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Full text of "El Cristo de espaldas"

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JUM  "lí  1980 

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]    NOE  HERRERA 
SALES  OF  COLOMBIAN  BOOKS 
APARTADO  AEREO  12053 
BOGOTA,  COLOMBIA 


EL     CRISTO   DE  ESPALDAS 


BIBLIOTECA  BASICA  DE  CULTURA  COLOMBIANA 

Dirigida  por  EDUARDO  CABALLERO  CALDERON 
Comisión  Organizadora:  ALBERTO  ZALAMEA,  Presidente 


PRIMERA  SERIE 

lí-José  María  Cordovez  Moure,  REMINISCENCIAS  DE  SANTAFE 
Y  BOGOTA. 

2.  — Tomás  CarrasquiUa,  SUS  MEJORES  CUENTOS. 

3.  — Eduardo  Zalamea,  CUATRO  AÑOS  A  BORDO  DE  MI  MISMO. 

4.  — Eduardo  CabaUero  Calderón,  EL  CRISTO  DE  ESPALDAS. 

5.  — Hernando  Téllez,  SUS  MEJORES  PROSAS. 

6.  — LOS  MEJORES  CUENTOS  COLOMBIANOS. 
l.—LAS  MEJORES  POESIAS  COLOMBIANAS. 

8.  — Jorge  Zalamea,  EL  GRAN  BURUNDUN-BURUNDA  HA 

MUERTO. 

9.  — García  Márquez,  LA  HOJARASCA. 

10.— Germán  Arciniegas,  EL  CABALLERO  DE  EL  DORADO. 


SEGUNDA  SERIE 
en  preparación 


E.   CABALLERO  CALDERONPRÍfíca: 

EL  CRISTO 
DE  ESPALDAS 


m  m.  MU  mu 


PRIMER     FESTIVAL     DEL     LIBRO  COLOMBIANO 
ORGANIZACION  CONTINENTAL  DE  LOS  FESTIVALES  DEL  LIBRO 
Caracas  -  Bogotá   -  Lima   -   Quito   -  La  Habana   -  México  - 
Rio  de  Janeiro. 


COMPAÑIA  GRANCOLOMBIANA  DE  EDICIONES  S.  A. 

Representante  autorizado  de  la  Organización  Continental 
de  los  Festivales  del  Libro. 


Todos  los  derechos  reservados  para  la  Editora  Latinoamericana  S.  A. 
de  Lima,  Perú,  representante  autorizado  de  la  "Organización  Con- 
tinental de  los  Festivales  del  Libro".  Bogotá,  Colombia.  Las  palabras 
"Biblioteca  Básica  de  Cultura",  seguida  de  calificativos  de  nacio- 
nalidad; así  como  la  frase  "Festival  del  Libro",  antecedida  por 
correlativos  y  seguida  de  calificativos  de  nacionalidad,  se  reservan 
íntegramente,  en  todos  los  países  de  América  Latina,  incluyendo 
derechos  de  traducción  y  adaptación,  para  Editora  Latinoamericana 
S.  A.  y  la  Organización  Continental  de  los  Festivales  del  Libro. 


"En  aquel  tiempo:  Dijo  Jesús  a  sus  discípulos :  Mirad 
que  yo  os  envío  como  ovejas  en  medio  de  lobos;  por 
tanto  habéis  de  ser  prudentes  como  serpientes,  y  sen- 
cillos como  palomas.  Recataos,  empero,  de  los  tales 
hombres;  pues  os  delatarán  a  los  tribunales,  y  os  azo- 
tarán en  sus  sinagogas;  y  por  mi  causa  seréis  condu- 
cidos ante  los  gobernadores  y  los  reyes  para  dar  tes- 
timonio de  mí  a  ellos  y  a  las  naciones.  Si  bien  cuando 
os  hicieren  comparecer,  no  os  dé  cuidado  el  cómo  o  lo 
que  habéis  de  hablar,  porque  os  será  dado  en  aquella 
misma  hora  lo  que  hayáis  de  decir;  puesto  que  no  sois 
vosotros  quien  habla  entonces,  sino  el  Espíritu  de 
vuestro  Padre,  el  cual  habla  por  vosotros.  Entonces  un 
hermano  entregará  a  su  hermano  a  la  muerte,  y  el 
padre  al  hijo;  y  los  hijos  se  levantarán  contra  los  pa- 
dres, y  los  harán  morir.  Y  vosotros  vendréis  a  ser 
odiados  de  todos  por  causa  de  mi  nombre;  pero  quien 
perseverase  hasta  el  fin,  éste  se  salvará". 


(MATEO,  X,  16-22). 


CAPITULO  I 


LA  NOCHE  DEL  JUEVES 


DESDE  la  boca  del  monte,  sobre  im  barranco  negro  talla- 
do por  la  lluvia,  bruñido  por  el  viento  cortante  que 
soplaba  con  fuerza,  se  veía  allá  abajo  el  estrecho  valle 
iluminado  por  un  rayo  de  sol.  Una  mata  de  frailejón,  pe- 
ludo y  gris  como  la  oreja  de  un  burro,  brotaba  entre  las 
grietas  del  barranco.  Su  flor  amarilla  tiritaba  mecida  por 
el  viento.  A  la  orilla  de  im  rio  que  espejeaba  en  su  lecho 
de  rocas,  resplandecía  el  pueblo  en  medio  del  valle,  blan- 
co, limpio,  luminoso.  La  torre  de  la  iglesia  era  la  flor  del 
frailejón,  apuntando  al  cielo  lechoso  del  páramo,  que  cer- 
nía la  luz  de  las  primeras  estrellas. 

Fue  un  instante  nada  más,  porque  de  pronto  cayó  la 
noche  y  un  vapor  frío  y  pegajoso  disolvió  los  contornos 
y  los  perfiles  de  las  cosas.  Tornó  a  ventear,  y  la  llovizna 
que  había  dejado  de  caer  un  momento,  repicó  en  los  flan- 
cos humeantes  de  las  muías  y  en  el  cuero  tieso  de  los 
zamarros.  En  el  fondo  del  valle,  ahora  negro  como  un 
abismo,  comenzaron  a  parpadear  unas  luces. 

— Ya  prontico  llegamos.  Falta  una  legua  de  camino, 
— dijo  el  sacristán  cuya  voz  baja  y  opaca  rasgó  los  oídos 
del  cura  como  la  espada  de  ima  mata  de  fique.  Sacudió 
éste  las  riendas  de  la  muía,  se  arropó  en  el  bayetón  que 
tenía  un  rústico  olor  a  oveja,  se  caló  el  sombrero  cubierto 
con  un  forro  de  hule,  y  se  entregó  dócilmente  a  la  capri- 
chosa voluntad  de  la  bestia.  Esta  se  dejaba  ir  por  el  sen- 
dero abajo,  con  paso  duro  y  cauteloso.  El  sacristán,  que 
venía  detrás  con  las  alforjas  y  la  maleta  del  cura  atra- 
vesada en  la  delantera  de  la  enjalma,  encendió  un  cabo 
de  chicote.  Un  humo  apestoso,  empujado  por  el  viento, 
llegó  a  las  narices  del  cura. 

— ¿Es  grande  el  pueblo?  —  preguntó. 
— ¿Qué  dice  sumercé? 
— ¿Es  grande  el  pueblo? 


9 


—¿Qué? 

— ¿Que  si  es  grande  el  pueblo? .  . . 

— El  viento  no  me  dejaba  oir. . .  ¿Grande  el  pueblo? . . . 
Allá  lo  verá  sumercé... 

Y  no  dijo  más.  El  viento  se  ensañaba  con  el  sombrero 
del  cura  y  mordía  furioso  las  vueltas  del  bayetón.  La  llo- 
vizna se  filtraba  por  entre  el  embozo  del  abrigo  y  el  cue- 
llo de  la  sotana,  y  le  clavaba  agujas  en  la  frente.  A  veces 
se  oían  ladridos  entre  la  niebla.  Otras  veces  la  muía  pa- 
raba en  seco,  sacudía  la  jáquima,  estiraba  las  orejas  y 
resoplaba  largamente.  Dos  lucecitas  verdes  y  amarillas 
cruzaron  raudas  a  lo  ancho  del  camino,  entre  barranco  y 
barranco. 

— ¿Hay  venado  en  estas  montañas? 

— ¿Cómo  dice  sumercé? 

— ¿Hay  venado? 

— ¿Venados?...   ¡Ave  María  Purísima!...  Eso  que  vio 
pasar  la  muía  fue  un  difunto,  un  alma  bendita... 
— ¿Un  alma  bendita? 

— O  en  pena,  que  es  lo  mismo.  Aquí  en  la  boca  del 
monte,  que  llaman  el  Alto  de  la  Cruz,  han  despachado 
para  el  otro  toldo  a  mucha  gente ...  A  mucha  gente  en- 
diablada . . . 

La  muía  sacudió  los  aperos,  corroborando  las  pala- 
bras del  sacristán;  meneó  las  orejas,  despidió  dos  chorros 
de  vapor  por  las  fauces,  y  se  dejó  ir  otra  vez  bambolean- 
te, con  las  patas  tensas,  por  el  camino  abajo.  El  sacristán 
le  alargó  al  señor  cura  un  frasco  de  aguardiente,  para  que 
se  calentara  en  aquel  trance.  El  camino  parecía  abierto 
a  machetazos  en  los  barrancos  del  páramo.  Estaba  salpi- 
cado de  cantos  rodados  que  sacaban  chispas  a  los  cascos 
de  las  muías,  cuando  tropezaban  con  ellos.  Descendía  en 
espiral,  con  tan  malos  pasos  en  algunas  partes,  que  temía 
el  cura  romperse  la  crisma  contra  la  arista  de  una  roca 
que  sobresalía  del  talud,  y  hasta  creyó  rodar  a  veces  mon- 
te abajo,  con  todo  y  cabalgadura,  al  fondo  del  abismo. 
¡Virgen  Santísima!  mascullaba  entonces  para  darse  áni- 
mos, y  se  santiguaba  por  debajo  del  bayetón. 

Los  cascos  de  la  muía  repicaban  ahora  en  un  empe- 
drado duro  y  desigual,  más  plano  y  abierto  que  el  camino. 
A  lado  y  lado  de  las  orejas  del  animal,  bordeando  aquello 
que  debía  ser  un  callejón,  blanqueaban  vagamente  las  ta- 
pias de  unos  solares.  Grandes  manchas  de  follaje  sobre- 
salían de  las  bardas.  Una  luz  mortecina,  de  vela  y  no  de 
bombilla,  alumbraba  apenas  en  la  esquina  de  la  plaza  la 
vitela  de  un  santo  que  estaba  en  una  hornacina. 


10 


— ¿No  hay  luz  eléctrica  en  el  pueblo? — ,  preguntó  el 
cura. 

— ¿Luz  eléctrica,  dice  sumercé? . . .  ¡De  eso  no  hay 
por  aquí! .  . .   ¡Para  la  falta  que  hace! 

La  plaza  se  abría  enorme,  difusa,  silenciosa,  limitada 
por  paredones  que  clareaban  entre  las  sombras.  La  mole 
de  la  iglesia  irrumpió  de  pronto  ante  los  ojos  del  cura, 
en  un  momento  en  que  la  luna  de  invierno  logró  asomar 
el  rostro  entre  dos  pesados  nubarrones,  para  esconderse 
en  el  acto.  Tornó  a  llover.  La  muía,  sin  que  el  jinete  tu- 
viera necesidad  de  requerirla  con  las  riendas,  dio  un  res- 
pingo y  se  paró  en  seco.  Un  perro  que  salió  de  algún 
rincón  de  la  desierta  plaza,  se  acercó  al  grupo  para  hus- 
mear y  saludar  a  los  viajeros.  Ladró  un  momento,  y  luego 
calló  aburrido. 

— Ahora  sí  estamos  en  la  casa.  Tenemos  que  entrar 
por  la  iglesia,  pues  como  la  casa  cural  no  tiene  chapa  ni 
llave,  toca  cerrarla  con  un  tranquero  por  dentro.  ¿No  sa- 
bía sumercé?  Pero  desmóntese  su  reverencia,  que  yo  le 
tengo  el  estribo.  No  hay  mal  que  cien  años  dure  ni  cuerpo 
que  lo  resista,  y  ya  llegamos.  Voy  a  abrirle  la  puerta  de 
la  iglesia.  Por  todas  partes  se  va  a  Roma,  decía  el  señor 
cura  viejo  que  se  fue,  y  por  aquí  también  podemos  colar- 
nos a  la  casa...  ¡Si  no  lo  sabré  yo!  ¡Cuarenta  años  de 
sacristán  en  este  pueblo! 

A  la  lumbre  del  chicote,  entre  dos  chupones  que  le 
avivaron  la  candela,  columbró  el  cura  la  cara  del  sacris- 
tán, embutida  entre  el  jipa  y  la  ruana,  erizada  de  pelos 
hirsutos  y  abierta  de  oreja  a  oreja  por  un  machetazo  fe- 
roz que  dejaba  al  descubierto  hasta  las  muelas  cordales. 
El  señor  cura  sintió  más  repugnancia  que  espanto,  como 
cuando  lo  vio  aquella  mañana  por  primera  vez. 

Con  lúgubre  chirrido  se  entreabrió  la  portezuela  em- 
potrada en  el  paredón  de  calicanto,  al  lado  de  la  puerta 
central.  El  cura,  precedido  por  el  sacristán  que  había  en- 
cendido una  cerilla  para  alumbrarle  el  camino,  penetró 
en  aquella  cueva  helada,  que  repetía  desmesuradamente 
el  ruido  de  los  pasos.  En  el  altar  mayor,  muy  lejos,  había 
una  claridad  difusa. 

— ¿No  hay  lámpara  en  el  altar  mayor?  ¿No  está  el 
Santísimo? 

— No  sumercé,  no  está,  porque  el  señor  cura  viejo  que 
se  fue  para  el  pueblo  de  abajo  — ¡lástima  grande  de  hom- 
bre!—  consumió  ayer  en  la  madrugada  todas  las  formas, 
por  si  sumercé  tardaba  en  llegar  y  quedaba  la  iglesia  sola 
por  varios  días. . .  ¡Arre!. . .  ¡Me  estaba  quemando  los  de- 


11 


dos!  Voy  a  encender  otro  fósforo.  ¡Soplan  aquí  unos  ven- 
tarrones del  lado  del  coro,  que  está  sin  vidrios!  Y  eso 
que  una  vez  los  tapé  con  unos  costales... 

— ¿No  hay  vidrios  en  los  ventanales? 

— El  señor  cura  viejo  tenía  la  idea  de  hacer  un  bazar 
para  reunir  con  qué  comprarlos.  Hasta  ahora,  son  meras 
esperanzas. . . 

—  ¡Entonces,  sigamos! 

Y  tropezando  a  veces  con  una  banca  que  gemía  al  des- 
pertar de  un  sueño  sepulcral,  y  otras  cayendo  de  bruces 
en  las  gradas  podridas  de  un  confesonario,  con  los  brazos 
tendidos  hacia  adelante  para  tantear  los  obstáculos,  el  cura 
seguía  en  pos  del  sacristán,  que  agitaba  las  gruesas  llaves 
de  vez  en  cuando  para  orientarlo  en  las  tinieblas.  Pasaron 
por  un  túnel  largo  y  estrecho  que  olía  a  moho  y  debía  ser 
la  sacristía,  pues  estaba  lleno  de  trastos  que  crujían  de 
pronto,  cerrando  el  paso.  Por  una  puertecilla  tan  baja  de 
umbralado  que  fue  necesario  agacharse  para  franquearla, 
salieron  a  un  corredor  o  pasadizo,  de  tierra  apisonada  y 
resbalosa.  A  trechos  tendría  charcos  y  hendeduras,  porque 
los  pies  del  cura  chapoteaban  sonoramente  entre  el  barro. 
Una  gallina  que  empollaba  en  las  vigas  del  techo,  al  sen- 
tirlos sacudió  las  alas  y  cacareó  un  momento.  En  un  rin- 
cón del  corredor  se  oyó  el  gruñido  de  un  perro,  que  al 
olfatear  al  sacristán  y  oírse  llamar  por  su  nombre,  volvió 
a  dormirse.  Una  canal  rota  goteaba  sobre  un  tarro  de  lata. 
Al  final  del  corredor,  tras  una  puerta  de  madera  cuyas  ho- 
jas batían  golpeadas  por  el  viento,  se  encontraba  la  alcoba 
destinada  al  párroco.  El  Caricortao  encendió  una  nueva 
cerilla^  mascullando  maldiciones  entre  los  dientes,  y  la 
arrimo  a  un  mechón  de  sebo  que  ensartado  en  una  botella 
de  cerveza  se  encontraba  sobre  una  mesa  de  palo.  Este 
trasto,  con  la  cuja  que  se  veía  en  el  rincón  y  la  silla  de 
estera  desfondada  que  estaba  junto  a  la  cuja,  componían 
el  mobiliario  de  la  alcoba.  El  señor  cura  tiró  del  cajón  de 
la  mesa,  para  guardar  la  cartera  de  sus  papeles  que  no  ha- 
bía querido  desamparar  en  todo  el  camino.  Antes  la  abrió 
con  mucho  tiento,  y  extrajo  una  cubierta  grande,  pesada, 
sellada  con  lacre. 

— Toma;  me  la  dieron  de  parte  del  señor  gobernador, 
para  el  señor  alcalde.  Prefiero  que  la  entregues  esta  mis- 
ma noche,  si  no  es  muy  tarde,  porque  me  dijeron  que  es 
cosa  importante.  Dile  al  alcalde  que  mañana  iré  a  verle. 

El  sacristán  agarró  la  cubierta  con  la  mano  que  te- 
nía libre,  y  se  la  puso  entre  los  dientes,  para  levantar 
con  ambas  manos  y  sin  estorbos  la  maleta  del  cura.  La 


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descargó  de  un  solo  golpe  sobre  la  mesa,  y  como  un  tinti- 
neo metálico  saliera  del  cajón,  el  cura  acercó  la  vela  para 
ver  lo  que  había. 

— ¿Qué  cosa  es  ésta? 

Por  un  momento  cruzó  por  su  mente  el  pensamiento 
de  que  aquello  no  podia  ser  sino  un  cilicio,  y  las  manchas 
negruzcas  de  sangre  seca  que  tenia  en  las  puntas,  debían 
provenir  quizá  de  las  carnes  atormentadas  del  párroco 
viejo.  Se  enterneció  casi  hasta  verter  lágrimas,  por  ser 
hombre  sensible  a  los  dolores  ajenos,  y  dijo  con  voz  pau- 
sada, para  dominar  el  temblor  que  podría  destemplarla  : 

— ¿Qué  cosa  es  ésta? 

— ¿Eso? . . .  ¿Que  qué  es  eso,  dice  sumercé? . . .  ¡Pues 
la  espuela  del  señor  cura  viejo!  ¡Y  la  falta  que  le  habrá 
hecho  en  esos  tremedales  del  páramo,  donde  se  entierran 
las  muías  hasta  la  cincha  y  hay  que  sacarlas  a  espolazos! 
¡Las  maldiciones  que  me  echó  porque  no  encontré  la  ben- 
dita espuela! 

El  sacristán  se  tocó  el  ala  del  jipa  con  dos  dedos  y  dijo  : 
— Mañana  vendré  temprano  a  tocar  las  campanas  para 
la  misa  de  cinco.  Si  recordará  su  reverencia  que  es  primer 
viernes.  A  las  seis  debe  llegar  la  boba  para  barrer  la  casa 
y  preparar  el  desayuno.  Por  la  tarde  tenemos  Rosario  con 
Bendición.  Pasado  mañana,  que  es  sábado,  hay  confesio- 
nes y  doctrina  para  los  chicos  de  la  escuela.  Si  algo  le 
falta  a  sumercé,  mañana  me  lo  dice...  ¡Ah!  Ya  se  me 
estaba  olvidando...  A  yo  me  puede  llamar  el  Caricor- 
tao,  que  es  como  todos  me  mientan...  Y  buenas  noches, 
y  que  sumercé  descanse.  Voy  corriendo  a  llevarle  ese  pa- 
pel al  alcalde. 

— Dios  te  lo  pague  — dijo  el  cura  tendiéndole  un  bi- 
llete que  el  otro  le  rapó  casi  de  la  mano  y  se  lo  guardó 
presto  en  la  faltriquera,  debajo  de  la  ruana.  El  cura  dio 
un  suspiro  de  alivio.  Se  encontraba  solo,  solo  con  su  alma, 
más  solo  que  nunca  lo  hubiera  estado  a  todo  lo  largo  de 
su  vida,  que  no  lo  era,  pues  apenas  llegaba  a  los  veinti- 
cinco años. 

Con  la  mezquina  ayuda  de  la  vela,  que  no  tardaría  en 
consumirse,  hizo  una  minuciosa  inspección  de  la  habita- 
ción donde  habría  de  dormir  años  y  años,  según  pensaba, 
hasta  encorvarse  y  envejecer  y  tal  vez  morir  cualquier 
noche  tirado  en  aquel  camastro.  El  cual  estaba  cubierto 
con  una  sábana  pegajosa,  una  almohada  dura  de  tamo  y 
dos  frazadas  rojas  que  despedían  un  olor  a  ropá  sucia  y 
sudada.  Haciendo  de  tripas  corazón  y  dominando  el  can- 
sancio que  le  encalambraba  las  piernas,  se  desvistió  apri- 


13 


sa  y  se  arrodilló  al  pie  del  lecho.  Pensaba  dormir  de  un 
tirón  una  vez  despachados  las  oraciones  y  el  oficio.  Dor- 
miría hasta  la  madrugada,  sin  despertar  un  momento, 
derrengado  por  el  sueño  y  el  cansancio. 

Girones  de  imágenes,  nieblas  paramunas  y  ventoleras, 
cruzaban  de  prisa  ante  sus  ojos.  Veía  al  Caricortao  es- 
perándolo en  el  pueblo  de  abajo,  a  la  orilla  de  la  carrete- 
ra. . .  Y  el  áspero  camino,  cortado  por  peñas  y  precipicios 
que  daban  vértigo...  Y  la  llovizna  que  le  golpeaba  el 
rostro...  El  cansancio  le  entumecía  las  piernas...  Pasaba 
raudo  el  grupo  amable  de  los  seminaristas  y  los  sacerdo- 
tes que  fueron  sus  profesores  y  directores  en  el  Seminario. 
El  día  de  ayer  lo  despidieron  con  lágrimas  en  los  ojos... 
Y  ahora  volvía  este  dolor  tenaz,  sordo,  en  las  corvas  y  la 
cintura...  La  lluvia  seguía  cayendo,  y  una  gota  insistente, 
pesada,  monótona,  golpeaba  en  el  tarro  de  lata,  en  el  co- 
rredor. . . 

—  ¡Pensar  que  era  una  espuela!  — sonrió  amargamente. 

Un  ruido  irregular  se  escuchaba  del  lado  de  la  male- 
ta que  permanecía  abierta,  medio  vacía,  sobre  la  mesa. 
Pensó  que  los  ratones  cenarían  con  su  cepillo  de  dientes.  . . 
¡Bah!  ¡Qué  importa!...  En  aquel  momento  la  vela  se 
esponjó  en  un  postrer  resplandor  y  se  apagó  de  golpe. 
Una  racha  helada  golpeó  las  batientes  de  la  puerta.  Arro- 
dillado al  pie  de  la  cama,  el  cura,  vencido  a  medias  por  el 
sueño  pero  sin  poder  al  mismo  tiempo  dominar  el 
torrente  de  sus  pensamientos,  comenzó  a  rezar  el  Rosario... 

El  Caricortao  había  salido  de  la  'iglesia,  y  una  vez  en 
el  atrio,  tomó  las  muías  por  el  ronzal  para  llevarlas  a 
beber  a  la  pila,  antes  de  soltarles  a  que  pasaran  la  noche 
paciendo  en  la  plaza.  Era  demasiado  perezoso  para  ocu- 
rrírsele  llevarlas  al  potrero.  En  aquel  momento  brilló  la 
luz  de  una  linterna  en  la  ventana  del  alcalde,  y  se  escuchó 
un  silbido. 

—  ¡Ya  voy,  mi  amo!  No  le  dejan  a  uno  ni  respirar — , 
masculló  entre  dientes. 

Luego  de  beber  dos  o  tres  sorbos  de  agua  en  el  chorro 
de  la  pila,  y  limpiarse  la  hirsuta  barba  con  una  punta 
de  la  ruana,  arrastrando  los  píes  se  encaminó  hacia  el 
alcalde.  Un  hombre  de  mediana  edad,  rostro  abotargado, 
barba  descuidada,  ojos  legañosos,  más  dientes  despor- 
tillados en  la  boca,  asomó  la  cabeza  por  entre  el  hueco 
dejado  en  la  ventana  por  un  vidrio  roto. 

— ¿Qué  tal?  — dijo — .  ¿Cómo  te  pareció  el  cura? 


14 


El  sacristán  chasqueó  la  lengua  contra  el  paladar  y 
menéo  dubitativamente  la  cabeza. 

— Asina  no  más,  sumercé...  ¡Muy  mocito!...  Tendrá 
veinticinco  años. 

— ¡Ajá! ...  En  pocos  días  lo  amansaremos  y  lo  pon- 
dremos a  comer  sal  en  la  mano...  ¿Me  trajo  la  carta? 

— Aquí  mismito  la  tiene,  sumercé.  Advirtió  el  señor 
cura  que  era  muy  importante,  y  agregó  que  mañana 
pasaría  a  verlo...  Se  me  ha  metido  en  la  cabera  que  son 
las  cédulas  que  sumercé  estaba  esperando . . . 

— Tú  cállate.  ¿Qué  te  importa  lo  que  venga  en  la 
carta?  ¡Y  lárgate  pronto!  Ahora  no  corras  a  llevarle  el 
cuento  al  notario . . . 

— Como  el  señor  notario  también  estaba  esperando  las 
cédulas.. .  ¿Y  sumercé  no  ha  visto  todavía  al  hijo  de  don 
Roque  Piragua? 

— ¿Quién  te  contó  que  había  llegado? 

— Entonces  sí  era  el  hijo  de  don  Roque  Piragua  el 
que  llegó  esta  tarde. 

— Y  tú,  ¿qué  sabes?  ¿Pero  por  qué  lo  sabes? 

— Me  contaron  allá  abajo,  en  el  otro  pueblo,  que  había 
contratado  una  bestia  en  la  madrugada  para  subir  al 
Alto.  . . 

— ¡Pues  yo  no  lo  he  visto!  Hoy  mismo  le  hice  noti- 
ficar por  el  secretario  que  sólo  podría  permanecer  dos  días 
en  este  pueblo,  mientras  liquida  la  herencia.  ¡No  que- 
remos rojos  en  el  pueblo!  El  notario  anda  en  esas  cosas. . . 
Lo  estoy  esperando... 

— Y  el  viejo  don  Roque,  ¿no  ha  dicho  nada? 

— Yo  qué  sé...  Ahora,  ¡lárgate!...  Aunque  no,  espera 
un  momento.  Corre  hasta  la  tienda  de  la  plaza  de  abajo, 
y  ves  si  ya  salió  el  notario  de  la  casa  de  don  Roque... 

Un  bulto  negro  se  desüzó  pegado  a  las  paredes,  tan- 
teándolas con  las  antenas  de  los  brazos,  y  a  poco  llegó 
ante  la  ventana  del  alcalde  el  propio  señor  notario.  Era 
bajo  de  cuerpo,  viejo,  achaparrado,  y  usaba  unas  gruesas 
gafas  de  aro  de  plata,  porque  era  muy  cegato. 

— ¡Por  Dios,  compadre!  ¿Cuándo  tendremos  luz  eléc- 
trica en  este  pueblo?  Ya  la  tienen  todos  los  de  la  pro- 
vincia, hasta  los  más  infelices,  menos  éste.  Por  poco  me 
descalabro  contra  los  barrotes  de  la  cárcel,  allí  en  la 
esquina. . . 

— ¿Y  cómo  le  fue,  compadre? 

— Ahora  lo  verá,  compadre . . .  ¿También  estás  tú  aquí, 
Caricortao? 


15 


— En  este  momentico  me  iba  a  buscarlo  a  sumercé, 
por  orden  del  señor  alcalde... 

— Entonces,  ¿llegó  el  nuevo  párroco? 

— Lo  dejé  ahorita  mismo  en  su  casa. 

— ¿Viejo...  joven...  simpático...  taimado? 

— Para  decir,  verdad,  muy  poco  habla.  Es  jovencito. 
Así,  por  encima,  por  lo  que  pude  catear  entre  dos  luces, 
no  tiene  el  temple  del  señor  cura  viejo.  ¡Quién  sabe  si 
será  de  los  nuestros!  ¡Eso  Dios  lo  sabe! 

— Ahora,  vete...  ¡Vete  pronto!...  Tengo  que  hablar 
dos  palabritas  con  el  compadre  antes  de  recogerme,  que 
ya  es  tarde...  ¿Qué  te  quedas  mirando?  ¡Lárgate,  he 
dicho!  Luego  me  avisarás  lo  del  mandado...  Mejor 
mañana. 

El  sacristán,  mohino,  se  arremangó  las  perneras  de  los 
pantalones  y  sin  prisa  se  adentró  en  las  sombras  de  la 
plaza,  dio  vuelta  a  la  esquina  y  se  perdió  en  la  noche. 
,  — ¿Y  qué  hubo,  compadre? 

— Ahora  lo  verá,  compadre . . .  Ya  quedó  todo  arre- 
glado. De  allá  vengo,  y  don  Roque  y  el  Anacleto  leyeron 
y  firmaron  las  escrituras.  La  herencia  de  la  madre  de 
Anacleto  vale  unos  cuarenta  mil  pesos,  según  mis  cálcu- 
los :  la  casa  de  la  plaza  de  abajo,  que  es  de  las  mejores 
del  pueblo  ;  la  estancia  de  Agua  Bonita,  en  el  Alto  de 
la  Cruz,  que  da  muy  buena  papa  cuando  no  hiela;  dos 
vacas,  el  caballo  tuerto. . ,  Las  ovejas  sí  son  de  don  Roque. 

— ¿Y  la  tienda  hace  parte  de  la  casa? 

— El  local  también  es  de  Anacleto,  pero  las  mercancías 
son  de  don  Roque,  y  para  decirle  verdad  a  mi  compadre 
es  la  tienda  mejor  surtida  del  pueblo.  ¡Me  río  de  la 
de  Rafo! 

— ¿Y  pudo  hablar  de  aquellito  con  el  muchacho, 
compadre? 

— Sí,  señor,  pude  hablar  con  él.  Tenía  un  tufo  que 
botaba  de  espaldas,  pues  se  olía  a  leguas  que  había  estado 
bebiendo  toda  la  tarde... 

—  ¡Con  mi  secretario,  claro!  Alguien  me  dijo  que  estu- 
vieron de  piquete  donde  las  gordas... 

— Como  ante  todo  lo  que  quiere  es  dinero  contante  y 
sonante,  me  dijo  que  estaba  dispuesto  a  venderle  a  mi 
compadre  toda  la  herencia  por  veinte  miil  pesos  :  ima 
mitad  de  contado  y  la  otra  mitad  con  letras.  Tal  como 
convinimos  con  don  Roque... 

— ¡No  está  mal,  no  está  mal!  Sólo  que  mi  compadre 
tendrá  que  escribir  esas  letras,  y  conseguir  el  fiador. 


16 


porque  yo  poco  entiendo  de  esas  marrullas  de  las  leyes. 
¿Y  cuándo  se  va  el  muchacho? 

— Mañana  por  la  noche,  en  recibiendo  la  plata,  por- 
que la  escritura  de  venta  aquí  la  tengo  ya  firmada  y  en 
regla...  ¡No  se  quejarán  don  Roque  ni  mi  compadre! 

— Mañana  celebraremos  el  negocio  con  un  piquete  en 
la  quebrada,  que  nos  ofrece  el  viejo  donde  las  gordas, 
apenas  despachemos  al  muchacho.  He  resuélto  hacerlo 
acompañar  por  los  dos  guardias  del  municipio  hasta  el 
pueblo  de  abajo,  porque  me  ha  entrado  espina  de  si  no 
va  entrevistarse  con  los  bandidos  que  andan  escondidos 
en  Llano  Redondo,  por  cuenta  del  Pío  Quinto .  . . 

—  ¡No  me  diga,  compadre!  ¿De  manera  que  todavía 
anda  suelto  ese  bandido?  ¡Parece  mentira  la  debiüdad  de 
estos  gobiernos! 

— Pues  el  Pío  Quinto  Flechas  está  muy  campante  en 
el  otro  pueblo,  mangoneando  a  los  rojos  que  sacamos  de 
aquí.  Pero  ya  verán...  ¡Allá  les  mandamos  al  cura  viejo, 
que  es  muy  zorro .  . . !  Por  el  camino  se  enderezan  las 
cargas,  compadre.  Arrieros  somos  y  en  el  camino  nos 
encontramos. 

— Así  será,  compadre.  Y  pasando  a  otra  cosa  :  ¿no 
mandó  el  señor  cura  una  carta  para  don  Roque  Piragua? 
Son  las  cedulitas  que  estábamos  esperando... 

— Mandó  una  carta,  sí  señor,  pero  no  para  don  Roque, 
sino  para  mí.  Eso  de  las  cédulas  lo  conversaremos  más 
tarde . . . 

— Entonces  mañana  hablaremos,  y  si  mi  compadre 
quiere,  cuando  venga  el  señor  cura  me  manda  llamar  y 
yo  le  diré  después  cómo  me  pareció  el  nuevo  párroco. 
¿Me  presta  su  candela  para  encender  este  cigarro?  ¡Gra- 
cias, gracias!  Ya  me  voy,  porque  otra  vez  está  lloviendo 
y  la  vieja  no  se  duerme  hasta  que  yo  no  llego.  ¡Maldito 
páramo! 

— Y  diga,  compadre...  ¿Se  amistaron  don  Roque  y  el 
Anacleto? 

— No  se  dijeron  esta  boca  es  mía,  como  si  no  fueran 
ni  prójimos.  El  viejo  no  le  perdonará  nunca  al  muchacho 
el  haberle  salido  rojo.  Conmigo  sentía  hasta  vergüenza,  y 
apenas  se  atrevía  a  mirarme.  El  muchacho  salió  a  su  tío, 
y  es  muy  insolente.  Cuando  me  despedí  de  ellos,  que 
ambos  firmaron  las  escrituras  sin  mirarse,  el  viejo  subió 
renqueando  las  escaleras  para  acostarse  en  la  pieza  de 
arriba,  y  el  Anacleto  se  quedó  en  la  de  abajo,  para  dormir 
sobre  el  mostrador  de  la  tienda ...  Yo  tengo  miedo ...  Se 


17 


me  ha  metido  en  la  cabeza...   ¡No  sé  si  debería  decír- 
selo, compadre! 
—¿Miedo? 

— ¡Miedo  de  que  ese  rojo  bandido  del  muchacho  mate 
un  día  de  estos  a  don  Roque,  que  es  tan  buen  godo!  ¡Tan 
buen  godo!  Recuerde,  compadre,  que  cuando  don  Roque 
echó  al  muchacho  de  la  casa,  hace  tres  años,  éste  juró 
que  cualquier  día  volvería  a  vengarse . . . 

— De  veras...  ¡Ya  no  me  acordaba! 

— Gracias  a  Dios  se  va  mañana  el  Anacleto...  ¡Ave 
María  Purísima!...  ¡Haberle  salido  rojo  ese  muchacho! 
Es  lo  que  yo  digo  :  cualquier  día  lo  mata,  porque  de  es- 
tos rojos  no  hay  que  fiarse...  Diga  una  cosa,  compadre:  ¿no 
sería  bueno  que  esta  noche  le  mandara  los  guardias?  En 
fin:  son  aprensiones  mías...  ¡Buenas  noches,  compadre! 

— ¡Buenas  las  tenga,  compadre! 

El  cura,  asaeteado  por  una  legión  de  chinches  que 
habían  practicado  ayuno  con  abstinencia  durante  varios 
días,  y  un  ejército  de  pulgas  que  tenían  hambre  atrasada, 
no  pegaba  los  ojos.  A  tientas  buscó  entre  los  bolsillos  de 
la  sotana,  que  tenía  doblada  sobre  el  espaldar  del  asiento, 
una  caja  de  fósforos.  Cuando  al  fin  la  halló,  restregó  el 
primero  en  el  suelo,  y  afanosamente  se  dió  a  husmear  por 
los  rincones  y  en  el  cajón  de  la  mesa  para  ver  qué  encon- 
traba para  alumbrarse.  En  el  cajón  halló  un  cabo  de  vela, 
que  colocó  en  la  botella  con  grandes  precauciones,  para 
resguardarla  del  viento.  Luego,  tiritando,  se  arropó  en  el 
bayetón  que  todavía  húmedo  colgaba  de  la  cabecera  de  la 
cama.  ¡Todo  sea  por  el  amor  de  Dios!,  dijo  para  sí,  e 
intentó  rezar  su  Rosario.  En  su  reloj  eran  las  once  de  la 
noche,  y  la  llovizna  continuaba  cayendo.  Quería  concentrar 
su  espíritu  en  el  rezo,  pero  la  voluntad  se  le  escapaba 
como  agua  en  cedazo.  La  rasquiña  de  las  ronchas  y  el 
dolor  de  las  corvas  y  la  cintura,  no  le  daban  reposo.  Tenía 
medio  cuerpo  en  ascuas,  y  medio  helado.  Era  un  hombre 
joven,  de  cuerpo  alto  y  enjuto,  endurecido  en  voluntarias 
privaciones.  Una  seriedad  prematura  abría  dos  pliegues 
paralelos  en  mitad  de  su  frente,  que  era  muy  despejada  ; 
pero  sus  ojos  negros  y  muy  vivos  tenían  una  mirada 
irónica  y  risueña,  como  de  niño.  Porque  este  varón  fuerte 
padecía  de  una  tentación  que  solía  perturbar  el  curso 
plácido  y  exaltado  de  su  rica  vida  interior,  y  era  que 
veía  el  lado  flaco  de  las  personas,  y  el  aspecto  ridículo 
de  las  cosas,  y  la  paradójica  contradicción  que  existe 
entre  las  ideas  y  los  hombres  que  las  profesan,  y  los  sen- 


18 


timientos  y  los  ojos  a  que  se  asoman.  Prescindiendo  de 
esta  particularidad  de  su  carácter,  que  podría  atribuirse 
a  su  extrema  juventud,  era  un  hombre  muy  digno.  A 
veces  lo  desalentaba  y  aun  lo  llenaba  de  vergüenza  la 
pretensión  de  alcanzar  la  perfección  de  los  santos.  Mas  es 
lo  cierto  que  en  lugar  de  la  sabiduría  a  que  lo  destinaban 
sus  maestros  del  Seminario,  preferiría  conquistar  la  paz 
que  se  promete  en  este  mundo  a  los  verdaderos  ascetas. 
Por  eso  resistió  visiblemente  la  tentación  de  viajar  al 
Pío  Latino  de  Roma,  cuando  sus  superiores,  interesados 
en  el  desarrollo  de  su  inteligencia  grave  y  penetrante,  le 
ofrecieron  una  beca  en  el  famoso  instituto.  Al  ordenarse, 
hacía  seis  meses  escasos,  pidió  al  obispo  que  le  enviase  al 
último  curato  del  país,  el  más  remoto  y  anónimo,  aquel 
que  siempre  destinaron  en  las  diócesis  a  los  curas  viejos 
y  rústicos,  que  se  convierten  a  la  larga  en  torpes  campe- 
sinos con  sotana  para  quienes  las  órdenes  sagradas  más 
que  sacerdocio  son  oficio.  Fueron  vanos  los  esfuerzos  que 
hizo  el  obispo  por  disuadirlo  de  aquella  idea,  pues  el 
joven  sacerdote  tenía  talento  para  la  oratoria  sagrada  y 
una  feliz  disposición  para  las  letras  divinas.  Hundirlo 
en  un  pueblo  sería  perderlo  para  destinos  más  altos  en 
la  ciudad,  donde  tanta  falta  hace  un  clero  docto. 

— Precisamente  para  alcanzar  la  perfección  que  deseo 
debo  humillarme  y  ser  el  menor  de  todos;  sumergirme  en 
el  melancólico  purgatorio  que  es  un  curato  pobre  — había 
dicho  el  joven  sacerdote  a  monseñor,  abriéndole  de  par 
en  par  el  corazón  como  a  su  propio  padre — .  No  aspiro 
a  una  carrera  brillante,  y  sólo  sé  de  la  jerarquía  porque 
la  obedezco,  pero  temería  disfrutarla.  No  quiero  volver 
jamás  a  la  ciudad.  Deseo  simplemente,  como  lo  dice  el 
Evangelio,  ser  un  pastor  de  ovejas,  o  si  Su  Excelencia  lo 
prefiere,  un  rústico  guardián  de  pobres  diablos. 

El  obispo,  que  vio  en  aquella  tranquila  renunciación 
del  sacerdote  no  una  llamada  de  la  vocación  divina  sino 
más  bien  un  capricho  juvenil,  lo  envió  sin  entusiasmo  a 
ese  pueblo  casi  desconocido  y  perdido  entre  las  nieblas 
de  la  cordillera,  rodeado  de  páramos,  precipicios  y  cal- 
veros, y  poblado  de  gentes  que  viven  de  cuidar  ovejas, 
engordar  cerdos  y  cosechar  cebada. 

— Dios  te  lleve  con  bien  — le  había  dicho  el  obispo  al 
despedirle  dos  días  antes — .  Sigue  el  camino  recto  que  es 
muy  estrecho,  sin  mirar  a  los  lados  para  no  dejarte  tentar 
por  las  cosas  mezquinas  y  los  vanos  halagos,  entre  los 
cuales  hallarías  los  cardos  de  la  maledicencia  y  sobre 
todo  los  abrojos  de  la  política.  En  ese  pueblo,  si  bien  es 


19 


cierto  puedes  encontrar  el  paraíso  espiritual  en  el  silencio, 
la  soledad,  la  ausencia  del  mundo,  la  simplicidad  de  las 
costumbres  y  la  sencillez  aldeana,  también  puedes  caer 
de  bruces,  sin  saber  a  qué  horas,  en  un  infiernillo  de 
pequeñeces.  Para  mí  eso  sería  más  terrible  y  doloroso  que 
luchar  contra  un  infierno  de  cosas  grandes.  Ya  soy  viejo, 
poco  leo  porque  con  la  edad  he  perdido  casi  completa- 
mente la  vista,  y  mi  memoria  flaquea  aun  en  aquellas 
ceremonias  que  en  mi  vida  he  realizado  varios  miles  de 
veces.  No  sabría  decirte  por  eso  cuál  de  nuestros  Padres 
dijo  que  preferiría  la  muerte  en  el  martirio,  a  vivir  entre 
gente  de  corazón  duro  e  inteligencia  mezquina,  perver- 
tida por  la  ignorancia  de  las  verdades  eternas.  Puedes 
encontrar,  repito,  tu  paraíso  espiritual  o  un  infierno  espan- 
toso en  ese  pueblo.  Quiera  Dios  lo  primero  y  te  dé  fuerzas 
para  combatir  lo  segundo.  Sobre  todo.  Dios  te  libre  de 
un  purgatorio  lento.  Para  endulzar  el  dolor  y  los  desen- 
gaños. El  te  dio  una  sonrisa  ingenua,  y  para  perdonar  a 
los  hombres  te  hizo  inteligente.  Ahora  vete,  y  vete  pronto. 
De  viejo  he  venido  a  apegarme  a  las  personas,  y  me  duele 
verte  partir  porque  me  asalta  el  temor  de  no  verte  llegar. 
Y  te  digo  la  última  palabra  para  que  puedas  disculpar  este 
desfallecimiento  de  mi  corazón  viejo  :  nada  hay,  hijo  mío, 
tan  difícil  en  el  camino  de  la  perfección  espiritual,  como 
el  libertar  el  corazón  del  amor  a  las  cosas.  Más  fácil  es 
olvidar  a  los  hombres  que  prescindir  de  ellas.  Estoy 
seguro  de  que  de  mí  no  te  acordarás  en  seis  meses.  En 
cambio  de  la  casona  amable  y  dulce  del  Seminario,  de  tu 
celda  de  sacerdote,  de  tu  primer  confesonario,  del  rincón 
tibio  de  la  capilla  en  que  rezabas  :  de  eso  te  acordarás 
toda  la  vida,  y  para  ser  perfecto,  también  de  eso  y  por 
amor  de  Dios  te  debes  olvidar. 

En  aquel  momento,  sintió  que  la  cabeza  le  daba  vuel- 
tas, la  lengua,  seca  como  una  estopa,  se  le  pegaba  al 
paladar.  La  imagen  del  obispo  se  le  perdió  entre  las 
nieblas.  Se  levantó  trabajosamente  de  su  asiento,  tem- 
blando de  frío,  y  con  manos  convulsas  buscó  el  reloj  que 
no  recordaba  dónde  había  puesto.  Marcaba  las  once  y 
media  de  la  noche  ;  pero  cuando  se  lo  acercó  al  oído  en 
un  gesto  maquinal,  cayó  en  la  cuenta  de  que  se  había 
detenido.  Esto  lo  hizo  pensar  que  bien  podía  suceder  que 
la  medianoche  fuera  pasada,  caso  en  el  cual,  aunque 
muriese  de  hambre,  y  sobre  todo  de  sed,  pues  no  había 
pasado  bocado  en  todo  el  día,  fuera  del  aguardiente  que 
le  dio  el  sacristán  en  el  páramo,  tenía  que  vencer  su 
debilidad  física  mientras  pasaba  la  noche.  Si  cedía  a  la 


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tentación  de  beber,  su  primera  misa  en  el  aquel  pueblo 
quedaría  mancillada  por  un  pobre  pecado  que  no  come- 
ten los  niños.  Seguía  lloviendo  y  la  canal  rota  del 
patio  vertía  en  el  cubo,  rebosante,  una  gota  pesada  e 
insistente.  Debía  ser  un  agua  fría  y  sabrosa,  que  podría 
inundar  a  raudales  su  fauces  secas  y  empapar  su  lengua 
gruesa  y  estropajosa  en  la  que  se  cuajaba  la  saliva. 
Mientras  paseaba  por  la  alcoba,  que  era  pequeña,  de 
techo  bajo  y  piso  de  ladrillos  rotos  y  mal  pegados,  pen- 
saba en  uno  de  sus  temas  preferidos  de  meditación,  que 
eran  los  padecimientos  de  Jesús  crucificado.  Y  ahora  le 
parecía  que  ni  el  dolor  de  las  manos  y  los  pies,  tala- 
drados por  los  clavos  ;  ni  la  frente  rasgada  y  tumefacta 
por  la  corona  de  espinas  ;  ni  los  calambres  del  pecho,  dis- 
torsionados por  los  brazos  en  cruz  :  nada  debió  superar 
aquel  tormento  de  la  sed  que  ahora  a  él  mismo  lo  devo- 
raba, lo  abrasaba,  lo  encendía  en  un  deseo  tan  violento  y 
tenaz,  que  estaba  a  punto  de  sucumbir.  Varias  veces  se 
llegó  al  rincón  del  corredor  y  hundió  las  yertas  manos 
en  la  fría  agua  del  cubo  y  se  enjuagó  la  boca.  Los  labios, 
torcidos  en  un  gesto  de  amargura,  tenían  un  sabor  acre,  y 
las  carótidas  hinchadas  palpitaban  sordamente. 

— ¡Dios  mío.  Dios  mío!  — exclamó  el  buen  cura,  con  la 
cabeza  contra  los  ladrillos  del  piso,  tiritando  de  angus- 
tia— .  ¡Perdóname!  Por  la  sed  que  sentiste  en  la  cruz 
tienes  que  perdonarme,  porque  daría  mi  vida  entera  por 
un  sorbo  de  agua. 

El  notario  se  arrebujó  en  su  ruana,  y  tanteando  las 
paredes  con  una  mano  mientras  tenía  la  otra  bien  apo- 
yada en  su  bordón  de  guayacán,  contorneó  media  plaza  y 
al  llegar  a  una  casa  baja  y  espaciosa  que  miraba  a  la 
iglesia,  dio  dos  golpecitos  en  la  ventana. 

— ¡Ya  voy,  ya  voy!  — gritó  una  voz  chillona  desde 
adentro.  Casi  al  punto  se  abrió  a  medias  el  portón,  res- 
guardado con  ima  tranca  de  madera,  y  ima  gruesa  señora 
envuelta  en  un  pañolón  de  flecos,  con  una  palmatoria  en 
la  mano,  salió  a  recibir  al  notario. 

— ¿Como  te  fue? ...  Y  te  apuesto  cualquier  cosa  a  que 
no  te  dio  ese  sinvergüenza . . . 

—  ¡Calla,  calla,  mujer! 

— Seguro  que  no  te  dio  ese  sinvergüenza  ni  un  mal 
trago  de  brandy . . .  Porque  además  de  infame,  porque  sa- 
bes que  es  un  infame,  es  roñoso  y  tacaño  como  si  estuviera 
en  la  miseria.  La  María  Encarna  me  contó  que  no  le  había 
querido  prorrogar  un  día  más  del  mes  próximo  el  arriendo 


21 


de  esa  casumba  que  tiene  sobre  el  camino,  y  todo  para  ha- 
cerla abandonar  el  pueblo  y  cerrar  la  tienda,  que  comienza 
a  estorbarle...  ¡Y  es  una  viuda  con  cinco  criaturas  a 
cuestas! 

Mientras  se  desvestía  para  meterse  en  la  cama,  que  era 
de  aquellas  muy  espaciosas  de  nogal  con  pesadas  patas  en 
forma  de  garra  que  sostiene  una  bola,  el  notario,  fasti- 
diado por  la  garrulería  de  su  mujer,  apenas  contestaba. 

— Ya  te  he  dicho  que  no  conviene  que  te  metas  con  esa 
mujer,  con  esa  desconocida... 

— ¿Porque  es  una  desgraciada? 

— Porque  nadie  sabe  de  dónde  vino  a  este  pueblo ...  ¡Y 
porque  es  una  roja! 

— ¿Acaso  tiene  ella  la  culpa  de  las  que  ustedes  le  acha- 
caban a  su  marido?  ¿También  a  ella  la  quieren  matar, 
como  a  ese  pobre  hombre  que  al  fin  y  al  cabo,  y  tú  mismo 
lo  decías,  no  era  una  mala  persona? 

— ¡Cállate,  por  favor! 

— Si  al  señor  don  Roque  Piragua,  cacique  de  este  pue- 
blo, no  le  da  la  gana  de  que  viva  aquí  una  pobre  viuda 
con  seis  criaturas... 

— Dijiste  que  cinco. 

— Lo  mismo  da.  Tú  tienes  una  sola  hija,  y  yo  sé  que  da- 
rías tu  cargo  de  notario,  y  hasta  tus  esperanzas  de  llegar 
a  ser  magistrado  del  Tribunal,  por  no  haberla  tenido  nun- 
ca. ¿Me  oyes?  ¡Nunca! 

— Te  he  pedido  por  el  amor  de  Dios  que  no  hablemos 
de  eso...  No  quiero  oírlo  ni  mentar... 

— Está  muy  bien.  Hágase  tu  santa  voluntad,  pero  des- 
pués no  me  pidas  con  lágrimas  en  los  ojos  que  te  muestre 
su  carta,  porque  acabo  de  recibir  una  carta  suya... 

— ¿Recibiste  una  carta  de  Belencita? 

— Ahora  no  puedo  contestarte. 

— Por  la  Virgen  Santísima,  Ursulita,  no  me  atormen- 
tes... ¿De  veras  recibiste  una  carta?  ¿Pero  cómo  ha  po- 
dido ser,  si  el  correo  nacional  no  llega  sino  los  sábados 
y  hoy  estamos  a  jueves?...  Aunque,  ¡claro!,  debió  traerla 
el  Caricortao,  que  llegó  esta  noche  del  pueblo  de  abajo 
con  el  señor  cura.  Pero  dinie,  mujer  :  ¿El  Caricortao  te 
trajo  la  carta? 

— ¿Ya  lo  ves?  ¿Ya  lo  estás  viendo?  Yo  siempre  tengo 
razón  y  tú  siempre  me  contradices. 

— No  quieres  entender  que  cuanto  hago  es  por  tu  bien, 
y  por  mi  bien,  y  por  bien  de  Belencita... 


22 


— ¡Lo  que  no  quiero  entender  es  por  qué  te  has  entre- 
gado en  cuerpo  y  alma  a  ese  diablo  de  hombre  que  es 
don  Roque  Piragua! 

— ¿No  te  he  dicho  que  el  viejo  está  dispuesto,  como 
lo  manifestó  delante  de  ti,  a  imponer  mi  elección  para  el 
Tribunal  Superior  del  Circuito,  que  será  elegido  por  la 
Asamblea  en  el  mes  de  octubre? 

— ¿No  se  le  atravesará  el  alcalde  en  ese  empeño? . . . 
¡Mira  que  el  alcalde  está  pensando  en  escamotearle  los 
votos  a  don  Roque! 

— ¡No  me  hagas  reír!  ¡El  alcalde  es  un  pobre  diablo! 
Además,  tendría  que  renunciar  su  cargo  antes  de  las  elec- 
ciones, que  ya  están  encima.  ¿Crees  tú  que  él  va  a  meterse 
en  esa  aventura?  Es  una  hechura  de  don  Roque,  y  nada 
más.  Era,  como  todo  el  mundo  lo  recuerda  en  el  pueblo, 
un  mayordomo  de  Agua  Bonita...  ¡Un  pobre  infeliz!... 
Acabo  de  hablar  con  él. 

— Lo  supe,  sí  señor,  lo  supe...  Y  supe  también  que 
se  quedó  con  el  sobre  que  trajo  el  señor  cura  para  don 
Roque  Piragua.  No  te  lo  quiso  dar  a  ti. . . 

— Se  me  pone  que  el  indio  aquel  vino  a  contarte  todo. 

— ¿Y  no  te  llama  la  atención  que  el  sobre  que  era  para 
don  Roque,  fuera  a  parar  a  manos  del  alcalde? 

— Eso  te  lo  dijo  el  Caricortao,  que  no  sabe  leer.  Claro 
que  el  sobre  venía  dirigido  al  alcalde,  aunque  tú  ya 
sabes  lo  que  eso  significa,  porque  el  verdadero  alcalde  es 
don  Roque  Piragua  y  el  otro  no  es  sino  testaferro,  su 
calanchín,  su  monigote. 

— Será  lo  que  tú  quieras,  pero  ándate  con  cuidado 
porque  una  de  las  gordas,  la  que  es  novia  del  secretario, 
me  dijo  ayer  cuando  fui  a  comprarle  unas  mogoUitas  y 
un  queso  de  oveja...  Ese  queso  tan  bueno,  que  te  gusta 
tanto...  ¿Quieres  una  tajada?...  Ahí  te  la  puse  en  tu 
mesa  de  noche,  con  un  plato  de  dulce  de  breva,  para  tus 
morideras .  . . 

— Gracias,  gracias,  mujer...  Pero,  ¿qué  dijo  la  gorda? 

— Dijo  que  muchos  piensan  que  son  alcaldes  sin  serlo, 
y  otras  que  hoy  son  novias  de  secretarios  mañana  podrán 
ser  señoras  de  alcaldes.  ¿Lo  oyes?...  ¡De  alcaldes!  ¿Eso 
no  te  está  diciendo  nada? 

— Eso  me  está  diciendo  que  nuestro  pobre  alcalde,  el 
Burro,  como  tú  lo  llamas...  ¡Ah!  No  vuelvas  a  decir  eso 
en  público  jamás. . .  Pues  el  Burro  quiere  que  le  haga  las 
elecciones  el  secretario,  a  quien  ya  postuló  de  alcalde, 
para  él  lanzarse  como  diputado . . .  Está  muy  bien .  . .  Sólo 
que  una  cosa  piensa  el  burro  y  otra  el  que  lo  está  enjal- 


23 


mando . . .  Una  cosa  piensa  el  alcalde,  y  otra  don  Roque, 
que  es  el  que  lo  manda.  ¿Estamos? 

— En  todo  caso,  ¡no  te  descuides!  Ya  encontraré  yo 
la  manera  de  llevarle  el  cuento  a  ese  viejo  zorro  de  don 
Roque  Piragua,  que  ahora  anda  detrás  de  otra  de  las 
gordas,  porque  es  insaciable...  ¡Aunque  ese  hombre  me 
repugna  tanto,  que  no  quisiera  ni  verlo!  ¡Dios  me  valga! 
¡La  Virgen  de  Chiquinquirá  me  favorezca!  ¡Cuántas 
humillaciones  tiene  que  sufrir  una  señora  honrada, 
parienta  de  los  Rodríguez  del  pueblo  de  abajo,  en  un 
chiquero  de  bandidos  como  éste!  ¡Cuántas  lágrimas  en 
silencio!  ¡Cuántas  penas,  cuántos  disgustqs! . . .  ¡Si  ya  no 
puedo  más! 

— Por  Dios,  Ursulita,  no  llores . . .  Estás  muy  nerviosa 
y  es  que  seguramente  te  olvidaste  de  tomar  tu  agua  de 
coca ...  Si  quieres,  pues  no  me  leas  esa  carta,  y  se  acabó. 
¡Pero  no  llores,  no  llores! 

— Mañana  temprano,  en  la  primera  misa,  hablaré  con 
el  señor  cura,  que  según  me  contó  el  Caricortao  es  un 
hombre  joven,  y  serio,  que  acaba  de  ordenarse  en  el  Semi- 
nario de  la  capital.  ¡De  la  ca-pi-tal! ...  No  es  cualquier 
bruto,  como  el  cura  viejo  que  a  Dios  gracias  se  fue, 
porque  era  un.  . .  ¡Dios  me  perdone!.  . .  Porque  era  un. . . 

— Mira,  Ursulita,  que  tú  vas  a  morir  por  la  lengua, 
como  los  peces. 

— Dirás  por  la  boca,  no  seas  necio,  que  es  como  verda- 
deramente se  dice.  Pero  no  te  asustes ...  Yo  sé  lo  que  digo 
y  a  quién  debo  decírselo...  Y  al  nuevo  cura,  si  es  un 
hombre  bueno,  que  yo  lo  calaré  desde  el  primer  momento, 
¡se  lo  diré  todo!  ¡Todo! 

— Te  pido  por  la  salvación  de  tu  alma  que  seas  pru- 
dente y  esperes  unas  semanas,  siquiera  hasta  el  día  de 
las  elecciones,  porque  voy  a  contarte  que  don  Roque 
recibió  desde  el  mes  pasado  una  carta  del  Directorio 
Departamental  en  la  cual  le  prometen,  a  cambio  de  su 
voto  o  el  del  Anacarsis  en  la  Asamblea  por  determinado 
senador... 

— ¿Cuál  senador? 

— Yo  qué  sé. . .  Un  señor  de  ésos  de  la  capital  a  quien 
nadie  conoce  en  la  provincia...  Le  promete  el  Directorio, 
te  repito,  conseguir  los  votos  que  sean  necesarios  para 
que  yo,  tu  marido,  de  quien  dices  que  no  sirve  para  nada, 
llegue  a  ser  magistrado  en  el  Tribunal  Superior  del  Cir- 
cuito... Tenemos,  pues,  que  esperar,  aunque  ya  por  lo 
que  te  he  contado  no  tendría  que  esperar  nada  más . .  . 
Pero  tenemos  que  ser  prudentes ...  Te  digo  que  esperes 


24 


antes  de  contarle  nada  al  señor  cura,  a  quien  ni  siquiera 
conoces,  por  lo  cual  no  sería  extraño  que  te  sucediera 
lo  que  te  pasó  con  el  otro,  con  el  viejo,  a  quien  le  fuiste 
con  tus  tristezas  y  te  dejó  con  un  palmo  de  narices,  por- 
que era  íntimo  de  don  Roque. 

— Ya  veremos,  ya  veremos  lo  que  pasa  con  éste... 

— Y  entonces,  cuando  me  elijan,  volveremos  aquí,  no 
como  notarios,  ni  como  alcaldes,  ni  como  diputados .  .  . 
sino  ¿lo  oyes?...  ¡Sino  como  magistrados  del  Tribunal 
Superior!  Y  con  mis  ahorros  compraré  la  casa  de  Agua 
Bonita,  que  te  gusta  tanto ...  El  alcalde,  que  se  piensa 
quedar  con  ella,  me  la  venderá  por  cinco  mil  pesos. 

— ¿Cómo  así?  ¿No  me  habías  dicho  esta  mañana  que 
con  las  propiedades  del  Anacleto  se  quedaría  el  alcalde? 

— Tú  no  comprendes  esas  cosas,  mujer.  El  dinero  para 
comprar  las  propiedades  de  Anacleto  por  la  mitad  del 
precio  que  realmente  tienen,  se  lo  dio  don  Roque  al 
alcalde,  con  el  compromiso  formal  de  que  se  las  devol- 
viera después.  ¿Entiendes?  Pero  sucede  que  el  alcalde 
no  ha  firmado  todavía  esa  escritura  de  promesa  de  venta 
a  don  Roque,  y  mientras  no  la  firme  las  propiedades  serán 
suyas.  Esto  tienen  las  escrituras  de  confianza.  A  mí  me 
venderá  después  a  Agua  Bonita,  cuando  las  cosas  se 
aquieten  y  se  olviden  un  poco . . . 

— Es  un  enredo  que  francamente  no  entiendo.  Allá  tú 
que  sabes  de  esas  cosas  y  por  algo  eres  notario.  Pero  dime: 
¿tú  vas  pagarle  al  alcalde  cinco  mil  pesos  por  las  pro- 
piedades de  Anacleto?  Digo,  algún  día... 

— Las  voy  a  pagar,  con  letras  que  firmaremos  y  paga- 
remos después,  cuando  sea  Magistrado  del  Tribunal...  O 
no  pagaremos  nunca  esas  letras,  porque  sólo  Dios  sabe 
lo  que  puede  pasar  de  aquí  a  entonces.  . .  Y  todo  quedará 
nuestro,  tuyo  y  mío,  y  de  Belencita  también ...  Y  volve- 
remos con  ella  a  este  pueblo...  ¿Entiendes?  Con  dos  años 
de  magistratura,  quedaremos  en  regla.  Y  podremos  casar 
a  la  niña  con  quien  se  nos  dé  la  gana. . . 

— Quedamos  en  que  don  Roque  le  entregó  el  dinero 
al  alcalde  para  que  éste  le  compre  a  Anacleto  su  herencia 
por  la  mitad  de  lo  que  vale.  Y  el  alcalde,  que  es  im  picaro, 
en  vez  de  devolverle  a  don  Roque  las  propiedades,  se  las 
guarda  y  más  tarde  te  las  revende  a  ti  por  cinco  mil  pesos. 
En  ese  trato  se  gana  el  alcalde,  que  por  lo  visto  no  es 
tan  burro,  cmco  mil  pesos  ;  y  tú,  que  no  eres  menos  que 
el,  por  cinco  mil  te  quedas  con  el  resto,  que  vale  real- 
mente veinte  mil. 


25 


— Exacto...  ¡Qué  maravilla  serías  tú  si  supieras  algo 
más  que  leer! 

— Sé  leer  letra  menuda,  que  es  lo  difícil.  Pero  te 
advierto  que  por  no  saber  más,  ni  ser  sabia,  como  tú,  esta 
noche  te  vas  a  quedar  sin  leer  la  carta  de  Belencita... 

— Dámela...  ¡Ya  te  lo  conté  todo! 

— Será,  pues,  para  que  me  dejes  dormir.  No  son  sino 
cuatro  letras...  Me  pregunta  en  primer  lugar  si  tú  ya  la 
perdonaste.  . . 

— ¡Pobrecita! 

— Me  dice  que  para  la  semana  que  viene,  si  Dios 
quiere,  estará  otra  vez  con  nosotros. 

—¿Luego  ya  pasó  aquello?  ¡No  digas! 

— Ya  pasó,  ya  pasó...  ¡Somos  abuelos! 

— ¡Dios  mío!  Y  ahora,  ¿qué  vamos  a  hacer? 

— ¿Ahora?  Dormir...  ¡Lo  que  dice  la  carta  de  tu 
hija  tenía  que  suceder,  y  tú  lo  sabías  desde  hace  mucho 
tiempo!...  Ahora  déjame  rezar  el  Rosario,  que  es  muy 
tarde.  ¿Tú  lo  encabezas  o  lo  encabezo  yo? 

— Una  palabra  antes  de  que  empecemos...  ¡Pero 
mira!  Ahí  está,  detrás  de  la  puerta,  el  Caricortao . . . 
¿Por  qué  no  me  dijiste  que  ese  hombre  estaba  en  la  casa? 

— Me  pidió  licencia  de  quedarse  aquí,  porque  era  muy 
tarde  para  ir  hasta  su  rancho.  Debiste  suponerlo,  porque 
de  lo  contrario,  ¿quién  habría  venido  a  contarme  todo? . . . 
Pero,  ¿por  qué  te  entraste  hasta  la  misma  alcoba,  indio 
abusivo? 

El  sacristán,  estirando  la  cabeza  a  través  de  la  puerta, 
los  miró  entre  sorprendido  y  malicioso. 

— Ya  quedó  despachada  la  recomienda,  mi  amo. 

El  notario  se  estremeció  de  pies  a  cabeza,  como  si 
tuviera  calenturas. 

— ¿Tienes  frío?  — preguntó  la  señora  Ursulita. 

— ¡Un  poco,  un  poco!...  ¡Llovía  tanto  allá  afuera  que 
debí  resfriarme!...  ¡Ahora  vete,  Caricortao,  vete  pron- 
to!... Acuéstate  en  la  cocina...  Si  no  me  falla  la  memo- 
ria, te  había  dicho  que  me  esperaras  en  la  plaza  o  me 
anunciaras  por  la  ventana  la  llegada  del  cura...  Pero  el 
cura  llegó,  como  sabemos,  y  ahora  es  tarde.  ¡Vete,  vete 
a  la  cocina! 

El  Caricortao  hizo  un  gesto  de  comprensión  y  asen- 
timiento, y  desapareció  sigilosamente,  como  una  aliniaña. 
El  notario  sopló  la  vela  y  comenzó  a  rezar  en  voz  alta  el 
Rosario.  Sobre  el  pueblo  pesaba  el  silencio  igual  que  una 
losa  mortuoria,  y  la  lluvia  continuaba  cayendo,  cayendo. 


26 


cayendo,  cuando  la  señora  Ursulita,  que  decía  mecánica- 
mente las' avemarias,  se  quedó  dormida  y  empezó  a  roncar. 

El  cura,  en  cambio,  no  podía  dormir.  A  veces  caía  en 
un  estado  de  postración  y  somnolencia.  Se  veía  cuando 
aquella  mañana  echaba  pie  a  tierra  del  bus  que  lo  trajo 
de  la  ciudad,  y  en  el  pueblo  abajo  encontró  al  sacristán 
con  las  muías,  esperándolo.  Sin  detenerse  un  momento, 
saltó  sobre  el  galápago  y  emprendieron  viaje.  Era  la  pri- 
mera vez  que  montaba  a  caballo,  por  lo  cual  le  tocaba 
desasnarse  en  muía.  El  camino  bajaba  rápidamente  hacia 
un  río  profundo,  de  aguas  pesadas  y  cenagosas;  saltaba 
por  un  puente  de  piedra,  y  luego  trepaba  por  peñas  y 
desfiladeros  desnudos,  ardientes,  quemados  por  un  sol  de 
fuego  que  pegaba  la  ropa  del  cura  a  sus  carnes  empapadas 
de  sudor. . . 

El  cura  despertó  tiritando,  aunque  tuviera  la  garganta 
en  llamas,  escaldada  por  una  sed  devoradora.  El  bayetón, 
húmedo  y  frío,  se  le  pegaba  a  las  espaldas. 

—  ¡Dios  mío,  Dios  mío!  ¡Ayúdame  en  este  trance!... 
Si  no  amanece  pronto,  no  podré  resistir  ima  hora  más... 
¡Es  algo  superior  a  mis  fuerzas! 

Se  levantó,  encorvado  por  el  dolor  de  los  muslos  y  la 
cintura,  abrasado  a  trechos  el  cuerpo  por  el  ardor  de  las 
chinches,  y  helado  en  las  espaldas  y  el  pecho.  Buscó  a 
tientas  la  puerta  de  la  alcoba,  salió  al  corredor,  hundió 
el  rostro  en  el  cubo  y  humedeció  una  y  otra  vez  sus 
labios  con  el  líquido  que  debía  ser  claro  como  un  cristal  y 
era  tan  frío  y  delgado  como  la  linfa  de  un  pozo... 
Levantó  los  ojos  al  cielo,  pugnando  por  vislumbrar  la 
claridad  de  una  estrella  o  la  macilenta  luz  que  anuncia  la 
madrugada,  pero  la  oscuridad  era  completa,  aunque  ya 
no  llovía.  De  las  espesas  frondas  que  debían  encontrarse 
en  el  solar  sobre  el  cual  se  abría  el  corredor,  caían  a 
intervalos- desiguales  gruesas  gotas,  que  repicaban  frescas 
y  alegres  en  los  charcos  del  piso.  Y  como  le  parecía  que 
aquellas  gotas  cobraban  una  vida  misteriosa  e  irónica,  y 
le  hablaban  un  lenguaje  cadencioso  (ven  a  beber,  ven  a 
beber,  ven  a  beber)  entró  nuevamente  a  la  alcoba  y  se 
tiró  bocabajo  sobre  el  camastro,  cuyo  penetrante  olor  a 
sudor  lo  adormeció  muy  pronto. 

El  camino,  a  medida  que  trepaba  hacia  el  páramo,  se 
volvía  estrecho  y  resbaloso.  A  veces  se  perdía  entre  zarzas 
y  jarales,  compuestos  por  digitales  florecidos,  heléchos, 
pajas  del  Niño  Dios,  matas  de  fique  erizadas  de  espinas, 
y  grises  frailejones  que  fingían  a  lo  lejos  grandes  rebaños 


27 


de  ovejas.  Se  oía  el  jadear  angustioso  de  las  muías.  A 
veces  aturdía  el  dichoso  repique  de  una  cascada  que  sal- 
taba sobre  el  camino,  regándose  por  las  quiebras  de  la 
montaña  en  un  abanico  de  arroyos  que  rebotaban  contra 
las  peñas.  Llovía  otra  vez,  y  con  tanta  fuerza  como  si 
cántaros  se  vertieran  sobre  el  camino,  empapando  las 
vueltas  del  bayetón  del  cura  y  lavándole  a  chorros  el 
rostro  entumecido.  Creía  ahogarse  entre  aquella  lluvia.  La 
muía  chapoteaba,  hundida  hasta  la  cincha,  en  torrentes 
desbordados  que  formaban  hondos  regatos.  La  lluvia,  en- 
furecida, se  convirtió  leguas  más  arriba  en  tormentoso 
aguacero.  Pesados  jirones  de  niebla  pasaban  raudos  por  el 
páramo,  cubriendo  y  despejando  alternativamente  grandes 
extensiones  de  pantanos  y  lodazales.  Un  estruendo  espan- 
toso dominó  todos  los  ruidos,  que  a  fuer  de  reiterados 
se  habían  convertido  en  familiares  :  el  de  la  lluvia  que 
golpeaba  los  zamarros  y  el  ala  del  sombrero  ;  el  de  los 
cascos  de  la  muía  chapoteando  en  los  charcos  ;  el  de  los 
riachuelos  que  saltando  de  escalón  en  escalón  y  de  piedra 
en  piedra,  rodaban  persiguiéndose  en  tumbos  espumosos, 
monte  abajo.  Lo  que  ahora  tenía  delante  era  una  catarata 
furiosa  que  se  despeñaba  desde  lo  alto  de  un  barranco, 
anegando  a  toda  prisa  un  pequeño  valle  entre  rocas,  a 
cuyo  puerto  llegaban  los  fatigosos  viajeros. 

— ¡Aquí,  en  esta  laguna,  vamos  a  morir  ahogados! 
— gritó  el  sacristán,  con  su  sonrisa  de  oreja  a  oreja,  abierta 
en  mitad  del  rostro  por  un  feroz  machetazo  que  dejaba 
peladas  y  a  la  vista  hasta  las  muelas  cordales. 

Al  cura  se  le  heló  la  sangre  en  las  venas,  y  tuvo 
un  sobresalto  de  espanto.  La  muía,  arisca,  encabritada,  se 
resistía  a  dar  un  paso  más. 

—  ¡Métale  su  reverencia  las  espuelas;  hínqueselas  en 
los  ijares  hasta  los  huesos,  porque  si  no  salimos  de  este 
atolladero  nos  ahogamos! 

Pero  el  cura  no  tenía  espuelas  porque  se .  las  había 
llevado  el  cura  viejo,  y  sus  piernas  sumidas  en  el  pantano 
hasta  más  arriba  de  la  cintura,  eran  dos  pesados  bloques 
de  hielo  que  no  le  obedecían.  Y  el  agua  seguía  subiendo, 
hasta  llegar  el  momento  en  que  le  alcanzó  la  barbilla, 
después  los  labios,  finalmente  un  chorro  se  le  metió  por 
la  boca  hasta  la  garganta. . .  ^ 

Despertó  otra  vez,  pues  sentía  unos  violentos  deseos 
de  vomitar,  sólo  que  aquello  no  pasó  de  meras  arcadas 
que  le  doblaban  sobre  la  cama.  Al  entreabrir  los  ojos 
percibió  una  difusa  claridad  en  la  estancia,  pues  la  mesa,  y 
la  maleta  abierta,  y  el  vano  de  la  puerta,  se  recortaban 


28 


con  nitidez,  y  al  través  de  esta  última  se  columbraban  las 
vigas  del  corredor,  torcidas  y  nudosas. 

—  ¡Ayúdame,  Dios  mío!  Si  me  dejo  derrotar  por  esta 
pequeña  prueba,  y  no  tengo  fuerzas  para  dominar  la  ten- 
tación de  beber  que  me  asalta  por  primera  vez  en  la  vida  : 
¿qué  podré  esperar  para  más  adelante?  ¿Sería  capaz  de 
arder  en  una  parrilla,  a  fuego  lento,  como  San  Lorenzo 
mártir?  ¿Podría  dejarme  arrancar  la  piel  a  tiras,  sin  un 
quejido,  como  San  Bartolomé  desollado?  ¿Mi  fe  saldría 
ilesa  de  la  cueva  de  los  leones,  como  la  de  Daniel?  ¿Resis- 
tiría el  hambre  y  la  sed  de  los  desiertos,  en  compañía  de 
San  Antonio  Abad  y  de  San  Pablo  el  ermitaño?  ¿Besaría 
a  los  leprosos,  sin  sentir  asco,  como  San  Ignacio  de 
Loyola? 

Bocarriba  en  su  lecho,  soñaba  otra  vez,  porque  al 
intentar  rezar,  la  repetición  de  las  palabras  le  sumía  en 
una  somnolencia  angustiosa.  Los  párpados,  cargados  de 
sueño,  no  le  obedecían.  El  camino  seguía  ahora  el  lomo 
escabroso  del  páramo,  entre  nieblas  que  descendían  del 
cielo  algodonoso  y  vapores  que  se  exhalaban  de  la  tierra, 
con  un  penetrante  olor  a  moho  y  a  ropas  muy  sudadas. 

— Ya  llegamos,  — le  dijo  el  sacristán... —  Un  mo- 
mento más  y  estamos  en  la  plaza .  . .  — Mire  sumercé  allá 
abajo,  sobre  el  abismo,  porque  acaba  de  salir  el  sol  y  está 
cayendo  a  plomo  sobre  el  pueblo . . . 

Blanco,  limpio,  brillante,  a  la  orilla  de  un  río  que 
corría  mansamente,  el  caserío  levantaba  al  cielo  la  torre 
de  su  iglesia,  dorada  por  un  último  rayo  de  sol,  como  la 
flor  amarilla  de  una  cepa  de  frailejón.  Fue  un  instante  no 
más,  en  que  olvidó  el  cura  toda  la  fatiga  del  viaje,  y  el 
dolor  de  los  muslos  y  los  ríñones,  y  el  sobresalto  de  los 
precipicios,  y  la  deprimente  visión  de  las  rocas  estériles 
y  bruñidas  por  una  lluvia  incesante.  Otra  vez  el  viento 
arreció  arrancándole  casi  el  sombrero  que  sostenía  con 
la  diestra  entumecida,  y  a  duras  penas  lograba  mantener 
puesto  en  la  cabeza.  Se  borró  de  sus  ojos  la  imagen  del 
pueblo  porque  cayó  súbitamente  la  noche.  El  sacristán, 
con  aquella  macabra  sonrisa  que  le  helaba  la  sangre,  le 
tendió  la  botella  de  aguardiente  para  que  se  tomara  un 
trago.  Levantó  la  botella  a  la  altura  del  ala  del  sombrero 
y  bebió  un  largo  sorbo.  Le  ardieron  los  labios  y  quedó  en 
sus  narices  un  olor  meloso  del  que  no  podía  desprenderse, 
pues  le  empapaba  al  mismo  tiempo  la  memoria  y  la  ropa. 
Una  onda  de  lava  hirviente,  de  plomo  derretido,  le  abra- 
saba el  paladar  y  le  quemaba  la  lengua . . . 


29 


Despertó  enloquecido,  como  si  se  hubiese  tragado  la 
espuela  del  cura  viejo.  Cuando  abrió  los  ojos,  una  clari- 
dad lechosa  bañaba  el  corredor  y  los  contornos  de  su 
cuarto.  Había  dejado  de  llover,  y  a  través  de  la  puerta 
se  columbraba  el  cielo  desvaido,  despejado  de  nubes.  Saltó 
del  lecho,  y  como  un  sonámbulo  salió  al  corredor  con  los 
brazos  tendidos  hacia  adelante,  y  se  precipitó  de  bruces 
sobre  el  cubo.  Hundió  el  rostro  en  el  agua,  abrió  la  boca 
y  bebió  con  tal  ansia  que  a  intervalos  tenía  que  levantar 
la  cabeza  y  respirar  profundamente  porque  se  hallaba  a 
punto  de  asfixiarse.  Y  tornaba  a  hundir  la  cabeza  en  el 
cubo  y  a  beber  con  más  ansia.  Bebió  hasta  saciarse,  hasta 
embriagarse,  hasta  aturdirse,  hasta  que  no  pudo  más  y 
vomitó  un  poco  sobre  los  ladrillos  del  corredor.  Cerró 
los  ojos,  feliz,  embebido  en  una  especie  de  deliciosa  bea- 
titud, y  oía  con  gusto  el  apresurado  batir  de  su  sangre  en 
las  sienes.  Al  reabrir  los  ojos,  vio  de  pie  frente  a  él,  salu- 
dándole con  una  sonrisa  melosa  y  estúpida,  a  una  mujer- 
cita  deforme,  una  especie  de  vieja-niña,  sin  dientes,  bizca, 
con  los  ojos  saltones  y  cuyo  coto,  grueso  como  una  na- 
ranja, le  levantaba  la  parte  baja  del  cuello.  Vestía  una 
falda  mugrienta  que  le  llegaba  a  la  mitad  de  las  panto- 
rrillas.  Los  senos  escuálidos,  recatados  por  una  blusa  de 
percal  y  un  pañolón  roto  y  grasoso,  le  chorreaban  sobre 
el  trozo  de  lazo  con  que  se  ataba  las  enaguas. 

— Buenos  días,  mi  amo. . .  — le  dijo  con  la  voz  gangosa 
y  entrecortada  de  quien  además  tiene  frenillo — .  Yo  soy 
la  boba . . .  Voy  a  prender  la  candela  para  tenerle  listo 
el  desayunito  cuando  sumercé  vuelva  de  misa... 

Las  campanas  repicaron  en  lo  alto  de  la  torre,  que 
se  levanta  en  vilo  sobre  la  casa  cural,  aplastándola  y 
ensombreciéndola.  El  buen  cura,  sin  responder  siquiera  al 
saludo  de  la  boba,  se  levantó  del  suelo  donde  se  hallaba 
hincado  de  rodillas,  al  pie  del  cubo,  y  entró  a  la  alcoba 
y  se  arrojó  sobre  el  lecho  para  llorar  con  sollozos  que  le 
agitaban  convulsivamente  las  espaldas.  No  pensaba  en 
nada,  como  si  no  supiera  hacer  otra  cosa  en  esta  vida  que 
llorar. 


30 


CAPITULO  II 


LA  MAÑANA  DEL  VIERNES 


POR  la  primera  vez  miró  a  su  rebaño,  encerrado  en  el 
vasto  y  destartalado  aprisco  de  la  iglesia,  cuando  leido 
el  Evangelio  del  día  vuelto  de  espaldas  al  altar,  alzó  con 
unción  los  brazos  largos  y  descarnados  y  recitó  de  memo- 
ria esta  parábola  que  prefería  a  todas  las  que  trae  el 
Evangelio  : 

"En  aquel  tiempo  dijo  Jesús  a  sus  discípulos  :  Yo  soy 
el  Buen  Pastor.  El  buen  pastor  sacrifica  su  vida  por  sus 
ovejas.  Pero  el  mercenario,  y  el  que  no  es  el  propio  pastor, 
de  quien  no  son  propias  las  ovejas,  en  viendo  venir  al 
lobo,  desampara  las  ovejas,  y  huye  ;  y  el  lobo  las  arrebata 
y  dispersa  el  rebaño.  El  mercenario  huye,  por  la  razón 
de  que  es  asalariado  y  no  tiene  interés  alguno  en  las 
ovejas.  Yo  soy  el  Buen  Pastor;  y  conozco  mis  ovejas  y  las 
ovejas  mías  me  conocen  a  mí.  Así  como  el  Padre  me 
conoce  a  mí,  así  yo  conozco  al  Padre;  y  yo  doy  mi  vida 
por  mis  ovejas.  Tengo  también  otras  ovejas  que  no  son 
de  este  aprisco,  las  cuales  debo  yo  recoger,  y  oirán  mi 
voz,  y  de  todas  se  hará  un  solo  rebaño  y  un  solo  pastor". 

— Evangelio  de  San  Juan,  capítulo  décimo,  versículos 
once  al  dieciséis.  He  escogido  esta  divina  palalDra  al  diri- 
girme por  la  primera  vez  a  vosotros,  mis  feligreses,  mis 
ovejas,  porque  en  verdad  os  digo  que  yo  quisiera  ser  un 
cura  en  quien  vosotros  viéseis  un  buen  pastor... 

Como  le  sucedía  casi  siempre,  por  muy  estudiado  que 
tuviera  el  cuerpo  del  sermón,  las  ideas  se  le  fugaban  de 
la  cabeza  al  comenzar  a  embrollársele  las  palabras.  Entre 
las  tentaciones  más  sutiles  y  difíciles  de  vencer  que  asal- 
tan el  corazón  de  los  predicadores,  figura  la  de  ceder  a  la 
cadencia  de  la  palabra  y  al  encanto  indefinible  de  la 
retórica.  Al  comenzar  a  predicar  se  le  escapaban  las  ideas 
como  un  tropel  de  ovejas  asustadas,  cuando  aparecía  ame- 
nazante el  lobo  de  la  gramática  y  las  frases,  arrebatadas 


31 


por  un  ritmo  melódico,  se  alargaban,  se  desarticulaban  y 
se  perdían  en  el  vacío.  Se  volvían  cometas  cuya  cuerda 
se  rompe,  es  decir,  frases  sin  cola,  sin  complemento  lógico 
y  directo. 

¿Para  qué  tales  vanidades,  cuando  quien  habla  no  es 
el  hombre  sino  el  Evangelio?  Es  como  agitar  con  la  mano 
el  agua  pura  de  un  pozo,  con  lo  cual  sólo  se  consigue 
enturbiarla.  En  la  tesis  que  desarrolló  en  un  certamen 
final  en  el  Seminario,  cuando  aún  era  estudiante,  se 
atrevió  a  sostener  algunas  ideas  que  interesaron  a  Su 
Excelencia  el  señor  obispo  de  la  diócesis,  quien  se  dignó 
discutir  larga  y  paternalmente  con  él  porque  lo  amaba 
mucho.  Era  aquél  un  viejo  comprensivo  y  discreto,  que 
en  su  juventud  practicó  la  elocuencia.  Ante  él  sostuvo  el 
joven  seminarista,  que  la  preocupación  literaria  perjudica 
la  exposición  correcta  y  clara  de  la  doctrina  evangélica; 
antes  la  embrolla  y  oscurece,  como  quien  agita  el  agua  de 
un  pozo  con  la  mano.  Tal  pensamiento  nacía  del  estudio 
concienzudo  que  había  hecho  de  los  sermones  de  Cua- 
resma. Algunos  oradores  sagrados  procuran  adornarlos 
como  a  pasos  de  procesión,  o  a  altares  de  Jueves  Santo, 
con  cintas,  repujados,  terciopelos,  candelas  y  arabescos, 
de  manera  que  el  auditorio  de  los  fieles,  colgado  de  estas 
vanidades,  olvida  el  fondo  y  la  sustancia  de  la  palabra  'de 
Cristo.  Esta  queda  sepultada  como  los  santos  de  pueblo, 
cuyas  imágenes  herían  ahora  dolorosamente  sus  ojos 
puestos  en  una  Santa  Rita  y  en  un  San  Roque  con  su 
perro.  (Aparecían  a  cual  más  feo,  como  un  matrimonio 
campesino  que  espera  la  hora  del  mercado  para  descender 
de  su  peana  y  "mercar"  unas  arracachas). 

Con  sus  enaguas  de  color  granate,  sus  mantos  de 
franjas  doradas,  sus  sobrepellices  de  encaje,  sus  aureolas 
de  papel  dorado,  sus  velos  de  liencillo  más  propio  para 
fabricar  cortinas  que  roquetes,  los  santos  pueblerinos  son 
la  imagen  de  la  mala  oratoria.  Ya  lo  dijo  el  padre  Isla  en 
su  Fray  Gerundio  de  Campazas,  pero  la  absurda  moda 
que  él  combatió  renace  como  la  verdolaga  en  todos  los 
climas.  Y  la  preocupación  literaria  y  gramatical,  tan 
vacua,  tan  mundana,  perjudica  la  exégesis.  Cristo  habló 
en  palabras  sencillas  y  transparentes  como  el  agua,  que 
abrevaban  el  corazón  de  un  pueblo  cuya  imaginación 
estaba  acostumbrada  a  la  miel  de  una  lengua  esencial- 
mente parabólica.  Se  refería  a  hechos,  costumbres  y  cosas, 
íntimamente  familiares  a  los  pastores,  los  pescadores,  los 
artesanos,  los  obreros  y  los  campesinos  que  fueron  en 
esa  tierra  de  bendición  los  primeros  hombres  de  Cristo. 


32 


Cuando  El  les  hablaba  de  un  lagar  y  una  viña,  era  por- 
que viñedos  y  lagares  esmaltaban  las  colinas  del  lago  de 
Tiberiades.  Cuando  mentaba  una  torre,  era  porque  del 
lado  de  Cafarnaúm,  entre  las  agrias  peñas,  se  veían  mu- 
chas torres  del  tiempo  de  David,  a  cuyo  amparo  levan- 
taron sus  tiendas  los  patriarcas  del  Viejo  Testamento.  Y 
cuando  recordaba  los  cerdos,  las  ovejas,  las  cabras  y  el 
buen  pastor,  era  porque  pastores  de  cabras  y  de  ovejas 
detenían  un  momento  su  paso  para  oirle  contar  una  pará- 
bola, cuando  arreaban  sus  rebaños  hacia  Jerusalén,  en  la 
proximidad  de  la  Pascua. 

Cristo  habló  también  para  nosotros,  los  hombres  de 
una  edad  que  entonces  se  consideraba  futura.  Se  dirigió 
a  los  gentiles,  que  habitaban  lugares  distintos  de  los 
valles  y  desiertos  de  su  tierra  natal,  y  eran  gentes  de 
otros  paises,  así  como  nosotros  somos  gente  de  otros  tiem- 
pos. Y  de  la  misma  manera  que  los  Apóstoles  recibieron 
el  don  de  lenguas  que  les  trasfundió  el  Espíritu  Santo, 
para  que  los  entendiesen  los  gentiles  que  no  conocían  el 
arameo,  así  también  la  doctrina  de  Cristo,  para  los  após- 
toles de  los  nuevos  tiempos,  solicita  un  don  de  compren- 
sión y  exposición  que  sirva  para  actualizar  la  divina 
enseñanza.  Es,  pues,  obrar  dentro  del  espíritu  evangélico 
que  iluminó  la  mente  y  desató  la  lengua  de  los  Apóstoles, 
traducir  la  palabra  del  Señor  a  las  costumbres,  los  usos, 
los  hechos  y  las  cosas  que  hoj'  nos  son  familiares  :  por- 
que lo  importante  es  el  fondo  y  no  la  forma,  el  pensa- 
miento y  no  la  imagen  que  inspiró  el  Evangelio. 

— "El  Buen  Pastor  sacrifica  su  vida  por  sus  ovejas. 
Pero  el  miercenario,  y  el  que  no  es  el  propio  pastor,  de 
quien  no  son  propias  las  ovejas,  en  viendo  venir  al  lobo 
desampara  las  ovejas,  y  huye;  y  el  lobo  las  arrebata  y 
dispersa  el  rebaño...". 

El  predicador  hizo  una  larga  pausa,  y  luego,  según 
sus  ideas,  actualizó  la  imagen  evangélica  traduciéndola 
a  la  reahdad  triste  y  monótona  de  aquel  pueblo. 

— El  cura  es  el  buen  pastor  — repitió — .  Es  el  hombre 
a  quien  le  interesan  los  fieles  que  tiene  a  su  cuidado,  en 
cuanto  seres  que  sufren  y  hay  que  consolar  por  el  amor 
de  Dios,  pecan  y  hay  que  perdonar  en  nombre  de  Dios, 
yerran  y  hay  que  corregir  para  conducirlos  a  Dios  y  por 
el  buen  camino.  Sólo  un  hombre  en  estas  montañas  se 
puede  interesar  tan  directa,  tan  íntima,  tan  desinteresa- 
damente por  la  persona  y  el  alma  de  cada  uno  de  sus 
habitantes,  y  ese  hombre  es  el  cura.  Tenemos  que  consi- 
derar que  el  señor  alcalde,  por  ejemplo,  en  nombre  de  un 


33 


gobierno  temporal  se  interesa  por  el  progreso  del  pueblo 
y  la  seguridad  personal  de  cada  uno  de  sus  vecinos... 

Se  percató  entonces  de  que  en  la  primera  fila  de  ban- 
cas, que  no  eran  muchas,  pues  no  pasaban  de  media 
docena  y  el  resto  de  la  iglesia  estaba  desnudo,  y  a  la. 
sazón,  por  ser  dia  de  entresemana,  casi  solo  :  en  la  pri- 
mera fila,  entre  dos  guardias  descalzos  y  soñolientos  había 
un  hombre  de  ojos  enrojecidos  y  legañosos.  Tenía  también 
el  pelo  hirsuto  y  revuelto,  el  rostro  abotargado  y  en  la 
boca  grandes  dientes  desportillados  y  amarillos.  Miró  un 
momento  a  los  ojos  del  orador,  sorprendido,  y  luego  vol- 
vió la  cabeza  hacia  la  concurrencia  de  los  fieles,  para 
enterarse  de  qué  efecto  habían  producido  esas  palabras. 
El  orador  ya  continuaba,  pensando  para  sí :  Este  bruto 
debe  ser  el  alcalde. 

— El  juez,  hermanos  míos,  en  nombre  del  poder  judi- 
cial que  también  es  un  poder  temporal,  velará  porque 
se  cumpla  la  justicia  :  porque  los  crímenes,  de  que  Dios 
nos  libre  y  nos  proteja,  no  permanezcan  impunes  ;  por- 
que los  enemigos  de  la  sociedad  sean  castigados,  los  huér- 
fanos protegidos,  los  derechos  de  todos  respetados  por 
igual. . . 

En  la  segunda  banca,  detrás  de  quien  parecía  ser  el 
alcalde,  un  viejo  de  pelo  cano  y  ojos  protegidos  por 
gruesas  gafas  de  aro  de  plata,  codeó  discretamente  al 
hombrecito  enteco  y  amarillo,  picado  de  viruelas,  que  se 
encontraba  a  su  lado  hurgándose  los  dientes  con  una 
pluma  de  pollo. 

— Y  los  consejeros  municipales,  cuya  autoridad  emana 
del  pueblo  mismo,  tienen  a  su  cuidado  los  intereses  mate- 
riales, los  dineros  del  recaudo,  los  negocios  del  vecin- 
dario .  . . 

Hablaba  muy  lentamente  para  perseguir  el  efecto  de 
sus  palabras.  Divisó  ahora  en  las  últimas  filas  tres  son- 
risas desdentadas  que  se  abrían  en  sendos  rostros  terro- 
sos, erizados  de  cerdas  ralas.  Pensó  que  aquellos  tres 
indios  debían  ser  concejales,  porque  no  llegaba  a  llamar- 
los concejeros,  de  lo  cual  ellos  nunca  habían  caído  en  la 
cuenta. 

— Y  el  diputado. . . 

Aquí  se  encabritaron  dos  ovejas  :  un  joven,  de  rostro 
entre  verde  y  amarillo  porque  era  muy  zambo,  que  se 
encontraba  en  medio  de  los  pohcías  y  el  alcalde;  y  un 
mocetón  de  pelo  negro  y  abundante,  que  le  brotaba  a  dos 
dedos  escasos  de  las  cejas,  y  se  hallaba  sólo,  en  un  tabu- 


34 


rete  que  al  pie  de  una  columna  del  presbiterio  se  encon- 
traba pegado  a  una  silla  de  baqueta,  a  la  sazón  vacía. 
— Y  el  notario. . . 

El  viejo  de  las  gafas  de  aro  de  plata  recibió  en  los 
ríñones  dos  encontrados  y  discretos  codazos  :  por  un  cos- 
tado, el  del  hombrecito  picado  de  viruelas,  a  quien  él 
había  despertado  hacía  un  momento  ;  y  por  el  otro,  el  de 
una  señora  de  ojos  pequeñitos,  cuyas  facciones,  de  la 
nariz  chata  hacia  abajo,  naufragaban  en  una  marea  de 
grasa  que  se  esponjaba  en  el  busto  en  una  ola  imponente. 

Cuando  el  sacerdote  explicó  que  tanto  el  diputado 
como  el  notario  tenían  funciones  muy  delicadas  que 
desempeñar  en  el  pueblo,  una  sonrisa  de  aprobación  res- 
plandeció en  todas  las  filas.  Luego  pasó  a  explicar  que  al 
médico  le  correspondía  cuidar  de  la  salud  de  los  cuerpos, 
y  en  la  última  banca  alguien  sopló  una  cuchufleta  al  oído 
del  boticario,  que  se  mordió  los  labios  sin  poder  contestar 
porque  era  muy  duro  de  cabeza.  Y  cuando  habló  de  los 
deberes  del  jefe  del  municipio,  de  la  cabeza  visible  del 
lugar,  de  su  miembro  sobresaliente,  (pues  pensó  que  a  no 
dudar  tendría  que  haber  un  gamonal  en  ese  pueblo)  todas 
las  miradas  de  los  fieles  se  dirigieron  a  la  silla  vacía.  El 
joven  del  taburete  contiguo,  contestó  casi  en  voz  alta  a 
una  pregunta  que  le  formuló  desde  la  cuarta  banca  una 
cuarentona  muy  peripuesta,  gorda  ella,  que  al  sonreír 
enseñaba  dos  dientes  revestidos  de  oro  : 

— No  sé .  . .  Anoche  no  me  quedé  en  la  casa . . .  Pero 
hoy  es  primer  viernes  y  ha  debido  venir  a  comulgar... 
Debe  estar  enfermo. . . 

— Pues  bien,  ninguno  de  esos  personajes  que  he  nom- 
brado, con  ser  tan  importantes  para  la  salud,  la  tranqui- 
lidad, la  justicia,  el  progreso,  la  riqueza,  el  buen  gobierno 
y  la  felicidad  de  este  pueblo,  es  el  verdadero  pastor,  el 
buen  pastor  de  que  habla  la  parábola  evangélica.  Este  es 
el  cura,  que  representa  a  Dios  mismo,  y  como  lo  dijo  el 
Evangelio  "sacrifica  su  vida  por  sus  ovejas.  Pero  el  mer- 
cenario, y  el  que  no  es  el  propio  pastor,  de  quien  no  son 
propias  las  ovejas,  en  viendo  venir  el  lobo,  desampara  las 
ovejas,  y  huye;  y  el  lobo. . .  (la  política  baja  y  parroquial, 
la  concupiscencia  del  dinero,  la  maledicencia,  la  envidia, 
el  odio,  la  venganza,  el  chisme)  las  arrebata  y  dispersa 
el  rebaño".  El  párroco  llega,  con  su  palabra,  a  donde  no 
penetra  el  médico  con  sus  drogas,  ni  el  notario  con  sus 
escrituras,  ni  el  juez  con  sus  sentencias,  ni  el  alcalde  con 
sus  edictos,  ni  el  político  con  sus  promesas  electorales. 
El  alma  sólo  es  de  Dios,  y  en  su  santo  nombre,  como 


35 


guardián  de  un  rebaño  que  sólo  a  El  le  pertenece,  el  cura 
vela  sobre  cada  uno  de  sus  fieles  lo  mismo  que  el  buen 
pastor  sobre  cada  una  de  sus  ovejas.  Pero  quiero  llamaros 
la  atención  hacia  estas  últimas  y  comprometedoras  pala- 
bras de  Nuestro  Señor  Jesucristo,  con  las  cuales  culmina 
y  se  perfecciona  la  enseñanza  de  la  parábola  que  estamos 
comentando  : 

"Tengo  también  otras  ovejas  que  no  son  de  este  aprisco, 
las  cuales  debo  yo  recoger,  y  oirán  mi  voz,  y  de  todas 
se  hará  un  solo  rebaño  y  un  solo  pastor". 

— Lo  cual  quiere  decir,  hermanos  míos,  — continuó  con 
palabra  enérgica  y  rotunda  que  se  había  elevado  poco  a 
poco  de  tono  y  ahora  retumbaba  sonoramente  en  el  recinto 
de  la  iglesia... — .  Lo  cual  quiere  decir  que  yo,  guardián 
de  este  rebaño  y  párroco  de  este  pueblo  que  el  señor 
obispo,  en  el  nombre  de  Dios,  me  ha  encomendado,  no 
reconozco  enemigos,  ni  acepto  ovejas  de  dos  pelambres,  ni 
tolero  que  las  blancas  nieguen  a  las  negras,  por  no  ser 
blancas,  su  derecho  a  oir  mi  voz  que  es  la  palabra  evan- 
gélica. Aquí,  hermanos  míos,  "de  todas  se  hará  un  solo 
rebaño  y  un  solo  pastor".  Ante  mí,  en  este  pueblo  y  fuera 
de  él  hasta  donde  alcance  mi  jurisdicción  eclesiástica, 
todos  los  fieles  serán  iguales,  pues  ante  el  Buen  Pastor  que 
está  en  los  cielos  todos  hacemos  parte  del  rebaño,  y 
seamos  blancos  o  negros,  todos  somos  ovejas. 

Vuelto  de  espalda  a  los  fieles  se  dirigió  al  centro  del 
altar,  con  las  sienes  bañadas  de  sudor,  pero  con  el  alma 
tranquila.  No  pudo  ver,  por  eso,  que  entre  los  rostros  de 
la  concurrencia,  en  su  mayoría  estólidos,  feos,  inexpre- 
sivos, algunos  se  ensombrecieron  y  otros  se  iluminaron 
con  una  sonrisa  irónica.  Cuando  el  monaguillo  agitó  la 
campanilla,  en  la  iglesia  se  hizo  un  silencio  helado,  denso, 
húmedo,  como  el  de  un  cuarto  que  durante  mucho  tiempo 
hubiera  permanecido  vacío. 

Mientras  se  quitaba  los  ornamentos  y  los  doblaba 
cuidadosamente,  para  guardarlos  en  la  vieja  y  carcomida 
alacena  que  olía  a  moho  y  a  ratón  muerto,  rumiaba  ima 
vaga  indignación  que  no  se  concretaba  en  ideas  claras  y 
sentimientos  precisos.  Era  algo  confuso,  mezcla  de  mu- 
chas impresiones  mezquinas.  Sobre  todo  le  llenaba  de 
desaliento  la  claudicación  que  tuvo  a  la  madrugada, 
cuando  vencido  por  la  tentación  de  beber  no  supo  poner 
a  prueba  su  resistencia  espiritual.  Le  avergonzaba  ínti- 
mamente su  conducta,  así  como  aquella  inicua  parodia  de 
la  liturgia  a  'que  se  reducía  la  misa  rural,  acolitada  por 
un  rapazuelo  descalzo  y  mocoso  a  quien  tuvo  que  llamar 


36 


la  atención  para  que  tocara  la  campanilla  cuando  alzaba 
a  Santos.  El  sacristán  intervenía  en  menesteres  que  no 
le  correspondían  :  trotaba  de  un  lado  a  otro  del  altar  por 
el  mero  placer  de  que  le  vieran  pellizcar  al  monaguillo 
para  que  despabilara  las  velas  y  pasara  el  misal  de  la 
Epístola  al  Evangelio.  El  vino  era  una  tintura,  más  bien 
agria  que  dulzarrona.  El  agua  turbia  flotaba  en  unos  fras- 
cos opacos  que  debieron  contener  alguna  loción  medi- 
cinal, y  ahora  pasaban  por  vinajeras.  El  alba,  el  roquete, 
la  estola,  el  manípulo  y  el  amito,  estaban  manchados  de 
grasa  hvimana  y  chorreados  de  sebo  de  vela  :  amarillen- 
tos y  ajados  como  si  no  los  hubieran  lavado  nunca.  Y 
él  tenía  el  amor  y  el  respeto  de  la  liturgia.  La  consideraba 
no  solamente  un  magnífico  y  simbólico  lenguaje,  sino  una 
obra  de  arte  a  cuya  perfección  contribuyeron  siglos  des- 
paciosos, iluminados  por  la  fe,  la  misma  que  palpita  en 
las  agujas  de  la  catedrales  y  vibra  en  el  coro  celeste  de 
los  registros  del  órgano.  No  podía  concebir  que  el  misterio 
que  se  desarrolla  en  el  altar,  en  la  penumbra  del  ábside, 
entre  una  nube  de  incienso,  a  la  luz  de  unas  antorchas  que 
recuerdan  el  esplendor  de  la  verdad  revelada,  degenere 
en  una  pantomima  rutinaria,  sin  emoción  ni  belleza.  El 
sublime  espectáculo  que  contemplaba  su  espíritu,  y  le 
sacudía  profundamente  las  más  tiernas  fibras  del  corazón, 
se  había  convertido  entre  los  altos  y  desconchados  pare- 
dones de  la  iglesia  rural,  en  una  ceremonia  fría  e  inex- 
presiva. Quien  cuidaba  con  tanto  esmero  de  tener  limpias 
y  blancas  las  manos,  no  por  vanidad  sino  por  ser  ellas 
instrumentos  para  levantar  el  cuerpo  de  Cristo  en  el  altar 
y  exhibirlo  a  la  devoción  de  los  fieles,  aquella  madrugada 
no  había  encontrado  jabón  para  lavarlas.  Por  la  primera 
vez  en  muchos  años  no  se  había  bañado  el  cuerpo,  ni 
afeitado  la  barba.  Cuando  se  inclinó  sobre  el  ara  en  el 
acto  de  la  consagración  de  la  hostia,  lo  atormentó  una  y 
otra  vez  el  pensamiento  de  su  claudicación  ante  la  sed, 
pero  lo  mortificaba  todavía  más  el  pensamiento  de  la 
boba  que  debía  esperarlo  con  el  desayuno.  Lo  distrajo  de 
la  visión  imaginaria  de  Dios,  hecho  hombre  en  la  cruz, 
y  misteriosamente  contenido  en  la  hostia  que  temblaba 
entre  sus  dedos,  el  recuerdo  desapacible  de  su  alcoba, 
con  el  estrecho  corredor  donde  aleteaba  una  gallina  clueca 
y  se  despulgaba  un  perro... 

El  sacristán,  llegó  para  decirle  que  lo  esperaban  en  la 
casa  cural.  Le  sopló  al  oído,  con  su  aliento  turbio  y 
aguardentoso,  estas  palabras  : 


37 


— El  hijo  de  don  Roque,  el  Anacleto  que  llegó  ayer  al 
pueblo,  está  en  la  casa  esperándolo,  sumercé ...  Y  es  que 
don  Roque  ¿si  vio  sumercé?  no  estaba  en  su  reclinatorio 
durante  la  misa.  ¡Quién  sabe  qué  sería,  porque  no  vino 
a  comulgar!...  Sólo  asistió  el  Nacarsis,  el  otro  hijo  de 
don  Roque,  que  es  de  distinta  mamá. . . 

Como  antes  de  desayunar  tenía  que  dar  gracias  a  Dios 
por  los  beneficios  recibidos,  y  esto  le  llevaría  algún 
tiempo,  necesitaba  la  soledad  y  el  silencio  para  recogerse 
sobre  sí  mismo. 

— Déjame  ahora... 

—  ¡Mire  sumercé  que  ya  está  servida  la  changua! 

— Déjame,  te  he  dicho...  Pero  dime  :  ¿quién  lava  la 
ropa  de  la  iglesia? 

— ¡Eso  qué,  mi  amo!  Los  primeros  de  mes  yo.  le  saco 
los  manteles  y  los  roquetes  a  la  boba,  para  que  los  lave, 
pero  como  aquí  casi  nunca  hace  sol  y  hay  que  secarlos  en 
la  cocina,  cerca  del  fogón,  sucede  que  se  ahuman...  La 
iglesia  es  muy  pobre,  como  habrá  visto  sumercé...  No 
tenemos  sino  dos  manteles,  un  roquete  que  sumercé  ya 
vio,  el  alba  que  acaba  de  quitarse,  y  nos  faltan  dos  orna- 
mentos, el  rojo  y  el  verde.  ..  A  Dios  gracias  que  no  esta- 
mos en  Pentecostés,  porque  si  no  cómo  fuera.  Ahí  verá 
qué  hace  sumercé,  porque  la  señorita  Cornelia,  la  her- 
mana del  señor  cura  viejo,  que  era  muy  necia,  va  a  man- 
dar por  los  otros  ornamentos  ;  ella  misma  los  cortó  y  los 
hizo  bordar  por  las  monjas  del  pueblo  de  abajo,  que 
tienen  mano  de  ángel  para  esas  cosas.  Se  los  dejó  empres- 
tados por  unos  días  a  la  iglesia,  mientras  sumercé  lle- 
gaba... Y  bueno  es  que  le  cuente  que  también  se  llevó 
unas  maticas  de  geranio  que  había  en  el  patio,  y  el  ser- 
vicio de  noche,  y  el  turpial  y  la  lora  que  estaban  en  la 
cocina,  y  las  sábanas  floreadas  de  la  cama,  y  un  espejito 
de  aumento  que  tenía  el  señor  cura  viejo  para  afeitarse. 
¡Milagro  fue  que  no  se  llevara  más  cosas!... 

El  buen  cura  alzó  los  hombros  con  desaliento. 

— ¿Y  de  dónde  sacaste  ese  vino? 

— Ese  vino  eran  meros  tres  sorbos  que  le  empresté 
esta  madrugada  a  misia  María  Encarna,  mientras  pode- 
mos mandar  por  una  botella  al  pueblo  de  abajo.  ¿Y  ahora 
que  me  acuerdo,  sumercé  trujo  plata?  Porque  se  acaba- 
ron las  velas...  La  señorita  Cornelia  arreó  también  con 
las  velas,  y  se  llevó  hasta  los  cabos... 

— Bien,  bien...  Después  hablaremos  de  esas  cosas... 
Ahora  voy  a  rezar. 


38 


— Su  reverencia  me  perdone — ,  dijo  en  ese  momento 
desde  la  puerta  de  la  sacristía  una  mujer  menuda,  de 
rostro  bastante  joven,  ojos  grandes  y  negros,  y  pelo  gra- 
sicnto peinado  en  rizos  y  tirabuzones  que  bailaban  coque- 
tamente sobre  su  frente.  Vestía  un  abrigo  de  color  azul 
fuerte  y  una  pañoleta  verde  con  flores  moradas  le  cubría 
parte  de  la  cabeza. 

— Buenos  días,  buenos  días,  señorita...  Perdóneme 
usted,  porque  voy  a  comenzar  mi  rezo.  Dentro  de  un  rato 
tengo  el  mayor  gusto  en  atenderla .  . . 

— Es  un  momentico  nada  más,  para  decirle  a  su  reve- 
rencia que  me  llamo  Dolorcitas  Pérez,  de  los  Pérez  de 
Puente  Grande  que  no  son  los  mismos  Pérez  del  páramo, 
y  que...  en  fin...  nadie  sabe  quiénes  son  estos  Pérez, 
porque  hay  Pérez  de  Pérez  en  este  pueblo,  y  es  bueno 
que  su  reverencia  lo  sepa.  Hice  mis  estudios  en  la  escuela 
normal  de  señoritas,  fui  maestra  de  escuela  en  el  pueblo 
de  abajo  hasta  cuando  me  sacaron  los  rojos...  ¡Si  yo  le 
contara  a  su  reverencia,  sería  cosa  de  nunca  acabar! 

-^Muy  bien,  muy  bien . . .  Dentro  de  un  momento 
hablaremos,  si  usted  me  hace  el  favor  de  esperarme  en 
la  casa  cural. . . 

— ¿Y  cómo  le  pareció  a  su  reverencia  el  Alfonsito? 

— ¿Alfonsito? 

— El  niño  que  le  ayudó  a  la  misa.  Es  el  monaguillo. 
Fue  el  primero  del  curso  de  catecismo  el  año  pasado  y  yo 
misma  le  enseñé  las  contestaciones  en  latín.  ..  ¿Alfonsito? 
¡Alfonsito!  ¿Qué  se  habrá  hecho  ese  bandido?  Quería  pre- 
venir a  su  reverencia  que  a  veces  al  muy  picaro  le  gusta 
el  vino  de  las  vinajeras...  ¡Cosas  de  criaturas!  ¿Alfon- 
sito? ¡Alfonsito! 

El  paciente  cura,  arrodillado  en  el  desvencijado  recli- 
natorio de  la  sacristía,  ante  una  despacible  vitela  del 
Crucificado  que  había  pegada  con  una  tachuela  a  la  pared, 
tuvo  que  atender  en  aquel  momento  dos  nuevas  y  apre- 
miantes solicitudes.  La  de  una  gruesa  señora,  con  pendien- 
tes de  vidrio  en  las  orejas,  cobijada  con  un  pañolón  de 
lana  gris  que  resbalaba  continuamente  sobre  el  busto 
tembloroso,  y  la  de  una  señora  alta,  delgada,  que  lucia 
verrugas  en  la  mejillas  y  una  sombra  de  bigote  en  el 
labio  de  arriba.  La  maestra  saludó  a  la  gorda,  cuando 
ésta  pugnaba  por  entrar  a  la  sacristía  al  través  de  la 
portezuela  de  la  casa  cural,  qué  le  quedaba  demasiado 
estrecha. 

— Buenos  días,  mi  señora  Ursulita.  ¿Cómo  amaneció 
el  señor  notario? 


3» 


— Buenos  días,  Dolorcitas . . .  ¡Señor  cura!...  ¡Y  tan 
jovencito  que  es!  ¡Ave  María  Purísima!...  Muy  buenos 
días,  su  reverencia .  . .  Vine  a  saludarlo  y  a  ofrecerle  mi 
casa,  que  está  aquí  no  más  a  la  vuelta...  La  casa  del 
notario,  que  mejorando  lo  presente,  es  la  mejor  del 
pueblo.  Ni  la  de  don  Roque,  en  la  plaza  de  abajo,  es  tan 
buena  como  la  nuestra.  Tiene  agua  corriente  y  pozo  asép- 
tico. Ahí  le  traje  a  su  reverencia  unas  mogollitas  para 
su  desayuno,  que  le  dejé  con  la  boba.  ¿No  se  las  ha  entre- 
gado todavía? 

— No,  mi  señera,  muchas  gracias...  Todavía  no  he 
desayunado,  y  tenía  el  propósito  de  rezar  un  poco  antes 
de  hacerlo. . . 

Abriéndose  trabajosamente  paso  por  entre  la  señora 
gorda,  que  todavía  jadeaba,  y  la  flaca  que  con  movi- 
miento mecánico  y  convulsivo  se  tiraba  continuamente  de 
la  mantilla  para  protegerse  de  las  corrientes  de  aire, 
irrumpió  en  la  sacristía  una  muchacha  de  hasta  cuarenta 
años,  más  bien  graciosa  y  robusta,  de  dientes  de  oro  que 
enseñaba  continuamente  a  la  admiración  de  los  fieles. 

— Buenos  días,  Dolorcitas...  Mi  señora  Ursulita,  bue- 
nos días...  Señor  cura,  muy  buenos  los  tenga  su  reve- 
rencia... ¿Cómo  siguió  de  su  neuralgia,  señorita  Zoila? 
Para  esos  dolores  lo  único  que  hay  es  un  parche  de  sebo 
caliente  por  ia  noche.  ¿Mogollitas,  decía  mi  señora  Ursu- 
lita? Precisamente  le  acabo  de  dejar  al  señor  cura,  con 
la  boba,  unas  tiernecitas,  de  las  que  amasé  yo  misma 
ayer.  . .  ¡Si  habrá  oído  hablar  su  reverencia  de  las  mogo- 
llitas de  las  gordas.  . .  en  la  tienda  del  río,  que  está  muy  a 
las  órdenes  de  su  reverencia  para  todo  lo  que  se  le 
ofrezca!  Así  se  lo  dije  a  la  boba.  Hoy  tenemos  arepitas  de 
maíz,  muy  sabrosas,  que  le  gustaban  mucho  al  señor 
cura  viejo. . . 

— Señor  cura  :  ¿su  reverencia  me  puede  atender  un 
instante? — ,  interrumpió  la  señorita  Zoila,  que  hasta  aquel 
momento  no  había  tenido  la  oportunidad  de  expresarse 
sino  mediante  golpes  de  tos  que  le  sacudían  las  espaldas — . 
¿Su  reverencia  podría  hacerme  el  servicio  de  oirme  en 
confesión?  Es  algo  sumamente  importante... 

—  ;Avc  María  Purísima!  ■ — exclamó  la  señora  del  no- 
tario— .  Zoilita  confesándose  a  estas  horas  después  de  que 
com.ulgó  en  la  misa...  ¡Una  santa,  señor  cura!  ¡Una  ver- 
dadera santa  que  se  la  pasa  rezando  en  la  iglesia!...  Y 
vistiendo  santos. 


43 


— ¡Son  cosas  mías! —  dijo  secamente  la  señorita  Zoila, 
fulminando  a  la  señora  Ursulita  con  una  mirada  cargada 
de  amenazas  y  una  sonrisa  agria. 

— ¡Pero  si  acaba  de  comulgar,  hija! 

—  ¡Ese  fantasma!,  — masculló  el  Caricortao  asomando 
la  cabeza  por  encima  del  grupo  que  estaba  embutido  a 
la  puerta  de  la  sacristía — .  ¿Señor  cura?  ¡Señor  cura! 
Manda  decir  la  boba  que  si  sumercé  no  piensa  ir  a  desa- 
yunarse, porque  se  le  está  enfriando  el  chocolatico.  . . 

— Un  momento,  por  favor.  .  .  Todavía  no  he  podido 
rezar  mis  oraciones  de  acción  de  gracias...  Si  las  señoras 
me  hicieran  el  favor  de  esperar  en  el  corredor.  .. 

Y  las  miró  suplicante,  incorporándose  a  medias  del 
reclinatorio.  No  había  acabado  de  hacerlo,  cuando  enca- 
bezados per  Alfonsito,  el  monaguillo,  que  mordisqueaba 
una  de  las  mogollas  de  la  señora  Ursulita,  aparecieron  en 
la  estrecha  y  larga  sacristía,  por  la  puerta  que  daba  a  la 
iglesia,  los  niños  y  niñas  de  la  escuela  rural. 

— Es  que...  verá  su  reverencia  — explicó  la  maestra 
frotándose  nerviosamente  las  manos — :  es  que  me  he  per- 
mitido traer  a  los  niños  y  las  niñas  de  la  escuela  para  que 
saluden  a  su  reverencia,  y  su  reverencia  los  examine... 

—  ¡A  mí  no!...  ¡A  mí  no!  — gritó  una  niña  mocosa  y 
además  albina,  rompiendo  a  llorar. 

—  ¡Cállate,  mona! — ,  le  sopló  al  oído  la  maestra,  propi- 
nándole de  paso  un  pellizco  a  hurtadillas  del  cura.  El 
resto  de  la  escuela  soltó  la  risa,  sin  poder  contenerse. 

La  cara  de  la  boba  emergió  entre  los  niños  de  la 
escuela,  como  un  espanto. 

— ¿Al  fin  va  sumercé  a  tomarse  el  desayunito,  que  ya 
está  con  nata?  Porque  mire  sumercé  que  tengo  que  lavar 
la  ropa,  aprovechando  que  no  ha  comenzado  a  llover... 
Si  quiere  que  le  lave  alguna  cosa,  sumercé  dirá... 

—  ¡Todo  sea  por  Dios! — ,  dijo  el  cura  para  sí,  y  levan- 
tándose del  reclinatorio,  se  abrió  paso  por  entre  el  grupo 
de  la  puerta  y  pasó  a  la  casa  cural.  . 

Desde  el  atrio  que  desciende  en  escalones  pendientes 
y  desportillados  casi  hasta  una  tercera  parte  de  la  plaza, 
el  alcalde  señaló  con  el  bordón  de  guayacán  las  nubes 
grises  y  negras  que  colgaban  en  pesados  racimos  sobre  el 
Alto  de  la  Cruz,  en  la  boca  del  páramo. 

— ¡No  pasará  una  hora  sin  que  comience  otra  vez  a 
llover!  Con  esta  cerrazón  el  correo  no  podrá  llegar  hasta 
mañana. . . 

— Así  es,  compadre . . .  Así  es  — corroboró  el  notario. 


41 


La  vieja  espadaña  estaba  entablillada  por  un  anda- 
mio, pues  desde  hacía  muchos  años  la  venían  descargando 
para  levantar  una  construcción  más  elegante,  de  ladrillo 
y  cemento  en  lugar  de  calicanto.  Obra  de  grande  aliento 
que  inició  ochenta  años  atrás  uno  de  los  curas  a  quienes 
el  pueblo  consideraba  beneméritos  de  la  localidad.  Su 
mem.oria  se  guardaba  celosamente,  de  generación  en  gene- 
ración, entre  los  vecinos,  así  fueran  liberales  como  lo 
habían  sido  pocos  años  atrás.  Y  entre  las  curiosidades  de 
aquel  párroco,  cuyos  dichos  todavía  se  citaban  en  cinco 
leguas  a  la  redonda,  desde  el  pueblo  de  abajo  hasta  el 
Alto  de  la  Cruz  :  entre  sus  manías  se  contaba  la  de  tener 
en  la  cabeza  los  planos  de  la  iglesia  nueva  que  habría  de 
sustituir  la  arquitectura  sobria  y  sin  pretensiones  de  la 
iglesia  antigua.  Muerto  aquel  cura  progresista,  sus  suce- 
sores no  pudieron  term.inar  nunca  la  torre  de  la  iglesia, 
por  lo  cual  la  dejaron  en  pañales,  es  decir,  en  andamios, 
utilizando  como  cebo  para  bazares  la  necesidad  de  aca- 
rrear material  al  atrio  para  acabarla  algún  día. 

—  ¡Mal  tiempo,  mal  tiempo  para  las  elecciones  que  ya 
se  vienen!  — sentenció  el  alcalde. 

—  ¡Peor  nos  tocó  hace  algunos  años,  para  las  elec- 
ciones presidenciales!  — recordó  el  notario,  sonriendo... — 
Por  eso,  por  mal  tiempo,  no  pudieron  bajar  aquella  vez 
los  paramunos  de  Agua  Bonita,  y  don  Pío  Quinto  Flechas 
se  quedó  con  los  crespos  hechos. 

— Ahora  que  hablam.os  de  eso,  compadre  :  ¿quedan 
todavía  liberales  en  Agua  Bonita? 

— Tres  o  cuatro .  . .  sobrevivientes,  que  dice  don  Roque, 
porque  los  otros  se  encaminaron^  en  Llano  Redondo,  con 
los  bandidos.  Pero  aquí  viene  '  mi  ahijado  Anacarsis, 
quien  nos  lo  sabrá  decir,  por  ser  el  que  le  maneja  Agua 
Bonita  a  don  Roque... 

El  mocetón  salió  de  la  iglesia,  del  brazo  de  una  de  las 
gordas.  El  secretario  del  alcalde,  ojeroso  y  tímido,  la 
miraba  a  ella  con  amor  y  a  él  con  rabia,  del  otro  brazo. 

— ¡Hola,  ahijado!  — gritó  el  notario. 

— ¿Qué  hay  de  nuevo,  padrino?  — respondió  el  mu- 
chacho, olvidando  a  la  gorda  que  se  fue  muy  oronda  con  el 
secretario,  que  era  su  "bobo  guardado",  calle  abajo  por 
la  calle  del  río.  — ¿Si  notaron  que  el  viejo  no  vino  a  misa? 
Yo  llegué  esta  madrugada  de  Agua  Bonita,  y  no  me  apeé 
en  la  casa,  sino  donde  Rafo,  porque  el  viejo  me  había 
mandado  un  propio  desde  antier  con  el  recado  de  que 
estaba  en  el  pueblo  el  indio  ese  del  Anacleto.  ¿Ya  lo  vie- 
ron ustedes? 


42 


— Lo  vimos  anoche,  o  mejor  dicho,  lo  vi  yo  porque 

estuve  donde  don  Roque,  en  la  casa  de  abajo,  tomándoles 
a  los  dos  la  firma  de  las  escrituras. 

— ¿Y  firmaron  ambos? 

— Firmaron ... 

— ¿Y  es  cierto  que  a  vos  te  dio  el  viejo  la  plata  para 
que  le  compraras  las  fincas  al  Anacleto,  mientras  se  las 
endosas  al  viejo  con  una  nueva  escritura? 

— Es  cierto,  niño  Anacarsis  — respondió  cabizbajo  el 
alcalde. 

— ¿Y  vos  le  vas  a  hacer  escrituras  al  viejo?  ¿Ya  las 
firmaste? 

— Todavía  no...,  pues  estábamos  esperando  a  que  se 
largara  el  Anacleto. 

— A  eso  vine.  El  viejo  quiere  desde  hace  tiempos  que 
Agua  Bonita  sea  para  mí,  y  esta  es  la  ocasión  de  que  me 
la  entregue.  ¡Y  me  gusta  Agua  Bonita!. .  .  ¡Más  le  gustaba 
al  Anacleto!...  ¡Ja,  ja,  ja! 

Agua  Bonita  era  un  criadero  de  ovejas  y  sembradero 
de  papa,  que  perteneció  a  la  madre  de  Anacleto,  la  her- 
mana de  don  Pío  Quinto  Flechas,  a  quien  sacaron  como  a 
una  de  ellas  hacía  tres  años.  La  cosa  se  prestaba  para 
chistes  en  el  pueblo.  Este  cambió  de  dueño  y  de  don  Pío 
Quinto  pasó  a  don  Roque.  Agua  Bonita,  que  debería  ser 
del  Anacleto,  hijo  legítimo  de  don  Roque  Piragua  y  de 
la  hermana  de  don  Pío  Quinto  Flechas,  iría  a  parar  a 
manos  del  Anacarsis,  su  medio  hermano  por  parte  de 
padre. 

— Para  decirles  verdad,  — agregó  el  mozo — ,  todavía  no 
se  han  volteado  los  tres  rojos  que  allá  quedaban.  Y  para 
que  sepan,  tienen  muy  buenas  estancias . . .  Las  de  los  que 
se  fueron,  no  valían  gran  cosa.  Los  concejales,  que  les 
pusieron  la  mano  y  ahora  las  disfrutan,  poca  papa  les 
sacan. 

— ¿No  estará  enfermo  don  Roque,  que  no  vino  a  misa? 
Hoy  es  primer  viernes,  y  él,  que  es  tan  piadoso,  comulga 
siempre  por  esta  fecha.  Yo  también  comulgo  todos  los 
viernes,  pero  anoche  me  dieron  mis  morideras  y  Ursuüta 
se  empeñó  en  que  tomara  un  sorbo  de  agua. 

— Tal  vez  el  viejo  no  querría  pasar  por  la  tienda, 
donde  anoche  se  quedó  a  dormir  el  Anacleto  — dijo  el 
alcalde.  — Y  como  el  Anacleto  se  acostó  borracho,  según 
cuenta  el  notario,  todavía  no  se  habrá  levantado... 

— Es  posible .  . .  — opinó  el  Anacarsis. 

— ¡Es  raro!  — observó  el  notario,  ensombreciendo  el 
rostro — .  Estamos  estrenando  cura,  como  tú  ya  lo  sabes 

43 


y  lo  viste ...  Es  raro,  pues,  que  no  viniera  don  Roque  a 
echarle  un  vistazo ...  Y  a  propósito,  ¿cómo  te  pareció 
el  señor  cura,  ahijado? 

— ¿A  mi?  Pues  un  cura .  . .  como  todos.  Tal  vez  dema- 
siado joven  para  el  cargo.  De  lo  que  dijo  en  el  sermón, 
no  entendí  nada.  ¿O  estará  creyendo  que  va  a  mandar 
más  que  el  viejo,  por  esa  historia  de  las  ovejas  que  re- 
calcó tanto? 

— Así  será,  don  Anacarsito. ..  ¡Pero  habló  bonito,  muy 
bonito! 

— ¡Vos  qué  sabés  de  hablar  bonito!  ¿Qué  opina  mi 
padrino? 

— Voy  a  decirte  :  lo  que  pudiéramos  llamar,  y  ustedes 
me  perdonen,  las  generales  de  la  ley,  me  parecieron 
superiores.  Es  hombre  joven,  de  rostro  simpático,  muy 
devoto  y  muy  elegante . . .  Pero  yo  no  sé,  no  sé  si  tiene 
cierto  aspecto  de  señorita...  melindrosa. 

— ¡Eso!  Eso  mismo  pensaba  yo,  padrino,  cuando  le  mi- 
raba las  manos  tan  blancas  y  delgaditas,  como  de  niña, 
sin  negro  en  la  uña.  Eso,  me  dije,  eso  puede  ser  un  cura... 
¡pero  en  ningún  caso  como  el  otro,  que  sí  era  un  macho! 

— Pues  qué  le  parece  don  Anacarsito  que  a  mí  se  me 
pviso  en  la  cabeza  la  misma  cosa. 

— ¡Vos  qué  sabés! 

— Además,  por  lo  que  hace  a  la  predicación  del  señor 
cura,  — prosiguió  el  notario — ,  yo  no  sé  hasta  qué  punto 
convenga  casi  en  vísperas  de  elecciones  el  dejarse  venir 
con  esa. . .  con  esa  filípica,  un  poco  despectiva  con  las  auto- 
ridades legítimas  del  pueblo.  Eso  de  que  por  encima  de 
mí  el  diluvio. . .  ¡es  decir,  nadie!. . .,  como  decía  Luis  XV. 

— ¿Luis  qué,  compadre? 

— Luis  XV  o  Luis  XX,  porque  no  recuerdo  ahora 
exactamente,  fue  un  rey  de  Nápoles.  En  Europa  numeran 
a  los  reyes,  compadre,  como  si  aquí  dijéramos,  pongo  por 
caso,  Roque  I  y  Roque  II,  que  sería  mi  ahijado... 

— ¡Cómo  sabe  usted  de  cosas,  padrino!  ¡Y  de  veras 
que  fue  imprudencia  del  cura  echar  esas  "vainas"  en  estos 
momentos! . . .  Porque  me  imagino  que  filípicas  quiere 
decir  "vainas",  ¿no  es  cierto?  ¡Á  Dios  gracias  que  por  ser 
día  de  trabajo  no  había  chusma  en  la  iglesia! 

— No  había  chusma,  ahijado...  no  la  había.  Pero  mi 
compadre  y  mi  ahijado  verían  detrás  de  una  columna, 
gimoteando,  a  la  María  Encarna  que  estaba  con  la  mayor 
de  las  niñas. 

— ¿La  bonita? 


44 


— La  misma.  Por  cierto  que  ésta  llevaba  una  cinta 
roja...  ¡si  señores,  roja!...  en  la  cabeza.  Y  comulgaron 
ambas. 

— ¿De  veras?  — dijo  el  alcalde — .  ¡Eso  es  una  provo- 
cación, compadre! 

— Hace  tiempo  que  has  debido  notificarle  a  la  María 
Encarna  que  cerrara  esa  tienda  del  camino...  ¡Me  río 
del  alcalde  que  fuimos  a  poner! 

— Pero  niño  Anacarsis. . .  ¡Si  ya  le  he  subido  dos  veces 
el  impuesto  de  industria  y  comercio!  ¡Y  acabo  de  pro- 
hibirle la  venta  de  cerveza!  ¡Y  su  papacito  don  Roque  ya 
le  notificó  que  no  le  prorrogaría  el  arriendo  del  local  ni 
un  día  más  después  del  15!...  Tampoco  es  bueno  preci- 
pitarse, porque  no  faltarían  lengüilargos,  que  le  llevaran 
el  cuento  al  gobernador,  diciéndole,  como  por  así  rezongar, 
que  soy  un  árbitro... 

— Arbitrario ...  y  atrabiliario,  querrá  decir  mi  com- 
padre. Pero  bueno  :  el  hecho  es  que  la  María  Encarna  oyó 
el  sermón  y  es  como  si  lo  hubieran  escuchado  en  el 
pueblo  de  abajo,  en  el  páramo,  en  el  Alto  de  la  Cruz  y  en 
todas  partes...  ¡Ella  se  encargará  de  repetírselo  a  todos 
sus  parroquianos! 

— Vamos  a  ver  qué  dice  el  viejo...  Y  de  paso  pode- 
mos redactar  la  escritura  de  Agua  Bonita — ,  propuso  el 
mozo. 

— Por  desgracia  yo  no  puedo  ir  a  saludar  a  mi  señor 
don  Roque  todavía,  porque  tengo  que  ir  a  desayunar 
—  manifestó  el  notario. 

— ¿No  será  mejor,  niño  Anacarsis,  que  esperemos  a 
que  don  Roque  se  levante  y  nos  mande  llamar?  Mientras 
esté  posando  en  la  casa  el  Anacleto,  no  hay  caso  de 
echar  firmas  y  conversar  de  nada... 

— Esta  vez  sí  tenés  razón. 

— Yo  no  sabría  qué  decirles...  Como  le  comentaba 
anoche  a  mi  compadre  aquí  presente,  le  tengo  mucha 
desconfianza  a  ese  bandido  del  Anacleto. . . 

— ¡Cierto!  Cuando  mi  padre  lo  echó  de  la  casa,  hace 
tres  años,  juró  delante  de  mí  y  de  todo  el  mundo  en  el 
pueblo  que  a  los  veintiuno  volvería  por  su  herencia.  . .  ¡y 
volvería  a  vengarse! 

— Allí  sale  mi  vieja  de  la  casa  cural.  Yo  voy  a  des- 
pachar mi  chocolate  y  allá  los  espero,  ahijado.  ¿Ursuhta? 
¡Ursulita!  ¡Espérame! .  . . 

— Aguarde  un  momento,  padrino ...  O  más  bien,  no . . . 
Yo  siempre  pasaré  por  la  casa  del  viejo,  con  el  alcalde. .. 
¿Cómo  decía  que  se  llamaba  ese  rey  de  Nápoles,  padrino? 

45 


— Luis  XV . . .  Entonces  los  espero  en  la  casa . . .  Sa- 
ludos a  mi  señor  don  Roque.  Tengo,  ahijado,  un  resacadito 
que  me  trajeron  del  pueblo  de  abajo,  por  si  quiere  matar 
el  gusano  antes  de  desayunarse... 

— Excelente  idea,  padrino .  . .  Después  de  hablar  con 
el  viejo,  por  allá  iremos. . . 


Cuando  logró  sacudirse  el  avispero  de  las  beatas  que 
lo  acompañaron  a  desayunar,  y  le  hablaron  de  tantas 
cosas  a  la  vez  que  no  pudo  enterarse  parcialmente  de  nin- 
guna, el  buen  cura  entró  a  su  despacho  que  quedaba  en 
una  pieza  de  techo  bajo,  con  ventana  a  la  plaza  y  puerta 
sobre  el  zaguán.  Sentado  en  la  mesa  del  rincón,  entre  dos 
estantes  atestados  de  viejos  libros  parroquiales,  lo  espe- 
raba un  joven  que  balanceaba  las  piernas.  Tenía  el  rostro 
ensombrecido  por  una  preocupación  interior  :  era  de  piel 
cetrina,  ojos  pequeños  y  vivos,  labios  delgados,  y  lucía  un 
bigote  casi  infantil,  descarralado,  que  se  atusaba  nervio- 
samente con  los  dedos.  Después  de  los  saludos  de  rigor, 
más  sobrios  de  como  se  acostumbran  en  el  pueblo,  el  cura 
se  sentó  en  una  vieja  butaca  de  hule  verde,  que  por  una 
rasgadura  descubría  sus  tripas  de  esparto. 

— ¡Calma,  calma,  muchacho!...  — le  aconsejó  a  su  in- 
terlocutor, que  lo  miraba  ahora  con  ojos  húmedos  y  bri- 
llantes. Las  aletas  de  su  nariz  palpitaban,  como  si  estu- 
viera a  punto  de  sofocarse — .  ¿Quieres  confesar  tus  peca- 
dos? ¿O  quieres  simplemente  conversar  conmigo?  Pue- 
des tener  plena  confianza  en  mi . . .  Considérame  como  a 
un  amigo. 

— ¿Confesarme? . . .  No,  no  he  venido  a  eso,  señor 
cura.  . .  ¡He  venido  a  que  me  proteja  su  reverencia  de  que 
me  asesinen!  Dentro  de  media  hora,  de  una  hora,  yo  no 
sé  cuando,  tal  vez  muy  pronto,  vendrán  por  mí. . .  ¡Y 
usted  tiene  que  protegerme!...  Si  no  me  esconde  en 
alguna  parte,  si  no  me  saca  de  este  maldito  pueblo. . . 

Las  palabras  se  atropellaban,  pronunciadas  en  un  tono 
bajo  a  fin  de  que  fuera  de  ellos  nadie  más  se  enterase 
de  su  contenido.  Continuamente,  con  los  pretextos  más 
fútiles,  entraba  el  sacristán  para  interrumpirlos. 

— ¡Déjame,  te  he  dicho!...   ¡Cierra  la  puerta! 

— Como  ordene  sumercé .  . .  Era  que  venía  a  ver  si 
estaba  por  aquí  la  escoba . . .  ¿No  se  le  ofrece  nada  a 
sumercé? 


46 


El  cura  logró  tranquilizar  a  medias  al  muchacho,  cuyá 
ropa  demasiado  estrecha  le  embarazaba  todavía  más  que 
sus  preocupaciones. 

— Te  oiré  como  un  amigo,  — le  dijo — ,  aunque  sea  la 
primera  vez  que  nos  veamos.  Ten  la  seguridad  de  que  lo 
que  me  digas,  por  grave  que  sea,  puesto  que  así  lo  quieres 
no  habré  de  revelárselo  á  nadie...  De  eso  puedes  estar 
seguro  :  a  nadie . . .  Después  ya  veremos  qué  se  hace.  Pero 
antes  de  que  empieces  a  relatarme  tus  angustias . . . 

— Yo  venía  a  decirle  que  no  lo  maté...  ¿Me  entiende? 
¡Yo  no  lo  maté!  ¡Yo  no  lo  maté,  padre! 

Este  fue  personalmente  por  un  vaso  de  agua,  para 
serenarlo.  Con  un  gesto  nervioso  el  muchacho  se  aflojó 
la  corbata  y  se  bebió  de  un  trago  el  agua  del  vaso.  Lo 
colocó  después,  de  un  golpe,  sobre  la  mesa. 

—Vamos,  —dijo  su  interlocutor  con  voz  suave,  tomán- 
dole efusivamente  una  mano  entre  las  suyas:  — ¡Cuéntame 
todo! 

El  Anacleto,  que  era  hijo  legítimo  de  don  Roque  Pira- 
gua y  de  la  hermana  de  don  Pío  Quinto  Flechas,  ya 
difunta,  desde  niño  se  mostró  rebelde. 

— Le  tira  la  sangre  materna,  que  es  mala  sangre  — decía 
don  Roque  a  quien  quería  escucharlo. 

Y  este  don  Roque  se  había  casado  ya  muy  ma- 
duro, y  más  por  interés  que  por  otra  cosa,  con  la  her- 
mana de  don  Pío  Quinto  Flechas  a  quien  por  ser  en 
aquel  entonces  el  gam.onal  de  un  pueblo  donde  todo  el 
mundo  le  temía,  no  había  quien  osara  contrariarlo. 

Era  aquel  don  Pío  Quinto  hombre  muy  rico,  que  por 
toda  suerte  de  mañas  y  artimañas  fabricó  mía  respetable 
fortuna,  acogotando  a  ios  vecinos  del  pueblo  a  quienes  les 
daba  en  préstamo  dinero  sobre  hipotecas,  y  corriendo  las 
cercas  de  alambre  que  dividían  sus  tierras  de  las  de  los 
aldeanos.  Tenía  fincas  en  toda  la  región,  desde  el  pueblo 
de  abajo,  a  la  orilla  del  río,  hasta  el  pueblo  de  arriba,  en 
pleno  páramo.  Sus  dominios  temblaban  bajo  su  puño  de 
hierro.  Cuando  se  emborrachaba,  que  era  con  frecuencia, 
solía  divertirse  disparando  a  altas  horas  de  la  noche  en 
la  plaza  del  pueblo,  para  amedrentarlo.  Diariamente  salía 
a  caballo,  muy  de  mañana,  a  visitar  la  finca  de  Agua 
Bonita  donde  sus  hijos  natui'ales  trabajaban  como  peones 
en  los  barbechos,  pues  nunca  quiso  educarlos.  Cuando  su 
hermana  estuvo  en  edad  de  merecer,  como  se  decía  en  el 
pueblo,  la  casó  con  don  Roque  Piragua  que  perteneoía  a 
una  antigua  familia  conservadora  del  lugar,  y  a  la  sazón 
vegetaba,  casi  en  la  ruina,  en  la  secretaría  del  juzgado. 


47 


Don  Roque  Piragua  resolvió  casarse  con  la  hermana 
de  don  Pío  Quinto  Flechas,  sólo  para  salir  de  pobre  y  en 
vista  de  que  los  tiempos  no  mejoraban.  Su  familia  hacía 
rato  que  había  perdido  las  preeminencias  en  la  provincia: 
los  contratos  que  alguna  vez  tuvo  en  las  obras  públicas 
y  los  remates  de  las  rentas  de  tabaco  y  licores,  porque 
todo  eso,  junto  con  el  transporte  del  correo,  lo  acaparó  don 
Pío  Quinto.  Los  Piraguas,  que  a  comienzos  del  siglo  fue- 
ron muy  poderosos,  acabaron  dispersándose  por  el  depar- 
tamento, envileciéndose  en  las  ventas  de  los  caminos  y 
reabsorbiéndose  en  la  humilde  gleba  rural.  Gracias  a  su 
matrimonio,  don  Roque  tenía  la  oportunidad  de  restaurar 
el  antiguo  esplendor  que  el  nombre  de  los  Piraguas  tuvo 
alguna  vez  en  el  pueblo.  Por  su  parte,  don  Pío  Quinto 
sellaba  mediante  esa  alianza  una  tormentosa  época  de 
odios  y  venganzas  entre  las  dos  familias,  entre  las  dos 
dinastías  que  se  disputaban  la  hegemonía  en  la  provincia. 
El  pueblo,  como  un  remanso,  o  más  bien  como  un  lento 
remolino  del  río,  daba  vueltas  sobre  sí  mismo. 

Tornaron  poco  a  poco,  a  la  vera  de  don  Roque,  a 
bogar  Piraguas  en  el  pueblo.  Muchos  volvieron  a  la  gácha- 
panda,  y  consiguieron  medrar  bajo  el  ala  de  su  pariente 
y  con  la  vista  gorda  del  gamonal,  que  con  los  años  parecía 
haber  perdido  los  dientes  y  las  garras.  Fueron  tiempos 
felices,  que  ya  nadie  recuerda.  Los  arrendatarios  de  Agua 
Bonita  y  los  de  todo  el  contorno  de  la  provincia,  apenas 
se  daban  cuenta  de  estas  mutaciones  y  cambios  de  fortuna, 
porque,  como  decía  don  Roque,  "esos  indios  no  entien- 
den nada".  Para  ellos  todo  seguía  lo  mismo,  con  don 
Pío  Quinto  Flechas  mandando  en  jefe  soberano  sobre  el 
pueblo,  o  compartiendo  el  poder  con  su  cuñado  y  antiguo 
enemigo  don  Roque  Piragua,  Este,  a  medida  que  pasaban 
los  años  y  se  enriquecía  y  se  rodeaba  de  parientes,  iba 
mostrando  la  espuela,  muy  afilada  en  su  peregrinación 
por  el  desierto.  Mientras  no  había  elecciones,  cuando  los 
requerían  para  que  se  matasen  unos  a  otros,  los  campe- 
sinos continuaban  escarbando  la  tierra  con  su  arado  de 
chuzo,  bajo  las  lluvias  torrenciales  y  entre  las  cerrazones 
del  páramo.  Su  miserable  jornal  no  se  alteraba  porque 
menguara  o  creciera  la  fortuna  de  los  gamonales.  Fueran 
estos  godos  o  liberales,  no  dejaban  por  eso  de  mirarlos 
como  a  simples  bestias  de  carga.  Así  se  consideraran 
católicos  fervientes,  puesto  que  se  llamaban  godos  y  fre- 
cuentaban la  iglesia,  o  se  tuvieran  por  partidarios  de  las 
reivindicaciones  sociales  y  las  ideas  avanzadas,  puesto  que 
se  llamaban  liberales  y  hacían  chistes  sobre  el  cura,  lo 


48 


cierto  era  que  los  gamonales  no  tenían  caridad  en  el  pri- 
mer caso  ni  sensibilidad  social  en  el  segundo.  Los  cam- 
pesinos eran  los  siervos,  los  desposeídos,  los  miserables. 
Su  tierra  quedaba  siempre  expuesta  al  capricho  de  los 
caciques,  que  los  echaban  de  ella  cuando  les  venía  ^ 
gana.  Sus  mujeres  seguían  cayendo  derrengadas  por  la 
paliza  dominical  y  el  duro  trabajo  cotidiano.  Sus  hijos 
nacían  hipotecados  al  patrón,  como  los  bueyes  y  los  ma- 
rranos. Sus  hijas  seguían  sirviendo  de  criadas  y  mere- 
trices a  los  amos.  Pero,  por  una  fuerza  de  inercia  que  en 
el  fondo  no  era  sino  miseria  e  ignorancia,  los  campesinos 
eran  liberales  si  habían  nacido  en  la  finca  de  don  Pío 
Quinto  Flechas,  en  el  páramo,  y  conservadores  si  alguna 
vez  recibieron  cepo  y  latigazos  en  la  hacienda  de  los 
Piraguas. .  . 

El  equihbrio  entre  las  dos  familias  que  secularmente 
se  disputaban  el  predominio  de  la  región,  se  conservó 
durante  unos  años,  cuando  nació  el  Anacleto  en  la  finca 
de  Agua  Bonita,  entre  su  tío  el  cacique  liberal,  que  fue 
el  padrino,  y  su  padre  el  antiguo  secretario  del  juez. 
Sobre  su  cuna  habían  hecho  las  paces  para  siempre  las 
dos  familias  ;  a  lo  menos,  eso  creía  la  gente. 

— Estamos  en  una  era  política  de  alianzas,  que  los 
gobiernos  llaman  de  concentración  nacional,  decía  el 
notario. 

Pero  no  hay  que  olvidar  que  don  Roque  se  casó  derro- 
tado por  la  pobreza  cuando  ya  era  hombre  maduro  y 
lleno  de  mañas,  per  lo  cual  no  tardó  en  hartarse  del  matri- 
monio con  una  mujer  a  la  que  en  realidad  jamás  había 
deseado.  Para  don  Roque  querer  era  desear,  y  lo  demás 
no  importaba.  Comenzó,  pues  a  dejar  por  largas  tempo- 
radas a  su  mujer  en  la  finca  de  Agua  Bonita,  que  le 
adjudicó  a  ella  don  Pío  Quinto  Flechas,  porque  la  quería 
mucho.  La  abandonaba  con  el  recién  nacido  Anacleto, 
montaba  a  caballo  y  no  volvía  en  dos  meses.  Andaba  por 
los  pueblos  y  las  veredas,  dando  rienda  suelta  a  su  muía 
y  a  su  concupiscencia,  que  ambas  eran  muy  caprichosas. 
Decía  que  se  iba  de  caza.  Y  en  efecto,  como  quien  per- 
sigue liebres  o  venados,  levantaba  en  el  páramo  esas 
campesinas  cuya  frescura,  tentadora  un  momento,  como  las 
flores  silvestres,  no  dura  sino  mientras  están  en  la  mata, 
es  decir,  en  el  rancho.  En  una  de  esas  rústicas  flores,  que 
paró  después  de  cocinera  en  Agua  Bonita,  había  tenido 
al  Anacarsis.  Le  tomó  cariño  a  la  criatura  porque  la  veía 
a  diario,  lo  que  no  le  sucedía  con  otros  hijos  a  quienes  ni 
siquiera  volvía  a   mirar   cuando    la   madre    llegaba  a 


49 


pedirle  por  el  amor  de  Dios  una  limosna  para  no  morirse 
de  hambre. 

Don  Pío  Quinto,  en  cambio,  sin  haberse  casado  jamás 
para  no  alborotar  su  gallinero,  nunca  perdió  de  vista  a 
sus  retoños,  habidos  todos  en  la  misma  forma  que  su 
cuñado  había  tenido  los  suyos,  pero  a  quienes  destinaba 
con  un  sensato  criterio  de  conveniencia  personal  a  criados, 
peones,  espoliques,  pastores  y  guardaespaldas.  Por  ser 
suyos,  no  se  molestaba  en  pagarles.  De  ahí  que  dijera  don 
Roque  en  sus  ratos  de  mal  humor,  que  su  cuñado  no 
tenía  necesidad  de  contratar  peones,  porque  los  fabricaba 
de  balde  y  en  su  casa.  Don  Pío  Quinto  decía  por  su  cuenta, 
cuando  estaba  borracho  : 

— Este  Roque  es  una  mansa  oveja  porque  lo  tengo 
por  debajo...  Pero  donde  se  voltearan  las  cargas.  ¡Virgen 
Santa!,  sería  capaz  de  asesinarme  y  de  robar  a  su  propio 
hijo...  ¡Sólo  que  reza  y  empata,  y  santas  pascuas! 

El  Anacleto  y  el  Anacarsis  se  criaron  juntos  bajo  el 
mismo  techo,  y  cuando  murió  la  madre  del  primero  y  se 
rompieron  completamente  las  buenas  relaciones  entre  don 
Roque  y  don  Pío  Quinto,  que  sólo  la  difunta  había  lo- 
grado mantener  en  las  apariencias,  el  Flechas  cargó,  con 
su  sobrino  para  Agua  Bonita,  donde  lo  crió  a  su  imagen 
y  semejanza  como  si  fuera  su  hijo.  El  Piragua  por  su 
parte  se  llevó  a  la  casa  del  pueblo  (que  por  herencia  ma- 
terna también  le  pertenecía  al  Anacleto)  al  otro  muchacho, 
al  Anacarsis,  a  quien  siempre  había  preferido  al  legítimo. 

— Es  natural  que  lo  prefiera,  decía  con  sorna  el  nota- 
rio :  es  natural. . . 

Don  Pío  Quinto  se  dedicó  pacientemente  a  envenenar 
el  alma  de  su  sobrino  contra  su  padre,  y  aquel  encono  se 
emponzoñó  todavía  más  cuando  soplaron  vientos  de  trans- 
formación política  por  toda  la  república,  y  los  conserva- 
dores, como  los  sapos  cuando  llueve,  empezaron  a  croar 
en  el  charco  pidiendo  rey.  No  tardaron  en  hacer  a  don 
Roque  presidente  del  directorio  municipal  conservador, 
porque  le  tenía  cogidas  todas  las  cabuyas  a  don  Pío  Quinto 
y  podría  meterlo  en  la  cárcel,  lúgubre  término  de  todas 
las  grandezas  aldeanas.  El  Flechas  le  decía  a  su  sobrino 
que  don  Roque  era  un  viejo  libidinoso  y  ladrón,  que 
acabaría  robándole  su  herencia  para  entregársela  al  Ana- 
carsis, que  era  un  hijo  de  p. . .  Le  contaba  que  en  las  gue- 
rras pasadas,  por  el  fin  del  siglo,  los  Piraguas  se  habían 
ensañado  contra  los  Flechas,  y  entre  las  dos  familias  se 
trenzaron  sangrientas  y  traicioneras  batallas  en  el  pá- 
ramo.   "Los  hijos  son  de  las  madres"  — decía  don  Pío 


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Quinto,  sin  acordarse  que  a  título  de  progenitor  tenía 
esclavizados  a  más  de  veinte  hijos  suyos,  primos  hermanos 
de  Anacleto,  en  los  barbechos  y  sembraderos  de  papa  de 
Agua  Bonita. 

En  la  casa  de  la  plaza  de  abajo,  que  ya  daba  por  suya, 
don  Roque  no  trabajaba  con  menor  empeño  en  enve- 
nenar el  alma  del  Anacarsis.  "Agua  Bonita  tendrá  que 
ser  tuya"  — le  vivía  diciendo — .  "Ese  renegado  del  Ana- 
cleto, que  de  mí  no  tiene  si  no  el  apellido,  habrá  un  día 
de  morder  el  polvo  que  tú  pisas,  porque  los  godos  vol- 
veremos a  gobernar  en  este  pueblo,  que  siempre  ha  sido 
nuestro,  y  entonces  yo  seré  el  amo  y  tú  serás  el  cacique. 
La  madre  del  Anacleto  era  una  tal  por  cual,  y  además 
muy  fea.  Yo  sólo  me  casé  con  ella  para  poder  algún  día 
darle  a  un  hijo  como  tú  la  educación  que  ahora  te  estoy 
pagando". 

La  cual  no  fue  más  allá  de  ponerlo  dos  años  en  la 
escuela,  en  donde  descolló  por  truhán  tanto  como  por 
bruto,  y  después  lo  llevó  a  manejar  la  tienda  de  la  plaza 
de  abajo  mientras  llegaba  la  hora  de  mandarlo  a  Agua 
Bonita  como  mayordomo. 

Los  dos  muchachos  crecieron  en  el'  odio  y  el  deseo 
de  la  mutua  venganza.  Cambiaron  los  tiempos,  y  a  don 
Pío  Quinto,  a  raíz  de  unas  elecciones  manejadas  ya  desde 
la  ciudad  por  sus  enemigos,  se  le  volvió  el  Cristo  de 
espaldas.  Don  Roque  se  apoderó  de  sus  antiguos  domi- 
nios, y  lo  primero  que  hizo  por  medio  del  alcalde  a  quien 
había  recomendado  para  ese  puesto,  porque  era  su  ma- 
yordomo, fue  ordenar  la  captura  de  su  cuñado  por  cierto 
desfalco  que  este  cometió  alguna  vez,  cuando  se  alzó 
con  el  tesoro  municipal  siendo  presidente  del  Consejo. 
(En  los  pueblos  nunca  falta  materia  civil  o  criminal 
para  enjuiciar  a  los  vencidos,  meterlos  en  la  cárcel  y  qui- 
tarles la  tierra). 

Don  Pío  Quinto,  desamparado  del  apoyo  oficial  de 
que  disfrutó  a  sus  anchas  durante  muchos 'años,  cuando 
dominaba  su  partido  y  él  personalmente  nombraba  jue- 
ces y  alcaldes,  haciendo  la  lluvia  y  el  sol  en  el  pueblo, 
se  convirtió  en  un  vencido  impotente.  Había  tenido  que 
huir  de  noche,  saltando  cercas  y  vallados,  y  milagro  fue 
que  pudiera  llegar  vivo  al  pueblo  de  abajo.  Fue  en 
aquella  ocasión  cuando  Anacleto  se  presentó  a  la  plaza, 
todavía  engallado  y  ensoberbecido  porque  no  había  aca- 
bado de  comprender  que  ya  su  tío  no  era  el  cacique,  y 
otro  gallo  cantaba  en  el  gallinero.  Se  apeó  en  la  casa  del 
alcalde  para  pedirle  cuentas  por  la  persecución  a  su  tío. 


§1 


Como  estaba  borracho,  insultó  al  alcalde  que  estaba 
recién  llegado,  y  así  no  se  atrevió  a  prenderlo  en  conside- 
ración a  don  Roque,  que  al  fin  y  al  cabo  era  el  padre 
de  'aquel  badulaque.  Entonces  el  Anacleto,  loco  de^  la  ira, 
amenazó  con  dar  muerte  a  su  propio  padre  si  éste  no 
retiraba  la  denuncia  contra  su  tío  y  no  le  entregaba 
inmediatamente  su  propia  herencia. 

— No  tienes  la  mayoría  de  edad,  le  contestó  don  Roque, 
quien  se  presentó  a  la  alcaldía  rodeado  de  un  grupo 
de  paniaguados  y  espoliques  que  miraban  al  muchacho 
taimadamente,  por  debajo  del  jipa. 

Anacleto  juró  y  perjuró  delante  de  todo  el  mundo 
que  volvería  al  pueblo  cuando  tuviera  veintiún  años,  no 
sólo  por  su  herencia  sino  a  vengarse  de  ese  viejo  bandido 
que  era  su  padre.  Este  le  cruzó  la  cara  de  un  latigazo, 
con  su  pesado  cinturón  de  guarniciones  metálicas,  y  le 
volvió  desdeñosamente  las  espaldas. 

— Lárgate  con  el  bandido  de  tu  tío  — le  había  dicho — . 
Dile  que  algún  día  me  las  pagará  todas  juntas,  comen- 
zando por  la  vergüenza  que  tuve  que  sufrir,  siendo  godo 
y  Piragua,  al  casarme  con  la  gran  p...  de  tu  mamá 
que  era  Flechas  y  además  roja. 

El  Anacleto,  mordiéndose  los  labios,  pero  acorralado 
por  los  secuaces  de  su  padre,  no  tuvo  más  camino  que 
tragarse  su  humillación  y  seguir  pronto  el  del  otro  pueblo. 
Desde  aquel  día,  y  de  esto  hacía  tres  años,  el  Anacarsis 
pasó  a  mayordomo  de  Agua  Bonita,  como  estaba  pre- 
visto :  don  Roque  reinó  cómodamente  en  el  pueblo  de 
arriba  y  don  Pío  Quinto  se  refugió  en  el  de  abajo,  donde 
todavía  quedaban  liberales  que  le  guardaran  las  espaldas. 

El  Anacleto  se  dio  a  rodar  por  el  mundo,  lo  cual  no 
es  mera  figura,  porque  se  metió  a  chofer.  Sólo  perma- 
neció unos  pocos  días  con  su  tío,  en  el  pueblo  de  abajo, 
y  marchó  después  a  la  capital  de  la  república  para  buscar 
trabajo,  huyendo  de  la  vergüenza  que  había  dejado  en 
su  pueblo;  y  ni  su  amante  tío  logró  detenerlo  con  halagos. 

— No  volveré  en  tres  años,  sumercé,  le  dijo  al  despe- 
dirse en  la  carretera,  cuando  montó  en  el  bus.  Volveré 
cuando  tenga  los  veintiún  años  y  pueda  reclamar  mi 
herencia  con  la  ley  en  la  mano  ;  y  lo  vengaré  a  sumercé 
y  a  mi  madre,  que  en  paz  descanse. 

Desde  aquel  día,  en  lugar  de  hacerse  llamar  Anacleto 
Piragua,  se  borró  el  apellido  de  don  Roque  y  se  puso 
Flechas,  por  su  madre.  En  cambio  el  Anacarsis,  desde 
aquella  fecha  memorable  en  que  su  padre  arrojó  del  pue- 


52 


blo  a  su  medio  hermano,  sacó  cédula  electoral  aunque  ya 
tuviera  varias,  con  el  apellido  de  Piragua,  por  más  que 
su  padre  no  lo  hubiera  reconocido  oficialmente  por  pura 
pereza.  De  manera  que  — ¡cosa  curiosa! — ,  el  hijo  natural 
se  reputó  legítimo  cuando  éste,  por  despecho,  comenzó 
a  considerarse  natural. 

— Así  son  las  cosas,  — comentaba  el  notario  a  misia 
Ursulita  cuando  a  la  media  noche,  desvelados  los  dos,  se 
ponían  a  hablar  de  estas  cosas  que  eran  la  diaria  comi- 
dilla del  pueblo.  ¡Nadie  sabe  para  quién  trabaja! 

— Sigue,  sigue...  Te  estoy  oyendo,  dijo  el  cura  al 
muchacho  cuando  éste,  después  de  haber  resumido  la 
grandeza  y  la  decadencia  de  su  casa,  permaneció  en 
silencio . . . 

Contó  después  que  al  llegar  a  la  capital  entró  de  engra- 
sador y  lavador  de  automóviles  en  el  taller  de  unos 
paisanos;  luego  ascendió  a  secretario  de  camión  ;  después 
pasó  a  chofer  de  bus  en  las  líneas  suburbanas,  y  ahora 
soñaba  con  libertarse  de  aquella  servidumbre  si  lograba 
comprar,  con  su  herencia  materna,  un  camión  para  viajar 
por  el  país  conduciendo  viajeros  y  mercancías.  Había 
conocido  antiguos  amigos  de  taller,  que  comenzaron  sin  un 
peso  y  ahora  eran  propietarios  de  flotas  terrestres.  Y  el 
Anacleto  deliraba,  desde  cuando  vio  por  primera  vez  un 
automóvil,  con  llegar  a  ser  chofer  y  propietario  de  camión. 
Amaba  el  desenfado,  el  vocabulario  insolente,  el  atuendo 
extravagante  de  los  choferes  de  bus.  Para  él  no  había 
cosa  más  admirable  en  este  mundo  que  un  motor  de 
explosión,  cuyas  primeras  letras  y  tornillos  aprendió  en 
el  taller.  Su  música  predilecta,  cuando  no  la  de  los  porros 
de  la  radio,  era  la  de  un  carro  al  que  están  carburando. 
Hablar  del  "taimer",  del  acumulador,  de  los  platinos, 
del  "exosto",  lo  conmovía  hasta  las  lágrimas.  Cuando 
entraba  a  las  plazas  del  pueblo,  con  su  bus  que  metía 
un  ruido  infernal  para  lo  cual  le  había  acondicionado 
el  "exosto",  le  parecía  que  él  encarnaba  la  fuerza,  la 
belleza,  la  rapidez,  la  prepotencia  de  aquella  máquina 
norteamericana  que  obedecía  dócilmente  a  sus  manos.  Si 
no  despreciaba  completamente  al  resto  de  los  seres  mor- 
tales, que  para  su  desgracia  no  nacieron  choferes,  era 
porque  pensaba  que  sin  ellos,  que  componen  el  vulgar 
mundo  de  los  peatones,  los  buses  y  los  camiones  no  ten- 
drían a  quien  molestar. 

A  pesar  de  la  angustia  que  como  una  marea  le  iba 
helando  el  espíritu,  el  cura  no  pudo  menos  de  sonreír 
cuando  Anacleto,  en  el  colmo  de  la  indignación  exclamó  : 


53 


— ¡Piense  su  reverencia  que  ese  bandido  de  mi  padre, 
y  ese  mal  nacido  del  Anacarsis,  nunca  han  montado  en 
bus! 

— Cuando  llegaste  al  pueblo,  ¿fuiste  inmediatamente  a 
casa  de  tu  padre? 

— A  mi  casa,  dirá  su  reverencia.  No . . .  Primero  fui 
a  casa  del  notario,  para  que  notificara  al  viejo  y  prepa- 
rara las  escrituras  de  traspaso  de  mi  herencia.  Luego 
bajé  por  la  calle  del  río  a  la  tienda  de  las  gordas,  donde 
encontré  al  secretario  del  alcalde,  que  era  un  pobre  peón 
caminero  en  tiempo  de  mi  tío  Pío  Quinto.  Tomamos  jun- 
tos unas  cuantas  cervezas,  hablando  siempre  de  cosas  del 
pueblo,  que  andan  ahora  patasarriba  desde  que  nos  fui- 
mos, y  ya  era  noche  cuando  el  notai'io  me  mandó  llamar 
a  la  casa  de  abajo.  Al  entrar  ni  saludé  al  viejo,  que  había 
enflaquecido  mucho  desde...  desde  aquella  vez.  El  no- 
tario leyó  la  hijuela  de  mi  madre  y  las  escrituras  ;  el 
viejo  hizo  agregar  una  cláusula  especial  sobre  los  animales, 
porque  quería  quedarse  con  el  caballo  tuerto  y  una  yunta 
de  bueyes  ;  el  notario  me  llamó  aparte  y  me  dijo  que  si  yo 
iba  a  ocupar  esas  tierras  o  a  venderlas . . . 

— ¿Ocuparlas?  — respondí — .  No  quiero  que  me  asesi- 
nen en  esta  cueva  de  bandidos,  señor  notario.  ¡Además,  no 
tardarían  mucho  en  robármelas!  (Lo  dije  alto  para  que 
lo  oyera  el  viejo).  ¡Prefiero  venderlas! 

— Yo  sé  de  alguien  que  es  el  alcalde,  que  se  las  com- 
praría por  diez  mil  pesos. 

— Se  las  vendo. 

— La  mitad  de  contado,  y  la  otra  mitad  en  letras  que 
usted  puede  descontar  en  el  pueblo  de  abajo,  en  la  agencia 
de  los  transportes  terrestres. 

— Como  usted  diga;  ni  una  palabra  más.  Le  prevengo 
que  deseo  salir  mañana  mismo  de  este  pueblo,  porque  ya 
tengo  palabreado  un  camión  en  la  ciudad,  y  debo  pa- 
garlo pronto. 

— Tendrá  su  dinero  a  mediodía,  con  tiempo  para  viajar 
al  otro  pueblo,  me  dijo  el  notario  y  agregó  que  me  lle- 
varía las  letras  ya  firmadas.  Eso  fue  todo  lo  que 
hablamos. 

Luego,  el  viejo,  sin  despedirse  de  mí,  subió  renqueando 
las  escaleras  a  la  pieza  de  arriba,  y  el  notario  me  explicó 
que  tenía  encargo  de  su  parte  de  decirme  que  me  quedara 
abajo,  en  la  trastienda,  puesto  que  la  casa  todavía  era 
mía  y  podía  así  salir  y  entrar  cuando  me  diera  la  gana; 
y  me  entregó  la  llave.  Yo  me  caía  de  sueño.   Me  tiré 


54 


sobre  el  mostrador,  rendido  de  cansancio...  Cuando 
esta  mañana  desperté  con  mucha  sed,  en  busca  de  un 
vaso  de  agua,  vi  que  tenía  la  ropa  salpicada  de  sangre 
que  goteaba  del  techo,  porque  la  tienda  no  tiene  cielo- 
rraso  y  la  pieza  de  arriba  está  entablada  con  gruesas 
planchas  de  madera  que  dejan  filtrar  la  luz.  Al  verme 
así,  subí  las  escaleras  corriendo,  pues  algo  me  decía  en 
el  corazón  que  habían  asesinado  a  mi  padre.  Lo  encon- 
tré tirado  en  el  suelo,  pues  debió  caerse  de  la  cama 
cuando  forcejeaba  con  el  asesino  ;  y  estaba  bocarriba,  con 
los  ojos  abiertos,  los  brazos  estirados,  literalmente  cosido 
a  puñaladas  y  bañado  en  sangre. 
— Sigue,  sigue. . . 

— Lo  dejé  tal  como  estaba.  Bajé  a  la  tienda,  me  lavé 
las  manos  en  la  pila,  y  como  tenía  la  ropa  muy  manchada 
me  la  quité,  la  envolví  en  vm  papel  con  una  piedra  y  la 
tiré  al  aljibe. . .  Me  puse  este  vestido  del  viejo,  que  encon- 
tré en  su  armario,  y  sin  pensarlo  dos  veces  me  vine 
corriendo  a  la  casa  cural.  Temía  no  encontrar  a  su  reve- 
rencia, pues  el  notario  me  había  dicho  anoche,  o  mejor,  le 
había  contado  a  mi  padre  delante  de  mí,  que  el  nuevo 
cura  sólo  llegaría  a  la  madrugada.  Por  esto,  cuando  oí 
campanas  en  la  torre,  sentí  un  gran  alivio.  Salí  de  la 
casa  por  las  tapias  del  solar,  para  no  abrir  la  tienda,  y 
vine  aquí  dando  un  largo  rodeo.  Ahora  pienso  que  fue 
inútil,  porque  si  nadie  sabe  todavía  en  el  pueblo  que  ase- 
sinaron al  viejo,  aunque  me  hubieran  visto  en  la  calle 
nadie  podía  pensar  que  yo  estaba  huyendo  por  haberlo 
asesinado...  ¡Pero  juro  por  la  memoria  de  mi  madre  que 
soy  inocente!.  . .  No  niego  que  sea  un  buen  muerto,  y  que 
tenía  que  morir  como  un  perro...  ¡Pero  no  fueron  estas 
manos  las  que  le  quitaron  la  vida!  ¿Lo  oye,  padre?... 
¡No  fueron  estas  manos!  ¡No  fueron! 

Por  la  mente  del  cura  pasaban  raudos  los  más  con- 
tradictorios pensamientos.  ¿Sería  Anacleto  el  asesino? 
¿No  lo  sería?  ¿Y  qué  podría  hacer  él,  recién  llegado  a  un 
lugar  desconocido,  para  averiguar  la  verdad?  Mirando 
fijamente  en  los  ojos  al  Anacleto,  como  si  quisiera  sondear 
hasta  el  fondo  más  oculto  de  su  alma,  le  preguntó  : 

— ¿Cómo  podrías  demostrarme  que  tú  no  lo  mataste? 

— ¿Cómo?...  No  sé...  ¡Pero  por  Dios!  Usted  tiene 
que  creerme,  padre.  ¡Yo  soy  inocente  de  este  crimen!  ¡Yo 
no  soy  un  asesino!  Juro  que  es  la  verdad  todo  lo  que  le 
he  dicho. . .  ¿Acaso  usted  no  me  cree?  ¿Por  qué  no  quiere 
creerme?  ¿Es  que  no  me  puede  creer? 


B5 


Y  poniendo  las  manos,  pesadas  y  callosas,  en  los  dé- 
biles hombros  de  su  nuevo  amigo,  lo  sacudió  violenta- 
mente, ciego  de  ira  y  de  espanto,  con  los  ojos  desorbi- 
tados. . . 

— Yo  te  creo,  hijo  mío...  Creo  todo  lo  que  tú  me  has 
dicho;  lo  quiero  creer  todo...  ¡Dios  me  libre  de  malos 
pensamientos!...  ¿Qué  derecho  tendría  yo  para  poner 
en  duda  tus  palabras?  ¿Dios  mismo  no  te  creería?  ¡Pero 
los  demás!...  ¿Qué  pensarán  los  demás  cuando  se  co- 
nozca este  crimen? 

— Lo  comprendo.  Usted  es  un  hombre  bueno,  pero 
los  otros  son  unos  malvados.  Por  eso  usted  tiene  que 
esconderme,  pronto,  o  conseguirme  una  muía  para  po- 
derme ir  antes  de  que  sea  tarde.  . .  ¿Lo  oye  usted?.  . .  Ya 
comienza  a  lloviznar  y  dentro  de  una  hora  estará  llo- 
viendo a  cántaros  en  el  páramo ...  No  puedo  perder 
tiempo...  ¡Por  la  Virgen  Santísima,  ayúdeme! 

— Ante  todo,  yo  debo  ir  a  la  casa  de  tu  padre,  para 
llevarle  los  últimos  auxilios .  . . 

— No  es  necesario,  padre.  Está  bien  muerto... 

— Tú  tienes  que  acompañarme  hasta  su  casa,  para 
demostrar  que  tú  no  lo  mataste .  . . 

El  muchacho  se  retorció  las  manos  hasta  descoyun- 
társelas, y  lo  miró  con  los  ojos  suplicantes. 

— No  quiero  negarle  que  yo  lo  odiaba,  y  lo  odiaba 
como  no  he  odiado  a  nadie  en  mi  vida,  como  nunca  vol- 
veré a  odiar,  pero  no  podía  matarlo.  ¡Le  juro  por  mi  ma- 
dre que  yo  no  lo  maté! ... 

— Sólo  Dios  conoce  la  verdad,  hijo  mío,  porque  sólo 
El  penetra  como  un  rayo,  en  el  corazón  de  los  hombres 
y  para  su  ojos  nada  hay  oculto,  ni  siquiera  en  estas  tinie- 
blas del  páramo...  Mira,  hijo  mío;  oye,  Anacleto...  Se 
te  olvidó  cambiarte  las  botas,  que  están  manchadas  de 
sangre. . . 

— ¡No  me  había  fijado!...  ¡Si  estaba  loco!...  Soy  un 
insensato .  . .  Tal  vez  se  salpicaron  en  el  charco,  todavía 
fresco,  que  encontré  en  la  pieza  de  arriba,  al  pie  de  la 
cama,  cuando  subí  a  ver  si  habían  asesinado  al  viejo... 
¡Pero  yo  no  lo  maté!  ¡Le  juro  por  Dios  que  no  lo  maté! 
¿Qué  necesidad  tenía  yo  de  matarlo?  No  soy  un  criminal, 
padre.  Hoy  deberían  entregarme  las  copias  de  las  escri- 
turas, como  puede  preguntárselo  al  notario,  y  el  primer 
contado  de  la  venta  me  lo  iba  a  dar  el  alcalde.  Con  ese 
dinero  pensaba  comprar  un  camión,  como  ya  se  lo  dije, 
para  piratear  por  los  pueblos . . .  Matarlo  yo,  ¿para  qué? 
¡Yo  no  soy  un  bruto,  padre! 


56 


— ¿Y  todavía  lo  odias? 

—Ya  no  lo  odio...  Cuando  lo  vi  tirado  _  en  el  suelo, 
bocarriba,  con  los  ojos  abiertos  que  parecían  mirarme, 
sentí  j'o  no  sé  qué  en  el  corazón  y  me  dio  lástima...  ¡Al 
fin  y  al  cabo  ese  pobre  viejo  era  mi  padre! 

El  buen  cura,  intensamente  pálido,  sonrió  con  tristeza 
al  ver  al  joven  que  no  lo  despintaba  un  momento  y 
estaba  pendiente  de  sus  labios.  El  Anacleto  continuó  : 

— Y  después,  ¿quiere  saber  lo  que  hice? .  .  .  Después 
me  hice  la  señal  de  la  cruz,  al  pie  del  cadáver.  . . 

—  ¡Lo  pex'donaste  entonces!  ¿Ya  ves  cómo  Dios  es 
grande?  ¡Lo  perdonaste! 

— No  he  tenido  tiempo  de  pensar  en  eso.  Si  volviera 
el  viejo  a  vivir,  si  pudiera  resucitar,  lo  volvería  a  odiar 
como  al  principio  porque  era  un  hombre  profundamente 
malo...  ¡Era  un  iniame!  ¡Era  un  hombre  que  había 
insultado  a  mi  madre!  Pero  no  lo  mataría,  ya  sé  que  no 
podría  matarlo...  ¡Yo  no  soy  un  asesino! 

— Ahora  tienes  que  perdonarlo.  Está  muerto,  y  sólo 
Dios  puede  juzgar  de  su  alma.  .  . 

—  ¡Cómo  usted  quiera!  Si  es  necesario  lo  perdono... 
¡Pero  ayúdeme,  padre!  ¡Escóndame!  ¡No  tardarán  en 
venir  por  mil  ¡Ay!  Usted  todavía  no  los  conoce...  Usted 
acaba  de  llegar  al  pueblo .  .  .  Son  rnalos,  y  crueles,  y  ren- 
corosos, y  asesinos .  . .  Del  único  que  tal  vez  podría 
fiarme,  porque  es  un  hombre  honrado,  es  del  notario... 

—  ¡Arrodíllate!  ¡Arrodillémonos!  Vamos  a  pedirle  los 
dos  a  Nuestro  Señor  Jesucristo,  que  está  presente  en 
todas  partes  y  nos  está  oyendo,  que  por  los  méritos  de  su 
Pasión,  te  dé  fuerzas  para  sobrellevar  esta  prueba  tre- 
menda y  a  mí  me  ilumine.  .  .  Los  dos  estamos  necesitados 
de  Cristo...  Yo  ni  siquiera  me  atrevo  a  juzgarte,  por 
miedo  a  incurrir  en  un  juicio  temerario  y  en  un  mal 
pensamiento...  Te  prometo  que  sea  lo  que  fuere,  y  pase 
lo  que  pase,  seguiré  siendo  tu  amigo  y  no  te  desampararé 
un  solo  instante...  ¡Yo  no  puedo  hacer  más! 

— ¿Me  lo  promete? 

— Te  lo  prometo.  Y  por  eso  me  atrevo  a  aconsejarte 
que  no  huyas,  porque  al  huir  te  condenarías  tú  mismo .  . . 
¿Entiendes?...  No  tienes  que  temer  a  la  justicia...  Si 
eres  inocente,  ¿por  qué  la  temes  y  por  qué  huyes? 

El  muchacho  brincó,  como  si  lo  hubiera  picado  una 
avispa. 

—  ¡La  justicia!  ¡Bah!  ¡Cómo  se  conoce  que  usted  está 
recién  llegado  a  este  pueblo  y  no  conoce  a  los  hombres! .  . . 
¿La  justicia,  dice  usted?  ¿Y  de  qué  justicia  me  está  ha- 


57 


blando?  ¿Acaso  hay  justicia  en  este  pueblo?  ¿La  del 
alcalde,  que  era  un  peón  de  mi  padre?  ¿La  del  juez,  a 
quien  hizo  nombrar  el  viejo  por  misericordia?  ¡La  justicia! 
¡No  me  haga  usted  reír! 

El  cura  se  estremeció  de  espanto.  Aquel  joven  se 
había  puesto  entre  sus  manos  y  había  jurado,  con  un 
acento  de  íntima  convicción,  que  era  inocente  de  aquel 
crimen  atroz.  ¿Quién  pudiera  saberlo?  Si  era  inocente  y 
no  le  ayudaba  a  escapar  de  esa  justicia  cuyas  entretelas, 
descubiertas  por  las  amargas  palabras  de  Apacleto,  lo 
llenaban  de  terror  y  de  desaliento,  como  si  hedieran  :  ¿no 
era  condenarlo  a  muerte  el  detenerlo  y  no  dejarlo  huir? 
Pero  si  le  ayudaba  a  escapar,  y  el  muchacho  resultaba 
culpable. . . 

— ¡Arrodíllate!,  tornó  a  decirle,  mirándolo  a  los  ojos 
sin  pestañear.  .  . 

Y  se  arrodillaron  ambos,  el  uno  al  lado  del  otro,  en 
la  estera  del  piso,  ante  el  Crucifijo  de  pasta  que  se  hallaba 
sobre  la  mesa.  El  sacerdote  comenzó  a  rezar  lentamente  : 

— Padre  Nuestro  que  estás  en  los  cielos... 

— Padre  Nuestro  que  estás  en  los  cielos,  repitió  dócil- 
mente el  muchacho. 

— Santificado  sea  el  tu  nombre. 

— Santificado  sea  el  tu  nombre. 

En  aquel  momento  se  oyeron  pasos  precipitados  y 
voces  en  el  zaguán,  y  abriendo  violentamente  la  puerta 
que  daba  al  corredor  entró  el  Caricortao,  tan  agitado 
que  apenas  pudo  balbucir  estas  palabras  : 

— Ahí  están  el  alcalde,  y  el  notario,  y  el  juez,  y  el 
niño  Anacarsis,  y  los  dos  guardias  municipales...  Porque 
encontraron  asesinado  en  su  casa  a  don  Roque  Piragua, 
¡alma  bendita!...  ¡Ave  María  Purísima!...  El  señor 
notario  me  mandó  a  echar  un  doble... 


58 


CAPITULO  III 


EL  VIERNES  POR  LA  NOCHE 


CUANDO  el  buen  cura  llegó  al  despacho  del  alcalde,  es- 
taba todavía  pálido  y  trémulo  por  lo  que  había  visto  en 
la  casa  de  don  Roque,  en  la  plaza  de  abajo;  pero  en  la 
alcaldía,  en  cuyo  patio  grande  y  destartalado,  cubierto  de 
trastos  y  desperdicios,  se  encontraba  atado  a  un  botalón 
el  Anacleto,  lo  que  vio  le  encendió  el  rostro  de  ver- 
güenza. 

Pero  hay  que  ir  por  partes ... 

Había  encontrado  en  casa  del  difunto,  a  donde  llegó 
corriendo  y  con  las  faldas  de  la  sotana  arremangadas,  la 
puerta  abierta  de  par  en  par,  custodiada  por  el  secretario 
del  alcalde  y  un  peón  de  estribo  de  don  Roque,  que  tenían 
a  raya  a  las  mujeres  que  alargaban  el  cuello  con  la  ilusión 
de  ver  mejor  lo  que  pasaba  en  la  tienda.  Entró  seguido 
del  Anacarsis,  el  notario  y  el  juez,  que  se  les  había  agre- 
gado por  el  camino,  pues  el  alcalde  con  los  dos  guardias 
municipales  se  encargó  de  conducir  al  Anacleto  a  la 
alcaldía,  con  carácter  de  detenido.  Lo  condujeron  a  em- 
pellones y  culatazos,  como  a  un  cerdo  que  fuera  camino 
del  matadero.  No  sobra  explicar  que  uno  de  los  guardias, 
para  redondear  su  sueldo  que  era  bajísimo,  tenía  licencia 
de  matarife,  y  el  otro,  por  la  misma  razón,  era  contraban- 
dista de  aguardiante.  El  estanquero  lo  sabía  y  se  hacía  el 
de  la  vista  gorda,  pues  llevaban  el  negocio  a  medias. 
¡Nadie  sabe  cómo  es  de  dura  la  vida  en  los  pueblos  para 
los  empleados  oficiales! 

En  el  interior  de  la  tienda,  sobre  el  mostrador,  había 
una  gran  mancha  de  sangre  donde  durmiera  el  Anacleto. 
El  cura  subió  a  saltos  la  escalera  que  conduce  a  la  parte 
alta  de  la  casa,  cuyos  peldaños,  crujientes  y  desgastados 
por  el  uso,  estaban  embarrados  y  ensangrentados  a  tre- 
chos. Al  desembocar  en  la  alcoba,  no  pudo  reprimir  un 
grito  de  espanto,  se  santiguó  a  toda  prisa  y  luego  se 


59 


acercó  al  cadáver  de  don  Roque  que  yacía  en  el  suelo, 
bocarriba,  con  una  mano  crispada  sobre  una  punta  de  la 
sábana,  pues  de  ella  debió  agarrarse  cuando  cayó  de  la 
cama,  y  la  otra  abierta,  al  extremo  de  un  brazo  largo, 
amarillo  y  tieso  como  el  de  un  santo  de  palo.  El  buen 
cura,  se  inclinó  sobre  aquel  cuerpo  semi-desnudo,  rígido, 
violáceo,  y  con  un  ademán  trémulo  le  dio  la  absolución. 
Luego  le  cerró  los  párpados,  no  por  un  sentimiento  pia- 
doso sino  porque  le  horrorizó  la  visión  de  aquellos  ojos 
turbios  e  inexpresivos  como  bolas  de  vidrio. 

— ¡No  lo  toque  su  reverencia!  — exclamó  el  juez  con 
voz  trémula. 

Se  sobresaltó  igual  que  si  el  propio  muerto  le  hubiera 
tocado  las  espaldas,  porque  no  había  sentido  subir  al  juez 
ni  al  notario,  que  ahora  estaban  allí,  a  su  lado,  contem- 
plando estúpidamente  el  cadáver. 

— No  debió  haber  lucha  muy  larga — ,  opinó  el  juez,  y 
examinó  las  heridas  cubiertas  por  pegotes  de  sangre  coa- 
gulada. Tenía  una  en  el  vientre,  otra  en  el  pecho,  otra  en 
un  costado,  otra  en  la  garganta,  otra  en  un  brazo... 

— ¿Heridas  de  puñal?  — preguntó  alguien. 

— Don  Roque  — continuó  el  juez  que  daba  a  su  voz  un 
tono  frío  y  profesional —  debió  revolcarse  en  el  lecho  al 
recibir  la  primera  puñalada  ;  trató  de  defenderse  con  un 
brazo,  y  recibió  la  segunda  ;  y  rodó  luego  de  la  cama  al 
suelo.  En  tierra,  el  asesino  le  debió  asestar  las  otras 
puñaladas.  . . 

El  boticario,  que  llegó  en  ese  momento  sin  que  nadie 
lo  hubiese  visto,  se  inclinó  para  examinar  el  cadáver.  Era 
la  autoridad  médica  del  pueblo. 

— La  última  puñalada,  ésta  que  le  asestaron  en  el 
vientre,  estaba  de  más.  La  del  pecho  y  la  de  la  garganta 
bastaban  para  dejarlo  como  un  pollo.  En  este  pueblo  nadie 
hace  las  cosas  a  derechas...  Todos  pecan  por  carta  de 
más. . .  Todos  toman  purgante  doble.  . . 

El  juez  posesionado  de  su  papel  de  instructor  de 
causa,  salió  entonces  en  cuatro  patas,  escaleras  abajo, 
siguiendo  las  huellas  de  barro  y  sangre  que  descendían 
hacia  la  tienda. 

—  ¡Nunca  me  pareció  que  don  Roque  Piragua  fuera 
tan  flaco!  —  observó  el  boticario — .  No  era  así  cuando  le 
puse  unas  inyecciones  para  el  hígado,  hace  dos  años.  Voy 
volando  por  el  formol  y  demás  cositas  para  preparar  el 
cadáver . . .  Porque  me  imagino  que  lo  enterraremos 
mañana. 


60 


—  ¡Lástima  de  hombre!  — musitó  el  notario  con  voz 
alterada  por  la  emoción,  velada  por  una  secreta  angus- 
tia. .  . —  ¡Era  un  hombre  bueno! 

Un  moscardón  verde  y  torpe,  que  había  entrado  por 
la  ventana,  se  posó  en  una  oreja  peluda  de  don  Roque. 

—  ¡Era  un  gran  hombre!  ¡Era  el  mejor  hombre  que  ha 
conocido  este  pueblo!  — gritó  el  Anacarsis  estallando  en 
sollozos.  Luego  quiso  arrojarse  sobre  el  cadáver,  para  be- 
sarlo, como  lo  hiciera  esa  mañana  cuando  lo  descubrió 
con  el  alcalde.  El  notario,  tomándolo  paternalmente  por 
el  brazo,  lo  sacó  del  cuarto  y  se  lo  llevó  a  la  tienda, 
donde  le  dio  un  ron  doble  para  reanimarlo.  También  él 
tuvo  que  tomarse  una  copa,  porque  sentía  náuseas,  y  un 
temblor  involuntario  que  no  podía  dominar  le  agitaba 
un  párpado. 

El  buen  cura,  en  cuya  mente  se  atropellaban  las  ideas 
y  las  imágenes,  se  arrodilló  al  pie  del  cadáver  y  se  puso  a 
orar  en  voz  alta.  Luego  se  asomó  a  la  ventana  de  la  casa 
y  le  gritó  a  un  chico  de  la  escuela  que  subiera  a  la  torre 
para  llamar  al  sacristán.  Las  campanas  de  la  iglesia,  que 
no  habían  dejado  de  doblar  un  momento,  repicaban  ahora 
de  una  manera  muy  extraña. 

— ¿Qué  repique  estabas  dando?  — le  preguntó  al  Ca- 
ricortao,  cuando  éste  se  presentó  con  cuatro  velas,  un 
Crucifijo  y  la  caja  de  los  Santos  Oleos. 

— Fue  que  mi  amo  el  notario  me  dijo  que  después  de 
los  dobles  echara  el  repique  de  llamar  a  la  gente  que  anda 
por  los  barbechos .  . .  Para  que  se  enteren  de  que  tenemos 
muerto  en  el  pueblo,  y  muerto  importante... 

Quiso  protestar  y  decirle  alguna  cosa,  porque  le  fas- 
tidiaba aquello  de  no  ser  todavía  cura  en  su  propio  pueblo; 
pero  se  absorbió  en  sus  rezos  y  en  el  pensamiento  de  la 
muerte.  ¡Le  parecía  tan  absurdo  y  extraño  todo  aquello! 
La  muerte  estaba  y  no  estaba  allí  :  era  un  vacío  dentro 
del  cuarto,  que  todos  procuraban  llenar  apresuradamente 
con  alguna  cosa,  y  que  se  iba  dilatando  por  el  pueblo 
en  ondas  de  pavor,  como  las  que  produce  en  un  pozo  una 
piedra  que  cae.  A  veces  se  oían  abajo  las  imprecaciones 
de  Anacarsis,  que  como  un  requinto  de  Nochebuena  esta- 
llaba en  blasfemias  e  interjecciones  soeces.  Al  través  de 
la  ventana  se  filtraba  el  rumor  confuso  de  la  muchedum- 
bre, porque  la  calle  se  iba  llenando  rápidamente  de  gente. 
No  tardaron  mucho  en  manifestarse  las  voces  quejum- 
brosas de  las  mujeres,  que  habiendo  vencido  la  resis- 
tencia del  secretario  del  alcalde  y  del  peón  de  estribo 


61 


que  custodiaban  la  puerta,  treparon  escaleras  arriba  y  se 
hallaban  ahora  arrodilladas  al  pie  de  la  cama. 

—  ¡Dios  lo  "perdone,  que  buena  falta  le  hace! 

— A  los  muertos  no  hay  que  juzgarlos,  misia  Ursulita 
— sentenció  con  voz  agria  la  señorita  Zoila,  que  tenia  un 
oído  de  rata.  Atendía  parte  a  responder  las  oraciones  del 
sacerdote  y  parte  a  pescar  en  el  aire  la  conversación  de 
las  mujeres. 

— Es  que  me  recuerda,  no  sé  por  qué,  el  cuadro  de  "La 
Muerte  del  Pecador"  que  hay  en  el  cancel  de  la  iglesia. 

—  ¡Dios  lo  bendiga!  ¡Era  tan  bueno  con  nosotras!  — 
gimoteó  una  de  las  gordas,  pues  las  dos  habían  llegado  de 
las  primeras,  sin  que  hubieran  tenido  tiempo  de  dejar  el 
libro  de  misa  en  la  casa  ni  quitarse  el  rebozo. 

—  ¡Nos  quería  tanto!  — agregó  la  otra  gorda — .  El 
domingo  estuvo  donde  nosotras,  chanceándose  toda  la 
tarde,  porque  era  muy  chistoso,  y  me  preguntó  :  "¿Estarán 
buenas  las  arepitas  de  las  gordas?"  Porque,  eso  sí,  le  fas- 
cinaban las  arepas... 

—  ¡Chist!  — siseó  el  sacristán,  descompuesto  el  rostro 
por  la  cólera,  más  de  lo  que  solía  tenerlo  de  ordinario 
por  virtud  de  aquel  machetazo  que  le  desjaretó  la  boca — . 
Respeten  sus  mercedes  que  hay  muerto  en  la  casa... 

— ¡Cállate  vos,  indio  mugroso! 

La  señora  Ursulita,  fatigada  de  estar  de  rodillas,  sin 
aguardar  a  que  el  cura  finalizara  sus  oraciones,  se  puso 
lenta  y  trabajosamente  en  pie,  crujiendo  toda,  comen- 
zando por  los  cuartos  traseros  y  siguiendo  por  los  delan- 
teros, como  una  vaca.  Se  santiguó  y  se  fue,  sin  mirar  al 
muerto,  a  quien  el  juez  ordenó  que  subieran  al  lecho 
para  amortajarlo. 

Al  bajar  a  la  tienda,  la  señora  Ursulita  llamó  al  no- 
tario, que  se  ocupaba  en  calmar  con  ron  al  Anacarsis,  y 
le  susurró  al  oído  : 

— Aprovecha,  mijo,  que  hay  gente  acompañando  al 
muchacho,  para  subir  a  la  casa  y  tomarte  tu  chocolatito.  . . 
Recuerda  que  no  te  has  desayunado...  Además  tú  sabes 
que  ese  viejo  bandido  no  merecía  tus  atenciones...  ¡Dios 
no  castiga  ni  con  palo  ni  con  rejo!.  .  .  Se  ve  que  estás  muy 
preocupado,  por  que  otra  vez  te  está  brincando  el  ojo... 
¿Y  a  ti  qué  te  importa  todo  esto? 

— Por  Dios,  mujer.  . . 

—¿Vienes? 

— Voy  después.  . .  Ahora  no  puedo. 

Cuando  ella  salió,  levantando  los  hombros  en  una 
actitud  de  resignación  e  indiferencia,  sentimientos  distintos 


62 


cuya  manera  de  expresión  es  desgraciadamente  una  mis- 
ma, el  Anacarsis  se  acercó  al  notario  : 

— Padrino,  ¿qué  decía  mi  madrina  Ursulita? 

— Que  se  iba  a  la  iglesia  a  rezar  por  el  alma  de  tu 
pobre  padre.  .  .  ¡Está  impresionadísima!  Tú  ya  sabes  cómo 
la  queria  don  Roque ...  Lo  que  tal  vez  no  sepas  es  que 
Ursulita  lo  adoraba.  Yo  a  veces  le  decía.  . .  claro  está  que 
por  molestar...  "¡Ursulita!,  no  me  hables  tanto  de  don 
Roque  porque  me  vas  a  poner  celoso".  No  te  quepa  duda, 
el  hombre  tenía  madera  de  procónsul. 

— ¿Pro...  qué? 

—  ¡Procónsul! 

— ¿Esos  empleados  que  el  gobierno  manda  al  exterior 
para  que  conozcan  a  París? 

— No,  ahijado...  Esos  son  los  cónsules.  Los  procón- 
sules eran,  pongamos  por  caso,  los  Roques  que  tenían  los 
romanos  en  sus  pueblos .  . . 

El  boticario  entró  en  aquel  momento  con  sus  desinfec- 
tantes para  amortajar  el  cadáver.  El  juez  se  marchó  a  la 
alcaldía,  a  redactar  las  primeras  diligencias  e  interrogar 
al  Anacleto.  El  cura;  que  había  improvisado  un  pequeño 
altar  en  la  mesa  del  baño  de  don  Roque,  dejó  al  sacristán 
encomendado  de  organizar  el  velorio,  mientras  él  volvía. 

—  ¡Aquí  no,  su  reverencia!  — atajó  el  notario,  tomán- 
dolo familiar  pero  enérgicamente  por  el  brazo  a  tiempo 
que  salía — .  A  don  Roque  hay  que  hacerle  capilla  ardiente 
en  la  iglesia.  .  . 

— ¿En  la  iglesia? 

— En  la  iglesia...  Como  presidente  que  fue  del  Con- 
cejo, y  presidente  del  directorio  municipal  conservador, 
y  protocelador  de  la  cofradía  de  mi  padre  y  señor  San 
José,  y  candidato  perpetuo  del  pueblo  a  una  senaduría 
que  nunca  quiso  aceptar.  .  . 

— Y  procónsul  del  pueblo,  terció  muy  serio  el  Ana- 
carsis. 

El  cura  vaciló  un  momento,  pero  resolvió  ceder. 

— Muy  bien .  . .  Mientras  el  señor  notario  provee  a  lo 
necesario  con  el  sacristán,  yo  voy  a  la  alcaldía,  porque 
tengo  que  hablar  algo  muy  urgente  con  el  alcalde. 

— Mejor  sería  que  no  fuera  su  reverencia...  ¿No  es 
cierto,  padrino? 

— ¿Tú  eres  el  otro  hijo  de  don  Roque? 

— El  hijo  de  don  Roque  soy  yo...  El  otro,  el  otro  es 
un  asesino. 

— No  podemos  condenarlo  mientras  la  justicia  no  falle 
y  lo  sentencie,  hijo  mío.  Y  si  Anacleto  fuera  culpable, 


63 


tendríamos  como  cristianos  que  mirarlo  cón  caridad.  A 
los  jueces  de  esta  tierra  correspondería  castigarlo  según 
las  leyes...  A  nosotros,  sus  prójimos,  nos  toca  perdo- 
narlo, tenerle  compasión  y  rezar  por  él.  .  . 

Y  dándole  a  Ánacarsis  un  fuerte  apretón  de  manos, 
que  reflejaba  al  mismo  tiempo  su  compasión  y  su  angus- 
tia, terminó  diciendo  : 

—Comprendo  tu  dolor  y  tu  indignación  por  un  crimen 
tan  cobarde,  pero  ¡perdónalo!  Es  tu  hermano...  Jesucris- 
to mismo,  desde  la  cruz,  nos  enseñó  a  perdonar.  "¡Perdó- 
nalos, Señor,  dijo,  porque  no  saben  lo  que  hacen!". 

Cuando  empezó  a  llover,  los  guardias  dejaron  de 
azotar  al  Anacleto  y  se  acurrucaron  en  el  corredor  del 
patio,  a  lado  y  lado  de  la  puerta  del  despacho  del  alcalde, 
el  cual,  con  los  dedos  embadurnados  de  tinta  y  los  dientes 
muy  apretados,  trataba  en  vano  de  emborronar  un  papel 
de  oficio  con  "una  providencia". 

—  ¡Compadre  Mitrídates!  — gritó  a  uno  de  los  guardias. 
— -¿Qué  quiere  mi  compadre? 

— Corre  hasta  la  casa  de  abajo  a  llamar  a  ese  maldito 
secretario,  que  siempre  se  escabulle  cuando  lo  necesito... 

— Como  por  allá  andan  las  gordas  fisgando,  no  sería 
raro  que  lo  encuentre.  ¿Qué  quiere  sumercé  que  le  diga? 

— ¡Qué  venga  y  al  momento!  Tenemos  que  despachar 
una  providencia...  Y  pasa  por  la  telegrafía  para  adver- 
tirle a  Gertruditas  que  muy  pronto  le  voy  a  mandar  un 
telegrama.  Dile  que  no  le  vaya  a  pasar  despachos  a  nadie. 
A  nadie,  ¿lo  oyes?...  ¡Ni  al  párroco! 

El  cual  entraba  en  aquel  momento,  chorreando  agua 
y  envuelto  en  su  manteo,  porque  le  sorprendió  el  cha- 
parrón en  plena  calle.  Sin  mirar  al  Mitrídates,  a  quien 
tropezó  en  el  zaguán,  ni  saludar  al  alcalde  que  lo  miraba 
de  soslayo,  se  encaminó  al  centro  del  patio.  Amarrado  al 
botalón,  parado  en  la  mitad  de  un  charco,  desnudo  de  la 
cintura  arriba,  estaba  el  Anacleto  doblado  en  dos  y  con  las 
piernas  tambaleantes.  En  viendo  al  cura,  le  dijo  más  con 
angustia  que  con  rabia  : 

— ¿No  se  lo  dije?  ¡Me  van  a  matar  estos  bandidos! 
¡Por  favor,  déme  un  poco  de  agua,  padre! 

Este  le  alcanzó  unos  sorbos  en  un  tarro  que  halló 
tirado  en  el  suelo,  y  debía  servir  para  abrevar  a  las  ga- 
llinas. 

— ¿Te  azotaron? 

—  ¡Mire  cómo  me  tienen!  ¡Si  Dios  no  me  favorece  y 
comienza  a  llover,  me  matan! 


64 


— ¡Dios  mío!  ¡Dios  mío!  ¡No  nos  desampares! 

Lo  soltó  del  botalón,  a  donde  se  encontraba  atado  con 
un  rejo,  y  lo  arropó  con  su  manteo.  Casi  a  rastras  lo 
llevó  al  corredor  donde  el  muchacho  cayó  exhausto.  Sus 
manos,  amoratadas,  se  hinchaban  visiblemente.  El  alcalde, 
que  lo  había  visto  todo  desde  su  despacho,  salió  en  aquel 
momento  al  corredor  corriéndose  la  hebilla  del  cinturón 
de  cuero,  del  cual  pendía  un  revólver  de  cañón  largo. 

— ¿Por  qué  lo  soltó  su  reverencia?  ¡Aquí  yo  soy  el  que 
manda! . . . 

— Usted  no  tiene  ningún  derecho  a  martirizar  a  un 
ser  humano,  aun  cuando  sea  el  alcalde...  A  este  hombre 
ni  siquiera  se  le  ha  juzgado  y  mucho  menos  se  le  ha 
vencido  en  causa. . . 

— ¡Pero  es  un  asesino! 

— Y  usted,  ¿cómo  lo  sabe? 

— Y  su  reverencia,  ¿cómo  sabe  que  no  lo  es? 

— Me  quejaré  inmediatamente  al  gobernador  y  pa- 
saré un  despacho  al  señor  obispo . . .  Estamos  en  un  país 
civilizado  y  cristiano  y  no  en  una  cueva  de  bandidos... 
Hágame  el  favor  de  darme  im  papel  y  un  lápiz  para  re- 
dactar un  telegrama. 

— Hoy  no  funciona  el  telégrafo,  porque  Gertruditas 
amaneció  con  dolor  de  cabeza...  (Cabe  advertir  que  en 
los  pueblos  los  servicios  públicos  no  son  entidades  abs- 
tractas, como  en  las  ciudades,  sino  seres  de  carne  y  hueso 
que  a  veces  se  llaman  Gertruditas). 

El  guardia  que  permanecía  acurrucado  en  el  corredor, 
con  el  fusil  entre  las  piernas,  estalló  en  una  carcajada. 
El  juez  entraba  en  aquel  momento,  seguido  de  Anacarsis, 
quien  tenía  un  bulto  de  ropa  debajo  del  brazo,  y  un  puñal 
en  la  diestra.  Al  ver  al  Anacleto  tirado  en  el  suelo, 
apretando  los  dientes  para  no  quejarse,  arrojó  el  bulto  y 
se  abalanzó  sobre  el  caído,  con  el  puñal  en  alto.  El  cura 
se  interpuso  entre  los  dos  hermanos. 

—  ¡Por  Dios!  ¡No  lo  mate! 

El  Anacarsis  forcejeó  un  momento,  pero  vencido  al  fin 
más  por  autoridad  de  aquel  hombre  resuelto  que  por 
su  fuerza  física,  tiró  el  puñal  al  suelo,  con  rabia,  y 
se  sacudió  las  manos.  El  alcalde,  entonces,  recogió  las 
piezas  de  convicción  y  las  llevó  al  despacho. 

—  ¡Ya  me  las  pagarás,  ya  me  las  pagarás  maldito  ase- 
sino!—  le  gritó  Anacarsis  al  Anacleto — .  ¡Mire,  señor  cura! 
¡Mire  la  ropa  toda  manchada  de  sangre!...  La  que  tiene 
puesta  era  de  mi  padre. . .  ¡Y  ahí  está  el  puñal  con  que  lo 
asesinó!   ¿Necesita  más  pruebas?  Encontramos  todo  eso 


65 


en  el  aljibe,  con  el  señor  juez  aquí  presente  :  el  puñal  y 
la  ropa. 

—Yo  no  lo  maté...  ¡Juro  por  Dios  que  no  lo  maté! 
— balbuceó  el  Anacleto. 

El  notario,  al  entrar  al  corredor  de  la  alcaldía  sacu- 
dió su  viejo  paraguas  de  mango  de  concha,  que  chorreaba 
agua,  y  se  dirigió  al  señor  cura  : 

— Desgraciadamente,  todos  los  indicios  lo  condenan... 

— Usted  no  ignora,  señor  notario,  que  los  indicios  no 
constituyen  prueba. 

— Es  cierto  — insinuó  el  juez  con  voz  tímida,  reque- 
rido por  una  mirada  conminatoria  del  cura. 

— Sus  ropas  están  manchadas  de  sangre  — explicó  el 
notario — .  El  puñal  con  que  se  asesinó  a  don  Roque  se 
halló  junto  a  las  ropas  y  en  el  fondo  del  aljibe,  donde  se- 
guramente los  arrojó  el  asesino...  Sus  botas  tienen  to- 
davía manchas  de  sangre ...  La  escalera  que  sube  de  la 
tienda  a  la  alcoba  tiene  huellas  de  sangre . . . 

—¡Cierto,  cierto!  — interrumpió  el  juez — .  Ya  tengo 
hecha  la  diligencia  del  levantamiento  del  cadáver.  Ahora 
mismo  comenzaré  a  interrogar  a  los  vecinos. 

— ¿Quién  tenia  interés  en  este  pueblo  de  asesinar  a 
don  Roque  Piragua,  donde  todos  lo  respetaban?  —  siguió 
el  notario. 

—  ¡Sólo  ese  miserable!  — terció  el  Anacarsis. 

— ¿Por  qué,  si  ya  había  firmado  don  Roque  las  escri- 
turas correspondientes  a  la  herencia  de  su  madre?  — pre- 
guntó el  cura. 

— ¿Y  su  reverencia,  cómo  lo  sabe? 

— Porque  Anacleto  me  lo  contó  esta  mañana,  en  mi 
despacho.  Ustedes  llegaron  a  mi  casa  cuando  él  acababa 
de  contármelo. . . 

El  notario  y  el  alcalde  cambiaron  una  mirada  rápida. 

— Estamos  prejuzgando,  señores,  y  Dios  tomará  es- 
tricta cuenta  de  nuestros  juicios  temerarios.  ¿No  es  ver- 
dad, señor  juez,  que  estamos  prejuzgando? 

Tímido  y  receloso,  el  juez  miraba  al  alcalde,  y  al 
notario,  y  al  Anacarsis,  sin  desplegar  los  labios.  Al  cabo 
emitió  una  opinión  vaga  y  evasiva. 

— Hay  plena  libertad  para  anahzar  las  circunstancias... 

— El  señor  cura  — dijo  el  notario —  tiene  razón,  caba- 
lleros... No  debemos  anticiparnos  a  proferir  una  senten- 
cia^ sino  esperar  que  la  inteligencia  y  honorabilidad  del 
señor  juez,  aquí  presente... 

— Gracias,  señor  notario. 

— Debemos  esperar  que  él  esclarezca  este  asunto  que 
mancha  la  reputación  de  un  pueblo  cristiano,  donde  seme- 


66 


jantes  cosas  no  pasaban  sino  en  tiempo...  Su  reverencia 
no  tiene  por  qué  saberlo,  puesto  que  llegó  ayer...  Sino 
cuando  mandaban  don  Pío  Quinto  Flechas  y  este  mu- 
chacho, su  sobrino,  en  tiempos  de  la  nefan.da  administra- 
ción liberal. . . 

— ¡Eso!  — exclamó  el  Anacarsis. 

—  ¡Si  su  reverencia  supiera  las  cosas  que  hicieron  estos 
bandidos!  — insinuó  el  alcalde  humildemente  en  dirección 
al  cura,  como  si  con  su  actitud  sumisa  y  comedida  qui- 
siera hacerse  perdonar  su  insolencia  de  hacía  un  momento. 

— Su  reverencia  hablaba  enantes  de  que  los  indicios 
no  constituyen  plena  prueba  — continuó  el  notario. 

— Es  evidente  — manifestó  el  juez,  que  había  estudiado 
algunos  años  de  derecho  y  todavía  algo  recordaba — .  Es 
una  teoría  sustentada  por  los  principales  autores. 

— Pero  también  es  lícito  indagar  cuáles  fueron  los  mó- 
viles de  este  crimen  atroz,  que  nos  indigna  a  todos.  Al 
Anacleto,  en  verdad,  no  lo  beneficiaba.  Anoche  mismo,  en 
mi  presencia,  se  firmaron  las  escrituras  de  traspaso  de  la 
herencia.  Hoy  deberían  firmarse  las  letras  y  hacerse 
entrega  del  dinero.  ¿No  es  cierto,  compadre?  Mi  compadre 
iba  a  entregarle  al  Anacleto  el  primer  contado . . . 

— Entonces,  en  nombre  de  Dios,  insisto  yo  :  ¿qué  interés 
tenía  Anacleto  en  asesinar  a  su  padre? 

— Como  heredero,  claro  está  que  ninguno.  Eso  hay  que 
reconocerlo,  ahijado...  ¡Ninguno! 

El  Anacarsis  y  el  alcalde  se  miraron  sin  comprender. 

— Aunque  las  circunstancias  lo  condenen,  es  cierto 
que  el  análisis  de  los  móviles  del  crimen  nos  llevaría  a 
absolverlo  — dijo  gravemente  el  notario.  El  cura,  en  un 
arranque  de  efusión,  le  estrechó  la  mano. 

—  ¡Dios  lo  ilumine,  usted  es  un  hombre  recto! 

El  notario  carraspeó  con  satisfacción,  meneó  la  cabeza 
de  un  lado  a  otro,  limpió  cuidadosamente  sus  gafas  con 
el  pañuelo  de  "raboegallo"  que  llevaba  en  la  faltriquera 
y  miró  a  los  circunstantes  por  encima  de  ellas. 

— Sin  embargo,  sin  embargo  hay  algo  que  me  preo- 
cupa mucho.  Su  reverencia  debe  saber  que  estamos  en 
vísperas  electorales,  y  que  de  estas  elecciones  depende  la 
estabilidad  del  régimen  conservador,  el  mantenimiento 
del  orden,  el  establecimiento  de  la  justicia,  la  guarda  de 
la  religión  y  los  principios  cristianos  en  este  pueblo,  en 
esta  provincia,  en  este  país . . . 

— ¡Por  ahí  es  la  cosa,  padrino!  ¡Son  los  rojos  los  ene- 
migos de  mi  padre! 


67 


— ¡Sólo  ellos  podían  tener  interés  en  asesinarlo!  Les 
pesaba  mucho  don  Roque  — explicó  el  alcalde. 

— ¡Le  pesaba  tanto  al  Pío  Quinto!  — gritó  el  Anacarsis, 
y  montando  en  cólera  súbitamente  se  inclinó  sobre  el 
Anacleto  y  lo  agarró  por  la  garganta — .  ¡Habla!  ¡Habla! 
¡Desgraciado!...  ¿No  fue  el  Pío  Quinto  quien  te  mandó 
asesinar  al  viejo? 

El  cura  y  el  notario  lograron  dominar  al  muchacho 
y  apaciguarlo,  apartándolo  de  su  hermano  que,  caído  e 
indefenso,  no  se  atrevía  a  chistar  palabra.  El  notario 
aclaró  el  pensamiento  de  aquellos  exaltados. 

— En  f  in .  . .  ustedes  mismos  lo  han  dicho  :  sólo  vma 
razón  política  podía  aconsejar  la  supresión  de  este  hombre 
bueno,  aborrecido  de  los  adversarios  políticos  a  quienes 
su  jefatura  había  reducido  a  la  impotencia.  ¡No  hay  que 
olvidar  tampoco  que  a  muchos  les  hacía  sombra  su  riqueza! 

— ¿Usted  cree,  señor  notario,  que  alguien  pueda  ase- 
sinar por  esas  razones? 

— Yo  no  creo  nada ...  Yo  no  afirmo  nada,  señor  cura, 
y  desearía  que  el  señor  juez  aquí  presente  tomara  nota 
de  nuestras  palabras  al  instruir  el  sumario.  ¿O  encuentran 
ustedes  algún  inconveniente  en  que  lo  haga?  Tengo  la 
idea  de  que  al  juez  le  interesaría  registrar  y  meditar 
nuestras  palabras. 
.  — Por  mí,  que  soy  el  párroco,  no  hay  inconveniente. 

— Entonces,  señor  juez,  me  parece  claro  que  el  pen- 
samiento de  don  Anacarsis  Piragua,  y  del  señor  alcalde, 
ambos  presentes,  consiste  en  que  el  crimen  de  don  Roque 
Piragua,  jefe  único  del  partido  conservador  en  este  pue- 
blo, tuvo  una  causa  política  :  ¡Fue  un  crimen  político! 

— ¡Eso,  eso  es!  Y  yo  agrego  que  no  pudo  ser  otro  que 
el  Pío  Quinto  Flechas  quien  ordenó  ese  asesinato,  como 
no  pudo  ser  otro  que  el  Anacleto  quien  lo  ejecutó  ante  la 
debilidad,  muy  sospechosa,  del  señor  alcalde... 

— No,  eso  sí  que  no,  don  Anacarsito. . .  Yo  no  dispongo 
sino  de  dos  guardias  en  el  municipio.  Anoche,  como  le 
consta  al  señor  notario  que  es  mi  compadre,  estuve  pen- 
diente hasta  la  madrugada  de  lo  que  podía  ocurrir  en  la 
casa  de  abajo.  Cuando  llegó  mi  compadre  y  me  dijo  que 
don  Roque  se  había  retirado  a  dormir,  y  el  Anacleto, 
borracho,  se  estaba  quedando  dormido,  me  tranquilicé  y 
me  fui  a  la  cama...  ¿No  es  así,  compadre? 

— Así  es.  Sólo  que  yo  me  atreví  a  decirle  a  mi  com- 
padre que  me  sentía  nervioso,  porque  alguna  vez  el  Ana- 
cleto juró  en  la  plaza  de  este  pueblo,  delante  de  quien 

68 


quiso  oírlo,  y  lo  oí  yo,  que  algún  día  volvería  para  cobrar 
su  herencia  y  vengarse  de  su  padre . . .  Aunque  no  sé, 
claro  está,  qué  entienden  ustedes  por  eso  de  vengarse... 
Yo  le  insinué  anoche  a  mi  compadre,  antes  de  recogerme 
a  la  casa,  que  sería  prudente  mandarle  a  don  Roque  los 
dos  guardias,  por  lo  que  "potes  contingere". 

El  alcalde  empalideció  y  miró  humildemente  al  Ana- 
carsis,  quien  lo  midió  de  la  cabeza  a  los  pies  como  si 
fuera  a  saltar  encima. 

— Si  hubo  algún  descuido  de  la  autoridad,  perdóneme 
niño  Anacarsis.  Sumercé  sabe  que  yo  todo  lo  que  soy 
en  esta  vida  se  lo  debo  al  patrón  don  Roque,  y  lo  quería 
como  si  fuera  mi  padre... 

Se  hizo  un  silencio  embarazoso.  El  cura,  con  los  ojos 
bajos,  sentía  que  la  vergüenza  le  subía  a  las  mejillas  y 
la  desilusión  le  oprimía  el  pecho,  sin  que  pudiera  ale- 
jarla. No  veía  claramente  lo  que  había  pasado,  ni  sabía 
a  punto  fijo  lo  que  estaba  sucediendo  a  su  alrededor.  El 
mundo,  visto  ahora  por  la  primera  vez  cara  a  cara,  le 
pareció  extraño  y  sumido  en  esa  densa  niebla  del  páramo 
que  oculta  la  realidad  de  los  baches  donde  se  atascan  las 
muías,  y  la  aspereza  de  las  rocas  que  golpean  súbitamente 
al  viajero.  Creía,  por  un  momento,  que  estaba  soñando. 
Todo  le  parecía  lejano,  brumoso  e  impreciso.  Y  por  prime- 
ra vez  en  su  vida  dudaba  del  testimonio  de  sus  sentidos  y 
prestaba  mayor  fe  que  nunca  a  la  Divina  Providencia, 
sin  cuya  oculta  intervención  todo  volvería  al  caos.  ¿El 
Anacleto  era  o  no  era  inocente?  ¿Era  o  no  era  culpable? 
Esta  duda  le  taladraba  el  corazón  y  la  sentía  delante  de 
sí,  densa  y  reacia  como  una  roca  atravesada  en  su  ca- 
mino. Como  comprendía  que  era  inútil  perder  el  tiempo 
divagando,  aplazó  para  mejor  oportunidad  el  análisis  de 
sus  sentimientos.  Se  pasó  varias  veces  la  diestra  por  la 
frente  pálida  y  sudorosa,  pues  trataba  de  recordar  algo 
que  se  le  había  olvidado.  Un  débil  quejido  del  Anacleto, 
que  acababa  de  desvanecerse,  lo  volvió  de  golpe  a  sus 
preocupaciones  inmediatas,  ahogadas  por  aquel  turbión  de 
palabras  insulsas  que  emljotaban  no  sólo  la  realidad  de 
sus  ideas,  sino  la  existencia  misma  de  sus  locuaces  inter- 
locutores. De  un  salto  corrió  al  patio,  recogió  agua  en 
el  tarro  y  roció  la  cara  de  Anacleto.  Luego  le  dio  a  beber, 
cuando  recobró  el  sentido. 

—  ¡Señor  alcalde!  —  gritó  con  tal  energía,  que  causó 
una  profimda  sorpresa  en  el  Anacarsis,  que  en  él  miraba 
a  un  cura  idiota  ;  en  el  alcalde,  que  lo  juzgaba  un  cura 
ingenuo,  y  en  el  notario,  que  lo  creía  un  pobre  diablo. 


69 


— ¿Cómo  decía  su  reverencia? 

— Digo,  señor  alcalde,  que  sea  o  no  culpable  este  mu- 
chacho que  acaba  de  volver  en  sí,  no  hay  ley  divina  ni 
humana  que  permita  que  se  le  juzgue  y  se  le  .torture 
sin  oírlo,  como  usted  acaba  de  hacerlo.  No  hay  ley  divina, 
porque  la  primera  de  todas  es  la  caridad  que  usted  está 
pisoteando  como  si  no  fuera  un  cristiano.  Ante  Dios  Nues- 
tro Señor,  en  cuya  casa  estuvo  usted  esta  misma  mañana, 
porque  yo  lo  vi  en  misa,  usted  ha  pecado  gravemente. 
Ante  las  leyes  naturales  y  las  leyes  de  la  nación,  yo 
quisiera  que  el  señor  notario  y  el  señor  juez  me  dijeran  si 
en  este  pueblo  tienen  fuero  especial  los  guardias  para 
azotar  a  los  presos,  y  los  alcaldes  autoridad  para  pre- 
senciar semejantes  abominaciones  sin  levantar  un  dedo. 

— ¿Quién  ha  azotado  a  quién?  — preguntó  azorado  el 
alcalde. 

Rápidamente  el  cura  retiró  el  manteo  que  cubría  las 
espaldas  y  el  pecho  de  Anacleto,  cruzadas  por  gruesas 
granjas  violáceas,  salpicadas  de  pequeñas  gotas  de  sangre. 

—  ¡No  es  posible!  — exclamó  el  notario — .  ¡Eso  no 
puede  ser,  compadre!  ¡Eso  está  muy  mal  hecho! 

El  alcalde  agachó  la  cabeza,  avergonzado,  y  el  Ana- 
carsis,  mascullando  algo  entre  dientes,  dio  media  vuelta 
y  tomó  las  de  Villadiego.  El  juez,  que  hurtaba  adrede  las 
miradas  acusadoras  del  párroco,  entró  al  despacho  del 
alcalde  so  pretexto  de  buscar  las  piezas  de  convicción  para 
examinarlas  más  despacio.  Y  el  notario  meneó  ligera- 
mente la  cabeza  de  un  lado  a  otro,  y  mirando  por  encima 
de  las  gafas,  dijo  : 

—  ¡Eso  no  está  bien,  compadre!  El  señor  cura  tiene 
razón:   ¡eso  no  está  bien!... 

Y  el  buen  cura  se  alegró  íntimamente,  pensando  que 
sus  palabras  habían  operado  el  milagro  de  ablandar  el 
corazón  del  notario. 

Un  mezquino  rayo  de  sol,  filtrándose  por  entre  dos 
gruesas  nubes  que  planeaban  pesadamente  sobre  el  pue- 
blo, iluminó  la  plaza  de  arriba  cuando  el  cura  salió  de  la 
alcaldía  para  vigilar  los  preparativos  del  entierro.  En  la 
tienda  de  Rafo  vio  un  denso  grupo  de  campesinos  em- 
briagados que  lanzaban  gritos  de  vez  en  cuando.  El  secre- 
tario del  alcalde  tomaba  cerveza  con  el  Anacarsis,  a 
horcajadas  ambos  en  unos  bultos  de  papa  paramuna, 
rodeados  de  compadres. 

— ¡Que  muera  el  Anacleto!  ¡Abajo  los  rojos! 

Tales  fueron  las  frases  enconadas  que  el  párroco  pudo 
pescar  al  vuelo,  al  pasar  en  dirección  a  su  iglesia.  En 


70 


el  atrio  había  mucha  gente,  que  fluía  de  las  calles  que 
desembocan  a  la  plaza  y  suben  de  la  vega  del  río  o  des- 
cienden de  la  cuesta  del  páramo.  Ayudado  por  el  mona- 
guillo que  cargaba  una  lata  llena  de  engrudo,  el  sacristán 
pegaba  grandes  cartelones  en  las  paredes  de  la  iglesia, 
encima  del  cartelucho  que  anunciaba  las  cuarenta  horas.  El 
cura  vio  que  estaban  escritos  a  mano,  con  una  brocha  de 
enjalbegar,  y  con  ese  barniz  azul  turquí  que  en  tiempos 
menos  duros  servía  para  marcar  los  bultos  de  papa  de 
don  Roque  y  para  escribir  los  edictos.  En  el  pueblo  de 
arriba  no  había  imprenta. 
— ¿Qué  estás  haciendo? 

— Aquí  pegando  estos  cartelitos  que  me  dieron  el  se- 
cretario y  el  niño  Nacarsis.  Me  dijeron  que  era  orden 
del  alcalde,  y  como  muerto  don  Roque,  el  niño  Nacarsis 
será  el  que  manda. 

— Te  equivocas.  Mandará  en  su  casa,  porque  en  la 
iglesia  el  amo  soy  yo. 

— Mire  sumercé  — le  advirtió  el  Caricortao,  al  oído — 
que  no  diga  esas  cosas  delante  de  esta  chusma,  porque  le 
llevan  el  cuento  al  niño  Nacarsis  y  con  lo  bravo  que  está... 

Los  carteles  anunciaban  que  las  honras  del  ilustre 
don  Roque  Piragua  se  celebrarían  el  próximo  domingo,  a 
la  hora  del  mercado,  y  a  ellas  invitaba  el  directorio  con- 
servador del  pueblo  cuyo  vicepresidente  era  el  notario. 
Se  encarecía  la  asistencia  de  los  campesinos  y  se  les 
pedía  que  manifestaran  su  protesta  "por  el  horrendo  cri- 
men cometido  por  los  liberales". 

— ¡Esto  es  absurdo!,  exclamó  el  cura,  y  sin  poder 
contenerse  arrancó  los  carteles. 

— ¿No  ve  sumercé  que  ya  prendimos  otros  dos  a  la 
puerta  de  la  alcaldía? 

— Pues  a  la  puerta  de  la  iglesia  yo  lo  prohibo. 

Se  abrió  paso  trabajosamente  entre  campesinos  de 
montera  y  ruana  que  olían  a  himio  y  a  establo,  y  le  mira- 
ban sin  comprender  una  palabra.  El  sacristán  y  el  mona- 
guillo lo  siguiei'on  cabizbajos  y  cariacontecidos,  y  ya  en 
la  iglesia  el  uno  se  puso  a  encender  las  velas  del  altar  y 
el  otro  a  barrer  el  presbiterio,  donde  sobre  dos  grandes 
burros  de  madera  se  habría  de  colocar  el  catafalco  de 
don  Roque.  El  cura,  nervioso  y  preocupado,  dio  las  últi- 
mas órdenes  concernientes  al  velorio  y  entró  a  la  sacris- 
tía para  meditar  a  solas  y  rezar  en  silencio. 

Arrodillado  en  su  reclinatorio,  cerró  los  ojos  y  pro- 
curó hacer  un  examen  de  conciencia.  Creía  encontrarse  en 
aquel  pueblo  desde  hacía  años,  hundido  hasta  el  cuello 


71 


en  aquel  infierno  al  cual  descendiera  por  un  túnel  de 
niebla,  al  través  del  escabroso  camino  del  páramo.  Estaba 
triste  y  desilusionado  hasta  la  muerte.  Temía  que  su 
espíritu,  aficionado  a  la  soledad  y  predispuesto  a  la  con- 
templación, no  resistiera  mucho  tiempo  la  agitación  super- 
ficial de  la  vida  ordinaria.  Había  escogido  ese  camino, 
estrecho  y  resbaloso,  que  bordea  el  precipicio  del  cual 
ascienden  los  vapores  de  la  incomprensión  y  la  ignoran- 
cia. Sentía  deseos  incontenibles  de  llorar  por  las  tor- 
turas que  padecía  el  Anacleto,  y  porque  en  el  fondo  le 
inspiraban  lástima  aquellos  hombres  cegados  por  el  odio, 
cuyas  almas  envueltas  en  nieblas  y  vapores  no  recibían 
jamás  la  tibia  luz  de  la  mansedumbre  cristiana.  La  cari- 
dad es  una  energía  creadora  que  se  expande  y  se  comu- 
nica a  los  otros,  pero  sólo  ahora  comprendía  que  hay 
obstáculos  que  la  detienen  y  la  paran  como  una  selva  de 
hojarasca.  Recordaba  las  palabras  esquivas  del  notario, 
y  la  actitud  insolente  a  veces  y  otras  sumisa  del  alcalde, 
y  el  furor  ciego  de  Anacarsis,  y  lá  pusilanimidad  del  juez, 
y  el  rencor  que  más  que  la  sed  y  los  azotes  envenenaba 
el  alma  de  Anacleto. 

El  desaliento  de  Cristo,  cuando  oraba  en  el  huerto 
entre  los  discípulos  dormidos,  solicitaba  ahora  su  pen- 
samiento. Nunca  en  el  Seminario,  cuando  meditaba  en  la 
Pasión  de  Nuestro  Señor  Jesucristo,  había  logrado  com- 
prender ciertos  pasajes,  que  a  pesar  de  la  explicación  de 
los  exégetas  le  parecían  oscuros  y  misteriosos,  porque  su 
espíritu  no  había  pasado  por  semejantes  experiencias.  Y 
una  de  las  más  dolorosas  es  la  de  comprobar  que  los  de- 
más no  piensan  como  nosotros  pensamos,  no  ven  lo  que 
nosotros  vemos,  no  sienten  como  nosotros  sentimos.  Sólo 
puede  unificar  los  espíritus  y  los  corazones  la  compren- 
sión de  todos  y  cada  uno  en  un  común  punto  de  vista. 
Mientras  todos  los  hombres  no  asciendan  la  cuesta  del 
Calvario  y  no  miren  desde  la  cruz,  al  través  de  los  ojos 
del  Cristo,  el  melancólico  panorama  del  mundo  envuelto 
en  sombras,  no  habrá  entendimiento  posible  entre  unos 
y  otros.  No  piensan  de  la  misma  manera  los  sayones  que 
echan  los  dados  sobre  la  túnica  del  Cristo,  sin  alzar  los 
ojos  a  la  cruz  porque  el  interés  del  juego  los  embarga,  y 
quien  con  los  brazos  abiertos  y  clavados  a  un  leño  pa- 
dece en  sus  carnes  la  mordedura  de  la  muerte.  Frente  a 
esta  última  e  impostergable  realidad  de  la  vida,  que  es 
la  muerte,  todo  en  el  mundo  es  una  apariencia  engañosa. 

La  terrible  soledad  de  Cristo  en  la  cruz  y  en  el  huerto 
de  los  olivos,  se  comunicaba  al  cura  por  obra  de  su  pen- 


72 


Sarniento.  Aunque  se  sintiera  rodeado  por  un  estrecho 
círculo  de  seres  que  conversan,  al  través  de  sus  imá- 
genes y  de  sus  impresiones  palpaba  el  vacío  del  corazón 
de  los  otros.  La  caridad  consiste  en  identificarse  con  ellos, 
envolverse  como  ellos  son,  en  colocarse  dentro  de  su 
mismo  punto  de  vista.  Sólo  que  existe  una  caridad  más 
alta  y  verdadera,  la  sola  capaz  de  abrasar  el  mundo  en 
una  hoguera  de  amor  porque  procura  no  sólo  que  los 
hombres  se  identifiquen  entre  sí,  y  mutuamente  se  asi- 
milen los  unos  a  los  otros  para  comprenderse  mejor,  sino 
que  los  levanta  h^sta  el  Cristo.  Para  entender  a  nuestros 
semejantes  y  juzgan^os  a  nosotros  mismos,  debemos  adop- 
tar el  punto  de  vista  que  tuvo  Cristo  en  la  cruz,  pues 
desde  aquella  eminencia,  todo  es  claro  e  inteligible.  Los 
hombres  se  combaten,  se  odian  y  se  destruyen,  porque 
no  se  aman  entre  sí.  Su  perspectiva  visual,  a  ras  de  tierra, 
es  tan  torpe  y  limitada  que  fatalmente  interfiere  la  pers- 
pectiva de  los  otros.  No  basta  pues,  pensaba  el  buen  cura, 
ponerme  yo  en  el  pellejo  del  Anacleto  para  sentir  sus 
azotes  en  mis  propias  espaldas;  ni  identificarme  con  el 
Anacarsis,  para  apreciar  sus  razones  de  odiar  al  Ana- 
cleto, y  disculpar  su  pasión  ;  ni  introducirme  en  el  alma 
primitiva  del  alcalde  para  desmontar  sus  arrogancias  y 
entender  sus  flaquezas.  Tengo  que  levantarme  hasta  el 
Cristo,  para  desde  aquella  altura  ideal  ver  los  movimien- 
tos de  estos  hombres  que  se  combaten  porque  jamás  han 
abierto  los  ojos  a  una  luz  que  hace  palidecer  las  estrellas. 
El  gran  pecado  es  la  ignorancia  de  Cristo,  cuya  con- 
secuencia es  la  dureza  del  corazón  que  ciega  la  fuente 
de  aguas  vivas  que  es  la  caridad.  Para  comprender  a 
los  hombres  hay  que  sentirse  como  ellos,  pero  para  amar- 
los es  necesario  verlos  desde  la  cruz,  porque  de  lo  con- 
trario sería  casi  imposible  perdonarlos. 

— La  señorita  Dolorcitas  manda  decirle  a  sximercé  que 
si  trae  la  escuela  a  las  cuatro,  para  la  doctrina...,  susu- 
rró el  sacristán  al  oído  del  cura,  sin  respetar  su  soledad. 

— Que  la  traiga. 

— Y  con  el  cadáver  en  la  iglesia,  ¿cómo  se  hace? 
— Que  no  la  traiga...  ¡Ahora  déjame! 
— Es  que . . . 

— Déjame,  te  lo  ruego... 

— Es  que  la  María  Encarna,  ¿no  la  conoce  sumercé?, 
lo  está  esperando  adentro,  con  los  chinos. 

— Dile  que  me  espere. 

— Y  la  señorita  Zoila  quiere  confesarse... 

— Ya  voy,  ya  voy . . .  Pero  después  de  rezar,  mientras 
traen  el  cadáver  de  don  Roque,  tengo  que  almorzar  al- 
guna cosa . . .  Dile  a  la  boba . . . 

73 


— No  es  por  traerle  chismes  a  sumercé,  pero  bueno  es 
que  sepa  que  el  niño  Nacarsis  salió  hace  rato  con  el 
secretario  del  alcalde  para  Agua  Bonita.  Me  lo  dijeron 
las  gordas,  que  están  en  la  iglesia  arreglando  el  altar  de 
mi  padre  y  señor  San  José,  patrono  de  don  Roque... 

— Bueno,  bueno. . .  ¡Ahora  déjame! 

— ¿Y  qué  le  digo  a  la  señora  Ursulita,  que  vino  a 
preguntar  si  esta  tarde  hay  bendición  con  el  Santísimo? 

— Dile  que  no,  porque  a  esas  horas  ya  estará  en  la 
iglesia  el  cadáver.  ¿Está  lloviendo  otra  vez? 

— Eso  no  hay  cuando  escape,  sumercé. . . 

Y  salió  el  Caricortao  sin  hacer  ruido,  arrastrando 
los  pies  descalzos. 

Sentía  el  buen  cura  ima  profunda  compasión  por  sus 
rudas  y  montaraces  ovejas,  que  si  no  podían  ver  lejos  y 
con  mayor  claridad,  era  porque  la  ignorancia,  y  el  mu- 
gre, y  el  apartamiento,  y  la  soledad  del  páramo  las  apre- 
tujaban unas  contra  otras  entre  sus  bardas.  La  sombría 
casa  cural  donde  no  había  baño  como  en  el  Seminario  y 
era  menester  por  lo  tanto  salir  al  solar  para  despachar 
ciertos  menesteres  que  humillan  al  más  guapo  ;  la  hipo- 
cresía de  las  beatas,  la  rapacidad  de  los  ricos,  la  imper- 
tinencia de  los  pobres,  la  fosquedad  del  páramo  :  todo 
eso  sumía  al  cura  en  una  melancólica  depresión.  Jamás 
había  pensado  que  lejos  del  mundo,  que  es  la  ciudad, 
fuera  tan  difícil  encontrar  la  soledad  del  espíritu  y  la 
paz  de  Dios  :  paz  que  sacia  el  hambre  de  los  ascetas  y 
soledad  que  puebla  la  celda  de  los  santos.  Nimca  creyó 
que  fuera  tan  constante  la  presencia  del  mundo  en  ima 
aldea  infeliz,  perdida  entre  las  brumas,  que  él  escogió 
porque  creyó  ingenuamente  encontrar  allí  el  camino,  la 
verdad  y  la  vida,  en  el  silencio,  la  soledad  y  el  reposo. 

¡Cómo  le  pesaba  ser  cura!  Si  se  encontrase  en  un 
convento,  por  trabajosa  que  fuese  la  regla  de  los  frailes, 
su  espíritu  se  echaría  a  volar  fácilmente  en  busca  de  la 
atmósfera  delgada  y  luminosa  donde  desaparecen  las 
dimensiones  terrestres  y  son  lógicos  y  comprensibles  el 
éxtasis,  el  arrobo,  la  beatitud,  las  lágrimas  y  el  milagro. 
¿Por  qué,  en  vez  de  entrar  a  un  convento,  escogió  este 
curato  como  el  mejor  camino  para  alcanzar  en  la  humil- 
dad la  perfección  de  los  santos?  Sólo  por  caridad,  sólo 
porque  pensaba,  desde  el  día  en  que  le  golpeó  el  cora- 
zón la  vocación  religiosa,  que  a  la  palma  del  mártir  debe 
ser  preferible  a  los  ojos  de  Dios  el  trabajo  del  catequista, 


74 


y  a  la  gloria  del  asceta  en  su  cueva  debe  ser  más  meri- 
toria, por  más  útil,  la  labor  del  pobre  cura  de  pueblo. 

La  caridad  que  no  se  recoge  sobre  sí  misma,  sino  que 
se  derrama  como  una  bendición  sobre  los  hombres,  es  la 
sal  de  la  tierra,  es  el  granito  de  mostaza,  es  la  simiente 
de  la  viña,  es  el  Reino  de  Dios.  Si  la  sal  se  corrompe, 
¿quién  salará  la  tierra?  El  misionero,  más  que  el  mártir 
que  ocasionalmente  se  inmola,  y  el  cura  de  pueblo  más 
que  el  santo  que  se  recluye  en  su  cueva,  son  los  instru- 
mentos preferidos  de  la  caridad  de  Dios,  así  como  aquéllos 
son  los  espejos  de  su  gloria.  Y  si  la  lucha  de  los  últimos 
es  más  valiente,  porque  tienen  que  enfrentarse  al  dolor 
físico  y  desafiar  la  tentación  de  la  carne,  la  de  los  se- 
gundos no  por  mezquina  que  parezca  es  menos  ardua. 

El  cura  pensaba  si  no  sería  más  meritorio  abrirse  las 
carnes,  ahora  quietas  y  adormecidas,  con  un  cilicio,  a 
vencer  esas  pequeñeces  que  perturban  el  espíritu  y  lo 
descarrilan,  como  guijarros  puestos  en  una  carrilera.  Pen- 
saba si  no  sería  más  llevadera  la  mortificación  que  el 
asceta  escoge  y  acepta,  que  la  incomodidad  que  asalta 
diariamente  al  cura,  sin  saber  a  qué  horas.  Cuando  lo 
tenía  todo  en  el  Seminario,  el  baño  tibio,  la  ropa  limpia, 
la  capilla  hermosa,  los  amigos  fieles,  los  libros  buenos,  la 
biblioteca  acogedora,  nada  estorbaba  su  elación  y  para 
acuciarla  acudía  muchas  veces  a  la  mortificación  espon- 
tánea. Ahora  el  mundo  de  las  cosas  pequeñas  se  presen- 
taba intempestivamente,  derrotando  y  humillando  su  es- 
píritu. No  podía  concentrar  su  pensamiento  en  temas 
nobles  y  elevados,  porque  las  ruindades  del  ambiente  le 
tiraban  hacia  abajo,  y  eran  cardos  y  espinas  que  le  enre- 
daban la  sotana.  El  piquete  de  una  pulga,  cuando  estaba 
a  punto  de  olvidarse  de  sí  mismo  y  de  perderse  en  el 
piélago  de  la  Divina  ternura,  lo  precipitaba  súbitamente 
en  la  realidad,  pequeña  e  impertinente  como  la  pulga 
misma. 

Al  pensar  en  sus  miserias,  en  sus  inquietudes,  en  sus 
desgracias,  se  hallaba  a  punto  de  llorar.  Se  sentía  terri- 
blemente solo,  y  hubiera  necesitado  como  Cristo  en  el 
huerto  de  los  olivos,  que  un  ángel  descendiera  del  cielo 
para  consolarlo.  Aunque  su  corazón  rebosaba  ternura, 
su  espíritu  era  flaco  y  estaba  pidiendo  ayuda.  No  podía 
levantarse  un  palmo  de  aquel  suelo  miserable  donde  tenía 
hincadas  las  rodillas.  Dudaba  de  sus  propias  fuerzas  y  no 
era  capaz  de  elevar  su  corazón  a  Dios.  En  lugar  de  me- 
ditar en  Cristo,  como  había  querido  hacerlo  cuando  se 
arrodilló,  se  había  puesto  a  divagar  y  ni  siquiera  tuvo 


75 


el  valor  de  ponerle  el  pecho  a  la  realidad  de  aquel  crimen, 
cuando  harto  de  no  entender  y  de  sufrir,  se  refugió  en  la 
sacristía  de  la  iglesia  para  huir  de  todos  y  no  pensar 
en  nada. . . 

— ¡Señor  cura,  señor  cura! 

— ¿Otra  vez  estás  aquí?  ¿Qué  quieres?  ¿Qué  pasa? 

— Acaban  de  traer  el  cadáver  de  don  Roque.  Ya  le 
puse  las  cuatro  velas  y  lo  tapé  con  un  velo  negro  que 
tenemos  para  cubrir  el  altar  mayor  en  Viernes  Santo. 
Las  señoras  están  rezando  mientras  sumercé  llega. 

— Diles  que  voy  dentro  de  un  momento . . .  Sube  a 
tocar  las  campanas. 

— La  Mana  Encarna  sigue  esperándolo  en  la  casa 
cural.  Trajo  dos  costales  con  la  ropa,  y  un  talego  con 
fiambre.  Le  dijo  a  la  boba  que  si  sumercé  la  dejaba, 
pasaría  la  noche  con  los  chinos  en  la  casa  cural. 

— ¿Pero  qué  quiere? 

— Yo  no  sé,  mi  amo. . .  Es  una  mujer  mala. 

En  el  atrio  de  la  iglesia  y  al  amparo  de  los  andamios 
se  había  agolpado  mucha  gente  en  tomo  al  notario,  al 
juez,  los  concejales,  el  boticario  y  demás  notabilidades 
del  pueblo.  Mientras  repicaban  las  campanas  llamando  al 
Rosario,  todos  comentaban  los  acontecimientos  de  la  ma- 
ñana. La  tarde  declinaba  tristemente,  entre  ventarrones 
y  lloviznas.  De  la  tienda  de  Rafo  llegaban  gritos  e  im- 
precaciones, porque  la  gente  estaba  alborotada  y  borracha, 
y  comenzaban  a  presentarse  en  la  plaza,  con  machete  al 
cinto,  los  arrendatarios  de  Agua  Bonita .  .  . 

— No  hay  que  darle  vueltas  :  ¡es  un  crimen  político! 
—decía  el  alcalde. 

— Eso  parece,  compadre...  ¿Pudo  comunicarse  con  el 
pueblo  de  abajo? 

— Tuve  una  conferencia  telegráfica  con  el  señor 
alcalde.  Va  a  mandar  refuerzos  de  policía,  con  un  sargento 
que  tiene  práctica  en  estas  cosas.  Por  allá  todo  anda  tran- 
quilo. Nadie  sabe  lo  que  ha  pasado,  y  es  mejor  que  así 
sea,  porque  Llano  Redondo  está  plagado  de  los  bandidos 
del  Pío  Quinto  que  podrían  echársenos  encima,  si  olieran 
algo . . . 

— Hay  que  tomar  precauciones,  aconsejó  el  notario. 

— Ya  avisé  a  toda  la  gente  de  las  veredas.  Mañana, 
en  el  entierro,  no  quedará  nadie  en  los  campos . .  . 

— ¿Y  los  vivientes  liberales  del  Alto  de  la  Cruz? 

— Llegarán  esta  noche,  o  a  la  madrugada.  Por  allá 
fueron  a  traerlos  el  niño  Anacarsis  y  mi  secretario. 

76 


— ¿Es  cierto  que  el  señor  cura  quitó  los  carteles  de  la 
iglesia?  — preguntó  el  boticario. 

— Sí,  sumercé  — dijo  uno  de  los  campesinos  que  rodea- 
ban a  los  notables.  — ¡Yo  mismito  lo  vide  con  estos  ojos! 
¡Y  lo  arrancó  asina,  con  rabia! 

—  ¡Humm!  ¡Y  después  de  lo  que  presenciamos  esta 
mañana!  — comentó  el  notario. 

— Por  ahí  contaban  — continuó  el  boticario — ,  que  el 
cura  había  querido  pegarle  al  Anacarsis  en  la  alcaldía... 

— Irrespetarlo  — corrigió  el  alcalde—.  Agredirlo  pro- 
piamente, eso  no.  Ahí  estábamos  con  mi  compadre  para 
impedirlo . . . 

— Cierto  — dijo  el  notario — .  Pero  sí  me  extraña  mu- 
cho que  su  reverencia  hubiera  querido  soltar  al  Anacleto. 

— ¿Soltarlo?  ¿Para  que  huyera? .  . .  También  me  con- 
taron en  la  tienda  de  Rafo  que  el  Anacarsis  había  dicho 
que  el  cura  está  de  parte  del  diablo . . .  quiero  decir  de 
los  liberales. 

— Tanto  como  eso,  no  — dijo  el  notario. 

— Pero  si  no  andamos  con  cuidado,  lo  deja  huir.  El 
Caricortao  — terminó  el  alcalde —  me  contó  que  el  cura 
tiene  asilada  en  su  casa  a  la  María  Encarna. 

— ¿De  veras? 

-—Como  lo  están  oyendo. 

—  ¡Lástima  del  señor  cura  viejo!  — exclamó  el  notario. 
Era  persona  de  experiencia,  que  no  se  dejaba  engatusar 
fácilmente. . .  Este.  . .  bueno  :  éste  es  muy  novato  para  el 
oficio.  ¿No  es  cierto,  compadre? 

Diez  minutos  después  toda  la  plaza  se  había  enterado 
de  que  el  cura  aquella  mañana  había  soltado  al  Ana- 
cleto para  que  huyera,  sólo  que  el  alcalde  y  el  notario 
lo  habían  logrado  pescar  a  la  salida  del  pueblo,  y  lo 
metieron  otra  vez  en  la  cárcel.  Se  sabía  también  que  era 
partidario  de  los  liberales,  porque  había  asilado  a  la 
María  Encarna  en  la  casa  cural.  Se  decía  finalmente  que 
había  insultado  al  Anacarsis,  llamándolo  godo  indigno, 
por  lo  cual  éste  lo  había  amenazado  con  pedir  su  des- 
titución al  señor  Obispo... 

— ¿Con  que  esas  tenemos?  —  decía  la  gente. 

Y  los  chismes  giraban  en  torno  a  la  plaza,  como  un 
pasavolante,  y  al  regresar  al  sitio  de  origen,  que  era  el 
atrio  donde  conversaban  los  notables,  ya  se  habían  des- 
figurado a  tal  punto  que  nadie  podría  reconocerlos.  Lo 
más  grave,  que  hizo  subir  de  punto  la  indignación  de  los 
vecinos,  fue  que  alguien  llegó  con  el  cuento  de  que  el 
alcalde  había  solicitado  refuerzos  al  pueblo  de  abajo,  por- 


77 


que  los  bandidos  del  Pío  Quinto,  que  operaban  en  Llano 
Redondo,  preparaban  un  asalto  para  aquella  noche... 
Cuando  el  chisme  dio  la  vuelta  a  la  plaza,  y  retornó  al 
atrio  de  donde  había  salido,  el  alcalde  lo  recibió  con  este 
comentario  : 

— La  situación  es  muy  delicada. . .  Y  no  puedo  decirles 
más,  como  lo  sabe  mi  compadre  el  notario,  porque  se 
trata  de  un  secreto  de  Estado. 

El  cura  terminó  su  rezo,  ahogado  ya  todo  impulso 
religioso  por  el  rumor  creciente  que  llegaba  de  la  plaza 
a  través  de  la  iglesia,  y  de  la  iglesia  a  través  de  la  puerta 
de  la  sacristía.  Se  caló  el  bonete  y  entró  un  momento  a 
la  casa  cural  para  comer  cualquier  cosa,  porque  desde  el 
desayuno  que  fue  muy  sucinto  y  breve  no  había  pa- 
sado bocado.  En  el  patio  y  en  el  corredor  picoteaban  el 
suelo  resbaloso  unas  gallinas  saraviadas  que  no  había 
visto  por  la  mañana. 

— ¡Eso  qué!  ¡Las  horas  a  que  sumercé  viene  a  almor- 
zar! — le  dijo  la  boba  que  estaba  extendiendo  tinas  piezas 
de  ropa  en  un  alambre,  a  lo  largo  del  corredor. 

— ¿Me  puedes  preparar  algo  de  comer? 

— El  fogón  se  apagó  hace  rato.  Si  sumercé  quiere  un 
pedazo  de  queso  y  un  bocadillo...  porque  no  hay  más. 
Como  si  fuera  poco,  se  entiesaron  las  mogollas  de  misia 
Ursulita. 

— Y  estas  gallinas,  ¿de  quién  son? 

— De  mi  amo.  Se  las  trujo  la  María  Encarna,  que  ahí 
está  en  la  cocina  con  los  chinos.  Dijo  que  quería  hablar 
con  sumercé,  téngale  cuidado  porque  es  una  mujer  mala... 

No  era  sino  una  pobre  mujer  esta  María  Encarna, 
prematuramente  envejecida  por  los  sufrimientos  y  los 
hijos,  que  labran  la  salud  todavía  más  que  los  sufrimien- 
tos. No  tendría  cuarenta  años,  pero  aparentaba  sesenta, 
con  la  piel  del  rostro  manchada  y  amarilla,  el  pelo  opaco, 
las  manos  rojas,  el  vestido  brillante  por  el  uso,  y  los  pies 
calzados  con  unas  viejas  botas  de  tacones  torcidos.  Lle- 
vaba un  niño  en  brazos,  tuerto  y  enteco,  de  cabeza  enorme 
para  un  cuerpecito  que  no  podía  sostenerla.  "Es  hidrocefá- 
lico"  — pensó  el  cura. 

— ¡Es  el  menorcito:  es  bobo!  — dijo  la  madre  cuando 
se  desplomó  sobre  la  silla  de  hule  verde,  y  lo  dijo  con 
una  sonrisa  fatigada  e  indiferente.  Su  voz  era  monótona 
y  pareja,  sin  matices,  ni  color,  ni  vida,  que  erizaba  los 
nervios. 

— Mi  marido  y  yo  no  éramos  de  este  sitio,  a  Dios 
gracias.  Nacimos  y  nos  criamos  en  un  pueblo  de  tierra 


78 


caliente,  a  la  orilla  del  río,  donde  teníamos  muchos  pa- 
rientes y  amigos,  y  una  tienda  de  abarrotes  muy  bien 
surtida,  y  una  casa  de  dos  pisos  con  locales  sobre  la 
calle.  La  tienda  se  llamaba  La  Favorita.  Allí  nacieron 
todos  los  niños,  y  las  dos  mayorcitas  estudiaban  en  el 
colegio  de  las  Hermanas,  que  las  querían  mucho.  Salieron 
al  padre,  que  era  muy  inteligente  y  activo,  y  se  ganaba 
amigos  en  todas  partes  cuando  viajaba  por  el  departa- 
mento correteando  sus  mercancías.  No  había  pueblo, 
fuera  de  éste,  donde  no  lo  estimaran  y  lo  quisieran.  Yo, 
en  cambio,  soy  una  boba... 
— ¿Y  por  qué  emigraron? 

— Cambiaron  los  tiempos,  señor  cura  :  quiero  decir 
los  alcaldes,  y  los  agentes  de  la  policía  comenzaron  a 
perseguirnos.  Todos  los  liberales  se  fueron,  menos  nos- 
otros, porque  a  mi  marido  le  aconsejaron  los  conser- 
vadores decentes  que  se  quedara.  Por  las  tardes  iban  a  la 
tienda  a  hacer  tertulia  con  él,  que  era  chancero  y  les 
preguntaba  cuándo  irían  a  matarnos.  Primero  nos  obli- 
garon los  guardias  a  cerrar  la  agencia  de  los  periódicos, 
que  nos  daba  mucho.  Como  protestamos  ante  el  alcalde 
por  este  atropello,  dio  orden  de  que  quemaran  el  paquete 
de  gacetas  en  mitad  de  la  calle,  frente  a  la  tienda,  para  que 
nos  enteráramos.  Nuestros  deudores  dejaron  de  pagarnos, 
porque  La  Favorita  traía  telas  y  vendía  artículos  al  por 
mayor,  con  crédito,  de  donde  se  surtían  las  tiendas  pe- 
queñas. Los  domingos  por  la  noche  venían  los  guardias 
a  emborracharse  en  la  trastienda,  y  cuando  intentába- 
mos cobrarles  la  cuenta,  nos  amenazaban  con  incendiar  la 
mercancía.  Un  día,  porque  este  pobre  chino  andaba  ga- 
teando y  tropezó  con  la  mesa  de  los  guardias,  tumbán- 
doles la  botella  de  aguardiente,  uno  de  ellos  le  tiró  una 
patada  con  su  gruesa  bota  de  carramplones  y  le  vació 
el  ojo.  ¡Mire  como  lo  tiene! 

— ¡Pobrecito! 

— Entonces  resolvimos  trasladarnos  a  otro  pueblo, 
antes  de  arruinarnos  completamente  en  el  propio.  Y  fue 
peor.  Estuvimos  una  temporada  en  la  capital  del  depar- 
tamento, donde  abrimos  un  baratillo  en  un  zaguán  para 
empezar  otra  vez  los  negocios.  Como  no  tardaron  en  sa- 
ber que  éramos  liberales,  cuando  vinieron  las  últimas 
elecciones  que  el  señor  cura  recordará,  nos  saquearon  la 
tienda  y  tuvimos  que  saür  huyendo  en  un  camión  que 
traía  unos  bultos  de  zaraza  para  el  pueblo  de  abajo. 
Estábamos  en  la  miseria  y  sólo  nos  quedaba  lo  que  llevá- 
bamos puesto.  En  el  pueblo  de  abajo  mi  marido  consiguió. 


79 


con  don  Pío  Quinto  Flechas  que  alguna  vez  había  tenido 
negocios  con  él,  unos  pesos  prestados  para  comprar  li- 
cores. Le  dieron  también  una  agencia  de  cervezas,  y  nos 
vinimos  a  este  pueblo  donde  decían  que  la  vida  era  muy 
tranquila  y  barata  para  los  forasteros.  En  este  páramo, 
donde  no  viene  nadie,  ¿quién  podría  molestarnos? 

Don  Roque  Piragua,  que  al  principo  fue  muy  cari- 
tativo con  nosotros,  mientras  nos  vio  pobres,  cuando  se 
dio  cuenta  de  que  mi  marido,  que  trabajaba  de  sol  a  sol 
sin  levantar  cabeza,  iba  poco  a  poco  surtiendo  la  tienda 
del  camino  real,  y  acaparaba  la  panela  de  los  pueblos  del 
río,  y  el  aguardiente  de  los  contrabandistas  del  páramo,  y 
el  í.-arbón  de  palo  de  los  indios  de  Agua  Bonita,  se  mal- 
quistó con  nosotros.  Le  estábamos  quitando  su  clientela 
de  la  tienda  de  la  plaza  de  abajo.  Un  día  en  que  yo  no 
estaba  llegó  a  la  tienda  don  Anacarsis,  su  hijo,  que  es 
muchacho  atrevido  y  pretencioso,  pues  se  cree  dueño  del 
pueblo.  Persiguió  por  el  solar  a  la  niña  mayor,  que  ape- 
nas tiene  doce  años  y  es  muy  bonita,  con  la  intención  de 
malograrla  como  hacía  con  las  campesinas  que  se  libra- 
ban de  las  garras  del  viejo.  Como  no  pudo  hacer  nada,  le 
dijo  a  la  niña  :  "¡Dile  a  la  María  Encarna  que  le  voy 
a  quitar  la  tienda!". 

Yo  no  le  conté  nada  a  mi  marido;  era  muy  impetuoso 
y  pendenciero  y  temía  que  cometiera  alguna  locura.  ¡Pe- 
ro eso  qué! ...  A  los  dos  días  de  aquello  que  le  cuento, 
una  noche  entraron  dos  indios  del  páramo  a  tomar  aguar- 
diente. Le  dijeron  a  mi  marido: 

— ¡Tome  con  nosotros,  compadre!  Ahora  grite  :  ¡Viva 
el  partido  conservador!  ¡Abajo  los  rojos  bandidos! 

El  no  quiso  gritar,  siempre  tan  testarudo.  ¿Para  qué 
seguirle  contando?  Le  clavaron  dos  puñaladas  en  el  vien- 
tre. Cuando  salí  a  la  tienda,  los  indios  ya  se  habían 
ido,  y  mi  marido  me  dijo  entre  las  últimas  boqueadas  : 
"Eran  dos  indios  de  Agua  Bonita,  el  Celestino  y  el  Pata  de 
Cabra".  Y  ahí  mismo  acabó. 

El  cura,  exasperado  por  aquella  voz  triste  y  monó- 
tona, se  sobaba  la  frente  con  las  manos  y  no  encontraba 
palaíjras  para  consolar  a  aquella  desgraciada.  Por  otra 
parte,  ella  no  venía  a  pedirle  consuelo,  y  si  se  lo  hubiera 
dado,  lo  habría  escuchado  como  quien  oye  llover. 

— Después  viví  como  pude^  trabajando  yo  sola,  ayu- 
dada por  la  mayorcita  que  veía  de  los  niños  mientras  yo 
me  encontraba  en  la  tienda.  El  Anacarsis  comenzó  a  vi- 
sitarnos con  mucha  frecuencia,  y  me  dejaba  entender  que 
si  no  fuera  por  él  su  padre  nos  habría  quitado  el  local. 


80 


Todo  eso  era  por  ver  cómo  cargaba  con  la  niña,  que  con 
tanto  oficio  como  tenía  en  la  casa,  no  había  tenido  tiempo 
de  enterarse  de  esas  cosas... 

— ¡Dios  mío,  Dios  mío!,  murmuró  el  cura. 

— Esta  tardecita  pasó  por  la  tienda  el  Anacarsis,  con 
el  secretario  del  alcalde.  "¡Ahora  sí  que  no  quedará  ni 
un  rojo  en  este  pueblo,  porque  todos  tienen  la  culpa  de 
la  muerte  de  mi  padre!"...  ¡Santa  Bárbara  bendita!  ¿Y 
eso  quién  lo  mató  — pregunté  yo — ,  que  no  había  sabido 
nada.  "Lo  mató  el  Anacleto,  pero  es  como  si  lo  hubieran 
matado  todos...  ¿Dónde  está  la  china,  que  quiero  con- 
tarle un  cuento?"  Para  despistarlo  le  dije  que  allí  noma- 
sito,  en  el  solar,  echándoles  granza  a  las  gallinas  que  son 
estas  mismas  que  le  traje  al  señor  cura,  porque  a  mí  ya 
no  me  sirven  de  nada...  El  Anacarsis  se  fue  a  buscarla, 
y  como  no  la  encontrara  salió  al  monte,  y  la  divisó  cuando 
andaba  por  allá  recogiendo  leña  y  cuidando  las  cabras. 
Yo  me  quedé  con  el  alma  en  un  hilo,  entretenida  con  la 
conversación  del  secretario  del  alcalde,  que  no  me  des- 
pintaba ni  me  dejaba  mover.  A  la  media  hora  volvió  el 
Anacarsis  y  me  dijo  :  "Allá  le  dejé  a  la  niña  con  las  ga- 
Lünas...  ¡Dígale  que  le  cuente  el  cuento!"  Y  montó  a 
caballo  y  siguió  para  Agua  Bonita.  Entonces  metí  en  unos 
costales  lo  que  pude,  recogí  la  familia,  y  aquí  estoy... 

La  niña  mayor,  ojerosa  e  indiferente,  miraba  al  cura 
desde  la  puerta  que  da  al  corredor;  y  a  veces,  recordando 
quién  sabe  qué  cosas,  se  estremecía  de  pies  a  cabeza 
como  si  tuviera  fiebre . . . 

— Y  ahora,  ¿qué  quieres?  ¿En  qué  puedo  ayudarte? 

— Permítanos  señor  cura  quedarnos  esta  noche  en  la 
cocina,  donde  no  molestaremos.  Los  niños  están  acostimi- 
brados  a  no  hacer  ruido.  Si  el  señor  cura  quiere,  yo 
podré  cocinarle  y  lavarle  la  ropa  mientras  consigo  bes- 
tias de  alquiler  para  volver  al  pueblo  de  abajo.  Don  Pío 
Quinto  me  recibirá  en  su  casa.  Si  no  puede  hacerlo,  me 
iré  a  otra  parte...  Ya  estoy  acostumbrada  a  estos  viajes 
y  le  he  perdido  el  apego  a  todas  las  cosas  :  a  las  galhnas, 
a  la  casa,  a  la  tierra,  a  la  vida . . .  Todo  me  da  lo  mismo. 
En  todas  partes  se  cuecen  habas,  decía  mi  marido  que 
en  paz  descanse. 

— Puedes  quedarte  — le  dijo  el  cura,  lleno  de  com- 
pasión. Mañana  o  pasado  tendré  que  ir  al  pueblo  de  abajo 
y  te  llevaré  de  cualquier  modo.  .  .  Lo  mejor  es  que  te 
vayas  de  aquí. . .  Ahora  entra  a  la  cocina,  y  con  las  ga- 
llinas haz  un  sancocho  para  las  criaturas.  Toma  :  aquí 
tienes  unos  pesos  para  que  compres  leche. . . 


81 


La  boba,  que  daba  escobazos  en  el  patio  fingiendo  no 
oír  nada,  se  acercó  al  cura  : 

— Esos  chinos  mugrosos  están  empuercando  la  cocina. 
¿Y  qué  podemos  hacer  con  estas  gallinas  que  se  meten 
por  todas  partes? 

El  cura,  impaciente,  aplacó  con  unas  palabras  duras 
la  celosa  protesta  de  la  boba.  Le  dijo  que  si  no  tenía 
caridad  para  con  esa  pobre  familia,  la  despediría  de  la 
casa  en  el  acto  y  dejaría  á  María  Encarna  en  su  lugar. 

— ¡Ave  María  Purísima!  ¡Diez  años  llevo  trabajando 
en  esta  casa  y  jamás  el  señor  cura  viejo  tuvo  queja  de 
mí,  como  puede  decírselo  a  sumercé  la  señorita  Cornelia! 
¿Qué  me  he  robado  yo?  ¡Las  cosas  que  ahora  se  ven. 
¡Virgen  Santa!    ¡Y  es  que  el  otro  no  era  de  los  liberales! 

Con  mucho  trabajo  logró  apaciguar  aquella  tempes- 
tad doméstica,  con  la  intervención  del  sacristán  que  tenía 
un  extraño  dominio  sobre  la  boba.  Luego  entró  a  la  igle- 
sia para  rezar  el  Rosario.  En  el  centre  de  la  nave  se  veía 
el  cajón  de  don  Roque,  cubierto  por  el  velo  negro  de  los 
Viernes  Santos,  y  con  una  banda  azul  celeste  atravesada 
a  todo  lo  largo.  La  iglesia  estaba  de  bote  en  bote,  y  un 
apagado  murmullo  acogió  la  llegada  del  cura.  Del  fondo 
de  la  iglesia,  al  través  de  la  puerta  abierta  de  par  en  par, 
llegaban  gritos  de  la  plaza.  Envuelto  en  una  onda  tibia 
y  espesa,  impregnada  de  viejos  sudores  campesinos,  se 
arrodilló  ante  el  altar  y  dijo  con  voz  alta  y  despaciosa  : 

— Ahora  vamos  a  rezar  un  rosario  por  el  alma  de 
don  Roque  Piragua,  a  quien  Dios,  en  su  misericordia  infi- 
nita, haya  perdonado  sus  culpas  y  recibido  en  su  gloria. 
En  el  nombre  del  Padre,  y  del  Hijo,  y  del  Espíritu  Santo... 


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CAPITULO  IV 


LA  MADRUGADA  DEL  SABADO 


AQUELLA  noche  nadie  durmió  en  su  cama.  Todo  el  pue- 
blo pernoctó  en  la  iglesia,  donde  ocasionalmente  se  des- 
pertaban las  señoras  y  entre  cabeceos  y  bostezos  ensa- 
yaban el  rezo  de  un  nuevo  Rosario.  Los  hombres  salían 
de  vez  en  cuando  a  la  tienda  de  Rafo,  en  la  esquina  de 
la  plaza,  para  tomarse  uii  aguardiente  doble  y  volver  a 
la  iglesia.  De  los  rotos  ventanales  del  coro  soplaban  ra- 
chas de  viento  frío,  y  durante  un  tiempo,  a  la  media- 
noche, la  llovizna  tamborileó  en  el  tejado,  que  por  falta 
de  cielorraso  era  un  harnero  de  goteras. 

Arrodillado  en  su  reclinatorio  del  presbiterio,  el  cura 
encabezaba  a  veces  el  rezo  con  voz  monótona  y  soño- 
lienta, y  otras  pugnaba  por  vencer  el  sueño  que  le  atacaba 
las  extremidades,  le  subía  en  una  onda  de  agua  tibia 
hacia  la  cabeza,  y  allí  se  depositaba  en  los  párpados  hasta 
doblegarlos  y  coserlos  con  un  hilo  de  tedio.  Su  espíritu 
se  debatía  en  un  sopor  vago  y  nebuloso,  y  sus  ojos  se 
poblaban  de  imágenes  extrañas  y  fugaces...  Veíase  otra 
vez  en  el  Seminario,  en  medio  de  la  interminable  fila  de 
los  estudiantes  que  caminaban  arrastrando  los  pies  por 
largos  corredores,  que  se  adelgazaban  en  túneles  asfi- 
xiantes e  incómodos.  Ahora  tenía  que  doblar  la  cabeza 
contra  el  pecho  y  arrastrarse  de  rodillas.  El  dolor  de 
éstas  no  tardaba  en  volverse  insoportable.  La  nuca,  dis- 
locada, sostenía  en  vilo  todo  el  peso  del  túnel.  El  cura 
entreabría  los  ojos,  cambiaba  de  posición  en  el  reclinatorio 
o  se  levantaba  para  dar  unos  pasos  por  el  presbiterio 
con  el  pretexto  de  despabilar  las  velas  del  altar  que  chis- 
porroteaban o  humeaban  prestas  a  apagarse.  Su  mirada 
turbia  descubría  al  descender  las  gradas,  el  deprimente 
espectáculo  del  túmulo  mortuorio  en  el  centro  de  la  igle- 
sia, cubierto  por  el  velo  negro  de  los  Viernes  Santos  y 
atravesado  por  una  banda  azul  celeste,  que  pertenecía  a 


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una  imagen  de  la  Inmaculada  Concepción  que  se  vene- 
raba en  uno  de  los  altares  laterales.  Las  cuatro  ceras  que 
se  levantaban  a  los  lados  del  túmulo,  estaban  consumi- 
das a  medias.  Un  grupo  de  mujeres  arrebujadas  en  ne- 
gros pañolones,  yacía  en  cuclillas,  por  el  suelo. 

Volvía  a  arrodillarse  en  su  reclinatorio,  y  comenzaba 
a  rezar,  mas  no  pasaba  mucho  tiempo  sin  que  otra  vez 
sintiera,  tras  una  lucha  corta  y  desesperada  por  mante- 
nerse despierto,  que  su  cuerpo  se  precipitaba  vertigino- 
samente en  el  vacío. . . 

Desde  la  roca  del  páramo  que  domina  el  valle  bañado 
de  sol,  la  torre  de  la  iglesia  luce  dorada  y  trémula  como 
la  flor  del  frailejón.  No  terminaba  nunca  de  caer,  aun- 
que poco  a  poco,  en  vez  de  agrandarse  y  precisarse  en  la 
caída  la  imagen  del  pueblo  con  sus  tejados  siempre  hú- 
medos y  aplastados  por  el  cielo  gris,  se  desvanecía  entre 
la  niebla.  Esta  se  tachonaba  de  luces  verdes  y  amarillas 
que  giraban  en  torbellinos.  Flotaban  allí,  como  si  nada- 
ran lentamente  y  sin  soporte  físico,  cuerpos  informes  que 
poco  a  poco  se  concretaban  en  figuras  familiares  :  el 
sacristán,  con  su  ancha  boca  abierta  de  par  en  par  por  un 
feroz  machetazo;  la  boba,  que  se  rascaba  el  coto  con  una 
mano  mugrienta;  el  Anacleto,  apretando  los  dientes,  con 
las  espaldas  desnudas  y  tumefactas  ;  el  Anacarsis,  riendo 
a  carcajadas;  y  aquel  extraño  muerto  que  era  don  Roque, 
salpicado  de  sangre,  que  miraba  al  cura  con  sus  ojos  tur- 
bios y  redondos  como  bolas  de  vidrio...  "No  está  com- 
pletamente muerto",  pensaba  el  cura  :  "Es  un  cadáver 
que  flota". 

En  aquel  momento  lo  despertó  un  golpe-  seco.  Cuando 
abrió  los  ojos  vio  que  su  breviario  había  resbalado  del 
reclinatorio  y  yacía  en  el  suelo,  descuadernado.  Se  le- 
vantó rápidamente  y  entró  a  la  sacristía,  pues  quería 
pasar  de  allí  al  corredor  para  reanimarse  un  poco  con  el 
aire  frío  y  cortante  del  solar.  La  noche  clareaba,  ilumi- 
nada al  través  de  una  nube  muy  blanca,  densa  como  un 
trozo  de  hielo,  que  ocultaba  la  luna.  Se  puso  a  caminar 
rápidamente  a  lo  largo  del  corredor,  pisando  fuerte  para 
calentarse  los  pies.  Cuando  llegó  a  la  puerta  del  des- 
pacho, al  final  del  corredor,  escuchó  el  plácido  jadear  de 
las  respiraciones  de  la  familia  de  María  Encarna,  que 
dormía  en  la  cocina.  Del  interior  del  despacho  parroquial, 
cuya  puerta  estaba  entreabierta,  salía  un  rumor  apagado 
de  risas  y  conversaciones. 


84 


—¿Quién  está  aquí?  — exclamó  abriendo  la  puerta 
violentamente. 

Se  hizo  un  silencio  profundo.  Raspó  un  fósforo  en  la 
pared,  y  al  levantarlo  para  iluminar  la  estancia,  vio  ape- 
lotonados en  un  rincón,  cubiertos  por  una  ruana,  al 
sacristán  y  la  boba.  Esta  escondía  la  cabeza  debajo  de  la 
ruana,  pero  los  pies  descalzos,  descubiertos,  amarilleaban 
en  la  sombra.  El  sacristán,  con  el  jipa  calado  hasta  las 
cejas,  emergía  en  la  sombra  como  un  ídolo  de  barro. 

— ¿Qué  pasa  aquí?  — gritó  trémulo  de  cólera. 

— Fue  que  vine  un  momentico  a  descabezar  un  sueño, 
porque  mañana  será  día  de  mucho  trabajo  con  el  en- 
tierro... ¡Y  como  en  la  cocina  está  la  mujer  esa  dur- 
miendo con  los  chinos! 

— ¿Y  qué  hace  aquí  la  boba? 

— ¿La  boba,  dice  sumercé? 

El  fósforo  se  apagó  en  aquel  momento,  quemándole 
los  dedos,  y  mientras  buscaba  afanosamente  otro  en  el 
bolsillo  de  su  sotana,  sintió  que  un  cuerpo  le  rozó  las 
piernas  y  salió  al  corredor.  Cuando  encendió  otro  fósforo, 
el  sacristán,  sentado  en  el  rincón  y  arrebujado  en  su 
ruana,  lo  miraba  por  debajo  del  jipa  con  ojos  mali- 
ciosos. .  . 

— Esa  boba  quién  sabe  dónde  se  habrá  metido,  siunercé... 
Si  quiere  voy  a  buscarla  para  que  prenda  el  fogón,  por- 
que no  tardará  en  amanecer...  ¿A  qué  hora  va  sumercé 
a  rezar  la  misa?  ¿Habrá  que  llamar  al  Alfonsito  para 
que  la  cante? 

Eran  las  cuatro  de  la  mañana.  El  cura,  lleno  de  asco 
y  de  vergüenza,  se  mordió  los  labios. 

— ¡Largo  de  aquí!  — le  gritó  al  sacristán — .  ¡Véte  a 
la  iglesia  a  rezar  por  tus  pecados  y  a  despabilar  las  velas! 
Cuando  veas  mañana  a  la  boba,  dile  que  no  la  quiero  ver 
más  en  esta  casa. . . 

— ¿Y  eso  qué  mosca  lo  picó  a  sumercé?  Ni  la  seño- 
rita Cornelia,  que  era  muy  necia,  ni  el  señor  cura  viejo 
tuvieron  nunca  queja  de  esa  pobre... 

El  uno  en  pos  del  otro  salieron  en  silencio  en  direc- 
ción a  la  iglesia.  El  cura  tornó  a  arrodillarse  en  su  recli- 
natorio, pero  su  pensamiento,  solicitado  por  imágenes  con- 
tradictorias, no  se  concentraba  en  la  oración.  Una  luz 
lechosa  y  difusa  resbalaba  de  las  ventanas  del  coro  sobre 
el  interior  de  la  iglesia.  Esta  lucía  más  grande,  más 
destartalada,  más  lóbrega  que  nunca.  Un  soplo  helado  en- 
tró por  la  puerta  abierta  de  par  en  par,  y  las  candelas 


85 


que  alumbraban  al  muerto  chisporrotearon  y  despidieron 
un  humo  denso.  El  viento,  que  hizo  estremecer  al  cura, 
trajo  hasta  sus  narices  un  vago  y  repugnante  tufo  a  carnes 
descompuestas. . . 

— Tocará  enterrar  pronto  a  don  Roque,  porque  ya 
hiede  — le  dijo  el  sacristán  al  oído  cuando  volvió  a 
encender  las  velas — .  Lleva  ya  veinticuatro  horas  de 
muerto,  y  aunque  el  frío  del  páramo  conserva  los  cadá- 
veres, la  humedad  de  la  iglesia  y  el  calorcito  de  las  velas 
le  están  descomponiendo  las  tripas. . . 

— ¿No  le  pusiste  cal? 

— ¿No  vé  sumercé  que  no  había? 

Por  el  frío  de  la  madrugada,  o  tal  vez  con  el  hedor 
dulzarrón  y  penetrante  del  cadáver,  los  bultos  que  se 
amontonaban  en  torno  de  los  candelabros  se  agitaron  en 
un  manso  oleaje,  y  las  viejas  comenzaron  mecánicamente 
a  rezar. 

En  aquel  momento  se  escucharon  gritos  en  la  plaza, 
y  dos  cohetes  que  debieron  ascender  muy  alto,  hasta 
perderse  en  las  nubes,  estallaron  alegremente. 

— ¿Ahora  qué  pasa?  — preguntó  al  sacristán,  que  se 
le  había  acercado  corriendo,  con  los  ojillos  muy  vivos  y 
juguetones. 

— Parece  que  ya  llegaron  el  niño  Nacarsis  y  el  se- 
cretario del  alcalde,  que  andaban  por  el  páramo  trayendo 
a  los  vivientes  liberales . . . 

— ¿A  cuáles? 

— Tres  méritos  que  quedaban  del  tiempo  de  ñor  Pío 
Quinto  Flechas.  Cuando  los  demás  se  largaron,  estos  tres 
indios  resolvieron  hacerse  las  ovejas  mansas  y  pasar  aga- 
chados. Don  Roque  los  dejó  en  la  finca,  donde  tienen 
estancias,  porque  son  muy  buenos  para  esquilar  ovejas 
y  rabonearlas.  Son  parameros... 

— ¿Y  para  qué  los  traen? 

— Yo  no  sé,  mi  amo.  Ahí  será  para  que  acompañen  al 
Anacleto  en  sus  desgracias. 

El  cura  salió  a  la  plaza,  hacia  la  cual  se  dirigieron 
en  tropel  todos  los  concurrentes  de  la  iglesia.  La  plaza 
era  un  tablero  claro  y  definido  a  la  luz  de  la  madrugada. 
El  cielo,  por  primera  vez  después  de  su  llegada,  apa- 
recía sereno,  impregnado  de  un  color  azul  desvaído  y 
grisoso.  Por  encima  del  pueblo,  al  otro  lado  de  la  plaza, 
la  escarpada  sierra  del  páramo  se  había  acercado  extra- 
ñamente y  su  perfil  agrio  mordía  como  una  carraca  de 
asno  el  cielo  despejado. 


86 


Grupos  de  campesinos  que  habían  bajado  del  páramo, 
con  sus  recuas  cargadas  de  papa  y  cortezas  de  taijino 
para  curtir  pieles,  descargaban  a  la  sazón  su  mercancía  en 
el  atrio,  pues  al  domingo  siguiente  se  celebraría  el  mer- 
cado grande.  Llamaban  mercado  chiquito  el  de  carbón  y 
cortezas  para  la  curtiembre,  que  se  abría  los  sábados  por 
la  tarde  en  la  plaza  de  abajo.  Había  una  gran  agitación, 
y  la  tienda  de  Rafo  que  nunca  abriera  las  puertas  tan 
temprano,  estaba  ahora  atestada  de  gente  que  desbordaba 
sobre  la  calle. 

El  cura  se  dirigió  a  la  alcaldía,  frontera  a  la  iglesia, 
donde  muchos  vecinos  se  agolpaban  a  puertas  y  venta- 
nas. A  veces  alguien  prorrumpía  en  mueras  y  abajos  que 
rebotaban  lúgubremente  en  los  costados  de  la  plaza.  Como 
no  se  había  encontrado  jamás  en  medio  de  una  muche- 
dumbre, un  calofrío  de  espanto  le  sacudió  las  espaldas 
cuando  vio  aquellos  seres  de  rostro  siniestro,  cuyos  gritos 
se  exhalaban  mecánicamente,  como  disparados  por  un 
resorte.  El  sabía  comprender  y  podía  penetrar  en  el  alma 
de  los  hombres,  en  cuanto  seres  aislados  y  personales, 
dueños  ds  una  voluntad  caprichosa  y  autónoma  que  se 
deposita  con  humildad  a  los  pies  del  confesonario.  No 
había  tenido  ocasión  de  observar  que  a  veces  se  condensa 
sobre  las  muchedumbres  o  se  exhala  de  ellas  como  la 
pestilencia  enervante  de  mil  sudores  vertidos  a  un  mismo 
tiempo,  una  alma  misteriosa  y  colectiva.  Esa  alma,  pen- 
saba, es  el  sudor  de  las  muchedumbres  ;  contra  ella  no 
hay  forma  de  luchar  :  es  inconsciente,  versátil,  sorda, 
ciega,  maloliente,  viscosa,  y  se  repUega  sobre  sí  misma  en 
contorsiones  de  molusco. 

— ¿Por  qué  gritas?  — le  preguntó,  exasperado,  a  un 
indio  de  aspecto  siniestro  que  para  ver  mejor  lo  que 
pasaba  en  el  interior  del  despacho  del  alcalde,  se  había 
colgado  a  los  barrotes  de  la  ventana. 

— Yo  no  sé,  sumercé...  Todos  están  gritando. 

Abriéndose  camino  a  codazos,  penetró  al  záguán  de 
la  alcaldía.  Cuando  salió  al  corredor  interior,  vio  que  en 
una  esquina  del  patio,  rodeados  de  los  guardias,  el 
alcalde,  el  secretario,  el  Anacarsis  y  irnos  cuantos  curiosos, 
se  encontraban  los  tres  sobrevivientes  liberales  de  Agua 
Bonita,  amarrados  con  un  rejo  codo  con  codo.  Vio  tam- 
bién en  el  centro  del  patio  al  Anacleto,  amarrado  al  bo- 
talón :  amarillo  y  envejecido  a  la  luz  de  la  madrugada. 
En  el  corredor,  acurrucadas  en  el  suelo,  cubiertas  con  el 
jipa  blanco  de  los  días  de  fiesta  y  vestidas  con  las  ena- 
guas negras  de  randas  de  terciopelo,  sollozaban  una  pobres 


87 


mujeres.  Una  de  ellas  amamantaba  a  una  criatura 
Cuando  lo  vieron,  todas  se  arrodillaron  besándole  las  ma- 
nos y  la  sotana. 

— Padrecito,  ¡padrecito!  — exclamaron  entre  lágri- 
mas, sonándose  a  veces  con  los  revuelos  de  las  enaguan 
blancas. . .  — ¡Nos  los  van  a  matar,  padrecito!  ¡Los  pobres 
no  se  han  metido  en  nada,  no  han  hecho  nada,  padrecito. 
no  saben  nada! 

— ¿Qué  está  pasando  aquí?  — preguntó  al  alcalde,  que 
en  viéndolo  acudió  con  el  Anacarsis,  a  saludarlo. 

— Se  trata  de  una  medida  que  había  que  tomar,  por  si 
acaso. . . 

— Una  medida  pre-cau-te-la-ti-va  — silabeó  el  juez  que 
rondaba  por  allí,  tomando  declaraciones  a  los  deteni- 
dos, con  la  asesoría  del  secretario. 

— ¿Y  de  qué  los  acusan? 

— ¡Son  rojos!  Y  como  hoy  es  el  entierro  de  don  Roque, 
no  podemos  dejar  desamparadas  las  espaldas  en  el  pá- 
ramo, expuestas  a  las  marrullas  de  estos  hombres.  ¡Quién 
sabe  si  estaban  de  acuerdo  con  el  Anacleto,  porque  uno 
de  ellos  andaba  por  el  monte! 

— ¿Quién  ordenó  su  captura? 

— Yo  — dijo  el  Anacarsis  con  insolencia,  plantándose 

desafiante  ante  el  cura. 

— Pues  esto  es  absurdo  y  es  ilegal  — dijo  éste,  con 
voz  temblorosa  por  la  cólera. 

— Su  reverencia  no  conoce  a  los  rojos. . . 

— ¡Si  los  pobres  no  han  hecho  nada!  — exclamó  una  de 
las  mujercitas,  hincada  de  rodillas  ante  el  cura,  sin  sol- 
tarle la  mano  que  tenía  entre  las  suyas — .  Mi  marido 
cierto  que  andaba  por  el  monte,  pero  vigilando  la  toma 
para  que  no  se  robaran  los  vecinos  el  agua  de  don  Roque, 
la  de  Agua  Bonita.  Cuando  llegaron  el  señor  secretario 
y  mi  amito  Nacarsis,  asina  que  lo  vieron  lo  bajaron  a 
empellones  hasta  el  camino... 

— Ahí  mesmito  — dijo  otra  de  las  mujeres —  tenían  a 
los  otros  dos  hombrecitos :  al  mío  que  es  incapaz  de 
hacerle  mal  a  nadie,  y  al  marido  de  mi  comadre  Rita... 
¡Mire,  padrecito,  cómo  los  tienen! 

— Esos  los  trujeron  a  latigazos  — dijo  la  otra  mujer — ,* 
maneados  con  un  rejo  como  si  fueran  ovejas  o  "qué  sé 
qué". . .  Y  ahora  se  los  van  a  soltar  a  la  chusma. . .  ¡Vir- 
gen Santísima!  ¡Nuestro  Señor  nos  favorezca!  ¡Por  vida 
suyita,  sálvelos  sumercé!  ¡Sálvelos,  mi  padrecito!  ¡Cómo 
sería  con  estos  huerfanitos,  sin  poder  valerse! 

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El  párroco  ordenó  con  voz  perentoria  al  alcalde  que 
soltara  a  esos  desgraciados  lo  mismo  que  al  Anacleto,  y 
mientras  se  veía  que  se  haría  con  ellos,  los  encerraran  a 
todos  en  la  secretaría  protegidos  por  los  guardias,  al 
menos  durante  el  entierro.  Le  asaltaba  el  temor  de  que 
aquella  muchedumbre  ciega  y  sorda  pudiera  invadir  el 
I  patio  de  la  alcaldia  y  se  abalanzara  como  un  ponzoñoso 
ciempiés  sobre  esos  pobres  diablos  indefensos.  Sin  atender 
razones,  sacudido  por  una  fuerza  nerviosa  que  galvani- 
zaba su  espíritu,  dueño  ahora  de  una  morbosa  lucidez,  de- 
sató las  manos  de  los  presos  y  las  de  Anacleto,  y  los  em- 
pujó a  la  secretaría.  Luego,  a  la  primera  persona  que  se  le 
puso  delante,  que  fue  el  juez,  la  envió  a  la  casa  cural  a 
decirle  a  la  María  Encarna  que  mandara  lo  que  hubiera 
de  comer,  y  a  toda  prisa,  para  socorrer  a  los  presos.  El 
juez,  como  un  autómata  accionado  por  aquella  voz  impe- 
riosa, salió  a  escape  seguido  de  las  mujeres. 

— Y  dígale  al  sacristán  que  suba  a  la  torre  a  tocar 
las  campanas  para  el  entierro,  que  ya  es  hora. 

— El  entierro  será  a  las  once  de  la  mañana,  cuando 
llegue  toda  la  gente  de  las  veredas  — dijo  a  la  sazón  el 
alcalde — .  Así  lo  resolvimos  anoche  con  el  vicepresidente 
del  directorio,  que  es  el  señor  notario. 

— Pero  yo,  que  soy  el  cura,  rezaré  la  misa  ahora 
mismo .  . . 

— ¡Cómo  le  parece  padrino,  que  el  santico  nos  resultó 
de  calzones!  — le  dijo  en  voz  baja  el  Anacarsis  al  nota- 
rio, que  acababa  de  entrar  y  se  dirigía  a  saludar  a  su 
reverencia. 

— El  señor  cura  tiene  razón.  Acaba  de  contarme  el 
juez,  en  el  zaguán,  lo  que  su  reverencia  ha  resuelto,  y 
me  parece  muy  bien.  En  el  estado  de  indignación  en  que 
se  halla  esta  gente,  es  prudente  encerrar  y  proteger  a  los 
bandidos  que  trajeron  del  páramo.  Si  los  dejamos  sueltos, 
¡sólo  Dios  sabe  lo  que  pueda  pasarles! 

— Gracias,  muchas  gracias.  Usted,  que  es  la  persona 
más  importante  del  pueblo  muerto  don  Roque,  tiene  que 
ayudarme  a  tranquilizar  los  ánimos  y  a  hacer  entrar  én 
razón  a  los  vecinos...  ¡Debemos  ser  cristianos,  señor 
notario! 

— Eso  es  lo  que  yo  digo  siempre.  Su  reverencia  sabe 
que,  como  jefe  conservador  de  este  pueblo.  .  . 

El  Anacarsis  y  el  alcalde  se  miraron  sorprendidos, 
y  luego  atisbaron  al  notario  con  desconfianza,  como  si  lo 
vieran  por  la  primera  vez.  Este,  fingiendo  una  perfecta 
inocencia,  continuó  : 


89 


— Como  jefe  conservador  del  pueblo,  muerto  don  Ro- 
que .  . .  Porque  debo  advertir  que  el  directorio  departa- 
mental, al  que  telegrafié  anoche  comunicándole  lo  suce- 
dido, lo  resolvió  de  esa  manera,  y  yo  me  inclino  ante  las 
órdenes  del  directorio. 

El  alcalde  y  el  Anacarsis  carraspearon.  El  cura  no 
dejó  acabar  al  notario. 

— Vamos  todos  a  la  iglesia  — dijo — .  Usted,  señor 
alcalde,  es  responsable  de  la  seguridad  de  los  detenidos. 

—  ¡Un  momento,  su  reverencia,  un  momiento!  Creo 
que  podemos  llegar  a  un  acuerdo  que  nos  satisfaga  a  to- 
dos — dijo  el  notario,  y  empujó  dulcemente  al  cura  hacia 
el  despacho  del  alcalde  para  conversarle  a  solas.  Y  vol- 
viendo la  cabeza  hacia  el  Anacarsis  y  el  alcalde,  que  lo 
miraban  embobados,  les  dedicó  una  sonrisa  tranquiliza- 
dora y  guiñó  maliciosamente  un  ojo,  el  que  no  le  brin- 
caba. 


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CAPITULO  V 


EL  SABADO  POR  LA  NOCHE 


SE  dejaba  llevar  dócilmente  de  la  muía,  que  con  paso  du- 
ro y  cauteloso,  jadeando  a  veces,  trepaba  por  la  cuesta 
del  páramo.  A  la  cabeza  de  la  silla  llevaba  a  una  de  las 
niñas  menores  de  María  Encarna  que  taloneaba  el  pes- 
cuezo del  animal.  Detrás  de  él,  en  la  noche  que  era  muy 
clara  se  perfilaban  los  dos  guardias  del  municipio,  con 
los  fusiles  en  bandolera,  pues  iban  custodiando  a  Ana- 
cleto.  Este  marchaba  a  pie,  con  las  manos  atadas  con  un 
rejo.  Cuando  el  camino  se  volvía  más  agrio  y  empinado, 
el  Anacleto  se  agarraba  como  podía  a  la  cola  de  la  muía 
del  cura,  para  ayudarse.  Estaba  fosco,  sombrío  y  no  atra- 
vesaba palabra.  Detrás  del  Anacleto,  amarrados  a  un  largo 
rejo  sin  alisar,  todavía  crudo  y  con  pelo,  venían  los  tres 
campesinos  de  Agua  Bonita.  Lus  seguían  sus  mujeres  y 
sus  crios,  con  talegos  y  costaleí  al  hombro  y  a  la  cabeza. 
A  la  cola  del  melancólico  desfile  iba  la  María  Encarna, 
montada  a  mujeriegas  en  una  muía  de  alquiler  que  el 
cura  le  fletó  en  el  mercado.  Llevaba  al  niño  bobo  en  los 
brazos,  y  las  dos  mayorcitas,  a  lado  y  lado  de  la  muía,  se 
aferraban  a  la  cincha  de  la  montura  para  aligerar  el  can- 
sancio de  aquella  cuesta  interminable.  El  sacristán  cerraba 
la  retaguardia,  a  horcajadas  en  un  animalejo  comido  de 
mataduras,  de  los  que  cargan  el  carbón  de  palo.  Llevaba 
en  ancas  de  la  enjalma  a  otra  niña  de  la  viuda,  porque, 
quieras  que  no,  había  tenido  que  obedecer  las  órdenes 
perentorias  de  su  amo. 

La  noche  era  tan  clara  que  se  veían  los  jabalcones  y 
el  lomo  del  camino,  como  en  pleno  día;  y  en  lo  hondo  del 
valle,  contra  la  sierra  negra  y  dentada,  blanqueaban  las 
casitas  del  pueblo  y  la  torre  de  la  iglesia  rural.  Al  llegar 
a  la  cumbre  de  la  montaña,  donde  el  camino  se  explaya 
por  una  alta  y  desolada  meseta  ordinariamente  panta- 
nosa, el  cura  detuvo  la  marcha  para  dar  un  respiro  a  las 


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muías  y  a  los  viajeros.  Hizo  darles  de  beber  a  los  niños  y 
a  los  presos,  en  un  pozo  de  agua  muy  pura.  Luego  enca- 
ramó en  su  muía  a  las  dos  mayorcitas  de  María  Encarna, 
que  resoplaban  y  no  podían  tenerse  del  cansancio.  Mani- 
festó al  grupo  que  le  oía  sin  replicar  palabra,  que  haría  a 
pie  el  trecho  de  la  meseta  para  desentumecer  las  pier- 
nas que  le  hormigueaban  :  y  sólo  más  adelante,  cuando 
empezara  el  camino  a  descender  hacia  el  pueblo  de  abajo, 
volvería  a  montar  en  la  muía. 

— ¡Las  cosas  de  mi  amo!  — dijo  el  sacristán  a  los  guar- 
dias, que  lo  miraban  sin  comprender,  como  si  fuera  un 
animal  raro. 

Y  es  que  el  más  raro  de  todos  los  animales  de  este 
mundo  es  el  hombre,  pensaba  el  cura.  El  hombre  que 
acepta  y  perdona  con  facilidad  la  insolencia  de  los  pode- 
rosos, la  vanidad  de  los  ricos,  la  crueldad  de  quienes  tem- 
poralmente lo  mandan;  pero  no  entiende  la  mansedumbre, 
la  quietud  del  corazón  y,  sobre  todo,  la  caridad.  Lo  exas- 
peran, o  simplemente  lo  aburren.  Lo  exasperan  hasta  el 
delirio,  cuando  ve  a  Cristo  sobrellevar  los  azotes  sin  abrir 
los  labios,  y  lo  mira  caer  y  levantarse  con  la  cruz  a  cues- 
tas, sin  que  la  indignación  le  descomponga  el  rostro  lívido 
y  tranquilo.  Y  la  visión  de  las  miserias  ajenas  también 
lo  aburre,  aunque  suela  tener  un  primer  movimiento  de 
compasión  :  porque  lo  más  extraño  es  comprobar  la 
fugacidad  de  los  buenos  sentimientos  frente  a  la  terque- 
dad de  las  pasiones  viólenlas.  Hay  que  ver  lo  pronto  que 
huye  del  corazón,  avergon;:ada  de  sí  misma,  la  ternura 
que  produce  un  niño  que  llora,  una  mujer  que  cae,  un 
hombre  que  padece,  y  en  cambio  cuánto  dura  y  se  man- 
tiene en  el  corazón  el  deseo  de  venganza,  el  ansia  de  ha- 
cer mal, 'la  voluntad  de  zaherir  y  torturar  al  prójimo.  Y 
sin  embargo,  el  Evangelio  dice  :  "Bienaventurados  los  que 
lloran,  porque  serán  consolados;  bienaventurados  los  que 
padecen  persecuciones  por  la  justicia,  porque  de  ellos  es  el 
Reino  de  los  Cielos". 

Mientras  atravesaba  ia  meseta  del  páramo,  colgado  de 
la  cola  de  su  muía,  sobre  la  cual  cabalgaban  ahora  las  dos 
mayorcitas  de  María  Encarna,  sentía  una  deUciosa  bea- 
titud producida  por  mil  pequeñas  impresiones  :  la  sere- 
nidad de  la  noche,  el  frío  cortante  que  le  acariciaba  el 
rostro,  el  ardor  de  la  sangre  en  todo  el  cuerpo  que  corría 
presurosa  y  estimulada  por  el  ejercicio. 

— ¿No  se  cansa  su  reverencia?  — le  preguntó  María 
Encama — .  Las  niñas  pueden  caminar  otra  vez. 


92 


En  vez  de  cansado  se  sentía  feliz,  dueño  de  una  tran- 
quilidad de  que  no  había  vuelto  a  gozar  desde  los  tiempos 
del  Seminario,  que  ahora  se  le  antojaban  lejanísimos  y 
sumergidos  en  zonas  casi  muertas  de  la  conciencia.  Su 
vida  de  entonces  era  como  otra  vida:  como  la  de  otra 
persona  que  alguna  vez,  por  distraerlo,  se  la  hubiera 
contado.  Era  tan  irreal,  que  a  veces  pensaba  si  con  el 
tiempo  y  las  experiencias  nuevas  no  ocurre  que  se  van 
borrando  del  espíritu  y  el  corazón  las  fronteras  entre  lo 
imaginario  y  lo  real,  entre  lo  soñado  y  lo  vivido.  A  veces 
a  la  vista  de  un  paisaje  o  de  una  persona,  el  corazón  se 
sobresalta  como  si  recordara  una  impresión  pasada  o  un 
sentimiento  que  la  memoria  no  recuerda;  y  otras  veces  el 
espíritu  revive  claramente,  con  una  nitidez  fotográfica, 
una  imagen  o  una  escenas  remotas,  y  el  corazón  perma- 
nece sin  embargo  quieto  y  estólido  como  si  jamás  hubiera 
sido  impresionado  por  ellas.  El  corazón  y  el  espíritu  no 
tienen  memorias  paralelas.  Algo  semejante  le  pasaba 
ahora,  cuando  calmado  y  feliz  trotaba  por  el  páramo,  al 
par  que  las  muías,  embriagado  por  el  ejercicio  que  le 
calentaba  los  miembros  y  por  el  tibio  y  grato  olor  de  los 
aperos  sudados. 

Lo  mortificaba  sin  embargo  el  pecado  de  orgullo,  o 
mejor,  la  tentación  orguUosa  que  no  lo  abandonó  durante 
todo  el  día,  sobre  todo  después  de  aquello  que  ahora  veía 
tan  claro  ante  sus  ojos,  pero  tan  lejano  en  su  corazón. 
Había  ocurrido  al  margen  del  tiempo,  en  un  lugar  imagi- 
nario situado  fuera  del  mundo,  más  allá  del  pueblo,  en 
otra  parte  o  ninguna  parte. 

¿Pero  acaso  los  santos  no  padecían  con  frecuencia 
de  tentaciones  semejantes?  Santa  Teresa  de  Jesús,  a 
quien  consideraba  uno  de  los  seres  más  extraordinarios 
del  mundo,  por  la  valentía  de  su  espíritu  y  su  personal 
intuición  de  la  verdad  impersonal,  ¿no  contaba  en  su  Dia- 
rio y  en  sus  Moradas,  con  orgullosa  sencillez,  los  triunfos 
de  su  espíritu  sobre  su  carne  y  las  tremendas  y  deliciosas 
experiencias  del  éxtasis?  Y  él  no  podía  evitarlo  :  estaba 
lleno  de  sí  mismo,  contento  hasta  las  lágrimas  por  aquel 
magnífico  triunfo  de  su  voluntad,  no  sobre  la  flaqueza  de 
su  carne,  sino  sobre  la  miseria  del  espíritu  ajeno.  En  este 
mortificante  sentimiento  de  complacencia  personal,  tan 
impropio  de  quien  aspira  a  ser  un  santo,  el  principal  in- 
grediente era  la  comprensión  clara  de  su  evidente  supe- 
rioridad sobre  los  otros.  Lo  cual  representaba  muy  poco, 
si  bien  es  cierto,  cuando  consideraba  que  aquel  brillante 
triunfo  de  su  espíritu  se  había  realizado  sobre  un  modesto 


93 


ejército  de  pobres  diablos.  Me  falta  caridad,  pensaba,  por- 
que no  puedo  colocarme  dentro  de  ellos  mismos  para  com- 
prenderlos, ni  me  levanto  de  mi  pobre  orgullo  mortal 
hasta  el  ardiente  corazón  del  Cristo  para  perdonarlos. 

Una  deliciosa  placidez  le  hacía  olvidar  los  sobresaltos 
del  camino.  Todo  le  parecía  transparente.  La  noche  era  de 
cristal  y  sus  ojos  tenían  una  visión  que  penetraba  hasta 
el  interior  de  las  cosas... 

Tornaba  a  oir  el  pausado  tañido  de  las  canipanas  en 
lo  alto  de  la  torre,  cuando  salió  aquella  mañana  el  entie- 
rro camino  del  cementerio  del  lugar.  La  caja,  en  hombros 
de  la  muchedumbre,  flotaba  sobre  un  río  de  aguas  negras 
y  silenciosas.  El  humo  perfumado  de  los  incensarios  disi- 
paba por  momentos  el  olor  del  cadáver.  A  la  saUda  del 
pueblo,  recostado  sobre  la  colina,  estaba  el  cementerio 
de  tapias  circulares.  ¡Qué  dulce  podrirse  allí  entre  la  tie- 
rra blanda  y  esponjosa,  bajo  un  madero,  carcomido  que 
cualquier  día  comienza  a  retoñar,  nutrido  por  los  jugos 
del  muerto,  y  se  convierte  en  sauce! 

Rezó  las  últimas  oraciones  al  pie  de  la  fosa  recién 
abierta,  que  se  había  convertido  en  un  charco  de  barro. 
Cuando  arrojaron  la  última  paletada  de  tierra  y  plantaron 
sobre  un  pequeño  promontorio  la  cruz  de  madera  con  el 
nombre  de  don  Roque  (mientras  el  Concejo  ordenaba  la 
construcción  de  un  monumento),  estallaron  cien  cohetes 
que  ascendían  veloces  por  el  aire,  a  la  sazón  quieto  y 
transparente. 

El  notario,  en  nombre  del  Concejo  Municipal  y  del 
directorio  del  departamento  (por  cuyo  encargo  lo  hacía, 
según  manifestó  mirando  cara  a  cara  al  alcalde  y  al  Ana- 
carsis),  pronunció  un  discurso  cuyo  ampuloso  rebusca- 
miento hirió  los  oídos  del  cura.  Era  aquel  discurso  una 
doble  profanación,  a  la  verdad  primero  y  a  la  retórica 
después.  Había  dicho  el  notario  que  don  Roque  fue  un 
varón  consular,  muerto  en  la  casa  de  abajo  como  Julio 
César  en  el  Capitolio.  Recordaba  el  cura  el  cuerpecillo 
magro,  arrugado  y  enteco,  y  los  ojos  turbios  como  bolas 
de  vidrio,  cuando  a  reglón  seguido  el  notario  comparó  a 
don  Roque  con  el  Moisés  de  Miguel  Angel,  que  segura- 
mente no  conocía  ni  en  estampa.  La  mísera  aldea,  que  él 
se  complacía  en  reducir  a  una  rústica  mata  de  frailejón, 
cuya  flor  amarilla  fuera  la  torre  trunca,  embellecida  a 
veces  por  un  rayo  de  sol  ;  aquel  lugarejo  feo,  sumergido 
en  la  perpetua  neblina  del  páramo,  era  para  el  notario  po- 
pulosa urbe  y  elevado  centro  de  cultura.  Y  al  compadecer 
el  notario  la  orfandad  de  aquel  ejército  sin  jefe,  de  aque- 


94 


lia  gran  familia  sin  padre,  de  aquel  valiente  rebaño  sin 
pastor,  el  cura  sintió  más  que  nunca  la  detestable  propen- 
sión que  tiene  la  retórica  a  contraer  la  hipocresía,  cuando 
se  le  hinchan  los  miembros  de  la  frase  y  ésta  se  llena  de 
agua.  Rogó  para  terminar  el  orador  a  aquellas  damas  y 
caballeros  que  acompañaron  el  cadáver  de  don  Roque  a 
su  última  morada,  que  en  su  homenaje  guardasen  dos  mi- 
nutos de  silencio  ;  y  a  pesar  suyo  tuvo  que  sonreír  el  buen 
cura  al  ver  con  ojos  menos  turbios  que  la  palabra  del 
notario,  la  rústica  y  desapacible  concurrencia  compuesta 
de  hombres  enruanados  y  mujeres  calzadas  con  alpargatas. 

Tenía  que  confesar,  sin  embargo,  que  el  discurso,  fuera 
de  una  intencionada  referencia  a  don  Pío  Quinto  Flechas, 
y  una  alusión  a  la  venganza  implacable  que  debería  aca- 
rrear aquel  crimen  político;  tenía  que  confesar  que  no- 
había  estado  inconveniente.  Sólo  que  la  verdolaga  de  es- 
tas alusiones  y  referencias,  más  que  el  laurel  y  las  hojas 
de  roble  con  que  el  notario  coronó  en  el  párrafo  semifinal 
las  sienes  de  ese  Bayardo  de  Anacarsis,  echó  raíces  y  no 
tardó  en  asfixiar  la  buena  yerba  de  las  conciencias. 
Cuando  pasaron  los  dos  minutos  de  silencio,  que  al  cura 
le  parecieron  veinte,  el  Anacarsis  y  el  alcalde  comenza- 
ron a  gritar  : 

— ¡Abajo  los  rojos!  ¡Que  viva  don  Roque! 

El  cual,  ya  muerto  y  enterrado,  comenzó  a  vivir  extra- 
ñamente convertido  en  "una  obsesión  de  venganza,  en  un 
pensamiento  de  odio,  en  la  memoria  de  todos  los  vecinos. 
Había  dejado  de  ser  un  gamonal  para  convertirse  en  un 
héroe.  Había  cesado  de  ser  un  muerto  para  volverse  un 
fantasma.  Y  crecía,  y  se  agigantaba,  y  se  levantaba  hasta 
las  nubes  del  páramo,  como  ese  genio  malo  que  la  im- 
prudencia del  pescador  libertó  de  su  encierro,  en  '  un 
cuento  de  las  Mil  y  una  Noches. 

La  muchedumbre,  enardecida  súbitamente,  volvió  gru- 
pas a  la  tumba  de  don  Roque  y  se  desbarajustó  en  apre- 
tados grupos  que  lanzaban  vivas  y  mueras  ;  y  se  preci- 
pitó monte  abajo  como  una  manada  asustada  por  el  lobo, 
hacia  la  plaza  del  pueblo. 

— ¿Ahora  qué  vamos  a  hacer?  — preguntó  el  alcalde 
al  notario,  a  quien  el  Anacarsis  abrazaba  conmovido,  más 
por  lo  de  Bayardo  que  por  lo  de  Julio  César,  aunque  no 
supiera  quién  había  sido  ninguno  de  esos  dos  caballeros. 

— Ahora  vamos  a  celebrar  en  la  plaza  la  ceremonia 
de  la  abjuración  de  los  rojos. 

A  cambio  de  reaüzar  el  entierro  a  las  once  de  la  ma- 
ñana, y  no  cuatro  horas  antes  como  deseaba  el  cura,  el 


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notario  accedió  a  proteger  a  los  detenidos,  siempre  que 
éstos  abjurasen  de  su  liberalismo  solemnemente  y  en  mi- 
tad de  la  plaza.  La  ceremonia,  claro,  debería  comenzar 
por  la  entrega  de  las  cédulas  electorales.  Después  los  sin- 
dicados podrían  irse,  y  era  mejor  que  se  fueran  para 
contar  el  cuento  en  el  pueblo  de  abajo,  donde  serviría  de 
escarmiento.  Dejarían  así  libres  las  tierras  que  desde  hacía 
días  venían  tentando  la  codicia  del  Anacarsis  y  del  alcalde. 

El  buen  cura,  que  había  logrado  comunicarse  por  telé- 
grafo con  el  gobernador  del  departamento,  logró  que  se 
permitiera  el  traslado  de  Anacleto  al  otro  pueblo,  para 
evitar  que  lo  asesinaran  en  la  alcaldía,  cuya  puerta  no 
tenía  cerrojo.  El  gobernador  le  había  ofrecido,  además, 
enviar  a  toda  prisa  un  investigador  especial  que  levantase 
el  sumario  correspondiente  al  crimen.  Ordenó  que  diez 
agentes  de  la  policía  del  pueblo  de  abajo,  al  mando  de  un 
sargento  segundo  que  era  muy  ducho  en  sublevaciones, 
se  trasladaran  al  pueblo  de  arriba  para  guardar  el  orden. 
El  cura  consideró  aquella  solución  como  la  más  adecuada 
para  tranquilizar  los  ánimos,  exaltados  por  el  chisme  de 
que  los  rojos  de  Llano  Redondo  se  preparaban  a  invadir 
el  pueblo. 

Cuando  comenzó  en  la  plaza  la  ceremonia  de  la  abju- 
ración, avergonzado  y  mohíno  se  refugió  en  la  casa  cural 
a  preparar  el  viaje  de  María  Encarna  y  a  descansar  un 
poco,  porque  la  tensión  nerviosa  lo  tenía  deshecho. 

María  Encarna  le  contó,  pues  la  veía  al  través  de  los 
vidrios  de  la  ventana,  que  la  ceremonia  no  había  sido 
larga.  Sacaron  de  la  alcaldía  a  los  tres  sindicados  de  libe- 
ralismo y  en  mitad  de  la  plaza  los  hicieron  arrodillar  ante 
el  alcalde.  Tenía  éste  en  las  manos  un  pesado  libróte, 
que  ella  no  sabría  decir  si  eran  los  Evangelios  o  la  Cons- 
titución. En  todo  caso,  por  ese  libro  habían  jurado  que 
renunciarían  a  ser  liberales  para  siempre,  y  reconocían 
el  error  y  la  infamia  en  que  hasta  entonces  habían  vivido. 

Luego  entregaron  las  cédulas,  dieron  un  viva  a  las 
autoridades  y  un  muera  a  cada  uno  de  los  presidentes 
liberales  difuntos. 

— Yo  creo  — le  dijo  el  notario  al  cura  cuando  poco 
después  se  presentó  a  la  casa  parroquial —  que  es  prefe- 
rible que  estos  indios  se  larguen  para  el  otro  pueblo.  Eso 
aconseja  el  señor  alcalde  y  mi  ahijado  Anacarsis,  que 
está  muy  interesado  en  ayudar  a  su  reverencia.  Por  lo 
demás,  la  gente  está  muy  alborotada  con  la  ceremonia,  y 
como  seguirá  bebiendo  todo  el  día,  y  beberá  más  mañana 


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por  ser  domingo,  nadie  podría  garantizar  que  a  esos  indios 
no  los  atrepellen.  . . 
— ¿Y  eso  por  qué? 

— No  por  lo  que  ahora  son,  sino  por  lo  que  fueron... 
Con  los  volteados  no  se  sabe  nunca.  Son  hombres  que 
obran  más  por  interés  que  por  ideas.  ¿No  cree  su  reve- 
rencia? 

El  cura  respondió  que  él  en  persona  acompañaría  a 
los  reos  al  otro  pueblo,  más  para  protegerlos  de  la  guardia 
que  porque  desconfiara  de  esas  conversiones,  aunque  cier- 
tamente no  fueran  tan  espontáneas  como  las  de  San  Pablo 
y  San  Agustín,  que  fueron  grandes  convertidos  y  al  mis- 
mo tiempo  grandes  santos. 

Todos  esos  detalles  y  pormenores  se  le  antojaban  fan- 
tásticos y  lejanos,  y  su  recuerdo,  muy  vago  ante  la  niti- 
dez de  ias  imágenes  que  revoloteaban  ahora  delante  de 
sus  ojos,  lo  dejó  indiferente.  El  macilento  trote  de  la  muía 
que  iba  a  su  lado,  con  las  niñas  de  María  Encarna,  ni 
siquiera  perturbaba  el  curso  de  sus  pensamientos. 

— Ya  empezamos  la  cuesta  de  bajada,  — dijo  el  sacris- 
tán— .  ;.No  quiere  sumercé  montar  ahora  sí?  Ya  estas  chi- 
cas están  descansadas. 

Pero  el  cura,  sostenido  por  su  exaltación  interior,  ni 
siquiera  le  respondió,  y  comenzó  el  descenso  saltando  de 
piedra  en  piedra,  seguro  y  ágil  como  una  cabra. 

Nadie  sabe  de  lo  que  es  capaz  mientras  no  siente 
miedo  hasta  perder  la  esperanza,  o  no  se  ve  sacudido  y 
levantado  por  la  cólera  hasta  perder  la  cabeza,  o  no  se 
emborracha  hasta  perder  el  sentido,  pensaba  el  cura.  Había 
visto  en  la  plaza  del  pueblo  cómo  a  medida  que  los  hom- 
bres se  embriagaban  con  ese  licor  dulce  y  repelente,  se 
van  transformando  en  seres  distintos  de  como  fueron 
hasta  entonces.  Dejan  la  humildad  y  la  sumisión,  como 
si  se  quitaran  la  ruana  y  descubren  su  salvajismo  y  su 
insolencia  como  si  quedaran  en  cueros,  con  el  cuchillo  a 
la  cintura.  Los  mansos  se  vuelven  fieras,  los  tristes  jocun- 
dos, los  taciturnos  exaltados,  las  ovejas  lobos.  Un  sino  im- 
placable arrastra  al  hombre  por  sus  pasos  contados,  pri- 
mero a  la  impertinencia,  más  tarde  a  la  violencia  y  fi- 
nalmente al  asesinato.  Un  velo  turbio  y  rojizo  le  oscu- 
rece las  pupilas,  un  demonio  interior  le  sopla  al  oído 
palabras  procaces  y  desentierra  del  corazón  una  camada 
de  pasiones  mezquinas  que  se  desenroscan  y  alzan  la 
cabeza  viscosa . . . 


97 


Sólo  la  mansedumbre  del  Cristo  puede  calmar,  con 
el  aceite  de  sus  palabras,  el  mar  embravecido  en  que  nau- 
fraga nuestra  pobre  conciencia  agitada  por  la  embriaguez, 
pensaba  el  cura.  Sólo  su  fe  valiente  puede  soltar  a  plomo 
en  las  conciencias  perturbadas  por  el  deseo  de  asesinar, 
esa  palabra  que  detuvo  la  mano  que  estaba  a  punto  de 
lanzar  la  piedra  corttra  la  esposa  adúltera.  Sólo  la  voz 
del  Cristo,  vibrante  de  cólera,  más  que  su  látigo  vengador 
puede  arrojar  del  templo  a  los  mercaderes  inmundos. 

—  ¡Déjenme,  por  favor!...  ¡En  nombre  de  Cristo, 
déjenme  pasar!  — había  dicho  al  grupo  de  borrachos  que  le 
miraban  por  debajo  del  jipa,  en  el  atrio  de  la  iglesia, 
cuando  María  Encarna  le  avisó,  con  su  voz  inalterable  y 
monótona,  que  la  chusma  quería  descuartizar  al  Anacleto. 
Y  a  empellones,  con  energía  sobrehumana  desatada  por  la 
angustia  y  espoleada  por  el  terror  de  la  muchedumbre, 
logró  abrirse  camino  hasta  la  puerta  de  la  alcaldía,  a  la 
sazón  cerrada.  Asomados  a  la  ventana  de  la  casa,  des- 
pelucados, sudorosos,  lívidos,  el  alcalde  y  el  Anacarsis  se 
rapaban  la  palabra  como  solían  hacerlo  en  e  IConcejo 
Municipal,  para  arengar  a  la  multitud  que  pedía  a  gritos 
la  cabeza  del  Anacleto. 

El  cura  creyó  que  iba  a  desfallecer  en  su  intención, 
y  que  su  voluntad  se  rompería  en  pedazos  antes  de  fran- 
quear aquella  puerta.  Un  clamor  incoherente  y  discor- 
dante, amenazador  como  la  tempestad  que  en  sueños  lo 
había  sorprendido  en  el  páramo,  le  paralizó  los  miembros. 
Aunque  hubiera  querido  echar  pie  atrás,  ya  no  podía 
hacerlo:  Centenares  de  brazos  lo  empujaban  por  la  es- 
palda, lo  llevaban  hacia  adelante,  lo  arrastraban,  lo  levan- 
taban en  vilo,  sin  que  él  pudiera  defenderse. 

—  ¡Hay  que  matar  al  asesino!  —gritaban  alternativa- 
mente el  Anacarsis  y  el  alcalde  desde  la  ventana — .  ¡Hay 
que  limpiar  el  pueblo  de  rojos! 

—  ¡Hay  que  matarlos!  — coreaba  la  turba. 

Al  cura  le  pareció  que  la  cabeza  le  iba  a  estallar  como 
una  bomba,  y  el  corazón  le  palpitaba  con  tal  violencia 
que  todo  el  mundo,  sin  el  menor  trabajo,  podría  escucharlo. 
Cerró  los  ojos  y  se  mordió  los  labios.  Ya  no  se  encon- 
traba en  aquel  pueblo  miserable,  ni  en  medio  de  aquella 
.■gente  envilecida,  ni  ante  aquella  ventana  verde,  de  ba- 
iTOtes  podridos  por  la  humedad.  Estaba  en  Jerusalén  hace 
dos  mil  años,  contemplando  como  testigo  presencial  una 
escena  que  en  la  imaginación  siempre  le  produjera  una 
intensa  amargura,  aunque  jamás  hubiera  perturbado 
como  ahora  sus  sentidos  sobre  excitados.  Era  un  San  Bar- 


98 


tolomé  desollado  y  en  carne  viva,  y  los  filetes  nerviosos 
de  su  piel  vibraban  al  menor  contacto.  Nunca  como 
ahora  había  escuchado  tan  real  y  amenazante  el  clamor 
de  la  muchedumbre  embravecida  que  pedia  la  cabeza  del 
Cristo;  ni  vio  jamás  tan  evidente  ante  los  ojos  la  imagen 
repugnante  de  ese  millar  de  rostros  descompuestos  por 
la  cólera,  que  le  apretaban  en  un  círculo  de  pesadilla. 
Nunca  én  sueños  tuvo  que  soportar,  al  pie  del  palacio  de 
Pilatos,  el  olor  nauseabundo  de  mil  bocas  podridas  que 
aquí  exhalaban  su  aliento.ijiAunque  la  reiterada  lectura 
de  los  Evangelios  le  había  desarrollado  la  imaginación 
creadora  hasta  el  punto  de  que  lloraba  en  su  celda  al 
revivir  la  escena  de  Cristo  ante  la  chusma  que  pedía  su 
cabeza,  sólo  ahora  venia  a  saber  cómo  hiede,  cómo  siente, 
cómo  reclama  y  solicita,  y  cómo  puede  asesinar  impune- 
mente sin  que  haya  quien  logre  detenerla.  Nadie,  ni  Cristo 
en  persona  en  el  pórtico  del  palacio  de  Jerusalén,  con  las 
sienes  rasgadas  por  la  corona  de  espinas  y  los  ojos  velados 
por  una  infinita  tristeza,  sería  capaz  de  aplacar  esa  legión 
de  demonios  que  estaba  contemplando.  Cristo  los  enca- 
denó alguna  vez  en  una  piara  de  cerdos,  que  se  tiró  de 
cabeza  a  las  aguas  del  Lago;  pero  no  quiso  libertarlos 
de  la  cárcel  hedionda  de  una  muchedumbre. 

—  ¡Crucifícalo!  ¡Su  vida  nos  pertenece!  — clamaban  los 
judíos  fanatizados  por  mil  años  de  orgullo  pisoteado  en 
la  esclavitud  del  Faraón,  humillado  en  la  peregrinación 
del  desierto,  corrompido  en  la  servidumbre  de  Roma. 

—  ¡Mátenlo!  — gritaba  el  populacho  taladrando  sus 
oídos  •  con  voces  que  herían  como  puñales.  El  terror  le 
ataba  la  lengua  y  le  amordazaba  los  labios:  un  terror 
piadoso  que  impedía  la  divulgación  de  su  flaqueza  y  la 
queja  de  su  cobardía.  Si  hubiera  podido  expresarse  a  gritos 
pediría  por  el  amor  de  Dios  que  lo  llevaran  a  su  iglesia 
y  lo  dejaran  tranquilo,  aunque  crucificaran  al  Cristo  o 
despedazaran  al  infeliz  Anacleto.  ¿Qué  me  importa  a  mí 
este  criminal,  cuando  yo  estoy  a  punto  de  sucumbir  entre 
la  muchedumbre? 

Esta  se  agitó  de  pronto,  sacudida  por  una  corriente 
subterránea.  Sin  que  el  cura  pudiera  defenderse  ni  tu- 
viera tiempo  de  desatar  su  lengua  vuelta  un  nudo, .  se 
sintió  arrastrado' en  peso  al  través  del  zaguán.  Oyó  crujir 
las  puertas,  arrancadas  de  cuajo,  que  se  desplomaron  sobre 
la  multitud  y  fueron  rechazadas  y  levantadas  como  hojas 
secas.  Luego  cayeron  en  un  claro  de  la  plaza,  vueltas  as- 
tillas. Comprimido  por  centenares  de  cuerpos  que  se  apre- 
tujaban en  el  túnel  reducido  que  era  el  zaguán,  mudo 


99 


de  espanto,  se  sumergió  en  el  vértigo  de  las  pesadillas 
cuando  se  deslizaba  penosamente  dentro  de  un  túnel  de 
piedra  que  se  iba  estrechando  y  le  oprimía  las  espaldas. 
Cuando  abrió  los  ojos,  libre  de  aquella  presilSn  intole- 
rable que  lo  estrangulaba,  vio  que  yacía  por  tierra,  con 
la  sotana  destrozada  y  pisoteado  el  cuerpo  por  un  cente- 
nar de  energúmenos.  Se  incorporó  de  un  salto.  La  ca- 
beza ya  no  le  daba  vueltas,  respiraba  con  libertad  y  su 
lengua  se  había  desatado  como  la  de  los  Apóstoles  en  el 
Pentecostés.  4t 

—  ¡Hermanos!  — gritó  con  voz  estentórea,  que  sonó  ex- 
trañamente a  sus  propios  oídos — .  ¡Hermanos  míos! 

El  Anacleto,  desencajado  por  el  terror,  abofeteado  por 
cien  manos,  escupido  por  un  centenar  de  bocas,  injuriado 
por  todos,  se  hallaba  en  el  centro  del  patio,  amarrado  al 
botalón  y  cara  a  cara  a  sus  enemigos.  Hinchado  y  tume- 
facto, producía  más  asco  que  lástima.  El  alcalde  salió  dp 
su  despacho,  en  compañía  del  Anacarsis,  empuñando  un 
revólver.  Aprovechó  el  momentáneo  silencio  que  siguió 
a  las  palabras  del  cura,  para  manifestar  con  voz  ronca 
y  pastosa,  entrecortada  por  el  hipo,  que  Anacleto  iba  a 
ser  fusilado  en  presencia  del  pueblo.  Luego  ordenó  a  los 
guardias  que  despejaran  el  patio  "para  aquella  ceremonia" 
y  agregó  : 

— Los  tres  volteados  de  Agua  Bonita  se  nos  escapa- 
ron. .  .  (Se  habían  encerrado,  junto  con  la  familia  de  Ma- 
ría Encarna,  en  la  casa  cural).  Pero  este  asesino  no  se  nos 
escapa...  ¡Ya  verá  el  padrecito  cómo  somos  en  este 
pueblo! 

Estaba  tan  borracho  que  sus  piernas  no  podían  con  él. 
El  Anacarsis,  mirando  de  hito  en  hito  al  cura,  dominó 
con  un  grito  histérico  el  clamor  que  se  encrespaba  otra 
vez  en  el  patio. 

—  ¡Ahora  verán  los  curas  liberales  si  somos  o  no  somos 
cristianos! 

El  buen  cura  sacudió  parsimoniosamente  las  faldas  de 
su  sotana,  sucias  de  polvo,  y  se  acercó  al  Anacarsis  y  al 
alcalde,  que  mantenía  en  la  diestra  un  revólver  de  cañón 
largo  y  empuñadura  de  concha. 

Vibró  el  silencio,  turbado  apenas  por  gritos  esporá- 
dicos que  venían  de  afuera,  de  la  plaza.  Algunos  feligre- 
ses demasiado  ebrios  rodaban  por  el  suelo  del  corredor, 
y  otros  trasbocaban  en  el  patio,  sacudidos  por  un  espasmo. 
El  hedor  a  vómitos,  a  aguardiante,  a  sudor  y  a  sangre, 
mareaba  y  producía  náuseas.  La  concurrencia,  obedeciendo 
sumisamente  las  órdenes  del  alcalde,  secundado  por  los 

100 


culatazos  de  los  guardias,  se  retiró  a  los  corredores  donde 
permanecía  en  silencio.  Muchos  tambaleaban,  pero  la 
ansiedad  los  sostenia  en  vilo,  ante  la  perspectiva  de  pre- 
senciar el  espectáculo.  En  los  pueblos  hay  tan  poco  que 
ver,  que  cualquier  cosa  despierta»  una  curiosidad  mor- 
bosa, y  la  muerte  del  justo  continúa  siendo  el  mejor  es- 
pectáculo, pensaba  el  cura. 

— El  hecho  de  que  este  desgraciado  pueda  ser  ino- 
cente..., — comenzó  a  decir  muy  despacio,  con  voz  recia. 

—  ¡Es  un  asesino!,  — gritó  el  Anacarsis  apelando  con 
una  mirada  circular  al  testimonio  de  la  turba,  que  coreó 
mecánicamente  : 

—  ¡Mátenlo,  mátenlo! 

— El  hecho  de  que  fuera  un  asesino  — continuó  levan- 
tando la  voz  al  rnismo  tiempo  que  los  brazos  para  impo- 
nerse a  los  energúmenos — ,  no  nos  autoriza  a  nosotros  que 
somos  pecadores,  ni  a  usted  que  es  su  hermano,  ni  al  al- 
calde que  es  la  autoridad,  ni  a  mí  que  soy  el  cura,  ni  a 
nadie,  para  quitarle  la  vida  antes  de  que  lo  juzguen.  . . 

— ¿Eso  cree  usted,  padre?  — le  dijo  el  alcalde  ponién- 
dole familiarmente  un  brazo  sobre  el  hombro.  Cuando 
intentó  echarle  el  otro  al  cuello,  el  que  empuñaba  el  arma, 
el  cura  dio  un  paso  atrás  y  con  ademán  brusco  se  quitó 
de  encima  aquella  pesadumbre. 

—  ¡Usted  no  puede  irrespetarme!  — le  dijo,  pálido  de 

ira. 

El  revólver  del  alcalde  había  saltado  lejos,  y  cuando 
el  hombre  quiso  agacharse  para  recogerlo  perdió  el  equi- 
librio, trastabilló  un  momento,  y  cayó  en  tierra.  Anacarsis 
se  precipitó  a  ayudarlo,  y  tras  forcejear  un  buen  rato, 
porque  no  estaba  menos  ebrio  que  el  alcalde,  logró  ponerlo 
otra  vez  sobre  sus  pies  y  le  alcanzó  el  revólver. 

— En  este  pueblo,  yo,  yo,  yo  soy  el  que  manda...  ¡Yo 
soy  el  alcalde  y  puedo  hacer  lo  que  se  me  da  la  gana!. . . 
A  usted  lo  puedo  meter  en  la  cárcel  cuando  se  me  antoje, 
señor  cura. . .  ¡A  usted  se  le  está  olvidando  que  yo  soy  el 
alcalde! 

Y  desprendiéndose  de  los  brazos  de  Anacarsis,  que  se 
esforzaba  por  contenerlo,  el  alcalde  se  dirigió  tambaleante, 
con  los  ojos  turbios,  en  dirección  al  cura. 

— Ahora  verán  si  yo  soy  o  no  soy  el  alcalde. . .  ¡Voy  a 
fusilar  en  su  presencia,  en  nombre  de  la  autoridad,  a  ese 
asesino! .  . .  ¡Porque  se  me  da  la  gana! 

Reculó  hasta  la  pared,  para  sostenerse  mejor.  Luego 
levantó  el  revólver  en  dirección  a  Anacleto,  que  abría  y 
cerraba  la  boca  en  un  espasmo  nervioso,  como  si  quisiera 


101 


vomitar  o  decir  algo,  pero  no  decía  nada.  Retumbó  un 
disparo,  como  un  latigazo,  y  una  saliva  amarga  llenó  la 
boca  del  cura.  Una  astilla  de  la  parte  alta  del  botalón 
saltó  en  el  aire,  revoloteando  como  una  mariposa  iluminada 
por  el  sol.  Anacleto  lanzó  un  alarido  de  espanto,  porque 
la  bala  había  golpeado  a  dos  dedos  escasos  de  su  cabeza. 
Entonces  el  cura  de  un  brinco  fue  a  colocarse  frente  al 
Anacleto,  cubriéndolo  con  su  cuerpo,  y  abrió  los  brazos 
en  cruz.  Se  sentía  tan  lúcido,  tan  tranquilo,  tan  ausente 
del  pensamiento  de  la  muerte,  que  con  una  infantil  cu- 
riosidad observó  que  el  cañón  del  revólver  despedía  un 
hilito  de  humo  azul.  Sus  ojos,  muy  brillantes,  no  podían 
apartarse  del  huequecillo  negro,  que  lo  atraía  y  lo  fasci- 
naba como  si  fuera  un  juguete.  El  revólver  se  irguió  len- 
tamente hasta  la  altura  de  sus  ojos  y  luego  se  aquietó  un 
segundo;  después  ascendió  una  pulgada  más  arriba,  para 
bajar  con  mucha  suavidad  y  detenerse  otra  vez.  . . 

Levantó  el  rostro  iluminado  por  una  sonrisa  ingenua 
y  sus  ojos  vieron  que  en  el  cielo  claro  y  azul  flotaban  pe- 
rezosamente las  nubes.  Su  contorno  se  podría  acariciar 
con  los  dedos  de  la  mano.  Bastaría  levantarlas  un  poco, 
pero  él  las  tenía  extendidas  y  abiertas  como  las  manos  del 
Cristo.  Debían  ser  unas  nubes  suaves,  blandas,  tibias  por 
el  sol,  como  vellones  de  lana.  Las  gotas  que  resbalaban 
por  sus  mejillas  y  a  veces  le  humedecían  las  comisuras  de 
los  labios,  tenían  el  sabor  salado  del  sudor  o  de  las  lá- 
grimas. El  silencio  era  tan  completo,  que  escuchaba  la 
pausada  palpitación  de  su  sangre  en  las  orejas,  y  el  manso 
gotear  de  una  llave  mal  cerrada  en  la  pil^  del  patio. 

De  pronto  una  nube  roja  le  oscureció  los  ojos,  y  su 
frente  se  empapó  de  un  sudor  helado.  El  terror  que  sin- 
tiera én  el  zaguán  de  la  alcaldía  le  dio  un  mordisco  en  el 
corazón  y  un  nudo  le  apretó  la  garganta.  Los  brazos,  alar- 
gados como  los  del  Cristo  en  la  cruz,  le  pesaban  como  si 
de  veras  estuvieran  clavados  a  un  leño.  La  respiración 
jadeante  del  Anacleto  le  quemaba  la  nuca.  Estaba  rodeado 
de  enemigos,  solo  en  medio  de  la  muchedumbre  que  lo 
miraba  padecer  en  silencio,  inerme  como  el  Cristo  en  su 
cruz,  cuando  más  allá  del  Calvario,  y  de  la  soldadesca,  y 
de  la  muchedumbre,  y  de  los  olivos  del  huerto,  veía  es- 
pejear en  el  cielo  cárdeno  las  cúpulas  de  Jerusalén.  Le 
dolían  terriblemente  las  axilas,  le  hormigueaban  las  ma- 
nos extendidas,  y  los  músculos  del  pecho  tensos  por  el 
esfuerzo  le  apretaban  en  una  coraza  de  hierro  que  no  le 
permitía  respirar.  Las  piernas  se  aflojaban  y  se  doblaban 
por  las  rodillas.  Un  temblor  nervioso  lo  agitó  de  la  cabeza 


102 


a  los  pies.  No  pudo  más  y  cayó  de  rodillas.  Mirando  entre 
nieblas  y  sombras  la  boca  negra  y  pequeñita  del  revólver 
que  le  apuntaba  a  la  altura  de  los  ojos,  gritó  con  voz 
ronca: 

—  ¡Máteme! 

El  Anacleto,  a  sus  espaldas,  lanzó  un  débil  gemido... 

—  ¡Señor,  en  tus  manos  encomiendo  mi  espíritu!  ¡Se- 
ñor, perdónalos  porque  no  saben  lo  que  hacen!  — murmuró 
con  voz  tan  apagada  que  ni  el  Anacleto  pudo  escucharla. 

De  en  rnedio  de  la  muchedumbre  se  elevaron  entonces, 
rasgando  el  aire,  agudos  y  destemplados,  los  alaridos  de 
unas  mujeres  que  se  encontraban  en  el  patio.  El  Anacarsis 
cogió  la  mano  del  alcalde  y  le  arrancó  el  revólver. 

— ¡So  bruto!  — le  gritó — .  ¿No  ves  que  a  pesar  de  todo 
es  el  cura? 

El  cual,  exhausto,  bajó  los  brazos,  reclinó  pesadamente 
la  cabeza  contra  las  rodillas  de  Anacleto  y  cayó  desma- 
yado. .  . 

El  camino  se  deslizaba,  o  mejor  dicho  rodaba  por  una 
cuesta  tan  agiia,  que  las  muías  apenas  daban  paso,  y 
preferían  resbalar  levantando  una  polvareda  plateada  dé- 
bilmente por  la  luz  de  la  luna.  El  cura,  sumido  en  la  con- 
templación de  sus  imágenes,  se  sentó  a  descansar  un  mo- 
mento a  la  vera  del  camino,  en  el  saliente  de  ima  roca. 
Aunque  tuviera  los  ojos  puestos  en  el  hondo  abismo,  por 
cuyo  fondo  corría  el  río,  roto  ahora  en  pedazos  como  un 
espejo  que  hubiese  rodado  desde  aquellas  alturas,  no  veía 
sino  sus  propios  pensamientos,  no  oía  sino  el  confuso  ru- 
mor de  sus  arterias,  no  sentía  sino  el  cansancio  delicioso 
en  que  languidecía  su  cuerpo. 

Cuando  acabó  de  pasar  aquello,  tan  vertiginoso  y  al 
mismo  tiempo  tan  lento,  tan  vivo  y  sin  embargo  tan  irreal, 
el  pueblo  se  había  aplacado  súbitamente.  Su  energía,  sos- 
tenida por  la  fe  en  Nuestro  Señor  Jesucristo,  había  obrado 
el  milagro.  Tranquilo,  dichoso,  aliviado  ahora  de  aquel 
peso  _  formidable  que  soportaron  sus  brazos  en  cruz,  se 
sintió  ágil  y  liviano,  como  un  cuerpo  glorioso.  Pero  su 
felicidad  le  remordía  como  un  pecado,  porque  sentía  en 
ella  aletear  el  orgullo.  Sin  embargo,  los  santos...  Santa 
Teresa  en  sus  Moradas .  .  . 

Lo  que  vino  después  no  tuvo  la  menor  importancia,  y 
ni  él  mismo  se  daba  cuenta  de  lo  que  había  sucedido.  Los 
concurrentes  comenzaron  a  observarlo  con  un  profundo 
respeto,  y  el  pobre  pueblo  de  sus  ovejas,  que  no  se  atrevía 
a  mirarlo  a  los  ojos,  agachó  dócilmente  la  cabeza.  El  no- 

103 


V 


tario,  que  durante  toda  aquella  escena  había  permanecido 
encerrado  en  el  despacho  del  alcalde  ;  el  Anacarsis,  los 
guardias,  el  sacristán,  el  mismo  alcalde  que  había  querido 
ejecutarlo,  le  ayudaban  ahora  solícitos  a  preparar  el  viaje 
del  reo  y  de  los  exilados  al  pueblo  de  abajo.  Parecía 
también  que  les  mortificara  su  presencia,  y  querían  pronto 
libertarse  de  ella.  El  cura  sonreía  feliz,  sentado  en  una 
butaca  de  la  alcaldía.  Miraba  a  todos  aquellos  hombres 
que  lo  rodeaban  con  una  inmensa  ternura,  como  si  nunca 
los  hubiera  visto  de  ese  modo,  purgados  de  sus  defectos  y 
flaquezas  e  iluminados  por  el  resplandor  de  Cristo.  Inte- 
riormente les  daba  gracias  porque  le  habían  permitido 
levantarse  un  segundo  hasta  la  cruz  y  mirar  cara  a  cara 
la  muerte.  Los  amaba  a  tal  pimto,  que  cuando  el  alcalde 
entró  poco  tiempo  después  con  una  botella  de  cerveza, 
que  le  ofreció  tímidamente  para  que  se  confortase,  hu- 
biera deseado  besarlo  en  las  mejillas  húmedas  y  terrosas, 
cubiertas  de  gruesas  cerdas  que  le  chorreaban  de  la  boca 
y  le  embadurnaban  las  quijadas. 

— ¿No  ve  sumercé,  en  aquella  banda  del  páramo,  esas 
quemazones  que  van  trepando  monte  arriba?  — preguntó 
a  la  sazón  el  sacristán  al  cura,  que  no  había  visto  nada. 

— ¿Allá  arriba,  dices?  Parecen  candelas  de  San  Juan, 
pero  no  estamos  ni  siquiera  en  vísperas.  ¿Qué  es  eso? 
— preguntó  sobresaltado  por  la  voz  del  sacristán. 

—  ¡Son  incendios!  — explicó  uno  de  los  guardias — ,  in- 
cendios en  la  vereda  conservadora  de  Corralitos. . .  Los 
bandidos  rojos  de  don  Pío  Quinto  Flechas  deben  andar  en 
la  cosa . . . 

—  ¡Malditos  rojos!  — exclamó  el  otro  guardia,  el  que  se 
llamaba  Mitrídates. 

—  ¡El  diablo  cargue  con  ellos!  — agregó  el  sacristán 
santiguándose. 

Y  el  cura,  precipitado  súbitamente  de  la  exaltación  en 
que  venía  planeando  su  espíritu  al  abismo  de  la  realidad 
melancólica,  se  arremangó  las  faldas  de  la  sotana  que 
tenía  cubierta  de  pega-pega  y  semillas  de  zarzas,  y  dio 
la  orden  de  marcha. 


104 


CAPITULO  VI 


EL  DOMINGO  ES  FIESTA 


— npODO  lo  que  me  has  dicho  es  tremendo  y  ya  lo  sabía  yo 
por  el  notario,  que  me  lo  comunicó  por  telegrama. 
¡Pobre  don  Roque! ...  Y  vas  a  permitirme  que  te  trate 
de  tú,  porque  no  en  balde  te  llevo  por  lo  menos  cuarenta 
años...  ¿Cuántos  tienes?  ¡Te  ordenaste  muy  joven! 

— Tengo  veinticinco  años,  señor  cura. 

—  ¡Quién  volviera  a  tenerlos!  Yo  pasé  hace  rato  el  pá- 
ramo de  los  sesenta  y  cinco,  y  voy  cuesta  abajo.  Pero  te 
veo  flaco,  y  ojeroso,  y  caritriste,  y  de  mal  color...  ¡Tie- 
nes que  endurecerte,  hijo!  El  páramo  es  de  un  tempera- 
mento muy  sano,  pero  hay  que  comer  mucho  para  evitar 
el  desgaste  fisico,  y  una  copita  de  aguardiente,  siempre 
que  no  sea  en  ayimas...  ¡Je,  je!  Perdóname  :  no  fue  por 
ofenderte...  Una  copita  de  aguardiente  tampoco  daña. 
¿No  quieres  un  traguito?  Aquí  tengo  uno  muy  bueno, 
¡pero  muy  bueno!  Es  un  resacado  de  contrabando  que  me 
trajeron  ayer  tarde. 

— Gracias,  señor  cura . . .  No  quiero. 

— Los  comienzos  son  duros,  ya  lo  sé.  Las  gentes  de 
esta  provincia  son  rústicas  y  montaraces ...  Mi  hermana 
Cornelia...  ¿Cornelia?  ¡Cornelia!...  Debe  andar  por  el 
bazar,  donde  tiene  una  mesa  de  tamales  y  dulces  de  al- 
míbar. ¡Uf!  ¡Para  chuparse  los  dedos,  hijo!  En  el  almuerzo 
ya  los  probarás . . .  Porque  te  quedarás  a  hacer  peniten- 
cia con  nosotros,  ¿no  es  cierto? 

— No  sé...  Todo  depende  de  su  reverencia.  En  fin,  su 
reverencia  me  ayudará  a  resolver... 


105 


Hubiera  querido  explicarle  a  su  interlocutor  que  él 
soñaba  con  realizar  una  obra  meritoria  para  los  vecinos 
de  su  pueblo,  que  les  salvara  conjuntamente  el  cuerpo  y 
el  alma.  Desearía  enseñarles  a  vivir  una  vida  más  noble 
y  más  alegre,  que  comenzara  por  aquellas  menudas  cosas 
que  si  no  la  embellecen,  por  lo  menos  la  levantan  un  poco 
sobre  el  nivel  de  las  ovejas  que  vegetan  en  las  corralejas 
y  los  apriscos  del  páramo.  Querría  transformar  la  escuela 
en  un  sitio  amable  y  acogedor,  donde  los  niños  aprendie- 
sen, junto  con  las  verdades  cristianas,  y  la  ciencia  oficial, 
el  arte  de  mejorar  la  tierra.  Y  andando  el  tiempo  com- 
praría un  gramófono  y  unos  libros  de  cuentos  y  de  histo- 
rias, para  formar  una  biblioteca.  La  música  amansa  hasta 
a  las  culebras,  según  lo  había  leído  en  los  libros,  y  éstos 
son  los  maestros  más  fieles  y  serviciales  del  hombre... 

— Pues  te  decía,  muchacho...  Cornelia  tiene  la  teoría 
de  que  a  la  gente  de  estas  montañas  no  se  le  puede  venir 
con  finuras  y  perendengues,  porque  es  muy  desagradecida, 
y  es  bueno  que  lo  vayas  aprendiendo.  Este  no  es  el  rebaño 
de  ovejas  que  dice  el  Evangelio,  sino  una  sucia  corraleja. 
¡Como  ves,  Cornelia  es  muy  ocurrente! 

— Yo  quisiera  pedirle  consejo  a  su  reverencia  sobre 
el  problema  que  le  consulté  esta  mañana,  después  de  mi 
confesión . . . 

—  ¡Aguarda,  hombre  de  Dios!  Para  todo  habrá  tiempo. 
Tienes  que  aprender  que  en  los  pueblos  no  hay  problemas 
impostergables.  Como  por  lo  general  se  resuelven  solos, 
la  experiencia  me  ha  enseñado  que  lo  mejor  es  no  resol- 
verlos... ¿Quieres  fumar?  ¿No  fumas?  Bueno,  allá  tú... 
Pero  te  aconsejaría  que  fumaras,  porque  en  ese  páramo, 
si  no  se  distrae  uno  fumando  o  sacando  solitarios,  se  muere 
de  tristeza.  ¿No  te  gusta  la  cacería?  ¡Malo,  malo!  Franca- 
mente no  me  explico  qué  les  enseñan  ahora  en  el  Semi- 
nario. Aquí,  en  esta  corraleja,  hay  que  ser  duro.  Lo  pri- 
mero que  la  gente  le  pide  al  cura  es  que  sea  un  macho . . . 
Y  a  propósito,  quiero  que  me  leas  después  del  almuerzo 
la  última  pastoral  del  señor  obispo.  Ya  los  anteojos  no  me 
sirven  para  nada  y  cada  vez  que  Cornelia  comienza  a 
leerme,  se  queda  dormida.  ¡Después  se  queja  de  que  mis 
sermones  carecen  de  sustancia!  Es  una  mujer  incorregi- 
ble, para  que  lo  sepas.  ¡Si  vieras  cómo  chochea  con  la  li- 
turgia, porque,  claro,  en  un  pueblo  no  se  puede  ser  muy 
exigente!...  Sobre  todo  la  mortifica  mi  voz,  hijo,  mi 
voz...  Y  te  confieso  que  las  misas  cantadas  me  sacan  de 


106 


quicio...  Cornelia  dice  que  cuando  en  la  misa  de  nueve, 
que  los  domingos  es  cantada,  comienzo  a  bramar  en  el 
presbiterio,  toda  la  iglesia  se  convierte  en  un  establo... 
¿Habrás  visto  mujer  más  ocurrente?  ¿Cornelia?  ¡Cornelia! 

Y  el  señor  cura  viejo  se  levantó  pesadamente  de  su 
silla,  porque  era  muy  grueso  y  corpulento,  en  busca  de 
su  hermana  Cornelia.  Como  no  la  encontrase,  pues  había- 
mos quedado  en  que  vendía  tamales  en  el  bazar  de  la 
plaza,  tornó  a  sentarse. 

El  joven  sacerdote  tenía  la  idea  de  limpiar  físicamente 
el  pueblo,  porque  no  concebía  que  la  pulcritud  espiri- 
tual y  mora!  pudiese  andar  de  la  mano  de  la  porquería. 
Por  ese  medio  levantaría  el  nivel  de  sus  feligreses,  y  la 
solidaridad  humana  se  convertiría  en  algo  vivo  y  ope- 
rante, que  permitiera  la  siembra  de  la  semilla  cristiana. 
Para  plantar  árboles  frutales,  hay  que  comenzar  por 
ablandar  la  tierra  mediante  la  siembra  de  frijoles  y  le- 
gumbres. Por  eso  dijo: 

— A  propósito,  quería  comunicarle  a  su  reverencia... 

— Pero  antes,  cuéntame:  ¿trajiste  al  Caricortao?  Me- 
jor que  no  nos  oiga.  Ya  debe  de  estar  regando  toda  clase 
de  chismes  y  de  enredos  en  la  plaza  del  pueblo.  Y  díme, 
¿cómo  te  han  parecido  los  notables? 

Con  los  notables  del  pueblo  se  proponía  constituir  un 
pequeño  club,  interesado  en  el  embellecimiento  de  aquel 
pueblo  que  cada  día  que  pasaba  le  parecía  más  feo.  Sobre 
todo  era  un  pueblo  triste.  ¡Desgraciados  los  niños  que  no 
saben  reír,  los  hombres  que  no  sonríen  y  los  viejos  a 
quienes  no  se  les  ilumina  los  ojos!,  pensaba.  Y  creía 
honradamente  poder  llevar  un  poco  de  alegría  a  ese  tor- 
bellino helado  del  páramo,  donde  morían  entre  la  niebla 
tantas  ilusiones.  Había  renunciado  a  su  ideal  místico,  por 
el  más  prosaico  que  consiste  en  mejorar  a  los  otros, 
abriéndoles  los  ojos  a  la  luz  eléctrica  y  a  la  luz  de  Cristo  i 
y  el  corazón  a  su  ternura  evangélica.  Su  sacrificio  se  le  I 
antojaba  semejante  al  de  quienes  renuncian  por  gusto  a 
com.poner  obras  maestras  para  enseñar  en  cambio  a  fa- 
bricarlas a  los  demás.  Pero  antes  que  ese  lujo  espiritual 
que  es  la  mística,  el  pueblo  sucio  y  gris  necesitaba  la  rea- 
lidad, tibia  y  bienhechora  de  una  caridad  efectiva,  fe- 
cunda, silenciosa,  que  no  florezca  en  individualidades  su- 
periores que  allí  no  hacen  falta  y  en  cambio  eleve  un  poco 
a  todos  los  habitantes,  aunque  no  sea  sino  im  poco.  Los 
notables...  ¡Bah!  ¿De  qué  sirve  criar  perlas  en  un  chi- 
quero de  cabras? 


107 


— Pues  le  decía  a  su  reverencia  que  los  notables . . . 

— No  me  lo  digas.  Ya  sé  lo  que  vas  a  contestarme  : 
que  no  se  puede  pedir  peras  al  olmo,  ni  pescar  perlas  en 
un  pantano.  El  notario  es  un  viejo  hipócrita  y  su  mujer 
es  chismosa  y  fea;  Anacarsis  es  un  bárbaro;  el  alcalde  un 
bruto,  y  don  Roque  fue  un  anciano  corrompido  al  que 
algún  día  tendrían  que  matar...  ¿Me  decías  al  llegar  que 
trajiste  al  Anacleto  porque  no  había  querido  confesar  su 
crimen? 

— ^Le  expliqué  a  su  reverencia  que  aunque  todas  las 
circunstancias  lo  condenan,  sólo  Dios  sabe. 

— ¡A  Dios  no  hay  que  meterlo  en  estas  cosas,  hijo!  El 
Anacleto  es  un  calavera  desde  la  infancia.  Y  no  hablemos 
de  su  tío  el  Pío  Quinto  porque  acabaré  no  sólo  perdiendo 
los  estribos  sino  las  riendas...  ¡y  las  espuelas!  Ya  se  me 
estaba  olvidando  darte  las  gracias,  porque  tuviste  la  bon- 
dad de  traerme  la  que  se  me  quedó  allá  arriba.  Y  si  vie- 
ras la  falta  que  hace  una  espuela  en  el  páramo,  ¿no  es 
cierto?  Pues  ese  muchacho,  como  su  tío  que  es  un  perdu- 
lario, estaba  perdido  desde  hace  tiempos... 

El  buen  cura  resolvió  dejarlo  hablar,  mientras  la  Di- 
vina Providencia,  o  en  su  lugar  la  señorita  Cornelia,  le 
daban  una  oportunidad  de  meter  baza  en  aquel  monólogo. 

— A  pesar  de  todo,  la  gente  del  páramo  es  simpática 
y  buena,  si  se  la  sabe  tratar  con  maña.  El  notario  juega 
muy  bien  al  dominó,  aunque  para  mí  tengo  que  hace 
trampas.  Me  ganaba  siempre.  El  Anacarsis  es  un  gran 
cazador,  un  gamo  para  correr  detrás  de  los  zorros  y  un 
perro  para  encontrar  las  carnadas  en  el  páramo.  Tiene 
dos  perros  perdigueros  que  son  una  bendición...  Además 
están  las  gordas,  que  hacen  unos  almuerzos  formidables. 
¿No  has  estado  en  su  tienda  de  la  orilla  del  río? ...  Y  ha- 
blando de  hombre  a  hombre,  y  de  cuestiones  de  faldas 
que  son  muy  delicadas,  por  la  Virgen  Santísima  no  vayas 
a  permitir  que  meta  las  narices  en  tu  casa  la  señorita 
Zoila...  ¡No  la  podrías  sacar  después  ni  con  humo!  Si 
dejas  que  te  tome  confianza,  porque  esa  gente  del  páranrio 
es  muy  confianzuda,  te  convencerá  de  que  el  señor  obispo 
te  mandó  a  ese  pueblo  exclusivamente  a  confesarla.  A  mí 
me  dijo  la  primera  vez,  de  esto  hace  ya  treinta  años  : 
"Quiero  confesarle  a  su  reverencia  que  me  confieso  de- 
masiado". . . 

— Si  su  reverencia  me  lo  permitiera . . . 

— Ya  sabía  que  al  fin  y  al  cabo  iríamos  a  caer  de 
bruces  en  la  política.  Y  puesto  que  deseas  conocer  mi 


108 


opinión,  comenzaré  por  contarte  que  vivimos  años  muy 
duros  cuando  Pío  Quinto  — yo  le  casé  a  su  hermana  con 
Roque,  y  así  me  pesa —  mandaba  en  amo  y  señor  en  toda 
la  provincia.  Años  hubo  en  que  no  pudimos  poner  ni 
im  solo  voto...  ¿No  me  lo  crees?...  Espera  que  venga 
Cornelia  y  lo  verás.  ¡Ni  im  solo  voto!  ¡No  teníamos  en  la 
administración  púbüca  ni  un  guardia  mimicipal,  ni  un 
mal  peón  caminero,  ni  un  secretario  de  juzgado,  ni  un 
celador  de  rentas,  ni  un  concejal,  ni  nada!  ¡Aquello  era 
horrible,  hijo!  Pero  desde  cuando  Roque,  que  era  muy 
ladino,  cogió  la  sartén  por  el  mango .  . .  Ahora,  que  si  vie- 
nes a  preguntarme  cuál  es  mi  opinión,  te  anuncio  y  así 
se  lo  he  dicho  a  quien  quiere  saberlo,  que  el  hombre  más 
indicado  para  suceder  a  Roque  en  la  jefatura  del  direc- 
torio es  el  notario...  Inteligente,  astuto,  desconfiado,  que 
tiene  un  santo  odio  por  los  liberales.  . .  ¡Y  habla  muy  bien! 
No  sé  si  lo  habrás  oído,  pero  el  hombre  es  un  Demóstenes. 
¡Ah.  eso  sí!  Habla  como  un  San  Juan  Crisóstomo.  de  quien 
yo  tengo  la  costumbre  de  decir  que  hablaba  muy  bien, 
aunque  personalmente  te  confieso  que  no  lo  he  leído 
nunca...  Y  ahora,  cuando  los  rojos  están  alborotando  el 
avispero  con  este  crimen .  .  .  ¿Tú  crees  que  el  Pío  Quinto 
mandó  a  Anacleto  para  que  matara  a  don  Roque? 
— Yo  no  creo  nada,  su  reverencia. 

— ¿No  crees  nada?  Bueno,  allá  tú.  Como  dice  Cornelia, 
que  a  veces  tiene  sentencias  que  me  dejan  perplejo:  peor 
sordo  que  el  que  no  quiere  oír  es  el  que  ovendo  no  en- 
tiende nada...  ¿Cornelia?  ¡Corneüa!...  ¡Mira  que  tene- 
mos visita  en  la  casa! 

— No  decía  su  reverencia . . . 

— ¡Qué  bruto  soy!  Cornelia  está  con  sus  empanadas 
en  la  plaza.  . .  Con  la  edad  he  ido  perdiendo  mucho  la  me- 
moria, pero  has  de  saber  que  hace  pocos  años  la  tenía 
formidable,  como  de  muía.  Me  sabía  al  pie  de  la  letra 
toda  la  misa,  hasta  aquel  trozo  endemoniado  del  Evangelio 
de  San  Juan  In  principio  erat  Verbum  et  Verhum  erat 
apud  Deum  et  Deus  erat  Verbum...  Hoy  se  me  enreda 
hasta  leyéndolo.  Un  día  se  le  caen  a  uno  los  dientes,  otro 
día  se  le  borra  la  memoria,  otro  día  se  le  taponan  de  cera 
las  orejas,  otro  día  comienza  a  funcionar  el  vientre  de- 
masiado poco  y  la  vejiga  demasiado  aprisa...  A  propó- 
sito, ¿me  permites?  Voy  al  solar  y  vuelvo  en  un  mo- 
mento . . . 


109 


Y  salió  corriendo,  como  él  decía,  que  era  con  un 
pasitrote  pesado  y  bamboleante,  como  el  de  un  macho 
cargado  con  dos  buenos  bultos  de  papa.;. 

El  cura  viejo  hablaba  solo  cuando  no  tenía  con  quién 
hablar,  y  por  esto  no  era  empresa  difícil  formarse  una 
idea  de  las  muy  pocas,  pero  muy  duras,  que  el  hombre 
tenía  en  la  cabeza.  Se  le  veía  por  encima,  hasta  en  la 
caspa  que  espolvoreaba  los  hombros  de  la  sotana  raída 
y  brillante,  que  toda  su  vida  había  sido  un  hombre  sen- 
cillo y  torpe,  y  que  su  temperamento  sanguíneo  y  pro- 
penso a  la  congestión  tenía  que  desaguarse  por  alguna 
parte. 

—  ¡Te  vas  a  morir  de  bravo  como  los  toches!  — le  decía 
la  señorita  Cornelia. 

Y  creía  honradamente  el  buen  hombre  que  los  übe- 
rales  son  ateos,  los  ateos  masones,  los  masones  tienen  el 
deseo  de  asesinar  al  Papa,  el  cual,  finalmente,  es  el  padre 
de  todos  los  conservadores  del  mundo  y  alienta  una  espe- 
cial predilección  por  los  conservadores  del  pueblo.  De  allí 
no  ló  sacaba  nadie.  Se  atascaba  como  una  muía  en  un 
bache  del  páramo,  y  ni  tirándolo  de  la  cola  lo  podían 
remover  un  punto  de  esas  ideas.  En  materias  religiosas 
tenía  el  concepto  de  que  todos  los  feligreses  son  tacaños, 
y  tan  tibios  que  todos  andan  más  o  menos  expuestos  a  que 
un  día  de  estos  los  vomite  el  Espíritu  Santo.  Con  los 
niños,  que  tal  vez  fueron  ángeles  de  inocencia  en  la  época 
de  Nuestro  Señor  Jesujcristo,  pero  que  en  dos  mil  años 
se  volvieron  mocosos,  rateros  y  malcriados,  no  había  más 
técnica  que  incrustarles  el  catecismo  a  gritos  y  palmadas. 
Con  las  beatas,  sólo  cabía  ejei-citar  la  .paciencia.  Con  los 
pobres,  bautizarlos,  casarlos,  confesarlos  y  ayudarles  a 
bien  morir,  cosa  harto  trabajosa,  pues  la  mayor  parte  dan 
en  morir  en  los  sitios  más  incómodos  y  escarpados,  en  la 
punta  de  un  cerro  o  en  la  profundidad  de  un  barranco  a 
donde  no  hay  manera  de  llegar  a  caballo. 

Y  como  el  cura  joven  insinuara  de  paso  aquel  tema 
de  la  caridad,  que  no  se  le  caía  de  los  labios,  el  viejo  le 
dijo  que  para  que  el  pueblo  la  practicara  a  la  fuerza, 
porque  espontáneamente  no  la  hacía,  se  habían  inven- 
tado los  bazares.  Era  muy  recomendable  la  rifa  de  ovejas, 
por  socorrida.  La  señorita  Cornelia  las  suele  adornar  con 
cintas  azules  al  pescuezo,  y  quedan  tan  bonitas  como  los 
corderitos  de  alfeñique  que  hacen  las  monjas.  Como  los 
bazares  necesitan  im  pretexto  honorable  y  periódico  para 
organizarse,  se  inventaron  las  torres  sin  acabar,  de  ma- 


110 


ñera  — dijo  el  cura  viejo —  que  allá  arriba  te  dejé  tu  torre 
sin  cúpula,  para  que  organices  bazares  y  con  el  dinero 
que  te  produzcan  sostengas  el  culto  y  hagas  limosnas, 
porque  en  ese  pueblo  nadie  las  hace.  Para  este  punto  muy 
importante  de  la  organización  de  los  bazares,  las  gordas 
se  pintan  solas  para  la  distribución  de  mesas,  especial- 
mente la  Tusa  que  tiene  un  don  de  Dios  para  atraer  a 
los  notables  y  sacarles  sus  pesos.  Ellos  creen  que  en  aquel 
pueblo  donde  no  hay  nada  que  hacer,  ni  con  quién  ha- 
cerlo, algún  día  lograrán  algo  con  la  Tusa,  porque  la  otra 
gorda  se  casa. 

'  Precisamente  hoy  domingo  el  pueblo  de  abajo  estaba 
en  pleno  bazar,  en  el  primero  que  había  organizado  la 
señorita  Cornelia,  con  oveja  de  cinta  azul  en  el  atrio, 
cucaña  para  los  chicos,  cerveza  para  los  grandes,  tamales 
para  las  damas  y  ruleta  permitida  por  el  alcalde  para 
todos.  Por  la  tarde  había  riña  de  gallos.  La  guarnición  de 
policía,  que  surtía  de  brutos  imiformados  a  toda  la  pro- 
vincia, había  prestado  la  banda,  que  en  aquel  momento 
ensayaba  un  pasillo  nuevo,  exactamente  igual  a  todos  los 
pasillos  viejos,  compuesto  por  un  "distinguido"  de  la 
guardia  que  no  sabía  música  ni  le  hacía  falta. 

Cuando  los  dos  párrocos  salieron  al  atrio  de  la  igle- 
sia por  la  puerta  de  la  casa  cural,  la  plaza  llena  de  cam- 
pesinos endomingados  presentaba  un  abigarrado  espec- 
táculo. Ante  la  mesa  de  la  señorita  Cornelia  el  cura  joven 
tuvo  que  pasar  por  el  trance  de  engullir  un  tamal  y  tres 
empanadas  que  chorreaban  sebo.  En  la  de  la  alcaldesa  y 
el  señorío  del  pueblo  tuvo  que  beber  a  pico  de  botella, 
y  alternativamente,  una  cerveza  dulce  y  otra  amarga, 
con  lo  cual  quedó  estragado  para  el  resto  del  día. 

—  iComo  siempre,  los  rojos  brillan  por  su  ausencia! 
— dijo  el  párroco  viejo  en  un  corrillo  de  notables  a  quie- 
nes les  había  presentado  a  su  joven  colega. 

— Pero  ahí  andan  con  el  cuento  de  que  los  bandidos 
que  su  reverencia  trajo  esta  mañana  van  a  matar  a  los 
guardias  — dijo  un  señor  de  rostro  desabrido,  porque  no 
tenía  ningún  puesto  en  la  administración  pública. 

— ¡Cómo  así!  Tengo  sesenta  hombres  de  policía,  bien 
armados  y  abastecidos,  y  los  presos  a  quienes  encerré  en 
la  cárcel  son  cuatro  apenas .  . .  — exclamó  de  mal  humor 
el  que  parecía  ser  el  alcalde. 

— Digo  que  andan  con  el  cuento... 

— Además,  con  el  señor  sargento  que  comanda  la 
guarnición,  no  hay  Cristo  que  valga.  Para  poner  a  raya 


m 


a  los  bandidos  y  a  los  rojos  del  Pío  Quinto  Flechas,  les 
aplicó  la  ley  de  fuga  a  cuatro  presos  que  cogió  en  el  pá- 
ramo, y  los  colgó  en  una  picota  a  la  entrada  del  pueblo. 
¿No  los  vió  su  reverencia? 

— El  escarmiento  ya  era  largo...  — dijo  el  cura  viejo. 

— Comenzaban  a  oler  a  diablos. . . 

— Los  hice  enterrar  esta  mañana,  para  que  no  enve- 
nenaran el  pueblo  — agregó  el  cura. 

— Su  reverencia  — dijo  el  alcalde  al  joven  párroco — 
tal  vez  nos  pudiera  informar  sobre  lo  que  ha  pasado  con 
ese  horrendo  crimen  político  que  cometieron  los  rojos  en 
el  pueblo  de  arriba...  Ciertamente  allá  no  queda  ni  un 
rojo,  a  Dios  gracias,  pero  la  situación  aquí  es  intolerable. 
¡Tenemos  toda  la  morralla  liberal  que  había  en  el  pueblo, 
y  ahora  nos  llegan  los  exilados  de  arriba! 

El  cura  joven  saludó  con  alborozo  la  llegada  de  una 
señorita  que  dijo,  con  muchos  dengues  y  remilgues  : 

— Si  los  señores  siguen  arrinconados  hablando  de  po- 
lítica, se  van  a  perder  la  rifa  de  la  oveja,  que  ya  va  a 
empezar. . . 

Aprovechando  la  pequeña  confusión  producida  en  el 
grupo  por  aquellas  solícitas  palabras,  se  dirigió  al  con- 
vento de  las  monjas,  que  se  levantaba  en  las  afueras  del 
pueblo,  y  era  una  casona  amplia  de  gran  patio  claustreado, 
rodeada  de  un  huerto  tranquilo  y  campos  de  sembradura. 
Tenia  un  doble  propósito  :  contratar  la  fabricación  de 
los  ornamentos  que  se  había  llevado  del  pueblo  de  arriba 
la  señorita  Cornelia,  y  ver  cómo  andaba  la  instalación 
de  María  Encarna.  Aquella  mañana  le  había  conseguido 
alojamiento,  y  las  monjitas  le  habían  ofrecido  unas  becas 
para  los  niños  de  la  pobre  viuda.  Esta  dejó  a  sus  crios 
en  las  solícitas  manos  de  las  monjas  y  se  fue  a  casa  de 
don  Pío  Quinto  Flechas,  jefe  liberal  en  el  destierro,  tío 
carnal  del  Anacleto,  cuñado  de  don  Roque  Piragua  y 
hombre  muy  rico,  ahora  en  aulagas. 

Al  pasar  por  una  esquina  de  la  plaza,  vio  el  buen 
cura  que  en  medio  de  un  denso  grupo  de  campesinos  que 
rodeaban  la  mesa  de  la  ruleta,  el  Caricortao  vociferaba 
completamente  borracho. 

— ¡Es  increíble  de  dónde  pudo  sacar  este  indio  tanto 
dinero!  — le  dijo  una  de  las  mujercitas  de  los  presos  que 
andaba  rondando  por  allí,  en  busca  del  mercado — .  ¡Ha 
perdido  en  esa  mesa  más  de  cincuenta  pesos!  ¡Figúrese 
sumercé!  ¡Y  las  cosas  que  está  diciendo.  Virgen  Santísima! 


112 


El  cura  acarició  la  cabeza  del  niño  que  cargaba  la 
pobre  mujer  en  brazos,  y  se  dirigió  con  paso  rápido  a  la 
cárcel  municipal  antes  de  pasar  al  convento.  De  la  cárcel 
fue  a  la  alcaldía,  que  estaba  a  dos  pasos,  a  comunicarse 
telefónicamente  con  el  gobernador,  a  quien  había  citado 
aquella  mañana.  Cumplidas  estas  diligencias  importan- 
tes, que  en  un  principio  creyó  posible  hacer  conjunta- 
mente con  el  cura  viejo,  se  encaminó  al  convento.  El  aire 
tibio  y  suave  de  aquel  pueblo,  situado  varios  centenares 
de  metros  por  debajo  del  nivel  del  pueblo  de  arriba,  le 
reanimaba  el  cuerpo  y  el  alma.  Se  sentía  tranquilo  y 
optimista,  aunque  tenía  la  convicción  de  que  no  habría 
manera  de  entenderse  con  el  cura  viejo,  ni  sacar  ningún 
partido  de  su  experiencia,  ni  interesarlo  en  la  cruzada 
que  él  tenía  pensado  emprender  cuando  llegó  a  la  pro- 
vincia. 

Estaba  a  las  puertas  mismas  del  convento  de  las  mon- 
jas. El  jardín,  que  se  veía  al  través  de  una  talanquera, 
embalsamaba  con  los  aromas  del  poleo,  la  ruda,  el  tomi- 
llo, la  mejorana  y  unos  jazmineros  que  allí  se  cultivaban 
para  adornar  el  altar.  Pasaban  por  la  calleja,  que  ya  de- 
jaba de  serlo  para  convertirse  en  camino  real,  grufjos  de 
campesinos  que  venían  al  mercado,  arreando  sus  recuas 
cargadas  de  yucas  y  ollas  de  barro.  El  camino  estaba  bor- 
deado de  zarzamoras  y  cercas  de  piedra  que  protegían 
huertos  y  maizales.  Los  campesinos  saludaban  al  /tura  con 
humilde  respeto.  A  la  sazón  los  niños  del  orfelinato  de 
las  monjas  salían  en  formación,  y  desbarajustando  la 
fila  lo  rodearon  para  pedirle  estampas.  La  maestra  los 
increpó  con  dureza,  pero  él  sintió  que  una  tibia  onda  de 
ternura  le  humedecía  los  ojos  : 

"Dejad  que  vengan  a  mí  los  niños,  y  no  se  lo  estor- 
béis, porque  de  los  que  se  asemejan  a  ellos  es  el  Reino 
de  Dios". 

Belencíta  era  una  muchacha  muy  joven,  de  ojos  ne- 
gros y  pequeñitos,  y  nariz  arremangada  como  la  de  su 
madre  a  la  cual  se  parecía  como  un  huevo  de  gallina  a 
un  huevo  de  gansa.  Presentaba  un  extraño  contraste  su 
rostro  aniñado,  de  facciones  pequeñas  y  agradables,  con 
la  precoz  feminidad  que  resaltaba  en  su  cuerpo.  Se  veía 
que  era  ingenua,  y  en  oyéndola  hablar  se  comprendía  que 
era  ignorante.  Adolecía  de  todos  los  defectos  que  la  edu- 
cación pueblerina  suele  depositar  no  sólo  en  el  alma  sino 

113 


en  el  cuerpo  de  las  provincianas.  Reía  sin  motivo,  con  una 
absurda  mezcla  de  pudor  y  de  tontería.  Caminaba  con  la 
desenvoltura  indecente  de  las  mujeres  que  había  visto  en 
el  cine  y  vestía  con  el  mal  gusto  propio  de  las  señoritas 
de  pueblo.  Su  actitud  ante  los  hombres  era  una  mezcla 
de  sentimientos  encontrados  que  se  manifestaban  en  ade- 
manes rebuscados  y  actitudes  ridiculas  ;  porque  Belencita 
creía  que  todos  los  hombres  son  demonios  vestidos  de 
pantalones  ;  como  lectora  asidua  de  novelones  cursis,  pen- 
saba que  todos  deseaban  casarse  con  ella  ;  y  como  hija 
de  la  señora  Ursulita  era  rebelde  por  temperamento,  lo 
que  no  quitaba  que  fuera,  como  hija  del  notario,  hipó- 
crita por  naturaleza. 

Hablaba  con  el  rebuscamiento  propio  de  los  diputa- 
dos del  departamento,  aunque  a  veces  se  le  escaparan 
locuciones  de  chofer  de  bus.  En  esta  edad  esencialmente 
mecánica,  al  intelectual  representado  por  el  inspector  de 
normales  del  ministerio  de  educación,  Belencita  prefería 
el  hombre-máquina  que  es  el  chofer  de  camión.  Su  má- 
xima aspiración  en  este  mundo  consistía  en  casarse  con 
alguien,  su  máximo  temor  era  quedarse  soltera,  su  última 
concesión  ser  profesora  de  normal  de  señoritas.  Admira 
que,  ebn  todo  y  ser  así,  Belencita  pasara  por  ser  una  de 
las  muchachas  más  seductoras  de  toda  la  provincia  ;  y 
vivía  muy  contenta  de  sí,  pues  se  creía  el  centro  del 
mundo  ya  que  desde  el  punto  de  vista  sentimental  y  eró- 
tico era  el  ombligo  del  pueblo. 

Las  buenas  monjitas  toleraban  su  inconciencia  pero 
se  desesperaban  con  su  coquetería.  Querían  devolverla 
cuanto  antes  a  sus  padres,  mayormente  ahora,  cuando 
nacida  la  criatura  de  su  ligereza  (ellas  no  se  atrevían  a 
calificarla  de  pecado)  y  depositada  en  brazos  de  una  no- 
driza de  los  alrededores,  Belencita  se  consideraba  nueva- 
mente soltera  y  en  celo,  como  esas  gatas  qué  hay  que 
esconder  en  el  cuarto  del  carbón  para  que  no  giman  y 
maullen  toda  la  noche  en  el  tejado. 

Durante  todo  el  tiempo  en  que  "aquello"  maduraba, 
había  permanecido  muy  seria  y  juiciosa,  encerrada  en  un 
cuarto  del  hospital,  sin  dejarse  ver  de  nadie.  Lo  que  las 
monjitas  tomaban  por  vergüenza,  eran  sólo  náuseas,  y 
su  arrepentimiento  no  era  sino  temor  de  haberse  puesto 
demasiado  fea.  "Aquello"  maduró  al  fin  y  se  cayó  de  la 
mata,  y  todo  se  cumpUó  sin  el  menor  tropiezo  porque  Be- 
lencita, como  las  muchachas  del  páramo  que  son  fuertes 
y  sufridas  como  cabras,  ni  siquiera  requirió  la  interven- 


114 


ción  del  médico.  Bastó  la  de  una  portera  del  convento, 
que  conocía  muy  bien  el  oficio  por  haber  sido  madre  más 
de  cinco  o  seis  veces.  Una  vez  que  "aquello"  pasó  y  se 
lo  llevaron  para  el  campo,  Belencita  quiso  presentarse  en 
la  sociedad  del  pueblo.  No  hubo  manera  de  convencerla 
de  que  no  se  disfrazara  con  alas  de  papel  plateado,  corona 
de  rosas  y  una  palma  en  la  mano,  en  el  cuadro  alegórico 
que  presentó  el  colegio  el  día  de  la  Concepción  y  que  se 
llamaba  "El  Triunfo  de  la  Castidad". 

La  reverenda,  casi  con  lágrimas  en  los  ojos,  le  rñani- 
festó  al  sacerdote  que  Belencita  era  el  diablo,  y  le  rogó 
por  Dios  que  se  la  llevase  inmediatamente  para  el  otro 
pueblo,  donde  lo  mejor  que  podía  hacer  con  ella  sería 
casarla,  para  evitar  nuevos  percances. 

— ¿La  señora  Ursulita  y  el  señor  notario  no  le  dijeron 
una  palabra  de  esto  a  su  reverencia? 

— Ni  una  palabra. 

— ¿Su  reverencia  no  sabía  nada? 

— No  he  tenido  tiempo  de  enterarme.  Llegué  apenas 
el  jueves^  por  la  noche  al  pueblo  de  arriba,  el  viernes  ase- 
sinaron á  don  Roque,  el  sábado  por  la  noche  me  vine  para 
este  pueblo  acompañando  a  los  presos,  y  llegué  aquí  hoy 
a  la  madi'ugada. 

—¿Su  reverencia  quiere  que  le  llame  a  Belencita? 
Y  ésta  entró  corriendo  al  locutorio,  con  vestido  de 
raso,  medias  tobilleras  y  zapatos  de  tacón  bajo.  A  las  pri- 
meras palabras  manifestó  al  cura  que  se  iría  con  él  aque- 
lla misma  tarde,  pues  estaba  aburrida  en  el  convento. 
Aquél,  al  verla,  enrojeció  como  una  colegiala  cogida  en 
falta  y  no  se  atrevía  a  mirarla  a  los  ojos.  Desde  muy  niño 
le  inspiró  un  secreto  horror  la  mujer  joven,  porque  la 
vieja  deja  de  serlo  y  acaba  convirtiéndose  en  un  ser  ase- 
xual, sin  el  menor  atractivo  para  los  hombres  en  funcio- 
nes. Las  carnes  suaves  y  turgentes,  el  cabello  sedoso  y 
abundante,  el  metal  fino  de  la  voz,  todo  eso  hería  pro- 
fundamente los  sentidos  del  sacerdote,  removiendo  se- 
cretas fibras  de  su  espíritu  que  él  creía  inmune  a  las  ten- 
taciones de  la  carne.  Veía  en  la  mujer  a  un  ser  abierto 
a  la  tentación,  cerno  una  flor  o  una  boca,  y  aunque  lu- 
chara tenazmente  por  libertarse  de  tan  perturbadora  ima- 
gen, lo  cierto  era  que  al  tenerla  delante  de  sí  le  parecía 
verla  desnuda.  La  ondulación  de  las  faldas  y  la  turgencia 
de  la  blusa,  en  vez  de  recatar  con  modestia  revelaban  con 
impudor  lo  que  pretendían  ocultar.  El  solo  contacto  de 
unas  manos  femeninas  le  sacudía  con  una  descarga  eléc- 


115 


trica  y  le  costaba  después  mucho  tiempo  de  oración  y  de 
lectura  libertarse  del  perfume  vago  y  tenaz  que  se  había 
pegado  a  las  suyas. 

— ¿Cómo  me  encuentra  su  reverencia?  Todo  el  mundo 
me  dice  que  me  parezco  mucho  a  mamá,  cuando  ella  te- 
nia mi  misma  edad  ;  sólo  que  tengo  mucho  mejor  cuerpo, 
porque  ella  siempre  ha  sido  muy  gruesa.  También  es 
cierto  que  las  mujeres  de  su  tiempo,  tan  atrasadas,  no 
hacían  ejercicio  ni  seguían  un  régimen  para  adelgazar... 

—  ¡Lo  mejor  es  que  su  reverencia  se  la  lleve!  — dijo 
la  reverenda  madre  para  terminar  pronto  con  aquella 
escena,  que  la  tenía  en  ascuas. 

— Ya  tengo  todo  listo  — dijo  Belencita — ,  y  sólo  me 
falta  conseguir  unos  pantalones  y  unos  zamarros,  porque 
a  mí  me  gusta  montar  como  hombre. 

—  ¡Jesús,  niña! 

— Así  que  cuando  su  reverencia  quiera,  nos  marcha- 
mos. La  María  Encarna  me  contó  lo  sucedido  allá  arriba, 
y  estoy  muy  preocupada...  La  muerte  de  ese  viejo  don 
Roque...  ¡Bah!  Fue  un  buen  muerto,  que  hasta  después 
de  serlo  dio  candela  en  el  pueblo...  ¡Qué  hombres! 

— ¡Por  Dios,  niña! 

— Además  corren  muchos  cuentos  por  el  pueblo.  Aca- 
ba de  decirme  la  María  Encarna  que  hay  noticias  muy 
alarmantes.  No  sé  qué  estamos  haciendo  aquí,  señor  cura, 
cuando  la  policía  acaba  de  salir  para  dar  una  batida  en  el 
páramo.  Seguirá  al  pueblo  de  arriba,  a  protegernos  de 
los  bandidos  del  Llano  Redondo.  . . 

— ¿Cómo?  ¿Cómo  dice?  — exclamó  el  cura. 

— Digo  que  acaban  de  salir  diez  hombres  armados,  al 
mando  de  un  sargento,  el  sargento  Landínez,  reverenda 
madre.  . . 

— ¿Para  el  pueblo  de  arriba? 

— Para  allá  mismo.  Y  hay  mucha  agitación  en  la  plaza, 
y  se  suspendió  el  bazar,  y  el  alcalde  lanzó  un  edicto, 
y  no  habrá  fuegos  artificíales  esta  noche  ni  habrá  baile 
en  la  alcaldía. 

— ¿De  veras? 

— Llegaron  los  periódicos  y  cuentan  que  estamos  poco 
más  o  menos  en  guerra  civil.  Que  nos  van  atacar  los 
bandidos  de  Llano  Redondo  ;  que  a  don  Roque  lo  asesi- 
naron los  liberales,  más  otras  cuantas  cosas  que  no  re- 
cuerdo... Por  ahí  tengo  el  periódico  por  si  su  reverencia 
quiere  verlo.  De  manera  que  si  no  queremos  quedarnos 
aquí  bloqueados,  tratemos  de  alcanzar  el  destacamento  de 


116 


los  guardias  para  que  nos  protejan  en  el  páramo.  ¡Debe- 
mos irnos  pronto! 

— ¡Eso  mismo  creo  yo!  — dijo  la  reverenda  madre  con 
el  rostro  descompuesto  por  el  miedo — .  ¡Qué  tiempos,  se- 
ñor cura,  qué  tiempos! 

—  ¡Vamos,  vamos  pronto!  Mientras  la  señorita  Belén 
prepara  sus  maletas,  voy  a  despedirme  de  María  Encarna 
y  de  los  niños.  Se  los  recomiendo  mucho,  madre  ;  y  a  esa 
pobre  mujer  téngala  aquí  su  reverencia  mientras  encuen- 
tra algún  trabajo  en  el  pueblo.  Aquí  tiene  veinte  pesos 
para  sus  gastos.  Acéptelos  en  nombre  de  Dios,  madre,  y 
que  El  nos  proteja. 


117 


I 


CAPITULO  VII 


EL  DOMINGO  POR  LA  TARDE 


DELENCITA  abría  la  marcha,  montada  a  horcajadas  en 
una  muía  de  las  aue  habían  servido  aquella  madrugada 
para  cargar  a  las  niñas  de  María  Encarna.  De  tiempo  en 
tiempo  volvía  el  rostro,  redondo  y  arrebolado  por  el  so- 
foro,  envuelto  en  una  pañoleta  amarilla,  para  mirar  al 
señor  cura.  Este  seguía  triste  y  cabizbajo,  sumido  Dios 
sabe  en  qué  pensamientos.  Dos  cuerpos  más  atrás,  mon- 
tado de  través  en  la  enjalma,  bamboleándose  y  hablando 
solo,  venía  el  Caricortao.  Los  dos  guardias  del  munici- 
pio de  arriba,  habían  salido  un  poco  antes,  con  el  desta- 
camento. 

— No  se  puede  tener  de  la  borrachera.    ¡Es  un  indio 

chismoso! 
—¿Cómo? 

—  ; Chismoso  y  borracho! 

— Perdone,  no  la  había  oído. 

— ¡Como  su  reverencia  vive  en  las  nubes! 

— ¿En  dónde? 

—  ;En  las  nubes! ...  y  así  con  los  zamarros,  y  la  ruana 
terciada  al  hombro,  y  el  sombrero  de  jipa,  su  reverencia 
se  ve  muy  bien,  pero  muy  bien.  . . 

— ¿Faltará  mucho  trecho  para  llegar  al  páramo?  — dijo 
éste  con  fastidio. 

— ¿Cómo  dice?  Sí,  todavía  falta  un  rato. .  . 

El  camino  se  angostaba,  se  perfilaba,  se  empinaba,  se 
erguía  como  una  serpiente  que  reptara  por  las  faldas  de 
la  montaña.  Por  atender  a  que  la  muía  no  se  reclinara 
contra  las  salientes  de  la  roca  rompiéndole  de  paso  las 
piernas  al  jinete,  éste  no  conversaba.  El  aire  tibio  y  es- 
peso de  las  tierras  bajas  ascendía  en  oleadas  perezosas, 
perfumadas  por  el  aliento  de  los  trapiches.  En  un  repe- 
cho del  camino  Belencita  detuvo  a  su  muía  de  un  fuerte 
tiren  de  riendas  y  le  rogó  al  cura  que  le  subiera  dos  pun- 


118 


tos  las  aciones  de  los  estribos,  porque  venía  con  las  pier- 
nas demasiado  estiradas. 

— ¿No  sabe  su  reverencia  lo  que  contaba  en  el  pueblo 
el  Caricortao? .  .  .  Decía  que  de  ahora  en  adelante,  no 
habría  más  humillaciones  ni  trabajos,  porque  con  una 
plata  que  le  había  caído  del  cielo  pondría  una  tienda  en 
el  camino,  donde  tuvo  la  suya  la  María  Encarna,  en  una 
casa  que  era  del  Anacarsis.  Y  allí  se  iría  a  vivir  con  la 
pobre  boba,  a  quien  diz  que  su  reverencia  había  echado 
de  la  casa  cural.  Decía  que  a  él  no  tardaría  también  en 
tirarlo  a  la  calle,  porque  su  reverencia  odiaba  todo  lo  que 
tuviera  que  ver  con  el  señor  cura  viejo...  Yo  no  sé  si 
esto  que  le  cuento  sea  cierto  o  no,  pero  a  mí  tampoco  me 
gusta  el  cura  viejo.  . .  ¡Habla  mucho!.  . .  No  dan  ganas  de 
confesar  con  él. . .  ¡En  cambio,  a  su  reverencia  sí  que  voy 
a  contarle  cosas! 

Mientras  arreglaba  la  ación  del  estribo,  al  cura  lo 
atraía  y  lo  repelía,  lo  fascinaba  y  lo  llenaba  de  repugnan- 
cia al  mism.o  tiempo,  aquel  tibio  olor  que  despedía  el 
cuero  mojado  de  los  aperos,  el  pellejo  sudado  de  la  mu- 
la,  y  los  zamarros  de  Belencita,  que  por  ser  muy  cortos, 
dejaban  al  descubierto  los  tobillos  desnudos  y  el  em.peine 
de  los  pies,  calzados  de  zapatillas. 

—  ¡La  María  Encarna  llegó  indignada  a  contarme  lo 
que  decía  ese  hombre!  Que  su  reverencia  no  haría  huesos 
viejos  en  el  pueblo  de  arriba  por  andar  de  parte  de  los 
liberales.  . .  Que  había  querido  darle  una  muenda  al  Ana- 
carsis, en  la  Alcaldía,  y  que  soltó  al  Anacleto  para  que  se 
reuniera  con  los  bandidos  de  Llano  Redondo.  ¡Mentiras 
han  de  ser!  — dije  yo.  .  . —  ¿No  ve  su  reverencia  ese  par- 
che rojo  allá  arriba,  entre  unos  árboles?  ¡Pues  allá  viven 
los  bandidos!  Ese  es  Llano  Redondo.  ¿Si  alcanza  a  ver  su 
reverencia  el  destacamento  de  los  guardias?  Allá  van,  el 
uno  en  pos  del  otro,  con  el  fusil  en  bandolera.  No  tarda- 
remos mucho  en  alcanzarlos... 

Se  columbraban  claros  y  diminutos,  en  la  atmósfera 
transparente.  Un  poco  más,  y  se  hundirían  en  esa  pesada 
montera  de  lana  sucia  que  coronaba  la  montaña,  donde 
comienza  la  región  aérea  y  melancólica  del  páramo. 

— No  le  he  contado  lo  más  im.portante  a  su  reveren- 
cia. Me  dijo  la  María  Encarna  que  no  había  logrado  en- 
contrar en  su  casa  del  pueblo  a  don  Pío  Quinto  Flechas. 
Cuando  ya  estaba  cansada  de  golpear  a  la  puerta,  se  en- 
treabrió una  ventana  del  segundo  piso  y  asomó  la  cara 
un  indio  feroz,  uno  de  esos  indios  que  él  lleva  siempre  de 
guardaespaldas ...  En  viendo  a  la  María  Encarna  le  pre- 


119 


guntó  si  era  cierto  que  los  godos  de  arriba,  encabezados 
por  su  reverencia,  vendrian  esta  noche  a  sacar  al  Ana- 
cleto  de  la  cárcel  para  fusilarlo  en  la  plaza...  Dijo  el 
indio  que  de  los  curas  no  se  podia  esperar  nada.  . .  ¡Cómo! 
— le  dijo  ella — .  ¿Y  eso  quién  ha  venido  con  esos  cuentos? 
Por  ahi  lo  dicen.  La  María  Encarna  le  explicó  entonces 
que  si  no  hubiera  sido  por  su  reverencia,  el  Anacleto  no 
estaría  contando  el  cuento,  y  a  los  tres  vivientes  de  Agua 
Bonita  los  tendrían  alimentando  cuervos  en  algún  ba- 
rranco. 

El  cura  ya  no  prestó  atención  a  estas  últimas  pala- 
bras. Le  producía  una  extraña  impresión  el  contraste  que 
presentaba  el  imponente  mar  de  sierras  y  montañas,  ilu- 
minado violentamente  por  el  sol  que  caía  de  plano  en  las 
crestas  más  bajas,  y  que  se  coronaba  allá  arriba  con  los 
harapos  grises  y  sucios  de  informes  nubarrones.  La  som- 
bra, el  frío,  la  tristeza,  la  soledad,  vegetaban  en  lo  alto, 
junto  con  los  yerbajos  duros,  los  frailejones  melancólicos 
y  los  hirsutos  jarales.  En  cambio,  a  medida  que  sus  mira- 
das descendían  cuesta  abajo,  acariciando  el  seno  redondo 
de  alguna  loma  o  el  vientre  oscuro  y  tibio  del  valle,  des- 
cubría que  la  luz,  el  calor,  el  follaje  verde  y  espeso,  el 
agua  que  corre  entre  los  cañaverales  de  un  color  de  miel  : 
todo  eso,  con  la  fragancia  de  la  tierra  que  embalsama  el 
aire,  se  encuentra  abajo.  ¿Por  qué  suponemos  que  lo  me- 
jor en  este  mundo  esté  arriba  y  no  abajo,  en  lo  alto  y  no 
en  lo  más  profundo  de  la  naturaleza?  Mi  frente,  como  el 
páramo,  está  embarazada  de  brumas  que  no  dejan  filtrar 
la  luz  ;  y  en  cambio  mi  corazón  es  tibio,  y  sensible,  y 
claro  como  ese  valle  que  se  acuesta  a  la  orilla  del  río.  No 
es  arriba,  pues,  sino  abajo  ;  no  es  afuera,  sino  dentro  de 
mí  ;  no  es  en  mi  mente  sino  en  mi  corazón,  como  no  es  en 
el  páramo  sino  en  el  valle,  donde  se  encuentra  lo  mejor 
de  la  vida.  Y  sin  embargo... 

— Apenas  supo  el  Pío  Quinto  que  habían  traído  preso 
a  su  sobrino,  a  quien  quiere  más  que  a  sus  propios  hijos... 
¡Y  es  simpático  el  hombre  ese!  Digo,  el  Anacleto.  . .  ¡Tiene 
unos  ojos!...  Apenas  supo  que  lo  tenían  en  la  cárcel, 
donde  ya  debieron  darle  su  baño  de  agua  helada  y  su 
paliza  en  ayunas. . . 

—¿Cómo? 

—  ¡Eso  es  lo  que  hacen  con  los  presos...  políticos!  ¿Su 
reverencia  no  lo  sabía? 
— No  lo  imaginaba. 

— Pero  qué  quiere  su  reverencia,  ¿qué  nos  dejemos 
tragar  vivos? . . .  Fue  saber  el  Pío  Quinto  que  habían 


120 


traído  al  Anacleto,  como  le  decía,  y  se  echó  al  monte  a 
preparar  el  ataque,  porque  él  es  el  jefe  de  los  bandidos.  El 
periódico  que  le  mostré  a  su  reverencia  lo  dice,  y  cuando 
lo  dice  será  porque  lo  sabe.  Los  periódicos  de  la  ciudad 
saben  más  de  lo  que  uno  piensa  en  los  pueblos.  ¿Lo  dice 
el  periódico?  Pues  así  será... 

— ¡Dios  mío,  Dios  mío!  ¿A  dónde  iremos  a  parar? 

— ¿Su  reverencia  no  sabe  que  yo  disparo  muy  bien?  . 
Algún  día  me  verá...  Don  Roque  me  enseñó  a  manejar 
las  armas  en  Agua  Bonita.  . .  El  viejo  era  un  gran  tirador 
y  podía  descogotar  una  botella  a  cincuenta  pasos  de  dis- 
tancia ...  La  primera  vez  que  disparé,  me  brincaba  el  co- 
razón como  si  me  fueran  a  matar  y  tenía  un  miedo  ho- 
rrible. ¿Su  reverencia  no  ha  disparado  nunca? 

— Nunca. 

— Pues  me  temo  que  le  va  a  hacer  falta.  . .  Y  le  con- 
taba a  su  reverencia  que  cuando  tumbé  una  botella  con 
la  pistola  de  don  Roque,  el  viejo,  que  me  miraba  con  mi 
padre  desde  el  corredor  de  Agua  Bonita,  me  gritó  entu- 
siasmado :  "¡Bravo!  Vas  a  ser  una  doña  Bárbara!"  Mire 
su  reverencia  esta  pistola  tan  linda  que  llevo  aquí,  en  el 
bolsillo  de  los  zamarros...  Me  la  regaló  don  Roque.  ¡Mí- 
rela, no  le  dé  miedo:  está  descargada! 

Ambos  picaron  los  talones  a  las  muías.  El  Caricor- 
tao.  que  se  había  dormido  encima  de  la  suya,  al  echar 
ésta  a  andar  se  despertó  y  comenzó  a  refunfuñar.  A  me- 
dida que  subían  por  el  camino  del  páramo,  el  cielo  se 
oscurecía  y  se  aborrascaba.  Pesados  nubarrones  se  arras- 
traban por  las  quebradas  de  la  montaña.  Toda  mancha 
de  azul  habia  desaparecido  en  lo  alto.  Jirones  de  niebla 
helada  barrían  el  camino,  envolviendo  a  los  viajeros  en 
una  gasa.  La  llovizna,  tan  fina  que  parecía  cernida  por 
uno  de  esos  pulverizadores  que  usan  los  peluqueros  de 
pueblo,  comenzó  a  batir  de  frente.  Belencita,  arrebujada 
en  su  ruana,  se  había  cansado  de  hablar  y  se  entregaba 
ahora  a  rumiar  quién  sabe  qué  recuerdos  y  pensamientos 
amables,  que  le  iluminaban  el  rostro  con  una  dulce  son- 
risa. Las  muías  chapoteaban  en  los  charcos.  El  sacristán 
daba  voces  de  vez  en  cuando,  para  alentar  a  su  cabalga- 
dura, muy  cansada.  Y  el  cura,  cejijunto,  mordiéndose  los 
labios,  meditaba. . . 

No  habían  recorrido  mucho  trecho,  silenciosos,  cuando 
sintieron  entre  la  oscuridad  de  la  niebla,  muy  cerrada 
aunque  no  fueran  ni  las  dos  de  la  tarde,  una  voz  que  les 
dio  el  alto.  El  cura  vio  delante  de  sí,  a  caballo  en  un 


121 


macho  corpulento,  a  un  guardia  arrebujado  en  una  man- 
ta. Era  joven,  fornido,  barbilampiño,  de  ojos  hendidos 
como  a  cuchillo  y  a  la  diagonal  al  pie  de  una  frente  baja 
y  escurridiza. 

—  ¡Soy  el  sargento  Landinez,  padre!  — dijo  haciendo 
un  saludo  militar. 

El  cura  le  tendió  la  mano;  el  sacristán  lo  miró  por 
debajo  del  jipa,  de  soslayo;  Belencita  se  arregló  apresu- 
radamente la  pañoleta  y  adoptó  una  postura  indolente,  de 
mujer  fatal  y  de  circunstancias.  El  sargento  explicó  que 
sus  hombres  rodeaban  a  Llano  Redondo,  donde  debería 
encontrarse  el  Pío  Quinto  fraguando  Dios  sabe  qué  dia- 
blura. Con  los  dos  guardias  del  pueblo  de  arriba,  el  sar- 
gento acompañaría  a  los  viajeros  hasta  la  boca  del  pá- 
ramo, en  el  Alto  de  la  Cruz.  Agregó  que  habían  derramado 
gasolina  para  pegarle  fuego  a  unos  maizales  que  rodea- 
ban dos  ranchos,  donde  probablemente  pasaban  la  noche 
los  bandidos,  o  por  lo  menos  les  cocinaban  sus  mujeres. . . 

— ¿Habría  niños  adentro? 

—  ¡Yo  qué  sé!  ¿Tú  sabes  si  las  mujeres  de  esos  mise- 
rables tendrán  niños,  Caricortao? 

— Tal  vez,  mi  amo. 

—  ¡Dios  mío!  — exclamó  el  cura — .  ¿Y  cómo  no  pensa- 
ron en  los  niños? 

— ¿En  los  niños?  — dijo  el  sargento — .  ¡Niños  cual- 
quiera los  hace!  Pero  sigamos,  sigamos  pronto.  Cuando  es-;- 
ternos  en  la  boca  del  páramo,  ya  no  habrá  peligro.  La 
meseta  es  muy  abierta  y  descampada,  y  los  bandidos  no 
tendrían  dónde  guarecerse  porque  se  nos  pondrían  a  tiro 
de  Mauser.  ¿El  señor  cura  va  armado? 

Belencita  se  apresuró  a  contestar: 

— Yo  llevo  esta  pistola,  mi  sargento,  y  para  que  lo  se- 
pa tengo  muy  buena  puntería...  ¿No  es  cierto,  Caricor- 
tao? ...  Tú  me  has  visto  romperle  el  cogote  a  una  bo- 
tella desde  una  distancia  de  cincuenta  pasos. .  . 

El  sargento  la  miró  con  curiosidad,  de  arriba  abajo, 
y  le  sonrio  con  picardía.  Ella  explicó: 

— El  señor  cura  no  lleva  armas.  .  . 

Cuando  echaron  otra  vez  a  andar,  a  pesar  de  que  el 
camino  era  muy  angosto  en  aquella  par  y  estaba  em- 
barazado por  grandes  piedras  rodadas,  Belencita  se  es- 
forzaba por  emparejar  su  muía  con  la  del  sargento.  No 
cesaba  de  preguntarle  sobre  su  vida  pasada,  sus  amigas 
del  pueblo  de  abajo  y  los  planes  que  pensaba  desarrollar 
en  el  páramo,  tan  desapacible  y  apartado  del  mundo, 


122 


do-ide  la  vida.  <=i"  un  amor  verdadero,  debería  ser  muy 
triste  Dará  un  valiente  oficial.  .  . 

— Suboficial  apenas,  señorita.  ' 
— Por  alguna  parte  se  empieza,  mi  sargento.  Si  yo 
fuera  hombre,  sería  militar.  . . 

— Pues  para  serle  franco,  señorita,  yo  estoy  harto  con 
estas  cosas.  El  uniforme  es  muy  incómodo  y  el  universal 
asienta  mucho.  Llevo  dos  años  de  1-a  ceca  a  la  meca,  sin 
cue  me  dejen  tranquilo  en  ninguna  parte.  Cuando  ya 
comienza  uno  a  encontrarle  gusto  a  un  pueblo,  y  consi- 
gue Dor  ahí  una  noviecita  que  lo  auiera.  pues  el  coman- 
dante lo  manda  para  otro  pueblo.  ¡Bah!  Esto  no  es  vida.  .  . 
Además  nos  están  debiendo  seis  meses  de  sueldo.  Apenas 
rre  par'uen.  pediré  la  baja.  Quiero  volver  a  la  costa. . . 
¿La  señorita  no  conoce  la  costa? 

— ¿Por  oué  me  dice  señorita,  mi  sargento?  Belencita 
me  dice  todo  el  mundo.  .  . 

El  cura  sólo  prestaba  atención  a  sus  dudas,  preocu- 
paciones y  presentimientos.  La  vida  le  parecía  más 
absurda  v  disoaratada  que  nunca,  los  hombres  más  ciegos 
a  la  '-«^-daápva  luz  sumergidos  hasta  el  cuello  en  sus  mi- 
serables pasiones.  Lo  mortificaba  casi  hasta  la  desespera- 
ción esa  curiosa  tendencia  que  tienen  los  hechos  y  las 
ideas  a  vol-'erse  meras  palabras  que  no  tardan  en  adqui- 
rir una  vida  pi'cpia  y  se  echan  a  volar  solas  y  por  su  pro- 
pia cuenta,  desfiguradas,  desconocidas,  irónicas,  versá- 
tiles. C?mbian  de  sentido  y  de  apariencia  como  las  imáge- 
nes de  las  pesadillas.  Sólo  una  palabra  es  clara,  transpa- 
rente, idéntica  a  sí  misma,  y  es  el  Evangelio.  Sin  em- 
bargo, al  pasar  por  la  garganta  de  los  hombres  se  tras- 
trueca, se  corrompe,  se  envenena,  se  desfigura.  ¿Habrá 
cosa  más  sencilla  y  evidente  que  el  "amad  a  Dios  sobre 
todas  las  cosas",  que  resonó  entre  truenos  en  la  cumbre 
del  Sinaí?  Era  la  palabra  que  ardió  en  la  zarza  de  Abra- 
ham  y  quemó  el  labio  de  Isaías.  Cuando  Moisés  descendió 
de  la  montaña,  anonadado  por  la  presencia  del  Señor,  en- 
contró que  en  el  valle  los  israelitas,  hartos  de  la  verdad, 
habían  levantado  un  becerro  de  oro  para  adorarlo.  El  hom- 
bre ama  inás  la  mentira  que  la.  verdad,  y  la  verdad  le 
repugna.  Pasaron  los  siglos  y  aquella  palabra  que  brotó 
como  una  fuente  de  aguas  vivas  en  la  roca  de  Oreb,  sa- 
ciando la  sed  de  quienes  comenzaban  a  dudar  de  la  gran- 
deza del  Padre:  aquella  palabra  que  no  tiene  sino  un  sen- 
tido, que  no  es  sino  una,  que  es  siempre  idéntica  a  sí  mis- 
ma, se  desfiguró  en  la  garganta  de  las  generaciones  y  se 
hizo  necesaria  la  encarnación  del  Verbo,  para  restaurarla. 


123 


La  palabra  se  hizo  carne  en  el  Cristo,  quien  para  puri- 
ficarla la  sumergió  en  el  agua  lustral  de  la  Redención  y  de 
la  Muerte  y  la  explicó  a  sus  discípulos  diciendo  esto  que 
sabía  de  memoria  el  buen  cura  : 

"Habéis  oído  que  fue  dicho  :  Amarás  a  tu  prójimo  y 
tendrás  odio  a  tu  enemigo.  Yo  os  digo  más  :  Amad  a  vues- 
tros enemigos,  haced  bien  a  los  que  os  aborrecen  y  orad 
por  los  que  os  persiguen  y  calumnian  ;  para  que  seáis 
dignos  hijos  de  vuestro  Padre  celestial,  el  cual  hace  nacer 
su  sol  sobre  buenos  y  malos  y  llover  sobre  justos  y  peca- 
dores. .  ." 

Los  hombres  seguían  sin  comprender  la  palabra  di- 
vina, empañándola  con  su  aliento  terrestre,  torciéndole  el 
sentido  con  su  malicia  pecadora,  desmenuzándola  con  su 
cinismo,  quebrándola  en  pedazos  con  rabia...  Aquel  cri- 
men horrendo,  ¿no  se  había  oscurecido  hasta  perder  todo 
significado?  ¿No  crecía  como  un  pedrusco  lanzado  al  abis- 
mo por  el  casco  de  una  cabra,  que  a  medida  que  rueda  y 
adquiere  velocidad  en  su  caída  arrastra  piedras  y  rocas 
y  montones  de  arena,  hasta  convertirse  en  un  alud  mortí- 
fero y  espantoso  que  aplasta  cuanto  topa  a  su  paso? 

En  el  páramo  se  le  cerraba  el  corazón  al  cura,  lo 
mismo  que  el  horizonte  entrapado  en  una  bruma  lechosa 
que  borraba  los  contornos  y  la  realidad  de  las  cosas.  Es- 
tas se  convertían  en  fantasmas:  los  frailejones  parecían 
ovejas,  las  zarzas  que  bordeaban  el  camino  en  ciertos  tre- 
chos, corrían  agazapadas  como  bandidos  que  persiguieran 
la  muerte.  Y  las  hirsutas  ramazones,  los  arbustos  raquí- 
ticos, las  peñas  húmedas  y  calvas,  todo  parecía  llorar  so- 
bre el  camino.  Al  menos  en  la  tierra,  pensaba,  las  tinie- 
blas quedan  en  lo  alto.  La  Vía  Crucis  sube  y  no  baja... 

Se  sobresaltó  y  sintió  que  el  corazón  se  le  paraba  de 
golpe.  El  estampido  de  un  disparo  había  estallado  súbi- 
tamente, rebotando  por  las  oquedades  del  páramo,  repe- 
tido por  las  rocas  y  los  precipicios.  Las  muías  se  encabri- 
taron, y  la  de  Belencita  se  paró  en  las  patas. 

—  ¡Es  un  disparo  de  Máuser!  — explicó  el  sargento. 

— ¿Está  asustada?  — preguntó  el  cura  a  Belencita, 
dispuesto  a  tranquilizarla... 

— ¡Bah!,  señor  cura...  A  mí  esta  música  no  me  es- 
panta. 

— Mejor  es  que  nos  desmontemos,  -aconsejó  el  sargento.- 
La  señorita  y  el  señor  cura  pueden  esperarme  detrás  de 
esta  roca,  cuidando  de  las  bestias.  Yo  seguiré  a  pie  con 
el  Caricortao,  para  apostarnos   en   la  boca   del  páramo 


124 


y  cubrir  la  retirada  del  camino.  Tome  este  revólver,  señor 
cura,  por  si  acaso.  . . 

— A  mi  pueden  matarme,  sargento...  ¡Yo  no  quiero 
matar  a  nadie! 

— Yo  me  defenderé  por  los  dos,  mi  sargento.  ¡Pierda 
cuidado!  — dijo  Belencita  echando  pie  a  tierra. 

En  aquel  momento  se  oyeron  algunos  gritos  que  in- 
dicaban que  la  pelea  se  desarrollaba  allí  cerca,  tras  la  fría 
y  espesa  cortina  que  ocultaba  la  boca  del  páramo.  A  ras- 
tras, el  sargento  y  el  Caricortao,  que  había  desenfun- 
dado su  machete,  no  tardaron  en  perderse  en  la  niebla .  . . 

Unas  campesinas,  con  los  crios  de  la  mano  y  sus  po- 
bres bártulos  al  hombro,  emergieron  entre  la  niebla  y  pa- 
saron al  pie  de  la  roca  a  cuyo  amparo  se  guarnecían  el 
cura  y  Belencita  con  las  bestias.  Las  campesinas,  presu- 
rosas y  desencajadas  por  el  terror,  no  fueron  capaces  de 
explicar  cosa  alguna.  Una  de  ellas  dijo  que  los  guardias 
se  habían  trabado  en  batalla  con  los  parameros  de  don 
Pío  Quinto.  Las  sementeras  de  maíz  y  los  rancheros  de 
la  gentecita  que  vive  por  allí  de  cuidar  ovejas,  ardían  en 
hogueras  que  dispersaba  el  viento.  Santiguándose,~-siguie- 
ron  camino  monte  abajo,  como  ovejas  asustadas,  hacia 
el  otro  pueblo. 

—  ¡Dios  las  lleve!  — masculló  el  cura — .  ¿Qué  tendrán 
que  ver  estas  desgraciadas  con  todo  esto? 

— No  hay  que  creerles  — manifestó  Belencita — .  Los 
bandidos  debían  estar  emboscados  en  el  páramo,  prepa- 
rando el  asalto.  ¿No  siente  su  reverencia  el  olor  de  las 
quemazones? 

El  viento,  que  había  cambiado  de  dirección,  traía  una 
racha  de  humo  tibio  y  sabroso,  perfumado  por  las  yerbas 
del  campo,  que  hacía  escocer  los  ojos. 

— Sigamos  — dijo   Belencita   empuñando   el  revólver. 

El  cura  tiró  del  cabestro  de  las  muías,  y  agachado, 
pegado  al  acantilado  que  flanqueaba  por  un  lado  el  ca- 
mino, se  deslizó  lentamente,  seguido  de  la  muchacha. 
¡Dios  nos  asista!  — imploraba  mentalmente,  no  por  un 
sentimiento  de  terror  que  ahora  no  lo  torturaba,  sino  con- 
movido en  lo  más  tierno  e  íntimo  de  su  ser,  al  borde  de 
aquel  abismo  de  incomprensión  y  ceguedad  a  que  habían 
rodado  sus  feligreses.  Lo  llenaba  de  angustia  su  impo- 
tencia para  sacarlos  de  allí,  y  ese  muro  frío  y  resbaloso 
de  la  estupidez,  contra  la  cual  pegaba  y  rebotaba  la  pala- 
bra divina  como  una  pelota  de  goma.  ¿Serán  todos  así? 
¿Serán  todos  ciegos  y  sordos  como  estos  hombres  del  pá- 
ramo? 


125 


Resbalaba  a  veces  en  algún  trayecto  gredoso,  y  el  sen- 
timiento de  su  pequeñez,  de  su  debilidad,  de  su  impóten- 
cia,  le  punzaba  el  espíritu.  Le  parecía  ser  un  cómplice  in- 
voluntario del  sargento,  de  su  guardia,  de  los  bandidos 
del  páramo,  de  Belencita  y  de  todo  el  mundo.  Todos  le 
consideraban  como  a  un  ser  al  margen  de  la  vida,  una 
especie  de  niño  grande  que  sabe  contar  bellas  historias 
en  el  pulpito  y  escuchar  con  paciencia  historias  feas  en 
el  cünlesonario.  Lo  miraban  como  a  un  ser  ae  distinta  es- 
pecie, perteneciente  a  un  género  neutro,  pues  la  vida  para 
el  era  distinta  de  como  la  consideraban  los  otros.  No  se 
interesaba  en  sus  afanes,  ni  en  las  armas  de  fuego  que 
tamo  les  placían,  ni  en  la  política  parroquial  que  los  apa- 
sionaba, ni  en  los  negocios  ajenos  que  les  quitaban  el 
sueno,  ni  en  las  mujeres.  No  sabia  hacer  lo  que  los  otros 
hacen,  ni  nablar  como  hablan  ellos,  los  cuales,  cuando  lo 
hacían  delante  de  el,  median  y  sopesaban  sus  palabras 
evitando  celosamente  desflorar  ciertos  temas,  tal  como  se 
hace  aelante  üe  los  niños.  ¿No  sería  capaz  nunca  de  ex- 
plicarles que  su  desinterés  por  las  cosas  humanas  era  el 
leverso  de  su  apasionamiento  por  las  almas?  Y  ellos  sólo 
se  aficionaban  a  las  cosas:  el  sargento  a  los  cadáveres, 
Belencita  a  ios  rasgos  de  un  rostro  varonil,  el  sacristán 
a  su  aguardiente...  ¡Si  aquella  gente  se  diera  cuenta  de 
que  los  bandidos  del  páramo  también  son  hombres  y 
no  solamente  blancos  para  fabricar  cadáveres!  Si  pensaran 
de  vez  en  cuando  que  la  muerte  es  como  un  abismo  sin 
fondo,  ¿no  sentirían  de  pronto  el  vértigo  de  sembrar  de 
muenos  el  lúguore  camino  del  páramo? 

Resbaló  otra  vez  y  se  apoyó  en  la  roca  para  no  caer  de 
bruces.  Las  manos  le  queoaion  sucias  y  húmedas  de  ba- 
rro. Durante  un  tiempo  que  le  pareció  interminable,  en 
medio  del  silencio  turbado  a  veces  por  disparos  cada  vez 
más  lejanos  y  débiles,  caminaron  el  cura  y  Belencita  con 
los  animales  de  cabestro.  Ella,  cansada  ya,  con  el  aliento 
corto,  al  llegar  a  la  boca  del  páramo  se  sentó  en  una 
piedra  y  se  aescalzo  los  zapatos. 

— Esperemos  aquí  im  momento;  ya  no  puedo  dar 
paso. . . 

Como  el  cura  se  encontraba  más  o  menos  en  el  mis- 
mo estado,  se  sentó  al  lado  cíe  ella.  Les  quitó  los  bocados 
a  las  rnulas  y  teniéndolas  solo  por  el  ronzal  que  les  col- 
gaba de  las  jáquimas,  las  dejó  ramonear  entre  los  hele- 
cnos  y  los  iiailejones,  donde  había  algunas  brochas  de 
paito  auro  y  amarillo.  El  viento,  que  seguía  soplando  con 
fuerza,  descargo  de  nubes  la  atmosfera  que  clareo  hasta 


126 


quedar  limpia  y  transparente.  Algunas  pinceladas  de  azul 
manchaban  el  cielo  gris  y  desvaído.  Aquel  paisaje  árido 
era  todavía  más  desapacible  cuando  se  aquietaba  la 
atmósfera  y  quedaba  en  los  huesos  y  las  vértebras  de  sus 
rocas.  Es  un  paisaje  muerto,  un  cadáver  de  paisaje  velado 
por  los  candelabros  de  los  frailejones  que  elevan  la  llama 
tiesa  y  amarilla  de  sus  estambres,  pensaba  el  cura.  Es 
un  paisaje  esquelético,  una  calavera,  un  calvero,  un  cal- 
vafio,  con  las  tibias  cruzadas  de  esas  serranías  que  son 
carroñas  de  cerros,  erizadas  a  veces,  como  los  mortecinos, 
de  una  brocha  de  esparto  que  lucha  eternamente  contra 
el  viento.  Es  la  muerte,  pensaba,  y  detrás  de  esta  muerte 
de  las  cosas  no  está  sino  el  silencio.  En  esta  cuenca  vacía 
de  la  tierra  no  queda  ni  el  recuerdo  de  la  luz  que  se  irisa 
y  se  refleja  en  la  pupila  de  un  lago  o  en  la  retina  de  una 
fuente.  Este  silencio  plano  y  sin  profundidad  m^e  aterra, 
como  si  aquí  la  tierra  estuviera  muriendo  continuamente 
y  su  cadáver  se  disolviera  en  una  niebla  densa  y  pega- 
josa. ¡Dios  mío,  Dios  mío!  ¿Por  qué  esta  soledad,  y  está 
desolación,  y  esta  muerte? 

De  la  vertiente  de  la  cordillera  que  rodaba  sobre  el 
pueblo  de  abajo  soplaban  ramalazos  de  humo  blanco  y 
tibio  que  al  menos  servían  para  embalsamar  su  pensa- 
miento, frío  y  árido,  como  la  mortecina  imagen  del  pára- 
mo que  tenía  ante  los  ojos. 

Sobre  la  cresta  de  una  loma  apareció  entonces  el  sar- 
gento, seguido  del  macilento  grupo  de  los  policías.  Estos 
venían  desplegados  en  fila  india,  con  el  fusil  en  bando- 
lera. Dos  p? rejas  cargaban  sendos  guandos,  porque  en  la 
refriega  habían  herido  al  cabo  que  era  muy  novato  según 
explicó  el  sargento.  Fue  herido  también  el  sacristán,  de 
un  machetazo  en  el  vientre,  cuando  luchaba  cuerpo  a 
cuerpo  con  el  peón  de  estribo  de  don  Pío  Quinto  Flechas, 
que  fue  quien  hirió  al  cabo.  El  sargento,  en  lengua  ruda 
y  escabrosa,  contó  que  habían  infligido  cuatro  bajas  a  los 
enemigos.  Terminaron  echándolos  del  monte  como  a  co- 
nejos, al  incendiar  sus  barbechos  y  sus  ranchos. 

— Don  Pío  Quinto  tendrá  para  unos  días  de  quedarse 
tranquilo  — dijo. 

—¿Y  los  heridos? 

— Los  nuestros,  ya  los  verá  su  reverencia.  El  cabo  tiene 
una  bala  incrustada  en  el  hombro,  pero  no  es  de  cuidado. 
La  herida  del  Caricortao  sí  es  grave  :  le  midieron  el 
aceite  con  un  machete  y  trae  las  tripas  colgando...  A  los 
heridos  de  los  rojos  los  rematé  yo  mismo.  Ahí  quedaron 
en  un  barranco,  para  alimentar  a  los  chulos.  . . 


127 


Los  guardias  pusieron  con  mucho  tiento  Iqs  guandos 
en  el  suelo.  Belencita  trajo  agua  en  una  cantimplora  del 
sargento^  para  dar  de  beber  a  los  heridos.  El  cabo,  casi  un 
niño,  se  mordía  los  labios  para  no  quejarse.  Estaba  muy 
pálido,  pero  no  presentaba  ningún  síntoma  alarmante 
cuando  el  cura  se  acercó  a  examinarlo  y  con  un  ademán 
lleno  de  ternura  le  acarició  la  frente.  El  sacristán,  con  los 
ojos  extraviados,  lanzaba  un  quejido  sordo  y  continuo.  Ni 
siquiera  pudo  pasar  un  sorbo  de  agua,  cuando  Belencita 
le  alcanzó  la  cantimplora. 

— Su  reverencia  ocúpese  del  sacristán  que  se  está  mu- 
riendo y  por  él  ya  no  podemos  hacer  nada.  Voy  por  más 
agua  para  el  cabo,  y  le  lavaré  la  herida.  ¿Alguno  de  los 
guardias  tiene  una  botella  de  aguardiente?  Mientras  lle- 
gamos al  pueblo  de  arriba,  lo  único  que  cabe  hacer  para 
aliviar  a  este  hombre  es  emborracharlo. 

El  cura  ordenó  a  los  guardias  que  retirasen  unos  cuan- 
tos pasos  de  allí  al  cabo,  porque  quería  confesar  al  sa- 
cristán, cuyo  aliento  corto  y  jadeante  y  las  facciones  per- 
filadas presagiaban  la  muerte  próxima.  Cuando  se  arrodi- 
lló al  pie  del  herido  y  le  tomó  entre  las  suyas  la  diestra 
fláccida  y  helada,  lo  mareó  el  olor  acre  de  las  entrañas 
violáceas,  envueltas  en  una  sangre  negra  y  viscosa,  que  se 
rebullía  como  enormes  gusanos  sobre  la  ruana. 

— ¿Me  ves?  ¿Me  oyes?  — preguntó  al  Caricortao, 
acariciándole  la  frente  húmeda  de  un  sudor  pegajoso. 

—  ¡No  lo  veo,  mi  amo!...  ¡Ayayay!...  ¡Me  mataron 
esos  rojos  bandidos! 

— Tienes  que  perdonarlos,  hijo,  porque  muy  pronto 
vas  a  morir  y  estarás  ante  la  presencia  de  Dios.  El  es 
infinitamente  misericordioso  para  perdonarnos,  pero  tam- 
bién es  infinitamente  justo  para  medir  y  pesar  nuestros 
pecados. . . 

El  sacristán  jadeaba.  Sus  ojos  volteaban,  descarriados 
y  turbios,  en  las  cuencas  amarillas. 

— Voy  a  confesarte.  Dime  lo  que  más  te  pesa  sobre 
la  conciencia.  Yo  voy  a  ayudarte.  ¿Has  robado  a  alguien? 

— Nnno . . . 

— ¿Vivías  con  alguien?  Quiero  decir  con  alguien  que 
no  fuera  tu  propia  mujer. 

El  sacristán  hizo  un  violento  esfuerzo  que  le  cubrió 
las  sienes  de  sudor,  y  entre  quejidos  y  jadeos,  explicó  « 
— Yo  vivía  con  la  boba.  .  .  desde  hace  muchos  años. . . 
Todos  me  odiaban...  y  sólo  ella  me  quería...  Cuando  yo 
acabe,  saque  sumercé  ciento  sesenta  pesos  que  llevo  aquí, 
en  la  cartera,  en  el  pecho. . .  y  se  los  entrega  a  la  boba. . . 


128 


Rece  sumercé  diez  misas  por  mi  alma...  Esos  guardias 
pueden  robarme  cuando  muera... 

El  cura  le  limpió  con  su  propio  pañuelo  el  rostro  ama- 
rillento, frío,  desfigurado,  brillante  de  sudor.  Había  ce- 
rrado los  ojos  y  la  cabeza,  sostenida  por  una  mano  del 
cura,  se  agitaba  pesadamente.  Una  oleada  de  sangre 
fresca  y  roja  le  inundó  las  entrañas. 

— Me  muero...   ¡Me  estoy  muriendo! 

Abriendo  desmesuradamente  los  ojos,  por  los  que  ya 
pasaban  como  las  nieblas  sobre  el  páramo  las  sombras 
de  la  muerte,  balbuceó  : 

—  ¡Yo  lo  maté,  señor  cura!  ¡Yo  maté  al  viejo  don  Ro- 
que! Fue  la  noche  de  su  llegada...  después  de  que  lo 
dejé  a  sumercé  en  la  casa  cural. . . 

Su  pecho  se  levantaba  y  se  abatía  con  violencia,  a 
intervalos  desiguales. 

— Entré  por  las  tapias  del  solar. . .  El  Anacleto  dor- 
mía en  el  mostrador...  Trepé  a  gatas  la  escalera...  Don 
Roque  roncaba,  bocarriba...  Y  le  di  unas  puñaladas... 
¡Ayayay!. . .  El  viejo  se  quejó  un  poco  y  cayó  de  la  cama 
al  suelo,  agarrado  a  la  sábana .  . .  Luego  tiré  el  puñal  en 
el  aljibe.  . .  ¡Ayayay! 

— ¿Por  qué  lo  mataste?  ¿Por  qué  no  dijisté  que  lo 
habías  matado?  ¿Por  qué  cometiste  esa  iniquidad? 

— Me  habían  dado  doscientos  pesos  para  que  lo  ma- 
tara... y  no  dijera  nada. 

— ¿Quién  te  los  dio?  ¡Contesta!  ¿Quién  te  los  dio? 
¿Quién,  quién? 

La  voz  del  moribundo  se  apagó  en  un  murmullo  ronco, 
indescifrable,  porque  había  comenzado  la  agonía.  En 
vano  el  cura,  desesperado,  trataba  de  reanimarlo  incorpo- 
rándolo un  poco.  Con  voz  dura  y  alterada  por  la  emoción, 
gritó  al  sargento  que  trajera  un  poco  de  agua.  Mientras 
éste  llegaba  absolvió  al  herido  y  empezó  a  rezar  en  voz 
alta  las  oraciones  de  los  agonizantes.  Había  levantado  los 
ojos  al  cielo  gris  y  oraba  con  un  fervor  tan  grande  que 
no  percibía  el  nauseabundo  olor  de  las  entrañas  del  he- 
rido, ni  escuchaba  su  ronco  jadear,  ni  soportaba  en  su 
mano  el  peso  de  aquella  cabeza  que  se  tronchaba  con  la 
muerte.  Pero  en  medio  de  aquellas  tribulaciones  su  alma 
se  empapaba  de  una  alegre  ternura.  Las  palabras  del 
moribundo  confirmaban  su  propia  intuición  y  las  protes- 
tas de  Anacleto,  cuando  juraba  y  perjuraba  que  era  ino- 
cente. ¿No  era  como  si  se  hubiera  abierto  una  brecha  en- 
tre las  brumas  y  los  vapores,  y  la  luz  de  una  estrella  y  de 


129 


una  esperanza  comenzara  a  parpadear  sobre  el  páramo? 
¡Dios  mío,  perdónalo! — ,  exclamó  con  voz  recia. 

Cuando  Belencita  llegó  con  la  cantimplora,  el  sacris- 
tán habia  muerto.  El  cura  sintió  un  extraño  alivio  al  reti- 
rar la  mano  que  sostenía  la  cabeza  del  cadáver.  Le  hormi- 
gueaba el  brazo  y  le  dolían  las  coyunturas. 

— ¡Pobre  diablo!  —exclamó  Belencita,  santiguándose. 

Un  momento  después  iniciaron  el  descenso,  con  el  he- 
rido y  el  cadáver  cargados  por  los  guardias  en  sendos 
guandos.  El  cura  sintió  que  el  corazón  le  daba  un  vuelco 
en  el  pecho  cuando  desde  una  cornisa  del  camino,  en  la 
tarde  quieta  y  serena,  divisó  en  el  fondo  la  torre  mocha 
de  su  iglesia  que  se  erguía  en  medio  del  pueblo,  embelle- 
cida por  un  rayo  de  sol,  como  el  estambre  de  los  frailejo- 
nes  que  se  crían  en  el  páramo. 


130 


CAPITULO  VIII 


Y  EL  LUNES 


Ala  asamblea  de  notables  reunida  apresuradamente  en 
la  alcaldía  por  el  señor  notario,  que  sin  ser  miembro 
del  Concejo  Municipal  era  como  si  fuera  su  propio  pre- 
sidente, asistieron  el  alcalde,  los  concejales,  el  sargento, 
el  Anacarsis  y  otros  distinguidos  vecinos  entre  quienes 
figuraban  el  juez  y  el  boticario.  El  cura  fue  llamado  más 
tarde,  después  de  un  acalorado  debate  en  el  que  votaron 
por  la  negativa  el  alcalde,  los  concejales,  el  juez  y  el 
Anacarsis  ;  pero  como  el  sargento,  que  no  deliberaba,  ma- 
nifestara que  había  que  llamar  al  párroco  de  todos  modos 
y  lo  demás  eran  tonterías,  triunfó  la  afirmativa  por  la 
cual  había  votado  el  notario. 

— Las  armas  siempre  triunfan  sobre  las  letras  en  las 
democracias  — dijo  el  notario  al  registrar  su  triunfo  ;  y 
aquello  era  una  democracia. 

Luego  con  voz  solemne  y  campanuda,  previa  una  mi- 
nuciosa limpieza  de  sus  gafas,  leyó  por  quinta  vez  la  in- 
formación que  con  la  firma  de  "Un  Testigo  Imparcial" 
ostentaba  en  la  primera  página  el  diario  que  había  traído 
Belencita.  Puesto  que  el  mismo  notario  había  redactado 
esa  información  hacía  dos  días,  y  la  envió  al  periódico 
por  telegrama  oficial,  se  la  sabía  de  memoria.  Ciertos  pá- 
rrafos, adulterados  abusivamente  por  el  jefe  de  redac- 
ción, mortificaban  su  orgullo  literario,  pero  satisfacían 
en  cambio  su  vanidad  de  estratega  político.  El  jefe  de  re- 
dacción iba  cien  leguas  adelante  de  donde  había  querido 
llegar  el  notario. 

"Este  crimen  horrendo  que  ha  conmovido  a  todos  los 
sectores  de  una  sociedad  culta  y  cristiana,  está  indicando 
a  los  partidarios  del  orden,  la  justicia,  el  gobierno  y  la 
moral,  cómo  los  adversarios  políticos  no  se  detienen  en 
su  furor  homicida  ni  siquiera  ante  la  persona  de  su  pro- 
pio padre.  Frente  a  hechos  semejantes,  la  obhgación  de 


131 


los  partidarios  de  la  buena  causa  es  prevenirlos,  repri- 
mirlos y  castigarlos  de  una  manera  implacable". 

— ¡Eso!  Eso,  padrino.  . .  ¡Y  nosotros  todavía  aquí  mari- 
poseando sin  saber  lo  que  tenemos  que  hacer,  cuando  el 
periódico  lo  dice  con  todas  sus  letras  :  castigarlos,  casti- 
garlos de  una  manera  implacable! 

— Mayormente  después  de  lo  sucedido  en  el  páramo, 
porque  yo  les  prometo  que  cuando  salga  eso  en  los  dia- 
rios tendrá  una  repercusión  nacional.  Allá  lo  verán  :  na- 
cional. . .  Mi  hija  Belencita,  que  acaba  de  regresar  al  pue- 
blo después  de  haber  perfeccionado  su  educación  en  un 
colegio  de  monjas,  me  relató  con  lágrimas  en  los  ojos 
la  heroica  conducta  del  señor  sargento  aquí  presente,  y 
al  pedirle  el  favor  de  que  organice  sus  fuerzas  con  las  de 
algunos  voluntarios  de  este  pueblo... 

—  ¡Con  todos,  padrino,  con  todos!  Yo  estoy  a  las  órde- 
nes del  señor  sargento.  En  Agua  Bonita  tengo  pertrechos 
para  una  docena  de  hombres. 

— ¡No  faltaría  más,  todos  estamos  listos! 

— ¡Un  momento,  un  momento  señores!...  Aún  no  he 
terminado ...  Al  rogar  al  señor  sargento  que  organice  sus 
fuerzas  con  las  de  los  vecinos  de  este  pueblo,  que  se 
hallan  listos  a  secundarlo  con  todo  su  fervor  por  la  buena 
causa... 

— ¡Muy  bien!  ¡Por  ahí  es  la  cosa!  — prorrumpieron 
todos,  menos  el  sargento,  que  se  mordía  las  uñas. 

— Al  rogar  tal  cosa  al  distinguido  oficial  aquí  pre- 
sente, creo  interpretar  los  sentimientos  de  los  caballeros 
que  asisten  a  esta  reunión  a  la  cual  tuve  el  honor  de 
convocarlos. . . 

— ¡Caramba!  Es  lo  que  yo  digo...  — exclamó  entusias- 
mado el  Anacarsis — .  ¡Mi  padrino  habla  como  un  perió- 
dico! 

El  sargento,  que  por  ser  militar  profesaba  un  secreto 
horror  por  las  discusiones  bizantinas,  dio  un  golpe  seco 
sobre  la  mesa  y  manifestó  que  su  plan  consistía  en  ro- 
dear a  Llano  Redondo  de  una  corona  de  llamas,  aco- 
rralando a  los  bandidos  para  coger,  ojalá  vivito  y  co- 
leando, a  don  Pío  Quinto  Flechas. 

— Ese  viejo  es  el  responsable  de  todo.  Mientras  ande 
suelto  no  habrá  paz  en  toda  la  provincia  — dijo  alguien. 
Y  el  juez,  que  era  muy  corto  de  ánimo,  exclamó: 

— Será,  si  no  he  entendido  mal  a  mi  sargento,  una 
expedición  punitiva. . . 

— Pacificadora...   ¡Pacificadora!  — corrigió  el  notario. 


132 


— Es  verdad  — interrumpió  el  alcalde — .  Así  lo  dice  el 
periódico. 

A  estas  alturas  de  la  reunión  había  llegado  el  cura,  a 
quien  el  Mitrídates  y  el  otro  guardia  del  municipio  comu- 
nicaron la  invitación  de  los  notables.  Llegó,  pues,  y  al 
enterarse  rápidamente  de  lo  que  se  proyectaba,  manifestó 
golpeando  las  palabras  que  aquello  de  la  expedición 
punitiva. . . 

— Pacificadora  — corrigió  el  notario. 

Llamarse  pacificadora  o  punitiva,  que  eso  no  impor- 
taba a  la  larga,  la  expedición  le  parecía  al  buen  cura 
un  solemne  disparate.  Estaba  harto  y  conmovido  en  lo 
más  profundo  de  su  alma  por  aquella  terrible  ola  de  crí- 
menes, saqueos,  incendios,  persecuciones,  odios  y  vengan- 
zas que  azotaban  toda  la  provincia.  Lo  pertinente  sería 
desarmar  no  sólo  los  espíritus,  de  lo  cual  él  se  encar- 
garía en  el  púlpito  y  en  el  confesonario,  sino  los  cuerpos. 
Mientras  hubiese  hombres  armados,  con  fusil  al  hombro, 
que  eran  torpes  campesinos  aunque  se  llamasen  guardias, 
cualquier  suceso  desgraciado  como  el  crimen  de  don  Ro- 
que pararía  inevitablemente  en  un  combate  sangriento. 

— ¡El  crimen  a  que  su  reverencia  alude  tiene  un  in- 
discutible sentido  político! 

— Eso  sólo  lo  sabe  Nuestro  Señor  Jesucristo  que  está 
en  los  cielos. 

— ¡Eso  lo  dice  el  periódico!  — sentenció  el  notario, 
señalando  con  dedo  tieso  y  acusador  el  remitido  de  la 
primera  página.  Su  argumento  parecía  irrefutable. 

— ¿Y  qué  importa  que  lo  diga  el  periódico?  ¿Usted  cree 
que  el  Evangelio  no  fue  escrito  para  siempre?  ¿Y  acaso 
fue  el  Evangelio  un  papel  que  se  escribe  todos  los  días 
para  que  hoy  se  lea  y  mañana  desaparezca? 

El  buen  cura  en  vano  trató  de  explicar  que  los  escritos 
que  pubhcaban,  no  por  venir  en  letras  de  molde  tienen 
el  carácter  de  verdades  reveladas.  Los  diarios  suelen  men- 
tir de  tres  maneras  distintas  :  por  omisión,  cuando  de- 
liberadamente ocultan  la  verdad  que  los  perjudica  ;  por 
exageración,  cuando  la  desfiguran  hasta  el  punto  de  que 
no  la  reconocería  ni  su  propio  padre;  y,  finalmente,  por 
tergiversación,  cuando  le  retuercen  el  cuello  a  la  verdad 
para  que  lo  negro  aparezca  blanco  y  lo  blanco  negro. 
Además  todos  pecan  contra  el  buen  gusto. 

Los  concurrentes  a  la  reunión  de  la  alcaldía  escu- 
chaban con  evidente  escepticismo  las  palabras  del  cura, 
y  éste  se  desesperaba,  porque  como  suele  ocurrir  en  todas 
las  discusiones,  el  tema  principal  naufraga  en  una  marea 


133 


de  cuestiones  adjetivas  e  incidentales.  Estaba  acostum- 
brado a  hablar  desde  su  pulpito,  sin  que  nadie  lo  inte- 
rrumpiese ni  interpelase.  Aquí  era  otra  cosa,  porque  la 
discusión  no  llevaba  a  ninguna  parte  ni  tenía  trazas  de 
terminar  nunca.  Utilizando  todos  los  recursos  de  la  dia- 
léctica, el  cura  trataba  de  demostrar  que  los  diarios  no 
son  evangelios  que  hayan  de  aceptarse  como  artículo  de 
fe  ;  y  pugnaba  después  por  regresar  a  los  orígenes  de  la 
discusión,  esto  es,  a  la  expedición  punitiva... 
— Pacificadora  — insistía  el  notario. 

Desde  cuando  escuchó  en  el  páramo  la  confesión  del 
sacristán,  el  buen  cura  no  sosegaba.  Aunque  el  muerto, 
a  quien  había  enterrado  a  toda  prisa  aquella  madrugada, 
se  hubiera  llevado  al  hoyo  el  secreto  de  quién  mandó 
asesinar  a  don  Roque,  parecía  al  cura  que  aquel  crimen 
no  tenía  nada  de  político.  Pero  el  fantasma  de  don  Roque 
seguía  creciendo  y  como  la  piedra  que  tira  al  rodadero  el 
casco  de  una  cabra,  su  cadáver  arrastraba  hacia  la  muerte 
a  una  muchedumbre  de  gentes  por  el  precipicio  de  la 
pasión  política.  El  secreto  le  escocía  al  cura,  le  dolía,  lo 
enervaba,  lo  llenaba  de  angustia.  Si  aquella  gente  cono- 
ciera la  verdad  que  reveló  el  sacristán  en  el  páramo,  esa 
verdad  a  medias,  ¿no  cesaría  el  equívoco  que  amenazaba 
con  perturbar  todas  las  conciencias? 

— Está  claro  que  el  Anacleto  asesinó  a  don  Roque  Pi- 
ragua — exclamó  el  notario. 

—  ¡Clarísimo!  ¿Pero  quién  lo  duda?  — preguntó  Ana- 
carsis. 

— El  señor  cura  parece  convencido  de  otra  cosa.  Yo 
respeto  sus  opiniones,  pero  no  las  comparto.  Creo  que 
Anacleto  no  tenía  motivos  de  índole  económica  para  ase- 
sinar a  su  padre,  pero  sí  motivos  políticos... 

— Aun  aceptando  que  el  Anacleto  fuera  el  asesino  de 
don  Roque,  lo  cual  tendrá  que  ser  examinado  por  un  in- 
vestigador especial,  analizado  en  un  juicio,  demostrado 
ante  un  jurado  de  conciencia... 

— Permita  que  lo  interrumpa,  señor  cura  — dijo  a  la 
sazón  el  juez — .  Si  el  gobierno  declarase  la  provincia  en 
estado  de  sitio.  .  . 

— El  señor  alcalde  del  pueblo  de  abajo  hizo  esa  peti- 
ción al  gobierno  — interrumpió  el  sargento — .  Yo  creo  que 
es  una  medida  necesaria.  Entretanto  yo  traigo  instruccio- 
nes de  obrar  como  si  fuera  el  alcalde .  . . 

El  que  todavía  lo  era  dió  un  respingo,  pero  no  dijo 
nada. 


134 


— Debemos  firmar  aquí  ima  petición  encabezada  na- 
turalmente por  su  reverencia,  para  pedir  esa  medida  que 
el  sargento  considera  conveniente  — dijo  el  notario. 

— Si  decretan  el  estado  de  sitio  — continuó  el  juez — 
entonces  muchos  juicios  de  trámite  ordinario  se  ventila- 
rán de  otra  manera  :  se  volverán  juicios  militares. 

El  cura  se  llevó  ambas  manos  a  la  cabeza.  Haciendo 
un  postrer  esfuerzo,  solicitó  del  sargento  un  poco  de  cal- 
ma mientras  se  implantaba  aquella  medida  y  llegaba  al 
pueblo  el  investigador  especial  que  el  gobernador  había 
prometido  mandarle.  Aunque  Anacleto  fuese  el  asesino 
y  aquel  crimen  fuese  un  atentado  político,  ¿quién  ha 
dicho  que  es  lícito  lavar  la  sangre  con  la  sangre,  barrer 
el  odio  con  el  odio,  vengar  al  justo  en  el  inocente,  cobrar' 
ciento  por  uno,  cuando  Cristo  se  dejó  crucificar  por  to- 
dos para  enseñarnos  a  amar  y  perdonar  a  nuestros  ene- 
migos? Bastaba  ahora  salir  al  atrio  de  la  iglesia,  o  aso- 
marse al  solar  ' de  la  casa,  para  ver  las  quemazones  del 
páramo. 

Prestando  oídos  de  mercader  a  las  impertinentes  in- 
terrupciones de  sus  feligreses,  trataba  el  cura  de  ablan- 
darles el  corazón  con  la  pintura  de  lo  que  había  visto  en 
el  páramo  y  de  lo  que  le  había  contado  María  Encarna 
en  el  despacho  parroquial.  Hombres  que  emigran  por  los 
caminos  con  un  costal  de  trapos  al  hombro  ;  mujeres  mu- 
tiladas ;  niños  sacrificados  ;  ranchos  que  arden  como  an- 
torchas, sabe  Dios  si  con  criaturas  o  inválidos  que  no 
pudieron  escapar  ;  sementeras  perdidas,  campos  arrasados 
y  el  hambre  y  la  desolación  por  todas  partes.  ¿Por  qué  se 
culpaba  a  los  desgraciados  campesinos  de  crímenes  que 
no  habían  cometido,  o  de  cometerlos,  no  los  habían  pla- 
neado? ¿Por  qué  hacer  invivible  la  tierra  de  Dios,  esta 
buena  tierra  que  da  al  pobre  su  pan  y  su  trabajo?  ¿Qué 
les  va  ni  qué  les  viene  a  los  miserables  pastores  que  viven 
en  el  páramo  entre  ovejas,  con  que  en  la  ciudad  manden 
los  unos  o  gobiernen  los  otros?  ¿Para  qué  buscarlos  y  per- 
seguirlos como  a  bestias  feroces?  ¿Por  qué  quieren  los 
ricos  resolver  sus  problemas  a  expensas  de  los  pobres,  y 
los  fuertes  a  costa  de  los  débiles,  y  los  que  mandan,  con 
mengua  y  para  escarnio  de  los  que  obedecen?  ¿Dónde  está 
la  caridad,  entonces?  ¿Y  qué  fue,  pues,  del  Evangelio? 
Ante  un  pedazo  de  tierra,  o  un  saco  de  monedas,  o  esas 
migajas  de  poder  y  ese  hueso  de  vanidad  que  los  políticos 
de  arriba  arrojan  a  las  fauces  de  los  políticos  de  abajo  : 
¿todo  debe  retroceder,  inclusive  la  palabra  de  Cristo?  ¿No 
recuerda  Anacarsis  la  historia  de  Caín?  ¿No  recordamos 


135 


todos . . .  — decía  el  cura,  vibrante  de  indignación,  con  el 
brazo  extendido  que  señalaba  al  través  de  la  ventana  las 
humaredas  que  ensombrecían  el  páramo — ,  no  recordamos 
las  llamas  que  abrasaron  las  ciudades  malditas?  ¿No  sa- 
bemos que  fue  dicho  por  Dios  a  Moisés^  cuando  los 
hombres  le  volvieron  las  espaldas  al  Sinai  para  adorar 
al  becerro,  no  matarás?  ¿No  arrojó  Cristo  del  templo  a 
los  mercaderes,  no  secó  la  higuera  infecunda,  no  escar- 
neció a  los  hipócritas,  no  amenazó  con  la  muerte  a  los  que 
escandalizan  y  no  llamó  sepulcros  blanqueados  y  malditos 
de  su  Padre  a  quienes  llevan  la  ley  de  Dios  en  los  labios, 
y  el  frío  y  el  veneno  y  la  muerte  en  el  corazón  corrom- 
pido? 

El  sargento,  poco  familiarizado  con  este  tipo  de  ora- 
toria, se  levantó  impaciente  para  manifestar  que  pues  era 
tarde,  se  ausentaría  al  momento.  El  alcalde  lo  debería 
acompañar,  ya  que  se  trataba  del  alojamiento  y  el  rancho 
de  la  guardia. 

— No  se  demore  mucho,  mi  sargento.  Recuerde  que 
Ursula  y  Belencita  nos  están  esperando  a  almorzar. 

El  Anacarsis,  que  había  visto  a  Belencita  aquella 
mañana,  y  encontró  que  con  el  internado  se  había  vuelto 
muy  mujer  y  muy  atractiva,  sintió  que  el  corazón  le  daba 
un  vuelco. 

— Yo  pensaba  pasar  esta  tarde  por  su  casa,  padrino. 
Quería  llevarle  unas  pichonas  a  Belencita... 

El  notario,  que  abrigaba  otras  miras  sobre  el  por- 
venir de  Belencita,  contestó  evasivo  : 

— Mañaná  veremos,  ahijado.  Esta  noche  tengo  algo 
que  conversar  con  el  señor  sargento. 

La  reunión  se  disolvió  a  poco  de  allí.  Algunos  nota- 
bles se  demoraron  un  momento  para  echarle  un  vistazo 
al  periódico  y  releer  la  información  de  un  testigo  impar- 
cial que  el  secretario  pegaría  después  a  las  puertas  de  la 
alcaldía,  en  el  tablero  de  los  edictos. 

— ¿Y  cuándo  empezará  la  cosa,  sargento?  — preguntó 
alguien. 

— Hoy  la  gente  está  muy  cansada.  Será  mañana,  si 
Dios  quiere.  Y  no  se  le  olviden  los  fusilitos,  don  Anacarsis. 

El  cura  salió  de  allí  trémulo,  con  el  corazón  vuelto 
pedazos,  en  dirección  a  la  casa  cural,  donde  lo  había 
citado  para  aquella  tarde  la  señora  Ursulita,  sin  que  lo 
supiese  el  notario. 

Cuando  pasó  por  delante  de  la  ventana  de  la  señorita 
Zoila,  que  como  todos  los  lunes  celebraba  su-  costurero 
piadoso,  la  señora  Ursulita  le  hizo  un  cariñoso  saludo  con 


136 


la  mano  y  masculló  para  sí :  "¡Ya  deben  estar  esas  viejas 
despellejándome  como  a  un  plátano!"  Momentos  después, 
y  todavía  sofocada  por  este  pensamiento,  no  había  po- 
dido reprimir  un  grito  de  sorpresa  y  de  pena,  cuando  vio 
en  la  sacristía,  arrinconados,  los  dos  cuadros  que  durante 
muchos  años  colgaron  a  lado  y  lado  del  cancel  de  la  igle- 
sia. Ella  les  tenía  una  especial  predilección.  Los  cuadros 
eran  obra  de  un  pintor  anónimo  que  como  viajante  de 
comercio  visitó  el  pueblo  hacía  veinte  años  ;  y  cuando  se 
varó  allí  resolvió  pintar  para  salir  a  flote.  Eran  de  talla 
más  que  regular  y  el  uno  se  llamaba  "La  Muerte  del 
Justo"  y  el  otro  "La  Muerte  del  Pecador".  La  del  justo 
representaba  en  un  gran  lecho  matrimonial,  como  el  que 
la  señora  Ursulita  tenía  en  su  alcoba,  a  un  hombre  muy 
parecido  al  notario,  con  lentes  que  espejeaban  en  la  som- 
bra, encaramados  sobre  las  cejas,  la  sonrisa  dulce  y  bea- 
tífica y  las  manos  piadosamente  cruzadas  sobre  el  pecho, 
acariciando  un  crucifijo.  Un  ángel  de  alas  tiesas  y  cortas, 
más  bien  de  ganso  que  de  ángel,  se  acercaba  al  lecho  y 
ofrecía  al  moribundo  la  palma  de  coco  de  los  elegidos.  Y 
de  rodillas  al  pie  del  moribundo,  de  espaldas  al  especta- 
dor, pero  volviéndole  coquetamente  la  cabeza,  se  encon- 
traba una  gruesa  mujer  en  actitud  piadosa,  vestida  de 
novia,  y  con  una  corona  de  rosas  a  la  cabeza.  La  pudi- 
bunda esposa  del  justo  era  doña  Ursulita. 

Cuando  el  notario  y  su  consorte  obsequiaron  a  la  igle- 
sia ese  cuadro,  don  Pío  Quinto  Flechas,  que  a  la  sazón 
era  el  cacique,  para  no  quedarse  atrás  contrató  los  ser- 
vicios del  viajante  de  comercio  para  que  con  el  título  de 
"La  Muerte  del  Pecador"  embadurnara  un  óleo  comple- 
mentario. El  personaje  central  sería  su  cuñado  don  Roque 
Piragua,  que  por  aquella  época  ya  había  comenzado  a 
emanciparse  de  su  mujer  y  del  recién  nacido  Anacleto. 

La  señora  Ursulita,  morc^éndose  los  labios,  pensó  que 
mejor  sería  callar  y  no  comunicar  sus  tristezas  a  aquel 
joven  e  inexperto  párroco  que  mostraba  tan  escasa  sen- 
sibilidad para  las  obras  de  arte  de  verdadero  valor, 
puesto  que  "La  Muerte  del  Justo"  había  costado  cincuenta 
pesos  de  aquella  época,  pero  pudo  más  su  angustia,  y  asi 
dijo  : 

— Desde  hace  tiempos  quería  contar  a  su  reverencia 
un  asunto  que  me  preocupa  mucho ...  Se  trata  de  Be- 
lencita. 

— Belencita  es  una  muchacha  simpática,  bonita,  inte- 
ligente, cuya  mezcla  de  buenos  y  malos  sentimientos  pude 


137 


apreciar  "en  nuestro  viaje  por  el  páramo.  Los  primeros  se 
manifestaron  en  su  caridad  para  con  los  heridos  ;  los  se- 
gundos, en  la  versatilidad  y  crudeza  de  sus  palaíiras... 

— ¿No  es  cierto?  Eso  mismo  le  digo  yo.  ¡Las  madres 
tenemos  unas  intuiciones,  señor  cura! 

— Más  que  de  intuiciones,  en  el  caso  de  Belencita  se 
trata  desgraciadamente  de  realidades  concretas  -,-dijo  el 
buen  cura  bajando  los  ojos. 

La  señora  Ursulita  se  echó  a  llorar  en  aquel  momento 
con  tanto  ímpetu,  que  los  sollozos  hinchaban  y  abatían 
alternativamente,  como  una  tempestad,  el  pecho  for- 
midable. 

— ¿Su  reverencia  no  sabe  de  quién  es  el  hijo  que  Be- 
lencita tuvo  donde  las  monjas? 
— Francamente,  no  sé... 
— ¿Ni  siquiera  se  lo  imagina? 
— No  había  pensado  en  eso... 

— Pues  es  de  don  Roque.  .  .  ¡De  don  Roque  Piragua!. . . 
De  ese  viejo  miserable,  de  ese  monstruo,  de  ese  desver- 
gonzado, de  ese.  .  .  ¡Uy!.  .  .  Dios  y  su  reverencia  me  per- 
donen. Yo  creo  que  el  viejo  fue  un  buen  muerto,  y  don 
Pío  Quinto  Flechas  tuvo  como  una  intuición  de  lo  que 
iba  a  pasarle,  cuando  hace  veinte  años  hizo  pintar  al 
viejo  como  protagonista  de  "La  Muerte  del  Pecador", 
achicharrándose  en  los  quintos  infiernos. 

Don  Roque  fue  siempre  hombre  de  pasiones  terribles 
y  muy  entregado  a  las  mujeres,  por  lo  cual  cuando  vio  a 
Belencita  espigada  y  florecida,  con  los  senos  pintones  y 
las  caderas  madurando,  se  enamoró  perdidamente  de  ella. 
El  notario  y  doña  Ursulita  se  hicieron  al  principio  los  de 
la  vista  gorda,  porque  don  Roque  tenía  vara  muy  alta 
en  el  gobierno  y  de  su  buena  voluntad  dependía  en  cierto 
modo  la  carrera  futura  del  notario.  Pero  no  podía  olvi- 
darse que  era  muy  viejo,  pues  le  llevaba  a  Belencita  más 
de  cuarenta  años.  "No  pegan  los  injertos  en  troncos  vie- 
jos", decía  doña  Ursulita  ;  pero  el  notario  recordaba  que 
caso  igual  fue  el  del  tetrarca  de  Judea  cuando  se  enamo- 
ró de  la  juvenil  Salomé.  Don  Roque  se  aficionaba  cada 
vez  más  a  la  niña,  porque  semejantes  pasiones  son  muy 
fuertes  por  ser  las  últimas,  aun  cuando  haya  quienes  sos- 
tienen que  acucian  más  las  primeras.  Don  Roque  le  tenía 
prometido  al  notario  el  juzgado  superior  del  distrito,  que 
sería  la  coronación  de  su  larga  y  meritoria  carrera.  A 
doña  Ursulita  le  mandaba  quesos  de  oveja  de  regalo.  No 
había  tarde  en  que  no  fuera  a  jugar  dominó  con  el  no- 
tario y  a  tomarse  su  copita  de  aguardiente  con  ellos.  Ardía 


138 


el  viejo  como  la  yesca  a  la  vista  de  Belencita,  que  mero- 
deaba por  allí  con  los  labios  encendidos  como  una  ascua, 
porque  se  los  frotaba  con  pétalos  de  geranio.  Un  diciem- 
bre fue  toda  la  familia  a  la  finca  de  Agua  Bonita  a  pasar 
las  navidades  y  el  año  nuevo,  y  allí,  al  aire  libre,  ocu- 
rrió lo  que  tenía  que  pasar. 

El  notario  y  doña  Ursulita  acariciaron  la  esperanza, 
pasado  el  primer  momento  de  rabia  y  estupor,  de  que  don 
Roque  contrajera  matrimonio  con  Belencita,  pero  el  hom- 
bre súbitamente  se  desentendió  del  asunto.  Dijo  que  es- 
taba muy  fatigado  de  la  vida  para  recomenzar  una  expe- 
riencia matrimonial  a  los  cincuenta  y  cinco  años.  Seme- 
jante hazaña  se  prestaría  a  chistes  en  el  pueblo,  y  echa- 
ría a  perder  su  prestigio  político,  porque  quienes  predican 
la  moralización  del  país  contra  la  corrupción  de  los  con- 
trarios, tienen  que  andar  con  mucho  tiento  hasta  en  su 
vida  privada.  Para  evitar  el  escándalo  en  el  pueblo,  que 
comenzaba  a  comentar  la  senil  afición  de  don  Roque  por 
la  graciosa  Belencita,  la  mandaron  al  pueblo  de  abajo  con 
el  pretexto  de  que  estudiara  un  tiempo  en  el  colegio,  que 
buena  falta  le  hacía. 

— ¿Cree  su  reverencia  que  todo  este  mal  se  pueda  re- 
mediar casándola  con  el  sargento? .  .  .  Eso  cree  el  desgra- 
ciado de  mi  marido,  que  todavía  no  ha  perdonado  a  don 
Roque...  Y  es  que  además,  señor  cura,  quería  confe- 
sarle... ¡no  sé  cómo  decirle!...  Sepa  usted  que  mi  ma- 
rido, desde  cuando  volvieron  ustedes  esta  madrugada,  no 
tiene  reposo.  Belencita  le  contó  lo  que  había  pasado  en  el 
páramo,  y  en  mala  hora  le  dijo  que  su  reverencia  había 
confesado  al  sacristán...  Se  puso  pálido  como  un  muerto 
y  creí  que  iba  a  ponerse  enfermo.  .  .  Luego  empezó  a 
gritar  y  se  excitó  de  tal  manera  que  no  sabíamos  qué 
hacer  para  calmarlo.  .  .  ¡Las  cosas  que  decía.  Dios  mío!. . . 
Y  a  mí  se  me  metió  en  la  cabeza.  .  .  ¡Virgen  Santísima! .  .  . 
¿Qué  pecado  habré  cometido  yo  para  que  semejante  mal- 
dición caiga  sobre  mi  casa?' 

Un  pensamiento  atroz  zigzagueó  por  la  mente  del  cura, 
como  uno  de  esos  súbitos  relámpagos  que  iluminan  las 
nieblas  siempre  grises  del  páramo  y  cuyo  bronco  trueno 
pone  pavor  en  los  viajeros.  Sintió  una  profunda  lástima 
por  aquella  mujer  que  se  alejaba  calle  abajo,  despacio  y 
bamboleante,  como  un  carro  de  yunta.  Cuando  la  despidió 
a  la  puerta  de  la  casa  cural,  abrió  nerviosamente,  con 
manos  temblorosas,  el  sobre  que  le  había  entregado  hacía 
un  momento  el  peón  de  estribo  que  mandó  el  cura  viejo 
para  conducir  su  equipaje. 


139 


Las  señoras  del  costurero  piadoso  atisbaron  a  la  se- 
ñora Ursulita,  llenas  de  ciiriosidad,  al  través  de  los  visi- 
llos de  la  ventana. 

— ¿Qué  llevará  Ursulita  debajo  del  brazo?  — pre- 
guntó alguna. 

Porque  la  señora  Ursulita  llevaba  el  bastidor  de  "La 
Muerte  del  Justo",  que  el  buen  cura  muy  conmovido  con 
su  relato  le  había  regalado  para  tranquilizarla,  y  conven- 
cido también  íntimamente  de  que  aquel  cuadro  sería  un 
escarnio  más  en  el  cancel  de  su  iglesia. 

La  impresión  que  le  produjo  al  cura  la  primera  lec- 
tura de  aquella  carta,  fue  de  amargura  y  en  cierto  modo 
de  indignación  por  la  incompresión  que  revelaba.  A  la 
segunda  lectura,  le  invadió  en  cambio  un  dulce  senti- 
miento de  alegría.  ¡Misterios  del  corazón  que  experimenta 
sucesivamente  a  veces,  y  otras  a  un  tiempo,  las  emociones 
y  los  sentimientos  más  dispares  y  contradictorios!  Lo  más 
curioso  era  que  ahora  se  hallaba  tranquilo,  desinteresado 
de  pronto  de  sus  amargas  experiencias  de  los  últimos  días, 
como  si  todo  no  hubiera  sido  sino  un  sueño  del  que  lo 
hubiese  despertado  la  carta.  Y  a  medida  que  el  pueblo, 
con  sus  gentes  mezquinas  y  sus  casumbas  miserables,  se 
hundía  entre  las  nieblas  y  el  humo  de  las  quemazones 
del  páramo,  el  Seminario  aparecía  otra  vez  a  sus  ojos 
blanco,  tibio,  acogedor,  poblado  de  hombres  buenos  e  in- 
teligentes que  le  tendían  cordialmente  las  manos. 

Al  tiempo  que  la  imagen  de  don  Roque  muerto  y  acri- 
billado a  puñaladas  se  le  fugaba  de  la  memoria,  y  se  apar- 
taban de  ella  las  blandas  facciones  de  doña  Ursulita,  que 
acababa  de  salir  de  su  casa,  cobraban  apariencia  nítida 
y  precisa  las  gentes  del  Seminario.  Su  confesor,  que  des- 
pedía un  tierno  aroma  a  tabaco  y  a  pastillas  medicinales  ; 
sus  amigos,  que  estudiaron  y  se  ordenaron  con  él  y  a 
quienes  cobijaba  la  misma  aspiración  religiosa  ;  y  el  viejo 
obispo,  tan  comprensivo  e  inteligente,  a  quien  la  vida 
en  el  confesonario  más  que  los  libros  en  la  biblioteca, 
había  enseñado  a  comprender  y  a  perdonar  a  los  hombres. 

Al  trasplantarse  idealmente  de  aquellas  ásperas  mon- 
tañas erizadas  de  odio,  más  que  de  riscos  y  peñascos,  al 
plácido  jardín  del  Seminario,  su  alma  se  empapaba  de 
ternura.  Desaparecían  de  sus  ojos  la  iglesia  destartalada, 
y  el  crimen  de  don  Roque,  y  la  confesión  del  sacristán,  y 
el  rostro  torpe  del  sargento,  y  el  equívoco  rostro  del  no- 
tario, hasta  la  naricita  respingada  y  los  ojos  retozones  de 
Belencita,  que  en  medio  de  aquella  muchedumbre  de  gen- 


140 


tes  feas  y  tristes  había  comenzado  a  parecerle  hermosa. 
Pasearía  otra  vez  con  sus  viejos  amigos  los  profesores  por 
los  scndcritos  enarenados  del  parque,  uno  de  esos  jar- 
dines cuidados  por  religiosos,  que  tienen  rincones  som- 
bríos donde  crece  libremente  la  yerba.  Llevaría  las  manos 
a  la  espalda,  como  acostumbraba,  y  el  breviario  abierto 
en  algunos  de  esos  pasajes  en  los  cuales  se  detenía  larga- 
mente a  soñar,  con  la  ilusión  siempre  contrariada  de  lle- 
gar algún  día  a  ser  un  santo.  Y  discutiría  otra  vez  con 
sus  amigos  sobre  las  cuestiones  teóricas  y  abstractas  de  la 
teología  y  la  escolástica,  que  tanto  le  apasionaban.  Sobre 
todo  la  moral  se  ofrecía  a  su  entendimiento  clara,  de  con- 
tornos geométricos  y  precisos,  y  no  se  prestaba  a  tergi- 
versaciones porque  era  exacta.  No  hay  cosas  buenas  a  me- 
dias, y  las  malas  lo  son  definitivamente.  Las  ideas  y  las 
teorías  son  tales  cuales  se  presentan  al  espíritu,  al  igual 
que  triángulos  o  cuadriláteros,  y  no  podrían  ser  de  otra 
manera.  Para  el  buen  cura  el  Evangelio  era  la  primera  y 
divina  geometría  de  los  hombres... 

Sólo  que  a  veces  lo  asaltaba  el  pensamiento  atroz  de 
si  la  moral  no  sería  una  abstracción  descarnada  de  toda 
realidad,  del  mismo  modo  que  las  matemáticas  lo  son  res- 
pecto de  las  cosas.  Sólo  podemos  sumar,  restar,  multipli- 
car y  dividir  ideas  y  esquemas  de  cosas,  meros  conceptos 
pero  no  realidades,  porque  se  requeriría  que  éstas  fueran 
idénticas  a  aquéllos,  vmas  e  invariables  como  las  palabras 
que  los  designan.  Yo  puedo  sumar  y  restar  naranjas  idea- 
les, es  decir,  ideas  que  no  son  propiamente  naranjas,  por- 
que en  el  mundo  de  las  cosas  ciertas  y  evidentes  jamás 
encontraría  una  perfecta  identidad  entre  dos  frutas  ni 
entre  éstas  y  la  idea  que  de  ellas  nos  formamos.  Entonces 
la  moral,  que  pide  al  hombre  una  identidad  absoluta  con 
Dios  cuando  dice  "Sed  perfectos  como  mi  Padre  celestial 
es  perfecto",  es  una  especie  de  matemática  de  la  conducta, 
que  se  refiere  a  hombres  esquemáticos  e  ideales,  idén- 
ticos sólo  al  concepto  que  los  teólogos,  los  moralistas  y 
los  santos  tienen  de  lo  que  son  los  hombres.  El  hombre 
ideal  es  el  Cristo,  frente  al  cual  todos  somos  remedos  y 
aproximaciones.  La  moral  cristiana  sólo  puede  operar  en 
hombres  ideales  que  se  identifiquen  totalmente  con  el 
Cristo  ;  pero  esos  hombres  no  existen  porque  si  existiesen 
dejarían  de  ser  hombres  para  comenzar  a  ser  dioses.  Luego 
es  imposible  pedir  al  hombre  que  sea  perfecto  como  el 
Padre,  como  sería  imposible  pedir  a  las  naranjas  que  fue- 
ran idénticas  unas  a  otras  para  poder  sumarlas  y  restar- 
las. Y  sin  embargo,  hay  que  salvar  al  hombre . . . 


141 


Después  de  divagar  largo  tiempo  sobre  aquellas  cosas, 
que  de  ecuación  en  ecuación  lo  llevaban  muy  alto  y  muy 
lejos,  lo  mismo  que  las  operaciones  matemáticas,  llegaba 
siempre  al  resultado  final  de  que  el  hombre  debe  amar 
a  Dios  sobre  todas  las  cosas  y  al  prójimo  como  a  sí  mis- 
mo. Esta  última  ecuación  admitía,  según  él,  una  pos- 
trera simplificación  :  Hay  que  vivir  con  caridad.  La  ca- 
ridad es  el  amor  de  los  hombres  en  Cristo  y  también  la 
ternura  del  corazón  que  en  El  se  sosiega  y  satisface.  Sin 
caridad,  la  moral  sería  una  estéril  matemática...  Sólo 
la  caridad  puede  lograr  el  milagro  de  que  los  hombres, 
sin  dejar  de  serlo,  comiencen  a  ser  dioses. 

Se  llevó  la  carta  a  los  labios  porque  aquel  olor  tenue 
de  que  venían  sutilmente  impregnadas  sus  páginas,  le  pe- 
netraba hasta  el  corazón  como  un  tósigo.  Creaba  en  torno 
suyo  una  atmósfera  suave  y  transparente,  propicia  a  la 
exaltación  de  sus  mejores  sentimientos.  Aroma  de  incienso 
que  asciende  perezosamente  ante  el  sagrario,  en  las  tardes 
de  Bendición  con  el  Santísimo  ;  fragancia  de  viejos  cue- 
ros, lustrados  por  el  uso,  de  las  sillas  del  coro;  perfume 
de  los  jazmines  del  altar,  que  en  su  magnífica  desnudez 
encarnaban  las  palabras  del  Cristo  :  "Contempla  los  lirios 
del  campo  cómo  crecen  y  florecen.  Ellos  no  labran  ni 
tampoco  hilan.  Sin  embargo,  yo  os  digo  que  ni  Salomón  en 
medio  de  toda  su  gloria  se  vistió  con  tanto  primor  como 
uno  de  estos  lirios". 

El  reloj  de  la  sacristía,  cuyo  monótono  tic-tac  había 
dejado  de  oír  hacía  mucho  rato,  dio  lentamente  las  cuatro. 
El  cura  se  levantó  de  su  silla  para  ir  a  la  casa  a  preparar 
sus  maletas,  pues  pensaba  viajar  lo  más  pronto  posible 
aquella  misma  tarde. 

La  boba  había  guardado  en  su  baúl  los  reales  que 
el  cura  le  entregó  en  nombre  del  Caricortao,  después  de 
contarlos  uno  sobre  otro,  pues  se  encontraba  en  la  casa 
cural  desde  la  víspera.  Había  vuelto  sin  que  nadie  la  lla- 
mara, como  un  perro,  como  si  nunca  se  hubiera  ido. 

— ¿Con  que  sumercé  se  va  esta  tardecita?  ¡No  hizo 
huesos  viejos  en  este  pueblo!  Y  eso  qué  sería,  mi  amo,  ¿le 
sentó  mal  el  clima? 

— Ya  lo  ves .  . .  Me  voy. 

— Pues  Dios  lo  lleve. 

— El  señor  cura  llegará  antes  de  la  media  noche. 
— Siquiera,  mi  amo.  Es  lo  que  decía  el  difunto  sa- 
cristán :  la  mano  de  Dios  aprieta  pero  no  ahorca. 
— Eso  te  digo  yo. 


142 


— ¿No  quiere  sumercé  que  le  prepare  un  fiambre  para 
el  camino? 

El  cura  leyó  una  tercera  vez  la  carta  del  obispo,  que 
despojada  de  las  arandelas  y  los  saludos  de  rigor,  así 
decía  : 

"Harto  te  previne,  hijo  mío,  de  que  tú  sirves  para 
cura  de  pueblo  como  yo  para  Sumo  Pontífice.  Te  dije 
además  que  hay  cierta  manera  de  orgullo  que  consiste  en 
presumir  de  humildad,  cuando  ésta  es  verdaderamente  la 
aceptación  de  nuestro  destino  y  el  conformarlo  a  las  fa- 
cultades que  Nuestro  Señor  nos  dio  y  en  las  circunstancias 
en  que  su  misericordia  quiso  colocarnos.  Orgullo  es  no  re- 
signarnos a  lo  que  somos,  porque  fue  El  quien  nos  hizo  de 
esa  manera.  Orgullo  es  aparentar  que  somos  lo  que  El  no 
quiso  que  fuésemos.  ¿O  crees  tú  que  Santa  Teresa  de  Jesús, 
a  quien  tanto  admiras,  para  ser  humilde  hubiera  necesi- 
tado quedarse  de  hermana  tornera  en  su  convento  en  vez 
de  barrer  los  caminos  de  España  con  su  hábito  para  im- 
plantar la  reforma  carmelita?  En  cambio,  tu  obstinación 
orgullosa  te  llevó  a  donde  no  te  necesitaban,  te  arrastró 
a  lo  que  no  servías,  te  apartó  del  camino  que  Dios  te  ha- 
bía trazado,  te  precipitó  en  un  laberinto  de  confusiones 
que  tú  mismo  creaste  y  del  que  no  pudiste  escapar.  Cre- 
yendo ser  humilde  te  hundiste  en  el  último  curato  de  mi 
diócesis,  y  pensaste  que  era  orgullo  permanecer  en  la  ciu- 
dad y  en  el  Seminario,  predicando  a  los  doctos,  endere- 
zando el  juicio  de  los  inteligentes  extraviados,  meditando 
en  Cristo  y  escribiendo  sermones.  No  consideraste  que 
muchas  veces  ha  sido  tan  importante  para  la  causa  de  Cris- 
to, según  lo  muestra  la  historia  de  la  Iglesia,  la  conversión 
de  un  solo  pecador  como  la  conducción  de  todo  el  rebaño. 
Yo  te  digo  que  San  Pablo  o  San  Agustín,  convertidos, 
constituyen  tanta  gloria  para  la  Iglesia  como  la  efímera 
conquista  de  Jerusalén  por  los  caballeros  cruzados  en  el 
siglo  once.  Muchas  veces  el  buen  pastor  deja  todo  el  re- 
baño por  buscar  la  oveja  que  se  le  ha  perdido,  y  el  buen 
padre  sacrifica  el  más  bello  de  sus  animales  para  festejar 
la  vuelta  del  hijo  pródigo.  Y  yo  te  afirmo  que  en  este 
mundo  que  nos  ha  tocado  vivir,  en  la  ciudad  se  encuen- 
tran las  ovejas  descarriadas  que  arrastran  el  rebaño  hacia 
el  abismo,  y  los  hijos  pródigos  cuyo  retorno  debemos 
procurar  con  la  predicación  y  el  ejemplo.  Ellos,  en  el  dolor 
de  su  soledad,  han  aprendido  a  conocer  a  Cristo.  Y  esa 


143 


labor  quería  yo  para  ti,  porque  me  parecía  que  Dios  te 
la  tenía  reservada". 

"Pero  esta  forma  de  orgullo  de  que  te  he  hablado, 
te  hizo  ver  como  más  verdadero  el  oscuro  camino  del  pá- 
ramo, y  lo  juzgaste  por  consiguiente  más  santo  que  la  vía 
falsamente  luminosa  de  la  ciudad.  Haz  de  saber,  hijo  mío, 
que  es  cien  veces  más  difícil  ser  cura  en  tu  pueblo  que 
en  mi  Catedral  predicador  de  Cuaresma.  Nunca  pensaste 
que  tus  fuerzas  pudieran  resultar  insuficientes,  tu  espí- 
ritu versátil  y  tu  voluntad  caprichosa,  por  lo  cual  si  los 
demás  no  habrían  de  derrotarte,  en  cambio  podrías  caer 
vencido  por  tu  propia'  flaqueza.  Tu  fracaso  te  enseñará 
que  los  impenetrables  designios  de  la  Divina  Providencia 
se  manifiestan  a  veces  más  en  el  consejo  de  los  viejos  que 
en  los  momentáneos  arrebatos  de  im  joven  corazón". 

El  cura,  con  las  orejas  encarnadas  y  avergonzado  co- 
mo si  fuera  el  propio  obispo  quien  le  leyera  su  carta, 
volvió  la  cabeza  temeroso  de  que  la  boba  adivinara  su 
turbación  en  la  descomposición  de  su  rostro.  Más  ade- 
lante, monseñor  decía  : 

"Me  costó  mucho  trabajo  creer  a  los  miembros  del 
Directorio  Nacional  Conservador  cuando  se  presentaron 
en  masa  a  mi  despacho  para  poner  su  queja  contra  ti.  Te 
inculpaban  de  faltas  de  comprensión  que  a  mi  juicio  tu 
clara  inteligencia  no  podía  cometer,  y  de  intromisiones 
abusivas  que  tu  discreción  natural  siempre^  te  había  ve- 
dado. Pero  tuve  que  contrariar  mi  estimación  y  mi  amor 
paternal  por  ti,  convencido  de  tus  errores,  ante  la  mu- 
chedumbre de  testimonios  que  te  condenaban.  Recuerda 
que  la  Iglesia  es  una  institución  sabia  y  por  lo  mismo 
prudente.  Sobre  todo  confiesa  que  muchas  veces  es  pre- 
ferible ceder  a  las  circunstancias  momentáneas  que  sus- 
citar el  escándalo  permanente.  Dad  a  Dios  lo  que  es  de 
Dios  y  al  César  lo  que  es  del  César,  dice  el  Evangelio,  y 
ahora  el  César  te  pide  a  ti,  y  sería  insensato  darle  en  tu 
lugar  a  la  Iglesia". 

¿Y  acaso  en  este  pueblo,  pensaba  el  cura,  no  repre- 
senté yo  a  la  Iglesia?  ¿Para  no  traicionar  a  Cristo  he  debido 
negarlo  tres  veces,  como  San  Pedro,  plegándome  a  la 
ignorancia  del  sargento,  a  la  hipocresía  del  notario  y  a  la 
estupidez  del  Anarcasis? 

"Yo  ya  tenía  en  mi  poder  una  carta  del  señor  cura 
del  pueblo  de  abajo,  que  aunque  palurdo  es  hombre  de 
buen  sentido  para  juzgar  a  sus  semejantes,  en  lo  cual  tú 


144 


tanto  te  equivocas.  Me  decía  él  que  cuando  te  vió  por  la 
primera  vez  le  pareciste  infantil  de  espíritu,  tierno  de 
corazón  y  demasiado  ingenuo  para  desempeñar  un  cargo 
tan  difícil.  Para  servir  un  curato  de  aldea  no  sólo  se  re- 
quieren luces  y  letras,  hijo  mío,  sino  otras  condiciones  de 
que  posiblemente  careces.  Tú  cometes  el  error  de  quienes 
piensan  que  la  inteligencia  lo  puede  todo  en  este  mundo, 
y  que  al  lado  de  ella  la  simpatía,  la  gracia,  el  don  de 
gentes,  el  carácter  dulce  e  igual,  no  valen  nada,  cuando 
son  estas  cualidades  las  que  permiten  a  un  buen  cura 
de  pueblo  penetrar  por  el  contacto  de  los  sentidos  en  el 
corazón  de  sus  fieles.  Recuerda  que  a  veces  es  más  impor- 
tante commover  el  corazón  de  un  hombre  que  persuadir 
su  inteligencia  ;  sobre  todo  cuando  se  trata,  como  en  tu 
caso,  de  ser  casi  literalmente  (tú  me  lo  dijiste)  un  simple 
pastor  de  ovejas". 

"El  -cura  viejo  poco  te  dejaría  hablar  porque  es  de 
aquellos  hombres  que  se  lo  dicen  todo  y  sólo  tienen  oídos 
para  sus  propias  palabras.  Pero  esta  clase  de  hombres, 
contentos  de  su  suerte  y  llenos  de  sí,  suelen  ser  benévo- 
los al  juzgar  a  sus  semejantes  ;  y  él  también  fue  duro  al 
juzgarte". 

¡Cuánto  nos  equivocamos  al  tratar  de  penetrar  en  el 
corazón  de  nuestros  semejantes!  Yo  creía  que  el  cura 
viejo  era  un  hombre  ya  fatigado  y  desgastado  por  la  vida, 
incapaz  de  juzgar,  y  por  lo  mismo  incapaz  de  juzgar  mal 
a  nadie.  Pero  he  aquí  que  todos  los  hombres  son  distintos 
no  digo  al  ideal  cristiano,  sino  a  la  idea  que  nosotros  nos 
formamos  de  ellos. 

"También  recibí  una  carta  del  notario  del  pueblo,  que 
me  pareció  hombre  sensato  aunque  ampuloso  y  un  tanto 
perturbado  por  la  pasión  política.  Me  mandaba  un  recorte 
de  prensa,  con  un  extenso  artículo  sobre  lo  que  él  llama 
tu  caso.  Se  quejaba  de  que  estabas  interviniendo  en  la 
política  del  vecindario,  con  tan  mala  suerte,  que  te  habías 
enajenado  la  buena  voluntad  del  alcalde  cuando  estuviste 
a  dos  dedos  de  cometer  el  delito  de  auxiliar  en  su  fuga 
a  un  criminal  redomado  que  había  dado  muerte  a  su  pro- 
pio padre  y  luego  quiso  que  lo  acogieras  bajo  el  ala. 
Hoy,  hijo  mío,  ya  no  hay  derecho  de  asilo". 

Es  imposible  que  lo  haya.  Antiguamente  los  hombres, 
si  no  practicaban  la  caridad,  cuando  menos  la  respetaban 
en  sus  ministros.  Era  en  los  tiempos  en  que  se  alzaban  en 
medio  de  las  aldeas,  más  altos  que  las  torres  de  los  cas- 
tillos, los  cimborrios  y  las  agujas  de  las  catedrales.  El 
señor  feudal  no  penetraba  en  el  interior  de  las  naves  para 


145 


perseguir  al  siervo  alzado;  pero  hoy  los  hombres  siguen 
odiándose  y  persiguiéndose  como  entonces,  pero  ni  si- 
quiera construyen  catedrales  donde  su  barbarie  se  detenga. 

"El  gobernador  del  departamento  me  dirigió  una  co- 
municación muy  comedida,  porque  al  través  de  su  estilo 
seco  e  impersonal  se  ve  que  es  un  buen  funcionario  ;  y  en 
ella  me  decía  que  tú,  olvidando  que  existen  ciertos  proce- 
dimientos administrativos  cuyo  desconocimiento  por  un 
cura  de  pueblo  es  inconcebible  para  un  gobernador,  le 
hablas  pedido  un  investigador  especial  como  si  no  hubiera 
juez  donde  te  encontrabas,  o  como  si  en  tres  días  te  hu- 
bieras formado  sobre  él  un  juicio  temerario.  Y  por  algo 
sería  que  el  ministro  de  guerra  para  mi  información  nada 
más,  me  remitió  una  copia  de  un  parte  del  sargento  en 
que  se  dice  en  términos  bastantes  rudos  y  militares  que 
tú  pretendes  entrabar  la  acción  pacificadora  que  desarro- 
llan las  autoridades  en  la  provincia.  Eso  quiere  decir,  en 
doblones,  que  te  estás  metiendo  en  lo  que  no  te  importa. 
Aunque  imagino  que  el  criterio  de  quien  está  formado  en 
un  cuartel  no  tiene  por  qué  ser  más  claro  que  el  de 
quien  se  crió  en  un  Seminario,  en  materias  de  orden  pú- 
blico y  seguridad  social  tengo  que  concederle  más  impor- 
tancia que  a  tu  opinión,  hijo  mío,  a  la  de  un  sargento  en 
quien  ha  depositado  su  confianza  el  gobierno". 

Dad  a  Dios  lo  que  es  de  Dios,  y  al  César  lo  que  es 
del  César,  me  decía  Su  Excelencia  hace  un  instante.  ¿Pero 
quién,  sino  Dios  mismo,  podría  establecer  esa  frontera 
entre  lo  divino  y  lo  humano,  entre  el  espíritu  y  la  carne, 
entre  la  conveniencia  pública  y  la  moral  privada?  ¿Y 
cuándo  la  injusticia  del  César  puede  ponerle  vallas  a  la 
misericordia  del  Cristo? 

"No  dejó  de  impresionarme  mucho  el  que  un  gober- 
nador, un  sargento,  un  ministro  del  despacho,  un  notario 
y  un  cura  viejo  de  pueblo,  coincidieran  todos  en  afirmar 
que  desde  el  día  en  que  llegaste  a  aquel  plácido  y  aco- 
gedor retiro  que  tú  soñabas,  el  páramo  se  convirtió  en  un 
infierno.  La  principal  queja  de  todos,  la  que  sostuvieron 
con  mayor  énfasis  los  miembros  del  Directorio,  consiste 
en  que  tú  intervienes  en  asuntos  políticos  que  no  son  de 
tu  incumbencia,  por  lo  cual  te  conviertes  en  piedra  de 
escándalo  y  manzana  de  la  discordia  a  donde  vas  lle- 
gando. Ya  me  lo  había  dicho  el  notario  en  su  carta,  con 
más  desenfado  y  su  punta  de  gracia,  porque  bien  se  ve 
que  el  hombre  no  es  lerdo.  Me  había  dicho  que  en  prin- 
cipio los  curas  de  pueblo  no  deben  ocuparse  de  política, 
pero  que  si  lo  hacen  debe  ser  por  lo  alto,  es  decir,  con 


146 


los  buenos  y  no  con  los  malos  "no  con  los  liberales  sino 
con  los  conservadores".  ¡Absurdos  y  necedades,  hijo  mío! 
Los  curas  buenos  no  deben  meterse  en  esos  andurriales, 
como  te  lo  repetí  cien  veces  antes  de  que  te  fueras.  El  sa- 
cerdote no  puede  servir  a  dos  señores,  cuando  para  él  no 
existe  sino  Nuestro  Señor.  Es  El  como  el  buen  pastor,  que 
conoce  sus  ovejas,  y  las  ovejas  lo  conocen  a  él,  etc.". 

Con  los  ojos  velados  por  la  vergüenza  y  por  la  indig- 
nación, el  cura  permaneció  largo  tiempo  con  la  carta 
en  la  mano,  sin  querer  avanzar  una  línea  más,  confuso  y 
descorazonado  ;  pero  su  conciencia  no  le  remordía.  El  no 
había  prejuzgado  a  nadie,  ni  había  amparado  la  fuga  de 
un  criminal,  ni  había  impedido  la  acción  de  la  justicia,  ni 
se  había  metido  en  asuntos  que  no  le  interesaban.  Había 
querido,  sí,  que  las  autoridades  fuesen  más  dulces  y  com- 
prensivas con  los  presos  ;  que  no  se  condenara,  sin  oírlo, 
a  un  pobre  desgraciado  a  quien  abrumaban  todas  las  cir- 
cunstancias ;  que  el  pueblo,  exaltado  por  pasiones  incon- 
fesables, no  se  convirtiese  en  una  cueva  de  bandidos  : 
porque  no  otra  cosa  podía  solicitar  su  corazón  de  buen 
cristiano.  Además,  no  podía  apartarse  de  su  memoria  la 
confesión  del  sacristán,  ni  las  terribles  alusiones  de  la 
señora  Ursulita,  pero  el  secreto  de  la  confesión  le  había 
atado  la  lengua  para  la  eternidad. 

—  ¡Ea!  Apuremos  este  cáliz  hasta  el  fin  — se  dijo  a  sí 
mismo  y  siguió  leyendo  : 

"Ya  tendremos  ocasión,  hijo  mío,  de  conversar  larga- 
mente sobre  las  amargas  experiencias  que  has  tenido  en 
el  pueblo.  Espero  que  de  ellas  saldrás  purgado  de  tus 
imperfecciones  y  fortalecido  en  tu  fe,  porque  de  buenos 
cristianos  es  recibir  los  golpes  de  la  adversidad  con  el 
corazón  ligero.  He  resuelto  retirarte  de  ese  curato  del 
pueblo  de  arriba  y  traerte  al  Seminario  para  que  domes 
aquí  tu  temperamento  exaltado,  metiendo  en  cintura  tus 
infantiles  arrogancias  como  maestro  de  los  seminaristas 
del  primer  curso.  Nada  apacigua  más  a  un  corazón  en- 
fermo, hijo  mío,  que  el  contacto  con  los  inocentes.  No 
vendrás,  pues,  a  enseñar  teología,  ni  a  predicar  sermones, 
ni  a  escribir  libros,  como  yo  deseaba  que  lo  hicieras  y 
como  tú,  por  necia  obstinación,  no  quisiste  que  fuese. 
Confundiste  tus  caprichos  con  una  vocación  de  sacrificio, 
y  en  esto  me  parece  que  se  refleja  el  orgullo  de  que  atrás 
te  hablaba.  Vendrás  al  Seminario  menor  a  enseñar  a  los 
niños  gramática  y  ortografía.  A  su  vez,  ellos  te  enseñarán 


147 


a  ser  humilde.  Su  trato  ingenuo  y  dulce  te  curará,  debes 
estar  seguro,  de.  la  impotente  melan-colía  en  que  te  habrá 
sumido  el  áspero  comercio  con  los  hombres". 

Está  bien,  pensó  el  cura.  Yo  cargué  voluntariamente 
esta  cruz  y  Dios  quiso  enviarme  un  coro  de  ángeles  o  de 
niños  para  que  me  ayudasen  a  cargarla  como  cirineos. 
Sólo  El  sabe  que  no  fue  el  orgullo  sino  la  humildad,  que 
no  fue  el  demonio  sino  Cristo,  quien  me  condujo  por  este 
camino  del  Calvario  que  sólo  desemboca  en  la  confusión 
y  en  las  nieblas.  ¿No  me  siento  intimamente  feliz?  ¿No 
me  alegro  hasta  las  lágrimas  de  que  Cristo  se  haya  dig- 
nado redimirme  personalmente,  sacándome  de  este  purga- 
torio del  páramo? 

Monseñor  terminaba  de  esta  manera  : 

"Aunque  esto  que  voy  a  decirte  sólo  debes  tomarlo 
en  sentido  figurado,  porque  aquí  no  te  habla  el  obispo 
sino  el  padre,  haz  cuenta,  hijo  mío,  que  se  te  volvió  el 
Cristo  de  espaldas.  Pero  ten  la  seguridad  de  que  lo  vas  a 
encontrar  otra  vez  entre  los  niños,  en  el  Seminario.  Aun- 
que imagino  que  ya  estarás  pensando  que  si  no  pudiste 
ser  cura  de  pueblo,  ahora  serás  monje  en  la  Tebaida  para 
volverte  santo.  Nada,  hijo  mío  :  por  lo  pronto  yo  te  ense- 
ñaré a  ser  el  buen  sacerdote  que  Dios  quiere  qué  seas  y 
de  cuya  humildad  habré  de  enorgullecerme  algún  día, 
porque  te  considero  mi  obra  y  eso  me  basta". 

El  buen  cura  tuvo  un  sobresalto  de  rebeldía,  pero  no 
tardó  en  bajar  los  ojos  y  agachar  la  cabeza.  ¿Por  qué, 
entre  todos,  habría  de  estar  él  equivocado?  ¿No  dijo 
Cristo,  trazando  una  línea  de  conducta  a  quienes  procuran 
imitarlo  :  "Bienaventurados  los  que  sufren  persecución  por 
la  justicia,  porque  de  ellos  es  el  Reino  de  Dios?". 

Tuvo  la  tentación  de  sentarse  a  escribir,  para  decirle 
al  obispo  con  cuatro  rasgos  lo  que  seguramente  no  se 
atrevería  a  explicarle  de  viva  voz,  cuando  se  le  presen- 
tara en  el  Seminario  : 

— Si  pequé,  no  fue  por  orgullo  sino  por  ligereza;  no 
fue  de  malicioso  sino  de  ingenuo,  y  Dios  perdona  y  ama  a 
los  niños  porque  son  ingenuos  y  no  son  maliciosos.  El 
Cristo  no  se  me  volvió  de  espaldas,  Excelencia,  porque 
yo  lo  siento  vivo  y  ardiente  en  mi  corazón  y  mi  corazón 
no  me  engaña.  Verá  Su  Excelencia  :  lo  que  ocurre  es  que 
los  hombres  le  volvieron  las  espaldas  al  Cristo. 


148 


Cuando  emprendió  aquella  misma  tarde  camino  para 
el  monte,  sin  que  nadie  saliera  a  acompañarlo  hasta  la 
primera  revuelta,  ni  le  gritara  nadie  como  suele  decirse 
por  cortesía  :  "¡Buen  viaje!  ¡Que  Dios  lo  traiga  pronto!", 
el  pueblo  quedó  sumido  entre  las  nieblas  y  el  humo  de  las 
quemazones  del  páramo.  Lo  vio  un  momento  como  lo 
viera  la  primera  vez,  desde  la  roca  del  Alto  de  la  Cruz  : 
blanco,  limpio,  luminoso,  con  la  torrecita  mocha  de  la 
iglesia  que  se  erguía  como  la  flor  del  frailejón,  apuntando 
al  cielo  grisoso  que  cernia  la  luz  de  las  primeras  estrellas. 

El  demonio  le  trajo  a  la  memoria  aquellas  duras  pa- 
labras de  Cristo  a  los  Apóstoles  : 

"En  cualquier  casa  que  encontréis,  permaneced  allí,  y 
no  la  dejéis  hasta  la  partida.  Y  donde  nadie  os  recibiere, 
al  salir  de  la  ciudad  sacudid  aún  el  polvo  de  vuestras  san- 
dalias, en  testimonio  contra  sus  moradores". 

Pero  pudo  más  su  compasión  por  el  rebaño  perdido, 
y  así,  cuando  picó  con  los  tacones  los  ijares  de  la  muía 
para  seguir  adelante,  dijo  interiormente  : 

— ¡Señor,  perdónalos  porque  no  saben  lo  que  hacen! 


149 


INDICE 


Cap.  Pág. 

I.    La  noche  del  jueves    9 

II.    La  mañana  del  viernes    31 

III.  El  viernes  por  la  noche   59 

IV.  La  madrugada  del  sábado    83 

V.    El  sábado  por  la  noche    91 

VI.    El  domingo  es  fiesta    105 

VII.    El  domingo  por  la  tarde    118 

VIII.    Y  el  lunes    131 


151 


Organización  Continental  de 
los  Festivales  del  Libro 

Lima  -  Quito  -  Bogotá  -  Caracas  -  Río  de  Janeiro  - 
México  -  La  Habana 


MANUEL  MUJICA  GALLO  MANUEL  SCORZA 

PRESIDENTE  DIRECTOR  GENERAL 

Perú  :  Miguel  SCORZA  Colombia  :  Alberto  ZALAMEA 
Ecuador :  Jorge  ICAZA  Venezuela  :  Juan  LISCANO 

Cuba:  Alejo  CARPENTIER 

Director  Técnico  :   FRANCISCO  CAMPODONICO 


La  Biblioteca  Básica  de  Cultura  Latinoamericana  que, 
a  través  de  multitudinarios  Festivales  del  Libro,  se  está 
jormando  en  centenares  de  miles  de  hogares  latinoameri- 
canos, responde  a  una  imperiosa  necesidad  :  difundir  los 
libros  fundamentales  de  la  cultura  latinoamericana. 

Tal  objetivo  sólo  podía  lograrse  sacando  el  libro  de  los 
anaqxieles  y  las  bibliotecas  y,  ofreciéndolo  en  plena  calle, 
en  la  plaza  pública,  reduciendo  al  mismo  tiempo  su  precio 
hasta  ponerlo,  verdaderamente,  al  alcance  de  todos. 

Esto  es  lo  que  han  logrado  los  Festivales  del  Libro, 
que  vienen  publicando,  semestralmente ,  las  series  que  for- 
man la  Biblioteca  Básica  de  Cultura  Latinoamericana.  En 
ella  figuran  las  obras  más  importantes  de  la  literatura,  del 
ensayo  y  de  la  historia  de  América,  incorporadas  a  través 
de  la  más  rigurosa  selección,  especialmente  cuidada  en  el 
caso  de  aquellos  libros  que,  debido  a  prejuicios,  a  desco- 
nocimiento o  falta  de  circulación,  no  habían  alcanzado  la 
difusión  que  merecen. 

La  Biblioteca  Básica  de  Cultura  Latinoamericana  es  el 
medio  más  adecuado  para  alcanzar  un  conocimiento  inte- 
gral de  la  rica  y  variada  cultura  latinoamericana,  tan  fal- 
seada por  fáciles  sumarios. 


Biblioteca  Básica  de  Cultura  Latinoamericana 

Dirigida  por  Manuel  Scorza 


PRIMER    FESTIVAL    DEL    LIBRO  PERUANO 

1»  y  2*  Ediciones  :    150,000  ejemplares 

1)  LUIS  E.   VALCARCEL    NARRACIONES   Y   LEYENDAS  INCAS. 

2)  GARCILASO  INCA  DE  LA  VEGA.   HISTORIA  DE   LA  FLORIDA. 

3)  RICARDO  PALMA,  TRADICIONES   PERUANAS    (primera  serie). 

4)  LOS    MEJORES    CUENTOS    PERUANOS    (tomo  I). 

5)  LOS    MEJORES    CUENTOS    PERUANOS     (tomo  II). 

6)  MANUEL  GONZALEZ  PRADA,  ENSAYOS  ESCOGIDOS. 

7)  JOSE   SANTOS   CHOCANO,    POEMAS  ESCOGIDOS. 

8)  JOSE  DE  LA  RIVA  AGÜERO,   PAISAJES  PERUANOS. 

9)  CESAR  VALLEJO,    POEMAS  ESCOGIDOS. 

10)    JOSE   CARLOS  MARIATEGUL    ENSAYOS  ESCOGIDOS. 


SEGUNDO   FESTIVAL   DEL   LIBRO  PERUANO 

1^  Edición  :  150,000  ejemplares 

U)    ANONIMO,    OLLANTAY,    LEYENDAS   Y    POESIAS  QUECHUAS. 

12)  GARCILASO   INCA   DE   LA   VEGA,    RECUERDOS   DE  INFANCIA 

Y  JUVENTUD. 

13)  RICARDO   PALMA,   TRADICIONES    PERUANAS    (segunda  serie). 

14)  CIRO    ALEGRIA,    LOS    PERROS  HAMBRIENTOS. 

15)  JOSE   MARIA   EGUREN,    POESIAS  ESCOGIDAS. 

16)  MANUEL    MUJICA    GALLO,     PRECURSORES    DE    LA  EMANCI- 

PACION. 

17)  ENRIQUE  LOPEZ   ALBUJAR,   LOS   MEJORES  CUENTOS. 

18)  POESIA    AMOROSA    MODERNA    DEL  PERU. 

19)  CUENTISTAS    MODERNOS   Y  CONTEMPORANEOS. 

20)  SATIRICOS   Y   COSTUMBRISTAS  PERUANOS. 


TERCER   FESTIVAL   DEL   LIBRO  PERUANO 

1?   Edición  :    500,000  ejemplares 

21  y  22)  CIRO  ALEGRIA,  EL  MUNDO  ES  ANCHO  Y  AJENO. 
231     MARIANO  AZUELA,    LOS   DE  ABAJO. 

24)  ENRIQUE  LOPEZ  ALBUJAR,  MATALACHE. 

25)  JOSE   HERNANDEZ,    MARTIN  FIERRO. 


26)  HORACIO  QUIROGA,  CUENTOS  DE  AMOR,  DE  LOCURA  Y  DE 

MUERTE. 

27)  JORGE    ICAZA.  HUASIPUNGO. 

28)  LOS    MEJORES   CUENTOS  AMERICANOS. 

29  y  30)    ROMULO  GALLEGOS,  DOÑA  BARBARA. 


CUARTO  FESTIVAL  DEL  LIBRO  PERUANO 

2*   Edición  :    250,000  ejemplares 

31)  RICARDO   PALMA,   TRADICIONES    PERUANAS    (tercera  serie). 

32)  JOSE   DIEZ   CANSECO.    ESTAMPAS  MULATAS. 

33)  CARLOS    CAMINO    CALDERON,    EL  DAÑO. 

34)  PRIMER    PANORAMA   DEL   ENSAYO  PERUANO. 

35)  PABLO  NERUDA,   VEINTE   POEMAS   DE  AMOR. 

36)  RICARDO    GÜIRALDES,    DON    SEGUNDO  SOMBRA. 

37)  ROMULO  GALLEGOS,  CANTACLARO. 

38)  ALEJO   CARFENTIER,    EL    REINO    DE    ESTE  MUNDO. 
39  y  401    JOSE  EUSTASIO  RIVERA,   LA  VORAGINE. 


PRIMER   FESTIVAL  DEL   LIBRO  VENEZOLANO 

Director:  JUAN  LISCANO 
1'  Edición  :   300,000  ejemplares 

41)  ROMULO  GALLEGOS,  CANTACLARO. 

42)  TERESA  DE  LA  PARRA,   MEMORIAS  DE   MAMA  BLANCA. 

43)  ARTURO  USLAR  PIETRI,   LAS   LANZAS  COLORADAS. 

44)  ALEJO  CARFENTIER,   EL   REINO   DE   ESTE  MUNDO. 

45)  MARIANO  PICON  SALAS,   LOS   DIAS   DE   CIPRIANO  CASTRO. 

46)  MIGUEL   OTERO   SILVA,    CASAS  MUERTAS. 

47)  LOS   MEJORES  CUENTOS  VENEZOLANOS. 

48)  LAS    MEJORES    POESIAS  VENEZOLANAS. 

49)  ARISTIDES    ROJAS,    LEYENDAS    HISTORICAS    DE  VENEZUELA 

(tomo  Ii. 

50)  SATIRICOS    Y    COSTUMBRISTAS  VENEZOLANOS. 


SEGUNDO  FESTIVAL  DEL  LIBRO  VENEZOLANO 

1^  Edición  :  250,000  ejemplares 

51)  LAS    MEJORES    PAGINAS    DE    SIMON    BOLIVAR,    antología  de 

ARTURO    USLAR  PIETRI. 

52)  LOS   MEJORES  POEMAS  DE  ANDRES  ELOY  BLANCO. 


53»  LOS  MEJORES  CUENTOS  DE  JOSE  RAFAEL  POCATERRA. 

541  ANTONIO   ARRAIZ.    PUROS  HOMBRES. 

551  RAMON  DIAZ  SANCHEZ,  CU  M  BOTO. 

56)  ENRIQUE  BERNARDO  NUÑEZ.  CUBAGÜA. 

57»  PICON  SALAS  :   PEDRO  CLAVER. 

58)  LOS    MEJORES    ENSAYISTAS  VENEZOLANOS. 

59)  ARISTIDES   ROJAS,    LEYENDAS   HISTORICAS   DE  VENEZUELA 

(tomo  II). 

60)  SATIRICOS  Y  COSTUMBRISTAS  VENEZOLANOS   (tomo  II). 


TERCER    FESTIVAL    DEL   LIBRO  VENEZOLANO 

Homenaje  a  Rómulo  Gallegos 
1^  Edición  :   250,000  ejemplares 

611  REINALDO  SOLAR. 

62)  LA  TREPADORA. 

63)  DOÑA  BARBARA. 

64)  CANTACLARO. 

65)  CANAIMA. 

66)  POBRE  NEGRO. 

67)  EL  FORASTERO. 

68)  SOBRE    LA    MISMA  TIERRA. 

69)  LA   BRIZNA   DE   PAJA   EN   EL  VIENTO. 

70)  LOS   MEJORES  CUENTOS  DE  ROMULO  GALLEGOS. 


PRIMER  FESTIVAL  DEL  LIBRO  COLOMBIANO 

Director:  ALBERTO  ZALAMEA 
1*  Edición  :   250,000  ejemplares 

71)  JOSE  MARIA  CORDOVEZ  MOURE,  REMINISCENCIAS  DE  SAN- 

TAFE  Y  BOGOTA. 

72)  TOMAS  CARRASQUILLA,  SUS   MEJORES  CUENTOS. 

73)  EDUARDO  ZALAMEA,  CUATRO  AlviOS  A  BORDO  DE  MI  MISMO. 

74)  EDUARDO  CABALLERO  CALDERON,  EL  CRISTO  DE  ESPALDAS. 

75)  HERNANDO  TELLEZ,  SUS   MEJORES  PROSAS. 

76)  LOS   MEJORES  CUENTOS  COLOMBIANOS. 

77)  LAS   MEJORES   POESIAS  COLOMBIANAS. 

78)  JORGE    ZALAMEA,     EL     GRAN     BURUNDUN     BURUNDA  HA 

MUERTO. 

79)  GARCIA  MARQUEZ,   LA  HOJARASCA. 

80)  GERMAN  ARCINIEGAS.   EL  CABALLERO   DE   EL  DORADO. 


PRIMER  FESTIVAL  DEL  LIBRO  ECUATORIANO 


Director:    JORGE  ICAZA 
1»  Edición :    100,000  ejemplares 

81)  JUAN    MONTALVO.    CATILIN  ARIAS. 

82)  JUAN  LEON   MERA,  CUMANDA. 
831  MARTINEZ,   A    LA  COSTA. 

84)  LAS    MEJORES    POESIAS    ECUATORIANAS    Itomo  1). 

85)  LOS   MEJORES   CUENTOS   ECUATORIANOS    (tomo  Ii. 

86)  LOS    MEJORES   CUENTOS    ECUATORIANOS  (tomo 

87l  LEOPOLDO  BENITEZ.   LOS   ARGONAUTAS   DE   LA  SELVA. 

881  PAREJA  DIEZ  CANSECO.   MIGUEL  DE  SANTIAGO. 

891  ENRIQUE  TERAN,   EL  COJO  NAVARRETE. 

90)  JORGE   ICAZA,    EL   CHULLA    ROMERO    Y  FLORES. 


PRIMER  FESTIVAL  DEL  LIBRO  CUBANO 

Director:  ALEJO  CARPENTIER 
1'  Edición  :    300,000  ejemplares 

911  CIRILO   VILLAVERDE,   CECILIA  VALDES. 

92)  JOSE  MARTI.  SUS  MEJORES  PAGINAS   (tomo  I).  Antología  de 

JOSE  ANTONIO  PORTUONDO. 

93)  JOSE  MARTI,   SUS   MEJORES   PAGINAS    (tomo  ID. 

94)  MIGUEL  DE  CARRION,   LAS  IMPURAS. 

95)  LOS  MEJORES  POEMAS  DE  NICOLAS  GUILLEN. 

96)  ALEJO   CARPENTIER,    EL   SIGLO   DE   LAS  LUCES. 

97)  LOS  MEJORES  CUENTOS  CUBANOS. 
981  LAS    MEJORES    POESIAS  CUBANAS. 

991  LOS   MEJORES   ENSAYISTAS  CUBANOS. 

lOOi  LEYENDAS   NEGRAS  DE  CUBA   Y   EL  CARIBE. 


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PARA  EDITORA  LATINOAMERICANA  S.  A.,  POR 
CONVENIO  ESPECIAL  CON  LA  ORGANIZACION 
CONTINENTAL  DE  LOS  FESTIVALES  DEL 
LIBRO,  REPRESENTADOS  EN  COLOMBIA  POR 
COMPAÑIA  GRANCOLOMBIANA  DE  EDICIONES 
S.  A. 


EL  CRISTO  DE  ESPALDAS 


Eduardo  Caballero  Calderón  nació  en 
Bogotá  el  6  de  marzo  de  1910.  Ocupó 
diversos  puestos  diplomáticos  y  viajó 
por  toda  América  y  parte  de  Europa, 
siendo  nombrado  Encargado  de  Nego- 
cios de  Colombia  en  Madrid  en  1947. 
En  1943  había  sido  ya  elegido  miembro 
de  la  Academia  Colombiana  de  la  Len- 
gua y  es  también  correspondiente  de  la 
Real  Academia  Española. 

Su  labor  literaria  es  incesante.  Escribe 
en  distintos  periódicos,  y  sus  libros,  pu- 
blicados en  la  Argentina,  España  y  Co- 
lombia, han  alcanzado  una  gran  audien- 
cia, así  se  trate  de  sus  novelas,  de  sus 
ensayos  literarios  o  de  sus  obras  políticas. 
Son  los  más  notables:  Tipacoque,  Brevia- 
rio del  Quijote  y  Ancha  es  Castilla. 

Culmina  ahora  la  etapa  de  su  madurez 
con  el  libro  que  ofrecemos  a  nuestros  lec- 
tores. Pungente  en  su  sencillez  el  título: 
El  Cristo  de  Espaldas.  Grande  el  tema,  en 
su  cotidiana  ocurrencia:  la  lucha  entre  el 
bien  y  el  mal.  Clásica  la  unidad  de  acción, 
que  abarca  apenas  el  dramático  curso  de 
cinco  días.  Claro  y  llano  el  estilo,  que 
dibuja  los  retratos  de  los  personajes,  pin- 
ta el  escenario  y  narra  los  hechos  sin  di- 
vagaciones ni  adornos  supérfluos.  Sosteni- 
do y  creciente  el  interés  que  nos  lleva  a 
leer  el  libro  de  una  sola  sentada,  come  se 
dice  famiUar  y  gráficamente. 

El  Cristo  de  Espaldas  está  llamada  a 
ser  en  breve  tiempo  una  de  lg|  novelas 
clásicas  de  la  América  Latina. , Sus  epi- 
sodios y  personajes  no  son  pijvativos  de 
Colombia,  sino  que  pertenecen  a  la  his- 
toria latinoamericana. 

ORGANIZACION  CONTINENTAL 
DE  LOS  FESTIVALES  DEL  LIBRO 


Carátula  de  Carlos  hiendo