EL CONVENIO
CON LA SANTA SEDE
Carta Pastoral Colectiva
del Episcopado Venezolano
Editorial Arte / Caracas
19 6 4
.2 I
.C374 I
1964 '
:3
198Í
6X
El Cardenal Arzobispo de Caracas
y
los Arzobispos y Obispos Residenciales
de Venezuela,
Al Clero y Fieles de la República,
SALUD EN EL SEÑOR.
Venerables Cooperadores y Amados Hijos:
Los distintos órganos de publicidad os dieron la
fausta noticia de la firma de un Convenio entre
la Santa Sede y el Gobierno de la República,
histórico acto realizado en la Casa Amarilla el 6
del presente mes. Habiendo la prensa publicado
el texto de ese pacto, estáis enterados de su con-
tenido. En reunión que celebramos en esta capital
tres días más tarde, acordamos dirigiros esta
Carta Pastoral, a fin de aclarar algunos con-
ceptos, disipar ciertos prejuicios corrientes y ma-
nifestar la conveniencia suma de ese tratado que
tanto anhelaron todos nuestros Predecesores, sin
excepción alguna, desde los días mismos de la
Independencia, y que ahora ha colmado de júbilo
nuestros corazones de hijos de la Iglesia y de
ciudadanos de Venezuela.
Aclarando conceptos
En el curso de nuestra historia republicana,
las relaciones entre la Iglesia y el Estado, salvo
uno que otro incidente, se han mantenido en un
ambiente de paz j de armonía. De otra parte,
durante todo este tiempo ha existido en nuestra
legislación la llamada "Ley de Patronato Ecle-
siástico", dictada por el Congreso de la Gran
Colombia en 1824 y declarada vigente en Vene-
zuela por el Congreso de 1833. No han faltado
quienes, en presencia de estos dos hechos, han
creído y afirmado que a esta ley se han debido
aquella armonía y aquella paz. Como os lo hare-
mos ver sin ambages, nada está más lejos de la
verdad que esa creencia.
Las amistosas y pacíficas relaciones entre las
dos Potestades han obedecido de una parte a la
prudente tolerancia de las Autoridades eclesiás-
ticas en puntos donde esa virtud resultaba posi-
ble, y de otra a la sensatez de casi todos los
Magistrados venezolanos en esta materia. Mer-
ced a esta cordura de los Gobernantes, la ley
de patronato no ha sido jamás urgida en la
mayoría de sus artículos. De haberse intentado
alguna vez imponer su total cumplimiento o sim-
plemente el de algunas de sus disposiciones nunca
aplicadas, se habría seguido irremediablemente un
gravísimo e insoluble conflicto entre la Autoridad
civil y la Autoridad eclesiástica, cuyas consecuen-
cias habrían sido funestas para la vida de la Pa-
tria. Una rápida visión, si no de todas, de algunas
2
al menos de las normas de tal ley, bastará para
convenceros de ese peligro.
Contra una doctrina definida
El artículo 4^ de esa ley, en su número 8°,
dice que corresponde al Congreso "dar a las
bulas y breves que traten de disciplina universal,
el pase correspondiente para que sus disposicio-
nes sean observadas en la República, o bien dis-
poner y dictar las reglas convenientes para que
no se cumplan ni tengan efecto alguno". Este
artículo entraña nada menos que el desconoci-
miento y negación del primado de jurisdicción
del Romano Pontífice, o sea, de una verdad de
fe que todo católico está obligado a aceptar y
sostener, so pena de incurrir en herejía. He aquí
la doctrina en este punto, expuesta por el Con-
cilio Vaticano primero, en su sesión IV, cele-
brada el 18 de julio de 1870: "De la potestad
suprema del Romano Pontífice de gobernar la
Iglesia universal, se deriva el derecho del mismo
de comunicarse libremente, en el ejercicio de su
cargo, con los Pastores y rebaños de toda la
Iglesia, a fin de poder enseñarlos y dirigirlos
por la vía de la salvación. Por tanto, condenamos
y reprobamos las opiniones de aquellos que afir-
man que esta comunicación de la Cabeza suprema
con los Pastores y rebaños puede ser lícitamente
impedida o la hacen dependiente de la potestad
seglar, pretendiendo que todo cuanto la Sede
Apostólica o por autoridad de ella se estatuya
3
para el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza
ni valor, si no es confirmado por el PASE del
poder civil'*. Como evidentemente resalta, aquella
disposición del artículo 4^ de la ley de patronato
quedó incluida en esta explícita y definitiva con-
denación del Concilio.
Contra las leyes canónicas
El mismo artículo 4^, en su número 4^, atri-
buye al Congreso la facultad de "permitir y aun
indicar la celebración de Concilios nacionales y
provinciales, y aprobar las sinodales que se hicie-
ren", o sea, los decretos y leyes dictados por
estos Concilios. Todo esto se halla en palmaria
contradicción con las normas de la Iglesia. Se-
gún éstas, el permitir los Concilios nacionales es
prerrogativa reservada al Papa, quien los con-
voca y preside por medio de un Legado suyo;
la convocación de concilios provinciales es un
derecho de los Metropolitanos; y el examen y
aprobación de las disposiciones dadas por estas
Asambleas, tocan exclusivamente a la Silla Apos-
tólica. La ley de patronato, pues, pretende por
su cuenta otorgar al Congreso Nacional una auto-
ridad que es privativa del Supremo Jerarca de
la Iglesia.
Según esa ley, los obispos, al concluir las visi-
tas pastorales, deberían someter las providencias
en ellas tomadas al Poder Ejecutivo para que las
aprobara, reformara o anulara (artículo 6°,
9^) ; las Cortes de Justicia y los Gobernadores
4
estadales estarían autorizados para obligar a los
Prelados a levantar las excomuniones, suspen-
siones o entredichos con que hubieran castigado
algún delito canónico (artículo 8^, 5^ y
artículo 109, 2°) ; todos los Párrocos deberían
ser nombrados, no por los Obispos, sino por el
Poder Ejecutivo, a propuesta de éstos (artículo 6^,
69 y artículo 7^, N9 19); las designaciones
de Superiores provinciales y locales de las Orde-
nes y Congregaciones religiosas estarían sujetas
al beneplácito del Gobierno (artículo 69, N9 89
y artículo 89, N9 29) ; y según esa ley, hasta
los sacristanes de las catedrales y de los templos
parroquiales habrían de ser nombrados por el
Poder civil (artículo 79, N9 29) y aun el fun-
cionamiento de las más modestas asociaciones
piadosas caería bajo su dependencia, ya que el
artículo 89 en su número 99 declara como una
atribución de los Gobernadores la de "permitir
las juntas de cofradías, indagar cuántas hay en
cada parroquia, cómo se administran sus rentas,
y si con ellas se ocurre al fin de su instituto".
A vista de esta incompleta enumeración, fácil-
mente caeréis en la cuenta de que, si en cualquier
tiempo, el Gobierno hubiera pretendido imponer
el cumplimiento total o parcial de estas disposi-
ciones, inevitablemente habrían venido choques
con la Autoridad eclesiástica, porque ésta en con-
ciencia jamás habría podido aceptar o tolerar
semejante intromisión. Y al plantearse el encuen-
tro, el Gobierno se habría visto situado en la
5
infortunada disyuntiva de dejar impunemente que
la ley fuera desconocida o de proceder por las
vías de la fuerza contra los Obispos, desatando
así una persecución religiosa, con mengua para
su fama ante el mundo civilizado y con incalcu-
lables perjuicios para la Nación misma. No se
os escapará, pues, cuán lejos de la verdad se
hallan los que, ignorando el contenido y alcance
de la ley de patronato, ingenuamente han supuesto
que a ésta ha de atribuirse la armonía entre la
Iglesia y el Estado de que por fortuna ha dis-
frutado la República.
Articnlos cumplidos y sus peligros
De las numerosas disposiciones del patronato,
apenas se han llevado a la práctica las referentes
a erección de nuevas Diócesis (artículo 4^, N^ 1°),
a elección de candidatos para Arzobispados y
Obispados (artículo 4^, N^ 10^) y a nombra-
mientos de dignidades, canónigos y prebendados
catedralicios (artículo 5^ y artículo 6^, N^ 5^).
Pero aun en estos casos, se ha procedido más
bien al margen de la ley que conforme a ella.
Tanto en la erección de nuevas Diócesis como en
la escogencia de candidatos para las mitras, el
Ejecutivo Nacional y la Silla Apostólica previa
y privadamente se han puesto de acuerdo. Y sólo
después de ello, el Presidente de la República
ha pasado el asunto al Congreso, el cual ha
acogido siempre en este particular las propuestas
del primer Magistrado. Pero, estando al tenor
•
de la ley, el Congreso podría, por ejemplo, pres-
cindir de los nombres de los candidatos episco-
pales presentados por éste y elegir otros distintos,
pues para ello le da amplísima libertad el nú-
mero 10*? del artículo 4^. Y como la ley no
determina las cualidades que debe tener un sacer-
dote para ser electo Obispo, bien podrían los votos
de la mayoría de los congresistas favorecer a uno
indigno de tamaña dignidad. El Papa, en tal caso,
le negaría su aceptación; y el Gobierno, en cam-
bio, se vería obligado a sostenerlo, con lo que
se crearía un problema insoluble. No es ésta una
mera suposición hipotética: en el siglo pasado,
una de las veces en que había de proveerse la
vacante del Arzobispado de Caracas, el Congreso
eligió a un sujeto inaceptable por múltiples mo-
tivos para la Santa Sede. Ante el justificado
rechazo de ésta, se inició una grave controversia,
que habría tenido consecuencias imprevisibles si
Dios mismo no se hubiera dignado ponerle fin,
llevándose de esta vida al aludido sacerdote. Veis,
pues, cómo aun en los pocos artículos de la ley
de patronato llevados a la práctica, se esconden
peligrosos gérmenes de posibles conflictos.
El conrenio
Las precedentes consideraciones os servirán
para que apreciéis de manera cabal la importan-
cia y trascendencia del Convenio recientemente
suscrito. Con él, de una parte se suprimen las
posibilidades hasta ahora existentes de colisiones.
y de otra se convierte en jurídica la sensata prác-
tica que se ha venido siguiendo, con lo cual se
afianza sólidamente la concordia entre ambas
Potestades, pues en adelante se apoyará en el
derecho y no en la simple cordura de las per-
sonas, expuesta a las contingencias de la voluble
voluntad humana.
Dada la nitidez de las cláusulas de ese Tra-
tado, resulta inútil demorarnos en su exposición
pormenorizada. Los temores que algunos abriga-
ban de que se coartara la libertad de conciencia,
carecían de todo fundamento, como se habrá po-
dido comprobar con la simple lectura del texto
del Convenio. Igualmente disipada tiene que ha-
ber sido la suposición de que a la Iglesia se le
iban a otorgar allí extraordinarias ventajas y
privilegios. Pero hay un artículo al que sí nos
referiremos con algún detenimiento, porque sa-
bemos que ha suscitado ciertas desconfianzas, a
saber, el 7^, en el que se declara que los Arzobis-
pos y Obispos diocesanos y sus Coadjutores con de-
recho a sucesión serán ciudadanos venezolanos. Ha
causado a algunos cierta extrañeza el que no se
hubiera agregado la frase "por nacimiento".
Prescindiendo de la consideración fundada en la
naturaleza del Cuerpo Místico de Cristo, en el
que las diferencias provenientes "de judíos y
griegos, de romanos y bárbaros" han de borrarse
al influjo del amor, es necesario tener en cuenta
que la Silla Apostólica, llamada por la propia
esencia de su misión ecuménica a tratar con todas
8
las Naciones del mundo, no puede en un pacto
con un Estado particular convenir en concesiones
que, por imperio de las circunstancias, tendría
que negar a otro Estado. Son muy numerosos los
Concordatos, Convenios y Modus vivendi que la
Santa Sede ha celebrado en el transcurso de los
siglos. Y jamás ha aceptado en ellos la cláusula
de que los Obispos residenciales han de ser exclu-
sivamente nativos del País. La razón de este pro-
ceder, cuando la mirada no se concentra a un
solo pueblo sino que se dilata por todo el orbe,
resulta obvia: puede darse el caso de que una
Nación, a causa de diversas vicisitudes, en un
momento dado, carezca de sacerdotes oriundos
de ella, aptos para el cargo pastoral. Si el Padre
Santo se comprometiera en un tratado a nombrar
Obispos únicamente a los ciudadanos por naci-
miento, se vería en el caso supuesto con las manos
atadas para llenar las vacantes que ocurrieran
y tendría que resignarse a permitir que en esa
Nación desapareciera la Jerarquía eclesiástica y,
con ella, a poco andar, la misma religión cató-
lica, lo cual equivaldría a faltar gravemente a
la indeclinable misión que él recibió del Divino
Fundador de la Iglesia.
Garantías snficientes
Pero la omisión de la frase "por nacimiento"
en el recién firmado Convenio, no ha de causar
recelo alguno entre nosotros. Práctica tradicional
de la Iglesia, que arranca desde los mismos Após-
9
toles, como lo advertía León XIII en su Encíclica
"Ad extremas Orientis", del 24 de junio de 1893,
ha sido la de seleccionar los Obispos preferente-
mente entre el clero nativo. Esa práctica se ha
venido acentuando día a día en los Pontificados
de estos últimos tiempos. Y como para poner de
relieve ante todo el mundo la voluntad de la
Santa Sede en esta materia, no sólo han sido
elevados a la mitra hijos del propio País en que
han de gobernar, sino que desde Pío XI hasta
Paulo VI, en la Basílica Vaticana, con todo el
esplendor de las ceremonias papales, frecuente-
mente han recibido ellos la consagración epis-
copal de manos del mismo Romano Pontífice.
Y si la Silla Apostólica ha venido adoptando esa
conducta con Naciones de reciente cristiandad,
como las asiáticas y africanas, que hasta ayer
eran apenas tierras de misión, no es ni remota-
mente presumible que se proponga seguir un
proceder contrario con países desde hace siglos
pertenecientes a la fe y comunión católicas.
Por lo que en concreto respecta a Venezuela,
esa intención de la Silla Apóstolica ha sido rati-
ficada en carta de Juan XXIII al entonces Pre-
sidente de la Junta de Gobierno, fechada el 9 de
febrero de 1959. Allí el Papa, citando una res-
puesta dada con idéntico motivo al Gobierno Bri-
tánico en 1890, escribe: "Para suprimir cualquier
género de preocupación en este campo deberá
bastar al Gobierno la consideración de que la
Santa Sede, siguiendo el espíritu de los Sagrados
10
Cánones, nunca destinaría a ser Pastor de una
Diócesis a quien no hubiera de resultar grato para
la grey que se le encomendara". Y a continuación,
el Padre Santo añade: "Queremos asegurar a
Vuestra Excelencia que es norma constante de
esta Sede Apostólica, siempre que lo permita el
número suficiente de sacerdotes nativos y la pre-
sencia entre ellos de candidatos idóneos para la
dignidad episcopal, dar a los mismos la prefe-
rencia al proveer las Diócesis de la respectiva
Nación. A este propósito, nos place constatar cómo
efectivamente hasta ahora, a los Sumos Pontífices,
cuando se ha tratado de cubrir las Arquidiócesis
y Diócesis vacantes en Venezuela, les ha resul-
tado posible escoger entre los eclesiásticos de la
Nación. Estamos seguros de que Vuestra Exce-
lencia encontrará en nuestras palabras motivo
para disipar cualquier inquietud".
Ociosa no será la advertencia de que este ar-
tículo 7^ del Convenio ha de apreciarse, no en
forma aislada, sino en concordancia con el ar-
tículo inmediatamente anterior, por el que se
establece la participación confidencial previa de
los nombres de los candidatos al Presidente de
la República, "a fin de que éste manifieste
si tiene objeciones de carácter político general
que oponer al nombramiento", con lo cual queda
descartado el temor de algunos sobre designacio-
nes sorpresivas.
Finalmente, presumimos que el Gobierno Na-
cional, además de reconocer lo razonable y pode-
roso de los motivos de la Santa Sede, estimó
conveniente por su parte suprimir la frase en
cuestión, a fin de que ese artículo 7^ del Con-
venio se ajustara mejor a la propia Constitución
Nacional, la cual en el tercer aparte de su ar-
tículo 45 decreta que "gozarán de los mismos
derechos que los venezolanos por nacimiento los
venezolanos por naturalización que hubieren in-
gresado al País antes de cumplir los siete años
de edad y residido en él pennanentemente hasta
alcanzar la mayoridad".
El pensamiento de Bolívar
Una especie a veces aducida contra cualquiera
modificación a la ley de patronato, es la de que
ella proviene del Libertador y que, por tanto,
ha de conservarse intocada, como homenaje a su
gloriosa memoria. Para deshacer tal especie, bas-
taría sencillamente ver el simple texto de esa
ley, a cuyo calce aparece íntegro el nombre del
Magistrado que la promulgó: no es Simón Bolívar
el que firma el "Ejecútese". Para ese tiempo,
éste se hallaba a mil leguas de distancia de
Bogotá, en la campaña del Perú. Pero hay un
argumento de mayor fuerza aún, pues demuestra
que esa ley no respondía al pensamiento del
Libertador. El 13 de julio de 1824, desde su
Cuartel General de Huánuco, él dirigió una carta,
por órgano de su Ministro General, al Vicario
Apostólico enviado por la Santa Sede a Chile,
en la que, después de los saludos protocolarios
1'^
y de significar el anhelo de entrar en relaciones
con el Romano Pontífice, expresa que "conside-
rando los derechos del Santuario, al paso que
está comprometido en cimentar la independencia
de la Nación y asegurar su libertad bajo las for-
mas que ella misma se ha decretado, desea viva-
mente que su régimen se determine conforme a
los cánones, y que se arregle un concordato sobre
todos aquellos puntos que podrían causar alte-
raciones entre ambas potestades, por no recono-
cerse otra base, respecto de ellos, que la de un
convenio explícito'\^ Apenas quince días después
de la fecha de esta carta, o sea, el 28 del mismo
mes y año, el Encargado del Poder Ejecutivo de
Colombia promulgaba en Bogotá la ley de patro-
nato, la cual estaba en abierta oposición con el
pensamiento y el deseo acabados de expresar por
el Libertador, pues unilateralmente pretendía re-
gular en la República aquellos puntos que — se-
gún lo afirma la carta citada — requerían un
convenio explícito con la Silla Apostólica.
No ha de suscitar extrañeza que el Libertador
pensara así en 1824, si se atiende al siguiente
precedente: en 1820 se le propuso un proyecto
de decreto, por el que se atribuía a la República
el derecho de patronato, proyecto que él se apre-
suró a enviar al Deán y Capítulo de Bogotá, con
el propósito de que, "examinado con la madurez,
imparcialidad y rectitud que el bien de la Iglesia
1. Lecuna. Cartas del Libertador. Vol, IV, pág. 114. Ed. de 1929.
13
y del Estado exigen", le informaran si podía o
no dictarlo, pues "sentía inquietudes y temores
al tocar los privilegios de la Iglesia". El 4 de
julio de ese año, el Capítulo bogotano expresó
al Libertador la necesidad que había de recurrir
a la Silla Apostólica para que la Nación pudiera
legítimamente disfrutar del patronato. Y aquel
decreto se quedó por siempre en mero proyecto."
Ni tiene cabida la sospecha de que al menos
en privado Bolívar hubiera inspirado o insinuado
a los legisladores la ley en referencia. Aparte
de lo gratuito de tal suposición, no respaldada
en documento alguno, y sin hacer hincapié en la
enorme distancia que por entonces lo separaba
de Bogotá y en las innumerables ocupaciones de
la campaña en que se hallaba comprometido, es
suficiente advertir que no le era adicta la mayo-
ría del Congreso de 1824, como lo prueba el
hecho de haber sido esa misma Asamblea la que,
movida por naciente hostilidad contra él, dictó
— el día mismo en que el Vicepresidente grana-
dino ponía el "Ejecútese" a la de patronato —
la ley que despojaba al Libertador de las facul-
tades extraordinarias y lo privaba del mando
directo del Ejército colombiano, en los momentos
menos oportunos, o sea, cuando estaban ya para
decidirse definitivamente la libertad y la inde-
pendencia de nuestra América.^
2. Riva», Raimundo. Escritos de D. Pedro Fernández Madrid, tomo I.
Ed. Bogotá, 1932.
3. Lecuna. Crónica Razonada de las Guerras de Bolívar. Tomo III,
pág. 436,
14
La Ig^lesia en cadenas
Hemos de congratulamos de que la ley de
patronato no haya sido ni obra ni inspiración del
Padre de la Patria, porque esa ley, apreciada
con criterio católico, constituía una verdadera
esclavitud para la Iglesia. Como os expusimos
antes, según esa ley a los Poderes civiles com-
petía desde el nombramiento de Arzobispos y
Obispos hasta el de los sacristanes de parroquia;
bajo las autoridades del Estado se hallaban desde
los Concilios hasta las humildes juntas de cofra-
días. Fuera de celebrar de pontifical, confirmar
y ordenar, los Obispos, estando a dicha ley, no
podían hacer cosa alguna en el régimen de su
grey sin el asenso previo o subsiguiente del
Gobierno. La única facultad que milagrosamente
les dejaba el patronato, como exclusivo y pleno
derecho de ellos, era el nombrar interinamente
párrocos y sacristanes (artículo 34^) . Y esa ley
llegaba hasta la inaudita osadía de pretender que
a las autoridades de la República se sometiera
el propio Romano Pontífice, supuesto que las
disposiciones del Papa en materia de disciplina
universal deberían obtener el consentimiento del
Congreso para ser válidas en Venezuela y "las
controversias que resultaren en los Concordatos
que el Poder Ejecutivo hiciere con la Silla Apos-
tólica", serían definidas en último e inapelable
término, no por mutuo acuerdo entre las Altas
Partes contratantes según el principio universal-
mente recibido, sino por la sentencia de la Su-
15
prema Corte de Justicia, porque así lo mandaba
el N<? 3^ del artículo 9^ del patronato.
Aunque inaplicada desde su promulgación en
la casi totalidad de sus preceptos, esa ley resul-
taba una permanente amenaza para la Iglesia,
ya que entre nosotros, según lo define categórica-
mente el artículo 7^ del Código Civil, en confor-
midad con el artículo 177^ de la Constitución
Nacional, "las leyes no pueden derogarse sino
por otras leyes; y no vale alegar contra su obser-
vancia el desuso, ni la costumbre o práctica en
contrario, por antiguos y universales que sean*\
Forma moderna del patronato
Una última observación amerita el Convenio
con la Santa Sede. Si se exceptúan aquellos que
provienen del derecho natural y del divino posi-
tivo, todos los otros institutos jurídicos van evo-
lucionando al correr de los siglos, para adaptarse
a las costumbres e ideas de los tiempos y al paso
del progreso. Así ha ocurrido con el patronato.
La antigua noción de éste era el derecho de pre-
sentar candidatos para los cargos eclesiásticos.
La Iglesia, en nuestros días, como lo declara el
Código de Derecho Canónico, no concede ya más
este privilegio. Y los mismos Estados que antes
lo tenían, han venido renunciando a él con sabio
acuerdo, pues en nuestra época son ya abruma-
dores los problemas temporales que deben afron-
tar y resolver para querer aumentarlos con los
16
delicados de orden religioso, inherentes a la selec-
ción de idóneos candidatos episcopales. Los Go-
biernos se han contentado con el conocimiento
previo y confidencial de los escogidos por la
Iglesia y la facultad de objetarlos por razones
de política general. Y esta es la forma moderna
del antiguo patronato, fruto de una racional evo-
lución. Así entendidas las cosas, el actual Con-
venio, autorizado por la segunda parte del ar-
tículo 130^ de la Constitución Nacional, se ajusta
también a la primera parte de ese mismo artículo.
Motivos de esperanza
A la luz de las verdades que os hemos expuesto,
comprenderéis plenamente la suma conveniencia
de este Convenio. Para que entre en vigor, falta
la ratificación del Congreso Nacional. Confiamos
en que le será acordada pronta y imánimemente,
porque nuestros actuales legisladores, sea cual
fuere su partido político, profesan en su casi
totalidad la Religión católica y, por tanto, lejos
de oponer dificultades y resistencias, se gozarán
de contribuir con su voto afirmativo a romper
por fin las cadenas legales que hasta ahora ata-
ron entre nosotros a la Iglesia, de la que ellos
son hijos. A este motivo de confianza, se añade
otro no menos poderoso: todos los congresistas,
sin excepción alguna, son ciertamente patriotas
y, como tales, se proponen como suprema meta
el mayor bien posible para Venezuela. Ninguna
utilidad ni beneficio obtendría ésta con el man-
17
tenimiento en su legislación de normas jurídicas
vetustas, inaplicables y peligrosas, por contener
gérmenes de conflictos, como los que aquí hemos
señalado. En cambio, significará para la Repú-
blica una ventaja invalorable asegurar, no sólo
en el hecho sino también en el derecho, las ami-
gables relaciones entre la Iglesia y el Estado,
fundamento de la paz religiosa. Lográndose tal
efecto con el Convenio, el interés nacional acon-
seja a nuestros legisladores impartirle la ratifi-
cación.
No podemos concluir esta carta sin manifes-
taros sincera y francamente que si nosotros vié-
ramos en el Convenio amenguada la dignidad o
soberanía de Venezuela, a la que amamos con
fidelidad de hijos, seríamos los primeros en recha-
zarlo. Pero porque advertimos que esa soberanía
y dignidad resultan incólumes y porque además
tenemos la certeza de que de ese pacto proven-
drán en el futuro copiosos beneficios para la
Iglesia y la República, por ello lo acogemos,
aplaudimos y celebramos y a la vez paternal-
mente os invitamos a hacer vuestro nuestro júbilo
de Pastores y de ciudadanos de Venezuela.
Estas nuestras Letras serán leídas en todos los
templos de la República y en todas las misas
de hora, después del Domingo de Resurrec-
ción, en el primer día festivo siguiente a su
recibo.
18
Dadas en Caracas, el diecinueve de marzo,
Festividad de San José, el año de mil novecientos
sesenta y cuatro.
t J. Humberto Cardenal Quintero,
Arzobispo de Caracas,
t Acacio, Arzobispo de Mérida.
t Juan José, Arzobispo de Ciudad Bolívar,
t Pedro Pablo, Obispo de Guanare.
t Francisco José, Obispo de Coro,
t Críspulo, Obispo de Barquisimeto.
t Crisanto, Obispo de Cumaná.
t Alejandro, Obispo de San Cristóbal,
t José AlÍ, Obispo de Valencia,
t Domingo, Obispo de Maracaibo.
t Antonio José, Obispo de Maturín.
t Angel, Obispo de Barcelona,
t Miguel, Obispo de Calabozo,
t José León, Obispo de Trujillo.
t Feliciano, Obispo de Maracay.
19