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JUM "lí 1980
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] NOE HERRERA
SALES OF COLOMBIAN BOOKS
APARTADO AEREO 12053
BOGOTA, COLOMBIA
EL CRISTO DE ESPALDAS
BIBLIOTECA BASICA DE CULTURA COLOMBIANA
Dirigida por EDUARDO CABALLERO CALDERON
Comisión Organizadora: ALBERTO ZALAMEA, Presidente
PRIMERA SERIE
lí-José María Cordovez Moure, REMINISCENCIAS DE SANTAFE
Y BOGOTA.
2. — Tomás CarrasquiUa, SUS MEJORES CUENTOS.
3. — Eduardo Zalamea, CUATRO AÑOS A BORDO DE MI MISMO.
4. — Eduardo CabaUero Calderón, EL CRISTO DE ESPALDAS.
5. — Hernando Téllez, SUS MEJORES PROSAS.
6. — LOS MEJORES CUENTOS COLOMBIANOS.
l.—LAS MEJORES POESIAS COLOMBIANAS.
8. — Jorge Zalamea, EL GRAN BURUNDUN-BURUNDA HA
MUERTO.
9. — García Márquez, LA HOJARASCA.
10.— Germán Arciniegas, EL CABALLERO DE EL DORADO.
SEGUNDA SERIE
en preparación
E. CABALLERO CALDERONPRÍfíca:
EL CRISTO
DE ESPALDAS
m m. MU mu
PRIMER FESTIVAL DEL LIBRO COLOMBIANO
ORGANIZACION CONTINENTAL DE LOS FESTIVALES DEL LIBRO
Caracas - Bogotá - Lima - Quito - La Habana - México -
Rio de Janeiro.
COMPAÑIA GRANCOLOMBIANA DE EDICIONES S. A.
Representante autorizado de la Organización Continental
de los Festivales del Libro.
Todos los derechos reservados para la Editora Latinoamericana S. A.
de Lima, Perú, representante autorizado de la "Organización Con-
tinental de los Festivales del Libro". Bogotá, Colombia. Las palabras
"Biblioteca Básica de Cultura", seguida de calificativos de nacio-
nalidad; así como la frase "Festival del Libro", antecedida por
correlativos y seguida de calificativos de nacionalidad, se reservan
íntegramente, en todos los países de América Latina, incluyendo
derechos de traducción y adaptación, para Editora Latinoamericana
S. A. y la Organización Continental de los Festivales del Libro.
"En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos : Mirad
que yo os envío como ovejas en medio de lobos; por
tanto habéis de ser prudentes como serpientes, y sen-
cillos como palomas. Recataos, empero, de los tales
hombres; pues os delatarán a los tribunales, y os azo-
tarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis condu-
cidos ante los gobernadores y los reyes para dar tes-
timonio de mí a ellos y a las naciones. Si bien cuando
os hicieren comparecer, no os dé cuidado el cómo o lo
que habéis de hablar, porque os será dado en aquella
misma hora lo que hayáis de decir; puesto que no sois
vosotros quien habla entonces, sino el Espíritu de
vuestro Padre, el cual habla por vosotros. Entonces un
hermano entregará a su hermano a la muerte, y el
padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los pa-
dres, y los harán morir. Y vosotros vendréis a ser
odiados de todos por causa de mi nombre; pero quien
perseverase hasta el fin, éste se salvará".
(MATEO, X, 16-22).
CAPITULO I
LA NOCHE DEL JUEVES
DESDE la boca del monte, sobre im barranco negro talla-
do por la lluvia, bruñido por el viento cortante que
soplaba con fuerza, se veía allá abajo el estrecho valle
iluminado por un rayo de sol. Una mata de frailejón, pe-
ludo y gris como la oreja de un burro, brotaba entre las
grietas del barranco. Su flor amarilla tiritaba mecida por
el viento. A la orilla de im rio que espejeaba en su lecho
de rocas, resplandecía el pueblo en medio del valle, blan-
co, limpio, luminoso. La torre de la iglesia era la flor del
frailejón, apuntando al cielo lechoso del páramo, que cer-
nía la luz de las primeras estrellas.
Fue un instante nada más, porque de pronto cayó la
noche y un vapor frío y pegajoso disolvió los contornos
y los perfiles de las cosas. Tornó a ventear, y la llovizna
que había dejado de caer un momento, repicó en los flan-
cos humeantes de las muías y en el cuero tieso de los
zamarros. En el fondo del valle, ahora negro como un
abismo, comenzaron a parpadear unas luces.
— Ya prontico llegamos. Falta una legua de camino,
— dijo el sacristán cuya voz baja y opaca rasgó los oídos
del cura como la espada de ima mata de fique. Sacudió
éste las riendas de la muía, se arropó en el bayetón que
tenía un rústico olor a oveja, se caló el sombrero cubierto
con un forro de hule, y se entregó dócilmente a la capri-
chosa voluntad de la bestia. Esta se dejaba ir por el sen-
dero abajo, con paso duro y cauteloso. El sacristán, que
venía detrás con las alforjas y la maleta del cura atra-
vesada en la delantera de la enjalma, encendió un cabo
de chicote. Un humo apestoso, empujado por el viento,
llegó a las narices del cura.
— ¿Es grande el pueblo? — preguntó.
— ¿Qué dice sumercé?
— ¿Es grande el pueblo?
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—¿Qué?
— ¿Que si es grande el pueblo? . . .
— El viento no me dejaba oir. . . ¿Grande el pueblo? . . .
Allá lo verá sumercé...
Y no dijo más. El viento se ensañaba con el sombrero
del cura y mordía furioso las vueltas del bayetón. La llo-
vizna se filtraba por entre el embozo del abrigo y el cue-
llo de la sotana, y le clavaba agujas en la frente. A veces
se oían ladridos entre la niebla. Otras veces la muía pa-
raba en seco, sacudía la jáquima, estiraba las orejas y
resoplaba largamente. Dos lucecitas verdes y amarillas
cruzaron raudas a lo ancho del camino, entre barranco y
barranco.
— ¿Hay venado en estas montañas?
— ¿Cómo dice sumercé?
— ¿Hay venado?
— ¿Venados?... ¡Ave María Purísima!... Eso que vio
pasar la muía fue un difunto, un alma bendita...
— ¿Un alma bendita?
— O en pena, que es lo mismo. Aquí en la boca del
monte, que llaman el Alto de la Cruz, han despachado
para el otro toldo a mucha gente ... A mucha gente en-
diablada . . .
La muía sacudió los aperos, corroborando las pala-
bras del sacristán; meneó las orejas, despidió dos chorros
de vapor por las fauces, y se dejó ir otra vez bambolean-
te, con las patas tensas, por el camino abajo. El sacristán
le alargó al señor cura un frasco de aguardiente, para que
se calentara en aquel trance. El camino parecía abierto
a machetazos en los barrancos del páramo. Estaba salpi-
cado de cantos rodados que sacaban chispas a los cascos
de las muías, cuando tropezaban con ellos. Descendía en
espiral, con tan malos pasos en algunas partes, que temía
el cura romperse la crisma contra la arista de una roca
que sobresalía del talud, y hasta creyó rodar a veces mon-
te abajo, con todo y cabalgadura, al fondo del abismo.
¡Virgen Santísima! mascullaba entonces para darse áni-
mos, y se santiguaba por debajo del bayetón.
Los cascos de la muía repicaban ahora en un empe-
drado duro y desigual, más plano y abierto que el camino.
A lado y lado de las orejas del animal, bordeando aquello
que debía ser un callejón, blanqueaban vagamente las ta-
pias de unos solares. Grandes manchas de follaje sobre-
salían de las bardas. Una luz mortecina, de vela y no de
bombilla, alumbraba apenas en la esquina de la plaza la
vitela de un santo que estaba en una hornacina.
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— ¿No hay luz eléctrica en el pueblo? — , preguntó el
cura.
— ¿Luz eléctrica, dice sumercé? . . . ¡De eso no hay
por aquí! . . . ¡Para la falta que hace!
La plaza se abría enorme, difusa, silenciosa, limitada
por paredones que clareaban entre las sombras. La mole
de la iglesia irrumpió de pronto ante los ojos del cura,
en un momento en que la luna de invierno logró asomar
el rostro entre dos pesados nubarrones, para esconderse
en el acto. Tornó a llover. La muía, sin que el jinete tu-
viera necesidad de requerirla con las riendas, dio un res-
pingo y se paró en seco. Un perro que salió de algún
rincón de la desierta plaza, se acercó al grupo para hus-
mear y saludar a los viajeros. Ladró un momento, y luego
calló aburrido.
— Ahora sí estamos en la casa. Tenemos que entrar
por la iglesia, pues como la casa cural no tiene chapa ni
llave, toca cerrarla con un tranquero por dentro. ¿No sa-
bía sumercé? Pero desmóntese su reverencia, que yo le
tengo el estribo. No hay mal que cien años dure ni cuerpo
que lo resista, y ya llegamos. Voy a abrirle la puerta de
la iglesia. Por todas partes se va a Roma, decía el señor
cura viejo que se fue, y por aquí también podemos colar-
nos a la casa... ¡Si no lo sabré yo! ¡Cuarenta años de
sacristán en este pueblo!
A la lumbre del chicote, entre dos chupones que le
avivaron la candela, columbró el cura la cara del sacris-
tán, embutida entre el jipa y la ruana, erizada de pelos
hirsutos y abierta de oreja a oreja por un machetazo fe-
roz que dejaba al descubierto hasta las muelas cordales.
El señor cura sintió más repugnancia que espanto, como
cuando lo vio aquella mañana por primera vez.
Con lúgubre chirrido se entreabrió la portezuela em-
potrada en el paredón de calicanto, al lado de la puerta
central. El cura, precedido por el sacristán que había en-
cendido una cerilla para alumbrarle el camino, penetró
en aquella cueva helada, que repetía desmesuradamente
el ruido de los pasos. En el altar mayor, muy lejos, había
una claridad difusa.
— ¿No hay lámpara en el altar mayor? ¿No está el
Santísimo?
— No sumercé, no está, porque el señor cura viejo que
se fue para el pueblo de abajo — ¡lástima grande de hom-
bre!— consumió ayer en la madrugada todas las formas,
por si sumercé tardaba en llegar y quedaba la iglesia sola
por varios días. . . ¡Arre!. . . ¡Me estaba quemando los de-
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dos! Voy a encender otro fósforo. ¡Soplan aquí unos ven-
tarrones del lado del coro, que está sin vidrios! Y eso
que una vez los tapé con unos costales...
— ¿No hay vidrios en los ventanales?
— El señor cura viejo tenía la idea de hacer un bazar
para reunir con qué comprarlos. Hasta ahora, son meras
esperanzas. . .
— ¡Entonces, sigamos!
Y tropezando a veces con una banca que gemía al des-
pertar de un sueño sepulcral, y otras cayendo de bruces
en las gradas podridas de un confesonario, con los brazos
tendidos hacia adelante para tantear los obstáculos, el cura
seguía en pos del sacristán, que agitaba las gruesas llaves
de vez en cuando para orientarlo en las tinieblas. Pasaron
por un túnel largo y estrecho que olía a moho y debía ser
la sacristía, pues estaba lleno de trastos que crujían de
pronto, cerrando el paso. Por una puertecilla tan baja de
umbralado que fue necesario agacharse para franquearla,
salieron a un corredor o pasadizo, de tierra apisonada y
resbalosa. A trechos tendría charcos y hendeduras, porque
los pies del cura chapoteaban sonoramente entre el barro.
Una gallina que empollaba en las vigas del techo, al sen-
tirlos sacudió las alas y cacareó un momento. En un rin-
cón del corredor se oyó el gruñido de un perro, que al
olfatear al sacristán y oírse llamar por su nombre, volvió
a dormirse. Una canal rota goteaba sobre un tarro de lata.
Al final del corredor, tras una puerta de madera cuyas ho-
jas batían golpeadas por el viento, se encontraba la alcoba
destinada al párroco. El Caricortao encendió una nueva
cerilla^ mascullando maldiciones entre los dientes, y la
arrimo a un mechón de sebo que ensartado en una botella
de cerveza se encontraba sobre una mesa de palo. Este
trasto, con la cuja que se veía en el rincón y la silla de
estera desfondada que estaba junto a la cuja, componían
el mobiliario de la alcoba. El señor cura tiró del cajón de
la mesa, para guardar la cartera de sus papeles que no ha-
bía querido desamparar en todo el camino. Antes la abrió
con mucho tiento, y extrajo una cubierta grande, pesada,
sellada con lacre.
— Toma; me la dieron de parte del señor gobernador,
para el señor alcalde. Prefiero que la entregues esta mis-
ma noche, si no es muy tarde, porque me dijeron que es
cosa importante. Dile al alcalde que mañana iré a verle.
El sacristán agarró la cubierta con la mano que te-
nía libre, y se la puso entre los dientes, para levantar
con ambas manos y sin estorbos la maleta del cura. La
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descargó de un solo golpe sobre la mesa, y como un tinti-
neo metálico saliera del cajón, el cura acercó la vela para
ver lo que había.
— ¿Qué cosa es ésta?
Por un momento cruzó por su mente el pensamiento
de que aquello no podia ser sino un cilicio, y las manchas
negruzcas de sangre seca que tenia en las puntas, debían
provenir quizá de las carnes atormentadas del párroco
viejo. Se enterneció casi hasta verter lágrimas, por ser
hombre sensible a los dolores ajenos, y dijo con voz pau-
sada, para dominar el temblor que podría destemplarla :
— ¿Qué cosa es ésta?
— ¿Eso? . . . ¿Que qué es eso, dice sumercé? . . . ¡Pues
la espuela del señor cura viejo! ¡Y la falta que le habrá
hecho en esos tremedales del páramo, donde se entierran
las muías hasta la cincha y hay que sacarlas a espolazos!
¡Las maldiciones que me echó porque no encontré la ben-
dita espuela!
El sacristán se tocó el ala del jipa con dos dedos y dijo :
— Mañana vendré temprano a tocar las campanas para
la misa de cinco. Si recordará su reverencia que es primer
viernes. A las seis debe llegar la boba para barrer la casa
y preparar el desayuno. Por la tarde tenemos Rosario con
Bendición. Pasado mañana, que es sábado, hay confesio-
nes y doctrina para los chicos de la escuela. Si algo le
falta a sumercé, mañana me lo dice... ¡Ah! Ya se me
estaba olvidando... A yo me puede llamar el Caricor-
tao, que es como todos me mientan... Y buenas noches,
y que sumercé descanse. Voy corriendo a llevarle ese pa-
pel al alcalde.
— Dios te lo pague — dijo el cura tendiéndole un bi-
llete que el otro le rapó casi de la mano y se lo guardó
presto en la faltriquera, debajo de la ruana. El cura dio
un suspiro de alivio. Se encontraba solo, solo con su alma,
más solo que nunca lo hubiera estado a todo lo largo de
su vida, que no lo era, pues apenas llegaba a los veinti-
cinco años.
Con la mezquina ayuda de la vela, que no tardaría en
consumirse, hizo una minuciosa inspección de la habita-
ción donde habría de dormir años y años, según pensaba,
hasta encorvarse y envejecer y tal vez morir cualquier
noche tirado en aquel camastro. El cual estaba cubierto
con una sábana pegajosa, una almohada dura de tamo y
dos frazadas rojas que despedían un olor a ropá sucia y
sudada. Haciendo de tripas corazón y dominando el can-
sancio que le encalambraba las piernas, se desvistió apri-
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sa y se arrodilló al pie del lecho. Pensaba dormir de un
tirón una vez despachados las oraciones y el oficio. Dor-
miría hasta la madrugada, sin despertar un momento,
derrengado por el sueño y el cansancio.
Girones de imágenes, nieblas paramunas y ventoleras,
cruzaban de prisa ante sus ojos. Veía al Caricortao es-
perándolo en el pueblo de abajo, a la orilla de la carrete-
ra. . . Y el áspero camino, cortado por peñas y precipicios
que daban vértigo... Y la llovizna que le golpeaba el
rostro... El cansancio le entumecía las piernas... Pasaba
raudo el grupo amable de los seminaristas y los sacerdo-
tes que fueron sus profesores y directores en el Seminario.
El día de ayer lo despidieron con lágrimas en los ojos...
Y ahora volvía este dolor tenaz, sordo, en las corvas y la
cintura... La lluvia seguía cayendo, y una gota insistente,
pesada, monótona, golpeaba en el tarro de lata, en el co-
rredor. . .
— ¡Pensar que era una espuela! — sonrió amargamente.
Un ruido irregular se escuchaba del lado de la male-
ta que permanecía abierta, medio vacía, sobre la mesa.
Pensó que los ratones cenarían con su cepillo de dientes. . .
¡Bah! ¡Qué importa!... En aquel momento la vela se
esponjó en un postrer resplandor y se apagó de golpe.
Una racha helada golpeó las batientes de la puerta. Arro-
dillado al pie de la cama, el cura, vencido a medias por el
sueño pero sin poder al mismo tiempo dominar el
torrente de sus pensamientos, comenzó a rezar el Rosario...
El Caricortao había salido de la 'iglesia, y una vez en
el atrio, tomó las muías por el ronzal para llevarlas a
beber a la pila, antes de soltarles a que pasaran la noche
paciendo en la plaza. Era demasiado perezoso para ocu-
rrírsele llevarlas al potrero. En aquel momento brilló la
luz de una linterna en la ventana del alcalde, y se escuchó
un silbido.
— ¡Ya voy, mi amo! No le dejan a uno ni respirar — ,
masculló entre dientes.
Luego de beber dos o tres sorbos de agua en el chorro
de la pila, y limpiarse la hirsuta barba con una punta
de la ruana, arrastrando los píes se encaminó hacia el
alcalde. Un hombre de mediana edad, rostro abotargado,
barba descuidada, ojos legañosos, más dientes despor-
tillados en la boca, asomó la cabeza por entre el hueco
dejado en la ventana por un vidrio roto.
— ¿Qué tal? — dijo — . ¿Cómo te pareció el cura?
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El sacristán chasqueó la lengua contra el paladar y
menéo dubitativamente la cabeza.
— Asina no más, sumercé... ¡Muy mocito!... Tendrá
veinticinco años.
— ¡Ajá! ... En pocos días lo amansaremos y lo pon-
dremos a comer sal en la mano... ¿Me trajo la carta?
— Aquí mismito la tiene, sumercé. Advirtió el señor
cura que era muy importante, y agregó que mañana
pasaría a verlo... Se me ha metido en la cabera que son
las cédulas que sumercé estaba esperando . . .
— Tú cállate. ¿Qué te importa lo que venga en la
carta? ¡Y lárgate pronto! Ahora no corras a llevarle el
cuento al notario . . .
— Como el señor notario también estaba esperando las
cédulas.. . ¿Y sumercé no ha visto todavía al hijo de don
Roque Piragua?
— ¿Quién te contó que había llegado?
— Entonces sí era el hijo de don Roque Piragua el
que llegó esta tarde.
— Y tú, ¿qué sabes? ¿Pero por qué lo sabes?
— Me contaron allá abajo, en el otro pueblo, que había
contratado una bestia en la madrugada para subir al
Alto. . .
— ¡Pues yo no lo he visto! Hoy mismo le hice noti-
ficar por el secretario que sólo podría permanecer dos días
en este pueblo, mientras liquida la herencia. ¡No que-
remos rojos en el pueblo! El notario anda en esas cosas. . .
Lo estoy esperando...
— Y el viejo don Roque, ¿no ha dicho nada?
— Yo qué sé... Ahora, ¡lárgate!... Aunque no, espera
un momento. Corre hasta la tienda de la plaza de abajo,
y ves si ya salió el notario de la casa de don Roque...
Un bulto negro se desüzó pegado a las paredes, tan-
teándolas con las antenas de los brazos, y a poco llegó
ante la ventana del alcalde el propio señor notario. Era
bajo de cuerpo, viejo, achaparrado, y usaba unas gruesas
gafas de aro de plata, porque era muy cegato.
— ¡Por Dios, compadre! ¿Cuándo tendremos luz eléc-
trica en este pueblo? Ya la tienen todos los de la pro-
vincia, hasta los más infelices, menos éste. Por poco me
descalabro contra los barrotes de la cárcel, allí en la
esquina. . .
— ¿Y cómo le fue, compadre?
— Ahora lo verá, compadre . . . ¿También estás tú aquí,
Caricortao?
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— En este momentico me iba a buscarlo a sumercé,
por orden del señor alcalde...
— Entonces, ¿llegó el nuevo párroco?
— Lo dejé ahorita mismo en su casa.
— ¿Viejo... joven... simpático... taimado?
— Para decir, verdad, muy poco habla. Es jovencito.
Así, por encima, por lo que pude catear entre dos luces,
no tiene el temple del señor cura viejo. ¡Quién sabe si
será de los nuestros! ¡Eso Dios lo sabe!
— Ahora, vete... ¡Vete pronto!... Tengo que hablar
dos palabritas con el compadre antes de recogerme, que
ya es tarde... ¿Qué te quedas mirando? ¡Lárgate, he
dicho! Luego me avisarás lo del mandado... Mejor
mañana.
El sacristán, mohino, se arremangó las perneras de los
pantalones y sin prisa se adentró en las sombras de la
plaza, dio vuelta a la esquina y se perdió en la noche.
, — ¿Y qué hubo, compadre?
— Ahora lo verá, compadre . . . Ya quedó todo arre-
glado. De allá vengo, y don Roque y el Anacleto leyeron
y firmaron las escrituras. La herencia de la madre de
Anacleto vale unos cuarenta mil pesos, según mis cálcu-
los : la casa de la plaza de abajo, que es de las mejores
del pueblo ; la estancia de Agua Bonita, en el Alto de
la Cruz, que da muy buena papa cuando no hiela; dos
vacas, el caballo tuerto. . , Las ovejas sí son de don Roque.
— ¿Y la tienda hace parte de la casa?
— El local también es de Anacleto, pero las mercancías
son de don Roque, y para decirle verdad a mi compadre
es la tienda mejor surtida del pueblo. ¡Me río de la
de Rafo!
— ¿Y pudo hablar de aquellito con el muchacho,
compadre?
— Sí, señor, pude hablar con él. Tenía un tufo que
botaba de espaldas, pues se olía a leguas que había estado
bebiendo toda la tarde...
— ¡Con mi secretario, claro! Alguien me dijo que estu-
vieron de piquete donde las gordas...
— Como ante todo lo que quiere es dinero contante y
sonante, me dijo que estaba dispuesto a venderle a mi
compadre toda la herencia por veinte miil pesos : ima
mitad de contado y la otra mitad con letras. Tal como
convinimos con don Roque...
— ¡No está mal, no está mal! Sólo que mi compadre
tendrá que escribir esas letras, y conseguir el fiador.
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porque yo poco entiendo de esas marrullas de las leyes.
¿Y cuándo se va el muchacho?
— Mañana por la noche, en recibiendo la plata, por-
que la escritura de venta aquí la tengo ya firmada y en
regla... ¡No se quejarán don Roque ni mi compadre!
— Mañana celebraremos el negocio con un piquete en
la quebrada, que nos ofrece el viejo donde las gordas,
apenas despachemos al muchacho. He resuélto hacerlo
acompañar por los dos guardias del municipio hasta el
pueblo de abajo, porque me ha entrado espina de si no
va entrevistarse con los bandidos que andan escondidos
en Llano Redondo, por cuenta del Pío Quinto . . .
— ¡No me diga, compadre! ¿De manera que todavía
anda suelto ese bandido? ¡Parece mentira la debiüdad de
estos gobiernos!
— Pues el Pío Quinto Flechas está muy campante en
el otro pueblo, mangoneando a los rojos que sacamos de
aquí. Pero ya verán... ¡Allá les mandamos al cura viejo,
que es muy zorro . . . ! Por el camino se enderezan las
cargas, compadre. Arrieros somos y en el camino nos
encontramos.
— Así será, compadre. Y pasando a otra cosa : ¿no
mandó el señor cura una carta para don Roque Piragua?
Son las cedulitas que estábamos esperando...
— Mandó una carta, sí señor, pero no para don Roque,
sino para mí. Eso de las cédulas lo conversaremos más
tarde . . .
— Entonces mañana hablaremos, y si mi compadre
quiere, cuando venga el señor cura me manda llamar y
yo le diré después cómo me pareció el nuevo párroco.
¿Me presta su candela para encender este cigarro? ¡Gra-
cias, gracias! Ya me voy, porque otra vez está lloviendo
y la vieja no se duerme hasta que yo no llego. ¡Maldito
páramo!
— Y diga, compadre... ¿Se amistaron don Roque y el
Anacleto?
— No se dijeron esta boca es mía, como si no fueran
ni prójimos. El viejo no le perdonará nunca al muchacho
el haberle salido rojo. Conmigo sentía hasta vergüenza, y
apenas se atrevía a mirarme. El muchacho salió a su tío,
y es muy insolente. Cuando me despedí de ellos, que
ambos firmaron las escrituras sin mirarse, el viejo subió
renqueando las escaleras para acostarse en la pieza de
arriba, y el Anacleto se quedó en la de abajo, para dormir
sobre el mostrador de la tienda ... Yo tengo miedo ... Se
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me ha metido en la cabeza... ¡No sé si debería decír-
selo, compadre!
—¿Miedo?
— ¡Miedo de que ese rojo bandido del muchacho mate
un día de estos a don Roque, que es tan buen godo! ¡Tan
buen godo! Recuerde, compadre, que cuando don Roque
echó al muchacho de la casa, hace tres años, éste juró
que cualquier día volvería a vengarse . . .
— De veras... ¡Ya no me acordaba!
— Gracias a Dios se va mañana el Anacleto... ¡Ave
María Purísima!... ¡Haberle salido rojo ese muchacho!
Es lo que yo digo : cualquier día lo mata, porque de es-
tos rojos no hay que fiarse... Diga una cosa, compadre: ¿no
sería bueno que esta noche le mandara los guardias? En
fin: son aprensiones mías... ¡Buenas noches, compadre!
— ¡Buenas las tenga, compadre!
El cura, asaeteado por una legión de chinches que
habían practicado ayuno con abstinencia durante varios
días, y un ejército de pulgas que tenían hambre atrasada,
no pegaba los ojos. A tientas buscó entre los bolsillos de
la sotana, que tenía doblada sobre el espaldar del asiento,
una caja de fósforos. Cuando al fin la halló, restregó el
primero en el suelo, y afanosamente se dió a husmear por
los rincones y en el cajón de la mesa para ver qué encon-
traba para alumbrarse. En el cajón halló un cabo de vela,
que colocó en la botella con grandes precauciones, para
resguardarla del viento. Luego, tiritando, se arropó en el
bayetón que todavía húmedo colgaba de la cabecera de la
cama. ¡Todo sea por el amor de Dios!, dijo para sí, e
intentó rezar su Rosario. En su reloj eran las once de la
noche, y la llovizna continuaba cayendo. Quería concentrar
su espíritu en el rezo, pero la voluntad se le escapaba
como agua en cedazo. La rasquiña de las ronchas y el
dolor de las corvas y la cintura, no le daban reposo. Tenía
medio cuerpo en ascuas, y medio helado. Era un hombre
joven, de cuerpo alto y enjuto, endurecido en voluntarias
privaciones. Una seriedad prematura abría dos pliegues
paralelos en mitad de su frente, que era muy despejada ;
pero sus ojos negros y muy vivos tenían una mirada
irónica y risueña, como de niño. Porque este varón fuerte
padecía de una tentación que solía perturbar el curso
plácido y exaltado de su rica vida interior, y era que
veía el lado flaco de las personas, y el aspecto ridículo
de las cosas, y la paradójica contradicción que existe
entre las ideas y los hombres que las profesan, y los sen-
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timientos y los ojos a que se asoman. Prescindiendo de
esta particularidad de su carácter, que podría atribuirse
a su extrema juventud, era un hombre muy digno. A
veces lo desalentaba y aun lo llenaba de vergüenza la
pretensión de alcanzar la perfección de los santos. Mas es
lo cierto que en lugar de la sabiduría a que lo destinaban
sus maestros del Seminario, preferiría conquistar la paz
que se promete en este mundo a los verdaderos ascetas.
Por eso resistió visiblemente la tentación de viajar al
Pío Latino de Roma, cuando sus superiores, interesados
en el desarrollo de su inteligencia grave y penetrante, le
ofrecieron una beca en el famoso instituto. Al ordenarse,
hacía seis meses escasos, pidió al obispo que le enviase al
último curato del país, el más remoto y anónimo, aquel
que siempre destinaron en las diócesis a los curas viejos
y rústicos, que se convierten a la larga en torpes campe-
sinos con sotana para quienes las órdenes sagradas más
que sacerdocio son oficio. Fueron vanos los esfuerzos que
hizo el obispo por disuadirlo de aquella idea, pues el
joven sacerdote tenía talento para la oratoria sagrada y
una feliz disposición para las letras divinas. Hundirlo
en un pueblo sería perderlo para destinos más altos en
la ciudad, donde tanta falta hace un clero docto.
— Precisamente para alcanzar la perfección que deseo
debo humillarme y ser el menor de todos; sumergirme en
el melancólico purgatorio que es un curato pobre — había
dicho el joven sacerdote a monseñor, abriéndole de par
en par el corazón como a su propio padre — . No aspiro
a una carrera brillante, y sólo sé de la jerarquía porque
la obedezco, pero temería disfrutarla. No quiero volver
jamás a la ciudad. Deseo simplemente, como lo dice el
Evangelio, ser un pastor de ovejas, o si Su Excelencia lo
prefiere, un rústico guardián de pobres diablos.
El obispo, que vio en aquella tranquila renunciación
del sacerdote no una llamada de la vocación divina sino
más bien un capricho juvenil, lo envió sin entusiasmo a
ese pueblo casi desconocido y perdido entre las nieblas
de la cordillera, rodeado de páramos, precipicios y cal-
veros, y poblado de gentes que viven de cuidar ovejas,
engordar cerdos y cosechar cebada.
— Dios te lleve con bien — le había dicho el obispo al
despedirle dos días antes — . Sigue el camino recto que es
muy estrecho, sin mirar a los lados para no dejarte tentar
por las cosas mezquinas y los vanos halagos, entre los
cuales hallarías los cardos de la maledicencia y sobre
todo los abrojos de la política. En ese pueblo, si bien es
19
cierto puedes encontrar el paraíso espiritual en el silencio,
la soledad, la ausencia del mundo, la simplicidad de las
costumbres y la sencillez aldeana, también puedes caer
de bruces, sin saber a qué horas, en un infiernillo de
pequeñeces. Para mí eso sería más terrible y doloroso que
luchar contra un infierno de cosas grandes. Ya soy viejo,
poco leo porque con la edad he perdido casi completa-
mente la vista, y mi memoria flaquea aun en aquellas
ceremonias que en mi vida he realizado varios miles de
veces. No sabría decirte por eso cuál de nuestros Padres
dijo que preferiría la muerte en el martirio, a vivir entre
gente de corazón duro e inteligencia mezquina, perver-
tida por la ignorancia de las verdades eternas. Puedes
encontrar, repito, tu paraíso espiritual o un infierno espan-
toso en ese pueblo. Quiera Dios lo primero y te dé fuerzas
para combatir lo segundo. Sobre todo. Dios te libre de
un purgatorio lento. Para endulzar el dolor y los desen-
gaños. El te dio una sonrisa ingenua, y para perdonar a
los hombres te hizo inteligente. Ahora vete, y vete pronto.
De viejo he venido a apegarme a las personas, y me duele
verte partir porque me asalta el temor de no verte llegar.
Y te digo la última palabra para que puedas disculpar este
desfallecimiento de mi corazón viejo : nada hay, hijo mío,
tan difícil en el camino de la perfección espiritual, como
el libertar el corazón del amor a las cosas. Más fácil es
olvidar a los hombres que prescindir de ellas. Estoy
seguro de que de mí no te acordarás en seis meses. En
cambio de la casona amable y dulce del Seminario, de tu
celda de sacerdote, de tu primer confesonario, del rincón
tibio de la capilla en que rezabas : de eso te acordarás
toda la vida, y para ser perfecto, también de eso y por
amor de Dios te debes olvidar.
En aquel momento, sintió que la cabeza le daba vuel-
tas, la lengua, seca como una estopa, se le pegaba al
paladar. La imagen del obispo se le perdió entre las
nieblas. Se levantó trabajosamente de su asiento, tem-
blando de frío, y con manos convulsas buscó el reloj que
no recordaba dónde había puesto. Marcaba las once y
media de la noche ; pero cuando se lo acercó al oído en
un gesto maquinal, cayó en la cuenta de que se había
detenido. Esto lo hizo pensar que bien podía suceder que
la medianoche fuera pasada, caso en el cual, aunque
muriese de hambre, y sobre todo de sed, pues no había
pasado bocado en todo el día, fuera del aguardiente que
le dio el sacristán en el páramo, tenía que vencer su
debilidad física mientras pasaba la noche. Si cedía a la
20
tentación de beber, su primera misa en el aquel pueblo
quedaría mancillada por un pobre pecado que no come-
ten los niños. Seguía lloviendo y la canal rota del
patio vertía en el cubo, rebosante, una gota pesada e
insistente. Debía ser un agua fría y sabrosa, que podría
inundar a raudales su fauces secas y empapar su lengua
gruesa y estropajosa en la que se cuajaba la saliva.
Mientras paseaba por la alcoba, que era pequeña, de
techo bajo y piso de ladrillos rotos y mal pegados, pen-
saba en uno de sus temas preferidos de meditación, que
eran los padecimientos de Jesús crucificado. Y ahora le
parecía que ni el dolor de las manos y los pies, tala-
drados por los clavos ; ni la frente rasgada y tumefacta
por la corona de espinas ; ni los calambres del pecho, dis-
torsionados por los brazos en cruz : nada debió superar
aquel tormento de la sed que ahora a él mismo lo devo-
raba, lo abrasaba, lo encendía en un deseo tan violento y
tenaz, que estaba a punto de sucumbir. Varias veces se
llegó al rincón del corredor y hundió las yertas manos
en la fría agua del cubo y se enjuagó la boca. Los labios,
torcidos en un gesto de amargura, tenían un sabor acre, y
las carótidas hinchadas palpitaban sordamente.
— ¡Dios mío. Dios mío! — exclamó el buen cura, con la
cabeza contra los ladrillos del piso, tiritando de angus-
tia— . ¡Perdóname! Por la sed que sentiste en la cruz
tienes que perdonarme, porque daría mi vida entera por
un sorbo de agua.
El notario se arrebujó en su ruana, y tanteando las
paredes con una mano mientras tenía la otra bien apo-
yada en su bordón de guayacán, contorneó media plaza y
al llegar a una casa baja y espaciosa que miraba a la
iglesia, dio dos golpecitos en la ventana.
— ¡Ya voy, ya voy! — gritó una voz chillona desde
adentro. Casi al punto se abrió a medias el portón, res-
guardado con ima tranca de madera, y ima gruesa señora
envuelta en un pañolón de flecos, con una palmatoria en
la mano, salió a recibir al notario.
— ¿Como te fue? ... Y te apuesto cualquier cosa a que
no te dio ese sinvergüenza . . .
— ¡Calla, calla, mujer!
— Seguro que no te dio ese sinvergüenza ni un mal
trago de brandy . . . Porque además de infame, porque sa-
bes que es un infame, es roñoso y tacaño como si estuviera
en la miseria. La María Encarna me contó que no le había
querido prorrogar un día más del mes próximo el arriendo
21
de esa casumba que tiene sobre el camino, y todo para ha-
cerla abandonar el pueblo y cerrar la tienda, que comienza
a estorbarle... ¡Y es una viuda con cinco criaturas a
cuestas!
Mientras se desvestía para meterse en la cama, que era
de aquellas muy espaciosas de nogal con pesadas patas en
forma de garra que sostiene una bola, el notario, fasti-
diado por la garrulería de su mujer, apenas contestaba.
— Ya te he dicho que no conviene que te metas con esa
mujer, con esa desconocida...
— ¿Porque es una desgraciada?
— Porque nadie sabe de dónde vino a este pueblo ... ¡Y
porque es una roja!
— ¿Acaso tiene ella la culpa de las que ustedes le acha-
caban a su marido? ¿También a ella la quieren matar,
como a ese pobre hombre que al fin y al cabo, y tú mismo
lo decías, no era una mala persona?
— ¡Cállate, por favor!
— Si al señor don Roque Piragua, cacique de este pue-
blo, no le da la gana de que viva aquí una pobre viuda
con seis criaturas...
— Dijiste que cinco.
— Lo mismo da. Tú tienes una sola hija, y yo sé que da-
rías tu cargo de notario, y hasta tus esperanzas de llegar
a ser magistrado del Tribunal, por no haberla tenido nun-
ca. ¿Me oyes? ¡Nunca!
— Te he pedido por el amor de Dios que no hablemos
de eso... No quiero oírlo ni mentar...
— Está muy bien. Hágase tu santa voluntad, pero des-
pués no me pidas con lágrimas en los ojos que te muestre
su carta, porque acabo de recibir una carta suya...
— ¿Recibiste una carta de Belencita?
— Ahora no puedo contestarte.
— Por la Virgen Santísima, Ursulita, no me atormen-
tes... ¿De veras recibiste una carta? ¿Pero cómo ha po-
dido ser, si el correo nacional no llega sino los sábados
y hoy estamos a jueves?... Aunque, ¡claro!, debió traerla
el Caricortao, que llegó esta noche del pueblo de abajo
con el señor cura. Pero dinie, mujer : ¿El Caricortao te
trajo la carta?
— ¿Ya lo ves? ¿Ya lo estás viendo? Yo siempre tengo
razón y tú siempre me contradices.
— No quieres entender que cuanto hago es por tu bien,
y por mi bien, y por bien de Belencita...
22
— ¡Lo que no quiero entender es por qué te has entre-
gado en cuerpo y alma a ese diablo de hombre que es
don Roque Piragua!
— ¿No te he dicho que el viejo está dispuesto, como
lo manifestó delante de ti, a imponer mi elección para el
Tribunal Superior del Circuito, que será elegido por la
Asamblea en el mes de octubre?
— ¿No se le atravesará el alcalde en ese empeño? . . .
¡Mira que el alcalde está pensando en escamotearle los
votos a don Roque!
— ¡No me hagas reír! ¡El alcalde es un pobre diablo!
Además, tendría que renunciar su cargo antes de las elec-
ciones, que ya están encima. ¿Crees tú que él va a meterse
en esa aventura? Es una hechura de don Roque, y nada
más. Era, como todo el mundo lo recuerda en el pueblo,
un mayordomo de Agua Bonita... ¡Un pobre infeliz!...
Acabo de hablar con él.
— Lo supe, sí señor, lo supe... Y supe también que
se quedó con el sobre que trajo el señor cura para don
Roque Piragua. No te lo quiso dar a ti. . .
— Se me pone que el indio aquel vino a contarte todo.
— ¿Y no te llama la atención que el sobre que era para
don Roque, fuera a parar a manos del alcalde?
— Eso te lo dijo el Caricortao, que no sabe leer. Claro
que el sobre venía dirigido al alcalde, aunque tú ya
sabes lo que eso significa, porque el verdadero alcalde es
don Roque Piragua y el otro no es sino testaferro, su
calanchín, su monigote.
— Será lo que tú quieras, pero ándate con cuidado
porque una de las gordas, la que es novia del secretario,
me dijo ayer cuando fui a comprarle unas mogoUitas y
un queso de oveja... Ese queso tan bueno, que te gusta
tanto... ¿Quieres una tajada?... Ahí te la puse en tu
mesa de noche, con un plato de dulce de breva, para tus
morideras . . .
— Gracias, gracias, mujer... Pero, ¿qué dijo la gorda?
— Dijo que muchos piensan que son alcaldes sin serlo,
y otras que hoy son novias de secretarios mañana podrán
ser señoras de alcaldes. ¿Lo oyes?... ¡De alcaldes! ¿Eso
no te está diciendo nada?
— Eso me está diciendo que nuestro pobre alcalde, el
Burro, como tú lo llamas... ¡Ah! No vuelvas a decir eso
en público jamás. . . Pues el Burro quiere que le haga las
elecciones el secretario, a quien ya postuló de alcalde,
para él lanzarse como diputado . . . Está muy bien . . . Sólo
que una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjal-
23
mando . . . Una cosa piensa el alcalde, y otra don Roque,
que es el que lo manda. ¿Estamos?
— En todo caso, ¡no te descuides! Ya encontraré yo
la manera de llevarle el cuento a ese viejo zorro de don
Roque Piragua, que ahora anda detrás de otra de las
gordas, porque es insaciable... ¡Aunque ese hombre me
repugna tanto, que no quisiera ni verlo! ¡Dios me valga!
¡La Virgen de Chiquinquirá me favorezca! ¡Cuántas
humillaciones tiene que sufrir una señora honrada,
parienta de los Rodríguez del pueblo de abajo, en un
chiquero de bandidos como éste! ¡Cuántas lágrimas en
silencio! ¡Cuántas penas, cuántos disgustqs! . . . ¡Si ya no
puedo más!
— Por Dios, Ursulita, no llores . . . Estás muy nerviosa
y es que seguramente te olvidaste de tomar tu agua de
coca ... Si quieres, pues no me leas esa carta, y se acabó.
¡Pero no llores, no llores!
— Mañana temprano, en la primera misa, hablaré con
el señor cura, que según me contó el Caricortao es un
hombre joven, y serio, que acaba de ordenarse en el Semi-
nario de la capital. ¡De la ca-pi-tal! ... No es cualquier
bruto, como el cura viejo que a Dios gracias se fue,
porque era un. . . ¡Dios me perdone!. . . Porque era un. . .
— Mira, Ursulita, que tú vas a morir por la lengua,
como los peces.
— Dirás por la boca, no seas necio, que es como verda-
deramente se dice. Pero no te asustes ... Yo sé lo que digo
y a quién debo decírselo... Y al nuevo cura, si es un
hombre bueno, que yo lo calaré desde el primer momento,
¡se lo diré todo! ¡Todo!
— Te pido por la salvación de tu alma que seas pru-
dente y esperes unas semanas, siquiera hasta el día de
las elecciones, porque voy a contarte que don Roque
recibió desde el mes pasado una carta del Directorio
Departamental en la cual le prometen, a cambio de su
voto o el del Anacarsis en la Asamblea por determinado
senador...
— ¿Cuál senador?
— Yo qué sé. . . Un señor de ésos de la capital a quien
nadie conoce en la provincia... Le promete el Directorio,
te repito, conseguir los votos que sean necesarios para
que yo, tu marido, de quien dices que no sirve para nada,
llegue a ser magistrado en el Tribunal Superior del Cir-
cuito... Tenemos, pues, que esperar, aunque ya por lo
que te he contado no tendría que esperar nada más . . .
Pero tenemos que ser prudentes ... Te digo que esperes
24
antes de contarle nada al señor cura, a quien ni siquiera
conoces, por lo cual no sería extraño que te sucediera
lo que te pasó con el otro, con el viejo, a quien le fuiste
con tus tristezas y te dejó con un palmo de narices, por-
que era íntimo de don Roque.
— Ya veremos, ya veremos lo que pasa con éste...
— Y entonces, cuando me elijan, volveremos aquí, no
como notarios, ni como alcaldes, ni como diputados . . .
sino ¿lo oyes?... ¡Sino como magistrados del Tribunal
Superior! Y con mis ahorros compraré la casa de Agua
Bonita, que te gusta tanto ... El alcalde, que se piensa
quedar con ella, me la venderá por cinco mil pesos.
— ¿Cómo así? ¿No me habías dicho esta mañana que
con las propiedades del Anacleto se quedaría el alcalde?
— Tú no comprendes esas cosas, mujer. El dinero para
comprar las propiedades de Anacleto por la mitad del
precio que realmente tienen, se lo dio don Roque al
alcalde, con el compromiso formal de que se las devol-
viera después. ¿Entiendes? Pero sucede que el alcalde
no ha firmado todavía esa escritura de promesa de venta
a don Roque, y mientras no la firme las propiedades serán
suyas. Esto tienen las escrituras de confianza. A mí me
venderá después a Agua Bonita, cuando las cosas se
aquieten y se olviden un poco . . .
— Es un enredo que francamente no entiendo. Allá tú
que sabes de esas cosas y por algo eres notario. Pero dime:
¿tú vas pagarle al alcalde cinco mil pesos por las pro-
piedades de Anacleto? Digo, algún día...
— Las voy a pagar, con letras que firmaremos y paga-
remos después, cuando sea Magistrado del Tribunal... O
no pagaremos nunca esas letras, porque sólo Dios sabe
lo que puede pasar de aquí a entonces. . . Y todo quedará
nuestro, tuyo y mío, y de Belencita también ... Y volve-
remos con ella a este pueblo... ¿Entiendes? Con dos años
de magistratura, quedaremos en regla. Y podremos casar
a la niña con quien se nos dé la gana. . .
— Quedamos en que don Roque le entregó el dinero
al alcalde para que éste le compre a Anacleto su herencia
por la mitad de lo que vale. Y el alcalde, que es im picaro,
en vez de devolverle a don Roque las propiedades, se las
guarda y más tarde te las revende a ti por cinco mil pesos.
En ese trato se gana el alcalde, que por lo visto no es
tan burro, cmco mil pesos ; y tú, que no eres menos que
el, por cinco mil te quedas con el resto, que vale real-
mente veinte mil.
25
— Exacto... ¡Qué maravilla serías tú si supieras algo
más que leer!
— Sé leer letra menuda, que es lo difícil. Pero te
advierto que por no saber más, ni ser sabia, como tú, esta
noche te vas a quedar sin leer la carta de Belencita...
— Dámela... ¡Ya te lo conté todo!
— Será, pues, para que me dejes dormir. No son sino
cuatro letras... Me pregunta en primer lugar si tú ya la
perdonaste. . .
— ¡Pobrecita!
— Me dice que para la semana que viene, si Dios
quiere, estará otra vez con nosotros.
—¿Luego ya pasó aquello? ¡No digas!
— Ya pasó, ya pasó... ¡Somos abuelos!
— ¡Dios mío! Y ahora, ¿qué vamos a hacer?
— ¿Ahora? Dormir... ¡Lo que dice la carta de tu
hija tenía que suceder, y tú lo sabías desde hace mucho
tiempo!... Ahora déjame rezar el Rosario, que es muy
tarde. ¿Tú lo encabezas o lo encabezo yo?
— Una palabra antes de que empecemos... ¡Pero
mira! Ahí está, detrás de la puerta, el Caricortao . . .
¿Por qué no me dijiste que ese hombre estaba en la casa?
— Me pidió licencia de quedarse aquí, porque era muy
tarde para ir hasta su rancho. Debiste suponerlo, porque
de lo contrario, ¿quién habría venido a contarme todo? . . .
Pero, ¿por qué te entraste hasta la misma alcoba, indio
abusivo?
El sacristán, estirando la cabeza a través de la puerta,
los miró entre sorprendido y malicioso.
— Ya quedó despachada la recomienda, mi amo.
El notario se estremeció de pies a cabeza, como si
tuviera calenturas.
— ¿Tienes frío? — preguntó la señora Ursulita.
— ¡Un poco, un poco!... ¡Llovía tanto allá afuera que
debí resfriarme!... ¡Ahora vete, Caricortao, vete pron-
to!... Acuéstate en la cocina... Si no me falla la memo-
ria, te había dicho que me esperaras en la plaza o me
anunciaras por la ventana la llegada del cura... Pero el
cura llegó, como sabemos, y ahora es tarde. ¡Vete, vete
a la cocina!
El Caricortao hizo un gesto de comprensión y asen-
timiento, y desapareció sigilosamente, como una aliniaña.
El notario sopló la vela y comenzó a rezar en voz alta el
Rosario. Sobre el pueblo pesaba el silencio igual que una
losa mortuoria, y la lluvia continuaba cayendo, cayendo.
26
cayendo, cuando la señora Ursulita, que decía mecánica-
mente las' avemarias, se quedó dormida y empezó a roncar.
El cura, en cambio, no podía dormir. A veces caía en
un estado de postración y somnolencia. Se veía cuando
aquella mañana echaba pie a tierra del bus que lo trajo
de la ciudad, y en el pueblo abajo encontró al sacristán
con las muías, esperándolo. Sin detenerse un momento,
saltó sobre el galápago y emprendieron viaje. Era la pri-
mera vez que montaba a caballo, por lo cual le tocaba
desasnarse en muía. El camino bajaba rápidamente hacia
un río profundo, de aguas pesadas y cenagosas; saltaba
por un puente de piedra, y luego trepaba por peñas y
desfiladeros desnudos, ardientes, quemados por un sol de
fuego que pegaba la ropa del cura a sus carnes empapadas
de sudor. . .
El cura despertó tiritando, aunque tuviera la garganta
en llamas, escaldada por una sed devoradora. El bayetón,
húmedo y frío, se le pegaba a las espaldas.
— ¡Dios mío, Dios mío! ¡Ayúdame en este trance!...
Si no amanece pronto, no podré resistir ima hora más...
¡Es algo superior a mis fuerzas!
Se levantó, encorvado por el dolor de los muslos y la
cintura, abrasado a trechos el cuerpo por el ardor de las
chinches, y helado en las espaldas y el pecho. Buscó a
tientas la puerta de la alcoba, salió al corredor, hundió
el rostro en el cubo y humedeció una y otra vez sus
labios con el líquido que debía ser claro como un cristal y
era tan frío y delgado como la linfa de un pozo...
Levantó los ojos al cielo, pugnando por vislumbrar la
claridad de una estrella o la macilenta luz que anuncia la
madrugada, pero la oscuridad era completa, aunque ya
no llovía. De las espesas frondas que debían encontrarse
en el solar sobre el cual se abría el corredor, caían a
intervalos- desiguales gruesas gotas, que repicaban frescas
y alegres en los charcos del piso. Y como le parecía que
aquellas gotas cobraban una vida misteriosa e irónica, y
le hablaban un lenguaje cadencioso (ven a beber, ven a
beber, ven a beber) entró nuevamente a la alcoba y se
tiró bocabajo sobre el camastro, cuyo penetrante olor a
sudor lo adormeció muy pronto.
El camino, a medida que trepaba hacia el páramo, se
volvía estrecho y resbaloso. A veces se perdía entre zarzas
y jarales, compuestos por digitales florecidos, heléchos,
pajas del Niño Dios, matas de fique erizadas de espinas,
y grises frailejones que fingían a lo lejos grandes rebaños
27
de ovejas. Se oía el jadear angustioso de las muías. A
veces aturdía el dichoso repique de una cascada que sal-
taba sobre el camino, regándose por las quiebras de la
montaña en un abanico de arroyos que rebotaban contra
las peñas. Llovía otra vez, y con tanta fuerza como si
cántaros se vertieran sobre el camino, empapando las
vueltas del bayetón del cura y lavándole a chorros el
rostro entumecido. Creía ahogarse entre aquella lluvia. La
muía chapoteaba, hundida hasta la cincha, en torrentes
desbordados que formaban hondos regatos. La lluvia, en-
furecida, se convirtió leguas más arriba en tormentoso
aguacero. Pesados jirones de niebla pasaban raudos por el
páramo, cubriendo y despejando alternativamente grandes
extensiones de pantanos y lodazales. Un estruendo espan-
toso dominó todos los ruidos, que a fuer de reiterados
se habían convertido en familiares : el de la lluvia que
golpeaba los zamarros y el ala del sombrero ; el de los
cascos de la muía chapoteando en los charcos ; el de los
riachuelos que saltando de escalón en escalón y de piedra
en piedra, rodaban persiguiéndose en tumbos espumosos,
monte abajo. Lo que ahora tenía delante era una catarata
furiosa que se despeñaba desde lo alto de un barranco,
anegando a toda prisa un pequeño valle entre rocas, a
cuyo puerto llegaban los fatigosos viajeros.
— ¡Aquí, en esta laguna, vamos a morir ahogados!
— gritó el sacristán, con su sonrisa de oreja a oreja, abierta
en mitad del rostro por un feroz machetazo que dejaba
peladas y a la vista hasta las muelas cordales.
Al cura se le heló la sangre en las venas, y tuvo
un sobresalto de espanto. La muía, arisca, encabritada, se
resistía a dar un paso más.
— ¡Métale su reverencia las espuelas; hínqueselas en
los ijares hasta los huesos, porque si no salimos de este
atolladero nos ahogamos!
Pero el cura no tenía espuelas porque se . las había
llevado el cura viejo, y sus piernas sumidas en el pantano
hasta más arriba de la cintura, eran dos pesados bloques
de hielo que no le obedecían. Y el agua seguía subiendo,
hasta llegar el momento en que le alcanzó la barbilla,
después los labios, finalmente un chorro se le metió por
la boca hasta la garganta. . . ^
Despertó otra vez, pues sentía unos violentos deseos
de vomitar, sólo que aquello no pasó de meras arcadas
que le doblaban sobre la cama. Al entreabrir los ojos
percibió una difusa claridad en la estancia, pues la mesa, y
la maleta abierta, y el vano de la puerta, se recortaban
28
con nitidez, y al través de esta última se columbraban las
vigas del corredor, torcidas y nudosas.
— ¡Ayúdame, Dios mío! Si me dejo derrotar por esta
pequeña prueba, y no tengo fuerzas para dominar la ten-
tación de beber que me asalta por primera vez en la vida :
¿qué podré esperar para más adelante? ¿Sería capaz de
arder en una parrilla, a fuego lento, como San Lorenzo
mártir? ¿Podría dejarme arrancar la piel a tiras, sin un
quejido, como San Bartolomé desollado? ¿Mi fe saldría
ilesa de la cueva de los leones, como la de Daniel? ¿Resis-
tiría el hambre y la sed de los desiertos, en compañía de
San Antonio Abad y de San Pablo el ermitaño? ¿Besaría
a los leprosos, sin sentir asco, como San Ignacio de
Loyola?
Bocarriba en su lecho, soñaba otra vez, porque al
intentar rezar, la repetición de las palabras le sumía en
una somnolencia angustiosa. Los párpados, cargados de
sueño, no le obedecían. El camino seguía ahora el lomo
escabroso del páramo, entre nieblas que descendían del
cielo algodonoso y vapores que se exhalaban de la tierra,
con un penetrante olor a moho y a ropas muy sudadas.
— Ya llegamos, — le dijo el sacristán... — Un mo-
mento más y estamos en la plaza . . . — Mire sumercé allá
abajo, sobre el abismo, porque acaba de salir el sol y está
cayendo a plomo sobre el pueblo . . .
Blanco, limpio, brillante, a la orilla de un río que
corría mansamente, el caserío levantaba al cielo la torre
de su iglesia, dorada por un último rayo de sol, como la
flor amarilla de una cepa de frailejón. Fue un instante no
más, en que olvidó el cura toda la fatiga del viaje, y el
dolor de los muslos y los ríñones, y el sobresalto de los
precipicios, y la deprimente visión de las rocas estériles
y bruñidas por una lluvia incesante. Otra vez el viento
arreció arrancándole casi el sombrero que sostenía con
la diestra entumecida, y a duras penas lograba mantener
puesto en la cabeza. Se borró de sus ojos la imagen del
pueblo porque cayó súbitamente la noche. El sacristán,
con aquella macabra sonrisa que le helaba la sangre, le
tendió la botella de aguardiente para que se tomara un
trago. Levantó la botella a la altura del ala del sombrero
y bebió un largo sorbo. Le ardieron los labios y quedó en
sus narices un olor meloso del que no podía desprenderse,
pues le empapaba al mismo tiempo la memoria y la ropa.
Una onda de lava hirviente, de plomo derretido, le abra-
saba el paladar y le quemaba la lengua . . .
29
Despertó enloquecido, como si se hubiese tragado la
espuela del cura viejo. Cuando abrió los ojos, una clari-
dad lechosa bañaba el corredor y los contornos de su
cuarto. Había dejado de llover, y a través de la puerta
se columbraba el cielo desvaido, despejado de nubes. Saltó
del lecho, y como un sonámbulo salió al corredor con los
brazos tendidos hacia adelante, y se precipitó de bruces
sobre el cubo. Hundió el rostro en el agua, abrió la boca
y bebió con tal ansia que a intervalos tenía que levantar
la cabeza y respirar profundamente porque se hallaba a
punto de asfixiarse. Y tornaba a hundir la cabeza en el
cubo y a beber con más ansia. Bebió hasta saciarse, hasta
embriagarse, hasta aturdirse, hasta que no pudo más y
vomitó un poco sobre los ladrillos del corredor. Cerró
los ojos, feliz, embebido en una especie de deliciosa bea-
titud, y oía con gusto el apresurado batir de su sangre en
las sienes. Al reabrir los ojos, vio de pie frente a él, salu-
dándole con una sonrisa melosa y estúpida, a una mujer-
cita deforme, una especie de vieja-niña, sin dientes, bizca,
con los ojos saltones y cuyo coto, grueso como una na-
ranja, le levantaba la parte baja del cuello. Vestía una
falda mugrienta que le llegaba a la mitad de las panto-
rrillas. Los senos escuálidos, recatados por una blusa de
percal y un pañolón roto y grasoso, le chorreaban sobre
el trozo de lazo con que se ataba las enaguas.
— Buenos días, mi amo. . . — le dijo con la voz gangosa
y entrecortada de quien además tiene frenillo — . Yo soy
la boba . . . Voy a prender la candela para tenerle listo
el desayunito cuando sumercé vuelva de misa...
Las campanas repicaron en lo alto de la torre, que
se levanta en vilo sobre la casa cural, aplastándola y
ensombreciéndola. El buen cura, sin responder siquiera al
saludo de la boba, se levantó del suelo donde se hallaba
hincado de rodillas, al pie del cubo, y entró a la alcoba
y se arrojó sobre el lecho para llorar con sollozos que le
agitaban convulsivamente las espaldas. No pensaba en
nada, como si no supiera hacer otra cosa en esta vida que
llorar.
30
CAPITULO II
LA MAÑANA DEL VIERNES
POR la primera vez miró a su rebaño, encerrado en el
vasto y destartalado aprisco de la iglesia, cuando leido
el Evangelio del día vuelto de espaldas al altar, alzó con
unción los brazos largos y descarnados y recitó de memo-
ria esta parábola que prefería a todas las que trae el
Evangelio :
"En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos : Yo soy
el Buen Pastor. El buen pastor sacrifica su vida por sus
ovejas. Pero el mercenario, y el que no es el propio pastor,
de quien no son propias las ovejas, en viendo venir al
lobo, desampara las ovejas, y huye ; y el lobo las arrebata
y dispersa el rebaño. El mercenario huye, por la razón
de que es asalariado y no tiene interés alguno en las
ovejas. Yo soy el Buen Pastor; y conozco mis ovejas y las
ovejas mías me conocen a mí. Así como el Padre me
conoce a mí, así yo conozco al Padre; y yo doy mi vida
por mis ovejas. Tengo también otras ovejas que no son
de este aprisco, las cuales debo yo recoger, y oirán mi
voz, y de todas se hará un solo rebaño y un solo pastor".
— Evangelio de San Juan, capítulo décimo, versículos
once al dieciséis. He escogido esta divina palalDra al diri-
girme por la primera vez a vosotros, mis feligreses, mis
ovejas, porque en verdad os digo que yo quisiera ser un
cura en quien vosotros viéseis un buen pastor...
Como le sucedía casi siempre, por muy estudiado que
tuviera el cuerpo del sermón, las ideas se le fugaban de
la cabeza al comenzar a embrollársele las palabras. Entre
las tentaciones más sutiles y difíciles de vencer que asal-
tan el corazón de los predicadores, figura la de ceder a la
cadencia de la palabra y al encanto indefinible de la
retórica. Al comenzar a predicar se le escapaban las ideas
como un tropel de ovejas asustadas, cuando aparecía ame-
nazante el lobo de la gramática y las frases, arrebatadas
31
por un ritmo melódico, se alargaban, se desarticulaban y
se perdían en el vacío. Se volvían cometas cuya cuerda
se rompe, es decir, frases sin cola, sin complemento lógico
y directo.
¿Para qué tales vanidades, cuando quien habla no es
el hombre sino el Evangelio? Es como agitar con la mano
el agua pura de un pozo, con lo cual sólo se consigue
enturbiarla. En la tesis que desarrolló en un certamen
final en el Seminario, cuando aún era estudiante, se
atrevió a sostener algunas ideas que interesaron a Su
Excelencia el señor obispo de la diócesis, quien se dignó
discutir larga y paternalmente con él porque lo amaba
mucho. Era aquél un viejo comprensivo y discreto, que
en su juventud practicó la elocuencia. Ante él sostuvo el
joven seminarista, que la preocupación literaria perjudica
la exposición correcta y clara de la doctrina evangélica;
antes la embrolla y oscurece, como quien agita el agua de
un pozo con la mano. Tal pensamiento nacía del estudio
concienzudo que había hecho de los sermones de Cua-
resma. Algunos oradores sagrados procuran adornarlos
como a pasos de procesión, o a altares de Jueves Santo,
con cintas, repujados, terciopelos, candelas y arabescos,
de manera que el auditorio de los fieles, colgado de estas
vanidades, olvida el fondo y la sustancia de la palabra 'de
Cristo. Esta queda sepultada como los santos de pueblo,
cuyas imágenes herían ahora dolorosamente sus ojos
puestos en una Santa Rita y en un San Roque con su
perro. (Aparecían a cual más feo, como un matrimonio
campesino que espera la hora del mercado para descender
de su peana y "mercar" unas arracachas).
Con sus enaguas de color granate, sus mantos de
franjas doradas, sus sobrepellices de encaje, sus aureolas
de papel dorado, sus velos de liencillo más propio para
fabricar cortinas que roquetes, los santos pueblerinos son
la imagen de la mala oratoria. Ya lo dijo el padre Isla en
su Fray Gerundio de Campazas, pero la absurda moda
que él combatió renace como la verdolaga en todos los
climas. Y la preocupación literaria y gramatical, tan
vacua, tan mundana, perjudica la exégesis. Cristo habló
en palabras sencillas y transparentes como el agua, que
abrevaban el corazón de un pueblo cuya imaginación
estaba acostumbrada a la miel de una lengua esencial-
mente parabólica. Se refería a hechos, costumbres y cosas,
íntimamente familiares a los pastores, los pescadores, los
artesanos, los obreros y los campesinos que fueron en
esa tierra de bendición los primeros hombres de Cristo.
32
Cuando El les hablaba de un lagar y una viña, era por-
que viñedos y lagares esmaltaban las colinas del lago de
Tiberiades. Cuando mentaba una torre, era porque del
lado de Cafarnaúm, entre las agrias peñas, se veían mu-
chas torres del tiempo de David, a cuyo amparo levan-
taron sus tiendas los patriarcas del Viejo Testamento. Y
cuando recordaba los cerdos, las ovejas, las cabras y el
buen pastor, era porque pastores de cabras y de ovejas
detenían un momento su paso para oirle contar una pará-
bola, cuando arreaban sus rebaños hacia Jerusalén, en la
proximidad de la Pascua.
Cristo habló también para nosotros, los hombres de
una edad que entonces se consideraba futura. Se dirigió
a los gentiles, que habitaban lugares distintos de los
valles y desiertos de su tierra natal, y eran gentes de
otros paises, así como nosotros somos gente de otros tiem-
pos. Y de la misma manera que los Apóstoles recibieron
el don de lenguas que les trasfundió el Espíritu Santo,
para que los entendiesen los gentiles que no conocían el
arameo, así también la doctrina de Cristo, para los após-
toles de los nuevos tiempos, solicita un don de compren-
sión y exposición que sirva para actualizar la divina
enseñanza. Es, pues, obrar dentro del espíritu evangélico
que iluminó la mente y desató la lengua de los Apóstoles,
traducir la palabra del Señor a las costumbres, los usos,
los hechos y las cosas que hoj' nos son familiares : por-
que lo importante es el fondo y no la forma, el pensa-
miento y no la imagen que inspiró el Evangelio.
— "El Buen Pastor sacrifica su vida por sus ovejas.
Pero el miercenario, y el que no es el propio pastor, de
quien no son propias las ovejas, en viendo venir al lobo
desampara las ovejas, y huye; y el lobo las arrebata y
dispersa el rebaño...".
El predicador hizo una larga pausa, y luego, según
sus ideas, actualizó la imagen evangélica traduciéndola
a la reahdad triste y monótona de aquel pueblo.
— El cura es el buen pastor — repitió — . Es el hombre
a quien le interesan los fieles que tiene a su cuidado, en
cuanto seres que sufren y hay que consolar por el amor
de Dios, pecan y hay que perdonar en nombre de Dios,
yerran y hay que corregir para conducirlos a Dios y por
el buen camino. Sólo un hombre en estas montañas se
puede interesar tan directa, tan íntima, tan desinteresa-
damente por la persona y el alma de cada uno de sus
habitantes, y ese hombre es el cura. Tenemos que consi-
derar que el señor alcalde, por ejemplo, en nombre de un
33
gobierno temporal se interesa por el progreso del pueblo
y la seguridad personal de cada uno de sus vecinos...
Se percató entonces de que en la primera fila de ban-
cas, que no eran muchas, pues no pasaban de media
docena y el resto de la iglesia estaba desnudo, y a la.
sazón, por ser dia de entresemana, casi solo : en la pri-
mera fila, entre dos guardias descalzos y soñolientos había
un hombre de ojos enrojecidos y legañosos. Tenía también
el pelo hirsuto y revuelto, el rostro abotargado y en la
boca grandes dientes desportillados y amarillos. Miró un
momento a los ojos del orador, sorprendido, y luego vol-
vió la cabeza hacia la concurrencia de los fieles, para
enterarse de qué efecto habían producido esas palabras.
El orador ya continuaba, pensando para sí : Este bruto
debe ser el alcalde.
— El juez, hermanos míos, en nombre del poder judi-
cial que también es un poder temporal, velará porque
se cumpla la justicia : porque los crímenes, de que Dios
nos libre y nos proteja, no permanezcan impunes ; por-
que los enemigos de la sociedad sean castigados, los huér-
fanos protegidos, los derechos de todos respetados por
igual. . .
En la segunda banca, detrás de quien parecía ser el
alcalde, un viejo de pelo cano y ojos protegidos por
gruesas gafas de aro de plata, codeó discretamente al
hombrecito enteco y amarillo, picado de viruelas, que se
encontraba a su lado hurgándose los dientes con una
pluma de pollo.
— Y los consejeros municipales, cuya autoridad emana
del pueblo mismo, tienen a su cuidado los intereses mate-
riales, los dineros del recaudo, los negocios del vecin-
dario . . .
Hablaba muy lentamente para perseguir el efecto de
sus palabras. Divisó ahora en las últimas filas tres son-
risas desdentadas que se abrían en sendos rostros terro-
sos, erizados de cerdas ralas. Pensó que aquellos tres
indios debían ser concejales, porque no llegaba a llamar-
los concejeros, de lo cual ellos nunca habían caído en la
cuenta.
— Y el diputado. . .
Aquí se encabritaron dos ovejas : un joven, de rostro
entre verde y amarillo porque era muy zambo, que se
encontraba en medio de los pohcías y el alcalde; y un
mocetón de pelo negro y abundante, que le brotaba a dos
dedos escasos de las cejas, y se hallaba sólo, en un tabu-
34
rete que al pie de una columna del presbiterio se encon-
traba pegado a una silla de baqueta, a la sazón vacía.
— Y el notario. . .
El viejo de las gafas de aro de plata recibió en los
ríñones dos encontrados y discretos codazos : por un cos-
tado, el del hombrecito picado de viruelas, a quien él
había despertado hacía un momento ; y por el otro, el de
una señora de ojos pequeñitos, cuyas facciones, de la
nariz chata hacia abajo, naufragaban en una marea de
grasa que se esponjaba en el busto en una ola imponente.
Cuando el sacerdote explicó que tanto el diputado
como el notario tenían funciones muy delicadas que
desempeñar en el pueblo, una sonrisa de aprobación res-
plandeció en todas las filas. Luego pasó a explicar que al
médico le correspondía cuidar de la salud de los cuerpos,
y en la última banca alguien sopló una cuchufleta al oído
del boticario, que se mordió los labios sin poder contestar
porque era muy duro de cabeza. Y cuando habló de los
deberes del jefe del municipio, de la cabeza visible del
lugar, de su miembro sobresaliente, (pues pensó que a no
dudar tendría que haber un gamonal en ese pueblo) todas
las miradas de los fieles se dirigieron a la silla vacía. El
joven del taburete contiguo, contestó casi en voz alta a
una pregunta que le formuló desde la cuarta banca una
cuarentona muy peripuesta, gorda ella, que al sonreír
enseñaba dos dientes revestidos de oro :
— No sé . . . Anoche no me quedé en la casa . . . Pero
hoy es primer viernes y ha debido venir a comulgar...
Debe estar enfermo. . .
— Pues bien, ninguno de esos personajes que he nom-
brado, con ser tan importantes para la salud, la tranqui-
lidad, la justicia, el progreso, la riqueza, el buen gobierno
y la felicidad de este pueblo, es el verdadero pastor, el
buen pastor de que habla la parábola evangélica. Este es
el cura, que representa a Dios mismo, y como lo dijo el
Evangelio "sacrifica su vida por sus ovejas. Pero el mer-
cenario, y el que no es el propio pastor, de quien no son
propias las ovejas, en viendo venir el lobo, desampara las
ovejas, y huye; y el lobo. . . (la política baja y parroquial,
la concupiscencia del dinero, la maledicencia, la envidia,
el odio, la venganza, el chisme) las arrebata y dispersa
el rebaño". El párroco llega, con su palabra, a donde no
penetra el médico con sus drogas, ni el notario con sus
escrituras, ni el juez con sus sentencias, ni el alcalde con
sus edictos, ni el político con sus promesas electorales.
El alma sólo es de Dios, y en su santo nombre, como
35
guardián de un rebaño que sólo a El le pertenece, el cura
vela sobre cada uno de sus fieles lo mismo que el buen
pastor sobre cada una de sus ovejas. Pero quiero llamaros
la atención hacia estas últimas y comprometedoras pala-
bras de Nuestro Señor Jesucristo, con las cuales culmina
y se perfecciona la enseñanza de la parábola que estamos
comentando :
"Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco,
las cuales debo yo recoger, y oirán mi voz, y de todas
se hará un solo rebaño y un solo pastor".
— Lo cual quiere decir, hermanos míos, — continuó con
palabra enérgica y rotunda que se había elevado poco a
poco de tono y ahora retumbaba sonoramente en el recinto
de la iglesia... — . Lo cual quiere decir que yo, guardián
de este rebaño y párroco de este pueblo que el señor
obispo, en el nombre de Dios, me ha encomendado, no
reconozco enemigos, ni acepto ovejas de dos pelambres, ni
tolero que las blancas nieguen a las negras, por no ser
blancas, su derecho a oir mi voz que es la palabra evan-
gélica. Aquí, hermanos míos, "de todas se hará un solo
rebaño y un solo pastor". Ante mí, en este pueblo y fuera
de él hasta donde alcance mi jurisdicción eclesiástica,
todos los fieles serán iguales, pues ante el Buen Pastor que
está en los cielos todos hacemos parte del rebaño, y
seamos blancos o negros, todos somos ovejas.
Vuelto de espalda a los fieles se dirigió al centro del
altar, con las sienes bañadas de sudor, pero con el alma
tranquila. No pudo ver, por eso, que entre los rostros de
la concurrencia, en su mayoría estólidos, feos, inexpre-
sivos, algunos se ensombrecieron y otros se iluminaron
con una sonrisa irónica. Cuando el monaguillo agitó la
campanilla, en la iglesia se hizo un silencio helado, denso,
húmedo, como el de un cuarto que durante mucho tiempo
hubiera permanecido vacío.
Mientras se quitaba los ornamentos y los doblaba
cuidadosamente, para guardarlos en la vieja y carcomida
alacena que olía a moho y a ratón muerto, rumiaba ima
vaga indignación que no se concretaba en ideas claras y
sentimientos precisos. Era algo confuso, mezcla de mu-
chas impresiones mezquinas. Sobre todo le llenaba de
desaliento la claudicación que tuvo a la madrugada,
cuando vencido por la tentación de beber no supo poner
a prueba su resistencia espiritual. Le avergonzaba ínti-
mamente su conducta, así como aquella inicua parodia de
la liturgia a 'que se reducía la misa rural, acolitada por
un rapazuelo descalzo y mocoso a quien tuvo que llamar
36
la atención para que tocara la campanilla cuando alzaba
a Santos. El sacristán intervenía en menesteres que no
le correspondían : trotaba de un lado a otro del altar por
el mero placer de que le vieran pellizcar al monaguillo
para que despabilara las velas y pasara el misal de la
Epístola al Evangelio. El vino era una tintura, más bien
agria que dulzarrona. El agua turbia flotaba en unos fras-
cos opacos que debieron contener alguna loción medi-
cinal, y ahora pasaban por vinajeras. El alba, el roquete,
la estola, el manípulo y el amito, estaban manchados de
grasa hvimana y chorreados de sebo de vela : amarillen-
tos y ajados como si no los hubieran lavado nunca. Y
él tenía el amor y el respeto de la liturgia. La consideraba
no solamente un magnífico y simbólico lenguaje, sino una
obra de arte a cuya perfección contribuyeron siglos des-
paciosos, iluminados por la fe, la misma que palpita en
las agujas de la catedrales y vibra en el coro celeste de
los registros del órgano. No podía concebir que el misterio
que se desarrolla en el altar, en la penumbra del ábside,
entre una nube de incienso, a la luz de unas antorchas que
recuerdan el esplendor de la verdad revelada, degenere
en una pantomima rutinaria, sin emoción ni belleza. El
sublime espectáculo que contemplaba su espíritu, y le
sacudía profundamente las más tiernas fibras del corazón,
se había convertido entre los altos y desconchados pare-
dones de la iglesia rural, en una ceremonia fría e inex-
presiva. Quien cuidaba con tanto esmero de tener limpias
y blancas las manos, no por vanidad sino por ser ellas
instrumentos para levantar el cuerpo de Cristo en el altar
y exhibirlo a la devoción de los fieles, aquella madrugada
no había encontrado jabón para lavarlas. Por la primera
vez en muchos años no se había bañado el cuerpo, ni
afeitado la barba. Cuando se inclinó sobre el ara en el
acto de la consagración de la hostia, lo atormentó una y
otra vez el pensamiento de su claudicación ante la sed,
pero lo mortificaba todavía más el pensamiento de la
boba que debía esperarlo con el desayuno. Lo distrajo de
la visión imaginaria de Dios, hecho hombre en la cruz,
y misteriosamente contenido en la hostia que temblaba
entre sus dedos, el recuerdo desapacible de su alcoba,
con el estrecho corredor donde aleteaba una gallina clueca
y se despulgaba un perro...
El sacristán, llegó para decirle que lo esperaban en la
casa cural. Le sopló al oído, con su aliento turbio y
aguardentoso, estas palabras :
37
— El hijo de don Roque, el Anacleto que llegó ayer al
pueblo, está en la casa esperándolo, sumercé ... Y es que
don Roque ¿si vio sumercé? no estaba en su reclinatorio
durante la misa. ¡Quién sabe qué sería, porque no vino
a comulgar!... Sólo asistió el Nacarsis, el otro hijo de
don Roque, que es de distinta mamá. . .
Como antes de desayunar tenía que dar gracias a Dios
por los beneficios recibidos, y esto le llevaría algún
tiempo, necesitaba la soledad y el silencio para recogerse
sobre sí mismo.
— Déjame ahora...
— ¡Mire sumercé que ya está servida la changua!
— Déjame, te he dicho... Pero dime : ¿quién lava la
ropa de la iglesia?
— ¡Eso qué, mi amo! Los primeros de mes yo. le saco
los manteles y los roquetes a la boba, para que los lave,
pero como aquí casi nunca hace sol y hay que secarlos en
la cocina, cerca del fogón, sucede que se ahuman... La
iglesia es muy pobre, como habrá visto sumercé... No
tenemos sino dos manteles, un roquete que sumercé ya
vio, el alba que acaba de quitarse, y nos faltan dos orna-
mentos, el rojo y el verde. .. A Dios gracias que no esta-
mos en Pentecostés, porque si no cómo fuera. Ahí verá
qué hace sumercé, porque la señorita Cornelia, la her-
mana del señor cura viejo, que era muy necia, va a man-
dar por los otros ornamentos ; ella misma los cortó y los
hizo bordar por las monjas del pueblo de abajo, que
tienen mano de ángel para esas cosas. Se los dejó empres-
tados por unos días a la iglesia, mientras sumercé lle-
gaba... Y bueno es que le cuente que también se llevó
unas maticas de geranio que había en el patio, y el ser-
vicio de noche, y el turpial y la lora que estaban en la
cocina, y las sábanas floreadas de la cama, y un espejito
de aumento que tenía el señor cura viejo para afeitarse.
¡Milagro fue que no se llevara más cosas!...
El buen cura alzó los hombros con desaliento.
— ¿Y de dónde sacaste ese vino?
— Ese vino eran meros tres sorbos que le empresté
esta madrugada a misia María Encarna, mientras pode-
mos mandar por una botella al pueblo de abajo. ¿Y ahora
que me acuerdo, sumercé trujo plata? Porque se acaba-
ron las velas... La señorita Cornelia arreó también con
las velas, y se llevó hasta los cabos...
— Bien, bien... Después hablaremos de esas cosas...
Ahora voy a rezar.
38
— Su reverencia me perdone — , dijo en ese momento
desde la puerta de la sacristía una mujer menuda, de
rostro bastante joven, ojos grandes y negros, y pelo gra-
sicnto peinado en rizos y tirabuzones que bailaban coque-
tamente sobre su frente. Vestía un abrigo de color azul
fuerte y una pañoleta verde con flores moradas le cubría
parte de la cabeza.
— Buenos días, buenos días, señorita... Perdóneme
usted, porque voy a comenzar mi rezo. Dentro de un rato
tengo el mayor gusto en atenderla . . .
— Es un momentico nada más, para decirle a su reve-
rencia que me llamo Dolorcitas Pérez, de los Pérez de
Puente Grande que no son los mismos Pérez del páramo,
y que... en fin... nadie sabe quiénes son estos Pérez,
porque hay Pérez de Pérez en este pueblo, y es bueno
que su reverencia lo sepa. Hice mis estudios en la escuela
normal de señoritas, fui maestra de escuela en el pueblo
de abajo hasta cuando me sacaron los rojos... ¡Si yo le
contara a su reverencia, sería cosa de nunca acabar!
-^Muy bien, muy bien . . . Dentro de un momento
hablaremos, si usted me hace el favor de esperarme en
la casa cural. . .
— ¿Y cómo le pareció a su reverencia el Alfonsito?
— ¿Alfonsito?
— El niño que le ayudó a la misa. Es el monaguillo.
Fue el primero del curso de catecismo el año pasado y yo
misma le enseñé las contestaciones en latín. .. ¿Alfonsito?
¡Alfonsito! ¿Qué se habrá hecho ese bandido? Quería pre-
venir a su reverencia que a veces al muy picaro le gusta
el vino de las vinajeras... ¡Cosas de criaturas! ¿Alfon-
sito? ¡Alfonsito!
El paciente cura, arrodillado en el desvencijado recli-
natorio de la sacristía, ante una despacible vitela del
Crucificado que había pegada con una tachuela a la pared,
tuvo que atender en aquel momento dos nuevas y apre-
miantes solicitudes. La de una gruesa señora, con pendien-
tes de vidrio en las orejas, cobijada con un pañolón de
lana gris que resbalaba continuamente sobre el busto
tembloroso, y la de una señora alta, delgada, que lucia
verrugas en la mejillas y una sombra de bigote en el
labio de arriba. La maestra saludó a la gorda, cuando
ésta pugnaba por entrar a la sacristía al través de la
portezuela de la casa cural, qué le quedaba demasiado
estrecha.
— Buenos días, mi señora Ursulita. ¿Cómo amaneció
el señor notario?
3»
— Buenos días, Dolorcitas . . . ¡Señor cura!... ¡Y tan
jovencito que es! ¡Ave María Purísima!... Muy buenos
días, su reverencia . . . Vine a saludarlo y a ofrecerle mi
casa, que está aquí no más a la vuelta... La casa del
notario, que mejorando lo presente, es la mejor del
pueblo. Ni la de don Roque, en la plaza de abajo, es tan
buena como la nuestra. Tiene agua corriente y pozo asép-
tico. Ahí le traje a su reverencia unas mogollitas para
su desayuno, que le dejé con la boba. ¿No se las ha entre-
gado todavía?
— No, mi señera, muchas gracias... Todavía no he
desayunado, y tenía el propósito de rezar un poco antes
de hacerlo. . .
Abriéndose trabajosamente paso por entre la señora
gorda, que todavía jadeaba, y la flaca que con movi-
miento mecánico y convulsivo se tiraba continuamente de
la mantilla para protegerse de las corrientes de aire,
irrumpió en la sacristía una muchacha de hasta cuarenta
años, más bien graciosa y robusta, de dientes de oro que
enseñaba continuamente a la admiración de los fieles.
— Buenos días, Dolorcitas... Mi señora Ursulita, bue-
nos días... Señor cura, muy buenos los tenga su reve-
rencia... ¿Cómo siguió de su neuralgia, señorita Zoila?
Para esos dolores lo único que hay es un parche de sebo
caliente por ia noche. ¿Mogollitas, decía mi señora Ursu-
lita? Precisamente le acabo de dejar al señor cura, con
la boba, unas tiernecitas, de las que amasé yo misma
ayer. . . ¡Si habrá oído hablar su reverencia de las mogo-
llitas de las gordas. . . en la tienda del río, que está muy a
las órdenes de su reverencia para todo lo que se le
ofrezca! Así se lo dije a la boba. Hoy tenemos arepitas de
maíz, muy sabrosas, que le gustaban mucho al señor
cura viejo. . .
— Señor cura : ¿su reverencia me puede atender un
instante? — , interrumpió la señorita Zoila, que hasta aquel
momento no había tenido la oportunidad de expresarse
sino mediante golpes de tos que le sacudían las espaldas — .
¿Su reverencia podría hacerme el servicio de oirme en
confesión? Es algo sumamente importante...
— ;Avc María Purísima! ■ — exclamó la señora del no-
tario— . Zoilita confesándose a estas horas después de que
com.ulgó en la misa... ¡Una santa, señor cura! ¡Una ver-
dadera santa que se la pasa rezando en la iglesia!... Y
vistiendo santos.
43
— ¡Son cosas mías! — dijo secamente la señorita Zoila,
fulminando a la señora Ursulita con una mirada cargada
de amenazas y una sonrisa agria.
— ¡Pero si acaba de comulgar, hija!
— ¡Ese fantasma!, — masculló el Caricortao asomando
la cabeza por encima del grupo que estaba embutido a
la puerta de la sacristía — . ¿Señor cura? ¡Señor cura!
Manda decir la boba que si sumercé no piensa ir a desa-
yunarse, porque se le está enfriando el chocolatico. . .
— Un momento, por favor. . . Todavía no he podido
rezar mis oraciones de acción de gracias... Si las señoras
me hicieran el favor de esperar en el corredor. ..
Y las miró suplicante, incorporándose a medias del
reclinatorio. No había acabado de hacerlo, cuando enca-
bezados per Alfonsito, el monaguillo, que mordisqueaba
una de las mogollas de la señora Ursulita, aparecieron en
la estrecha y larga sacristía, por la puerta que daba a la
iglesia, los niños y niñas de la escuela rural.
— Es que... verá su reverencia — explicó la maestra
frotándose nerviosamente las manos — : es que me he per-
mitido traer a los niños y las niñas de la escuela para que
saluden a su reverencia, y su reverencia los examine...
— ¡A mí no!... ¡A mí no! — gritó una niña mocosa y
además albina, rompiendo a llorar.
— ¡Cállate, mona! — , le sopló al oído la maestra, propi-
nándole de paso un pellizco a hurtadillas del cura. El
resto de la escuela soltó la risa, sin poder contenerse.
La cara de la boba emergió entre los niños de la
escuela, como un espanto.
— ¿Al fin va sumercé a tomarse el desayunito, que ya
está con nata? Porque mire sumercé que tengo que lavar
la ropa, aprovechando que no ha comenzado a llover...
Si quiere que le lave alguna cosa, sumercé dirá...
— ¡Todo sea por Dios! — , dijo el cura para sí, y levan-
tándose del reclinatorio, se abrió paso por entre el grupo
de la puerta y pasó a la casa cural. .
Desde el atrio que desciende en escalones pendientes
y desportillados casi hasta una tercera parte de la plaza,
el alcalde señaló con el bordón de guayacán las nubes
grises y negras que colgaban en pesados racimos sobre el
Alto de la Cruz, en la boca del páramo.
— ¡No pasará una hora sin que comience otra vez a
llover! Con esta cerrazón el correo no podrá llegar hasta
mañana. . .
— Así es, compadre . . . Así es — corroboró el notario.
41
La vieja espadaña estaba entablillada por un anda-
mio, pues desde hacía muchos años la venían descargando
para levantar una construcción más elegante, de ladrillo
y cemento en lugar de calicanto. Obra de grande aliento
que inició ochenta años atrás uno de los curas a quienes
el pueblo consideraba beneméritos de la localidad. Su
mem.oria se guardaba celosamente, de generación en gene-
ración, entre los vecinos, así fueran liberales como lo
habían sido pocos años atrás. Y entre las curiosidades de
aquel párroco, cuyos dichos todavía se citaban en cinco
leguas a la redonda, desde el pueblo de abajo hasta el
Alto de la Cruz : entre sus manías se contaba la de tener
en la cabeza los planos de la iglesia nueva que habría de
sustituir la arquitectura sobria y sin pretensiones de la
iglesia antigua. Muerto aquel cura progresista, sus suce-
sores no pudieron term.inar nunca la torre de la iglesia,
por lo cual la dejaron en pañales, es decir, en andamios,
utilizando como cebo para bazares la necesidad de aca-
rrear material al atrio para acabarla algún día.
— ¡Mal tiempo, mal tiempo para las elecciones que ya
se vienen! — sentenció el alcalde.
— ¡Peor nos tocó hace algunos años, para las elec-
ciones presidenciales! — recordó el notario, sonriendo... —
Por eso, por mal tiempo, no pudieron bajar aquella vez
los paramunos de Agua Bonita, y don Pío Quinto Flechas
se quedó con los crespos hechos.
— Ahora que hablam.os de eso, compadre : ¿quedan
todavía liberales en Agua Bonita?
— Tres o cuatro . . . sobrevivientes, que dice don Roque,
porque los otros se encaminaron^ en Llano Redondo, con
los bandidos. Pero aquí viene ' mi ahijado Anacarsis,
quien nos lo sabrá decir, por ser el que le maneja Agua
Bonita a don Roque...
El mocetón salió de la iglesia, del brazo de una de las
gordas. El secretario del alcalde, ojeroso y tímido, la
miraba a ella con amor y a él con rabia, del otro brazo.
— ¡Hola, ahijado! — gritó el notario.
— ¿Qué hay de nuevo, padrino? — respondió el mu-
chacho, olvidando a la gorda que se fue muy oronda con el
secretario, que era su "bobo guardado", calle abajo por
la calle del río. — ¿Si notaron que el viejo no vino a misa?
Yo llegué esta madrugada de Agua Bonita, y no me apeé
en la casa, sino donde Rafo, porque el viejo me había
mandado un propio desde antier con el recado de que
estaba en el pueblo el indio ese del Anacleto. ¿Ya lo vie-
ron ustedes?
42
— Lo vimos anoche, o mejor dicho, lo vi yo porque
estuve donde don Roque, en la casa de abajo, tomándoles
a los dos la firma de las escrituras.
— ¿Y firmaron ambos?
— Firmaron ...
— ¿Y es cierto que a vos te dio el viejo la plata para
que le compraras las fincas al Anacleto, mientras se las
endosas al viejo con una nueva escritura?
— Es cierto, niño Anacarsis — respondió cabizbajo el
alcalde.
— ¿Y vos le vas a hacer escrituras al viejo? ¿Ya las
firmaste?
— Todavía no..., pues estábamos esperando a que se
largara el Anacleto.
— A eso vine. El viejo quiere desde hace tiempos que
Agua Bonita sea para mí, y esta es la ocasión de que me
la entregue. ¡Y me gusta Agua Bonita!. . . ¡Más le gustaba
al Anacleto!... ¡Ja, ja, ja!
Agua Bonita era un criadero de ovejas y sembradero
de papa, que perteneció a la madre de Anacleto, la her-
mana de don Pío Quinto Flechas, a quien sacaron como a
una de ellas hacía tres años. La cosa se prestaba para
chistes en el pueblo. Este cambió de dueño y de don Pío
Quinto pasó a don Roque. Agua Bonita, que debería ser
del Anacleto, hijo legítimo de don Roque Piragua y de
la hermana de don Pío Quinto Flechas, iría a parar a
manos del Anacarsis, su medio hermano por parte de
padre.
— Para decirles verdad, — agregó el mozo — , todavía no
se han volteado los tres rojos que allá quedaban. Y para
que sepan, tienen muy buenas estancias . . . Las de los que
se fueron, no valían gran cosa. Los concejales, que les
pusieron la mano y ahora las disfrutan, poca papa les
sacan.
— ¿No estará enfermo don Roque, que no vino a misa?
Hoy es primer viernes, y él, que es tan piadoso, comulga
siempre por esta fecha. Yo también comulgo todos los
viernes, pero anoche me dieron mis morideras y Ursuüta
se empeñó en que tomara un sorbo de agua.
— Tal vez el viejo no querría pasar por la tienda,
donde anoche se quedó a dormir el Anacleto — dijo el
alcalde. — Y como el Anacleto se acostó borracho, según
cuenta el notario, todavía no se habrá levantado...
— Es posible . . . — opinó el Anacarsis.
— ¡Es raro! — observó el notario, ensombreciendo el
rostro — . Estamos estrenando cura, como tú ya lo sabes
43
y lo viste ... Es raro, pues, que no viniera don Roque a
echarle un vistazo ... Y a propósito, ¿cómo te pareció
el señor cura, ahijado?
— ¿A mi? Pues un cura . . . como todos. Tal vez dema-
siado joven para el cargo. De lo que dijo en el sermón,
no entendí nada. ¿O estará creyendo que va a mandar
más que el viejo, por esa historia de las ovejas que re-
calcó tanto?
— Así será, don Anacarsito. .. ¡Pero habló bonito, muy
bonito!
— ¡Vos qué sabés de hablar bonito! ¿Qué opina mi
padrino?
— Voy a decirte : lo que pudiéramos llamar, y ustedes
me perdonen, las generales de la ley, me parecieron
superiores. Es hombre joven, de rostro simpático, muy
devoto y muy elegante . . . Pero yo no sé, no sé si tiene
cierto aspecto de señorita... melindrosa.
— ¡Eso! Eso mismo pensaba yo, padrino, cuando le mi-
raba las manos tan blancas y delgaditas, como de niña,
sin negro en la uña. Eso, me dije, eso puede ser un cura...
¡pero en ningún caso como el otro, que sí era un macho!
— Pues qué le parece don Anacarsito que a mí se me
pviso en la cabeza la misma cosa.
— ¡Vos qué sabés!
— Además, por lo que hace a la predicación del señor
cura, — prosiguió el notario — , yo no sé hasta qué punto
convenga casi en vísperas de elecciones el dejarse venir
con esa. . . con esa filípica, un poco despectiva con las auto-
ridades legítimas del pueblo. Eso de que por encima de
mí el diluvio. . . ¡es decir, nadie!. . ., como decía Luis XV.
— ¿Luis qué, compadre?
— Luis XV o Luis XX, porque no recuerdo ahora
exactamente, fue un rey de Nápoles. En Europa numeran
a los reyes, compadre, como si aquí dijéramos, pongo por
caso, Roque I y Roque II, que sería mi ahijado...
— ¡Cómo sabe usted de cosas, padrino! ¡Y de veras
que fue imprudencia del cura echar esas "vainas" en estos
momentos! . . . Porque me imagino que filípicas quiere
decir "vainas", ¿no es cierto? ¡Á Dios gracias que por ser
día de trabajo no había chusma en la iglesia!
— No había chusma, ahijado... no la había. Pero mi
compadre y mi ahijado verían detrás de una columna,
gimoteando, a la María Encarna que estaba con la mayor
de las niñas.
— ¿La bonita?
44
— La misma. Por cierto que ésta llevaba una cinta
roja... ¡si señores, roja!... en la cabeza. Y comulgaron
ambas.
— ¿De veras? — dijo el alcalde — . ¡Eso es una provo-
cación, compadre!
— Hace tiempo que has debido notificarle a la María
Encarna que cerrara esa tienda del camino... ¡Me río
del alcalde que fuimos a poner!
— Pero niño Anacarsis. . . ¡Si ya le he subido dos veces
el impuesto de industria y comercio! ¡Y acabo de pro-
hibirle la venta de cerveza! ¡Y su papacito don Roque ya
le notificó que no le prorrogaría el arriendo del local ni
un día más después del 15!... Tampoco es bueno preci-
pitarse, porque no faltarían lengüilargos, que le llevaran
el cuento al gobernador, diciéndole, como por así rezongar,
que soy un árbitro...
— Arbitrario ... y atrabiliario, querrá decir mi com-
padre. Pero bueno : el hecho es que la María Encarna oyó
el sermón y es como si lo hubieran escuchado en el
pueblo de abajo, en el páramo, en el Alto de la Cruz y en
todas partes... ¡Ella se encargará de repetírselo a todos
sus parroquianos!
— Vamos a ver qué dice el viejo... Y de paso pode-
mos redactar la escritura de Agua Bonita — , propuso el
mozo.
— Por desgracia yo no puedo ir a saludar a mi señor
don Roque todavía, porque tengo que ir a desayunar
— manifestó el notario.
— ¿No será mejor, niño Anacarsis, que esperemos a
que don Roque se levante y nos mande llamar? Mientras
esté posando en la casa el Anacleto, no hay caso de
echar firmas y conversar de nada...
— Esta vez sí tenés razón.
— Yo no sabría qué decirles... Como le comentaba
anoche a mi compadre aquí presente, le tengo mucha
desconfianza a ese bandido del Anacleto. . .
— ¡Cierto! Cuando mi padre lo echó de la casa, hace
tres años, juró delante de mí y de todo el mundo en el
pueblo que a los veintiuno volvería por su herencia. . . ¡y
volvería a vengarse!
— Allí sale mi vieja de la casa cural. Yo voy a des-
pachar mi chocolate y allá los espero, ahijado. ¿Ursuhta?
¡Ursulita! ¡Espérame! . . .
— Aguarde un momento, padrino ... O más bien, no . . .
Yo siempre pasaré por la casa del viejo, con el alcalde. ..
¿Cómo decía que se llamaba ese rey de Nápoles, padrino?
45
— Luis XV . . . Entonces los espero en la casa . . . Sa-
ludos a mi señor don Roque. Tengo, ahijado, un resacadito
que me trajeron del pueblo de abajo, por si quiere matar
el gusano antes de desayunarse...
— Excelente idea, padrino . . . Después de hablar con
el viejo, por allá iremos. . .
Cuando logró sacudirse el avispero de las beatas que
lo acompañaron a desayunar, y le hablaron de tantas
cosas a la vez que no pudo enterarse parcialmente de nin-
guna, el buen cura entró a su despacho que quedaba en
una pieza de techo bajo, con ventana a la plaza y puerta
sobre el zaguán. Sentado en la mesa del rincón, entre dos
estantes atestados de viejos libros parroquiales, lo espe-
raba un joven que balanceaba las piernas. Tenía el rostro
ensombrecido por una preocupación interior : era de piel
cetrina, ojos pequeños y vivos, labios delgados, y lucía un
bigote casi infantil, descarralado, que se atusaba nervio-
samente con los dedos. Después de los saludos de rigor,
más sobrios de como se acostumbran en el pueblo, el cura
se sentó en una vieja butaca de hule verde, que por una
rasgadura descubría sus tripas de esparto.
— ¡Calma, calma, muchacho!... — le aconsejó a su in-
terlocutor, que lo miraba ahora con ojos húmedos y bri-
llantes. Las aletas de su nariz palpitaban, como si estu-
viera a punto de sofocarse — . ¿Quieres confesar tus peca-
dos? ¿O quieres simplemente conversar conmigo? Pue-
des tener plena confianza en mi . . . Considérame como a
un amigo.
— ¿Confesarme? . . . No, no he venido a eso, señor
cura. . . ¡He venido a que me proteja su reverencia de que
me asesinen! Dentro de media hora, de una hora, yo no
sé cuando, tal vez muy pronto, vendrán por mí. . . ¡Y
usted tiene que protegerme!... Si no me esconde en
alguna parte, si no me saca de este maldito pueblo. . .
Las palabras se atropellaban, pronunciadas en un tono
bajo a fin de que fuera de ellos nadie más se enterase
de su contenido. Continuamente, con los pretextos más
fútiles, entraba el sacristán para interrumpirlos.
— ¡Déjame, te he dicho!... ¡Cierra la puerta!
— Como ordene sumercé . . . Era que venía a ver si
estaba por aquí la escoba . . . ¿No se le ofrece nada a
sumercé?
46
El cura logró tranquilizar a medias al muchacho, cuyá
ropa demasiado estrecha le embarazaba todavía más que
sus preocupaciones.
— Te oiré como un amigo, — le dijo — , aunque sea la
primera vez que nos veamos. Ten la seguridad de que lo
que me digas, por grave que sea, puesto que así lo quieres
no habré de revelárselo á nadie... De eso puedes estar
seguro : a nadie . . . Después ya veremos qué se hace. Pero
antes de que empieces a relatarme tus angustias . . .
— Yo venía a decirle que no lo maté... ¿Me entiende?
¡Yo no lo maté! ¡Yo no lo maté, padre!
Este fue personalmente por un vaso de agua, para
serenarlo. Con un gesto nervioso el muchacho se aflojó
la corbata y se bebió de un trago el agua del vaso. Lo
colocó después, de un golpe, sobre la mesa.
—Vamos, —dijo su interlocutor con voz suave, tomán-
dole efusivamente una mano entre las suyas: — ¡Cuéntame
todo!
El Anacleto, que era hijo legítimo de don Roque Pira-
gua y de la hermana de don Pío Quinto Flechas, ya
difunta, desde niño se mostró rebelde.
— Le tira la sangre materna, que es mala sangre — decía
don Roque a quien quería escucharlo.
Y este don Roque se había casado ya muy ma-
duro, y más por interés que por otra cosa, con la her-
mana de don Pío Quinto Flechas a quien por ser en
aquel entonces el gam.onal de un pueblo donde todo el
mundo le temía, no había quien osara contrariarlo.
Era aquel don Pío Quinto hombre muy rico, que por
toda suerte de mañas y artimañas fabricó mía respetable
fortuna, acogotando a ios vecinos del pueblo a quienes les
daba en préstamo dinero sobre hipotecas, y corriendo las
cercas de alambre que dividían sus tierras de las de los
aldeanos. Tenía fincas en toda la región, desde el pueblo
de abajo, a la orilla del río, hasta el pueblo de arriba, en
pleno páramo. Sus dominios temblaban bajo su puño de
hierro. Cuando se emborrachaba, que era con frecuencia,
solía divertirse disparando a altas horas de la noche en
la plaza del pueblo, para amedrentarlo. Diariamente salía
a caballo, muy de mañana, a visitar la finca de Agua
Bonita donde sus hijos natui'ales trabajaban como peones
en los barbechos, pues nunca quiso educarlos. Cuando su
hermana estuvo en edad de merecer, como se decía en el
pueblo, la casó con don Roque Piragua que perteneoía a
una antigua familia conservadora del lugar, y a la sazón
vegetaba, casi en la ruina, en la secretaría del juzgado.
47
Don Roque Piragua resolvió casarse con la hermana
de don Pío Quinto Flechas, sólo para salir de pobre y en
vista de que los tiempos no mejoraban. Su familia hacía
rato que había perdido las preeminencias en la provincia:
los contratos que alguna vez tuvo en las obras públicas
y los remates de las rentas de tabaco y licores, porque
todo eso, junto con el transporte del correo, lo acaparó don
Pío Quinto. Los Piraguas, que a comienzos del siglo fue-
ron muy poderosos, acabaron dispersándose por el depar-
tamento, envileciéndose en las ventas de los caminos y
reabsorbiéndose en la humilde gleba rural. Gracias a su
matrimonio, don Roque tenía la oportunidad de restaurar
el antiguo esplendor que el nombre de los Piraguas tuvo
alguna vez en el pueblo. Por su parte, don Pío Quinto
sellaba mediante esa alianza una tormentosa época de
odios y venganzas entre las dos familias, entre las dos
dinastías que se disputaban la hegemonía en la provincia.
El pueblo, como un remanso, o más bien como un lento
remolino del río, daba vueltas sobre sí mismo.
Tornaron poco a poco, a la vera de don Roque, a
bogar Piraguas en el pueblo. Muchos volvieron a la gácha-
panda, y consiguieron medrar bajo el ala de su pariente
y con la vista gorda del gamonal, que con los años parecía
haber perdido los dientes y las garras. Fueron tiempos
felices, que ya nadie recuerda. Los arrendatarios de Agua
Bonita y los de todo el contorno de la provincia, apenas
se daban cuenta de estas mutaciones y cambios de fortuna,
porque, como decía don Roque, "esos indios no entien-
den nada". Para ellos todo seguía lo mismo, con don
Pío Quinto Flechas mandando en jefe soberano sobre el
pueblo, o compartiendo el poder con su cuñado y antiguo
enemigo don Roque Piragua, Este, a medida que pasaban
los años y se enriquecía y se rodeaba de parientes, iba
mostrando la espuela, muy afilada en su peregrinación
por el desierto. Mientras no había elecciones, cuando los
requerían para que se matasen unos a otros, los campe-
sinos continuaban escarbando la tierra con su arado de
chuzo, bajo las lluvias torrenciales y entre las cerrazones
del páramo. Su miserable jornal no se alteraba porque
menguara o creciera la fortuna de los gamonales. Fueran
estos godos o liberales, no dejaban por eso de mirarlos
como a simples bestias de carga. Así se consideraran
católicos fervientes, puesto que se llamaban godos y fre-
cuentaban la iglesia, o se tuvieran por partidarios de las
reivindicaciones sociales y las ideas avanzadas, puesto que
se llamaban liberales y hacían chistes sobre el cura, lo
48
cierto era que los gamonales no tenían caridad en el pri-
mer caso ni sensibilidad social en el segundo. Los cam-
pesinos eran los siervos, los desposeídos, los miserables.
Su tierra quedaba siempre expuesta al capricho de los
caciques, que los echaban de ella cuando les venía ^
gana. Sus mujeres seguían cayendo derrengadas por la
paliza dominical y el duro trabajo cotidiano. Sus hijos
nacían hipotecados al patrón, como los bueyes y los ma-
rranos. Sus hijas seguían sirviendo de criadas y mere-
trices a los amos. Pero, por una fuerza de inercia que en
el fondo no era sino miseria e ignorancia, los campesinos
eran liberales si habían nacido en la finca de don Pío
Quinto Flechas, en el páramo, y conservadores si alguna
vez recibieron cepo y latigazos en la hacienda de los
Piraguas. . .
El equihbrio entre las dos familias que secularmente
se disputaban el predominio de la región, se conservó
durante unos años, cuando nació el Anacleto en la finca
de Agua Bonita, entre su tío el cacique liberal, que fue
el padrino, y su padre el antiguo secretario del juez.
Sobre su cuna habían hecho las paces para siempre las
dos familias ; a lo menos, eso creía la gente.
— Estamos en una era política de alianzas, que los
gobiernos llaman de concentración nacional, decía el
notario.
Pero no hay que olvidar que don Roque se casó derro-
tado por la pobreza cuando ya era hombre maduro y
lleno de mañas, per lo cual no tardó en hartarse del matri-
monio con una mujer a la que en realidad jamás había
deseado. Para don Roque querer era desear, y lo demás
no importaba. Comenzó, pues a dejar por largas tempo-
radas a su mujer en la finca de Agua Bonita, que le
adjudicó a ella don Pío Quinto Flechas, porque la quería
mucho. La abandonaba con el recién nacido Anacleto,
montaba a caballo y no volvía en dos meses. Andaba por
los pueblos y las veredas, dando rienda suelta a su muía
y a su concupiscencia, que ambas eran muy caprichosas.
Decía que se iba de caza. Y en efecto, como quien per-
sigue liebres o venados, levantaba en el páramo esas
campesinas cuya frescura, tentadora un momento, como las
flores silvestres, no dura sino mientras están en la mata,
es decir, en el rancho. En una de esas rústicas flores, que
paró después de cocinera en Agua Bonita, había tenido
al Anacarsis. Le tomó cariño a la criatura porque la veía
a diario, lo que no le sucedía con otros hijos a quienes ni
siquiera volvía a mirar cuando la madre llegaba a
49
pedirle por el amor de Dios una limosna para no morirse
de hambre.
Don Pío Quinto, en cambio, sin haberse casado jamás
para no alborotar su gallinero, nunca perdió de vista a
sus retoños, habidos todos en la misma forma que su
cuñado había tenido los suyos, pero a quienes destinaba
con un sensato criterio de conveniencia personal a criados,
peones, espoliques, pastores y guardaespaldas. Por ser
suyos, no se molestaba en pagarles. De ahí que dijera don
Roque en sus ratos de mal humor, que su cuñado no
tenía necesidad de contratar peones, porque los fabricaba
de balde y en su casa. Don Pío Quinto decía por su cuenta,
cuando estaba borracho :
— Este Roque es una mansa oveja porque lo tengo
por debajo... Pero donde se voltearan las cargas. ¡Virgen
Santa!, sería capaz de asesinarme y de robar a su propio
hijo... ¡Sólo que reza y empata, y santas pascuas!
El Anacleto y el Anacarsis se criaron juntos bajo el
mismo techo, y cuando murió la madre del primero y se
rompieron completamente las buenas relaciones entre don
Roque y don Pío Quinto, que sólo la difunta había lo-
grado mantener en las apariencias, el Flechas cargó, con
su sobrino para Agua Bonita, donde lo crió a su imagen
y semejanza como si fuera su hijo. El Piragua por su
parte se llevó a la casa del pueblo (que por herencia ma-
terna también le pertenecía al Anacleto) al otro muchacho,
al Anacarsis, a quien siempre había preferido al legítimo.
— Es natural que lo prefiera, decía con sorna el nota-
rio : es natural. . .
Don Pío Quinto se dedicó pacientemente a envenenar
el alma de su sobrino contra su padre, y aquel encono se
emponzoñó todavía más cuando soplaron vientos de trans-
formación política por toda la república, y los conserva-
dores, como los sapos cuando llueve, empezaron a croar
en el charco pidiendo rey. No tardaron en hacer a don
Roque presidente del directorio municipal conservador,
porque le tenía cogidas todas las cabuyas a don Pío Quinto
y podría meterlo en la cárcel, lúgubre término de todas
las grandezas aldeanas. El Flechas le decía a su sobrino
que don Roque era un viejo libidinoso y ladrón, que
acabaría robándole su herencia para entregársela al Ana-
carsis, que era un hijo de p. . . Le contaba que en las gue-
rras pasadas, por el fin del siglo, los Piraguas se habían
ensañado contra los Flechas, y entre las dos familias se
trenzaron sangrientas y traicioneras batallas en el pá-
ramo. "Los hijos son de las madres" — decía don Pío
50
Quinto, sin acordarse que a título de progenitor tenía
esclavizados a más de veinte hijos suyos, primos hermanos
de Anacleto, en los barbechos y sembraderos de papa de
Agua Bonita.
En la casa de la plaza de abajo, que ya daba por suya,
don Roque no trabajaba con menor empeño en enve-
nenar el alma del Anacarsis. "Agua Bonita tendrá que
ser tuya" — le vivía diciendo — . "Ese renegado del Ana-
cleto, que de mí no tiene si no el apellido, habrá un día
de morder el polvo que tú pisas, porque los godos vol-
veremos a gobernar en este pueblo, que siempre ha sido
nuestro, y entonces yo seré el amo y tú serás el cacique.
La madre del Anacleto era una tal por cual, y además
muy fea. Yo sólo me casé con ella para poder algún día
darle a un hijo como tú la educación que ahora te estoy
pagando".
La cual no fue más allá de ponerlo dos años en la
escuela, en donde descolló por truhán tanto como por
bruto, y después lo llevó a manejar la tienda de la plaza
de abajo mientras llegaba la hora de mandarlo a Agua
Bonita como mayordomo.
Los dos muchachos crecieron en el' odio y el deseo
de la mutua venganza. Cambiaron los tiempos, y a don
Pío Quinto, a raíz de unas elecciones manejadas ya desde
la ciudad por sus enemigos, se le volvió el Cristo de
espaldas. Don Roque se apoderó de sus antiguos domi-
nios, y lo primero que hizo por medio del alcalde a quien
había recomendado para ese puesto, porque era su ma-
yordomo, fue ordenar la captura de su cuñado por cierto
desfalco que este cometió alguna vez, cuando se alzó
con el tesoro municipal siendo presidente del Consejo.
(En los pueblos nunca falta materia civil o criminal
para enjuiciar a los vencidos, meterlos en la cárcel y qui-
tarles la tierra).
Don Pío Quinto, desamparado del apoyo oficial de
que disfrutó a sus anchas durante muchos 'años, cuando
dominaba su partido y él personalmente nombraba jue-
ces y alcaldes, haciendo la lluvia y el sol en el pueblo,
se convirtió en un vencido impotente. Había tenido que
huir de noche, saltando cercas y vallados, y milagro fue
que pudiera llegar vivo al pueblo de abajo. Fue en
aquella ocasión cuando Anacleto se presentó a la plaza,
todavía engallado y ensoberbecido porque no había aca-
bado de comprender que ya su tío no era el cacique, y
otro gallo cantaba en el gallinero. Se apeó en la casa del
alcalde para pedirle cuentas por la persecución a su tío.
§1
Como estaba borracho, insultó al alcalde que estaba
recién llegado, y así no se atrevió a prenderlo en conside-
ración a don Roque, que al fin y al cabo era el padre
de 'aquel badulaque. Entonces el Anacleto, loco de^ la ira,
amenazó con dar muerte a su propio padre si éste no
retiraba la denuncia contra su tío y no le entregaba
inmediatamente su propia herencia.
— No tienes la mayoría de edad, le contestó don Roque,
quien se presentó a la alcaldía rodeado de un grupo
de paniaguados y espoliques que miraban al muchacho
taimadamente, por debajo del jipa.
Anacleto juró y perjuró delante de todo el mundo
que volvería al pueblo cuando tuviera veintiún años, no
sólo por su herencia sino a vengarse de ese viejo bandido
que era su padre. Este le cruzó la cara de un latigazo,
con su pesado cinturón de guarniciones metálicas, y le
volvió desdeñosamente las espaldas.
— Lárgate con el bandido de tu tío — le había dicho — .
Dile que algún día me las pagará todas juntas, comen-
zando por la vergüenza que tuve que sufrir, siendo godo
y Piragua, al casarme con la gran p... de tu mamá
que era Flechas y además roja.
El Anacleto, mordiéndose los labios, pero acorralado
por los secuaces de su padre, no tuvo más camino que
tragarse su humillación y seguir pronto el del otro pueblo.
Desde aquel día, y de esto hacía tres años, el Anacarsis
pasó a mayordomo de Agua Bonita, como estaba pre-
visto : don Roque reinó cómodamente en el pueblo de
arriba y don Pío Quinto se refugió en el de abajo, donde
todavía quedaban liberales que le guardaran las espaldas.
El Anacleto se dio a rodar por el mundo, lo cual no
es mera figura, porque se metió a chofer. Sólo perma-
neció unos pocos días con su tío, en el pueblo de abajo,
y marchó después a la capital de la república para buscar
trabajo, huyendo de la vergüenza que había dejado en
su pueblo; y ni su amante tío logró detenerlo con halagos.
— No volveré en tres años, sumercé, le dijo al despe-
dirse en la carretera, cuando montó en el bus. Volveré
cuando tenga los veintiún años y pueda reclamar mi
herencia con la ley en la mano ; y lo vengaré a sumercé
y a mi madre, que en paz descanse.
Desde aquel día, en lugar de hacerse llamar Anacleto
Piragua, se borró el apellido de don Roque y se puso
Flechas, por su madre. En cambio el Anacarsis, desde
aquella fecha memorable en que su padre arrojó del pue-
52
blo a su medio hermano, sacó cédula electoral aunque ya
tuviera varias, con el apellido de Piragua, por más que
su padre no lo hubiera reconocido oficialmente por pura
pereza. De manera que — ¡cosa curiosa! — , el hijo natural
se reputó legítimo cuando éste, por despecho, comenzó
a considerarse natural.
— Así son las cosas, — comentaba el notario a misia
Ursulita cuando a la media noche, desvelados los dos, se
ponían a hablar de estas cosas que eran la diaria comi-
dilla del pueblo. ¡Nadie sabe para quién trabaja!
— Sigue, sigue... Te estoy oyendo, dijo el cura al
muchacho cuando éste, después de haber resumido la
grandeza y la decadencia de su casa, permaneció en
silencio . . .
Contó después que al llegar a la capital entró de engra-
sador y lavador de automóviles en el taller de unos
paisanos; luego ascendió a secretario de camión ; después
pasó a chofer de bus en las líneas suburbanas, y ahora
soñaba con libertarse de aquella servidumbre si lograba
comprar, con su herencia materna, un camión para viajar
por el país conduciendo viajeros y mercancías. Había
conocido antiguos amigos de taller, que comenzaron sin un
peso y ahora eran propietarios de flotas terrestres. Y el
Anacleto deliraba, desde cuando vio por primera vez un
automóvil, con llegar a ser chofer y propietario de camión.
Amaba el desenfado, el vocabulario insolente, el atuendo
extravagante de los choferes de bus. Para él no había
cosa más admirable en este mundo que un motor de
explosión, cuyas primeras letras y tornillos aprendió en
el taller. Su música predilecta, cuando no la de los porros
de la radio, era la de un carro al que están carburando.
Hablar del "taimer", del acumulador, de los platinos,
del "exosto", lo conmovía hasta las lágrimas. Cuando
entraba a las plazas del pueblo, con su bus que metía
un ruido infernal para lo cual le había acondicionado
el "exosto", le parecía que él encarnaba la fuerza, la
belleza, la rapidez, la prepotencia de aquella máquina
norteamericana que obedecía dócilmente a sus manos. Si
no despreciaba completamente al resto de los seres mor-
tales, que para su desgracia no nacieron choferes, era
porque pensaba que sin ellos, que componen el vulgar
mundo de los peatones, los buses y los camiones no ten-
drían a quien molestar.
A pesar de la angustia que como una marea le iba
helando el espíritu, el cura no pudo menos de sonreír
cuando Anacleto, en el colmo de la indignación exclamó :
53
— ¡Piense su reverencia que ese bandido de mi padre,
y ese mal nacido del Anacarsis, nunca han montado en
bus!
— Cuando llegaste al pueblo, ¿fuiste inmediatamente a
casa de tu padre?
— A mi casa, dirá su reverencia. No . . . Primero fui
a casa del notario, para que notificara al viejo y prepa-
rara las escrituras de traspaso de mi herencia. Luego
bajé por la calle del río a la tienda de las gordas, donde
encontré al secretario del alcalde, que era un pobre peón
caminero en tiempo de mi tío Pío Quinto. Tomamos jun-
tos unas cuantas cervezas, hablando siempre de cosas del
pueblo, que andan ahora patasarriba desde que nos fui-
mos, y ya era noche cuando el notai'io me mandó llamar
a la casa de abajo. Al entrar ni saludé al viejo, que había
enflaquecido mucho desde... desde aquella vez. El no-
tario leyó la hijuela de mi madre y las escrituras ; el
viejo hizo agregar una cláusula especial sobre los animales,
porque quería quedarse con el caballo tuerto y una yunta
de bueyes ; el notario me llamó aparte y me dijo que si yo
iba a ocupar esas tierras o a venderlas . . .
— ¿Ocuparlas? — respondí — . No quiero que me asesi-
nen en esta cueva de bandidos, señor notario. ¡Además, no
tardarían mucho en robármelas! (Lo dije alto para que
lo oyera el viejo). ¡Prefiero venderlas!
— Yo sé de alguien que es el alcalde, que se las com-
praría por diez mil pesos.
— Se las vendo.
— La mitad de contado, y la otra mitad en letras que
usted puede descontar en el pueblo de abajo, en la agencia
de los transportes terrestres.
— Como usted diga; ni una palabra más. Le prevengo
que deseo salir mañana mismo de este pueblo, porque ya
tengo palabreado un camión en la ciudad, y debo pa-
garlo pronto.
— Tendrá su dinero a mediodía, con tiempo para viajar
al otro pueblo, me dijo el notario y agregó que me lle-
varía las letras ya firmadas. Eso fue todo lo que
hablamos.
Luego, el viejo, sin despedirse de mí, subió renqueando
las escaleras a la pieza de arriba, y el notario me explicó
que tenía encargo de su parte de decirme que me quedara
abajo, en la trastienda, puesto que la casa todavía era
mía y podía así salir y entrar cuando me diera la gana;
y me entregó la llave. Yo me caía de sueño. Me tiré
54
sobre el mostrador, rendido de cansancio... Cuando
esta mañana desperté con mucha sed, en busca de un
vaso de agua, vi que tenía la ropa salpicada de sangre
que goteaba del techo, porque la tienda no tiene cielo-
rraso y la pieza de arriba está entablada con gruesas
planchas de madera que dejan filtrar la luz. Al verme
así, subí las escaleras corriendo, pues algo me decía en
el corazón que habían asesinado a mi padre. Lo encon-
tré tirado en el suelo, pues debió caerse de la cama
cuando forcejeaba con el asesino ; y estaba bocarriba, con
los ojos abiertos, los brazos estirados, literalmente cosido
a puñaladas y bañado en sangre.
— Sigue, sigue. . .
— Lo dejé tal como estaba. Bajé a la tienda, me lavé
las manos en la pila, y como tenía la ropa muy manchada
me la quité, la envolví en vm papel con una piedra y la
tiré al aljibe. . . Me puse este vestido del viejo, que encon-
tré en su armario, y sin pensarlo dos veces me vine
corriendo a la casa cural. Temía no encontrar a su reve-
rencia, pues el notario me había dicho anoche, o mejor, le
había contado a mi padre delante de mí, que el nuevo
cura sólo llegaría a la madrugada. Por esto, cuando oí
campanas en la torre, sentí un gran alivio. Salí de la
casa por las tapias del solar, para no abrir la tienda, y
vine aquí dando un largo rodeo. Ahora pienso que fue
inútil, porque si nadie sabe todavía en el pueblo que ase-
sinaron al viejo, aunque me hubieran visto en la calle
nadie podía pensar que yo estaba huyendo por haberlo
asesinado... ¡Pero juro por la memoria de mi madre que
soy inocente!. . . No niego que sea un buen muerto, y que
tenía que morir como un perro... ¡Pero no fueron estas
manos las que le quitaron la vida! ¿Lo oye, padre?...
¡No fueron estas manos! ¡No fueron!
Por la mente del cura pasaban raudos los más con-
tradictorios pensamientos. ¿Sería Anacleto el asesino?
¿No lo sería? ¿Y qué podría hacer él, recién llegado a un
lugar desconocido, para averiguar la verdad? Mirando
fijamente en los ojos al Anacleto, como si quisiera sondear
hasta el fondo más oculto de su alma, le preguntó :
— ¿Cómo podrías demostrarme que tú no lo mataste?
— ¿Cómo?... No sé... ¡Pero por Dios! Usted tiene
que creerme, padre. ¡Yo soy inocente de este crimen! ¡Yo
no soy un asesino! Juro que es la verdad todo lo que le
he dicho. . . ¿Acaso usted no me cree? ¿Por qué no quiere
creerme? ¿Es que no me puede creer?
B5
Y poniendo las manos, pesadas y callosas, en los dé-
biles hombros de su nuevo amigo, lo sacudió violenta-
mente, ciego de ira y de espanto, con los ojos desorbi-
tados. . .
— Yo te creo, hijo mío... Creo todo lo que tú me has
dicho; lo quiero creer todo... ¡Dios me libre de malos
pensamientos!... ¿Qué derecho tendría yo para poner
en duda tus palabras? ¿Dios mismo no te creería? ¡Pero
los demás!... ¿Qué pensarán los demás cuando se co-
nozca este crimen?
— Lo comprendo. Usted es un hombre bueno, pero
los otros son unos malvados. Por eso usted tiene que
esconderme, pronto, o conseguirme una muía para po-
derme ir antes de que sea tarde. . . ¿Lo oye usted?. . . Ya
comienza a lloviznar y dentro de una hora estará llo-
viendo a cántaros en el páramo ... No puedo perder
tiempo... ¡Por la Virgen Santísima, ayúdeme!
— Ante todo, yo debo ir a la casa de tu padre, para
llevarle los últimos auxilios . . .
— No es necesario, padre. Está bien muerto...
— Tú tienes que acompañarme hasta su casa, para
demostrar que tú no lo mataste . . .
El muchacho se retorció las manos hasta descoyun-
társelas, y lo miró con los ojos suplicantes.
— No quiero negarle que yo lo odiaba, y lo odiaba
como no he odiado a nadie en mi vida, como nunca vol-
veré a odiar, pero no podía matarlo. ¡Le juro por mi ma-
dre que yo no lo maté! ...
— Sólo Dios conoce la verdad, hijo mío, porque sólo
El penetra como un rayo, en el corazón de los hombres
y para su ojos nada hay oculto, ni siquiera en estas tinie-
blas del páramo... Mira, hijo mío; oye, Anacleto... Se
te olvidó cambiarte las botas, que están manchadas de
sangre. . .
— ¡No me había fijado!... ¡Si estaba loco!... Soy un
insensato . . . Tal vez se salpicaron en el charco, todavía
fresco, que encontré en la pieza de arriba, al pie de la
cama, cuando subí a ver si habían asesinado al viejo...
¡Pero yo no lo maté! ¡Le juro por Dios que no lo maté!
¿Qué necesidad tenía yo de matarlo? No soy un criminal,
padre. Hoy deberían entregarme las copias de las escri-
turas, como puede preguntárselo al notario, y el primer
contado de la venta me lo iba a dar el alcalde. Con ese
dinero pensaba comprar un camión, como ya se lo dije,
para piratear por los pueblos . . . Matarlo yo, ¿para qué?
¡Yo no soy un bruto, padre!
56
— ¿Y todavía lo odias?
—Ya no lo odio... Cuando lo vi tirado _ en el suelo,
bocarriba, con los ojos abiertos que parecían mirarme,
sentí j'o no sé qué en el corazón y me dio lástima... ¡Al
fin y al cabo ese pobre viejo era mi padre!
El buen cura, intensamente pálido, sonrió con tristeza
al ver al joven que no lo despintaba un momento y
estaba pendiente de sus labios. El Anacleto continuó :
— Y después, ¿quiere saber lo que hice? . . . Después
me hice la señal de la cruz, al pie del cadáver. . .
— ¡Lo pex'donaste entonces! ¿Ya ves cómo Dios es
grande? ¡Lo perdonaste!
— No he tenido tiempo de pensar en eso. Si volviera
el viejo a vivir, si pudiera resucitar, lo volvería a odiar
como al principio porque era un hombre profundamente
malo... ¡Era un iniame! ¡Era un hombre que había
insultado a mi madre! Pero no lo mataría, ya sé que no
podría matarlo... ¡Yo no soy un asesino!
— Ahora tienes que perdonarlo. Está muerto, y sólo
Dios puede juzgar de su alma. . .
— ¡Cómo usted quiera! Si es necesario lo perdono...
¡Pero ayúdeme, padre! ¡Escóndame! ¡No tardarán en
venir por mil ¡Ay! Usted todavía no los conoce... Usted
acaba de llegar al pueblo . . . Son rnalos, y crueles, y ren-
corosos, y asesinos . . . Del único que tal vez podría
fiarme, porque es un hombre honrado, es del notario...
— ¡Arrodíllate! ¡Arrodillémonos! Vamos a pedirle los
dos a Nuestro Señor Jesucristo, que está presente en
todas partes y nos está oyendo, que por los méritos de su
Pasión, te dé fuerzas para sobrellevar esta prueba tre-
menda y a mí me ilumine. . . Los dos estamos necesitados
de Cristo... Yo ni siquiera me atrevo a juzgarte, por
miedo a incurrir en un juicio temerario y en un mal
pensamiento... Te prometo que sea lo que fuere, y pase
lo que pase, seguiré siendo tu amigo y no te desampararé
un solo instante... ¡Yo no puedo hacer más!
— ¿Me lo promete?
— Te lo prometo. Y por eso me atrevo a aconsejarte
que no huyas, porque al huir te condenarías tú mismo . . .
¿Entiendes?... No tienes que temer a la justicia... Si
eres inocente, ¿por qué la temes y por qué huyes?
El muchacho brincó, como si lo hubiera picado una
avispa.
— ¡La justicia! ¡Bah! ¡Cómo se conoce que usted está
recién llegado a este pueblo y no conoce a los hombres! . . .
¿La justicia, dice usted? ¿Y de qué justicia me está ha-
57
blando? ¿Acaso hay justicia en este pueblo? ¿La del
alcalde, que era un peón de mi padre? ¿La del juez, a
quien hizo nombrar el viejo por misericordia? ¡La justicia!
¡No me haga usted reír!
El cura se estremeció de espanto. Aquel joven se
había puesto entre sus manos y había jurado, con un
acento de íntima convicción, que era inocente de aquel
crimen atroz. ¿Quién pudiera saberlo? Si era inocente y
no le ayudaba a escapar de esa justicia cuyas entretelas,
descubiertas por las amargas palabras de Apacleto, lo
llenaban de terror y de desaliento, como si hedieran : ¿no
era condenarlo a muerte el detenerlo y no dejarlo huir?
Pero si le ayudaba a escapar, y el muchacho resultaba
culpable. . .
— ¡Arrodíllate!, tornó a decirle, mirándolo a los ojos
sin pestañear. . .
Y se arrodillaron ambos, el uno al lado del otro, en
la estera del piso, ante el Crucifijo de pasta que se hallaba
sobre la mesa. El sacerdote comenzó a rezar lentamente :
— Padre Nuestro que estás en los cielos...
— Padre Nuestro que estás en los cielos, repitió dócil-
mente el muchacho.
— Santificado sea el tu nombre.
— Santificado sea el tu nombre.
En aquel momento se oyeron pasos precipitados y
voces en el zaguán, y abriendo violentamente la puerta
que daba al corredor entró el Caricortao, tan agitado
que apenas pudo balbucir estas palabras :
— Ahí están el alcalde, y el notario, y el juez, y el
niño Anacarsis, y los dos guardias municipales... Porque
encontraron asesinado en su casa a don Roque Piragua,
¡alma bendita!... ¡Ave María Purísima!... El señor
notario me mandó a echar un doble...
58
CAPITULO III
EL VIERNES POR LA NOCHE
CUANDO el buen cura llegó al despacho del alcalde, es-
taba todavía pálido y trémulo por lo que había visto en
la casa de don Roque, en la plaza de abajo; pero en la
alcaldía, en cuyo patio grande y destartalado, cubierto de
trastos y desperdicios, se encontraba atado a un botalón
el Anacleto, lo que vio le encendió el rostro de ver-
güenza.
Pero hay que ir por partes ...
Había encontrado en casa del difunto, a donde llegó
corriendo y con las faldas de la sotana arremangadas, la
puerta abierta de par en par, custodiada por el secretario
del alcalde y un peón de estribo de don Roque, que tenían
a raya a las mujeres que alargaban el cuello con la ilusión
de ver mejor lo que pasaba en la tienda. Entró seguido
del Anacarsis, el notario y el juez, que se les había agre-
gado por el camino, pues el alcalde con los dos guardias
municipales se encargó de conducir al Anacleto a la
alcaldía, con carácter de detenido. Lo condujeron a em-
pellones y culatazos, como a un cerdo que fuera camino
del matadero. No sobra explicar que uno de los guardias,
para redondear su sueldo que era bajísimo, tenía licencia
de matarife, y el otro, por la misma razón, era contraban-
dista de aguardiante. El estanquero lo sabía y se hacía el
de la vista gorda, pues llevaban el negocio a medias.
¡Nadie sabe cómo es de dura la vida en los pueblos para
los empleados oficiales!
En el interior de la tienda, sobre el mostrador, había
una gran mancha de sangre donde durmiera el Anacleto.
El cura subió a saltos la escalera que conduce a la parte
alta de la casa, cuyos peldaños, crujientes y desgastados
por el uso, estaban embarrados y ensangrentados a tre-
chos. Al desembocar en la alcoba, no pudo reprimir un
grito de espanto, se santiguó a toda prisa y luego se
59
acercó al cadáver de don Roque que yacía en el suelo,
bocarriba, con una mano crispada sobre una punta de la
sábana, pues de ella debió agarrarse cuando cayó de la
cama, y la otra abierta, al extremo de un brazo largo,
amarillo y tieso como el de un santo de palo. El buen
cura, se inclinó sobre aquel cuerpo semi-desnudo, rígido,
violáceo, y con un ademán trémulo le dio la absolución.
Luego le cerró los párpados, no por un sentimiento pia-
doso sino porque le horrorizó la visión de aquellos ojos
turbios e inexpresivos como bolas de vidrio.
— ¡No lo toque su reverencia! — exclamó el juez con
voz trémula.
Se sobresaltó igual que si el propio muerto le hubiera
tocado las espaldas, porque no había sentido subir al juez
ni al notario, que ahora estaban allí, a su lado, contem-
plando estúpidamente el cadáver.
— No debió haber lucha muy larga — , opinó el juez, y
examinó las heridas cubiertas por pegotes de sangre coa-
gulada. Tenía una en el vientre, otra en el pecho, otra en
un costado, otra en la garganta, otra en un brazo...
— ¿Heridas de puñal? — preguntó alguien.
— Don Roque — continuó el juez que daba a su voz un
tono frío y profesional — debió revolcarse en el lecho al
recibir la primera puñalada ; trató de defenderse con un
brazo, y recibió la segunda ; y rodó luego de la cama al
suelo. En tierra, el asesino le debió asestar las otras
puñaladas. . .
El boticario, que llegó en ese momento sin que nadie
lo hubiese visto, se inclinó para examinar el cadáver. Era
la autoridad médica del pueblo.
— La última puñalada, ésta que le asestaron en el
vientre, estaba de más. La del pecho y la de la garganta
bastaban para dejarlo como un pollo. En este pueblo nadie
hace las cosas a derechas... Todos pecan por carta de
más. . . Todos toman purgante doble. . .
El juez posesionado de su papel de instructor de
causa, salió entonces en cuatro patas, escaleras abajo,
siguiendo las huellas de barro y sangre que descendían
hacia la tienda.
— ¡Nunca me pareció que don Roque Piragua fuera
tan flaco! — observó el boticario — . No era así cuando le
puse unas inyecciones para el hígado, hace dos años. Voy
volando por el formol y demás cositas para preparar el
cadáver . . . Porque me imagino que lo enterraremos
mañana.
60
— ¡Lástima de hombre! — musitó el notario con voz
alterada por la emoción, velada por una secreta angus-
tia. . . — ¡Era un hombre bueno!
Un moscardón verde y torpe, que había entrado por
la ventana, se posó en una oreja peluda de don Roque.
— ¡Era un gran hombre! ¡Era el mejor hombre que ha
conocido este pueblo! — gritó el Anacarsis estallando en
sollozos. Luego quiso arrojarse sobre el cadáver, para be-
sarlo, como lo hiciera esa mañana cuando lo descubrió
con el alcalde. El notario, tomándolo paternalmente por
el brazo, lo sacó del cuarto y se lo llevó a la tienda,
donde le dio un ron doble para reanimarlo. También él
tuvo que tomarse una copa, porque sentía náuseas, y un
temblor involuntario que no podía dominar le agitaba
un párpado.
El buen cura, en cuya mente se atropellaban las ideas
y las imágenes, se arrodilló al pie del cadáver y se puso a
orar en voz alta. Luego se asomó a la ventana de la casa
y le gritó a un chico de la escuela que subiera a la torre
para llamar al sacristán. Las campanas de la iglesia, que
no habían dejado de doblar un momento, repicaban ahora
de una manera muy extraña.
— ¿Qué repique estabas dando? — le preguntó al Ca-
ricortao, cuando éste se presentó con cuatro velas, un
Crucifijo y la caja de los Santos Oleos.
— Fue que mi amo el notario me dijo que después de
los dobles echara el repique de llamar a la gente que anda
por los barbechos . . . Para que se enteren de que tenemos
muerto en el pueblo, y muerto importante...
Quiso protestar y decirle alguna cosa, porque le fas-
tidiaba aquello de no ser todavía cura en su propio pueblo;
pero se absorbió en sus rezos y en el pensamiento de la
muerte. ¡Le parecía tan absurdo y extraño todo aquello!
La muerte estaba y no estaba allí : era un vacío dentro
del cuarto, que todos procuraban llenar apresuradamente
con alguna cosa, y que se iba dilatando por el pueblo
en ondas de pavor, como las que produce en un pozo una
piedra que cae. A veces se oían abajo las imprecaciones
de Anacarsis, que como un requinto de Nochebuena esta-
llaba en blasfemias e interjecciones soeces. Al través de
la ventana se filtraba el rumor confuso de la muchedum-
bre, porque la calle se iba llenando rápidamente de gente.
No tardaron mucho en manifestarse las voces quejum-
brosas de las mujeres, que habiendo vencido la resis-
tencia del secretario del alcalde y del peón de estribo
61
que custodiaban la puerta, treparon escaleras arriba y se
hallaban ahora arrodilladas al pie de la cama.
— ¡Dios lo "perdone, que buena falta le hace!
— A los muertos no hay que juzgarlos, misia Ursulita
— sentenció con voz agria la señorita Zoila, que tenia un
oído de rata. Atendía parte a responder las oraciones del
sacerdote y parte a pescar en el aire la conversación de
las mujeres.
— Es que me recuerda, no sé por qué, el cuadro de "La
Muerte del Pecador" que hay en el cancel de la iglesia.
— ¡Dios lo bendiga! ¡Era tan bueno con nosotras! —
gimoteó una de las gordas, pues las dos habían llegado de
las primeras, sin que hubieran tenido tiempo de dejar el
libro de misa en la casa ni quitarse el rebozo.
— ¡Nos quería tanto! — agregó la otra gorda — . El
domingo estuvo donde nosotras, chanceándose toda la
tarde, porque era muy chistoso, y me preguntó : "¿Estarán
buenas las arepitas de las gordas?" Porque, eso sí, le fas-
cinaban las arepas...
— ¡Chist! — siseó el sacristán, descompuesto el rostro
por la cólera, más de lo que solía tenerlo de ordinario
por virtud de aquel machetazo que le desjaretó la boca — .
Respeten sus mercedes que hay muerto en la casa...
— ¡Cállate vos, indio mugroso!
La señora Ursulita, fatigada de estar de rodillas, sin
aguardar a que el cura finalizara sus oraciones, se puso
lenta y trabajosamente en pie, crujiendo toda, comen-
zando por los cuartos traseros y siguiendo por los delan-
teros, como una vaca. Se santiguó y se fue, sin mirar al
muerto, a quien el juez ordenó que subieran al lecho
para amortajarlo.
Al bajar a la tienda, la señora Ursulita llamó al no-
tario, que se ocupaba en calmar con ron al Anacarsis, y
le susurró al oído :
— Aprovecha, mijo, que hay gente acompañando al
muchacho, para subir a la casa y tomarte tu chocolatito. . .
Recuerda que no te has desayunado... Además tú sabes
que ese viejo bandido no merecía tus atenciones... ¡Dios
no castiga ni con palo ni con rejo!. . . Se ve que estás muy
preocupado, por que otra vez te está brincando el ojo...
¿Y a ti qué te importa todo esto?
— Por Dios, mujer. . .
—¿Vienes?
— Voy después. . . Ahora no puedo.
Cuando ella salió, levantando los hombros en una
actitud de resignación e indiferencia, sentimientos distintos
62
cuya manera de expresión es desgraciadamente una mis-
ma, el Anacarsis se acercó al notario :
— Padrino, ¿qué decía mi madrina Ursulita?
— Que se iba a la iglesia a rezar por el alma de tu
pobre padre. . . ¡Está impresionadísima! Tú ya sabes cómo
la queria don Roque ... Lo que tal vez no sepas es que
Ursulita lo adoraba. Yo a veces le decía. . . claro está que
por molestar... "¡Ursulita!, no me hables tanto de don
Roque porque me vas a poner celoso". No te quepa duda,
el hombre tenía madera de procónsul.
— ¿Pro... qué?
— ¡Procónsul!
— ¿Esos empleados que el gobierno manda al exterior
para que conozcan a París?
— No, ahijado... Esos son los cónsules. Los procón-
sules eran, pongamos por caso, los Roques que tenían los
romanos en sus pueblos . . .
El boticario entró en aquel momento con sus desinfec-
tantes para amortajar el cadáver. El juez se marchó a la
alcaldía, a redactar las primeras diligencias e interrogar
al Anacleto. El cura; que había improvisado un pequeño
altar en la mesa del baño de don Roque, dejó al sacristán
encomendado de organizar el velorio, mientras él volvía.
— ¡Aquí no, su reverencia! — atajó el notario, tomán-
dolo familiar pero enérgicamente por el brazo a tiempo
que salía — . A don Roque hay que hacerle capilla ardiente
en la iglesia. . .
— ¿En la iglesia?
— En la iglesia... Como presidente que fue del Con-
cejo, y presidente del directorio municipal conservador,
y protocelador de la cofradía de mi padre y señor San
José, y candidato perpetuo del pueblo a una senaduría
que nunca quiso aceptar. . .
— Y procónsul del pueblo, terció muy serio el Ana-
carsis.
El cura vaciló un momento, pero resolvió ceder.
— Muy bien . . . Mientras el señor notario provee a lo
necesario con el sacristán, yo voy a la alcaldía, porque
tengo que hablar algo muy urgente con el alcalde.
— Mejor sería que no fuera su reverencia... ¿No es
cierto, padrino?
— ¿Tú eres el otro hijo de don Roque?
— El hijo de don Roque soy yo... El otro, el otro es
un asesino.
— No podemos condenarlo mientras la justicia no falle
y lo sentencie, hijo mío. Y si Anacleto fuera culpable,
63
tendríamos como cristianos que mirarlo cón caridad. A
los jueces de esta tierra correspondería castigarlo según
las leyes... A nosotros, sus prójimos, nos toca perdo-
narlo, tenerle compasión y rezar por él. . .
Y dándole a Ánacarsis un fuerte apretón de manos,
que reflejaba al mismo tiempo su compasión y su angus-
tia, terminó diciendo :
—Comprendo tu dolor y tu indignación por un crimen
tan cobarde, pero ¡perdónalo! Es tu hermano... Jesucris-
to mismo, desde la cruz, nos enseñó a perdonar. "¡Perdó-
nalos, Señor, dijo, porque no saben lo que hacen!".
Cuando empezó a llover, los guardias dejaron de
azotar al Anacleto y se acurrucaron en el corredor del
patio, a lado y lado de la puerta del despacho del alcalde,
el cual, con los dedos embadurnados de tinta y los dientes
muy apretados, trataba en vano de emborronar un papel
de oficio con "una providencia".
— ¡Compadre Mitrídates! — gritó a uno de los guardias.
— -¿Qué quiere mi compadre?
— Corre hasta la casa de abajo a llamar a ese maldito
secretario, que siempre se escabulle cuando lo necesito...
— Como por allá andan las gordas fisgando, no sería
raro que lo encuentre. ¿Qué quiere sumercé que le diga?
— ¡Qué venga y al momento! Tenemos que despachar
una providencia... Y pasa por la telegrafía para adver-
tirle a Gertruditas que muy pronto le voy a mandar un
telegrama. Dile que no le vaya a pasar despachos a nadie.
A nadie, ¿lo oyes?... ¡Ni al párroco!
El cual entraba en aquel momento, chorreando agua
y envuelto en su manteo, porque le sorprendió el cha-
parrón en plena calle. Sin mirar al Mitrídates, a quien
tropezó en el zaguán, ni saludar al alcalde que lo miraba
de soslayo, se encaminó al centro del patio. Amarrado al
botalón, parado en la mitad de un charco, desnudo de la
cintura arriba, estaba el Anacleto doblado en dos y con las
piernas tambaleantes. En viendo al cura, le dijo más con
angustia que con rabia :
— ¿No se lo dije? ¡Me van a matar estos bandidos!
¡Por favor, déme un poco de agua, padre!
Este le alcanzó unos sorbos en un tarro que halló
tirado en el suelo, y debía servir para abrevar a las ga-
llinas.
— ¿Te azotaron?
— ¡Mire cómo me tienen! ¡Si Dios no me favorece y
comienza a llover, me matan!
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— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No nos desampares!
Lo soltó del botalón, a donde se encontraba atado con
un rejo, y lo arropó con su manteo. Casi a rastras lo
llevó al corredor donde el muchacho cayó exhausto. Sus
manos, amoratadas, se hinchaban visiblemente. El alcalde,
que lo había visto todo desde su despacho, salió en aquel
momento al corredor corriéndose la hebilla del cinturón
de cuero, del cual pendía un revólver de cañón largo.
— ¿Por qué lo soltó su reverencia? ¡Aquí yo soy el que
manda! . . .
— Usted no tiene ningún derecho a martirizar a un
ser humano, aun cuando sea el alcalde... A este hombre
ni siquiera se le ha juzgado y mucho menos se le ha
vencido en causa. . .
— ¡Pero es un asesino!
— Y usted, ¿cómo lo sabe?
— Y su reverencia, ¿cómo sabe que no lo es?
— Me quejaré inmediatamente al gobernador y pa-
saré un despacho al señor obispo . . . Estamos en un país
civilizado y cristiano y no en una cueva de bandidos...
Hágame el favor de darme im papel y un lápiz para re-
dactar un telegrama.
— Hoy no funciona el telégrafo, porque Gertruditas
amaneció con dolor de cabeza... (Cabe advertir que en
los pueblos los servicios públicos no son entidades abs-
tractas, como en las ciudades, sino seres de carne y hueso
que a veces se llaman Gertruditas).
El guardia que permanecía acurrucado en el corredor,
con el fusil entre las piernas, estalló en una carcajada.
El juez entraba en aquel momento, seguido de Anacarsis,
quien tenía un bulto de ropa debajo del brazo, y un puñal
en la diestra. Al ver al Anacleto tirado en el suelo,
apretando los dientes para no quejarse, arrojó el bulto y
se abalanzó sobre el caído, con el puñal en alto. El cura
se interpuso entre los dos hermanos.
— ¡Por Dios! ¡No lo mate!
El Anacarsis forcejeó un momento, pero vencido al fin
más por autoridad de aquel hombre resuelto que por
su fuerza física, tiró el puñal al suelo, con rabia, y
se sacudió las manos. El alcalde, entonces, recogió las
piezas de convicción y las llevó al despacho.
— ¡Ya me las pagarás, ya me las pagarás maldito ase-
sino!— le gritó Anacarsis al Anacleto — . ¡Mire, señor cura!
¡Mire la ropa toda manchada de sangre!... La que tiene
puesta era de mi padre. . . ¡Y ahí está el puñal con que lo
asesinó! ¿Necesita más pruebas? Encontramos todo eso
65
en el aljibe, con el señor juez aquí presente : el puñal y
la ropa.
—Yo no lo maté... ¡Juro por Dios que no lo maté!
— balbuceó el Anacleto.
El notario, al entrar al corredor de la alcaldía sacu-
dió su viejo paraguas de mango de concha, que chorreaba
agua, y se dirigió al señor cura :
— Desgraciadamente, todos los indicios lo condenan...
— Usted no ignora, señor notario, que los indicios no
constituyen prueba.
— Es cierto — insinuó el juez con voz tímida, reque-
rido por una mirada conminatoria del cura.
— Sus ropas están manchadas de sangre — explicó el
notario — . El puñal con que se asesinó a don Roque se
halló junto a las ropas y en el fondo del aljibe, donde se-
guramente los arrojó el asesino... Sus botas tienen to-
davía manchas de sangre ... La escalera que sube de la
tienda a la alcoba tiene huellas de sangre . . .
—¡Cierto, cierto! — interrumpió el juez — . Ya tengo
hecha la diligencia del levantamiento del cadáver. Ahora
mismo comenzaré a interrogar a los vecinos.
— ¿Quién tenia interés en este pueblo de asesinar a
don Roque Piragua, donde todos lo respetaban? — siguió
el notario.
— ¡Sólo ese miserable! — terció el Anacarsis.
— ¿Por qué, si ya había firmado don Roque las escri-
turas correspondientes a la herencia de su madre? — pre-
guntó el cura.
— ¿Y su reverencia, cómo lo sabe?
— Porque Anacleto me lo contó esta mañana, en mi
despacho. Ustedes llegaron a mi casa cuando él acababa
de contármelo. . .
El notario y el alcalde cambiaron una mirada rápida.
— Estamos prejuzgando, señores, y Dios tomará es-
tricta cuenta de nuestros juicios temerarios. ¿No es ver-
dad, señor juez, que estamos prejuzgando?
Tímido y receloso, el juez miraba al alcalde, y al
notario, y al Anacarsis, sin desplegar los labios. Al cabo
emitió una opinión vaga y evasiva.
— Hay plena libertad para anahzar las circunstancias...
— El señor cura — dijo el notario — tiene razón, caba-
lleros... No debemos anticiparnos a proferir una senten-
cia^ sino esperar que la inteligencia y honorabilidad del
señor juez, aquí presente...
— Gracias, señor notario.
— Debemos esperar que él esclarezca este asunto que
mancha la reputación de un pueblo cristiano, donde seme-
66
jantes cosas no pasaban sino en tiempo... Su reverencia
no tiene por qué saberlo, puesto que llegó ayer... Sino
cuando mandaban don Pío Quinto Flechas y este mu-
chacho, su sobrino, en tiempos de la nefan.da administra-
ción liberal. . .
— ¡Eso! — exclamó el Anacarsis.
— ¡Si su reverencia supiera las cosas que hicieron estos
bandidos! — insinuó el alcalde humildemente en dirección
al cura, como si con su actitud sumisa y comedida qui-
siera hacerse perdonar su insolencia de hacía un momento.
— Su reverencia hablaba enantes de que los indicios
no constituyen plena prueba — continuó el notario.
— Es evidente — manifestó el juez, que había estudiado
algunos años de derecho y todavía algo recordaba — . Es
una teoría sustentada por los principales autores.
— Pero también es lícito indagar cuáles fueron los mó-
viles de este crimen atroz, que nos indigna a todos. Al
Anacleto, en verdad, no lo beneficiaba. Anoche mismo, en
mi presencia, se firmaron las escrituras de traspaso de la
herencia. Hoy deberían firmarse las letras y hacerse
entrega del dinero. ¿No es cierto, compadre? Mi compadre
iba a entregarle al Anacleto el primer contado . . .
— Entonces, en nombre de Dios, insisto yo : ¿qué interés
tenía Anacleto en asesinar a su padre?
— Como heredero, claro está que ninguno. Eso hay que
reconocerlo, ahijado... ¡Ninguno!
El Anacarsis y el alcalde se miraron sin comprender.
— Aunque las circunstancias lo condenen, es cierto
que el análisis de los móviles del crimen nos llevaría a
absolverlo — dijo gravemente el notario. El cura, en un
arranque de efusión, le estrechó la mano.
— ¡Dios lo ilumine, usted es un hombre recto!
El notario carraspeó con satisfacción, meneó la cabeza
de un lado a otro, limpió cuidadosamente sus gafas con
el pañuelo de "raboegallo" que llevaba en la faltriquera
y miró a los circunstantes por encima de ellas.
— Sin embargo, sin embargo hay algo que me preo-
cupa mucho. Su reverencia debe saber que estamos en
vísperas electorales, y que de estas elecciones depende la
estabilidad del régimen conservador, el mantenimiento
del orden, el establecimiento de la justicia, la guarda de
la religión y los principios cristianos en este pueblo, en
esta provincia, en este país . . .
— ¡Por ahí es la cosa, padrino! ¡Son los rojos los ene-
migos de mi padre!
67
— ¡Sólo ellos podían tener interés en asesinarlo! Les
pesaba mucho don Roque — explicó el alcalde.
— ¡Le pesaba tanto al Pío Quinto! — gritó el Anacarsis,
y montando en cólera súbitamente se inclinó sobre el
Anacleto y lo agarró por la garganta — . ¡Habla! ¡Habla!
¡Desgraciado!... ¿No fue el Pío Quinto quien te mandó
asesinar al viejo?
El cura y el notario lograron dominar al muchacho
y apaciguarlo, apartándolo de su hermano que, caído e
indefenso, no se atrevía a chistar palabra. El notario
aclaró el pensamiento de aquellos exaltados.
— En f in . . . ustedes mismos lo han dicho : sólo vma
razón política podía aconsejar la supresión de este hombre
bueno, aborrecido de los adversarios políticos a quienes
su jefatura había reducido a la impotencia. ¡No hay que
olvidar tampoco que a muchos les hacía sombra su riqueza!
— ¿Usted cree, señor notario, que alguien pueda ase-
sinar por esas razones?
— Yo no creo nada ... Yo no afirmo nada, señor cura,
y desearía que el señor juez aquí presente tomara nota
de nuestras palabras al instruir el sumario. ¿O encuentran
ustedes algún inconveniente en que lo haga? Tengo la
idea de que al juez le interesaría registrar y meditar
nuestras palabras.
. — Por mí, que soy el párroco, no hay inconveniente.
— Entonces, señor juez, me parece claro que el pen-
samiento de don Anacarsis Piragua, y del señor alcalde,
ambos presentes, consiste en que el crimen de don Roque
Piragua, jefe único del partido conservador en este pue-
blo, tuvo una causa política : ¡Fue un crimen político!
— ¡Eso, eso es! Y yo agrego que no pudo ser otro que
el Pío Quinto Flechas quien ordenó ese asesinato, como
no pudo ser otro que el Anacleto quien lo ejecutó ante la
debilidad, muy sospechosa, del señor alcalde...
— No, eso sí que no, don Anacarsito. . . Yo no dispongo
sino de dos guardias en el municipio. Anoche, como le
consta al señor notario que es mi compadre, estuve pen-
diente hasta la madrugada de lo que podía ocurrir en la
casa de abajo. Cuando llegó mi compadre y me dijo que
don Roque se había retirado a dormir, y el Anacleto,
borracho, se estaba quedando dormido, me tranquilicé y
me fui a la cama... ¿No es así, compadre?
— Así es. Sólo que yo me atreví a decirle a mi com-
padre que me sentía nervioso, porque alguna vez el Ana-
cleto juró en la plaza de este pueblo, delante de quien
68
quiso oírlo, y lo oí yo, que algún día volvería para cobrar
su herencia y vengarse de su padre . . . Aunque no sé,
claro está, qué entienden ustedes por eso de vengarse...
Yo le insinué anoche a mi compadre, antes de recogerme
a la casa, que sería prudente mandarle a don Roque los
dos guardias, por lo que "potes contingere".
El alcalde empalideció y miró humildemente al Ana-
carsis, quien lo midió de la cabeza a los pies como si
fuera a saltar encima.
— Si hubo algún descuido de la autoridad, perdóneme
niño Anacarsis. Sumercé sabe que yo todo lo que soy
en esta vida se lo debo al patrón don Roque, y lo quería
como si fuera mi padre...
Se hizo un silencio embarazoso. El cura, con los ojos
bajos, sentía que la vergüenza le subía a las mejillas y
la desilusión le oprimía el pecho, sin que pudiera ale-
jarla. No veía claramente lo que había pasado, ni sabía
a punto fijo lo que estaba sucediendo a su alrededor. El
mundo, visto ahora por la primera vez cara a cara, le
pareció extraño y sumido en esa densa niebla del páramo
que oculta la realidad de los baches donde se atascan las
muías, y la aspereza de las rocas que golpean súbitamente
al viajero. Creía, por un momento, que estaba soñando.
Todo le parecía lejano, brumoso e impreciso. Y por prime-
ra vez en su vida dudaba del testimonio de sus sentidos y
prestaba mayor fe que nunca a la Divina Providencia,
sin cuya oculta intervención todo volvería al caos. ¿El
Anacleto era o no era inocente? ¿Era o no era culpable?
Esta duda le taladraba el corazón y la sentía delante de
sí, densa y reacia como una roca atravesada en su ca-
mino. Como comprendía que era inútil perder el tiempo
divagando, aplazó para mejor oportunidad el análisis de
sus sentimientos. Se pasó varias veces la diestra por la
frente pálida y sudorosa, pues trataba de recordar algo
que se le había olvidado. Un débil quejido del Anacleto,
que acababa de desvanecerse, lo volvió de golpe a sus
preocupaciones inmediatas, ahogadas por aquel turbión de
palabras insulsas que emljotaban no sólo la realidad de
sus ideas, sino la existencia misma de sus locuaces inter-
locutores. De un salto corrió al patio, recogió agua en
el tarro y roció la cara de Anacleto. Luego le dio a beber,
cuando recobró el sentido.
— ¡Señor alcalde! — gritó con tal energía, que causó
una profimda sorpresa en el Anacarsis, que en él miraba
a un cura idiota ; en el alcalde, que lo juzgaba un cura
ingenuo, y en el notario, que lo creía un pobre diablo.
69
— ¿Cómo decía su reverencia?
— Digo, señor alcalde, que sea o no culpable este mu-
chacho que acaba de volver en sí, no hay ley divina ni
humana que permita que se le juzgue y se le .torture
sin oírlo, como usted acaba de hacerlo. No hay ley divina,
porque la primera de todas es la caridad que usted está
pisoteando como si no fuera un cristiano. Ante Dios Nues-
tro Señor, en cuya casa estuvo usted esta misma mañana,
porque yo lo vi en misa, usted ha pecado gravemente.
Ante las leyes naturales y las leyes de la nación, yo
quisiera que el señor notario y el señor juez me dijeran si
en este pueblo tienen fuero especial los guardias para
azotar a los presos, y los alcaldes autoridad para pre-
senciar semejantes abominaciones sin levantar un dedo.
— ¿Quién ha azotado a quién? — preguntó azorado el
alcalde.
Rápidamente el cura retiró el manteo que cubría las
espaldas y el pecho de Anacleto, cruzadas por gruesas
granjas violáceas, salpicadas de pequeñas gotas de sangre.
— ¡No es posible! — exclamó el notario — . ¡Eso no
puede ser, compadre! ¡Eso está muy mal hecho!
El alcalde agachó la cabeza, avergonzado, y el Ana-
carsis, mascullando algo entre dientes, dio media vuelta
y tomó las de Villadiego. El juez, que hurtaba adrede las
miradas acusadoras del párroco, entró al despacho del
alcalde so pretexto de buscar las piezas de convicción para
examinarlas más despacio. Y el notario meneó ligera-
mente la cabeza de un lado a otro, y mirando por encima
de las gafas, dijo :
— ¡Eso no está bien, compadre! El señor cura tiene
razón: ¡eso no está bien!...
Y el buen cura se alegró íntimamente, pensando que
sus palabras habían operado el milagro de ablandar el
corazón del notario.
Un mezquino rayo de sol, filtrándose por entre dos
gruesas nubes que planeaban pesadamente sobre el pue-
blo, iluminó la plaza de arriba cuando el cura salió de la
alcaldía para vigilar los preparativos del entierro. En la
tienda de Rafo vio un denso grupo de campesinos em-
briagados que lanzaban gritos de vez en cuando. El secre-
tario del alcalde tomaba cerveza con el Anacarsis, a
horcajadas ambos en unos bultos de papa paramuna,
rodeados de compadres.
— ¡Que muera el Anacleto! ¡Abajo los rojos!
Tales fueron las frases enconadas que el párroco pudo
pescar al vuelo, al pasar en dirección a su iglesia. En
70
el atrio había mucha gente, que fluía de las calles que
desembocan a la plaza y suben de la vega del río o des-
cienden de la cuesta del páramo. Ayudado por el mona-
guillo que cargaba una lata llena de engrudo, el sacristán
pegaba grandes cartelones en las paredes de la iglesia,
encima del cartelucho que anunciaba las cuarenta horas. El
cura vio que estaban escritos a mano, con una brocha de
enjalbegar, y con ese barniz azul turquí que en tiempos
menos duros servía para marcar los bultos de papa de
don Roque y para escribir los edictos. En el pueblo de
arriba no había imprenta.
— ¿Qué estás haciendo?
— Aquí pegando estos cartelitos que me dieron el se-
cretario y el niño Nacarsis. Me dijeron que era orden
del alcalde, y como muerto don Roque, el niño Nacarsis
será el que manda.
— Te equivocas. Mandará en su casa, porque en la
iglesia el amo soy yo.
— Mire sumercé — le advirtió el Caricortao, al oído —
que no diga esas cosas delante de esta chusma, porque le
llevan el cuento al niño Nacarsis y con lo bravo que está...
Los carteles anunciaban que las honras del ilustre
don Roque Piragua se celebrarían el próximo domingo, a
la hora del mercado, y a ellas invitaba el directorio con-
servador del pueblo cuyo vicepresidente era el notario.
Se encarecía la asistencia de los campesinos y se les
pedía que manifestaran su protesta "por el horrendo cri-
men cometido por los liberales".
— ¡Esto es absurdo!, exclamó el cura, y sin poder
contenerse arrancó los carteles.
— ¿No ve sumercé que ya prendimos otros dos a la
puerta de la alcaldía?
— Pues a la puerta de la iglesia yo lo prohibo.
Se abrió paso trabajosamente entre campesinos de
montera y ruana que olían a himio y a establo, y le mira-
ban sin comprender una palabra. El sacristán y el mona-
guillo lo siguiei'on cabizbajos y cariacontecidos, y ya en
la iglesia el uno se puso a encender las velas del altar y
el otro a barrer el presbiterio, donde sobre dos grandes
burros de madera se habría de colocar el catafalco de
don Roque. El cura, nervioso y preocupado, dio las últi-
mas órdenes concernientes al velorio y entró a la sacris-
tía para meditar a solas y rezar en silencio.
Arrodillado en su reclinatorio, cerró los ojos y pro-
curó hacer un examen de conciencia. Creía encontrarse en
aquel pueblo desde hacía años, hundido hasta el cuello
71
en aquel infierno al cual descendiera por un túnel de
niebla, al través del escabroso camino del páramo. Estaba
triste y desilusionado hasta la muerte. Temía que su
espíritu, aficionado a la soledad y predispuesto a la con-
templación, no resistiera mucho tiempo la agitación super-
ficial de la vida ordinaria. Había escogido ese camino,
estrecho y resbaloso, que bordea el precipicio del cual
ascienden los vapores de la incomprensión y la ignoran-
cia. Sentía deseos incontenibles de llorar por las tor-
turas que padecía el Anacleto, y porque en el fondo le
inspiraban lástima aquellos hombres cegados por el odio,
cuyas almas envueltas en nieblas y vapores no recibían
jamás la tibia luz de la mansedumbre cristiana. La cari-
dad es una energía creadora que se expande y se comu-
nica a los otros, pero sólo ahora comprendía que hay
obstáculos que la detienen y la paran como una selva de
hojarasca. Recordaba las palabras esquivas del notario,
y la actitud insolente a veces y otras sumisa del alcalde,
y el furor ciego de Anacarsis, y lá pusilanimidad del juez,
y el rencor que más que la sed y los azotes envenenaba
el alma de Anacleto.
El desaliento de Cristo, cuando oraba en el huerto
entre los discípulos dormidos, solicitaba ahora su pen-
samiento. Nunca en el Seminario, cuando meditaba en la
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, había logrado com-
prender ciertos pasajes, que a pesar de la explicación de
los exégetas le parecían oscuros y misteriosos, porque su
espíritu no había pasado por semejantes experiencias. Y
una de las más dolorosas es la de comprobar que los de-
más no piensan como nosotros pensamos, no ven lo que
nosotros vemos, no sienten como nosotros sentimos. Sólo
puede unificar los espíritus y los corazones la compren-
sión de todos y cada uno en un común punto de vista.
Mientras todos los hombres no asciendan la cuesta del
Calvario y no miren desde la cruz, al través de los ojos
del Cristo, el melancólico panorama del mundo envuelto
en sombras, no habrá entendimiento posible entre unos
y otros. No piensan de la misma manera los sayones que
echan los dados sobre la túnica del Cristo, sin alzar los
ojos a la cruz porque el interés del juego los embarga, y
quien con los brazos abiertos y clavados a un leño pa-
dece en sus carnes la mordedura de la muerte. Frente a
esta última e impostergable realidad de la vida, que es
la muerte, todo en el mundo es una apariencia engañosa.
La terrible soledad de Cristo en la cruz y en el huerto
de los olivos, se comunicaba al cura por obra de su pen-
72
Sarniento. Aunque se sintiera rodeado por un estrecho
círculo de seres que conversan, al través de sus imá-
genes y de sus impresiones palpaba el vacío del corazón
de los otros. La caridad consiste en identificarse con ellos,
envolverse como ellos son, en colocarse dentro de su
mismo punto de vista. Sólo que existe una caridad más
alta y verdadera, la sola capaz de abrasar el mundo en
una hoguera de amor porque procura no sólo que los
hombres se identifiquen entre sí, y mutuamente se asi-
milen los unos a los otros para comprenderse mejor, sino
que los levanta h^sta el Cristo. Para entender a nuestros
semejantes y juzgan^os a nosotros mismos, debemos adop-
tar el punto de vista que tuvo Cristo en la cruz, pues
desde aquella eminencia, todo es claro e inteligible. Los
hombres se combaten, se odian y se destruyen, porque
no se aman entre sí. Su perspectiva visual, a ras de tierra,
es tan torpe y limitada que fatalmente interfiere la pers-
pectiva de los otros. No basta pues, pensaba el buen cura,
ponerme yo en el pellejo del Anacleto para sentir sus
azotes en mis propias espaldas; ni identificarme con el
Anacarsis, para apreciar sus razones de odiar al Ana-
cleto, y disculpar su pasión ; ni introducirme en el alma
primitiva del alcalde para desmontar sus arrogancias y
entender sus flaquezas. Tengo que levantarme hasta el
Cristo, para desde aquella altura ideal ver los movimien-
tos de estos hombres que se combaten porque jamás han
abierto los ojos a una luz que hace palidecer las estrellas.
El gran pecado es la ignorancia de Cristo, cuya con-
secuencia es la dureza del corazón que ciega la fuente
de aguas vivas que es la caridad. Para comprender a
los hombres hay que sentirse como ellos, pero para amar-
los es necesario verlos desde la cruz, porque de lo con-
trario sería casi imposible perdonarlos.
— La señorita Dolorcitas manda decirle a sximercé que
si trae la escuela a las cuatro, para la doctrina..., susu-
rró el sacristán al oído del cura, sin respetar su soledad.
— Que la traiga.
— Y con el cadáver en la iglesia, ¿cómo se hace?
— Que no la traiga... ¡Ahora déjame!
— Es que . . .
— Déjame, te lo ruego...
— Es que la María Encarna, ¿no la conoce sumercé?,
lo está esperando adentro, con los chinos.
— Dile que me espere.
— Y la señorita Zoila quiere confesarse...
— Ya voy, ya voy . . . Pero después de rezar, mientras
traen el cadáver de don Roque, tengo que almorzar al-
guna cosa . . . Dile a la boba . . .
73
— No es por traerle chismes a sumercé, pero bueno es
que sepa que el niño Nacarsis salió hace rato con el
secretario del alcalde para Agua Bonita. Me lo dijeron
las gordas, que están en la iglesia arreglando el altar de
mi padre y señor San José, patrono de don Roque...
— Bueno, bueno. . . ¡Ahora déjame!
— ¿Y qué le digo a la señora Ursulita, que vino a
preguntar si esta tarde hay bendición con el Santísimo?
— Dile que no, porque a esas horas ya estará en la
iglesia el cadáver. ¿Está lloviendo otra vez?
— Eso no hay cuando escape, sumercé. . .
Y salió el Caricortao sin hacer ruido, arrastrando
los pies descalzos.
Sentía el buen cura ima profunda compasión por sus
rudas y montaraces ovejas, que si no podían ver lejos y
con mayor claridad, era porque la ignorancia, y el mu-
gre, y el apartamiento, y la soledad del páramo las apre-
tujaban unas contra otras entre sus bardas. La sombría
casa cural donde no había baño como en el Seminario y
era menester por lo tanto salir al solar para despachar
ciertos menesteres que humillan al más guapo ; la hipo-
cresía de las beatas, la rapacidad de los ricos, la imper-
tinencia de los pobres, la fosquedad del páramo : todo
eso sumía al cura en una melancólica depresión. Jamás
había pensado que lejos del mundo, que es la ciudad,
fuera tan difícil encontrar la soledad del espíritu y la
paz de Dios : paz que sacia el hambre de los ascetas y
soledad que puebla la celda de los santos. Nimca creyó
que fuera tan constante la presencia del mundo en ima
aldea infeliz, perdida entre las brumas, que él escogió
porque creyó ingenuamente encontrar allí el camino, la
verdad y la vida, en el silencio, la soledad y el reposo.
¡Cómo le pesaba ser cura! Si se encontrase en un
convento, por trabajosa que fuese la regla de los frailes,
su espíritu se echaría a volar fácilmente en busca de la
atmósfera delgada y luminosa donde desaparecen las
dimensiones terrestres y son lógicos y comprensibles el
éxtasis, el arrobo, la beatitud, las lágrimas y el milagro.
¿Por qué, en vez de entrar a un convento, escogió este
curato como el mejor camino para alcanzar en la humil-
dad la perfección de los santos? Sólo por caridad, sólo
porque pensaba, desde el día en que le golpeó el cora-
zón la vocación religiosa, que a la palma del mártir debe
ser preferible a los ojos de Dios el trabajo del catequista,
74
y a la gloria del asceta en su cueva debe ser más meri-
toria, por más útil, la labor del pobre cura de pueblo.
La caridad que no se recoge sobre sí misma, sino que
se derrama como una bendición sobre los hombres, es la
sal de la tierra, es el granito de mostaza, es la simiente
de la viña, es el Reino de Dios. Si la sal se corrompe,
¿quién salará la tierra? El misionero, más que el mártir
que ocasionalmente se inmola, y el cura de pueblo más
que el santo que se recluye en su cueva, son los instru-
mentos preferidos de la caridad de Dios, así como aquéllos
son los espejos de su gloria. Y si la lucha de los últimos
es más valiente, porque tienen que enfrentarse al dolor
físico y desafiar la tentación de la carne, la de los se-
gundos no por mezquina que parezca es menos ardua.
El cura pensaba si no sería más meritorio abrirse las
carnes, ahora quietas y adormecidas, con un cilicio, a
vencer esas pequeñeces que perturban el espíritu y lo
descarrilan, como guijarros puestos en una carrilera. Pen-
saba si no sería más llevadera la mortificación que el
asceta escoge y acepta, que la incomodidad que asalta
diariamente al cura, sin saber a qué horas. Cuando lo
tenía todo en el Seminario, el baño tibio, la ropa limpia,
la capilla hermosa, los amigos fieles, los libros buenos, la
biblioteca acogedora, nada estorbaba su elación y para
acuciarla acudía muchas veces a la mortificación espon-
tánea. Ahora el mundo de las cosas pequeñas se presen-
taba intempestivamente, derrotando y humillando su es-
píritu. No podía concentrar su pensamiento en temas
nobles y elevados, porque las ruindades del ambiente le
tiraban hacia abajo, y eran cardos y espinas que le enre-
daban la sotana. El piquete de una pulga, cuando estaba
a punto de olvidarse de sí mismo y de perderse en el
piélago de la Divina ternura, lo precipitaba súbitamente
en la realidad, pequeña e impertinente como la pulga
misma.
Al pensar en sus miserias, en sus inquietudes, en sus
desgracias, se hallaba a punto de llorar. Se sentía terri-
blemente solo, y hubiera necesitado como Cristo en el
huerto de los olivos, que un ángel descendiera del cielo
para consolarlo. Aunque su corazón rebosaba ternura,
su espíritu era flaco y estaba pidiendo ayuda. No podía
levantarse un palmo de aquel suelo miserable donde tenía
hincadas las rodillas. Dudaba de sus propias fuerzas y no
era capaz de elevar su corazón a Dios. En lugar de me-
ditar en Cristo, como había querido hacerlo cuando se
arrodilló, se había puesto a divagar y ni siquiera tuvo
75
el valor de ponerle el pecho a la realidad de aquel crimen,
cuando harto de no entender y de sufrir, se refugió en la
sacristía de la iglesia para huir de todos y no pensar
en nada. . .
— ¡Señor cura, señor cura!
— ¿Otra vez estás aquí? ¿Qué quieres? ¿Qué pasa?
— Acaban de traer el cadáver de don Roque. Ya le
puse las cuatro velas y lo tapé con un velo negro que
tenemos para cubrir el altar mayor en Viernes Santo.
Las señoras están rezando mientras sumercé llega.
— Diles que voy dentro de un momento . . . Sube a
tocar las campanas.
— La Mana Encarna sigue esperándolo en la casa
cural. Trajo dos costales con la ropa, y un talego con
fiambre. Le dijo a la boba que si sumercé la dejaba,
pasaría la noche con los chinos en la casa cural.
— ¿Pero qué quiere?
— Yo no sé, mi amo. . . Es una mujer mala.
En el atrio de la iglesia y al amparo de los andamios
se había agolpado mucha gente en tomo al notario, al
juez, los concejales, el boticario y demás notabilidades
del pueblo. Mientras repicaban las campanas llamando al
Rosario, todos comentaban los acontecimientos de la ma-
ñana. La tarde declinaba tristemente, entre ventarrones
y lloviznas. De la tienda de Rafo llegaban gritos e im-
precaciones, porque la gente estaba alborotada y borracha,
y comenzaban a presentarse en la plaza, con machete al
cinto, los arrendatarios de Agua Bonita . . .
— No hay que darle vueltas : ¡es un crimen político!
—decía el alcalde.
— Eso parece, compadre... ¿Pudo comunicarse con el
pueblo de abajo?
— Tuve una conferencia telegráfica con el señor
alcalde. Va a mandar refuerzos de policía, con un sargento
que tiene práctica en estas cosas. Por allá todo anda tran-
quilo. Nadie sabe lo que ha pasado, y es mejor que así
sea, porque Llano Redondo está plagado de los bandidos
del Pío Quinto que podrían echársenos encima, si olieran
algo . . .
— Hay que tomar precauciones, aconsejó el notario.
— Ya avisé a toda la gente de las veredas. Mañana,
en el entierro, no quedará nadie en los campos . . .
— ¿Y los vivientes liberales del Alto de la Cruz?
— Llegarán esta noche, o a la madrugada. Por allá
fueron a traerlos el niño Anacarsis y mi secretario.
76
— ¿Es cierto que el señor cura quitó los carteles de la
iglesia? — preguntó el boticario.
— Sí, sumercé — dijo uno de los campesinos que rodea-
ban a los notables. — ¡Yo mismito lo vide con estos ojos!
¡Y lo arrancó asina, con rabia!
— ¡Humm! ¡Y después de lo que presenciamos esta
mañana! — comentó el notario.
— Por ahí contaban — continuó el boticario — , que el
cura había querido pegarle al Anacarsis en la alcaldía...
— Irrespetarlo — corrigió el alcalde—. Agredirlo pro-
piamente, eso no. Ahí estábamos con mi compadre para
impedirlo . . .
— Cierto — dijo el notario — . Pero sí me extraña mu-
cho que su reverencia hubiera querido soltar al Anacleto.
— ¿Soltarlo? ¿Para que huyera? . . . También me con-
taron en la tienda de Rafo que el Anacarsis había dicho
que el cura está de parte del diablo . . . quiero decir de
los liberales.
— Tanto como eso, no — dijo el notario.
— Pero si no andamos con cuidado, lo deja huir. El
Caricortao — terminó el alcalde — me contó que el cura
tiene asilada en su casa a la María Encarna.
— ¿De veras?
-—Como lo están oyendo.
— ¡Lástima del señor cura viejo! — exclamó el notario.
Era persona de experiencia, que no se dejaba engatusar
fácilmente. . . Este. . . bueno : éste es muy novato para el
oficio. ¿No es cierto, compadre?
Diez minutos después toda la plaza se había enterado
de que el cura aquella mañana había soltado al Ana-
cleto para que huyera, sólo que el alcalde y el notario
lo habían logrado pescar a la salida del pueblo, y lo
metieron otra vez en la cárcel. Se sabía también que era
partidario de los liberales, porque había asilado a la
María Encarna en la casa cural. Se decía finalmente que
había insultado al Anacarsis, llamándolo godo indigno,
por lo cual éste lo había amenazado con pedir su des-
titución al señor Obispo...
— ¿Con que esas tenemos? — decía la gente.
Y los chismes giraban en torno a la plaza, como un
pasavolante, y al regresar al sitio de origen, que era el
atrio donde conversaban los notables, ya se habían des-
figurado a tal punto que nadie podría reconocerlos. Lo
más grave, que hizo subir de punto la indignación de los
vecinos, fue que alguien llegó con el cuento de que el
alcalde había solicitado refuerzos al pueblo de abajo, por-
77
que los bandidos del Pío Quinto, que operaban en Llano
Redondo, preparaban un asalto para aquella noche...
Cuando el chisme dio la vuelta a la plaza, y retornó al
atrio de donde había salido, el alcalde lo recibió con este
comentario :
— La situación es muy delicada. . . Y no puedo decirles
más, como lo sabe mi compadre el notario, porque se
trata de un secreto de Estado.
El cura terminó su rezo, ahogado ya todo impulso
religioso por el rumor creciente que llegaba de la plaza
a través de la iglesia, y de la iglesia a través de la puerta
de la sacristía. Se caló el bonete y entró un momento a
la casa cural para comer cualquier cosa, porque desde el
desayuno que fue muy sucinto y breve no había pa-
sado bocado. En el patio y en el corredor picoteaban el
suelo resbaloso unas gallinas saraviadas que no había
visto por la mañana.
— ¡Eso qué! ¡Las horas a que sumercé viene a almor-
zar! — le dijo la boba que estaba extendiendo tinas piezas
de ropa en un alambre, a lo largo del corredor.
— ¿Me puedes preparar algo de comer?
— El fogón se apagó hace rato. Si sumercé quiere un
pedazo de queso y un bocadillo... porque no hay más.
Como si fuera poco, se entiesaron las mogollas de misia
Ursulita.
— Y estas gallinas, ¿de quién son?
— De mi amo. Se las trujo la María Encarna, que ahí
está en la cocina con los chinos. Dijo que quería hablar
con sumercé, téngale cuidado porque es una mujer mala...
No era sino una pobre mujer esta María Encarna,
prematuramente envejecida por los sufrimientos y los
hijos, que labran la salud todavía más que los sufrimien-
tos. No tendría cuarenta años, pero aparentaba sesenta,
con la piel del rostro manchada y amarilla, el pelo opaco,
las manos rojas, el vestido brillante por el uso, y los pies
calzados con unas viejas botas de tacones torcidos. Lle-
vaba un niño en brazos, tuerto y enteco, de cabeza enorme
para un cuerpecito que no podía sostenerla. "Es hidrocefá-
lico" — pensó el cura.
— ¡Es el menorcito: es bobo! — dijo la madre cuando
se desplomó sobre la silla de hule verde, y lo dijo con
una sonrisa fatigada e indiferente. Su voz era monótona
y pareja, sin matices, ni color, ni vida, que erizaba los
nervios.
— Mi marido y yo no éramos de este sitio, a Dios
gracias. Nacimos y nos criamos en un pueblo de tierra
78
caliente, a la orilla del río, donde teníamos muchos pa-
rientes y amigos, y una tienda de abarrotes muy bien
surtida, y una casa de dos pisos con locales sobre la
calle. La tienda se llamaba La Favorita. Allí nacieron
todos los niños, y las dos mayorcitas estudiaban en el
colegio de las Hermanas, que las querían mucho. Salieron
al padre, que era muy inteligente y activo, y se ganaba
amigos en todas partes cuando viajaba por el departa-
mento correteando sus mercancías. No había pueblo,
fuera de éste, donde no lo estimaran y lo quisieran. Yo,
en cambio, soy una boba...
— ¿Y por qué emigraron?
— Cambiaron los tiempos, señor cura : quiero decir
los alcaldes, y los agentes de la policía comenzaron a
perseguirnos. Todos los liberales se fueron, menos nos-
otros, porque a mi marido le aconsejaron los conser-
vadores decentes que se quedara. Por las tardes iban a la
tienda a hacer tertulia con él, que era chancero y les
preguntaba cuándo irían a matarnos. Primero nos obli-
garon los guardias a cerrar la agencia de los periódicos,
que nos daba mucho. Como protestamos ante el alcalde
por este atropello, dio orden de que quemaran el paquete
de gacetas en mitad de la calle, frente a la tienda, para que
nos enteráramos. Nuestros deudores dejaron de pagarnos,
porque La Favorita traía telas y vendía artículos al por
mayor, con crédito, de donde se surtían las tiendas pe-
queñas. Los domingos por la noche venían los guardias
a emborracharse en la trastienda, y cuando intentába-
mos cobrarles la cuenta, nos amenazaban con incendiar la
mercancía. Un día, porque este pobre chino andaba ga-
teando y tropezó con la mesa de los guardias, tumbán-
doles la botella de aguardiente, uno de ellos le tiró una
patada con su gruesa bota de carramplones y le vació
el ojo. ¡Mire como lo tiene!
— ¡Pobrecito!
— Entonces resolvimos trasladarnos a otro pueblo,
antes de arruinarnos completamente en el propio. Y fue
peor. Estuvimos una temporada en la capital del depar-
tamento, donde abrimos un baratillo en un zaguán para
empezar otra vez los negocios. Como no tardaron en sa-
ber que éramos liberales, cuando vinieron las últimas
elecciones que el señor cura recordará, nos saquearon la
tienda y tuvimos que saür huyendo en un camión que
traía unos bultos de zaraza para el pueblo de abajo.
Estábamos en la miseria y sólo nos quedaba lo que llevá-
bamos puesto. En el pueblo de abajo mi marido consiguió.
79
con don Pío Quinto Flechas que alguna vez había tenido
negocios con él, unos pesos prestados para comprar li-
cores. Le dieron también una agencia de cervezas, y nos
vinimos a este pueblo donde decían que la vida era muy
tranquila y barata para los forasteros. En este páramo,
donde no viene nadie, ¿quién podría molestarnos?
Don Roque Piragua, que al principo fue muy cari-
tativo con nosotros, mientras nos vio pobres, cuando se
dio cuenta de que mi marido, que trabajaba de sol a sol
sin levantar cabeza, iba poco a poco surtiendo la tienda
del camino real, y acaparaba la panela de los pueblos del
río, y el aguardiente de los contrabandistas del páramo, y
el í.-arbón de palo de los indios de Agua Bonita, se mal-
quistó con nosotros. Le estábamos quitando su clientela
de la tienda de la plaza de abajo. Un día en que yo no
estaba llegó a la tienda don Anacarsis, su hijo, que es
muchacho atrevido y pretencioso, pues se cree dueño del
pueblo. Persiguió por el solar a la niña mayor, que ape-
nas tiene doce años y es muy bonita, con la intención de
malograrla como hacía con las campesinas que se libra-
ban de las garras del viejo. Como no pudo hacer nada, le
dijo a la niña : "¡Dile a la María Encarna que le voy
a quitar la tienda!".
Yo no le conté nada a mi marido; era muy impetuoso
y pendenciero y temía que cometiera alguna locura. ¡Pe-
ro eso qué! ... A los dos días de aquello que le cuento,
una noche entraron dos indios del páramo a tomar aguar-
diente. Le dijeron a mi marido:
— ¡Tome con nosotros, compadre! Ahora grite : ¡Viva
el partido conservador! ¡Abajo los rojos bandidos!
El no quiso gritar, siempre tan testarudo. ¿Para qué
seguirle contando? Le clavaron dos puñaladas en el vien-
tre. Cuando salí a la tienda, los indios ya se habían
ido, y mi marido me dijo entre las últimas boqueadas :
"Eran dos indios de Agua Bonita, el Celestino y el Pata de
Cabra". Y ahí mismo acabó.
El cura, exasperado por aquella voz triste y monó-
tona, se sobaba la frente con las manos y no encontraba
palaíjras para consolar a aquella desgraciada. Por otra
parte, ella no venía a pedirle consuelo, y si se lo hubiera
dado, lo habría escuchado como quien oye llover.
— Después viví como pude^ trabajando yo sola, ayu-
dada por la mayorcita que veía de los niños mientras yo
me encontraba en la tienda. El Anacarsis comenzó a vi-
sitarnos con mucha frecuencia, y me dejaba entender que
si no fuera por él su padre nos habría quitado el local.
80
Todo eso era por ver cómo cargaba con la niña, que con
tanto oficio como tenía en la casa, no había tenido tiempo
de enterarse de esas cosas...
— ¡Dios mío, Dios mío!, murmuró el cura.
— Esta tardecita pasó por la tienda el Anacarsis, con
el secretario del alcalde. "¡Ahora sí que no quedará ni
un rojo en este pueblo, porque todos tienen la culpa de
la muerte de mi padre!"... ¡Santa Bárbara bendita! ¿Y
eso quién lo mató — pregunté yo — , que no había sabido
nada. "Lo mató el Anacleto, pero es como si lo hubieran
matado todos... ¿Dónde está la china, que quiero con-
tarle un cuento?" Para despistarlo le dije que allí noma-
sito, en el solar, echándoles granza a las gallinas que son
estas mismas que le traje al señor cura, porque a mí ya
no me sirven de nada... El Anacarsis se fue a buscarla,
y como no la encontrara salió al monte, y la divisó cuando
andaba por allá recogiendo leña y cuidando las cabras.
Yo me quedé con el alma en un hilo, entretenida con la
conversación del secretario del alcalde, que no me des-
pintaba ni me dejaba mover. A la media hora volvió el
Anacarsis y me dijo : "Allá le dejé a la niña con las ga-
Lünas... ¡Dígale que le cuente el cuento!" Y montó a
caballo y siguió para Agua Bonita. Entonces metí en unos
costales lo que pude, recogí la familia, y aquí estoy...
La niña mayor, ojerosa e indiferente, miraba al cura
desde la puerta que da al corredor; y a veces, recordando
quién sabe qué cosas, se estremecía de pies a cabeza
como si tuviera fiebre . . .
— Y ahora, ¿qué quieres? ¿En qué puedo ayudarte?
— Permítanos señor cura quedarnos esta noche en la
cocina, donde no molestaremos. Los niños están acostimi-
brados a no hacer ruido. Si el señor cura quiere, yo
podré cocinarle y lavarle la ropa mientras consigo bes-
tias de alquiler para volver al pueblo de abajo. Don Pío
Quinto me recibirá en su casa. Si no puede hacerlo, me
iré a otra parte... Ya estoy acostumbrada a estos viajes
y le he perdido el apego a todas las cosas : a las galhnas,
a la casa, a la tierra, a la vida . . . Todo me da lo mismo.
En todas partes se cuecen habas, decía mi marido que
en paz descanse.
— Puedes quedarte — le dijo el cura, lleno de com-
pasión. Mañana o pasado tendré que ir al pueblo de abajo
y te llevaré de cualquier modo. . . Lo mejor es que te
vayas de aquí. . . Ahora entra a la cocina, y con las ga-
llinas haz un sancocho para las criaturas. Toma : aquí
tienes unos pesos para que compres leche. . .
81
La boba, que daba escobazos en el patio fingiendo no
oír nada, se acercó al cura :
— Esos chinos mugrosos están empuercando la cocina.
¿Y qué podemos hacer con estas gallinas que se meten
por todas partes?
El cura, impaciente, aplacó con unas palabras duras
la celosa protesta de la boba. Le dijo que si no tenía
caridad para con esa pobre familia, la despediría de la
casa en el acto y dejaría á María Encarna en su lugar.
— ¡Ave María Purísima! ¡Diez años llevo trabajando
en esta casa y jamás el señor cura viejo tuvo queja de
mí, como puede decírselo a sumercé la señorita Cornelia!
¿Qué me he robado yo? ¡Las cosas que ahora se ven.
¡Virgen Santa! ¡Y es que el otro no era de los liberales!
Con mucho trabajo logró apaciguar aquella tempes-
tad doméstica, con la intervención del sacristán que tenía
un extraño dominio sobre la boba. Luego entró a la igle-
sia para rezar el Rosario. En el centre de la nave se veía
el cajón de don Roque, cubierto por el velo negro de los
Viernes Santos, y con una banda azul celeste atravesada
a todo lo largo. La iglesia estaba de bote en bote, y un
apagado murmullo acogió la llegada del cura. Del fondo
de la iglesia, al través de la puerta abierta de par en par,
llegaban gritos de la plaza. Envuelto en una onda tibia
y espesa, impregnada de viejos sudores campesinos, se
arrodilló ante el altar y dijo con voz alta y despaciosa :
— Ahora vamos a rezar un rosario por el alma de
don Roque Piragua, a quien Dios, en su misericordia infi-
nita, haya perdonado sus culpas y recibido en su gloria.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...
82
CAPITULO IV
LA MADRUGADA DEL SABADO
AQUELLA noche nadie durmió en su cama. Todo el pue-
blo pernoctó en la iglesia, donde ocasionalmente se des-
pertaban las señoras y entre cabeceos y bostezos ensa-
yaban el rezo de un nuevo Rosario. Los hombres salían
de vez en cuando a la tienda de Rafo, en la esquina de
la plaza, para tomarse uii aguardiente doble y volver a
la iglesia. De los rotos ventanales del coro soplaban ra-
chas de viento frío, y durante un tiempo, a la media-
noche, la llovizna tamborileó en el tejado, que por falta
de cielorraso era un harnero de goteras.
Arrodillado en su reclinatorio del presbiterio, el cura
encabezaba a veces el rezo con voz monótona y soño-
lienta, y otras pugnaba por vencer el sueño que le atacaba
las extremidades, le subía en una onda de agua tibia
hacia la cabeza, y allí se depositaba en los párpados hasta
doblegarlos y coserlos con un hilo de tedio. Su espíritu
se debatía en un sopor vago y nebuloso, y sus ojos se
poblaban de imágenes extrañas y fugaces... Veíase otra
vez en el Seminario, en medio de la interminable fila de
los estudiantes que caminaban arrastrando los pies por
largos corredores, que se adelgazaban en túneles asfi-
xiantes e incómodos. Ahora tenía que doblar la cabeza
contra el pecho y arrastrarse de rodillas. El dolor de
éstas no tardaba en volverse insoportable. La nuca, dis-
locada, sostenía en vilo todo el peso del túnel. El cura
entreabría los ojos, cambiaba de posición en el reclinatorio
o se levantaba para dar unos pasos por el presbiterio
con el pretexto de despabilar las velas del altar que chis-
porroteaban o humeaban prestas a apagarse. Su mirada
turbia descubría al descender las gradas, el deprimente
espectáculo del túmulo mortuorio en el centro de la igle-
sia, cubierto por el velo negro de los Viernes Santos y
atravesado por una banda azul celeste, que pertenecía a
83
una imagen de la Inmaculada Concepción que se vene-
raba en uno de los altares laterales. Las cuatro ceras que
se levantaban a los lados del túmulo, estaban consumi-
das a medias. Un grupo de mujeres arrebujadas en ne-
gros pañolones, yacía en cuclillas, por el suelo.
Volvía a arrodillarse en su reclinatorio, y comenzaba
a rezar, mas no pasaba mucho tiempo sin que otra vez
sintiera, tras una lucha corta y desesperada por mante-
nerse despierto, que su cuerpo se precipitaba vertigino-
samente en el vacío. . .
Desde la roca del páramo que domina el valle bañado
de sol, la torre de la iglesia luce dorada y trémula como
la flor del frailejón. No terminaba nunca de caer, aun-
que poco a poco, en vez de agrandarse y precisarse en la
caída la imagen del pueblo con sus tejados siempre hú-
medos y aplastados por el cielo gris, se desvanecía entre
la niebla. Esta se tachonaba de luces verdes y amarillas
que giraban en torbellinos. Flotaban allí, como si nada-
ran lentamente y sin soporte físico, cuerpos informes que
poco a poco se concretaban en figuras familiares : el
sacristán, con su ancha boca abierta de par en par por un
feroz machetazo; la boba, que se rascaba el coto con una
mano mugrienta; el Anacleto, apretando los dientes, con
las espaldas desnudas y tumefactas ; el Anacarsis, riendo
a carcajadas; y aquel extraño muerto que era don Roque,
salpicado de sangre, que miraba al cura con sus ojos tur-
bios y redondos como bolas de vidrio... "No está com-
pletamente muerto", pensaba el cura : "Es un cadáver
que flota".
En aquel momento lo despertó un golpe- seco. Cuando
abrió los ojos vio que su breviario había resbalado del
reclinatorio y yacía en el suelo, descuadernado. Se le-
vantó rápidamente y entró a la sacristía, pues quería
pasar de allí al corredor para reanimarse un poco con el
aire frío y cortante del solar. La noche clareaba, ilumi-
nada al través de una nube muy blanca, densa como un
trozo de hielo, que ocultaba la luna. Se puso a caminar
rápidamente a lo largo del corredor, pisando fuerte para
calentarse los pies. Cuando llegó a la puerta del des-
pacho, al final del corredor, escuchó el plácido jadear de
las respiraciones de la familia de María Encarna, que
dormía en la cocina. Del interior del despacho parroquial,
cuya puerta estaba entreabierta, salía un rumor apagado
de risas y conversaciones.
84
—¿Quién está aquí? — exclamó abriendo la puerta
violentamente.
Se hizo un silencio profundo. Raspó un fósforo en la
pared, y al levantarlo para iluminar la estancia, vio ape-
lotonados en un rincón, cubiertos por una ruana, al
sacristán y la boba. Esta escondía la cabeza debajo de la
ruana, pero los pies descalzos, descubiertos, amarilleaban
en la sombra. El sacristán, con el jipa calado hasta las
cejas, emergía en la sombra como un ídolo de barro.
— ¿Qué pasa aquí? — gritó trémulo de cólera.
— Fue que vine un momentico a descabezar un sueño,
porque mañana será día de mucho trabajo con el en-
tierro... ¡Y como en la cocina está la mujer esa dur-
miendo con los chinos!
— ¿Y qué hace aquí la boba?
— ¿La boba, dice sumercé?
El fósforo se apagó en aquel momento, quemándole
los dedos, y mientras buscaba afanosamente otro en el
bolsillo de su sotana, sintió que un cuerpo le rozó las
piernas y salió al corredor. Cuando encendió otro fósforo,
el sacristán, sentado en el rincón y arrebujado en su
ruana, lo miraba por debajo del jipa con ojos mali-
ciosos. . .
— Esa boba quién sabe dónde se habrá metido, siunercé...
Si quiere voy a buscarla para que prenda el fogón, por-
que no tardará en amanecer... ¿A qué hora va sumercé
a rezar la misa? ¿Habrá que llamar al Alfonsito para
que la cante?
Eran las cuatro de la mañana. El cura, lleno de asco
y de vergüenza, se mordió los labios.
— ¡Largo de aquí! — le gritó al sacristán — . ¡Véte a
la iglesia a rezar por tus pecados y a despabilar las velas!
Cuando veas mañana a la boba, dile que no la quiero ver
más en esta casa. . .
— ¿Y eso qué mosca lo picó a sumercé? Ni la seño-
rita Cornelia, que era muy necia, ni el señor cura viejo
tuvieron nunca queja de esa pobre...
El uno en pos del otro salieron en silencio en direc-
ción a la iglesia. El cura tornó a arrodillarse en su recli-
natorio, pero su pensamiento, solicitado por imágenes con-
tradictorias, no se concentraba en la oración. Una luz
lechosa y difusa resbalaba de las ventanas del coro sobre
el interior de la iglesia. Esta lucía más grande, más
destartalada, más lóbrega que nunca. Un soplo helado en-
tró por la puerta abierta de par en par, y las candelas
85
que alumbraban al muerto chisporrotearon y despidieron
un humo denso. El viento, que hizo estremecer al cura,
trajo hasta sus narices un vago y repugnante tufo a carnes
descompuestas. . .
— Tocará enterrar pronto a don Roque, porque ya
hiede — le dijo el sacristán al oído cuando volvió a
encender las velas — . Lleva ya veinticuatro horas de
muerto, y aunque el frío del páramo conserva los cadá-
veres, la humedad de la iglesia y el calorcito de las velas
le están descomponiendo las tripas. . .
— ¿No le pusiste cal?
— ¿No vé sumercé que no había?
Por el frío de la madrugada, o tal vez con el hedor
dulzarrón y penetrante del cadáver, los bultos que se
amontonaban en torno de los candelabros se agitaron en
un manso oleaje, y las viejas comenzaron mecánicamente
a rezar.
En aquel momento se escucharon gritos en la plaza,
y dos cohetes que debieron ascender muy alto, hasta
perderse en las nubes, estallaron alegremente.
— ¿Ahora qué pasa? — preguntó al sacristán, que se
le había acercado corriendo, con los ojillos muy vivos y
juguetones.
— Parece que ya llegaron el niño Nacarsis y el se-
cretario del alcalde, que andaban por el páramo trayendo
a los vivientes liberales . . .
— ¿A cuáles?
— Tres méritos que quedaban del tiempo de ñor Pío
Quinto Flechas. Cuando los demás se largaron, estos tres
indios resolvieron hacerse las ovejas mansas y pasar aga-
chados. Don Roque los dejó en la finca, donde tienen
estancias, porque son muy buenos para esquilar ovejas
y rabonearlas. Son parameros...
— ¿Y para qué los traen?
— Yo no sé, mi amo. Ahí será para que acompañen al
Anacleto en sus desgracias.
El cura salió a la plaza, hacia la cual se dirigieron
en tropel todos los concurrentes de la iglesia. La plaza
era un tablero claro y definido a la luz de la madrugada.
El cielo, por primera vez después de su llegada, apa-
recía sereno, impregnado de un color azul desvaído y
grisoso. Por encima del pueblo, al otro lado de la plaza,
la escarpada sierra del páramo se había acercado extra-
ñamente y su perfil agrio mordía como una carraca de
asno el cielo despejado.
86
Grupos de campesinos que habían bajado del páramo,
con sus recuas cargadas de papa y cortezas de taijino
para curtir pieles, descargaban a la sazón su mercancía en
el atrio, pues al domingo siguiente se celebraría el mer-
cado grande. Llamaban mercado chiquito el de carbón y
cortezas para la curtiembre, que se abría los sábados por
la tarde en la plaza de abajo. Había una gran agitación,
y la tienda de Rafo que nunca abriera las puertas tan
temprano, estaba ahora atestada de gente que desbordaba
sobre la calle.
El cura se dirigió a la alcaldía, frontera a la iglesia,
donde muchos vecinos se agolpaban a puertas y venta-
nas. A veces alguien prorrumpía en mueras y abajos que
rebotaban lúgubremente en los costados de la plaza. Como
no se había encontrado jamás en medio de una muche-
dumbre, un calofrío de espanto le sacudió las espaldas
cuando vio aquellos seres de rostro siniestro, cuyos gritos
se exhalaban mecánicamente, como disparados por un
resorte. El sabía comprender y podía penetrar en el alma
de los hombres, en cuanto seres aislados y personales,
dueños ds una voluntad caprichosa y autónoma que se
deposita con humildad a los pies del confesonario. No
había tenido ocasión de observar que a veces se condensa
sobre las muchedumbres o se exhala de ellas como la
pestilencia enervante de mil sudores vertidos a un mismo
tiempo, una alma misteriosa y colectiva. Esa alma, pen-
saba, es el sudor de las muchedumbres ; contra ella no
hay forma de luchar : es inconsciente, versátil, sorda,
ciega, maloliente, viscosa, y se repUega sobre sí misma en
contorsiones de molusco.
— ¿Por qué gritas? — le preguntó, exasperado, a un
indio de aspecto siniestro que para ver mejor lo que
pasaba en el interior del despacho del alcalde, se había
colgado a los barrotes de la ventana.
— Yo no sé, sumercé... Todos están gritando.
Abriéndose camino a codazos, penetró al záguán de
la alcaldía. Cuando salió al corredor interior, vio que en
una esquina del patio, rodeados de los guardias, el
alcalde, el secretario, el Anacarsis y irnos cuantos curiosos,
se encontraban los tres sobrevivientes liberales de Agua
Bonita, amarrados con un rejo codo con codo. Vio tam-
bién en el centro del patio al Anacleto, amarrado al bo-
talón : amarillo y envejecido a la luz de la madrugada.
En el corredor, acurrucadas en el suelo, cubiertas con el
jipa blanco de los días de fiesta y vestidas con las ena-
guas negras de randas de terciopelo, sollozaban una pobres
87
mujeres. Una de ellas amamantaba a una criatura
Cuando lo vieron, todas se arrodillaron besándole las ma-
nos y la sotana.
— Padrecito, ¡padrecito! — exclamaron entre lágri-
mas, sonándose a veces con los revuelos de las enaguan
blancas. . . — ¡Nos los van a matar, padrecito! ¡Los pobres
no se han metido en nada, no han hecho nada, padrecito.
no saben nada!
— ¿Qué está pasando aquí? — preguntó al alcalde, que
en viéndolo acudió con el Anacarsis, a saludarlo.
— Se trata de una medida que había que tomar, por si
acaso. . .
— Una medida pre-cau-te-la-ti-va — silabeó el juez que
rondaba por allí, tomando declaraciones a los deteni-
dos, con la asesoría del secretario.
— ¿Y de qué los acusan?
— ¡Son rojos! Y como hoy es el entierro de don Roque,
no podemos dejar desamparadas las espaldas en el pá-
ramo, expuestas a las marrullas de estos hombres. ¡Quién
sabe si estaban de acuerdo con el Anacleto, porque uno
de ellos andaba por el monte!
— ¿Quién ordenó su captura?
— Yo — dijo el Anacarsis con insolencia, plantándose
desafiante ante el cura.
— Pues esto es absurdo y es ilegal — dijo éste, con
voz temblorosa por la cólera.
— Su reverencia no conoce a los rojos. . .
— ¡Si los pobres no han hecho nada! — exclamó una de
las mujercitas, hincada de rodillas ante el cura, sin sol-
tarle la mano que tenía entre las suyas — . Mi marido
cierto que andaba por el monte, pero vigilando la toma
para que no se robaran los vecinos el agua de don Roque,
la de Agua Bonita. Cuando llegaron el señor secretario
y mi amito Nacarsis, asina que lo vieron lo bajaron a
empellones hasta el camino...
— Ahí mesmito — dijo otra de las mujeres — tenían a
los otros dos hombrecitos : al mío que es incapaz de
hacerle mal a nadie, y al marido de mi comadre Rita...
¡Mire, padrecito, cómo los tienen!
— Esos los trujeron a latigazos — dijo la otra mujer — ,*
maneados con un rejo como si fueran ovejas o "qué sé
qué". . . Y ahora se los van a soltar a la chusma. . . ¡Vir-
gen Santísima! ¡Nuestro Señor nos favorezca! ¡Por vida
suyita, sálvelos sumercé! ¡Sálvelos, mi padrecito! ¡Cómo
sería con estos huerfanitos, sin poder valerse!
88
El párroco ordenó con voz perentoria al alcalde que
soltara a esos desgraciados lo mismo que al Anacleto, y
mientras se veía que se haría con ellos, los encerraran a
todos en la secretaría protegidos por los guardias, al
menos durante el entierro. Le asaltaba el temor de que
aquella muchedumbre ciega y sorda pudiera invadir el
I patio de la alcaldia y se abalanzara como un ponzoñoso
ciempiés sobre esos pobres diablos indefensos. Sin atender
razones, sacudido por una fuerza nerviosa que galvani-
zaba su espíritu, dueño ahora de una morbosa lucidez, de-
sató las manos de los presos y las de Anacleto, y los em-
pujó a la secretaría. Luego, a la primera persona que se le
puso delante, que fue el juez, la envió a la casa cural a
decirle a la María Encarna que mandara lo que hubiera
de comer, y a toda prisa, para socorrer a los presos. El
juez, como un autómata accionado por aquella voz impe-
riosa, salió a escape seguido de las mujeres.
— Y dígale al sacristán que suba a la torre a tocar
las campanas para el entierro, que ya es hora.
— El entierro será a las once de la mañana, cuando
llegue toda la gente de las veredas — dijo a la sazón el
alcalde — . Así lo resolvimos anoche con el vicepresidente
del directorio, que es el señor notario.
— Pero yo, que soy el cura, rezaré la misa ahora
mismo . . .
— ¡Cómo le parece padrino, que el santico nos resultó
de calzones! — le dijo en voz baja el Anacarsis al nota-
rio, que acababa de entrar y se dirigía a saludar a su
reverencia.
— El señor cura tiene razón. Acaba de contarme el
juez, en el zaguán, lo que su reverencia ha resuelto, y
me parece muy bien. En el estado de indignación en que
se halla esta gente, es prudente encerrar y proteger a los
bandidos que trajeron del páramo. Si los dejamos sueltos,
¡sólo Dios sabe lo que pueda pasarles!
— Gracias, muchas gracias. Usted, que es la persona
más importante del pueblo muerto don Roque, tiene que
ayudarme a tranquilizar los ánimos y a hacer entrar én
razón a los vecinos... ¡Debemos ser cristianos, señor
notario!
— Eso es lo que yo digo siempre. Su reverencia sabe
que, como jefe conservador de este pueblo. . .
El Anacarsis y el alcalde se miraron sorprendidos,
y luego atisbaron al notario con desconfianza, como si lo
vieran por la primera vez. Este, fingiendo una perfecta
inocencia, continuó :
89
— Como jefe conservador del pueblo, muerto don Ro-
que . . . Porque debo advertir que el directorio departa-
mental, al que telegrafié anoche comunicándole lo suce-
dido, lo resolvió de esa manera, y yo me inclino ante las
órdenes del directorio.
El alcalde y el Anacarsis carraspearon. El cura no
dejó acabar al notario.
— Vamos todos a la iglesia — dijo — . Usted, señor
alcalde, es responsable de la seguridad de los detenidos.
— ¡Un momento, su reverencia, un momiento! Creo
que podemos llegar a un acuerdo que nos satisfaga a to-
dos — dijo el notario, y empujó dulcemente al cura hacia
el despacho del alcalde para conversarle a solas. Y vol-
viendo la cabeza hacia el Anacarsis y el alcalde, que lo
miraban embobados, les dedicó una sonrisa tranquiliza-
dora y guiñó maliciosamente un ojo, el que no le brin-
caba.
90
CAPITULO V
EL SABADO POR LA NOCHE
SE dejaba llevar dócilmente de la muía, que con paso du-
ro y cauteloso, jadeando a veces, trepaba por la cuesta
del páramo. A la cabeza de la silla llevaba a una de las
niñas menores de María Encarna que taloneaba el pes-
cuezo del animal. Detrás de él, en la noche que era muy
clara se perfilaban los dos guardias del municipio, con
los fusiles en bandolera, pues iban custodiando a Ana-
cleto. Este marchaba a pie, con las manos atadas con un
rejo. Cuando el camino se volvía más agrio y empinado,
el Anacleto se agarraba como podía a la cola de la muía
del cura, para ayudarse. Estaba fosco, sombrío y no atra-
vesaba palabra. Detrás del Anacleto, amarrados a un largo
rejo sin alisar, todavía crudo y con pelo, venían los tres
campesinos de Agua Bonita. Lus seguían sus mujeres y
sus crios, con talegos y costaleí al hombro y a la cabeza.
A la cola del melancólico desfile iba la María Encarna,
montada a mujeriegas en una muía de alquiler que el
cura le fletó en el mercado. Llevaba al niño bobo en los
brazos, y las dos mayorcitas, a lado y lado de la muía, se
aferraban a la cincha de la montura para aligerar el can-
sancio de aquella cuesta interminable. El sacristán cerraba
la retaguardia, a horcajadas en un animalejo comido de
mataduras, de los que cargan el carbón de palo. Llevaba
en ancas de la enjalma a otra niña de la viuda, porque,
quieras que no, había tenido que obedecer las órdenes
perentorias de su amo.
La noche era tan clara que se veían los jabalcones y
el lomo del camino, como en pleno día; y en lo hondo del
valle, contra la sierra negra y dentada, blanqueaban las
casitas del pueblo y la torre de la iglesia rural. Al llegar
a la cumbre de la montaña, donde el camino se explaya
por una alta y desolada meseta ordinariamente panta-
nosa, el cura detuvo la marcha para dar un respiro a las
91
muías y a los viajeros. Hizo darles de beber a los niños y
a los presos, en un pozo de agua muy pura. Luego enca-
ramó en su muía a las dos mayorcitas de María Encarna,
que resoplaban y no podían tenerse del cansancio. Mani-
festó al grupo que le oía sin replicar palabra, que haría a
pie el trecho de la meseta para desentumecer las pier-
nas que le hormigueaban : y sólo más adelante, cuando
empezara el camino a descender hacia el pueblo de abajo,
volvería a montar en la muía.
— ¡Las cosas de mi amo! — dijo el sacristán a los guar-
dias, que lo miraban sin comprender, como si fuera un
animal raro.
Y es que el más raro de todos los animales de este
mundo es el hombre, pensaba el cura. El hombre que
acepta y perdona con facilidad la insolencia de los pode-
rosos, la vanidad de los ricos, la crueldad de quienes tem-
poralmente lo mandan; pero no entiende la mansedumbre,
la quietud del corazón y, sobre todo, la caridad. Lo exas-
peran, o simplemente lo aburren. Lo exasperan hasta el
delirio, cuando ve a Cristo sobrellevar los azotes sin abrir
los labios, y lo mira caer y levantarse con la cruz a cues-
tas, sin que la indignación le descomponga el rostro lívido
y tranquilo. Y la visión de las miserias ajenas también
lo aburre, aunque suela tener un primer movimiento de
compasión : porque lo más extraño es comprobar la
fugacidad de los buenos sentimientos frente a la terque-
dad de las pasiones viólenlas. Hay que ver lo pronto que
huye del corazón, avergon;:ada de sí misma, la ternura
que produce un niño que llora, una mujer que cae, un
hombre que padece, y en cambio cuánto dura y se man-
tiene en el corazón el deseo de venganza, el ansia de ha-
cer mal, 'la voluntad de zaherir y torturar al prójimo. Y
sin embargo, el Evangelio dice : "Bienaventurados los que
lloran, porque serán consolados; bienaventurados los que
padecen persecuciones por la justicia, porque de ellos es el
Reino de los Cielos".
Mientras atravesaba ia meseta del páramo, colgado de
la cola de su muía, sobre la cual cabalgaban ahora las dos
mayorcitas de María Encarna, sentía una deUciosa bea-
titud producida por mil pequeñas impresiones : la sere-
nidad de la noche, el frío cortante que le acariciaba el
rostro, el ardor de la sangre en todo el cuerpo que corría
presurosa y estimulada por el ejercicio.
— ¿No se cansa su reverencia? — le preguntó María
Encama — . Las niñas pueden caminar otra vez.
92
En vez de cansado se sentía feliz, dueño de una tran-
quilidad de que no había vuelto a gozar desde los tiempos
del Seminario, que ahora se le antojaban lejanísimos y
sumergidos en zonas casi muertas de la conciencia. Su
vida de entonces era como otra vida: como la de otra
persona que alguna vez, por distraerlo, se la hubiera
contado. Era tan irreal, que a veces pensaba si con el
tiempo y las experiencias nuevas no ocurre que se van
borrando del espíritu y el corazón las fronteras entre lo
imaginario y lo real, entre lo soñado y lo vivido. A veces
a la vista de un paisaje o de una persona, el corazón se
sobresalta como si recordara una impresión pasada o un
sentimiento que la memoria no recuerda; y otras veces el
espíritu revive claramente, con una nitidez fotográfica,
una imagen o una escenas remotas, y el corazón perma-
nece sin embargo quieto y estólido como si jamás hubiera
sido impresionado por ellas. El corazón y el espíritu no
tienen memorias paralelas. Algo semejante le pasaba
ahora, cuando calmado y feliz trotaba por el páramo, al
par que las muías, embriagado por el ejercicio que le
calentaba los miembros y por el tibio y grato olor de los
aperos sudados.
Lo mortificaba sin embargo el pecado de orgullo, o
mejor, la tentación orguUosa que no lo abandonó durante
todo el día, sobre todo después de aquello que ahora veía
tan claro ante sus ojos, pero tan lejano en su corazón.
Había ocurrido al margen del tiempo, en un lugar imagi-
nario situado fuera del mundo, más allá del pueblo, en
otra parte o ninguna parte.
¿Pero acaso los santos no padecían con frecuencia
de tentaciones semejantes? Santa Teresa de Jesús, a
quien consideraba uno de los seres más extraordinarios
del mundo, por la valentía de su espíritu y su personal
intuición de la verdad impersonal, ¿no contaba en su Dia-
rio y en sus Moradas, con orgullosa sencillez, los triunfos
de su espíritu sobre su carne y las tremendas y deliciosas
experiencias del éxtasis? Y él no podía evitarlo : estaba
lleno de sí mismo, contento hasta las lágrimas por aquel
magnífico triunfo de su voluntad, no sobre la flaqueza de
su carne, sino sobre la miseria del espíritu ajeno. En este
mortificante sentimiento de complacencia personal, tan
impropio de quien aspira a ser un santo, el principal in-
grediente era la comprensión clara de su evidente supe-
rioridad sobre los otros. Lo cual representaba muy poco,
si bien es cierto, cuando consideraba que aquel brillante
triunfo de su espíritu se había realizado sobre un modesto
93
ejército de pobres diablos. Me falta caridad, pensaba, por-
que no puedo colocarme dentro de ellos mismos para com-
prenderlos, ni me levanto de mi pobre orgullo mortal
hasta el ardiente corazón del Cristo para perdonarlos.
Una deliciosa placidez le hacía olvidar los sobresaltos
del camino. Todo le parecía transparente. La noche era de
cristal y sus ojos tenían una visión que penetraba hasta
el interior de las cosas...
Tornaba a oir el pausado tañido de las canipanas en
lo alto de la torre, cuando salió aquella mañana el entie-
rro camino del cementerio del lugar. La caja, en hombros
de la muchedumbre, flotaba sobre un río de aguas negras
y silenciosas. El humo perfumado de los incensarios disi-
paba por momentos el olor del cadáver. A la saUda del
pueblo, recostado sobre la colina, estaba el cementerio
de tapias circulares. ¡Qué dulce podrirse allí entre la tie-
rra blanda y esponjosa, bajo un madero, carcomido que
cualquier día comienza a retoñar, nutrido por los jugos
del muerto, y se convierte en sauce!
Rezó las últimas oraciones al pie de la fosa recién
abierta, que se había convertido en un charco de barro.
Cuando arrojaron la última paletada de tierra y plantaron
sobre un pequeño promontorio la cruz de madera con el
nombre de don Roque (mientras el Concejo ordenaba la
construcción de un monumento), estallaron cien cohetes
que ascendían veloces por el aire, a la sazón quieto y
transparente.
El notario, en nombre del Concejo Municipal y del
directorio del departamento (por cuyo encargo lo hacía,
según manifestó mirando cara a cara al alcalde y al Ana-
carsis), pronunció un discurso cuyo ampuloso rebusca-
miento hirió los oídos del cura. Era aquel discurso una
doble profanación, a la verdad primero y a la retórica
después. Había dicho el notario que don Roque fue un
varón consular, muerto en la casa de abajo como Julio
César en el Capitolio. Recordaba el cura el cuerpecillo
magro, arrugado y enteco, y los ojos turbios como bolas
de vidrio, cuando a reglón seguido el notario comparó a
don Roque con el Moisés de Miguel Angel, que segura-
mente no conocía ni en estampa. La mísera aldea, que él
se complacía en reducir a una rústica mata de frailejón,
cuya flor amarilla fuera la torre trunca, embellecida a
veces por un rayo de sol ; aquel lugarejo feo, sumergido
en la perpetua neblina del páramo, era para el notario po-
pulosa urbe y elevado centro de cultura. Y al compadecer
el notario la orfandad de aquel ejército sin jefe, de aque-
94
lia gran familia sin padre, de aquel valiente rebaño sin
pastor, el cura sintió más que nunca la detestable propen-
sión que tiene la retórica a contraer la hipocresía, cuando
se le hinchan los miembros de la frase y ésta se llena de
agua. Rogó para terminar el orador a aquellas damas y
caballeros que acompañaron el cadáver de don Roque a
su última morada, que en su homenaje guardasen dos mi-
nutos de silencio ; y a pesar suyo tuvo que sonreír el buen
cura al ver con ojos menos turbios que la palabra del
notario, la rústica y desapacible concurrencia compuesta
de hombres enruanados y mujeres calzadas con alpargatas.
Tenía que confesar, sin embargo, que el discurso, fuera
de una intencionada referencia a don Pío Quinto Flechas,
y una alusión a la venganza implacable que debería aca-
rrear aquel crimen político; tenía que confesar que no-
había estado inconveniente. Sólo que la verdolaga de es-
tas alusiones y referencias, más que el laurel y las hojas
de roble con que el notario coronó en el párrafo semifinal
las sienes de ese Bayardo de Anacarsis, echó raíces y no
tardó en asfixiar la buena yerba de las conciencias.
Cuando pasaron los dos minutos de silencio, que al cura
le parecieron veinte, el Anacarsis y el alcalde comenza-
ron a gritar :
— ¡Abajo los rojos! ¡Que viva don Roque!
El cual, ya muerto y enterrado, comenzó a vivir extra-
ñamente convertido en "una obsesión de venganza, en un
pensamiento de odio, en la memoria de todos los vecinos.
Había dejado de ser un gamonal para convertirse en un
héroe. Había cesado de ser un muerto para volverse un
fantasma. Y crecía, y se agigantaba, y se levantaba hasta
las nubes del páramo, como ese genio malo que la im-
prudencia del pescador libertó de su encierro, en ' un
cuento de las Mil y una Noches.
La muchedumbre, enardecida súbitamente, volvió gru-
pas a la tumba de don Roque y se desbarajustó en apre-
tados grupos que lanzaban vivas y mueras ; y se preci-
pitó monte abajo como una manada asustada por el lobo,
hacia la plaza del pueblo.
— ¿Ahora qué vamos a hacer? — preguntó el alcalde
al notario, a quien el Anacarsis abrazaba conmovido, más
por lo de Bayardo que por lo de Julio César, aunque no
supiera quién había sido ninguno de esos dos caballeros.
— Ahora vamos a celebrar en la plaza la ceremonia
de la abjuración de los rojos.
A cambio de reaüzar el entierro a las once de la ma-
ñana, y no cuatro horas antes como deseaba el cura, el
95
notario accedió a proteger a los detenidos, siempre que
éstos abjurasen de su liberalismo solemnemente y en mi-
tad de la plaza. La ceremonia, claro, debería comenzar
por la entrega de las cédulas electorales. Después los sin-
dicados podrían irse, y era mejor que se fueran para
contar el cuento en el pueblo de abajo, donde serviría de
escarmiento. Dejarían así libres las tierras que desde hacía
días venían tentando la codicia del Anacarsis y del alcalde.
El buen cura, que había logrado comunicarse por telé-
grafo con el gobernador del departamento, logró que se
permitiera el traslado de Anacleto al otro pueblo, para
evitar que lo asesinaran en la alcaldía, cuya puerta no
tenía cerrojo. El gobernador le había ofrecido, además,
enviar a toda prisa un investigador especial que levantase
el sumario correspondiente al crimen. Ordenó que diez
agentes de la policía del pueblo de abajo, al mando de un
sargento segundo que era muy ducho en sublevaciones,
se trasladaran al pueblo de arriba para guardar el orden.
El cura consideró aquella solución como la más adecuada
para tranquilizar los ánimos, exaltados por el chisme de
que los rojos de Llano Redondo se preparaban a invadir
el pueblo.
Cuando comenzó en la plaza la ceremonia de la abju-
ración, avergonzado y mohíno se refugió en la casa cural
a preparar el viaje de María Encarna y a descansar un
poco, porque la tensión nerviosa lo tenía deshecho.
María Encarna le contó, pues la veía al través de los
vidrios de la ventana, que la ceremonia no había sido
larga. Sacaron de la alcaldía a los tres sindicados de libe-
ralismo y en mitad de la plaza los hicieron arrodillar ante
el alcalde. Tenía éste en las manos un pesado libróte,
que ella no sabría decir si eran los Evangelios o la Cons-
titución. En todo caso, por ese libro habían jurado que
renunciarían a ser liberales para siempre, y reconocían
el error y la infamia en que hasta entonces habían vivido.
Luego entregaron las cédulas, dieron un viva a las
autoridades y un muera a cada uno de los presidentes
liberales difuntos.
— Yo creo — le dijo el notario al cura cuando poco
después se presentó a la casa parroquial — que es prefe-
rible que estos indios se larguen para el otro pueblo. Eso
aconseja el señor alcalde y mi ahijado Anacarsis, que
está muy interesado en ayudar a su reverencia. Por lo
demás, la gente está muy alborotada con la ceremonia, y
como seguirá bebiendo todo el día, y beberá más mañana
96
por ser domingo, nadie podría garantizar que a esos indios
no los atrepellen. . .
— ¿Y eso por qué?
— No por lo que ahora son, sino por lo que fueron...
Con los volteados no se sabe nunca. Son hombres que
obran más por interés que por ideas. ¿No cree su reve-
rencia?
El cura respondió que él en persona acompañaría a
los reos al otro pueblo, más para protegerlos de la guardia
que porque desconfiara de esas conversiones, aunque cier-
tamente no fueran tan espontáneas como las de San Pablo
y San Agustín, que fueron grandes convertidos y al mis-
mo tiempo grandes santos.
Todos esos detalles y pormenores se le antojaban fan-
tásticos y lejanos, y su recuerdo, muy vago ante la niti-
dez de ias imágenes que revoloteaban ahora delante de
sus ojos, lo dejó indiferente. El macilento trote de la muía
que iba a su lado, con las niñas de María Encarna, ni
siquiera perturbaba el curso de sus pensamientos.
— Ya empezamos la cuesta de bajada, — dijo el sacris-
tán— . ;.No quiere sumercé montar ahora sí? Ya estas chi-
cas están descansadas.
Pero el cura, sostenido por su exaltación interior, ni
siquiera le respondió, y comenzó el descenso saltando de
piedra en piedra, seguro y ágil como una cabra.
Nadie sabe de lo que es capaz mientras no siente
miedo hasta perder la esperanza, o no se ve sacudido y
levantado por la cólera hasta perder la cabeza, o no se
emborracha hasta perder el sentido, pensaba el cura. Había
visto en la plaza del pueblo cómo a medida que los hom-
bres se embriagaban con ese licor dulce y repelente, se
van transformando en seres distintos de como fueron
hasta entonces. Dejan la humildad y la sumisión, como
si se quitaran la ruana y descubren su salvajismo y su
insolencia como si quedaran en cueros, con el cuchillo a
la cintura. Los mansos se vuelven fieras, los tristes jocun-
dos, los taciturnos exaltados, las ovejas lobos. Un sino im-
placable arrastra al hombre por sus pasos contados, pri-
mero a la impertinencia, más tarde a la violencia y fi-
nalmente al asesinato. Un velo turbio y rojizo le oscu-
rece las pupilas, un demonio interior le sopla al oído
palabras procaces y desentierra del corazón una camada
de pasiones mezquinas que se desenroscan y alzan la
cabeza viscosa . . .
97
Sólo la mansedumbre del Cristo puede calmar, con
el aceite de sus palabras, el mar embravecido en que nau-
fraga nuestra pobre conciencia agitada por la embriaguez,
pensaba el cura. Sólo su fe valiente puede soltar a plomo
en las conciencias perturbadas por el deseo de asesinar,
esa palabra que detuvo la mano que estaba a punto de
lanzar la piedra corttra la esposa adúltera. Sólo la voz
del Cristo, vibrante de cólera, más que su látigo vengador
puede arrojar del templo a los mercaderes inmundos.
— ¡Déjenme, por favor!... ¡En nombre de Cristo,
déjenme pasar! — había dicho al grupo de borrachos que le
miraban por debajo del jipa, en el atrio de la iglesia,
cuando María Encarna le avisó, con su voz inalterable y
monótona, que la chusma quería descuartizar al Anacleto.
Y a empellones, con energía sobrehumana desatada por la
angustia y espoleada por el terror de la muchedumbre,
logró abrirse camino hasta la puerta de la alcaldía, a la
sazón cerrada. Asomados a la ventana de la casa, des-
pelucados, sudorosos, lívidos, el alcalde y el Anacarsis se
rapaban la palabra como solían hacerlo en e IConcejo
Municipal, para arengar a la multitud que pedía a gritos
la cabeza del Anacleto.
El cura creyó que iba a desfallecer en su intención,
y que su voluntad se rompería en pedazos antes de fran-
quear aquella puerta. Un clamor incoherente y discor-
dante, amenazador como la tempestad que en sueños lo
había sorprendido en el páramo, le paralizó los miembros.
Aunque hubiera querido echar pie atrás, ya no podía
hacerlo: Centenares de brazos lo empujaban por la es-
palda, lo llevaban hacia adelante, lo arrastraban, lo levan-
taban en vilo, sin que él pudiera defenderse.
— ¡Hay que matar al asesino! —gritaban alternativa-
mente el Anacarsis y el alcalde desde la ventana — . ¡Hay
que limpiar el pueblo de rojos!
— ¡Hay que matarlos! — coreaba la turba.
Al cura le pareció que la cabeza le iba a estallar como
una bomba, y el corazón le palpitaba con tal violencia
que todo el mundo, sin el menor trabajo, podría escucharlo.
Cerró los ojos y se mordió los labios. Ya no se encon-
traba en aquel pueblo miserable, ni en medio de aquella
.■gente envilecida, ni ante aquella ventana verde, de ba-
iTOtes podridos por la humedad. Estaba en Jerusalén hace
dos mil años, contemplando como testigo presencial una
escena que en la imaginación siempre le produjera una
intensa amargura, aunque jamás hubiera perturbado
como ahora sus sentidos sobre excitados. Era un San Bar-
98
tolomé desollado y en carne viva, y los filetes nerviosos
de su piel vibraban al menor contacto. Nunca como
ahora había escuchado tan real y amenazante el clamor
de la muchedumbre embravecida que pedia la cabeza del
Cristo; ni vio jamás tan evidente ante los ojos la imagen
repugnante de ese millar de rostros descompuestos por
la cólera, que le apretaban en un círculo de pesadilla.
Nunca én sueños tuvo que soportar, al pie del palacio de
Pilatos, el olor nauseabundo de mil bocas podridas que
aquí exhalaban su aliento.ijiAunque la reiterada lectura
de los Evangelios le había desarrollado la imaginación
creadora hasta el punto de que lloraba en su celda al
revivir la escena de Cristo ante la chusma que pedía su
cabeza, sólo ahora venia a saber cómo hiede, cómo siente,
cómo reclama y solicita, y cómo puede asesinar impune-
mente sin que haya quien logre detenerla. Nadie, ni Cristo
en persona en el pórtico del palacio de Jerusalén, con las
sienes rasgadas por la corona de espinas y los ojos velados
por una infinita tristeza, sería capaz de aplacar esa legión
de demonios que estaba contemplando. Cristo los enca-
denó alguna vez en una piara de cerdos, que se tiró de
cabeza a las aguas del Lago; pero no quiso libertarlos
de la cárcel hedionda de una muchedumbre.
— ¡Crucifícalo! ¡Su vida nos pertenece! — clamaban los
judíos fanatizados por mil años de orgullo pisoteado en
la esclavitud del Faraón, humillado en la peregrinación
del desierto, corrompido en la servidumbre de Roma.
— ¡Mátenlo! — gritaba el populacho taladrando sus
oídos • con voces que herían como puñales. El terror le
ataba la lengua y le amordazaba los labios: un terror
piadoso que impedía la divulgación de su flaqueza y la
queja de su cobardía. Si hubiera podido expresarse a gritos
pediría por el amor de Dios que lo llevaran a su iglesia
y lo dejaran tranquilo, aunque crucificaran al Cristo o
despedazaran al infeliz Anacleto. ¿Qué me importa a mí
este criminal, cuando yo estoy a punto de sucumbir entre
la muchedumbre?
Esta se agitó de pronto, sacudida por una corriente
subterránea. Sin que el cura pudiera defenderse ni tu-
viera tiempo de desatar su lengua vuelta un nudo, . se
sintió arrastrado' en peso al través del zaguán. Oyó crujir
las puertas, arrancadas de cuajo, que se desplomaron sobre
la multitud y fueron rechazadas y levantadas como hojas
secas. Luego cayeron en un claro de la plaza, vueltas as-
tillas. Comprimido por centenares de cuerpos que se apre-
tujaban en el túnel reducido que era el zaguán, mudo
99
de espanto, se sumergió en el vértigo de las pesadillas
cuando se deslizaba penosamente dentro de un túnel de
piedra que se iba estrechando y le oprimía las espaldas.
Cuando abrió los ojos, libre de aquella presilSn intole-
rable que lo estrangulaba, vio que yacía por tierra, con
la sotana destrozada y pisoteado el cuerpo por un cente-
nar de energúmenos. Se incorporó de un salto. La ca-
beza ya no le daba vueltas, respiraba con libertad y su
lengua se había desatado como la de los Apóstoles en el
Pentecostés. 4t
— ¡Hermanos! — gritó con voz estentórea, que sonó ex-
trañamente a sus propios oídos — . ¡Hermanos míos!
El Anacleto, desencajado por el terror, abofeteado por
cien manos, escupido por un centenar de bocas, injuriado
por todos, se hallaba en el centro del patio, amarrado al
botalón y cara a cara a sus enemigos. Hinchado y tume-
facto, producía más asco que lástima. El alcalde salió dp
su despacho, en compañía del Anacarsis, empuñando un
revólver. Aprovechó el momentáneo silencio que siguió
a las palabras del cura, para manifestar con voz ronca
y pastosa, entrecortada por el hipo, que Anacleto iba a
ser fusilado en presencia del pueblo. Luego ordenó a los
guardias que despejaran el patio "para aquella ceremonia"
y agregó :
— Los tres volteados de Agua Bonita se nos escapa-
ron. . . (Se habían encerrado, junto con la familia de Ma-
ría Encarna, en la casa cural). Pero este asesino no se nos
escapa... ¡Ya verá el padrecito cómo somos en este
pueblo!
Estaba tan borracho que sus piernas no podían con él.
El Anacarsis, mirando de hito en hito al cura, dominó
con un grito histérico el clamor que se encrespaba otra
vez en el patio.
— ¡Ahora verán los curas liberales si somos o no somos
cristianos!
El buen cura sacudió parsimoniosamente las faldas de
su sotana, sucias de polvo, y se acercó al Anacarsis y al
alcalde, que mantenía en la diestra un revólver de cañón
largo y empuñadura de concha.
Vibró el silencio, turbado apenas por gritos esporá-
dicos que venían de afuera, de la plaza. Algunos feligre-
ses demasiado ebrios rodaban por el suelo del corredor,
y otros trasbocaban en el patio, sacudidos por un espasmo.
El hedor a vómitos, a aguardiante, a sudor y a sangre,
mareaba y producía náuseas. La concurrencia, obedeciendo
sumisamente las órdenes del alcalde, secundado por los
100
culatazos de los guardias, se retiró a los corredores donde
permanecía en silencio. Muchos tambaleaban, pero la
ansiedad los sostenia en vilo, ante la perspectiva de pre-
senciar el espectáculo. En los pueblos hay tan poco que
ver, que cualquier cosa despierta» una curiosidad mor-
bosa, y la muerte del justo continúa siendo el mejor es-
pectáculo, pensaba el cura.
— El hecho de que este desgraciado pueda ser ino-
cente..., — comenzó a decir muy despacio, con voz recia.
— ¡Es un asesino!, — gritó el Anacarsis apelando con
una mirada circular al testimonio de la turba, que coreó
mecánicamente :
— ¡Mátenlo, mátenlo!
— El hecho de que fuera un asesino — continuó levan-
tando la voz al rnismo tiempo que los brazos para impo-
nerse a los energúmenos — , no nos autoriza a nosotros que
somos pecadores, ni a usted que es su hermano, ni al al-
calde que es la autoridad, ni a mí que soy el cura, ni a
nadie, para quitarle la vida antes de que lo juzguen. . .
— ¿Eso cree usted, padre? — le dijo el alcalde ponién-
dole familiarmente un brazo sobre el hombro. Cuando
intentó echarle el otro al cuello, el que empuñaba el arma,
el cura dio un paso atrás y con ademán brusco se quitó
de encima aquella pesadumbre.
— ¡Usted no puede irrespetarme! — le dijo, pálido de
ira.
El revólver del alcalde había saltado lejos, y cuando
el hombre quiso agacharse para recogerlo perdió el equi-
librio, trastabilló un momento, y cayó en tierra. Anacarsis
se precipitó a ayudarlo, y tras forcejear un buen rato,
porque no estaba menos ebrio que el alcalde, logró ponerlo
otra vez sobre sus pies y le alcanzó el revólver.
— En este pueblo, yo, yo, yo soy el que manda... ¡Yo
soy el alcalde y puedo hacer lo que se me da la gana!. . .
A usted lo puedo meter en la cárcel cuando se me antoje,
señor cura. . . ¡A usted se le está olvidando que yo soy el
alcalde!
Y desprendiéndose de los brazos de Anacarsis, que se
esforzaba por contenerlo, el alcalde se dirigió tambaleante,
con los ojos turbios, en dirección al cura.
— Ahora verán si yo soy o no soy el alcalde. . . ¡Voy a
fusilar en su presencia, en nombre de la autoridad, a ese
asesino! . . . ¡Porque se me da la gana!
Reculó hasta la pared, para sostenerse mejor. Luego
levantó el revólver en dirección a Anacleto, que abría y
cerraba la boca en un espasmo nervioso, como si quisiera
101
vomitar o decir algo, pero no decía nada. Retumbó un
disparo, como un latigazo, y una saliva amarga llenó la
boca del cura. Una astilla de la parte alta del botalón
saltó en el aire, revoloteando como una mariposa iluminada
por el sol. Anacleto lanzó un alarido de espanto, porque
la bala había golpeado a dos dedos escasos de su cabeza.
Entonces el cura de un brinco fue a colocarse frente al
Anacleto, cubriéndolo con su cuerpo, y abrió los brazos
en cruz. Se sentía tan lúcido, tan tranquilo, tan ausente
del pensamiento de la muerte, que con una infantil cu-
riosidad observó que el cañón del revólver despedía un
hilito de humo azul. Sus ojos, muy brillantes, no podían
apartarse del huequecillo negro, que lo atraía y lo fasci-
naba como si fuera un juguete. El revólver se irguió len-
tamente hasta la altura de sus ojos y luego se aquietó un
segundo; después ascendió una pulgada más arriba, para
bajar con mucha suavidad y detenerse otra vez. . .
Levantó el rostro iluminado por una sonrisa ingenua
y sus ojos vieron que en el cielo claro y azul flotaban pe-
rezosamente las nubes. Su contorno se podría acariciar
con los dedos de la mano. Bastaría levantarlas un poco,
pero él las tenía extendidas y abiertas como las manos del
Cristo. Debían ser unas nubes suaves, blandas, tibias por
el sol, como vellones de lana. Las gotas que resbalaban
por sus mejillas y a veces le humedecían las comisuras de
los labios, tenían el sabor salado del sudor o de las lá-
grimas. El silencio era tan completo, que escuchaba la
pausada palpitación de su sangre en las orejas, y el manso
gotear de una llave mal cerrada en la pil^ del patio.
De pronto una nube roja le oscureció los ojos, y su
frente se empapó de un sudor helado. El terror que sin-
tiera én el zaguán de la alcaldía le dio un mordisco en el
corazón y un nudo le apretó la garganta. Los brazos, alar-
gados como los del Cristo en la cruz, le pesaban como si
de veras estuvieran clavados a un leño. La respiración
jadeante del Anacleto le quemaba la nuca. Estaba rodeado
de enemigos, solo en medio de la muchedumbre que lo
miraba padecer en silencio, inerme como el Cristo en su
cruz, cuando más allá del Calvario, y de la soldadesca, y
de la muchedumbre, y de los olivos del huerto, veía es-
pejear en el cielo cárdeno las cúpulas de Jerusalén. Le
dolían terriblemente las axilas, le hormigueaban las ma-
nos extendidas, y los músculos del pecho tensos por el
esfuerzo le apretaban en una coraza de hierro que no le
permitía respirar. Las piernas se aflojaban y se doblaban
por las rodillas. Un temblor nervioso lo agitó de la cabeza
102
a los pies. No pudo más y cayó de rodillas. Mirando entre
nieblas y sombras la boca negra y pequeñita del revólver
que le apuntaba a la altura de los ojos, gritó con voz
ronca:
— ¡Máteme!
El Anacleto, a sus espaldas, lanzó un débil gemido...
— ¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Se-
ñor, perdónalos porque no saben lo que hacen! — murmuró
con voz tan apagada que ni el Anacleto pudo escucharla.
De en rnedio de la muchedumbre se elevaron entonces,
rasgando el aire, agudos y destemplados, los alaridos de
unas mujeres que se encontraban en el patio. El Anacarsis
cogió la mano del alcalde y le arrancó el revólver.
— ¡So bruto! — le gritó — . ¿No ves que a pesar de todo
es el cura?
El cual, exhausto, bajó los brazos, reclinó pesadamente
la cabeza contra las rodillas de Anacleto y cayó desma-
yado. . .
El camino se deslizaba, o mejor dicho rodaba por una
cuesta tan agiia, que las muías apenas daban paso, y
preferían resbalar levantando una polvareda plateada dé-
bilmente por la luz de la luna. El cura, sumido en la con-
templación de sus imágenes, se sentó a descansar un mo-
mento a la vera del camino, en el saliente de ima roca.
Aunque tuviera los ojos puestos en el hondo abismo, por
cuyo fondo corría el río, roto ahora en pedazos como un
espejo que hubiese rodado desde aquellas alturas, no veía
sino sus propios pensamientos, no oía sino el confuso ru-
mor de sus arterias, no sentía sino el cansancio delicioso
en que languidecía su cuerpo.
Cuando acabó de pasar aquello, tan vertiginoso y al
mismo tiempo tan lento, tan vivo y sin embargo tan irreal,
el pueblo se había aplacado súbitamente. Su energía, sos-
tenida por la fe en Nuestro Señor Jesucristo, había obrado
el milagro. Tranquilo, dichoso, aliviado ahora de aquel
peso _ formidable que soportaron sus brazos en cruz, se
sintió ágil y liviano, como un cuerpo glorioso. Pero su
felicidad le remordía como un pecado, porque sentía en
ella aletear el orgullo. Sin embargo, los santos... Santa
Teresa en sus Moradas . . .
Lo que vino después no tuvo la menor importancia, y
ni él mismo se daba cuenta de lo que había sucedido. Los
concurrentes comenzaron a observarlo con un profundo
respeto, y el pobre pueblo de sus ovejas, que no se atrevía
a mirarlo a los ojos, agachó dócilmente la cabeza. El no-
103
V
tario, que durante toda aquella escena había permanecido
encerrado en el despacho del alcalde ; el Anacarsis, los
guardias, el sacristán, el mismo alcalde que había querido
ejecutarlo, le ayudaban ahora solícitos a preparar el viaje
del reo y de los exilados al pueblo de abajo. Parecía
también que les mortificara su presencia, y querían pronto
libertarse de ella. El cura sonreía feliz, sentado en una
butaca de la alcaldía. Miraba a todos aquellos hombres
que lo rodeaban con una inmensa ternura, como si nunca
los hubiera visto de ese modo, purgados de sus defectos y
flaquezas e iluminados por el resplandor de Cristo. Inte-
riormente les daba gracias porque le habían permitido
levantarse un segundo hasta la cruz y mirar cara a cara
la muerte. Los amaba a tal pimto, que cuando el alcalde
entró poco tiempo después con una botella de cerveza,
que le ofreció tímidamente para que se confortase, hu-
biera deseado besarlo en las mejillas húmedas y terrosas,
cubiertas de gruesas cerdas que le chorreaban de la boca
y le embadurnaban las quijadas.
— ¿No ve sumercé, en aquella banda del páramo, esas
quemazones que van trepando monte arriba? — preguntó
a la sazón el sacristán al cura, que no había visto nada.
— ¿Allá arriba, dices? Parecen candelas de San Juan,
pero no estamos ni siquiera en vísperas. ¿Qué es eso?
— preguntó sobresaltado por la voz del sacristán.
— ¡Son incendios! — explicó uno de los guardias — , in-
cendios en la vereda conservadora de Corralitos. . . Los
bandidos rojos de don Pío Quinto Flechas deben andar en
la cosa . . .
— ¡Malditos rojos! — exclamó el otro guardia, el que se
llamaba Mitrídates.
— ¡El diablo cargue con ellos! — agregó el sacristán
santiguándose.
Y el cura, precipitado súbitamente de la exaltación en
que venía planeando su espíritu al abismo de la realidad
melancólica, se arremangó las faldas de la sotana que
tenía cubierta de pega-pega y semillas de zarzas, y dio
la orden de marcha.
104
CAPITULO VI
EL DOMINGO ES FIESTA
— npODO lo que me has dicho es tremendo y ya lo sabía yo
por el notario, que me lo comunicó por telegrama.
¡Pobre don Roque! ... Y vas a permitirme que te trate
de tú, porque no en balde te llevo por lo menos cuarenta
años... ¿Cuántos tienes? ¡Te ordenaste muy joven!
— Tengo veinticinco años, señor cura.
— ¡Quién volviera a tenerlos! Yo pasé hace rato el pá-
ramo de los sesenta y cinco, y voy cuesta abajo. Pero te
veo flaco, y ojeroso, y caritriste, y de mal color... ¡Tie-
nes que endurecerte, hijo! El páramo es de un tempera-
mento muy sano, pero hay que comer mucho para evitar
el desgaste fisico, y una copita de aguardiente, siempre
que no sea en ayimas... ¡Je, je! Perdóname : no fue por
ofenderte... Una copita de aguardiente tampoco daña.
¿No quieres un traguito? Aquí tengo uno muy bueno,
¡pero muy bueno! Es un resacado de contrabando que me
trajeron ayer tarde.
— Gracias, señor cura . . . No quiero.
— Los comienzos son duros, ya lo sé. Las gentes de
esta provincia son rústicas y montaraces ... Mi hermana
Cornelia... ¿Cornelia? ¡Cornelia!... Debe andar por el
bazar, donde tiene una mesa de tamales y dulces de al-
míbar. ¡Uf! ¡Para chuparse los dedos, hijo! En el almuerzo
ya los probarás . . . Porque te quedarás a hacer peniten-
cia con nosotros, ¿no es cierto?
— No sé... Todo depende de su reverencia. En fin, su
reverencia me ayudará a resolver...
105
Hubiera querido explicarle a su interlocutor que él
soñaba con realizar una obra meritoria para los vecinos
de su pueblo, que les salvara conjuntamente el cuerpo y
el alma. Desearía enseñarles a vivir una vida más noble
y más alegre, que comenzara por aquellas menudas cosas
que si no la embellecen, por lo menos la levantan un poco
sobre el nivel de las ovejas que vegetan en las corralejas
y los apriscos del páramo. Querría transformar la escuela
en un sitio amable y acogedor, donde los niños aprendie-
sen, junto con las verdades cristianas, y la ciencia oficial,
el arte de mejorar la tierra. Y andando el tiempo com-
praría un gramófono y unos libros de cuentos y de histo-
rias, para formar una biblioteca. La música amansa hasta
a las culebras, según lo había leído en los libros, y éstos
son los maestros más fieles y serviciales del hombre...
— Pues te decía, muchacho... Cornelia tiene la teoría
de que a la gente de estas montañas no se le puede venir
con finuras y perendengues, porque es muy desagradecida,
y es bueno que lo vayas aprendiendo. Este no es el rebaño
de ovejas que dice el Evangelio, sino una sucia corraleja.
¡Como ves, Cornelia es muy ocurrente!
— Yo quisiera pedirle consejo a su reverencia sobre
el problema que le consulté esta mañana, después de mi
confesión . . .
— ¡Aguarda, hombre de Dios! Para todo habrá tiempo.
Tienes que aprender que en los pueblos no hay problemas
impostergables. Como por lo general se resuelven solos,
la experiencia me ha enseñado que lo mejor es no resol-
verlos... ¿Quieres fumar? ¿No fumas? Bueno, allá tú...
Pero te aconsejaría que fumaras, porque en ese páramo,
si no se distrae uno fumando o sacando solitarios, se muere
de tristeza. ¿No te gusta la cacería? ¡Malo, malo! Franca-
mente no me explico qué les enseñan ahora en el Semi-
nario. Aquí, en esta corraleja, hay que ser duro. Lo pri-
mero que la gente le pide al cura es que sea un macho . . .
Y a propósito, quiero que me leas después del almuerzo
la última pastoral del señor obispo. Ya los anteojos no me
sirven para nada y cada vez que Cornelia comienza a
leerme, se queda dormida. ¡Después se queja de que mis
sermones carecen de sustancia! Es una mujer incorregi-
ble, para que lo sepas. ¡Si vieras cómo chochea con la li-
turgia, porque, claro, en un pueblo no se puede ser muy
exigente!... Sobre todo la mortifica mi voz, hijo, mi
voz... Y te confieso que las misas cantadas me sacan de
106
quicio... Cornelia dice que cuando en la misa de nueve,
que los domingos es cantada, comienzo a bramar en el
presbiterio, toda la iglesia se convierte en un establo...
¿Habrás visto mujer más ocurrente? ¿Cornelia? ¡Cornelia!
Y el señor cura viejo se levantó pesadamente de su
silla, porque era muy grueso y corpulento, en busca de
su hermana Cornelia. Como no la encontrase, pues había-
mos quedado en que vendía tamales en el bazar de la
plaza, tornó a sentarse.
El joven sacerdote tenía la idea de limpiar físicamente
el pueblo, porque no concebía que la pulcritud espiri-
tual y mora! pudiese andar de la mano de la porquería.
Por ese medio levantaría el nivel de sus feligreses, y la
solidaridad humana se convertiría en algo vivo y ope-
rante, que permitiera la siembra de la semilla cristiana.
Para plantar árboles frutales, hay que comenzar por
ablandar la tierra mediante la siembra de frijoles y le-
gumbres. Por eso dijo:
— A propósito, quería comunicarle a su reverencia...
— Pero antes, cuéntame: ¿trajiste al Caricortao? Me-
jor que no nos oiga. Ya debe de estar regando toda clase
de chismes y de enredos en la plaza del pueblo. Y díme,
¿cómo te han parecido los notables?
Con los notables del pueblo se proponía constituir un
pequeño club, interesado en el embellecimiento de aquel
pueblo que cada día que pasaba le parecía más feo. Sobre
todo era un pueblo triste. ¡Desgraciados los niños que no
saben reír, los hombres que no sonríen y los viejos a
quienes no se les ilumina los ojos!, pensaba. Y creía
honradamente poder llevar un poco de alegría a ese tor-
bellino helado del páramo, donde morían entre la niebla
tantas ilusiones. Había renunciado a su ideal místico, por
el más prosaico que consiste en mejorar a los otros,
abriéndoles los ojos a la luz eléctrica y a la luz de Cristo i
y el corazón a su ternura evangélica. Su sacrificio se le I
antojaba semejante al de quienes renuncian por gusto a
com.poner obras maestras para enseñar en cambio a fa-
bricarlas a los demás. Pero antes que ese lujo espiritual
que es la mística, el pueblo sucio y gris necesitaba la rea-
lidad, tibia y bienhechora de una caridad efectiva, fe-
cunda, silenciosa, que no florezca en individualidades su-
periores que allí no hacen falta y en cambio eleve un poco
a todos los habitantes, aunque no sea sino im poco. Los
notables... ¡Bah! ¿De qué sirve criar perlas en un chi-
quero de cabras?
107
— Pues le decía a su reverencia que los notables . . .
— No me lo digas. Ya sé lo que vas a contestarme :
que no se puede pedir peras al olmo, ni pescar perlas en
un pantano. El notario es un viejo hipócrita y su mujer
es chismosa y fea; Anacarsis es un bárbaro; el alcalde un
bruto, y don Roque fue un anciano corrompido al que
algún día tendrían que matar... ¿Me decías al llegar que
trajiste al Anacleto porque no había querido confesar su
crimen?
— ^Le expliqué a su reverencia que aunque todas las
circunstancias lo condenan, sólo Dios sabe.
— ¡A Dios no hay que meterlo en estas cosas, hijo! El
Anacleto es un calavera desde la infancia. Y no hablemos
de su tío el Pío Quinto porque acabaré no sólo perdiendo
los estribos sino las riendas... ¡y las espuelas! Ya se me
estaba olvidando darte las gracias, porque tuviste la bon-
dad de traerme la que se me quedó allá arriba. Y si vie-
ras la falta que hace una espuela en el páramo, ¿no es
cierto? Pues ese muchacho, como su tío que es un perdu-
lario, estaba perdido desde hace tiempos...
El buen cura resolvió dejarlo hablar, mientras la Di-
vina Providencia, o en su lugar la señorita Cornelia, le
daban una oportunidad de meter baza en aquel monólogo.
— A pesar de todo, la gente del páramo es simpática
y buena, si se la sabe tratar con maña. El notario juega
muy bien al dominó, aunque para mí tengo que hace
trampas. Me ganaba siempre. El Anacarsis es un gran
cazador, un gamo para correr detrás de los zorros y un
perro para encontrar las carnadas en el páramo. Tiene
dos perros perdigueros que son una bendición... Además
están las gordas, que hacen unos almuerzos formidables.
¿No has estado en su tienda de la orilla del río? ... Y ha-
blando de hombre a hombre, y de cuestiones de faldas
que son muy delicadas, por la Virgen Santísima no vayas
a permitir que meta las narices en tu casa la señorita
Zoila... ¡No la podrías sacar después ni con humo! Si
dejas que te tome confianza, porque esa gente del páranrio
es muy confianzuda, te convencerá de que el señor obispo
te mandó a ese pueblo exclusivamente a confesarla. A mí
me dijo la primera vez, de esto hace ya treinta años :
"Quiero confesarle a su reverencia que me confieso de-
masiado". . .
— Si su reverencia me lo permitiera . . .
— Ya sabía que al fin y al cabo iríamos a caer de
bruces en la política. Y puesto que deseas conocer mi
108
opinión, comenzaré por contarte que vivimos años muy
duros cuando Pío Quinto — yo le casé a su hermana con
Roque, y así me pesa — mandaba en amo y señor en toda
la provincia. Años hubo en que no pudimos poner ni
im solo voto... ¿No me lo crees?... Espera que venga
Cornelia y lo verás. ¡Ni im solo voto! ¡No teníamos en la
administración púbüca ni un guardia mimicipal, ni un
mal peón caminero, ni un secretario de juzgado, ni un
celador de rentas, ni un concejal, ni nada! ¡Aquello era
horrible, hijo! Pero desde cuando Roque, que era muy
ladino, cogió la sartén por el mango . . . Ahora, que si vie-
nes a preguntarme cuál es mi opinión, te anuncio y así
se lo he dicho a quien quiere saberlo, que el hombre más
indicado para suceder a Roque en la jefatura del direc-
torio es el notario... Inteligente, astuto, desconfiado, que
tiene un santo odio por los liberales. . . ¡Y habla muy bien!
No sé si lo habrás oído, pero el hombre es un Demóstenes.
¡Ah. eso sí! Habla como un San Juan Crisóstomo. de quien
yo tengo la costumbre de decir que hablaba muy bien,
aunque personalmente te confieso que no lo he leído
nunca... Y ahora, cuando los rojos están alborotando el
avispero con este crimen . . . ¿Tú crees que el Pío Quinto
mandó a Anacleto para que matara a don Roque?
— Yo no creo nada, su reverencia.
— ¿No crees nada? Bueno, allá tú. Como dice Cornelia,
que a veces tiene sentencias que me dejan perplejo: peor
sordo que el que no quiere oír es el que ovendo no en-
tiende nada... ¿Cornelia? ¡Corneüa!... ¡Mira que tene-
mos visita en la casa!
— No decía su reverencia . . .
— ¡Qué bruto soy! Cornelia está con sus empanadas
en la plaza. . . Con la edad he ido perdiendo mucho la me-
moria, pero has de saber que hace pocos años la tenía
formidable, como de muía. Me sabía al pie de la letra
toda la misa, hasta aquel trozo endemoniado del Evangelio
de San Juan In principio erat Verbum et Verhum erat
apud Deum et Deus erat Verbum... Hoy se me enreda
hasta leyéndolo. Un día se le caen a uno los dientes, otro
día se le borra la memoria, otro día se le taponan de cera
las orejas, otro día comienza a funcionar el vientre de-
masiado poco y la vejiga demasiado aprisa... A propó-
sito, ¿me permites? Voy al solar y vuelvo en un mo-
mento . . .
109
Y salió corriendo, como él decía, que era con un
pasitrote pesado y bamboleante, como el de un macho
cargado con dos buenos bultos de papa.;.
El cura viejo hablaba solo cuando no tenía con quién
hablar, y por esto no era empresa difícil formarse una
idea de las muy pocas, pero muy duras, que el hombre
tenía en la cabeza. Se le veía por encima, hasta en la
caspa que espolvoreaba los hombros de la sotana raída
y brillante, que toda su vida había sido un hombre sen-
cillo y torpe, y que su temperamento sanguíneo y pro-
penso a la congestión tenía que desaguarse por alguna
parte.
— ¡Te vas a morir de bravo como los toches! — le decía
la señorita Cornelia.
Y creía honradamente el buen hombre que los übe-
rales son ateos, los ateos masones, los masones tienen el
deseo de asesinar al Papa, el cual, finalmente, es el padre
de todos los conservadores del mundo y alienta una espe-
cial predilección por los conservadores del pueblo. De allí
no ló sacaba nadie. Se atascaba como una muía en un
bache del páramo, y ni tirándolo de la cola lo podían
remover un punto de esas ideas. En materias religiosas
tenía el concepto de que todos los feligreses son tacaños,
y tan tibios que todos andan más o menos expuestos a que
un día de estos los vomite el Espíritu Santo. Con los
niños, que tal vez fueron ángeles de inocencia en la época
de Nuestro Señor Jesujcristo, pero que en dos mil años
se volvieron mocosos, rateros y malcriados, no había más
técnica que incrustarles el catecismo a gritos y palmadas.
Con las beatas, sólo cabía ejei-citar la .paciencia. Con los
pobres, bautizarlos, casarlos, confesarlos y ayudarles a
bien morir, cosa harto trabajosa, pues la mayor parte dan
en morir en los sitios más incómodos y escarpados, en la
punta de un cerro o en la profundidad de un barranco a
donde no hay manera de llegar a caballo.
Y como el cura joven insinuara de paso aquel tema
de la caridad, que no se le caía de los labios, el viejo le
dijo que para que el pueblo la practicara a la fuerza,
porque espontáneamente no la hacía, se habían inven-
tado los bazares. Era muy recomendable la rifa de ovejas,
por socorrida. La señorita Cornelia las suele adornar con
cintas azules al pescuezo, y quedan tan bonitas como los
corderitos de alfeñique que hacen las monjas. Como los
bazares necesitan im pretexto honorable y periódico para
organizarse, se inventaron las torres sin acabar, de ma-
110
ñera — dijo el cura viejo — que allá arriba te dejé tu torre
sin cúpula, para que organices bazares y con el dinero
que te produzcan sostengas el culto y hagas limosnas,
porque en ese pueblo nadie las hace. Para este punto muy
importante de la organización de los bazares, las gordas
se pintan solas para la distribución de mesas, especial-
mente la Tusa que tiene un don de Dios para atraer a
los notables y sacarles sus pesos. Ellos creen que en aquel
pueblo donde no hay nada que hacer, ni con quién ha-
cerlo, algún día lograrán algo con la Tusa, porque la otra
gorda se casa.
' Precisamente hoy domingo el pueblo de abajo estaba
en pleno bazar, en el primero que había organizado la
señorita Cornelia, con oveja de cinta azul en el atrio,
cucaña para los chicos, cerveza para los grandes, tamales
para las damas y ruleta permitida por el alcalde para
todos. Por la tarde había riña de gallos. La guarnición de
policía, que surtía de brutos imiformados a toda la pro-
vincia, había prestado la banda, que en aquel momento
ensayaba un pasillo nuevo, exactamente igual a todos los
pasillos viejos, compuesto por un "distinguido" de la
guardia que no sabía música ni le hacía falta.
Cuando los dos párrocos salieron al atrio de la igle-
sia por la puerta de la casa cural, la plaza llena de cam-
pesinos endomingados presentaba un abigarrado espec-
táculo. Ante la mesa de la señorita Cornelia el cura joven
tuvo que pasar por el trance de engullir un tamal y tres
empanadas que chorreaban sebo. En la de la alcaldesa y
el señorío del pueblo tuvo que beber a pico de botella,
y alternativamente, una cerveza dulce y otra amarga,
con lo cual quedó estragado para el resto del día.
— iComo siempre, los rojos brillan por su ausencia!
— dijo el párroco viejo en un corrillo de notables a quie-
nes les había presentado a su joven colega.
— Pero ahí andan con el cuento de que los bandidos
que su reverencia trajo esta mañana van a matar a los
guardias — dijo un señor de rostro desabrido, porque no
tenía ningún puesto en la administración pública.
— ¡Cómo así! Tengo sesenta hombres de policía, bien
armados y abastecidos, y los presos a quienes encerré en
la cárcel son cuatro apenas . . . — exclamó de mal humor
el que parecía ser el alcalde.
— Digo que andan con el cuento...
— Además, con el señor sargento que comanda la
guarnición, no hay Cristo que valga. Para poner a raya
m
a los bandidos y a los rojos del Pío Quinto Flechas, les
aplicó la ley de fuga a cuatro presos que cogió en el pá-
ramo, y los colgó en una picota a la entrada del pueblo.
¿No los vió su reverencia?
— El escarmiento ya era largo... — dijo el cura viejo.
— Comenzaban a oler a diablos. . .
— Los hice enterrar esta mañana, para que no enve-
nenaran el pueblo — agregó el cura.
— Su reverencia — dijo el alcalde al joven párroco —
tal vez nos pudiera informar sobre lo que ha pasado con
ese horrendo crimen político que cometieron los rojos en
el pueblo de arriba... Ciertamente allá no queda ni un
rojo, a Dios gracias, pero la situación aquí es intolerable.
¡Tenemos toda la morralla liberal que había en el pueblo,
y ahora nos llegan los exilados de arriba!
El cura joven saludó con alborozo la llegada de una
señorita que dijo, con muchos dengues y remilgues :
— Si los señores siguen arrinconados hablando de po-
lítica, se van a perder la rifa de la oveja, que ya va a
empezar. . .
Aprovechando la pequeña confusión producida en el
grupo por aquellas solícitas palabras, se dirigió al con-
vento de las monjas, que se levantaba en las afueras del
pueblo, y era una casona amplia de gran patio claustreado,
rodeada de un huerto tranquilo y campos de sembradura.
Tenia un doble propósito : contratar la fabricación de
los ornamentos que se había llevado del pueblo de arriba
la señorita Cornelia, y ver cómo andaba la instalación
de María Encarna. Aquella mañana le había conseguido
alojamiento, y las monjitas le habían ofrecido unas becas
para los niños de la pobre viuda. Esta dejó a sus crios
en las solícitas manos de las monjas y se fue a casa de
don Pío Quinto Flechas, jefe liberal en el destierro, tío
carnal del Anacleto, cuñado de don Roque Piragua y
hombre muy rico, ahora en aulagas.
Al pasar por una esquina de la plaza, vio el buen
cura que en medio de un denso grupo de campesinos que
rodeaban la mesa de la ruleta, el Caricortao vociferaba
completamente borracho.
— ¡Es increíble de dónde pudo sacar este indio tanto
dinero! — le dijo una de las mujercitas de los presos que
andaba rondando por allí, en busca del mercado — . ¡Ha
perdido en esa mesa más de cincuenta pesos! ¡Figúrese
sumercé! ¡Y las cosas que está diciendo. Virgen Santísima!
112
El cura acarició la cabeza del niño que cargaba la
pobre mujer en brazos, y se dirigió con paso rápido a la
cárcel municipal antes de pasar al convento. De la cárcel
fue a la alcaldía, que estaba a dos pasos, a comunicarse
telefónicamente con el gobernador, a quien había citado
aquella mañana. Cumplidas estas diligencias importan-
tes, que en un principio creyó posible hacer conjunta-
mente con el cura viejo, se encaminó al convento. El aire
tibio y suave de aquel pueblo, situado varios centenares
de metros por debajo del nivel del pueblo de arriba, le
reanimaba el cuerpo y el alma. Se sentía tranquilo y
optimista, aunque tenía la convicción de que no habría
manera de entenderse con el cura viejo, ni sacar ningún
partido de su experiencia, ni interesarlo en la cruzada
que él tenía pensado emprender cuando llegó a la pro-
vincia.
Estaba a las puertas mismas del convento de las mon-
jas. El jardín, que se veía al través de una talanquera,
embalsamaba con los aromas del poleo, la ruda, el tomi-
llo, la mejorana y unos jazmineros que allí se cultivaban
para adornar el altar. Pasaban por la calleja, que ya de-
jaba de serlo para convertirse en camino real, grufjos de
campesinos que venían al mercado, arreando sus recuas
cargadas de yucas y ollas de barro. El camino estaba bor-
deado de zarzamoras y cercas de piedra que protegían
huertos y maizales. Los campesinos saludaban al /tura con
humilde respeto. A la sazón los niños del orfelinato de
las monjas salían en formación, y desbarajustando la
fila lo rodearon para pedirle estampas. La maestra los
increpó con dureza, pero él sintió que una tibia onda de
ternura le humedecía los ojos :
"Dejad que vengan a mí los niños, y no se lo estor-
béis, porque de los que se asemejan a ellos es el Reino
de Dios".
Belencíta era una muchacha muy joven, de ojos ne-
gros y pequeñitos, y nariz arremangada como la de su
madre a la cual se parecía como un huevo de gallina a
un huevo de gansa. Presentaba un extraño contraste su
rostro aniñado, de facciones pequeñas y agradables, con
la precoz feminidad que resaltaba en su cuerpo. Se veía
que era ingenua, y en oyéndola hablar se comprendía que
era ignorante. Adolecía de todos los defectos que la edu-
cación pueblerina suele depositar no sólo en el alma sino
113
en el cuerpo de las provincianas. Reía sin motivo, con una
absurda mezcla de pudor y de tontería. Caminaba con la
desenvoltura indecente de las mujeres que había visto en
el cine y vestía con el mal gusto propio de las señoritas
de pueblo. Su actitud ante los hombres era una mezcla
de sentimientos encontrados que se manifestaban en ade-
manes rebuscados y actitudes ridiculas ; porque Belencita
creía que todos los hombres son demonios vestidos de
pantalones ; como lectora asidua de novelones cursis, pen-
saba que todos deseaban casarse con ella ; y como hija
de la señora Ursulita era rebelde por temperamento, lo
que no quitaba que fuera, como hija del notario, hipó-
crita por naturaleza.
Hablaba con el rebuscamiento propio de los diputa-
dos del departamento, aunque a veces se le escaparan
locuciones de chofer de bus. En esta edad esencialmente
mecánica, al intelectual representado por el inspector de
normales del ministerio de educación, Belencita prefería
el hombre-máquina que es el chofer de camión. Su má-
xima aspiración en este mundo consistía en casarse con
alguien, su máximo temor era quedarse soltera, su última
concesión ser profesora de normal de señoritas. Admira
que, ebn todo y ser así, Belencita pasara por ser una de
las muchachas más seductoras de toda la provincia ; y
vivía muy contenta de sí, pues se creía el centro del
mundo ya que desde el punto de vista sentimental y eró-
tico era el ombligo del pueblo.
Las buenas monjitas toleraban su inconciencia pero
se desesperaban con su coquetería. Querían devolverla
cuanto antes a sus padres, mayormente ahora, cuando
nacida la criatura de su ligereza (ellas no se atrevían a
calificarla de pecado) y depositada en brazos de una no-
driza de los alrededores, Belencita se consideraba nueva-
mente soltera y en celo, como esas gatas qué hay que
esconder en el cuarto del carbón para que no giman y
maullen toda la noche en el tejado.
Durante todo el tiempo en que "aquello" maduraba,
había permanecido muy seria y juiciosa, encerrada en un
cuarto del hospital, sin dejarse ver de nadie. Lo que las
monjitas tomaban por vergüenza, eran sólo náuseas, y
su arrepentimiento no era sino temor de haberse puesto
demasiado fea. "Aquello" maduró al fin y se cayó de la
mata, y todo se cumpUó sin el menor tropiezo porque Be-
lencita, como las muchachas del páramo que son fuertes
y sufridas como cabras, ni siquiera requirió la interven-
114
ción del médico. Bastó la de una portera del convento,
que conocía muy bien el oficio por haber sido madre más
de cinco o seis veces. Una vez que "aquello" pasó y se
lo llevaron para el campo, Belencita quiso presentarse en
la sociedad del pueblo. No hubo manera de convencerla
de que no se disfrazara con alas de papel plateado, corona
de rosas y una palma en la mano, en el cuadro alegórico
que presentó el colegio el día de la Concepción y que se
llamaba "El Triunfo de la Castidad".
La reverenda, casi con lágrimas en los ojos, le rñani-
festó al sacerdote que Belencita era el diablo, y le rogó
por Dios que se la llevase inmediatamente para el otro
pueblo, donde lo mejor que podía hacer con ella sería
casarla, para evitar nuevos percances.
— ¿La señora Ursulita y el señor notario no le dijeron
una palabra de esto a su reverencia?
— Ni una palabra.
— ¿Su reverencia no sabía nada?
— No he tenido tiempo de enterarme. Llegué apenas
el jueves^ por la noche al pueblo de arriba, el viernes ase-
sinaron á don Roque, el sábado por la noche me vine para
este pueblo acompañando a los presos, y llegué aquí hoy
a la madi'ugada.
—¿Su reverencia quiere que le llame a Belencita?
Y ésta entró corriendo al locutorio, con vestido de
raso, medias tobilleras y zapatos de tacón bajo. A las pri-
meras palabras manifestó al cura que se iría con él aque-
lla misma tarde, pues estaba aburrida en el convento.
Aquél, al verla, enrojeció como una colegiala cogida en
falta y no se atrevía a mirarla a los ojos. Desde muy niño
le inspiró un secreto horror la mujer joven, porque la
vieja deja de serlo y acaba convirtiéndose en un ser ase-
xual, sin el menor atractivo para los hombres en funcio-
nes. Las carnes suaves y turgentes, el cabello sedoso y
abundante, el metal fino de la voz, todo eso hería pro-
fundamente los sentidos del sacerdote, removiendo se-
cretas fibras de su espíritu que él creía inmune a las ten-
taciones de la carne. Veía en la mujer a un ser abierto
a la tentación, cerno una flor o una boca, y aunque lu-
chara tenazmente por libertarse de tan perturbadora ima-
gen, lo cierto era que al tenerla delante de sí le parecía
verla desnuda. La ondulación de las faldas y la turgencia
de la blusa, en vez de recatar con modestia revelaban con
impudor lo que pretendían ocultar. El solo contacto de
unas manos femeninas le sacudía con una descarga eléc-
115
trica y le costaba después mucho tiempo de oración y de
lectura libertarse del perfume vago y tenaz que se había
pegado a las suyas.
— ¿Cómo me encuentra su reverencia? Todo el mundo
me dice que me parezco mucho a mamá, cuando ella te-
nia mi misma edad ; sólo que tengo mucho mejor cuerpo,
porque ella siempre ha sido muy gruesa. También es
cierto que las mujeres de su tiempo, tan atrasadas, no
hacían ejercicio ni seguían un régimen para adelgazar...
— ¡Lo mejor es que su reverencia se la lleve! — dijo
la reverenda madre para terminar pronto con aquella
escena, que la tenía en ascuas.
— Ya tengo todo listo — dijo Belencita — , y sólo me
falta conseguir unos pantalones y unos zamarros, porque
a mí me gusta montar como hombre.
— ¡Jesús, niña!
— Así que cuando su reverencia quiera, nos marcha-
mos. La María Encarna me contó lo sucedido allá arriba,
y estoy muy preocupada... La muerte de ese viejo don
Roque... ¡Bah! Fue un buen muerto, que hasta después
de serlo dio candela en el pueblo... ¡Qué hombres!
— ¡Por Dios, niña!
— Además corren muchos cuentos por el pueblo. Aca-
ba de decirme la María Encarna que hay noticias muy
alarmantes. No sé qué estamos haciendo aquí, señor cura,
cuando la policía acaba de salir para dar una batida en el
páramo. Seguirá al pueblo de arriba, a protegernos de
los bandidos del Llano Redondo. . .
— ¿Cómo? ¿Cómo dice? — exclamó el cura.
— Digo que acaban de salir diez hombres armados, al
mando de un sargento, el sargento Landínez, reverenda
madre. . .
— ¿Para el pueblo de arriba?
— Para allá mismo. Y hay mucha agitación en la plaza,
y se suspendió el bazar, y el alcalde lanzó un edicto,
y no habrá fuegos artificíales esta noche ni habrá baile
en la alcaldía.
— ¿De veras?
— Llegaron los periódicos y cuentan que estamos poco
más o menos en guerra civil. Que nos van atacar los
bandidos de Llano Redondo ; que a don Roque lo asesi-
naron los liberales, más otras cuantas cosas que no re-
cuerdo... Por ahí tengo el periódico por si su reverencia
quiere verlo. De manera que si no queremos quedarnos
aquí bloqueados, tratemos de alcanzar el destacamento de
116
los guardias para que nos protejan en el páramo. ¡Debe-
mos irnos pronto!
— ¡Eso mismo creo yo! — dijo la reverenda madre con
el rostro descompuesto por el miedo — . ¡Qué tiempos, se-
ñor cura, qué tiempos!
— ¡Vamos, vamos pronto! Mientras la señorita Belén
prepara sus maletas, voy a despedirme de María Encarna
y de los niños. Se los recomiendo mucho, madre ; y a esa
pobre mujer téngala aquí su reverencia mientras encuen-
tra algún trabajo en el pueblo. Aquí tiene veinte pesos
para sus gastos. Acéptelos en nombre de Dios, madre, y
que El nos proteja.
117
I
CAPITULO VII
EL DOMINGO POR LA TARDE
DELENCITA abría la marcha, montada a horcajadas en
una muía de las aue habían servido aquella madrugada
para cargar a las niñas de María Encarna. De tiempo en
tiempo volvía el rostro, redondo y arrebolado por el so-
foro, envuelto en una pañoleta amarilla, para mirar al
señor cura. Este seguía triste y cabizbajo, sumido Dios
sabe en qué pensamientos. Dos cuerpos más atrás, mon-
tado de través en la enjalma, bamboleándose y hablando
solo, venía el Caricortao. Los dos guardias del munici-
pio de arriba, habían salido un poco antes, con el desta-
camento.
— No se puede tener de la borrachera. ¡Es un indio
chismoso!
—¿Cómo?
— ; Chismoso y borracho!
— Perdone, no la había oído.
— ¡Como su reverencia vive en las nubes!
— ¿En dónde?
— ;En las nubes! ... y así con los zamarros, y la ruana
terciada al hombro, y el sombrero de jipa, su reverencia
se ve muy bien, pero muy bien. . .
— ¿Faltará mucho trecho para llegar al páramo? — dijo
éste con fastidio.
— ¿Cómo dice? Sí, todavía falta un rato. . .
El camino se angostaba, se perfilaba, se empinaba, se
erguía como una serpiente que reptara por las faldas de
la montaña. Por atender a que la muía no se reclinara
contra las salientes de la roca rompiéndole de paso las
piernas al jinete, éste no conversaba. El aire tibio y es-
peso de las tierras bajas ascendía en oleadas perezosas,
perfumadas por el aliento de los trapiches. En un repe-
cho del camino Belencita detuvo a su muía de un fuerte
tiren de riendas y le rogó al cura que le subiera dos pun-
118
tos las aciones de los estribos, porque venía con las pier-
nas demasiado estiradas.
— ¿No sabe su reverencia lo que contaba en el pueblo
el Caricortao? . . . Decía que de ahora en adelante, no
habría más humillaciones ni trabajos, porque con una
plata que le había caído del cielo pondría una tienda en
el camino, donde tuvo la suya la María Encarna, en una
casa que era del Anacarsis. Y allí se iría a vivir con la
pobre boba, a quien diz que su reverencia había echado
de la casa cural. Decía que a él no tardaría también en
tirarlo a la calle, porque su reverencia odiaba todo lo que
tuviera que ver con el señor cura viejo... Yo no sé si
esto que le cuento sea cierto o no, pero a mí tampoco me
gusta el cura viejo. . . ¡Habla mucho!. . . No dan ganas de
confesar con él. . . ¡En cambio, a su reverencia sí que voy
a contarle cosas!
Mientras arreglaba la ación del estribo, al cura lo
atraía y lo repelía, lo fascinaba y lo llenaba de repugnan-
cia al mism.o tiempo, aquel tibio olor que despedía el
cuero mojado de los aperos, el pellejo sudado de la mu-
la, y los zamarros de Belencita, que por ser muy cortos,
dejaban al descubierto los tobillos desnudos y el em.peine
de los pies, calzados de zapatillas.
— ¡La María Encarna llegó indignada a contarme lo
que decía ese hombre! Que su reverencia no haría huesos
viejos en el pueblo de arriba por andar de parte de los
liberales. . . Que había querido darle una muenda al Ana-
carsis, en la Alcaldía, y que soltó al Anacleto para que se
reuniera con los bandidos de Llano Redondo. ¡Mentiras
han de ser! — dije yo. . . — ¿No ve su reverencia ese par-
che rojo allá arriba, entre unos árboles? ¡Pues allá viven
los bandidos! Ese es Llano Redondo. ¿Si alcanza a ver su
reverencia el destacamento de los guardias? Allá van, el
uno en pos del otro, con el fusil en bandolera. No tarda-
remos mucho en alcanzarlos...
Se columbraban claros y diminutos, en la atmósfera
transparente. Un poco más, y se hundirían en esa pesada
montera de lana sucia que coronaba la montaña, donde
comienza la región aérea y melancólica del páramo.
— No le he contado lo más im.portante a su reveren-
cia. Me dijo la María Encarna que no había logrado en-
contrar en su casa del pueblo a don Pío Quinto Flechas.
Cuando ya estaba cansada de golpear a la puerta, se en-
treabrió una ventana del segundo piso y asomó la cara
un indio feroz, uno de esos indios que él lleva siempre de
guardaespaldas ... En viendo a la María Encarna le pre-
119
guntó si era cierto que los godos de arriba, encabezados
por su reverencia, vendrian esta noche a sacar al Ana-
cleto de la cárcel para fusilarlo en la plaza... Dijo el
indio que de los curas no se podia esperar nada. . . ¡Cómo!
— le dijo ella — . ¿Y eso quién ha venido con esos cuentos?
Por ahi lo dicen. La María Encarna le explicó entonces
que si no hubiera sido por su reverencia, el Anacleto no
estaría contando el cuento, y a los tres vivientes de Agua
Bonita los tendrían alimentando cuervos en algún ba-
rranco.
El cura ya no prestó atención a estas últimas pala-
bras. Le producía una extraña impresión el contraste que
presentaba el imponente mar de sierras y montañas, ilu-
minado violentamente por el sol que caía de plano en las
crestas más bajas, y que se coronaba allá arriba con los
harapos grises y sucios de informes nubarrones. La som-
bra, el frío, la tristeza, la soledad, vegetaban en lo alto,
junto con los yerbajos duros, los frailejones melancólicos
y los hirsutos jarales. En cambio, a medida que sus mira-
das descendían cuesta abajo, acariciando el seno redondo
de alguna loma o el vientre oscuro y tibio del valle, des-
cubría que la luz, el calor, el follaje verde y espeso, el
agua que corre entre los cañaverales de un color de miel :
todo eso, con la fragancia de la tierra que embalsama el
aire, se encuentra abajo. ¿Por qué suponemos que lo me-
jor en este mundo esté arriba y no abajo, en lo alto y no
en lo más profundo de la naturaleza? Mi frente, como el
páramo, está embarazada de brumas que no dejan filtrar
la luz ; y en cambio mi corazón es tibio, y sensible, y
claro como ese valle que se acuesta a la orilla del río. No
es arriba, pues, sino abajo ; no es afuera, sino dentro de
mí ; no es en mi mente sino en mi corazón, como no es en
el páramo sino en el valle, donde se encuentra lo mejor
de la vida. Y sin embargo...
— Apenas supo el Pío Quinto que habían traído preso
a su sobrino, a quien quiere más que a sus propios hijos...
¡Y es simpático el hombre ese! Digo, el Anacleto. . . ¡Tiene
unos ojos!... Apenas supo que lo tenían en la cárcel,
donde ya debieron darle su baño de agua helada y su
paliza en ayunas. . .
—¿Cómo?
— ¡Eso es lo que hacen con los presos... políticos! ¿Su
reverencia no lo sabía?
— No lo imaginaba.
— Pero qué quiere su reverencia, ¿qué nos dejemos
tragar vivos? . . . Fue saber el Pío Quinto que habían
120
traído al Anacleto, como le decía, y se echó al monte a
preparar el ataque, porque él es el jefe de los bandidos. El
periódico que le mostré a su reverencia lo dice, y cuando
lo dice será porque lo sabe. Los periódicos de la ciudad
saben más de lo que uno piensa en los pueblos. ¿Lo dice
el periódico? Pues así será...
— ¡Dios mío, Dios mío! ¿A dónde iremos a parar?
— ¿Su reverencia no sabe que yo disparo muy bien? .
Algún día me verá... Don Roque me enseñó a manejar
las armas en Agua Bonita. . . El viejo era un gran tirador
y podía descogotar una botella a cincuenta pasos de dis-
tancia ... La primera vez que disparé, me brincaba el co-
razón como si me fueran a matar y tenía un miedo ho-
rrible. ¿Su reverencia no ha disparado nunca?
— Nunca.
— Pues me temo que le va a hacer falta. . . Y le con-
taba a su reverencia que cuando tumbé una botella con
la pistola de don Roque, el viejo, que me miraba con mi
padre desde el corredor de Agua Bonita, me gritó entu-
siasmado : "¡Bravo! Vas a ser una doña Bárbara!" Mire
su reverencia esta pistola tan linda que llevo aquí, en el
bolsillo de los zamarros... Me la regaló don Roque. ¡Mí-
rela, no le dé miedo: está descargada!
Ambos picaron los talones a las muías. El Caricor-
tao. que se había dormido encima de la suya, al echar
ésta a andar se despertó y comenzó a refunfuñar. A me-
dida que subían por el camino del páramo, el cielo se
oscurecía y se aborrascaba. Pesados nubarrones se arras-
traban por las quebradas de la montaña. Toda mancha
de azul habia desaparecido en lo alto. Jirones de niebla
helada barrían el camino, envolviendo a los viajeros en
una gasa. La llovizna, tan fina que parecía cernida por
uno de esos pulverizadores que usan los peluqueros de
pueblo, comenzó a batir de frente. Belencita, arrebujada
en su ruana, se había cansado de hablar y se entregaba
ahora a rumiar quién sabe qué recuerdos y pensamientos
amables, que le iluminaban el rostro con una dulce son-
risa. Las muías chapoteaban en los charcos. El sacristán
daba voces de vez en cuando, para alentar a su cabalga-
dura, muy cansada. Y el cura, cejijunto, mordiéndose los
labios, meditaba. . .
No habían recorrido mucho trecho, silenciosos, cuando
sintieron entre la oscuridad de la niebla, muy cerrada
aunque no fueran ni las dos de la tarde, una voz que les
dio el alto. El cura vio delante de sí, a caballo en un
121
macho corpulento, a un guardia arrebujado en una man-
ta. Era joven, fornido, barbilampiño, de ojos hendidos
como a cuchillo y a la diagonal al pie de una frente baja
y escurridiza.
— ¡Soy el sargento Landinez, padre! — dijo haciendo
un saludo militar.
El cura le tendió la mano; el sacristán lo miró por
debajo del jipa, de soslayo; Belencita se arregló apresu-
radamente la pañoleta y adoptó una postura indolente, de
mujer fatal y de circunstancias. El sargento explicó que
sus hombres rodeaban a Llano Redondo, donde debería
encontrarse el Pío Quinto fraguando Dios sabe qué dia-
blura. Con los dos guardias del pueblo de arriba, el sar-
gento acompañaría a los viajeros hasta la boca del pá-
ramo, en el Alto de la Cruz. Agregó que habían derramado
gasolina para pegarle fuego a unos maizales que rodea-
ban dos ranchos, donde probablemente pasaban la noche
los bandidos, o por lo menos les cocinaban sus mujeres. . .
— ¿Habría niños adentro?
— ¡Yo qué sé! ¿Tú sabes si las mujeres de esos mise-
rables tendrán niños, Caricortao?
— Tal vez, mi amo.
— ¡Dios mío! — exclamó el cura — . ¿Y cómo no pensa-
ron en los niños?
— ¿En los niños? — dijo el sargento — . ¡Niños cual-
quiera los hace! Pero sigamos, sigamos pronto. Cuando es-;-
ternos en la boca del páramo, ya no habrá peligro. La
meseta es muy abierta y descampada, y los bandidos no
tendrían dónde guarecerse porque se nos pondrían a tiro
de Mauser. ¿El señor cura va armado?
Belencita se apresuró a contestar:
— Yo llevo esta pistola, mi sargento, y para que lo se-
pa tengo muy buena puntería... ¿No es cierto, Caricor-
tao? ... Tú me has visto romperle el cogote a una bo-
tella desde una distancia de cincuenta pasos. . .
El sargento la miró con curiosidad, de arriba abajo,
y le sonrio con picardía. Ella explicó:
— El señor cura no lleva armas. . .
Cuando echaron otra vez a andar, a pesar de que el
camino era muy angosto en aquella par y estaba em-
barazado por grandes piedras rodadas, Belencita se es-
forzaba por emparejar su muía con la del sargento. No
cesaba de preguntarle sobre su vida pasada, sus amigas
del pueblo de abajo y los planes que pensaba desarrollar
en el páramo, tan desapacible y apartado del mundo,
122
do-ide la vida. <=i" un amor verdadero, debería ser muy
triste Dará un valiente oficial. . .
— Suboficial apenas, señorita. '
— Por alguna parte se empieza, mi sargento. Si yo
fuera hombre, sería militar. . .
— Pues para serle franco, señorita, yo estoy harto con
estas cosas. El uniforme es muy incómodo y el universal
asienta mucho. Llevo dos años de 1-a ceca a la meca, sin
cue me dejen tranquilo en ninguna parte. Cuando ya
comienza uno a encontrarle gusto a un pueblo, y consi-
gue Dor ahí una noviecita que lo auiera. pues el coman-
dante lo manda para otro pueblo. ¡Bah! Esto no es vida. . .
Además nos están debiendo seis meses de sueldo. Apenas
rre par'uen. pediré la baja. Quiero volver a la costa. . .
¿La señorita no conoce la costa?
— ¿Por oué me dice señorita, mi sargento? Belencita
me dice todo el mundo. . .
El cura sólo prestaba atención a sus dudas, preocu-
paciones y presentimientos. La vida le parecía más
absurda v disoaratada que nunca, los hombres más ciegos
a la '-«^-daápva luz sumergidos hasta el cuello en sus mi-
serables pasiones. Lo mortificaba casi hasta la desespera-
ción esa curiosa tendencia que tienen los hechos y las
ideas a vol-'erse meras palabras que no tardan en adqui-
rir una vida pi'cpia y se echan a volar solas y por su pro-
pia cuenta, desfiguradas, desconocidas, irónicas, versá-
tiles. C?mbian de sentido y de apariencia como las imáge-
nes de las pesadillas. Sólo una palabra es clara, transpa-
rente, idéntica a sí misma, y es el Evangelio. Sin em-
bargo, al pasar por la garganta de los hombres se tras-
trueca, se corrompe, se envenena, se desfigura. ¿Habrá
cosa más sencilla y evidente que el "amad a Dios sobre
todas las cosas", que resonó entre truenos en la cumbre
del Sinaí? Era la palabra que ardió en la zarza de Abra-
ham y quemó el labio de Isaías. Cuando Moisés descendió
de la montaña, anonadado por la presencia del Señor, en-
contró que en el valle los israelitas, hartos de la verdad,
habían levantado un becerro de oro para adorarlo. El hom-
bre ama inás la mentira que la. verdad, y la verdad le
repugna. Pasaron los siglos y aquella palabra que brotó
como una fuente de aguas vivas en la roca de Oreb, sa-
ciando la sed de quienes comenzaban a dudar de la gran-
deza del Padre: aquella palabra que no tiene sino un sen-
tido, que no es sino una, que es siempre idéntica a sí mis-
ma, se desfiguró en la garganta de las generaciones y se
hizo necesaria la encarnación del Verbo, para restaurarla.
123
La palabra se hizo carne en el Cristo, quien para puri-
ficarla la sumergió en el agua lustral de la Redención y de
la Muerte y la explicó a sus discípulos diciendo esto que
sabía de memoria el buen cura :
"Habéis oído que fue dicho : Amarás a tu prójimo y
tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más : Amad a vues-
tros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad
por los que os persiguen y calumnian ; para que seáis
dignos hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer
su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y peca-
dores. . ."
Los hombres seguían sin comprender la palabra di-
vina, empañándola con su aliento terrestre, torciéndole el
sentido con su malicia pecadora, desmenuzándola con su
cinismo, quebrándola en pedazos con rabia... Aquel cri-
men horrendo, ¿no se había oscurecido hasta perder todo
significado? ¿No crecía como un pedrusco lanzado al abis-
mo por el casco de una cabra, que a medida que rueda y
adquiere velocidad en su caída arrastra piedras y rocas
y montones de arena, hasta convertirse en un alud mortí-
fero y espantoso que aplasta cuanto topa a su paso?
En el páramo se le cerraba el corazón al cura, lo
mismo que el horizonte entrapado en una bruma lechosa
que borraba los contornos y la realidad de las cosas. Es-
tas se convertían en fantasmas: los frailejones parecían
ovejas, las zarzas que bordeaban el camino en ciertos tre-
chos, corrían agazapadas como bandidos que persiguieran
la muerte. Y las hirsutas ramazones, los arbustos raquí-
ticos, las peñas húmedas y calvas, todo parecía llorar so-
bre el camino. Al menos en la tierra, pensaba, las tinie-
blas quedan en lo alto. La Vía Crucis sube y no baja...
Se sobresaltó y sintió que el corazón se le paraba de
golpe. El estampido de un disparo había estallado súbi-
tamente, rebotando por las oquedades del páramo, repe-
tido por las rocas y los precipicios. Las muías se encabri-
taron, y la de Belencita se paró en las patas.
— ¡Es un disparo de Máuser! — explicó el sargento.
— ¿Está asustada? — preguntó el cura a Belencita,
dispuesto a tranquilizarla...
— ¡Bah!, señor cura... A mí esta música no me es-
panta.
— Mejor es que nos desmontemos, -aconsejó el sargento.-
La señorita y el señor cura pueden esperarme detrás de
esta roca, cuidando de las bestias. Yo seguiré a pie con
el Caricortao, para apostarnos en la boca del páramo
124
y cubrir la retirada del camino. Tome este revólver, señor
cura, por si acaso. . .
— A mi pueden matarme, sargento... ¡Yo no quiero
matar a nadie!
— Yo me defenderé por los dos, mi sargento. ¡Pierda
cuidado! — dijo Belencita echando pie a tierra.
En aquel momento se oyeron algunos gritos que in-
dicaban que la pelea se desarrollaba allí cerca, tras la fría
y espesa cortina que ocultaba la boca del páramo. A ras-
tras, el sargento y el Caricortao, que había desenfun-
dado su machete, no tardaron en perderse en la niebla . . .
Unas campesinas, con los crios de la mano y sus po-
bres bártulos al hombro, emergieron entre la niebla y pa-
saron al pie de la roca a cuyo amparo se guarnecían el
cura y Belencita con las bestias. Las campesinas, presu-
rosas y desencajadas por el terror, no fueron capaces de
explicar cosa alguna. Una de ellas dijo que los guardias
se habían trabado en batalla con los parameros de don
Pío Quinto. Las sementeras de maíz y los rancheros de
la gentecita que vive por allí de cuidar ovejas, ardían en
hogueras que dispersaba el viento. Santiguándose,~-siguie-
ron camino monte abajo, como ovejas asustadas, hacia
el otro pueblo.
— ¡Dios las lleve! — masculló el cura — . ¿Qué tendrán
que ver estas desgraciadas con todo esto?
— No hay que creerles — manifestó Belencita — . Los
bandidos debían estar emboscados en el páramo, prepa-
rando el asalto. ¿No siente su reverencia el olor de las
quemazones?
El viento, que había cambiado de dirección, traía una
racha de humo tibio y sabroso, perfumado por las yerbas
del campo, que hacía escocer los ojos.
— Sigamos — dijo Belencita empuñando el revólver.
El cura tiró del cabestro de las muías, y agachado,
pegado al acantilado que flanqueaba por un lado el ca-
mino, se deslizó lentamente, seguido de la muchacha.
¡Dios nos asista! — imploraba mentalmente, no por un
sentimiento de terror que ahora no lo torturaba, sino con-
movido en lo más tierno e íntimo de su ser, al borde de
aquel abismo de incomprensión y ceguedad a que habían
rodado sus feligreses. Lo llenaba de angustia su impo-
tencia para sacarlos de allí, y ese muro frío y resbaloso
de la estupidez, contra la cual pegaba y rebotaba la pala-
bra divina como una pelota de goma. ¿Serán todos así?
¿Serán todos ciegos y sordos como estos hombres del pá-
ramo?
125
Resbalaba a veces en algún trayecto gredoso, y el sen-
timiento de su pequeñez, de su debilidad, de su impóten-
cia, le punzaba el espíritu. Le parecía ser un cómplice in-
voluntario del sargento, de su guardia, de los bandidos
del páramo, de Belencita y de todo el mundo. Todos le
consideraban como a un ser al margen de la vida, una
especie de niño grande que sabe contar bellas historias
en el pulpito y escuchar con paciencia historias feas en
el cünlesonario. Lo miraban como a un ser ae distinta es-
pecie, perteneciente a un género neutro, pues la vida para
el era distinta de como la consideraban los otros. No se
interesaba en sus afanes, ni en las armas de fuego que
tamo les placían, ni en la política parroquial que los apa-
sionaba, ni en los negocios ajenos que les quitaban el
sueno, ni en las mujeres. No sabia hacer lo que los otros
hacen, ni nablar como hablan ellos, los cuales, cuando lo
hacían delante de el, median y sopesaban sus palabras
evitando celosamente desflorar ciertos temas, tal como se
hace aelante üe los niños. ¿No sería capaz nunca de ex-
plicarles que su desinterés por las cosas humanas era el
leverso de su apasionamiento por las almas? Y ellos sólo
se aficionaban a las cosas: el sargento a los cadáveres,
Belencita a ios rasgos de un rostro varonil, el sacristán
a su aguardiente... ¡Si aquella gente se diera cuenta de
que los bandidos del páramo también son hombres y
no solamente blancos para fabricar cadáveres! Si pensaran
de vez en cuando que la muerte es como un abismo sin
fondo, ¿no sentirían de pronto el vértigo de sembrar de
muenos el lúguore camino del páramo?
Resbaló otra vez y se apoyó en la roca para no caer de
bruces. Las manos le queoaion sucias y húmedas de ba-
rro. Durante un tiempo que le pareció interminable, en
medio del silencio turbado a veces por disparos cada vez
más lejanos y débiles, caminaron el cura y Belencita con
los animales de cabestro. Ella, cansada ya, con el aliento
corto, al llegar a la boca del páramo se sentó en una
piedra y se aescalzo los zapatos.
— Esperemos aquí im momento; ya no puedo dar
paso. . .
Como el cura se encontraba más o menos en el mis-
mo estado, se sentó al lado cíe ella. Les quitó los bocados
a las rnulas y teniéndolas solo por el ronzal que les col-
gaba de las jáquimas, las dejó ramonear entre los hele-
cnos y los iiailejones, donde había algunas brochas de
paito auro y amarillo. El viento, que seguía soplando con
fuerza, descargo de nubes la atmosfera que clareo hasta
126
quedar limpia y transparente. Algunas pinceladas de azul
manchaban el cielo gris y desvaído. Aquel paisaje árido
era todavía más desapacible cuando se aquietaba la
atmósfera y quedaba en los huesos y las vértebras de sus
rocas. Es un paisaje muerto, un cadáver de paisaje velado
por los candelabros de los frailejones que elevan la llama
tiesa y amarilla de sus estambres, pensaba el cura. Es
un paisaje esquelético, una calavera, un calvero, un cal-
vafio, con las tibias cruzadas de esas serranías que son
carroñas de cerros, erizadas a veces, como los mortecinos,
de una brocha de esparto que lucha eternamente contra
el viento. Es la muerte, pensaba, y detrás de esta muerte
de las cosas no está sino el silencio. En esta cuenca vacía
de la tierra no queda ni el recuerdo de la luz que se irisa
y se refleja en la pupila de un lago o en la retina de una
fuente. Este silencio plano y sin profundidad m^e aterra,
como si aquí la tierra estuviera muriendo continuamente
y su cadáver se disolviera en una niebla densa y pega-
josa. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué esta soledad, y está
desolación, y esta muerte?
De la vertiente de la cordillera que rodaba sobre el
pueblo de abajo soplaban ramalazos de humo blanco y
tibio que al menos servían para embalsamar su pensa-
miento, frío y árido, como la mortecina imagen del pára-
mo que tenía ante los ojos.
Sobre la cresta de una loma apareció entonces el sar-
gento, seguido del macilento grupo de los policías. Estos
venían desplegados en fila india, con el fusil en bando-
lera. Dos p? rejas cargaban sendos guandos, porque en la
refriega habían herido al cabo que era muy novato según
explicó el sargento. Fue herido también el sacristán, de
un machetazo en el vientre, cuando luchaba cuerpo a
cuerpo con el peón de estribo de don Pío Quinto Flechas,
que fue quien hirió al cabo. El sargento, en lengua ruda
y escabrosa, contó que habían infligido cuatro bajas a los
enemigos. Terminaron echándolos del monte como a co-
nejos, al incendiar sus barbechos y sus ranchos.
— Don Pío Quinto tendrá para unos días de quedarse
tranquilo — dijo.
—¿Y los heridos?
— Los nuestros, ya los verá su reverencia. El cabo tiene
una bala incrustada en el hombro, pero no es de cuidado.
La herida del Caricortao sí es grave : le midieron el
aceite con un machete y trae las tripas colgando... A los
heridos de los rojos los rematé yo mismo. Ahí quedaron
en un barranco, para alimentar a los chulos. . .
127
Los guardias pusieron con mucho tiento Iqs guandos
en el suelo. Belencita trajo agua en una cantimplora del
sargento^ para dar de beber a los heridos. El cabo, casi un
niño, se mordía los labios para no quejarse. Estaba muy
pálido, pero no presentaba ningún síntoma alarmante
cuando el cura se acercó a examinarlo y con un ademán
lleno de ternura le acarició la frente. El sacristán, con los
ojos extraviados, lanzaba un quejido sordo y continuo. Ni
siquiera pudo pasar un sorbo de agua, cuando Belencita
le alcanzó la cantimplora.
— Su reverencia ocúpese del sacristán que se está mu-
riendo y por él ya no podemos hacer nada. Voy por más
agua para el cabo, y le lavaré la herida. ¿Alguno de los
guardias tiene una botella de aguardiente? Mientras lle-
gamos al pueblo de arriba, lo único que cabe hacer para
aliviar a este hombre es emborracharlo.
El cura ordenó a los guardias que retirasen unos cuan-
tos pasos de allí al cabo, porque quería confesar al sa-
cristán, cuyo aliento corto y jadeante y las facciones per-
filadas presagiaban la muerte próxima. Cuando se arrodi-
lló al pie del herido y le tomó entre las suyas la diestra
fláccida y helada, lo mareó el olor acre de las entrañas
violáceas, envueltas en una sangre negra y viscosa, que se
rebullía como enormes gusanos sobre la ruana.
— ¿Me ves? ¿Me oyes? — preguntó al Caricortao,
acariciándole la frente húmeda de un sudor pegajoso.
— ¡No lo veo, mi amo!... ¡Ayayay!... ¡Me mataron
esos rojos bandidos!
— Tienes que perdonarlos, hijo, porque muy pronto
vas a morir y estarás ante la presencia de Dios. El es
infinitamente misericordioso para perdonarnos, pero tam-
bién es infinitamente justo para medir y pesar nuestros
pecados. . .
El sacristán jadeaba. Sus ojos volteaban, descarriados
y turbios, en las cuencas amarillas.
— Voy a confesarte. Dime lo que más te pesa sobre
la conciencia. Yo voy a ayudarte. ¿Has robado a alguien?
— Nnno . . .
— ¿Vivías con alguien? Quiero decir con alguien que
no fuera tu propia mujer.
El sacristán hizo un violento esfuerzo que le cubrió
las sienes de sudor, y entre quejidos y jadeos, explicó «
— Yo vivía con la boba. . . desde hace muchos años. . .
Todos me odiaban... y sólo ella me quería... Cuando yo
acabe, saque sumercé ciento sesenta pesos que llevo aquí,
en la cartera, en el pecho. . . y se los entrega a la boba. . .
128
Rece sumercé diez misas por mi alma... Esos guardias
pueden robarme cuando muera...
El cura le limpió con su propio pañuelo el rostro ama-
rillento, frío, desfigurado, brillante de sudor. Había ce-
rrado los ojos y la cabeza, sostenida por una mano del
cura, se agitaba pesadamente. Una oleada de sangre
fresca y roja le inundó las entrañas.
— Me muero... ¡Me estoy muriendo!
Abriendo desmesuradamente los ojos, por los que ya
pasaban como las nieblas sobre el páramo las sombras
de la muerte, balbuceó :
— ¡Yo lo maté, señor cura! ¡Yo maté al viejo don Ro-
que! Fue la noche de su llegada... después de que lo
dejé a sumercé en la casa cural. . .
Su pecho se levantaba y se abatía con violencia, a
intervalos desiguales.
— Entré por las tapias del solar. . . El Anacleto dor-
mía en el mostrador... Trepé a gatas la escalera... Don
Roque roncaba, bocarriba... Y le di unas puñaladas...
¡Ayayay!. . . El viejo se quejó un poco y cayó de la cama
al suelo, agarrado a la sábana . . . Luego tiré el puñal en
el aljibe. . . ¡Ayayay!
— ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué no dijisté que lo
habías matado? ¿Por qué cometiste esa iniquidad?
— Me habían dado doscientos pesos para que lo ma-
tara... y no dijera nada.
— ¿Quién te los dio? ¡Contesta! ¿Quién te los dio?
¿Quién, quién?
La voz del moribundo se apagó en un murmullo ronco,
indescifrable, porque había comenzado la agonía. En
vano el cura, desesperado, trataba de reanimarlo incorpo-
rándolo un poco. Con voz dura y alterada por la emoción,
gritó al sargento que trajera un poco de agua. Mientras
éste llegaba absolvió al herido y empezó a rezar en voz
alta las oraciones de los agonizantes. Había levantado los
ojos al cielo gris y oraba con un fervor tan grande que
no percibía el nauseabundo olor de las entrañas del he-
rido, ni escuchaba su ronco jadear, ni soportaba en su
mano el peso de aquella cabeza que se tronchaba con la
muerte. Pero en medio de aquellas tribulaciones su alma
se empapaba de una alegre ternura. Las palabras del
moribundo confirmaban su propia intuición y las protes-
tas de Anacleto, cuando juraba y perjuraba que era ino-
cente. ¿No era como si se hubiera abierto una brecha en-
tre las brumas y los vapores, y la luz de una estrella y de
129
una esperanza comenzara a parpadear sobre el páramo?
¡Dios mío, perdónalo! — , exclamó con voz recia.
Cuando Belencita llegó con la cantimplora, el sacris-
tán habia muerto. El cura sintió un extraño alivio al reti-
rar la mano que sostenía la cabeza del cadáver. Le hormi-
gueaba el brazo y le dolían las coyunturas.
— ¡Pobre diablo! —exclamó Belencita, santiguándose.
Un momento después iniciaron el descenso, con el he-
rido y el cadáver cargados por los guardias en sendos
guandos. El cura sintió que el corazón le daba un vuelco
en el pecho cuando desde una cornisa del camino, en la
tarde quieta y serena, divisó en el fondo la torre mocha
de su iglesia que se erguía en medio del pueblo, embelle-
cida por un rayo de sol, como el estambre de los frailejo-
nes que se crían en el páramo.
130
CAPITULO VIII
Y EL LUNES
Ala asamblea de notables reunida apresuradamente en
la alcaldía por el señor notario, que sin ser miembro
del Concejo Municipal era como si fuera su propio pre-
sidente, asistieron el alcalde, los concejales, el sargento,
el Anacarsis y otros distinguidos vecinos entre quienes
figuraban el juez y el boticario. El cura fue llamado más
tarde, después de un acalorado debate en el que votaron
por la negativa el alcalde, los concejales, el juez y el
Anacarsis ; pero como el sargento, que no deliberaba, ma-
nifestara que había que llamar al párroco de todos modos
y lo demás eran tonterías, triunfó la afirmativa por la
cual había votado el notario.
— Las armas siempre triunfan sobre las letras en las
democracias — dijo el notario al registrar su triunfo ; y
aquello era una democracia.
Luego con voz solemne y campanuda, previa una mi-
nuciosa limpieza de sus gafas, leyó por quinta vez la in-
formación que con la firma de "Un Testigo Imparcial"
ostentaba en la primera página el diario que había traído
Belencita. Puesto que el mismo notario había redactado
esa información hacía dos días, y la envió al periódico
por telegrama oficial, se la sabía de memoria. Ciertos pá-
rrafos, adulterados abusivamente por el jefe de redac-
ción, mortificaban su orgullo literario, pero satisfacían
en cambio su vanidad de estratega político. El jefe de re-
dacción iba cien leguas adelante de donde había querido
llegar el notario.
"Este crimen horrendo que ha conmovido a todos los
sectores de una sociedad culta y cristiana, está indicando
a los partidarios del orden, la justicia, el gobierno y la
moral, cómo los adversarios políticos no se detienen en
su furor homicida ni siquiera ante la persona de su pro-
pio padre. Frente a hechos semejantes, la obhgación de
131
los partidarios de la buena causa es prevenirlos, repri-
mirlos y castigarlos de una manera implacable".
— ¡Eso! Eso, padrino. . . ¡Y nosotros todavía aquí mari-
poseando sin saber lo que tenemos que hacer, cuando el
periódico lo dice con todas sus letras : castigarlos, casti-
garlos de una manera implacable!
— Mayormente después de lo sucedido en el páramo,
porque yo les prometo que cuando salga eso en los dia-
rios tendrá una repercusión nacional. Allá lo verán : na-
cional. . . Mi hija Belencita, que acaba de regresar al pue-
blo después de haber perfeccionado su educación en un
colegio de monjas, me relató con lágrimas en los ojos
la heroica conducta del señor sargento aquí presente, y
al pedirle el favor de que organice sus fuerzas con las de
algunos voluntarios de este pueblo...
— ¡Con todos, padrino, con todos! Yo estoy a las órde-
nes del señor sargento. En Agua Bonita tengo pertrechos
para una docena de hombres.
— ¡No faltaría más, todos estamos listos!
— ¡Un momento, un momento señores!... Aún no he
terminado ... Al rogar al señor sargento que organice sus
fuerzas con las de los vecinos de este pueblo, que se
hallan listos a secundarlo con todo su fervor por la buena
causa...
— ¡Muy bien! ¡Por ahí es la cosa! — prorrumpieron
todos, menos el sargento, que se mordía las uñas.
— Al rogar tal cosa al distinguido oficial aquí pre-
sente, creo interpretar los sentimientos de los caballeros
que asisten a esta reunión a la cual tuve el honor de
convocarlos. . .
— ¡Caramba! Es lo que yo digo... — exclamó entusias-
mado el Anacarsis — . ¡Mi padrino habla como un perió-
dico!
El sargento, que por ser militar profesaba un secreto
horror por las discusiones bizantinas, dio un golpe seco
sobre la mesa y manifestó que su plan consistía en ro-
dear a Llano Redondo de una corona de llamas, aco-
rralando a los bandidos para coger, ojalá vivito y co-
leando, a don Pío Quinto Flechas.
— Ese viejo es el responsable de todo. Mientras ande
suelto no habrá paz en toda la provincia — dijo alguien.
Y el juez, que era muy corto de ánimo, exclamó:
— Será, si no he entendido mal a mi sargento, una
expedición punitiva. . .
— Pacificadora... ¡Pacificadora! — corrigió el notario.
132
— Es verdad — interrumpió el alcalde — . Así lo dice el
periódico.
A estas alturas de la reunión había llegado el cura, a
quien el Mitrídates y el otro guardia del municipio comu-
nicaron la invitación de los notables. Llegó, pues, y al
enterarse rápidamente de lo que se proyectaba, manifestó
golpeando las palabras que aquello de la expedición
punitiva. . .
— Pacificadora — corrigió el notario.
Llamarse pacificadora o punitiva, que eso no impor-
taba a la larga, la expedición le parecía al buen cura
un solemne disparate. Estaba harto y conmovido en lo
más profundo de su alma por aquella terrible ola de crí-
menes, saqueos, incendios, persecuciones, odios y vengan-
zas que azotaban toda la provincia. Lo pertinente sería
desarmar no sólo los espíritus, de lo cual él se encar-
garía en el púlpito y en el confesonario, sino los cuerpos.
Mientras hubiese hombres armados, con fusil al hombro,
que eran torpes campesinos aunque se llamasen guardias,
cualquier suceso desgraciado como el crimen de don Ro-
que pararía inevitablemente en un combate sangriento.
— ¡El crimen a que su reverencia alude tiene un in-
discutible sentido político!
— Eso sólo lo sabe Nuestro Señor Jesucristo que está
en los cielos.
— ¡Eso lo dice el periódico! — sentenció el notario,
señalando con dedo tieso y acusador el remitido de la
primera página. Su argumento parecía irrefutable.
— ¿Y qué importa que lo diga el periódico? ¿Usted cree
que el Evangelio no fue escrito para siempre? ¿Y acaso
fue el Evangelio un papel que se escribe todos los días
para que hoy se lea y mañana desaparezca?
El buen cura en vano trató de explicar que los escritos
que pubhcaban, no por venir en letras de molde tienen
el carácter de verdades reveladas. Los diarios suelen men-
tir de tres maneras distintas : por omisión, cuando de-
liberadamente ocultan la verdad que los perjudica ; por
exageración, cuando la desfiguran hasta el punto de que
no la reconocería ni su propio padre; y, finalmente, por
tergiversación, cuando le retuercen el cuello a la verdad
para que lo negro aparezca blanco y lo blanco negro.
Además todos pecan contra el buen gusto.
Los concurrentes a la reunión de la alcaldía escu-
chaban con evidente escepticismo las palabras del cura,
y éste se desesperaba, porque como suele ocurrir en todas
las discusiones, el tema principal naufraga en una marea
133
de cuestiones adjetivas e incidentales. Estaba acostum-
brado a hablar desde su pulpito, sin que nadie lo inte-
rrumpiese ni interpelase. Aquí era otra cosa, porque la
discusión no llevaba a ninguna parte ni tenía trazas de
terminar nunca. Utilizando todos los recursos de la dia-
léctica, el cura trataba de demostrar que los diarios no
son evangelios que hayan de aceptarse como artículo de
fe ; y pugnaba después por regresar a los orígenes de la
discusión, esto es, a la expedición punitiva...
— Pacificadora — insistía el notario.
Desde cuando escuchó en el páramo la confesión del
sacristán, el buen cura no sosegaba. Aunque el muerto,
a quien había enterrado a toda prisa aquella madrugada,
se hubiera llevado al hoyo el secreto de quién mandó
asesinar a don Roque, parecía al cura que aquel crimen
no tenía nada de político. Pero el fantasma de don Roque
seguía creciendo y como la piedra que tira al rodadero el
casco de una cabra, su cadáver arrastraba hacia la muerte
a una muchedumbre de gentes por el precipicio de la
pasión política. El secreto le escocía al cura, le dolía, lo
enervaba, lo llenaba de angustia. Si aquella gente cono-
ciera la verdad que reveló el sacristán en el páramo, esa
verdad a medias, ¿no cesaría el equívoco que amenazaba
con perturbar todas las conciencias?
— Está claro que el Anacleto asesinó a don Roque Pi-
ragua — exclamó el notario.
— ¡Clarísimo! ¿Pero quién lo duda? — preguntó Ana-
carsis.
— El señor cura parece convencido de otra cosa. Yo
respeto sus opiniones, pero no las comparto. Creo que
Anacleto no tenía motivos de índole económica para ase-
sinar a su padre, pero sí motivos políticos...
— Aun aceptando que el Anacleto fuera el asesino de
don Roque, lo cual tendrá que ser examinado por un in-
vestigador especial, analizado en un juicio, demostrado
ante un jurado de conciencia...
— Permita que lo interrumpa, señor cura — dijo a la
sazón el juez — . Si el gobierno declarase la provincia en
estado de sitio. . .
— El señor alcalde del pueblo de abajo hizo esa peti-
ción al gobierno — interrumpió el sargento — . Yo creo que
es una medida necesaria. Entretanto yo traigo instruccio-
nes de obrar como si fuera el alcalde . . .
El que todavía lo era dió un respingo, pero no dijo
nada.
134
— Debemos firmar aquí ima petición encabezada na-
turalmente por su reverencia, para pedir esa medida que
el sargento considera conveniente — dijo el notario.
— Si decretan el estado de sitio — continuó el juez —
entonces muchos juicios de trámite ordinario se ventila-
rán de otra manera : se volverán juicios militares.
El cura se llevó ambas manos a la cabeza. Haciendo
un postrer esfuerzo, solicitó del sargento un poco de cal-
ma mientras se implantaba aquella medida y llegaba al
pueblo el investigador especial que el gobernador había
prometido mandarle. Aunque Anacleto fuese el asesino
y aquel crimen fuese un atentado político, ¿quién ha
dicho que es lícito lavar la sangre con la sangre, barrer
el odio con el odio, vengar al justo en el inocente, cobrar'
ciento por uno, cuando Cristo se dejó crucificar por to-
dos para enseñarnos a amar y perdonar a nuestros ene-
migos? Bastaba ahora salir al atrio de la iglesia, o aso-
marse al solar ' de la casa, para ver las quemazones del
páramo.
Prestando oídos de mercader a las impertinentes in-
terrupciones de sus feligreses, trataba el cura de ablan-
darles el corazón con la pintura de lo que había visto en
el páramo y de lo que le había contado María Encarna
en el despacho parroquial. Hombres que emigran por los
caminos con un costal de trapos al hombro ; mujeres mu-
tiladas ; niños sacrificados ; ranchos que arden como an-
torchas, sabe Dios si con criaturas o inválidos que no
pudieron escapar ; sementeras perdidas, campos arrasados
y el hambre y la desolación por todas partes. ¿Por qué se
culpaba a los desgraciados campesinos de crímenes que
no habían cometido, o de cometerlos, no los habían pla-
neado? ¿Por qué hacer invivible la tierra de Dios, esta
buena tierra que da al pobre su pan y su trabajo? ¿Qué
les va ni qué les viene a los miserables pastores que viven
en el páramo entre ovejas, con que en la ciudad manden
los unos o gobiernen los otros? ¿Para qué buscarlos y per-
seguirlos como a bestias feroces? ¿Por qué quieren los
ricos resolver sus problemas a expensas de los pobres, y
los fuertes a costa de los débiles, y los que mandan, con
mengua y para escarnio de los que obedecen? ¿Dónde está
la caridad, entonces? ¿Y qué fue, pues, del Evangelio?
Ante un pedazo de tierra, o un saco de monedas, o esas
migajas de poder y ese hueso de vanidad que los políticos
de arriba arrojan a las fauces de los políticos de abajo :
¿todo debe retroceder, inclusive la palabra de Cristo? ¿No
recuerda Anacarsis la historia de Caín? ¿No recordamos
135
todos . . . — decía el cura, vibrante de indignación, con el
brazo extendido que señalaba al través de la ventana las
humaredas que ensombrecían el páramo — , no recordamos
las llamas que abrasaron las ciudades malditas? ¿No sa-
bemos que fue dicho por Dios a Moisés^ cuando los
hombres le volvieron las espaldas al Sinai para adorar
al becerro, no matarás? ¿No arrojó Cristo del templo a
los mercaderes, no secó la higuera infecunda, no escar-
neció a los hipócritas, no amenazó con la muerte a los que
escandalizan y no llamó sepulcros blanqueados y malditos
de su Padre a quienes llevan la ley de Dios en los labios,
y el frío y el veneno y la muerte en el corazón corrom-
pido?
El sargento, poco familiarizado con este tipo de ora-
toria, se levantó impaciente para manifestar que pues era
tarde, se ausentaría al momento. El alcalde lo debería
acompañar, ya que se trataba del alojamiento y el rancho
de la guardia.
— No se demore mucho, mi sargento. Recuerde que
Ursula y Belencita nos están esperando a almorzar.
El Anacarsis, que había visto a Belencita aquella
mañana, y encontró que con el internado se había vuelto
muy mujer y muy atractiva, sintió que el corazón le daba
un vuelco.
— Yo pensaba pasar esta tarde por su casa, padrino.
Quería llevarle unas pichonas a Belencita...
El notario, que abrigaba otras miras sobre el por-
venir de Belencita, contestó evasivo :
— Mañaná veremos, ahijado. Esta noche tengo algo
que conversar con el señor sargento.
La reunión se disolvió a poco de allí. Algunos nota-
bles se demoraron un momento para echarle un vistazo
al periódico y releer la información de un testigo impar-
cial que el secretario pegaría después a las puertas de la
alcaldía, en el tablero de los edictos.
— ¿Y cuándo empezará la cosa, sargento? — preguntó
alguien.
— Hoy la gente está muy cansada. Será mañana, si
Dios quiere. Y no se le olviden los fusilitos, don Anacarsis.
El cura salió de allí trémulo, con el corazón vuelto
pedazos, en dirección a la casa cural, donde lo había
citado para aquella tarde la señora Ursulita, sin que lo
supiese el notario.
Cuando pasó por delante de la ventana de la señorita
Zoila, que como todos los lunes celebraba su- costurero
piadoso, la señora Ursulita le hizo un cariñoso saludo con
136
la mano y masculló para sí : "¡Ya deben estar esas viejas
despellejándome como a un plátano!" Momentos después,
y todavía sofocada por este pensamiento, no había po-
dido reprimir un grito de sorpresa y de pena, cuando vio
en la sacristía, arrinconados, los dos cuadros que durante
muchos años colgaron a lado y lado del cancel de la igle-
sia. Ella les tenía una especial predilección. Los cuadros
eran obra de un pintor anónimo que como viajante de
comercio visitó el pueblo hacía veinte años ; y cuando se
varó allí resolvió pintar para salir a flote. Eran de talla
más que regular y el uno se llamaba "La Muerte del
Justo" y el otro "La Muerte del Pecador". La del justo
representaba en un gran lecho matrimonial, como el que
la señora Ursulita tenía en su alcoba, a un hombre muy
parecido al notario, con lentes que espejeaban en la som-
bra, encaramados sobre las cejas, la sonrisa dulce y bea-
tífica y las manos piadosamente cruzadas sobre el pecho,
acariciando un crucifijo. Un ángel de alas tiesas y cortas,
más bien de ganso que de ángel, se acercaba al lecho y
ofrecía al moribundo la palma de coco de los elegidos. Y
de rodillas al pie del moribundo, de espaldas al especta-
dor, pero volviéndole coquetamente la cabeza, se encon-
traba una gruesa mujer en actitud piadosa, vestida de
novia, y con una corona de rosas a la cabeza. La pudi-
bunda esposa del justo era doña Ursulita.
Cuando el notario y su consorte obsequiaron a la igle-
sia ese cuadro, don Pío Quinto Flechas, que a la sazón
era el cacique, para no quedarse atrás contrató los ser-
vicios del viajante de comercio para que con el título de
"La Muerte del Pecador" embadurnara un óleo comple-
mentario. El personaje central sería su cuñado don Roque
Piragua, que por aquella época ya había comenzado a
emanciparse de su mujer y del recién nacido Anacleto.
La señora Ursulita, morc^éndose los labios, pensó que
mejor sería callar y no comunicar sus tristezas a aquel
joven e inexperto párroco que mostraba tan escasa sen-
sibilidad para las obras de arte de verdadero valor,
puesto que "La Muerte del Justo" había costado cincuenta
pesos de aquella época, pero pudo más su angustia, y asi
dijo :
— Desde hace tiempos quería contar a su reverencia
un asunto que me preocupa mucho ... Se trata de Be-
lencita.
— Belencita es una muchacha simpática, bonita, inte-
ligente, cuya mezcla de buenos y malos sentimientos pude
137
apreciar "en nuestro viaje por el páramo. Los primeros se
manifestaron en su caridad para con los heridos ; los se-
gundos, en la versatilidad y crudeza de sus palaíiras...
— ¿No es cierto? Eso mismo le digo yo. ¡Las madres
tenemos unas intuiciones, señor cura!
— Más que de intuiciones, en el caso de Belencita se
trata desgraciadamente de realidades concretas -,-dijo el
buen cura bajando los ojos.
La señora Ursulita se echó a llorar en aquel momento
con tanto ímpetu, que los sollozos hinchaban y abatían
alternativamente, como una tempestad, el pecho for-
midable.
— ¿Su reverencia no sabe de quién es el hijo que Be-
lencita tuvo donde las monjas?
— Francamente, no sé...
— ¿Ni siquiera se lo imagina?
— No había pensado en eso...
— Pues es de don Roque. . . ¡De don Roque Piragua!. . .
De ese viejo miserable, de ese monstruo, de ese desver-
gonzado, de ese. . . ¡Uy!. . . Dios y su reverencia me per-
donen. Yo creo que el viejo fue un buen muerto, y don
Pío Quinto Flechas tuvo como una intuición de lo que
iba a pasarle, cuando hace veinte años hizo pintar al
viejo como protagonista de "La Muerte del Pecador",
achicharrándose en los quintos infiernos.
Don Roque fue siempre hombre de pasiones terribles
y muy entregado a las mujeres, por lo cual cuando vio a
Belencita espigada y florecida, con los senos pintones y
las caderas madurando, se enamoró perdidamente de ella.
El notario y doña Ursulita se hicieron al principio los de
la vista gorda, porque don Roque tenía vara muy alta
en el gobierno y de su buena voluntad dependía en cierto
modo la carrera futura del notario. Pero no podía olvi-
darse que era muy viejo, pues le llevaba a Belencita más
de cuarenta años. "No pegan los injertos en troncos vie-
jos", decía doña Ursulita ; pero el notario recordaba que
caso igual fue el del tetrarca de Judea cuando se enamo-
ró de la juvenil Salomé. Don Roque se aficionaba cada
vez más a la niña, porque semejantes pasiones son muy
fuertes por ser las últimas, aun cuando haya quienes sos-
tienen que acucian más las primeras. Don Roque le tenía
prometido al notario el juzgado superior del distrito, que
sería la coronación de su larga y meritoria carrera. A
doña Ursulita le mandaba quesos de oveja de regalo. No
había tarde en que no fuera a jugar dominó con el no-
tario y a tomarse su copita de aguardiente con ellos. Ardía
138
el viejo como la yesca a la vista de Belencita, que mero-
deaba por allí con los labios encendidos como una ascua,
porque se los frotaba con pétalos de geranio. Un diciem-
bre fue toda la familia a la finca de Agua Bonita a pasar
las navidades y el año nuevo, y allí, al aire libre, ocu-
rrió lo que tenía que pasar.
El notario y doña Ursulita acariciaron la esperanza,
pasado el primer momento de rabia y estupor, de que don
Roque contrajera matrimonio con Belencita, pero el hom-
bre súbitamente se desentendió del asunto. Dijo que es-
taba muy fatigado de la vida para recomenzar una expe-
riencia matrimonial a los cincuenta y cinco años. Seme-
jante hazaña se prestaría a chistes en el pueblo, y echa-
ría a perder su prestigio político, porque quienes predican
la moralización del país contra la corrupción de los con-
trarios, tienen que andar con mucho tiento hasta en su
vida privada. Para evitar el escándalo en el pueblo, que
comenzaba a comentar la senil afición de don Roque por
la graciosa Belencita, la mandaron al pueblo de abajo con
el pretexto de que estudiara un tiempo en el colegio, que
buena falta le hacía.
— ¿Cree su reverencia que todo este mal se pueda re-
mediar casándola con el sargento? . . . Eso cree el desgra-
ciado de mi marido, que todavía no ha perdonado a don
Roque... Y es que además, señor cura, quería confe-
sarle... ¡no sé cómo decirle!... Sepa usted que mi ma-
rido, desde cuando volvieron ustedes esta madrugada, no
tiene reposo. Belencita le contó lo que había pasado en el
páramo, y en mala hora le dijo que su reverencia había
confesado al sacristán... Se puso pálido como un muerto
y creí que iba a ponerse enfermo. . . Luego empezó a
gritar y se excitó de tal manera que no sabíamos qué
hacer para calmarlo. . . ¡Las cosas que decía. Dios mío!. . .
Y a mí se me metió en la cabeza. . . ¡Virgen Santísima! . . .
¿Qué pecado habré cometido yo para que semejante mal-
dición caiga sobre mi casa?'
Un pensamiento atroz zigzagueó por la mente del cura,
como uno de esos súbitos relámpagos que iluminan las
nieblas siempre grises del páramo y cuyo bronco trueno
pone pavor en los viajeros. Sintió una profunda lástima
por aquella mujer que se alejaba calle abajo, despacio y
bamboleante, como un carro de yunta. Cuando la despidió
a la puerta de la casa cural, abrió nerviosamente, con
manos temblorosas, el sobre que le había entregado hacía
un momento el peón de estribo que mandó el cura viejo
para conducir su equipaje.
139
Las señoras del costurero piadoso atisbaron a la se-
ñora Ursulita, llenas de ciiriosidad, al través de los visi-
llos de la ventana.
— ¿Qué llevará Ursulita debajo del brazo? — pre-
guntó alguna.
Porque la señora Ursulita llevaba el bastidor de "La
Muerte del Justo", que el buen cura muy conmovido con
su relato le había regalado para tranquilizarla, y conven-
cido también íntimamente de que aquel cuadro sería un
escarnio más en el cancel de su iglesia.
La impresión que le produjo al cura la primera lec-
tura de aquella carta, fue de amargura y en cierto modo
de indignación por la incompresión que revelaba. A la
segunda lectura, le invadió en cambio un dulce senti-
miento de alegría. ¡Misterios del corazón que experimenta
sucesivamente a veces, y otras a un tiempo, las emociones
y los sentimientos más dispares y contradictorios! Lo más
curioso era que ahora se hallaba tranquilo, desinteresado
de pronto de sus amargas experiencias de los últimos días,
como si todo no hubiera sido sino un sueño del que lo
hubiese despertado la carta. Y a medida que el pueblo,
con sus gentes mezquinas y sus casumbas miserables, se
hundía entre las nieblas y el humo de las quemazones
del páramo, el Seminario aparecía otra vez a sus ojos
blanco, tibio, acogedor, poblado de hombres buenos e in-
teligentes que le tendían cordialmente las manos.
Al tiempo que la imagen de don Roque muerto y acri-
billado a puñaladas se le fugaba de la memoria, y se apar-
taban de ella las blandas facciones de doña Ursulita, que
acababa de salir de su casa, cobraban apariencia nítida
y precisa las gentes del Seminario. Su confesor, que des-
pedía un tierno aroma a tabaco y a pastillas medicinales ;
sus amigos, que estudiaron y se ordenaron con él y a
quienes cobijaba la misma aspiración religiosa ; y el viejo
obispo, tan comprensivo e inteligente, a quien la vida
en el confesonario más que los libros en la biblioteca,
había enseñado a comprender y a perdonar a los hombres.
Al trasplantarse idealmente de aquellas ásperas mon-
tañas erizadas de odio, más que de riscos y peñascos, al
plácido jardín del Seminario, su alma se empapaba de
ternura. Desaparecían de sus ojos la iglesia destartalada,
y el crimen de don Roque, y la confesión del sacristán, y
el rostro torpe del sargento, y el equívoco rostro del no-
tario, hasta la naricita respingada y los ojos retozones de
Belencita, que en medio de aquella muchedumbre de gen-
140
tes feas y tristes había comenzado a parecerle hermosa.
Pasearía otra vez con sus viejos amigos los profesores por
los scndcritos enarenados del parque, uno de esos jar-
dines cuidados por religiosos, que tienen rincones som-
bríos donde crece libremente la yerba. Llevaría las manos
a la espalda, como acostumbraba, y el breviario abierto
en algunos de esos pasajes en los cuales se detenía larga-
mente a soñar, con la ilusión siempre contrariada de lle-
gar algún día a ser un santo. Y discutiría otra vez con
sus amigos sobre las cuestiones teóricas y abstractas de la
teología y la escolástica, que tanto le apasionaban. Sobre
todo la moral se ofrecía a su entendimiento clara, de con-
tornos geométricos y precisos, y no se prestaba a tergi-
versaciones porque era exacta. No hay cosas buenas a me-
dias, y las malas lo son definitivamente. Las ideas y las
teorías son tales cuales se presentan al espíritu, al igual
que triángulos o cuadriláteros, y no podrían ser de otra
manera. Para el buen cura el Evangelio era la primera y
divina geometría de los hombres...
Sólo que a veces lo asaltaba el pensamiento atroz de
si la moral no sería una abstracción descarnada de toda
realidad, del mismo modo que las matemáticas lo son res-
pecto de las cosas. Sólo podemos sumar, restar, multipli-
car y dividir ideas y esquemas de cosas, meros conceptos
pero no realidades, porque se requeriría que éstas fueran
idénticas a aquéllos, vmas e invariables como las palabras
que los designan. Yo puedo sumar y restar naranjas idea-
les, es decir, ideas que no son propiamente naranjas, por-
que en el mundo de las cosas ciertas y evidentes jamás
encontraría una perfecta identidad entre dos frutas ni
entre éstas y la idea que de ellas nos formamos. Entonces
la moral, que pide al hombre una identidad absoluta con
Dios cuando dice "Sed perfectos como mi Padre celestial
es perfecto", es una especie de matemática de la conducta,
que se refiere a hombres esquemáticos e ideales, idén-
ticos sólo al concepto que los teólogos, los moralistas y
los santos tienen de lo que son los hombres. El hombre
ideal es el Cristo, frente al cual todos somos remedos y
aproximaciones. La moral cristiana sólo puede operar en
hombres ideales que se identifiquen totalmente con el
Cristo ; pero esos hombres no existen porque si existiesen
dejarían de ser hombres para comenzar a ser dioses. Luego
es imposible pedir al hombre que sea perfecto como el
Padre, como sería imposible pedir a las naranjas que fue-
ran idénticas unas a otras para poder sumarlas y restar-
las. Y sin embargo, hay que salvar al hombre . . .
141
Después de divagar largo tiempo sobre aquellas cosas,
que de ecuación en ecuación lo llevaban muy alto y muy
lejos, lo mismo que las operaciones matemáticas, llegaba
siempre al resultado final de que el hombre debe amar
a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mis-
mo. Esta última ecuación admitía, según él, una pos-
trera simplificación : Hay que vivir con caridad. La ca-
ridad es el amor de los hombres en Cristo y también la
ternura del corazón que en El se sosiega y satisface. Sin
caridad, la moral sería una estéril matemática... Sólo
la caridad puede lograr el milagro de que los hombres,
sin dejar de serlo, comiencen a ser dioses.
Se llevó la carta a los labios porque aquel olor tenue
de que venían sutilmente impregnadas sus páginas, le pe-
netraba hasta el corazón como un tósigo. Creaba en torno
suyo una atmósfera suave y transparente, propicia a la
exaltación de sus mejores sentimientos. Aroma de incienso
que asciende perezosamente ante el sagrario, en las tardes
de Bendición con el Santísimo ; fragancia de viejos cue-
ros, lustrados por el uso, de las sillas del coro; perfume
de los jazmines del altar, que en su magnífica desnudez
encarnaban las palabras del Cristo : "Contempla los lirios
del campo cómo crecen y florecen. Ellos no labran ni
tampoco hilan. Sin embargo, yo os digo que ni Salomón en
medio de toda su gloria se vistió con tanto primor como
uno de estos lirios".
El reloj de la sacristía, cuyo monótono tic-tac había
dejado de oír hacía mucho rato, dio lentamente las cuatro.
El cura se levantó de su silla para ir a la casa a preparar
sus maletas, pues pensaba viajar lo más pronto posible
aquella misma tarde.
La boba había guardado en su baúl los reales que
el cura le entregó en nombre del Caricortao, después de
contarlos uno sobre otro, pues se encontraba en la casa
cural desde la víspera. Había vuelto sin que nadie la lla-
mara, como un perro, como si nunca se hubiera ido.
— ¿Con que sumercé se va esta tardecita? ¡No hizo
huesos viejos en este pueblo! Y eso qué sería, mi amo, ¿le
sentó mal el clima?
— Ya lo ves . . . Me voy.
— Pues Dios lo lleve.
— El señor cura llegará antes de la media noche.
— Siquiera, mi amo. Es lo que decía el difunto sa-
cristán : la mano de Dios aprieta pero no ahorca.
— Eso te digo yo.
142
— ¿No quiere sumercé que le prepare un fiambre para
el camino?
El cura leyó una tercera vez la carta del obispo, que
despojada de las arandelas y los saludos de rigor, así
decía :
"Harto te previne, hijo mío, de que tú sirves para
cura de pueblo como yo para Sumo Pontífice. Te dije
además que hay cierta manera de orgullo que consiste en
presumir de humildad, cuando ésta es verdaderamente la
aceptación de nuestro destino y el conformarlo a las fa-
cultades que Nuestro Señor nos dio y en las circunstancias
en que su misericordia quiso colocarnos. Orgullo es no re-
signarnos a lo que somos, porque fue El quien nos hizo de
esa manera. Orgullo es aparentar que somos lo que El no
quiso que fuésemos. ¿O crees tú que Santa Teresa de Jesús,
a quien tanto admiras, para ser humilde hubiera necesi-
tado quedarse de hermana tornera en su convento en vez
de barrer los caminos de España con su hábito para im-
plantar la reforma carmelita? En cambio, tu obstinación
orgullosa te llevó a donde no te necesitaban, te arrastró
a lo que no servías, te apartó del camino que Dios te ha-
bía trazado, te precipitó en un laberinto de confusiones
que tú mismo creaste y del que no pudiste escapar. Cre-
yendo ser humilde te hundiste en el último curato de mi
diócesis, y pensaste que era orgullo permanecer en la ciu-
dad y en el Seminario, predicando a los doctos, endere-
zando el juicio de los inteligentes extraviados, meditando
en Cristo y escribiendo sermones. No consideraste que
muchas veces ha sido tan importante para la causa de Cris-
to, según lo muestra la historia de la Iglesia, la conversión
de un solo pecador como la conducción de todo el rebaño.
Yo te digo que San Pablo o San Agustín, convertidos,
constituyen tanta gloria para la Iglesia como la efímera
conquista de Jerusalén por los caballeros cruzados en el
siglo once. Muchas veces el buen pastor deja todo el re-
baño por buscar la oveja que se le ha perdido, y el buen
padre sacrifica el más bello de sus animales para festejar
la vuelta del hijo pródigo. Y yo te afirmo que en este
mundo que nos ha tocado vivir, en la ciudad se encuen-
tran las ovejas descarriadas que arrastran el rebaño hacia
el abismo, y los hijos pródigos cuyo retorno debemos
procurar con la predicación y el ejemplo. Ellos, en el dolor
de su soledad, han aprendido a conocer a Cristo. Y esa
143
labor quería yo para ti, porque me parecía que Dios te
la tenía reservada".
"Pero esta forma de orgullo de que te he hablado,
te hizo ver como más verdadero el oscuro camino del pá-
ramo, y lo juzgaste por consiguiente más santo que la vía
falsamente luminosa de la ciudad. Haz de saber, hijo mío,
que es cien veces más difícil ser cura en tu pueblo que
en mi Catedral predicador de Cuaresma. Nunca pensaste
que tus fuerzas pudieran resultar insuficientes, tu espí-
ritu versátil y tu voluntad caprichosa, por lo cual si los
demás no habrían de derrotarte, en cambio podrías caer
vencido por tu propia' flaqueza. Tu fracaso te enseñará
que los impenetrables designios de la Divina Providencia
se manifiestan a veces más en el consejo de los viejos que
en los momentáneos arrebatos de im joven corazón".
El cura, con las orejas encarnadas y avergonzado co-
mo si fuera el propio obispo quien le leyera su carta,
volvió la cabeza temeroso de que la boba adivinara su
turbación en la descomposición de su rostro. Más ade-
lante, monseñor decía :
"Me costó mucho trabajo creer a los miembros del
Directorio Nacional Conservador cuando se presentaron
en masa a mi despacho para poner su queja contra ti. Te
inculpaban de faltas de comprensión que a mi juicio tu
clara inteligencia no podía cometer, y de intromisiones
abusivas que tu discreción natural siempre^ te había ve-
dado. Pero tuve que contrariar mi estimación y mi amor
paternal por ti, convencido de tus errores, ante la mu-
chedumbre de testimonios que te condenaban. Recuerda
que la Iglesia es una institución sabia y por lo mismo
prudente. Sobre todo confiesa que muchas veces es pre-
ferible ceder a las circunstancias momentáneas que sus-
citar el escándalo permanente. Dad a Dios lo que es de
Dios y al César lo que es del César, dice el Evangelio, y
ahora el César te pide a ti, y sería insensato darle en tu
lugar a la Iglesia".
¿Y acaso en este pueblo, pensaba el cura, no repre-
senté yo a la Iglesia? ¿Para no traicionar a Cristo he debido
negarlo tres veces, como San Pedro, plegándome a la
ignorancia del sargento, a la hipocresía del notario y a la
estupidez del Anarcasis?
"Yo ya tenía en mi poder una carta del señor cura
del pueblo de abajo, que aunque palurdo es hombre de
buen sentido para juzgar a sus semejantes, en lo cual tú
144
tanto te equivocas. Me decía él que cuando te vió por la
primera vez le pareciste infantil de espíritu, tierno de
corazón y demasiado ingenuo para desempeñar un cargo
tan difícil. Para servir un curato de aldea no sólo se re-
quieren luces y letras, hijo mío, sino otras condiciones de
que posiblemente careces. Tú cometes el error de quienes
piensan que la inteligencia lo puede todo en este mundo,
y que al lado de ella la simpatía, la gracia, el don de
gentes, el carácter dulce e igual, no valen nada, cuando
son estas cualidades las que permiten a un buen cura
de pueblo penetrar por el contacto de los sentidos en el
corazón de sus fieles. Recuerda que a veces es más impor-
tante commover el corazón de un hombre que persuadir
su inteligencia ; sobre todo cuando se trata, como en tu
caso, de ser casi literalmente (tú me lo dijiste) un simple
pastor de ovejas".
"El -cura viejo poco te dejaría hablar porque es de
aquellos hombres que se lo dicen todo y sólo tienen oídos
para sus propias palabras. Pero esta clase de hombres,
contentos de su suerte y llenos de sí, suelen ser benévo-
los al juzgar a sus semejantes ; y él también fue duro al
juzgarte".
¡Cuánto nos equivocamos al tratar de penetrar en el
corazón de nuestros semejantes! Yo creía que el cura
viejo era un hombre ya fatigado y desgastado por la vida,
incapaz de juzgar, y por lo mismo incapaz de juzgar mal
a nadie. Pero he aquí que todos los hombres son distintos
no digo al ideal cristiano, sino a la idea que nosotros nos
formamos de ellos.
"También recibí una carta del notario del pueblo, que
me pareció hombre sensato aunque ampuloso y un tanto
perturbado por la pasión política. Me mandaba un recorte
de prensa, con un extenso artículo sobre lo que él llama
tu caso. Se quejaba de que estabas interviniendo en la
política del vecindario, con tan mala suerte, que te habías
enajenado la buena voluntad del alcalde cuando estuviste
a dos dedos de cometer el delito de auxiliar en su fuga
a un criminal redomado que había dado muerte a su pro-
pio padre y luego quiso que lo acogieras bajo el ala.
Hoy, hijo mío, ya no hay derecho de asilo".
Es imposible que lo haya. Antiguamente los hombres,
si no practicaban la caridad, cuando menos la respetaban
en sus ministros. Era en los tiempos en que se alzaban en
medio de las aldeas, más altos que las torres de los cas-
tillos, los cimborrios y las agujas de las catedrales. El
señor feudal no penetraba en el interior de las naves para
145
perseguir al siervo alzado; pero hoy los hombres siguen
odiándose y persiguiéndose como entonces, pero ni si-
quiera construyen catedrales donde su barbarie se detenga.
"El gobernador del departamento me dirigió una co-
municación muy comedida, porque al través de su estilo
seco e impersonal se ve que es un buen funcionario ; y en
ella me decía que tú, olvidando que existen ciertos proce-
dimientos administrativos cuyo desconocimiento por un
cura de pueblo es inconcebible para un gobernador, le
hablas pedido un investigador especial como si no hubiera
juez donde te encontrabas, o como si en tres días te hu-
bieras formado sobre él un juicio temerario. Y por algo
sería que el ministro de guerra para mi información nada
más, me remitió una copia de un parte del sargento en
que se dice en términos bastantes rudos y militares que
tú pretendes entrabar la acción pacificadora que desarro-
llan las autoridades en la provincia. Eso quiere decir, en
doblones, que te estás metiendo en lo que no te importa.
Aunque imagino que el criterio de quien está formado en
un cuartel no tiene por qué ser más claro que el de
quien se crió en un Seminario, en materias de orden pú-
blico y seguridad social tengo que concederle más impor-
tancia que a tu opinión, hijo mío, a la de un sargento en
quien ha depositado su confianza el gobierno".
Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es
del César, me decía Su Excelencia hace un instante. ¿Pero
quién, sino Dios mismo, podría establecer esa frontera
entre lo divino y lo humano, entre el espíritu y la carne,
entre la conveniencia pública y la moral privada? ¿Y
cuándo la injusticia del César puede ponerle vallas a la
misericordia del Cristo?
"No dejó de impresionarme mucho el que un gober-
nador, un sargento, un ministro del despacho, un notario
y un cura viejo de pueblo, coincidieran todos en afirmar
que desde el día en que llegaste a aquel plácido y aco-
gedor retiro que tú soñabas, el páramo se convirtió en un
infierno. La principal queja de todos, la que sostuvieron
con mayor énfasis los miembros del Directorio, consiste
en que tú intervienes en asuntos políticos que no son de
tu incumbencia, por lo cual te conviertes en piedra de
escándalo y manzana de la discordia a donde vas lle-
gando. Ya me lo había dicho el notario en su carta, con
más desenfado y su punta de gracia, porque bien se ve
que el hombre no es lerdo. Me había dicho que en prin-
cipio los curas de pueblo no deben ocuparse de política,
pero que si lo hacen debe ser por lo alto, es decir, con
146
los buenos y no con los malos "no con los liberales sino
con los conservadores". ¡Absurdos y necedades, hijo mío!
Los curas buenos no deben meterse en esos andurriales,
como te lo repetí cien veces antes de que te fueras. El sa-
cerdote no puede servir a dos señores, cuando para él no
existe sino Nuestro Señor. Es El como el buen pastor, que
conoce sus ovejas, y las ovejas lo conocen a él, etc.".
Con los ojos velados por la vergüenza y por la indig-
nación, el cura permaneció largo tiempo con la carta
en la mano, sin querer avanzar una línea más, confuso y
descorazonado ; pero su conciencia no le remordía. El no
había prejuzgado a nadie, ni había amparado la fuga de
un criminal, ni había impedido la acción de la justicia, ni
se había metido en asuntos que no le interesaban. Había
querido, sí, que las autoridades fuesen más dulces y com-
prensivas con los presos ; que no se condenara, sin oírlo,
a un pobre desgraciado a quien abrumaban todas las cir-
cunstancias ; que el pueblo, exaltado por pasiones incon-
fesables, no se convirtiese en una cueva de bandidos :
porque no otra cosa podía solicitar su corazón de buen
cristiano. Además, no podía apartarse de su memoria la
confesión del sacristán, ni las terribles alusiones de la
señora Ursulita, pero el secreto de la confesión le había
atado la lengua para la eternidad.
— ¡Ea! Apuremos este cáliz hasta el fin — se dijo a sí
mismo y siguió leyendo :
"Ya tendremos ocasión, hijo mío, de conversar larga-
mente sobre las amargas experiencias que has tenido en
el pueblo. Espero que de ellas saldrás purgado de tus
imperfecciones y fortalecido en tu fe, porque de buenos
cristianos es recibir los golpes de la adversidad con el
corazón ligero. He resuelto retirarte de ese curato del
pueblo de arriba y traerte al Seminario para que domes
aquí tu temperamento exaltado, metiendo en cintura tus
infantiles arrogancias como maestro de los seminaristas
del primer curso. Nada apacigua más a un corazón en-
fermo, hijo mío, que el contacto con los inocentes. No
vendrás, pues, a enseñar teología, ni a predicar sermones,
ni a escribir libros, como yo deseaba que lo hicieras y
como tú, por necia obstinación, no quisiste que fuese.
Confundiste tus caprichos con una vocación de sacrificio,
y en esto me parece que se refleja el orgullo de que atrás
te hablaba. Vendrás al Seminario menor a enseñar a los
niños gramática y ortografía. A su vez, ellos te enseñarán
147
a ser humilde. Su trato ingenuo y dulce te curará, debes
estar seguro, de. la impotente melan-colía en que te habrá
sumido el áspero comercio con los hombres".
Está bien, pensó el cura. Yo cargué voluntariamente
esta cruz y Dios quiso enviarme un coro de ángeles o de
niños para que me ayudasen a cargarla como cirineos.
Sólo El sabe que no fue el orgullo sino la humildad, que
no fue el demonio sino Cristo, quien me condujo por este
camino del Calvario que sólo desemboca en la confusión
y en las nieblas. ¿No me siento intimamente feliz? ¿No
me alegro hasta las lágrimas de que Cristo se haya dig-
nado redimirme personalmente, sacándome de este purga-
torio del páramo?
Monseñor terminaba de esta manera :
"Aunque esto que voy a decirte sólo debes tomarlo
en sentido figurado, porque aquí no te habla el obispo
sino el padre, haz cuenta, hijo mío, que se te volvió el
Cristo de espaldas. Pero ten la seguridad de que lo vas a
encontrar otra vez entre los niños, en el Seminario. Aun-
que imagino que ya estarás pensando que si no pudiste
ser cura de pueblo, ahora serás monje en la Tebaida para
volverte santo. Nada, hijo mío : por lo pronto yo te ense-
ñaré a ser el buen sacerdote que Dios quiere qué seas y
de cuya humildad habré de enorgullecerme algún día,
porque te considero mi obra y eso me basta".
El buen cura tuvo un sobresalto de rebeldía, pero no
tardó en bajar los ojos y agachar la cabeza. ¿Por qué,
entre todos, habría de estar él equivocado? ¿No dijo
Cristo, trazando una línea de conducta a quienes procuran
imitarlo : "Bienaventurados los que sufren persecución por
la justicia, porque de ellos es el Reino de Dios?".
Tuvo la tentación de sentarse a escribir, para decirle
al obispo con cuatro rasgos lo que seguramente no se
atrevería a explicarle de viva voz, cuando se le presen-
tara en el Seminario :
— Si pequé, no fue por orgullo sino por ligereza; no
fue de malicioso sino de ingenuo, y Dios perdona y ama a
los niños porque son ingenuos y no son maliciosos. El
Cristo no se me volvió de espaldas, Excelencia, porque
yo lo siento vivo y ardiente en mi corazón y mi corazón
no me engaña. Verá Su Excelencia : lo que ocurre es que
los hombres le volvieron las espaldas al Cristo.
148
Cuando emprendió aquella misma tarde camino para
el monte, sin que nadie saliera a acompañarlo hasta la
primera revuelta, ni le gritara nadie como suele decirse
por cortesía : "¡Buen viaje! ¡Que Dios lo traiga pronto!",
el pueblo quedó sumido entre las nieblas y el humo de las
quemazones del páramo. Lo vio un momento como lo
viera la primera vez, desde la roca del Alto de la Cruz :
blanco, limpio, luminoso, con la torrecita mocha de la
iglesia que se erguía como la flor del frailejón, apuntando
al cielo grisoso que cernia la luz de las primeras estrellas.
El demonio le trajo a la memoria aquellas duras pa-
labras de Cristo a los Apóstoles :
"En cualquier casa que encontréis, permaneced allí, y
no la dejéis hasta la partida. Y donde nadie os recibiere,
al salir de la ciudad sacudid aún el polvo de vuestras san-
dalias, en testimonio contra sus moradores".
Pero pudo más su compasión por el rebaño perdido,
y así, cuando picó con los tacones los ijares de la muía
para seguir adelante, dijo interiormente :
— ¡Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen!
149
INDICE
Cap. Pág.
I. La noche del jueves 9
II. La mañana del viernes 31
III. El viernes por la noche 59
IV. La madrugada del sábado 83
V. El sábado por la noche 91
VI. El domingo es fiesta 105
VII. El domingo por la tarde 118
VIII. Y el lunes 131
151
Organización Continental de
los Festivales del Libro
Lima - Quito - Bogotá - Caracas - Río de Janeiro -
México - La Habana
MANUEL MUJICA GALLO MANUEL SCORZA
PRESIDENTE DIRECTOR GENERAL
Perú : Miguel SCORZA Colombia : Alberto ZALAMEA
Ecuador : Jorge ICAZA Venezuela : Juan LISCANO
Cuba: Alejo CARPENTIER
Director Técnico : FRANCISCO CAMPODONICO
La Biblioteca Básica de Cultura Latinoamericana que,
a través de multitudinarios Festivales del Libro, se está
jormando en centenares de miles de hogares latinoameri-
canos, responde a una imperiosa necesidad : difundir los
libros fundamentales de la cultura latinoamericana.
Tal objetivo sólo podía lograrse sacando el libro de los
anaqxieles y las bibliotecas y, ofreciéndolo en plena calle,
en la plaza pública, reduciendo al mismo tiempo su precio
hasta ponerlo, verdaderamente, al alcance de todos.
Esto es lo que han logrado los Festivales del Libro,
que vienen publicando, semestralmente , las series que for-
man la Biblioteca Básica de Cultura Latinoamericana. En
ella figuran las obras más importantes de la literatura, del
ensayo y de la historia de América, incorporadas a través
de la más rigurosa selección, especialmente cuidada en el
caso de aquellos libros que, debido a prejuicios, a desco-
nocimiento o falta de circulación, no habían alcanzado la
difusión que merecen.
La Biblioteca Básica de Cultura Latinoamericana es el
medio más adecuado para alcanzar un conocimiento inte-
gral de la rica y variada cultura latinoamericana, tan fal-
seada por fáciles sumarios.
Biblioteca Básica de Cultura Latinoamericana
Dirigida por Manuel Scorza
PRIMER FESTIVAL DEL LIBRO PERUANO
1» y 2* Ediciones : 150,000 ejemplares
1) LUIS E. VALCARCEL NARRACIONES Y LEYENDAS INCAS.
2) GARCILASO INCA DE LA VEGA. HISTORIA DE LA FLORIDA.
3) RICARDO PALMA, TRADICIONES PERUANAS (primera serie).
4) LOS MEJORES CUENTOS PERUANOS (tomo I).
5) LOS MEJORES CUENTOS PERUANOS (tomo II).
6) MANUEL GONZALEZ PRADA, ENSAYOS ESCOGIDOS.
7) JOSE SANTOS CHOCANO, POEMAS ESCOGIDOS.
8) JOSE DE LA RIVA AGÜERO, PAISAJES PERUANOS.
9) CESAR VALLEJO, POEMAS ESCOGIDOS.
10) JOSE CARLOS MARIATEGUL ENSAYOS ESCOGIDOS.
SEGUNDO FESTIVAL DEL LIBRO PERUANO
1^ Edición : 150,000 ejemplares
U) ANONIMO, OLLANTAY, LEYENDAS Y POESIAS QUECHUAS.
12) GARCILASO INCA DE LA VEGA, RECUERDOS DE INFANCIA
Y JUVENTUD.
13) RICARDO PALMA, TRADICIONES PERUANAS (segunda serie).
14) CIRO ALEGRIA, LOS PERROS HAMBRIENTOS.
15) JOSE MARIA EGUREN, POESIAS ESCOGIDAS.
16) MANUEL MUJICA GALLO, PRECURSORES DE LA EMANCI-
PACION.
17) ENRIQUE LOPEZ ALBUJAR, LOS MEJORES CUENTOS.
18) POESIA AMOROSA MODERNA DEL PERU.
19) CUENTISTAS MODERNOS Y CONTEMPORANEOS.
20) SATIRICOS Y COSTUMBRISTAS PERUANOS.
TERCER FESTIVAL DEL LIBRO PERUANO
1? Edición : 500,000 ejemplares
21 y 22) CIRO ALEGRIA, EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO.
231 MARIANO AZUELA, LOS DE ABAJO.
24) ENRIQUE LOPEZ ALBUJAR, MATALACHE.
25) JOSE HERNANDEZ, MARTIN FIERRO.
26) HORACIO QUIROGA, CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE
MUERTE.
27) JORGE ICAZA. HUASIPUNGO.
28) LOS MEJORES CUENTOS AMERICANOS.
29 y 30) ROMULO GALLEGOS, DOÑA BARBARA.
CUARTO FESTIVAL DEL LIBRO PERUANO
2* Edición : 250,000 ejemplares
31) RICARDO PALMA, TRADICIONES PERUANAS (tercera serie).
32) JOSE DIEZ CANSECO. ESTAMPAS MULATAS.
33) CARLOS CAMINO CALDERON, EL DAÑO.
34) PRIMER PANORAMA DEL ENSAYO PERUANO.
35) PABLO NERUDA, VEINTE POEMAS DE AMOR.
36) RICARDO GÜIRALDES, DON SEGUNDO SOMBRA.
37) ROMULO GALLEGOS, CANTACLARO.
38) ALEJO CARFENTIER, EL REINO DE ESTE MUNDO.
39 y 401 JOSE EUSTASIO RIVERA, LA VORAGINE.
PRIMER FESTIVAL DEL LIBRO VENEZOLANO
Director: JUAN LISCANO
1' Edición : 300,000 ejemplares
41) ROMULO GALLEGOS, CANTACLARO.
42) TERESA DE LA PARRA, MEMORIAS DE MAMA BLANCA.
43) ARTURO USLAR PIETRI, LAS LANZAS COLORADAS.
44) ALEJO CARFENTIER, EL REINO DE ESTE MUNDO.
45) MARIANO PICON SALAS, LOS DIAS DE CIPRIANO CASTRO.
46) MIGUEL OTERO SILVA, CASAS MUERTAS.
47) LOS MEJORES CUENTOS VENEZOLANOS.
48) LAS MEJORES POESIAS VENEZOLANAS.
49) ARISTIDES ROJAS, LEYENDAS HISTORICAS DE VENEZUELA
(tomo Ii.
50) SATIRICOS Y COSTUMBRISTAS VENEZOLANOS.
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1^ Edición : 250,000 ejemplares
51) LAS MEJORES PAGINAS DE SIMON BOLIVAR, antología de
ARTURO USLAR PIETRI.
52) LOS MEJORES POEMAS DE ANDRES ELOY BLANCO.
53» LOS MEJORES CUENTOS DE JOSE RAFAEL POCATERRA.
541 ANTONIO ARRAIZ. PUROS HOMBRES.
551 RAMON DIAZ SANCHEZ, CU M BOTO.
56) ENRIQUE BERNARDO NUÑEZ. CUBAGÜA.
57» PICON SALAS : PEDRO CLAVER.
58) LOS MEJORES ENSAYISTAS VENEZOLANOS.
59) ARISTIDES ROJAS, LEYENDAS HISTORICAS DE VENEZUELA
(tomo II).
60) SATIRICOS Y COSTUMBRISTAS VENEZOLANOS (tomo II).
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62) LA TREPADORA.
63) DOÑA BARBARA.
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65) CANAIMA.
66) POBRE NEGRO.
67) EL FORASTERO.
68) SOBRE LA MISMA TIERRA.
69) LA BRIZNA DE PAJA EN EL VIENTO.
70) LOS MEJORES CUENTOS DE ROMULO GALLEGOS.
PRIMER FESTIVAL DEL LIBRO COLOMBIANO
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71) JOSE MARIA CORDOVEZ MOURE, REMINISCENCIAS DE SAN-
TAFE Y BOGOTA.
72) TOMAS CARRASQUILLA, SUS MEJORES CUENTOS.
73) EDUARDO ZALAMEA, CUATRO AlviOS A BORDO DE MI MISMO.
74) EDUARDO CABALLERO CALDERON, EL CRISTO DE ESPALDAS.
75) HERNANDO TELLEZ, SUS MEJORES PROSAS.
76) LOS MEJORES CUENTOS COLOMBIANOS.
77) LAS MEJORES POESIAS COLOMBIANAS.
78) JORGE ZALAMEA, EL GRAN BURUNDUN BURUNDA HA
MUERTO.
79) GARCIA MARQUEZ, LA HOJARASCA.
80) GERMAN ARCINIEGAS. EL CABALLERO DE EL DORADO.
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84) LAS MEJORES POESIAS ECUATORIANAS Itomo 1).
85) LOS MEJORES CUENTOS ECUATORIANOS (tomo Ii.
86) LOS MEJORES CUENTOS ECUATORIANOS (tomo
87l LEOPOLDO BENITEZ. LOS ARGONAUTAS DE LA SELVA.
881 PAREJA DIEZ CANSECO. MIGUEL DE SANTIAGO.
891 ENRIQUE TERAN, EL COJO NAVARRETE.
90) JORGE ICAZA, EL CHULLA ROMERO Y FLORES.
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911 CIRILO VILLAVERDE, CECILIA VALDES.
92) JOSE MARTI. SUS MEJORES PAGINAS (tomo I). Antología de
JOSE ANTONIO PORTUONDO.
93) JOSE MARTI, SUS MEJORES PAGINAS (tomo ID.
94) MIGUEL DE CARRION, LAS IMPURAS.
95) LOS MEJORES POEMAS DE NICOLAS GUILLEN.
96) ALEJO CARPENTIER, EL SIGLO DE LAS LUCES.
97) LOS MEJORES CUENTOS CUBANOS.
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EL CRISTO DE ESPALDAS
Eduardo Caballero Calderón nació en
Bogotá el 6 de marzo de 1910. Ocupó
diversos puestos diplomáticos y viajó
por toda América y parte de Europa,
siendo nombrado Encargado de Nego-
cios de Colombia en Madrid en 1947.
En 1943 había sido ya elegido miembro
de la Academia Colombiana de la Len-
gua y es también correspondiente de la
Real Academia Española.
Su labor literaria es incesante. Escribe
en distintos periódicos, y sus libros, pu-
blicados en la Argentina, España y Co-
lombia, han alcanzado una gran audien-
cia, así se trate de sus novelas, de sus
ensayos literarios o de sus obras políticas.
Son los más notables: Tipacoque, Brevia-
rio del Quijote y Ancha es Castilla.
Culmina ahora la etapa de su madurez
con el libro que ofrecemos a nuestros lec-
tores. Pungente en su sencillez el título:
El Cristo de Espaldas. Grande el tema, en
su cotidiana ocurrencia: la lucha entre el
bien y el mal. Clásica la unidad de acción,
que abarca apenas el dramático curso de
cinco días. Claro y llano el estilo, que
dibuja los retratos de los personajes, pin-
ta el escenario y narra los hechos sin di-
vagaciones ni adornos supérfluos. Sosteni-
do y creciente el interés que nos lleva a
leer el libro de una sola sentada, come se
dice famiUar y gráficamente.
El Cristo de Espaldas está llamada a
ser en breve tiempo una de lg| novelas
clásicas de la América Latina. , Sus epi-
sodios y personajes no son pijvativos de
Colombia, sino que pertenecen a la his-
toria latinoamericana.
ORGANIZACION CONTINENTAL
DE LOS FESTIVALES DEL LIBRO
Carátula de Carlos hiendo