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Full text of "El imperio jesuítico; ensayo histórico"

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EL   IMPERIO   JESUÍTICO 


EL  IMPERIO  JESUÍTICO 


ENSAYO    HISTÓRICO 


POR 


L.   LUGONES 


SEGUNDA  EDICIÓN 

CORREGIDA     Y    AUMENTADA 


BUENOS  AIRES 

ARNOLDO  MOEN  T  HERMANO,  EDITORES 

Florida  323 
1907 


Imp.  y  estereotipia  Casa  Editorial  Sopeña.— Barcelona. 


PREFACIO  DE  LA  SEGUNDA  EDICIÓN 


La  buena  acogida  que  tuvo  el  presente  libro 
en  su  primera  edición,  completamente  agotada, 
ha  dado  ánimo  á  mis  editores,  los  señores  Ar- 
noldo  Moen  y  Hermano,  para  lanzar  esta  se- 
gunda, cuyo  éxito  esperan  con  mayor  confianza 
que  yo,  y  con  mejor  cálculo  sin  duda. 

He  querido  corresponder  á  su  intento,  corri- 
giendo escrupulosamente  mis  páginas,  enrique- 
ciéndolas con  nuevos  datos  y  escribiendo  otro 
capitulo,  donde  trato  de  la  política  que  los  pa- 
dres desarrollaron  en  el  Paraguay. 

Reconozco  que  esta  omisión  desfavorecía  mi 
primer  trabajo;  pero  como  es  tan  raro  en  las 
letras  salir  perjudicado  por  exceso  de  conci- 
sión, resulta  que  en  el  lapso  de  las  dos  edicio- 
nes, ha  visto  la  luz  un  documento  tan  importante 
como  la  «Historia  de  las  Revoluciones  de  la 
provincia  del  Paraguay»,  por  el  P.  Lozano,  (1) 


(1)  Edición  de  la  «Junta  de  Historia  y  Numismática  Americana», 
benemérita  de  los  estudiosos  entre  los  cuales  humilde  y  agradecido 
me  cuento. 


—  6  — 
proporcionándome  una  nueva  y  preciosa  fuente , 
en  la  cual  mucho  bebí  desde  luego.  También  ello 
me  ha  servido  para  definir  mi  opinión  sobre 
Antequera  y  sobre  el  carácter  de  la  revolución 
que  encabezó;  de  suerte  que  no  ha  habido  sino 
ventajas  en  aquel  silencio,  determinado,  des- 
pués de  todo,  po*r  una  recóndita  vacilación  de 
mi  criterio. 

Se  dirá  que  no  es  de  historiador  esta  confe- 
sión; pero  no  me  tengo  por  tal,  profesionalmente 
hablando,  y  desde  Sócrates  se  ha  hecho  fácil 
ya,  la  confesión  de  la  propia  ignorancia... 

No  quise  escribir  sino  lo  que  sabia  bien,  que- 
dándome siempre  en  la  conciencia,  como  carga 
asaz  pesada,  el  remordimiento  de  no  haberlo 
sabido  mejor. 

Es,  por  otra  parte,  lo  que  ofrezco  á  mis  lec- 
tores con  mayor  confianza,  por  la  fe  que  tengo 
en  virtud  tan  principal  como  la  sinceridad.  La 
dulzura  del  fruto,  es  condición  de  su  madurez; 
y  lo  tardío  en  ésta,  lejos  de  perjudicar,  enca- 
rece más  bien  el  mérito  de  lo  sabroso. 

Abril  de  1907. 


PROLOGO 


El  Gobierno,  en  decreto  de  junio  del  año  pa- 
sado, encargóme  la  redacción  de  este  libro,  que 
por  voluntad  suya,  y  por  mi  propia  indicación, 
iba  á  ser  una  Memoria. 

Los  datos  recogidos  sobre  el  terreno,  así  co- 
mo la  bibliografía  consultada,  fueron  amplian- 
do él  proyecto  primitivo,  hasta  formar  la  obra 
que  entrego  á  la  consideración  del  lector.  Ha- 
bría podido,  ciñéndome  estrictamente  al  plan 
oficial,  ahorrar  mi  esfuerzo,  compensándolo 
con  abundantes  fotografías  y  datos  estadísticos; 
pero  he  creído  interpretar  los  deseos  del  Exce- 
lentísimo señor  Ministro  del  Interior,  (1)  á  quien 
debo  esta  distinción,  agotando  el  tema. 

Así,  la  «Memoria»  primitiva  se  ha  convertido 
en  un  ensayo  histórico,  al  cual  concurren  la 
descripción  geográfica  y  arqueológica,  sin  ex- 
cluir—y esto  corre  de  mi  cuenta— la  apreciación 
crítica  del  fenómeno  estudiado. 

En  cuanto  á  las  ilustraciones,  he  optado  por 
concretarme  á  lo  pertinente,  aunque  resulte  de 


(1)    Dr.  D.  Joaquín  V.  González. 


_  8  — 

apariencia  menos  lucida  que  esa  vaga  profu- 
sión, cuyo  abuso  constituye  una  enfermedad  pú- 
blica; pero  éste  no  es  un  libro  de  viajes  ni  una 
disertación  amena. 

Los  dibujos  y  planos  que  presento— entre  los 
cuales  sólo  hay  dos  fotografías,— tienden  real- 
mente á  «ilustrar»  el  texto,  sin  esperar  que  el 
lector  se  divierfa;  por  lo  demás,  los  datos  inclui- 
dos en  él  sobran  hasta  para  guiar  á  los  «turis- 
tas», si  su  intrépida  ubicuidad  llega  á  derramar- 
se por  aquellos  escombros... 

He  titulado  este  trabajo  El  Imperio  Jesuítico, 
porque,  como  verá  el  lector,  dicha  clasificación 
cuadra  mejor  que  ninguna  á  la  organización 
estudiada.  Los  jesuítas  habíanla  clasificado  con 
el  nombre  de  República  Cristiana, correcto  tam- 
bién; pero  la  palabra  «república»  apareja  ahora 
un  concepto  democrático,  enteramente  distinto 
del  que  corresponde  á  aquella  sociedad. 

Su  carácter  imperial  fué  ya  notado,  aplicán- 
dose también  á  un  título,  entre  otros  por  el  je- 
suíta Bernardo  Ibáñez,  quien  escribió  en  1770, 
bajo  el  nombre  de  «Reino  Jesuítico  del  Para- 
guay», una  obra  contra  la  orden  de  la  cual  ha- 
bía sido  expulsado. 

No  necesito  advertir  al  lector,  que  fuera  de 
ésta,  no  hay  otra  coincidencia  entre  mi  libro  y 
la  diatriba  del  sacerdote  rebelde;  pues  no  tengo 
para  los  jesuítas,  y  por  de  contado  para  los 
que  ya  no  existen  en  el  Paraguay,  cariño  ni 
animadversión.  Los  odios  históricos,  como  la 
ojeriza  contra  Dios,  son  una  insensatez  que 
combate  contra  el  infinito  ó  contra  la  nada. 


—  9  — 

Creo  inútil  hablar  de  mi  viaje  por  el  territo- 
rio de  las  Misiones,  bastándome  decir  que  no  se 
limitó  á  la  parte  argentina;  pues  temo  que  el 
lector  vea  en  mí  uno  de  esos  viajeros  que  hacen 
del  héroe  fácil,  por  la  misma  razón  á  la  cual 
debe  su  prestigio  «el  mentir  de  las  estrellas». 

Aprovecharé,  sí,  esta  coyundara,  para  agra- 
decer en  mi  nombre  y  en  el  de  mis  compañeros 
de  exploración,  sus  finezas  á  las  personas  que 
durante  ella  nos  auxiliaron. 

Ocupa  el  primer  lugar  el  señor  Juan  J.  La- 
nusse,  gobernador  de  Misiones  y  distinguido 
caballero  que  me  ayudó  con  toda  decisión.  El 
doctor  Garmendia,  Juez  Letrado  del  Territorio, 
es  también  acreedor  á  mi  gratitud;  y  ella  se  ex- 
tiende al  señor  Rafael  Garmendia,  administra- 
dor de  la  Aduana;  al  ingeniero  señor  F.  Foui- 
lland;  al  Jefe  de  Policía,  señor  Olmedo;  á  los  co- 
misarios de  San  José,  Apóstoles  y  Concepción, 
señores  Silva,  Rodríguez  y  Verón;  al  señor  Ga- 
llardo, Juez  de  Paz  de  San  Carlos;  al  señor  Cas- 
telli,  administrador  de  la  colonia  Apóstoles; 
al  señor  Augusto  Gorordo,  vecino  de  Concep- 
ción; á  los  señores  Noriega  y  García,  comer- 
ciantes de  Saracura;  al  señor  Caldeira,  de  Santa 
María;  al  señor  Baumeister,  cónsul  argentino 
en  Villa  Encarnación  (Paraguay);  al  señor  Zar- 
za, Jefe  político  de  Trinidad  en  el  mismo  país;  á 
la  señorita  Báez,  maestra  de  escuela  en  el  mismo 
punto;  al  señor  Chamorro,  vecino  de  Jesús  (Pa- 
raguay); al  señor  Mariano  Macaya,  comercian- 
te de  Santo  Tomás,  y  á  los  esposos  Frédéric  Vi- 
llemagne,  cuidadores  de  las  ruinas  de  San  Ig- 


-  10  — 

nació,  hospitalarios  vecinos  cuya  generosidad 
es  inolvidable. 

En  cuanto  al  territorio  de  Misiones,  constitu- 
ye, como  es  sabido,  una  belleza  nacional  que  no 
necesita  mi  recomendación. 

Junio  de  1903-fnayo  de  1904. 


El  país  conquistador. 


Antes  de  describir  la  situación  y  condiciones 
de  la  conquista  espiritual  realizada  por  los  je- 
suítas sobre  las  tribus  guaraníes,  conviene  sin- 
tetizar en  una  ojeada  el  estado  del  país  donde 
aquéllos  tuvieron  origen  y  bajo  cuya  bandera 
ejecutaron  su  empresa,  con  el  fin  de  no  hallar- 
nos de  repente  en  su  presencia,  sin  los  antece- 
dentes necesarios  á  toda  investigación. 

Ello  es  tanto  más  necesario,  cuanto  que  has- 
ta ahora  el  asunto  sefha  debatido  entre  los  elo- 
gios de  los  adictos  y  las  diatribas  de  los  adver- 
sos—unos y  otras  sin  mesura— pues  para  esos 
y  éstos  la  verdad  era  una  consecuencia  de  sus 
entusiasmos,  no  el  objetivo  principal. 

Tan  escolásticos  los  clericales  como  los  jaco- 
binos, ambos  adoptaron  una  posición  absoluta 
y  una  inflexible  lógica  para  resolver  el  proble- 
ma, empequeñeciendo  su  propio  criterio  al  en- 
castillarse en  tan  rígidos  principios;  pero  es  jus- 
to convenir  en  que  el  jacobinismo  sufrió  la  más 
cabal  derrota,  infligida  por  sus  propias  armas, 
vale  decir  el  humanitarismo  y  la  libertad. 


-  12  - 

Producto  de  la  misma  tendencia  á  la  cual  * 
combatía  por  metafísica  y  fanática,  el  instru- 
mento escolástico  falló  en  su  poder,  tanto  como 
triunfaba  en  el  del  adversario  para  quien  era 
habitual,  puesto  que  durante  siglos  había  cons- 
tituido su  órgano  de  relación  por  excelencia, 
cuando  no  su  más  perfecta  arma  defensiva. 

Uno  y  otro  descuidaron,  sin  embargo,  el  an- 
tecedente principal— la  filiación  de  la  orden  dis- 
cutida y  de  la  empresa  que  realizó.— Dando  por 
establecido  que  los  jesuítas  son  absolutamente 
buenos  ó  absolutamente  malos,  el  estudio  de 
su  obra  no  era  ya  una  investigación,  sino  un 
alegato;  resultando  así  que  para  unos,  las  Mi- 
siones representan  un  dechado  de  perfección 
social  y  de  sabiduría  política,  mientras  equiva- 
len para  los  otros  al  más  negro  despotismo  y 
á  la  más  dura  explotación  del  esfuerzo  hu- 
mano. 

No  pretendo  colocarme  en  el  alabado  justo 
medio,  que  los  metafísicos  de  la  historia  consi- 
deran garante  de  imparcialidad,  suponiendo  á 
las  dos  exageraciones  igual  dosis  de  certeza, 
pues  esto  constituiría  una  nueva  forma  de  es- 
colástica, siendo  también  posición  absoluta;  al- 
go más  de  verdad  ha  de  haber  en  una  ú  otra, 
sin  que  pertenezca  totalmente  á  ninguna,  pero 
es  mi  intención  que  el  lector  y  no  yo  saque  las 
consecuencias  del  fenómeno  descrito,  y  por 
bien  servido  me  daré  si  hay  coincidencia. 

Tampoco  creo  que  reporte  perjuicio  á  nadie  el 
examen  preliminar  antes  indicado,  y  aun  cuan- 
do así  fuera,  estoy  completamente  seguro  que 


—  13  — 

no  ha  de  causarlo  á  la  verdad.  El  estudio  de  la 
conquista  requiere  ese  capítulo  previo,  que  to- 
das nuestras  historias  han  descuidado,  y  que 
da  en  síntesis,  así  como  la  semilla  al  árbol  futu- 
ro, el  sucesivo  problema  de  la  Independencia. 
Lo  más  importante  que  hay  en  historia,  es  el 
origen  de  los  acontecimientos,  si  se  quiere  ex- 
plicarlos por  medios  humanos  y  clasificarlos 
en  un  orden  cualquiera,  dependiendo  de  este 
concepto  científico  la  rectitud  de  relaciones  en- 
tre el  autor  y  el  lector.  Así  la  lógica  viene  á  ser 
un  organismo  fecundo,  no  una  mera  construc- 
ción dialéctica. 

El  conocimiento  del  estado  en  que  se  encon- 
traba España  al  emprender  y  realizar  la  con- 
quista, resulta,  pues,  indispensable  para  apre- 
ciar este  fenómeno  con  claridad,  puesto  que  fué 
naturalmente  una  consecuencia  de  aquél. 

Al  descubrirse  el  Nuevo  Mundo,  España  va- 
cilaba entre  el  feudalismo  declinante  y  la  na- 
cionalidad naciente,  como  el  resto  de  los  países 
europeos,  agravada,*  sin  embargo,  esta  situa- 
ción de  crisis,  por  un  fenómeno  especial  de  la 
mayor  importancia.  Quiero  referirme  á  la  im- 
pregnación morisca,  que  habían  efectuado  en 
su  pueblo  los  ocho  siglos  de  dominación  sarra- 
cena. 

Es  innecesario  demostrar  que  ningún  pueblo 
sufre  en  veinte  generaciones  la  conquista,  sin 
resultar  poco  menos  que  mestizo  del  conquis- 
tador. Por  resistido  que  éste  sea,  por  mucho 
que  se  le  aborrezca,  á  la  larga  establece  rela- 
ciones inevitables  con  el  vencido.  Ellas  son  tanto 


—  14  — 

más  rápidas,  cuanto  es  en  mayor  grado  supe 
rior  la  civilización  de  aquél,  pues  une  entonces 
al  hecho  consumado  por  la  fuerza,  la  seduc- 
ción que  ejercen  las  artes  de  la  paz.  Tal  suce- 
dió, precisamente,  con  la  conquista  mahome- 
tana. 

Sabido  es  que  desde  la  confección  y  ejercicio 
de  las  armas,  elementos  tan*  capitales  entonces, 
hasta  los  principios  de  las  ciencias  naturales,  y 
las  matemáticas  introducidas  por  ellos  en  Eu- 
ropa, los  árabes  sobrepujaron  decididamente  al 
pueblo  avasallado,  estableciendo  sobre  él  su 
dominio  con  tan  decisiva  ventaja.  El  feudalis- 
mo facilitó  la  impregnación,  al  celebrar  los  se- 
ñores frecuentes  alianzas  con  el  enemigo  co- 
mún, para  desfogar  rencores  ó  dirimir  quere- 
llas de  vecindad;  y  así  como  las  cotas  de  nudos, 
que  trenzaban  con  lonjas  brutas  los  guerreros 
godos,  cayeron  ante  las  hojas  de  Damasco,  la 
rudeza  nativa  cedió  al  contacto  de  la  cultura 
superior. 

Rasgos  étnicos  que  todaVía duran,  con  mayor 
abundancia  donde  fué  más  intensa  la  conquista 
y  donde  el  ambiente  es  más  propicio  á  su  con- 
servación, sin  dejar  de  revivir  por  esto  en  las 
otras  regiones  con  intermitencias  suficiente- 
mente reveladoras;  el  idioma,  es  decir  lo  último 
que  ceden  los  pueblos  conquistados,  como  lo 
demuestran  polacos  y  albaneses,  invadido  de 
tal  modo,  que  ni  la  reacción  implícita  en  la 
adopción  del  dialecto  aragonés  y  castellano 
como  lengua  nacional,  ni  la  transformación  la- 
tina de  los  humanistas,  pudieron  abolir  desi- 


—  15  - 
nencias,  prefijos  característicos,  y  hasta  ele- 
mentos tan  genuinamente  nacionales  como  las 
expresiones  interjectivas,  pues  nuestro  depre- 
catorio Ojalá  es  textualmente  el  «7/z  xa  Alá» 
(isi  Dios  quiere!)  de  los  sarracenos.  La  misma 
nobleza  terciada  de  sangre  judía,  según  lo  pro- 
palaba un  libelo  contemporáneo,  el  Tizón  de 
la  nobleza  de  Castilla,  atribuido  al  arzobispo 
Fonseca,  que  aun  exagerando,  por  algo  lo  di- 
ría, así  le  hubiera  inducido,  como  se  pretende, 
un  resentimiento  nobiliario:  todos  estos  son  ele- 
mentos bastantes  para  demostrar  la  impregna- 
ción. 

La  independencia  fué  un  desprendimiento  ló- 
gico del  tronco  semita,  el  eterno  fenómeno  de 
la  mayoría  de  edad  que  se  produce  en  todos 
los  pueblos,  mucho  más  que  un  conflicto  de 
razas. 

Comprendo  que  sea  más  dramático  y  más 
susceptible  de  inflamar  al  patriotismo,  aquel 
puñado  de  montañeses  asturianos  que  empezó 
la  heroica  reconquista;  mas  los  aragoneses  tie- 
nen cómo  oponer,  y  por  iguales  motivos,  la 
cueva  de  San  Juan  de  la  Peña  á  la  de  Covadon- 
ga  y  Garci  Ximénez  á  don  Pelayo... 

Algo  de  eso  hubo  sin  duda,  pero  las  guerras 
de  independencia  nunca  son  un  arranque  de 
aventureros;  y  en  aquel  choque,  colaboró  de- 
cisivamente el  mismo  elemento  semita,  el  ára- 
be español,  que  daba  contra  su  raza  por  amor 
á  su  tierra  natal.  Tres  siglos  bastaron  para  pro- 
ducir el  mismo  fenómeno  con  los  españoles  en 
América:  ¡cuánto  más  no  alcanzarían  ocho  en 


—  16  - 

la  Península,  y  mezclándose  el  factor  religioso 
para  precipitar  la  separación! 

El  movimiento  patriótico  es,  pues,  bien  ex- 
plicable, sin  necesidad  de  recurrir  á  la  guerra 
de  razas,  para  dilucidar  cómo  España  consiguió 
su  independencia  del  árabe,  siendo  substancial- 
mente  arábiga;  pero  sin  profundizar  mayor- 
mente la  tesis,  puede  sostenerse  con  verdad  que 
los  dos  pueblos  en  su  largo  contacto  (la  guerra 
lo  es  también,  hasta  en  términos  específicos)  se 
impregnaron  mutuamente,  engendrando  un 
tipo  que,  sin  ser  del  todo  semita,  no  era  tampo- 
co el  ario  puro  de  los  demás  países  de  Europa. 

Como  es  natural,  los  rasgos  comunes  de  los 
antecesores  se  robustecieron  al  sumarse,  ca- 
racterizando fuertemente  al  nuevo  tipo.  El  pro- 
selitismo  religioso-militar,  que  había  suscitado 
en  el  Occidente  las  Cruzadas  y  en  el  Oriente  la 
inmensa  expansión  islámica;  el  espíritu  impre- 
visor y  la  altanera  ociosidad  característicos  del 
aventurero;  la  inclinación  bélica  que  sintetizaba 
todas  las  virtudes  en  el  pundonor  caballeresco, 
formaban  ese  legado.  Rasgos  semitas  más  pe- 
culiares, fueron  el  fatalismo,  la  tendencia  fan- 
taseadora que  suscitó  las  novelas  caballeres- 
cas, parientas  tan  cercanas  de  las  Mil  y  Una 
Noches;  (1)  y  el  patriotismo,  que  es  más  bien 
un  puro  odio  al  extranjero,  tan  característico 
de  España  entonces  como  ahora. 


(1)  El  parecido  es  de  fondo,  sin  duda;  en  la  forma,  se  siente  la 
influencia  de  la  caballería  francesa  y  de  la  geografía  británica,  pro- 
bablemente sugerida  por  las  hazañas  del  Principe  Negro  en  Nájera. 
Aquel  paladín  inglés  fué  un  tipo  de  leyenda,  aun  en  España. 


-  17  - 

Creo  oportuno  recordar  á  propósito,  que  el 
semitismo  español  no  era  puramente  arábigo. 
Los  judíos  tenían  en  él  buena  parte,  y  sus  ten- 
dencias se  manifiestan  dominadoras  en  algunas 
peculiaridades,  como  esa  del  patriotismo  feroz. 

Ellos  y  los  árabes,  resistieron  cuanto  les  fué 
posible  al  destierro,  prueba  evidente  de  que  se 
hallaban  harto  bien  en  la  Peníifsula.  Vencidos, 
perseguidos,  humillados,  sin  esperanza  de  ri- 
queza material  siquiera,  sólo  la  atracción  de  la 
raza  puede  explicar  su  constancia.  Considera- 
ban su  patria  á  España,  lo  soportaban  todo  por 
vivir  en  ella— no  digamos  años  sino  siglos  des- 
pués de  la  derrota,— sin  la  más  lejana  idea  de 
reconquista  ya,  dejando  rastros  de  esta  inven- 
cible afección  en  toda  la  literatura  contempo- 
ránea. 

Los  moros  nunca  abandonaron  sus  costum- 
bres del  todo,  no  digamos  ya  en  las  Alpujarras 
donde  disfrutaban  de  una  autonomía  casi  com- 
pleta, sino  en  el  resto  de  la  Península  y  bajo  su 
forzada  corteza  de  cristianos;  igual  sucedía  con 
los  hebreos,  continuando  esto,  profundamente, 
la  impregnación  que  la  guerra  había  abolido  en 
la  superficie. 

Además  España,  militarizada  en  absoluto  por 
aquella  secular  guerra  de  independencia,  se  en- 
contró detenida  en  su  progreso  social;  y  este 
estado  semibárbaro,  que  luego  trataré  detalla- 
damente, unido  al  predominio  del  espíritu  ará- 
bigo-medioeval antes  mencionado,  le  dio  una 
capacidad  extraordinaria  para  cualquier  em- 
presa, en  la  que  el  ímpetu  ciego,  que  es  decir 

EL  IMPERIO— 2 


-  18  - 
esencialmente  militar,  fuera  condición  de  la  vic- 
toria. 

Carlos  V  sueña  entonces  la  monarquía  uni- 
versal, que  no  era  sino  una  transposición  en  el 
terreno  político,  del  sueño  de  la  Iglesia  univer- 
sal, ó  si  se  quiere,  su  realización  consecutiva; 
pero  la  Iglesia  sostenía  también  un  ideal  semi- 
ta, puesto  que  el  Cristianismo,  originariamente 
hebreo,  era  una  prolongación  de  la  ley  mosai- 
ca, y  pretendía  realizar  por  cuenta  propia  las 
promesas  de  dominación  universal,  contenidas 
en  ella  para  los  hijos  de  Israel. 

No  faltaron  al  absurdo  proyecto  las  coinci- 
dencias, que  en  ciertos  momentos  históricos  pa- 
recen acumularse  con  milagrosa  oportunidad 
en  torno  de  un  hecho  cualquiera,  bien  que  ello 
no  demuestre  sino  una  convergencia  de  causas 
más  ó  menos  ocultas,  al  efecto  que  las  caracte- 
riza. Así  el  desequilibrio  morboso,  necesario 
para  concebir  como  realizable  ese  sueño  enfer- 
mizo también,  tuvo  en  Carlos  V  y  Felipe  II  dos 
augustos  representantes.  K 

La  hipocondría  hereditaria,  (1)  que  produjo 
en  uno  el  místico  desvarío  de  la  abdicación,  y 
en  el  otro  la  torva  displicencia  que  sombreó  to- 
das sus  horas,  engendró  en  ambos  la  misma 
ambición  desatinada,  quizá  como  una  válvula 
de  los  tormentos  atávicos;  y  así,  fracasado  el 


(1)  A  pesar  de  los  argumentos  con  que  Forneron  y  Groussac  la 
niegan,  sigo  ateniéndome  al  concepto  clásico;  pues  aquéllos  me  pa- 
recen más  ingeniosos  que  positivos.  La  llamada  ley  de  la  herencia, 
tiene,  sin  duda,  sus  fallos;  pero  no  es  menos  evidente  la  existencia 
común  de  ciertos  caracteres  en  las  familias. 


-  19  — 

plan  del  Emperador  entre  las  ruinas  de  un 
mundo  que  se  desmoronaba,  nació  en  Felipe  II 
la  idea  del  Imperio  Cristiano.  Era  una  reduc- 
ción del  mismo  sueño,  después  de  todo  gran- 
dioso, pues  contaba  para  efectuarse  con  el  do- 
minio de  medio  mundo.  España  y  sus  posesio- 
nes constituían  la  base  de  aquel  designio,  que 
si  fracasó  en  su  parte  internacional,  tuvo  sobre 
el  pueblo  la  influencia  más  desastrosa. 

Aquellos  absolutistas,  como  nuestros  demó- 
cratas de  ahora,  pretendían  conformar  íos acon- 
tecimientos humanos  á  principios  metafísicos, 
tomando  por  norma  el  ideal  católico,  del  pro- 
pio modo  que  éstos  pregonan  su  república 
universal  sobre  el  concepto  de  una  fraternidad 
abstrusa.  Ambos  caminos  que  conducen  fatal- 
mente al  despotismo,  como  lo  demostró  tan 
claro  el  final  imperialista  de  la  Revolución, 
trastornan  en  la  mente  de  los  pueblos  toda  no- 
ción de  progreso  recto,  y  extravían  á  poco  toda 
idea  de  libertad,  substituyéndola  por  la  rigidez 
de  un  principio  unitario,  cuando  su  desiderá- 
tum racional  es  una  constante  variedad  dentro 
del  orden. 

Los  pueblos,  que  cuanto  más  ignorantes  son, 
sienten  más  hondo  el  influjo  de  las  capas  supe- 
riores, pues  se  encuentran  más  desprovistos  de 
medios  de  defensa  y  de  apreciación ,  no  tardan 
en  conformar  su  vida  al  principio  dominante 
que  se  les  sugiere  como  ideal;  proviniendo  de 
aquí  la  importancia  que  tienen  en  su  vida,  las 
ideas  fundamentales  cuyo  respeto  se  les  ha 
imbuido.  A  los  conceptos  falsos  en  la  mente, 


—  20  - 

corresponde  casi  siempre  la  falsedad  de  con- 
ducta, pues  ideas  y  sentimientos  son  como  va- 
sos comunicantes  en  los  que  no  puede  alterar- 
se parcialmente  el  nivel. 

El  Imperio  Universal,  y  su  sucedáneo  el  Im- 
perio Cristiano,  tuvieron  consecuencias  desas- 
trosas sobre  el  pueblo,  como  que  pretendían 
la  supervivencia  de  un  estado  artificial;  y  de 
este  modo,  pronto  desaparecen  á  su  sombra 
todas  las  virtudes  que  constituyen  el  término 
medio  común  de  las  sociedades  normales,  para 
ser  reemplazadas  por  las  condiciones  heroicas, 
es  decir  de  excepción,  necesarias  al  sosteni- 
miento de  un  estado  antinatural. 

Por  lo  demás,  la  planta  arraigó  pronto,  en- 
contrando terreno  propicio  en  las  tendencias 
dominantes  del  pueblo,  pues  aquellas  dos  mons- 
truosidades políticas  fueron,  ante  todo,  aven- 
turas de  paladines. 

Bajo  ese  estado  de  crisis,  mal  cimentada  aún 
la  nacionalidad;  el  derecho  en  pleno  conflicto 
de  los  fueros  consuetudinarios  con  la  unifica- 
ción monárquica;  el  ideal  absolutista  en  pugna 
con  el  sentimiento  federal;  el  feudalismo  que 
caía,  poderoso  aún,  y  el  pueblo  que  se  levanta- 
ba respetable;  en  esa  crisis,  el  Descubrimiento 
produjo  una  inundación  de  riquezas.  No  podían 
llegar  en  peor  momento  para  los  destinos  de 
la  Península,  pues  fueron  un  tesoro  en  poder 
de  un  adolescente. 

El  equilibrio  á  que  tendían  aquellos  antago- 
nismos, y  que  hubiera  llegado  á  establecerse 
después  de  las  naturales  oscilaciones,  quedó 


—  21  — 

roto  para  siempre  asegurando  el  triunfo  de  la 
política  absolutista.  Floreció  el  pernicioso  tema 
de  la  monarquía  universal;  y  como  el  éxito  no 
estaba  en  relación  con  el  esfuerzo,  el  pueblo, 
falto  del  sensato  reposo  que  da  el  trabajo  para 
gozar  de  sus  frutos,  se  entregó  ciegamente  á  la 
dilapidación  de  su  lotería.        # 

De  tal  modo,  las  tendencias  de  raza,  el  senti- 
miento religioso,  el  concepto  político,  la  misma 
obra  de  la  independencia  con  su  carácter  de  mi- 
litarismo exclusivo,  la  ignorancia  general  y  el 
interés  como  remate,  constituyeron  al  pueblo 
español  sobre  un  patrón  heroico,  que  sustituyó 
á  la  honradez  con  el  pundonor  y  al  deber  con 
el  entusiasmo.  Admirable  máquina  de  guerra, 
la  conquista  formaba  naturalmente  su  ideal,  y 
el  destino  le  deparaba,  con  el  Descubrimiento, 
un  mundo  entero  en  qué  realizarlo. 

El  siglo  xvi  fué  el  siglo  del  Conquistador. 
Al  comenzar  la  Edad  Moderna,  éste  continuó 
el  espíritu  de  la  Edad  Media.  Obligado  áser  va- 
leroso únicamente/pues  era  el  defensor  déla 
sociedad,  que  á  la  sombra  de  sus  armas  traba- 
jaba, y  exento  de  todo  otro  esfuerzo  y  de  toda 
contribución,  puesto  que  daba  la  de  su  sangre 
por  labradores  y  artesanos  que  costeaban  gus- 
tosos su  franquicia,  todo  se  aunó  para  consti- 
tuirlo en  ser  privilegiado.  El  instinto  aventure- 
ro que  las  Cruzadas  aguzaron  hasta  la  locura, 
le  dominaba  enteramente.  La  bravura,  que 
después  de  todo  era  la  única  condición  de  sus 
empresas  y  la  garantía  de  su  éxito,  constituyó 
para  él  un  culto;  y  siendo  solamente  bravo,  de- 


e 


—  22  — 

eneró  con  toda  facilidad  en  cruel.  La  misma 
cortesía,  que  fué  el  rasgo  amable  de  su  condi- 
ción romántica,  se  tuvo  por  nada  mientras  no 
pudo  tributar  vidas  de  hombre  á  la  prez  de  la 
dama  preferida.  Poco  á  poco,  los  trofeos  de  ho- 
nor se  convirtieron  en  su  único  salario,  y  como 
la  guerra  lo  justificaba  todo,  el  pillaje  fué  para 
él  ocupación  lícita;  despojó  á  mano  armada, 
los  derechos  más  írritos,  como  el  de  fractura 
que  enriqueció  á  tantos  feudos  ribereños,  con- 
sagraron sus  demasías,  y  la  protección  á  los 
bandoleros,  flor  de  sus  huestes,  fué  tan  celosa- 
mente conservada,  que  sólo  bajo  Felipe  II,  las 
Cortes  de  Tarazona  dieron  á  los  oficiales  reales 
potestad  de  penetrar  en  los  señoríos  persiguien- 
do malhechores. 

Con  la  ambición  se  hermanaban  en  su  espí- 
ritu dos  pasiones  correlativas— la  superstición 
y  el  juego,  siendo  éste  al  fin  y  al  cabo  un  esta- 
do de  guerra,  en  el  cual,  como  en  los  trances 
bélicos,  son  elementos  decisivos  de  triunfo  la 
audacia,  la  oportunidad  y  lá  astucia;  nada  diré 
de  la  superstición,  que  fué  la  enfermedad  espi- 
ritual característica  de  la  Edad  Media,  y  quizá 
la  más  lúgubre  forma  de  la  inquietud.  Ya  se 
sabe,  por  otra  parte,  que  el  jugador  de  raza  es, 
sobre  todo,  supersticioso.  La  inquietud  de  la 
Edad  Media,  que  avivaron  de  consuno  iras  ce- 
lestes explotadas  por  la  ambición  de  los 
monjes,  y  conflictos  de  mundos,  como  aquella 
eterna  y  nunca  resuelta  amenaza  del  Asia- 
exasperóse  hasta  la  angustia  en  el  alma  senci- 
lla del  paladín. 


—  23  — 

Magias  tenebrosas,  importadas  por  órdenes 
como  la  del  Temple,  en  cuyo  exterminio  tanto 
influyó  el  miedo;  pestes  atroces,  de  procedencia 
igualmente  oriental;  la  alquimia  cuyos  presti- 
gios confinaban  con  la  brujería;  el  peligro  enor- 
me que  implicaba  el  dominio  de  España  y  del 
Mediterráneo  por  fuerzas  asiáticas;  las  leyen- 
das de  leprosos  siniestros,  que  «atravesaban  la 
Europa  con  mensajes  de  inteligencia  entre  los 
sarracenos  de  Asia  y  los  de  España,  para  una 
acción  conjunta  de  la  cual  era  sagaz  avanzada 
el  comercio  judío;  la  astronomía  convertida  en 
un  simbolismo  aterrador— todas  éstas  circuns- 
tancias dieron  á  la  superstición  un  vuelo  in- 
menso. 

Es  un  hecho  averiguado  ya,  que  los  Cruza- 
dos sufrieron  su  contagio  oriental,  mucho  más 
definido  por  cierto  en  España,  donde  el  contac- 
to no  fué  ocasional  y  meramente  guerrero,  si- 
no habitual  durante  ocho  siglos:  otra  circuns- 
tancia que  acentúa  los  caracteres  del  aventure- 
ro español.  Aquel  contagio,  no  hizo  sino  avi- 
var en  el  ánimo  del  paladín  los  rasgos  funda- 
mentales, puesto  que  provenía  también  de  una 
civilización  aventurera.  Armas  civilizadas,  éste 
no  las  tenía  para  luchar  con  el  terror  que  tor- 
turaba su  espíritu.  Toda  su  ciencia  se  reducía 
al  blasón,  la  cetrería  y  las  armas;  la  filosofía 
era  una  especialidad  del  monasterio;  el  arte 
una  tarea  de  villanos  y  de  vagabundos.  No  le 
quedaba,  entonces,  otro  refugio  espiritual  que 
la  fe.  En  ella  se  exaltó  su  bravura  y  se  robus- 
teció su  superstición,  puesto  que  era  una  fe  ig- 


-  24  - 

norante;  y  de  ella  resultó  otro  rasgo  también 
saliente  de  su  carácter:  la  tenacidad. 

'Intrépido,  no  tenía  en  ello  escasa  parte  su 
ignorancia,  pues  lo  cierto  es  que  en  fuerza  de 
creer  pequeño  al  mundo,  los  descubridores  se 
arriesgaron  á  la  empresa  que  lo  agrandó. 

El  orgullo  de  raza,  despertado  por  las  victo- 
rias sobre  el  infiel,  agregaba  otro  motivo  á  la 
bravura;  y  tal  conjunto  de  cualidades  y  defec- 
tos, entre  los  que  sobresalían  el  coraje  y  la  su- 
perstición, dieron  igual  fondo  imperioso  á  su 
carácter  y  á  su  ideal.  Éste  era  en  lo  cercano  la 
fama  y  en  lo  remoto  la  religión,  es  decir  dos 
pasiones.  De  aquí  la  intolerancia  dominadora  y 
la  ausencia  completa  de  espíritu  práctico. 

Idealista,  la  empresa  que  acomete  no  le  inte- 
resa, sino  porque  puede  darle  timbres  de  ho- 
nor; supersticioso,  tiene  el  alma  predispuesta 
á  la  fantasía  de  las  tierras  encantadas;  bravo, 
la  empresa  más  difícil  le  parece  poco  para  ilus- 
trar su  nombradía;  ignorante,  carece  de  los 
puntos  de  comparación  que  podrían  arredrar- 
le, demostrando  lo  excesivo  del  esfuerzo.  * 

Las  grandes  expediciones,  sin  consecuencia 
hasta  hoy,  ni  aun  á  título  de  dato  geográfico, 
cual  la  de  aquellos  temerarios  aventureros  que 
se  cruzaron  la  América  desde  Quito  á  la  boca 
del  Amazonas;  las  exploraciones  quiméricas  en 
busca  del  clásico  Eldorado,  ó  de  las  inhallables 
ciudades  de  los  Césares,  (1)  revelan  en  el  con- 


(1)  Según  el  P.  Lozano,  eran  tres,  llamadas  de  los  Hoyos,  del 
Muelle  y  de  los  Sauces.  Creíanlas  situadas  en  los  Andes  australes, 
frente  al  Chiloé,  y  construidas  por  unos  náufragos  españoles  que 


—  25  — 

quistador,  de  una  manera  coneluyente,  al  pa- 
ladín medioeval.  Eran  las  Hircanias  y  Guira- 
fontainas  de  Amadises  y  Gaiferos.  (1) 

Esa  aventura  de  la  conquista  fué  una  prolon- 
gación, por  otra  parte,  del  estado  militar  en 
que  dejó  á  España  la  guerra  con  el  moro,  sir- 
viéndole á  la  vez  de  estímulo,  en  contraposi- 
ción al  interés  civil  y  al  progreáb,  afectados  por 
el  militarismo  exclusivo.  Después  de  todo,  el 
Descubrimiento  había  sido  una  consecuencia 
de  esa  situación. 

Cerrado,  ó  estorbado  á  lo  menos,  el  acceso 
del  Mediterráneo  por  la  amenaza  turca,  la  pi- 
ratería trasladó  al  Atlántico  su  campo  de  ac- 
ción, familiarizándose  con  la  alta  mar;  y  bus- 
cando por  ella  una  senda  de  travesía,  para 
evitar  la  obstruida  ruta  de  las  Indias,  se  dio  con 
el  Nuevo  Mundo.  Así,  el  tipo  del  paladín  y  el 
acto  del  Descubrimiento,  fueron  natural  conse- 
cuencia de  un  estado  social  y  político,  no  una 
excelencia  de  raza  ni  una  invención  genial.  El 
prestigio  del  aventurero  reside  en  lo  pintores- 
co, tanto  más  acentuado  cuanto  es  más  discor- 
de con  su  tiempo;  y  el  mérito  de  la  empresa 
estriba  puramente  en  su  audacia;  pero  tanto  el 
hombre  como  la  acción,  son  dos  accidentes  his- 

se  perdieron  en  el  Estrecho  en  tiempo  de  Carlos  V,  razón  por  la 
cual  se  los  habría  llamado  los  Césares.  Véase  á  este  respecto  el 
Cap.  III. 

(1)  Una  de  las  cosas  que  Colón  se  proponía  con  el  Descubri- 
miento, y  así  lo  manifestó  á  los  Reyes  Católicos,  era  llegar  á  Jeru- 
salem'por  otro  camino  y  rescatar  el  Santo  Sepulcro.  Su  mismo 
carácter  comercial  y  práctico,  hasta  el  extremo  que  dejan  ver  las 
estipulaciones  con  la  Corona,  no  escapó  á  la  influencia  paladi- 
nesca. 


—  26  — 

tóricos,  sin  ninguna  importancia  intrínseca  ex- 
cepcional. 

Ella  está,  para  mi  objeto,  en  la  expansión 
que  dio  al  proselitismo  religioso-militar  y  al 
afán  de  riqueza  inesperada,  peculiares  de  la 
empresa  aventurera,  haciendo  de  España  el 
país  conquistador  por  excelencia. 

Doble  prueba°de  su  especialidad  en  tal  senti- 
do, es  su  éxito  y  el  fracaso  de  las  naciones  res- 
tantes. La  tentación  era  demasiado  fuerte,  en 
efecto,  para  que  éstas  no  intentaran  un  lance 
igual.  El  resultado  les  fué  adverso,  y  no  se  di- 
ga que  por  falta  de  marinos.  Inglaterra  tuvo 
entre  los  mejores  á  Drake  y  á  Frobisher;  Ita- 
lia, sin  contar  el  Descubridor,  á  Vespucio,  Cor- 
sali,  Verrazzano  y  Marco  Polo;  Francia  á  Car- 
tier,  Roberval  y  Ribaut;  sin  contar  aquellos 
bravos  portugueses,  cuya  fama  envolvía  al 
globo  en  red  de  hazañas,  desde  el  Catay  famo- 
so al  bárbaro  mar  del  África.  (1)  No  llegaron 
ni  con  mucho  á  operar  en  la  misma  escala  que 
los  españoles,  y  tanto  Cortés  como  Pizarro  si- 
guen siendo  el  modelo  del  Conquistador.  (2) 


(1)  Sinus  Barbaricus.  Así  llamaba  en  su  pintoresca  terminología, 
al  mar  que  baña  las  costas  orientales  del  Continente  Negro,  el 
mapa-mundi  publicado  en  1529  por  Diego  Ribero,  cosmógrafo  del 
Rey. 

(2)  Esto  puede  precisarse  en  forma  más  concluyente,  por  medio 
de  una  comparación.  Contando  solamente  los  jefes  de  expediciones 
que  surcaron  el  Océano  y  realizaron  descubrimientos,  desde  1492 
hasta  1610,  año  en  que  los  jesuítas  se  establecieron  en  el  Paraguay, 
los  españoles  alcanzan  á  84;  mientras  que  el  resto,  en  el  cual  incluyo 
juntos  á  ingleses,  franceses,  holandeses,  italianos  y  portugueses, 
apenas  llega  á  72. 


—  27  — 

Es  que  la  conquista,  por  lo  que  tenía  de  qui- 
mérico, de  colosal,  de  problemático,  era  una 
empresa  medioeval,  cuyo  cumplimiento  reque- 
ría espíritus  y  tendencias  medioevales.  Las  de- 
más naciones  empezaban  ya  su  evolución  mo- 
derna, modificando  rápidamente  la  antigua  es- 
tructura; se  hallaban  en  condiciones  inferiores 
ante  el  caso  especial,  que  requería  las  peculia- 
ridades abandonadas.  Más  calculadoras  y  utili- 
tarias, fracasaron  en  eso,  porque  progresaban 
en  sentido  moderno;  y  si  no  acrecieron  la  hon- 
ra, aumentaron  el  provecho,  mientras  los  otros 
realizaban  el  viejo  ideal,  alcanzando  la  miseria 
en  la  plenitud  de  su  gloria  estéril.  (1) 

Para  abrir  el  Nuevo  Mundo,  se  necesitaba 
conquistadores,  es  decir  hombres  de  aventura 
que  realizaran  en  un  año  lo  que  el  colono,  se- 
dentario por  naturaleza,  habría  efectuado  en 
un  siglo.  Y  sólo  España  tenía  conquistadores. 
Los  demás  países,  al  volverse  industriosos  y 
comerciantes,  se  tornaron  colonizadores,  sien- 
do la  colonia  y  las  instituciones  representativas, 
consecuencias  políticas  del  período  industrial. 
(2)  Así  se  explica  cómo  habiendo  ejecutado  Es- 
paña la  apertura  del  Continente,  fueron  otros 
los  que  disfrutaron  de  su  riqueza  en  definiti- 


(1)  Montesquieu  en  De  Vesprit  des  Lois,  Liv.  XIX  ch.  X,  reconoce 
el  mismo  fenómeno  al  paso  qne  alaba  la  honradez  española;  y  más 
lejos,  (liv.  XXI,  ch.  XXII)  fija  en  cincuenta  millones  término  medio 
el  comercio  de  las  Indias,  haciendo  notar  que  España  sólo  concurría 
á  él  con  dos  millones. 

(2)  Montesquieu  (op.  cit.)  llama  al  comercio  «la  profesión  de  los 
iguales.» 


—  28  — 

va.  (1)  El  oro  de  América  no  enriqueció  propia- 
mente á  España,  puesto  que  no  se  transformó 
para  ella  en  ramos  permanentes  de  producción; 
pasó  á  su  través  como  por  un  cedazo  demasiado 
ralo,  sin  dejarle  más  que  un  residuo  insignifi- 
cante. En  cambio  le  quitó,  por  medio  de  la  se- 
lección violenta  que  efectuaron  de  consuno  las 
aventuras  y  las  quimeras,  la  población  más 
viril;  resultán  dolé  desastroso  aquel  oro  que  le 
compraba  su  sangre. 

La  consecuencia  es  mucho  más  terrible,  si  se 
considera  que  junto  con  los  elementos  mejores, 
perdía  la  esperanza  de  reaccionar,  siendo  aque- 
llo un  fenómeno  análogo  al  encadenamiento  de 
procesos  destructores  que  mina  los  organismos 
en  decadencia. 

Producto  de  la  Edad  Media  que  moría  al  em- 
pezar la  conquista,  el  aventurero  llevó  al  prin- 
cipio la  ventaja,  aunque  para  el  concepto  me- 
dioeval del  paladín,  es  decir,  del  guerrero 
exclusivo  á  quien  sucedía,  sea  ya  un  tipo  de 
decadencia;  pero  al  correr  los  años,  el  colono 
se  sobrepuso  lentamente  hasta  vencerlo,  por 
su  mayor  conformidad  con  las  tendencias  do- 
minantes; y  los  resultados  de  uno  y  otro  tipo, 
con  sus  respectivos  métodos  de  ocupación, 
quedan  patentes  en  ambas  Américas.  La  del 


(1)  Ya  por  el  lado  científico,  empezaba  á  ser  notable  esta  dife- 
rencia. En  efecto,  de  1492  á  1610,  los  globos,  mapas  y  atlas  extran- 
jeros, que  describían  las  tierras  recién  descubiertas,  son  cerca  de 
70,  casi  todos  alemanes,  portugueses  é  italianos,  contra  media  doce- 
na de  españoles;  pudiendo  agregarse  que  de  los  30  grandes  nombres 
de  sabios,  cuya  gloria  llena  los  siglos  XVI  y  xvil,  desde  Copérnico 
á  Papin,  no  hay  uno  solo  español. 


—  29  — 

Norte,  al  libertarse,  produce  sobre  todo  hom- 
bres de  gobierno;  si  por  algo  peligra  allá  la 
libertad,  es  por  carestía  de  militares.  Acá,  es 
todo  lo  contrario;  sobran  guerreros  y  faltan 
estadistas.  Tal  las  consecuencias  acarreadas  por 
el  predominio  respectivo  del  colono  y  del  con- 
quistador. Ambos  fueron  lógicos  en  el  momen- 
to de  la  conquista,  porque  éste  era  de  transición, 
mas  el  uno  fincaba  su  prestigio  en  el  pasado, 
mientras  el  otro  contaba  con  el  porvenir. 

Entretanto,  los  privilegios  feudales  pasaban 
al  pueblo,  que  había  combatido  con  el  Rey  con- 
tra los  señores,  bajo  la  forma  de  empleos  en  la 
administración,  en  la  Iglesia  y  en  el  ejército. 
Pero  esta  alianza  no  quitó  al  privilegio  nada  de 
su  carácter  odioso,  y  hasta  agravó  su  daño  al 
difundirlo,  determinando  en  el  carácter  nacio- 
nal un  individualismo  agresivo,  que  hizo  de 
cada  español  un  pequeño  tirano,  mucho  más 
cuando  á  esto  se  unía  un  enorme  orgullo  de 
raza,  en  el  cual  colaboraron  el  fatalismo  de 
cepa  oriental  y  el  egoísmo  del  conquistador 
afortunado. 

Junto  con  los  poderes  feudales,  pasó  al  pue- 
blo el  ideal  guerrero,  con  tanta  mayor  facilidad 
cuanto  que  aquél  acababa  de  ser  soldado  con 
el  Rey.  El  clero  fué  separándose  cada  vez  más 
de  Roma,  para  colocarse  al  lado  del  monarca, 
siguiendo  la  inclinación  y  las  conveniencias  que 
emanaban  de  su  origen  popular;  por  último  el 
empleado,  sobrepujó  su  exclusiva  condición  de 
amanuense,  cuanto  terminó  la  era  puramente 
militar,  convirtiéndose  en  un  resorte  esencial 


—  30  — 

de  gobierno,  al  acrecer  su  importancia  la  ad- 
ministración en  la  nacionalidad  unificada.  La 
Iglesia,  la  administración,  y  el  ejército  propor- 
cionaron, pues,  las  profesiones  más  lucrativas, 
señaladamente  este  último.  Los  hombres  de 
más  talento  y  de  mayor  ilustración,  enganchá- 
banse como  soldados  rasos,  tal  era  la  estima 
en  que  se  tenía  á  la  carrera  militar;  pero  seme- 
jante limitación  profesional,  aparejaba  el  des- 
dén de  la  agricultura  y  del  comercio.  En  estas 
ramas  de  la  actividad  no  había  nobleza,  es  de- 
cir privilegio,  careciendo  de  importancia  por 
consiguiente  para  el  hidalgo— y  el  hidalgo  for- 
maba legión.  En  ciertas  partes  la  hidalguía  era 
un  derecho  de  nacimiento. 

Los  semitas,  excluidos  de  esas  tres  profesio- 
nes honoríficas,  buscaron  en  el  trabajo  de  la 
tierra  y  en  el  comercio,  que  por  único  recurso 
les  quedaban,  fructuosa  compensación;  y  la  ne- 
cesidad dominó  su  indolencia  oriental.  Los  ju- 
díos compraban  la  recaudación  de  las  rentas  y 
tributos  reales,  volviéndose  doblemente  odio- 
sos al  asumir  este  carácter  fiscal,  que  era  lo 
más  aborrecido  por  un  pueblo  á  quien  las  exac- 
ciones agobiaban;  y  para  colmo  sus  hijas,  á 
costa  de  crecidas  dotes,  enlazábanse  con  nobles 
tronados,  según  lo  refiere  el  ya  conocido  Tizón 
de  la  nobleza  de  Castilla,  iniciando  esa  conquis- 
ta comercial  del  título,  tan  detestada  en  todos 
los  tiempos  y  en  todos  tan  eficaz. 

El  contraste  alarmó  bien  pronto  á  los  inva- 
didos. La  soberbia  de  raza  no  pudo  tolerar 
aquellas  fortunas.  La  religión  atizó  el  descon- 


-  31  - 

tentó  con  su  odio  tradicional,  y  la  expulsión, 
otra  consecuencia  absolutista,  dio  á  España  la 
unidad  de  la  miseria,  que  por  cierto  no  había 
buscado.  España  desapareció  como  país  pro- 
ductor, y  sobre  el  erial  que  diariamente  au- 
mentaba, en  aquella  lucha  por  la  esterilidad, 
consecuencia  de  un  ideal  estéril,  imperó  como 
señor  natural  el  hidalgo  haragán  y  soberbio, 
para  quien  el  tiempo  fué  arena  que  dejaba  es- 
currirse al  desgaire  entre  sus  dedos,  mientras 
mascullaba,  susurrando  coplas,  el  mondadien- 
tes simulador  de  meriendas;  flotante  en  la  alti- 
vez de  su  ojo  arábigo  un  ensueño  de  Américas 
dilapidadas;  su  sangre  hirviendo  con  la  sed  de 
fiestas  crueles; su  corazón  harponeadopor  amo- 
res morenos;  gran  rodador  de  escudos  *  botara- 
te magnífico,  lan  capaz  de  un  heroísmo  como 
de  una  estafa;  místico  bajo  la  cota,  guerrero 
bajo  la  cogulla,  y  pronto  siempre  á  tapar  el  cie- 
lo con  el  harnero  de  su  capa  familiar. 

Nadie  sintió  el  estrago,  mientras  duraron  las 
empresas  militares  y  la  embriaguez  de  victoria 
que  produjeron.  Todo  parecía  conjurarse  para 
realizar  el  ensueño  de  riqueza  mágica,  en  las 
pintorescas  regiones  donde  vestía  de  oro  á  su 
dueño  la  desnudez  de  la  espada.  Pero  al  produ- 
cirse la  contracorriente  conquistadora,  en  los 
comienzos  del  reinado  de  Felipe  II,  comenzó  el 
fracaso.  La  conquista  no  dio  abasto  ya  para  la 
satisfacción  del  ideal  nacional.  Cubiertos  de  he- 
ridas sin  gloria  por  anónimas  saetas  de  bárba- 
ros; con  un  culto  tal  del  coraje,  que  las  milicias 
castellanas  consideraban  cobardía  el  atrinche- 


-  32  - 

rarse;  curtidos  por  su  desamparo  solar  de  as- 
cios,  que  habían  carecido  hasta  de  su  propia 
sombra;  más  bravios,  si  cabe,  al  contacto  de  la 
breña  virgen;  orgullosos  de  haber  sobrelleva- 
do peligros  que  semejaban  fantasías  de  leyen- 
da, volvían  á  arrastrar  su  fastidio  en  el  suelo 
natal  asaz  estrecho. 

Los  pobres,  se  habían  endurecido  demasiado 
para  doblegarse  al  yugo  del  trabajo,  en  su  in- 
timidad con  los  fierros  de  pelea;  los  ricos,  se 
apresuraban  á  vaciar  la  escarcela  en  la  carpeta. 
El  desprecio  del  oro  conseguido  en  la  guerra, 
que  no  era  sino  una  indirecta  ostentación  de 
valor,  engendraba  el  desdén  hacia  toda  aplica- 
ción productiva.  Por  nada  de  este  mundo  ha- 
bría degenerado  el  héroe  en  comerciante  ó  en 
labrador.  Acabada  la  fortuna,  lo  que  acontecía 
en  un  tiempo  harto  breve,  si  estaba  aún  vigo- 
roso volvía  al  teatro  de  sus  hazañas;  si  viejo, 
se  moría  tranquilamente  de  hambre  en  su  nos- 
talgia de  aventuras  ultramarinas,  ó  se  metía 
asceta,  para  liquidar  en  la  atrición  sus  cuentas 
de  sangre  y  de  saqueo,  pero  sin  que  la  reacción 
fuera  jamás  hacia  el  trabajo,  penuria  de  siervos 
y  de  gañanes. 

El  raudal  de  sangre  pura  que  atravesó  el 
Océano,  tornaba  viciado  por  gérmenes  de  diso- 
lución, mucho  más  activos  á  causa  del  tras- 
plante; y  aquella  diseminación  de  aventureros, 
corrompidos  por  esa  atroz  libertad  de  instintos 
que  fué  la  conquista  en  el  Nuevo  Mundo,  causó 
tanto  dañoá  la  Península  como  la  invasión  g¡- 


—  33  - 

tana,  y  el  azote  de  las  plagas  inmundas  con  las 
cuales  fué  sincrónica. 

La  decadencia  industrial  de  España  asumió 
los  caracteres  de  un  derrumbe,  tan  brusco  cual 
lo  fué  el  abandono  en  pos  del  ideal  conquista- 
dor. Cesaron  las  exportaciones  de  tejidos  en 
lana  y  seda,  de  cerámica  (1)  y  otros  artículos, 
que  durante  la  época  arábiga  iniciaron  transac- 
ciones con  Sicilia  y  Cerdeña,  adquiriendo  ma- 
yor importancia  en  los  mercados  flamencos  y 
alemanes.  La  química  industrial,  aplicada  á  ex- 
plotaciones como  la  del.  oleum  magistrale  y  la 
potasa  que  surtían  á  Inglaterra,  desapareció 
con  los  restos  de  la  cultura  morisca.  El  desierto 
y  el  bosque  avanzaron  sobre  huertas  y  sem- 
bradíos; y  no  parece  sino  que  una  intención 
simbólica,  bautizó  al  monumento  clásico  de  la 
monarquía  con  el  nombre  del  escorial. 

El  fanatismo  religioso  que  precipitó  la  despo- 
blación, y  los  impuestos  excesivos,  contribu- 
yeron á  matar  el  progreso  español,  presentán- 
dose como  consecuencias  del  absolutismo.  La 
importancia  comercial  de  España  había  sido 
tan  grande,  que  las  naciones  tenían  adoptado 
por  código  marítimo  internacional  el  Llibre  del 
Consulat  de  Mar,  promulgado  en  Cataluña, 
aceptando  además  como  meridiano  inicial  el  de 
las  Azores.  La  absorción  militar  de  esos  centros 
parciales  de  cultura,  anuló  el  progreso  que  ha- 
bría sobrevenido,  al  incorporarse  todos  ellos 
en  la  nacionalidad  común,  viniendo  á  ser  la 


(1)    Tan  español  este  ramo,  que  las  mayólicas  perpetúan  hasta 
ahora  con  su  nombre,  el  recuerdo  de  su  origen:  Mallorca. 

EL  IMPERIO.— 3 


-  34  - 

unidad  un  azote  para  la  Península;  por  otra 
parte,  la  conquista,  al  emplearse  en  ella  lo  más 
selecto  de  la  población,  arrastró  á  América  los 
mejores  industriales,  y  de  consiguiente  su  in- 
dustria, explicando  esto  cómo  Méjico  tuvo  ca- 
nales dos  siglos  antes  que  Inglaterra,  y  telares 
de  seda  en  1543;  y  cómo  en  tiempo  del  viaje  de 
Humboldt  se  fabricaba  pianos  en  Durango, 
mientras  en  España  no  había  ya  quien  los  hi- 
ciera. 

La  concentración  de  productos  brutos  que 
iban  de  América  en  cantidades  inmensas,  limi- 
tó la  especulación  comercial  á  un  intercambio 
de  materia  prima  y  manufacturas  extranjeras, 
prolongando  el  régimen  medioeval  de  las  tran- 
sacciones en  especies,  al  paso  que  toda  la  Euro- 
pa salía  completamente  de  él. 

Bálsamos,  maderas,  alimentos  tan  preciados 
como  el  azúcar,  plumas,  pedrerías,  pastas  pre- 
ciosas, artículos  de  fantasía  que  la  riqueza  ex- 
tranjera pagaba  sin  regateos,  llevaron  á  Espa- 
ña el  oro  del  mundo;  improvisáronse  fortunas 
colosales,  los  precios  subieron  hasta  lo  fabulo- 
so. El  rezago  aventurero  de  la  Edad  Media  que 
acababa,  buscó  aquel  centro  natural  de  reunión, 
agregando  á  la  conquista  su  turbia  gloria  los 
mercenarios  de  toda  la  Europa,  desde  el  lans- 
quenete con  su  táctica  famosa,  hasta  el  griego 
insular  con  sus  clásicas  piraterías.  (1) 


(1)  Una  de  las  cédulas  firmadas  el  30  de  abril  de  1492  para  facili- 
tar el  viaje  de  Colón,  prometía  á  cuantos  se  embarcaran  con  él,  no 
perseguirlos  por  sus  delitos  anteriores,  hasta  dos  meses  después  de 
su  regreso  á  la  Península.  Este  procedimiento  se  volvió  práctica 
consuetudinaria. 


—  35  — 

Combustibles  en  una  hoguera,  aumentaban 
el  esplendor  fugaz;  pero  sus  heces  contribuye- 
ron no  poco  á  obscurecer  el  cuadro  de  la  deca- 
dencia, á  cuyo  fondo  tenebroso  añadía  el  con- 
trabandista gitano  las  escorias  de  su  fragua 
clandestina. 

La  fácil  transacción  de  toma  y  daca  mató  á 
la  industria,  ocasionando  con  su  magnificencia 
retrospectiva,  una  vez  pasado  el  torbellino,  la 
continuación  del  sistema  que  produjo  la  deca- 
dencia. Los  buques  españoles  abandonaron  los 
puertos  europeos,  para  largarse  hacia  las  nue- 
vas costas,  cediendo  el  campo  al  comercio  in- 
glés. Este  dominó  de  tal  modo  y  tan  rápida- 
mente en  la  misma  Península,  que  en  1564,  el 
gobierno  español,  en  represalias  de  ciertas  pi- 
raterías británicas,  detuvo  en  sus  puertos  trein- 
ta buques  ingleses  con  más  de  mil  marineros. 
La  industria  española,  que  hubiera  podido  sur- 
tir al  Nuevo  Mundo,  sucumbió  en  la  persona 
de  sus  artesanos,  contagiados  por  la  fiebre  aven- 
turera, siendo  sustituida  por  la  británica  (1)  y 
volviendo  más  amargo  el  despertar  de  aquel 
ensueño  de  grandeza.  Este  dominó  contra  todo. 
Tentación  lograda,  su  prestigio  subsistía  en  las 
mentes  que  trastornó,  y  si  se  tiene  en  cuenta 
las  predisposiciones  nativas,  es  fácil  compren- 
der lo  imposible  de  una  reacción.  La  fantasía 


(1)  De  tal  manera  fué  notable  esa  sustitución,  que  ya  á  mediados 
del  siglo  xvi,  los  lienzos  rojos  y  azules  de  Suffolk  dominaban  en  la 
Península.  Lienzos  blancos  más  finos,  cotonía  de  toda  clase,  sedas, 
brocados,  joyas,  vinos,  hasta  trigo  y  lana  en  rama,  se  importó  de 
Inglaterra.  Las  propiedades  inglesas  en  España,  alcanzaron  á  un  to- 
tal de  60.000  libras. 


—  36  - 

suplió  con  sus  creaciones  al  perdido  fausto;  el 
orgullo  heredó  de  gloria  á  la  nación;  la  tenaci- 
dad característica  incrustó  para  siempre  en  su 
ánimo  ese  culto  del  pasado,  que  no  impone  res- 
ponsabilidad alguna  al  deudo,  por  ser  esencial- 
mente decorativo. 

El  gobierno,  aun  siendo  tan  poderoso,  defirió 
á  las  inclinaciones  nacionales  con  mayor  fuerza 
quizá,  siguiendo  una  tendencia  genérica.  Efec- 
tivamente, «gobernar»  en  su  acepción  política, 
es  la  expansión  metafórica  de  un  vocablo  náu- 
tico—en realidad  dirigir  el  buque,— pudiendo 
continuarse  la  metáfora  en  sentido  psicológico, 
si  se  aplica  á  la  situación  del  timonel.  Este  y  el 
gobernante  se  encuentran  realmente  en  la  popa 
de  la  nave,  no  estando  entonces  llamados  á  des- 
cubrir las  nuevas  tierras;  y  he  aquí  por  qué  so- 
licitar de  los  gobiernos  iniciativas  revoluciona- 
rias, equivale  á  sacarlos  de  su  cometido. 

Aquella  monarquía  peninsular,  que  ni  con 
mucho  podía  ser  calificada  de  progresista,  da- 
do su  ideal  absoluto  y  su  concepto  puramente 
militar  del  mando,  tenía  además  en  la  ignoran- 
cia pública  una  garantía  de  impunidad  á  todo 
abuso.  Excedióse,  pues,  en  sentido  retrógrado, 
y  la  acción  depulsora,  que  es  común  á  todas, 
fué  decidida  contramarcha  en  ella. 

Las  fortunas,  pasajeras  como  es  natural  en 
un  medio  de  pura  especulación,  y  con  tan  rápi- 
da decadencia,  desclasificaron,  tanto  en  su  ele- 
vación como  en  su  caída,  otra  buena  parte  del 
pueblo;  y  la  libertad  de  testar,  adquirida  por 
sucesivas  desviaciones  del  derecho  foral,  du- 


—  37  — 

rante  el  siglo  xvi,  agravó  la  perturbación;  pues 
los  señores  la  aprovecharon  para  heredar  de 
preferencia  á  sus  mancebas  y  bastardos.  El 
azar  se  volvió  entonces  un  arbitrio  económico, 
disminuyendo,  hasta  perderse,  toda  noción  de 
prosperidad  normal.  El  empleado  fué  el  único 
que  siguió  lucrando,  en  una  administración  ca- 
da vez  más  complicada  por  la  necesidad  de  en- 
contrar recursos  en  el  impuesto,  es  decir,  cada 
vez  más  artificiosa.  Foro,  clero  y  ejército  eran 
sus  campos  de  explotación,  y  cada  uno  tuvo 
su  peculiar  habitante. 

En  sus  marchas  á  través  de  la  Europa  y  del 
Asia,  el  soldado  se  había  vuelto  el  transeúnte  del 
mundo.  La  azarosa  colección  de  aquellas  mili- 
cias, que  preludiaban  en  manera  tan  informe  á 
nuestros  ejércitos  regulares;  el  carácter  de  esas 
guerras,  con  el  bandolerismo  nómade  de  los 
mercenarios  que  acudían  á  ellas  como  á  una 
caza  montes;  la  división  en  mesnadas,  comple- 
tamente análogas  á  las  corporaciones  de  ban- 
didos, con  quienes  las  confederaban  sus  seño- 
res, hicieron  de  la  vagancia  una  costumbre  mi- 
litar, á  la  cual  contribuía  con  su  ligereza  espe- 
cífica la  miseria  del  soldado.  Este  la  aceptó  sin 
gran  repugnancia.  Recorrió  el  globo  trampean- 
do, pues  el  saqueo  constituía  su  jornal;  la  vida 
errante  le  desvinculó  de  familia  y  patria;  el  ocio 
aventurero  atrofió  su  capacidad  productiva;  el 
desamparo  en  semejante  medio,  llevó  al  auge 
su  trapacería  y  sus  mañas-,  y  la  adaptación  á 
semejantes  condiciones,  tanto  como  el  abando- 
no de  toda  virtud  pacífica,  dieron  predominio 


—  38  — 

absoluto  en  su  carácter  al  ingenio  y  al  valor. 

Con  desenfado  igual  combatían  por  el  Papa 
y  mezclaban  hostias  al  forraje  de  sus  caballos; 
cálices  y  copones,  teníanlos  por  vajilla  de  can- 
tina; las  vírgenes  del  Señor  eran  los  pichones 
de  su  cuaresma;  de  emparejarles  la  apuesta, 
habrían  volcado  la  bola  del  mundo  en  sus  cu- 
biletes. Langostas  de  la  guerra,  mucho  más  te- 
mibles que  los  enjambres  alados,  la  tierra  fué 
el  rastrojo  que  se  comieron.  Durante  años  y 
años  se  los  había  visto  pasar  bajo  los  estandar- 
tes y  las  picas,  como  á  través  de  escueta  vege- 
tación, repercutiéndoles  en  el  enjuto  estómago 
los  tambores  de  piel  de  hombre;  provocando  el 
bigote  con  sus  petulantes  antenas;  cubiertos  de 
remiendos  internacionales  sus  calzones  de  es- 
tambre y  sus  jubones  de  cordobán;  limpios  sólo 
de  sable  y  de  bolsillo;  mordido  de  herrumbre 
el  peto,  el  birrete  de  hierro  apuntado  por  la 
mecha  del  arcabuz.  (1) 

Como  ejemplo  realmente  épico  que  preludia 
dignamente  la  Conquista  bajo  su  faz  militar, 
debe  de  citarse  siempre  las  nunca  bien  celebra- 
das expediciones  de  los  almogávares  ó  vetera- 
nos catalanes,  que  bajo  las  órdenes  de  Roger  de 
Flor  llevaron  su  contingente  al  imperio  bizan- 
tino de  los  Paleólogos,  amenazado  hasta  la  rui- 
na por  los  belicosos  principados  en  que  se  ha- 
bía divido  el  vasto  imperio  de  los  sultanes 
selyúkidos. 


(1)  Los  escritores  tácticos  españoles,  como  Sancho  de  Londoño, 
Bernardino  de  Mendoza,  Gutiérrez  de  la  Vega,  etc.,  alcanzaron  re- 
nombre internacional. 


-  39  - 

Llegados  á  Constantinopla  en  1302,  como  sal- 
vadores del  imperio,  en  ventajosa  sustitución 
de  la  célebre  guardia  escandinava  de  los  Vse- 
rings,  muy  decaída  por  otra  parte  á  la  sazón, 
el  emperador  nombra  á  su  jefe  megaduque  de 
la  escuadra,  otorgándole  así  el  cuarto  rango, 
del  imperio,  y  le  casa  con  una  princesa  sobrina 
suya.  Así  asegurados,  parten  tos  almogávares 
para  Cyzica,  que  toman  como  .base  de  opera- 
ciones, iniciando  éstas  por  la  Anatolia  y  la  My- 
sia.  Una  marcha  triunfal,  que  dados  la  comar- 
ca y  sus  recursos  resulta  verdaderamente  ma- 
ravillosa para  aquellos  seis  mil  aventureros, 
gota  de  agua  en  el  movedizo  océano  de  las 
tribus  sarracenas,  les  da  el  dominio  de  la  Lidia 
y  del  valle  del  Hermos,  al  paso  que  sus  galeras 
van  haciendo  paralelamente  el  periplo  del 
Egeo.  Ninfea,  Meagnesia,  Efeso,  todas  las  ciu- 
dades de  la  grande  historia  romana  y  cristiana, 
caen  en  su  poder.  Intérnanse  más  todavía,  en 
las  regiones  casi  legendarias  de  la  Pisidia,  la 
Licaonia,  la  Frigia,  la  Caria  y  la  Capadocia, 
hasta  el  célebre  desfiladero  de  las  Puertas  de 
Hierro,  que  da  entrada  por  el  macizo  del  Tauro 
á  la  Cilicia  marítima.  Regresan,  después  de  ha- 
ber impuesto  con  el  de  su  fama  el  respeto  del 
nombre  bizantino  en  tan  dilatado  país,  y  trai- 
cionados por  el  emperador  á  quien  parecieron 
ya  temibles  con  tal  victoria,  se  atrincheran  en 
la  península  de  Galípoli,  cerrando  así  la  entrada 
occidental  del  mar  de  Mármara. 

Después  de  una  tregua  pasajera,  en  la  que 
Roger  de  Flor  encuentra  el  título  de  César— se- 


_  40  — 

gunda  dignidad  del  imperio  jamás  otorgada  á 
ningún  extranjero— y  la  muerte  en  pérfida  em- 
boscada dispuesta  por  el  emperador,  la  guerra 
entre  éste  y  los  aventureros,  vuelve  á  encen- 
derse. Dos  años  batallan  éstos  en  sus  fortifica- 
ciones de  Galípoli.  Asolado  el  país  circunvecino 
hasta  las  mismas  puertas  de  Constantinopla, 
aquella  especie  áe  república  militar  emprende 
marcha  con  dirección  á  la  Grecia,  después  de 
haber  puesto  á  saco  todo  el  litoral  del  mar  de 
Mármara  y  sus  islas,  no  sin  haber  alcanzado  en 
audaz  correría  los  mismos  contrafuertes  del 
temido  Balkán;  estréllase  en  un  ataque  infruc- 
tuoso contra  los  monasterios  del  monte  Athos; 
atraviesa  el  mar  en  dos  ramas,  conquistando 
una  de  ellas  la  Tesalia  y  forzando  las  Termo- 
pilas, como  para  que  nada  faltase  á  su  gloria, 
apoderándose  la  otra  de  Negroponto  y  llegando 
ambas  hasta  la  frontera  del  ducado  franco  de 
Atenas  que  hacen  suyo  en  la  sangrienta  batalla 
de  Copáis,  para  conservarlo  durante  más  de 
tres  cuartos  de  siglo  y  celebrar  sus  hazañas 
bajo  el  mismo  augusto  techo  del  Partenón.  To- 
do esto  en  sólo  nueve  años,  de  1302  á  1311,  re- 
pletos con  las  más  grandes  proezas  y  los  más 
soberbios  pillajes  de  la  historia.  La  Anabasis 
griega  resulta  pequeña  ante  esta  colosal  em- 
presa, cuyo  parangón  sólo  podrían  darlo  las 
más  audaces  ficciones  de  los  libros  de  caba- 
llería. 

Distinguían  al  hombre  de  ley  su  venalidad  y 
su  torpeza.  Si  juez,  el  delito  se  le  escapaba 
siempre;  si  alguacil,  su  pesquisa  no  daba  sino 


—  41  — 

en  algún  inocente  desvalido,  que  pagaba  por 
justos  y  pecadores.  Era  costumbre  inveterada, 
desde  dos  siglos  atrás,  que  los  cuadrilleros  de 
la  Santa  Hermandad  sisaran  en  los  robos  que 
descubrían.  Las  pandillas  de  ladrones  habían 
llegado  á  reservar  la  quinta  parte  de  sus  robos, 
en  los  recuentos  semanales  qu#e  practicaban, 
como  renta  de  soborno;  éste  daba  al  empleado 
una  fuente  de  recursos,  si  no  lícita,  tolerada  á  lo 
menos;  y  con  tales  costumbres,  el  ideal  de  jus- 
ticia fué  substituido  por  la  perfección  del  proce- 
dimiento. La  cuestión  era  tener  víctima,  y  para 
esto  servía  cualquier  prójimo,  encargándose 
del  resto  la  tortura.  Derecho  y  jueces  andaban 
á  la  greña.  La  obra  escrita  era  admirable,  y  las 
leyes  de  Indias  forman  por  sí  solas  un  monu- 
mento; pero  el  hecho  de  ser  uniforme  para  un 
Continente  de  regiones  tan  diversas,  está  reve- 
lando su  carácter  artificioso.  El  conflicto  resi- 
dió siempre  en  que  la  Corona  legislaba,  pero 
no  tenía  cómo  aplicar  su  legislación.  El  hombre 
de  ley  era  un  empleómano  y  de  aquí  provenían 
todos  sus  defectos.  Soberbio  con  el  pueblo,  ba- 
jaba en  la  oficina  á  instrumento  de  sus  subal- 
ternos, que  le  ganaban  el  lado  flaco  de  la  vena- 
lidad, convirtiéndose  en  sus  cómplices;  y  á 
estado  semejante,  correspondía  por  parte  del 
pueblo  el  más  profundo  desprecio  hacia  el  hom- 
bre de  ley. 

Aquella  fué  la  edad  de  oro  del  rábula.  La  ju- 
risprudencia, hermana  de  la  teología  que  de- 
generaba rápidamente  en  casuismo,  llegó  áser 
una  habilidad  de  sofistas,  en  esgrima  de  corta- 


-  42  — 

pisas  y  subterfugios.  El  alegato  adquirió  más 
importancia  que  la  prueba;  y  aquella  literatura 
forense,  presenta  el  más  fértil  enredo  de  suspi- 
cacia que  se  haya  visto  nunca,  bordado  con  su- 
tilidad bizantina  desde  en  el  auto  del  juez  hasta 
en  la  rúbrica  historiada  del  cartulario,  sobre  el 
fondo  de  barbarie  inconmovible  que  hacía  del 
proceso  un  ojeo  de  hombres. 

Por  otra  parte,  la  misma  Universidad  comen- 
zaba el  estrago.  El  juez,  el  abogado,  el  escriba- 
no futuros,  salían  ya  bribones  de  aquellas  au- 
las, cuya  tortura  mental,  deformando  los 
espíritus,  daba  por  fruto  una  moral  igualmente 
contrahecha.  Nada  como  el  bachiller  español 
en  punto  á  estafas,  raterías  y  travesuras  bru- 
tales. Ni  los  salmantinos  escaparon  al  contagio 
general.  William  Lithgow,  viajero  contempo- 
ráneo, decía  en  1620,  refiriéndose  á  la  célebre 
universidad,  que  era  en  ella  donde  nacían 
«aquellos  enjambres  de  estudiantes  cuyas  pi- 
cardías, robos  y  mendicidad,  poblaban  la  tie- 
rra.» 

Esquilmados  por  sus  tutores  y  bedeles;  sin 
más  recursos  que  la  pensión  insuficiente  ó  la 
magra  beca;  atiborrados  de  indigesta  erudi- 
ción, cohibidos  por  una  disciplina  de  monaste- 
rio, la  reacción  de  la  Naturaleza  así  violentada, 
los  conducía  al  fraude  libertador.  Aquella  ju- 
ventud, oprimida  bajo  el  férreo  arnés  de  juicios 
y  prejuicios  que  formaban  la  ciencia  de  la  épo- 
ca, se  escabulló  en  una  jocosa  truhanería.  Su 
vivacidad  canalla  fué,  después  de  todo,  el  único 
regocijo  en  aquellos  páramos  de  la  escolástica, 


—  43  — 

la  única  protesta  contra  esa  ciencia  en  silogis- 
mos, que  no  había  podido  entender  la  lógica 
elemental  de  Colón— la  buena,  la  franca  jovia- 
lidad que  abría  al  racionalismo  un  postigo  con 
la  sátira,  concertando  epigramas  en  el  fondo  de 
su  bonete. 

La  avería  del  carácter  no  erádmenos  honda, 
sin  embargo.  El  descreimiento  en  todo  lo  que 
no  fuera  argucia,  se  hizo  de  regla;  la  pedante- 
ría, elevada  á  las  nubes  por  una  enseñanza  in- 
suficiente, injertó  en  la  cepa  soldadesca  del 
fanfarrón,  duplicando  su  fuerza;  y  este  paso 
atrás  se  daba  cuando  Florencia,  Londres  y  Pa- 
rís, fundaban  academias  de  ciencias  á  tres  y 
nueve  años  de  intervalo;  (1)  cuando  el  perio- 
dismo nacía  en  Venecia  y  en  Amberes;  cuando 
la  filosofía  positiva  alboreaba  con  Bacón.  Pero 
si  España  podía  defenderse  con  la  ignorancia 
común,  todavía  grande,  aunque  no  intentara 
salir  de  semejante  estado,  alegando  que  el  doc- 


(1)  Las  mismas  casas  soberanas  iniciaban  la  evolución  en  tal 
sentido,  siendo  notables,  desde  este  punto  de  vista,  aquellos  Me- 
diéis, cuyo  carácter  parecía  sintetizar  la  orgía  de  vida  y  el  salvaje 
individualismo  del  Renacimiento.  Comerciantes,  representaban 
bien  con  su  soberanía  la  evolución  social  operada,  siendo  Cosme  y 
Francisco,  químicos  distinguidos.  De  los  dos,  éste  fué  el  primero 
que  fabricó  porcelana  chinesca  en  Europa,  y  habiendo  aprendido  de 
Benvenuto  Cellini  el  arte  de  falsificar  zafiros  y  esmeraldas,  lo  apli- 
có en  negocios,  si  no  correctos,  brillantes.  Descartando  á  la  fiera 
medioeval,  rugiente  á  ratos  bajo  la  urbanidad  toscana,  diríase  que 
ese  admirable  déspota  preludió  vagamente  á  Luis  XV,  hasta  con 
su  querida— aquella  Bianca  Capello  cuyas  cualidades,  así  como  su 
situación  respecto  á  la  consorte  legítima,  le  dan  un  parecido  tan 
grande  con  la  Pompadour.  España,  con  su  quemadero  de  herejes 
y  su  devoción  siniestra,  era  ciertamente  la  antípoda  de  aquel 
Estado. 


—  44  — 

tor  Sangredo,  por  ejemplo,  imperaba  en  las  cá- 
tedras de  todo  el  mundo,  el  derecho,  que  es  la 
base  de  mi  argumentación  en  esta  parte,  se 
veía  contrariado  por  tropiezos  inherentes  al 
medio. 

El  estado  larval  que  implicaba  su  existencia 
en  los  fueros,  se  perpetuó  por  la  impotencia 
del  gobierno  monárquico  para  realizar  la  uni- 
dad, en  el  único  sentido  que  la  habría  hecho 
duradera;  pues  el  espíritu  foral,  enemigo  en- 
carnizado del  romanismo,  se  conservaba  vio- 
lento á  pesar  de  las  deformaciones.  Había  su- 
frido, sin  cambiar  en  substancia,  la  adaptación 
torpemente  efectuada  por  los  abogados  del  si- 
glo xiv,  é  intentada  desde  el  anterior,  al  con- 
tacto, diríase  íntimo,  con  los  bizantinos,  (1)  co- 
mo que  la  madre  de  Jaime  el  Conquistador, 
por  ejemplo,  fué  nieta  de  Manuel  Comneno  I.  (2) 


(1)  Ya  hemos  mencionado  la  expedición  de  los  almogávares. 
Conviene  recordar  que  la  unión  hispano-bizantina,  venía  desde  los 
árabes,  hasta  tal  punto,  que  el  arte  arábigo-español  de  la  segunda 
mitad  del  siglo  x,  se  llama  del  período  bizantino.  Estrechas  rela- 
ciones unían  al  califato  de  Córdoba  con  el  imperio  griego.  El  alcá- 
zar de  Zahra,  cerca  de  esta  última  ciudad,  fué  construido  por  arqui- 
tectos de  Bagdad  y  de  Constantinopla  que  Abderramán  había  lla- 
mado en  936.  La  fuente  jaspe  con  su  cisne  de  oro,  obra  la  más  admi- 
rable de  la  sala  del  califa,  era  bizantina,  y  sobre  ella  estaba  suspen- 
dida la  famosa  perla  que  éste  había  recibido  en  presente  del  basilio. 
Igual  origen  tenía  otra  fuente  cincelada  y  dorada  de  los  jardines.  El 
imperio  bizantino  había  llegado  en  el  siglo  x  al  apogeo  de  su  gloria 
y  de  su  cultura,  siendo  bajo  este  aspecto  el  centro  del  mundo;  lo 
cual  explica  la  influencia  mencionada. 

(2)  Un  dato  más  interesante  aún:  La  iglesia  de  San  Juan  del 
Hospital,  en  Valencia,  conserva  la  tumba  de  una  basilisa  bizantina, 
doña  Constanza,  fallecida  en  1313  como  religiosa  de  Santa  Bárbara, 
después  de  haber  llevado  la  más  novelesca  existencia.  Era  hija  na- 
tural reconocida  del  emperador  Federico  II  de  Hohenstaufen  y  de 


—  45  — 

La  barbarie  feudal  de  esos  privilegios,  chocó 
rudamente  con  el  absolutismo  latino  de  la  mo- 
narquía, pero  sin  intervención  del  pueblo,  á  no 
ser  como  carne  de  cañón. 

Las  tentativas  para  suprimir  semejantes  fo- 
cos de  separatismo  en  las  soberanías  incorpo- 
radas, fueron  éxitos  más  militares  que  políti- 
cos, pues  á  los  abolidos  no  se  los  compensó  con 
nada  mejor,  dado  que  la  ley  sustituyente  era 
sólo  un  instrumento  de  explotación  fiscal.  Los 
subsistentes,  lógicos  en  los  tiempos  feudales, 
quedaron  como  un  arcaísmo,  intrincando  la  le- 
gislación sin  fruto  alguno;  y  el  Estado,  como  se 
verá  en  breve,  fué  nada  más  que  una  policía 
incómoda,  dedicada  por  entero  á  la  extorsión 
contributiva. 

Sobrepúsose  entonces  la  destreza  leguleya  al 
principio  de  equidad;  toda  noción  de  rectitud 


la  piamontesa  Blanca  Lancia,  es  decir  hermana  del  famoso  Manfre- 
do  de  Sicilia  á  quien  Dante  encontró  en  su  Purgatorio  (Canto  III) 
biondo  e  bello  e  di  gentile  aspetto,  y  del  poético  Enzio.  Casada  en 
1244  con  Juan  Ducas  III,  llamado  Vatacio,  el  gran  enemigo  de  la 
iglesia  romana  y  de  los  francos,  vióse  pronto  suplantada  en  el  co- 
razón de  su  marido  por  una  dama  italiana,  la  Marchesina,  que  era  á 
la  vez  su  gobernanta,  pues  la  princesa  no  contaba  sino  doce  años 
mientras  el  emperador  era  ya  quincuagenario.  La  italiana  subyugóle 
de  tal  modo,  que  su  séquito  llegó  á  superar  al  de  la  soberana  legíti- 
ma, teniendo  derecho  hasta  para  calzarse  de  púrpura  como  una 
emperatriz.  Muerto  Vatacio,  sucedióle  Teodoro  Lascaris,  hijo  de 
un  primer  matrimonio,  sin  que  por  ello  mejorara  la  suerte  de  Cons- 
tanza, pues  éste  nególe  siempre  el  permiso  que  con  reiteración  pi- 
diera para  volver  á  su  patria,  conservándola  como  un  rehén  contra 
los  latinos  de  Constantinopla,  á  pesar  de  las  reiteraciones  de  Man- 
fredo.  El  advenimiento  de  Miguel  Paleólogo  en  1260-61,  la  encontró 
joven  de  treinta  y  dos  á  treinta  y  tres  años,  y  seguramente  hermosa, 
pues  el  nuevo  emperador  enamoróse  locamente  de  ella.  Entraba  en 
las  pretensiones  matrimoniales  que  éste  manifestó  desde  luego,  su 


—  46  — 

quedó  suprimida  por  el  cohecho,  la  justicia  fué 
un  privilegio  á  su  vez  en  aquella  subversión  ge- 
neral, constituyéndose  de  hecho  el  pueblo  bajo 
la  forma  de  una  sociedad  primitiva,  donde  ca- 
da cual  se  hacía  justicia  á  su  modo,  sin  alcan- 
zar el  equilibrio  de  las  agrupaciones  civilizadas, 
en  que  el  derecho,  que  es  la  conveniencia  de 
los  más,  fundada  y  estatuida  sobre  el  interés 
recíproco,  se  sustituye  á  la  fuerza  y  al  indivi- 
dualismo bárbaro  de  la  época  feudal. 

Los  pueblos  salían,  entretanto,  del  ideal  de 
gloria,  que  la  Edad  Media  mística  y  paladines- 
ca les  legara,  entrando  de  lleno  al  de  justicia, 
que  las  aspiraciones  democráticas  traían  consi- 
go; y  nada  más  distante  de  él  que  ese  derecho 
español,  todo  chicana  bajo  su  cariz  entre  teoló- 
gico y  curial. 


parte  de  razón  política;  puesto  que  aquel  casamiento,  dando  nueva- 
mente á  Costanza  el  trono  bizantino,  eliminaba  á  Manfredo,  ya  rey 
de  Sicilia,  de  la  liga  latina  formada  para  la  reconquista  de  Constan- 
tinopla— echándole  del  lado  griego.  Pero  el  Paleólogo  era  casado, 
y  su  mujer,  la  basilisa  Teodora,  madre  de  siete  hijos,  negábase  obs- 
tinadamente al  divorcio.  El  patriarca  de  Constantinopla  púsose  de 
su  parte,  amenazando  al  emperador  con  la  excomunión.  Decidido 
éste,  entonces,  á  apartarse  del  objeto  de  su  amor,  canjeó  á  la  des- 
venturada princesa  por  el  cesar  Stratigoponlos,  prisionero  de  Man- 
fredo, regresando  aquélla  á  su  tierra  natal  en  1263.  Dos  años,  ape- 
nas, permaneció  con  su  hermano,  debiendo  huir  al  cabo  de  este 
tiempo,  ante  la  invasión  del  reino  de  Ñapóles  por  Carlos  de  Anjou. 
Trofeo  de  los  angevinos,  como  toda  la  familia  de  su  hermano,  fué 
quizá  la  única  que  no  murió  prisionera.  En  1269  pasó  á  España  con 
autorización  de  los  vencedores,  sin  duda,  siendo  bien  recibida  por 
el  infante  don  Pedro  de  Aragón,  casado  con  una  sobrina  suya  de  su 
mismo  nombre.  Profesó  en  el  monasterio  de  Santa  Bárbara,  en  Va- 
lencia, donde  vivió  muchos  años  todavía. 

Pido  excusas  al  lector  por  la  longitud  de  esta  nota,  en  gracia  del 
interés  histórico  que  encierra. 


-  47  — 

El  clero  experimentó  una  evolución  análoga. 
Sus  cismas  y  transgresiones,  ciaban  pasto  abun- 
dante á  la  sátira  popular.  Ya  durante  la  Edad 
Media,  había  quedado  clásico  el  sucedido  de 
Ramiro  II,  que  profeso  de  los  benedictinos  y 
obispo  de  Pamplona,  fué  autorizado  por  el  an- 
tipapa Anacleto  para  casarse  con  la  hija  del 
duque  de  Aquitania,  en  la  cual  tuvo  á  la  reina 
Petronila;  y  durante  el  siglo  xv,  que  acentuó 
más  aquellos  vicios,  hubo  casos  como  el  de 
don  Alonso  de  Aragón,  hijo  adulterino  de  Fer- 
nando el  Católico  y  arzobispo  de  Zaragoza,  pa- 
dre á  su  vez  de  un  vastago  natural  y  sacrile- 
go, que  le  sucedió  en  el  sagrado  cargo;  ello  sin 
contar  la  exaltación,  mucho  más  concluyente, 
del  primogénito  del  Papa  Alejandro  VI,  á 
quien  el  mencionado  monarca  hizo  duque  de 
Gandía. 

Tales  excesos,  rebajaron  su  prestigio.  Con 
todo  el  respeto  que  inspiraba,  su  condición  di- 
soluta no  escapó  á  las  férulas  del  cuento  pica- 
resco. Este  reeditó,  enriqueciéndolo  con  nuevos 
detalles,  el  tipo  del  clérigo  vividor,  que  Novéla- 
nos y  Decamerones  habían  paseado  en  bragas 
sueltas  á  través  de  la  Italia  galante.  Prebenda- 
dos de  triple  mentón  y  sensuales  labios  de  be- 
renjena; abades  de  culminante  panza;  novicios 
cavernosos  de  flacura— son  los  mismos  que  di- 
vierten á  la  Península,  en  parranda  con  mozas 
de  chancleta  y  manga  ancha;  fieles  al  ósculo 
de  la  bota  y  ambos  brazos  ocupados,  ese  por 
la  guitarra  de  las  juergas,  éste  por  la  Justina  ó 


—  48  — 

la  Flora,  saladas  biznietas  de  las  picantes  Cate- 
rinas. 

La  Inquisición  hizo  la  vista  gorda  ante  aque- 
llas impertinencias,  que  denunciaban,  por  otra 
parte,  un  daño  real.  Toleró  la  avaricia  y  la  in- 
continencia del  clero,  sin  duda  porque  no  en- 
contraba en  ellas  un  peligro  para  la  integridad 
de  la  Iglesia;  ]jero  el  cuento  picaresco  jamás  se 
metió  con  el  dogma.  El  respeto  hacia  éste  fué 
siempre  grande.  Era  la  letra,  es  decir  la  forma 
intangible,  que  el  Santo  Tribunal  cuidaba  con 
celo  atroz.  Poco  importaba  que  las  virtudes  de- 
salojaran la  construcción  teológica.  La  religión 
se  dejaba  llevar  también  por  el  extravío  de  las 
ideas  dominantes.  Su  programa  de  estabilidad 
eterna,  se  satisfacía  con  la  permanencia  del  edi- 
ficio. 

Esta  materialidad  pervirtió  su  fervor  primi- 
tivo, limitando  sus  persecuciones  al  hereje  rico. 
Su  desdén  por  los  gitanos,  introductores  de 
brujerías  tan  peligrosas  como  los  naipes,  que 
fueron  primitivamente  libros  de  suertes,  es  una 
prueba.  El  gitano  era  pobre,  no  presentaba 
aliciente  á  la  confiscación;  resultando  de  esta 
tolerancia,  que  el  elemento  asiático  cuya  pro- 
ductividad estaba  demostrada  por  el  trabajo, 
fué  expulsado;  mientras  el  vagabundo  de  baja 
ralea,  quedó  influyendo  sobre  la  desorganiza- 
ción general,  y  agregando,  con  su  fecundidad 
característica,  elementos  de  la  peor  especie  al 
ya  acentuado  orientalismo  de  la  raza. 

Chalán  de  mala  ley,  albéitar  por  consecuen- 
cia, contrabandista  por  vocación,  hechicero  á 


-  49  — 
ratos,  trápala  siempre,  el  gitano  se  halló  pez  en 
aquellas  turbias  aguas.  El  medio  le  fué  tan  pro- 
picio, de  tal  modo  se  avino  con  el  pueblo,  que 
las  reales  órdenes  dadas  en  su  contra  con  pro- 
gresiva frecuencia,  desde  el  siglo  xv  al  xvm, 
jamás  produjeron  efecto.  Disfrutaba  de  la  indi- 
ferencia pública,  á  causa  de  su  condición  nada 
envidiable,  cosa  que  no  había  ocurrido  con  el 
judío  y  con  el  moro.  Después  de  todo,  el  gitano 
era  para  éste  charamí  (ladrón)  y  para  el  espa- 
ñol, gitano  (egipcio)  simplemente.  La  diferencia 
me  parece  significativa. 

Infestó  las  campañas,  que  aun  conservaban 
su  núcleo  de  trabajadores,  convertido  en  meso- 
nero cuyo  traspatio  era  refugio  de  bandidos, 
donde  servían  de  añagaza  al  caminante  adies- 
tradas Maritornes. 

La  falta  de  caminos  seguros  y  de  ríos  nave- 
gables, mató  el  comercio  interno,  á  punto  que 
algunas  provincias  abandonaban  sus  cosechas 
en  el  rastrojo  por  no  tener  cómo  transportar- 
las, proveyéndose  las  otras  de  cereales  en  el 
exterior.  El  bárbaro  privilegio  de  la  mesta,  que 
arruinaba  la  agricultura  para  hacer  prosperar 
á  los  carneros,  aumentó  la  miseria  general.  El 
campesino  se  volvió  á  su  vez  tramposo;  la  in- 
solvencia esparció  por  las  campañas  sus  negras 
inquietudes;  leguleyos  tronados  cayeron  apun- 
to con  su  aparato  de  latines;  el  hidalguillo  ru- 
ral trocó  la  siembra  por  el  pleito  y  bajó  á  la 
ciudad  en  busca  de  tribunales;  el  labriego,  sin 
trabajo  en  las  tierras  abandonadas,  y  aplasta- 
do por  servicios  pesadísimos,  como  el  de  baga- 

EL  IMPERIO.— 4 


-  50  - 

jería  (acembla,  corrupción  de  acémila)  que 
prestaba  al  Rey  y  á  los  nobles,  siguió  sus  hue- 
llas; produciendo  esa  enorme  concentración  ur- 
bana, que  es  una  tendencia  de  raza  hasta 
hoy,  es  decir  aumentando  la  ya  innúmera 
falange  del  proletariado  crápula  é  incapaz. 

Sólo  la  nobleza,  que  por  sus  condiciones  de 
fortuna  alcanzaba  á  sostenerse  correcta,  con- 
servó la  tradición  de  honor,  aunque  exageran- 
do, por  reflejo  directo  el  orgullo  del  aventure- 
ro. Su  ejemplo,  que  pudo  ser  eficaz  sobre  el 
pueblo,  quedó  nulo,  dada  la  distancia  á  que  se 
encontraba  de  él,  así  como  su  efectiva  impoten- 
cia de  minoría.  El  espectáculo  de  su  pompa, 
exasperaba,  por  otra  parte,  la  sed  de  rique- 
zas á  cualquier  precio.,  con  nuevos  incenti- 
vos de  fraude;  y  como  elemento  de  gobier- 
no, adolecía  de  los  defectos  ya  enunciados  en 
éste. 

No  puede  negarse  que  fomentó,  á  porfía  con 
el  monarca,  las  artes  y  sobre  todo  las  letras; 
pero  éstas,  retraídas  al  gabinete,  carecieron  de 
influencia  popular.  La  escolástica  habíalas  al- 
canzado también,  con  la  sola  excepción  de 
las  novelas  picarescas,  que  heredaron  en  el 
pueblo  la  boga  de  los  episodios  de  caballería, 
en  combinación  con  los  cuales  darían  á  España 
la  joya  más  bella  de  su  literatura. 

Dichas  novelas,  destinadas  á  divertir  ensal- 
zando en  prototipos  nacionales  la  trampa,  el 
robo  y  la  farsa,  fueron  la  manifestación  más 
vigorosa  del  ingenio  español,  y  la  más  original 


—  51  - 

á  la  vez,  (1)  como  lo  -prueba  la  influencia  de 
que  gozaron  durante  dos  siglos  sobre  las  lite- 
raturas europeas,  así  por  la  abundancia  de  sus 
traducciones,  (2)  como  por  la  afición  á  imitar- 
las. El  picaro  español  se  volvió  un  tipo  inter- 
nacional, debiéndose  su  éxito,  así  al  efecto  de 
contraste  que  causaba  con  el  paladín  de  las 
ficciones  caballerescas,  como  á  los  elementos 
realistas  que  componían  su  carácter.  Cortado 
en  la  carne  viva  del  pueblo— paladín  á  su  vez 
de  la  picardía  y  del  fraude,— fué  el  verdadero 
origen  de  la  novela  de  costumbres,  hasta  por  su 
indiferencia  perfectamente  moderna  ante  las 
consecuencias  morales  de  su  actitud.  En  la  lite- 
ratura española  es  lo  único  genuino,  bien  que 
lo  escaso  esté  aquí  compensado  con  exceso  por 
lo  excelente. 

Las  demás  formas  literarias,  confinadas  se- 
gún he  dicho  al  gabinete,  fueron  más  bien 
obra  de  humanistas,  como  que  su  auge  tuvo 
por  preludio  la  adaptación  de  los  fueros  al  De- 
recho Romano,  coincidiendo  con  la  reacción  la- 
tina que  recibió  específicamente  el  nombre  de 
gongorismo.  El  Renacimiento  en  arte,  y  la  uni- 


(1)  No  obstante,  he  creído  encontrar  en  las  Mil  y  Una  Noches 
(noche  132.a  trad.  de  J.  C.  Mardrus)  el  origen  arábigo  de  este  género; 
pues  la  «Historia  de  los  Artificios  de  Dalila  la  Bribona»,  me  parece 
un  dechado  de  cuento  picaresco.  El  libro  en  cuestión,  ó  por  lo  me- 
nos los  cuentos  que  lo  forman,  debieron  de  ser  populares  en  Espa- 
ña, si  se  considera  las  estrechas  relaciones  de  Córdoba  con  Bagdad. 
La  picara  Dalila,  resultaría,  así,  una  abuela  árabe  de  Justina  y  de 
Urdemalas. 

(2)  El  Lazarillo  de  Tormes,  tronco  de  la  familia,  y  primero  entre 
las  treinta  y  tres  perlas  que  la  forman,  alcanzó  más  de  60  ediciones 
en  diversas  lenguas,  desde  1554,  fecha  de  su  aparición,  hasta  1700. 


—  52  — 

dad  en  política,  confluían  al  mismo  cauce  arti- 
ficial. La  teología  y  la  jurisprudencia  dominan- 
tes, influyeron  mucho  sobre  las  letras  españo- 
las. El  estilo  forense,  antecesor  inmediato  del 
gerundiano,  dejó  su  marca  en  la  prosa  seria, 
sin  excluir  los  sermones,  de  corte  fuertemente 
curial.  Las  parténicas  del  examen  universita- 
rio, daban  su  modelo  al  discurso;  el  tono  jurí- 
dico, era  de  rigor;  las  intrigas  dramáticas,  re- 
sultaban simples  coartadas;  en  las  más  altas 
efusiones  de  la  mística— otra  veta  casi  original 
del  genio  español— hay  algo  de  abogadil...  Na- 
da extraño  en  todo  esto,  si  se  considera  la  estre- 
cha relación  del  derecho  y  de  la  teología  en 
aquella  época:  el  mismo  diablo  tenía  abo- 
gado para  discutir  los  procesos  de  canonización. 

Las  formas  líricas,  importadas  de  Italia,  (1) 
que  fué  el  granero  intelectual  del  Occidente 
cuando  terminó  el  poder  morisco— influyendo, 
como  ya  dije,  hasta  en  la  novela  picaresca,  la 
creación  literaria  más  española,— no  eran  tam- 
poco muy  accesibles  al  pueblo.  Carecían  de  ila- 
ción con  el  romance,  forma  popular  que  no 
progresó;  y  siendo  productos  de  gabinete,  ca- 
yeron á  poco  andar  en  el  culto  de  la  retórica. 

Esta  calamidad  enfermó  á  toda  la  literatura. 
El  retruécano  se  volvió  la  gala  más  delicada  del 


(1)  Ya  era  una  especialidad  española  la  importación  de  los  pro- 
pios productos  con  marca  extranjera.  Efectivamente,  dichas  formas 
fueron  introducidas  en  Italia  por  los  trovadores,  tomándolas  éstos 
délos  árabes,  cuyas  fueron  originariamente,  por  la  influencia  inter- 
mediaria del  papado  de  Aviñón  sobre  España;  viniendo  así  ésta  á 
recibir  como  subalterna,  la  preciosa  herencia  que  no  supo  con- 
servar. 


-  53  - 

estilo,  influyendo  hasta  sobre  la  ideación  filosó- 
fica. En  las  mismas  efusiones  religiosas  se  usa- 
ba de  él;  y  nada  prueba  lo  vacío  dé  semejante 
devoción,  la  falsedad  intrínseca  de  tal  literatu- 
ra, el  frío  interior  de  aquel  pueblo  al  borde  mis- 
mo del  brasero  inquisitorial— como  ese  estilo 
que  impone  á  los  verbos  sublimes,  contorsio- 
nes de  acróbata  para  desahogarse  con  Dios.  (1) 
No  obstante,  esa  literatura  que  era  al  fin  be- 
néfica, y  mantenía  la  dignidad  intelectual  en- 
hiesta ante  el  derrumbe,  pronto  se  ahoga  bajo 
la  profusión  retórica  y  agostada  por  su  aisla- 
miento entre  la  ignorancia  común.  Al  énfasis 
señorial  de  sus  dramas,  sucede  una  gárrula 
parla  de  espadachines;  á  sus  noblezas  críticas, 
un  gramaticalismo  de  dómines;  á  su  lírica  un 
tanto  endeble,  míseras  rimas  en  vocativo.  Los 
dos  escritores  más  notables  de  aquella  época, 
dan  con  su  caso  respectivo  una  enseñanza  más 
elocuente,  si  cabe.  En  efecto,  la  familia  cervan- 
tina se  multiplica  profusa,  pero  en  una  sola  di- 
rección—el estilo  del  maestro.  Ahora  bien,  el 
estilo  es  precisamente  la  debilidad  de  Cervan- 
tes, y  los  estragos  causados  por  su  influencia 
han  sido  graves.  Pobreza  de  color,  inseguridad 
de  estructura,  párrafos  jadeantes  que  nunca 


(1)  Es  curioso  que  en  la  pintura  española,  y  sobre  todo  entre  los 
iluminadores  de  la  Edad  Media,  falte  casi  por  completo  el  azul,  el 
color  místico  por  excelencia,  que  da  una  luz  de  tal  modo  seráfica  á 
los  cuadros  del  beato  Angélico  y  que  había  encendido  con  clarida- 
des empíreas  las  vidrieras  de  las  catedrales  del  siglo  xil,  el  más  pu- 
ramente místico  en  arte,  así  como  las  miniaturas  de  los  libros  de 
horas  flamencos,  alemanes  y  franceses.  En  la  miniatura  española, 
se  advierte  el  predominio  del  púrpura,  el  rojo  y  el  violeta. 


-  54  - 

aciertan  con  el  final,  desenvolviéndose  en  con- 
vólvulos interminables;  repeticiones,  falta  de 
proporción,  ese  fué  el  legado  de  los  que  no  vien- 
do sino  en  la  forma  la  suprema  realización  de 
la  obra  inmortal,  se  quedaron  royendo  la  cas- 
cara cuyas  rugosidades  escondían  la  fortaleza 
y  el  sabor. 

Quevedo,  erí  cambio,  mucho  más  castizo, 
mucho  más  artista,  verdadero  dechado,  fruto 
de  meditación  y  flor  de  antología,  murió  sin  su- 
cesión, de  pie  como  un  monolito  en  la  coraza 
de  su  prosa.  Encogiéronse  de  hombros  ante  su 
profundidad  tachada  de  «conceptismo»,  recogie- 
ron de  su  pródiga  troje  sólo  las  aristas  que  vo- 
laba el  viento,  y  el  más  noble  estilista  español 
quedó  transformado  en  un  prototipo  chascarri- 
llero. 

Llegó  un  poco  más  lejos,  siendo  más  signifi- 
cativa, esa  esterilidad.  (1)  Cuando  Italia  florecía 
en  artistas,  al  propio  tiempo  que  los  Borgias 
imperaban  en  Roma,  éstos,  á  pesar  de  su  pró- 
digo fausto,  no  tuvieron  una  iniciativa  en  pro 
de  la  belleza.  Aquel  siglo  del  Renacimiento,  que 
en  un  solo  año  (1564)  veía  morir  á  Miguel  Án- 
gel y  nacer  á  Shakespeare,  nada  tuvo  que  agra- 
decer á  la  familia  pontificia  española,  sucedi- 
da, para  mayor  contraste,  por  Julio  II  y  por 
León  X. 

Otro  detalle  que  revela  el  fondo  artificioso  de 


(1)  Isidoro  de  Sevilla  y  Aurelius  Prudentius  el  insigne  zaragoza- 
no, influyeron  de  tal  modo  en  la  Edad  Media  sobre  la  ciencia  y  la 
poesía  respectivamente,  que  hasta  las  alegorías  de  la  arquitectura 
gótica  de  toda  la  Europa  central,  se  inspiraron  en  sus  obras. 


—  55  — 

esa  literatura,  en  toda  su  amplitud,  es  que  la 
mujer  apenas  afecta  á  la  poesía.  España  no  tie- 
ne un  solo  «poeta  del  amor.»  (1) 

Nada,  sin  embargo,  más  propicio  á  la  inspi- 
ración que  la  mujer  española. 

Poco  interesa  por  de  contado  la  alta  dama, 
que  es  igual  bajo  todas  las  latitudes.  Clase  me- 
dia y  pueblo,  menos  nivelados  por  el  artificio 
convencional,  más  sensibles  al  ambiente,  más 
puros  de  raza,  dan  un  tipo  decididamente  ad- 
mirable. 

Férvidas  morenas,  que  tienen,  como  la  miel, 
su  cualidad  substantiva  en  su  dulzura.  Muelles 
en  la  pereza  oriental,  que  están  denunciando  la 
pantorrilla  baja,  la  lentitud  cadenciosa  del  an- 
dar, el  pie  brevísimo,  la  mirada  que  anticipa  en 
languidez  tristezas  de  amores.  Apasionada  has- 
ta la  locura,  su  afecto  era  de  una  incorruptible 
fidelidad,  que  naturalmente  se  exteriorizaba  en 
altivez.  El  amor  accidental,  la  galantería,  le 
eran  casi  desconocidos.  La  vida  entera  del 
amante  le  parecía  poco,  pero  es  porque  ella 
amaba  hasta  la  muerte.  Doña  Juana  la  Loca,  es 
un  caso  de  España.  Su  vida,  consecuente  con 
estos  rasgos,  se  eclipsa  en  el  hogar.  Madre,  im- 
pera; y  esposa,  reina.  Pero  la  presión  de  los  ce- 
los masculinos,  la  eternidad  de  aquella  renun- 
ciación del  mundo,  que  significa  el  desenlace 
de  su  amor,  le  infunden  una  gravedad  cuyo 
fondo  es  tristeza;  y  la  religión  agrega  su  ele- 


(1)  No'  ignoro  que  se  me  objetará  con  Garcilaso;  pero  siendo  fácil 
demostrar  su  constante  imitación  de  Petrarca,  el  lector  deducirá  lo 
que  podía  haber  de  genuino  en  su  tendencia  amatoria. 


-  56  — 

mentó  terrorista  á  esa  sombra,  imponiendo  una 
actualidad  de  dolor  en  una  remota  esperanza 
de  ventura.  No  se  amengua  su  exaltación,  sin 
embargo,  antes  crece  en  la  melancolía.  La  de- 
voción, que  es  su  segundo  amor,  la  apasiona 
igualmente.  Santa  Teresa  ha  quedado  prover- 
bial. Fuego  divino  y  llama  infernal,  lo  mismo 
la  queman.  Carnal  ó  celeste,  su  amor  vive  en 
el  arrebato.  La  monarquía,  colaborando  en  esa 
devoción,  más  la  había  sublimado.  Estaban 
para  ejemplos  las  venerables  doña  María  de 
Montpellier,  doña  Leonor,  reina  de  Chipre, 
Santa  Isabel  de  Portugal  y  aquella  adorable 
monjita,  la  infanta  de  Aragón  doña  Dulce,  que 
á  los  diez  años  fué  religiosa.  El  hogar  español, 
tan  fieramente  inviolable  que  recuerda  desde 
luego  al  harem,  profundiza  con  su  aislamiento 
esa  tendencia  mística.  Los  hijos  no  podían  sen- 
tarse á  la  mesa  con  sus  padres,  mientras  no 
fuesen  caballeros,  y  aquéllos  estaban  autoriza- 
dos por  la  ley  (Partida  4.a,  Título  XVII,  Ley 
VIII)  á  comérselos  en  caso  necesario.  Tal  la  ri- 
gidez de  ese  hogar,  donde  el  mismo  sol  entra- 
ba furtivo.  Su  situación  de  plaza  fuerte  prolon- 
gó las  formas  domésticas  de  la  Edad  Media.  La 
señora  fué  centro  de  un  pequeño  mundo.  Desde 
la  cocina  al  oratorio,  toda  la  vida,  con  sus  pe- 
queñas industrias,  sus  necesidades  comunes, 
estuvo  para  ella  entre  esas  paredes.  Lo  que  el 
castillo  feudad  había  aislado  por  previsión  gue- 
rrera, fué  conservado  por  los  celos  orientales. 
Pero  á  causa  de  la  igualdad  monogámica,  re- 
sultó favorable  á  la  dignidad  de  la  mujer.  La 


-  57  - 

calle  fué  para  ella  un  terreno  vedado,  al  cual 
no  se  aventuraba  sin  su  dueña  y  su  rodrigón; 
la  escritura  un  arte  galeoto;  su  aposento  reme- 
daba una  celda  monjil;  hombres,  no  veía  otro 
que  su  confesor,  fuera  del  padre  y  los  herma- 
nos que  la  trataban  con  rígida  cortesía. 

La  sangre,  loca  de  sol,  exasperada  como  por 
una  infusión  de  especias,  al  soplo  enervante  de 
las  brisas  africanas,  podía  con  todos  esos  rece- 
los; y  el  discreteo  de  las  «tapadas»,  que  tornó 
clásicas  la  comedia  congénere,  vengó  de  tantos 
agravios  á  la  libertad  y  á  la  belleza.  Una  ama- 
ble rufianería  de  lacayos,  escurrió  billetes  y 
madrigales  por  las  junturas  de  las  imponentes 
cancelas.  La  Celestina  se  volvió  un  personaje 
clásico;  el  percance  de  los  galanes  sorprendidos 
por  la  ronda,  ó  muertos  en  duelo  anónimo  al 
pie  de  cómplices  rejas,  fué  argumento  popu- 
lar; pero  justo  es  decir  que  semejante  reacción, 
asaz  natural  por  otra  parte,  jamás  llegó  ala 
corrupción  de  las  costumbres.  La  dama  espa- 
ñola conservó  integérrima  su  pulcritud  en  el 
arca  de  su  fidelidad.  El  asalto  á  los  hogares  de- 
masiado herméticos,  no  fué  precisamente  una 
proeza  casquivana,  y  las  conquistadas  donce- 
llas amaron  por  lo  común  sólo  á  sus  dueños. 
La  mujer  de  la  clase  media  mantuvo  su  hones- 
tidad, y  el  adulterio  fué  casi  siempre  un  pecado 
de  Corte. 

El  pueblo  no  resistió  tan  bien  á  la  corrupción 
general.  El  picaro  se  desdobló  á  poco  andar  en 
la  picara,  sujeto  específico  como  él.  De  concier- 
to con  perillanes  y  bandidos,  ésta  fué  activo 


—  58  — 

fermento  de  corrupción.  Mestiza  de  judío,  de 
moro,  de  gitano,  presa  de  la  alcahuetería  ó  de 
la  miseria,  ella  había  operado  la  fusión  de  las 
razas,  al  descender  los  de  casta  superior  hasta 
sus  brazos  tentadores  y  fáciles.  Su  tálamo  for- 
tuito en  los  pesebres  de  las  ventas  y  los  sotos 
silvestres,  alzado  en  ocasiones  hasta  la  alcoba 
real,  efectuó  la  mezcla  funesta  para  los  elemen- 
tos arios,  que  la  guerra  mantuvo  libres  del 
contacto  semita.  Agente  de  la  disolución  ahora, 
propagaba  con  fecundidad  doblemente  perni- 
ciosa las  pestes  del  cuerpo  y  los  males  del  espí- 
ritu. Pero  siempre  desinteresada  é  instintiva, 
su  prostitución  jamás  fué  sórdida;  su  fidelidad 
continuó  descollando  característica,  en  los  tu- 
gurios de  la  hampa.  La  altivez  nativa  acentuó 
siempre  su  garbo,  constituyendo  una  especie 
de  lustre,  que  resaltaba  lo  mismo  entre  blondas 
que  entre  harapos;  y  nadie  pisó  la  tierra  con 
gallardía  igual,  cuando  bajo  la  escolta  de  su 
majo  pálido,  derramaba  por  los  barrios  bra- 
vios aquella  delicia  de  su  carne  amorosa,  pur- 
pureando en  sus  cabellos  el  clavel  popular,  sus- 
citando con  esos  ojos,  que  evocaban  melanco- 
lías de  lunas  agarenas,  lampos  de  navajas  y 
candencias  de  piropos. 

A  ese  impulso  inspirador,  que  la  verba  im- 
provisadora de  los  gitanos  estimulaba,  tuvo 
aquella  mujer  su  poesía.  La  musa  plebeya  rea- 
lizó en  su  honor,  lo  que  no  pudo  el  estro  de  los 
retóricos.  Coplas  mil  nacieron,  al  sonar  su  cha- 
pín destalonado  en  las  aceras  que  desdeñaba  el 
brodequín  de  la  duquesa;  y  la  única  poesía  eró- 


—  59  — 

tica  de  España,  la  que  aun  vive  con  su  gracia 
original,  cuando  ya  nadie  menciona  los  atil- 
dados perifollos  de  academia,  es  fruto  de  su 
cuerpo. 

La  tristeza  morisca,  bien  cultivada  en  aquel 
ambiente  de  opresión,  impregnó  tanto  á  esa 
poesía  como  á  la  mujer  de  quiejí  ella  emanaba, 
siendo  éste  otro  rasgo  genérico  del  femenino 
español.  Los  celos,  más  vivos  también  en  el 
alma  inculta,  dieron  á  tales  efusiones  su  elo- 
cuencia desesperada.  El  amante  en  sus  coplas, 
si  ofrece  la  vida,  en  cambio  amenaza  con  la 
muerte.  Las  melodías  arábigas,  cuyas  quejas 
y  suspiros  cesan  apenas  de  alternarse,  para  tra- 
ducir en  ayes  los  aullidos  del  desierto,  engen- 
draron la  música  popular;  y  ésta  formó,  como 
quien  dice,  el  comentario  del  despotismo,  en 
consorcio  con  aquella  poesía  donde  flotan  las 
añoranzas  y  los  desengaños  de  una  raza,  que 
en  su  literatura  posee  historias  enteras  «de  ára- 
bes que  han  muerto  de  amor;»  (1)  las  quimeras 
de  éste,  único  paraíso  para  el  esclavo,  cuyos 
celos  lo  guardan  cual  sanguinarios  mastines;  la 
indefinida  protesta  de  un  pueblo  aherrojado  en 
el  calabozo  teológico,  del  cual  es  el  monarca  la 
centinela,  cuando  la  nacionalidad  al  integrarse 
ensanchaba  sus  horizontes,  que  aun  se  ampli- 
ficarían con  el  Descubrimiento  hasta  la  infini- 
tud del  mar,  convirtiendo  en  amargura  el  hon- 
do contraste. 


(1)  No  conozco  el  libro;  pero  Stendhal  lo  cita  en  alguno  de  sus 
estudios  sobre  el  amor,  y  Stendhal  es  de  los  autores  á  quienes  pue- 
de creérseles  bajo  palabra. 


—  60  — 

Chispa  y  buen  humor,  también  perecieron  en 
el  naufragio.  La  misma  novela  picaresca  fué 
ante  todo  un  desahogo  brutal,  una  carcajada 
cínica— en  la  cual  había  más  desplante  de  per- 
dido que  gracia  verdadera— y  en  el  fondo,  en 
su  entraña  recóndita,  una  venganza,  menos  ba- 
ladí  de  lo  que  parece  á  primera  vista,  contra  la 
opresión  de  la  conciencia. 

Esta  se  extremaba  en  razón  directa  del  abso- 
lutismo político.  La  misma  teología,  que  era  la 
filosofía  de  la  época,  experimentó  una  reacción 
mística.  Declinó  la  vasta  influencia  interna  é 
internacional  de  Vives  y  de  Osorio,  con  su  im- 
perturbable serenidad  y  sus  agilidades  polémi- 
cas, respectivamente,  sustituyéndosele  la  exal- 
tación de  Fr.  Luis  de  Granada.  Papistas  antes 
que  cristianos,  lo  que  perdieron  los  místicos  en 
latitud,  ganáronlo  en  profundidad.  Cierto  es 
también  que  llegaban  duros  tiempos. 

La  inquietud  político-filosófica  que  llenó  el  si- 
glo xv,  tuvo  en  la  Península  poderosa  reper- 
cusión, no  sólo  popular,  sino  de  cátedra,  bas- 
tando para  prueba  la  actitud  del  profesor  sal- 
mantino Pedro  de  Osma,  reputado  por  el  hom- 
bre más  sabio  de  su  tiempo,  y  condenado  en 
el  concilio  de  Alcalá;  del  propio  modo  que  el 
decisivo  apoyo,  prestado  por  Alonso  V  de  Ara- 
gón al  cisma  de  Basilea. 

Depravaciones  y  simonías  del  clero,  contri- 
buían á  inquietar  más  los  ánimos,  y  así  las  co- 
sas, la  Reforma  había  penetrado,  por  el  contac- 
to comercial  con  los  países  herejes,  no  obstan- 
te el  genio  avizor  de  Carlos  V.  Libros  prohibi- 


—  61  - 

dos,  de  origen  alemán  y  genovés,  circulaban 
con  relativa  profusión,  clandestinamente  reim- 
presos algunos  en  la  misma  Castilla.  La  unión 
con  Inglaterra,  estrecha  entonces,  por  la  doble 
relación  del  comercio  y  de  la  alianza  inaltera- 
ble—que subsistió  desde  el  primero  de  los  Plan- 
tagenet  y  Alfonso  VII  de  Castilla,  hasta  María 
Estuardo  y  Felipe  II— fomentaba  la  propaganda 
herética.  Así  este  monarca,  una  vez  concluidas 
sus  guerras  en  Italia  y  Francia,  consagróse  en- 
tusiastamente á  la  represión  de  la  herejía,  em- 
pezando su  campaña  en  1558. 

El  espíritu  déla  Edad  Media,  volvió  á  domi- 
nar imperioso.  Durante  ella,  y  bajo  la  influen- 
cia exclusiva  de  la  Iglesia,  había  reinado  la  in- 
movilidad. A  condición  de  no  cambiar  nada,  se 
podía  discutir  todo,  siendo  un  error  creer  que 
no  existía  la  libertad  de  discusión.  Era,  sin  em- 
bargo, una  libertad  puramente  dialéctica,  pues- 
to que  demandaba,  ante  todo,  la  conformidad 
con  lo  establecido.  De  aquí  que  hereje,  quiera 
decir  estrictamente  «disconforme».  Tener  opi- 
nión propia  era  el  verdadero  delito. 

De  esta  inmovilidad  fundamental,  que  limita- 
ba las  operaciones  filosóficas  á  sacar  consecuen- 
cias de  los  principios  invariables,  nació  el  pre- 
dominio del  silogismo.  Ciencia  y  religión  eran 
la  misma  cosa  á  este  respecto,  pues  la  Biblia  y 
Aristóteles  se  conciliaban  en  el  mismo  concepto 
de  autoridad.  Corporal  y  espiritualmente,  la 
unidad  era  el  objetivo.  Así,  la  única  oposición 
provino  de  que  tanto  el  papa  como  el  empera- 
dor, se  atribuyeron  la  representación  de  esa 


—  62  — 

unidad,  discutiendo  sus  parciales  una  mera 
cuestión  de  investidura.  En  España  había  ven- 
cido el  emperador. 

El  protestantismo  rompió  este  molde,  con  la 
agitación  que  causara.  Ello  fué  involuntario  sin 
duda,  pues  la  Reforma,  «querella  de  frailes»,  en 
efecto,  al  comenzar,  quería  la  misma  cosa,  des- 
de que  discutíartodo,  menos  la  Biblia;  pero  á 
fuer  de  revolución,  sobrepasó  su  objetivo,  be- 
neficiando su  éxito  al  mundo. 

La  monarquía  absoluta,  cuyos  privilegios 
hería  de  muerte  aquella  conmoción,  reaccionó 
potente;  y  su  triunfo  en  la  Península  quitó  á  és- 
ta la  última  esperanza  de  abandonar  la  Edad 
Media  en  que  permanecía.  Bajo  Felipe  II,  las 
Cortes  de  Tarazona  prohibieron  como  un  delito 
que  se  gritara  Viva  la  Libertad, 

Así  como  el  Nuevo  Mundo  le  quitó  lo  mejor 
de  su  raza,  Inglaterra  aprovechó  sus  talentos 
más  libres,  aunque  no  quizá  los  mejores;  pero 
la  cuestión  no  era  de  calidad  individual,  sino  de 
ideas  generales. 

Desde  1559  comenzaron  á  llegar  á  aquel  país 
los  reformadores  españoles  perseguidos  por  la 
Inquisición.  El  sectarismo  y  la  rivalidad  políti- 
ca, que  se  pronunciaba  cada  vez  más  en  ofen- 
sas, los  acogían  con  predilección  singular,  re- 
conociendo sus  méritos  hasta  el  punto  de  dar- 
les á  desempeñar  cátedras  en  la  misma  Ox 
ford. 

Arias  Montano  y  Pérez  de  Pineda  merecieron 
la  admiración  británica;  Del  Corro  y  Valera 
imprimieron  sus  obras  en  Inglaterra:  y  los  es- 


—  63  — 

pañoles  residentes  allá,  casi  todos  comercian- 
tes, vale  decir  más  accesibles  al  espíritu  moder- 
no, adoptaron  la  Reforma. 

De  tal  modo  España,  al  repudiar  las  tres  ma- 
nifestaciones correlativas  de  la  civilización  mo- 
derna que  comenzaba:  el  comercio,  y  en  con- 
secuencia la  colonización;  la  Reforma,  fuente 
directa  del  racionalismo,  y  el  concepto  civil  de 
la  autoridad,  base  de  las  instituciones  democrá- 
ticas, abjuró  de  hecho  el  progreso. 

El  atraso  intelectual,  sobreviniente  á  la  ex- 
pulsión morisca,  quitó  á  sus  universidades  la 
clientela  inglesa,  contribuyendo  esto,  tanto  co- 
mo la  religión,  es  decir,  en  parte  principal,  á  la 
pérdida  de  aquella  alianza  británica,  cuya  rup- 
tura empieza  la  era  de  las  grandes  desgracias 
peninsulares.  Las  ciencias  naturales  acabaron 
del  todo,  y  la  medicina,  que  fué  su  resto,  dio  á 
poco  andar  en  el  más  ridículo  empirismo.  La 
escuela  griega  se  sobrepuso  á  la  arábiga,  domi- 
nando el  campo  desde  los  comienzos  del  si- 
glo xvi,  y  ya  España  no  fué  su  sede.  La  medici- 
na española  estaba  reducida  á  los  trataditos  de 
Monardes,  cuyos  solos  títulos  bastan  para  de- 
nunciar su  carácter:  Tratado  de  la  piedra  be- 
zoar  y  de  la  hierba  escorzonera;  Tratado  de  la 
nieve  y  del  beber  frío,  etc.  En  la  Academia  de 
Medicina  de  Granada  servía  de  texto  la  dispa- 
ratada Medicina  española  contenida  en  prover- 
bios vulgares  de  nuestra  lengua,  por  el  doctor 
Juan  Soropán  de  Rieros.  La  misma  Salamanca 
carecía  de  una  cátedra  de  matemáticas.  En  Al- 
calá no  se  enseñaba  derecho  patrio.  Servían  de 


—  64  - 

fundamento  histórico,  apocrifidades  tan  burdas 
como  la  Crónica  de  Avila,  cuya  primera  parte 
establecía  «cuál  de  los  43  Hércules  fué  el  ma- 
yor, y  cómo  siendo  rey  de  España  tuvo  amores 
con  una  africana  en  quien  tuvo  un  hijo  que  fun- 
dó á  Avila»  (i).  Desapareció  toda  idea  de  ciencia 
práctica,  y  la  alquimia,  que  había  producido  si- 
glos atrás  sabfe>s  tan  nobles  como  Raimundo 
Lulio,  apagó  su  horno  científico  ante  el  quema- 
dero inquisitorial  ¡ 

Aquel  desierto  de  ideas  absorbió  en  su  esteri- 
lidad la  vida  entera  del  país,  cuya  decadencia 
irremediable,  á  pesar  de  su  bravura  y  de  su 
genio,  demostró  que  el  progreso  de  las  nacio- 
nes no  está  en  la  raza,  ni  en  la  riqueza  del 
suelo,  sino  en  las  ideas,  cuyo  es  el  espíritu  ani- 
mador. (1) 

Quedaron  sólo  en  pie,  cada  vez  más  enormes, 
cada  vez  más  opresores,  la  Iglesia  con  su  lú- 
gubre maquinaria  de  tormento  y  su  teología, 
y  el  insaciable  Fisco,  del  cual  eran  danaides  al- 
cabalas y  gabelas. 

Una  rapacidad  sin  ejemplo  acosó  al  trabajo 
nacional.  El  hambre  fué  desde  entonces  «el  dia- 
blo de  España».  Los  mendigos  se  instituyeron 
en  corporaciones  que  explotaban  las  ciudades 
por  barrios,  como  los  ladrones,  con  quienes  te- 
nían más  de  un  parecido  en  lo  desalmados  y 
bellacos.  Hasta  la  Naturaleza  parecía  compli- 
carse en  sus  farsas,  pues  la  hierba  de  los  por- 


(1)  Montesquieu  atribuye  «á  las  especulaciones  de  los  escolásti- 
cos todas  las  desgracias  que  han  acompañado  la  destrucción  del  co- 
mercio^ 


—  65  — 
dioseros  (clematis  vitalba  L.)  con  que  producían 
sus  llagas  artificiales,  ha  abundado  siempre  en 
España  de  una  manera  prodigiosa... 

La  caridad  pública  los  fomentaba,  sin  embar- 
go, á  título  de  intermediarios  con  la  divinidad; 
y  el  clero,  improductivo  como  ellos,  y  como 
ellos  mendicante  de  profesión,  agravaba  el  da- 
ño con  preconizarlo.  Nada  pudrieron  contra  su 
difusión  las  disposiciones  reales;  la  religión  los 
amparaba,  y  exagerando  los  principios  de  cari- 
dad evangélica  con  sectario  fervor,  dio  en  el  pa- 
negírico de  la  miseria. 

Añadíase  á  éste  otro  azote  de  la  misma  pro- 
cedencia. La  vagancia,  que  reclutaba  sus  hor- 
das en  el  bajo  fondo  social,  donde  la  ilegiti- 
midad creciente  de  los  nacimientos  aumen- 
tó, á  la  vez  que  los  infanticidios,  (1)  los  aban- 
donos en  cantidad  prodigiosa.  Esto  último  lle- 
gó á  constituir  un  peligro  social  tan  grande, 
que  las  Cortes  de  1552  solicitaron  la  creación  de 
funcionarios  especiales,  cuya  misión  fuera  am- 
parar y  proporcionar  trabajo  á  los  niños  aban- 
donados; pues  los  bribones  viejos  formaban  con 
ellos  cuadrillas  de  bandoleros  que  asolaban 
arrabales  y  campañas. 

La  rapiña  tomaba  todos  los  caracteres  de  una 
industria  regular.  Un  libro  contemporáneo,  La 
desordenada  codicia  de  los  bienes  ajenos,  enu- 
mera,  imitando  á  los  Líber  vagatorum  de  la 


(1)  Otra  plaga  social  característica  de  la  Edad  Media.  Roma 
llegó  en  tiempo  de  Inocencio  III  á  infestarse  con  el  hedor  de  los  ca- 
dáveres de  los  párvulos  arrojados  al  Tíber. 

EL  IMPERIO.— 5 


—  66  — 

Alemania  medioeval,  las  más  selectas  clases  de 
ladrones.  En  realidad  pasaban  de  treinta,  pero 
no  clasifica  sino  las  siguientes,  que  transcribiré 
á  título  de  curiosidad: 

Eran  ellos  los  salteadores,  estafadores,  ca- 
peadores, es  decir,  especialistas  en  capas;  gru- 
metes, porque  robaban  con  escalas  de  cuerda; 
apóstoles,  porque  á  semejanza  de  San  Pedro,, 
cargaban  llaves;  cigarreros,  ó  cortadores  de 
vestidos;  devotos,  porque  operaban  en  los  tem- 
plos; sátiros,  ó  ladrones  campestres;  dacianos, 
ó  compra-chicos;  mayordomos  ó  ladrones  de 
posadas;  cortabolsas,  duendes,  maletas  y  libe- 
rales. 

Admirablemente  organizados,  con  sus  señas 
y  palabras  de  pase,  tenían  ramificaciones  en 
todas  las  capas  sociales.  Monjes,  estudiantes,, 
mozos  de  cordel,  lindas  damiselas,  venteros, 
señoronas  beatas,  ancianos  venerables,  coope- 
raban como  espías;  siendo  la  estafa  una  espe- 
cialidad, que  dio  nombre  en  todas  las  lenguas 
al  famoso  ((cuento  del  tío». 

Las  zonas  de  explotación  en  los  centros  ur- 
banos, estaban  tan  bien  delimitadas,  lo  propio 
que  las  distintas  especialidades,  que  ningún 
bribón  podía  casarse  sino  en  las  suyas,  so  pena 
de  multa  á  título  de  dispensa.  Y  tal  era  su  po- 
der, que  bandas  de  mendigos  gitanos,  los  más 
peligrosos  de  todos,  habían  llegado  á  asaltar  la 
ciudad  de  Logroño,  para  pillarla,  mientras  sus 
habitantes  estaban  atacados  por  la  peste. 

Todo  revelaba,  pues,  una  sociedad  en  des- 
composición, cuyo  ideal  terreno  era  vivir  sin 


—  67  — 

trabajar,  aun  á  costa  de  la  miseria.  El  mismo 
de  la  Edad  Media,  sin  el  fervor  religioso  que  lo 
explicaba  y  engrandecía. 

La  anexión  de  Portugal  acabó  de  realizar  en 
la  Península  el  ensueño  absolutista,  contribu- 
yendo más,  si  cabe,  á  aumentar  el  maleficio 
con  su  gloria  fugaz.  Pero  la  situación  se  volvía 
cada  vez  más  alarmante  en  eHexterior.  Ya  he- 
mos visto  cómo  se  perdió  la  amistad  de  Ingla- 
terra, natural  aliada  y  tributaria  comercial  é 
industrial.  (1)  La  unión,  cimentada  sobre  dos 
matrimonios  célebres,  (2)  había  sido  cultivada 
con  toda  clase  de  sacrificios,  por  la  astuta  po- 
lítica de  Fernando  y  el  genio  del  Emperador. 
El  sueño  de  la  unidad  absoluta  derribó  aquel 
monumento.  Quísose  imponer  á  la  fuerza  la 
neutralidad  británica  en  la  cuestión  de  los  Paí- 
ses Bajos,  y  el  resultado  fué  perder  esa  y  és- 
tos. 


(1)  En  otra  nota  mencioné  las  hazañas  españolas  del  Príncipe 
Negro.  Ricardo  Corazón  de  León,  había  ayudado  brillantemente  en 
la  defensa  de  Santarrem  contra  los  moros,  y  lord  Rivers,  con  300 
hombres,  asistió  á  la  toma  de  Granada.  Millares  de  peregrinos  in- 
gleses visitaban  anualmente  el  santuario  de  Santiago  en  Composte- 
la,  y  tan  íntima  era  la  unión  religiosa,  que  en  1517  se  construyó 
una  iglesia  británica  en  terreno  donado  por  el  duque  de  Medina  Si- 
donia. 

(2)  Dos  Leonores  fueron  las  esposas  en  este  par  de  matrimonios. 
La  mujer  de  Alfonso  VII  de  Castilla,  hija  del  primer  Plantagenet,  y 
Leonor  de  Castilla,  consorte  de  Eduardo  I. 

Anteriormente,  una  hija  de  Guillermo  el  Conquistador  había  es- 
tado desposada  con  el  rey  de  Galicia,  bien  que  el  matrimonio  no  lle- 
gara á  consumarse  por  muerte  de  la  Princesa.  Recuérdese,  por  otra 
parte,  el  romance  X  del  Cid: 

De  paño  de  Londres  fino 
era  el  vestido  bordado... 


—  63  — 

Fracasó  igualmente  la  acción  sobre  Francia, 
rompiéndose  otra  antigua  y  fecunda  unión.  En 
efecto,  desde  fines  del  siglo  xi  y  principios  del 
xii,  ésta  se  sostenía  por  la  doble  influencia  po- 
lítica y  religiosa.  Los  magnates  más  considera- 
dos en  la  corte  de  Alonso  VI  de  Castilla,  fueron 
borgoñones;  las  tres  mujeres  con  que  dicho 
monarca  contrajo  matrimonios,  fueron  france- 
sas, y  contó  además  por  yernos  á  dos  señores 
de  Borgoña.  (1)  Un  arzobispo  de  Toledo,  y  tal 
cual  obispo  de  Sigüenza,  de  Salamanca,  Zamo- 
ra (2)  y  Osma,  procedieron  también  de  Francia. 
Los  Papas  de  Avifíón,  estuvieron  en  intimas 
relaciones  con  España,  de  tal  modo,  que  tres 
sobrinos  de  Clemente  V  tuvieron  las  catedrales 
de  Zaragoza  y  de  Tarazona,  y  el  deanato  de 
Tudela.  El  rito  mozárabe  fué  sustituido  por  la 
liturgia  de  los  cistercienses,  orden  enteramente 
francesa,  como  es  sabido;  y  dichos  frailes  lle- 
garon á  poseer  fuero  propio,  con  derecho  á 
justicia  de  Dios  en  el  monasterio  de  San  Facun- 
do. Don  Jerónimo,  monje  cluniacense,  es  decir 
francés  por  su  orden,  tanto  como  lo  era  por  su 
nacimiento,  fué  capellán  del  mismo  Cid,  y  pro- 
fesor de  aquella  elegante  y  liviana  doña  Urra- 


(1)  Las  tres  vidrieras  del  segundo  arco  superior  á  la  izquierda  del 
coro  en  la  catedral  de  Chartres,  fueron  donadas  por  San  Fernando 
de  Castilla  cuya  estatua  ecuestre  se  ve  aún  en  la  rosa  del  mismo 
punto,  y  es  lo  único  que  resta  de  la  donación,  pues  aquéllas  fueron 
retiradas  en  1788. 

(2)  Uno  de  los  primeros  ensayos  de  la  imprenta  en  Francia,  fué 
el  Speculum  vitce  humana,  dedicado  en  1470  á  Luis  XI  por  los  impre- 
sores en  señal  de  gratitud,  y  cuyo  autor  fué  Rodrigo,  obispo  de  Za- 
mora. 


—  69  — 

ca,  que  tantos  dolores  conyugales  debía  causar 
á  la  honestidad  aragonesa  de  Alfonso  el  Bata- 
llador. La  célebre  Unión  de  los  nobles  arago- 
neses, había  estado  entendida  con  el  primero 
de  los  Valois,  para  el  mejor  éxito  de  su  rebelión 
foral...  (1) 

Todo  esto  se  perdió  en  la  ayentura,  al  paso 
que  aumentaban  los  éxitos  de  la  piratería  tur- 
ca. España  quedó  entonces  aislada  por  el  Piri- 
neo y  el  Océano.  Francia,  con  Enrique  IV  y 
Luis  XIV,  reduciría  el  Austria  colosal  de  Carlos 
V  á  las  dos  primeras  vocales  de  su  divisa:  A.E.  I. 
O.U.  (Austria?  (2)  Est  Imperare  [O rbi  Universo); 
Inglaterra  cerrábale  el  acceso  al  Occidente  y  á 
los  puertos  europeos;  Holanda,  al  libertarse, 
había  prohibido  el  tranco  con  ella;  estaba  alia- 
da de  hecho  con  los  ingleses,  desde  que  en  1598 
el  embajador  británico  en  París,  había  apoyado 
á  los  suyos  en  sus  gestiones  para  obtener  la 
neutralidad  de  Enrique  IV,  datando  además 
casi  desde  entonces  su  rivalidad  en  el  comer- 
cio de  las  especias;  y  no  es  acaso  impertinente 
recordar,  que  el  fracaso  de  la  Grande  Armada 
coincidió  con  la  libertad  de  los  mares,  preconi- 
zada por  Grocio  en  su  memorable  Mare  Libe- 
rum,  contra  el  mare  clausum  (para  hablar  con 


(1)  Un  francés,  Aimeri  Picaud,  había  escrito  en  el  siglo  XII,  la 
obra  quizá  más  completa  que  exista  sobre  San  Santiago,  pues  hasta 
contiene  en  uno  de  sus  libros— el  IV— los  itinerarios  para  la  peregri- 
nación á  Compostela.  Esta  obra  fué  atribuida  durante  mucho  tiempo 
al  papa  Calisto  II;  hasta  que  Delisle  y  Le  Clerc  en  Francia  y  el 
P.  Fita  en  España,  desvanecieron  el  error. 

(2)  Con  un  ligero  error,  que  el  lector  salvará  fácilmente,  pues  de 
otro  modo  la  síncopa  carecería  de  sentido. 


—  70  — 

una  frase  de  la  época,  que  fué  el  título  de  la 
más  célebre  refutación  al  insigne  holandés)  (1) 
el  mar  cerrado  de  la  conquista  peninsular.  (2) 

La  formidable  tetrarquía,  que  formada  por 
las  casas  de  Castilla  y  Aragón,  de  Valois,  de  Tu- 
dor  y  de  Habsburgo,  había  dominado  de  con- 
cierto á  la  Europa  del  siglo  xv,  se  desvinculó 
enteramente  en  perjuicio  de  España.  Logróse, 
con  igual  efecto,  la  segunda  renovación  ger- 
mánica, y  aquella  grandeza  cuyo  remonte  tuvo 
sanción  en  el  Tratado  de  Blois,  entraba  al  ocaso 
con  el  de  Chateau  Cambresis. 

Por  el  lado  económico,  por  el  espiritual  mis- 
mo, también  se  diseñaba  el  fracaso.  La  banca 
florentina,  que  venía  dominando  desde  dos  si- 
glos atrás  los  cambios  de  Europa,  estableció 
sucursales  en  los  primeros  centros,  ampliando 
su  acción  con  mengua  de  España,  no  obstante 
la  dependencia  nominal  en  que  la  República  se 
hallaba  respecto  á  ésta,  por  fuerza,  no  por 
afecto,  (3)  y  la  misma  Roma  volvióle  las  es- 
paldas con  Sixto  V,  negando  al  Imperio  Cristia- 


(1)  Este  fué  en  efecto  el  título  de  la  obra  de  John  Selden,  que 
refutó  á  Grocío  37  años  después,  y  es  el  trabajo  más  conocido  en  su 
género,  aunque  no  el  primero  ni  el  único.  En  efecto,  Welwood  había 
hecho  ya  lo  propio  con  su  «An  abridgement  of  all  Sea-Lawes»,  en 
1613;  siguiéndole  en  1625  el  P.  Freitas,  con  su  «De  Justo  Imperio 
Lusitanorum  Asiático».  La  obra  de  Selden  apareció  en  1636. 

(2)  No  eran  los  españoles  los  únicos  en  esto.  Inglaterra,  Venecia, 
Genova,  tenían  por  de  su  dominio  exclusivo  el  Mar  del  Norte,  el 
Adriático  y  el  golfo  llamado  entonces  de  Liguria;  pero  el  libro  de 
Grocio  era  sobre  todo  contra  España,  que  hizo  cuanto  pudo  para 
cerrar  el  Mar  de  las  Indias  á  los  holandeses. 

(3)  En  el  siglo  xvm,  Holanda  reglaba  el  cambio  en  Europa;  su 
florín  daba  el  tipo  monetario  de  las  cotizaciones. 


—  71  — 

no  la  colaboración  espiritual  que  era  su  fuerza 
y  su  pretexto. 

Tantos  desastres,  en  lapso  tan  breve,  aca- 
rrearon el  desencanto  de  las  glorias  patrias  y 
el  pesimismo  sobre  el  porvenir.  El  picaro,  que 
por  su  carácter  de  correvedile  popular,  estaba 
en  todos  los  secretos  del  alma  española,  no  te- 
nía empacho  en  disertar  sobre  «las  vanidades 
de  la  honra».  Vanitas  uanitatum,  que  no  apro- 
xima sino  en  apariencia  á  Guzmán  de  Alfara- 
che  y  al  Salmista,  pues  para  el  uno  es  conse- 
cuencia de  ese  alto  desdén  que  inspira  la  vida, 
á  quienes  saben  dominarla  desde  las  alturas  de 
su  virtud  ó  de  su  genio,  mientras  daba  razón 
al  otro  para  justificar  sus  pillerías. 

La  marcha  triunfal  de  los  descubrimientos  se 
suspendía  también.  El  lector  recordará  la  can- 
tidad superior  de  descubridores  españoles,  des- 
de 1492  hasta  1610,  año  en  que  los  jesuitas  se 
establecieron  en  el  Paraguay.  Desde  ese  hasta 
1700,  y  guardando  las  mismas  proporciones  de 
la  nota  citada,  el  resultado  no  es  menos  elo- 
cuente, al  invertirse  los  términos;  pues  para  87 
capitanes  extranjeros,  entre  los  que  predomi- 
nan ahora  los  holandeses,  no  encontramos  sino 
5  españoles.  iEI  mismo  número  de  ingleses  que 
en  los  primeros  90  años  del  descubrimiento!  (1) 

Al  par  se  agravaba  la  carestía.  Los  altos  pre- 


(1)  La  coincidencia  es  curiosa  por  su  perfecta  exactitud.  No  hay, 
•en  efecto,  desde  1492  á  1582,  más  que  5  grandes  navegantes  ingleses 
que  surquen  el  Océano:  Rut  en  1527;  Willoughby  en  1553;  Frobisher 
en  1577;  Drake  en  1577-80,  y  Gilbert  en  1578-83:  lo  cual  hace  90  años 
cabales. 


—  72  — 

cios  de  la  época  de  abundancia,  sosteníanse 
con  mayor  razón  en  la  general  lacería.  Los  im- 
puestos aumentaban,  en  proporción  con  el  des- 
crédito y  la  improductividad,  á  pesar  de  lo  cual 
el  Estado  precipitábase  cada  vez  más  en  la  in- 
solvencia. En  1574  se  debía  37.000.000  empresta- 
dos (1)  al  32  %>  iv  la  Corona  repudió  esta  deuda 
alegando  que  los  prestamistas  habían  procedi- 
do «contra -la  caridad  y  la  ley  de  Dios.»  Acaba- 
ba, sin  embargo,  de  confiscar  en  su  provecho, 
por  cinco  años,  todo  el  oro  de  las  Indias;  y  esa 
verdadera  trampa,  realzada  todavía  por  esta 
extorsión,  es  la  mejor  prueba  de  la  inmorali- 
dad común.  El  gobierno  no  temía  el  escándalo, 
á  causa  de  que  el  pueblo  se  dejaba  llevar  por 
análogas  corrientes,  demostrándolo  así  la  esca- 
sa resonancia  de  la  iniquidad.  La  voracidad  fis- 
cal, correspondía  al  providencialismo  de  Esta- 
do, que  constituía  el  modus  vivendi  predilecto 
del  pueblo;  y  esto  consumó  la  hostilidad  contra 
todo  individualismo,  cimentando  á  la  monar- 
quía en  el  concepto  de  un  Estado  omnipotente. 

Carlos  había  sido  el  tirano  paladín;  Felipe  fué 
el  tirano  burócrata.  Lo  único  que  le  sobrevivió, 
es  decir  su  obra  más  perfecta,  fué  la  adminis- 
tración, instrumento  ingenioso  de  tortura  eco- 
nómica en  el  cual  colaboró  la  Inquisición  mis- 
ma, no  obstante  lo  diverso  de  su  destino. 

Fundada  en  efecto  para  defender  la  unidad 
política,  bajo  la  monarquía  que  reemplazó  al 


(1)  Aunque  la  Academia  da  por  anticuada  esta  forma  verbal  la 
uso  como  función  del  sustantivo  empréstito,  que  no  la  tiene  ahora» 
pues  «prestar»  significa  precisamente  lo  contrario. 


Una  lámina  del  libro  del  P.  Nierembsrg. 


—  73  — 

feudalismo,  é  incorporada  al  pueblo  con  este 
fin  por  medio  del  prestigio  religioso,  su  sistema 
resultó  de  gran  eficacia  para  la  unidad,  y  Felipe 
calcó  sobre  ella  su  régimen  administrativo. 
Este  doble  carácter  religioso  y  fiscal,  le  dio  una 
importancia  inmensa,  robusteciendo  sus  vín- 
culos, es  decir  garantiendo  su*  permanencia 
como  institución  normal.  Su  obra,  entonces, 
resultó  más  funesta.  Las  ejecuciones  en  masa, 
que  las  damas  iban  á  ver,  coqueteando  con  sus 
abanicos  cuando  llegaba  hasta  ellas  el  humo 
del  quemadero,  ó  tomando  sorbetes,  acostum- 
braron á  la  crueldad,  acentuando  hasta  lo  si- 
niestro ese  rasgo  del  tipo  conquistador.  Los  sa- 
yones del  duque  de  Alba,  ajustaban  un  pito  á 
la  lengua  de  los  herejes  flamencos,  para  que 
sus  gemidos  en  la  tortura  salieran  agradable- 
mente modulados... 

De  este  modo  la  unidad  absoluta,  al  evolu- 
cionar con  los  tiempos,  dominando  las  diversas 
tendencias,  desde  la  militar  á  la  religiosa  en  el 
individuo  y  desde  la  gloriosa  á  la  económica  en 
el  gobierno,  deformó  enteramente  el  carácter 
nacional,  infestado  en  todas  sus  partes  á  virtud 
de  las  citadas  trasposiciones;  y  así  fué  cómo- 
Felipe,  al  dividirse  la  herencia  del  Emperador, 
imposibilitando  el  sueño  universal  de  la  monar- 
quía, soñó  el  Imperio  Cristiano  como  una  opor- 
tuna compensación. 

Las  insurrecciones  forales,  habían  mostrado 
con  harta  elocuencia  la  estructura  intrínseca- 
mente federal  del  país;  vencidas,  impusieron 


—  74  — 

transacciones  que  contrariaban  la  soñada  uni- 
dad. El  gobierno  carecía  realmente  de  fuerza 
militar  y  económica  para  imponerla;  los  inte- 
reses eran  distintos  y  aun  adversos  en  las  dife- 
rentes regiones;  la  raza  y  el  idioma  se  encon- 
traban en  el  mismo  caso.  Nada  común  tenían 
fuera  de  la  religión,  y  á  ella  decidió  apelar  el 
monarca  para  realizar  sus  designios.  La  Inqui- 
sición llegaría  con  esto  al  máximum  de  pode- 
río como  instrumento  fiscal. 

Pero  el  sueño  universalista  no  residió  inútil- 
mente en  la  cabeza  del  siniestro  Habsburgo,  de 
tal  modo  que  su  propósito  tuvo  por  comple- 
mento la  unificación  «cristiana»  de  la  Italia,  la 
Francia  y  el  Portugal. 

Era  un  pensamiento  político  grandioso,  pero 
anacrónico,  y  así  no  ocasionó  consecuencias 
sino  en  el  orden  interno  y  bajo  la  faz  religiosa, 
por  ser  la  religión  su  inspiradora. 

La  conquista  espiritual  fué  su  producto,  al 
haberse  vuelto  imposible  la  conquista  política 
hacia  la  cual  se  marchaba  secundariamente, 
y  el  gobierno  adoptó  en  definitiva  su  ideal  teo- 
crático. 

Semejante  final  se  preparaba  desde  muy  an- 
tiguo, pues  ya  Alfonso  el  Batallador  había  fun- 
dado en  su  época  más  de  quinientas  iglesias  y 
dotado  más  de  mil  monasterios,  acabando  por 
heredar  con  su  propio  reino  á  las  órdenes  mili- 
tares de  la  Tierra  Santa.  Era,  pues,  una  tradi- 
ción de  la  monarquía. 

Cerca  de  diez  mil  casas  religiosas,  poblaron 


—  lo  — 

la  Península;  (1)  el  clero,  instrumento  precioso 
de  la  empresa,  duplicó  su  poderío,  que  no  ha- 
cía, después  de  todo,  sino  realzar  el  mal  ejem- 
plo de  la  improductividad;  y  como  la  conquista 
religiosa  derivaba  tan  directamente  de  la  gue- 
rrera, militar  fué  el  espíritu  déla  orden  que  en- 
carnó aquel  ideal.  * 

La  Compañía  de  Jesús  fué  creada  con  el  ob- 
jeto ostensible  de  combatir  al  protestantismo— 
y  hasta  puede  creerse  que  su  fundador  no  tuvo 
otro;  pero  las  instituciones  populares,  son  siem- 
pre una  copia  reducida  del  medio  donde  nacen, 
dependiendo  su  éxito  de  su  conformidad  con 
las  tendencias  predominantes  en  él.  El  rápido 
incremento  de  la  Compañía,  demuestra  enton- 
ces cuánta  era  esta  conformidad. 

San  Ignacio  que  había  sido  militar,  y  hasta 
militar  exageradísimo,  por  la  natural  expan- 
sión de  su  rica  naturaleza,  refundió  en  su  crea- 
ción la  tendencia  agonizante  con  la  que  venía 
á  reemplazarla,  en  procura  del  mismo  ideal 
dominador,  pero  adaptándose,  en  su  carácter 
religioso,  á  los  nuevos  tiempos. 

El  remonte  místico  fué  la  postrer  llamarada  de 
un  foco  que  se  extinguía,  pues  á  pesar  de  todo, 
el  racionalismo  de  origen  protestante,  operaba 
de  consuno  con  las  necesidades  de  la  naciente 
civilización.  Predominó  en  la  orden  el  carácter 


(1)  Esto  fué  en  progreso  creciente;  pues  Campomanes  estimaba 
los  religiosos  de  ambos  sexos  de  su  tiempo,  en  200.000  individuos. 
Ciento  treinta  años  antes,  añade,  es  decir  en  1622,  pues  se  refiere  á 
1752,  ascendían  á  sólo  60.000. 


—  76  — 

político,  dentro  de  la  organización  militar  (la 
«Compañía»  y  la  «milicia  de  Jesús»  son  sus  deno- 
minaciones corrientes);  y  al  revés  de  las  comu- 
nidades contemplativas,  no  rehuyó  el  contacto 
del  mundo  al  tomar  éste  sus  nuevas  direccio- 
nes. La  evolución  conjunta  del  derecho  y  de  la 
teología  hacía  el  solo  respeto  de  las  formas, 
convirtióse  en  realidad.  El  posibilismo  se  subs- 
tituyó á  la  intransigencia,  vale  decir  la  razón 
al  sentimiento,  pues  según  queda  expresado,  el 
ambiente  racionalista  se  insinuaba  también  en 
la  Iglesia,  modificando  su  modus  operandi;  y 
ésta,  en  la  persona  de  los  jesuítas,  se  plegó  á 
sus  exigencias,  conservando  en  su  estructura 
externa  aquella  tradicional  rigidez  que  tan  bien 
simulaba  la  infalibilidad,  base  de  su  prestigio, 
pero  en  cuyo  fondo  estaba  el  escepticismo  utili- 
tario, que  con  tal  de  llegar  á  su  fin  no  repara 
mucho  en  los  medios. 

Este  modo  de  ver  las  cosas  no  fué,  como  el 
fanatismo  anticlerical  ha  pretendido,  una  espe- 
cialidad jesuítica.  Su  esencia  está  en  la  misma 
forma  de  la  civilización  comercial  que  empeza- 
ba, iniciando  á  la  vez  nuevos  conceptos  mora- 
les. Es  que  la  respetabilidad,  ó  sea  la  conformi- 
dad puramente  externa  con  los  principios 
establecidos,  reemplazaba,  como  norma  de 
adaptación  social,  á  la  devoción  del  período 
místico,  señalando  nuevas  posiciones  á  la  con- 
ciencia humana,  y  haciendo  posible  entre  otras 
cosas  la  libertad  del  pensamiento,  ó  producien- 
do, en  términos  más  generales,  un  individua- 


—  77  — 

lismo  más  radical.  San  Ignacio  y  Maquiavelo 
fueron  contemporáneos. 

La  época  se  presentaba  propicia  para  la  evo- 
lución que  señalo,  pues  las  ideas  modernas, 
que  eran  la  degeneración  progresiva  de  sus 
precedentes,  no  habían  llegado  á  distanciarse 
de  éstas  tanto  como  para  entrar  en  oposición, 
constituyendo  otra  circunstancia*  favorable  lo 
poco  definidas  que  estaban  aún  sus  correlacio- 
nes. Nadie  podía  sospechar  entonces,  que  el 
racionalismo  y  la  libertad  comercial,  traían 
consigo  las  instituciones  representativas;  pues 
siendo  el  gobierno  lo  último  que  cam')ia,  se- 
gún advertí  al  comentar  su  verbo  específico, 
las  monarquías  continuaron  en  floreciente  si- 
tuación. (1) 

Intencionadamente  ó  no,  los  jesuitas  se  adap- 
taron al  nuevo  molde,  y  esto  explica  su  éxito 
sorprendente.  Pusiéronse  de  acuerdo  con  los 
tiempos,  representando  dentro  de  la  Iglesia  una 
tendencia  moderna,  aunque  por  fuera  parezcan 
los  más  intransigentes,  y  sean  los  campeones 
de  dogmas  como  el  de  la  Inmaculada  Concep- 
ción y  el  de  la  Infalibilidad;  pues  nadie  exagera 
más  su  convicción,  que  quien  necesita  estimu- 
larla artificialmente. 

Distintos  de  todos,  prosperaron  sobre  el  resto 
de  sus  contemporáneos,  como  lo  prueban  cla- 
ramente las  órdenes  de  Teatinos,  Padres  del 


(1)  En  el  acta  de  independencia  de  Holanda,  los  Estados  Gene- 
rales habían  puesto,  sin  embargo,  la  significativa  declaración  de  que 
«los  pueblos  no  estaban  hechos  para  los  príncipes,  sino  los  prínci- 
pes para  los  pueblos.» 


—  78  — 

Oratorio  y  Agustinos  de  Somasca  ó  clérigos  de 
San  Mayol,  fundadas  casi  al  mismo  tiempo  con 
éxito  tan  diverso.  De  tal  modo,  la  actuación 
del  jesuíta  no  le  da  sino  un  vago  parecido  con 
los  otros  sacerdotes.  Su  misma  piedad  es  dis- 
tinta. Al  exaltado  fervor  de  la  mística,  San  Ig- 
nacio lo  reemplaza  con  el  procedimiento  de  sus 
Ejercicios,  v6x*dadero  tratado  de  psicología  en 
que  el  examen,  del  cual  no  podía  prescindirse 
ya  ni  en  las  conversiones,  suple  al  éxtasis 
inspirador.  Basta  comparar  la  tristeza  contem- 
plativa que  llena  las  meditaciones  de  la  Imita- 
ción, con  el  sagaz  análisis  del  libro  jesuítico. 
Comprendiendo  que  los  tiempos  de  entusiasmo 
habían  pasado,  se  sustituyó  á  la  contrición,  es 
decir  al  dolor  de  haber  pecado,  por  la  atrición, 
ó  sea  el  temor  del  Infierno;  de  modo  que  el 
criterio  utilitario  primaba  aun  en  las  reglas  de 
la  conciencia. 

La  moral  acomodaticia  y  la  piedad  afable, 
compusieron  aquella  política  espiritual,  como 
si  el  Renacimiento  que  helenizaba  á  la  Europa, 
hubiera  impuesto  también  á  la  religión  un  cariz 
de  benevolencia  griega. 

Sixto  V  había  preferido  aliarse  con  Enrique 
de  Navarra,  Guillermo  de  Orange  é  Isabel  de 
Inglaterra,  es  decir  los  representantes  corona- 
dos de  la  herejía,  contra  la  católica  España,  pa- 
ra evitar  su  engrandecimiento  perturbador; 
poniendo  así  los  intereses  temporales  de  la  so- 
beranía pontificia,  por  sobre  el  proyecto  de  ex- 
pansión católica  que  el  lúgubre  Felipe  se  pro- 
ponía ejecutar. 


—  79  — 

Cada  vez  más  alejados  del  Calvario,  cuyo  re- 
cuerdo inflamaba  el  heroísmo  y  suscitaba  las 
meditaciones  más  dolorosas  de  la  mística,  los 
devotos  sentían  disminuir  con  su  exaltación  su 
intolerancia.  Los  jesuitas  surgieron  en  ese  mo- 
mento; y  la  influencia  moderna,  sufrida  sin  ad- 
vertirla, está  demostrada  por  su  posibilismo, 
que  los  acerca  en  política  al  concepto  científico 
de  la  adaptación,  y  su  psicología  práctica— di  - 
ríase  mejor  experimental— que  les  da  un  pun- 
to de  contacto  con  el  racionalismo.  En  ellos 
concluyó  la  devoción  sentimental;  la  tristeza 
dejó  de  ser  el  estado  preciso  para  entrar  en 
las  vías  de  perfección.  La  «iluminativa»  y  la 
«unitiva»,  que  llevan  á  la  santidad  por  la  con- 
templación y  el  éxtasis,  fueron  cerrándose 
cada  vez  más;  y  la  misma  «purgativa»,  es  de- 
cir penitenciaria  exclusivamente,  necesitó  que 
toda  la  habilidad  de  los  casuistas  la  allanara  y 
redujera  con  mil  arbitrios  de  transacción.  Las 
reservas  mentales  constituyeron  los  resortes 
de  aquella  «teología  moral»,  abriendo  en  el  ca- 
tálogo de  los  pecados  ancha  margen  á  la  expli- 
cación acomodaticia.  El  jesuíta  Sánchez  desco- 
lló entre  esos,  hasta  volverse  dechado,  y  sus 
célebres  «disputas»  sobre  el  matrimonio,  cons- 
tituyen el  más  ingenioso  dispensario  de  alcoba 
que  se  pueda  concebir,  si  no  son  sencillamente 
un  caso  de  erotomanía,  en  el  que  influyó  tal 
vez  su  virginidad,  que  Renaud  y  Sotuel  atesti- 
guan con  elogio. 

Jamás  le  condenaron,  sin  embargo,  antes  le 
alabaron  por  eso;  y  entre  sus  panegiristas,  que 


-  80  — 

fuera  de  los  citados  los  tuvo  tan  buenos  como 
Rivadeneyra  y  el  mismo  Clemente  VIII,  hubo 
alguno  (Cambrecio)  que  llegó  á  calificar  de  fe- 
liz milagro  su  entrada  en  la  Compañía:  prueba 
de  que  su  doctrina  interpretó  admirablemente 
la  moral  de  la  comunidad. 

Aquel  predominio  de  la  razón  y  del  examen 
sobre  el  sentimiento,  se  manifestó  en  todos  los 
órdenes  de  la  vida  jesuítica;  y,  circunstancia 
-que  lo  hace  aún  más  notable:  mientras  las  de- 
más órdenes  abundan  en  poetas,  en  ésta  hay, 
sobre  todo,  hombres  de  ciencia.  (1)  El  arte  le  in- 
teresa poco,  á  no  ser  como  un  atractivo  sen- 
sual. De  aquí  la  cargazón  decorativa  tan  pecu- 
liar al  templo  jesuítico.  Dorados  y  colores  cha- 
rros, retablos  churriguerescos,  esplendor  chi- 
llón en  que  lo  llamativo  predomina  sobre  lo 
estético,  son,  por  decirlo  así,  los  marbetes  déla 
mercancía  mística,  resaltando  su  carácter  co- 
mercial en  razón  directa  de  su  exceso.  Aquello 
nada  tiene  que  ver  con  el  arte,  siendo  su  objeto 
el  pregón,  y  estando  destinado,  entonces,  á  ha- 
cerse notar  sobremanera. 

Mientras  el  éxtasis  y  el  fervor  dieron  auge  al 
sentimiento  en  las  manifestaciones  religiosas, 
el  arte,  que  es  siempre  una  expresión  de  amor, 
se  manifestó  en  actos  de  fe.  La  obra  artística 


(1)  Alguna  vez  he  mencionado  las  correcciones  hechas  al  Bre- 
viario, en  1631,  por  los  jesuítas  Galucci,  Strada  y  Petrucci,  de  orden 
de  Urbano  VIH.  Llegaron  á  900,  y  suprimieron  cuanto  en  la  poesía 
mística  de  los  primeros  siglos  fué  audacia  de  expresión,  neologis- 
mo, forma  nueva:  todo  quedó  nivelado  al  cartabón  pedante  del  hu- 
manismo. 


—  81  — 

vino  á  ser  una  plegaria  á  la  divinidad,  ora  direc- 
tamente en  la  poesía  mística,  ora  bajo  formas 
simbólicas  en  las  demás  artes,  resultando  de 
esto  su  carácter  desinteresado  y  por  lo  tanto 
anónimo  casi  siempre. 

El  soplo  racionalista  agostó  aquellos  verjeles 
de  la  oración,  y  el  abuso  retórico  que  ya  hice 
notar  en  la  poesía  profana  del  pueblo  español, 
se  advierte  igualmente  en  su  arte  místico.  Casi 
era  innecesario  anotarlo,  pues  se  trata,  al  fin, 
de  la  misma  cosa,  tanto  más  si  se  considera 
que  en  aquellos  tiempos,  el  arte  se  hallaba  me- 
nos distante  de  la  religión;  pero  esto  viene  para 
que  se  vea  mejor  la  razón  de  su  decadencia  en 
poder  de  los  jesuítas. 

Nada  más  distante  de  mi  espíritu  que  un  re- 
proche por  esta  causa,  pues  ellos  no  hacían 
•otra  cosa  que  adaptarse  para  vivir,  perdiendo 
y  ganando  en  el  suceso  todo  cuanto  éste  traía 
aparejado  de  pro  y  de  contra. 

Lareacción  místicaquelos  suprimió,  ejecutada 
por  Clemente  XIV,  franciscano,  es  decir  miem- 
bro de  una  orden,  que,  al  ser  la  más  fervorosa 
y  artista,  resultaba  naturalmente  rival,  (1)  de- 
mostró con  su  fracaso  cuál  poseía  mejores  con- 
diciones de  vitalidad,  es  decir  de  adaptación  al 
medio  ya  hostil  en  que  ambas  se  desarrollaban; 


(1)  Véase  en  el  capítulo  V  la  participación  de  los  franciscanos 
en  la  revolución  Comunera.  La  análoga  de  Aragón,  que  tuvo  por 
víctima  expiatoria  á  Lanuza,  parece  que  no  les  fué  tampoco  antipá- 
tica, según  era  lógico,  dado  el  carácter  popular  de  la  Orden.  Fueron 
sus  miembros  quienes  dieron  sepultura  á  los  restos  del  desgraciado 
Justicia. 

.  EL  IMPERIO.— 6 


--  82  — 

prueba  concluyente,  á  mi  ver,  en  favor  de  la 
Compañía. 

El  jacobinismo  ha  odiado  á  los  jesuítas,  por- 
que ha  visto  en  ellos  á  los  más  vigorosos  pala- 
dines del  ideal  católico,  sin  comprender  la  razón 
de  su  fuerza;  pero  el  espíritu  imparcial,  para 
quien  lo  único  interesante  es  el  progreso  de  las 
ideas,  en  el  fonUo  y  no  en  la  forma,  no  puede 
menos  de  considerarlos  como  los  representan- 
tes de  ese  adelanto  en  el  seno  de  la  Iglesia.  Ello 
es  naturalmente  relativo,  y  está  lejos  de  mere- 
cer elogio  para  los  causantes,  pues  nadie  igno- 
ra que  se  efectúa  á  su  pesar;  mas  esto  mismo 
demuestra  con  mayor  evidencia  la  superioridad 
de  las  ideas  modernas,  á  las  cuales  debieron  to- 
mar lo  que  tienen  de  más  fecundo  y  humano 
sus  adversarios  mismos  para  poder  subsistir. 

Resulta  así  el  jesuíta  un  tipo  moderno,  más 
lógico  en  nuestro  estado  que  el  monje  de  tradi- 
ción medioeval;  un  hombre  de  acción  sobre  to- 
do, para  quien  parece  haberse  hecho  aquello  de 
rogar  y  dar  con  el  mazo. 

Intransigente  en  el  dogma,  por  la  razón  de 
perennidad  antes  enunciada,  pero  flexible  en  la 
conducta;  adaptable,  porque  es  utilitario  y  só- 
lo le  interesa  la  consecución  de  su  propósito; 
hábil,  antes  que  inspirado,  y  observador,  antes 
que  fervoroso;  ahorrando  cuanto  puede  de  con- 
templación divina,  para  aplicarse  de  preferen- 
cia á  la  acción  en  la  lucha  humana;  abandonan- 
do la  tristeza,  tan  característica  de  la  Edad  Me- 
dia, para  entregarse  á  la  ciencia  que  crea  el 
bienestar,  reaccionando  sobre  el  odio  al  ricor 


—  83  — 

que  es  la  base  del  cristianismo  puro,  porque  la 
filosofía,  predominante  en  él  sobre  la  mística, 
le  ha  enseñado  que  es  mucho  más  humano  y 
eficaz  acoger  á  todos  sin  distinciones  en  la  mis- 
ma esperanza  de  salvación,  y  porque,  siendo  la 
riqueza  el  ideal  social  en  boga,  no  es  posible  ir 
contra  éste  sin  renunciar  á  la  victoria;  amable 
con  la  mujer,  á  quien  no  detesta' como  á  instru- 
mento de  pecado,  según  la  teología  medioeval, 
sino  que  la  aprovecha  como  precioso  elemento 
de  dominación;  suave  con  el  poder  temporal,  á 
cuyo  creciente  poderío  cede;  deferente  con  las 
aspiraciones  populares,  que  sintetizadas  en  la 
instrucción  barata  ó  gratuita,  él  cultiva  hoy  pa- 
ra dirigirlas  mañana,  convirtiéndose,  al  efecto, 
en  profesor;  fiando  por  último  poco  ó  nada  en 
el  milagro,  y  todo  en  el  esfuerzo  inteligente,  en 
la  perseverancia,  en  la  habilidad,  nada  puede 
objetársele  por  el  lado  de  la  lógica  humana.  Sus 
dos  obras  maestras— los  «Ejercicios»  y  la  «Mó- 
nita»—son  una  cartilla  política  y  un  tratado  de 
psicología  experimental. 

Su  deficiencia  filosófica  estaba  en  el  ideal  teo- 
crático, al  que  se  dirigía  por  otros  caminos,  pe- 
ro sin  modificarlo  un  ápice;  su  falla  moral  y  su 
inferioridad  social,  consecutivas  del  defecto  an- 
terior, consistieron  en  la  astucia  con  que  se  apo- 
deró de  los  espíritus  por  cualquier  medio,  para 
hacerlos  servir  á  su  fin,  y  en  el  carácter  con- 
quistador, común  á  todas  las  instituciones  es- 
pañolas, que  su  orden  revistió.  Fué  el  rasgo  na- 
cional de  ésta,  por  más  que  en  su  aparición  y 


—  84  - 

desarrollo  influyeran,  como  ha  podido  verlo  el 
lector,  los  factores  enunciados. 

Del  propio  modo  que  el  rezago  de  aventure- 
ros medioevales,  encontró  en  España  su  am- 
biente natural,  acarreándole  como  en  tributo  la 
más  tremenda  soldadesca  de  la  Europa,  los 
aventureros  religiosos,  que  eran  una  variante 
del  mismo  tipo;  engrosaron  á  porfía  las  falan- 
ges de  la  nueva  institución,  cuyo  carácter  pro- 
metíala permanencia  del  antiguo  ideal  en  las 
nuevas  formas  á  las  cuales  se  adaptaba.  El  con- 
quistador religioso  reemplazó  al  militar  tan  fiel- 
mente, que  hasta  fueron  suyos  los  nuevos  des- 
cubrimientos en  las  tierras  por  cuyos  ámbitos 
lo  esparcía  su  celo;  y  como  por  su  carácter  unía 
ei  espíritu  militar  al  prestigio  religioso,  en  el 
cual  residía  el  éxito  del  Imperio  Cristiano,  que 
fué  desde  entonces  el  ideal  supremo  de  la  mo- 
narquía española,  ésta  lo  hizo  su  predilecto.  Co- 
mo teocracia,  encontraba  en  él  su  elemento  de 
acción  por  excelencia. 

En  la  bula  Unam  Sanctam,  que  para  los  ab- 
solutistas era  naturalmente  dogmática,  Bonifa- 
cio VIII  había  sostenido  que  las  dos  espadas,  la 
temporal  y  la  espiritual,  pertenecían  á  la  Igle- 
sia: una  en  poder  del  Papa,  y  la  otra  en  el  del 
soldado,  pero  sujeto  éste  al  sacerdote:  en  manu 
militis,  verum  ad  nutum  sacerdoúis.  Y  los  jesuí- 
tas alimentaban  este  ideal. 

Luego,  el  desencanto  producido  por  la  deca- 
dencia de  la  gloria  patria,  y  por  la  corrupción 
que  asumía  tan  repugnantes  formas,  llevó  á  la 
corriente  religiosa  los  mejores  espíritus,  aumen- 


—  85  - 

tando,  si  aún  lo  necesitaba,  el  lustre  de  la  nue- 
va institución,  con  cuyo  predominio  aseguraba 
la  Península  su  permanencia  en  la  Edad  Media. 

Esta  había  concluido  de  hecho  con  el  último 
desafío  foral,  que  Carlos  V  presidiera  en  Valia- 
dolid;  pero  su  espíritu  seguiría  incólume  hasta 
hoy  en  el  pueblo.  El  contacto  íntimo  de  la  na- 
ción con  el  soberano,  al  extinguirse  el  poder 
feudal,  dando  por  fruto  una  exageración  de  mi- 
litarismo, estableció  las  relaciones  entre  subdi- 
to y  monarca,  sobre  ]a  base  de  una  patriótica 
fidelidad.  La  monarquía  hizo  de  esto  su  fuerza, 
erigiendo  á  la  lealtad  en  virtud  suprema  y  cul- 
tivándola profundamente,  puesto  que  á  su  som- 
bra se  perpetuaba  el  privilegio,  y  las  institucio- 
nes asumían,  sin  esperanza  de  cambio,  la  abso- 
luta y  anhelada  inmovilidad. 

La  religión,  única  influencia  íntima  en  el  alma 
popular,  fomentó  aquella  virtud,  bajo  la  forma 
de  respeto  místico  que  la  acercaba  al  culto,  in- 
móvil también  en  su  afirmación  de  eternidad;  y 
esto  sucedía  precisamente  cuando  el  mundo  en- 
tero empezaba  la  evolución  industrial,  que  ha- 
bía de  producir  la  democracia  en  política  y  el 
positivismo  en  filosofía,  formas  flexibles  por  ex- 
celencia, es  decir  de  adaptación  constante  á  su  5 
medios. 

El  ideal  español  procedía  á  la  inversa,  pues 
residiendo  para  él  en  la  religión  y  en  la  monar- 
quía la  perfección  absoluta,  que  les  aseguraba 
por  de  contado  la  eternidad,  era  el  medio  lo  que 
debía  adaptarse  á  ellas.  La  existencia  de  aquel 
pueblo  quedó  establecida  sobre  esa  transgresión 


—  86  — 

de  una  ley  natural,  y  todo  su  esfuerzo  había  de 
consagrarse  en  lo  sucesivo  á  mantener  seme- 
jante situación. 

Nada  lo  acobardaría,  ni  siquiera  el  espectácu- 
lo de  ese  derrumbe  vertiginoso,  que  un  siglo 
después  del  gigantesco  Carlos  V,  iba  á  desenla- 
zarse, conservando  el  estigma  atávico,  en  la 
elegante  degeneración  de  Felipe  IV— aquel  dan- 
dy  déla  catástrofe,  que  veía  arruinarse  su  im- 
perio entre  comedias,  amores  de  bambalinas  y 
disputas  teológicas  sobre  la  Inmaculada  Con- 
cepción. 

El  estado  anormal  quedaba  erigido  en  la  ley 
eterna;  y  ese  ideal  absurdo,  que  el  pueblo  aco- 
gió con  candorosa  altivez,  imposibilitaba  para 
siempre  todo  progreso,  á  despecho  de  cualquier 
éxito  material. 


II 


El  futuro  imperio  y  su  habitante. 

El  territorio  que  á  los  ochenta  y  cuatro  años 
•de  su  descubrimiento  formaría  el  centro  del 
Imperio  Jesuítico,  parecía  realizar  con  su  belle- 
za las  leyendas  circulantes  en  la  España  con- 
quistadora, sobre  aquel  Nuevo  Mundo  tan  man- 
so y  tan  proficuo. 

Si  Colón  se  había  creído  en  las  inmediaciones 
del  Paraíso  al  tocar  la  costa  firme,  arrebatada 
su  misma  imaginación  de  comerciante  con  la 
maravilla  tropical,  los  conquistadores  que  en- 
traron al  centro  del  Continente  por  el  Plata  y 
por  el  Sur  del  Brasil,  pudieron  suponer  lo  pro- 
pio. 

Menos  grandioso  el  paisaje;  pero  más  poéti- 
co; añadiendo  los  encantos  del  clima  y  del  ac- 
ceso fácil  á  su  gracia  original,  y  alternando  en 
discreta  proporción  el  bosque  virgen  con  la 
llanura,  el  río  enorme  con  el  arroyo  pintores- 
co, su  belleza  se  adaptaba  mucho  mejor  á  aque- 
llos temperamentos  meridionales. 

Por  grande  que  fuera  su  rudeza,  el  entusias- 


—  88  — 

mo  debió  llegar  á  lo  grandioso,  si  se  considera 
el  fondo  místico  de  la  empresa  y  sus  contornos 
épicos.  La  geografía,  recién  escapada  á  las  in- 
venciones medioevales,  que  durante  mil  años 
estuvieron  tomando  de  Plinio  cuanto  hay  en 
éste  de  más  quimérico,  aumentaba  con  lo  in- 
cierto de  sus  datos  la  impresión  legendaria. 

Las  ideas  reinantes  sobre  el  Nuevo  Mundo 
eran  en  realidad  tan  vagas,  que  en  1526,  cuan- 
do la  expedición  de  Gaboto  empezó  definitiva- 
mente la  conquista  del  Río  de  la  Plata  y  del 
Paraguay,  Francois  de  Moyne,  en  su  tratado 
De  Orbis  situ  ac  descriptione ,  tomaba  al  Asia, 
á  la  Europa  y  á  Méjico,  por  un  solo  continente, 
atribuyendo  una  costa  no  interrumpida  y  co- 
mún á  la  Suecia,  la  Rusia,  la  Tartaria,  Terra- 
nova  y  la  Florida.  Verdad  es  que  en  1550,  Pie- 
rre  Desceliers  protestó  de  semejante  confusión 
en  su  mapa-mundi,  aludiendo  visiblemente  á 
Moyne;  pero  la  perplejidad  siguió  por  muchos 
años  todavía,  engendrando  los  planes  más  in- 
sensatos. 

El  nuevo  país  de  que  la  conquista  se  enseño- 
raba,  no  favorecía  mucho,  sin  embargo,  las 
empresas  puramente  bélicas;  y  así,  sus  ocupan- 
tes debieron  limitarse  casi  del  todo  al  cometido 
de  exploradores.  Los  naturales  presentaron  es- 
casa resistencia,  los  grandes  ríos  facilitaron 
desde  el  comienzo  las  excursiones,  y  puede  de- 
cirse que,  fuera  del  bosque,  la  arduidad  de  la 
empresa  no  fué  extrema. 

La  comarca  se  brindaba  á  primera  vista  pa- 
ra la  fundación  de  un  vasto  imperio.  Desde  su 


—  89  — 

geología  hasta  su  habitante,  todo  presentaba 
caracteres  uniformes. 

Sobre  las  areniscas  rojas,  sincrónicas  con  el 
período  cretáceo  al  parecer,  y  en  todo  caso  muy 
antiguas,  un  vasto  derrame  de  basalto  impri- 
mió al  terreno  su  fisonomía  actual.  Otros  dos 
productos  de  este  fenómeno,  la  completaron  en 
la  forma  enteramente  peculiar  que  hasta  hoy 
reviste.  El  primero  es  un  ocre  ferruginoso,  que 
en  las  capas  profundas  se  manifiesta  compacto 
y  negruzco,  pulverizándose  y  oxidándose  al 
contracto  del  aire,  hasta  constituir  la  arcilla  co- 
lorada que  forma  el  suelo  de  la  región;  el  otra 
es  un  conglomerado  de  grava,  en  un  cemento 
ferruginoso  también,  verdadera  escoria  que  re- 
llenó las  grietas  del  basalto,  y  cuyo  clivaje  de- 
nota vagamente  una  disposición  prismática, 
que  facilita  su  desprendimiento  en  bloques  casi 
regulares.  La  nomenclatura  popular  llama  á 
esta  roca  piedra  tacurú,  por  la  semejanza  que 
presenta  con  la  estructura  interna  de  los  hor- 
migueros de  este  nombre.  Sus  yacimientos,  que 
fueron  muchas  veces  canteras  jesuíticas,  per- 
miten estudiarla  bien,  pues  aquellos  trabajos  la 
pusieron  al  descubierto  en  grandes  superficies; 
y  la  regularidad  de  sus  bloques,  de  setenta  á 
ochenta  centímetros  por  costado  generalmente, 
sorprende  por  su  parecido  con  la  cristalización 
basáltica  á  la  cual  acompañó. 

Nuevos  sacudimientos  del  suelo  proyectaron 
á  través  de  las  grietas  los  asperones  primitivos,, 
cuyo  horizonte  actual  patentiza  claramente  es- 
te fenómeno.  En  la  costa  paraguaya,  frente  á 


—  90  — 

San  Ignacio,  hay  una  gruta  que  poneá  la  vista 
el  levantamiento  en  cuestión;  y  los  cerrillos  de 
Teyú  Cuaré,  en  la  ribera  argentina,  lo  ratifican 
mejor  quizá  con  sus  vivas  estratificaciones.  Si 
el  cauce  del  Alto  Paraná  es,  como  se  cree,  una 
grieta  volcánica,  á  lo  menos  hasta  aquella  al- 
tura—y ello  me  parece  evidente,— esos  bancos 
de  arenisca  en  sus  orillas,  demostrarían  la  su- 
puesta proyección. 

Abundan  también  los  lechos  de  cuarzo  cris- 
talino y  aun  agatado,  aunque  éste  menos  co- 
mún, predominando  la  misma  roca  en  los  can- 
tos rodados  de  los  ríos.  Las  cornalinas  y  calce- 
donias que  suele  hallarse  entre  éstos,  deben 
provenir  de  las  sierras  brasileñas,  pues  su  pe- 
quenez indica  lo  largo  del  camino  que  han  de- 
bido recorrer;  pero  éstos  son  ya  detalles  geoló- 
gicos. 

Lo  que  predomina  es  el  basalto  y  los  com- 
puestos ferruginosos,  desde  el  ocre  y  el  con- 
glomerado que  antes  mencioné,  hasta  el  mine- 
ral nativo,  fácilmente  hallable  en  la  costa  del 
Uruguay,  y  los  titanatos  que  con  aspecto  de 
azúrea  pólvora,  jaspean  profusamente  las  are- 
nas. 

A  esta  exclusividad  corresponde  una  no  me- 
nos singular  ausencia  de  sal  y  de  calcáreo;  pues 
fuera  del  carbonato  de  cal,  elemento  de  las  me- 
lafiras  mezcladas  al  basalto  en  ciertos  puntos, 
y  de  algunas  tobas,  estratificados  de  la  misma 
sustancia,  que  figuran  en  nodulos  libres,  pero 
con  mucha  parsimonia  en  los  terrenos  de  aca- 
rreo, no  se  advierte  ni  vestigios.  Las  aguas, 


—  91  — 
extraordinariamente  dulces,  demuestran  tam- 
bién esta  escasez. 

Un  rojo  de  almagre  domina  casi  absoluto  en 
el  terreno,  contribuyendo  á  generalizar  su  ma- 
tiz, los  yacimientos  de  piedra  tacurú,  fuerte- 
mente herrumbrados;  los  basaltos  y  melaflras, 
con  su  aspecto  de  ladrillo  fundido,  y  el  variado 
rosa  de  los  asperones;  con  más  que  éstos  son 
accidentes  nimios,  pues  la  tierra  colorada  lo 
cubre  todo. 

El  carácter  geológico  es  uniforme,  pues,  y 
con  mayor  razón  si  se  considera  su  área  in- 
mensa; pues  tanto  las  arcillas  rojas,  como  el 
traquito  del  que  se  las  considera  sincrónicas,  se 
dilatan  en  línea  casi  recta  hasta  el  Mar  Caribe, 
constituyendo  el  asiento  de  la  gran  selva  ame- 
ricana, extendida  por  la  misma  extensión,  con 
el  mismo  carácter  de  unidad  sorprendente.  Di- 
ríase que  la  extraordinaria  permeabilidad  de 
ese  ocre,  facilitando  la  penetración  de  las  aguas 
pluviales  en  su  seno,  y  en  caso  de  sequía  la 
imbibición  por  contacto  con  los  depósitos  pro- 
fundos, mantiene  la  humedad  enorme  que  se- 
mejante vegetación  requiere;  ocasionando  á  la 
vez  poderosas  evaporaciones,  (1)  condensadas 
luego  en  aquellas  lluvias  constantes,  cuya  plu- 
viometría alcanza  al  promedio  anual  de  2  me- 
tros en  Misiones,  y  de  3  arriba  en  el  Norte  del 
Paraguay,  contándose  aguaceros  de  800  milí- 


(1)  A  las  diez  de  la  mañana  siguiente  de  una  noche  lluviosa,  el 
caminante  ve  levantarse,  casi  bajo  sus  pies,  densos  vapores  en  to- 
dos los  sitios  descubiertos. 


—  92  -- 

metros.  Esto  explicaría  bien,  me  parece,  la  re- 
lación entre  el  bosque  y  su  suelo. 

La  ausencia  de  sal  y  de  calcáreo,  que  en  Cór- 
doba coexisten  con  las  areniscas  rojas  del  ex- 
tremo boreal  de  su  sierra,  y  en  los  Andes  con 
los  basaltos  del  Neuquen,  puede  que  se  haya 
debido  en  parte— pues  nunca  fué  abundante  de 
seguro,— á  la  levigación,  fácilmente  ejecutada 
por  las  lluvias  en  suelo  tan  permeable,  pare- 
ciéndome  igualmente  claro  que  á  esta  causa 
obedezca  también  su  pobreza  fosilífera. 

Salvo  algunas  impresiones  en  las  areniscas, 
los  fósiles  propiamente  dichos  son  tan  escasos, 
que  puede  considerárselos  ausentes.  La  falta  de 
calcáreo  y  de  sal,  explica  esto  en  buena  parte; 
pero  como  ella  resultaría  á  su  vez  de  la  per- 
meabilidad del  suelo,  y  de  las  lluvias  excesi- 
vas, en  estas  causas  queda  comprendido  todo. 

A  esa  inmensa  fertilidad,  se  agregábalo  fíen- 
te del  paisaje  en  el  centro  del  futuro  Imperio 
Jesuítico.  El  derrame  basáltico,  dio  al  suelo  un 
aspecto  generalmente  ondulado  por  oteros  y 
lomas  que  se  alzan  á  montañas,  pero  nunca 
imponentes  ni  enormes,  desde  que  su  mayor 
altitud  alcanza  en  lo  que  fué  el  límite  N.  E.  de 
aquél,  á  750  metros. 

El  triángulo  formado  por  la  laguna  Ibera  y 
los  ríos  Uruguay,  Miriñay  y  Paraná,  es  decir 
el  actual  territorio  de  Misiones,  hasta  el  parale- 
lo 26°,  fué  el  centro  del  Imperio,  y  su  aspecto 
da  en  conjunto  la  característica  de  la  región. 

Cruzado  por  la  Sierra  del  Imán,  casi  paralela 
á  los  dos  grandes  ríos  cuyas  aguas  divide,  for- 


—  93  — 
maba  un  término  medio  entre  la  gran  selva  y 
las  praderas,  contando  además  con  la  monta- 
ña y  con  la  vasta  zona  lacustre  de  la  misterio- 
sa Ibera,  vale  decir  con  todas  las  condiciones 
necesarias  para  una  múltiple  explotación  indus- 
trial. 

Del  propio  modo  que  en  las  comarcas  del 
Brasil  y  del  Paraguay,  situadas  a  igual  latitud, 
el  bosque  no  es  continuo  en  la  región  misione- 
ra. La  gran  selva  se  inicia  con  manchones  re- 
dondos, que  tienen  ya  toda  su  espesura;  pero 
faltan  todavía  algunas  plantas  más  peculiares, 
como  los  pinos  y  la  hierba,  cuya  aparición  se- 
ñala el  comienzo  de  los  bosques  continuos.  Es- 
tos, como  en  las  dos  naciones  antedichas,  están 
formados  por  los  mismos  individuos;  pero  en 
la  región  argentina,  más  broceada  por  la  ex- 
plotación industrial,  no  son  ahora  tan  lozanos. 

Generalmente  circulares,  fuera  de  los  sotos, 
donde  como  es  natural,  serpentean  con  el  cau- 
ce, su  espesura  se  presenta  igual  desde  la  en- 
trada. No  hay  matorrales  ni  plantas  aisladas 
que  indiquen  una  progresiva  dispersión.  Desde 
la  vera  al  fondo,  la  misma  profusión  de  alma- 
cigo; el  mismo  obstáculo  casi  insuperable  al 
acceso;  la  misma  serenidad  mórbida  de  inver- 
náculo. 

Su  silencio  impresiona  desde  luego,  tanto  co- 
mo su  despoblación;  los  mismos  pájaros  huyen 
de  su  centro,  donde  no  hay  campo  para  la  vis- 
ta ni  para  las  alas.  Nunca  el  viento,  muy  escaso 
por  otra  parte  en  la  región,  conmueve  su  espe- 
sura. Los  herbívoros  se  arriesgan  pocas  veces 


-  94  — 

en  ella,  y  tampoco  la  frecuentan  entonces  los 
felinos.  Algún  carnicero  necesitado,  ó  aventu- 
rero marsupial,  como  el  coatí  y  la  comadreja, 
afrontan,  trepando  al  acecho  por  los  árboles, tan 
difícil  vegetación,  en  busca  de  tal  cual  rata  ó 
murciélago  durmiente;  pero  aun  esto  mismo 
acontece  rara  vez.  Los  árboles  necesitan  esti- 
rarse mucho  para  alcanzar  la  luz  entre  aquella 
densidad,  resultando  así  esbeltamente  despro- 
porcionados entre  su  altura  y  su  grueso. 

Los  escasos  claros,  redondeados  por  la  ex- 
pansión helicoidal  de  los  ciclones,  ó  las  sendas 
que  cruzan  el  bosque,  permiten  distinguir  sus 
detalles.  Admirables  parásitas,  exhiben  en  la 
bifurcación  de  los  troncos,  cual  si  buscaran  el 
contraste  con  su  rugosa  leña,  elegancias  de 
jardín  y  frescuras  de  legumbre.  Las  orquídeas 
sorprenden  aquí  y  allá,  con  el  capricho  entera- 
mente artificial  de  sus  colores;  la  preciosa  «al- 
jaba» es  abundantísima,  por  ejemplo.  Liqúenes 
profusos,  envuelven  los  troncos  en  su  lana  ver- 
dácea.  Las  enredaderas  cuelgan  en  desorden 
como  los  cables  de  un  navio  desarbolado,  for- 
mando hamacas  y  trapecios  á  la  azogada  ver- 
satilidad de  los  monos;  pues  todo  es  entrar  li- 
bremente el  sol  en  la  maraña,  y  poblarse  ésta 
de  salvajes  habitantes. 

Abundan  entonces  los  frutos,  y  en  su  busca 
vienen  á  rondar  al  pie  de  los  árboles,  el  pécari 
porcino,  la  avizora  paca,  el  agutí,  de  carne  ne- 
gra y  sabrosa,  el  tatú  bajo  su  coraza  invulne- 
rable; y  como  ellos  son  cebo  á  su  vez,  acuden 
sobre  su  rastro  el  puma,  el  gato  montes  ele- 


—  95  — 

gante  y  pintoresco,  el  aguará  en  piel  de  lobo, 
cuando  no  el  jaguar,  que  á  todos  ahuyenta  con 
su  sanguinaria  tiranía. 

Bandadas  de  loros  policromos  y  estridentes, 
se  abaten  sobre  algún  naranjo  extraviado  entre 
la  inculta  arboleda;  soberbios  colibríes  zumban 
sobre  los  azahares,  que  á  porfía  compiten  con 
los  frutos  maduros;  jilgueros^  cardenales, 
cantan  por  allá  cerca;  algún  tucán  preci- 
pita su  oblicuo  vuelo,  alto  el  pico  enorme  en 
que  resplandece  el  anaranjado  más  bello;  el  ne- 
gro yacutoro  muge,  inflando  su  garganta  que 
adorna  roja  guirindola,  y  en  la  espesura  ama- 
da de  las  tórtolas,  lanza  el  pájaro-campana  su 
sonoro  tañido. 

Haya  en  las  cercanías  un  arroyo,  y  no  falta- 
rán los  capivaras,  las  nutrias,  el  tapir  que  al 
menor  amago  se  dispara  como  una  bala  de  ca- 
ñón por  entre  los  matorrales,  hasta  azotarse  en 
la  onda  salvadora;  el  venado,  nadador  esbelto. 
Cloqueará  con  carcajada  metálica,  la  chuña 
anunciadora  de  tormentas;  silbarán  en  los  des- 
campados las  perdices,  y  más  de  un  yacaré  so- 
ñoliento y  glotón,  sentará  sus  reales  en  el  pró- 
ximo estero. 

En  el  suelo  fangoso  brotarán  los  heléchos, 
cuyas  elegantes  palmas  alcanzan  metro  y  me- 
dio de  desarrollo,  ora  alzándose  de  la  tierra, 
ora  encorvándose  al  extremo  de  su  tronco  ar- 
borescente, con  una  simetría  de  quitasol.  Tré- 
boles enormes  multiplicarán  sus  florecillas  de 
lila  delicado;  y  la  ortiga  gigante,  cuyas  fibras 
dan  seda,  alzará  hasta  cinco  metros  su  espinoso 


—  96  — 

tallo,  que  arroja  á  la  punción  un  chorro  de 
agua  fresca. 

Por  los  faldeos  y  cimas,  la  vegetación  arbó- 
rea alcanza  su  plenitud  en  los  cedros,  urunda- 
yes y  timbos  gigantescos.  El  follaje  es  de  una 
frescura  deliciosa,  sobre  todo  en  las  riberas, 
donde  forma  un  verdadero  muro  de  altura  uni- 
forme y  verdor  sombrío,  que  acentúa  su  as- 
pecto de  seto  hortense,  sobre  el  cual  destacan 
las  tacuaras  su  panoja,  en  penachos  de  felpa 
amarillenta  que  alcanzan  ocho  metros  de  ele- 
vación; descollando  por  su  elegancia,  entre  to- 
dos esos  árboles  ya  tan  bellos,  el  más  peculiar 
de  la  región— la  planta  de  la  hierba,  semejante 
á  un  altivo  jazminero. 

Reina  un  verdor  eterno  en  esas  arboledas,  y 
sólo  se  conoce  en  ellas  el  cambio  de  estación, 
cuando,  al  entrar  la  pri  mavera,  se  ve  surgir 
sobre  sus  copas  la  más  eminente  de  algún  lapa- 
cho, rugoso  gigante  que  no  desdeña  florecer 
en  rosa,  como  un  duraznero,  arrojando  aque- 
lla nota  tierna  sobre  la  tenebrosa  esmeralda  de 
la  fronda. 

Nada  más  ameno  que  esos  trozos  de  selva, 
destacándose  con  decorativa  singularidad  sobre 
el  almagre  del  suelo.  Sus  meandros  parecen  ca- 
prichos de  jardinería,  que  encierran  entre  glo- 
rietas verdaderas  pelouses.  Los  pastos  duros  de 
la  región,  fingen  á  la  distancia  peinados  céspe- 
des; y  el  paisaje  sugiere  á  porfía,  correcciones 
de  horticultura. 

Las  palmeras— sobre  todo  el  precioso  pindó, 
de  hojas  azucaradas  como  las  del  maíz,— po- 


-   97  - 

nen,  si  acaso,  una  nota  exótica  en  el  conjunto, 
al  lanzar  con  gallardía,  me  atrevo  á  decir  jóni- 
ca, sus  tallos  blanquizcos  á  manera  de  cimbran- 
tes cucañas;  pero  nada  agregan  de  salvaje,  nada 
siquiera  de  abrumador  á  la  circunstante  gran- 
deza. Esta  se  conserva  elegante  sobre  todo,  y 
los  palmares  que  comienzan  cada  uno  de  esos 
bosques,  dan  con  su  columnata^a  impresión  de 
un  pronaos  ante  la  bóveda  forestal. 

Serrezuelas  entre  las  cuales  corren  ahocina- 
dos arroyos  clarísimos,  que  acaudalan  con  vio- 
lencia á  cada  paso  las  lluvias,  figuran  en  el  pai- 
saje como  un  verdadero  adorno  formado  por 
enormes  ramilletes.  Los  pantanos  nada  tienen 
de  inmundo,  antes  parecen  floreros  en  su  ex- 
cesivo verdor  palustre.  Los  naranjos,  que  se 
han  ensilvecido  en  las  ruinas,  prodigan  su  bal- 
sámico tributo  de  frutas  y  flores,  todo  en  uno. 
El  más  insignificante  manantial  posee  su  marco 
de  bambúes;  y  la  fauna,  aun  con  sus  fieras, 
verdaderas  miniaturas  de  las  temibles  bestias 
del  viejo  mundo,  contribuye  á  la  impresión  de 
inocencia  paradisíaca  que  inspira  ese  privilegia- 
do país. 

Reptiles  numerosos,  pero  mansos,  causan 
daño  apenas;  los  insectos  no  incomodan,  sino 
en  el  corazón  del  bosque;  hasta  las  abejas  care- 
cen de  aguijón,  y  no  oponen  obstáculo  alguno 
al  hombre  que  las  despoja,  ó  al  hirsuto  taman- 
dúa que  las  devora  con  su  miel. 

Las  mismas  tacuaras  ofrecen  en  sus  nudos  un 
regalo  al  hombre  de  la  selva,  con  las  crasas  lar- 
vas del  tarnbú,  análogas,  si  no  idénticas  en  mi 

EL  IMPERIO.— 7 


-  98  - 

opinión,  á  las  del  ciervo  volador,  que  Lúculo 
cataba  goloso. 

El  clima,  salubre  á  pesar  de  su  humedad  ex- 
traordinaria, presenta  como  único  inconvenien- 
te un  poco  de  paludismo  en  las  tierras  muy  ba- 
jas. La  escarcha  de  algunas  noches  invernales, 
no  causa  frío  sino  hasta  que  sale  el  sol,  y  el  pro- 
medio de  la  temperatura  viene  á  dar  una  pri- 
mavera algo  ardiente.  Viento  apenas  hay,  fue- 
ra de  las  turbonadas  en  la  selva.-  Neblinas  que 
son  diarias  durante  el  invierno,  envuelven  en 
su  tibio  algodón  á  las  perezosas  mañanas.  Aho- 
gan los  ruidos,  amenguan  la  actividad,  retar- 
dan el  día,  y  su  acción  enervante  debe  influir 
no  poco  en  la  indolencia  característica  de  aque- 
lla gente  subtropical. 

Cerca  de  mediodía,  aquel  muelle  vellón  se 
rompe.  El  cielo  se  glorifica  profundamente; 
verdean  los  collados;  silban  las  perdices  en  las 
cañadas;  y  por  el  ambiente,  de  una  suavidad 
quizá  excesiva,  como  verdadero  símbolo  de 
aquella  imprevisora  esplendidez,  el  morpho  Me- 
nelaus,  la  gigantesca  mariposa  azul,  se  cierne 
lenta  y  errátil,  joyando  al  sol  familiar  sus  cerú- 
leas alas. 

A  la  tarde,  el  espectáculo  solar  es  magnífico, 
sobre  los  grandes  ríos  especialmente,  pues  den- 
tro el  bosque  la  noche  sobreviene  brusca,  ape- 
nas disminuye  la  luz.  En  las  aguas,  cuyo  cauce 
despeja  el  horizonte,  el  crepúsculo  subtropical 
despliega  toda  su  maravilla. 

Primero  es  una  faja  amarillo  de  hiél  al  Oeste,, 
correspondiendo  con  ella  por  la  parte  opuesta 


—  99  - 

una  zona  baja  de  intenso  azul  eléctrico,  que 
se  degrada  hacia  el  cénit  en  lila  viejo  y  suce- 
sivamente en  rosa,  amoratándose  por  último 
sobre  una  vasta  extensión,  donde  boga  la  luna. 
Luego  este  viso  va  borrándose/.mientras  sur- 
ge en  el  ocaso  una  horizontal  claridad  de  ana- 
ranjado ardiente,  que  asciende  a,l  oro  claro  y  al 
verde  luz,  neutralizado  en  una  tenuidad  de 
blancura  deslumbradora. 

Como  un  vaho  sutilísimo  embebe  á  aquel 
matiz  un  rubor  de  cutis,  enfriado  pronto  en  lila 
donde  nace  tal  cual  estrella;  pero  todo  tan  cla- 
ro, que  su  reflexión  adquiere  el  brillo  de  un  co- 
losal arco-iris  sobre  la  lejanía  inmensa  del  río. 
Este,  negro  á  la  parte  opuesta,  negro  de  plo- 
mo oxidado  entre  los  bosques  profundos  que 
le  forman  una  orla  de  tinta  china,  rueda  fren- 
te al  espectador  densas  franjas  de  un  rosa  ló- 
brego. 

Un  silencio  magnífico  profundiza  el  éxtasis 
celeste.  Quizá  llegue  de  la  ruina  próxima,  en 
un  soplo  imperceptible,  el  aroma  de  los  azaha- 
res. Tal  vez  una  piragua  se  destaque  de  la  ri- 
bera asaz  sombría,  engendrando  una  nueva 
onda  rosa,  y  haciendo  blanquear ,  como  una 
garza  á  flor  de  agua,  la  camisa  de  su  remero... 
El  crepúsculo,  radioso  como  una  aurora,  tar- 
da en  decrecer;  y  cuando  la  noche  empieza  por 
Í  último  á  definirse,  un  nuevo  espectáculo  em- 
bellece el  firmamento.  Sobre  la  línea  del  hori- 
zonte, el  lucero,  tamaño  como  una  toronja,  ha 
aparecido,  palpitando  entre  reflejos  azules  y 
"■**■ """"""" 


—  100  — 

viento  agita.  Su  irradiación  proyecta  verdade- 
ras llamas,  que  describen  sobre  el  agua  una 
clara  estela,  á  pesar  de  la  luna,  y  la  primera 
impresión  es  casi  de  miedo  en  presencia  de  tan 
enorme  diamante. 

Dije  ya  que  aquellas  tierras  se  prestan  á  to- 
das las  producciones.  Hay,  sin  embargo,  algu- 
nas singularidades  debidas  á  la  constitución 
geológica.  Falta  desde  luego  la  tierra  vegetal, 
el  humus,  que  sólo  se  encuentra  en  fajas  de  se- 
senta metros,  término  medio,  á  las  orillas  de 
los  arroyos,  y  en  limitadas  áreas  bajo  los  bos- 
ques, como  si  su  formación  fuera  difícil,  ora 
por  la  evolución  laboriosa  de  la  arcilla,  ora  por 
ser  muy  nuevos  los  terrenos.  Así,  las  Misiones 
propiamente  dichas,  se  prestan  poco  á  la  cría 
de  ganados.  Las  praderas  no  producen  duran- 
te el  invierno  más  que  pastos  muy  duros— es- 
partillo  casi  en  su  totalidad,— y  el  bosque  es 
más  escaso  todavía.  Los  ganados  enflaquecen 
horriblemente  y  sucumben  en  grandes  canti- 
dades; pues  el  recurso  de  darles  á  comer  cier- 
tas palmeras  y  bambúes,  es  demasiado  costoso 
para  dehesas  un  tanto  crecidas.  Durante  el  ve- 
rano, las  cosas  andan  poco  mejor,  no  exis- 
tiendo en  realidad  otro  forraje  natural  que  la 
gramilla  de  los  terrenos  pantanosos,  con  su 
precario  rendimiento.  Sólo  el  maíz,  que  da  casi 
siempre  dos  cosechas,  y  algunas  veces  tres  por 
año,  podría  compensar  tal  escasez,  como  ele- 
mento de  ceba;  pero  queda  otro  inconveniente 
más  grave  aún;  quiero  referirme  á  la  falta  de 
sal,  que  no  existe  sino  en  pequeños  ribazos  de 


—  101  — 
terreno  vagamente  salitroso,  preferidos  por  los 
animales  del  bosque,  aunque  de  todo  punto  in- 
suficientes para  grandes  rebaños.  La  sarna,  la 
tuberculosis  y  las  afecciones  intestinales,  cau- 
san estragos  al  faltar  ese  elemento,  impidiendo 
casi  del  todo  la  cría  en  grande  escala. 

Entiendo  que  en  los  esteros  del  río  Corrien- 
tes se  ha  hecho  alguna  vez  con'éxito  la  tentati- 
va de  obtenerlo,  evaporando  las  aguas  palus- 
tres; y  es  sabido  que  aquéllos  son  campos  de 
pastoreo;  mas  no  sé  que  esto  haya  pasado,  ni 
con  mucho,  á  una  explotación  regular. 

Fuera  de  ese  inconveniente,  nada  pone  obs- 
táculos á  una  vasta  prosperidad. 

Abundan  las  ricas  maderas,  de  tal  modo,  que 
el  cedro  reemplaza  al  pino  en  la  carpintería  or- 
dinaria. Los  jesuítas  habían  cultivado  con  éxi- 
to el  arroz,  pudiendo  verse  aún  en  ciertos  te- 
rrenos bajos,  durante  las  sequías,  vestigios  de 
sus  rastrojos.  El  trigo,  que  ahora  no  figura  en- 
tre los  ramos  de  producción,  bastaba  entonces 
para  la  harina  de  consumo.  El  algodón,  el  ca- 
cao y  el  añil,  producían  buenos  rendimientos  y 
las  viñas  dieron  regulares  cosechas  de  vino. 

La  caña  de  azúcar,  echa  tallos  macizos  hasta 
de  cinco  metros  de  longitud  y  grueso  extraor- 
dinario; el  tabaco  brota  pródigo,  y  ya  he  habla- 
do del  maíz.  Los  naranjos  se  han  transportado 
de  las  antiguas  reducciones  al  bosque,  y  donde 
quiera  que  los  indios  llevaban  provisión  de  sus 
frutos:  las  canteras,  puestos  de  pastoreo  y  plan- 
tíos de  hierba-mate.  Por  fin,  estos  últimos  cons- 
tituyen una  riqueza  peculiar,  que  será  enorme, 


—  102  — 

cuando  se  vuelva  al  cultivo  hortense  cuyo  éxi- 
to demostraron  los  jesuítas.  (1) 

Sobra  en  el  reino  mineral  la  piedra  de  cons- 
trucción, representada  por  la  tacurú  y  los  as- 
perones. El  hierro  se  presenta  con  profusión,  y 
existe  algún  cobre  que  los  jesuítas  laborearon. 
No  tengo,  respecto  al  plomo,  otro  dato  que  ha- 
ber hallado  en  el  pueblo  de  Concepción  una  ba- 
la de  falconete,  puesta  ahora  en  el  Museo  histó- 
rico; pero  ella  pudo  pertenecer  al  ejército  lusi- 
tano-español que  reprimió  la  insurrección  de 
1751.  Las  minas  de  metales  preciosos,  cuyo  se- 
creto se  atribuye  á  los  jesuítas,  no  han" pasado 
de  un  sueño,  lo  propio  que  los  criaderos  dia- 
mantíferos. Uno  que  otro  topacio,  tal  cual  cor- 
nalina y  amatista,  es  todo.  Los  cuarzos  cristali- 
nos, muy  interesantes,  han  inspirado  quizá  la 
leyenda  adamantina. 

La  falta  de  cal  ya  mencionada,  dio  margen 
también  á  muchas  conjeturas.  Como  los  tem- 
plos jesuíticos  estaban  blanqueados,  el  campo 
de  la  suposición  quedaba  abierto  al  fallar  entera- 
mente las  canteras. 

Se  afirmó  entonces  que  los  padres  habían 
empleado  la  tabatinga,  ocre  blanquizco  que 
abunda  en  el  Brasil;  pero  esto  es  inadmisible, 
porque  los  vestigios  de  reboque  y  las  argama- 
sas que  traban  aún  algunas  paredes,  revelan  la 
existencia  de  la  cal.  Lo  que  hubo,  quizá,  fué  al- 


en Se  ha  pretendido  restaurarlo  en  el  Paraguay;  pero  la  gente 
del  pueblo  cree  allá,  que  quien  planta  hierba  muere  al  año  siguien- 
te, y  todo  fracasó.  El  ocio  tropical  tiene  un  incentivo  hasta  en  las 
leyendas. 


—  103  — 

gún  rancho  de  las  reducciones  blanqueado 
con  el  singular  producto. 

Fundados  en  la  célebre  «Memoria»  de  Doblas, 
algunos  han  repetido  con  éste  que  Ta  cal  se  ex- 
traía de  los  caracoles  blancos,  no  muy  nume- 
rosos por  cierto  en  el  territorio,  y  después  de 
todo  insuficientes;  (1)  pero  puede  existir  en  esta 
explicación  de  apariencia  tan  nimia,  un  fondo 
de  verdad,  si  se  considera  que  en  la  costa  bra- 
sileña del  Uruguay,  frente  á  Garruchos,  existe 
un  banco  de  conchas  fósiles,  el  cual  presenta 
señales  de  explotación.  Quedaba  en  territorio 
jesuítico,  y  á  corta  distancia  de  la  reducción  de 
San  Nicolás. 

Otros  han  pretendido  que  el  artículo  en  cues- 
tión, iría  de  Buenos  Aires  como  elemento  de  or- 
nato, y  creo  que  algo  de  esto  pudo  haber;  pero 
su  profusión,  sobre  todo  en  los  templos  de  fe- 
cha más  reciente,  me  ha  hecho  pensar  en  can- 
teras allá  mismo  explotadas.  Hay  un  dato  que 
revela  su  probabilidad.  En  el  «Diario»  del  reco- 
nocimiento, que  el  Virrey  mandó  ejecutar  en 
1790  sobre  la  costa  occidental  del  río  Paraguay, 
su  autor,  el  piloto  Ignacio  Pasos,  afirma  que 
por  la  mencionada  margen,  á  los  19°55'  y  jun- 
to al  paraje  llamado  Presidio  de  Coimbra,  ha- 
bía «mucha  piedra  de  cal».  Lo  análogo  de  esta 
región  con  la  misionera,  refuerza  el  indicio;  y 
€omo  nadie  ha  practicado  una  exploración  de 
todos  los  puntos  que  ocuparon  los  jesuítas, 
puede  que  la  supuesta  cantera   permanezca 


(1)    Habrían  servido  mejor  las  tobas  de  que  hablé  en  otro  lugar; 
mas  no  hay  señal  de  que  se  las  empleara  tampoco. 


-  104  — 

oculta.  El  hecho  de  que  el  bosque  haya  cubier- 
to los  puntos  donde  el  suelo  fué  removido,  ex- 
plicaría, por  otra  parte,  la  ocultación. 

Pero  ya  insistiré  mejor  sobre  estos  detalles 
en  el  capítulo  descriptivo  de  las  ruinas. 

El  suelo  igual  y  la  selva  uniforme,  en  unión 
de  un  clima  que  lo  es  más  aún  por  su  carácter 
tropical,  engendraron  la  unidad  de  raza  en  el 
habitante. 

Sea  cualquiera  la  opinión  de  ciertos  etnólogos 
fantásticos,  creo  que  lo  más  sensato  es  agrupar 
á  las  tribus,  dispersas  en  el  ámbito  de  la  gran 
selva,  bajo  el  nombre  genérico  de  «raza  gua- 
raní». 

Eran  comunes  entre  ellas,  costumbres  tan 
particulares  como  la  del  bezote,  que  desde  el 
Plata  al  Mar  Caribe  usaron  los  guerreros  in- 
dios, embutiéndose  al  efecto  en  el  labio  inferior 
cuñitas  de  madera  ó  cristales  de  cuarzo.  La  ce- 
remonia de  cortarse  una  falange  de  los  dedos, 
por  cada  pariente  que  fallecía,  alcanzó  la  mis- 
ma extensión,  así  como  el  infanticidio  del  hijo 
adulterino,  que  la  madre  ejecutaba  acto  conti- 
nuo de  su  parto.  Un  mismo  carácter  predomi- 
naba en  su  tatuaje,  su  alfarería  y  sus  armas. 
El  entierro  de  los  muertos,  con  la  cabeza  sobre- 
saliendo del  suelo  y  cubierta  por  un  tazón  de 
barro,  es  otra  peculiaridad  igualmente  difundi- 
da; sucediendo  lo  mismo  con  la  original  cir- 
cunstancia cosmogónica  de  considerar  macho 
á  la  luna  y  hembra  al  sol.  (1)  El  idioma  muy 

(1)  Como  los  Eddas  escandinavos  en  El  viaje  de  Gylfe,  El  poema 
del  enano  Allvis,  etc. 


—  105  — 

vocalizado  y  con  predominio  de  palabras  agu- 
das, como  una  vasta  onomatopeya  selvática, 
concluye  de  establecer  el  parecido;  y  ello  es 
tanto  más  notable,  cuanto  que  todos  los  indios,, 
cualquiera  que  sea  su  tribu,  se  comprenden  fá- 
cilmente entre  sí. 

Componían  probablemente  los  restos  de  una 
gran  raza  guerrera  en  disolución,  esparcidos 
por  la  selva  con  dirección  al  Oriente;  existiendo 
vestigios  de  una  emigración  poco  anterior  á  la 
conquista,  que  habría  ascendido  hacia  el  Norte 
en  dos  ramas,  provinientes  de  la  selva  subtro- 
pical, bifurcándose  por  el  litoral  atlántico  y  por 
el  centro  del  Continente. 

Ese  movimiento,  uno  de  los  tantos  que  efec- 
tuarían periódicamente  y  con  la  mayor  facili- 
dad aquellas  tribus  nómades,  á  causa  de  las 
pestes,  de  extraordinarias  sequías  que  ocasio- 
naban el  hambre,  ó  por  hábito  resultante  de  su 
estado  social,  puso  en  contacto  á  la  segunda  de 
las  ramas  supuestas,  con  la  vanguardia  incási- 
ca que  bajaba  en  sentido  inverso,  desprendien- 
do sus  falanges  conquistadoras  por  ambas  ver- 
tientes de  la  cordillera  originaria. 

No  obstante  la  divergencia  entre  la  civiliza- 
ción decadente  de  los  hombres  del  bosque,  y 
el  auge  colonizador  del  imperio  quichua,  el 
contacto  produjo  la  comunidad  de  algunas  tra- 
diciones y  costumbres,  que  es  de  suponer  im- 
puestas por  el  elemento  superior— como  la  de- 
coración de  las  alfarerías  y  la  momificación; 
bien  que  ésta  fuera  entre  los  guaraníes,  una 
simple  desecación  á  fuego  lento.  La  prueba  es 


—  106    - 

•que  la  barbarie  selvática  disminuía  mucho  al 
Norte,  en  las  regiones  de  la  actual  Venezuela 
y  del  Ecuador,  donde  la  relación  con  los  Incas 
de  Quito  sería  casi  regular,  dado  que  éstos  se 
encontraban  allá  en  su  centro  más  civilizado  y 
de  influencia  mayor  por  consiguiente. 

La  población  del  bosque,  se  tornaba  más  sal- 
vaje así  que  descendía  al  centro  y  al  Sur  del 
Continente,  donde  sólo  tuvo  algún  contacto  ac- 
cidental por  el  Chaco  con  el  quichua  civiliza- 
dor; pero  una  y  otra  raza  conservaron  su  ca- 
racterística emigratoria.  Aquélla,  siempre  den- 
tro del  bosque  familiar;  ésta,  sin  desprenderse 
de  la  montaña,  que  la  lleva  como  naturalmen- 
te en  su  transcurso  austral,  con  el  encadena- 
miento de  sus  valles. 

Es  todo  cuanto  queda  de  ese  gran  aconteci- 
miento procolombiano,  que  tantas  cosas  ha- 
bría po  lido  dilucidar,  á  ser  conocido  en  deta- 
lle; pero  los  cronistas  españoles,  si  se  exceptúa 
quizá  á  Sahagún,  y  éste  para  los  aztecas,  lle- 
vaban á  sus  narraciones  los  modales  del  ins- 
trumento curial.  Predominaba  en  ellas  la  lógi- 
ca sobre  la  verdad.  Demasiado  retóricos  para 
ser  sinceros,  todo  lo  habían  de  ajustar  á  su 
molde  clásico,  que  para  colmo  solía  venir  de 
contrabando,  y  así  resulta  raro  el  detalle  típi- 
co entre  su  fárrago  indigesto.  Después  de  mu- 
cho andar,  encuentra  uno  que  no  ha  adelanta- 
do casi  nada. 

Como  muestra  entre  cien,  basta  el  P.  Gueva- 
ra, á  quien  han  seguido  casi  todos  los  que  se 
-ocuparon  del  indio  guaraní  y  de  sus  costum- 


-  107  — 

bres.  No  advirtieron,  cuando  era  tan  fácil,  que 
su  mentada  historia  es  en  esa  parte  una  rapso- 
dia del  poema  de  Barco  Centenera  (y  ¡qué  poe- 
ma!) no  sólo  por  el  plan  idéntico,  sino  por  los 
detalles  que  vierte  á  la  letra  en  su  prosa,  tan 
insoportable  como  las  octavas  del  original.  La 
circunstancia  de  que  acoja  por  verdades,  le- 
yendas tan  inocentes  como  la  metamorfosis  de 
las  flores  del  guayacán,  transparente  adapta- 
ción del  Fénix  á  las  mariposas  americanas;  así 
como  que  atribuya  á  restos  de  gigantes  huma- 
nos, los  huesos  fósiles  descubiertos  por  las  ave- 
nidas—debieron poner  sobre  aviso  á  los  que, 
bebiendo  en  él,  no  hacían  sino  copiar  de  segun- 
da mano. 

Queda  sólo  en  pie  la  pertenencia  de  las  tribus 
guaraníes  á  una  gran  nación,  disuelta  por  la 
barbarie.  Rastros  ciertamente  vagos,  pero  no 
menos  significativos,  parecían  denunciar  esa 
unidad  superior,  en  los  grupos  centrífugos.  El 
zodíaco  les  era  común,  y  Alvear  cita  en  su 
«Relación»  algunas  ideas  astronómicas  de  los 
m.ocooíes,  que  son  ciertamente  notables. 

Tenían  estos  indios  por  su  hacedor  y  numen 
á  las  Pleyadas,  y  por  autor  de  los  eclipses  á  la 
estrella  Sirio,  lo  cual  demuestra  observaciones 
detalladas  y  la  especificación  mítica  de  ciertos 
astros,  que  para  mayor  curiosidad,  han  tenido 
aplicaciones  análogas  en  muy  distintos  pue- 
blos. El  carácter  cosmogenésico  de  las  Pleya- 
das es  bien  singular,  si  se  considera  que  para 
algunos  astrónomos  modernos,  en  dichas  es- 
trellas se  halla  el  centro  de  nuestro  Universo; 


-   108  - 

pero  esto  no  será  más  que  una  coincidencia. 

El  clima  ardiente  les  permitía  una  desnudez 
casi  total,  que  apenas  interrumpían  en  algu- 
nos, un  ponchito  terciado  al  hombro,  y  un  cas- 
quete, tejido,  así  como  la  prenda  anterior,  con 
fibras  de  palmera.  Poníanle  á  veces  plumas 
á  guisa  de  adorno,  y  en  igual  carácter  llevaban 
ajorcas  y  pulsaras  trenzadas  con  el  pelo  de  sus 
mujeres.  He  mencionado  ya  el  bezote,  gene- 
ralmente formado  por  un  cristal  de  cuarzo. 
Las  mujeres  agregaban  al  «traje»  descrito,  un 
delantalillo  duplicado  á  veces  en  taparrabo,  y 
pendientes  de  semillas  ó  conchas.  Los  actuales 
indios  cainhuá  del  Paraguay,  conservan  mu- 
chas de  estas  peculiaridades. 

La  indumentaria  de  guerra  era  un  poco  más 
complicada.  Una  corona  de  cuero,  ornada  de 
vistosas  plumas,  reemplazaba  al  casquete  des- 
crito; pinturas  trazadas  con  tabatinga  y  alma- 
gre, cubrían  el  cuerpo  del  guerrero,  imitando 
pieles  flavas  de  anta  ó  de  jaguar;  y  rodeaban 
su  garganta  sonoros  collares  de  uñas  ó  dien- 
tes bravios.  Las  pinturas,  eran  como  quien  di- 
ce el  traje  de  parada,  pero  existía  el  tatuaje  en 
ambos  sexos,  á  modo  de  distintivo  nacional. 

Por  armas  llevaban  el  arco  y  las  flechas;  la 
macana,  á  veces  incrustada  de  cuarzos  agudos; 
algunos  la  honda  y  pocos  el  chuzo.  Las  bolas, 
ineficaces  en  la  selva,  eran  un  recurso  exclusi- 
vo de  los  que  habitaban  la  llanura. 

Fieles  al  cacique,  que  por  lo  general  elegían 
sólo  en  caso  de  guerra,  nunca  llegaban  sus 
agrupaciones  gregales  á  formar  ejércitos  pro- 


—  109  — 

píamente  dichos.  Individualmente  eran  bra- 
vos, y  más  aún  sufridos,  pues  los  ritos  crueles 
€on  que  celebraban  su  entrada  en  la  pubertad 
y  sus  actos  fúnebres,  acostumbrábanlos  al  do- 
lor. 

En  cuanto  á  sus  demás  costumbres,  eran  las 
de  todos  los  salvajes,  salvo  pequeñas  diferen- 
cias; de  manera  que  no  merecen  descripción 
sus  fiestas,  borracheras,  casamientos,  etc. 

Los  más  erraban  por  el  bosque  al  azar  de  la 
caza,  de  la  pesca  que  era  abundante,  ó  de  la 
colmena,  cuyo  orificio  agrandaban  á  la  torpe 
machacadura  de  sus  hachas  de  piedra,  hasta 
poder  introducir  la  mano,  que  desde  niños  se 
les  ablandaba  con  tal  objeto  en  continuo  ma- 
saje—absorbiendo las  heces  del  panal  por  me- 
dio de  esponjosos  liqúenes.  Esos  eran  natural- 
mente los  más  ariscos,  y  nunca  aceptaron  la 
civilización. 

Algunos  componían  grupos  sedentarios,  que 
no  duraban  mucho,  estableciéndose  en  las  ve- 
cindades de  los  ríos.  Carpían  á  fuego  un  trozo 
de  terreno,  y  con  un  palo  puntiagudo  á  guisa 
de  arado,  abrían,  poco  después  de  llover,  agu- 
jeros donde  sembraban  maíz,  papas,  zapallos 
y  mandioca— sistema  que  todavía  se  usa  en  el 
Paraguay.  Nadadores  y  remeros  notables,  tri- 
pulaban canoas  labradas  á  fuego  en  los  tron- 
cos del  guabiroba,  que  les  ha  dado  su  nombro 
genérico,  y  así  embarcados,  á  veces  por  días 
enteros,  pescaban  y  cazaban.  Su  ardid  más  ci- 
vilizado, consistía  en  usar  de  señuelo  cotorras 
domésticas  para  sus  cacerías.  Sobre  éstos  gozó 


-  110  - 
de  su  mayor  influencia  el  jesuíta;  pero  tanta 
unos  como  otros  abandonaban  difícilmente  el 
bosque,  á  no  ser  urgidos  por  el  hambre  y  du- 
rante el  menor  plazo  posible. 

La  miseria  en  que  se  hallaban,  dificultó  la 
poligamia  á  que  tendían;  siendo  generalmente 
monógamos,  salvo  los  hechiceros  y  caciques. 

Dominados  por  la  más  elemental  idolatría, 
esta  misma  no  los  preocupaba  mucho.  Algún 
árbol  sagrado  ó  serpiente  monstruosa,  forma- 
ban sus  fetiches  de  conjuración  contra  las  bo- 
rrascas, á  las  cuales  temían  en  razón  de  su  vio- 
lencia tropical. 

Su  inteligencia  se  manifestaba  casi  exclusiva- 
mente, en  hábiles  latrocinios  y  mentiras  sin  es- 
crúpulo; su  condición  nómade,  habíales  quita- 
do el  amor  á  la  propiedad  y  al  suelo,  careciendo 
en  consecuencia  de  patriotismo  y  de  economía. 
Todo  su  comercio  se  reducía  á  cambalachear 
objetos,  lo  cual  disminuía  más  aún  el  amor  á 
la  propiedad  organizada.  Borrachos  y  golosos, 
la  inseguridad  del  alimento,  inherente  á  su  con- 
dición de  cazadores  exclusivos,  desenfrenó  su 
apetito;  y  careciendo  de  sociedad  estable,  les 
faltó  el  control  necesario  para  reprimirse.  La 
música,  el  estrépito  mejor  dicho,  y  las  decora- 
ciones vistosas,  halagaban  su  carácter  infantil. 
Este  dominaba  de  tal  modo  en  ellos,  que  al  de- 
cir de  los  jesuítas,  comprendían  las  cosas  me- 
jor de  vista  que  al  oído:  dato  precioso  para  de- 
terminar su  psicología.  Voluptuosos  y  haraga- 
nes, por  la  influencia  del  clima  y  de  la  selva  con 
su  ambiente  enervador,   no  servían  para  las 


—  111  — 

grandes  resistencias.  A  su  arranque  colérico, 
muy  vivaz  como  en  todas  las  naturalezas  inde- 
cisas, sucedía  una  depresión  proporcional.  La 
paciencia  y  el  buen  trato,  bastaban  para  domi- 
narlos; pero  aquella  blandura  recelaba  la  in- 
constancia, considerablemente  favorecida  por 
el  hábito  andariego. 

Hijo  de  esa  selva,  tan  rica  que,  según  Reclus, 
sus  productos  bastarían  para  alimentar  á  toda 
la  humanidad,  era  el  hombre  tropical  por  exce- 
lencia, es  decir  indolente  é  imprevisor  en  su 
fácil  bienestar.  Su  tipo  común  acentuaba  su  uni- 
dad de  origen;  y  aquel  bosque,  en  cuya  unifor- 
midad ha  visto  el  autor  antecitado,  la  suges- 
tión de  una  inmensa  fraternidad  futura  para 
los  pueblos  de  la  América  meridional,  había  im- 
preso á  su  dócil  constitución  de  primitivo,  que 
no  tonía  ni  reacciones  atávicas,  ni  tradiciones, 
ni  fuerza  social  con  qué  resistir  la  morbidez  de 
su  perenne  verdura. 

Se  ha  hablado  mucho  de  su  canibalismo,  pa- 
ra pintarlo  feroz;  pero  es  menester  observar 
quiénes  y  cómo  hablaron. 

No  hay  desde  luego  un  solo  testimonio  de  que 
se  los  viera  comer  carne  humana.  El  más  pró- 
ximo á  esto,  es  el  de  los  compañeros  de  Solís 
que  «creyeron  ver»  en  la  confusión  de  la  reti- 
rada. 

Los  primeros  conquistadores  y  los  misione- 
ros, propalaron  sobre  todo  la  especie;  pero  unos 
y  otros  se  hallaban  harto  interesados  en  glori- 
ficar su  empresa,  para  que  desperdiciaran  de- 


—  112  — 

talle  tan  conmovedor.  La  ferocidad  de  los  natu- 
rales, encarecía  el  éxito  de  la  conquista. 

Algunos  autores  modernos  han  pretendido 
que  los  indios  no  eran  precisamente  caníbales, 
aunque  fueran  antropófagos,  pues  su  antropo- 
fagia formaba  un  rito  religioso,  una  verdadera 
«comunión»  en  la  víctima. 

No  obstante  el  cariz  visiblemente  clerical  de 
la  aserción,  y  lo  que  hubiera  podido  servir  para 
demostrar  la  universalidad  de  ese  cristianismo 
á  la  inversa,  con  que,  según  los  escritores  cató- 
licos, Satanás  anticipó  á  pesar  suyo  la  Revela- 
ción—es curioso  que  se  les  escapara  á  todos  los 
misioneros  contemporáneos.  En  ninguna  cróni- 
ca ni  papel  de  la  época,  se  alude  siquiera  á  la 
socorrida  «comunión»;  y  eso  que  los  P.  P.  en- 
contraban rastros  evangélicos  y  bíblicos  en  casi 
todos  los  mitos  aborígenes. 

Queda  en  pie  únicamente  el  canibalismo,  con- 
siderado como  muestra  de  ferocidad;  pero  abun- 
dan las  pruebas  en  contrario. 

Así  el  P.  Cardiel,  en  su  célebre  «Declaración», 
pinta  á  los  guaraníes  como  á  seres  inocentes  é 
inofensivos,  y  agrega  para  demostrarlo,  que 
un  ejército  de  28.000  indios,  por  ejemplo,  vale 
tanto  ó  menos  que  uno  de  niños,  considerando 
que  sus  guerras  no  pueden  ser  calificadas  ni  si- 
quiera de  estorbo.  A  pesar  de  esto,  el  P.  Lozano 
los  da  por  guerreros  temibles,  cuya  única  ocu- 
pación era  combatir,  y  los  presenta  como  an- 
tropófagos. Ambas  opiniones  son  á  todas  luces 
exageradas,  en  el  primero  por  las  razones  que 
-el  Capítulo  IV  dará  al  lector;  en  el  segundo,  pa- 


-  113  - 

ra  encarecer  los  méritos  de  sus  hermanos.  Pe- 
ro sea  como  quiera,  lo  cierto  es  que  sigue  fal- 
tando el  testimonio  ocular. 

Nadie  «vio». 

Es  igualmente  extraño  que  ninguno  de  los 
indios  reducidos,  intentara  reincidir  en  una  cos- 
tumbre de  extirpación  muy  difícil,  cuando  es 
inveterada,  puesto  que  implica  para  el  caníbal 
la  pasión  misma  de  la  gula.  Los  asesinatos  de 
jesuítas,  que  trataré  á  su  tiempo,  fuera  de  ha- 
ber sido  escasísimos,  y  en  ningún  caso  mues- 
tras de  refinada  maldad,  no  presentan  ejemplo 
de  que  los  indios  se  comieran  á  ningún  padre. 
Por  el  contrario,  consta  en  los  panegíricos  del 
doctor  Xarque,  que  los  hechiceros  indios  se  opo- 
nían á  la  acción  religiosa  de  los  jesuítas,  presen- 
tándolos ante  sus  compatriotas  como  comedo- 
res de  carne  humana;  y  si  atribuían  á  éstos  el 
canibalismo  que  á  ellos  se  les  achacaba,  es  ob- 
vio suponerlos  exentos  de  él. 

Los  conquistadores,  interesados  en  propalar 
lo  propio,  para  acrecer  su  gloria  guerrera  y  co- 
honestar ala  vez  sus  crueldades,  no  dejaron  de 
asegurarlo;  pero  entre  ellos  tampoco  hubo  quien 
ratificara  hechos  concretos  con  su  testimonio 
personal. 

Cierto  es,  por  el  contrario,  que  Gaboto  dio  en 
Los  Patos  el  año  1526,  casi  once  después  de  la 
muerte  de  Solís,  con  desertores  suyos;  debien- 
do considerarse  á  los  charrúas  como  miembros 
de  la  nación  guaraní.  Al  año  siguiente,  el  mari- 
nero Puerto,  sobreviviente  de  aquel  desastre, 
fué  hallado  sobre  la  costa  del  Uruguay  por  el 

EL  IMPERIO.— 8 


—  114  — 

mismo  Gaboto;  no  obstante  lo  cual,  en  la  leyen- 
da 7  de  su  planisferio  de  1544,  éste  afirma  que 
los  charrúas  devoraron  á  Solís... 

Diego  García  atribuyó  igualmente  el  caniba- 
lismo á  los  tupies  de  San  Vicente.  La  carta  de 
Pedro  Ramírez,  en  lo  que  se  refiere  al  diario  de 
Gaboto  por  el  Alto  Paraná,  también  habla  de  la 
antropofagia  guaraní.  Schmídel  imputa  igual 
costumbre  á  los  carios-,  pero  éstos  debían  de  ser 
tan  poco  feroces,  que  no  vacilaron  en  prestar 
juramento  de  fidelidad  á  Irala,  estableciéndose 
en  colonia,  y  siendo  entre  todos  los  indios  sojuz- 
gados por  dicho  conquistador,  los  únicos  que 
lo  hicieron  sin  oponer  resistencia. 

Por  último,  Barco  Centenera,  para  no  citar 
rapsodias,  lo  afirma  también  en  su  fastidiosa  cró- 
nica rimada  (¡10.752  versos!);  pero  ella  no  es  si- 
no un  tejido  de  leyendas  pedantes  y  patrañas 
ridiculas,  tomadas  por  historia  á  falta  de  otra, 
y  á  causa  de  haber  sido  testigo  presencial  el 
autor.  Esto  ha  bastado  con  harta  frecuencia  pa- 
ra dar  por  buenos  los  papeles  de  la  conquista, 
citándolos  al  montón,  sin  asomo  de  crítica.  Tal 
sucede  entre  otros,  con  este  autor. 

Al  honesto  arcediano  le  salían  sirenas  en  los 
esteros  (canto  XIII),  sus  indias  se  llamaban  Li- 
ropeyas-,  daba  asimismo  como  cierta  la  leyen- 
da de  la  tremebunda  serpiente  curiyú  (canto  III); 
y  si  las  crueldades  de  los  salvajes  le  inspiran 
(canto  XV)  horrendos  detalles  sobre  empalados 
y  sepultados  vivos,  en  las  dos  estrofas  siguien- 
tes (la  36.a  y  37.a)  narra  la  manera  cómo  se  sal- 
vó de  sus  garras  un  religioso  franciscano,   con 


—  115  — 

tal  milagrería  de  pacotilla,  que  aquello  sobra 
para  desautorizar  su  pretendida  veracidad.  Pe- 
ro basta  con  transcribir  la  estrofa  en  que  expli- 
ca el  canibalismo  precisamente,  (canto  I)  para 
ver  hasta  qué  punto  aquella  inocente  pedante- 
ría falsificaba  todo  detalle  natural: 


t 

Que  si  mirar  aquesto  bien  queremos, 
Caribe  dice,  y  suena  sepultura 
De  carne:  que  en  latín  caro  sabemos 
Que  carne  significa  en  la  lectura. 
Y  en  lengua  guaraní  decir  podemos 
Ibi,  que  significa  compostura 
De  tierra,  do  se  encierra  carne  humana. 
Caribe  es  esta  gente  tan  tirana. 


El  logogrifo,  como  se  ve,  no  tiene  precio;  y 
ese  híbrido  de  latín  y  guaraní  (!)  resulta  senci- 
llamente impagable.  ¡Hace  ochenta  años  que 
nuestros  historiadores  y  literatos  nos  recomien- 
dan, sin  leerlo  por  de  contado,  tan  bárbaro  ade- 
fesio i 

A  pesar  de  todo,  los  mismos  que  trataban  de 
caníbal  y  salvaje  al  guaraní,  sostuvieron  rela- 
ciones con  él  sin  mayores  inconvenientes.  Ga- 
boto,  que  en  su  relación  lo  describe  sanguinario 
y  cruel,  poco  tuvo  de  qué  quejarse  á  su  respec- 
to durante  la  navegación  del  Paraná;  pues  el 
desastre  acaecido  á  la  tripulación  del  bergan- 
tín explorador  del  Bermejo,  debe  imputarse  á 
su  propia  codicia,  desde  que  su  tripulación  fué 
persuadida  á  descender  entre  los  indios,  con  ce- 
bo de  plata  y  oro.  Esto  demuestra  que  los  tales 
le  conocían  el  lado  flaco,  á  costa  de  extorsiones 
y  sevicias  con  toda  seguridad.  El  episodio  ro- 


-  116  - 

mancesco  de  Lucía  Miranda,  es  una  excepción, 
que  cabe,  por  otra  parte,  en  cualquier  raza. 

Puede  imputarse  igualmente  á  la  crueldad 
conquistadora  la  catástrofe  de  la  expedición  de 
Mendoza.  Los  indios  se  entendieron  bien  desde 
el  primer  momento  con  los  fundadores  de  Bue- 
nos Aires,  vendiéndoles  las  vituallas  que  nece- 
sitaban. Los  malos  tratos  que  se  les  infligió  des- 
pués, ocasionaron  la  guerra.  Baste  saber  que 
muchos  de  esos  conquistadores  habían  perte- 
necido, así  como  su  jefe,  á  las  hordas  del  con- 
destable de  Borbón;  y  si  por  un  asunto  de  sala- 
rio tí)  asaltaron  la  Ciudad  Eterna,  violando 
monjas  sobre  los  altares  de  las  iglesias,  con  de- 
talles de  sadismo  espantoso,  y  pillando  con  de- 
senfreno tal  que  horrorizó  á  la  misma  Europa 
de  hierro— puede  inferirse  su  conducta  entre 
salvajes  desamparados,  con  toda  la  exaspera- 
ción de  apetitos  que  supone  en  semejantes  lobos 
una  larga  navegación. 

No  mostraron  los  indios  menor  suavidad  an- 
te las  empresas  terrestres,,  siendo  esto  más  no- 
table aún  por  lo  directo  de  su  contacto  con  los 
expedicionarios.  Alvar  Núñez,  en  su  larga  tra- 
vesía desde  la  Cananea  á  la  Asunción,  tuvo  en 
ellos  una  ayuda  eficaz,  pues  le  proporcionaron 
de  buen  grado  víveres  y  canoas.  Igual  le  su- 
cedió en  la  expedición  para  buscar  el  camino 


(1)  Sabido  es  que  la  política  del  Emperador,  consistió  en  dejar 
obrar  á  la  necesidad  sobre  las  tropas  que  sitiaban  á  Roma,  siendo 
el  asalto  para  éstas  una  cuestión  de  hambre.  Así  salvaba  su  respon- 
sabilidad, y  podía  dirigirse  luego  al  Papa  pidiéndole  perdón  por  su 
victoria... 


-  117  — 

del  Perú,  con  la  única  excepción  de  los  guara- 
rapes. 

.  En  la  antecedente  á  ésta,  y  en  las  que  em- 
prendió posteriormente  con  objeto  igual,  Irala 
tuvo  menos  de  qué  quejarse-,  y  la  verdad  es 
que  los  españoles,  durante  toda  la  conquista, 
atravesaron  aquellas  regiones  á  su  antojo,  casi 
sin  otros  obstáculos  que  los  naturales. 

Tampoco  hubo  nada  que  lamentar  en  la  ex- 
pedición de  los  Césares— cuyo  somero  detalle 
podrá  ver  el  lector  en  el  capítulo  siguiente,— á 
pesar  de  su  inmensa  marcha;  ni  las  diversas 
con  que  se  intentó  comunicar  al  Paraguay  con 
el  Tucumán  á  través  del  Chaco,  desde  la  de 
Diego  Pacheco  que  lo  atravesó  dos  veces  con 
sólo  cuarenta  hombres,  sin  perder  uno. 

En  todas  las  grandes  incursiones  de  Chaves, 
se  manifestaron  asimismo  tratables,  aconte- 
ciendo á  propósito  un  hecho  elocuente:  Cuando 
fué  enviado  á  fundar  la  ciudad  de  Santa  Cruz, 
quedóse  con  sesenta  hombres  únicamente, 
mientras  regresaban  á  la  Asunción  sus  com- 
pañeros descontentos,  sin  que  el  escaso  núme- 
ro de  las  fuerzas  incitara  desmán  alguno;  y  á 
los  que  después  de  fundada  aquélla,  navegaron 
el  Mamoré  y  el  Marañón  hasta  salir  al  Atlánti- 
co, expedición  enorme  que  puede  parangonar- 
se dignamente  con  la  célebre  de  Pizarro  y  Ore- 
llana  por  el  Amazonas— tampoco  les  ocurrió 
percance  bélico. 

Por  último,  Felipe  Cáceres  en  su  viaje  de  ida 
y  vuelta  al  Perú,  anduvo  cerca  de  un  año  por. 
tan  vastas  selvas  sin  soportar  hostilidad  alguna 


—  118  — 

Si  Ortiz  de  Vergara  se  vio  obligado  á  repri- 
mir sangrientamente  la  rebelión  general  de  los 
guaraníes,  que  estalló  en  los  comienzos  de  su 
gobierno,  ello  debe  atribuirse  á  la  extraordina- 
ria dureza  con  que  los  trató  su  antecesor  Men- 
doza. Por  lo  demás,  la  defensa  del  suelo  nativo 
es  un  movimiento  natural,  que  no  denuncia  en 
quien  lo  ejecuta  una  maldad  ingénita;  y  en 
cuanto  á  la  nación  guaraní,  los  hechos  citados 
bastan,  me  parece,  para  demostrar  su  buena 
índole. 

De  este  modo,  el  habitante  y  el  suelo  no  opo- 
nían á  la  conquista  sino  un  obstáculo  pasivo. 
Uno  y  otro  requerían  tan  sólo  empresas  orga- 
nizadas para  rendir  pingües  ganancias,  en  pro- 
porción, naturalmente,  del  ingenio  con  que  se 
explotara  sus  condiciones. 

La  gran  variedad  de  los  productos,  garantía 
desde  luego  un  sistema  de  trabajos  en  rotación, 
que  suponía  la  vida  completa  bajo  todas  sus 
fases.  Las  tribus  dispersas  por  la  extensión  de 
la  selva,  nada  podían  hacer,  pues  para  ellas  no 
existía  tal  variedad,  limitada  su  vida  á  peguja- 
res  estrechos  y  adventicios.  El  escaso  número 
de  sus  miembros,  así  como  su  permanente' es- 
tado de  guerra,  imposibilitaban  por  completo 
cualquier  idea  de  explotación  sedentaria;  pero 
habían  conservado  virgen  también  el  terreno, 
preparando  más  opimo  rendimiento  al  con- 
quistador que  lo  avasallara  con  miras  de  en- 
grandecerse, y  con  la  unidad  de  acción  reque- 
rida por  toda  empresa  eficaz. 


119  — 


III 


Las  dos  conquistas. 

El  estudio  comparativo  de  la  doble  corriente 
conquistadora  que  dominó  el  antiguo  Para- 
guay, requiere  un  cuadro  histórico  á  grandes 
rasgos,  desde  1526,  año  de  la  exploración  de 
Gaboto  que  abrió  el  país  a  la  conquista,  hasta 
1610,  cuando  empezaron  los  jesuítas  sus  tareas, 
para  que  el  lector  se  dé  cuenta  de  la  situación 
general.  Breve  será  esto,  y  al  concluirlo,  nos 
encontraremos  ya  enteramente  en  la  cuestión. 

Tomaré  la  denominación  genérica  de  «Para- 
guay» aplicada  al  país  hoy  dividido  entre  la 
República  Argentina,  el  Brasil,  el  Paraguay 
moderno  y  Bolivia,  pues  con  tal  nombre  distin- 
guían los  jesuítas  á  la  provincia  espiritual  que 
erigieron  en  estas  comarca.  Abarcaba  ella  el 
Tucumán,  el  Río  de  la  Plata  y  el  Paraguay,  cu- 
yos límites  orientales  de  entonces  llegaban  has- 
ta muy  cerca  de  la  ribera  atlántica,  y  como  ve- 
remos luego,  semejante  división  no  fué  pura- 
mente una  expresión  geográfica.  De  tal  mane- 
ra el  nombre  adoptado,  fuera  de  lo  que  simplifi- 


—  120  — 

ca  la  cuestión,  corresponde  al  plan  mismo  de 
la  obra. 

Como  en  su  transcurso  he  de  referirme  in- 
distintamente á  las  posesiones  españolas  y  por- 
tuguesas, creo  oportuno  advertir  que  en  caso 
de  duda  ó  contradicción  entre  los  escritores  de 
ambas  nacionalidades,  he  adoptado  por  lo  co- 
mún el  criterio  de  los  correspondientes  á  cada 
una,  como  regla  de  prudencia  y  de  imparcia- 
lidad. 

La  conquista  del  Plata  había  quedado  inte- 
rrumpida por  la  catástrofe  de  Solís,  hasta  los 
años  1526-27,  durante  los  cuales  Gaboto  y  Gar- 
cía entraron  al  estuario,  llegando  el  primero  al 
Salto  de  Apipé,  y  explorando  á  su  regreso  el 
río  Paraguay,  hasta  cerca  del  punto  donde  se 
fundaría  luego  la  Asunción,  así  como  una  par- 
te del  Bermejo. 

Ciertos  historiadores  portugueses,  han  dado 
por  cierto  que  cuatro  compatriotas  suyos,  en- 
viados por  Martín  Alfonso  de  Souza  desde  San 
Vicente  en  1526,  atravesaron  el  Paraguay  has- 
ta el  Perú  en  viaje  de  exploración.  Creo  que  se 
trata  de  un  lapsus,  en  cuya  virtud  se  atribuye 
á  los  portugueses  una  expedición  enteramente 
española. 

Hasta  por  las  fechas  y  el  itinerario,  resulta 
en  efecto  análoga  á  aquélla  de  los  compañeros 
de  Gaboto,  que  saliendo  del  fuerte  de  Sancti- 
Spiritus  en  línea  recta  al  O.,  reconocieron  la 
región  de  Cuyo;  faldearon  la  Cordillera  y  llega- 
ron al  Tucumán,  remontándose  por  él  hasta  el 
Cuzco.  Iban  á  las  órdenes  de  un  oficial  apelli- 


—  121  — 

dado  César,  y  habiéndoseles  llamado  por  exten- 
sión los  Cesares,  dieron  origen  á  la  fábula  de 
las  quiméricas  ciudades  de  este  nombre.  (1) 

La  expedición  portuguesa,  parece,  entonces, 
una  adaptación  fantástica.  No  hay,  en  efecto, 
otro  dato  sobre  ella,  que  el  de  Ruy  Díaz  de  Guz- 
mán,  quien  se  equivoca  desde  e]  principio,  pues 
atribuye  al  mencionado  capitán  lusitano  el  en- 
vío de  una  expedición  imposible,  dado  que  éste 
no  arribó  al  Brasil  hasta  1530.  Un  escritor  que 
se  equivocaba  en  tal  forma,  á  ochenta  y  dos 
años  de  los  hechos  narrados  (compuso  su  «Ar- 
gentina» en  1612),  merece  ciertamente  poca  fe. 
Por  otra  parte,  la  forma  y  el  número  de  las  ci- 
fras no  dan  asidero  á  una  suposición  de  error 
caligráfico,  mucho  más  cuando  en  el  capítulo 
siguiente  se  incurre  en  uno  más  grave  aún, 
dada  la  notoriedad  del  hecho,  teniendo  por  rea- 
lizado en  1530  el  viaje  de  Gaboto. 

Esta  nueva  errata  probaría  que  la  expedi- 
ción brasileña  de  que  hablo  más  arriba,  fué  la 
misma  de  los  Césares,  pues  atribuye  á  Gaboto 
la  fecha  del  viaje  de  Souza,  siendo  ya  dos  defi- 
ciencias concurrentes  al  mismo  fin. 

Fuera  perfectamente  natural,  sin  embargo, 
suponer  una  transposición  del  número  (1526 
por  1530),  dado  que  el  habitual  desgaire  de  los 
cronistas  españoles,  sobre  todo  en  lo  referente 


(1)  El  profesor  M.  Henri  de  Galzain,  de  Villa  Mercedes  (San 
Luis)  me  ha  comunicado  que  existe  sobre  el  río  Quinto  un  paso  lla- 
mado de  los  Césares  que  vendría  á  quedar  sobre  el  itinerario  antedi- 
cho, confirmándolo  más  aún;  pues  no  existe  en  la  historia  ni  en  la 
tradición  local,  dato  alguno  que  lo  justifique. 


—  122  — 

á  fechas  y  graduaciones  geográficas,  tenía  por 
digna  continuación  las  trocatintas  peculiares 
del  copista;  (1)  pero  hay  otros  lapsus  más  re- 
dondos y  en  los  cuales  no  cabe  ya  explicación. 

Así,  por  ejemplo,  nuestro  desenfadado  histo- 
riador atribuye  á  Américo  Vespuccio  el  descu- 
brimiento del  Brasil,  y  afirma  queSolís  regresó 
á  España  en  vez  de  haber  sido  muerto  por  los 
charrúas... 

Sirva  este  caso  de  tipo  al  lector,  para  que 
aprenda  á  desconfiar  en  materia  de  papeles  an- 
tiguos—que  suelen  ser  tenidos  por  los  mejores, 
—y  para  que  valore  el  mortal  fastidio  inhe- 
rente á  semejantes  compulsas.  Leer  y  citar  es 
nada;  lo  arduo  está  en  controlar  (2)  lo  que  se 
cita. 

Como  quiera  que  sea,  el  caso  es  que  el  Bra- 
sil progresó  mucho  antes  que  el  Paraguay,  es- 
tribando en  esto  el  comienzo  de  su  rivalidad 
histórica. 

Sesenta  años  después  de  su  descubrimiento, 
la  posesión  portuguesa  exportaba  ya  algodón 
y  azúcar  con  tanto  éxito,  que  este  último  pro- 


(1)  Es  extraño  que  Angelis,  á  quien  debió  llamar  la  atención  el 
doble  error,  no  lo  aclarase  en  una  nota;  pues  se  siente  uno  tentado 
á  atribuírselo.  Pero  un  estudiante  primario  no  incurriría  en  él,  mucho 
menos  un  compilador,  por  torpe  que  se  le  suponga.  Puede  dárselo, 
entonces,  como  perteneciente  al  historiador. 

(2)  No  acepto  el  académico  «contralorear»,  derivado  de  «con- 
tralor», con  que  la  Academia,  más  papista  que  el  Papa,  traduce  con- 
trole, síncopa  de  contre-rdle;  pues  no  veo  el  derecho  con  que  los 
etimólogos  españoles  refaccionan  una  palabra  francesa,  de  más  fácil 
pronunciación  y  más  breve  en  su  forma  original  que  en  su  restaura- 
ción arcaica— inocente  pedantería  con  que  se  disfraza  tanta  miseria 
casera. 


-  123  - 

ducto  contó  por  32.000.000  de  francos  al  empe- 
zar el  siglo  xviii.  Las  nueve  Capitanías  en  que 
estaba  dividida,  florecieron  presto,  existiendo 
en  todas  ellas  casas  de  la  Compañía  de  Jesús. 

Este  progreso,  que  era  una  amenaza  indirec- 
ta, dado  lo  vago  de  los  términos  geográficos 
empleados  por  el  Papa  Alejandro  para  redac- 
tar su  conocida  bula  arbitral,  (1)  y  sabiéndose 
que  en  el  Brasil  existía  una  administración  re- 
gular desde  1530,  ocasionaron  la  expedición  de 
Mendoza,  entre  el  entusiasmo  causado  por  la 
de  Gaboto. 

Puede  decirse  que  con  Ayolas,  enviado  por 
aquél  en  reconocimiento,  empieza  recién  (2)  la 
verdadera  conquista.  Subió  por  los  ríos  Paraná 
y  Paraguay,  venciendo  fácilmente  la  escasa  re- 
sistencia de  las  tribus  ribereñas;  fundóla  Asun- 
ción, y  continuó  su  viaje  hasta  Candelaria.  Or- 
denando á  Irala  que  le  esperase  allá  con  la  es- 
cuadrilla durante  seis  meses,  atravesó  el  Chaco 
y  llegó  hasta  las  fronteras  del  Perú,  de  donde 
regresó  con  algunas  piezas  de  plata,  siendo 
muerto  por  los  mbayás  y  serigués  entre  los 
cuales  se  había  establecido  al  no  encontrar  á 
sus  compañeros. 


(1)  Es  curioso  que  la  primera  cuestión  de  límites  en  América, 
haya  sido  resuelta  por  el  arbitraje.  La  bula  del  Papa  Alejandro  VI, 
no  era  otra  cosa  en  efecto. 

(2)  Como  no  alcanzo  la  razón  que  haya  para  limitar  el  oficio  de 
esta  palabra  á  su  combinación  con  el  participio,  adopto  nuestra  ló- 
gica generalización.  Igualmente  usaré  la  palabra  rol,  bajo  su  afección 
francesa  de  papel  ó  figura  en  un  desempeño;  así  como  yerbal  y  yer- 
batero, derivados  de  yerba  (ilex  paraguayensis).  Por  último,  emplearé 
como  sinónimo  de  asperón  la  palabra  gres  que  la  Academia  no 
acepta. 


—  124  — 

La  tenaz  oposición  de  los  indios  de  Buenos 
Aires,  que  amenazaban  malograr  toda  funda- 
ción mientras  no  se  tuviera  una  base  sólida  de 
operaciones  sobre  ellos,  acarreó  el  abandono 
definitivo  de  la  nueva  ciudad  y  la  reconcentra- 
ción consiguiente  de  todos  sus  elementos  en  el 
Paraguay,  donde  los  naturales  se  manifesta- 
ban más  dócíies.  Este  tuvo  desde  entonces,  y  á 
pesar  de  su  carácter  mediterráneo,  la  superio- 
ridad política  que  por  tan  largo  tiempo  iba  á 
conservar. 

Durante  el  gobierno  de  Ayolas  y  los  comien- 
zos del  de  Irala,  la  guerra  no  fué  el  único  tra- 
bajo de  los  conquistadores,  pues  éstos,  con  una. 
actividad  ciertamente  admirable,  dadas  sus  ex- 
pensas, fundaron  trece  pueblos  en  aquellos  te- 
rritorios. 

Irala  había  sido  electo  popularmente  gober- 
nador; pero  el  arribo  de  Alvar  Núñez,  Adelan- 
tado real,  le  despojó  del  mando.  Para  llegar  á 
su  sede,  éste  acababa  de  realizar  la  segunda 
gran  expedición  por  tierra  á  través  de  la  co- 
marca, en  un  viaje  de  ocho  meses,  desde  el  río 
Itabucú  frente  á  Santa  Catalina,  hasta  la  Asun- 
ción, ósea  en  un  trayecto  de  trescientas  le- 
guas. 

De  orden  suya,  Irala  efectuó  la  tercera,  con 
el  objeto  de  franquearse  un  camino  hasta  el  Pe- 
rú y  unificar  la  acción  conquistadora,  dándose 
la  mano  con  aquellos  expedicionarios.  Sin  idea 
clara  todavía  sobre  el  inmenso  territorio  inter- 
medio, los  conquistadores  paraguayos  procu- 
raban su  acceso  al  país  del  oro;  y  la  Corona 


—  125  — 

que  veía  en  él  un  centro  político,  procuraba 
darle,  con  miras  de  economía  y  de  administra- 
ción, la  mayor  zona  de  influencia  posible,  fo- 
mentando aquellas  exploraciones. 

Irala  regresó  con  informes,  habiendo  llegado 
hasta  los  17°  de  latitud,  y  entonces  el  Adelan- 
tado intentó  por  su  cuenta  el  acceso;  pero  la 
inundación  de  las  tierras  le  redujb  á  volverse. 

Depuesto  por  el  descontento  de  sus  soldados, 
a  quienes  había  querido  imponer  reglas  de  dis- 
ciplina, predicando  con  el  ejemplo  de  su  honra- 
dez y  de  su  cultura,  que  no  hizo  sino  exaspe- 
rarlos más,  su  intrépido  teniente  emprendió 
otra  vez  el  camino  del  Perú. 

Esta  expedición  señala  el  hecho  importante 
de  que  los  indios  empezasen  á  figurar  como 
aliados  de  los  españoles  en  sus  guerras  civiles, 
pues  demuestra  que  ya  se  había  producido  en- 
tre ambas  razas  un  principio  de  fusión. 

Consiguió  Irala  por  fin  llegar  hasta  Chuqui- 
saca,  resolviendo  no  pasar  adelante  por  el  esta- 
do político  en  que  se  hallaba  el  Perú,  á  objeto 
de  evitarse  compromisos  con  los  bandos  en  lu- 
cha. 

Envió  desde  allí  á  Nuflo  de  Chaves,  con  una 
solicitud  á  La  Gasea  para  que  lo  confirmase  en 
el  gobierno,  regresando  al  Paraguay  donde  á 
tiempo  debeló  la  usurpación  de  Abreu.  Poco 
después  llegó  Chaves,  el  cual,  con  aquel  doble 
viaje,  acababa  de  realizar  la  expedición  más 
notable  que  haya  salido  del  Paraguay. 

Los  indios  de  la  Guayra,  duramente  explota- 
dos por  los  portugueses  que  los  esclavizaban, 


—  126  — 

reclamaron  la  protección  de  Irala,  cuyo  renom- 
bre se  extendía  ya  hasta  por  la  selva  como  un 
símbolo  de  prestigio  y  de  justicia.  Acudió  el 
conquistador  á  la  demanda,  recorrió  entera  la 
región,  estableciendo  el  dominio  español  sobre 
blancos  é  indios,  y  abriendo  de  este  modo  una 
vía  de  comunicación  entre  su  sede  y  tan  lejana 
barbarie.        u 

Hasta  entonces  la  conquista  se  había  realiza- 
do sin- ninguna  intervención  religiosa,  de  tal 
modo  que  recién  al  año  siguiente  de  esta  última 
expedición  (1555)  llegó  al  Paraguay  su  primer 
obispo.  El  territorio  ocupado  después  por  el 
Imperio  Jesuítico,  estaba  completamente  abier- 
to ya,  no  obstante  su  extensión,  con  más  otras 
regiones  adonde  no  llegó  nunca  la  expansión 
misionera. 

Dos  nuevas  expediciones  á  la  Guayra,  acaba- 
ron de  cimentar  en  ella  el  prestigio  español: 
una  de  Chaves,  que  buscaba  salida  al  Atlántico 
por  la  costa  del  Brasil,  y  otra  de  Ruy  Díaz  Mel- 
garejo, que  fundó  en  dicha  provincia  la  Ciudad 
Real. 

No  se  había  perdido  la  idea  de  buscar  comu- 
nicación directa  al  Perú,  é  Irala  envió  á  Chaves 
nuevamente  con  tal  objeto.  Ya  no  volvería  á 
verle,  pues  murió  antes  de  su  regreso,  pero 
aquel  infatigable  conquistador  había  cumplido 
sus  órdenes  con  éxito  extraordinario.  Recorrió 
en  efecto  la  provincia  entera  de  Chiquitos,  y  el 
Matto  Grosso,  verdaderas  regiones  de  leyenda 
cuyo  acceso  requería  una  constancia  rayana  en 
obstinación  y  una  intrepidez  realzada  al  heroís- 


—  127  — 

mo.  Ya  sobre  la  actual  Bolivia,  encontróse  con 
Manso  que  venía  del  Perú.  Disputaron  sobre  la 
posesión  de  aquellas  tierras,  que  le  fueron  ad- 
judicadas por  el  Virrey,  y  á  su  regreso  fundó 
la  ciudad  de  Santa  Cruz. 

Gonzalo  de  Mendoza,  heredero  de  Irala,  mu- 
rió un  año  después  de  su  elevación  al  gobierno, 
nombrándose  en  su  reemplazo  á  Ortiz  de  Ver- 
gara,  con  quien  empezó  la  serie  de  motines  y 
golpes  de  mano,  en  que  la  ingerencia  política 
del  clero  se  manifestó  por  primera  vez. 

Entretanto,  habían  continuado  las  fundacio- 
nes, hasta  alcanzar,  sumadas  con  las  trece  an- 
tedichas, el  número  de  veintiocho  en  setenta  y 
cuatro  años. 

Azara,  en  su  lista  de  pueblos,  incluye  como 
laicas  las  trece  primeras  reducciones  de  la 
Guayra;  pero  no  creo  que  deba  imputarse  este 
error  á  malevolencia  sectaria  con  objeto  de  des- 
prestigiar la  obra  jesuítica;  pues  deMoussy,  en 
quien  ya  no  cabe  igual  sospecha,  lo  reprodujo. 
Es  verosímil  suponer  una  confusión  con  las 
trece  fundaciones  efectuadas  en  los  años  de 
1536-38  por  Ayolas  é  Irala,  dado  que  la  coinci- 
dencia del  número,  tanto  en  las  jesuíticas  como 
en  las  laicas,  pudo  motivar  el  trastrueque;  y 
sin  que  esta  explicación  pretenda  discutir  el 
sectarismo  de  Azara,  indudable  por  otra  parte. 

La  conquista  laica  tuvo  en  Irala  su  dechado. 
Hombre  de  gobierno  ante  todo,  su  administra- 
ción dio  la  pauta  á  las  organizaciones  futuras, 
que  nunca  pudieron  sobrepujarla.  Su  intrepidez 
y  su  rectitud,  combinadas  en  admirable  equili- 


-  128  - 

brio,  le  concillaron  el  afecto  de  los  indios  y  de 
os  blancos.  Legislador,  sus  reglamentos  gober- 
naron por  muchos  años  el  Paraguay,  siendo 
ahora  mismo,  y  en  atención  á  la  sociedad  que 
organizaron,  un  modelo  de  sabiduría  política. 
Incansable  en  sus  empresas,  dilató  los  límites 
de  su  territorio  hasta  puntos  que  no  fueron  al- 
canzados sinoc  doscientos  cincuenta  años  des- 
pués; y  sus  expediciones  al  Perú,  no  han  vuel- 
to á  repetirse. 

Más  político  que  Alvar  Núñez,  cuya  rigidez 
se  volvió  odiosa  ante  sus  compañeros,  él  supo 
conciliar  la  severidad  con  la  blandura,  hasta 
hacerse  idolatrar  por  los  soldados,  que  le  vene- 
raban como  á  un  padre,  y  amar  por  los  indios 
como  á  un  justiciero  protector. 

La  influencia  española  alcanzó  á  su  impulso 
el  máximum  de  eficacia.  Dejó  planteada  en 
grande  escala  ya,  la  industria  de  la  hierba,  que 
formaría  hasta  hoy,  puede  decirse,  el  principal 
recurso  del  país,  siendo  notable,  entre  otras 
explotaciones,  la  de  Mbaracayú  en  la  Guayra. 
El  plantel  de  ganado  mayor  y  menor,  quedaba 
arrojado  en  las  selvas  y  praderas  como  profi- 
cua simiente,  que  á  los  pocos  años  ya  fué  cose- 
cha asombrosa. 

Basta,  en  fin,  para  apreciar  en  conjunto  la 
importancia  de  la  conquista  laica,  saber  que 
desde  1526  hasta  1610,  fundaron  los  conquista- 
dores casi  tantos  pueblos  como  los  jesuítas  en 
siglo  y  medio,  á  pesar  de  que  éstos  tuvieron  la 
senda  abierta. 

Las  poblaciones  laicas  alcanzaron  á  veinti- 


—  129  — 

ocho,  como  dije  antes,  debiendo  agregárseles 
diez  ciudades,  de  importancia  relativamente 
considerable;  (1)  mientras  los  jesuítas,  que  en 
los  cinco  primeros  lustros  de  su  apostolado 
fundaron  diecinueve  pueblos,  no  llegaron  sino 
-á  catorce  durante  los  ciento  treinta  y  tres  años 
medianeros  de  1634  á  1767,  figurando  entre  ellos 
seis,  creados  con  indios  de  reducciones  ya  exis- 
tentes. 

Quedaba  expedito,  además,  el  camino  del 
Perú;  abierta  una  salida  al  Océano,  que  es  decir 
á  Europa,  por  el  Marañón;  demostrada  la  posi- 
bilidad de  comunicarse  con  el  Tucumán  á  tra- 
vés del  Chaco,  según  lo  había  probado  Diego 
Pacheco  en  su  travesía  de  ida  y  vuelta  desde 
Santiago  del  Estero  á  la  Asunción;  establecido 
desde  1573  el  contacto  entre  las  conquistas  pe- 
ruana y  platense,  con  la  fundación  simultánea 
de  Córdoba  y  Santa  Fe,  y  todo  esto  casi  sin  sa- 
cerdotes, ó  á  lo  menos  sin  su  concurso  especial. 

Los  primeros  españoles  sólo  tuvieron  uno. 
Veinte  años  después  de  la  conquista,  en  plena 
acción  expedicionaria  y  fundadora,  apenas  ha- 
bía diecisiete,  incluso  el  obispo  y  canónigos,  y 
treinta  años  después,  veinte  por  todo. 

Facilitaron  aquella  expansión  puramente  lai- 
ca, las  tendencias  regalistas  de  la  Corona,  para 
quien  la  Iglesia  fué  al  principio  un  subalterno, 
con  frecuencia  humillado  y  siempre  contenido; 
pero  el  auge  de  los  jesuítas,  con  todas  las  corn- 


il)   Estas  fueron:  Asunción,  Ciudad  Real,  Santa  Cruz,  Villa  Rica, 
Jerez,  Concepción,  Ontiveros,  Corrientes,  Santa  Fe  y  Buenos  Aires. 

EL  IMPERIO.-9 


—  130  — 

plicaciones  y  concurrencias  ya  enunciadas,  en- 
gendró la  reacción,  incorporándolos  al  país,  en 
tiempo  de  Hernandarias,  como  un  elemento 
conquistador. 

Su  intervención  quedó  justificada  desde  lue- 
go, por  el  mal  trato  creciente  que  se  daba  á  los 
naturales.  Ya  en  1496,  Peralonso  Niño  había 
llevado  á  España  el  primer  cargamento  de  in- 
dios esclavos;  y  es  sabido  que  treinta  años  des- 
pués, Diego  García  envió  otro  á  un  comercian- 
te de  San  Vicente  (Brasil)  con  quien  tenía  con- 
trata por  ochocientos,  para  ser  remitidos  á  Eu- 
ropa; lo  cual  demuestra  la  regularidad  del  trá- 
fico. Al  suspenderse  éste,  la  encomienda  lo 
reemplazó  como  medida  interna.  Hernandarias 
pudo  decir  con  razón  á  unos  indios  tomados  en 
1593,  con  un  cargamento  de  hierba,  que  lo 
mandaba  quemar  en  su  presencia,  presintién- 
dolo'como  causa  de  su  ruina.  Desde  que  empe- 
zó por  entonces  la  explotación  de  los  hierbales 
del  actual  Paraguay,  la  extinción  de  la  raza 
ué  problema  resuelto. 

La  conquista  no  era  una  colonización,  y  traía 
aparejadas  para  los  vencidos  todas  las  conse- 
cuencias de  la  guerra.  Poco  tenía  en  qué  efec- 
tuarse el  saqueo,  dada  la  pobreza  de  los  natu- 
rales; pero  la  necesidad  de  mujer,  que  tan  irri- 
tantes desmanes  ocasiona  en  semejantes  casos, 
y  mucho  más  con  tales  hombres,  así  como  la 
crueldad  exasperada  por  el  eterno  chasco  del 
oro,  causaron  horrorosos  vejámenes. 

Después  del  combate  de  Guarnipitá,  que  tra- 
jo por  consecuencia  la  fundación  de  la  futura 


—  131  -- 

capital  paraguaya,  figuraron  en  el  tributo  de 
guerra  impuesto  á  los  indios,  siete  muchachas 
para  Ayolas  y  dos  para  cada  uno  de  sus  com- 
pañeros, siendo  esto  la  regla  general. 

Schmídel,  actor  en  lo  más  recio  del  drama,  y 
á  quien  no  puede  sospechársele  exageración, 
dada  la  escasa  jactancia  de  sus  narraciones, 
cuenta  que  en  la  expedición  corñra  los  agaces, 
todos  los  pueblos  de  éstos  fueron  quemados.  La 
lujuria  del  conquistador,  está  visible  en  la  califi- 
cación de  «hermosísimas  y  lascivas»  que  da  á 
las  mujeres  de  los  jarayes  lo  cual  demuestra 
que  las  frecuentó,  así  estuviera  aquella  hermo- 
sura muy  exagerada,  como  es  probable,  por  el 
celibato  forzado  del  narrador.  Durante  año  y 
medio  de  expedición,  cautivaron,  dice,  en  las 
tierras  de  los  guapas,  doce  mil  indios;  habiendo 
soldado  raso  que  tenía  cincuenta  para  su  servi- 
cio. Con  exageración  y  todo,  la  realidad  de  la 
esclavitud  no  sería  menos  evidente. 

El  instinto  aventurero  se  sobreexcitaba  hasta 
lo  increíble  en  aquellas  comarcas,  cuyo  aspecto 
decorativo  producía,  y  con  mayor  razón  en  los 
espíritus  predispuestos,  un  delirio  de  grandeza 
teatral.  La  solemne  espesura,  inspiraba  con  su 
misterio;  cada  matorral  podía  esconder  la  fa- 
ma ó  la  fortuna;  los  obstáculos  no  eran  sino  un 
incentivo  mayor  á  la  constancia,  exagerada 
por  una  heroica  rivalidad.  Endilgados  en  el  bos- 
que virgen,  al  rastro  de  tal  cual  fábula  que  en 
caprichosa  etimología  derivaban  de  una  pala- 
bra ó  mito  indígena,  ya  no  habían  de  volver 
sino  con  la  certidumbre  por  premio. 


—  132  — 

Crédulos  acogieron  la  leyenda  de  las  perlas 
en  tal  laguna  del  Chaco;  la  referencia  de  aquel 
peñón  de  plata  que  resplandecía  en  medio  del 
Paraná,  camino  á  la  Guayra;  los  cuentos  de 
dragones  y  de  pigmeos;  la  existencia  de  mitoló- 
gicas amazonas... 

Su  transcurso  quedaba  señalado  por  la  de- 
vastación. Incendiaban  una  aldea  como  quien 
prende  un  fuego  de  artificio,  y  allá  quedaba  el 
tendal  de  violaciones  y  de  adulterios,  comen- 
tando las  orgías  de  una  noche.  Al  padecer  ellos 
tanto  en  sus  jornadas,  en  poco  tenían  el  dolor 
ajeno-,  mucho  más  tratándose  de  seres  tan  in- 
feriores, que  hasta  la  humanidad  se  les  discu- 
tía. Un  feroz  individualismo  reinaba  en  aque- 
llas huestes,  apenas  vinculadas  por  la  propia 
inseguridad.  El  botín,  precario  casi  siempre, 
ocasionaba  disputas  cuya  inmediata  consecuen- 
cia era  el  homicidio.  En  torno  de  la  fogata  que 
formaba  el  corazón  del  vivac,  antes  que  los  pu- 
cheros funcionaban  los  cubiletes.  Ni  la  fatiga  de 
jornadas  terribles,  ni  las  heridas  del  dardo  sal- 
vaje, extinguían  aquella  pasión  en  sus  férreas 
naturalezas.  Y  entrada  la  alta  noche,  bajo  la 
sombra  de  aquellos  bosques  sin  rumores,  que 
atemorizaba  á  veces  el  rugido  de  algún  jaguar 
en  ronda,  salían  del  atroz  peladero  para  impro- 
visar sus  tálamos  brutales  en  el  rebaño  de  cau- 
tivos, ó  para  dirimir  en  el  asesinato  anónimo 
una  apuesta  infortunada,  una  fullería,  una  bro- 
ma quizá. 

Dogos  sobre  un  hueso,  á  puñaladas  y  á  arca- 
buzazos  disputaban  la  menguada  presea  que  la 


-  133  - 

suerte  les  ponía  al  alcance  en  los  cabellos  de  al- 
guna india  opulenta,  estando  su  avaricia  en  ra- 
zón directa  de  la  escasez.  Cómplices,  no  compa- 
ñeros, aquellas  expediciones  los  unían  como  un 
delito;  y  sólo  por  indefensos  prefería  á  los  in- 
dios su  ferocidad.  Allá  dominaban  exclusivos  el 
coraje  y  el  interés. 

También  así  eran  de  tremendas  sus  penurias. 
La  Naturaleza  oponía  de  sobra  la  resistencia 
que  el  aborigen  no  supo  organizar;  y  si  aquel 
desenfreno  de  los  instintos,  tan  característico 
de  la  guerra,  trajo  consigo,  como  parece,  la 
obstinación  demostrada  por  los  conquistadores, 
en  un  verdadero  apogeo  de  fuerza  bruta,  justo 
es  confesar  que  á  él  se  debió  la  conquista. 

Schmídel  nos  ha  dejado  en  su  narración,  un 
cuadro  por  demás  interesante  sobre  aquellas 
exploraciones  de  la  selva  tropical.  Se  refiere  á 
la  que,  capitaneada  por  Hernando  de  Rivera, 
envió  Alvar  Núñez  para  descubrir  el  imperio 
de  las  Amazonas. 

Una  vaga  relación  de  los  indios,  á  la  que 
mezclarían,  como  es  natural,  sus  mentiras  de 
práctica,  embrollándola  más  aún  con  su  cos- 
tumbre de  adherirse  á  cuanta  conjetura  se  les 
propone— decidió  la  expedición. 

El  fantástico  imperio  quedaba,  según  sus  in- 
ventores, á  dos  meses  de  viaje  por  la  selva 
inundada;  pero  ni  esto  arredró  á  los  explora- 
dores. Tribus,  terreno,  arboledas,  animales,  ré- 
gimen meteorológico  de  la  región,  todo  les  era 
desconocido.  Caminaron  durante  quince  días 
por  un  interminable  pantano,  llevando  á  la  ro- 


—  134  — 

dilla  y  á  la  cintura  el  agua,  que  los  soles  tropi- 
cales calentaban  hasta  una  mórbida  tibieza  en 
la  cual  bullían  pestíferos  fermentos.  Con  ella 
apagaban  su  sed,  exasperada  por  la  fiebre  que 
en  ella  misma  bebían.  Los  gajos  de  los  árboles 
eran  sus  lechos.  Para  comer,  encendían  sus 
fuegos  sobre  pértigas  entrelazadas,  á  modo  de 
trébedes  gigantescas.  Todo  caía  en  ocasiones  al 
fango,  y  los  últimos  días  de  aquel  viaje,  ya  no 
hubo  más  alimento  que  el  cogollo  de  las  pal- 
meras. 

Llovía  entretanto  espantosamente,  inundán- 
dose cada  vez  más  la  selva,  y  sin  que  por  ello 
una  ráfaga  de  frescura  aliviara  la  emoliente 
asfixia  de  aquel  lúgubre  sudadero.  Todas  las 
sabandijas  del  bosque,  exaltadas  por  la  germi- 
nante humedad,  se  abatían  sobre  los  expedi- 
cionarios en  ferocísimos  enjambres.  Pero  nadie 
intentó  retroceder.  Más  pálidos  que  espectros, 
chapaleando  pesadamente  con  el  pantano  eter- 
no sus  propias  disenterías,  devorados  por  co- 
mezones enloquecedoras,  delirantes  de  ham- 
bre, furiosos  de  clausura  entre  aquella  fronda 
con  su  ambiente  de  sótano,  latigueados  por  fu- 
nestos escalofríos  bajo  los  chaparrones,  pro- 
fundizando su  silencio  lóbrego  entre  el  agua 
implacable— ninguno,  sin  embargo,  desfalleció; 
y  tiene  algo  de  dantesco  aquella  feroz  pandilla, 
que  arrastra  sus  lodientos  harapos  bajo  ese 
bosque,  medio  engullida  en  líquida  tumba  por 
el  charco  cálido  y  muerto  como  una  jofaina  de 
pediluvios. 

Treinta  días  duró  aquello,  pues  fueron  y  vol- 


—  135  — 

vieron  á  su  través;  y  si  hubo  motines,  se  de- 
bieron á  la  disciplina  que  intentó  imponer  el 
Adelantado  para  contener  las  depredaciones. 
El  saqueo  y  la  lujuria  componían  su  pitanza  de 
tigres,  que  no  había  podido  arrebatarles  el  Pa- 
pa mismo. 

Así  fueron  los  dominadores  dej  salvaje. 

Conforme  á  cédula  real,  Irala  había  empa- 
dronado y  repartido  con  perfecta  equidad  los 
primeros  indios  en  número  de  veintiséis  mil. 

A  este  objeto,  se  los  dividía  en  dos  clases.  Los 
yanaconas  ó  vencidos  en  guerra,  que  compo- 
nían las  encomiendas  perpetuas;  y  los  mitayos, 
sometidos  voluntariamente  ó  por  capitulación, 
en  cuyas  encomiendas  sólo  trabajaban  los  va- 
rones de  dieciocho  á  cincuenta  años.  Su  tarea 
anual  no  debía  exceder  de  dos  meses,  quedan- 
do libres  el  resto  del  tiempo,  y  es  difícil  conce- 
bir nada  más  humanitario;  pero  como  el  go- 
bierno, en  el  intento  de  abrir  cuanto  antes  el 
país,  permitía  las  expediciones  particulares 
contra  los  indios,  y  el  consiguiente  estableci- 
miento de  encomiendas  yanaconas,  que  eran 
naturalmente  las  más  solicitadas— las  mitayas 
quedaron  abolidas  de  hecho. 

Su  institución  fué  algo  así  como  la  coartada 
moral  del  poder;  pero  dadas  las  costumbres  y 
el  concepto  legal  predominantes,  la  excepción 
se  convirtió  en  regla,  acentuando  más  todavía 
el  carácter  de  conquista  que  revistió  la  ocupa- 
ción. 

Igualmente  desusadas  quedaron  las  obliga- 
ciones que  la  Corona  imponía  á  los  encomen- 


-  136  - 

deros,  en  lo  relativo  al  trato  de  sus  indios.  En 
una  y  otra  clase  de  encomienda,  el  dueño  no 
podía  venderlos  ni  abandonarlos,  aun  por  ra- 
zones de  enfermedad;  estaba  asimismo  some- 
tido á  cuidarlos,  alimentarlos,  doctrinarlos,  dar- 
les oficio;  y  existía  además  otra  prescripción, 
que  comportaba  una  verdadera  garantía  del 
porvenir:  tanto  los  yanaconas  como  los  mita- 
yos, quedaban  libres  á  las  dos  generaciones, 
con  la  sola  carga  de  un  módico  tributo. 

Todo  lo  concerniente  á  las  relaciones  entre  el 
indio  y  el  encomendero,  era  un  sentimentalis- 
mo de  aplicación  imposible;  pero  aquella  ma- 
numisión constituía  una  sabia  medida  de  go- 
bierno, pues  prevenía  radicalmente  el  daño  de 
la  esclavitud  perpetua.  De  persistirse  en  ella, 
nada  le  habría  faltado  á  la  conquista  laica  para 
su  éxito  completo;  pero  la  tendencia  improvi- 
sadora de  una  legislación  arbitraria  y  entera- 
mente formal,  hizo  fracasar  el  experimento  en 
una  crisis  de  impaciencia.  Una  expedición  des- 
graciada, (1)  bastó  para  dar  por  muerto  el  fru- 
to que  iba  á  lograrse  quizá,  poniendo  en  otras 
manos  su  cultivo. 

Mientras,  las  provincias  de  Vera  y  de  la 
Guayra  llevaban  ya  cincuenta  años  de  régimen 
encomendero;  así  es  que  sus  indios  iban  á  en- 
trar en  libertad,  cuando  fueron  entregados  á 
los  jesuítas. 

No  creo  que  aquello  hubiera  dado  mucho  de 
sí,  pero  el  ensayo  no  se  hizo,  y  queda  la  duda, 


(1)    La  de  Hernandarias,  de  que  se  hablará  más  adelante. 


-  137 

existiendo  además  una  circunstancia  que  tien- 
de á  reforzarla. 

Como  los  españoles  no  trajeron  consigo  mu- 
jeres, su  unión  poligámica  con  las  indígenas 
produjo  numerosos  mestizos,  libres  según  la 
voluntad  real,  cabiendo  inferir  que  su  contacto 
con  los  indios,  habría  podido  ser  benéfico  para 
éstos;  pero  insisto  en  que  sólo  se  trata  de  con- 
jeturas. 

El  hecho  establecido  es  que  las  encomiendas 
constituían,  á  despecho  de  las  leyes,  una  escla- 
vitud efectiva,  considerablemente  agravada  al 
aumentar  la  explotación  de  los  hierbales.  Aque- 
lla especulación  desaforada,  que  hoy  mismo  es 
una  tiranía  odiosa,  abolió  toda  noción  de  pie- 
dad y  hasta  de  respeto  por  la  vida  humana. 

La  semi-esclavitud  del  indio  venía  á  redun- 
dar en  contra  suya,  pues  no  habiendo  capital 
invertido  en  él,  su  dueño  no  tenía  interés  en 
conservarlo.  Trabajaba  con  bestial  exceso,  y 
tan  hambriento,  que  á  veces  sucumbía  de  ina- 
nición sobre  su  carga.  A  la  par  seguía  cebán- 
dose en  sus  filas  la  crueldad  cDnquistadora,  y 
su  disminución  fué  tan  rápida,  que  en  algunas 
partes  estaba  reducido  al  uno  por  mil. 

Apenas  se  le  concedía  carácter  de  hombre, 
aunadas  la  filosofía  y  la  teología  para  declarar- 
lo, además,  esclavo  de  nacimiento.  La  enco- 
mienda, institución  feudal  que  prosperó  du- 
rante casi  toda  la  Edad  Media,  arraigaba  como 
planta  indígena,  sin  que  nada  pudiera  contener 
sus  abusos,  sobre  la  raza  servil  é  indefensa  y 
sobre  el  ánimo  del  conquistador,  más  regresi- 


—  138  — 
vo,  si  cabe,  al  revivir  sus  cualidades  de  paladín 
en  un  medio  que   imperiosamente  las  susci- 
taba. 

Su  incapacidad  productiva  y  su  desdén  por  el 
trabajo,  volvían  más  pesada  la  opresión,  desde 
<]ue  él  se  limitaba  á  mandar  siervos,  sin  colabo- 
rar en  sus  tareas,  residiendo  aquí  su  diferencia 
substancial  con  el  colono. 

Quizá  habría  bastado  para  contener  sus  des- 
manes, un  patronato  espiritual  de  los  indios; 
pero  la  Corona  no  sabía  conciliar,  siendo  la  in- 
tolerancia su  característica,  y  los  jesuítas  eran 
demasiado  absorbentes  para  resignarse  á  una 
participación.  El  ensayo  de  teocracia  iba  á  rea- 
lizarse, pues,  con  toda  amplitud. 

Los  primeros  religiosos  que  predicaron  el 
Evangelio  á  los  guaraníes  del  Paraguay  propia- 
mente dicho,  fueron  los  franciscanos  Armenta 
y  Lebrón,  que  Alvar  Núñez  halló  en  Santa  Ca- 
talina en  1541;  pero  ya  antes  dije  que  los  sacer- 
dotes no  tuvieron  influencia  sensible  durante  la 
conquista  laica. 

Propiamente  considerada,  la  «conquista  espi- 
ritual», que  así  la  llamaré  adoptando  la  deno- 
minación de  uno  de  sus  más  célebres  autores 
(el  P.  Montoya),  comenzó  al  finalizarla  expan- 
sión descubridora  de  la  otra,  empalmando  con 
ella  en  su  concepto  substancial. 

Los  primeros  jesuítas  que  la  raza  guaraní 
conoció,  llegaron  al  Brasil  en  1549.  Desde  1554, 
este  país  formó  una  provincia  espiritual;  y  los 
P.  P.  empezaron  sus  fundaciones,  internándose 
rápidamente  desde  el  litoral  atlántico  hasta  las 


—  139  — 

nacientes  del  Paraná,  y  elevando  á  treinta  su 
número.  Una  de  ellas,  la  de  Manizoba,  estaba 
situada  en  la  Guayra  misma. 

El  lector  sabe  ya  que  la  rápida  prosperidad 
brasileña,  puso  en  guardia  al  gobierno  español, 
motivando  la  expedición  de  Mendoza.  No  cons- 
tituían la  menor  fuente  de  recela  aquellas  re- 
ducciones, que  empezaban  á  fundarse  en  el  pro- 
pio territorio  español;  pues  los  P.  P.,  lógicos  en 
esto  con  su  política,  obedecían  á  los  gobiernos 
bajo  cuya  jurisdicción  se  encontraban,  hacién- 
dolos servir  por  tal  manera  al  interés  general 
de  la  orden.  Esta  no  conocía  patria,  teniendo 
por  tanto  una  superioridad  inmensa  sobre  aqué- 
llos, en  cuanto  á  la  unidad  de  su  acción  y  á  la 
multiplicidad  de  sus  medios. 

La  evangelización  de  las  tribus  guaraníes,  que 
dio  su  base  experimental  al  proyecto  del  Impe- 
rio futuro,  había  empezado  con  método  admi- 
rable. Las  capitanías  del  Brasil  eran  otros  tan- 
tos centros  de  operaciones,  que  aspiraban  á  en- 
tenderse naturalmente  con  los  establecidos  en 
el  Tucumán;  pero  necesitaban  para  esto  de  un 
foco  intermedio,  siendo  inaccesible  la  distancia 
entre  ellos,  y  el  Paraguay  se  presentaba  desde 
luego.  Lo  que  la  conquista  procuraba  realizar 
de  su  parte,  acomodándose  á  las  circunstan- 
cias creadas  por  descubrimientos  sin  plan,  los 
jesuítas  concibiéronlo  con  adoptarlo  en  el  terri- 
torio ya  poseído. 

Aventajaban  á  los  demás  en  el  conocimiento 
previo,  que  para  aquélla  había  sido  consecuen- 
cia fortuita,  y  tenían  mucha  mayor  capacidad 


—  140  — 

para  organizar  una  empresa,  por  su  férrea  dis- 
ciplina, la  simplificación  de  método  que  supo- 
nía su  renunciación  de  todo  incentivo  terrenal, 
en  bien  de  su  orden,  y  el  concurso,  para  este 
fin,  de  las  grandes  inteligencias  con  que  conta- 
ban. 

En  1588  llegaron  los  primeros  al  Paraguay, 
enviados  desde  el  Brasil.  Eran  experimentador 
misioneros  y  sabían  el  guaraní.  Su  acción  ibaá 
buscar  en  sentido  inverso,  el  contacto  que  ha- 
bía insinuado  treinta  años  antes,  por  la  Guay- 
ra,  aquella  reducción  de  Manizoba,  malograda 
en  su  intento  á  causa  de  su  origen  portugués, 
que  la  hizo  naturalmente  sospechosa  para  Ios- 
expedicionarios  españoles  sobre  aquel  territo- 
rio. 

Al  situarse  en  la  Asunción,  aquellos  jesuítas 
se  colocaban  bajo  la  influencia  española,  sal- 
vando así  los  celos  patrióticos,  mientras  sus 
compañeros  del  Brasil  seguían  de  consuno  la 
obra  proyectada.  Pero  como  España  era  la  más 
fuerte,  y  como  sus  dominios  llegaban  hasta  la 
misma  costa  de  aquel  país,  los  últimos  se  limi- 
taron á  conservarse  en  ella.  El  Paraguay  fué 
el  centro  de  irradiación  elegido,  y  la  unidad  de 
la  acción'  que  se  intentaba  quedó  establecida  de 
allí  á  poco,  por  la  constitución  de  la  provincia 
espiritual,  que  abrazaba,  como  se  recordará, 
regiones  tan  diversas. 

De  tal  modo  revelaba  aquello  una  acción  fu- 
tura, que  la  comunicación  entre  dichas  regiones 
no  existía.  A  ser  la  tal  provincia  una  mera  sub- 
división que  la  desprendía  del  Perú  para  facilitar 


-  141  —      , 

su  administración  espiritual,  habría  debido 
crearse  otra  en  el  Tucumán.  Es  que  mientras  la 
conquista  laica  seguiría  buscando  su  contacto 
eon  el  Perú,  desde  aquel  centro  y  desde  el  Pa- 
raguay, la  espiritual,  más  audaz,  más  lógica,  y 
sin  el  estorbo  de  los  límites  territoriales,  orien- 
taría todas  sus  aspiraciones  á  conseguir  el  des. 
ahogo  marítimo  por  la  costa  del*Brasil. 

La  primera,  dirigida  desde  España  sobre  la 
base  de  informes  no  siempre  desinteresados  y 
fieles,  tuvo  por  norte  el  miraje  del  oro;  con  más 
que  las  posesiones  portuguesas  la  habrían 
opuesto  siempre  un  obstáculo,  á  querer  tomar 
el  rumbo  de  la  segunda. 

Esta,  concebida  por  un  poder  nada  disperso 
en  complicaciones  políticas,  y  exento  de  penu- 
rias económicas,  contó  desde  el  primer  mo- 
mento con  la  experiencia  de  hombres  avezados 
é  inteligentes,  que  percibieron  sin  vacilar  la  fu- 
tura grandeza,  apreciando  á  la  vez,  en  su  justo 
valor,  la  importancia  real  de  aquel  oro  que  tan- 
tas cabezas  trastornaba.  No  le  desconfiaban  los 
intereses  patrióticos,  puesto  que  su  influencia 
era  igual  en  las  naciones  rivales;  y  el  Evange- 
lio le  daba  un  admirable  estandarte,  para  ga- 
rantirle la  consideración  de  las  dos. 

La  relación  con  el  Perú,  que  no  podía  ser 
abandonada  enteramente,  quedó  secundaria, 
no  obstante,  sobre  todo  en  la  primera  época  y 
mientras  se  constituía  un  poderoso  centro  de 
operaciones;  pero  nunca  fué  abandonada  en 
absoluto.  Era  también  una  posesión  de  la  or- 
den, cuya  frontera  convenía  frecuentar. 


-  142  — 

Compusieron  la  primera  misión  al  Paraguay, 
los  P.P.  Soloni,  Ortega  y  Fildi.  El  primero  era 
un  veterano  de  las  misiones.  Ya  en  1576,  acom- 
pañando á  su  maestro,  el  P.  Gaspar  Tulio  Bra- 
sil iense,  había  fundado  entre  los  tabayaras  la 
reducción  de  Santo  Tomé.  A  aquellas  fundacio- 
nes se  agregaron,  hasta  1577,  la  de  San  Ignacio 
entre  los  suriébís,  y  la  de  San  Pablo  en  la  costa 
del  mar,  vecina  al  río  Sergipe.  Llevaba,  pues, 
el  referido  sacerdote,  catorce  años  de  predica- 
ción en  el  Brasil,  donde  fué  ordenado.  Sus  com- 
pañeros entraron  hasta  la  tíuayra,  y  allá,  en 
unión  con  los  P  P.  Barzana,  Lorenzana  y  Aqui- 
la,  que  llegaron  del  Tucumán  poco  después, 
formaron  el  primer  plantel  de  reducciones  pa- 
raguayas. 

Organizando  misiones,  que  eran  más  bien  re- 
conocimientos, siguió  paralizada  la  expansión 
hasta  1599,  en  que  muerto  Soloni,  fué  nombra- 
do superior  Lorenzana. 

Poco  después,  el  P.  Esteban  Páez,  Visitador 
de  la  comarca,  teniendo  en  cuenta  la  distancia 
á  que  se  hallaban  aquellos  P.P.  de  su  casa  cen- 
tral del  Perú,  lo  cual  impedía  auxiliarlos  con 
eficacia,  resolvió  que  se  retiraran  al  Tucumán ; 
encargando  la  evangelización  á  los  del  Brasil, 
que  se  hallaban  más  próximos  y  sabían  la  len- 
gua de  los  naturales.  Lorenzana  y  Ortega  se 
marcharon,  pero  Fildi  quedó  enfermo  en  Asun- 
ción. 

No  cabe  duda  de  que  aquellos  sacerdotes,  in- 
formaron detalladamente  á  su  generalato,  so- 
bre las  condiciones  del  territorio  por  ellos  reco- 


—  143  — 

nocido,  su  situación  intermedia  entre  el  Tucu- 
mán  y  el  Brasil,  la  posibilidad  de  una  salida  ma- 
rítima por  este  país,  una  vez  efectuado  el  con- 
tacto, la  facilidad  de  comunicaciones  con  el 
Perú  y  con  Buenos  Aires,  la  índole  favorable 
de  la  raza  y  la  consiguiente  facilidad  de  domi- 
narla, todavía  favorecida  por  la  influencia  mi- 
litar de  los  españoles.  Si  á  esto  r&  agrega  el  co- 
nocimiento de  la  extraordinaria  fertilidad  y  ex- 
celente clima,  que  prometían  grandes  compen- 
saciones al  trabajo  inteligente,  no  es  arriesgar- 
se hasta  lo  fantástico  suponer  que  la  idea  del 
Imperio  fué  concebida  desde  entonces. 

Los  jesuítas  eran  demasiado  expertos,  para 
no  comprender  que  la  restauración  teocrática 
no  prosperaría  ya  en  Europa;  pero  poseían  al 
mismo  tiempo  bastante  decisión,  para  aprove- 
char aquella  coyuntura  experimental  que  se  les 
ofrecía.  Sus  misiones  de  Asia,  no  podían  aspi- 
rar á  influir  sobre  la  política  de  imperios  cons- 
tituidos, que  supieron  oponerles  con  eficacia  el 
prestigio  de  religiones  organizadas;  mas  la  or- 
den era  eminentemente  política,  á  causa  de  sus 
procedimientos  modernos,  y  no  se  resignaba  á 
proceder  como  una  de  tantas.  Acogió,  pues, 
gozosa  la  ocasión  que  se  le  presentaba  en  aquel 
manso  país,  con  la  rudimentaria  estructura  so- 
cial de  sus  tribus,  como  una  masa  plástica  sen- 
sible á  cualquier  presión,  entrando  acto  conti- 
nuo á  realizar  el  vasto  plan. 

Fué  el  primer  paso,  la  erección  de  la  provin- 
cia espiritual  del  Paraguay,  que  el  quinto  Ge- 
neral de  la  Compañía,  P.  Claudio  Aquaviva, 


_  144  - 

efectuó  en  1604.  El  año  anterior,  Remandarías 
había  realizado  una  expedición  contra  las  tri- 
bus del  Uruguay,  siéndole  adversa  la  fortuna, 
pues  aquéllas  llegaron  á  exterminar  su  infan- 
tería; y  esto  le  decidió  á  impetrar  de  la  Corona 
el  establecimiento  de  misiones,  dando  por  in- 
fructuosa toda  acción  ulterior  sobre  los  indios. 

Semejante  pesimismo,  á  todas  luces  sorpren- 
dente en  un  carácter  tan  intrépido,  y  cuando 
estaba  fresco  aún  el  recuerdo  de  Irala,  me  ha- 
ce sospechar  que  la  influencia  jesuítica,  siem- 
pre grande  sobre  él,  no  fuera  ajena  á  su  deter- 
minación. 

De  todos  modos,  la  Corona  en  su  real  orden 
del  30  de  enero  de  1609,  encargó  la  reducción 
de  los  indios  á  los  jesuítas. 

La  organización  se  encontró  planteada,  con 
tal  oportunidad,  que  revela  á  primera  vista  una 
inteligencia  entre  el  generalato  jesuítico  y  el 
gobierno;  pues  éste  era  demasiado  celoso  de 
sus  prerrogativas,  para  no  protestar  eficaz- 
mente si  aquél  hubiera  procedido  sin  su  aquies- 
cencia. 

Efectivamente,  el  general  de  los  jesuítas  ha- 
bía encargado  al  superior  de  la  compañía  en  el 
Perú,  P.  Romero,  la  erección  de  la  provincia 
del  Paraguay,  que  en  1607  tuvo  su  primer  Pro- 
vincial en  la  persona  del  P.  Diego  de  Torres 
Bollo,  el  cual  empezó  sus  tareas  acompañado 
por  quince  sacerdotes. 

Bien  se  predisponía  todo  en  favor  de  los  nue- 
vos misioneros,  revelando  la  certeza  de  sus 
cálculos.  Diríase  que  la  América  estaba  predes- 


—  145  — 

tinada  á  aquella  influencia.  En  1508,  eí  mapa  de 
Ruysch  llamaba  á  la  del  Sur  Terra  Sancta 
Crucis,  denominación  corriente,  al  parecer, 
pues  el  globo  Lenox  la  repite;  (1)  y  concretán- 
donos al  Paraguay,  encontramos  que  éste,  po- 
co antes  de  la  época  á  que  voy  refiriéndome, 
tuvo  de  obispo  á  Fray  Martín  Ignacio  de  Loyo- 
la,  sobrino,  nada  menos,  del  /undador  de  la 
Compañía. 

Los  diecisiete  años  de  activa  labor  yerbatera 
habían  hecho  intolerable  la  crueldad  de  los  en- 
comenderos; de  modo  que  cuando  Alfaro,  Vi- 
sitador de  la  Corona,  realizó  la  investigación 
que  ésta  le  había  cometido  sobre  la  situación 
de  los  indios  paraguayos,  no  vaciló  en  tomar 
su  partido,  de  acuerdo,  con  los  jesuítas,  cuya 
acción  apoyó  decididamente  con  sus  célebres 
ordenanzas.  El  segundo  gobierno  de  Hernán - 
darias,  en  1615,  robusteció  aún  más  su  nacien- 
te poder. 

El  Gobierno,  cuyo  ideal  teocrático  tan  bien  se 
avenía  con  aquel  ensayo,  miró  á  los  autores 
como  á  sus  vasallos  predilectos,  facilitando  su 
acción  con  toda  suerte  de  preferencias. 

Penetraron,  pues,  con  buen  pie  al  país  abier- 
to ya  en  toda  su  extensión  por  las  correrías  de 
los  conquistadores,  demostrándose  su  acción 
secundaria  á  este  respecto,  con  una  sola  consi- 
deración: 

Mientras  en  Norte  América  y  en  Asia  fueron 
notables  sus  descubrimientos  por  aquel  mismo 

(1)  Llamado  así  porque  pertenece  á  la  colección  «Lenox»  de  Nue- 
va York. 

EL  IMPERIO— 10 


—  146  — 

tiempo,  durante  el  siglo  y  medio  que  duró  su 
imperio  en  el  Paraguay,  sólo  se  cuenta  tres  ex- 
pediciones suyas  de  este  género.  Las  de  los 
P.  P.  Castañares  y  Patino  por  el  Pilcomayo, 
y  la  del  P.  Ramón  por  los  ríos  Negro  y  Ori- 
noco. (1) 

En  las  seis  glandes  expediciones  que  recono- 
cieron el  territorio,  desde  1515  á  1610,  la  reli- 
gión no  tuvo  parte.  La  conquista  laica  se  des- 
arrolló sola,  y  con  tal  éxito,  que  sólo  ocho  de 
sus  veintiocho  fundaciones  fueron  destruidas; 
al  paso  que  las  trece  de  los  jesuítas  en  la  Guay- 
ra,  mas  otras  muchas  suyas  hasta  alcanzar  á 
cuarenta,  desaparecieron  por  causa  igual. 

De  aquí  á  juzgar  con  Azara  y  otros  liberales,, 
que  la  primera  empresa  fué  superior  á  b 
gunda,  hay  mucha  distancia;  y  si  he  insis' 
de  nuevo  en  el  parangón,  es  á  objeto  de  que  se 
vea  cómo  la  ley  histórica,  en  cuya  virtud  la 
conquista  militar  precede  á  la  religiosa,  se  cum- 
plió aquí  una  vez  mas. 

Continuaban  al  propio  tiempo  las  fundacio- 
nes en  el  Tueumán  y  en  el  Perú,  con  tan  c 
dos  poderosos  centros  en  Córdoba  y  Santa  Fe, 
que  con  los  paraguayos  y  brasileños  daban  ya 
el  boceto  de  la  dominación  futura.  Los  esta 
cimientos  de  la  Guayra  y  los  del  distrito  del 
Tape,  tenían  tan  visible  objeto  de  darse  la  ma- 
no con  los  costaneros  del  Brasil,  que  deja: 
casi  abandonado  el  territorio  intermedio  entre 


ralkner  no  entra  en  esta  cuenta,  por 
acción  la  ] 
que  Di 


—  147  — 

ellos  y  la  Asunción,  donde  sobraban  infieles,  sin 
embargo.  El  ataque  simultáneo  de  los  mame- 
lucos sobre  ambos  puntos,  demuestra  que  aque- 
llos también  se  daban  cuenta  del  plan  seguido 
por  sus  poderosos  rivales. 

Los  jesuítas,  reaccionaron  sobre  la  idea  que 
consideraba  á  ios  indios  como  bestias  semi-ra- 
cionales,   mas  para  tenerlos  por  nií.  -  and 

equ  -  ir  indetin idamente  su  t 

la.  Quedaban,  con  relación  á  sus  protegidos,  en 
la  misma  jíwiffBñn  que  los  encomendero- 
debe  ala  írselos  por  no  haber  abosado  de  e 
pero  el  hecho  es  que,  salvo  el  buen  trato,  la 
tendencia  conquistadora  permaneció  incólu 
-  espíritus  más  selectos  habían  ad 
.  según  dije,  la  carrera  eclesiástica  al 
nunciarse  la  decadencia  española,  su  ma 
:  sentimientos  y  su  elevación 
ral,  ocasionaron  el  trato  más  humanitario  de 
ind  s  misiones.  Pero  la  teología  hue- 

yia  piedad  acomodaticia  influyeron  sobre 
puta  espéritual,  haciendo  de  las  conver- 
un  asunto  mecánico.  Lo  que  se  quería 
bautizar  á  toda  costa:  y  á  veces  una  tribu, 
vencida  por  la  tarde,  era  cristianada  al  día  si- 
guiente en  masa,  sin  otra  comunicación  evan- 
gélica que  la  muy  precaria  entre  vencedor  y 
ve:: :   :  :> 

Siendo  tan  diversa  la  situación  moral  de  uno 
y  otros,  y  actuando  ambos  en  esferas  psic 
i  opuestas,  claro  es  que  la  predica»: 
a  resultados  insignificantes.  En  los  pri- 
mer os  t: en:  ectuó  á  veces 


-  148  - 

de  intérpretes;  y  es  fácil  suponer  la  manera  có- 
mo los  conceptos  teológicos  del  catolicismo  pa- 
sarían á  las  mentes  salvajes,  traducidos  por  el 
guaraní  de  un  lenguaraz. 

Aunque  los  P.P.  contaron  desde  luego  con  el 
catecismo  de  los  franciscanos,  en  lengua  indí- 
gena, y  por  más  que  algunos  ya  la  sabían,  las 
d  ificultades  fueron  casi  insuperables  para  co- 
municar cosas  tan  sutiles  y  complicadas  como 
las  teológicas,  sin  que  el  fetichismo  aborigen 
presentara  una  sola  coyuntura  en  su  tosca  sen- 
cillez. La  conciencia  errátil  del  indio  producía 
un  obstáculo  quizá  mayor,  no  quedando  enton- 
ces otro  expediente  que  una  imposición  directa 
y  autoritaria. 

Fué  lo  que  se  hizo,  imprimiendo  en  aquella 
indolente  plasticidad,  todavía  aumentada  por 
su  situación  de  vencida,  el  sello  teocrático,  y 
atrayéndola  con  el  único  medio  de  relación  po- 
sible, dada  su  impenetrabilidad  psicológica:  la 
tentación  sensual,  por  medio  de  golosinas,  mú- 
sicas, pinturas,  etc.— arte  en  el  que,  ayer  como 
hoy,  eran  maestros  aquellos  religiosos. 

Los  indios  sólo  adoptaron,  pues,  la  exteriori- 
dad del  nuevo  culto,  sin  que  esto  perjudique  á 
la  intención  de  sus  misioneros,  pues  por  algo 
había  que  empezar;  pero  no  está  probado  que 
salieran  de  allí.  Fué  una  sustitución  de  su  ido- 
latría, mísera  y  rudimentaria,  por  otra,  llena 
de  ceremonias  aparatosas,  en  las  cuales  era 
dado  participar  con  trajes  de  viso  y  títulos  que 
halagaban  la  pasión  del  fausto,  tan  dominante 
en  el  indio.  El  estilo  charro,  característico  de 


-  149  - 
los  ornamentos  y  templos  jesuíticos,  estaba 
mas  próximo  de  su  mentalidad  que  la  severa 
belleza  de  los  tipos  clásicos,  con  su  exceso  de- 
corativo que  los  P.  P.  exageraron  todavía. 

Fiestas  patronales  de  los  pueblos,  y  onomás- 
ticas del  Rey,  han  dejado  en  las  crónicas  un 
recuerdo  de  lujo  bárbaro,  que  revela  con  sig- 
nificativa elocuencia  el  método. 

Todo  era,  naturalmente,  religioso.  Los  reca- 
mados ornamentos  resplandecían  al  sol;  aguas 
perfumadas  servían  en  las  ceremonias.  Había 
profusión  de  incienso  y  de  repiques;  y  por  so- 
bre todo,  esta  suprema  vinculación  de  la  gra- 
titud primitiva  con  la  religión  que  ocasionaba 
los  festejos:  aquel  era  el  día  de  banquetear  y 
vestirse  bien.  Familias  enteras  se  envanecían 
con  el  roquete  y  los  zapatos  de  un  monaguillo. 
El  pueblo  aplaudía  entusiasta  á  las  comparsas 
de  niños,  que  trajeados  de  ceremonia  recitaban 
loas  ó  danzaban,  componiendo  con  sus  figuras 
cifras  místicas,  al  compás  de  estrepitosas  or- 
questas. Petardos,  cajas,  clarines  y  cascabeles 
que  propagaban  su  sonoro  escalofrío  en  el  tem- 
blor de  las  gualdrapas,  subían  hasta  lo  deliran- 
te la  fanfarria  clamorosa.  Simulacros  militares, 
encendían  el  atavismo  bélico  de  la  sangre  aun 
montaraz;  corridas  de  sortijas,  autos  en  guara- 
ní, toscas  comedias,  enteraban  el  programa, 
todo  ello  rematado  por  general  comilona  ai 
aire  libre,  bajo  las  galerías  que  rodeaban  la 
plaza. 

La  procesión  del  Corpus  era  especialmente 
suntuosa.  El  oficiante  recorría  la  plaza,  déte- 


—  150  — 

niéndose  en  multitud  de  sitiales,  bajo  cuyos  ca- 
mones de  follaje  aleteaban  pájaros  de  los  más 
brillantes  colores,  sirviéndoles  también  de  ador- 
no vistosos  peces  conservados  en  diminutas 
canoas.  Los  acólitos  iban  sembrando  el  piso  con 
granos  de  maíz  tostado,  que  imitaban  blancas 
florecillas,  y  la  dulzura  del  ambiente,  que  per- 
fumaba el  naranjal  cercano,  imprimía  un  sello 
de  tierna  unción  á  la  fiesta. 

Pero  el  carácter  pueril  de  esa  devoción  re- 
saltaba en  todo,  hasta  en  las  iglesias,  más  sun- 
tuosas que  sólidas;  trabadas  generalmente  con 
barro,  pero  profusas  de  campanas,  de  imáge- 
nes, de  dorados  y  de  cirios.  Baste  saber  que 
sólo  en  las  últimas  construidas  después  de  si- 
glo y  medio  de  dominio,  se  empleó  argamasa 
para  asentar  los  sillares. 

La  conquista  no  fué,  sin  embargo,  entera- 
mente pacífica,  aunque  presentó  desde  luego 
un  notable  contraste  con  los  excesos  laicos. 
También  los  P.P.  redujeron  por  la  fuerza  algu- 
nas tribus;  pero  su  método  preferente  era  la 
seducción.  Empezaban  por  no  exigir  sino  el 
bautismo,  sabiendo  que  en  cuanto  los  indios 
cedieran  algo,  acabarían  por  otorgarlo  todo. 

A  pesar  de  su  dulzura,  la  mayor  parte  de  las 
tribus  quedó  sin  reducirse,  sin  que  esto  sea  im- 
putable á  falta  de  tiempo,  pues  en  el  momento 
de  la  expulsión,  los  habitantes  habían  dismi- 
nuido. 

El  sistema  social  vigente  en  las  reducciones, 
fué  el  mismo  de  la  Compañía;  aunque  sin  duda 
facilitó  su  implantación,  la  mita  con  sus  esca- 


—  151  — 

sas  tareas  y  la  organización  comunista  de  al- 
gunas tribus. 

Tuvieron  las  reducciones  su  cacique  cada 
una  y  sus  autoridades  á  la  española,  pero  todo 
aquello  fué  nominal.  De  hecho  no  había  otra 
autoridad  que  los  P.P.,  y  todos  esos  alcaldes, 
corregidores  y  alféreces,  jamás  pasaron  de  una 
decoración  política,  sin  la  más  mínima  autori- 
dad efectiva. 

La  situación  privilegiada  que  el  gobierno  creó 
á  los  jesuítas  en  las  reducciones,  pudo  notarse 
desde  el  primer  momento  por  la  exección  de 
tributos.  El  de  las  encomiendas  fué  substituido, 
en  efecto,  por  un  impuesto  de  un  peso  (1)  anual 
sobre  cada  hombre  de  dieciocho  á  cincuenta 
años.  Esta  carga  única,  exceptuaba  todavía  á 
los  caciques  y  sus  primogénitos,  á  los  corregi- 
dores, y  á  doce  individuos  afectados  al  servicio 
de  los  templos.  Con  el  diezmo,  fijado  en  cien 
pesos  anuales,  concluía  toda  obligación  fiscal. 

Ahora  bien,  como  en  las  reduciones  el  tra- 
bajo era  obligatorio  para  todos,  desde  los  cinco 
años,  el  de  las  mujeres  y  los  niños,  por  escaso 
que  fuera,  quedaba  como  producto  líquido,  de- 
terminando asi  una  competencia  ventajosísima 
con  los  empresarios  laicos. 

Los  encomenderos  tenían  que  pagar  un  jor- 


(1)  El  peso  en  cuestión  valía,  salvo  las  naturales  fluctuaciones 
•del  cambio,  5  francos  446,  á  juzgar  por  su  peso  de  26  gramos  928  y 
su  ley  de  0.910  de  fino,  conforme  á  las  equivalencias  fijadas  por  la 
Convención  Internacional  del  Metro  en  1875.  El  peso  á  que  me  re- 
fiero, es  el  anterior  á  1772;  pues  desde  esta  fecha,  su  ley  fué  bajando 
progresivamente. 


—  152  — 

nal  de  cuarenta  reales  (1)  mensuales  á  sus  in- 
dios, y  cinco  pesos  por  cada  uno  á  la  Corona,  6 
comprar  esclavos  para  explotaciones  como  la 
del  azúcar,  que  sólo  aguantaba  el  negro;  creán- 
dose entonces  una  situación  de  ojeriza  comer- 
cial entre  las  dos  conquistas.  La  Corona  no  su- 
po conservar  el  equilibrio,  procediendo  más 
por  corazonada  que  por  cálculo  entre  aquellos 
intereses;  y  el  resultado  de  sus  medidas,  natu- 
ralmente inspiradas  por  los  jesuítas,  redundó 
al  fin  en  perjuicio  de  los  naturales. 

Estos  fueron,  ó  siervos  de  los  P.P.  á  quienes 
se  lanzó  en  la  especulación  comercial,  con  el 
privilegio  que  la  hacía  pingüe,  ó  víctima  de  los 
odios  despertados  por  la  rivalidad  entre  laico» 
y  religiosos.  Su  condición  servil  permanecía  en 
ambos  casos  inconmovible. 


(1)    Cerca  de  22  francos. 


—  153 


IV 


La  conquista  espiritual. 

No  todos  los  indios  aceptaron  la  dominación 
jesuítica.  Optaron  por  ella,  casi  exclusivamen- 
te, aquellos  más  vejados  por  los  encomende- 
ros, buscando  el  alivio,  ya  que  eran  incapaces 
de  proporcionárselo  por  sí  mismos,  en  una  ser- 
vidumbre menos  cruel.  Los  reducidos  fueron, 
pues,  una  minoría,  faltando  á  la  obra  aquellos 
más  bravios,  es  decir  los  más  interesantes. 

Las  reducciones  de  Quilmes  y  del  Baradero, 
tan  próximas,  no  obstante,  á  Buenos  Aires, 
fueron  un  fracaso;  igual  puede  decirse  de  las 
que  intentaron  evangelizar  la  Patagonia;  sien- 
do las  calchaquíes  enteramente  destruidas  y 
saqueadas  cuando  la  rebelión  de  Bohórquez,  á 
pesar  de  que  parecían  aseguradas  por  un  gran 
éxito  industrial. 

Pasando  por  alto  las  tribus  pequeñas  no  re- 
ducidas, como  los  salvajísimos  nalimegas,  los- 
guatás,  los  ninaquiguilás,  etc.,  y  no  contando 
sino  las  naciones  que  contenían  muchas  par- 


—  154  — 

cialidades,  se  tiene  el  siguiente  resultado  de 
rehacios: 

Los  guayarías,  nación  tan  numerosa  que  se 
la  creía  formada  por  todas  las  tribus  no  gua- 
raníes, siendo  de  notar  que  esta  denominación 
-comprendía  entonces  sólo  á  los  indios  reduci- 
dos. Era  gente  dócilísima,  sin  embargo;  jamás 
causó  daño  á  las  reducciones,  con  las  cuales 
vivía  en  continua  relación,  ayudando  á  los 
conversos  en  el  trabajo  de  los  yerbales  median- 
te algunas  baratijas. 

Seguían  por  orden  de  su  importancia  numé- 
rica ó  guerrera,  los  charrúas;  los  tupíes,  tan 
huraños  que  se  dejaban  morir  de  hambre  cuan- 
do caían  prisioneros;  los  bugres;  los  mbayás; 
los  pay aguas;  (1)  los  belicosos  tobas;  los  feroces 
mocovíes  y  otros  muchos,  sobre  todo  cha- 
queños. 

La  defección  de  los  guanas  y  de  los  jaros, 
prueba  cuan  débiles  fueron  en  realidad  los  la- 
zos que  los  unían  á  aquella  rudimentaria  civi- 
lización. 

Con  inmenso  trabajo  habían  conseguido  los 
P.P.  reducirlos,  cuando  un  día  se  presentaron 
á  su  director,  comunicándole  que  se  hallaban 
resueltos  á  adoptar  su  antigua  vida;  pues  el 
Dios  que  se  les  predicaba  era  una  deidad  muy 
incómoda,  á  causa  de  que  estando  en  todas  par- 
tes no  había  cómo  librarse  de  su  fiscalización. 


(1)  Estos  se  llevaron  siempre  bien  con  los  conquistadores  lai- 
cos, llegando  á  vivir  á  unos  pocos  kilómetros  de  la  Asunción  en 
completa  paz  hasta  el  ataque  que  les  llevó  sin  causa  alguna  el  go- 
bernador Reyes,  hechura  de  los  jesuítas.  (Cap.  V.) 


—  155  — 

El  estado  intelectual  de  aquellos  indios,  se  re- 
vela con  harta  claridad  en  ese  argumento. 

Otra  misión  también  fracasada  fué  la  de  los 
guaycurúes,  salvajes  belicosos  cuya  reducción 
habría  convenido  efectuar;  pero  los  P.P.  tuvie- 
ron que  abandonarlos  á  los  diecisiete  años  de 
esfuerzos  infructuosos. 

El  aislamiento  de  las  tribus,  su  miseria  y  sus 
rivalidades;  el  dominio  laico  establecido  ya;  las 
identidades  religiosas  hábilmente  explotadas, 
eran  circunstancias  favorables  á  la  reducción. 
Los  P.P.  habían  encontrado  que  elPay  Zumé, 
vaga  deidad  á  la  cual  rendían  cierto  culto  los 
guaraníes,  no  podía  haber  sido  otro  que  el 
apóstol  Santo  Tomás  (padre  Tomé)  adaptando 
A  la  región  una  de  las  tantas  leyendas  religio- 
sas que  el  fanatismo  dominante  creyó  notar 
esparcidas  por  las  selvas  americanas,  á  favor 
de  caprichosas  semejanzas  eufónicas  entre  las 
lenguas,  ó  de  coincidencias  mitológicas— como 
el  hallazgo  de  las  dos  tribus  hebreas,  perdidas 
desde  el  cisma  de  Roboam,  el  rastro  evangéli- 
co que  se  creía  determinar  en  el  uso  indígena 
de  la  cruz  como  símbolo  religioso,  y  aquella 
pretendida  predicación  de  Santo  Tomás. 

Tuvo  su  éxito  la  leyenda,  que  los  P.P.  aplica- 
ron á  su  sabor  y  quizá  de  buena  fe,  aprove- 
chando el  tradicionalismo  forzosamente  confu- 
so de  tribus  sin  literatura.  La  veneración  de  la 
cruz  (que  era  igualmente  quichua  y  calchaqui- 
na)  se  las  había  enseñado  el  apóstol;  sus  hue- 
llas quedaban  grabadas  en  las  areniscas,  y  era 
él  quien  les  había  dado  la  posesión  de  aquellas 


—  156  — 

tierras.  Esto  último  lo  alegarían  después  los  in- 
dios como  argumento,  ante  los  comisarios  eje- 
cutores del  tratado  de  1750. 

Su  cosmogonía  infantil,  así  como  su  creencia 
en  la  inmortalidad  del  alma  y  su  temor  á  los 
espectros,  se  prestaban  á  cualquier  adaptación 
en  poder  más  listo;  su  falta  de  patriotismo,  en 
el  sentido  elevado  que  hace  de  este  sentimiento 
una  fuerza,  y  la  facilidad  con  que  todos  enten- 
dían el  guaraní,  tronco  de  sus  dialectos,  agre- 
gaban nuevas  facilidades  á  la  obraevangelizado- 
ra.La  misma  poligamia, que  es  el  obstáculo  más 
arduo  de  las  misiones,  no  pasaba,  para  la  ma- 
yoría, de  una  aspiración  casi  nunca  realizada. 

Cuando  los  PP.  se  convencieron  de  que  la 
seducción  no  bastaba  para  atraer  á  los  guara- 
níes más  salvajes  no  obstante  su  inmediación , 
echaron  mano,  como  dije,  de  medios  más  ex- 
peditos. 

Uno  de  ellos  fué  la  compra  de  los  prisioneros 
de  guerra  que  las  tribus  se  hacían,  aun  cuando 
ello  implicaba  fomentar  la  discordia;  pues  lo 
esencial  era,  como  se  advierte  sin  esfuerzo,  el 
establecimiento  del  Imperio.  Otro  consistió  en 
el  empleo  de  neófitos  ladinos,  que  procuraban 
introducirse  en  las  tribus  para  inducirlas  al 
nuevo  estado.  Los  indios  que  conseguían  atraer 
á  su  culto,  daban  el  pretexto  para  una  inter- 
vención más  decisiva. 

Llegaban  entonces  los  P.P.  á  la  tribu,  dicién- 
dose atraídos  por  la  fama  del  cacique  á  quien 
lisonjeaban  y  regalaban,  produciendo  entre  to- 
dos la  consiguiente  agitación. 


-  157  - 

Cualquier  incidente  sucesivo— la  protesta  del 
hechicero  que,  por  de  contado,  se  alzaba  con- 
tra los  intrusos,  la  negativa  del  cacique  solici- 
tado, su  coacción  sobre  los  flamantes  conver- 
sos—eran interpretadas  con  carácter  agresivo, 
justificando  la  intervención  de  las  armas. 

Los  P.P.  unían  en  su  obra  lo  divino  á  lo  hu- 
mano, con  fino  espíritu  práctico,  y  nunca  la 
emprendían  sin  el  correspondiente  concurso 
militar.  Ya  los  que  entraron  á  la  Guayra  en 
1609,  llevaban  su  escolta  de  mosqueteros.  (1) 

Quedaban,  por  lo  demás,  los  otros  arbitrios 
del  caso  para  apoyar  la  acción  bélica.  Sucesos 
impresionantes,  como  las  borrascas,  estampas 
que  representaban  los  tormentos  del  infierno  ó 
la  bienaventuranza  de  los  santos,  aplicados  con 
oportunidad  al  asunto  y  en  fácil  competencia 
con  míseros  hechiceros,  les  daban  pronto  la 
ventaja.  Estos  eran,  sobre  todo,  médicos;  y  es 
de  imaginar  cómo  saldría  aquella  ciencia,  base 
de  su  prestigio,  en  pugna  con  hombres  civiliza, 
dos  y  sagaces  cuyos  actos  resultaban  milagro, 
sos  en  relación. 

Las  acciones  de  guerra,  no  producían  sino 
triunfos;  y  fueron  combates  célebres  de  aque- 


(1)  En  una  carta  dirigida  al  gobernador  de  Buenos  Aires 
(1746)  el  P.  Cardiel  elogia  la  dedicación  con  que  la  Corona  protegió 
siempre  á  las  misiones  del  Nuevo  Mundo,  enviando  ministros  evan- 
gélicos «y  señalando  en  casi  todas  las  provincias  buen  número  de 
soldados  que  les  sirvan  de  escolta  en  sus  ministerios.  Pues  además 
de  los  muchos  que  ;  tiene  pagados  para  esto  en  Filipinas,  Marianas 
y  Méjico...  en  Buenos  Aires  tiene  pagados  para  lo  mismo  50  con  su 
capitán...  Todos  estos  soldados  de  todas  estas  provincias,  son  para 
só\o  los  misioneros  jesuítas  y  no  de  otra  religión.» 


—  158  — 

líos  tiempos,  los  que  el  bravo  guaraní  Mara- 
caná, dirigido  por  los  P.P.,  libró,  saliendo  victo- 
rioso, contra  los  caciques  Taubici  y  Atiguajé. 
El  primero,  que  era  brujo  además,  fué  arroja- 
do á  un  río  con  una  piedra  al  cuello. 

Tres  otros  más,  Yagua-Pita,  Guirá-Verá  y 
Chirnboí,  muertos  los  dos  primeros  en  pelea  y 
gravemente  herido  el  otro,  acabaron  de  cimen- 
tar el  prestigio  de  los  P.P.,  hasta  bajo  la  faz  mi- 
litar. Llegaron  á  sostener  verdaderos  sitios,  en 
campos  atrincherados  y  con  buena  táctica,  co- 
mo lo  demostró  el  P.  Fildi  en  su  lucha  contra 
Guirá-  Verá. 

Escasas  fueron  las  represalias,  contándose  en 
total  cinco  asesinatos  de  misioneros:  los  padres 
González,  Mendoza,  Castañares,  Castillo  y  Ro- 
dríguez. (1)  Las  leyendas  milagrosas  pulularon 
en  torno  de  estos  sucesos.  Decíase  que  el  cora- 
zón del  P.  González  había  hablado  desde  su  fo- 
sa, y  que  el  fuego  se  negó  á  consumir  su  cuer- 
po. El  celo  de  los  misioneros  se  avivó  con  esto, 
habiendo  algunos  que,  en  su  lecho  de  muerte, 
lamentaban  no  haber  recibido  el  martirio. 

Pero  la  masa  cedió  en  todas  partes  con  nota- 
ble docilidad,  aunque  no  creo,  como  sostienen 
los  escritores  clericales,  que  fué  organizada  por 
los  jesuítas  en  la  única  forma  posible,  dadas  sus 
condiciones  morales. 

Se  ha  pretendido,  en  efecto,  que  el  comunis- 
mo estaba  requerido  por  su  naturaleza  ociosa  é 

(1)  Ver  (Cap.  V.)  el  asesinato  que  en  represalias  del  ataque  del 
gobernador  Reyes,  cometieron  los  payafuás  con  los  jesuítas  Silva  y 
Mago.  Estos  no  entran  ya  en  el  cuadro  de  la  conquista  espiritual. 


—  159  — 

imprevisora;  el  aislamiento,  por  su  variabilidad 
que  constantemente  la  exponía  á  intentar  aven- 
turas fuera  del  patrocinio  jesuítico;  la  adopción 
exclusiva  de  su  idioma,  porque  no  toleraba  el 
español.  Será  así;  pero  el  caso  es  que  no  hay  in- 
dicio de  un  solo  ensayo  contradictorio,  útil  por 
demás,  si  no  se  quería  hacer  del  indígena  un 
incapaz  en  perenne  tutela. 

Mi  opinión  es  que  los  P.P.,  tomando  como- 
base  de  organización  social  la  de  su  propio  ins- 
tituto que  lógicamente  les  parecería  la  mejor, 
hicieron  de  las  reducciones  una  gran  «Compa- 
ñía» ,  en  la  cual  no  faltaban  ni  el  comunismo 
reglamentario,  ni  el  silencio  característico.  En 
los  pueblos  no  se  cantaba  sino  los  días  de  pre- 
cepto, y  hasta  los  juegos  de  los  niños  carecían 
de  espontaneidad.  Todo  estaba  reglado  á  son  de 
campana,  y  á  la  voluntad  exclusiva  de  los  re- 
ligiosos. 

La  evangelización  se  detuvo,  en  cuanto  el 
éxito  que  aseguraban  los  privilegios  concedi- 
dos por  la  Corona,  y  la  fertilidad  del  país,  de- 
terminaron el  carácter  proficuo  de  la  empresa. 
El  ideal  místico  cedió  entonces  el  campo  al  eco- 
nómico, por  más  que  continuara  influyendo 
con  su  prestigio  ya  probado,  al  éxito  de  este  úl- 
timo. Entonces,  toda  la  actividad  de  aquellas 
factorías  religiosas  se  consagró  á  buscar  la  sa- 
lida marítima,  que  la  conquista  laica  había  in- 
tentado con  la  expedición  de  Chaves,  por  el 
Mamoré  y  el  Marañón.  En  este  propósito  iba  á 
experimentar  su  primer  revés. 

Algunos  deportados  lusitanos  y  piratas  no- 


—  160  — 

landeses,  habían  fundado  en  la  provincia  bra- 
sileña de  San  Pablo,  una  especie  de  colonia  li- 
bertaria, que  se  mantenía  explotando  á  su  gui- 
sa el  trabajo  de  los  indios.  El  choque  era  inevi- 
table entre  aquellas  dos  fuerzas  que  iban  hacia 
el  mismo  fin,  usando  medios  de  todo  punto 
opuestos.  Eran  el  sel/  made  man  de  un  tipo, 
contra  el  de  otro  antagónico,  y  se  disputaron  la 
supremacía  con  encarnizamiento  mortal. 

La  humanidad  y  la  civilización  tienen  que  es- 
tar con  los  jesuítas  en  esa  lucha,  pues  ellos  re- 
presentaban la  defensa  del  débil  contra  seme- 
jantes hordas  de  facinerosos  sin  ley;  mas  el  pro- 
blema que  aquella  implica,  no  es  solamente 
sentimental.  Reside  ante  todo  en  la  desigual 
condición  que  creaba  á  los  «paulistas»  el  privi- 
legio jesuítico,  con  sus  exenciones  contributi- 
vas, y  la  intervención  del  gobierno  para  poner 
bajo  tal  influjo  á  los  indios.  (1) 

Tremenda  fué  su  invasión  de  la  Guayra.  En- 
traron á  sangre  y  fuego,  con  ánimo  de  arrasar 
para  siempre  el  foco  rival,  y  lo  ejecutaron  casi 
sin  oposición.  Aquella  soldadesca  sugería  ho- 
rrores salvajes  con  su  desarrapada  masa,  su 
armamento  irregular  hasta  lo  monstruoso,  sus 
morriones  de  cuero  crudo  y  sus  corazas  de  al- 
godón. (2) 

Lleváronse  de  calle  toda  resistencia,  maltra- 


(1)  Recién  en  1679,  se  limitó  á  12.000  arrobas  la  exportación  de 
yerba  de  los  pueblos  jesuíticos,  que  la  habían  hecho  alcanzar  á 
50.000. 

(2)  Como  en  el  canto  X  de  la  Ilíada,  vs.  257-265,  donde  se  elo- 
gia los  cascos  de  cuero. 


-  161  — 

tando  á  los  jesuítas  que  procuraron  detenerlos, 
y  aun  asesinándolos  como  al  P.  Arias.  Ni  los 
ornamentos  sagrados  con  que  los  encontraban 
revestidos,  eran  poderosos  á  contenerlos.  Sa- 
quearon y  profanaron  lo  mismo  los  hogares 
que  las  iglesias.  A  un  tiempo  destruyeron  las 
reducciones  de  la  Guayra  y  del  Tape;  mas  co- 
mo toda  montonera,  carecieron  de  constancia, 
y  hartos  de  botín  no  pensaron  sino  en  gozarlo. 
A  esto  debieron  los  P.P.  la  relativa  eficacia  de  su 
retirada. 

No  obstante,  el  golpe  fué  espantoso.  Los 
montes  quedaron  llenos  de  niños  y  de  mori- 
bundos, que  se  rezagaban  del  rebaño  de  escla- 
vos conducido  en  insolente  triunfo.  A  sesenta 
mil  lo  hacen  llegar  los  jesuítas  contemporá- 
neos. En  vano  el  P.  Maceta  se  trasladó  al  Bra- 
sil en  demanda  de  justicia.  No  la  había  contra 
los  montoneros  enriquecidos  que  ya  empezaban 
á  hablar  de  un  nuevo  ataque.  Aquél  no  tuvo 
otro  recurso  que  regresar,  para  evitarlo  con  la 
fuga,  decidiéndose  en  consecuencia  el  abandono 
de  las  trece  reducciones  guayranas. 

Bajo  las  órdenes  del  P.  Montoya,  doce  mil 
personas,  con  setecientas  barcas,  se  movieron 
aguas  abajo  del  Paraná,  en  dirección  al  actual 
territorio  de  Misiones.  Memorables  fueron 
aquellas  jornadas  por  sus  peripecias  trágicas, 
como  el  destrozo  de  las  canoas  en  las  rompien- 
tes de  la  gran  catarata,  y  la  peste  que  azotó  á 
los  expedicionarios.  Estos  hasta  debieron  sus- 
pender su  viaje,  durante  toda  una  estación, 
mientras  sembraban  y  recogían  lo  necesario 

EL  IMPERIO.— 11 


—  162  — 

para  mantenerse;  y  si  algo  resalta  con  admira- 
bles  caracteres  en  ese  éxodo  colosal,  es  la  figu- 
ra del  P.  Montoya,  apóstol  digno  de  la  epopeya 
por  su  heroísmo  y  por  su  genio. 

Las  orillas  del  Yababirí,  adonde  arribaron 
por  último  los  emigrados,  sustentaban  diez  re- 
ducciones desde  1611.  Allá  fueron  acogidos, 
empezando  recién  con  su  establecimiento  la 
existencia  firme  del  núcleo  central  del  Imperio, 
y  las  fundaciones  definitivas  que,  andando  el 
tiempo,  serían  los  treinta  y  tres  pueblos  céle- 
bres. Las  trece  primeras  recibieron  los  mismos 
nombres  que  las  abandonadas  de  la  Guayra, 
estribando  en  esto,  sin  duda,  los  errores  crono- 
lógicos de  Azara  y  de  sus  secuaces. 

Así,  pues,  el  centro  del  Imperio  se  había  des- 
plazado; pero  aquellos  hombres,  con  un  tesón 
digno  seguramente  del  triunfo,  no  abandona- 
ron su  proyecto. 

Treinta  años  después,  florecía  ya  vigorosa  la 
conquista  espiritual  en  el  nuevo  territorio,  á 
través  del  cual,  y  dominando  ambas  márgenes 
del  Uruguay,  penetraba  otra  vez  por  el  Brasil 
cuya  costa  buscaría,  sin  perder  su  objetivo,  á 
la  altura  de  Porto  Alegre. 

Una  vez  reorganizada,  su  rendimiento  fué 
más  que  satisfactorio,  como  va  á  verse;  aunque 
resulte  tan  exagerado  atribuirle  un  carácter 
comercial  exclusivo,  como  negárselo  del  todo. 
En  realidad,  los  P.P.  no  tenían  por  qué  rehusar 
un  justo  provecho,  con  mayor  razón  cuando 
no  era  para  su  enriquecimiento  personal. 

Los  escritores  clericales  se  han  empeñado  en 


—  163  — 

demostrar,  exagerando  á  mi  ver  su  objeto,  que 
los  indios  andaban  muy  livianos  de  trabajo  con 
aquel  régimen,  disfrutando,  mejor  dicho,  de 
un  ocio  disimulado.  No  lo  indica  así  el  rápido 
progreso  de  las  Misiones,  donde  los  P.P.  eran 
además  muy  pocos  (dos  comúnmente  en  cada 
una)  para  que  su  trabajo  personal  influyera.  Sí 
la  dificultad  está  en  conjeturar  el  paradero  de 
sus  saldos  favorables,  yo  no  la  veo.  Al  fin,  aque  - 
lia  era  una  obra  humana,  y  no  me  parece  qu  e 
se  dezluzca  por  un  éxito  más,  como  sería  el 
industrial.  Su  producto  amonedado,  iría  natu- 
ralmente á  poder  del  generalato,  invirtiéndose 
en  bien  de  la  orden  y  de  la  religión;  porque  en 
cuanto  á  existir  utilidad,  ella  es  evidente.  (1) 

Una  estricta  economía  imperaba  en  las  re- 
ducciones. Todos  los  productos  eran  almacena- 
dos, proveyendo  los  P.P.  á  la  manutención  de 
cada  una,  con  la  administración  de  los  depósi- 
tos, y  enviando  el  resto  á  Buenos  Aires,  de  don- 
de volvían  en  retorno  efectos  de  consumo  y 
ornamentos,  previa  deducción  del  tributo  ecle- 
siástico y  civil. 

Pero  las  necesidades  de  la  población  no  eran 
grandes.  Gomo  tejidos,  usaba  exclusivamente 
el  algodón,  producido  y  labrado  allá  mismo,  y 


(1)  Falta  el  dato  exacto,  que  sólo  habría  podido  ser  suminis- 
trado por  el  archivo  jesuítico.  Mucho  se  ha  bordado  al  respecto,  no 
faltando  quien  asegurara  que  dicho  documento  se  hallaba  en  una 
estancia  de  Entre  Ríos;  pero  los  P.P.,  que  recibieron  noticias  de 
su  expulsión  un  año  antes  de  efectuarse,  tuvieron  tiempo  de  en- 
viarlo á  Roma,  donde  estará  seguramente.  Los  inventarios  de  los 
comisionados  reales  poco  dan  de  sí,  pues  certifican  un  estado  de 
cosas  dispuesto  con  anticipación  por  los  P.P. 


—  164  - 

andaba  toda  descalza.  Su  alimentación  era  tam- 
bién producto  de  la  tierra,  con  la  excepción 
única  de  la  sal,  que  se  importaba;  sus  vivien- 
das no  requerían  ningún  material  extranjero; 
armas  y  pólvora,  allá  se  fabricaban;  lujo,  no 
existía,  pues  la  vida  era  para  todos  reglamen- 
tariamente igual,  y  en  cuanto  á  los  objetos  del 
culto,  éstos,  por  su  propio  destino,  exigen  pocas 
reposiciones. 

Ahora  bien,  solamente  los  yerbales  de  los 
siete  pueblos  situados  en  la  margen  izquierda 
del  Uruguay,  estaban  estimados  en  un  millón 
de  pesos;  los  algodonales  eran  vastísimos;  las 
dehesas  muy  pobladas;  la  industria  daba  para 
exportar  tejidos  y  artefactos  á  las  comarcas  li- 
mítrofes. Las  reducciones  producían,  pues,  mu- 
cho más  de  lo  que  gastaban. 

Doblas,  que  las  conoció  ya  en  decadencia, 
hizo  un  cálculo  de  los  gastos  y  recursos  cuyo 
promedio  podía  atribuirse  á  cada  pueblo,  y 
esto  será  mi  base  para  estimar  la  producción 
total,  no  sólo  porque  se  trata  de  datos  oficiales 
en  los  que  no  cabe  suponer  exageración,  pues 
ella  habría  redundado  en  todo  caso  contra  su 
autor,  (1)  sino  porque  éste  era  más  bien  amigo 
de  los  jesuítas. 

Calculaba  el  citado  funcionario  el  gasto  de  un 
pueblo  de  1200  habitantes,  (2)  en  8000  pesos 


(1)  Era  teniente  de  gobernador  del  departamento  de  Concep- 
ción, uno  de  los  cinco  en  que  fueron  divididas  las  Misiones  para  su 
administración  laica. 

(2)  Ya  se  recordará  que  el  promedio  de  población  era  triple  en 
la  época  de  los  jesuítas. 


—  165  — 

anuales,  incluyendo  sueldos  de  administración 
y  de  curato,  que  no  existían  en  tiempo  de  los 
jesuítas;  y  el  producto  en  40  á  50  pesos  por  ha- 
bitante, más  3000  de  los  ganados. 

Suponiendo  mil  personas  de  trabajo,  para 
descontar  doscientas  por  enfermas  é  impedidas» 
pues  todo  el  mundo  se  ocupaba  desde  los  cinco 
años,  queda  á  favor  de  la  producción  un  saldo 
de  30.000  pesos  en  números  redondos. 

Durante  el  dominio  jesuítico,  la  población  de 
las  reducciones  alcanzó  a  150.000  habitantes 
(en  1743)  pero  no  quiero  contarla  sino  por 
100.000— aunque  ya  en  1715  subía  á  117.488— 
para  atribuir  al  resto  los  niños  menores  de  cinco 
años  y  los  enfermos,  muy  escasos  por  lo  de- 
más, dada  la  salubridad  del  clima. 
*  Incluyendo  en  los  40  pesos  (1)  por  habitante, 
que  Doblas  señala  como  el  término  más  bajo  de 
su  estima,  el  producto  de  los  ganados  también, 
resultan  4.000,000  anuales. 

Pongamos  un  millón  de  gastos.  En  realidad 
serían  668.000  pesos  exactamente;  pero  debe 
agregarse  á  esta  suma  los  dispendios  ocasiona- 
dos por  las  fiestas  patronales,  que  calcularé  en 
1.000  pesos  cada  una  para  no  regatear,  pues 
Doblas  asignaba  de  3  á  400  á  las  más  modestas. 
A  una  por  pueblo,  son  33.000  pesos;  quedando 
todavía  más  de  300.000  como  exceso  favorable; 
al  cual  puede  imputarse  las  mercaderías  y  or- 
namentos importados. 

Y  bien;  con  todas  estas  concesiones,  el  resul- 


(1)    218  francos. 


—  166  — 

tado  es  estupendo  todavía;  pues  no  contando 
sino  desde  1700,  á  pesar  de  que  antes  de  esta  fe- 
cha la  producción  era  ya  muy  fuerte,  salen 
más  de  doscientos  millones  líquidos. 

Doblas  era  comerciante  y  sabría  apreciar  bien; 
pero  rebájese  su  cálculo  de  producción  á  la  mi- 
tad; excluyase  la  circunstancia  de  haber  sido 
verificado  durante  la  decadencia  del  Imperio,  y 
siempre  se  tendrá  cien  millones  en  sesenta  y 
siete  años;  lo  cual,  dado  el  valor  de  la  moneda 
en  aquella  época,  representa  una  sólida  explo- 
tación. (1) 

No  es  cierto,  pues,  que  el  producto  de  las  re- 
ducciones, se  invirtiera  todo  en  su  provecho. 
Aun  asignándoles  gastos  exagerados,  como 
acaba  de  verse,  éstos  no  llegan  ni  con  mucho  á 
equipararlo. 

La  cría  de  ganados  alcanzó  en  ellas  una  im- 
portancia notable.  Los  campos  de  Corrientes  y 
Río  Grande  se  poblaron  de  estancias,  con  yein- 
te  y  treinta  mil  cabezas  cada  una;  pero  como  a 
todos  los  pueblos  correspondía  un  plantel  para 
el  consumo,  los  del  actual  territorio  de  Misio- 
nes tenían  que  importar  sal  necesariamente. 
Creo  que  el  sistema  de  evaporación,  menciona- 
do en  el  Capítulo  II,  debió  de  suministrarla  pa- 
ra los  ganados,  siendo  muy  económico,  así  co- 
mo el  transporte  que  se  haría  en  carretas  por 
los  excelentes  caminos  de  la  época. 

Unas  reducciones  explotaban  de  preferencia 


(1)  El  promedio  equitativo  sería  de  $  300.000.000  (1.600.000.000 
de  francos)  durante  el  siglo  de  trabajo  pacifico  que  puede  asignarse 
á  las  reducciones. 


-  167  - 

la  ganadería  y  otras  la  agricultura,  en  las  pro- 
ducciones generales  del  territorio,  siendo  las 
más  importantes  la  yerba  y  el  algodón.  Había 
cañaverales  de  azúcar,  pero  no  sé  que  los  tra- 
piches suministraran  este  producto;  su  rendi- 
"miento  casi  exclusivo,  en  todo  caso,  fué  de  me- 
laza, tal  como  sucede  hoy.  El  bosque  daba  tam- 
bién yerba,  si  de  calidad  inferior  á  la  hortense, 
en  cantidad  mucho  mayor;  y  su  transporte  se 
verificaba  por  los  ríos  hasta  Buenos  Aires,  en 
monstruosas  jangadas  que  cargaban  hasta  cien 
mil  kilogramos  y  navegaban  casi  al  azar  de  la 
corriente. 

El  monopolio  jesuítico  era  absoluto,  pues  en 
las  reducciones  no  circulaba  moneda  alguna.  (1) 
Como,  por  otra  parte,  la  entrada  de  comercian- 
tes en  ellas  se  hacía  casi  imposible,  pues  de  las 
treinta  y  tres  sólo  podían  comerciar  libremente 
seis,  en  la  margen  derecha  del  Paraná,  los  P.P. 
eran  los  únicos  exportadores;  naciendo  de  aquí 
su  interés,  así  en  dominar  los  dos  ríos,  como 
en  tener  por  suya  la  salida  al  Océano. 

Se  ha  dicho  que  el  comunismo  aquel,  consti- 
tuía la  felicidad  misma,  al  no  admitir  pobres  ni 
ricos;  y  ello  resultara  discutible,  de  haber  sido 
los  indios  sus  propios  administradores.  Pero 
bajo  la  tutela  absoluta  de  los  P.P.,  quienes  dis- 
ponían sin  limitación  de  las  ganancias,  aquello 
no  fué  otra  cosa  que  un  imperio  teocrático,  en 


(1)  Se  había  establecido  una  equivalencia  entre  una  determi- 
nada cantidad  de  productos  y  la  unidad  monetaria,  lo  cual  recibía  el 
nombre  de  «peso  hueco».  Tres  pesos  huecos  equivalían  á  un  pata- 
cón (5  francos  446). 


—  168  — 

el  cual  todos  eran  pobres  realmente,  excepta 
los  amos. 

Ni  la  comida  tenían  suya,  como  éstos  no  se  la 
concedieran;  el  vestido  era  un  uniforme  suma- 
mente ligero:  calzón,  camisa  y  gorro  de  algo- 
dón para  los  hombres;  para  las  mujeres  un  ti" 
poy  de  la  misma  sustancia— y  ya  dije  que  to- 
dos iban  descalzos.  La  alimentación,  casi  ente- 
ramente vegetal,  era  un  ordinario  de  mote  y 
mandioca,  bueno  y  abundante. 

En  todo  se  mostraba  la  disciplina  monástica, 
á  la  cual  concurrió  con  eficacia  el  aislamiento. 
Desde  el  territorio,  arcifinio  como  era,  hasta  el 
idioma  indígena,  conservado  con  exclusión  ri- 
gurosa del  español,  las  circunstancias  conver- 
gían al  mismo  fin.  La  salida  marítima,  tan  em- 
peñosamente buscada,  tenía,  fuera  de  su  im- 
portancia comercial,  un  objeto  idéntico. 

Buenos  Aires  formaba  un  escollo  permanen- 
te al  propósito  teocrático,  por  el  espíritu  liberal 
que  le  venía  de  sus  relaciones  con  el  comercio 
hereje  y  por  el  contrabando  de  libros  prohibi- 
dos; siendo  por  otra  parte  los  jesuítas,  la  más 
pequeña  de  las  comunidades.  Evitarlo,  forma- 
ba parte  del  proyecto  general,  con  más  que  así 
escapaban  al  control  de  la  autoridad  civil.  (1) 

Aquel  poderío  en  aquel  aislamiento,  dio  al 


(1)  No  obstante,  después  que  la  revolución  comunera  de  que  se 
hablará  más  adelante  puso  de  manifiesto  el  odio  paraguayo  hacia 
los  jesuítas  con  la  intensidad  expresada  por  el  P.  Lozano,  el  real 
rescripto  del  6  de  noviembre  de  1726  puso  las  reducciones  bajo  la  ju- 
risdicción de  Buenos  Aires;  pero  fué  una  medida  de  política  ocasio- 
nal, que  preludiaba  probablemente  la  autonomía  definitiva. 


—  169  — 

Imperio  una  existencia  indiscutible  en  el  hecho y 
bien  que  políticamente  formara  parte  de  la  mo- 
narquía española.  El  único  obstáculo  á  la  auto- 
nomía, hubiera  sido  el  gobierno  aquel;  pero  co- 
mo los  jesuítas  le  realizaban  aquí  su  ideal  del 
Imperio  Cristiano,  lejos  de  impedírselo  los  inci- 
taba más  cada  vez.  Y  de  tal  modo  era  estrecha 
esta  relación,  que  el  auge  de  las  Misiones  em- 
pezó coincidiendo  con  una  idea  dominante  del 
monarca,  perfectamente  clara  como  indicio  sin- 
crónico: el  dogma  de  la  Inmaculada  Concep- 
ción, ideal  teológico  de  los  jesuítas. 

El  Superior  de  las  reducciones  era  nombrado 
directamente  desde  Roma  por  el  general  de  la 
Compañía,  con  entera  independencia  de  la  igle- 
sia local.  Residía  en  Yapeyú,  con  todas  las  po- 
testades de  un  obispo,  pues  hasta  facultado  es- 
taba para  administrar  la  confirmación.  El  obis- 
po Cárdenas,  y  Antequera,  para  no  recordar 
sino  los  conflictos  más  célebres,  experimenta- 
ron el  poder  de  los  P.P.,  siendo  echado  de  las 
reducciones  el  primero  y  malogrado  así  su  ob- 
jeto de  fiscalizarlas;  en  tanto  que  el  segundo, 
dejó  la  cabeza  en  la  demanda.  Pero  debe  agre- 
garse que  la  orden  no  perdió  en  su  aislamiento 
discrecional  la  disciplina  característica.  Castos 
y  sobrios,  sus  miembros  predicaban  con  el  ejem- 
pío.  Su  tendencia  estudiosa  no  se  relajó  al  con- 
tacto enervante  de  la  selva,  residiendo  ante  to- 
do su  prestigio  en  el  talento  y  en  la  virtud. 

Uno  de  ellos,  el  P.  Suárez,  cosmógrafo  distin- 
guido, se  construyó  por  su  propia  mano  los. 
instrumentos  más  necesarios  de  su  ciencia:  an- 


-  170  - 

teojos  hasta  de  cinco  pies,  y  un  reloj  astronó- 
mico, que  marino  tan  competente  como  Al- 
vear,  tuvo  por  obra  notable.  (1) 

Hay  todavía  restos  de  cuadrantes  solares  en 
Jos  pueblos  jesuíticos.  Puedo  mencionar  entre 
otros,  uno  restaurado  de  San  Javier;  otro  bas- 
tante destruido  en  Concepción,  pues  el  cubo 
donde  está  trazado  lo  picaron  á  cincel  en  busca 
de  tesoros;  y  uno  en  la  iglesia  de  Jesús  (Para- 
guay) que  los  jesuítas  dejaron  inconclusa.  Es- 
taba dedicado,  sin  duda,  á  regular  el  trabajo  de 
los  constructores,  pues  para  trazarlo  se  había 
revocado  provisoriamente  un  pedazo  de  pared, 
donde  iba  á  servir  ínterin  se  llegaba  á  cerrar  la 
bóveda. 

Varias  imprentas  editaban  libros  religiosos, 
teniéndose  noticias  de  cinco,  que  fueron  insta- 
ladas en  San  Miguel,  Santa  María,  San  Javier, 
Loreto  y  Corpus,  á  no  ser  que  se  tratara  de  un 
mismo  taller  translaticio,  como  creen  otros  y 
me  parece  más  probable.  El  carácter  de  sus 
Impresiones,  como  podrá  verlo  el  lector,  no  di- 
fería del  dominante  en  aquella  época.  Mis  ilus- 
traciones proceden  de  la  Historia  y  Bibliografía 
de  la  Implanta  en  la  América  Española  por  Jo- 
sé T.  Medina,  obra  que  me  señaló  como  lo  me- 


(1)  Tal  vez  era  el  mismo  de  Itapuá  que  fué  llevado  á  la  Asun- 
ción, Ignorándose  su  paradero.  El  mismo  religioso  publicó  en  Barce- 
lona en  1752,  bajo  el  título  de  Lunario  de  un  Siglo,  un  almanaque 
astronómico  para  las  visiones,  aplicable  desde  1740  hasta  1841  y  pro- 
rrogable  hasta  1903.  La  hora  está  regulada  en  él  por  el  meridiano  del 
pueblo  de  Mártires  y  comprende  observaciones  efectuadas  desde 
1706.  Es  una  notable  obra  cosmográfica,  cuya  dedicatoria  á  la  Com- 
pañía, y  cuya  introducción,  revelan  por  otra  parte  un  literato  y  un 
hombre  de  ciencia  nada  común. 


—  171  — 

jor  para  mi  objeto,  el  director  de  nuestra  Bi- 
blioteca Nacional,  señor  P.  Groussac,  cuya  cor- 
tesía agradezco  de  paso;  ambas  reproducen 
facsímiles  del  célebre  libro  místico  del  P.  Juan 
Eusebio  Nieremberg,  De  la  diferencia  entre  lo 
Temporal  y  Eterno,  etc.,  traducido  al  guaraní 
por  el  S.  J.  José  Serrano.  El  texto  pertenece  á 
la  primera  página,  (1)  y  la  lámina,  una  de  las 


(1)    El  texto  guaraní  dice  lo  siguiente: 

«La  ignorancia  que  hay  de  los  bienes  verdaderos,  y  no  sólo  de  las 
■cosas  eternas  sino  de  las  temporales.» 

«Para  el  uso  de  las  cosas  ha  de  preceder  su  estima,  y  á  su  esti- 
mación su  noticia,  la  cual  es  tan  corta  en  este  mundo,  que  no  sale 
fuera  de  él  á  considerar  lo  celestial  y  eterno  para  que  fuimos  cria- 
dos. Pero  no  es  maravilla  que  estando  las  cosas  eternas  tan  aparta- 
das del  sentido,  las  conozcamos  tan  poco,  pues  aun  las  temporales 
que  vemos  y  tocamos,  las  ignoramos  mucho.  ¿Cómo  podemos  com- 
prender las  cosas  del  otro  mundo,  pues  las  de  éste  en  que  estamos 
no  las  conocemos?  A  esto  puede  llegar  la  ignorancia  humana,  que 
aún  no  conoce  aquello  que  piensa  que  más  sabe.  Las  riquezas,  las 
comodidades,  las  honras,  y  todos  los  bienes  de  la  tierra  que  tanto 
manejan  y  codician  los  mortales,  por  eso  las  codician,  porque  no  las 
conocen.  Razón  tuvo  San  Pedro  cuando  enseñó  á  San  Clemente  Ro- 
mano, que  el  mundo  era  una  cosa  tan  llena  de  humo,  en  la  cual  nada 
se  puede  ver;  porque  así  como  el  que  estuviese  en  semejante  casa, 
ni  vería  lo  que  estaba  fuera  de  ella,  ni  lo  que  estaba  adentro,  por- 
que el  humo  estorbaría  la  vista  clara  de  todo;  de  la  misma  manera 
.sucede  que  los  que  están  en  este  mundo,  ni  conocen  lo  que  está  fue- 
ra de  él,  ni  lo  que  está  adentro;  ni  entienden  cuánta  sea  la  grandeza 
<ie  lo  eterno,  ni  la  vileza  de  lo  temporal,  ignorando  igualmente  las 
cosas  del  cielo  como  las  de  la  tierra,  y  por  falta  de  conocimiento 
truecan  los  frenos  en  la  estimación  de  ellas,  dando  lo  que  merecen 
las  eternas  á  las  que  son  temporales,  y  haciendo  tan  poco  caso  de  las 
celestiales  como  se  debe  hacer  de  las  perecederas  y  caducas,  sin- 
tiendo tan  contrario  á  la  verdad,  como  nota  San  Gregorio,  que  al 
destierro  de  esta  vida  tienen  por  patria,  á  las  tinieblas  de  la  sabidu- 
ría humana  por  luz,  y  al  curso  de  esta  peregrinación  por  descanso  y 
morada;  siendo  causa  de  todo  esto  la  ignorancia  de  la  verdad  y  poca 
consideración  de  lo  eterno.  Por  lo  cual  á  los  males  califican  por 
bienes  yá  los  bienes  por  males.  Por  esta  confusión  del  juicio  huma- 
tío  rogó  David  al  Señor  que  le  diese  de  su  mano  un  maestro  que  le 
-enseñase,  etc.» 


—  172  — 

cuarenta  y  cuatro  que  lo  ilustraban,  á  la  96; 
habiéndolos  preferido,  por  tratarse  de  la  obra 
tipográfica  más  considerable  que  produjeron 
las  imprentas  de  las  reducciones  en  su  corto 
funcionamiento.  Este  apenas  alcanzó,  en  efecto, 
á  veintidós  años  (de  1705  á  1727)  sin  que  se  sepa 
á  ciencia  cierta  por  qué  fueron  suspendidas  las 
publicaciones;  pero  el  ya  citado  Semanario  de 
un  Siglo,  que  el  P.  Suárez  editó  en  Barcelona  en 
1752,  demuestra  que,  por  esta  época,  ya  no  ha- 
bía imprentas  en  las  Misiones.  Poco  dado  á  las 
novedades  sin  objeto,  he  preferido  una  modes- 
ta reproducción  de  aquellos  trabajos,  con  tal 
que  ella  presente  al  lector  el  mejor  ejemplar 
posible. 

Había  también  escuelas  en  todos  los  pueblos; 
pero  así  éstas  como  las  imprentas,  empleaban 
únicamente  el  guaraní.  Los  libros  de  los  P.P. 
eran  naturalmente  en  latín  y  venían  de  Euro- 
pa en  su  mayor  parte. 

La  uniformidad  topográfica  de  los  pueblos, 
no  manifestaba  sino  leves  excepciones. 

Una  plaza  de  125  metros  por  costado,  con  la 
iglesia,  el  convento  y  el  cementerio  en  uno  de 
ellos.  En  los  tres  restantes,  casas  generalmen- 
te de  piedra,  con  galerías  corridas  que  permi- 
tían andar  á  cubierto. 

Desembocaban  á  la  plaza,  calles  formadas  por 
dos  hileras  de  habitaciones.  Cada  hilera  esta- 
ba aislada,  siendo  variable  y  hasta  irregular  el 
ancho  de  las  calles  intermedias  sombreadas  por 
naranjos,  tanto  más  necesarios,  cuanto  que  se 
cocinaba  frente  á  las  puertas.  Dichas  hileras 


L    I  B    R  O    I 

YBIPEGV  A  YBAPEGVAR  A    A- 

GVIRECOEHABETEM  BOI  E  Q.  V  A  A  N  I. 

Quatia  yaoca  ^yylpibae  teco  aguiyetei  quaanabcT,hac 

na  teco  aplreí  reheguara  rugay,ybípcgua  yepe 

quaahabcr  mombcunl  rae. 


Bae  amo  poru  ca- 
UipTrí  ha  guarnan  y 
..  mo  áruangatupTra- 
2  mbeteramo  heconl 
^  tange ,  hac  ymoa- 
ruángatuhaguárm- 
ri  y  quaapTrarnbc- 
teramo  abe  oico  range  oicobo  ranone. 
Quie  ybípetenánga  ndipori  yquaaca- 
tuhaba  aco'v  tecobc  apíre?  ybaptgua 
Tupa  ñande yara  nande  móñangague 
rupirubaguamán  .  Na  mbac  poromo- 
ñemondíjtabamo  heconi ,  teco  apíreT 
ñanJ*rabae  andupa  pabéngatu  aguí 
mombrriete  hecoramo,  ndiyabupítí 
moa?,  quie  ybípe  ñandereja  pítepe- 
guara  yepe  ,  hae  ñande  pope  runde- 
rembíabíquTtí  ndiyabecoupítr  móaí, 
bítebe  te  nanga  ybapegua  reco  acere- 
mbiechae~rac  .  Quarepotiyu  <Oter¡ 
mbae  ámboac  a^ere^aupe.  yporábae, 
teco  ñembocte.hac  teco  ybTpegua  po 
romóángapíhítíbae  a$e  reíTuporaoge- 
recoeteramo  heconi,  heco  aybí  quaa- 
cTramo  .  Ayporehe  S.Pedro  guemf- 
mboecuc  S.Clemente  mboebo  yb"po 
meme  reco  mbae  y03bíe7mbípef0nv 
bóycquaa  anmbae:  ndoyoabímoaíco 
ybípo  cotí  amotatat?  rche  tiníhengá- 
tubae  ace  re<ja  coóhatí  aguí  .A^e  egu? 
cotípe   hínángárámo,  ocapegua   quí- 


nete ndohechaícheamo.ma'bíte  tena- 
nga  <otípo  meméi  ari  ndomaeiche- 
amo  ranó.tatatí'  tubicha  bicha  hecha- 
cabangue  moransue  nungaramo.e- 
guTraml  tenanga  ybtpe  tequatí  ndo- 
hupiu  moa?  ocapegua  reeo.cone.te- 
cobe  pucu  amboae  pande  temblé- 
charimbete.Emonaabe  aje  ndoiqua- 
at  ybípo  memengatu  rcco,y*bapore. 
<o  apírc?  rapitíeímo  rano  -  Cobae 
rebe  tenanga  oaráquaaeTYacíagui  ybT- 
pegua mbae  teiíro  fui  hupírerringue 
omoaruíruaau,  ybapeguara  heroíro- 
rabírcKángue  moaruacTmo  coíte.S.  • 
Gregorio  ñcengnerupi,  Coybí  tccaT- 
po  nande  yepea  huí  guorlpapccatu 
güera  mbeteramo  he  reco  rccoaúbo  . 
Hae  ybí  pítu  mimbiporamo  $ueco 
ara  ecaingaturamo  herecobo  rano  . 
MabTtctcnangi  oguatahaba  .  caneó* 
ngatuopTtuuhabamo  herecobo  rano. 
Cobae  teco  poriabubíou  hupigua 
quaacTha^ue  rehe  .  E  guiri  mi  abe  aje 
teco  mará  máráaú  teco  porangercra-- 
mooguereco  recoau.hae  teco  catu- 
pírí  reco  aíbíeteramoóguercco  reco- 
au  rano  .  Aypobac  rebe  cobae  ñande 
mbae  quaapabau  oiquaarámo  ,  Tanto' 
Profeta  Dauid  Tupiñandeyara  upe 
oñcmboebo,  reco  porangete  oycupe 
ymboichubarambeteari  oyerureramo 
nahei 


Fac-símile  de  la  primera  página  del  libro  del  R.  Nieremberg. 

(reducido) 


—  173  — 
formaban  manzanas,  lo  cual  daba  al  conjunto 
un  aspecto  enteramente  rectangular.  Las  ca- 
lles no  tenían  veredas.  (1) 

Las  casas,  con  una  puerta  al  frente  y  una 
-ventana  á  su  lado,  constaban,  pues,  de  una  so- 
la habitación  que  no  comunicaba  con  las  veci- 
nas. Estas  puertas,  daban  además  al  muro  tra- 
sero de  las  que  formaban  la  hilera  subsiguien- 
te, con  el  objeto,  según  parece,  de  evitar  el  co- 
madreo. Sin  embargo,  en  las  ruinas  paragua- 
yas de  Jesús  y  de  Trinidad,  algunas  tenían  ven- 
tanas y  aun  puertas  al  fondo. 

Construidas  con  gruesos  bloques  de  piedra 
tacurú,  cuya  disposición  prismática  se  apro- 
vechaba, acabando  de  labrarlas  en  esta  forma, 
.su  mortero  más  común  era  el  barro.  Tampoco 
lo  necesitaban  mucho,  dado  el  amplio  basa- 
mento de  aquellos  sillares,  y  por  lo  general  no 
se  lo  empleaba  sino  para  tomar  las  junturas.  (2) 

Otras  eran  de  piedra,  nada  más  que  hasta  la 
mitad  de  los  muros,  formando  una  gruesa  ta- 
pia el  resto;  muy  pocas  de  arenisca,  y  éstas  só- 
lo en  los  pueblos  de  más  reciente  fundación; 
bastantes  de  tapia  y  de  adobe.  Los  techos,  de 
tejas  solidísimas,  que  en  ciertos  pueblos  se  con- 
servan aún  á  millares,  eran  de  dos  aguas,  muy 
rápidas  por  causa  de  las  lluvias  continuas,  lo 
cual  exageraba  su  aspecto  de  capuchas;  y  las 
fachadas  de  algunas  viviendas  de  las  plazas,  os- 


en   Ver  el  plano  de  San  Carlos. 

(2)  Ver  para  más  detalles  el  Capitulo  sobre  las  ruinas.  Los  mu- 
ros en  cuestión  pertenecen  al  tipo  ciclópeo  que  Schliemann  en  su 
«Micenas»,  clasifica  de  primero  y  tercer  período. 


—  174  — 

tentaban  cresterías  formadas  por  medias  lunas 
de  piedra.  Por  lo  común  el  piso  era  de  tierra; 
pero  las  principales,  así  como  las  celdas  de  los 
P.P.,  estaban  soladas  con  baldosas  exagonales, 
muchas  enteras  todavía,  del  propio  modo  que 
sus  almorrefas  correspondientes.  Casi  en  nin- 
guna se  usaba  revoque,  con  excepción  de  las 
que  encuadraban  la  plaza,  teniendo  éstas,  ade- 
más, por  adorno,  un  florón  de  alto  relieve  en 
el  tímpano.  La  capacidad  media  era  de  cinco 
metros  por  cinco,  y  cada  cual  bastaba  á  una  fa- 
milia. Pesadas  puertas  de  urunday  completaban 
el  edificio.  Su  interior  era  muy  fresco,  así  por 
el  gran  espesor  de  las  paredes,  como  por  el  ca- 
ñizo que  formaba  su  plafón;  pero  reinaba  en  él 
una  suciedad  verdaderamente  indígena.  Exca- 
vando en  las  ruinas,  para  dar  con  el  piso  anti- 
guo, se  encuentra,  al  alcanzar  su  nivel,  los  tro- 
zos de  baldosa  todavía  cubiertos  de  hollín  y  de 
pringue.  El  aspecto  exterior  debía  de  ser  muy 
pintoresco,  por  el  contraste  de  los  tejados  rojos 
con  el  verdor  metálico  del  naranjal.  Acentua- 
ría esta  impresión  la  aspereza  leonada  de  los 
muros,  con  su  matiz  de  cemento  antiguo, 
cuando  no  el  suave  rosa  del  gres,  dando  cierto 
carácter  grandioso  al  conjunto  la  recia  fábrica 
de  aquellos  edificios.  Los  muros,  atizonados 
con  fuertes  machos  de  urunday,  han  resistido  á 
todos  los  azotes,  enlazados  sus  sillares  sin  des- 
encajarse, por  raíces  de  árboles  que  vinieron 
á  buscar  en  sus  junturas  la  tierra  negra  del 
mortero.  Son  ahora  robustos  ejemplares— hi- 
gueras silvestres,  naranjos  y  hasta  cedros,  que 


SAN    JOSÉ 


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—  175  — 

se  balancean  en  agreste  intrusión  sobre  ese- 
arrasado  salmer  ó  aquella  desequilibrada  im- 
posta. 

Una  poderosa  tapia,  ó  un  foso  profundo,  de- 
fendían los  recintos,  sobre  todo  aquellos  situa- 
dos en  la  costa  del  Uruguay  y  más  expuestos,, 
por  consiguiente,  á  las  incursiones  mamelucas. 
(1)  A  veces  se  combinaba  las  dos  defensas,  so- 
liendo ser  el  foso  una  continuación  de  los  arro- 
yos entre  los  cuales  estaba  situado  casi  siem- 
pre el  pueblo,  y  cuyos  inexpugnables  sotos- 
componían  una  trinchera  natural. 

El  lector  tiene  á  la  vista  un  plano  de  la  anti- 
gua reducción  de  San  José,  cuyas  líneas  de  de- 
fensa he  reconstruido,  considerándolas  un  caso^ 
típico  de  combinación  entre  la  muralla  y  la 
zanja,  servida  y  completada  ésta  por  arroyos 
de  vado  muy  estrecho. 

Las  ruinas  son  un  montón  informe  de  tierra, 
pues  en  aquel  pueblo  predominó  la  tapia;  de 
modo  que  el  plano  se  limita  á  calcular  su  dis- 
tribución dada  el  área  que  abrazan  y  la  capaci- 
dad de  ciertas  habitaciones,  vagamente  deter- 
minadas por  la  situación  de  algunos  machos- 
enhiestos,  sin  pretender  Ajar  exactamente  otra 
cosa  que  la  trinchera. 

A  distancias  variables  entre  quinientos  y  dos 
mil  metros  del  pueblo  mismo,  estaban  los  pues- 
tos que  vigilaban  el  potrero  inmediato;  las  ata- 
layas situadas  con  buen  artificio;  las  ermitas 
en  que  se  recluían  los  penitentes  para  sus  prác- 

(1)  Los  invasores  de  San  Pablo  eran  llamados  también  mame- 
lucos. 


-  176  - 

ticas,  ó  adonde  iban  ciertas  procesiones  como 
la  de  Via-Crucis;  las  canteras  de  asperón  ó  de 
escoria  y  una  ó  dos  fuentes  para  baños  y  lava- 
deros. 

Manantiales  captados  con  la  mayor  solidez 
en  pequeñas  cisternas  de  piedra,  formaban  es- 
tas fuentes,  cuyo  piso  empedrado  se  encuentra 
á  poco  de  sondearlo,  así  como  sus  bordes  de 
piedra  labrada.  Más  adelante  hallará  el  lector 
la  descripción  de  una. 

Preferíase  para  situar  la  población  una  me- 
seta, por  razones  de  salubridad  y  de  vigilancia; 
y  tanto  esta  posición  como  las  defensas,  y  la 
distribución  de  los  edificios  que  los  jesuítas 
ajustaron  extrictamente  á  la  ley,  (1)  daban  á 
los  pueblos  esa  perfecta  igualdad  notada  por 
los  viajeros  en  las  ciudades  chinas;  pues  de  tal 
modo  gobiernan  las  ideas  al  mundo,  que  el  es- 
píritu quietista  produce  los  mismos  efectos  ma- 
teriales á  través  del  tiempo  y  del  espacio. 

El  convento,  agregado  á  la  iglesia,  estaba  di- 
vidido en  dos  porciones  correspondientes  á 
otros  tantos  grandes  patios.  En  el  primero,  vas- 
to rectángulo  de  60  ms.  X  40,  regularmente,  se 
hallaban  las  celdas,  de  6  ms.  X  6,  todas  blan- 
queadas y  con  argollas  fijas  en  los  muros  para 
colgar  hamacas.  El  claustro  era  de  una  arque- 
ría pesada  y  suntuosa;  y  sus  pilares  de  0.20  á 
0.40  ms.  de  cara,  tenían  hasta  4  ms.  de  eleva- 
ción. 


(1)  La  ley  XVII  de  Indias,  ordenaba  que  la  arquitectura  de  las 
casas,  en  las  poblaciones  del  Nuevo  Mundo,  fuera  enteramente 
igual. 


-  177  - 

Hallábanse  así  mismo  en  este  patio,  el  depó- 
sito común  del  pueblo,  la  armería  y  la  escuela. 
El  refectorio  tenía  un  sótano  espacioso,  muy 
requerido  por  el  ardor  del  clima.  Caminos  sub- 
terráneos ponían  además  en  comunicación  al 
convento  con  el  pueblo,  sin  duda  por  razones 
de  vigilancia  sobre  los  indios;  otro  iba  á  dar  á 
la  cripta,  que  caía  bajo  las  gradas  del  altar  ma- 
yor, y  en  la  cual  se  depositaba  los  restos  de  los 
P.P.solamente.CalcuIaban  estos  sepulcros  para 
mucho  tiempo,  pues  la  de  Trinidad  (Paraguay) 
tenía  quince,  y  ya  se  sabe  que  sólo  había  dos 
P.P.  por  reducción. 

En  el  segundo  patio  estaban  los  talleres  de 
-diversos  oficios,  contándose  entre  éstos,  pinto- 
res, doradores,  escultores,  fabricantes  de  uten- 
silios en  cuerno  y  madera  y  hasta  relojeros. 
Remataba  la  distribución  una  quinta  que  era 
verdaderamente  magnífica,  durando  hasta  hoy 
sus  naranjales. 

La  pompa  de  aquellos  pueblos  estaba  en  la 
iglesia,  suntuosa  y  espaciosísima,  de  tres  y  cin- 
co naves,  variando  sus  dimensiones  entre  70 
metros  de  largo  por  20  de  ancho  (San  Luis  en 
el  Brasil)  y  74  por  27  (Trinidad  en  Para- 
guay). (1) 

Eran  tan  ricas,  que  cuando  el  general  Cha- 
gas  saqueó  los  diez  pueblos  de  la  margen  iz- 
quierda del  Uruguay  en  1817,  no  obstante  ha- 
ber sido  depredadas  ya  las  iglesias  por  sacris- 


(1)  Calculando  tres  personas  por  metro  cuadrado,  resulta  que 
esta  iglesia  podría  contener  seis  mil:  los  habitantes  de  un  pueblo  en- 
tero. 

EL  IMPERIO.— 12 


—  178  — 

tañes  y  comisionados  de  la  Corona,  pudo  enviar 
á  Porto  Alegre,  como  botín  de  guerra  579  or- 
namentos de  plata  que  dieron  un  total  de  750 
kilogramos.  (1) 

Suntuosa  era  su  decoración,  así  como  la  in- 
dumentaria de  sus  imágenes,  toda  en  terciopelo 
y  brocado.  Los  ornamentos,  hasta  las  campa- 
nillas, eran  de  plata.  Las  paredes  adornadas 
con  vivas  pinturas  y  los  retablos  profusamente 
dorados,  hacían  resplandecer  el  interior  como 
un  cofre  de  joyas  bajo  el  resplandor  cirial  de 
las  fiestas.  Algunas  poseían  órganos  de  made- 
ra, construidos  allá  mismo  bajo  la  dirección  de 
los  P.P. Los  pulpitos  y  los  confesonarios,  verda- 
deramente erizados  de  adornos  que  variaban 
desde  los  lazos  y  lambrequines  de  un  plate- 
resco recargadísimo,  hasta  las  más  profanas 
cariátides,  entre  las  cuales  contaban  faunos  y 
sirenas;  la  profusión  de  santos  y  candelabros 
completaban  aqueila  impresión  de  pompa;  y  un 
alfarje  de  artesones  riquísimos,  revestía  la  bó- 
veda con  su  dorado  cedro. 

Afuera  se  dejaba  desnuda  la  piedra,  con  ex- 
cepción de  la  cúpula  y  á  veces  del  frontispicio. 
Adornaba  los  muros  una  profusión  de  nichos, 
con  imágenes  de  asperón  bastante  bien  escul- 
pidas. El  campanario  de  madera  ó  de  piedra, 
cuadrado  ó  redondo,  tenía  muchas  campanas— 
nunca  menos  de  seis— fundidas  algunas  con  co- 
bre de  la  región;  un  atrio,  empedrado  con  lo- 
sas de  arenisca,daba  acceso  al  templo;  el  pórti- 


co   Ver  el  Capítulo  siguiente. 


—  179  — 

co  estaba  sostenido  por  pilares  de  urunday,  que 
dan  idea  de  los  árboles  en  cuyos  troncos  fue- 
ron labrados.  En  Mártires  queda  enhiesto  uno 
de  7.50  ms.  y  en  Trinidad  hay  dos  de  9  X  0.60 
de  cara.  Una  barbacana  que  reforzaban  colum- 
nitas  abalaustradas,  circuía  todo  el  edificio.  Los 
muros  eran  de  tapia  en  las  iglesias  más  anti- 
guas, como  la  de  San  Carlos;  de  mampostería 
seca  en  piedra  tacurú,  como  la  de  Apóstoles;  de 
lajas  y  sillares  de  asperón  asentado  en  barro, 
como  la  de  San  Ignacio;  de  sillares  de  asperón, 
tomadas  las  junturas  con  cal,  como  la  de  Tri- 
nidad; del  mismo  material  asentado  en  arga- 
masa, como  la  inconclusa  de  Jesús;  siendo  de 
notar  que  sólo  en  estos  dos  últimos  tipos,  están 
descargados  por  poderosos  estribos.  Inmediato 
á  ellas  se  extendía  el  cementerio,  con  sus  tum- 
bas cubiertas  por  lápidas  de  arenisca  que  lleva- 
ban inscripciones  en  latín  ó  guaraní.  Una  cruz 
de  piedra  lo  coronaba  generalmente.  Sobre  él 
daban  los  calabozos,  de  una  solidez  aplastado- 
ra y  muros  hasta  de  2.50  ms.  de  espesor,  que 
aislaban  enteramente  al  preso  hasta  de  los  ru- 
mores mundanos.  En  una  especie  de  ermita, 
situada  bajo  el  bosque  que  circunda  las  ruinas 
de  San  Ignacio,  se  encontró  una  barra  de  gri- 
llos remachados,  siendo  de  creer  que  se  trataba 
de  un  presidio.  (1) 


(1)  Estos  grillos  están  en  nuestro  Museo  Histórico,  lo  propio 
que  los  siguientes  objetos:  dos  santos  de  madera;  dos  cabezas  de 
piedra;  una  bala  de  plomo;  dos  de  piedra;  la  cerradura  de  la  antigua 
iglesia  de  Concepción;  un  escudo  con  la  efigie  de  San  Silvestre;  una 
cariátide;  una  matraca;  una  puerta  decorada  -efectos  donados  por  el 
autor. 


—  180  — 

Considero  oportuno  decir  dos  palabras  á  pro- 
pósito, sobre  los  subterráneos  jesuíticos.  Ellos 
han  atizado,  junto  con  las  minas  y  los  tesoros 
ocultos,  la  fantasía  de  la  región.  (1)  Ya  he  dicho 
el  destino  que  en  mi  opinión  tenían,  aunque  por 
allá  se  asegura  una  cantidad  de  cosas  espeluz- 
nantes. Puede  que  sirvieran  alguna  vez  de  cár- 
cel, mas  no  creo  que  se  halle  gran  cosa  al  ex- 
plorarlos. Conozco  dos:  el  de  Santa  María  y  el 
de  San  Javier .  Aquél  sigue  la  línea  de  una  ruina 
que  debe  de  haber  sido  un  salón  del  convento. 
Tendrá  12  ms.  de  longitud,  estando  obstruido 
por  un  derrumbe,  y  4  de  profundidad.  Es  un 
angosto  pasadizo  subterráneo,  revestido  de 
piedra  tacurú.  El  de  San  Javier  tiene  todo  el  as- 
pecto de  una  bodega.  Su  entrada  está  reducida 
por  los  derrumbes  á  un  agujero  de  0.50  ms.  Es 
de  bóveda  muy  recia,  también  en  piedra  tacurú, 
y  mide  6  ms.  de  largo  por  2  de  ancho.  En  sus 
paredes  hay  diversos  nichos,  quizá  ocupados 
en  su  época  por  pequeñas  imágenes,  pues  dada 
su  situación  me  inclino  á  creer  que  fuera  una 
especie  de  sacristía  subterránea.  Es  muy  hú- 
medo, pero  se  respira  en  él  sin  dificultad;  y  la 
media  docena  de  murciélagos  que  lo  habita,  no 
forma  obstáculo  alguno.  Hasta  le  da  su  detalli- 
to  macabro,  que  los  espíritus  románticos  pue- 
den apreciar  con  discreto  horror... 

Tal  vez  los  P.P.,  tan  cuidadosos  siempre  de 
conservar  en  el  indígena  la  idea  de  poderío, 


(1)  Es  positivo  que  los  P.P.  explotaban  minas  en  el  Tucumán , 
conservando  ocultos  sus  derroteros.  Igual  pudo  suceder  en  el  Impe- 
rio, más  allá  no  abundan  los  metales  preciosos. 


-  181  - 

impresionándole  á  la  vez  con  espectáculos  con- 
movedores, aprovecharían  en  ciertas  ocasiones 
aquellos  pasadizos  para  mostrarse  de  súbito  en 
un  sitio  inesperado,  ó  para  sorprender  con  su 
presencia  una  mala  acción  que  se  creía  come- 
ter á  ocultas,  saliendo,  por  ejemplo,  de  la  crip- 
ta mortuoria  en  medio  de  la  iglesia  obscura, 
como  un  justiciero  espectro.  Es,  pues,  verosí- 
mil que  mantuvieran  secreta  la  entrada  de 
aquellas  obras,  proviniendo  de  esto  quizá  el 
cariz  misterioso  que  hasta  el  presente  han  con- 
servado. 

Grandes  constructores  de  subterráneos  fue- 
ron los  jesuítas  en  todas  partes,  y  en  Córdoba 
ha  llegado  á  atribuírseles  algunos  de  diez  le- 
guas de  longitud;  (1)  pero  si  esto  fué  para  ocul- 
tarse, como  parece  obvio,  en  las  Misiones  don- 
de imperaban  absolutos,  no  lo  necesitaron 
seguramente.  Por  otra  parte,  muchas  preten- 
didas catacumbas  son  viejos  acueductos,  cuya 
comunicación  está  cortada,  pero  cuya  restaura- 
ción es  fácil  idear,  tanto  por  su  carácter  típico 
cuanto  por  su  arrumbamiento  hacia  el  supues- 
to manantial,  que  muy  luego  se  encuentra. 

Completaban  la  edificación  pública  de  las  re- 
ducciones, el  hospital  y  una  casa  llamada  de 
las  «recogidas»,  donde  se  confinaba  á  las  muje- 
res de  vida  alegre,  á  las  casadas  cuyos  maridos 
estaban  ausentes  por  largo  tiempo  y  á  las  viu- 
das que  pedían  recluirse.  Esta  especie  de  mo- 
nasterios laicos,  era  una  previsión  contra  la  li- 


(1)    En  Alta  Gracia  y  Caroya;  pero  es  una  evidente  exageración. 


—  182  — 

gereza  harto  marcada  de  las  mujeres  guara- 
níes, á  quienes  una  religión  puramente  formal 
no  contenía  en  manera  alguna. 

Dije  ya  que  la  ganadería  y  los  cultivos  pro- 
gresaron mucho  en  las  reducciones. 

La  vialidad  correspondió  á  e-te  progreso.  Un 
camino  directo  unía  dos  puntos  extremos  del 
país.  A  medida  que  otras  poblaciones  nacían 
por  el  contorno,  aquella  arteria  se  ramificaba, 
y  así  la  topografía  resultó  naturalmente  de  la 
ocupación.  No  hay  más  que  comparar  ahora, 
con  los  vestigios  que  ese  sistema  dejó,  la  colo- 
nia cuadriculada  de  nuestras  mensuras  oficia- 
les. Excelente  para  la  pampa,  en  la  cual  dio  es- 
pontáneamente una  solución,  resulta  contra- 
producente una  vez  transportada  al  bosque  y 
á  la  montaña,  donde  arroyos  y  eminencias 
rompen  á  porfía  su  regularidad  de  damero. 

Los  jesuítas  siguieron  el  método  natural  que 
ha  dado  á  la  Europa  su  excelente  red.  Allá  el 
camino  estableció  primero  una  comunicación 
directa  entre  castillo  y  castillo;  las  poblaciones 
inmediatas  fueron  uniéndose  á  ella  por  medio 
de  sendas,  que  también  las  enlazaban  entre  sí, 
hasta  completar  el  sistema  sin  los  inconvenien- 
tes de  la  rigidez  geométrica. 

Cuando  los  agricultores  queman  sus  campos 
en  el  invierno,  aquello  revive  como  un  plano 
colosal  en  tinta  simpática,  sobre  la  tierra  misio- 
nera. Los  caminos  reales,  que  por  la  blandura 
del  suelo  se  ahondaban  mucho,  iban  requirien- 
do nuevas  trazas,  efectuadas  en  poco  tiempo  al 
paso  de  las  carretas.  Cuatro  y  cinco  accidentan 


—  183  - 

paralelamente  el  suelo,  y  como  las  antiguas 
huellas  de  los  rodados  han  sido  especies  de  cu- 
netas naturales  para  las  aguas  llovedizas,  és- 
tas ahondaron  los  caminos  hasta  volverlos  zan- 
jones, dando  las  fajas  de  terreno  intermedio, 
una  perfecta  ilusión  de  terraplenes.  En  Santa 
María,  punto  de  gran  tráfico  entonces,  son  tan- 
tos los  que  desembocan  á  las  ruinas,  que  pare- 
cen líneas  de  trincheras;  pero  puede  decirse, 
sin  exagerar  mucho,  que  aun  están  patentes 
allá  las  huellas  de  los  rodados. 

De  estas  vías  centrales,  despréndense  en  to- 
das direcciones  caminos  de  herradura,  los  cua- 
les conducen  invariablemente  á  un  bosquecillo 
redondo  que  oculta  una  ruina:  puesto  de  estan- 
cia ó  de  chacra,  comunicado  á  su  vez  por  sen- 
deros con  un  manantial  cercano. 

Esto  se  repite  en  toda  la  extensión  del  anti- 
guo Imperio,  con  abundancia  relativa  que  indi- 
ca una  vialidad  bastante  desarrollada;  pues 
aunque  los  habitantes  se  reconcentraron  en  los 
pueblos,  para  resistir  mejor  á  los  indios  bravos 
y  á  los  mamelucos,  el  desarrollo  industrial  ha- 
bíalos diseminado  bastante  cuando  se  produjo 
3a  expulsión. 

Hubo  entre  aquellos  caminos,  como  los  abier- 
tos en  el  espeso  de  la  selva,  que  llama  «pica- 
das» la  terminología  local,  algunos  notables. 
El  que  puso  en  comunicación  á  Santa  María 
con  Mártires,  y  á  este  punto  con  Candelaria  en 
la  costa  del  Paraná,  fué  de  esos.  (1) 


(1)    Pueblos  de  las  Misiones  Argentinas. 


-  184  - 

Mártires,  situado  en  una  eminencia  de  la  sie- 
rra central,  era  verdaderamente  un  pueblo  so- 
bre un  cerro.  Hacia  la  costa  del  Uruguay,  el 
declive  es  violentísimo  y  todo  poblado  de  pro- 
fundo bosque,  que  hace  muy  diíícil  su  acceso. 
A  la  parte  opuesta,  aquella  altura  se  encadena 
con  la  sierra,  formando  una  fértil  altiplanicie,  á 
la  que  no  falta  ni  un  oportuno  arroyuelo  para 
ser  encantadora.  Era  visiblemente  un  punto 
intermedio  entre  los  dos  ríos,  de  fácil  defensa  y 
por  consiguiente  de  segura  comunicación.  De 
allá  partía  la  «picada»  que  atravesaba  el  bos- 
que en  una  extensión  de  60  ks.  próximamente, 
siendo  capaz  para  rodados.  Aquellos  caminos 
por  el  bosque,  debían  requerir  un  cuidado  per- 
manente en  atención  á  su  tráfico.  La  selva  tien- 
de, en  efecto,  á  reconquistar  su  dominio  sobre 
la  vía  expedita,  que  á  poco  de  descuidada  de- 
genera en  molesta  trocha.  Los  árboles  se  unen 
por  las  copas,  abovedándose,  y  los  ciclones,  de- 
rribando alguno,  obstruyen  por  completo  el 
acceso;  las  lluvias  se  encharcan  durante  me- 
ses en  aquella  sombra;  entonces  el  tranco  equi- 
distante de  las  cabalgaduras  ó  tiros  en  carava- 
na, forma  albardillas  que  desaparecen  bajo  el 
agua,  predisponiendo  á  peligrosos  tropezones; 
y  sólo  un  servicio  constante,  podría  prevenir 
inconveniente  tan  serio.  Ya  puede  suponerse  lo 
que  sería  eso  en  60  ks.  de  camino. 

Antes  hablé  de  los  manantiales  captados. 
Quedan  en  las  ruinas  muchos  restos  de  piletas, 
piscinas  y  estanques,  algunos  de  los  cuales  fue- 
ron quizá  empleados  en  tenerías.  Son  bastante 


PISCIMA 

DE 
HUINA»    DE    APÓSTOLES 


t     i     i—t- 


Escaía    1400 


—  185  — 

notables  á  este  propósito,  los  de  Santa  Ana,  des- 
critos varias  veces  ya;  pero  tomaré  como  tipo 
la  piscina  de  Apóstoles,  por  ser  la  que  está  más 
conservada. 

Queda  á  unos  500  ms.  al  N.  de  las  ruinas,  for- 
mando un  exágono  irregular  según  lo  muestra 
la  figura.  Su  base  mide  21,20  ms.;  12  en  los* 
lados  del  N.  E.  y  S.  O.,  y  9  en  los  restantes;  su 
profundidad  es  de  1.35.  Prismas  de  arenisca, 
de  1.20  por  0.48,  forman  sus  paredes,  estando 
solada  con  el  mismo  material.  Circundábala  un 
veredón  formado  también  de  arenisca  en  losas- 
rectangulares,  con  un  ancho  de  7.  Dos  cana- 
les subterráneos  de  piedra,  en  los  costados- 
O.  y  E.,  conducían  el  agua  captada  en  dos  ma- 
nantiales cercanos.  El  primero  desembocaba 
en  un  depósito  de  7  ms.  de  longitud  por  2.40  de 
ancho,  dependencia  del  principal,  con  el  que  la- 
comunicaba  un  prisma  hueco  de  gres,  desde  el 
cual  se  derramaba  el  agua  en  la  piscina  de- 
tres orificios.  Estos  eran  las  bocas  de  otros  tan- 
tos ángeles,  esculpidos  entre  profusas  moldu- 
ras sobre  el  paramento  interno.  Coronaba  aquel 
depósito  una  cruz  de  piedra,  en  cuya  base  ha- 
bía también  esculpidas  ricas  molduras.  El  ma- 
nantial del  E.,  caía  directamente  á  la  piscina,  y 
toda  el  agua  salía  por  un  albañal  rectangular 
de  0.30  x  0.25,  perforado  en  un  bloque  de  pie- 
dra sobre  el  costado  N.,  lo  cual  daba  un  nivel 
continuo  y  una  constante  renovación.  Una  pi- 
leta trapezoidal,  cuyas  bases  son  de  9.20  y  4.70, 
estando  situada  á  4.10  del   depósito  recibía  el 
excedente,  desaguándolo  á  poca  distancia  en 


—  186  — 

una  ciénaga  del  arroyo  Cuña-Manó.  Posible- 
mente serviría  de  lavadero.  Las  mediacañas, 
labradas  en  gruesos  bloques  de  gres  para  for- 
mar los  albañales,  tenían  0.28  de  diámetro.  So- 
bre la  base  del  exágono  que  forma  la  piscina, 
corrían  tres  gradas  de  descenso,  y  toda  ella 
estaba  rodeada  de  palmeras  que  le  comunica- 
ban agradable  aspecto.  Debía  constituir  un  be- 
llo paseo  y  un  baño  delicioso. 

Eran  también  notables  los  puentes.  A  7  kiló- 
metros O.  S.  O.  de  las  mismas  ruinas,  quedan 
los  restos  de  uno  sobre  el  arroyo  Chimiray.  Co- 
mienza con  una  calzada  de  piedra  de  9  metros 
de  ancho  por  30  de  longitud  en  la  margen  Este, 
y  58  en  la  opuesta.  Dicho  arroyo,  que  corre 
allá  de  N.  O.  á  S.  E.,  tiene  un  ancho  normal  de 
15  ms.  y  una  profundidad  de  1.50;  pero  duran- 
te sus  rápidas  crecidas,  suele  salirse  de  madre 
hasta  1.000,  y  alcanzar  honduras  de  8  cuando 
no  tiene  donde  extenderse.  Previendo  esto,  se 
construyó  el  puente  en  un  terreno  anegadizo, 
lo  que  impedía  que  las  aguas  lo  cubriesen.  Sus 
restos  están  formados  por  12  postes  de  urun- 
day, en  6  filas  oblicuas  á  la  corriente.  Deben  de 
haber  sido  15  en  cinco  hileras  dea  tres,  estando 
aquéllas  á  3.80  ms.  de  distancia  entre  sí  y  los 
pilotes  á  2  cada  uno.  La  anchura  del  puente  re- 
sultaría entonces  de  4  metros;  su  longitud  de 
19  y  su  altura  sobre  el  agua,  de  3.  Era  el  tipo 
común  de  esta  clase  de  construcciones,  bastan- 
te raras  después  de  todo. 

Como  el  principal  obstáculo  de  los  vados  es 
e\  pantano  que  generalmente  los  precede,  los 


—  187  — 

jesuítas  prefirieron  formar  calzadas  de  piedra 
para  suprimirlo,  sin  el  coste  de  un  puente.  El 
tráfico  de  entonces,  y  aun  el  actual,  no  era  muy 
activo,  efectuándose  por  de  contado  en  carre- 
tas; de  modo  que  éstas,  en  caso  de  crecida,  es- 
peraban uno  ó  dos  días  sin  inconveniente.  Los 
arroyos  son  muy  correntosos  y  su  caudal  dis- 
minuye rápidamente,  de  modo  que  el  retardo 
rara  vez  excedía  las  cuarenta  y  ocho  horas. 

Fuera  de  estos  trabajos,  se  nota  vestigios  de 
otros  especiales  para  avenar  los  esteros;  y  pa- 
rece que  en  las  inmediaciones  de  la  laguna  Ibe- 
ra existen  restos  de  un  vasto  drenaje,  tendiente 
á  convertir  una  extensión  de  terreno  anegadi- 
zo en  campo  de  pastoreo,  mas  me  inclino  á 
creer  que  esto  no  pase  de  una  conjetura. 

La  población  estaba  casi  uniformemente  dis- 
tribuida en  los  pueblos  del  Imperio,  pudiendo 
fijarse  á  cada  uno  un  promedio  de  3.500  habi- 
tantes; pero  Yapeyú,  su  capital,  alcanzaba  á 
7.000  y  Santa  Ana  llegó  á  tener  cerca  de  5.000. 
Este  promedio  no  abraza  sino  los  dos  puntos 
extremos  comprendidos  en  el  siglo  xvm,  cuan- 
do las  Misiones  habían  alcanzado  su  definitiva 
estabilidad,  es  decir  los  117.488  habitantes  que 
tuvieron  en  1715,  con  los  104.483  á  que  habían 
descendido  en  1758,  diez  años  antes  de  la  expul- 
sión; pues  como  dije  en  otro  lugar,  la  última 
época  señaló  en  esto  una  decadencia.  El  máxi- 
mum fué  alcanzado  en  1743,  con  150.000.  Poseye- 
ron las  reducciones  una  organización  militar 
completa,  autorizada  por  la  Corona  para  que 
se  defendieran  de  los  mamelucos.  Táctica  y 


—  188  - 

armamento,  eran  un  término  medio  entre  los 
procedimientos  civilizados  y  las  costumbres 
salvajes.  Dividíanse  las  fuerzas  en  infantería  y 
caballería.  La  primera  usaba  arco  y  flechas; 
«bolas»,  (1)  macana  y  honda;  pero  había  algu- 
nas provistas  de  mosquete,  sable  y  rodela.  La 
caballería  manejaba  carabina  y  lanza.  Cada 
pueblo  tenía  sus  fortificaciones  y  una  armería 
con  su  dotación  determinada,  existiendo  orden 
para  que  se  fabricara  en  cada  uno  cuanta  pól- 
vora se  pudiese.  No  faltaba  la  artillería  de  hie- 
rro y  de  bronce;  y  se  hizo  venir  de  Chile,  P.  P. 
que  habiendo  sido  militares,  instruyeron  tácti- 
camente á  los  indios.  Estos  eran  tenidos  por  los 
mejores  soldados  del  Virreinato,  y  solicitados 
por  gobernadores  y  virreyes  como  tropa  selec- 
ta, en  los  momentos  difíciles.  Existían  autori- 
dades expresamente  nombradas  para  el  caso 
de  guerra,  y  un  servicio  especial  de  vigilancia 
sobre  la  margen  oriental  del  Uruguay.  Produ- 
jeron hasta  generales  indígenas,  como  José 
Tiarayú,  más  conocido  con  el  nombre  de  Sepe, 
y  Nicolás  Languirú,  á  quien  los  enemigos  de  los 
jesuítas  llamaban  Nicolás  I,  rey  del  Paraguay. 
Ambos  indios  lucharon  y  murieron  en  la  rebe- 
lión de  1751,  que  más  adelante  conocerá  el  lec- 
tor. Todo  varón  hacía  ejercicios  militares  los 
domingos,  desde  la  edad  de  siete  años,  siendo 
castigada  con  multa  y  prisión  su  falta.  Una  vez 
al  mes  se  tiraba  al  blanco  en  todas  las  reduc- 
ciones. 


(1)    La  Academia  no  trae  nuestra  acepción,  que  denomina  así  ai 
arma  arrojadiza  compuesta  de  tres  guijarros  unidos  por  cordeles. 


—  189  — 

Efectuábanse  con  admirable  precisión  las 
convocatorias;  el  servicio  de  centinelas  era  per- 
manente para  los  pueblos,  y  una  reserva  de 
doscientos  caballos  elegidos  en  cada  uno,  com- 
pletaba aquella  bélica  organización.  Mamelu- 
cos y  salvajes  experimentaron  pronto  sus  efec- 
tos, y  no  iba  á  pasar  mucho  sin  que  las  mismas 
tropas  del  Rey  tuvieran  que  habérselas  san- 
grientamente con  los  guerreros  guaraníes.  (1) 

La  vida  que  los  P.  P.  hacían,  así  como  su  si- 
tuación moral  respecto  á  los  indios,  mantenía 
entre  unos  y  otros  una  distancia  verdader  i- 
mente  inmensa.  Masque  amos,  estaban  en  una 
relación  de  semidioses  con  sus  subordinados. 
Estos  no  tenían  relación  con  el  mundo,  sino 
por  su  intermedio.  Ni  los  caciques  sabían  leer 
y  hablar  otra  lengua  que  el  guaraní.  Trabaja- 
ban, pero  no  poseían;  y  todo,  desde  la  alimen- 
tación al  vestido  y  desde  la  justicia  al  amor,  les 
era  discernido  por  mano  de  los  P.  P.  Carecían 
de  cualesquiera  derechos,  puesto  que  la  volun- 
tad de  aquéllos  reglaba  la  vida  entera;  mas  en 
cambio  se  les  imponía  deberes:  situación  de  es- 
clavitud real  que  sólo  se  diferenciaba  de  las 
encomiendas,  porque  siendo  más  inteligente, 
resultaba  mucho  más  templada. 
.  Resignados  á  ella,  los  indios  la  aceptaron 
como  más  tolerable,  pero  el  caso  moral  conti- 
nuaba siendo  el  mismo;  y  esto  explica  por  qué 


(1)  En  ejércitos  de  tres  y  cuatro  mil  hombres  habían  colaborado 
á  la  defensa  de  Buenos  Aires  contra  franceses  y  portugueses  en  1698 
y  1704,  mereciendo  elogios  especiales  del  Rey,  por  su  valor  y  pe- 
ricia. 


—  190  — 

en  siglo  y  medio  de  aparente  bienestar,  no  con- 
siguió vincularlos  á  la  civilización.  El  Padre  di. 
rector  era  la  encarnación  viva  del  Dios  que  se 
les  predicaba,  y  esto  sin  duda  aligeró  en  gran 
parte  su  situación  de  servidumbre;  pero  sacer- 
dote ó  laico,  el  amo  nunca  provocó  la  fusión  de 
razas,  y  continuó  siendo  amo  á  pesar  de  todo. 
La  situación  más  envidiable  para  el  indio  redu- 
cido, era  formar  parte  de  la  servidumbre  que 
los  P.  P.  mantenían  en  su  convento,  lo  cual  da, 
mejor  que  nada,  una  idea  de  aquella  sociedad. 
Los  Visitadores,  regiamente  tratados,  no  veían, 
corno  sucede  generalmente,  sino  lo  que  sus 
huéspedes  deseaban,  juzgando  sobre  los  indios 
por  su  situación  aparente;  y  la  Corona,  cuyos 
ideales  teocráticos  realizaban  los  jesuítas  en 
aquella  miniatura  de  Imperio  Cristiano,  hallaba 
en  ellos  á  sus  vasallos  más  fieles. 

El  comunismo  era  riguroso.  A  los  cinco  años, 
el  niño  pertenecía  ya  á  la  comunidad,  bajo  el 
patronato  de  alcaldes  especiales  (1)  que  vigila- 
ban su  trabajo  diario.  No  bien  rompía  el  alba, 
se  los  llevaba  diariamente  á  la  iglesia,  de  donde 
pasaban  al  trabajo  de  campos  y  talleres  hasta 
las  tres  de  la  tarde.  A  esta  hora  regresaban, 
conducidos  siempre  por  sus  capataces,  y  des- 
pués de  nuevos  rezos  volvían  recién  á  sus  ca- 
sas. La  paternidad  quedaba  de  hecho  suprimi- 
da con  este  procedimiento,  que  preludiaba  de 
cerca  la  abolición  de  la  personalidad.  Cuando 


(1)    No  se  olvide  que  la  comunidad  eran,  al  fin  de  cuentas,  lo* 
mismos  P.  P. 


—  191  — 

llegaba  el  momento  de  que  los  jóvenes  toma- 
ran un  oficio,  los  P.  P.  lo  indicaban.  Igual  ha- 
cían con  los  matrimonios,  que  resultaban  así 
verdaderos  apareamientos.  Nada  había  funda- 
do en  la  libre  iniciativa  ni  en  el  amor,  que 
aquellos  célibes  no  podían  entender  sino  como 
una  paternidad  mecánica.  La  obediencia  pasiva 
acarreaba  un  estado  ficticio  de  producción,  y 
como  nadie  poseía  nada,  todos  trabajaban  lo 
menos  posible.  Destruido  el  incentivo  de  la  in- 
dependencia personal  por  el  trabajo,  que  al 
producir  el  máximum  de  esfuerzo  en  cada  uno, 
beneficia  á  la  colectividad,  el  egoísmo,  exaltado- 
á  fuerza  positiva  por  este  medio  en  las  agrupa- 
ciones civilizadas,  asumió  allá  el  carácter  de- 
una  pesimista  desidia.  Aquellos  indios  no  iban 
al  trabajo  sino  por  la  fuerza,  hurtándole  cuanto 
podían  con  mil  arbitrios  ingeniosos,  exacta- 
mente como  los  niños  ¡en  la  escuela:  no  veían 
el  fruto  de  su  trabajo,  no  comprendían  su  obje- 
to, y  se  les  volvía  naturalmente  aborrecible. 
Fuera  de  hilar  y  trabajar  la  tierra,  las  mujeres 
nada  sabían,  siendo  rarísima  la  que  cosiera. 
Esta  particularidad  se  debe  á  la  extraordinaria 
sencillez  de  los  trajes,  que  apenas  requerían 
costura,  y  da  idea  de  la  pobreza  general. 

De  tal  modo  es  infecundo  el  despotismo,  que 
hasta  en  lo  relativo  á  la  religión,  propósito  casi 
exclusivo  de  la  conquista  espiritual  durante  su 
primera  época,  los  indios  manifestaban  una 
perfecta  inconciencia.  Cierto  que  al  degenerar 
en  comercial  la  obra,  ese  factor  pasaba  á  se- 
gundo término;  pero  como  era  el  pretexto,  su 


—  192  — 

importancia  formal  continuó  siendo  grande,  y 
en  todo  caso  igual  para  los  naturales.  Apenas 
expulsados  los  P.  P.,  las  costumbres  se  depra- 
varon; volviendo  rápidamente  ala  instabilidad 
salvaje;  y  no  fué  raro  encontrar,  promiscuando 
en  la  misma  casa,  varias  parejas  incestuosas  y 
adúlteras.  En  la  confesión,  que  sólo  efectuaban 
obligados,  salían  del  paso  acusándose  de  culpas 
que  no  habían  cometido  y  comulgando  en  se- 
guida, sin  el  menor  empacho  por  el  sacrilegio. 
Carecían  de  noción  clara  sobre  los  pecados  que 
habían  de  confesar  y  olvidaban  con  frecuencia 
hasta  los  días  de  precepto.  Ello  es  tanto  más 
significativo,  cuanto  que  todo  se  hacía  rezan- 
do. Plegarias,  cantos  religiosos  con  acompaña- 
miento de  imágenes  y  ceremonias,  para  la  en- 
trada y  salida  del  trabajo,  para  los  asuetos, 
para  las  comidas.  El  carácter  conventual  esta- 
ba exagerado  hasta  lo  increíble.  La  enseñanza 
de  la  doctrina  y  de  las  oraciones,  ocupaba  más 
tiempo  que  la  de  los  oficios  útiles.  Habría  po- 
dido creerse  que  la  extraordinaria  pompa  de  las 
fiestas,  produjera  una  impresión  durable  en  el 
ánimo  del  salvaje.  Nada  pudo  contrarrestar  la 
sombría  decepción  de  esclavo  que  embargaba 
su  espíritu,  y  fué  el  gran  melancólico  de  una 
opresión  incomprendida. 

Ley  escrita  no  había,  y  la  conducta  estaba 
regulada  por  la  voluntad  de  los  P.  P.,  que  cas- 
tigaban justicieramente  casi  siempre,  pero  en 
forma  discrecional.  Administraban  justicia,  sin 
que  los  tribunales  comunes  pudieran  citar  á 
juicio  álos  indios,  y  tenían  facultad  hasta  para 


-  193  - 

aplicar  la  pena  de  muerte.  Los  azotes  consti- 
tuían la  más  común,  y  para  que  nada  faltara 
á  la  autoridad  absoluta  de  carácter  divino,  que 
revestían,  era  obligación  del  azotado  ir  después 
del  castigo  á  agradecérselo  de  rodillas  como 
un  bien,  besándoles  la  mano  en  señal  de  sumi- 
sión... 

Dije  ya  que  desde  los  cinco  años  se  apodera- 
ba de  los  indios  la  comunidad;  mas  lo  peor  es 
que  esta  tiranía  colectiva,  no  terminaba  jamás. 
Casados,  es  decir  en  la  situación  que  todas  las 
convenciones  sociales  consideran  sinónima  de 
independencia,  excepto  para  los  siervos,  entra- 
ban bajo  la  potestad  de  otros  alcaldes,  que  á  su 
vez  los  dirigían  por  delegación,  concentrándose 
así  en  manos  de  los  P.  P.  una  suma  de  poder 
como  no  la  ha  tenido  gobierno  alguno  en  el 
mundo. 


EL  l.Y.PERIO.— 13 


195  - 


La  Política  de  los  Padres. 

Enemigos  eternos  de  los  jesuítas,  á  conse- 
cuencia de  la  rivalidad  económica  en  que  los 
ponía  la  diferencia  de  conquista  y  de  civiliza- 
ción adoptada  por  unos  y  otros,  los  antiguos 
encomenderos  del  Paraguay  vivieron  en  cons- 
tante hostilidad  con  aquéllos.  Los  elementos 
civiles  más  ricos  y  más  considerados,  tenían 
con  los  P.  P.  diferencias  de  todo  género,  pero 
siempre  conservadas  por  la  antedicha  rivalidad 
en  la  cual  habían  llevado  los  primeros  la  peor 
parte. 

Los  privilegios  con  que  la  Corona  había  fa- 
vorecido á  la  primera  conquista,  enteramente 
laica  como  se  recordará,  daban  al  elemento  ci- 
vil una  fuerza  efectiva,  considerablemente  au- 
mentada por  la  distancia.  El  hecho  consumado 
venía  á  favorecerlos  siempre  por  esta  causa;  y 
así,  sus  consultas  á  la  Corona  producíanse  re- 
gularmente, después  de  efectuado  el  hecho  que 
las  motivaba.  Todo  esto  había  robustecido 
mucho  el  derecho  municipal  y  sus  libertades 


—  196  - 

consiguientes;  del  propio  modo  que  la  selección 
de  coraje,  de  audacia,  de  voluntad,  producida 
por  la  conquista,  daba  una  singular  decisión  á 
los  usufructuarios  de  tales  libertades. 

El  genio  político  de  Irala,  llevó  muy  lejos, 
durante  su  gobierno,  la  extensión  de  los  privi- 
legios ciudadanos,  y  la  supremacía  del  poder 
civil.  El  mismo  había  sido  electo  gobernador 
por  el  sufragio  popular,  en  uso  del  derecho 
acordado  á  los  colonos  por  el  Rey  en  1537. 
Siendo  guipuzcoano,  su  espíritu  transfundió  á 
la  colonia  el  culto  de  la  libertad  foral,  tan  deci- 
dido en  el  vasco;  y  ésta  no  hizo  después  sino 
robustecerlo  hasta  la  misma  exageración  del 
desorden. 

Así,  la  deposición  de  Alvar  Núñez  en  1544, 
fué  una  verdadera  revolución  popular  corona- 
da por  la  reelección  de  Irala;  pero  si  bien  la 
Corona,  conforme  á  la  discreta  política  del  Em- 
perador, aceptó  el  hecho  consumado,  modificó 
el  privilegio  de  1537,  encomendando  al  obispo 
el  nombramiento  de  gobernador,  ad  referen- 
dum. 

Los  jesuítas,  representaban,  en  cambio,  la 
autoridad  monárquica  ejerciéndola  á  la  vez  de 
hecho  en  sus  misiones;  y  estando  más  de  acuer- 
do, por  consiguiente,  con  la  evolución  absolu- 
tista que  el  Gobierno  central  acentuaba  progre- 
sivamente. De  tal  modo,  las  preferencias  gu- 
bernativas fueron  estando  más  y  más  de  parte 
suya;  sin  contar  la  ventaja  que  su  difusión  im- 
personal por  cortes  y  tribunales,  les  daba  so- 


—  197  — 

bre  adversarios  cuya  influencia  era  puramente 
local. 

Por  esto,  en  las  querellas  y  choques  sucedi- 
dos dentro  de  la  jurisdicción  paraguaya,  fue- 
ron derrotados  siempre,  á  fuer  de  impopu- 
lares; mientras  su  victoria  era  segura  en  las 
apelaciones  á  la  corte,  al  virreinato  y  á  las  au- 
diencias. 

La  rivalidad  con  los  elementos  civiles  de  la 
Asunción,  no  hizo  sino  aumentar  al  replantear- 
se el  centro  misionero  sobre  el  Yababirí,  cuan- 
do la  emigración  de  la  Guayra;  y  apenas  los 
P.  P.  se  consideraron  seguros  en  el  nuevo  te- 
rritorio, su  influencia  comenzó  á  ejercerse  so- 
bre la  política  local. 

Ya  en  1644,  el  obispo  Cárdenas  los  encontró 
bastante  fuertes,  para  hacerlos  declarar  intru- 
sos (1)  por  el  gobernador  Hinestrosa,  quien  los 
desterró  del  territorio;  pero  en  este  conflicto, 
que  comporta  realmente  el  primer  triunfo  po- 
lítico de  los  P.  P.  en  el  Paraguay,  es  menester 
señalar  la  presencia  de  un  aliado  de  los  ele- 
mentos civiles  cuya  constancia  no  íes  faltará 
jamás:  los  franciscanos,  (2)  orden  tradicional- 
mente  enemiga  de  la  Compañía.  La  rivalidad 
se  pronunciaba,  pues,  en  los  ramos  más  impor- 
tantes de  la  vida  contemporánea:  Gobierno,  re- 


(1)  Por  no  haber  recibido,  junto  con  su  nombramiento,  las  bu- 
las de  institución. 

(2)  El  obispo  lo  era.  La  oposición  venía  desde  los  comienzos 
de  la  conquista  espiritual,  que  fué  empezada  por  los  franciscanos, 
según  queda  dicho. 


-  198  - 

ligión  y  comercio.  Aquello  tenía  que  ser,  y  fué, 
en  efecto,  una  guerra  sin  cuartel. 

El  obispo  Cárdenas,  que  regresó  á  la  muerte 
de  Hinestrosa,  restauró  la  facultad  electoral  de 
los  conquistadores,  siendo  elegido  él  mismo 
gobernador;  lo  que  prueba  una  simpatía  ma- 
nifiesta, y  general  por  otra  parte,  entre  su  or- 
den y  los  principios  democráticos.  El  obispo 
expulsó  á  los  jesuítas  y  confiscó  sus  bienes,  con 
el  aplauso  popular;  pero  la  audiencia  de  Char- 
cas anuló  su  elección,  restituyendo  á  aquéllos, 
bienes  y  domicilio.  Este  episodio,  da  realmente 
la  pauta  de  todos  los  que  se  sucedieron  hasta 
1735,  accidentando  la  prolongada  lucha. 

Los  P.  P.  habían  llegado  en  la  primera  vein- 
tena del  siglo  xvín,  al  máximum  de  su  pode- 
río, sin  que  durante  el  tiempo  transcurrido 
desde  sus  conflictos  con  el  obispa  Cárdenas,  la 
ira  popular  hubiera  cesado  de  rugir  sordamen- 
te contra  ellos. 

Privilegiados  por  la  Corona  con  toda  suerte 
de  franquicias,  no  quedaba  resistiendo  á  su  do- 
minación interna,  sino  aquel  Paraguay  civil, 
cuya  resistencia  impedíales  consagrarse  ente- 
ramente al  soñado  fin  de  la  salida  por  el  Atlán- 
tico. Mas  entretanto,  necesitaban  el  dominio 
comercial  de  los  ríos  que  forman  el  Plata,  y 
que  proporcionaban  por  el  momento,  la  única 
desembocadura  supletoria.  Uno  de  ellos,  el 
Uruguay,  ya  lo  tenían,  así  como  gran  parte 
del  alto  Paraná;  faltábales  tan  sólo  el  Paraguay 
y  á  este  fin  necesitaban  por  suyo  el  gobierno 
civil  que  lo  poseía. 


—  199  - 

En  este  estado,  consiguieron  hacer  nombrar 
un  gobernador  de  su  hechura,  don  Diego  de 
los  Reyes,  hombre  fácilmente  manejable  por 
su  cortedad  de  alcances,  su  carencia  de  antece- 
dentes y  la  exaltación  imprevista  que  obligaba 
su  gratitud;  (1)  pero  la  nobleza  paraguaya,  en- 
comendera y  foral  en  su  inmensa  mayoría, 
comprendió  que  el  paso  aquél  era  decisivo. 

De  los  murmullos  con  que  recibió  el  nombra- 
miento, que  la  Corona  debió  de  legalizar  con 
excepciones  especiales,  tornando  así  más  visi- 
ble la  maquinación  (pues  la  ley  prohibía  nom- 
brar gobernadores  á  los  vecinos  de  los  pueblos 
que  aquéllos  habían  de  gobernar);  de  los  co- 
mentarios, quizá  malévolos,  de  la  resistencia 
pasiva  aunque  disimulada  en  un  principio,  pasó 
muy  luego  á  la  desobediencia  abierta. 

Reyes,  por  su  parte,  había  hecho  todo  lo  po- 
sible para  enconarla.  Empezó  por  abusar  de  su 
poder,  exigiendo  el  homenaje  de  las  personas 
más  notables  de  la  Asunción  y  malquistándose 
porque  no  se  lo  rendían.  Fué  el  advenedizo  tí- 
pico, y  sus  mismos  defensores,  los  P.P.  Lozano 
y  Charlevoix  no  pueden  disimularlo. 

Las  cosas  llegaron  á  tal  extremo,  que  el  go- 
bernador, pretextando  una  conspiración,  nunca 
probada  aunque  verosímil,  á  lo  menos  como 
proyecto  verbal,  ordenó  la  prisión  de  dos  regi- 
dores, miembros  prestigiosos  á  la  vez  de  la 
aristocracia  asunceña:  Urrúnaga  y  Abalos. 


(1)    Había  ejercido  hasta  1717,  año  de  su  nombramiento ,  las  fun- 
ciones de  alcalde  provincial. 


-  200  - 

El  yerno  de  este  último,  amenazado  también 
de  cárcel,  pudo  fugarse  á  Charcas,  donde  se 
presentó  en  queja  ante  la  Audiencia,  y  ésta,  que 
rechazó  al  principio  sus  pretensiones,  concluyó 
por  oirle,  ordenando  al  gobernador  Reyes  que 
enviara  el  proceso  á  sus  estrados.  El  goberna- 
dor había  cometido  todo  género  de  abusos 
para  sustanciar  dicha  causa.  Desde  la  intimi- 
dación hasta  los  testigos  falsos,  todo  lo  puso  al 
servicio  de  sus  pasiones;  y  cuando  recibió  la 
notificación  del  auto,  por  conducto  del  juez 
García  Miranda,  comisionado  de  la  Audiencia, 
no  solamente  eludió  la  entrega  del  proceso,  di- 
ciendo haberlo  enviado  ya  á  un  abogado  de 
Charcas,  sino  que  se  negó  á  libertar  bajo  fianza 
á  los  detenidos,  como  aquélla  lo  ordenaba,  ex- 
tremando aún  el  rigor  de  sus  prisiones. 

Tan  parciales  eran  en  el  asunto  los  jesuítas, 
que  sus  dos  historiadores,  los  P.P.  Lozano  y 
Charlevoix  callan  estos  episodios,  sin  los  cuales, 
la  conducta  de  Antequera,  enviado  después  por 
la  Audiencia  como  juez  pesquisador,  resulta  sos- 
pechosa y  ambigua;  pero  el  primero  de  los  ci- 
tados padres,  inicia  su  historia  diciendo:  «aun- 
que mi  principal  intento  es  sacar  á  luz  la  ver- 
dad con  modestia,  no  podré  decirla  toda,  aco- 
modándome al  dictamen  de  quien  dijo  que,  si 
bien  el  historiador  ha  de  decir  verdad  en  todo 
lo  que  refiere,  no  debe  referir  todo  lo  que  es 
verdad;»  agregando  más  abajo:  «habré  de  de- 
cir lo  que  bastase  á  hacer  patente  la  verdad, 
ocultando  muchas  cosas,  que  no  siendo  necesa- 
rias más  podrían  ofender.» 


—  201  — 

Con  este  criterio  histórico,  agregado  á  los  su- 
cesos milagrosos  que  en  diversos  puntos  men- 
ciona como  antecedentes  funestos  de  los  suce- 
sos por  venir,  queda  visible  el  carácter  apasio- 
nado de  las  historias  jesuíticas. 

Es  otra  prueba  del  jesuitismo  de  Reyes,  y 
formaba  uno  de  los  capítulos  de  su  acusación- 
ante  la  Audiencia,  el  feroz  ataque  que  llevó  sin 
previa  declaración  de  guerra  contra  los  indios 
payaguás,  que  los  jesuítas  no  habían  conse- 
guido reducir,  (1)  pero  que  estaban  en  paz  con 
el  vecindario  asunceño,  á  media  legua  tan  sola 
de  la  ciudad. 

La  inútil  matanza,  ocasionó  represalias  dolo- 
rosas,  que  costaron  la  vida,  entre  otros,  á  los 
jesuítas  Blas  de  Silva  y  José  Mazo;  pues  los  in- 
dios comprendían  perfectamente  el  origen  de 
la  guerra  que  Reyes  les  declaró. 

Mientras  el  juez  Miranda,  convencido  de  que 
era  inútil  persuadir  áReyes  para  que  obedeciera 
el  mandato  de  la  Audiencia,  renunció  su  comi- 
sión: pero  aquel  tribunal  había  fallado  antes  la 
causa,  condenando  al  gobernador  á  una  multa 
de  cuatro  mil  pesos,  á restablecer  las  comuni- 
caciones que  mantenía  interceptadas  á  fin  de 
impedir  toda  acusación  ó  queja  entre  Charcas 
y  el  Paraguay,  y  á  presentar  ante  el  Cabildo  de 
la  Asunción  su  «dispensa  de  naturaleza»  (2)  en 


(1)  Eran  cristianos,  sin  embargo;  lo  que  volvía  más  significativa 
aquella  crueldad. 

(2)  Porque  según  la  ley,  no  podía  ser  gobernador,  á  causa  de  que 
pertenecía  al  lugar  de  su  gobierno,  y  estaba  emparentado  con  varios 
regidores. 


—  202  — 
el  término  de  una  hora,  sin  cuyo  requisito  se- 
ría depuesto. 

El  gobernador  desacató  en  términos  duros  al 
Cabildo  y  á  la  Audiencia,  lo  que  prueba  que  se 
sentía  escudado  por  fuerzas  superiores  á  las 
suyas;  pues  jamás  se  hubiera  atrevido  á  dar 
tal  paso  por  su  sola  cuenta,  sabiendo  de  ante- 
mano que  estaba  perdido.  Entonces  la  Audien- 
cia, en  cuyo  seno  eran  muy  influyentes,  sin 
embargo,  los  jesuítas,  comprendió  que  algo 
grave  estaba  pasando  en  el  Paraguay,  y  nom- 
bró juez  pesquisador  á  su  propio  fiscal  don 
José  de  Antequera. 

Habíase  éste  educado  entre  los  jesuítas  y  era 
principalísima  persona,  asaz  enérgico  é  inteli- 
gente, bien  reputado  por  su  carácter  é  integri- 
dad, aunque  el  P.  Lozano  le  impute  por  otra 
parte  diversos  peculados  en  el  ejercicio  de  sus 
funciones,  tachándole  á  la  vez  de  extremada 
jactancia.  En  conjunto,  resulta  una  rica  natu- 
raleza, quizá  combativa,  por  exceso  de  vitali- 
dad. Estos  caracteres  son  dados  siempre  á  la 
pasión  de  la  justicia. 

No  tardó  Antequera,  una  vez  llegado  á  la 
Asunción,  en  ver  probados  los  cargos  de  la 
acusación  contra  Reyes;  y  dando  entonces  cum- 
plimiento á  las  instrucciones  de  la  Audiencia, 
•cuyo  pliego  abrió  ante  el  Cabildo,  asumió  el 
cargo  interino  de  justicia  mayor  de  la  pro- 
vincia. 

Acto  continuo,  empezó  el  proceso  de  Reyes, 
que  éste  prolongó  con  toda  suerte  de  cortapi- 
sas, hasta  el  estupendo  volumen  de  catorce 


—  203    - 

mil  páginas;  pero,  cuando  á  solicitud  de  la  acu- 
sación, Antequera  cerró  el  proceso,  citando  á 
las  partes  para  definitiva,  resultó  que  aquél  se 
había  fugado,  refugiándose  en  Buenos  Aires. 

El  proceso  había  sido  enviado  por  Anteque- 
ra á  Charcas,  con  el  relato  de  la  fuga  de  Reyes; 
pero  en  el  ínterin,  el  virrey  del  Perú  envió  á 
éste  un  despacho  de  reposición.  Todo  hace  su- 
poner en  ello  la  intervención  jesuítica. 

La  Audiencia  comprendió  que  el  virrey  habia 
sido  mal  informado  y  resolvió  detener  el  do- 
cumento mientras  le  avisaba  lo  que  ocurría; 
pero  fué  imposible  interceptar  la  comunicación, 
que  iba  escapándose  de  persona  en  persona  co- 
mo una  suerte  de  juglería,  mientras  no  llegó  á 
las  manos  del  teniente  de  Santiago  del  Estero. 
Sin  embargo,  el  virrey,  haciendo  caso  omiso 
del  informe  que  le  enviara  la  Audiencia,  man- 
dó á  Reyes  un  duplicado  de  la  reposición,  lo 
cual  demuestra  el  poder  de  las  influencias  ejer- 
cidas sobre  él. 

Con  este  documento,  pasó  Reyes  de  Buenos 
Aires  á  las  Misiones,  donde  halló  la  mejor  aco- 
gida. Los  P.P.  podían  hacer  ya,  sin  ambages,  la 
cuestión  de  legitimidad.  Las  reducciones  reco- 
nocieron y  juraron  al  gobernador  repuesto, 
quien  desoyó  las  comunicaciones  de  su  juez  pa- 
ra que  se  reintegrara  á  la  prisión.  Invocaba  la 
orden  del  virrey,  que  era  autoridad  superior; 
pero  el  Cabildo  produjo  entonces  un  acto  de  la 
mayor  trascendencia,  que  es  realmente  el  co- 
mienzo de  la  futura  revolución  comunera. 

Fundado  en  la  autorización  legal,  que  permi- 


—  204 

tía  suplicar  hasta  tres  veces  las  órdenes  del 
Rey,  aplazándolas  entretanto,  juzgó  que  más 
naturalmente  podía  hacerlo  con  las  disposicio- 
nes virreinales,  y  nombró  gobernador  á  Ante- 
quera. 

Los  dos  bandos,  como  se  ve,  iban  definién- 
dose. De  un  lado  Antequera  y  la  oligarquía  lo- 
cal que  formaba  el  Cabildo,  encaminábanse 
profusivamente  á  la  restauración  de  los  anti- 
guos privilegios  populares,  tendiendo  á  aumen- 
tarlos en  sentido  revolucionario;  del  otro,  los 
jesuítas,  fieles  á  su  sistema,  preconizaban  el 
acatamiento  absoluto  á  la  autoridad,  juzgando 
delito  hasta  la  duda.  Aquéllos  anteponían  la 
justicia  al  principio  de  autoridad;  éstos  la  obe- 
diencia, á  toda  otra  consideración;  y  es  claro 
que  el  poder  los  vería  siempre  con  mayor 
agrado. 

La  región  entera  se  conmovía  mientras  tan- 
to, confundiendo  lo  decisivo  del  conflicto.  La 
Audiencia  seguía  sosteniendo  á  Antequera,  es 
decir,  el  predominio  del  poder  civil  y  de  la  ley, 
sobre  la  autoridad  absoluta,  impregnada  de 
clericalismo;  pero  los  jesuítas  sabían  ó  com- 
prendían que  á  la  larga,  el  poder  central  esta- 
ría con  ellos. 

Reyes  procedía  en  las  Misiones  como  gober- 
nador legítimo,  siendo  sus  actos  más  trascen- 
dentales, y  los  que  más  le  enajenaban  también 
las  simpatías  civiles,  medidas  para  estorbar  el 
comercio  paraguayo;  de  tal  modo  las  causas 
fundamentales,  seguían  obrando  en  el  con- 
flicto. 


—  205  — 

El  Cabildo  desconoció  por  segunda  vez  la  re- 
posición de  Reyes,  que  éste  envió  desde  las  Mi- 
siones, certificada  por  los  padres;  y  sabiendo 
que  había  pasado  acorrientes,  sobre  cuyas  au- 
toridades, así  como  sobre  las  de  Buenos- Aires, 
tenían  influencia  los  jesuítas,  hízole  prender 
por  sorpresa  en  aquel  punto  encarcelándole  de 
nuevo  en  la  Asunción. 

Ya  el  virrey  arzobispo  del  Perú,  cuyo  doble 
carácter  no  le  proponía  ciertamente  en  favor 
del  elemento  laico,  había  ^reconvenido  á  la  Au- 
diencia, exigiendo  el  cumplimiento  de  las  ór- 
denes relativas  á  Reyes.  Así,  cuando  éste  se 
quejó  de  su  cárcel,  reprodujo  con  mayor  ener- 
gía la  orden  de  reposición,  el  comparendo  de 
Antequera  en  juicio  ante  su  sola  autoridad,  y 
la  comisión  al  teniente  de  Buenos  Aires,  García 
Ros,  para  que  hiciera  cumplir  sus  mandatos. 

Avanzó  éste,  en  efecto,  sobre  el  Paraguay  al 
frente  de  un  pequeño  ejército,  cuya  principal 
fuerza  estaba  compuesta  por  indios  de  las  Mi- 
siones; pero  la  población  se  mostró  tan  dispues- 
ta á  resistir,  fundándose  en  el  aplazamiento  de 
las  órdenes,  á  que  tenían  derecho  mientras  las 
suplicaba,  que  García  Ros  decidió  retirarse. 

Bien  que  basada  en  la  ley,  la  revolución  era 
ahora  un  hecho.  El  pueblo  se  había  impuesto 
al  absolutismo.  Pero  los  P.P.  se  daban  cuenta 
de  que  no  podía  prosperar.  Si  pretendía  conser- 
varse dentro  del  concepto  monárquico,  estaba 
perdida  por  la  reacción  fatal  de  éste  sobre  sus 
pretensiones.  Si  lo  renegaba,  tenía  que  ir  al 
separatismo,  y  el  separatismo  no  era  posible 


—  206  — 

sin  el  mar,  es  decir,  sin  Buenos  Aires.  Por  ello 
los  P.P.  cultivaban  con  tanto  ahinco  las  amista- 
des gubernativas  de  esta  ciudad.  Con  impedir 
ellos,  en  efecto,  el  comercio  de  la  colonia  sepa- 
rada, estrangulaban  literalmente  la  revolución. 
Así,  aquella  democracia  embrionaria  tuvo  más 
ímpetu  que  pensamiento,  más  instinto  que  plan 
definido.  Quería  derechos;  había  aprendido  á 
estimarlos  practicándolos,  y  la  vieja  rivalidad 
con  los  jesuítas  vencedores,  exasperaba  su  de- 
seo. Mas  la  fatalidad  topográfica  debía  de  im- 
ponerse á  todo.  Sin  el  mar,  que  asegura  la  li- 
bertad de  comercio,  imposible  la  vida  autóno- 
ma. Aquello  no  tenía  más  salvación  que  la  sim- 
patía de  Buenos  Aires. 

Pero  la  revolución  no  vio  esto.  Engrióse  de- 
masiado con  su  triunfo  local;  creyó  que  sus 
libertades  aisladas  podían  sostenerse  por  sí 
mismas. 

No  obstante,  el  peligro  era  más  grave  de  lo 
que  parecía.  Los  incidentes  sucesivos  demos- 
traron que  Antequera  tenía  amigos  decididos,, 
desde  el  Tucumán  hasta  Cuyo  y  desde  Corrien- 
tes hasta  Charcas:  toda  la  futura  comarca  re- 
volucionaria de  1810. 

La  retirada  de  García  Ros,  tuvo  también  por 
causa  el  estallido  de  la  guerra  con  los  portugue- 
ses y  la  consiguiente  atención  á  Buenos  Aires 
amenazada  de  cerca.  Tan  preparados  estaban 
los  jesuítas  á  combatir  con  Antequera,  que 
cuando  el  gobernador  Zavala  les  pidió  tropas 
para  la  guerra  con  Portugal,  pudieron  enviarle 
tres  mil  hombres,  quedando,  no  obstante,  con 


-  207  — 

fuerzas  suficientes.  Antequera  hizo  lo  propio, 
para  desvanecer,  sin  duda,  las  imputaciones  de 
separatismo,  que  los  padres  comenzaban  á  es- 
parcir en  contra  suya,  y  porque  su  objeto  evi- 
dente no  fué  otro  que  el  de  mantener  la  supe- 
rioridad del  poder  civil  basada  en  una  relativa 
soberanía  popular. 

Pero  el  virrey  no  cejaba  en  su  intento  de  ex- 
tinguir aquel  foco  rebelde;  y  urgido  por  él,  Za- 
vala  envió  de  nuevo  á  García  Ros  sobre  el  Pa- 
raguay. Reforzado  por  dos  mil  guaraníes  de 
las  misiones,  que  se  le  incorporaron  á  las  ór- 
denes de  los  P.P.  Dufo  y  Rivera,  acampó  en 
territorio  paraguayo  sobre  la  margen  del  Te- 
bicuarí,  punto  estratégico  como  base  de  inva- 
sión. 

A  todo  esto,  el  obispo  del  Paraguay  se  había 
decidido  por  los  jesuítas,  sin  volver  con  esto 
más  popular  su  causa;  pues  el  pueblo  enfure- 
cido atacó  el  convento  con  intención  de  arra- 
sarlo, de  no  mediar  el  mismo  Antequera.  El 
Cabildo  decretó  su  expulsión,  y  olvidando  toda 
cordura  política,  declaró  la  guerra  al  gobierno 
de  Buenos  Aires.  Aquello  era,  realmente,  un 
decreto  de  suicidio. 

El  pueblo  acudió  en  masa  á  ponerse  sobre  las 
armas.  Antequera  derrotó  á  García  Ros  por 
medio  de  una  hábil  sorpresa  é  invadió  las  Mi- 
siones, que  se  limitaron  al  abandono  de  los 
pueblos,  emprendiendo  contra  él  una  abruma- 
dora guerra  de  recursos. 

La  cuestión  económica,  siempre  vivaz,  de- 
jóse ver  en  el  restablecimiento  de  las  encomien- 


-  208  - 
4as  que  Antequera  efectuó  contra  los  indios 
de  las  reducciones;  grave  error,  pues  la  guerra 
asumía,  de  tal  modo,  carácter  patriótico  para 
aquéllos. 

Frustrado  Antequera  por  la  guerra  de  recur- 
sos, y  amenazado  por  García  Ros,  que  volvía 
rehecho  al  frente  de  seis  mil  guaraníes,  decidió 
regresar  á  la  Asunción;  pero  el  movimiento 
revolucionario  empezaba  á  languidecer,  falto 
de  objeto,  al  paso  que  el  absolutismo  se  rehacía 
poderoso. 

El  virrey  del  Perú,  que  lo  era  ahora  el  mar- 
qués de  Castel  Fuertes,  espíritu  fanático  é  in- 
flexible, ordenó  al  mismo  Zavala  la  pacifica- 
ción inmediata  del  Paraguay  y  la  captura  de 
Antequera.  El  obispo  se  declaraba  hostil  á  la 
cabeza  de  sus  curas,  que  representaban  una 
fuerza  no  despreciable;  y  el  mismo  Cabildo  ini- 
ciaba ante  Zavala  una  capitulación. 

Antequera  había  salido  á  reclutar  milicias  en 
la  campaña,  dejando  como  gobernador  interino 
á  don  Ramón  de  las  Llanas;  pero  éste  entregó 
la  ciudad  á  Zavala  sin  oponerle  resistencia.  El 
caudillo,  traicionado,  no  tuvo  otro  recurso  que 
huir  á  Córdoba. 

Zavala  nombró  gobernador  del  Paraguay  á 
don  Martín  de  Barúa,  poniendo  en  libertad 
á  Reyes,  quien  era  tan  antipático  al  pueblo,  que 
por  consejo  de  los  mismos  jesuítas  permaneció 
recluido  en  su  casa. 

Pero  Barúa  resultó  amigo  de  los  revolucio- 
narios, y  desobedeció,  siempre  con  el  carácter 
de  aplazamiento  suplicatorio  que  ya  conoce- 


—  209  — 

mos,  una  orden  del  virrey  para  que  restable- 
ciera á  los  jesuítas.  El  Cabildo  hizo  lo  propio 
con  otra  de  la  Audiencia,  que  empezaba  ya  á 
reaccionar  en  sentido  absolutista.  Barúa  habia 
contado  con  la  aquiescencia  de  su  sucesor,  Al- 
dunate,  contrario  también  á  los  P.P.;  pero  éstos 
eran  tan  poderosos,  que  hicieron  anular  el  nom- 
bramiento del  último;  siendo  al  fin  restableci- 
dos con  gran  aparato,  por  orden  expresa  del 
virrey. 

Del  convento  de  franciscanos  de  Córdoba, 
donde  se  refugiara,  Antequera,  cuya  cabeza  ha- 
bía puesto  á  precio  de  cuatro  mil  pesos  el  vi- 
rrey, huyó  nuevamente  hacia  Charcas  donde 
esperaba  hallar  apoyo  en  la  Audiencia;  pero 
este  tribunal  tratóle  en  vez  como  á  reo,  y  le 
envió  cargado  de  grillos  a  Potosí,  que  no  fué 
sino  su  penúltima  etapa  hasta  la  cárcel  de 
Lima,  donde  dio  al  fin  en  1726.  Su  dramática 
empresa  había  durado  cinco  años. 

El  espíritu  revolucionario  permanecía  vivo, 
sin  embargo,  en  el  Paraguay. 

Antequera  había  trabado  conocimiento  en 
la  cárcel  con  don  Fernando  Mompó,  (1)  quien 
llegó  á  exaltarse  de  tal  modo  por  sus  princi- 
pios y  desventuras,  que  huyendo  de  la  prisión 
se  trasladó  al  Paraguay  en  misión  revolucio- 
naria. 

Su  elocuencia  tribunicia  sublevó  de  nuevo 


(1)  Esta  es  la  ortografía  de  Lozano,  y  sin  duda  la  buena.  Es- 
trada, que  siguió  á  Charlevoix  en  sus  noticias,  escribe  Mompo,  sin 
acento,  como  él;  pero  Charlevoix  pronunciaba  en  francés,  necesi- 
tando acento,  por  lo  tanto. 

.  EL  IMPERIO.— 14 


—  210  — 
los  ánimos;  su  pensamiento,  más  audaz  ó  ma- 
duro que  el  de  Antequera,  proclamó  resuelta- 
mente la  prioridad  del  municipio  sobre  toda 
otra  soberanía,  dando  por  primera  vez  razón 
definida  al  nombre  de  «Comuneros»  con  que  se 
distinguían  los  revolucionarios;  pero  padeció 
del  mismo  error  que  todos  éstos;  no  vio  la  inu- 
tilidad de  una  revolución  cuya  consecuencia 
fatal  era  el  separatismo,  por  otra  parte  imposi- 
ble en  el  aislamiento  local.  Lo  que  constituya 
el  éxito  de  la  revolución  emancipadora  de  1810, 
lo  que  vieron  tan  claramente  sus  caudillos, 
quizá  aleccionados  por  este  fracaso  comunero, 
es  decir,  la  expansión  inmediata,  faltó  entera- 
mente en  el  Paraguay. 

Pero  la  sublevación  fué  gravísima.  El  nue- 
vo gobernador,  Sordeta,  pariente  del  virrey,  fué 
desconocido  por  el  Cabildo  y  por  el  pueblo,  en 
nombre,  no  ya  del  derecho  de  súplica,  sino  de 
la  soberanía  comunal.  Intimáronle  el  inmedia- 
to abandono  de  la  provincia,  lo  que  ejecutó  al 
punto,  eligiendo  entonces  el  pueblo  una  junta 
gubernativa  cuyo  presidente  recibió  el  nom- 
bre de  presidente  de  la  provincia  del  Para- 
guay. 

La  revolución  no  tenía  suerte  en  sus  desig- 
naciones. Don  José  Luis  Barreyro,  que  fué  el 
elegido,  no  pensó  sino  en  traicionarla.  Apode- 
róse, pues,  de  Mompó  arteramente,  enviándole 
á  Buenos  Aires,  donde  fué  encarcelado  y  proce- 
sado por  Zavala.  Remitido  al  Perú,  se  fugó  en 
Mendoza,  consiguiendo  desde  allá  pasar  al 
Brasil. 


—  211  — 

Barreyro  experimentó  muy  luego  las  con- 
secuencias de  su  felonía.  Perseguido  por  el 
pueblo,  que  hubo  de  sublevarse  contra  él  al  co- 
nocer la  suerte  de  Mompó,  vióse  precisado  á 
huir,  refugiándose  en  las  Misiones,  siempre 
hostiles  á  la  revolución  comunera. 

No  obstante  la  popularidad  de  ésta,  el  apo- 
yo que  desde  el  pulpito  la  prestaban  los  fran- 
ciscanos, y  la  fidelidad  á  la  Corona  de  que  se- 
guía haciendo  gala,  estaba  ya  virtualmente 
muerta. 

El  suplicio  de  Antequera,  que  fué  ajusticiado 
en  Lima  por  orden  del  virrey,  al  recibir  éste  el 
informe  personal  de  Sordeta,  consumó  la  obra 
reaccionaria. 

La  muerte  del  caudillo  tuvo  inusitada  y  trá- 
gica grandeza.  El  pueblo  de  Lima,  conmovido 
por  las  palabras  de  perdón  que  pronunció  el 
franciscano,  auxiliar  del  reo,  amotinóse  para 
salvarle.  Sólo  la  intervención  armada  de  la 
tropa  consiguió  dominar  el  tumulto;  y  Ante- 
quera, muerto  de  un  balazo  en  previsión  de 
un  posible  triunfo  de  la  asonada,  no  escapó, 
aun  cadáver,  á  la  decapitación,  de  su  sen- 
tencia. 

El  Paraguay  volvió  á  sublevarse  con  la  no- 
ticia de  su  muerte,  expulsando  á  los  jesuítas, 
verdaderos  causantes  de  todo,  por  tercera  vez, 
saqueando  su  colegio  y  produciendo  varias 
ejecuciones  capitales.  El  obispo  excomulgó  á 
los  autores  de  estos  excesos,  y  una  sangrienta 
anarquía  sustituyó  á  toda  acción  gubernativa 
en  la  comarca. 


—  212  - 

Las  Misiones,  que  habían  sido  agregadas 
por  rescripto  real  al  gobierno  de  Buenos  Aires, 
debieron  mantener  tropas  sobre  sus  fronteras 
con  el  Paraguay;  tal  era  el  odio  que  éste  les 
profesaba. 

Dos  historiadores  jesuítas,  los  P.  P.  Lozano 
y  Charlevoix,  han  escrito  sobre  esta  revolu- 
ción con  el  positivo  intento  de  demostrar  que 
la  Compañía  no  fué  sino  una  víctima  de  los  co- 
muneros por  lealtad  á  la  Corona;  pero  de  sus 
mismos  libros,  se  desprende  una  opinión  diver- 
sa. Lo  que  callan,  induce  en  sospecha  de  lo  que 
dicen.  Exagerando  la  inocencia  de  su  orden,  no 
hacen  sino  demostrar  la  participación  que  to- 
mó en  el  episodio. 

El  triunfo  que  sobre  aquella  anarquía  con- 
siguió Zavala  en  su  nueva  empresa  de  pacifica- 
ción, acabó  con  el  movimiento  comunero.  La 
batalla  de  Tabatí,  ganada  realmente  por  los 
guaraníes,  fué  el  último  acto  del  drama.  Los 
suplicios  sucesivos,  la  reposición  de  los  jesuítas, 
no  constituyeron  ya  sino  detalles;  y  el  sombrío 
gobierno  de  D.  Rafael  de  la  Moneda,  acabó  en 
el  cadalso  con  los  últimos  adictos  de  la  prema- 
tura revolución. 

Fué  ésta  fecunda,  sin  embargo,  en  su  propio 
fracaso.  El  pueblo  vivió  vida  libre,  aunque  agi- 
tada. Brotaron  de  su  seno  tribunos  como  de  la 
Sota,  que  sin  tener  la  elocuencia  ni  los  alcances 
de  Mompó,  reemplázale  un  momento  en  su 
popularidad  de  caudillo.  Ciudades  jesuíticas  co- 
mo Corrientes,  llegaron  á  efectuar  movimien- 


-  213  - 

tos  solidarios;  (1)  las  mismas  mujeres,  signo 
característico  de  toda  revolución  efectiva,  en- 
cendiéronse en  la  llama  heroica.  Las  solidarida- 
des imprevistas,  tanto  como  el  entusiasmo  re- 
volucionario, prueban  que  la  fidelidad  monár- 
quica disminuía  en  estos  países  y  que  las  ideas 
democráticas  hallaban  aquí  terreno  propicio. 
(2)  Faltábale,  en  efecto,  al  Gobierno  central  los 
prestigios  de  aparato  que  tanto  ayudan  á  la 
monarquía,  y  que,  naturalmente,  no  pudo  tras- 
ladar á  las  colonias.  La  conquista,  por  otra  par- 
te, había  sido  un  éxito  de  la  calidad  personal  de 
cada  conquistador,  no  una  obra  de  la  nobleza  ó 
del  Rey;  y  los  revolucionarios  Comuneros  de 
Castilla,  emigrados  después  de  su  derrota,  tra- 
jeron gérmenes  tan  vivaces  de  democracia,  que 
su  recuerdo  perduró,  como  se  ha  visto,  hasta 
en  la  denominación  específica  de  los  revolucio- 
narios paraguay  os.  (3)  Estos  quedaron  tan  fuer- 
tes, aun  después  de  su  derrota,  que  cuando  á 
poco  y  aprovechando  de  las  turbulencias  no 
extinguidas  del  todo  aún,  los  indios  Guaycurúes 
amenazaron  la  Asunción,  la  mayoría  de  los 
soldados  se  encontró  ser  excomulgada  por  el 
asalto  al  colegio  de  los  jesuítas;  entonces  resol- 


(1)  En  1732,  para  no  concurrir  á  la  represión  del  Paraguay 
adonde  enviaron  prisionero  al  teniente  de  rey  que  para  ello  se  apron- 
taba. 

(2)  Casi  al  mismo  tiempo,  el  P.  Falkeuer  (ver  el  epílogo)  nota- 
ba igual  cosa  en  las  campañas  argentinas. 

(3)  No  necesito  advertir  que  mi  narración  del  movimiento  co- 
munero, es  simplemente  esquemática,  habiéndola  elegido  sólo  por 
ser  el  más  importante  episodio  político  de  la  época  y  el  más  signifi- 
cativo á  la  vez. 


—  214  — 

vieron  no  defender  la  plaza,  mientras  el  obispo 
no  les  alzara  el  entredicho,  lo  que  éste  ejecutó, 
dada  la  inminencia  del  peligro.  Excusa,  por 
cierto,  muy  de  la  época  y  también  muy  pecu- 
liar, en  el  fondo,  á  los  nuevos  tiempos. 

La  revolución  degeneró  en  anarquía  por  fal- 
ta de  ambiente  y  de  razón  política  definida, 
pues  como  movimiento  comunero  exclusiva- 
mente, implicaba  un  anacronismo.  La  monar- 
quía evolucionando  hacia  el  absolutismo  sobre 
la  ruina  de  la  libertad  foral,  no  podía  ser  dete- 
nida por  la  restauración  de  ésta.  E'l  espíritu  po- 
pular exigía  ya  medidas  más  radicales  y  com- 
patibles con  la  evolución  que  llevaba  los  pue- 
blos á  la  democracia  ó  á  las  instituciones  repre- 
sentativas: el  separatismo  revolucionario  del 
año  10. 

Como  todo  movimiento  social  prematuro, 
aquel  de  los  comuneros  fué  suicida  por  desespe- 
ración cuando  comprendió  la  imposibilidad  del 
triunfo;  pero  se  ha  impuesto  á  la  historia  como 
una  generosa  tentativa  de  libertad,  cuyo  fracaso 
aumenta  quizá  lo  simpático  de  su  esfuerzo.  Más 
que  una  revolución,  fué  propiamente  un  caso 
foral. 

Ciertamente,  no  tuvo  otros  alcances,  ni  creo 
que  pueda  verse  sin  exceso  en  Antequera,  un 
mártir  anticipado  de  la  libertad  americana.  Su 
carácter  es  simpático,  sin  ser  de  ningún  modo 
genial;  y  su  figura,  dominada  siempre  por  los 
acontecimientos,  no  es  por  supuesto  la  de  un 
jefe  extraordinario.  Su  ejecución  fué,  por  esto, 
un  crimen  inútil,ó  más  bien  estúpida  venganza, 


—  215  — 

que  extremó  la  reacción  en  perjuicio  de  sus 
propios  autores,  como  siempre  sucede.  Los  P.P. 
iban  á  experimentar  muy  luego  el  contragolpe 
del  absolutismo  que  con  tanto  ahinco  defendie- 
ron. 


—  217 


VI 


Expulsión  y  decadencia. 

El  Tratado  de  Permuta  entre  los  Gobiernos 
lusitano  y  español,  que  cambió  la  Colonia  del 
Sacramento  al  primero,  por  los  pueblos  que 
el  segundo  poseía  en  la  margen  oriental  del 
Uruguay,  interrumpió  aquella  tranquila  domi- 
nación. 

Dichos  pueblos  eran,  en  efecto,  las  siete  re- 
ducciones jesuíticas  del  Brasil,  que  por  el  dis- 
trito del  Tape  y  Porto  Alegre  buscaban  el  so- 
ñado desahogo  sobre  el  Océano. 

Liberal  se  había  mostrado  la  Corona  en  sus 
indemnizaciones  á  los  habitantes.  No  sólo  po- 
dían éstos  retirarse  con  todos  sus  bienes  á  las 
reducciones  de  la  costa  occidental  (Art.  16  del 
tratado),  sino  que  se  daba  á  cada  pueblo  4.000 
pesos  para  gastos  de  mudanza,  eximiéndoselo 
además  del  tributo  por  diez  años  en  el  nuevo 
paraje  donde  se  situara.  Pero  esto  era  nada  en 
comparación  de  lo  que  se  perdía.  Arrojados  de 
la  Guayra  por  los  mamelucos,  y  abolido  por 
consecuencia  todo  intento  de  comunicarse  á  su 


-  218  - 

través  con  el  Atlántico,los  P.P.  habían  diferido 
la  realización  de  este  propósito  dominante,  pa- 
ra cuando  replantearan  sobre  bases  más  sóli- 
das el  núcleo  de  su  Imperio.  Comenzaba  estoá 
lograrse,  después  de  ciento  y  pico  de  años  de 
esfuerzos,  avanzando  ya  su  dominio  hasta  la 
Sierra  del  Tape,  donde  tenían  vastas  dehesas, 
dependientes  de  las  reducciones  de  San  Juan  y 
San  Miguel— cuando  el  tratado  de  1750  vino  á 
desvanecer  por  segunda  vez  sus  aspiraciones. 
Era  demasiado,  sin  duda,  para  que  lo  sufrieran 
tranquilos,  y  la  insurrección  guaraní  de  1751  lo 
demostró  enteramente. 

No  creo  que  los  P.P.  llevaran  ninguna  idea  se- 
paratista en  ello.  Semejante  imputación  fué  una 
calumnia,  que  la  Corona  recogió  cuando  le 
convino,  para  explicar  la  expulsión,  junto  con 
la  leyenda  ridicula,  circulada  por  los  publicis- 
tas anticlericales  de  Amsterdam,  según  la  cua 
aquéllos  habían  proclamado  rey  del  Paraguay 
á  un  cacique,  con  la  intención  de  separarse  de 
España;  (1)  pero  me  parece  no  menos  eviden- 
te, que  la  insurrección  tuvo  origen  jesuítico. 
Queríase,  sin  duda,  impedir  su  trabajo  á  las  co- 
misiones demarcadoras,  mientras  se  gestiona- 
ba ante  la  Corte  la  denuncia  del  tratado;  cosa 
después  de  todo  factible,  en  época  de  semejan- 
te instabilidad,  y  cuando  el  mismo  documento 
de  Utrecht  no  había  remediado  nada.  Entretan- 
to, la  guerra  demostraba  á  las  dos  Coronas 


(1)    Su  fidelidad  cuando  la  revolución  comunera,  es  otra  prueba 
«ontra  el  separatismo. 


—  219  — 

cuan  ruinosa  iba  a  salirles  la  ocupación  en  cam- 
pos enteramente  arrasados  por  las  montone- 
ras, y  con  habitantes  que  incendiaban  sus  pue- 
blos al  retirarse.  Dicha  suposición,  es  el  térmi- 
no medio  natural  entre  los  que  aseveraron  sin 

pruebas  el  separatismo  de  los  P.P.,  y  la  neutra- 
lidad absoluta  que  éstos  pretendían  haber  ob- 
servado en  la  contienda.  Los  indios  carecían  de 
iniciativa,  como  es  evidente,  para  lanzarse  por 
cuenta  propia  en  lance  tan  grave;  y  lo  que  es 
peor,  desobedeciendo  á  sus  directores.  El  lector 
juzgará  si  esto  era  posible,  dada  la  situación 
moral  y  social  de  las  reducciones.  Sostenían  los 
P.P.  que  el  movimiento  había  sido  una  reacción 
natural  del  patriotismo,  al  verse  los  indios  des- 
terrados de  los  pueblos  donde  nacieron;  y  los 
que  hablaron  con  los  comisarios  reales  en  nom- 
bre de  sus  paisanos,  argumentaron  efectiva- 
mente con  esto,  agregando  que  aquellas  tierras 
fueron  dadas  á  su  raza  por  el  apóstol  Santo  To- 
mé; pero  otros,  hechos  prisioneros  durante  la 
insurrección,  declararon  que  estaban  instiga- 
dos por  los  P.P.  Después,  el  patriotismo  debía 
resultar  algo  baladí  para  aquella  gente  que  na- 
da poseía,  siendo  ese  un  sentimiento  consecuti- 
vo á  la  propiedad.  Nada  habían  tenido  tampo- 
co en  su  estado  salvaje,  puesto  que  en  él  fueron 
nómades;  de  manera  que  su  indiferencia  al  res- 
pecto, era  á  la  vez  atávica  é  inmediata.  Consi- 
dero, pues,  que  los  P.P.  fueron  los  promotores 
encubiertos  de  la  insurrección.  No  se  fracasa 
dos  veces  en  siglo  y  medio  de  esfuerzos  gigan- 

escos,  sin  intentar  la  segunda  cuanto  arbitrio 


—  220  — 

venga  á  mano  para  conjurar  la  adversidad.  En 
cuanto  á  poder  hacerlo,  los  PP.  habían  demos- 
trado lo  bastante  su  energía  y  su  constancia, 
con  más  que  el  propósito  merecía  cualesquiera 
sacrificios;  siendo,  por  otra  parte,  bien  sabido 
que  los  medios  no  los  preocupaban  mucho. 
Además,  ellos  estaban  en  el  buen  terreno  res- 
pecto á  los  intereses  bien  entendidos  de  la  Coro- 
na, pues  lo  cierto  es  que  ésta  realizaba  una  per- 
muta desastrosa,  en  la  cual  sólo  consiguió  per- 
der su  dominio  de  la  margen  oriental  del  Uru- 
guay; (1)  de  modo  que  tenían  buenas  razones 
para  ser  oídos.  La  insurrección  era,  entonces, 
un  medio  heroico,  pero  de  eficacia  segura,  si 
no  se  mezcla  en  el  asunto  el  amor  propio  de  las 
armas  españolas,  que  no  habría  sido  posible 
dejar  como  dominadas  por  los  guaraníes,  ante 
el  aliado  portugués.  Las  intrigas  de  Corte  hicie- 
ron el  resto. 

Los  que  sostienen  la  tesis  del  separatismo  je- 
suítico, argumentan,  para  demostrarlo,  con  la 
autonomía  cada  vez  mayor  de  que  fué  gozan- 
do el  Imperio  por  concesiones  sucesivas  de  la 
Corona,  y  además  con  su  éxito  económico.  Es- 
to, dicen,  sugirió,  como  siempre  sucede,  las 
ideas  separatistas.  Agregaban  á  guisa  de  dato 
concurrente  y  significativo,  el  hecho  de  ser  ex- 
tranjera la  mayor  parte  de  los  P.P.,  y  esto  es 
bastante  fuerte  á  primera  vista;  pero  muy  lue- 


(1)  Su  intento  era  evitar  el  contrabando  por  la  Colonia,  hacién- 
dola suya;  pero  como  este  delito  emanaba  de  fuentes  más  profundas 
que  la  hostilidad  portuguesa,  nada  consiguió,  anulándose  el  tratado 
en  1761. 


—  221  — 

go  se  advierte  que  su  objeto  fué  aislar  al  Impe- 
rio de  todo  contacto  español,  con  la  doble  valla 
del  idioma  y  de  la  sangre. 

Tal  aislamiento,  que  garantía  el  dominio  in- 
conmovible, en  la  unidad  absoluta,  fué  una 
preocupación  constante  á  la  cual  colaboró  el 
Gobierno  con  invariable  decisión.  Los  indios  te- 
nían prohibido  trasladarse  de  un  pueblo  á  otro. 
No  podía  vivir  en  las  reducciones,  español, 
mestizo  ni  mulato.  Transeúntes,  no  se  los  tole- 
raba en  su  recinto  más  de  dos  días,  y  tres  á  lo 
sumo  si  llevaban  mercaderías  consigo.  (1)  Exis- 
tiendo en  el  pueblo  venta  ó  mesón,  ninguno 
podía  hospedarse  en  casa  de  indio.  Ya  se  sabe, 
por  otra  parte,  que  la  administración  civil,  mi- 
litar y  judicial,  estaba  enteramente  confiada  á 
los  P.P.;  y  en  el  caso  especial  que  me  ocupa, 
tampoco  tiene  nada  de  extraordinario  su  na- 
cionalidad, si  se  considera  que  entre  los  prime- 
ros enviados  al  Paraguay,  cuando  no  podía  ha- 
ber aún  ni  asomo  de  separatismo,  figuraron 
italianos,  portugueses,  un  flamenco  y  un  irlan- 
dés; pero  lo  que  no  admite  duda,  es  su  activa 
campaña  para  evitar  la  ejecución  del  tratado. 
Hay  sobre  esto  un  hecho  concluyente.  Al  fina- 
lizar un  banquete  con  que  obsequiaron  en  una 
quinta  de  los  suburbios  de  la  Asunción  al  go- 
bernador del  Paraguay,  junto  con  diversos 
miembros  de  los  dos  Cabildos,  pretendieron  que 


(1)  En  Atenas  sucedía  algo  semejante.  Los  extranjeros  no  po- 
dían habitarla  sin  permiso  de  los  magistrados  y  mediante  una  capi- 
tación de  doce  dracmas  (10  fr.  80.) 


—  222  

dichos  invitados  firmaran  una  carta  ya  prepa- 
rada para  el  Rey,  en  la  cual  se  le  demostraba 
lo  perjudicial  de  la  permuta;  y  este  documento 
hacía  ver,  además,  la  posibilidad  de  un  nuevo 
avenimiento  éntrelas  dos  Cortes.  Los  P.P.  in- 
tentaron no  sólo  que  lo  firmaran  el  goberna- 
dor y  prebendados,  sino  que  los  dos  Cabildos  lo 
hicieran  suyo;  pero  aquél  remitiendo  el  negocio 
para  su  despacho,  por  no  sentirse  quizá  muy 
firme  de  cabeza,  le  encontró. «cosas  tan  impro- 
pias, qne  se  opuso  á  su  remisión,»  haciéndolo 
fracasar  también  ante  las  dos  instituciones  men- 
cionadas. 

El .  carácter  enteramente  inofensivo  que  se 
quiso  dar  á  la  rebelión,  presentando  á  los  in- 
dios como  niños  grandes,  de  acometividad 
nada  peligrosa,  cuando  acababan  de  mostrar- 
se respetables  guerreros  en  tres  años  de  lucha, 
prueba  lo  contrario  con  exceso-,  (1)  quedando 
además,  como  argumento  decisivo,  aunque  sea 
conjetural,  la  resistencia  ante  la  operación  que 
destruía  el  plan  jesuítico. 

Por  lo  que  hace  al  separatismo,  no  se  ve 
cómo  habría  podido  beneficiará  los  jesuítas. 
Si  era  por  la  autonomía,  ya  la  disfrutaban  ab- 
soluta; si  por  el  comercio,  nadie  se  lo  fiscali- 
zaba; si  por  la  seguridad  exterior,  jamás  la 
nación  fundada  con  las  tribus  guaraníes  por 
plantel,  habría  alcanzado  el  respeto  del  inmen- 


(1)  El  P.  Lozano  en  su  Historia  de  las  Revoluciones,  los  llama 
<diestros  en  e!  manejo  de  las  armas,  y  hechos  á  jugarlas  con  gran 
valor  en  sitios  formales,  contra  enemigos  europeos  y  arrestados,» 
etcétera. 


—  223  — 

so  reino  español,  siendo  por  el  contrario  una 
presa  entregada  á  la  voracidad  de  las  naciones 
colonizadoras.  La  situación  de  vasallos  implica- 
ba para  los  jesuítas  todas  las  garantías  que  da 
á  los  suyos  una  nación  poderosa,  sin  los  debe- 
res que  les  impone  en  compensación,  pues  eran 
autónomos  y  privilegiados;  mientras  que  la  in- 
dependencia, empezando  por  echarles  de  ene- 
migo á  la  madre  patria,  no  les  daba  por  de  con- 
tado otra  perspectiva  que  la  ruina.  Subditos, 
quedaban  protegidos;  independientes,  perma- 
necían encerrados  en  una  comarca  mediterrá- 
nea y  rodeada  de  enemigos:  eran  cosas  dema- 
siado graves  para  sacrificarlas  al  patriotismo 
sentimental.  No  resta  otra  hipótesis,  en  efecto, 
y  ya  se  sabe  que  los  jesuítas  no  tenían  patria 
en  verdad,  consistiendo  en  esto  su  fuerza  de 
expansión  superior  á  la  de  los  Gobiernos.  Es- 
parcidos por  todas  las  naciones,  mal  podían 
hacer  cuestión  patriótica  en  ninguna,  pues  la 
influencia  que  pretendían  respetaba  las  formas 
externas.  Era  la  restauración  del  dominio  mo- 
ral de  Roma  sobre  los  poderes  temporales  que 
manejaría  como  agentes,  en  un  definitivo  re- 
troceso hacia  la  situación  de  la  Edad  Media;  y 
en  cuanto  á  aquel  ensayo  de  teocracia,  la  Coro- 
na seguía  fomentándolo  cada  vez  con  mayor 
afición,  siendo  el  Tratado  de  Permuta  no  otra 
cosa  que  un  incidente  político  cuyas  consecuen- 
cias le  resultaban  nocivas;  pero  cuyo  objeto 
tendía  á  algo  bien  distinto  de  su  perjuicio.  Creer 
que  el  estado  social  de  las  reducciones  ocasio- 
naba ideas  de  independencia,  sería  un  absurdo; 


-  224  - 

no  habiendo  entonces  razón  alguna  para  supo- 
ner el  discutido  separatismo.  (1) 

La  Corona  procedió  lealmente  en  sus  indem- 
nizaciones, pues  los  P.  P.  habían  recibido  ya 
52.000  pesos  al  estallar  la  rebelión;  pero  ya  he 
dicho  que  ésta  defendía  algo  mucho  más  im- 
portante. 

El  primer  movimiento  estalló  en  1751,  inte- 
rrumpiendo los  trabajos  de  demarcación;  pero 
la  guerra  no  se  generalizó  con  violencia  hasta 
1753,  cuando  los  demarcadores,  apoyados  por 
poderosas  escoltas,  llegaron  á  la  jurisdicción  de 
San  Miguel.  La  ocupación  de  ese  punto  extre- 
mo de  las  reducciones  en  dirección  á  la  costa 
marítima,  hacía  perder  toda  esperanza,  moti- 
vando consecutivamente  la  demostración  béli- 
ca como  recurso  extremo.  El  cacique  Sepe  sa- 
lió al  encuentro  de  las  comisiones,  cortándoles 
el  paso  con  una  serie  de  combates  que  duraron 
casi  un  año.  Prisionero  al  atacar  el  fuerte  de 
Río  Pardo,  el  comisario  portugués  le  puso  en 
libertad,  con  el  intento  de  ver  si  se  sometía  por 
la  blandura  y  el  buen  trato;  pero  al  empezar  el 
1756,  reapareció  más  amenazador,  capitanean- 
do numerosas  fuerzas,  con  bastante  artillería 
de  fierro  y  algunos  sacres  bastardos  de  tacuara 
reforzada  con  torzales. 

Un  ejército  lusitano-español  había  penetrado 
en  la  comarca,  para  reprimir  las  montoneras 
que  sostenían  la  guerra  desde  cuatro    años 


(1)  Por  otra  parte,  no  habían  conseguido  aún  la  salida  al  Océa- 
no, única  manera  de  hacer  eficaz  la  separación,  como  hemos  visto  al 
tratar  de  los  comuneros. 


—  225  — 

atrás;  y  los  insurrectos  se  le  atrevieron.  Muer- 
to Sepe  en  un  rudo  encuentro,  los  indios  relu- 
ciéronse al  mando  de  Languirú,  que  también 
perdió  la  vida  en  la  sangrienta  batalla  de  Cay- 
baté,  verdadero  acto  final  de  la  guerra;  termi- 
nándola del  todo  la  ocupación  de  los  pueblos  de 
San  Miguel  y  San  Lorenzo  por  las  tropas  alia- 
das, durante  mayo  y  agosto  de  1756.  En  el  se- 
gundo de  dichos  pueblos,  cayeron  prisioneros 
tres  jesuítas,  uno  de  los  cuales  era  el  P.  Henis, 
tenido  por  director  de  la  insurrección.  Ésta  ha- 
bía durado  cinco  años,  casi  sin  interrupción, 
pues  mucho  la  favoreció  el  terreno  con  sus  pe- 
culiaridades topográficas,  costando  al  Gobierno 
de  Portugal  veinte  millones  de  cruzados.  (1) 

No  es  de  creer  que  por  tan  largo  tiempo,  y 
conservando  los  P.  P.  su  influencia  sobre  los 
indios,  ella  hubiera  sido  nula  para  contenerlos: 
la  opinión  portuguesa  fué  unánime  á  este  res- 
pecto, y  una  sorda  inquina  quedó  declarada 
desde  entonces  entre  la  Corona  lusitana  y  la  po- 
derosa Compañía. 

Las  ideas  liberales,  dominantes  por  entonces 
en  el  Gobierno  español,  facilitaron  una  acción 
conjunta  contra  los  jesuítas,  cuyo  resultado  fué 
la  expulsión  de  la  orden  por  ambas  Coronas  y 
su  abolición  por  la  curia  romana. 

(1)  Casi  60.000.000  de  francos,  si  se  toma  por  tipo  al  cruzado  de 
1750  precisamente,  moneda  de  plata  cuyo  exergo  alusivo  decía:  In 
hoc  signo  vinces,  y  cuyo  valor,  considerando  las  mismas  equivalen- 
cias mencionadas  en  otro  lugar  para  el  peso  español,  sería  de  2  fran- 
cos 918.  El  cruzado  de  oro,  que  venía  á  valer  3  francos  395,  no  pue- 
de servir  de  base  por  su  escasa  circulación  en  aquella  época,  si  bien 
no  alteraría  mucho  mi  cálculo.  La  moneda  de  plata  á  que  me  refiero, 
pesaba  14  gramos  605  y  tenía  0.899  de  fino. 

EL  IMPERIO.— 15 


—  226  — 

Excedería  de  mi  propósito  un  estudio  sobre 
esta  obscura  cuestión,  en  la  cual  intervinieron, 
tanto  las  razones  políticas  como  las  rivalidades 
internas  de  la  Iglesia;  (1)  pues  debo  ceñirme  es- 
trictamente á  sus  consecuencias  sobre  el  Impe- 
rio Jesuítico. 

Realizada  la  expulsión,  el  Gobierno  español 
conservó  el  comunismo  en  las  reducciones, 
nombrando  empleados  civiles  para  adminis- 
trarlas y  encargando  de  los  asuntos  religiosos 
á  las  comunidades  de  San  Francisco,  Santo  Do- 
mingo y  la  Merced;  pero  estos  nuevos  apósto- 
les ignoraban  el  espíritu  de  la  empresa.  El  fias- 
co económico  que  resultóla  expulsión,  pues 
los  comisarios  reales  no  hallaron  en  los  con- 
ventos tesoros  ni  cosa  semejante,  como  se 
creía,  fué  socialmente  mayor  en  poder  de  los 
agentes  españoles. 

Civiles  ó  religiosos,  éstos  no  conocían  las  cos- 
tumbres del  indio,  no  entendían  su  lengua,  no 
tenían  concepto  alguno  de  esa  organización  pe- 
culiar, y  su  primer  error  fué  querer  civilizar  á 
la  europea  un  medio  sem  i -salvaje.  Pero  aquello 
era  ya  hereditario,  y  cambiarlo  requería  tiem- 
po a  lo  menos.  De  una  perfecta  teocracia  se  pa- 
saba á  una  sociedad  normal,  con  el  único  resul- 
tado de  engendrar  en  los  poderes  desunidos 
una  rivalidad  perfecta.  El  civil  tomaba  por 


(1)  Y  hasta  las  querellas  galantes;  pues  por  lo  que  respecta  á  la 
intervención  de  Francia,  parece  que  el  origen  de  la  expulsión  estuvo 
en  el  disgusto  de  la  Pompadour  con  el  P.  de  Sacy,  el  cual  había  ex- 
tremado para  la  real  querida,  la  moral  acomodaticia.  Las  protestas 
de  la  Reina  y  del  Delfín  hicieron  retroceder  al  jesuíta,  motivando  eL 
incidente. 


—  227  — 

suyo  el  nuevo  estado  de  cosas;  el  eclesiástico 
pretendía  la  conservación  de  todo  el  privilegio; 
y  sus  contradicciones,  que  degeneraron  á  poco 
en  escandalosas  reyertas,  hicieron  del  indio  su 
víctima.  El  siervo,  destinado  á  pagar  todas  las 
culpas  de  sus  amos,  sufrió  también  las  conse- 
cuencias de  aquel  desorden.  Empequeñecióse 
el  vasto  alcance  industrial  de  la  empresa,  deca- 
yendo hasta  una  sórdida  explotación  dividida  á 
regaña  dientes  entre  misioneros  y  administra- 
dores. El  peculado,  lacra  eterna  de  la  adminis- 
tración española,  lo  contaminó  todo  sin  consi- 
deración, pues  siendo  aquello  de  la  Corona, 
resultaba  ajeno  para  unos  y  otros.  Nadie  tenía 
interés  en  cuidar  una  obra  que  no  era  suya. 
Ganados  y  yerbales,  explotados  sin  miramien- 
tos, se  acababan  porque  no  los  reponían;  y  los 
indios,  sin  amor  hacia  uua  cosa  de  la  que  tam- 
poco eran  propietarios,  se  dejaban  llevar  por 
su  pasividad  característica,  impasibles  ante  la 
dilapidación. 

Indiferentes  al  halago  de  la  propiedad,  por 
su  condición  de  eternos  proletarios,  y  carecien- 
do del  aliciente  que  implicaba  su  relativo  bien- 
estar bajo  el  poder  anterior,  se  dispersaron 
convirtiéndose  en  agentes  de  destrucción  á  su 
vez,  puesto  que  reingresando  á  la  vida  nóma- 
de se  volvieron  salteadores  de  las  propias  es- 
tancias jesuíticas.  Algunos  administradores  ce- 
losos no  pudieron  contener  la  ruina,  pues  ella 
estribaba  en  algo  mucho  más  serio  que  un  de- 
fecto de  administración.  Era  el  cambio  de  vida 
lo  que  había  trastornado  las  bases  de  la  obra, 


—  228  - 

y  ésta  se  desmoronaba  sin  remedio  posible.  El 
sistema  jesuítico  consistió  en  una  relativa  cul- 
tura de  forma,  sobre  un  fondo  de  salvajismo 
real,  única  situación  posible  por  otra  parte, 
dado  que  el  indio,  rota  su  unidad  psico-fisioló- 
gica  por  la  civilización,  perece  en  ésta.  Los  mis- 
mos jesuítas  experimentaban  ya  el  efecto,  al 
producirse  la  expulsión,  pues  como  se  ha  visto 
en  el  anterior  Capítulo,  la  población  de  las  re- 
ducciones había  disminuido;  y  esto  fué  tan  rá- 
pido, que  en  sólo  trece  años  (1743-56)  la  falla 
alcanzó  á  46.000  habitantes. 

Es  que  la  ,  vida  sedentaria  y  la  división  del 
trabajo  llevaban  irresistiblemente  al  progreso, 
no  obstante  el  hábil  equilibrio  de  la  organiza- 
ción jesuítica  y  el  aislamiento  en  que  se  la  man- 
tuvo; y  aquello  fué  perturbando  el  organismo 
salvaje,  que  evolucionaba  desparejo  en  su  do- 
ble aspecto  físico  y  moral,  cambiado  el  prime- 
ro por  las  nuevas  condiciones,  mientras  el  se- 
gundo permanecía  inmóvil  en  su  nueva  idola- 
tría, única  condición  que  se  le  exigió. 

Desequilibrado  de  este  modo,  el  ser  no  resis- 
te á  la  civilización,  pues  lo  mismo  en  los  pue- 
blos que  en  los  individuos,  lo  físico  depende 
substancialmente  de  lo  moral.  El  lector  que  ha 
notado  ya  el  predominio  de  este  concepto  en  to- 
da mi  apreciación  histórica,  no  extrañará  que 
lo  particularice  para  explicar  un  fenómeno  del 
cual  sacaré  consecuencias  más  adelante. 

Restos  de  una  raza  en  decadencia,  la  servi- 
dumbre en  que  se  hallaron  aquellos  salvajes  no 
hizo  sino  acelerar  la  descomposición,  y  nadie 


—  229  — 
ignora  que  el  hecho  más  significativo  en  una 
raza  decaída  es  la  esterilidad.  Inadaptables, 
además,  por  las  ideas,  que  es  el  único  acomodo 
fecundo,  á  una  civilización  cuyo  concepto  fun- 
damental no  podían  entender,  pues  lo  cierto  es 
que  sin  muchas  centurias  de  evolución  no  se 
pasa  de  la  tribu  á  la  vida  urbana— carecieron  de 
esa  condición  para  prosperar.  Entonces  se  vio 
el  siguiente  fenómeno:  la  población  aumentó  al 
salir  de  las  encomiendas,  por  reacción  sobre  un 
estado  asaz  peor,  y  mientras  coincidieron  las 
nuevas  condiciones  de  vida  con  la  característi- 
ca esencial  de  la  situación  anterior  á  la  conquis- 
ta; pero  cuando  aquéllas  empezaron  á  progre- 
sar, llevando  lentamente  hacia  la  civilización, 
vino  el  descenso.  El  indio  demostró  una  vez 
más,  que  en  cuestiones  étnicas  y  sociales,  la 
adaptación  al  medio  es  regla  invariable. 

Por  su  parte,  los  administradores  civiles  atri- 
buían la  desorganización  que  presenciaban,  al 
comunismo,  tomando,  como  sucede  siempre  á 
los  contemporáneos,  la  parte  por  el  todo;  y  es 
claro  que  cuanto  más  cambiaban  las  institucio- 
nes, más  precipitaban  aquella  sociedad  á  la 
ruina.  A  los  diez  años  de  la  expulsión,  los  ha- 
bitantes habían  disminuido  en  una  octava  par- 
te; treinta  años  después  en  la  mitad  (de  100  á 
50.000)  por  emigraciones  á  otros  puntos,  ó  por 
reincorporación  ala  vida  salvaje,  donde  en  con- 
cierto con  los  no  reducidos,  se  volvieron  sal- 
teadores, como  antes  dije.  Cuatro  años  después 
de  la  expulsión,  los  ganados,  que  excedían  de 
un  millón  de  cabezas  al  efectuarse  ésta,  queda- 


—  230  — 
ban  reducidos  á  la  cuarta  parte,  siendo  los  nue- 
vos administradores  un  activo  agente  en  esta 
despoblación.  La  leyenda  de  tesoros  escondi- 
dos y  derroteros  de  minas,  motivó  remociones 
que  resintieron  muchos  edificios,  y  que  conti- 
núan todavía  con  maravillosa  estulticia.  Antes, 
dije  que  en  las  reducciones  no  circulaba  mone- 
da, de  modo  que  no  existieron  jamás  semejan- 
tes caudales.  El  producto  de  las  explotaciones 
debía  ir  directamente  desde  Buenos  Aires  á  Ro- 
ma, sin  que  jamás  volviera  amonedado  á  su 
punto  de  partida;  y  en  cuanto  á  los  ornamen- 
tos, como  los  P.P.  tuvieron  noticias  ciertas  de 
su  expulsión  un  año  antes  de  realizarse  ésta,  es 
de  suponer  que  salvarían  con  tiempo  los  más 
valiosos.  Las  excavaciones  no  produjeron, 
pues,  otro  resultado  que  acelerar  la  ruina  em- 
pezada. 

Junto  con  el  siglo  xix  comienza  una  serie  de 
acontecimientos  que  consumaron  la  destruc- 
ción total. 

Ceballos  había  reconquistado  para  la  Corona 
española,  en  1763,  los  pueblos  cedidos  á  Portu- 
gal por  el  Tratado  de  Permuta;  pero  dicha  na- 
ción tenía  invertido  demasiado  dinero  en  ellos, 
para  desperdiciar  una  ocasión  de  reconquistar- 
los. Esta  se  presentó  treinta  y  ocho  años  des- 
pués. El  aventurero  Santos  Pedroso  dio  un 
afortunado  golpe  de  mano  sobre  la  antigua  re- 
ducción de  San  Miguel,  apoderándose  de  ella, 
y  dicho  acto  señaló  el  comienzo  de  la  recon- 
quista, con  gran  cortejo  de  asesinatos  y  depre- 
daciones, volviendo  al  dominio  portugués  la 


-  201     - 

margen  oriental  del  Uruguay  que  el  Brasil  con- 
serva todavía. 

En  1803,  el  gobernador  Velazco  abolió  el  co- 
munismo en  las  reducciones,  ultimándolas  de 
hecho  con  esta  medida;  de  modo  que  al  estallar 
la  Revolución  de  Mayo,  no  eran  ya  sino  india- 
das informes  degeneradas  en  la  última  mise- 
ria. La  desgraciada  expedición  de  Belgrano  al 
Paraguay,  conmovió  un  instante  su  sopor;  pe- 
ro no  tuvo  sino  el  mal  resultado  de  entregar  á 
aquel  país  las  establecidas  en  la  orilla  izquierda 
del  Paraná,  reconociéndole  así  el  dominio  total 
del  río. 

Cinco  años  más  permanecieron  quietos,  hasta 
que  Artigas,  para  hostilizar  á  los  portugueses, 
organizó  en  las  del  Uruguay  una  montonera 
de  la  cual  fué  jefe  inmediato  el  indio  Andrés 
Tacuarí,  á  quien  la  historia  conoce  por  su  so- 
brenombre de  Andresito.  Estas  fuerzas  vadea- 
ron el  Uruguay,  y  después  de  varios  encuen- 
tros afortunados,  pusieron  sitio  á  SanBorja,  ca- 
pital de  las  Misiones  brasileñas. 

Derrotadas  y  obligadas  á  levantar  el  sitio,  las 
represalias  fueron  terribles. 

El  marqués  de  Alégrete  y  el  general  Chagas, 
de  feroz  memoria,  invadieron  los  siete  pueblos 
argentinos  donde  Artigas  había  organizado  la 
montonera  y  los  asolaron  bárbaramente,  no 
dejando  cosa  en  pie  en  cincuenta  leguas  á  la 
redonda. 

El  incendio  devastó  las  poblaciones;  el  saqueo 
acabó  con  el  último  ganado  y  los  postreros  res- 
tos de  la  opulencia  jesuítica. 


—  232  — 

En  otra  parte  mencioné  el  botín,  compuesto 
por  los  ornamentos  religiosos,  á  los  cuales  hay 
que  añadir  las  campanas  y  hasta  las  imágenes 
de  madera. 

Semejante  desgracia  tuvo  su  repercusión  en 
la  costa  del  Paraná;  pues  para  no  disgustar  á 
los  portugueses,  cuya  neutralidad  convenía  á 
sus  designios,  el  doctor  Francia  mandó  destruir 
todas  las  reducciones  que  la  derrota  de  Belgra- 
no  entregó  al  Gobierno  paraguayo,  desapare- 
ciendo así  el  núcleo  principal  del  Imperio  Jesuí- 
tico. 

Andresito  habíase  rehecho  entretanto,  orga- 
nizando  otra  montonera  sobre  las  mismas  rui- 
nas, puede  decirse,  y  Chagas  vadeó  nuevamen- 
te el  Uruguay  para  castigarle;  pero  fué  vencido 
en  Apóstoles  y  obligado  á  repasar  el  río.  La 
montonera  creció  con  este  éxito,  volviéndose 
tan  temible,  que  el  general  brasileño  cruzó  el 
Uruguay  por  tercera  vez,  sitiándola  en  San 
Carlos  donde  se  había  atrincherado.  Sucedié- 
ronse terribles  combates;  hasta  que  habiendo 
volado  la  iglesia,  convertida  por  los  guaraníes 
en  polvorín,  Chagas  tomó  la  plaza.  Esta  fué 
arrasada  enteramente,  lo  propio  que  Apóstoles 
y  San  José,  ya  saqueados  en  la  expedición  del 
año  anterior. 

Las  ruinas  de  San  Javier  albergaban  algunos 
dispersos  de  Andresito,  que  acosados  por  el 
hambre  robaban  ganados  á  los  paraguayos  de 
la  costa  del  Paraná;  éstos  expedicionaron  sobre 
aquel  foco  de  salteo,  exterminaron  á  sus  habí- 


>   1 


—  233  — 

tan  tes  y  concluyeron  de  arrasar  las  pocas  pa- 
redes que  habían  quedado  en  pie. 

Aquellos  pueblos,  los  más  pobres  ya  durante 
la  dominación  jesuítica,  con  excepción  de  Santa 
Tomé,  que  era  el  puerto  más  comercial  del  Uru- 
guay, fueron  también  los  más  azotados  por  la 
guerra;  de  modo  que  ni  los  restos  de  la  ante- 
rior opulencia,  los  favorecerían  para  una  posi- 
ble reacción. 

Entretanto,  Andresito  que  había  escapado 
de  San  Carlos  por  medio  de  una  proeza  teme- 
raria, abriéndose  paso  sable  en  mano  a  través 
de  las  fuerzas  sitiadoras,  reunió  otra  vez  una 
parcialidad  compuesta  de  dispersos  y  de  indios 
salvajes,  entendiéndose  con  Artigas  y  con  el 
caudillo  entrerriano  Ramírez,  para  una  acción 
conjunta  sobre  Porto  Alegre.  Cumpliendo  su 
parte,  atacó  y  tomó  el  pueblo  de  San  Nicolás; 
pero  un  retardo  de  Artigas  frustró  la  combina- 
ción, y  el  valiente  guaraní  cayó  prisionero,  yen- 
do á  morir  poco  después  en  una  prisión  de  Río 
Janeiro. 

Sus  indios  se  dispersaron  por  el  Brasil  y  el 
Paraguay,  ó  adoptaron  definitivamente  la  vida 
salvaje,  subiendo  al  Norte  y  dirigiéndose  al  Cha- 
co en  procura  de  bosques  más  espesos.  Las  úl- 
timas noticias  que  de  ellos  se  tiene,  son  la  ten- 
tativa infructuosa  que  el  Gobierno  unitario  del 
año  1826  hizo  para  restaurar  la  civilización  en 
aquellas  Misiones—siempre  reclamadas  como 
suyas  por  el  Paraguay,— con  virtiéndolas  en 
provincia  de  la  Unión;  y  la  parte  que  tomaron 
al  siguiente  en  la  guerra  contra  el  Brasil,  baja 


-  234  — 

el  mando  de  los  caciques  Ramoncito  y  Caraypí. 

Las  Misiones  situadas  al  oriente  del  Uruguay 
duraron  algunos  años  más-,  pero  en  1828,  con 
motivo  de  la  guerra  antedicha,  el  caudillo  orien- 
tal Rivera  las  arrasó  tan  completamente,  que 
hasta  se  llevó  en  cautiverio  á  las  mujeres  y  á 
los  niños. 

El  régimen  jesuítico  se  prolongó  en  el  Para- 
guay hasta  1823,  entrando  los  indios  desde  en- 
tonces á  trabajar  por  cuenta  del  Gobierno,  pero 
conservando  la  organización  comunista.  Esta 
fué  abolida  por  el  general  López  en  1848,  con  el 
objeto  de  confiscar  en  su  provecho  los  bienes  de 
la  comunidad,  declarados  fiscales,  y  semejante 
medida  consumó  la  ruina  del  Imperio  Jesuítico 
en  el  último  de  sus  vestigios  históricos. 


—  235 


VII 


Las  ruinas. 


El  bosque  ha  tendido  su  lujo  sobre  aquella 
antigua  desolación,  siendo  ahora  las  ruinas  un 
encanto  de  la  comarca. 

Dije  ya  que  el  mortero  más  usual  en  las 
-construcciones  jesuíticas,  fué  el  barro.  No  era, 
naturalmente,  de  la  arcilla  roja  que  el  lector 
ya  conoce,  sino  del  humus  que  se  recogía  en 
los  cercanos  manantiales  y  se  empleaba  con 
profusión  á  causa  de  su  baratura.  Abandona- 
dos los  pueblos,  la  maleza  ha  arraigado  en 
aquella  tierra  propicia,  precipitándose  sobre 
ella  con  un  encarnizamiento  de  asalto.  La  mu- 
gre de  las  habitaciones,  y  la  costumbre  de  ba- 
rrer hacia  la  calle,  abonaron  durante  más  de 
un  siglo  el  terreno  con  toda  clase  de  detritus, 
siendo  esto  otra  causa  de  la  invasión  forestal 
que  ha  cubierto  las  ruinas.  Aquellos  restos  de 
habitaciones  sin  techo,  parecen  enormes  tiestos 
donde  pulula  una  maleza  inextricable.  Unas 
•desbordan  de  heléchos;  en  otras  crecen  verda- 
deros almacigos  de  naranjos;  aquella  está  llena 


—  236  - - 

por  el  monstruoso  raigón  de  un  ombú;  de  esa 
otra  se  lanza  por  una  ventana,  cuyo  dintel  ha 
desencajado,  un  añoso  timbó;  el  musgo  tiende 
sobre  los  sillares  vastas  felpas,  y  no  hay  jun- 
tura ó  agujero  por  donde  no  reviente  una 
raíz. 

La  selva  entierra  literalmente  aquello,  de 
tal  suerte,  que  puede  presagiarse  una  ruina  en 
razón  de  su  espesura.  Internado  en  ella,  el  via- 
jero llega  abriéndose  paso  á  fuerza  de  machete 
hasta  alguna  antigua  pared  ó  poste  aislado^ 
que  nada  le  indican;  para  orientarse,  es  indis- 
pensable dar  con  la  plaza  que  sigue  formando 
aún  en  medio  de  la  maleza  un  sitio  despejado. 
Está,  sin  embargo,  disminuida,  porque  el  bos- 
que tiende  á  avanzar  hacia  su  centro;  pero  su 
relativa  desnudez,  prueba  que  la  vegetación  ha 
buscado  en  efecto  el  barro  negro  de  las  pare- 
des y  el  suelo  abonado  por  las  basuras  en  las 
calles.  Aquella  plaza  da  la  situación  del  pue- 
blo. Está  orientada  á  rumbo  directo,  con  una 
leve  declinación  que  no  induce  en  error;  y  cada 
uno  de  sus  costados  es  la  base  de  una  manzana 
de  igual  superficie.  La  mayor  profusión  del 
naranjal  indica  la  huerta  del  antiguo  con- 
vento. 

De  las  reducciones  argentinas,  tan  maltra- 
tadas por  la  guerra,  apenas  queda  otra  cosa 
que  paredes;  y  como  resto  ornamental  el  pór- 
tico de  San  Ignacio,  popularizado  por  la  foto- 
grafía y  por  las  descripciones  de  varios  viaje* 
ros.  Si  se  quiere  hallar  algo  menos  informe,  es 
necesario  internarse  al  Brasil  y  al  Paraguay, 


—  237  — 

realizando  fastidiosos  viajes  en  que  hasta  la 
comida  suele  escasear.  Los  puntos  más  cer- 
canos son  San  Nicolás  y  Trinidad  respectiva- 
mente. 

Para  llegar  al  primero,  es  necesario  pasar 
el  Uruguay  frente  á  la  villa  de  Concepción,  via- 
jando después  setenta  kls.  á  caballo.  El  segun- 
do tiene  dos  puntos  de  acceso:  por  tierra,  desde 
Villa  Encarnación,  ciudad  paraguaya  situada 
frente  á  la  capital  de  Misiones,  haciendo  sesen- 
ta kls.  de  malísimo  camino;  y  por  agua  desde  la 
mencionada  capital  hasta  el  puerto  de  Trini- 
dad, situado  á  quince  kls.  de  las  ruinas.  Las 
distancias  son  cortas;  pero  la  escasez  de  caba- 
llos y  el  natural  retraimiento  de  una  población 
semi-salvaje,  para  quien  la  procedencia  argen- 
tina no  es  una  recomendación,  hacen  de  aque- 
llas excursiones  una  verdadera  campaña.  Por 
lo  demás,  es  necesario  llevar  consigo  provisio- 
nes á  todo  evento,  pues  hasta  la  mandioca,  in- 
dígena de  la  región,  suele  faltar,  siendo  la 
carne  mala  y  cara. 

Unas  y  otras  ruinas  valen,  sin  embargo,  la 
pena  de  ir  á  verlas.  El  espíritu  revive  á  su  con- 
tacto una  historia  originalísima;  experimenta 
una  impresión  algo  más  elevada  de  la  que  ins- 
pira el  éxtasis  fácil  del  burgués  ante  la  rocalla 
de  las  grutas  municipales,  y  aquella  tristeza 
agreste  le  hace  comprender  que  no  todo  es  re- 
tórica en  la  mentada  «poesía  de  las  ruinas». 

Esos  descoronados  muros  que  se  obstinan 
en  permanecer,  formando  tan  rudo  contraste 
su  vetustez  con  la  eterna  lozanía  de  la  verdu- 


-•  238  - 

ra;  el  curso,  diríase  melancólico,  del  manantial 
captado  que  resistió  á  tantos  sacudimientos  en 
la  furtiva  clausura  de  su  cisterna;  la  huella  de 
algún  incendio  en  las  jambas  carcomidas  de 
una  celda;  la  bóveda  trunca  de  un  sótano  que 
es  ahora  clandestino  agujero;  la  juventud  vic- 
toriosa de  los  naranjos  que  sobreviven,  frutan- 
do para  las  aves  del  aire  su  nectarea  cosecha- 
dan,  tal  vez  por  sugestión  romántica,  pero  no 
menos  evidente,  sin  embargo,  una  impresión 
de  nostalgia  mística. 

La  serenidad  es  inmensa,  el  silencio  vasto 
como  un  mar,  la  soledad  eterna.  Empero,  no 
hay  nada  de  adusto  allá.  El  clima  y  el  bosque 
han  impreso  al  conjunto  su  dulzura  peculiar.. 
Aquella  hidrópica  vegetación  de  tréboles,  helé- 
chos, ortigas,  produce  una  humedad  por  de- 
cirlo así  emoliente.  Los  ásperos  sillares  rezu- 
man el  copioso  rocío  de  las  noches,  que  el  sol 
meridiano  desvanece  apenas,  dando  asidero  al 
liquen  higroscópico  y  á  los  zarcillos  de  las  pa- 
rietarias;  el  suelo  es  una  red  de  malezas,  que 
pujan  á  bosquecillos  de  tártagos  y  á  braví- 
simos cercos  de  agave;  y  por  sobre  eso  el 
alto  bosque  dilata  su  inmenso  toldo. 

Sube  hasta  el  bochorno  la  tibieza  enervante 
del  aire  en  las  asoleadas  siestas,  haciendo  glo- 
rietas exquisitas  de  aquellas  derruidas  habita- 
ciones que  regalan  frescuras  de  tinaja.  En  pe- 
rezoso desprendimiento  caen  aqui  y  allá  las 
naranjas  demasiado  maduras;  croan  entre  los 
árboles,  alamor  de  tan  pródiga  pitanza,  nubes 
de  loros  que  por  instantes  prorrumpen  á  la  lo- 


-  239  — 

quesea  en  estridente  cotorreo;  algún  conejo, 
cuyo  pelaje  blanco  ó  manchado  recuerda  á  sus 
antecesores  de  la  reducción,  salta  cauteloso  en- 
tre los  heléchos;  y  el  silencio,  tan  carecterístico 
que  se  hace  notar  como  una  presencia,  com- 
pleta la  impresión  de  paz. 

Los  montones  de  piedra  delinean  antiguas 
calles,  cercados  y  recintos.  Sobre  el  abaco  de 
un  pilar,  al  que  apenas  diferencia  de  los  tron- 
cos cercanos  su  rectangular  estructura,  un 
guaembé  (philodendron  micans)  dilata  sus  hojas 
como  en  un  vasto  macetón  de  vestíbulo;  orna 
la  adarajaque  descubrió  un  derrumbe,  tal  cual 
cáctea;  yérguense  sobre  los  parapetos  elegan- 
tes arbustos,  y  por  todos  los  rincones  cuelgan 
las  avispas  sus  panales  de  cartón. 

Donde  las  construcciones  fueron  de  tapia,  la 
profusión  es  mucho  mayor  desde  luego.  La  hi- 
guera silvestre  y  el  ombú  han  medrado  ávida- 
mente en  aquellos  montones  de  tierra,  alcan- 
zando proporciones  desmesuradas  su  incon- 
sistente tronco.  Esas  masas  de  albura  en  que 
el  machete  se  hunde  como  en  carne  de  pera, 
han  realizado  los  más  curiosos  caprichos  plás- 
ticos al  apoderarse  de  las  ruinas.  Aquí  uno 
mantiene  incrustado  entre  sus  raigones  tal 
trozo  de  pared,  sobre  el  cual  diríase  que  han 
corrido  gruesas  chorreras  de  plomo;  más  allá 
otros  aprovecharon  como  tutores  los  antiguos 
machos  de  urunday,  casi  del  todo  cubiertos  por 
su  esponjosa  leña;  y  algunos  que  encontraron 
en  su  desarrollo  vigas  ó  tirantes,  abrazáronse 
á  ellos,   desencajáronlos  de  sus  ensambles,  y 


-  240  — 
alzándolos  á  medida  de  su  crecimiento,  forman 
ahora  inmensas  cruces  ú  horcas  colosales  del 
más  extraño  efecto. 

Heléchos  y  tréboles  gigantes  son  el  tapiz  de 
las  antiguas  habitaciones;  raíces  y  vastagos 
componen  á  sus  ruinas  una  verdadera  decora- 
ción, cual  si  quisieran  restaurarlas  con  arte  sal- 
vaje. De  pronto  se  nota  una  enredadera  que  es, 
para  ese  fuste,  astrágalo  perfecto;  ó  una  mata 
de  iridáceas  que  forma  naturales  caulículos  á 
aquella  columna  decapitada.  Y  el  silencio  es  ca- 
da vez  más  profundo,  cada  vez  más  grato.  Una 
extraviada  planta  de  yerba  trae  á  la  mente  co- 
mo recuerdo  impreciso  la  pasada  historia,  y  es- 
ta circunstancia  poética:  que  cada  ruina  posee 
su  zorzal— acrece  la  impresión  de  melancólica 
dulzura  con  los  flauteos  del  solitario  cantor. 

Allá  se  tiene,  como  quien  dice  en  miniatura, 
una  historia  completa.  Aquel  fugaz  Imperio, 
quizá  soñado  por  sus  autores  como  una  teocra- 
cia antigua,  con  su  David  y  su  Salomón,  pasó 
por  todas  las  crisis  desde  la  conquista  hasta  el 
fracaso;  hizo  florecer  una  política  que  enredó 
en  su  trama  á  dos  naciones;  organizó  la  vida 
civil,  en  forma  como  no  la  veía  el  mundo  des- 
de las  más  remotas  civilizaciones  asiáticas;  rea- 
lizó la  teocracia,  en  admirable  rebelión  contra 
el  progreso  de  los  tiempos  y  de  las  ideas;  con- 
glomeró en  sociedad,  con  imponente  esfuerzo, 
aquel  hervidero  de  tribus  cuya  dispersión  inor- 
gánica parecía  inhabilitarlas  para  toda  jerar- 
quía—errando mucho  aunque  acertando  asaz; 
€onato  si  se  quiere,  pero  valentísimo;  esbozo  á 


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DD 


SAN     CARLOS 


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íscs/é  di  I' 20.000 


TIPO  DE  COLUMNA 


—  241  — 

buen  seguro,  mas  de  proyecto  enorme,  donde 
no  flaqueó  el  esfuerzo  sino  el  ideal  en  pugna 
<5on  la  vida;  y  ni  el  estrago  de  la  guerra  le  faltó 
para  que  sus  restos  conservaran  el  sello  de  to- 
das las  grandezas  humanas,  comunicando  una 
especie  de  épica  ternura  á  aquellos  escombros 
velados  por  la  selva  compasiva,  cuyos  rumo- 
res son  el  último  comentario  de  una  catástrofe 
imperial. 

Hollando  tejas  y  rotas  baldosas,  anda  uno 
por  ellos.  Eran  fuertes  piezas,  que  revelan  una 
vez  más  la  poderosa  estructura  del  conjunto. 
Miden  las  primeras  0.45  ms.  de  largo  por  0.35 
de  ancho  y  0.1V2  de  espesor;  las  segundas  0.30 
si  octogonales,  0.40  y  0.45  si  de  seis  lados.  A 
través  del  tiempo,  sirven  de  nuevo  álos  actua- 
les moradores,  siendo  de  pasta  superior. 

Mencioné  ya  el  carácter  igual  que  tenían  to- 
dos los  pueblos  jesuíticos,  y  que  se  ve  patente 
en  sus  ruinas.  Adoptado  un  tipo,  debieron  con- 
servarlo, pues  así  lo  ordenaba  la  ley;  y  respec- 
to al  que  usaron,  vale  la  pena  mencionar  el 
nombre  de  su  inventor,  el  P.  González  de  Santa 
Cruz.  No  hay  mucha  originalidad  que  digamos, 
pues  el  mencionado  sacerdote  no  era  arquitec- 
to, y  se  atuvo  estrictamente  á  la  cuadrícula, 
tomando  como  base  la  manzana  española  con 
sus  conocidas  dimensiones  (125  ms.  X  125);  pe- 
ro el  dato  histórico  tiene  su  valor  evidente  en 
arqueología. 

Describiré  dos  de  estas  ruinas,  las  más  acce- 
sibles desde  la  capital  de  Misiones:  San  Carlos  y 
Apóstoles;  no  haciéndolo  con  San  Ignacio,  que 

EL  IMPERIO. -16 


— -  242  — 

es  la  más  visitada,  porque  ya  existen  sobre 
ella  una  descripción  y  un  plano  del  señor  Juan 
Queirel,  y  tiene  además  un  guardián  del  Esta- 
do. Mi  descripción  sería  una  redundancia,  sin 
contar  con  que  los  desmontes  efectuados  últi- 
mamente, facilitan  por  completo  el  acceso. 

San  Carlos,  como  puede  verse  por  su  plano 
respectivo,  estaba  situada  entre  las  nacientes 
de  los  ríos  Pin dapoy  ó  San  Carlos  y  Aguapey, 
y  el  arroyo  del  Mojón  que  desemboca  en  este 
último.  Su  posición  era  culminante,  sobre  una 
meseta  de  250  ms.  de  altura,  que  divide  las 
aguas  de  los  ríos  citados,  hacia  el  Paraná  y  el 
Uruguay  respectivamente.  En  días  claros,  se 
alcanzaba  á  ver  desde  ella  la  estancia  de  Santo 
Tomás,  situada  veinte  kls.  al  N.O.  y  la  de  San 
Juan  treinta  y  cinco  al  E.  N.  E.  Lo  acertado  de 
su  situación,  en  cuanto  á  salubridad  y  topogra- 
fía, se  deduce  por  contraste  con  el  pueblo  actual, 
cuyos  diez  ó  doce  ranchos,  diseminados  en  el 
fondo  de  un  cañadón  anegadizo  al  S.  de  las  rui- 
nas, se  ven  á  menudo  azotados  por  la  difteria 
y  el  paludismo.  Una  serie  de  lomas,  casi  todas 
coronadas  por  el  bosquecillo  circular  que  indi- 
ca con  frecuencia  una  antigua  población,  circu- 
ye las  ruinas,  enteramente  cubiertas  por  el  bos- 
que al  cual  se  interpola  el  diseminado  naranjal. 
El  lector  debe  tener  á  la  vista  los  dos  planos 
de  esta  reducción,  pues  el  de  conjunto  da  un 
tipo  de  la  topografía  común  á  los  pueblos  jesuí- 
ticos, y  el  detallado  otro  de  la  planta  urbana 
solamente. 
Las  ruinas  constan  de  dos  cuerpos,  separados 


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SAN      GARIyO'S 


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—  243  — 

ahora  por  una  calle  de  20  metros  de  ancho  que 
corre  de  N.  áS.,y  por  la  plaza.  El  primero  con- 
siste en  el  convento  con  sus  dependencias  y 
una  manzana  de  casas  al  O.  El  segundo  es  el 
pueblo  mismo. 

Rodeaba  á  aquel  edificio  una  albarrada  de 
piedra  tacarú  en  bloques  de  0.20  ms.  de  diáme- 
tro, término  medio,  siendo  su  altura  3  ms.;  su 
ancho  en  la  base  1.25  y  en  la  cúspide  0.95.  Estas 
dimensiones  son  comunes  á  las  demás  mura- 
llas divisorias. 

El  convento  se  dividía  en  dos  partes.  La 
quinta,  situada  al  N.,  tenía  145  ms.  de  ancho  al 
S.,  por  190  de  E.  á  O.  La  llena  enteramente  el 
naranjal,  que  ha  perdido  al  renovarse  inculta- 
mente, la  antigua  alineación;  y  en  su  vértice 
N.  O.  existía  un  pozo  circundado  por  una  pile- 
ta ó  abrevadero.  Una  faja  de  terreno  baldío  que 
ocupa  todo  el  costado  O.,  sería  quizá  la  horta- 
liza. 

A  84  metros  de  dicho  costado,  corre  paralela 
una  muralla  de  tapia  casi  enteramente  derrui- 
da, cuya  explicación  no  he  podido  encontrar, 
sino  tomándola  por  la  trinchera  en  que  Andre- 
sito  resistió  á  los  brasileños.  Refuerza  mi  con- 
jetura el  hecho  de  que  dicha  tapia  vaya  á  dar 
en  el  flanco  de  la  iglesia,  situada  sobre  el  costa- 
do O.  de  la  plaza;  pues  aquel  edificio  era  el  pol- 
vorín, como  se  recordará. 

El  espacio  ocupado  por  las  habitaciones  del 
convento  tiene  84  metros  de  E.  á  O,  por  82  de 
N.  áS.  contando  la  primera  distancia  hasta  la 
tapia;  pues  hasta  el  cerco  general  de  pie  Ira, 


-  244  — 

mide  190  como  en  el  resto.  Sobre  la  muralla 
que  circunda  este  recinto  por  el  S.,  hasta  dar 
con  la  tapia,  es  decir,  en  una  longitud  de  84 
metros  había  14  habitaciones  por  completo  in- 
dependientes una  de  otra;  y  desde  la  tapia  has- 
ta la  iglesia,  19  en  iguales  condiciones.  Su  ca- 
pacidad es  de  10.90  ms.  por  5.85;  estaban  cons- 
truidas en  piedra  hasta  2.70  ms.  desde  el  ci- 
miento, siendo  el  resto  una  tapia  que  mide  aho- 
ra 2.30,  pero  que  debía  exceder  de  5.  Los  ma- 
chos de  urunday  que  atizonaban  aquellos  mu- 
ros, están  visibles  todavía  en  algunos  puntos; 
los  sillares  que  los  formaban,  son  prismas  de 
0.75  X  0.45.  De  los  tirantes  y  alfarjías  no  queda 
resto  en  las  destruidas  habitaciones  que  el  in- 
cendio devoró  dos  veces.  Sombreaba  toda  esa 
edificación  una  galería  de  3.50  ms.  de  ancho, 
sostenida  de  4  en  4  ms.  por  pilastras  cuyos  pe- 
destales medían  0.85  X  0.80.  El  fuste,  fijo  al  ba- 
samento por  una  espiga  de  madera,  tenía  2  ms. 
de  alto  y  0.46  por  cara;  algunos  alcanzaban 
1.06  X  1  en  el  pedestal  y  0.77  en  los  lados.  To- 
das estas  pilastras  eran  ochavadas.  Una  parte 
de  la  galería  debió  de  estar  asentada  sobre  pos- 
tes de  madera  que  el  incendio  destruiría,  por 
cuya  razón  no  ha  dejado  vestigios.  Al  extremo 
O.  de  las  habitaciones  en  cuestión,  y  á  20  ms. 
detrás  de  la  iglesia,  quedan  los  restos  de  una 
construcción  redonda  en  piedra,  que  debió  de 
ser  el  campanario  comunicado  con  el  convento. 
En  el  costado  opuesto  había  5  salas  de  piedra 
de  15  ms.  X  9.75,  hasta  la  tapia;  y  si  desde  ésta 
hasta  la  muralla  de  piedra  seguía  la  misma  edi- 


—  245  — 

ficación,  resultan  7;  ó  19  si  era  como  la  del 
frente.  No  conservan  vestigios  de  galería,  é  in- 
fiero por  su  tamaño  que  serían  talleres  ú  ofici- 
nas. En  su  intersección  con  la  tapia,  está  á  la 
vista  un  trecho  de  sótano  que  correspondió  qui- 
zá al  refectorio.  Tras  de  la  muralla  que  circun- 
da al  convento  por  el  O.  y  formando  cuerpo 
con  ella,  existía  un  corral  de  72  ms.  X  44,  in- 
mediato al  cual  pasaba  el  camino  á  la  estancia 
de  Santo  Tomás,  que  puede  utilizarse  aún.  De 
este  mismo  corral  se  desprendía  un  potrero  de 
piedra,  que  ensanchándose  al  S.  O.  volvía  des- 
pués al  N.  hasta  dar  con  un  manantial  del  Pin- 
dapoy ;  tenía  700  metros  de  desarrollo.  A  30  me- 
tros detrás  del  costado  N.  déla  quinta,  hay  una 
ruina  situada  sobre  otro  manantial  del  mismo 
arroyo,  quedando  entre  ésta  y  el  corral  un  so- 
tillo  de  naranjos,  pero  sin  restos  de  habita- 
ción. 

La  plaza  mide  125  ms.  X  125,  y  en  su  costa- 
do O.  estaba  la  iglesia,  de  la  cual  sólo  quedan 
dos  tapias  informes  y  vestigios  de  gradas  per- 
tenecientes al  pretil.  Al  extremo  de  este  costa- 
do, ó  sea  en  el  vértice  S.  O.  de  la  plaza,  se  halla 
el  cementerio  actual— un  corraiito  donde  hay 
algunos  trozos  de  lápidas  antiguas. 

Manzanas  de  las  dimensiones  ya  establecidas, 
tienen  sus  bases  en  los  lados  N.,  S.  y  E.  de  la 
plaza;  dos  más,  completan  el  cuadrado ,  y  una 
empieza  en  el  costado  S.  del  convento.  Las  ha- 
bitaciones son  de  6  ms.  X  6,  y  están  dispuestas 
en  filas,  separadas  por  calles  de  18  ms.,  como 
se  ve  en  el  plano.  Doy  una  manzana  solamente 


—  246  — 

con  esta  disposición,  pero  las  otras  son  iguales. 
Las  habitaciones  que  rodeaban  la  plaza  eran  de 
piedra,  así  como  las  que  formaban  la  manza- 
na O.  El  resto  es  casi  enteramente  de  tapia,  no- 
tándose frente  á  todas  vestigios  de  galería.  Sus 
paredes  de  piedra  alcanzan  3  ms.  de  elevación, 
desde  el  cimiento  inclusive,  en  las  esquinas;  la 
tapia  superpuesta  no  tiene  más  que  0.50.  Cada 
manzana  contaba  6  filas  de  habitaciones,  for- 
mando 19  de  éstas  una  fila;  lo  cual  da  684  casas 
para  el  pueblo  solamente.  Calculando  á  5  habi- 
tantes por  casa,  promedio  que  me  parece  dis- 
creto, salen  3.420;  los  cuales  junto  con  la  servi- 
dumbre del  convento  y  los  capataces  y  peones 
de  las  estancias,  hacen  el  total  de  3.500  estable- 
cido para  las  reducciones  en  general. 

Las  fortificaciones  están  enteramente  des- 
truidas; pero  es  fácil  concebir  su  ubicación  por 
la  del  pueblo.  Aquellos  arroyos  que  casi  lo  ro- 
dean, constituían  fosos  naturales. 

Apóstoles  estaba  situado  también  en  una  me- 
seta entre  los  arroyos  Cuñá-Manó  y  Chimiray; 
el  primero  á  7  kls.  al  S.  y  S.  O.,  y  el  segundo 
1.100  ms.  al  N.  El  plano  da  el  número  de  sus 
manzanas  y  dependencias,  bastante  destruidas; 
pero  las  habitaciones  están  mejor  conservadas 
que  en  San  Carlos.  En  ellas  se  ve  que  las  puer- 
tas medían  3.05  ms.  de  alto  por  1.10  de  ancho- 
Los  alféizares,  netamente  rebajados  en  la  pie- 
dra, tienen  0.07.  Varía  un  poco  la  capacidad  de 
las  habitaciones,  pues  éstas  son  de  5.75  ms.  de 
largo,  por  5.15  de  ancho,  alcanzando  á  3.15  las 
p  .i redes  que  permanecen  en  pie.  Los  sillares 


APOSTÓLES 


CONVENTO 

¥  ¥ 

II 
fl 

COLONIA 
PUEBLO  APOSTÓLES 


Tff.r 


Escalé  de    I' 12,500 


TIPO  DE  COLUMNA 


—  247  — 

prismáticos  que  las  forman,  miden  0.58  X  0.33; 
no  obstante,  en  las  esquinas  son  de  0.87  X  0.40. 
En  el  ángulo  S.  E.  de  la  plaza,  hay  restos  de 
otras  que  midieron  7.50  X  5.70;  pero  son  excep- 
cionales. 

Detrás  de  la  línea  de  habitaciones  que  forma- 
ba el  costado  E.  de  aquélla,  y  separadas  por 
una  calle  de  15.70  de  ancho,  había  dos  salas  de 
36.70  de  largo  por  5.80  de  ancho  cada  una;  que- 
dando aisladas  entre  sí  por  un  espacio  de  17.15, 
en  el  cual  prosperan  algunos  naranjos.  Detrás 
todavía,  y  á  la  distancia  ya  indicada  de  15.70, 
hay  otras  dos  de  iguales  dimensiones,  siguien- 
do después  la  edificación  común.  Sus  paredes 
miden  0.75  de  espesor.  Cada  una  tenía  6  puer- 
tas, correspondientes,  según  parece,  á  otros 
tantos  tabiques. 

Quedan  en  el  costado  N.  de  la  plaza,  restos 
de  dos  cuerpos  de  edificio  separados  por  un  es- 
pacio de  25  ms.,  los  cuales  miden  6.40  de  frente 
cada  uno.  Una  puerta  de  2.30  de  alto  por  1.95 
de  ancho,  permanece  todavía  en  pie.  De  los  ex- 
tremos del  cabio,  formado  por  un  enorme  ta- 
blón de  urunday,  arrancaban  dos  maderos, 
que  incrustándose  en  las  piedras  caladas  al 
efecto,  formaban  una  especie  de  arco  adintela- 
do. Carcomido  por  el  incendio  hasta  la  mitad, 
resiste,  sin  embargo,  soportando  el  enorme 
peso  del  dintel,  casi  sin  pandearse;  y  es  proba- 
ble que  conservara  toda  su  horizontalidad,  de 
estar  contrapeado  todavía  con  las  jambas.  Ello 
no  es  de  extrañar,  cuando  se  sabe  que  la  ma- 
dera del  urunday  tiene  una  resistencia  á  la  fie- 


—  248  — 

xión  de  1257  kgs.  por  cm2.  Cada  cuerpo  del 
edificio  mencionado  tiene  5.66  ms.  de  ancho, 
siendo  su  fondo  12.80  para  el  que  está  más- 
ai  E.  y  6  para  el  otro.  Las  paredes  miden  0.69 
de  espesor  y  5.80  de  altura;  pero  es  fácil  calcu- 
lar 1.50  más,  por  los  derrumbes  y  lo  colmado 
del  piso,  resultando  entonces  una  altura  de  7.30 
para  el  edificio. 

El  otro  costado  de  la  plaza,  es  decir  el  del  S., 
tiene  55.50  ms.  ocupados  por  un  muro  de  pie- 
dra de  altura  variable,  cuyo  máximum  y  míni- 
mum es  de  3  y  de  1.70.  Me  inclino  á  creer  que 
este  muro  correspondiera  al  costado  de  una 
sala  extensa,  análoga  á  las  ya  descritas  en  el 
costado  E.  Los  13  y  62  ms.  que  faltan  para 
completar  el  lado  en  cuestión,  estuvieron  for- 
mados, al  parecer,  por  casas  de  tapia. 

A  68  ms.  al  S.  de  este  costado,  hay  restos  de 
una  construcción  de  26  ms.  de  frente  por  16  de 
fondo,  con  un  tabique  divisorio  á  los  7.50  de 
éste.  Se  hallaba  dividida  en  cuatro  piezas  igua- 
les con  cuatro  puertas  al  N.  Quedan  vestigios 
de  una  galería  de  2.35  de  ancho  sobre  los  cos- 
tados N.,  E.  y  O.  de  la  plaza,  consistentes  en 
postes  de  urunday  muy  deteriorados,  y  pilas- 
tras de  2.09  de  alto  por  0.45  de  cara;  unas  ocha- 
vadas, otras  con  un  tosco  esgucio  que  las  deco- 
raba groseramente. 

Frente  á  la  larga  pared  descrita,  existe  el 
tronco  de  una  estatua  de  piedra,  que  por  la  ma- 
nera cómo  tiene  cruzadas  las  manos  sobre  el  pe- 
cho, debió  de  pertenecer  á  la  Inmaculada  Con- 
cepción. Las  erosiones  apenas  dejan  distinguir 


-l-^^\ 


-  249  — 

un  pie;  mas  lo  poco  que  de  él  aparece  debajo^ 
de  la  túnica,  refuerza  el  anterior  indicio.  Cerca 
de  este  punto,  dos  pedestales  netos,  en  cuyos 
plintos  se  ve  aún  los  agujeros  de  las  espigas 
que  aseguraban  sus  respectivas  estatuas,  indi- 
can que  éstas  fueron  dos;  y  en  efecto,  no  es  di- 
fícil encontrar  pedazos  de  otra.  Dichas  estatuas, 
que  decoraban  el  exterior  de  las  iglesias,  nos- 
llevan  á  tratar  de  las  ruinas  pertenecientes  á 
éstas. 

Alguna  vez  se  ha  hablado  del  «estilo  guara- 
ní;» pero  es  un  evidente  abuso  de  frase.  Sabe 
todo  el  mundo,  que  ni  siquiera  puede  decirse 
con  propiedad  «estilo  jesuítico,»  siendo  lo  úni- 
co peculiar  en  la  arquitectura  de  la  Compañía 
el  abuso  decorativo;  mas  esto  mismo  era  en- 
tonces una  moda  universal.  (1)  El  bosque,  con 
su  profusión  lujuriante,  habría  influido  tal  vez 
sobre  aquella  arquitectura;  pero  no  hubo 
tiempo  para  semejante  evolución,  por  de  con- 
tado muy  lenta  siempre,  y  los  indios  carecían 
de  la  cultura  requerida  para  ser  artistas,  mu- 
cho menos  artistas  innovadores.  Debo  hacer 
notar,  sin  embargo,  para  ser  justo,  que  la  car- 
gazón y  los  colores  vivos,  sobre  cuya'mención 
volveré  muy  luego,  se  atenuaban  mucho  y 
aun  se  explicaban  por  la  acción  de  una  luz  har- 


(1)  Realmente  el  estilo,  es  decir  la  característica  dominante  de 
una  creencia  ó  de  un  esfuerzo  espiritual  en  arquitectura,  acabó  con 
el  gótico.  El  Renacimiento,  no  es  propiamente  un  estilo,  sino  una 
soberbia  anarquía,  en  la  cual  predominan  las  individualidades  sobre 
la  fe  común,  convirtiendo  al  arte  en  un  producto  sensual  que  la  vo- 
luptuosidad domina  y  amanera  á  poco,  haciéndolo  degenerar  en  re- 
tórica. 


—  250  — 

to  viva  y  de  un  ambiente  clarísimo,  que  hu- 
bieran devorado  (para  usar  el  término  de  ri- 
gor) las  medias  tintas.  Toda  la  decoración  ex- 
terna estaba  pintada,  para  evitar  precisamente 
esto  como  en  los  templos  medioevales  cuyo 
efecto  debía  de  ser  bellísimo,  á  juzgar  por  al- 
gún nártex,  todavía  apreciable,  y  se  ve  que 
hubo  designio  en  ello,  por  la  anchura  de  los 
abacos,  la  profundidad  de  los  esgucios  y  el  he- 
cho de  tener  su  fuste  acanalado  todas  las  co- 
lumnas decorativas;  pues  si  tales  rasgos  sor- 
prenden por  su  exageración  en  el  primer  mo- 
mento, bien  pronto  se  nota  su  objeto:  atenuar 
el  exceso  de  luz  ambiente. 

Las  ruinas  de  los  templos  jesuíticos  no  dejan, 
pues,  impresión  alguna  de  novedad.  Todas  re- 
velan el  tipo  cruciforme  que  predominó  en  la 
Edad  Media,  y  que  los  jesuítas  restauraban  por 
devoción  especial  á  Jesu-Cristo.  (1)  Nada  origi- 
nal en  el  conjunto  ni  en  los  adornos.  El  pórtico 
de  una  sacristía  de  Trinidad,  que  el  lector  ha 
visto  copiado  en  su  estado  actual,  da  una  idea 
suficiente  de  las  ornamentaciones.  La  iglesia  á 
que  pertenece  fué  edificada  en  la  época  del  ma- 
yor poderío  jesuítico,  siendo  quizá  la  más  vas- 
ta de  todas.  El  de  San  Ignacio,  en  las  Misiones 


(1)  Conocida  es  la  distribución  simbólica  de  las  iglesias  medio- 
evales. El  altar  representaba  la  cabeza  de  Jesús,  las  dos  alas  del  cru- 
cero sus  brazos;  las  puertas  sus  manos  atravesadas;  la  nave  sus 
piernas,  y  el  pórtico  sus  perforados  pies.  En  algunas,  la  bóveda  sig- 
nificaba el  Nazareno  agobiado  bajo  la  cruz.  La  orientación  era 
asimismo  prolijamente  respetada,  pues  todos  los  templos  tenían  su 
fachada  principal  al  Oeste.  Esta  regla  cayó  en  desuso  hacia  la  época 
del  concilio  de  Trento,  siendo  precisamente  los  jesuítas,  quienes 
primero  la  violaron. 


TIPO  DE  COLUMNA 


—  Í51  - 

argentinas,  revela  algo  muy  semejante:  colum- 
nas góticas,  sobre  las  cuales  se  asienta  un  din- 
tel recargadísimo,  pues  la  blandura  del  gres 
predisponía  á  abundar  en  decoraciones.  Estas 
eran  muy  variadas:  el  follaje  mixto  de  los  ca- 
piteles compuestos,  los  racimos  de  la  viña 
evangélica;  cuartos  y  medios  boceles,  golas, 
eheurrones,  escudos  encartuchados  y  angelo- 
tos.  A  ambos  lados  del  pórtico,  dos  losas  con  la 
cifra  de  la  Virgen  y  de  la  Compañía,  á  derecha 
é  izquierda  respectivamente.  Presento  al  lector 
tres  tipos  de  columnas  jesuíticas,  que  con  la 
compuesta  de  pórticos  y  altares,  forman  toda 
la  provisión  arquitectónica  de  las  ruinas;  por 
ellas  se  verá  cómo  no  había,  en  efecto,  novedad 
alguna.  Las  embebidas  son  naturalmente  del 
mismo  estilo,  y  en  los  templos  de  tapia  las  la- 
braron en  madera.  En  Trinidad  se  ha  conser- 
vado una  cornisa  que  rodea  todo  el  presbiterio, 
y  completa  la  idea  de  las  decoraciones  emplea- 
das. Representa  diversas  escenas  domésticas 
de  la  vida  de  María,  tratadas  con  bastante 
acierto.  En  una,  la  Virgen  ora,  mientras  su 
niño  duerme  en  la  cuna  y  cuatro  ángeles  le 
dan  música  para  que  no  despierte;  en  otra, 
arropa  á  su  niño,  siempre  arrullado  por  la  mú- 
sica angelical,  cuyos  instrumentos  son  arpas, 
zamponas  y  trompetas;  en  otra,  maneja  su  de- 
vanadera con  el  mismo  acompañamiento;  en 
otra  todavía,  es  un  ángel  el  que  ejecuta  la  ope- 
ración para  que  ella  pueda  orar. 

Estas  figuras,  así  como  el  pórtico  de  la  sa- 
cristía antes  mencionada,  están  labradas  sobre 


—  252  — 

los  sillares  de  construcción,  los  cuales  venían  á. 
ser  gigantescas  teselas,  que  al  ajustarse,  com- 
ponían un  verdadero  mosaico  en  alto  relieve. 
Los  arcos  eran  casi  todos  adintelados,  y  no  po- 
cos una  imitación  en  madera,  como  la  recor- 
daba al  describir  las  ruinas  de  Apóstoles.  Sólo 
en  la  iglesia  inconclusa  de  Jesús,  hay  unos, 
apuntados  que  revelan  el  carácter  ojival  del  fu- 
turo edificio;  y  fuera  de  éste  existe  arruinado 
uno  de  medio  punto,  que  iba  á  quedar  tal  vez 
en  la  intersección  de  dos  claustros. 

Al  encaramarse  por  techos  y  paredes,  los  ár- 
boles han  precipitado  el  derrumbe  de  aquellos 
edificios.  Nada  resiste  á  su  acción  desorganiza- 
dora. Desencajan  las  dovelas,  apalancan  los 
arquitrabes,  y  el  viento,  al  encorvarlos,  comu- 
nica sus  sacudidas  á  la  bóveda  ó  muro  abra- 
zados por  sus  raíces.  La  mencionada  iglesia  de 
Trinidad,  con  la  cual  me  especializo  por  ser  la 
que  da  más  fácil  acceso  al  viajero,  presenta  se- 
ñales evidentes  de  cuanto  dejo  expresado.  A 
primera  vista,  dijérasela  destruida  por  un  te- 
rremoto; tal  es  de  completa  su  ruina.  Después 
se  advierte  que  esto  resulta  sólo  de  la  friabili- 
dad del  material.  Pilar  que  caía  ó  muro  que  se 
derrumbaba,  todo  lo  reducían  á  añicos  en  tor- 
no suyo.  La  humedad  colaboraba  activamente 
á  su  detrición  (1)  y  el  bosque  se  metía  por  la 
brecha  acto  continuo. 

De  las  naves  no  queda  ya  resto  en  pie.  El 

(1)  En  mi  libro  «La  reforma  educacional  he  dado  la  filiación  de 
este  neologismo,  que  significa  destrucción  por  frotamiento,  y  fué 
introducido  al  francés  (nétrition)  por  Cuvier  en  su  Discours  sur  le& 
Révolutions  du  Globe,  parág.  4.° 


Santo  Jesuítico. 

(EN    CEDRO) 


—  253  — 

crucero  permanece,  así  como  un  pedazo  de 
bóveda  sobre  el  presbiterio  y  uno  de  los  arcos 
torales  que  no  tardará  en  caer.  La  sacristía 
-conserva  también  su  bóveda  y  un  nicho  deco- 
rado por  una  rica  archivolta.  A  ella  perteneció 
la  puerta  cuya  reproducción  habrá  visto  ya  el 
lector:  pesado  batiente  de  cedro  que  adornan 
profusos  ataires. 

Las  paredes  laterales  eran  tabiques  sordos, 
con  sus  escaleras  interiores,  una  de  las  cuales 
va  á  salir  sobre  los  calabozos  que  daban  al  ce- 
menterio. 

Todos  los  revoques  externos  han  caído,  (1)  re- 
cobrando el  asperón  su  tinte  rosa  que  hace  des- 
tacarse á  los  muros  con  gran  belleza  de  con- 
traste sobre  el  bosque  invasor.  Desde  el  sitio 
donde  se  abría  el  pórtico,  la  vista  domina  un 
cuadro  espléndido  de  verdes  oteros  y  bosque- 
cilios,  convertidos  en  una  especie  de  alameda 
sinuosa  sobre  las  orillas  un  tanto  lejanas  del 
arroyo  Capivarí.  La  antigua  plaza  queda  á  los 
pies  del  espectador,  pues  aquel  templo  ocupaba 
una  verdadera  meseta,  y  casi  á  su  frente  se 
levantan  unas  seis  habitaciones  donde  están  el 
Juzgado  de  Paz  y  la  actual  iglesia;  pero  sus 
techos  fueron  reconstruidos  hace  poco  á  la  mo- 
derna... paraguaya. 

A  veinte  kls.  de  este  punto  se  encuentra  la 
iglesia  inconclusa  de  Jesús,  en  la  que  iban  á 
ensayar  los  jesuítas  el  gótico,  (2)  construyén- 


(1)  Esto  debe  de  entenderse  sólo  para  los  frontispicios,  y  no  en 
todos  los  templos. 

(2)  Ignoro  con  qué  éxito,    siendo  de  suponerlo  negativo  en 


~  254  — 

dola  también  con  mayor  solidez  que  las  otras, 
pues  estaba  toda  asentada  en  cal.  Sus  murallas 
adentelladas,  sus  pilares  truncos,  las  junturas 
desbordando  aún  de  argamasa,  los  sillares  á 
medio  desbastar,  de  los  cuales  diríase  que  aca- 
ban de  saltar  los  tasquiles,  parecen  indicar  tra- 
bajadores próximos.  Casi  un  siglo  y  medio  ha 
corrido  desde  que  la  dejaron  como  está;  pero 
la  construcción  era  tan  sólida,  que  podría  con- 
tinuársela sin  ninguna  refacción.  Su  baptisterio- 
estaba  ya  abovedado,  y  en  él  habita  ahora  un 
matrimonio  de  campesinos  paraguayos.- Inme- 
diatos á  ella  se  levantan  las  celdas,  también 
inconclusas,  aunque  un  poco  más  altas.  Su 
arquitectura  iba  á  ser  muy  suntuosa,  con  ro- 
setones ojivales  y  decorados  dinteles,  á  los  que 
sirven  de  cabios,  como  puede  verse  también  en 
San  Ignacio,  trozos  de  asperón. 

Dentro  de  la  iglesia,  no  hay  más  que  los  pi- 
lares de  la  triple  nave,  y  en  ellos  dos  platafor- 
mas de  pulpito.  Detrás  del  presbiterio  queda 
una  sacristía  en  la  cual  habían  instalado  ya 
una  pila.  Está  patente  el  sumidero,  que  no  llegó 
á  servir,  y  una  lagartija  ha  hecho  de  él  su  ma- 
driguera... 

La  paleografía,  que  debió  de  ser  profusa, 
si  no  rica,  ha  quedado  reducida  á  bien  poca  cosa 
por  la  incuria  y  los  saqueos.  Trozos  de  lápidas 
en  los  cementerios,  una  que  otra  medalla— res- 
tos anepigráficos,  y  de  examen  inútil,  por  con- 
cuanto al  arte,  dados  el  amaneramiento  y  la  cargazón  peculiares  al 
gusto  jesuítico;  pero  el  gran  tamaño  de  los  bloques  de  asperón,  da 
á  los  muros  una  alta  nobleza,  siendo  ellos  desiguales  para  mejor 
impresión  estética. 


—  255  — 

siguiente,— componen  el  precario  botín,  ya  bro- 
ceado de  sobra  por  la  industria  local  que  lo 
explota  con  torpes  falsificaciones,  cuyo  éxito 
reside  precisamenie  en  la  extinción  de  todo 
cuño  ó  signo  denunciador. 

En  las  antiguas  reducciones  del  Brasil  y  del 
Paraguay  quedan  algunas  imágenes  salvadas 
de  la  destrucción,  aunque  no  sin  fallas.  Su  tipo 
medio  es  el  de  los  dos  santos  de  madera  que 
el  lector  ha  podido  ver,  y  que  considero  crio- 
llos por  estar  tallados  en  cedro.  Del  mismo  ca- 
rácter eran  las  imágenes  en  asperón  que  ador- 
naban la  fachada  de  las  iglesias  y  á  veces  su 
interior,  en  nichos  excavados  á  diferentes  altu- 
ras. Casi  todas  están  decapitadas,  pues  al  caer, 
la  arenisca  demasiado  blanda  cedió  por  los  pun- 
tos más  débiles,  ocasionando  el  deterioro  carac- 
terístico. Es  muy  difícil,  además,  encontrar  una 
cabeza  entera,  por  la  misma  causa,  habiendo 
ayudado  la  humedad  al  desprendimiento  de 
anchas  lascas,  que  la  estructura  friable  de  esta 
roca  presenta  como  fractura  peculiar.  Sus  di- 
mensiones promediaban  á  1,50  ms.  de  altura 
por  igual  extensión  para  el  grueso  del  torso, 
y  2  para  la  circunferencia  del  asiento,  siendo 
sus  pedestales  netos  generalmente. 

Escultura  correcta,  pero  trivial  y  enteramen- 
te ajustada  á  los  tipos  de  la  iconografía  corrien- 
te. La  escultura  decorativa,  muerta  con  el  gó- 
tico, fue  la  única  que  convino  al  edificio  del  cual 
formaba  parte.  El  individualismo  del  Renaci- 
miento turbó  esta  armonía,  y  las  estatuas  de- 
corativas de  los  templos,    resultaron   meros 


—  256  — 

agregados.  Tal  sucedía  también  en  las  iglesias 
jesuíticas,  y  con  mayor  razón  siendo  ellos,  en 
arquitectura  religiosa,  los  decadentes  por  ex- 
celencia. 

Queda  también  uno  que  otro  sagrario,  cuyo 
oropel  interior  conserva  su  brillo,  y  algún 
Cristo  de  goznes,  apto  para  las  ceremonias  del 
Descendimiento,  en  su  sarcófago  de  cristal.  Las 
encarnaciones  de  estas  esculturas  están  muy 
deterioradas,  pero  se  ve  que  eran  de  buen  es- 
tilo, (1)  aunque  sus  estigmas  resultan  muy 
exagerados.  El  moho  las  asalta  en  aquella  pe- 
renne humedad,  sus  coyunturas  de  lienzo  se 
desflocan,  el  plaste  desús  junturas  regurgita 
en  sórdido  engrudo,  los  colores  se  desconchan, 
y  su  expresión  de  majestad  ó  de  dolor,  inmovi- 
lizada entre  semejante  decadencia,  y  á  veces 
profanada  hasta  lo  bestial  por  la  destrucción 
que  demolió  esa  nariz  ó  mondó  aquel  bigote, 
produce  una  impresión  afligente  y  grotesca. 
El  tiempo,  enemigo  de  los  dioses  á  quienes  en- 
gendra y  devora  según  la  fábula  inmortal,  los 
vuelve  títeres  al  destruirlos,  sin  borrar,  para 
mayor  miseria,  su  resto  de  divinidad. 

Ejemplares  muy  escasos  de  alfarería  es  po- 
sible hallar  también,  desde  la  teja  común  hasta 
una  tosca  mayólica  blanquecina;  así  cono  tro- 
zos de  cerraduras  y  trancas  de  fierro. 

Algunas  piedras,  cuya  situación  es  imposible 
restaurar,  conservan  restos  de  inscripciones. 
Sobre  una  de  ellas,  por  ejemplo,  está  grabado 
en  letra  de  tortis  el  comienzo  de  una  palabra, 

(1)    Recordad  la  nota  anterior. 


Santo  Jesuítico. 

(EN  CEDRO) 


—  257  — 

que  dice:  ECC...  notándose  casi  encima  de  la 
primera  c  el  comienzo  de  un  rasgo  curvo. 
Calculando  que  éste  sea  el  tilde  de  una  abrevia- 
tura, y  haciendo  una  deducción  por  el  carácter 
de  la  letra,  puede  que  la  palabra  en  cuestión 
haya  sido  ecclesiarum,  abreviada  en  eccliar,  á 
principios  del  siglo  xvi,  por  derivación  de  una 
forma  conservada  casi  intacta  desde  el  xiv.  So- 
bre otra  piedra,  en  capitales  bastante  toscas, 
V\  las  iniciales  L.  D.  O.  y  un  palo  vertical  que 
pertenecería  á  una  M,  grabada  en  la  parte 
ahora  destruida,  si  dichas  letras  correspondían, 
como  creo,  á  la  frase  Laus  Deo  Óptimo  Máximo, 
usada  bajo  esa  forma  á  fines  del  siglo  xvn.  Lo 
único  que  he  encontrado  completo,  pero  igual- 
mente inexplicable  por  su  aislamiento,  es  el 
número  romano  CCMqo  (cien  mil)  usado  así  á 
fines  del  siglo  xv;  del  propio  modo  que  las  ci- 
fras arábigas  801  en  un  bloque  de  piedra  irre- 
gular, y  la  palabra  cuña— mujer  en  guaraní- 
sobre  un  trozo  de  arenisca;  siendo  posible  que 
éste  provenga  de  una  losa  sepulcral. 

El  lector  habrá  notado  que  atribuyo  á  todos 
esos  restos  una  significación  religiosa,  pues  me 
parece  lo  más  cercano  de  la  verdad,  dados  sus 
autores;  y  así,  cuando  hallé  algunas  letras  que 
no  la  tenían,  preferí  desdeñarlas.  Sirva  de  ejem- 
plo, para  concluir,  la  cifra  siguiente— h9— en  el 
extremo  de  un  trozo  de  arenisca.  No  he  podido 
encontrarle  otra  explicación  que  un  vocablo 
más  bien  jurídico— hujusmodi  en  cuya  abrevia- 
tura entraron  esos  signos  durante  cerca  de  dos 

EL  IMPERIO.— 17 


—  258  — 

siglos:  pero  repito  que  esta  epigrafía  es  entera- 
mente conjetural.  (1) 

Volviendo,  para  concluir,  al  arte  de  las  obras 
jesuíticas,  he  dicho  ya  que  no  existía  especial- 
mente. Siguió  la  evolución  de  la  época  sin  dis- 
crepar, como  no  fuese  para  inclinarse  al  mama- 
rracho. 

El  arte  decorativo  de  la  Edad  Media  concluyó 
con  ella,  inaugurándose  en  realidad  la  moder- 
na por  medio  de  las  decoraciones  llamadas 
«grotescas»  (2)  que  Rafael  y  su  escuela  popula- 
rizaron, y  que  no  eran  sino  temas  de  la  Natu- 
raleza fantaseados  por  el  artista.  La  diferencia 
más  saliente,  es  que  la  decoración  medioeval 
fué  ante  todo  simbólica  con  arreglo  á  cánones 
científicos  y  literarios,  como  los  «Espejos»  de 
Vincent  de  Beaubais,  los  libros  de  Boecio,  la 
Leyenda  Dorada;  mientras  en  la  moderna  tu- 
vo entera  libertad  la  fantasía.  (3)  Esto  dio  ori- 

(l)  No  resisto,  sin  embargo,al  deseo  de  intentar  una  explicación 
sobre  otros  caracteres  que  hallé  á  los  fondos  de  una  habitación 
destruida,  en  Trinidad.  Eran  dos  5.5.  en  un  trozo  de  piedra,  y  luego 
una  M  y  una  Y  en  otro  tirado  á  poca  distancia;  harto  informes  ambos 
para  calcular  su  procedencia.  ¿No  formarían  acaso  esas  letras  la  ci- 
fra conque  Colón  precedía  su  firma  (S.S.A.S.X.M.Y:  Suplex  Servus 
Altissimi  Salvatoris  Christi,  Maricejosephi)  destruida  por  un  derrum- 
be?... Estaríamos  dentro  del  carácter  religioso  al  conjeturarlo;  y  lo 
interesante  del  hecho,  si  existiera,  podría  hacer  perdonar  el  exceso 
de  imaginación. 

(2)  Llamadas  así,  porque  Rafael  y  sus  discípulos  imitaron  a  l 
principio  las  que  fueron  descubiertas  en  las  Termas  de  Tito,  que,  en- 
terradas bajo  el  suelo  de  Roma,  parecían  grutas:— grotta,  grottesco. 

(3)  Los  mismos  demonios  de  los  tímpanos  y  otros  lugares  ar- 
quitectónicos medioevales,  son  de  un  naturalismo  admirable,  lo 
propio  que  las  gárgolas,  cuyos  tipos  fundamentales,  vienen  del  pe- 
rro, el  sapo  y  el  mono.  Asimismo,  las  decoraciones  vegetales  escul- 
pidas ó  pintadas,  son  tan  reales,  que  se  puede  determinar  sin  es- 
fuerzo la  especie  de  las  plantas  figuradas  en  miniaturas  y  bajos  re- 
lieves. 


—  259  — 

gen  al  arte  de  los  siglos  xvi  y  xvn  (la  época  je- 
suítica) arte  cuyas  características  son  el  movi- 
miento de  la  línea,  el  predominio  de  lo  decora- 
tivo, y  correlativamente  la  acentuación  de  la 
personalidad,  que  iba  marcando  el  progresivo 
alejamiento  de  la  Edad  Media. 

Semejante  predilección  por  lo  decorativo  de- 
generó pronto  en  excesos  que  afeminaron  el 
arte,  dando  en  arquitectura  edificios  construi- 
dos á  manera  de  mueblecillos  japoneses,  como 
que  esta  moda  era  originariamente  oriental. 
Las  fachadas  llenas  de  columnitas,  volutas,  ni- 
chos, multiplicáronse  con  más  buen  gusto  que 
vigor,  y  los  decoradores  jesuíticos  se  encon- 
traron á  sus  anchas  en  aquel  medio.  Exagera- 
ron desde  luego  la  tendencia,  puesto  que  su 
objeto  respondía  á  sobreexcitar  la  atención  por 
medio  del  recargo  llamativo,  y  hasta  parece 
que  hubo,  bien  que  por  el  lado  de  la  suntuosi- 
dad solamente,  un  vago  intento  de  restauración 
bizantina  en  esta  parte. 

Falló  el  éxito  enteramente.  Mucho  más  cerca 
tuvieron  los  jesuítas  al  arte  arábigo,  de  máxi- 
ma pureza  en  España,  donde  la  imitación  bi- 
zantina careció  de  influencia  sobre  él,  y  no  su- 
pieron aprovecharlo.  La  profusión  de  sus  orna- 
mentos, en  los  que  se  ha  creído  ver  algo  de 
medioeval,  nada  tiene  de  esto,  si  se  considera 
su  tosquedad  deplorable,  cuando  la  Edad  Me- 
dia fué  la  época  de  la  orfebrería;  y  en  cuanto  al 
decorado,  nada  tiene  que  ver  con  lo  bizantino 
y  con  lo  arábigo,  como  no  sea  el  predominio  de 
los  colores  primitivos  (azul,  rojo  y  amarillo  re- 


—  260  — 

presentado  por  el  oro)  que  si  acompaña  estre- 
chamente á  los  mejores  períodos  del  arte  en 
todos  los  estilos,  (1)  especialmente  en  el  arábi- 
go, no  basta  cuando  le  faltan  otras  calidades 
correlativas.  Por  lo  demás,  he  mencionado  ha- 
ce un  instante  la  influencia  que  sobre  la  carga- 
zón charra  pudo  tener  el  ambiente,  sin  que  es- 
to explique  del  todo  la  exageración. 

Sólo  en  unas  cariátides  de  retablo,  que  repre- 
sentan serafines  terminados  por  una  policroma 
voluta,  noté  el  tipo  indígena,  por  cierto  muy 
bizarro  bajo  la  cabellera  profusamente  dorada 
de  los  angélicos  jerarcas.  Y  este  es  el  único  in- 
dicio verdaderamente  «guaraní»  en  todos  los 
restos  que  he  examinado... 

Antes  hablé  de  los  gnómones  ó  relojes  de  sol, 
que  figuran  generalmente  despedazados  en  las 
ruinas.  Son  casi  todos  poligonales,  estando  ocu- 
padas cuatro  caras  del  cubo  donde  se  hallan 
trazados,  por  uno  horizontal,  cuyas  líneas  ho- 
rarias á  desigual  distancia  indican  el  concurso 
de  la  esfera  armilar— y  tres  verticales:  uno  aus- 
tral, uno  boreal  y  uno  declinante.  La  quinta 
cara  del  cubo  estaba  ocupada  por  un  salmo  ó 
versículo  evangélico,  y  la  sexta  era  el  asiento. 
El  gnomon  plano  de  San  Javier,  que  es  solar  y 
lunar,  es  decir,  diurno  y  nocturno,  tiene  su  es- 
fera dividida  en  cuarenta  y  ocho  partes,  lo  cual 


(1)  Ello  viene  de  que  dichos  colores  combinados  producen  los 
demás,  entre  ellos  el  morado,  que  está  en  todos  los  ambientes  bajo 
su  viso  lila;  fuera  de  que  siendo  el  azul  el  que  neutraliza  la  luz  en 
proporción  mayor,  su  predominio  da  al  conjunto  más  discreción  y 
armonía. 


—  261  — 

indica  que  señalaba  las  medias  horas;  y  el  po- 
ligonal de  Concepción,  era  meridiano,  circuns- 
tancia que  se  advierte  á  primera  vista  porque 
sus  superficies  horarias  son  rectangulares.     * 

Las  antedichas  ruinas  de  San  Javier,  guar- 
dan los  restos  de  otro  que  considero  muy  no- 
table, si  fué,  como  creo,  de  los  llamados  uni- 
versales, porque  sirven  para  cualesquiera  lati- 
tudes ó  meridianos.  Sus  trozos  estaban  esparci- 
dos en  una  superficie  bastante  considerable,  y 
una  vez^  juntos,  aunque  faltaban  muchos,  se 
procedió  á  medirlos. 

Creo  haber  restaurado  en  pártela  meridiana, 
sin  poder  hacerlo  con  las  líneas  horarias,  por 
estar  muy  fragmentados  los  trozos;  pero  en 
tres  de  ellos  había  cifras  que  me  sirvieron  para 
conjeturar  el  carácter  del  gnomon.  Eran  la  V, 
la  IX  y  la  X.  Después  de  varios  tanteos  para  in- 
ferir la  longitud  del  estilo  ausente,  me  decidí 
por-15  centímetros,  lo  cual,  suprimiendo  cálcu- 
los que  al  lector  no  interesan,  daba  un  módulo 
de  15  milímetros  para  fijar  la  distancia  de  las 
líneas  horarias  á  la  meridiana.  Esa  distancia 
resultaba  de  505  milímetros  para  la  V,140  para 
la  IX  y  87  para  la  X.  Ahora  bien,  la  distancia 
exacta  de  la  primera,  debía  equivaler  á  34.10 
módulos;  la  de  la  segunda  á  10  y  la  de  la  terce- 
ra á  5.77.  El  error  es,  respectivamente,  de  6  V», 
10  y  1/2  milímetros,  que  creo  imputables  al  de- 
terioro de  los  trozos  y  á  la  deficiencia  de  mis 
medios;  pero  si  bien  en  un  caso  la  distancia  de 
dedos  tercios  de  módulos  es  ya  sensible,  en 
otro  la  aproximación  de  medio  milímetro  im- 


—  262  — 

plica  un  argumento  concluyente,  á  mi  enten- 
der. 

Es  cuanto  queda  de  las  antiguas  reducciones, 
sin  cesar  devastadas  por  los  vecinos  de  las  al- 
deas que  medran  en  sus  inmediaciones,  apro- 
vechando para  viviendas  menos  cómodas  los 
derruidos  sillares.  Obra  buena  hará  el  Estado, 
en  permitir  su  extracción,  que  ahora  es  clan- 
destina, reservando  como  campo  de  estudio  las 
ruinas  más  accesibles:  San  Carlos,  Apóstoles  y 
San  Ignacio,  por  ejemplo.  Hay  halla  miles  de 
metros  cúbicos  de  piedra  cortada,  que  pueden 
dar  material  barato  á  muchos  edificios. 

Sea  como  quiera,  el  bosque  y  los  hombres 
consumarán  pronto  la  destrucción.  Las  piedras 
indígenas  abrigan  ya  moradores  extranjeros, 
que  son  emigrantes  rusos  y  polacos;  oyen  reso- 
nar en  su  eco  ásperos  lenguajes,  cuya  barbarie 
es  más  ruda  por  contraste  con  la  vocalización 
guaraní,  que  en  sus  onomatopeyas  hace  mur- 
murar aguas  y  frondas;  repercuten  con  extra- 
ñeza  salmodias  de  ritos  ortodoxos  y  rutenos; 
ven  reemplazado  el  tipoy  de  la  extinguida  abo 
rigen,  por  la  saya  roja  y  el  corpino  verde  de  la 
campesina  eslava,  que  viene  á  parir  sus  par- 
vulitos  de  oro  allá  mismo  donde  gatearon  los 
cachorrillos  de  cobre;  pasan  de  eminentes  fron- 
taleras, á  acordonar  veredas  ó  canteros;  de 
fustes  á  poyos,  de  estatuas  á  mojones.  Mucho 
si  quedan  en  sus  antiguos  sitios,  sombreadas 
por  el  naranjal  contemporáneo,  en  la  paz  del 
bosque  á  cuyo  vigor  son  abono  los  detritus  de 
la  población  ausente.  Pocos  años  más,  y  para 


—  263  — 

recordar  la  frase  antigua,  las  ruinas  habrán 
también  perecido.  Reimperará  bajo  aquellas 
frondas  el  inculto  desgaire,  y  el  zorzal  misio- 
nero evocará  la  última  memoria  del  Imperio 
Jesuítico  en  la  divagación  de  su  trova  silvestre. 


EPILOGO 


267 


EPILOGO 


Con  el  capítulo  sobre  las  ruinas  terminaba, 
acaso,  esta  obra;  pero  el  estudio  realizado  im- 
ponía á  mi  ver  una  conclusión  cualquiera  so- 
bre los  resultados  de  la  orden  jesuítica  en  su 
imperio  guaraní.  Nada  más  cómodo  que  limi- 
tarme á  la  descripción  encomendada,  omitien- 
do un  juicio  forzosamente  susceptible  de  discu- 
sión; es  lo  que  hubiera  podido  hacer,  sin  men- 
gua de  mi  trabajo,  á  no  entender  que  en  esta 
clase  de  asuntos  es  necesario  ir  hasta  donde 
la  conciencia  lo  determine.  Creo,  pues,  mi  de- 
ber, agregar  algunas  palabras. 

En  el  transcurso  de  este  ensayo  ha  podido 
ver  el  lector,  según  creo,  que  los  jesuítas  reali- 
zaron con  sus  reducciones  una  teocracia  per- 
fecta. Siendo  ésta  el  ideal  político  de  la  monar- 
quía española,  nada  extraordinario  si  protegió 
á  sus  autores  cuanto  pudo,  consagrando  mili- 
cias especiales  á  su  defensa,  favoreciéndolos 
con  toda  suerte  de  excepciones  fiscales  y  acor- 
dándoles una  legislación  privilegiada,  cuyo  es- 
píritu disonaba  con  el  carácter  humillante  que 


—  268  — 

en  cuanto  á  la  Iglesia  revistió  la  peninsular 
Desde  la  franquicia  comercial  exclusiva,  hasta 
el  permiso  de  armarse  sin  control,  todo  lo  ob- 
tuvieron; con  más  que  ellos  mismos  sugerían 
las  ordenanzas  á  su  favor.  Con  ellos  no  hubo 
patronatos  ni  regalías,  y  la  Corona  dio  siempre 
mucho  más  de  lo  que  la  retribuyeron. 

Así,  pues,  no  hay  tal  cuestión  de  intereses  en 
la  expulsión,  consentida  y  ejecutada  además- 
por  naciones  donde  la  confiscación  no  podía  ser 
un  aliciente.  Concretándome  á  España,  ésta  re- 
solvió con  semejante  medida  una  cuestión  de 
ideas.  Carlos  III  no  era  hombre  para  concebir 
un  imperio  teocrático  basado  en  el  quietismo  y 
en  el  atraso  de  sus  subditos.  Sus  tendencias  mo- 
dernas y  prácticas  procuraban  sacar,  en  este 
doble  sentido,  cuanto  era  posible  del  tosco  ins- 
trumento que  en  manos  de  los  Habsburgos  fué 
sólo  un  ingenio  de  destrucción;  y  si  no  resultó 
el  Luis  XIV  de  España,  faltándole  el  genio  del 
Gran  Rey  para  igualarlo,  es  evidente  que  se  le 
pareció  en  algunas  cosas. 

La  Península  recibió  de  su  mano  el  más  sa- 
ludable sacudimiento  que  hubiera  experimen- 
tado desde  la  reconquista  contra  el  moro.  Una 
administración  excelente,  que  era  quizá  la  es- 
pecialidad de  aquel  monarca,  se  substituyó  al 
consuetudinario  desbarajuste  fiscal.  La  Corona 
fundó  en  todo  el  reino,  relacionándolas  con  la 
producción  regional,  fábricas  de  paños,  de  te- 
jidos de  seda  y  algodón,  de  acero,  vidrio, 
porcelanas,  etc.  Dotó  escuelas  industriales;  creó 
el  Banco  de  San  Carlos  con  el  fin  de  reanimar 


—  269  — 

•el  crédito;  protegió  al  comercio,  regularizando 
la  detestable  vialidad  peninsular,  estableciendo 
el  servicio  postal,  abriendo  puertos,  garantien- 
do la  seguridad  pública;  y  en  cuanto  á  las  po- 
sesiones ultramarinas,  éstas  que  son  hoy  na- 
ciones independientes,  y  con  mayor  razón  la 
nuestra,  le  deben  la  abolición  del  privilegio  co- 
mercial de  Cádiz,  el  establecimiento  de  la  pri- 
mera línea  regular  de  paquebotes  que  servían 
ú  Cuba  y  al  Plata,  y  la  descentralización  políti- 
ca que  al  erigirnos  en  virreinato  preparó  el  ca- 
mino á  la  Independencia. 

El  ideal  teocrático,  basado  en  la  abolición  del 
individualismo  que  la  riqueza  pública  desarro- 
lla al  aumentarse,  y  unitario  por  esencia,no  po- 
día tener  un  devoto  en  semejante  monarca,  así 
como  éste  no  concebía  de  seguro  el  progreso 
de  su  país  bajo  la  faz  material  únicamente;  de 
modo  que  su  conflicto  con  los  jesuítas,  fué  ante 
todo  una  cuestión  filosófica.  Roto  el  vínculo 
que  por  siglos  había  ligado  la  monarquía  á  ese 
ideal,  resaltó  con  claridad  incontestable  todo  lo 
anacrónico  de  aquel  sistema,  que  en  forma  di- 
versa de  la  conquista  militar,  pero  substancial- 
mente  idéntico  á  ella,  prolongaba  las  formas 
sociales  de  la  edad  de  oro  de  la  Iglesia,  eterni- 
zando la  organización  medioeval.  Ello  era  tan- 
to más  notable,  cuanto  que  el  resto  de  las  na- 
ciones había  entrado  ya  en  las  prácticas  mo- 
dernas, que  al  difundir  popularmente  la  rique- 
za, por  muerte  del  privilegio  en  cuya  virtud 
sólo  era  accesible  á  los  nobles,  fundando  la  ac- 
tual sociedad  capitalista  y  poniéndolas  monar- 


—  270  — 

quías  á  favor  del  pueblo— fomentaban  el  indi- 
vidualismo y  preludiaban  la  Revolución.  No 
había,  pues,  avenimiento  posible,  produciéndo- 
se la  ruptura  que  la  evolución  retardada  torna- 
ba violenta;  y  claro  es  que  los  jesuítas,  paladi- 
nes del  sistema  abolido,  habían  de  experimen- 
tar con  mayor  viveza  el  percance.  Respecto  á 
las  consecuencias  sociales  de  su  sistema  misio- 
nero, creo  que  van  implícitas  en  un  dilema  mo- 
tivado por  el  estudio  mismo  de  la  cuestión: 

O  los  indios  resultaban  incapaces  de  la  civi- 
lización, que  parí  passu  con  la  marcha  de  las 
reducciones  realizaban  los  pueblos  blancos,  y 
ésta  era  la  opinión  de  los  jesuítas;  ó  poseían 
aptitudes  para  adoptarla.  En  este  caso,  la  teo- 
cracia erró  el  camino,  al  no  comprender  que  el 
comunismo  perpetuaba  el  ideal  social  de  la 
Edad  Media;  en  el  otro,  el  exterminio  del  sal- 
vaje era  una  fatalidad  á  la  cual  no  cabía  opo- 
nerse sin  perjuicio  para  la  raza  superior. 

El  humanitarismo  liberal  que  los  defensores 
del  sistema  jesuítico  han  explotado  en  su  pro- 
vecho, se  espanta  de  este  resultado,  consecuen- 
te con  los  principios  metafísicos  que  constitu- 
yen su  credo;  y  semejante  lógica  lo  ha  puesto 
en  el  aprieto  de  confesar  que  la  obra  de  los 
jesuítas  fué  plausible,  ó  de  renegar  su  propio 
concepto  para  ceder  á  la  pasión  sectaria.  En 
igual  forma  se  le  ha  replicado  con  la  libertad, 
pretendiéndose  que  el  indio  era  libre  bajo  aquel 
sistema  de  todo  para  todos,  semejante  en  apa- 
riencia al  ideal  de  los  modernos  comunistas; 
pero  dicha   argumentación,    excelente  como 


—  271  — 

recurso  dialéctico,  constituye  una  anomalía 
para  quienes  organizaron  el  comunismo  en 
forma  tal,  que  todo  progreso  económico  era 
imposible  al  individuo.  Aquel  socialismo  de 
Estado,  más  despótico  que  un  imperio  oriental, 
permitía  la  igualdad,  pero  la  igualdad  de  la 
miseria,  como  que  todo  existía  por  la  provi- 
dencia del  Padre  director:  la  renuncia  de  ios 
bienes  terrenales,  que  es  para  el  cristianismo 
católico  el  más  seguro  medio  de  salvación.  Por 
lo  que  respecta  á  las  consideraciones  humani- 
tarias, ellas  son  igualmente  inaceptables  en  Ios- 
sacerdotes  de  una  religión,  cuya  ley  originaria 
autorizaba  precisamente  los  exterminios  de 
raza,  cuando  el  pueblo  escogido  tenía  en  los 
otros  un  obstáculo  á  su  desarrollo,  consagran- 
do así,  en  la  forma  religiosa  que  sintetizaba  los 
prestigios  de  la  época,  esa  eterna  ley  de  la  lu- 
cha por  la  vida  á  la  cual  pertenece  también  el 
secreto  de  la  historia. 

Los  indios  eran  incapaces  de  vivir  en  estado 
de  civilización,  como  lo  demuestra  de  sobra  el 
fracaso  de  las  reducciones  al  ponerse  en  con- 
tacto con  el  mundo,  pues  su  organización  fué 
en  el  fondo  un  salvajismo  atenuado  cuyos 
efectos  aún  perduran  en  el  Brasil  y  en  el  Para- 
guay. Esos  descendientes  de  los  guaraníes  re- 
ducidos, no  tienen  todavía  noción  clara  de  la 
propiedad,  siéndoles  desconocida  toda  ambi- 
ción de  enriquecerse.  Si  los  aguijonea  la  nece- 
sidad, hurtan  ó  despojan;  y  el  rasgo  típicamen- 
te salvaje,  de  que  toda  labor  está  encomendada 
á  la  mujer,  prueba  cuan  poca  influencia  tuvo 


—  272  - 

en  efecto  la  conquista  jesuítica.  Se  dirá  que  el 
clima  tiene  la  culpa,  pero  el  clima  no  es  una 
fatalidad;  y  una  obra  que  ni  en  parte  mínima 
supo  corregir  sus  efectos,  fracasó  en  su  faz 
esencial.  La  civilización,  bajo  su  aspecto  moral, 
es  un  conjunto  de  cualidades  artificialmente 
desarrolladas,  proviniendo  de  aquí  la  diferen- 
cia entre  el  individuo  civilizado  y  el  salvaje. 
Este  depende  en  absoluto  del  medio  en  que  ha 
nacido;  el  otro  es  su  colaborador  inteligente. 

Aquellos  hombres,  á  los  cuales  sólo  agita  de 
cuando  en  cuando  el  instinto  nómade,  en  co- 
rrerías que  suelen  resultar  salteos,  tienen  vivo 
al  salvaje  bajo  su  estructura  semi-culta,  y  eso 
está  manifiesto  en  la  atroz  barbarie  que  carac- 
teriza sus  revoluciones  y  sus  motines:  después 
de  todo,  la  aptitud  bélica  era  la  única  cualidad 
individual  que  se  les  había  desarrollado. 

Las  guerras  que  asolaron  á  las  Misiones  ar- 
gentinas hasta  despoblarlas,  han  sido  una  ver- 
dadera depuración,  de  cuyos  resultados  po- 
demos felicitarnos  por  comparación  con  los 
estados  vecinos. 

Es  necesario,  para  apreciarlo  bien,  haber 
visto  ese  pobre  Paraguay,  enfermo  de  pereza 
bajo  el  dosel  de  su  selva  magnífica— rey  de  las 
piernas  de  mármol  cuya  miseria  acrecienta  el 
esplendor  de  su  pompa  inútil;— ó  esa  frontera 
brasileña  cuyos  paisanos,  mucho  más  cultos 
que  los  nuestros,  viven  acariciando  el  ensueño 
bandolero  como  el  único  calmante  á  sus  pasio- 
nes y  á  su  miseria.  Más  que  por  la  vaguada  de 


—  273  — 

los  ríos  limítrofes,  y  sobre  la  tierra,  idéntica 
desde  luego,  el  meridiano  de  demarcación  está 
trazado  allá  en  el  espíritu. 

Los  jesuítas  tomaron  por  tipo  de  organiza- 
ción social  á  su  propio  instituto,  basado  como 
sobre  un  triple  cimiento,  que  da  ya  el  plano 
del  edificio,  en  tres  principios  fundamentales: 
el  comunismo,  la  autoridad  absoluta  y  la  re- 
nunciación de  la  personalidad;  pero  los  resul- 
tados hicieron  comprender  bien  pronto  que 
semejante  estructura,  eficaz  para  cuerpos  pe- 
queños y  militantes,  no  era  aplicable  á  los 
pueblos.  Estos  tienen  otras  necesidades,  y  aun- 
que semejantes  con  aquéllos,  no  son  idénticos. 
Así,  las  cualidades  que  desarrolló  en  los  gua- 
raníes fueron  inútiles  ó  nocivas  respecto  á  la 
civilización  moderna. 

Religiosos  y  sumisos,  carecieron  de  arranque 
individual,  perpetuamente  delegado  su  albe- 
drío  en  los  P.P.  ó  en  la  divinidad.  Bravos  se 
mostraron  en  la  insurrección  de  1751  y  en  sus 
encuentros  con  los  mamelucos;  bravos,  pero 
sin  energía.  Es  que  la  religión,  aliada  del  solda- 
do para  la  lucha  por  el  sostén  de  la  antigua  su- 
premacía en  el  medio  moderno,  cada  vez  más 
escéptico  y  pacífico,  es  decir,  cada  vez  más  ad- 
verso—no desarrolla  sino  el  patriotismo  mili- 
tar en  el  cual  estriba  la  persistencia  de  la  alian- 
za, reuniendo  bajo  esa  forma  las  dos  tenden- 
cias menos  compatibles  con  nuestras  civiliza- 
ción. El  engrandecimiento  por  la  riqueza,  que 
«es  el  ideal  moderno,  requiere  el  predominio  de 

EL  IMPERIO.— 18 


—  274  — 

la  habilidad  calculadora  y  de  la  paz,  (1)  antípo- 
das del  sentimentalismo  religioso  y  de  la  gloria 
bélica;  y  como  los  conceptos  del  honor  y  de  la 
virtud  se  han  confundido  con  el  ideal  dominan- 
te, según  sucede  en  todas  las  civilizaciones,  di- 
chas tendencias  perdieron  sus  cualidades  subs- 
tantivas, expresadas  por  aquellos  conceptos, 
convirtiéndose  progresivamente  en  meros  ele- 
mentos de  decoración. 

Así-,  el  indio  Me  las  reducciones  fué  un  tipo 
regresivo  por  su  educación,  fuera  de  sus  defi- 
ciencias étnicas;  pero  tal  es  el  poder  de  las 
ideas,  que  todo  puede  esperarse  de  su  eficacia. 
Esta  resultó  desgraciadamente  perjudicial  y 
nula,  cuando  la  empresa  degeneró  de  religiosa 
en  comercial.  La  conversión  de  las  tribus  no 
fué  ya  el  propósito  dominante,  sobreponiéndo- 
se la  tendencia  política  de  la  orden  á  toda  otra 
consideración.  Entonces  empezó  á  realizarse  el 
plan  geográfico  del  Imperio. 

El  lector  tiene  á  la  vista  un  mapa,  trazado 
con  el  objeto  de  hacerle  conocer  la  situación 
que  ocupó  después  de  la  emigración  de  la  Guay- 
ra.  Con  este  acto  fracasó  la  primera  tentativa, 
que  era  más  provechosa,  pues  buscaba  el  At- 
lántico por  puntos  aproximados  á  las  Capita- 
nías brasileñas  más  ricas,  donde  los  estableci- 
mientos jesuíticos  tenían  una  importancia  tam- 
bién mayor.  Conseguido  aquel  desahogo,  el  que 


(1)  «El  efecto  natural  del  comercio,  dice  Montesquieu,  es  con- 
ducir á  la  paz.»  Esto  nos  lleva  un  poco  lejos  del  determinismo  eco- 
nómico, pero  encierra  una  verdad,  quizá  más  adelantada  que  las 
conclusiones  de  dicha  escuela. 


REFERENCIAS  =  Poligonal  en  blanco!  Jreo^  que  eeu. 


-  275  - 

buscaban  por  Porto  Alegre  y  quizá  un  tercero 
por  el  Marañón,  el  plan  se  realizaba  en  esa  par- 
te. Quedaba  el  contacto  con  el  Perú  y  con  el 
Tucumán,  que  buscaron  por  medio  de  funda- 
ciones sucesivas  sobre  el  río  Paraguay,  y  por 
el  Chaco  respectivamente.  Señalaban  el  primer 
objetivo  las  reducciones  de  San  Joaquín,  San 
Estanislao  y  Belén,  cuyas  distancias  considera- 
bles entre  sí,  relativamente  á  las  de  los  otros 
pueblos,  demuestran  su  carácter  de  puestos 
avanzados.  La  otra  línea  de  comunicaciones  fué 
una  constante  preocupación  religiosa  y  militar. 
Su  acceso  estaba  demostrado  desde  la  expedi- 
ción de  Diego  Pacheco;  y  en  los  primeros  años 
del  siglo  xvm,  jesuítas  enviados  del  Paraguay 
como  consecuencia  de  la  expedición  represora 
de  Urizar,  habían  llevado  sus  misiones  al  Cha- 
30,  fundándolas  entre  los  tules,  ojotas  y  abipo- 
nes. Esta  fué  la  primer  tentativa  seria  de  comu- 
íicación  jesuítica. 

Ocho  años  antes  de  la  expulsión,  Espinosa  y 
Dávalos,  gobernador  del  Tucumán,  intentó  es- 
tablecerla entre  su  sede  y  el  Paraguay;  llegó 
hasta  el  Bermejo  y  regresó  sin  conseguirlo,  pe- 
ro descubriendo  el  camino  que  los  indios  cha- 
queños  mantenían  expedito  para  invadir  á  las 
poblaciones  tucumanas.  El  problema  quedaba 
resuelto,  pues.  (1)  El  Tucumán  abría  á  su  vez 
otra  comunicación  con  el  Perú,  de  donde  ha- 
bían venido  los  jesuítas  que  allá  se  establecie- 


(1)  Puede  mencionarse  también  la  expedición  de  Arrascaeta, 
enviada  por  el  gobernador  Campero,  y  que,  copada  por  las  tribus, 
no  pudo  realizar  su  misión. 


-  276  - 

ron;  y  si  desde  acá  se  marchaba  hacia  el  Norte 
por  el  río  Paraguay,  las  reducciones  peruanas 
se  acercaban  en  sentido  opuesto,  poniéndose, 
con  la  de  Buena  Vista,  á  85  kls.  de  Santa  Cruz. 
Sólo  300  separaban  ya  del  Atlántico,  por  el  dis- 
trito del  Tape  y  Porto  Alegre,  á  los  jesuítas;  de 
modo  que  la  expulsión  truncó  la  empresa  en 
el  momento  de  su  logro  definitivo.  (1) 

La  carta  agregada,  no  es  topográfica  desde 
luego,  tendiendo  principalmente  á  producir  en 
el  lector  la  impresión  gráfica  de  las  extensiones 
que  ocupó  y  tendía  á  ocupar  el  Imperio.  Esto 
explicará  su  ausencia  de  detalles,  que  hubieran 
distraído  perjudicando  ala  claridad. 

He  limitado  asimismo  las  superficies,  por 
medio  de  una  doble  poligonal  que  las  hace  mu- 
cho más  perceptibles,  si  bien  las  fronteras  no 
resultan  del  todo  exactas;  pero  éstas  jamás  han 
sido  determinadas  con  precisión,  estando  uno 
obligado  á  calcularlas  por  los  puntos  extremos 
de  ocupación  jesuítica,  cuyas  noticias  presen- 
tan caracteres  satisfactorios  de  exactitud;  (2)  lo 
cual  atenúa  más  la  licencia,  en  gracia  sobre  to- 
do de  la  facilidad  que  pretende  dar.  Tampoco 
figuran  marcados  con  el  signo  convencional 
correspondiente,  todos  los  puntos  donde  hubo 
posesiones  jesuíticas,  salvo  los  que  se  encon- 


(i)  Tenían  también  reducciones  en  el  sur  de  Buenos  Aires  y 
en  la  Cordillera  austral,  hasta  el  Estrecho;  pero  nunca  dieron  buen 
resultado. 

(2)  El  sistema  de  ocultación  seguido  por  los  P.P.  crea  todas 
estas  dificultades,  nada  más  que  á  ciento  treinta  años  de  la  ex- 
pulsión. 


—  277  — 

traban  en  el  área  efectiva  del  Imperio;  en  el  res- 
to figuran  solamente  los  principales,  á  modo  de 
notas  comprobatorias. 

El  mapa  representa  un  trozo  de  la  América 
Meridional,  comprendido  entre  los  paralelos  20 
y  32  desde  la  costa  del  Atlántico  hasta  la  Cordi- 
llera de  los  Andes  solamente;  pues  como  ya 
dije,  he  suprimido  todo  detalle  que  pudiera  con- 
fundir. Dos  fondos  diferencian  las  divisiones  en- 
tre el  área  efectiva  del  Imperio  y  la  que  tendía 
á  ocupar.  El  blanco  destaca  á  la  primera,  en  un 
polígono  cuya  base  austral  se  prolonga  á  poca 
distancia  del  paralelo  30  hasta  Porto  Alegre. 
Este  polígono  circunscribe  la  extensión  del  an- 
tiguo Imperio  desde  Belén  al  río  Miriñay;  des- 
de aquí  á  la  Sierra  de  los  Tapes;  desde  dicha 
sierra  hasta  el  río  Iguazú  y  por  último  hasta 
Belén,  costeando  el  Paraná  y  la  Sierra  de 
Maracayú  que  separaban  de  la  Guayra  al  terri- 
torio. Estas  eran  las  Misiones  propiamente  di- 
chas, con  una  superficie  de  53.904  kls.  aproxi- 
madamente. 

Las  otras  dos  secciones,  en  fondo  agrisado, 
con  áreas  de  239.040  y  77.382  respectivamente, 
no  dan  todavía  lo  que  pudiera  llamarse  «zona 
de  influencia»  jesuítica;  quedando  fuera  de  ella 
muchas  posesiones  en  la  costa  brasileña  y  en 
el  Sud  argentino  sin  contar  las  del  Perú;  pero 
lo  que  se  da  es  el  Imperio,  tal  como  tendía  á 
constituirse  en  esa  vasta  zona  de  370.000  kiló- 
metros cuyos  límites  abarcaban  las  regiones 
más  variadas  y  ricas  de  la  América  Meridional. 

Difícil  es  conjeturar  lo  que  hubiera  sucedido, 


—  278  — 

á  continuar  semejante  organización;  pero  pue- 
de inferirse  algo  perjudicial  para  la  América  li- 
bre. (1)  Aquel  sistema  económico  basado  en  el 
comunismo,  era  antagónico  con  la  independen- 
cia de  carácter  individualista  que  el  siglo  xvm 
iniciaba.  El  capitalismo,  desarrollado  como  un 
fruto  de  la  riqueza  que  acumularon  en  poder 
de  la  burguesía  colonial  la  explotación  del  pro- 
letariado, y  los  contrabandos,  acentuaba  entre 
nosotros  aquel  fenómeno,  con  el  cual  coinci- 
dían, por  caracterización  peculiar,  las  condi- 
ciones heredadas  del  conquistador. 

Este  las  había  trasladado  aquí  adaptando  á 
ellas  un  medio  inferior  que  ni  el  obstáculo  del 
clima  le  presentaba,  por  ser  muy  análogo  al 
natal;  de  jnodo  que  su  nueva  situación,  no  fué 
óbice  á  las  tendencias  peninsulares.  Su  ocupa- 
ción casi  exclusiva,  la  ganadería,  era  una  ex- 
pedición conquistadora  á  la  cual  no  faltaba  ni 
el  carácter  bélico,  en  pugna  con  el  ganado  bra- 
vio y  con  el  salvaje  que  periódicamente  inva- 
día para  arrebatarlo;  y  esto  fomentó  el  predo- 
minio del  coraje  exclusivo,  así  como  el  desdén 
hacia  la  agricultura  y  el  comercio,  que  las  difl- 


(1)  No  ignoro  que  según  la  escuela  determinista,  esto  no  pue- 
de hacerse;  pero  yo  no  tengo  escuela  histórica,  y  me  parece  un  caso 
nato  de  cobardía  rural  rehuir  la  hipótesis,  sólo  porque  falta  el  he- 
cho inmediato  que  ha  de  convertirla  en  inducción,  conforme  á  aquel 
sistema.  Esto  implica,  sencillamente,  el  rebajamiento  de  la  filosofía, 
así  subordinada  á  la  experimentación  fenomenal  cuyo  papel  fué 
siempre  confirmarla,  no  precederla  como  condición  imperativa.  La 
inducción  es  un  instrumento  filosófico  como  la  deducción  y  la  hipó- 
tesis; mas  por  importante  que  se  la  considere,  nunca  constituirá  por 
sí  sola  toda  la  filosofía. 


—  279  — 

^ultades  opuestas  por  la  topografía  y  por  la 
ley  á  la  circulación  de  la  riqueza,  acentuaban 
todavía. 

Los  campos  fiscales  hormigueaban  de  ganado 
sin  dueño,  en  el  cual  iban  á  depredar  todos  los 
años,  con  autorización  del  Gobierno,  cuadrillas 
de  trabajadores  que  enriquecían  las  estancias. 
Tenían  una  denominación  específica,  lo  que  da 
al  fenómeno  rasgos  de  industria  organizada: 
llamábanlos  gauderios,  vocablo  cuya  alegre 
etimología  (1)  denuncia  el  carácter  de  semejan- 
tes empresas.  Eran  un  jolgorio  ecuestre  y  de 
manga  ancha,  que  exaltaba  hasta  el  delirio  la 
afición  á  las  aventuras. 

El  privilegio  habíase  trasladado,  además,  con 
la  nobleza,  exagerándose  al  contacto  de  una 
raza  esclava  y  explotada  sin  misericordia;  bien 
que  la  forzosa  intimidad,  ocasionada  por  las  la- 
bores rurales,  hubiera  establecido  cierto  com- 
pañerismo entre  el  señor  y  el  proletario.  Este 
encontró  incentivo  de  sobra  á  su  instinto  nó- 
made de  mestizo,  en  la  extensión  de  la  pampa 
y  en  su  desheredamiento,  volviéndose  saltea- 
dor y  cuatrero;  á  todo  lo  cual  se  agregaba  la 
haraganería,  que  una  fácil  manutención,  pro- 
porcionada por  el  ganado  cerril,  aseguraba 
como  una  prebenda. 

Monopolizada  la  tierra,  al  instante  mismo  de 
efectuarse  la  conquista,  el  empleo  público  for- 


(1)  Proveniente  sin  duda  de  gaudere:  gozar,  divertirse.  La  Aca- 
demia no  da  el  vocablo  en  su  Diccionario,  aunque  registra  el  afín 
godería:  comilona  en  caló. 


—  280  - 

mó  la  única  esperanza  de  los  que  no  entraron 
en  el  reparto,  pues  no  les  quedaba  efectivamen- 
te otra  situación.  El  comercio  se  arrastraba  mí- 
sero, entre  las  contrariedades  del  monopolio  y 
los  azares  del  contrabando,  que  al  persistir  co- 
mo una  válvula  de  escape,  algo  producía,  pero 
engendraba  también  un  fisco  cada  vez  más  ca- 
viloso, es  decir,  metido  en  todos  los  accidentes 
de  la  vida  privada  y  pública,  hasta  volverlas 
dependientes  de  su  omnipotencia  providencial. 
La  venta  del  puesto  público,  que  empezó  tole- 
rada, acabó  en  legal  de  allí  á  poco,  extremando 
los  abusos  del  fisco  y  las  protestas  del  pueblo, 
condensadas  en  su  falta  de  respeto  á  la  auto- 
ridad. Los  motines  hispano-americanos  son  una 
herencia  del  fisco  español,  cuya  legislación  en- 
teramente formal  volvía  pesimista  al  pueblo 
con  su  ineficacia,  haciendo  resaltar  más  la  co- 
rrupción. 

Poco  tuvieron  que  modificarse,  pues,  las  ten- 
dencias peninsulares,  de  ningún  modo  contra- 
riadas por  el  medio,  cuya  plasticidad  inorgáni- 
ca se  plegó  á  todas  las  exigencias  de  la  civiliza- 
ción invasora.Unicamente  la  colonización,  que- 
engendra  el  deseo  del  engrandecimiento  perso- 
nal por  el  trabajo,  hubiera  podido  influir  sobre 
el  tipo  conquistador  hasta  modificarlo;  pero  la 
conquista  era  ante  todo  una  operación  de  fuer  - 
za  y  de  dominio,  que  sólo  se  proponía  la  explo- 
tación del  natural.  Si  este  espíritu  dominante 
no  hubiera  producido  la  exclusión  del  criollo 
para  los  puestos  públicos,  la  independencia  se 
retardaba  quizá  un  siglo,  faltando  en  la  menta- 


—  281  — 

lidad  local  los  elementos  que  realizan  esa  clase* 
de  evoluciones.  La  exclusión  hizo  patriota  ai 
criollo,  pero  sin  mejorarle  naturalmente  la  con- 
ciencia; y  así,  la  única  virtud  que  poseía  al 
emanciparse,  era  el  patriotismo  de  carácter  mi- 
litar. 

Salvo  algunos  detalles  externos  que  hacían 
odiosa  á  la  conquista  laica,  la  espiritual  fué 
idéntica  en  esencia,  como  se  ha  visto;  y  parece 
escrita  para  ella  la  frase  con  que  Buckle  pre- 
senta al  pueblo  español,  tan  anulado  en  sus  ini- 
ciativas y  tan  corrompido  por  el  providencia- 
lismo  de  Estado,  que  su  ruina  depende  exclu- 
sivamente de  una  flaqueza  de  sus  directores. 

Uno  y  otro  conquistador  imperaron  sobre  el 
indio,  al  considerarse  sus  inmutables  superio- 
res por  la  civilización  y  por  la  raza;  y  éste,  con 
rigor  ó  con  dulzura,  fué  declarado,  desde  lue- 
go, incapaz. 

Aquí  reside  la  falta  de  lógica  de  la  conquista 
espiritual,  pues  esa  incapacidad  acarreaba  in- 
contestablemente el  exterminio.  La  conquista 
laica  habríalo  realizado,  poblando  al  país  con 
elementos  superiores  y  con  mestizos,  que  eran 
libres  por  la  ley,  á  beneficio  de  las  actuales  ge- 
neraciones. 

Al  humanitarismo  puede  esto  par ecerle  atroz; 
pero  el  derecho  á  la  vida  es  un  resultado  de  las 
condiciones  del  viviente,  no  una  cuestión  senti- 
mental y  soluble  con  arreglo  á  cánones  eter- 
nos. 

En  esos  choques  de  razas  hay  fatalidades 
crueles,,  pero  superiores  á  la  voluntad  huma- 


-  282  — 

na;  y  si  cada  hombre  debe  tener  por  norma  el 
ideal  de  una  civilización  superior,  donde  estos 
conflictos  ya  no  existan,  el  criterio  histórico  le 
obliga  á  considerarlos  en  relación  con  los  inte- 
reses de  su  pueblo  y  de  su  raza,  campos  de  ac- 
ción donde  esos  mismos  percances  apresuran 
el  advenimiento  de  la  situación  superior. 

Hoy  por  hoy,  la  humanidad  no  existe  ante  la 
justicia  sino  como  una  entidad  abstracta  cuya 
efectividad  en  el  hecho  se  prepara,  entre  otras 
cosas,  con  el  predominio  de  las  razas  superio- 
res á  las  cuales  pertenece  semejante  ideal;  ha- 
biendo concurrido  entonces  á  realizarlo,  las 
mismas  transgresiones  aparentes  que  por  su 
resultado  se  justifican  ante  la  historia.  No  es 
posible  aplicar  a  priori  los  principios  de  la  jus- 
ticia, ni  hay  mal  absoluto  en  ninguna  acción- 
Si  el  exterminio  de  los  indios  resulta  provecho- 
so á  la  raza  blanca,  ya  es  bueno  para  ésta;  y  si 
la  humanidad  se  beneficia  con  su  triunfo,  el  ac- 
to tiene  también  de  su  parte  á  la  justicia  cuya 
base  está  en  el  predominio  del  interés  colectivo 
sobre  el  parcial. 

La  conquista  jesuítica  no  benefició  sino  á  sus 
autores,  por  otra  parte.  Los  conquistados  fue- 
ron víctimas  del  sistema  español,  en  el  cual  ya 
constituía  una  exageración  la  empresa  jesuí- 
tica. 

España,  conquistadora  exclusiva,  no  sabía 
dominar  sin  oprimir,  porque  atacaba  la  unidad 
moral  del  pueblo  conquistado,  imponiéndole 
una  religión  y  un  estado  civil  distintos  de  los 
suyos,  en  vez  de  usar,  á  imitación  del  romano 


—  283  — 

y  del  inglés,  una  discreta  tolerancia  para  in- 
corporarlo evolutivamente  á  su  ser.  Pero  la  to- 
lerancia es  la  virtud  moderna,  y  el  fanatismo 
español  era  medioeval. 

Su  política  no  atendía  sino  á  anular  la  con- 
ciencia, porque  el  absolutismo,  que  constituía 
su  ideal,  se  basaba  en  la  opresión  del  espíritu  y 
en  el  anonadamiento  del  individuo  á  beneficio 
del  Estado  todopoderoso.  Las  formas  represen- 
tativas no  podían  existir  entonces;  y  los  cabil- 
dos no  fueron  nada  de  esto,  como  pudiera  ha- 
cerlo creer  un  examen  superficial,  porque  no 
representaban  al  pueblo,  sino  á  la  autoridad; 
no  al  derecho,  sino  á  la  fuerza. 

El  ideal  político  de  la  Edad  Media  había  sido 
la  unidad  en  todo:  una  religión  en  un  imperio 
dirigido  por  una  sola  cabeza.  De  aquí  nació  el 
concepto  falso  en  cuya  virtud  la  libertad  es  una 
creación  postiza  que  depende  de  la  ley;  y  tan 
arraigado  quedó,  en  siglos  de  opresión  bajo  el 
doble  prestigio  de  la  Monarquia  y  de  la  Iglesia, 
que  nuestras  mismas  constituciones  democrá- 
ticas, aunque  con  formas  muy  atenuadas,  per- 
sisten en  sustentarlo,  siendo  pocos  todavía  los 
que  comprenden,  á  pesar  del  libre  examen  y 
de  la  crítica,  que  toda  ley  es  originariamente 
un  acto  de  opresión. 

La  igualdad,  que  fué  la  aspiración  del  pueblo 
á,  gozar  del  fuero  nobiliario,  se  confundió  con 
6l  mucho  más  elevado  concepto  dé  libertad, 
sobre  todo  para  la  lógica  jacobina,  á  la  cual 
derrotaron  los  jesuítas  cuanto  pudieron  de- 
mostrarle que  en  el  Imperio  había  igualdad. 


—  284  — 

Habíala,  en  efecto,  pero  ya  hemos  visto  bajo 
qué  condiciones  de  sujeción;  y  tan  estrecha, 
que  hasta  la  edificación  era  igual.  El  Gobierno 
español  la  impuso,  no  ciertamente  en  home- 
naje á  la  libertad,  antes  por  todo  lo  contrario; 
y  la  conquista  espiritual  transportó  al  Nuevo 
Mundo,  con  mucha  mayor  perfección  que  la 
militar,  el  sistema  de  aquella  China  del  Occi- 
dente. 

La  expulsión  fué  entonces  un  antecedente 
favorable  á  la  revolución  individualista  y  fede- 
ral que  se  preparaba.  Bajo  su  imperio,  los  gua- 
raníes de  las  reducciones,  que  jamás  conocieron 
ley  protectora  de  sus  derechos,  ni  tuvieron  otro 
concepto  de  la  libertad  que  el  asueto,  le  troca- 
ron fácilmente  por  la  licencia  montonera.  Para 
ellos  no  había  otra  relación  con  el  poder  que  la 
sumisión  ó  el  motín. 

El  triunfo  del  sistema  jesuítico  habría  impli- 
cado la  perpetuación  de  la  Edad  Media,  cuyo 
funesto  resultado  está  patente  en  la  España  ab- 
solutista, con  tanto  mayor  estrago  cuanto  que 
era  una  cuestión  de  ideas  y  en  éstas  reside  el 
secreto  del  progreso. 

Correlativas  del  período  industrial  en  que 
nos  hallamos,  las  instituciones  representativas 
son  hoy  indispensables  á  la  subsistencia  de  los 
pueblos;  pero  eran  imposibles  bajo  aquel  régi- 
men en  el  cual  faltaban  los  tres  grandes  pro- 
pulsores de  la  industria:  la  moneda,  la  libertad 
comercial  y  la  libertad  de  conciencia. 

Mantenidas  por  España  en  la  Edad  Media, 
las  actuales  naciones  de  América  cayeron  de 


—  285  — 

golpe  á  la  contemporánea  cuando  se  emanci- 
paron, proviniendo  de  este  brusco  desplaza- 
miento sus  convulsiones  intestinas.  Tuvieron 
que  pasar  en  pocos  años  por  todo  cuanto  los 
pueblos  de  evolución  normal  habían  sobrelle- 
vado durante  siglos,  depurándose  así  de  sus 
vicios  históricos;  y  aquello  que  se  opusiera  á 
su  desvinculación  de  la  Metrópoli,  constituiría 
para  ellas  un  grave  mal. 

El  Imperio  Jesuítico  habría  sido  este  obstácu- 
lo. Libertado  con  el  resto  de  América,  es  seguro 
que  no  aceptaba  á  la  independencia  en  su  con- 
cepto fundamental,  vale  decir  como  una  eman- 
cipación del  espíritu.  Formidable  teocracia, 
tranquila  en  su  inercia  de  bloque,  mientras  las 
demás  experimentaban  su  libertadora  crisis, 
habríalas  impuesto  la  ley  de  la  fuerza  al  to- 
marlas debilitadas  por  ese  fenómeno,  y  el  triun- 
fo de  su  política,  basada  sobre  el  comunismo 
y  el  aislamiento,  que  años  después  dieron  para 
muestra  el  Paraguay  de  Francia,  malogra  de 
seguro  la  obra  revolucionaria  en  su  faz  más 
bella.  (1) 

Fiel  al  trono,  su  acción  contra-revolucionaria 
triunfa  quizá;  y  esto  ya  lo  preveían  jesuítas  tan 
sesudos  como  Falkner,  quien  en  su  Descrip- 
ción de  la  Patagonia  anotaba  pocos  años  des- 
pués de  la  expulsión,  los  primeros  síntomas  de 
independencia  entre  las  poblaciones  rurales.  (2) 


(1)  Recuérdese  lo  expuesto  al  tratar  sobre  la  revolución  comu- 
nera. Mis  hipótesis  tienen,  en  esta  parte,  sólido  fundamento. 

(2)  Entre  1724  y  1767  habían  estallado  motines  y  tumultos  sub- 
versivos en  las  ciudades  argentinas  de  Jujuy,  Salta,  Tucumán,  La 


-  286  — 

No  cabe  duda  que,  al  empezar  la  lucha,  se- 
mejante fenómeno  se  producía;  mas  percibien- 
do el  éxito  de  la  independencia,  la  adaptación 
se  habría  efectuado,  con  tanta  mayor  razón 
cuanto  que  hombres  tan  prácticos  nunca  com- 
baten por  formas  de  gobierno,  constituyéndose 
en  el  centro  de  la  América  Meridional  una  de 
esas  repúblicas  teocráticas  cuyo  espécimen  lo 
dio  el  Ecuador  de  García  Moreno,  y  cuya  in- 
fluencia hubiera  dominado  al  Continente  en 
un  verdadero  contragolpe  de  la  barbarie  indí- 
gena. 

Seguro  es  que  la  civilización  y  el  salvaje,  ene- 
migos naturales  y  en  pugna  abierta  hoy  mis- 
mo para  muchas  secciones  del  Continente,  están 
en  una  razón  inversa,  cuyo  efecto  estricto  con- 
sistiría en  determinar  el  éxito  de  la  primera 
por  el  fracaso  del  segundo;  pero  sin  entrará 
discutirlo,  resulta  harto  significativo  que  las- 
naciones  más  adelantadas  sean  aquellas  en  las 
cuales  la  población  indígena  se  aminora. 

El  Imperio  Jesuítico,  trocado  por  la  indepen- 
dencia en  la  Repúbliea  Cristiana  de  que  habla- 
ban sus  autores,  se  habría  encontrado  desde 
luego  en  ese  caso,  y  sin  la  coyuntura  de  domi- 
ficarlo  por  una  laboriosa  adaptación  á  las  insti- 
tuciones, como  lo  van  haciendo  las  demás;  de 
modo  que  por  su  parte  á  lo  menos,  la  indepen- 
dencia nada  hubiera  resuelto. 


Rioja  y  Catamarca.  Las  dos  primeras  y  la  última,  llegaron  á  expulsar 
sus  gobernadores;  siendo  esto  tanto  más  notable  cuanto  que  dichas 
poblaciones  estaban  muy  lejos  de  la  futura  sede  separatista  del  Plata. 


—  287  — 

Ahora  bien,  la  independencia  sin  la  libertad 
espiritual  era  una  subalterna  evolución  políti- 
ca, con  el  resultado  seguro  de  una  reconquista 
ó  de  una  nueva  subordinación.  Las  nacionali- 
dades recién  fundadas  no  habrían  hecho  más 
que  subdividir  la  decadencia  general,  pero  no 
remediarla,  adoptando  en  vez  de  las  institucio- 
nes democráticas,  que  son  las  únicas  progresi- 
vas en  el  medio  moderno,  la  teocracia  ó  la  mo- 
narquía cuyo  advenimiento  soñara  el  conser- 
vatismo  miope  de  la  Revolución. 

Tiene,  pues,  la  América  una  deuda  de  grati- 
tud con  el  monarca,  que  eliminando  obstáculos 
al  progreso,  garantió  su  estabilidad  bajo  las 
formas  políticas  asumidas  luego  por  los  pue- 
blos emancipados. 

Primero  los  «paulistas»  con  su  horrenda  in- 
cursión á  la  Guayra,  que  malogró  por  muchos 
años  la  empresa  jesuítica  y  empequeñeció  para 
siempre  su  magnitud;  después  Carlos  III,  con 
su  radical  medida,  libraron  á  la  América  futura 
del  tropiezo  más  grave  que  habría  sufrido  al 
emanciparse.  Ya  lo  probaron  cuando  los  co- 
muneros, á  quienes  imputaron  principalmente 
las  ideas  separatistas,  que  eran  para  la  Corona 
el  crimen  irremisible. 

Así  es  cómo  va  tejiéndose  á  través  de  los 
tiempos  la  trama  de  la  historia,  y  cómo  vistos 
los  hechos  en  su  inconsciente  fatalidad,  resul- 
tan igualmente  injustos  su  alabanza  y  su  vitu- 
perio. No  hay  entonces  ante  el  espectador  ino- 
centes ni  culpables,  sino  únicamente  organis- 
mos que  luchan  por  subsistir  en  el  campo  de  la 


-  288  - 

vida.  Jesuítas  que  se  empeñan  en  mantener  un 
ideal,  retrógrado  para  el  nuevo  estado  de  co- 
sas, son  del  todo  idénticos  á  los  demócratas  de 
mañana,  que  harán  lo  mismo  ante  otras  for- 
mas sociales  sufriendo  iguales  derrotas. 

La  conciencia  se  amplía  adoptando  este  con- 
cepto crítico,  en  el  cual  no  tiene  cabida  la  into- 
lerancia peculiar  á  los  principios  absolutos;  y 
sustituye  la  severidad  clásica  del  historiador 
antiguo,  con  la  bondad,  más  simple  y  más  hu- 
mana. 

Sociedad  que  padeció  y  ha  caído  con  su 
mundo  de  dolores  á  cuestas,  no  merece  por  su 
retardo  el  desdén  de  las  venideras,  cuando  si 
éstas  andan  mejor,  hallando  menos  espinas  en 
Ja  ruta,  es  porque  la  otra  al  dejarla  se  las  llevó 
pegadas  á  los  pies. 

Cuando  uno  piensa  en  lo  que  padecieron,  en 
lo  que  trabajaron,  de  qué  modo  han  creído  y  á 
qué  fin  han  marchado  aquellas  colectividades 
anacrónicas  ahora,  ve  á  la  humanidad  repetida 
en  una  eterna  regeneración.  Esos  combatieron 
por  la  vida  como  nosotros;  su  ideal  fué  un  mo- 
mento la  forma  próspera,  con  la  cual  domina- 
ron la  inmensa  hostilidad  latente  que  el  Univer- 
so opone  al  dominio  de  su  animálculo  racional; 
sus  pasiones,  al  igual  que  las  nuestras,  busca- 
ron el  placer  sin  gozarlo  nunca,  como  rebaños 
muertos  de  sed  antes  de  llegar  al  abrevadero; 
sus  virtudes,  gotas  de  agua  en  la  sombra,  estu- 
vieron cavando,  llora  que  te  llora,  la  ardua 
roca  del  egoísmo  humano,  donde  labra  el  pro- 
greso estalactitas  tan  bellas  y  tan  frías... 


—  239  — 

Todo  lo  mismo,  todo  igual,  todo  eterno,  agre- 
ga el  pesimista  para  quien  la  tradición  es  un 
grillete  de  presidiario.  Pero  no;  esas  multitudes 
caídas  son  otros  tantos  mineros  de  la  sombra, 
que  van  echando  de  abajo  la  tierra  nueva  cuyo 
volumen  ocupan;  y  así  la  historia  no  puede  dis- 
cernir otra  cosa  que  su  perdón  á  los  trabajado- 
res desaparecidos,  cuando  su  obra  fracasó  en 
el  error,  reservando  su  simpatía  á  los  que,  aun 
en  este  caso,  lucharon  por  un  ideal,  sin  espe- 
ranzas de  satisfacción  mundana. 

El  fiasco  reside  en  el  monopolio  de  la  eterni- 
dad, que  las  instituciones  se  atribuyen  con  una 
vehemencia  equivalente  á  lo  mudable  de  su 
condición.  Eterno  no  hay  nada,  como  no  sea  la 
incesante  conversión  de  las  cosas  y  de  los  se- 
res, hacia  estados  coincidentes  por  ventura  con 
el  ideal  de  la  dicha  humana,  en  unión  de  la  cual 
se  desarrollan  determinados  por  un  acuerdo 
superior;  y  la  fatalidad  del  Otoño,  igual  en  los 
ideales  como  en  el  año,  no  es  lamentable  cuan- 
do las  hojas,  al  desvestir  la  rama  cuya  lozanía 
sonrió  primaveras,  descubren  frutos  que  son 
manzanas  de  dicha  para  los  míseros  innume- 
rables en  quienes  palpita  el  barro  primordial,  y 
pomas  de  oro  para  el  soñador  de  Hespérides. 


EL  IMPERIO.— 19 


ÍNDICE 


ÍNDICE 


caps.  págs. 

Prólogo 7 

I. — El  país  conquistador 11 

II. — El  futuro  imperio  y  su  habitante 87 

III. — Las  dos  conquistas 119 

IV. — La  conquista  espiritual 153 

V.— La  política  de  los  Padres 195 

VI. — Expulsión  y  decadencia 217 

VIL — Las  ruinas 235 

Epílogo 267 


OBRAS  CONSULTADAS 


M.  Fernández  de  Navarrete. —Colección  de  los  Via- 
jes, etc. 

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Antonio  de  Herrera. — Historia  General,  etc. 

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etc. — Examen  Critique  de  VHistoire...  du  Nouveau  Con- 
tinent.  Ensayo  Político  sobre  el  Reino  de  la  Nueva  Es- 
paña. 

G.  Fernández  de  Oviedo. — Historia  general  y  natural 
de  las  Indias. 

Alcide  d'Orbigny. —  Voyage  dans  VAmérique  Méridio- 
nale. — U  Homme  Américain. 

A.  Núñez  Cabeza  de  Vaca. — Comentarios. 

P.  Juan  P.  Fernández. — Relación  Historial  de  las  Mi- 
siones, etc. 

Hans  Staden  de  Homberg. — Histoire  d'un  pays,  et- 
cétera. 

P.  Gaspar  do  Carvajal. — Relación  del  Viaje  de  Ore- 
llana. 

F.  de  Basaldúa. — Misiones. 

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Paul  Groussac. — Memoria  histórica  y  descriptiva  de 
Tucumán.  —  El  Viaje  Intelectual. 
Eliséo  Reclus. — Nouvelle  Géographie  TJniverselle. 
Nicolás  Monardes. — Historia  medicinal,  etc. — Trata- 
do de  la  Piedra  bezoar,  etc. — Diálogo  de  las  virtudes  me- 
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Diego  Ortúñez  de  Calahorra. — Espejo  de  Príncipes  y 
Caballeros. 

Fernao  Lopes  de  Castanheda.  —  Historia  do  desco- 
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T.  Muñoz  y  Romero. — Colección  de  Fueros. 
P.  Enrique  Flórez. — La  España  Sagrada. 
Antonio  Cavanilles. — Historia  de  España. 
Francisco  de  Valdez. — Espejo  y  disciplina  militar. 
J.  Amador  de  los  Ríos. — Historia  Crítica  de  la  Litera- 
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J.  de  Solórzano  Pereyra. — Política  indiana  sacada, 
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José  M.  Cuadrado. — Recuerdos  y  bellezas  de  España. 
Antonio  Galvao. — Tratado...  de  todos  os  descobrimen- 
tos,  etc. 
Pedro  Mexía. — Historia  Imperial  y  Cesárea. 
Francisco  J.  Brabo. — Inventarios  de  los  bienes...  de  los 
Jesuítas. — Atlas...  de  los  países...  en  que  estuvieron  situa- 
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Commissioners  of  Public  Records.  (Gr.  Brt.) — State 
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Modesto  Lafuente. — Historia  General  de  España. 

Recopilación  de  Leyes  de  los  Remos  de  Indias. 

Revista  de  Buenos  Aires. 

Revista  del  Archivo. 

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Schlumberger.— Le  Tombeau  d'une  Empératrice  By- 
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Ch.  Bayet. — L'Art  Byzantin. 

Deliole. — Mélanges  de  Paléographie.  —  Cabinet  histo- 
rique. 

P.  Fita. — Codex  de  Compostela. 

Le  Clerc. — Histoire  litteraire  de  la  France. 

Wolf. — Histoire  genérale  des  jésuites. 

J.  C.  Harenberg. — Histoire  pragmatique des  jésuites. 

M.  Menóndez  y  Pelayo.— Historia  de  los  Heterodo- 
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William  H.  Prescott.— History  of  the  reign  of  Fer- 
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Second. 

Emilio  Palacio. — Ensayos  de  Resistencia  de  Maderas 
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Correspondance  politique  de  M.  M.  de  Castillon  et  de 
Marillac,  ambassadeurs  de  France  en  Angleterre. 

Henry  Harisse. — John  Cabot...  and  Sebastian  his  son. 

Gregorio  Funes.  —Ensayo  de  la  Historia  Civil,  etc. 

Blas  G-aray. — Colección  de  documentos. 

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Emperor,  etc. 

George  Ticknor. — Historia  de  la  Literatura  Españo- 
la (Tr.  P.  de  Gayangos  y  E.  de  Vedia). 

Martín  de  Moussy.  —  Description  géographique...  de 
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guay, etc. 

Owen  Jones. — Grammar  of  Ornaments. 


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Juan  B.  Ambrosetti. —  Viaje  á  las  Misiones,  etc. 

Vivient  de  Saint  Martin. — Histoire  de  la  Géographie. 

Gabriel  Marcel. — Béproduction  de  Cartes  et  de  Glo- 
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Eduardo  L.  Holmberg. —  Viaje  á  Misiones. 

J.  Fitzmaurice-Kelly. —  History  of  Spanish  Litera- 
ture. 

Lie.  Castillo  de  Bovadilla.  —  Política  para  Corregi- 
dores, etc. 

Crótineau-Joly. — Clément  XIV  et  les  Jésuites. 

Cario  Errera.  —  L 'época  delle  grandi  scoperte  geogra- 
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A.  Morel-Fatio. — Etudes  sur  VEspagne.  —  L'Espagne 
au  xvi  et  au  xvij  siécle. 

Vincenzo  Forcella. — Iscrizioni  delle  chiese,  etc. 

P.  Meólas  del  Techo.  —Historia...  del  Paraguay. 

D.  Noel. — Histoire  du  Commerce  du  Monde,  etc. 

William  Lithgow. — The  total  discourse  of  the  rare 
Adventures,  etc. 

L.  Alfred  Demersay.  —  Histoire  phisique...  du  Para- 
guay et  des  Etablissements  des  Jésuites. 

A.  Magariños  Cervantes.  —  Estudios  Históricos,  et- 
cétera. 

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Francisco  A.  de  Varnhagen.  —  Historia  Geral  do 
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L.  Levy. — The  History  ofBritish  Commerce. 

P.  José  Cardiel. — Declaración  de  la  Verdad. 

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F.  de  Chateaubriand. — Le  Génie  du  Christianisme. 

A.  Liñan  y  Verdugo.  —  Guía  y  avisos  de  forasteros  que 
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M.  F.  Paz  Soldán. — Diccionario  Geográfico,  etc. 

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Vizconde  de  S.  Leopoldo. — Annaes  da  Provincia  de 
S.  Pedro. 

Richard  Twiss. — Travel  in  the  Portugal  and  Spain. 

F.  Fernández  de  Córdoba.— Didascalia,  etc. 

P.  Rafael  Pérez.  —  La  Compañía  de  Jesús  en  Sud 
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P.  Antonio  Ruiz  de  Montoya. — Conquista  Espiritual 
del  Paraguay. 

M.  García  Cerezeda. — Tratado  de  las  Campañas...  del 
Emperador  Carlos  V. 

Los  Eddas. 

P.  Buenaventura  Suárez.  —  Sumario  de  un  siglo. 

Schilismann.—Mycenes,  trad.  Girar  din. 

P.  Juan  P.  Gay. — Historia  da  República  Jesuítica,  etc. 

Lothrop  Mortley.  -  Histoire...  des  Provinces  Unies. 

P.  Pedro  Lozano. — Historia  de  la  Conquista,  etc. — His- 
toria de  la  Compañía  de  Jesús,  etc.  Historia  de  las  revo- 
luciones del  Paraguay. 

Julio  R.  César. — Descripción  Histórica  del  Paraguay. 

A.  Rodríguez  Villa.  —  Memorias  para...  el  Asalto  y 
Saqueo  de  Roma. — Noticia  biográfica...  de  D.  Diego  Hur- 
tado de  Mendoza. 

P.  Antonio  de  Calancha. — Crónica  Moralizadora,  etc. 

P.  Gregorio  García.— Predicación  del  Evangelio. 

Pedro  de  Angelis. — Colección  de  Obras  y  Documentos, 
etcétera. 

Anales  de  la  Sociedad  Científica  Argentina. 

H.  M.  G.  Grellmann. — Histoire  des  Bohémiens. 

Rene  Cagnat.  —  Cours  élémentaire  d'épigraphie  latine. 

Boletín  del  Instituto  Geográfico  Argentino. 

S.  A.  Lafone  Que  vedo.  -Tucumán. — Juan  Díaz  deSo- 
lís.—El  Río  de  la  Plata  y  los  comedores  de  carne  humana. 

Juan  A.  García. — La  Ciudad  Indiana. 


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Collecgdo  de  Monumentos  Inéditos  para  a  Historia  das 
Conquistas  dos  Portuguezes,  etc. 

Adán  Quiroga. — La  Cruz  en  América. — Calchaquí. 

Antonio  de  Alcedo. — Diccionario  de  Geografía  Ame- 
ricana. 

P.  Pierre  F.  X.  Charlevoix. — Histoire  du  Paraguay. 

Prudencio   de   Sandoval.  —  Historia  del  Emperador 
Carlos  V,  etc. 

José  M.  Estrada.  -  Lecciones  sobre  la  Historia  de  la  R 
Argentina.— Comuneros  del  Paraguay. 

Boletín  do  Instituto  histórico  e  geographico  do  Brazil. 

Francisco  Xarque.— Insignes  Misioneros...  del  Para- 
guay. 

Vicente  F.  López. — Historia  de  la  Revolución  Argen- 
tina. 

Manuel  J.  d'Almeida-Coelho. —Memoria  histórica  do 
extincto  regimentó...  de  Santa  Catharina. 

Jorge  Juan  y  Antonio  de  Ulloa.  -  Viaje  á  la  América 
Meridional. 

Bartolomé  Mitre.  -Historia  de  Belgrano,  etc. 

Henri  Forneron. — Histoire  de  Philippe  II. 

Luis  L.  Domínguez. — Historia  Argentina. 

El  Paraguayo  Independiente. 

P.  Federico  Vogt. — Estudios  Históricos. 

Lettres  Edifiantes. 

Algunas  obras  indicadas  aquí,  y  las  treinta  y  tres 
novelas  picarescas  que  desde  el  Lazarillo  de  Tormes 
hasta  Periquillo  el  de  las  gallineras,  dan  un  cuadro  tan 
vivido  del  pueblo  español,  se  encuentran  en  la  Biblio- 
teca de  Autores  Españoles  de  Rivadeneyra;  del  propio 
modo  la  Colección  de  Angelis  incluye  varias  obras  so- 
bre el  Paraguay  y  sobre  las  Misiones,  citadas  en  el  tex" 
to,  pero  que  no  he  creído  necesario  detallar,  encontrán- 
dose comprendidas  bajo  un  título  común. 


F 

2684 
L95 
1907 


Lugones,   Leopoldo 

El  imperio  jesuitico 


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