EX-LIBR1S
HECTOR DIAZ USANÍIVARAS
DEAN DE BUENOS AIRES
DIEGO ESTANISLAO
DE
ZAVALETA
El cubretapas de este libro ha sido realizado por
Enrique de Larrañaga
En las guardas se ha reproducido la litografía de
Carlos Enrique Pellegrini denominada Fiestas Mayas
y perteneciente a su álbum Recuerdos Del Río de la
Tlata, publicado en 1841.
Derechos reservados - Hecho el rfe/iósilo que. marca la ley 11723
ENRIQUE RUIZ GUIÑAZÚ
El Deán de Buenos Aires
DIEGO ESTANISLAO
de
ZAVALETA
ORADOR SAGRADO DE MAYO
CONSTITUYENTE
OPOSITOR A LA TIRANIA
1 768 -I 842
EDICIONES PEUSER
BUENOS AIRES
NOV 2 1981
^¿OGICALSt^í^
Digitized by the Internet Archive
in 2014
https://archive.org/details/eldeandebuenosaiOOruiz
«Una biografía que hace falta
para honra del país.»
Juan María Gutiérrez
I. — Oleo del Deán Dr. Diego E. de Zavaleta, por F. García del Molino, año 1834.
Existente en la Sala de los Canónigos de la Catedral de Buenos Aires
INTRODUCCION
Van corridas varias décadas desde que ]uan María Gutiérrez
dijera, con sentido educativo, hablando del Deán Zavaleta, que
su biografía hacía falta 11 para honra del País". Sin tiempo él
mismo ni documentos para escribirla, limitóse a señalar su ejem-
plaridad al conocimiento de las nuevas generaciones. Excepción
hecha, en efecto, de algunas semblanzas o de apostillas ocasio-
nales, nada fundamental escrito conocemos de su paso por la
escena nacional. Se ha hecho silencio en torno a su memoria,
interrumpido tan sólo por la nomenclatura de una calle del su-
burbio, donde una vulgar plaqueta con su nombre poco dice de sí.
¿Ingratitud? No. ¿Ignorancia? Tampoco. ¿Acaso incomprensión,
disfrazada de indiferencia? Es posible. Observamos desde luego,
que el Deán no figura en la nómina esculpida en bronce recor-
datorio adosado a los muros de todos los templos de la República
para enaltecer al clero de los fastos históricos de 1810 y 1816.
Pese a ese mutismo de los centenarios, perdura aún la voz de
austeridad que se escuchara en 1810 para requerir la obediencia
del pueblo de Buenos Aires a la Junta de Mayo allí presente,
ante el Deán, quien, seis años después, proclamará desde el mismo
pulpito de la Catedral la independencia de estas Provincias,
jurándola con asistencia y testimonio del Supremo Director del
Estado.
I 1
Dos hechos capitales en verdad, acrecentados en esa hora
histórica por su visión del País, que anhelaba organizar por
cima de la maraña de la política rioplatense, oponiéndose a las
fuerzas disgregadoras que, bajo la máscara del caudillismo, obs-
taculizaban la unión de los pueblos. La llamada "Misión Zava-
leta" de 1823, cumplida con ánimo sereno y constancia admi-
rable en el pensamiento propulsor de Rivadavia, descubrió en la
hondura de su alma provinciana un hálito de grandeza nacional.
Desde este ángulo, Zavaleta se nos presenta como antimonárquico.
Su pensamiento estrictamente republicano a base de un sistema
representativo de gobierno, se ajustaba a la doctrina de un demó-
crata moderado, conforme al espíritu entonces en boga.
Su docencia universitaria católica, por otra parte, acrisolada
en estudios filosóficos de que dan cuenta varios códices reveladores
de erudición; su colaboración ilustrada en las asambleas consti-
tuyentes y su participación ininterrumpida en actos institucionales,
revestida de una modestia y desinterés reconocidos por sus coetá-
neos, le elevan en la perspectiva histórica con títulos inconfundibles.
Mientras los gusanos de la corrupción política roían la pulpa
dolorida de muchos, la conciencia del deber ciudadano y de la
conducta moral del hombre se mostraba en el Deán templada y
valiente frente al plebiscito de 1835, negando su voto a Rosas en
el otorgamiento de la usuma de Poder público", con que se originó
la tiranía. ¿Será menester algo más, para acercarle al estrado de
la justicia postuma?
Pasado el centenario de su muerte, cumplido en 1942, no es
posible sigamos remisos en penetrar la verdad de una vida cuyos
rasgos van marcando a medida que se intensifica la investigación
las excelencias de una personalidad preterida, cediendo el paso
a sujetos anodinos de su tiempo, por la inercia y atonía del con-
12
sentimiento tácito que va mezclando y confundiendo los altos
valores.
Un reparo se ha hecho a la figura histórica del Deán, es
preciso decirlo con franqueza; ha sido su participación en la re-
forma del clero, consumada por el "barroquismo" de Rivadavia
y el partido Unitario en 1822, tergiversada en buena parte por
la propaganda y la política de que fué poco después corifeo el
propio Rosas, erigido en defensor de la religión católica que no
sentía ni practicaba. Situación asaz delicada del período inicial
de Mayo, que hizo del Patronato Real un expediente de Gobierno,
enfrentándolo a la expectativa justificada del Pontificado, jaqueado
como se hallaba éste por el trono borbónico y la Santa Alianza,
que no accedían ni toleraban el reconocimiento de las nuevas
naciones de América. El regalismo había cundido vigoroso así,
en lo más conspicuo de la clerecía americana como una conse-
cuencia política. Asunto este de trascendencia que tratamos en
su lugar.
Hecha la discriminación, anticipemos que, si el doctor Diego
Estanislao de Zavaleta fué meritorio como servidor de la Patria,
no lo fué menos como alta dignidad en el gobierno de la diócesis
vacante, que edificó con las virtudes del sacerdote ejemplar,
puesta la mente y el corazón en las enseñanzas evangélicas, en
una época — como queda dicho — de circunstancias complejas
y azarosas de matización y clarificación de las ideologías políticas.
Buenos Aires, 17 de ai/oslo de 1950.
13
Capítulo
I
FAMILIA DEL DEAN ZAV ALETA
Por nuestros papeles de familia sabemos que en el año
de 1742, durante el apacible gobierno del mariscal de campo
don Domingo Ortiz de Rozas, arribó al puerto de Buenos
Aires el navio llamado Luis Erasmo, a cargo del piloto Pedro
de la Vigue. Venía a su bordo un apuesto joven hidalgo,
natural de la villa de Elgueta, en la provincia de Guipúzcoa,
ostentando en su favor, además de las recomendaciones de
los de su casa solariega en el terruño helguetaño, el modesto
aunque significativo título de «familiar del Santo Oficio».
Apellidábase el viajero Prudencio de Zavaleta. Su juven-
tud, energía y visibles ambiciones, le encaminaron a los
ricos tenderos de la ciudad indiana y desde luego, hacia
el ilustrísimo prelado y demás señores de fuste de la admi-
nistración colonial.
Hijo de don Juan de Zavaleta y de doña María deSagasti-
guchía, de los cuales era el primogénito entre numerosos reto-
ños del añoso tronco, no pensó acaso en ese entonces que ha-
bría de ser cabeza de dilatada descendencia, y que varios de su
sangre, todavía muy lejanos, mostrarían con el andar del tiem-
po, no obstante su fervor por la raza originaria, la mayor satis-
facción de su raigambre crecida en el nuevo suelo americano.
Impelido por el fárrago de los negocios, pasó don Pru-
dencio los primeros años alternando sus quehaceres entre
15
Buenos Aires y Córdoba' y luego, ya incorporado al trajín
más rendidor del Alto y Bajo Perú, vióse como enclavado
en el seno de la sociedad tucumana, hasta sus últimos días.
Quince años de labor diéronle los recursos necesarios para
formar su hogar, y hubo de ser en el salón del ilustre gober-
nador teniente general José de Andonaegui, donde conociera
a una beldad criolla, que le condujera al altar. Allí quedó
definido su programa indiano: sería terrateniente, amo de
esclavos y con campo sobrado para lo social y lo mercantil.
Realizó, en efecto, sus bodas el 29 de junio de 1757 en la
iglesia catedral de esta ciudad de la Santísima Trinidad,
con doña María Agustina de Inda, hija del acaudalado
capitán don Antonio, vecino ya de este puerto y oriundo
de los Pasajes de la Vanda, en la ciudad de Fuenterrabía
en España, y de doña Petrona Martínez de Tirado, casados
éstos en 1720. Aportaba la novia, jovencita de 14 abriles,
una dote de consideración, con ejecutoria de nobleza y
blasón de los Inda: sobre campo azul, en cabeza una estrella
de plata y en punta ocho jaqueles de plata y rojo. Apadri-
naron las velaciones amigos muy íntimos, don Juan de
Lezica y su mujer María Elena de Alquiza.
Su propósito de permanecer en el norte argentino parecía
definitivo, cuando en 1760 otorgó don Prudencio a don
Juan Angel de Lazcano un amplio poder 1 emprendiendo
la larga travesía a Tucumán, que seguramente volvió a
recorrer más de una vez. Allí, tanto en la ciudad como en
las serranías del valle de Tafí, transcurrieron años y na-
cieron sus hijos. El hogar de Zavaleta no fué muy crecido;
contó con tres vástagos, dos de ellos de ilustre memoria:
el futuro Deán y su hermano mayor don Clemente. Una
sola mujer, María Josefa, casada en 1796 con Atanasio
Gutiérrez, cuya vida se desliza en el cabildo de Buenos
Aires y en actividades comerciales.
1 Biblioteca Nacional, Ms. N° 753. Catálogo, pág. 67.
16
Para no apartarnos de nuestro biografiado, diremos de
pasada que Clemente de Zavaleta asume, por la trascenden-
cia de los hechos de que participó como por el concepto
de que gozó en Tucumán, la figuración de un varón consular,
superior por cierto, al que se exterioriza por personajes
trajeados de ordenanza a la usanza de la época. Porque,
en verdad, en 1810, era presidente del cabildo, gobernando
en tal carácter dos años; y en 1812, Teniente Gobernador,
el primero de este título. Como protector de la primera
fábrica de armas destinadas al ejército del general Belgrano,
pronunció la vibrante proclama que con elogio insertó
Mariano Moreno en la Gaceta de Buenos Aires 2. En él reco-
noció la Junta de Mayo al «ciudadano honrado, capaz de
sacrificar su reposo al bien general de la Patria». Luego
en otra ocasión, aprobando sus procederes, decía la Junta
Revolucionaria: «Le da a usted las gracias por su celo y
eficacia, y espera continúe del mismo modo su comisión,
la cual no se le ha conferido como alcalde ordinario, sino
como a un individuo que ha merecido su confianza» 3.
Así era, efectivamente, quien antes, con igual generosidad,
había hecho donativos cuando ocurrieron las invasiones
inglesas, como en 1795 al declararse la guerra entre España
e Inglaterra. Reputados escritores han exaltado las nobles
calidades de su espíritu moderado y patriota. Basta men-
cionar su colaboración a Castelli en su paso expedicionario
al Alto Perú, cuanto en 1822, nombrado gobernador inten-
dente, «como el mejor habitante que tenía Tucumán» 4.
2 Gaceta de Buenos Aires, reimpresión facsimilar, año 1811, t. II, p. 175.
3 Archivo de la Nación: Gobierno, t. XIX, Carpetas 84 a 87, Docs. 19, 21, 26 y
otros, año 1810.
4 Antonio Zinny, Historia de los Gobernadores de las provincias argentinas, vol. III,
p. 244. P. Antonio Larrouy, Documentos del Archivo General de Tucumán, t. I, pp.
163, 226 y sgts. Don Clemente falleció en 1823 en Tucumán. Era casado con Dolo-
res Rui: de Huidobro (3- abril- 1789), de ilustre prosapia. Obra en mi poder su libro
diario manuscrito que abarca varios lustros con noticias de muy diverso orden.
17
THESES CANONICE.
PRESIDE DOCTORE
D. BASILIO ANTONIO RODRIGUEZ DE
VIDA,
PROPUGNABIT D. DIDACUS
Stanislaus Zabaleta, Regalis
Collcgii S. Caroli
Coliega.
ILLUSTRTSSIMO D. D.
EMMANÜEL1 AZAMOR ET RAMIREZ,
Mcritissimo hcclesia- Bonaereñsis
Pont i fie i dicarx.
BUENOS.AYRES MDCCLXXXIX.
Csn el Superior pcrmUn del r-xemo. Señor Virrey Marqué»
de Lorcro. En la Real Imprcnu de ha
Nifto« en pósitos.
H. — Ejemplar que fué de la Biblioteca Lamas. Su facsímil en J. T. Medina, Biblio-
grafía de la Imprenta del Río de la Plata, pág. 62, N9 10 5. El acto tuvo lugar
el 22 de diciembre de 1789
Capítulo
II
PREPARACION ESCOLAR Y CARRERA UNIVERSITARIA.
SUS PROMINENTES SERVICIOS EN LA
ENSEÑANZA PUBLICA
Diego Estanislao, como dijimos, fué el segundo del
hogar Zavaleta-Inda. Vino al mundo en la histórica San
Miguel del Tucumán el 24 de octubre de 1768. Joven no
mayor de 12 años, ingresó en la Escuela del convento de
Santo Domingo de la Capital del Virreinato, donde cursó
latinidad, gramática, historia sacra, lógica y algo de apolo-
gética, los años 1781 y 1782, entre oraciones y cánticos.
Según lo anota Juan María Gutiérrez1 llegado el año 1783
el joven estudiante se incorporó al curso del doctor Luis
Chorroarín en el colegio de San Carlos. Con tan eximio
maestro de filosofía, reveló ya los primeros destellos de su
clarísima inteligencia, destacándose como aventajado alumno
en el ciclo completo de los estudios del Real Colegio de
San Carlos, donde fué becado. En los cursos de filosofía,
como en teología y cánones, dejó la huella de su paso.
Rindió examen general de filosofía el 26 de diciembre de
1785, y en 1787 terminó sus estudios teológicos. Según las
1 Juan María Gutiérrez, Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública Superior en
Buenos Aires, edición de 1915, p. 515 y sigts.
19
anotaciones escolares, Zavaleta junto con Manuel Belgrano,
aparecen en 1783-85 como alumnos del curso del doctor
Chorroarín.
En las constancias del cancelario léese una nota que
dice: «El día 22 de diciembre de 1789, tuvo don Diego
Estanislao Zavaleta una función literaria en la Iglesia del
Real Colegio de San Carlos, dedicada al ilustrísimo señor
don Manuel de Azamor, Obispo de esta Diócesis; y el
29 de enero de 1790 decretó el señor cancelario, doctor
Carlos J. Montero, que con dicha función había el expre-
sado Zavaleta suplido el examen general de teología que se
da en el cuarto año» 2.
Este acto público recordado como hecho singularísimo,
constituyó el preanuncio de una actuación futura del joven
egresado que entonces contaba 21 años y que habría de
traducir merecidos laudos en la cátedra y en el pulpito,
donde se señalaría luego de modo descollante. Su tesis
versó sobre puntos tomados de Las Decretales (Libros I, II,
IV y V), sostenida ante el Diocesano y dada a luz en un
opúsculo intitulado Theses canonicae, quas, praeside Doctore
Domino Basilio Antonio Rodríguez de Vida, propugnavit Dom.
Didacus Estanislaus Zavaleta, regalis Collegii S. Caroli Collega,
lllustrissimo Dri. D. Emmanueli Azamor et Ramirez, meritissimo
ecclesiae Bonaerensis Pontifici dedicatae 3.
2 Nota del libro de aprobaciones, f. 17, firmada por don José de Reina, secre-
tario.
3 Ver el facsímil en José Toribio Medina, su Historia de la Imprenta, Virreinato
del Río de la Plata, p. 62. Publicado en la imprenta de Niños Expósitos, con superior
permiso del Virrey marqués de Loreto, en Buenos Aires mdcclxxxix, p. 29, in. 4o.
Como se sabe, las Decretales forman la base de la gran recopilación de leyes ecle-
siásticas, llevada a cabo por Fray Raimundo de Peñafort, sabio jurista español,
por encargo de Gregorio IX. Zavaleta se reveló un hábil glosador de las partes seña-
ladas en el texto. Tratan del Breviarium en sus cinco divisiones: Judex, judicium,
clerus, connubia, crimen. Cuando el gran recopilador hubo terminado su difícil
tarea después de tres años de absoluta consagración a la misma, el Pontífice nom-
brado la remitió a los doctores y estudiantes de Boloña, París y Salamanca (1234).
Por lo general, su estudio, extendido a todas las universidades católicas, importaba
pasar en revista las leyes o constituciones del derecho canónico. Esta colección
20
El actos, como escribe Gutiérrez empleando el vocablo
en el sentido idiomático de las antiguas escuelas, fué dedi-
cado al prelado mencionado con un discurso laudatorio,
donde se pasa revista a las calidades intelectuales y morales
del pastor egregio, y en cuyo panegírico se recogen por el
«sustentante» sus rasgos más notorios.
Concluida su carrera de aulas y después de haber dado
todos sus exámenes hasta el general de teología, como
queda dicho, pasó Zavaleta a la Real Universidad de San
Francisco Xavier, en Charcas; y desempeñando los actos,
de estilo, recibió en ella los grados de «doctor en Sagrada
Teología y de «Bachiller en ambos derechos,» como así
consta del título que le expidiera el doctor Bernardino de
la Parra, en la ciudad de La Plata el mes de octubre de 1790.
Vuelto a Buenos Aires, fué designado como prefecto o
Regente de Estudios en el colegio de San Carlos, cargo que
desempeñó desde el 19 de abril de 1791 al 16 de diciembre
de 1794. Mientras tanto, comprobamos que dictó la cátedra
de Cánones desde agosto de 1792, obteniéndola aunque con
carácter interino hasta el 22 de julio de 1793. En esta fecha
hizo su primera oposición a la cátedra de Filosofía en con-
curso con varios colegas, entre ellos el doctor Mariano
Medrano, que fué nombrado. Su segunda oposición la veri-
ficó al año siguiente, siendo elegido para el curso de Artes
que iniciara en el 95, manteniéndolo tres años; pues luego
pasó a la cátedra de Teología de Vísperas en febrero de 1799,
que dirigiera con brillo durante seis años. Finalmente, el
gobierno lo designó para la cátedra de Prima, en reemplazo
del doctor Camacho, de feliz memoria.
gregoriana comprende las cinco compilaciones anteriores, excepto el decreto de
Graciano y vale como ley general, quedando así revocadas las Decretales no incluidas
por Peñafort. Empero, los canonistas posteriores estimaron legítima la interpre-
tación sobre las antiguas compilaciones y aun acudir a los originales auténticos,
como se halla en las Regestas, tomando ejemplo en el precedente sentado por el
papa Inocencio IV, quien rectificó los textos apartados de su primitivo sentido.
21
En el mencionado año de 1795 dictó el doctor Zavaleta
el undécimo curso de filosofía, con una inscripción de más
de sesenta alumnos, algunos de ellos figuras de lo futuro.
Al año siguiente, el 21 de mayo, el obispo de Buenos Aires
le ordenó de presbítero en las Capuchinas, actual Iglesia
de San Juan. Fundó entonces una capellanía. Sin dar tregua
a sus tareas sacerdotales y docentes, por su preclaro talento
y versación, cúbrese su «curriculum vitae» de distinciones
en la enseñanza pública. Sin perjuicio de referir más ade-
lante las producciones de su intelecto, dejemos constancia
que el 9 de abril de 1804, conservando su cátedra de Teología,
fué designado pasante de los teólogos como juez de opo-
sición con voz y voto en los concursos. Después de dieci-
nueve años de labor prominente en el magisterio, según
lo destacaran sus contemporáneos, ocupó la silla de Magis-
tral en el Cabildo Eclesiástico por elección, en resonante
concurso.
Refiere Gutiérrez — fuente autorizada de información
en la historia de la enseñanza pública — que en el antiguo
plan de estudios se destinaba una parte de la filosofía a la
«física general como segunda materia del curso, conforme
a la disciplina escolástica. El texto de las lecciones de física
que dictó el doctor Zavaleta en 1795, demuestra un verda-
dero esfuerzo de aplicación para difundir el conocimiento
de las leyes de la naturaleza, siendo de admirar cómo tal
enseñanza podía hacerse valedera sin el empleo del cálculo,
sin la experimentación y con pocos instrumentos de gabi-
nete. Sólo la autorizada palabra del maestro, su exposición
intuitiva, de principios y aforismos, era el bagage deposi-
tado en la mente del alumnado. Y si por rudimentarios los
actos gubernativos o por pobreza de los presupuestos ofi-
ciales la enseñanza pecaba de esta insuficiencia, asimismo
cabe el elogio, pues afirma Gutiérrez que «tenemos motivos
para creer que el curso del dr. Zavaleta fué redactado con
mayor esmero y mayor copia de luces entre cuantos se
22
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1795. Texto del códice referente a la Physica Generalh, II pal
Fondo de manuscritos de la Biblioteca Nacional
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V t*-C"~~y ^Vyí ^OK+Lw*^ >Í ^¿►VK^V^n, 11»- ¡Xf
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Q*Uv**l*/ U»kUc~r. c4*-y@v>. ívv ¿jf*^W J*"^
s.
IV. — Página 136 del códice sobre los cuerpos sólidos y fluidos.
Ms. Biblioteca Nacional
dieron en el Colegio carolino, especialmente en la materia
de que tratamos* (pág. 317, loe. cit.). Gutiérrez consideraba
a Zavaleta como el mejor iniciado de los catedráticos por-
teños en el movimiento moderno de las ideas.
El tratado de la referencia, que se conserva en nuestra
biblioteca pública nacional y del que damos una reproduc-
ción en fotocopia, se intitula así: Elementa philosophiae uní-
versae in gratiam studiosae Juventutis regii Sancti Caroli Bo-
naeropotitani Convictarii Scolarom usibus accommodata. A Dre
Didaco Stanislao Zavaleta, olim e jusdem convictorii allumno in
eodem philosophiae professore. Secunda pars, seu Phisica gene-
ralis, incepta die tertio Augusti anno Domini millesimo sceptin-
gentesimo nonagésimo quinto.
Merced a estudios especializados, de los que es expo-
nente en la actualidad el R. P. Furlong, cuya obra en parte
inédita enaltece la historiografía y las letras, podemos ser
más explícitos e informativos acerca del contenido de este
manuscrito latino. Nuestro colega de la Academia ha tenido,
en efecto, la gentileza de revelarnos la sustancia de las
lecciones de Zavaleta y es en virtud de esa autorizada fuente
que podemos ahora circunscribir concretamente sus exce-
lencias y defectos. El códice, como se lee en su intitulación,
abarca la «Física General», partiendo de la naturaleza del
cuerpo animal y rematando en las causas u origen de los
terremotos. Se refiere por ende, a la física cosmológica.
Según nos lo señalara Furlong, el doctor Zavaleta, meta-
físico de garra, no ignoraba ciertamente los avances de las
ciencias físicas o experimentales, teniendo en cuenta los
resultados positivos de las mismas; pero su temperamento,
vocación y carácter, no se avenían en sus rasgos de pen-
sador y doctrinario con la manipulación experimental que
entonces comenzaba a introducirse en las aulas, donde la
física bajaba de las alturas especulativas para posarse en
las realidades tangibles de los gabinetes y laboratorios aun
incipientes. Al profesor del Real colegio carolino, le era
2.">
acaso muy complejo abandonar la huella tradicional. De ahí
que de sus labios se escuchara que «la esencia o razón
formal de los cuerpos no consiste en la extensión actual
de que goza en cuanto a longitud, latitud y profundidad >.
Rechaza el atomismo de Leucipo, Demócrito y Epicuro que
reeditaran Descartes, Gassendi y Newton, porque es sis-
tema que nada explica a su juicio, y está fuera del problema
de la filosofía. No le interesaban las características externas
de los átomos, como las señaló Descartes, fuesen grandes
o diminutos, divisibles o no. Es decir, que los átomos, no
por ser tales, dejaban de ser verdaderos cuerpos. Para Zava-
leta, «todo cuerpo se compone forzozamente de dos prin-
cipios». La teoría aristotélica-escolástica es la más probable
y la que mejor explica la constitución primitiva de los
cuerpos y su diversidad.
Vale decir, forma y materia. Habla así de los cuerpos
simples, esto es, de los que no son meras agregaciones de
otros cuerpos, como el aire, el fuego o el agua. Se refiere
a las sustancias producidas por generación. Es aristotélico
integral. Omne corpus impenetrabilitate peraeditum est. Es decir,
todo cuerpo está dotado de impenetrabilidad, afirmándolo
en pugna con Descartes y demás sabios, por cuanto «una
extensión aptitudinal o radical en orden a ocupar un lugar
o la posición situal de las partes fuera de ellas, es lo que
requiere o presupone esa impenetrabilidad». Dos tesis con-
sagra Zavaleta a la naturaleza de lo continuo: Una, por la
que sostiene que no se compone de partículas divisibles al
infinito, y otra, según la cual «el cuerpo extenso o continuo
se compone de partes matemáticas».
La segunda parte de este tratado de física discurre sobre
las propiedades y afecciones generales de los cuerpos, la
rarefacción, la condensación, el vacío, la elasticidad y la
gravedad. Habla de la mecánica del movimiento, del por-
qué del equilibrio a que tienden los líquidos, la naturaleza
de la ebullición, etc. Dispone en su bibliografía de las publi-
26
caciones de Sigaud Lafond, quien se destacara por sus
experiencias sobre el hidrógeno, llamado entonces aire infla-
mable, y por otras numerosas obras y ensayos sobre el calor,
la electricidad, etc., resultado de sus lecciones en varios
institutos de Francia. Sigue estas lecciones dentro de ciertas
posibilidades y de ellas algo le fué dado incorporar a su
cátedra, más coloreada — era lógico entonces — de filosofía
con fondo escolástico, que de instrumental y experimentos,
difíciles si no imposibles de realizar en la indigencia de los
gabinetes escolares. Lo contrario hubiera sido proeza.
Igual importancia debemos atribuir, al siguiente curso que
Zavaleta dictara en 1796 sobre «Física particular >\ habién-
donos cabido en suerte su hallazgo en el fondo de obras
raras» de la biblioteca del Consejo Nacional de Educación.
Este códice, desconocido hasta el presente, abarca la tercera
parte del curso de filosofía, titulado Physica particularis
y contiene además del prefacio -Stabilitis in physica...»
cuatro secciones. La primera De térra et regno minerali ;
la segunda < De Aqua ; la tercera De aire y la última
-De igne et electricitate . Agregaremos de pasada que, cada
una de estas divisiones del texto se subdivide en 4-6 artículos
< o questio» con sus «conclusio o corollarios N y un capítulo
final de Argumenta solvenda . El volumen en buen estado,
se halla encuadernado en pergamino: 155 — 214 mm. Escrito
en lengua latina, 175 páginas, tinta negra. Su intitulación
completa puede leerse en la reproducción fotocópica que
insertamos de este manuscrito que perteneció originaria-
mente a Juan Manuel" Fernández de Agüero.
A estas apostillas bibliográficas agregamos la noticia de un
tercer manuscrito del Deán, en el archivo del convento de
Santo Domingo de esta capital. Contiene dicho códice el
curso de metafísica dictado también en el colegio carolino,
cuya portada dice: Instituciones philosophiae universae in gratiam
studiosae juventutis regii bonaeropolitani Carolini Convictorii
elucúbratele a Dre Didacto Stanislao de Zavaleta olim ejusdem
27
convictorii allumno, ac nunc in eodem Philosophiae Professore
pars 4 Methanphisicam continens Me audiente Joanne Josepho
Castañer 4.
Trátase de un volumen de cuatrocientas sesenta páginas,
sin fecha, con un denso contenido expositivo, por cierto
diferente de la sabida definición de Littré, para quien la
metafísica es una supuesta ciencia de cosas inaccesibles, por
aquello, tal vez, de que la metafísica debe ser la ciencia de
lo que es superior a lo físico o sensible. La enseñanza aris-
totélica en labios de Zavaleta cobraría, sin duda, una suti-
leza más positiva en el orden tripartito de Dios, el mundo
y el hombre, tal como pudiera ser captada en mentes hechas
al criterio del siglo xvm en sus postrimerías, más penetradas
de ontología, cosmología, y concretamente de antropología,
es decir, como estudio trascendental de los grandes objetos
de la filosofía y del ser en general. No estamos en condicio-
nes de abordar, sin una previa y total traducción de los tres
códices de 1795, 1796 y 1797, el ideario filosófico del ya
sabio profesor argentino que sabemos uno de los hombres
más instruidos de su tiempo en América, lógicamente ali-
neado en el común de los escolásticos. Para Zavaleta, como
puede deducirse del conjunto de toda su enseñanza, la
metafísica es necesaria a todas las ciencias: a las racionales
y a las experimentales, como la física, puesto que discurría
sobre hechos producidos en sus inmutables principios, cau-
salidad y leyes universales. Muy posible fuera que el santo
Tomás de Aquino en sus Comentarios a la metafísica de
Aristóteles, sirviera a Zavaleta de cotejo y control acerca
de la filosofía medieval; sólido cimiento de su saber teológico.
Es por vez primera que este códice ha sido estudiado.
Nuestro eminente colega de la Academia de la Historia
R. P. Furlong, cuyas investigaciones en el campo eurístico
4 Cfr.: Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, t. III, números 21 - 24,
Relaciones documentales, por Jorge N. Furt, p. 46.
28
le han deparado prominente lugar como publicista, ha
tenido la deferencia de hacernos conocer el resultado de
su exégesis y no es, si no con provecho, que insertamos
aquí sus conclusiones acerca de los grandes escolásticos
bonaerenses de fines del siglo xvm. Para Furlong tanto
nuestro biografiado como el doctor Valentín Gómez, «fueron
escolásticos de óptima ley». Pensadores, nos dice, de en-
tendimiento sagaz e inventivo, profesores eximios de filo-
sofía, hombres de indudable talento, con visión total de
los problemas filosóficos, quienes no incurrieron en el error
entonces frecuente de mezclar la teología con la verdadera
filosofía.
Este tercer códice de Zavaleta comprende tres tratados: el
de metafísica propiamente dicha; el segundo referente al alma
que su autor denomina Sycología; y el tercero, que apunta
a la Teología Natural. Al abrir su enseñanza sobre la de-
batida cuestión de la distinción entre la esencia y la exis-
tencia en un ser creado, cierra su argumentación con una
conclusión suareziana: «la naturaleza y la esencia de un
mismo ser creado, afirma, no se distingue en realidad sino
sólo mentalmente s. Para Zavaleta, «la esencia de que aquí
se trata debe ser actual y producida, no la meramente po-
sible que sólo se concibe con el entendimiento >. Porque en
efecto, a su juicio, «una esencia actual y producida debe
constar de alguna real y verdadera entidad, que sea su
constitutivo intrínseco y que no difiera de la misma, pues
repugna que tal constitutivo intrínseco sea algo diverso de
la cosa que lo contiene: Y esa entidad que hace a la esencia
de la cosa es existencia por cuanto de otro modo la esencia
real no se distinguiría de la posible, que sólo se considera
en potencia activa». Apoyado en Suárez a quien cita con
elogio, sostiene contra los escotistas que «los grados meta-
físicos o los predicados esenciales de una misma cosa, no
se distinguen formalmente por su naturaleza antes de la
operación mental, sino que constituyen una sola entidad .
29
Su doctrina en este punto, es suarística, antiescotista, y
antitomista, hallando en la indivisibilidad de la cosa creada
el fundamento «para que con distintos conceptos, y en
orden a cosas diversas, sea conocido».
Por lo que toca al origen de la'materia, Zavaleta niega
sea increada, razonando ampliamente en pro y en contra
de la posición creatriz ab aeterno del mundo. Dios es la causa
primera y el orden actual procede de El. En su tratado de
«sycología», fija quince conclusiones enmarcadas en la
enseñanza escolástica, rechazando con gran fuerza de argu-
mentos todas las teorías en boga en su época. Según lo
reconoce Furlong, el doctor Zavaleta no hace concesión
alguna a los conceptos de Descartes, Leibnitz y Malebranche.
«El alma racional es, para el profundo tucumano, una
sustancia intelectiva, finita, destinada sólo a informar el
cuerpo humano-. Empero, el alma-espíritu es inmortal,
«libre con libertad de indiferencia».
En dos capítulos, refuta Zavaleta en este ángulo a los
cartesianos; y en otros dos, aduce las pruebas para combatir
tanto la opinión de Malebranche acerca de que las ideas
se ven en Dios, como a Leibnitz en su sistema de la armonía
preestablecida que no ve concordado con los principios de
la filosofía genuina, o sea con la ciencia escolástica. «Todos
nuestros conocimientos — aduce — se adquieren mediata o
inmediatamente por los sentidos mientras la mente esté
copulada al cuerpo», y «la libertad formal consiste en la
sola voluntad», que no puede ser obligada (cogi potest) a
realizar acto alguno; y ningún juicio práctico «de tal suerte
dirige la voluntad que necesariamente la determine a una
u otra cosa».
Por último, el códice de la referencia desenvuelve en
siete capítulos diversos temas teológicos. La disertación
arranca de la existencia, esencia y naturaleza de Dios; se
refiere a sus atributos y perfección, y finiquita sus aprecia-
ciones en el orden externo de los actos divinos que abarcan
30
el universo. Para Zavaleta el concurso de Dios es inmediato,
previo, no simultáneo respecto a la acción de las causas
segundas, con lo que se aparta de la escuela suarista si bien
manteniéndose en la ortodoxia escolástica.
Tal es, en apretada síntesis el examen analítico de este
manuscrito latino de Zavaleta.
En este ensayo biográfico, desde luego, no nos es posible
extendernos a la consideración de la fecunda producción
docente del ilustre universitario, pero fué siempre notorio
en su época a través del testimonio de hombres eminentes
que veneraban su persona, que el Deán Zavaleta dispensó
todo su fervor al saber y a la práctica de la cultura con
un enfoque institucional, porque no concibió jamás el pro-
greso social sin el cultivo de las letras y de las ciencias, el
concurso de la escuela y del templo, asentado todo ello en
un orden estrictamente religioso y moral. Con razón, pues,
fué exornado su nombre con elogiosos calificativos al reco-
nocérsele como promotor celoso de la instrucción pública.
Diremos en prueba de ello, que cuando se quiso premiar
a la ciudad de Mendoza su abnegada participación en la
guerra libertadora, se convino en fundar el Colegio de la
Santísima Trinidad de Mendoza . El general San Martín,
uno de los más empeñosos en la iniciativa, consultó a
Zavaleta instándole a que fuese el primer rector no obs-
tante las serias responsabilidades que pesaban sobre el Deán
en sus tareas de Buenos Aires. Se trataba de inaugurar un
establecimiento que por ley gozaría del privilegio de expedir
certificados válidos en todas las universidades nacionales y
aun en Chile, pues que beneficiaría también con becas
a la juventud de este país hermano. A Zavaleta no le fué
posible aceptar el honroso ofrecimiento, pese a sus buenos
deseos y a la insistencia del Libertador. Por decreto, se le
había designado «Rector-, coincidiendo con la diputación
al Congreso, razón por la cual debió quedar en Buenos
Aires. Ello motivó una sugestión del doctor Tomás Godoy
Cruz, señalando la conveniencia de nombrarse un «rector
interino». Pero la excusación fundada no fué óbice para
que Zavaleta prestase el concurso de sus altos conocimientos,
como consta en nota de Godoy Cruz al Cabildo, infor-
mando de los planes de estudio que dice haber estudiado
y rechazado algunos, por considerarlos inaplicables en Men-
doza. Y agrega: «En vista de ello, de acuerdo con el doctor
Zavaleta cuya opinión he consultado en todos estos puntos,
así por las buenas y extensas luces de este sujeto, cuanto
porque siendo el Rector nato del Colegio, parece muy propio
preste su aprobación en los primeros ensayos que medita-
mos, he resuelto proponer a V. S. un pequeño plan que
remitiré en el correo próximo siguiente, calculado sobre los
pequeños fondos que supongo, y duración de año y medio
que a lo más tardará en salir el general que se está traba-
jando». El general San Martín, escribió: «Ningún hombre
nacido en nuestra tierra debe tener a menos, o creer que
hace sacrificio viniendo a esta ciudad excelente a fundar
los estudios hasta que ellos puedan marchar por sí solos,
bajo la dirección de otros directores que se formen; pues
que así todo buen paisano trabajaría por su gloria y por el
beneficio de la patria, como tantos militares y otros hombres
de mérito que me acompañaron en la empresa de formar
el ejército de los Andes». Excusado de nuevo Zavaleta, se
eligió al respetable presbítero doctor José Lorenzo Güiraldes
(noviembre de 1818) 5.
El 12 de agosto de 1821, Zavaleta forma parte de la
«sala de doctores» de la nueva Universidad de Buenos Aires
erigida con los auspicios de destacadas personalidades del
6 El Colegio de la Santísima Trinidad, por F. Morales Guiñazú, 1941. Docu-
mentación en poder del doctor Horacio C. Rivarola, cuya atención agradecemos.
Carta del general don José de San Martín al Deán Zavaleta, en L. V. Várela,
Historia Constitucional de la República Argentina, t. III, p. 205. La vinculación perso-
nal entre el Libertador y el Deán debía datar seguramente desde 1812, pues el doctor
Zavaleta fué quien despachara en la catedral de Buenos Aires su solicitud de matri-
monio con doña Remedios de Escalada. Curia Eclesiástica: legajo 120, número 106.
32
foro, de la Iglesia y de la política; y en ese carácter de miem-
bro académico prestó el juramento de su incorporación.
Figura asimismo como componente de la comisión de estu-
dios para el «reglamento» de la Universidad (1824), cuyo
consejo y experiencia denotaba desde luego su colaboración
indispensable, como lo revela de continuo en comisiones
diversas. Así, en la integrada con Valentín Gómez y Vicente
López, produjo el informe que se halla publicado en el
número seis y siguientes de El Monitor (1833-34). Acaso
la más alta distinción que le cupiera en suerte en la vida
universitaria, se ofreció con ocasión de la muerte del Rector
Sáenz, pues se le señaló para ocupar el rectorado. Por reso-
lución del 6 de agosto de 1825 quedó nombrado efecti-
vamente rector, pero tanto por su natural modestia, pese
a su sabiduría y méritos, cuanto por sus atenciones públicas
y privadas que según expresó no le dejaban libre el tiempo
necesario para ejercer cargo tan importante, declinó tan hon-
roso cometido haciendo Zavaleta renuncia del mismo. El go-
bierno recurrió entonces al doctor José Valentín Gómez, quien
quedó al frente de la institución como rector y cancelario.
Cerramos este ciclo de su vida intelectual recordando
la mención agradecida de Mr. James Thompson en el me-
morial que elevó en mayo de 1826 a la «Comisión de la
Sociedad de Escuelas Británicas y Extranjeras» acerca del
estado de la educación en la América latina, recorrida por
el informante con el propósito de difundir el sistema lan-
casteriano. Dice allí: «A la lista de nuestros excelentes
amigos de Buenos Aires debo añadir el respetabilísimo Deán
doctor don Diego Zavaleta — cuyo sobrino don Ramón
Anchoris nos ha hecho también muy buenos oficios — ;
mil veces me alentó a no desistir de la obra y a luchar con-
tra los obstáculos que se ofrecían» 6.
6 Véase El Repertorio Americano, t. II, p. 58, cit. por J. M. Gutiérrez, loe. cit.,
p. 516. Su culto por el progreso de los estudios superiores tuvieron nueva confir-
33
No está demás mentar en este esquema bibliográfico
y en presencia de los códices referidos, las consecuencias
verificadas por el desuso de la lengua latina en la enseñanza
pública, cuando en pleno período revolucionario se hacía
sistemática oposición a todo cuanto pudiera derivarse de
un régimen tenido por rutinario e inactual. No es posible
olvidar así, la crítica general a los planes de estudio entonces
en vigencia, expresión para esa generación de un espíritu
retrógrado, a punto de no faltar publicista que achacase
a métodos apolillados la deficiencia de la cultura colonial.
Mas es curioso que, transcurridos veinte años de trastornos
y renovaciones en todos los órdenes de la vida nacional,
tócale a esos mismos hombres de la generación de Mayo
reaccionar contra los nuevos defectos y los síntomas claros
de la brega del caudillaje que señalaba los polos opuestos
de la cultura y la barbarie. Tal es el alcance ideológico del
decreto del 16 de agosto de 1831 del gobierno de Buenos
Aires, ordenando rendir en latín todas las pruebas reque-
ridas oralmente en las academias de jurisprudencia y medi-
cina. Ese decreto refirma el del 9 de mayo de 1826 que
obligaba a los alumnos de la Universidad a «poseer suficien-
temente el latín». «Sin embargo, agrega, una experiencia
hasta dolorosa ha demostrado que no siempre sucede así,
quedando por consiguiente ilusorias unas disposiciones tan
útiles, como son las que ordenan que los profesores de
derecho y medicina tengan un perfecto conocimiento de la
lengua latina en que se hallan escritas las obras más an-
tiguas y clásicas de aquellas facultades, y sin la que no se
puede tener si no un conocimiento imperfecto de las leyes
mación con su voto en tavor del sabio Amadeo Bompland como «profesor de his-
toria natural en las Provincias Unidas«, primera cátedra que se brindara en nuestro
país a un naturalista extranjero. Ver El Redactor del Congreso de Tucumán, sesión
del lunes 27 de julio de 1818. Años más tarde, el gobernador Heredia invitó a Bom-
pland a visitar y radicarse en Tucumán. Fué gestor don José Manuel Silva, sobrino
del Deán Zavaleta, que ofreció los recursos necesarios. (Agosto 4 y septiembre 15
de 1832, cartas de ambos.)
34
que forman la base de nuestra actual jurisprudencia. No pu-
diendo el gobierno ser indiferente a un mal de tan grave
trascendencia que puede llegar a ser en extremo funesto
a la buena administración de justicia, ha acordado y de-
creta etc.» 7. En su parte dispositiva deja regla-
mentada en seis artículos la forma de llevar a cabo «las
pruebas », con un sentido muy neto de cultura superior.
Acaso se quería hacer beber en buenas fuentes los ele-
mentos de la lengua en que hablaban los Hortensios y los
Tulios y las virtudes de Atico, como diría en la tribuna
el doctor Manuel Antonio Castro, en su florido estilo.
7 Decreto 16 de agosto de 1831 de puño y letra del doctor Tomás M. de Ancho-
rena, en mi colección.
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VI. — Códice sobre la Física Particular, existente en el fondo de manuscritos del
Nacional de Educación. El texto en 175 páginas numeradas. 1796
Capítulo
III
CARRERA ECLESIASTICA. — EL DEANATO. —
LA REFORMA RIVADAVIANA
Para aquilatar en toda su proyección la personalidad del
deán de Buenos Aires, desde los diversos ángulos de su
actuación nacional, debemos reseñar ahora, brevísimamente,
su carrera eclesiástica en circunstancias en que emergía el
movimiento emancipador de Mayo, cuando Zavaleta aban-
dona la cátedra universitaria luego de cumplidos cuatro
lustros de dedicación celosa a la enseñanza pública. Porque,
en verdad, a partir de 1810, está de tal manera identificada
su actividad que no sería hacedero desintegrarla dada su
influencia y gravitación en la generación histórica, pues
que él se asocia al batallar ciudadano, en el parlamento
y en la política de partido, con la alta jerarquía prelaticia
que investía ya, en el Cabildo eclesiástico. Tanto más,
cuanto que sus actitudes y decisiones se resumían en la
unidad superior de sus convicciones de canonista y filósofo,
puestas noblemente en su fuero interno, al supremo servicio
de la Iglesia de Dios y de la Patria naciente.
Hemos dicho que en 1796 fué ordenado de presbítero
por el obispo Azamor, quien — según lo refiere un cro-
nista — apreciaba tanto al doctor Zavaleta, que le tenía
37
por su consejero privado, a tal punto reconocía sus luces.
Del obispo Lué puede decirse, que le señaló con antelación
a las más altas posiciones. Lo cierto es que, en la plena
madurez de los cuarenta años de edad, tocóle desempeñar
el cargo de Provisor y Gobernador del episcopado de Bue-
nos Aires, en momentos de difícil contemporización y má-
xima responsabilidad.
De los documentos examinados resulta que este nombra-
miento, fué acordado unánimemente por el Cabildo ecle-
siástico con arreglo a las disposiciones canónicas el 27 de
marzo de 1812, dejándose constancia de las personales
calidades que adornaban al favorecido para el desempeño
del cargo, por «su aptitud, literatura y ejemplar vida» l.
Hecha la comunicación de oficio por excepcional deferen-
cia, el gobierno la observó en razón de estimar insuficiente
el alcance de la elección, pues que a su juicio no cabían
ciertas restricciones, ni tampoco la brevedad del tiempo
señalado para su vigencia. Con estas objeciones, el Cabildo
capitular se apresuró a dar amplia satisfacción, extendiendo
el mandato y abrogando las limitaciones fijadas. Así en
efecto el doctor Zavaleta se hizo cargo de la Vicaría el 30
del mes mencionado, prestando juramento luego del rezo
de los canónigos en el coro. El gobierno del electo duró
en consecuencia hasta enero de 1815, en que fué sustituido
por el doctor Valentín Gómez, ocasión en la cual Zavaleta
fué designado Vicario General Castrense (24 de febrero)
según aparece del despacho expedido por el nuevo provisor
en 6 de marzo de ese año. Su actuación como provisor
— así lo reconoce un documento privado — se distinguió
por una prudencia y tinos recomendables, por el ejercicio
temperado y conciliante en defensa de sus prerrogativas
eclesiásticas. Ecuánime y patriota conquistó los respetos
del clero y de las autoridades civiles.
1 Archivo Nacional: Culto: 4-7-1, año 1812.
38
Es menester abramos un pequeño paréntesis, para refe-
rirnos a su incorporación al claustro de los canónigos,
tanto más necesario de revelar cuanto que su omisión nos
privaría de un importante elemento de juicio para perfilar
su personalidad intelectual. Es tal hecho, por lo demás, su
iniciación en la vida pública, su promoción a las altas
posiciones, el punto de partida para el juicio histórico.
Rivarola, el primer poeta patrio, autor del romancero
de las invasiones inglesas, se dirige en efecto, a la Junta
Gubernativa recientemente instalada, emitiendo el siguiente
juicio que importa la doble consagración: literaria y orato-
ria. En cumplimiento — dice el doctor Rivarola — de la
comisión y empleo de teólogo real asistente para las oposi-
ciones a la silla magistral vacante de esta santa Iglesia Ca-
tedral con que se dignó distinguirme el excelentísimo señor
don Baltasar Hidalgo de Cisneros ... he asistido personal-
mente a los sorteos de puntos, lecciones, argumentos, ser-
mones, y demás actos y funciones relativas al fin expre-
sado. . . y con arreglo a lo prevenido por los sagrados
cánones, leyes del reino y cédulas reales . . . todos los opo-
sitores concurrentes han desempeñado muy cumplidamente
sus funciones literarias, brillando a competencia la claridad
de sus talentos y erudición en las materias teológicas; pero,
a mi parecer, se ha distinguido sobre todos el dr. don Diego
Estanislao de Zavaleta . . . » 2.
Todo un expediente se conserva en el repositorio de la
Curia, referente a este torneo del saber. El concurso, efec-
2 Archivo Nacional: Gob., t. LXVIII, c. clxii, d. 90. Acerca de este concurso pue-
den leerse mayores referencias en la nutrida obra del doctor Nicolás Fasolino, actual
arzobispo de Santa Fe, titulada Vida y obra del primer rector y cancelario de la Univer-
sidad, presbítero doctor Antonio Sáenz, año 1921, pp. 71 a 79. Este ilustre historiador
reconoce, a propósito del deanato «los merecimientos del doctor Zavaleta para
ocupar con brillo la primera dignidad del clero porteño, siempre importante y más
en aquellos años de sede vacante*, p. 184. A propósito del conflicto suscitado por
el decreto del gobierno en el caso del canónigo Planchón, agrega monseñor Faso-
lino que la nota fué «escrita con toda maestría y hace honor al talento reconocido
de Zavaleta», p. 108.
30
tivamente se abrió el 10 de mayo de 1810 con «actos lite-
rarios y de pulpito», vale decir de competencia erudita
y de orador. El jurado presidido por el limo. Obispo, el
Cabildo eclesiástico y un asesor de notoria reputación, re-
cibió las pruebas y controversias, entrando en liza lo más
granado del clero joven universitario, tales los doctores
Antonio Sáenz, Julián S. de Agüero, José Joaquín Ruiz,
Francisco Sebastiani y otros, todos los cuales fueron some-
tidos a sorteo en temas diversos y por consiguiente sin aviso
previo al acto público del examen. Zavaleta debió disertar
sobre el tema 24, del libro segundo del Maestro de las Seri'
tencias: adamo necessaria fuit ad perseverandum grada ab intrín-
seco efficax, que le ocupó una hora entera; y luego otra hora
más, para responder y sustentar su defensa ante la impug-
nación de los doctores Sebastiani y Agüero, designados
«coopositores». La tesis teológica debía evidenciar, pues,
que «Adán necesitó para perseverar una gracia intrínse-
camente eficaz». Reza el acta que el debate se hizo a «pre-
sencia de un lucido y numeroso concurso de gentes de todos
estados y clases». Cuanto a la prueba oratoria, la realizó
Zavaleta desde el pulpito de la Catedral con lleno de selecto
público, versando su oración sobre el capítulo once del
Evangelio de San Lucas, decidido al azar. Que el éxito del
recipiendario estaba asegurado, no cabe duda. Gozaba ya
de fama de predicador elocuente. Su «vis oratoria* se había
hecho sentir desde casi todas las parroquias y en especial
con ocasión de grandes solemnidades en los templos de las
principales órdenes religiosas.
Cerrado el paréntesis, añadamos que por la rectitud de
juicio que redundaba en prestigio de sus dotes intelectuales y
morales, bien se comprenderá lo viable de su candidatura al
«deanato» con que le honró el gobierno en 1818. Es en
estas circunstancias que Zavaleta declinó su reelección de
legislador, porque no la estimó compatible con «la dignidad
de Deán con que el Supremo gobierno le había honrado»
10
f^4 C ¿>c C¿<
del CO
VII. — Códice sobre Metafísica, en el fondo de manuscritos del Convento de Santo
Domingo, Buenos Aires. Curso de 1797
según su protesta hecha tiempo atrás «de no admitir otro
empleo mientras fuese diputado». Esta actitud fué renovada
ante la H. Junta Electoral en 13 de mayo de 1818, la que
resolvió por unanimidad su petición de no ser reelecto
' después de admitida dicha dignidad con que el S. G. ha
sabido honrar su mérito y premiar sus servicios» 3. He aquí
su título al deanato con que hará vitalicia aquella denomi-
nación de «Deán» que, por antonomasia, se empleaba para
distinguirle como el consabido «Deán de Buenos Aires»;
tal cual se acordaba también al doctor Funes, intitulado
«el Deán de Córdoba».
La escisión producida con la Santa Sede, consecuencia
natural de la segregación de la corona española, impidió
a nuestros primeros gobiernos patrios obtener en forma lisa
y llana la provisión del obispado en silla vacante. Veintidós
años, en efecto, debieron trascurrir entre la muerte del
3 Cfr.: Documentos para la historia argentina, t. VIII, pp. 150-151. Dejamos, asi-
mismo, constancia de que Zavaleta había desempeñado también el cargo de vica-
rio general del ejército desde 1816, así como ocupado la dignidad de magistral, cuando
fué propuesto en primer lugar y en oposición por el limo, obispo Lué y Riega. Ver
Registro Nacional, n°. 321, p. 166, abril 28 de 1812. Acerca de su actuación en el men-
cionado cargo recordamos su dictamen en la propuesta de ascenso que se hizo a
favor de Fray Luis Beltrán por recomendación del general San Martín (31 agosto
1816). El inspector Gazcón, discurriendo a contrapelo, se opuso, calificando al
nombramiento militar de «anticatólico;-. Se trataba del meritorio religioso venta-
josamente conocido al frente de la maestranza del ejército de los Andes. El vicario
general castrense, en breve y contundente vista, basada en notorios antecedentes
de todos los países, recordó con justo criterio la práctica española en el caso del
cardenal Cisneros, y la práctica americana observada en Lima y Méjico. Apoyó el
ascenso diciendo: «¡Ojalá hubiesen muchos sujetos en el clero secular y regular
que desplegasen espíritu y talentos que los hiciesen acreedores a los primeros grados
de la milicia! Los votos solemnes — agregaba Zavaleta — nunca podrían impedir-
les que empleasen su valor y sus luces en la defensa de la Patria, porque la obser-
vancia de aquellos es muy compatible no sólo con los grados sino aún con los efec-
tivos empleos militares. Si el grado militar a que el general San Martín juzga acree-
dor al P. Fray Luis Beltrán, exigiese por sí o autorizase al menos a aquél religioso a
no obedecer a sus Prelados, a reunir o atesorar bienes para sí, o a contraer matri-
monio, ya se entendería lo que dice el señor Inspector de la necesidad de que la
Santa Sede relajase sus votos; pero como no es así, y el padre queda siempre con
ellos, nada tiene que hacer en esto el Pontificado». El Gobierno resolvió de confor-
midad otorgando el ascenso recabado. (Doc. ref. a la guerra de la Independencia,
en Archivo de la Nación Argentina, año 1917, p. 415 y siguientes).
i 2
último prelado español y la consagración del primer obispo
argentino. Apenas si contamos una que otra resolución
gubernativa atinente a las funciones del titular interino del
episcopado. Y así llegamos a 1823, cuando por decreto del 17
de enero, dispone el gobierno que «el presidente del se-
nado del clero, lo será el actual Deán o primera dignidad
de presbítero dr. don Diego Estanislao de Zavaleta» 4.
Por razones de cronología histórica, y específicamente
por la estrecha vinculación que hace al gobierno de la
Iglesia, debemos ocuparnos de la ley de 21 de diciembre
de 1822, que fué parte integrante de un vasto plan refor-
mista que abarcaba tanto lo eclesiástico como lo político
y económico, lo educacional y militar. Tal programa de
tinte ecléctico, administrativo-ideológico, no sólo daba ca-
rácter civilista al gobierno ejercido por «las clases cultas
de la sociedad» como se escribía entonces, sino que era
divisa de corrientes en boga, bajo el impulso de su animador
Bernardino Rivadavia. A este movimiento, un tanto des-
conectado de la realidad viviente del país, diósele ampulo-
samente el rótulo de La Reforma Rivadaviana >, impuesta
desde lo alto del poder, con los auspicios emocionales de
una cruzada civilizadora.
Para salvar los equívocos, anticipémonos a advertir que
en este singularísimo aspecto de la reforma, el Deán Zavaleta
no ejercía ya el gobierno de la Iglesia argentina, si bien par-
ticipó en la discusión de la ley mencionada, como represen-
tante de la provincia en su legislatura. Su influencia mode-
rada, se hizo sentir en la comisión de legislación de que
formaba parte. Basta leer el informe de la misma y su des-
pacho, para exhibir el freno puesto al proyecto ministerial.
Por otra parte, como lo comprueban sus antecedentes, el
cuerpo legal de la mentada reforma se componía de una serie
de decretos ejecutivos, unos anteriores y otros complemen-
4 Registro "Nacional, n° 1655, p. 34.
43
tarios de la ley misma, con que se hizo efectivo el plan
integral de Rivadavia. Todo ello, a cargo del Provisor y
gobernador del episcopado que lo fueron desde 1815, Valen-
tín Gómez, Fonseca, Achega y Mariano Zavaleta. Este último
nunca alcanzó el deanato y cuando fué destituido el doctor
Medrano, figura destacada del clero de la época, le sucedió
don Mariano hasta 1824, vale decir, en el tiempo agudo
del conflicto con el delegado papal monseñor Juan Muzi 5.
Si es ya lugar común, recordar que las relaciones oficiales
de la Iglesia argentina con la Santa Sede quedaron interrum-
pidas, es asimismo conocido el abolengo jurídico de esa
vinculación, a través del ejercicio del derecho de Patronato
en la presentación de los obispos para las diócesis de Amé-
rica. El hecho histórico pues, planteó un problema no menos
político que de orden espiritual y eclesiástico, que por largo
tiempo condujo a un callejón sin salida, consecuencia ine-
vitable de un antagonismo difícil de atenuar. La Santa
Sede no podía proceder a un galopante reconocimiento de
los nuevos gobiernos de América frente a las potencias
europeas que lo silenciaban o lo desconocían, ni contra-
decir el Concordato con España de 1753. Los revoluciona-
rios de Mayo, por su parte, al declarar la caducidad de las
autoridades españolas, pretendían cortar de raíz el vínculo
que asociaba el trono con la Corte romana, en tratándose
de tierras americanas, sugiriendo una relación directa con
6 Llamamos la atención sobre los errores cometidos por algunos publicistas, que
faltos de información han confundido al venerable Deán con su homónimo, que fué
un distinguido abogado del foro porteño, quien tomara los hábitos luego de enviu-
dar. Don Mariano Zavaleta secundó efectivamente la reforma con decretos com-
pulsivos que provocaron fuerte resistencia. Por otra parte, en el año 1823, el Deán
don Diego se hallaba ausente de Buenos Aires en procura de la «unión nacional »,
como se verá más adelante. Espécimen de estos gazapos se ven en la obra de Acerico
A. Tonda, sobre Castro Barros, págs. 9, 128, 214, nota N° 134, etc. En este trabajo
de mérito puede leerse lo atinente a las proyecciones de la polémica periodística,
así como algunos juicios de interés. Desde luego, el autor, rechaza el «culpar de
impío a Rivadavia y a sus satélites*, pese a la dureza de sus calificativos contra el
doctor Mariano Zavaleta.
44
la misma. Empero, la realidad revolucionaria exigía como
expediente, al menos una solución de emergencia y echados
a dar por el sendero de la «epiqueya>, vale decir, de una
equidad benigna y prudente, que, por circunstancias de
excepción, pudiera alcanzar el fin deseado al margen de la
ley hispana, pero dentro de la intención del legislador, pro-
hijó un statu quo o modus operandi, de sentido conciliador.
De aquí nació con auspicios doctorales, el derecho suce-
sorio en favor de la nueva soberanía; y de tal fuente emanó
a su vez, la reforma eclesiástica del ministro Rivadavia,
primer fruto del patronato nacional argentino.
Con lo precedentemente expuesto, denotamos la caren-
cia de una definición sinalagmática acerca de tal derecho
de Patronato, pues que hubiese sido menester un aveni-
miento de las dos partes contratantes, imposible a todas
luces de afianzar, ante el abismo político cavado entre la
metrópoli y sus dominios. Empero, la posición oficial de
la Iglesia frente a la Revolución, quedó concretada en una
cauta y vigilante adaptación a los hechos consumados.
No vamos a detenernos en el detalle de la colaboración
directa del clero en el hecho de la emancipación. Este tópico
no encuadra en los límites precisos de una biografía, por lo
demás, notablemente esclarecido por publicistas y maestros
de prestigio 6. Tampoco haremos mérito de algunos episo-
dios que acusan las consecuencias de la Revolución en el
orden religioso, como ser la relajación y pérdida de la dis-
ciplina monástica, que erigió al gobierno de la Junta en
árbitro único de las desavenencias entre patriotas y espa-
ñoles. Con ello, en resumen, no se hizo más que intensificar
las regalías hechas efectivas en la designación de provin-
ciales, prohibición del ministerio sacerdotal lesionando dis-
6 Cfr.: Carhia R. D., La revolución de Mayo y la Iglesia; Carranza A. P.,E¡ clero
argentino de 1810 a 1830; Piaggio Mons. A., Influencia del clero en la Independencia
argentina; Legón F. J. y otros.
45
posiciones canónicas, cuanto a otros aspectos de la vida
activa de la clerecía, utilizando el píilpito en tribuna de
propaganda para la causa de la independencia.
Nada, o en todo caso muy poco, en materia de lealtad
religiosa puede achacarse al futuro Deán, pues, como ya lo
consignamos, ejerció el provisorato en los años 12, 13 y 14,
y es sabido que la mayor interferencia del gobierno en la
Iglesia ocurre a partir de fechas posteriores. Sin embargo,
dejamos expresa constancia que en mayo de 1812, el doctor
Zavaleta proyectó algunas directivas a fin de que, en los
sermones se aludiese con encomio la obra del nuevo sistema
revolucionario, velando por el bien de la patria naciente,
o rogando en la misa por la «causa de nuestra libertad .
En dos o tres ocasiones vióse precisamente en la necesidad
de levantar el espíritu cívico de los feligreses y dirigió circu-
lares reservadas al clero, estimulando el «amor a la Patria
que ocupa — decía — el lugar más distinguido después de
Dios en el orden de la caridad». (Arch. Nac. Leg. de Culto).
La primera Junta, en 1810, había formulado consultas
a los doctores Funes y Aguirre acerca de nombramientos
eclesiásticos, entre otros el de magistral del Cabildo, que
habría de ocupar como hemos visto, el doctor Zavaleta.
Los dictámenes fueron contestes en afirmar que, el derecho
de Patronato no era una regalía afecta a la persona de los
reyes, sino a la soberanía; de donde deducía que tal derecho
residía en el nuevo gobierno. Como se destacará al tratar
del «Memorial Ajustado» de 1834, el criterio de Zavaleta
fué muy neto. En el estatuto de 1815, en el de 1817 y en la
constitución de 1819, juró en forma explícita que la religión
católica, apostólica, romana, era la religión del Estado, y
que todo hombre debería respetar el culto público y la reli-
gión santa del Estado, a punto que, cualquiera infracción
sería mirada como una violación de las leyes fundamentales
del país. De ahí que, insistiese en el Congreso del 24, para
que se entendiera que el gobierno debe a la Iglesia la más
46
eficaz y poderosa protección, así como los habitantes del
país todo respeto, cualesquiera fuesen sus opiniones privadas.
Igualmente del punto de vista administrativo y canónico,
fué amplio el pensamiento de Zavaleta para toda decisión justa
y amistosa que pudiese afectar a la alta dignidad de su rango,
y así ha comprobado el doctor Legón7 que el obispo Del
Pino, en 1812-13 ejerció funciones episcopales en Buenos
Aires con la exclusiva autorización del vicario capitular.
Entremos ahora al examen legislativo de la reforma
eclesiástica, que como dijo Avellaneda, había «herido en
carnes vivas»; por cuanto de «las celdas mismas de los
conventos se escapan rumores siniestros y hasta embozadas
amenazas». Aquello fué obra de las circunstancias, un coro-
lario del sometimiento a la aquiescencia gubernativa, tra-
ducido en banderías de claustro y subversión del orden en
relajada disciplina. Como lo anota Carbia «el desquicio,
empero, sólo afectó profundamente al voto de obediencia,
siendo imperceptible en el acervo documental que la época
ha dejado, las transgresiones públicas a los otros votos
sobre los que se cimenta la vida religiosa. Sin embargo
— ■ agrega — nadie dudó de que ese estado de cosas requería
una enmienda, y fué ella intentada durante el gobierno de
don Martín Rodríguez y bajo el ministerio de don Bernardino
Rivadavia» 8.
Obra de un regalismo contagioso y avasallador a la usanza
Carolina, fué desplegado sin miramientos, pero con propó-
sito alto e intención clara. Una serie de decretos precedió
al proyecto de ley y en la aplicación de los mismos se pro-
dujeron protestas, anticipando las actitudes airadas que más
tarde sobrevinieron. El Provisor del Obispado en sede va-
cante, que lo era entonces el doctor Mariano Medrano, de
7 Faustino J. Legón, Doctrina y ejercicio del patronato nacional, p. 468 y sgts., citado
por Carbia, loe. cit., p. 84.
8 Carbia, op. cit., p. 90. Editorial Huarpes.
47
respetable memoria, fué quien abriera la querella ante la
Legislatura de la Provincia. Rivadavia le advirtió en res-
puesta que «el gobierno es independiente y por lo tanto no
hay una autoridad a quien apelar de sus medidas, y que
cuando acuerda éstas tiene siempre presentes las leyes (en)
cuya observancia no sólo se esfuerza a dar ejemplo, sino
a trabajar con una constancia prudente pero inquebran-
table, en que este país tan digno de mejor suerte, obtenga
cuanto antes las leyes ilustradas a que le ha dado derecho
su independencia y las de que se halla en necesidad para
adquirir el honor y la prosperidad que le corresponde» 9.
A esta nota siguió otra del Provisor, que Rivadavia
mandó archivar por «insubordinada , y ya en trance de
conflicto el doctor Medrano, el 8 de julio, recurrió a la
Sala de Representantes pidiendo la nulidad de los varios
decretos del Poder Ejecutivo, petición a la que se adhirieron
con sendos memoriales los religiosos dominicos, mercedarios
y recoletos. La Sala, con buen espíritu, llegó a la conclusión
luego de agitado debate, de recabar del gobierno la suspen-
sión de tales medidas hasta la sanción de la ley de la ma-
teria. Mas, tan pronto el Poder Ejecutivo presentó su minuta
de ley sobre la anunciada reforma eclesiástica, el Provisor
reinició su contienda a la que Rivadavia replicó con aspe-
reza, pese a la argumentación sustentada de índole jurídica
en afirmación de su competencia y jurisdicción, a punto
tan extremo que solicitó la destitución del prelado. De la
información que suministra el Diario de sesiones se infiere
que las opiniones, en su casi totalidad, fueron contrarias
al Provisor, porque, en efecto, la Sala acordó la destitución
demandada y el Cabildo debió reasumir el gobierno ecle-
siástico a la espera de la elección del nuevo vicario 10.
9 Archivo General de la Nación: Culto, 1822.
10 Sin entrar en el sutil examen que fuera menester, estimamos del mayor interés
la publicación del R. P. P. Avelino Gómez Ferreyra S. J., titulada El abate Sallusti,
18
En esta situación tan crítica como penosa se entró a
la discusión de la reforma legal, el 9 de octubre de 1822;
si bien, felizmente, en ninguna oportunidad, prejuicio alguno
ni móvil oculto afectó el dogma de la Iglesia, reverenciada
en todo momento. El proyecto rivadaviano fué pasado a
estudio de una comisión compuesta por los diputados Some-
llera, Castex, Gallardo, Díaz y Zavaleta, bajo la presi-
dencia de este último n.
La cuestión, en puridad de verdad, estaba ya mal pre-
parada de antemano con las medidas y actitudes que hemos
señalado, derivadas de un conjunto de circunstancias en
su mayor parte de orden civil que colocó su desarrollo en
terreno falso, llevando a reacciones extremas, pues que las
hubo en el periodismo, en el orden doctrinal y en el
motín armado de Tagle. Se percibió de inmediato una con-
fusión de ideas, mezcla de regalismo autoritario y centra-
lista, frente a un desborde escrito que comprometía las
pasiones, desde los presbiterios — como dice Estrada — hasta
el último rincón del hogar doméstico. Habría que agregar,
que el comentario postrero a este sacudimiento, no fué ni
en Archivum, t. 1., p. 178 y sigts., donde aparece la autobiografía y el opúsculo >
del que fuera secretario de la Misión Mu:i. De toda su profusa relación tomamos
lo atinente al conflicto de Medrano con Rivadavia, por aquello de que «l'enfant
terrible» suele soltar alguna verdad chispeante en medio de indiscreciones. En el
«Apéndice > intitulado Del carácter y actual cultura de los americanos civilizados, la
cosecha es abundante. Contiene la nota que hemos mencionado como presentada
a la H. Junta de RR., nota que pone en trasparencia el calificativo de Mons. Muzi
respecto de Medrano, a quien incluía entre los «hombres de celo exagerado y tur-
bulento». Por su parte, el abate Sallusti no titubea en atribuir a la imprudencia y
agresividad del Provisor Medrano, las dificultades sobrevenidas, pues que por falta
de tacto no obtuvo la revocación del controvertido decreto y evitado la ya ine-
vitable destitución. Con mayor insistencia se lamenta del P. Castañeda, inconte-
nible en invectivas y sarcasmos, cuyas «tan mordaces y satíricas expresiones a una
suprema potestad» le hicieron «reo de todos los males que de allí podían seguirse».
Véase como complemento la información que trae R. Piccirilli en Rivadavia y su
tiempo, t. 2, p. 180 y sigts.
11 «Dictamen de la Comisión de Legislación sobre la Minuta de Ley para la
Reforma del Clero presentada por el Gobierno a la H. Junta de Representantes de
la provincia de Buenos Aires». Imprenta de la Independencia, año 1822. Folleto
de 23 páginas.
49
tan verídico ni tan sereno como hubiese sido de desear, el
cual, desplazado a otros móviles y encendido por la pasión
política, puso en juego el sagrado nombre de la religión
para suscitar banderías. Aun en nuestros días, falta en
algunos publicistas la ecuanimidad necesaria, exagerando o
tergiversando ciertos gestos cuyas consecuencias fueron las
comunes a los demás de toda una época; o bien, enfocando
con criterio arcaico y sin discriminación, la naturaleza y
causa de actos que juzgamos al presente al tenor igualitario
de una ordenación democrática constitucional, que vela por
los derechos y dignidad del culto y del ser humano en la
vida de relación, con respeto y justicia 12.
Acotemos en síntesis las razones a que obedecía la re-
forma siguiendo el dictamen unánime de los miembros de
la Comisión y teniendo a la vista el proyecto inicial. Desde
luego, el juicio sin disidencias de los firmantes del despacho
lo es, en el del convencimiento de que la transformación
y mejoramiento de la serie de leyes sancionadas entonces,
debía abarcar todo el cuerpo del Estado, pues «que no
existe entre nosotros clase alguna por privilegiada que se
suponga, a quien no pueda y deba también alcanzar aquella
disposición general». La Comisión puntualiza como justi-
ficativo el estado de desorden y sus vicios correlativos, por
lo que no hay discrepancia en llevar a cabo la reforma,
si bien en disidencia con gran parte del plan propuesto
por el gobierno, en especial lo de matiz canónico.
12 El general San Martín en cierta ocasión (carta al general Tomás Guido, desde
París, en febrero de 1834) debió referirse al motín armado de Tagle. Su juicio con-
denatorio, nos da el significado moral del episodio. Dice así: «... la tentativa del
doctor Tagle en el año 23, en que con solo 180 pillos, estuvo en el vuelco de un
dado en derribar un gobierno, que es menester confesar fué el mas popular en Bue-
nos Aires en aquella época». Por su parte Rivadavia, en tres documentos: La «pro-
clama» del 20 de marzo, la circular de «el Gobierno Delegado a la campaña de Bue-
nos Aires», del 22 de marzo; y en la «orden del día» del 23, denunció su espíritu
anárquico y el afianzamiento por parte del gobierno de las garantías ciudadanas
contra los crímenes de la turba.
50
En ese dictamen se estructuró la reforma en dos partes:
la primera, teniendo en vista el clero en general, especial-
mente el secular; la segunda iba dirigida a la organización
del clero regular, procediendo a desecharla «tomando por
base no la supresión de los regulares, sino su reforma» con
artículos redactados al efecto. Tanto con referencia a la
abolición del fuero eclesiástico como a la supresión de las
casas de regulares, con excepción de los monasterios de
monjas, la Comisión dispuso no aceptar esas soluciones,
excluyéndolas de su despacho. Diríase que la Comisión veló
por su independencia respecto de la influencia ministerial
y que, en lo fundamental, dió soluciones, propias. El dicta-
men parece ser obra personal del Deán Zavaleta y abundó
en consideraciones para demostrar la inconveniencia de la
supresión de las congregaciones de regulares, pues lo que
se perseguía no era la abolición de la vida monástica, sino
un cabal ajuste al espíritu de sus institutos. El voto que dió
la Cámara se refirió únicamente a los bethlemitas y las
órdenes menores, dejando subsistentes las principales. Fueron
menester cinco sesiones para llegar a la sanción aprobada.
No puede ocultarse la impresión de este debate en que más
privó — y ello es curioso — la pasión política opositora
que el respeto al derecho canónico, como lo prueba la acu-
sación de sectaria a la obra reformista, pese a que se la
estimó reclamada por la santidad de la religión del Estado.
Para la mejor comprensión de todo lo dicho quedaron
testimoniadas algunas circunstancias de la decadencia mo-
nástica sobrevenida con la fuerza aluvional de las revolu-
ciones políticas. Y a fuer de probidad, bien está que verifi-
quemos esos antecedentes con la luz necesaria para iluminar
el panorama social de entonces. Me refiero a la opinión
imparcial del Deán Funes, la cual consta en su autobiografía,
en quien cabe presumir se hallase dotado de toda autoridad.
El mismo recuerda que para la dilucidación de la reforma
rivadaviana se fundó en 1822 el periódico El Centinela, en
cuya redacción intervino asiduamente. Allí se hace mérito,
de lo «necesaria de una reforma en la que debía entrar la
supresión de los con ventos^. Se agrega que Funes, «en sus
artículos procuró hacer ver, que si bien las instituciones
monásticas fueron muy útiles en los tiempos de su creación, y
dieron copiosos frutos de santidad y letras, atendida la relaja-
ción que las ha retirado a una distancia inmensa de sus reglas
en esta Capital, sin una esperanza fundada de volver a su
observancia, exigía su abolición una razón de Estado. Para
mayor comprobación de su aserción hizo también mérito de
que en general estas instituciones estaban en oposición al
espíritu del siglo, en términos que ni aún por medio de un
artificioso enganche, se podía conseguir un solo novicio» 13.
Por resolución del ministro Rivadavia — con respecto al
cual la Comisión de Legislación mantuvo señalada distancia
en las normas que propuso — , el Gobierno encomendó
al Deán cordobés la traducción de la obra de Pedro Claudio
Francisco Daunou, Ensayo sobre las garantías individuales,
que se publicó también en 1822 con comentarios acerca
de la tolerancia civil y religiosa en materia de libertad de
cultos 14. Finalmente, en 1825, el talentoso Deán fustigó la
obra de Juan Antonio Llórente, en su Examen crítico de los
discursos sobre una constitución religiosa considerada como parte
civil. Llórente ha quedado igualmente desconceptuado bajo
el rigor exegético del ilustre Menéndez y Pelayo, quien
demostrara el cúmulo de sus errores y fingimientos en sus
ataques a la Iglesia Católica, pues se había propuesto audaz-
mente promover un cisma religioso, aprovechando de la
actitud política de la revolución hispano-americana 15.
13 Véase G. Furlong Carimff S. J., BiO'bibliografía del Deán Funes, Córdoba 1939,
p. 46.
14 Furlong, opinión cit., pp. 288-296, donde se incluye el juicio del virtuoso Cas-
tro Barros.
15 Idem, op. cit., pp. 348 a 355, que permite apreciar la profundidad teológica
del doctor Funes.
r>2
Las objeciones críticas de ser la reforma anticanónica,
tenían también como se ve, su fundamento: No todas fueron
disposiciones encuadradas en principios de conveniencia
pública, de carácter administrativo-financiero y en garan-
tías constitucionales de orden civil y político. Hubo también
y ello es curioso, determinaciones libradas a la jerarquía
eclesiástica, respecto de las cuales, el Provisor Mariano
Zavaleta y no el Deán, con quien se le confunde, fué de
mano larga en su ejecución con ostensible abuso. Fué este
Provisor, gobernador del obispado, quien tiró el decreto
del 4 de enero de 1823 con una reglamentación que excedió
en ciertos aspectos el alcance de los términos formales de
la ley 16.
Es conveniente puntualizar para salvar equivocadas in-
terpretaciones, que el dictamen de la comisión que presidía
el Deán Zavaleta, acusó desde el primer momento una acen-
tuada prudencia y ecuanimidad antes de responder a las
exigencias del poder ejecutivo, haciéndolo con la circuns-
pección requerida en un tema candente que a sus ojos se
evidenciaba con hechos notorios hacia una intervención
legislativa. «Doce años de revolución — decía Zavaleta —
en que el país, dividido siempre en pequeñas facciones,
pareció destinado a formar el patrimonio de los que las
presidían, fueron más que suficientes para minar las bases
y hasta arruinar enteramente el edificio social. Alguna vez
16 Sería redundante referirnos a otros aspectos, pormenores y resultancias de
la reforma rivadaviana. Puede el lector seguir las investigaciones meritorias de R.
Carhia y las monografías de Haydee F. de Longoni, Rivadavia y la reforma eclesiás-
tica, 1947; Enriqi e Udaondo, Antecedentes del presupuesto de culto en la República
Argentina, 1949. Las opiniones de estos autores son dispares entre sí y no conclu-
yentes. Mas especialmente recogemos la autorizada versión de Mons. Nicolás Fa-
solino en su mencionada obra, donde se aduce: «Si hubo relajamiento en los claus-
tros, faltó el carácter revelado en luchas pequeñas y rivalidades internas para ma-
nifestarlo ante las imposiciones del poder; pero más que culpas de las personas, lo
era de las doctrinas anticatólicas y en especial anti-romanas en que los actores ha-
bíanse educado en las universidades coloniales . Op. cit., p. 118. Ello por lo que
toca a los dictámenes fiscales del doctor Antonio Sáen;, doctorado en la Univer-
sidad regalista de Charcas.
53
les fué necesario a aquéllas capitular con los vicios, san-
cionar el desorden y autorizar la inmoralidad. Era preciso
un prodigio para que una clase entera, una corporación y
aun sólo un número considerable de individuos salvase
sin ser tocados de ese contagio universal. Entretanto, los
males subsistentes comprobaban no haberse obrado ese
milagro».
Y desde luego, sobre el fuero eclesiástico, la Comisión
advertía que era prematuro el propósito de la supresión
sin que aun hubiesen desaparecido otros fueros, el militar
entre ellos. Así declara: «Harto demuestra la experiencia,
que no se obtiene la igualdad legal subsistiendo la distin-
ción de fueros». De aquí que, la Comisión proyectase el
nombramiento de una subcomisión especial para preparar
una ley que derogue todo fuero personal y deslinde con
claridad éste del fuero real o de causas, que es indispen-
sable subsista. Entonces — dice — será llegado el tiempo de
demostrar que el fuero personal eclesiástico sobre materias
civiles y crímenes comunes es de derecho positivo humano...».
Pero más especialmente observó, acerca de la supresión
de las Casas de Regulares, el artículo veinte del proyecto
de Rivadavia que la comisión rechazó de plano. Luego de
exponer amplios fundamentos (desde la pág. 10 a la 16),
decidió en justicia y de modo unánime, por reformar y no
suprimir las congregaciones. A su juicio, la Sala de Repre-
sentantes tenía atribuciones legales para sancionar una u
otra solución, «sin menoscabo de su fe y sin hacer el más
mínimo ataque a la religión sagrada que profesa, venera
y ama». Empero la supresión ni era en su sentir de conve-
niencia pública, ni resultaba evidente al Pueblo. Estudia en
consecuencia la cuestión con «pulso y discreción», porque
«es necesario confesar» que desde la infancia se han visto
los trabajos apostólicos realizados entre los aborígenes con
los mayores riesgos y peligros, prodigando la sangre y la
vida de sacerdotes y en múltiples actos de caridad. Por des-
Si
gracia en ese. tiempo revolucionario de que se ha hecho
mención «no se ignorn . . . que se han introducido en los
claustros la insubordinación, la falta de respeto a las leyes
y estatutos, la disipación y otros excesos, que conocen y
lloran los verdaderos religiosos . Por ello, la Comisión de-
seaba el remedio de los males denunciados, pero no la des-
trucción de los institutos. Por otra parte, circunstancias
y ventajas acreditaban que el clero regular hacía falta en el
desempeño del ministerio sacerdotal en consideración al
limitado número de seculares.
De otro ángulo, la comisión con visión clara del propó-
sito ministerial advierte una vez más: «Tal es el artículo
veinte del proyecto que hoy tiene en espectativa al pueblo,
dividido en dos contrarias opiniones: que sirve de pretexto
a pasiones innobles disfrazadas con el supuesto nombre de
celo por la religión, y que se ha hecho ruidoso entre nos-
otros, mas por la animosidad, poco decoro, groseras invec-
tivas, sarcasmos y personalidades, con que abusando hasta
un extremo escandaloso de la libertad de la prensa, han
sostenido el pro y el contra algunos de nuestros periodistas,
que por lo extraño que debiera parecer entre personas de
regular instrucción, el que el se propusiese a la Sala, por,
si juzga necesaria o conveniente su sanción. La Comisión
conoce la crítica posición en que se halla colocada. . . sabe
que de ningún modo podrá evitar la censura. . .».
Era igualmente de observar que en distintos pasajes del
extenso dictamen, los diputados presintieron esa crítica
aguda y la admonición severa, pues que emplearon de
intento expresiones alusivas a sus individuales conciencias.
Así por ejemplo en lo referente a la abolición de los diez-
mos dicen: «En la discusión que se tenga para sancionar
este artículo, demostrará que esta medida sin oponerse a
alguna ley divina como algunos lo han pretendido, o ecle-
siástica universal, es útil al público, a los labradores y hacen-
dados contribuyentes, y a los ministros mismos que, partí-
55
cipes sólo de una tercera parte de que aun tienen que sufrir
los descuentos de media annata y tres por ciento del semi-
nario, están hechos el único objeto de la más amarga cen-
sura».
Finalmente, ante la anarquía producida por la situación
de muchos conventos, unos dependientes y otros no de los
obispos diocesanos, el dictamen expresa: «Estudiosamente
prescinde en esta parte la Comisión de hacer valer la auto-
ridad civil para ordenar la subordinación al Ordinario,
porque trata de cerrar todo refugio a los que repugnan una
medida que reclama el interés público y el de la religión.
Sabe que aun así, no faltarán declamaciones. La fuente
más copiosa de sofismas y errores es la voluntad. Por aquel
medio que a su modo de ver dicta la prudencia y la justicia,
el pueblo sentirá las ventajas o tocará el desengaño; y de
todos modos la autoridad legislativa se pondrá en mejor
aptitud para poder reconsiderar este grave negocio y deli-
berar con más acierto».
No está demás, siquiera como rápida acotación ilustra-
tiva de la ley de 1822, hacer mérito de lo que con toda
propiedad puede considerarse población eclesiástica. En nues-
tro país, como en el resto del continente, durante el siglo
xvm y comienzos del xix, tenía su mayor agrupamiento en
las principales ciudades, sin desconocer por ello el signifi-
cado de sus establecimientos en las viejas misiones y en
la campaña de Córdoba, hecho evidenciado por los her-
mosos conventos de Alta Gracia, Jesús María y otros.
La población censada en el virreinato era en 1778 de 477
regulares y 70 seculares. Naturalmente que para los oficios
religiosos, predicación y enseñanza, estas cifras resultan
harto insuficientes. Después de la expulsión de los jesuítas
por Carlos III, y a raíz de ella, escribía el Obispo de Tucu-
mán: «No sé que hemos de hacer con la niñez y juventud
de estos países. ¿Quién ha de enseñar las primeras letras?
¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos
56
clérigos?». Es notorio que en el decurso de los años la po-
blación acreció en todos los órdenes de actividades y que
el mundo religioso, por consiguiente, tenía multiplicadas
sus cifras en la época de la reforma rivadaviana. Con todo,
ésta tuvo alguna gravitación, porque como informa el doctor
Carbia, casi el 90 % de los religiosos de la provincia de
Buenos Aires abandonaron las celdas conventuales, obte-
niendo la exclaustración. Por lógica implicancia, esto deter-
minó el aumento benéfico del clero secular en los curatos,
y la construcción de templos en las ciudades y en el campo 17 .
Para terminar y a fuer de imparciales, nos vemos preci-
sados a reproducir aquí el severo juicio del distinguido
historiador Fray Jacinto Carrasco O. P., a quien deseamos
mentar en esta exégesis biográfica, no obstante compren-
derle las generales de la ley, pues es notorio y público, que
la orden dominica a la que pertenece cayó bajo el veto
ministerial, la cual respondió con inflamados panfletos que
exhiben lo objetivo y subjetivo de la querella de 1822.
Dice el P. Carrasco: «En la futura historia eclesiástica
argentina le dará mucho que hacer al historiador que con-
temple su figura, (la de Zavaleta), un tanto severa y sombría,
y quiera abarcar en un cuadro sinóptico los largos y varia-
dos trabajos con que llenó su caudalosa existencia. Pero
más trabajo tendrá cuando quiera conciliar su conducta de
sacerdote, profesor de teología y Deán de la Catedral,
- — dígase de un subdito incondicional de la Iglesia — , con
su exagerado regalismo, que lo constituyó en uno de los
pilares de la reforma eclesiástica de Rivadavia. Esta «his-
toria» descubrirá, a poco andar, que los ocho sacerdotes
diputados en la Sala de Representantes de Buenos Aires
cuando se discutió esa ley, eran todos regalistas también;
y no aducirá por cierto ese hecho para explicar (ya que no
para justificar) la conducta del Deán Zavaleta, sino para
17 Doctor Carbia, loe. cit., p. 114.
57
condenarlos a todos, como extraviados por un falso patrio-
tismo» 18.
Parécenos que el respetable investigador prejuzga y hasta
se confunde desde cierto punto de vista. Más adelante, insiste:
«Aflojados los muelles y resortes de la disciplina religiosa
en ambos cleros, tocóle actuar, y no gloriosamente por
cierto, en la famosa reforma eclesiástica de Rivadavia».
A continuación recuerda: «Ya he dicho que la historia
tendrá que juzgarlo con rigor». Pero enseguida aclara su
pensamiento: «Como Deán de la Catedral de Buenos Aires,
por lo general, su conducta tuvo que someterse a lo extra-
ordinario de las circunstancias porque pasaba la Iglesia».
Ha quedado probado que el regalismo de Zavaleta no
fué exagerado, pues que aparece muy por debajo del concepto
expresado en ese sentido por el Deán Funes. Tampoco
puede admitirse fuera un pilar, o si se quiere el pilar de la
reforma, ya que hemos discriminado la acción del Provisor
Mariano Zavaleta que soportó todo el peso de su ejecución.
Por último, lo de «falso patriotismo» carece de significación
interpretativa y más aparenta ser el ribete de un eufemismo.
Lo substancial es que el P. Carrasco reconozca «aflojados
los muelles y resortes de la disciplina religiosa en ambos
cleros», y que «lo extraordinario de las circunstancias» de-
terminó la conducta de las autoridades. La «historia» siem-
pre juzga con rigor cuando se funda en la justicia y la verdad,
las cuales evidentemente, lejos de perjudicar, enaltecen al
Deán. Pero, no nos toca a nosotros dictar la «ardua sen-
tencia». Sólo reparamos en que no es verídico ni justo dar
por no escritos los altos propósitos expresados unánime-
mente por la Comisión actuante; y menos todavía aceptar
el criterio histórico que ignora los hechos y disocia la con-
18 Léase el interesante escrito de Fr. Jacinto Carrasco O. P., Don Juan Manuel
de Rozas y el Obispado del Deán don Diego Estanislao Zavaleta, en Archivum, t. I, cuad.
Io, pp. 129 y 133. Buenos Aires. 1943.
38
ciencia de solidaria responsabilidad, cuando en plena revo-
lución y clarificación de las ideas, la Iglesia debía ser am-
parada de su orfandad y recuperada de los abusos e indis-
ciplinas con que se la había apartado de su misión y amor
a Dios. Más adelante, en el capítulo IX, hacemos el análisis
psíquico del «furor de gobernar».
Está dicho ya que al Deán se le conoció mal y se juzgó
su obra unilateralmente por críticos que pretendieron sellar
la última palabra sin la debida profundización. No perci-
bieron en Zavaleta, al integérrimo un tanto «severo y som-
brío», para marcar paralelos, digamos por ejemplo, con
Julián S. de Agüero, y aun en liza con sus demás colegas de
banca legislativa. El Deán, durante la azarosa gestión sigue
imperturbable, libre y desapasionado; no medroso ni hosco.
Al contrario, transparente en conciencia y convicciones,
sentidamente definidas en procura de un ideal cívico-reli-
gioso. . . Y volveremos a encontrarle años más tarde en
circunstancias de prueba, donde vemos jugar a muy pocos,
tomar la pluma para escribir, como si fuera su última con-
fesión o el coloquio de la lealtad con su apostolado, estas
palabras de unidad espitirual: «repetir y ratificar la profesión
pública de mi fe política; y prevenir en parte los ataques,
— que en razón de las opiniones que vierta — , pudieran
hacerse a mi fe religiosa, obligaciones sagradas de que no debo
desatenderme > 19.
19 Estas expresiones fueron emitidas en ocasión de la consulta que se le hi:o
sobre Patronato Nacional, en el Memorial Ajustado, año 1834. No está demás que
agreguemos, respecto de su versación de teólogo, que existen dictámenes, desgracia-
damente dispersos, sobre materias de considerable importancia. Podemos recordar
desde luego su opinión acerca del recurso interpuesto por los religiosos de Cór-
doba reclamando la nulidad de su profesión solemne. También sobre dispensa
en el matrimonio de hereje con católico. Ambas consultas en la Biblioteca Nacional
Ms. Nos. 8026 y 4269 de los años 1837 v 1829, respectivamente.
59
Capítulo
IV
DOS ORACIONES SAGRADAS: LA REVOLUCION DE
MAYO Y LA DECLARACION DE LA
INDEPENDENCIA
Capítulo aparte corresponde a la dualidad oratoria, pues
que el doctor Zavaleta se destacó con rasgos propios como
orador sagrado y como orador parlamentario. En lo pri-
mero, desde el pulpito de nuestra Catedral se le oyó en dos
circunstancias de resonancia histórica, porque esas dos ora-
ciones fueron pronunciadas con el respaldo jerárquico de
sus funciones eclesiásticas, en homenaje a la Revolución
de Mayo en 1810 y en loor de la Declaración de la Inde-
pendencia en 1816, aunando al sacerdote con el patriota,
en un todo inseparables. En lo segundo, oyósele igualmente
desde la banca de los diputados de Buenos Aires y en los
Congresos constitucionales de 1817 y 1824, así también en la
tribuna de la representación ministerial de la Legislatura
de Mendoza en 1823, coronando una misión nacional de
unión entre los pueblos. Mas, este segundo aspecto perte-
nece totalmente a su actuación política con figuración incon-
fundible, propia del estadista y del ciudadano. Son, por
consiguiente, cátedras diversas cuya proyección interna y
externa determina la índole de asuntos tan dispares como
lo era su obligada consecuencia: en el pulpito, la exhortación
6]
cristiana; en el parlamento, la polémica abierta de vuelo
institucional.
La semana turbulenta, la de los días decisivos de Mayo
es la de la emancipación, pues como lo declaró de modo
expreso el virrey Cisneros en su conocido informe de agonía
al Rey, «la obra estaba meditada y resuelta ». Los patriotas,
en efecto, daban por indiscutible que España había cadu-
cado y que en nombre del pueblo se convocara a «Cabildo
Abierto» para decidir la permanencia o no del virrey en
sus funciones. El 22 de mayo, entre los vecinos convocados,
figuraron como asistentes al acto veintiséis sacerdotes, entre
ellos los doctores Juan Nepomuceno de Solá, cura de Mont-
serrat y Antonio Sáenz, secretario del venerable Cabildo
Eclesiástico e inolvidable primer rector de la universidad
de Buenos Aires, hecho que nos refleja el verdadero clima
de familia con respecto a Zavaleta, pues que los tres, vincula-
dos por la sangre l, el sacerdocio y el sentimiento patriótico,
presentan en la unidad excepcional de sus rasgos, el alto ideal
de libertad con que soñaron su propio destino. A los tres
los consumió un ardiente apostolado por Dios y por la
Patria. El doctor Zavaleta, empero, no participó de la vo-
tación famosa, no obstante estar en íntimo contacto con
todo el grupo revolucionario de sus condiscípulos y amigos.
Sabemos sí, pese a su temperamento retraído por exceso
de modestia, que alentó en todo lo que pudo el movimiento
rebelde. Fué concurrente al cenáculo privado de los diri-
gentes principales y en una ocasión dio opinión certera
sobre el giro de los acontecimientos. Era, efectivamente,
asiduo al «club» en casa de Rodríguez Peña y allí, el día
23 de mayo, congregada la mayor parte de la juventud
y de los hombres más destacados contra la continuación
del virrey en el mando, debió hablar para decidir a Castelli
a no renunciar su designación en la Junta, porque en él
Eran primos hermanos Solá y Zavaleta, y sobrino de ambos el doctor Sáenz.
62
todos cifraban la esperanza del éxito contra la confabula-
ción de los cabildantes europeos. El historiador López nos
relata que luego -de oírse varios pareceres, el doctor don
Diego Estanislao Zavaleta se adhirió a la opinión de Tagle,
y como era — agrega — un sacerdote venerable, tenido por
hombre de grande sensatez, acabaron todos por concordar
en que era indispensable que Castelli aceptara el nombra-
miento para integrar el nuevo gobierno, sin perjuicio de
continuar excitando al pueblo a que se alzase contra el
"arbitrio" con que el Cabildo había violado lo resuelto en
el Congreso del día 22» 2.
Mas, es singular la característica de este hombre, que
si bien volcado por entero en la causa patricia no ha de
olvidar su misión sacerdotal, guardando así una serenidad
apacible para no caer en la desorbitación de su verdadero
papel entre el dogma y la política, entre la doctrina y los
hechos, entre el ministro del altar y el tribuno del pueblo.
Su exhortación del año 10 vale como ejemplo, porque
religioso aclama la paz y el honor. «No esperéis, señores,
— dijo — , que desde este lugar santo os hable yo otro len-
guaje que el de la verdad >. El pulpito, en efecto, reclamaba
el juicio de la conciencia y del bien. En seguida agregó: «Sois
demasiado católicos y piadosos para que no censuréis justa-
mente mi conducta si tuviera el sacrilego atrevimiento de
prostituir mi sagrado carácter». Proclamaba de este modo
su posición en el templo. Subrayó entonces el concepto
patrio de un modo que salvara cualquier equívoco: «Un ora-
dor profano — exclamó — podrá tomar a su cargo elogiar
desde una tribuna la sublimidad de vuestros leales patrióticos
pensamientos y empresas, pero a un orador sagrado sólo le
corresponde instruiros y excitaros a la piedad».
Para la mejor compenetración de la oración de Zavaleta
debemos traer a la memoria una vez más al Deán Funes,
López V. F., Historia de la República Argentina, t. III, p. 53.
í>3
quien desde la tribuna sagrada abrió un juicio que fué «la
primera piedra de la Revolución, reconociendo la existencia
del Contrato Social». Corría entonces el año de 1789 y el
motivo fué el homenaje tributado en Córdoba a la memoria
del rey Carlos III, recientemente fallecido. Si Funes, en tal
circunstancia, insinuó el derecho revolucionario, Zavaleta,
en su meditada Exhortación a los «hijos y habitantes de
Buenos Aires el 30 de mayo de 1810, en la solemne acción
de gracias por la instalación de su Junta Superior Provi-
sional y de Gobierno» 3, reafirmó con la referencia a los
hechos de esa semana gloriosa la verdad de la revolución.
Un mérito de excepcional oportunidad dio mayor relieve aún
a su palabra insinuante, pronunciada en la Catedral Metro-
politana y en presencia de las autoridades ungidas por esa
Revolución.
«El honor — dijo Zavaleta — , alma sin duda de vuestras
intenciones, os hizo tomar las medidas más justas y las
providencias más acertadas para impedir esos grandes des-
órdenes que suelen acompañar y seguirse a las conmociones
populares. . . Instalasteis una Junta depositaria de vuestros
derechos para que, provisionalmente, os gobierne y vele
sobre vuestra seguridad y la de estos vastos y preciosos
dominios. . . Siempre que volváis la vista a los memorables
días 22, 23, 24 y 25 de mayo de 1810, deberéis levantar
vuestro corazón a Dios...».
Luego, con gravedad, agregó: «Debéis tranquilizaros des-
pués de haber instalado vuestro Gobierno. Debéis estre-
charos con los fuertes vínculos de la paz y caridad para
disfrutar bajo el nuevo Gobierno las ventajas de una amable
3 «Exhortación cristiana / dirigida / a los hijos y habitantes / de Buenos-Ayres /
el 30 de Mayo de 1810 / en la solemne acción de gracias / por la instalación / de su
/ Junta Superior Provisional / de Gobierno / por el Dr. D. Diego de Zabaleta Ca-
tedrático / de Teología en los reales estudios de esta Capital / =bigote= Con Supe-
rior Permiso: / En Buenos-Ayres: / en la Real Imprenta de Niños Expósitos^. 16
páginas.
64
E]£ft£)RT ACION CRISTIANA
DIRIGIDA
A LOS HIJOS Y HABITANTES
de Buenos-Ayres
EL 30 DE MAYO DE 1810
.TI 7
IN LA SOLEMNE ACCION DE GRACIAS
POR LA JNSTALACION
DE'SÜ
JUNTA SUPERIOR PROVISIONAL
DE GOBIERNO
JPon xí Dñ. D. Diego de 2 aba leva Catedrático
de Teología en ios reales estudios de esta Capital.
CON SUPERIOR PERMISO:
EN BUENOS-AYRES:
En la Real Imprenta de Niños Expósitos.
VIII. — Oración sagrada pronunciada ante la Junta Revolucionaria a los cinco días
su posesión del mando. Ejemplar del autor. 1810
sociedad. . .» Y en seguida, en tono de discreta prevención?
repuso: «Cualquiera novedad que intentarais os desacre'
ditaría entre los pueblos cultos y os expondría a los mayores
desastres. Vuestra veleidad e inconstancia serían el objeto
de su justa censura; y tal vez una guerra civil en que unos
a otros os despedazaseis, su infeliz resultado; si es que antes
los perturbadores de la tranquilidad pública no sufrían un
riguroso pero ejemplar y justo castigo.
» Desde el momento mismo, en que os persuadisteis que
un tropel de circunstancias desgraciadas os habían devuelto
aquellos derechos sagrados que se consideran propios del hombre
cuanto trata de constituirse en ordenada sociedad; y a su
consecuencia escojisteis y elejisteis de entre vosotros aquellos
sujetos que creísteis más propios para dirigiros y gobernaros,
abdicasteis y pusisteis en sus manos vuestros derechos y los
revestísteis de un poder que al mismo tiempo que los recarga
con el enorme peso del gobierno, los autoriza de modo que
ya les debéis obediencia, honor, amor y gratitud».
Este párrafo, con la buena nueva, instruyó al pueblo
que escuchaba del fundamento doctrinario y sentido revo-
lucionario del gobierno propio. Y luego de repetir textual-
mente el orador, el concepto de Funes acerca del Pacto
Social y la aspiración legítima de todo ciudadano, acentuó
Zavaleta con firmeza: «Este es el origen de las sociedades civiles
y el principio de donde se deriva toda autoridad, aun la soberana».
A partir de esta reflexión, la dialéctica se vuelca en el
sentido inexorable de la legitimidad de la Junta, y por ende,
de la obligación del pueblo entero de prestarle total acata-
miento.
Al término de su «exhortación», obsérvase que el ilustre
Deán puntualiza su propósito patricio proselitista, acerca
del reciente orden de cosas: «... la nueva Junta — exclamó —
tiene por fin principal el conservar ilesos aquellos mismos
derechos que sostuvisteis a costa de vuestra sangre y vida (aludía
a las invasiones inglesas). . . .Sí señores. Así lo manifiesta
66
el acta solemne de su instalación, el juramento que pres-
taron sus individuos, y la juiciosa y edificante fórmula del
que la misma Junta ha exigido a todas las corporaciones
y tropas de esta gran capital».
En aquel inmenso concurso de gentes, que colmaba el
centro y las naves laterales del espacioso templo, la admo-
nición del doctor Zavaleta debió tener la fuerza de una
conminatoria. Cinco días escasos se habían cumplido del
estremecimiento capitular con la eliminación del virrey y
de la erección de la Junta allí presente, reverenciada con
honores litúrgicos y militares. Bastaría, en verdad, esta com-
probación física de asistencia personal, para percibir sin
esfuerzo la sensibilidad del auditorio y el eco de aquella voz
tenida siempre por austera y grave. Allí alternaron las fla-
mantes autoridades con la vieja sociedad porteña y todo un
abigarrado público de militares, empleados, comerciantes,
escolares y servidumbre doméstica. Una tácita conformidad
de la conciencia ciudadana parecía responder a aquella
presentación oficial requerida de obediencia; manera pri-
mordial de iniciar con signos de vida, la nueva misión de
los mandatarios.
A la salida de la catedral, como final de aquella cere-
monia, se exteriorizó algo más: la unidad de pensamiento
religioso y político a través del primer fruto patrio. Porque
aquellos ungidos del pueblo, aplaudidos, vivados y asistidos
de muchedumbre, anudaban el vínculo de solidaridad revo-
lucionaria hacia un ideal de libertad política, que era trasunto
fiel de autonomía y nacionalidad. Así, pues, el discurso,
exponente promisor del nuevo Estado, hallaba su conse-
cuencia y repercusión anímica en la fuerza empírica del
hecho que acababa de consumarse bajo las bóvedas cate-
dralicias y el manto de la Providencia.
Pasemos ahora a la segunda fecha histórica. Pero antes
digamos que en el año 10 había quedado fundada la repú-
blica. Sin detenernos a considerar la participación del doctor
67
Zavaleta en las asambleas de abril y octubre de 1812, dada
la precariedad de esas convocatorias, como en lo relativo
al «Estatuto Provisional» de ese año, dentro del cual como
parte integrante tenía su significado la Junta Protectora de
la libertad de imprenta, en la que el doctor Zavaleta actuó
como juez electo. Es notorio que la asamblea de abril fué
disuelta por Rivadavia, por haberse arrogado ésta el título
de gobierno superior. La excitación del pueblo contra el
Triunvirato, provocó el movimiento sedicioso del 8 de
octubre que llevó una vez más el Cabildo al mando supremo.
La nueva convocatoria para una asamblea constituyente
acusó un progreso institucional por cuanto se procuraba un
sistema de gobierno para regir a las Provincias Unidas.
El doctor Zavaleta, pese a su representación, lo era electo
por Tucumán, adoptó un carácter prescindente, excusando
su asistencia por sus múltiples ocupaciones. En 1814 se
creó el cargo de «Director Supremo» recayendo la honrosa
designación en don Gervasio Antonio de Posadas. Con este
motivo el primer magistrado recuerda en sus Memorias su
consulta a Zavaleta. Lo dice con entera ingenuidad y lla-
neza: «. . .bajo las relacionadas garantías publicadas en la
más solemne forma, me dispuse y resolví encargarme de la
suprema magistratura. Preparé las cortas arengas que con-
sulté previamente con el señor Provisor, gobernador del
obispado dr. don Diego Estanislao Zavaleta, dignidad de
Deán de esta Santa Iglesia Catedral, y con su dictámen y
aprobación personado que fui en la Asamblea el expresado
día 31 de enero de 1814 a presencia de todas las corpora-
ciones y de un inmenso concurso de gentes de todos estados
y condiciones, fui juramentado, ocupé el distinguido asiento
que me señalaron ...» etc. 4.
4 Memorias y autobiografías, editadas por el Museo Histórico Nacional, t. I,
p. 159.
68
En el año 16, tras un lustro de arrebatos, decepciones
y vicisitudes múltiples, se significaba la alternativa de cum-
plir la palabra empeñada o de perecer en la contienda.
En ese momento histórico una declaración extraordinaria,
solemnísima y provocativa, dirá al mundo que ha nacido
una nueva nación soberana, que derriba falsas creencias
políticas y principios errados. Nuestros proceres lanzaron
su desafío al porvenir, comprometiendo sus nombres, sus
vidas y al país mismo. La convicción moral y la fe patrió-
tica fueron su fuerza.
El viernes 13 de septiembre se proclamó y juró en Bue-
nos Aires, del modo más consagratorio, el decreto augusto ,
como le llama la Gaceta, «de la Representación Soberana
de los Pueblos Argentinos que los eleva al rango y preemi-
nencias de nación independiente , según la declaración del
Congreso de Tucumán, del 9 de julio de ese 1816 5. En esa
mañana — se llamó en la crónica «el día grande de Buenos
Aires» — el Presidente del Cabildo «enarbolando la bandera
nacional* tomó al pueblo el siguiente juramento: Juráis a
Dios nuestro Señor y esta señal de la Cruz, promover y
defender la libertad de las Provincias Unidas en Sudamérica
y su independencia del rey de España Fernando VII, sus
sucesores y metrópoli y toda otra dominación extranjera?^
«¿Juráis a Dios nuestro Señor y prometéis a la Patria el
sostén de estos derechos hasta con la vida, haberes y fama? >
— Sí, juramos — fué la respuesta estentórea del pueblo.
«Si así lo hiciereis, Dios os ayude y si no, El y la Patria
os hagan cargo».
Con asistencia de todas las corporaciones, jefes y em-
pleados civiles y militares, acompañando al director del
Estado don Juan Martín de Pueyrredón, y en presencia
de un numeroso concurso, se celebró en la Iglesia Catedral
5 Gazeta de Buenos Ayres, sábado 21 de septiembre de 1816, n° 73, p. 299 de la
reimpresión facsimilar.
69
una misa solemne de acción de gracias «al Protector Eterno
de nuestra libertad». En ese acto, de conmovido sentimiento
cívico y religioso, subió al pulpito nuestro ilustre Deán,
quien como dice la crónica «desempeñó con aplauso una
oración análoga a su elevado objeto».
Tócanos como posteridad, descubrirnos reverentes ante
las sombras de aquellos varones componentes de un «ilustre
Senado», como le denomina un noble espíritu de nuestras
letras, que hizo del Congreso la asamblea más representa-
tiva y nacional del alma argentina que haya existido jamás
en los anales patrios.
El discurso de Zavaleta que suponemos como todos los
suyos de fondo y forma acreditados por su erudición, parece
haberse perdido. La búsqueda acuciosa no ha dado el resul-
tado apetecido y habremos de resignarnos a recoger el eco
de su éxito que registra la prensa de la época. Lumina verbi,
en el decir de Cicerón, que llevaron luz y esplendor a la
ciudadanía porteña en la fecha inolvidable. Fué siempre
notorio cómo Zavaleta aplicaba su erudición teológica a las
cuestiones políticas que eran las humanas, avanzando gene-
ralmente una idea dominante en sus características medita-
ciones, hondas y patrióticas. Por el extracto aparecido en
El Observador Americano sabemos, que su «oración panegí-
rica eucarística, llenó todos los objetos de su elevado asunto,
ya como predicador evangélico, ya como orador patriota».
Según el articulista, se demostró no sólo «la justicia de la
declaración de nuestra independencia, por la injusticia con
que la España nos ha hecho y está haciendo la más san-
griente guerra», cuanto «por la incapacidad en que el rey
español se halla de protegernos al paso que intenta domi-
narnos». Tal el argumento político de los hechos pasados
y el dictado de las circunstancias presentes a fin de demos-
trar «la obligación de sostener y la esperanza de conservar
la independencia nacional». Agrégase que en el final de su
discurso, Zavaleta con elocuencia puso de relieve el favor
70
del cielo en nuestra causa, el espíritu de religiosidad en el
pueblo y el amparo de Dios con «repetidas pruebas de velar
y cuidar de nosotros» 6. Aparte lo transcripto de la Gaceta
de Buenos Aires, debemos recordar la descripción de las
fiestas que con el título de «Día de Buenos Aires», diera
a la estampa en 1816 el sabio y poeta don Bartolomé Mu-
ñoz, de ilustre memoria, en folleto raro codiciado de los
bibliófilos7. Allí se destaca por tan calificado testigo, la ora-
toria de Zavaleta y se alude a esa ceremonia religiosa que
prestigiara con su presencia el Director Supremo. Una pro-
cesión cívica acompañó a las autoridades hasta el Fuerte,
y desde los balcones del Cabildo se arrojó al pueblo unas
hojas impresas conteniendo el Acta de la Independencia.
En las noches de los días 13, 14 y 15 se iluminó toda la
ciudad y especialmente — dice el opúsculo — la Plaza de la
Victoria. Finalmente, otra referencia coetánea la tenemos,
redactada por el doctor Julián Alvarez, en el número 80
de la Gaceta de Buenos Aires (1818), quien expresa: «Predicó
el señor doctor don Diego Estanislao Zavaleta, dignidad
Deán de esta Santa Iglesia Catedral de Buenos Aires, y la
edificación de un concurso lucidísimo y muy numeroso,
correspondió bien al mérito personal y literario del respe-
table orador». (Nro. 80 del miércoles 22-VII-1818).
6 El Obszrvador Americano, N° 5 del lunes 16 de septiembre de 1816, pág. 42.
7 Día de Buenos Aires en la proclamación de la independencia de las Provincias Uni-
das del Río de la Plata, por el presbítero Bartolomé Doroteo Muñoz, 1816. Imprenta
del Sol, 20 páginas en 4o-
71
Capítulo
V
ZAV ALETA Y EL CONGRESO DE TUCUMAN
Un humilde libro manuscrito, encuadernado en perga-
mino, inédito e ignorado durante una centuria, permanecía
sepultado en los legajos del archivo de los Tribunales, guar-
dando el secreto de la elección de los representantes de
Buenos Aires al Congreso de Tucumán. Tuve la fortuna
de hallarlo y señalarlo al encargado de la sección de his-
toria, de la Facultad de Filosofía y Letras, para su publica-
ción De los 167 folios, un tercio corresponde a las elec-
ciones de diputados, el resto a las capitulares y en especial
a las «instrucciones» de 1816, nutridas de derecho político
y de revelación histórica. Comprende el interesante período
de 1815 a 1820 y allí está trazado el rumbo de la magna
Asamblea que declaró la Independencia.
El legajo contiene integralmente las «sesiones de la Hono-
rable Junta electoral», nacida ésta como cuerpo permanente
del minucioso estatuto de 1815. Las elecciones se hicieron
en la ciudad y en la campaña. Cada ciudadano, bajo cu-
bierta cerrada y sellada, votó por doce electores y en el
1 Cfr.: Documentos para la Historia Argentina, t. VIII, que contiene el notable
estudio del brillante historiador Carlos Correa Luna sobre Antecedentes porteños
del Congreso de Tucumán, publicado bajo la dirección del doctor Emilio Ravignani,
quien se hizo cargo del hallazgo. (Loe. cit., p. XII).
73
Cabildo, en presencia de todos los regidores, se procedió
al escrutinio.
Fueron proclamados electores: los doctores Diego E. de
Zavaleta, Darregueyra, Anchoris, Medrano, Arana, Chorroa-
rín, Gascón, Tagle, J. J. Anchorena, Montes de Oca, Antonio
Sáenz y Francisco Belgrano, todos ellos de la Capital. El es-
crutinio dio a Zavaleta sesenta votos más que a Darregueyra
y más de ciento sobre el resto de la lista. No sabríamos
a qué atribuir esa mayoría tan abrumadora en favor de
Zavaleta 2. El 22 de agosto de 1815, reunidos éstos en la
Sala de Ayuntamiento con los once electores de la cam-
paña, efectuaron la elección de los diputados al Congreso
Nacional, que fueron: Pedro Medrano, Juan José Paso,
Antonio Sáenz, Cayetano Rodríguez, Tomás M. de Ancho-
rena, Esteban Gascón y el doctor Darregueyra; en total
siete, todos por un año y a los que la posteridad exorna
por su actitud en la fecha gloriosa del 9 de julio de 1816.
Acaso la moción de más peso que se hizo en las delibe-
raciones de la Junta fué la de saber si gozaba ella de facultad
suficiente para dar instrucciones a estos diputados del
futuro Congreso, y luego de debatido el punto «por unani-
midad de votos » se declaró que la Junta debía darlas, a
cuyo fin se dispuso el nombramiento de una comisión
especial de cinco individuos que, en definitiva, lo fueron
los doctores Zavaleta, Leyva, Chorroarín, Anchoris y Castex,
es decir, sus juristas más notorios, con obligación de pre-
sentarlas al Cuerpo, como lo practicaron efectivamente en
la sesión del 11 de septiembre. Desde luego que en el poder
extendido a los diputados se prefijó el mandato de sancionar
2 Indudablemente Zavaleta fué el candidato «favorito» diremos, pues contó
con 177 votos para diputado al Congreso de Tucumán; Darregueyra 117; Anchoris
80; Medrano 79, etc. Pero no aceptó la diputación por dos razones fundadas. La
primera, su modestia, pues sólo se estimaba a sí mismo como teólogo y no como
político. La segunda, el ser Tucumán el seno de su familia, poderosamente influ-
yente, tanto por su hermano don Clemente, cuanto por ser tío y primo de Juan Ma-
nuel Silva, los Aráoz, etc., que constituían un núcleo dominante.
74
la Constitución, mediante una cláusula general redactada
así: «y procedan inmediatamente a fixar la suerte del Es-
tado, y formar y dar la Constitución que ha de regirlo».
Las recordadas instrucciones, por otra parte, aparecen
en el acta respectiva, intercaladas de puño y letra de Zava-
leta, de folio 47 a 48 vuelta, con un preámbulo aleccionador
según el cual, es obligación de la Junta formular sus reco-
mendaciones a los diputados «para asegurar al Pueblo sus
derechos y preparar su felicidad».
Trátase de ocho artículos en total, que corresponden
a los anhelos del electorado. En primer término se preco-
niza la necesidad de alcanzar la indivisibilidad del Estado,
la separación y deslinde de los tres poderes «Legislativo,
Executivo y Judiciario»> con expresión de funciones y atri-
buciones. En segundo lugar asegurar al pueblo el ejercicio
de la soberanía que el Congreso debe reconocer como
encarnada en sí mismo; crear el juicio por jurados, de modo
que jamás pueda dictarse la sentencia si no por sujetos
iguales al inculpado; ejercer la censura por medio de
la libertad de prensa; establecer el derecho de cualquier
ciudadano a representar la autoridad y de resistir a la
misma, cuando se excede de los límites que señale la
Constitución.
La tercera instrucción se ocupa del Poder Legislativo,
pues que el Pueblo «no puede exercer racionalmente por
sí mismo — dice — el poder de hacer leyes, interpretarlas,
suspenderlas y revocarlas», o sea, como diríamos en nues-
tros días que no gobierna ni delibera sino por medio de
representantes, de acuerdo con la consabida fórmula cons-
titucional. Los doctores Chorroarín, Castex y Zavaleta,
manifestaron explícitamente que el Poder Legislativo debe
«subdividirse en dos o más secciones distintas, indepen-
dientes entre sí y ordenadas de modo que la mutua emula-
ción empeñe a todas al trabajo, y por este medio se asegure
el acierto en sus determinaciones».
7 o
La expresión «sección» se refiere naturalmente al sistema
bicameral, pues en la instrucción cuarta se aconseja dejar la ini-
ciativa parlamentaria a la «sección mas popular» en materia
de contribuciones, empréstitos, recursos o rentas del Estado.
En la quinta instrucción, los miembros de la Comisión
se pronunciaron partidarios del Ejecutivo unipersonal. Final-
mente, la Junta previene a los diputados sobre la conve-
niencia de la posible reforma de la Constitución, mediante
cláusula que la estatuya cuando las circunstancias lo exijan.
A juicio del doctor Leyva, el propio poder legislativo de-
bería ser quien pudiese sancionar tal reforma, una vez recono-
cida su procedencia. Un último voto abriga la esperanza de
que el Congreso, por gestión de la diputación, acordase en
ocasión propicia a la Provincia de Buenos Aires «todo
aquello a que la han hecho acreedora sus heroicos sa-
crificios por la libertad de todas las de la Unión, y que sea
compatible con la felicidad y bien general del Estado».
El análisis de estas Instrucciones, que es tema fecundo
y especializado nos llevaría acaso muy lejos, apartándonos
del móvil biográfico que inspira este ensayo. En consecuen-
cia, sólo agregaremos que el doctor Zavaleta, votado para
presidir la Junta, en sesión del 11 de diciembre de 1815,
mantuvo estrecho contacto con los representantes y autori-
dades del Congreso de Tucumán. Prueba de ello es el in-
forme que Zavaleta introduce en la Junta para conocimiento
del cuerpo, redactado y firmado por el diputado Antonio
Sáenz, dando cuenta del estado en que quedan los negocios
confiados a su cargo, a fin de que la Junta «forme su reso-
lución sobre conocimientos seguros y exactos».
Allí, el doctor Sáenz expone los «gravísimos inconve-
nientes que ocurren para dar al presente su Constitución
al país» 3.
3 Cfr.: Acta del 14 de marzo de 1817, folio 106 a 108. El informe de Sáenz está
fechado en Tucumán el Io de febrero de ese año.
76
Ese trascendental documento comprende tres puntos
capitales. Desde luego, ante lo impracticable que resultaba
el acuerdo de los diputados para llenar el fin supremo de
sus mandatos, de dar en ese momento la Constitución
tantas veces presentida y anunciada, la primera proposición
lógica del diputado Sáenz tendía a disminuir la numerosa
representación en el Congreso por innecesaria, y perjudicial
su «costo tan cuantioso». En seguida, y esto era fundamental
ante previsibles consecuencias más funestas aun, propicia
Sáenz «para evitar que las provincias vuelvan a su anterior
estado de disolución» lo cual fatalmente llevaría a la anula-
ción de los grandes esfuerzos de unión obtenidos en la con-
vocatoria, que se deje uno o dos diputados por Provincia,
de modo de formar «una comisión representativa hasta
que libre el País de la lucha en que está — dice — y puesto
en tranquilidad, se convoquen nuevos representantes para
dar la Constitución». Por último, ruega a la honorable
Junta no prorrogarle los poderes conferidos «por varias
razones que alega, y porque si la diputación es un beneficio,
no es justo que él sólo lo disfrute; y si es una carga, tampoco
es el único que tiene obligación de llevarla».
Lo cierto es que tan grave comunicación abocaba a la
Junta al examen político del País, con la premura que existía
considerar el destino del Congreso y de sus miembros.
El panorama trazado por Sáenz, acusaba la falla fundamen-
tal de la educación política de que hacían gala los partidos
localistas. En Salta se exteriorizaba el odio a los porteños,
y en Córdoba se acentuaba que tal rencor hacía que fuesen
«mas aborrecidos que los españoles ». En Santiago del Es-
tero, la antipatía parecía implacable a través de su diputado
Borges; y en otras representaciones, se auspiciaba la candi-
datura de Moldes para director supremo, quien con ligereza
hacía sorna de Buenos Aires, donde «el gobierno era una
jerga rota con que nadie quería taparse». ¡La unidad del
país, como puede deducirse, parecía quebrada! El pesimismo
77
de Sáenz llegaba a considerar inoportuna toda gestión de
orden constitucional, en presencia de la anarquía de ideas
y sentimientos. Sólo el Congreso, es el lazo de unión y
roto éste se volvería a la disolución provincial. Tal su juicio
en cierto aspecto profético.
Zavaleta, una vez que leyó el memorándum de Sáenz,
hizo moción para que se declarase si debía o no tenerse
en consideración, es decir, si debía debatirse o no este
informe previamente al nombramiento de nuevos diputados,
pues que había ya caducado el término de los que se halla-
ban en ejercicio de la representación. Apoyada y discutida
la moción, se votó negativamente por pluralidad de votos.
Esta resolución de la Junta no dejó otra alternativa que
acceder en consecuencia; y así, por indicación del general
Juan Ramón Balcarce se procedió a la elección de los nuevos
representantes del pueblo; si bien reconociendo antes, por
sugestión del doctor Mariano Medrano, que la Junta tenía
legítimas facultades para prorrogar los poderes de los dipu-
tados en ejercicio. En resumen, que podía, en su arbitrio
resolver la prórroga de los mandatos o proceder a una
nueva elección.
Hecha la regulación total de las votaciones resultaron
electos al futuro Congreso Nacional, que habría de sesionar
en Buenos Aires abandonando la sede de Tucumán, los
doctores Diego E. de Zavaleta, Matías Patrón, Luis José
Chorroarín, Juan José Paso, Antonio Sáenz, Vicente López
y José Darregueyra. (Folio 116, acta del 20 de marzo de
1817).
He aquí que en esta ocasión, el Deán Zavaleta, conse-
cuente con su ingénita modalidad, en gesto humilde que
le honra, aduce su negativa para la ocupación de la banca.
Valorando de inmediato lo honroso del cargo que se le
dispensaba, sin embargo — dice — «no se creía con fuerzas
bastantes para sobrellevar el peso de tan grave y delicado
cargo. Las arduas materias que debían tratarse y decidirse
7»
en el Congreso — agrega — eran extrañas a su conocimiento.
Que carecía de toda noción en el derecho público por
cuanto su carrera, según era notorio en esta ciudad, había
sido la de profesor teólogo puramente y que no podía menos
de confesarlo y manifestarlo así a la faz del pueblo, para
que teniéndolo en consideración la Junta, lo relevase del
cargo, protestando como protestaba en caso contrario, no
ser en ningún tiempo responsable de los errores, en que
involuntariamente podría incidir por falta de conocimientos
tan esenciales y cuya responsabilidad toda debería recaer
en la H. J. que lo ha elegido, sobre lo que pedía expresa
resolución, retirándose al efecto.» 4
Esta renuncia causó verdadera expectación, por cuanto
se le sabía patriota de la primera hora, maestro de talla
tan versado en el derecho como experimentado en el go-
bierno. No cabía pues, hesitación. El acta consigna: «Y los
señores acordaron de uniformidad no hacer lugar a la
excusación . Con todo, Zavaleta no quiso sustraerse a la
emoción del ambiente, acató la decisión, si bien renun-
ciando a sus dietas en beneficio del tesoro público. Se con-
sideraba ya suficientemente compensado por la Patria
— dijo — rogando se avisase al Cabildo a los efectos con-
siguientes (folio 121).
Finalmente. Dado lo complejo del momento y lo ardua
de la tarea a emprender en el Congreso, Zavaleta, cons-
ciente de la responsabilidad del mandato, hizo presente
en la sesión del 11 de abril, las dudas que asomaban a su
conciencia ciudadana para el leal desempeño de la diputa-
ción. Quiere, en unos casos, ajustarse estrictamente, y en
otros, gozar de la libertad necesaria para fijar su compo-
sición de lugar dentro del texto y espíritu de la futura Cons-
titución.
4 Loe. cit., fol. 117 y 117 v. del libro original de actas. Cfr.: E. Ravicnani, Asam-
bleas Constituyentes Argentinas, t. I, p. 288 y sigts.
79
El pliego de dudas expuestas fué devuelto con varias
anotaciones al margen; y luego, entregadas las «instruccio-
nes» con su redacción definitiva en nueve artículos y una
recomendación final, concordantes en su casi totalidad con
las expedidas el año 15. Añadió como aconsejable el juicio
de residencia a los magistrados; señalar tiempo a la duración
del poder ejecutivo; en fin, dar la Constitución o instar
vivamente para una ley o reglamento provisional si aquélla
se creyese inoportuna.
Los poderes amplios se otorgaron por la H. J. «a todos
juntos y a cada uno de por sí, para que con los demás de
los Pueblos y Provincias que se reunieren procedan a fixar
la suerte del Estado, y formar y dar la Constitución que ha
de regirlo: sin distraerse ni mezclarse en negocios o recursos
particulares que demorarían y tal vez impedirían ver reali-
zada la grande obra que se les encarga. . . » 5.
5 El presidente del Soberano Congreso hizo por oficio algunas observaciones a
los poderes de la referencia, luego de estudiados, y la Junta contestó dicha comuni-
cación por nota aclaratoria que se lee en el folio 130 y siguiente del libro original
de actas.
80
Capítulo
VI
FIGURACION PARLAMENTARIA: CONGRESO
NACIONAL DE 1817-18 Y LA CONSTITUCION
DE 1819
En 1814, por las razones que Zavaleta expuso en su
carta al doctor Melchor Fernández, vese claramente cómo
la idea de renunciar al Provisorato de la Iglesia le venía
trabajando de tiempo atrás. Naturaleza señera, sin más
ambiciones que la del espíritu, insiste el Deán en su retiro,
como preferente al empleo público y a las altas dignidades
ejercidas en medio del tumulto de los intereses encontra-
dos l. Sin embargo, sus reiteraciones no fueron escuchadas.
Cuando pudo abandonar el alto cargo en 1815, ya de modo
definitivo, su reputación estaba hecha. En «una informa-
ción secreta de origen realista sobre los principales revolu-
cionarios del Río de la Plata% se escribía sobre él: «Canónigo,
hombre justo, literato, goza del mayor concepto en Buenos
Aires y ha renunciado al Provisorato que sirvió con pru-
dencia. Es llamado a toda asamblea pública; no admite
empleo alguno; se le quiso diputar al Congreso y lo re-
sistió . . . » 2.
1 En la Biblioteca Nacional. Fecha 24 de febrero de 1814, n» 5312-5975. Catá-
logo de M. S., p. 237.
2 Ricardo Caillet-Bois en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, año
1939, p. 19.
81
Trasladado a Buenos Aires el Congreso de Tucumán en
el año de 1817, el doctor Zavaleta como hemos recordado
en el capítulo anterior, estaba ya reconocido como dipu-
tado por la Capital. Tocóle iniciarse en la sesión del 6 de
junio, absorbiendo por completo la atención de sus colegas
acerca de una ponencia de no entender ni resolver el Con-
greso, los asuntos particulares que se le sometan. En esa
reunión se había manifestado con un discurso «laudable»
dice el acta, «con toda la vehemencia que es capaz de ins-
pirar el celo público y el deseo de corresponder a la alta
confianza con que ha sido honrado por sus comitentes.
El asunto era en verdad de responsabilidad inexcusable
para la diputación de Buenos Aires, que sólo contaba con
facultades limitadas, como ya lo consignamos, excepto para
tratar la Constitución y organización del País.
Sus palabras, con las que planteara la orientación a
seguir, las conocemos cercenadas por el extracto oficial que
las publica. Pese a ello, son lo suficientemente claras y con-
vincentes para fijar un itinerario que, arrancando de las
instrucciones de la Junta que él mismo había contribuido
a sufragar, servían ahora para prevenir los estragos que
amenazaban a un país desorganizado y sin ley fundamental.
Para cumplir la «principalísima» comisión de dar la Cons-
titución, sería esencial en su dictamen, evitar la ilimitación
de poderes aplicados a cuestiones extrañas que retardaban
la libertad de los pueblos comitentes.
Se hizo un amplio debate que también ocupó las sesiones
de los días 9 y 16, en que Zavaleta con alto vuelo trató de
los «poderes» que se reciben de los pueblos, muy diversos
de los que usurpan los tiranos. Después de haber satisfecho
varias objecciones, concluyó el orador proponiendo con
precisión la finalidad del Congreso, votándose unánime-
mente la resolución siguiente: «Que el Congreso no conozca
por punto general en asuntos particulares; y que, con la
brevedad posible fije una regla para los que no la tienen
82
en las leyes que rijen; sin que esto perjudique que pueda
conocer en alguno muy raro y extraordinario en que la
salud y la necesidad pública así lo exijan indispensable-
mente, a juicio del mismo Congreso con un voto sobre las
dos terceras partes .
El Congreso cobró en seguida alta jerarquía, y así los
debates del 23 y 27 de junio, más el del 2 de julio, fueron
mantenidos en torno al pensamiento dominante en los
responsables de la organización; es decir, se había llegado
a la oportunidad de debatir la carta fundamental que de-
mandaba la Nación.
Fué el doctor Sáenz, con un razonamiento erudito digno
de su renombre en el derecho público, quien enfocó el
examen de la imposibilidad de acordar una Constitución
permanente. Godoy Cruz y Aráoz adhieren con reforzados
argumentos, para detenerse en la recomendación de dictar
tan sólo un reglamento o estatuto apropiado a un país
pequeño y en desarrollo. Pero Zavaleta, deseoso de alcanzar
la meta institucional, refuta partiendo de la necesidad de
que «cualesquiera fuesen sus circunstancias presentes, debía
ser constituido » a fin de dar al País bases sólidas de justicia,
deslindar atribuciones y deberes, prescindir de conjeturas
y presunciones. Tal decisión no excluiría un perfecciona-
miento futuro. En su dictamen, los estatutos provisionales
revocados ya repetidas veces no gozaban del respeto debido
ni producirían las ventajas de una Constitución. Además,
dijo, con requerimiento, no era plausible que los diputados
omitieran lo principal de sus mandatos.
El doctor Chorroarín replicó a fondo, recordando que
«la forma perpetua de gobierno era esencial a una Consti-
tución permanente, y que en el día no había representación
bastante para declarar aquella».
Era poner el dedo en la llaga. ¿Monarquía? ¿República?
En aquel momento debió pensarse en la agitada controversia
tenida en Tucumán. El 2 de julio, en que se prosiguió el
83
debate, el señor Castro, con «un discurso enérgicamente
pronunciado» apoyó la tesis de Zavaleta y observó con
acierto que la Constitución «era el gran principio de que
debíamos derivar la esperanza de extinguir el fuego de los
partidos y de principiar la reforma de nuestras costumbres...».
Ese día, la Asamblea vióse animada por el incentivo
oratorio de varios diputados en pro y en contra, obligando
la postergación hasta una próxima reunión, que lo fué la
del 21 de julio, en la que el doctor Juan José Paso, ganando
en autoridad bajo el recuerdo de los sucesos de Mayo tomó
la palabra para «epilogar cuanto se había dicho anterior-
mente en la célebre cuestión, sobre si el País se halla en
estado de recibir la Constitución permanente que debe
regirlo en adelante. Impugnó por su orden todos los funda-
mentos de la opinión negativa y estableció sobre nuevas
observaciones, la necesidad y conveniencia de proceder en
el día a obra tan importante». Con su «bello» discurso
como lo refiere El Redactor, termina aquel día.
El 28 de julio se escucha al vicepresidente Zudañes, que
se pronuncia también por la necesidad de la Constitución.
Pide la palabra el doctor Sáenz, quien dedica una hora
entera para mostrar la coincidencia de ideas entre unos y
otros contrincantes; empero, señala la discordancia que emer-
gía de las circunstancias políticas, para remitirse una vez
más a su propia tesis y anterior posición en el debate.
Propuesta la fórmula de las Instrucciones, quedó ago-
tada la discusión y cerrada la orden del día en esta ma-
teria, pasóse a la votación. En la sesión del 6 de agosto se
verificaron los sufragios, resultando mayoría «por que se
diese al presente la Constitución», dejando a salvo los
derechos de revisión y sanción a los pueblos ocupados por
el enemigo, y a los pueblos no representados.
Entre la sanción de una Constitución inmediata o nada,
cupo la sugestión de dictar previamente un reglamento
preparatorio, anticipo de la Constitución definitiva. En ese
84
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y motivado la declaración de su
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IMPRENTA de u INDEPENDENCI A
1«17.
IX. — El Manifiosto del Congreso a las naciones redactado por el doctor Antonio
Sáenz y aprobado con "adiciones que se juzgaron importantes". 1817
torneo parlamentario no hubo, propiamente hablando, ven-
cedores ni vencidos, quedando triunfante las consabidas
Instrucciones. Llegado el momento de nombrar la comisión
redactora, se eligió a los cinco diputados líderes de la con-
troversia: Zavaleta, Sáenz, Paso, Bustamante y Serrano.
Digamos ahora que el «estatuto provisorio de 1817 hasta
que se dicte la Constitución», como se le llamó sintética-
mente por los legisladores3, fué la principal obra del Con-
greso Nacional. Lentamente elaborado y ampliamente dis-
cutido, acusa el más prolijo estudio que pudo hacerse en-
tonces. Sobre sus cláusulas hubo de sancionarse más tarde
la Constitución permanente del Estado. No fué en realidad
el reglamento un Código político definitivo, pues su propia
naturaleza provisional anunciaba lo fugaz de su vigencia.
El Redactor del Congreso — que seguimos en consulta
sobre su texto — trae con fecha Io de noviembre el discurso
proclama de sus representantes. Consigna desde luego que
«está sancionado que se de la Constitución», que califica
de «el escudo legítimo contra el despotismo que provoca
la anarquía».
Llegamos en ese año a las sesiones finales de septiembre
y octubre. En esa oportunidad, Zavaleta fué nombrado vice-
presidente y se le ve actuar en la discusión de leyes diversas.
En la reunión del 3 de diciembre se deja constancia de su
disidencia con respecto a las obras que traten de Religión
que, a su juicio, conforme a la más estricta disciplina ecle-
siástica dió su parecer y voto con la concreción siguiente:
«Las obras que traten de religión no podrán imprimirse sin
previa censura del Prelado Diocesano, si éste expusiese
que ellas atacan abiertamente los dogmas de la religión
o los principios de la moral de J. C; y si la parte interesada
3 El título completo es: «Reglamento Provisorio sancionado por el Soberano
Congreso de las Provincias Unidas de Sud América, para la dirección y adminis-
tración del Estado, mandado observar entretanto se publica la Constitución». Quedó
sancionado el 3 de diciembre de 1817.
86
JHK**1ff de. f> m 'Srrfa+s^ y, *¿ <*j+*¿> ¿ave, « _ ^ W — •
6/ c
— Acta secreta acerca de la redacción y firma del Manifiesto
a las Naciones. 1817
87
reclamase de esa censura, lo hará ante los jueces y en el
modo que disponen las leyes de la Iglesia*-.
Cuando Zavaleta presentó su renuncia de diputado, la
Junta electoral confirió en 19 de mayo de 1818, su banca
al general Viamonte, quien prestó el juramento de ley en
el acto de su incorporación. El ex-legislador, vióse en con-
secuencia privado del placer de firmar la futura Constitu-
ción que tan ilustradamente había contribuido a redactar.
Esta fué sellada y refrendada el 22 de abril de 1819. La Co-
misión redactora, bajo la presidencia del doctor J. J. Paso,
trabajó afanosamente, y estando ya próxima la terminación
del mandato de los diputados porteños, se obtuvo como
ventaja que Paso, Zavaleta y Sáenz pudieran faltar a las
sesiones semanales, para contraerse a tan excepcional tarea,
a la que dieron cima con el aporte de sus luces y patriotismo.
Empero, como acabamos de manifestarlo, Zavaleta dimitió
su banca antes de la votación. Es errónea por otra parte,
la afirmación sustentada en los manuales escolares, que
atribuyen al doctor Gregorio Funes, el papel de redactor.
La Comisión quedó integrada con los diputados Bustamante
y Serrano ya recordados.
Capítulo
VII
LA MISION ZAVALETA EN PROCURA DE LA
UNIDAD NACIONAL
Sin penetrar en lo hondo de la política de Rivadavia y
sus consecuencias, pues que excedería el campo de nuestra
labor, debemos sin embargo, soslayarla en esta biografía,
en razón misma de lo acentuado de los rasgos doctrinales
de la fisonomía que nos ocupa y lo no menos trascendente
de sus proyecciones en la crisis del federalismo y las bases
de la organización constitucional, sobrevenida en seguida.
Porque al salir del año 20, vale decir, desde 1821 a 1827,
se cuentan seis años netamente rivadavianos donde el doc-
tor Diego E. Zavaleta resalta con prominente personalidad.
Antecedido ese lustro de gobierno por relevantes suce-
sos, que van desde el Congreso de Tucumán, el Reglamento
Provisional de 1817, la inicial actitud de los caudillos, la
Constitución de 1819, hasta la batalla de Cepeda y el pacto
del Pilar — cúmulo de acontecimientos convulsos y con-
fusos, de pasiones, retrocesos y anarquía — sigúele en el
curso de la evolución histórica, el magno problema de la
unión nacional, sin desmedro de la formación de las Pro-
vincias bajo la enseña de briosa autonomía. Todo ello es
de la esencia del derecho público provincial. Zavaleta conocía
89
a fondo todas las grandezas y miserias de la Revolución:
había sido ya actor y espectador; camarada, maestro o
amigo de todos los demás coparticipantes de la obra reden-
tora. No obstante la intensidad de su acción, como la de
otros ilustres del pretérito, es un pasante egregio en esa
galería de espejos de la historia, que se abre en 1815 y se
cierra en 1853. Durante este período tormentoso, con que
se llena plenamente el conocimiento del derecho público
federal argentino, las provincias tuvieron en vigencia quince
constituciones diferentes que merecen sin agravio, el perpetuo
olvido doctrinal en que yacen, si bien las valoramos como
documentos ilustrativos.
Esas constituciones provinciales han sido comentadas y
hasta disecadas con erudición por publicistas autorizados l.
Una constitución debe revestir primordialmente un carácter
definido; o es un cuerpo de doctrina y principios naturales,
propios del grupo humano a que se destina y cuya idiosin-
crasia no se traiciona con el verbalismo demagógico; o es
una constitución civilizadora, como propugna el doctor
Rivarola en su definición de la Nacional de 1853 2.
La fácil literatura constitucional de entonces olvidaba
el equilibrio de los poderes; pensaba en el Ejecutivo fuerte,
un gobernador apoyado en las milicias; y se contentaba
con legislaturas decorativas, que fuesen sombras del poder
colaborador. El resultado fué la anormalidad política.
En el dinamismo de nuestra revolución, la fuerza social
que llamamos autonómica y federativa, obró en la direc-
ción política dual de tendencias, que en un caso debilitaba
la unidad y en otro fomentaba la pasión localista, por lo
que se planteó una lucha cruenta contra toda hegemonía
interior que hizo a la unión federativa más virtual que real.
1 Entre ellos el doctor Juan P. Ramos, El Derecho Público de las Provincias Argen-
tinas. Tres tomos, año 1914-
2 Rodolfo Rivarola, Del Régimen Federativo al Unitario, p. 342 y siguientes.
90
Los dos polos serían Rivadavia y Rosas. El primero se
caracterizaría por el dogmatismo jurídico, conceptualismo
educacional y reformas liberales, todo a base de centrali-
zación y teorías constitucionales de buena fe. El segundo,
por delegación en su favor, de facultades dilatadas; confusión
de la persona del Estado con la particular del gobernante;
prólogo de dictadura y desenlace en tiranía; o sea, fuerza
contra sufragio.
Alberdi, con justeza y en pocas palabras, nos propor-
ciona el admirable compendio de una acertada armonía
política, diciéndonos: «Para detener la descentralización en
el límite que conviene a la libertad provincial, sin que se
pierda la fuerza del gobierno unido, es menester no llevar
al extremo la independencia local; y como el motivo que
produce la exageración del espíritu provincial es la omni-
potencia del ascendiente central, el verdadero y único medio
de calmar el espíritu local exagerado, es usar de calma
y moderación en el poder central» 3. Era la buena lección
entre hermanas, donde por fatalidad surgía una, despropor-
cionadamente mayor, y otras muchas menores, con lo que
tardó tanto el afianzamiento familiar definitivo del régimen
federal de gobierno.
3 Juan Bautista Alberdi, Obras Completas, t. V, p. 333 y sigts. Entre los publi-
cistas de la nueva generación, parece percibirse como ecuánime este concepto básico
a que respondió la misión Zavaleta. He aquí una conclusión: «La cuestión que se
planteó el mismo día de la caída del régimen virreinal tenía sus raíces en el tiempo
de la colonia, y no fué exclusiva ni primordialmente, resolver si convenía al País
una forma federal o una forma unitaria de estado, sino lograr la unidad nacional,
la unidad integral de la Nación, espiritual, social, política y económica que es, por
cierto, algo mucho más grande, más vasto y más trascendente, que la simple exis-
tencia de un gobierno nacional organizado». Así, podríamos preguntar si ¿había
oposición entre el particularismo de los núcleos de vida locales y el principio de la
unidad nacional que tan ahincadamente se proponía Rivadavia? Acaso, las diver-
gencias fueron mas periféricas que nucleares entre los contendientes o si se quiere,
sólo «un ropaje convencional y transitorio bajo el cual se ocultaron diferencias de
temperamento, maneras diversas de cultura, e intereses contrapuestos de personas,
de grupos y de regiones». Lo difícil fué, precisamente, armonizar ese desentono de
superficie con la realidad crepitante. Recomendamos para estos enfoques, el estu
dio del Doctor Bonifacio del Carril, Buenos Aires frente al país, 1944, p. 33 y sigts
91
Pero volvamos a nuestro sujeto. El primer intento de
reorganización unitaria diólo Rivadavia en 1821, siendo
ministro del gobierno que presidía Martín Rodríguez. Ya ha-
bía meditado acerca de la abolición de los cabildos, reem-
plazándolos por funcionarios dependientes del Poder Eje-
cutivo (ley del 24 de diciembre); y para su plan orientador,
parecióle necesario lanzar un manifiesto, como así lo hizo
en 1° de septiembre de ese año de 1821, sobre las proposi-
ciones que el Gobierno había sometido a la sanción de la
H. Junta Provincial sobre el Congreso General convocado
en Córdoba el año anterior, para borrar «la memoria de
ese año de sediciones, de calamidades y de crímenes». Su pro-
pósito fué de aplazamiento, por estimar que «aun está lejos
de nosotros el momento en que podamos vanagloriarnos
de haber asociado a nuestros designios ese amor al orden
público, esa idea tutelar y conservatriz de un cuerpo na-
cional». A continuación se lamenta de lo ocurrido con la
constitución de 1819: «Los golpes mortales — declara —
que se dieron al Congreso pasado y a su Constitución, son
dignos de observarse». Habla de una espantosa trama urdida
de antemano, la insubordinación, la discordia, el incendio
de la guerra civil, los motines militares. . . «la voz de la
Patria no fué escuchada entre el tumulto de las pasiones».
Luego, para la ejecución de sus proyectos, el Congreso,
según él, no contaba con la persona que pudiera ser elegida
como magistrado supremo. Además, las Provincias del norte
estaban ocupadas por ejércitos enemigos y no podían nom-
brar representantes. Casi todas las provincias aparecían
escuálidas, sin rentas, sin fuerza militar, dominadas por la
depravación y la ignorancia. . . Era preciso esperar. . . fomen-
tar el comercio libre y obtener el reconocimiento de nuestra
independencia 4.
4 Véase Oratoria Argentina, recopilación de Neptaü Carranza, t. I, p. 217 y
siguientes.
<)2
El Congreso a que hemos aludido era la Asamblea Na-
cional a que había invitado el coronel Bustos después de
ser nombrado gobernador de Córdoba, a raíz de la suble-
vación de Arequito. Buenos Aires nombró cuatro diputados,
pero el Congreso nunca llegó a reunirse y quedó disuelto
con el regreso de las diputaciones a sus respectivas ciudades.
Además, Tucumán se había declarado «república», inde-
pendiente al mando de Aráoz, que invadió a Santiago del
Estero. Por su parte, Güemes se combina con Santiago
y ataca a Tucumán, donde es derrotado dos veces consecu-
tivas; pero vitoriado en Castañares por sus comprovin-
cianos, retomó su jefatura en circunstancias que las tropas
españolas se posesionaban de Salta, donde pereció por una
bala española el heroico caudillo, rodeado de sus gauchos.
Tai era el desastroso estado de las relaciones interpro-
vinciales.
En estas aciagas circunstancias, acrecentadas todavía
por otros hechos que en el año siguiente hicieron más las-
timosa aun la situación política por el intervencionismo
portugués en la Provincia Oriental, si bien ampliamente
compensadas por los triunfos de San Martín en Lima,
creyó Rivadavia llegado el momento de entrar en una
«negociación» a favor «de lo que puede llamarse un interés
nacional bien entendidos, nombrando al doctor Diego E.
Zavaleta, «primer dignidad de presbítero y presidente del
Senado del Clero, para desempeñar una misión importante
cerca de los gobiernos y los pueblos de la unión antigua ».
Expidió las credenciales del caso en cumplimiento de la
ley de 16 de agosto de 1822, y concretó esa misión en dos
altos propósitos: primero, «la reunión de todas las provin-
cias en cuerpo de una nación administrada bajo el sistema
representativo»; segundo, «que cada provincia entre a un
orden de paz sostenido por los pueblos y por los que go-
biernan». En ese período hacían cabeza de gobierno, cau-
dillos como López, Ibarra, Quiroga, Bustos, etc.
93
El gobierno de Buenos Aires, sobre estas bases, dió
instrucciones precisas «para arribar a un término conse-
cuentemente útil y de una trascendencia común y decisiva».
En la circular, de la que era portador tan notoria perso-
nalidad, se decía a los gobernadores que «el gobierno comi-
tente tiene justo motivo para esperar que (el diputado auto-
rizado) será recibido de un modo proporcionado tanto a la
importancia de su misión como a las calidades que lo dis-
tinguen; y no dudo — agregaba Rivadavia — que agregán-
dose a sus esfuerzos los que es capaz de poner en acción
el señor Gobernador, se convenga sin dificultad y sin retardo
todo lo que reclama ya el interés común ».
«El gobierno de Buenos Aires, estableciendo también
que en este negocio seguía con la buena fe y la franqueza
de que se lisonjea haber usado en toda su marcha, tanto
interior como exterior, espera ser correspondido con la
misma, y que tales calidades sean universalmente admitidas
y ejecutadas en prueba de la buena disposición por la amis-
tad y la armonía tan conducentes a la realización del empeño
con que no duda que entrarán los pueblos y sus gobiernos» 5.
Si nos atenemos a las instrucciones referidas, el fin de
Rivadavia era reunir las provincias del territorio que antes
de la emancipación componía el virreinato del Río de la
Plata, en cuerpo de una nación — como dice el texto —
regida por el sistema representativo, es decir, «por un solo
6 Misión Zavaleta, Circular del 30 de mayo de 1823, en el Archivo Nacional.
Cfr.: Sarmiento Obras Completas, t. VIII, p. 281. Hemos revisado el legajo que bajo
la intitulación de Comisionados a las Provincias 1823-24 (n° 2 - 1 - 6) y por índice con
los nombres de Zavaleta y García Cossio, contiene la documentación dirigida a los
gobernadores Bustos (agosto 1); Bernabé Aráoz (julio 28); Felipe Ibarra (julio 30);
José I. Gorriti (agosto 1); José Santos Ortiz (octubre 1); etc. etc., cuyas respuestas
y convenciones parecen conformadas a un sincero sentimiento de amistad y patrio-
tismo para organizar el gobierno nacional representativo. Por otra parte se trata
también en ellas lo concerniente a la gestión del reconocimiento de nuestra inde-
pendencia por medio de los negociadores españoles. La documentación de La Rioja
procede de la Junta de Representantes, cuyo presidente José Bernardo Luna era un
eco del general Quiroga. Algunas de las notas de Zavaleta se destacan por la clara
visión del panorama político del país. No las reproducimos por su extensión.
94
gobierno y un cuerpo legislativo». He aquí el objetivo me-
diato, precedido de una acción paralela esencial en el logro
de tal finalidad, debiendo entrar cada provincia en un
orden de paz, como insiste el Ministro, sostenido por los
pueblos y también por los que gobiernan. O sea, que las
autoridades debían «contraerse a establecer la seguridad
pública y la individual, aplicándose a conocer con exac-
titud los recursos de su respectivo erario, a administrarlo
y emplearlo con habilidad». Los otros, es decir, los pueblos:
«Ocupándose activamente en las labores y género de indus-
tria más productivos, aumentando sus conocimientos por
medio de la lectura y sociedad entre ellos, y cuidando de
la educación de sus hijos».
Esta visión promisoria, que pareciera amoldarse al estado
un tanto embrionario de las poblaciones del interior del
país, nos da la primera sensación puramente teórica, con-
forme a una enseñanza conceptual y libresca. Pero, en rea-
lidad, es la pulsación real, positiva, de la escasa fuerza aní-
mica de los centros urbanos y rurales. No se trata de una
simple prevención, como si fuera menester una cartilla
escolar. En fin de cuentas, Rivadavia desea que esta misión
política lo sea también civilizadora, proponiéndose la difu-
sión de la cultura.
Las instrucciones, que dejaban a Zavaleta libertad de
acción y de conducta, «se confiaban en gran parte a sus
talentos y a su celo»». Ellas fijaron los poderes del comisio-
nado en este orden:
1) Inspirar plena confianza, desinterés moral y celo na-
cional de Buenos Aires, sin reservas y sin partidismo.
2) Olvido de lo pasado, sin resentimientos ni preven-
ciones contra políticos y autoridades.
3) Apoyo de los gobiernos existentes, que deberán man-
tenerse «hasta la instalación del gobierno y cuerpo legisla-
tivo general».
95
4) Acuerdos de los gobiernos, Buenos Aires y provin-
cias, para obrar «del modo más activo y hábil».
5) Publicidad de gastos y recursos; manifestación de
mejoras necesarias y de correctivos y reformas en la admi-
nistración.
6) Consulta prudente acerca de la Unión interior en
cada provincia con fusión de autoridades.
7) Informar sobre las miras de Buenos Aires acerca
del progreso y fomento de la Nación; establecimiento de
un fondo nacional para el comercio e industria y las comu-
nicaciones fluviales en el norte, centro y sud de la República.
7) Finalmente, todo lo referente a correspondencia del
diputado comisionado con su propio gobierno.
Mientras tanto el comisionado hacía sus preparativos
de viaje, el ministro Rivadavia, respetuoso de la coopera-
ción legislativa, se había dirigido a la Sala de Representantes
transmitiéndole el pensamiento gubernativo en un mensaje
de estímulo, en el que expresaba, «el gobierno no sólo ha
conservado la buena armonía e inteligencia con todas (las
provincias), sino que trabaja por acercarse lo posible a un
estado de alianza y unión, que parecen desear generalmente.
Para obtener mejor este resultado, es preciso proceder con
lentitud y circunspección, borrando primero con una con-
ducta a todas luces desinteresada, las impresiones de des-
confianza que dejaran los pasados desórdenes. La misión
pacífica que está a punto de salir para las provincias inte-
riores, obrará — dice — sobre estos principios, siendo de
esperar que los ánimos se dejen vencer al fin, del sentimiento
natural que induce todavía a formar una sola familia .
(Mensaje del 5 del mayo de 1823.)
Con este gesto optimista, Rivadavia apuntaba ya al
futuro congreso de 1824, su obra genuina por excelencia
en la que Zavaleta podía ser mirado como «verdadero
96
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XI. — Presidencia Zavaleta de la H. Junta de R. R. de Buenos Aires.
Ms. original en la colección del autor. 1821
coautor según lo afirma Peña, en una de sus interesantes
conferencias de la Facultad de Letras G.
La diputación debía cumplirse ante los gobiernos de
Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan y La Rioja. Había
en el objetivo de la misión, como se ha visto por el mensaje
de Rivadavia a los representantes, un pensamiento tan
profundo como loable de organizar expeditivamente el País,
soldar la unión nacional y preparar así en un congreso
general, que lo fué el de 1824, para dictar la carta consti-
tucional que habría de regir la estructura de los poderes
de estado, su sistema de gobierno y las garantías ciudadanas.
Rivadavia puso toda su confianza en el tacto político de su
representante, con lo cual ratificó ese concepto público de
respeto y ponderación que acompañó a Zavaleta por vida.
Como corolario de esta misión política, renunció aquél
de miembro de la H. Junta de Representantes, dimisión
que le fué aceptada el 9 de junio de ese año.
La lectura de las notas de Rivadavia en respuesta a los
informes del Comisionado, acusa su perfecta aprobación
y conformidad con el mismo. En efecto, constantemente
le reitera su alto aprecio, porque no sólo le manifiesta que
«el gobierno (está) muy confiado en sus talentos para entrar
6 Cfr.: David Peña, Juan Facundo Quiroga, p. 138, el cual agrega: «pues a su
simpático influjo personal debióse en gran parte la aquiescencia de las provincias
por él recorridas el año 1823 . No es menos insinuante Sarmiento que le llama
ilustre y « venerable Deán y que resalta la elección del Comisionado como im-
puesta e inherente a las circunstancias, pues esclarece que Rivadavia mandó a Za-
valeta «a fin de apoyar con el prestigio de su nombre, medida de tanta consecuen-
cia». En Obras Completas, t. XIV, p. 308; t. 48, p. 274. Sin embargo, Juan María
Gutiérrez, que tan encomiástico se pronuncia por Zavaleta en su mencionada obra
sobre la enseñanza pública, loe. cit., traiciona en parte su conciencia cuando escribe,
pensamiento desinteresado del gobierno de Buenos Aires fué confiada al blando y
persuasivo tucumano dr. Diego Estanislao Zavaleta. . . > ¿Qué alcance tiene la cali-
ficación? Si al decir «blando» quiso señalar que Zavaleta no era intratable o rígido,
y que Rivadavia lo eligió por su don de gentes, el calificativo sería aceptable pero
no apropiado, pues en definitiva la misión era llevada ante caudillos taimados como
Bustos, Quiroga, etc., que requerían cierta diplomacia. Lo de «persuasivo» es con-
cluyeme, porque se trataba de materia espinosa en lucha de ideas.
98
en el allanamiento de todas las dificultades que se ofrezcan ,
sino que sin reatos le renueva sus plácemes. Frases como
esta: «entretanto vuelve el Ministro a repetir que le es muy
lisonjera la marcha del señor Diputado» (nota del 30 de
julio); o bien: «Ya en el correo anterior el Ministro mani-
festó cuan satisfactorio le era la conducta del señor Dipu-
tado, y ahora agregará, que el último resultado de ella no
ha hecho más que confirmarle en el concepto que formó
desde que se fió a su celo y habilidad un encargo de tan alta
importancia» (nota del 12 de agosto). Estos elogios se exte-
riorizan en otras varias oportunidades por La pluma de
Rivadavia.
Complementariamente diremos que al comisionado Za-
valeta acompañó como secretario el doctor Juan Francisco
Gil, entonces primer Secretario de la Universidad y más
tarde diplomático, de quien Ignacio Núñez nos ha dejado
una noticia biográfica tan cálida e interesante que Juan
María Gutiérrez no pudo menos de reproducir con justicia
en su conocida obra sobre la enseñanza pública superior 7.
Las provincias encomendadas a la visita del comisio-
nado eran, puede afirmarse, de las de más dificultoso aveni-
miento en mérito a la desinteligencia ocurrida en episodios
dudosos y oscuros. Zavaleta llegó a Córdoba en junio de
ese año; y allí tomó contacto con sus principales hombres,
comenzando por el gobernador Bustos.
En cartas de Ambrosio Funes dirigidas a su hermano
el Deán, entonces en Buenos Aires, le dice haber entrevis-
tado a Zavaleta, quien «me trató con toda atención y fran-
queza; fué muy bien correspondido. Dió la casualidad
— agrega — que lo encontré solo y hablamos largo rato
conformando nuestras ideas respectivas a su comisión; bien
que tocadas muy de paso . Según otra correspondencia
entre los hermanos Funes, del 21 de julio, se trasluce la
7 Op. cit., p. 595 y sigts.
99
discreción con que procedía el comisionado, pues don Am-
brosio apunta: «Nada oímos que haya adelantado aquí el
diputado y señor Deán de ésa. . . el señor Zavaleta hablará
con más conocimiento que los que miramos de lejos las
cosas de los gabinetes federalistas. Sin congreso, todo es
perder tiempo» 8. Simultáneamente, los informes de Zava-
leta demuestran que sus gestiones fueron felices, pues que
asevera que el gobernador Bustos compartió sus puntos de
vista, lo que mucho complació a Rivadavia. Tal lo testi-
monia el acuse de recibo del propio Ministro. Empero, pese
a tal aseveración, por una carta de Bustos escrita con pos-
terioridad a la visita del comisionado de Buenos Aires, se
revela su falta de sinceridad política y la carencia de normas
éticas en la desopilante escena que describe de su grotesca
reelección. Prueba, asimismo dicha carta, cómo en ese en-
tonces existían legisladores imbuidos de dignidad para re-
sistir las maniobras de los caudillos montaraces. (En Archivo
del doctor Gregorio Funes, tomo III, pág. 385).
De Córdoba se traslada Zavaleta a Mendoza, en circuns-
tancias en que el Libertador San Martín, de regreso del
Perú, después de su abdicación, se aloja en aquella ciudad.
Acaso le visitara para estrechar su mano y testimoniarle
su admiración.
Pero antes ha debido detenerse en San Luis, lo indis-
pensable para asegurar el consentimiento del gobierno pun-
tano que recibió con simpatía las sugestiones porteñas.
El historiador Gez comenta y elogia esa misión donde
reconoce, una vez más, la muestra de habilidad política
y la fuerza dialéctica del comisionado, puestas al servicio
del alto propósito que le llevaba 9. Mayor repercusión tuvo,
8 Biblioteca Nacional, sección Ms., doc. n° 6481/38 y 6481/40.
9 Cfr.: Juan W. Gez, Historia de la provincia de San Luis, t. I, p. 273 y sigts. En la
nota del gobernador José Santos Ortiz al gobernador de Buenos Aires (octubre 7
de 1823), da cuenta de la credencial de Zavaleta y expresa su «conformidad por la
unión de las provincias, bajo el sistema representativo», y también «a las proposi-
100
sin duda, la estada en Mendoza, donde la espectativa y el
recibimiento se ofrecieron con características dignas de ser
recordadas. Hudson, en sus interesantes y bien escritas
páginas, analiza los rasgos del plenipotenciario y la ponde-
ración de su gestión. La crónica es emotiva porque da viva-
cidad al relato. Cuenta Hudson en sus recuerdos que hubo
allí un acto público, a plena luz, que permitió explicar al
gobierno y pueblo mendocinos lo complejo del problema
institucional, lo urgente de la unión y de la organización
nacional, abatida por el regionalismo y la prepotencia de
los caudillos.
Para hablar de la paz y de la fraternal solidaridad de los
argentinos, bien se brindó a Zavaleta el escenario de la
legislatura provincial. Vuelve Hudson a reseñar aquellas
sesiones que polarizaban el sentimiento nativo y el orgullo
de un vecindario, dominado por el inefable recuerdo de ser
la cuna de la campaña continental, ya en esos días coronada
con la libertad de Chile y Perú. Es el caso de transcribir
las palabras del historiador nombrado: «A las bellas dotes
oratorias que poseía, reunía aquellas otras que le son tam-
bién no menos exigidas al que habla en público para con-
vencer y seducir a los oyentes en asunto de grande interés .
El retrato que nos hace Hudson es de un realismo irrepro-
chable: «Estatura elevada, cabeza levantada, rostro de linca-
mientos severos, mirada dominante y observadora, acción
culta, digna y apropiada; voz vibrante, profundamente
varonil, sonora y de un efecto atrayente y conmovedor.
Su retórica, ajustada a las reglas de la escuela clásica, par-
ticipaba de mucha parte de la empleada en el estilo parla-
mentario. Su dicción, su juego de frases, el uso de figuras
ciones relativas a establecer las bases sobre que debe afirmarse la seguridad y res-
petabilidad del gobierno nacional». La Junta de Representantes nombró más tarde
a don Prudencio V. Guiñazú, presidente de la Legislatura, para que informara sobre
la forma de gobierno. Su dictamen fué dejar en libertad de acción al Congreso Na-
cional sobre la base representativa republicana (diciembre 1825).
101
felices y de oportunidad, le atraían la simpatía de los oyen-
tes en un constante interés de escucharlo» 10.
El retrato es perfecto. Responde, en lo literario, a lo
que en el óleo, pintara García del Molino en 1834, con
destino a la Sala de los Canónigos de nuestra Catedral.
En lo pictórico se siente aún el influjo físico de su mirar
penetrante, que condice bajo la frente despejada, con los
rasgos de un temperamento de hombre visiblemente supe-
rior. Aquel rostro y aquellas dotes que elogia quien le es-
cuchó, nos dan la medida de su personalidad externa en el
mundo ilustrado que circulaba en el salón de Rivadavia.
Durante tres reuniones, la Legislatura de Mendoza escuchó
y aquilató la argumentación severa y concluyente del Deán.
Triunfó en ese recinto como había triunfado en Córdoba,
y como habría de sucederle ante el gobierno de San Juan,
cuyo jefe el doctor Salvador del Carril, le recibiría con
alguna pompa oficial, tal vez disonante con la austeridad
del eminente sacerdote que sólo ansiaba la cordial acogida,
que felizmente obtuvo.
La salida de Mendoza y la entrada a San Juan no
pudieron ser más alentadoras. La unión tan trabajosamente
lograda parecía al venerable Deán la realización de un
sueño. Había pulsado ya la opinión de tres provincias que,
en sus votos, traducían el cansancio por la dispersión, por
el aislamiento engañoso y fatigante, productos todos del
10 Ver Damián Hudson, Recuerdos Históricos sobre la provincia de Cuyo, t. I, pp-
503 a 530. Cfr.: Registro Ministerial de Mendoza, n™ 19 y 20, año 1823. Cfr.: Eí Argos,
año 1823, reimpresión facsimilar, pp. 264, 382 y 406, que incluyen los editoriales
tomados de El verdadero amigo del país, n° 38 y El amigo del país, noviembre de 1823.
La documentación mendocina sobre la misión Zavaleta se halla en el Registro Minis-
terial, n° 19 de la ciudad de Mendoza, y en la Revista de la Junta de Estudios His-
tóricos, t. XIII, pp. 428, 432, 436, 442 y 453 referentes a reunión del Congreso Nacio-
nal; a la convención preliminar de paz y amistad con España, de que fué portador
el Deán; a la organización particular y reconcentración general de las provincias,
respuesta al Diputado de Buenos Aires y comunicación a la Legislatura; ratificación
de la misma en noviembre 22 de 1823; el antecedente del acta de San Miguel de las
Lagunas de agosto de 1822; el contenido del Registro Ministerial sobre la negocia-
ción Zavaleta y demás documentos complementarios.
102
egoísmo, hasta enfriar la fraternidad de los pueblos. Zava-
leta iba comprobando un cambio radical, generoso, patrió-
tico, en la acción reconstructiva de su diputación. Empero,
en el espíritu quimérico de Rivadavia tal reconstrucción
debía servir esencialmente para reprimir la "federación" que
«progresaba a todo andar», como dice Estrada.
Del Carril acogió la invitación como sus otros colegas
adherentes al plan democrático de la unión. La buena fe
de todos abrillantaba la esperanza.
Zavaleta ha llevado al sagaz del Carril, en sus cambios
de ideas y planes, a la persuación de su noble empeño.
Hace fe en el esfuerzo conocido del gobernador para reunir
los pueblos de Cuyo bajo un solo gobierno, y en esa inte-
ligencia — le dice — espera que querrá dar en esta ocasión
el último testimonio de sus vivos deseos por la prosperidad
del país y de su provincia. Zavaleta le ofrece todo cuanto
es cooperación de Buenos Aires: fomento cultural, indus-
trial, comercial; las comunicaciones y fondo monetario,
pues es urgente multiplicar los puntos de contacto y esta-
bilizar el régimen representativo. Le recaba su opinión
y queda satisfecho. Le dirige una magnífica nota, que
es retrato del momento histórico que viven ambos y
aguarda la ratificación del talentoso autor de la Carta de
Mayo n.
Como prueba exitosa, tenemos la Convención suscripta
en San Juan el 17 de diciembre de 1823. Es el preanuncio
de una Navidad feliz. En su breve preámbulo se limita a
precisar que las autoridades del pueblo de San Juan, a quienes
corresponde representarlo en todo su poder, se compro-
meten con el gobierno de Buenos Aires por intermisión
de su diputado, el señor Zavaleta ... en los artículos siguien-
tes, «cuyo contenido, expresión y realización han parecido
11 Publicamos por excepción este documento y los que le son complementarios,
en el apéndice de este volumen.
103
reclamar los intereses generales de los pueblos y gobiernos
de la antigua unión». Luego en siete cláusulas se estipula
el lleno de esa complicada misión, espontánea inteligencia
de ambas partes.
Por el primero se declara que, «convencido el pueblo
y gobierno de San Juan que existen relaciones naturales
entre los pueblos y gobiernos, que bajo el sistema colonial
formaban el antiguo virreynato de Buenos Aires, y que es
de una conveniencia recíproca de ellos no desprenderse
de tales relaciones: habiendo concurrido por su parte con
los sacrificios de vidas, costumbres y fortunas a conquistar
la independencia de todos y cada uno de ellos, declara
que quiere conservarla en toda su integridad, por el único
medio justo exequible y eficaz de componer de todos los
mencionados pueblos y gobiernos un cuerpo de nación
administrada bajo el sistema representativo».
Por el segundo apartado se compromete el envío de
diputados, que según el tercero, serían elegidos en propor-
ción a la población; y que por el cuarto, en forma directa,
según el régimen de la ley vigente del país para la elección
de los representantes de la Junta provincial. Se entiende
que los diputados llevan el poder omnímodo «de asegurar
la independencia nacional, de conservar la integridad del
territorio, y de defender todas las libertades individuales
y las garantías públicas». Se conviene que el lugar de
la reunión sea Buenos Aires y se agregan tres cláusulas
más, preparatorias de esa convocatoria, que son expre-
sión de una voluntad libre y ejecutante de tan alto pro-
pósito. Así quedaron hermanadas las firmas de Carril
y Zavaleta.
Mas falta finiquitar aún la noble e inquietante cruzada
en la ciudad de La Rioja, el dominio indisputado del «Tigre
de los Llanos». Ya habían corrido nueve meses de andanzas
en penosas travesías de postas. Los calores del estío estaban
atemperados a fines de marzo de 1824, cuando Zavaleta
104
entró en la adormecida ciudad. Desde su residencia escribe
el siguiente mensaje al legendario Facundo:
«Muy señor mío y de todo mi aprecio: Aprovecho esta
oportunidad que se me presenta para saludar a usted desde este
destino al que llegué el 26 por la mañana. Yo hubiera deseado
haber encontrado a usted en él para hacer personalmente este
oficio, y también para hablarle particularmente sobre los obje-
tos de mi comisión, e interesar todo el valimiento de V. en su
mejor éxito. Pero estoy persuadido que su patriotismo y buenos
deseos por el arreglo del país no dejarán de contribuir a este ob-
jeto, sea cual fuere el lugar donde V. se halle. Sin embargo yo
le suplico a V. encarecidamente no deje en esta ocasión de
interponer su influjo a favor de un plan, que como V. estará
informado, sólo se dirige a proporcionar a todas las provincias
los beneficios de la paz y del orden; y espero confiadamente
que V. se servirá atender a esta insinuación del modo que a V.
le parezca que puede ceder más en provecho del pais y de la
causa que sostiene». La comunicación concluye así: «Luego
que haya sido despachado partiré para Córdoba: y confío en
que su bondad me hará allanar cualquier inconveniente, que
pudiera embarazar mi viaje en el camino y auxiliarme en lo
que necesite en el tránsito. Estos favores los recordaré siempre
con gratitud; y hágame V. la honra de creer que en cualquier
parte donde me halle tendrá V. un amigo y un apasionado.
B. S. M. de V. su afectísimo capellán (fdo. Diego Estanislao
Zavaleta) 12.
Como se ve, el general Quiroga estaba ausente de la
ciudad y el comisionado debió detenerse a la espera de la
respuesta. Sarmiento, en su peculiar estilo y con el desen-
fado que le era propio para dilucidar los episodios históricos,
es quien nos lo presenta pintorescamente a Facundo, en
medio de un potrero y bajo de una especie de tienda, no
de campaña sino de toldo de indios sostenido en lanzas,
tendido de bruces sobre una manta negra. Su indumentaria
12 Este documento y el siguiente fueron dados a conocer por el historiador David
Peña en sus atrayentes conferencias sobre Juan Facundo Quiroga, en 1906. Llevan
las fechas de 30 de marzo y 3 de mayo de 1824, respectivamente.
105
es algo extraña: calzoncillo añasgado, bota de potro y es-
puela, chiripá de espumilla carmesí y manta o poncho de
paño colorado, agregando que por toda insignia militar
llevaba una gorrita con visera de oro macizo; lo cual en verdad
no deja de ser un risueño detalle en tan imaginativa anda-
luzada. El genial escritor pone término a la escena diciendo
que Zavaleta le entregó la «Constitución » — todavía inexis-
tente, puesto que se sancionó tres años más tarde — ; y que
Facundo se la devolvió, escribiendo en la tapa de la misma,
la palabra «despachado^, en caracteres apenas inteligibles.
Por lo que todo quedó concluido 13.
Son tan regocijantes estas afirmaciones de Sarmiento,
que sólo pueden ser aceptadas si las atribuímos a un error
de su parte, esto es, el de haber confundido esta misión
de Zavaleta con otra posterior, acaso la que llevó a cabo
el doctor Vélez Sársfield, luego de sancionada la Constitu-
ción de 1826. Pero, ni aun esta hipótesis es aceptable, toda
vez que Vélez dió cuenta al Congreso sobre la aptitud
airada de Quiroga que devolvió sin abrir los oficios remi-
tidos por intermedio de Cecilio Bardeja (24 de enero de
1827). En apoyo de la rectificación que formulamos, basta
leer la siguiente carta del Deán a Quiroga, de regreso en
Córdoba (3 de mayo de 1824), para que volvamos al ca-
mino de la verdad. He aquí el texto:
«Muy señor mío: Los generosos comedimientos que orden
de V. S. ha usado conmigo el sargento mayor don Tomás
Brizuela, desde que llegué a Poleo hasta salir de la jurisdicción
de La Rioja, me han puesto en la grata obligación de volverle
a saludar para darle las gracias a nombre de mi gobierno y mío,
por las nuevas pruebas de amistad con que me ha honrado.
Protesto a V. S. con la mayor sinceridad que ellos jamás se
horrarán de mi corazón; y que tendría también él mayor pla-
cer en que V. S. me ocupase en algo para acreditarle la reci-
13 Cfr.: Sarmiento, Civilización y Barbarie, capítulo sobre Aldao, p. 193, edición
Nueva York, 1868.
106
procidad de mi afecto. A mi llegada a ésta me he encon-
trado con órdenes de mi gobierno para retirarme a aquella
ciudad. Allí, como aquí, deseo que V. me reconozca por
uno de sus amigos y que ocupe en cuanto guste a este, su
atento servidor y capellán. Q. B. S. M. (Fdo): Diego Estanis-
lao Zavaleta.»
Y bien: los despachos que el Deán encontró en Córdoba
no fueron otros que los firmados por Rivadavia desde
Buenos Aires el 16 de diciembre de 1823, acusando recibo
de sus informaciones y de los tres documentos complemen-
tarios que instruían del giro de los negocios. Véase en una
frase el modo de cerrar y recapitular la misión. Dice Riva-
davia: Y habiéndolo elevado todo al conocimiento de su
gobierno, ha tenido orden de contestar al señor Diputado
que una terminación tan satisfactoria es el premio más
debido al mérito, con que se recomienda la exposición
presentada al gobierno de Mendoza, que también acompaña
en copia, la cual ha sido leída con el mayor interés y que
tanto por lo uno como por lo otro, puede el señor Diputado
estar persuadido que ha llenado dignamente los deseos del
Gobierno y los más caros intereses del País» 14.
La misión Zavaleta es el pródromo del Congreso de
1824, uno de los más importantes cuerpos legislativos que
admiró la República, por su excepcional composición y la
trascendencia de las cuestiones que le tocó abordar. De ese
Congreso surgió por primera vez la institución presidencial
en el gobierno político de la República.
Por correlación de sucesos debemos hacer presente que,
a fines de 1823, los gobiernos independientes de América
viéronse amagados por la acción externa de la política
M Documentos para la Historia Argentina, t. XIII, doc. 279, p. 332. El viaje de la
misión duró algo más de un año. De junio de 1823 al 11 de julio de 1824, fecha en
la que El Argos de Buenos Aires da cuenta del arribo a esta capital, n° 53 del 14 de
julio, p. 251 de la reimpresión facsimilar, v. IV.
107
absolutista auropea, aparecida en el horizonte del Nuevo
Mundo como espectro de guerra. La coalición formada
por la Santa Alianza y el intervencionismo de los tronos
en el Congreso de Verona, abrió un vasto campo a las
insidias diplomáticas. Las colonias españolas volvieron al
tapete de la discusión bajo el intento de una reivindicación
bélica en favor de la corona borbónica, con la pretensión
inconcebible de hacer tabla rasa del derecho de los pueblos.
Se quiso dar en tierra, tanto en España como en el Brasil,
con el sistema representativo, afectando profundamente los
ideales de la emancipación y el esfuerzo ya entonces defi-
nido de lograr la total independencia. Fué entonces deber
de los gobernantes prever las contingencias, y Rivadavia,
sin demora, aprovechando la misión política de Zavaleta,
le encarga otra diplomática, para que ilustre a las provincias
acerca del estado amenazante de los sucesos europeos, que
podían debilitar la lucha continental americana, siempre
en peligro por la desunión existente. Urgía pues, apresurar
la reorganización, robusteciendo la solidaridad y el orden
general de los pueblos. (En el tomo XIV de Documentos para
la Historia Argentina se insertan las notas y credenciales
conjuntas dadas a Zavaleta y al general Las Heras para la
misión diplomática a que aludimos).
Rivadavia, por nota del 16 de diciembre, manifiesta a
Zavaleta «que el desenlace que los sucesos exteriores van
teniendo, insta ejecutivamente por que las Provincias del
Río de la Plata, aparezcan con la representación que única-
mente puede servir a hacer frente a las aspiraciones que el
interés combinado de los tronos ha desplegado en Europa
e intenta desplegar en el Nuevo Mundo; y también con
aquella organización, que al paso que sirva a prevenir por
parte de las Provincias Unidas toda pretensión a introducir
en ellas principios que contradigan el objeto de la Revo-
lución y los más positivos intereses del País, estimule a los
demás Estados americanos a ponerse en salvo por medio
1C3
de una reorganización igualmente ilustrada y tan uniforme
como es del interés común» 15.
Es por ello que se pidió al Diputado jefe de la misión
expusiese a la consideración de todos los gobiernos «que
es de necesidad se desplegue por todos cuantos esfuerzos
les sean posibles para apresurar la reinstalación del cuerpo
nacional. .. El gobierno de Buenos Aires se proponía,
de este modo, generalizar las ideas y llevar sus íntimos
sentimientos al seno de toda la Nación. Fué pues con este
motivo coincidente y concordante con la diputación que
llevaba ya a feliz término Zavaleta, que éste dirigió una
extensa y notabilísima «Circular» a los gobernadores, en
9 de enero de 1824, reseñando los nuevos hechos europeos,
comentándolos con entera claridad y señalando la norma
de conducta para superar los inconvenientes presumibles.
Es de advertir que la expresada Circular contemplaba
no solamente los conflictos europeos dentro de su propia
órbita, sino que también derivaba sus consecuencias sobre
la anunciada recuperación de los dominios españoles. Señala,
desde luego, la acción de Francia, haciendo penetrar en el
territorio español un ejército de 100.000 hombres, para
vigorizar la fuerza del trono y permitir al Rey Fernando
dar a sus subditos las instituciones que a su juicio corres-
pondiesen. Hace mérito de la invasión del duque de Angu-
lema para consolidar la reyecía, no obstante que la Inglaterra
había ya declarado en ese entonces que no tendría por
válida ninguna conquista ni cesión que se hiciese, de alguna
colonia ex-española que gozara de una independencia de
hecho. Se refiere a las aspiraciones conocidas de los monar-
cas, destruyendo el derecho de representación y reforzando
a Fernando VII la plenitud de un poder monstruoso, que
tenía antes de la proclamación de la Constitución, en el
año 1820. Anotaba, por otra parte, el peligro inminente
Documentos para la Historia Argentina, doc. cit., pp. 332/334, t. XIII.
109
por los sucesos recientes del Brasil, cuyo emperador, si-
guiendo la doctrina proclamada por los poderes combinados
en Verona, no sólo había disuelto las Cortes, sino decla-
rado enfáticamente que correspondía exclusivamente al
trono presentar cualquier nueva constitución. Quedaba
evidenciado así que los Braganza estaban en el mismo
orden de ideas de la coalición europea, lo que a poco me-
ditar, mostraba los riesgos que corría la libertad americana
con la propagación de principios absurdos en un Estado
limítrofe al de las Provincias del Río de la Plata.
Zavaleta afirma de modo categórico lo temerario de
difundir máximas tendientes a satisfacer promesas de res-
tituir el rey Fernando sus posesiones, «recuperadas de su
dominio injusto con torrentes de sangre — dice el Deán —
y por medio de una resolución valiente, que no está en el
poder de ningún monarca de la tierra, hacer vacilar».
La Circular al encarecer la meditación sobre este tema
declara, a su vez, que los gobiernos que «hoy se hallan al
frente de los negocios públicos, son los obligados especial-
mente a destruir estos planes por los medios que exigen
imperiosamente las circunstancias, «entre los que enumera
la necesidad de uniformar la opinión pública, la ilustración
de los pueblos, su urgente organización en un cuerpo de
nación, capaz de hacer frente a las aspiraciones que con
tanta tenacidad se despliegan en Europa. En resumen, se di-
rije a los gobernadores para que manifiesten en esta ocasión,
el celo que los honra por la prosperidad del País, agregando:
«que hagan sentir a los pueblos, los principios luminosos
en que estriba el sistema representativo...; la felicidad y
armonía que bajo sus auspicios debe reinar para sofocar
todo principio que tienda a contrariar los fines de la Revo-
lución americana. . . y finalmente, para que se forme una
unión estrecha en ideas y principios entre ambos que «lleve
por insignia la libertad y la ilustración de todos los ciuda-
danos, y por objeto, la formación de un nuevo Estado
110
sobre bases dignas del siglo actual, capaces de contener el
torrente de despotismo de la coalición europea . Quiere
Zavaleta que la Revolución americana, con sus principios,
dé un ejemplo en el mundo de los valores morales.
Parécenos suficiente como comprobación del espíritu de
los dirigentes de la época acotar tan sólo la respuesta del go-
bernador de San Juan doctor del Carril quien, aludiendo
«al plan más extenso y mañoso contra la libertad interior
y exterior de los Estados nacientes de América , reafirma
que San Juan está persuadido que la libertad del mundo
se trabaja en el taller de la naturaleza por agentes tan efica-
ces como indestructibles» y que, en consecuencia: «el go-
bierno de San Juan reitera la oferta de sus empeños para
prepararse por los medios ya convenidos a resistir el ataque
más formidable que le han preparado hasta ahora los ene-
migos de los derechos y de la razón» 1G.
0 Véase en el apéndice, el texto íntegro de la circular.
111
Capítulo
VIII
EN EL CONGRESO DE 1824 Y POR LA
CONSTITUCION DE 1826
Si valoramos el resultado de las misiones de Zavaleta
y Cossio, haciendo caudal de las impresiones recibidas por
cada uno, y de los sentimientos invocados por los hombres
de provincia, podemos fijar dos conclusiones interesantes:
Io) Que la exploración provinciana aconsejaba la pró-
xima reunión de un Congreso Nacional, pues se había
recogido como espontáneo anhelo, la necesidad de la defini-
tiva constitución del país.
2o) Que esa futura reunión de un Congreso Nacional,
no sólo era deseada sino que no era temida, como pudiera
suponerse frente a gobernantes-caudillos encerrados en sus
terruños; porque el concepto de la unidad era tradicional
e indestructible; y simultáneamente, había la defensa y con-
trol de propios regímenes, que según instrucciones expresas
dadas a los diputados, debían ser respetados y mantenidos.
La voz de Rivadavia llamando al pueblo argentino a
organizarse, es pues aceptada, aunque aparezcan ciertas
113
reservas mentales encarnadas en la masa de la opinión,
algo más fuerte y decisiva que el factor de las ciudades, por
ilustrado que fuese. Una mirada de conjunto sobre el pano-
rama recorrido por los comisionados, había evidenciado
los agrupamientos políticos en derredor de las ciudades
primigenias. Este movimiento nacionalista, lleno de opti-
mismo y buena fe, significó un arranque civilizador y viril
sobre la montonera. Estrada nos hace ver cómo al delegar
las provincias en el futuro Congreso la soberanía nacional,
limitaban el mandato de sus miembros, pues que en defini-
tiva, reservándose su régimen interior y sus instituciones
propias, coartaban a la Asamblea en el teatro destinado
para sus primeros ensayos.
Después de hundida la Constitución de 1819 por la
acción de la violencia y el desconocimiento psicológico que
quisieron imponer, tanto el monarquismo repudiado como
la política centralista, parecía utópica esta nueva tentativa,
expresión ilusoria de esperanza y sinceridad. En la gestión
inteligente de los comisionados no faltaría sin duda la
observación de los pactos de alianzas, modelados en el
Tratado Cuadrilátero, que fué fuente de tendencia federa-
tiva. Esos tratados, denotaban acaso cierta falta de lógica
en la inmediata política rivadaviana, cuando Agüero y
Gómez proponían el enfoque teórico de la centralización
dentro de una organización dislocada, de legitimidad per-
ceptible, ante la trayectoria inmodificable que venían si-
guiendo y continuarían los pueblos. El error daba más
relieve al noble esfuerzo, irradiado generosamente por sobre
el abismo cavado en 1820. Empero, esa tendencia federativa
a que hemos hecho referencia, se afirmaba aun más por
el caudillaje en auge, representación vigorosa de las pasio-
nes populares e impermeable a las concesiones meramente
doctrinarias de la centralización, que para ellos no debía
confundirse con el concepto de la unidad nacional. Es decir,
que la Patria era una, pero el localismo autonómico, si no
114
deseaba permanecer en la dispersión, tampoco toleraba la
absorción.
Indicar esta antinomia es dar la clave de un fenómeno
histórico. Las Provincias no abdicaban su modo de ser
propio, y tal nudo neurálgico, no sería seguramente des-
atado con las admoniciones ministeriales del sentencioso
Agüero, ni con el gesto olímpico de Rivadavia. Porque, a
decir verdad, en nuestra organización constitucional se sub-
rraya como principio dominante la forma de unión federa-
tiva, resultante fatal de los elementos naturales y conven-
cionales. Estrada, tan inflamado orador como profundo
sociólogo, penetró en este como en otros problemas histó-
ricos, con lucidez y erudición. El nos señala, en coinci-
dencia con Alberdi, ese error de Rivadavia cometido tan
impulsivamente al suprimir los cabildos; y al mismo tiempo,
nos dibujan ambos la roja silueta de Rosas, tras de ese de-
creto liberticida del 24 de diciembre de 1821. Porque, en
efecto, la supresión del Cabildo de Buenos Aires sin reem-
plazar sus funciones por otro organismo, que mantuviera
lo que J. V. González llamó «la célula orgánica del gobierno
representativo , pues que condensaba en sus manos su
parte de gobierno efectivo de los intereses comunes, dió
valor a la masa desorganizada, inculta, huraña y dispersa;
absorbida y manejada después por el oficialismo autocrá-
tico, los jueces, los comisarios y los comandantes militares
de campaña, es decir, por los señores electores, dueños de
comicios l. Así nació y se impuso el personalismo.
El tema atrayente de suyo nos apartaría del objeto
inmediato de esta biografía, que deseamos contener en
marco proporcionado. Con todo agregaremos que, para
orientarla en el sentido estricto de la crítica histórica, debe-
mos separar el hombre de su obra. Así, al menos reducimos
del calor admirativo lo objetivo y frío de los hechos. Este
1 Cfr.: Joaquín V. González, E! juicio del siglo, p. 91 y sigts.
115
método nos acerca más a la verdad, despojándonos nos-
otros mismos de lo emotivo de todo juicio personal para
dar entrada al análisis razonado de la inteligencia sin des-
medro de la justicia. Este ángulo visual es tanto más reco-
mendable en este caso, cuanto que todos los unitarios,
aquellos hombres ilustrados que reconocían la jefatura de
Rivadavia, no, sólo le acataban e imitaban, sino que entre
ellos mismos surgía un parecido de escuela, que iba de
lo moral a lo físico en invasora identificación.
Pues bien, Zavaleta, el prestigioso Deán de Buenos Aires,
era acaso con Gorriti, una excepción en el grupo histórico.
Su obra parlamentaria da la exacta medida de su persona-
lidad, presentándosenos como el más celoso defensor de las
autonomías provinciales. Es verdad que el grande estadista
le atraía por el vuelo de su genio progresista y emprendedor;
pero, no es menos cierto que en su carácter de sacerdote
tuvo como privilegio el raro y único ascendiente del con-
sultor espiritual. Por lo demás, le era forzoso a Zavaleta,
en su realismo de la vida ciudadana, hecha de tolerancia
y experiencia, deducir lo fantasioso del protagonista y hasta
oponerse en lo político, cuando creyó se chocaba el senti-
miento general de los pueblos. Su mentalidad se manifes-
taba así por grados, no siéndole soportable el procedimiento
tajante del partido, siempre de prisa, como acosado en la
solución. Este relevamiento de su psicosis, muestra en él
la concordancia y la disidencia alternativa en asuntos
graves, sin que por ello dejara de pagar tributo a la solida-
ridad partidaria. Le era muy duro contrariar aquello que
estimaba básico, sensato o prudente. Le veremos así, auspi-
ciar la ley llamada «fundamental», porque reconoce en ella
el pacto de unión de las Provincias; votará la ley de Presi-
dencia, porque toda forma de gobierno exije la jerarquía;
pero se opondrá a la «ley de la Capital» porque el presidente
autoritario interrumpe con su impaciencia la decantación
de un proceso histórico, que precipita la aventura rivada-
116
viana al propugnar el sojuzgamiento de las provincias,
rehusando la consulta al gobierno de Buenos Aires, precisa-
mente en la amputación de su territorio. Su modestia y
circunspección no se alteran: prefiere ceder al debate, mas
no al voto, que es de conciencia, para no exteriorizar la
crisis del desacuerdo con sus copartidarios, pese al sacrificio
personal. Ensayará entonces el recurso de la conciliación,
aconsejando con tacto político, una moción de aquiescencia
que no hubo de prosperar. Su argumentación tiene la fuerza
y la gravitación de lo palpado y vivido en los quince años
corridos desde mayo del año diez, a punto de cargar con
la responsabilidad de provocar una escisión en el seno
del Congreso. A sus razonamientos se han sumado los de
Gorriti, Moreno y otros más. En tal caso, es conveniente
por la salud del país mismo, retirar la consulta a Buenos
Aires y mantener íntegra la oposición a la Ley. Así al me-
nos, el Congreso podrá completar su misión legislativa,
la que por ningún concepto debe ser interrumpida. En este
punto su probidad ciudadana le aconsejaba la moderación,
evitando el derrumbe de una situación vidriosa; situación
que el ministro Agüero sostendrá empeñosamente, a des-
pecho de los dictados de Balcarce que hablará con cierta
prevención de «despotismo» aunque Agüero solemnemente
le enrostre la «impertinencia».
Es cuestión previa al examen de la Constitución de 1826
la cronología administrativa que indica los jalones guber-
nativos, como consecuencia del vaivén de los sucesos polí-
ticos. Comprobamos, en efecto, que en 1820 había desapa-
recido la autoridad central de origen virreinaticio, pese a
que todos los gobiernos desde 1810 se habían inspirado
en un criterio centralista. El edificio levantado en la primera
década se derrumba como por ensalmo y las provincias
reasumen su soberanía. La más rica de todas, Buenos Aires,
adoptó en 1821 atribuciones legislativas y hasta constitu-
yentes, sirviendo de ejemplo a las demás. De 1821 al 27
117
sobrevienen las reformas rivadavianas que abarcaron lo
político, lo militar, lo eclesiástico y lo administrativo. En ese
lustro, consecuencia bastante inmediata de la caída del
Directorio, nace en las provincias la democracia y el fede-
ralismo como brote del aislamiento provincial.
Hemos mencionado la supresión de los cabildos. Recor-
demos ahora la reorganización de la junta de Representan-
tes sobre la base del sufragio universal y de la elección
directa. Una ley, llamada «ley de olvido», permite el retorno
a la concordia apelando a aquellos que fueron separados
o alejados por ideologías disímiles. De modo paralelo, como
una expresión de deseos para asegurar la paz y la unión
con las provincias hermanas, se firmó el Tratado del «Cua-
drilátero», por el cual Buenos Aires y las tres litorales:
Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, se comprometían en
recíproca ayuda para el caso de ataque o invasión extran-
jera, dejando abierta su adhesión a las restantes del terri-
torio. Con ello se reafirmaba la Convención del Pilar, o sea
federalismo y nacionalismo explícito, como así fué también
el fracasado congreso de Córdoba de tendencia federativa.
— II —
A principios de 1824 se hace, por fin, la convocatoria
oficial. La ley de febrero 27, llama a elecciones para el sus-
pirado Congreso, eligiendo Buenos Aires 9 diputados en
octubre, entre ellos Zavaleta, Agüero, Paso, Castro y Gómez.
En esta emergencia se trasluce el entretelón político de un
gobernador de orientación federal, el general Las Heras,
y de una Legislatura netamente unitaria, que teme ya la
acción de los diputados del interior. La Junta de Represen-
tantes porteña sanciona la ley de noviembre 13, por la
que la Provincia se reserva el derecho de aceptar o des-
118
echar la constitución que presente el futuro Congreso,
rigiéndose desde luego por sus propias instituciones.
¿Esta declaración importaba un reto de la mayoría uni-
taria de Buenos Aires a las provincias federales? La res-
puesta surgía dubitativa ante el enigma planteado. Un con-
greso producto de la voluntad concordante de provincias
autóctonas debía necesariamente dar una ley suprema, por
cuanto todos los diputados sin excepción estaban facultados
para dictar la Constitución; y en tal supuesto ¿cómo podía
admitirse la reserva de Buenos Aires de rechazar lo que
era producto de su colaboración espontánea, expresión
de la libre voluntad de sus representantes mandatarios?
Por lo demás, ¿era acequible restringir las atribuciones de
un Congreso Constituyente? Vése por esto, toda la pru-
dencia y habilidad con que habría de procederse para no
herir la susceptibilidad de los miembros del alto cuerpo.
La actitud de Buenos Aires era, más que preventiva y pre-
cautoria, verdaderamente condicional. Lógicamente el ejem-
plo cundió entre las demás provincias, afectando puntos
vitales del organismo político. La hermana mayor y las
demás hermanitas de la familia no necesitaban mirarse a
las caras para conocerse. No había secretos entre ellas,
porque todas se habían desnudado antes a pleno sol. Es dig-
no de ser recordado aquel admirable y primer editorial de
El Argos de Buenos Aires titulado «Provincias del Río de la
Plata» (12 de mayo de 1821) que conservaba su frescura
el día de la inauguración del Congreso (diciembre de 1824).
En tres años transcurridos la forma había cambiado, mas
no el fondo. Era, si se quiere, una mutación corográfica
con los mismos actores.
La diferencia substancial la daba, en síntesis enjundiosa,
el conceptismo rivadaviano con su vocabulario hinchado
de sonoridad según el cual todo debía ser venturoso, afian-
zando el buen tiempo porteño. Se vivía «en los fastos del
universo , festejando la nueva «Legislación > que sería la
119
traducción de la felicidad en la Ley, una especie de con-
vención «entre la autoridad y la razón». En el salón minis-
terial, los contertulios del santuario, bajo tales aforismos,
salvaban la patria y se remontaban a lo excelso, escuchando
este dictado magistral: «Los pueblos son felices cuando
gobiernan los filósofos, o filosofan los que gobiernan».
El ideal campeaba así en el deleite de un «contrato moral*
perfectamente armónico de justicia y rectitud, o en aspira-
ciones contractuales entre esa «Autoridad» soberana que
emergía de los pueblos purificados por las reformas, con la
«Razón» iluminada del magistrado quien debía trazar la
norma edificante de la moral pública.
Bajo tales auspicios, plasmados en la mentalidad gu-
bernativa, quedó instalado el nuevo Congreso luego de
aprobados los diplomas y fijado el reglamento de los de-
bates. Abreviemos las palabras ante las grandes leyes. Mas
antes, debiéramos poner en lista a los que en el recinto,
formaron — como escribe un ilustre maestro — «el núcleo
de las más altas inteligencias y capacidades que el País
podía elegir para una misión tan augusta». El mismo autor,
agrega: «pero con ser una tarea de carácter constituyente
y legislativo, su peso real en los destinos públicos de la
época no fué de igual ponderación» 2.
Allí alternaron efectivamente, además de los ya nom-
brados: Somellera, Gallardo, Moreno, Castex, Gorriti, Do-
rrego, Heredia, Vélez Sársfield, Cavia, Funes, Laprida, Frías,
etc., quienes en sesiones parlamentarias durante un trienio
aparecieron con «todos los aspectos de un congreso culto
de un gran Estado en formación». Empero, su «Constitu-
ción», apoyada sobre un gobierno débil sujeto a vicisitudes
ambientales, fué tan anémica y efímera como la de 1819,
y debió extinguirse como se extinguió el propio Rivadavia
y su partido. «La caída del pilar maestro arrastró toda la
2 Idem, loe. cit., p. 138.
120
fábrica^. Lo decimos anticipadamente: ¡la Constitución de
1826 no rigió un solo día!
Pasemos a la obra legislativa. El Congreso entró en
funciones el 6 de diciembre de 1824 con la representación
de 17 provincias, es decir que además de las actuales catorce,
se agregaban Misiones, Montevideo y Tarija. Con motivo
de la fórmula del juramento, se hizo el primer debate en
derredor de su segunda parte que proponía jurar la inte-
gridad, libertad e independencia absoluta de la Nación bajo
la forma representativa republicana. El significado de los tér-
minos transcriptos tenía un alcance intencionado y de tras-
cendencia. Rompió la espectativa el Deán Zavaleta3 expre-
sando sin ambages y con valentía su opinión, frente al
intento de algunos que trabajaron bajo cuerda para no
aceptar esa fórmula la que, a juicio de los mismos, debería
ser discutida al tratarse la forma de gobierno. El doctor
Zavaleta observó que: «Si después de haber algunos dipu-
tados pedido que el juramento abraze expresamente todos
esos objetos, no se hiciese así, no faltarían glosas malignas
sobre las intenciones y miras del Congreso, que desde luego
entraría perdiendo una parte de su opinión. Por esta razón
- — dijo — la Comisión ha creído que los diputados debían
también protestar a la Nación que están dispuestos a sos-
tener la independencia y libertad bajo el gobierno republi-
cano. Esto ha querido y quiere la Nación, y los diputados no
desempeñarían su cargo si no cumpliesen con esta obliga-
ción. En verdad que a la Constitución corresponde dar la
forma de gobierno: ella sin duda sancionará la que la Nación
cien veces ha ratificado y sellado con su sangre» 4.
3 En realidad Zavaleta, como presidente de la Comisión de poderes, ocupó casi
toda la segunda sesión preparatoria, dando las explicaciones necesarias para su
aprobación, contemplando en especial la posición de aquellos diputados al Con-
greso que eran ministros en el gobierno provincial de Buenos Aires.
4 Diario de sesiones del C. N. de las P. U., t. I, p. 28.
121
Estas palabras cuya elocuencia política es evidente, im-
portaban no únicamente una profesión de fe democrática
sino una marcada disidencia con las repetidas gestiones diplo-
máticas de Rivadavia y Gómez en Europa en busca de prínci-
pes que coronar. A la interpretación de Zavaleta respondieron
los diputados Funes, Castro, Gómez, Agüero y Mansilla, sin
oponerse abiertamente al concepto emitido, pero insistieron
en su aplazamiento por cuanto carecería de legalidad, dado
que la ocasión de tratarla se ofrecería al discutirse precisa-
mente esa forma de gobierno. Entonces el diputado Gorriti, en
apoyo de Zavaleta, se manifestó sin eufemismos. «Es preciso,
dijo, no disimular las cosas que sabemos: se sospecha, se
teme y se recela, y de varios modos se nos han manifestado
estos recelos que ... se solicita en Europa un príncipe para
dominarnos, y nosotros, para borrar y confundir cualquier
motivo que haya de habladurías y malicias o embustes, po-
demos presentar al mundo entero la carta que manifieste
nuestras obligaciones y nuestra decisión» (loe. cit. pág. 36).
Para felicidad del país, se sancionó íntegra la fórmula
propuesta del juramento con que se despejó la atmósfera
de toda intriga diplomática. Sin embargo, conviene aclarar
que cuando el doctor Valentín Gómez calificó de vulgar tal
especie, pese a su intervención cortesana en Francia, Gorriti
le replicó con énfasis: «Las cosas tampoco son tan vulgares
como ha creído el señor diputado. Si hubiéramos de recoger
hechos que se han producido desde el comienzo de la Re-
volución, quizás marcaríamos cosas que pasan mucho más
allá de lo vulgar. Pero nosotros aquí no tenemos necesidad
de ir a mortificar a muchas personas que, o no existen o
no figuran, y otras que basta saber qué se han hecho; y no
se puede dudar que sobre esto particularmente hay en los
pueblos temores graves...» (loe. cit. pág. 40).
¡Feliz coyuntura aquélla la de poder dar el rumbo repu-
blicano a toda una asamblea, esquivando sinsabores futuros
en el engañoso espejismo del sistema monárquico!
122
Doble motivo de estímulo para Gorriti y Zavaleta, que
vieron inmediatamente afianzado el régimen republicano en
el Memorándum que el gobernador general Las Heras dirigió
al Congreso por intermedio de su ministro Manuel José
García, primer antecedente conocido — se ha escrito — en
que un gobierno patrio exteriorizase sus ideas al respecto.
En ese documento bien se distingue, la falsa superioridad
que «nace de los privilegios , enfrentada a la muy verídica
y real de la «que viene del mérito personal . La monarquía,
en definitiva, fué una veleidad de la que no escaparon
muchos prohombres de la Revolución. La masa de los
pueblos sin discrepancia aclamó siempre los principios na-
turales de libertad e igualdad contra toda iniciativa artificial,
acaso excusable pero no fundada ni tolerada. Prueba de
ello, fué el voto de seis provincias por la forma republicana
federal; cuatro por la republicana unitaria, y seis por el
régimen federal o unitario a decisión exclusiva del Congreso.
Ninguna provincia, en consecuencia, por la monarquía.
— III —
Con la denominada «Ley Fundamental-, se inició y
perfiló el ciclo legislativo del Congreso en la nueva organi-
zación política del país. Tanto este estatuto como los que
le siguieron, tenían proyección histórica en una gravitación
que sobrepasó los cincuenta años subsiguientes de la vida
nacional. Basta pues, esta enunciación para aquilatar los
altos valores puestos en juego, entre los que, el solo rasgo
personal de esos congresales dió relieve a todo un grupo
selecto de hombres ya maduros, exponentes cultísimos de
la primera generación de Mayo. No hubo exageración pues,
cuando los primeros historiadores argentinos anotaron que
nueve años antes que Tocqueville publicara su Democracia
123
en América, esos oradores discutieron en nuestro parlamento
los principios del gobierno del pueblo por el pueblo «con
tal caudal de conocimientos y tal brillo», que no se sabía
qué admirar más, si esos debates memorables, o la fuerza
política social de hechos que subsistieron, pese al nuevo
rumbo que se pretendió darles al adoptar la forma republi-
cana, «consolidada en unidad de régimen».
El señor Acosta, diputado por Corrientes, fué el autor
del proyecto de ley, especie de pacto de unión entre las
provincias, con el aditamento de ciertas reglas de derecho
y de principios de gobierno. La iniciativa fué destinada a
una comisión que integraron Zavaleta, Funes, Paso, Cas-
tellanos, Frías y Vélez Sársfield. El dictamen de estos legis-
ladores — los más destacados — , que redujo considerable-
mente el plan del autor, dió por sentada la existencia de
un pacto de unión ya anterior entre las Provincias, por la
declaración de 1816 que había proclamado la independencia.
Se llamó «ley fundamental» en razón de sus disposiciones
que afectaban profundamente el orden institucional admi-
tido de hecho, el cual debía ser consagrado de derecho,
con la total adhesión de esas provincias a dicha proclama-
ción. La redacción, en efecto, empleada en el artículo pri-
mero así lo estatuye, porque «reproduce del modo más
solemne» el pacto con que las Provincias se ligaron «desde
el momento en que, sacudiendo el yugo de la antigua domi-
nación española, se constituyeron en nación independiente».
He aquí en consecuencia, la normal ratificación por la tota-
lidad de los Estados, o sea incluso aquellas provincias que
no habían firmado el «Acta» o permanecido ausentes del
Congreso de Tucumán.
El artículo segundo, al declarar que las atribuciones del
Congreso eran constituyentes, dió el preanuncio de la
sanción de una nueva Carta constitucional; y en el tercero,
sobreponiéndose a toda duda alarmista al respecto, esta-
bleció que «por ahora, y hasta la promulgación de la Cons-
124
titución que ha de reorganizar el Estado, las provincias se
regirán interinamente por sus propias instituciones. En se-
guida, por los artículos cuarto y quinto, definió sus facul-
tades para «ocuparse de cuanto concierne a los objetos de
la independencia, integridad seguridad, defensa y prospe-
ridad . Quedó resuelto explícitamente que la Constitución
que se sancionase sería «ofrecida oportunamente a la con-
sideración de las Provincias », y no sería promulgada ni
establecida en ellas hasta su aceptación por las mismas.
Lo restante de la ley concernía al gobierno de Buenos Aires,
encargándole provisionalmente el Poder Ejecutivo nacional,
que aceptó de inmediato por razones de urgencia y a fin de
expedirse en los asuntos exteriores, especialmente por la
tensión nerviosa del Brasil. Esta «ley fundamental» tuvo el
voto favorable de unitarios y federales.
Durante varias sesiones y en alternados debates, unos
de fondo, otros de carácter formal, Zavaleta definió sosteni-
damente su posición, fuera ella de orden personal o como
miembro informante de la Comisión. Como ha podido
observarse, la estructuración de la ley fundamental acom-
pasa varios puntos que por su significado pudieron ser
considerados cada uno de ellos por ley especial. Ello re-
quirió generalmente ampliación de referencias o la nece-
sidad de precisar el alcance de sus términos.
Acerca del pacto de unión, por ejemplo, Zavaleta re-
cuerda en uno de sus discursos que en esas circunstancias
la reanudación de vínculos entre las Provincias las obligaba
a ratificar «el propósito con que se unieron para formar
una nación, desde el momento en que por un acto del más
acendrado patriotismo, constituyeron el gobierno federal en
las márgenes del Río de la Plata; dieron de allí — dijo —
el primer grito de libertad, y entablaron un pacto que luego
se ratificó y que últimamente en el año 16 se sancionó
cuando se estableció el Congreso General. Las desgracias
sucesivas que dividieron el País, disolvieron enteramente
125
el Estado, quedando sólo una relación de afección de pueblo
a pueblo; pero cada uno independiente en uso y ejercicio de su
soberanía. Fijado el concepto de autonomía, agregó: «Pues
cuando se unen otra vez con el ánimo de reintegrar esa
nación dispersa, parece necesario que ratifiquen el pacto
que repetidas veces habían hecho, y protestando a la faz
del mundo, que jamás se disuelva . Luego, a modo de escla-
recimiento, repuso: «Yo no creo que el tratado particular,
que celebraron las cuatro provincias de Buenos Aires*
Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, se oponga en nada al
pacto que deben renovar hoy las provincias con arreglo
a éste de perpetua unión, para la defensa común y prosperidad
del País. . . quiere decir, que con mayor extensión (ahora) . . .
se unen a las demás para formar una nación. Ellas no
tuvieron otro objeto en aquel pacto que conservar amistad,
y hoy se trata del pacto nacional . . . » 5.
En otra oportunidad explica la denominación adoptada
en el artículo dos, de «Provincias Unidas del Río de la
Plata», motivando acopio de antecedentes en disertaciones
de V. Gómez, Paso, Agüero y Gorriti. Pero mayor preocu-
pación en el debate deparó el contenido del artículo tres,
al mencionar «las instituciones» provinciales. Para Zavaleta
se abrazaba así «todas las instituciones que rijan y digan
relación al régimen interior de las Provincias».
Su palabra tendió a abortar cualquier suspicacia en el
ánimo localista de los diputados, pues con franqueza re-
cordó que: «después de la disolución general del Estado,
y pasado algún tiempo, que en unas provincias fué más
que en otras, las que estuvieron en anarquía conociendo
por sí mismas la necesidad de establecer un orden, trataron
de organizarse. En su consecuencia, — dijo — han creado
sus instituciones por las que han seguido rigiéndose y algunas
6 Véase la recopilación Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, t. I,
pp. 1023 y 1024.
126
con un éxito feliz. . . No creía debía alterarse ninguna de
ellas. . . se pondría a las provincias en un estado violento,
se las privaría de un bien que ellas mismas se han propor-
cionado. . . Esta variación — acentuó — sería tan extempo-
ránea como productora de males. . . que se ha procurado
dejar a salvo los derechos que tienen las provincias . . .
entretanto se promulgue la Constitución para el régimen
general del Estado. . . » 6.
Ampliando aun más el concepto político de la ley, y a
manera de resumen de las opiniones vertidas, volvió Zava-
leta a tomar la palabra como una consecuencia de la polé-
mica mantenida por los diputados Funes, Mena, Acosta
y otros, haciéndose eco de las objeciones levantadas. «En el
curso de esta discusión — replicó Zavaleta — se ha tocado
la necesidad de que el Congreso por una resolución especial,
fije su carácter. En todo él se han indicado medidas que el
Congreso debía tomar por actos autoritativos, porque aun
cuando no se han excluido las de conciliación, se ha in-
culcado dictar leyes en oposición de las dictadas por las
provincias para su régimen interior». Este hecho, por el que
se «cubrirían de luto» las provincias, supondría dejarlo
«al arbitrio de la pluralidad». . . Hizo mérito de la misión
que llevó al interior en 1823, declarando que «no fué a
incitar a las provincias a que se celebrase congreso, fué
a negociar con los gobiernos de las provincias» para que
«usando de su autoridad, influjo y poder, tomasen disposi-
ciones que las pusieran en estado de reunirse cuanto antes
en congreso, pues el gobierno de Buenos Aires partió del
principio de que las provincias no podrían proceder a sus
mejoras, si no organizaban sus recursos y si no aseguraban
el orden interior de cada una de ellas» 7.
6 Idem Asambleas, loe. cit, pp. 1042 y 1043.
7 Idem Asambleas, loe. cit., p. 1069.
127
En la sesión subsiguiente insistió acerca de este punto
esencial con espíritu de persuasión para disipar cualquier
mal entendido. «La Comisión está bien persuadida — expre-
só gravemente — de que los señores Representantes conocen
que su destino en este lugar es organizar el Estado y que las
materias de que deben ocuparse son de un interés nacional .
Y luego, refiriéndose al artículo cuarto agregó: «. . .es como
una nueva garantía dada a las provincias, de que ellas
no serán interrumpidas en la marcha de su civilización
que han emprendido, ni que tratará de trabar los pasos que
vayan dirigidos a la mejora de sus instituciones. Por esto
es, que después de haber sancionado su permanencia, mien-
tras tanto que se promulga la Constitución que el Congreso
ha de dar, quiso señalar los objetos en general que deben
ocupar su atención, y los expresa designando que deberán
ser todos los concernientes a la independencia del País,
integridad, defensa, seguridad y prosperidad nacional. Pero
además creyó que debía señalar los otros objetos que deben
ser exclusivamente de su atribución: tal era el intervenir
en las relaciones interiores de provincia a provincia. Sería
preciso no recordarlo; pero es hoy indispensable al menos
indicar las desavenencias que han ocurrido en algunas que
otras y que no teniendo entonces ese medio de conciliación
que dirimiese las controversias y que las redujese por las
vías pacíficas al término de su deber, las provincias se
ensangrentarían y se destruirían también los habitantes;
ellas han fijado su consideración en el Congreso como un
juez imparcial que haya de ejercer para los pueblos cierta
intervención que los libre de aquellos desastres».
Analizó igualmente otros aspectos del gobierno propio,
sobre la emisión de moneda o la ley de pesas y medidas,
para acusar con la voluntad más conciliadora los procederes
políticos de la mayor buena fe, tanto en las facultades del
Congreso como en los propósitos de dar una Constitución
eficiente. A este respecto, en sus palabras quedaba descar-
128
tada toda intención de censura, porque se proponía «tran-
quilizar los ánimos, particularmente en algunas provincias
que están siempre sobresaltadas» 8.
El Congreso se había impuesto a sí mismo la modera-
ción, el camino de la prudencia, porque, como muy bien
recalcaba el Deán en otra de sus intervenciones orales:
«ni podía en la actualidad dar todas las disposiciones nece-
sarias para la reorganización del País, ni tampoco aquellas
que fueran indispensables para atender a su defensa, ni era
posible designarlas todas; porque en realidad creo que no
debe haber ningún señor diputado — añadía — a quien no
ocurra el modo de señalar los medios con que debe contar
para la defensa del Estado que hoy se reinstituye>. Se refería
así al tema precario de los recursos para solventar esas
urgentes necesidades públicas, fundamentar la creación de
un erario nacional. Problema difícil de conjurar con arbi-
trios improvisados sin que lo informase un censo ilus-
trativo 9.
Al finalizar la discusión de ley tan memorable, luego de
sendas tenidas en que se oyó el pro y el contra de las ten-
tencias en juego, debió el ilustre orador recapitular el alto
pensamiento que orientaba los esfuerzos organicistas, y cómo
en esas complejas circunstancias debía acordarse a Buenos
Aires sin desmedro de las demás provincias el ejercicio del
Poder Ejecutivo Nacional. Así, en efecto, abordó la espinosa
cuestión instruyendo Zavaleta a sus colegas sobre la diver-
sidad de criterios con que se pretendía dar la solución.
Sin ambages lo expuso: «Entre todos los artículos que
abrazan el presente proyecto, ninguno ha dividido más las
opiniones de los individuos de la Comisión que el presente,
y en ninguno ha sido más difícil convenir». Se habían pre-
sentado, en efecto, cuatro fórmulas. Una encomendando
3 Idem Asambleas, loe. cit., pp. 1072 y 1077.
9 Idem Asambleas, loe. cit., p. 1084 y sigts.
129
a Buenos Aires el P. E. de modo provisional; la segunda,
asociándole una comisión; la tercera, encargándole única-
mente de las relaciones exteriores; y la cuarta, dándole
una comisión con voto deliberativo en todos los asuntos,
o bien con solo voto consultivo. Esta última, prevaleció
a pluralidad de votos en la Comisión. El doctor Zavaleta
dió su opinión franca y decidida, pareciéndole, «que por la
posición ventajosa y práctica que tenía en los negocios
extranjeros, el gobierno de Buenos Aires era el indicado
para ser encomendado provisionalmente por el Congreso
del P. E. Nacional; pero creyó que debían limitarse sus
atribuciones a todo lo relativo a relaciones exteriores, sin
que se le asociase comisión alguna del Congreso, porque
vería que en esta parte era en cierto modo entorpecer la
expedición de los negocios, y porque creía impropio del
Congreso mezclarse en esos tratados, siempre que se reser-
vaba la ratificación...» etc. (loe. cit. págs. 1101 y 1102).
Haremos gracia al lector del extenso debate sobrevenido,
habiendo ya consignado páginas atrás la sanción definitiva
de la «ley fundamental >.
Con ésta quedó, puede decirse, sellada la reputación
y el valer intelectual de los oradores. En lo sucesivo, la
variedad del asunto exigirá otros argumentos e ideas. El tea-
tro del Congreso que sobrevino en seguida, en la «ley de
la presidencia» y «la ley de la Capital» debió experimentar
cambio notable. Su elenco contará ahora con Dorrego,
Moreno y Gallardo, como refuerzos de la oposición. Señalar
esos rasgos en conjunto, que como retratos al agua fuerte
nos son presentados por Vicente F. López, Avellaneda,
Lamas, Mitre, Gutiérrez y otros escritores que recogieron
su tradición, equivale a dibujar su peculiar fisonomía. Es el
índice de la cultura de una época, o mejor aún, de la oligar-
quía que gobernaba el país.
130
— IV —
La «ley de Presidencia*, del 6 de febrero de 1826, no
requirió mayor elucidación luego de presentado por Zava-
leta el cuadro de las opiniones vertidas.
Contaba con el precedente del decreto que dió lugar a la
creación del Ejecutivo Nacional, definitivo, «con separación
e independencia de los gobiernos provinciales*, a raíz pre-
cisamente del rechazo de la renuncia del gobernador Las
Heras. En un par de días quedó elaborada y votada la Ley,
y en veinticuatro horas más, se procedió a la elección de
Presidente de la República que recayó en Bernardino Riva-
davia, por 35 votos contra 3. Zavaleta, lógicamente, votó
por Rivadavia. Prestado juramento, en discurso pronun-
ciado ante esa Asamblea, perfiló muy firmemente el Presi-
dente las bases del plan político que se proponía aplicar,
convencido de la necesidad de un gobierno «central y
fuerte», para destruir los gobiernos semibárbaros, dilatar el
horizonte de la cultura en la práctica de las garantías ciu-
dadanas, y dar satisfacción a un orden de cosas que asen-
tasen la organización del país, dando término a la prepo-
tencia de los mandones. Empero Rivadavia, en su punto
de partida, oficializando el partido unitario y por ende
erigiendo un sistema atentatorio a la existencia autónoma
de cada una de las provincias, cometió su más grande error.
El Presidente, en ese discurso inaugural, de modo terminante
reclamó como un deber «que todo lo que forme la Capital,
sea exclusivamente nacional». Esta exigencia tan rígida y
sin ser precedida de un procedimiento conciliatorio, levantó
una verdadera tempestad de protestas en la prensa y en el
seno del partido federal.
Mas, es curioso que el defecto acusado producía una
consecuencia contraria en el sincero propósito de Rivadavia.
131
que con la federalización entendía engrandecer, antes que
aminorar, la ciudad de Buenos Aires. El hecho en sí hería
profundamente las prerrogativas locales de un Estado de la
federación, sin que se subsanase el agravio con elevar la
ciudad a la categoría de capital de una nación o cabeza
de todo el organismo político. Los conceptos explícitos que
se desarrollan en el notabilísimo discurso del ministro
Agüero, giran siempre en torno a esa influencia o gravita-
ción de la Capital, como centro de recursos, intereses y
libertades de los demás pueblos de la república. Es decir,
la hegemonía política de la Capital sobre las provincias,
en flagrante violación de la ley fundamental votada el año
anterior. No fué otra la causa primaria de la terrible guerra
civil contra el régimen directorial.
Los dados estaban echados y la sanción de la ley se
produjo por veinticinco votos contra catorce. Entre estos
últimos se contaron Zavaleta, Gorriti, Moreno y otros que
definieron desde el comienzo del proyecto una neta oposición.
Detengámonos ahora a reseñar ese luminoso debate
parlamentario en el que Zavaleta, pese a su filiación unitaria
debió enfrentarse con sus dos más fuertes correligionarios,
Agüero y Valentín Gómez, planteando una grave cuestión
de principios con que se impuso a la consideración pública,
como celoso defensor de los pactos interprovinciales y por
ende, de la autonomía de las provincias.
Un acontecimiento de innegable trascendencia, como la
eliminación de Las Heras, quien patrióticamente abandonó
su cargo de gobernador trasladándose para siempre fuera
del país, luego de altiva protesta en defensa de los derechos
hollados de su provincia, así como la disolución de la H.
Junta de Representantes el 8 de marzo, que repercutió en la
república entera, son episodios institucionales de doloroso
recuerdo en la historia política, que no solamente dan en
este caso razón a Zavaleta, sino que individualmente apre-
ciados, valorizan el índice de su ponderación, acrecentando
132
su figura. Hombre de principios y de virtud cívica, en salva-
guardia de la tradición de nuestro derecho público provincial,
debió en conciencia, como lo hizo, mantenerse en abierta
oposición parlamentaria con el ministro Agüero. Fué en-
tonces una postura insólita para la prestancia de la agru-
pación partidaria, pero ella le enalteció. No sin fundamento
pues, el historiador V. F. López ha recordado el ascendiente
moral del Deán Zavaleta, «cuya voz — dice — tenía siempre
una grande autoridad en el Congreso y en la opinión >
(Tomo IX, pág. 410).
Se había llegado a la sesión del Io de marzo, luego de
escuchados varios diputados. Zavaleta pide la palabra porque
le parece — ■ dice — «poco decoroso prestar mi sufragio en
silencio. Manifestaré, pues, sincera y francamente mi opinión
y la razón, a mi modo de ver, poderosa, que me obliga a
votar en contra del proyecto».
Por vía de esclarecimiento comienza ad virtiendo que -en
la larga y luminosa discusión. . . no sé si me he convencido
o me he confirmado en la idea de la utilidad que prepararía
sin duda, la sanción de este proyecto, para promover la
organización general del país». Pero. . . obsta a ello la ley
del 13 de noviembre de 1824 dada por la provincia de
Buenos Aires. «Ella obsta — expresa — de tal manera, que
en mi conciencia no puedo votar de otro modo que oponién-
dome decididamente >. Recuerda en seguida que su sanción
ocurrió cuando la Provincia «estaba en el pleno goce,
posesión y uso de su soberanía, a consecuencia de la desgra-
ciada disolución del año 20; y en que, lo mismo que todas,
podía unirse o no unirse, hacerlo absolutamente o bajo las
condiciones que a bien tuviese. . . ». Por esa ley, — repitió — ,
se fijaron las bases bajo las cuales, voluntaria y espontá-
neamente, se quería renovar o ratificar el pacto de asociación
con las demás hermanas. Se refería así con estas palabras,
a la «ley fundamental» que contenía el voto público de la
Provincia «terminantemente expresado y solemnemente pu-
133
blicado». El mismo como diputado, aceptó que el artículo
tres de la ley del 23 de enero de 1825, había sido la expresión
«de lo aprendido en la escuela de sus pasadas desgracias» . . .
«por eso quiso la Provincia, que en caso la deseada unión
del Congreso no tuviese efecto, subsistiese siempre la forma
de gobierno y sus leyes; para que no quedase en el caso de
una nueva disolución (no imposible por desgracia) expuesta
a envolverse de nuevo en la anarquía». ... «La Provincia
de Buenos Aires — se dijo — se regirá del mismo modo
y bajo las mismas formas que actualmente se rige, hasta
la promulgación de la Constitución que dé el Congreso
Nacional. . .». «Y yo pregunto, — dice Zavaleta — ¿se regirá
del mismo modo y bajo las mismas formas que actualmente,
si llanamente se sanciona el proyecto presentado? Yo estoy
bien persuadido, agrega, que la provincia de Buenos Aires,
aun en aquella suposición negativa, conservaría sus institu-
ciones liberales y ocuparía entre las de la unión, un rango
más elevado*.
Empero, el Congreso a su juicio, no puede variar esas
instituciones que hacen a la forma de gobierno represen-
tativo; y aunque lo pudiera, es lo cierto que Buenos Aires
no quiso unirse sino bajo aquella expresa condición.
En su dictamen, por consiguiente, estima el Deán que
de un solo modo puede realizarse la federalización de Buenos
Aires, o sea, con la negociación del previo consentimiento
de la Provincia. Fundando su tesis, mencionó lo ocurrido
al Congreso de los Estados Unidos en materia de reservas
jurisdiccionales de los estados de la Unión, obligado a ne-
gociar con éstos la delegación de autoridad necesaria en el
orden nacional. En este sentido argüyó: «Ella, la provincia
de Buenos Aires, que jamás se ha negado a ningún género
de sacrificios, convencida de la necesidad y conveniencia
de la medida, prestaría sin duda su allanamiento con espe-
cialidad a la desmembración de la parte más preciosa de
su territorio», . . .sin que ello obstaculice a preservar «algu-
134
nos derechos que es justo y conveniente resguardar».
Es decir, que el precedente americano aconsejaba no saltar
«la barrera» ni « mandar » sino negociar «para que le invis-
tiesen de la autoridad que no tenía». De no aceptarse este
temperamento: «mi opinión es, — terminó Zavaleta — «que
el proyecto en discusión sea desechado».
El ministro de gobierno doctor Agüero tan medido
siempre en sus palabras y tan dueño de sí en los debates
que acometía con hábiles y abundantes razonamientos,
reveló en esta ocasión una honda preocupación y un no
menor desasosiego al responder con iracundia desconocida
en su vida parlamentaria. Sabemos en efecto, que el doctor
Agüero, como lo describe Avellaneda en su magistral sem-
blanza, se distinguía como orador por la fuerza, el número
y el encadenamiento de sus argumentos. Menos dialéctico
que Gorriti, le superaba por la amplitud de su pensamiento.
No es cierto, como se ha difundido, que hubiera en sus dis-
cursos la ironía que aguza la palabra o el sarcasmo que la
acentúa fuertemente. «El doctor Agüero — como lo revela
Avellaneda — era tan sólo inflexible en sus formas y duro
en su tono, y los contemporáneos han recordado por mucho
tiempo la aspereza con que trató al venerable Deán Zavaleta,
cuando éste propuso que fuera consultada a la Legislatura
de Buenos Aires la ley sobre la Capital» 10.
Volvamos pues a la tribuna y al orador para recoger
su dictado. Mas antes de su réplica, recordemos que Gallardo,
Delgado y Bedoya le precedieron en la polémica, y que esta
circunstancia a pesar de ser favorable al gobierno, enardeció
con su apasionamiento el amor propio ministerial porque
podía efectivamente, con esa moción de orden, suspenderse
la sanción de la ley. Toda la sesión del 2 de marzo quedó
absorbida por la cuestión promovida por Zavaleta y desde
su iniciación el doctor Manuel Bonifacio Gallardo, joven
Nicolás Avellaneda, Escritos, t. I, p. 312, edición de 1883
135
legista con bufete de abogado y de temperamento vivaz
como periodista, si bien formaba parte del círculo unitario
debió impresionar a Agüero cuando afirmó que su opinión,
«que me dicta mi conciencia» estaba por el rechazo del
proyecto antes que por la consulta a Buenos Aires, si bien
su voto se prestaría con la mayoría gubernativa. El diputado
Delgado sumó sus razones a las del colega, temiendo con
cierto pavor que «una provincia sola sea capaz de cruzar
todos los designios de la nación». Luego el representante
de Corrientes doctor Bedoya, robusteciendo al oficialismo,
concretó su voto desconociendo que el derecho de Buenos
Aires fuese una «condición sine qua non que debiera respe-
tarse». Lo cierto es que al calor del partidismo estos tres
diputados llevados de su entusiasmo, cavaron más honda-
mente el distanciamiento con los gobiernos provinciales en
general, dando al Congreso como legislador, una prepotencia
que sólo podía admitirse en el Congreso como constituyente.
En esta controversia se perdieron de vista sus disparos a
propósito de una ley que amputaba nada menos que el
territorio de un estado provincial, sin mediar la carta
constitucional que organizase la Nación. Zavaleta tran-
sigía mediando la consulta para segregar el territorio,
pero el autoritarismo impaciente sacrificaba sagrados
principios en aras de los poderes mayestáticos, sin la voz
de los pueblos. La ecuanimidad, desafortunadamente,
nada pudo obtener de ventajoso para el bienestar ulterior
del país.
Agüero arranca su peroración con palabras severas y en
estilo polémico: es el tribuno adiestrado en la batalla parla-
mentaria. Se mostraba «con el gesto impenetrable y ceñudo
que caracterizaba su fisonomía» como le pinta V. F. López,
(loe. cit. pág. 490). En su famoso discurso anterior, que se
relee con emoción a través de más de un siglo de distancia,
había sentado el aforismo de ser el proyecto la «piedra angular
de la reorganización nacional».
136
En toda esa semana la atmósfera se había impregnado
de fiereza partidaria, y la exaltación estaba dentro y fuera
del recinto del Congreso. Sólo así podemos explicarnos
que tan admirable orador cayese en los cargos ad hominem
dirigiéndose a un correligionario, amigo de largos años,
ligados ambos por vínculos superiores. Y como fué la réplica,
así volvió la contrarréplica. En realidad, la actitud intran-
sigente de la mayoría unitaria en el Congreso, había forzado
la declaración de guerra con el Brasil, que como afirma
un contemporáneo, se la hacía jugar como razón o pretexto
para «capitalizar en Buenos Aires el Poder Ejecutivo Nacio-
nal, sin que una Constitución previa le fijara límites».
Buenos Aires, por su parte, se resistía a convertirse en
mero instrumento de los partidos en pugna. El centralismo
rivadaviano exigía una capital, sede de una autoridad diri-
gente que imparta el movimiento a las dependencias y terri-
torios subalternos de la maquinaria administrativa. De las
expresiones de Agüero, altamente alarmantes, sólo podía
colegirse un «centro de donde salgan a todos los puntos
de la periferias la vida, los bienes, y los ideales del ciuda-
dano. Debía darse entonces a la Nación una verdadera
capital permanente, centro del vasto territorio. En su diser-
tación no se valió de rodeos para pronunciar su enfática
sentencia: «Era indispensable suprimir la provincia de Bue-
nos Aires, si era que el presidente o la nación había de
gobernar. . . Nuestros pueblos obedecen lo que quieren;
y es necesario que la autoridad empiece por ser robustecida
para que pueda ejecutar lo que se manda. De lo contrario
no se ha de vivir sino capitulando con las pretensiones
y con las pasiones de los hombres y con los caprichos de
los pueblos. Esto no es mandar y así no se organiza un Estado^ .
Dirigiéndose a Zavaleta directamente, le espetó: «El hono-
rable representante que ha deducido esta cuestión, ha em-
pezado confesando de piano estar íntimamente convencido
de la utilidad y de las ventajas del proyecto, que vale tanto
137
como decir que considera importante a la organización del
país el que el congreso adopte esta medida, y que es un
deber de los señores representantes, por consecuencia, el
adoptarla. Pero, el señor representante que reconoce como
importante, útil y ventajoso a la organización del país el
adoptar el proyecto, desde el momento que trepide en adop-
tarlo, traiciona su deber y falta al puesto que ocupa. Si ha
confesado que es útil, importante y ventajosa la medida
al país, desde este momento no hay ley que pueda deducirse:
toda ley que se oponga a esto debe callar, y lo mismo digo
de cualquiera consideración o interés personal; sea particular,
provincial o como quiera, todo debe callar al interés sumo
de la nación. . .». Para Agüero, en su agresiva retahila, tal
actitud era consumar la anarquía; sí, la anarquía que hoy
asoma su espantosa cabeza por todas partes, y que si no
se obra con una mano fuerte, ella va a acabar y a romper
para siempre los vínculos de las provincias, y va a poner
a la nación en el conflicto, de que un aventurero se haga
dueño de nuestra libertad, de nuestras fortunas, y de esa
independencia que nos ha costado tanta sangre y tantos
sacrificios .'..».
Agüero iba cargando la romana a Zavaleta, sin reparar
que su propia intransigencia con el pueblo de Buenos Aires,
daba origen a la siniestra sombra del espectro. Creía abatirse
en su orgullo al estimar «imbecilidad o debilidad» la nego-
ciación cordial con la provincia de Buenos Aires, porque a
su juicio era «capitular», «desmoralizar hasta lo sumo no
sólo la autoridad del P. E., sino de la representación nacional:
esto es acabar con ella, poner una barrera de bronce para
que sus resoluciones aunque sean las más benéficas, no
surtan ningún efecto».
La andanada colmó la medida cuando Agüero, ya iras-
cible, agregó que no quería el ensanche de su autoridad,
sino que el Congreso tuviese el nervio y fuerza necesarios
para juzgar y censurar al propio P. E., pues éste a su vez
138
se apoyaría en él para obtener la «más robusta y fuerte
autoridad nacional, capaz de formar un gobierno que haga
la suerte de la nación, y al mismo tiempo, que se haga
respetar de ese gobierno mismo. Esta, señores, es una segu-
ridad incomparablemente mayor que la mezquina garantía
de los Eforos de Esparta...». De la nacionalización de
Buenos Aires el gobierno «piensa arrancar su marcha, sí,
esa marcha en que es preciso que obre con la velocidad del
rayo para corresponder a la confianza que ha merecido de la
representación nacional. Es, pues, necesario que el Congreso
se decida sin pérdida de momento sobre una medida de
esta trascendencia para que el gobierno empiece a desplegar
su acción. . . ».
No es menester evocar al orador tucumano de anteriores
asambleas porteñas, en la magnífica apostura con que le
recordara el historiador Hudson en sus éxitos de Mendoza,
San Juan, Córdoba y demás provincias. El momento si no
era tan trágico como lo imaginó habilidosamente Agüero
para presionar el despacho de la ley, era sin hesitación,
lo suficiente grave y serio para huir de los recitados meta-
fóricos. Zavaleta no hablará de la hidra, del aventurero
arribista, ni de las vallas de bronce. Sólo apelará a su con-
ciencia cívica y a la fuerza histórica de los pueblos. Se refe-
rirá a lo solemnemente pactado y al cumplimiento sagrado
de los derechos legales. Tampoco le atemoriza la urgencia
reclamada por el ministro, ni la violencia que hace todo
poder fuerte. Será sintético pero categórico porque se sabe
entre dos gladiadores hercúleos: Agüero que acaba de hablar
y Valentín Gómez que ya se anuncia en la tribuna. Así,
pues, por su boca hablará la argentinidad democrática
negándose a cortar el hilo de la verdadera tradición política
y social, en ese laberinto de pasiones enconadas.
Podemos resumir su oración en seis conclusiones.
Primera: Zavaleta, en forma básica rememora la soberanía
de las provincias. En el sentido de árbitras de sus derechos
139
— dijo — procedieron todas de la antigua unión ... y así
Buenos Aires al sancionar su ley del 13 de noviembre de
1824, determinó condicionalmente una base para la reno-
vación del pacto de asociación. Esa base fué luego recono-
cida en el artículo tres de la ley del congreso, de 23 de enero
de 1825, generalizándola a todas las provincias y no sólo
como excepción para Buenos Aires.
Segunda: Buenos Aires anheló siempre la unión y no
el aislamiento, y si en 1821 retiró sus diputados, lo hizo
persuadida de la imposibilidad de un congreso enton-
ces, a punto que más tarde promovió de nuevo la convo-
cación.
Tercera: El congreso se instaló en Buenos Aires por la
reiterada solicitud de la provincia que dió una ley para
salvar las formas de su régimen legal y el derecho de aprobar
o desechar la Constitución que diera el congreso.
Cuarta: Que dicha ley estaría vigente hasta la sanción
de la Constitución, pues corriendo el riesgo de que des-
apareciesen sus poderes, quería que esas instituciones evitasen
la desgracia de la disolución. Sólo la sanción de la constitu-
ción le aseguraba el no caer en la anarquía o quedar acéfala
y sin gobierno.
Quinta: No habiendo orden en el país, ni administración
regular, ni paz, era dudosa la permanencia y duración del
congreso. Por ello no podía abandonar sus instituciones
fiada la provincia en la acción futura de ese congreso
mantenido entre «celos y rivalidades envejecidas». En con-
secuencia la provincia, tuvo derecho y grave fundamento
para darse una ley precaucional.
Sexta: En ese conflicto corresponde el previo avenimiento
de la provincia de Buenos Aires para la cesión de su terri-
torio, resguardando algunos derechos. No recurrir a este
arbitrio conciliatorio para enrostrar las dificultades, no
significa, dijo, «energía, sino intrepidez temeraria. . . atre-
pellar la barrera en que tal vez pueda uno estrellarse!!».
140
Estos fueron los antecedentes y fundamentos substan-
ciales de su respuesta al ministro Agüero. Por lo demás,
descartó la obligación de consultar este caso específico a las
demás provincias, como presumía el gobierno. «Este pro-
yecto, repitió, toca sólo y exclusivamente a la provincia de
Buenos Aires». Y por lo que respecta al Congreso en sí,
refirmó su convicción de que carecía de atribuciones, no
debiendo "hacer lo que no puede hacerse".
El debate que parecía ya agotado, cobró nuevo vigor.
La controversia se hace más aguda, no ya por el efecto de
la palabra rutilante de Gómez que se acoda al ministro con
armas y bagajes, sino por la dialéctica eficiente de Gorriti,
diputado de respeto y prestigio que coordina precedentes,
doctrina y argumentos, en un tren demostrativo y probatorio
difícil de vencer. Su ataque al proyecto da más relieve a la
oposición que se hace visible también con Balcarce, quien
no sólo personaliza sino que califica rudamente el autori-
tarismo ministerial. Manuel Moreno hiere a su vez la tesis
de la nacionalización con un discurso de corte constitucio-
nal, apuntalado con un criterio cerrado por no decir impla-
cable. También Juan José Paso se mostró contrario al go-
bierno, vehemente en su ancianidad pero sin el brillo ya
de la hora de la espada de 1810. Ni federal ni unitario se
exhibió más que nada como un tradicionalista en lo jurídico
opuesto a dicha desmembración. La sesión ha terminado
en líneas tendidas y únicamente resta la expectativa de la
votación final.
Al día siguiente, 3 de marzo, Zavaleta solicita la palabra;
todos se vuelven hacia él. Con esa jerarquía que le era
característica, comienza por declarar: «Yo fui el que en la
sesión de antiayer hice, como una simple indicación, la
propuesta de que se suspendiese el proyecto y se negociase
con la Sala de Representantes de esta provincia su aquies-
cencia y avenimiento, impulsado del deseo de que una me-
dida que creo tan útil para nuestra organización, se realizase
141
pacíficamente; deseoso también de no contrariar como creo
debo hacerlo en mi conciencia, el voto de mi provincia.
De esta indicación se ha hecho una cuestión de orden,
sobre la que manifesté en el día de ayer mis ideas y senti-
mientos^.
Luego de una pausa que aumentaba la curiosidad, pues
ya se creía vislumbrar el desenlace, agregó: «Mas, como este
asunto ha ocupado tanta atención, volviendo sobre él de
continuo; firme siempre en el propósito de no adherir al
proyecto con mi sufragio, he reflexionado después que, el
medio propuesto por mí y discutido como cuestión previa,
es hoy ya inoportunos.
Estas frases dieron evidentemente la impresión de no
querer Zavaleta exponer el resultado del debate sobre la ley
a las variaciones que se deducían de la votación previa
de su ponencia; y acaso también, por lo agitado del ambiente
que complicaba la suerte de las autoridades provinciales.
Así, en forma escueta subrayó: «Yo podría manifestar esto
con bastante claridad, pero la prudencia me determina a
no hacerlo. Sin embargo, yo fijaré un principio general, del
cual los señores representantes deducirán las razones por
las que lo creo inoportuno».
Acto seguido, concentró su pensamiento en esta me-
ditación: «Las grandes cuestiones en que se trata de los
intereses sumos de la Nación, especialmente cuando ellos
bajo ciertos respectos están o pueden cruzarse con los inte-
reses caros de las Provincias, deben tratarse en la mayor
serenidad de espíritu y cuando las pasiones están en calma».
«Los momentos de una grande agitación no son a pro-
pósito para ello. De aquella naturaleza es la cuestión que
se versa en el día. Los señores representantes se harán cargo
con esto solo sin que sea necesario que yo me extienda
más, de los motivos que hoy me determinan, cueste lo que
costare al amor propio, a retirar aquella indicación que hice
de la mejor buena fe; pues, el hombre puesto en este cargo
142
no debe tratar sino de llenar sus deberes sobreponiéndose a
todo. De consiguiente, firme en el propósito de estar contra
el proyecto, yo la retiro».
La votación dió el siguiente resultado: 25 votos por la
afirmativa, 14 por la negativa. El comentario de don Vicente
F. López, que traduce la impresión coetánea, se transmite
así: «La oposición había triunfado moralmente a todas
luces. La razón, la justicia, la prudencia, estaban evidente-
mente de su parte. Con ella estaba también la mayoría
de los hombres que entonces gozaban de mayor conside-
ración en la opinión pública: Paso, Zavaleta, Gorriti, Funes,
Castro, López, Moreno, Frías, Balcarce, etc., circunstancia
que El Ciudadano, periódico de Cavia y de Dorrego, preco-
nizaba como un hermoso triunfo».
Ese mismo periódico escribía que el paso gubernativo
sobre ser impolítico, era ilegal y negativo. "£/ Congreso
— exclamaba — es ya un cuerpo muerto!!"
— V —
El partido ministerial pudo ciertamente, confirmar su
pronóstico anterior al debate: estaba seguro de que triun-
faría en el Congreso. No obstante, los 14 votos contrarios,
tenían más que un valor numérico otro mayor de orden
moral. El doble concepto derivaba de los nombres que he-
mos mencionado, impermeables al autoritarismo rivadaviano
y en particular, por el de aquellos que siendo de esa ten-
dencia, demostraron dotes personales para no jurar el
acatamiento in verbis magistri.
Esta ley, promulgada en los primeros días de mayo de
1826, trajo como primera consecuencia la crisis gubernativa
de la provincia de Buenos Aires de que hemos hablado,
en las circunstancias harto complejas en que debían ini-
143
ciarse las deliberaciones de la nueva Constitución. El Pre-
sidente, persuadido de su necesidad, había urgido un mes
antes, en extenso «mensaje» su pronto despacho, luego de
consultas a las provincias respecto a la forma de gobierno
que creyeran más conveniente, «para afianzar el orden, la
libertad, y la prosperidad nacional*. A esto se añade el
estado de guerra con Brasil, ya en plenos combates navales.
El cuadro, tan recargado de sombras, denotaba en con-
traste las fuerzas poderosas atizadas por la nueva ley de
la intolerancia política, renovadora del*odio de los partidos.
Con ello se desarticulaba el país y la defensa nacional,
pues a raíz mismo de la sanción de las primeras cláusulas
de la Constitución, se escuchó la protesta del gobernador
de Córdoba, que ordenó el retiro de sus diputados; y peor
aun, se palpó la falta de colaboración en la formación del
ejército por los mandones lugareños, que se reservaron las
tropas para sus bastiones.
No nos incumbe en esta biografía el análisis crítico del
anteproyecto de Constitución, ni seguir el curso doctrinario
de las sesiones. Baste a este propósito anotar las distintas
ocasiones en que nuestro sujeto participó, siempre en un
papel más de consejero de estado antes que de diputado,
para concurrir a la más apropiada elucidación de las cues-
tiones. Así leemos sus continuas participaciones, bien sea
en resguardo de la provincia que representaba para garantir
su derecho en el capital del Banco de Descuentos en los
límites jurisdiccionales de su territorio, acerca de las facul-
tades del Congreso en materia electoral, o en temas histó-
ricos como el rememorativo de los revolucionarios de Mayo,
etc. Y también, en oportunidades de excepción, para fijar
el alcance del precepto constitucional en materia de cultos.
Su palabra autorizada precisó, en cuanto a esto, la protec-
ción de la religión católica enraizada en la tradición y en
el anhelo popular. Su contenido no era simple, porque a
su juicio, la religión de la Nación abraza los dogmas, los
144
misterios y el culto. La autoridad nacional le debe pues
una protección decidida con todo el rigor de la expresión;
así como los habitantes del País el mayor respeto, cuales-
quieran sean sus opiniones religiosas. O sea que, a la religión
debe rendírsele ese total reconocimiento tanto en el templo
como en la vía pública. Decir que la religión católica es la
religión del Estado, significaba en su opinión enunciar un
hecho positivo, y sancionar una ley preceptiva como tri-
buto a cargo del habitante del país.
Sería igualmente redundante seguir a Zavaleta en las
conferencias secretas realizadas por el Congreso en asuntos
exteriores. Diremos tan sólo que, como miembro de la
«comisión especial» encargada de dictaminar lo atinente a
los sucesos de la Banda Oriental, colaboró ampliamente en
el estudio de esa situación bélica; fuera para el suministro
de auxilios, fuerza armada, o determinación de la línea de
conducta que debía adoptar el Congreso en la recuperación
de esa provincia; etc.
El 24 de diciembre de 1826 finalmente, se dictó la Cons-
titución unitaria que por desgracia encendió la chispa de
la guerra civil, ensangrentando nuestro territorio durante
un cuarto de siglo. Quedó adjunto a ella un «manifiesto»
dirigido a los pueblos de la República, que lleva la firma
de setenta y dos diputados, más la de ambos secretarios.
Zavaleta consigna con su rúbrica ser «diputado por el terri-
torio desmembrado de la Capital».
En puridad de verdad, como lo ha sintetizado L. V. Vá-
rela en su conocida historia constitucional n, la Constitu-
ción de 1826 había suprimido por completo todo lo existente
en materia de gobierno y de autoridades provinciales; había
destruido aquella autonomía de hecho ejercida desde 1820
por los caudillos que se habían erigido autoritariamente
en las provincias, con o sin juntas de representantes, con
11 Luis V. Várela, Historia Constitucional, op. cit., t. III, p. 469.
145
o sin constituciones locales, pues no faltó en la farsa polí-
tica la constitución orgánica de algunas de esas provincias
en el auge del caudillaje. El mismo autor agrega fundada-
mente: «La Constitución de 1826 era un paso audaz para
tratar de destruir todo eso que existía sin deber existir, en
un país que quería ser libre y figurar en el concierto de las
naciones > 12 . Como agravante, se acumulaba en el manda-
rinato, ese localismo porteño forzado por la federalización
todavía inconsulta de su urbe metropolitana.
Mientras tanto, la desolación cundía como un efecto
de repudio de la constitución por las provincias. Los infor-
mes de los comisionados nos proporcionan el estado fiel
de ese caos político. Las misiones fueron poco afortunadas
y dan cuenta al Congreso de su gestión. Gorriti, comisio-
nado para Córdoba, pese al cambio de ideas y a su empeño,
no consigue siquiera que se entre en el examen del texto
constitucional. El Deán Zavaleta, comisionado para Entre
Ríos, fué impedido de llegar a destino. El doctor Vélez
Sársfield recibe devuelto su pliego sin obtener respuesta de
Facundo Quiroga. Y así, Tezanos Pinto en Santiago del
Estero, Castro en Mendoza, Castellanos en La Rioja. El fra-
caso fué calamitoso y el prestigio presidencial decayó bajo
el rudo golpe 13.
El 27 de junio de 1827, el eminente magistrado envió
al Congreso su renuncia de presidente de la república, en
la que traslucía la amargura de su alma. Aceptada por el
alto cuerpo, se precipitó la disolución nacional. Como con-
secuencia, resurgía Buenos Aires con Manuel Dorrego de
gobernador.
El sacudón político como si fuera un sismo de la natura-
leza, trastornó e hirió de raíz la vida democrática. Tan
12 Idem, Várela, loe. cit., t. III, p. 471.
13 La documentación completa en la recopilación Ravignani Asambleas, etc.,
t. III, PP. 1365 a 1405.
146
irresistible fué la repercusión que tuvo la caída de Riva-
davia con la disolución del Congreso y la pulverización
de su partido, que en todas las provincias cambió también
la fisonomía de las instituciones representativas. Desde
aquel colapso, con el fermento de acerbas pasiones, la
prensa aumenta la hoguera. Algunas meditaciones sobre
ese congreso que tan a conciencia parecía haber elaborado
la carta constitucional, arrojan lampos de claridad en la
noche que se aproxima. Desde luego, aquel poder fuerte
de que hablaba Rivadavia para dar más cohesión a su pen-
samiento centralista, fué ilusión en sus manos y realidad
en el régimen rosista del federalismo. Aquellas palabras
que invocando a unitarios y federales, fueron lemas de
banderías arrolladoras, poco dicen del doctrinarismo de
esa constitución, que según Gorriti fué rechazada por los
caudillos del interior, no porque fuera federal o unitaria,
sino porque simplemente, era una «Constitución».
Con la ley de la Capital, quiso Rivadavia poner en
movimiento un resorte vital para el organismo argentino,
y sólo desgajó la rama principal del árbol donde consumó
su sacrificio patriótico. ¡Qué contraste entre ese centro
urbano absorbente y el poco arrastre de sus impulsos! Allí
había fuerza y razón, pero la debilidad de un gobierno
personal malograba su acción conducente. Puro espejismo.
Rivadavia daba fisonomía al poder ejecutivo y esa influencia
trascendía a sus partidarios y voceros; empero, no se alcanza
a comprender cómo el fundador de ese gobierno y el adalid
de un sistema, abandona su programa, cede al caudillo
y mutila su figura histórica. Porque no es posible olvidar
al Rivadavia del año 12, al poderoso triunviro terriblemente
autoritario, al gran ministro de Martín Rodríguez, al pen-
sador y al filósofo de las múltiples reformas que a la vuelta
de Europa dentro de un lustro, pareciera desnutrido de
omnipotencia, que cambia de carácter y renuncia casi sin
combate bajo la presión de factores distantes y de segundo
147
grado. ¿O es que el Rivadavia presidente es sólo un símbolo
de gobierno, una imagen de soberano destronado? Si Do-
rrego estimula a los caudillos enemigos del orden, también
Rivadavia contaba con recursos como no poseyó antes,
con gravitación, dinero y armas.
El presidente Avellaneda, que penetró la psicología
rivadaviana como ninguno de sus panegiristas, es quien
acierta, cuando nos dice: «Estas no son las causas históricas
del inmenso desastre» y se responde en pocas líneas, subs-
tanciosas como concentrados químicos: «El régimen de los
unitarios desapareció porque, después de haber instituido
un gobierno y colocándolo sobre su asiento natural, lo
abandonó sin combate, delante del peligro». ¿Qué fuerzas
telúricas, preguntamos nosotros, en esos años de ausencia,
dan cabida a semejante transformación? ¿Es acaso el roman-
ticismo político, la varita mágica que hace del piloto de la
nave y del estadista un despreocupado soñador? ¿Cómo
aceptar ese trastrueque de la voz de mando, en simple
canto discursivo de proclamas y decretos? Y finalmente
digamos: ¿si no le fué posible compulsar sobre el antro de
ese abismo su posición cumbre, en la cima del poder fué
acaso incomprensión del aduar y del rugido de la mon-
tonera? ¿No era aquello una nueva redistribución de fuerzas
y de acomodación política?
¡Es evidencia palmaria que en el gran Rivadavia se había
esfumado la fortaleza del luchador, reemplazado por un ser
mayestático e intangible! Así, rehusa la empresa ofensiva
y para la defensiva le basta el ceño adusto o alguna palabra
despectiva; o simplemente la obcecación egolátrica. En su
admirable retrato del grupo unitario, Avellaneda dibuja los
rasgos más notorios: « . . .presumían — dice — demasiado de
sí y tenían por sus adversarios un desdén altanero. . . vivían
escuchándose los unos a los otros bajo las leyes de una
cortesanía que ha quedado memorable en nuestros fastos
sociales; y no tenían quizá una conciencia bien clara de las
148
fuerzas políticas que se habían desatado contra su obra. . .
Su pasaje por el poder no puede ser más ruidoso, lleva
consigo una atmósfera de fiesta. . . cada decreto se convierte
en una oda o en un himno. . . De esta situación engañosa
de los espíritus. . . no era difícil que saliera la abdicación
del gobierno sin combate, y la dichosa explicación...:
seremos llamados! * 14.
Otro publicista, que sobre la misma huella ahonda la
inquisición de esa causalidad, explica el ostracismo rivada-
viano en el: «Cambio del campo de acción», y en ciertas
«circunstancias adversas». Ya no era solamente la provincia,
sino todo el virreinato en lo físico y lo social, amén de la
colaboración del caudillo en contraste con las cualidades
civiles de Rivadavia, a quien por omisión «la lección de
cosas» del interior, le hubiese sido más provechosa. «Su igno-
rancia de la realidad provincial», originaba «la falta de
adecuación entre el sistema de Rivadavia y la materia a que
se aplicara». Luego, las circunstancias hicieron irreductible
la incompatibilidad, como esa prematura federalización de
Buenos Aires, a que hemos aludido, la hostilidad de Cór-
doba, el juego disolvente de la actuación de Dorrego, la
desaparición de Arenales en el gobierno de Salta, la depre-
sión monetaria, el fracaso de la explotación minera, etc.
Y lo más grave aún, el estéril triunfo de Ituzaingó «que al
vencedor que ofrecía la paz creyó el vencido que podía
dictarla». Tal abandono de la lucha, o esa «deserción»
como agriamente denominaron los lavallistas al descenso
del primer magistrado, trájole una larga agonía moral, sin
que pudiera realizarse la famosa profecía de la vuelta al
gobierno.
El federalismo que se preconizó de inmediato, en contra-
dicción a la unidad de régimen de la malograda constitu-
ción de 1826, era para Groussac con más justeza, teórica
M Véase La Biblioteca, t. IV, p. 235 y sigts.
149
y prácticamente «una simple aparcería de gobernadores >,
de modo que el «partido de Dorrego vino a ser el rebaño
de Rosas». En suma, la proclamada oposición y franco
repudio de la Constitución unitaria, no erigió un verdadero
federalismo porque no consolidó el vínculo nacional 15.
Digamos para terminar que, este final del Congreso, su
cierre efectivo, fué con la clausura de la tribuna el silencio
parlamentario en el debate libre de las ideas por veinti-
cinco años!! IC.
15 Groussac P., Estudios de Historia Argentina a propósito de El doctor don Diego
Alcona, p. 159 y sigts.
16 La desaparición del gobierno de Dorrego, consecuencia del motín militar, trajo
con el desconcierto un estado de indecisión en los espíritus, que no bastó a conju-
rar la crisis, la colaboración de la gente supuesta de mayor gravitación. Las vaci-
laciones de los bandos en pugna, así como la carencia de conductores en la desarti-
culación política y administrativa de Buenos Aires, acarreó males sin cuento. La
sublevación del Io de diciembre de 1828, que dió el mando gubernativo al general
Lavalle, le exigió una atención preferente de lo militar sobre lo civil de la vida del
pueblo, a punto que hubo de recurrirse a medidas de emergencia no siempre atina-
das ni fructíferas. El desorden se ahondó en perjuicio visible de la autoridad cons-
tituida, que pasó a ser simplemente delegada y por ende sin prestigio ni arraigo.
Una iniciativa de trascendencia sin embargo, hubo de ser la formación del «Con-
sejo de Gobierno» inaugurando una nueva etapa que fué breve, con el propósito
de enderezar un organismo que pedía respaldo contra la anarquía ambiente. Suplía
en cierto modo este cuerpo, la falta de legislatura, acéfala como estaba la Provincia
de uno de sus poderes. Se percibía, a no dudarlo, una conciencia acerca de la urgente
necesidad de mantener el orden público «contra la barbarie», aspirando como reza
el texto del decreto del 4 de mayo de 1829 «al exterminio de los salvajes y de los
hombres que se han afiliado con ellos». El gobierno contó con Del Carril, Alvear y
Díaz Vélez como ministros, y el Consejo quedó compuesto por los generales Puey-
rredón, Cruz, Viamonte y Guido; y por los doctores Diego E. Zavaleta, Manuel
A. Castro, V. San Martín, M. B. Gallardo, D. Guzmán, F. Alzaga y B. Ocampo,
bajo la presidencia del general Soler.
A todos estos personajes animaba un espíritu de concordia y si en un principio
sus atribuciones se limitaron a deliberar y a aconsejar, lo cual era ya promisorio
en ese caos social, más tarde se aplicaron a «proponer medidas útiles al bien del
país». Empero su existencia no pasó de dos meses quedando el cuerpo disuelto el
6 de julio, luego de haber actuado en siete sesiones, en las que Zavaleta se destaca
siempre como hombre experimentado y de consejo. El espíritu transaccional fué
predominante en todos los miembros, derivando hacia la fórmula de la conciliación
de Lavalle y Rosas, vale decir, el acuerdo entre la ciudad y la campaña. Fué expre-
sión de ese sentimiento las convenciones llamadas de Cañuelas y Barracas, que
además de sus cláusulas públicas, inscribieron otras de carácter secreto como com-
plementarias. Por esa convención de Cañuelas se ponía término a las hostilidades
y se restablecía el orden institucional llamándose a elecciones de gobernador, que
150
en definitiva lo fué el general Viamonte, quien se dio a la tarea de la pacificación
general. Con todo, su influencia fué menoscabada por el prestigio creciente de Ro-
sas, quien absorbió totalmente la opinión en su favor, sobre la base fuerte de las
milicias que comandaba. En ese breve período tuvo significación y alguna eficacia
el denominado «Senado Consultivo» originado en el acuerdo de Barracas del 24 de
agosto, ya mencionado. El nuevo cuerpo, integrado por 24 miembros, contó con el
Deán Zavaleta en su carácter de presidente del Senado eclesiástico, como igual-
mente con el presidente de la Cámara de Justicia, el gobernador del Obispado,
el Prior del Consulado y el general Decano, todos ellos como miembros natos
de la corporación. Los 19 miembros restantes, se proveyeron directamente,
recayendo en ciudadanos de significación. Su labor fué de más trascendencia que
la del extinguido Consejo, pues dispuso de mayores atribuciones pero con un
resultado efímero, minado por la escisión interna de los federales descontentos, a
quienes Rosas calificaba de «federales de categoría» para distinguirlos de la plebe
que vitalizaba el partido. El doctor Zavaleta, en su unidad invariable de conducta,
participó serenamente en las cuestiones de política exterior que por entonces urgían
soluciones prudentes; entre otras, el examen de la difícil Constitución del Uruguay,
consecuencia de la Convención preliminar de Paz, celebrada entre la República y el
Brasil. El Senado Consultivo tuvo su última reunión el 23 de noviembre de 1829,
con asistencia del gobernador Viamonte y de sus ministros. Había llegado al tér-
mino de su misión, después de haber dado «vida y marcha » al pueblo, que había
encontrado «esquelético», según lo afirmó el primer mandatario. Los senadores
fueron celebrados por haber cumplido su juramento de bien público «en circuns-
tancias que nuestro desgraciado país se hallaba al borde de su ruina». Mientras
tanto, la masa popular se había impuesto ya en la catapulta de la reacción federal
con Rosas a la cabeza.
151
Capítulo
IX
DEL REGALISMO Y SU SECUENCIA
EL PATRONATO NACIONAL
Por razones de extensión y la finalidad de esta biografía,
no abordaremos el tema de las doctrinas políticas. Sin em-
bargo, nos es menester resumir el concepto regalista de
Rivadavia, como característica de un criterio difundido en
toda América entre civiles y eclesiásticos. Y ello es tanto
más indicado, cuanto que se derramó abundante tinta con
visible confusión entre el llamado «despotismo ilustrado»
y el activo «liberalismo de la Revolución». Olvídase por lo
común que el siglo xvm es un momento crucial de la his-
toria, que mirando al «orden jurídico» ve al Derecho como
un medio subordinativo que, según el profesor Juan Cristian
Wolf (Institutio Juris Naturae et Gentium, 1756), tiende a
conseguir la perfección humana. Es decir, que en el juicio
sobre la capacidad de perfección del hombre, consiste la
diferencia entre el despotismo ilustrado y el liberalismo
revolucionario con alcance éste, más político y social que
filosófico y legislativo. El régimen autoritario, como re-
cuerda Beneyto \ toma su primera postura de una formu-
1 Juan Beneyto, Historia de las Doctrinas Políticas, Madrid, 1948, p. 306 y sigts.;
p. 364 y sigts.
153
lación de los deberes del príncipe, «éste se encarama bien
pronto reafirmando la necesidad de su institución, sin per-
juicio de deformar la teoría de los deberes en una ideología
direccionista que reduce los derechos del pueblo a la decla-
ración de que el rey ha de considerarse a su servicio». Tres
etapas se señalan en la marcha histórica hacia el despotismo:
absolutismo práctico, absolutismo doctrinal y finalmente,
absolutismo ilustrado. Con la educación de las clases diri-
gentes, se crean núcleos responsables de la vida política
con que se pretende destruir los prejuicios, ciertas institu-
ciones y se deja que la libertad dirija la vida social. En suma
se alcanza el absolutismo centralizador, la defensa del poder
civil frente al poder eclesiástico, o sea del regalismo, lo que
se ha llamado el «furor de gobernar».
Como aclara el autor citado, en presencia de la proli-
feración legislativa, la política regalista no constituye ele-
mento absoluto de tipificación en ese momento; mas en
el «furor de gobernar» hay una causa que liga el fenómeno
a la preocupación de "dirigir" a los pueblos. El movimiento
cultural se hace una internacional patricia en ese siglo, con
círculos cerrados como los descritos por Rousseau: La
societé de gens de mérite por ejemplo, que hace de común
denominador con la influencia de los intelectuales. Es un
espejo diríamos, de la presuntuosidad unitaria, en el período
rivadaviano argentino, como lo hemos dicho en el párrafo
segundo del capítulo anterior. Culmina, entre nosotros, ha-
ciendo del gobernante un filósofo práctico que habla y
promete «la felicidad de la nación».
Rivadavia hablaba también del laicismo filantrópico que
le endereza además, a fuer de liberal, a la tolerancia de
cultos, con que sellará la vigencia del tratado con Inglaterra
en 1825. Sus antecedentes están en las instituciones de
Virginia, Maryland y Carolina del Sur, en las que con la
enmienda Madison se fundamenta la tolerancia en la actitud
religiosa a favor de concesiones diversas. Todo se auna así
154
para elaborar ampliamente los principios de los derechos
del hombre, emancipando la persona con dos significados
elocuentes: el liberalismo revolucionario, que reduce la acti-
vidad gubernativa por virtud del consentimiento popular
en la acción política; y el individualismo enaltecido que
hace su fortuna en las decisiones de las mayorías electoras.
La libertad de igualdad se forja como consecuencia, en un
fondo común ideológico, que recoje todas las constituciones
del siglo xix: libertad de tránsito, libertad religiosa, libertad
de imprenta, de asociación, de enseñanza, de petición y
reunión, etc.; igualdad ante la ley, con prescindencia de las
viejas prerrogativas de sangre o de nacimiento, de los fueros
personales o los títulos de nobleza; igualdad en la base de
las contribuciones y de las cargas públicas. Las acciones
privadas se reservan a Dios, exentas de la autoridad de los
magistrados, cuando no ofenden al orden y a la moral
pública. La evolución ideológica o su renovación si se quiere,
en las declaraciones americana del norte y francesa, erige
como un símbolo nuevo el «Orden público».
Si aceptamos con H. Laski (La Edad de la Razón), que los
filósofos y los economistas no provocaron la revolución,
pero que sin ellos, resulta evidente, que no hubiese sido
la que conocemos, corresponde deducir que ciertos nombres
hicieron de palanca poderosa en el movimiento político
y cultural de América, donde soplaba el viento de las teorías
más avanzadas, productos del salón, la logia y el club.
La línea regalista, se estimulaba en nuestros teólogos,
verbigracia, con G. Mayáns que en Observaciones sobre el
concordato de 26 de septiembre de 1753, escribió una dedica-
toria al rey por demás maquiavélica. Ve, en efecto, en el
Sumo Pontífice al que «sabe condescender con franqueza
de ánimo en las justas pretensiones de un rey católico,
que bien informado de sus reales derechos, y considerando
la relación que tienen con las cosas eclesiásticas, desea ejer-
citarlos en beneficio de sus vasallos, haciéndolos también
135
respetables con la autoridad de la suprema cabeza de la
Iglesia Católica». Bien se comprenderá, que tan alta autori-
dad no habría de pasar inadvertida ni echarse en saco
roto, por los hombres de Mayo, conocida su actitud com-
bativa en la Asamblea Constituyente de 1813, o en el
Congreso de Tucumán de 1816, donde el pueblo se cuadra
románticamente contra la tradición y contra el soberano
absoluto. Los demócratas de entonces, libertarios e iguali-
tarios, son eco de los ideólogos y publicistas que inundan
a la opinión con «apuntamientos», «juicios», «avisos» o
discursos» que pululan en los archivos según la postura
elegida sobre los puntos reformables, obedeciendo a los
«iluministas» dentro de sus logias, en sus sociedades de
amigos del país, o en academias que se propiciaban desde
los grandes centros de Londres, de París o de Roma, todas
anhelosas de nuevas ideas, de hermosas ilusiones de progreso
con marcado desprecio por lo que fué. Pero ese liberalismo
no es el regalismo.
El furor de gobernar, la fiebre de organización, las elu-
cubraciones de Moreno en sus notables escritos, o las de
Rivadavia en sus leyes que vislumbran enmiendas al propio
Montesquieu en el sentido de encarnar su «Espíritu de las
Leyes» en el «Espíritu de los Pueblos»; los decretos, los
bandos y proclamas son como registros de hechos tradu-
cidos de la voluntad popular y escritos enfáticamente en
idioma arrogante. Desde 1820, el partido unitario a fuer
de idealista, arrastrado por la corriente «ilustrada», veía
en la fórmula del «Contrato Social» de Rousseau un Estado
ideal, en cuya estructura debía imperar un orden político
protector, sin violación de los derechos humanos, condu-
cidos «sabiamente» por una centralización jurídica del
gobierno. De ahí que el vocablo «constitución» en 1819
y en 1826, representaba en ese estado de <• inconstitución»,
precisamente, más que la ideología comprensiva de todos
los derechos previstos y respetados, la verdadera fórmula
156
de la felicidad. Vinculados a las reflexiones y al teorismo
literario de la revolución francesa, creaba un estado emo-
cional que anudaba una solidaridad o un mimetismo de
identificación.
Por otra parte, los unitarios en general y Rivadavia
en particular, admiraban a Bentham en su utilitarismo
revelador de una concepción benéfica del Estado. Sistema-
tizar postulados acerca de la mejora de la humanidad o de
su felicidad, era un doble programa filantrópico a la usanza
franco-inglesa del momento. Rivadavia se sentía bien inter-
pretado en Principios de Moral y Legislación de este autor,
encontrando definida la sociedad política como conjunto
de individuos que saben obedecer a una persona o grupo
de personas, reconociendo los elementos o factores de
gobernantes y gobernados. Para él, promover el bienestar
fué siempre crear un mayor valor en la utilidad del gobierno.
No le importaba que la teoría no se ajustase enteramente a la
historia vivida, pero deseaba un desquite contra la Santa
Alianza creyendo en Bentham, quien ya en 1793 había
escrito su vigoroso libelo reclamando la emancipación de
las colonias, como lo repitiera en 1828 en favor de Canadá.
Rivadavia todo lo reglamentaba porque vivía en éxtasis
ante los principios. Su ministerio y su presidencia aparecen
robustecidos así por aportaciones de distinta procedencia
europea, ora francesa o inglesa, ora española, en un orde-
namiento político que estimaba civilizador para enmarcar
esa acción del poder público dentro de una misma área
de soberanía. Esto nos explica su espíritu reformista y el
del grupo histórico, que levantaba su mirada por cima de
las faenas del campo, las bodegas de los barcos, las estan-
terías y depósitos de las tiendas y el mostrador de las pul-
perías. Descubrimos en ese espíritu de reforma algo que nos
explicamos con concepto de estetismo; o sea, una política
que bien podemos calificar de «política barroca» en el sen-
tido dado por Benedetto Croce, como fenómeno histórico
157
de conmoción y pompa, de afán de novedad. Una incohe-
rencia coherente, pasando por el más sutil intelectualismo
al más crudo verismo, antitesis de coraje ampuloso, de
estupefacción necesaria para armonizar con el furor de
gobernar.
Con criterio de probidad entonces, no se vislumbra la
reforma eclesiástica con propósitos sectarios. La propaganda
posterior de Rosas abroqueló con fuerza imperiosa a los
espíritus timoratos y de ahí, se intensificó una opinión
hosca al contenido intencional confesado de la consabida
reorganización claustral. Es curioso que trocada la acción
gubernativa en estigma de demérito, no se reparase más
tarde por exceso de celo rosista en dos circunstancias deci-
sivas: la primera, que la reforma no rozó siquiera lo santo
y lo dogmático, cuidando de no confundir la Iglesia ni la
religión con algunos de sus miembros; la segunda, que la
ejecución censurable e indiscreta de ciertas resoluciones
administrativas, avanzadas evidentemente sobre el derecho
de propiedad y la libertad individual, no fueron obra del
Deán, sino de su homónimo el Provisor, con quien poco
o nada le ligaba. Y todavía, podría añadirse que la reacción
partidaria echando leña a la hoguera de la aldea, dió jerar-
quía filosófica o ideológica de modo equívoco a lo que no
pasó de ser, en buena parte, un conflicto conventual, o
mejor dicho tal vez, un conflicto jurisdiccional. Había que
optar entre la dictadura de los estatutos congregacionales
y la dictadura de la desobediencia, ya que como quiere el
doctor Carbia (loe. cit.) ella fué del claustro. La ley de 1822
sólo pudo ser calificada de tal modo por un regalismo consti-
tucional subordinador, encauzado en la corriente puesta al
servicio del «orden público >. Claro está que dicha ley no
resultaba ortodoxa, pero tampoco aparece sectaria. Por lo
demás, eludiendo en el régimen del Estado de derecho toda
inmisión en el control de la Iglesia, guardó a ésta sus res-
petables garantías tradicionales. Vale decir que la ley no
158
atacó la vocación y la práctica religiosa, ni afectó en el
fondo el ejercicio de la autoridad prelaticia, pues que los
prelados no tuvieron por qué considerarse, de hecho o de
derecho, funcionarios del Estado. Lo grave y propio de los
asuntos internos y externos de la Iglesia como institución
sagrada, y ello es esencial, no fueron interferidos, aunque
sobreviniese alguna fricción esporádica, corolario del furor
gubernativo. Mas en verdad, no se creó por ello ruptura
propiamente dicha en las vinculaciones, ni la Santa Sede
alteró el statu quo. Ambas partes anhelaron normalizar las
relaciones diplomáticas, en suspenso por obra de la eman-
cipación, o sea por la quiebra del vínculo con la corona
de España.
Para fray Abraham Argañaraz, ilustre cronista francis-
cano 2 < don Bernardino Rivadavia nunca fué un hereje ni
un libre pensador vulgar: hombre austero en el fondo,
melifluo en la corteza, demo-aristocrático en el sentimiento,
patriota honrado; sobrecogido ante las demasías de 1820
y sus consecuencias; reformador por genio y de espíritu
emprendedor... puso mano a la reforma general...».
Tampoco ve en Rivadavia al autor exclusivo del regalismo
exaltado, pues que tuvo su preludio con el secretario de la
Junta Mariano Moreno, quien se presentara personalmente
en el convento de San Francisco el 23 de noviembre de 1810,
intimando la nulidad del capítulo celebrado el 25 de mayo
y el nombramiento del Provincial electo, obligando en el
término de seis horas a entregar los sellos y registros y
convocación de nuevo capítulo, que se celebró tiempo más
tarde eligiendo a fray Cayetano Rodríguez, lo que el cronista
califica de «cruzada anticanónica y temeraria». Agréguese
a estos antecedentes las «decisiones cismáticas» de la Asam-
blea General Constituyente de 1813, que prohibió al Nuncio
Apostólico residente en España, ejerciera jurisdicción en el
Crónica del Convento grande de Buenos Aires, cap. XVII, p. 42 y sigts.
159
Río de la Plata 3, desconectando asimismo a los regulares
de sus respectivos prelados, y nombrando Comisario Gene-
ral de todas las comunidades religiosas al R. P. Ibarrola,
cuya conocida carta circular fué un alegato más, por la
independencia nacional; episodios estos de matiz revolu-
cionario que extienden la responsabilidad a toda una gene-
ración, que fué expresión colectiva de una manera de sentir
y obrar, con que dió fundamento legal intervencionista a la
obra posterior del ministro porteño, cuyos decretos sucesivos
le conducen al estatuto legal de 1822, de «orden público »
según la interpretación legal, histórica y conceptual de los
hechos ocurridos. El regalismo y sus secuencias, limitados
en la órbita actual del Patronato Nacional, eran explicados
en el siglo xix por la sistematización de la doctrina jurídica
del «orden público» vigente.
Empero, este problema no fué solamente argentino, lo
fué continental. En pleno separatismo resultó difícil con-
trolar la tergiversación que se hacía de las relaciones con
la Curia romana, tanto que no pareció arbitrario a algunos
publicistas, atribuir falsamente a los clérigos americanos el
propósito avieso de un cisma religioso; o acaso, de una
disidencia en un levantismo forzado en lo espiritual.
El abate de Pradt, en su obra L'Europe et L'Amerique en
1821 4, aludía a la necesidad de conceder en materia ecle-
siástica una gran autonomía a toda Hispanoamérica; y en
la aparecida en 1825, que tituló Verdadero sistema de la Europa
respecto de la América y Grecia 5 como reza la traducción
española, subrayaba que era cuestión primordial la insti-
tución de los obispos, que «el uso convertido en derecho»
ha vinculado a Roma. Para el autor era de todo punto
urgente que en el Congreso de Panamá, a propuesta de
3 Redactor de la Asamblea, n° 11, p. 42 y sigts.
4 Edición de París, 1822, volumen II, cap. II.
6 Edición de París, 1825, volumen II, pp. 99-118.
160
Bolívar, se tomase «una determinación que fuese común
a toda América».
El desorbitado abate de Pradt sintetizaba su consejo en
esta forma: --...debe la América extender sus miras más
lejos, y a este efecto abrazar un orden de cosas común,
fundado en el espíritu del catolicismo, y al mismo tiempo
en las reglas de la justicia, de la razón y de sus intereses; la
reunión de Panamá es una ocasión admirable y al mismo
tiempo un poderoso medio de fuerza; pues si alguna cosa
es capaz de impresionar a Roma y de conducirla a reflexionar
con madurez, será ciertamente la súplica reverente pero viril
de todo un Continente, que no pide más que el alejamiento
de todo obstáculo a la conservación de su culto. El mundo
no habrá visto nada tan nuevo y tan grande» 6.
Bolívar, en efecto, presentó tres ponencias al Congreso
de Panamá, en el deseo de obtener la conformidad de todo
el Continente hispanoamericano. Las tres proposiciones
fueron:
Io) Que en cada Estado hubiera un Patriarca que arre-
glara las diócesis, concediera el palio a los metropolitanos
y la institución canónica a los obispos que fueran presen-
tados.
2o) Que todos estos obispos tuvieran como facultades
natas las que antes se concedían llamadas sólitas, (es decir,
para dispensas matrimoniales).
3o) Que en cada diócesis los regulares estuvieran sujetos
a los ordinarios.
Quedó así planteada por Bolívar, la cuestión político-
religiosa. Buenos Aires, ' no abrió opinión ni concurrió.
No podían pues, recogerse efectos inmediatos o positivos,
como que tal conferencia panamericana tuvo un carácter
6 Blanco Azpurúa, Documentos para la Historia del Libertador, t. X, p. 98 y sigts.
161
innocuo, pese al idealismo de sus propósitos y a lo noble
de la solidaridad propugnada entre hermanos. En esta
espinosa materia, debe consignarse por su influencia moral
la carta del Pontífice Pío VIII al gobernador de Buenos
Aires, entonces el general Juan J. Viamonte, datada en
Roma el 13 de mayo de 1830, preconizando la elevación
de la Santa Sede por. sobre el problema político de la Inde-
pendencia Argentina con respecto a la corona de España.
No entra por cierto, en el plan de este ensayo, vuelvo
a repetir, profundizar la cuestión del patronato, no obstante
su innegable interés para la historia constitucional; ni tam-
poco el detenernos a exhumar los argumentos de la apasio-
nada e ilustrativa polémica debatida en ocasión del nom-
bramiento del vicario apostólico doctor Mariano Medrano
y de las bulas expedidas en favor de monseñor Escalada.
Sobre lo mucho escrito y publicado, basta mencionar, por
razón de época, la acción gubernativa del ministro Tomás
M. de Anchorena, versado canonista, cuando refutó el
«Memorial Ajustado» del fiscal Agrelo, impugnando sus
principales proposiciones, como base y principios de estas
relaciones entre la Iglesia y el Estado. Empero, la tesis del
fiscal, reasumió de entonces al presente la defensa del Patro-
nato Nacional con la ratificación del regalismo.
Invitado en consulta el Deán Zavaleta, pues que su pres-
tigio se mantenía incólume como teólogo y hombre de
estado, habremos de revelar una vez más su modalidad,
trascribiendo de su respuesta un breve párrafo que nos
sitúa en el punto crítico de un examen de su conciencia,
que en definitiva, es acto de lealtad consigo mismo. Tenía
entonces 66 años de edad, y un esfuerzo de esta naturaleza
resultábale gravoso y hasta «desagradable — dijo — por cir-
cunstancias particulares que ignoran pocos, y que sería
indiscreto como impertinente detallar». Así pues Zavaleta
sólo anticipó con ánimo sincero en lo personal, lo siguiente:
«Voy pues a emprenderla (la tarea), aunque con la conciencia
162
de que mis esfuerzos, sean cuales fueren, sobre inútiles al
noble objeto que se propone el Govierno, serán siempre
insuficientes a corresponder de un modo digno a la con-
fianza y alto honor, que me ha dispensado al exigirme el
dictamen sobre una materia tan grave y de tanta trascen-
dencia para la República y aun para la América entera.
Ellos, sin embargo, serán la mejor y más relevante prueba
que puedo darle de mi respeto y obediencia a la autoridad
suprema del Estado; y por otra parte, me proporcionarán
la oportunidad siempre grata para mí de repetir y ratificar
la profesión pública de mi fe política; y prevenir en parte, los
ataques que en razón de las opiniones que vierta, pudieran
hacerse a mi fe religiosa: obligaciones sagradas, de que no debo
desentenderme». (Damos in extenso en el apéndice el dicta-
men consultivo del Deán, fechado el 10 de marzo de 1834,
incluido en el «Memorial Ajustado».)
Conviene que aclaremos en esta oportunidad que, satis-
factoriamente liquidada la discutida Misión de monseñor
Juan Muzi, se honraba con el nombre de Zavaleta la nota
oficial del 31 de enero de 1831 a propósito de la presentación
episcopal. A este respecto debe tenerse presente que dicho
nombre en la terna procedió del gobierno federal, no obs-
tante que Zavaleta fuése tenido por conspicuo unitario.
He aquí lo más substancioso del documento del 31 de enero,
firmado por el doctor Anchorena, y que en copia autenti-
cada obra en nuestro poder:
«. . .resultando de este expediente que el gobierno pro-
visorio de la Provincia dirigió al Sumo Pontífice una carta
oficial con fecha 8 de octubre de 1829, en que después de
protestarle con la mayor buena fe que el gobierno argentino
reconocía en Su Santidad como sucesor de San Pedro, el
primado de honor y jurisdicción en la Santa Iglesia, y que
sólo en su poder estaba la dispensación de las gracias y el
remedio de los males espirituales, le manifestaba que, la
escasez de Ministros para el culto de esta Provincia llegaba
163
a términos de no contar con los necesarios para proveer
los curatos de campaña; que carecíamos de arbitrio para
remediar este mal por falta de obispo diocesano, y que por
no existir tampoco algún otro en proporcionada y accesible
distancia, tocábamos el extremo del conflicto en aquella
parte; que además, no alcanzando las facultades de los
Vicarios Capitulares para ocurrir a otros muchos daños
que en la elección de estos mismos habían causado los des-
órdenes interiores, que a su vez también habían ocurrido
para aumentar el mal del país, no se encontraba un medio
de tranquilizar conciencias y restituir la paz interior del
espíritu de sus católicos naturales; y que en fuerza de tan
críticas y apuradas circunstancias, acercándose el gobierno
Provisorio al Santísimo Padre con todo el respeto y consi-
deración que le inspiraba el conocimiento de su alta digni-
dad, reclamaba de su paternal bondad y notorio celo por
el logro de los fines que se proponían en aquel ocenso, se
sirviese destinar un obispo, si no con jurisdicción ordinaria
en toda la antigua diócesis de esta ciudad y capital de Buenos
Aires, al menos con título de in partibus in fidelium, pero
autorizado competentemente para reformar, separar y reva-
lidar lo que fuese conveniente, y no estuviese en contradic-
ción con las leyes vigentes de este País, asegurándole a Su
Santidad que al elevar esta súplica se consideraba en el deber
de proponer para el caso correspondiente al doctor don
Diego Estanislao Zavaleta, deán de esta santa Iglesia Cate-
dral, y al doctor don Mariano Medrano, cura de la Iglesia
Parroquial de N. S. de la Piedad, a quien el Illmo. Arzobispo
Filipense don Juan Muzi, Vicario Apostólico se sirvió nom-
brar en 5 de febrero de 1825 Delegado Apostólico en la
Iglesia de Buenos Aires con todas y cada una de las facul-
tades de que goza un Vicario Capitular en Sede Vacante;
y que gustaba el Gobernador Provisorio de la más lisonjera
satisfacción por haberle tocado la suerte feliz de transmitir
al conocimiento de Su Santidad su sincera disposición para
164
concordar en la forma correspondiente con Su Santidad
sobre un plan de comunicación entre la Corte de Roma
y este Gobierno, y demás puntos concernientes al bien de
la Iglesia, y a los derechos de una Nación Independiente. . . >N.
Por el choque de la opinión fiscal y la limitación que
opuso el Senado del Clero (25 de febrero), el gobierno se
vió compelido a cortar el conflcto jurídico-canónico plan-
teado; y sin desmedro del legalismo, sin esperar siquiera el
giro de los trámites en la Secretaría de Estado vaticana,
dio un nuevo decreto, pronunciándose definitivamente en el
reconocimiento del Vicario Apostólico monseñor Medrano
con el carácter legítimo que investía de Obispo de Aulón,
(marzo 23 de 1831). Por las modalidades de esa resolución
gubernativa, el Senado del Clero nombró al deán Zavaleta
y al canónigo Miguel García para acordar con dicho obispo
el ceremonial y prerrogativas pontificales. Una pequeña litis
se produjo sobre el uso del palio, que Angelis llamó: «Decla-
ración de un punto de liturgia eclesiástica; »; folleto que fué
contestado con otro, suscripto por «Unos Eclesiásticos» en
apoyo del Deán. En síntesis, convengamos en que la réplica
no fué óbice para que los ministros del altar asintieran plena
y sumisamente en la conciliación y buena inteligencia con
la Silla Apostólica 7. Y aun más, por lo que toca a la posición
personal del recordado binomio Medrano-Zavaleta, donde
cabe todavía una palabra cordial de la que se desprende
también, no sólo el rasgo de la disciplina eclesiástica, sino
la obediencia ejemplar de quienes fueron en la cátedra
Carolina, colegas de insigne precedencia. Bien pudo vislum-
brarse para el futuro, el respeto y armonía a que obligaba
7 La Gaceta Mercantil, año 1831, n° 2160 del 8 de abril: «Exposición del venera'
ble Senado Eclesiástico (compuesto de Diego E. Zavaleta, Valentín Gómez, Pedro
Vidal, Santiago Figueredo, Bernardo de la Colina, Saturnino Seguróla, Roque Illes-
cas y Miguel García) al Gobierno, relativamente al nombramiento de Vicario Apos-
tólico en esta diócesis en la persona del obispo de Aulón y cura rector de La Piedad,
doctor don Mariano Medrano'-.
165
la jerarquía y la dignidad personal de ambos, pues que en
bien de la Iglesia, jamás exteriorizarían otras discrepancias
que las meramente humanas de índole política. Y como era
lógico, monseñor Medrano fué preconizado obispo titular
de Buenos Aires, tan pronto se recibieron las bulas de
diocesano al año siguiente. El gobernador Viamonte no
hizo objeción alguna al «pase» acordado por decreto de
24 de marzo de 1834, prestando Medrano el juramento
de rigor.8
Para terminar y a fin de no hacer caso omiso de las
últimas consecuencias políticas y no religiosas que sobrevi-
nieron de la reforma rivadaviana, recordaremos un antece-
dente administrativo en materia de patronato, donde Rosas
ya en la silla de gobernador y en disidencia con el decreto
de Viamonte, mostróse tan regalista como Rivadavia. En do-
cumento que se guarda en el archivo de Mendoza, previene
a los gobernadores provinciales acerca de lo «inexorable en
consultar y ejecutar cuanto convenga al sostén y crédito
de la soberanía de la República» a propósito de las re-
laciones entre el Estado y la Santa Sede. Más terminante
aún, cuando declara sin fuerza ni valor alguno las bulas,
breves, rescriptos pontificios y documentos en general ema-
nados de la Silla Apostólica, que de 1810 en adelante
no hubiesen recibido el correspondiente pase o exequátur
del Gobierno. (Registro Oficial N° 2713, pág. 368, en febrero
27 de 1837).
Por otra parte, no sería completa la referencia si no
agregásemos la actitud personal del propio Rosas con res-
pecto al obispo Medrano, haciendo mérito de la orden que
le expidiera el 7 de diciembre de 1836, que el prelado acató,
de dirigir al pueblo una exhortación al final de los sermones
«para que se mantenga firme el sostén y defensa de la ex-
8 Original, n° 155, carpeta n° 2. Reproducido en la Revista de la Junta de Estu-
dios Históricos, t. VI, p. 246.
166
presada causa nacional de la Federación > 9. Esta intromisión
resultaba tan arbitraria y anticanónica, como los impugnados
decretos del «presidente heresiarca>. Rosas se proclamó
defensor de la religión, y como lo recuerda un autorizado
publicista que comenta la sagacidad del caudillo porteño
cuando subió al poder: «fuése que en realidad le inspirase
el espíritu religioso, fuése por conveniencia política, es lo
cierto que fué el primer mandatario que se acordó de que la
Iglesia de Buenos Aires carecía de Pastor. Al efecto, impone
al Cabildo Eclesiástico la persona del doctor Medrano que
había defendido los derechos de la Iglesia contra sus perse-
guidores unitarios» 10. Su influencia sobre Medrano es más
visible todavía en la «circular» de éste, en mayo de 1837,
publicada en el Registro Oficial de ese año, donde se con-
fundía la plática religiosa con el sahumerio a la «Santa
Federación>; especie de haz de fuerzas morales sobre los
feligreses a quienes el prelado decía: - Que llevando la divisa
federal, hacen un servicio singular a su patria, a su familia
y a sí mismos». Fué lamentable su orientación política,
— dispar en absoluto con la del Deán Zavaleta — , cuando
en el templo el pastor de la grey se manifestaba «por el sis-
tema federal», «el único — a su juicio — que nos impide
seamos víctimas de las más negras pasiones y veamos correr
la sangre inocente de nuestros propios hermanos*. ¡¡Era la
conjunción de la política con la religión, aconsejando las
preces cotidianas por las almas de Quiroga y de Dorregoü
Con esta condescendencia, interpretada como licencia
oficial en el lenguaje, se hizo apasionada en algunos párrocos:
fueron notorios Solís y Gaete. Se apodó a los unitarios de
«impíos, enemigos de la religión- santa del Estado», «herejes
9 Véase P. Pablo Hernández S. J., Reseña Histórica de la Misión de Chile-Paraguay
de la Compañía de Jesús, edición de Buenos Aires, 1914, p. 16.
10 Nos referimos al libro del R. P. Rafael Pérez, La Compañía de Jesús restaurada
en la República Argentina, Chile, el Uruguay y el Brasil, que trae el cuadro más com-
pleto del sentimiento religioso de las masas. Ver p. 53 y sigts.
167
encubiertos», «logistas infernales»; o en conjunto bajo el
fuego de las luchas de barrio «ateístas y demonios deprava-
dos». En todo ello jugaba como divisa de la leyenda negra
unitaria, las frases hechas con los conocidos agravios de
«inmundos y salvajes», «enemigos de la religión». Tal fué
la cosecha callejera de la murmuración rosina, contra la
reforma eclesiástica. En el orden político, el juego fraseo-
lógico fué más temible: verdadero eco de la propaganda
periodística, es ya una bandera que provoca el frenesí del
oleaje arrasador con expresiones violentas. «¡Viva la religión,
mueran los herejes!».
El partido federal hizo de tajamar esporádico del libera-
lismo. Facundo Quiroga, inscribió en sus pendones el grito
de «Religión o muerte», dando satisfacción al instinto de
las masas como postulado necesario de un nuevo credo.
El doctor Tomás Manuel de Anchorena, calificaba a la
reforma de «luterana», pese a que ni de cerca ni de lejos
asomara el espectro de Lutero. El doctor Felipe Arana se
manifestó contrario a la subsistencia del derecho de patrona-
to. Rosas, apoyó a la Iglesia permitiendo el restablecimiento
de los dominicos y padres jesuítas, valiéndole políticamente
la adhesión de todos los antirrivadavianos y aunque, poste-
riormente, su absolutismo no se detuvo en contemplaciones,
fué más efecto de la política general que del problema de
fondo. En suma, los federales, hicieron cuanto pudieron
para sacar ventajas al fetichismo de la legislación unitaria.
En nuestros días, culminado un siglo constitucional y
borrado con un esfumino enorme este paréntesis convulso
del primer cuarto de la centuria revolucionaria (1810-1835),
pierden vibración las viejas preocupaciones del regalismo
ante la orientación contractualista de tono bilateral, con
que se podrá enfocar definitivamente la conclusión de un
Concordato; palabra ésta, de profundo significado y conte-
nido, desde que fuera promulgada y practicada la obra de
los constituyentes de 1853.
168
Capítulo
X
FRENTE A ROSAS. — DEFINICION DEMOCRATICA
CONTRA LA "SUMA DEL PODER PUBLICO"
Después de la renuncia de Rivadavia y la disolución
del Congreso, hacia una anarquía reiterada, consecuencia
funesta del fusilamiento de Dorrego, se abren las perspec-
tivas a dos partidos rivales, por vida y muerte. Ambas
corrientes, al chocar, encauzaron sin saberlo un torrente
desvastador. No se pensó más que en gobiernos fuertes
y facultades extraordinarias — que siendo grandes parecie-
ron menguadas — para desembocar en un abismo insalvable,
cortando todos los puentes de la conciliación. Los partida-
rios de uno y otro bando, debieron a su vez mancomunarse
con el régimen de sangre y violencia sin más alternativa
que triunfar o sucumbir. Todo parecía pues conspirar para
robustecer el privilegio monstruoso en beneficio de quien
nunca se hallaba bastante satisfecho, y exigía así la «suma
del poder público» por la voluntad directa del pueblo.
Ungido Rosas como el restaurador de las leyes, el héroe
del desierto y el protector de la religión, asoma su garra
en el entusiasmo orgiástico de la plebe, provocando la
necesaria selección política. Con esta operación casi bioló-
gica, se prepara el máximo acorralamiento de los réprobos,
y la venganza, a partir de ese instante, es arma efectiva contra
169
el campo unitario hasta lo horrendo de las «clasificaciones»
con títulos y apodos condenatorios. Se había renovado
por desgracia el ardor de las revueltas y de la guerra civil.
La libertad política de que se alardeaba, era un mito.
Una ojeada al cuadro militar permite comprobar que,
mientras Rosas y Lavalle firmaban la convención de Ca-
ñuelas, se iniciaba por el general Paz la campaña de Córdoba
contra Bustos, y de rebote la de Facundo Quiroga contra
Paz. Fueron frutos victoriosos para los unitarios las batallas
de Tablada y Oncativo. Las provincias del interior queda-
ban, en consecuencia, enfrentadas a las provincias federales
del litoral. Luego del incomprensible accidente ocurrido al
general Paz, que le eliminó del escenario político y de la
tercera campaña de Quiroga, vencedor en Chacón y Ciu-
dadela, se entronizó el mandarinismo con fuerza incontras-
table. Pudo Rosas en tal coyuntura expedicionar al desierto
los años 33 y 34, acrecentando sin mayores riesgos la ex-
pansión dominial de las tierras; y con relativa quietud
labrar su portentosa fortuna pública, para ir montando
su formidable máquina de opresión. Vale decir que, sobre
el interregno fecundo de la labor constructiva, de la que
numerosas instituciones civiles daban testimonio fehaciente
de progreso social, época llamada sin hipérbole rivadaviana,
había sucedido la acción disolvente de todo ese período
institucional, incluso la faz constituyente que demandara
tan nobles esfuerzos.
En esos primeros meses del año 1835, un sentimiento
de estupor embargaba a toda la República, al conocerse
el asesinato alevoso de Barranca Yaco. El terror inspiraba
la cobardía en el corazón de la sociedad y todos los pusilá-
nimes, fueron por contraste, los más exaltados por su adhe-
sión federal en la condena del crimen horrendo. Pese a ello,
el silencio se hizo para no comprometer las opiniones, pues
el espectro de Facundo flotaba en el ambiente lúgubre de
los pueblos, sin que nadie acertara a definir la verdad;
170
porque a la postre, esa muerte, fué como se ha dicho, una
conspiración de todos los localismos, comenzando por el
de Rosas, seguido por el de López e Ibarra, y finalizado por
los Reinafé, Heredia y otros más. En ese año, tan infausto,
se contaban todavía muchos nombres ilustres de los que
enaltecieron el grupo histórico (1810-1840). Vivían en la
ciudad, rodeados unos de toda consideración social; otros,
en un sombrío anonimato, provocado por la pobreza y la
edad avanzada. También los había en el destierro y en el
exilio voluntario, y no pocos, vencidos o invertebrados, se
decoraban con altos cargos del poder judicial como jueces
y camaristas, a tal punto la magistratura resultó un acomodo
honorable; y ello ¡claro está! les inhibía de exteriorizar sus
verdaderos sentimientos cívicos. Pero, en ese año de prueba,
amagados por el gran inquisidor, debieron plasmarse o so-
portar el vejamen. Terrible decisión, porque no toleró
excusas en la inmediata convocatoria electoral.
Es sabido que la ley del 6 de diciembre de 1829, había
otorgado las facultades extraordinarias «hasta la próxima
legislatura», pero la del 7 de marzo de 1835, producto y
amasijo de la abdicación legislativa, salvo alguna rara ex-
cepción, fué el pórtico de la tiranía. Esa ley, cabe decirlo
sin eufemismos, no fué un accidente, fué una crimen de lesa
patria, resultante de un estado anormal de relajada obse-
cuencia. Como ha escrito Groussac, «el 7 de marzo de 1835,
se aclamó a Rosas por unanimidad, déspota quinquenal».
Mas, como en realidad de verdad, esa unanimidad no fué
absoluta y sin reservas 1, Rosas dueño ya de todas las con-
ciencias, se negó a aceptar el alto cargo mientras esa ley
no fuese consultada al pueblo. Debió pues procederse al
plebiscito, que en efecto la legislatura reglamentó debida-
1 Léanse las notables cartas cambiadas entre el señor Felipe Senillosa y don
J. M. de Rosas, publicadas por Zinny en su Efemeridografía argirometropolitana, o
más sencillamente en su bibliografía periodística, p. 355 y sigts. edición de 1869.
171
mente en catorce artículos. Desde luego, una mesa receptora
de sufragios en cada parroquia, presidida por el juez de paz,
especie de comisario de barrio, — argos atento a los semblan-
tes y receptáculo de todas las comidillas — acompañado de
dos vecinos. Los alcaldes y sus tenientes debieron citar
puerta por puerta a todos los vecinos de cada distrito, sin
omitir ninguno. En el acto comicial se debía votar neta-
mente por «apruebo ó no apruebo» previa constancia de
nombre, domicilio y profesión, en acta pública firmada,
y luego archivada en la propia cámara de representantes.
¡El cómputo, favorable por 9.316 votos contra 4, legalizó
el ultraje a la dignidad de un pueblo que se sacrificó por sí
mismo a la esclavitud!
Es un deber, un mandato histórico, dar a la posteridad
el nombre de esos cuatro ciudadanos, que envueltos con
un hálito de patriotismo y de coraje, votaron contra Rosas.
Ellos fueron: el doctor Diego Estanislao de Zavaleta, el
doctor Jacinto Rodríguez Peña, el general Gervasio Espinosa
y el químico Juan José Bosch. Este último dió por la prensa
una hoja suelta bajo el rubro de «Los cuatro apóstoles
fedigrafos de amén», señalando a los provocadores del atrio
comicial, entre ellos el general Quiroga, que al parecer
pretendió intimidarle, pero sin éxito. Bosch, se apodaba el
«que no tiene cola de paja» 2.
Para valorar el significado de estos votos, es preciso
encuadrarles en el concepto ideológico del momento de su
prestación. Ante todo, porque los legisladores lo hicieron
en primer término obcecados en lo impostergable e impres-
cindible de un gobierno fuerte. Acerca de este punto, restos
2 En Zinny, loe. cit., p. 95 y sigts. En la nota de la Sala comunicando a Rosas el
resultado del plebiscito y en la proclama de Maza, se compendian los conceptos
del acto. Es de advertir que algunos publicistas mencionan diversos nombres de
los disidentes y que algunos los elevan a ocho. La única fuente indubitable es la
documentación remitida a la Legislatura. Véase la Gaceta del 30 de marzo de
1835.
172
. LEY
SANCIONADA
POR LA
HONOR. SALA BE REPRESENTANTES,
E M 7 B> B MARZO D F 1835.
La H S. de Representantes, usando de la soberanía ordinaria y exirordinarie
que reviste ha tenido á bien en sesión de esta fecha, sancionar con valor y fuer-
za de ley lo siguiente: —
A,rt. I Queda nombrado Gobernador y Capitán General de la Provincia,
por el término de cinco años, el Brigadier General D. JUAN MANUEL DE ROSAS.
Atrr. 9.° Se deposita toda la suma del poder público de esta Provincia en
la persona del Brigadier General D. JUAN MANUEL DE ROSAS, sin mas restric-
ciones que las sig-uientes: —
1 * Ouc deberá conservar, defender y proteg-er la Religión Católica Apostóli-
ca Romana.
2.' Que deberá defender y sostener la causa nacional de la FEDERACION que
han proclamado todos los Pueblos de la República.
Art. 3." El eg-ercicio dr este poder extraordinario durará por todo el tiempo que
á juicio del Gobernador electo fuese necesario.
Art. 4." Transcríbase esta resolución al expresado Brigadier General, para que se
apersone en esta Sala el Miércoles á las doce del dia, á tomar posesión del poder que
se le confia: prestando juramento de egercerlo fielmente y del modo que crea mascón
veniente al bien d«- esta Provincia y de toda la República en g-eneral.
Art. ó.° Líbresele el correspondiente despacho firmado por el Vice- Presidente .1.*
de la Sala, autorizado por el Secretario de la misma, y sellado con el sello de te
Representación.
Art 6' Comuniqúese al P. E. en la forma acordada
MANUEL g. pinto,
Vice-Presidente
Eduardo f¿ahit(f>.
Secretario.
IMPRENTA DEL ESTADO
[. — Promulgación de la ley acordando a Rosas la suma del poder público. 183 5
dispersos de federales y unitarios, creyeron con igual fina-
lidad servir del modo más conducente a la civilización
en contra de la barbarie. Pero, los medios aconsejados por
unos y otros fueron diversos. Los unitarios querían vencerla,
suprimiendo de la actividad social los elementos rudimen-
tarios y cerriles que la nutrían. Los federales, simplemente
domesticarla, en transacción o complicidad con los caudillos
que concurrirían, a su juicio, a dar más estabilidad a la ley.
Esta antítesis de la postura radical de los unitarios contras-
taba con la de los federales por ser potencia revolucionaria
de caciquismo respondiendo al dualismo hispanoargentino,
que fincaba la condición moral de la masa fanática en la
idolatría del Hombre.
La ley del 7 de marzo avasalló, doblegó al pueblo, creando
un poder personal más que una fuerza de gobierno. En con-
secuencia lo discrecional en lo futuro reduciría cualquiera
consulta al metódico reconocimiento de los hechos ya
consumados. Es triste la dura lección que se recoge de este
aciago acontecimiento. ¡Una legislatura rebajada a rebaño
humano, que da por estatuto moral al pueblo porteño
y por mimetismo a las demás provincias, la abdicación
y el solemne renuncio de su control crítico, en todo acto
sujeto a fiscalización! Quedó, por tanto, entregada al omní-
modo Comandante de campaña: «la suma de las prerroga-
tivas que buscaba, para no desprenderse más de ellas hasta
que hubiese agotado todos los excesos, todos los resortes
de dominio y todas las fuerzas de vida del País, y hasta que,
a la inversa del régimen de Rivadavia y más feliz que él
en el hecho, hubiese logrado imprimir a casi todas las pro-
vincias el tipo uniforme, el cuño personal o inequívoco
de su bárbaro sistema» 3.
El Deán Zavaleta, por su tradición universitaria, por su
apostolado docente durante dos décadas, por su sentimiento
3 Joaquín V. González, Eí juicio del siglo, p. 71.
174
nativo y el honroso ejercicio de consultor presidencial en
la misión de 1823, y más aún, como congresista constitu-
yente en el fecundo período legislativo de los diez años que
transcurren desde 1816 a 1826, había forjado sus ideales
políticos y su inmenso anhelo de unir y organizar el país,
con el valiente y saludable espíritu de un nacionalismo
provinciano y unitario a la vez, extraño en absoluto a cual-
quier celosa rivalidad hegemónica, pues que para él la
nación integral compendiaba el destino feliz de los pueblos
argentinos.
Por su saber, que como es notorio fué de autoridad y
ejercido con austeridad en el gobierno y deanato eclesiás-
ticos, alcanzó naturalmente por el concenso general, gran
irradiación personal. Tal su ascendiente en las tribunas
sagrada y parlamentaria. Ese organismo institucional, tantas
veces soñado y presentido, quedaba ante sus ojos más que
disuelto, despedazado en las fórmulas totalitarias de la ley;
y ante su alma argentina, la patria en toda la extensión
territorial era dislocada de aquella íntima comunidad moral
de los hombres que constituían la reserva tradicional de las
viejas ciudades provincianas. Sin poder descender de sí
mismo, quedaría enhiesto en su postura cívica no por tiesura
orgullosa, sino por repudio al arrivismo del caudillaje, y en
virtud de principios incompatibles con lo incondicional de
apetitos voraces. En su amplitud de criterio, su lógica polí-
tica quedaba estructurada por lo fundamental y permanente,
antes que por lo circunstancial y de emergencia. De aquí
que la renovación de los poderes debía serlo dentro de lo
regular de un sistema representativo y en la medida de
atribuciones legales, extremadamente opuestas a todo
cesarismo.
Desprovisto por otra parte de ambiciones y supersticio-
nes, frente a la plenitud ciudadana de un voto excepcional,
parecióle justo abominar de los consabidos gobiernos pro-
videnciales, más peligrosos que los personales. Y porque
175
está lejos de toda audacia y desafío, votará en contra de
Rosas sólo para descargo de su conciencia, sin atisbar
consecuencias medrosas. Al consignar su voto, no realizará
pues una simple aspiración platónica como pudiera supo-
nerse, corolario de su mentalidad de filósofo. Será la viva
expresión de un derecho que debía mostrarse modestamente
tal vez, dada su índole característica, pero que lo era de
altivez con todos sus quilates. Su gesto, en consecuencia,
muy meditado y grave, según lo recuerda con admira-
ción Vicente Fidel López, tenía el valor de una decisión.
Cuando se cifra en los 67 años, no cabía el alarde ni lo
espectacular.
Ese mes de marzo de 1835 merece recordarse eternamente
en los anales de la nación. En dichos días, más que en el
resto de la larga dictadura, se inoculó de atonía cívica el
espíritu del conglomerado social. La atmósfera tiene el enra-
recimiento que sofoca, pero también la vibración del rayo
como lo revelan los propios documentos de Rosas, en vís-
peras de admitir la elección. «Ya lo verán ahora, — dice
a su encargado Díaz — el sacudimiento será espantoso y la
sangre argentina correrá en porciones» 4. La voz del dic-
tador, como escribe Ibarguren en su documentado estudio
de la época 5, tenía el acento de una divinidad iracunda
y vengadora. Habla de los unitarios como de una «raza
de monstruos» y su persecución ha de ser «tan tenaz y
vigorosa que sirva de terror y espanto». Es ya el tirano un-
gido por la «voluntad de Dios», con «un poder sin límites».
La tiranía, como afirma el ilustre escritor citado, «no fué
tan sólo de un hombre, sino de un poderosísimo partido
popular, y dentro de éste, de la plebe urbana y rural que
constituía su masa». Era tal el terror que «dos generaciones
4 Papeles de Rosas, t. I.
6 Carlos Ibarguren, Juan Manuel de Rosas, Su vida, Su drama, Su tiempo. Cfr.:
cap. XVII.
176
de argentinos estuvieron prosternadas ante este hombre
extraordinario, rindiéndole culto idólatra». Tócanos señalar
aquí con un asterisco el martirio de las víctimas, entre ellas
las de la coalición de gobernadores pocos años después,
inscriptas es verdad en tablas de sangre, luego de su levan-
tamiento en armas, sustentado por los sagrados principios
de la libertad y de la dignidad humanas.
Sin apartarnos de esa semana plebiscitaria de marzo,
el endiosamiento fué un hecho tan impresionante cual
pueden testimoniarlo los himnos sacrilegos, las guardias de
honor y mil otras exteriorizaciones de la caudalosa ebriedad
del triunfo. Festejado sin pudor, sojuzgó al clero que en los
templos inciensaba el retrato del tirano. Refiere Ibarguren,
que «el obispo de Buenos Aires doctor Medrano — de quien
algo dijimos en páginas anteriores — usaba en todas las
ceremonias sagradas en que oficiaba, una lujosa divisa federal
que glorificaba a Rosas y clamaba la muerte de los salvajes
unitarios con inscripciones bordadas por las monjas»; divisa
guardada y exhibida al presente, en el museo municipal
«Fernández Blanco».
¡Precisamente, en este clima de envilecimiento colectivo,
cuatro ciudadanos sin privilegio, ni siquiera el parlamen-
tario que escudó a otros cuatro diputados, tienen la osadía,
el valor temerario de votar contra la legalización del man-
dato con la suma del poder público! El ejemplo parécenos
digno del bronce. El de más notoriedad es el Deán de Buenos
Aires, imperturbable en el cumplimiento del deber cívico.
Rosas no osa increparlo, pero lo vigilará de soslayo, como
veremos en el próximo capítulo. Los otros beneméritos
deben fugarse, desaparecer, resignarse al ostracismo. El voca-
bulario epistolar del dictador comienza su necrología. Escribe
a Ibarra el 28 de marzo: «Es preciso no engañarse, los uni-
tarios son los hombres más perversos que alumbra el sol . . . »
El satélite de Santiago del Estero se pliega a sus desma-
nes y da «órdenes de degollar todos los salvajes...». El
177
gobernador Molina, ya amedrentado, fusila en Mendoza
al coronel Barcala, pese a tratarse de un laureado de la In-
dependencia. Desde entonces se ensanchan las vertientes
de sangre.
El general Tomás Guido, quien como ex ministro en el
primer gobierno de Rosas gozaba de cierta ventaja que le
preservaba del peligro, se creyó obligado no obstante a es-
cribir: «No defiendo las garantías por recelo de abuso contra
los derechos individuales; las deseo vivamente porque siendo
el poder ilimitado un amago permanente sobre los ciuda-
danos, por más justo y virtuoso que sea un depositario,
disminuye la adhesión del pueblo, inspira temor y sobre-
salto aun a la conciencia más acrisolada, y aleja por fin la
confianza creadora de la industria y de la riqueza, cuyos
resortes son necesarios a la conservación, al progreso y la
seguridad misma de los gobiernos». Fué, a decir verdad,
como la de Zavaleta, Bosch, Rodríguez Peña y Espinosa,
— voces aisladas de grandes almas — , objeto de meditación
y enseñanza, en especial para la juventud que dentro de
la acción social es la parte más combativa en el oleaje,
a veces frenético y rugiente de las claudicaciones. Fué, a
partir de 1835, que el federalismo se hizo paradojalmente
unitario y salvaje. Muy pocos, como queda expresado, per-
cibieron con serena claridad el proceloso futuro. Fueron
adalides del voto consciente. Todo lo demás, esa misma
élite porteña con sus doctores, magistrados y hacendados,
brindó en fuente de oro su conformismo incondicional.
Valga para su desgracia el arte de la adulación, más sensual
acaso en el obsecuente que en el adulado, de cuyos labios
recogería la detonante aceptación que les hizo esbirros y no
ciudadanos. . . Los anales señalan la fecha fatídica: en el
Fuerte se izó la nueva bandera con las inolvidables leyendas
«Federación o Muerte», «Vivan los federales», «Mueran los
unitarios», adornada con los gorros simbólicos de la «Li-
bertad». ¡La celeste y blanca de Belgrano quedó ¡plegada
178
hasta 1852! En verdad que el «Himno de los Restauradores»
fué profético:
«Del poder, la Gran Suma revistes»
«El gran Rosas preside a su pueblo,
«Y el Destino obedece a su voz».
La ley, en su artículo segundo, fué de una apostasía
sublevante: «se deposita ■ — expresó — toda la suma del poder
público de esta provincia, en la persona del Brigadier Gene-
ral don Juan Manuel de Rosas, sin más restricciones que las
siguientes: Io — Que deberá conservar, defender y proteger
la religión católica, apostólica, romana. 2o — Que deberá
sostener y defender la causa nacional de la Federación
que han proclamado todos los pueblos de la República».
Por el artículo siguiente se fijó la norma de su duración
con respecto a su vigencia, en estos términos: «El ejercicio
de este poder extraordinario durará por todo el tiempo
que a juicio del gobernador electo fuese necesario».
Para cohonestar la monstruosa herejía político-jurídica,
atentatoria de todo derecho público, se invocó la salud del
Estado. Su repercusión a través de una dura existencia
de más de tres lustros de lágrimas y sangre, dió al pueblo
argentino su más condenatoria sentencia en el artículo 29
de la Constitución nacional de 1853, que definió excepcional-
mente las facultades extraordinarias, la suma del poder
público, las sumisiones o supremacías por las que la vida,
el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced
de gobiernos o persona alguna. «Actos de esta naturaleza
— declara — ■ llevan consigo una nulidad insanable, y suje-
tarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la
responsabilidad y pena de los infames traidores a la Patria».
En este comentario apuntamos una observación final:
el plebiscito, por la fuerza de la inercia, fué ganando ampli-
179
tudes corales hasta dar la nota de la a:lamaci5n. Una sola
voz lo dice todo: ¡Rosas! Al ejecutivo fuerte se amalgama
el caudillaje mediterráneo, elevado a la categoría de gobierno.
Son los valores sugestivos del desierto y las «pavorosas dis-
tancias» mencionadas en el Congreso de 1826, nuevas líneas
de fuerza. Por contraste las emigraciones argentinas, insu-
ficientes esguinces para salvar la vida, fueron válvula de
escape con órganos de una nueva prensa, que facilitará a
los unitarios reconocerse entre sí. El periódico «logista,
anarquista, francmasón», como llamará Rosas a la expresión
escrita unitaria, debió hacer de bandera y aguijón para
atizar el fuego y levantar ideales por encima «de las necesi-
dades de la política en acción». La prensa opositora, que
fué tribuna de principios, hizo de contrapeso a la política
práctica de los intereses alimenticios 6. Las doctrinas políticas
jerarquizadas como «creencias» de la «Asociación de Mayo»
implicaron la libertad ante todo; luego la cultura, que afirma
netamente la democracia, y que con las otras palabras sim-
bólicas del «Dogma» habrían de llegar a ser condiciones
futuras en el esfuerzo de una generación limpia de compli-
cidades.
6 Confróntese el estudio preliminar del notable crítico doctor José A. Oria en
la reimpresión de La Moda de 1837/38 (Buenos Aires, 1938) y la admirable síntesis
de Carlos Ibarcuren en Las sociedades literarias y la revolución argentina. Ver tam-
bién Faustino J. Legón en su opúsculo Doctrina política de la Asociación de Mayo,
donde estudia el dogma socialista de Esteban Echeverría.
180
Capítulo
XI
EL DEAN DE BUENOS AIRES PARTE PARA TUCUMAN.
EL VETO DE ROSAS EN LA GESTION
OFICIOSA DE UN OBISPADO
La manera en que se iban desenvolviendo los sucesos
porteños, no eran del agrado ni serían propicios al Deán.
Cada día se extremaba más la persecución policial contra
los que no se mostraban solícitos al sistema dictatorial
Cuanto más exaltado aparecía el partidismo, tanto más
peligrosa era la posición de los disidentes. En el ánimo del
doctor Zavaleta aquello era una secuela de incidencias
dolorosas para sus viejas amistades. Un año atrás, en efecto,
la facción de los «Restauradores» había expulsado definiti-
vamente a Rivadavia del país, reembarcándolo el 28 de abril
de 1834; y la mazorca, sin cuidarse de las consecuencias
pues que aparecía apañada por la autoridad, había asaltado
la casa de otro amigo respetable, Manuel José García. Aun
aquellos simpatizantes del partido ministerial por el solo
hecho de mantener su discreción política, debían andar a
salto de mata huyendo de la ciudad. El joven Jacinto Rodrí-
guez Peña que acompañó al Deán en su voto contra la suma
del poder público, se vió precisado a partir para Monte-
video. Y así muchos más. Como afirma Saldías, «todas las
relaciones políticas se resumen en la persona del gobernador.
181
La ley lo ha armado de un poder sin límites y de cuyo ejer-
cicio no tiene que dar cuenta para que el gobierno sea en
sus manos una máquina que él solo pueda mover en razón
de las conveniencias y de los intereses del partido predomi-
nante» (Tomo II, pág. 248). Por ello proclamó con inde-
cible franqueza, «la necesidad que hay de no detenerse en
formas».
La apoteosis de Rosas entristece al Deán. Había obser-
vado de cerca las degradantes guardias de honor presididas
por los generales Rolón, Pacheco y Pinedo; la genuflexión
de sus más apreciados y respetables feligreses, hacendados
y labradores, que lucían ya la divisa de «¡Federación o Muerte!
¡Vivan los federales! ¡Mueran los unitarios! ». La ovación
callejera en pos del carro triunfal en su desparramo de ser-
vilismo por templos, teatros y cien festividades adornadas
de gallardetes punzóes, dábanle la clave de un clima popu-
lachero que le indicaba la opción entre la adhesión con duro
sometimiento, o la oposición en riesgoso trance de elimina-
ción. La Gaceta Mercantil proporcionábale cotidianamente
las más espasmódicas resoluciones de honores y alabanzas.
Todas las provincias han reconocido ya a Rosas en su nuevo
grado de brigadier general.
Zavaleta es hombre de paz y contrario a la violencia, a
los ataques a las personas y a las propiedades. Sabe que si
se enciende la lucha los bandos políticos disputarán re-
gando el territorio de la República con ríos de sangre. Para
su mente templada, razonada en el orden público y que
creyó pocos años atrás utópicamente encuadrada en un
régimen constitucional, la perspectiva debía ser más que
sombría, verdaderamente abominable y ominosa. Por otra
parte en Buenos Aires es demasiado conocido, se le señala
con el dedo en ocasión del plebiscito y está muy cerca de
todo aquello que le crea una situación penosa para su rele-
vante personalidad. Piensa como algo impostergable ausen-
tarse de Buenos Aires y dirigirse al interior. Ir a Tucumán,
182
a su ciudad natal, es dar satisfacción a la más profunda
nostalgia de su corazón, porque desde niño en que salió,
no le fué posible retornar a la casa solariega. Por lo demás,
era su viejo anhelo y el de los suyos, exteriorizado en las
repetidas cartas familiares. Así fué cómo en ocasión de su
misión al interior para provocar la unión de los pueblos
en 1823, creyó factible abrazar a los de su sangre; mas tal
íntimo y fervoroso propósito debió quedar desvanecido 1.
Será pues preciso renovar ahora el esfuerzo, poner en la
iniciativa todo el calor del empeño pero sin solicitarlo
personalmente de Rosas. Un pasaporte para viajar a Tucu-
mán era absolutamente de orden legal por exigirlo las pro-
vincias del tránsito. Empero, se sentía incómodo en el papel
de postulante y dispuesto desde luego a no serlo. La vía
indirecta, sin sujeción a la fastidiosa gestión que demandaba
el favor oficial, le daría mejor resultado.
En el mes de junio de 1836 Rosas recibe la siguiente
carta de Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán:
«Tucumán, abril 30 de 1836.
«Señor don Juan Manuel de Rosas.
«Estimado compañero y amigo de todo mi respeto. El señor
Dean de esa Santa Iglesia Catedral Doctor Don Diego E. Zava-
leta tiene en este pais una numerosa familia. Ella ha concebido
la esperanza de que el señor Dean visitará este pueblo si obtiene
el permiso de V. para verificar su viaje. Me intereso vivamente
porque le sea otorgada esta gracia y ruego a V. que en el caso
de ser solicitada acceda a ella, sino hay obstáculos invencibles.
«El deseo de los deudos del dr. Zavaleta es muy justo. Ellos
descienden de un hermano que se estableció en este país; y es
muy natural que ansien por tener algunos días en su seno a
un deudo tan inmediato, que les recordará vivamente la me-
1 Cartas en mi colección a don Juan Manuel Silva, desde Córdoba, julio 14 de
1823; San Juan 28 de diciembre de 1823; Buenos Aires, septiembre 10 de 1824, 26
de noviembre de 1824, marzo 14 de 1825 y a don Lucas J. Zavaleta desde Córdoba,
20 de mayo de 1824.
183
moria de un padre querido. Esta familia por su antigua y sin-
cera adhesión a la causa nacional de la Federación es digna
de ser atendida y yo no he trepidado por ésto en recomendar
su solicitud.
«Me liga también con el señor Dean una antigua amistad,
y así no puedo menos, que interesarme en que él goze la satis-
facción de conocer y dar su último adiós a una familia que lleva
su nombre, y con la qual le ligan vínculos tan estrechos.
«Acepte mis votos porque el Cielo conserve por muchos
años la vida importante de V.» Fdo: Alejandro Heredia 2.
Rosas no hace objeción alguna, si bien para su olfato
político no dejaría de llamarle la atención el origen del
pedido. Es la familia y no el principal interesado que solicita
por conducto del gobernador. El Restaurador accede y re-
mite al Deán su pasaporte. La licencia es acordada por un
año, y Rosas con su acostumbrada prolijidad burocrática,
apostillará la carta de Heredia con una pequeña anotación
puesta en el ángulo izquierdo: «Junio 30-1836. Habiéndose
concedido el permiso, archívese» 3.
Seis meses después, con motivo de otra gestión de Heredia
de que hablaremos en seguida, Rosas escribe a Estanislao
López una carta detallada, alusiva a este pasaporte y al viaje
del doctor Zavaleta. «Debe V. saber — dice Rosas — que
yo jamás he escrito al señor Heredia ni una letra en favor
ni en contra del dr. Zavaleta. Es verdad que al salir este
señor de aquí para Tucumán le di mi pasaporte en términos
muy honrosos, como lo verá V. por la copia que le incluyo,
mas ésto lo hice por ser Dean de esta iglesia catedral, sujeto
de bastante respeto en esta ciudad, y porque yá que se le per-
mitía ausentarse de esta iglesia por algún tiempo para que
al fin de sus años tuviese el gusto de visitar su país natal,
a donde no había vuelto desde su niñez en que vino a estu-
2 Archivo General de la Nación. Secretaría de Rosas. Oficial y confidencial, 1835-36,
legajo 25-2-1.
3 Archivo General de la Nación. Secretaría de Rosas, Ibídem.
184
diar a ésta, fuese completa la gracia que se le hacía y mayor
su contento desde que no solo le sería muy grato presentar
el pasaporte que se le había dado, sino también lograría
con él toda consideración en el tránsito y en la misma
ciudad de Tucumán. Al fin ésto era un favor y obsequio
pasajero, limitado solo a su persona y que no podía tener tras-
cendencia a ningún objeto de interés público. De mi puño y letra
está el borrador hecho con todo estudio y sentido como adver-
tirá Ud.» 4.
La lectura atenta de esta explicación acusa de parte de
Rosas un velado reproche contra sí mismo. Reconoce la
personalidad de Zavaleta, se vanagloria de su generosidad
al otorgar el documento «en términos muy honrosos», como
si fuera de singularidad excepcional, y redactado de su
«puño y letra»; y por añadidura «hecho con todo estudio
y sentido . ¡Qué exceso de detalles para una cosa tan simple
o trivial al parecer! ¿Esta obsequiosidad de Rosas responde
acaso al deseo de atraer al insobornable Deán, que diera
su voto contrario a la ley de la suma del poder público?
Porque, según el Restaurador, el doctor Zavaleta, es no
solamente «sujeto de bastante respeto en esta Ciudad», sino
como se lo dice a Estanislao López en la misma carta:
«Es tenido y reputado por todos en este país como unitario, bien
que nó en la clase de esos perversos y foragidos que abundan
en ese abominable bando». No acertaríamos a explicarnos
la excesiva cautela de Rosas para expedir un pasaporte,
si no fuera su maestría de gacetillero, recogiendo la chismo-
grafía del ambiente policial por él mismo consentido y au-
mentado. No exhibe en efecto la razón justificativa de haber
hecho «con todo estudio y sentido» un documento de índole
tan personal, que anticipa él mismo ser «un obsequio pasa-
jero sin ningún objeto de interés público». En definitiva,
Rosas no quería o no deseaba atacar de frente a Zavaleta;
* Archivo General Je la Nación. Oficial y confidencial, 1835 - 36.
185
sus razones íntimas tendría, tratándose de una figura vene-
rada en la sociedad porteña y con grandes vinculaciones
en toda la República. Porque en efecto, su táctica en el
tiempo que sigue fué oblicua, simplemente de soslayo. En su
manía clasificadora es evidente que para él se trata de un
unitario honorable, por arriba de los que consideraba como
perversos y foragidos. Acaso sea esto lo único que esclarece
la redacción del pasaporte «en términos muy honrosos».
El doctor Zavaleta llegó a Tucumán en la estación
inverniza de 1836, habitando la hospitalaria casona de su
sobrino el ex gobernador don Juan Manuel Silva, donde
se dió cita lo tradicional del norte para presentarle sus
respetos y recibir su bendición. Ocasionalmente bautizó
en esa ciudad el 12 de Marzo de 1837 a su sobrino bisnieto
Nicolás Avellaneda, futuro presidente de los argentinos.
Quien más le agasajara fué el gobernador Heredia, su amigo
y colega del Congreso de 1824 y por tantos títulos acreedor
al afecto comprovinciano. No olvidemos el espíritu afín
de Heredia como admirador de Rivadavia y en razón de
su fervor por la enseñanza pública, uno de los más grandes
ideales del Deán, cuya vida docente y su participación uni-
versitaria les asociaba en la común amistad de Alcorta,
Echeverría, Alberdi, Avellaneda, Zavalía y Brígido Silva
y lo más selecto de la clase intelectual de esa región del
país, sobre la cual Heredia se titulaba «protector de Salta,
Jujuy y Catamarca».
Emparentado a lo más rancio de los hogares coloniales,
tuvo la inmensa alegría de abrazar a los suyos que consti-
tuían la más poderosa oligarquía de las cuatro provincias
norteñas. De las ciudades y las campañas llegaron a los
estrados de su salón, los Zavaleta, Avellaneda, Frías, Aráoz,
Alberdi, Ruiz Huidobro, Piedrabuena, Chenaut, Solá, Terán,
Lamadrid, Padilla, Garmendia, Avila y muchos otros de la
misma ilustre progenie. El Deán fué el bienvenido huésped
y el centro de todos los grupos.
186
El lamentado deceso del obispo José Benito Lascano,
ocurrido en 30 de julio de 1836, dejó vacante la sede epis-
copal de Córdoba. Monseñor Lascano, que había sido
diputado al Congreso Nacional 1816-19, y que luego de
desempeñar la vicaría capitular había sido promovido al
obispado como in partibus de Comanen y luego, en 1830,
como diocesano de Córdoba por gracia del Pontífice Pío
VIII, ganó la más alta consideración y prestigio en los seis
años de su gobierno eclesiástico. Conocida la noticia en
Tucumán, el gobernador Heredia «prendado de las salientes
cualidades de ciencia y competencia del Deán, se creyó
en el deber de interesarse porque lo nombraran obispo de
la sede vacante de Córdoba» 5.
Esta resolución de Heredia, posiblemente llevada a cabo
contra la voluntad del Deán Zavaleta, obligaba lógicamente
a una gestión ante Rosas, que era el encargado oficial de
las Relaciones Exteriores, por delegación expresa de las pro-
vincias y conducto, por consiguiente, inevitable para su
gestión. Esta circunstancia insalvable en el orden protocolar,
no era aceptable para Zavaleta en su designio de negarse
a toda petición de su parte al dictador, manteniendo así
su deliberado distanciamiento. Pero ante el empeño tenaz
de Heredia, pudo transigirse el escrúpulo en el mejor de los
casos permitiendo a Heredia dirigirse a un mediador como
Estanislao López, gobernador de Santa Fe, e íntimamente
solidarizado con Rosas. En esta forma quedaba patente
su delicadeza evitando no sólo que Rosas lo supusiese el
mentor interesado, sino que la respuesta de éste no fuese
directa a Heredia. La consulta a López era así una defe-
rencia amistosa y una interposición feliz. Estamos una vez
más, en presencia del «patriota inteligente, modesto y des-
prendido^, de que habla Juan María Gutiérrez que le conoció
5 Fray Jacinto Carrasco, Don Juan M. de Rosas y el obispado del Deán don Diego
Estanislao Zavaleta, en Archivum, t. I, cuad. 1, año 1943, p. 127 y sigts.
187
y cuya vida se alargaba en «acciones honrosas y desinte-
resadas».
Heredia, en efecto, escribe a Estanislao López y no a
Rosas. Su carta, datada en Tucumán el 29 de agosto de 1836,
tiene por objeto precisamente interponer su valimiento ante
los gobernadores de Santa Fe, de Córdoba y de Buenos
Aires. Es sabido ya, por lo escrito al solicitar el pasaporte,
que a Heredia y Zavaleta les ligaba una vieja amistad.
En cumplimiento de estos deseos el gobernador destina-
tario se dirige primeramente a su tocayo López, de Córdoba,
en 30 de octubre, diciéndole con brevedad: «Me asegura
el compañero Heredia que, a dar este paso lo estimula:
el saber, carácter firme, virtudes de que está adornado y los
grandes servicios que ha rendido al país en general, este
eclesiástico benemérito» .f> Con igual finalidad envía a Rosas
el 5 de noviembre otra carta redactada en estos términos:
«Mi querido compañero: acompaño a V. una carta del
compañero Heredia para que por ella vea lo que solicita.
Como a este amigo le considero acreedor a todo género
de consideraciones, y como nada sé en contra de lo que
dice sobre las calidades del señor Zavaleta, no he tenido
embarazo en escribirle al señor don Manuel López en el
sentido que le manifiesta la adjunta copia; y si V. no lo
tiene, tampoco quisiera que segundase (sic.) igual recomen-
dación. Si algo hubiese en contra del referido señor Zava-
leta, sírvase decírmelo, porque aún hay tiempo para todo.
Su compañero y amigo decidido (fdo.): Estanislao López .
Rosas se puso a la mesa de escribir el 26 de diciembre,
lo suficientemente descansado después de las fiestas de
Navidad, para contestar largo y tendido. Su primera impre-
sión es de extrañeza. «No he podido dejar de extrañar
— dice — que cuando yo trato con toda consideración,
6 Carta al gobernador de Córdoba, Manuel Lope:, Archivo Nacional, leg. 25 - 2- 1,
Secretaría de Rosas.
188
amistad y franqueza a este amigo (Heredia), no haya tenido
él la que debía para escribirme una palabra sobre el asunto
de su expresada carta, y haya creído más propio molestar
a V. para que lo hiciera sobre el particular . Y en seguida,
contrayéndose al asunto principal, deja a salvo los reales
méritos del candidato que le reconoce Rosas, si bien con la
calificación ya recordada de unitario que lo era a pie
firme, pero ni exaltado ni vengativo.
Conforme a la dialéctica tan peculiar de su epistolario
interminable y agotador, Rosas ensaya en este tema como
en todos los que abordó en su vida de gobernante, el entre-
tejido soliloquio de sus razonamientos hipotéticos, para no
dejar descubrir su verdadera intención. ¿Cómo, el unitario
Zavaleta, obispo de Córdoba, propuesto por él? Y aquí
comienza la retahila de la argumentación. «Ya V. ve — dice
a López — en qué punto de vista quedaría yo para con los
unitarios y federales, si me interesase en que fuese presen-
tado para Obispo de Córdoba, en donde habrá otros ecle-
siásticos beneméritos, siendo el Deán de Buenos Aires y
nativo de Tucumán». El argumento es tan endeble, que
olvida al prelado recién fallecido, oriundo de Santiago del
Estero y sin embargo Obispo de Córdoba; aparte de que
ninguna relación tiene en la materia lo regional dentro del
marco de la Nación. También monseñor Nicolás Videla,
había sido Obispo del Paraguay y luego 'de Salta, siendo
natural de Córdoba. Finalmente, el no menos ilustre obispo
de Córdoba Angel M. Moscoso fué nativo de Arequipa.
Pero este avance de Rosas es para despistar. No estando
dispuesto a prohijar la candidatura, va ensartando en las
cuentas de su rosario todo lo negativo que se le ocurre
contra el Deán, pese al reconocimiento que formula de sus
altas condiciones. Por esto construye livianamente, sobre
movedizas arenas, su baluarte de ataque y le espeta a López
este capcioso párrafo: «A esto se agrega que en las diferen-
cias que hubo aquí entre el señor Medrano, actual obispo
189
de esta diócesis y este Cabildo Eclesiástico, y cuando se
ventilaron con calor las cuestiones de que supongo a V.
instruido sobre si debían o no retenerse las bulas de obispo
de Aulón expedidas a favor del señor Escalada, el Deán
Zavaleta fué mirado en el público como uno de los princi-
pales contrarios a ambos obispos; y teniendo acreditada la
experiencia que la gente de hábitos, sotana y corona parti-
cipa de la facultad concedida a San Pedro de abrir las puertas
del Cielo por medio del sacramento de la Penitencia, pero
no de su humildad, contemple V. todo el riesgo a que quedaría
expuesta la tranquilidad del país, si colocado el Deán Zavaleta
en la silla episcopal de Córdoba no guardase, como es de
temer no guardaría, la mejor armonía e inteligencia con los
otros dos obispos» 7.
Obsérvese cómo Rosas no afirma ni niega el juicio; per-
tenece «al público» y no a él. De igual manera lo absurdo
de la suposición de que los tres obispos armarían una gresca
entre ellos, cuando no cabía ninguna confusión de jurisdic-
ciones, ni tampoco el caso de decisiones comunes entre
los tres prelados. Por lo demás «el riesgo a que quedaría
expuesta la tranquilidad del País», debía ser de poca monta
para quien disponía de la suma del poder público y man-
daba fusilar para sofocar la voz de la ciudadanía sin que
fuera menester «detenerse en formas», según lo proclamara
francamente. Pero por arriba de todo embuste, ¿qué situa-
ción podía imaginar Rosas capaz de atacar el orden público,
ni qué antecedente demostrativo de un hecho tan fantasioso?
Con todo, Rosas seguirá monologando de este modo:
«No solo se correría este riesgo, sino también el de que su
presentación no fuese bien acogida en Roma, porque allí tienen
noticia de que el Deán Zavaleta profesa ciertas opiniones
7 Consúltese op. cit, Exposición del Venerable Senado Eclesiástico al gobierno. . . etc,
Gaceta Mercantil, n° 2160. Véase también el capítulo IX de este libro, donde hacemos
referencia a las observaciones de orden legal.
190
en materia eclesiástica, que son miradas con ceño por la Curia
Romana, y cuando media esta circunstancia en los presen-
tados para obispos, muy rara vez deja de ser rehusada su
institución. En las circunstancias pues, en que se halla
esta República, en que es preciso que los gobiernos de la
Confederación se capten la confianza y aprecio de la Silla
Apostólica para que pueda prestarse generosa en favor de
nuestra Iglesia, creo que sería imprudencia exponerse a des-
agradarla y producir algún compromiso que pudiese serle
muy sensible».
Curioso es en verdad, y ello promueve a risa, esta farsa
de Rosas cuando hoy sabemos con documentos a la vista
que fué monseñor Medrano muy censurado por su actitud
con el gobierno, como consta en el informe del Abate
Sallusti. Y aunque hay excesiva ligereza en hacer arrugar
el ceño a la Santa Sede cuando se ignora su pensamiento,
sobra en cambio rencor o destemplanza para afirmar cate-
góricamente un veto, declarando «sería imprudencia expo-
nerse». Más correcto hubiera sido confesar a López la
simpatía por el candidato oculto que debía ser como Me-
drano, un federal bueno y dúctil. De aquí su altisonante
palabra, cuando estas «cosas son muy delicadas y ofrecen
gravísimos inconvenientes» 8.
8 La clave de toda la parrafada de Rosas, la encontramos en su Circular a los
gobernadores cuando les comunica el 8 de mayo de 1837 haber decretado el pase
a la Bula y Breve presentados por el presbítero doctor José Agustín Molina, vicario
de la diócesis de Salta «después de haber prestado el juramento de ser constantemente
adicto y fiel a la causa nacional de la Federación y de sostenerla por todos los medios que
estén a sus alcances". Por añadidura diremos que el apolítico y simpático monseñor
Molina, obispo y poeta, era tucumano y no salteño, con lo que se evidencia la falsía
de la argumentación epistolar. Contaba con justa reputación de irreprochable.
Como expresión del terrorismo rosista en los débiles de carácter, es forzoso recordar
el triste caso del obispo de Cuyo, doctor Manuel Eufrasio Quiroga y Sarmiente,
quien al felicitar al tirano por nota 8 de octubre de 1841, manifestaba la necesidad
de «la total destrucción de la horda inmunda de salvajes unitarios, enemigos de
Dios y de los hombres». En su respuesta, Rosas, no sólo acepta el «anatema justo
contra los salvajes unitarios, impíos y enemigos de Dios y de los hombres», sino
que le agrega: «Resalta la verdadera caridad cristiana que enérgica y sublime por
el bien de los pueblos, desea el exterminio de un bando sacrilego, feroz, bárbaro» etc.,
191
Rosas asumió, no por convicción y sí por utilitarismo
político, una actitud benefactora para la Iglesia, haciéndose
defensor de la religión, siempre que a su juicio ésta respon-
diese a los fines de la causa federal. De aquí sus contradic-
ciones con los padres jesuítas a quienes abrió las puertas
del país, reintegrándoles en sus antiguos dominios tan
pronto como los expulsó en cuanto se negaron a admitir
su retrato en el Templo, según cuenta Mansilla. Como se
consigna en el Registro Oficial (año 1841, pág. 157) «no
han correspondido a las esperanzas de la Confederación».
Los obispos, fueran monseñor Molina o monseñor Quiroga,
debieron jurar su fidelidad a la santa causa federal y comu-
nicar al gobierno toda novedad contraria a ella (Registro
Oficial, pág. 215). Evidentemente que el doctor Zavaleta
no provenía de pasta de tal madera. Rosas presentó en
diversas ocasiones esos contrastes en sus actitudes y opi-
niones. Siendo la antítesis de Rivadavia, reaccionó contra
el centralismo de éste por medio de un gobierno más fuerte
y absoluto, a manera de táctica o propaganda de oposición
al sistema unitario, induciendo a las masas con apreciacio-
nes rebuscadas y maliciosas.
La crítica se recrea en este maquiavelismo de Rosas,
particularmente cuando él mismo puntualiza los hechos de
sus travesuras políticas; y al admirar su dominio del am-
biente y la ascendencia desmedida sobre sus colegas, los
caudillos del interior, se piensa con Groussac en la «simple
aparcería de gobernadores».
En esta gestión del obispado por iniciativa de Heredia,
quien según Rosas «mira como cosa sencilla e indiferente
el presentar clérigos ...» o por la intersección de los dos
López — ambos juguetes del Restaurador — , es lo cierto
haciendo evidentemente del pastor un lobo de su redil, «el más adicto a la
Sagrada Causa de la Federación». (Ver la Gaceta Mercantil del 6 de diciembre de
1841, N° 5483).
192
que éste aprovechó magistralmente la oportunidad para
llamarlos perpetuamente a silencio en la materia, atajando
cualquier devaneo. Olvidándose ahora de Zavaleta le endilga
a López el siguiente interrogatorio y la moraleja del cuento.
He aquí los regocijantes párrafos finales de esta epístola:
«Partiendo de este principio, y contemplando con deten-
ción todo el compromiso que hecha sobre sí el gobierno, que
ha de hacer la presentación o propuesta de un obispo, ¿en qué
conflictos no llegará a verse muchas veces, y a que errores no
será arrastrado, si los demás gobernadores de la Confederación
se toman la libertad de interponer sus respetos, valimientos y
relaciones para que sea presentado este o aquel individuo?
¿Quién podrá medir los abusos de que será susceptible esta
práctica? ¿Quién los males que producirán tales abusos? Y
¿quien será capaz de remediarlos después que estén introdu-
cidos? Nadie.
«Yo, compañero, me guardaré mucho de abrir la puerta a
semejante conducta, y cuando por una desgracia suceda que se
piense presentar a algún eclesiástico cuya institución pudiese
traer males a la República, entonces llenaré el deber que me
imponga el puesto, hablando con franqueza y sinceridad y
haciendo cuanto crea que deba hacer para evitar tanto mal,
pero de aquí no pasaré,
«Pudiera extenderme mucho mas sobre este particular,
porque tengo aún muchísimo mas qué decir; pero no me al-
canza el tiempo para todo lo que tengo que hacer, y lo dicho
me parece bastante para que V. conozca mi modo de pensar a
este respecto y los graves fundamentos en que me apoyo.
«Concluiré, pues, reiterando mis súplicas al Cielo por su
salud y por que le conceda en todo la mas completa felicidad
y acierto. Este es el voto constante de su fino compañero y
amigo (fdo) Juan Manuel de Rosas» 9.
De estos términos podemos colegir el azoro del comedido
López, que si bien acostumbrado a los chubascos de Rosas,
no pensó que por una simpática recomendación se le tra-
9 Archivo de la Nación, legajo citado.
193
tara de abuso de amistad, recibiera una reprimenda, le
amenazaran con cerrar las puertas y le rebajaran el tono
del petitorio. Más hábil estuvo Heredia utilizándolo de
paragolpe; sabía que cuando a Rosas no se le negaban las
premisas, martillaba la conclusión.
El resultado nulo de la gestión indirecta de Heredia,
no amortiguó sin embargo esos arranques que desde algún
tiempo se hicieron en él bastante comunes, consecuencia
desgraciada del abuso de estimulantes. Lástima que tan
brillante inteligencia cayera en depresiones de espíritu y en
iracundas actitudes. Recordaremos de pasada, sobre el tes-
timonio del historiador Saldías 10, el hecho de su asesinato
que conmovió a los círculos oficiales de la República, casi
tanto como el de Facundo Quiroga, consecuencia de un
irreprimible ataque personal, cuando embriagado Heredia
según su costumbre dió de bofetadas al jefe Gabino Robles,
afrenta que éste juró vengar con pundonor militar. La cró-
nica legalizada del suceso recoge las palabras de Robles
en el momento de descerrajarle los tres tiros que le produ-
jeron la muerte, reclamando los bofetones de Salta: «¡Solo
quiero tu vida, tirano!». Con el transcurso del tiempo se
quiso salpicar la honra del mártir de Metán implicándole
en el crimen por ser unitario, conforme al conocido y
corriente slogan de Rosas: «Es la obra de los salvajes y abo-
minables unitarios». También cuando pereció Quiroga se
propaló y adjudicó el siniestro plan al partido unitario, pero
no obstante la calumnia tuvo el propio Rosas que condenar
a los federales Reinafé como autores materiales. Empero,
el instigador quedó oculto, y nada se sabría si no se hubiese
demostrado en otro estudio que Rosas conocía con antela-
ción lo que habría de sobrevenir, por tener ya en su poder
la carta del doctor Calixto González denunciando el horrendo
plan. Pese a las facultades extraordinarias y al prestigio y
10 Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, vol. III, p. 55 y sigts.
194
dominio en las provincias, Rosas no hizo nada para atajar
el crimen; antes bien, impulsó a Facundo a realizar con
urgencia el nefasto viaje al interior
Para terminar agregaré una consideración de circuns-
tancias sobre Zavaleta, a propósito de esta gestión oficiosa
del malogrado Heredia en la obtención a su favor del obis-
pado de Córdoba. Cabe, en efecto, preguntar ¿Una mitra?
¿Y para qué? Zavaleta jamás la había ambicionado, ni si-
quiera en épocas de su mayor influencia. ¡Cómo habría
ahora de apetecerla con setenta años de edad e imposibili-
tado físicamente para cumplir con las visitas pastorales!
En esa altitud de la vida y lleno de pesadumbres como
veremos en el capítulo final, no se disimulaba a su clara
inteligencia de opositor al gobierno lo poco viable de tal
candidatura. Le bastaba el constante apostolado de su sa-
cerdocio porteño y la aureola de la consideración pública.
11 La Tragedia de Barranca Yaco, conferencia que pronunciamos en la Biblioteca
del Jockey Club de esta capital, año 1929.
195
Capítulo
XII
GRAVITACION DE LA PERSONALIDAD DEL DEAN
DE BUENOS AIRES EN EL GRUPO HISTORICO
La dictadura de Rosas pretendió sepultar a Zavaleta en
un olvido que de rebote alcanzara al propio Senado del
clero. La circunstancia de ser tan eminente prelado el ocu-
pante como Deán de la primera silla de dignidades, nada
importó al gobierno la reiterada vacancia de otras produ-
cidas por destierro, caso del doctor Achega, o por falleci-
miento de ilustres canónigos, entre ellos Valentín Gómez,
cuyo deceso databa de 1833. Recién en 1840, después de
siete años se pensó en integrar el Cabildo designándose
buenos aunque mediocres clérigos, a quienes se favoreció
con la retención de sus curatos. El lustre del viejo senado
agonizaba al doble amparo de Zavaleta y Seguróla, enalte-
cidos por dignísima pobreza y ancianidad.
Desde su regreso de Tucumán la expansión orgiástica
de las saturnales del terror con los pringosos bailes de
arrabal, habían hecho enmudecer al Deán. Ni siquiera el
pulpito podía dar satisfacción al brillo de su palabra y a su
enseñanza moral como alivio a sus grandes pesares. Su re-
fugio era el apostolado silencioso casi anónimo; la lectura
ininterrumpida de los grandes padres de la iglesia matizada
con las publicaciones de los pensadores y políticos europeos;
197
su tertulia ocasional con algunos de los dilectos amigos
y discípulos que lo amaban, unos cuantos de la nueva
generación nacidos bajo el signo de Mayo; y como consuelo
hogareño, la correspondencia a sus familiares del interior.
Su nostalgia de la casa solariega era tema que se repetía
epistolarmente: a su sobrino don Juan Manuel Silva, le
escribe: «mucho, mucho me acuerdo de ustedes, mucho
hecho de menos el Tucumán. Gustosísimo me retiraría a
morir y dejar mis huesos allí, donde ellos fueron formados.
Pero, dejemos este asunto que no hace mas que atormen-
tarme. No hay reflexión que me convenza, ni idea que
pueda consolarme».
En el último lustro de su vida, su memoria se volvía a lo
pasado, por más tenaz que fuese su obsesión meditativa en
dolorosos acontecimientos recientes. En el balance de sus
recuerdos se trazaba una línea divisoria en el tiempo, como
si grabase en piedra dos edades. En la primera, su ordena-
ción sacerdotal, la dulce añoranza de sus estudios en el
colegio carolino al lado de su compañero de banco el bon-
dadoso Belgrano, por quien sentía un vivo sentimiento de
cariño, siendo ambos discípulos del virtuoso doctor Chorroa-
rín. Juan María Gutiérrez los vincula para anotarlos así
con elogio: «quienes más tarde — dice — fueron honra del
país y de su maestro» (pág. 499). ¿Cómo no traer a colación
en su pensamiento aquella vida docente que durante veinte
años hizo tribuna de su cátedra para enseñar a pensar
y a obrar en la vida pública a alumnos y oyentes que inscri-
bieron sus nombres en el cuadro de honor de la República?
Vicente F. López, Achega y cien más, inscriptos como de
la generación del 38, la que abrió el «salón literario», fueron
sus simpatizantes preferidos. Luego en el movimiento de
Mayo, su exhortación cristiana de 1810, desde la tribuna
catedralicia en presencia de la Junta Revolucionaria, y en
1816, también en la metropolitana, jurando la Indepen-
dencia, exaltando el amor patrio como inseparable de la
198
gratitud debida a la Providencia y marcando ya el derrotero
de un plan de vida personal que le depararía las más altas
posiciones en cargos públicos, asambleas, congresos y con-
sejos de Estado. En esa primera edad, ya maduro en la
reflexión y en la experiencia de la lucha cívica y religiosa,
se proyecta su nombre en las actividades y funciones más
obligantes, como directorial y como unitario; no menos
que en el sacerdocio donde fué ejemplo de recato llenando
tareas de grave responsabilidad y tacto. Su misión de 1823
al interior tuvo la exteriorización de un suceso trascendente
en procura de la unión nacional, pero en su meditar y
obrar íntimo fué la realización mística del amor al prójimo,
de la paz y la concordia de las almas. Su correspondencia
a este respecto se refleja más en el espíritu que en el cuerpo
social. Toda esta gran porción de su existencia activa y
fructuosa se termina puede decirse con la caída de Riva-
davia, pero ella es de plenitud cívica, de servicios abnegados
por el país, sin pensar acaso en el luctuoso crepúsculo que
ensombrecería más adelante a la nación entera. Pertenecen
a este sector de su actuación sus éxitos sacerdotales, de
universitario y de legislador. Era el hombre de consulta
obligada, tenido por consejero sereno y justo, mirado con
veneración por dos generaciones y con respetuosa distancia
por los adversarios del bando opuesto. El director Gervasio
A. de Posadas apunta en sus «memorias* el visto bueno
que le da Zavaleta para aceptar el cargo supremo de la repú-
blica y la redacción de su primer discurso oficial. El presi-
dente Rivadavia le tiene como confidente espiritual en sus
deberes religiosos l. Se habla siempre por publicistas y cro-
1 Refiere el historiador V. F. López en el t. IX, p. 149 de su difundida obra, «Un
día en que varios hombres del tiempo, discutían a Rivadavia (allá por el año 37 o 38, si
mal no recuerdo) dijo alguno que era libre pensador, y que esas asistencias a los ser-
vicios religiosos eran nada más que afición al boato público; el Deán Zavaleta (don
Diego Estanislao) que oía ésto con grave silencio según su costumbre, dijo: "¡No
señor! Puedo asegurar que cumplía en reserva todos los deberes de un católico sin-
cero"».
199
nistas del venerable Deán al que agasajaron caudillos pode-
rosos, llámense Bustos, Quiroga o Heredia. Indudablemente
que su característica seriedad, lo adusto de su semblante,
se baña a veces de una luz confortante de consideración
pública que trasluce íntimas satisfacciones, que por natural
modestia no las exhibe tales.
Dos personalidades del clero, llenaron por muchos años
los ámbitos de su gran afección. Ambos eran sus parientes
cercanos por el vínculo de la sangre de un igual origen
troncal. Ellos fueron sujetos de reputación notoria: el doctor
Juan Nepomuceno Solá, su primo hermano, bienhechor
y guía espiritual, quien le diera duradero hospedaje en su
parroquia de Montserrat y educara su carácter en la san-
tidad de los actos; porque pocos en verdad llenaron más
cumplidamente su apostolado de almas como ese pastor de
una grey redimida de la esclavatura y del bajo pueblo de
barrio; tal el presbítero Solá, cuya memoria se confunde
entre los más fieles servidores de la doctrina de Cristo del
viejo Buenos Aires. El otro es su sobrino Antonio Sáenz, pri-
mer rector de la Universidad, maestro y patriota, sacerdote y
hombre público, arrebatado a la vida en el cénit de su obra.
El tríptico se gloría pues con el Deán bajo la divisa del talento
y la virtud, frutos benditos de tres hogares fundadores de la
argentinidad en Buenos Aires, Salta y Tucumán.
En la segunda edad, proyectada en tinieblas a partir
de Rosas, y por consiguiente hasta el último día del doctor
Zavaleta, pues que no alcanzó al triunfo de Caseros, su
balance rememorativo es de amargura. Ante su vista se
han desarrollado hechos imborrables, a punto de herir sus
fibras más sensibles. Después de su gesto de 1835, votando
contra la ley que acordó la suma del poder público y pasadas
las radiaciones luminosas de su viaje al terruño, que le
devolvió inmunizado contra los dardos de la pasión y el odio
ambiente, todo en él es reconcentración y preparación para
la muerte.
200
No era por afán agorero que se alcanzaría el fatídico
año 40. ¡Su visión de las cosas se hizo más profunda, aun
a lo recóndito, exhornando sus juicios con la fe profética!
Empero su amargura debía sin dejar de sufrir, diluirse en el
perdón de la bondad evangélica sin que asomase a sus
labios la más mínima queja o reproche. Ya el ciudadano
y el consejero de Estado se había totalmente resumido
en el ministro del altar. En una palabra, había dejado de
ser hombre público para readquirir las excelencias de su
corazón. Es así como vió desfilar la caravana macabra de
la sangre vertida en dos años horripilantes, que epilogan
su existencia septuagenaria.
Enunciemos sólo los hechos, despojándoles del ropaje
con que los reviste la historia. Su amigo el general Alejandro
Heredia ha caído bajo el plomo alevoso; Berón de Astrada
derrotado y muerto en Pago Largo; los Maza, padre e hijo,
sucumbido a la saña del tirano; los revolucionarios del sur
despedazados y Castelli degollado; Lavalle con sus visos
de campeador no acierta a dar el golpe valedero; el norte
argentino y en primer término Tucumán arman una coa-
lición que el Deán deberá llorar muy sinceramente ante las
cabezas de su estimado doctor Cubas y de su sobrino-nieto
el doctor Marco M. de Avellaneda. Gracias que la racha
de furia ofrendada en holocaustos sangrientos por aquellos
cóndores del Aconquija, le permita sobrevivirse a sí mismo
para orar en el silencio del templo impetrando la miseri-
cordia divina en el sacrificio de la misa, exactamente cuando
treinta años atrás imploraba la libertad de América sub-
yugada por los tiranos de Europa. Vale decir, que no le
cabía más refugio que el orden espiritual que lo era todo,
porque hasta la Universidad, centro y vocación de su
intelecto, se extinguía bajo la atonía ciudadana y uno de
sus adalides, su continuador el doctor Diego Alcorta, cuyas
lecciones de filosofía propiciara en 1834, acababa de extin-
guirse. Es sabido que la élite universitaria, honor de los
201
unitarios, quedó totalmente reducida a nada bajo la clase
predominante de los hacendados rotulados federales.
En ese año de 1842, la proyección de la personalidad de
Zavaleta semejaba una sombra que se alargaba hacia el
poniente. Gravemente enfermo escribe su testamento, que
por cierto no registraría los epítetos usuales de entonces,
legalizados por el odio partidario. ¿A quién nombrará here-
dero? Acaso lo ha meditado en sus vigilias y el dictado es
brevísimo: «nombro — escribe — heredero a mi alma». Está
dicho todo. Da poder al benemérito provisor doctor Domingo
Achega y a don Felipe Piñeyro, que recogen con Juan Andrés
Gelly y Obes sus últimas recomendaciones. Cierra sus ojos
a los 74 años, próximo ya a sus bodas de oro sacerdotales,
el 24 de dicembre de 1842.
Al bajar al sepulcro, hubo concenso en los vencidos en
reconocer, cómo se había acordado en él, la unción religiosa
con su natural modesto. No le había sido menester violen-
tarse en ocasión alguna para evadirse de lo espectacular.
No se había gozado así, en su alucinante enseñanza filosófica,
ni en el ruido oratorio de su decir clásico y menos en su
gravitación sobre el grupo histórico. No se había alterado
tampoco esa «grave» serenidad que desalojaba lo desme-
surado o lo pretencioso. Al preferir siempre la verdad de la
belleza simple, juzgando con parsimonia a hombres y cosas,
había acrecentado el valor que le asignaron sus coetáneos,
de hombre justo y de consejo. Poseyó así los honores de la
consideración pública y la notoriedad de un espíritu conci-
liador, sin menoscabo de la pureza de sus opiniones.
Para el Deán de Buenos Aires, la sola filosofía práctica
de la historia estaba fuera de la violencia o del odio, sa-
biendo que lo imprevisto de la época se escondía en lo más
humilde y que toda experiencia salvaba las dudas, a con-
dición de ser constante sobre los principios morales. Esas
dotes de autoridad y de ecuanimidad en él; ese arte soberano
de saber conferir valor a los actos aun en su aparente
202
simplicidad, fué precisamente lo que faltó al incorregible
ilusionismo de sus correligionarios unitarios, cegados con
el poder precario y circunstancial. Lejos de traslucir el éxito
con la pompa rivadaviana, supo el venerable doctor Zava-
leta rebajar instantáneamente al aplauso toda sonoridad,
sin perturbarse con las impresiones más vivas de la política
a saltos, que se practicaba entonces, y así quebrar con fijeza
de carácter, la fragilidad y la claudicación de los enervados
por el torbellino de las pasiones políticas. Reacio, en con-
secuencia, a cualquier inconstancia tentadora, prefirió el
silencio recoleto a las fustigaciones galopantes del padre
Castañeda o, a la ambiciosa prepotencia del doctor Julián
S. de Agüero, desgastada en el ardor tumultuoso de la lucha
de «la unidad a palos».
La grandeza moral del Deán Zavaleta se nos impone
hoy a la distancia, pasado el centenario de su muerte: reco-
nocerla en la hondura de su calado es un derecho que
solamente compete a la posteridad. Nada más relevante
que los rasgos de esa su psicología personal, acentuados
a lo largo de su andar por la vida; haz luminoso, donde
resume el hombre y sus actos la unidad de conducta, tan
sin junturas traidoras que no tolera siquiera los intersticios,
con que la flaqueza de los más resquebraja la coraza de los
principios. Los publicistas le observaron en ocasiones grave,
severo, modesto, muy modesto, a veces sombrío, pero sin
rehusar jamás la responsabilidad. Internado como ministro
de Dios por las tenebrosas galerías de las conciencias, candil
en mano hasta dar con la verdad escondida, presentía lo
hondo de las culpas y el alivio de la absolución dada a sus
penitentes. Este ministerio hízole integérrimo en el juzgar
de los propio y de lo extraño, aunadas la caridad y la tole-
rancia, tanto en ese juez examinador de almas, como en
el escrutador de los desvíos en el comportamiento social.
Y este criterio lo extendía a la política, donde actuara de
continuo, pese a su consagración a la Iglesia. Se le llamó
203
también, reiteradamente, sabio maestro, teólogo erudito de
versación extensa destacando al docente de física, al filósofo,
al legislador, y al moralista de costumbres cuando predicaba
desde el pulpito. El caudal de su ciencia corría a través del
cedazo con que el doctrinarismo ortodoxo advertía las atra-
yentes lecturas del racionalismo en auge. Y así, sus discur-
sos, consultas y dictámenes, claros y valientes, profundos
por definición, enfrentaron las asechanzas inevitables de la
crítica aldeana introducida en el periodismo, los comuni-
cados y las hojas sueltas. Hay en todo ello y se descubre
a simple vista, por la posición y la actitud, un concepto
personalísimo de entereza y responsabilidad de convicciones.
Sus razonamientos enfocados en lo formativo de la sociedad,
abarcan el individuo y su ambiente en la nación y provin-
cias; traducen la visión de la hora evolutiva que dejaba,
por cierto, poco margen a lo especulativo del pensamiento
creador. Patente está el esfuerzo por ser «hombre actual»,
es decir, el de su tiempo; pensador desinteresado que debió
proseguir en el ensueño de apuntalar y constituir una nueva
nación. Ese político, con categoría de «consejero de Estado»,
hechura genuina de los primeros lustros del siglo de «las
luces», fué el cabal revolucionario idealista, forjador de
escuelas y discípulos animosos, pretensos adalides de la
cultura, que debieron comenzar por desterrar de la masa,
la crasa ignorancia que les deparó su estado de abyección;
y obtener el más grande estímulo de su civismo para poder
oficiar en el altar de la Patria con afanes de libertad. Por
estas consideraciones, aparece reflejada en el perfil psicoló-
gico de Zavaleta, una austeridad tan ejemplar, que sólo es
concebida por quien se sentía demasiado amparado de una
fe límpida, sin titubeos para captar en lo íntimo de su saber
teológico una alta finalidad de vida, sobrepuesta a los errores
del momento histórico, a la unilateralidad del adversario
impugnador, a los accidentes del desorden y el caos angus-
tioso. Está así configurada su fisonomía moral, plena de
204
responsabilidad — lo repetimos — porque merced a ella as-
cendió por la escala de los valores supremos: Dios y la
Patria, esencias que nutrieron su admirable espíritu.
Nuestros escritores en general, han sido parcos en el
juicio crítico. Si exceptuamos a Juan María Gutiérrez, Vicente
F. López y a Ignacio Núñez 2, que le trataron personal-
mente, o a sus coetáneos que le colmaron de respeto, son
pocos los publicistas de la siguiente generación que le va-
loran en la equivalencia de sus méritos. No -en balde Gu-
tiérrez afirmó que «la extensión de sus servicios durante
una vida larga y laboriosa, requiere una contracción espe-
cial al examen de los hechos que distinguen esa misma
vida», agregando es ésta «una biografía que hace falta
para honra del país». En forma esporádica y carente de
unidad se le ha señalado como de conducta honorable
y cabal, patriota meritorio en alto grado, hombre de letras,
catedrático de autoridad, brillante en las principales asam-
bleas y uno de los más ilustrados de su tiempo. La medida
para su valoración integral nos descubre ahora el hilo
de su existencia, entretejido en la trama del devenir his-
tórico de la nacionalidad. Su biografía pues, es la historia
misma del país.
- Al juicio de Posadas, López, Gutiérrez, etc., debemos añadir el de Ignacio
Núñez, autor celebrado de Noticias históricas de la República Argentina y testigo feha-
ciente de los acontecimientos de Mayo y años siguientes. En la Vicia del doctor Juan
Francisco Gil, que escribió en 1832, nombra a Zavaleta con igual elogio reconocién-
dole «uno de los ciudadanos de mayor consideración social» recalcando «esas vene-
rables calidades que le han constituido en la primera dignidad del clero», etc., p. 455
de la segunda edición de 1898. La primera data de 1857. En igual sentido el doctor
T. Godoy Cruz, y en general así se lee en las cartas de los personajes de esa época.
205
APENDICE DOCUMENTAL
CARTA Y CIRCULAR
Orden del señor Provisor, Vicario General y Gobernador
de este obispado de buenos alres, doctor dlego estanislao
de zavaleta.
«Con fecha 12 del corriente me remite el Superior Gobierno
la iniciativa hecha al finado Prelado Diocesano y demás señores
Obispos de estas Provincias, determinada a que disponga que
ambos cleros, en todos sus sermones toquen un punto relativo
al sistema de nuestra sagrada causa; y que en la colecta de la
misa se ruegue expresa y determinadamente al Señor proteja
la causa de nuestra libertad. Poderosas consideraciones y el
ejemplo de los sabios Prelados de Córdoba y Salta, me han
determinado a acceder y circular la adjunta orden que paso a
V. P. R. con el objeto de cumplir por mi parte la expresada
iniciativa.
Dios guarde a V. P. R. muchos años. Buenos Ayres, Mayo
22 de 1812».
(fdo.) Diego E. de Zaváleta.
Circular.
«Al M. R. P. Provincial del Convento de San Francisco.
Con el objeto de que los pueblos se impongan de sus dere-
chos en unas circunstancias en que más que nunca les importa
conocerlos, de concertar la opinión pública para cortar los ma-
les y funestos efectos que produce la diversidad de pareceres,
cuyo origen tal vez es la ignorancia o irreflexión; consiguiente
a esta iniciativa hecha a esta jurisdicción por el Supremo Go-
bierno, se previene a todos los sacerdotes seculares que en sus
sermones, panegíricos y doctrinales, toquen oportunamente
algún punto que sea propio a ilustrar, fundar y sostener la justa
causa que las Provincias Unidas del Río de la Plata se propu-
209
sieron desde la instalación de un nuevo Gobierno Provisorio.
Encargándoles como les encargamos que al rebatir, como deben,
nerviosamente el error, no rompan con imprudencia los sagra-
dos vínculos de la caridad, que por su ministerio deben procu-
rar estrechar más y más entre los fieles. Se les previene igual-
mente que en la colecta de la Misa, después de la primera sú-
plica concebida en estos términos: Et fámulos tuos Papam nostrum
Pium, Regen nostrum Ferdinandum cum prole regué, populo et exer-
citu suo ab omni adversitate custodi, se añada: justam nostrae liber-
tatis causam protege; pacem et salutem, etc.» Buenos Ayres, 22 de
Mayo de 1812.
(fdo.) Diego Estanislao de Zavaleta.
Esta circular dirigida a F. Cayetano José Rodríguez fué
apoyada y cumplida fervorosamente por todos los frailes
franciscanos de la República, pues que Rodríguez inició sus
sentimientos al Prelado eclesiástico y exhortó a todos sus her-
manos en religión en el sentido patriótico expresado.
(Archivo conventual de Córdoba).
CARTA DE FRAY CAYETANO RODRIGUEZ
AL OBISPO MOLINA
Buenos Aires, octubre 18 de 1815. . . «Estamos con el sen-
timiento de la falta de razón en algunos pueblos que no quieren
entrar en los nacionales partidos que adoptamos. Córdoba y
Santa Fé se han enloquecido como sabrás. Quieren hacer repú-
blica aparte con el Paraguay. Por momentos me parece que no
somos dignos de constituirnos ni ser gente. Hacemos muchas
locuras, y cuando pensamos con formalidad se levantan nubla-
dos tan gruesos y ordinarios que deben avergonzarnos. Se había
determinado que el canónigo Zavaleta, hermano de don Cle-
mente, en compañía del marqués de Yaví, fuese en comisión
a esos pueblos hasta Jujuy a imponerles verbalmente de estos
modos de pensar, ya que no lo entienden por escrito Pero
ya a punto de salir se ha suspendido, no sé porqué. . . »
210
ARENGA DEL DEAN DE ESTA SANTA IGLESIA
CATEDRAL AL SOBERANO CONGRESO
Soberano Señor:
El celo infatigable y asiduos trabajos de Vuestra Sobera-
nía han aumentado las glorias de este día, por tantos títulos
memorables en nuestros fastos. En él cayeron despedazadas
las fuertes y pesadas cadenas que nos ligaban y oprimían baxo
el más duro y prolongado despotismo. En él se abrieron por
primera vez nuestros ojos para mirar a lo lejos la perspectiva
hermosa de la Libertad. En él recobramos nuestra dignidad y
reivindicamos los derechos preciosos que la naturaleza y su
divino Autor han concedido a todo racional. . . ¡Justos moti-
vos para celebrar su memoria!
A estos se agrega el de haber jurado la juiciosa y sabia Cons-
titución que Vuestra Soberanía ha dado a los pueblos, y que
ha de ser como el más garante de sus derechos, la regla que
fixe sus obligaciones y sus deberes. . . ¡Que sea para todos
sagrada!. . . ¡Que se cumpla a la letra!. . . [Que nadie se atreva
a tirar una línea sobre algunos de sus artículos!. . . ¡Que el
magistrado enseñe con el exemplo su observancia!. . .
Tales son los votos del Cabildo Eclesiástico de Buenos
Ayres, que al felicitar a Vuestra Soberanía en el día grande de
la Patria, tiene el honor de protestar a la faz del pueblo, que
será siempre el más celoso defensor de sus derechos y el más
exacto observador de su Constitución.
Dr. Diego Estanislao de Zavaleta.
25 de Mayo de 1819.
PRELIMINARES DE LA INSTALACION DEL CONGRESO
GENERAL
La Honorable Junta después de una detenida discusión
que la ha ocupado en varias sesiones, con respecto a instruir
a los Señores Diputados por esta Provincia para el Congreso
General que está anunciado, y contestar a sus últimas comu-
nicaciones dirigidas a esta corporación con fecha 22 del
211
próximo pasado Agosto, ha acordado que dichos Sres Dipu-
tados se contraerán solo á invitar á los de las otras Provincias,
reunidos en Córdoba, a que acuerden y convengan en lo si-
guiente:
Io En fijar la proporción de la población que deba reglar
el nombramiento de cada uno de los Representantes en el
Congreso General.
2o Que adopten y publiquen un método de elecciones que
sirva en todas las Provincias para el nombramiento de dichos
Representantes.
3o Que designen el lugar donde deben reunirse aquellos,
cuando sean invitadas las Provincias para concurrir con sus
respectivas representaciones para fijar el día en que deba ser
instalado el Congreso.
4o Que elijan y recomienden a uno de los Gobiernos de las
Provincias libres, para que este, a medida que los del Alto
Perú se pongan hábiles, las invite e incite a que concurran,
por medio de los Diputados correspondientes al Congreso y
para que el dicho Gobierno, llegado aquel caso dé todas las
providencias oportunas, para que se realice la apertura e ins-
talación de dicho Congreso General.
Igualmente ha acordado la Honorable Junta cometer a
V. E. de cuyas luces está plenamente satisfecha, la comunica-
cación de aquella resolución a los Señores Diputados, esten-
diendo en conformidad a ella las instrucciones competentes a
que deben ceñir el uso y ejercicio de las facultades y poderes
que les están conferidos.
Todo lo que de orden de dicha Honorable Junta se avisa
a V. E. con remisión de la nota original de dichos Señores
Diputados para su inteligencia y fines consiguientes.
Dios guarde a V. E. muchos años. Sala de las Sesiones en
Buenos Aires, y Setiembre 15 de 1821.
fdo.: Diego Estanislao Zavaleta
Presidente
fdo.: Pedro Medrano
Vocal Secretario
Excmo. Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia.
212
CREDENCIAL DE DIPUTADOS
Por Cuanto la H. Junta de Representantes de la Prov." de
Buenos-Aires usando de la soberanía ordinaria y extraord.8
que rebiste ha sancionado, en sesión de nueve del corrte, con
valor y fuerza de ley, lo siguiente
Articulo primero
Apruébase la elección que ha hecho la Provincia para Re-
presentantes al Congreso Nacional, y ha recaído en los S. S.
Don Mariano Andrade: Don Julián Segundo de Agüero: Don
Valentín Gómez: D. Juan José Paso: Don Diego Estanislao
Zavaleta: D. Manuel José García: Don Nicolás Anchorena:
D. Francisco de la Cruz, y D. Manuel Ant.° Castro.
2o
Mientras el Congreso Nacional tenga sus sesiones en Bue-
nos-Aires, a los Reptes nombrados a él por la provincia no se
les acordará compensación alguna.
3o
Líbreseles el correspondiente despacho, con inserción de esta
Ley, firmado por el Presidente, autorizado por los dos secreta-
rios, y sellado con el sello de la representación, p.a que les sirba
de bastante credencial, avisándose al gob.no pa su intelig*
Por tanto, y en conformidad con lo que se dispone en el
art.° 3o de la ley inserta, ha mandado librar en fabor de D. Die-
go Estanislao de Zavaleta el presente despacho de diputado
al Congreso Nacional. Dado en Buenos Aires a catorce de
octubre de mil ochocientos veinte y cuatro.
(fdo.) Manuel Pinto
Presidí
(rúbrica)
(sello con)
cubierta de
papel blanco
Je Sev° Malavia Justo José Núnez
Sec° Srio
Sor D. Diego Estanislao de Zavaleta
(Credencial de Diputado Nacional)
213
CONGRESO GENERAL CONSTITUYENTE
Sesión Secreta del 18 de Julio de 1825. Antecedentes de la guerra
con el Brasil: Situación de la Banda Oriental
«. . .En este estado el Señor Zavaleta, miembro de la comi-
sión especial, encargada de abrir dictamen sobre la comuni-
cación recibida del Gobierno provisorio de la Banda Oriental,
tomó la palabra y expuso que, los individuos que la componían,
penetrados de la gravedad del asunto y del pulso con que debía
manejarse, para no comprometer imprudentemente la seguridad
de las provincias contiguas a la Oriental, tales como la de
Misiones, Corrientes y Entre Ríos, habían considerado que
era necesario oír a los Ministros del Executivo Nacional sobre
el estado actual de nuestra situación, sobre los auxilios con
que el Congreso podría contar para socorrer a los orientales;
sobre la fuerza armada que sería disponible para este objeto;
sobre el contingente con que las provincias concurrirían a
esta obra; y en fin, sobre todas los datos y antecedentes que
debían tenerse presentes para no exponerse a aconsejar a la
Sala una medida que, en sí misma, podría importar esencial-
mente una declaración de guerra, o una agresión contra los
Brasileros tal vez inoportuna y de muy fatales consecuencias
para todo el Estado, y principalmente para aquellas referidas
provincias representadas hoy en Congreso, que están más
inmediatas al peligro; o para dictaminar la línea de conducta
que en circunstancias tan delicadas debía adoptarse por el
Congreso para salvar sus legítimos derechos a la Banda Orien-
tal, preparar los medios de hacer efectiva su recuperación, y
evadir al mismo tiempo los riesgos que por ahora se temen. —
Que el señor ministro de Gobierno y Relaciones exteriores
habrá asistido con este objeto a las conferencias de la comi-
sión y había hecho en ella todas quantas explicaciones se le
habían exigido acerca de aquellos particulares, aunque con la
reserva que demandaba la naturaleza de algunos de ellos.
Que después, y a pesar de todo esto, los individuos de la comi-
sión se habían mantenido siempre disconformes en sus opi-
niones, de tal suerte que no se había podido reunir la mayoría
acerca de las dificultades que se habían tocado y controvertido.
214
Que en estas circunstancias bien pudieron haber adoptado
los miembros de la comisión el medio de presentar cada cual
su dictamen a la Sala, pero que aun para esto consideraron
que sería preciso que el Congreso resolviese previamente algu-
nas cuestiones, que serían de mayor embarazo en los trabajos
de la comisión, como por exemplo: si el Congreso por una
nota había de contestar a todos los puntos de la comunica-
ción del govierno provisorio; porque en opinión de algunos
debía contestarse aprobando la conducta de los orientales y
ofreciendo de parte del Congreso todo lo que estuviese a sus
alcances para el feliz éxito de su causa, reservando solamente
el contestar con respecto a la incorporación y recibimiento de
los Diputados que ya se decían nombrados por la Provincia
Oriental; en opinión de otros debía contestarse francamente
adhiriendo en todo a las insinuaciones de los Orientales, aun-
que esto importase una agresión o declaración de guerra contra
los Brasileros; y aún en opinión de algunos debía aumentarse
mayor número a la Comisión para ver si con tal aumento de
luces podía facilitarse la expedición de este negocio tan grave
y tan delicado. Que, esta ansiedad en que se encontraba la
Comisión por la divergencia de opiniones, hizo que el expo-
nente (Doctor Zavaleta) pidiese al Congreso en la sesión ante-
rior, el que se reuniese en conferencia privada ya que no podía
ser en sesión pública, porque la naturaleza del asunto, y sus
correspondientes discusiones absolutamente lo resistían, a fin
de que oyendo las diferentes opiniones que podrían asomar
en la Sala, y a los señores ministros del Poder Executivo Na-
cional, resolviese si la minuta de contestación de que está
encargada la Comisión debe estenderse a todos los puntos de
la nota de los Orientales; si ha de contestárseles que el Con-
greso aprueba su conducta, que los auxiliará, que admitirá
sus Diputados, y que a todo está dispuesta, aunque para
ello sea necesario declarar la guerra a los Brasileros; y en
fin, para que el Congreso en mérito a todas las dificultades
que ofrece esta materia, se digne tomar alguna resolución
que a lo menos sirva como de base para los ulteriores traba-
jos de la Comisión.»
215
DICTAMEN DEL Dr. D. DIEGO E. DE ZAVALETA
SOBRE PATRONATO NACIONAL
Al Sr. Ministro de Gobierno D. Manuel José García.
La respetable nota de V. S., en que se me transcribe el
decreto supremo de 21 del próximo pasado Febrero, que ordena
a todos los individuos nombrados para integrar la junta de
teólogos y juristas convocada para el 24 del mismo, pasen al
Gobierno su ditamen escrito sobre las 14 proposiciones im-
presas al fin del Memorial Ajustado, me constituye en el deber
de llenar esta tarea; tan gravosa para mí, por mi quebrantada
salad y avanzada edad; como desagradable, por circunstancias
particulares, que ignoran pocos, y que sería tan indiscreto, como
impertinente detallar. Voy pues a emprenderla, aunque con la
conciencia de que mis esfuerzos, sean cuales fueren, sobre
inútiles al noble objeto que se propone el Gobierno, serán
siempre insuficientes a corresponder de un modo digno a la
confianza y alto honor, que me ha dispensado, al exigirme el
dictamen sobre una materia tan grave y de tanta trascendencia
para la República, y aun para la América entera. Ellos, sin
embargo, serán la mejor y más relevante prueba, que puedo
darle, de mi respeto y obediencia a la autoridad suprema del
Estado: y por otra parte me proporcionarán la oportunidad
(siempre grata para mí) de repetir y ratificar la profesión pública
de mi fe política; y prevenir, en parte, los ataques, que, en razón de
las opiniones que vierta, pudieran hacerse a mi fe religiosa:
obligaciones sagradas, de que no debo desentenderme. Es por esto,
que espero se me disimule, si al espresar mi conformidad, res-
pecto de las proposiciones del Gobierno, no me ciño al tenor
literal del decreto de 21 de Febrero; y me permito hacer sobre
ellas una u otra reflexión, conducentes a aclarar su sentido, y
comprobar su verdad.
La primera de las proposiciones es tan clara y evidente, que
no habrá un solo argentino a quien pueda hoy ocurrirle duda
sobre ella. Para el último de estos, empeñarse en demostrársela,
sería un agravio: negársela, sería un crimen, que no sabría
perdonar. Por consiguiente yo reconozco en la Nación, que
formamos, la soberanía de todos los pueblos que integran nues-
tra República, con todas las atribuciones y derechos que le son
esencialmente anexos, y que hasta el 25 de Mayo de 1810 ejer-
216
cieron los reyes de España en ellos. . . Pero como estos
pueblos, después de revindicar su soberanía, reconquistando
heroicamente su independencia, han manifestado su decidida
voluntad de constituirse y gobernarse como República Federal,
bajo los pactos, que de común acuerdo sancionen y ratifiquen
ellos mismos: como hasta el día no ha llegado el caso, de que
estas Provincias o nuevos Estados realicen y ratifiquen esos
pactos, a virtud de los cuales se establecerá quizá una autori-
dad general, constitucionalmente encargada de la dirección, y
ejercicio de los negocios comunes a la federación, que se le
designen: entretanto llega el tiempo de que todo esto se veri-
fique, es arreglado a derecho y constante de hecho, que cada
uno de nuestros gobiernos, aunque nuevos independientes, ha
resumido y ejerce plenariamente su soberanía. De lo que resulta
demostrada la segunda proposición asentada por el Gobierno. . .
Ella anuncia solo un hecho, confirmado con la práctica de nues-
tros nuevos Estados, y con la delegación misma, que han hecho
al gobierno de este, para que, a nombre de todos, mantenga
las relaciones esteriores con los poderes estranjeros; reserván-
dose la celebración de tratados y su ratificación.
Pero ¿entre esos derechos y atribuciones propias de la sobe-
ranía, que antes ejercieron en estos países los reyes de España,
y hoy ejercen los Gobiernos de nuestras provincias, ha de
incluirse el patronato y. protección de las Iglesias? Esa es la
duda que resuelve afirmativamente el Gobierno en 3a. propo-
sición, que creo cierta; arreglando en esta parte mi juicio a lo
que terminantemente deciden jurisconsultos célebres, que han
escrito sobre esta regalía. «La soberanía, dice uno de ellos,
consiste entre otras cosas en este derecho de nombrar a las
prelacias de las Iglesias». Summus dominatus consistit, ínter
alia, in hoc jure nominandi ad ecloesiasticas proefecturas.
«La regalía del patronato, dice otro se llama Mayoría por-
que ella importa propiamente el reconocimiento de la sobe-
ranía. . . Es la forma y esencia misma de la magestad» : hanc
jurisdictionem (la del Patronato) ideo majoriam vocamus
quod ea proprie pertineat ad supremam principatus recogni-
tionem. . . Praeterea haec suprema jurisdiction est ipsa forma,
et substantialis essentia magestatis. Y aun el rey D. Alfonso el
Sabio en la ley 34, tít. 18, part. 3, definiendo las regalías (en
cuyo número se incluye el patronato) dice: «Son cosas que
están ayuntadas siempre al señorío del reino». Nótese con aten-
217
ción, que no dice al rey, sino al señorío del reyno; y lo que vale
lo mismo a la soberanía, de quien es atribución esencial. . .
Algo más se dirá sobre este mismo asunto al considerar las
proposiciones 5, 6, 7 y 8. Mas antes debo espresar, como lo
hago, mi absoluta conformidad con la 4a., que reconoce en
la nación, y sus gobiernos independientes, el detecho de exa-
minar todos los breves, y demás rescriptos de Roma, para dar-
les, suspenderles o negarles el exequátur o pase; reconocido,
sancionado y practicado en todos los estados católicos sobe-
ranos. Me permitiré sólo advertir aquí de paso, que la racio-
nal y justa excepción, que conformándose con la ley, hace el
Gobierno de los breves de penintenciaria, no es porque en ellos
se trate de materias o facultades espirituales; paes que, cuales-
quiera que ellas fuesen, no serían más espirituales que las indul-
gencias: sino porque aquellos se versan sobre negocios del
fuero penitencial; y su examen y reconocimiento violaría el
sagrado del sigilo sacramental. Por eso es que generalmente
vienen sobrecartados: Discreto confesarlo.
Las cuatro proposiciones siguientes de 5a. a 8a. inclusive,
una y otra, se me hace preciso considerarlas a un tiempo mis-
mo, por evitar remisiones, o repeticiones fastidiosas, que quizá
se harían indispensables, si reflecionara sobre cada una de
ellas separadamente. Las 7a. y 8a. son como dos consecuen-
cias deducidas con precisión y exactitud de las dos anteceden-
tes, que se suponen y sostienen como indudables en las propo-
ciones 5a. y 6a. En efecto: si corresponde a nuestros Gobiernos,
a virtud del Patronato, la nominación a los obispados, digni-
dades, canongias y demás prebendas y beneficios eclesiásticos;
si por el mismo título les corresponde la circunscripción terri-
torial de las diócesis; parece arreglado a principios de deducir,
que Su Santidad no ha debido considerar subsistentes las
antiguas reservas con respecto a lo primero; ni reservarse de
nuevo lo segundo, sin derogar tácita y aun expresamente el
patronato: en cuyo caso, por la ley, está el Gobierno en el
deber de retener el rescripto pontificio; y suplicar y reclamar
también esta regalía, o llámese derecho nacional. Lo primero
y principal porque las mismas disposiciones canónicas, al san-
cionar las reservas, terminantemente han exceptuado los bene-
ficios de patronato de soberanos, a los que dicen, no se intenta
perjudicar. Lo 2o. porque ni aún será fácil encontrar autor
alguno, que sostenga como opinión propia, que esas resetvas
218
deban extenderse a las Iglesias de Patronato de reyes y prínci-
pes soberanos: en cuya categoría deben sin duda alguna con-
siderarse nuestros gobiernos, desde que ellos están a la cabeza
de Estados independientes e independientes sólo por sus heroi-
cos esfuerzos. Nada importan los nombres sobre esta materia:
debe sólo mirarse el carácter que inviste la autoridad: y la de
nuestros Gobiernos, independiente, como es, de todo poder
extraño, inviste esencialmente el de soberanía. Son por lo
mismo éstos comprendidos en el principio general, que asien-
tan los profesores de uno y otro derecho pontificio y real,
particularmente el Sr. Frasso: «Que a los principes supre-
mos les pertenece el Patronato general y común de sus Estados;
y muy especialmente el de las Iglesias mayores respecto de las
cuales se llaman también defensores y Patronos. Supremis
enim Principus. . . suorum semper principatuum generalis et
communis pertinet patronatus, máxime majorum ecclésiarum,
respectu quarum etiam discuntur deffensores et patroni». Pa-
tronato general y común, que también puede llamarse, y le
llaman real los canonistas; no porque lo ejerce un rey, como
en España, sino porque rei adhaeret, como dice el P. Murillo:
Patronato, que si bien fué posteriormente autorizado y robus-
tecido por las disposiciones canónicas de los Romanos Pon-
tífices, ejercieron los príncipes, especialmente en España, mu-
chos siglos antes de esta autorización; y aun de haber sido
aquel derecho conocido con tal nombre: y Patronato al fin,
que, en cuanto importa sólo el derecho de nominación, susti-
tuido al de elección, debió necesariamente tener un origen
muy distinto del que hoy se le quiere suponer. Lo diré franca-
mente»: debió tener un origen popular.
Tal vez no faltará quien censure con acrimonia esta mi
proposición. Por eso me es preciso recordar, que desde el mismo
establecimiento de la Iglesia de Jesu-Cristo, a todo el pueblo
ciistiano correspondió el derecho de elegir los obispos y demás
Ministros sagrados. Muy pocos días después de la gloriosa
ascensión del Salvador a los cielos, se eligió el primer Obispo,
que debía ocupar en el colegio apostólico el lugar del pérfido
Judas. Toda la Iglesia reducida entonces sólo a 12 personas,
permanecía reunida aun en Jerusalem esperando el Espíritu
Santo, que se les había prometido, cuando San Pedro le expone
la necesidad de elegir uno que con ellos fuese testigo de la Re-
surrección; y de común acuerdo de toda la asamblea se pro-
219
ponen dos; se sortean; y por suerte recae la elección en San
Matías... Algún tiempo después se suscita una queja de los
neófitos griegos contra los hebreos.
Para acallarla, los apóstoles determinan la elección de 7
diáconos, encargados de la asistencia y sustento de los pobres
y de la distribución de las limosnas y oblaciones. Los 12 con-
vocan a todos los fieles; les dejan la elección libre; ellos la
hacen; y presentan, los 7 electos a los apóstoles, que, orando
sobre ellos, les imponen las manos y confieren el ministerio;
que hoy llamaríamos Beneficio.
Estos dos hechos notables, consignados en los capítulos
1 y 6 de las actas apostólicas, demuestran a la evidencia el
derecho, que desde el establecimiento de la Iglesia, ejerció el
pueblo cristiano en la elección de sus Obispos, Sacerdotes y
Ministros. El se mantuvo por mucho tiempo en esta posesión;
y no es preciso ser muy versado en la historia eclesiástica, para
saber que el derecho del pueblo a elegir sus Obispos fué umver-
salmente reconocido y practicado por siglos en todas las igle-
sias del orbe, inclusa la de Roma, madre y maestra de todas
las demás. Recórrase toda la Distinción 63, del decreto de Gra-
ciano, y allí se tropezará con muchas decisiones canónicas,
que ponen a la vista este hecho; y que no copio aquí por no
alargar demasiado este dictamen. Pero no quiero dejar de pre-
sentar dos documentos célebres, que demuestran, que esta
disciplina apostólica subsistía en España en el siglo VI, y aún
un tercio después de haber entrado el VIL El primero es el
can. 3 de un concilio de Barcelona del año 599, que dispone:
«Que a ninguno se permita, invirtiendo el tiempo fijado en los
cánones, aspirar a ser admitido al sacerdocio sumo; ya sea
por las sacras Regalías, o por medio del consentimiento del
clero y pueblo; o por elección y ascenso de los Obispos». El
segundo es el can. 19, del 4o. Concilio de Toledo en 633, que
refiriendo las personas que no deben ser ordenadas, dice:
«Que no lo sean los que no han sido elegidos por el pueblo y
por el clero, ni aprobados por el Metropolitano y por el Sí-
nodo de la provincia. . . »
¡Ojalá hubiera subsistido y aún subsistiera esta disciplina!. . .
Entretanto ella varió; y notamos que en los siglos poste-
riores, en varias partes, los reyes, solos intervenían en la elec-
ción de los Obispos. Los de España las hicieron exclusiva-
mente suyas: y ese derecho, que hoy se conoce con el nombre
220
de Patronato; que, conforme a la regla dada por los apóstoles,
correspondía al pueblo fiel, y que éste había ejercido sin con-
tradicción, desde que abrazó la fé, pasó a sus reyes; que lo
ejercieron, sin duda, en su representación, como cabezas de
esa sociedad civil que era también una Iglesia nacional. No es
este, señor Ministro, un pensamiento nuevo, que haya ocu-
rrido en este tiempo a algún entusiasta apasionado del gobierno
representativo. Como un siglo, o algo mas há, que escribía el
señor Hontalva su dictamen sobre el Patronato, y citaba ya la
doctrina de dos ilustres jurisperitos, que de ese principio deri-
vaban el derecho de nominación en los reyes. Es el primero
Francisco Zipeo, que en su Lib. 2 «De jurisdict» capítulo 21,
hablando de la nominación real de los Obispos dice: que en
ella subsiste de algún modo el uso antiguo de la iglesia de inter-
venir en las elecciones el pueblo, que, mediante una ley real,
ha traspasado al príncipe su derecho: «redolet aliquid ex vete-
ris ecclesiae usu, ut populus interveniret, que principi et in
principem lege regia jus omne transtulerit». El segundo es Mi-
ñano, que en el tratado 2o. de su obra titulada: «Basis Jurisd.
Pontif.» hablando de la misma práctica dice: que este derecho
se ha trasladado del pueblo al príncipe: «hoc autem jus á populo
ad principem, exemplo legis regiae translatum est».
Pero, por mas que sean respetables los nombres de estos
dos ilustres profesores, no es tanta para mí su autoridad, que
por su solo aserto, crea, que este apreciable derecho haya pa-
sado a los reyes por solo su voluntad: «lege regia. . . » No, toda
variación, o novedad sobre disciplina eclesiástica se hizo siem-
pre en aquel reino, por sus Obispos, en multiplicados, y fre-
cuentes Concilios provinciales y nacionales, que celebraron;
y no es creíble, que esta, de tanta trascendencia, se haya he-
cho sin su deliberación, y sanción. Especialmente cuando se
observa, que otra variación de disciplina, sobre la misma ma-
teria de provisión de Obispados, no fué ordenada sino por la
autoridad eclesiástica. Hablo de la confirmación de los Obispos,
que, conforme a derecho, debía hacerse por el metropolitano;
y en España se hacía por el Arzobispo de Toledo, en virtud del
canon 6o. del Concilio 12 de aquella ciudad, en que se decidió:
«Placuit (dice) ómnibus pontificibus Hispaniae, atque Galli-
tiae. . . ut licitum maneat prinoeps Toletano Pontífice quos-
cumque regalis potestas elegerit, et dicti Toletani epicopi judi-
cium. . . probaverit in quibuslibet Provinciis. . . proeficere Proe-
221
sules». Una expresa decisión de la Iglesia española fué necesaria
para transmitir al Primado de Toledo el derecho de los metro-
politanos. ¿Y no será probable, y muy probable, que en otra
igual decisión trasmitiese al rey el derecho del clero y pueblo a
elegir, que le correspondía por institución apostólica?
Mas sea de esto lo que fuere. Hayase traspasado a los reyes
de España el derecho de nombrar los Obispos, a virtud de una
ley real, o de una sanción conciliar: sea esa prerrogativa, en
ellos, una usurpación en sus principios, legitimada después con
el transcurso del tiempo y aprobación, al menos tácita, de la
nación; o haya sido, desde entonces, una transmisión legal de
aquel derecho, decretada y sancionada por la Iglesia española:
siempre resulta, en último análisis, que si los reyes de España
han elegido y eligen o nombran los Obispos, lo han hecho y
lo hacen en representación del pueblo fiel, a quien correspon-
día, por la primitiva constitución de la Iglesia, elegirlos por sí;
y que hoy lo hacen por su cabeza, o gefe que lo representa.
Resulta algo más: que la Iglesia Española, al través de tantos
siglos, y a pesar de las vicisitudes, a que ha estado sujeta sus
disciplina, por este medio legal, ha conservado siempre ese
resto precioso de su primitiva libertad en la elección de sus
pastores: libertad, que ha sostenido con constancia, y ha recla-
mado en todos tiempos con religiosa energía, hasta conseguir
afirmarla y asegurarla con compromisos y transacciones solem-
nes. Jamás su firme, aunque siempre respetuosa resistencia a
las innovaciones que se intentaron introducir con varios títu-
los, pudo calificarse de criminal: jamás, por haberla hecho se
la tuvo por cismática. Al fin se reconoció su justicia; y la
Santa Sede reconoció y ratificó sus derechos por el Concor-
dato de 1753.
Al tiempo de la celebración de este tratado, que aseguró a
la Iglesia española su apreciable libertad de elegir sus Obispos,
y no recibir precisamente los que se le quisiesen destinar, se
hallaba ella, como aún está, extendida en distintas partes del
orbe. Una de sus secciones existía en esta parte de América.
Reconocía el mismo soberano, que la de Europa: ambas tenían
por consiguiente en él un mismo representante que a nombre
de cada una, en su caso respectivo, ejerciese aquel derecho.
Mas hoy la fracción de aquella Iglesia existente en estas pro-
vincias, ha querido constituirse, y se ha constituido en un
estado independiente del rey de España y de todo poder extran-
222
jero. Ha querido tener y tiene, un gobierno propio, que se ha
elegido ella misma. No puede ya el rey de España representarla
en sentido alguno; porque en ninguno le pertenece. Por consi-
guiente, su Gobierno propio a quien ella ha confiado el ejer-
cicio y custodia de sus derechos, es quien debe resguardárselos,
conservárselos ilesos, y no permitir que sea privada o despo-
jada de ellos por persona alguna, por mas que sea elevado su
carácter y respetable su autoridad. ¿Y entre esos derechos no
le ha confiado este nuevo estado y antigua iglesia, el del patro-
nato? Regístrense todos los códigos que ha formado para su
régimen y administración; y en todos se encontrará consignada
al Gobierno esta atribución. Constituciones que se han hecho:
reglamentos provisorios, que se han dado en diverso tiempos:
sobre todo, el uso y práctica de este derecho en todo el período,
que ha corrido desde el año 10 al presente; todo comprueba,
que el derecho de patronato o nominación a todas las digni-
dades, prebendas y beneficios corresponde a nuestro Gobierno. .
En consecuencia reconozco la proposición 5a.
Ella supuesta, me es necesario convenir en la 7a. que es su
consecuencia. El Gobierno, en razón del Patronato, cuyo ejer-
cicio se le ha encargado, está en el deber de defender y poner
a cubierto de todo ataque los derechos y libertades de esta
Iglesia, siempre que aquellos sean violados, o éstas perjudicadas.
Es de su obligación y dignidad sostener los primeros y reclamar
enérgicamente las segundas. Para uno y otro hay medios y for-
mas reconocidas, de que se han servido y usado siempre las
supremas autoridades de los Estados católicos . . . Por desgracia
es una verdad, que todo poder procura siempre estender cuanto
puede la esfera de su autoridad; y no siempre han formado la
excepción de esta regla los Romanos Pontífices . . . Cuando de
esto faltaran pruebas, bastarían para justificarlo las reservas
pontificias. Once siglos corrieron, sin que ellas fuesen conoci-
das. Los Obispos entonces conferían todos los beneficios ecle-
siásticos de sus diócesis: y lo metropolitanos daban la institu-
ción canónica a los Obispos. Las reservas empezaron, como a
la mitad del siglo XII, por puras recomendaciones de los Papas
a los Obispos; pero éstas se recibían como órdenes, que siempre
se cumplían. No faltaron algunos prelados, que, con razón o
sin ella, las desatendieron. Esto ofendió, como no era estraño
que sucediese; y aquellas recomendaciones bien pronto fueron
mandatos «de providendo» con conminatorias de excomu-
223
nión si no se obedecían. Algún tiempo después se publicaron
las bulas y constitucioties pontificias, que se tuvo cuidado de
insertar en el cuerpo del derecho canónico, y muy especialmente
en el sexto de Bonifacio VIII, y extravagantes comunes, y de
Juan XXII. Vinieron después las reglas de cancillería, que,
aunque no tienen vigor sino durante la vida del Papa: «doñee
miserationis divinoe clementioe nos universalis ecclesioe regi-
mini proesidere concesserit»; como todos los Sumos Pontífices
las hacen publicar de nuevo, tan luego como son elevados a
la silla de San Pedro, siempre obligan, sin tomar el carácter de
ley. En la 2a. y 4a. de estas reglas se reserva S. A. la «provisión
libre» de todas y cada una de las Iglesias Catedrales, que vaca-
sen; e igualmente las dignidades mayores «sui Pontificali». Es
a éstas, sin duda, que el Santo Padre se refiere en la bula de
institución del señor Obispo nuevamente electo para esta Igle-
sia, en aquellas cláusulas: «dudum siquidem provisiones eccle-
siarum cathedralium, tune vacantium, et in posterum vacatu-
rarum ordinationi, et dispositioni nostroe reservavimus; decer-
nentes ex tune irritum, et inane, si secus super his a quoquam
quavis aucthoritate scienter, vel ignonanter contigerit atten-
tari». Es a virtud de estas reservas o reglas, publicadas primero
por Benedicto XII y sucesivamente renovadas por sus sucesores
hasta hoy, que Su Santidad se ha creído autorizado para pro-
veer «motu proprio» la Iglesia de Buenos Aires. Pero ¿quién
mejor que Su Santidad sabe, que por el tenor literal de la 42 de
esas reglas o reservas, la 2a. y 4a. citadas no derogan el Patro-
nato de los reyes, condes, duques y príncipes soberanos? ¿Como,
pues, podría hacer esta provisión «motu proprio», si no des-
conociese el nuestro? Es preciso no afectar, sobre aquella cláu-
sula, dudas que no existen. Las reservas, que en ella se indican,
importan, no la sola institución, sino la provisión absoluta-
mente libre por parte del Papa, sin que nadie intervenga en ella,
de cualquier modo ... ¿Y podrá desentenderse de esto el Gobier-
no? ¿Habrá de callar y obedecer ciegamente? ¿Hay motivo para
estrañar, que en protección de la libertad de nuestra Iglesia,
proceda y obre, con respecto a Su Santidad, del mismo modo
que lo haría el rey católico en idéntico caso? ¿Y que haría éste?
O mas bien ¿qué debería hacer? Conformarse con la ley: rete-
ner y suplicar. . . ¿De cuando acá, señor Ministro, el retener
una bula, para suplicar de ella, ha podido calificarse de des-
obediencia y cisma...? ¿Quien ha acusado de inobedientes y
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cismáticos a los reyes, cuando lo han hecho? ¿Quien ha lla-
mado cismáticas a la España, Francia y Portugal por haber
retenido y suplicado de la famosa bula In coena Domini, por-
que atacaba sus regalías y perturbaba la jurisdicción real?. . .
Cada año se publicaban solemnemente en Roma sus anatemas
el Jueves Santo, hasta el tiempo de Clemente XIV: y ella no
tenía efecto alguno en aquellos reinos, porque en ellos estaba
retenida y suplicada. Entre nosotros tienen lugar aun los «re-
cursos de fuerza y protección» severamente prohibidos en ella.
Concluyo en esta parte reconociendo con la verdad de la 7a.
proposición, el deber del Gobierno a conformarse con lo que
Ja ley ordena.
Con respecto a la 6a. y deducción que de ésta se hace, que
es la 8a., debo exponer: Que tengo por incuestionable, que a
la autoridad civil suprema corresponde la circunscripción y
deslinde territorial de las diócesis u obispados: ni alcanzo pueda
alegarse contra este aserto una sola razón atendible. Esto prac-
ticaron siempre los reyes de España, y en nuestros días lo hemos
visto practicado para la nueva erección del Obispado de Salta,
cuyo territorio fué desmembrado de las diócesis de Charcas y
Córdoba. Esto mismo está también supuesto como cierto en
nuestras leyes. Se encuentra entre ellas la 3, tít. 7, lib. I de la
Recopilación de Indias, cuyo epígrafe es: «que los Obispados
de las Indias tengan los distritos que esta ley declara». En el
cuerpo de ella, se señalan a cada uno de aquellos, 15 leguas en
contorno por todas partes, contadas desde el lugar, en que estu-
viese la Iglesia Catedral; y al final se encarga a los Obispos
guarden sus límites, y distritos señalados». «Y (continúa la ley)
en cuanto a las nuevas divisiones y límites, se ejecute lo suso-
dicho, donde Nos no proveyeremos otra cosa». Aquí se ve con
claridad, que el rey consideraba una atribución suya, por razón
de su soberanía y patronato, la designación de los límites de
los Obispados, o su circunscripción territorial, pues que des-
pués de haberla hecho por punto general, aún se reserva el
derecho de obrar de otro modo cuando lo tuviese por conve-
niente.
Mas como la división de esta diócesis, que desde ahora
tienen en mira Su Santidad (y que a la verdad creo deberá veri-
ficarse, atendidas las actuales circunstancias del país, y la nueva
posición política en que se han constituido nuestras antiguas
provincias) como esa división, repito, a mas de la circunscrip-
223
ción material, o deslinde previo del territorio de cada una de
las que de nuevo se formen, exige la aprobación de la autori-
dad eclesiástica, é importa además la erección de las nuevas
Iglesias Catedrales y la adjudicación de jurisdicción espiritual
a los Obispos, que de nuevo se nombren e instituyan canóni-
camente, sobre los fieles comprendidos dentro de los territorios
deslindados, que antes correspondían a este Obispado: como
todas estas atribuciones hoy esclusivamente corresponden al
Sumo Pontífice, conforme a la disciplina general de la Iglesia,
aunque se eche menos con razón en la bula el recuerdo de este
Gobierno y de la parte que le corresponde sobre este negocio
(descuido que seguramente no se habría tenido, si se tratara de
la división de alguna diócesis de los dominios del rey católico),
esta omisión no la juzgo de tal trascendencia, que debiera influir
(si no hubiera otra razón) en que se le negase el «pase» a al
bula. La enunciada reserva es puramente preventiva al nuevo
electo (al menos tal puede ser su concepto) para que desde
ahora tenga entendido; que, aunque le confiere el Obispado
como existe, él se reserva dividirlo, como creyese conveniente
hacerlo y como le corresponde: y no le corresponde hacerlo,
sino como dice la ley 5, tít. 5, part. I: «Puede facer (el Papa) de
un Obispado dos; o de dos uno, aviendo una razón guisada,
por que lo deba facer, que fuese á pró de la tierra, ó por ruego
de los reyes». Por lo mismo, conforme como estoy, en que es de
la atribución del Gobierno la circunscripción del territorio de
la diócesis, en razón de que a este solo puede corresponderle
saber como convendría hacerse, para que fuese a pró de la
tierra; no lo estoy, en que esa reserva anunciada deba influir
de modo alguno en la retención de la bula, que el Gobierno no
tiene derecho a hacer por otro principio verdaderamente de
gravedad y alta trascendencia.
Las demás proposiciones hasta la 14 inclusive, son a mi
juicio absolutamente ciertas: y desde luego las reconozco como
tales. Pero séame aun permitido, antes de concluir, hacer sobre
la 9, que establece que ningún subdito de este Estado, conser-
vando la calidad de ciudadano, puede hacer el juramento que,
en la bula de constitución se exige a los Obispos como condi-
ción «sine qua non» para su consagración, dos breves obser-
vaciones. Es la Ja., que según lo que aparece del certificado de
«pase» dado a las bulas del último Obispo de esta Diócesis, que
se ha publicado impreso en el Memorial, los Obispos de España
226
no hacían ya el juramento conforme a la fórmula que se les
incluía de Roma, y que se halla también en el Pontifical Ro-
mano (aunque algo cercenada en los impresos en España). La
prueba de esto es que en dicho certificado, después de ana-
lizarse y censurarse la fórmula romana, se le previene al nuevo
Obispo: «Que el juramento que haga sea de obediencia y sumi-
sión (nada de fidelidad) a la Silla Apostólica, breve y sencilla-
mente, en la misma forma que lo hacen y practican los Arzo-
bispos y Obispos en el acto de su consagración. . . » No era por
consiguiente el juramento, que estos hacían en su consagración
en 802, el prolijo y censurado en dicho certificado. . . Importa-
ría mucho conocer los términos precisos, en que aquel se prac-
ticaba.
La 2a. observación es: que si un subdito de este Estado, con-
servando su carácter de ciudadano, otorgase el juramento de
que se trata, en los términos de la bula, podría muy pronto
encontrarse en un conflicto tal, que no le fuese posible salir de
él sin una nota infamante. Considérese este negocio práctica-
mente. El supuesto subdito habría por una parte jurado defen-
der, contra todo hombre, las «regalías de S. S. y conservar,
promover y aumentar los derechos, honores, privilegios y autori-
dad de su Señor el Papa». . . Tales son los términos, o voces
precisas en que está concebido ese juramento ... El, como ciu-
dadano, ha jurado defender la soberanía de la nación, y sos-
tener sus derechos y prerrogativas esenciales. Estos dos deberes
tiene que llenar el ciudadano de quien se trata. Demos ahora
un paso mas. . . El Gobierno tiene por necesidad, que recla-
mar de S. S. el Patronato, que le corresponde a la Nación; cuyo
ejercicio se le ha encargado, y que aparece desconocido, si no
expresamente negado de hecho, en las recientes provisiones,
que se han hecho de Obispos diocesano y auxiliar. ¿Qué quiere
suponerse? Que S. S. reconoce el Patronato, que se reclama?
¡Quiéralo el cielo por su bondad! No tendrá entonces dificul-
tad ni conflicto . . . Pero si el Romano Pontífice subsiste (como
puede muy bien esperarse) en desconocer el «patronato»; y en
que a él le corresponde, por razón de las reservas, la provisión
libre de todas las iglesias, dignidades, canongias y demás bene-
ficios eclesiásticos, ¿que línea de conducta debería guardar el
supuesto ciudadano, ligado con esos dos juramentos? ¿Sos-
tiene los derechos del país. . .? El Papa lo excomulga, y tal vez
lo depone como rebelde por haberle faltado a la fé jurada.
227
¿Defiende los derechos y regalías del Papa. . . ? Es entonces cri-
minal; porque es infiel a los primeros compromisos, que contrajo
con su patria. ¿Se mantiene indiferente? Esta indiferencia deben
mirarla el Papa como un perjurio, y la República como una
infidelidad y traición. . . Todo acredita la necesidad de ponerle
al menos a ese juramento el correctivo, que indicó, y en que
ha inculcado siempre el Ministerio Fiscal, y suplir su defecto
con el nuevo juramento que exije el mismo.
Dios guarde al Sr, Ministro de Gobierno muchos años
Fdo: Diego E. Zavaleta.
Buenos Aires, Marzo 10 de 1834.
MISION ZAVALETA 1823-1824
Correspondencia oficial entre el Diputado Dr. Diego E. de Zavaleta
y el Gobernador de San Juan Dr. Salvador Ma del Carril.
Al Señor Gobernador.
Excmo. Sr. Aunque las desgracias que en el año 20 sobrevi-
nieron a las provincias del Río de la Plata, disolvieron el Es-
tado que todas formaban, obligándolas a ponerse independien-
tes de una autoridad común; han conservado las relaciones
que deben naturalmente existir entre pueblos animados de
unos mismos principios y llamados a un mismo destino. Los
males que desde aquella época hasta el presente las han afligido,
lejos de disminuir la fuerza de esta inclinación uniforme, la
han aumentado a término de no ser posible dudar de la dispo-
sición de todas a estrechar los vínculos de unión y a afirmar
el orden bajo la protección de una autoridad general. El go-
bierno de Buenos Aires como todos los demás conoce esta
verdad, y acorde con los principios que distinguen la marcha
franca de su administración, desea que cuanto antes llegue el
día feliz en que las provincias que antes componían el Estado
de la unión se restablezcan en un cuerpo de nación adminis-
trada por un gobierno y legislatura general, bajo el sistema
representativo. Animado del celo más puro por la felicidad del
228
país, ha trabajado asidua y constantemente en establecer el
orden en todos los ramos de la administración pública en la
provincia de su mando, para disponerla y acelerar por su parte
este dichoso momento; y se ha persuadido que el modo único
de arribar a él, tan pronto como lo exigen el bien común de las
provincias y las circunstancias actuales del mundo, es que los
gobiernos todos que hoy las presiden, combinen sus esfuerzos
para emplear los medios que a su juicio deben conducir con ma-
yor seguridad a establecer con firmeza un gobierno nacional
sobre aquellas bases que actualmente reclama la opinión pública,
y pueden exclusivamente garantir la libertad de los pueblos.
Promover aquel fin, y exponer al gobierno de San Juan,
como a todos los demás aquellos medios, es el objeto de que
viene encargado el diputado que tiene el honor de dirigir al
Sr gobernador esta nota. Antes de todo el debe empezar, feli-
citando al Sr gobernador de San Juan por la tranquilidad de
que disfruta esta provincia; por la libertad de que en ella gozan
los ciudadanos bajo la protección de una autoridad benéfica é
ilustrada y por el empeño singular con que ha creado y conserva
instituciones las más análogas al espíritu actual de la civiliza-
ción, y las más conducentes a la prosperidad de su provincia.
Tiene el diputado de Buenos Aires el placer de ver subsistente
en San Juan una representación provincial que, acorde con su
gobierno marcha en una misma dirección hacia la felicidad
pública, organizando el régimen interior, y proporcionando a los
ciudadanos los bienes que resultan del sistema representativo.
Por ello es que juzga innecesario inculcar, según sus instruccio-
nes sobre su formación, ni sobre la necesidad de que esta me-
dida sea general en todas las provincias. Cualquiera explana-
ción sobre esta materia agravaría las luces y rectitud del Sr
gobernador de San Juan. Pero deseoso de llenar sus deberes,
él se permite exponer lo que cree su gobierno importantísimo
para llegar pronto y con feliz suceso al término de nuestros
votos comunes.
Multiplicar los puntos de contacto entre las autoridades y
los pueblos: crear el espíritu público de un modo firme y exten-
so: y fijar la estabilidad del gobierno en el voto general de todos
los ciudadanos, son las ventajas que el régimen representativo
obtiene sobre todas las otras formas de gobierno que se han
conocido hasta el presente. En él se establece una relación fre-
cuente entre la autoridad y la nación: concilia el respeto y adhe-
229
sión entre ambas: y asegura la confianza de que tanto necesita
aquella para el mejor éxito de sus resoluciones. La representa-
ción nacional será por lo mismo tanto mejor cuánto más apro-
xime a los fines de su institución y mejor corresponda a ellos.
De estos principios incuestionables, que emanan de la natu-
raleza de aquel sistema, nace el deseo que tiene el gobierno de
Buenos Aires de que todas las provincias que han de formar
el Estado general, reconozcan por base de la representación
nacional la población: que con arreglo a ella se fije el número
de diputados, y que para esto cada una de ellas forme y publi-
que su censo. El diputado cree que nada es más justo, cuando
se trata de formar una asociación, como interesar en ella a
todos los miembros que representan y concederles una influen-
cia decisiva en los negocios y deliberaciones que pertenecen a
la felicidad pública, a la tranquilidad y seguridad de todos los
representados. Al diputado le es sumamente grato contar con
la elevación de sentimientos que sobre el particular caracteri-
zan al Sr gobernador de San Juan, y deseoso de que todos los
gobiernos de las provincias uniformen sus trabajos por el bien
común, expone que la sala de Representantes de la provincia
de Mendoza ha determinado que la proporción que se observe
en el nombramiento de Diputados para la legislatura general
sea, por ahora la que señala el reglamento provisorio del con-
greso nacional de 3 de diciembre de 1817. El Sr gobernador de
San Juan se dignará expresar cual sea su opinión, caso de no
conformarse con la resolución que acaba de adoptar la pro-
vincia de Mendoza.
Como la reunión del gobierno general, a juicio del de Bue-
nos Aires, debía ser el resultado de ensayos practicados
hábilmente sobre la disposición y capacidad de los pueblos,
nada reputa más oportuno como el que las provincias que tie-
nen más de un gobierno unan sus diferentes pueblos bajo uno
solo. Adoptado este proyecto se habría andado la mitad de la
carrera para arribar a la reunión general, y ésta prometerá desde
su creación una existencia duradera y permanente. La opinión
de los pueblos se uniformará bajo la dirección de un solo go-
bierno; y los principios y sentimientos que lleven los diputados
a la reunión nacional serán solo dirigidos a los intereses públi-
cos y al bien general del país.
Si se repara por un momento el cuadro triste de nuestros
infortunios se encontrará su origen especialmente en la falta
230
de un sistema de acción recíproca entre todos y cada uno de los
pueblos; en la variedad de intereses y de ideas de que estaban
poseídos. Se creyó que la instalación de un congreso general
tendría la virtud de hermanarlas; y no calculando sobre los
vicios que habían comunicado a los pueblos una educación
colonial y abyecta, se pensó llevarlos a un sistema de unión
enteramente opuesto al que antes tenían, sin haber creado
antes nuevas habitudes, ni formado entre ellos relaciones más
eficaces que las del poder y la sumisión.
Hoy que felizmente se ha extendido más la ilustración y
que las desgracias pasadas han trazado a los pueblos y a los
gobiernos las sendas que deben guiar a la consolidación de un
sistema general de felicidad y de engrandecimiento, es llegada
la época en que las autoridades pongan en contacto unos pue-
blos que deben unirse por sus posiciones locales é intereses
recíprocos.
Al diputado le consta indudablemente cuantos esfuerzos ha
hecho el Sr gobernador de San Juan desde su exaltación al
mando de la provincia, para reunir los pueblos de Cuyo bajo
un solo gobierno, y en esta inteligencia espera que querrá dar
en esta ocasión el último testimonio de sus vivos deseos por la
prosperidad del país en general, y de esta provincia en parti-
cular. Es tanto más interesante la cooperación del Sr goberna-
dor de San Juan para el buen éxito de esta medida, cuánto que
están acordes con ella los gobiernos de San Luis y Mendoza,
según se lo han comunicado al diputado en las ocasiones que
sobre su adopción se ha interesado a nombre de su gobierno.
Calculando el gobierno de Buenos Aires sobre el mejor
modo de dar al gobierno general crédito y opinión, y que em-
piece sus funciones atrayéndose el respeto de todos los ciuda-
danos, se ha decidido a exponer a las autoridades de los pueblos
la necesidad e importancia del arreglo del sistema de hacienda.
Para conseguirlo juzga indispensable que se publique una razón
detallada de las rentas públicas, y de las atenciones a que son
destinadas; de las mejoras de que sean susceptibles; de los arbi-
trios que puedan adoptarse para su mayor perfección y de los
inconvenientes que sea preciso remover. Estas ideas serán tanto
más aceptables al Sr gobernador de San Juan, cuanto que de-
ben servir para la realización de varios proyectos que sabe el
Diputado le ocupan constantemente, y que está empeñado en
llevar a su término. Pero el Sr gobernador de San Juan no
231
podrá menos que convenir en el principio de que no es fácil
entrar en los planes de utilidad común que medita, sin obtener
antes un conocimiento práctico del estado en que se halla el
erario público y sin introducir en él el arreglo que los progresos
de la ciencia económica hacen indispensable adoptar en la
actualidad. A esta necesidad imperiosa se atiende con la mani-
festación de las rentas, que ha indicado el Diputado, y ella, a
más, trae la ventaja de asegurar al gobierno la confianza pública
y el consentimiento de los ciudadanos a las medidas que dicte.
En el sistema de libertad que ha introducido en esta pro-
vincia el Sr gobernador de San Juan, encontrará también justo
este proyecto y de alta trascendencia a los intereses generales.
Acostumbrados los pueblos a juzgar y hacer justicia a la con-
ducta del' gobierno, este encontrará en ellos su mejor garantía
y no se desdeñarán de concurrir con erogaciones siempre que
se contemplen necesarias para satisfacer nuevas necesidades,
que obligue a crear el adelantamiento del país. El Diputado
está facultado por su gobierno para ofrecer al Sr gobernador
de San Juan que la impresión de las razones anunciadas del
censo de la población y de cualquier otro documento que se
refiera al bien general de los pueblos, lo hará a sus expensas el
gobierno su comitente.
Al proponer el gobierno de Buenos Aires la organización y
buen órden del sistema de Haciendas, no solo ha tenido pre-
sente los principios generales de justicia y de conveniencia que
la demandan, sino también la realización de planes de utilidad
general que hace tiempo medita y que manifestará oportuna-
mente a los gobiernos de las provincias. Entre otros ocupa el
primer lugar la formación de un fondo nacional, destinado a
varios objetos, especialmente a proveer del capital posible al
comercio é industria de cada pueblo, y a facilitar la comunica-
ción por agua hacia las plazas de mayor comercio, y especial-
mente las tres grandes rutas nevegables hácia el puerto de Bue-
nos Aires, el Río Bermejo por el norte, de los Ríos Segundo,
Tercero, etc. hasta el Paraná, y por el Sud del Diamante y Sa-
lada. No se oculta a la consideración del Sr Gobernador de
San Juan las ventajas incalculables que debe recibir el comer-
cio e industria de cada pueblo con la creación de un fondo na-
cional destinado a protegerles activamente.
En nuestras provincias donde los capitales son tan escasos
porque no es aún conocido completamente el trabajo y la acti-
232
vidad, jamás podrán progresar aquellos dos agentes poderosos
de la prosperidad común, sin que el gobierno les dispense una
protección eficaz; y ninguna otra puede servir más a este fin
como la que contribuye a extender y perfeccionar el comercio
y la industria.
Iguales beneficios proporciona el proyecto de facilitar, la
comunicación por aguas hácia las plazas de mayor consumo.
Partiendo del principio anteriormente fijado, se siente la necesi-
dad de economizar no sólo los gastos que emplean en una im-
portación y exportación tardía y penosa, como la que al pre-
sente se hace, sino también la de destinar una multitud de
brazos, que no son necesarios por la facultad con que se con-
ducen por agua, los productos, a otras ocupaciones y nuevos
ramos e industrias. Este es el modo verdadero de favorecer
las producciones de los pueblos, y de esforzarlos a la actividad
y al trabajo, prestándoles garantías que hagan más seguras,
más fáciles y menos dispendiosas las importaciones y exporta-
ciones.
El Sr Gobernador de San Juan encontrará en su penetración
la necesidad de adoptar los medios que se han propuesto para
llevar al fin a que aspiran todos los pueblos con honor y dig-
nidad. Solo resta la cooperación de todas las autoridades para
realizarlas, y esto es lo que reclama el Diputado a nombre de
su gobierno.
Al cerrarse en América el período de la guerra de la inde-
pendencia, nada importa tanto como afianzar su libertad de
un modo que no deje expuestos los pueblos a los horrores de
la anarquía, ni a los vicios de un gobierno formado sin una
combinación de elementos que en sí mismos lleven la seguridad
de su estabilidad y permanencia. Para conseguir esta obra es
preciso que los gobiernos estrechen sus relaciones, y se mani-
fiesten francamente cuanto pueda sugerirles el deseo de la
felicidad del país que presiden; que trabajen con la buena fé y
el patriotismo que las distingue por acelerar la época de la
reunión de la nación por los medios más seguros; y entonces
harán felices unos pueblos que por tantos títulos merecen serlo.
El Diputado espera con la mayor confianza que el Sr Gober-
nador de San Juan ratificará con esta ocasión los mismos sen-
timientos que le manifestó en su conferencia ya que lo hacen
digno de la gratitud y consideración de su Provincia y de la de
todos los hombres apreciadores del mérito y de la justicia.
233
Quiera el Sr Gobernador de San Juan aceptar la expresión
más sincera del aprecio y estimación que le profesa el Diputado
del Gobierno de Buenos Aires.
Dios guarde a V. E. muchos años.
San Juan, diciembre 15 de 1823.
(fdo.) Diego Estanislao Zavalela.
Excmo Sr
D. Salvador María del Carril,
Gobernador y Capitán General de la Provincia de San Juan.
CONVENCION
entre
los gobiernos
de Buenos Aires y San Juan
Las autoridades del pueblo de San Juan a quienes corres-
ponde representarlo en todo su poder, se comprometen con el
Gobierno de Buenos Aires por intermedio de su Diputado el
Sr Doctor Don Diego Estanislao Zavaleta, primer dignidad de
presbítero y presidente del Senado del Clero en los artículos
siguientes, cuyo contenido, expresión y realización han pare-
cido reclamar los intereses generales de los pueblos y gobiernos
de la antigua unión.
Art. 1. Convencido el pueblo y gobierno de San Juan que
existen relaciones naturales entre los pueblos y gobiernos que
bajo el sistema colonial formaban el antiguo virreinato de
Buenos Aires, y que es de una conveniencia recíproca de ellos
no desprenderse de tales relajones; habiendo concurrido por
su parte con los sacrificios de vidas, costumbres y fortunas a
conquistar la independencia de todos y cada uno de ellos, declara
que quiere conservarlas en toda su integridad por el único
medio justo excequible y eficaz de componer de todos los men-
cionados pueblos y gobiernos un cuerpo de nación adminis-
trada bajo el sistema representativo.
Art. 2. Queda llano el gobierno de San Juan, proclamada
que sea la invitación a remitir sus diputados para que formen
234
con los de los otros pueblos que estén en actitud de concurrir
actualmente, el cuerpo representativo nacional.
Art. 3. Conviene el gobierno de San Juan en que la base
de la representación se reconozca en la población y se mida el
número de diputados que les cor-respondan, por las propor-
ciones establecidas en el Reglamento provisorio del Congreso
nacional de 3 de diciembre de 1817.
Art. 4. Como en el sistema representativo el derecho de
elegir sus propios representantes es la salvaguardia de las liber-
tades de los pueblos, debe serlo tan suyo, tan inherente y reser-
vado a si mismo, que el gobierno conviene en que la elección
de diputados sea directa, por la misma forma prescripta en la
ley vigente del país para la elección de representantes de la
junta provincial.
Art. 5. Los diputados deberán ir omnímodamente bajo el
concepto de estar encargados de asegurar la independencia
nacional; de conservar la integridad del territorio; y de defen-
der todas las libertades individuales y las garantías públicas.
Art. 6. Los diputados deberán sujetarse en la duración de
su servicio al término que prescriba el mismo cuerpo represen-
tativo para su renovación.
Art. 7. El gobierno de San Juan conviene en que el lugar
de la reunión sea Buenos Aires, o el que quede indicado por la
mayoría de sufragios de los pueblos.
Artículos Preparatorios
1. Queda obligado el gobierno de San Juan a formar y publi-
car un censo exacto de la formación de su provincia.
2. Queda asimismo comprometido a formar y publicar un
catastro del valor de sus propiedades territoriales, y a ensayar
sobre el producto de todas las industrias el sistema de contri-
buciones directas; arreglando las razones de la hacienda al
mejor orden a que pueda arribarse en todos respectos.
3. El gobierno de San Juan queda dispuesto a acceder a la
centralización de los pueblos que componían la antigua pro-
vincia de Cuyo, con tal que sea por medios tan justos y razo-
nables que salven al pueblo de la usurpación de sus derechos,
235
como los que puede ofrecer una representación calculada so-
bre bases uniformemente aceptadas por los pueblos a quienes
interese.
San Juan, diciembre 17 de 1823.
(fdos.) Salvador María del Carril.
Diego Estanislao Zavaleta.
Por decreto de Julio 23 de 1823 se nombró al general Juan
Antonio Alvarez de Arenales para vigilar la fiel ejecución, en
la línea divisoria del Perú, de lo prescripto en la Convención
con España, y al Doctor D. E. de Z. para procurar la adhesión
a la misma convención por parte de los gobiernos de la carrera
de Cuyo.
Es con motivo de esta comisión que el Dr. Z. expidió esta
notable «Circular» que reproducimos, así como la respuesta
del gobernador de San Juan Dr. del Carril.
CIRCULAR
del Señor Doctor Diego E. de Zavaleta, Diputado del
Gobierno de Buenos Aires cerca de los Gobiernos y
Pueblos del Río de la Plata, con motivo de los sucesos
de Europa con respecto a América.
San Juan, enero 9 de 1824.
A los gobernadores del Sud y del Oeste.
Excmo Señor.
El Diputado de Buenos Aires ha recibido órdenes de su
gobierno para comunicar a todas las autoridades del territorio
de las provincias del Río de la Plata el desenlace que presentan
hoy los recientes sucesos de Europa, y la necesidad de que en
vista de ellos se apresure lo más pronto posible la reorganiza-
ción de la nación. Tal es el objeto de esta nota, que si bien se
extenderá a detalles nada agradables a un gobierno amante de
236
la libertad de todos los hombres, y de los derechos de todos los
pueblos, servirá sin duda para redoblar el empeño loable que
lo distingue, porque en los que en esta parte del mundo han
proclamado y sostenido con tanto honor aquellas máximas, no
permitan sean sofocadas, ni que en ellos se promulguen otras
que estén en oposición con los verdaderos intereses del país.
Hacía tiempo que la mayor parte de los monarcas de la
Europa, de aquellos que derivan los derechos del trono de los
de «legitimidad», o de una «descendencia sagrada», miraban
como un ataque a sus intereses la propagación de principios
liberales y la elevación de los gobiernos por el voto público de
los ciudadanos. Ellos sabían que una vez difundidos no era
fácil designar el término hasta donde se comunicasen; que el
poder colosal que se habían abrogado no podía ensancharse a
su placer, ni aún reputarse enteramente seguro en la misma
esfera que ocupaba, y que suscitada por medio de la ilustración
una lucha entre las usurpaciones del poder y las reclamaciones
del derecho, cambiaría decisivamente la faz de la Europa y el
estado ignominioso de los Pueblos. Este convencimiento obraba
de tal modo en el ánimo de los monarcas, que toda la política
de sus gabinetes se ha dirigido expiesamente a trabar la acción
y la tendencia espontánea de aquellos, o por actos de una natu-
raleza a todas luces hostil, o de una indiferencia criminal. Una
nación ilustre, no menos por su antigüedad que por su fama
bien merecida, hace algunos años que dió el grito imponente
de libertad contra el despotismo más ominoso; que corrió a las
armas para reivindicar los derechos que se le habían usurpado.
Los potentados de Europa vieron con indiferencia y muchos de
ellos con disgusto, esta declaración magnánima; y los griegos
han quedado abandonados a sus propios esfuerzos, sin que la
causa que sostienen, en que se interesan igualmente la humani-
dad, la justicia y aún los intereses generales de la Europa misma,
les haya merecido una atención particular. Han preferido antes
dejarles bajo el alfanje cruel de sus opresores que auxiliarlos a
sacudir el yugo, por el solo temor de que libres de él se confor-
marían al sistema de la libertad y de la ilustración, y aumenta-
rían el número de sus opresores y prosélitos.
Tal era la conducta disfrazada de los monarcas cuando la
revolución española del año de 1820 por restablecer la cons-
titución que formó la nación, vino de nuevo a alarmar sus
recelos y a abrir un vasto campo a sus incidiosas pretenciones.
237
En el congreso de Verona reunido en 1822 ingirieron inopida-
mente los negocios de aquella nación y el estado en que se
hallaba la anarquía figurada que amagaba a la Europa, y los
riesgos que rodeaban a los tronos «legítimos» sino se contenían
los progresos de la revolución. Entonces fué cuando desenten-
diéndose de todas las leyes y violando todos los respetos debi-
dos a los derechos de la naciones, que tanto afectan proteger,
declararon públicamente que los pueblos no podían tener más
instituciones que las que les diesen sus reyes; sancionaron la inter-
vención que el monarca de Francia pretendía adquirir por la
fuerza en las disenciones domésticas de la España; y se formó
una liga de reyes para atacar las libertades públicas y las ins-
tituciones liberales. El de Francia, que en su arenga al cerrar
las sesiones de las cámaras en el año de 1822 se había empe-
ñado en disculpar la permanencia de su ejército sobre las fron-
teras de España so pretextos frivolos y aparentes, corrió enton-
ces el velo a sus miras privadas y anunció en su mensaje a la
apertura de las mismas en 1823, la resolución en que estaba de
hacer penetrar en el territorio de aquella nación un ejército de
cien mil hombres con el objeto de dejar libre al rey Fernando
para dar a un pueblo las instituciones que sólo debía esperar de él.
El duque de Angulema su comandante en jefe, efectuó la
invasión publicando una proclama que bien puede conside-
rarse una declaración de guerra, no solo a la España, sino
también a todos los Estados que han proclamado la libertad e
independencia en el continente americano. En ella están com-
pendiados los principios más antisociales y más opuestos a la
soberanía de los pueblos; y no contento con esta manifesta-
ción oprobiosa al siglo de la civilización y a la de su nación
misma, se extendió hasta declarar en ella que restablecido el
trono y el altar, ayudaría al rey Fernando a la recuperación de sus
colonias. Este documento público ha sido reconocido por el
ministro francés en la Cámara en sesión de 30 de abril del año
último; y por éste y otros actos de igual naturaleza el ministro
inglés ha declarado solemnemente: que la Inglaterra nunca ten-
drá por válida ninguna conquista, ni cesión que se hiciere de ninguna
colonia ex-española, que goce en la actualidad de una independencia
de hecho; lo que manifiesta claramente la pretensión no menos
insensata que hostil, que tienen los poderes de la Liga de ensan-
char el círculo de su dominación entre los pueblos libres, que
no están conformes con sus doctrinas.
238
Bajo de este plan verificó el ejército francés la premeditada
agresión del territorio español; al poco tiempo en el Portugal
donde se había prescripto el arbitrismo y abrazado el partido
constitucional por un golpe el más violento de despotismo res-
tableció al rey al sistema antiguo fundado en los mismos pre-
textos que decantaron tanto los poderes combinados; y desde
entonces se ha creído que aquel gabinete estaba en una secreta
inteligencia con ellos para marchar por las mismas huellas que
había marcado la coalición. Las aspiraciones conocidas de los
monarcas han logrado por último un triunfo, destruyendo el
régimen representativo en España y devolviendo al rey Fer-
nando toda la plenitud del poder monstruoso que tenía antes
de la proclamación de la constitución en el año de 1820; y
aunque no son todavía suficientemente conocidas las causas
que han obrado en este desenlace funesto, es más que probable
que una anarquía amenaza a la España y que ella excitará en
la Liga de los reyes tan fecunda para crear peligros y compro-
misos cuando conviene a los intereses de los tronos, una doble
vigilancia para perpetuar su influencia militar en aquella nación
en apoyo del reynado absoluto. Aumentados los pretextos y
sus inquietudes, empezarán también a desplegar los planes a
una opresión más vasta, y el empeño de sofocar todo principio
social que pueda minar la existencia y seguridad de sus tronos.
Si la coincidencia de unos mismos sucesos y la proximidad
en que han acaecido unos y otros puede servir alguna vez para
calificar su naturaleza y sus fines los que recientemente han su-
cedido en el Brasil abren un campo extenso para juzgar sobre
las intenciones del emperador. Siguiendo el tema proclamado
por los poderes combinados en Verona y por su padre en Por-
tugal en la disolución de las Cortes ha deshecho por un golpe
militar la Asamblea del imperio; ha proscripto varios repre-
sentantes sin forma alguna legal y ha declarado que aún cuando
convocara otra nueva, la Constitución será presentada por el trono.
Así como los monarcas no reconociendo sino un mismo origen
de su autoridad obran por iguales principios y con tendencia
a un mismo fin, el del Brasil, por lo que ha promulgado, por la
conducta que observa con los pueblos del imperio y con sus
representantes, manifiesta indudablemente que está ligado en
interés a la coalición europea; y que uno solo es el blanco de
sus operaciones; destruir todo lo que sea libertad para los pue-
blos y que pueda contribuir a que por más tiempo permanez-
239
can como instrumentos de la ignorancia, de la preocupación
y del despotismo.
Esta ligera exposición que pudieta haberse derivado si bien
de una época anterior a la en que se ha formado, pero de acon-
tecimientos de igual naturaleza que comprueban indudable-
mente la pretensión de los monarcas, basta por si sola para
promover recelos y temores con respecto a la que los anima sobre
la suerte de América. Ellos crecen a proporción que se medita
sobre los peligros que rodean a la libertad americana por la
propagación de principios absurdos en un Estado limítrofe al
de las Provincias del Río de la Plata. La liga de los poderes euro-
peos, talvez entre en el empeño temerario de difundir en él sus
máximas con el objeto de cumplir sus promesas y de restituir al
rei Fernando unas posesiones que no le pertenecen; que sus
habitanres han recuperado de su dominio injusto con torren-
tes de sangre y por medio de una resolución valiente, que no
está en el poder de ningún monarca de la tierra hacer vacilar.
Quizás la falta de organización propia en que están los nue-
vos Estados, les haga concebir probabilidades a favor de esta
nueva tentativa aprovechándose también del extravío de las
pasiones que ha motivado el mismo curso de la Revolución;
pero los gobiernos que hoy se hallan al frente de los negocios
públicos, son los obligados especialmente a destruir estos pla-
nes por los medios que exigen imperiosamente las circunstan-
cias, la necesidad de uniformar la opinión pública y la ilustra-
ción de los pueblos, para organizarlos a la brevedad posible en
un cuerpo de nación capaz de hacer frente a las aspiraciones
que con tanta tenacidad se desplegan en la Europa.
El gobierno de Buenos Aires sin perjuicio de adoptar cuan-
tos medios le sugiere su amor a la libertad y el deber que le im-
pone la mejor posición que ocupa con respecto a las relaciones
exteriores, desea que todos los que presiden la suerte de las
Provincias, manifiesten en esta ocasión el celo que los honra
por la prosperidad del país; que hagan sentir a los pueblos los
principios luminosos en que estriba el sistema representativo,
que se trata de arruinar; la felicidad y armonía que bajo sus aus-
picios reina entre los pueblos y los gobiernos; la necesidad de
sofocar todo principio que tienda a contrariar los fines de la
Revolución americana; y finalmente, que se forme una unión
estrecha en ideas y principios entre ambos, que lleve por insig-
nia la libertad y la ilustración de todos los ciudadanos, y por
240
objeto la formación de un nuevo Estado sobre bases dignas del
siglo actual, capaces de contener el torrente de despotismo de
la coalición europea.
El gobierno a quien el Diputado tiene la honra de elevar
esta nota a nombre del de Buenos Aires, no podía menos que
aceptar con placer unas explanaciones que solo son dirigidas
al bien general del país, y a que la Europa reconozca algún día
que, si el descubrimiento de América hizo una revolución en
el orbe físico, ventajosa a sus intereses, causó también con sus
principios otra aún más importante en el mundo moral.
El Diputado suplica al Sr Gobernador quiera admitir las
consideraciones del respeto y aprecio que le profesa
(fdo.) Diego Estanislao de Zavaleta.
NOTA SOBRE LAS BANDERAS TOMADAS AL
ENEMIGO EN LA BATALLA DE ITUZAINGO
«Abril 9 de 1827.
«Las tres banderas que el Ejército Republicano arancó al ene-
migo en los campos gloriosos de Ituzaingó aumenta dignamente
en n.° de trofeos que adornan a la República en su historia militar
y que el Gob.° ha depositado en el templo del Ser Supremo
como un tributo de justo homenaje de reconocimiento a las
bondades y protección que ha recibido del Altísimo.
»E1 Ministro que suscribe cumpliendo con las órdenes del
Gob.no tiene la satisfacción de ponerlas en mano del S. Presi-
dente del Senado del Clero para que sean colocadas en la S.ta
Iglesia Catedral en la forma que está acordada por punto gral.
»Con este motivo el infrascripto espera que el Sr. Presi-
dente del Senado del Clero le pasará una razón detallada de
todas las banderas que existan en dha Iglesia, expresando
todas las circunstancias que tengan relación a su historia y
de que haya constancia en los archivos del Senado».
(fdo.) F.co de la Cruz.
(Ministro de Guerra y Marina).
Al Sor Pres.dte del Senado del Clero
Dr. D. Diego E. de Zavaleta.
(Arch. General de la Nación).
241
CORRESPONDENCIA PRIVADA
7 Cartas familiares del Doctor Diego Estanislao de Zavaleta
Años 1823-1824-1825 y 1839.
Dirigidas a don Juan Manuel de Silva, Gobernador que
FUÉ DE TuCUMÁN.
Sor Dn José Man1 Silva
Cordova y Julio 14 de 1823.
Mi querido sobrino: Dn Teodoro Fresco pondrá en sus
manos unas comunicaciones en extremo interesantes á todas
las Prov.as p° más ejecutivas respecto á la Prov.a de Salta, y
Jujui. En esta virtud espero, q.e luego, luego, luego me las des-
pache á sus titular8, aun cuando sea necesario costear un chas-
que q.e las lleve, con tal q.e se asegure su conducción. Su objeto
se lo expondrá Fresco, mostrándole un impreso, q.e lleva, y
yo no le incluio p.r q.e todos los ejemplares, q.e me han venido,
he tenido q.e darlos en esta. Quiera Dios q.Q los goviernos ad-
hieran á lo q.e se les propone, y reconozcan la posición en q.e
estamos pa complacerse con la idea de terminar nta. lucha,
ahorrando mas sangre, q.e la q.e se ha prodigado.
Ansio pr q.° llegue el mom.to de acabar de llenar en esta
los objetos de mi comisión, p.a acercarme á tener el placer, el
puro, y p.a mi puro placer de abrazar una familia, q.e hasta
ahora no es capaz de conocer cuanto la amo; Mi herm0 ; mis
sobrinos ; Los hijos de estos . . . Que recuerdos tan gratos . . .
¿Pero en q.° circunstancias vuelbo á mi pueblo, y a ver y cono-
cer los mios?. . . Mucho me atormenta esta reflexon No quiero
seguir más. Dígales á las muchachas, q.e rueguen á Dios qe. es
q.n unicam.te puede dar á mis palabras la fuerza, q.e es necesa-
rio tengan, si ellas han de contribuir á restablecer la paz, á q.e
es acreedor ese pais, tan heroico como desgraciado. Entretanto
llega el momto de verlo disponga V. y Vds. todos de la volun-
tad, y tierno afecto de este su viejo tío.
Diego Están.0 de Zavaleta.
242
Ser D José Man.1 Silva
S.nJuan 28 de Dic.rC de 1823
Mi querido sobrino: Aprovecho la ocas.on de la partida del
oficial D. N. Toio para acusar el recibo de la carta de V. en q.e
me comunicó la muerte de mi apreciable herm.° V debe hacerse
cargo de cuanto debió ella atormentar mi corazón. Yo lo amaba
en extremo; así es q.° no ha podido ser maior mi sentim.to Por
un ord." regular debí tener el gusto de verlo, antes de sepa-
rarme de él p.a siempre; p.° Dios lo dispuso de otro modo. . .
Sea su santo nombre bendito. ... si yo admití una comis.on
tan penosa. . . Pero dejemos esas consideraciones, q.e no sirven
sino p.a renovar una llaga, q.eaun no está cicatrizada. . . que-
dan aun mis queridos sobrinos: ansio p.r conocerlos, y abra-
zarlos; esto me hará soportables todas las incomodidades, y
trabajos de este maldito viaje, emprendido en una edad, harto
propia ya p.a descansar. . . pero; lograré verlos? ¿Los hallaré
tranquilos? ¿podré descansar siquiera un mes en el seno de mi
nueva familia?. . . Yo quiero abandonarme, y me abandono en
manos de mi buen Dios. Disponga él lo q.e fuere de su agrado,
y á todos nos de resignación con su s.ta voluntad.
Yo he concluido ya felizm.te en esta prov.a los asuntos de
mi comis.on pudiera ya emprender mi viaje á la Rioja; p.° aun
deberé demorarme un mes mas: parto p.r q.e no haviendo llo-
vido una gota hace 10, meses, y siendo los calores, y soles muy
fuertes, es inaguantable la atravesia de 50 leguas, q.e debe
hacerse á la salida; y parto p.r si puedo conseguir, q.° reunidos
los tres pueblos de Mendoza, S. Juan, y S. Luis integren la anti-
gua pro.a de Cuyo. Los tres gov.nos protestan quererlo, y van
á entrar sobre ello en comunicaciones. Quiero permanecer
aquí, p.r si puedo cooperar en este acto, q.e es de la m.or tras-
cendencia p.a el bien del pais. Ojalá se consiga, y Cuyo pre-
sente un ejemplo q.e sigan los demás pueblos.
Por lo mismo mi llegada á esa se demorará aún, á lo que yo
creo, hasta Marzo, ó Abril. Todo lo daré p.r bien sufrido, si
consigo verlos, y concurrir con mis esfuerzos, y sacrificios
(sean los q.e fueren) á la felicidad de los pueblos, y muy parti-
cularm.te de la prov.a á q.e pertenezco por mi nacim.to Mientras
el Sor me conceda esta gracia, ó dispone lo qe sea de su agrado,
abraze V. á todos mis sobrinos; y todos, todos dispongan de
243
la voluntad, y afecto del más amante de todos sus parientes,
cualq." qe sea la linea, q.e se elija ¿V sabe quien es?
Diego E. Zaváleta.
Sor D. Lucas José Zavaleta
Cordova 20 de Mayo de 1824
Mi estimado sobrino: En este correo me he tomado la satis-
facción de librar contra silva 131, ps á favor de mi amigo el
Sor Chantse D. Greg° Gomz qe los necesitaba en esa. Espero,
q.e si el no está en esa, lo cubras tu el libram.to y me dejen airoso.
Líbrenlos Vds. á Buen8 Ayr.8 contra Gutierrz q.e el los abonará.
Dios ha dispuesto, no tenga yo el gusto de verlos, y abra-
zarlos: Sea su nombre bendito. Se me ha ordenado, q.e perma-
nezca aquí, y estoy esperando la de q.e me retire á Buen.8 Ayres.
Yo he pedido licencia; p.° no creo poderla conseguir. Paciencia
que asi convendrá.
Aqui ha llegado D. Fran.c0 Ugarte bueno: me ha encargado
de á Vds. sus expresión.8 recíbanlas á su nombre. Pero está tal
mi espíritu contristado pr el estado de todos los pueblos, y muy
especialm.te pr el de ese desgraciado pais, hecho oy objeto de
lastima p.a todos, q.e apenas tengo aliento, sino p.a despedirme
de todos Vds. A Dios, mi Lucas; a Dios, y á Dios todos.
Su tio q.e los ama, hoy con mas ternura
D. E. Zaváleta
Sor D. José Man.1 Silva
Buen.8 Ayr.8 10 de 7brC de 1824
Mi querido sobrino: Después de haver peregrinado con
hartas incomodidades, á q.e me avine, sin más objeto, q.e tener
la complacencia de visitar á Vds y conocer una familia, q.e
Dios sabe q.e la amo con la m.or ternura, he tenido el disgusto
de q.e se me mandase regresar desde Corbova, sin otorgarme
siquiera el permiso de pasar á esa pr tres meses, como lo soli-
244
cité. No tengo ya otro consuelo, q.e el saber q.c están todos
buenos, y esperar conocer siquiera á aquellos q.e Dios quisiere.
Asi convino, paciencia. Se q.c las muchachas me acusan por
la demora en Cuyo donde creen permaneci p.r mi voluntad.
Pero se engañan mucho: estuve en S" Juan lo q.c fue necesario
estar, y nada más. Los sucesos de la península, desgraciados
p.a los constitucionales, se precipitaron; y esto ocasionó la
necesidad de convocar oficialm.tc a las prov.as á congreso, sin
acordar las medidas preparatorias á q.e era dirigida mi comis.on
y q.e creo se han de echar menos, cuando llegue el caso. Esto
hizo innecesaria la comis.on, y la indicac.on de mi persona p.a
representante p.r esta prov.a en congreso, creiendo, q.° se ins-
talase muy pronto, fue causa de q.e se me negase la licencia
p.a pasar á Tucum.", q.e solicité desde la Rioja y reiteré desde
Cordova — Paciencia, repito: p° digales a las niñas, q.e pr mu-
chos q.c sean los deseos q.e tenían de conocerme, en esto á
nadie cedo; y q.e pr lo mismo no culpen á q.n tiene la misma
culpa q.e ellas. Al fin dejemos esto, q.° á nada conduce, sino á
renovar llagas, q.e no deben tocarse ya.
Estos dias pasados estuvo aquí Da Andrea Araoz llorando
pr q.e V. no quería mandarle su nieto; y q.e antes q.c á esta
estaba resuelto á mandarlo a Cordova: se quejó de la dureza
de V. q.° pensaba proporcionarle el único consuelo, q.e podría
enjugar un tanto las lágrimas, q.e aún derramaba pr su hija
Magdalena ék. concluiendo con q." me interesase con V. p.a
q.e se lo mandase aquí; ó q.e caso de no resolver esto, no lo
embiase tampoco á Cordova; pués q.c ella se disponía á vol-
verse á esa, pa tener el gusto de tener consigo á su nieto. Yo
cumplo con decírselo á V. y V. hará lo q.° le parezca conven.1*"
Meses pasados libre desde Córdova (ps servir á un amigo)
contra V. 131, p.s (segn me acuerdo) y supe por Lucas q.e se havian
entregado. Le he dicho á Gutierr2 q.° los abone á V. Para mayor
claridad en sus cuentas con él seria regular, q.° le diga los recoja
de mi espere su contestación.
Hágame el gusto de decirle á Lucas, q.c ¿en q.e estado están
las carretas de media carga, q.e le encargué? Recuerdo q.e en
Cordova recibí una carta suia, en q.e me preguntaba, si eran de
bueyes ó caballos. Tal estaba entonces mi cabeza, q.e no se si
le contesté, q.e eran p.a ser tiradas con bueyes.
Si no lo hize, avísemele esto, y q.° no pierda tiempo. Ahora
q.e nombro á Lucas dígame ¿viene Lucas? ¿Y el pintor Brijido?. . .
245
Lo peor es q.e haviendo dejado en Cordova en poder de Ugarte
dos obritas usadas de Filosofía (pr q.e no se encuentran otras
de esa clase) p.a Benito; y dos ejercicios cuotidianos p.a Isidora
y Vicenta, me traje olvidado un libro de pintura con sus tintas
y pinceles, q.e le mandaba de regalo Miguelito Gutierr* aqui
lo vine á advertir. Avíseme si han llegado los libros; y dígale
a Brigido, qe no se lo mando hasta q.e me escriba; q.e p.a eso
bastantes ratos ociosos tiene en la tienda.
Mis más tiernos recuerdos á mis enojadas sobrinas, no
tantos á Tomasa, Vicenta, é Isidora, como á Gabriela. ¿Que
curiosidad tendrán de saber? ¿por que?. . . Pues salgan de ella. . .
Por q.e esta conmigo más enojada q.e todas; ¿y p.r q.e raz.n?
Ella lo sabía; p° estoy empeñado en desenojarla Ponga V. p.a
esto pr mediador en mi nombre á Araoz, dándole antes mis
expresión. s A Lucas q.e deseo mucho verlo, y q.e el vea esto,
p.a q.e testigo de vista desmienta en su pais una porción de
mentiras, qe circulan con crédito, y con q.e se sorprende á los
mejores hombres. A las niñas con especialidad á Isidora mil
abrazos; cuan sensible me es no haberla oido tocar el piano, y
cantar unos tristes á sus tias! ¡Paciencia! p.r 3.a vez: y á Dios mi
Silva; mande como guste de este su viejo tio.
D. E. Zavaleta.
Sor Dn José Man.1 Silva
Buen.9 Ayres 26 de Nov.r0 de 1824
Mi querido sobrino: Está ya tan envejecida mi cabeza, qp
la creo ya apolijiada. Estaba, y estoy hasta ahoia en la creencia
de haver contestado á la carta q.e me condujo el caballero
Berdía: así se lo he asegurado á Lucas en varias ocasiones, qfi
hemos hablado sobre su contenido. Pero pues q.e pr sus apre-
ciable de 29,, del pasado, ó yo he soñado, ó V. no ha recibido
mi contestac.on diré á V. mi juicio sobre aquel asunto. Como
yo no puedo examinar por mi mismo la inclinac.on particular
de los dos jóvenes, en su adelantamt0 tengo el maior interés,
creo preciso, q.° V. ante todo lo examine. Benito especialm.te
está ya en proporción, no de elegir estado, p° si, sin duda, de
decir, si se siente inclinado á seguir la carrera de las letras. Si
es tal su inclinación; y el manifiesta aptitud y disposición pa
246
ella, el debe venir á esta, y no á Cordova, diga lo q.e quiera el
compadre de Tomasa. (Guárdeme secreto, pr vr q.e sino habrá un
nuevo motivo de enojo, y yo nada quiero menos q.e enojarme
con las muchachas). Es verdad q.e los estudios no están en el
estado, que yo quisiera verlos; p° no están mas arreglados en
Cordova; y aqui se está trabajando en mejorarlos, con fundada
esperanza de conseguirlos. Por otra parte hay, como V. sabe,
mucha diferencia de Buen3 Ayres á Cordova. En el trato civil
solo se hará aquí de mejores ideas, q.e.las q.e adquirirá entre los
compases del canto cordoves (fastidioso pr si solo p.a cual-
quiera q.e tenga bien formado el órgano del oido) en un par
de años de universidad. Creo, pues q.e si Benito ha de seguir la
carrera de las letras, bien sea pa eclesiástico (aunqe oy este es
oficio de menos valer) p.a abogado, médico, ingeniero, náutico
&. es mucho mejor, qe venga aqui, que el q.e se quede en Cor-
dova. Pero si el temor de q.e se corrompa, y se haga herege los
determinase á mandarlo a Cordova, no lo mande al Coleg° de
Monserrat, sino al de Loreto, donde hay al menos de Rector
un excelente eclesiástico amigo mió.
Con respecto á Brijido diría lo mismo, si huviera de seguir
la misma carrera, p.a la q.e me parece tiene las mas preciosas
disposiciones. Pero desde pequeño lo noté muy inclinado á
calcular sus ganancias; y aunq.e me parece, qp el producido de
los naranjos no le ha salido bien; el podrá ser mas feliz en otros
siguiendo la carrera del comercio, á q.e lo creo inclinado. Sin
embargo si mos herm,, á ser algo en adelante, es necesario qe
la juventud, qe se destina á la profesión de comerciante, ad-
quiera otra clase de conocimtos q.e los qe ha tenido hasta aquí.
Seria importante ponerlo á Brijido, siquiera un par de años en
el escritorio, bien arreglado, de un comerciante en esta; p°
desgraciadam.te hasta oy no conozco uno en q.e pueda colo-
carse con probecho. Asi soy de dictamen, q.e si lo ha de des-
tinar á esta carrera, lo tenga alg.n tiempo, podrá embiarlo á
esta y hacerlo detener alg.n tiempo, pa qe vea el mundo más
en grande, y tome algunos conocimtos q.e puedan serle útiles en
su pais, sin dejar de trabajar. Este es en substancia mi modo
de pensar.
He celebrado sobre manera q.e Gabriela y Tomasa haian
salido de su cuidado con felicidad. Felicítemelas á nombre mió,
p.r q.e con tanto empeño adelantan la población del Tucumn.
p° prevéngales, q.e hacen hoy mas falta hombres q.e mujeres.
247
Lucas me ha dicho, q.c la Isidora havia estado gravisimam.te
enferma p° qc ya havia mejorado: quiera el cielo concederle su
perfecto restablecimiento. A ella y a Vicenta mis mas cariño-
sos recuerdos.
Siento q.c no se pued.3 despachar las carretas, q.e encargué
á Lucas, p.° q.° me havian empeñado sobremanera, p.° ya he
hecho píeseme al interesado la imposibilidad de traerlas; y asi
de grado o pr fuerza habrá de tener paciencia.
El caball.0 Helguero llegó, y se conserva bueno, aunq.° pr
nada le he servido hasta ahora. El y Lucas andan todo ocupa-
dos con sus compras, enfardelamientos ck; y así es q.c no nos
vemos tanto como yo deseara. Luego q.° se desocupen conver-
saremos muy largo, y entrarán mis averiguaciones sobre la vida
y milagros de mis sobrinas, y sobrinos. De Tomasa se ya bas-
tantes; algo de Vicenta; p ° poco o nada de Gabriela, y Isidora
Dígales á todas, q.e las aprecia y quiere mucho su viejo tio.
Diego.
Buen.8 Ayres Mzo 14 de 1825
Sor r> jose Man.1 de Silva.
Mi querido sobrino: El portador de esta será (Dios me-
diante) Don Estanislao del Campo, sugeto recomendable pr su
probidad y honradez. Pasa á esa con el objeto de realizar cierta
cobranza retrazada va a un pais, donde jamas ha estado, y en
q.e no tiene la menor relación. Una persona de mi prim.a con-
sideración se ha interesado pa qe se lo recomiende á efecto de
q.° V. lo favoreza, en cuanto esté en sus facultades. Yo deseo
servir á esta persona, y cuento á este fin con su afecto y amis-
tad. Espero p.r lo mismo, q.e V. hará en favor de mi recomen-
dado lo q.e pudiera hacer p.r lo q.e más ama, creo q.e le digo lo
bastante, y vivo satisfecho, q.e V. nada dejará de hacer p.a q.e
se administre justicia, y el Sor Campo salga airoso en su racional
solicitud.
Con esta ocas.on le encargo mil abrazos á mis sobrinos todos;
y V. ocupe en cuanto crea pueda serle útil este su aff.° tio, Ca-
pell." y Ara,"
Diego E. Zav aleta.
248
Sor D. José Man.' de Silva
Buen.s Ayr s Abril 8 de 1839
Mi apreciado Silva: he recibido la encomienda del cajón de
azúcar, que tuvo la bondad de remitirme en tropa de Bergeire.
No pudo llegar más á tiempo, pues se me estaba concluiendo una
©déla Habana, que me costó pr favor 46 p." y me he ahorrado,
con su favor, de comprarla oy más cara sin duda. Doy á V.
las gracias pr su obsequio, que estoy ya usando en su nombre.
Mucho, mucho me acuerdo de Vds. mucho echo de menos
el Tucumán. Gustosísimo me retiraría á morir, y dejar mis
huesos allí, donde ellos fueron formados. Pero... dejemos
Silva este asunto, que no hace más que atormentarme. No hay
reflex.on que me convenza, ni idea que pueda consolarme.
A mis queridas hijas Tomasa, Isidora, Vicenta, y Gabriela,
mis mas finos recuerdos: que las tengo muy pres.tes en mi me-
moria, y que ellas me tengan también p.a encomendarnos reci-
procam.tQ á Dios; pues que de el solo podemos esperar nvo
consuelo. Havía pensado escribir á Bernabé; no p.a darle tar-
días enhorabuenas, que se que no recibiría (y con razón) de
buena voluntad. Lo compadezco y mucho viéndolo recargado
con tan enorme peso y rodeados de enemigos, q.e á fuerza de
chismes y mentiras no cesaron de incomodarlo. Pero los chis-
mes se descubren, y las mentiras también. Marche él en el sen-
tido de la raz.n y de la justicia, y Dios lo protejerá. Hágame el
gusto de decirle, que ha llegado á mi noticia una voz de que el
consabido Potro, que entregue con disgusto, y solo p.r ser ord.n
de su apoderado, lo han perdido, ó lo han robado, y vendido
(que es lo que yo creo). Si esto es cierto, que me avise; p.r que
el hermano de el q.e me dio el primero me ha ofrecido otro
(aunq.e no sé p.a cuando) y ese lo he de remitir yo á mi discre-
sion, y no á la de el apoderado, que como no es un cajón de
saraza, o un tercio de efectos lo fia á cualq.a botarate. Que me
diga como se ha perdido (si tal desgracia ha havido) ó si lo ha
recibido.
A Brijido ya no tengo tiempo de escribirle; p.r que aun no
he escrito p.a Lucas, que es primero, y ya Navia debe venir en
busca de las cartas.
Mande V. como guste á su amante tio am.° y serv.or QB.S.M
Diego E. Zavaleta
249
GENEALOGIA DE LOS DRES. ZAV ALETA,
SOLA y SAENZ
Acerca del parentesco del Deán Zavaleta con los
respetables canónigos Juan Nepomuceno Solá y Antonio
Sáenz, basta consignar que los tres tuvieron origen
común en sus antecesores maternos los Tirado-Inda,
(origen España-Buenos Aires). El Deán era bisnieto del
matrimonio Juan de Tirado y María de Castro, padres
de Petronila de Tirado casada con don Antonio de
Inda; y éstos, a su vez, padres de María Agustina de
Inda, esposa de don Prudencio de Zavaleta, padres
del Deán.
El doctor Juan N. Solá tenía iguales ascendientes
y era primo hermano del Deán, pues Juana de Inda,
hermana de María Agustina (madre del Deán), fué casa-
da con don Miguel de Solá, padre del ilustre patriota.
Finalmente, el rector doctor Sáenz fué bisnieto de
Juan de Tirado y María de Castro, cuya hija Juana
Josefa, hermana de Petronila, casó con Saturnino
Saraza, que fueron padres de Francisca Saraza, consorte
de Miguel Sáenz, padres de Antonio. Vale decir, que
el rector era sobrino segundo del Deán.
Como complemento agregaremos que el doctor Solá,
nacido en 1751, falleció en 1819 a los 68 años, y que
fué votado en la Semana de Mayo para vocal de la
Junta Revolucionaria. El doctor Sáenz murió en 1825
a los 45 años y Zavaleta en 1842 a los 74 años. Además
del vínculo consanguíneo, unió a los tres una íntima
amistad, vínculo religioso y afinidad política.
250
CRONOLOGIA BIOGRAFICA DEL DEAN DOCTOR
DIEGO E. DE ZAVALETA.
1768 — Nace en Tucumán el 24 de noviembre.
1773 — Viene a Buenos Aires.
1781-1783 — Escolar de Santo Domingo.
1783 — Becado e inscripto R. Colegio de San Carlos. Curso Dr.
Chorroarín.
1785 — Rindió examen de filosofía, el 26 de diciembre.
1787 — Fin de los estudios teológicos.
1789 — Su discurso y tesis sobre Las Decretales.
1790 — Pasa a Charcas. Doctor en derecho canónico y bachiller
en derecho civil,
1791 — Prefecto de estudios en el Real Colegio de San Carlos, hasta
1794.
1792 — Catedrático de cánones hasta 1795.
1795-1798 — Catedrático en el curso de Artes y Filosofía, curso
Física general.
1796 — Ordenado de presbítero a los 28 años. Curso de física par-
ticular.
1797 — Curso de Metafísica.
1799 — Catedrático de teología de Vísperas y cátedra de Prima,
(durante seis años).
1804 — Pasante de teólogos como juez de oposición con voz y voto.
1810 — Término de su carrera docente. Donativos a la Biblioteca
Pública. Censor de obras teatrales del Cabildo de Buenos
Aires (1811 y 1812).
251
1810 — Obtuvo por concurso la silla de Magistral en el Cabildo
Eclesiástico.
1810 — Oración patriótica en presencia de la Junta Revolucionaria.
1812 — Miembro de las asambleas de abril y octubre.
1812-1815 — Provisor y gobernador general del Obispado. Circular
a los párrocos sobre la causa de la Independencia. (12 de
mayo de 1812). =
1816 — Vicario General Castrense.
1815-1816 — Vocal de la Junta de libertad de imprenta.
1815-1816 — Elector en el Cabildo de Buenos Aires.
1816 — Oración sobre la Declaración de la Independencia en la
Catedral.
1817 — Nombrado Rector del Colegio de la Sma. Trinidad, en Men-
doza, que no acepta; pero colabora en el plan definitivo de
los estudios, a pedido de San Martín y Godoy Cruz.
1817 — Diputado al Congreso Nacional y vice-presidente del mismo.
1818 — Renuncia a sus sueldos como legislador.
1818 — Elegido Deán de la Catedral de Buenos Aires.
1819 — Diputado del Congreso Constituyente y redactor de la
Constitución.
1821 — Miembro de la Sala de los Doctores de la Universidad.
1822- 1823 — Las reformas rivadavianas. Presidente de la comisión
de Legislación.
1823 — Presidente del Senado del Clero (nueva denominación).
1823- 1824 — Misión a las provincias en pro de la unión nacional.
1824- 1827 — Diputado al Congreso Nacional.
1824 — Comisionado para formar el reglamento de la Universidad.
1825 — En 6 de agosto, nombrado Rector déla Universidad. Renuncia
al cargo sin ocuparlo.
1826 — Debates y firma del Manifiesto a los Pueblos.
1826 — Firma de la Constitución Nacional unitaria.
1827 — Informe de su misión a Entre Ríos.
252
1827 — Recibe en la Catedral las banderas y trofeos de Ituzaingó.
1829 -— Miembro del Consejo de Cobierno. Hasta el mes de julio.
1829 — Miembro del Senado Consultivo (Gobierno general Lavalle).
Hasta noviembre.
1834 — Respuesta a la consulta sobre Patronato Nacional.
1835 — Voto contra la suma del poder público.
1836 — Viaje a Tucumán.
1837 — Regreso de Tucumán.
1838-1842 — Su actividad silenciosa como sacerdote y como canó-
nigo en el Cabildo Eclesiástico.
1842 — Muere en Buenos Aires a los 74 años; el 24 de diciembre.
1843 — Se celebran sus funerales el 20 de enero.
1854 — Sus albaceas abren su testamentaría.
INDICES
INDICE DE MATERIAS
PÁGS.
INTRODUCCION 11
Capítulo I. — Familia del Deán Zavaleta 15
Capítulo II. — Preparación escolar y carrera universitaria. Sus
prominentes servicios en la enseñanza pública 19
Capítulo III. — Carrera eclesiástica. — El deanato. — La
reforma rivadaviana 37
Capítulo IV. — Dos oraciones sagradas: la Revolución de
Mayo y la Declaración de la Independencia 61
Capítulo V. — Zavaleta y el Congreso de Tucumán 73
Capítulo VI. — Figuración parlamentaria: Congreso Nacio-
nal de 1817-18 y la Constitución de 1819 81
Capítulo VII. — La Misión Zavaleta en procura de la unidad
nacional 89
Capítulo VIII. — En el Congreso de 1824 y por la Constitu-
ción de 1826 113
Capítulo IX. — Del regalismo y su secuencia, el patronato
nacional 153
Capítulo X. — Frente a Rosas. — Definición democrática con-
tra la ' suma del poder público» 169
Capítulo XI. — El Deán de Buenos Aires parte para Tucumán.
El veto de Rosas en la gestión oficiosa de un obispado 181
Capítulo XII. — Gravitación de la personalidad del Deán de
Buenos Aires en el grupo histórico 197
257
APENDICE DOCUMENTAL
Págs.
Carta y circular del Provisor Eclesiástico. Año 1812 209
Carta de Fray Cayetano Rodríguez al obispo Molina. Año 1815 . 210
Arenga sobre la nueva Constitución. 25 de Mayo de 1819 211
Nota al gobierno de Buenos Aires sobre los preliminares de la
instalación del Congreso General. Septiembre 15 de 1821. 211
Credencial de diputado al Congreso Nacional 213
Sesión secreta del 18 de julio de 1825 214
Dictamen sobre Patronato Nacional. Año 1834 216
Misión Zavaleta a las Provincias. 1823-24. Circular de Zavaleta
y respuesta del gobernador del Carril 228
Convención entre los gobiernos de Buenos Aires y San Juan. . . 234
Circular acerca de los sucesos de Europa con respecto a América. 236
Nota sobre las banderas de Ituzaingó 241
Correspondencia privada. Cartas a su sobrino, el gobernador
José Manuel Silva y otros 242
Referencias al parentesco con los doctores Sola y Sáenz 250
Cronología biográfica del Deán Zavaleta 251
258
INDICE DE LAMINAS
PÁGS.
I. — Oleo del Deán Zavaleta, por García del Molino (1834). 10
II. — Tesis canónica impresa en 1789 18
III. — Curso de filosofía de 1795 23
IV. — Códice de física general 24
V. — Curso de filosofía de 1795. Figuras explicativas, entre
páginas 28 y 29
VI. — Curso de filosofía de 1796: Códice de física particular. . 36
VII. — Curso de filosofía de 1797: Códice de metafísica 41
VIII. — Exhortación en la Catedral, 30 de mayo de 1810 65
IX. — Manifiesto del Congreso de Tucumán a las Naciones
(1817) 85
X. — Acta secreta aprobando el Manifiesto anterior 87
XI. — Nota del gobernador de Buenos Aires acusando recibo
de la elección de Zavaleta como Presidente de la Junta de
R. R. (1821) 97
XII. — Impreso del texto legal de la Suma del Poder Público, 1835 173
259
IMPRESO
DURANTE LA SEGUNDA QUINCENA
DE MARZO DE 1952.
AÑO 85 DE LA CASA PEUSER.
EN SUS TALLERES DE PATRICIOS 5K0.
BUENOS AIRES, ARGENTINA.