca  desde  los  mismos  Após- 


9 


toles,  como  lo  advertía  León  XIII  en  su  Encíclica 
"Ad  extremas  Orientis",  del  24  de  junio  de  1893, 
ha  sido  la  de  seleccionar  los  Obispos  preferente- 
mente entre  el  clero  nativo.  Esa  práctica  se  ha 
venido  acentuando  día  a  día  en  los  Pontificados 
de  estos  últimos  tiempos.  Y  como  para  poner  de 
relieve  ante  todo  el  mundo  la  voluntad  de  la 
Santa  Sede  en  esta  materia,  no  sólo  han  sido 
elevados  a  la  mitra  hijos  del  propio  País  en  que 
han  de  gobernar,  sino  que  desde  Pío  XI  hasta 
Paulo  VI,  en  la  Basílica  Vaticana,  con  todo  el 
esplendor  de  las  ceremonias  papales,  frecuente- 
mente han  recibido  ellos  la  consagración  epis- 
copal de  manos  del  mismo  Romano  Pontífice. 
Y  si  la  Silla  Apostólica  ha  venido  adoptando  esa 
conducta  con  Naciones  de  reciente  cristiandad, 
como  las  asiáticas  y  africanas,  que  hasta  ayer 
eran  apenas  tierras  de  misión,  no  es  ni  remota- 
mente presumible  que  se  proponga  seguir  un 
proceder  contrario  con  países  desde  hace  siglos 
pertenecientes  a  la  fe  y  comunión  católicas. 

Por  lo  que  en  concreto  respecta  a  Venezuela, 
esa  intención  de  la  Silla  Apóstolica  ha  sido  rati- 
ficada en  carta  de  Juan  XXIII  al  entonces  Pre- 
sidente de  la  Junta  de  Gobierno,  fechada  el  9  de 
febrero  de  1959.  Allí  el  Papa,  citando  una  res- 
puesta dada  con  idéntico  motivo  al  Gobierno  Bri- 
tánico en  1890,  escribe:  "Para  suprimir  cualquier 
género  de  preocupación  en  este  campo  deberá 
bastar  al  Gobierno  la  consideración  de  que  la 
Santa  Sede,  siguiendo  el  espíritu  de  los  Sagrados 


10 


Cánones,  nunca  destinaría  a  ser  Pastor  de  una 
Diócesis  a  quien  no  hubiera  de  resultar  grato  para 
la  grey  que  se  le  encomendara".  Y  a  continuación, 
el  Padre  Santo  añade:  "Queremos  asegurar  a 
Vuestra  Excelencia  que  es  norma  constante  de 
esta  Sede  Apostólica,  siempre  que  lo  permita  el 
número  suficiente  de  sacerdotes  nativos  y  la  pre- 
sencia entre  ellos  de  candidatos  idóneos  para  la 
dignidad  episcopal,  dar  a  los  mismos  la  prefe- 
rencia al  proveer  las  Diócesis  de  la  respectiva 
Nación.  A  este  propósito,  nos  place  constatar  cómo 
efectivamente  hasta  ahora,  a  los  Sumos  Pontífices, 
cuando  se  ha  tratado  de  cubrir  las  Arquidiócesis 
y  Diócesis  vacantes  en  Venezuela,  les  ha  resul- 
tado posible  escoger  entre  los  eclesiásticos  de  la 
Nación.  Estamos  seguros  de  que  Vuestra  Exce- 
lencia encontrará  en  nuestras  palabras  motivo 
para  disipar  cualquier  inquietud". 

Ociosa  no  será  la  advertencia  de  que  este  ar- 
tículo 7^  del  Convenio  ha  de  apreciarse,  no  en 
forma  aislada,  sino  en  concordancia  con  el  ar- 
tículo inmediatamente  anterior,  por  el  que  se 
establece  la  participación  confidencial  previa  de 
los  nombres  de  los  candidatos  al  Presidente  de 
la  República,  "a  fin  de  que  éste  manifieste 
si  tiene  objeciones  de  carácter  político  general 
que  oponer  al  nombramiento",  con  lo  cual  queda 
descartado  el  temor  de  algunos  sobre  designacio- 
nes sorpresivas. 

Finalmente,  presumimos  que  el  Gobierno  Na- 
cional, además  de  reconocer  lo  razonable  y  pode- 


roso  de  los  motivos  de  la  Santa  Sede,  estimó 
conveniente  por  su  parte  suprimir  la  frase  en 
cuestión,  a  fin  de  que  ese  artículo  7^  del  Con- 
venio se  ajustara  mejor  a  la  propia  Constitución 
Nacional,  la  cual  en  el  tercer  aparte  de  su  ar- 
tículo 45  decreta  que  "gozarán  de  los  mismos 
derechos  que  los  venezolanos  por  nacimiento  los 
venezolanos  por  naturalización  que  hubieren  in- 
gresado al  País  antes  de  cumplir  los  siete  años 
de  edad  y  residido  en  él  pennanentemente  hasta 
alcanzar  la  mayoridad". 

El  pensamiento  de  Bolívar 

Una  especie  a  veces  aducida  contra  cualquiera 
modificación  a  la  ley  de  patronato,  es  la  de  que 
ella  proviene  del  Libertador  y  que,  por  tanto, 
ha  de  conservarse  intocada,  como  homenaje  a  su 
gloriosa  memoria.  Para  deshacer  tal  especie,  bas- 
taría sencillamente  ver  el  simple  texto  de  esa 
ley,  a  cuyo  calce  aparece  íntegro  el  nombre  del 
Magistrado  que  la  promulgó:  no  es  Simón  Bolívar 
el  que  firma  el  "Ejecútese".  Para  ese  tiempo, 
éste  se  hallaba  a  mil  leguas  de  distancia  de 
Bogotá,  en  la  campaña  del  Perú.  Pero  hay  un 
argumento  de  mayor  fuerza  aún,  pues  demuestra 
que  esa  ley  no  respondía  al  pensamiento  del 
Libertador.  El  13  de  julio  de  1824,  desde  su 
Cuartel  General  de  Huánuco,  él  dirigió  una  carta, 
por  órgano  de  su  Ministro  General,  al  Vicario 
Apostólico  enviado  por  la  Santa  Sede  a  Chile, 
en  la  que,  después  de  los  saludos  protocolarios 

1'^ 


y  de  significar  el  anhelo  de  entrar  en  relaciones 
con  el  Romano  Pontífice,  expresa  que  "conside- 
rando los  derechos  del  Santuario,  al  paso  que 
está  comprometido  en  cimentar  la  independencia 
de  la  Nación  y  asegurar  su  libertad  bajo  las  for- 
mas que  ella  misma  se  ha  decretado,  desea  viva- 
mente que  su  régimen  se  determine  conforme  a 
los  cánones,  y  que  se  arregle  un  concordato  sobre 
todos  aquellos  puntos  que  podrían  causar  alte- 
raciones entre  ambas  potestades,  por  no  recono- 
cerse otra  base,  respecto  de  ellos,  que  la  de  un 
convenio  explícito'\^  Apenas  quince  días  después 
de  la  fecha  de  esta  carta,  o  sea,  el  28  del  mismo 
mes  y  año,  el  Encargado  del  Poder  Ejecutivo  de 
Colombia  promulgaba  en  Bogotá  la  ley  de  patro- 
nato, la  cual  estaba  en  abierta  oposición  con  el 
pensamiento  y  el  deseo  acabados  de  expresar  por 
el  Libertador,  pues  unilateralmente  pretendía  re- 
gular en  la  República  aquellos  puntos  que  — se- 
gún lo  afirma  la  carta  citada —  requerían  un 
convenio  explícito  con  la  Silla  Apostólica. 

No  ha  de  suscitar  extrañeza  que  el  Libertador 
pensara  así  en  1824,  si  se  atiende  al  siguiente 
precedente:  en  1820  se  le  propuso  un  proyecto 
de  decreto,  por  el  que  se  atribuía  a  la  República 
el  derecho  de  patronato,  proyecto  que  él  se  apre- 
suró a  enviar  al  Deán  y  Capítulo  de  Bogotá,  con 
el  propósito  de  que,  "examinado  con  la  madurez, 
imparcialidad  y  rectitud  que  el  bien  de  la  Iglesia 

1.    Lecuna.  Cartas  del  Libertador.  Vol,  IV,  pág.  114.  Ed.  de  1929. 


13 


y  del  Estado  exigen",  le  informaran  si  podía  o 
no  dictarlo,  pues  "sentía  inquietudes  y  temores 
al  tocar  los  privilegios  de  la  Iglesia".  El  4  de 
julio  de  ese  año,  el  Capítulo  bogotano  expresó 
al  Libertador  la  necesidad  que  había  de  recurrir 
a  la  Silla  Apostólica  para  que  la  Nación  pudiera 
legítimamente  disfrutar  del  patronato.  Y  aquel 
decreto  se  quedó  por  siempre  en  mero  proyecto." 

Ni  tiene  cabida  la  sospecha  de  que  al  menos 
en  privado  Bolívar  hubiera  inspirado  o  insinuado 
a  los  legisladores  la  ley  en  referencia.  Aparte 
de  lo  gratuito  de  tal  suposición,  no  respaldada 
en  documento  alguno,  y  sin  hacer  hincapié  en  la 
enorme  distancia  que  por  entonces  lo  separaba 
de  Bogotá  y  en  las  innumerables  ocupaciones  de 
la  campaña  en  que  se  hallaba  comprometido,  es 
suficiente  advertir  que  no  le  era  adicta  la  mayo- 
ría del  Congreso  de  1824,  como  lo  prueba  el 
hecho  de  haber  sido  esa  misma  Asamblea  la  que, 
movida  por  naciente  hostilidad  contra  él,  dictó 
— el  día  mismo  en  que  el  Vicepresidente  grana- 
dino ponía  el  "Ejecútese"  a  la  de  patronato — 
la  ley  que  despojaba  al  Libertador  de  las  facul- 
tades extraordinarias  y  lo  privaba  del  mando 
directo  del  Ejército  colombiano,  en  los  momentos 
menos  oportunos,  o  sea,  cuando  estaban  ya  para 
decidirse  definitivamente  la  libertad  y  la  inde- 
pendencia de  nuestra  América.^ 

2.  Riva»,  Raimundo.  Escritos  de  D.  Pedro  Fernández  Madrid,  tomo  I. 
Ed.  Bogotá,  1932. 

3.  Lecuna.  Crónica  Razonada  de  las  Guerras  de  Bolívar.  Tomo  III, 
pág.  436, 


14 


La  Ig^lesia  en  cadenas 


Hemos  de  congratulamos  de  que  la  ley  de 
patronato  no  haya  sido  ni  obra  ni  inspiración  del 
Padre  de  la  Patria,  porque  esa  ley,  apreciada 
con  criterio  católico,  constituía  una  verdadera 
esclavitud  para  la  Iglesia.  Como  os  expusimos 
antes,  según  esa  ley  a  los  Poderes  civiles  com- 
petía desde  el  nombramiento  de  Arzobispos  y 
Obispos  hasta  el  de  los  sacristanes  de  parroquia; 
bajo  las  autoridades  del  Estado  se  hallaban  desde 
los  Concilios  hasta  las  humildes  juntas  de  cofra- 
días. Fuera  de  celebrar  de  pontifical,  confirmar 
y  ordenar,  los  Obispos,  estando  a  dicha  ley,  no 
podían  hacer  cosa  alguna  en  el  régimen  de  su 
grey  sin  el  asenso  previo  o  subsiguiente  del 
Gobierno.  La  única  facultad  que  milagrosamente 
les  dejaba  el  patronato,  como  exclusivo  y  pleno 
derecho  de  ellos,  era  el  nombrar  interinamente 
párrocos  y  sacristanes  (artículo  34^)  .  Y  esa  ley 
llegaba  hasta  la  inaudita  osadía  de  pretender  que 
a  las  autoridades  de  la  República  se  sometiera 
el  propio  Romano  Pontífice,  supuesto  que  las 
disposiciones  del  Papa  en  materia  de  disciplina 
universal  deberían  obtener  el  consentimiento  del 
Congreso  para  ser  válidas  en  Venezuela  y  "las 
controversias  que  resultaren  en  los  Concordatos 
que  el  Poder  Ejecutivo  hiciere  con  la  Silla  Apos- 
tólica", serían  definidas  en  último  e  inapelable 
término,  no  por  mutuo  acuerdo  entre  las  Altas 
Partes  contratantes  según  el  principio  universal- 
mente  recibido,  sino  por  la  sentencia  de  la  Su- 


15 


prema  Corte  de  Justicia,  porque  así  lo  mandaba 
el  N<?  3^  del  artículo  9^  del  patronato. 

Aunque  inaplicada  desde  su  promulgación  en 
la  casi  totalidad  de  sus  preceptos,  esa  ley  resul- 
taba una  permanente  amenaza  para  la  Iglesia, 
ya  que  entre  nosotros,  según  lo  define  categórica- 
mente el  artículo  7^  del  Código  Civil,  en  confor- 
midad con  el  artículo  177^  de  la  Constitución 
Nacional,  "las  leyes  no  pueden  derogarse  sino 
por  otras  leyes;  y  no  vale  alegar  contra  su  obser- 
vancia  el  desuso,  ni  la  costumbre  o  práctica  en 
contrario,  por  antiguos  y  universales  que  sean*\ 

Forma  moderna  del  patronato 

Una  última  observación  amerita  el  Convenio 
con  la  Santa  Sede.  Si  se  exceptúan  aquellos  que 
provienen  del  derecho  natural  y  del  divino  posi- 
tivo, todos  los  otros  institutos  jurídicos  van  evo- 
lucionando al  correr  de  los  siglos,  para  adaptarse 
a  las  costumbres  e  ideas  de  los  tiempos  y  al  paso 
del  progreso.  Así  ha  ocurrido  con  el  patronato. 
La  antigua  noción  de  éste  era  el  derecho  de  pre- 
sentar candidatos  para  los  cargos  eclesiásticos. 
La  Iglesia,  en  nuestros  días,  como  lo  declara  el 
Código  de  Derecho  Canónico,  no  concede  ya  más 
este  privilegio.  Y  los  mismos  Estados  que  antes 
lo  tenían,  han  venido  renunciando  a  él  con  sabio 
acuerdo,  pues  en  nuestra  época  son  ya  abruma- 
dores los  problemas  temporales  que  deben  afron- 
tar y  resolver  para  querer  aumentarlos  con  los 


16 


delicados  de  orden  religioso,  inherentes  a  la  selec- 
ción de  idóneos  candidatos  episcopales.  Los  Go- 
biernos se  han  contentado  con  el  conocimiento 
previo  y  confidencial  de  los  escogidos  por  la 
Iglesia  y  la  facultad  de  objetarlos  por  razones 
de  política  general.  Y  esta  es  la  forma  moderna 
del  antiguo  patronato,  fruto  de  una  racional  evo- 
lución. Así  entendidas  las  cosas,  el  actual  Con- 
venio, autorizado  por  la  segunda  parte  del  ar- 
tículo 130^  de  la  Constitución  Nacional,  se  ajusta 
también  a  la  primera  parte  de  ese  mismo  artículo. 

Motivos  de  esperanza 

A  la  luz  de  las  verdades  que  os  hemos  expuesto, 
comprenderéis  plenamente  la  suma  conveniencia 
de  este  Convenio.  Para  que  entre  en  vigor,  falta 
la  ratificación  del  Congreso  Nacional.  Confiamos 
en  que  le  será  acordada  pronta  y  imánimemente, 
porque  nuestros  actuales  legisladores,  sea  cual 
fuere  su  partido  político,  profesan  en  su  casi 
totalidad  la  Religión  católica  y,  por  tanto,  lejos 
de  oponer  dificultades  y  resistencias,  se  gozarán 
de  contribuir  con  su  voto  afirmativo  a  romper 
por  fin  las  cadenas  legales  que  hasta  ahora  ata- 
ron entre  nosotros  a  la  Iglesia,  de  la  que  ellos 
son  hijos.  A  este  motivo  de  confianza,  se  añade 
otro  no  menos  poderoso:  todos  los  congresistas, 
sin  excepción  alguna,  son  ciertamente  patriotas 
y,  como  tales,  se  proponen  como  suprema  meta 
el  mayor  bien  posible  para  Venezuela.  Ninguna 
utilidad  ni  beneficio  obtendría  ésta  con  el  man- 


17 


tenimiento  en  su  legislación  de  normas  jurídicas 
vetustas,  inaplicables  y  peligrosas,  por  contener 
gérmenes  de  conflictos,  como  los  que  aquí  hemos 
señalado.  En  cambio,  significará  para  la  Repú- 
blica una  ventaja  invalorable  asegurar,  no  sólo 
en  el  hecho  sino  también  en  el  derecho,  las  ami- 
gables relaciones  entre  la  Iglesia  y  el  Estado, 
fundamento  de  la  paz  religiosa.  Lográndose  tal 
efecto  con  el  Convenio,  el  interés  nacional  acon- 
seja a  nuestros  legisladores  impartirle  la  ratifi- 
cación. 

No  podemos  concluir  esta  carta  sin  manifes- 
taros sincera  y  francamente  que  si  nosotros  vié- 
ramos en  el  Convenio  amenguada  la  dignidad  o 
soberanía  de  Venezuela,  a  la  que  amamos  con 
fidelidad  de  hijos,  seríamos  los  primeros  en  recha- 
zarlo. Pero  porque  advertimos  que  esa  soberanía 
y  dignidad  resultan  incólumes  y  porque  además 
tenemos  la  certeza  de  que  de  ese  pacto  proven- 
drán en  el  futuro  copiosos  beneficios  para  la 
Iglesia  y  la  República,  por  ello  lo  acogemos, 
aplaudimos  y  celebramos  y  a  la  vez  paternal- 
mente os  invitamos  a  hacer  vuestro  nuestro  júbilo 
de  Pastores  y  de  ciudadanos  de  Venezuela. 

Estas  nuestras  Letras  serán  leídas  en  todos  los 
templos  de  la  República  y  en  todas  las  misas 
de  hora,  después  del  Domingo  de  Resurrec- 
ción, en  el  primer  día  festivo  siguiente  a  su 
recibo. 


18 


Dadas  en  Caracas,  el  diecinueve  de  marzo, 
Festividad  de  San  José,  el  año  de  mil  novecientos 
sesenta  y  cuatro. 

t  J.  Humberto  Cardenal  Quintero, 

Arzobispo  de  Caracas, 
t  Acacio,  Arzobispo  de  Mérida. 
t  Juan  José,  Arzobispo  de  Ciudad  Bolívar, 
t  Pedro  Pablo,  Obispo  de  Guanare. 
t  Francisco  José,  Obispo  de  Coro, 
t  Críspulo,  Obispo  de  Barquisimeto. 
t  Crisanto,  Obispo  de  Cumaná. 
t  Alejandro,  Obispo  de  San  Cristóbal, 
t  José  AlÍ,  Obispo  de  Valencia, 
t  Domingo,  Obispo  de  Maracaibo. 
t  Antonio  José,  Obispo  de  Maturín. 
t  Angel,  Obispo  de  Barcelona, 
t  Miguel,  Obispo  de  Calabozo, 
t  José  León,  Obispo  de  Trujillo. 
t  Feliciano,  Obispo  de  Maracay. 


19