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Full text of "El Deán de Buenos Aires, Diego Estanislao de Zavaleta : orador sagrado de mayo, constituyente, opositor a la tiranía, 1768-1842"

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EX-LIBR1S 


HECTOR  DIAZ  USANÍIVARAS 


DEAN   DE   BUENOS  AIRES 

DIEGO  ESTANISLAO 

DE 

ZAVALETA 


El  cubretapas  de  este   libro   ha  sido   realizado  por 
Enrique  de  Larrañaga 


En  las  guardas  se  ha  reproducido  la  litografía  de 
Carlos  Enrique  Pellegrini  denominada  Fiestas  Mayas 
y  perteneciente  a  su  álbum  Recuerdos  Del  Río  de  la 
Tlata,  publicado  en  1841. 


Derechos  reservados  -  Hecho  el  rfe/iósilo  que.  marca  la  ley  11723 


ENRIQUE  RUIZ  GUIÑAZÚ 


El  Deán  de  Buenos  Aires 

DIEGO  ESTANISLAO 

de 

ZAVALETA 

ORADOR  SAGRADO  DE  MAYO 
CONSTITUYENTE 
OPOSITOR  A  LA  TIRANIA 
1 768 -I 842 


EDICIONES  PEUSER 

BUENOS  AIRES 


NOV    2  1981 
^¿OGICALSt^í^ 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in  2014 


https://archive.org/details/eldeandebuenosaiOOruiz 


«Una  biografía  que  hace  falta 
para  honra  del  país.» 

Juan  María  Gutiérrez 


I.  —  Oleo  del  Deán  Dr.  Diego  E.  de  Zavaleta,  por  F.  García  del  Molino,  año  1834. 
Existente  en  la  Sala  de  los  Canónigos  de  la  Catedral  de  Buenos  Aires 


INTRODUCCION 


Van  corridas  varias  décadas  desde  que  ]uan  María  Gutiérrez 
dijera,  con  sentido  educativo,  hablando  del  Deán  Zavaleta,  que 
su  biografía  hacía  falta  11  para  honra  del  País".  Sin  tiempo  él 
mismo  ni  documentos  para  escribirla,  limitóse  a  señalar  su  ejem- 
plaridad  al  conocimiento  de  las  nuevas  generaciones.  Excepción 
hecha,  en  efecto,  de  algunas  semblanzas  o  de  apostillas  ocasio- 
nales, nada  fundamental  escrito  conocemos  de  su  paso  por  la 
escena  nacional.  Se  ha  hecho  silencio  en  torno  a  su  memoria, 
interrumpido  tan  sólo  por  la  nomenclatura  de  una  calle  del  su- 
burbio, donde  una  vulgar  plaqueta  con  su  nombre  poco  dice  de  sí. 
¿Ingratitud?  No.  ¿Ignorancia?  Tampoco.  ¿Acaso  incomprensión, 
disfrazada  de  indiferencia?  Es  posible.  Observamos  desde  luego, 
que  el  Deán  no  figura  en  la  nómina  esculpida  en  bronce  recor- 
datorio adosado  a  los  muros  de  todos  los  templos  de  la  República 
para  enaltecer  al  clero  de  los  fastos  históricos  de  1810  y  1816. 

Pese  a  ese  mutismo  de  los  centenarios,  perdura  aún  la  voz  de 
austeridad  que  se  escuchara  en  1810  para  requerir  la  obediencia 
del  pueblo  de  Buenos  Aires  a  la  Junta  de  Mayo  allí  presente, 
ante  el  Deán,  quien,  seis  años  después,  proclamará  desde  el  mismo 
pulpito  de  la  Catedral  la  independencia  de  estas  Provincias, 
jurándola  con  asistencia  y  testimonio  del  Supremo  Director  del 
Estado. 


I  1 


Dos  hechos  capitales  en  verdad,  acrecentados  en  esa  hora 
histórica  por  su  visión  del  País,  que  anhelaba  organizar  por 
cima  de  la  maraña  de  la  política  rioplatense,  oponiéndose  a  las 
fuerzas  disgregadoras  que,  bajo  la  máscara  del  caudillismo,  obs- 
taculizaban la  unión  de  los  pueblos.  La  llamada  "Misión  Zava- 
leta"  de  1823,  cumplida  con  ánimo  sereno  y  constancia  admi- 
rable en  el  pensamiento  propulsor  de  Rivadavia,  descubrió  en  la 
hondura  de  su  alma  provinciana  un  hálito  de  grandeza  nacional. 
Desde  este  ángulo,  Zavaleta  se  nos  presenta  como  antimonárquico. 
Su  pensamiento  estrictamente  republicano  a  base  de  un  sistema 
representativo  de  gobierno,  se  ajustaba  a  la  doctrina  de  un  demó- 
crata moderado,  conforme  al  espíritu  entonces  en  boga. 

Su  docencia  universitaria  católica,  por  otra  parte,  acrisolada 
en  estudios  filosóficos  de  que  dan  cuenta  varios  códices  reveladores 
de  erudición;  su  colaboración  ilustrada  en  las  asambleas  consti- 
tuyentes y  su  participación  ininterrumpida  en  actos  institucionales, 
revestida  de  una  modestia  y  desinterés  reconocidos  por  sus  coetá- 
neos, le  elevan  en  la  perspectiva  histórica  con  títulos  inconfundibles. 

Mientras  los  gusanos  de  la  corrupción  política  roían  la  pulpa 
dolorida  de  muchos,  la  conciencia  del  deber  ciudadano  y  de  la 
conducta  moral  del  hombre  se  mostraba  en  el  Deán  templada  y 
valiente  frente  al  plebiscito  de  1835,  negando  su  voto  a  Rosas  en 
el  otorgamiento  de  la  usuma  de  Poder  público",  con  que  se  originó 
la  tiranía.  ¿Será  menester  algo  más,  para  acercarle  al  estrado  de 
la  justicia  postuma? 

Pasado  el  centenario  de  su  muerte,  cumplido  en  1942,  no  es 
posible  sigamos  remisos  en  penetrar  la  verdad  de  una  vida  cuyos 
rasgos  van  marcando  a  medida  que  se  intensifica  la  investigación 
las  excelencias  de  una  personalidad  preterida,  cediendo  el  paso 
a  sujetos  anodinos  de  su  tiempo,  por  la  inercia  y  atonía  del  con- 


12 


sentimiento  tácito  que  va  mezclando  y  confundiendo  los  altos 
valores. 

Un  reparo  se  ha  hecho  a  la  figura  histórica  del  Deán,  es 
preciso  decirlo  con  franqueza;  ha  sido  su  participación  en  la  re- 
forma del  clero,  consumada  por  el  "barroquismo"  de  Rivadavia 
y  el  partido  Unitario  en  1822,  tergiversada  en  buena  parte  por 
la  propaganda  y  la  política  de  que  fué  poco  después  corifeo  el 
propio  Rosas,  erigido  en  defensor  de  la  religión  católica  que  no 
sentía  ni  practicaba.  Situación  asaz  delicada  del  período  inicial 
de  Mayo,  que  hizo  del  Patronato  Real  un  expediente  de  Gobierno, 
enfrentándolo  a  la  expectativa  justificada  del  Pontificado,  jaqueado 
como  se  hallaba  éste  por  el  trono  borbónico  y  la  Santa  Alianza, 
que  no  accedían  ni  toleraban  el  reconocimiento  de  las  nuevas 
naciones  de  América.  El  regalismo  había  cundido  vigoroso  así, 
en  lo  más  conspicuo  de  la  clerecía  americana  como  una  conse- 
cuencia  política.  Asunto  este  de  trascendencia  que  tratamos  en 
su  lugar. 

Hecha  la  discriminación,  anticipemos  que,  si  el  doctor  Diego 
Estanislao  de  Zavaleta  fué  meritorio  como  servidor  de  la  Patria, 
no  lo  fué  menos  como  alta  dignidad  en  el  gobierno  de  la  diócesis 
vacante,  que  edificó  con  las  virtudes  del  sacerdote  ejemplar, 
puesta  la  mente  y  el  corazón  en  las  enseñanzas  evangélicas,  en 
una  época  —  como  queda  dicho  —  de  circunstancias  complejas 
y  azarosas  de  matización  y  clarificación  de  las  ideologías  políticas. 

Buenos  Aires,  17  de  ai/oslo  de  1950. 


13 


Capítulo 

I 


FAMILIA  DEL  DEAN  ZAV ALETA 

Por  nuestros  papeles  de  familia  sabemos  que  en  el  año 
de  1742,  durante  el  apacible  gobierno  del  mariscal  de  campo 
don  Domingo  Ortiz  de  Rozas,  arribó  al  puerto  de  Buenos 
Aires  el  navio  llamado  Luis  Erasmo,  a  cargo  del  piloto  Pedro 
de  la  Vigue.  Venía  a  su  bordo  un  apuesto  joven  hidalgo, 
natural  de  la  villa  de  Elgueta,  en  la  provincia  de  Guipúzcoa, 
ostentando  en  su  favor,  además  de  las  recomendaciones  de 
los  de  su  casa  solariega  en  el  terruño  helguetaño,  el  modesto 
aunque  significativo  título  de  «familiar  del  Santo  Oficio». 

Apellidábase  el  viajero  Prudencio  de  Zavaleta.  Su  juven- 
tud, energía  y  visibles  ambiciones,  le  encaminaron  a  los 
ricos  tenderos  de  la  ciudad  indiana  y  desde  luego,  hacia 
el  ilustrísimo  prelado  y  demás  señores  de  fuste  de  la  admi- 
nistración colonial. 

Hijo  de  don  Juan  de  Zavaleta  y  de  doña  María  deSagasti- 
guchía,  de  los  cuales  era  el  primogénito  entre  numerosos  reto- 
ños del  añoso  tronco,  no  pensó  acaso  en  ese  entonces  que  ha- 
bría de  ser  cabeza  de  dilatada  descendencia,  y  que  varios  de  su 
sangre,  todavía  muy  lejanos,  mostrarían  con  el  andar  del  tiem- 
po, no  obstante  su  fervor  por  la  raza  originaria,  la  mayor  satis- 
facción de  su  raigambre  crecida  en  el  nuevo  suelo  americano. 

Impelido  por  el  fárrago  de  los  negocios,  pasó  don  Pru- 
dencio los  primeros  años  alternando  sus  quehaceres  entre 


15 


Buenos  Aires  y  Córdoba'  y  luego,  ya  incorporado  al  trajín 
más  rendidor  del  Alto  y  Bajo  Perú,  vióse  como  enclavado 
en  el  seno  de  la  sociedad  tucumana,  hasta  sus  últimos  días. 
Quince  años  de  labor  diéronle  los  recursos  necesarios  para 
formar  su  hogar,  y  hubo  de  ser  en  el  salón  del  ilustre  gober- 
nador teniente  general  José  de  Andonaegui,  donde  conociera 
a  una  beldad  criolla,  que  le  condujera  al  altar.  Allí  quedó 
definido  su  programa  indiano:  sería  terrateniente,  amo  de 
esclavos  y  con  campo  sobrado  para  lo  social  y  lo  mercantil. 
Realizó,  en  efecto,  sus  bodas  el  29  de  junio  de  1757  en  la 
iglesia  catedral  de  esta  ciudad  de  la  Santísima  Trinidad, 
con  doña  María  Agustina  de  Inda,  hija  del  acaudalado 
capitán  don  Antonio,  vecino  ya  de  este  puerto  y  oriundo 
de  los  Pasajes  de  la  Vanda,  en  la  ciudad  de  Fuenterrabía 
en  España,  y  de  doña  Petrona  Martínez  de  Tirado,  casados 
éstos  en  1720.  Aportaba  la  novia,  jovencita  de  14  abriles, 
una  dote  de  consideración,  con  ejecutoria  de  nobleza  y 
blasón  de  los  Inda:  sobre  campo  azul,  en  cabeza  una  estrella 
de  plata  y  en  punta  ocho  jaqueles  de  plata  y  rojo.  Apadri- 
naron las  velaciones  amigos  muy  íntimos,  don  Juan  de 
Lezica  y  su  mujer  María  Elena  de  Alquiza. 

Su  propósito  de  permanecer  en  el  norte  argentino  parecía 
definitivo,  cuando  en  1760  otorgó  don  Prudencio  a  don 
Juan  Angel  de  Lazcano  un  amplio  poder  1  emprendiendo 
la  larga  travesía  a  Tucumán,  que  seguramente  volvió  a 
recorrer  más  de  una  vez.  Allí,  tanto  en  la  ciudad  como  en 
las  serranías  del  valle  de  Tafí,  transcurrieron  años  y  na- 
cieron sus  hijos.  El  hogar  de  Zavaleta  no  fué  muy  crecido; 
contó  con  tres  vástagos,  dos  de  ellos  de  ilustre  memoria: 
el  futuro  Deán  y  su  hermano  mayor  don  Clemente.  Una 
sola  mujer,  María  Josefa,  casada  en  1796  con  Atanasio 
Gutiérrez,  cuya  vida  se  desliza  en  el  cabildo  de  Buenos 
Aires  y  en  actividades  comerciales. 


1  Biblioteca  Nacional,  Ms.  N°  753.  Catálogo,  pág.  67. 


16 


Para  no  apartarnos  de  nuestro  biografiado,  diremos  de 
pasada  que  Clemente  de  Zavaleta  asume,  por  la  trascenden- 
cia de  los  hechos  de  que  participó  como  por  el  concepto 
de  que  gozó  en  Tucumán,  la  figuración  de  un  varón  consular, 
superior  por  cierto,  al  que  se  exterioriza  por  personajes 
trajeados  de  ordenanza  a  la  usanza  de  la  época.  Porque, 
en  verdad,  en  1810,  era  presidente  del  cabildo,  gobernando 
en  tal  carácter  dos  años;  y  en  1812,  Teniente  Gobernador, 
el  primero  de  este  título.  Como  protector  de  la  primera 
fábrica  de  armas  destinadas  al  ejército  del  general  Belgrano, 
pronunció  la  vibrante  proclama  que  con  elogio  insertó 
Mariano  Moreno  en  la  Gaceta  de  Buenos  Aires  2.  En  él  reco- 
noció la  Junta  de  Mayo  al  «ciudadano  honrado,  capaz  de 
sacrificar  su  reposo  al  bien  general  de  la  Patria».  Luego 
en  otra  ocasión,  aprobando  sus  procederes,  decía  la  Junta 
Revolucionaria:  «Le  da  a  usted  las  gracias  por  su  celo  y 
eficacia,  y  espera  continúe  del  mismo  modo  su  comisión, 
la  cual  no  se  le  ha  conferido  como  alcalde  ordinario,  sino 
como  a  un  individuo  que  ha  merecido  su  confianza»  3. 
Así  era,  efectivamente,  quien  antes,  con  igual  generosidad, 
había  hecho  donativos  cuando  ocurrieron  las  invasiones 
inglesas,  como  en  1795  al  declararse  la  guerra  entre  España 
e  Inglaterra.  Reputados  escritores  han  exaltado  las  nobles 
calidades  de  su  espíritu  moderado  y  patriota.  Basta  men- 
cionar su  colaboración  a  Castelli  en  su  paso  expedicionario 
al  Alto  Perú,  cuanto  en  1822,  nombrado  gobernador  inten- 
dente, «como  el  mejor  habitante  que  tenía  Tucumán»  4. 

2  Gaceta  de  Buenos  Aires,  reimpresión  facsimilar,  año  1811,  t.  II,  p.  175. 

3  Archivo  de  la  Nación:  Gobierno,  t.  XIX,  Carpetas  84  a  87,  Docs.  19,  21,  26  y 
otros,  año  1810. 

4  Antonio  Zinny,  Historia  de  los  Gobernadores  de  las  provincias  argentinas,  vol.  III, 
p.  244.  P.  Antonio  Larrouy,  Documentos  del  Archivo  General  de  Tucumán,  t.  I,  pp. 
163,  226  y  sgts.  Don  Clemente  falleció  en  1823  en  Tucumán.  Era  casado  con  Dolo- 
res Rui:  de  Huidobro  (3- abril-  1789),  de  ilustre  prosapia.  Obra  en  mi  poder  su  libro 
diario  manuscrito  que  abarca  varios  lustros  con  noticias  de  muy  diverso  orden. 


17 


THESES  CANONICE. 

PRESIDE  DOCTORE 

D.  BASILIO  ANTONIO  RODRIGUEZ  DE 

VIDA, 

PROPUGNABIT  D.  DIDACUS 
Stanislaus  Zabaleta,  Regalis 
Collcgii  S.  Caroli 
Coliega. 

ILLUSTRTSSIMO  D.  D. 

EMMANÜEL1    AZAMOR   ET  RAMIREZ, 
Mcritissimo  hcclesia-  Bonaereñsis 
Pont  i  fie  i  dicarx. 


BUENOS.AYRES  MDCCLXXXIX. 

Csn  el  Superior  pcrmUn  del  r-xemo.  Señor  Virrey  Marqué» 
de  Lorcro.  En  la  Real  Imprcnu  de  ha 
Nifto«  en  pósitos. 


H.  —  Ejemplar  que  fué  de  la  Biblioteca  Lamas.  Su  facsímil  en  J.  T.  Medina,  Biblio- 
grafía de  la  Imprenta  del  Río  de  la  Plata,  pág.  62,  N9  10  5.  El  acto  tuvo  lugar 
el  22  de  diciembre  de  1789 


Capítulo 


II 


PREPARACION  ESCOLAR  Y  CARRERA  UNIVERSITARIA. 
SUS  PROMINENTES  SERVICIOS  EN  LA 
ENSEÑANZA  PUBLICA 

Diego  Estanislao,  como  dijimos,  fué  el  segundo  del 
hogar  Zavaleta-Inda.  Vino  al  mundo  en  la  histórica  San 
Miguel  del  Tucumán  el  24  de  octubre  de  1768.  Joven  no 
mayor  de  12  años,  ingresó  en  la  Escuela  del  convento  de 
Santo  Domingo  de  la  Capital  del  Virreinato,  donde  cursó 
latinidad,  gramática,  historia  sacra,  lógica  y  algo  de  apolo- 
gética, los  años  1781  y  1782,  entre  oraciones  y  cánticos. 
Según  lo  anota  Juan  María  Gutiérrez1  llegado  el  año  1783 
el  joven  estudiante  se  incorporó  al  curso  del  doctor  Luis 
Chorroarín  en  el  colegio  de  San  Carlos.  Con  tan  eximio 
maestro  de  filosofía,  reveló  ya  los  primeros  destellos  de  su 
clarísima  inteligencia,  destacándose  como  aventajado  alumno 
en  el  ciclo  completo  de  los  estudios  del  Real  Colegio  de 
San  Carlos,  donde  fué  becado.  En  los  cursos  de  filosofía, 
como  en  teología  y  cánones,  dejó  la  huella  de  su  paso. 
Rindió  examen  general  de  filosofía  el  26  de  diciembre  de 
1785,  y  en  1787  terminó  sus  estudios  teológicos.  Según  las 


1  Juan  María  Gutiérrez,  Origen  y  desarrollo  de  la  Enseñanza  Pública  Superior  en 
Buenos  Aires,  edición  de  1915,  p.  515  y  sigts. 


19 


anotaciones  escolares,  Zavaleta  junto  con  Manuel  Belgrano, 
aparecen  en  1783-85  como  alumnos  del  curso  del  doctor 
Chorroarín. 

En  las  constancias  del  cancelario  léese  una  nota  que 
dice:  «El  día  22  de  diciembre  de  1789,  tuvo  don  Diego 
Estanislao  Zavaleta  una  función  literaria  en  la  Iglesia  del 
Real  Colegio  de  San  Carlos,  dedicada  al  ilustrísimo  señor 
don  Manuel  de  Azamor,  Obispo  de  esta  Diócesis;  y  el 
29  de  enero  de  1790  decretó  el  señor  cancelario,  doctor 
Carlos  J.  Montero,  que  con  dicha  función  había  el  expre- 
sado Zavaleta  suplido  el  examen  general  de  teología  que  se 
da  en  el  cuarto  año»  2. 

Este  acto  público  recordado  como  hecho  singularísimo, 
constituyó  el  preanuncio  de  una  actuación  futura  del  joven 
egresado  que  entonces  contaba  21  años  y  que  habría  de 
traducir  merecidos  laudos  en  la  cátedra  y  en  el  pulpito, 
donde  se  señalaría  luego  de  modo  descollante.  Su  tesis 
versó  sobre  puntos  tomados  de  Las  Decretales  (Libros  I,  II, 
IV  y  V),  sostenida  ante  el  Diocesano  y  dada  a  luz  en  un 
opúsculo  intitulado  Theses  canonicae,  quas,  praeside  Doctore 
Domino  Basilio  Antonio  Rodríguez  de  Vida,  propugnavit  Dom. 
Didacus  Estanislaus  Zavaleta,  regalis  Collegii  S.  Caroli  Collega, 
lllustrissimo  Dri.  D.  Emmanueli  Azamor  et  Ramirez,  meritissimo 
ecclesiae  Bonaerensis  Pontifici  dedicatae  3. 


2  Nota  del  libro  de  aprobaciones,  f.  17,  firmada  por  don  José  de  Reina,  secre- 
tario. 

3  Ver  el  facsímil  en  José  Toribio  Medina,  su  Historia  de  la  Imprenta,  Virreinato 
del  Río  de  la  Plata,  p.  62.  Publicado  en  la  imprenta  de  Niños  Expósitos,  con  superior 
permiso  del  Virrey  marqués  de  Loreto,  en  Buenos  Aires  mdcclxxxix,  p.  29,  in.  4o. 

Como  se  sabe,  las  Decretales  forman  la  base  de  la  gran  recopilación  de  leyes  ecle- 
siásticas, llevada  a  cabo  por  Fray  Raimundo  de  Peñafort,  sabio  jurista  español, 
por  encargo  de  Gregorio  IX.  Zavaleta  se  reveló  un  hábil  glosador  de  las  partes  seña- 
ladas en  el  texto.  Tratan  del  Breviarium  en  sus  cinco  divisiones:  Judex,  judicium, 
clerus,  connubia,  crimen.  Cuando  el  gran  recopilador  hubo  terminado  su  difícil 
tarea  después  de  tres  años  de  absoluta  consagración  a  la  misma,  el  Pontífice  nom- 
brado la  remitió  a  los  doctores  y  estudiantes  de  Boloña,  París  y  Salamanca  (1234). 
Por  lo  general,  su  estudio,  extendido  a  todas  las  universidades  católicas,  importaba 
pasar  en  revista  las  leyes  o  constituciones  del  derecho  canónico.  Esta  colección 


20 


El  actos,  como  escribe  Gutiérrez  empleando  el  vocablo 
en  el  sentido  idiomático  de  las  antiguas  escuelas,  fué  dedi- 
cado al  prelado  mencionado  con  un  discurso  laudatorio, 
donde  se  pasa  revista  a  las  calidades  intelectuales  y  morales 
del  pastor  egregio,  y  en  cuyo  panegírico  se  recogen  por  el 
«sustentante»  sus  rasgos  más  notorios. 

Concluida  su  carrera  de  aulas  y  después  de  haber  dado 
todos  sus  exámenes  hasta  el  general  de  teología,  como 
queda  dicho,  pasó  Zavaleta  a  la  Real  Universidad  de  San 
Francisco  Xavier,  en  Charcas;  y  desempeñando  los  actos, 
de  estilo,  recibió  en  ella  los  grados  de  «doctor  en  Sagrada 
Teología  y  de  «Bachiller  en  ambos  derechos,»  como  así 
consta  del  título  que  le  expidiera  el  doctor  Bernardino  de 
la  Parra,  en  la  ciudad  de  La  Plata  el  mes  de  octubre  de  1790. 

Vuelto  a  Buenos  Aires,  fué  designado  como  prefecto  o 
Regente  de  Estudios  en  el  colegio  de  San  Carlos,  cargo  que 
desempeñó  desde  el  19  de  abril  de  1791  al  16  de  diciembre 
de  1794.  Mientras  tanto,  comprobamos  que  dictó  la  cátedra 
de  Cánones  desde  agosto  de  1792,  obteniéndola  aunque  con 
carácter  interino  hasta  el  22  de  julio  de  1793.  En  esta  fecha 
hizo  su  primera  oposición  a  la  cátedra  de  Filosofía  en  con- 
curso con  varios  colegas,  entre  ellos  el  doctor  Mariano 
Medrano,  que  fué  nombrado.  Su  segunda  oposición  la  veri- 
ficó al  año  siguiente,  siendo  elegido  para  el  curso  de  Artes 
que  iniciara  en  el  95,  manteniéndolo  tres  años;  pues  luego 
pasó  a  la  cátedra  de  Teología  de  Vísperas  en  febrero  de  1799, 
que  dirigiera  con  brillo  durante  seis  años.  Finalmente,  el 
gobierno  lo  designó  para  la  cátedra  de  Prima,  en  reemplazo 
del  doctor  Camacho,  de  feliz  memoria. 


gregoriana  comprende  las  cinco  compilaciones  anteriores,  excepto  el  decreto  de 
Graciano  y  vale  como  ley  general,  quedando  así  revocadas  las  Decretales  no  incluidas 
por  Peñafort.  Empero,  los  canonistas  posteriores  estimaron  legítima  la  interpre- 
tación sobre  las  antiguas  compilaciones  y  aun  acudir  a  los  originales  auténticos, 
como  se  halla  en  las  Regestas,  tomando  ejemplo  en  el  precedente  sentado  por  el 
papa  Inocencio  IV,  quien  rectificó  los  textos  apartados  de  su  primitivo  sentido. 


21 


En  el  mencionado  año  de  1795  dictó  el  doctor  Zavaleta 
el  undécimo  curso  de  filosofía,  con  una  inscripción  de  más 
de  sesenta  alumnos,  algunos  de  ellos  figuras  de  lo  futuro. 
Al  año  siguiente,  el  21  de  mayo,  el  obispo  de  Buenos  Aires 
le  ordenó  de  presbítero  en  las  Capuchinas,  actual  Iglesia 
de  San  Juan.  Fundó  entonces  una  capellanía.  Sin  dar  tregua 
a  sus  tareas  sacerdotales  y  docentes,  por  su  preclaro  talento 
y  versación,  cúbrese  su  «curriculum  vitae»  de  distinciones 
en  la  enseñanza  pública.  Sin  perjuicio  de  referir  más  ade- 
lante las  producciones  de  su  intelecto,  dejemos  constancia 
que  el  9  de  abril  de  1804,  conservando  su  cátedra  de  Teología, 
fué  designado  pasante  de  los  teólogos  como  juez  de  opo- 
sición con  voz  y  voto  en  los  concursos.  Después  de  dieci- 
nueve años  de  labor  prominente  en  el  magisterio,  según 
lo  destacaran  sus  contemporáneos,  ocupó  la  silla  de  Magis- 
tral en  el  Cabildo  Eclesiástico  por  elección,  en  resonante 
concurso. 

Refiere  Gutiérrez  —  fuente  autorizada  de  información 
en  la  historia  de  la  enseñanza  pública  —  que  en  el  antiguo 
plan  de  estudios  se  destinaba  una  parte  de  la  filosofía  a  la 
«física  general  como  segunda  materia  del  curso,  conforme 
a  la  disciplina  escolástica.  El  texto  de  las  lecciones  de  física 
que  dictó  el  doctor  Zavaleta  en  1795,  demuestra  un  verda- 
dero esfuerzo  de  aplicación  para  difundir  el  conocimiento 
de  las  leyes  de  la  naturaleza,  siendo  de  admirar  cómo  tal 
enseñanza  podía  hacerse  valedera  sin  el  empleo  del  cálculo, 
sin  la  experimentación  y  con  pocos  instrumentos  de  gabi- 
nete. Sólo  la  autorizada  palabra  del  maestro,  su  exposición 
intuitiva,  de  principios  y  aforismos,  era  el  bagage  deposi- 
tado en  la  mente  del  alumnado.  Y  si  por  rudimentarios  los 
actos  gubernativos  o  por  pobreza  de  los  presupuestos  ofi- 
ciales la  enseñanza  pecaba  de  esta  insuficiencia,  asimismo 
cabe  el  elogio,  pues  afirma  Gutiérrez  que  «tenemos  motivos 
para  creer  que  el  curso  del  dr.  Zavaleta  fué  redactado  con 
mayor  esmero  y  mayor  copia  de  luces  entre  cuantos  se 


22 


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SZxAao  yeto*™*- 


1795.    Texto   del    códice    referente   a    la    Physica   Generalh,   II  pal 
Fondo  de  manuscritos  de  la  Biblioteca  Nacional 


ú     derrito*  1*ch~>  ku^ 

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Q*Uv**l*/    U»kUc~r.     c4*-y@v>.  ívv  ¿jf*^W  J*"^ 


s. 


IV.  —  Página   136   del  códice  sobre  los  cuerpos  sólidos  y  fluidos. 
Ms.  Biblioteca  Nacional 


dieron  en  el  Colegio  carolino,  especialmente  en  la  materia 
de  que  tratamos*  (pág.  317,  loe.  cit.).  Gutiérrez  consideraba 
a  Zavaleta  como  el  mejor  iniciado  de  los  catedráticos  por- 
teños en  el  movimiento  moderno  de  las  ideas. 

El  tratado  de  la  referencia,  que  se  conserva  en  nuestra 
biblioteca  pública  nacional  y  del  que  damos  una  reproduc- 
ción en  fotocopia,  se  intitula  así:  Elementa  philosophiae  uní- 
versae  in  gratiam  studiosae  Juventutis  regii  Sancti  Caroli  Bo- 
naeropotitani  Convictarii  Scolarom  usibus  accommodata.  A  Dre 
Didaco  Stanislao  Zavaleta,  olim  e  jusdem  convictorii  allumno  in 
eodem  philosophiae  professore.  Secunda  pars,  seu  Phisica  gene- 
ralis,  incepta  die  tertio  Augusti  anno  Domini  millesimo  sceptin- 
gentesimo  nonagésimo  quinto. 

Merced  a  estudios  especializados,  de  los  que  es  expo- 
nente en  la  actualidad  el  R.  P.  Furlong,  cuya  obra  en  parte 
inédita  enaltece  la  historiografía  y  las  letras,  podemos  ser 
más  explícitos  e  informativos  acerca  del  contenido  de  este 
manuscrito  latino.  Nuestro  colega  de  la  Academia  ha  tenido, 
en  efecto,  la  gentileza  de  revelarnos  la  sustancia  de  las 
lecciones  de  Zavaleta  y  es  en  virtud  de  esa  autorizada  fuente 
que  podemos  ahora  circunscribir  concretamente  sus  exce- 
lencias y  defectos.  El  códice,  como  se  lee  en  su  intitulación, 
abarca  la  «Física  General»,  partiendo  de  la  naturaleza  del 
cuerpo  animal  y  rematando  en  las  causas  u  origen  de  los 
terremotos.  Se  refiere  por  ende,  a  la  física  cosmológica. 
Según  nos  lo  señalara  Furlong,  el  doctor  Zavaleta,  meta- 
físico  de  garra,  no  ignoraba  ciertamente  los  avances  de  las 
ciencias  físicas  o  experimentales,  teniendo  en  cuenta  los 
resultados  positivos  de  las  mismas;  pero  su  temperamento, 
vocación  y  carácter,  no  se  avenían  en  sus  rasgos  de  pen- 
sador y  doctrinario  con  la  manipulación  experimental  que 
entonces  comenzaba  a  introducirse  en  las  aulas,  donde  la 
física  bajaba  de  las  alturas  especulativas  para  posarse  en 
las  realidades  tangibles  de  los  gabinetes  y  laboratorios  aun 
incipientes.  Al  profesor  del  Real  colegio  carolino,  le  era 


2."> 


acaso  muy  complejo  abandonar  la  huella  tradicional.  De  ahí 
que  de  sus  labios  se  escuchara  que  «la  esencia  o  razón 
formal  de  los  cuerpos  no  consiste  en  la  extensión  actual 
de  que  goza  en  cuanto  a  longitud,  latitud  y  profundidad  >. 
Rechaza  el  atomismo  de  Leucipo,  Demócrito  y  Epicuro  que 
reeditaran  Descartes,  Gassendi  y  Newton,  porque  es  sis- 
tema que  nada  explica  a  su  juicio,  y  está  fuera  del  problema 
de  la  filosofía.  No  le  interesaban  las  características  externas 
de  los  átomos,  como  las  señaló  Descartes,  fuesen  grandes 
o  diminutos,  divisibles  o  no.  Es  decir,  que  los  átomos,  no 
por  ser  tales,  dejaban  de  ser  verdaderos  cuerpos.  Para  Zava- 
leta,  «todo  cuerpo  se  compone  forzozamente  de  dos  prin- 
cipios». La  teoría  aristotélica-escolástica  es  la  más  probable 
y  la  que  mejor  explica  la  constitución  primitiva  de  los 
cuerpos  y  su  diversidad. 

Vale  decir,  forma  y  materia.  Habla  así  de  los  cuerpos 
simples,  esto  es,  de  los  que  no  son  meras  agregaciones  de 
otros  cuerpos,  como  el  aire,  el  fuego  o  el  agua.  Se  refiere 
a  las  sustancias  producidas  por  generación.  Es  aristotélico 
integral.  Omne  corpus  impenetrabilitate  peraeditum  est.  Es  decir, 
todo  cuerpo  está  dotado  de  impenetrabilidad,  afirmándolo 
en  pugna  con  Descartes  y  demás  sabios,  por  cuanto  «una 
extensión  aptitudinal  o  radical  en  orden  a  ocupar  un  lugar 
o  la  posición  situal  de  las  partes  fuera  de  ellas,  es  lo  que 
requiere  o  presupone  esa  impenetrabilidad».  Dos  tesis  con- 
sagra Zavaleta  a  la  naturaleza  de  lo  continuo:  Una,  por  la 
que  sostiene  que  no  se  compone  de  partículas  divisibles  al 
infinito,  y  otra,  según  la  cual  «el  cuerpo  extenso  o  continuo 
se  compone  de  partes  matemáticas». 

La  segunda  parte  de  este  tratado  de  física  discurre  sobre 
las  propiedades  y  afecciones  generales  de  los  cuerpos,  la 
rarefacción,  la  condensación,  el  vacío,  la  elasticidad  y  la 
gravedad.  Habla  de  la  mecánica  del  movimiento,  del  por- 
qué del  equilibrio  a  que  tienden  los  líquidos,  la  naturaleza 
de  la  ebullición,  etc.  Dispone  en  su  bibliografía  de  las  publi- 


26 


caciones  de  Sigaud  Lafond,  quien  se  destacara  por  sus 
experiencias  sobre  el  hidrógeno,  llamado  entonces  aire  infla- 
mable, y  por  otras  numerosas  obras  y  ensayos  sobre  el  calor, 
la  electricidad,  etc.,  resultado  de  sus  lecciones  en  varios 
institutos  de  Francia.  Sigue  estas  lecciones  dentro  de  ciertas 
posibilidades  y  de  ellas  algo  le  fué  dado  incorporar  a  su 
cátedra,  más  coloreada  —  era  lógico  entonces  —  de  filosofía 
con  fondo  escolástico,  que  de  instrumental  y  experimentos, 
difíciles  si  no  imposibles  de  realizar  en  la  indigencia  de  los 
gabinetes  escolares.  Lo  contrario  hubiera  sido  proeza. 

Igual  importancia  debemos  atribuir,  al  siguiente  curso  que 
Zavaleta  dictara  en  1796  sobre  «Física  particular >\  habién- 
donos cabido  en  suerte  su  hallazgo  en  el  fondo  de  obras 
raras»  de  la  biblioteca  del  Consejo  Nacional  de  Educación. 
Este  códice,  desconocido  hasta  el  presente,  abarca  la  tercera 
parte  del  curso  de  filosofía,  titulado  Physica  particularis 
y  contiene  además  del  prefacio  -Stabilitis  in  physica...» 
cuatro  secciones.  La  primera  De  térra  et  regno  minerali  ; 
la  segunda  <  De  Aqua  ;  la  tercera  De  aire  y  la  última 
-De  igne  et  electricitate  .  Agregaremos  de  pasada  que,  cada 
una  de  estas  divisiones  del  texto  se  subdivide  en  4-6  artículos 
<  o  questio»  con  sus  «conclusio  o  corollarios  N  y  un  capítulo 
final  de  Argumenta  solvenda  .  El  volumen  en  buen  estado, 
se  halla  encuadernado  en  pergamino:  155  —  214  mm.  Escrito 
en  lengua  latina,  175  páginas,  tinta  negra.  Su  intitulación 
completa  puede  leerse  en  la  reproducción  fotocópica  que 
insertamos  de  este  manuscrito  que  perteneció  originaria- 
mente a  Juan  Manuel"  Fernández  de  Agüero. 

A  estas  apostillas  bibliográficas  agregamos  la  noticia  de  un 
tercer  manuscrito  del  Deán,  en  el  archivo  del  convento  de 
Santo  Domingo  de  esta  capital.  Contiene  dicho  códice  el 
curso  de  metafísica  dictado  también  en  el  colegio  carolino, 
cuya  portada  dice:  Instituciones  philosophiae  universae  in  gratiam 
studiosae  juventutis  regii  bonaeropolitani  Carolini  Convictorii 
elucúbratele  a  Dre  Didacto  Stanislao  de  Zavaleta  olim  ejusdem 


27 


convictorii  allumno,  ac  nunc  in  eodem  Philosophiae  Professore 
pars  4  Methanphisicam  continens  Me  audiente  Joanne  Josepho 
Castañer 4. 

Trátase  de  un  volumen  de  cuatrocientas  sesenta  páginas, 
sin  fecha,  con  un  denso  contenido  expositivo,  por  cierto 
diferente  de  la  sabida  definición  de  Littré,  para  quien  la 
metafísica  es  una  supuesta  ciencia  de  cosas  inaccesibles,  por 
aquello,  tal  vez,  de  que  la  metafísica  debe  ser  la  ciencia  de 
lo  que  es  superior  a  lo  físico  o  sensible.  La  enseñanza  aris- 
totélica en  labios  de  Zavaleta  cobraría,  sin  duda,  una  suti- 
leza más  positiva  en  el  orden  tripartito  de  Dios,  el  mundo 
y  el  hombre,  tal  como  pudiera  ser  captada  en  mentes  hechas 
al  criterio  del  siglo  xvm  en  sus  postrimerías,  más  penetradas 
de  ontología,  cosmología,  y  concretamente  de  antropología, 
es  decir,  como  estudio  trascendental  de  los  grandes  objetos 
de  la  filosofía  y  del  ser  en  general.  No  estamos  en  condicio- 
nes de  abordar,  sin  una  previa  y  total  traducción  de  los  tres 
códices  de  1795,  1796  y  1797,  el  ideario  filosófico  del  ya 
sabio  profesor  argentino  que  sabemos  uno  de  los  hombres 
más  instruidos  de  su  tiempo  en  América,  lógicamente  ali- 
neado en  el  común  de  los  escolásticos.  Para  Zavaleta,  como 
puede  deducirse  del  conjunto  de  toda  su  enseñanza,  la 
metafísica  es  necesaria  a  todas  las  ciencias:  a  las  racionales 
y  a  las  experimentales,  como  la  física,  puesto  que  discurría 
sobre  hechos  producidos  en  sus  inmutables  principios,  cau- 
salidad y  leyes  universales.  Muy  posible  fuera  que  el  santo 
Tomás  de  Aquino  en  sus  Comentarios  a  la  metafísica  de 
Aristóteles,  sirviera  a  Zavaleta  de  cotejo  y  control  acerca 
de  la  filosofía  medieval;  sólido  cimiento  de  su  saber  teológico. 

Es  por  vez  primera  que  este  códice  ha  sido  estudiado. 
Nuestro  eminente  colega  de  la  Academia  de  la  Historia 
R.  P.  Furlong,  cuyas  investigaciones  en  el  campo  eurístico 


4  Cfr.:  Boletín  del  Instituto  de  Investigaciones  Históricas,  t.  III,  números  21  -  24, 
Relaciones  documentales,  por  Jorge  N.  Furt,  p.  46. 


28 


le  han  deparado  prominente  lugar  como  publicista,  ha 
tenido  la  deferencia  de  hacernos  conocer  el  resultado  de 
su  exégesis  y  no  es,  si  no  con  provecho,  que  insertamos 
aquí  sus  conclusiones  acerca  de  los  grandes  escolásticos 
bonaerenses  de  fines  del  siglo  xvm.  Para  Furlong  tanto 
nuestro  biografiado  como  el  doctor  Valentín  Gómez,  «fueron 
escolásticos  de  óptima  ley».  Pensadores,  nos  dice,  de  en- 
tendimiento sagaz  e  inventivo,  profesores  eximios  de  filo- 
sofía, hombres  de  indudable  talento,  con  visión  total  de 
los  problemas  filosóficos,  quienes  no  incurrieron  en  el  error 
entonces  frecuente  de  mezclar  la  teología  con  la  verdadera 
filosofía. 

Este  tercer  códice  de  Zavaleta  comprende  tres  tratados:  el 
de  metafísica  propiamente  dicha;  el  segundo  referente  al  alma 
que  su  autor  denomina  Sycología;  y  el  tercero,  que  apunta 
a  la  Teología  Natural.  Al  abrir  su  enseñanza  sobre  la  de- 
batida cuestión  de  la  distinción  entre  la  esencia  y  la  exis- 
tencia en  un  ser  creado,  cierra  su  argumentación  con  una 
conclusión  suareziana:  «la  naturaleza  y  la  esencia  de  un 
mismo  ser  creado,  afirma,  no  se  distingue  en  realidad  sino 
sólo  mentalmente s.  Para  Zavaleta,  «la  esencia  de  que  aquí 
se  trata  debe  ser  actual  y  producida,  no  la  meramente  po- 
sible que  sólo  se  concibe  con  el  entendimiento  >.  Porque  en 
efecto,  a  su  juicio,  «una  esencia  actual  y  producida  debe 
constar  de  alguna  real  y  verdadera  entidad,  que  sea  su 
constitutivo  intrínseco  y  que  no  difiera  de  la  misma,  pues 
repugna  que  tal  constitutivo  intrínseco  sea  algo  diverso  de 
la  cosa  que  lo  contiene:  Y  esa  entidad  que  hace  a  la  esencia 
de  la  cosa  es  existencia  por  cuanto  de  otro  modo  la  esencia 
real  no  se  distinguiría  de  la  posible,  que  sólo  se  considera 
en  potencia  activa».  Apoyado  en  Suárez  a  quien  cita  con 
elogio,  sostiene  contra  los  escotistas  que  «los  grados  meta- 
físicos  o  los  predicados  esenciales  de  una  misma  cosa,  no 
se  distinguen  formalmente  por  su  naturaleza  antes  de  la 
operación  mental,  sino  que  constituyen  una  sola  entidad  . 


29 


Su  doctrina  en  este  punto,  es  suarística,  antiescotista,  y 
antitomista,  hallando  en  la  indivisibilidad  de  la  cosa  creada 
el  fundamento  «para  que  con  distintos  conceptos,  y  en 
orden  a  cosas  diversas,  sea  conocido». 

Por  lo  que  toca  al  origen  de  la'materia,  Zavaleta  niega 
sea  increada,  razonando  ampliamente  en  pro  y  en  contra 
de  la  posición  creatriz  ab  aeterno  del  mundo.  Dios  es  la  causa 
primera  y  el  orden  actual  procede  de  El.  En  su  tratado  de 
«sycología»,  fija  quince  conclusiones  enmarcadas  en  la 
enseñanza  escolástica,  rechazando  con  gran  fuerza  de  argu- 
mentos todas  las  teorías  en  boga  en  su  época.  Según  lo 
reconoce  Furlong,  el  doctor  Zavaleta  no  hace  concesión 
alguna  a  los  conceptos  de  Descartes,  Leibnitz  y  Malebranche. 
«El  alma  racional  es,  para  el  profundo  tucumano,  una 
sustancia  intelectiva,  finita,  destinada  sólo  a  informar  el 
cuerpo  humano-.  Empero,  el  alma-espíritu  es  inmortal, 
«libre  con  libertad  de  indiferencia». 

En  dos  capítulos,  refuta  Zavaleta  en  este  ángulo  a  los 
cartesianos;  y  en  otros  dos,  aduce  las  pruebas  para  combatir 
tanto  la  opinión  de  Malebranche  acerca  de  que  las  ideas 
se  ven  en  Dios,  como  a  Leibnitz  en  su  sistema  de  la  armonía 
preestablecida  que  no  ve  concordado  con  los  principios  de 
la  filosofía  genuina,  o  sea  con  la  ciencia  escolástica.  «Todos 
nuestros  conocimientos  —  aduce  —  se  adquieren  mediata  o 
inmediatamente  por  los  sentidos  mientras  la  mente  esté 
copulada  al  cuerpo»,  y  «la  libertad  formal  consiste  en  la 
sola  voluntad»,  que  no  puede  ser  obligada  (cogi  potest)  a 
realizar  acto  alguno;  y  ningún  juicio  práctico  «de  tal  suerte 
dirige  la  voluntad  que  necesariamente  la  determine  a  una 
u  otra  cosa». 

Por  último,  el  códice  de  la  referencia  desenvuelve  en 
siete  capítulos  diversos  temas  teológicos.  La  disertación 
arranca  de  la  existencia,  esencia  y  naturaleza  de  Dios;  se 
refiere  a  sus  atributos  y  perfección,  y  finiquita  sus  aprecia- 
ciones en  el  orden  externo  de  los  actos  divinos  que  abarcan 


30 


el  universo.  Para  Zavaleta  el  concurso  de  Dios  es  inmediato, 
previo,  no  simultáneo  respecto  a  la  acción  de  las  causas 
segundas,  con  lo  que  se  aparta  de  la  escuela  suarista  si  bien 
manteniéndose  en  la  ortodoxia  escolástica. 

Tal  es,  en  apretada  síntesis  el  examen  analítico  de  este 
manuscrito  latino  de  Zavaleta. 

En  este  ensayo  biográfico,  desde  luego,  no  nos  es  posible 
extendernos  a  la  consideración  de  la  fecunda  producción 
docente  del  ilustre  universitario,  pero  fué  siempre  notorio 
en  su  época  a  través  del  testimonio  de  hombres  eminentes 
que  veneraban  su  persona,  que  el  Deán  Zavaleta  dispensó 
todo  su  fervor  al  saber  y  a  la  práctica  de  la  cultura  con 
un  enfoque  institucional,  porque  no  concibió  jamás  el  pro- 
greso social  sin  el  cultivo  de  las  letras  y  de  las  ciencias,  el 
concurso  de  la  escuela  y  del  templo,  asentado  todo  ello  en 
un  orden  estrictamente  religioso  y  moral.  Con  razón,  pues, 
fué  exornado  su  nombre  con  elogiosos  calificativos  al  reco- 
nocérsele como  promotor  celoso  de  la  instrucción  pública. 
Diremos  en  prueba  de  ello,  que  cuando  se  quiso  premiar 
a  la  ciudad  de  Mendoza  su  abnegada  participación  en  la 
guerra  libertadora,  se  convino  en  fundar  el  Colegio  de  la 
Santísima  Trinidad  de  Mendoza  .  El  general  San  Martín, 
uno  de  los  más  empeñosos  en  la  iniciativa,  consultó  a 
Zavaleta  instándole  a  que  fuese  el  primer  rector  no  obs- 
tante las  serias  responsabilidades  que  pesaban  sobre  el  Deán 
en  sus  tareas  de  Buenos  Aires.  Se  trataba  de  inaugurar  un 
establecimiento  que  por  ley  gozaría  del  privilegio  de  expedir 
certificados  válidos  en  todas  las  universidades  nacionales  y 
aun  en  Chile,  pues  que  beneficiaría  también  con  becas 
a  la  juventud  de  este  país  hermano.  A  Zavaleta  no  le  fué 
posible  aceptar  el  honroso  ofrecimiento,  pese  a  sus  buenos 
deseos  y  a  la  insistencia  del  Libertador.  Por  decreto,  se  le 
había  designado  «Rector-,  coincidiendo  con  la  diputación 
al  Congreso,  razón  por  la  cual  debió  quedar  en  Buenos 
Aires.  Ello  motivó  una  sugestión  del  doctor  Tomás  Godoy 


Cruz,  señalando  la  conveniencia  de  nombrarse  un  «rector 
interino».  Pero  la  excusación  fundada  no  fué  óbice  para 
que  Zavaleta  prestase  el  concurso  de  sus  altos  conocimientos, 
como  consta  en  nota  de  Godoy  Cruz  al  Cabildo,  infor- 
mando de  los  planes  de  estudio  que  dice  haber  estudiado 
y  rechazado  algunos,  por  considerarlos  inaplicables  en  Men- 
doza. Y  agrega:  «En  vista  de  ello,  de  acuerdo  con  el  doctor 
Zavaleta  cuya  opinión  he  consultado  en  todos  estos  puntos, 
así  por  las  buenas  y  extensas  luces  de  este  sujeto,  cuanto 
porque  siendo  el  Rector  nato  del  Colegio,  parece  muy  propio 
preste  su  aprobación  en  los  primeros  ensayos  que  medita- 
mos, he  resuelto  proponer  a  V.  S.  un  pequeño  plan  que 
remitiré  en  el  correo  próximo  siguiente,  calculado  sobre  los 
pequeños  fondos  que  supongo,  y  duración  de  año  y  medio 
que  a  lo  más  tardará  en  salir  el  general  que  se  está  traba- 
jando». El  general  San  Martín,  escribió:  «Ningún  hombre 
nacido  en  nuestra  tierra  debe  tener  a  menos,  o  creer  que 
hace  sacrificio  viniendo  a  esta  ciudad  excelente  a  fundar 
los  estudios  hasta  que  ellos  puedan  marchar  por  sí  solos, 
bajo  la  dirección  de  otros  directores  que  se  formen;  pues 
que  así  todo  buen  paisano  trabajaría  por  su  gloria  y  por  el 
beneficio  de  la  patria,  como  tantos  militares  y  otros  hombres 
de  mérito  que  me  acompañaron  en  la  empresa  de  formar 
el  ejército  de  los  Andes».  Excusado  de  nuevo  Zavaleta,  se 
eligió  al  respetable  presbítero  doctor  José  Lorenzo  Güiraldes 
(noviembre  de  1818)  5. 

El  12  de  agosto  de  1821,  Zavaleta  forma  parte  de  la 
«sala  de  doctores»  de  la  nueva  Universidad  de  Buenos  Aires 
erigida  con  los  auspicios  de  destacadas  personalidades  del 


6  El  Colegio  de  la  Santísima  Trinidad,  por  F.  Morales  Guiñazú,  1941.  Docu- 
mentación en  poder  del  doctor  Horacio  C.  Rivarola,  cuya  atención  agradecemos. 
Carta  del  general  don  José  de  San  Martín  al  Deán  Zavaleta,  en  L.  V.  Várela, 
Historia  Constitucional  de  la  República  Argentina,  t.  III,  p.  205.  La  vinculación  perso- 
nal entre  el  Libertador  y  el  Deán  debía  datar  seguramente  desde  1812,  pues  el  doctor 
Zavaleta  fué  quien  despachara  en  la  catedral  de  Buenos  Aires  su  solicitud  de  matri- 
monio con  doña  Remedios  de  Escalada.  Curia  Eclesiástica:  legajo  120,  número  106. 


32 


foro,  de  la  Iglesia  y  de  la  política;  y  en  ese  carácter  de  miem- 
bro académico  prestó  el  juramento  de  su  incorporación. 
Figura  asimismo  como  componente  de  la  comisión  de  estu- 
dios para  el  «reglamento»  de  la  Universidad  (1824),  cuyo 
consejo  y  experiencia  denotaba  desde  luego  su  colaboración 
indispensable,  como  lo  revela  de  continuo  en  comisiones 
diversas.  Así,  en  la  integrada  con  Valentín  Gómez  y  Vicente 
López,  produjo  el  informe  que  se  halla  publicado  en  el 
número  seis  y  siguientes  de  El  Monitor  (1833-34).  Acaso 
la  más  alta  distinción  que  le  cupiera  en  suerte  en  la  vida 
universitaria,  se  ofreció  con  ocasión  de  la  muerte  del  Rector 
Sáenz,  pues  se  le  señaló  para  ocupar  el  rectorado.  Por  reso- 
lución del  6  de  agosto  de  1825  quedó  nombrado  efecti- 
vamente rector,  pero  tanto  por  su  natural  modestia,  pese 
a  su  sabiduría  y  méritos,  cuanto  por  sus  atenciones  públicas 
y  privadas  que  según  expresó  no  le  dejaban  libre  el  tiempo 
necesario  para  ejercer  cargo  tan  importante,  declinó  tan  hon- 
roso cometido  haciendo  Zavaleta  renuncia  del  mismo.  El  go- 
bierno recurrió  entonces  al  doctor  José  Valentín  Gómez,  quien 
quedó  al  frente  de  la  institución  como  rector  y  cancelario. 

Cerramos  este  ciclo  de  su  vida  intelectual  recordando 
la  mención  agradecida  de  Mr.  James  Thompson  en  el  me- 
morial que  elevó  en  mayo  de  1826  a  la  «Comisión  de  la 
Sociedad  de  Escuelas  Británicas  y  Extranjeras»  acerca  del 
estado  de  la  educación  en  la  América  latina,  recorrida  por 
el  informante  con  el  propósito  de  difundir  el  sistema  lan- 
casteriano.  Dice  allí:  «A  la  lista  de  nuestros  excelentes 
amigos  de  Buenos  Aires  debo  añadir  el  respetabilísimo  Deán 
doctor  don  Diego  Zavaleta  —  cuyo  sobrino  don  Ramón 
Anchoris  nos  ha  hecho  también  muy  buenos  oficios  — ; 
mil  veces  me  alentó  a  no  desistir  de  la  obra  y  a  luchar  con- 
tra los  obstáculos  que  se  ofrecían»  6. 


6  Véase  El  Repertorio  Americano,  t.  II,  p.  58,  cit.  por  J.  M.  Gutiérrez,  loe.  cit., 
p.  516.  Su  culto  por  el  progreso  de  los  estudios  superiores  tuvieron  nueva  confir- 


33 


No  está  demás  mentar  en  este  esquema  bibliográfico 
y  en  presencia  de  los  códices  referidos,  las  consecuencias 
verificadas  por  el  desuso  de  la  lengua  latina  en  la  enseñanza 
pública,  cuando  en  pleno  período  revolucionario  se  hacía 
sistemática  oposición  a  todo  cuanto  pudiera  derivarse  de 
un  régimen  tenido  por  rutinario  e  inactual.  No  es  posible 
olvidar  así,  la  crítica  general  a  los  planes  de  estudio  entonces 
en  vigencia,  expresión  para  esa  generación  de  un  espíritu 
retrógrado,  a  punto  de  no  faltar  publicista  que  achacase 
a  métodos  apolillados  la  deficiencia  de  la  cultura  colonial. 
Mas  es  curioso  que,  transcurridos  veinte  años  de  trastornos 
y  renovaciones  en  todos  los  órdenes  de  la  vida  nacional, 
tócale  a  esos  mismos  hombres  de  la  generación  de  Mayo 
reaccionar  contra  los  nuevos  defectos  y  los  síntomas  claros 
de  la  brega  del  caudillaje  que  señalaba  los  polos  opuestos 
de  la  cultura  y  la  barbarie.  Tal  es  el  alcance  ideológico  del 
decreto  del  16  de  agosto  de  1831  del  gobierno  de  Buenos 
Aires,  ordenando  rendir  en  latín  todas  las  pruebas  reque- 
ridas oralmente  en  las  academias  de  jurisprudencia  y  medi- 
cina. Ese  decreto  refirma  el  del  9  de  mayo  de  1826  que 
obligaba  a  los  alumnos  de  la  Universidad  a  «poseer  suficien- 
temente el  latín».  «Sin  embargo,  agrega,  una  experiencia 
hasta  dolorosa  ha  demostrado  que  no  siempre  sucede  así, 
quedando  por  consiguiente  ilusorias  unas  disposiciones  tan 
útiles,  como  son  las  que  ordenan  que  los  profesores  de 
derecho  y  medicina  tengan  un  perfecto  conocimiento  de  la 
lengua  latina  en  que  se  hallan  escritas  las  obras  más  an- 
tiguas y  clásicas  de  aquellas  facultades,  y  sin  la  que  no  se 
puede  tener  si  no  un  conocimiento  imperfecto  de  las  leyes 


mación  con  su  voto  en  tavor  del  sabio  Amadeo  Bompland  como  «profesor  de  his- 
toria natural  en  las  Provincias  Unidas«,  primera  cátedra  que  se  brindara  en  nuestro 
país  a  un  naturalista  extranjero.  Ver  El  Redactor  del  Congreso  de  Tucumán,  sesión 
del  lunes  27  de  julio  de  1818.  Años  más  tarde,  el  gobernador  Heredia  invitó  a  Bom- 
pland a  visitar  y  radicarse  en  Tucumán.  Fué  gestor  don  José  Manuel  Silva,  sobrino 
del  Deán  Zavaleta,  que  ofreció  los  recursos  necesarios.  (Agosto  4  y  septiembre  15 
de  1832,  cartas  de  ambos.) 


34 


que  forman  la  base  de  nuestra  actual  jurisprudencia.  No  pu- 
diendo  el  gobierno  ser  indiferente  a  un  mal  de  tan  grave 
trascendencia  que  puede  llegar  a  ser  en  extremo  funesto 
a  la  buena  administración  de  justicia,  ha  acordado  y  de- 
creta  etc.»  7.  En  su  parte  dispositiva  deja  regla- 
mentada en  seis  artículos  la  forma  de  llevar  a  cabo  «las 
pruebas  »,  con  un  sentido  muy  neto  de  cultura  superior. 
Acaso  se  quería  hacer  beber  en  buenas  fuentes  los  ele- 
mentos de  la  lengua  en  que  hablaban  los  Hortensios  y  los 
Tulios  y  las  virtudes  de  Atico,  como  diría  en  la  tribuna 
el  doctor  Manuel  Antonio  Castro,  en  su  florido  estilo. 


7  Decreto  16  de  agosto  de  1831  de  puño  y  letra  del  doctor  Tomás  M.  de  Ancho- 
rena,  en  mi  colección. 


35 


^  821* 

ELEMENTA 

PHJLOSOPHJM  UNIVERSA 

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L  wríclptil  ít/umrw,ac  nitru-íncúcl 

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JPHrSICAPARTICULMIS 

me  atufan  Ik.  — s 

VI.  —  Códice  sobre  la  Física  Particular,  existente  en  el  fondo  de  manuscritos  del 
Nacional  de  Educación.  El  texto  en  175  páginas  numeradas.  1796 


Capítulo 

III 


CARRERA  ECLESIASTICA.  —  EL  DEANATO.  — 
LA  REFORMA  RIVADAVIANA 


Para  aquilatar  en  toda  su  proyección  la  personalidad  del 
deán  de  Buenos  Aires,  desde  los  diversos  ángulos  de  su 
actuación  nacional,  debemos  reseñar  ahora,  brevísimamente, 
su  carrera  eclesiástica  en  circunstancias  en  que  emergía  el 
movimiento  emancipador  de  Mayo,  cuando  Zavaleta  aban- 
dona la  cátedra  universitaria  luego  de  cumplidos  cuatro 
lustros  de  dedicación  celosa  a  la  enseñanza  pública.  Porque, 
en  verdad,  a  partir  de  1810,  está  de  tal  manera  identificada 
su  actividad  que  no  sería  hacedero  desintegrarla  dada  su 
influencia  y  gravitación  en  la  generación  histórica,  pues 
que  él  se  asocia  al  batallar  ciudadano,  en  el  parlamento 
y  en  la  política  de  partido,  con  la  alta  jerarquía  prelaticia 
que  investía  ya,  en  el  Cabildo  eclesiástico.  Tanto  más, 
cuanto  que  sus  actitudes  y  decisiones  se  resumían  en  la 
unidad  superior  de  sus  convicciones  de  canonista  y  filósofo, 
puestas  noblemente  en  su  fuero  interno,  al  supremo  servicio 
de  la  Iglesia  de  Dios  y  de  la  Patria  naciente. 

Hemos  dicho  que  en  1796  fué  ordenado  de  presbítero 
por  el  obispo  Azamor,  quien  —  según  lo  refiere  un  cro- 
nista —  apreciaba  tanto  al  doctor  Zavaleta,  que  le  tenía 


37 


por  su  consejero  privado,  a  tal  punto  reconocía  sus  luces. 
Del  obispo  Lué  puede  decirse,  que  le  señaló  con  antelación 
a  las  más  altas  posiciones.  Lo  cierto  es  que,  en  la  plena 
madurez  de  los  cuarenta  años  de  edad,  tocóle  desempeñar 
el  cargo  de  Provisor  y  Gobernador  del  episcopado  de  Bue- 
nos Aires,  en  momentos  de  difícil  contemporización  y  má- 
xima responsabilidad. 

De  los  documentos  examinados  resulta  que  este  nombra- 
miento, fué  acordado  unánimemente  por  el  Cabildo  ecle- 
siástico con  arreglo  a  las  disposiciones  canónicas  el  27  de 
marzo  de  1812,  dejándose  constancia  de  las  personales 
calidades  que  adornaban  al  favorecido  para  el  desempeño 
del  cargo,  por  «su  aptitud,  literatura  y  ejemplar  vida»  l. 
Hecha  la  comunicación  de  oficio  por  excepcional  deferen- 
cia, el  gobierno  la  observó  en  razón  de  estimar  insuficiente 
el  alcance  de  la  elección,  pues  que  a  su  juicio  no  cabían 
ciertas  restricciones,  ni  tampoco  la  brevedad  del  tiempo 
señalado  para  su  vigencia.  Con  estas  objeciones,  el  Cabildo 
capitular  se  apresuró  a  dar  amplia  satisfacción,  extendiendo 
el  mandato  y  abrogando  las  limitaciones  fijadas.  Así  en 
efecto  el  doctor  Zavaleta  se  hizo  cargo  de  la  Vicaría  el  30 
del  mes  mencionado,  prestando  juramento  luego  del  rezo 
de  los  canónigos  en  el  coro.  El  gobierno  del  electo  duró 
en  consecuencia  hasta  enero  de  1815,  en  que  fué  sustituido 
por  el  doctor  Valentín  Gómez,  ocasión  en  la  cual  Zavaleta 
fué  designado  Vicario  General  Castrense  (24  de  febrero) 
según  aparece  del  despacho  expedido  por  el  nuevo  provisor 
en  6  de  marzo  de  ese  año.  Su  actuación  como  provisor 
—  así  lo  reconoce  un  documento  privado  —  se  distinguió 
por  una  prudencia  y  tinos  recomendables,  por  el  ejercicio 
temperado  y  conciliante  en  defensa  de  sus  prerrogativas 
eclesiásticas.  Ecuánime  y  patriota  conquistó  los  respetos 
del  clero  y  de  las  autoridades  civiles. 


1  Archivo  Nacional:  Culto:  4-7-1,  año  1812. 


38 


Es  menester  abramos  un  pequeño  paréntesis,  para  refe- 
rirnos a  su  incorporación  al  claustro  de  los  canónigos, 
tanto  más  necesario  de  revelar  cuanto  que  su  omisión  nos 
privaría  de  un  importante  elemento  de  juicio  para  perfilar 
su  personalidad  intelectual.  Es  tal  hecho,  por  lo  demás,  su 
iniciación  en  la  vida  pública,  su  promoción  a  las  altas 
posiciones,  el  punto  de  partida  para  el  juicio  histórico. 

Rivarola,  el  primer  poeta  patrio,  autor  del  romancero 
de  las  invasiones  inglesas,  se  dirige  en  efecto,  a  la  Junta 
Gubernativa  recientemente  instalada,  emitiendo  el  siguiente 
juicio  que  importa  la  doble  consagración:  literaria  y  orato- 
ria. En  cumplimiento  — dice  el  doctor  Rivarola  —  de  la 
comisión  y  empleo  de  teólogo  real  asistente  para  las  oposi- 
ciones a  la  silla  magistral  vacante  de  esta  santa  Iglesia  Ca- 
tedral con  que  se  dignó  distinguirme  el  excelentísimo  señor 
don  Baltasar  Hidalgo  de  Cisneros ...  he  asistido  personal- 
mente a  los  sorteos  de  puntos,  lecciones,  argumentos,  ser- 
mones, y  demás  actos  y  funciones  relativas  al  fin  expre- 
sado. .  .  y  con  arreglo  a  lo  prevenido  por  los  sagrados 
cánones,  leyes  del  reino  y  cédulas  reales .  .  .  todos  los  opo- 
sitores concurrentes  han  desempeñado  muy  cumplidamente 
sus  funciones  literarias,  brillando  a  competencia  la  claridad 
de  sus  talentos  y  erudición  en  las  materias  teológicas;  pero, 
a  mi  parecer,  se  ha  distinguido  sobre  todos  el  dr.  don  Diego 
Estanislao  de  Zavaleta .  .  .  »  2. 

Todo  un  expediente  se  conserva  en  el  repositorio  de  la 
Curia,  referente  a  este  torneo  del  saber.  El  concurso,  efec- 


2  Archivo  Nacional:  Gob.,  t.  LXVIII,  c.  clxii,  d.  90.  Acerca  de  este  concurso  pue- 
den leerse  mayores  referencias  en  la  nutrida  obra  del  doctor  Nicolás  Fasolino,  actual 
arzobispo  de  Santa  Fe,  titulada  Vida  y  obra  del  primer  rector  y  cancelario  de  la  Univer- 
sidad, presbítero  doctor  Antonio  Sáenz,  año  1921,  pp.  71  a  79.  Este  ilustre  historiador 
reconoce,  a  propósito  del  deanato  «los  merecimientos  del  doctor  Zavaleta  para 
ocupar  con  brillo  la  primera  dignidad  del  clero  porteño,  siempre  importante  y  más 
en  aquellos  años  de  sede  vacante*,  p.  184.  A  propósito  del  conflicto  suscitado  por 
el  decreto  del  gobierno  en  el  caso  del  canónigo  Planchón,  agrega  monseñor  Faso- 
lino  que  la  nota  fué  «escrita  con  toda  maestría  y  hace  honor  al  talento  reconocido 
de  Zavaleta»,  p.  108. 


30 


tivamente  se  abrió  el  10  de  mayo  de  1810  con  «actos  lite- 
rarios y  de  pulpito»,  vale  decir  de  competencia  erudita 
y  de  orador.  El  jurado  presidido  por  el  limo.  Obispo,  el 
Cabildo  eclesiástico  y  un  asesor  de  notoria  reputación,  re- 
cibió las  pruebas  y  controversias,  entrando  en  liza  lo  más 
granado  del  clero  joven  universitario,  tales  los  doctores 
Antonio  Sáenz,  Julián  S.  de  Agüero,  José  Joaquín  Ruiz, 
Francisco  Sebastiani  y  otros,  todos  los  cuales  fueron  some- 
tidos a  sorteo  en  temas  diversos  y  por  consiguiente  sin  aviso 
previo  al  acto  público  del  examen.  Zavaleta  debió  disertar 
sobre  el  tema  24,  del  libro  segundo  del  Maestro  de  las  Seri' 
tencias:  adamo  necessaria  fuit  ad  perseverandum  grada  ab  intrín- 
seco efficax,  que  le  ocupó  una  hora  entera;  y  luego  otra  hora 
más,  para  responder  y  sustentar  su  defensa  ante  la  impug- 
nación de  los  doctores  Sebastiani  y  Agüero,  designados 
«coopositores».  La  tesis  teológica  debía  evidenciar,  pues, 
que  «Adán  necesitó  para  perseverar  una  gracia  intrínse- 
camente eficaz».  Reza  el  acta  que  el  debate  se  hizo  a  «pre- 
sencia de  un  lucido  y  numeroso  concurso  de  gentes  de  todos 
estados  y  clases».  Cuanto  a  la  prueba  oratoria,  la  realizó 
Zavaleta  desde  el  pulpito  de  la  Catedral  con  lleno  de  selecto 
público,  versando  su  oración  sobre  el  capítulo  once  del 
Evangelio  de  San  Lucas,  decidido  al  azar.  Que  el  éxito  del 
recipiendario  estaba  asegurado,  no  cabe  duda.  Gozaba  ya 
de  fama  de  predicador  elocuente.  Su  «vis  oratoria*  se  había 
hecho  sentir  desde  casi  todas  las  parroquias  y  en  especial 
con  ocasión  de  grandes  solemnidades  en  los  templos  de  las 
principales  órdenes  religiosas. 

Cerrado  el  paréntesis,  añadamos  que  por  la  rectitud  de 
juicio  que  redundaba  en  prestigio  de  sus  dotes  intelectuales  y 
morales,  bien  se  comprenderá  lo  viable  de  su  candidatura  al 
«deanato»  con  que  le  honró  el  gobierno  en  1818.  Es  en 
estas  circunstancias  que  Zavaleta  declinó  su  reelección  de 
legislador,  porque  no  la  estimó  compatible  con  «la  dignidad 
de  Deán  con  que  el  Supremo  gobierno  le  había  honrado» 


10 


f^4        C     ¿>c  C¿< 


del  CO 


VII.  —  Códice  sobre  Metafísica,  en  el  fondo  de  manuscritos  del  Convento  de  Santo 
Domingo,  Buenos  Aires.  Curso  de  1797 


según  su  protesta  hecha  tiempo  atrás  «de  no  admitir  otro 
empleo  mientras  fuese  diputado».  Esta  actitud  fué  renovada 
ante  la  H.  Junta  Electoral  en  13  de  mayo  de  1818,  la  que 
resolvió  por  unanimidad  su  petición  de  no  ser  reelecto 
'  después  de  admitida  dicha  dignidad  con  que  el  S.  G.  ha 
sabido  honrar  su  mérito  y  premiar  sus  servicios»  3.  He  aquí 
su  título  al  deanato  con  que  hará  vitalicia  aquella  denomi- 
nación de  «Deán»  que,  por  antonomasia,  se  empleaba  para 
distinguirle  como  el  consabido  «Deán  de  Buenos  Aires»; 
tal  cual  se  acordaba  también  al  doctor  Funes,  intitulado 
«el  Deán  de  Córdoba». 

La  escisión  producida  con  la  Santa  Sede,  consecuencia 
natural  de  la  segregación  de  la  corona  española,  impidió 
a  nuestros  primeros  gobiernos  patrios  obtener  en  forma  lisa 
y  llana  la  provisión  del  obispado  en  silla  vacante.  Veintidós 
años,  en  efecto,  debieron  trascurrir  entre  la  muerte  del 

3  Cfr.:  Documentos  para  la  historia  argentina,  t.  VIII,  pp.  150-151.  Dejamos,  asi- 
mismo, constancia  de  que  Zavaleta  había  desempeñado  también  el  cargo  de  vica- 
rio general  del  ejército  desde  1816,  así  como  ocupado  la  dignidad  de  magistral,  cuando 
fué  propuesto  en  primer  lugar  y  en  oposición  por  el  limo,  obispo  Lué  y  Riega.  Ver 
Registro  Nacional,  n°.  321,  p.  166,  abril  28  de  1812.  Acerca  de  su  actuación  en  el  men- 
cionado cargo  recordamos  su  dictamen  en  la  propuesta  de  ascenso  que  se  hizo  a 
favor  de  Fray  Luis  Beltrán  por  recomendación  del  general  San  Martín  (31  agosto 
1816).  El  inspector  Gazcón,  discurriendo  a  contrapelo,  se  opuso,  calificando  al 
nombramiento  militar  de  «anticatólico;-.  Se  trataba  del  meritorio  religioso  venta- 
josamente conocido  al  frente  de  la  maestranza  del  ejército  de  los  Andes.  El  vicario 
general  castrense,  en  breve  y  contundente  vista,  basada  en  notorios  antecedentes 
de  todos  los  países,  recordó  con  justo  criterio  la  práctica  española  en  el  caso  del 
cardenal  Cisneros,  y  la  práctica  americana  observada  en  Lima  y  Méjico.  Apoyó  el 
ascenso  diciendo:  «¡Ojalá  hubiesen  muchos  sujetos  en  el  clero  secular  y  regular 
que  desplegasen  espíritu  y  talentos  que  los  hiciesen  acreedores  a  los  primeros  grados 
de  la  milicia!  Los  votos  solemnes  —  agregaba  Zavaleta  —  nunca  podrían  impedir- 
les que  empleasen  su  valor  y  sus  luces  en  la  defensa  de  la  Patria,  porque  la  obser- 
vancia de  aquellos  es  muy  compatible  no  sólo  con  los  grados  sino  aún  con  los  efec- 
tivos empleos  militares.  Si  el  grado  militar  a  que  el  general  San  Martín  juzga  acree- 
dor al  P.  Fray  Luis  Beltrán,  exigiese  por  sí  o  autorizase  al  menos  a  aquél  religioso  a 
no  obedecer  a  sus  Prelados,  a  reunir  o  atesorar  bienes  para  sí,  o  a  contraer  matri- 
monio, ya  se  entendería  lo  que  dice  el  señor  Inspector  de  la  necesidad  de  que  la 
Santa  Sede  relajase  sus  votos;  pero  como  no  es  así,  y  el  padre  queda  siempre  con 
ellos,  nada  tiene  que  hacer  en  esto  el  Pontificado».  El  Gobierno  resolvió  de  confor- 
midad otorgando  el  ascenso  recabado.  (Doc.  ref.  a  la  guerra  de  la  Independencia, 
en  Archivo  de  la  Nación  Argentina,  año  1917,  p.  415  y  siguientes). 


i  2 


último  prelado  español  y  la  consagración  del  primer  obispo 
argentino.  Apenas  si  contamos  una  que  otra  resolución 
gubernativa  atinente  a  las  funciones  del  titular  interino  del 
episcopado.  Y  así  llegamos  a  1823,  cuando  por  decreto  del  17 
de  enero,  dispone  el  gobierno  que  «el  presidente  del  se- 
nado del  clero,  lo  será  el  actual  Deán  o  primera  dignidad 
de  presbítero  dr.  don  Diego  Estanislao  de  Zavaleta»  4. 

Por  razones  de  cronología  histórica,  y  específicamente 
por  la  estrecha  vinculación  que  hace  al  gobierno  de  la 
Iglesia,  debemos  ocuparnos  de  la  ley  de  21  de  diciembre 
de  1822,  que  fué  parte  integrante  de  un  vasto  plan  refor- 
mista que  abarcaba  tanto  lo  eclesiástico  como  lo  político 
y  económico,  lo  educacional  y  militar.  Tal  programa  de 
tinte  ecléctico,  administrativo-ideológico,  no  sólo  daba  ca- 
rácter civilista  al  gobierno  ejercido  por  «las  clases  cultas 
de  la  sociedad»  como  se  escribía  entonces,  sino  que  era 
divisa  de  corrientes  en  boga,  bajo  el  impulso  de  su  animador 
Bernardino  Rivadavia.  A  este  movimiento,  un  tanto  des- 
conectado de  la  realidad  viviente  del  país,  diósele  ampulo- 
samente el  rótulo  de  La  Reforma  Rivadaviana  >,  impuesta 
desde  lo  alto  del  poder,  con  los  auspicios  emocionales  de 
una  cruzada  civilizadora. 

Para  salvar  los  equívocos,  anticipémonos  a  advertir  que 
en  este  singularísimo  aspecto  de  la  reforma,  el  Deán  Zavaleta 
no  ejercía  ya  el  gobierno  de  la  Iglesia  argentina,  si  bien  par- 
ticipó en  la  discusión  de  la  ley  mencionada,  como  represen- 
tante de  la  provincia  en  su  legislatura.  Su  influencia  mode- 
rada, se  hizo  sentir  en  la  comisión  de  legislación  de  que 
formaba  parte.  Basta  leer  el  informe  de  la  misma  y  su  des- 
pacho, para  exhibir  el  freno  puesto  al  proyecto  ministerial. 
Por  otra  parte,  como  lo  comprueban  sus  antecedentes,  el 
cuerpo  legal  de  la  mentada  reforma  se  componía  de  una  serie 
de  decretos  ejecutivos,  unos  anteriores  y  otros  complemen- 


4  Registro  "Nacional,  n°  1655,  p.  34. 


43 


tarios  de  la  ley  misma,  con  que  se  hizo  efectivo  el  plan 
integral  de  Rivadavia.  Todo  ello,  a  cargo  del  Provisor  y 
gobernador  del  episcopado  que  lo  fueron  desde  1815,  Valen- 
tín Gómez,  Fonseca,  Achega  y  Mariano  Zavaleta.  Este  último 
nunca  alcanzó  el  deanato  y  cuando  fué  destituido  el  doctor 
Medrano,  figura  destacada  del  clero  de  la  época,  le  sucedió 
don  Mariano  hasta  1824,  vale  decir,  en  el  tiempo  agudo 
del  conflicto  con  el  delegado  papal  monseñor  Juan  Muzi 5. 

Si  es  ya  lugar  común,  recordar  que  las  relaciones  oficiales 
de  la  Iglesia  argentina  con  la  Santa  Sede  quedaron  interrum- 
pidas, es  asimismo  conocido  el  abolengo  jurídico  de  esa 
vinculación,  a  través  del  ejercicio  del  derecho  de  Patronato 
en  la  presentación  de  los  obispos  para  las  diócesis  de  Amé- 
rica. El  hecho  histórico  pues,  planteó  un  problema  no  menos 
político  que  de  orden  espiritual  y  eclesiástico,  que  por  largo 
tiempo  condujo  a  un  callejón  sin  salida,  consecuencia  ine- 
vitable de  un  antagonismo  difícil  de  atenuar.  La  Santa 
Sede  no  podía  proceder  a  un  galopante  reconocimiento  de 
los  nuevos  gobiernos  de  América  frente  a  las  potencias 
europeas  que  lo  silenciaban  o  lo  desconocían,  ni  contra- 
decir el  Concordato  con  España  de  1753.  Los  revoluciona- 
rios de  Mayo,  por  su  parte,  al  declarar  la  caducidad  de  las 
autoridades  españolas,  pretendían  cortar  de  raíz  el  vínculo 
que  asociaba  el  trono  con  la  Corte  romana,  en  tratándose 
de  tierras  americanas,  sugiriendo  una  relación  directa  con 


6  Llamamos  la  atención  sobre  los  errores  cometidos  por  algunos  publicistas,  que 
faltos  de  información  han  confundido  al  venerable  Deán  con  su  homónimo,  que  fué 
un  distinguido  abogado  del  foro  porteño,  quien  tomara  los  hábitos  luego  de  enviu- 
dar. Don  Mariano  Zavaleta  secundó  efectivamente  la  reforma  con  decretos  com- 
pulsivos que  provocaron  fuerte  resistencia.  Por  otra  parte,  en  el  año  1823,  el  Deán 
don  Diego  se  hallaba  ausente  de  Buenos  Aires  en  procura  de  la  «unión  nacional », 
como  se  verá  más  adelante.  Espécimen  de  estos  gazapos  se  ven  en  la  obra  de  Acerico 
A.  Tonda,  sobre  Castro  Barros,  págs.  9,  128,  214,  nota  N°  134,  etc.  En  este  trabajo 
de  mérito  puede  leerse  lo  atinente  a  las  proyecciones  de  la  polémica  periodística, 
así  como  algunos  juicios  de  interés.  Desde  luego,  el  autor,  rechaza  el  «culpar  de 
impío  a  Rivadavia  y  a  sus  satélites*,  pese  a  la  dureza  de  sus  calificativos  contra  el 
doctor  Mariano  Zavaleta. 


44 


la  misma.  Empero,  la  realidad  revolucionaria  exigía  como 
expediente,  al  menos  una  solución  de  emergencia  y  echados 
a  dar  por  el  sendero  de  la  «epiqueya>,  vale  decir,  de  una 
equidad  benigna  y  prudente,  que,  por  circunstancias  de 
excepción,  pudiera  alcanzar  el  fin  deseado  al  margen  de  la 
ley  hispana,  pero  dentro  de  la  intención  del  legislador,  pro- 
hijó un  statu  quo  o  modus  operandi,  de  sentido  conciliador. 
De  aquí  nació  con  auspicios  doctorales,  el  derecho  suce- 
sorio en  favor  de  la  nueva  soberanía;  y  de  tal  fuente  emanó 
a  su  vez,  la  reforma  eclesiástica  del  ministro  Rivadavia, 
primer  fruto  del  patronato  nacional  argentino. 

Con  lo  precedentemente  expuesto,  denotamos  la  caren- 
cia de  una  definición  sinalagmática  acerca  de  tal  derecho 
de  Patronato,  pues  que  hubiese  sido  menester  un  aveni- 
miento de  las  dos  partes  contratantes,  imposible  a  todas 
luces  de  afianzar,  ante  el  abismo  político  cavado  entre  la 
metrópoli  y  sus  dominios.  Empero,  la  posición  oficial  de 
la  Iglesia  frente  a  la  Revolución,  quedó  concretada  en  una 
cauta  y  vigilante  adaptación  a  los  hechos  consumados. 

No  vamos  a  detenernos  en  el  detalle  de  la  colaboración 
directa  del  clero  en  el  hecho  de  la  emancipación.  Este  tópico 
no  encuadra  en  los  límites  precisos  de  una  biografía,  por  lo 
demás,  notablemente  esclarecido  por  publicistas  y  maestros 
de  prestigio  6.  Tampoco  haremos  mérito  de  algunos  episo- 
dios que  acusan  las  consecuencias  de  la  Revolución  en  el 
orden  religioso,  como  ser  la  relajación  y  pérdida  de  la  dis- 
ciplina monástica,  que  erigió  al  gobierno  de  la  Junta  en 
árbitro  único  de  las  desavenencias  entre  patriotas  y  espa- 
ñoles. Con  ello,  en  resumen,  no  se  hizo  más  que  intensificar 
las  regalías  hechas  efectivas  en  la  designación  de  provin- 
ciales, prohibición  del  ministerio  sacerdotal  lesionando  dis- 


6  Cfr.:  Carhia  R.  D.,  La  revolución  de  Mayo  y  la  Iglesia;  Carranza  A.  P.,E¡  clero 
argentino  de  1810  a  1830;  Piaggio  Mons.  A.,  Influencia  del  clero  en  la  Independencia 
argentina;  Legón  F.  J.  y  otros. 


45 


posiciones  canónicas,  cuanto  a  otros  aspectos  de  la  vida 
activa  de  la  clerecía,  utilizando  el  píilpito  en  tribuna  de 
propaganda  para  la  causa  de  la  independencia. 

Nada,  o  en  todo  caso  muy  poco,  en  materia  de  lealtad 
religiosa  puede  achacarse  al  futuro  Deán,  pues,  como  ya  lo 
consignamos,  ejerció  el  provisorato  en  los  años  12,  13  y  14, 
y  es  sabido  que  la  mayor  interferencia  del  gobierno  en  la 
Iglesia  ocurre  a  partir  de  fechas  posteriores.  Sin  embargo, 
dejamos  expresa  constancia  que  en  mayo  de  1812,  el  doctor 
Zavaleta  proyectó  algunas  directivas  a  fin  de  que,  en  los 
sermones  se  aludiese  con  encomio  la  obra  del  nuevo  sistema 
revolucionario,  velando  por  el  bien  de  la  patria  naciente, 
o  rogando  en  la  misa  por  la  «causa  de  nuestra  libertad  . 
En  dos  o  tres  ocasiones  vióse  precisamente  en  la  necesidad 
de  levantar  el  espíritu  cívico  de  los  feligreses  y  dirigió  circu- 
lares reservadas  al  clero,  estimulando  el  «amor  a  la  Patria 
que  ocupa  —  decía  —  el  lugar  más  distinguido  después  de 
Dios  en  el  orden  de  la  caridad».  (Arch.  Nac.  Leg.  de  Culto). 

La  primera  Junta,  en  1810,  había  formulado  consultas 
a  los  doctores  Funes  y  Aguirre  acerca  de  nombramientos 
eclesiásticos,  entre  otros  el  de  magistral  del  Cabildo,  que 
habría  de  ocupar  como  hemos  visto,  el  doctor  Zavaleta. 
Los  dictámenes  fueron  contestes  en  afirmar  que,  el  derecho 
de  Patronato  no  era  una  regalía  afecta  a  la  persona  de  los 
reyes,  sino  a  la  soberanía;  de  donde  deducía  que  tal  derecho 
residía  en  el  nuevo  gobierno.  Como  se  destacará  al  tratar 
del  «Memorial  Ajustado»  de  1834,  el  criterio  de  Zavaleta 
fué  muy  neto.  En  el  estatuto  de  1815,  en  el  de  1817  y  en  la 
constitución  de  1819,  juró  en  forma  explícita  que  la  religión 
católica,  apostólica,  romana,  era  la  religión  del  Estado,  y 
que  todo  hombre  debería  respetar  el  culto  público  y  la  reli- 
gión santa  del  Estado,  a  punto  que,  cualquiera  infracción 
sería  mirada  como  una  violación  de  las  leyes  fundamentales 
del  país.  De  ahí  que,  insistiese  en  el  Congreso  del  24,  para 
que  se  entendiera  que  el  gobierno  debe  a  la  Iglesia  la  más 


46 


eficaz  y  poderosa  protección,  así  como  los  habitantes  del 
país  todo  respeto,  cualesquiera  fuesen  sus  opiniones  privadas. 

Igualmente  del  punto  de  vista  administrativo  y  canónico, 
fué  amplio  el  pensamiento  de  Zavaleta  para  toda  decisión  justa 
y  amistosa  que  pudiese  afectar  a  la  alta  dignidad  de  su  rango, 
y  así  ha  comprobado  el  doctor  Legón7  que  el  obispo  Del 
Pino,  en  1812-13  ejerció  funciones  episcopales  en  Buenos 
Aires  con  la  exclusiva  autorización  del  vicario  capitular. 

Entremos  ahora  al  examen  legislativo  de  la  reforma 
eclesiástica,  que  como  dijo  Avellaneda,  había  «herido  en 
carnes  vivas»;  por  cuanto  de  «las  celdas  mismas  de  los 
conventos  se  escapan  rumores  siniestros  y  hasta  embozadas 
amenazas».  Aquello  fué  obra  de  las  circunstancias,  un  coro- 
lario del  sometimiento  a  la  aquiescencia  gubernativa,  tra- 
ducido en  banderías  de  claustro  y  subversión  del  orden  en 
relajada  disciplina.  Como  lo  anota  Carbia  «el  desquicio, 
empero,  sólo  afectó  profundamente  al  voto  de  obediencia, 
siendo  imperceptible  en  el  acervo  documental  que  la  época 
ha  dejado,  las  transgresiones  públicas  a  los  otros  votos 
sobre  los  que  se  cimenta  la  vida  religiosa.  Sin  embargo 
— ■  agrega  —  nadie  dudó  de  que  ese  estado  de  cosas  requería 
una  enmienda,  y  fué  ella  intentada  durante  el  gobierno  de 
don  Martín  Rodríguez  y  bajo  el  ministerio  de  don  Bernardino 
Rivadavia»  8. 

Obra  de  un  regalismo  contagioso  y  avasallador  a  la  usanza 
Carolina,  fué  desplegado  sin  miramientos,  pero  con  propó- 
sito alto  e  intención  clara.  Una  serie  de  decretos  precedió 
al  proyecto  de  ley  y  en  la  aplicación  de  los  mismos  se  pro- 
dujeron protestas,  anticipando  las  actitudes  airadas  que  más 
tarde  sobrevinieron.  El  Provisor  del  Obispado  en  sede  va- 
cante, que  lo  era  entonces  el  doctor  Mariano  Medrano,  de 


7  Faustino  J.  Legón,  Doctrina  y  ejercicio  del  patronato  nacional,  p.  468  y  sgts.,  citado 
por  Carbia,  loe.  cit.,  p.  84. 

8  Carbia,  op.  cit.,  p.  90.  Editorial  Huarpes. 


47 


respetable  memoria,  fué  quien  abriera  la  querella  ante  la 
Legislatura  de  la  Provincia.  Rivadavia  le  advirtió  en  res- 
puesta que  «el  gobierno  es  independiente  y  por  lo  tanto  no 
hay  una  autoridad  a  quien  apelar  de  sus  medidas,  y  que 
cuando  acuerda  éstas  tiene  siempre  presentes  las  leyes  (en) 
cuya  observancia  no  sólo  se  esfuerza  a  dar  ejemplo,  sino 
a  trabajar  con  una  constancia  prudente  pero  inquebran- 
table, en  que  este  país  tan  digno  de  mejor  suerte,  obtenga 
cuanto  antes  las  leyes  ilustradas  a  que  le  ha  dado  derecho 
su  independencia  y  las  de  que  se  halla  en  necesidad  para 
adquirir  el  honor  y  la  prosperidad  que  le  corresponde»  9. 

A  esta  nota  siguió  otra  del  Provisor,  que  Rivadavia 
mandó  archivar  por  «insubordinada  ,  y  ya  en  trance  de 
conflicto  el  doctor  Medrano,  el  8  de  julio,  recurrió  a  la 
Sala  de  Representantes  pidiendo  la  nulidad  de  los  varios 
decretos  del  Poder  Ejecutivo,  petición  a  la  que  se  adhirieron 
con  sendos  memoriales  los  religiosos  dominicos,  mercedarios 
y  recoletos.  La  Sala,  con  buen  espíritu,  llegó  a  la  conclusión 
luego  de  agitado  debate,  de  recabar  del  gobierno  la  suspen- 
sión de  tales  medidas  hasta  la  sanción  de  la  ley  de  la  ma- 
teria. Mas,  tan  pronto  el  Poder  Ejecutivo  presentó  su  minuta 
de  ley  sobre  la  anunciada  reforma  eclesiástica,  el  Provisor 
reinició  su  contienda  a  la  que  Rivadavia  replicó  con  aspe- 
reza, pese  a  la  argumentación  sustentada  de  índole  jurídica 
en  afirmación  de  su  competencia  y  jurisdicción,  a  punto 
tan  extremo  que  solicitó  la  destitución  del  prelado.  De  la 
información  que  suministra  el  Diario  de  sesiones  se  infiere 
que  las  opiniones,  en  su  casi  totalidad,  fueron  contrarias 
al  Provisor,  porque,  en  efecto,  la  Sala  acordó  la  destitución 
demandada  y  el  Cabildo  debió  reasumir  el  gobierno  ecle- 
siástico a  la  espera  de  la  elección  del  nuevo  vicario  10. 


9  Archivo  General  de  la  Nación:  Culto,  1822. 

10  Sin  entrar  en  el  sutil  examen  que  fuera  menester,  estimamos  del  mayor  interés 
la  publicación  del  R.  P.  P.  Avelino  Gómez  Ferreyra  S.  J.,  titulada  El  abate  Sallusti, 


18 


En  esta  situación  tan  crítica  como  penosa  se  entró  a 
la  discusión  de  la  reforma  legal,  el  9  de  octubre  de  1822; 
si  bien,  felizmente,  en  ninguna  oportunidad,  prejuicio  alguno 
ni  móvil  oculto  afectó  el  dogma  de  la  Iglesia,  reverenciada 
en  todo  momento.  El  proyecto  rivadaviano  fué  pasado  a 
estudio  de  una  comisión  compuesta  por  los  diputados  Some- 
llera,  Castex,  Gallardo,  Díaz  y  Zavaleta,  bajo  la  presi- 
dencia de  este  último  n. 

La  cuestión,  en  puridad  de  verdad,  estaba  ya  mal  pre- 
parada de  antemano  con  las  medidas  y  actitudes  que  hemos 
señalado,  derivadas  de  un  conjunto  de  circunstancias  en 
su  mayor  parte  de  orden  civil  que  colocó  su  desarrollo  en 
terreno  falso,  llevando  a  reacciones  extremas,  pues  que  las 
hubo  en  el  periodismo,  en  el  orden  doctrinal  y  en  el 
motín  armado  de  Tagle.  Se  percibió  de  inmediato  una  con- 
fusión de  ideas,  mezcla  de  regalismo  autoritario  y  centra- 
lista, frente  a  un  desborde  escrito  que  comprometía  las 
pasiones,  desde  los  presbiterios  —  como  dice  Estrada  —  hasta 
el  último  rincón  del  hogar  doméstico.  Habría  que  agregar, 
que  el  comentario  postrero  a  este  sacudimiento,  no  fué  ni 


en  Archivum,  t.  1.,  p.  178  y  sigts.,  donde  aparece  la  autobiografía  y  el  opúsculo  > 
del  que  fuera  secretario  de  la  Misión  Mu:i.  De  toda  su  profusa  relación  tomamos 
lo  atinente  al  conflicto  de  Medrano  con  Rivadavia,  por  aquello  de  que  «l'enfant 
terrible»  suele  soltar  alguna  verdad  chispeante  en  medio  de  indiscreciones.  En  el 
«Apéndice  >  intitulado  Del  carácter  y  actual  cultura  de  los  americanos  civilizados,  la 
cosecha  es  abundante.  Contiene  la  nota  que  hemos  mencionado  como  presentada 
a  la  H.  Junta  de  RR.,  nota  que  pone  en  trasparencia  el  calificativo  de  Mons.  Muzi 
respecto  de  Medrano,  a  quien  incluía  entre  los  «hombres  de  celo  exagerado  y  tur- 
bulento». Por  su  parte,  el  abate  Sallusti  no  titubea  en  atribuir  a  la  imprudencia  y 
agresividad  del  Provisor  Medrano,  las  dificultades  sobrevenidas,  pues  que  por  falta 
de  tacto  no  obtuvo  la  revocación  del  controvertido  decreto  y  evitado  la  ya  ine- 
vitable destitución.  Con  mayor  insistencia  se  lamenta  del  P.  Castañeda,  inconte- 
nible en  invectivas  y  sarcasmos,  cuyas  «tan  mordaces  y  satíricas  expresiones  a  una 
suprema  potestad»  le  hicieron  «reo  de  todos  los  males  que  de  allí  podían  seguirse». 
Véase  como  complemento  la  información  que  trae  R.  Piccirilli  en  Rivadavia  y  su 
tiempo,  t.  2,  p.  180  y  sigts. 

11  «Dictamen  de  la  Comisión  de  Legislación  sobre  la  Minuta  de  Ley  para  la 
Reforma  del  Clero  presentada  por  el  Gobierno  a  la  H.  Junta  de  Representantes  de 
la  provincia  de  Buenos  Aires».  Imprenta  de  la  Independencia,  año  1822.  Folleto 
de  23  páginas. 


49 


tan  verídico  ni  tan  sereno  como  hubiese  sido  de  desear,  el 
cual,  desplazado  a  otros  móviles  y  encendido  por  la  pasión 
política,  puso  en  juego  el  sagrado  nombre  de  la  religión 
para  suscitar  banderías.  Aun  en  nuestros  días,  falta  en 
algunos  publicistas  la  ecuanimidad  necesaria,  exagerando  o 
tergiversando  ciertos  gestos  cuyas  consecuencias  fueron  las 
comunes  a  los  demás  de  toda  una  época;  o  bien,  enfocando 
con  criterio  arcaico  y  sin  discriminación,  la  naturaleza  y 
causa  de  actos  que  juzgamos  al  presente  al  tenor  igualitario 
de  una  ordenación  democrática  constitucional,  que  vela  por 
los  derechos  y  dignidad  del  culto  y  del  ser  humano  en  la 
vida  de  relación,  con  respeto  y  justicia  12. 

Acotemos  en  síntesis  las  razones  a  que  obedecía  la  re- 
forma siguiendo  el  dictamen  unánime  de  los  miembros  de 
la  Comisión  y  teniendo  a  la  vista  el  proyecto  inicial.  Desde 
luego,  el  juicio  sin  disidencias  de  los  firmantes  del  despacho 
lo  es,  en  el  del  convencimiento  de  que  la  transformación 
y  mejoramiento  de  la  serie  de  leyes  sancionadas  entonces, 
debía  abarcar  todo  el  cuerpo  del  Estado,  pues  «que  no 
existe  entre  nosotros  clase  alguna  por  privilegiada  que  se 
suponga,  a  quien  no  pueda  y  deba  también  alcanzar  aquella 
disposición  general».  La  Comisión  puntualiza  como  justi- 
ficativo el  estado  de  desorden  y  sus  vicios  correlativos,  por 
lo  que  no  hay  discrepancia  en  llevar  a  cabo  la  reforma, 
si  bien  en  disidencia  con  gran  parte  del  plan  propuesto 
por  el  gobierno,  en  especial  lo  de  matiz  canónico. 


12  El  general  San  Martín  en  cierta  ocasión  (carta  al  general  Tomás  Guido,  desde 
París,  en  febrero  de  1834)  debió  referirse  al  motín  armado  de  Tagle.  Su  juicio  con- 
denatorio, nos  da  el  significado  moral  del  episodio.  Dice  así:  «...  la  tentativa  del 
doctor  Tagle  en  el  año  23,  en  que  con  solo  180  pillos,  estuvo  en  el  vuelco  de  un 
dado  en  derribar  un  gobierno,  que  es  menester  confesar  fué  el  mas  popular  en  Bue- 
nos Aires  en  aquella  época».  Por  su  parte  Rivadavia,  en  tres  documentos:  La  «pro- 
clama» del  20  de  marzo,  la  circular  de  «el  Gobierno  Delegado  a  la  campaña  de  Bue- 
nos Aires»,  del  22  de  marzo;  y  en  la  «orden  del  día»  del  23,  denunció  su  espíritu 
anárquico  y  el  afianzamiento  por  parte  del  gobierno  de  las  garantías  ciudadanas 
contra  los  crímenes  de  la  turba. 


50 


En  ese  dictamen  se  estructuró  la  reforma  en  dos  partes: 
la  primera,  teniendo  en  vista  el  clero  en  general,  especial- 
mente el  secular;  la  segunda  iba  dirigida  a  la  organización 
del  clero  regular,  procediendo  a  desecharla  «tomando  por 
base  no  la  supresión  de  los  regulares,  sino  su  reforma»  con 
artículos  redactados  al  efecto.  Tanto  con  referencia  a  la 
abolición  del  fuero  eclesiástico  como  a  la  supresión  de  las 
casas  de  regulares,  con  excepción  de  los  monasterios  de 
monjas,  la  Comisión  dispuso  no  aceptar  esas  soluciones, 
excluyéndolas  de  su  despacho.  Diríase  que  la  Comisión  veló 
por  su  independencia  respecto  de  la  influencia  ministerial 
y  que,  en  lo  fundamental,  dió  soluciones,  propias.  El  dicta- 
men parece  ser  obra  personal  del  Deán  Zavaleta  y  abundó 
en  consideraciones  para  demostrar  la  inconveniencia  de  la 
supresión  de  las  congregaciones  de  regulares,  pues  lo  que 
se  perseguía  no  era  la  abolición  de  la  vida  monástica,  sino 
un  cabal  ajuste  al  espíritu  de  sus  institutos.  El  voto  que  dió 
la  Cámara  se  refirió  únicamente  a  los  bethlemitas  y  las 
órdenes  menores,  dejando  subsistentes  las  principales.  Fueron 
menester  cinco  sesiones  para  llegar  a  la  sanción  aprobada. 
No  puede  ocultarse  la  impresión  de  este  debate  en  que  más 
privó  —  y  ello  es  curioso  —  la  pasión  política  opositora 
que  el  respeto  al  derecho  canónico,  como  lo  prueba  la  acu- 
sación de  sectaria  a  la  obra  reformista,  pese  a  que  se  la 
estimó  reclamada  por  la  santidad  de  la  religión  del  Estado. 

Para  la  mejor  comprensión  de  todo  lo  dicho  quedaron 
testimoniadas  algunas  circunstancias  de  la  decadencia  mo- 
nástica sobrevenida  con  la  fuerza  aluvional  de  las  revolu- 
ciones políticas.  Y  a  fuer  de  probidad,  bien  está  que  verifi- 
quemos esos  antecedentes  con  la  luz  necesaria  para  iluminar 
el  panorama  social  de  entonces.  Me  refiero  a  la  opinión 
imparcial  del  Deán  Funes,  la  cual  consta  en  su  autobiografía, 
en  quien  cabe  presumir  se  hallase  dotado  de  toda  autoridad. 
El  mismo  recuerda  que  para  la  dilucidación  de  la  reforma 
rivadaviana  se  fundó  en  1822  el  periódico  El  Centinela,  en 


cuya  redacción  intervino  asiduamente.  Allí  se  hace  mérito, 
de  lo  «necesaria  de  una  reforma  en  la  que  debía  entrar  la 
supresión  de  los  con  ventos^.  Se  agrega  que  Funes,  «en  sus 
artículos  procuró  hacer  ver,  que  si  bien  las  instituciones 
monásticas  fueron  muy  útiles  en  los  tiempos  de  su  creación,  y 
dieron  copiosos  frutos  de  santidad  y  letras,  atendida  la  relaja- 
ción que  las  ha  retirado  a  una  distancia  inmensa  de  sus  reglas 
en  esta  Capital,  sin  una  esperanza  fundada  de  volver  a  su 
observancia,  exigía  su  abolición  una  razón  de  Estado.  Para 
mayor  comprobación  de  su  aserción  hizo  también  mérito  de 
que  en  general  estas  instituciones  estaban  en  oposición  al 
espíritu  del  siglo,  en  términos  que  ni  aún  por  medio  de  un 
artificioso  enganche,  se  podía  conseguir  un  solo  novicio»  13. 

Por  resolución  del  ministro  Rivadavia  —  con  respecto  al 
cual  la  Comisión  de  Legislación  mantuvo  señalada  distancia 
en  las  normas  que  propuso  — ,  el  Gobierno  encomendó 
al  Deán  cordobés  la  traducción  de  la  obra  de  Pedro  Claudio 
Francisco  Daunou,  Ensayo  sobre  las  garantías  individuales, 
que  se  publicó  también  en  1822  con  comentarios  acerca 
de  la  tolerancia  civil  y  religiosa  en  materia  de  libertad  de 
cultos  14.  Finalmente,  en  1825,  el  talentoso  Deán  fustigó  la 
obra  de  Juan  Antonio  Llórente,  en  su  Examen  crítico  de  los 
discursos  sobre  una  constitución  religiosa  considerada  como  parte 
civil.  Llórente  ha  quedado  igualmente  desconceptuado  bajo 
el  rigor  exegético  del  ilustre  Menéndez  y  Pelayo,  quien 
demostrara  el  cúmulo  de  sus  errores  y  fingimientos  en  sus 
ataques  a  la  Iglesia  Católica,  pues  se  había  propuesto  audaz- 
mente promover  un  cisma  religioso,  aprovechando  de  la 
actitud  política  de  la  revolución  hispano-americana  15. 


13  Véase  G.  Furlong  Carimff  S.  J.,  BiO'bibliografía  del  Deán  Funes,  Córdoba  1939, 
p.  46. 

14  Furlong,  opinión  cit.,  pp.  288-296,  donde  se  incluye  el  juicio  del  virtuoso  Cas- 
tro Barros. 

15  Idem,  op.  cit.,  pp.  348  a  355,  que  permite  apreciar  la  profundidad  teológica 
del  doctor  Funes. 


r>2 


Las  objeciones  críticas  de  ser  la  reforma  anticanónica, 
tenían  también  como  se  ve,  su  fundamento:  No  todas  fueron 
disposiciones  encuadradas  en  principios  de  conveniencia 
pública,  de  carácter  administrativo-financiero  y  en  garan- 
tías constitucionales  de  orden  civil  y  político.  Hubo  también 
y  ello  es  curioso,  determinaciones  libradas  a  la  jerarquía 
eclesiástica,  respecto  de  las  cuales,  el  Provisor  Mariano 
Zavaleta  y  no  el  Deán,  con  quien  se  le  confunde,  fué  de 
mano  larga  en  su  ejecución  con  ostensible  abuso.  Fué  este 
Provisor,  gobernador  del  obispado,  quien  tiró  el  decreto 
del  4  de  enero  de  1823  con  una  reglamentación  que  excedió 
en  ciertos  aspectos  el  alcance  de  los  términos  formales  de 
la  ley  16. 

Es  conveniente  puntualizar  para  salvar  equivocadas  in- 
terpretaciones, que  el  dictamen  de  la  comisión  que  presidía 
el  Deán  Zavaleta,  acusó  desde  el  primer  momento  una  acen- 
tuada prudencia  y  ecuanimidad  antes  de  responder  a  las 
exigencias  del  poder  ejecutivo,  haciéndolo  con  la  circuns- 
pección requerida  en  un  tema  candente  que  a  sus  ojos  se 
evidenciaba  con  hechos  notorios  hacia  una  intervención 
legislativa.  «Doce  años  de  revolución  —  decía  Zavaleta  — 
en  que  el  país,  dividido  siempre  en  pequeñas  facciones, 
pareció  destinado  a  formar  el  patrimonio  de  los  que  las 
presidían,  fueron  más  que  suficientes  para  minar  las  bases 
y  hasta  arruinar  enteramente  el  edificio  social.  Alguna  vez 


16  Sería  redundante  referirnos  a  otros  aspectos,  pormenores  y  resultancias  de 
la  reforma  rivadaviana.  Puede  el  lector  seguir  las  investigaciones  meritorias  de  R. 
Carhia  y  las  monografías  de  Haydee  F.  de  Longoni,  Rivadavia  y  la  reforma  eclesiás- 
tica, 1947;  Enriqi  e  Udaondo,  Antecedentes  del  presupuesto  de  culto  en  la  República 
Argentina,  1949.  Las  opiniones  de  estos  autores  son  dispares  entre  sí  y  no  conclu- 
yentes.  Mas  especialmente  recogemos  la  autorizada  versión  de  Mons.  Nicolás  Fa- 
solino  en  su  mencionada  obra,  donde  se  aduce:  «Si  hubo  relajamiento  en  los  claus- 
tros, faltó  el  carácter  revelado  en  luchas  pequeñas  y  rivalidades  internas  para  ma- 
nifestarlo ante  las  imposiciones  del  poder;  pero  más  que  culpas  de  las  personas,  lo 
era  de  las  doctrinas  anticatólicas  y  en  especial  anti-romanas  en  que  los  actores  ha- 
bíanse educado  en  las  universidades  coloniales  .  Op.  cit.,  p.  118.  Ello  por  lo  que 
toca  a  los  dictámenes  fiscales  del  doctor  Antonio  Sáen;,  doctorado  en  la  Univer- 
sidad regalista  de  Charcas. 


53 


les  fué  necesario  a  aquéllas  capitular  con  los  vicios,  san- 
cionar el  desorden  y  autorizar  la  inmoralidad.  Era  preciso 
un  prodigio  para  que  una  clase  entera,  una  corporación  y 
aun  sólo  un  número  considerable  de  individuos  salvase 
sin  ser  tocados  de  ese  contagio  universal.  Entretanto,  los 
males  subsistentes  comprobaban  no  haberse  obrado  ese 
milagro». 

Y  desde  luego,  sobre  el  fuero  eclesiástico,  la  Comisión 
advertía  que  era  prematuro  el  propósito  de  la  supresión 
sin  que  aun  hubiesen  desaparecido  otros  fueros,  el  militar 
entre  ellos.  Así  declara:  «Harto  demuestra  la  experiencia, 
que  no  se  obtiene  la  igualdad  legal  subsistiendo  la  distin- 
ción de  fueros».  De  aquí  que,  la  Comisión  proyectase  el 
nombramiento  de  una  subcomisión  especial  para  preparar 
una  ley  que  derogue  todo  fuero  personal  y  deslinde  con 
claridad  éste  del  fuero  real  o  de  causas,  que  es  indispen- 
sable subsista.  Entonces  —  dice  —  será  llegado  el  tiempo  de 
demostrar  que  el  fuero  personal  eclesiástico  sobre  materias 
civiles  y  crímenes  comunes  es  de  derecho  positivo  humano...». 

Pero  más  especialmente  observó,  acerca  de  la  supresión 
de  las  Casas  de  Regulares,  el  artículo  veinte  del  proyecto 
de  Rivadavia  que  la  comisión  rechazó  de  plano.  Luego  de 
exponer  amplios  fundamentos  (desde  la  pág.  10  a  la  16), 
decidió  en  justicia  y  de  modo  unánime,  por  reformar  y  no 
suprimir  las  congregaciones.  A  su  juicio,  la  Sala  de  Repre- 
sentantes tenía  atribuciones  legales  para  sancionar  una  u 
otra  solución,  «sin  menoscabo  de  su  fe  y  sin  hacer  el  más 
mínimo  ataque  a  la  religión  sagrada  que  profesa,  venera 
y  ama».  Empero  la  supresión  ni  era  en  su  sentir  de  conve- 
niencia pública,  ni  resultaba  evidente  al  Pueblo.  Estudia  en 
consecuencia  la  cuestión  con  «pulso  y  discreción»,  porque 
«es  necesario  confesar»  que  desde  la  infancia  se  han  visto 
los  trabajos  apostólicos  realizados  entre  los  aborígenes  con 
los  mayores  riesgos  y  peligros,  prodigando  la  sangre  y  la 
vida  de  sacerdotes  y  en  múltiples  actos  de  caridad.  Por  des- 


Si 


gracia  en  ese.  tiempo  revolucionario  de  que  se  ha  hecho 
mención  «no  se  ignorn .  .  .  que  se  han  introducido  en  los 
claustros  la  insubordinación,  la  falta  de  respeto  a  las  leyes 
y  estatutos,  la  disipación  y  otros  excesos,  que  conocen  y 
lloran  los  verdaderos  religiosos  .  Por  ello,  la  Comisión  de- 
seaba el  remedio  de  los  males  denunciados,  pero  no  la  des- 
trucción de  los  institutos.  Por  otra  parte,  circunstancias 
y  ventajas  acreditaban  que  el  clero  regular  hacía  falta  en  el 
desempeño  del  ministerio  sacerdotal  en  consideración  al 
limitado  número  de  seculares. 

De  otro  ángulo,  la  comisión  con  visión  clara  del  propó- 
sito ministerial  advierte  una  vez  más:  «Tal  es  el  artículo 
veinte  del  proyecto  que  hoy  tiene  en  espectativa  al  pueblo, 
dividido  en  dos  contrarias  opiniones:  que  sirve  de  pretexto 
a  pasiones  innobles  disfrazadas  con  el  supuesto  nombre  de 
celo  por  la  religión,  y  que  se  ha  hecho  ruidoso  entre  nos- 
otros, mas  por  la  animosidad,  poco  decoro,  groseras  invec- 
tivas, sarcasmos  y  personalidades,  con  que  abusando  hasta 
un  extremo  escandaloso  de  la  libertad  de  la  prensa,  han 
sostenido  el  pro  y  el  contra  algunos  de  nuestros  periodistas, 
que  por  lo  extraño  que  debiera  parecer  entre  personas  de 
regular  instrucción,  el  que  el  se  propusiese  a  la  Sala,  por, 
si  juzga  necesaria  o  conveniente  su  sanción.  La  Comisión 
conoce  la  crítica  posición  en  que  se  halla  colocada.  .  .  sabe 
que  de  ningún  modo  podrá  evitar  la  censura.  .  .». 

Era  igualmente  de  observar  que  en  distintos  pasajes  del 
extenso  dictamen,  los  diputados  presintieron  esa  crítica 
aguda  y  la  admonición  severa,  pues  que  emplearon  de 
intento  expresiones  alusivas  a  sus  individuales  conciencias. 
Así  por  ejemplo  en  lo  referente  a  la  abolición  de  los  diez- 
mos dicen:  «En  la  discusión  que  se  tenga  para  sancionar 
este  artículo,  demostrará  que  esta  medida  sin  oponerse  a 
alguna  ley  divina  como  algunos  lo  han  pretendido,  o  ecle- 
siástica universal,  es  útil  al  público,  a  los  labradores  y  hacen- 
dados contribuyentes,  y  a  los  ministros  mismos  que,  partí- 


55 


cipes  sólo  de  una  tercera  parte  de  que  aun  tienen  que  sufrir 
los  descuentos  de  media  annata  y  tres  por  ciento  del  semi- 
nario, están  hechos  el  único  objeto  de  la  más  amarga  cen- 
sura». 

Finalmente,  ante  la  anarquía  producida  por  la  situación 
de  muchos  conventos,  unos  dependientes  y  otros  no  de  los 
obispos  diocesanos,  el  dictamen  expresa:  «Estudiosamente 
prescinde  en  esta  parte  la  Comisión  de  hacer  valer  la  auto- 
ridad civil  para  ordenar  la  subordinación  al  Ordinario, 
porque  trata  de  cerrar  todo  refugio  a  los  que  repugnan  una 
medida  que  reclama  el  interés  público  y  el  de  la  religión. 
Sabe  que  aun  así,  no  faltarán  declamaciones.  La  fuente 
más  copiosa  de  sofismas  y  errores  es  la  voluntad.  Por  aquel 
medio  que  a  su  modo  de  ver  dicta  la  prudencia  y  la  justicia, 
el  pueblo  sentirá  las  ventajas  o  tocará  el  desengaño;  y  de 
todos  modos  la  autoridad  legislativa  se  pondrá  en  mejor 
aptitud  para  poder  reconsiderar  este  grave  negocio  y  deli- 
berar con  más  acierto». 

No  está  demás,  siquiera  como  rápida  acotación  ilustra- 
tiva de  la  ley  de  1822,  hacer  mérito  de  lo  que  con  toda 
propiedad  puede  considerarse  población  eclesiástica.  En  nues- 
tro país,  como  en  el  resto  del  continente,  durante  el  siglo 
xvm  y  comienzos  del  xix,  tenía  su  mayor  agrupamiento  en 
las  principales  ciudades,  sin  desconocer  por  ello  el  signifi- 
cado de  sus  establecimientos  en  las  viejas  misiones  y  en 
la  campaña  de  Córdoba,  hecho  evidenciado  por  los  her- 
mosos conventos  de  Alta  Gracia,  Jesús  María  y  otros. 
La  población  censada  en  el  virreinato  era  en  1778  de  477 
regulares  y  70  seculares.  Naturalmente  que  para  los  oficios 
religiosos,  predicación  y  enseñanza,  estas  cifras  resultan 
harto  insuficientes.  Después  de  la  expulsión  de  los  jesuítas 
por  Carlos  III,  y  a  raíz  de  ella,  escribía  el  Obispo  de  Tucu- 
mán:  «No  sé  que  hemos  de  hacer  con  la  niñez  y  juventud 
de  estos  países.  ¿Quién  ha  de  enseñar  las  primeras  letras? 
¿Quién  hará  misiones?  ¿En  dónde  se  han  de  formar  tantos 


56 


clérigos?».  Es  notorio  que  en  el  decurso  de  los  años  la  po- 
blación acreció  en  todos  los  órdenes  de  actividades  y  que 
el  mundo  religioso,  por  consiguiente,  tenía  multiplicadas 
sus  cifras  en  la  época  de  la  reforma  rivadaviana.  Con  todo, 
ésta  tuvo  alguna  gravitación,  porque  como  informa  el  doctor 
Carbia,  casi  el  90  %  de  los  religiosos  de  la  provincia  de 
Buenos  Aires  abandonaron  las  celdas  conventuales,  obte- 
niendo la  exclaustración.  Por  lógica  implicancia,  esto  deter- 
minó el  aumento  benéfico  del  clero  secular  en  los  curatos, 
y  la  construcción  de  templos  en  las  ciudades  y  en  el  campo  17 . 

Para  terminar  y  a  fuer  de  imparciales,  nos  vemos  preci- 
sados a  reproducir  aquí  el  severo  juicio  del  distinguido 
historiador  Fray  Jacinto  Carrasco  O.  P.,  a  quien  deseamos 
mentar  en  esta  exégesis  biográfica,  no  obstante  compren- 
derle las  generales  de  la  ley,  pues  es  notorio  y  público,  que 
la  orden  dominica  a  la  que  pertenece  cayó  bajo  el  veto 
ministerial,  la  cual  respondió  con  inflamados  panfletos  que 
exhiben  lo  objetivo  y  subjetivo  de  la  querella  de  1822. 

Dice  el  P.  Carrasco:  «En  la  futura  historia  eclesiástica 
argentina  le  dará  mucho  que  hacer  al  historiador  que  con- 
temple su  figura,  (la  de  Zavaleta),  un  tanto  severa  y  sombría, 
y  quiera  abarcar  en  un  cuadro  sinóptico  los  largos  y  varia- 
dos trabajos  con  que  llenó  su  caudalosa  existencia.  Pero 
más  trabajo  tendrá  cuando  quiera  conciliar  su  conducta  de 
sacerdote,  profesor  de  teología  y  Deán  de  la  Catedral, 
- —  dígase  de  un  subdito  incondicional  de  la  Iglesia  — ,  con 
su  exagerado  regalismo,  que  lo  constituyó  en  uno  de  los 
pilares  de  la  reforma  eclesiástica  de  Rivadavia.  Esta  «his- 
toria» descubrirá,  a  poco  andar,  que  los  ocho  sacerdotes 
diputados  en  la  Sala  de  Representantes  de  Buenos  Aires 
cuando  se  discutió  esa  ley,  eran  todos  regalistas  también; 
y  no  aducirá  por  cierto  ese  hecho  para  explicar  (ya  que  no 
para  justificar)  la  conducta  del  Deán  Zavaleta,  sino  para 


17  Doctor  Carbia,  loe.  cit.,  p.  114. 


57 


condenarlos  a  todos,  como  extraviados  por  un  falso  patrio- 
tismo» 18. 

Parécenos  que  el  respetable  investigador  prejuzga  y  hasta 
se  confunde  desde  cierto  punto  de  vista.  Más  adelante,  insiste: 
«Aflojados  los  muelles  y  resortes  de  la  disciplina  religiosa 
en  ambos  cleros,  tocóle  actuar,  y  no  gloriosamente  por 
cierto,  en  la  famosa  reforma  eclesiástica  de  Rivadavia». 
A  continuación  recuerda:  «Ya  he  dicho  que  la  historia 
tendrá  que  juzgarlo  con  rigor».  Pero  enseguida  aclara  su 
pensamiento:  «Como  Deán  de  la  Catedral  de  Buenos  Aires, 
por  lo  general,  su  conducta  tuvo  que  someterse  a  lo  extra- 
ordinario de  las  circunstancias  porque  pasaba  la  Iglesia». 

Ha  quedado  probado  que  el  regalismo  de  Zavaleta  no 
fué  exagerado,  pues  que  aparece  muy  por  debajo  del  concepto 
expresado  en  ese  sentido  por  el  Deán  Funes.  Tampoco 
puede  admitirse  fuera  un  pilar,  o  si  se  quiere  el  pilar  de  la 
reforma,  ya  que  hemos  discriminado  la  acción  del  Provisor 
Mariano  Zavaleta  que  soportó  todo  el  peso  de  su  ejecución. 
Por  último,  lo  de  «falso  patriotismo»  carece  de  significación 
interpretativa  y  más  aparenta  ser  el  ribete  de  un  eufemismo. 
Lo  substancial  es  que  el  P.  Carrasco  reconozca  «aflojados 
los  muelles  y  resortes  de  la  disciplina  religiosa  en  ambos 
cleros»,  y  que  «lo  extraordinario  de  las  circunstancias»  de- 
terminó la  conducta  de  las  autoridades.  La  «historia»  siem- 
pre juzga  con  rigor  cuando  se  funda  en  la  justicia  y  la  verdad, 
las  cuales  evidentemente,  lejos  de  perjudicar,  enaltecen  al 
Deán.  Pero,  no  nos  toca  a  nosotros  dictar  la  «ardua  sen- 
tencia». Sólo  reparamos  en  que  no  es  verídico  ni  justo  dar 
por  no  escritos  los  altos  propósitos  expresados  unánime- 
mente por  la  Comisión  actuante;  y  menos  todavía  aceptar 
el  criterio  histórico  que  ignora  los  hechos  y  disocia  la  con- 


18  Léase  el  interesante  escrito  de  Fr.  Jacinto  Carrasco  O.  P.,  Don  Juan  Manuel 
de  Rozas  y  el  Obispado  del  Deán  don  Diego  Estanislao  Zavaleta,  en  Archivum,  t.  I,  cuad. 
Io,  pp.  129  y  133.  Buenos  Aires.  1943. 


38 


ciencia  de  solidaria  responsabilidad,  cuando  en  plena  revo- 
lución y  clarificación  de  las  ideas,  la  Iglesia  debía  ser  am- 
parada de  su  orfandad  y  recuperada  de  los  abusos  e  indis- 
ciplinas con  que  se  la  había  apartado  de  su  misión  y  amor 
a  Dios.  Más  adelante,  en  el  capítulo  IX,  hacemos  el  análisis 
psíquico  del  «furor  de  gobernar». 

Está  dicho  ya  que  al  Deán  se  le  conoció  mal  y  se  juzgó 
su  obra  unilateralmente  por  críticos  que  pretendieron  sellar 
la  última  palabra  sin  la  debida  profundización.  No  perci- 
bieron en  Zavaleta,  al  integérrimo  un  tanto  «severo  y  som- 
brío», para  marcar  paralelos,  digamos  por  ejemplo,  con 
Julián  S.  de  Agüero,  y  aun  en  liza  con  sus  demás  colegas  de 
banca  legislativa.  El  Deán,  durante  la  azarosa  gestión  sigue 
imperturbable,  libre  y  desapasionado;  no  medroso  ni  hosco. 
Al  contrario,  transparente  en  conciencia  y  convicciones, 
sentidamente  definidas  en  procura  de  un  ideal  cívico-reli- 
gioso. .  .  Y  volveremos  a  encontrarle  años  más  tarde  en 
circunstancias  de  prueba,  donde  vemos  jugar  a  muy  pocos, 
tomar  la  pluma  para  escribir,  como  si  fuera  su  última  con- 
fesión o  el  coloquio  de  la  lealtad  con  su  apostolado,  estas 
palabras  de  unidad  espitirual:  «repetir  y  ratificar  la  profesión 
pública  de  mi  fe  política;  y  prevenir  en  parte  los  ataques, 
—  que  en  razón  de  las  opiniones  que  vierta  — ,  pudieran 
hacerse  a  mi  fe  religiosa,  obligaciones  sagradas  de  que  no  debo 
desatenderme  >  19. 


19  Estas  expresiones  fueron  emitidas  en  ocasión  de  la  consulta  que  se  le  hi:o 
sobre  Patronato  Nacional,  en  el  Memorial  Ajustado,  año  1834.  No  está  demás  que 
agreguemos,  respecto  de  su  versación  de  teólogo,  que  existen  dictámenes,  desgracia- 
damente dispersos,  sobre  materias  de  considerable  importancia.  Podemos  recordar 
desde  luego  su  opinión  acerca  del  recurso  interpuesto  por  los  religiosos  de  Cór- 
doba reclamando  la  nulidad  de  su  profesión  solemne.  También  sobre  dispensa 
en  el  matrimonio  de  hereje  con  católico.  Ambas  consultas  en  la  Biblioteca  Nacional 
Ms.  Nos.  8026  y  4269  de  los  años  1837  v  1829,  respectivamente. 


59 


Capítulo 

IV 


DOS  ORACIONES  SAGRADAS:  LA  REVOLUCION  DE 
MAYO  Y  LA  DECLARACION  DE  LA 
INDEPENDENCIA 

Capítulo  aparte  corresponde  a  la  dualidad  oratoria,  pues 
que  el  doctor  Zavaleta  se  destacó  con  rasgos  propios  como 
orador  sagrado  y  como  orador  parlamentario.  En  lo  pri- 
mero, desde  el  pulpito  de  nuestra  Catedral  se  le  oyó  en  dos 
circunstancias  de  resonancia  histórica,  porque  esas  dos  ora- 
ciones fueron  pronunciadas  con  el  respaldo  jerárquico  de 
sus  funciones  eclesiásticas,  en  homenaje  a  la  Revolución 
de  Mayo  en  1810  y  en  loor  de  la  Declaración  de  la  Inde- 
pendencia en  1816,  aunando  al  sacerdote  con  el  patriota, 
en  un  todo  inseparables.  En  lo  segundo,  oyósele  igualmente 
desde  la  banca  de  los  diputados  de  Buenos  Aires  y  en  los 
Congresos  constitucionales  de  1817  y  1824,  así  también  en  la 
tribuna  de  la  representación  ministerial  de  la  Legislatura 
de  Mendoza  en  1823,  coronando  una  misión  nacional  de 
unión  entre  los  pueblos.  Mas,  este  segundo  aspecto  perte- 
nece totalmente  a  su  actuación  política  con  figuración  incon- 
fundible, propia  del  estadista  y  del  ciudadano.  Son,  por 
consiguiente,  cátedras  diversas  cuya  proyección  interna  y 
externa  determina  la  índole  de  asuntos  tan  dispares  como 
lo  era  su  obligada  consecuencia:  en  el  pulpito,  la  exhortación 


6] 


cristiana;  en  el  parlamento,  la  polémica  abierta  de  vuelo 
institucional. 

La  semana  turbulenta,  la  de  los  días  decisivos  de  Mayo 
es  la  de  la  emancipación,  pues  como  lo  declaró  de  modo 
expreso  el  virrey  Cisneros  en  su  conocido  informe  de  agonía 
al  Rey,  «la  obra  estaba  meditada  y  resuelta ».  Los  patriotas, 
en  efecto,  daban  por  indiscutible  que  España  había  cadu- 
cado y  que  en  nombre  del  pueblo  se  convocara  a  «Cabildo 
Abierto»  para  decidir  la  permanencia  o  no  del  virrey  en 
sus  funciones.  El  22  de  mayo,  entre  los  vecinos  convocados, 
figuraron  como  asistentes  al  acto  veintiséis  sacerdotes,  entre 
ellos  los  doctores  Juan  Nepomuceno  de  Solá,  cura  de  Mont- 
serrat y  Antonio  Sáenz,  secretario  del  venerable  Cabildo 
Eclesiástico  e  inolvidable  primer  rector  de  la  universidad 
de  Buenos  Aires,  hecho  que  nos  refleja  el  verdadero  clima 
de  familia  con  respecto  a  Zavaleta,  pues  que  los  tres,  vincula- 
dos por  la  sangre  l,  el  sacerdocio  y  el  sentimiento  patriótico, 
presentan  en  la  unidad  excepcional  de  sus  rasgos,  el  alto  ideal 
de  libertad  con  que  soñaron  su  propio  destino.  A  los  tres 
los  consumió  un  ardiente  apostolado  por  Dios  y  por  la 
Patria.  El  doctor  Zavaleta,  empero,  no  participó  de  la  vo- 
tación famosa,  no  obstante  estar  en  íntimo  contacto  con 
todo  el  grupo  revolucionario  de  sus  condiscípulos  y  amigos. 
Sabemos  sí,  pese  a  su  temperamento  retraído  por  exceso 
de  modestia,  que  alentó  en  todo  lo  que  pudo  el  movimiento 
rebelde.  Fué  concurrente  al  cenáculo  privado  de  los  diri- 
gentes principales  y  en  una  ocasión  dio  opinión  certera 
sobre  el  giro  de  los  acontecimientos.  Era,  efectivamente, 
asiduo  al  «club»  en  casa  de  Rodríguez  Peña  y  allí,  el  día 
23  de  mayo,  congregada  la  mayor  parte  de  la  juventud 
y  de  los  hombres  más  destacados  contra  la  continuación 
del  virrey  en  el  mando,  debió  hablar  para  decidir  a  Castelli 
a  no  renunciar  su  designación  en  la  Junta,  porque  en  él 


Eran  primos  hermanos  Solá  y  Zavaleta,  y  sobrino  de  ambos  el  doctor  Sáenz. 


62 


todos  cifraban  la  esperanza  del  éxito  contra  la  confabula- 
ción de  los  cabildantes  europeos.  El  historiador  López  nos 
relata  que  luego  -de  oírse  varios  pareceres,  el  doctor  don 
Diego  Estanislao  Zavaleta  se  adhirió  a  la  opinión  de  Tagle, 
y  como  era  —  agrega  —  un  sacerdote  venerable,  tenido  por 
hombre  de  grande  sensatez,  acabaron  todos  por  concordar 
en  que  era  indispensable  que  Castelli  aceptara  el  nombra- 
miento para  integrar  el  nuevo  gobierno,  sin  perjuicio  de 
continuar  excitando  al  pueblo  a  que  se  alzase  contra  el 
"arbitrio"  con  que  el  Cabildo  había  violado  lo  resuelto  en 
el  Congreso  del  día  22»  2. 

Mas,  es  singular  la  característica  de  este  hombre,  que 
si  bien  volcado  por  entero  en  la  causa  patricia  no  ha  de 
olvidar  su  misión  sacerdotal,  guardando  así  una  serenidad 
apacible  para  no  caer  en  la  desorbitación  de  su  verdadero 
papel  entre  el  dogma  y  la  política,  entre  la  doctrina  y  los 
hechos,  entre  el  ministro  del  altar  y  el  tribuno  del  pueblo. 
Su  exhortación  del  año  10  vale  como  ejemplo,  porque 
religioso  aclama  la  paz  y  el  honor.  «No  esperéis,  señores, 
—  dijo — ,  que  desde  este  lugar  santo  os  hable  yo  otro  len- 
guaje que  el  de  la  verdad  >.  El  pulpito,  en  efecto,  reclamaba 
el  juicio  de  la  conciencia  y  del  bien.  En  seguida  agregó:  «Sois 
demasiado  católicos  y  piadosos  para  que  no  censuréis  justa- 
mente mi  conducta  si  tuviera  el  sacrilego  atrevimiento  de 
prostituir  mi  sagrado  carácter».  Proclamaba  de  este  modo 
su  posición  en  el  templo.  Subrayó  entonces  el  concepto 
patrio  de  un  modo  que  salvara  cualquier  equívoco:  «Un  ora- 
dor profano  —  exclamó  —  podrá  tomar  a  su  cargo  elogiar 
desde  una  tribuna  la  sublimidad  de  vuestros  leales  patrióticos 
pensamientos  y  empresas,  pero  a  un  orador  sagrado  sólo  le 
corresponde  instruiros  y  excitaros  a  la  piedad». 

Para  la  mejor  compenetración  de  la  oración  de  Zavaleta 
debemos  traer  a  la  memoria  una  vez  más  al  Deán  Funes, 


López  V.  F.,  Historia  de  la  República  Argentina,  t.  III,  p.  53. 


í>3 


quien  desde  la  tribuna  sagrada  abrió  un  juicio  que  fué  «la 
primera  piedra  de  la  Revolución,  reconociendo  la  existencia 
del  Contrato  Social».  Corría  entonces  el  año  de  1789  y  el 
motivo  fué  el  homenaje  tributado  en  Córdoba  a  la  memoria 
del  rey  Carlos  III,  recientemente  fallecido.  Si  Funes,  en  tal 
circunstancia,  insinuó  el  derecho  revolucionario,  Zavaleta, 
en  su  meditada  Exhortación  a  los  «hijos  y  habitantes  de 
Buenos  Aires  el  30  de  mayo  de  1810,  en  la  solemne  acción 
de  gracias  por  la  instalación  de  su  Junta  Superior  Provi- 
sional y  de  Gobierno»  3,  reafirmó  con  la  referencia  a  los 
hechos  de  esa  semana  gloriosa  la  verdad  de  la  revolución. 
Un  mérito  de  excepcional  oportunidad  dio  mayor  relieve  aún 
a  su  palabra  insinuante,  pronunciada  en  la  Catedral  Metro- 
politana y  en  presencia  de  las  autoridades  ungidas  por  esa 
Revolución. 

«El  honor  —  dijo  Zavaleta — ,  alma  sin  duda  de  vuestras 
intenciones,  os  hizo  tomar  las  medidas  más  justas  y  las 
providencias  más  acertadas  para  impedir  esos  grandes  des- 
órdenes que  suelen  acompañar  y  seguirse  a  las  conmociones 
populares.  .  .  Instalasteis  una  Junta  depositaria  de  vuestros 
derechos  para  que,  provisionalmente,  os  gobierne  y  vele 
sobre  vuestra  seguridad  y  la  de  estos  vastos  y  preciosos 
dominios.  .  .  Siempre  que  volváis  la  vista  a  los  memorables 
días  22,  23,  24  y  25  de  mayo  de  1810,  deberéis  levantar 
vuestro  corazón  a  Dios...». 

Luego,  con  gravedad,  agregó:  «Debéis  tranquilizaros  des- 
pués de  haber  instalado  vuestro  Gobierno.  Debéis  estre- 
charos con  los  fuertes  vínculos  de  la  paz  y  caridad  para 
disfrutar  bajo  el  nuevo  Gobierno  las  ventajas  de  una  amable 


3  «Exhortación  cristiana  /  dirigida  /  a  los  hijos  y  habitantes  /  de  Buenos-Ayres  / 
el  30  de  Mayo  de  1810  /  en  la  solemne  acción  de  gracias  /  por  la  instalación  /  de  su 
/  Junta  Superior  Provisional  /  de  Gobierno  /  por  el  Dr.  D.  Diego  de  Zabaleta  Ca- 
tedrático /  de  Teología  en  los  reales  estudios  de  esta  Capital  /  =bigote=  Con  Supe- 
rior Permiso:  /  En  Buenos-Ayres:  /  en  la  Real  Imprenta  de  Niños  Expósitos^.  16 
páginas. 


64 


E]£ft£)RT ACION  CRISTIANA 

DIRIGIDA 

A  LOS  HIJOS  Y  HABITANTES 

de  Buenos-Ayres 

EL  30  DE  MAYO  DE  1810 


.TI  7 


IN  LA  SOLEMNE  ACCION  DE  GRACIAS 

POR    LA  JNSTALACION 


DE'SÜ 


JUNTA  SUPERIOR  PROVISIONAL 

DE  GOBIERNO 

JPon  xí  Dñ.  D.  Diego  de  2  aba  leva  Catedrático 
de  Teología  en  ios  reales  estudios  de  esta  Capital. 


CON  SUPERIOR  PERMISO: 
EN  BUENOS-AYRES: 
En  la  Real  Imprenta  de  Niños  Expósitos. 


VIII.  —  Oración  sagrada  pronunciada  ante  la  Junta  Revolucionaria  a  los  cinco  días 
su  posesión  del  mando.  Ejemplar  del  autor.  1810 


sociedad.  .  .»  Y  en  seguida,  en  tono  de  discreta  prevención? 
repuso:  «Cualquiera  novedad  que  intentarais  os  desacre' 
ditaría  entre  los  pueblos  cultos  y  os  expondría  a  los  mayores 
desastres.  Vuestra  veleidad  e  inconstancia  serían  el  objeto 
de  su  justa  censura;  y  tal  vez  una  guerra  civil  en  que  unos 
a  otros  os  despedazaseis,  su  infeliz  resultado;  si  es  que  antes 
los  perturbadores  de  la  tranquilidad  pública  no  sufrían  un 
riguroso  pero  ejemplar  y  justo  castigo. 

» Desde  el  momento  mismo,  en  que  os  persuadisteis  que 
un  tropel  de  circunstancias  desgraciadas  os  habían  devuelto 
aquellos  derechos  sagrados  que  se  consideran  propios  del  hombre 
cuanto  trata  de  constituirse  en  ordenada  sociedad;  y  a  su 
consecuencia  escojisteis  y  elejisteis  de  entre  vosotros  aquellos 
sujetos  que  creísteis  más  propios  para  dirigiros  y  gobernaros, 
abdicasteis  y  pusisteis  en  sus  manos  vuestros  derechos  y  los 
revestísteis  de  un  poder  que  al  mismo  tiempo  que  los  recarga 
con  el  enorme  peso  del  gobierno,  los  autoriza  de  modo  que 
ya  les  debéis  obediencia,  honor,  amor  y  gratitud». 

Este  párrafo,  con  la  buena  nueva,  instruyó  al  pueblo 
que  escuchaba  del  fundamento  doctrinario  y  sentido  revo- 
lucionario del  gobierno  propio.  Y  luego  de  repetir  textual- 
mente el  orador,  el  concepto  de  Funes  acerca  del  Pacto 
Social  y  la  aspiración  legítima  de  todo  ciudadano,  acentuó 
Zavaleta  con  firmeza:  «Este  es  el  origen  de  las  sociedades  civiles 
y  el  principio  de  donde  se  deriva  toda  autoridad,  aun  la  soberana». 

A  partir  de  esta  reflexión,  la  dialéctica  se  vuelca  en  el 
sentido  inexorable  de  la  legitimidad  de  la  Junta,  y  por  ende, 
de  la  obligación  del  pueblo  entero  de  prestarle  total  acata- 
miento. 

Al  término  de  su  «exhortación»,  obsérvase  que  el  ilustre 
Deán  puntualiza  su  propósito  patricio  proselitista,  acerca 
del  reciente  orden  de  cosas:  «...  la  nueva  Junta  —  exclamó  — 
tiene  por  fin  principal  el  conservar  ilesos  aquellos  mismos 
derechos  que  sostuvisteis  a  costa  de  vuestra  sangre  y  vida  (aludía 
a  las  invasiones  inglesas).  .  .  .Sí  señores.  Así  lo  manifiesta 


66 


el  acta  solemne  de  su  instalación,  el  juramento  que  pres- 
taron sus  individuos,  y  la  juiciosa  y  edificante  fórmula  del 
que  la  misma  Junta  ha  exigido  a  todas  las  corporaciones 
y  tropas  de  esta  gran  capital». 

En  aquel  inmenso  concurso  de  gentes,  que  colmaba  el 
centro  y  las  naves  laterales  del  espacioso  templo,  la  admo- 
nición del  doctor  Zavaleta  debió  tener  la  fuerza  de  una 
conminatoria.  Cinco  días  escasos  se  habían  cumplido  del 
estremecimiento  capitular  con  la  eliminación  del  virrey  y 
de  la  erección  de  la  Junta  allí  presente,  reverenciada  con 
honores  litúrgicos  y  militares.  Bastaría,  en  verdad,  esta  com- 
probación física  de  asistencia  personal,  para  percibir  sin 
esfuerzo  la  sensibilidad  del  auditorio  y  el  eco  de  aquella  voz 
tenida  siempre  por  austera  y  grave.  Allí  alternaron  las  fla- 
mantes autoridades  con  la  vieja  sociedad  porteña  y  todo  un 
abigarrado  público  de  militares,  empleados,  comerciantes, 
escolares  y  servidumbre  doméstica.  Una  tácita  conformidad 
de  la  conciencia  ciudadana  parecía  responder  a  aquella 
presentación  oficial  requerida  de  obediencia;  manera  pri- 
mordial de  iniciar  con  signos  de  vida,  la  nueva  misión  de 
los  mandatarios. 

A  la  salida  de  la  catedral,  como  final  de  aquella  cere- 
monia, se  exteriorizó  algo  más:  la  unidad  de  pensamiento 
religioso  y  político  a  través  del  primer  fruto  patrio.  Porque 
aquellos  ungidos  del  pueblo,  aplaudidos,  vivados  y  asistidos 
de  muchedumbre,  anudaban  el  vínculo  de  solidaridad  revo- 
lucionaria hacia  un  ideal  de  libertad  política,  que  era  trasunto 
fiel  de  autonomía  y  nacionalidad.  Así,  pues,  el  discurso, 
exponente  promisor  del  nuevo  Estado,  hallaba  su  conse- 
cuencia y  repercusión  anímica  en  la  fuerza  empírica  del 
hecho  que  acababa  de  consumarse  bajo  las  bóvedas  cate- 
dralicias y  el  manto  de  la  Providencia. 

Pasemos  ahora  a  la  segunda  fecha  histórica.  Pero  antes 
digamos  que  en  el  año  10  había  quedado  fundada  la  repú- 
blica. Sin  detenernos  a  considerar  la  participación  del  doctor 


67 


Zavaleta  en  las  asambleas  de  abril  y  octubre  de  1812,  dada 
la  precariedad  de  esas  convocatorias,  como  en  lo  relativo 
al  «Estatuto  Provisional»  de  ese  año,  dentro  del  cual  como 
parte  integrante  tenía  su  significado  la  Junta  Protectora  de 
la  libertad  de  imprenta,  en  la  que  el  doctor  Zavaleta  actuó 
como  juez  electo.  Es  notorio  que  la  asamblea  de  abril  fué 
disuelta  por  Rivadavia,  por  haberse  arrogado  ésta  el  título 
de  gobierno  superior.  La  excitación  del  pueblo  contra  el 
Triunvirato,  provocó  el  movimiento  sedicioso  del  8  de 
octubre  que  llevó  una  vez  más  el  Cabildo  al  mando  supremo. 
La  nueva  convocatoria  para  una  asamblea  constituyente 
acusó  un  progreso  institucional  por  cuanto  se  procuraba  un 
sistema  de  gobierno  para  regir  a  las  Provincias  Unidas. 
El  doctor  Zavaleta,  pese  a  su  representación,  lo  era  electo 
por  Tucumán,  adoptó  un  carácter  prescindente,  excusando 
su  asistencia  por  sus  múltiples  ocupaciones.  En  1814  se 
creó  el  cargo  de  «Director  Supremo»  recayendo  la  honrosa 
designación  en  don  Gervasio  Antonio  de  Posadas.  Con  este 
motivo  el  primer  magistrado  recuerda  en  sus  Memorias  su 
consulta  a  Zavaleta.  Lo  dice  con  entera  ingenuidad  y  lla- 
neza: «.  .  .bajo  las  relacionadas  garantías  publicadas  en  la 
más  solemne  forma,  me  dispuse  y  resolví  encargarme  de  la 
suprema  magistratura.  Preparé  las  cortas  arengas  que  con- 
sulté previamente  con  el  señor  Provisor,  gobernador  del 
obispado  dr.  don  Diego  Estanislao  Zavaleta,  dignidad  de 
Deán  de  esta  Santa  Iglesia  Catedral,  y  con  su  dictámen  y 
aprobación  personado  que  fui  en  la  Asamblea  el  expresado 
día  31  de  enero  de  1814  a  presencia  de  todas  las  corpora- 
ciones y  de  un  inmenso  concurso  de  gentes  de  todos  estados 
y  condiciones,  fui  juramentado,  ocupé  el  distinguido  asiento 
que  me  señalaron ...»  etc. 4. 


4  Memorias  y  autobiografías,  editadas  por  el  Museo  Histórico  Nacional,  t.  I, 
p.  159. 


68 


En  el  año  16,  tras  un  lustro  de  arrebatos,  decepciones 
y  vicisitudes  múltiples,  se  significaba  la  alternativa  de  cum- 
plir la  palabra  empeñada  o  de  perecer  en  la  contienda. 
En  ese  momento  histórico  una  declaración  extraordinaria, 
solemnísima  y  provocativa,  dirá  al  mundo  que  ha  nacido 
una  nueva  nación  soberana,  que  derriba  falsas  creencias 
políticas  y  principios  errados.  Nuestros  proceres  lanzaron 
su  desafío  al  porvenir,  comprometiendo  sus  nombres,  sus 
vidas  y  al  país  mismo.  La  convicción  moral  y  la  fe  patrió- 
tica fueron  su  fuerza. 

El  viernes  13  de  septiembre  se  proclamó  y  juró  en  Bue- 
nos Aires,  del  modo  más  consagratorio,  el  decreto  augusto  , 
como  le  llama  la  Gaceta,  «de  la  Representación  Soberana 
de  los  Pueblos  Argentinos  que  los  eleva  al  rango  y  preemi- 
nencias de  nación  independiente  ,  según  la  declaración  del 
Congreso  de  Tucumán,  del  9  de  julio  de  ese  1816  5.  En  esa 
mañana  —  se  llamó  en  la  crónica  «el  día  grande  de  Buenos 
Aires»  —  el  Presidente  del  Cabildo  «enarbolando  la  bandera 
nacional*  tomó  al  pueblo  el  siguiente  juramento:  Juráis  a 
Dios  nuestro  Señor  y  esta  señal  de  la  Cruz,  promover  y 
defender  la  libertad  de  las  Provincias  Unidas  en  Sudamérica 
y  su  independencia  del  rey  de  España  Fernando  VII,  sus 
sucesores  y  metrópoli  y  toda  otra  dominación  extranjera?^ 
«¿Juráis  a  Dios  nuestro  Señor  y  prometéis  a  la  Patria  el 
sostén  de  estos  derechos  hasta  con  la  vida,  haberes  y  fama?  > 
—  Sí,  juramos — fué  la  respuesta  estentórea  del  pueblo. 
«Si  así  lo  hiciereis,  Dios  os  ayude  y  si  no,  El  y  la  Patria 
os  hagan  cargo». 

Con  asistencia  de  todas  las  corporaciones,  jefes  y  em- 
pleados civiles  y  militares,  acompañando  al  director  del 
Estado  don  Juan  Martín  de  Pueyrredón,  y  en  presencia 
de  un  numeroso  concurso,  se  celebró  en  la  Iglesia  Catedral 


5  Gazeta  de  Buenos  Ayres,  sábado  21  de  septiembre  de  1816,  n°  73,  p.  299  de  la 
reimpresión  facsimilar. 


69 


una  misa  solemne  de  acción  de  gracias  «al  Protector  Eterno 
de  nuestra  libertad».  En  ese  acto,  de  conmovido  sentimiento 
cívico  y  religioso,  subió  al  pulpito  nuestro  ilustre  Deán, 
quien  como  dice  la  crónica  «desempeñó  con  aplauso  una 
oración  análoga  a  su  elevado  objeto». 

Tócanos  como  posteridad,  descubrirnos  reverentes  ante 
las  sombras  de  aquellos  varones  componentes  de  un  «ilustre 
Senado»,  como  le  denomina  un  noble  espíritu  de  nuestras 
letras,  que  hizo  del  Congreso  la  asamblea  más  representa- 
tiva y  nacional  del  alma  argentina  que  haya  existido  jamás 
en  los  anales  patrios. 

El  discurso  de  Zavaleta  que  suponemos  como  todos  los 
suyos  de  fondo  y  forma  acreditados  por  su  erudición,  parece 
haberse  perdido.  La  búsqueda  acuciosa  no  ha  dado  el  resul- 
tado apetecido  y  habremos  de  resignarnos  a  recoger  el  eco 
de  su  éxito  que  registra  la  prensa  de  la  época.  Lumina  verbi, 
en  el  decir  de  Cicerón,  que  llevaron  luz  y  esplendor  a  la 
ciudadanía  porteña  en  la  fecha  inolvidable.  Fué  siempre 
notorio  cómo  Zavaleta  aplicaba  su  erudición  teológica  a  las 
cuestiones  políticas  que  eran  las  humanas,  avanzando  gene- 
ralmente una  idea  dominante  en  sus  características  medita- 
ciones, hondas  y  patrióticas.  Por  el  extracto  aparecido  en 
El  Observador  Americano  sabemos,  que  su  «oración  panegí- 
rica eucarística,  llenó  todos  los  objetos  de  su  elevado  asunto, 
ya  como  predicador  evangélico,  ya  como  orador  patriota». 
Según  el  articulista,  se  demostró  no  sólo  «la  justicia  de  la 
declaración  de  nuestra  independencia,  por  la  injusticia  con 
que  la  España  nos  ha  hecho  y  está  haciendo  la  más  san- 
griente  guerra»,  cuanto  «por  la  incapacidad  en  que  el  rey 
español  se  halla  de  protegernos  al  paso  que  intenta  domi- 
narnos». Tal  el  argumento  político  de  los  hechos  pasados 
y  el  dictado  de  las  circunstancias  presentes  a  fin  de  demos- 
trar «la  obligación  de  sostener  y  la  esperanza  de  conservar 
la  independencia  nacional».  Agrégase  que  en  el  final  de  su 
discurso,  Zavaleta  con  elocuencia  puso  de  relieve  el  favor 


70 


del  cielo  en  nuestra  causa,  el  espíritu  de  religiosidad  en  el 
pueblo  y  el  amparo  de  Dios  con  «repetidas  pruebas  de  velar 
y  cuidar  de  nosotros»  6.  Aparte  lo  transcripto  de  la  Gaceta 
de  Buenos  Aires,  debemos  recordar  la  descripción  de  las 
fiestas  que  con  el  título  de  «Día  de  Buenos  Aires»,  diera 
a  la  estampa  en  1816  el  sabio  y  poeta  don  Bartolomé  Mu- 
ñoz, de  ilustre  memoria,  en  folleto  raro  codiciado  de  los 
bibliófilos7.  Allí  se  destaca  por  tan  calificado  testigo,  la  ora- 
toria de  Zavaleta  y  se  alude  a  esa  ceremonia  religiosa  que 
prestigiara  con  su  presencia  el  Director  Supremo.  Una  pro- 
cesión cívica  acompañó  a  las  autoridades  hasta  el  Fuerte, 
y  desde  los  balcones  del  Cabildo  se  arrojó  al  pueblo  unas 
hojas  impresas  conteniendo  el  Acta  de  la  Independencia. 
En  las  noches  de  los  días  13,  14  y  15  se  iluminó  toda  la 
ciudad  y  especialmente  —  dice  el  opúsculo  —  la  Plaza  de  la 
Victoria.  Finalmente,  otra  referencia  coetánea  la  tenemos, 
redactada  por  el  doctor  Julián  Alvarez,  en  el  número  80 
de  la  Gaceta  de  Buenos  Aires  (1818),  quien  expresa:  «Predicó 
el  señor  doctor  don  Diego  Estanislao  Zavaleta,  dignidad 
Deán  de  esta  Santa  Iglesia  Catedral  de  Buenos  Aires,  y  la 
edificación  de  un  concurso  lucidísimo  y  muy  numeroso, 
correspondió  bien  al  mérito  personal  y  literario  del  respe- 
table orador».  (Nro.  80  del  miércoles  22-VII-1818). 


6  El  Obszrvador  Americano,  N°  5  del  lunes  16  de  septiembre  de  1816,  pág.  42. 

7  Día  de  Buenos  Aires  en  la  proclamación  de  la  independencia  de  las  Provincias  Uni- 
das del  Río  de  la  Plata,  por  el  presbítero  Bartolomé  Doroteo  Muñoz,  1816.  Imprenta 
del  Sol,  20  páginas  en  4o- 


71 


Capítulo 

V 


ZAV ALETA  Y  EL  CONGRESO  DE  TUCUMAN 

Un  humilde  libro  manuscrito,  encuadernado  en  perga- 
mino, inédito  e  ignorado  durante  una  centuria,  permanecía 
sepultado  en  los  legajos  del  archivo  de  los  Tribunales,  guar- 
dando el  secreto  de  la  elección  de  los  representantes  de 
Buenos  Aires  al  Congreso  de  Tucumán.  Tuve  la  fortuna 
de  hallarlo  y  señalarlo  al  encargado  de  la  sección  de  his- 
toria, de  la  Facultad  de  Filosofía  y  Letras,  para  su  publica- 
ción De  los  167  folios,  un  tercio  corresponde  a  las  elec- 
ciones de  diputados,  el  resto  a  las  capitulares  y  en  especial 
a  las  «instrucciones»  de  1816,  nutridas  de  derecho  político 
y  de  revelación  histórica.  Comprende  el  interesante  período 
de  1815  a  1820  y  allí  está  trazado  el  rumbo  de  la  magna 
Asamblea  que  declaró  la  Independencia. 

El  legajo  contiene  integralmente  las  «sesiones  de  la  Hono- 
rable Junta  electoral»,  nacida  ésta  como  cuerpo  permanente 
del  minucioso  estatuto  de  1815.  Las  elecciones  se  hicieron 
en  la  ciudad  y  en  la  campaña.  Cada  ciudadano,  bajo  cu- 
bierta cerrada  y  sellada,  votó  por  doce  electores  y  en  el 


1  Cfr.:  Documentos  para  la  Historia  Argentina,  t.  VIII,  que  contiene  el  notable 
estudio  del  brillante  historiador  Carlos  Correa  Luna  sobre  Antecedentes  porteños 
del  Congreso  de  Tucumán,  publicado  bajo  la  dirección  del  doctor  Emilio  Ravignani, 
quien  se  hizo  cargo  del  hallazgo.  (Loe.  cit.,  p.  XII). 


73 


Cabildo,  en  presencia  de  todos  los  regidores,  se  procedió 
al  escrutinio. 

Fueron  proclamados  electores:  los  doctores  Diego  E.  de 
Zavaleta,  Darregueyra,  Anchoris,  Medrano,  Arana,  Chorroa- 
rín,  Gascón,  Tagle,  J.  J.  Anchorena,  Montes  de  Oca,  Antonio 
Sáenz  y  Francisco  Belgrano,  todos  ellos  de  la  Capital.  El  es- 
crutinio  dio  a  Zavaleta  sesenta  votos  más  que  a  Darregueyra 
y  más  de  ciento  sobre  el  resto  de  la  lista.  No  sabríamos 
a  qué  atribuir  esa  mayoría  tan  abrumadora  en  favor  de 
Zavaleta  2.  El  22  de  agosto  de  1815,  reunidos  éstos  en  la 
Sala  de  Ayuntamiento  con  los  once  electores  de  la  cam- 
paña, efectuaron  la  elección  de  los  diputados  al  Congreso 
Nacional,  que  fueron:  Pedro  Medrano,  Juan  José  Paso, 
Antonio  Sáenz,  Cayetano  Rodríguez,  Tomás  M.  de  Ancho- 
rena, Esteban  Gascón  y  el  doctor  Darregueyra;  en  total 
siete,  todos  por  un  año  y  a  los  que  la  posteridad  exorna 
por  su  actitud  en  la  fecha  gloriosa  del  9  de  julio  de  1816. 

Acaso  la  moción  de  más  peso  que  se  hizo  en  las  delibe- 
raciones de  la  Junta  fué  la  de  saber  si  gozaba  ella  de  facultad 
suficiente  para  dar  instrucciones  a  estos  diputados  del 
futuro  Congreso,  y  luego  de  debatido  el  punto  «por  unani- 
midad de  votos  »  se  declaró  que  la  Junta  debía  darlas,  a 
cuyo  fin  se  dispuso  el  nombramiento  de  una  comisión 
especial  de  cinco  individuos  que,  en  definitiva,  lo  fueron 
los  doctores  Zavaleta,  Leyva,  Chorroarín,  Anchoris  y  Castex, 
es  decir,  sus  juristas  más  notorios,  con  obligación  de  pre- 
sentarlas al  Cuerpo,  como  lo  practicaron  efectivamente  en 
la  sesión  del  11  de  septiembre.  Desde  luego  que  en  el  poder 
extendido  a  los  diputados  se  prefijó  el  mandato  de  sancionar 


2  Indudablemente  Zavaleta  fué  el  candidato  «favorito»  diremos,  pues  contó 
con  177  votos  para  diputado  al  Congreso  de  Tucumán;  Darregueyra  117;  Anchoris 
80;  Medrano  79,  etc.  Pero  no  aceptó  la  diputación  por  dos  razones  fundadas.  La 
primera,  su  modestia,  pues  sólo  se  estimaba  a  sí  mismo  como  teólogo  y  no  como 
político.  La  segunda,  el  ser  Tucumán  el  seno  de  su  familia,  poderosamente  influ- 
yente, tanto  por  su  hermano  don  Clemente,  cuanto  por  ser  tío  y  primo  de  Juan  Ma- 
nuel Silva,  los  Aráoz,  etc.,  que  constituían  un  núcleo  dominante. 


74 


la  Constitución,  mediante  una  cláusula  general  redactada 
así:  «y  procedan  inmediatamente  a  fixar  la  suerte  del  Es- 
tado, y  formar  y  dar  la  Constitución  que  ha  de  regirlo». 

Las  recordadas  instrucciones,  por  otra  parte,  aparecen 
en  el  acta  respectiva,  intercaladas  de  puño  y  letra  de  Zava- 
leta,  de  folio  47  a  48  vuelta,  con  un  preámbulo  aleccionador 
según  el  cual,  es  obligación  de  la  Junta  formular  sus  reco- 
mendaciones a  los  diputados  «para  asegurar  al  Pueblo  sus 
derechos  y  preparar  su  felicidad». 

Trátase  de  ocho  artículos  en  total,  que  corresponden 
a  los  anhelos  del  electorado.  En  primer  término  se  preco- 
niza la  necesidad  de  alcanzar  la  indivisibilidad  del  Estado, 
la  separación  y  deslinde  de  los  tres  poderes  «Legislativo, 
Executivo  y  Judiciario»>  con  expresión  de  funciones  y  atri- 
buciones. En  segundo  lugar  asegurar  al  pueblo  el  ejercicio 
de  la  soberanía  que  el  Congreso  debe  reconocer  como 
encarnada  en  sí  mismo;  crear  el  juicio  por  jurados,  de  modo 
que  jamás  pueda  dictarse  la  sentencia  si  no  por  sujetos 
iguales  al  inculpado;  ejercer  la  censura  por  medio  de 
la  libertad  de  prensa;  establecer  el  derecho  de  cualquier 
ciudadano  a  representar  la  autoridad  y  de  resistir  a  la 
misma,  cuando  se  excede  de  los  límites  que  señale  la 
Constitución. 

La  tercera  instrucción  se  ocupa  del  Poder  Legislativo, 
pues  que  el  Pueblo  «no  puede  exercer  racionalmente  por 
sí  mismo  —  dice  —  el  poder  de  hacer  leyes,  interpretarlas, 
suspenderlas  y  revocarlas»,  o  sea,  como  diríamos  en  nues- 
tros días  que  no  gobierna  ni  delibera  sino  por  medio  de 
representantes,  de  acuerdo  con  la  consabida  fórmula  cons- 
titucional. Los  doctores  Chorroarín,  Castex  y  Zavaleta, 
manifestaron  explícitamente  que  el  Poder  Legislativo  debe 
«subdividirse  en  dos  o  más  secciones  distintas,  indepen- 
dientes entre  sí  y  ordenadas  de  modo  que  la  mutua  emula- 
ción empeñe  a  todas  al  trabajo,  y  por  este  medio  se  asegure 
el  acierto  en  sus  determinaciones». 


7  o 


La  expresión  «sección»  se  refiere  naturalmente  al  sistema 
bicameral,  pues  en  la  instrucción  cuarta  se  aconseja  dejar  la  ini- 
ciativa  parlamentaria  a  la  «sección  mas  popular»  en  materia 
de  contribuciones,  empréstitos,  recursos  o  rentas  del  Estado. 

En  la  quinta  instrucción,  los  miembros  de  la  Comisión 
se  pronunciaron  partidarios  del  Ejecutivo  unipersonal.  Final- 
mente, la  Junta  previene  a  los  diputados  sobre  la  conve- 
niencia de  la  posible  reforma  de  la  Constitución,  mediante 
cláusula  que  la  estatuya  cuando  las  circunstancias  lo  exijan. 
A  juicio  del  doctor  Leyva,  el  propio  poder  legislativo  de- 
bería ser  quien  pudiese  sancionar  tal  reforma,  una  vez  recono- 
cida su  procedencia.  Un  último  voto  abriga  la  esperanza  de 
que  el  Congreso,  por  gestión  de  la  diputación,  acordase  en 
ocasión  propicia  a  la  Provincia  de  Buenos  Aires  «todo 
aquello  a  que  la  han  hecho  acreedora  sus  heroicos  sa- 
crificios por  la  libertad  de  todas  las  de  la  Unión,  y  que  sea 
compatible  con  la  felicidad  y  bien  general  del  Estado». 

El  análisis  de  estas  Instrucciones,  que  es  tema  fecundo 
y  especializado  nos  llevaría  acaso  muy  lejos,  apartándonos 
del  móvil  biográfico  que  inspira  este  ensayo.  En  consecuen- 
cia, sólo  agregaremos  que  el  doctor  Zavaleta,  votado  para 
presidir  la  Junta,  en  sesión  del  11  de  diciembre  de  1815, 
mantuvo  estrecho  contacto  con  los  representantes  y  autori- 
dades del  Congreso  de  Tucumán.  Prueba  de  ello  es  el  in- 
forme que  Zavaleta  introduce  en  la  Junta  para  conocimiento 
del  cuerpo,  redactado  y  firmado  por  el  diputado  Antonio 
Sáenz,  dando  cuenta  del  estado  en  que  quedan  los  negocios 
confiados  a  su  cargo,  a  fin  de  que  la  Junta  «forme  su  reso- 
lución sobre  conocimientos  seguros  y  exactos». 

Allí,  el  doctor  Sáenz  expone  los  «gravísimos  inconve- 
nientes que  ocurren  para  dar  al  presente  su  Constitución 
al  país»  3. 


3  Cfr.:  Acta  del  14  de  marzo  de  1817,  folio  106  a  108.  El  informe  de  Sáenz  está 
fechado  en  Tucumán  el  Io  de  febrero  de  ese  año. 


76 


Ese  trascendental  documento  comprende  tres  puntos 
capitales.  Desde  luego,  ante  lo  impracticable  que  resultaba 
el  acuerdo  de  los  diputados  para  llenar  el  fin  supremo  de 
sus  mandatos,  de  dar  en  ese  momento  la  Constitución 
tantas  veces  presentida  y  anunciada,  la  primera  proposición 
lógica  del  diputado  Sáenz  tendía  a  disminuir  la  numerosa 
representación  en  el  Congreso  por  innecesaria,  y  perjudicial 
su  «costo  tan  cuantioso».  En  seguida,  y  esto  era  fundamental 
ante  previsibles  consecuencias  más  funestas  aun,  propicia 
Sáenz  «para  evitar  que  las  provincias  vuelvan  a  su  anterior 
estado  de  disolución»  lo  cual  fatalmente  llevaría  a  la  anula- 
ción de  los  grandes  esfuerzos  de  unión  obtenidos  en  la  con- 
vocatoria, que  se  deje  uno  o  dos  diputados  por  Provincia, 
de  modo  de  formar  «una  comisión  representativa  hasta 
que  libre  el  País  de  la  lucha  en  que  está  —  dice  —  y  puesto 
en  tranquilidad,  se  convoquen  nuevos  representantes  para 
dar  la  Constitución».  Por  último,  ruega  a  la  honorable 
Junta  no  prorrogarle  los  poderes  conferidos  «por  varias 
razones  que  alega,  y  porque  si  la  diputación  es  un  beneficio, 
no  es  justo  que  él  sólo  lo  disfrute;  y  si  es  una  carga,  tampoco 
es  el  único  que  tiene  obligación  de  llevarla». 

Lo  cierto  es  que  tan  grave  comunicación  abocaba  a  la 
Junta  al  examen  político  del  País,  con  la  premura  que  existía 
considerar  el  destino  del  Congreso  y  de  sus  miembros. 
El  panorama  trazado  por  Sáenz,  acusaba  la  falla  fundamen- 
tal de  la  educación  política  de  que  hacían  gala  los  partidos 
localistas.  En  Salta  se  exteriorizaba  el  odio  a  los  porteños, 
y  en  Córdoba  se  acentuaba  que  tal  rencor  hacía  que  fuesen 
«mas  aborrecidos  que  los  españoles  ».  En  Santiago  del  Es- 
tero, la  antipatía  parecía  implacable  a  través  de  su  diputado 
Borges;  y  en  otras  representaciones,  se  auspiciaba  la  candi- 
datura de  Moldes  para  director  supremo,  quien  con  ligereza 
hacía  sorna  de  Buenos  Aires,  donde  «el  gobierno  era  una 
jerga  rota  con  que  nadie  quería  taparse».  ¡La  unidad  del 
país,  como  puede  deducirse,  parecía  quebrada!  El  pesimismo 


77 


de  Sáenz  llegaba  a  considerar  inoportuna  toda  gestión  de 
orden  constitucional,  en  presencia  de  la  anarquía  de  ideas 
y  sentimientos.  Sólo  el  Congreso,  es  el  lazo  de  unión  y 
roto  éste  se  volvería  a  la  disolución  provincial.  Tal  su  juicio 
en  cierto  aspecto  profético. 

Zavaleta,  una  vez  que  leyó  el  memorándum  de  Sáenz, 
hizo  moción  para  que  se  declarase  si  debía  o  no  tenerse 
en  consideración,  es  decir,  si  debía  debatirse  o  no  este 
informe  previamente  al  nombramiento  de  nuevos  diputados, 
pues  que  había  ya  caducado  el  término  de  los  que  se  halla- 
ban en  ejercicio  de  la  representación.  Apoyada  y  discutida 
la  moción,  se  votó  negativamente  por  pluralidad  de  votos. 
Esta  resolución  de  la  Junta  no  dejó  otra  alternativa  que 
acceder  en  consecuencia;  y  así,  por  indicación  del  general 
Juan  Ramón  Balcarce  se  procedió  a  la  elección  de  los  nuevos 
representantes  del  pueblo;  si  bien  reconociendo  antes,  por 
sugestión  del  doctor  Mariano  Medrano,  que  la  Junta  tenía 
legítimas  facultades  para  prorrogar  los  poderes  de  los  dipu- 
tados en  ejercicio.  En  resumen,  que  podía,  en  su  arbitrio 
resolver  la  prórroga  de  los  mandatos  o  proceder  a  una 
nueva  elección. 

Hecha  la  regulación  total  de  las  votaciones  resultaron 
electos  al  futuro  Congreso  Nacional,  que  habría  de  sesionar 
en  Buenos  Aires  abandonando  la  sede  de  Tucumán,  los 
doctores  Diego  E.  de  Zavaleta,  Matías  Patrón,  Luis  José 
Chorroarín,  Juan  José  Paso,  Antonio  Sáenz,  Vicente  López 
y  José  Darregueyra.  (Folio  116,  acta  del  20  de  marzo  de 
1817). 

He  aquí  que  en  esta  ocasión,  el  Deán  Zavaleta,  conse- 
cuente con  su  ingénita  modalidad,  en  gesto  humilde  que 
le  honra,  aduce  su  negativa  para  la  ocupación  de  la  banca. 
Valorando  de  inmediato  lo  honroso  del  cargo  que  se  le 
dispensaba,  sin  embargo  —  dice  — «no  se  creía  con  fuerzas 
bastantes  para  sobrellevar  el  peso  de  tan  grave  y  delicado 
cargo.  Las  arduas  materias  que  debían  tratarse  y  decidirse 


7» 


en  el  Congreso  —  agrega  —  eran  extrañas  a  su  conocimiento. 
Que  carecía  de  toda  noción  en  el  derecho  público  por 
cuanto  su  carrera,  según  era  notorio  en  esta  ciudad,  había 
sido  la  de  profesor  teólogo  puramente  y  que  no  podía  menos 
de  confesarlo  y  manifestarlo  así  a  la  faz  del  pueblo,  para 
que  teniéndolo  en  consideración  la  Junta,  lo  relevase  del 
cargo,  protestando  como  protestaba  en  caso  contrario,  no 
ser  en  ningún  tiempo  responsable  de  los  errores,  en  que 
involuntariamente  podría  incidir  por  falta  de  conocimientos 
tan  esenciales  y  cuya  responsabilidad  toda  debería  recaer 
en  la  H.  J.  que  lo  ha  elegido,  sobre  lo  que  pedía  expresa 
resolución,  retirándose  al  efecto.»  4 

Esta  renuncia  causó  verdadera  expectación,  por  cuanto 
se  le  sabía  patriota  de  la  primera  hora,  maestro  de  talla 
tan  versado  en  el  derecho  como  experimentado  en  el  go- 
bierno. No  cabía  pues,  hesitación.  El  acta  consigna:  «Y  los 
señores  acordaron  de  uniformidad  no  hacer  lugar  a  la 
excusación  .  Con  todo,  Zavaleta  no  quiso  sustraerse  a  la 
emoción  del  ambiente,  acató  la  decisión,  si  bien  renun- 
ciando a  sus  dietas  en  beneficio  del  tesoro  público.  Se  con- 
sideraba ya  suficientemente  compensado  por  la  Patria 
—  dijo  —  rogando  se  avisase  al  Cabildo  a  los  efectos  con- 
siguientes (folio  121). 

Finalmente.  Dado  lo  complejo  del  momento  y  lo  ardua 
de  la  tarea  a  emprender  en  el  Congreso,  Zavaleta,  cons- 
ciente de  la  responsabilidad  del  mandato,  hizo  presente 
en  la  sesión  del  11  de  abril,  las  dudas  que  asomaban  a  su 
conciencia  ciudadana  para  el  leal  desempeño  de  la  diputa- 
ción. Quiere,  en  unos  casos,  ajustarse  estrictamente,  y  en 
otros,  gozar  de  la  libertad  necesaria  para  fijar  su  compo- 
sición de  lugar  dentro  del  texto  y  espíritu  de  la  futura  Cons- 
titución. 


4  Loe.  cit.,  fol.  117  y  117  v.  del  libro  original  de  actas.  Cfr.:  E.  Ravicnani,  Asam- 
bleas Constituyentes  Argentinas,  t.  I,  p.  288  y  sigts. 


79 


El  pliego  de  dudas  expuestas  fué  devuelto  con  varias 
anotaciones  al  margen;  y  luego,  entregadas  las  «instruccio- 
nes» con  su  redacción  definitiva  en  nueve  artículos  y  una 
recomendación  final,  concordantes  en  su  casi  totalidad  con 
las  expedidas  el  año  15.  Añadió  como  aconsejable  el  juicio 
de  residencia  a  los  magistrados;  señalar  tiempo  a  la  duración 
del  poder  ejecutivo;  en  fin,  dar  la  Constitución  o  instar 
vivamente  para  una  ley  o  reglamento  provisional  si  aquélla 
se  creyese  inoportuna. 

Los  poderes  amplios  se  otorgaron  por  la  H.  J.  «a  todos 
juntos  y  a  cada  uno  de  por  sí,  para  que  con  los  demás  de 
los  Pueblos  y  Provincias  que  se  reunieren  procedan  a  fixar 
la  suerte  del  Estado,  y  formar  y  dar  la  Constitución  que  ha 
de  regirlo:  sin  distraerse  ni  mezclarse  en  negocios  o  recursos 
particulares  que  demorarían  y  tal  vez  impedirían  ver  reali- 
zada la  grande  obra  que  se  les  encarga.  .  . »  5. 


5  El  presidente  del  Soberano  Congreso  hizo  por  oficio  algunas  observaciones  a 
los  poderes  de  la  referencia,  luego  de  estudiados,  y  la  Junta  contestó  dicha  comuni- 
cación por  nota  aclaratoria  que  se  lee  en  el  folio  130  y  siguiente  del  libro  original 
de  actas. 


80 


Capítulo 

VI 


FIGURACION  PARLAMENTARIA:  CONGRESO 
NACIONAL  DE  1817-18  Y  LA  CONSTITUCION 
DE  1819 

En  1814,  por  las  razones  que  Zavaleta  expuso  en  su 
carta  al  doctor  Melchor  Fernández,  vese  claramente  cómo 
la  idea  de  renunciar  al  Provisorato  de  la  Iglesia  le  venía 
trabajando  de  tiempo  atrás.  Naturaleza  señera,  sin  más 
ambiciones  que  la  del  espíritu,  insiste  el  Deán  en  su  retiro, 
como  preferente  al  empleo  público  y  a  las  altas  dignidades 
ejercidas  en  medio  del  tumulto  de  los  intereses  encontra- 
dos l.  Sin  embargo,  sus  reiteraciones  no  fueron  escuchadas. 
Cuando  pudo  abandonar  el  alto  cargo  en  1815,  ya  de  modo 
definitivo,  su  reputación  estaba  hecha.  En  «una  informa- 
ción secreta  de  origen  realista  sobre  los  principales  revolu- 
cionarios del  Río  de  la  Plata%  se  escribía  sobre  él:  «Canónigo, 
hombre  justo,  literato,  goza  del  mayor  concepto  en  Buenos 
Aires  y  ha  renunciado  al  Provisorato  que  sirvió  con  pru- 
dencia. Es  llamado  a  toda  asamblea  pública;  no  admite 
empleo  alguno;  se  le  quiso  diputar  al  Congreso  y  lo  re- 
sistió .  .  .  »  2. 


1  En  la  Biblioteca  Nacional.  Fecha  24  de  febrero  de  1814,  n»  5312-5975.  Catá- 
logo de  M.  S.,  p.  237. 

2  Ricardo  Caillet-Bois  en  Boletín  del  Instituto  de  Investigaciones  Históricas,  año 
1939,  p.  19. 


81 


Trasladado  a  Buenos  Aires  el  Congreso  de  Tucumán  en 
el  año  de  1817,  el  doctor  Zavaleta  como  hemos  recordado 
en  el  capítulo  anterior,  estaba  ya  reconocido  como  dipu- 
tado por  la  Capital.  Tocóle  iniciarse  en  la  sesión  del  6  de 
junio,  absorbiendo  por  completo  la  atención  de  sus  colegas 
acerca  de  una  ponencia  de  no  entender  ni  resolver  el  Con- 
greso, los  asuntos  particulares  que  se  le  sometan.  En  esa 
reunión  se  había  manifestado  con  un  discurso  «laudable» 
dice  el  acta,  «con  toda  la  vehemencia  que  es  capaz  de  ins- 
pirar el  celo  público  y  el  deseo  de  corresponder  a  la  alta 
confianza  con  que  ha  sido  honrado  por  sus  comitentes. 
El  asunto  era  en  verdad  de  responsabilidad  inexcusable 
para  la  diputación  de  Buenos  Aires,  que  sólo  contaba  con 
facultades  limitadas,  como  ya  lo  consignamos,  excepto  para 
tratar  la  Constitución  y  organización  del  País. 

Sus  palabras,  con  las  que  planteara  la  orientación  a 
seguir,  las  conocemos  cercenadas  por  el  extracto  oficial  que 
las  publica.  Pese  a  ello,  son  lo  suficientemente  claras  y  con- 
vincentes para  fijar  un  itinerario  que,  arrancando  de  las 
instrucciones  de  la  Junta  que  él  mismo  había  contribuido 
a  sufragar,  servían  ahora  para  prevenir  los  estragos  que 
amenazaban  a  un  país  desorganizado  y  sin  ley  fundamental. 
Para  cumplir  la  «principalísima»  comisión  de  dar  la  Cons- 
titución, sería  esencial  en  su  dictamen,  evitar  la  ilimitación 
de  poderes  aplicados  a  cuestiones  extrañas  que  retardaban 
la  libertad  de  los  pueblos  comitentes. 

Se  hizo  un  amplio  debate  que  también  ocupó  las  sesiones 
de  los  días  9  y  16,  en  que  Zavaleta  con  alto  vuelo  trató  de 
los  «poderes»  que  se  reciben  de  los  pueblos,  muy  diversos 
de  los  que  usurpan  los  tiranos.  Después  de  haber  satisfecho 
varias  objecciones,  concluyó  el  orador  proponiendo  con 
precisión  la  finalidad  del  Congreso,  votándose  unánime- 
mente la  resolución  siguiente:  «Que  el  Congreso  no  conozca 
por  punto  general  en  asuntos  particulares;  y  que,  con  la 
brevedad  posible  fije  una  regla  para  los  que  no  la  tienen 


82 


en  las  leyes  que  rijen;  sin  que  esto  perjudique  que  pueda 
conocer  en  alguno  muy  raro  y  extraordinario  en  que  la 
salud  y  la  necesidad  pública  así  lo  exijan  indispensable- 
mente, a  juicio  del  mismo  Congreso  con  un  voto  sobre  las 
dos  terceras  partes  . 

El  Congreso  cobró  en  seguida  alta  jerarquía,  y  así  los 
debates  del  23  y  27  de  junio,  más  el  del  2  de  julio,  fueron 
mantenidos  en  torno  al  pensamiento  dominante  en  los 
responsables  de  la  organización;  es  decir,  se  había  llegado 
a  la  oportunidad  de  debatir  la  carta  fundamental  que  de- 
mandaba la  Nación. 

Fué  el  doctor  Sáenz,  con  un  razonamiento  erudito  digno 
de  su  renombre  en  el  derecho  público,  quien  enfocó  el 
examen  de  la  imposibilidad  de  acordar  una  Constitución 
permanente.  Godoy  Cruz  y  Aráoz  adhieren  con  reforzados 
argumentos,  para  detenerse  en  la  recomendación  de  dictar 
tan  sólo  un  reglamento  o  estatuto  apropiado  a  un  país 
pequeño  y  en  desarrollo.  Pero  Zavaleta,  deseoso  de  alcanzar 
la  meta  institucional,  refuta  partiendo  de  la  necesidad  de 
que  «cualesquiera  fuesen  sus  circunstancias  presentes,  debía 
ser  constituido »  a  fin  de  dar  al  País  bases  sólidas  de  justicia, 
deslindar  atribuciones  y  deberes,  prescindir  de  conjeturas 
y  presunciones.  Tal  decisión  no  excluiría  un  perfecciona- 
miento futuro.  En  su  dictamen,  los  estatutos  provisionales 
revocados  ya  repetidas  veces  no  gozaban  del  respeto  debido 
ni  producirían  las  ventajas  de  una  Constitución.  Además, 
dijo,  con  requerimiento,  no  era  plausible  que  los  diputados 
omitieran  lo  principal  de  sus  mandatos. 

El  doctor  Chorroarín  replicó  a  fondo,  recordando  que 
«la  forma  perpetua  de  gobierno  era  esencial  a  una  Consti- 
tución permanente,  y  que  en  el  día  no  había  representación 
bastante  para  declarar  aquella». 

Era  poner  el  dedo  en  la  llaga.  ¿Monarquía?  ¿República? 
En  aquel  momento  debió  pensarse  en  la  agitada  controversia 
tenida  en  Tucumán.  El  2  de  julio,  en  que  se  prosiguió  el 


83 


debate,  el  señor  Castro,  con  «un  discurso  enérgicamente 
pronunciado»  apoyó  la  tesis  de  Zavaleta  y  observó  con 
acierto  que  la  Constitución  «era  el  gran  principio  de  que 
debíamos  derivar  la  esperanza  de  extinguir  el  fuego  de  los 
partidos  y  de  principiar  la  reforma  de  nuestras  costumbres...». 

Ese  día,  la  Asamblea  vióse  animada  por  el  incentivo 
oratorio  de  varios  diputados  en  pro  y  en  contra,  obligando 
la  postergación  hasta  una  próxima  reunión,  que  lo  fué  la 
del  21  de  julio,  en  la  que  el  doctor  Juan  José  Paso,  ganando 
en  autoridad  bajo  el  recuerdo  de  los  sucesos  de  Mayo  tomó 
la  palabra  para  «epilogar  cuanto  se  había  dicho  anterior- 
mente en  la  célebre  cuestión,  sobre  si  el  País  se  halla  en 
estado  de  recibir  la  Constitución  permanente  que  debe 
regirlo  en  adelante.  Impugnó  por  su  orden  todos  los  funda- 
mentos de  la  opinión  negativa  y  estableció  sobre  nuevas 
observaciones,  la  necesidad  y  conveniencia  de  proceder  en 
el  día  a  obra  tan  importante».  Con  su  «bello»  discurso 
como  lo  refiere  El  Redactor,  termina  aquel  día. 

El  28  de  julio  se  escucha  al  vicepresidente  Zudañes,  que 
se  pronuncia  también  por  la  necesidad  de  la  Constitución. 
Pide  la  palabra  el  doctor  Sáenz,  quien  dedica  una  hora 
entera  para  mostrar  la  coincidencia  de  ideas  entre  unos  y 
otros  contrincantes;  empero,  señala  la  discordancia  que  emer- 
gía de  las  circunstancias  políticas,  para  remitirse  una  vez 
más  a  su  propia  tesis  y  anterior  posición  en  el  debate. 

Propuesta  la  fórmula  de  las  Instrucciones,  quedó  ago- 
tada la  discusión  y  cerrada  la  orden  del  día  en  esta  ma- 
teria, pasóse  a  la  votación.  En  la  sesión  del  6  de  agosto  se 
verificaron  los  sufragios,  resultando  mayoría  «por  que  se 
diese  al  presente  la  Constitución»,  dejando  a  salvo  los 
derechos  de  revisión  y  sanción  a  los  pueblos  ocupados  por 
el  enemigo,  y  a  los  pueblos  no  representados. 

Entre  la  sanción  de  una  Constitución  inmediata  o  nada, 
cupo  la  sugestión  de  dictar  previamente  un  reglamento 
preparatorio,  anticipo  de  la  Constitución  definitiva.  En  ese 


84 


M  A  N  I  F  I  E  S  T  O 


NACIO N KS 

ONUHESU  liENERAL  Cp NSTITU YENTI 
be  la* 

PROVINCIAS-UNIDAS 

l)  k.  I. 

/{¡o  de  la  Plata* 


SOBRE  EL  TRATAMIENTO  Y  CRUEL 
dudes  que  han  su  frido  de  ios  Españoles  ¡ 
y  motivado  la  declaración    de  su 

i  Ñ  D  E  P  É  NDENCI  A. 


11 1  E.VOS-A  Y  RES 
IMPRENTA  de  u  INDEPENDENCI  A 

1«17. 


IX.  —  El   Manifiosto   del   Congreso   a   las  naciones   redactado   por  el   doctor  Antonio 
Sáenz  y  aprobado  con  "adiciones  que  se  juzgaron  importantes".  1817 


torneo  parlamentario  no  hubo,  propiamente  hablando,  ven- 
cedores ni  vencidos,  quedando  triunfante  las  consabidas 
Instrucciones.  Llegado  el  momento  de  nombrar  la  comisión 
redactora,  se  eligió  a  los  cinco  diputados  líderes  de  la  con- 
troversia: Zavaleta,  Sáenz,  Paso,  Bustamante  y  Serrano. 

Digamos  ahora  que  el  «estatuto  provisorio  de  1817  hasta 
que  se  dicte  la  Constitución»,  como  se  le  llamó  sintética- 
mente por  los  legisladores3,  fué  la  principal  obra  del  Con- 
greso Nacional.  Lentamente  elaborado  y  ampliamente  dis- 
cutido, acusa  el  más  prolijo  estudio  que  pudo  hacerse  en- 
tonces. Sobre  sus  cláusulas  hubo  de  sancionarse  más  tarde 
la  Constitución  permanente  del  Estado.  No  fué  en  realidad 
el  reglamento  un  Código  político  definitivo,  pues  su  propia 
naturaleza  provisional  anunciaba  lo  fugaz  de  su  vigencia. 

El  Redactor  del  Congreso  —  que  seguimos  en  consulta 
sobre  su  texto  —  trae  con  fecha  Io  de  noviembre  el  discurso 
proclama  de  sus  representantes.  Consigna  desde  luego  que 
«está  sancionado  que  se  de  la  Constitución»,  que  califica 
de  «el  escudo  legítimo  contra  el  despotismo  que  provoca 
la  anarquía». 

Llegamos  en  ese  año  a  las  sesiones  finales  de  septiembre 
y  octubre.  En  esa  oportunidad,  Zavaleta  fué  nombrado  vice- 
presidente y  se  le  ve  actuar  en  la  discusión  de  leyes  diversas. 
En  la  reunión  del  3  de  diciembre  se  deja  constancia  de  su 
disidencia  con  respecto  a  las  obras  que  traten  de  Religión 
que,  a  su  juicio,  conforme  a  la  más  estricta  disciplina  ecle- 
siástica dió  su  parecer  y  voto  con  la  concreción  siguiente: 
«Las  obras  que  traten  de  religión  no  podrán  imprimirse  sin 
previa  censura  del  Prelado  Diocesano,  si  éste  expusiese 
que  ellas  atacan  abiertamente  los  dogmas  de  la  religión 
o  los  principios  de  la  moral  de  J.  C;  y  si  la  parte  interesada 


3  El  título  completo  es:  «Reglamento  Provisorio  sancionado  por  el  Soberano 
Congreso  de  las  Provincias  Unidas  de  Sud  América,  para  la  dirección  y  adminis- 
tración del  Estado,  mandado  observar  entretanto  se  publica  la  Constitución».  Quedó 
sancionado  el  3  de  diciembre  de  1817. 


86 


JHK**1ff  de.  f> m  'Srrfa+s^  y,  *¿  <*j+*¿>  ¿ave,    «         _    ^  W     — • 


6/  c 


—  Acta  secreta  acerca  de  la  redacción  y  firma  del  Manifiesto 
a  las  Naciones.  1817 


87 


reclamase  de  esa  censura,  lo  hará  ante  los  jueces  y  en  el 
modo  que  disponen  las  leyes  de  la  Iglesia*-. 

Cuando  Zavaleta  presentó  su  renuncia  de  diputado,  la 
Junta  electoral  confirió  en  19  de  mayo  de  1818,  su  banca 
al  general  Viamonte,  quien  prestó  el  juramento  de  ley  en 
el  acto  de  su  incorporación.  El  ex-legislador,  vióse  en  con- 
secuencia privado  del  placer  de  firmar  la  futura  Constitu- 
ción que  tan  ilustradamente  había  contribuido  a  redactar. 
Esta  fué  sellada  y  refrendada  el  22  de  abril  de  1819.  La  Co- 
misión redactora,  bajo  la  presidencia  del  doctor  J.  J.  Paso, 
trabajó  afanosamente,  y  estando  ya  próxima  la  terminación 
del  mandato  de  los  diputados  porteños,  se  obtuvo  como 
ventaja  que  Paso,  Zavaleta  y  Sáenz  pudieran  faltar  a  las 
sesiones  semanales,  para  contraerse  a  tan  excepcional  tarea, 
a  la  que  dieron  cima  con  el  aporte  de  sus  luces  y  patriotismo. 
Empero,  como  acabamos  de  manifestarlo,  Zavaleta  dimitió 
su  banca  antes  de  la  votación.  Es  errónea  por  otra  parte, 
la  afirmación  sustentada  en  los  manuales  escolares,  que 
atribuyen  al  doctor  Gregorio  Funes,  el  papel  de  redactor. 
La  Comisión  quedó  integrada  con  los  diputados  Bustamante 
y  Serrano  ya  recordados. 


Capítulo 

VII 


LA  MISION  ZAVALETA  EN  PROCURA  DE  LA 
UNIDAD  NACIONAL 

Sin  penetrar  en  lo  hondo  de  la  política  de  Rivadavia  y 
sus  consecuencias,  pues  que  excedería  el  campo  de  nuestra 
labor,  debemos  sin  embargo,  soslayarla  en  esta  biografía, 
en  razón  misma  de  lo  acentuado  de  los  rasgos  doctrinales 
de  la  fisonomía  que  nos  ocupa  y  lo  no  menos  trascendente 
de  sus  proyecciones  en  la  crisis  del  federalismo  y  las  bases 
de  la  organización  constitucional,  sobrevenida  en  seguida. 
Porque  al  salir  del  año  20,  vale  decir,  desde  1821  a  1827, 
se  cuentan  seis  años  netamente  rivadavianos  donde  el  doc- 
tor Diego  E.  Zavaleta  resalta  con  prominente  personalidad. 

Antecedido  ese  lustro  de  gobierno  por  relevantes  suce- 
sos, que  van  desde  el  Congreso  de  Tucumán,  el  Reglamento 
Provisional  de  1817,  la  inicial  actitud  de  los  caudillos,  la 
Constitución  de  1819,  hasta  la  batalla  de  Cepeda  y  el  pacto 
del  Pilar  —  cúmulo  de  acontecimientos  convulsos  y  con- 
fusos, de  pasiones,  retrocesos  y  anarquía  —  sigúele  en  el 
curso  de  la  evolución  histórica,  el  magno  problema  de  la 
unión  nacional,  sin  desmedro  de  la  formación  de  las  Pro- 
vincias bajo  la  enseña  de  briosa  autonomía.  Todo  ello  es 
de  la  esencia  del  derecho  público  provincial.  Zavaleta  conocía 


89 


a  fondo  todas  las  grandezas  y  miserias  de  la  Revolución: 
había  sido  ya  actor  y  espectador;  camarada,  maestro  o 
amigo  de  todos  los  demás  coparticipantes  de  la  obra  reden- 
tora. No  obstante  la  intensidad  de  su  acción,  como  la  de 
otros  ilustres  del  pretérito,  es  un  pasante  egregio  en  esa 
galería  de  espejos  de  la  historia,  que  se  abre  en  1815  y  se 
cierra  en  1853.  Durante  este  período  tormentoso,  con  que 
se  llena  plenamente  el  conocimiento  del  derecho  público 
federal  argentino,  las  provincias  tuvieron  en  vigencia  quince 
constituciones  diferentes  que  merecen  sin  agravio,  el  perpetuo 
olvido  doctrinal  en  que  yacen,  si  bien  las  valoramos  como 
documentos  ilustrativos. 

Esas  constituciones  provinciales  han  sido  comentadas  y 
hasta  disecadas  con  erudición  por  publicistas  autorizados  l. 
Una  constitución  debe  revestir  primordialmente  un  carácter 
definido;  o  es  un  cuerpo  de  doctrina  y  principios  naturales, 
propios  del  grupo  humano  a  que  se  destina  y  cuya  idiosin- 
crasia no  se  traiciona  con  el  verbalismo  demagógico;  o  es 
una  constitución  civilizadora,  como  propugna  el  doctor 
Rivarola  en  su  definición  de  la  Nacional  de  1853  2. 

La  fácil  literatura  constitucional  de  entonces  olvidaba 
el  equilibrio  de  los  poderes;  pensaba  en  el  Ejecutivo  fuerte, 
un  gobernador  apoyado  en  las  milicias;  y  se  contentaba 
con  legislaturas  decorativas,  que  fuesen  sombras  del  poder 
colaborador.  El  resultado  fué  la  anormalidad  política. 

En  el  dinamismo  de  nuestra  revolución,  la  fuerza  social 
que  llamamos  autonómica  y  federativa,  obró  en  la  direc- 
ción política  dual  de  tendencias,  que  en  un  caso  debilitaba 
la  unidad  y  en  otro  fomentaba  la  pasión  localista,  por  lo 
que  se  planteó  una  lucha  cruenta  contra  toda  hegemonía 
interior  que  hizo  a  la  unión  federativa  más  virtual  que  real. 


1  Entre  ellos  el  doctor  Juan  P.  Ramos,  El  Derecho  Público  de  las  Provincias  Argen- 
tinas. Tres  tomos,  año  1914- 

2  Rodolfo  Rivarola,  Del  Régimen  Federativo  al  Unitario,  p.  342  y  siguientes. 


90 


Los  dos  polos  serían  Rivadavia  y  Rosas.  El  primero  se 
caracterizaría  por  el  dogmatismo  jurídico,  conceptualismo 
educacional  y  reformas  liberales,  todo  a  base  de  centrali- 
zación y  teorías  constitucionales  de  buena  fe.  El  segundo, 
por  delegación  en  su  favor,  de  facultades  dilatadas;  confusión 
de  la  persona  del  Estado  con  la  particular  del  gobernante; 
prólogo  de  dictadura  y  desenlace  en  tiranía;  o  sea,  fuerza 
contra  sufragio. 

Alberdi,  con  justeza  y  en  pocas  palabras,  nos  propor- 
ciona el  admirable  compendio  de  una  acertada  armonía 
política,  diciéndonos:  «Para  detener  la  descentralización  en 
el  límite  que  conviene  a  la  libertad  provincial,  sin  que  se 
pierda  la  fuerza  del  gobierno  unido,  es  menester  no  llevar 
al  extremo  la  independencia  local;  y  como  el  motivo  que 
produce  la  exageración  del  espíritu  provincial  es  la  omni- 
potencia del  ascendiente  central,  el  verdadero  y  único  medio 
de  calmar  el  espíritu  local  exagerado,  es  usar  de  calma 
y  moderación  en  el  poder  central»  3.  Era  la  buena  lección 
entre  hermanas,  donde  por  fatalidad  surgía  una,  despropor- 
cionadamente mayor,  y  otras  muchas  menores,  con  lo  que 
tardó  tanto  el  afianzamiento  familiar  definitivo  del  régimen 
federal  de  gobierno. 


3  Juan  Bautista  Alberdi,  Obras  Completas,  t.  V,  p.  333  y  sigts.  Entre  los  publi- 
cistas de  la  nueva  generación,  parece  percibirse  como  ecuánime  este  concepto  básico 
a  que  respondió  la  misión  Zavaleta.  He  aquí  una  conclusión:  «La  cuestión  que  se 
planteó  el  mismo  día  de  la  caída  del  régimen  virreinal  tenía  sus  raíces  en  el  tiempo 
de  la  colonia,  y  no  fué  exclusiva  ni  primordialmente,  resolver  si  convenía  al  País 
una  forma  federal  o  una  forma  unitaria  de  estado,  sino  lograr  la  unidad  nacional, 
la  unidad  integral  de  la  Nación,  espiritual,  social,  política  y  económica  que  es,  por 
cierto,  algo  mucho  más  grande,  más  vasto  y  más  trascendente,  que  la  simple  exis- 
tencia de  un  gobierno  nacional  organizado».  Así,  podríamos  preguntar  si  ¿había 
oposición  entre  el  particularismo  de  los  núcleos  de  vida  locales  y  el  principio  de  la 
unidad  nacional  que  tan  ahincadamente  se  proponía  Rivadavia?  Acaso,  las  diver- 
gencias fueron  mas  periféricas  que  nucleares  entre  los  contendientes  o  si  se  quiere, 
sólo  «un  ropaje  convencional  y  transitorio  bajo  el  cual  se  ocultaron  diferencias  de 
temperamento,  maneras  diversas  de  cultura,  e  intereses  contrapuestos  de  personas, 
de  grupos  y  de  regiones».  Lo  difícil  fué,  precisamente,  armonizar  ese  desentono  de 
superficie  con  la  realidad  crepitante.  Recomendamos  para  estos  enfoques,  el  estu 
dio  del  Doctor  Bonifacio  del  Carril,  Buenos  Aires  frente  al  país,  1944,  p.  33  y  sigts 


91 


Pero  volvamos  a  nuestro  sujeto.  El  primer  intento  de 
reorganización  unitaria  diólo  Rivadavia  en  1821,  siendo 
ministro  del  gobierno  que  presidía  Martín  Rodríguez.  Ya  ha- 
bía meditado  acerca  de  la  abolición  de  los  cabildos,  reem- 
plazándolos por  funcionarios  dependientes  del  Poder  Eje- 
cutivo (ley  del  24  de  diciembre);  y  para  su  plan  orientador, 
parecióle  necesario  lanzar  un  manifiesto,  como  así  lo  hizo 
en  1°  de  septiembre  de  ese  año  de  1821,  sobre  las  proposi- 
ciones que  el  Gobierno  había  sometido  a  la  sanción  de  la 
H.  Junta  Provincial  sobre  el  Congreso  General  convocado 
en  Córdoba  el  año  anterior,  para  borrar  «la  memoria  de 
ese  año  de  sediciones,  de  calamidades  y  de  crímenes».  Su  pro- 
pósito fué  de  aplazamiento,  por  estimar  que  «aun  está  lejos 
de  nosotros  el  momento  en  que  podamos  vanagloriarnos 
de  haber  asociado  a  nuestros  designios  ese  amor  al  orden 
público,  esa  idea  tutelar  y  conservatriz  de  un  cuerpo  na- 
cional». A  continuación  se  lamenta  de  lo  ocurrido  con  la 
constitución  de  1819:  «Los  golpes  mortales  —  declara  — 
que  se  dieron  al  Congreso  pasado  y  a  su  Constitución,  son 
dignos  de  observarse».  Habla  de  una  espantosa  trama  urdida 
de  antemano,  la  insubordinación,  la  discordia,  el  incendio 
de  la  guerra  civil,  los  motines  militares.  .  .  «la  voz  de  la 
Patria  no  fué  escuchada  entre  el  tumulto  de  las  pasiones». 
Luego,  para  la  ejecución  de  sus  proyectos,  el  Congreso, 
según  él,  no  contaba  con  la  persona  que  pudiera  ser  elegida 
como  magistrado  supremo.  Además,  las  Provincias  del  norte 
estaban  ocupadas  por  ejércitos  enemigos  y  no  podían  nom- 
brar representantes.  Casi  todas  las  provincias  aparecían 
escuálidas,  sin  rentas,  sin  fuerza  militar,  dominadas  por  la 
depravación  y  la  ignorancia.  .  .  Era  preciso  esperar.  .  .  fomen- 
tar el  comercio  libre  y  obtener  el  reconocimiento  de  nuestra 
independencia  4. 


4  Véase  Oratoria  Argentina,  recopilación  de  Neptaü  Carranza,  t.  I,  p.  217  y 
siguientes. 


<)2 


El  Congreso  a  que  hemos  aludido  era  la  Asamblea  Na- 
cional a  que  había  invitado  el  coronel  Bustos  después  de 
ser  nombrado  gobernador  de  Córdoba,  a  raíz  de  la  suble- 
vación de  Arequito.  Buenos  Aires  nombró  cuatro  diputados, 
pero  el  Congreso  nunca  llegó  a  reunirse  y  quedó  disuelto 
con  el  regreso  de  las  diputaciones  a  sus  respectivas  ciudades. 
Además,  Tucumán  se  había  declarado  «república»,  inde- 
pendiente al  mando  de  Aráoz,  que  invadió  a  Santiago  del 
Estero.  Por  su  parte,  Güemes  se  combina  con  Santiago 
y  ataca  a  Tucumán,  donde  es  derrotado  dos  veces  consecu- 
tivas; pero  vitoriado  en  Castañares  por  sus  comprovin- 
cianos, retomó  su  jefatura  en  circunstancias  que  las  tropas 
españolas  se  posesionaban  de  Salta,  donde  pereció  por  una 
bala  española  el  heroico  caudillo,  rodeado  de  sus  gauchos. 
Tai  era  el  desastroso  estado  de  las  relaciones  interpro- 
vinciales. 

En  estas  aciagas  circunstancias,  acrecentadas  todavía 
por  otros  hechos  que  en  el  año  siguiente  hicieron  más  las- 
timosa aun  la  situación  política  por  el  intervencionismo 
portugués  en  la  Provincia  Oriental,  si  bien  ampliamente 
compensadas  por  los  triunfos  de  San  Martín  en  Lima, 
creyó  Rivadavia  llegado  el  momento  de  entrar  en  una 
«negociación»  a  favor  «de  lo  que  puede  llamarse  un  interés 
nacional  bien  entendidos,  nombrando  al  doctor  Diego  E. 
Zavaleta,  «primer  dignidad  de  presbítero  y  presidente  del 
Senado  del  Clero,  para  desempeñar  una  misión  importante 
cerca  de  los  gobiernos  y  los  pueblos  de  la  unión  antigua  ». 
Expidió  las  credenciales  del  caso  en  cumplimiento  de  la 
ley  de  16  de  agosto  de  1822,  y  concretó  esa  misión  en  dos 
altos  propósitos:  primero,  «la  reunión  de  todas  las  provin- 
cias en  cuerpo  de  una  nación  administrada  bajo  el  sistema 
representativo»;  segundo,  «que  cada  provincia  entre  a  un 
orden  de  paz  sostenido  por  los  pueblos  y  por  los  que  go- 
biernan». En  ese  período  hacían  cabeza  de  gobierno,  cau- 
dillos como  López,  Ibarra,  Quiroga,  Bustos,  etc. 


93 


El  gobierno  de  Buenos  Aires,  sobre  estas  bases,  dió 
instrucciones  precisas  «para  arribar  a  un  término  conse- 
cuentemente útil  y  de  una  trascendencia  común  y  decisiva». 
En  la  circular,  de  la  que  era  portador  tan  notoria  perso- 
nalidad, se  decía  a  los  gobernadores  que  «el  gobierno  comi- 
tente tiene  justo  motivo  para  esperar  que  (el  diputado  auto- 
rizado) será  recibido  de  un  modo  proporcionado  tanto  a  la 
importancia  de  su  misión  como  a  las  calidades  que  lo  dis- 
tinguen; y  no  dudo  —  agregaba  Rivadavia  —  que  agregán- 
dose a  sus  esfuerzos  los  que  es  capaz  de  poner  en  acción 
el  señor  Gobernador,  se  convenga  sin  dificultad  y  sin  retardo 
todo  lo  que  reclama  ya  el  interés  común  ». 

«El  gobierno  de  Buenos  Aires,  estableciendo  también 
que  en  este  negocio  seguía  con  la  buena  fe  y  la  franqueza 
de  que  se  lisonjea  haber  usado  en  toda  su  marcha,  tanto 
interior  como  exterior,  espera  ser  correspondido  con  la 
misma,  y  que  tales  calidades  sean  universalmente  admitidas 
y  ejecutadas  en  prueba  de  la  buena  disposición  por  la  amis- 
tad y  la  armonía  tan  conducentes  a  la  realización  del  empeño 
con  que  no  duda  que  entrarán  los  pueblos  y  sus  gobiernos»  5. 

Si  nos  atenemos  a  las  instrucciones  referidas,  el  fin  de 
Rivadavia  era  reunir  las  provincias  del  territorio  que  antes 
de  la  emancipación  componía  el  virreinato  del  Río  de  la 
Plata,  en  cuerpo  de  una  nación  —  como  dice  el  texto  — 
regida  por  el  sistema  representativo,  es  decir,  «por  un  solo 


6  Misión  Zavaleta,  Circular  del  30  de  mayo  de  1823,  en  el  Archivo  Nacional. 
Cfr.:  Sarmiento  Obras  Completas,  t.  VIII,  p.  281.  Hemos  revisado  el  legajo  que  bajo 
la  intitulación  de  Comisionados  a  las  Provincias  1823-24  (n°  2  -  1  -  6)  y  por  índice  con 
los  nombres  de  Zavaleta  y  García  Cossio,  contiene  la  documentación  dirigida  a  los 
gobernadores  Bustos  (agosto  1);  Bernabé  Aráoz  (julio  28);  Felipe  Ibarra  (julio  30); 
José  I.  Gorriti  (agosto  1);  José  Santos  Ortiz  (octubre  1);  etc.  etc.,  cuyas  respuestas 
y  convenciones  parecen  conformadas  a  un  sincero  sentimiento  de  amistad  y  patrio- 
tismo para  organizar  el  gobierno  nacional  representativo.  Por  otra  parte  se  trata 
también  en  ellas  lo  concerniente  a  la  gestión  del  reconocimiento  de  nuestra  inde- 
pendencia por  medio  de  los  negociadores  españoles.  La  documentación  de  La  Rioja 
procede  de  la  Junta  de  Representantes,  cuyo  presidente  José  Bernardo  Luna  era  un 
eco  del  general  Quiroga.  Algunas  de  las  notas  de  Zavaleta  se  destacan  por  la  clara 
visión  del  panorama  político  del  país.  No  las  reproducimos  por  su  extensión. 


94 


gobierno  y  un  cuerpo  legislativo».  He  aquí  el  objetivo  me- 
diato, precedido  de  una  acción  paralela  esencial  en  el  logro 
de  tal  finalidad,  debiendo  entrar  cada  provincia  en  un 
orden  de  paz,  como  insiste  el  Ministro,  sostenido  por  los 
pueblos  y  también  por  los  que  gobiernan.  O  sea,  que  las 
autoridades  debían  «contraerse  a  establecer  la  seguridad 
pública  y  la  individual,  aplicándose  a  conocer  con  exac- 
titud los  recursos  de  su  respectivo  erario,  a  administrarlo 
y  emplearlo  con  habilidad».  Los  otros,  es  decir,  los  pueblos: 
«Ocupándose  activamente  en  las  labores  y  género  de  indus- 
tria más  productivos,  aumentando  sus  conocimientos  por 
medio  de  la  lectura  y  sociedad  entre  ellos,  y  cuidando  de 
la  educación  de  sus  hijos». 

Esta  visión  promisoria,  que  pareciera  amoldarse  al  estado 
un  tanto  embrionario  de  las  poblaciones  del  interior  del 
país,  nos  da  la  primera  sensación  puramente  teórica,  con- 
forme a  una  enseñanza  conceptual  y  libresca.  Pero,  en  rea- 
lidad, es  la  pulsación  real,  positiva,  de  la  escasa  fuerza  aní- 
mica de  los  centros  urbanos  y  rurales.  No  se  trata  de  una 
simple  prevención,  como  si  fuera  menester  una  cartilla 
escolar.  En  fin  de  cuentas,  Rivadavia  desea  que  esta  misión 
política  lo  sea  también  civilizadora,  proponiéndose  la  difu- 
sión de  la  cultura. 

Las  instrucciones,  que  dejaban  a  Zavaleta  libertad  de 
acción  y  de  conducta,  «se  confiaban  en  gran  parte  a  sus 
talentos  y  a  su  celo»».  Ellas  fijaron  los  poderes  del  comisio- 
nado en  este  orden: 

1)  Inspirar  plena  confianza,  desinterés  moral  y  celo  na- 
cional de  Buenos  Aires,  sin  reservas  y  sin  partidismo. 

2)  Olvido  de  lo  pasado,  sin  resentimientos  ni  preven- 
ciones contra  políticos  y  autoridades. 

3)  Apoyo  de  los  gobiernos  existentes,  que  deberán  man- 
tenerse «hasta  la  instalación  del  gobierno  y  cuerpo  legisla- 
tivo general». 


95 


4)  Acuerdos  de  los  gobiernos,  Buenos  Aires  y  provin- 
cias, para  obrar  «del  modo  más  activo  y  hábil». 

5)  Publicidad  de  gastos  y  recursos;  manifestación  de 
mejoras  necesarias  y  de  correctivos  y  reformas  en  la  admi- 
nistración. 

6)  Consulta  prudente  acerca  de  la  Unión  interior  en 
cada  provincia  con  fusión  de  autoridades. 

7)  Informar  sobre  las  miras  de  Buenos  Aires  acerca 
del  progreso  y  fomento  de  la  Nación;  establecimiento  de 
un  fondo  nacional  para  el  comercio  e  industria  y  las  comu- 
nicaciones fluviales  en  el  norte,  centro  y  sud  de  la  República. 

7)  Finalmente,  todo  lo  referente  a  correspondencia  del 
diputado  comisionado  con  su  propio  gobierno. 

Mientras  tanto  el  comisionado  hacía  sus  preparativos 
de  viaje,  el  ministro  Rivadavia,  respetuoso  de  la  coopera- 
ción legislativa,  se  había  dirigido  a  la  Sala  de  Representantes 
transmitiéndole  el  pensamiento  gubernativo  en  un  mensaje 
de  estímulo,  en  el  que  expresaba,  «el  gobierno  no  sólo  ha 
conservado  la  buena  armonía  e  inteligencia  con  todas  (las 
provincias),  sino  que  trabaja  por  acercarse  lo  posible  a  un 
estado  de  alianza  y  unión,  que  parecen  desear  generalmente. 
Para  obtener  mejor  este  resultado,  es  preciso  proceder  con 
lentitud  y  circunspección,  borrando  primero  con  una  con- 
ducta a  todas  luces  desinteresada,  las  impresiones  de  des- 
confianza que  dejaran  los  pasados  desórdenes.  La  misión 
pacífica  que  está  a  punto  de  salir  para  las  provincias  inte- 
riores, obrará  —  dice  —  sobre  estos  principios,  siendo  de 
esperar  que  los  ánimos  se  dejen  vencer  al  fin,  del  sentimiento 
natural  que  induce  todavía  a  formar  una  sola  familia  . 
(Mensaje  del  5  del  mayo  de  1823.) 

Con  este  gesto  optimista,  Rivadavia  apuntaba  ya  al 
futuro  congreso  de  1824,  su  obra  genuina  por  excelencia 
en  la  que  Zavaleta  podía  ser  mirado  como  «verdadero 


96 


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XI.  —  Presidencia  Zavaleta  de  la  H.  Junta  de  R.  R.  de  Buenos  Aires. 
Ms.  original  en  la  colección  del  autor.  1821 


coautor  según  lo  afirma  Peña,  en  una  de  sus  interesantes 
conferencias  de  la  Facultad  de  Letras  G. 

La  diputación  debía  cumplirse  ante  los  gobiernos  de 
Córdoba,  San  Luis,  Mendoza,  San  Juan  y  La  Rioja.  Había 
en  el  objetivo  de  la  misión,  como  se  ha  visto  por  el  mensaje 
de  Rivadavia  a  los  representantes,  un  pensamiento  tan 
profundo  como  loable  de  organizar  expeditivamente  el  País, 
soldar  la  unión  nacional  y  preparar  así  en  un  congreso 
general,  que  lo  fué  el  de  1824,  para  dictar  la  carta  consti- 
tucional que  habría  de  regir  la  estructura  de  los  poderes 
de  estado,  su  sistema  de  gobierno  y  las  garantías  ciudadanas. 
Rivadavia  puso  toda  su  confianza  en  el  tacto  político  de  su 
representante,  con  lo  cual  ratificó  ese  concepto  público  de 
respeto  y  ponderación  que  acompañó  a  Zavaleta  por  vida. 
Como  corolario  de  esta  misión  política,  renunció  aquél 
de  miembro  de  la  H.  Junta  de  Representantes,  dimisión 
que  le  fué  aceptada  el  9  de  junio  de  ese  año. 

La  lectura  de  las  notas  de  Rivadavia  en  respuesta  a  los 
informes  del  Comisionado,  acusa  su  perfecta  aprobación 
y  conformidad  con  el  mismo.  En  efecto,  constantemente 
le  reitera  su  alto  aprecio,  porque  no  sólo  le  manifiesta  que 
«el  gobierno  (está)  muy  confiado  en  sus  talentos  para  entrar 


6  Cfr.:  David  Peña,  Juan  Facundo  Quiroga,  p.  138,  el  cual  agrega:  «pues  a  su 
simpático  influjo  personal  debióse  en  gran  parte  la  aquiescencia  de  las  provincias 
por  él  recorridas  el  año  1823  .  No  es  menos  insinuante  Sarmiento  que  le  llama 
ilustre  y  «  venerable  Deán  y  que  resalta  la  elección  del  Comisionado  como  im- 
puesta e  inherente  a  las  circunstancias,  pues  esclarece  que  Rivadavia  mandó  a  Za- 
valeta «a  fin  de  apoyar  con  el  prestigio  de  su  nombre,  medida  de  tanta  consecuen- 
cia». En  Obras  Completas,  t.  XIV,  p.  308;  t.  48,  p.  274.  Sin  embargo,  Juan  María 
Gutiérrez,  que  tan  encomiástico  se  pronuncia  por  Zavaleta  en  su  mencionada  obra 
sobre  la  enseñanza  pública,  loe.  cit.,  traiciona  en  parte  su  conciencia  cuando  escribe, 

pensamiento  desinteresado  del  gobierno  de  Buenos  Aires  fué  confiada  al  blando  y 
persuasivo  tucumano  dr.  Diego  Estanislao  Zavaleta.  .  .  >  ¿Qué  alcance  tiene  la  cali- 
ficación? Si  al  decir  «blando»  quiso  señalar  que  Zavaleta  no  era  intratable  o  rígido, 
y  que  Rivadavia  lo  eligió  por  su  don  de  gentes,  el  calificativo  sería  aceptable  pero 
no  apropiado,  pues  en  definitiva  la  misión  era  llevada  ante  caudillos  taimados  como 
Bustos,  Quiroga,  etc.,  que  requerían  cierta  diplomacia.  Lo  de  «persuasivo»  es  con- 
cluyeme, porque  se  trataba  de  materia  espinosa  en  lucha  de  ideas. 


98 


en  el  allanamiento  de  todas  las  dificultades  que  se  ofrezcan  , 
sino  que  sin  reatos  le  renueva  sus  plácemes.  Frases  como 
esta:  «entretanto  vuelve  el  Ministro  a  repetir  que  le  es  muy 
lisonjera  la  marcha  del  señor  Diputado»  (nota  del  30  de 
julio);  o  bien:  «Ya  en  el  correo  anterior  el  Ministro  mani- 
festó cuan  satisfactorio  le  era  la  conducta  del  señor  Dipu- 
tado, y  ahora  agregará,  que  el  último  resultado  de  ella  no 
ha  hecho  más  que  confirmarle  en  el  concepto  que  formó 
desde  que  se  fió  a  su  celo  y  habilidad  un  encargo  de  tan  alta 
importancia»  (nota  del  12  de  agosto).  Estos  elogios  se  exte- 
riorizan en  otras  varias  oportunidades  por  La  pluma  de 
Rivadavia. 

Complementariamente  diremos  que  al  comisionado  Za- 
valeta  acompañó  como  secretario  el  doctor  Juan  Francisco 
Gil,  entonces  primer  Secretario  de  la  Universidad  y  más 
tarde  diplomático,  de  quien  Ignacio  Núñez  nos  ha  dejado 
una  noticia  biográfica  tan  cálida  e  interesante  que  Juan 
María  Gutiérrez  no  pudo  menos  de  reproducir  con  justicia 
en  su  conocida  obra  sobre  la  enseñanza  pública  superior  7. 

Las  provincias  encomendadas  a  la  visita  del  comisio- 
nado eran,  puede  afirmarse,  de  las  de  más  dificultoso  aveni- 
miento en  mérito  a  la  desinteligencia  ocurrida  en  episodios 
dudosos  y  oscuros.  Zavaleta  llegó  a  Córdoba  en  junio  de 
ese  año;  y  allí  tomó  contacto  con  sus  principales  hombres, 
comenzando  por  el  gobernador  Bustos. 

En  cartas  de  Ambrosio  Funes  dirigidas  a  su  hermano 
el  Deán,  entonces  en  Buenos  Aires,  le  dice  haber  entrevis- 
tado a  Zavaleta,  quien  «me  trató  con  toda  atención  y  fran- 
queza; fué  muy  bien  correspondido.  Dió  la  casualidad 
—  agrega  —  que  lo  encontré  solo  y  hablamos  largo  rato 
conformando  nuestras  ideas  respectivas  a  su  comisión;  bien 
que  tocadas  muy  de  paso  .  Según  otra  correspondencia 
entre  los  hermanos  Funes,  del  21  de  julio,  se  trasluce  la 


7  Op.  cit.,  p.  595  y  sigts. 


99 


discreción  con  que  procedía  el  comisionado,  pues  don  Am- 
brosio apunta:  «Nada  oímos  que  haya  adelantado  aquí  el 
diputado  y  señor  Deán  de  ésa.  .  .  el  señor  Zavaleta  hablará 
con  más  conocimiento  que  los  que  miramos  de  lejos  las 
cosas  de  los  gabinetes  federalistas.  Sin  congreso,  todo  es 
perder  tiempo»  8.  Simultáneamente,  los  informes  de  Zava- 
leta demuestran  que  sus  gestiones  fueron  felices,  pues  que 
asevera  que  el  gobernador  Bustos  compartió  sus  puntos  de 
vista,  lo  que  mucho  complació  a  Rivadavia.  Tal  lo  testi- 
monia el  acuse  de  recibo  del  propio  Ministro.  Empero,  pese 
a  tal  aseveración,  por  una  carta  de  Bustos  escrita  con  pos- 
terioridad a  la  visita  del  comisionado  de  Buenos  Aires,  se 
revela  su  falta  de  sinceridad  política  y  la  carencia  de  normas 
éticas  en  la  desopilante  escena  que  describe  de  su  grotesca 
reelección.  Prueba,  asimismo  dicha  carta,  cómo  en  ese  en- 
tonces existían  legisladores  imbuidos  de  dignidad  para  re- 
sistir las  maniobras  de  los  caudillos  montaraces.  (En  Archivo 
del  doctor  Gregorio  Funes,  tomo  III,  pág.  385). 

De  Córdoba  se  traslada  Zavaleta  a  Mendoza,  en  circuns- 
tancias en  que  el  Libertador  San  Martín,  de  regreso  del 
Perú,  después  de  su  abdicación,  se  aloja  en  aquella  ciudad. 
Acaso  le  visitara  para  estrechar  su  mano  y  testimoniarle 
su  admiración. 

Pero  antes  ha  debido  detenerse  en  San  Luis,  lo  indis- 
pensable para  asegurar  el  consentimiento  del  gobierno  pun- 
tano  que  recibió  con  simpatía  las  sugestiones  porteñas. 
El  historiador  Gez  comenta  y  elogia  esa  misión  donde 
reconoce,  una  vez  más,  la  muestra  de  habilidad  política 
y  la  fuerza  dialéctica  del  comisionado,  puestas  al  servicio 
del  alto  propósito  que  le  llevaba  9.  Mayor  repercusión  tuvo, 


8  Biblioteca  Nacional,  sección  Ms.,  doc.  n°  6481/38  y  6481/40. 

9  Cfr.:  Juan  W.  Gez,  Historia  de  la  provincia  de  San  Luis,  t.  I,  p.  273  y  sigts.  En  la 
nota  del  gobernador  José  Santos  Ortiz  al  gobernador  de  Buenos  Aires  (octubre  7 
de  1823),  da  cuenta  de  la  credencial  de  Zavaleta  y  expresa  su  «conformidad  por  la 
unión  de  las  provincias,  bajo  el  sistema  representativo»,  y  también  «a  las  proposi- 


100 


sin  duda,  la  estada  en  Mendoza,  donde  la  espectativa  y  el 
recibimiento  se  ofrecieron  con  características  dignas  de  ser 
recordadas.  Hudson,  en  sus  interesantes  y  bien  escritas 
páginas,  analiza  los  rasgos  del  plenipotenciario  y  la  ponde- 
ración de  su  gestión.  La  crónica  es  emotiva  porque  da  viva- 
cidad al  relato.  Cuenta  Hudson  en  sus  recuerdos  que  hubo 
allí  un  acto  público,  a  plena  luz,  que  permitió  explicar  al 
gobierno  y  pueblo  mendocinos  lo  complejo  del  problema 
institucional,  lo  urgente  de  la  unión  y  de  la  organización 
nacional,  abatida  por  el  regionalismo  y  la  prepotencia  de 
los  caudillos. 

Para  hablar  de  la  paz  y  de  la  fraternal  solidaridad  de  los 
argentinos,  bien  se  brindó  a  Zavaleta  el  escenario  de  la 
legislatura  provincial.  Vuelve  Hudson  a  reseñar  aquellas 
sesiones  que  polarizaban  el  sentimiento  nativo  y  el  orgullo 
de  un  vecindario,  dominado  por  el  inefable  recuerdo  de  ser 
la  cuna  de  la  campaña  continental,  ya  en  esos  días  coronada 
con  la  libertad  de  Chile  y  Perú.  Es  el  caso  de  transcribir 
las  palabras  del  historiador  nombrado:  «A  las  bellas  dotes 
oratorias  que  poseía,  reunía  aquellas  otras  que  le  son  tam- 
bién no  menos  exigidas  al  que  habla  en  público  para  con- 
vencer y  seducir  a  los  oyentes  en  asunto  de  grande  interés  . 
El  retrato  que  nos  hace  Hudson  es  de  un  realismo  irrepro- 
chable: «Estatura  elevada,  cabeza  levantada,  rostro  de  linca- 
mientos severos,  mirada  dominante  y  observadora,  acción 
culta,  digna  y  apropiada;  voz  vibrante,  profundamente 
varonil,  sonora  y  de  un  efecto  atrayente  y  conmovedor. 
Su  retórica,  ajustada  a  las  reglas  de  la  escuela  clásica,  par- 
ticipaba de  mucha  parte  de  la  empleada  en  el  estilo  parla- 
mentario. Su  dicción,  su  juego  de  frases,  el  uso  de  figuras 

ciones  relativas  a  establecer  las  bases  sobre  que  debe  afirmarse  la  seguridad  y  res- 
petabilidad del  gobierno  nacional».  La  Junta  de  Representantes  nombró  más  tarde 
a  don  Prudencio  V.  Guiñazú,  presidente  de  la  Legislatura,  para  que  informara  sobre 
la  forma  de  gobierno.  Su  dictamen  fué  dejar  en  libertad  de  acción  al  Congreso  Na- 
cional sobre  la  base  representativa  republicana  (diciembre  1825). 


101 


felices  y  de  oportunidad,  le  atraían  la  simpatía  de  los  oyen- 
tes en  un  constante  interés  de  escucharlo»  10. 

El  retrato  es  perfecto.  Responde,  en  lo  literario,  a  lo 
que  en  el  óleo,  pintara  García  del  Molino  en  1834,  con 
destino  a  la  Sala  de  los  Canónigos  de  nuestra  Catedral. 
En  lo  pictórico  se  siente  aún  el  influjo  físico  de  su  mirar 
penetrante,  que  condice  bajo  la  frente  despejada,  con  los 
rasgos  de  un  temperamento  de  hombre  visiblemente  supe- 
rior. Aquel  rostro  y  aquellas  dotes  que  elogia  quien  le  es- 
cuchó, nos  dan  la  medida  de  su  personalidad  externa  en  el 
mundo  ilustrado  que  circulaba  en  el  salón  de  Rivadavia. 
Durante  tres  reuniones,  la  Legislatura  de  Mendoza  escuchó 
y  aquilató  la  argumentación  severa  y  concluyente  del  Deán. 
Triunfó  en  ese  recinto  como  había  triunfado  en  Córdoba, 
y  como  habría  de  sucederle  ante  el  gobierno  de  San  Juan, 
cuyo  jefe  el  doctor  Salvador  del  Carril,  le  recibiría  con 
alguna  pompa  oficial,  tal  vez  disonante  con  la  austeridad 
del  eminente  sacerdote  que  sólo  ansiaba  la  cordial  acogida, 
que  felizmente  obtuvo. 

La  salida  de  Mendoza  y  la  entrada  a  San  Juan  no 
pudieron  ser  más  alentadoras.  La  unión  tan  trabajosamente 
lograda  parecía  al  venerable  Deán  la  realización  de  un 
sueño.  Había  pulsado  ya  la  opinión  de  tres  provincias  que, 
en  sus  votos,  traducían  el  cansancio  por  la  dispersión,  por 
el  aislamiento  engañoso  y  fatigante,  productos  todos  del 


10  Ver  Damián  Hudson,  Recuerdos  Históricos  sobre  la  provincia  de  Cuyo,  t.  I,  pp- 
503  a  530.  Cfr.:  Registro  Ministerial  de  Mendoza,  n™  19  y  20,  año  1823.  Cfr.:  Eí  Argos, 
año  1823,  reimpresión  facsimilar,  pp.  264,  382  y  406,  que  incluyen  los  editoriales 
tomados  de  El  verdadero  amigo  del  país,  n°  38  y  El  amigo  del  país,  noviembre  de  1823. 
La  documentación  mendocina  sobre  la  misión  Zavaleta  se  halla  en  el  Registro  Minis- 
terial,  n°  19  de  la  ciudad  de  Mendoza,  y  en  la  Revista  de  la  Junta  de  Estudios  His- 
tóricos, t.  XIII,  pp.  428,  432, 436,  442  y  453  referentes  a  reunión  del  Congreso  Nacio- 
nal; a  la  convención  preliminar  de  paz  y  amistad  con  España,  de  que  fué  portador 
el  Deán;  a  la  organización  particular  y  reconcentración  general  de  las  provincias, 
respuesta  al  Diputado  de  Buenos  Aires  y  comunicación  a  la  Legislatura;  ratificación 
de  la  misma  en  noviembre  22  de  1823;  el  antecedente  del  acta  de  San  Miguel  de  las 
Lagunas  de  agosto  de  1822;  el  contenido  del  Registro  Ministerial  sobre  la  negocia- 
ción Zavaleta  y  demás  documentos  complementarios. 


102 


egoísmo,  hasta  enfriar  la  fraternidad  de  los  pueblos.  Zava- 
leta  iba  comprobando  un  cambio  radical,  generoso,  patrió- 
tico, en  la  acción  reconstructiva  de  su  diputación.  Empero, 
en  el  espíritu  quimérico  de  Rivadavia  tal  reconstrucción 
debía  servir  esencialmente  para  reprimir  la  "federación"  que 
«progresaba  a  todo  andar»,  como  dice  Estrada. 

Del  Carril  acogió  la  invitación  como  sus  otros  colegas 
adherentes  al  plan  democrático  de  la  unión.  La  buena  fe 
de  todos  abrillantaba  la  esperanza. 

Zavaleta  ha  llevado  al  sagaz  del  Carril,  en  sus  cambios 
de  ideas  y  planes,  a  la  persuación  de  su  noble  empeño. 
Hace  fe  en  el  esfuerzo  conocido  del  gobernador  para  reunir 
los  pueblos  de  Cuyo  bajo  un  solo  gobierno,  y  en  esa  inte- 
ligencia —  le  dice  —  espera  que  querrá  dar  en  esta  ocasión 
el  último  testimonio  de  sus  vivos  deseos  por  la  prosperidad 
del  país  y  de  su  provincia.  Zavaleta  le  ofrece  todo  cuanto 
es  cooperación  de  Buenos  Aires:  fomento  cultural,  indus- 
trial, comercial;  las  comunicaciones  y  fondo  monetario, 
pues  es  urgente  multiplicar  los  puntos  de  contacto  y  esta- 
bilizar el  régimen  representativo.  Le  recaba  su  opinión 
y  queda  satisfecho.  Le  dirige  una  magnífica  nota,  que 
es  retrato  del  momento  histórico  que  viven  ambos  y 
aguarda  la  ratificación  del  talentoso  autor  de  la  Carta  de 
Mayo  n. 

Como  prueba  exitosa,  tenemos  la  Convención  suscripta 
en  San  Juan  el  17  de  diciembre  de  1823.  Es  el  preanuncio 
de  una  Navidad  feliz.  En  su  breve  preámbulo  se  limita  a 
precisar  que  las  autoridades  del  pueblo  de  San  Juan,  a  quienes 
corresponde  representarlo  en  todo  su  poder,  se  compro- 
meten con  el  gobierno  de  Buenos  Aires  por  intermisión 
de  su  diputado,  el  señor  Zavaleta ...  en  los  artículos  siguien- 
tes, «cuyo  contenido,  expresión  y  realización  han  parecido 


11  Publicamos  por  excepción  este  documento  y  los  que  le  son  complementarios, 
en  el  apéndice  de  este  volumen. 


103 


reclamar  los  intereses  generales  de  los  pueblos  y  gobiernos 
de  la  antigua  unión».  Luego  en  siete  cláusulas  se  estipula 
el  lleno  de  esa  complicada  misión,  espontánea  inteligencia 
de  ambas  partes. 

Por  el  primero  se  declara  que,  «convencido  el  pueblo 
y  gobierno  de  San  Juan  que  existen  relaciones  naturales 
entre  los  pueblos  y  gobiernos,  que  bajo  el  sistema  colonial 
formaban  el  antiguo  virreynato  de  Buenos  Aires,  y  que  es 
de  una  conveniencia  recíproca  de  ellos  no  desprenderse 
de  tales  relaciones:  habiendo  concurrido  por  su  parte  con 
los  sacrificios  de  vidas,  costumbres  y  fortunas  a  conquistar 
la  independencia  de  todos  y  cada  uno  de  ellos,  declara 
que  quiere  conservarla  en  toda  su  integridad,  por  el  único 
medio  justo  exequible  y  eficaz  de  componer  de  todos  los 
mencionados  pueblos  y  gobiernos  un  cuerpo  de  nación 
administrada  bajo  el  sistema  representativo». 

Por  el  segundo  apartado  se  compromete  el  envío  de 
diputados,  que  según  el  tercero,  serían  elegidos  en  propor- 
ción a  la  población;  y  que  por  el  cuarto,  en  forma  directa, 
según  el  régimen  de  la  ley  vigente  del  país  para  la  elección 
de  los  representantes  de  la  Junta  provincial.  Se  entiende 
que  los  diputados  llevan  el  poder  omnímodo  «de  asegurar 
la  independencia  nacional,  de  conservar  la  integridad  del 
territorio,  y  de  defender  todas  las  libertades  individuales 
y  las  garantías  públicas».  Se  conviene  que  el  lugar  de 
la  reunión  sea  Buenos  Aires  y  se  agregan  tres  cláusulas 
más,  preparatorias  de  esa  convocatoria,  que  son  expre- 
sión de  una  voluntad  libre  y  ejecutante  de  tan  alto  pro- 
pósito. Así  quedaron  hermanadas  las  firmas  de  Carril 
y  Zavaleta. 

Mas  falta  finiquitar  aún  la  noble  e  inquietante  cruzada 
en  la  ciudad  de  La  Rioja,  el  dominio  indisputado  del  «Tigre 
de  los  Llanos».  Ya  habían  corrido  nueve  meses  de  andanzas 
en  penosas  travesías  de  postas.  Los  calores  del  estío  estaban 
atemperados  a  fines  de  marzo  de  1824,  cuando  Zavaleta 


104 


entró  en  la  adormecida  ciudad.  Desde  su  residencia  escribe 
el  siguiente  mensaje  al  legendario  Facundo: 

«Muy  señor  mío  y  de  todo  mi  aprecio:  Aprovecho  esta 
oportunidad  que  se  me  presenta  para  saludar  a  usted  desde  este 
destino  al  que  llegué  el  26  por  la  mañana.  Yo  hubiera  deseado 
haber  encontrado  a  usted  en  él  para  hacer  personalmente  este 
oficio,  y  también  para  hablarle  particularmente  sobre  los  obje- 
tos de  mi  comisión,  e  interesar  todo  el  valimiento  de  V.  en  su 
mejor  éxito.  Pero  estoy  persuadido  que  su  patriotismo  y  buenos 
deseos  por  el  arreglo  del  país  no  dejarán  de  contribuir  a  este  ob- 
jeto, sea  cual  fuere  el  lugar  donde  V.  se  halle.  Sin  embargo  yo 
le  suplico  a  V.  encarecidamente  no  deje  en  esta  ocasión  de 
interponer  su  influjo  a  favor  de  un  plan,  que  como  V.  estará 
informado,  sólo  se  dirige  a  proporcionar  a  todas  las  provincias 
los  beneficios  de  la  paz  y  del  orden;  y  espero  confiadamente 
que  V.  se  servirá  atender  a  esta  insinuación  del  modo  que  a  V. 
le  parezca  que  puede  ceder  más  en  provecho  del  pais  y  de  la 
causa  que  sostiene».  La  comunicación  concluye  así:  «Luego 
que  haya  sido  despachado  partiré  para  Córdoba:  y  confío  en 
que  su  bondad  me  hará  allanar  cualquier  inconveniente,  que 
pudiera  embarazar  mi  viaje  en  el  camino  y  auxiliarme  en  lo 
que  necesite  en  el  tránsito.  Estos  favores  los  recordaré  siempre 
con  gratitud;  y  hágame  V.  la  honra  de  creer  que  en  cualquier 
parte  donde  me  halle  tendrá  V.  un  amigo  y  un  apasionado. 
B.  S.  M.  de  V.  su  afectísimo  capellán  (fdo.  Diego  Estanislao 
Zavaleta)  12. 

Como  se  ve,  el  general  Quiroga  estaba  ausente  de  la 
ciudad  y  el  comisionado  debió  detenerse  a  la  espera  de  la 
respuesta.  Sarmiento,  en  su  peculiar  estilo  y  con  el  desen- 
fado que  le  era  propio  para  dilucidar  los  episodios  históricos, 
es  quien  nos  lo  presenta  pintorescamente  a  Facundo,  en 
medio  de  un  potrero  y  bajo  de  una  especie  de  tienda,  no 
de  campaña  sino  de  toldo  de  indios  sostenido  en  lanzas, 
tendido  de  bruces  sobre  una  manta  negra.  Su  indumentaria 


12  Este  documento  y  el  siguiente  fueron  dados  a  conocer  por  el  historiador  David 
Peña  en  sus  atrayentes  conferencias  sobre  Juan  Facundo  Quiroga,  en  1906.  Llevan 
las  fechas  de  30  de  marzo  y  3  de  mayo  de  1824,  respectivamente. 


105 


es  algo  extraña:  calzoncillo  añasgado,  bota  de  potro  y  es- 
puela, chiripá  de  espumilla  carmesí  y  manta  o  poncho  de 
paño  colorado,  agregando  que  por  toda  insignia  militar 
llevaba  una  gorrita  con  visera  de  oro  macizo;  lo  cual  en  verdad 
no  deja  de  ser  un  risueño  detalle  en  tan  imaginativa  anda- 
luzada. El  genial  escritor  pone  término  a  la  escena  diciendo 
que  Zavaleta  le  entregó  la  «Constitución »  —  todavía  inexis- 
tente, puesto  que  se  sancionó  tres  años  más  tarde  — ;  y  que 
Facundo  se  la  devolvió,  escribiendo  en  la  tapa  de  la  misma, 
la  palabra  «despachado^,  en  caracteres  apenas  inteligibles. 
Por  lo  que  todo  quedó  concluido  13. 

Son  tan  regocijantes  estas  afirmaciones  de  Sarmiento, 
que  sólo  pueden  ser  aceptadas  si  las  atribuímos  a  un  error 
de  su  parte,  esto  es,  el  de  haber  confundido  esta  misión 
de  Zavaleta  con  otra  posterior,  acaso  la  que  llevó  a  cabo 
el  doctor  Vélez  Sársfield,  luego  de  sancionada  la  Constitu- 
ción de  1826.  Pero,  ni  aun  esta  hipótesis  es  aceptable,  toda 
vez  que  Vélez  dió  cuenta  al  Congreso  sobre  la  aptitud 
airada  de  Quiroga  que  devolvió  sin  abrir  los  oficios  remi- 
tidos por  intermedio  de  Cecilio  Bardeja  (24  de  enero  de 
1827).  En  apoyo  de  la  rectificación  que  formulamos,  basta 
leer  la  siguiente  carta  del  Deán  a  Quiroga,  de  regreso  en 
Córdoba  (3  de  mayo  de  1824),  para  que  volvamos  al  ca- 
mino de  la  verdad.  He  aquí  el  texto: 

«Muy  señor  mío:  Los  generosos  comedimientos  que  orden 
de  V.  S.  ha  usado  conmigo  el  sargento  mayor  don  Tomás 
Brizuela,  desde  que  llegué  a  Poleo  hasta  salir  de  la  jurisdicción 
de  La  Rioja,  me  han  puesto  en  la  grata  obligación  de  volverle 
a  saludar  para  darle  las  gracias  a  nombre  de  mi  gobierno  y  mío, 
por  las  nuevas  pruebas  de  amistad  con  que  me  ha  honrado. 
Protesto  a  V.  S.  con  la  mayor  sinceridad  que  ellos  jamás  se 
horrarán  de  mi  corazón;  y  que  tendría  también  él  mayor  pla- 
cer en  que  V.  S.  me  ocupase  en  algo  para  acreditarle  la  reci- 


13  Cfr.:  Sarmiento,  Civilización  y  Barbarie,  capítulo  sobre  Aldao,  p.  193,  edición 
Nueva  York,  1868. 


106 


procidad  de  mi  afecto.  A  mi  llegada  a  ésta  me  he  encon- 
trado con  órdenes  de  mi  gobierno  para  retirarme  a  aquella 
ciudad.  Allí,  como  aquí,  deseo  que  V.  me  reconozca  por 
uno  de  sus  amigos  y  que  ocupe  en  cuanto  guste  a  este,  su 
atento  servidor  y  capellán.  Q.  B.  S.  M.  (Fdo):  Diego  Estanis- 
lao Zavaleta.» 

Y  bien:  los  despachos  que  el  Deán  encontró  en  Córdoba 
no  fueron  otros  que  los  firmados  por  Rivadavia  desde 
Buenos  Aires  el  16  de  diciembre  de  1823,  acusando  recibo 
de  sus  informaciones  y  de  los  tres  documentos  complemen- 
tarios que  instruían  del  giro  de  los  negocios.  Véase  en  una 
frase  el  modo  de  cerrar  y  recapitular  la  misión.  Dice  Riva- 
davia: Y  habiéndolo  elevado  todo  al  conocimiento  de  su 
gobierno,  ha  tenido  orden  de  contestar  al  señor  Diputado 
que  una  terminación  tan  satisfactoria  es  el  premio  más 
debido  al  mérito,  con  que  se  recomienda  la  exposición 
presentada  al  gobierno  de  Mendoza,  que  también  acompaña 
en  copia,  la  cual  ha  sido  leída  con  el  mayor  interés  y  que 
tanto  por  lo  uno  como  por  lo  otro,  puede  el  señor  Diputado 
estar  persuadido  que  ha  llenado  dignamente  los  deseos  del 
Gobierno  y  los  más  caros  intereses  del  País»  14. 

La  misión  Zavaleta  es  el  pródromo  del  Congreso  de 
1824,  uno  de  los  más  importantes  cuerpos  legislativos  que 
admiró  la  República,  por  su  excepcional  composición  y  la 
trascendencia  de  las  cuestiones  que  le  tocó  abordar.  De  ese 
Congreso  surgió  por  primera  vez  la  institución  presidencial 
en  el  gobierno  político  de  la  República. 

Por  correlación  de  sucesos  debemos  hacer  presente  que, 
a  fines  de  1823,  los  gobiernos  independientes  de  América 
viéronse  amagados  por  la  acción  externa  de  la  política 


M  Documentos  para  la  Historia  Argentina,  t.  XIII,  doc.  279,  p.  332.  El  viaje  de  la 
misión  duró  algo  más  de  un  año.  De  junio  de  1823  al  11  de  julio  de  1824,  fecha  en 
la  que  El  Argos  de  Buenos  Aires  da  cuenta  del  arribo  a  esta  capital,  n°  53  del  14  de 
julio,  p.  251  de  la  reimpresión  facsimilar,  v.  IV. 


107 


absolutista  auropea,  aparecida  en  el  horizonte  del  Nuevo 
Mundo  como  espectro  de  guerra.  La  coalición  formada 
por  la  Santa  Alianza  y  el  intervencionismo  de  los  tronos 
en  el  Congreso  de  Verona,  abrió  un  vasto  campo  a  las 
insidias  diplomáticas.  Las  colonias  españolas  volvieron  al 
tapete  de  la  discusión  bajo  el  intento  de  una  reivindicación 
bélica  en  favor  de  la  corona  borbónica,  con  la  pretensión 
inconcebible  de  hacer  tabla  rasa  del  derecho  de  los  pueblos. 
Se  quiso  dar  en  tierra,  tanto  en  España  como  en  el  Brasil, 
con  el  sistema  representativo,  afectando  profundamente  los 
ideales  de  la  emancipación  y  el  esfuerzo  ya  entonces  defi- 
nido de  lograr  la  total  independencia.  Fué  entonces  deber 
de  los  gobernantes  prever  las  contingencias,  y  Rivadavia, 
sin  demora,  aprovechando  la  misión  política  de  Zavaleta, 
le  encarga  otra  diplomática,  para  que  ilustre  a  las  provincias 
acerca  del  estado  amenazante  de  los  sucesos  europeos,  que 
podían  debilitar  la  lucha  continental  americana,  siempre 
en  peligro  por  la  desunión  existente.  Urgía  pues,  apresurar 
la  reorganización,  robusteciendo  la  solidaridad  y  el  orden 
general  de  los  pueblos.  (En  el  tomo  XIV  de  Documentos  para 
la  Historia  Argentina  se  insertan  las  notas  y  credenciales 
conjuntas  dadas  a  Zavaleta  y  al  general  Las  Heras  para  la 
misión  diplomática  a  que  aludimos). 

Rivadavia,  por  nota  del  16  de  diciembre,  manifiesta  a 
Zavaleta  «que  el  desenlace  que  los  sucesos  exteriores  van 
teniendo,  insta  ejecutivamente  por  que  las  Provincias  del 
Río  de  la  Plata,  aparezcan  con  la  representación  que  única- 
mente puede  servir  a  hacer  frente  a  las  aspiraciones  que  el 
interés  combinado  de  los  tronos  ha  desplegado  en  Europa 
e  intenta  desplegar  en  el  Nuevo  Mundo;  y  también  con 
aquella  organización,  que  al  paso  que  sirva  a  prevenir  por 
parte  de  las  Provincias  Unidas  toda  pretensión  a  introducir 
en  ellas  principios  que  contradigan  el  objeto  de  la  Revo- 
lución y  los  más  positivos  intereses  del  País,  estimule  a  los 
demás  Estados  americanos  a  ponerse  en  salvo  por  medio 


1C3 


de  una  reorganización  igualmente  ilustrada  y  tan  uniforme 
como  es  del  interés  común»  15. 

Es  por  ello  que  se  pidió  al  Diputado  jefe  de  la  misión 
expusiese  a  la  consideración  de  todos  los  gobiernos  «que 
es  de  necesidad  se  desplegue  por  todos  cuantos  esfuerzos 
les  sean  posibles  para  apresurar  la  reinstalación  del  cuerpo 
nacional.  ..  El  gobierno  de  Buenos  Aires  se  proponía, 
de  este  modo,  generalizar  las  ideas  y  llevar  sus  íntimos 
sentimientos  al  seno  de  toda  la  Nación.  Fué  pues  con  este 
motivo  coincidente  y  concordante  con  la  diputación  que 
llevaba  ya  a  feliz  término  Zavaleta,  que  éste  dirigió  una 
extensa  y  notabilísima  «Circular»  a  los  gobernadores,  en 
9  de  enero  de  1824,  reseñando  los  nuevos  hechos  europeos, 
comentándolos  con  entera  claridad  y  señalando  la  norma 
de  conducta  para  superar  los  inconvenientes  presumibles. 

Es  de  advertir  que  la  expresada  Circular  contemplaba 
no  solamente  los  conflictos  europeos  dentro  de  su  propia 
órbita,  sino  que  también  derivaba  sus  consecuencias  sobre 
la  anunciada  recuperación  de  los  dominios  españoles.  Señala, 
desde  luego,  la  acción  de  Francia,  haciendo  penetrar  en  el 
territorio  español  un  ejército  de  100.000  hombres,  para 
vigorizar  la  fuerza  del  trono  y  permitir  al  Rey  Fernando 
dar  a  sus  subditos  las  instituciones  que  a  su  juicio  corres- 
pondiesen. Hace  mérito  de  la  invasión  del  duque  de  Angu- 
lema para  consolidar  la  reyecía,  no  obstante  que  la  Inglaterra 
había  ya  declarado  en  ese  entonces  que  no  tendría  por 
válida  ninguna  conquista  ni  cesión  que  se  hiciese,  de  alguna 
colonia  ex-española  que  gozara  de  una  independencia  de 
hecho.  Se  refiere  a  las  aspiraciones  conocidas  de  los  monar- 
cas, destruyendo  el  derecho  de  representación  y  reforzando 
a  Fernando  VII  la  plenitud  de  un  poder  monstruoso,  que 
tenía  antes  de  la  proclamación  de  la  Constitución,  en  el 
año  1820.  Anotaba,  por  otra  parte,  el  peligro  inminente 


Documentos  para  la  Historia  Argentina,  doc.  cit.,  pp.  332/334,  t.  XIII. 


109 


por  los  sucesos  recientes  del  Brasil,  cuyo  emperador,  si- 
guiendo la  doctrina  proclamada  por  los  poderes  combinados 
en  Verona,  no  sólo  había  disuelto  las  Cortes,  sino  decla- 
rado enfáticamente  que  correspondía  exclusivamente  al 
trono  presentar  cualquier  nueva  constitución.  Quedaba 
evidenciado  así  que  los  Braganza  estaban  en  el  mismo 
orden  de  ideas  de  la  coalición  europea,  lo  que  a  poco  me- 
ditar, mostraba  los  riesgos  que  corría  la  libertad  americana 
con  la  propagación  de  principios  absurdos  en  un  Estado 
limítrofe  al  de  las  Provincias  del  Río  de  la  Plata. 

Zavaleta  afirma  de  modo  categórico  lo  temerario  de 
difundir  máximas  tendientes  a  satisfacer  promesas  de  res- 
tituir el  rey  Fernando  sus  posesiones,  «recuperadas  de  su 
dominio  injusto  con  torrentes  de  sangre  —  dice  el  Deán  — 
y  por  medio  de  una  resolución  valiente,  que  no  está  en  el 
poder  de  ningún  monarca  de  la  tierra,  hacer  vacilar». 

La  Circular  al  encarecer  la  meditación  sobre  este  tema 
declara,  a  su  vez,  que  los  gobiernos  que  «hoy  se  hallan  al 
frente  de  los  negocios  públicos,  son  los  obligados  especial- 
mente a  destruir  estos  planes  por  los  medios  que  exigen 
imperiosamente  las  circunstancias,  «entre  los  que  enumera 
la  necesidad  de  uniformar  la  opinión  pública,  la  ilustración 
de  los  pueblos,  su  urgente  organización  en  un  cuerpo  de 
nación,  capaz  de  hacer  frente  a  las  aspiraciones  que  con 
tanta  tenacidad  se  despliegan  en  Europa.  En  resumen,  se  di- 
rije  a  los  gobernadores  para  que  manifiesten  en  esta  ocasión, 
el  celo  que  los  honra  por  la  prosperidad  del  País,  agregando: 
«que  hagan  sentir  a  los  pueblos,  los  principios  luminosos 
en  que  estriba  el  sistema  representativo...;  la  felicidad  y 
armonía  que  bajo  sus  auspicios  debe  reinar  para  sofocar 
todo  principio  que  tienda  a  contrariar  los  fines  de  la  Revo- 
lución americana.  .  .  y  finalmente,  para  que  se  forme  una 
unión  estrecha  en  ideas  y  principios  entre  ambos  que  «lleve 
por  insignia  la  libertad  y  la  ilustración  de  todos  los  ciuda- 
danos, y  por  objeto,  la  formación  de  un  nuevo  Estado 


110 


sobre  bases  dignas  del  siglo  actual,  capaces  de  contener  el 
torrente  de  despotismo  de  la  coalición  europea  .  Quiere 
Zavaleta  que  la  Revolución  americana,  con  sus  principios, 
dé  un  ejemplo  en  el  mundo  de  los  valores  morales. 

Parécenos  suficiente  como  comprobación  del  espíritu  de 
los  dirigentes  de  la  época  acotar  tan  sólo  la  respuesta  del  go- 
bernador de  San  Juan  doctor  del  Carril  quien,  aludiendo 
«al  plan  más  extenso  y  mañoso  contra  la  libertad  interior 
y  exterior  de  los  Estados  nacientes  de  América  ,  reafirma 
que  San  Juan  está  persuadido  que  la  libertad  del  mundo 
se  trabaja  en  el  taller  de  la  naturaleza  por  agentes  tan  efica- 
ces como  indestructibles»  y  que,  en  consecuencia:  «el  go- 
bierno de  San  Juan  reitera  la  oferta  de  sus  empeños  para 
prepararse  por  los  medios  ya  convenidos  a  resistir  el  ataque 
más  formidable  que  le  han  preparado  hasta  ahora  los  ene- 
migos de  los  derechos  y  de  la  razón»  1G. 


0  Véase  en  el  apéndice,  el  texto  íntegro  de  la  circular. 


111 


Capítulo 

VIII 


EN  EL  CONGRESO  DE  1824  Y  POR  LA 
CONSTITUCION  DE  1826 


Si  valoramos  el  resultado  de  las  misiones  de  Zavaleta 
y  Cossio,  haciendo  caudal  de  las  impresiones  recibidas  por 
cada  uno,  y  de  los  sentimientos  invocados  por  los  hombres 
de  provincia,  podemos  fijar  dos  conclusiones  interesantes: 

Io)  Que  la  exploración  provinciana  aconsejaba  la  pró- 
xima reunión  de  un  Congreso  Nacional,  pues  se  había 
recogido  como  espontáneo  anhelo,  la  necesidad  de  la  defini- 
tiva constitución  del  país. 

2o)  Que  esa  futura  reunión  de  un  Congreso  Nacional, 
no  sólo  era  deseada  sino  que  no  era  temida,  como  pudiera 
suponerse  frente  a  gobernantes-caudillos  encerrados  en  sus 
terruños;  porque  el  concepto  de  la  unidad  era  tradicional 
e  indestructible;  y  simultáneamente,  había  la  defensa  y  con- 
trol de  propios  regímenes,  que  según  instrucciones  expresas 
dadas  a  los  diputados,  debían  ser  respetados  y  mantenidos. 

La  voz  de  Rivadavia  llamando  al  pueblo  argentino  a 
organizarse,  es  pues  aceptada,  aunque  aparezcan  ciertas 


113 


reservas  mentales  encarnadas  en  la  masa  de  la  opinión, 
algo  más  fuerte  y  decisiva  que  el  factor  de  las  ciudades,  por 
ilustrado  que  fuese.  Una  mirada  de  conjunto  sobre  el  pano- 
rama recorrido  por  los  comisionados,  había  evidenciado 
los  agrupamientos  políticos  en  derredor  de  las  ciudades 
primigenias.  Este  movimiento  nacionalista,  lleno  de  opti- 
mismo y  buena  fe,  significó  un  arranque  civilizador  y  viril 
sobre  la  montonera.  Estrada  nos  hace  ver  cómo  al  delegar 
las  provincias  en  el  futuro  Congreso  la  soberanía  nacional, 
limitaban  el  mandato  de  sus  miembros,  pues  que  en  defini- 
tiva, reservándose  su  régimen  interior  y  sus  instituciones 
propias,  coartaban  a  la  Asamblea  en  el  teatro  destinado 
para  sus  primeros  ensayos. 

Después  de  hundida  la  Constitución  de  1819  por  la 
acción  de  la  violencia  y  el  desconocimiento  psicológico  que 
quisieron  imponer,  tanto  el  monarquismo  repudiado  como 
la  política  centralista,  parecía  utópica  esta  nueva  tentativa, 
expresión  ilusoria  de  esperanza  y  sinceridad.  En  la  gestión 
inteligente  de  los  comisionados  no  faltaría  sin  duda  la 
observación  de  los  pactos  de  alianzas,  modelados  en  el 
Tratado  Cuadrilátero,  que  fué  fuente  de  tendencia  federa- 
tiva. Esos  tratados,  denotaban  acaso  cierta  falta  de  lógica 
en  la  inmediata  política  rivadaviana,  cuando  Agüero  y 
Gómez  proponían  el  enfoque  teórico  de  la  centralización 
dentro  de  una  organización  dislocada,  de  legitimidad  per- 
ceptible, ante  la  trayectoria  inmodificable  que  venían  si- 
guiendo y  continuarían  los  pueblos.  El  error  daba  más 
relieve  al  noble  esfuerzo,  irradiado  generosamente  por  sobre 
el  abismo  cavado  en  1820.  Empero,  esa  tendencia  federativa 
a  que  hemos  hecho  referencia,  se  afirmaba  aun  más  por 
el  caudillaje  en  auge,  representación  vigorosa  de  las  pasio- 
nes populares  e  impermeable  a  las  concesiones  meramente 
doctrinarias  de  la  centralización,  que  para  ellos  no  debía 
confundirse  con  el  concepto  de  la  unidad  nacional.  Es  decir, 
que  la  Patria  era  una,  pero  el  localismo  autonómico,  si  no 


114 


deseaba  permanecer  en  la  dispersión,  tampoco  toleraba  la 
absorción. 

Indicar  esta  antinomia  es  dar  la  clave  de  un  fenómeno 
histórico.  Las  Provincias  no  abdicaban  su  modo  de  ser 
propio,  y  tal  nudo  neurálgico,  no  sería  seguramente  des- 
atado con  las  admoniciones  ministeriales  del  sentencioso 
Agüero,  ni  con  el  gesto  olímpico  de  Rivadavia.  Porque,  a 
decir  verdad,  en  nuestra  organización  constitucional  se  sub- 
rraya  como  principio  dominante  la  forma  de  unión  federa- 
tiva, resultante  fatal  de  los  elementos  naturales  y  conven- 
cionales. Estrada,  tan  inflamado  orador  como  profundo 
sociólogo,  penetró  en  este  como  en  otros  problemas  histó- 
ricos, con  lucidez  y  erudición.  El  nos  señala,  en  coinci- 
dencia con  Alberdi,  ese  error  de  Rivadavia  cometido  tan 
impulsivamente  al  suprimir  los  cabildos;  y  al  mismo  tiempo, 
nos  dibujan  ambos  la  roja  silueta  de  Rosas,  tras  de  ese  de- 
creto liberticida  del  24  de  diciembre  de  1821.  Porque,  en 
efecto,  la  supresión  del  Cabildo  de  Buenos  Aires  sin  reem- 
plazar sus  funciones  por  otro  organismo,  que  mantuviera 
lo  que  J.  V.  González  llamó  «la  célula  orgánica  del  gobierno 
representativo  ,  pues  que  condensaba  en  sus  manos  su 
parte  de  gobierno  efectivo  de  los  intereses  comunes,  dió 
valor  a  la  masa  desorganizada,  inculta,  huraña  y  dispersa; 
absorbida  y  manejada  después  por  el  oficialismo  autocrá- 
tico,  los  jueces,  los  comisarios  y  los  comandantes  militares 
de  campaña,  es  decir,  por  los  señores  electores,  dueños  de 
comicios  l.  Así  nació  y  se  impuso  el  personalismo. 

El  tema  atrayente  de  suyo  nos  apartaría  del  objeto 
inmediato  de  esta  biografía,  que  deseamos  contener  en 
marco  proporcionado.  Con  todo  agregaremos  que,  para 
orientarla  en  el  sentido  estricto  de  la  crítica  histórica,  debe- 
mos separar  el  hombre  de  su  obra.  Así,  al  menos  reducimos 
del  calor  admirativo  lo  objetivo  y  frío  de  los  hechos.  Este 


1  Cfr.:  Joaquín  V.  González,  E!  juicio  del  siglo,  p.  91  y  sigts. 


115 


método  nos  acerca  más  a  la  verdad,  despojándonos  nos- 
otros mismos  de  lo  emotivo  de  todo  juicio  personal  para 
dar  entrada  al  análisis  razonado  de  la  inteligencia  sin  des- 
medro de  la  justicia.  Este  ángulo  visual  es  tanto  más  reco- 
mendable en  este  caso,  cuanto  que  todos  los  unitarios, 
aquellos  hombres  ilustrados  que  reconocían  la  jefatura  de 
Rivadavia,  no,  sólo  le  acataban  e  imitaban,  sino  que  entre 
ellos  mismos  surgía  un  parecido  de  escuela,  que  iba  de 
lo  moral  a  lo  físico  en  invasora  identificación. 

Pues  bien,  Zavaleta,  el  prestigioso  Deán  de  Buenos  Aires, 
era  acaso  con  Gorriti,  una  excepción  en  el  grupo  histórico. 
Su  obra  parlamentaria  da  la  exacta  medida  de  su  persona- 
lidad, presentándosenos  como  el  más  celoso  defensor  de  las 
autonomías  provinciales.  Es  verdad  que  el  grande  estadista 
le  atraía  por  el  vuelo  de  su  genio  progresista  y  emprendedor; 
pero,  no  es  menos  cierto  que  en  su  carácter  de  sacerdote 
tuvo  como  privilegio  el  raro  y  único  ascendiente  del  con- 
sultor espiritual.  Por  lo  demás,  le  era  forzoso  a  Zavaleta, 
en  su  realismo  de  la  vida  ciudadana,  hecha  de  tolerancia 
y  experiencia,  deducir  lo  fantasioso  del  protagonista  y  hasta 
oponerse  en  lo  político,  cuando  creyó  se  chocaba  el  senti- 
miento general  de  los  pueblos.  Su  mentalidad  se  manifes- 
taba así  por  grados,  no  siéndole  soportable  el  procedimiento 
tajante  del  partido,  siempre  de  prisa,  como  acosado  en  la 
solución.  Este  relevamiento  de  su  psicosis,  muestra  en  él 
la  concordancia  y  la  disidencia  alternativa  en  asuntos 
graves,  sin  que  por  ello  dejara  de  pagar  tributo  a  la  solida- 
ridad partidaria.  Le  era  muy  duro  contrariar  aquello  que 
estimaba  básico,  sensato  o  prudente.  Le  veremos  así,  auspi- 
ciar la  ley  llamada  «fundamental»,  porque  reconoce  en  ella 
el  pacto  de  unión  de  las  Provincias;  votará  la  ley  de  Presi- 
dencia, porque  toda  forma  de  gobierno  exije  la  jerarquía; 
pero  se  opondrá  a  la  «ley  de  la  Capital»  porque  el  presidente 
autoritario  interrumpe  con  su  impaciencia  la  decantación 
de  un  proceso  histórico,  que  precipita  la  aventura  rivada- 


116 


viana  al  propugnar  el  sojuzgamiento  de  las  provincias, 
rehusando  la  consulta  al  gobierno  de  Buenos  Aires,  precisa- 
mente en  la  amputación  de  su  territorio.  Su  modestia  y 
circunspección  no  se  alteran:  prefiere  ceder  al  debate,  mas 
no  al  voto,  que  es  de  conciencia,  para  no  exteriorizar  la 
crisis  del  desacuerdo  con  sus  copartidarios,  pese  al  sacrificio 
personal.  Ensayará  entonces  el  recurso  de  la  conciliación, 
aconsejando  con  tacto  político,  una  moción  de  aquiescencia 
que  no  hubo  de  prosperar.  Su  argumentación  tiene  la  fuerza 
y  la  gravitación  de  lo  palpado  y  vivido  en  los  quince  años 
corridos  desde  mayo  del  año  diez,  a  punto  de  cargar  con 
la  responsabilidad  de  provocar  una  escisión  en  el  seno 
del  Congreso.  A  sus  razonamientos  se  han  sumado  los  de 
Gorriti,  Moreno  y  otros  más.  En  tal  caso,  es  conveniente 
por  la  salud  del  país  mismo,  retirar  la  consulta  a  Buenos 
Aires  y  mantener  íntegra  la  oposición  a  la  Ley.  Así  al  me- 
nos, el  Congreso  podrá  completar  su  misión  legislativa, 
la  que  por  ningún  concepto  debe  ser  interrumpida.  En  este 
punto  su  probidad  ciudadana  le  aconsejaba  la  moderación, 
evitando  el  derrumbe  de  una  situación  vidriosa;  situación 
que  el  ministro  Agüero  sostendrá  empeñosamente,  a  des- 
pecho de  los  dictados  de  Balcarce  que  hablará  con  cierta 
prevención  de  «despotismo»  aunque  Agüero  solemnemente 
le  enrostre  la  «impertinencia». 

Es  cuestión  previa  al  examen  de  la  Constitución  de  1826 
la  cronología  administrativa  que  indica  los  jalones  guber- 
nativos, como  consecuencia  del  vaivén  de  los  sucesos  polí- 
ticos. Comprobamos,  en  efecto,  que  en  1820  había  desapa- 
recido la  autoridad  central  de  origen  virreinaticio,  pese  a 
que  todos  los  gobiernos  desde  1810  se  habían  inspirado 
en  un  criterio  centralista.  El  edificio  levantado  en  la  primera 
década  se  derrumba  como  por  ensalmo  y  las  provincias 
reasumen  su  soberanía.  La  más  rica  de  todas,  Buenos  Aires, 
adoptó  en  1821  atribuciones  legislativas  y  hasta  constitu- 
yentes, sirviendo  de  ejemplo  a  las  demás.  De  1821  al  27 


117 


sobrevienen  las  reformas  rivadavianas  que  abarcaron  lo 
político,  lo  militar,  lo  eclesiástico  y  lo  administrativo.  En  ese 
lustro,  consecuencia  bastante  inmediata  de  la  caída  del 
Directorio,  nace  en  las  provincias  la  democracia  y  el  fede- 
ralismo como  brote  del  aislamiento  provincial. 

Hemos  mencionado  la  supresión  de  los  cabildos.  Recor- 
demos ahora  la  reorganización  de  la  junta  de  Representan- 
tes sobre  la  base  del  sufragio  universal  y  de  la  elección 
directa.  Una  ley,  llamada  «ley  de  olvido»,  permite  el  retorno 
a  la  concordia  apelando  a  aquellos  que  fueron  separados 
o  alejados  por  ideologías  disímiles.  De  modo  paralelo,  como 
una  expresión  de  deseos  para  asegurar  la  paz  y  la  unión 
con  las  provincias  hermanas,  se  firmó  el  Tratado  del  «Cua- 
drilátero», por  el  cual  Buenos  Aires  y  las  tres  litorales: 
Santa  Fe,  Entre  Ríos  y  Corrientes,  se  comprometían  en 
recíproca  ayuda  para  el  caso  de  ataque  o  invasión  extran- 
jera, dejando  abierta  su  adhesión  a  las  restantes  del  terri- 
torio. Con  ello  se  reafirmaba  la  Convención  del  Pilar,  o  sea 
federalismo  y  nacionalismo  explícito,  como  así  fué  también 
el  fracasado  congreso  de  Córdoba  de  tendencia  federativa. 


—  II  — 

A  principios  de  1824  se  hace,  por  fin,  la  convocatoria 
oficial.  La  ley  de  febrero  27,  llama  a  elecciones  para  el  sus- 
pirado Congreso,  eligiendo  Buenos  Aires  9  diputados  en 
octubre,  entre  ellos  Zavaleta,  Agüero,  Paso,  Castro  y  Gómez. 
En  esta  emergencia  se  trasluce  el  entretelón  político  de  un 
gobernador  de  orientación  federal,  el  general  Las  Heras, 
y  de  una  Legislatura  netamente  unitaria,  que  teme  ya  la 
acción  de  los  diputados  del  interior.  La  Junta  de  Represen- 
tantes porteña  sanciona  la  ley  de  noviembre  13,  por  la 
que  la  Provincia  se  reserva  el  derecho  de  aceptar  o  des- 


118 


echar  la  constitución  que  presente  el  futuro  Congreso, 
rigiéndose  desde  luego  por  sus  propias  instituciones. 

¿Esta  declaración  importaba  un  reto  de  la  mayoría  uni- 
taria de  Buenos  Aires  a  las  provincias  federales?  La  res- 
puesta surgía  dubitativa  ante  el  enigma  planteado.  Un  con- 
greso producto  de  la  voluntad  concordante  de  provincias 
autóctonas  debía  necesariamente  dar  una  ley  suprema,  por 
cuanto  todos  los  diputados  sin  excepción  estaban  facultados 
para  dictar  la  Constitución;  y  en  tal  supuesto  ¿cómo  podía 
admitirse  la  reserva  de  Buenos  Aires  de  rechazar  lo  que 
era  producto  de  su  colaboración  espontánea,  expresión 
de  la  libre  voluntad  de  sus  representantes  mandatarios? 
Por  lo  demás,  ¿era  acequible  restringir  las  atribuciones  de 
un  Congreso  Constituyente?  Vése  por  esto,  toda  la  pru- 
dencia y  habilidad  con  que  habría  de  procederse  para  no 
herir  la  susceptibilidad  de  los  miembros  del  alto  cuerpo. 
La  actitud  de  Buenos  Aires  era,  más  que  preventiva  y  pre- 
cautoria, verdaderamente  condicional.  Lógicamente  el  ejem- 
plo cundió  entre  las  demás  provincias,  afectando  puntos 
vitales  del  organismo  político.  La  hermana  mayor  y  las 
demás  hermanitas  de  la  familia  no  necesitaban  mirarse  a 
las  caras  para  conocerse.  No  había  secretos  entre  ellas, 
porque  todas  se  habían  desnudado  antes  a  pleno  sol.  Es  dig- 
no de  ser  recordado  aquel  admirable  y  primer  editorial  de 
El  Argos  de  Buenos  Aires  titulado  «Provincias  del  Río  de  la 
Plata»  (12  de  mayo  de  1821)  que  conservaba  su  frescura 
el  día  de  la  inauguración  del  Congreso  (diciembre  de  1824). 
En  tres  años  transcurridos  la  forma  había  cambiado,  mas 
no  el  fondo.  Era,  si  se  quiere,  una  mutación  corográfica 
con  los  mismos  actores. 

La  diferencia  substancial  la  daba,  en  síntesis  enjundiosa, 
el  conceptismo  rivadaviano  con  su  vocabulario  hinchado 
de  sonoridad  según  el  cual  todo  debía  ser  venturoso,  afian- 
zando el  buen  tiempo  porteño.  Se  vivía  «en  los  fastos  del 
universo  ,  festejando  la  nueva  «Legislación  >  que  sería  la 


119 


traducción  de  la  felicidad  en  la  Ley,  una  especie  de  con- 
vención «entre  la  autoridad  y  la  razón».  En  el  salón  minis- 
terial, los  contertulios  del  santuario,  bajo  tales  aforismos, 
salvaban  la  patria  y  se  remontaban  a  lo  excelso,  escuchando 
este  dictado  magistral:  «Los  pueblos  son  felices  cuando 
gobiernan  los  filósofos,  o  filosofan  los  que  gobiernan». 
El  ideal  campeaba  así  en  el  deleite  de  un  «contrato  moral* 
perfectamente  armónico  de  justicia  y  rectitud,  o  en  aspira- 
ciones contractuales  entre  esa  «Autoridad»  soberana  que 
emergía  de  los  pueblos  purificados  por  las  reformas,  con  la 
«Razón»  iluminada  del  magistrado  quien  debía  trazar  la 
norma  edificante  de  la  moral  pública. 

Bajo  tales  auspicios,  plasmados  en  la  mentalidad  gu- 
bernativa, quedó  instalado  el  nuevo  Congreso  luego  de 
aprobados  los  diplomas  y  fijado  el  reglamento  de  los  de- 
bates. Abreviemos  las  palabras  ante  las  grandes  leyes.  Mas 
antes,  debiéramos  poner  en  lista  a  los  que  en  el  recinto, 
formaron  —  como  escribe  un  ilustre  maestro  —  «el  núcleo 
de  las  más  altas  inteligencias  y  capacidades  que  el  País 
podía  elegir  para  una  misión  tan  augusta».  El  mismo  autor, 
agrega:  «pero  con  ser  una  tarea  de  carácter  constituyente 
y  legislativo,  su  peso  real  en  los  destinos  públicos  de  la 
época  no  fué  de  igual  ponderación»  2. 

Allí  alternaron  efectivamente,  además  de  los  ya  nom- 
brados: Somellera,  Gallardo,  Moreno,  Castex,  Gorriti,  Do- 
rrego,  Heredia,  Vélez  Sársfield,  Cavia,  Funes,  Laprida,  Frías, 
etc.,  quienes  en  sesiones  parlamentarias  durante  un  trienio 
aparecieron  con  «todos  los  aspectos  de  un  congreso  culto 
de  un  gran  Estado  en  formación».  Empero,  su  «Constitu- 
ción», apoyada  sobre  un  gobierno  débil  sujeto  a  vicisitudes 
ambientales,  fué  tan  anémica  y  efímera  como  la  de  1819, 
y  debió  extinguirse  como  se  extinguió  el  propio  Rivadavia 
y  su  partido.  «La  caída  del  pilar  maestro  arrastró  toda  la 


2  Idem,  loe.  cit.,  p.  138. 


120 


fábrica^.  Lo  decimos  anticipadamente:  ¡la  Constitución  de 
1826  no  rigió  un  solo  día! 

Pasemos  a  la  obra  legislativa.  El  Congreso  entró  en 
funciones  el  6  de  diciembre  de  1824  con  la  representación 
de  17  provincias,  es  decir  que  además  de  las  actuales  catorce, 
se  agregaban  Misiones,  Montevideo  y  Tarija.  Con  motivo 
de  la  fórmula  del  juramento,  se  hizo  el  primer  debate  en 
derredor  de  su  segunda  parte  que  proponía  jurar  la  inte- 
gridad, libertad  e  independencia  absoluta  de  la  Nación  bajo 
la  forma  representativa  republicana.  El  significado  de  los  tér- 
minos transcriptos  tenía  un  alcance  intencionado  y  de  tras- 
cendencia. Rompió  la  espectativa  el  Deán  Zavaleta3  expre- 
sando sin  ambages  y  con  valentía  su  opinión,  frente  al 
intento  de  algunos  que  trabajaron  bajo  cuerda  para  no 
aceptar  esa  fórmula  la  que,  a  juicio  de  los  mismos,  debería 
ser  discutida  al  tratarse  la  forma  de  gobierno.  El  doctor 
Zavaleta  observó  que:  «Si  después  de  haber  algunos  dipu- 
tados pedido  que  el  juramento  abraze  expresamente  todos 
esos  objetos,  no  se  hiciese  así,  no  faltarían  glosas  malignas 
sobre  las  intenciones  y  miras  del  Congreso,  que  desde  luego 
entraría  perdiendo  una  parte  de  su  opinión.  Por  esta  razón 
- —  dijo  —  la  Comisión  ha  creído  que  los  diputados  debían 
también  protestar  a  la  Nación  que  están  dispuestos  a  sos- 
tener la  independencia  y  libertad  bajo  el  gobierno  republi- 
cano. Esto  ha  querido  y  quiere  la  Nación,  y  los  diputados  no 
desempeñarían  su  cargo  si  no  cumpliesen  con  esta  obliga- 
ción. En  verdad  que  a  la  Constitución  corresponde  dar  la 
forma  de  gobierno:  ella  sin  duda  sancionará  la  que  la  Nación 
cien  veces  ha  ratificado  y  sellado  con  su  sangre»  4. 


3  En  realidad  Zavaleta,  como  presidente  de  la  Comisión  de  poderes,  ocupó  casi 
toda  la  segunda  sesión  preparatoria,  dando  las  explicaciones  necesarias  para  su 
aprobación,  contemplando  en  especial  la  posición  de  aquellos  diputados  al  Con- 
greso que  eran  ministros  en  el  gobierno  provincial  de  Buenos  Aires. 

4  Diario  de  sesiones  del  C.  N.  de  las  P.  U.,  t.  I,  p.  28. 


121 


Estas  palabras  cuya  elocuencia  política  es  evidente,  im- 
portaban no  únicamente  una  profesión  de  fe  democrática 
sino  una  marcada  disidencia  con  las  repetidas  gestiones  diplo- 
máticas de  Rivadavia  y  Gómez  en  Europa  en  busca  de  prínci- 
pes que  coronar.  A  la  interpretación  de  Zavaleta  respondieron 
los  diputados  Funes,  Castro,  Gómez,  Agüero  y  Mansilla,  sin 
oponerse  abiertamente  al  concepto  emitido,  pero  insistieron 
en  su  aplazamiento  por  cuanto  carecería  de  legalidad,  dado 
que  la  ocasión  de  tratarla  se  ofrecería  al  discutirse  precisa- 
mente esa  forma  de  gobierno.  Entonces  el  diputado  Gorriti,  en 
apoyo  de  Zavaleta,  se  manifestó  sin  eufemismos.  «Es  preciso, 
dijo,  no  disimular  las  cosas  que  sabemos:  se  sospecha,  se 
teme  y  se  recela,  y  de  varios  modos  se  nos  han  manifestado 
estos  recelos  que ...  se  solicita  en  Europa  un  príncipe  para 
dominarnos,  y  nosotros,  para  borrar  y  confundir  cualquier 
motivo  que  haya  de  habladurías  y  malicias  o  embustes,  po- 
demos presentar  al  mundo  entero  la  carta  que  manifieste 
nuestras  obligaciones  y  nuestra  decisión»  (loe.  cit.  pág.  36). 

Para  felicidad  del  país,  se  sancionó  íntegra  la  fórmula 
propuesta  del  juramento  con  que  se  despejó  la  atmósfera 
de  toda  intriga  diplomática.  Sin  embargo,  conviene  aclarar 
que  cuando  el  doctor  Valentín  Gómez  calificó  de  vulgar  tal 
especie,  pese  a  su  intervención  cortesana  en  Francia,  Gorriti 
le  replicó  con  énfasis:  «Las  cosas  tampoco  son  tan  vulgares 
como  ha  creído  el  señor  diputado.  Si  hubiéramos  de  recoger 
hechos  que  se  han  producido  desde  el  comienzo  de  la  Re- 
volución, quizás  marcaríamos  cosas  que  pasan  mucho  más 
allá  de  lo  vulgar.  Pero  nosotros  aquí  no  tenemos  necesidad 
de  ir  a  mortificar  a  muchas  personas  que,  o  no  existen  o 
no  figuran,  y  otras  que  basta  saber  qué  se  han  hecho;  y  no 
se  puede  dudar  que  sobre  esto  particularmente  hay  en  los 
pueblos  temores  graves...»  (loe.  cit.  pág.  40). 

¡Feliz  coyuntura  aquélla  la  de  poder  dar  el  rumbo  repu- 
blicano a  toda  una  asamblea,  esquivando  sinsabores  futuros 
en  el  engañoso  espejismo  del  sistema  monárquico! 


122 


Doble  motivo  de  estímulo  para  Gorriti  y  Zavaleta,  que 
vieron  inmediatamente  afianzado  el  régimen  republicano  en 
el  Memorándum  que  el  gobernador  general  Las  Heras  dirigió 
al  Congreso  por  intermedio  de  su  ministro  Manuel  José 
García,  primer  antecedente  conocido  —  se  ha  escrito  —  en 
que  un  gobierno  patrio  exteriorizase  sus  ideas  al  respecto. 
En  ese  documento  bien  se  distingue,  la  falsa  superioridad 
que  «nace  de  los  privilegios  ,  enfrentada  a  la  muy  verídica 
y  real  de  la  «que  viene  del  mérito  personal  .  La  monarquía, 
en  definitiva,  fué  una  veleidad  de  la  que  no  escaparon 
muchos  prohombres  de  la  Revolución.  La  masa  de  los 
pueblos  sin  discrepancia  aclamó  siempre  los  principios  na- 
turales de  libertad  e  igualdad  contra  toda  iniciativa  artificial, 
acaso  excusable  pero  no  fundada  ni  tolerada.  Prueba  de 
ello,  fué  el  voto  de  seis  provincias  por  la  forma  republicana 
federal;  cuatro  por  la  republicana  unitaria,  y  seis  por  el 
régimen  federal  o  unitario  a  decisión  exclusiva  del  Congreso. 
Ninguna  provincia,  en  consecuencia,  por  la  monarquía. 


—  III  — 

Con  la  denominada  «Ley  Fundamental-,  se  inició  y 
perfiló  el  ciclo  legislativo  del  Congreso  en  la  nueva  organi- 
zación política  del  país.  Tanto  este  estatuto  como  los  que 
le  siguieron,  tenían  proyección  histórica  en  una  gravitación 
que  sobrepasó  los  cincuenta  años  subsiguientes  de  la  vida 
nacional.  Basta  pues,  esta  enunciación  para  aquilatar  los 
altos  valores  puestos  en  juego,  entre  los  que,  el  solo  rasgo 
personal  de  esos  congresales  dió  relieve  a  todo  un  grupo 
selecto  de  hombres  ya  maduros,  exponentes  cultísimos  de 
la  primera  generación  de  Mayo.  No  hubo  exageración  pues, 
cuando  los  primeros  historiadores  argentinos  anotaron  que 
nueve  años  antes  que  Tocqueville  publicara  su  Democracia 


123 


en  América,  esos  oradores  discutieron  en  nuestro  parlamento 
los  principios  del  gobierno  del  pueblo  por  el  pueblo  «con 
tal  caudal  de  conocimientos  y  tal  brillo»,  que  no  se  sabía 
qué  admirar  más,  si  esos  debates  memorables,  o  la  fuerza 
política  social  de  hechos  que  subsistieron,  pese  al  nuevo 
rumbo  que  se  pretendió  darles  al  adoptar  la  forma  republi- 
cana, «consolidada  en  unidad  de  régimen». 

El  señor  Acosta,  diputado  por  Corrientes,  fué  el  autor 
del  proyecto  de  ley,  especie  de  pacto  de  unión  entre  las 
provincias,  con  el  aditamento  de  ciertas  reglas  de  derecho 
y  de  principios  de  gobierno.  La  iniciativa  fué  destinada  a 
una  comisión  que  integraron  Zavaleta,  Funes,  Paso,  Cas- 
tellanos, Frías  y  Vélez  Sársfield.  El  dictamen  de  estos  legis- 
ladores —  los  más  destacados  — ,  que  redujo  considerable- 
mente el  plan  del  autor,  dió  por  sentada  la  existencia  de 
un  pacto  de  unión  ya  anterior  entre  las  Provincias,  por  la 
declaración  de  1816  que  había  proclamado  la  independencia. 
Se  llamó  «ley  fundamental»  en  razón  de  sus  disposiciones 
que  afectaban  profundamente  el  orden  institucional  admi- 
tido de  hecho,  el  cual  debía  ser  consagrado  de  derecho, 
con  la  total  adhesión  de  esas  provincias  a  dicha  proclama- 
ción. La  redacción,  en  efecto,  empleada  en  el  artículo  pri- 
mero así  lo  estatuye,  porque  «reproduce  del  modo  más 
solemne»  el  pacto  con  que  las  Provincias  se  ligaron  «desde 
el  momento  en  que,  sacudiendo  el  yugo  de  la  antigua  domi- 
nación española,  se  constituyeron  en  nación  independiente». 
He  aquí  en  consecuencia,  la  normal  ratificación  por  la  tota- 
lidad de  los  Estados,  o  sea  incluso  aquellas  provincias  que 
no  habían  firmado  el  «Acta»  o  permanecido  ausentes  del 
Congreso  de  Tucumán. 

El  artículo  segundo,  al  declarar  que  las  atribuciones  del 
Congreso  eran  constituyentes,  dió  el  preanuncio  de  la 
sanción  de  una  nueva  Carta  constitucional;  y  en  el  tercero, 
sobreponiéndose  a  toda  duda  alarmista  al  respecto,  esta- 
bleció que  «por  ahora,  y  hasta  la  promulgación  de  la  Cons- 


124 


titución  que  ha  de  reorganizar  el  Estado,  las  provincias  se 
regirán  interinamente  por  sus  propias  instituciones.  En  se- 
guida, por  los  artículos  cuarto  y  quinto,  definió  sus  facul- 
tades para  «ocuparse  de  cuanto  concierne  a  los  objetos  de 
la  independencia,  integridad  seguridad,  defensa  y  prospe- 
ridad .  Quedó  resuelto  explícitamente  que  la  Constitución 
que  se  sancionase  sería  «ofrecida  oportunamente  a  la  con- 
sideración de  las  Provincias  »,  y  no  sería  promulgada  ni 
establecida  en  ellas  hasta  su  aceptación  por  las  mismas. 
Lo  restante  de  la  ley  concernía  al  gobierno  de  Buenos  Aires, 
encargándole  provisionalmente  el  Poder  Ejecutivo  nacional, 
que  aceptó  de  inmediato  por  razones  de  urgencia  y  a  fin  de 
expedirse  en  los  asuntos  exteriores,  especialmente  por  la 
tensión  nerviosa  del  Brasil.  Esta  «ley  fundamental»  tuvo  el 
voto  favorable  de  unitarios  y  federales. 

Durante  varias  sesiones  y  en  alternados  debates,  unos 
de  fondo,  otros  de  carácter  formal,  Zavaleta  definió  sosteni- 
damente su  posición,  fuera  ella  de  orden  personal  o  como 
miembro  informante  de  la  Comisión.  Como  ha  podido 
observarse,  la  estructuración  de  la  ley  fundamental  acom- 
pasa varios  puntos  que  por  su  significado  pudieron  ser 
considerados  cada  uno  de  ellos  por  ley  especial.  Ello  re- 
quirió generalmente  ampliación  de  referencias  o  la  nece- 
sidad de  precisar  el  alcance  de  sus  términos. 

Acerca  del  pacto  de  unión,  por  ejemplo,  Zavaleta  re- 
cuerda en  uno  de  sus  discursos  que  en  esas  circunstancias 
la  reanudación  de  vínculos  entre  las  Provincias  las  obligaba 
a  ratificar  «el  propósito  con  que  se  unieron  para  formar 
una  nación,  desde  el  momento  en  que  por  un  acto  del  más 
acendrado  patriotismo,  constituyeron  el  gobierno  federal  en 
las  márgenes  del  Río  de  la  Plata;  dieron  de  allí  —  dijo  — 
el  primer  grito  de  libertad,  y  entablaron  un  pacto  que  luego 
se  ratificó  y  que  últimamente  en  el  año  16  se  sancionó 
cuando  se  estableció  el  Congreso  General.  Las  desgracias 
sucesivas  que  dividieron  el  País,  disolvieron  enteramente 


125 


el  Estado,  quedando  sólo  una  relación  de  afección  de  pueblo 
a  pueblo;  pero  cada  uno  independiente  en  uso  y  ejercicio  de  su 
soberanía.  Fijado  el  concepto  de  autonomía,  agregó:  «Pues 
cuando  se  unen  otra  vez  con  el  ánimo  de  reintegrar  esa 
nación  dispersa,  parece  necesario  que  ratifiquen  el  pacto 
que  repetidas  veces  habían  hecho,  y  protestando  a  la  faz 
del  mundo,  que  jamás  se  disuelva  .  Luego,  a  modo  de  escla- 
recimiento, repuso:  «Yo  no  creo  que  el  tratado  particular, 
que  celebraron  las  cuatro  provincias  de  Buenos  Aires* 
Santa  Fe,  Entre  Ríos  y  Corrientes,  se  oponga  en  nada  al 
pacto  que  deben  renovar  hoy  las  provincias  con  arreglo 
a  éste  de  perpetua  unión,  para  la  defensa  común  y  prosperidad 
del  País.  .  .  quiere  decir,  que  con  mayor  extensión  (ahora) .  .  . 
se  unen  a  las  demás  para  formar  una  nación.  Ellas  no 
tuvieron  otro  objeto  en  aquel  pacto  que  conservar  amistad, 
y  hoy  se  trata  del  pacto  nacional .  .  . »  5. 

En  otra  oportunidad  explica  la  denominación  adoptada 
en  el  artículo  dos,  de  «Provincias  Unidas  del  Río  de  la 
Plata»,  motivando  acopio  de  antecedentes  en  disertaciones 
de  V.  Gómez,  Paso,  Agüero  y  Gorriti.  Pero  mayor  preocu- 
pación en  el  debate  deparó  el  contenido  del  artículo  tres, 
al  mencionar  «las  instituciones»  provinciales.  Para  Zavaleta 
se  abrazaba  así  «todas  las  instituciones  que  rijan  y  digan 
relación  al  régimen  interior  de  las  Provincias». 

Su  palabra  tendió  a  abortar  cualquier  suspicacia  en  el 
ánimo  localista  de  los  diputados,  pues  con  franqueza  re- 
cordó que:  «después  de  la  disolución  general  del  Estado, 
y  pasado  algún  tiempo,  que  en  unas  provincias  fué  más 
que  en  otras,  las  que  estuvieron  en  anarquía  conociendo 
por  sí  mismas  la  necesidad  de  establecer  un  orden,  trataron 
de  organizarse.  En  su  consecuencia,  —  dijo  —  han  creado 
sus  instituciones  por  las  que  han  seguido  rigiéndose  y  algunas 


6  Véase  la  recopilación  Ravignani,  Asambleas  Constituyentes  Argentinas,  t.  I, 
pp.  1023  y  1024. 


126 


con  un  éxito  feliz.  .  .  No  creía  debía  alterarse  ninguna  de 
ellas.  .  .  se  pondría  a  las  provincias  en  un  estado  violento, 
se  las  privaría  de  un  bien  que  ellas  mismas  se  han  propor- 
cionado. .  .  Esta  variación  —  acentuó  —  sería  tan  extempo- 
ránea como  productora  de  males.  .  .  que  se  ha  procurado 
dejar  a  salvo  los  derechos  que  tienen  las  provincias .  .  . 
entretanto  se  promulgue  la  Constitución  para  el  régimen 
general  del  Estado.  .  . »  6. 

Ampliando  aun  más  el  concepto  político  de  la  ley,  y  a 
manera  de  resumen  de  las  opiniones  vertidas,  volvió  Zava- 
leta  a  tomar  la  palabra  como  una  consecuencia  de  la  polé- 
mica mantenida  por  los  diputados  Funes,  Mena,  Acosta 
y  otros,  haciéndose  eco  de  las  objeciones  levantadas.  «En  el 
curso  de  esta  discusión  —  replicó  Zavaleta  —  se  ha  tocado 
la  necesidad  de  que  el  Congreso  por  una  resolución  especial, 
fije  su  carácter.  En  todo  él  se  han  indicado  medidas  que  el 
Congreso  debía  tomar  por  actos  autoritativos,  porque  aun 
cuando  no  se  han  excluido  las  de  conciliación,  se  ha  in- 
culcado dictar  leyes  en  oposición  de  las  dictadas  por  las 
provincias  para  su  régimen  interior».  Este  hecho,  por  el  que 
se  «cubrirían  de  luto»  las  provincias,  supondría  dejarlo 
«al  arbitrio  de  la  pluralidad».  .  .  Hizo  mérito  de  la  misión 
que  llevó  al  interior  en  1823,  declarando  que  «no  fué  a 
incitar  a  las  provincias  a  que  se  celebrase  congreso,  fué 
a  negociar  con  los  gobiernos  de  las  provincias»  para  que 
«usando  de  su  autoridad,  influjo  y  poder,  tomasen  disposi- 
ciones que  las  pusieran  en  estado  de  reunirse  cuanto  antes 
en  congreso,  pues  el  gobierno  de  Buenos  Aires  partió  del 
principio  de  que  las  provincias  no  podrían  proceder  a  sus 
mejoras,  si  no  organizaban  sus  recursos  y  si  no  aseguraban 
el  orden  interior  de  cada  una  de  ellas»  7. 


6  Idem  Asambleas,  loe.  cit,  pp.  1042  y  1043. 

7  Idem  Asambleas,  loe.  cit.,  p.  1069. 


127 


En  la  sesión  subsiguiente  insistió  acerca  de  este  punto 
esencial  con  espíritu  de  persuasión  para  disipar  cualquier 
mal  entendido.  «La  Comisión  está  bien  persuadida  —  expre- 
só gravemente  —  de  que  los  señores  Representantes  conocen 
que  su  destino  en  este  lugar  es  organizar  el  Estado  y  que  las 
materias  de  que  deben  ocuparse  son  de  un  interés  nacional  . 
Y  luego,  refiriéndose  al  artículo  cuarto  agregó:  «.  .  .es  como 
una  nueva  garantía  dada  a  las  provincias,  de  que  ellas 
no  serán  interrumpidas  en  la  marcha  de  su  civilización 
que  han  emprendido,  ni  que  tratará  de  trabar  los  pasos  que 
vayan  dirigidos  a  la  mejora  de  sus  instituciones.  Por  esto 
es,  que  después  de  haber  sancionado  su  permanencia,  mien- 
tras tanto  que  se  promulga  la  Constitución  que  el  Congreso 
ha  de  dar,  quiso  señalar  los  objetos  en  general  que  deben 
ocupar  su  atención,  y  los  expresa  designando  que  deberán 
ser  todos  los  concernientes  a  la  independencia  del  País, 
integridad,  defensa,  seguridad  y  prosperidad  nacional.  Pero 
además  creyó  que  debía  señalar  los  otros  objetos  que  deben 
ser  exclusivamente  de  su  atribución:  tal  era  el  intervenir 
en  las  relaciones  interiores  de  provincia  a  provincia.  Sería 
preciso  no  recordarlo;  pero  es  hoy  indispensable  al  menos 
indicar  las  desavenencias  que  han  ocurrido  en  algunas  que 
otras  y  que  no  teniendo  entonces  ese  medio  de  conciliación 
que  dirimiese  las  controversias  y  que  las  redujese  por  las 
vías  pacíficas  al  término  de  su  deber,  las  provincias  se 
ensangrentarían  y  se  destruirían  también  los  habitantes; 
ellas  han  fijado  su  consideración  en  el  Congreso  como  un 
juez  imparcial  que  haya  de  ejercer  para  los  pueblos  cierta 
intervención  que  los  libre  de  aquellos  desastres». 

Analizó  igualmente  otros  aspectos  del  gobierno  propio, 
sobre  la  emisión  de  moneda  o  la  ley  de  pesas  y  medidas, 
para  acusar  con  la  voluntad  más  conciliadora  los  procederes 
políticos  de  la  mayor  buena  fe,  tanto  en  las  facultades  del 
Congreso  como  en  los  propósitos  de  dar  una  Constitución 
eficiente.  A  este  respecto,  en  sus  palabras  quedaba  descar- 


128 


tada  toda  intención  de  censura,  porque  se  proponía  «tran- 
quilizar los  ánimos,  particularmente  en  algunas  provincias 
que  están  siempre  sobresaltadas»  8. 

El  Congreso  se  había  impuesto  a  sí  mismo  la  modera- 
ción, el  camino  de  la  prudencia,  porque,  como  muy  bien 
recalcaba  el  Deán  en  otra  de  sus  intervenciones  orales: 
«ni  podía  en  la  actualidad  dar  todas  las  disposiciones  nece- 
sarias para  la  reorganización  del  País,  ni  tampoco  aquellas 
que  fueran  indispensables  para  atender  a  su  defensa,  ni  era 
posible  designarlas  todas;  porque  en  realidad  creo  que  no 
debe  haber  ningún  señor  diputado  —  añadía  —  a  quien  no 
ocurra  el  modo  de  señalar  los  medios  con  que  debe  contar 
para  la  defensa  del  Estado  que  hoy  se  reinstituye>.  Se  refería 
así  al  tema  precario  de  los  recursos  para  solventar  esas 
urgentes  necesidades  públicas,  fundamentar  la  creación  de 
un  erario  nacional.  Problema  difícil  de  conjurar  con  arbi- 
trios improvisados  sin  que  lo  informase  un  censo  ilus- 
trativo 9. 

Al  finalizar  la  discusión  de  ley  tan  memorable,  luego  de 
sendas  tenidas  en  que  se  oyó  el  pro  y  el  contra  de  las  ten- 
tencias  en  juego,  debió  el  ilustre  orador  recapitular  el  alto 
pensamiento  que  orientaba  los  esfuerzos  organicistas,  y  cómo 
en  esas  complejas  circunstancias  debía  acordarse  a  Buenos 
Aires  sin  desmedro  de  las  demás  provincias  el  ejercicio  del 
Poder  Ejecutivo  Nacional.  Así,  en  efecto,  abordó  la  espinosa 
cuestión  instruyendo  Zavaleta  a  sus  colegas  sobre  la  diver- 
sidad de  criterios  con  que  se  pretendía  dar  la  solución. 
Sin  ambages  lo  expuso:  «Entre  todos  los  artículos  que 
abrazan  el  presente  proyecto,  ninguno  ha  dividido  más  las 
opiniones  de  los  individuos  de  la  Comisión  que  el  presente, 
y  en  ninguno  ha  sido  más  difícil  convenir».  Se  habían  pre- 
sentado, en  efecto,  cuatro  fórmulas.  Una  encomendando 


3  Idem  Asambleas,  loe.  cit.,  pp.  1072  y  1077. 
9  Idem  Asambleas,  loe.  cit.,  p.  1084  y  sigts. 


129 


a  Buenos  Aires  el  P.  E.  de  modo  provisional;  la  segunda, 
asociándole  una  comisión;  la  tercera,  encargándole  única- 
mente de  las  relaciones  exteriores;  y  la  cuarta,  dándole 
una  comisión  con  voto  deliberativo  en  todos  los  asuntos, 
o  bien  con  solo  voto  consultivo.  Esta  última,  prevaleció 
a  pluralidad  de  votos  en  la  Comisión.  El  doctor  Zavaleta 
dió  su  opinión  franca  y  decidida,  pareciéndole,  «que  por  la 
posición  ventajosa  y  práctica  que  tenía  en  los  negocios 
extranjeros,  el  gobierno  de  Buenos  Aires  era  el  indicado 
para  ser  encomendado  provisionalmente  por  el  Congreso 
del  P.  E.  Nacional;  pero  creyó  que  debían  limitarse  sus 
atribuciones  a  todo  lo  relativo  a  relaciones  exteriores,  sin 
que  se  le  asociase  comisión  alguna  del  Congreso,  porque 
vería  que  en  esta  parte  era  en  cierto  modo  entorpecer  la 
expedición  de  los  negocios,  y  porque  creía  impropio  del 
Congreso  mezclarse  en  esos  tratados,  siempre  que  se  reser- 
vaba la  ratificación...»  etc.  (loe.  cit.  págs.  1101  y  1102). 
Haremos  gracia  al  lector  del  extenso  debate  sobrevenido, 
habiendo  ya  consignado  páginas  atrás  la  sanción  definitiva 
de  la  «ley  fundamental  >. 

Con  ésta  quedó,  puede  decirse,  sellada  la  reputación 
y  el  valer  intelectual  de  los  oradores.  En  lo  sucesivo,  la 
variedad  del  asunto  exigirá  otros  argumentos  e  ideas.  El  tea- 
tro del  Congreso  que  sobrevino  en  seguida,  en  la  «ley  de 
la  presidencia»  y  «la  ley  de  la  Capital»  debió  experimentar 
cambio  notable.  Su  elenco  contará  ahora  con  Dorrego, 
Moreno  y  Gallardo,  como  refuerzos  de  la  oposición.  Señalar 
esos  rasgos  en  conjunto,  que  como  retratos  al  agua  fuerte 
nos  son  presentados  por  Vicente  F.  López,  Avellaneda, 
Lamas,  Mitre,  Gutiérrez  y  otros  escritores  que  recogieron 
su  tradición,  equivale  a  dibujar  su  peculiar  fisonomía.  Es  el 
índice  de  la  cultura  de  una  época,  o  mejor  aún,  de  la  oligar- 
quía que  gobernaba  el  país. 


130 


—  IV  — 


La  «ley  de  Presidencia*,  del  6  de  febrero  de  1826,  no 
requirió  mayor  elucidación  luego  de  presentado  por  Zava- 
leta  el  cuadro  de  las  opiniones  vertidas. 
Contaba  con  el  precedente  del  decreto  que  dió  lugar  a  la 
creación  del  Ejecutivo  Nacional,  definitivo,  «con  separación 
e  independencia  de  los  gobiernos  provinciales*,  a  raíz  pre- 
cisamente del  rechazo  de  la  renuncia  del  gobernador  Las 
Heras.  En  un  par  de  días  quedó  elaborada  y  votada  la  Ley, 
y  en  veinticuatro  horas  más,  se  procedió  a  la  elección  de 
Presidente  de  la  República  que  recayó  en  Bernardino  Riva- 
davia,  por  35  votos  contra  3.  Zavaleta,  lógicamente,  votó 
por  Rivadavia.  Prestado  juramento,  en  discurso  pronun- 
ciado ante  esa  Asamblea,  perfiló  muy  firmemente  el  Presi- 
dente las  bases  del  plan  político  que  se  proponía  aplicar, 
convencido  de  la  necesidad  de  un  gobierno  «central  y 
fuerte»,  para  destruir  los  gobiernos  semibárbaros,  dilatar  el 
horizonte  de  la  cultura  en  la  práctica  de  las  garantías  ciu- 
dadanas, y  dar  satisfacción  a  un  orden  de  cosas  que  asen- 
tasen la  organización  del  país,  dando  término  a  la  prepo- 
tencia de  los  mandones.  Empero  Rivadavia,  en  su  punto 
de  partida,  oficializando  el  partido  unitario  y  por  ende 
erigiendo  un  sistema  atentatorio  a  la  existencia  autónoma 
de  cada  una  de  las  provincias,  cometió  su  más  grande  error. 
El  Presidente,  en  ese  discurso  inaugural,  de  modo  terminante 
reclamó  como  un  deber  «que  todo  lo  que  forme  la  Capital, 
sea  exclusivamente  nacional».  Esta  exigencia  tan  rígida  y 
sin  ser  precedida  de  un  procedimiento  conciliatorio,  levantó 
una  verdadera  tempestad  de  protestas  en  la  prensa  y  en  el 
seno  del  partido  federal. 

Mas,  es  curioso  que  el  defecto  acusado  producía  una 
consecuencia  contraria  en  el  sincero  propósito  de  Rivadavia. 


131 


que  con  la  federalización  entendía  engrandecer,  antes  que 
aminorar,  la  ciudad  de  Buenos  Aires.  El  hecho  en  sí  hería 
profundamente  las  prerrogativas  locales  de  un  Estado  de  la 
federación,  sin  que  se  subsanase  el  agravio  con  elevar  la 
ciudad  a  la  categoría  de  capital  de  una  nación  o  cabeza 
de  todo  el  organismo  político.  Los  conceptos  explícitos  que 
se  desarrollan  en  el  notabilísimo  discurso  del  ministro 
Agüero,  giran  siempre  en  torno  a  esa  influencia  o  gravita- 
ción de  la  Capital,  como  centro  de  recursos,  intereses  y 
libertades  de  los  demás  pueblos  de  la  república.  Es  decir, 
la  hegemonía  política  de  la  Capital  sobre  las  provincias, 
en  flagrante  violación  de  la  ley  fundamental  votada  el  año 
anterior.  No  fué  otra  la  causa  primaria  de  la  terrible  guerra 
civil  contra  el  régimen  directorial. 

Los  dados  estaban  echados  y  la  sanción  de  la  ley  se 
produjo  por  veinticinco  votos  contra  catorce.  Entre  estos 
últimos  se  contaron  Zavaleta,  Gorriti,  Moreno  y  otros  que 
definieron  desde  el  comienzo  del  proyecto  una  neta  oposición. 

Detengámonos  ahora  a  reseñar  ese  luminoso  debate 
parlamentario  en  el  que  Zavaleta,  pese  a  su  filiación  unitaria 
debió  enfrentarse  con  sus  dos  más  fuertes  correligionarios, 
Agüero  y  Valentín  Gómez,  planteando  una  grave  cuestión 
de  principios  con  que  se  impuso  a  la  consideración  pública, 
como  celoso  defensor  de  los  pactos  interprovinciales  y  por 
ende,  de  la  autonomía  de  las  provincias. 

Un  acontecimiento  de  innegable  trascendencia,  como  la 
eliminación  de  Las  Heras,  quien  patrióticamente  abandonó 
su  cargo  de  gobernador  trasladándose  para  siempre  fuera 
del  país,  luego  de  altiva  protesta  en  defensa  de  los  derechos 
hollados  de  su  provincia,  así  como  la  disolución  de  la  H. 
Junta  de  Representantes  el  8  de  marzo,  que  repercutió  en  la 
república  entera,  son  episodios  institucionales  de  doloroso 
recuerdo  en  la  historia  política,  que  no  solamente  dan  en 
este  caso  razón  a  Zavaleta,  sino  que  individualmente  apre- 
ciados, valorizan  el  índice  de  su  ponderación,  acrecentando 


132 


su  figura.  Hombre  de  principios  y  de  virtud  cívica,  en  salva- 
guardia de  la  tradición  de  nuestro  derecho  público  provincial, 
debió  en  conciencia,  como  lo  hizo,  mantenerse  en  abierta 
oposición  parlamentaria  con  el  ministro  Agüero.  Fué  en- 
tonces una  postura  insólita  para  la  prestancia  de  la  agru- 
pación partidaria,  pero  ella  le  enalteció.  No  sin  fundamento 
pues,  el  historiador  V.  F.  López  ha  recordado  el  ascendiente 
moral  del  Deán  Zavaleta,  «cuya  voz  —  dice  —  tenía  siempre 
una  grande  autoridad  en  el  Congreso  y  en  la  opinión  > 
(Tomo  IX,  pág.  410). 

Se  había  llegado  a  la  sesión  del  Io  de  marzo,  luego  de 
escuchados  varios  diputados.  Zavaleta  pide  la  palabra  porque 
le  parece  — ■  dice —  «poco  decoroso  prestar  mi  sufragio  en 
silencio.  Manifestaré,  pues,  sincera  y  francamente  mi  opinión 
y  la  razón,  a  mi  modo  de  ver,  poderosa,  que  me  obliga  a 
votar  en  contra  del  proyecto». 

Por  vía  de  esclarecimiento  comienza  ad virtiendo  que  -en 
la  larga  y  luminosa  discusión.  .  .  no  sé  si  me  he  convencido 
o  me  he  confirmado  en  la  idea  de  la  utilidad  que  prepararía 
sin  duda,  la  sanción  de  este  proyecto,  para  promover  la 
organización  general  del  país».  Pero.  .  .  obsta  a  ello  la  ley 
del  13  de  noviembre  de  1824  dada  por  la  provincia  de 
Buenos  Aires.  «Ella  obsta  —  expresa  —  de  tal  manera,  que 
en  mi  conciencia  no  puedo  votar  de  otro  modo  que  oponién- 
dome decididamente  >.  Recuerda  en  seguida  que  su  sanción 
ocurrió  cuando  la  Provincia  «estaba  en  el  pleno  goce, 
posesión  y  uso  de  su  soberanía,  a  consecuencia  de  la  desgra- 
ciada disolución  del  año  20;  y  en  que,  lo  mismo  que  todas, 
podía  unirse  o  no  unirse,  hacerlo  absolutamente  o  bajo  las 
condiciones  que  a  bien  tuviese.  .  .  ».  Por  esa  ley,  —  repitió  — , 
se  fijaron  las  bases  bajo  las  cuales,  voluntaria  y  espontá- 
neamente, se  quería  renovar  o  ratificar  el  pacto  de  asociación 
con  las  demás  hermanas.  Se  refería  así  con  estas  palabras, 
a  la  «ley  fundamental»  que  contenía  el  voto  público  de  la 
Provincia  «terminantemente  expresado  y  solemnemente  pu- 


133 


blicado».  El  mismo  como  diputado,  aceptó  que  el  artículo 
tres  de  la  ley  del  23  de  enero  de  1825,  había  sido  la  expresión 
«de  lo  aprendido  en  la  escuela  de  sus  pasadas  desgracias» .  .  . 
«por  eso  quiso  la  Provincia,  que  en  caso  la  deseada  unión 
del  Congreso  no  tuviese  efecto,  subsistiese  siempre  la  forma 
de  gobierno  y  sus  leyes;  para  que  no  quedase  en  el  caso  de 
una  nueva  disolución  (no  imposible  por  desgracia)  expuesta 
a  envolverse  de  nuevo  en  la  anarquía».  ...  «La  Provincia 
de  Buenos  Aires  —  se  dijo  —  se  regirá  del  mismo  modo 
y  bajo  las  mismas  formas  que  actualmente  se  rige,  hasta 
la  promulgación  de  la  Constitución  que  dé  el  Congreso 
Nacional.  .  .».  «Y  yo  pregunto,  —  dice  Zavaleta  —  ¿se  regirá 
del  mismo  modo  y  bajo  las  mismas  formas  que  actualmente, 
si  llanamente  se  sanciona  el  proyecto  presentado?  Yo  estoy 
bien  persuadido,  agrega,  que  la  provincia  de  Buenos  Aires, 
aun  en  aquella  suposición  negativa,  conservaría  sus  institu- 
ciones liberales  y  ocuparía  entre  las  de  la  unión,  un  rango 
más  elevado*. 

Empero,  el  Congreso  a  su  juicio,  no  puede  variar  esas 
instituciones  que  hacen  a  la  forma  de  gobierno  represen- 
tativo; y  aunque  lo  pudiera,  es  lo  cierto  que  Buenos  Aires 
no  quiso  unirse  sino  bajo  aquella  expresa  condición. 

En  su  dictamen,  por  consiguiente,  estima  el  Deán  que 
de  un  solo  modo  puede  realizarse  la  federalización  de  Buenos 
Aires,  o  sea,  con  la  negociación  del  previo  consentimiento 
de  la  Provincia.  Fundando  su  tesis,  mencionó  lo  ocurrido 
al  Congreso  de  los  Estados  Unidos  en  materia  de  reservas 
jurisdiccionales  de  los  estados  de  la  Unión,  obligado  a  ne- 
gociar con  éstos  la  delegación  de  autoridad  necesaria  en  el 
orden  nacional.  En  este  sentido  argüyó:  «Ella,  la  provincia 
de  Buenos  Aires,  que  jamás  se  ha  negado  a  ningún  género 
de  sacrificios,  convencida  de  la  necesidad  y  conveniencia 
de  la  medida,  prestaría  sin  duda  su  allanamiento  con  espe- 
cialidad a  la  desmembración  de  la  parte  más  preciosa  de 
su  territorio»,  .  .  .sin  que  ello  obstaculice  a  preservar  «algu- 


134 


nos  derechos  que  es  justo  y  conveniente  resguardar». 
Es  decir,  que  el  precedente  americano  aconsejaba  no  saltar 
«la  barrera»  ni  « mandar »  sino  negociar  «para  que  le  invis- 
tiesen de  la  autoridad  que  no  tenía».  De  no  aceptarse  este 
temperamento:  «mi  opinión  es,  —  terminó  Zavaleta —  «que 
el  proyecto  en  discusión  sea  desechado». 

El  ministro  de  gobierno  doctor  Agüero  tan  medido 
siempre  en  sus  palabras  y  tan  dueño  de  sí  en  los  debates 
que  acometía  con  hábiles  y  abundantes  razonamientos, 
reveló  en  esta  ocasión  una  honda  preocupación  y  un  no 
menor  desasosiego  al  responder  con  iracundia  desconocida 
en  su  vida  parlamentaria.  Sabemos  en  efecto,  que  el  doctor 
Agüero,  como  lo  describe  Avellaneda  en  su  magistral  sem- 
blanza, se  distinguía  como  orador  por  la  fuerza,  el  número 
y  el  encadenamiento  de  sus  argumentos.  Menos  dialéctico 
que  Gorriti,  le  superaba  por  la  amplitud  de  su  pensamiento. 
No  es  cierto,  como  se  ha  difundido,  que  hubiera  en  sus  dis- 
cursos la  ironía  que  aguza  la  palabra  o  el  sarcasmo  que  la 
acentúa  fuertemente.  «El  doctor  Agüero  —  como  lo  revela 
Avellaneda  —  era  tan  sólo  inflexible  en  sus  formas  y  duro 
en  su  tono,  y  los  contemporáneos  han  recordado  por  mucho 
tiempo  la  aspereza  con  que  trató  al  venerable  Deán  Zavaleta, 
cuando  éste  propuso  que  fuera  consultada  a  la  Legislatura 
de  Buenos  Aires  la  ley  sobre  la  Capital»  10. 

Volvamos  pues  a  la  tribuna  y  al  orador  para  recoger 
su  dictado.  Mas  antes  de  su  réplica,  recordemos  que  Gallardo, 
Delgado  y  Bedoya  le  precedieron  en  la  polémica,  y  que  esta 
circunstancia  a  pesar  de  ser  favorable  al  gobierno,  enardeció 
con  su  apasionamiento  el  amor  propio  ministerial  porque 
podía  efectivamente,  con  esa  moción  de  orden,  suspenderse 
la  sanción  de  la  ley.  Toda  la  sesión  del  2  de  marzo  quedó 
absorbida  por  la  cuestión  promovida  por  Zavaleta  y  desde 
su  iniciación  el  doctor  Manuel  Bonifacio  Gallardo,  joven 


Nicolás  Avellaneda,  Escritos,  t.  I,  p.  312,  edición  de  1883 


135 


legista  con  bufete  de  abogado  y  de  temperamento  vivaz 
como  periodista,  si  bien  formaba  parte  del  círculo  unitario 
debió  impresionar  a  Agüero  cuando  afirmó  que  su  opinión, 
«que  me  dicta  mi  conciencia»  estaba  por  el  rechazo  del 
proyecto  antes  que  por  la  consulta  a  Buenos  Aires,  si  bien 
su  voto  se  prestaría  con  la  mayoría  gubernativa.  El  diputado 
Delgado  sumó  sus  razones  a  las  del  colega,  temiendo  con 
cierto  pavor  que  «una  provincia  sola  sea  capaz  de  cruzar 
todos  los  designios  de  la  nación».  Luego  el  representante 
de  Corrientes  doctor  Bedoya,  robusteciendo  al  oficialismo, 
concretó  su  voto  desconociendo  que  el  derecho  de  Buenos 
Aires  fuese  una  «condición  sine  qua  non  que  debiera  respe- 
tarse». Lo  cierto  es  que  al  calor  del  partidismo  estos  tres 
diputados  llevados  de  su  entusiasmo,  cavaron  más  honda- 
mente el  distanciamiento  con  los  gobiernos  provinciales  en 
general,  dando  al  Congreso  como  legislador,  una  prepotencia 
que  sólo  podía  admitirse  en  el  Congreso  como  constituyente. 
En  esta  controversia  se  perdieron  de  vista  sus  disparos  a 
propósito  de  una  ley  que  amputaba  nada  menos  que  el 
territorio  de  un  estado  provincial,  sin  mediar  la  carta 
constitucional  que  organizase  la  Nación.  Zavaleta  tran- 
sigía mediando  la  consulta  para  segregar  el  territorio, 
pero  el  autoritarismo  impaciente  sacrificaba  sagrados 
principios  en  aras  de  los  poderes  mayestáticos,  sin  la  voz 
de  los  pueblos.  La  ecuanimidad,  desafortunadamente, 
nada  pudo  obtener  de  ventajoso  para  el  bienestar  ulterior 
del  país. 

Agüero  arranca  su  peroración  con  palabras  severas  y  en 
estilo  polémico:  es  el  tribuno  adiestrado  en  la  batalla  parla- 
mentaria. Se  mostraba  «con  el  gesto  impenetrable  y  ceñudo 
que  caracterizaba  su  fisonomía»  como  le  pinta  V.  F.  López, 
(loe.  cit.  pág.  490).  En  su  famoso  discurso  anterior,  que  se 
relee  con  emoción  a  través  de  más  de  un  siglo  de  distancia, 
había  sentado  el  aforismo  de  ser  el  proyecto  la  «piedra  angular 
de  la  reorganización  nacional». 


136 


En  toda  esa  semana  la  atmósfera  se  había  impregnado 
de  fiereza  partidaria,  y  la  exaltación  estaba  dentro  y  fuera 
del  recinto  del  Congreso.  Sólo  así  podemos  explicarnos 
que  tan  admirable  orador  cayese  en  los  cargos  ad  hominem 
dirigiéndose  a  un  correligionario,  amigo  de  largos  años, 
ligados  ambos  por  vínculos  superiores.  Y  como  fué  la  réplica, 
así  volvió  la  contrarréplica.  En  realidad,  la  actitud  intran- 
sigente de  la  mayoría  unitaria  en  el  Congreso,  había  forzado 
la  declaración  de  guerra  con  el  Brasil,  que  como  afirma 
un  contemporáneo,  se  la  hacía  jugar  como  razón  o  pretexto 
para  «capitalizar  en  Buenos  Aires  el  Poder  Ejecutivo  Nacio- 
nal, sin  que  una  Constitución  previa  le  fijara  límites». 

Buenos  Aires,  por  su  parte,  se  resistía  a  convertirse  en 
mero  instrumento  de  los  partidos  en  pugna.  El  centralismo 
rivadaviano  exigía  una  capital,  sede  de  una  autoridad  diri- 
gente que  imparta  el  movimiento  a  las  dependencias  y  terri- 
torios subalternos  de  la  maquinaria  administrativa.  De  las 
expresiones  de  Agüero,  altamente  alarmantes,  sólo  podía 
colegirse  un  «centro  de  donde  salgan  a  todos  los  puntos 
de  la  periferias  la  vida,  los  bienes,  y  los  ideales  del  ciuda- 
dano. Debía  darse  entonces  a  la  Nación  una  verdadera 
capital  permanente,  centro  del  vasto  territorio.  En  su  diser- 
tación no  se  valió  de  rodeos  para  pronunciar  su  enfática 
sentencia:  «Era  indispensable  suprimir  la  provincia  de  Bue- 
nos Aires,  si  era  que  el  presidente  o  la  nación  había  de 
gobernar.  .  .  Nuestros  pueblos  obedecen  lo  que  quieren; 
y  es  necesario  que  la  autoridad  empiece  por  ser  robustecida 
para  que  pueda  ejecutar  lo  que  se  manda.  De  lo  contrario 
no  se  ha  de  vivir  sino  capitulando  con  las  pretensiones 
y  con  las  pasiones  de  los  hombres  y  con  los  caprichos  de 
los  pueblos.  Esto  no  es  mandar  y  así  no  se  organiza  un  Estado^ . 

Dirigiéndose  a  Zavaleta  directamente,  le  espetó:  «El  hono- 
rable representante  que  ha  deducido  esta  cuestión,  ha  em- 
pezado confesando  de  piano  estar  íntimamente  convencido 
de  la  utilidad  y  de  las  ventajas  del  proyecto,  que  vale  tanto 


137 


como  decir  que  considera  importante  a  la  organización  del 
país  el  que  el  congreso  adopte  esta  medida,  y  que  es  un 
deber  de  los  señores  representantes,  por  consecuencia,  el 
adoptarla.  Pero,  el  señor  representante  que  reconoce  como 
importante,  útil  y  ventajoso  a  la  organización  del  país  el 
adoptar  el  proyecto,  desde  el  momento  que  trepide  en  adop- 
tarlo, traiciona  su  deber  y  falta  al  puesto  que  ocupa.  Si  ha 
confesado  que  es  útil,  importante  y  ventajosa  la  medida 
al  país,  desde  este  momento  no  hay  ley  que  pueda  deducirse: 
toda  ley  que  se  oponga  a  esto  debe  callar,  y  lo  mismo  digo 
de  cualquiera  consideración  o  interés  personal;  sea  particular, 
provincial  o  como  quiera,  todo  debe  callar  al  interés  sumo 
de  la  nación.  .  .».  Para  Agüero,  en  su  agresiva  retahila,  tal 
actitud  era  consumar  la  anarquía;  sí,  la  anarquía  que  hoy 
asoma  su  espantosa  cabeza  por  todas  partes,  y  que  si  no 
se  obra  con  una  mano  fuerte,  ella  va  a  acabar  y  a  romper 
para  siempre  los  vínculos  de  las  provincias,  y  va  a  poner 
a  la  nación  en  el  conflicto,  de  que  un  aventurero  se  haga 
dueño  de  nuestra  libertad,  de  nuestras  fortunas,  y  de  esa 
independencia  que  nos  ha  costado  tanta  sangre  y  tantos 
sacrificios .'..». 

Agüero  iba  cargando  la  romana  a  Zavaleta,  sin  reparar 
que  su  propia  intransigencia  con  el  pueblo  de  Buenos  Aires, 
daba  origen  a  la  siniestra  sombra  del  espectro.  Creía  abatirse 
en  su  orgullo  al  estimar  «imbecilidad  o  debilidad»  la  nego- 
ciación cordial  con  la  provincia  de  Buenos  Aires,  porque  a 
su  juicio  era  «capitular»,  «desmoralizar  hasta  lo  sumo  no 
sólo  la  autoridad  del  P.  E.,  sino  de  la  representación  nacional: 
esto  es  acabar  con  ella,  poner  una  barrera  de  bronce  para 
que  sus  resoluciones  aunque  sean  las  más  benéficas,  no 
surtan  ningún  efecto». 

La  andanada  colmó  la  medida  cuando  Agüero,  ya  iras- 
cible, agregó  que  no  quería  el  ensanche  de  su  autoridad, 
sino  que  el  Congreso  tuviese  el  nervio  y  fuerza  necesarios 
para  juzgar  y  censurar  al  propio  P.  E.,  pues  éste  a  su  vez 


138 


se  apoyaría  en  él  para  obtener  la  «más  robusta  y  fuerte 
autoridad  nacional,  capaz  de  formar  un  gobierno  que  haga 
la  suerte  de  la  nación,  y  al  mismo  tiempo,  que  se  haga 
respetar  de  ese  gobierno  mismo.  Esta,  señores,  es  una  segu- 
ridad incomparablemente  mayor  que  la  mezquina  garantía 
de  los  Eforos  de  Esparta...».  De  la  nacionalización  de 
Buenos  Aires  el  gobierno  «piensa  arrancar  su  marcha,  sí, 
esa  marcha  en  que  es  preciso  que  obre  con  la  velocidad  del 
rayo  para  corresponder  a  la  confianza  que  ha  merecido  de  la 
representación  nacional.  Es,  pues,  necesario  que  el  Congreso 
se  decida  sin  pérdida  de  momento  sobre  una  medida  de 
esta  trascendencia  para  que  el  gobierno  empiece  a  desplegar 
su  acción.  .  .  ». 

No  es  menester  evocar  al  orador  tucumano  de  anteriores 
asambleas  porteñas,  en  la  magnífica  apostura  con  que  le 
recordara  el  historiador  Hudson  en  sus  éxitos  de  Mendoza, 
San  Juan,  Córdoba  y  demás  provincias.  El  momento  si  no 
era  tan  trágico  como  lo  imaginó  habilidosamente  Agüero 
para  presionar  el  despacho  de  la  ley,  era  sin  hesitación, 
lo  suficiente  grave  y  serio  para  huir  de  los  recitados  meta- 
fóricos. Zavaleta  no  hablará  de  la  hidra,  del  aventurero 
arribista,  ni  de  las  vallas  de  bronce.  Sólo  apelará  a  su  con- 
ciencia cívica  y  a  la  fuerza  histórica  de  los  pueblos.  Se  refe- 
rirá a  lo  solemnemente  pactado  y  al  cumplimiento  sagrado 
de  los  derechos  legales.  Tampoco  le  atemoriza  la  urgencia 
reclamada  por  el  ministro,  ni  la  violencia  que  hace  todo 
poder  fuerte.  Será  sintético  pero  categórico  porque  se  sabe 
entre  dos  gladiadores  hercúleos:  Agüero  que  acaba  de  hablar 
y  Valentín  Gómez  que  ya  se  anuncia  en  la  tribuna.  Así, 
pues,  por  su  boca  hablará  la  argentinidad  democrática 
negándose  a  cortar  el  hilo  de  la  verdadera  tradición  política 
y  social,  en  ese  laberinto  de  pasiones  enconadas. 

Podemos  resumir  su  oración  en  seis  conclusiones. 

Primera:  Zavaleta,  en  forma  básica  rememora  la  soberanía 
de  las  provincias.  En  el  sentido  de  árbitras  de  sus  derechos 


139 


—  dijo  —  procedieron  todas  de  la  antigua  unión ...  y  así 
Buenos  Aires  al  sancionar  su  ley  del  13  de  noviembre  de 
1824,  determinó  condicionalmente  una  base  para  la  reno- 
vación del  pacto  de  asociación.  Esa  base  fué  luego  recono- 
cida en  el  artículo  tres  de  la  ley  del  congreso,  de  23  de  enero 
de  1825,  generalizándola  a  todas  las  provincias  y  no  sólo 
como  excepción  para  Buenos  Aires. 

Segunda:  Buenos  Aires  anheló  siempre  la  unión  y  no 
el  aislamiento,  y  si  en  1821  retiró  sus  diputados,  lo  hizo 
persuadida  de  la  imposibilidad  de  un  congreso  enton- 
ces, a  punto  que  más  tarde  promovió  de  nuevo  la  convo- 
cación. 

Tercera:  El  congreso  se  instaló  en  Buenos  Aires  por  la 
reiterada  solicitud  de  la  provincia  que  dió  una  ley  para 
salvar  las  formas  de  su  régimen  legal  y  el  derecho  de  aprobar 
o  desechar  la  Constitución  que  diera  el  congreso. 

Cuarta:  Que  dicha  ley  estaría  vigente  hasta  la  sanción 
de  la  Constitución,  pues  corriendo  el  riesgo  de  que  des- 
apareciesen sus  poderes,  quería  que  esas  instituciones  evitasen 
la  desgracia  de  la  disolución.  Sólo  la  sanción  de  la  constitu- 
ción le  aseguraba  el  no  caer  en  la  anarquía  o  quedar  acéfala 
y  sin  gobierno. 

Quinta:  No  habiendo  orden  en  el  país,  ni  administración 
regular,  ni  paz,  era  dudosa  la  permanencia  y  duración  del 
congreso.  Por  ello  no  podía  abandonar  sus  instituciones 
fiada  la  provincia  en  la  acción  futura  de  ese  congreso 
mantenido  entre  «celos  y  rivalidades  envejecidas».  En  con- 
secuencia la  provincia,  tuvo  derecho  y  grave  fundamento 
para  darse  una  ley  precaucional. 

Sexta:  En  ese  conflicto  corresponde  el  previo  avenimiento 
de  la  provincia  de  Buenos  Aires  para  la  cesión  de  su  terri- 
torio, resguardando  algunos  derechos.  No  recurrir  a  este 
arbitrio  conciliatorio  para  enrostrar  las  dificultades,  no 
significa,  dijo,  «energía,  sino  intrepidez  temeraria.  .  .  atre- 
pellar la  barrera  en  que  tal  vez  pueda  uno  estrellarse!!». 


140 


Estos  fueron  los  antecedentes  y  fundamentos  substan- 
ciales de  su  respuesta  al  ministro  Agüero.  Por  lo  demás, 
descartó  la  obligación  de  consultar  este  caso  específico  a  las 
demás  provincias,  como  presumía  el  gobierno.  «Este  pro- 
yecto, repitió,  toca  sólo  y  exclusivamente  a  la  provincia  de 
Buenos  Aires».  Y  por  lo  que  respecta  al  Congreso  en  sí, 
refirmó  su  convicción  de  que  carecía  de  atribuciones,  no 
debiendo  "hacer  lo  que  no  puede  hacerse". 

El  debate  que  parecía  ya  agotado,  cobró  nuevo  vigor. 
La  controversia  se  hace  más  aguda,  no  ya  por  el  efecto  de 
la  palabra  rutilante  de  Gómez  que  se  acoda  al  ministro  con 
armas  y  bagajes,  sino  por  la  dialéctica  eficiente  de  Gorriti, 
diputado  de  respeto  y  prestigio  que  coordina  precedentes, 
doctrina  y  argumentos,  en  un  tren  demostrativo  y  probatorio 
difícil  de  vencer.  Su  ataque  al  proyecto  da  más  relieve  a  la 
oposición  que  se  hace  visible  también  con  Balcarce,  quien 
no  sólo  personaliza  sino  que  califica  rudamente  el  autori- 
tarismo ministerial.  Manuel  Moreno  hiere  a  su  vez  la  tesis 
de  la  nacionalización  con  un  discurso  de  corte  constitucio- 
nal, apuntalado  con  un  criterio  cerrado  por  no  decir  impla- 
cable. También  Juan  José  Paso  se  mostró  contrario  al  go- 
bierno, vehemente  en  su  ancianidad  pero  sin  el  brillo  ya 
de  la  hora  de  la  espada  de  1810.  Ni  federal  ni  unitario  se 
exhibió  más  que  nada  como  un  tradicionalista  en  lo  jurídico 
opuesto  a  dicha  desmembración.  La  sesión  ha  terminado 
en  líneas  tendidas  y  únicamente  resta  la  expectativa  de  la 
votación  final. 

Al  día  siguiente,  3  de  marzo,  Zavaleta  solicita  la  palabra; 
todos  se  vuelven  hacia  él.  Con  esa  jerarquía  que  le  era 
característica,  comienza  por  declarar:  «Yo  fui  el  que  en  la 
sesión  de  antiayer  hice,  como  una  simple  indicación,  la 
propuesta  de  que  se  suspendiese  el  proyecto  y  se  negociase 
con  la  Sala  de  Representantes  de  esta  provincia  su  aquies- 
cencia y  avenimiento,  impulsado  del  deseo  de  que  una  me- 
dida que  creo  tan  útil  para  nuestra  organización,  se  realizase 


141 


pacíficamente;  deseoso  también  de  no  contrariar  como  creo 
debo  hacerlo  en  mi  conciencia,  el  voto  de  mi  provincia. 
De  esta  indicación  se  ha  hecho  una  cuestión  de  orden, 
sobre  la  que  manifesté  en  el  día  de  ayer  mis  ideas  y  senti- 
mientos^. 

Luego  de  una  pausa  que  aumentaba  la  curiosidad,  pues 
ya  se  creía  vislumbrar  el  desenlace,  agregó:  «Mas,  como  este 
asunto  ha  ocupado  tanta  atención,  volviendo  sobre  él  de 
continuo;  firme  siempre  en  el  propósito  de  no  adherir  al 
proyecto  con  mi  sufragio,  he  reflexionado  después  que,  el 
medio  propuesto  por  mí  y  discutido  como  cuestión  previa, 
es  hoy  ya  inoportunos. 

Estas  frases  dieron  evidentemente  la  impresión  de  no 
querer  Zavaleta  exponer  el  resultado  del  debate  sobre  la  ley 
a  las  variaciones  que  se  deducían  de  la  votación  previa 
de  su  ponencia;  y  acaso  también,  por  lo  agitado  del  ambiente 
que  complicaba  la  suerte  de  las  autoridades  provinciales. 
Así,  en  forma  escueta  subrayó:  «Yo  podría  manifestar  esto 
con  bastante  claridad,  pero  la  prudencia  me  determina  a 
no  hacerlo.  Sin  embargo,  yo  fijaré  un  principio  general,  del 
cual  los  señores  representantes  deducirán  las  razones  por 
las  que  lo  creo  inoportuno». 

Acto  seguido,  concentró  su  pensamiento  en  esta  me- 
ditación: «Las  grandes  cuestiones  en  que  se  trata  de  los 
intereses  sumos  de  la  Nación,  especialmente  cuando  ellos 
bajo  ciertos  respectos  están  o  pueden  cruzarse  con  los  inte- 
reses caros  de  las  Provincias,  deben  tratarse  en  la  mayor 
serenidad  de  espíritu  y  cuando  las  pasiones  están  en  calma». 

«Los  momentos  de  una  grande  agitación  no  son  a  pro- 
pósito para  ello.  De  aquella  naturaleza  es  la  cuestión  que 
se  versa  en  el  día.  Los  señores  representantes  se  harán  cargo 
con  esto  solo  sin  que  sea  necesario  que  yo  me  extienda 
más,  de  los  motivos  que  hoy  me  determinan,  cueste  lo  que 
costare  al  amor  propio,  a  retirar  aquella  indicación  que  hice 
de  la  mejor  buena  fe;  pues,  el  hombre  puesto  en  este  cargo 


142 


no  debe  tratar  sino  de  llenar  sus  deberes  sobreponiéndose  a 
todo.  De  consiguiente,  firme  en  el  propósito  de  estar  contra 
el  proyecto,  yo  la  retiro». 

La  votación  dió  el  siguiente  resultado:  25  votos  por  la 
afirmativa,  14  por  la  negativa.  El  comentario  de  don  Vicente 
F.  López,  que  traduce  la  impresión  coetánea,  se  transmite 
así:  «La  oposición  había  triunfado  moralmente  a  todas 
luces.  La  razón,  la  justicia,  la  prudencia,  estaban  evidente- 
mente de  su  parte.  Con  ella  estaba  también  la  mayoría 
de  los  hombres  que  entonces  gozaban  de  mayor  conside- 
ración en  la  opinión  pública:  Paso,  Zavaleta,  Gorriti,  Funes, 
Castro,  López,  Moreno,  Frías,  Balcarce,  etc.,  circunstancia 
que  El  Ciudadano,  periódico  de  Cavia  y  de  Dorrego,  preco- 
nizaba como  un  hermoso  triunfo». 

Ese  mismo  periódico  escribía  que  el  paso  gubernativo 
sobre  ser  impolítico,  era  ilegal  y  negativo.  "£/  Congreso 
—  exclamaba  —  es  ya  un  cuerpo  muerto!!" 


—  V  — 

El  partido  ministerial  pudo  ciertamente,  confirmar  su 
pronóstico  anterior  al  debate:  estaba  seguro  de  que  triun- 
faría en  el  Congreso.  No  obstante,  los  14  votos  contrarios, 
tenían  más  que  un  valor  numérico  otro  mayor  de  orden 
moral.  El  doble  concepto  derivaba  de  los  nombres  que  he- 
mos mencionado,  impermeables  al  autoritarismo  rivadaviano 
y  en  particular,  por  el  de  aquellos  que  siendo  de  esa  ten- 
dencia, demostraron  dotes  personales  para  no  jurar  el 
acatamiento  in  verbis  magistri. 

Esta  ley,  promulgada  en  los  primeros  días  de  mayo  de 
1826,  trajo  como  primera  consecuencia  la  crisis  gubernativa 
de  la  provincia  de  Buenos  Aires  de  que  hemos  hablado, 
en  las  circunstancias  harto  complejas  en  que  debían  ini- 


143 


ciarse  las  deliberaciones  de  la  nueva  Constitución.  El  Pre- 
sidente, persuadido  de  su  necesidad,  había  urgido  un  mes 
antes,  en  extenso  «mensaje»  su  pronto  despacho,  luego  de 
consultas  a  las  provincias  respecto  a  la  forma  de  gobierno 
que  creyeran  más  conveniente,  «para  afianzar  el  orden,  la 
libertad,  y  la  prosperidad  nacional*.  A  esto  se  añade  el 
estado  de  guerra  con  Brasil,  ya  en  plenos  combates  navales. 
El  cuadro,  tan  recargado  de  sombras,  denotaba  en  con- 
traste las  fuerzas  poderosas  atizadas  por  la  nueva  ley  de 
la  intolerancia  política,  renovadora  del*odio  de  los  partidos. 
Con  ello  se  desarticulaba  el  país  y  la  defensa  nacional, 
pues  a  raíz  mismo  de  la  sanción  de  las  primeras  cláusulas 
de  la  Constitución,  se  escuchó  la  protesta  del  gobernador 
de  Córdoba,  que  ordenó  el  retiro  de  sus  diputados;  y  peor 
aun,  se  palpó  la  falta  de  colaboración  en  la  formación  del 
ejército  por  los  mandones  lugareños,  que  se  reservaron  las 
tropas  para  sus  bastiones. 

No  nos  incumbe  en  esta  biografía  el  análisis  crítico  del 
anteproyecto  de  Constitución,  ni  seguir  el  curso  doctrinario 
de  las  sesiones.  Baste  a  este  propósito  anotar  las  distintas 
ocasiones  en  que  nuestro  sujeto  participó,  siempre  en  un 
papel  más  de  consejero  de  estado  antes  que  de  diputado, 
para  concurrir  a  la  más  apropiada  elucidación  de  las  cues- 
tiones. Así  leemos  sus  continuas  participaciones,  bien  sea 
en  resguardo  de  la  provincia  que  representaba  para  garantir 
su  derecho  en  el  capital  del  Banco  de  Descuentos  en  los 
límites  jurisdiccionales  de  su  territorio,  acerca  de  las  facul- 
tades del  Congreso  en  materia  electoral,  o  en  temas  histó- 
ricos como  el  rememorativo  de  los  revolucionarios  de  Mayo, 
etc.  Y  también,  en  oportunidades  de  excepción,  para  fijar 
el  alcance  del  precepto  constitucional  en  materia  de  cultos. 
Su  palabra  autorizada  precisó,  en  cuanto  a  esto,  la  protec- 
ción de  la  religión  católica  enraizada  en  la  tradición  y  en 
el  anhelo  popular.  Su  contenido  no  era  simple,  porque  a 
su  juicio,  la  religión  de  la  Nación  abraza  los  dogmas,  los 


144 


misterios  y  el  culto.  La  autoridad  nacional  le  debe  pues 
una  protección  decidida  con  todo  el  rigor  de  la  expresión; 
así  como  los  habitantes  del  País  el  mayor  respeto,  cuales- 
quieran  sean  sus  opiniones  religiosas.  O  sea  que,  a  la  religión 
debe  rendírsele  ese  total  reconocimiento  tanto  en  el  templo 
como  en  la  vía  pública.  Decir  que  la  religión  católica  es  la 
religión  del  Estado,  significaba  en  su  opinión  enunciar  un 
hecho  positivo,  y  sancionar  una  ley  preceptiva  como  tri- 
buto a  cargo  del  habitante  del  país. 

Sería  igualmente  redundante  seguir  a  Zavaleta  en  las 
conferencias  secretas  realizadas  por  el  Congreso  en  asuntos 
exteriores.  Diremos  tan  sólo  que,  como  miembro  de  la 
«comisión  especial»  encargada  de  dictaminar  lo  atinente  a 
los  sucesos  de  la  Banda  Oriental,  colaboró  ampliamente  en 
el  estudio  de  esa  situación  bélica;  fuera  para  el  suministro 
de  auxilios,  fuerza  armada,  o  determinación  de  la  línea  de 
conducta  que  debía  adoptar  el  Congreso  en  la  recuperación 
de  esa  provincia;  etc. 

El  24  de  diciembre  de  1826  finalmente,  se  dictó  la  Cons- 
titución unitaria  que  por  desgracia  encendió  la  chispa  de 
la  guerra  civil,  ensangrentando  nuestro  territorio  durante 
un  cuarto  de  siglo.  Quedó  adjunto  a  ella  un  «manifiesto» 
dirigido  a  los  pueblos  de  la  República,  que  lleva  la  firma 
de  setenta  y  dos  diputados,  más  la  de  ambos  secretarios. 
Zavaleta  consigna  con  su  rúbrica  ser  «diputado  por  el  terri- 
torio desmembrado  de  la  Capital». 

En  puridad  de  verdad,  como  lo  ha  sintetizado  L.  V.  Vá- 
rela en  su  conocida  historia  constitucional  n,  la  Constitu- 
ción de  1826  había  suprimido  por  completo  todo  lo  existente 
en  materia  de  gobierno  y  de  autoridades  provinciales;  había 
destruido  aquella  autonomía  de  hecho  ejercida  desde  1820 
por  los  caudillos  que  se  habían  erigido  autoritariamente 
en  las  provincias,  con  o  sin  juntas  de  representantes,  con 

11  Luis  V.  Várela,  Historia  Constitucional,  op.  cit.,  t.  III,  p.  469. 


145 


o  sin  constituciones  locales,  pues  no  faltó  en  la  farsa  polí- 
tica la  constitución  orgánica  de  algunas  de  esas  provincias 
en  el  auge  del  caudillaje.  El  mismo  autor  agrega  fundada- 
mente: «La  Constitución  de  1826  era  un  paso  audaz  para 
tratar  de  destruir  todo  eso  que  existía  sin  deber  existir,  en 
un  país  que  quería  ser  libre  y  figurar  en  el  concierto  de  las 
naciones  >  12 .  Como  agravante,  se  acumulaba  en  el  manda- 
rinato,  ese  localismo  porteño  forzado  por  la  federalización 
todavía  inconsulta  de  su  urbe  metropolitana. 

Mientras  tanto,  la  desolación  cundía  como  un  efecto 
de  repudio  de  la  constitución  por  las  provincias.  Los  infor- 
mes de  los  comisionados  nos  proporcionan  el  estado  fiel 
de  ese  caos  político.  Las  misiones  fueron  poco  afortunadas 
y  dan  cuenta  al  Congreso  de  su  gestión.  Gorriti,  comisio- 
nado para  Córdoba,  pese  al  cambio  de  ideas  y  a  su  empeño, 
no  consigue  siquiera  que  se  entre  en  el  examen  del  texto 
constitucional.  El  Deán  Zavaleta,  comisionado  para  Entre 
Ríos,  fué  impedido  de  llegar  a  destino.  El  doctor  Vélez 
Sársfield  recibe  devuelto  su  pliego  sin  obtener  respuesta  de 
Facundo  Quiroga.  Y  así,  Tezanos  Pinto  en  Santiago  del 
Estero,  Castro  en  Mendoza,  Castellanos  en  La  Rioja.  El  fra- 
caso fué  calamitoso  y  el  prestigio  presidencial  decayó  bajo 
el  rudo  golpe  13. 

El  27  de  junio  de  1827,  el  eminente  magistrado  envió 
al  Congreso  su  renuncia  de  presidente  de  la  república,  en 
la  que  traslucía  la  amargura  de  su  alma.  Aceptada  por  el 
alto  cuerpo,  se  precipitó  la  disolución  nacional.  Como  con- 
secuencia, resurgía  Buenos  Aires  con  Manuel  Dorrego  de 
gobernador. 

El  sacudón  político  como  si  fuera  un  sismo  de  la  natura- 
leza, trastornó  e  hirió  de  raíz  la  vida  democrática.  Tan 


12  Idem,  Várela,  loe.  cit.,  t.  III,  p.  471. 

13  La  documentación  completa  en  la  recopilación  Ravignani  Asambleas,  etc., 
t.  III,  PP.  1365  a  1405. 


146 


irresistible  fué  la  repercusión  que  tuvo  la  caída  de  Riva- 
davia  con  la  disolución  del  Congreso  y  la  pulverización 
de  su  partido,  que  en  todas  las  provincias  cambió  también 
la  fisonomía  de  las  instituciones  representativas.  Desde 
aquel  colapso,  con  el  fermento  de  acerbas  pasiones,  la 
prensa  aumenta  la  hoguera.  Algunas  meditaciones  sobre 
ese  congreso  que  tan  a  conciencia  parecía  haber  elaborado 
la  carta  constitucional,  arrojan  lampos  de  claridad  en  la 
noche  que  se  aproxima.  Desde  luego,  aquel  poder  fuerte 
de  que  hablaba  Rivadavia  para  dar  más  cohesión  a  su  pen- 
samiento centralista,  fué  ilusión  en  sus  manos  y  realidad 
en  el  régimen  rosista  del  federalismo.  Aquellas  palabras 
que  invocando  a  unitarios  y  federales,  fueron  lemas  de 
banderías  arrolladoras,  poco  dicen  del  doctrinarismo  de 
esa  constitución,  que  según  Gorriti  fué  rechazada  por  los 
caudillos  del  interior,  no  porque  fuera  federal  o  unitaria, 
sino  porque  simplemente,  era  una  «Constitución». 

Con  la  ley  de  la  Capital,  quiso  Rivadavia  poner  en 
movimiento  un  resorte  vital  para  el  organismo  argentino, 
y  sólo  desgajó  la  rama  principal  del  árbol  donde  consumó 
su  sacrificio  patriótico.  ¡Qué  contraste  entre  ese  centro 
urbano  absorbente  y  el  poco  arrastre  de  sus  impulsos!  Allí 
había  fuerza  y  razón,  pero  la  debilidad  de  un  gobierno 
personal  malograba  su  acción  conducente.  Puro  espejismo. 
Rivadavia  daba  fisonomía  al  poder  ejecutivo  y  esa  influencia 
trascendía  a  sus  partidarios  y  voceros;  empero,  no  se  alcanza 
a  comprender  cómo  el  fundador  de  ese  gobierno  y  el  adalid 
de  un  sistema,  abandona  su  programa,  cede  al  caudillo 
y  mutila  su  figura  histórica.  Porque  no  es  posible  olvidar 
al  Rivadavia  del  año  12,  al  poderoso  triunviro  terriblemente 
autoritario,  al  gran  ministro  de  Martín  Rodríguez,  al  pen- 
sador y  al  filósofo  de  las  múltiples  reformas  que  a  la  vuelta 
de  Europa  dentro  de  un  lustro,  pareciera  desnutrido  de 
omnipotencia,  que  cambia  de  carácter  y  renuncia  casi  sin 
combate  bajo  la  presión  de  factores  distantes  y  de  segundo 


147 


grado.  ¿O  es  que  el  Rivadavia  presidente  es  sólo  un  símbolo 
de  gobierno,  una  imagen  de  soberano  destronado?  Si  Do- 
rrego  estimula  a  los  caudillos  enemigos  del  orden,  también 
Rivadavia  contaba  con  recursos  como  no  poseyó  antes, 
con  gravitación,  dinero  y  armas. 

El  presidente  Avellaneda,  que  penetró  la  psicología 
rivadaviana  como  ninguno  de  sus  panegiristas,  es  quien 
acierta,  cuando  nos  dice:  «Estas  no  son  las  causas  históricas 
del  inmenso  desastre»  y  se  responde  en  pocas  líneas,  subs- 
tanciosas como  concentrados  químicos:  «El  régimen  de  los 
unitarios  desapareció  porque,  después  de  haber  instituido 
un  gobierno  y  colocándolo  sobre  su  asiento  natural,  lo 
abandonó  sin  combate,  delante  del  peligro».  ¿Qué  fuerzas 
telúricas,  preguntamos  nosotros,  en  esos  años  de  ausencia, 
dan  cabida  a  semejante  transformación?  ¿Es  acaso  el  roman- 
ticismo político,  la  varita  mágica  que  hace  del  piloto  de  la 
nave  y  del  estadista  un  despreocupado  soñador?  ¿Cómo 
aceptar  ese  trastrueque  de  la  voz  de  mando,  en  simple 
canto  discursivo  de  proclamas  y  decretos?  Y  finalmente 
digamos:  ¿si  no  le  fué  posible  compulsar  sobre  el  antro  de 
ese  abismo  su  posición  cumbre,  en  la  cima  del  poder  fué 
acaso  incomprensión  del  aduar  y  del  rugido  de  la  mon- 
tonera? ¿No  era  aquello  una  nueva  redistribución  de  fuerzas 
y  de  acomodación  política? 

¡Es  evidencia  palmaria  que  en  el  gran  Rivadavia  se  había 
esfumado  la  fortaleza  del  luchador,  reemplazado  por  un  ser 
mayestático  e  intangible!  Así,  rehusa  la  empresa  ofensiva 
y  para  la  defensiva  le  basta  el  ceño  adusto  o  alguna  palabra 
despectiva;  o  simplemente  la  obcecación  egolátrica.  En  su 
admirable  retrato  del  grupo  unitario,  Avellaneda  dibuja  los 
rasgos  más  notorios:  «  .  .  .presumían  —  dice  —  demasiado  de 
sí  y  tenían  por  sus  adversarios  un  desdén  altanero.  .  .  vivían 
escuchándose  los  unos  a  los  otros  bajo  las  leyes  de  una 
cortesanía  que  ha  quedado  memorable  en  nuestros  fastos 
sociales;  y  no  tenían  quizá  una  conciencia  bien  clara  de  las 


148 


fuerzas  políticas  que  se  habían  desatado  contra  su  obra.  .  . 
Su  pasaje  por  el  poder  no  puede  ser  más  ruidoso,  lleva 
consigo  una  atmósfera  de  fiesta.  .  .  cada  decreto  se  convierte 
en  una  oda  o  en  un  himno.  .  .  De  esta  situación  engañosa 
de  los  espíritus.  .  .  no  era  difícil  que  saliera  la  abdicación 
del  gobierno  sin  combate,  y  la  dichosa  explicación...: 
seremos  llamados!  *  14. 

Otro  publicista,  que  sobre  la  misma  huella  ahonda  la 
inquisición  de  esa  causalidad,  explica  el  ostracismo  rivada- 
viano  en  el:  «Cambio  del  campo  de  acción»,  y  en  ciertas 
«circunstancias  adversas».  Ya  no  era  solamente  la  provincia, 
sino  todo  el  virreinato  en  lo  físico  y  lo  social,  amén  de  la 
colaboración  del  caudillo  en  contraste  con  las  cualidades 
civiles  de  Rivadavia,  a  quien  por  omisión  «la  lección  de 
cosas»  del  interior,  le  hubiese  sido  más  provechosa.  «Su  igno- 
rancia de  la  realidad  provincial»,  originaba  «la  falta  de 
adecuación  entre  el  sistema  de  Rivadavia  y  la  materia  a  que 
se  aplicara».  Luego,  las  circunstancias  hicieron  irreductible 
la  incompatibilidad,  como  esa  prematura  federalización  de 
Buenos  Aires,  a  que  hemos  aludido,  la  hostilidad  de  Cór- 
doba, el  juego  disolvente  de  la  actuación  de  Dorrego,  la 
desaparición  de  Arenales  en  el  gobierno  de  Salta,  la  depre- 
sión monetaria,  el  fracaso  de  la  explotación  minera,  etc. 
Y  lo  más  grave  aún,  el  estéril  triunfo  de  Ituzaingó  «que  al 
vencedor  que  ofrecía  la  paz  creyó  el  vencido  que  podía 
dictarla».  Tal  abandono  de  la  lucha,  o  esa  «deserción» 
como  agriamente  denominaron  los  lavallistas  al  descenso 
del  primer  magistrado,  trájole  una  larga  agonía  moral,  sin 
que  pudiera  realizarse  la  famosa  profecía  de  la  vuelta  al 
gobierno. 

El  federalismo  que  se  preconizó  de  inmediato,  en  contra- 
dicción a  la  unidad  de  régimen  de  la  malograda  constitu- 
ción de  1826,  era  para  Groussac  con  más  justeza,  teórica 

M  Véase  La  Biblioteca,  t.  IV,  p.  235  y  sigts. 


149 


y  prácticamente  «una  simple  aparcería  de  gobernadores  >, 
de  modo  que  el  «partido  de  Dorrego  vino  a  ser  el  rebaño 
de  Rosas».  En  suma,  la  proclamada  oposición  y  franco 
repudio  de  la  Constitución  unitaria,  no  erigió  un  verdadero 
federalismo  porque  no  consolidó  el  vínculo  nacional  15. 

Digamos  para  terminar  que,  este  final  del  Congreso,  su 
cierre  efectivo,  fué  con  la  clausura  de  la  tribuna  el  silencio 
parlamentario  en  el  debate  libre  de  las  ideas  por  veinti- 
cinco años!!  IC. 


15  Groussac  P.,  Estudios  de  Historia  Argentina  a  propósito  de  El  doctor  don  Diego 
Alcona,  p.  159  y  sigts. 

16  La  desaparición  del  gobierno  de  Dorrego,  consecuencia  del  motín  militar,  trajo 
con  el  desconcierto  un  estado  de  indecisión  en  los  espíritus,  que  no  bastó  a  conju- 
rar la  crisis,  la  colaboración  de  la  gente  supuesta  de  mayor  gravitación.  Las  vaci- 
laciones de  los  bandos  en  pugna,  así  como  la  carencia  de  conductores  en  la  desarti- 
culación política  y  administrativa  de  Buenos  Aires,  acarreó  males  sin  cuento.  La 
sublevación  del  Io  de  diciembre  de  1828,  que  dió  el  mando  gubernativo  al  general 
Lavalle,  le  exigió  una  atención  preferente  de  lo  militar  sobre  lo  civil  de  la  vida  del 
pueblo,  a  punto  que  hubo  de  recurrirse  a  medidas  de  emergencia  no  siempre  atina- 
das ni  fructíferas.  El  desorden  se  ahondó  en  perjuicio  visible  de  la  autoridad  cons- 
tituida, que  pasó  a  ser  simplemente  delegada  y  por  ende  sin  prestigio  ni  arraigo. 

Una  iniciativa  de  trascendencia  sin  embargo,  hubo  de  ser  la  formación  del  «Con- 
sejo de  Gobierno»  inaugurando  una  nueva  etapa  que  fué  breve,  con  el  propósito 
de  enderezar  un  organismo  que  pedía  respaldo  contra  la  anarquía  ambiente.  Suplía 
en  cierto  modo  este  cuerpo,  la  falta  de  legislatura,  acéfala  como  estaba  la  Provincia 
de  uno  de  sus  poderes.  Se  percibía,  a  no  dudarlo,  una  conciencia  acerca  de  la  urgente 
necesidad  de  mantener  el  orden  público  «contra  la  barbarie»,  aspirando  como  reza 
el  texto  del  decreto  del  4  de  mayo  de  1829  «al  exterminio  de  los  salvajes  y  de  los 
hombres  que  se  han  afiliado  con  ellos».  El  gobierno  contó  con  Del  Carril,  Alvear  y 
Díaz  Vélez  como  ministros,  y  el  Consejo  quedó  compuesto  por  los  generales  Puey- 
rredón,  Cruz,  Viamonte  y  Guido;  y  por  los  doctores  Diego  E.  Zavaleta,  Manuel 
A.  Castro,  V.  San  Martín,  M.  B.  Gallardo,  D.  Guzmán,  F.  Alzaga  y  B.  Ocampo, 
bajo  la  presidencia  del  general  Soler. 

A  todos  estos  personajes  animaba  un  espíritu  de  concordia  y  si  en  un  principio 
sus  atribuciones  se  limitaron  a  deliberar  y  a  aconsejar,  lo  cual  era  ya  promisorio 
en  ese  caos  social,  más  tarde  se  aplicaron  a  «proponer  medidas  útiles  al  bien  del 
país».  Empero  su  existencia  no  pasó  de  dos  meses  quedando  el  cuerpo  disuelto  el 
6  de  julio,  luego  de  haber  actuado  en  siete  sesiones,  en  las  que  Zavaleta  se  destaca 
siempre  como  hombre  experimentado  y  de  consejo.  El  espíritu  transaccional  fué 
predominante  en  todos  los  miembros,  derivando  hacia  la  fórmula  de  la  conciliación 
de  Lavalle  y  Rosas,  vale  decir,  el  acuerdo  entre  la  ciudad  y  la  campaña.  Fué  expre- 
sión de  ese  sentimiento  las  convenciones  llamadas  de  Cañuelas  y  Barracas,  que 
además  de  sus  cláusulas  públicas,  inscribieron  otras  de  carácter  secreto  como  com- 
plementarias. Por  esa  convención  de  Cañuelas  se  ponía  término  a  las  hostilidades 
y  se  restablecía  el  orden  institucional  llamándose  a  elecciones  de  gobernador,  que 


150 


en  definitiva  lo  fué  el  general  Viamonte,  quien  se  dio  a  la  tarea  de  la  pacificación 
general.  Con  todo,  su  influencia  fué  menoscabada  por  el  prestigio  creciente  de  Ro- 
sas, quien  absorbió  totalmente  la  opinión  en  su  favor,  sobre  la  base  fuerte  de  las 
milicias  que  comandaba.  En  ese  breve  período  tuvo  significación  y  alguna  eficacia 
el  denominado  «Senado  Consultivo»  originado  en  el  acuerdo  de  Barracas  del  24  de 
agosto,  ya  mencionado.  El  nuevo  cuerpo,  integrado  por  24  miembros,  contó  con  el 
Deán  Zavaleta  en  su  carácter  de  presidente  del  Senado  eclesiástico,  como  igual- 
mente con  el  presidente  de  la  Cámara  de  Justicia,  el  gobernador  del  Obispado, 
el  Prior  del  Consulado  y  el  general  Decano,  todos  ellos  como  miembros  natos 
de  la  corporación.  Los  19  miembros  restantes,  se  proveyeron  directamente, 
recayendo  en  ciudadanos  de  significación.  Su  labor  fué  de  más  trascendencia  que 
la  del  extinguido  Consejo,  pues  dispuso  de  mayores  atribuciones  pero  con  un 
resultado  efímero,  minado  por  la  escisión  interna  de  los  federales  descontentos,  a 
quienes  Rosas  calificaba  de  «federales  de  categoría»  para  distinguirlos  de  la  plebe 
que  vitalizaba  el  partido.  El  doctor  Zavaleta,  en  su  unidad  invariable  de  conducta, 
participó  serenamente  en  las  cuestiones  de  política  exterior  que  por  entonces  urgían 
soluciones  prudentes;  entre  otras,  el  examen  de  la  difícil  Constitución  del  Uruguay, 
consecuencia  de  la  Convención  preliminar  de  Paz,  celebrada  entre  la  República  y  el 
Brasil.  El  Senado  Consultivo  tuvo  su  última  reunión  el  23  de  noviembre  de  1829, 
con  asistencia  del  gobernador  Viamonte  y  de  sus  ministros.  Había  llegado  al  tér- 
mino de  su  misión,  después  de  haber  dado  «vida  y  marcha  »  al  pueblo,  que  había 
encontrado  «esquelético»,  según  lo  afirmó  el  primer  mandatario.  Los  senadores 
fueron  celebrados  por  haber  cumplido  su  juramento  de  bien  público  «en  circuns- 
tancias que  nuestro  desgraciado  país  se  hallaba  al  borde  de  su  ruina».  Mientras 
tanto,  la  masa  popular  se  había  impuesto  ya  en  la  catapulta  de  la  reacción  federal 
con  Rosas  a  la  cabeza. 


151 


Capítulo 

IX 


DEL  REGALISMO  Y  SU  SECUENCIA 
EL  PATRONATO  NACIONAL 

Por  razones  de  extensión  y  la  finalidad  de  esta  biografía, 
no  abordaremos  el  tema  de  las  doctrinas  políticas.  Sin  em- 
bargo, nos  es  menester  resumir  el  concepto  regalista  de 
Rivadavia,  como  característica  de  un  criterio  difundido  en 
toda  América  entre  civiles  y  eclesiásticos.  Y  ello  es  tanto 
más  indicado,  cuanto  que  se  derramó  abundante  tinta  con 
visible  confusión  entre  el  llamado  «despotismo  ilustrado» 
y  el  activo  «liberalismo  de  la  Revolución».  Olvídase  por  lo 
común  que  el  siglo  xvm  es  un  momento  crucial  de  la  his- 
toria, que  mirando  al  «orden  jurídico»  ve  al  Derecho  como 
un  medio  subordinativo  que,  según  el  profesor  Juan  Cristian 
Wolf  (Institutio  Juris  Naturae  et  Gentium,  1756),  tiende  a 
conseguir  la  perfección  humana.  Es  decir,  que  en  el  juicio 
sobre  la  capacidad  de  perfección  del  hombre,  consiste  la 
diferencia  entre  el  despotismo  ilustrado  y  el  liberalismo 
revolucionario  con  alcance  éste,  más  político  y  social  que 
filosófico  y  legislativo.  El  régimen  autoritario,  como  re- 
cuerda Beneyto  \  toma  su  primera  postura  de  una  formu- 


1  Juan  Beneyto,  Historia  de  las  Doctrinas  Políticas,  Madrid,  1948,  p.  306  y  sigts.; 
p.  364  y  sigts. 


153 


lación  de  los  deberes  del  príncipe,  «éste  se  encarama  bien 
pronto  reafirmando  la  necesidad  de  su  institución,  sin  per- 
juicio de  deformar  la  teoría  de  los  deberes  en  una  ideología 
direccionista  que  reduce  los  derechos  del  pueblo  a  la  decla- 
ración de  que  el  rey  ha  de  considerarse  a  su  servicio».  Tres 
etapas  se  señalan  en  la  marcha  histórica  hacia  el  despotismo: 
absolutismo  práctico,  absolutismo  doctrinal  y  finalmente, 
absolutismo  ilustrado.  Con  la  educación  de  las  clases  diri- 
gentes, se  crean  núcleos  responsables  de  la  vida  política 
con  que  se  pretende  destruir  los  prejuicios,  ciertas  institu- 
ciones y  se  deja  que  la  libertad  dirija  la  vida  social.  En  suma 
se  alcanza  el  absolutismo  centralizador,  la  defensa  del  poder 
civil  frente  al  poder  eclesiástico,  o  sea  del  regalismo,  lo  que 
se  ha  llamado  el  «furor  de  gobernar». 

Como  aclara  el  autor  citado,  en  presencia  de  la  proli- 
feración legislativa,  la  política  regalista  no  constituye  ele- 
mento absoluto  de  tipificación  en  ese  momento;  mas  en 
el  «furor  de  gobernar»  hay  una  causa  que  liga  el  fenómeno 
a  la  preocupación  de  "dirigir"  a  los  pueblos.  El  movimiento 
cultural  se  hace  una  internacional  patricia  en  ese  siglo,  con 
círculos  cerrados  como  los  descritos  por  Rousseau:  La 
societé  de  gens  de  mérite  por  ejemplo,  que  hace  de  común 
denominador  con  la  influencia  de  los  intelectuales.  Es  un 
espejo  diríamos,  de  la  presuntuosidad  unitaria,  en  el  período 
rivadaviano  argentino,  como  lo  hemos  dicho  en  el  párrafo 
segundo  del  capítulo  anterior.  Culmina,  entre  nosotros,  ha- 
ciendo del  gobernante  un  filósofo  práctico  que  habla  y 
promete  «la  felicidad  de  la  nación». 

Rivadavia  hablaba  también  del  laicismo  filantrópico  que 
le  endereza  además,  a  fuer  de  liberal,  a  la  tolerancia  de 
cultos,  con  que  sellará  la  vigencia  del  tratado  con  Inglaterra 
en  1825.  Sus  antecedentes  están  en  las  instituciones  de 
Virginia,  Maryland  y  Carolina  del  Sur,  en  las  que  con  la 
enmienda  Madison  se  fundamenta  la  tolerancia  en  la  actitud 
religiosa  a  favor  de  concesiones  diversas.  Todo  se  auna  así 


154 


para  elaborar  ampliamente  los  principios  de  los  derechos 
del  hombre,  emancipando  la  persona  con  dos  significados 
elocuentes:  el  liberalismo  revolucionario,  que  reduce  la  acti- 
vidad gubernativa  por  virtud  del  consentimiento  popular 
en  la  acción  política;  y  el  individualismo  enaltecido  que 
hace  su  fortuna  en  las  decisiones  de  las  mayorías  electoras. 
La  libertad  de  igualdad  se  forja  como  consecuencia,  en  un 
fondo  común  ideológico,  que  recoje  todas  las  constituciones 
del  siglo  xix:  libertad  de  tránsito,  libertad  religiosa,  libertad 
de  imprenta,  de  asociación,  de  enseñanza,  de  petición  y 
reunión,  etc.;  igualdad  ante  la  ley,  con  prescindencia  de  las 
viejas  prerrogativas  de  sangre  o  de  nacimiento,  de  los  fueros 
personales  o  los  títulos  de  nobleza;  igualdad  en  la  base  de 
las  contribuciones  y  de  las  cargas  públicas.  Las  acciones 
privadas  se  reservan  a  Dios,  exentas  de  la  autoridad  de  los 
magistrados,  cuando  no  ofenden  al  orden  y  a  la  moral 
pública.  La  evolución  ideológica  o  su  renovación  si  se  quiere, 
en  las  declaraciones  americana  del  norte  y  francesa,  erige 
como  un  símbolo  nuevo  el  «Orden  público». 

Si  aceptamos  con  H.  Laski  (La  Edad  de  la  Razón),  que  los 
filósofos  y  los  economistas  no  provocaron  la  revolución, 
pero  que  sin  ellos,  resulta  evidente,  que  no  hubiese  sido 
la  que  conocemos,  corresponde  deducir  que  ciertos  nombres 
hicieron  de  palanca  poderosa  en  el  movimiento  político 
y  cultural  de  América,  donde  soplaba  el  viento  de  las  teorías 
más  avanzadas,  productos  del  salón,  la  logia  y  el  club. 

La  línea  regalista,  se  estimulaba  en  nuestros  teólogos, 
verbigracia,  con  G.  Mayáns  que  en  Observaciones  sobre  el 
concordato  de  26  de  septiembre  de  1753,  escribió  una  dedica- 
toria al  rey  por  demás  maquiavélica.  Ve,  en  efecto,  en  el 
Sumo  Pontífice  al  que  «sabe  condescender  con  franqueza 
de  ánimo  en  las  justas  pretensiones  de  un  rey  católico, 
que  bien  informado  de  sus  reales  derechos,  y  considerando 
la  relación  que  tienen  con  las  cosas  eclesiásticas,  desea  ejer- 
citarlos en  beneficio  de  sus  vasallos,  haciéndolos  también 


135 


respetables  con  la  autoridad  de  la  suprema  cabeza  de  la 
Iglesia  Católica».  Bien  se  comprenderá,  que  tan  alta  autori- 
dad no  habría  de  pasar  inadvertida  ni  echarse  en  saco 
roto,  por  los  hombres  de  Mayo,  conocida  su  actitud  com- 
bativa en  la  Asamblea  Constituyente  de  1813,  o  en  el 
Congreso  de  Tucumán  de  1816,  donde  el  pueblo  se  cuadra 
románticamente  contra  la  tradición  y  contra  el  soberano 
absoluto.  Los  demócratas  de  entonces,  libertarios  e  iguali- 
tarios, son  eco  de  los  ideólogos  y  publicistas  que  inundan 
a  la  opinión  con  «apuntamientos»,  «juicios»,  «avisos»  o 
discursos»  que  pululan  en  los  archivos  según  la  postura 
elegida  sobre  los  puntos  reformables,  obedeciendo  a  los 
«iluministas»  dentro  de  sus  logias,  en  sus  sociedades  de 
amigos  del  país,  o  en  academias  que  se  propiciaban  desde 
los  grandes  centros  de  Londres,  de  París  o  de  Roma,  todas 
anhelosas  de  nuevas  ideas,  de  hermosas  ilusiones  de  progreso 
con  marcado  desprecio  por  lo  que  fué.  Pero  ese  liberalismo 
no  es  el  regalismo. 

El  furor  de  gobernar,  la  fiebre  de  organización,  las  elu- 
cubraciones de  Moreno  en  sus  notables  escritos,  o  las  de 
Rivadavia  en  sus  leyes  que  vislumbran  enmiendas  al  propio 
Montesquieu  en  el  sentido  de  encarnar  su  «Espíritu  de  las 
Leyes»  en  el  «Espíritu  de  los  Pueblos»;  los  decretos,  los 
bandos  y  proclamas  son  como  registros  de  hechos  tradu- 
cidos de  la  voluntad  popular  y  escritos  enfáticamente  en 
idioma  arrogante.  Desde  1820,  el  partido  unitario  a  fuer 
de  idealista,  arrastrado  por  la  corriente  «ilustrada»,  veía 
en  la  fórmula  del  «Contrato  Social»  de  Rousseau  un  Estado 
ideal,  en  cuya  estructura  debía  imperar  un  orden  político 
protector,  sin  violación  de  los  derechos  humanos,  condu- 
cidos «sabiamente»  por  una  centralización  jurídica  del 
gobierno.  De  ahí  que  el  vocablo  «constitución»  en  1819 
y  en  1826,  representaba  en  ese  estado  de  <•  inconstitución», 
precisamente,  más  que  la  ideología  comprensiva  de  todos 
los  derechos  previstos  y  respetados,  la  verdadera  fórmula 


156 


de  la  felicidad.  Vinculados  a  las  reflexiones  y  al  teorismo 
literario  de  la  revolución  francesa,  creaba  un  estado  emo- 
cional que  anudaba  una  solidaridad  o  un  mimetismo  de 
identificación. 

Por  otra  parte,  los  unitarios  en  general  y  Rivadavia 
en  particular,  admiraban  a  Bentham  en  su  utilitarismo 
revelador  de  una  concepción  benéfica  del  Estado.  Sistema- 
tizar postulados  acerca  de  la  mejora  de  la  humanidad  o  de 
su  felicidad,  era  un  doble  programa  filantrópico  a  la  usanza 
franco-inglesa  del  momento.  Rivadavia  se  sentía  bien  inter- 
pretado en  Principios  de  Moral  y  Legislación  de  este  autor, 
encontrando  definida  la  sociedad  política  como  conjunto 
de  individuos  que  saben  obedecer  a  una  persona  o  grupo 
de  personas,  reconociendo  los  elementos  o  factores  de 
gobernantes  y  gobernados.  Para  él,  promover  el  bienestar 
fué  siempre  crear  un  mayor  valor  en  la  utilidad  del  gobierno. 
No  le  importaba  que  la  teoría  no  se  ajustase  enteramente  a  la 
historia  vivida,  pero  deseaba  un  desquite  contra  la  Santa 
Alianza  creyendo  en  Bentham,  quien  ya  en  1793  había 
escrito  su  vigoroso  libelo  reclamando  la  emancipación  de 
las  colonias,  como  lo  repitiera  en  1828  en  favor  de  Canadá. 

Rivadavia  todo  lo  reglamentaba  porque  vivía  en  éxtasis 
ante  los  principios.  Su  ministerio  y  su  presidencia  aparecen 
robustecidos  así  por  aportaciones  de  distinta  procedencia 
europea,  ora  francesa  o  inglesa,  ora  española,  en  un  orde- 
namiento político  que  estimaba  civilizador  para  enmarcar 
esa  acción  del  poder  público  dentro  de  una  misma  área 
de  soberanía.  Esto  nos  explica  su  espíritu  reformista  y  el 
del  grupo  histórico,  que  levantaba  su  mirada  por  cima  de 
las  faenas  del  campo,  las  bodegas  de  los  barcos,  las  estan- 
terías y  depósitos  de  las  tiendas  y  el  mostrador  de  las  pul- 
perías. Descubrimos  en  ese  espíritu  de  reforma  algo  que  nos 
explicamos  con  concepto  de  estetismo;  o  sea,  una  política 
que  bien  podemos  calificar  de  «política  barroca»  en  el  sen- 
tido dado  por  Benedetto  Croce,  como  fenómeno  histórico 


157 


de  conmoción  y  pompa,  de  afán  de  novedad.  Una  incohe- 
rencia coherente,  pasando  por  el  más  sutil  intelectualismo 
al  más  crudo  verismo,  antitesis  de  coraje  ampuloso,  de 
estupefacción  necesaria  para  armonizar  con  el  furor  de 
gobernar. 

Con  criterio  de  probidad  entonces,  no  se  vislumbra  la 
reforma  eclesiástica  con  propósitos  sectarios.  La  propaganda 
posterior  de  Rosas  abroqueló  con  fuerza  imperiosa  a  los 
espíritus  timoratos  y  de  ahí,  se  intensificó  una  opinión 
hosca  al  contenido  intencional  confesado  de  la  consabida 
reorganización  claustral.  Es  curioso  que  trocada  la  acción 
gubernativa  en  estigma  de  demérito,  no  se  reparase  más 
tarde  por  exceso  de  celo  rosista  en  dos  circunstancias  deci- 
sivas: la  primera,  que  la  reforma  no  rozó  siquiera  lo  santo 
y  lo  dogmático,  cuidando  de  no  confundir  la  Iglesia  ni  la 
religión  con  algunos  de  sus  miembros;  la  segunda,  que  la 
ejecución  censurable  e  indiscreta  de  ciertas  resoluciones 
administrativas,  avanzadas  evidentemente  sobre  el  derecho 
de  propiedad  y  la  libertad  individual,  no  fueron  obra  del 
Deán,  sino  de  su  homónimo  el  Provisor,  con  quien  poco 
o  nada  le  ligaba.  Y  todavía,  podría  añadirse  que  la  reacción 
partidaria  echando  leña  a  la  hoguera  de  la  aldea,  dió  jerar- 
quía filosófica  o  ideológica  de  modo  equívoco  a  lo  que  no 
pasó  de  ser,  en  buena  parte,  un  conflicto  conventual,  o 
mejor  dicho  tal  vez,  un  conflicto  jurisdiccional.  Había  que 
optar  entre  la  dictadura  de  los  estatutos  congregacionales 
y  la  dictadura  de  la  desobediencia,  ya  que  como  quiere  el 
doctor  Carbia  (loe.  cit.)  ella  fué  del  claustro.  La  ley  de  1822 
sólo  pudo  ser  calificada  de  tal  modo  por  un  regalismo  consti- 
tucional subordinador,  encauzado  en  la  corriente  puesta  al 
servicio  del  «orden  público  >.  Claro  está  que  dicha  ley  no 
resultaba  ortodoxa,  pero  tampoco  aparece  sectaria.  Por  lo 
demás,  eludiendo  en  el  régimen  del  Estado  de  derecho  toda 
inmisión  en  el  control  de  la  Iglesia,  guardó  a  ésta  sus  res- 
petables garantías  tradicionales.  Vale  decir  que  la  ley  no 


158 


atacó  la  vocación  y  la  práctica  religiosa,  ni  afectó  en  el 
fondo  el  ejercicio  de  la  autoridad  prelaticia,  pues  que  los 
prelados  no  tuvieron  por  qué  considerarse,  de  hecho  o  de 
derecho,  funcionarios  del  Estado.  Lo  grave  y  propio  de  los 
asuntos  internos  y  externos  de  la  Iglesia  como  institución 
sagrada,  y  ello  es  esencial,  no  fueron  interferidos,  aunque 
sobreviniese  alguna  fricción  esporádica,  corolario  del  furor 
gubernativo.  Mas  en  verdad,  no  se  creó  por  ello  ruptura 
propiamente  dicha  en  las  vinculaciones,  ni  la  Santa  Sede 
alteró  el  statu  quo.  Ambas  partes  anhelaron  normalizar  las 
relaciones  diplomáticas,  en  suspenso  por  obra  de  la  eman- 
cipación, o  sea  por  la  quiebra  del  vínculo  con  la  corona 
de  España. 

Para  fray  Abraham  Argañaraz,  ilustre  cronista  francis- 
cano 2  <  don  Bernardino  Rivadavia  nunca  fué  un  hereje  ni 
un  libre  pensador  vulgar:  hombre  austero  en  el  fondo, 
melifluo  en  la  corteza,  demo-aristocrático  en  el  sentimiento, 
patriota  honrado;  sobrecogido  ante  las  demasías  de  1820 
y  sus  consecuencias;  reformador  por  genio  y  de  espíritu 
emprendedor...  puso  mano  a  la  reforma  general...». 
Tampoco  ve  en  Rivadavia  al  autor  exclusivo  del  regalismo 
exaltado,  pues  que  tuvo  su  preludio  con  el  secretario  de  la 
Junta  Mariano  Moreno,  quien  se  presentara  personalmente 
en  el  convento  de  San  Francisco  el  23  de  noviembre  de  1810, 
intimando  la  nulidad  del  capítulo  celebrado  el  25  de  mayo 
y  el  nombramiento  del  Provincial  electo,  obligando  en  el 
término  de  seis  horas  a  entregar  los  sellos  y  registros  y 
convocación  de  nuevo  capítulo,  que  se  celebró  tiempo  más 
tarde  eligiendo  a  fray  Cayetano  Rodríguez,  lo  que  el  cronista 
califica  de  «cruzada  anticanónica  y  temeraria».  Agréguese 
a  estos  antecedentes  las  «decisiones  cismáticas»  de  la  Asam- 
blea General  Constituyente  de  1813,  que  prohibió  al  Nuncio 
Apostólico  residente  en  España,  ejerciera  jurisdicción  en  el 


Crónica  del  Convento  grande  de  Buenos  Aires,  cap.  XVII,  p.  42  y  sigts. 


159 


Río  de  la  Plata  3,  desconectando  asimismo  a  los  regulares 
de  sus  respectivos  prelados,  y  nombrando  Comisario  Gene- 
ral de  todas  las  comunidades  religiosas  al  R.  P.  Ibarrola, 
cuya  conocida  carta  circular  fué  un  alegato  más,  por  la 
independencia  nacional;  episodios  estos  de  matiz  revolu- 
cionario que  extienden  la  responsabilidad  a  toda  una  gene- 
ración, que  fué  expresión  colectiva  de  una  manera  de  sentir 
y  obrar,  con  que  dió  fundamento  legal  intervencionista  a  la 
obra  posterior  del  ministro  porteño,  cuyos  decretos  sucesivos 
le  conducen  al  estatuto  legal  de  1822,  de  «orden  público  » 
según  la  interpretación  legal,  histórica  y  conceptual  de  los 
hechos  ocurridos.  El  regalismo  y  sus  secuencias,  limitados 
en  la  órbita  actual  del  Patronato  Nacional,  eran  explicados 
en  el  siglo  xix  por  la  sistematización  de  la  doctrina  jurídica 
del  «orden  público»  vigente. 

Empero,  este  problema  no  fué  solamente  argentino,  lo 
fué  continental.  En  pleno  separatismo  resultó  difícil  con- 
trolar la  tergiversación  que  se  hacía  de  las  relaciones  con 
la  Curia  romana,  tanto  que  no  pareció  arbitrario  a  algunos 
publicistas,  atribuir  falsamente  a  los  clérigos  americanos  el 
propósito  avieso  de  un  cisma  religioso;  o  acaso,  de  una 
disidencia  en  un  levantismo  forzado  en  lo  espiritual. 
El  abate  de  Pradt,  en  su  obra  L'Europe  et  L'Amerique  en 
1821  4,  aludía  a  la  necesidad  de  conceder  en  materia  ecle- 
siástica una  gran  autonomía  a  toda  Hispanoamérica;  y  en 
la  aparecida  en  1825,  que  tituló  Verdadero  sistema  de  la  Europa 
respecto  de  la  América  y  Grecia  5  como  reza  la  traducción 
española,  subrayaba  que  era  cuestión  primordial  la  insti- 
tución de  los  obispos,  que  «el  uso  convertido  en  derecho» 
ha  vinculado  a  Roma.  Para  el  autor  era  de  todo  punto 
urgente  que  en  el  Congreso  de  Panamá,  a  propuesta  de 


3  Redactor  de  la  Asamblea,  n°  11,  p.  42  y  sigts. 

4  Edición  de  París,  1822,  volumen  II,  cap.  II. 

6  Edición  de  París,  1825,  volumen  II,  pp.  99-118. 


160 


Bolívar,  se  tomase  «una  determinación  que  fuese  común 
a  toda  América». 

El  desorbitado  abate  de  Pradt  sintetizaba  su  consejo  en 
esta  forma:  --...debe  la  América  extender  sus  miras  más 
lejos,  y  a  este  efecto  abrazar  un  orden  de  cosas  común, 
fundado  en  el  espíritu  del  catolicismo,  y  al  mismo  tiempo 
en  las  reglas  de  la  justicia,  de  la  razón  y  de  sus  intereses;  la 
reunión  de  Panamá  es  una  ocasión  admirable  y  al  mismo 
tiempo  un  poderoso  medio  de  fuerza;  pues  si  alguna  cosa 
es  capaz  de  impresionar  a  Roma  y  de  conducirla  a  reflexionar 
con  madurez,  será  ciertamente  la  súplica  reverente  pero  viril 
de  todo  un  Continente,  que  no  pide  más  que  el  alejamiento 
de  todo  obstáculo  a  la  conservación  de  su  culto.  El  mundo 
no  habrá  visto  nada  tan  nuevo  y  tan  grande»  6. 

Bolívar,  en  efecto,  presentó  tres  ponencias  al  Congreso 
de  Panamá,  en  el  deseo  de  obtener  la  conformidad  de  todo 
el  Continente  hispanoamericano.  Las  tres  proposiciones 
fueron: 

Io)  Que  en  cada  Estado  hubiera  un  Patriarca  que  arre- 
glara las  diócesis,  concediera  el  palio  a  los  metropolitanos 
y  la  institución  canónica  a  los  obispos  que  fueran  presen- 
tados. 

2o)  Que  todos  estos  obispos  tuvieran  como  facultades 
natas  las  que  antes  se  concedían  llamadas  sólitas,  (es  decir, 
para  dispensas  matrimoniales). 

3o)  Que  en  cada  diócesis  los  regulares  estuvieran  sujetos 
a  los  ordinarios. 

Quedó  así  planteada  por  Bolívar,  la  cuestión  político- 
religiosa.  Buenos  Aires, '  no  abrió  opinión  ni  concurrió. 
No  podían  pues,  recogerse  efectos  inmediatos  o  positivos, 
como  que  tal  conferencia  panamericana  tuvo  un  carácter 

6  Blanco  Azpurúa,  Documentos  para  la  Historia  del  Libertador,  t.  X,  p.  98  y  sigts. 


161 


innocuo,  pese  al  idealismo  de  sus  propósitos  y  a  lo  noble 
de  la  solidaridad  propugnada  entre  hermanos.  En  esta 
espinosa  materia,  debe  consignarse  por  su  influencia  moral 
la  carta  del  Pontífice  Pío  VIII  al  gobernador  de  Buenos 
Aires,  entonces  el  general  Juan  J.  Viamonte,  datada  en 
Roma  el  13  de  mayo  de  1830,  preconizando  la  elevación 
de  la  Santa  Sede  por.  sobre  el  problema  político  de  la  Inde- 
pendencia Argentina  con  respecto  a  la  corona  de  España. 

No  entra  por  cierto,  en  el  plan  de  este  ensayo,  vuelvo 
a  repetir,  profundizar  la  cuestión  del  patronato,  no  obstante 
su  innegable  interés  para  la  historia  constitucional;  ni  tam- 
poco el  detenernos  a  exhumar  los  argumentos  de  la  apasio- 
nada e  ilustrativa  polémica  debatida  en  ocasión  del  nom- 
bramiento del  vicario  apostólico  doctor  Mariano  Medrano 
y  de  las  bulas  expedidas  en  favor  de  monseñor  Escalada. 
Sobre  lo  mucho  escrito  y  publicado,  basta  mencionar,  por 
razón  de  época,  la  acción  gubernativa  del  ministro  Tomás 
M.  de  Anchorena,  versado  canonista,  cuando  refutó  el 
«Memorial  Ajustado»  del  fiscal  Agrelo,  impugnando  sus 
principales  proposiciones,  como  base  y  principios  de  estas 
relaciones  entre  la  Iglesia  y  el  Estado.  Empero,  la  tesis  del 
fiscal,  reasumió  de  entonces  al  presente  la  defensa  del  Patro- 
nato Nacional  con  la  ratificación  del  regalismo. 

Invitado  en  consulta  el  Deán  Zavaleta,  pues  que  su  pres- 
tigio se  mantenía  incólume  como  teólogo  y  hombre  de 
estado,  habremos  de  revelar  una  vez  más  su  modalidad, 
trascribiendo  de  su  respuesta  un  breve  párrafo  que  nos 
sitúa  en  el  punto  crítico  de  un  examen  de  su  conciencia, 
que  en  definitiva,  es  acto  de  lealtad  consigo  mismo.  Tenía 
entonces  66  años  de  edad,  y  un  esfuerzo  de  esta  naturaleza 
resultábale  gravoso  y  hasta  «desagradable  —  dijo  —  por  cir- 
cunstancias particulares  que  ignoran  pocos,  y  que  sería 
indiscreto  como  impertinente  detallar».  Así  pues  Zavaleta 
sólo  anticipó  con  ánimo  sincero  en  lo  personal,  lo  siguiente: 
«Voy  pues  a  emprenderla  (la  tarea),  aunque  con  la  conciencia 


162 


de  que  mis  esfuerzos,  sean  cuales  fueren,  sobre  inútiles  al 
noble  objeto  que  se  propone  el  Govierno,  serán  siempre 
insuficientes  a  corresponder  de  un  modo  digno  a  la  con- 
fianza y  alto  honor,  que  me  ha  dispensado  al  exigirme  el 
dictamen  sobre  una  materia  tan  grave  y  de  tanta  trascen- 
dencia para  la  República  y  aun  para  la  América  entera. 
Ellos,  sin  embargo,  serán  la  mejor  y  más  relevante  prueba 
que  puedo  darle  de  mi  respeto  y  obediencia  a  la  autoridad 
suprema  del  Estado;  y  por  otra  parte,  me  proporcionarán 
la  oportunidad  siempre  grata  para  mí  de  repetir  y  ratificar 
la  profesión  pública  de  mi  fe  política;  y  prevenir  en  parte,  los 
ataques  que  en  razón  de  las  opiniones  que  vierta,  pudieran 
hacerse  a  mi  fe  religiosa:  obligaciones  sagradas,  de  que  no  debo 
desentenderme».  (Damos  in  extenso  en  el  apéndice  el  dicta- 
men consultivo  del  Deán,  fechado  el  10  de  marzo  de  1834, 
incluido  en  el  «Memorial  Ajustado».) 

Conviene  que  aclaremos  en  esta  oportunidad  que,  satis- 
factoriamente liquidada  la  discutida  Misión  de  monseñor 
Juan  Muzi,  se  honraba  con  el  nombre  de  Zavaleta  la  nota 
oficial  del  31  de  enero  de  1831  a  propósito  de  la  presentación 
episcopal.  A  este  respecto  debe  tenerse  presente  que  dicho 
nombre  en  la  terna  procedió  del  gobierno  federal,  no  obs- 
tante que  Zavaleta  fuése  tenido  por  conspicuo  unitario. 
He  aquí  lo  más  substancioso  del  documento  del  31  de  enero, 
firmado  por  el  doctor  Anchorena,  y  que  en  copia  autenti- 
cada obra  en  nuestro  poder: 

«.  .  .resultando  de  este  expediente  que  el  gobierno  pro- 
visorio de  la  Provincia  dirigió  al  Sumo  Pontífice  una  carta 
oficial  con  fecha  8  de  octubre  de  1829,  en  que  después  de 
protestarle  con  la  mayor  buena  fe  que  el  gobierno  argentino 
reconocía  en  Su  Santidad  como  sucesor  de  San  Pedro,  el 
primado  de  honor  y  jurisdicción  en  la  Santa  Iglesia,  y  que 
sólo  en  su  poder  estaba  la  dispensación  de  las  gracias  y  el 
remedio  de  los  males  espirituales,  le  manifestaba  que,  la 
escasez  de  Ministros  para  el  culto  de  esta  Provincia  llegaba 


163 


a  términos  de  no  contar  con  los  necesarios  para  proveer 
los  curatos  de  campaña;  que  carecíamos  de  arbitrio  para 
remediar  este  mal  por  falta  de  obispo  diocesano,  y  que  por 
no  existir  tampoco  algún  otro  en  proporcionada  y  accesible 
distancia,  tocábamos  el  extremo  del  conflicto  en  aquella 
parte;  que  además,  no  alcanzando  las  facultades  de  los 
Vicarios  Capitulares  para  ocurrir  a  otros  muchos  daños 
que  en  la  elección  de  estos  mismos  habían  causado  los  des- 
órdenes interiores,  que  a  su  vez  también  habían  ocurrido 
para  aumentar  el  mal  del  país,  no  se  encontraba  un  medio 
de  tranquilizar  conciencias  y  restituir  la  paz  interior  del 
espíritu  de  sus  católicos  naturales;  y  que  en  fuerza  de  tan 
críticas  y  apuradas  circunstancias,  acercándose  el  gobierno 
Provisorio  al  Santísimo  Padre  con  todo  el  respeto  y  consi- 
deración que  le  inspiraba  el  conocimiento  de  su  alta  digni- 
dad, reclamaba  de  su  paternal  bondad  y  notorio  celo  por 
el  logro  de  los  fines  que  se  proponían  en  aquel  ocenso,  se 
sirviese  destinar  un  obispo,  si  no  con  jurisdicción  ordinaria 
en  toda  la  antigua  diócesis  de  esta  ciudad  y  capital  de  Buenos 
Aires,  al  menos  con  título  de  in  partibus  in  fidelium,  pero 
autorizado  competentemente  para  reformar,  separar  y  reva- 
lidar lo  que  fuese  conveniente,  y  no  estuviese  en  contradic- 
ción con  las  leyes  vigentes  de  este  País,  asegurándole  a  Su 
Santidad  que  al  elevar  esta  súplica  se  consideraba  en  el  deber 
de  proponer  para  el  caso  correspondiente  al  doctor  don 
Diego  Estanislao  Zavaleta,  deán  de  esta  santa  Iglesia  Cate- 
dral, y  al  doctor  don  Mariano  Medrano,  cura  de  la  Iglesia 
Parroquial  de  N.  S.  de  la  Piedad,  a  quien  el  Illmo.  Arzobispo 
Filipense  don  Juan  Muzi,  Vicario  Apostólico  se  sirvió  nom- 
brar en  5  de  febrero  de  1825  Delegado  Apostólico  en  la 
Iglesia  de  Buenos  Aires  con  todas  y  cada  una  de  las  facul- 
tades de  que  goza  un  Vicario  Capitular  en  Sede  Vacante; 
y  que  gustaba  el  Gobernador  Provisorio  de  la  más  lisonjera 
satisfacción  por  haberle  tocado  la  suerte  feliz  de  transmitir 
al  conocimiento  de  Su  Santidad  su  sincera  disposición  para 


164 


concordar  en  la  forma  correspondiente  con  Su  Santidad 
sobre  un  plan  de  comunicación  entre  la  Corte  de  Roma 
y  este  Gobierno,  y  demás  puntos  concernientes  al  bien  de 
la  Iglesia,  y  a  los  derechos  de  una  Nación  Independiente.  .  .  >N. 

Por  el  choque  de  la  opinión  fiscal  y  la  limitación  que 
opuso  el  Senado  del  Clero  (25  de  febrero),  el  gobierno  se 
vió  compelido  a  cortar  el  conflcto  jurídico-canónico  plan- 
teado; y  sin  desmedro  del  legalismo,  sin  esperar  siquiera  el 
giro  de  los  trámites  en  la  Secretaría  de  Estado  vaticana, 
dio  un  nuevo  decreto,  pronunciándose  definitivamente  en  el 
reconocimiento  del  Vicario  Apostólico  monseñor  Medrano 
con  el  carácter  legítimo  que  investía  de  Obispo  de  Aulón, 
(marzo  23  de  1831).  Por  las  modalidades  de  esa  resolución 
gubernativa,  el  Senado  del  Clero  nombró  al  deán  Zavaleta 
y  al  canónigo  Miguel  García  para  acordar  con  dicho  obispo 
el  ceremonial  y  prerrogativas  pontificales.  Una  pequeña  litis 
se  produjo  sobre  el  uso  del  palio,  que  Angelis  llamó:  «Decla- 
ración de  un  punto  de  liturgia  eclesiástica; »;  folleto  que  fué 
contestado  con  otro,  suscripto  por  «Unos  Eclesiásticos»  en 
apoyo  del  Deán.  En  síntesis,  convengamos  en  que  la  réplica 
no  fué  óbice  para  que  los  ministros  del  altar  asintieran  plena 
y  sumisamente  en  la  conciliación  y  buena  inteligencia  con 
la  Silla  Apostólica  7.  Y  aun  más,  por  lo  que  toca  a  la  posición 
personal  del  recordado  binomio  Medrano-Zavaleta,  donde 
cabe  todavía  una  palabra  cordial  de  la  que  se  desprende 
también,  no  sólo  el  rasgo  de  la  disciplina  eclesiástica,  sino 
la  obediencia  ejemplar  de  quienes  fueron  en  la  cátedra 
Carolina,  colegas  de  insigne  precedencia.  Bien  pudo  vislum- 
brarse para  el  futuro,  el  respeto  y  armonía  a  que  obligaba 

7  La  Gaceta  Mercantil,  año  1831,  n°  2160  del  8  de  abril:  «Exposición  del  venera' 
ble  Senado  Eclesiástico  (compuesto  de  Diego  E.  Zavaleta,  Valentín  Gómez,  Pedro 
Vidal,  Santiago  Figueredo,  Bernardo  de  la  Colina,  Saturnino  Seguróla,  Roque  Illes- 
cas  y  Miguel  García)  al  Gobierno,  relativamente  al  nombramiento  de  Vicario  Apos- 
tólico en  esta  diócesis  en  la  persona  del  obispo  de  Aulón  y  cura  rector  de  La  Piedad, 
doctor  don  Mariano  Medrano'-. 


165 


la  jerarquía  y  la  dignidad  personal  de  ambos,  pues  que  en 
bien  de  la  Iglesia,  jamás  exteriorizarían  otras  discrepancias 
que  las  meramente  humanas  de  índole  política.  Y  como  era 
lógico,  monseñor  Medrano  fué  preconizado  obispo  titular 
de  Buenos  Aires,  tan  pronto  se  recibieron  las  bulas  de 
diocesano  al  año  siguiente.  El  gobernador  Viamonte  no 
hizo  objeción  alguna  al  «pase»  acordado  por  decreto  de 
24  de  marzo  de  1834,  prestando  Medrano  el  juramento 
de  rigor.8 

Para  terminar  y  a  fin  de  no  hacer  caso  omiso  de  las 
últimas  consecuencias  políticas  y  no  religiosas  que  sobrevi- 
nieron de  la  reforma  rivadaviana,  recordaremos  un  antece- 
dente administrativo  en  materia  de  patronato,  donde  Rosas 
ya  en  la  silla  de  gobernador  y  en  disidencia  con  el  decreto 
de  Viamonte,  mostróse  tan  regalista  como  Rivadavia.  En  do- 
cumento que  se  guarda  en  el  archivo  de  Mendoza,  previene 
a  los  gobernadores  provinciales  acerca  de  lo  «inexorable  en 
consultar  y  ejecutar  cuanto  convenga  al  sostén  y  crédito 
de  la  soberanía  de  la  República»  a  propósito  de  las  re- 
laciones entre  el  Estado  y  la  Santa  Sede.  Más  terminante 
aún,  cuando  declara  sin  fuerza  ni  valor  alguno  las  bulas, 
breves,  rescriptos  pontificios  y  documentos  en  general  ema- 
nados de  la  Silla  Apostólica,  que  de  1810  en  adelante 
no  hubiesen  recibido  el  correspondiente  pase  o  exequátur 
del  Gobierno.  (Registro  Oficial  N°  2713,  pág.  368,  en  febrero 
27  de  1837). 

Por  otra  parte,  no  sería  completa  la  referencia  si  no 
agregásemos  la  actitud  personal  del  propio  Rosas  con  res- 
pecto al  obispo  Medrano,  haciendo  mérito  de  la  orden  que 
le  expidiera  el  7  de  diciembre  de  1836,  que  el  prelado  acató, 
de  dirigir  al  pueblo  una  exhortación  al  final  de  los  sermones 
«para  que  se  mantenga  firme  el  sostén  y  defensa  de  la  ex- 


8  Original,  n°  155,  carpeta  n°  2.  Reproducido  en  la  Revista  de  la  Junta  de  Estu- 
dios Históricos,  t.  VI,  p.  246. 


166 


presada  causa  nacional  de  la  Federación  >  9.  Esta  intromisión 
resultaba  tan  arbitraria  y  anticanónica,  como  los  impugnados 
decretos  del  «presidente  heresiarca>.  Rosas  se  proclamó 
defensor  de  la  religión,  y  como  lo  recuerda  un  autorizado 
publicista  que  comenta  la  sagacidad  del  caudillo  porteño 
cuando  subió  al  poder:  «fuése  que  en  realidad  le  inspirase 
el  espíritu  religioso,  fuése  por  conveniencia  política,  es  lo 
cierto  que  fué  el  primer  mandatario  que  se  acordó  de  que  la 
Iglesia  de  Buenos  Aires  carecía  de  Pastor.  Al  efecto,  impone 
al  Cabildo  Eclesiástico  la  persona  del  doctor  Medrano  que 
había  defendido  los  derechos  de  la  Iglesia  contra  sus  perse- 
guidores unitarios»  10.  Su  influencia  sobre  Medrano  es  más 
visible  todavía  en  la  «circular»  de  éste,  en  mayo  de  1837, 
publicada  en  el  Registro  Oficial  de  ese  año,  donde  se  con- 
fundía la  plática  religiosa  con  el  sahumerio  a  la  «Santa 
Federación>;  especie  de  haz  de  fuerzas  morales  sobre  los 
feligreses  a  quienes  el  prelado  decía:  -  Que  llevando  la  divisa 
federal,  hacen  un  servicio  singular  a  su  patria,  a  su  familia 
y  a  sí  mismos».  Fué  lamentable  su  orientación  política, 
—  dispar  en  absoluto  con  la  del  Deán  Zavaleta — ,  cuando 
en  el  templo  el  pastor  de  la  grey  se  manifestaba  «por  el  sis- 
tema federal»,  «el  único  —  a  su  juicio  —  que  nos  impide 
seamos  víctimas  de  las  más  negras  pasiones  y  veamos  correr 
la  sangre  inocente  de  nuestros  propios  hermanos*.  ¡¡Era  la 
conjunción  de  la  política  con  la  religión,  aconsejando  las 
preces  cotidianas  por  las  almas  de  Quiroga  y  de  Dorregoü 
Con  esta  condescendencia,  interpretada  como  licencia 
oficial  en  el  lenguaje,  se  hizo  apasionada  en  algunos  párrocos: 
fueron  notorios  Solís  y  Gaete.  Se  apodó  a  los  unitarios  de 
«impíos,  enemigos  de  la  religión- santa  del  Estado»,  «herejes 


9  Véase  P.  Pablo  Hernández  S.  J.,  Reseña  Histórica  de  la  Misión  de  Chile-Paraguay 
de  la  Compañía  de  Jesús,  edición  de  Buenos  Aires,  1914,  p.  16. 

10  Nos  referimos  al  libro  del  R.  P.  Rafael  Pérez,  La  Compañía  de  Jesús  restaurada 
en  la  República  Argentina,  Chile,  el  Uruguay  y  el  Brasil,  que  trae  el  cuadro  más  com- 
pleto del  sentimiento  religioso  de  las  masas.  Ver  p.  53  y  sigts. 


167 


encubiertos»,  «logistas  infernales»;  o  en  conjunto  bajo  el 
fuego  de  las  luchas  de  barrio  «ateístas  y  demonios  deprava- 
dos». En  todo  ello  jugaba  como  divisa  de  la  leyenda  negra 
unitaria,  las  frases  hechas  con  los  conocidos  agravios  de 
«inmundos  y  salvajes»,  «enemigos  de  la  religión».  Tal  fué 
la  cosecha  callejera  de  la  murmuración  rosina,  contra  la 
reforma  eclesiástica.  En  el  orden  político,  el  juego  fraseo- 
lógico fué  más  temible:  verdadero  eco  de  la  propaganda 
periodística,  es  ya  una  bandera  que  provoca  el  frenesí  del 
oleaje  arrasador  con  expresiones  violentas.  «¡Viva  la  religión, 
mueran  los  herejes!». 

El  partido  federal  hizo  de  tajamar  esporádico  del  libera- 
lismo. Facundo  Quiroga,  inscribió  en  sus  pendones  el  grito 
de  «Religión  o  muerte»,  dando  satisfacción  al  instinto  de 
las  masas  como  postulado  necesario  de  un  nuevo  credo. 
El  doctor  Tomás  Manuel  de  Anchorena,  calificaba  a  la 
reforma  de  «luterana»,  pese  a  que  ni  de  cerca  ni  de  lejos 
asomara  el  espectro  de  Lutero.  El  doctor  Felipe  Arana  se 
manifestó  contrario  a  la  subsistencia  del  derecho  de  patrona- 
to. Rosas,  apoyó  a  la  Iglesia  permitiendo  el  restablecimiento 
de  los  dominicos  y  padres  jesuítas,  valiéndole  políticamente 
la  adhesión  de  todos  los  antirrivadavianos  y  aunque,  poste- 
riormente, su  absolutismo  no  se  detuvo  en  contemplaciones, 
fué  más  efecto  de  la  política  general  que  del  problema  de 
fondo.  En  suma,  los  federales,  hicieron  cuanto  pudieron 
para  sacar  ventajas  al  fetichismo  de  la  legislación  unitaria. 

En  nuestros  días,  culminado  un  siglo  constitucional  y 
borrado  con  un  esfumino  enorme  este  paréntesis  convulso 
del  primer  cuarto  de  la  centuria  revolucionaria  (1810-1835), 
pierden  vibración  las  viejas  preocupaciones  del  regalismo 
ante  la  orientación  contractualista  de  tono  bilateral,  con 
que  se  podrá  enfocar  definitivamente  la  conclusión  de  un 
Concordato;  palabra  ésta,  de  profundo  significado  y  conte- 
nido, desde  que  fuera  promulgada  y  practicada  la  obra  de 
los  constituyentes  de  1853. 


168 


Capítulo 

X 


FRENTE  A  ROSAS.  —  DEFINICION  DEMOCRATICA 
CONTRA  LA  "SUMA  DEL  PODER  PUBLICO" 

Después  de  la  renuncia  de  Rivadavia  y  la  disolución 
del  Congreso,  hacia  una  anarquía  reiterada,  consecuencia 
funesta  del  fusilamiento  de  Dorrego,  se  abren  las  perspec- 
tivas a  dos  partidos  rivales,  por  vida  y  muerte.  Ambas 
corrientes,  al  chocar,  encauzaron  sin  saberlo  un  torrente 
desvastador.  No  se  pensó  más  que  en  gobiernos  fuertes 
y  facultades  extraordinarias  —  que  siendo  grandes  parecie- 
ron menguadas  —  para  desembocar  en  un  abismo  insalvable, 
cortando  todos  los  puentes  de  la  conciliación.  Los  partida- 
rios de  uno  y  otro  bando,  debieron  a  su  vez  mancomunarse 
con  el  régimen  de  sangre  y  violencia  sin  más  alternativa 
que  triunfar  o  sucumbir.  Todo  parecía  pues  conspirar  para 
robustecer  el  privilegio  monstruoso  en  beneficio  de  quien 
nunca  se  hallaba  bastante  satisfecho,  y  exigía  así  la  «suma 
del  poder  público»  por  la  voluntad  directa  del  pueblo. 

Ungido  Rosas  como  el  restaurador  de  las  leyes,  el  héroe 
del  desierto  y  el  protector  de  la  religión,  asoma  su  garra 
en  el  entusiasmo  orgiástico  de  la  plebe,  provocando  la 
necesaria  selección  política.  Con  esta  operación  casi  bioló- 
gica, se  prepara  el  máximo  acorralamiento  de  los  réprobos, 
y  la  venganza,  a  partir  de  ese  instante,  es  arma  efectiva  contra 


169 


el  campo  unitario  hasta  lo  horrendo  de  las  «clasificaciones» 
con  títulos  y  apodos  condenatorios.  Se  había  renovado 
por  desgracia  el  ardor  de  las  revueltas  y  de  la  guerra  civil. 
La  libertad  política  de  que  se  alardeaba,  era  un  mito. 

Una  ojeada  al  cuadro  militar  permite  comprobar  que, 
mientras  Rosas  y  Lavalle  firmaban  la  convención  de  Ca- 
ñuelas, se  iniciaba  por  el  general  Paz  la  campaña  de  Córdoba 
contra  Bustos,  y  de  rebote  la  de  Facundo  Quiroga  contra 
Paz.  Fueron  frutos  victoriosos  para  los  unitarios  las  batallas 
de  Tablada  y  Oncativo.  Las  provincias  del  interior  queda- 
ban, en  consecuencia,  enfrentadas  a  las  provincias  federales 
del  litoral.  Luego  del  incomprensible  accidente  ocurrido  al 
general  Paz,  que  le  eliminó  del  escenario  político  y  de  la 
tercera  campaña  de  Quiroga,  vencedor  en  Chacón  y  Ciu- 
dadela,  se  entronizó  el  mandarinismo  con  fuerza  incontras- 
table. Pudo  Rosas  en  tal  coyuntura  expedicionar  al  desierto 
los  años  33  y  34,  acrecentando  sin  mayores  riesgos  la  ex- 
pansión dominial  de  las  tierras;  y  con  relativa  quietud 
labrar  su  portentosa  fortuna  pública,  para  ir  montando 
su  formidable  máquina  de  opresión.  Vale  decir  que,  sobre 
el  interregno  fecundo  de  la  labor  constructiva,  de  la  que 
numerosas  instituciones  civiles  daban  testimonio  fehaciente 
de  progreso  social,  época  llamada  sin  hipérbole  rivadaviana, 
había  sucedido  la  acción  disolvente  de  todo  ese  período 
institucional,  incluso  la  faz  constituyente  que  demandara 
tan  nobles  esfuerzos. 

En  esos  primeros  meses  del  año  1835,  un  sentimiento 
de  estupor  embargaba  a  toda  la  República,  al  conocerse 
el  asesinato  alevoso  de  Barranca  Yaco.  El  terror  inspiraba 
la  cobardía  en  el  corazón  de  la  sociedad  y  todos  los  pusilá- 
nimes, fueron  por  contraste,  los  más  exaltados  por  su  adhe- 
sión federal  en  la  condena  del  crimen  horrendo.  Pese  a  ello, 
el  silencio  se  hizo  para  no  comprometer  las  opiniones,  pues 
el  espectro  de  Facundo  flotaba  en  el  ambiente  lúgubre  de 
los  pueblos,  sin  que  nadie  acertara  a  definir  la  verdad; 


170 


porque  a  la  postre,  esa  muerte,  fué  como  se  ha  dicho,  una 
conspiración  de  todos  los  localismos,  comenzando  por  el 
de  Rosas,  seguido  por  el  de  López  e  Ibarra,  y  finalizado  por 
los  Reinafé,  Heredia  y  otros  más.  En  ese  año,  tan  infausto, 
se  contaban  todavía  muchos  nombres  ilustres  de  los  que 
enaltecieron  el  grupo  histórico  (1810-1840).  Vivían  en  la 
ciudad,  rodeados  unos  de  toda  consideración  social;  otros, 
en  un  sombrío  anonimato,  provocado  por  la  pobreza  y  la 
edad  avanzada.  También  los  había  en  el  destierro  y  en  el 
exilio  voluntario,  y  no  pocos,  vencidos  o  invertebrados,  se 
decoraban  con  altos  cargos  del  poder  judicial  como  jueces 
y  camaristas,  a  tal  punto  la  magistratura  resultó  un  acomodo 
honorable;  y  ello  ¡claro  está!  les  inhibía  de  exteriorizar  sus 
verdaderos  sentimientos  cívicos.  Pero,  en  ese  año  de  prueba, 
amagados  por  el  gran  inquisidor,  debieron  plasmarse  o  so- 
portar el  vejamen.  Terrible  decisión,  porque  no  toleró 
excusas  en  la  inmediata  convocatoria  electoral. 

Es  sabido  que  la  ley  del  6  de  diciembre  de  1829,  había 
otorgado  las  facultades  extraordinarias  «hasta  la  próxima 
legislatura»,  pero  la  del  7  de  marzo  de  1835,  producto  y 
amasijo  de  la  abdicación  legislativa,  salvo  alguna  rara  ex- 
cepción, fué  el  pórtico  de  la  tiranía.  Esa  ley,  cabe  decirlo 
sin  eufemismos,  no  fué  un  accidente,  fué  una  crimen  de  lesa 
patria,  resultante  de  un  estado  anormal  de  relajada  obse- 
cuencia. Como  ha  escrito  Groussac,  «el  7  de  marzo  de  1835, 
se  aclamó  a  Rosas  por  unanimidad,  déspota  quinquenal». 
Mas,  como  en  realidad  de  verdad,  esa  unanimidad  no  fué 
absoluta  y  sin  reservas  1,  Rosas  dueño  ya  de  todas  las  con- 
ciencias, se  negó  a  aceptar  el  alto  cargo  mientras  esa  ley 
no  fuese  consultada  al  pueblo.  Debió  pues  procederse  al 
plebiscito,  que  en  efecto  la  legislatura  reglamentó  debida- 


1  Léanse  las  notables  cartas  cambiadas  entre  el  señor  Felipe  Senillosa  y  don 
J.  M.  de  Rosas,  publicadas  por  Zinny  en  su  Efemeridografía  argirometropolitana,  o 
más  sencillamente  en  su  bibliografía  periodística,  p.  355  y  sigts.  edición  de  1869. 


171 


mente  en  catorce  artículos.  Desde  luego,  una  mesa  receptora 
de  sufragios  en  cada  parroquia,  presidida  por  el  juez  de  paz, 
especie  de  comisario  de  barrio,  —  argos  atento  a  los  semblan- 
tes y  receptáculo  de  todas  las  comidillas  —  acompañado  de 
dos  vecinos.  Los  alcaldes  y  sus  tenientes  debieron  citar 
puerta  por  puerta  a  todos  los  vecinos  de  cada  distrito,  sin 
omitir  ninguno.  En  el  acto  comicial  se  debía  votar  neta- 
mente por  «apruebo  ó  no  apruebo»  previa  constancia  de 
nombre,  domicilio  y  profesión,  en  acta  pública  firmada, 
y  luego  archivada  en  la  propia  cámara  de  representantes. 
¡El  cómputo,  favorable  por  9.316  votos  contra  4,  legalizó 
el  ultraje  a  la  dignidad  de  un  pueblo  que  se  sacrificó  por  sí 
mismo  a  la  esclavitud! 

Es  un  deber,  un  mandato  histórico,  dar  a  la  posteridad 
el  nombre  de  esos  cuatro  ciudadanos,  que  envueltos  con 
un  hálito  de  patriotismo  y  de  coraje,  votaron  contra  Rosas. 
Ellos  fueron:  el  doctor  Diego  Estanislao  de  Zavaleta,  el 
doctor  Jacinto  Rodríguez  Peña,  el  general  Gervasio  Espinosa 
y  el  químico  Juan  José  Bosch.  Este  último  dió  por  la  prensa 
una  hoja  suelta  bajo  el  rubro  de  «Los  cuatro  apóstoles 
fedigrafos  de  amén»,  señalando  a  los  provocadores  del  atrio 
comicial,  entre  ellos  el  general  Quiroga,  que  al  parecer 
pretendió  intimidarle,  pero  sin  éxito.  Bosch,  se  apodaba  el 
«que  no  tiene  cola  de  paja»  2. 

Para  valorar  el  significado  de  estos  votos,  es  preciso 
encuadrarles  en  el  concepto  ideológico  del  momento  de  su 
prestación.  Ante  todo,  porque  los  legisladores  lo  hicieron 
en  primer  término  obcecados  en  lo  impostergable  e  impres- 
cindible de  un  gobierno  fuerte.  Acerca  de  este  punto,  restos 

2  En  Zinny,  loe.  cit.,  p.  95  y  sigts.  En  la  nota  de  la  Sala  comunicando  a  Rosas  el 
resultado  del  plebiscito  y  en  la  proclama  de  Maza,  se  compendian  los  conceptos 
del  acto.  Es  de  advertir  que  algunos  publicistas  mencionan  diversos  nombres  de 
los  disidentes  y  que  algunos  los  elevan  a  ocho.  La  única  fuente  indubitable  es  la 
documentación  remitida  a  la  Legislatura.  Véase  la  Gaceta  del  30  de  marzo  de 
1835. 


172 


.  LEY 

SANCIONADA 

POR  LA 

HONOR.  SALA  BE  REPRESENTANTES, 

E  M  7  B>  B  MARZO  D  F  1835. 


La  H  S.  de  Representantes,  usando  de  la  soberanía  ordinaria  y  exirordinarie 
que  reviste  ha  tenido  á  bien  en  sesión  de  esta  fecha,  sancionar  con  valor  y  fuer- 
za de  ley  lo  siguiente:  — 

A,rt.  I  Queda  nombrado  Gobernador  y  Capitán  General  de  la  Provincia, 
por  el  término  de  cinco  años,  el  Brigadier  General  D.  JUAN  MANUEL  DE  ROSAS. 

Atrr.  9.°  Se  deposita  toda  la  suma  del  poder  público  de  esta  Provincia  en 
la  persona  del  Brigadier  General  D.  JUAN  MANUEL  DE  ROSAS,  sin  mas  restric- 
ciones que  las  sig-uientes: — 

1  *  Ouc  deberá  conservar,  defender  y  proteg-er  la  Religión  Católica  Apostóli- 
ca Romana. 

2.'  Que  deberá  defender  y  sostener  la  causa  nacional  de  la  FEDERACION  que 
han  proclamado  todos  los  Pueblos  de  la  República. 

Art.  3."  El  eg-ercicio  dr  este  poder  extraordinario  durará  por  todo  el  tiempo  que 
á  juicio  del  Gobernador  electo  fuese  necesario. 

Art.  4."  Transcríbase  esta  resolución  al  expresado  Brigadier  General,  para  que  se 
apersone  en  esta  Sala  el  Miércoles  á  las  doce  del  dia,  á  tomar  posesión  del  poder  que 
se  le  confia:  prestando  juramento  de  egercerlo  fielmente  y  del  modo  que  crea  mascón 
veniente  al  bien  d«-  esta  Provincia  y  de  toda  la  República  en  g-eneral. 

Art.  ó.°  Líbresele  el  correspondiente  despacho  firmado  por  el  Vice- Presidente  .1.* 
de  la  Sala,  autorizado  por  el  Secretario  de  la  misma,  y  sellado  con  el  sello  de  te 
Representación. 

Art   6'  Comuniqúese  al  P.  E.  en  la  forma  acordada 

MANUEL  g.  pinto, 

Vice-Presidente 
Eduardo  f¿ahit(f>. 
Secretario. 

IMPRENTA  DEL  ESTADO 


[.  —  Promulgación  de  la  ley  acordando  a  Rosas  la  suma  del  poder  público.  183  5 


dispersos  de  federales  y  unitarios,  creyeron  con  igual  fina- 
lidad servir  del  modo  más  conducente  a  la  civilización 
en  contra  de  la  barbarie.  Pero,  los  medios  aconsejados  por 
unos  y  otros  fueron  diversos.  Los  unitarios  querían  vencerla, 
suprimiendo  de  la  actividad  social  los  elementos  rudimen- 
tarios y  cerriles  que  la  nutrían.  Los  federales,  simplemente 
domesticarla,  en  transacción  o  complicidad  con  los  caudillos 
que  concurrirían,  a  su  juicio,  a  dar  más  estabilidad  a  la  ley. 
Esta  antítesis  de  la  postura  radical  de  los  unitarios  contras- 
taba con  la  de  los  federales  por  ser  potencia  revolucionaria 
de  caciquismo  respondiendo  al  dualismo  hispanoargentino, 
que  fincaba  la  condición  moral  de  la  masa  fanática  en  la 
idolatría  del  Hombre. 

La  ley  del  7  de  marzo  avasalló,  doblegó  al  pueblo,  creando 
un  poder  personal  más  que  una  fuerza  de  gobierno.  En  con- 
secuencia lo  discrecional  en  lo  futuro  reduciría  cualquiera 
consulta  al  metódico  reconocimiento  de  los  hechos  ya 
consumados.  Es  triste  la  dura  lección  que  se  recoge  de  este 
aciago  acontecimiento.  ¡Una  legislatura  rebajada  a  rebaño 
humano,  que  da  por  estatuto  moral  al  pueblo  porteño 
y  por  mimetismo  a  las  demás  provincias,  la  abdicación 
y  el  solemne  renuncio  de  su  control  crítico,  en  todo  acto 
sujeto  a  fiscalización!  Quedó,  por  tanto,  entregada  al  omní- 
modo Comandante  de  campaña:  «la  suma  de  las  prerroga- 
tivas que  buscaba,  para  no  desprenderse  más  de  ellas  hasta 
que  hubiese  agotado  todos  los  excesos,  todos  los  resortes 
de  dominio  y  todas  las  fuerzas  de  vida  del  País,  y  hasta  que, 
a  la  inversa  del  régimen  de  Rivadavia  y  más  feliz  que  él 
en  el  hecho,  hubiese  logrado  imprimir  a  casi  todas  las  pro- 
vincias el  tipo  uniforme,  el  cuño  personal  o  inequívoco 
de  su  bárbaro  sistema»  3. 

El  Deán  Zavaleta,  por  su  tradición  universitaria,  por  su 
apostolado  docente  durante  dos  décadas,  por  su  sentimiento 


3  Joaquín  V.  González,  Eí  juicio  del  siglo,  p.  71. 


174 


nativo  y  el  honroso  ejercicio  de  consultor  presidencial  en 
la  misión  de  1823,  y  más  aún,  como  congresista  constitu- 
yente en  el  fecundo  período  legislativo  de  los  diez  años  que 
transcurren  desde  1816  a  1826,  había  forjado  sus  ideales 
políticos  y  su  inmenso  anhelo  de  unir  y  organizar  el  país, 
con  el  valiente  y  saludable  espíritu  de  un  nacionalismo 
provinciano  y  unitario  a  la  vez,  extraño  en  absoluto  a  cual- 
quier celosa  rivalidad  hegemónica,  pues  que  para  él  la 
nación  integral  compendiaba  el  destino  feliz  de  los  pueblos 
argentinos. 

Por  su  saber,  que  como  es  notorio  fué  de  autoridad  y 
ejercido  con  austeridad  en  el  gobierno  y  deanato  eclesiás- 
ticos, alcanzó  naturalmente  por  el  concenso  general,  gran 
irradiación  personal.  Tal  su  ascendiente  en  las  tribunas 
sagrada  y  parlamentaria.  Ese  organismo  institucional,  tantas 
veces  soñado  y  presentido,  quedaba  ante  sus  ojos  más  que 
disuelto,  despedazado  en  las  fórmulas  totalitarias  de  la  ley; 
y  ante  su  alma  argentina,  la  patria  en  toda  la  extensión 
territorial  era  dislocada  de  aquella  íntima  comunidad  moral 
de  los  hombres  que  constituían  la  reserva  tradicional  de  las 
viejas  ciudades  provincianas.  Sin  poder  descender  de  sí 
mismo,  quedaría  enhiesto  en  su  postura  cívica  no  por  tiesura 
orgullosa,  sino  por  repudio  al  arrivismo  del  caudillaje,  y  en 
virtud  de  principios  incompatibles  con  lo  incondicional  de 
apetitos  voraces.  En  su  amplitud  de  criterio,  su  lógica  polí- 
tica quedaba  estructurada  por  lo  fundamental  y  permanente, 
antes  que  por  lo  circunstancial  y  de  emergencia.  De  aquí 
que  la  renovación  de  los  poderes  debía  serlo  dentro  de  lo 
regular  de  un  sistema  representativo  y  en  la  medida  de 
atribuciones  legales,  extremadamente  opuestas  a  todo 
cesarismo. 

Desprovisto  por  otra  parte  de  ambiciones  y  supersticio- 
nes, frente  a  la  plenitud  ciudadana  de  un  voto  excepcional, 
parecióle  justo  abominar  de  los  consabidos  gobiernos  pro- 
videnciales, más  peligrosos  que  los  personales.  Y  porque 


175 


está  lejos  de  toda  audacia  y  desafío,  votará  en  contra  de 
Rosas  sólo  para  descargo  de  su  conciencia,  sin  atisbar 
consecuencias  medrosas.  Al  consignar  su  voto,  no  realizará 
pues  una  simple  aspiración  platónica  como  pudiera  supo- 
nerse, corolario  de  su  mentalidad  de  filósofo.  Será  la  viva 
expresión  de  un  derecho  que  debía  mostrarse  modestamente 
tal  vez,  dada  su  índole  característica,  pero  que  lo  era  de 
altivez  con  todos  sus  quilates.  Su  gesto,  en  consecuencia, 
muy  meditado  y  grave,  según  lo  recuerda  con  admira- 
ción Vicente  Fidel  López,  tenía  el  valor  de  una  decisión. 
Cuando  se  cifra  en  los  67  años,  no  cabía  el  alarde  ni  lo 
espectacular. 

Ese  mes  de  marzo  de  1835  merece  recordarse  eternamente 
en  los  anales  de  la  nación.  En  dichos  días,  más  que  en  el 
resto  de  la  larga  dictadura,  se  inoculó  de  atonía  cívica  el 
espíritu  del  conglomerado  social.  La  atmósfera  tiene  el  enra- 
recimiento que  sofoca,  pero  también  la  vibración  del  rayo 
como  lo  revelan  los  propios  documentos  de  Rosas,  en  vís- 
peras de  admitir  la  elección.  «Ya  lo  verán  ahora,  —  dice 
a  su  encargado  Díaz  —  el  sacudimiento  será  espantoso  y  la 
sangre  argentina  correrá  en  porciones»  4.  La  voz  del  dic- 
tador, como  escribe  Ibarguren  en  su  documentado  estudio 
de  la  época  5,  tenía  el  acento  de  una  divinidad  iracunda 
y  vengadora.  Habla  de  los  unitarios  como  de  una  «raza 
de  monstruos»  y  su  persecución  ha  de  ser  «tan  tenaz  y 
vigorosa  que  sirva  de  terror  y  espanto».  Es  ya  el  tirano  un- 
gido por  la  «voluntad  de  Dios»,  con  «un  poder  sin  límites». 
La  tiranía,  como  afirma  el  ilustre  escritor  citado,  «no  fué 
tan  sólo  de  un  hombre,  sino  de  un  poderosísimo  partido 
popular,  y  dentro  de  éste,  de  la  plebe  urbana  y  rural  que 
constituía  su  masa».  Era  tal  el  terror  que  «dos  generaciones 

4  Papeles  de  Rosas,  t.  I. 

6  Carlos  Ibarguren,  Juan  Manuel  de  Rosas,  Su  vida,  Su  drama,  Su  tiempo.  Cfr.: 
cap.  XVII. 


176 


de  argentinos  estuvieron  prosternadas  ante  este  hombre 
extraordinario,  rindiéndole  culto  idólatra».  Tócanos  señalar 
aquí  con  un  asterisco  el  martirio  de  las  víctimas,  entre  ellas 
las  de  la  coalición  de  gobernadores  pocos  años  después, 
inscriptas  es  verdad  en  tablas  de  sangre,  luego  de  su  levan- 
tamiento en  armas,  sustentado  por  los  sagrados  principios 
de  la  libertad  y  de  la  dignidad  humanas. 

Sin  apartarnos  de  esa  semana  plebiscitaria  de  marzo, 
el  endiosamiento  fué  un  hecho  tan  impresionante  cual 
pueden  testimoniarlo  los  himnos  sacrilegos,  las  guardias  de 
honor  y  mil  otras  exteriorizaciones  de  la  caudalosa  ebriedad 
del  triunfo.  Festejado  sin  pudor,  sojuzgó  al  clero  que  en  los 
templos  inciensaba  el  retrato  del  tirano.  Refiere  Ibarguren, 
que  «el  obispo  de  Buenos  Aires  doctor  Medrano  —  de  quien 
algo  dijimos  en  páginas  anteriores  —  usaba  en  todas  las 
ceremonias  sagradas  en  que  oficiaba,  una  lujosa  divisa  federal 
que  glorificaba  a  Rosas  y  clamaba  la  muerte  de  los  salvajes 
unitarios  con  inscripciones  bordadas  por  las  monjas»;  divisa 
guardada  y  exhibida  al  presente,  en  el  museo  municipal 
«Fernández  Blanco». 

¡Precisamente,  en  este  clima  de  envilecimiento  colectivo, 
cuatro  ciudadanos  sin  privilegio,  ni  siquiera  el  parlamen- 
tario que  escudó  a  otros  cuatro  diputados,  tienen  la  osadía, 
el  valor  temerario  de  votar  contra  la  legalización  del  man- 
dato con  la  suma  del  poder  público!  El  ejemplo  parécenos 
digno  del  bronce.  El  de  más  notoriedad  es  el  Deán  de  Buenos 
Aires,  imperturbable  en  el  cumplimiento  del  deber  cívico. 
Rosas  no  osa  increparlo,  pero  lo  vigilará  de  soslayo,  como 
veremos  en  el  próximo  capítulo.  Los  otros  beneméritos 
deben  fugarse,  desaparecer,  resignarse  al  ostracismo.  El  voca- 
bulario epistolar  del  dictador  comienza  su  necrología.  Escribe 
a  Ibarra  el  28  de  marzo:  «Es  preciso  no  engañarse,  los  uni- 
tarios son  los  hombres  más  perversos  que  alumbra  el  sol .  .  . » 
El  satélite  de  Santiago  del  Estero  se  pliega  a  sus  desma- 
nes y  da  «órdenes  de  degollar  todos  los  salvajes...».  El 


177 


gobernador  Molina,  ya  amedrentado,  fusila  en  Mendoza 
al  coronel  Barcala,  pese  a  tratarse  de  un  laureado  de  la  In- 
dependencia. Desde  entonces  se  ensanchan  las  vertientes 
de  sangre. 

El  general  Tomás  Guido,  quien  como  ex  ministro  en  el 
primer  gobierno  de  Rosas  gozaba  de  cierta  ventaja  que  le 
preservaba  del  peligro,  se  creyó  obligado  no  obstante  a  es- 
cribir: «No  defiendo  las  garantías  por  recelo  de  abuso  contra 
los  derechos  individuales;  las  deseo  vivamente  porque  siendo 
el  poder  ilimitado  un  amago  permanente  sobre  los  ciuda- 
danos, por  más  justo  y  virtuoso  que  sea  un  depositario, 
disminuye  la  adhesión  del  pueblo,  inspira  temor  y  sobre- 
salto aun  a  la  conciencia  más  acrisolada,  y  aleja  por  fin  la 
confianza  creadora  de  la  industria  y  de  la  riqueza,  cuyos 
resortes  son  necesarios  a  la  conservación,  al  progreso  y  la 
seguridad  misma  de  los  gobiernos».  Fué,  a  decir  verdad, 
como  la  de  Zavaleta,  Bosch,  Rodríguez  Peña  y  Espinosa, 
—  voces  aisladas  de  grandes  almas  — ,  objeto  de  meditación 
y  enseñanza,  en  especial  para  la  juventud  que  dentro  de 
la  acción  social  es  la  parte  más  combativa  en  el  oleaje, 
a  veces  frenético  y  rugiente  de  las  claudicaciones.  Fué,  a 
partir  de  1835,  que  el  federalismo  se  hizo  paradojalmente 
unitario  y  salvaje.  Muy  pocos,  como  queda  expresado,  per- 
cibieron con  serena  claridad  el  proceloso  futuro.  Fueron 
adalides  del  voto  consciente.  Todo  lo  demás,  esa  misma 
élite  porteña  con  sus  doctores,  magistrados  y  hacendados, 
brindó  en  fuente  de  oro  su  conformismo  incondicional. 
Valga  para  su  desgracia  el  arte  de  la  adulación,  más  sensual 
acaso  en  el  obsecuente  que  en  el  adulado,  de  cuyos  labios 
recogería  la  detonante  aceptación  que  les  hizo  esbirros  y  no 
ciudadanos.  .  .  Los  anales  señalan  la  fecha  fatídica:  en  el 
Fuerte  se  izó  la  nueva  bandera  con  las  inolvidables  leyendas 
«Federación  o  Muerte»,  «Vivan  los  federales»,  «Mueran  los 
unitarios»,  adornada  con  los  gorros  simbólicos  de  la  «Li- 
bertad». ¡La  celeste  y  blanca  de  Belgrano  quedó  ¡plegada 


178 


hasta  1852!  En  verdad  que  el  «Himno  de  los  Restauradores» 
fué  profético: 

«Del  poder,  la  Gran  Suma  revistes» 


«El  gran  Rosas  preside  a  su  pueblo, 
«Y  el  Destino  obedece  a  su  voz». 

La  ley,  en  su  artículo  segundo,  fué  de  una  apostasía 
sublevante:  «se  deposita  ■ —  expresó  —  toda  la  suma  del  poder 
público  de  esta  provincia,  en  la  persona  del  Brigadier  Gene- 
ral don  Juan  Manuel  de  Rosas,  sin  más  restricciones  que  las 
siguientes:  Io  —  Que  deberá  conservar,  defender  y  proteger 
la  religión  católica,  apostólica,  romana.  2o  —  Que  deberá 
sostener  y  defender  la  causa  nacional  de  la  Federación 
que  han  proclamado  todos  los  pueblos  de  la  República». 
Por  el  artículo  siguiente  se  fijó  la  norma  de  su  duración 
con  respecto  a  su  vigencia,  en  estos  términos:  «El  ejercicio 
de  este  poder  extraordinario  durará  por  todo  el  tiempo 
que  a  juicio  del  gobernador  electo  fuese  necesario». 

Para  cohonestar  la  monstruosa  herejía  político-jurídica, 
atentatoria  de  todo  derecho  público,  se  invocó  la  salud  del 
Estado.  Su  repercusión  a  través  de  una  dura  existencia 
de  más  de  tres  lustros  de  lágrimas  y  sangre,  dió  al  pueblo 
argentino  su  más  condenatoria  sentencia  en  el  artículo  29 
de  la  Constitución  nacional  de  1853,  que  definió  excepcional- 
mente  las  facultades  extraordinarias,  la  suma  del  poder 
público,  las  sumisiones  o  supremacías  por  las  que  la  vida, 
el  honor  o  las  fortunas  de  los  argentinos  queden  a  merced 
de  gobiernos  o  persona  alguna.  «Actos  de  esta  naturaleza 
—  declara  — ■  llevan  consigo  una  nulidad  insanable,  y  suje- 
tarán a  los  que  los  formulen,  consientan  o  firmen,  a  la 
responsabilidad  y  pena  de  los  infames  traidores  a  la  Patria». 

En  este  comentario  apuntamos  una  observación  final: 
el  plebiscito,  por  la  fuerza  de  la  inercia,  fué  ganando  ampli- 


179 


tudes  corales  hasta  dar  la  nota  de  la  a:lamaci5n.  Una  sola 
voz  lo  dice  todo:  ¡Rosas!  Al  ejecutivo  fuerte  se  amalgama 
el  caudillaje  mediterráneo,  elevado  a  la  categoría  de  gobierno. 
Son  los  valores  sugestivos  del  desierto  y  las  «pavorosas  dis- 
tancias» mencionadas  en  el  Congreso  de  1826,  nuevas  líneas 
de  fuerza.  Por  contraste  las  emigraciones  argentinas,  insu- 
ficientes esguinces  para  salvar  la  vida,  fueron  válvula  de 
escape  con  órganos  de  una  nueva  prensa,  que  facilitará  a 
los  unitarios  reconocerse  entre  sí.  El  periódico  «logista, 
anarquista,  francmasón»,  como  llamará  Rosas  a  la  expresión 
escrita  unitaria,  debió  hacer  de  bandera  y  aguijón  para 
atizar  el  fuego  y  levantar  ideales  por  encima  «de  las  necesi- 
dades de  la  política  en  acción».  La  prensa  opositora,  que 
fué  tribuna  de  principios,  hizo  de  contrapeso  a  la  política 
práctica  de  los  intereses  alimenticios  6.  Las  doctrinas  políticas 
jerarquizadas  como  «creencias»  de  la  «Asociación  de  Mayo» 
implicaron  la  libertad  ante  todo;  luego  la  cultura,  que  afirma 
netamente  la  democracia,  y  que  con  las  otras  palabras  sim- 
bólicas del  «Dogma»  habrían  de  llegar  a  ser  condiciones 
futuras  en  el  esfuerzo  de  una  generación  limpia  de  compli- 
cidades. 

6  Confróntese  el  estudio  preliminar  del  notable  crítico  doctor  José  A.  Oria  en 
la  reimpresión  de  La  Moda  de  1837/38  (Buenos  Aires,  1938)  y  la  admirable  síntesis 
de  Carlos  Ibarcuren  en  Las  sociedades  literarias  y  la  revolución  argentina.  Ver  tam- 
bién Faustino  J.  Legón  en  su  opúsculo  Doctrina  política  de  la  Asociación  de  Mayo, 
donde  estudia  el  dogma  socialista  de  Esteban  Echeverría. 


180 


Capítulo 

XI 


EL  DEAN  DE  BUENOS  AIRES  PARTE  PARA  TUCUMAN. 
EL  VETO  DE  ROSAS  EN  LA  GESTION 
OFICIOSA  DE  UN  OBISPADO 

La  manera  en  que  se  iban  desenvolviendo  los  sucesos 
porteños,  no  eran  del  agrado  ni  serían  propicios  al  Deán. 
Cada  día  se  extremaba  más  la  persecución  policial  contra 
los  que  no  se  mostraban  solícitos  al  sistema  dictatorial 
Cuanto  más  exaltado  aparecía  el  partidismo,  tanto  más 
peligrosa  era  la  posición  de  los  disidentes.  En  el  ánimo  del 
doctor  Zavaleta  aquello  era  una  secuela  de  incidencias 
dolorosas  para  sus  viejas  amistades.  Un  año  atrás,  en  efecto, 
la  facción  de  los  «Restauradores»  había  expulsado  definiti- 
vamente a  Rivadavia  del  país,  reembarcándolo  el  28  de  abril 
de  1834;  y  la  mazorca,  sin  cuidarse  de  las  consecuencias 
pues  que  aparecía  apañada  por  la  autoridad,  había  asaltado 
la  casa  de  otro  amigo  respetable,  Manuel  José  García.  Aun 
aquellos  simpatizantes  del  partido  ministerial  por  el  solo 
hecho  de  mantener  su  discreción  política,  debían  andar  a 
salto  de  mata  huyendo  de  la  ciudad.  El  joven  Jacinto  Rodrí- 
guez Peña  que  acompañó  al  Deán  en  su  voto  contra  la  suma 
del  poder  público,  se  vió  precisado  a  partir  para  Monte- 
video. Y  así  muchos  más.  Como  afirma  Saldías,  «todas  las 
relaciones  políticas  se  resumen  en  la  persona  del  gobernador. 


181 


La  ley  lo  ha  armado  de  un  poder  sin  límites  y  de  cuyo  ejer- 
cicio no  tiene  que  dar  cuenta  para  que  el  gobierno  sea  en 
sus  manos  una  máquina  que  él  solo  pueda  mover  en  razón 
de  las  conveniencias  y  de  los  intereses  del  partido  predomi- 
nante» (Tomo  II,  pág.  248).  Por  ello  proclamó  con  inde- 
cible franqueza,  «la  necesidad  que  hay  de  no  detenerse  en 
formas». 

La  apoteosis  de  Rosas  entristece  al  Deán.  Había  obser- 
vado de  cerca  las  degradantes  guardias  de  honor  presididas 
por  los  generales  Rolón,  Pacheco  y  Pinedo;  la  genuflexión 
de  sus  más  apreciados  y  respetables  feligreses,  hacendados 
y  labradores,  que  lucían  ya  la  divisa  de  «¡Federación  o  Muerte! 
¡Vivan  los  federales!  ¡Mueran  los  unitarios! ».  La  ovación 
callejera  en  pos  del  carro  triunfal  en  su  desparramo  de  ser- 
vilismo por  templos,  teatros  y  cien  festividades  adornadas 
de  gallardetes  punzóes,  dábanle  la  clave  de  un  clima  popu- 
lachero que  le  indicaba  la  opción  entre  la  adhesión  con  duro 
sometimiento,  o  la  oposición  en  riesgoso  trance  de  elimina- 
ción. La  Gaceta  Mercantil  proporcionábale  cotidianamente 
las  más  espasmódicas  resoluciones  de  honores  y  alabanzas. 
Todas  las  provincias  han  reconocido  ya  a  Rosas  en  su  nuevo 
grado  de  brigadier  general. 

Zavaleta  es  hombre  de  paz  y  contrario  a  la  violencia,  a 
los  ataques  a  las  personas  y  a  las  propiedades.  Sabe  que  si 
se  enciende  la  lucha  los  bandos  políticos  disputarán  re- 
gando el  territorio  de  la  República  con  ríos  de  sangre.  Para 
su  mente  templada,  razonada  en  el  orden  público  y  que 
creyó  pocos  años  atrás  utópicamente  encuadrada  en  un 
régimen  constitucional,  la  perspectiva  debía  ser  más  que 
sombría,  verdaderamente  abominable  y  ominosa.  Por  otra 
parte  en  Buenos  Aires  es  demasiado  conocido,  se  le  señala 
con  el  dedo  en  ocasión  del  plebiscito  y  está  muy  cerca  de 
todo  aquello  que  le  crea  una  situación  penosa  para  su  rele- 
vante personalidad.  Piensa  como  algo  impostergable  ausen- 
tarse de  Buenos  Aires  y  dirigirse  al  interior.  Ir  a  Tucumán, 


182 


a  su  ciudad  natal,  es  dar  satisfacción  a  la  más  profunda 
nostalgia  de  su  corazón,  porque  desde  niño  en  que  salió, 
no  le  fué  posible  retornar  a  la  casa  solariega.  Por  lo  demás, 
era  su  viejo  anhelo  y  el  de  los  suyos,  exteriorizado  en  las 
repetidas  cartas  familiares.  Así  fué  cómo  en  ocasión  de  su 
misión  al  interior  para  provocar  la  unión  de  los  pueblos 
en  1823,  creyó  factible  abrazar  a  los  de  su  sangre;  mas  tal 
íntimo  y  fervoroso  propósito  debió  quedar  desvanecido  1. 
Será  pues  preciso  renovar  ahora  el  esfuerzo,  poner  en  la 
iniciativa  todo  el  calor  del  empeño  pero  sin  solicitarlo 
personalmente  de  Rosas.  Un  pasaporte  para  viajar  a  Tucu- 
mán  era  absolutamente  de  orden  legal  por  exigirlo  las  pro- 
vincias del  tránsito.  Empero,  se  sentía  incómodo  en  el  papel 
de  postulante  y  dispuesto  desde  luego  a  no  serlo.  La  vía 
indirecta,  sin  sujeción  a  la  fastidiosa  gestión  que  demandaba 
el  favor  oficial,  le  daría  mejor  resultado. 

En  el  mes  de  junio  de  1836  Rosas  recibe  la  siguiente 
carta  de  Alejandro  Heredia,  gobernador  de  Tucumán: 

«Tucumán,  abril  30  de  1836. 
«Señor  don  Juan  Manuel  de  Rosas. 

«Estimado  compañero  y  amigo  de  todo  mi  respeto.  El  señor 
Dean  de  esa  Santa  Iglesia  Catedral  Doctor  Don  Diego  E.  Zava- 
leta  tiene  en  este  pais  una  numerosa  familia.  Ella  ha  concebido 
la  esperanza  de  que  el  señor  Dean  visitará  este  pueblo  si  obtiene 
el  permiso  de  V.  para  verificar  su  viaje.  Me  intereso  vivamente 
porque  le  sea  otorgada  esta  gracia  y  ruego  a  V.  que  en  el  caso 
de  ser  solicitada  acceda  a  ella,  sino  hay  obstáculos  invencibles. 

«El  deseo  de  los  deudos  del  dr.  Zavaleta  es  muy  justo.  Ellos 
descienden  de  un  hermano  que  se  estableció  en  este  país;  y  es 
muy  natural  que  ansien  por  tener  algunos  días  en  su  seno  a 
un  deudo  tan  inmediato,  que  les  recordará  vivamente  la  me- 


1  Cartas  en  mi  colección  a  don  Juan  Manuel  Silva,  desde  Córdoba,  julio  14  de 
1823;  San  Juan  28  de  diciembre  de  1823;  Buenos  Aires,  septiembre  10  de  1824,  26 
de  noviembre  de  1824,  marzo  14  de  1825  y  a  don  Lucas  J.  Zavaleta  desde  Córdoba, 
20  de  mayo  de  1824. 


183 


moria  de  un  padre  querido.  Esta  familia  por  su  antigua  y  sin- 
cera adhesión  a  la  causa  nacional  de  la  Federación  es  digna 
de  ser  atendida  y  yo  no  he  trepidado  por  ésto  en  recomendar 
su  solicitud. 

«Me  liga  también  con  el  señor  Dean  una  antigua  amistad, 
y  así  no  puedo  menos,  que  interesarme  en  que  él  goze  la  satis- 
facción de  conocer  y  dar  su  último  adiós  a  una  familia  que  lleva 
su  nombre,  y  con  la  qual  le  ligan  vínculos  tan  estrechos. 

«Acepte  mis  votos  porque  el  Cielo  conserve  por  muchos 
años  la  vida  importante  de  V.»  Fdo:  Alejandro  Heredia  2. 

Rosas  no  hace  objeción  alguna,  si  bien  para  su  olfato 
político  no  dejaría  de  llamarle  la  atención  el  origen  del 
pedido.  Es  la  familia  y  no  el  principal  interesado  que  solicita 
por  conducto  del  gobernador.  El  Restaurador  accede  y  re- 
mite al  Deán  su  pasaporte.  La  licencia  es  acordada  por  un 
año,  y  Rosas  con  su  acostumbrada  prolijidad  burocrática, 
apostillará  la  carta  de  Heredia  con  una  pequeña  anotación 
puesta  en  el  ángulo  izquierdo:  «Junio  30-1836.  Habiéndose 
concedido  el  permiso,  archívese»  3. 

Seis  meses  después,  con  motivo  de  otra  gestión  de  Heredia 
de  que  hablaremos  en  seguida,  Rosas  escribe  a  Estanislao 
López  una  carta  detallada,  alusiva  a  este  pasaporte  y  al  viaje 
del  doctor  Zavaleta.  «Debe  V.  saber  —  dice  Rosas  —  que 
yo  jamás  he  escrito  al  señor  Heredia  ni  una  letra  en  favor 
ni  en  contra  del  dr.  Zavaleta.  Es  verdad  que  al  salir  este 
señor  de  aquí  para  Tucumán  le  di  mi  pasaporte  en  términos 
muy  honrosos,  como  lo  verá  V.  por  la  copia  que  le  incluyo, 
mas  ésto  lo  hice  por  ser  Dean  de  esta  iglesia  catedral,  sujeto 
de  bastante  respeto  en  esta  ciudad,  y  porque  yá  que  se  le  per- 
mitía ausentarse  de  esta  iglesia  por  algún  tiempo  para  que 
al  fin  de  sus  años  tuviese  el  gusto  de  visitar  su  país  natal, 
a  donde  no  había  vuelto  desde  su  niñez  en  que  vino  a  estu- 

2  Archivo  General  de  la  Nación.  Secretaría  de  Rosas.  Oficial  y  confidencial,  1835-36, 
legajo  25-2-1. 

3  Archivo  General  de  la  Nación.  Secretaría  de  Rosas,  Ibídem. 


184 


diar  a  ésta,  fuese  completa  la  gracia  que  se  le  hacía  y  mayor 
su  contento  desde  que  no  solo  le  sería  muy  grato  presentar 
el  pasaporte  que  se  le  había  dado,  sino  también  lograría 
con  él  toda  consideración  en  el  tránsito  y  en  la  misma 
ciudad  de  Tucumán.  Al  fin  ésto  era  un  favor  y  obsequio 
pasajero,  limitado  solo  a  su  persona  y  que  no  podía  tener  tras- 
cendencia a  ningún  objeto  de  interés  público.  De  mi  puño  y  letra 
está  el  borrador  hecho  con  todo  estudio  y  sentido  como  adver- 
tirá Ud.»  4. 

La  lectura  atenta  de  esta  explicación  acusa  de  parte  de 
Rosas  un  velado  reproche  contra  sí  mismo.  Reconoce  la 
personalidad  de  Zavaleta,  se  vanagloria  de  su  generosidad 
al  otorgar  el  documento  «en  términos  muy  honrosos»,  como 
si  fuera  de  singularidad  excepcional,  y  redactado  de  su 
«puño  y  letra»;  y  por  añadidura  «hecho  con  todo  estudio 
y  sentido  .  ¡Qué  exceso  de  detalles  para  una  cosa  tan  simple 
o  trivial  al  parecer!  ¿Esta  obsequiosidad  de  Rosas  responde 
acaso  al  deseo  de  atraer  al  insobornable  Deán,  que  diera 
su  voto  contrario  a  la  ley  de  la  suma  del  poder  público? 
Porque,  según  el  Restaurador,  el  doctor  Zavaleta,  es  no 
solamente  «sujeto  de  bastante  respeto  en  esta  Ciudad»,  sino 
como  se  lo  dice  a  Estanislao  López  en  la  misma  carta: 
«Es  tenido  y  reputado  por  todos  en  este  país  como  unitario,  bien 
que  nó  en  la  clase  de  esos  perversos  y  foragidos  que  abundan 
en  ese  abominable  bando».  No  acertaríamos  a  explicarnos 
la  excesiva  cautela  de  Rosas  para  expedir  un  pasaporte, 
si  no  fuera  su  maestría  de  gacetillero,  recogiendo  la  chismo- 
grafía del  ambiente  policial  por  él  mismo  consentido  y  au- 
mentado. No  exhibe  en  efecto  la  razón  justificativa  de  haber 
hecho  «con  todo  estudio  y  sentido»  un  documento  de  índole 
tan  personal,  que  anticipa  él  mismo  ser  «un  obsequio  pasa- 
jero sin  ningún  objeto  de  interés  público».  En  definitiva, 
Rosas  no  quería  o  no  deseaba  atacar  de  frente  a  Zavaleta; 

*  Archivo  General  Je  la  Nación.  Oficial  y  confidencial,  1835  -  36. 


185 


sus  razones  íntimas  tendría,  tratándose  de  una  figura  vene- 
rada en  la  sociedad  porteña  y  con  grandes  vinculaciones 
en  toda  la  República.  Porque  en  efecto,  su  táctica  en  el 
tiempo  que  sigue  fué  oblicua,  simplemente  de  soslayo.  En  su 
manía  clasificadora  es  evidente  que  para  él  se  trata  de  un 
unitario  honorable,  por  arriba  de  los  que  consideraba  como 
perversos  y  foragidos.  Acaso  sea  esto  lo  único  que  esclarece 
la  redacción  del  pasaporte  «en  términos  muy  honrosos». 

El  doctor  Zavaleta  llegó  a  Tucumán  en  la  estación 
inverniza  de  1836,  habitando  la  hospitalaria  casona  de  su 
sobrino  el  ex  gobernador  don  Juan  Manuel  Silva,  donde 
se  dió  cita  lo  tradicional  del  norte  para  presentarle  sus 
respetos  y  recibir  su  bendición.  Ocasionalmente  bautizó 
en  esa  ciudad  el  12  de  Marzo  de  1837  a  su  sobrino  bisnieto 
Nicolás  Avellaneda,  futuro  presidente  de  los  argentinos. 
Quien  más  le  agasajara  fué  el  gobernador  Heredia,  su  amigo 
y  colega  del  Congreso  de  1824  y  por  tantos  títulos  acreedor 
al  afecto  comprovinciano.  No  olvidemos  el  espíritu  afín 
de  Heredia  como  admirador  de  Rivadavia  y  en  razón  de 
su  fervor  por  la  enseñanza  pública,  uno  de  los  más  grandes 
ideales  del  Deán,  cuya  vida  docente  y  su  participación  uni- 
versitaria les  asociaba  en  la  común  amistad  de  Alcorta, 
Echeverría,  Alberdi,  Avellaneda,  Zavalía  y  Brígido  Silva 
y  lo  más  selecto  de  la  clase  intelectual  de  esa  región  del 
país,  sobre  la  cual  Heredia  se  titulaba  «protector  de  Salta, 
Jujuy  y  Catamarca». 

Emparentado  a  lo  más  rancio  de  los  hogares  coloniales, 
tuvo  la  inmensa  alegría  de  abrazar  a  los  suyos  que  consti- 
tuían la  más  poderosa  oligarquía  de  las  cuatro  provincias 
norteñas.  De  las  ciudades  y  las  campañas  llegaron  a  los 
estrados  de  su  salón,  los  Zavaleta,  Avellaneda,  Frías,  Aráoz, 
Alberdi,  Ruiz  Huidobro,  Piedrabuena,  Chenaut,  Solá,  Terán, 
Lamadrid,  Padilla,  Garmendia,  Avila  y  muchos  otros  de  la 
misma  ilustre  progenie.  El  Deán  fué  el  bienvenido  huésped 
y  el  centro  de  todos  los  grupos. 


186 


El  lamentado  deceso  del  obispo  José  Benito  Lascano, 
ocurrido  en  30  de  julio  de  1836,  dejó  vacante  la  sede  epis- 
copal de  Córdoba.  Monseñor  Lascano,  que  había  sido 
diputado  al  Congreso  Nacional  1816-19,  y  que  luego  de 
desempeñar  la  vicaría  capitular  había  sido  promovido  al 
obispado  como  in  partibus  de  Comanen  y  luego,  en  1830, 
como  diocesano  de  Córdoba  por  gracia  del  Pontífice  Pío 
VIII,  ganó  la  más  alta  consideración  y  prestigio  en  los  seis 
años  de  su  gobierno  eclesiástico.  Conocida  la  noticia  en 
Tucumán,  el  gobernador  Heredia  «prendado  de  las  salientes 
cualidades  de  ciencia  y  competencia  del  Deán,  se  creyó 
en  el  deber  de  interesarse  porque  lo  nombraran  obispo  de 
la  sede  vacante  de  Córdoba»  5. 

Esta  resolución  de  Heredia,  posiblemente  llevada  a  cabo 
contra  la  voluntad  del  Deán  Zavaleta,  obligaba  lógicamente 
a  una  gestión  ante  Rosas,  que  era  el  encargado  oficial  de 
las  Relaciones  Exteriores,  por  delegación  expresa  de  las  pro- 
vincias y  conducto,  por  consiguiente,  inevitable  para  su 
gestión.  Esta  circunstancia  insalvable  en  el  orden  protocolar, 
no  era  aceptable  para  Zavaleta  en  su  designio  de  negarse 
a  toda  petición  de  su  parte  al  dictador,  manteniendo  así 
su  deliberado  distanciamiento.  Pero  ante  el  empeño  tenaz 
de  Heredia,  pudo  transigirse  el  escrúpulo  en  el  mejor  de  los 
casos  permitiendo  a  Heredia  dirigirse  a  un  mediador  como 
Estanislao  López,  gobernador  de  Santa  Fe,  e  íntimamente 
solidarizado  con  Rosas.  En  esta  forma  quedaba  patente 
su  delicadeza  evitando  no  sólo  que  Rosas  lo  supusiese  el 
mentor  interesado,  sino  que  la  respuesta  de  éste  no  fuese 
directa  a  Heredia.  La  consulta  a  López  era  así  una  defe- 
rencia amistosa  y  una  interposición  feliz.  Estamos  una  vez 
más,  en  presencia  del  «patriota  inteligente,  modesto  y  des- 
prendido^, de  que  habla  Juan  María  Gutiérrez  que  le  conoció 

5  Fray  Jacinto  Carrasco,  Don  Juan  M.  de  Rosas  y  el  obispado  del  Deán  don  Diego 
Estanislao  Zavaleta,  en  Archivum,  t.  I,  cuad.  1,  año  1943,  p.  127  y  sigts. 


187 


y  cuya  vida  se  alargaba  en  «acciones  honrosas  y  desinte- 
resadas». 

Heredia,  en  efecto,  escribe  a  Estanislao  López  y  no  a 
Rosas.  Su  carta,  datada  en  Tucumán  el  29  de  agosto  de  1836, 
tiene  por  objeto  precisamente  interponer  su  valimiento  ante 
los  gobernadores  de  Santa  Fe,  de  Córdoba  y  de  Buenos 
Aires.  Es  sabido  ya,  por  lo  escrito  al  solicitar  el  pasaporte, 
que  a  Heredia  y  Zavaleta  les  ligaba  una  vieja  amistad. 
En  cumplimiento  de  estos  deseos  el  gobernador  destina- 
tario se  dirige  primeramente  a  su  tocayo  López,  de  Córdoba, 
en  30  de  octubre,  diciéndole  con  brevedad:  «Me  asegura 
el  compañero  Heredia  que,  a  dar  este  paso  lo  estimula: 
el  saber,  carácter  firme,  virtudes  de  que  está  adornado  y  los 
grandes  servicios  que  ha  rendido  al  país  en  general,  este 
eclesiástico  benemérito»  .f>  Con  igual  finalidad  envía  a  Rosas 
el  5  de  noviembre  otra  carta  redactada  en  estos  términos: 
«Mi  querido  compañero:  acompaño  a  V.  una  carta  del 
compañero  Heredia  para  que  por  ella  vea  lo  que  solicita. 
Como  a  este  amigo  le  considero  acreedor  a  todo  género 
de  consideraciones,  y  como  nada  sé  en  contra  de  lo  que 
dice  sobre  las  calidades  del  señor  Zavaleta,  no  he  tenido 
embarazo  en  escribirle  al  señor  don  Manuel  López  en  el 
sentido  que  le  manifiesta  la  adjunta  copia;  y  si  V.  no  lo 
tiene,  tampoco  quisiera  que  segundase  (sic.)  igual  recomen- 
dación. Si  algo  hubiese  en  contra  del  referido  señor  Zava- 
leta, sírvase  decírmelo,  porque  aún  hay  tiempo  para  todo. 
Su  compañero  y  amigo  decidido  (fdo.):  Estanislao  López  . 

Rosas  se  puso  a  la  mesa  de  escribir  el  26  de  diciembre, 
lo  suficientemente  descansado  después  de  las  fiestas  de 
Navidad,  para  contestar  largo  y  tendido.  Su  primera  impre- 
sión es  de  extrañeza.  «No  he  podido  dejar  de  extrañar 
—  dice  —  que  cuando  yo  trato  con  toda  consideración, 


6  Carta  al  gobernador  de  Córdoba,  Manuel  Lope:,  Archivo  Nacional,  leg.  25  -  2-  1, 
Secretaría  de  Rosas. 


188 


amistad  y  franqueza  a  este  amigo  (Heredia),  no  haya  tenido 
él  la  que  debía  para  escribirme  una  palabra  sobre  el  asunto 
de  su  expresada  carta,  y  haya  creído  más  propio  molestar 
a  V.  para  que  lo  hiciera  sobre  el  particular  .  Y  en  seguida, 
contrayéndose  al  asunto  principal,  deja  a  salvo  los  reales 
méritos  del  candidato  que  le  reconoce  Rosas,  si  bien  con  la 
calificación  ya  recordada  de  unitario  que  lo  era  a  pie 
firme,  pero  ni  exaltado  ni  vengativo. 

Conforme  a  la  dialéctica  tan  peculiar  de  su  epistolario 
interminable  y  agotador,  Rosas  ensaya  en  este  tema  como 
en  todos  los  que  abordó  en  su  vida  de  gobernante,  el  entre- 
tejido soliloquio  de  sus  razonamientos  hipotéticos,  para  no 
dejar  descubrir  su  verdadera  intención.  ¿Cómo,  el  unitario 
Zavaleta,  obispo  de  Córdoba,  propuesto  por  él?  Y  aquí 
comienza  la  retahila  de  la  argumentación.  «Ya  V.  ve  —  dice 
a  López  —  en  qué  punto  de  vista  quedaría  yo  para  con  los 
unitarios  y  federales,  si  me  interesase  en  que  fuese  presen- 
tado para  Obispo  de  Córdoba,  en  donde  habrá  otros  ecle- 
siásticos beneméritos,  siendo  el  Deán  de  Buenos  Aires  y 
nativo  de  Tucumán».  El  argumento  es  tan  endeble,  que 
olvida  al  prelado  recién  fallecido,  oriundo  de  Santiago  del 
Estero  y  sin  embargo  Obispo  de  Córdoba;  aparte  de  que 
ninguna  relación  tiene  en  la  materia  lo  regional  dentro  del 
marco  de  la  Nación.  También  monseñor  Nicolás  Videla, 
había  sido  Obispo  del  Paraguay  y  luego  'de  Salta,  siendo 
natural  de  Córdoba.  Finalmente,  el  no  menos  ilustre  obispo 
de  Córdoba  Angel  M.  Moscoso  fué  nativo  de  Arequipa. 

Pero  este  avance  de  Rosas  es  para  despistar.  No  estando 
dispuesto  a  prohijar  la  candidatura,  va  ensartando  en  las 
cuentas  de  su  rosario  todo  lo  negativo  que  se  le  ocurre 
contra  el  Deán,  pese  al  reconocimiento  que  formula  de  sus 
altas  condiciones.  Por  esto  construye  livianamente,  sobre 
movedizas  arenas,  su  baluarte  de  ataque  y  le  espeta  a  López 
este  capcioso  párrafo:  «A  esto  se  agrega  que  en  las  diferen- 
cias que  hubo  aquí  entre  el  señor  Medrano,  actual  obispo 


189 


de  esta  diócesis  y  este  Cabildo  Eclesiástico,  y  cuando  se 
ventilaron  con  calor  las  cuestiones  de  que  supongo  a  V. 
instruido  sobre  si  debían  o  no  retenerse  las  bulas  de  obispo 
de  Aulón  expedidas  a  favor  del  señor  Escalada,  el  Deán 
Zavaleta  fué  mirado  en  el  público  como  uno  de  los  princi- 
pales contrarios  a  ambos  obispos;  y  teniendo  acreditada  la 
experiencia  que  la  gente  de  hábitos,  sotana  y  corona  parti- 
cipa de  la  facultad  concedida  a  San  Pedro  de  abrir  las  puertas 
del  Cielo  por  medio  del  sacramento  de  la  Penitencia,  pero 
no  de  su  humildad,  contemple  V.  todo  el  riesgo  a  que  quedaría 
expuesta  la  tranquilidad  del  país,  si  colocado  el  Deán  Zavaleta 
en  la  silla  episcopal  de  Córdoba  no  guardase,  como  es  de 
temer  no  guardaría,  la  mejor  armonía  e  inteligencia  con  los 
otros  dos  obispos»  7. 

Obsérvese  cómo  Rosas  no  afirma  ni  niega  el  juicio;  per- 
tenece «al  público»  y  no  a  él.  De  igual  manera  lo  absurdo 
de  la  suposición  de  que  los  tres  obispos  armarían  una  gresca 
entre  ellos,  cuando  no  cabía  ninguna  confusión  de  jurisdic- 
ciones, ni  tampoco  el  caso  de  decisiones  comunes  entre 
los  tres  prelados.  Por  lo  demás  «el  riesgo  a  que  quedaría 
expuesta  la  tranquilidad  del  País»,  debía  ser  de  poca  monta 
para  quien  disponía  de  la  suma  del  poder  público  y  man- 
daba fusilar  para  sofocar  la  voz  de  la  ciudadanía  sin  que 
fuera  menester  «detenerse  en  formas»,  según  lo  proclamara 
francamente.  Pero  por  arriba  de  todo  embuste,  ¿qué  situa- 
ción podía  imaginar  Rosas  capaz  de  atacar  el  orden  público, 
ni  qué  antecedente  demostrativo  de  un  hecho  tan  fantasioso? 

Con  todo,  Rosas  seguirá  monologando  de  este  modo: 
«No  solo  se  correría  este  riesgo,  sino  también  el  de  que  su 
presentación  no  fuese  bien  acogida  en  Roma,  porque  allí  tienen 
noticia  de  que  el  Deán  Zavaleta  profesa  ciertas  opiniones 

7  Consúltese  op.  cit,  Exposición  del  Venerable  Senado  Eclesiástico  al  gobierno.  .  .  etc, 
Gaceta  Mercantil,  n°  2160.  Véase  también  el  capítulo  IX  de  este  libro,  donde  hacemos 
referencia  a  las  observaciones  de  orden  legal. 


190 


en  materia  eclesiástica,  que  son  miradas  con  ceño  por  la  Curia 
Romana,  y  cuando  media  esta  circunstancia  en  los  presen- 
tados para  obispos,  muy  rara  vez  deja  de  ser  rehusada  su 
institución.  En  las  circunstancias  pues,  en  que  se  halla 
esta  República,  en  que  es  preciso  que  los  gobiernos  de  la 
Confederación  se  capten  la  confianza  y  aprecio  de  la  Silla 
Apostólica  para  que  pueda  prestarse  generosa  en  favor  de 
nuestra  Iglesia,  creo  que  sería  imprudencia  exponerse  a  des- 
agradarla y  producir  algún  compromiso  que  pudiese  serle 
muy  sensible». 

Curioso  es  en  verdad,  y  ello  promueve  a  risa,  esta  farsa 
de  Rosas  cuando  hoy  sabemos  con  documentos  a  la  vista 
que  fué  monseñor  Medrano  muy  censurado  por  su  actitud 
con  el  gobierno,  como  consta  en  el  informe  del  Abate 
Sallusti.  Y  aunque  hay  excesiva  ligereza  en  hacer  arrugar 
el  ceño  a  la  Santa  Sede  cuando  se  ignora  su  pensamiento, 
sobra  en  cambio  rencor  o  destemplanza  para  afirmar  cate- 
góricamente un  veto,  declarando  «sería  imprudencia  expo- 
nerse». Más  correcto  hubiera  sido  confesar  a  López  la 
simpatía  por  el  candidato  oculto  que  debía  ser  como  Me- 
drano, un  federal  bueno  y  dúctil.  De  aquí  su  altisonante 
palabra,  cuando  estas  «cosas  son  muy  delicadas  y  ofrecen 
gravísimos  inconvenientes»  8. 

8  La  clave  de  toda  la  parrafada  de  Rosas,  la  encontramos  en  su  Circular  a  los 
gobernadores  cuando  les  comunica  el  8  de  mayo  de  1837  haber  decretado  el  pase 
a  la  Bula  y  Breve  presentados  por  el  presbítero  doctor  José  Agustín  Molina,  vicario 
de  la  diócesis  de  Salta  «después  de  haber  prestado  el  juramento  de  ser  constantemente 
adicto  y  fiel  a  la  causa  nacional  de  la  Federación  y  de  sostenerla  por  todos  los  medios  que 
estén  a  sus  alcances".  Por  añadidura  diremos  que  el  apolítico  y  simpático  monseñor 
Molina,  obispo  y  poeta,  era  tucumano  y  no  salteño,  con  lo  que  se  evidencia  la  falsía 
de  la  argumentación  epistolar.  Contaba  con  justa  reputación  de  irreprochable. 
Como  expresión  del  terrorismo  rosista  en  los  débiles  de  carácter,  es  forzoso  recordar 
el  triste  caso  del  obispo  de  Cuyo,  doctor  Manuel  Eufrasio  Quiroga  y  Sarmiente, 
quien  al  felicitar  al  tirano  por  nota  8  de  octubre  de  1841,  manifestaba  la  necesidad 
de  «la  total  destrucción  de  la  horda  inmunda  de  salvajes  unitarios,  enemigos  de 
Dios  y  de  los  hombres».  En  su  respuesta,  Rosas,  no  sólo  acepta  el  «anatema  justo 
contra  los  salvajes  unitarios,  impíos  y  enemigos  de  Dios  y  de  los  hombres»,  sino 
que  le  agrega:  «Resalta  la  verdadera  caridad  cristiana  que  enérgica  y  sublime  por 
el  bien  de  los  pueblos,  desea  el  exterminio  de  un  bando  sacrilego,  feroz,  bárbaro»  etc., 


191 


Rosas  asumió,  no  por  convicción  y  sí  por  utilitarismo 
político,  una  actitud  benefactora  para  la  Iglesia,  haciéndose 
defensor  de  la  religión,  siempre  que  a  su  juicio  ésta  respon- 
diese a  los  fines  de  la  causa  federal.  De  aquí  sus  contradic- 
ciones con  los  padres  jesuítas  a  quienes  abrió  las  puertas 
del  país,  reintegrándoles  en  sus  antiguos  dominios  tan 
pronto  como  los  expulsó  en  cuanto  se  negaron  a  admitir 
su  retrato  en  el  Templo,  según  cuenta  Mansilla.  Como  se 
consigna  en  el  Registro  Oficial  (año  1841,  pág.  157)  «no 
han  correspondido  a  las  esperanzas  de  la  Confederación». 
Los  obispos,  fueran  monseñor  Molina  o  monseñor  Quiroga, 
debieron  jurar  su  fidelidad  a  la  santa  causa  federal  y  comu- 
nicar al  gobierno  toda  novedad  contraria  a  ella  (Registro 
Oficial,  pág.  215).  Evidentemente  que  el  doctor  Zavaleta 
no  provenía  de  pasta  de  tal  madera.  Rosas  presentó  en 
diversas  ocasiones  esos  contrastes  en  sus  actitudes  y  opi- 
niones. Siendo  la  antítesis  de  Rivadavia,  reaccionó  contra 
el  centralismo  de  éste  por  medio  de  un  gobierno  más  fuerte 
y  absoluto,  a  manera  de  táctica  o  propaganda  de  oposición 
al  sistema  unitario,  induciendo  a  las  masas  con  apreciacio- 
nes rebuscadas  y  maliciosas. 

La  crítica  se  recrea  en  este  maquiavelismo  de  Rosas, 
particularmente  cuando  él  mismo  puntualiza  los  hechos  de 
sus  travesuras  políticas;  y  al  admirar  su  dominio  del  am- 
biente y  la  ascendencia  desmedida  sobre  sus  colegas,  los 
caudillos  del  interior,  se  piensa  con  Groussac  en  la  «simple 
aparcería  de  gobernadores». 

En  esta  gestión  del  obispado  por  iniciativa  de  Heredia, 
quien  según  Rosas  «mira  como  cosa  sencilla  e  indiferente 
el  presentar  clérigos ...»  o  por  la  intersección  de  los  dos 
López  —  ambos  juguetes  del  Restaurador  — ,  es  lo  cierto 


haciendo  evidentemente  del  pastor  un  lobo  de  su  redil,  «el  más  adicto  a  la 
Sagrada  Causa  de  la  Federación».  (Ver  la  Gaceta  Mercantil  del  6  de  diciembre  de 
1841,  N°  5483). 


192 


que  éste  aprovechó  magistralmente  la  oportunidad  para 
llamarlos  perpetuamente  a  silencio  en  la  materia,  atajando 
cualquier  devaneo.  Olvidándose  ahora  de  Zavaleta  le  endilga 
a  López  el  siguiente  interrogatorio  y  la  moraleja  del  cuento. 
He  aquí  los  regocijantes  párrafos  finales  de  esta  epístola: 

«Partiendo  de  este  principio,  y  contemplando  con  deten- 
ción todo  el  compromiso  que  hecha  sobre  sí  el  gobierno,  que 
ha  de  hacer  la  presentación  o  propuesta  de  un  obispo,  ¿en  qué 
conflictos  no  llegará  a  verse  muchas  veces,  y  a  que  errores  no 
será  arrastrado,  si  los  demás  gobernadores  de  la  Confederación 
se  toman  la  libertad  de  interponer  sus  respetos,  valimientos  y 
relaciones  para  que  sea  presentado  este  o  aquel  individuo? 
¿Quién  podrá  medir  los  abusos  de  que  será  susceptible  esta 
práctica?  ¿Quién  los  males  que  producirán  tales  abusos?  Y 
¿quien  será  capaz  de  remediarlos  después  que  estén  introdu- 
cidos? Nadie. 

«Yo,  compañero,  me  guardaré  mucho  de  abrir  la  puerta  a 
semejante  conducta,  y  cuando  por  una  desgracia  suceda  que  se 
piense  presentar  a  algún  eclesiástico  cuya  institución  pudiese 
traer  males  a  la  República,  entonces  llenaré  el  deber  que  me 
imponga  el  puesto,  hablando  con  franqueza  y  sinceridad  y 
haciendo  cuanto  crea  que  deba  hacer  para  evitar  tanto  mal, 
pero  de  aquí  no  pasaré, 

«Pudiera  extenderme  mucho  mas  sobre  este  particular, 
porque  tengo  aún  muchísimo  mas  qué  decir;  pero  no  me  al- 
canza el  tiempo  para  todo  lo  que  tengo  que  hacer,  y  lo  dicho 
me  parece  bastante  para  que  V.  conozca  mi  modo  de  pensar  a 
este  respecto  y  los  graves  fundamentos  en  que  me  apoyo. 

«Concluiré,  pues,  reiterando  mis  súplicas  al  Cielo  por  su 
salud  y  por  que  le  conceda  en  todo  la  mas  completa  felicidad 
y  acierto.  Este  es  el  voto  constante  de  su  fino  compañero  y 
amigo  (fdo)  Juan  Manuel  de  Rosas»  9. 

De  estos  términos  podemos  colegir  el  azoro  del  comedido 
López,  que  si  bien  acostumbrado  a  los  chubascos  de  Rosas, 
no  pensó  que  por  una  simpática  recomendación  se  le  tra- 

9  Archivo  de  la  Nación,  legajo  citado. 


193 


tara  de  abuso  de  amistad,  recibiera  una  reprimenda,  le 
amenazaran  con  cerrar  las  puertas  y  le  rebajaran  el  tono 
del  petitorio.  Más  hábil  estuvo  Heredia  utilizándolo  de 
paragolpe;  sabía  que  cuando  a  Rosas  no  se  le  negaban  las 
premisas,  martillaba  la  conclusión. 

El  resultado  nulo  de  la  gestión  indirecta  de  Heredia, 
no  amortiguó  sin  embargo  esos  arranques  que  desde  algún 
tiempo  se  hicieron  en  él  bastante  comunes,  consecuencia 
desgraciada  del  abuso  de  estimulantes.  Lástima  que  tan 
brillante  inteligencia  cayera  en  depresiones  de  espíritu  y  en 
iracundas  actitudes.  Recordaremos  de  pasada,  sobre  el  tes- 
timonio del  historiador  Saldías  10,  el  hecho  de  su  asesinato 
que  conmovió  a  los  círculos  oficiales  de  la  República,  casi 
tanto  como  el  de  Facundo  Quiroga,  consecuencia  de  un 
irreprimible  ataque  personal,  cuando  embriagado  Heredia 
según  su  costumbre  dió  de  bofetadas  al  jefe  Gabino  Robles, 
afrenta  que  éste  juró  vengar  con  pundonor  militar.  La  cró- 
nica legalizada  del  suceso  recoge  las  palabras  de  Robles 
en  el  momento  de  descerrajarle  los  tres  tiros  que  le  produ- 
jeron la  muerte,  reclamando  los  bofetones  de  Salta:  «¡Solo 
quiero  tu  vida,  tirano!».  Con  el  transcurso  del  tiempo  se 
quiso  salpicar  la  honra  del  mártir  de  Metán  implicándole 
en  el  crimen  por  ser  unitario,  conforme  al  conocido  y 
corriente  slogan  de  Rosas:  «Es  la  obra  de  los  salvajes  y  abo- 
minables unitarios».  También  cuando  pereció  Quiroga  se 
propaló  y  adjudicó  el  siniestro  plan  al  partido  unitario,  pero 
no  obstante  la  calumnia  tuvo  el  propio  Rosas  que  condenar 
a  los  federales  Reinafé  como  autores  materiales.  Empero, 
el  instigador  quedó  oculto,  y  nada  se  sabría  si  no  se  hubiese 
demostrado  en  otro  estudio  que  Rosas  conocía  con  antela- 
ción lo  que  habría  de  sobrevenir,  por  tener  ya  en  su  poder 
la  carta  del  doctor  Calixto  González  denunciando  el  horrendo 
plan.  Pese  a  las  facultades  extraordinarias  y  al  prestigio  y 

10  Adolfo  Saldías,  Historia  de  la  Confederación  Argentina,  vol.  III,  p.  55  y  sigts. 


194 


dominio  en  las  provincias,  Rosas  no  hizo  nada  para  atajar 
el  crimen;  antes  bien,  impulsó  a  Facundo  a  realizar  con 
urgencia  el  nefasto  viaje  al  interior 

Para  terminar  agregaré  una  consideración  de  circuns- 
tancias sobre  Zavaleta,  a  propósito  de  esta  gestión  oficiosa 
del  malogrado  Heredia  en  la  obtención  a  su  favor  del  obis- 
pado de  Córdoba.  Cabe,  en  efecto,  preguntar  ¿Una  mitra? 
¿Y  para  qué?  Zavaleta  jamás  la  había  ambicionado,  ni  si- 
quiera en  épocas  de  su  mayor  influencia.  ¡Cómo  habría 
ahora  de  apetecerla  con  setenta  años  de  edad  e  imposibili- 
tado físicamente  para  cumplir  con  las  visitas  pastorales! 
En  esa  altitud  de  la  vida  y  lleno  de  pesadumbres  como 
veremos  en  el  capítulo  final,  no  se  disimulaba  a  su  clara 
inteligencia  de  opositor  al  gobierno  lo  poco  viable  de  tal 
candidatura.  Le  bastaba  el  constante  apostolado  de  su  sa- 
cerdocio porteño  y  la  aureola  de  la  consideración  pública. 

11  La  Tragedia  de  Barranca  Yaco,  conferencia  que  pronunciamos  en  la  Biblioteca 
del  Jockey  Club  de  esta  capital,  año  1929. 


195 


Capítulo 

XII 


GRAVITACION  DE  LA  PERSONALIDAD  DEL  DEAN 
DE  BUENOS  AIRES  EN  EL  GRUPO  HISTORICO 

La  dictadura  de  Rosas  pretendió  sepultar  a  Zavaleta  en 
un  olvido  que  de  rebote  alcanzara  al  propio  Senado  del 
clero.  La  circunstancia  de  ser  tan  eminente  prelado  el  ocu- 
pante como  Deán  de  la  primera  silla  de  dignidades,  nada 
importó  al  gobierno  la  reiterada  vacancia  de  otras  produ- 
cidas por  destierro,  caso  del  doctor  Achega,  o  por  falleci- 
miento de  ilustres  canónigos,  entre  ellos  Valentín  Gómez, 
cuyo  deceso  databa  de  1833.  Recién  en  1840,  después  de 
siete  años  se  pensó  en  integrar  el  Cabildo  designándose 
buenos  aunque  mediocres  clérigos,  a  quienes  se  favoreció 
con  la  retención  de  sus  curatos.  El  lustre  del  viejo  senado 
agonizaba  al  doble  amparo  de  Zavaleta  y  Seguróla,  enalte- 
cidos por  dignísima  pobreza  y  ancianidad. 

Desde  su  regreso  de  Tucumán  la  expansión  orgiástica 
de  las  saturnales  del  terror  con  los  pringosos  bailes  de 
arrabal,  habían  hecho  enmudecer  al  Deán.  Ni  siquiera  el 
pulpito  podía  dar  satisfacción  al  brillo  de  su  palabra  y  a  su 
enseñanza  moral  como  alivio  a  sus  grandes  pesares.  Su  re- 
fugio era  el  apostolado  silencioso  casi  anónimo;  la  lectura 
ininterrumpida  de  los  grandes  padres  de  la  iglesia  matizada 
con  las  publicaciones  de  los  pensadores  y  políticos  europeos; 


197 


su  tertulia  ocasional  con  algunos  de  los  dilectos  amigos 
y  discípulos  que  lo  amaban,  unos  cuantos  de  la  nueva 
generación  nacidos  bajo  el  signo  de  Mayo;  y  como  consuelo 
hogareño,  la  correspondencia  a  sus  familiares  del  interior. 
Su  nostalgia  de  la  casa  solariega  era  tema  que  se  repetía 
epistolarmente:  a  su  sobrino  don  Juan  Manuel  Silva,  le 
escribe:  «mucho,  mucho  me  acuerdo  de  ustedes,  mucho 
hecho  de  menos  el  Tucumán.  Gustosísimo  me  retiraría  a 
morir  y  dejar  mis  huesos  allí,  donde  ellos  fueron  formados. 
Pero,  dejemos  este  asunto  que  no  hace  mas  que  atormen- 
tarme. No  hay  reflexión  que  me  convenza,  ni  idea  que 
pueda  consolarme». 

En  el  último  lustro  de  su  vida,  su  memoria  se  volvía  a  lo 
pasado,  por  más  tenaz  que  fuese  su  obsesión  meditativa  en 
dolorosos  acontecimientos  recientes.  En  el  balance  de  sus 
recuerdos  se  trazaba  una  línea  divisoria  en  el  tiempo,  como 
si  grabase  en  piedra  dos  edades.  En  la  primera,  su  ordena- 
ción sacerdotal,  la  dulce  añoranza  de  sus  estudios  en  el 
colegio  carolino  al  lado  de  su  compañero  de  banco  el  bon- 
dadoso Belgrano,  por  quien  sentía  un  vivo  sentimiento  de 
cariño,  siendo  ambos  discípulos  del  virtuoso  doctor  Chorroa- 
rín.  Juan  María  Gutiérrez  los  vincula  para  anotarlos  así 
con  elogio:  «quienes  más  tarde  —  dice  —  fueron  honra  del 
país  y  de  su  maestro»  (pág.  499).  ¿Cómo  no  traer  a  colación 
en  su  pensamiento  aquella  vida  docente  que  durante  veinte 
años  hizo  tribuna  de  su  cátedra  para  enseñar  a  pensar 
y  a  obrar  en  la  vida  pública  a  alumnos  y  oyentes  que  inscri- 
bieron sus  nombres  en  el  cuadro  de  honor  de  la  República? 
Vicente  F.  López,  Achega  y  cien  más,  inscriptos  como  de 
la  generación  del  38,  la  que  abrió  el  «salón  literario»,  fueron 
sus  simpatizantes  preferidos.  Luego  en  el  movimiento  de 
Mayo,  su  exhortación  cristiana  de  1810,  desde  la  tribuna 
catedralicia  en  presencia  de  la  Junta  Revolucionaria,  y  en 
1816,  también  en  la  metropolitana,  jurando  la  Indepen- 
dencia, exaltando  el  amor  patrio  como  inseparable  de  la 


198 


gratitud  debida  a  la  Providencia  y  marcando  ya  el  derrotero 
de  un  plan  de  vida  personal  que  le  depararía  las  más  altas 
posiciones  en  cargos  públicos,  asambleas,  congresos  y  con- 
sejos de  Estado.  En  esa  primera  edad,  ya  maduro  en  la 
reflexión  y  en  la  experiencia  de  la  lucha  cívica  y  religiosa, 
se  proyecta  su  nombre  en  las  actividades  y  funciones  más 
obligantes,  como  directorial  y  como  unitario;  no  menos 
que  en  el  sacerdocio  donde  fué  ejemplo  de  recato  llenando 
tareas  de  grave  responsabilidad  y  tacto.  Su  misión  de  1823 
al  interior  tuvo  la  exteriorización  de  un  suceso  trascendente 
en  procura  de  la  unión  nacional,  pero  en  su  meditar  y 
obrar  íntimo  fué  la  realización  mística  del  amor  al  prójimo, 
de  la  paz  y  la  concordia  de  las  almas.  Su  correspondencia 
a  este  respecto  se  refleja  más  en  el  espíritu  que  en  el  cuerpo 
social.  Toda  esta  gran  porción  de  su  existencia  activa  y 
fructuosa  se  termina  puede  decirse  con  la  caída  de  Riva- 
davia,  pero  ella  es  de  plenitud  cívica,  de  servicios  abnegados 
por  el  país,  sin  pensar  acaso  en  el  luctuoso  crepúsculo  que 
ensombrecería  más  adelante  a  la  nación  entera.  Pertenecen 
a  este  sector  de  su  actuación  sus  éxitos  sacerdotales,  de 
universitario  y  de  legislador.  Era  el  hombre  de  consulta 
obligada,  tenido  por  consejero  sereno  y  justo,  mirado  con 
veneración  por  dos  generaciones  y  con  respetuosa  distancia 
por  los  adversarios  del  bando  opuesto.  El  director  Gervasio 
A.  de  Posadas  apunta  en  sus  «memorias*  el  visto  bueno 
que  le  da  Zavaleta  para  aceptar  el  cargo  supremo  de  la  repú- 
blica y  la  redacción  de  su  primer  discurso  oficial.  El  presi- 
dente Rivadavia  le  tiene  como  confidente  espiritual  en  sus 
deberes  religiosos  l.  Se  habla  siempre  por  publicistas  y  cro- 

1  Refiere  el  historiador  V.  F.  López  en  el  t.  IX,  p.  149  de  su  difundida  obra,  «Un 
día  en  que  varios  hombres  del  tiempo,  discutían  a  Rivadavia  (allá  por  el  año  37  o  38,  si 
mal  no  recuerdo)  dijo  alguno  que  era  libre  pensador,  y  que  esas  asistencias  a  los  ser- 
vicios religiosos  eran  nada  más  que  afición  al  boato  público;  el  Deán  Zavaleta  (don 
Diego  Estanislao)  que  oía  ésto  con  grave  silencio  según  su  costumbre,  dijo:  "¡No 
señor!  Puedo  asegurar  que  cumplía  en  reserva  todos  los  deberes  de  un  católico  sin- 
cero"». 


199 


nistas  del  venerable  Deán  al  que  agasajaron  caudillos  pode- 
rosos, llámense  Bustos,  Quiroga  o  Heredia.  Indudablemente 
que  su  característica  seriedad,  lo  adusto  de  su  semblante, 
se  baña  a  veces  de  una  luz  confortante  de  consideración 
pública  que  trasluce  íntimas  satisfacciones,  que  por  natural 
modestia  no  las  exhibe  tales. 

Dos  personalidades  del  clero,  llenaron  por  muchos  años 
los  ámbitos  de  su  gran  afección.  Ambos  eran  sus  parientes 
cercanos  por  el  vínculo  de  la  sangre  de  un  igual  origen 
troncal.  Ellos  fueron  sujetos  de  reputación  notoria:  el  doctor 
Juan  Nepomuceno  Solá,  su  primo  hermano,  bienhechor 
y  guía  espiritual,  quien  le  diera  duradero  hospedaje  en  su 
parroquia  de  Montserrat  y  educara  su  carácter  en  la  san- 
tidad de  los  actos;  porque  pocos  en  verdad  llenaron  más 
cumplidamente  su  apostolado  de  almas  como  ese  pastor  de 
una  grey  redimida  de  la  esclavatura  y  del  bajo  pueblo  de 
barrio;  tal  el  presbítero  Solá,  cuya  memoria  se  confunde 
entre  los  más  fieles  servidores  de  la  doctrina  de  Cristo  del 
viejo  Buenos  Aires.  El  otro  es  su  sobrino  Antonio  Sáenz,  pri- 
mer rector  de  la  Universidad,  maestro  y  patriota,  sacerdote  y 
hombre  público,  arrebatado  a  la  vida  en  el  cénit  de  su  obra. 
El  tríptico  se  gloría  pues  con  el  Deán  bajo  la  divisa  del  talento 
y  la  virtud,  frutos  benditos  de  tres  hogares  fundadores  de  la 
argentinidad  en  Buenos  Aires,  Salta  y  Tucumán. 

En  la  segunda  edad,  proyectada  en  tinieblas  a  partir 
de  Rosas,  y  por  consiguiente  hasta  el  último  día  del  doctor 
Zavaleta,  pues  que  no  alcanzó  al  triunfo  de  Caseros,  su 
balance  rememorativo  es  de  amargura.  Ante  su  vista  se 
han  desarrollado  hechos  imborrables,  a  punto  de  herir  sus 
fibras  más  sensibles.  Después  de  su  gesto  de  1835,  votando 
contra  la  ley  que  acordó  la  suma  del  poder  público  y  pasadas 
las  radiaciones  luminosas  de  su  viaje  al  terruño,  que  le 
devolvió  inmunizado  contra  los  dardos  de  la  pasión  y  el  odio 
ambiente,  todo  en  él  es  reconcentración  y  preparación  para 
la  muerte. 


200 


No  era  por  afán  agorero  que  se  alcanzaría  el  fatídico 
año  40.  ¡Su  visión  de  las  cosas  se  hizo  más  profunda,  aun 
a  lo  recóndito,  exhornando  sus  juicios  con  la  fe  profética! 
Empero  su  amargura  debía  sin  dejar  de  sufrir,  diluirse  en  el 
perdón  de  la  bondad  evangélica  sin  que  asomase  a  sus 
labios  la  más  mínima  queja  o  reproche.  Ya  el  ciudadano 
y  el  consejero  de  Estado  se  había  totalmente  resumido 
en  el  ministro  del  altar.  En  una  palabra,  había  dejado  de 
ser  hombre  público  para  readquirir  las  excelencias  de  su 
corazón.  Es  así  como  vió  desfilar  la  caravana  macabra  de 
la  sangre  vertida  en  dos  años  horripilantes,  que  epilogan 
su  existencia  septuagenaria. 

Enunciemos  sólo  los  hechos,  despojándoles  del  ropaje 
con  que  los  reviste  la  historia.  Su  amigo  el  general  Alejandro 
Heredia  ha  caído  bajo  el  plomo  alevoso;  Berón  de  Astrada 
derrotado  y  muerto  en  Pago  Largo;  los  Maza,  padre  e  hijo, 
sucumbido  a  la  saña  del  tirano;  los  revolucionarios  del  sur 
despedazados  y  Castelli  degollado;  Lavalle  con  sus  visos 
de  campeador  no  acierta  a  dar  el  golpe  valedero;  el  norte 
argentino  y  en  primer  término  Tucumán  arman  una  coa- 
lición que  el  Deán  deberá  llorar  muy  sinceramente  ante  las 
cabezas  de  su  estimado  doctor  Cubas  y  de  su  sobrino-nieto 
el  doctor  Marco  M.  de  Avellaneda.  Gracias  que  la  racha 
de  furia  ofrendada  en  holocaustos  sangrientos  por  aquellos 
cóndores  del  Aconquija,  le  permita  sobrevivirse  a  sí  mismo 
para  orar  en  el  silencio  del  templo  impetrando  la  miseri- 
cordia divina  en  el  sacrificio  de  la  misa,  exactamente  cuando 
treinta  años  atrás  imploraba  la  libertad  de  América  sub- 
yugada por  los  tiranos  de  Europa.  Vale  decir,  que  no  le 
cabía  más  refugio  que  el  orden  espiritual  que  lo  era  todo, 
porque  hasta  la  Universidad,  centro  y  vocación  de  su 
intelecto,  se  extinguía  bajo  la  atonía  ciudadana  y  uno  de 
sus  adalides,  su  continuador  el  doctor  Diego  Alcorta,  cuyas 
lecciones  de  filosofía  propiciara  en  1834,  acababa  de  extin- 
guirse. Es  sabido  que  la  élite  universitaria,  honor  de  los 


201 


unitarios,  quedó  totalmente  reducida  a  nada  bajo  la  clase 
predominante  de  los  hacendados  rotulados  federales. 

En  ese  año  de  1842,  la  proyección  de  la  personalidad  de 
Zavaleta  semejaba  una  sombra  que  se  alargaba  hacia  el 
poniente.  Gravemente  enfermo  escribe  su  testamento,  que 
por  cierto  no  registraría  los  epítetos  usuales  de  entonces, 
legalizados  por  el  odio  partidario.  ¿A  quién  nombrará  here- 
dero? Acaso  lo  ha  meditado  en  sus  vigilias  y  el  dictado  es 
brevísimo:  «nombro  —  escribe  —  heredero  a  mi  alma».  Está 
dicho  todo.  Da  poder  al  benemérito  provisor  doctor  Domingo 
Achega  y  a  don  Felipe  Piñeyro,  que  recogen  con  Juan  Andrés 
Gelly  y  Obes  sus  últimas  recomendaciones.  Cierra  sus  ojos 
a  los  74  años,  próximo  ya  a  sus  bodas  de  oro  sacerdotales, 
el  24  de  dicembre  de  1842. 

Al  bajar  al  sepulcro,  hubo  concenso  en  los  vencidos  en 
reconocer,  cómo  se  había  acordado  en  él,  la  unción  religiosa 
con  su  natural  modesto.  No  le  había  sido  menester  violen- 
tarse en  ocasión  alguna  para  evadirse  de  lo  espectacular. 
No  se  había  gozado  así,  en  su  alucinante  enseñanza  filosófica, 
ni  en  el  ruido  oratorio  de  su  decir  clásico  y  menos  en  su 
gravitación  sobre  el  grupo  histórico.  No  se  había  alterado 
tampoco  esa  «grave»  serenidad  que  desalojaba  lo  desme- 
surado o  lo  pretencioso.  Al  preferir  siempre  la  verdad  de  la 
belleza  simple,  juzgando  con  parsimonia  a  hombres  y  cosas, 
había  acrecentado  el  valor  que  le  asignaron  sus  coetáneos, 
de  hombre  justo  y  de  consejo.  Poseyó  así  los  honores  de  la 
consideración  pública  y  la  notoriedad  de  un  espíritu  conci- 
liador, sin  menoscabo  de  la  pureza  de  sus  opiniones. 

Para  el  Deán  de  Buenos  Aires,  la  sola  filosofía  práctica 
de  la  historia  estaba  fuera  de  la  violencia  o  del  odio,  sa- 
biendo que  lo  imprevisto  de  la  época  se  escondía  en  lo  más 
humilde  y  que  toda  experiencia  salvaba  las  dudas,  a  con- 
dición de  ser  constante  sobre  los  principios  morales.  Esas 
dotes  de  autoridad  y  de  ecuanimidad  en  él;  ese  arte  soberano 
de  saber  conferir  valor  a  los  actos  aun  en  su  aparente 


202 


simplicidad,  fué  precisamente  lo  que  faltó  al  incorregible 
ilusionismo  de  sus  correligionarios  unitarios,  cegados  con 
el  poder  precario  y  circunstancial.  Lejos  de  traslucir  el  éxito 
con  la  pompa  rivadaviana,  supo  el  venerable  doctor  Zava- 
leta  rebajar  instantáneamente  al  aplauso  toda  sonoridad, 
sin  perturbarse  con  las  impresiones  más  vivas  de  la  política 
a  saltos,  que  se  practicaba  entonces,  y  así  quebrar  con  fijeza 
de  carácter,  la  fragilidad  y  la  claudicación  de  los  enervados 
por  el  torbellino  de  las  pasiones  políticas.  Reacio,  en  con- 
secuencia, a  cualquier  inconstancia  tentadora,  prefirió  el 
silencio  recoleto  a  las  fustigaciones  galopantes  del  padre 
Castañeda  o,  a  la  ambiciosa  prepotencia  del  doctor  Julián 
S.  de  Agüero,  desgastada  en  el  ardor  tumultuoso  de  la  lucha 
de  «la  unidad  a  palos». 

La  grandeza  moral  del  Deán  Zavaleta  se  nos  impone 
hoy  a  la  distancia,  pasado  el  centenario  de  su  muerte:  reco- 
nocerla en  la  hondura  de  su  calado  es  un  derecho  que 
solamente  compete  a  la  posteridad.  Nada  más  relevante 
que  los  rasgos  de  esa  su  psicología  personal,  acentuados 
a  lo  largo  de  su  andar  por  la  vida;  haz  luminoso,  donde 
resume  el  hombre  y  sus  actos  la  unidad  de  conducta,  tan 
sin  junturas  traidoras  que  no  tolera  siquiera  los  intersticios, 
con  que  la  flaqueza  de  los  más  resquebraja  la  coraza  de  los 
principios.  Los  publicistas  le  observaron  en  ocasiones  grave, 
severo,  modesto,  muy  modesto,  a  veces  sombrío,  pero  sin 
rehusar  jamás  la  responsabilidad.  Internado  como  ministro 
de  Dios  por  las  tenebrosas  galerías  de  las  conciencias,  candil 
en  mano  hasta  dar  con  la  verdad  escondida,  presentía  lo 
hondo  de  las  culpas  y  el  alivio  de  la  absolución  dada  a  sus 
penitentes.  Este  ministerio  hízole  integérrimo  en  el  juzgar 
de  los  propio  y  de  lo  extraño,  aunadas  la  caridad  y  la  tole- 
rancia, tanto  en  ese  juez  examinador  de  almas,  como  en 
el  escrutador  de  los  desvíos  en  el  comportamiento  social. 
Y  este  criterio  lo  extendía  a  la  política,  donde  actuara  de 
continuo,  pese  a  su  consagración  a  la  Iglesia.  Se  le  llamó 


203 


también,  reiteradamente,  sabio  maestro,  teólogo  erudito  de 
versación  extensa  destacando  al  docente  de  física,  al  filósofo, 
al  legislador,  y  al  moralista  de  costumbres  cuando  predicaba 
desde  el  pulpito.  El  caudal  de  su  ciencia  corría  a  través  del 
cedazo  con  que  el  doctrinarismo  ortodoxo  advertía  las  atra- 
yentes  lecturas  del  racionalismo  en  auge.  Y  así,  sus  discur- 
sos, consultas  y  dictámenes,  claros  y  valientes,  profundos 
por  definición,  enfrentaron  las  asechanzas  inevitables  de  la 
crítica  aldeana  introducida  en  el  periodismo,  los  comuni- 
cados y  las  hojas  sueltas.  Hay  en  todo  ello  y  se  descubre 
a  simple  vista,  por  la  posición  y  la  actitud,  un  concepto 
personalísimo  de  entereza  y  responsabilidad  de  convicciones. 
Sus  razonamientos  enfocados  en  lo  formativo  de  la  sociedad, 
abarcan  el  individuo  y  su  ambiente  en  la  nación  y  provin- 
cias; traducen  la  visión  de  la  hora  evolutiva  que  dejaba, 
por  cierto,  poco  margen  a  lo  especulativo  del  pensamiento 
creador.  Patente  está  el  esfuerzo  por  ser  «hombre  actual», 
es  decir,  el  de  su  tiempo;  pensador  desinteresado  que  debió 
proseguir  en  el  ensueño  de  apuntalar  y  constituir  una  nueva 
nación.  Ese  político,  con  categoría  de  «consejero  de  Estado», 
hechura  genuina  de  los  primeros  lustros  del  siglo  de  «las 
luces»,  fué  el  cabal  revolucionario  idealista,  forjador  de 
escuelas  y  discípulos  animosos,  pretensos  adalides  de  la 
cultura,  que  debieron  comenzar  por  desterrar  de  la  masa, 
la  crasa  ignorancia  que  les  deparó  su  estado  de  abyección; 
y  obtener  el  más  grande  estímulo  de  su  civismo  para  poder 
oficiar  en  el  altar  de  la  Patria  con  afanes  de  libertad.  Por 
estas  consideraciones,  aparece  reflejada  en  el  perfil  psicoló- 
gico de  Zavaleta,  una  austeridad  tan  ejemplar,  que  sólo  es 
concebida  por  quien  se  sentía  demasiado  amparado  de  una 
fe  límpida,  sin  titubeos  para  captar  en  lo  íntimo  de  su  saber 
teológico  una  alta  finalidad  de  vida,  sobrepuesta  a  los  errores 
del  momento  histórico,  a  la  unilateralidad  del  adversario 
impugnador,  a  los  accidentes  del  desorden  y  el  caos  angus- 
tioso. Está  así  configurada  su  fisonomía  moral,  plena  de 


204 


responsabilidad  —  lo  repetimos  —  porque  merced  a  ella  as- 
cendió por  la  escala  de  los  valores  supremos:  Dios  y  la 
Patria,  esencias  que  nutrieron  su  admirable  espíritu. 

Nuestros  escritores  en  general,  han  sido  parcos  en  el 
juicio  crítico.  Si  exceptuamos  a  Juan  María  Gutiérrez,  Vicente 
F.  López  y  a  Ignacio  Núñez  2,  que  le  trataron  personal- 
mente, o  a  sus  coetáneos  que  le  colmaron  de  respeto,  son 
pocos  los  publicistas  de  la  siguiente  generación  que  le  va- 
loran en  la  equivalencia  de  sus  méritos.  No -en  balde  Gu- 
tiérrez afirmó  que  «la  extensión  de  sus  servicios  durante 
una  vida  larga  y  laboriosa,  requiere  una  contracción  espe- 
cial al  examen  de  los  hechos  que  distinguen  esa  misma 
vida»,  agregando  es  ésta  «una  biografía  que  hace  falta 
para  honra  del  país».  En  forma  esporádica  y  carente  de 
unidad  se  le  ha  señalado  como  de  conducta  honorable 
y  cabal,  patriota  meritorio  en  alto  grado,  hombre  de  letras, 
catedrático  de  autoridad,  brillante  en  las  principales  asam- 
bleas y  uno  de  los  más  ilustrados  de  su  tiempo.  La  medida 
para  su  valoración  integral  nos  descubre  ahora  el  hilo 
de  su  existencia,  entretejido  en  la  trama  del  devenir  his- 
tórico de  la  nacionalidad.  Su  biografía  pues,  es  la  historia 
misma  del  país. 

-  Al  juicio  de  Posadas,  López,  Gutiérrez,  etc.,  debemos  añadir  el  de  Ignacio 
Núñez,  autor  celebrado  de  Noticias  históricas  de  la  República  Argentina  y  testigo  feha- 
ciente de  los  acontecimientos  de  Mayo  y  años  siguientes.  En  la  Vicia  del  doctor  Juan 
Francisco  Gil,  que  escribió  en  1832,  nombra  a  Zavaleta  con  igual  elogio  reconocién- 
dole «uno  de  los  ciudadanos  de  mayor  consideración  social»  recalcando  «esas  vene- 
rables calidades  que  le  han  constituido  en  la  primera  dignidad  del  clero»,  etc.,  p.  455 
de  la  segunda  edición  de  1898.  La  primera  data  de  1857.  En  igual  sentido  el  doctor 
T.  Godoy  Cruz,  y  en  general  así  se  lee  en  las  cartas  de  los  personajes  de  esa  época. 


205 


APENDICE  DOCUMENTAL 


CARTA  Y  CIRCULAR 


Orden  del  señor  Provisor,  Vicario  General  y  Gobernador 
de  este  obispado  de  buenos  alres,  doctor  dlego  estanislao 
de  zavaleta. 

«Con  fecha  12  del  corriente  me  remite  el  Superior  Gobierno 
la  iniciativa  hecha  al  finado  Prelado  Diocesano  y  demás  señores 
Obispos  de  estas  Provincias,  determinada  a  que  disponga  que 
ambos  cleros,  en  todos  sus  sermones  toquen  un  punto  relativo 
al  sistema  de  nuestra  sagrada  causa;  y  que  en  la  colecta  de  la 
misa  se  ruegue  expresa  y  determinadamente  al  Señor  proteja 
la  causa  de  nuestra  libertad.  Poderosas  consideraciones  y  el 
ejemplo  de  los  sabios  Prelados  de  Córdoba  y  Salta,  me  han 
determinado  a  acceder  y  circular  la  adjunta  orden  que  paso  a 
V.  P.  R.  con  el  objeto  de  cumplir  por  mi  parte  la  expresada 
iniciativa. 

Dios  guarde  a  V.  P.  R.  muchos  años.  Buenos  Ayres,  Mayo 
22  de  1812». 

(fdo.)   Diego  E.  de  Zaváleta. 


Circular. 

«Al  M.  R.  P.  Provincial  del  Convento  de  San  Francisco. 

Con  el  objeto  de  que  los  pueblos  se  impongan  de  sus  dere- 
chos en  unas  circunstancias  en  que  más  que  nunca  les  importa 
conocerlos,  de  concertar  la  opinión  pública  para  cortar  los  ma- 
les y  funestos  efectos  que  produce  la  diversidad  de  pareceres, 
cuyo  origen  tal  vez  es  la  ignorancia  o  irreflexión;  consiguiente 
a  esta  iniciativa  hecha  a  esta  jurisdicción  por  el  Supremo  Go- 
bierno, se  previene  a  todos  los  sacerdotes  seculares  que  en  sus 
sermones,  panegíricos  y  doctrinales,  toquen  oportunamente 
algún  punto  que  sea  propio  a  ilustrar,  fundar  y  sostener  la  justa 
causa  que  las  Provincias  Unidas  del  Río  de  la  Plata  se  propu- 


209 


sieron  desde  la  instalación  de  un  nuevo  Gobierno  Provisorio. 
Encargándoles  como  les  encargamos  que  al  rebatir,  como  deben, 
nerviosamente  el  error,  no  rompan  con  imprudencia  los  sagra- 
dos vínculos  de  la  caridad,  que  por  su  ministerio  deben  procu- 
rar estrechar  más  y  más  entre  los  fieles.  Se  les  previene  igual- 
mente que  en  la  colecta  de  la  Misa,  después  de  la  primera  sú- 
plica concebida  en  estos  términos:  Et  fámulos  tuos  Papam  nostrum 
Pium,  Regen  nostrum  Ferdinandum  cum  prole  regué,  populo  et  exer- 
citu  suo  ab  omni  adversitate  custodi,  se  añada:  justam  nostrae  liber- 
tatis  causam  protege;  pacem  et  salutem,  etc.»  Buenos  Ayres,  22  de 
Mayo  de  1812. 

(fdo.)  Diego  Estanislao  de  Zavaleta. 

Esta  circular  dirigida  a  F.  Cayetano  José  Rodríguez  fué 
apoyada  y  cumplida  fervorosamente  por  todos  los  frailes 
franciscanos  de  la  República,  pues  que  Rodríguez  inició  sus 
sentimientos  al  Prelado  eclesiástico  y  exhortó  a  todos  sus  her- 
manos en  religión  en  el  sentido  patriótico  expresado. 

(Archivo  conventual  de  Córdoba). 


CARTA  DE  FRAY  CAYETANO  RODRIGUEZ 
AL  OBISPO  MOLINA 

Buenos  Aires,  octubre  18  de  1815.  .  .  «Estamos  con  el  sen- 
timiento de  la  falta  de  razón  en  algunos  pueblos  que  no  quieren 
entrar  en  los  nacionales  partidos  que  adoptamos.  Córdoba  y 
Santa  Fé  se  han  enloquecido  como  sabrás.  Quieren  hacer  repú- 
blica aparte  con  el  Paraguay.  Por  momentos  me  parece  que  no 
somos  dignos  de  constituirnos  ni  ser  gente.  Hacemos  muchas 
locuras,  y  cuando  pensamos  con  formalidad  se  levantan  nubla- 
dos tan  gruesos  y  ordinarios  que  deben  avergonzarnos.  Se  había 
determinado  que  el  canónigo  Zavaleta,  hermano  de  don  Cle- 
mente, en  compañía  del  marqués  de  Yaví,  fuese  en  comisión 
a  esos  pueblos  hasta  Jujuy  a  imponerles  verbalmente  de  estos 
modos  de  pensar,  ya  que  no  lo  entienden  por  escrito  Pero 
ya  a  punto  de  salir  se  ha  suspendido,  no  sé  porqué.  .  . » 


210 


ARENGA  DEL  DEAN  DE  ESTA  SANTA  IGLESIA 
CATEDRAL  AL  SOBERANO  CONGRESO 


Soberano  Señor: 

El  celo  infatigable  y  asiduos  trabajos  de  Vuestra  Sobera- 
nía han  aumentado  las  glorias  de  este  día,  por  tantos  títulos 
memorables  en  nuestros  fastos.  En  él  cayeron  despedazadas 
las  fuertes  y  pesadas  cadenas  que  nos  ligaban  y  oprimían  baxo 
el  más  duro  y  prolongado  despotismo.  En  él  se  abrieron  por 
primera  vez  nuestros  ojos  para  mirar  a  lo  lejos  la  perspectiva 
hermosa  de  la  Libertad.  En  él  recobramos  nuestra  dignidad  y 
reivindicamos  los  derechos  preciosos  que  la  naturaleza  y  su 
divino  Autor  han  concedido  a  todo  racional.  .  .  ¡Justos  moti- 
vos para  celebrar  su  memoria! 

A  estos  se  agrega  el  de  haber  jurado  la  juiciosa  y  sabia  Cons- 
titución que  Vuestra  Soberanía  ha  dado  a  los  pueblos,  y  que 
ha  de  ser  como  el  más  garante  de  sus  derechos,  la  regla  que 
fixe  sus  obligaciones  y  sus  deberes.  .  .  ¡Que  sea  para  todos 
sagrada!.  .  .  ¡Que  se  cumpla  a  la  letra!.  .  .  [Que  nadie  se  atreva 
a  tirar  una  línea  sobre  algunos  de  sus  artículos!.  .  .  ¡Que  el 
magistrado  enseñe  con  el  exemplo  su  observancia!.  .  . 

Tales  son  los  votos  del  Cabildo  Eclesiástico  de  Buenos 
Ayres,  que  al  felicitar  a  Vuestra  Soberanía  en  el  día  grande  de 
la  Patria,  tiene  el  honor  de  protestar  a  la  faz  del  pueblo,  que 
será  siempre  el  más  celoso  defensor  de  sus  derechos  y  el  más 
exacto  observador  de  su  Constitución. 

Dr.  Diego  Estanislao  de  Zavaleta. 

25  de  Mayo  de  1819. 


PRELIMINARES  DE  LA  INSTALACION  DEL  CONGRESO 
GENERAL 

La  Honorable  Junta  después  de  una  detenida  discusión 
que  la  ha  ocupado  en  varias  sesiones,  con  respecto  a  instruir 
a  los  Señores  Diputados  por  esta  Provincia  para  el  Congreso 
General  que  está  anunciado,  y  contestar  a  sus  últimas  comu- 
nicaciones  dirigidas   a   esta   corporación   con   fecha   22  del 


211 


próximo  pasado  Agosto,  ha  acordado  que  dichos  Sres  Dipu- 
tados se  contraerán  solo  á  invitar  á  los  de  las  otras  Provincias, 
reunidos  en  Córdoba,  a  que  acuerden  y  convengan  en  lo  si- 
guiente: 

Io  En  fijar  la  proporción  de  la  población  que  deba  reglar 
el  nombramiento  de  cada  uno  de  los  Representantes  en  el 
Congreso  General. 

2o  Que  adopten  y  publiquen  un  método  de  elecciones  que 
sirva  en  todas  las  Provincias  para  el  nombramiento  de  dichos 
Representantes. 

3o  Que  designen  el  lugar  donde  deben  reunirse  aquellos, 
cuando  sean  invitadas  las  Provincias  para  concurrir  con  sus 
respectivas  representaciones  para  fijar  el  día  en  que  deba  ser 
instalado  el  Congreso. 

4o  Que  elijan  y  recomienden  a  uno  de  los  Gobiernos  de  las 
Provincias  libres,  para  que  este,  a  medida  que  los  del  Alto 
Perú  se  pongan  hábiles,  las  invite  e  incite  a  que  concurran, 
por  medio  de  los  Diputados  correspondientes  al  Congreso  y 
para  que  el  dicho  Gobierno,  llegado  aquel  caso  dé  todas  las 
providencias  oportunas,  para  que  se  realice  la  apertura  e  ins- 
talación de  dicho  Congreso  General. 

Igualmente  ha  acordado  la  Honorable  Junta  cometer  a 
V.  E.  de  cuyas  luces  está  plenamente  satisfecha,  la  comunica- 
cación  de  aquella  resolución  a  los  Señores  Diputados,  esten- 
diendo en  conformidad  a  ella  las  instrucciones  competentes  a 
que  deben  ceñir  el  uso  y  ejercicio  de  las  facultades  y  poderes 
que  les  están  conferidos. 

Todo  lo  que  de  orden  de  dicha  Honorable  Junta  se  avisa 
a  V.  E.  con  remisión  de  la  nota  original  de  dichos  Señores 
Diputados  para  su  inteligencia  y  fines  consiguientes. 

Dios  guarde  a  V.  E.  muchos  años.  Sala  de  las  Sesiones  en 
Buenos  Aires,  y  Setiembre  15  de  1821. 

fdo.:  Diego  Estanislao  Zavaleta 
Presidente 

fdo.:  Pedro  Medrano 
Vocal  Secretario 

Excmo.  Señor  Gobernador  y  Capitán  General  de  la  Provincia. 


212 


CREDENCIAL  DE  DIPUTADOS 


Por  Cuanto  la  H.  Junta  de  Representantes  de  la  Prov."  de 
Buenos-Aires  usando  de  la  soberanía  ordinaria  y  extraord.8 
que  rebiste  ha  sancionado,  en  sesión  de  nueve  del  corrte,  con 
valor  y  fuerza  de  ley,  lo  siguiente 

Articulo  primero 

Apruébase  la  elección  que  ha  hecho  la  Provincia  para  Re- 
presentantes al  Congreso  Nacional,  y  ha  recaído  en  los  S.  S. 
Don  Mariano  Andrade:  Don  Julián  Segundo  de  Agüero:  Don 
Valentín  Gómez:  D.  Juan  José  Paso:  Don  Diego  Estanislao 
Zavaleta:  D.  Manuel  José  García:  Don  Nicolás  Anchorena: 
D.  Francisco  de  la  Cruz,  y  D.  Manuel  Ant.°  Castro. 

2o 

Mientras  el  Congreso  Nacional  tenga  sus  sesiones  en  Bue- 
nos-Aires, a  los  Reptes  nombrados  a  él  por  la  provincia  no  se 
les  acordará  compensación  alguna. 

3o 

Líbreseles  el  correspondiente  despacho,  con  inserción  de  esta 
Ley,  firmado  por  el  Presidente,  autorizado  por  los  dos  secreta- 
rios, y  sellado  con  el  sello  de  la  representación,  p.a  que  les  sirba 
de  bastante  credencial,  avisándose  al  gob.no  pa  su  intelig* 

Por  tanto,  y  en  conformidad  con  lo  que  se  dispone  en  el 
art.°  3o  de  la  ley  inserta,  ha  mandado  librar  en  fabor  de  D.  Die- 
go Estanislao  de  Zavaleta  el  presente  despacho  de  diputado 
al  Congreso  Nacional.  Dado  en  Buenos  Aires  a  catorce  de 
octubre  de  mil  ochocientos  veinte  y  cuatro. 

(fdo.)  Manuel  Pinto 
Presidí 
(rúbrica) 

(sello  con) 
cubierta  de 
papel  blanco 

Je  Sev°  Malavia  Justo  José  Núnez 

Sec°  Srio 

Sor  D.  Diego  Estanislao  de  Zavaleta 

(Credencial  de  Diputado  Nacional) 


213 


CONGRESO  GENERAL  CONSTITUYENTE 


Sesión  Secreta  del  18  de  Julio  de  1825.  Antecedentes  de  la  guerra 
con  el  Brasil:  Situación  de  la  Banda  Oriental 

«.  .  .En  este  estado  el  Señor  Zavaleta,  miembro  de  la  comi- 
sión especial,  encargada  de  abrir  dictamen  sobre  la  comuni- 
cación recibida  del  Gobierno  provisorio  de  la  Banda  Oriental, 
tomó  la  palabra  y  expuso  que,  los  individuos  que  la  componían, 
penetrados  de  la  gravedad  del  asunto  y  del  pulso  con  que  debía 
manejarse,  para  no  comprometer  imprudentemente  la  seguridad 
de  las  provincias  contiguas  a  la  Oriental,  tales  como  la  de 
Misiones,  Corrientes  y  Entre  Ríos,  habían  considerado  que 
era  necesario  oír  a  los  Ministros  del  Executivo  Nacional  sobre 
el  estado  actual  de  nuestra  situación,  sobre  los  auxilios  con 
que  el  Congreso  podría  contar  para  socorrer  a  los  orientales; 
sobre  la  fuerza  armada  que  sería  disponible  para  este  objeto; 
sobre  el  contingente  con  que  las  provincias  concurrirían  a 
esta  obra;  y  en  fin,  sobre  todas  los  datos  y  antecedentes  que 
debían  tenerse  presentes  para  no  exponerse  a  aconsejar  a  la 
Sala  una  medida  que,  en  sí  misma,  podría  importar  esencial- 
mente una  declaración  de  guerra,  o  una  agresión  contra  los 
Brasileros  tal  vez  inoportuna  y  de  muy  fatales  consecuencias 
para  todo  el  Estado,  y  principalmente  para  aquellas  referidas 
provincias  representadas  hoy  en  Congreso,  que  están  más 
inmediatas  al  peligro;  o  para  dictaminar  la  línea  de  conducta 
que  en  circunstancias  tan  delicadas  debía  adoptarse  por  el 
Congreso  para  salvar  sus  legítimos  derechos  a  la  Banda  Orien- 
tal, preparar  los  medios  de  hacer  efectiva  su  recuperación,  y 
evadir  al  mismo  tiempo  los  riesgos  que  por  ahora  se  temen.  — 
Que  el  señor  ministro  de  Gobierno  y  Relaciones  exteriores 
habrá  asistido  con  este  objeto  a  las  conferencias  de  la  comi- 
sión y  había  hecho  en  ella  todas  quantas  explicaciones  se  le 
habían  exigido  acerca  de  aquellos  particulares,  aunque  con  la 
reserva  que  demandaba  la  naturaleza  de  algunos  de  ellos. 
Que  después,  y  a  pesar  de  todo  esto,  los  individuos  de  la  comi- 
sión se  habían  mantenido  siempre  disconformes  en  sus  opi- 
niones, de  tal  suerte  que  no  se  había  podido  reunir  la  mayoría 
acerca  de  las  dificultades  que  se  habían  tocado  y  controvertido. 


214 


Que  en  estas  circunstancias  bien  pudieron  haber  adoptado 
los  miembros  de  la  comisión  el  medio  de  presentar  cada  cual 
su  dictamen  a  la  Sala,  pero  que  aun  para  esto  consideraron 
que  sería  preciso  que  el  Congreso  resolviese  previamente  algu- 
nas cuestiones,  que  serían  de  mayor  embarazo  en  los  trabajos 
de  la  comisión,  como  por  exemplo:  si  el  Congreso  por  una 
nota  había  de  contestar  a  todos  los  puntos  de  la  comunica- 
ción del  govierno  provisorio;  porque  en  opinión  de  algunos 
debía  contestarse  aprobando  la  conducta  de  los  orientales  y 
ofreciendo  de  parte  del  Congreso  todo  lo  que  estuviese  a  sus 
alcances  para  el  feliz  éxito  de  su  causa,  reservando  solamente 
el  contestar  con  respecto  a  la  incorporación  y  recibimiento  de 
los  Diputados  que  ya  se  decían  nombrados  por  la  Provincia 
Oriental;  en  opinión  de  otros  debía  contestarse  francamente 
adhiriendo  en  todo  a  las  insinuaciones  de  los  Orientales,  aun- 
que esto  importase  una  agresión  o  declaración  de  guerra  contra 
los  Brasileros;  y  aún  en  opinión  de  algunos  debía  aumentarse 
mayor  número  a  la  Comisión  para  ver  si  con  tal  aumento  de 
luces  podía  facilitarse  la  expedición  de  este  negocio  tan  grave 
y  tan  delicado.  Que,  esta  ansiedad  en  que  se  encontraba  la 
Comisión  por  la  divergencia  de  opiniones,  hizo  que  el  expo- 
nente (Doctor  Zavaleta)  pidiese  al  Congreso  en  la  sesión  ante- 
rior, el  que  se  reuniese  en  conferencia  privada  ya  que  no  podía 
ser  en  sesión  pública,  porque  la  naturaleza  del  asunto,  y  sus 
correspondientes  discusiones  absolutamente  lo  resistían,  a  fin 
de  que  oyendo  las  diferentes  opiniones  que  podrían  asomar 
en  la  Sala,  y  a  los  señores  ministros  del  Poder  Executivo  Na- 
cional, resolviese  si  la  minuta  de  contestación  de  que  está 
encargada  la  Comisión  debe  estenderse  a  todos  los  puntos  de 
la  nota  de  los  Orientales;  si  ha  de  contestárseles  que  el  Con- 
greso aprueba  su  conducta,  que  los  auxiliará,  que  admitirá 
sus  Diputados,  y  que  a  todo  está  dispuesta,  aunque  para 
ello  sea  necesario  declarar  la  guerra  a  los  Brasileros;  y  en 
fin,  para  que  el  Congreso  en  mérito  a  todas  las  dificultades 
que  ofrece  esta  materia,  se  digne  tomar  alguna  resolución 
que  a  lo  menos  sirva  como  de  base  para  los  ulteriores  traba- 
jos de  la  Comisión.» 


215 


DICTAMEN   DEL  Dr.  D.  DIEGO   E.  DE  ZAVALETA 
SOBRE  PATRONATO  NACIONAL 


Al  Sr.  Ministro  de  Gobierno  D.  Manuel  José  García. 

La  respetable  nota  de  V.  S.,  en  que  se  me  transcribe  el 
decreto  supremo  de  21  del  próximo  pasado  Febrero,  que  ordena 
a  todos  los  individuos  nombrados  para  integrar  la  junta  de 
teólogos  y  juristas  convocada  para  el  24  del  mismo,  pasen  al 
Gobierno  su  ditamen  escrito  sobre  las  14  proposiciones  im- 
presas al  fin  del  Memorial  Ajustado,  me  constituye  en  el  deber 
de  llenar  esta  tarea;  tan  gravosa  para  mí,  por  mi  quebrantada 
salad  y  avanzada  edad;  como  desagradable,  por  circunstancias 
particulares,  que  ignoran  pocos,  y  que  sería  tan  indiscreto,  como 
impertinente  detallar.  Voy  pues  a  emprenderla,  aunque  con  la 
conciencia  de  que  mis  esfuerzos,  sean  cuales  fueren,  sobre 
inútiles  al  noble  objeto  que  se  propone  el  Gobierno,  serán 
siempre  insuficientes  a  corresponder  de  un  modo  digno  a  la 
confianza  y  alto  honor,  que  me  ha  dispensado,  al  exigirme  el 
dictamen  sobre  una  materia  tan  grave  y  de  tanta  trascendencia 
para  la  República,  y  aun  para  la  América  entera.  Ellos,  sin 
embargo,  serán  la  mejor  y  más  relevante  prueba,  que  puedo 
darle,  de  mi  respeto  y  obediencia  a  la  autoridad  suprema  del 
Estado:  y  por  otra  parte  me  proporcionarán  la  oportunidad 
(siempre  grata  para  mí)  de  repetir  y  ratificar  la  profesión  pública 
de  mi  fe  política;  y  prevenir,  en  parte,  los  ataques,  que,  en  razón  de 
las  opiniones  que  vierta,  pudieran  hacerse  a  mi  fe  religiosa: 
obligaciones  sagradas,  de  que  no  debo  desentenderme.  Es  por  esto, 
que  espero  se  me  disimule,  si  al  espresar  mi  conformidad,  res- 
pecto de  las  proposiciones  del  Gobierno,  no  me  ciño  al  tenor 
literal  del  decreto  de  21  de  Febrero;  y  me  permito  hacer  sobre 
ellas  una  u  otra  reflexión,  conducentes  a  aclarar  su  sentido,  y 
comprobar  su  verdad. 

La  primera  de  las  proposiciones  es  tan  clara  y  evidente,  que 
no  habrá  un  solo  argentino  a  quien  pueda  hoy  ocurrirle  duda 
sobre  ella.  Para  el  último  de  estos,  empeñarse  en  demostrársela, 
sería  un  agravio:  negársela,  sería  un  crimen,  que  no  sabría 
perdonar.  Por  consiguiente  yo  reconozco  en  la  Nación,  que 
formamos,  la  soberanía  de  todos  los  pueblos  que  integran  nues- 
tra República,  con  todas  las  atribuciones  y  derechos  que  le  son 
esencialmente  anexos,  y  que  hasta  el  25  de  Mayo  de  1810  ejer- 


216 


cieron  los  reyes  de  España  en  ellos.  .  .  Pero  como  estos 
pueblos,  después  de  revindicar  su  soberanía,  reconquistando 
heroicamente  su  independencia,  han  manifestado  su  decidida 
voluntad  de  constituirse  y  gobernarse  como  República  Federal, 
bajo  los  pactos,  que  de  común  acuerdo  sancionen  y  ratifiquen 
ellos  mismos:  como  hasta  el  día  no  ha  llegado  el  caso,  de  que 
estas  Provincias  o  nuevos  Estados  realicen  y  ratifiquen  esos 
pactos,  a  virtud  de  los  cuales  se  establecerá  quizá  una  autori- 
dad general,  constitucionalmente  encargada  de  la  dirección,  y 
ejercicio  de  los  negocios  comunes  a  la  federación,  que  se  le 
designen:  entretanto  llega  el  tiempo  de  que  todo  esto  se  veri- 
fique, es  arreglado  a  derecho  y  constante  de  hecho,  que  cada 
uno  de  nuestros  gobiernos,  aunque  nuevos  independientes,  ha 
resumido  y  ejerce  plenariamente  su  soberanía.  De  lo  que  resulta 
demostrada  la  segunda  proposición  asentada  por  el  Gobierno.  .  . 
Ella  anuncia  solo  un  hecho,  confirmado  con  la  práctica  de  nues- 
tros nuevos  Estados,  y  con  la  delegación  misma,  que  han  hecho 
al  gobierno  de  este,  para  que,  a  nombre  de  todos,  mantenga 
las  relaciones  esteriores  con  los  poderes  estranjeros;  reserván- 
dose la  celebración  de  tratados  y  su  ratificación. 

Pero  ¿entre  esos  derechos  y  atribuciones  propias  de  la  sobe- 
ranía, que  antes  ejercieron  en  estos  países  los  reyes  de  España, 
y  hoy  ejercen  los  Gobiernos  de  nuestras  provincias,  ha  de 
incluirse  el  patronato  y.  protección  de  las  Iglesias?  Esa  es  la 
duda  que  resuelve  afirmativamente  el  Gobierno  en  3a.  propo- 
sición, que  creo  cierta;  arreglando  en  esta  parte  mi  juicio  a  lo 
que  terminantemente  deciden  jurisconsultos  célebres,  que  han 
escrito  sobre  esta  regalía.  «La  soberanía,  dice  uno  de  ellos, 
consiste  entre  otras  cosas  en  este  derecho  de  nombrar  a  las 
prelacias  de  las  Iglesias».  Summus  dominatus  consistit,  ínter 
alia,  in  hoc  jure  nominandi  ad  ecloesiasticas  proefecturas. 

«La  regalía  del  patronato,  dice  otro  se  llama  Mayoría  por- 
que ella  importa  propiamente  el  reconocimiento  de  la  sobe- 
ranía. .  .  Es  la  forma  y  esencia  misma  de  la  magestad» :  hanc 
jurisdictionem  (la  del  Patronato)  ideo  majoriam  vocamus 
quod  ea  proprie  pertineat  ad  supremam  principatus  recogni- 
tionem.  .  .  Praeterea  haec  suprema  jurisdiction  est  ipsa  forma, 
et  substantialis  essentia  magestatis.  Y  aun  el  rey  D.  Alfonso  el 
Sabio  en  la  ley  34,  tít.  18,  part.  3,  definiendo  las  regalías  (en 
cuyo  número  se  incluye  el  patronato)  dice:  «Son  cosas  que 
están  ayuntadas  siempre  al  señorío  del  reino».  Nótese  con  aten- 


217 


ción,  que  no  dice  al  rey,  sino  al  señorío  del  reyno;  y  lo  que  vale 
lo  mismo  a  la  soberanía,  de  quien  es  atribución  esencial.  .  . 
Algo  más  se  dirá  sobre  este  mismo  asunto  al  considerar  las 
proposiciones  5,  6,  7  y  8.  Mas  antes  debo  espresar,  como  lo 
hago,  mi  absoluta  conformidad  con  la  4a.,  que  reconoce  en 
la  nación,  y  sus  gobiernos  independientes,  el  detecho  de  exa- 
minar todos  los  breves,  y  demás  rescriptos  de  Roma,  para  dar- 
les, suspenderles  o  negarles  el  exequátur  o  pase;  reconocido, 
sancionado  y  practicado  en  todos  los  estados  católicos  sobe- 
ranos. Me  permitiré  sólo  advertir  aquí  de  paso,  que  la  racio- 
nal y  justa  excepción,  que  conformándose  con  la  ley,  hace  el 
Gobierno  de  los  breves  de  penintenciaria,  no  es  porque  en  ellos 
se  trate  de  materias  o  facultades  espirituales;  paes  que,  cuales- 
quiera que  ellas  fuesen,  no  serían  más  espirituales  que  las  indul- 
gencias: sino  porque  aquellos  se  versan  sobre  negocios  del 
fuero  penitencial;  y  su  examen  y  reconocimiento  violaría  el 
sagrado  del  sigilo  sacramental.  Por  eso  es  que  generalmente 
vienen  sobrecartados:  Discreto  confesarlo. 

Las  cuatro  proposiciones  siguientes  de  5a.  a  8a.  inclusive, 
una  y  otra,  se  me  hace  preciso  considerarlas  a  un  tiempo  mis- 
mo, por  evitar  remisiones,  o  repeticiones  fastidiosas,  que  quizá 
se  harían  indispensables,  si  reflecionara  sobre  cada  una  de 
ellas  separadamente.  Las  7a.  y  8a.  son  como  dos  consecuen- 
cias deducidas  con  precisión  y  exactitud  de  las  dos  anteceden- 
tes, que  se  suponen  y  sostienen  como  indudables  en  las  propo- 
ciones 5a.  y  6a.  En  efecto:  si  corresponde  a  nuestros  Gobiernos, 
a  virtud  del  Patronato,  la  nominación  a  los  obispados,  digni- 
dades, canongias  y  demás  prebendas  y  beneficios  eclesiásticos; 
si  por  el  mismo  título  les  corresponde  la  circunscripción  terri- 
torial de  las  diócesis;  parece  arreglado  a  principios  de  deducir, 
que  Su  Santidad  no  ha  debido  considerar  subsistentes  las 
antiguas  reservas  con  respecto  a  lo  primero;  ni  reservarse  de 
nuevo  lo  segundo,  sin  derogar  tácita  y  aun  expresamente  el 
patronato:  en  cuyo  caso,  por  la  ley,  está  el  Gobierno  en  el 
deber  de  retener  el  rescripto  pontificio;  y  suplicar  y  reclamar 
también  esta  regalía,  o  llámese  derecho  nacional.  Lo  primero 
y  principal  porque  las  mismas  disposiciones  canónicas,  al  san- 
cionar las  reservas,  terminantemente  han  exceptuado  los  bene- 
ficios de  patronato  de  soberanos,  a  los  que  dicen,  no  se  intenta 
perjudicar.  Lo  2o.  porque  ni  aún  será  fácil  encontrar  autor 
alguno,  que  sostenga  como  opinión  propia,  que  esas  resetvas 


218 


deban  extenderse  a  las  Iglesias  de  Patronato  de  reyes  y  prínci- 
pes soberanos:  en  cuya  categoría  deben  sin  duda  alguna  con- 
siderarse nuestros  gobiernos,  desde  que  ellos  están  a  la  cabeza 
de  Estados  independientes  e  independientes  sólo  por  sus  heroi- 
cos esfuerzos.  Nada  importan  los  nombres  sobre  esta  materia: 
debe  sólo  mirarse  el  carácter  que  inviste  la  autoridad:  y  la  de 
nuestros  Gobiernos,  independiente,  como  es,  de  todo  poder 
extraño,  inviste  esencialmente  el  de  soberanía.  Son  por  lo 
mismo  éstos  comprendidos  en  el  principio  general,  que  asien- 
tan los  profesores  de  uno  y  otro  derecho  pontificio  y  real, 
particularmente  el  Sr.  Frasso:  «Que  a  los  principes  supre- 
mos les  pertenece  el  Patronato  general  y  común  de  sus  Estados; 
y  muy  especialmente  el  de  las  Iglesias  mayores  respecto  de  las 
cuales  se  llaman  también  defensores  y  Patronos.  Supremis 
enim  Principus.  .  .  suorum  semper  principatuum  generalis  et 
communis  pertinet  patronatus,  máxime  majorum  ecclésiarum, 
respectu  quarum  etiam  discuntur  deffensores  et  patroni».  Pa- 
tronato general  y  común,  que  también  puede  llamarse,  y  le 
llaman  real  los  canonistas;  no  porque  lo  ejerce  un  rey,  como 
en  España,  sino  porque  rei  adhaeret,  como  dice  el  P.  Murillo: 
Patronato,  que  si  bien  fué  posteriormente  autorizado  y  robus- 
tecido por  las  disposiciones  canónicas  de  los  Romanos  Pon- 
tífices, ejercieron  los  príncipes,  especialmente  en  España,  mu- 
chos siglos  antes  de  esta  autorización;  y  aun  de  haber  sido 
aquel  derecho  conocido  con  tal  nombre:  y  Patronato  al  fin, 
que,  en  cuanto  importa  sólo  el  derecho  de  nominación,  susti- 
tuido al  de  elección,  debió  necesariamente  tener  un  origen 
muy  distinto  del  que  hoy  se  le  quiere  suponer.  Lo  diré  franca- 
mente»: debió  tener  un  origen  popular. 

Tal  vez  no  faltará  quien  censure  con  acrimonia  esta  mi 
proposición.  Por  eso  me  es  preciso  recordar,  que  desde  el  mismo 
establecimiento  de  la  Iglesia  de  Jesu-Cristo,  a  todo  el  pueblo 
ciistiano  correspondió  el  derecho  de  elegir  los  obispos  y  demás 
Ministros  sagrados.  Muy  pocos  días  después  de  la  gloriosa 
ascensión  del  Salvador  a  los  cielos,  se  eligió  el  primer  Obispo, 
que  debía  ocupar  en  el  colegio  apostólico  el  lugar  del  pérfido 
Judas.  Toda  la  Iglesia  reducida  entonces  sólo  a  12  personas, 
permanecía  reunida  aun  en  Jerusalem  esperando  el  Espíritu 
Santo,  que  se  les  había  prometido,  cuando  San  Pedro  le  expone 
la  necesidad  de  elegir  uno  que  con  ellos  fuese  testigo  de  la  Re- 
surrección; y  de  común  acuerdo  de  toda  la  asamblea  se  pro- 


219 


ponen  dos;  se  sortean;  y  por  suerte  recae  la  elección  en  San 
Matías...  Algún  tiempo  después  se  suscita  una  queja  de  los 
neófitos  griegos  contra  los  hebreos. 

Para  acallarla,  los  apóstoles  determinan  la  elección  de  7 
diáconos,  encargados  de  la  asistencia  y  sustento  de  los  pobres 
y  de  la  distribución  de  las  limosnas  y  oblaciones.  Los  12  con- 
vocan a  todos  los  fieles;  les  dejan  la  elección  libre;  ellos  la 
hacen;  y  presentan,  los  7  electos  a  los  apóstoles,  que,  orando 
sobre  ellos,  les  imponen  las  manos  y  confieren  el  ministerio; 
que  hoy  llamaríamos  Beneficio. 

Estos  dos  hechos  notables,  consignados  en  los  capítulos 
1  y  6  de  las  actas  apostólicas,  demuestran  a  la  evidencia  el 
derecho,  que  desde  el  establecimiento  de  la  Iglesia,  ejerció  el 
pueblo  cristiano  en  la  elección  de  sus  Obispos,  Sacerdotes  y 
Ministros.  El  se  mantuvo  por  mucho  tiempo  en  esta  posesión; 
y  no  es  preciso  ser  muy  versado  en  la  historia  eclesiástica,  para 
saber  que  el  derecho  del  pueblo  a  elegir  sus  Obispos  fué  umver- 
salmente reconocido  y  practicado  por  siglos  en  todas  las  igle- 
sias del  orbe,  inclusa  la  de  Roma,  madre  y  maestra  de  todas 
las  demás.  Recórrase  toda  la  Distinción  63,  del  decreto  de  Gra- 
ciano, y  allí  se  tropezará  con  muchas  decisiones  canónicas, 
que  ponen  a  la  vista  este  hecho;  y  que  no  copio  aquí  por  no 
alargar  demasiado  este  dictamen.  Pero  no  quiero  dejar  de  pre- 
sentar dos  documentos  célebres,  que  demuestran,  que  esta 
disciplina  apostólica  subsistía  en  España  en  el  siglo  VI,  y  aún 
un  tercio  después  de  haber  entrado  el  VIL  El  primero  es  el 
can.  3  de  un  concilio  de  Barcelona  del  año  599,  que  dispone: 
«Que  a  ninguno  se  permita,  invirtiendo  el  tiempo  fijado  en  los 
cánones,  aspirar  a  ser  admitido  al  sacerdocio  sumo;  ya  sea 
por  las  sacras  Regalías,  o  por  medio  del  consentimiento  del 
clero  y  pueblo;  o  por  elección  y  ascenso  de  los  Obispos».  El 
segundo  es  el  can.  19,  del  4o.  Concilio  de  Toledo  en  633,  que 
refiriendo  las  personas  que  no  deben  ser  ordenadas,  dice: 
«Que  no  lo  sean  los  que  no  han  sido  elegidos  por  el  pueblo  y 
por  el  clero,  ni  aprobados  por  el  Metropolitano  y  por  el  Sí- 
nodo de  la  provincia.  .  .  » 

¡Ojalá  hubiera  subsistido  y  aún  subsistiera  esta  disciplina!.  .  . 

Entretanto  ella  varió;  y  notamos  que  en  los  siglos  poste- 
riores, en  varias  partes,  los  reyes,  solos  intervenían  en  la  elec- 
ción de  los  Obispos.  Los  de  España  las  hicieron  exclusiva- 
mente suyas:  y  ese  derecho,  que  hoy  se  conoce  con  el  nombre 


220 


de  Patronato;  que,  conforme  a  la  regla  dada  por  los  apóstoles, 
correspondía  al  pueblo  fiel,  y  que  éste  había  ejercido  sin  con- 
tradicción, desde  que  abrazó  la  fé,  pasó  a  sus  reyes;  que  lo 
ejercieron,  sin  duda,  en  su  representación,  como  cabezas  de 
esa  sociedad  civil  que  era  también  una  Iglesia  nacional.  No  es 
este,  señor  Ministro,  un  pensamiento  nuevo,  que  haya  ocu- 
rrido en  este  tiempo  a  algún  entusiasta  apasionado  del  gobierno 
representativo.  Como  un  siglo,  o  algo  mas  há,  que  escribía  el 
señor  Hontalva  su  dictamen  sobre  el  Patronato,  y  citaba  ya  la 
doctrina  de  dos  ilustres  jurisperitos,  que  de  ese  principio  deri- 
vaban el  derecho  de  nominación  en  los  reyes.  Es  el  primero 
Francisco  Zipeo,  que  en  su  Lib.  2  «De  jurisdict»  capítulo  21, 
hablando  de  la  nominación  real  de  los  Obispos  dice:  que  en 
ella  subsiste  de  algún  modo  el  uso  antiguo  de  la  iglesia  de  inter- 
venir en  las  elecciones  el  pueblo,  que,  mediante  una  ley  real, 
ha  traspasado  al  príncipe  su  derecho:  «redolet  aliquid  ex  vete- 
ris  ecclesiae  usu,  ut  populus  interveniret,  que  principi  et  in 
principem  lege  regia  jus  omne  transtulerit».  El  segundo  es  Mi- 
ñano,  que  en  el  tratado  2o.  de  su  obra  titulada:  «Basis  Jurisd. 
Pontif.»  hablando  de  la  misma  práctica  dice:  que  este  derecho 
se  ha  trasladado  del  pueblo  al  príncipe:  «hoc  autem  jus  á  populo 
ad  principem,  exemplo  legis  regiae  translatum  est». 

Pero,  por  mas  que  sean  respetables  los  nombres  de  estos 
dos  ilustres  profesores,  no  es  tanta  para  mí  su  autoridad,  que 
por  su  solo  aserto,  crea,  que  este  apreciable  derecho  haya  pa- 
sado a  los  reyes  por  solo  su  voluntad:  «lege  regia. . . »  No,  toda 
variación,  o  novedad  sobre  disciplina  eclesiástica  se  hizo  siem- 
pre en  aquel  reino,  por  sus  Obispos,  en  multiplicados,  y  fre- 
cuentes Concilios  provinciales  y  nacionales,  que  celebraron; 
y  no  es  creíble,  que  esta,  de  tanta  trascendencia,  se  haya  he- 
cho sin  su  deliberación,  y  sanción.  Especialmente  cuando  se 
observa,  que  otra  variación  de  disciplina,  sobre  la  misma  ma- 
teria de  provisión  de  Obispados,  no  fué  ordenada  sino  por  la 
autoridad  eclesiástica.  Hablo  de  la  confirmación  de  los  Obispos, 
que,  conforme  a  derecho,  debía  hacerse  por  el  metropolitano; 
y  en  España  se  hacía  por  el  Arzobispo  de  Toledo,  en  virtud  del 
canon  6o.  del  Concilio  12  de  aquella  ciudad,  en  que  se  decidió: 
«Placuit  (dice)  ómnibus  pontificibus  Hispaniae,  atque  Galli- 
tiae. . .  ut  licitum  maneat  prinoeps  Toletano  Pontífice  quos- 
cumque  regalis  potestas  elegerit,  et  dicti  Toletani  epicopi  judi- 
cium.  .  .  probaverit  in  quibuslibet  Provinciis.  .  .  proeficere  Proe- 


221 


sules».  Una  expresa  decisión  de  la  Iglesia  española  fué  necesaria 
para  transmitir  al  Primado  de  Toledo  el  derecho  de  los  metro- 
politanos. ¿Y  no  será  probable,  y  muy  probable,  que  en  otra 
igual  decisión  trasmitiese  al  rey  el  derecho  del  clero  y  pueblo  a 
elegir,  que  le  correspondía  por  institución  apostólica? 

Mas  sea  de  esto  lo  que  fuere.  Hayase  traspasado  a  los  reyes 
de  España  el  derecho  de  nombrar  los  Obispos,  a  virtud  de  una 
ley  real,  o  de  una  sanción  conciliar:  sea  esa  prerrogativa,  en 
ellos,  una  usurpación  en  sus  principios,  legitimada  después  con 
el  transcurso  del  tiempo  y  aprobación,  al  menos  tácita,  de  la 
nación;  o  haya  sido,  desde  entonces,  una  transmisión  legal  de 
aquel  derecho,  decretada  y  sancionada  por  la  Iglesia  española: 
siempre  resulta,  en  último  análisis,  que  si  los  reyes  de  España 
han  elegido  y  eligen  o  nombran  los  Obispos,  lo  han  hecho  y 
lo  hacen  en  representación  del  pueblo  fiel,  a  quien  correspon- 
día, por  la  primitiva  constitución  de  la  Iglesia,  elegirlos  por  sí; 
y  que  hoy  lo  hacen  por  su  cabeza,  o  gefe  que  lo  representa. 
Resulta  algo  más:  que  la  Iglesia  Española,  al  través  de  tantos 
siglos,  y  a  pesar  de  las  vicisitudes,  a  que  ha  estado  sujeta  sus 
disciplina,  por  este  medio  legal,  ha  conservado  siempre  ese 
resto  precioso  de  su  primitiva  libertad  en  la  elección  de  sus 
pastores:  libertad,  que  ha  sostenido  con  constancia,  y  ha  recla- 
mado en  todos  tiempos  con  religiosa  energía,  hasta  conseguir 
afirmarla  y  asegurarla  con  compromisos  y  transacciones  solem- 
nes. Jamás  su  firme,  aunque  siempre  respetuosa  resistencia  a 
las  innovaciones  que  se  intentaron  introducir  con  varios  títu- 
los, pudo  calificarse  de  criminal:  jamás,  por  haberla  hecho  se 
la  tuvo  por  cismática.  Al  fin  se  reconoció  su  justicia;  y  la 
Santa  Sede  reconoció  y  ratificó  sus  derechos  por  el  Concor- 
dato de  1753. 

Al  tiempo  de  la  celebración  de  este  tratado,  que  aseguró  a 
la  Iglesia  española  su  apreciable  libertad  de  elegir  sus  Obispos, 
y  no  recibir  precisamente  los  que  se  le  quisiesen  destinar,  se 
hallaba  ella,  como  aún  está,  extendida  en  distintas  partes  del 
orbe.  Una  de  sus  secciones  existía  en  esta  parte  de  América. 
Reconocía  el  mismo  soberano,  que  la  de  Europa:  ambas  tenían 
por  consiguiente  en  él  un  mismo  representante  que  a  nombre 
de  cada  una,  en  su  caso  respectivo,  ejerciese  aquel  derecho. 
Mas  hoy  la  fracción  de  aquella  Iglesia  existente  en  estas  pro- 
vincias, ha  querido  constituirse,  y  se  ha  constituido  en  un 
estado  independiente  del  rey  de  España  y  de  todo  poder  extran- 


222 


jero.  Ha  querido  tener  y  tiene,  un  gobierno  propio,  que  se  ha 
elegido  ella  misma.  No  puede  ya  el  rey  de  España  representarla 
en  sentido  alguno;  porque  en  ninguno  le  pertenece.  Por  consi- 
guiente, su  Gobierno  propio  a  quien  ella  ha  confiado  el  ejer- 
cicio y  custodia  de  sus  derechos,  es  quien  debe  resguardárselos, 
conservárselos  ilesos,  y  no  permitir  que  sea  privada  o  despo- 
jada de  ellos  por  persona  alguna,  por  mas  que  sea  elevado  su 
carácter  y  respetable  su  autoridad.  ¿Y  entre  esos  derechos  no 
le  ha  confiado  este  nuevo  estado  y  antigua  iglesia,  el  del  patro- 
nato? Regístrense  todos  los  códigos  que  ha  formado  para  su 
régimen  y  administración;  y  en  todos  se  encontrará  consignada 
al  Gobierno  esta  atribución.  Constituciones  que  se  han  hecho: 
reglamentos  provisorios,  que  se  han  dado  en  diverso  tiempos: 
sobre  todo,  el  uso  y  práctica  de  este  derecho  en  todo  el  período, 
que  ha  corrido  desde  el  año  10  al  presente;  todo  comprueba, 
que  el  derecho  de  patronato  o  nominación  a  todas  las  digni- 
dades, prebendas  y  beneficios  corresponde  a  nuestro  Gobierno.  . 
En  consecuencia  reconozco  la  proposición  5a. 

Ella  supuesta,  me  es  necesario  convenir  en  la  7a.  que  es  su 
consecuencia.  El  Gobierno,  en  razón  del  Patronato,  cuyo  ejer- 
cicio se  le  ha  encargado,  está  en  el  deber  de  defender  y  poner 
a  cubierto  de  todo  ataque  los  derechos  y  libertades  de  esta 
Iglesia,  siempre  que  aquellos  sean  violados,  o  éstas  perjudicadas. 
Es  de  su  obligación  y  dignidad  sostener  los  primeros  y  reclamar 
enérgicamente  las  segundas.  Para  uno  y  otro  hay  medios  y  for- 
mas reconocidas,  de  que  se  han  servido  y  usado  siempre  las 
supremas  autoridades  de  los  Estados  católicos .  .  .  Por  desgracia 
es  una  verdad,  que  todo  poder  procura  siempre  estender  cuanto 
puede  la  esfera  de  su  autoridad;  y  no  siempre  han  formado  la 
excepción  de  esta  regla  los  Romanos  Pontífices .  .  .  Cuando  de 
esto  faltaran  pruebas,  bastarían  para  justificarlo  las  reservas 
pontificias.  Once  siglos  corrieron,  sin  que  ellas  fuesen  conoci- 
das. Los  Obispos  entonces  conferían  todos  los  beneficios  ecle- 
siásticos de  sus  diócesis:  y  lo  metropolitanos  daban  la  institu- 
ción canónica  a  los  Obispos.  Las  reservas  empezaron,  como  a 
la  mitad  del  siglo  XII,  por  puras  recomendaciones  de  los  Papas 
a  los  Obispos;  pero  éstas  se  recibían  como  órdenes,  que  siempre 
se  cumplían.  No  faltaron  algunos  prelados,  que,  con  razón  o 
sin  ella,  las  desatendieron.  Esto  ofendió,  como  no  era  estraño 
que  sucediese;  y  aquellas  recomendaciones  bien  pronto  fueron 
mandatos   «de  providendo»   con  conminatorias  de  excomu- 


223 


nión  si  no  se  obedecían.  Algún  tiempo  después  se  publicaron 
las  bulas  y  constitucioties  pontificias,  que  se  tuvo  cuidado  de 
insertar  en  el  cuerpo  del  derecho  canónico,  y  muy  especialmente 
en  el  sexto  de  Bonifacio  VIII,  y  extravagantes  comunes,  y  de 
Juan  XXII.  Vinieron  después  las  reglas  de  cancillería,  que, 
aunque  no  tienen  vigor  sino  durante  la  vida  del  Papa:  «doñee 
miserationis  divinoe  clementioe  nos  universalis  ecclesioe  regi- 
mini  proesidere  concesserit»;  como  todos  los  Sumos  Pontífices 
las  hacen  publicar  de  nuevo,  tan  luego  como  son  elevados  a 
la  silla  de  San  Pedro,  siempre  obligan,  sin  tomar  el  carácter  de 
ley.  En  la  2a.  y  4a.  de  estas  reglas  se  reserva  S.  A.  la  «provisión 
libre»  de  todas  y  cada  una  de  las  Iglesias  Catedrales,  que  vaca- 
sen; e  igualmente  las  dignidades  mayores  «sui  Pontificali».  Es 
a  éstas,  sin  duda,  que  el  Santo  Padre  se  refiere  en  la  bula  de 
institución  del  señor  Obispo  nuevamente  electo  para  esta  Igle- 
sia, en  aquellas  cláusulas:  «dudum  siquidem  provisiones  eccle- 
siarum  cathedralium,  tune  vacantium,  et  in  posterum  vacatu- 
rarum  ordinationi,  et  dispositioni  nostroe  reservavimus;  decer- 
nentes  ex  tune  irritum,  et  inane,  si  secus  super  his  a  quoquam 
quavis  aucthoritate  scienter,  vel  ignonanter  contigerit  atten- 
tari».  Es  a  virtud  de  estas  reservas  o  reglas,  publicadas  primero 
por  Benedicto  XII  y  sucesivamente  renovadas  por  sus  sucesores 
hasta  hoy,  que  Su  Santidad  se  ha  creído  autorizado  para  pro- 
veer «motu  proprio»  la  Iglesia  de  Buenos  Aires.  Pero  ¿quién 
mejor  que  Su  Santidad  sabe,  que  por  el  tenor  literal  de  la  42  de 
esas  reglas  o  reservas,  la  2a.  y  4a.  citadas  no  derogan  el  Patro- 
nato de  los  reyes,  condes,  duques  y  príncipes  soberanos?  ¿Como, 
pues,  podría  hacer  esta  provisión  «motu  proprio»,  si  no  des- 
conociese el  nuestro?  Es  preciso  no  afectar,  sobre  aquella  cláu- 
sula, dudas  que  no  existen.  Las  reservas,  que  en  ella  se  indican, 
importan,  no  la  sola  institución,  sino  la  provisión  absoluta- 
mente libre  por  parte  del  Papa,  sin  que  nadie  intervenga  en  ella, 
de  cualquier  modo ...  ¿Y  podrá  desentenderse  de  esto  el  Gobier- 
no? ¿Habrá  de  callar  y  obedecer  ciegamente?  ¿Hay  motivo  para 
estrañar,  que  en  protección  de  la  libertad  de  nuestra  Iglesia, 
proceda  y  obre,  con  respecto  a  Su  Santidad,  del  mismo  modo 
que  lo  haría  el  rey  católico  en  idéntico  caso?  ¿Y  que  haría  éste? 
O  mas  bien  ¿qué  debería  hacer?  Conformarse  con  la  ley:  rete- 
ner y  suplicar.  .  .  ¿De  cuando  acá,  señor  Ministro,  el  retener 
una  bula,  para  suplicar  de  ella,  ha  podido  calificarse  de  des- 
obediencia y  cisma...?  ¿Quien  ha  acusado  de  inobedientes  y 


224 


cismáticos  a  los  reyes,  cuando  lo  han  hecho?  ¿Quien  ha  lla- 
mado cismáticas  a  la  España,  Francia  y  Portugal  por  haber 
retenido  y  suplicado  de  la  famosa  bula  In  coena  Domini,  por- 
que atacaba  sus  regalías  y  perturbaba  la  jurisdicción  real?.  .  . 
Cada  año  se  publicaban  solemnemente  en  Roma  sus  anatemas 
el  Jueves  Santo,  hasta  el  tiempo  de  Clemente  XIV:  y  ella  no 
tenía  efecto  alguno  en  aquellos  reinos,  porque  en  ellos  estaba 
retenida  y  suplicada.  Entre  nosotros  tienen  lugar  aun  los  «re- 
cursos de  fuerza  y  protección»  severamente  prohibidos  en  ella. 
Concluyo  en  esta  parte  reconociendo  con  la  verdad  de  la  7a. 
proposición,  el  deber  del  Gobierno  a  conformarse  con  lo  que 
Ja  ley  ordena. 

Con  respecto  a  la  6a.  y  deducción  que  de  ésta  se  hace,  que 
es  la  8a.,  debo  exponer:  Que  tengo  por  incuestionable,  que  a 
la  autoridad  civil  suprema  corresponde  la  circunscripción  y 
deslinde  territorial  de  las  diócesis  u  obispados:  ni  alcanzo  pueda 
alegarse  contra  este  aserto  una  sola  razón  atendible.  Esto  prac- 
ticaron siempre  los  reyes  de  España,  y  en  nuestros  días  lo  hemos 
visto  practicado  para  la  nueva  erección  del  Obispado  de  Salta, 
cuyo  territorio  fué  desmembrado  de  las  diócesis  de  Charcas  y 
Córdoba.  Esto  mismo  está  también  supuesto  como  cierto  en 
nuestras  leyes.  Se  encuentra  entre  ellas  la  3,  tít.  7,  lib.  I  de  la 
Recopilación  de  Indias,  cuyo  epígrafe  es:  «que  los  Obispados 
de  las  Indias  tengan  los  distritos  que  esta  ley  declara».  En  el 
cuerpo  de  ella,  se  señalan  a  cada  uno  de  aquellos,  15  leguas  en 
contorno  por  todas  partes,  contadas  desde  el  lugar,  en  que  estu- 
viese la  Iglesia  Catedral;  y  al  final  se  encarga  a  los  Obispos 
guarden  sus  límites,  y  distritos  señalados».  «Y  (continúa  la  ley) 
en  cuanto  a  las  nuevas  divisiones  y  límites,  se  ejecute  lo  suso- 
dicho, donde  Nos  no  proveyeremos  otra  cosa».  Aquí  se  ve  con 
claridad,  que  el  rey  consideraba  una  atribución  suya,  por  razón 
de  su  soberanía  y  patronato,  la  designación  de  los  límites  de 
los  Obispados,  o  su  circunscripción  territorial,  pues  que  des- 
pués de  haberla  hecho  por  punto  general,  aún  se  reserva  el 
derecho  de  obrar  de  otro  modo  cuando  lo  tuviese  por  conve- 
niente. 

Mas  como  la  división  de  esta  diócesis,  que  desde  ahora 
tienen  en  mira  Su  Santidad  (y  que  a  la  verdad  creo  deberá  veri- 
ficarse, atendidas  las  actuales  circunstancias  del  país,  y  la  nueva 
posición  política  en  que  se  han  constituido  nuestras  antiguas 
provincias)  como  esa  división,  repito,  a  mas  de  la  circunscrip- 


223 


ción  material,  o  deslinde  previo  del  territorio  de  cada  una  de 
las  que  de  nuevo  se  formen,  exige  la  aprobación  de  la  autori- 
dad eclesiástica,  é  importa  además  la  erección  de  las  nuevas 
Iglesias  Catedrales  y  la  adjudicación  de  jurisdicción  espiritual 
a  los  Obispos,  que  de  nuevo  se  nombren  e  instituyan  canóni- 
camente, sobre  los  fieles  comprendidos  dentro  de  los  territorios 
deslindados,  que  antes  correspondían  a  este  Obispado:  como 
todas  estas  atribuciones  hoy  esclusivamente  corresponden  al 
Sumo  Pontífice,  conforme  a  la  disciplina  general  de  la  Iglesia, 
aunque  se  eche  menos  con  razón  en  la  bula  el  recuerdo  de  este 
Gobierno  y  de  la  parte  que  le  corresponde  sobre  este  negocio 
(descuido  que  seguramente  no  se  habría  tenido,  si  se  tratara  de 
la  división  de  alguna  diócesis  de  los  dominios  del  rey  católico), 
esta  omisión  no  la  juzgo  de  tal  trascendencia,  que  debiera  influir 
(si  no  hubiera  otra  razón)  en  que  se  le  negase  el  «pase»  a  al 
bula.  La  enunciada  reserva  es  puramente  preventiva  al  nuevo 
electo  (al  menos  tal  puede  ser  su  concepto)  para  que  desde 
ahora  tenga  entendido;  que,  aunque  le  confiere  el  Obispado 
como  existe,  él  se  reserva  dividirlo,  como  creyese  conveniente 
hacerlo  y  como  le  corresponde:  y  no  le  corresponde  hacerlo, 
sino  como  dice  la  ley  5,  tít.  5,  part.  I:  «Puede  facer  (el  Papa)  de 
un  Obispado  dos;  o  de  dos  uno,  aviendo  una  razón  guisada, 
por  que  lo  deba  facer,  que  fuese  á  pró  de  la  tierra,  ó  por  ruego 
de  los  reyes».  Por  lo  mismo,  conforme  como  estoy,  en  que  es  de 
la  atribución  del  Gobierno  la  circunscripción  del  territorio  de 
la  diócesis,  en  razón  de  que  a  este  solo  puede  corresponderle 
saber  como  convendría  hacerse,  para  que  fuese  a  pró  de  la 
tierra;  no  lo  estoy,  en  que  esa  reserva  anunciada  deba  influir 
de  modo  alguno  en  la  retención  de  la  bula,  que  el  Gobierno  no 
tiene  derecho  a  hacer  por  otro  principio  verdaderamente  de 
gravedad  y  alta  trascendencia. 

Las  demás  proposiciones  hasta  la  14  inclusive,  son  a  mi 
juicio  absolutamente  ciertas:  y  desde  luego  las  reconozco  como 
tales.  Pero  séame  aun  permitido,  antes  de  concluir,  hacer  sobre 
la  9,  que  establece  que  ningún  subdito  de  este  Estado,  conser- 
vando la  calidad  de  ciudadano,  puede  hacer  el  juramento  que, 
en  la  bula  de  constitución  se  exige  a  los  Obispos  como  condi- 
ción «sine  qua  non»  para  su  consagración,  dos  breves  obser- 
vaciones. Es  la  Ja.,  que  según  lo  que  aparece  del  certificado  de 
«pase»  dado  a  las  bulas  del  último  Obispo  de  esta  Diócesis,  que 
se  ha  publicado  impreso  en  el  Memorial,  los  Obispos  de  España 


226 


no  hacían  ya  el  juramento  conforme  a  la  fórmula  que  se  les 
incluía  de  Roma,  y  que  se  halla  también  en  el  Pontifical  Ro- 
mano (aunque  algo  cercenada  en  los  impresos  en  España).  La 
prueba  de  esto  es  que  en  dicho  certificado,  después  de  ana- 
lizarse y  censurarse  la  fórmula  romana,  se  le  previene  al  nuevo 
Obispo:  «Que  el  juramento  que  haga  sea  de  obediencia  y  sumi- 
sión (nada  de  fidelidad)  a  la  Silla  Apostólica,  breve  y  sencilla- 
mente, en  la  misma  forma  que  lo  hacen  y  practican  los  Arzo- 
bispos y  Obispos  en  el  acto  de  su  consagración. . .  »  No  era  por 
consiguiente  el  juramento,  que  estos  hacían  en  su  consagración 
en  802,  el  prolijo  y  censurado  en  dicho  certificado. . .  Importa- 
ría mucho  conocer  los  términos  precisos,  en  que  aquel  se  prac- 
ticaba. 

La  2a.  observación  es:  que  si  un  subdito  de  este  Estado,  con- 
servando su  carácter  de  ciudadano,  otorgase  el  juramento  de 
que  se  trata,  en  los  términos  de  la  bula,  podría  muy  pronto 
encontrarse  en  un  conflicto  tal,  que  no  le  fuese  posible  salir  de 
él  sin  una  nota  infamante.  Considérese  este  negocio  práctica- 
mente. El  supuesto  subdito  habría  por  una  parte  jurado  defen- 
der, contra  todo  hombre,  las  «regalías  de  S.  S.  y  conservar, 
promover  y  aumentar  los  derechos,  honores,  privilegios  y  autori- 
dad de  su  Señor  el  Papa».  .  .  Tales  son  los  términos,  o  voces 
precisas  en  que  está  concebido  ese  juramento ...  El,  como  ciu- 
dadano, ha  jurado  defender  la  soberanía  de  la  nación,  y  sos- 
tener sus  derechos  y  prerrogativas  esenciales.  Estos  dos  deberes 
tiene  que  llenar  el  ciudadano  de  quien  se  trata.  Demos  ahora 
un  paso  mas.  . .  El  Gobierno  tiene  por  necesidad,  que  recla- 
mar de  S.  S.  el  Patronato,  que  le  corresponde  a  la  Nación;  cuyo 
ejercicio  se  le  ha  encargado,  y  que  aparece  desconocido,  si  no 
expresamente  negado  de  hecho,  en  las  recientes  provisiones, 
que  se  han  hecho  de  Obispos  diocesano  y  auxiliar.  ¿Qué  quiere 
suponerse?  Que  S.  S.  reconoce  el  Patronato,  que  se  reclama? 
¡Quiéralo  el  cielo  por  su  bondad!  No  tendrá  entonces  dificul- 
tad ni  conflicto . . .  Pero  si  el  Romano  Pontífice  subsiste  (como 
puede  muy  bien  esperarse)  en  desconocer  el  «patronato»;  y  en 
que  a  él  le  corresponde,  por  razón  de  las  reservas,  la  provisión 
libre  de  todas  las  iglesias,  dignidades,  canongias  y  demás  bene- 
ficios eclesiásticos,  ¿que  línea  de  conducta  debería  guardar  el 
supuesto  ciudadano,  ligado  con  esos  dos  juramentos?  ¿Sos- 
tiene los  derechos  del  país.  .  .?  El  Papa  lo  excomulga,  y  tal  vez 
lo  depone  como  rebelde  por  haberle  faltado  a  la  fé  jurada. 


227 


¿Defiende  los  derechos  y  regalías  del  Papa.  .  .  ?  Es  entonces  cri- 
minal; porque  es  infiel  a  los  primeros  compromisos,  que  contrajo 
con  su  patria.  ¿Se  mantiene  indiferente?  Esta  indiferencia  deben 
mirarla  el  Papa  como  un  perjurio,  y  la  República  como  una 
infidelidad  y  traición.  .  .  Todo  acredita  la  necesidad  de  ponerle 
al  menos  a  ese  juramento  el  correctivo,  que  indicó,  y  en  que 
ha  inculcado  siempre  el  Ministerio  Fiscal,  y  suplir  su  defecto 
con  el  nuevo  juramento  que  exije  el  mismo. 

Dios  guarde  al  Sr,  Ministro  de  Gobierno  muchos  años 

Fdo:  Diego  E.  Zavaleta. 

Buenos  Aires,  Marzo  10  de  1834. 


MISION  ZAVALETA  1823-1824 

Correspondencia  oficial  entre  el  Diputado  Dr.  Diego  E.  de  Zavaleta 
y  el  Gobernador  de  San  Juan  Dr.  Salvador  Ma  del  Carril. 

Al  Señor  Gobernador. 

Excmo.  Sr.  Aunque  las  desgracias  que  en  el  año  20  sobrevi- 
nieron a  las  provincias  del  Río  de  la  Plata,  disolvieron  el  Es- 
tado que  todas  formaban,  obligándolas  a  ponerse  independien- 
tes de  una  autoridad  común;  han  conservado  las  relaciones 
que  deben  naturalmente  existir  entre  pueblos  animados  de 
unos  mismos  principios  y  llamados  a  un  mismo  destino.  Los 
males  que  desde  aquella  época  hasta  el  presente  las  han  afligido, 
lejos  de  disminuir  la  fuerza  de  esta  inclinación  uniforme,  la 
han  aumentado  a  término  de  no  ser  posible  dudar  de  la  dispo- 
sición de  todas  a  estrechar  los  vínculos  de  unión  y  a  afirmar 
el  orden  bajo  la  protección  de  una  autoridad  general.  El  go- 
bierno de  Buenos  Aires  como  todos  los  demás  conoce  esta 
verdad,  y  acorde  con  los  principios  que  distinguen  la  marcha 
franca  de  su  administración,  desea  que  cuanto  antes  llegue  el 
día  feliz  en  que  las  provincias  que  antes  componían  el  Estado 
de  la  unión  se  restablezcan  en  un  cuerpo  de  nación  adminis- 
trada por  un  gobierno  y  legislatura  general,  bajo  el  sistema 
representativo.  Animado  del  celo  más  puro  por  la  felicidad  del 


228 


país,  ha  trabajado  asidua  y  constantemente  en  establecer  el 
orden  en  todos  los  ramos  de  la  administración  pública  en  la 
provincia  de  su  mando,  para  disponerla  y  acelerar  por  su  parte 
este  dichoso  momento;  y  se  ha  persuadido  que  el  modo  único 
de  arribar  a  él,  tan  pronto  como  lo  exigen  el  bien  común  de  las 
provincias  y  las  circunstancias  actuales  del  mundo,  es  que  los 
gobiernos  todos  que  hoy  las  presiden,  combinen  sus  esfuerzos 
para  emplear  los  medios  que  a  su  juicio  deben  conducir  con  ma- 
yor seguridad  a  establecer  con  firmeza  un  gobierno  nacional 
sobre  aquellas  bases  que  actualmente  reclama  la  opinión  pública, 
y  pueden  exclusivamente  garantir  la  libertad  de  los  pueblos. 

Promover  aquel  fin,  y  exponer  al  gobierno  de  San  Juan, 
como  a  todos  los  demás  aquellos  medios,  es  el  objeto  de  que 
viene  encargado  el  diputado  que  tiene  el  honor  de  dirigir  al 
Sr  gobernador  esta  nota.  Antes  de  todo  el  debe  empezar,  feli- 
citando al  Sr  gobernador  de  San  Juan  por  la  tranquilidad  de 
que  disfruta  esta  provincia;  por  la  libertad  de  que  en  ella  gozan 
los  ciudadanos  bajo  la  protección  de  una  autoridad  benéfica  é 
ilustrada  y  por  el  empeño  singular  con  que  ha  creado  y  conserva 
instituciones  las  más  análogas  al  espíritu  actual  de  la  civiliza- 
ción, y  las  más  conducentes  a  la  prosperidad  de  su  provincia. 
Tiene  el  diputado  de  Buenos  Aires  el  placer  de  ver  subsistente 
en  San  Juan  una  representación  provincial  que,  acorde  con  su 
gobierno  marcha  en  una  misma  dirección  hacia  la  felicidad 
pública,  organizando  el  régimen  interior,  y  proporcionando  a  los 
ciudadanos  los  bienes  que  resultan  del  sistema  representativo. 
Por  ello  es  que  juzga  innecesario  inculcar,  según  sus  instruccio- 
nes sobre  su  formación,  ni  sobre  la  necesidad  de  que  esta  me- 
dida sea  general  en  todas  las  provincias.  Cualquiera  explana- 
ción sobre  esta  materia  agravaría  las  luces  y  rectitud  del  Sr 
gobernador  de  San  Juan.  Pero  deseoso  de  llenar  sus  deberes, 
él  se  permite  exponer  lo  que  cree  su  gobierno  importantísimo 
para  llegar  pronto  y  con  feliz  suceso  al  término  de  nuestros 
votos  comunes. 

Multiplicar  los  puntos  de  contacto  entre  las  autoridades  y 
los  pueblos:  crear  el  espíritu  público  de  un  modo  firme  y  exten- 
so: y  fijar  la  estabilidad  del  gobierno  en  el  voto  general  de  todos 
los  ciudadanos,  son  las  ventajas  que  el  régimen  representativo 
obtiene  sobre  todas  las  otras  formas  de  gobierno  que  se  han 
conocido  hasta  el  presente.  En  él  se  establece  una  relación  fre- 
cuente entre  la  autoridad  y  la  nación:  concilia  el  respeto  y  adhe- 


229 


sión  entre  ambas:  y  asegura  la  confianza  de  que  tanto  necesita 
aquella  para  el  mejor  éxito  de  sus  resoluciones.  La  representa- 
ción nacional  será  por  lo  mismo  tanto  mejor  cuánto  más  apro- 
xime a  los  fines  de  su  institución  y  mejor  corresponda  a  ellos. 

De  estos  principios  incuestionables,  que  emanan  de  la  natu- 
raleza de  aquel  sistema,  nace  el  deseo  que  tiene  el  gobierno  de 
Buenos  Aires  de  que  todas  las  provincias  que  han  de  formar 
el  Estado  general,  reconozcan  por  base  de  la  representación 
nacional  la  población:  que  con  arreglo  a  ella  se  fije  el  número 
de  diputados,  y  que  para  esto  cada  una  de  ellas  forme  y  publi- 
que su  censo.  El  diputado  cree  que  nada  es  más  justo,  cuando 
se  trata  de  formar  una  asociación,  como  interesar  en  ella  a 
todos  los  miembros  que  representan  y  concederles  una  influen- 
cia decisiva  en  los  negocios  y  deliberaciones  que  pertenecen  a 
la  felicidad  pública,  a  la  tranquilidad  y  seguridad  de  todos  los 
representados.  Al  diputado  le  es  sumamente  grato  contar  con 
la  elevación  de  sentimientos  que  sobre  el  particular  caracteri- 
zan al  Sr  gobernador  de  San  Juan,  y  deseoso  de  que  todos  los 
gobiernos  de  las  provincias  uniformen  sus  trabajos  por  el  bien 
común,  expone  que  la  sala  de  Representantes  de  la  provincia 
de  Mendoza  ha  determinado  que  la  proporción  que  se  observe 
en  el  nombramiento  de  Diputados  para  la  legislatura  general 
sea,  por  ahora  la  que  señala  el  reglamento  provisorio  del  con- 
greso nacional  de  3  de  diciembre  de  1817.  El  Sr  gobernador  de 
San  Juan  se  dignará  expresar  cual  sea  su  opinión,  caso  de  no 
conformarse  con  la  resolución  que  acaba  de  adoptar  la  pro- 
vincia de  Mendoza. 

Como  la  reunión  del  gobierno  general,  a  juicio  del  de  Bue- 
nos Aires,  debía  ser  el  resultado  de  ensayos  practicados 
hábilmente  sobre  la  disposición  y  capacidad  de  los  pueblos, 
nada  reputa  más  oportuno  como  el  que  las  provincias  que  tie- 
nen más  de  un  gobierno  unan  sus  diferentes  pueblos  bajo  uno 
solo.  Adoptado  este  proyecto  se  habría  andado  la  mitad  de  la 
carrera  para  arribar  a  la  reunión  general,  y  ésta  prometerá  desde 
su  creación  una  existencia  duradera  y  permanente.  La  opinión 
de  los  pueblos  se  uniformará  bajo  la  dirección  de  un  solo  go- 
bierno; y  los  principios  y  sentimientos  que  lleven  los  diputados 
a  la  reunión  nacional  serán  solo  dirigidos  a  los  intereses  públi- 
cos y  al  bien  general  del  país. 

Si  se  repara  por  un  momento  el  cuadro  triste  de  nuestros 
infortunios  se  encontrará  su  origen  especialmente  en  la  falta 


230 


de  un  sistema  de  acción  recíproca  entre  todos  y  cada  uno  de  los 
pueblos;  en  la  variedad  de  intereses  y  de  ideas  de  que  estaban 
poseídos.  Se  creyó  que  la  instalación  de  un  congreso  general 
tendría  la  virtud  de  hermanarlas;  y  no  calculando  sobre  los 
vicios  que  habían  comunicado  a  los  pueblos  una  educación 
colonial  y  abyecta,  se  pensó  llevarlos  a  un  sistema  de  unión 
enteramente  opuesto  al  que  antes  tenían,  sin  haber  creado 
antes  nuevas  habitudes,  ni  formado  entre  ellos  relaciones  más 
eficaces  que  las  del  poder  y  la  sumisión. 

Hoy  que  felizmente  se  ha  extendido  más  la  ilustración  y 
que  las  desgracias  pasadas  han  trazado  a  los  pueblos  y  a  los 
gobiernos  las  sendas  que  deben  guiar  a  la  consolidación  de  un 
sistema  general  de  felicidad  y  de  engrandecimiento,  es  llegada 
la  época  en  que  las  autoridades  pongan  en  contacto  unos  pue- 
blos que  deben  unirse  por  sus  posiciones  locales  é  intereses 
recíprocos. 

Al  diputado  le  consta  indudablemente  cuantos  esfuerzos  ha 
hecho  el  Sr  gobernador  de  San  Juan  desde  su  exaltación  al 
mando  de  la  provincia,  para  reunir  los  pueblos  de  Cuyo  bajo 
un  solo  gobierno,  y  en  esta  inteligencia  espera  que  querrá  dar 
en  esta  ocasión  el  último  testimonio  de  sus  vivos  deseos  por  la 
prosperidad  del  país  en  general,  y  de  esta  provincia  en  parti- 
cular. Es  tanto  más  interesante  la  cooperación  del  Sr  goberna- 
dor de  San  Juan  para  el  buen  éxito  de  esta  medida,  cuánto  que 
están  acordes  con  ella  los  gobiernos  de  San  Luis  y  Mendoza, 
según  se  lo  han  comunicado  al  diputado  en  las  ocasiones  que 
sobre  su  adopción  se  ha  interesado  a  nombre  de  su  gobierno. 

Calculando  el  gobierno  de  Buenos  Aires  sobre  el  mejor 
modo  de  dar  al  gobierno  general  crédito  y  opinión,  y  que  em- 
piece sus  funciones  atrayéndose  el  respeto  de  todos  los  ciuda- 
danos, se  ha  decidido  a  exponer  a  las  autoridades  de  los  pueblos 
la  necesidad  e  importancia  del  arreglo  del  sistema  de  hacienda. 
Para  conseguirlo  juzga  indispensable  que  se  publique  una  razón 
detallada  de  las  rentas  públicas,  y  de  las  atenciones  a  que  son 
destinadas;  de  las  mejoras  de  que  sean  susceptibles;  de  los  arbi- 
trios que  puedan  adoptarse  para  su  mayor  perfección  y  de  los 
inconvenientes  que  sea  preciso  remover.  Estas  ideas  serán  tanto 
más  aceptables  al  Sr  gobernador  de  San  Juan,  cuanto  que  de- 
ben servir  para  la  realización  de  varios  proyectos  que  sabe  el 
Diputado  le  ocupan  constantemente,  y  que  está  empeñado  en 
llevar  a  su  término.  Pero  el  Sr  gobernador  de  San  Juan  no 


231 


podrá  menos  que  convenir  en  el  principio  de  que  no  es  fácil 
entrar  en  los  planes  de  utilidad  común  que  medita,  sin  obtener 
antes  un  conocimiento  práctico  del  estado  en  que  se  halla  el 
erario  público  y  sin  introducir  en  él  el  arreglo  que  los  progresos 
de  la  ciencia  económica  hacen  indispensable  adoptar  en  la 
actualidad.  A  esta  necesidad  imperiosa  se  atiende  con  la  mani- 
festación de  las  rentas,  que  ha  indicado  el  Diputado,  y  ella,  a 
más,  trae  la  ventaja  de  asegurar  al  gobierno  la  confianza  pública 
y  el  consentimiento  de  los  ciudadanos  a  las  medidas  que  dicte. 

En  el  sistema  de  libertad  que  ha  introducido  en  esta  pro- 
vincia el  Sr  gobernador  de  San  Juan,  encontrará  también  justo 
este  proyecto  y  de  alta  trascendencia  a  los  intereses  generales. 
Acostumbrados  los  pueblos  a  juzgar  y  hacer  justicia  a  la  con- 
ducta del'  gobierno,  este  encontrará  en  ellos  su  mejor  garantía 
y  no  se  desdeñarán  de  concurrir  con  erogaciones  siempre  que 
se  contemplen  necesarias  para  satisfacer  nuevas  necesidades, 
que  obligue  a  crear  el  adelantamiento  del  país.  El  Diputado 
está  facultado  por  su  gobierno  para  ofrecer  al  Sr  gobernador 
de  San  Juan  que  la  impresión  de  las  razones  anunciadas  del 
censo  de  la  población  y  de  cualquier  otro  documento  que  se 
refiera  al  bien  general  de  los  pueblos,  lo  hará  a  sus  expensas  el 
gobierno  su  comitente. 

Al  proponer  el  gobierno  de  Buenos  Aires  la  organización  y 
buen  órden  del  sistema  de  Haciendas,  no  solo  ha  tenido  pre- 
sente los  principios  generales  de  justicia  y  de  conveniencia  que 
la  demandan,  sino  también  la  realización  de  planes  de  utilidad 
general  que  hace  tiempo  medita  y  que  manifestará  oportuna- 
mente a  los  gobiernos  de  las  provincias.  Entre  otros  ocupa  el 
primer  lugar  la  formación  de  un  fondo  nacional,  destinado  a 
varios  objetos,  especialmente  a  proveer  del  capital  posible  al 
comercio  é  industria  de  cada  pueblo,  y  a  facilitar  la  comunica- 
ción por  agua  hacia  las  plazas  de  mayor  comercio,  y  especial- 
mente las  tres  grandes  rutas  nevegables  hácia  el  puerto  de  Bue- 
nos Aires,  el  Río  Bermejo  por  el  norte,  de  los  Ríos  Segundo, 
Tercero,  etc.  hasta  el  Paraná,  y  por  el  Sud  del  Diamante  y  Sa- 
lada. No  se  oculta  a  la  consideración  del  Sr  Gobernador  de 
San  Juan  las  ventajas  incalculables  que  debe  recibir  el  comer- 
cio e  industria  de  cada  pueblo  con  la  creación  de  un  fondo  na- 
cional destinado  a  protegerles  activamente. 

En  nuestras  provincias  donde  los  capitales  son  tan  escasos 
porque  no  es  aún  conocido  completamente  el  trabajo  y  la  acti- 


232 


vidad,  jamás  podrán  progresar  aquellos  dos  agentes  poderosos 
de  la  prosperidad  común,  sin  que  el  gobierno  les  dispense  una 
protección  eficaz;  y  ninguna  otra  puede  servir  más  a  este  fin 
como  la  que  contribuye  a  extender  y  perfeccionar  el  comercio 
y  la  industria. 

Iguales  beneficios  proporciona  el  proyecto  de  facilitar,  la 
comunicación  por  aguas  hácia  las  plazas  de  mayor  consumo. 
Partiendo  del  principio  anteriormente  fijado,  se  siente  la  necesi- 
dad de  economizar  no  sólo  los  gastos  que  emplean  en  una  im- 
portación y  exportación  tardía  y  penosa,  como  la  que  al  pre- 
sente se  hace,  sino  también  la  de  destinar  una  multitud  de 
brazos,  que  no  son  necesarios  por  la  facultad  con  que  se  con- 
ducen por  agua,  los  productos,  a  otras  ocupaciones  y  nuevos 
ramos  e  industrias.  Este  es  el  modo  verdadero  de  favorecer 
las  producciones  de  los  pueblos,  y  de  esforzarlos  a  la  actividad 
y  al  trabajo,  prestándoles  garantías  que  hagan  más  seguras, 
más  fáciles  y  menos  dispendiosas  las  importaciones  y  exporta- 
ciones. 

El  Sr  Gobernador  de  San  Juan  encontrará  en  su  penetración 
la  necesidad  de  adoptar  los  medios  que  se  han  propuesto  para 
llevar  al  fin  a  que  aspiran  todos  los  pueblos  con  honor  y  dig- 
nidad. Solo  resta  la  cooperación  de  todas  las  autoridades  para 
realizarlas,  y  esto  es  lo  que  reclama  el  Diputado  a  nombre  de 
su  gobierno. 

Al  cerrarse  en  América  el  período  de  la  guerra  de  la  inde- 
pendencia, nada  importa  tanto  como  afianzar  su  libertad  de 
un  modo  que  no  deje  expuestos  los  pueblos  a  los  horrores  de 
la  anarquía,  ni  a  los  vicios  de  un  gobierno  formado  sin  una 
combinación  de  elementos  que  en  sí  mismos  lleven  la  seguridad 
de  su  estabilidad  y  permanencia.  Para  conseguir  esta  obra  es 
preciso  que  los  gobiernos  estrechen  sus  relaciones,  y  se  mani- 
fiesten francamente  cuanto  pueda  sugerirles  el  deseo  de  la 
felicidad  del  país  que  presiden;  que  trabajen  con  la  buena  fé  y 
el  patriotismo  que  las  distingue  por  acelerar  la  época  de  la 
reunión  de  la  nación  por  los  medios  más  seguros;  y  entonces 
harán  felices  unos  pueblos  que  por  tantos  títulos  merecen  serlo. 
El  Diputado  espera  con  la  mayor  confianza  que  el  Sr  Gober- 
nador de  San  Juan  ratificará  con  esta  ocasión  los  mismos  sen- 
timientos que  le  manifestó  en  su  conferencia  ya  que  lo  hacen 
digno  de  la  gratitud  y  consideración  de  su  Provincia  y  de  la  de 
todos  los  hombres  apreciadores  del  mérito  y  de  la  justicia. 


233 


Quiera  el  Sr  Gobernador  de  San  Juan  aceptar  la  expresión 
más  sincera  del  aprecio  y  estimación  que  le  profesa  el  Diputado 
del  Gobierno  de  Buenos  Aires. 

Dios  guarde  a  V.  E.  muchos  años. 

San  Juan,  diciembre  15  de  1823. 

(fdo.)  Diego  Estanislao  Zavalela. 

Excmo  Sr 

D.  Salvador  María  del  Carril, 

Gobernador  y  Capitán  General  de  la  Provincia  de  San  Juan. 

CONVENCION 
entre 
los  gobiernos 
de  Buenos  Aires  y  San  Juan 

Las  autoridades  del  pueblo  de  San  Juan  a  quienes  corres- 
ponde representarlo  en  todo  su  poder,  se  comprometen  con  el 
Gobierno  de  Buenos  Aires  por  intermedio  de  su  Diputado  el 
Sr  Doctor  Don  Diego  Estanislao  Zavaleta,  primer  dignidad  de 
presbítero  y  presidente  del  Senado  del  Clero  en  los  artículos 
siguientes,  cuyo  contenido,  expresión  y  realización  han  pare- 
cido reclamar  los  intereses  generales  de  los  pueblos  y  gobiernos 
de  la  antigua  unión. 

Art.  1.  Convencido  el  pueblo  y  gobierno  de  San  Juan  que 
existen  relaciones  naturales  entre  los  pueblos  y  gobiernos  que 
bajo  el  sistema  colonial  formaban  el  antiguo  virreinato  de 
Buenos  Aires,  y  que  es  de  una  conveniencia  recíproca  de  ellos 
no  desprenderse  de  tales  relajones;  habiendo  concurrido  por 
su  parte  con  los  sacrificios  de  vidas,  costumbres  y  fortunas  a 
conquistar  la  independencia  de  todos  y  cada  uno  de  ellos,  declara 
que  quiere  conservarlas  en  toda  su  integridad  por  el  único 
medio  justo  excequible  y  eficaz  de  componer  de  todos  los  men- 
cionados pueblos  y  gobiernos  un  cuerpo  de  nación  adminis- 
trada bajo  el  sistema  representativo. 

Art.  2.  Queda  llano  el  gobierno  de  San  Juan,  proclamada 
que  sea  la  invitación  a  remitir  sus  diputados  para  que  formen 


234 


con  los  de  los  otros  pueblos  que  estén  en  actitud  de  concurrir 
actualmente,  el  cuerpo  representativo  nacional. 

Art.  3.  Conviene  el  gobierno  de  San  Juan  en  que  la  base 
de  la  representación  se  reconozca  en  la  población  y  se  mida  el 
número  de  diputados  que  les  cor-respondan,  por  las  propor- 
ciones establecidas  en  el  Reglamento  provisorio  del  Congreso 
nacional  de  3  de  diciembre  de  1817. 

Art.  4.  Como  en  el  sistema  representativo  el  derecho  de 
elegir  sus  propios  representantes  es  la  salvaguardia  de  las  liber- 
tades de  los  pueblos,  debe  serlo  tan  suyo,  tan  inherente  y  reser- 
vado a  si  mismo,  que  el  gobierno  conviene  en  que  la  elección 
de  diputados  sea  directa,  por  la  misma  forma  prescripta  en  la 
ley  vigente  del  país  para  la  elección  de  representantes  de  la 
junta  provincial. 

Art.  5.  Los  diputados  deberán  ir  omnímodamente  bajo  el 
concepto  de  estar  encargados  de  asegurar  la  independencia 
nacional;  de  conservar  la  integridad  del  territorio;  y  de  defen- 
der todas  las  libertades  individuales  y  las  garantías  públicas. 

Art.  6.  Los  diputados  deberán  sujetarse  en  la  duración  de 
su  servicio  al  término  que  prescriba  el  mismo  cuerpo  represen- 
tativo para  su  renovación. 

Art.  7.  El  gobierno  de  San  Juan  conviene  en  que  el  lugar 
de  la  reunión  sea  Buenos  Aires,  o  el  que  quede  indicado  por  la 
mayoría  de  sufragios  de  los  pueblos. 

Artículos  Preparatorios 

1.  Queda  obligado  el  gobierno  de  San  Juan  a  formar  y  publi- 
car un  censo  exacto  de  la  formación  de  su  provincia. 

2.  Queda  asimismo  comprometido  a  formar  y  publicar  un 
catastro  del  valor  de  sus  propiedades  territoriales,  y  a  ensayar 
sobre  el  producto  de  todas  las  industrias  el  sistema  de  contri- 
buciones directas;  arreglando  las  razones  de  la  hacienda  al 
mejor  orden  a  que  pueda  arribarse  en  todos  respectos. 

3.  El  gobierno  de  San  Juan  queda  dispuesto  a  acceder  a  la 
centralización  de  los  pueblos  que  componían  la  antigua  pro- 
vincia de  Cuyo,  con  tal  que  sea  por  medios  tan  justos  y  razo- 
nables que  salven  al  pueblo  de  la  usurpación  de  sus  derechos, 


235 


como  los  que  puede  ofrecer  una  representación  calculada  so- 
bre bases  uniformemente  aceptadas  por  los  pueblos  a  quienes 
interese. 

San  Juan,  diciembre  17  de  1823. 

(fdos.)  Salvador  María  del  Carril. 
Diego  Estanislao  Zavaleta. 


Por  decreto  de  Julio  23  de  1823  se  nombró  al  general  Juan 
Antonio  Alvarez  de  Arenales  para  vigilar  la  fiel  ejecución,  en 
la  línea  divisoria  del  Perú,  de  lo  prescripto  en  la  Convención 
con  España,  y  al  Doctor  D.  E.  de  Z.  para  procurar  la  adhesión 
a  la  misma  convención  por  parte  de  los  gobiernos  de  la  carrera 
de  Cuyo. 

Es  con  motivo  de  esta  comisión  que  el  Dr.  Z.  expidió  esta 
notable  «Circular»  que  reproducimos,  así  como  la  respuesta 
del  gobernador  de  San  Juan  Dr.  del  Carril. 


CIRCULAR 

del  Señor  Doctor  Diego  E.  de  Zavaleta,  Diputado  del 
Gobierno   de   Buenos  Aires  cerca  de  los  Gobiernos  y 
Pueblos  del  Río  de  la  Plata,  con  motivo  de  los  sucesos 
de  Europa  con  respecto  a  América. 

San  Juan,  enero  9  de  1824. 

A  los  gobernadores  del  Sud  y  del  Oeste. 

Excmo  Señor. 

El  Diputado  de  Buenos  Aires  ha  recibido  órdenes  de  su 
gobierno  para  comunicar  a  todas  las  autoridades  del  territorio 
de  las  provincias  del  Río  de  la  Plata  el  desenlace  que  presentan 
hoy  los  recientes  sucesos  de  Europa,  y  la  necesidad  de  que  en 
vista  de  ellos  se  apresure  lo  más  pronto  posible  la  reorganiza- 
ción de  la  nación.  Tal  es  el  objeto  de  esta  nota,  que  si  bien  se 
extenderá  a  detalles  nada  agradables  a  un  gobierno  amante  de 


236 


la  libertad  de  todos  los  hombres,  y  de  los  derechos  de  todos  los 
pueblos,  servirá  sin  duda  para  redoblar  el  empeño  loable  que 
lo  distingue,  porque  en  los  que  en  esta  parte  del  mundo  han 
proclamado  y  sostenido  con  tanto  honor  aquellas  máximas,  no 
permitan  sean  sofocadas,  ni  que  en  ellos  se  promulguen  otras 
que  estén  en  oposición  con  los  verdaderos  intereses  del  país. 

Hacía  tiempo  que  la  mayor  parte  de  los  monarcas  de  la 
Europa,  de  aquellos  que  derivan  los  derechos  del  trono  de  los 
de  «legitimidad»,  o  de  una  «descendencia  sagrada»,  miraban 
como  un  ataque  a  sus  intereses  la  propagación  de  principios 
liberales  y  la  elevación  de  los  gobiernos  por  el  voto  público  de 
los  ciudadanos.  Ellos  sabían  que  una  vez  difundidos  no  era 
fácil  designar  el  término  hasta  donde  se  comunicasen;  que  el 
poder  colosal  que  se  habían  abrogado  no  podía  ensancharse  a 
su  placer,  ni  aún  reputarse  enteramente  seguro  en  la  misma 
esfera  que  ocupaba,  y  que  suscitada  por  medio  de  la  ilustración 
una  lucha  entre  las  usurpaciones  del  poder  y  las  reclamaciones 
del  derecho,  cambiaría  decisivamente  la  faz  de  la  Europa  y  el 
estado  ignominioso  de  los  Pueblos.  Este  convencimiento  obraba 
de  tal  modo  en  el  ánimo  de  los  monarcas,  que  toda  la  política 
de  sus  gabinetes  se  ha  dirigido  expiesamente  a  trabar  la  acción 
y  la  tendencia  espontánea  de  aquellos,  o  por  actos  de  una  natu- 
raleza a  todas  luces  hostil,  o  de  una  indiferencia  criminal.  Una 
nación  ilustre,  no  menos  por  su  antigüedad  que  por  su  fama 
bien  merecida,  hace  algunos  años  que  dió  el  grito  imponente 
de  libertad  contra  el  despotismo  más  ominoso;  que  corrió  a  las 
armas  para  reivindicar  los  derechos  que  se  le  habían  usurpado. 
Los  potentados  de  Europa  vieron  con  indiferencia  y  muchos  de 
ellos  con  disgusto,  esta  declaración  magnánima;  y  los  griegos 
han  quedado  abandonados  a  sus  propios  esfuerzos,  sin  que  la 
causa  que  sostienen,  en  que  se  interesan  igualmente  la  humani- 
dad, la  justicia  y  aún  los  intereses  generales  de  la  Europa  misma, 
les  haya  merecido  una  atención  particular.  Han  preferido  antes 
dejarles  bajo  el  alfanje  cruel  de  sus  opresores  que  auxiliarlos  a 
sacudir  el  yugo,  por  el  solo  temor  de  que  libres  de  él  se  confor- 
marían al  sistema  de  la  libertad  y  de  la  ilustración,  y  aumenta- 
rían el  número  de  sus  opresores  y  prosélitos. 

Tal  era  la  conducta  disfrazada  de  los  monarcas  cuando  la 
revolución  española  del  año  de  1820  por  restablecer  la  cons- 
titución que  formó  la  nación,  vino  de  nuevo  a  alarmar  sus 
recelos  y  a  abrir  un  vasto  campo  a  sus  incidiosas  pretenciones. 


237 


En  el  congreso  de  Verona  reunido  en  1822  ingirieron  inopida- 
mente  los  negocios  de  aquella  nación  y  el  estado  en  que  se 
hallaba  la  anarquía  figurada  que  amagaba  a  la  Europa,  y  los 
riesgos  que  rodeaban  a  los  tronos  «legítimos»  sino  se  contenían 
los  progresos  de  la  revolución.  Entonces  fué  cuando  desenten- 
diéndose de  todas  las  leyes  y  violando  todos  los  respetos  debi- 
dos a  los  derechos  de  la  naciones,  que  tanto  afectan  proteger, 
declararon  públicamente  que  los  pueblos  no  podían  tener  más 
instituciones  que  las  que  les  diesen  sus  reyes;  sancionaron  la  inter- 
vención que  el  monarca  de  Francia  pretendía  adquirir  por  la 
fuerza  en  las  disenciones  domésticas  de  la  España;  y  se  formó 
una  liga  de  reyes  para  atacar  las  libertades  públicas  y  las  ins- 
tituciones liberales.  El  de  Francia,  que  en  su  arenga  al  cerrar 
las  sesiones  de  las  cámaras  en  el  año  de  1822  se  había  empe- 
ñado en  disculpar  la  permanencia  de  su  ejército  sobre  las  fron- 
teras de  España  so  pretextos  frivolos  y  aparentes,  corrió  enton- 
ces el  velo  a  sus  miras  privadas  y  anunció  en  su  mensaje  a  la 
apertura  de  las  mismas  en  1823,  la  resolución  en  que  estaba  de 
hacer  penetrar  en  el  territorio  de  aquella  nación  un  ejército  de 
cien  mil  hombres  con  el  objeto  de  dejar  libre  al  rey  Fernando 
para  dar  a  un  pueblo  las  instituciones  que  sólo  debía  esperar  de  él. 

El  duque  de  Angulema  su  comandante  en  jefe,  efectuó  la 
invasión  publicando  una  proclama  que  bien  puede  conside- 
rarse una  declaración  de  guerra,  no  solo  a  la  España,  sino 
también  a  todos  los  Estados  que  han  proclamado  la  libertad  e 
independencia  en  el  continente  americano.  En  ella  están  com- 
pendiados los  principios  más  antisociales  y  más  opuestos  a  la 
soberanía  de  los  pueblos;  y  no  contento  con  esta  manifesta- 
ción oprobiosa  al  siglo  de  la  civilización  y  a  la  de  su  nación 
misma,  se  extendió  hasta  declarar  en  ella  que  restablecido  el 
trono  y  el  altar,  ayudaría  al  rey  Fernando  a  la  recuperación  de  sus 
colonias.  Este  documento  público  ha  sido  reconocido  por  el 
ministro  francés  en  la  Cámara  en  sesión  de  30  de  abril  del  año 
último;  y  por  éste  y  otros  actos  de  igual  naturaleza  el  ministro 
inglés  ha  declarado  solemnemente:  que  la  Inglaterra  nunca  ten- 
drá por  válida  ninguna  conquista,  ni  cesión  que  se  hiciere  de  ninguna 
colonia  ex-española,  que  goce  en  la  actualidad  de  una  independencia 
de  hecho;  lo  que  manifiesta  claramente  la  pretensión  no  menos 
insensata  que  hostil,  que  tienen  los  poderes  de  la  Liga  de  ensan- 
char el  círculo  de  su  dominación  entre  los  pueblos  libres,  que 
no  están  conformes  con  sus  doctrinas. 


238 


Bajo  de  este  plan  verificó  el  ejército  francés  la  premeditada 
agresión  del  territorio  español;  al  poco  tiempo  en  el  Portugal 
donde  se  había  prescripto  el  arbitrismo  y  abrazado  el  partido 
constitucional  por  un  golpe  el  más  violento  de  despotismo  res- 
tableció al  rey  al  sistema  antiguo  fundado  en  los  mismos  pre- 
textos que  decantaron  tanto  los  poderes  combinados;  y  desde 
entonces  se  ha  creído  que  aquel  gabinete  estaba  en  una  secreta 
inteligencia  con  ellos  para  marchar  por  las  mismas  huellas  que 
había  marcado  la  coalición.  Las  aspiraciones  conocidas  de  los 
monarcas  han  logrado  por  último  un  triunfo,  destruyendo  el 
régimen  representativo  en  España  y  devolviendo  al  rey  Fer- 
nando toda  la  plenitud  del  poder  monstruoso  que  tenía  antes 
de  la  proclamación  de  la  constitución  en  el  año  de  1820;  y 
aunque  no  son  todavía  suficientemente  conocidas  las  causas 
que  han  obrado  en  este  desenlace  funesto,  es  más  que  probable 
que  una  anarquía  amenaza  a  la  España  y  que  ella  excitará  en 
la  Liga  de  los  reyes  tan  fecunda  para  crear  peligros  y  compro- 
misos cuando  conviene  a  los  intereses  de  los  tronos,  una  doble 
vigilancia  para  perpetuar  su  influencia  militar  en  aquella  nación 
en  apoyo  del  reynado  absoluto.  Aumentados  los  pretextos  y 
sus  inquietudes,  empezarán  también  a  desplegar  los  planes  a 
una  opresión  más  vasta,  y  el  empeño  de  sofocar  todo  principio 
social  que  pueda  minar  la  existencia  y  seguridad  de  sus  tronos. 

Si  la  coincidencia  de  unos  mismos  sucesos  y  la  proximidad 
en  que  han  acaecido  unos  y  otros  puede  servir  alguna  vez  para 
calificar  su  naturaleza  y  sus  fines  los  que  recientemente  han  su- 
cedido en  el  Brasil  abren  un  campo  extenso  para  juzgar  sobre 
las  intenciones  del  emperador.  Siguiendo  el  tema  proclamado 
por  los  poderes  combinados  en  Verona  y  por  su  padre  en  Por- 
tugal en  la  disolución  de  las  Cortes  ha  deshecho  por  un  golpe 
militar  la  Asamblea  del  imperio;  ha  proscripto  varios  repre- 
sentantes sin  forma  alguna  legal  y  ha  declarado  que  aún  cuando 
convocara  otra  nueva,  la  Constitución  será  presentada  por  el  trono. 
Así  como  los  monarcas  no  reconociendo  sino  un  mismo  origen 
de  su  autoridad  obran  por  iguales  principios  y  con  tendencia 
a  un  mismo  fin,  el  del  Brasil,  por  lo  que  ha  promulgado,  por  la 
conducta  que  observa  con  los  pueblos  del  imperio  y  con  sus 
representantes,  manifiesta  indudablemente  que  está  ligado  en 
interés  a  la  coalición  europea;  y  que  uno  solo  es  el  blanco  de 
sus  operaciones;  destruir  todo  lo  que  sea  libertad  para  los  pue- 
blos y  que  pueda  contribuir  a  que  por  más  tiempo  permanez- 


239 


can  como  instrumentos  de  la  ignorancia,  de  la  preocupación 
y  del  despotismo. 

Esta  ligera  exposición  que  pudieta  haberse  derivado  si  bien 
de  una  época  anterior  a  la  en  que  se  ha  formado,  pero  de  acon- 
tecimientos de  igual  naturaleza  que  comprueban  indudable- 
mente la  pretensión  de  los  monarcas,  basta  por  si  sola  para 
promover  recelos  y  temores  con  respecto  a  la  que  los  anima  sobre 
la  suerte  de  América.  Ellos  crecen  a  proporción  que  se  medita 
sobre  los  peligros  que  rodean  a  la  libertad  americana  por  la 
propagación  de  principios  absurdos  en  un  Estado  limítrofe  al 
de  las  Provincias  del  Río  de  la  Plata.  La  liga  de  los  poderes  euro- 
peos, talvez  entre  en  el  empeño  temerario  de  difundir  en  él  sus 
máximas  con  el  objeto  de  cumplir  sus  promesas  y  de  restituir  al 
rei  Fernando  unas  posesiones  que  no  le  pertenecen;  que  sus 
habitanres  han  recuperado  de  su  dominio  injusto  con  torren- 
tes de  sangre  y  por  medio  de  una  resolución  valiente,  que  no 
está  en  el  poder  de  ningún  monarca  de  la  tierra  hacer  vacilar. 

Quizás  la  falta  de  organización  propia  en  que  están  los  nue- 
vos Estados,  les  haga  concebir  probabilidades  a  favor  de  esta 
nueva  tentativa  aprovechándose  también  del  extravío  de  las 
pasiones  que  ha  motivado  el  mismo  curso  de  la  Revolución; 
pero  los  gobiernos  que  hoy  se  hallan  al  frente  de  los  negocios 
públicos,  son  los  obligados  especialmente  a  destruir  estos  pla- 
nes por  los  medios  que  exigen  imperiosamente  las  circunstan- 
cias, la  necesidad  de  uniformar  la  opinión  pública  y  la  ilustra- 
ción de  los  pueblos,  para  organizarlos  a  la  brevedad  posible  en 
un  cuerpo  de  nación  capaz  de  hacer  frente  a  las  aspiraciones 
que  con  tanta  tenacidad  se  desplegan  en  la  Europa. 

El  gobierno  de  Buenos  Aires  sin  perjuicio  de  adoptar  cuan- 
tos medios  le  sugiere  su  amor  a  la  libertad  y  el  deber  que  le  im- 
pone la  mejor  posición  que  ocupa  con  respecto  a  las  relaciones 
exteriores,  desea  que  todos  los  que  presiden  la  suerte  de  las 
Provincias,  manifiesten  en  esta  ocasión  el  celo  que  los  honra 
por  la  prosperidad  del  país;  que  hagan  sentir  a  los  pueblos  los 
principios  luminosos  en  que  estriba  el  sistema  representativo, 
que  se  trata  de  arruinar;  la  felicidad  y  armonía  que  bajo  sus  aus- 
picios reina  entre  los  pueblos  y  los  gobiernos;  la  necesidad  de 
sofocar  todo  principio  que  tienda  a  contrariar  los  fines  de  la 
Revolución  americana;  y  finalmente,  que  se  forme  una  unión 
estrecha  en  ideas  y  principios  entre  ambos,  que  lleve  por  insig- 
nia la  libertad  y  la  ilustración  de  todos  los  ciudadanos,  y  por 


240 


objeto  la  formación  de  un  nuevo  Estado  sobre  bases  dignas  del 
siglo  actual,  capaces  de  contener  el  torrente  de  despotismo  de 
la  coalición  europea. 

El  gobierno  a  quien  el  Diputado  tiene  la  honra  de  elevar 
esta  nota  a  nombre  del  de  Buenos  Aires,  no  podía  menos  que 
aceptar  con  placer  unas  explanaciones  que  solo  son  dirigidas 
al  bien  general  del  país,  y  a  que  la  Europa  reconozca  algún  día 
que,  si  el  descubrimiento  de  América  hizo  una  revolución  en 
el  orbe  físico,  ventajosa  a  sus  intereses,  causó  también  con  sus 
principios  otra  aún  más  importante  en  el  mundo  moral. 

El  Diputado  suplica  al  Sr  Gobernador  quiera  admitir  las 
consideraciones  del  respeto  y  aprecio  que  le  profesa 

(fdo.)  Diego  Estanislao  de  Zavaleta. 

NOTA  SOBRE  LAS  BANDERAS  TOMADAS  AL 
ENEMIGO  EN  LA  BATALLA  DE  ITUZAINGO 

«Abril  9  de  1827. 

«Las  tres  banderas  que  el  Ejército  Republicano  arancó  al  ene- 
migo en  los  campos  gloriosos  de  Ituzaingó  aumenta  dignamente 
en  n.°  de  trofeos  que  adornan  a  la  República  en  su  historia  militar 
y  que  el  Gob.°  ha  depositado  en  el  templo  del  Ser  Supremo 
como  un  tributo  de  justo  homenaje  de  reconocimiento  a  las 
bondades  y  protección  que  ha  recibido  del  Altísimo. 

»E1  Ministro  que  suscribe  cumpliendo  con  las  órdenes  del 
Gob.no  tiene  la  satisfacción  de  ponerlas  en  mano  del  S.  Presi- 
dente del  Senado  del  Clero  para  que  sean  colocadas  en  la  S.ta 
Iglesia  Catedral  en  la  forma  que  está  acordada  por  punto  gral. 

»Con  este  motivo  el  infrascripto  espera  que  el  Sr.  Presi- 
dente del  Senado  del  Clero  le  pasará  una  razón  detallada  de 
todas  las  banderas  que  existan  en  dha  Iglesia,  expresando 
todas  las  circunstancias  que  tengan  relación  a  su  historia  y 
de  que  haya  constancia  en  los  archivos  del  Senado». 

(fdo.)  F.co  de  la  Cruz. 
(Ministro  de  Guerra  y  Marina). 

Al  Sor  Pres.dte  del  Senado  del  Clero 
Dr.  D.  Diego  E.  de  Zavaleta. 
(Arch.  General  de  la  Nación). 


241 


CORRESPONDENCIA  PRIVADA 


7  Cartas  familiares  del  Doctor  Diego  Estanislao  de  Zavaleta 

Años  1823-1824-1825  y  1839. 

Dirigidas  a  don  Juan  Manuel  de  Silva,  Gobernador  que 

FUÉ  DE  TuCUMÁN. 

Sor  Dn  José  Man1  Silva 

Cordova  y  Julio  14  de  1823. 

Mi  querido  sobrino:  Dn  Teodoro  Fresco  pondrá  en  sus 
manos  unas  comunicaciones  en  extremo  interesantes  á  todas 
las  Prov.as  p°  más  ejecutivas  respecto  á  la  Prov.a  de  Salta,  y 
Jujui.  En  esta  virtud  espero,  q.e  luego,  luego,  luego  me  las  des- 
pache á  sus  titular8,  aun  cuando  sea  necesario  costear  un  chas- 
que q.e  las  lleve,  con  tal  q.e  se  asegure  su  conducción.  Su  objeto 
se  lo  expondrá  Fresco,  mostrándole  un  impreso,  q.e  lleva,  y 
yo  no  le  incluio  p.r  q.e  todos  los  ejemplares,  q.e  me  han  venido, 
he  tenido  q.e  darlos  en  esta.  Quiera  Dios  q.Q  los  goviernos  ad- 
hieran á  lo  q.e  se  les  propone,  y  reconozcan  la  posición  en  q.e 
estamos  pa  complacerse  con  la  idea  de  terminar  nta.  lucha, 
ahorrando  mas  sangre,  q.e  la  q.e  se  ha  prodigado. 

Ansio  pr  q.°  llegue  el  mom.to  de  acabar  de  llenar  en  esta 
los  objetos  de  mi  comisión,  p.a  acercarme  á  tener  el  placer,  el 
puro,  y  p.a  mi  puro  placer  de  abrazar  una  familia,  q.e  hasta 
ahora  no  es  capaz  de  conocer  cuanto  la  amo;  Mi  herm0  ;  mis 
sobrinos  ;  Los  hijos  de  estos  .  .  .  Que  recuerdos  tan  gratos  .  .  . 
¿Pero  en  q.°  circunstancias  vuelbo  á  mi  pueblo,  y  a  ver  y  cono- 
cer los  mios?.  .  .  Mucho  me  atormenta  esta  reflexon  No  quiero 
seguir  más.  Dígales  á  las  muchachas,  q.e  rueguen  á  Dios  qe.  es 
q.n  unicam.te  puede  dar  á  mis  palabras  la  fuerza,  q.e  es  necesa- 
rio tengan,  si  ellas  han  de  contribuir  á  restablecer  la  paz,  á  q.e 
es  acreedor  ese  pais,  tan  heroico  como  desgraciado.  Entretanto 
llega  el  momto  de  verlo  disponga  V.  y  Vds.  todos  de  la  volun- 
tad, y  tierno  afecto  de  este  su  viejo  tío. 

Diego  Están.0  de  Zavaleta. 


242 


Ser  D  José  Man.1  Silva 

S.nJuan  28  de  Dic.rC  de  1823 


Mi  querido  sobrino:  Aprovecho  la  ocas.on  de  la  partida  del 
oficial  D.  N.  Toio  para  acusar  el  recibo  de  la  carta  de  V.  en  q.e 
me  comunicó  la  muerte  de  mi  apreciable  herm.°  V  debe  hacerse 
cargo  de  cuanto  debió  ella  atormentar  mi  corazón.  Yo  lo  amaba 
en  extremo;  así  es  q.°  no  ha  podido  ser  maior  mi  sentim.to  Por 
un  ord."  regular  debí  tener  el  gusto  de  verlo,  antes  de  sepa- 
rarme de  él  p.a  siempre;  p.°  Dios  lo  dispuso  de  otro  modo.  .  . 
Sea  su  santo  nombre  bendito.  ...  si  yo  admití  una  comis.on 
tan  penosa.  .  .  Pero  dejemos  esas  consideraciones,  q.e  no  sirven 
sino  p.a  renovar  una  llaga,  q.eaun  no  está  cicatrizada.  .  .  que- 
dan aun  mis  queridos  sobrinos:  ansio  p.r  conocerlos,  y  abra- 
zarlos; esto  me  hará  soportables  todas  las  incomodidades,  y 
trabajos  de  este  maldito  viaje,  emprendido  en  una  edad,  harto 
propia  ya  p.a  descansar.  .  .  pero;  lograré  verlos?  ¿Los  hallaré 
tranquilos?  ¿podré  descansar  siquiera  un  mes  en  el  seno  de  mi 
nueva  familia?.  .  .  Yo  quiero  abandonarme,  y  me  abandono  en 
manos  de  mi  buen  Dios.  Disponga  él  lo  q.e  fuere  de  su  agrado, 
y  á  todos  nos  de  resignación  con  su  s.ta  voluntad. 

Yo  he  concluido  ya  felizm.te  en  esta  prov.a  los  asuntos  de 
mi  comis.on  pudiera  ya  emprender  mi  viaje  á  la  Rioja;  p.°  aun 
deberé  demorarme  un  mes  mas:  parto  p.r  q.e  no  haviendo  llo- 
vido una  gota  hace  10,  meses,  y  siendo  los  calores,  y  soles  muy 
fuertes,  es  inaguantable  la  atravesia  de  50  leguas,  q.e  debe 
hacerse  á  la  salida;  y  parto  p.r  si  puedo  conseguir,  q.°  reunidos 
los  tres  pueblos  de  Mendoza,  S.  Juan,  y  S.  Luis  integren  la  anti- 
gua pro.a  de  Cuyo.  Los  tres  gov.nos  protestan  quererlo,  y  van 
á  entrar  sobre  ello  en  comunicaciones.  Quiero  permanecer 
aquí,  p.r  si  puedo  cooperar  en  este  acto,  q.e  es  de  la  m.or  tras- 
cendencia p.a  el  bien  del  pais.  Ojalá  se  consiga,  y  Cuyo  pre- 
sente un  ejemplo  q.e  sigan  los  demás  pueblos. 

Por  lo  mismo  mi  llegada  á  esa  se  demorará  aún,  á  lo  que  yo 
creo,  hasta  Marzo,  ó  Abril.  Todo  lo  daré  p.r  bien  sufrido,  si 
consigo  verlos,  y  concurrir  con  mis  esfuerzos,  y  sacrificios 
(sean  los  q.e  fueren)  á  la  felicidad  de  los  pueblos,  y  muy  parti- 
cularm.te  de  la  prov.a  á  q.e  pertenezco  por  mi  nacim.to  Mientras 
el  Sor  me  conceda  esta  gracia,  ó  dispone  lo  qe  sea  de  su  agrado, 
abraze  V.  á  todos  mis  sobrinos;  y  todos,  todos  dispongan  de 


243 


la  voluntad,  y  afecto  del  más  amante  de  todos  sus  parientes, 
cualq."  qe  sea  la  linea,  q.e  se  elija  ¿V  sabe  quien  es? 

Diego  E.  Zaváleta. 


Sor  D.  Lucas  José  Zavaleta 

Cordova  20  de  Mayo  de  1824 

Mi  estimado  sobrino:  En  este  correo  me  he  tomado  la  satis- 
facción de  librar  contra  silva  131,  ps  á  favor  de  mi  amigo  el 
Sor  Chantse  D.  Greg°  Gomz  qe  los  necesitaba  en  esa.  Espero, 
q.e  si  el  no  está  en  esa,  lo  cubras  tu  el  libram.to  y  me  dejen  airoso. 
Líbrenlos  Vds.  á  Buen8  Ayr.8  contra  Gutierrz  q.e  el  los  abonará. 

Dios  ha  dispuesto,  no  tenga  yo  el  gusto  de  verlos,  y  abra- 
zarlos: Sea  su  nombre  bendito.  Se  me  ha  ordenado,  q.e  perma- 
nezca aquí,  y  estoy  esperando  la  de  q.e  me  retire  á  Buen.8  Ayres. 
Yo  he  pedido  licencia;  p.°  no  creo  poderla  conseguir.  Paciencia 
que  asi  convendrá. 

Aqui  ha  llegado  D.  Fran.c0  Ugarte  bueno:  me  ha  encargado 
de  á  Vds.  sus  expresión.8  recíbanlas  á  su  nombre.  Pero  está  tal 
mi  espíritu  contristado  pr  el  estado  de  todos  los  pueblos,  y  muy 
especialm.te  pr  el  de  ese  desgraciado  pais,  hecho  oy  objeto  de 
lastima  p.a  todos,  q.e  apenas  tengo  aliento,  sino  p.a  despedirme 
de  todos  Vds.  A  Dios,  mi  Lucas;  a  Dios,  y  á  Dios  todos. 

Su  tio  q.e  los  ama,  hoy  con  mas  ternura 

D.  E.  Zaváleta 

Sor  D.  José  Man.1  Silva 

Buen.8  Ayr.8  10  de  7brC  de  1824 

Mi  querido  sobrino:  Después  de  haver  peregrinado  con 
hartas  incomodidades,  á  q.e  me  avine,  sin  más  objeto,  q.e  tener 
la  complacencia  de  visitar  á  Vds  y  conocer  una  familia,  q.e 
Dios  sabe  q.e  la  amo  con  la  m.or  ternura,  he  tenido  el  disgusto 
de  q.e  se  me  mandase  regresar  desde  Corbova,  sin  otorgarme 
siquiera  el  permiso  de  pasar  á  esa  pr  tres  meses,  como  lo  soli- 


244 


cité.  No  tengo  ya  otro  consuelo,  q.e  el  saber  q.c  están  todos 
buenos,  y  esperar  conocer  siquiera  á  aquellos  q.e  Dios  quisiere. 
Asi  convino,  paciencia.  Se  q.c  las  muchachas  me  acusan  por 
la  demora  en  Cuyo  donde  creen  permaneci  p.r  mi  voluntad. 
Pero  se  engañan  mucho:  estuve  en  S"  Juan  lo  q.c  fue  necesario 
estar,  y  nada  más.  Los  sucesos  de  la  península,  desgraciados 
p.a  los  constitucionales,  se  precipitaron;  y  esto  ocasionó  la 
necesidad  de  convocar  oficialm.tc  a  las  prov.as  á  congreso,  sin 
acordar  las  medidas  preparatorias  á  q.e  era  dirigida  mi  comis.on 
y  q.e  creo  se  han  de  echar  menos,  cuando  llegue  el  caso.  Esto 
hizo  innecesaria  la  comis.on,  y  la  indicac.on  de  mi  persona  p.a 
representante  p.r  esta  prov.a  en  congreso,  creiendo,  q.°  se  ins- 
talase muy  pronto,  fue  causa  de  q.e  se  me  negase  la  licencia 
p.a  pasar  á  Tucum.",  q.e  solicité  desde  la  Rioja  y  reiteré  desde 
Cordova  —  Paciencia,  repito:  p°  digales  a  las  niñas,  q.e  pr  mu- 
chos q.c  sean  los  deseos  q.e  tenían  de  conocerme,  en  esto  á 
nadie  cedo;  y  q.e  pr  lo  mismo  no  culpen  á  q.n  tiene  la  misma 
culpa  q.e  ellas.  Al  fin  dejemos  esto,  q.°  á  nada  conduce,  sino  á 
renovar  llagas,  q.e  no  deben  tocarse  ya. 

Estos  dias  pasados  estuvo  aquí  Da  Andrea  Araoz  llorando 
pr  q.e  V.  no  quería  mandarle  su  nieto;  y  q.e  antes  q.c  á  esta 
estaba  resuelto  á  mandarlo  a  Cordova:  se  quejó  de  la  dureza 
de  V.  q.°  pensaba  proporcionarle  el  único  consuelo,  q.e  podría 
enjugar  un  tanto  las  lágrimas,  q.e  aún  derramaba  pr  su  hija 
Magdalena  ék.  concluiendo  con  q."  me  interesase  con  V.  p.a 
q.e  se  lo  mandase  aquí;  ó  q.e  caso  de  no  resolver  esto,  no  lo 
embiase  tampoco  á  Cordova;  pués  q.c  ella  se  disponía  á  vol- 
verse á  esa,  pa  tener  el  gusto  de  tener  consigo  á  su  nieto.  Yo 
cumplo  con  decírselo  á  V.  y  V.  hará  lo  q.°  le  parezca  conven.1*" 

Meses  pasados  libre  desde  Córdova  (ps  servir  á  un  amigo) 
contra  V.  131,  p.s  (segn  me  acuerdo)  y  supe  por  Lucas  q.e  se  havian 
entregado.  Le  he  dicho  á  Gutierr2  q.°  los  abone  á  V.  Para  mayor 
claridad  en  sus  cuentas  con  él  seria  regular,  q.°  le  diga  los  recoja 
de  mi  espere  su  contestación. 

Hágame  el  gusto  de  decirle  á  Lucas,  q.c  ¿en  q.e  estado  están 
las  carretas  de  media  carga,  q.e  le  encargué?  Recuerdo  q.e  en 
Cordova  recibí  una  carta  suia,  en  q.e  me  preguntaba,  si  eran  de 
bueyes  ó  caballos.  Tal  estaba  entonces  mi  cabeza,  q.e  no  se  si 
le  contesté,  q.e  eran  p.a  ser  tiradas  con  bueyes. 

Si  no  lo  hize,  avísemele  esto,  y  q.°  no  pierda  tiempo.  Ahora 
q.e  nombro  á  Lucas  dígame  ¿viene  Lucas?  ¿Y  el  pintor  Brijido?.  .  . 


245 


Lo  peor  es  q.e  haviendo  dejado  en  Cordova  en  poder  de  Ugarte 
dos  obritas  usadas  de  Filosofía  (pr  q.e  no  se  encuentran  otras 
de  esa  clase)  p.a  Benito;  y  dos  ejercicios  cuotidianos  p.a  Isidora 
y  Vicenta,  me  traje  olvidado  un  libro  de  pintura  con  sus  tintas 
y  pinceles,  q.e  le  mandaba  de  regalo  Miguelito  Gutierr*  aqui 
lo  vine  á  advertir.  Avíseme  si  han  llegado  los  libros;  y  dígale 
a  Brigido,  qe  no  se  lo  mando  hasta  q.e  me  escriba;  q.e  p.a  eso 
bastantes  ratos  ociosos  tiene  en  la  tienda. 

Mis  más  tiernos  recuerdos  á  mis  enojadas  sobrinas,  no 
tantos  á  Tomasa,  Vicenta,  é  Isidora,  como  á  Gabriela.  ¿Que 
curiosidad  tendrán  de  saber?  ¿por  que?.  .  .  Pues  salgan  de  ella.  .  . 
Por  q.e  esta  conmigo  más  enojada  q.e  todas;  ¿y  p.r  q.e  raz.n? 
Ella  lo  sabía;  p°  estoy  empeñado  en  desenojarla  Ponga  V.  p.a 
esto  pr  mediador  en  mi  nombre  á  Araoz,  dándole  antes  mis 
expresión. s  A  Lucas  q.e  deseo  mucho  verlo,  y  q.e  el  vea  esto, 
p.a  q.e  testigo  de  vista  desmienta  en  su  pais  una  porción  de 
mentiras,  qe  circulan  con  crédito,  y  con  q.e  se  sorprende  á  los 
mejores  hombres.  A  las  niñas  con  especialidad  á  Isidora  mil 
abrazos;  cuan  sensible  me  es  no  haberla  oido  tocar  el  piano,  y 
cantar  unos  tristes  á  sus  tias!  ¡Paciencia!  p.r  3.a  vez:  y  á  Dios  mi 
Silva;  mande  como  guste  de  este  su  viejo  tio. 

D.  E.  Zavaleta. 


Sor  Dn  José  Man.1  Silva 

Buen.9  Ayres  26  de  Nov.r0  de  1824 

Mi  querido  sobrino:  Está  ya  tan  envejecida  mi  cabeza,  qp 
la  creo  ya  apolijiada.  Estaba,  y  estoy  hasta  ahoia  en  la  creencia 
de  haver  contestado  á  la  carta  q.e  me  condujo  el  caballero 
Berdía:  así  se  lo  he  asegurado  á  Lucas  en  varias  ocasiones,  qfi 
hemos  hablado  sobre  su  contenido.  Pero  pues  q.e  pr  sus  apre- 
ciable  de  29,,  del  pasado,  ó  yo  he  soñado,  ó  V.  no  ha  recibido 
mi  contestac.on  diré  á  V.  mi  juicio  sobre  aquel  asunto.  Como 
yo  no  puedo  examinar  por  mi  mismo  la  inclinac.on  particular 
de  los  dos  jóvenes,  en  su  adelantamt0  tengo  el  maior  interés, 
creo  preciso,  q.°  V.  ante  todo  lo  examine.  Benito  especialm.te 
está  ya  en  proporción,  no  de  elegir  estado,  p°  si,  sin  duda,  de 
decir,  si  se  siente  inclinado  á  seguir  la  carrera  de  las  letras.  Si 
es  tal  su  inclinación;  y  el  manifiesta  aptitud  y  disposición  pa 


246 


ella,  el  debe  venir  á  esta,  y  no  á  Cordova,  diga  lo  q.e  quiera  el 
compadre  de  Tomasa.  (Guárdeme  secreto,  pr  vr  q.e  sino  habrá  un 
nuevo  motivo  de  enojo,  y  yo  nada  quiero  menos  q.e  enojarme 
con  las  muchachas).  Es  verdad  q.e  los  estudios  no  están  en  el 
estado,  que  yo  quisiera  verlos;  p°  no  están  mas  arreglados  en 
Cordova;  y  aqui  se  está  trabajando  en  mejorarlos,  con  fundada 
esperanza  de  conseguirlos.  Por  otra  parte  hay,  como  V.  sabe, 
mucha  diferencia  de  Buen3  Ayres  á  Cordova.  En  el  trato  civil 
solo  se  hará  aquí  de  mejores  ideas,  q.e.las  q.e  adquirirá  entre  los 
compases  del  canto  cordoves  (fastidioso  pr  si  solo  p.a  cual- 
quiera q.e  tenga  bien  formado  el  órgano  del  oido)  en  un  par 
de  años  de  universidad.  Creo,  pues  q.e  si  Benito  ha  de  seguir  la 
carrera  de  las  letras,  bien  sea  pa  eclesiástico  (aunqe  oy  este  es 
oficio  de  menos  valer)  p.a  abogado,  médico,  ingeniero,  náutico 
&.  es  mucho  mejor,  qe  venga  aqui,  que  el  q.e  se  quede  en  Cor- 
dova. Pero  si  el  temor  de  q.e  se  corrompa,  y  se  haga  herege  los 
determinase  á  mandarlo  a  Cordova,  no  lo  mande  al  Coleg°  de 
Monserrat,  sino  al  de  Loreto,  donde  hay  al  menos  de  Rector 
un  excelente  eclesiástico  amigo  mió. 

Con  respecto  á  Brijido  diría  lo  mismo,  si  huviera  de  seguir 
la  misma  carrera,  p.a  la  q.e  me  parece  tiene  las  mas  preciosas 
disposiciones.  Pero  desde  pequeño  lo  noté  muy  inclinado  á 
calcular  sus  ganancias;  y  aunq.e  me  parece,  qp  el  producido  de 
los  naranjos  no  le  ha  salido  bien;  el  podrá  ser  mas  feliz  en  otros 
siguiendo  la  carrera  del  comercio,  á  q.e  lo  creo  inclinado.  Sin 
embargo  si  mos  herm,,  á  ser  algo  en  adelante,  es  necesario  qe 
la  juventud,  qe  se  destina  á  la  profesión  de  comerciante,  ad- 
quiera otra  clase  de  conocimtos  q.e  los  qe  ha  tenido  hasta  aquí. 
Seria  importante  ponerlo  á  Brijido,  siquiera  un  par  de  años  en 
el  escritorio,  bien  arreglado,  de  un  comerciante  en  esta;  p° 
desgraciadam.te  hasta  oy  no  conozco  uno  en  q.e  pueda  colo- 
carse con  probecho.  Asi  soy  de  dictamen,  q.e  si  lo  ha  de  des- 
tinar á  esta  carrera,  lo  tenga  alg.n  tiempo,  podrá  embiarlo  á 
esta  y  hacerlo  detener  alg.n  tiempo,  pa  qe  vea  el  mundo  más 
en  grande,  y  tome  algunos  conocimtos  q.e  puedan  serle  útiles  en 
su  pais,  sin  dejar  de  trabajar.  Este  es  en  substancia  mi  modo 
de  pensar. 

He  celebrado  sobre  manera  q.e  Gabriela  y  Tomasa  haian 
salido  de  su  cuidado  con  felicidad.  Felicítemelas  á  nombre  mió, 
p.r  q.e  con  tanto  empeño  adelantan  la  población  del  Tucumn. 
p°  prevéngales,  q.e  hacen  hoy  mas  falta  hombres  q.e  mujeres. 


247 


Lucas  me  ha  dicho,  q.c  la  Isidora  havia  estado  gravisimam.te 
enferma  p°  qc  ya  havia  mejorado:  quiera  el  cielo  concederle  su 
perfecto  restablecimiento.  A  ella  y  a  Vicenta  mis  mas  cariño- 
sos recuerdos. 

Siento  q.c  no  se  pued.3  despachar  las  carretas,  q.e  encargué 
á  Lucas,  p.°  q.°  me  havian  empeñado  sobremanera,  p.°  ya  he 
hecho  píeseme  al  interesado  la  imposibilidad  de  traerlas;  y  asi 
de  grado  o  pr  fuerza  habrá  de  tener  paciencia. 

El  caball.0  Helguero  llegó,  y  se  conserva  bueno,  aunq.°  pr 
nada  le  he  servido  hasta  ahora.  El  y  Lucas  andan  todo  ocupa- 
dos con  sus  compras,  enfardelamientos  ck;  y  así  es  q.c  no  nos 
vemos  tanto  como  yo  deseara.  Luego  q.°  se  desocupen  conver- 
saremos muy  largo,  y  entrarán  mis  averiguaciones  sobre  la  vida 
y  milagros  de  mis  sobrinas,  y  sobrinos.  De  Tomasa  se  ya  bas- 
tantes; algo  de  Vicenta;  p  °  poco  o  nada  de  Gabriela,  y  Isidora 
Dígales  á  todas,  q.e  las  aprecia  y  quiere  mucho  su  viejo  tio. 

Diego. 


Buen.8  Ayres  Mzo  14  de  1825 

Sor  r>  jose  Man.1  de  Silva. 

Mi  querido  sobrino:  El  portador  de  esta  será  (Dios  me- 
diante) Don  Estanislao  del  Campo,  sugeto  recomendable  pr  su 
probidad  y  honradez.  Pasa  á  esa  con  el  objeto  de  realizar  cierta 
cobranza  retrazada  va  a  un  pais,  donde  jamas  ha  estado,  y  en 
q.e  no  tiene  la  menor  relación.  Una  persona  de  mi  prim.a  con- 
sideración se  ha  interesado  pa  qe  se  lo  recomiende  á  efecto  de 
q.°  V.  lo  favoreza,  en  cuanto  esté  en  sus  facultades.  Yo  deseo 
servir  á  esta  persona,  y  cuento  á  este  fin  con  su  afecto  y  amis- 
tad. Espero  p.r  lo  mismo,  q.e  V.  hará  en  favor  de  mi  recomen- 
dado lo  q.e  pudiera  hacer  p.r  lo  q.e  más  ama,  creo  q.e  le  digo  lo 
bastante,  y  vivo  satisfecho,  q.e  V.  nada  dejará  de  hacer  p.a  q.e 
se  administre  justicia,  y  el  Sor  Campo  salga  airoso  en  su  racional 
solicitud. 

Con  esta  ocas.on  le  encargo  mil  abrazos  á  mis  sobrinos  todos; 
y  V.  ocupe  en  cuanto  crea  pueda  serle  útil  este  su  aff.°  tio,  Ca- 
pell."  y  Ara," 

Diego  E.  Zav aleta. 


248 


Sor  D.  José  Man.'  de  Silva 

Buen.s  Ayr  s  Abril  8  de  1839 

Mi  apreciado  Silva:  he  recibido  la  encomienda  del  cajón  de 
azúcar,  que  tuvo  la  bondad  de  remitirme  en  tropa  de  Bergeire. 
No  pudo  llegar  más  á  tiempo,  pues  se  me  estaba  concluiendo  una 
©déla  Habana,  que  me  costó  pr  favor  46  p."  y  me  he  ahorrado, 
con  su  favor,  de  comprarla  oy  más  cara  sin  duda.  Doy  á  V. 
las  gracias  pr  su  obsequio,  que  estoy  ya  usando  en  su  nombre. 

Mucho,  mucho  me  acuerdo  de  Vds.  mucho  echo  de  menos 
el  Tucumán.  Gustosísimo  me  retiraría  á  morir,  y  dejar  mis 
huesos  allí,  donde  ellos  fueron  formados.  Pero...  dejemos 
Silva  este  asunto,  que  no  hace  más  que  atormentarme.  No  hay 
reflex.on  que  me  convenza,  ni  idea  que  pueda  consolarme. 

A  mis  queridas  hijas  Tomasa,  Isidora,  Vicenta,  y  Gabriela, 
mis  mas  finos  recuerdos:  que  las  tengo  muy  pres.tes  en  mi  me- 
moria, y  que  ellas  me  tengan  también  p.a  encomendarnos  reci- 
procam.tQ  á  Dios;  pues  que  de  el  solo  podemos  esperar  nvo 
consuelo.  Havía  pensado  escribir  á  Bernabé;  no  p.a  darle  tar- 
días enhorabuenas,  que  se  que  no  recibiría  (y  con  razón)  de 
buena  voluntad.  Lo  compadezco  y  mucho  viéndolo  recargado 
con  tan  enorme  peso  y  rodeados  de  enemigos,  q.e  á  fuerza  de 
chismes  y  mentiras  no  cesaron  de  incomodarlo.  Pero  los  chis- 
mes se  descubren,  y  las  mentiras  también.  Marche  él  en  el  sen- 
tido de  la  raz.n  y  de  la  justicia,  y  Dios  lo  protejerá.  Hágame  el 
gusto  de  decirle,  que  ha  llegado  á  mi  noticia  una  voz  de  que  el 
consabido  Potro,  que  entregue  con  disgusto,  y  solo  p.r  ser  ord.n 
de  su  apoderado,  lo  han  perdido,  ó  lo  han  robado,  y  vendido 
(que  es  lo  que  yo  creo).  Si  esto  es  cierto,  que  me  avise;  p.r  que 
el  hermano  de  el  q.e  me  dio  el  primero  me  ha  ofrecido  otro 
(aunq.e  no  sé  p.a  cuando)  y  ese  lo  he  de  remitir  yo  á  mi  discre- 
sion,  y  no  á  la  de  el  apoderado,  que  como  no  es  un  cajón  de 
saraza,  o  un  tercio  de  efectos  lo  fia  á  cualq.a  botarate.  Que  me 
diga  como  se  ha  perdido  (si  tal  desgracia  ha  havido)  ó  si  lo  ha 
recibido. 

A  Brijido  ya  no  tengo  tiempo  de  escribirle;  p.r  que  aun  no 
he  escrito  p.a  Lucas,  que  es  primero,  y  ya  Navia  debe  venir  en 
busca  de  las  cartas. 

Mande  V.  como  guste  á  su  amante  tio  am.°  y  serv.or  QB.S.M 

Diego  E.  Zavaleta 


249 


GENEALOGIA  DE  LOS  DRES.  ZAV ALETA, 
SOLA  y  SAENZ 


Acerca  del  parentesco  del  Deán  Zavaleta  con  los 
respetables  canónigos  Juan  Nepomuceno  Solá  y  Antonio 
Sáenz,  basta  consignar  que  los  tres  tuvieron  origen 
común  en  sus  antecesores  maternos  los  Tirado-Inda, 
(origen  España-Buenos  Aires).  El  Deán  era  bisnieto  del 
matrimonio  Juan  de  Tirado  y  María  de  Castro,  padres 
de  Petronila  de  Tirado  casada  con  don  Antonio  de 
Inda;  y  éstos,  a  su  vez,  padres  de  María  Agustina  de 
Inda,  esposa  de  don  Prudencio  de  Zavaleta,  padres 
del  Deán. 

El  doctor  Juan  N.  Solá  tenía  iguales  ascendientes 
y  era  primo  hermano  del  Deán,  pues  Juana  de  Inda, 
hermana  de  María  Agustina  (madre  del  Deán),  fué  casa- 
da con  don  Miguel  de  Solá,  padre  del  ilustre  patriota. 

Finalmente,  el  rector  doctor  Sáenz  fué  bisnieto  de 
Juan  de  Tirado  y  María  de  Castro,  cuya  hija  Juana 
Josefa,  hermana  de  Petronila,  casó  con  Saturnino 
Saraza,  que  fueron  padres  de  Francisca  Saraza,  consorte 
de  Miguel  Sáenz,  padres  de  Antonio.  Vale  decir,  que 
el  rector  era  sobrino  segundo  del  Deán. 

Como  complemento  agregaremos  que  el  doctor  Solá, 
nacido  en  1751,  falleció  en  1819  a  los  68  años,  y  que 
fué  votado  en  la  Semana  de  Mayo  para  vocal  de  la 
Junta  Revolucionaria.  El  doctor  Sáenz  murió  en  1825 
a  los  45  años  y  Zavaleta  en  1842  a  los  74  años.  Además 
del  vínculo  consanguíneo,  unió  a  los  tres  una  íntima 
amistad,  vínculo  religioso  y  afinidad  política. 


250 


CRONOLOGIA  BIOGRAFICA  DEL  DEAN  DOCTOR 
DIEGO  E.  DE  ZAVALETA. 


1768  —  Nace  en  Tucumán  el  24  de  noviembre. 
1773  —  Viene  a  Buenos  Aires. 
1781-1783  —  Escolar  de  Santo  Domingo. 

1783  —  Becado  e  inscripto  R.  Colegio  de  San  Carlos.  Curso  Dr. 
Chorroarín. 

1785  —  Rindió  examen  de  filosofía,  el  26  de  diciembre. 
1787  —  Fin  de  los  estudios  teológicos. 

1789  —  Su  discurso  y  tesis  sobre  Las  Decretales. 

1790  —  Pasa  a  Charcas.  Doctor  en  derecho  canónico  y  bachiller 

en  derecho  civil, 

1791  —  Prefecto  de  estudios  en  el  Real  Colegio  de  San  Carlos,  hasta 

1794. 

1792  —  Catedrático  de  cánones  hasta  1795. 

1795-1798  —  Catedrático  en  el  curso  de  Artes  y  Filosofía,  curso 
Física  general. 

1796  —  Ordenado  de  presbítero  a  los  28  años.  Curso  de  física  par- 

ticular. 

1797  —  Curso  de  Metafísica. 

1799  —  Catedrático  de  teología  de  Vísperas  y  cátedra  de  Prima, 
(durante  seis  años). 

1804  —  Pasante  de  teólogos  como  juez  de  oposición  con  voz  y  voto. 

1810  —  Término  de  su  carrera  docente.  Donativos  a  la  Biblioteca 
Pública.  Censor  de  obras  teatrales  del  Cabildo  de  Buenos 
Aires  (1811  y  1812). 


251 


1810  —  Obtuvo  por  concurso  la  silla  de  Magistral  en  el  Cabildo 
Eclesiástico. 

1810  —  Oración  patriótica  en  presencia  de  la  Junta  Revolucionaria. 

1812  —  Miembro  de  las  asambleas  de  abril  y  octubre. 

1812-1815  —  Provisor  y  gobernador  general  del  Obispado.  Circular 
a  los  párrocos  sobre  la  causa  de  la  Independencia.  (12  de 
mayo  de  1812).  = 

1816  —  Vicario  General  Castrense. 

1815-1816  —  Vocal  de  la  Junta  de  libertad  de  imprenta. 

1815-1816  —  Elector  en  el  Cabildo  de  Buenos  Aires. 

1816  —  Oración  sobre  la  Declaración  de  la  Independencia  en  la 

Catedral. 

1817  —  Nombrado  Rector  del  Colegio  de  la  Sma.  Trinidad,  en  Men- 

doza, que  no  acepta;  pero  colabora  en  el  plan  definitivo  de 
los  estudios,  a  pedido  de  San  Martín  y  Godoy  Cruz. 

1817  —  Diputado  al  Congreso  Nacional  y  vice-presidente  del  mismo. 

1818  —  Renuncia  a  sus  sueldos  como  legislador. 

1818  —  Elegido  Deán  de  la  Catedral  de  Buenos  Aires. 

1819  —  Diputado  del  Congreso  Constituyente  y  redactor  de  la 

Constitución. 

1821  —  Miembro  de  la  Sala  de  los  Doctores  de  la  Universidad. 

1822-  1823  —  Las  reformas  rivadavianas.  Presidente  de  la  comisión 

de  Legislación. 

1823  —  Presidente  del  Senado  del  Clero  (nueva  denominación). 

1823-  1824  —  Misión  a  las  provincias  en  pro  de  la  unión  nacional. 

1824-  1827  —  Diputado  al  Congreso  Nacional. 

1824  —  Comisionado  para  formar  el  reglamento  de  la  Universidad. 

1825  —  En  6  de  agosto,  nombrado  Rector  déla  Universidad.  Renuncia 

al  cargo  sin  ocuparlo. 

1826  —  Debates  y  firma  del  Manifiesto  a  los  Pueblos. 

1826  —  Firma  de  la  Constitución  Nacional  unitaria. 

1827  —  Informe  de  su  misión  a  Entre  Ríos. 


252 


1827  —  Recibe  en  la  Catedral  las  banderas  y  trofeos  de  Ituzaingó. 

1829  -—  Miembro  del  Consejo  de  Cobierno.  Hasta  el  mes  de  julio. 

1829  —  Miembro  del  Senado  Consultivo  (Gobierno  general  Lavalle). 
Hasta  noviembre. 

1834  —  Respuesta  a  la  consulta  sobre  Patronato  Nacional. 

1835  —  Voto  contra  la  suma  del  poder  público. 

1836  —  Viaje  a  Tucumán. 

1837  —  Regreso  de  Tucumán. 

1838-1842  —  Su  actividad  silenciosa  como  sacerdote  y  como  canó- 
nigo en  el  Cabildo  Eclesiástico. 

1842  —  Muere  en  Buenos  Aires  a  los  74  años;  el  24  de  diciembre. 

1843  —  Se  celebran  sus  funerales  el  20  de  enero. 
1854  —  Sus  albaceas  abren  su  testamentaría. 


INDICES 


INDICE       DE  MATERIAS 


PÁGS. 

INTRODUCCION   11 

Capítulo  I.  —  Familia  del  Deán  Zavaleta   15 

Capítulo  II.  —  Preparación  escolar  y  carrera  universitaria.  Sus 

prominentes  servicios  en  la  enseñanza  pública   19 

Capítulo  III.  —  Carrera  eclesiástica.  —  El  deanato.  —  La 

reforma  rivadaviana   37 

Capítulo  IV.  —  Dos  oraciones  sagradas:  la  Revolución  de 

Mayo  y  la  Declaración  de  la  Independencia   61 

Capítulo  V.  —  Zavaleta  y  el  Congreso  de  Tucumán   73 

Capítulo  VI.  —  Figuración  parlamentaria:   Congreso  Nacio- 
nal de  1817-18  y  la  Constitución  de  1819   81 

Capítulo  VII.  —  La  Misión  Zavaleta  en  procura  de  la  unidad 

nacional   89 

Capítulo  VIII.  —  En  el  Congreso  de  1824  y  por  la  Constitu- 
ción de  1826   113 

Capítulo  IX.  —  Del  regalismo  y  su  secuencia,  el  patronato 

nacional   153 

Capítulo  X.  —  Frente  a  Rosas.  —  Definición  democrática  con- 
tra la  '  suma  del  poder  público»   169 

Capítulo  XI.  —  El  Deán  de  Buenos  Aires  parte  para  Tucumán. 

El  veto  de  Rosas  en  la  gestión  oficiosa  de  un  obispado   181 

Capítulo  XII.  —  Gravitación  de  la  personalidad  del  Deán  de 

Buenos  Aires  en  el  grupo  histórico   197 


257 


APENDICE  DOCUMENTAL 


Págs. 


Carta  y  circular  del  Provisor  Eclesiástico.  Año  1812   209 

Carta  de  Fray  Cayetano  Rodríguez  al  obispo  Molina.  Año  1815 .  210 

Arenga  sobre  la  nueva  Constitución.  25  de  Mayo  de  1819   211 

Nota  al  gobierno  de  Buenos  Aires  sobre  los  preliminares  de  la 

instalación  del  Congreso  General.  Septiembre  15  de  1821.  211 

Credencial  de  diputado  al  Congreso  Nacional   213 

Sesión  secreta  del  18  de  julio  de  1825   214 

Dictamen  sobre  Patronato  Nacional.  Año  1834   216 

Misión  Zavaleta  a  las  Provincias.  1823-24.  Circular  de  Zavaleta 

y  respuesta  del  gobernador  del  Carril   228 

Convención  entre  los  gobiernos  de  Buenos  Aires  y  San  Juan.  .  .  234 

Circular  acerca  de  los  sucesos  de  Europa  con  respecto  a  América.  236 

Nota  sobre  las  banderas  de  Ituzaingó   241 

Correspondencia  privada.  Cartas  a  su  sobrino,  el  gobernador 

José  Manuel  Silva  y  otros   242 

Referencias  al  parentesco  con  los  doctores  Sola  y  Sáenz   250 

Cronología  biográfica  del  Deán  Zavaleta   251 


258 


INDICE       DE  LAMINAS 


PÁGS. 

I.  —  Oleo  del  Deán  Zavaleta,  por  García  del  Molino  (1834).  10 

II.  —  Tesis  canónica  impresa  en  1789   18 

III.  — Curso  de  filosofía  de  1795   23 

IV.  —  Códice  de  física  general   24 

V.  —  Curso  de  filosofía  de  1795.  Figuras  explicativas,  entre 
páginas   28  y  29 

VI.  —  Curso  de  filosofía  de  1796:  Códice  de  física  particular.  .  36 

VII.  —  Curso  de  filosofía  de  1797:  Códice  de  metafísica   41 

VIII.  —  Exhortación  en  la  Catedral,  30  de  mayo  de  1810   65 

IX.  —  Manifiesto  del  Congreso  de  Tucumán  a  las  Naciones 

(1817)   85 

X.  —  Acta  secreta  aprobando  el  Manifiesto  anterior   87 

XI.  —  Nota  del  gobernador  de  Buenos  Aires  acusando  recibo 
de  la  elección  de  Zavaleta  como  Presidente  de  la  Junta  de 

R.  R.  (1821)   97 

XII.  —  Impreso  del  texto  legal  de  la  Suma  del  Poder  Público,  1835  173 


259 


IMPRESO 

DURANTE  LA  SEGUNDA  QUINCENA 
DE  MARZO  DE  1952. 
AÑO  85  DE  LA  CASA  PEUSER. 
EN  SUS  TALLERES  DE  PATRICIOS  5K0. 
BUENOS  AIRES,  ARGENTINA.