.-^
%
.30*%
.•♦
y
EL IMPERIO JESUÍTICO
EL IMPERIO JESUÍTICO
ENSAYO HISTÓRICO
POR
L. LUGONES
SEGUNDA EDICIÓN
CORREGIDA Y AUMENTADA
BUENOS AIRES
ARNOLDO MOEN T HERMANO, EDITORES
Florida 323
1907
Imp. y estereotipia Casa Editorial Sopeña.— Barcelona.
PREFACIO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
La buena acogida que tuvo el presente libro
en su primera edición, completamente agotada,
ha dado ánimo á mis editores, los señores Ar-
noldo Moen y Hermano, para lanzar esta se-
gunda, cuyo éxito esperan con mayor confianza
que yo, y con mejor cálculo sin duda.
He querido corresponder á su intento, corri-
giendo escrupulosamente mis páginas, enrique-
ciéndolas con nuevos datos y escribiendo otro
capitulo, donde trato de la política que los pa-
dres desarrollaron en el Paraguay.
Reconozco que esta omisión desfavorecía mi
primer trabajo; pero como es tan raro en las
letras salir perjudicado por exceso de conci-
sión, resulta que en el lapso de las dos edicio-
nes, ha visto la luz un documento tan importante
como la «Historia de las Revoluciones de la
provincia del Paraguay», por el P. Lozano, (1)
(1) Edición de la «Junta de Historia y Numismática Americana»,
benemérita de los estudiosos entre los cuales humilde y agradecido
me cuento.
— 6 —
proporcionándome una nueva y preciosa fuente ,
en la cual mucho bebí desde luego. También ello
me ha servido para definir mi opinión sobre
Antequera y sobre el carácter de la revolución
que encabezó; de suerte que no ha habido sino
ventajas en aquel silencio, determinado, des-
pués de todo, po*r una recóndita vacilación de
mi criterio.
Se dirá que no es de historiador esta confe-
sión; pero no me tengo por tal, profesionalmente
hablando, y desde Sócrates se ha hecho fácil
ya, la confesión de la propia ignorancia...
No quise escribir sino lo que sabia bien, que-
dándome siempre en la conciencia, como carga
asaz pesada, el remordimiento de no haberlo
sabido mejor.
Es, por otra parte, lo que ofrezco á mis lec-
tores con mayor confianza, por la fe que tengo
en virtud tan principal como la sinceridad. La
dulzura del fruto, es condición de su madurez;
y lo tardío en ésta, lejos de perjudicar, enca-
rece más bien el mérito de lo sabroso.
Abril de 1907.
PROLOGO
El Gobierno, en decreto de junio del año pa-
sado, encargóme la redacción de este libro, que
por voluntad suya, y por mi propia indicación,
iba á ser una Memoria.
Los datos recogidos sobre el terreno, así co-
mo la bibliografía consultada, fueron amplian-
do él proyecto primitivo, hasta formar la obra
que entrego á la consideración del lector. Ha-
bría podido, ciñéndome estrictamente al plan
oficial, ahorrar mi esfuerzo, compensándolo
con abundantes fotografías y datos estadísticos;
pero he creído interpretar los deseos del Exce-
lentísimo señor Ministro del Interior, (1) á quien
debo esta distinción, agotando el tema.
Así, la «Memoria» primitiva se ha convertido
en un ensayo histórico, al cual concurren la
descripción geográfica y arqueológica, sin ex-
cluir—y esto corre de mi cuenta— la apreciación
crítica del fenómeno estudiado.
En cuanto á las ilustraciones, he optado por
concretarme á lo pertinente, aunque resulte de
(1) Dr. D. Joaquín V. González.
_ 8 —
apariencia menos lucida que esa vaga profu-
sión, cuyo abuso constituye una enfermedad pú-
blica; pero éste no es un libro de viajes ni una
disertación amena.
Los dibujos y planos que presento— entre los
cuales sólo hay dos fotografías,— tienden real-
mente á «ilustrar» el texto, sin esperar que el
lector se divierfa; por lo demás, los datos inclui-
dos en él sobran hasta para guiar á los «turis-
tas», si su intrépida ubicuidad llega á derramar-
se por aquellos escombros...
He titulado este trabajo El Imperio Jesuítico,
porque, como verá el lector, dicha clasificación
cuadra mejor que ninguna á la organización
estudiada. Los jesuítas habíanla clasificado con
el nombre de República Cristiana, correcto tam-
bién; pero la palabra «república» apareja ahora
un concepto democrático, enteramente distinto
del que corresponde á aquella sociedad.
Su carácter imperial fué ya notado, aplicán-
dose también á un título, entre otros por el je-
suíta Bernardo Ibáñez, quien escribió en 1770,
bajo el nombre de «Reino Jesuítico del Para-
guay», una obra contra la orden de la cual ha-
bía sido expulsado.
No necesito advertir al lector, que fuera de
ésta, no hay otra coincidencia entre mi libro y
la diatriba del sacerdote rebelde; pues no tengo
para los jesuítas, y por de contado para los
que ya no existen en el Paraguay, cariño ni
animadversión. Los odios históricos, como la
ojeriza contra Dios, son una insensatez que
combate contra el infinito ó contra la nada.
— 9 —
Creo inútil hablar de mi viaje por el territo-
rio de las Misiones, bastándome decir que no se
limitó á la parte argentina; pues temo que el
lector vea en mí uno de esos viajeros que hacen
del héroe fácil, por la misma razón á la cual
debe su prestigio «el mentir de las estrellas».
Aprovecharé, sí, esta coyundara, para agra-
decer en mi nombre y en el de mis compañeros
de exploración, sus finezas á las personas que
durante ella nos auxiliaron.
Ocupa el primer lugar el señor Juan J. La-
nusse, gobernador de Misiones y distinguido
caballero que me ayudó con toda decisión. El
doctor Garmendia, Juez Letrado del Territorio,
es también acreedor á mi gratitud; y ella se ex-
tiende al señor Rafael Garmendia, administra-
dor de la Aduana; al ingeniero señor F. Foui-
lland; al Jefe de Policía, señor Olmedo; á los co-
misarios de San José, Apóstoles y Concepción,
señores Silva, Rodríguez y Verón; al señor Ga-
llardo, Juez de Paz de San Carlos; al señor Cas-
telli, administrador de la colonia Apóstoles;
al señor Augusto Gorordo, vecino de Concep-
ción; á los señores Noriega y García, comer-
ciantes de Saracura; al señor Caldeira, de Santa
María; al señor Baumeister, cónsul argentino
en Villa Encarnación (Paraguay); al señor Zar-
za, Jefe político de Trinidad en el mismo país; á
la señorita Báez, maestra de escuela en el mismo
punto; al señor Chamorro, vecino de Jesús (Pa-
raguay); al señor Mariano Macaya, comercian-
te de Santo Tomás, y á los esposos Frédéric Vi-
llemagne, cuidadores de las ruinas de San Ig-
- 10 —
nació, hospitalarios vecinos cuya generosidad
es inolvidable.
En cuanto al territorio de Misiones, constitu-
ye, como es sabido, una belleza nacional que no
necesita mi recomendación.
Junio de 1903-fnayo de 1904.
El país conquistador.
Antes de describir la situación y condiciones
de la conquista espiritual realizada por los je-
suítas sobre las tribus guaraníes, conviene sin-
tetizar en una ojeada el estado del país donde
aquéllos tuvieron origen y bajo cuya bandera
ejecutaron su empresa, con el fin de no hallar-
nos de repente en su presencia, sin los antece-
dentes necesarios á toda investigación.
Ello es tanto más necesario, cuanto que has-
ta ahora el asunto sefha debatido entre los elo-
gios de los adictos y las diatribas de los adver-
sos—unos y otras sin mesura— pues para esos
y éstos la verdad era una consecuencia de sus
entusiasmos, no el objetivo principal.
Tan escolásticos los clericales como los jaco-
binos, ambos adoptaron una posición absoluta
y una inflexible lógica para resolver el proble-
ma, empequeñeciendo su propio criterio al en-
castillarse en tan rígidos principios; pero es jus-
to convenir en que el jacobinismo sufrió la más
cabal derrota, infligida por sus propias armas,
vale decir el humanitarismo y la libertad.
- 12 -
Producto de la misma tendencia á la cual *
combatía por metafísica y fanática, el instru-
mento escolástico falló en su poder, tanto como
triunfaba en el del adversario para quien era
habitual, puesto que durante siglos había cons-
tituido su órgano de relación por excelencia,
cuando no su más perfecta arma defensiva.
Uno y otro descuidaron, sin embargo, el an-
tecedente principal— la filiación de la orden dis-
cutida y de la empresa que realizó.— Dando por
establecido que los jesuítas son absolutamente
buenos ó absolutamente malos, el estudio de
su obra no era ya una investigación, sino un
alegato; resultando así que para unos, las Mi-
siones representan un dechado de perfección
social y de sabiduría política, mientras equiva-
len para los otros al más negro despotismo y
á la más dura explotación del esfuerzo hu-
mano.
No pretendo colocarme en el alabado justo
medio, que los metafísicos de la historia consi-
deran garante de imparcialidad, suponiendo á
las dos exageraciones igual dosis de certeza,
pues esto constituiría una nueva forma de es-
colástica, siendo también posición absoluta; al-
go más de verdad ha de haber en una ú otra,
sin que pertenezca totalmente á ninguna, pero
es mi intención que el lector y no yo saque las
consecuencias del fenómeno descrito, y por
bien servido me daré si hay coincidencia.
Tampoco creo que reporte perjuicio á nadie el
examen preliminar antes indicado, y aun cuan-
do así fuera, estoy completamente seguro que
— 13 —
no ha de causarlo á la verdad. El estudio de la
conquista requiere ese capítulo previo, que to-
das nuestras historias han descuidado, y que
da en síntesis, así como la semilla al árbol futu-
ro, el sucesivo problema de la Independencia.
Lo más importante que hay en historia, es el
origen de los acontecimientos, si se quiere ex-
plicarlos por medios humanos y clasificarlos
en un orden cualquiera, dependiendo de este
concepto científico la rectitud de relaciones en-
tre el autor y el lector. Así la lógica viene á ser
un organismo fecundo, no una mera construc-
ción dialéctica.
El conocimiento del estado en que se encon-
traba España al emprender y realizar la con-
quista, resulta, pues, indispensable para apre-
ciar este fenómeno con claridad, puesto que fué
naturalmente una consecuencia de aquél.
Al descubrirse el Nuevo Mundo, España va-
cilaba entre el feudalismo declinante y la na-
cionalidad naciente, como el resto de los países
europeos, agravada,* sin embargo, esta situa-
ción de crisis, por un fenómeno especial de la
mayor importancia. Quiero referirme á la im-
pregnación morisca, que habían efectuado en
su pueblo los ocho siglos de dominación sarra-
cena.
Es innecesario demostrar que ningún pueblo
sufre en veinte generaciones la conquista, sin
resultar poco menos que mestizo del conquis-
tador. Por resistido que éste sea, por mucho
que se le aborrezca, á la larga establece rela-
ciones inevitables con el vencido. Ellas son tanto
— 14 —
más rápidas, cuanto es en mayor grado supe
rior la civilización de aquél, pues une entonces
al hecho consumado por la fuerza, la seduc-
ción que ejercen las artes de la paz. Tal suce-
dió, precisamente, con la conquista mahome-
tana.
Sabido es que desde la confección y ejercicio
de las armas, elementos tan* capitales entonces,
hasta los principios de las ciencias naturales, y
las matemáticas introducidas por ellos en Eu-
ropa, los árabes sobrepujaron decididamente al
pueblo avasallado, estableciendo sobre él su
dominio con tan decisiva ventaja. El feudalis-
mo facilitó la impregnación, al celebrar los se-
ñores frecuentes alianzas con el enemigo co-
mún, para desfogar rencores ó dirimir quere-
llas de vecindad; y así como las cotas de nudos,
que trenzaban con lonjas brutas los guerreros
godos, cayeron ante las hojas de Damasco, la
rudeza nativa cedió al contacto de la cultura
superior.
Rasgos étnicos que todaVía duran, con mayor
abundancia donde fué más intensa la conquista
y donde el ambiente es más propicio á su con-
servación, sin dejar de revivir por esto en las
otras regiones con intermitencias suficiente-
mente reveladoras; el idioma, es decir lo último
que ceden los pueblos conquistados, como lo
demuestran polacos y albaneses, invadido de
tal modo, que ni la reacción implícita en la
adopción del dialecto aragonés y castellano
como lengua nacional, ni la transformación la-
tina de los humanistas, pudieron abolir desi-
— 15 -
nencias, prefijos característicos, y hasta ele-
mentos tan genuinamente nacionales como las
expresiones interjectivas, pues nuestro depre-
catorio Ojalá es textualmente el «7/z xa Alá»
(isi Dios quiere!) de los sarracenos. La misma
nobleza terciada de sangre judía, según lo pro-
palaba un libelo contemporáneo, el Tizón de
la nobleza de Castilla, atribuido al arzobispo
Fonseca, que aun exagerando, por algo lo di-
ría, así le hubiera inducido, como se pretende,
un resentimiento nobiliario: todos estos son ele-
mentos bastantes para demostrar la impregna-
ción.
La independencia fué un desprendimiento ló-
gico del tronco semita, el eterno fenómeno de
la mayoría de edad que se produce en todos
los pueblos, mucho más que un conflicto de
razas.
Comprendo que sea más dramático y más
susceptible de inflamar al patriotismo, aquel
puñado de montañeses asturianos que empezó
la heroica reconquista; mas los aragoneses tie-
nen cómo oponer, y por iguales motivos, la
cueva de San Juan de la Peña á la de Covadon-
ga y Garci Ximénez á don Pelayo...
Algo de eso hubo sin duda, pero las guerras
de independencia nunca son un arranque de
aventureros; y en aquel choque, colaboró de-
cisivamente el mismo elemento semita, el ára-
be español, que daba contra su raza por amor
á su tierra natal. Tres siglos bastaron para pro-
ducir el mismo fenómeno con los españoles en
América: ¡cuánto más no alcanzarían ocho en
— 16 -
la Península, y mezclándose el factor religioso
para precipitar la separación!
El movimiento patriótico es, pues, bien ex-
plicable, sin necesidad de recurrir á la guerra
de razas, para dilucidar cómo España consiguió
su independencia del árabe, siendo substancial-
mente arábiga; pero sin profundizar mayor-
mente la tesis, puede sostenerse con verdad que
los dos pueblos en su largo contacto (la guerra
lo es también, hasta en términos específicos) se
impregnaron mutuamente, engendrando un
tipo que, sin ser del todo semita, no era tampo-
co el ario puro de los demás países de Europa.
Como es natural, los rasgos comunes de los
antecesores se robustecieron al sumarse, ca-
racterizando fuertemente al nuevo tipo. El pro-
selitismo religioso-militar, que había suscitado
en el Occidente las Cruzadas y en el Oriente la
inmensa expansión islámica; el espíritu impre-
visor y la altanera ociosidad característicos del
aventurero; la inclinación bélica que sintetizaba
todas las virtudes en el pundonor caballeresco,
formaban ese legado. Rasgos semitas más pe-
culiares, fueron el fatalismo, la tendencia fan-
taseadora que suscitó las novelas caballeres-
cas, parientas tan cercanas de las Mil y Una
Noches; (1) y el patriotismo, que es más bien
un puro odio al extranjero, tan característico
de España entonces como ahora.
(1) El parecido es de fondo, sin duda; en la forma, se siente la
influencia de la caballería francesa y de la geografía británica, pro-
bablemente sugerida por las hazañas del Principe Negro en Nájera.
Aquel paladín inglés fué un tipo de leyenda, aun en España.
- 17 -
Creo oportuno recordar á propósito, que el
semitismo español no era puramente arábigo.
Los judíos tenían en él buena parte, y sus ten-
dencias se manifiestan dominadoras en algunas
peculiaridades, como esa del patriotismo feroz.
Ellos y los árabes, resistieron cuanto les fué
posible al destierro, prueba evidente de que se
hallaban harto bien en la Peníifsula. Vencidos,
perseguidos, humillados, sin esperanza de ri-
queza material siquiera, sólo la atracción de la
raza puede explicar su constancia. Considera-
ban su patria á España, lo soportaban todo por
vivir en ella— no digamos años sino siglos des-
pués de la derrota,— sin la más lejana idea de
reconquista ya, dejando rastros de esta inven-
cible afección en toda la literatura contempo-
ránea.
Los moros nunca abandonaron sus costum-
bres del todo, no digamos ya en las Alpujarras
donde disfrutaban de una autonomía casi com-
pleta, sino en el resto de la Península y bajo su
forzada corteza de cristianos; igual sucedía con
los hebreos, continuando esto, profundamente,
la impregnación que la guerra había abolido en
la superficie.
Además España, militarizada en absoluto por
aquella secular guerra de independencia, se en-
contró detenida en su progreso social; y este
estado semibárbaro, que luego trataré detalla-
damente, unido al predominio del espíritu ará-
bigo-medioeval antes mencionado, le dio una
capacidad extraordinaria para cualquier em-
presa, en la que el ímpetu ciego, que es decir
EL IMPERIO— 2
- 18 -
esencialmente militar, fuera condición de la vic-
toria.
Carlos V sueña entonces la monarquía uni-
versal, que no era sino una transposición en el
terreno político, del sueño de la Iglesia univer-
sal, ó si se quiere, su realización consecutiva;
pero la Iglesia sostenía también un ideal semi-
ta, puesto que el Cristianismo, originariamente
hebreo, era una prolongación de la ley mosai-
ca, y pretendía realizar por cuenta propia las
promesas de dominación universal, contenidas
en ella para los hijos de Israel.
No faltaron al absurdo proyecto las coinci-
dencias, que en ciertos momentos históricos pa-
recen acumularse con milagrosa oportunidad
en torno de un hecho cualquiera, bien que ello
no demuestre sino una convergencia de causas
más ó menos ocultas, al efecto que las caracte-
riza. Así el desequilibrio morboso, necesario
para concebir como realizable ese sueño enfer-
mizo también, tuvo en Carlos V y Felipe II dos
augustos representantes. K
La hipocondría hereditaria, (1) que produjo
en uno el místico desvarío de la abdicación, y
en el otro la torva displicencia que sombreó to-
das sus horas, engendró en ambos la misma
ambición desatinada, quizá como una válvula
de los tormentos atávicos; y así, fracasado el
(1) A pesar de los argumentos con que Forneron y Groussac la
niegan, sigo ateniéndome al concepto clásico; pues aquéllos me pa-
recen más ingeniosos que positivos. La llamada ley de la herencia,
tiene, sin duda, sus fallos; pero no es menos evidente la existencia
común de ciertos caracteres en las familias.
- 19 —
plan del Emperador entre las ruinas de un
mundo que se desmoronaba, nació en Felipe II
la idea del Imperio Cristiano. Era una reduc-
ción del mismo sueño, después de todo gran-
dioso, pues contaba para efectuarse con el do-
minio de medio mundo. España y sus posesio-
nes constituían la base de aquel designio, que
si fracasó en su parte internacional, tuvo sobre
el pueblo la influencia más desastrosa.
Aquellos absolutistas, como nuestros demó-
cratas de ahora, pretendían conformar íos acon-
tecimientos humanos á principios metafísicos,
tomando por norma el ideal católico, del pro-
pio modo que éstos pregonan su república
universal sobre el concepto de una fraternidad
abstrusa. Ambos caminos que conducen fatal-
mente al despotismo, como lo demostró tan
claro el final imperialista de la Revolución,
trastornan en la mente de los pueblos toda no-
ción de progreso recto, y extravían á poco toda
idea de libertad, substituyéndola por la rigidez
de un principio unitario, cuando su desiderá-
tum racional es una constante variedad dentro
del orden.
Los pueblos, que cuanto más ignorantes son,
sienten más hondo el influjo de las capas supe-
riores, pues se encuentran más desprovistos de
medios de defensa y de apreciación , no tardan
en conformar su vida al principio dominante
que se les sugiere como ideal; proviniendo de
aquí la importancia que tienen en su vida, las
ideas fundamentales cuyo respeto se les ha
imbuido. A los conceptos falsos en la mente,
— 20 -
corresponde casi siempre la falsedad de con-
ducta, pues ideas y sentimientos son como va-
sos comunicantes en los que no puede alterar-
se parcialmente el nivel.
El Imperio Universal, y su sucedáneo el Im-
perio Cristiano, tuvieron consecuencias desas-
trosas sobre el pueblo, como que pretendían
la supervivencia de un estado artificial; y de
este modo, pronto desaparecen á su sombra
todas las virtudes que constituyen el término
medio común de las sociedades normales, para
ser reemplazadas por las condiciones heroicas,
es decir de excepción, necesarias al sosteni-
miento de un estado antinatural.
Por lo demás, la planta arraigó pronto, en-
contrando terreno propicio en las tendencias
dominantes del pueblo, pues aquellas dos mons-
truosidades políticas fueron, ante todo, aven-
turas de paladines.
Bajo ese estado de crisis, mal cimentada aún
la nacionalidad; el derecho en pleno conflicto
de los fueros consuetudinarios con la unifica-
ción monárquica; el ideal absolutista en pugna
con el sentimiento federal; el feudalismo que
caía, poderoso aún, y el pueblo que se levanta-
ba respetable; en esa crisis, el Descubrimiento
produjo una inundación de riquezas. No podían
llegar en peor momento para los destinos de
la Península, pues fueron un tesoro en poder
de un adolescente.
El equilibrio á que tendían aquellos antago-
nismos, y que hubiera llegado á establecerse
después de las naturales oscilaciones, quedó
— 21 —
roto para siempre asegurando el triunfo de la
política absolutista. Floreció el pernicioso tema
de la monarquía universal; y como el éxito no
estaba en relación con el esfuerzo, el pueblo,
falto del sensato reposo que da el trabajo para
gozar de sus frutos, se entregó ciegamente á la
dilapidación de su lotería. #
De tal modo, las tendencias de raza, el senti-
miento religioso, el concepto político, la misma
obra de la independencia con su carácter de mi-
litarismo exclusivo, la ignorancia general y el
interés como remate, constituyeron al pueblo
español sobre un patrón heroico, que sustituyó
á la honradez con el pundonor y al deber con
el entusiasmo. Admirable máquina de guerra,
la conquista formaba naturalmente su ideal, y
el destino le deparaba, con el Descubrimiento,
un mundo entero en qué realizarlo.
El siglo xvi fué el siglo del Conquistador.
Al comenzar la Edad Moderna, éste continuó
el espíritu de la Edad Media. Obligado áser va-
leroso únicamente/pues era el defensor déla
sociedad, que á la sombra de sus armas traba-
jaba, y exento de todo otro esfuerzo y de toda
contribución, puesto que daba la de su sangre
por labradores y artesanos que costeaban gus-
tosos su franquicia, todo se aunó para consti-
tuirlo en ser privilegiado. El instinto aventure-
ro que las Cruzadas aguzaron hasta la locura,
le dominaba enteramente. La bravura, que
después de todo era la única condición de sus
empresas y la garantía de su éxito, constituyó
para él un culto; y siendo solamente bravo, de-
e
— 22 —
eneró con toda facilidad en cruel. La misma
cortesía, que fué el rasgo amable de su condi-
ción romántica, se tuvo por nada mientras no
pudo tributar vidas de hombre á la prez de la
dama preferida. Poco á poco, los trofeos de ho-
nor se convirtieron en su único salario, y como
la guerra lo justificaba todo, el pillaje fué para
él ocupación lícita; despojó á mano armada,
los derechos más írritos, como el de fractura
que enriqueció á tantos feudos ribereños, con-
sagraron sus demasías, y la protección á los
bandoleros, flor de sus huestes, fué tan celosa-
mente conservada, que sólo bajo Felipe II, las
Cortes de Tarazona dieron á los oficiales reales
potestad de penetrar en los señoríos persiguien-
do malhechores.
Con la ambición se hermanaban en su espí-
ritu dos pasiones correlativas— la superstición
y el juego, siendo éste al fin y al cabo un esta-
do de guerra, en el cual, como en los trances
bélicos, son elementos decisivos de triunfo la
audacia, la oportunidad y lá astucia; nada diré
de la superstición, que fué la enfermedad espi-
ritual característica de la Edad Media, y quizá
la más lúgubre forma de la inquietud. Ya se
sabe, por otra parte, que el jugador de raza es,
sobre todo, supersticioso. La inquietud de la
Edad Media, que avivaron de consuno iras ce-
lestes explotadas por la ambición de los
monjes, y conflictos de mundos, como aquella
eterna y nunca resuelta amenaza del Asia-
exasperóse hasta la angustia en el alma senci-
lla del paladín.
— 23 —
Magias tenebrosas, importadas por órdenes
como la del Temple, en cuyo exterminio tanto
influyó el miedo; pestes atroces, de procedencia
igualmente oriental; la alquimia cuyos presti-
gios confinaban con la brujería; el peligro enor-
me que implicaba el dominio de España y del
Mediterráneo por fuerzas asiáticas; las leyen-
das de leprosos siniestros, que «atravesaban la
Europa con mensajes de inteligencia entre los
sarracenos de Asia y los de España, para una
acción conjunta de la cual era sagaz avanzada
el comercio judío; la astronomía convertida en
un simbolismo aterrador— todas éstas circuns-
tancias dieron á la superstición un vuelo in-
menso.
Es un hecho averiguado ya, que los Cruza-
dos sufrieron su contagio oriental, mucho más
definido por cierto en España, donde el contac-
to no fué ocasional y meramente guerrero, si-
no habitual durante ocho siglos: otra circuns-
tancia que acentúa los caracteres del aventure-
ro español. Aquel contagio, no hizo sino avi-
var en el ánimo del paladín los rasgos funda-
mentales, puesto que provenía también de una
civilización aventurera. Armas civilizadas, éste
no las tenía para luchar con el terror que tor-
turaba su espíritu. Toda su ciencia se reducía
al blasón, la cetrería y las armas; la filosofía
era una especialidad del monasterio; el arte
una tarea de villanos y de vagabundos. No le
quedaba, entonces, otro refugio espiritual que
la fe. En ella se exaltó su bravura y se robus-
teció su superstición, puesto que era una fe ig-
- 24 -
norante; y de ella resultó otro rasgo también
saliente de su carácter: la tenacidad.
'Intrépido, no tenía en ello escasa parte su
ignorancia, pues lo cierto es que en fuerza de
creer pequeño al mundo, los descubridores se
arriesgaron á la empresa que lo agrandó.
El orgullo de raza, despertado por las victo-
rias sobre el infiel, agregaba otro motivo á la
bravura; y tal conjunto de cualidades y defec-
tos, entre los que sobresalían el coraje y la su-
perstición, dieron igual fondo imperioso á su
carácter y á su ideal. Éste era en lo cercano la
fama y en lo remoto la religión, es decir dos
pasiones. De aquí la intolerancia dominadora y
la ausencia completa de espíritu práctico.
Idealista, la empresa que acomete no le inte-
resa, sino porque puede darle timbres de ho-
nor; supersticioso, tiene el alma predispuesta
á la fantasía de las tierras encantadas; bravo,
la empresa más difícil le parece poco para ilus-
trar su nombradía; ignorante, carece de los
puntos de comparación que podrían arredrar-
le, demostrando lo excesivo del esfuerzo. *
Las grandes expediciones, sin consecuencia
hasta hoy, ni aun á título de dato geográfico,
cual la de aquellos temerarios aventureros que
se cruzaron la América desde Quito á la boca
del Amazonas; las exploraciones quiméricas en
busca del clásico Eldorado, ó de las inhallables
ciudades de los Césares, (1) revelan en el con-
(1) Según el P. Lozano, eran tres, llamadas de los Hoyos, del
Muelle y de los Sauces. Creíanlas situadas en los Andes australes,
frente al Chiloé, y construidas por unos náufragos españoles que
— 25 —
quistador, de una manera coneluyente, al pa-
ladín medioeval. Eran las Hircanias y Guira-
fontainas de Amadises y Gaiferos. (1)
Esa aventura de la conquista fué una prolon-
gación, por otra parte, del estado militar en
que dejó á España la guerra con el moro, sir-
viéndole á la vez de estímulo, en contraposi-
ción al interés civil y al progreáb, afectados por
el militarismo exclusivo. Después de todo, el
Descubrimiento había sido una consecuencia
de esa situación.
Cerrado, ó estorbado á lo menos, el acceso
del Mediterráneo por la amenaza turca, la pi-
ratería trasladó al Atlántico su campo de ac-
ción, familiarizándose con la alta mar; y bus-
cando por ella una senda de travesía, para
evitar la obstruida ruta de las Indias, se dio con
el Nuevo Mundo. Así, el tipo del paladín y el
acto del Descubrimiento, fueron natural conse-
cuencia de un estado social y político, no una
excelencia de raza ni una invención genial. El
prestigio del aventurero reside en lo pintores-
co, tanto más acentuado cuanto es más discor-
de con su tiempo; y el mérito de la empresa
estriba puramente en su audacia; pero tanto el
hombre como la acción, son dos accidentes his-
se perdieron en el Estrecho en tiempo de Carlos V, razón por la
cual se los habría llamado los Césares. Véase á este respecto el
Cap. III.
(1) Una de las cosas que Colón se proponía con el Descubri-
miento, y así lo manifestó á los Reyes Católicos, era llegar á Jeru-
salem'por otro camino y rescatar el Santo Sepulcro. Su mismo
carácter comercial y práctico, hasta el extremo que dejan ver las
estipulaciones con la Corona, no escapó á la influencia paladi-
nesca.
— 26 —
tóricos, sin ninguna importancia intrínseca ex-
cepcional.
Ella está, para mi objeto, en la expansión
que dio al proselitismo religioso-militar y al
afán de riqueza inesperada, peculiares de la
empresa aventurera, haciendo de España el
país conquistador por excelencia.
Doble prueba°de su especialidad en tal senti-
do, es su éxito y el fracaso de las naciones res-
tantes. La tentación era demasiado fuerte, en
efecto, para que éstas no intentaran un lance
igual. El resultado les fué adverso, y no se di-
ga que por falta de marinos. Inglaterra tuvo
entre los mejores á Drake y á Frobisher; Ita-
lia, sin contar el Descubridor, á Vespucio, Cor-
sali, Verrazzano y Marco Polo; Francia á Car-
tier, Roberval y Ribaut; sin contar aquellos
bravos portugueses, cuya fama envolvía al
globo en red de hazañas, desde el Catay famo-
so al bárbaro mar del África. (1) No llegaron
ni con mucho á operar en la misma escala que
los españoles, y tanto Cortés como Pizarro si-
guen siendo el modelo del Conquistador. (2)
(1) Sinus Barbaricus. Así llamaba en su pintoresca terminología,
al mar que baña las costas orientales del Continente Negro, el
mapa-mundi publicado en 1529 por Diego Ribero, cosmógrafo del
Rey.
(2) Esto puede precisarse en forma más concluyente, por medio
de una comparación. Contando solamente los jefes de expediciones
que surcaron el Océano y realizaron descubrimientos, desde 1492
hasta 1610, año en que los jesuítas se establecieron en el Paraguay,
los españoles alcanzan á 84; mientras que el resto, en el cual incluyo
juntos á ingleses, franceses, holandeses, italianos y portugueses,
apenas llega á 72.
— 27 —
Es que la conquista, por lo que tenía de qui-
mérico, de colosal, de problemático, era una
empresa medioeval, cuyo cumplimiento reque-
ría espíritus y tendencias medioevales. Las de-
más naciones empezaban ya su evolución mo-
derna, modificando rápidamente la antigua es-
tructura; se hallaban en condiciones inferiores
ante el caso especial, que requería las peculia-
ridades abandonadas. Más calculadoras y utili-
tarias, fracasaron en eso, porque progresaban
en sentido moderno; y si no acrecieron la hon-
ra, aumentaron el provecho, mientras los otros
realizaban el viejo ideal, alcanzando la miseria
en la plenitud de su gloria estéril. (1)
Para abrir el Nuevo Mundo, se necesitaba
conquistadores, es decir hombres de aventura
que realizaran en un año lo que el colono, se-
dentario por naturaleza, habría efectuado en
un siglo. Y sólo España tenía conquistadores.
Los demás países, al volverse industriosos y
comerciantes, se tornaron colonizadores, sien-
do la colonia y las instituciones representativas,
consecuencias políticas del período industrial.
(2) Así se explica cómo habiendo ejecutado Es-
paña la apertura del Continente, fueron otros
los que disfrutaron de su riqueza en definiti-
(1) Montesquieu en De Vesprit des Lois, Liv. XIX ch. X, reconoce
el mismo fenómeno al paso qne alaba la honradez española; y más
lejos, (liv. XXI, ch. XXII) fija en cincuenta millones término medio
el comercio de las Indias, haciendo notar que España sólo concurría
á él con dos millones.
(2) Montesquieu (op. cit.) llama al comercio «la profesión de los
iguales.»
— 28 —
va. (1) El oro de América no enriqueció propia-
mente á España, puesto que no se transformó
para ella en ramos permanentes de producción;
pasó á su través como por un cedazo demasiado
ralo, sin dejarle más que un residuo insignifi-
cante. En cambio le quitó, por medio de la se-
lección violenta que efectuaron de consuno las
aventuras y las quimeras, la población más
viril; resultán dolé desastroso aquel oro que le
compraba su sangre.
La consecuencia es mucho más terrible, si se
considera que junto con los elementos mejores,
perdía la esperanza de reaccionar, siendo aque-
llo un fenómeno análogo al encadenamiento de
procesos destructores que mina los organismos
en decadencia.
Producto de la Edad Media que moría al em-
pezar la conquista, el aventurero llevó al prin-
cipio la ventaja, aunque para el concepto me-
dioeval del paladín, es decir, del guerrero
exclusivo á quien sucedía, sea ya un tipo de
decadencia; pero al correr los años, el colono
se sobrepuso lentamente hasta vencerlo, por
su mayor conformidad con las tendencias do-
minantes; y los resultados de uno y otro tipo,
con sus respectivos métodos de ocupación,
quedan patentes en ambas Américas. La del
(1) Ya por el lado científico, empezaba á ser notable esta dife-
rencia. En efecto, de 1492 á 1610, los globos, mapas y atlas extran-
jeros, que describían las tierras recién descubiertas, son cerca de
70, casi todos alemanes, portugueses é italianos, contra media doce-
na de españoles; pudiendo agregarse que de los 30 grandes nombres
de sabios, cuya gloria llena los siglos XVI y xvil, desde Copérnico
á Papin, no hay uno solo español.
— 29 —
Norte, al libertarse, produce sobre todo hom-
bres de gobierno; si por algo peligra allá la
libertad, es por carestía de militares. Acá, es
todo lo contrario; sobran guerreros y faltan
estadistas. Tal las consecuencias acarreadas por
el predominio respectivo del colono y del con-
quistador. Ambos fueron lógicos en el momen-
to de la conquista, porque éste era de transición,
mas el uno fincaba su prestigio en el pasado,
mientras el otro contaba con el porvenir.
Entretanto, los privilegios feudales pasaban
al pueblo, que había combatido con el Rey con-
tra los señores, bajo la forma de empleos en la
administración, en la Iglesia y en el ejército.
Pero esta alianza no quitó al privilegio nada de
su carácter odioso, y hasta agravó su daño al
difundirlo, determinando en el carácter nacio-
nal un individualismo agresivo, que hizo de
cada español un pequeño tirano, mucho más
cuando á esto se unía un enorme orgullo de
raza, en el cual colaboraron el fatalismo de
cepa oriental y el egoísmo del conquistador
afortunado.
Junto con los poderes feudales, pasó al pue-
blo el ideal guerrero, con tanta mayor facilidad
cuanto que aquél acababa de ser soldado con
el Rey. El clero fué separándose cada vez más
de Roma, para colocarse al lado del monarca,
siguiendo la inclinación y las conveniencias que
emanaban de su origen popular; por último el
empleado, sobrepujó su exclusiva condición de
amanuense, cuanto terminó la era puramente
militar, convirtiéndose en un resorte esencial
— 30 —
de gobierno, al acrecer su importancia la ad-
ministración en la nacionalidad unificada. La
Iglesia, la administración, y el ejército propor-
cionaron, pues, las profesiones más lucrativas,
señaladamente este último. Los hombres de
más talento y de mayor ilustración, enganchá-
banse como soldados rasos, tal era la estima
en que se tenía á la carrera militar; pero seme-
jante limitación profesional, aparejaba el des-
dén de la agricultura y del comercio. En estas
ramas de la actividad no había nobleza, es de-
cir privilegio, careciendo de importancia por
consiguiente para el hidalgo— y el hidalgo for-
maba legión. En ciertas partes la hidalguía era
un derecho de nacimiento.
Los semitas, excluidos de esas tres profesio-
nes honoríficas, buscaron en el trabajo de la
tierra y en el comercio, que por único recurso
les quedaban, fructuosa compensación; y la ne-
cesidad dominó su indolencia oriental. Los ju-
díos compraban la recaudación de las rentas y
tributos reales, volviéndose doblemente odio-
sos al asumir este carácter fiscal, que era lo
más aborrecido por un pueblo á quien las exac-
ciones agobiaban; y para colmo sus hijas, á
costa de crecidas dotes, enlazábanse con nobles
tronados, según lo refiere el ya conocido Tizón
de la nobleza de Castilla, iniciando esa conquis-
ta comercial del título, tan detestada en todos
los tiempos y en todos tan eficaz.
El contraste alarmó bien pronto á los inva-
didos. La soberbia de raza no pudo tolerar
aquellas fortunas. La religión atizó el descon-
- 31 -
tentó con su odio tradicional, y la expulsión,
otra consecuencia absolutista, dio á España la
unidad de la miseria, que por cierto no había
buscado. España desapareció como país pro-
ductor, y sobre el erial que diariamente au-
mentaba, en aquella lucha por la esterilidad,
consecuencia de un ideal estéril, imperó como
señor natural el hidalgo haragán y soberbio,
para quien el tiempo fué arena que dejaba es-
currirse al desgaire entre sus dedos, mientras
mascullaba, susurrando coplas, el mondadien-
tes simulador de meriendas; flotante en la alti-
vez de su ojo arábigo un ensueño de Américas
dilapidadas; su sangre hirviendo con la sed de
fiestas crueles; su corazón harponeadopor amo-
res morenos; gran rodador de escudos * botara-
te magnífico, lan capaz de un heroísmo como
de una estafa; místico bajo la cota, guerrero
bajo la cogulla, y pronto siempre á tapar el cie-
lo con el harnero de su capa familiar.
Nadie sintió el estrago, mientras duraron las
empresas militares y la embriaguez de victoria
que produjeron. Todo parecía conjurarse para
realizar el ensueño de riqueza mágica, en las
pintorescas regiones donde vestía de oro á su
dueño la desnudez de la espada. Pero al produ-
cirse la contracorriente conquistadora, en los
comienzos del reinado de Felipe II, comenzó el
fracaso. La conquista no dio abasto ya para la
satisfacción del ideal nacional. Cubiertos de he-
ridas sin gloria por anónimas saetas de bárba-
ros; con un culto tal del coraje, que las milicias
castellanas consideraban cobardía el atrinche-
- 32 -
rarse; curtidos por su desamparo solar de as-
cios, que habían carecido hasta de su propia
sombra; más bravios, si cabe, al contacto de la
breña virgen; orgullosos de haber sobrelleva-
do peligros que semejaban fantasías de leyen-
da, volvían á arrastrar su fastidio en el suelo
natal asaz estrecho.
Los pobres, se habían endurecido demasiado
para doblegarse al yugo del trabajo, en su in-
timidad con los fierros de pelea; los ricos, se
apresuraban á vaciar la escarcela en la carpeta.
El desprecio del oro conseguido en la guerra,
que no era sino una indirecta ostentación de
valor, engendraba el desdén hacia toda aplica-
ción productiva. Por nada de este mundo ha-
bría degenerado el héroe en comerciante ó en
labrador. Acabada la fortuna, lo que acontecía
en un tiempo harto breve, si estaba aún vigo-
roso volvía al teatro de sus hazañas; si viejo,
se moría tranquilamente de hambre en su nos-
talgia de aventuras ultramarinas, ó se metía
asceta, para liquidar en la atrición sus cuentas
de sangre y de saqueo, pero sin que la reacción
fuera jamás hacia el trabajo, penuria de siervos
y de gañanes.
El raudal de sangre pura que atravesó el
Océano, tornaba viciado por gérmenes de diso-
lución, mucho más activos á causa del tras-
plante; y aquella diseminación de aventureros,
corrompidos por esa atroz libertad de instintos
que fué la conquista en el Nuevo Mundo, causó
tanto dañoá la Península como la invasión g¡-
— 33 -
tana, y el azote de las plagas inmundas con las
cuales fué sincrónica.
La decadencia industrial de España asumió
los caracteres de un derrumbe, tan brusco cual
lo fué el abandono en pos del ideal conquista-
dor. Cesaron las exportaciones de tejidos en
lana y seda, de cerámica (1) y otros artículos,
que durante la época arábiga iniciaron transac-
ciones con Sicilia y Cerdeña, adquiriendo ma-
yor importancia en los mercados flamencos y
alemanes. La química industrial, aplicada á ex-
plotaciones como la del. oleum magistrale y la
potasa que surtían á Inglaterra, desapareció
con los restos de la cultura morisca. El desierto
y el bosque avanzaron sobre huertas y sem-
bradíos; y no parece sino que una intención
simbólica, bautizó al monumento clásico de la
monarquía con el nombre del escorial.
El fanatismo religioso que precipitó la despo-
blación, y los impuestos excesivos, contribu-
yeron á matar el progreso español, presentán-
dose como consecuencias del absolutismo. La
importancia comercial de España había sido
tan grande, que las naciones tenían adoptado
por código marítimo internacional el Llibre del
Consulat de Mar, promulgado en Cataluña,
aceptando además como meridiano inicial el de
las Azores. La absorción militar de esos centros
parciales de cultura, anuló el progreso que ha-
bría sobrevenido, al incorporarse todos ellos
en la nacionalidad común, viniendo á ser la
(1) Tan español este ramo, que las mayólicas perpetúan hasta
ahora con su nombre, el recuerdo de su origen: Mallorca.
EL IMPERIO.— 3
- 34 -
unidad un azote para la Península; por otra
parte, la conquista, al emplearse en ella lo más
selecto de la población, arrastró á América los
mejores industriales, y de consiguiente su in-
dustria, explicando esto cómo Méjico tuvo ca-
nales dos siglos antes que Inglaterra, y telares
de seda en 1543; y cómo en tiempo del viaje de
Humboldt se fabricaba pianos en Durango,
mientras en España no había ya quien los hi-
ciera.
La concentración de productos brutos que
iban de América en cantidades inmensas, limi-
tó la especulación comercial á un intercambio
de materia prima y manufacturas extranjeras,
prolongando el régimen medioeval de las tran-
sacciones en especies, al paso que toda la Euro-
pa salía completamente de él.
Bálsamos, maderas, alimentos tan preciados
como el azúcar, plumas, pedrerías, pastas pre-
ciosas, artículos de fantasía que la riqueza ex-
tranjera pagaba sin regateos, llevaron á Espa-
ña el oro del mundo; improvisáronse fortunas
colosales, los precios subieron hasta lo fabulo-
so. El rezago aventurero de la Edad Media que
acababa, buscó aquel centro natural de reunión,
agregando á la conquista su turbia gloria los
mercenarios de toda la Europa, desde el lans-
quenete con su táctica famosa, hasta el griego
insular con sus clásicas piraterías. (1)
(1) Una de las cédulas firmadas el 30 de abril de 1492 para facili-
tar el viaje de Colón, prometía á cuantos se embarcaran con él, no
perseguirlos por sus delitos anteriores, hasta dos meses después de
su regreso á la Península. Este procedimiento se volvió práctica
consuetudinaria.
— 35 —
Combustibles en una hoguera, aumentaban
el esplendor fugaz; pero sus heces contribuye-
ron no poco á obscurecer el cuadro de la deca-
dencia, á cuyo fondo tenebroso añadía el con-
trabandista gitano las escorias de su fragua
clandestina.
La fácil transacción de toma y daca mató á
la industria, ocasionando con su magnificencia
retrospectiva, una vez pasado el torbellino, la
continuación del sistema que produjo la deca-
dencia. Los buques españoles abandonaron los
puertos europeos, para largarse hacia las nue-
vas costas, cediendo el campo al comercio in-
glés. Este dominó de tal modo y tan rápida-
mente en la misma Península, que en 1564, el
gobierno español, en represalias de ciertas pi-
raterías británicas, detuvo en sus puertos trein-
ta buques ingleses con más de mil marineros.
La industria española, que hubiera podido sur-
tir al Nuevo Mundo, sucumbió en la persona
de sus artesanos, contagiados por la fiebre aven-
turera, siendo sustituida por la británica (1) y
volviendo más amargo el despertar de aquel
ensueño de grandeza. Este dominó contra todo.
Tentación lograda, su prestigio subsistía en las
mentes que trastornó, y si se tiene en cuenta
las predisposiciones nativas, es fácil compren-
der lo imposible de una reacción. La fantasía
(1) De tal manera fué notable esa sustitución, que ya á mediados
del siglo xvi, los lienzos rojos y azules de Suffolk dominaban en la
Península. Lienzos blancos más finos, cotonía de toda clase, sedas,
brocados, joyas, vinos, hasta trigo y lana en rama, se importó de
Inglaterra. Las propiedades inglesas en España, alcanzaron á un to-
tal de 60.000 libras.
— 36 -
suplió con sus creaciones al perdido fausto; el
orgullo heredó de gloria á la nación; la tenaci-
dad característica incrustó para siempre en su
ánimo ese culto del pasado, que no impone res-
ponsabilidad alguna al deudo, por ser esencial-
mente decorativo.
El gobierno, aun siendo tan poderoso, defirió
á las inclinaciones nacionales con mayor fuerza
quizá, siguiendo una tendencia genérica. Efec-
tivamente, «gobernar» en su acepción política,
es la expansión metafórica de un vocablo náu-
tico—en realidad dirigir el buque,— pudiendo
continuarse la metáfora en sentido psicológico,
si se aplica á la situación del timonel. Este y el
gobernante se encuentran realmente en la popa
de la nave, no estando entonces llamados á des-
cubrir las nuevas tierras; y he aquí por qué so-
licitar de los gobiernos iniciativas revoluciona-
rias, equivale á sacarlos de su cometido.
Aquella monarquía peninsular, que ni con
mucho podía ser calificada de progresista, da-
do su ideal absoluto y su concepto puramente
militar del mando, tenía además en la ignoran-
cia pública una garantía de impunidad á todo
abuso. Excedióse, pues, en sentido retrógrado,
y la acción depulsora, que es común á todas,
fué decidida contramarcha en ella.
Las fortunas, pasajeras como es natural en
un medio de pura especulación, y con tan rápi-
da decadencia, desclasificaron, tanto en su ele-
vación como en su caída, otra buena parte del
pueblo; y la libertad de testar, adquirida por
sucesivas desviaciones del derecho foral, du-
— 37 —
rante el siglo xvi, agravó la perturbación; pues
los señores la aprovecharon para heredar de
preferencia á sus mancebas y bastardos. El
azar se volvió entonces un arbitrio económico,
disminuyendo, hasta perderse, toda noción de
prosperidad normal. El empleado fué el único
que siguió lucrando, en una administración ca-
da vez más complicada por la necesidad de en-
contrar recursos en el impuesto, es decir, cada
vez más artificiosa. Foro, clero y ejército eran
sus campos de explotación, y cada uno tuvo
su peculiar habitante.
En sus marchas á través de la Europa y del
Asia, el soldado se había vuelto el transeúnte del
mundo. La azarosa colección de aquellas mili-
cias, que preludiaban en manera tan informe á
nuestros ejércitos regulares; el carácter de esas
guerras, con el bandolerismo nómade de los
mercenarios que acudían á ellas como á una
caza montes; la división en mesnadas, comple-
tamente análogas á las corporaciones de ban-
didos, con quienes las confederaban sus seño-
res, hicieron de la vagancia una costumbre mi-
litar, á la cual contribuía con su ligereza espe-
cífica la miseria del soldado. Este la aceptó sin
gran repugnancia. Recorrió el globo trampean-
do, pues el saqueo constituía su jornal; la vida
errante le desvinculó de familia y patria; el ocio
aventurero atrofió su capacidad productiva; el
desamparo en semejante medio, llevó al auge
su trapacería y sus mañas-, y la adaptación á
semejantes condiciones, tanto como el abando-
no de toda virtud pacífica, dieron predominio
— 38 —
absoluto en su carácter al ingenio y al valor.
Con desenfado igual combatían por el Papa
y mezclaban hostias al forraje de sus caballos;
cálices y copones, teníanlos por vajilla de can-
tina; las vírgenes del Señor eran los pichones
de su cuaresma; de emparejarles la apuesta,
habrían volcado la bola del mundo en sus cu-
biletes. Langostas de la guerra, mucho más te-
mibles que los enjambres alados, la tierra fué
el rastrojo que se comieron. Durante años y
años se los había visto pasar bajo los estandar-
tes y las picas, como á través de escueta vege-
tación, repercutiéndoles en el enjuto estómago
los tambores de piel de hombre; provocando el
bigote con sus petulantes antenas; cubiertos de
remiendos internacionales sus calzones de es-
tambre y sus jubones de cordobán; limpios sólo
de sable y de bolsillo; mordido de herrumbre
el peto, el birrete de hierro apuntado por la
mecha del arcabuz. (1)
Como ejemplo realmente épico que preludia
dignamente la Conquista bajo su faz militar,
debe de citarse siempre las nunca bien celebra-
das expediciones de los almogávares ó vetera-
nos catalanes, que bajo las órdenes de Roger de
Flor llevaron su contingente al imperio bizan-
tino de los Paleólogos, amenazado hasta la rui-
na por los belicosos principados en que se ha-
bía divido el vasto imperio de los sultanes
selyúkidos.
(1) Los escritores tácticos españoles, como Sancho de Londoño,
Bernardino de Mendoza, Gutiérrez de la Vega, etc., alcanzaron re-
nombre internacional.
- 39 -
Llegados á Constantinopla en 1302, como sal-
vadores del imperio, en ventajosa sustitución
de la célebre guardia escandinava de los Vse-
rings, muy decaída por otra parte á la sazón,
el emperador nombra á su jefe megaduque de
la escuadra, otorgándole así el cuarto rango,
del imperio, y le casa con una princesa sobrina
suya. Así asegurados, parten tos almogávares
para Cyzica, que toman como .base de opera-
ciones, iniciando éstas por la Anatolia y la My-
sia. Una marcha triunfal, que dados la comar-
ca y sus recursos resulta verdaderamente ma-
ravillosa para aquellos seis mil aventureros,
gota de agua en el movedizo océano de las
tribus sarracenas, les da el dominio de la Lidia
y del valle del Hermos, al paso que sus galeras
van haciendo paralelamente el periplo del
Egeo. Ninfea, Meagnesia, Efeso, todas las ciu-
dades de la grande historia romana y cristiana,
caen en su poder. Intérnanse más todavía, en
las regiones casi legendarias de la Pisidia, la
Licaonia, la Frigia, la Caria y la Capadocia,
hasta el célebre desfiladero de las Puertas de
Hierro, que da entrada por el macizo del Tauro
á la Cilicia marítima. Regresan, después de ha-
ber impuesto con el de su fama el respeto del
nombre bizantino en tan dilatado país, y trai-
cionados por el emperador á quien parecieron
ya temibles con tal victoria, se atrincheran en
la península de Galípoli, cerrando así la entrada
occidental del mar de Mármara.
Después de una tregua pasajera, en la que
Roger de Flor encuentra el título de César— se-
_ 40 —
gunda dignidad del imperio jamás otorgada á
ningún extranjero— y la muerte en pérfida em-
boscada dispuesta por el emperador, la guerra
entre éste y los aventureros, vuelve á encen-
derse. Dos años batallan éstos en sus fortifica-
ciones de Galípoli. Asolado el país circunvecino
hasta las mismas puertas de Constantinopla,
aquella especie áe república militar emprende
marcha con dirección á la Grecia, después de
haber puesto á saco todo el litoral del mar de
Mármara y sus islas, no sin haber alcanzado en
audaz correría los mismos contrafuertes del
temido Balkán; estréllase en un ataque infruc-
tuoso contra los monasterios del monte Athos;
atraviesa el mar en dos ramas, conquistando
una de ellas la Tesalia y forzando las Termo-
pilas, como para que nada faltase á su gloria,
apoderándose la otra de Negroponto y llegando
ambas hasta la frontera del ducado franco de
Atenas que hacen suyo en la sangrienta batalla
de Copáis, para conservarlo durante más de
tres cuartos de siglo y celebrar sus hazañas
bajo el mismo augusto techo del Partenón. To-
do esto en sólo nueve años, de 1302 á 1311, re-
pletos con las más grandes proezas y los más
soberbios pillajes de la historia. La Anabasis
griega resulta pequeña ante esta colosal em-
presa, cuyo parangón sólo podrían darlo las
más audaces ficciones de los libros de caba-
llería.
Distinguían al hombre de ley su venalidad y
su torpeza. Si juez, el delito se le escapaba
siempre; si alguacil, su pesquisa no daba sino
— 41 —
en algún inocente desvalido, que pagaba por
justos y pecadores. Era costumbre inveterada,
desde dos siglos atrás, que los cuadrilleros de
la Santa Hermandad sisaran en los robos que
descubrían. Las pandillas de ladrones habían
llegado á reservar la quinta parte de sus robos,
en los recuentos semanales qu#e practicaban,
como renta de soborno; éste daba al empleado
una fuente de recursos, si no lícita, tolerada á lo
menos; y con tales costumbres, el ideal de jus-
ticia fué substituido por la perfección del proce-
dimiento. La cuestión era tener víctima, y para
esto servía cualquier prójimo, encargándose
del resto la tortura. Derecho y jueces andaban
á la greña. La obra escrita era admirable, y las
leyes de Indias forman por sí solas un monu-
mento; pero el hecho de ser uniforme para un
Continente de regiones tan diversas, está reve-
lando su carácter artificioso. El conflicto resi-
dió siempre en que la Corona legislaba, pero
no tenía cómo aplicar su legislación. El hombre
de ley era un empleómano y de aquí provenían
todos sus defectos. Soberbio con el pueblo, ba-
jaba en la oficina á instrumento de sus subal-
ternos, que le ganaban el lado flaco de la vena-
lidad, convirtiéndose en sus cómplices; y á
estado semejante, correspondía por parte del
pueblo el más profundo desprecio hacia el hom-
bre de ley.
Aquella fué la edad de oro del rábula. La ju-
risprudencia, hermana de la teología que de-
generaba rápidamente en casuismo, llegó áser
una habilidad de sofistas, en esgrima de corta-
- 42 —
pisas y subterfugios. El alegato adquirió más
importancia que la prueba; y aquella literatura
forense, presenta el más fértil enredo de suspi-
cacia que se haya visto nunca, bordado con su-
tilidad bizantina desde en el auto del juez hasta
en la rúbrica historiada del cartulario, sobre el
fondo de barbarie inconmovible que hacía del
proceso un ojeo de hombres.
Por otra parte, la misma Universidad comen-
zaba el estrago. El juez, el abogado, el escriba-
no futuros, salían ya bribones de aquellas au-
las, cuya tortura mental, deformando los
espíritus, daba por fruto una moral igualmente
contrahecha. Nada como el bachiller español
en punto á estafas, raterías y travesuras bru-
tales. Ni los salmantinos escaparon al contagio
general. William Lithgow, viajero contempo-
ráneo, decía en 1620, refiriéndose á la célebre
universidad, que era en ella donde nacían
«aquellos enjambres de estudiantes cuyas pi-
cardías, robos y mendicidad, poblaban la tie-
rra.»
Esquilmados por sus tutores y bedeles; sin
más recursos que la pensión insuficiente ó la
magra beca; atiborrados de indigesta erudi-
ción, cohibidos por una disciplina de monaste-
rio, la reacción de la Naturaleza así violentada,
los conducía al fraude libertador. Aquella ju-
ventud, oprimida bajo el férreo arnés de juicios
y prejuicios que formaban la ciencia de la épo-
ca, se escabulló en una jocosa truhanería. Su
vivacidad canalla fué, después de todo, el único
regocijo en aquellos páramos de la escolástica,
— 43 —
la única protesta contra esa ciencia en silogis-
mos, que no había podido entender la lógica
elemental de Colón— la buena, la franca jovia-
lidad que abría al racionalismo un postigo con
la sátira, concertando epigramas en el fondo de
su bonete.
La avería del carácter no erádmenos honda,
sin embargo. El descreimiento en todo lo que
no fuera argucia, se hizo de regla; la pedante-
ría, elevada á las nubes por una enseñanza in-
suficiente, injertó en la cepa soldadesca del
fanfarrón, duplicando su fuerza; y este paso
atrás se daba cuando Florencia, Londres y Pa-
rís, fundaban academias de ciencias á tres y
nueve años de intervalo; (1) cuando el perio-
dismo nacía en Venecia y en Amberes; cuando
la filosofía positiva alboreaba con Bacón. Pero
si España podía defenderse con la ignorancia
común, todavía grande, aunque no intentara
salir de semejante estado, alegando que el doc-
(1) Las mismas casas soberanas iniciaban la evolución en tal
sentido, siendo notables, desde este punto de vista, aquellos Me-
diéis, cuyo carácter parecía sintetizar la orgía de vida y el salvaje
individualismo del Renacimiento. Comerciantes, representaban
bien con su soberanía la evolución social operada, siendo Cosme y
Francisco, químicos distinguidos. De los dos, éste fué el primero
que fabricó porcelana chinesca en Europa, y habiendo aprendido de
Benvenuto Cellini el arte de falsificar zafiros y esmeraldas, lo apli-
có en negocios, si no correctos, brillantes. Descartando á la fiera
medioeval, rugiente á ratos bajo la urbanidad toscana, diríase que
ese admirable déspota preludió vagamente á Luis XV, hasta con
su querida— aquella Bianca Capello cuyas cualidades, así como su
situación respecto á la consorte legítima, le dan un parecido tan
grande con la Pompadour. España, con su quemadero de herejes
y su devoción siniestra, era ciertamente la antípoda de aquel
Estado.
— 44 —
tor Sangredo, por ejemplo, imperaba en las cá-
tedras de todo el mundo, el derecho, que es la
base de mi argumentación en esta parte, se
veía contrariado por tropiezos inherentes al
medio.
El estado larval que implicaba su existencia
en los fueros, se perpetuó por la impotencia
del gobierno monárquico para realizar la uni-
dad, en el único sentido que la habría hecho
duradera; pues el espíritu foral, enemigo en-
carnizado del romanismo, se conservaba vio-
lento á pesar de las deformaciones. Había su-
frido, sin cambiar en substancia, la adaptación
torpemente efectuada por los abogados del si-
glo xiv, é intentada desde el anterior, al con-
tacto, diríase íntimo, con los bizantinos, (1) co-
mo que la madre de Jaime el Conquistador,
por ejemplo, fué nieta de Manuel Comneno I. (2)
(1) Ya hemos mencionado la expedición de los almogávares.
Conviene recordar que la unión hispano-bizantina, venía desde los
árabes, hasta tal punto, que el arte arábigo-español de la segunda
mitad del siglo x, se llama del período bizantino. Estrechas rela-
ciones unían al califato de Córdoba con el imperio griego. El alcá-
zar de Zahra, cerca de esta última ciudad, fué construido por arqui-
tectos de Bagdad y de Constantinopla que Abderramán había lla-
mado en 936. La fuente jaspe con su cisne de oro, obra la más admi-
rable de la sala del califa, era bizantina, y sobre ella estaba suspen-
dida la famosa perla que éste había recibido en presente del basilio.
Igual origen tenía otra fuente cincelada y dorada de los jardines. El
imperio bizantino había llegado en el siglo x al apogeo de su gloria
y de su cultura, siendo bajo este aspecto el centro del mundo; lo
cual explica la influencia mencionada.
(2) Un dato más interesante aún: La iglesia de San Juan del
Hospital, en Valencia, conserva la tumba de una basilisa bizantina,
doña Constanza, fallecida en 1313 como religiosa de Santa Bárbara,
después de haber llevado la más novelesca existencia. Era hija na-
tural reconocida del emperador Federico II de Hohenstaufen y de
— 45 —
La barbarie feudal de esos privilegios, chocó
rudamente con el absolutismo latino de la mo-
narquía, pero sin intervención del pueblo, á no
ser como carne de cañón.
Las tentativas para suprimir semejantes fo-
cos de separatismo en las soberanías incorpo-
radas, fueron éxitos más militares que políti-
cos, pues á los abolidos no se los compensó con
nada mejor, dado que la ley sustituyente era
sólo un instrumento de explotación fiscal. Los
subsistentes, lógicos en los tiempos feudales,
quedaron como un arcaísmo, intrincando la le-
gislación sin fruto alguno; y el Estado, como se
verá en breve, fué nada más que una policía
incómoda, dedicada por entero á la extorsión
contributiva.
Sobrepúsose entonces la destreza leguleya al
principio de equidad; toda noción de rectitud
la piamontesa Blanca Lancia, es decir hermana del famoso Manfre-
do de Sicilia á quien Dante encontró en su Purgatorio (Canto III)
biondo e bello e di gentile aspetto, y del poético Enzio. Casada en
1244 con Juan Ducas III, llamado Vatacio, el gran enemigo de la
iglesia romana y de los francos, vióse pronto suplantada en el co-
razón de su marido por una dama italiana, la Marchesina, que era á
la vez su gobernanta, pues la princesa no contaba sino doce años
mientras el emperador era ya quincuagenario. La italiana subyugóle
de tal modo, que su séquito llegó á superar al de la soberana legíti-
ma, teniendo derecho hasta para calzarse de púrpura como una
emperatriz. Muerto Vatacio, sucedióle Teodoro Lascaris, hijo de
un primer matrimonio, sin que por ello mejorara la suerte de Cons-
tanza, pues éste nególe siempre el permiso que con reiteración pi-
diera para volver á su patria, conservándola como un rehén contra
los latinos de Constantinopla, á pesar de las reiteraciones de Man-
fredo. El advenimiento de Miguel Paleólogo en 1260-61, la encontró
joven de treinta y dos á treinta y tres años, y seguramente hermosa,
pues el nuevo emperador enamoróse locamente de ella. Entraba en
las pretensiones matrimoniales que éste manifestó desde luego, su
— 46 —
quedó suprimida por el cohecho, la justicia fué
un privilegio á su vez en aquella subversión ge-
neral, constituyéndose de hecho el pueblo bajo
la forma de una sociedad primitiva, donde ca-
da cual se hacía justicia á su modo, sin alcan-
zar el equilibrio de las agrupaciones civilizadas,
en que el derecho, que es la conveniencia de
los más, fundada y estatuida sobre el interés
recíproco, se sustituye á la fuerza y al indivi-
dualismo bárbaro de la época feudal.
Los pueblos salían, entretanto, del ideal de
gloria, que la Edad Media mística y paladines-
ca les legara, entrando de lleno al de justicia,
que las aspiraciones democráticas traían consi-
go; y nada más distante de él que ese derecho
español, todo chicana bajo su cariz entre teoló-
gico y curial.
parte de razón política; puesto que aquel casamiento, dando nueva-
mente á Costanza el trono bizantino, eliminaba á Manfredo, ya rey
de Sicilia, de la liga latina formada para la reconquista de Constan-
tinopla— echándole del lado griego. Pero el Paleólogo era casado,
y su mujer, la basilisa Teodora, madre de siete hijos, negábase obs-
tinadamente al divorcio. El patriarca de Constantinopla púsose de
su parte, amenazando al emperador con la excomunión. Decidido
éste, entonces, á apartarse del objeto de su amor, canjeó á la des-
venturada princesa por el cesar Stratigoponlos, prisionero de Man-
fredo, regresando aquélla á su tierra natal en 1263. Dos años, ape-
nas, permaneció con su hermano, debiendo huir al cabo de este
tiempo, ante la invasión del reino de Ñapóles por Carlos de Anjou.
Trofeo de los angevinos, como toda la familia de su hermano, fué
quizá la única que no murió prisionera. En 1269 pasó á España con
autorización de los vencedores, sin duda, siendo bien recibida por
el infante don Pedro de Aragón, casado con una sobrina suya de su
mismo nombre. Profesó en el monasterio de Santa Bárbara, en Va-
lencia, donde vivió muchos años todavía.
Pido excusas al lector por la longitud de esta nota, en gracia del
interés histórico que encierra.
- 47 —
El clero experimentó una evolución análoga.
Sus cismas y transgresiones, ciaban pasto abun-
dante á la sátira popular. Ya durante la Edad
Media, había quedado clásico el sucedido de
Ramiro II, que profeso de los benedictinos y
obispo de Pamplona, fué autorizado por el an-
tipapa Anacleto para casarse con la hija del
duque de Aquitania, en la cual tuvo á la reina
Petronila; y durante el siglo xv, que acentuó
más aquellos vicios, hubo casos como el de
don Alonso de Aragón, hijo adulterino de Fer-
nando el Católico y arzobispo de Zaragoza, pa-
dre á su vez de un vastago natural y sacrile-
go, que le sucedió en el sagrado cargo; ello sin
contar la exaltación, mucho más concluyente,
del primogénito del Papa Alejandro VI, á
quien el mencionado monarca hizo duque de
Gandía.
Tales excesos, rebajaron su prestigio. Con
todo el respeto que inspiraba, su condición di-
soluta no escapó á las férulas del cuento pica-
resco. Este reeditó, enriqueciéndolo con nuevos
detalles, el tipo del clérigo vividor, que Novéla-
nos y Decamerones habían paseado en bragas
sueltas á través de la Italia galante. Prebenda-
dos de triple mentón y sensuales labios de be-
renjena; abades de culminante panza; novicios
cavernosos de flacura— son los mismos que di-
vierten á la Península, en parranda con mozas
de chancleta y manga ancha; fieles al ósculo
de la bota y ambos brazos ocupados, ese por
la guitarra de las juergas, éste por la Justina ó
— 48 —
la Flora, saladas biznietas de las picantes Cate-
rinas.
La Inquisición hizo la vista gorda ante aque-
llas impertinencias, que denunciaban, por otra
parte, un daño real. Toleró la avaricia y la in-
continencia del clero, sin duda porque no en-
contraba en ellas un peligro para la integridad
de la Iglesia; ]jero el cuento picaresco jamás se
metió con el dogma. El respeto hacia éste fué
siempre grande. Era la letra, es decir la forma
intangible, que el Santo Tribunal cuidaba con
celo atroz. Poco importaba que las virtudes de-
salojaran la construcción teológica. La religión
se dejaba llevar también por el extravío de las
ideas dominantes. Su programa de estabilidad
eterna, se satisfacía con la permanencia del edi-
ficio.
Esta materialidad pervirtió su fervor primi-
tivo, limitando sus persecuciones al hereje rico.
Su desdén por los gitanos, introductores de
brujerías tan peligrosas como los naipes, que
fueron primitivamente libros de suertes, es una
prueba. El gitano era pobre, no presentaba
aliciente á la confiscación; resultando de esta
tolerancia, que el elemento asiático cuya pro-
ductividad estaba demostrada por el trabajo,
fué expulsado; mientras el vagabundo de baja
ralea, quedó influyendo sobre la desorganiza-
ción general, y agregando, con su fecundidad
característica, elementos de la peor especie al
ya acentuado orientalismo de la raza.
Chalán de mala ley, albéitar por consecuen-
cia, contrabandista por vocación, hechicero á
- 49 —
ratos, trápala siempre, el gitano se halló pez en
aquellas turbias aguas. El medio le fué tan pro-
picio, de tal modo se avino con el pueblo, que
las reales órdenes dadas en su contra con pro-
gresiva frecuencia, desde el siglo xv al xvm,
jamás produjeron efecto. Disfrutaba de la indi-
ferencia pública, á causa de su condición nada
envidiable, cosa que no había ocurrido con el
judío y con el moro. Después de todo, el gitano
era para éste charamí (ladrón) y para el espa-
ñol, gitano (egipcio) simplemente. La diferencia
me parece significativa.
Infestó las campañas, que aun conservaban
su núcleo de trabajadores, convertido en meso-
nero cuyo traspatio era refugio de bandidos,
donde servían de añagaza al caminante adies-
tradas Maritornes.
La falta de caminos seguros y de ríos nave-
gables, mató el comercio interno, á punto que
algunas provincias abandonaban sus cosechas
en el rastrojo por no tener cómo transportar-
las, proveyéndose las otras de cereales en el
exterior. El bárbaro privilegio de la mesta, que
arruinaba la agricultura para hacer prosperar
á los carneros, aumentó la miseria general. El
campesino se volvió á su vez tramposo; la in-
solvencia esparció por las campañas sus negras
inquietudes; leguleyos tronados cayeron apun-
to con su aparato de latines; el hidalguillo ru-
ral trocó la siembra por el pleito y bajó á la
ciudad en busca de tribunales; el labriego, sin
trabajo en las tierras abandonadas, y aplasta-
do por servicios pesadísimos, como el de baga-
EL IMPERIO.— 4
- 50 -
jería (acembla, corrupción de acémila) que
prestaba al Rey y á los nobles, siguió sus hue-
llas; produciendo esa enorme concentración ur-
bana, que es una tendencia de raza hasta
hoy, es decir aumentando la ya innúmera
falange del proletariado crápula é incapaz.
Sólo la nobleza, que por sus condiciones de
fortuna alcanzaba á sostenerse correcta, con-
servó la tradición de honor, aunque exageran-
do, por reflejo directo el orgullo del aventure-
ro. Su ejemplo, que pudo ser eficaz sobre el
pueblo, quedó nulo, dada la distancia á que se
encontraba de él, así como su efectiva impoten-
cia de minoría. El espectáculo de su pompa,
exasperaba, por otra parte, la sed de rique-
zas á cualquier precio., con nuevos incenti-
vos de fraude; y como elemento de gobier-
no, adolecía de los defectos ya enunciados en
éste.
No puede negarse que fomentó, á porfía con
el monarca, las artes y sobre todo las letras;
pero éstas, retraídas al gabinete, carecieron de
influencia popular. La escolástica habíalas al-
canzado también, con la sola excepción de
las novelas picarescas, que heredaron en el
pueblo la boga de los episodios de caballería,
en combinación con los cuales darían á España
la joya más bella de su literatura.
Dichas novelas, destinadas á divertir ensal-
zando en prototipos nacionales la trampa, el
robo y la farsa, fueron la manifestación más
vigorosa del ingenio español, y la más original
— 51 -
á la vez, (1) como lo -prueba la influencia de
que gozaron durante dos siglos sobre las lite-
raturas europeas, así por la abundancia de sus
traducciones, (2) como por la afición á imitar-
las. El picaro español se volvió un tipo inter-
nacional, debiéndose su éxito, así al efecto de
contraste que causaba con el paladín de las
ficciones caballerescas, como á los elementos
realistas que componían su carácter. Cortado
en la carne viva del pueblo— paladín á su vez
de la picardía y del fraude,— fué el verdadero
origen de la novela de costumbres, hasta por su
indiferencia perfectamente moderna ante las
consecuencias morales de su actitud. En la lite-
ratura española es lo único genuino, bien que
lo escaso esté aquí compensado con exceso por
lo excelente.
Las demás formas literarias, confinadas se-
gún he dicho al gabinete, fueron más bien
obra de humanistas, como que su auge tuvo
por preludio la adaptación de los fueros al De-
recho Romano, coincidiendo con la reacción la-
tina que recibió específicamente el nombre de
gongorismo. El Renacimiento en arte, y la uni-
(1) No obstante, he creído encontrar en las Mil y Una Noches
(noche 132.a trad. de J. C. Mardrus) el origen arábigo de este género;
pues la «Historia de los Artificios de Dalila la Bribona», me parece
un dechado de cuento picaresco. El libro en cuestión, ó por lo me-
nos los cuentos que lo forman, debieron de ser populares en Espa-
ña, si se considera las estrechas relaciones de Córdoba con Bagdad.
La picara Dalila, resultaría, así, una abuela árabe de Justina y de
Urdemalas.
(2) El Lazarillo de Tormes, tronco de la familia, y primero entre
las treinta y tres perlas que la forman, alcanzó más de 60 ediciones
en diversas lenguas, desde 1554, fecha de su aparición, hasta 1700.
— 52 —
dad en política, confluían al mismo cauce arti-
ficial. La teología y la jurisprudencia dominan-
tes, influyeron mucho sobre las letras españo-
las. El estilo forense, antecesor inmediato del
gerundiano, dejó su marca en la prosa seria,
sin excluir los sermones, de corte fuertemente
curial. Las parténicas del examen universita-
rio, daban su modelo al discurso; el tono jurí-
dico, era de rigor; las intrigas dramáticas, re-
sultaban simples coartadas; en las más altas
efusiones de la mística— otra veta casi original
del genio español— hay algo de abogadil... Na-
da extraño en todo esto, si se considera la estre-
cha relación del derecho y de la teología en
aquella época: el mismo diablo tenía abo-
gado para discutir los procesos de canonización.
Las formas líricas, importadas de Italia, (1)
que fué el granero intelectual del Occidente
cuando terminó el poder morisco— influyendo,
como ya dije, hasta en la novela picaresca, la
creación literaria más española,— no eran tam-
poco muy accesibles al pueblo. Carecían de ila-
ción con el romance, forma popular que no
progresó; y siendo productos de gabinete, ca-
yeron á poco andar en el culto de la retórica.
Esta calamidad enfermó á toda la literatura.
El retruécano se volvió la gala más delicada del
(1) Ya era una especialidad española la importación de los pro-
pios productos con marca extranjera. Efectivamente, dichas formas
fueron introducidas en Italia por los trovadores, tomándolas éstos
délos árabes, cuyas fueron originariamente, por la influencia inter-
mediaria del papado de Aviñón sobre España; viniendo así ésta á
recibir como subalterna, la preciosa herencia que no supo con-
servar.
- 53 -
estilo, influyendo hasta sobre la ideación filosó-
fica. En las mismas efusiones religiosas se usa-
ba de él; y nada prueba lo vacío dé semejante
devoción, la falsedad intrínseca de tal literatu-
ra, el frío interior de aquel pueblo al borde mis-
mo del brasero inquisitorial— como ese estilo
que impone á los verbos sublimes, contorsio-
nes de acróbata para desahogarse con Dios. (1)
No obstante, esa literatura que era al fin be-
néfica, y mantenía la dignidad intelectual en-
hiesta ante el derrumbe, pronto se ahoga bajo
la profusión retórica y agostada por su aisla-
miento entre la ignorancia común. Al énfasis
señorial de sus dramas, sucede una gárrula
parla de espadachines; á sus noblezas críticas,
un gramaticalismo de dómines; á su lírica un
tanto endeble, míseras rimas en vocativo. Los
dos escritores más notables de aquella época,
dan con su caso respectivo una enseñanza más
elocuente, si cabe. En efecto, la familia cervan-
tina se multiplica profusa, pero en una sola di-
rección—el estilo del maestro. Ahora bien, el
estilo es precisamente la debilidad de Cervan-
tes, y los estragos causados por su influencia
han sido graves. Pobreza de color, inseguridad
de estructura, párrafos jadeantes que nunca
(1) Es curioso que en la pintura española, y sobre todo entre los
iluminadores de la Edad Media, falte casi por completo el azul, el
color místico por excelencia, que da una luz de tal modo seráfica á
los cuadros del beato Angélico y que había encendido con clarida-
des empíreas las vidrieras de las catedrales del siglo xil, el más pu-
ramente místico en arte, así como las miniaturas de los libros de
horas flamencos, alemanes y franceses. En la miniatura española,
se advierte el predominio del púrpura, el rojo y el violeta.
- 54 -
aciertan con el final, desenvolviéndose en con-
vólvulos interminables; repeticiones, falta de
proporción, ese fué el legado de los que no vien-
do sino en la forma la suprema realización de
la obra inmortal, se quedaron royendo la cas-
cara cuyas rugosidades escondían la fortaleza
y el sabor.
Quevedo, erí cambio, mucho más castizo,
mucho más artista, verdadero dechado, fruto
de meditación y flor de antología, murió sin su-
cesión, de pie como un monolito en la coraza
de su prosa. Encogiéronse de hombros ante su
profundidad tachada de «conceptismo», recogie-
ron de su pródiga troje sólo las aristas que vo-
laba el viento, y el más noble estilista español
quedó transformado en un prototipo chascarri-
llero.
Llegó un poco más lejos, siendo más signifi-
cativa, esa esterilidad. (1) Cuando Italia florecía
en artistas, al propio tiempo que los Borgias
imperaban en Roma, éstos, á pesar de su pró-
digo fausto, no tuvieron una iniciativa en pro
de la belleza. Aquel siglo del Renacimiento, que
en un solo año (1564) veía morir á Miguel Án-
gel y nacer á Shakespeare, nada tuvo que agra-
decer á la familia pontificia española, sucedi-
da, para mayor contraste, por Julio II y por
León X.
Otro detalle que revela el fondo artificioso de
(1) Isidoro de Sevilla y Aurelius Prudentius el insigne zaragoza-
no, influyeron de tal modo en la Edad Media sobre la ciencia y la
poesía respectivamente, que hasta las alegorías de la arquitectura
gótica de toda la Europa central, se inspiraron en sus obras.
— 55 —
esa literatura, en toda su amplitud, es que la
mujer apenas afecta á la poesía. España no tie-
ne un solo «poeta del amor.» (1)
Nada, sin embargo, más propicio á la inspi-
ración que la mujer española.
Poco interesa por de contado la alta dama,
que es igual bajo todas las latitudes. Clase me-
dia y pueblo, menos nivelados por el artificio
convencional, más sensibles al ambiente, más
puros de raza, dan un tipo decididamente ad-
mirable.
Férvidas morenas, que tienen, como la miel,
su cualidad substantiva en su dulzura. Muelles
en la pereza oriental, que están denunciando la
pantorrilla baja, la lentitud cadenciosa del an-
dar, el pie brevísimo, la mirada que anticipa en
languidez tristezas de amores. Apasionada has-
ta la locura, su afecto era de una incorruptible
fidelidad, que naturalmente se exteriorizaba en
altivez. El amor accidental, la galantería, le
eran casi desconocidos. La vida entera del
amante le parecía poco, pero es porque ella
amaba hasta la muerte. Doña Juana la Loca, es
un caso de España. Su vida, consecuente con
estos rasgos, se eclipsa en el hogar. Madre, im-
pera; y esposa, reina. Pero la presión de los ce-
los masculinos, la eternidad de aquella renun-
ciación del mundo, que significa el desenlace
de su amor, le infunden una gravedad cuyo
fondo es tristeza; y la religión agrega su ele-
(1) No' ignoro que se me objetará con Garcilaso; pero siendo fácil
demostrar su constante imitación de Petrarca, el lector deducirá lo
que podía haber de genuino en su tendencia amatoria.
- 56 —
mentó terrorista á esa sombra, imponiendo una
actualidad de dolor en una remota esperanza
de ventura. No se amengua su exaltación, sin
embargo, antes crece en la melancolía. La de-
voción, que es su segundo amor, la apasiona
igualmente. Santa Teresa ha quedado prover-
bial. Fuego divino y llama infernal, lo mismo
la queman. Carnal ó celeste, su amor vive en
el arrebato. La monarquía, colaborando en esa
devoción, más la había sublimado. Estaban
para ejemplos las venerables doña María de
Montpellier, doña Leonor, reina de Chipre,
Santa Isabel de Portugal y aquella adorable
monjita, la infanta de Aragón doña Dulce, que
á los diez años fué religiosa. El hogar español,
tan fieramente inviolable que recuerda desde
luego al harem, profundiza con su aislamiento
esa tendencia mística. Los hijos no podían sen-
tarse á la mesa con sus padres, mientras no
fuesen caballeros, y aquéllos estaban autoriza-
dos por la ley (Partida 4.a, Título XVII, Ley
VIII) á comérselos en caso necesario. Tal la ri-
gidez de ese hogar, donde el mismo sol entra-
ba furtivo. Su situación de plaza fuerte prolon-
gó las formas domésticas de la Edad Media. La
señora fué centro de un pequeño mundo. Desde
la cocina al oratorio, toda la vida, con sus pe-
queñas industrias, sus necesidades comunes,
estuvo para ella entre esas paredes. Lo que el
castillo feudad había aislado por previsión gue-
rrera, fué conservado por los celos orientales.
Pero á causa de la igualdad monogámica, re-
sultó favorable á la dignidad de la mujer. La
- 57 -
calle fué para ella un terreno vedado, al cual
no se aventuraba sin su dueña y su rodrigón;
la escritura un arte galeoto; su aposento reme-
daba una celda monjil; hombres, no veía otro
que su confesor, fuera del padre y los herma-
nos que la trataban con rígida cortesía.
La sangre, loca de sol, exasperada como por
una infusión de especias, al soplo enervante de
las brisas africanas, podía con todos esos rece-
los; y el discreteo de las «tapadas», que tornó
clásicas la comedia congénere, vengó de tantos
agravios á la libertad y á la belleza. Una ama-
ble rufianería de lacayos, escurrió billetes y
madrigales por las junturas de las imponentes
cancelas. La Celestina se volvió un personaje
clásico; el percance de los galanes sorprendidos
por la ronda, ó muertos en duelo anónimo al
pie de cómplices rejas, fué argumento popu-
lar; pero justo es decir que semejante reacción,
asaz natural por otra parte, jamás llegó ala
corrupción de las costumbres. La dama espa-
ñola conservó integérrima su pulcritud en el
arca de su fidelidad. El asalto á los hogares de-
masiado herméticos, no fué precisamente una
proeza casquivana, y las conquistadas donce-
llas amaron por lo común sólo á sus dueños.
La mujer de la clase media mantuvo su hones-
tidad, y el adulterio fué casi siempre un pecado
de Corte.
El pueblo no resistió tan bien á la corrupción
general. El picaro se desdobló á poco andar en
la picara, sujeto específico como él. De concier-
to con perillanes y bandidos, ésta fué activo
— 58 —
fermento de corrupción. Mestiza de judío, de
moro, de gitano, presa de la alcahuetería ó de
la miseria, ella había operado la fusión de las
razas, al descender los de casta superior hasta
sus brazos tentadores y fáciles. Su tálamo for-
tuito en los pesebres de las ventas y los sotos
silvestres, alzado en ocasiones hasta la alcoba
real, efectuó la mezcla funesta para los elemen-
tos arios, que la guerra mantuvo libres del
contacto semita. Agente de la disolución ahora,
propagaba con fecundidad doblemente perni-
ciosa las pestes del cuerpo y los males del espí-
ritu. Pero siempre desinteresada é instintiva,
su prostitución jamás fué sórdida; su fidelidad
continuó descollando característica, en los tu-
gurios de la hampa. La altivez nativa acentuó
siempre su garbo, constituyendo una especie
de lustre, que resaltaba lo mismo entre blondas
que entre harapos; y nadie pisó la tierra con
gallardía igual, cuando bajo la escolta de su
majo pálido, derramaba por los barrios bra-
vios aquella delicia de su carne amorosa, pur-
pureando en sus cabellos el clavel popular, sus-
citando con esos ojos, que evocaban melanco-
lías de lunas agarenas, lampos de navajas y
candencias de piropos.
A ese impulso inspirador, que la verba im-
provisadora de los gitanos estimulaba, tuvo
aquella mujer su poesía. La musa plebeya rea-
lizó en su honor, lo que no pudo el estro de los
retóricos. Coplas mil nacieron, al sonar su cha-
pín destalonado en las aceras que desdeñaba el
brodequín de la duquesa; y la única poesía eró-
— 59 —
tica de España, la que aun vive con su gracia
original, cuando ya nadie menciona los atil-
dados perifollos de academia, es fruto de su
cuerpo.
La tristeza morisca, bien cultivada en aquel
ambiente de opresión, impregnó tanto á esa
poesía como á la mujer de quiejí ella emanaba,
siendo éste otro rasgo genérico del femenino
español. Los celos, más vivos también en el
alma inculta, dieron á tales efusiones su elo-
cuencia desesperada. El amante en sus coplas,
si ofrece la vida, en cambio amenaza con la
muerte. Las melodías arábigas, cuyas quejas
y suspiros cesan apenas de alternarse, para tra-
ducir en ayes los aullidos del desierto, engen-
draron la música popular; y ésta formó, como
quien dice, el comentario del despotismo, en
consorcio con aquella poesía donde flotan las
añoranzas y los desengaños de una raza, que
en su literatura posee historias enteras «de ára-
bes que han muerto de amor;» (1) las quimeras
de éste, único paraíso para el esclavo, cuyos
celos lo guardan cual sanguinarios mastines; la
indefinida protesta de un pueblo aherrojado en
el calabozo teológico, del cual es el monarca la
centinela, cuando la nacionalidad al integrarse
ensanchaba sus horizontes, que aun se ampli-
ficarían con el Descubrimiento hasta la infini-
tud del mar, convirtiendo en amargura el hon-
do contraste.
(1) No conozco el libro; pero Stendhal lo cita en alguno de sus
estudios sobre el amor, y Stendhal es de los autores á quienes pue-
de creérseles bajo palabra.
— 60 —
Chispa y buen humor, también perecieron en
el naufragio. La misma novela picaresca fué
ante todo un desahogo brutal, una carcajada
cínica— en la cual había más desplante de per-
dido que gracia verdadera— y en el fondo, en
su entraña recóndita, una venganza, menos ba-
ladí de lo que parece á primera vista, contra la
opresión de la conciencia.
Esta se extremaba en razón directa del abso-
lutismo político. La misma teología, que era la
filosofía de la época, experimentó una reacción
mística. Declinó la vasta influencia interna é
internacional de Vives y de Osorio, con su im-
perturbable serenidad y sus agilidades polémi-
cas, respectivamente, sustituyéndosele la exal-
tación de Fr. Luis de Granada. Papistas antes
que cristianos, lo que perdieron los místicos en
latitud, ganáronlo en profundidad. Cierto es
también que llegaban duros tiempos.
La inquietud político-filosófica que llenó el si-
glo xv, tuvo en la Península poderosa reper-
cusión, no sólo popular, sino de cátedra, bas-
tando para prueba la actitud del profesor sal-
mantino Pedro de Osma, reputado por el hom-
bre más sabio de su tiempo, y condenado en
el concilio de Alcalá; del propio modo que el
decisivo apoyo, prestado por Alonso V de Ara-
gón al cisma de Basilea.
Depravaciones y simonías del clero, contri-
buían á inquietar más los ánimos, y así las co-
sas, la Reforma había penetrado, por el contac-
to comercial con los países herejes, no obstan-
te el genio avizor de Carlos V. Libros prohibi-
— 61 -
dos, de origen alemán y genovés, circulaban
con relativa profusión, clandestinamente reim-
presos algunos en la misma Castilla. La unión
con Inglaterra, estrecha entonces, por la doble
relación del comercio y de la alianza inaltera-
ble—que subsistió desde el primero de los Plan-
tagenet y Alfonso VII de Castilla, hasta María
Estuardo y Felipe II— fomentaba la propaganda
herética. Así este monarca, una vez concluidas
sus guerras en Italia y Francia, consagróse en-
tusiastamente á la represión de la herejía, em-
pezando su campaña en 1558.
El espíritu déla Edad Media, volvió á domi-
nar imperioso. Durante ella, y bajo la influen-
cia exclusiva de la Iglesia, había reinado la in-
movilidad. A condición de no cambiar nada, se
podía discutir todo, siendo un error creer que
no existía la libertad de discusión. Era, sin em-
bargo, una libertad puramente dialéctica, pues-
to que demandaba, ante todo, la conformidad
con lo establecido. De aquí que hereje, quiera
decir estrictamente «disconforme». Tener opi-
nión propia era el verdadero delito.
De esta inmovilidad fundamental, que limita-
ba las operaciones filosóficas á sacar consecuen-
cias de los principios invariables, nació el pre-
dominio del silogismo. Ciencia y religión eran
la misma cosa á este respecto, pues la Biblia y
Aristóteles se conciliaban en el mismo concepto
de autoridad. Corporal y espiritualmente, la
unidad era el objetivo. Así, la única oposición
provino de que tanto el papa como el empera-
dor, se atribuyeron la representación de esa
— 62 —
unidad, discutiendo sus parciales una mera
cuestión de investidura. En España había ven-
cido el emperador.
El protestantismo rompió este molde, con la
agitación que causara. Ello fué involuntario sin
duda, pues la Reforma, «querella de frailes», en
efecto, al comenzar, quería la misma cosa, des-
de que discutíartodo, menos la Biblia; pero á
fuer de revolución, sobrepasó su objetivo, be-
neficiando su éxito al mundo.
La monarquía absoluta, cuyos privilegios
hería de muerte aquella conmoción, reaccionó
potente; y su triunfo en la Península quitó á és-
ta la última esperanza de abandonar la Edad
Media en que permanecía. Bajo Felipe II, las
Cortes de Tarazona prohibieron como un delito
que se gritara Viva la Libertad,
Así como el Nuevo Mundo le quitó lo mejor
de su raza, Inglaterra aprovechó sus talentos
más libres, aunque no quizá los mejores; pero
la cuestión no era de calidad individual, sino de
ideas generales.
Desde 1559 comenzaron á llegar á aquel país
los reformadores españoles perseguidos por la
Inquisición. El sectarismo y la rivalidad políti-
ca, que se pronunciaba cada vez más en ofen-
sas, los acogían con predilección singular, re-
conociendo sus méritos hasta el punto de dar-
les á desempeñar cátedras en la misma Ox
ford.
Arias Montano y Pérez de Pineda merecieron
la admiración británica; Del Corro y Valera
imprimieron sus obras en Inglaterra: y los es-
— 63 —
pañoles residentes allá, casi todos comercian-
tes, vale decir más accesibles al espíritu moder-
no, adoptaron la Reforma.
De tal modo España, al repudiar las tres ma-
nifestaciones correlativas de la civilización mo-
derna que comenzaba: el comercio, y en con-
secuencia la colonización; la Reforma, fuente
directa del racionalismo, y el concepto civil de
la autoridad, base de las instituciones democrá-
ticas, abjuró de hecho el progreso.
El atraso intelectual, sobreviniente á la ex-
pulsión morisca, quitó á sus universidades la
clientela inglesa, contribuyendo esto, tanto co-
mo la religión, es decir, en parte principal, á la
pérdida de aquella alianza británica, cuya rup-
tura empieza la era de las grandes desgracias
peninsulares. Las ciencias naturales acabaron
del todo, y la medicina, que fué su resto, dio á
poco andar en el más ridículo empirismo. La
escuela griega se sobrepuso á la arábiga, domi-
nando el campo desde los comienzos del si-
glo xvi, y ya España no fué su sede. La medici-
na española estaba reducida á los trataditos de
Monardes, cuyos solos títulos bastan para de-
nunciar su carácter: Tratado de la piedra be-
zoar y de la hierba escorzonera; Tratado de la
nieve y del beber frío, etc. En la Academia de
Medicina de Granada servía de texto la dispa-
ratada Medicina española contenida en prover-
bios vulgares de nuestra lengua, por el doctor
Juan Soropán de Rieros. La misma Salamanca
carecía de una cátedra de matemáticas. En Al-
calá no se enseñaba derecho patrio. Servían de
— 64 -
fundamento histórico, apocrifidades tan burdas
como la Crónica de Avila, cuya primera parte
establecía «cuál de los 43 Hércules fué el ma-
yor, y cómo siendo rey de España tuvo amores
con una africana en quien tuvo un hijo que fun-
dó á Avila» (i). Desapareció toda idea de ciencia
práctica, y la alquimia, que había producido si-
glos atrás sabfe>s tan nobles como Raimundo
Lulio, apagó su horno científico ante el quema-
dero inquisitorial ¡
Aquel desierto de ideas absorbió en su esteri-
lidad la vida entera del país, cuya decadencia
irremediable, á pesar de su bravura y de su
genio, demostró que el progreso de las nacio-
nes no está en la raza, ni en la riqueza del
suelo, sino en las ideas, cuyo es el espíritu ani-
mador. (1)
Quedaron sólo en pie, cada vez más enormes,
cada vez más opresores, la Iglesia con su lú-
gubre maquinaria de tormento y su teología,
y el insaciable Fisco, del cual eran danaides al-
cabalas y gabelas.
Una rapacidad sin ejemplo acosó al trabajo
nacional. El hambre fué desde entonces «el dia-
blo de España». Los mendigos se instituyeron
en corporaciones que explotaban las ciudades
por barrios, como los ladrones, con quienes te-
nían más de un parecido en lo desalmados y
bellacos. Hasta la Naturaleza parecía compli-
carse en sus farsas, pues la hierba de los por-
(1) Montesquieu atribuye «á las especulaciones de los escolásti-
cos todas las desgracias que han acompañado la destrucción del co-
mercio^
— 65 —
dioseros (clematis vitalba L.) con que producían
sus llagas artificiales, ha abundado siempre en
España de una manera prodigiosa...
La caridad pública los fomentaba, sin embar-
go, á título de intermediarios con la divinidad;
y el clero, improductivo como ellos, y como
ellos mendicante de profesión, agravaba el da-
ño con preconizarlo. Nada pudrieron contra su
difusión las disposiciones reales; la religión los
amparaba, y exagerando los principios de cari-
dad evangélica con sectario fervor, dio en el pa-
negírico de la miseria.
Añadíase á éste otro azote de la misma pro-
cedencia. La vagancia, que reclutaba sus hor-
das en el bajo fondo social, donde la ilegiti-
midad creciente de los nacimientos aumen-
tó, á la vez que los infanticidios, (1) los aban-
donos en cantidad prodigiosa. Esto último lle-
gó á constituir un peligro social tan grande,
que las Cortes de 1552 solicitaron la creación de
funcionarios especiales, cuya misión fuera am-
parar y proporcionar trabajo á los niños aban-
donados; pues los bribones viejos formaban con
ellos cuadrillas de bandoleros que asolaban
arrabales y campañas.
La rapiña tomaba todos los caracteres de una
industria regular. Un libro contemporáneo, La
desordenada codicia de los bienes ajenos, enu-
mera, imitando á los Líber vagatorum de la
(1) Otra plaga social característica de la Edad Media. Roma
llegó en tiempo de Inocencio III á infestarse con el hedor de los ca-
dáveres de los párvulos arrojados al Tíber.
EL IMPERIO.— 5
— 66 —
Alemania medioeval, las más selectas clases de
ladrones. En realidad pasaban de treinta, pero
no clasifica sino las siguientes, que transcribiré
á título de curiosidad:
Eran ellos los salteadores, estafadores, ca-
peadores, es decir, especialistas en capas; gru-
metes, porque robaban con escalas de cuerda;
apóstoles, porque á semejanza de San Pedro,,
cargaban llaves; cigarreros, ó cortadores de
vestidos; devotos, porque operaban en los tem-
plos; sátiros, ó ladrones campestres; dacianos,
ó compra-chicos; mayordomos ó ladrones de
posadas; cortabolsas, duendes, maletas y libe-
rales.
Admirablemente organizados, con sus señas
y palabras de pase, tenían ramificaciones en
todas las capas sociales. Monjes, estudiantes,,
mozos de cordel, lindas damiselas, venteros,
señoronas beatas, ancianos venerables, coope-
raban como espías; siendo la estafa una espe-
cialidad, que dio nombre en todas las lenguas
al famoso ((cuento del tío».
Las zonas de explotación en los centros ur-
banos, estaban tan bien delimitadas, lo propio
que las distintas especialidades, que ningún
bribón podía casarse sino en las suyas, so pena
de multa á título de dispensa. Y tal era su po-
der, que bandas de mendigos gitanos, los más
peligrosos de todos, habían llegado á asaltar la
ciudad de Logroño, para pillarla, mientras sus
habitantes estaban atacados por la peste.
Todo revelaba, pues, una sociedad en des-
composición, cuyo ideal terreno era vivir sin
— 67 —
trabajar, aun á costa de la miseria. El mismo
de la Edad Media, sin el fervor religioso que lo
explicaba y engrandecía.
La anexión de Portugal acabó de realizar en
la Península el ensueño absolutista, contribu-
yendo más, si cabe, á aumentar el maleficio
con su gloria fugaz. Pero la situación se volvía
cada vez más alarmante en eHexterior. Ya he-
mos visto cómo se perdió la amistad de Ingla-
terra, natural aliada y tributaria comercial é
industrial. (1) La unión, cimentada sobre dos
matrimonios célebres, (2) había sido cultivada
con toda clase de sacrificios, por la astuta po-
lítica de Fernando y el genio del Emperador.
El sueño de la unidad absoluta derribó aquel
monumento. Quísose imponer á la fuerza la
neutralidad británica en la cuestión de los Paí-
ses Bajos, y el resultado fué perder esa y és-
tos.
(1) En otra nota mencioné las hazañas españolas del Príncipe
Negro. Ricardo Corazón de León, había ayudado brillantemente en
la defensa de Santarrem contra los moros, y lord Rivers, con 300
hombres, asistió á la toma de Granada. Millares de peregrinos in-
gleses visitaban anualmente el santuario de Santiago en Composte-
la, y tan íntima era la unión religiosa, que en 1517 se construyó
una iglesia británica en terreno donado por el duque de Medina Si-
donia.
(2) Dos Leonores fueron las esposas en este par de matrimonios.
La mujer de Alfonso VII de Castilla, hija del primer Plantagenet, y
Leonor de Castilla, consorte de Eduardo I.
Anteriormente, una hija de Guillermo el Conquistador había es-
tado desposada con el rey de Galicia, bien que el matrimonio no lle-
gara á consumarse por muerte de la Princesa. Recuérdese, por otra
parte, el romance X del Cid:
De paño de Londres fino
era el vestido bordado...
— 63 —
Fracasó igualmente la acción sobre Francia,
rompiéndose otra antigua y fecunda unión. En
efecto, desde fines del siglo xi y principios del
xii, ésta se sostenía por la doble influencia po-
lítica y religiosa. Los magnates más considera-
dos en la corte de Alonso VI de Castilla, fueron
borgoñones; las tres mujeres con que dicho
monarca contrajo matrimonios, fueron france-
sas, y contó además por yernos á dos señores
de Borgoña. (1) Un arzobispo de Toledo, y tal
cual obispo de Sigüenza, de Salamanca, Zamo-
ra (2) y Osma, procedieron también de Francia.
Los Papas de Avifíón, estuvieron en intimas
relaciones con España, de tal modo, que tres
sobrinos de Clemente V tuvieron las catedrales
de Zaragoza y de Tarazona, y el deanato de
Tudela. El rito mozárabe fué sustituido por la
liturgia de los cistercienses, orden enteramente
francesa, como es sabido; y dichos frailes lle-
garon á poseer fuero propio, con derecho á
justicia de Dios en el monasterio de San Facun-
do. Don Jerónimo, monje cluniacense, es decir
francés por su orden, tanto como lo era por su
nacimiento, fué capellán del mismo Cid, y pro-
fesor de aquella elegante y liviana doña Urra-
(1) Las tres vidrieras del segundo arco superior á la izquierda del
coro en la catedral de Chartres, fueron donadas por San Fernando
de Castilla cuya estatua ecuestre se ve aún en la rosa del mismo
punto, y es lo único que resta de la donación, pues aquéllas fueron
retiradas en 1788.
(2) Uno de los primeros ensayos de la imprenta en Francia, fué
el Speculum vitce humana, dedicado en 1470 á Luis XI por los impre-
sores en señal de gratitud, y cuyo autor fué Rodrigo, obispo de Za-
mora.
— 69 —
ca, que tantos dolores conyugales debía causar
á la honestidad aragonesa de Alfonso el Bata-
llador. La célebre Unión de los nobles arago-
neses, había estado entendida con el primero
de los Valois, para el mejor éxito de su rebelión
foral... (1)
Todo esto se perdió en la ayentura, al paso
que aumentaban los éxitos de la piratería tur-
ca. España quedó entonces aislada por el Piri-
neo y el Océano. Francia, con Enrique IV y
Luis XIV, reduciría el Austria colosal de Carlos
V á las dos primeras vocales de su divisa: A.E. I.
O.U. (Austria? (2) Est Imperare [O rbi Universo);
Inglaterra cerrábale el acceso al Occidente y á
los puertos europeos; Holanda, al libertarse,
había prohibido el tranco con ella; estaba alia-
da de hecho con los ingleses, desde que en 1598
el embajador británico en París, había apoyado
á los suyos en sus gestiones para obtener la
neutralidad de Enrique IV, datando además
casi desde entonces su rivalidad en el comer-
cio de las especias; y no es acaso impertinente
recordar, que el fracaso de la Grande Armada
coincidió con la libertad de los mares, preconi-
zada por Grocio en su memorable Mare Libe-
rum, contra el mare clausum (para hablar con
(1) Un francés, Aimeri Picaud, había escrito en el siglo XII, la
obra quizá más completa que exista sobre San Santiago, pues hasta
contiene en uno de sus libros— el IV— los itinerarios para la peregri-
nación á Compostela. Esta obra fué atribuida durante mucho tiempo
al papa Calisto II; hasta que Delisle y Le Clerc en Francia y el
P. Fita en España, desvanecieron el error.
(2) Con un ligero error, que el lector salvará fácilmente, pues de
otro modo la síncopa carecería de sentido.
— 70 —
una frase de la época, que fué el título de la
más célebre refutación al insigne holandés) (1)
el mar cerrado de la conquista peninsular. (2)
La formidable tetrarquía, que formada por
las casas de Castilla y Aragón, de Valois, de Tu-
dor y de Habsburgo, había dominado de con-
cierto á la Europa del siglo xv, se desvinculó
enteramente en perjuicio de España. Logróse,
con igual efecto, la segunda renovación ger-
mánica, y aquella grandeza cuyo remonte tuvo
sanción en el Tratado de Blois, entraba al ocaso
con el de Chateau Cambresis.
Por el lado económico, por el espiritual mis-
mo, también se diseñaba el fracaso. La banca
florentina, que venía dominando desde dos si-
glos atrás los cambios de Europa, estableció
sucursales en los primeros centros, ampliando
su acción con mengua de España, no obstante
la dependencia nominal en que la República se
hallaba respecto á ésta, por fuerza, no por
afecto, (3) y la misma Roma volvióle las es-
paldas con Sixto V, negando al Imperio Cristia-
(1) Este fué en efecto el título de la obra de John Selden, que
refutó á Grocío 37 años después, y es el trabajo más conocido en su
género, aunque no el primero ni el único. En efecto, Welwood había
hecho ya lo propio con su «An abridgement of all Sea-Lawes», en
1613; siguiéndole en 1625 el P. Freitas, con su «De Justo Imperio
Lusitanorum Asiático». La obra de Selden apareció en 1636.
(2) No eran los españoles los únicos en esto. Inglaterra, Venecia,
Genova, tenían por de su dominio exclusivo el Mar del Norte, el
Adriático y el golfo llamado entonces de Liguria; pero el libro de
Grocio era sobre todo contra España, que hizo cuanto pudo para
cerrar el Mar de las Indias á los holandeses.
(3) En el siglo xvm, Holanda reglaba el cambio en Europa; su
florín daba el tipo monetario de las cotizaciones.
— 71 —
no la colaboración espiritual que era su fuerza
y su pretexto.
Tantos desastres, en lapso tan breve, aca-
rrearon el desencanto de las glorias patrias y
el pesimismo sobre el porvenir. El picaro, que
por su carácter de correvedile popular, estaba
en todos los secretos del alma española, no te-
nía empacho en disertar sobre «las vanidades
de la honra». Vanitas uanitatum, que no apro-
xima sino en apariencia á Guzmán de Alfara-
che y al Salmista, pues para el uno es conse-
cuencia de ese alto desdén que inspira la vida,
á quienes saben dominarla desde las alturas de
su virtud ó de su genio, mientras daba razón
al otro para justificar sus pillerías.
La marcha triunfal de los descubrimientos se
suspendía también. El lector recordará la can-
tidad superior de descubridores españoles, des-
de 1492 hasta 1610, año en que los jesuitas se
establecieron en el Paraguay. Desde ese hasta
1700, y guardando las mismas proporciones de
la nota citada, el resultado no es menos elo-
cuente, al invertirse los términos; pues para 87
capitanes extranjeros, entre los que predomi-
nan ahora los holandeses, no encontramos sino
5 españoles. iEI mismo número de ingleses que
en los primeros 90 años del descubrimiento! (1)
Al par se agravaba la carestía. Los altos pre-
(1) La coincidencia es curiosa por su perfecta exactitud. No hay,
•en efecto, desde 1492 á 1582, más que 5 grandes navegantes ingleses
que surquen el Océano: Rut en 1527; Willoughby en 1553; Frobisher
en 1577; Drake en 1577-80, y Gilbert en 1578-83: lo cual hace 90 años
cabales.
— 72 —
cios de la época de abundancia, sosteníanse
con mayor razón en la general lacería. Los im-
puestos aumentaban, en proporción con el des-
crédito y la improductividad, á pesar de lo cual
el Estado precipitábase cada vez más en la in-
solvencia. En 1574 se debía 37.000.000 empresta-
dos (1) al 32 %> iv la Corona repudió esta deuda
alegando que los prestamistas habían procedi-
do «contra -la caridad y la ley de Dios.» Acaba-
ba, sin embargo, de confiscar en su provecho,
por cinco años, todo el oro de las Indias; y esa
verdadera trampa, realzada todavía por esta
extorsión, es la mejor prueba de la inmorali-
dad común. El gobierno no temía el escándalo,
á causa de que el pueblo se dejaba llevar por
análogas corrientes, demostrándolo así la esca-
sa resonancia de la iniquidad. La voracidad fis-
cal, correspondía al providencialismo de Esta-
do, que constituía el modus vivendi predilecto
del pueblo; y esto consumó la hostilidad contra
todo individualismo, cimentando á la monar-
quía en el concepto de un Estado omnipotente.
Carlos había sido el tirano paladín; Felipe fué
el tirano burócrata. Lo único que le sobrevivió,
es decir su obra más perfecta, fué la adminis-
tración, instrumento ingenioso de tortura eco-
nómica en el cual colaboró la Inquisición mis-
ma, no obstante lo diverso de su destino.
Fundada en efecto para defender la unidad
política, bajo la monarquía que reemplazó al
(1) Aunque la Academia da por anticuada esta forma verbal la
uso como función del sustantivo empréstito, que no la tiene ahora»
pues «prestar» significa precisamente lo contrario.
Una lámina del libro del P. Nierembsrg.
— 73 —
feudalismo, é incorporada al pueblo con este
fin por medio del prestigio religioso, su sistema
resultó de gran eficacia para la unidad, y Felipe
calcó sobre ella su régimen administrativo.
Este doble carácter religioso y fiscal, le dio una
importancia inmensa, robusteciendo sus vín-
culos, es decir garantiendo su* permanencia
como institución normal. Su obra, entonces,
resultó más funesta. Las ejecuciones en masa,
que las damas iban á ver, coqueteando con sus
abanicos cuando llegaba hasta ellas el humo
del quemadero, ó tomando sorbetes, acostum-
braron á la crueldad, acentuando hasta lo si-
niestro ese rasgo del tipo conquistador. Los sa-
yones del duque de Alba, ajustaban un pito á
la lengua de los herejes flamencos, para que
sus gemidos en la tortura salieran agradable-
mente modulados...
De este modo la unidad absoluta, al evolu-
cionar con los tiempos, dominando las diversas
tendencias, desde la militar á la religiosa en el
individuo y desde la gloriosa á la económica en
el gobierno, deformó enteramente el carácter
nacional, infestado en todas sus partes á virtud
de las citadas trasposiciones; y así fué cómo-
Felipe, al dividirse la herencia del Emperador,
imposibilitando el sueño universal de la monar-
quía, soñó el Imperio Cristiano como una opor-
tuna compensación.
Las insurrecciones forales, habían mostrado
con harta elocuencia la estructura intrínseca-
mente federal del país; vencidas, impusieron
— 74 —
transacciones que contrariaban la soñada uni-
dad. El gobierno carecía realmente de fuerza
militar y económica para imponerla; los inte-
reses eran distintos y aun adversos en las dife-
rentes regiones; la raza y el idioma se encon-
traban en el mismo caso. Nada común tenían
fuera de la religión, y á ella decidió apelar el
monarca para realizar sus designios. La Inqui-
sición llegaría con esto al máximum de pode-
río como instrumento fiscal.
Pero el sueño universalista no residió inútil-
mente en la cabeza del siniestro Habsburgo, de
tal modo que su propósito tuvo por comple-
mento la unificación «cristiana» de la Italia, la
Francia y el Portugal.
Era un pensamiento político grandioso, pero
anacrónico, y así no ocasionó consecuencias
sino en el orden interno y bajo la faz religiosa,
por ser la religión su inspiradora.
La conquista espiritual fué su producto, al
haberse vuelto imposible la conquista política
hacia la cual se marchaba secundariamente,
y el gobierno adoptó en definitiva su ideal teo-
crático.
Semejante final se preparaba desde muy an-
tiguo, pues ya Alfonso el Batallador había fun-
dado en su época más de quinientas iglesias y
dotado más de mil monasterios, acabando por
heredar con su propio reino á las órdenes mili-
tares de la Tierra Santa. Era, pues, una tradi-
ción de la monarquía.
Cerca de diez mil casas religiosas, poblaron
— lo —
la Península; (1) el clero, instrumento precioso
de la empresa, duplicó su poderío, que no ha-
cía, después de todo, sino realzar el mal ejem-
plo de la improductividad; y como la conquista
religiosa derivaba tan directamente de la gue-
rrera, militar fué el espíritu déla orden que en-
carnó aquel ideal. *
La Compañía de Jesús fué creada con el ob-
jeto ostensible de combatir al protestantismo—
y hasta puede creerse que su fundador no tuvo
otro; pero las instituciones populares, son siem-
pre una copia reducida del medio donde nacen,
dependiendo su éxito de su conformidad con
las tendencias predominantes en él. El rápido
incremento de la Compañía, demuestra enton-
ces cuánta era esta conformidad.
San Ignacio que había sido militar, y hasta
militar exageradísimo, por la natural expan-
sión de su rica naturaleza, refundió en su crea-
ción la tendencia agonizante con la que venía
á reemplazarla, en procura del mismo ideal
dominador, pero adaptándose, en su carácter
religioso, á los nuevos tiempos.
El remonte místico fué la postrer llamarada de
un foco que se extinguía, pues á pesar de todo,
el racionalismo de origen protestante, operaba
de consuno con las necesidades de la naciente
civilización. Predominó en la orden el carácter
(1) Esto fué en progreso creciente; pues Campomanes estimaba
los religiosos de ambos sexos de su tiempo, en 200.000 individuos.
Ciento treinta años antes, añade, es decir en 1622, pues se refiere á
1752, ascendían á sólo 60.000.
— 76 —
político, dentro de la organización militar (la
«Compañía» y la «milicia de Jesús» son sus deno-
minaciones corrientes); y al revés de las comu-
nidades contemplativas, no rehuyó el contacto
del mundo al tomar éste sus nuevas direccio-
nes. La evolución conjunta del derecho y de la
teología hacía el solo respeto de las formas,
convirtióse en realidad. El posibilismo se subs-
tituyó á la intransigencia, vale decir la razón
al sentimiento, pues según queda expresado, el
ambiente racionalista se insinuaba también en
la Iglesia, modificando su modus operandi; y
ésta, en la persona de los jesuítas, se plegó á
sus exigencias, conservando en su estructura
externa aquella tradicional rigidez que tan bien
simulaba la infalibilidad, base de su prestigio,
pero en cuyo fondo estaba el escepticismo utili-
tario, que con tal de llegar á su fin no repara
mucho en los medios.
Este modo de ver las cosas no fué, como el
fanatismo anticlerical ha pretendido, una espe-
cialidad jesuítica. Su esencia está en la misma
forma de la civilización comercial que empeza-
ba, iniciando á la vez nuevos conceptos mora-
les. Es que la respetabilidad, ó sea la conformi-
dad puramente externa con los principios
establecidos, reemplazaba, como norma de
adaptación social, á la devoción del período
místico, señalando nuevas posiciones á la con-
ciencia humana, y haciendo posible entre otras
cosas la libertad del pensamiento, ó producien-
do, en términos más generales, un individua-
— 77 —
lismo más radical. San Ignacio y Maquiavelo
fueron contemporáneos.
La época se presentaba propicia para la evo-
lución que señalo, pues las ideas modernas,
que eran la degeneración progresiva de sus
precedentes, no habían llegado á distanciarse
de éstas tanto como para entrar en oposición,
constituyendo otra circunstancia* favorable lo
poco definidas que estaban aún sus correlacio-
nes. Nadie podía sospechar entonces, que el
racionalismo y la libertad comercial, traían
consigo las instituciones representativas; pues
siendo el gobierno lo último que cam')ia, se-
gún advertí al comentar su verbo específico,
las monarquías continuaron en floreciente si-
tuación. (1)
Intencionadamente ó no, los jesuitas se adap-
taron al nuevo molde, y esto explica su éxito
sorprendente. Pusiéronse de acuerdo con los
tiempos, representando dentro de la Iglesia una
tendencia moderna, aunque por fuera parezcan
los más intransigentes, y sean los campeones
de dogmas como el de la Inmaculada Concep-
ción y el de la Infalibilidad; pues nadie exagera
más su convicción, que quien necesita estimu-
larla artificialmente.
Distintos de todos, prosperaron sobre el resto
de sus contemporáneos, como lo prueban cla-
ramente las órdenes de Teatinos, Padres del
(1) En el acta de independencia de Holanda, los Estados Gene-
rales habían puesto, sin embargo, la significativa declaración de que
«los pueblos no estaban hechos para los príncipes, sino los prínci-
pes para los pueblos.»
— 78 —
Oratorio y Agustinos de Somasca ó clérigos de
San Mayol, fundadas casi al mismo tiempo con
éxito tan diverso. De tal modo, la actuación
del jesuíta no le da sino un vago parecido con
los otros sacerdotes. Su misma piedad es dis-
tinta. Al exaltado fervor de la mística, San Ig-
nacio lo reemplaza con el procedimiento de sus
Ejercicios, v6x*dadero tratado de psicología en
que el examen, del cual no podía prescindirse
ya ni en las conversiones, suple al éxtasis
inspirador. Basta comparar la tristeza contem-
plativa que llena las meditaciones de la Imita-
ción, con el sagaz análisis del libro jesuítico.
Comprendiendo que los tiempos de entusiasmo
habían pasado, se sustituyó á la contrición, es
decir al dolor de haber pecado, por la atrición,
ó sea el temor del Infierno; de modo que el
criterio utilitario primaba aun en las reglas de
la conciencia.
La moral acomodaticia y la piedad afable,
compusieron aquella política espiritual, como
si el Renacimiento que helenizaba á la Europa,
hubiera impuesto también á la religión un cariz
de benevolencia griega.
Sixto V había preferido aliarse con Enrique
de Navarra, Guillermo de Orange é Isabel de
Inglaterra, es decir los representantes corona-
dos de la herejía, contra la católica España, pa-
ra evitar su engrandecimiento perturbador;
poniendo así los intereses temporales de la so-
beranía pontificia, por sobre el proyecto de ex-
pansión católica que el lúgubre Felipe se pro-
ponía ejecutar.
— 79 —
Cada vez más alejados del Calvario, cuyo re-
cuerdo inflamaba el heroísmo y suscitaba las
meditaciones más dolorosas de la mística, los
devotos sentían disminuir con su exaltación su
intolerancia. Los jesuitas surgieron en ese mo-
mento; y la influencia moderna, sufrida sin ad-
vertirla, está demostrada por su posibilismo,
que los acerca en política al concepto científico
de la adaptación, y su psicología práctica— di -
ríase mejor experimental— que les da un pun-
to de contacto con el racionalismo. En ellos
concluyó la devoción sentimental; la tristeza
dejó de ser el estado preciso para entrar en
las vías de perfección. La «iluminativa» y la
«unitiva», que llevan á la santidad por la con-
templación y el éxtasis, fueron cerrándose
cada vez más; y la misma «purgativa», es de-
cir penitenciaria exclusivamente, necesitó que
toda la habilidad de los casuistas la allanara y
redujera con mil arbitrios de transacción. Las
reservas mentales constituyeron los resortes
de aquella «teología moral», abriendo en el ca-
tálogo de los pecados ancha margen á la expli-
cación acomodaticia. El jesuíta Sánchez desco-
lló entre esos, hasta volverse dechado, y sus
célebres «disputas» sobre el matrimonio, cons-
tituyen el más ingenioso dispensario de alcoba
que se pueda concebir, si no son sencillamente
un caso de erotomanía, en el que influyó tal
vez su virginidad, que Renaud y Sotuel atesti-
guan con elogio.
Jamás le condenaron, sin embargo, antes le
alabaron por eso; y entre sus panegiristas, que
- 80 —
fuera de los citados los tuvo tan buenos como
Rivadeneyra y el mismo Clemente VIII, hubo
alguno (Cambrecio) que llegó á calificar de fe-
liz milagro su entrada en la Compañía: prueba
de que su doctrina interpretó admirablemente
la moral de la comunidad.
Aquel predominio de la razón y del examen
sobre el sentimiento, se manifestó en todos los
órdenes de la vida jesuítica; y, circunstancia
-que lo hace aún más notable: mientras las de-
más órdenes abundan en poetas, en ésta hay,
sobre todo, hombres de ciencia. (1) El arte le in-
teresa poco, á no ser como un atractivo sen-
sual. De aquí la cargazón decorativa tan pecu-
liar al templo jesuítico. Dorados y colores cha-
rros, retablos churriguerescos, esplendor chi-
llón en que lo llamativo predomina sobre lo
estético, son, por decirlo así, los marbetes déla
mercancía mística, resaltando su carácter co-
mercial en razón directa de su exceso. Aquello
nada tiene que ver con el arte, siendo su objeto
el pregón, y estando destinado, entonces, á ha-
cerse notar sobremanera.
Mientras el éxtasis y el fervor dieron auge al
sentimiento en las manifestaciones religiosas,
el arte, que es siempre una expresión de amor,
se manifestó en actos de fe. La obra artística
(1) Alguna vez he mencionado las correcciones hechas al Bre-
viario, en 1631, por los jesuítas Galucci, Strada y Petrucci, de orden
de Urbano VIH. Llegaron á 900, y suprimieron cuanto en la poesía
mística de los primeros siglos fué audacia de expresión, neologis-
mo, forma nueva: todo quedó nivelado al cartabón pedante del hu-
manismo.
— 81 —
vino á ser una plegaria á la divinidad, ora direc-
tamente en la poesía mística, ora bajo formas
simbólicas en las demás artes, resultando de
esto su carácter desinteresado y por lo tanto
anónimo casi siempre.
El soplo racionalista agostó aquellos verjeles
de la oración, y el abuso retórico que ya hice
notar en la poesía profana del pueblo español,
se advierte igualmente en su arte místico. Casi
era innecesario anotarlo, pues se trata, al fin,
de la misma cosa, tanto más si se considera
que en aquellos tiempos, el arte se hallaba me-
nos distante de la religión; pero esto viene para
que se vea mejor la razón de su decadencia en
poder de los jesuítas.
Nada más distante de mi espíritu que un re-
proche por esta causa, pues ellos no hacían
•otra cosa que adaptarse para vivir, perdiendo
y ganando en el suceso todo cuanto éste traía
aparejado de pro y de contra.
Lareacción místicaquelos suprimió, ejecutada
por Clemente XIV, franciscano, es decir miem-
bro de una orden, que, al ser la más fervorosa
y artista, resultaba naturalmente rival, (1) de-
mostró con su fracaso cuál poseía mejores con-
diciones de vitalidad, es decir de adaptación al
medio ya hostil en que ambas se desarrollaban;
(1) Véase en el capítulo V la participación de los franciscanos
en la revolución Comunera. La análoga de Aragón, que tuvo por
víctima expiatoria á Lanuza, parece que no les fué tampoco antipá-
tica, según era lógico, dado el carácter popular de la Orden. Fueron
sus miembros quienes dieron sepultura á los restos del desgraciado
Justicia.
. EL IMPERIO.— 6
-- 82 —
prueba concluyente, á mi ver, en favor de la
Compañía.
El jacobinismo ha odiado á los jesuítas, por-
que ha visto en ellos á los más vigorosos pala-
dines del ideal católico, sin comprender la razón
de su fuerza; pero el espíritu imparcial, para
quien lo único interesante es el progreso de las
ideas, en el fonUo y no en la forma, no puede
menos de considerarlos como los representan-
tes de ese adelanto en el seno de la Iglesia. Ello
es naturalmente relativo, y está lejos de mere-
cer elogio para los causantes, pues nadie igno-
ra que se efectúa á su pesar; mas esto mismo
demuestra con mayor evidencia la superioridad
de las ideas modernas, á las cuales debieron to-
mar lo que tienen de más fecundo y humano
sus adversarios mismos para poder subsistir.
Resulta así el jesuíta un tipo moderno, más
lógico en nuestro estado que el monje de tradi-
ción medioeval; un hombre de acción sobre to-
do, para quien parece haberse hecho aquello de
rogar y dar con el mazo.
Intransigente en el dogma, por la razón de
perennidad antes enunciada, pero flexible en la
conducta; adaptable, porque es utilitario y só-
lo le interesa la consecución de su propósito;
hábil, antes que inspirado, y observador, antes
que fervoroso; ahorrando cuanto puede de con-
templación divina, para aplicarse de preferen-
cia á la acción en la lucha humana; abandonan-
do la tristeza, tan característica de la Edad Me-
dia, para entregarse á la ciencia que crea el
bienestar, reaccionando sobre el odio al ricor
— 83 —
que es la base del cristianismo puro, porque la
filosofía, predominante en él sobre la mística,
le ha enseñado que es mucho más humano y
eficaz acoger á todos sin distinciones en la mis-
ma esperanza de salvación, y porque, siendo la
riqueza el ideal social en boga, no es posible ir
contra éste sin renunciar á la victoria; amable
con la mujer, á quien no detesta' como á instru-
mento de pecado, según la teología medioeval,
sino que la aprovecha como precioso elemento
de dominación; suave con el poder temporal, á
cuyo creciente poderío cede; deferente con las
aspiraciones populares, que sintetizadas en la
instrucción barata ó gratuita, él cultiva hoy pa-
ra dirigirlas mañana, convirtiéndose, al efecto,
en profesor; fiando por último poco ó nada en
el milagro, y todo en el esfuerzo inteligente, en
la perseverancia, en la habilidad, nada puede
objetársele por el lado de la lógica humana. Sus
dos obras maestras— los «Ejercicios» y la «Mó-
nita»—son una cartilla política y un tratado de
psicología experimental.
Su deficiencia filosófica estaba en el ideal teo-
crático, al que se dirigía por otros caminos, pe-
ro sin modificarlo un ápice; su falla moral y su
inferioridad social, consecutivas del defecto an-
terior, consistieron en la astucia con que se apo-
deró de los espíritus por cualquier medio, para
hacerlos servir á su fin, y en el carácter con-
quistador, común á todas las instituciones es-
pañolas, que su orden revistió. Fué el rasgo na-
cional de ésta, por más que en su aparición y
— 84 -
desarrollo influyeran, como ha podido verlo el
lector, los factores enunciados.
Del propio modo que el rezago de aventure-
ros medioevales, encontró en España su am-
biente natural, acarreándole como en tributo la
más tremenda soldadesca de la Europa, los
aventureros religiosos, que eran una variante
del mismo tipo; engrosaron á porfía las falan-
ges de la nueva institución, cuyo carácter pro-
metíala permanencia del antiguo ideal en las
nuevas formas á las cuales se adaptaba. El con-
quistador religioso reemplazó al militar tan fiel-
mente, que hasta fueron suyos los nuevos des-
cubrimientos en las tierras por cuyos ámbitos
lo esparcía su celo; y como por su carácter unía
ei espíritu militar al prestigio religioso, en el
cual residía el éxito del Imperio Cristiano, que
fué desde entonces el ideal supremo de la mo-
narquía española, ésta lo hizo su predilecto. Co-
mo teocracia, encontraba en él su elemento de
acción por excelencia.
En la bula Unam Sanctam, que para los ab-
solutistas era naturalmente dogmática, Bonifa-
cio VIII había sostenido que las dos espadas, la
temporal y la espiritual, pertenecían á la Igle-
sia: una en poder del Papa, y la otra en el del
soldado, pero sujeto éste al sacerdote: en manu
militis, verum ad nutum sacerdoúis. Y los jesuí-
tas alimentaban este ideal.
Luego, el desencanto producido por la deca-
dencia de la gloria patria, y por la corrupción
que asumía tan repugnantes formas, llevó á la
corriente religiosa los mejores espíritus, aumen-
— 85 -
tando, si aún lo necesitaba, el lustre de la nue-
va institución, con cuyo predominio aseguraba
la Península su permanencia en la Edad Media.
Esta había concluido de hecho con el último
desafío foral, que Carlos V presidiera en Valia-
dolid; pero su espíritu seguiría incólume hasta
hoy en el pueblo. El contacto íntimo de la na-
ción con el soberano, al extinguirse el poder
feudal, dando por fruto una exageración de mi-
litarismo, estableció las relaciones entre subdi-
to y monarca, sobre ]a base de una patriótica
fidelidad. La monarquía hizo de esto su fuerza,
erigiendo á la lealtad en virtud suprema y cul-
tivándola profundamente, puesto que á su som-
bra se perpetuaba el privilegio, y las institucio-
nes asumían, sin esperanza de cambio, la abso-
luta y anhelada inmovilidad.
La religión, única influencia íntima en el alma
popular, fomentó aquella virtud, bajo la forma
de respeto místico que la acercaba al culto, in-
móvil también en su afirmación de eternidad; y
esto sucedía precisamente cuando el mundo en-
tero empezaba la evolución industrial, que ha-
bía de producir la democracia en política y el
positivismo en filosofía, formas flexibles por ex-
celencia, es decir de adaptación constante á su 5
medios.
El ideal español procedía á la inversa, pues
residiendo para él en la religión y en la monar-
quía la perfección absoluta, que les aseguraba
por de contado la eternidad, era el medio lo que
debía adaptarse á ellas. La existencia de aquel
pueblo quedó establecida sobre esa transgresión
— 86 —
de una ley natural, y todo su esfuerzo había de
consagrarse en lo sucesivo á mantener seme-
jante situación.
Nada lo acobardaría, ni siquiera el espectácu-
lo de ese derrumbe vertiginoso, que un siglo
después del gigantesco Carlos V, iba á desenla-
zarse, conservando el estigma atávico, en la
elegante degeneración de Felipe IV— aquel dan-
dy déla catástrofe, que veía arruinarse su im-
perio entre comedias, amores de bambalinas y
disputas teológicas sobre la Inmaculada Con-
cepción.
El estado anormal quedaba erigido en la ley
eterna; y ese ideal absurdo, que el pueblo aco-
gió con candorosa altivez, imposibilitaba para
siempre todo progreso, á despecho de cualquier
éxito material.
II
El futuro imperio y su habitante.
El territorio que á los ochenta y cuatro años
•de su descubrimiento formaría el centro del
Imperio Jesuítico, parecía realizar con su belle-
za las leyendas circulantes en la España con-
quistadora, sobre aquel Nuevo Mundo tan man-
so y tan proficuo.
Si Colón se había creído en las inmediaciones
del Paraíso al tocar la costa firme, arrebatada
su misma imaginación de comerciante con la
maravilla tropical, los conquistadores que en-
traron al centro del Continente por el Plata y
por el Sur del Brasil, pudieron suponer lo pro-
pio.
Menos grandioso el paisaje; pero más poéti-
co; añadiendo los encantos del clima y del ac-
ceso fácil á su gracia original, y alternando en
discreta proporción el bosque virgen con la
llanura, el río enorme con el arroyo pintores-
co, su belleza se adaptaba mucho mejor á aque-
llos temperamentos meridionales.
Por grande que fuera su rudeza, el entusias-
— 88 —
mo debió llegar á lo grandioso, si se considera
el fondo místico de la empresa y sus contornos
épicos. La geografía, recién escapada á las in-
venciones medioevales, que durante mil años
estuvieron tomando de Plinio cuanto hay en
éste de más quimérico, aumentaba con lo in-
cierto de sus datos la impresión legendaria.
Las ideas reinantes sobre el Nuevo Mundo
eran en realidad tan vagas, que en 1526, cuan-
do la expedición de Gaboto empezó definitiva-
mente la conquista del Río de la Plata y del
Paraguay, Francois de Moyne, en su tratado
De Orbis situ ac descriptione , tomaba al Asia,
á la Europa y á Méjico, por un solo continente,
atribuyendo una costa no interrumpida y co-
mún á la Suecia, la Rusia, la Tartaria, Terra-
nova y la Florida. Verdad es que en 1550, Pie-
rre Desceliers protestó de semejante confusión
en su mapa-mundi, aludiendo visiblemente á
Moyne; pero la perplejidad siguió por muchos
años todavía, engendrando los planes más in-
sensatos.
El nuevo país de que la conquista se enseño-
raba, no favorecía mucho, sin embargo, las
empresas puramente bélicas; y así, sus ocupan-
tes debieron limitarse casi del todo al cometido
de exploradores. Los naturales presentaron es-
casa resistencia, los grandes ríos facilitaron
desde el comienzo las excursiones, y puede de-
cirse que, fuera del bosque, la arduidad de la
empresa no fué extrema.
La comarca se brindaba á primera vista pa-
ra la fundación de un vasto imperio. Desde su
— 89 —
geología hasta su habitante, todo presentaba
caracteres uniformes.
Sobre las areniscas rojas, sincrónicas con el
período cretáceo al parecer, y en todo caso muy
antiguas, un vasto derrame de basalto impri-
mió al terreno su fisonomía actual. Otros dos
productos de este fenómeno, la completaron en
la forma enteramente peculiar que hasta hoy
reviste. El primero es un ocre ferruginoso, que
en las capas profundas se manifiesta compacto
y negruzco, pulverizándose y oxidándose al
contracto del aire, hasta constituir la arcilla co-
lorada que forma el suelo de la región; el otra
es un conglomerado de grava, en un cemento
ferruginoso también, verdadera escoria que re-
llenó las grietas del basalto, y cuyo clivaje de-
nota vagamente una disposición prismática,
que facilita su desprendimiento en bloques casi
regulares. La nomenclatura popular llama á
esta roca piedra tacurú, por la semejanza que
presenta con la estructura interna de los hor-
migueros de este nombre. Sus yacimientos, que
fueron muchas veces canteras jesuíticas, per-
miten estudiarla bien, pues aquellos trabajos la
pusieron al descubierto en grandes superficies;
y la regularidad de sus bloques, de setenta á
ochenta centímetros por costado generalmente,
sorprende por su parecido con la cristalización
basáltica á la cual acompañó.
Nuevos sacudimientos del suelo proyectaron
á través de las grietas los asperones primitivos,,
cuyo horizonte actual patentiza claramente es-
te fenómeno. En la costa paraguaya, frente á
— 90 —
San Ignacio, hay una gruta que poneá la vista
el levantamiento en cuestión; y los cerrillos de
Teyú Cuaré, en la ribera argentina, lo ratifican
mejor quizá con sus vivas estratificaciones. Si
el cauce del Alto Paraná es, como se cree, una
grieta volcánica, á lo menos hasta aquella al-
tura—y ello me parece evidente,— esos bancos
de arenisca en sus orillas, demostrarían la su-
puesta proyección.
Abundan también los lechos de cuarzo cris-
talino y aun agatado, aunque éste menos co-
mún, predominando la misma roca en los can-
tos rodados de los ríos. Las cornalinas y calce-
donias que suele hallarse entre éstos, deben
provenir de las sierras brasileñas, pues su pe-
quenez indica lo largo del camino que han de-
bido recorrer; pero éstos son ya detalles geoló-
gicos.
Lo que predomina es el basalto y los com-
puestos ferruginosos, desde el ocre y el con-
glomerado que antes mencioné, hasta el mine-
ral nativo, fácilmente hallable en la costa del
Uruguay, y los titanatos que con aspecto de
azúrea pólvora, jaspean profusamente las are-
nas.
A esta exclusividad corresponde una no me-
nos singular ausencia de sal y de calcáreo; pues
fuera del carbonato de cal, elemento de las me-
lafiras mezcladas al basalto en ciertos puntos,
y de algunas tobas, estratificados de la misma
sustancia, que figuran en nodulos libres, pero
con mucha parsimonia en los terrenos de aca-
rreo, no se advierte ni vestigios. Las aguas,
— 91 —
extraordinariamente dulces, demuestran tam-
bién esta escasez.
Un rojo de almagre domina casi absoluto en
el terreno, contribuyendo á generalizar su ma-
tiz, los yacimientos de piedra tacurú, fuerte-
mente herrumbrados; los basaltos y melaflras,
con su aspecto de ladrillo fundido, y el variado
rosa de los asperones; con más que éstos son
accidentes nimios, pues la tierra colorada lo
cubre todo.
El carácter geológico es uniforme, pues, y
con mayor razón si se considera su área in-
mensa; pues tanto las arcillas rojas, como el
traquito del que se las considera sincrónicas, se
dilatan en línea casi recta hasta el Mar Caribe,
constituyendo el asiento de la gran selva ame-
ricana, extendida por la misma extensión, con
el mismo carácter de unidad sorprendente. Di-
ríase que la extraordinaria permeabilidad de
ese ocre, facilitando la penetración de las aguas
pluviales en su seno, y en caso de sequía la
imbibición por contacto con los depósitos pro-
fundos, mantiene la humedad enorme que se-
mejante vegetación requiere; ocasionando á la
vez poderosas evaporaciones, (1) condensadas
luego en aquellas lluvias constantes, cuya plu-
viometría alcanza al promedio anual de 2 me-
tros en Misiones, y de 3 arriba en el Norte del
Paraguay, contándose aguaceros de 800 milí-
(1) A las diez de la mañana siguiente de una noche lluviosa, el
caminante ve levantarse, casi bajo sus pies, densos vapores en to-
dos los sitios descubiertos.
— 92 --
metros. Esto explicaría bien, me parece, la re-
lación entre el bosque y su suelo.
La ausencia de sal y de calcáreo, que en Cór-
doba coexisten con las areniscas rojas del ex-
tremo boreal de su sierra, y en los Andes con
los basaltos del Neuquen, puede que se haya
debido en parte— pues nunca fué abundante de
seguro,— á la levigación, fácilmente ejecutada
por las lluvias en suelo tan permeable, pare-
ciéndome igualmente claro que á esta causa
obedezca también su pobreza fosilífera.
Salvo algunas impresiones en las areniscas,
los fósiles propiamente dichos son tan escasos,
que puede considerárselos ausentes. La falta de
calcáreo y de sal, explica esto en buena parte;
pero como ella resultaría á su vez de la per-
meabilidad del suelo, y de las lluvias excesi-
vas, en estas causas queda comprendido todo.
A esa inmensa fertilidad, se agregábalo fíen-
te del paisaje en el centro del futuro Imperio
Jesuítico. El derrame basáltico, dio al suelo un
aspecto generalmente ondulado por oteros y
lomas que se alzan á montañas, pero nunca
imponentes ni enormes, desde que su mayor
altitud alcanza en lo que fué el límite N. E. de
aquél, á 750 metros.
El triángulo formado por la laguna Ibera y
los ríos Uruguay, Miriñay y Paraná, es decir
el actual territorio de Misiones, hasta el parale-
lo 26°, fué el centro del Imperio, y su aspecto
da en conjunto la característica de la región.
Cruzado por la Sierra del Imán, casi paralela
á los dos grandes ríos cuyas aguas divide, for-
— 93 —
maba un término medio entre la gran selva y
las praderas, contando además con la monta-
ña y con la vasta zona lacustre de la misterio-
sa Ibera, vale decir con todas las condiciones
necesarias para una múltiple explotación indus-
trial.
Del propio modo que en las comarcas del
Brasil y del Paraguay, situadas a igual latitud,
el bosque no es continuo en la región misione-
ra. La gran selva se inicia con manchones re-
dondos, que tienen ya toda su espesura; pero
faltan todavía algunas plantas más peculiares,
como los pinos y la hierba, cuya aparición se-
ñala el comienzo de los bosques continuos. Es-
tos, como en las dos naciones antedichas, están
formados por los mismos individuos; pero en
la región argentina, más broceada por la ex-
plotación industrial, no son ahora tan lozanos.
Generalmente circulares, fuera de los sotos,
donde como es natural, serpentean con el cau-
ce, su espesura se presenta igual desde la en-
trada. No hay matorrales ni plantas aisladas
que indiquen una progresiva dispersión. Desde
la vera al fondo, la misma profusión de alma-
cigo; el mismo obstáculo casi insuperable al
acceso; la misma serenidad mórbida de inver-
náculo.
Su silencio impresiona desde luego, tanto co-
mo su despoblación; los mismos pájaros huyen
de su centro, donde no hay campo para la vis-
ta ni para las alas. Nunca el viento, muy escaso
por otra parte en la región, conmueve su espe-
sura. Los herbívoros se arriesgan pocas veces
- 94 —
en ella, y tampoco la frecuentan entonces los
felinos. Algún carnicero necesitado, ó aventu-
rero marsupial, como el coatí y la comadreja,
afrontan, trepando al acecho por los árboles, tan
difícil vegetación, en busca de tal cual rata ó
murciélago durmiente; pero aun esto mismo
acontece rara vez. Los árboles necesitan esti-
rarse mucho para alcanzar la luz entre aquella
densidad, resultando así esbeltamente despro-
porcionados entre su altura y su grueso.
Los escasos claros, redondeados por la ex-
pansión helicoidal de los ciclones, ó las sendas
que cruzan el bosque, permiten distinguir sus
detalles. Admirables parásitas, exhiben en la
bifurcación de los troncos, cual si buscaran el
contraste con su rugosa leña, elegancias de
jardín y frescuras de legumbre. Las orquídeas
sorprenden aquí y allá, con el capricho entera-
mente artificial de sus colores; la preciosa «al-
jaba» es abundantísima, por ejemplo. Liqúenes
profusos, envuelven los troncos en su lana ver-
dácea. Las enredaderas cuelgan en desorden
como los cables de un navio desarbolado, for-
mando hamacas y trapecios á la azogada ver-
satilidad de los monos; pues todo es entrar li-
bremente el sol en la maraña, y poblarse ésta
de salvajes habitantes.
Abundan entonces los frutos, y en su busca
vienen á rondar al pie de los árboles, el pécari
porcino, la avizora paca, el agutí, de carne ne-
gra y sabrosa, el tatú bajo su coraza invulne-
rable; y como ellos son cebo á su vez, acuden
sobre su rastro el puma, el gato montes ele-
— 95 —
gante y pintoresco, el aguará en piel de lobo,
cuando no el jaguar, que á todos ahuyenta con
su sanguinaria tiranía.
Bandadas de loros policromos y estridentes,
se abaten sobre algún naranjo extraviado entre
la inculta arboleda; soberbios colibríes zumban
sobre los azahares, que á porfía compiten con
los frutos maduros; jilgueros^ cardenales,
cantan por allá cerca; algún tucán preci-
pita su oblicuo vuelo, alto el pico enorme en
que resplandece el anaranjado más bello; el ne-
gro yacutoro muge, inflando su garganta que
adorna roja guirindola, y en la espesura ama-
da de las tórtolas, lanza el pájaro-campana su
sonoro tañido.
Haya en las cercanías un arroyo, y no falta-
rán los capivaras, las nutrias, el tapir que al
menor amago se dispara como una bala de ca-
ñón por entre los matorrales, hasta azotarse en
la onda salvadora; el venado, nadador esbelto.
Cloqueará con carcajada metálica, la chuña
anunciadora de tormentas; silbarán en los des-
campados las perdices, y más de un yacaré so-
ñoliento y glotón, sentará sus reales en el pró-
ximo estero.
En el suelo fangoso brotarán los heléchos,
cuyas elegantes palmas alcanzan metro y me-
dio de desarrollo, ora alzándose de la tierra,
ora encorvándose al extremo de su tronco ar-
borescente, con una simetría de quitasol. Tré-
boles enormes multiplicarán sus florecillas de
lila delicado; y la ortiga gigante, cuyas fibras
dan seda, alzará hasta cinco metros su espinoso
— 96 —
tallo, que arroja á la punción un chorro de
agua fresca.
Por los faldeos y cimas, la vegetación arbó-
rea alcanza su plenitud en los cedros, urunda-
yes y timbos gigantescos. El follaje es de una
frescura deliciosa, sobre todo en las riberas,
donde forma un verdadero muro de altura uni-
forme y verdor sombrío, que acentúa su as-
pecto de seto hortense, sobre el cual destacan
las tacuaras su panoja, en penachos de felpa
amarillenta que alcanzan ocho metros de ele-
vación; descollando por su elegancia, entre to-
dos esos árboles ya tan bellos, el más peculiar
de la región— la planta de la hierba, semejante
á un altivo jazminero.
Reina un verdor eterno en esas arboledas, y
sólo se conoce en ellas el cambio de estación,
cuando, al entrar la pri mavera, se ve surgir
sobre sus copas la más eminente de algún lapa-
cho, rugoso gigante que no desdeña florecer
en rosa, como un duraznero, arrojando aque-
lla nota tierna sobre la tenebrosa esmeralda de
la fronda.
Nada más ameno que esos trozos de selva,
destacándose con decorativa singularidad sobre
el almagre del suelo. Sus meandros parecen ca-
prichos de jardinería, que encierran entre glo-
rietas verdaderas pelouses. Los pastos duros de
la región, fingen á la distancia peinados céspe-
des; y el paisaje sugiere á porfía, correcciones
de horticultura.
Las palmeras— sobre todo el precioso pindó,
de hojas azucaradas como las del maíz,— po-
- 97 -
nen, si acaso, una nota exótica en el conjunto,
al lanzar con gallardía, me atrevo á decir jóni-
ca, sus tallos blanquizcos á manera de cimbran-
tes cucañas; pero nada agregan de salvaje, nada
siquiera de abrumador á la circunstante gran-
deza. Esta se conserva elegante sobre todo, y
los palmares que comienzan cada uno de esos
bosques, dan con su columnata^a impresión de
un pronaos ante la bóveda forestal.
Serrezuelas entre las cuales corren ahocina-
dos arroyos clarísimos, que acaudalan con vio-
lencia á cada paso las lluvias, figuran en el pai-
saje como un verdadero adorno formado por
enormes ramilletes. Los pantanos nada tienen
de inmundo, antes parecen floreros en su ex-
cesivo verdor palustre. Los naranjos, que se
han ensilvecido en las ruinas, prodigan su bal-
sámico tributo de frutas y flores, todo en uno.
El más insignificante manantial posee su marco
de bambúes; y la fauna, aun con sus fieras,
verdaderas miniaturas de las temibles bestias
del viejo mundo, contribuye á la impresión de
inocencia paradisíaca que inspira ese privilegia-
do país.
Reptiles numerosos, pero mansos, causan
daño apenas; los insectos no incomodan, sino
en el corazón del bosque; hasta las abejas care-
cen de aguijón, y no oponen obstáculo alguno
al hombre que las despoja, ó al hirsuto taman-
dúa que las devora con su miel.
Las mismas tacuaras ofrecen en sus nudos un
regalo al hombre de la selva, con las crasas lar-
vas del tarnbú, análogas, si no idénticas en mi
EL IMPERIO.— 7
- 98 -
opinión, á las del ciervo volador, que Lúculo
cataba goloso.
El clima, salubre á pesar de su humedad ex-
traordinaria, presenta como único inconvenien-
te un poco de paludismo en las tierras muy ba-
jas. La escarcha de algunas noches invernales,
no causa frío sino hasta que sale el sol, y el pro-
medio de la temperatura viene á dar una pri-
mavera algo ardiente. Viento apenas hay, fue-
ra de las turbonadas en la selva.- Neblinas que
son diarias durante el invierno, envuelven en
su tibio algodón á las perezosas mañanas. Aho-
gan los ruidos, amenguan la actividad, retar-
dan el día, y su acción enervante debe influir
no poco en la indolencia característica de aque-
lla gente subtropical.
Cerca de mediodía, aquel muelle vellón se
rompe. El cielo se glorifica profundamente;
verdean los collados; silban las perdices en las
cañadas; y por el ambiente, de una suavidad
quizá excesiva, como verdadero símbolo de
aquella imprevisora esplendidez, el morpho Me-
nelaus, la gigantesca mariposa azul, se cierne
lenta y errátil, joyando al sol familiar sus cerú-
leas alas.
A la tarde, el espectáculo solar es magnífico,
sobre los grandes ríos especialmente, pues den-
tro el bosque la noche sobreviene brusca, ape-
nas disminuye la luz. En las aguas, cuyo cauce
despeja el horizonte, el crepúsculo subtropical
despliega toda su maravilla.
Primero es una faja amarillo de hiél al Oeste,,
correspondiendo con ella por la parte opuesta
— 99 -
una zona baja de intenso azul eléctrico, que
se degrada hacia el cénit en lila viejo y suce-
sivamente en rosa, amoratándose por último
sobre una vasta extensión, donde boga la luna.
Luego este viso va borrándose/.mientras sur-
ge en el ocaso una horizontal claridad de ana-
ranjado ardiente, que asciende a,l oro claro y al
verde luz, neutralizado en una tenuidad de
blancura deslumbradora.
Como un vaho sutilísimo embebe á aquel
matiz un rubor de cutis, enfriado pronto en lila
donde nace tal cual estrella; pero todo tan cla-
ro, que su reflexión adquiere el brillo de un co-
losal arco-iris sobre la lejanía inmensa del río.
Este, negro á la parte opuesta, negro de plo-
mo oxidado entre los bosques profundos que
le forman una orla de tinta china, rueda fren-
te al espectador densas franjas de un rosa ló-
brego.
Un silencio magnífico profundiza el éxtasis
celeste. Quizá llegue de la ruina próxima, en
un soplo imperceptible, el aroma de los azaha-
res. Tal vez una piragua se destaque de la ri-
bera asaz sombría, engendrando una nueva
onda rosa, y haciendo blanquear , como una
garza á flor de agua, la camisa de su remero...
El crepúsculo, radioso como una aurora, tar-
da en decrecer; y cuando la noche empieza por
Í último á definirse, un nuevo espectáculo em-
bellece el firmamento. Sobre la línea del hori-
zonte, el lucero, tamaño como una toronja, ha
aparecido, palpitando entre reflejos azules y
"■**■ """""""
— 100 —
viento agita. Su irradiación proyecta verdade-
ras llamas, que describen sobre el agua una
clara estela, á pesar de la luna, y la primera
impresión es casi de miedo en presencia de tan
enorme diamante.
Dije ya que aquellas tierras se prestan á to-
das las producciones. Hay, sin embargo, algu-
nas singularidades debidas á la constitución
geológica. Falta desde luego la tierra vegetal,
el humus, que sólo se encuentra en fajas de se-
senta metros, término medio, á las orillas de
los arroyos, y en limitadas áreas bajo los bos-
ques, como si su formación fuera difícil, ora
por la evolución laboriosa de la arcilla, ora por
ser muy nuevos los terrenos. Así, las Misiones
propiamente dichas, se prestan poco á la cría
de ganados. Las praderas no producen duran-
te el invierno más que pastos muy duros— es-
partillo casi en su totalidad,— y el bosque es
más escaso todavía. Los ganados enflaquecen
horriblemente y sucumben en grandes canti-
dades; pues el recurso de darles á comer cier-
tas palmeras y bambúes, es demasiado costoso
para dehesas un tanto crecidas. Durante el ve-
rano, las cosas andan poco mejor, no exis-
tiendo en realidad otro forraje natural que la
gramilla de los terrenos pantanosos, con su
precario rendimiento. Sólo el maíz, que da casi
siempre dos cosechas, y algunas veces tres por
año, podría compensar tal escasez, como ele-
mento de ceba; pero queda otro inconveniente
más grave aún; quiero referirme á la falta de
sal, que no existe sino en pequeños ribazos de
— 101 —
terreno vagamente salitroso, preferidos por los
animales del bosque, aunque de todo punto in-
suficientes para grandes rebaños. La sarna, la
tuberculosis y las afecciones intestinales, cau-
san estragos al faltar ese elemento, impidiendo
casi del todo la cría en grande escala.
Entiendo que en los esteros del río Corrien-
tes se ha hecho alguna vez con'éxito la tentati-
va de obtenerlo, evaporando las aguas palus-
tres; y es sabido que aquéllos son campos de
pastoreo; mas no sé que esto haya pasado, ni
con mucho, á una explotación regular.
Fuera de ese inconveniente, nada pone obs-
táculos á una vasta prosperidad.
Abundan las ricas maderas, de tal modo, que
el cedro reemplaza al pino en la carpintería or-
dinaria. Los jesuítas habían cultivado con éxi-
to el arroz, pudiendo verse aún en ciertos te-
rrenos bajos, durante las sequías, vestigios de
sus rastrojos. El trigo, que ahora no figura en-
tre los ramos de producción, bastaba entonces
para la harina de consumo. El algodón, el ca-
cao y el añil, producían buenos rendimientos y
las viñas dieron regulares cosechas de vino.
La caña de azúcar, echa tallos macizos hasta
de cinco metros de longitud y grueso extraor-
dinario; el tabaco brota pródigo, y ya he habla-
do del maíz. Los naranjos se han transportado
de las antiguas reducciones al bosque, y donde
quiera que los indios llevaban provisión de sus
frutos: las canteras, puestos de pastoreo y plan-
tíos de hierba-mate. Por fin, estos últimos cons-
tituyen una riqueza peculiar, que será enorme,
— 102 —
cuando se vuelva al cultivo hortense cuyo éxi-
to demostraron los jesuítas. (1)
Sobra en el reino mineral la piedra de cons-
trucción, representada por la tacurú y los as-
perones. El hierro se presenta con profusión, y
existe algún cobre que los jesuítas laborearon.
No tengo, respecto al plomo, otro dato que ha-
ber hallado en el pueblo de Concepción una ba-
la de falconete, puesta ahora en el Museo histó-
rico; pero ella pudo pertenecer al ejército lusi-
tano-español que reprimió la insurrección de
1751. Las minas de metales preciosos, cuyo se-
creto se atribuye á los jesuítas, no han" pasado
de un sueño, lo propio que los criaderos dia-
mantíferos. Uno que otro topacio, tal cual cor-
nalina y amatista, es todo. Los cuarzos cristali-
nos, muy interesantes, han inspirado quizá la
leyenda adamantina.
La falta de cal ya mencionada, dio margen
también á muchas conjeturas. Como los tem-
plos jesuíticos estaban blanqueados, el campo
de la suposición quedaba abierto al fallar entera-
mente las canteras.
Se afirmó entonces que los padres habían
empleado la tabatinga, ocre blanquizco que
abunda en el Brasil; pero esto es inadmisible,
porque los vestigios de reboque y las argama-
sas que traban aún algunas paredes, revelan la
existencia de la cal. Lo que hubo, quizá, fué al-
en Se ha pretendido restaurarlo en el Paraguay; pero la gente
del pueblo cree allá, que quien planta hierba muere al año siguien-
te, y todo fracasó. El ocio tropical tiene un incentivo hasta en las
leyendas.
— 103 —
gún rancho de las reducciones blanqueado
con el singular producto.
Fundados en la célebre «Memoria» de Doblas,
algunos han repetido con éste que Ta cal se ex-
traía de los caracoles blancos, no muy nume-
rosos por cierto en el territorio, y después de
todo insuficientes; (1) pero puede existir en esta
explicación de apariencia tan nimia, un fondo
de verdad, si se considera que en la costa bra-
sileña del Uruguay, frente á Garruchos, existe
un banco de conchas fósiles, el cual presenta
señales de explotación. Quedaba en territorio
jesuítico, y á corta distancia de la reducción de
San Nicolás.
Otros han pretendido que el artículo en cues-
tión, iría de Buenos Aires como elemento de or-
nato, y creo que algo de esto pudo haber; pero
su profusión, sobre todo en los templos de fe-
cha más reciente, me ha hecho pensar en can-
teras allá mismo explotadas. Hay un dato que
revela su probabilidad. En el «Diario» del reco-
nocimiento, que el Virrey mandó ejecutar en
1790 sobre la costa occidental del río Paraguay,
su autor, el piloto Ignacio Pasos, afirma que
por la mencionada margen, á los 19°55' y jun-
to al paraje llamado Presidio de Coimbra, ha-
bía «mucha piedra de cal». Lo análogo de esta
región con la misionera, refuerza el indicio; y
€omo nadie ha practicado una exploración de
todos los puntos que ocuparon los jesuítas,
puede que la supuesta cantera permanezca
(1) Habrían servido mejor las tobas de que hablé en otro lugar;
mas no hay señal de que se las empleara tampoco.
- 104 —
oculta. El hecho de que el bosque haya cubier-
to los puntos donde el suelo fué removido, ex-
plicaría, por otra parte, la ocultación.
Pero ya insistiré mejor sobre estos detalles
en el capítulo descriptivo de las ruinas.
El suelo igual y la selva uniforme, en unión
de un clima que lo es más aún por su carácter
tropical, engendraron la unidad de raza en el
habitante.
Sea cualquiera la opinión de ciertos etnólogos
fantásticos, creo que lo más sensato es agrupar
á las tribus, dispersas en el ámbito de la gran
selva, bajo el nombre genérico de «raza gua-
raní».
Eran comunes entre ellas, costumbres tan
particulares como la del bezote, que desde el
Plata al Mar Caribe usaron los guerreros in-
dios, embutiéndose al efecto en el labio inferior
cuñitas de madera ó cristales de cuarzo. La ce-
remonia de cortarse una falange de los dedos,
por cada pariente que fallecía, alcanzó la mis-
ma extensión, así como el infanticidio del hijo
adulterino, que la madre ejecutaba acto conti-
nuo de su parto. Un mismo carácter predomi-
naba en su tatuaje, su alfarería y sus armas.
El entierro de los muertos, con la cabeza sobre-
saliendo del suelo y cubierta por un tazón de
barro, es otra peculiaridad igualmente difundi-
da; sucediendo lo mismo con la original cir-
cunstancia cosmogónica de considerar macho
á la luna y hembra al sol. (1) El idioma muy
(1) Como los Eddas escandinavos en El viaje de Gylfe, El poema
del enano Allvis, etc.
— 105 —
vocalizado y con predominio de palabras agu-
das, como una vasta onomatopeya selvática,
concluye de establecer el parecido; y ello es
tanto más notable, cuanto que todos los indios,,
cualquiera que sea su tribu, se comprenden fá-
cilmente entre sí.
Componían probablemente los restos de una
gran raza guerrera en disolución, esparcidos
por la selva con dirección al Oriente; existiendo
vestigios de una emigración poco anterior á la
conquista, que habría ascendido hacia el Norte
en dos ramas, provinientes de la selva subtro-
pical, bifurcándose por el litoral atlántico y por
el centro del Continente.
Ese movimiento, uno de los tantos que efec-
tuarían periódicamente y con la mayor facili-
dad aquellas tribus nómades, á causa de las
pestes, de extraordinarias sequías que ocasio-
naban el hambre, ó por hábito resultante de su
estado social, puso en contacto á la segunda de
las ramas supuestas, con la vanguardia incási-
ca que bajaba en sentido inverso, desprendien-
do sus falanges conquistadoras por ambas ver-
tientes de la cordillera originaria.
No obstante la divergencia entre la civiliza-
ción decadente de los hombres del bosque, y
el auge colonizador del imperio quichua, el
contacto produjo la comunidad de algunas tra-
diciones y costumbres, que es de suponer im-
puestas por el elemento superior— como la de-
coración de las alfarerías y la momificación;
bien que ésta fuera entre los guaraníes, una
simple desecación á fuego lento. La prueba es
— 106 -
•que la barbarie selvática disminuía mucho al
Norte, en las regiones de la actual Venezuela
y del Ecuador, donde la relación con los Incas
de Quito sería casi regular, dado que éstos se
encontraban allá en su centro más civilizado y
de influencia mayor por consiguiente.
La población del bosque, se tornaba más sal-
vaje así que descendía al centro y al Sur del
Continente, donde sólo tuvo algún contacto ac-
cidental por el Chaco con el quichua civiliza-
dor; pero una y otra raza conservaron su ca-
racterística emigratoria. Aquélla, siempre den-
tro del bosque familiar; ésta, sin desprenderse
de la montaña, que la lleva como naturalmen-
te en su transcurso austral, con el encadena-
miento de sus valles.
Es todo cuanto queda de ese gran aconteci-
miento procolombiano, que tantas cosas ha-
bría po lido dilucidar, á ser conocido en deta-
lle; pero los cronistas españoles, si se exceptúa
quizá á Sahagún, y éste para los aztecas, lle-
vaban á sus narraciones los modales del ins-
trumento curial. Predominaba en ellas la lógi-
ca sobre la verdad. Demasiado retóricos para
ser sinceros, todo lo habían de ajustar á su
molde clásico, que para colmo solía venir de
contrabando, y así resulta raro el detalle típi-
co entre su fárrago indigesto. Después de mu-
cho andar, encuentra uno que no ha adelanta-
do casi nada.
Como muestra entre cien, basta el P. Gueva-
ra, á quien han seguido casi todos los que se
-ocuparon del indio guaraní y de sus costum-
- 107 —
bres. No advirtieron, cuando era tan fácil, que
su mentada historia es en esa parte una rapso-
dia del poema de Barco Centenera (y ¡qué poe-
ma!) no sólo por el plan idéntico, sino por los
detalles que vierte á la letra en su prosa, tan
insoportable como las octavas del original. La
circunstancia de que acoja por verdades, le-
yendas tan inocentes como la metamorfosis de
las flores del guayacán, transparente adapta-
ción del Fénix á las mariposas americanas; así
como que atribuya á restos de gigantes huma-
nos, los huesos fósiles descubiertos por las ave-
nidas—debieron poner sobre aviso á los que,
bebiendo en él, no hacían sino copiar de segun-
da mano.
Queda sólo en pie la pertenencia de las tribus
guaraníes á una gran nación, disuelta por la
barbarie. Rastros ciertamente vagos, pero no
menos significativos, parecían denunciar esa
unidad superior, en los grupos centrífugos. El
zodíaco les era común, y Alvear cita en su
«Relación» algunas ideas astronómicas de los
m.ocooíes, que son ciertamente notables.
Tenían estos indios por su hacedor y numen
á las Pleyadas, y por autor de los eclipses á la
estrella Sirio, lo cual demuestra observaciones
detalladas y la especificación mítica de ciertos
astros, que para mayor curiosidad, han tenido
aplicaciones análogas en muy distintos pue-
blos. El carácter cosmogenésico de las Pleya-
das es bien singular, si se considera que para
algunos astrónomos modernos, en dichas es-
trellas se halla el centro de nuestro Universo;
- 108 -
pero esto no será más que una coincidencia.
El clima ardiente les permitía una desnudez
casi total, que apenas interrumpían en algu-
nos, un ponchito terciado al hombro, y un cas-
quete, tejido, así como la prenda anterior, con
fibras de palmera. Poníanle á veces plumas
á guisa de adorno, y en igual carácter llevaban
ajorcas y pulsaras trenzadas con el pelo de sus
mujeres. He mencionado ya el bezote, gene-
ralmente formado por un cristal de cuarzo.
Las mujeres agregaban al «traje» descrito, un
delantalillo duplicado á veces en taparrabo, y
pendientes de semillas ó conchas. Los actuales
indios cainhuá del Paraguay, conservan mu-
chas de estas peculiaridades.
La indumentaria de guerra era un poco más
complicada. Una corona de cuero, ornada de
vistosas plumas, reemplazaba al casquete des-
crito; pinturas trazadas con tabatinga y alma-
gre, cubrían el cuerpo del guerrero, imitando
pieles flavas de anta ó de jaguar; y rodeaban
su garganta sonoros collares de uñas ó dien-
tes bravios. Las pinturas, eran como quien di-
ce el traje de parada, pero existía el tatuaje en
ambos sexos, á modo de distintivo nacional.
Por armas llevaban el arco y las flechas; la
macana, á veces incrustada de cuarzos agudos;
algunos la honda y pocos el chuzo. Las bolas,
ineficaces en la selva, eran un recurso exclusi-
vo de los que habitaban la llanura.
Fieles al cacique, que por lo general elegían
sólo en caso de guerra, nunca llegaban sus
agrupaciones gregales á formar ejércitos pro-
— 109 —
píamente dichos. Individualmente eran bra-
vos, y más aún sufridos, pues los ritos crueles
€on que celebraban su entrada en la pubertad
y sus actos fúnebres, acostumbrábanlos al do-
lor.
En cuanto á sus demás costumbres, eran las
de todos los salvajes, salvo pequeñas diferen-
cias; de manera que no merecen descripción
sus fiestas, borracheras, casamientos, etc.
Los más erraban por el bosque al azar de la
caza, de la pesca que era abundante, ó de la
colmena, cuyo orificio agrandaban á la torpe
machacadura de sus hachas de piedra, hasta
poder introducir la mano, que desde niños se
les ablandaba con tal objeto en continuo ma-
saje—absorbiendo las heces del panal por me-
dio de esponjosos liqúenes. Esos eran natural-
mente los más ariscos, y nunca aceptaron la
civilización.
Algunos componían grupos sedentarios, que
no duraban mucho, estableciéndose en las ve-
cindades de los ríos. Carpían á fuego un trozo
de terreno, y con un palo puntiagudo á guisa
de arado, abrían, poco después de llover, agu-
jeros donde sembraban maíz, papas, zapallos
y mandioca— sistema que todavía se usa en el
Paraguay. Nadadores y remeros notables, tri-
pulaban canoas labradas á fuego en los tron-
cos del guabiroba, que les ha dado su nombro
genérico, y así embarcados, á veces por días
enteros, pescaban y cazaban. Su ardid más ci-
vilizado, consistía en usar de señuelo cotorras
domésticas para sus cacerías. Sobre éstos gozó
- 110 -
de su mayor influencia el jesuíta; pero tanta
unos como otros abandonaban difícilmente el
bosque, á no ser urgidos por el hambre y du-
rante el menor plazo posible.
La miseria en que se hallaban, dificultó la
poligamia á que tendían; siendo generalmente
monógamos, salvo los hechiceros y caciques.
Dominados por la más elemental idolatría,
esta misma no los preocupaba mucho. Algún
árbol sagrado ó serpiente monstruosa, forma-
ban sus fetiches de conjuración contra las bo-
rrascas, á las cuales temían en razón de su vio-
lencia tropical.
Su inteligencia se manifestaba casi exclusiva-
mente, en hábiles latrocinios y mentiras sin es-
crúpulo; su condición nómade, habíales quita-
do el amor á la propiedad y al suelo, careciendo
en consecuencia de patriotismo y de economía.
Todo su comercio se reducía á cambalachear
objetos, lo cual disminuía más aún el amor á
la propiedad organizada. Borrachos y golosos,
la inseguridad del alimento, inherente á su con-
dición de cazadores exclusivos, desenfrenó su
apetito; y careciendo de sociedad estable, les
faltó el control necesario para reprimirse. La
música, el estrépito mejor dicho, y las decora-
ciones vistosas, halagaban su carácter infantil.
Este dominaba de tal modo en ellos, que al de-
cir de los jesuítas, comprendían las cosas me-
jor de vista que al oído: dato precioso para de-
terminar su psicología. Voluptuosos y haraga-
nes, por la influencia del clima y de la selva con
su ambiente enervador, no servían para las
— 111 —
grandes resistencias. A su arranque colérico,
muy vivaz como en todas las naturalezas inde-
cisas, sucedía una depresión proporcional. La
paciencia y el buen trato, bastaban para domi-
narlos; pero aquella blandura recelaba la in-
constancia, considerablemente favorecida por
el hábito andariego.
Hijo de esa selva, tan rica que, según Reclus,
sus productos bastarían para alimentar á toda
la humanidad, era el hombre tropical por exce-
lencia, es decir indolente é imprevisor en su
fácil bienestar. Su tipo común acentuaba su uni-
dad de origen; y aquel bosque, en cuya unifor-
midad ha visto el autor antecitado, la suges-
tión de una inmensa fraternidad futura para
los pueblos de la América meridional, había im-
preso á su dócil constitución de primitivo, que
no tonía ni reacciones atávicas, ni tradiciones,
ni fuerza social con qué resistir la morbidez de
su perenne verdura.
Se ha hablado mucho de su canibalismo, pa-
ra pintarlo feroz; pero es menester observar
quiénes y cómo hablaron.
No hay desde luego un solo testimonio de que
se los viera comer carne humana. El más pró-
ximo á esto, es el de los compañeros de Solís
que «creyeron ver» en la confusión de la reti-
rada.
Los primeros conquistadores y los misione-
ros, propalaron sobre todo la especie; pero unos
y otros se hallaban harto interesados en glori-
ficar su empresa, para que desperdiciaran de-
— 112 —
talle tan conmovedor. La ferocidad de los natu-
rales, encarecía el éxito de la conquista.
Algunos autores modernos han pretendido
que los indios no eran precisamente caníbales,
aunque fueran antropófagos, pues su antropo-
fagia formaba un rito religioso, una verdadera
«comunión» en la víctima.
No obstante el cariz visiblemente clerical de
la aserción, y lo que hubiera podido servir para
demostrar la universalidad de ese cristianismo
á la inversa, con que, según los escritores cató-
licos, Satanás anticipó á pesar suyo la Revela-
ción—es curioso que se les escapara á todos los
misioneros contemporáneos. En ninguna cróni-
ca ni papel de la época, se alude siquiera á la
socorrida «comunión»; y eso que los P. P. en-
contraban rastros evangélicos y bíblicos en casi
todos los mitos aborígenes.
Queda en pie únicamente el canibalismo, con-
siderado como muestra de ferocidad; pero abun-
dan las pruebas en contrario.
Así el P. Cardiel, en su célebre «Declaración»,
pinta á los guaraníes como á seres inocentes é
inofensivos, y agrega para demostrarlo, que
un ejército de 28.000 indios, por ejemplo, vale
tanto ó menos que uno de niños, considerando
que sus guerras no pueden ser calificadas ni si-
quiera de estorbo. A pesar de esto, el P. Lozano
los da por guerreros temibles, cuya única ocu-
pación era combatir, y los presenta como an-
tropófagos. Ambas opiniones son á todas luces
exageradas, en el primero por las razones que
-el Capítulo IV dará al lector; en el segundo, pa-
- 113 -
ra encarecer los méritos de sus hermanos. Pe-
ro sea como quiera, lo cierto es que sigue fal-
tando el testimonio ocular.
Nadie «vio».
Es igualmente extraño que ninguno de los
indios reducidos, intentara reincidir en una cos-
tumbre de extirpación muy difícil, cuando es
inveterada, puesto que implica para el caníbal
la pasión misma de la gula. Los asesinatos de
jesuítas, que trataré á su tiempo, fuera de ha-
ber sido escasísimos, y en ningún caso mues-
tras de refinada maldad, no presentan ejemplo
de que los indios se comieran á ningún padre.
Por el contrario, consta en los panegíricos del
doctor Xarque, que los hechiceros indios se opo-
nían á la acción religiosa de los jesuítas, presen-
tándolos ante sus compatriotas como comedo-
res de carne humana; y si atribuían á éstos el
canibalismo que á ellos se les achacaba, es ob-
vio suponerlos exentos de él.
Los conquistadores, interesados en propalar
lo propio, para acrecer su gloria guerrera y co-
honestar ala vez sus crueldades, no dejaron de
asegurarlo; pero entre ellos tampoco hubo quien
ratificara hechos concretos con su testimonio
personal.
Cierto es, por el contrario, que Gaboto dio en
Los Patos el año 1526, casi once después de la
muerte de Solís, con desertores suyos; debien-
do considerarse á los charrúas como miembros
de la nación guaraní. Al año siguiente, el mari-
nero Puerto, sobreviviente de aquel desastre,
fué hallado sobre la costa del Uruguay por el
EL IMPERIO.— 8
— 114 —
mismo Gaboto; no obstante lo cual, en la leyen-
da 7 de su planisferio de 1544, éste afirma que
los charrúas devoraron á Solís...
Diego García atribuyó igualmente el caniba-
lismo á los tupies de San Vicente. La carta de
Pedro Ramírez, en lo que se refiere al diario de
Gaboto por el Alto Paraná, también habla de la
antropofagia guaraní. Schmídel imputa igual
costumbre á los carios-, pero éstos debían de ser
tan poco feroces, que no vacilaron en prestar
juramento de fidelidad á Irala, estableciéndose
en colonia, y siendo entre todos los indios sojuz-
gados por dicho conquistador, los únicos que
lo hicieron sin oponer resistencia.
Por último, Barco Centenera, para no citar
rapsodias, lo afirma también en su fastidiosa cró-
nica rimada (¡10.752 versos!); pero ella no es si-
no un tejido de leyendas pedantes y patrañas
ridiculas, tomadas por historia á falta de otra,
y á causa de haber sido testigo presencial el
autor. Esto ha bastado con harta frecuencia pa-
ra dar por buenos los papeles de la conquista,
citándolos al montón, sin asomo de crítica. Tal
sucede entre otros, con este autor.
Al honesto arcediano le salían sirenas en los
esteros (canto XIII), sus indias se llamaban Li-
ropeyas-, daba asimismo como cierta la leyen-
da de la tremebunda serpiente curiyú (canto III);
y si las crueldades de los salvajes le inspiran
(canto XV) horrendos detalles sobre empalados
y sepultados vivos, en las dos estrofas siguien-
tes (la 36.a y 37.a) narra la manera cómo se sal-
vó de sus garras un religioso franciscano, con
— 115 —
tal milagrería de pacotilla, que aquello sobra
para desautorizar su pretendida veracidad. Pe-
ro basta con transcribir la estrofa en que expli-
ca el canibalismo precisamente, (canto I) para
ver hasta qué punto aquella inocente pedante-
ría falsificaba todo detalle natural:
t
Que si mirar aquesto bien queremos,
Caribe dice, y suena sepultura
De carne: que en latín caro sabemos
Que carne significa en la lectura.
Y en lengua guaraní decir podemos
Ibi, que significa compostura
De tierra, do se encierra carne humana.
Caribe es esta gente tan tirana.
El logogrifo, como se ve, no tiene precio; y
ese híbrido de latín y guaraní (!) resulta senci-
llamente impagable. ¡Hace ochenta años que
nuestros historiadores y literatos nos recomien-
dan, sin leerlo por de contado, tan bárbaro ade-
fesio i
A pesar de todo, los mismos que trataban de
caníbal y salvaje al guaraní, sostuvieron rela-
ciones con él sin mayores inconvenientes. Ga-
boto, que en su relación lo describe sanguinario
y cruel, poco tuvo de qué quejarse á su respec-
to durante la navegación del Paraná; pues el
desastre acaecido á la tripulación del bergan-
tín explorador del Bermejo, debe imputarse á
su propia codicia, desde que su tripulación fué
persuadida á descender entre los indios, con ce-
bo de plata y oro. Esto demuestra que los tales
le conocían el lado flaco, á costa de extorsiones
y sevicias con toda seguridad. El episodio ro-
- 116 -
mancesco de Lucía Miranda, es una excepción,
que cabe, por otra parte, en cualquier raza.
Puede imputarse igualmente á la crueldad
conquistadora la catástrofe de la expedición de
Mendoza. Los indios se entendieron bien desde
el primer momento con los fundadores de Bue-
nos Aires, vendiéndoles las vituallas que nece-
sitaban. Los malos tratos que se les infligió des-
pués, ocasionaron la guerra. Baste saber que
muchos de esos conquistadores habían perte-
necido, así como su jefe, á las hordas del con-
destable de Borbón; y si por un asunto de sala-
rio tí) asaltaron la Ciudad Eterna, violando
monjas sobre los altares de las iglesias, con de-
talles de sadismo espantoso, y pillando con de-
senfreno tal que horrorizó á la misma Europa
de hierro— puede inferirse su conducta entre
salvajes desamparados, con toda la exaspera-
ción de apetitos que supone en semejantes lobos
una larga navegación.
No mostraron los indios menor suavidad an-
te las empresas terrestres,, siendo esto más no-
table aún por lo directo de su contacto con los
expedicionarios. Alvar Núñez, en su larga tra-
vesía desde la Cananea á la Asunción, tuvo en
ellos una ayuda eficaz, pues le proporcionaron
de buen grado víveres y canoas. Igual le su-
cedió en la expedición para buscar el camino
(1) Sabido es que la política del Emperador, consistió en dejar
obrar á la necesidad sobre las tropas que sitiaban á Roma, siendo
el asalto para éstas una cuestión de hambre. Así salvaba su respon-
sabilidad, y podía dirigirse luego al Papa pidiéndole perdón por su
victoria...
- 117 —
del Perú, con la única excepción de los guara-
rapes.
. En la antecedente á ésta, y en las que em-
prendió posteriormente con objeto igual, Irala
tuvo menos de qué quejarse-, y la verdad es
que los españoles, durante toda la conquista,
atravesaron aquellas regiones á su antojo, casi
sin otros obstáculos que los naturales.
Tampoco hubo nada que lamentar en la ex-
pedición de los Césares— cuyo somero detalle
podrá ver el lector en el capítulo siguiente,— á
pesar de su inmensa marcha; ni las diversas
con que se intentó comunicar al Paraguay con
el Tucumán á través del Chaco, desde la de
Diego Pacheco que lo atravesó dos veces con
sólo cuarenta hombres, sin perder uno.
En todas las grandes incursiones de Chaves,
se manifestaron asimismo tratables, aconte-
ciendo á propósito un hecho elocuente: Cuando
fué enviado á fundar la ciudad de Santa Cruz,
quedóse con sesenta hombres únicamente,
mientras regresaban á la Asunción sus com-
pañeros descontentos, sin que el escaso núme-
ro de las fuerzas incitara desmán alguno; y á
los que después de fundada aquélla, navegaron
el Mamoré y el Marañón hasta salir al Atlánti-
co, expedición enorme que puede parangonar-
se dignamente con la célebre de Pizarro y Ore-
llana por el Amazonas— tampoco les ocurrió
percance bélico.
Por último, Felipe Cáceres en su viaje de ida
y vuelta al Perú, anduvo cerca de un año por.
tan vastas selvas sin soportar hostilidad alguna
— 118 —
Si Ortiz de Vergara se vio obligado á repri-
mir sangrientamente la rebelión general de los
guaraníes, que estalló en los comienzos de su
gobierno, ello debe atribuirse á la extraordina-
ria dureza con que los trató su antecesor Men-
doza. Por lo demás, la defensa del suelo nativo
es un movimiento natural, que no denuncia en
quien lo ejecuta una maldad ingénita; y en
cuanto á la nación guaraní, los hechos citados
bastan, me parece, para demostrar su buena
índole.
De este modo, el habitante y el suelo no opo-
nían á la conquista sino un obstáculo pasivo.
Uno y otro requerían tan sólo empresas orga-
nizadas para rendir pingües ganancias, en pro-
porción, naturalmente, del ingenio con que se
explotara sus condiciones.
La gran variedad de los productos, garantía
desde luego un sistema de trabajos en rotación,
que suponía la vida completa bajo todas sus
fases. Las tribus dispersas por la extensión de
la selva, nada podían hacer, pues para ellas no
existía tal variedad, limitada su vida á peguja-
res estrechos y adventicios. El escaso número
de sus miembros, así como su permanente' es-
tado de guerra, imposibilitaban por completo
cualquier idea de explotación sedentaria; pero
habían conservado virgen también el terreno,
preparando más opimo rendimiento al con-
quistador que lo avasallara con miras de en-
grandecerse, y con la unidad de acción reque-
rida por toda empresa eficaz.
119 —
III
Las dos conquistas.
El estudio comparativo de la doble corriente
conquistadora que dominó el antiguo Para-
guay, requiere un cuadro histórico á grandes
rasgos, desde 1526, año de la exploración de
Gaboto que abrió el país a la conquista, hasta
1610, cuando empezaron los jesuítas sus tareas,
para que el lector se dé cuenta de la situación
general. Breve será esto, y al concluirlo, nos
encontraremos ya enteramente en la cuestión.
Tomaré la denominación genérica de «Para-
guay» aplicada al país hoy dividido entre la
República Argentina, el Brasil, el Paraguay
moderno y Bolivia, pues con tal nombre distin-
guían los jesuítas á la provincia espiritual que
erigieron en estas comarca. Abarcaba ella el
Tucumán, el Río de la Plata y el Paraguay, cu-
yos límites orientales de entonces llegaban has-
ta muy cerca de la ribera atlántica, y como ve-
remos luego, semejante división no fué pura-
mente una expresión geográfica. De tal mane-
ra el nombre adoptado, fuera de lo que simplifi-
— 120 —
ca la cuestión, corresponde al plan mismo de
la obra.
Como en su transcurso he de referirme in-
distintamente á las posesiones españolas y por-
tuguesas, creo oportuno advertir que en caso
de duda ó contradicción entre los escritores de
ambas nacionalidades, he adoptado por lo co-
mún el criterio de los correspondientes á cada
una, como regla de prudencia y de imparcia-
lidad.
La conquista del Plata había quedado inte-
rrumpida por la catástrofe de Solís, hasta los
años 1526-27, durante los cuales Gaboto y Gar-
cía entraron al estuario, llegando el primero al
Salto de Apipé, y explorando á su regreso el
río Paraguay, hasta cerca del punto donde se
fundaría luego la Asunción, así como una par-
te del Bermejo.
Ciertos historiadores portugueses, han dado
por cierto que cuatro compatriotas suyos, en-
viados por Martín Alfonso de Souza desde San
Vicente en 1526, atravesaron el Paraguay has-
ta el Perú en viaje de exploración. Creo que se
trata de un lapsus, en cuya virtud se atribuye
á los portugueses una expedición enteramente
española.
Hasta por las fechas y el itinerario, resulta
en efecto análoga á aquélla de los compañeros
de Gaboto, que saliendo del fuerte de Sancti-
Spiritus en línea recta al O., reconocieron la
región de Cuyo; faldearon la Cordillera y llega-
ron al Tucumán, remontándose por él hasta el
Cuzco. Iban á las órdenes de un oficial apelli-
— 121 —
dado César, y habiéndoseles llamado por exten-
sión los Cesares, dieron origen á la fábula de
las quiméricas ciudades de este nombre. (1)
La expedición portuguesa, parece, entonces,
una adaptación fantástica. No hay, en efecto,
otro dato sobre ella, que el de Ruy Díaz de Guz-
mán, quien se equivoca desde e] principio, pues
atribuye al mencionado capitán lusitano el en-
vío de una expedición imposible, dado que éste
no arribó al Brasil hasta 1530. Un escritor que
se equivocaba en tal forma, á ochenta y dos
años de los hechos narrados (compuso su «Ar-
gentina» en 1612), merece ciertamente poca fe.
Por otra parte, la forma y el número de las ci-
fras no dan asidero á una suposición de error
caligráfico, mucho más cuando en el capítulo
siguiente se incurre en uno más grave aún,
dada la notoriedad del hecho, teniendo por rea-
lizado en 1530 el viaje de Gaboto.
Esta nueva errata probaría que la expedi-
ción brasileña de que hablo más arriba, fué la
misma de los Césares, pues atribuye á Gaboto
la fecha del viaje de Souza, siendo ya dos defi-
ciencias concurrentes al mismo fin.
Fuera perfectamente natural, sin embargo,
suponer una transposición del número (1526
por 1530), dado que el habitual desgaire de los
cronistas españoles, sobre todo en lo referente
(1) El profesor M. Henri de Galzain, de Villa Mercedes (San
Luis) me ha comunicado que existe sobre el río Quinto un paso lla-
mado de los Césares que vendría á quedar sobre el itinerario antedi-
cho, confirmándolo más aún; pues no existe en la historia ni en la
tradición local, dato alguno que lo justifique.
— 122 —
á fechas y graduaciones geográficas, tenía por
digna continuación las trocatintas peculiares
del copista; (1) pero hay otros lapsus más re-
dondos y en los cuales no cabe ya explicación.
Así, por ejemplo, nuestro desenfadado histo-
riador atribuye á Américo Vespuccio el descu-
brimiento del Brasil, y afirma queSolís regresó
á España en vez de haber sido muerto por los
charrúas...
Sirva este caso de tipo al lector, para que
aprenda á desconfiar en materia de papeles an-
tiguos—que suelen ser tenidos por los mejores,
—y para que valore el mortal fastidio inhe-
rente á semejantes compulsas. Leer y citar es
nada; lo arduo está en controlar (2) lo que se
cita.
Como quiera que sea, el caso es que el Bra-
sil progresó mucho antes que el Paraguay, es-
tribando en esto el comienzo de su rivalidad
histórica.
Sesenta años después de su descubrimiento,
la posesión portuguesa exportaba ya algodón
y azúcar con tanto éxito, que este último pro-
(1) Es extraño que Angelis, á quien debió llamar la atención el
doble error, no lo aclarase en una nota; pues se siente uno tentado
á atribuírselo. Pero un estudiante primario no incurriría en él, mucho
menos un compilador, por torpe que se le suponga. Puede dárselo,
entonces, como perteneciente al historiador.
(2) No acepto el académico «contralorear», derivado de «con-
tralor», con que la Academia, más papista que el Papa, traduce con-
trole, síncopa de contre-rdle; pues no veo el derecho con que los
etimólogos españoles refaccionan una palabra francesa, de más fácil
pronunciación y más breve en su forma original que en su restaura-
ción arcaica— inocente pedantería con que se disfraza tanta miseria
casera.
- 123 -
ducto contó por 32.000.000 de francos al empe-
zar el siglo xviii. Las nueve Capitanías en que
estaba dividida, florecieron presto, existiendo
en todas ellas casas de la Compañía de Jesús.
Este progreso, que era una amenaza indirec-
ta, dado lo vago de los términos geográficos
empleados por el Papa Alejandro para redac-
tar su conocida bula arbitral, (1) y sabiéndose
que en el Brasil existía una administración re-
gular desde 1530, ocasionaron la expedición de
Mendoza, entre el entusiasmo causado por la
de Gaboto.
Puede decirse que con Ayolas, enviado por
aquél en reconocimiento, empieza recién (2) la
verdadera conquista. Subió por los ríos Paraná
y Paraguay, venciendo fácilmente la escasa re-
sistencia de las tribus ribereñas; fundóla Asun-
ción, y continuó su viaje hasta Candelaria. Or-
denando á Irala que le esperase allá con la es-
cuadrilla durante seis meses, atravesó el Chaco
y llegó hasta las fronteras del Perú, de donde
regresó con algunas piezas de plata, siendo
muerto por los mbayás y serigués entre los
cuales se había establecido al no encontrar á
sus compañeros.
(1) Es curioso que la primera cuestión de límites en América,
haya sido resuelta por el arbitraje. La bula del Papa Alejandro VI,
no era otra cosa en efecto.
(2) Como no alcanzo la razón que haya para limitar el oficio de
esta palabra á su combinación con el participio, adopto nuestra ló-
gica generalización. Igualmente usaré la palabra rol, bajo su afección
francesa de papel ó figura en un desempeño; así como yerbal y yer-
batero, derivados de yerba (ilex paraguayensis). Por último, emplearé
como sinónimo de asperón la palabra gres que la Academia no
acepta.
— 124 —
La tenaz oposición de los indios de Buenos
Aires, que amenazaban malograr toda funda-
ción mientras no se tuviera una base sólida de
operaciones sobre ellos, acarreó el abandono
definitivo de la nueva ciudad y la reconcentra-
ción consiguiente de todos sus elementos en el
Paraguay, donde los naturales se manifesta-
ban más dócíies. Este tuvo desde entonces, y á
pesar de su carácter mediterráneo, la superio-
ridad política que por tan largo tiempo iba á
conservar.
Durante el gobierno de Ayolas y los comien-
zos del de Irala, la guerra no fué el único tra-
bajo de los conquistadores, pues éstos, con una.
actividad ciertamente admirable, dadas sus ex-
pensas, fundaron trece pueblos en aquellos te-
rritorios.
Irala había sido electo popularmente gober-
nador; pero el arribo de Alvar Núñez, Adelan-
tado real, le despojó del mando. Para llegar á
su sede, éste acababa de realizar la segunda
gran expedición por tierra á través de la co-
marca, en un viaje de ocho meses, desde el río
Itabucú frente á Santa Catalina, hasta la Asun-
ción, ósea en un trayecto de trescientas le-
guas.
De orden suya, Irala efectuó la tercera, con
el objeto de franquearse un camino hasta el Pe-
rú y unificar la acción conquistadora, dándose
la mano con aquellos expedicionarios. Sin idea
clara todavía sobre el inmenso territorio inter-
medio, los conquistadores paraguayos procu-
raban su acceso al país del oro; y la Corona
— 125 —
que veía en él un centro político, procuraba
darle, con miras de economía y de administra-
ción, la mayor zona de influencia posible, fo-
mentando aquellas exploraciones.
Irala regresó con informes, habiendo llegado
hasta los 17° de latitud, y entonces el Adelan-
tado intentó por su cuenta el acceso; pero la
inundación de las tierras le redujb á volverse.
Depuesto por el descontento de sus soldados,
a quienes había querido imponer reglas de dis-
ciplina, predicando con el ejemplo de su honra-
dez y de su cultura, que no hizo sino exaspe-
rarlos más, su intrépido teniente emprendió
otra vez el camino del Perú.
Esta expedición señala el hecho importante
de que los indios empezasen á figurar como
aliados de los españoles en sus guerras civiles,
pues demuestra que ya se había producido en-
tre ambas razas un principio de fusión.
Consiguió Irala por fin llegar hasta Chuqui-
saca, resolviendo no pasar adelante por el esta-
do político en que se hallaba el Perú, á objeto
de evitarse compromisos con los bandos en lu-
cha.
Envió desde allí á Nuflo de Chaves, con una
solicitud á La Gasea para que lo confirmase en
el gobierno, regresando al Paraguay donde á
tiempo debeló la usurpación de Abreu. Poco
después llegó Chaves, el cual, con aquel doble
viaje, acababa de realizar la expedición más
notable que haya salido del Paraguay.
Los indios de la Guayra, duramente explota-
dos por los portugueses que los esclavizaban,
— 126 —
reclamaron la protección de Irala, cuyo renom-
bre se extendía ya hasta por la selva como un
símbolo de prestigio y de justicia. Acudió el
conquistador á la demanda, recorrió entera la
región, estableciendo el dominio español sobre
blancos é indios, y abriendo de este modo una
vía de comunicación entre su sede y tan lejana
barbarie. u
Hasta entonces la conquista se había realiza-
do sin- ninguna intervención religiosa, de tal
modo que recién al año siguiente de esta última
expedición (1555) llegó al Paraguay su primer
obispo. El territorio ocupado después por el
Imperio Jesuítico, estaba completamente abier-
to ya, no obstante su extensión, con más otras
regiones adonde no llegó nunca la expansión
misionera.
Dos nuevas expediciones á la Guayra, acaba-
ron de cimentar en ella el prestigio español:
una de Chaves, que buscaba salida al Atlántico
por la costa del Brasil, y otra de Ruy Díaz Mel-
garejo, que fundó en dicha provincia la Ciudad
Real.
No se había perdido la idea de buscar comu-
nicación directa al Perú, é Irala envió á Chaves
nuevamente con tal objeto. Ya no volvería á
verle, pues murió antes de su regreso, pero
aquel infatigable conquistador había cumplido
sus órdenes con éxito extraordinario. Recorrió
en efecto la provincia entera de Chiquitos, y el
Matto Grosso, verdaderas regiones de leyenda
cuyo acceso requería una constancia rayana en
obstinación y una intrepidez realzada al heroís-
— 127 —
mo. Ya sobre la actual Bolivia, encontróse con
Manso que venía del Perú. Disputaron sobre la
posesión de aquellas tierras, que le fueron ad-
judicadas por el Virrey, y á su regreso fundó
la ciudad de Santa Cruz.
Gonzalo de Mendoza, heredero de Irala, mu-
rió un año después de su elevación al gobierno,
nombrándose en su reemplazo á Ortiz de Ver-
gara, con quien empezó la serie de motines y
golpes de mano, en que la ingerencia política
del clero se manifestó por primera vez.
Entretanto, habían continuado las fundacio-
nes, hasta alcanzar, sumadas con las trece an-
tedichas, el número de veintiocho en setenta y
cuatro años.
Azara, en su lista de pueblos, incluye como
laicas las trece primeras reducciones de la
Guayra; pero no creo que deba imputarse este
error á malevolencia sectaria con objeto de des-
prestigiar la obra jesuítica; pues deMoussy, en
quien ya no cabe igual sospecha, lo reprodujo.
Es verosímil suponer una confusión con las
trece fundaciones efectuadas en los años de
1536-38 por Ayolas é Irala, dado que la coinci-
dencia del número, tanto en las jesuíticas como
en las laicas, pudo motivar el trastrueque; y
sin que esta explicación pretenda discutir el
sectarismo de Azara, indudable por otra parte.
La conquista laica tuvo en Irala su dechado.
Hombre de gobierno ante todo, su administra-
ción dio la pauta á las organizaciones futuras,
que nunca pudieron sobrepujarla. Su intrepidez
y su rectitud, combinadas en admirable equili-
- 128 -
brio, le concillaron el afecto de los indios y de
os blancos. Legislador, sus reglamentos gober-
naron por muchos años el Paraguay, siendo
ahora mismo, y en atención á la sociedad que
organizaron, un modelo de sabiduría política.
Incansable en sus empresas, dilató los límites
de su territorio hasta puntos que no fueron al-
canzados sinoc doscientos cincuenta años des-
pués; y sus expediciones al Perú, no han vuel-
to á repetirse.
Más político que Alvar Núñez, cuya rigidez
se volvió odiosa ante sus compañeros, él supo
conciliar la severidad con la blandura, hasta
hacerse idolatrar por los soldados, que le vene-
raban como á un padre, y amar por los indios
como á un justiciero protector.
La influencia española alcanzó á su impulso
el máximum de eficacia. Dejó planteada en
grande escala ya, la industria de la hierba, que
formaría hasta hoy, puede decirse, el principal
recurso del país, siendo notable, entre otras
explotaciones, la de Mbaracayú en la Guayra.
El plantel de ganado mayor y menor, quedaba
arrojado en las selvas y praderas como profi-
cua simiente, que á los pocos años ya fué cose-
cha asombrosa.
Basta, en fin, para apreciar en conjunto la
importancia de la conquista laica, saber que
desde 1526 hasta 1610, fundaron los conquista-
dores casi tantos pueblos como los jesuítas en
siglo y medio, á pesar de que éstos tuvieron la
senda abierta.
Las poblaciones laicas alcanzaron á veinti-
— 129 —
ocho, como dije antes, debiendo agregárseles
diez ciudades, de importancia relativamente
considerable; (1) mientras los jesuítas, que en
los cinco primeros lustros de su apostolado
fundaron diecinueve pueblos, no llegaron sino
-á catorce durante los ciento treinta y tres años
medianeros de 1634 á 1767, figurando entre ellos
seis, creados con indios de reducciones ya exis-
tentes.
Quedaba expedito, además, el camino del
Perú; abierta una salida al Océano, que es decir
á Europa, por el Marañón; demostrada la posi-
bilidad de comunicarse con el Tucumán á tra-
vés del Chaco, según lo había probado Diego
Pacheco en su travesía de ida y vuelta desde
Santiago del Estero á la Asunción; establecido
desde 1573 el contacto entre las conquistas pe-
ruana y platense, con la fundación simultánea
de Córdoba y Santa Fe, y todo esto casi sin sa-
cerdotes, ó á lo menos sin su concurso especial.
Los primeros españoles sólo tuvieron uno.
Veinte años después de la conquista, en plena
acción expedicionaria y fundadora, apenas ha-
bía diecisiete, incluso el obispo y canónigos, y
treinta años después, veinte por todo.
Facilitaron aquella expansión puramente lai-
ca, las tendencias regalistas de la Corona, para
quien la Iglesia fué al principio un subalterno,
con frecuencia humillado y siempre contenido;
pero el auge de los jesuítas, con todas las corn-
il) Estas fueron: Asunción, Ciudad Real, Santa Cruz, Villa Rica,
Jerez, Concepción, Ontiveros, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires.
EL IMPERIO.-9
— 130 —
plicaciones y concurrencias ya enunciadas, en-
gendró la reacción, incorporándolos al país, en
tiempo de Hernandarias, como un elemento
conquistador.
Su intervención quedó justificada desde lue-
go, por el mal trato creciente que se daba á los
naturales. Ya en 1496, Peralonso Niño había
llevado á España el primer cargamento de in-
dios esclavos; y es sabido que treinta años des-
pués, Diego García envió otro á un comercian-
te de San Vicente (Brasil) con quien tenía con-
trata por ochocientos, para ser remitidos á Eu-
ropa; lo cual demuestra la regularidad del trá-
fico. Al suspenderse éste, la encomienda lo
reemplazó como medida interna. Hernandarias
pudo decir con razón á unos indios tomados en
1593, con un cargamento de hierba, que lo
mandaba quemar en su presencia, presintién-
dolo'como causa de su ruina. Desde que empe-
zó por entonces la explotación de los hierbales
del actual Paraguay, la extinción de la raza
ué problema resuelto.
La conquista no era una colonización, y traía
aparejadas para los vencidos todas las conse-
cuencias de la guerra. Poco tenía en qué efec-
tuarse el saqueo, dada la pobreza de los natu-
rales; pero la necesidad de mujer, que tan irri-
tantes desmanes ocasiona en semejantes casos,
y mucho más con tales hombres, así como la
crueldad exasperada por el eterno chasco del
oro, causaron horrorosos vejámenes.
Después del combate de Guarnipitá, que tra-
jo por consecuencia la fundación de la futura
— 131 --
capital paraguaya, figuraron en el tributo de
guerra impuesto á los indios, siete muchachas
para Ayolas y dos para cada uno de sus com-
pañeros, siendo esto la regla general.
Schmídel, actor en lo más recio del drama, y
á quien no puede sospechársele exageración,
dada la escasa jactancia de sus narraciones,
cuenta que en la expedición corñra los agaces,
todos los pueblos de éstos fueron quemados. La
lujuria del conquistador, está visible en la califi-
cación de «hermosísimas y lascivas» que da á
las mujeres de los jarayes lo cual demuestra
que las frecuentó, así estuviera aquella hermo-
sura muy exagerada, como es probable, por el
celibato forzado del narrador. Durante año y
medio de expedición, cautivaron, dice, en las
tierras de los guapas, doce mil indios; habiendo
soldado raso que tenía cincuenta para su servi-
cio. Con exageración y todo, la realidad de la
esclavitud no sería menos evidente.
El instinto aventurero se sobreexcitaba hasta
lo increíble en aquellas comarcas, cuyo aspecto
decorativo producía, y con mayor razón en los
espíritus predispuestos, un delirio de grandeza
teatral. La solemne espesura, inspiraba con su
misterio; cada matorral podía esconder la fa-
ma ó la fortuna; los obstáculos no eran sino un
incentivo mayor á la constancia, exagerada
por una heroica rivalidad. Endilgados en el bos-
que virgen, al rastro de tal cual fábula que en
caprichosa etimología derivaban de una pala-
bra ó mito indígena, ya no habían de volver
sino con la certidumbre por premio.
— 132 —
Crédulos acogieron la leyenda de las perlas
en tal laguna del Chaco; la referencia de aquel
peñón de plata que resplandecía en medio del
Paraná, camino á la Guayra; los cuentos de
dragones y de pigmeos; la existencia de mitoló-
gicas amazonas...
Su transcurso quedaba señalado por la de-
vastación. Incendiaban una aldea como quien
prende un fuego de artificio, y allá quedaba el
tendal de violaciones y de adulterios, comen-
tando las orgías de una noche. Al padecer ellos
tanto en sus jornadas, en poco tenían el dolor
ajeno-, mucho más tratándose de seres tan in-
feriores, que hasta la humanidad se les discu-
tía. Un feroz individualismo reinaba en aque-
llas huestes, apenas vinculadas por la propia
inseguridad. El botín, precario casi siempre,
ocasionaba disputas cuya inmediata consecuen-
cia era el homicidio. En torno de la fogata que
formaba el corazón del vivac, antes que los pu-
cheros funcionaban los cubiletes. Ni la fatiga de
jornadas terribles, ni las heridas del dardo sal-
vaje, extinguían aquella pasión en sus férreas
naturalezas. Y entrada la alta noche, bajo la
sombra de aquellos bosques sin rumores, que
atemorizaba á veces el rugido de algún jaguar
en ronda, salían del atroz peladero para impro-
visar sus tálamos brutales en el rebaño de cau-
tivos, ó para dirimir en el asesinato anónimo
una apuesta infortunada, una fullería, una bro-
ma quizá.
Dogos sobre un hueso, á puñaladas y á arca-
buzazos disputaban la menguada presea que la
- 133 -
suerte les ponía al alcance en los cabellos de al-
guna india opulenta, estando su avaricia en ra-
zón directa de la escasez. Cómplices, no compa-
ñeros, aquellas expediciones los unían como un
delito; y sólo por indefensos prefería á los in-
dios su ferocidad. Allá dominaban exclusivos el
coraje y el interés.
También así eran de tremendas sus penurias.
La Naturaleza oponía de sobra la resistencia
que el aborigen no supo organizar; y si aquel
desenfreno de los instintos, tan característico
de la guerra, trajo consigo, como parece, la
obstinación demostrada por los conquistadores,
en un verdadero apogeo de fuerza bruta, justo
es confesar que á él se debió la conquista.
Schmídel nos ha dejado en su narración, un
cuadro por demás interesante sobre aquellas
exploraciones de la selva tropical. Se refiere á
la que, capitaneada por Hernando de Rivera,
envió Alvar Núñez para descubrir el imperio
de las Amazonas.
Una vaga relación de los indios, á la que
mezclarían, como es natural, sus mentiras de
práctica, embrollándola más aún con su cos-
tumbre de adherirse á cuanta conjetura se les
propone— decidió la expedición.
El fantástico imperio quedaba, según sus in-
ventores, á dos meses de viaje por la selva
inundada; pero ni esto arredró á los explora-
dores. Tribus, terreno, arboledas, animales, ré-
gimen meteorológico de la región, todo les era
desconocido. Caminaron durante quince días
por un interminable pantano, llevando á la ro-
— 134 —
dilla y á la cintura el agua, que los soles tropi-
cales calentaban hasta una mórbida tibieza en
la cual bullían pestíferos fermentos. Con ella
apagaban su sed, exasperada por la fiebre que
en ella misma bebían. Los gajos de los árboles
eran sus lechos. Para comer, encendían sus
fuegos sobre pértigas entrelazadas, á modo de
trébedes gigantescas. Todo caía en ocasiones al
fango, y los últimos días de aquel viaje, ya no
hubo más alimento que el cogollo de las pal-
meras.
Llovía entretanto espantosamente, inundán-
dose cada vez más la selva, y sin que por ello
una ráfaga de frescura aliviara la emoliente
asfixia de aquel lúgubre sudadero. Todas las
sabandijas del bosque, exaltadas por la germi-
nante humedad, se abatían sobre los expedi-
cionarios en ferocísimos enjambres. Pero nadie
intentó retroceder. Más pálidos que espectros,
chapaleando pesadamente con el pantano eter-
no sus propias disenterías, devorados por co-
mezones enloquecedoras, delirantes de ham-
bre, furiosos de clausura entre aquella fronda
con su ambiente de sótano, latigueados por fu-
nestos escalofríos bajo los chaparrones, pro-
fundizando su silencio lóbrego entre el agua
implacable— ninguno, sin embargo, desfalleció;
y tiene algo de dantesco aquella feroz pandilla,
que arrastra sus lodientos harapos bajo ese
bosque, medio engullida en líquida tumba por
el charco cálido y muerto como una jofaina de
pediluvios.
Treinta días duró aquello, pues fueron y vol-
— 135 —
vieron á su través; y si hubo motines, se de-
bieron á la disciplina que intentó imponer el
Adelantado para contener las depredaciones.
El saqueo y la lujuria componían su pitanza de
tigres, que no había podido arrebatarles el Pa-
pa mismo.
Así fueron los dominadores dej salvaje.
Conforme á cédula real, Irala había empa-
dronado y repartido con perfecta equidad los
primeros indios en número de veintiséis mil.
A este objeto, se los dividía en dos clases. Los
yanaconas ó vencidos en guerra, que compo-
nían las encomiendas perpetuas; y los mitayos,
sometidos voluntariamente ó por capitulación,
en cuyas encomiendas sólo trabajaban los va-
rones de dieciocho á cincuenta años. Su tarea
anual no debía exceder de dos meses, quedan-
do libres el resto del tiempo, y es difícil conce-
bir nada más humanitario; pero como el go-
bierno, en el intento de abrir cuanto antes el
país, permitía las expediciones particulares
contra los indios, y el consiguiente estableci-
miento de encomiendas yanaconas, que eran
naturalmente las más solicitadas— las mitayas
quedaron abolidas de hecho.
Su institución fué algo así como la coartada
moral del poder; pero dadas las costumbres y
el concepto legal predominantes, la excepción
se convirtió en regla, acentuando más todavía
el carácter de conquista que revistió la ocupa-
ción.
Igualmente desusadas quedaron las obliga-
ciones que la Corona imponía á los encomen-
- 136 -
deros, en lo relativo al trato de sus indios. En
una y otra clase de encomienda, el dueño no
podía venderlos ni abandonarlos, aun por ra-
zones de enfermedad; estaba asimismo some-
tido á cuidarlos, alimentarlos, doctrinarlos, dar-
les oficio; y existía además otra prescripción,
que comportaba una verdadera garantía del
porvenir: tanto los yanaconas como los mita-
yos, quedaban libres á las dos generaciones,
con la sola carga de un módico tributo.
Todo lo concerniente á las relaciones entre el
indio y el encomendero, era un sentimentalis-
mo de aplicación imposible; pero aquella ma-
numisión constituía una sabia medida de go-
bierno, pues prevenía radicalmente el daño de
la esclavitud perpetua. De persistirse en ella,
nada le habría faltado á la conquista laica para
su éxito completo; pero la tendencia improvi-
sadora de una legislación arbitraria y entera-
mente formal, hizo fracasar el experimento en
una crisis de impaciencia. Una expedición des-
graciada, (1) bastó para dar por muerto el fru-
to que iba á lograrse quizá, poniendo en otras
manos su cultivo.
Mientras, las provincias de Vera y de la
Guayra llevaban ya cincuenta años de régimen
encomendero; así es que sus indios iban á en-
trar en libertad, cuando fueron entregados á
los jesuítas.
No creo que aquello hubiera dado mucho de
sí, pero el ensayo no se hizo, y queda la duda,
(1) La de Hernandarias, de que se hablará más adelante.
- 137
existiendo además una circunstancia que tien-
de á reforzarla.
Como los españoles no trajeron consigo mu-
jeres, su unión poligámica con las indígenas
produjo numerosos mestizos, libres según la
voluntad real, cabiendo inferir que su contacto
con los indios, habría podido ser benéfico para
éstos; pero insisto en que sólo se trata de con-
jeturas.
El hecho establecido es que las encomiendas
constituían, á despecho de las leyes, una escla-
vitud efectiva, considerablemente agravada al
aumentar la explotación de los hierbales. Aque-
lla especulación desaforada, que hoy mismo es
una tiranía odiosa, abolió toda noción de pie-
dad y hasta de respeto por la vida humana.
La semi-esclavitud del indio venía á redun-
dar en contra suya, pues no habiendo capital
invertido en él, su dueño no tenía interés en
conservarlo. Trabajaba con bestial exceso, y
tan hambriento, que á veces sucumbía de ina-
nición sobre su carga. A la par seguía cebán-
dose en sus filas la crueldad cDnquistadora, y
su disminución fué tan rápida, que en algunas
partes estaba reducido al uno por mil.
Apenas se le concedía carácter de hombre,
aunadas la filosofía y la teología para declarar-
lo, además, esclavo de nacimiento. La enco-
mienda, institución feudal que prosperó du-
rante casi toda la Edad Media, arraigaba como
planta indígena, sin que nada pudiera contener
sus abusos, sobre la raza servil é indefensa y
sobre el ánimo del conquistador, más regresi-
— 138 —
vo, si cabe, al revivir sus cualidades de paladín
en un medio que imperiosamente las susci-
taba.
Su incapacidad productiva y su desdén por el
trabajo, volvían más pesada la opresión, desde
<]ue él se limitaba á mandar siervos, sin colabo-
rar en sus tareas, residiendo aquí su diferencia
substancial con el colono.
Quizá habría bastado para contener sus des-
manes, un patronato espiritual de los indios;
pero la Corona no sabía conciliar, siendo la in-
tolerancia su característica, y los jesuítas eran
demasiado absorbentes para resignarse á una
participación. El ensayo de teocracia iba á rea-
lizarse, pues, con toda amplitud.
Los primeros religiosos que predicaron el
Evangelio á los guaraníes del Paraguay propia-
mente dicho, fueron los franciscanos Armenta
y Lebrón, que Alvar Núñez halló en Santa Ca-
talina en 1541; pero ya antes dije que los sacer-
dotes no tuvieron influencia sensible durante la
conquista laica.
Propiamente considerada, la «conquista espi-
ritual», que así la llamaré adoptando la deno-
minación de uno de sus más célebres autores
(el P. Montoya), comenzó al finalizarla expan-
sión descubridora de la otra, empalmando con
ella en su concepto substancial.
Los primeros jesuítas que la raza guaraní
conoció, llegaron al Brasil en 1549. Desde 1554,
este país formó una provincia espiritual; y los
P. P. empezaron sus fundaciones, internándose
rápidamente desde el litoral atlántico hasta las
— 139 —
nacientes del Paraná, y elevando á treinta su
número. Una de ellas, la de Manizoba, estaba
situada en la Guayra misma.
El lector sabe ya que la rápida prosperidad
brasileña, puso en guardia al gobierno español,
motivando la expedición de Mendoza. No cons-
tituían la menor fuente de recela aquellas re-
ducciones, que empezaban á fundarse en el pro-
pio territorio español; pues los P. P., lógicos en
esto con su política, obedecían á los gobiernos
bajo cuya jurisdicción se encontraban, hacién-
dolos servir por tal manera al interés general
de la orden. Esta no conocía patria, teniendo
por tanto una superioridad inmensa sobre aqué-
llos, en cuanto á la unidad de su acción y á la
multiplicidad de sus medios.
La evangelización de las tribus guaraníes, que
dio su base experimental al proyecto del Impe-
rio futuro, había empezado con método admi-
rable. Las capitanías del Brasil eran otros tan-
tos centros de operaciones, que aspiraban á en-
tenderse naturalmente con los establecidos en
el Tucumán; pero necesitaban para esto de un
foco intermedio, siendo inaccesible la distancia
entre ellos, y el Paraguay se presentaba desde
luego. Lo que la conquista procuraba realizar
de su parte, acomodándose á las circunstan-
cias creadas por descubrimientos sin plan, los
jesuítas concibiéronlo con adoptarlo en el terri-
torio ya poseído.
Aventajaban á los demás en el conocimiento
previo, que para aquélla había sido consecuen-
cia fortuita, y tenían mucha mayor capacidad
— 140 —
para organizar una empresa, por su férrea dis-
ciplina, la simplificación de método que supo-
nía su renunciación de todo incentivo terrenal,
en bien de su orden, y el concurso, para este
fin, de las grandes inteligencias con que conta-
ban.
En 1588 llegaron los primeros al Paraguay,
enviados desde el Brasil. Eran experimentador
misioneros y sabían el guaraní. Su acción ibaá
buscar en sentido inverso, el contacto que ha-
bía insinuado treinta años antes, por la Guay-
ra, aquella reducción de Manizoba, malograda
en su intento á causa de su origen portugués,
que la hizo naturalmente sospechosa para Ios-
expedicionarios españoles sobre aquel territo-
rio.
Al situarse en la Asunción, aquellos jesuítas
se colocaban bajo la influencia española, sal-
vando así los celos patrióticos, mientras sus
compañeros del Brasil seguían de consuno la
obra proyectada. Pero como España era la más
fuerte, y como sus dominios llegaban hasta la
misma costa de aquel país, los últimos se limi-
taron á conservarse en ella. El Paraguay fué
el centro de irradiación elegido, y la unidad de
la acción' que se intentaba quedó establecida de
allí á poco, por la constitución de la provincia
espiritual, que abrazaba, como se recordará,
regiones tan diversas.
De tal modo revelaba aquello una acción fu-
tura, que la comunicación entre dichas regiones
no existía. A ser la tal provincia una mera sub-
división que la desprendía del Perú para facilitar
- 141 — ,
su administración espiritual, habría debido
crearse otra en el Tucumán. Es que mientras la
conquista laica seguiría buscando su contacto
eon el Perú, desde aquel centro y desde el Pa-
raguay, la espiritual, más audaz, más lógica, y
sin el estorbo de los límites territoriales, orien-
taría todas sus aspiraciones á conseguir el des.
ahogo marítimo por la costa del*Brasil.
La primera, dirigida desde España sobre la
base de informes no siempre desinteresados y
fieles, tuvo por norte el miraje del oro; con más
que las posesiones portuguesas la habrían
opuesto siempre un obstáculo, á querer tomar
el rumbo de la segunda.
Esta, concebida por un poder nada disperso
en complicaciones políticas, y exento de penu-
rias económicas, contó desde el primer mo-
mento con la experiencia de hombres avezados
é inteligentes, que percibieron sin vacilar la fu-
tura grandeza, apreciando á la vez, en su justo
valor, la importancia real de aquel oro que tan-
tas cabezas trastornaba. No le desconfiaban los
intereses patrióticos, puesto que su influencia
era igual en las naciones rivales; y el Evange-
lio le daba un admirable estandarte, para ga-
rantirle la consideración de las dos.
La relación con el Perú, que no podía ser
abandonada enteramente, quedó secundaria,
no obstante, sobre todo en la primera época y
mientras se constituía un poderoso centro de
operaciones; pero nunca fué abandonada en
absoluto. Era también una posesión de la or-
den, cuya frontera convenía frecuentar.
- 142 —
Compusieron la primera misión al Paraguay,
los P.P. Soloni, Ortega y Fildi. El primero era
un veterano de las misiones. Ya en 1576, acom-
pañando á su maestro, el P. Gaspar Tulio Bra-
sil iense, había fundado entre los tabayaras la
reducción de Santo Tomé. A aquellas fundacio-
nes se agregaron, hasta 1577, la de San Ignacio
entre los suriébís, y la de San Pablo en la costa
del mar, vecina al río Sergipe. Llevaba, pues,
el referido sacerdote, catorce años de predica-
ción en el Brasil, donde fué ordenado. Sus com-
pañeros entraron hasta la tíuayra, y allá, en
unión con los P P. Barzana, Lorenzana y Aqui-
la, que llegaron del Tucumán poco después,
formaron el primer plantel de reducciones pa-
raguayas.
Organizando misiones, que eran más bien re-
conocimientos, siguió paralizada la expansión
hasta 1599, en que muerto Soloni, fué nombra-
do superior Lorenzana.
Poco después, el P. Esteban Páez, Visitador
de la comarca, teniendo en cuenta la distancia
á que se hallaban aquellos P.P. de su casa cen-
tral del Perú, lo cual impedía auxiliarlos con
eficacia, resolvió que se retiraran al Tucumán ;
encargando la evangelización á los del Brasil,
que se hallaban más próximos y sabían la len-
gua de los naturales. Lorenzana y Ortega se
marcharon, pero Fildi quedó enfermo en Asun-
ción.
No cabe duda de que aquellos sacerdotes, in-
formaron detalladamente á su generalato, so-
bre las condiciones del territorio por ellos reco-
— 143 —
nocido, su situación intermedia entre el Tucu-
mán y el Brasil, la posibilidad de una salida ma-
rítima por este país, una vez efectuado el con-
tacto, la facilidad de comunicaciones con el
Perú y con Buenos Aires, la índole favorable
de la raza y la consiguiente facilidad de domi-
narla, todavía favorecida por la influencia mi-
litar de los españoles. Si á esto r& agrega el co-
nocimiento de la extraordinaria fertilidad y ex-
celente clima, que prometían grandes compen-
saciones al trabajo inteligente, no es arriesgar-
se hasta lo fantástico suponer que la idea del
Imperio fué concebida desde entonces.
Los jesuítas eran demasiado expertos, para
no comprender que la restauración teocrática
no prosperaría ya en Europa; pero poseían al
mismo tiempo bastante decisión, para aprove-
char aquella coyuntura experimental que se les
ofrecía. Sus misiones de Asia, no podían aspi-
rar á influir sobre la política de imperios cons-
tituidos, que supieron oponerles con eficacia el
prestigio de religiones organizadas; mas la or-
den era eminentemente política, á causa de sus
procedimientos modernos, y no se resignaba á
proceder como una de tantas. Acogió, pues,
gozosa la ocasión que se le presentaba en aquel
manso país, con la rudimentaria estructura so-
cial de sus tribus, como una masa plástica sen-
sible á cualquier presión, entrando acto conti-
nuo á realizar el vasto plan.
Fué el primer paso, la erección de la provin-
cia espiritual del Paraguay, que el quinto Ge-
neral de la Compañía, P. Claudio Aquaviva,
_ 144 -
efectuó en 1604. El año anterior, Remandarías
había realizado una expedición contra las tri-
bus del Uruguay, siéndole adversa la fortuna,
pues aquéllas llegaron á exterminar su infan-
tería; y esto le decidió á impetrar de la Corona
el establecimiento de misiones, dando por in-
fructuosa toda acción ulterior sobre los indios.
Semejante pesimismo, á todas luces sorpren-
dente en un carácter tan intrépido, y cuando
estaba fresco aún el recuerdo de Irala, me ha-
ce sospechar que la influencia jesuítica, siem-
pre grande sobre él, no fuera ajena á su deter-
minación.
De todos modos, la Corona en su real orden
del 30 de enero de 1609, encargó la reducción
de los indios á los jesuítas.
La organización se encontró planteada, con
tal oportunidad, que revela á primera vista una
inteligencia entre el generalato jesuítico y el
gobierno; pues éste era demasiado celoso de
sus prerrogativas, para no protestar eficaz-
mente si aquél hubiera procedido sin su aquies-
cencia.
Efectivamente, el general de los jesuítas ha-
bía encargado al superior de la compañía en el
Perú, P. Romero, la erección de la provincia
del Paraguay, que en 1607 tuvo su primer Pro-
vincial en la persona del P. Diego de Torres
Bollo, el cual empezó sus tareas acompañado
por quince sacerdotes.
Bien se predisponía todo en favor de los nue-
vos misioneros, revelando la certeza de sus
cálculos. Diríase que la América estaba predes-
— 145 —
tinada á aquella influencia. En 1508, eí mapa de
Ruysch llamaba á la del Sur Terra Sancta
Crucis, denominación corriente, al parecer,
pues el globo Lenox la repite; (1) y concretán-
donos al Paraguay, encontramos que éste, po-
co antes de la época á que voy refiriéndome,
tuvo de obispo á Fray Martín Ignacio de Loyo-
la, sobrino, nada menos, del /undador de la
Compañía.
Los diecisiete años de activa labor yerbatera
habían hecho intolerable la crueldad de los en-
comenderos; de modo que cuando Alfaro, Vi-
sitador de la Corona, realizó la investigación
que ésta le había cometido sobre la situación
de los indios paraguayos, no vaciló en tomar
su partido, de acuerdo, con los jesuítas, cuya
acción apoyó decididamente con sus célebres
ordenanzas. El segundo gobierno de Hernán -
darias, en 1615, robusteció aún más su nacien-
te poder.
El Gobierno, cuyo ideal teocrático tan bien se
avenía con aquel ensayo, miró á los autores
como á sus vasallos predilectos, facilitando su
acción con toda suerte de preferencias.
Penetraron, pues, con buen pie al país abier-
to ya en toda su extensión por las correrías de
los conquistadores, demostrándose su acción
secundaria á este respecto, con una sola consi-
deración:
Mientras en Norte América y en Asia fueron
notables sus descubrimientos por aquel mismo
(1) Llamado así porque pertenece á la colección «Lenox» de Nue-
va York.
EL IMPERIO— 10
— 146 —
tiempo, durante el siglo y medio que duró su
imperio en el Paraguay, sólo se cuenta tres ex-
pediciones suyas de este género. Las de los
P. P. Castañares y Patino por el Pilcomayo,
y la del P. Ramón por los ríos Negro y Ori-
noco. (1)
En las seis glandes expediciones que recono-
cieron el territorio, desde 1515 á 1610, la reli-
gión no tuvo parte. La conquista laica se des-
arrolló sola, y con tal éxito, que sólo ocho de
sus veintiocho fundaciones fueron destruidas;
al paso que las trece de los jesuítas en la Guay-
ra, mas otras muchas suyas hasta alcanzar á
cuarenta, desaparecieron por causa igual.
De aquí á juzgar con Azara y otros liberales,,
que la primera empresa fué superior á b
gunda, hay mucha distancia; y si he insis'
de nuevo en el parangón, es á objeto de que se
vea cómo la ley histórica, en cuya virtud la
conquista militar precede á la religiosa, se cum-
plió aquí una vez mas.
Continuaban al propio tiempo las fundacio-
nes en el Tueumán y en el Perú, con tan c
dos poderosos centros en Córdoba y Santa Fe,
que con los paraguayos y brasileños daban ya
el boceto de la dominación futura. Los esta
cimientos de la Guayra y los del distrito del
Tape, tenían tan visible objeto de darse la ma-
no con los costaneros del Brasil, que deja:
casi abandonado el territorio intermedio entre
ralkner no entra en esta cuenta, por
acción la ]
que Di
— 147 —
ellos y la Asunción, donde sobraban infieles, sin
embargo. El ataque simultáneo de los mame-
lucos sobre ambos puntos, demuestra que aque-
llos también se daban cuenta del plan seguido
por sus poderosos rivales.
Los jesuítas, reaccionaron sobre la idea que
consideraba á ios indios como bestias semi-ra-
cionales, mas para tenerlos por nií. - and
equ - ir indetin idamente su t
la. Quedaban, con relación á sus protegidos, en
la misma jíwiffBñn que los encomendero-
debe ala írselos por no haber abosado de e
pero el hecho es que, salvo el buen trato, la
tendencia conquistadora permaneció incólu
- espíritus más selectos habían ad
. según dije, la carrera eclesiástica al
nunciarse la decadencia española, su ma
: sentimientos y su elevación
ral, ocasionaron el trato más humanitario de
ind s misiones. Pero la teología hue-
yia piedad acomodaticia influyeron sobre
puta espéritual, haciendo de las conver-
un asunto mecánico. Lo que se quería
bautizar á toda costa: y á veces una tribu,
vencida por la tarde, era cristianada al día si-
guiente en masa, sin otra comunicación evan-
gélica que la muy precaria entre vencedor y
ve:: : : :>
Siendo tan diversa la situación moral de uno
y otros, y actuando ambos en esferas psic
i opuestas, claro es que la predica»:
a resultados insignificantes. En los pri-
mer os t: en: ectuó á veces
- 148 -
de intérpretes; y es fácil suponer la manera có-
mo los conceptos teológicos del catolicismo pa-
sarían á las mentes salvajes, traducidos por el
guaraní de un lenguaraz.
Aunque los P.P. contaron desde luego con el
catecismo de los franciscanos, en lengua indí-
gena, y por más que algunos ya la sabían, las
d ificultades fueron casi insuperables para co-
municar cosas tan sutiles y complicadas como
las teológicas, sin que el fetichismo aborigen
presentara una sola coyuntura en su tosca sen-
cillez. La conciencia errátil del indio producía
un obstáculo quizá mayor, no quedando enton-
ces otro expediente que una imposición directa
y autoritaria.
Fué lo que se hizo, imprimiendo en aquella
indolente plasticidad, todavía aumentada por
su situación de vencida, el sello teocrático, y
atrayéndola con el único medio de relación po-
sible, dada su impenetrabilidad psicológica: la
tentación sensual, por medio de golosinas, mú-
sicas, pinturas, etc.— arte en el que, ayer como
hoy, eran maestros aquellos religiosos.
Los indios sólo adoptaron, pues, la exteriori-
dad del nuevo culto, sin que esto perjudique á
la intención de sus misioneros, pues por algo
había que empezar; pero no está probado que
salieran de allí. Fué una sustitución de su ido-
latría, mísera y rudimentaria, por otra, llena
de ceremonias aparatosas, en las cuales era
dado participar con trajes de viso y títulos que
halagaban la pasión del fausto, tan dominante
en el indio. El estilo charro, característico de
- 149 -
los ornamentos y templos jesuíticos, estaba
mas próximo de su mentalidad que la severa
belleza de los tipos clásicos, con su exceso de-
corativo que los P. P. exageraron todavía.
Fiestas patronales de los pueblos, y onomás-
ticas del Rey, han dejado en las crónicas un
recuerdo de lujo bárbaro, que revela con sig-
nificativa elocuencia el método.
Todo era, naturalmente, religioso. Los reca-
mados ornamentos resplandecían al sol; aguas
perfumadas servían en las ceremonias. Había
profusión de incienso y de repiques; y por so-
bre todo, esta suprema vinculación de la gra-
titud primitiva con la religión que ocasionaba
los festejos: aquel era el día de banquetear y
vestirse bien. Familias enteras se envanecían
con el roquete y los zapatos de un monaguillo.
El pueblo aplaudía entusiasta á las comparsas
de niños, que trajeados de ceremonia recitaban
loas ó danzaban, componiendo con sus figuras
cifras místicas, al compás de estrepitosas or-
questas. Petardos, cajas, clarines y cascabeles
que propagaban su sonoro escalofrío en el tem-
blor de las gualdrapas, subían hasta lo deliran-
te la fanfarria clamorosa. Simulacros militares,
encendían el atavismo bélico de la sangre aun
montaraz; corridas de sortijas, autos en guara-
ní, toscas comedias, enteraban el programa,
todo ello rematado por general comilona ai
aire libre, bajo las galerías que rodeaban la
plaza.
La procesión del Corpus era especialmente
suntuosa. El oficiante recorría la plaza, déte-
— 150 —
niéndose en multitud de sitiales, bajo cuyos ca-
mones de follaje aleteaban pájaros de los más
brillantes colores, sirviéndoles también de ador-
no vistosos peces conservados en diminutas
canoas. Los acólitos iban sembrando el piso con
granos de maíz tostado, que imitaban blancas
florecillas, y la dulzura del ambiente, que per-
fumaba el naranjal cercano, imprimía un sello
de tierna unción á la fiesta.
Pero el carácter pueril de esa devoción re-
saltaba en todo, hasta en las iglesias, más sun-
tuosas que sólidas; trabadas generalmente con
barro, pero profusas de campanas, de imáge-
nes, de dorados y de cirios. Baste saber que
sólo en las últimas construidas después de si-
glo y medio de dominio, se empleó argamasa
para asentar los sillares.
La conquista no fué, sin embargo, entera-
mente pacífica, aunque presentó desde luego
un notable contraste con los excesos laicos.
También los P.P. redujeron por la fuerza algu-
nas tribus; pero su método preferente era la
seducción. Empezaban por no exigir sino el
bautismo, sabiendo que en cuanto los indios
cedieran algo, acabarían por otorgarlo todo.
A pesar de su dulzura, la mayor parte de las
tribus quedó sin reducirse, sin que esto sea im-
putable á falta de tiempo, pues en el momento
de la expulsión, los habitantes habían dismi-
nuido.
El sistema social vigente en las reducciones,
fué el mismo de la Compañía; aunque sin duda
facilitó su implantación, la mita con sus esca-
— 151 —
sas tareas y la organización comunista de al-
gunas tribus.
Tuvieron las reducciones su cacique cada
una y sus autoridades á la española, pero todo
aquello fué nominal. De hecho no había otra
autoridad que los P.P., y todos esos alcaldes,
corregidores y alféreces, jamás pasaron de una
decoración política, sin la más mínima autori-
dad efectiva.
La situación privilegiada que el gobierno creó
á los jesuítas en las reducciones, pudo notarse
desde el primer momento por la exección de
tributos. El de las encomiendas fué substituido,
en efecto, por un impuesto de un peso (1) anual
sobre cada hombre de dieciocho á cincuenta
años. Esta carga única, exceptuaba todavía á
los caciques y sus primogénitos, á los corregi-
dores, y á doce individuos afectados al servicio
de los templos. Con el diezmo, fijado en cien
pesos anuales, concluía toda obligación fiscal.
Ahora bien, como en las reduciones el tra-
bajo era obligatorio para todos, desde los cinco
años, el de las mujeres y los niños, por escaso
que fuera, quedaba como producto líquido, de-
terminando asi una competencia ventajosísima
con los empresarios laicos.
Los encomenderos tenían que pagar un jor-
(1) El peso en cuestión valía, salvo las naturales fluctuaciones
•del cambio, 5 francos 446, á juzgar por su peso de 26 gramos 928 y
su ley de 0.910 de fino, conforme á las equivalencias fijadas por la
Convención Internacional del Metro en 1875. El peso á que me re-
fiero, es el anterior á 1772; pues desde esta fecha, su ley fué bajando
progresivamente.
— 152 —
nal de cuarenta reales (1) mensuales á sus in-
dios, y cinco pesos por cada uno á la Corona, 6
comprar esclavos para explotaciones como la
del azúcar, que sólo aguantaba el negro; creán-
dose entonces una situación de ojeriza comer-
cial entre las dos conquistas. La Corona no su-
po conservar el equilibrio, procediendo más
por corazonada que por cálculo entre aquellos
intereses; y el resultado de sus medidas, natu-
ralmente inspiradas por los jesuítas, redundó
al fin en perjuicio de los naturales.
Estos fueron, ó siervos de los P.P. á quienes
se lanzó en la especulación comercial, con el
privilegio que la hacía pingüe, ó víctima de los
odios despertados por la rivalidad entre laico»
y religiosos. Su condición servil permanecía en
ambos casos inconmovible.
(1) Cerca de 22 francos.
— 153
IV
La conquista espiritual.
No todos los indios aceptaron la dominación
jesuítica. Optaron por ella, casi exclusivamen-
te, aquellos más vejados por los encomende-
ros, buscando el alivio, ya que eran incapaces
de proporcionárselo por sí mismos, en una ser-
vidumbre menos cruel. Los reducidos fueron,
pues, una minoría, faltando á la obra aquellos
más bravios, es decir los más interesantes.
Las reducciones de Quilmes y del Baradero,
tan próximas, no obstante, á Buenos Aires,
fueron un fracaso; igual puede decirse de las
que intentaron evangelizar la Patagonia; sien-
do las calchaquíes enteramente destruidas y
saqueadas cuando la rebelión de Bohórquez, á
pesar de que parecían aseguradas por un gran
éxito industrial.
Pasando por alto las tribus pequeñas no re-
ducidas, como los salvajísimos nalimegas, los-
guatás, los ninaquiguilás, etc., y no contando
sino las naciones que contenían muchas par-
— 154 —
cialidades, se tiene el siguiente resultado de
rehacios:
Los guayarías, nación tan numerosa que se
la creía formada por todas las tribus no gua-
raníes, siendo de notar que esta denominación
-comprendía entonces sólo á los indios reduci-
dos. Era gente dócilísima, sin embargo; jamás
causó daño á las reducciones, con las cuales
vivía en continua relación, ayudando á los
conversos en el trabajo de los yerbales median-
te algunas baratijas.
Seguían por orden de su importancia numé-
rica ó guerrera, los charrúas; los tupíes, tan
huraños que se dejaban morir de hambre cuan-
do caían prisioneros; los bugres; los mbayás;
los pay aguas; (1) los belicosos tobas; los feroces
mocovíes y otros muchos, sobre todo cha-
queños.
La defección de los guanas y de los jaros,
prueba cuan débiles fueron en realidad los la-
zos que los unían á aquella rudimentaria civi-
lización.
Con inmenso trabajo habían conseguido los
P.P. reducirlos, cuando un día se presentaron
á su director, comunicándole que se hallaban
resueltos á adoptar su antigua vida; pues el
Dios que se les predicaba era una deidad muy
incómoda, á causa de que estando en todas par-
tes no había cómo librarse de su fiscalización.
(1) Estos se llevaron siempre bien con los conquistadores lai-
cos, llegando á vivir á unos pocos kilómetros de la Asunción en
completa paz hasta el ataque que les llevó sin causa alguna el go-
bernador Reyes, hechura de los jesuítas. (Cap. V.)
— 155 —
El estado intelectual de aquellos indios, se re-
vela con harta claridad en ese argumento.
Otra misión también fracasada fué la de los
guaycurúes, salvajes belicosos cuya reducción
habría convenido efectuar; pero los P.P. tuvie-
ron que abandonarlos á los diecisiete años de
esfuerzos infructuosos.
El aislamiento de las tribus, su miseria y sus
rivalidades; el dominio laico establecido ya; las
identidades religiosas hábilmente explotadas,
eran circunstancias favorables á la reducción.
Los P.P. habían encontrado que elPay Zumé,
vaga deidad á la cual rendían cierto culto los
guaraníes, no podía haber sido otro que el
apóstol Santo Tomás (padre Tomé) adaptando
A la región una de las tantas leyendas religio-
sas que el fanatismo dominante creyó notar
esparcidas por las selvas americanas, á favor
de caprichosas semejanzas eufónicas entre las
lenguas, ó de coincidencias mitológicas— como
el hallazgo de las dos tribus hebreas, perdidas
desde el cisma de Roboam, el rastro evangéli-
co que se creía determinar en el uso indígena
de la cruz como símbolo religioso, y aquella
pretendida predicación de Santo Tomás.
Tuvo su éxito la leyenda, que los P.P. aplica-
ron á su sabor y quizá de buena fe, aprove-
chando el tradicionalismo forzosamente confu-
so de tribus sin literatura. La veneración de la
cruz (que era igualmente quichua y calchaqui-
na) se las había enseñado el apóstol; sus hue-
llas quedaban grabadas en las areniscas, y era
él quien les había dado la posesión de aquellas
— 156 —
tierras. Esto último lo alegarían después los in-
dios como argumento, ante los comisarios eje-
cutores del tratado de 1750.
Su cosmogonía infantil, así como su creencia
en la inmortalidad del alma y su temor á los
espectros, se prestaban á cualquier adaptación
en poder más listo; su falta de patriotismo, en
el sentido elevado que hace de este sentimiento
una fuerza, y la facilidad con que todos enten-
dían el guaraní, tronco de sus dialectos, agre-
gaban nuevas facilidades á la obraevangelizado-
ra.La misma poligamia, que es el obstáculo más
arduo de las misiones, no pasaba, para la ma-
yoría, de una aspiración casi nunca realizada.
Cuando los PP. se convencieron de que la
seducción no bastaba para atraer á los guara-
níes más salvajes no obstante su inmediación ,
echaron mano, como dije, de medios más ex-
peditos.
Uno de ellos fué la compra de los prisioneros
de guerra que las tribus se hacían, aun cuando
ello implicaba fomentar la discordia; pues lo
esencial era, como se advierte sin esfuerzo, el
establecimiento del Imperio. Otro consistió en
el empleo de neófitos ladinos, que procuraban
introducirse en las tribus para inducirlas al
nuevo estado. Los indios que conseguían atraer
á su culto, daban el pretexto para una inter-
vención más decisiva.
Llegaban entonces los P.P. á la tribu, dicién-
dose atraídos por la fama del cacique á quien
lisonjeaban y regalaban, produciendo entre to-
dos la consiguiente agitación.
- 157 -
Cualquier incidente sucesivo— la protesta del
hechicero que, por de contado, se alzaba con-
tra los intrusos, la negativa del cacique solici-
tado, su coacción sobre los flamantes conver-
sos—eran interpretadas con carácter agresivo,
justificando la intervención de las armas.
Los P.P. unían en su obra lo divino á lo hu-
mano, con fino espíritu práctico, y nunca la
emprendían sin el correspondiente concurso
militar. Ya los que entraron á la Guayra en
1609, llevaban su escolta de mosqueteros. (1)
Quedaban, por lo demás, los otros arbitrios
del caso para apoyar la acción bélica. Sucesos
impresionantes, como las borrascas, estampas
que representaban los tormentos del infierno ó
la bienaventuranza de los santos, aplicados con
oportunidad al asunto y en fácil competencia
con míseros hechiceros, les daban pronto la
ventaja. Estos eran, sobre todo, médicos; y es
de imaginar cómo saldría aquella ciencia, base
de su prestigio, en pugna con hombres civiliza,
dos y sagaces cuyos actos resultaban milagro,
sos en relación.
Las acciones de guerra, no producían sino
triunfos; y fueron combates célebres de aque-
(1) En una carta dirigida al gobernador de Buenos Aires
(1746) el P. Cardiel elogia la dedicación con que la Corona protegió
siempre á las misiones del Nuevo Mundo, enviando ministros evan-
gélicos «y señalando en casi todas las provincias buen número de
soldados que les sirvan de escolta en sus ministerios. Pues además
de los muchos que ; tiene pagados para esto en Filipinas, Marianas
y Méjico... en Buenos Aires tiene pagados para lo mismo 50 con su
capitán... Todos estos soldados de todas estas provincias, son para
só\o los misioneros jesuítas y no de otra religión.»
— 158 —
líos tiempos, los que el bravo guaraní Mara-
caná, dirigido por los P.P., libró, saliendo victo-
rioso, contra los caciques Taubici y Atiguajé.
El primero, que era brujo además, fué arroja-
do á un río con una piedra al cuello.
Tres otros más, Yagua-Pita, Guirá-Verá y
Chirnboí, muertos los dos primeros en pelea y
gravemente herido el otro, acabaron de cimen-
tar el prestigio de los P.P., hasta bajo la faz mi-
litar. Llegaron á sostener verdaderos sitios, en
campos atrincherados y con buena táctica, co-
mo lo demostró el P. Fildi en su lucha contra
Guirá- Verá.
Escasas fueron las represalias, contándose en
total cinco asesinatos de misioneros: los padres
González, Mendoza, Castañares, Castillo y Ro-
dríguez. (1) Las leyendas milagrosas pulularon
en torno de estos sucesos. Decíase que el cora-
zón del P. González había hablado desde su fo-
sa, y que el fuego se negó á consumir su cuer-
po. El celo de los misioneros se avivó con esto,
habiendo algunos que, en su lecho de muerte,
lamentaban no haber recibido el martirio.
Pero la masa cedió en todas partes con nota-
ble docilidad, aunque no creo, como sostienen
los escritores clericales, que fué organizada por
los jesuítas en la única forma posible, dadas sus
condiciones morales.
Se ha pretendido, en efecto, que el comunis-
mo estaba requerido por su naturaleza ociosa é
(1) Ver (Cap. V.) el asesinato que en represalias del ataque del
gobernador Reyes, cometieron los payafuás con los jesuítas Silva y
Mago. Estos no entran ya en el cuadro de la conquista espiritual.
— 159 —
imprevisora; el aislamiento, por su variabilidad
que constantemente la exponía á intentar aven-
turas fuera del patrocinio jesuítico; la adopción
exclusiva de su idioma, porque no toleraba el
español. Será así; pero el caso es que no hay in-
dicio de un solo ensayo contradictorio, útil por
demás, si no se quería hacer del indígena un
incapaz en perenne tutela.
Mi opinión es que los P.P., tomando como-
base de organización social la de su propio ins-
tituto que lógicamente les parecería la mejor,
hicieron de las reducciones una gran «Compa-
ñía» , en la cual no faltaban ni el comunismo
reglamentario, ni el silencio característico. En
los pueblos no se cantaba sino los días de pre-
cepto, y hasta los juegos de los niños carecían
de espontaneidad. Todo estaba reglado á son de
campana, y á la voluntad exclusiva de los re-
ligiosos.
La evangelización se detuvo, en cuanto el
éxito que aseguraban los privilegios concedi-
dos por la Corona, y la fertilidad del país, de-
terminaron el carácter proficuo de la empresa.
El ideal místico cedió entonces el campo al eco-
nómico, por más que continuara influyendo
con su prestigio ya probado, al éxito de este úl-
timo. Entonces, toda la actividad de aquellas
factorías religiosas se consagró á buscar la sa-
lida marítima, que la conquista laica había in-
tentado con la expedición de Chaves, por el
Mamoré y el Marañón. En este propósito iba á
experimentar su primer revés.
Algunos deportados lusitanos y piratas no-
— 160 —
landeses, habían fundado en la provincia bra-
sileña de San Pablo, una especie de colonia li-
bertaria, que se mantenía explotando á su gui-
sa el trabajo de los indios. El choque era inevi-
table entre aquellas dos fuerzas que iban hacia
el mismo fin, usando medios de todo punto
opuestos. Eran el sel/ made man de un tipo,
contra el de otro antagónico, y se disputaron la
supremacía con encarnizamiento mortal.
La humanidad y la civilización tienen que es-
tar con los jesuítas en esa lucha, pues ellos re-
presentaban la defensa del débil contra seme-
jantes hordas de facinerosos sin ley; mas el pro-
blema que aquella implica, no es solamente
sentimental. Reside ante todo en la desigual
condición que creaba á los «paulistas» el privi-
legio jesuítico, con sus exenciones contributi-
vas, y la intervención del gobierno para poner
bajo tal influjo á los indios. (1)
Tremenda fué su invasión de la Guayra. En-
traron á sangre y fuego, con ánimo de arrasar
para siempre el foco rival, y lo ejecutaron casi
sin oposición. Aquella soldadesca sugería ho-
rrores salvajes con su desarrapada masa, su
armamento irregular hasta lo monstruoso, sus
morriones de cuero crudo y sus corazas de al-
godón. (2)
Lleváronse de calle toda resistencia, maltra-
(1) Recién en 1679, se limitó á 12.000 arrobas la exportación de
yerba de los pueblos jesuíticos, que la habían hecho alcanzar á
50.000.
(2) Como en el canto X de la Ilíada, vs. 257-265, donde se elo-
gia los cascos de cuero.
- 161 —
tando á los jesuítas que procuraron detenerlos,
y aun asesinándolos como al P. Arias. Ni los
ornamentos sagrados con que los encontraban
revestidos, eran poderosos á contenerlos. Sa-
quearon y profanaron lo mismo los hogares
que las iglesias. A un tiempo destruyeron las
reducciones de la Guayra y del Tape; mas co-
mo toda montonera, carecieron de constancia,
y hartos de botín no pensaron sino en gozarlo.
A esto debieron los P.P. la relativa eficacia de su
retirada.
No obstante, el golpe fué espantoso. Los
montes quedaron llenos de niños y de mori-
bundos, que se rezagaban del rebaño de escla-
vos conducido en insolente triunfo. A sesenta
mil lo hacen llegar los jesuítas contemporá-
neos. En vano el P. Maceta se trasladó al Bra-
sil en demanda de justicia. No la había contra
los montoneros enriquecidos que ya empezaban
á hablar de un nuevo ataque. Aquél no tuvo
otro recurso que regresar, para evitarlo con la
fuga, decidiéndose en consecuencia el abandono
de las trece reducciones guayranas.
Bajo las órdenes del P. Montoya, doce mil
personas, con setecientas barcas, se movieron
aguas abajo del Paraná, en dirección al actual
territorio de Misiones. Memorables fueron
aquellas jornadas por sus peripecias trágicas,
como el destrozo de las canoas en las rompien-
tes de la gran catarata, y la peste que azotó á
los expedicionarios. Estos hasta debieron sus-
pender su viaje, durante toda una estación,
mientras sembraban y recogían lo necesario
EL IMPERIO.— 11
— 162 —
para mantenerse; y si algo resalta con admira-
bles caracteres en ese éxodo colosal, es la figu-
ra del P. Montoya, apóstol digno de la epopeya
por su heroísmo y por su genio.
Las orillas del Yababirí, adonde arribaron
por último los emigrados, sustentaban diez re-
ducciones desde 1611. Allá fueron acogidos,
empezando recién con su establecimiento la
existencia firme del núcleo central del Imperio,
y las fundaciones definitivas que, andando el
tiempo, serían los treinta y tres pueblos céle-
bres. Las trece primeras recibieron los mismos
nombres que las abandonadas de la Guayra,
estribando en esto, sin duda, los errores crono-
lógicos de Azara y de sus secuaces.
Así, pues, el centro del Imperio se había des-
plazado; pero aquellos hombres, con un tesón
digno seguramente del triunfo, no abandona-
ron su proyecto.
Treinta años después, florecía ya vigorosa la
conquista espiritual en el nuevo territorio, á
través del cual, y dominando ambas márgenes
del Uruguay, penetraba otra vez por el Brasil
cuya costa buscaría, sin perder su objetivo, á
la altura de Porto Alegre.
Una vez reorganizada, su rendimiento fué
más que satisfactorio, como va á verse; aunque
resulte tan exagerado atribuirle un carácter
comercial exclusivo, como negárselo del todo.
En realidad, los P.P. no tenían por qué rehusar
un justo provecho, con mayor razón cuando
no era para su enriquecimiento personal.
Los escritores clericales se han empeñado en
— 163 —
demostrar, exagerando á mi ver su objeto, que
los indios andaban muy livianos de trabajo con
aquel régimen, disfrutando, mejor dicho, de
un ocio disimulado. No lo indica así el rápido
progreso de las Misiones, donde los P.P. eran
además muy pocos (dos comúnmente en cada
una) para que su trabajo personal influyera. Sí
la dificultad está en conjeturar el paradero de
sus saldos favorables, yo no la veo. Al fin, aque -
lia era una obra humana, y no me parece qu e
se dezluzca por un éxito más, como sería el
industrial. Su producto amonedado, iría natu-
ralmente á poder del generalato, invirtiéndose
en bien de la orden y de la religión; porque en
cuanto á existir utilidad, ella es evidente. (1)
Una estricta economía imperaba en las re-
ducciones. Todos los productos eran almacena-
dos, proveyendo los P.P. á la manutención de
cada una, con la administración de los depósi-
tos, y enviando el resto á Buenos Aires, de don-
de volvían en retorno efectos de consumo y
ornamentos, previa deducción del tributo ecle-
siástico y civil.
Pero las necesidades de la población no eran
grandes. Gomo tejidos, usaba exclusivamente
el algodón, producido y labrado allá mismo, y
(1) Falta el dato exacto, que sólo habría podido ser suminis-
trado por el archivo jesuítico. Mucho se ha bordado al respecto, no
faltando quien asegurara que dicho documento se hallaba en una
estancia de Entre Ríos; pero los P.P., que recibieron noticias de
su expulsión un año antes de efectuarse, tuvieron tiempo de en-
viarlo á Roma, donde estará seguramente. Los inventarios de los
comisionados reales poco dan de sí, pues certifican un estado de
cosas dispuesto con anticipación por los P.P.
— 164 -
andaba toda descalza. Su alimentación era tam-
bién producto de la tierra, con la excepción
única de la sal, que se importaba; sus vivien-
das no requerían ningún material extranjero;
armas y pólvora, allá se fabricaban; lujo, no
existía, pues la vida era para todos reglamen-
tariamente igual, y en cuanto á los objetos del
culto, éstos, por su propio destino, exigen pocas
reposiciones.
Ahora bien, solamente los yerbales de los
siete pueblos situados en la margen izquierda
del Uruguay, estaban estimados en un millón
de pesos; los algodonales eran vastísimos; las
dehesas muy pobladas; la industria daba para
exportar tejidos y artefactos á las comarcas li-
mítrofes. Las reducciones producían, pues, mu-
cho más de lo que gastaban.
Doblas, que las conoció ya en decadencia,
hizo un cálculo de los gastos y recursos cuyo
promedio podía atribuirse á cada pueblo, y
esto será mi base para estimar la producción
total, no sólo porque se trata de datos oficiales
en los que no cabe suponer exageración, pues
ella habría redundado en todo caso contra su
autor, (1) sino porque éste era más bien amigo
de los jesuítas.
Calculaba el citado funcionario el gasto de un
pueblo de 1200 habitantes, (2) en 8000 pesos
(1) Era teniente de gobernador del departamento de Concep-
ción, uno de los cinco en que fueron divididas las Misiones para su
administración laica.
(2) Ya se recordará que el promedio de población era triple en
la época de los jesuítas.
— 165 —
anuales, incluyendo sueldos de administración
y de curato, que no existían en tiempo de los
jesuítas; y el producto en 40 á 50 pesos por ha-
bitante, más 3000 de los ganados.
Suponiendo mil personas de trabajo, para
descontar doscientas por enfermas é impedidas»
pues todo el mundo se ocupaba desde los cinco
años, queda á favor de la producción un saldo
de 30.000 pesos en números redondos.
Durante el dominio jesuítico, la población de
las reducciones alcanzó a 150.000 habitantes
(en 1743) pero no quiero contarla sino por
100.000— aunque ya en 1715 subía á 117.488—
para atribuir al resto los niños menores de cinco
años y los enfermos, muy escasos por lo de-
más, dada la salubridad del clima.
* Incluyendo en los 40 pesos (1) por habitante,
que Doblas señala como el término más bajo de
su estima, el producto de los ganados también,
resultan 4.000,000 anuales.
Pongamos un millón de gastos. En realidad
serían 668.000 pesos exactamente; pero debe
agregarse á esta suma los dispendios ocasiona-
dos por las fiestas patronales, que calcularé en
1.000 pesos cada una para no regatear, pues
Doblas asignaba de 3 á 400 á las más modestas.
A una por pueblo, son 33.000 pesos; quedando
todavía más de 300.000 como exceso favorable;
al cual puede imputarse las mercaderías y or-
namentos importados.
Y bien; con todas estas concesiones, el resul-
(1) 218 francos.
— 166 —
tado es estupendo todavía; pues no contando
sino desde 1700, á pesar de que antes de esta fe-
cha la producción era ya muy fuerte, salen
más de doscientos millones líquidos.
Doblas era comerciante y sabría apreciar bien;
pero rebájese su cálculo de producción á la mi-
tad; excluyase la circunstancia de haber sido
verificado durante la decadencia del Imperio, y
siempre se tendrá cien millones en sesenta y
siete años; lo cual, dado el valor de la moneda
en aquella época, representa una sólida explo-
tación. (1)
No es cierto, pues, que el producto de las re-
ducciones, se invirtiera todo en su provecho.
Aun asignándoles gastos exagerados, como
acaba de verse, éstos no llegan ni con mucho á
equipararlo.
La cría de ganados alcanzó en ellas una im-
portancia notable. Los campos de Corrientes y
Río Grande se poblaron de estancias, con yein-
te y treinta mil cabezas cada una; pero como a
todos los pueblos correspondía un plantel para
el consumo, los del actual territorio de Misio-
nes tenían que importar sal necesariamente.
Creo que el sistema de evaporación, menciona-
do en el Capítulo II, debió de suministrarla pa-
ra los ganados, siendo muy económico, así co-
mo el transporte que se haría en carretas por
los excelentes caminos de la época.
Unas reducciones explotaban de preferencia
(1) El promedio equitativo sería de $ 300.000.000 (1.600.000.000
de francos) durante el siglo de trabajo pacifico que puede asignarse
á las reducciones.
- 167 -
la ganadería y otras la agricultura, en las pro-
ducciones generales del territorio, siendo las
más importantes la yerba y el algodón. Había
cañaverales de azúcar, pero no sé que los tra-
piches suministraran este producto; su rendi-
"miento casi exclusivo, en todo caso, fué de me-
laza, tal como sucede hoy. El bosque daba tam-
bién yerba, si de calidad inferior á la hortense,
en cantidad mucho mayor; y su transporte se
verificaba por los ríos hasta Buenos Aires, en
monstruosas jangadas que cargaban hasta cien
mil kilogramos y navegaban casi al azar de la
corriente.
El monopolio jesuítico era absoluto, pues en
las reducciones no circulaba moneda alguna. (1)
Como, por otra parte, la entrada de comercian-
tes en ellas se hacía casi imposible, pues de las
treinta y tres sólo podían comerciar libremente
seis, en la margen derecha del Paraná, los P.P.
eran los únicos exportadores; naciendo de aquí
su interés, así en dominar los dos ríos, como
en tener por suya la salida al Océano.
Se ha dicho que el comunismo aquel, consti-
tuía la felicidad misma, al no admitir pobres ni
ricos; y ello resultara discutible, de haber sido
los indios sus propios administradores. Pero
bajo la tutela absoluta de los P.P., quienes dis-
ponían sin limitación de las ganancias, aquello
no fué otra cosa que un imperio teocrático, en
(1) Se había establecido una equivalencia entre una determi-
nada cantidad de productos y la unidad monetaria, lo cual recibía el
nombre de «peso hueco». Tres pesos huecos equivalían á un pata-
cón (5 francos 446).
— 168 —
el cual todos eran pobres realmente, excepta
los amos.
Ni la comida tenían suya, como éstos no se la
concedieran; el vestido era un uniforme suma-
mente ligero: calzón, camisa y gorro de algo-
dón para los hombres; para las mujeres un ti"
poy de la misma sustancia— y ya dije que to-
dos iban descalzos. La alimentación, casi ente-
ramente vegetal, era un ordinario de mote y
mandioca, bueno y abundante.
En todo se mostraba la disciplina monástica,
á la cual concurrió con eficacia el aislamiento.
Desde el territorio, arcifinio como era, hasta el
idioma indígena, conservado con exclusión ri-
gurosa del español, las circunstancias conver-
gían al mismo fin. La salida marítima, tan em-
peñosamente buscada, tenía, fuera de su im-
portancia comercial, un objeto idéntico.
Buenos Aires formaba un escollo permanen-
te al propósito teocrático, por el espíritu liberal
que le venía de sus relaciones con el comercio
hereje y por el contrabando de libros prohibi-
dos; siendo por otra parte los jesuítas, la más
pequeña de las comunidades. Evitarlo, forma-
ba parte del proyecto general, con más que así
escapaban al control de la autoridad civil. (1)
Aquel poderío en aquel aislamiento, dio al
(1) No obstante, después que la revolución comunera de que se
hablará más adelante puso de manifiesto el odio paraguayo hacia
los jesuítas con la intensidad expresada por el P. Lozano, el real
rescripto del 6 de noviembre de 1726 puso las reducciones bajo la ju-
risdicción de Buenos Aires; pero fué una medida de política ocasio-
nal, que preludiaba probablemente la autonomía definitiva.
— 169 —
Imperio una existencia indiscutible en el hecho y
bien que políticamente formara parte de la mo-
narquía española. El único obstáculo á la auto-
nomía, hubiera sido el gobierno aquel; pero co-
mo los jesuítas le realizaban aquí su ideal del
Imperio Cristiano, lejos de impedírselo los inci-
taba más cada vez. Y de tal modo era estrecha
esta relación, que el auge de las Misiones em-
pezó coincidiendo con una idea dominante del
monarca, perfectamente clara como indicio sin-
crónico: el dogma de la Inmaculada Concep-
ción, ideal teológico de los jesuítas.
El Superior de las reducciones era nombrado
directamente desde Roma por el general de la
Compañía, con entera independencia de la igle-
sia local. Residía en Yapeyú, con todas las po-
testades de un obispo, pues hasta facultado es-
taba para administrar la confirmación. El obis-
po Cárdenas, y Antequera, para no recordar
sino los conflictos más célebres, experimenta-
ron el poder de los P.P., siendo echado de las
reducciones el primero y malogrado así su ob-
jeto de fiscalizarlas; en tanto que el segundo,
dejó la cabeza en la demanda. Pero debe agre-
garse que la orden no perdió en su aislamiento
discrecional la disciplina característica. Castos
y sobrios, sus miembros predicaban con el ejem-
pío. Su tendencia estudiosa no se relajó al con-
tacto enervante de la selva, residiendo ante to-
do su prestigio en el talento y en la virtud.
Uno de ellos, el P. Suárez, cosmógrafo distin-
guido, se construyó por su propia mano los.
instrumentos más necesarios de su ciencia: an-
- 170 -
teojos hasta de cinco pies, y un reloj astronó-
mico, que marino tan competente como Al-
vear, tuvo por obra notable. (1)
Hay todavía restos de cuadrantes solares en
Jos pueblos jesuíticos. Puedo mencionar entre
otros, uno restaurado de San Javier; otro bas-
tante destruido en Concepción, pues el cubo
donde está trazado lo picaron á cincel en busca
de tesoros; y uno en la iglesia de Jesús (Para-
guay) que los jesuítas dejaron inconclusa. Es-
taba dedicado, sin duda, á regular el trabajo de
los constructores, pues para trazarlo se había
revocado provisoriamente un pedazo de pared,
donde iba á servir ínterin se llegaba á cerrar la
bóveda.
Varias imprentas editaban libros religiosos,
teniéndose noticias de cinco, que fueron insta-
ladas en San Miguel, Santa María, San Javier,
Loreto y Corpus, á no ser que se tratara de un
mismo taller translaticio, como creen otros y
me parece más probable. El carácter de sus
Impresiones, como podrá verlo el lector, no di-
fería del dominante en aquella época. Mis ilus-
traciones proceden de la Historia y Bibliografía
de la Implanta en la América Española por Jo-
sé T. Medina, obra que me señaló como lo me-
(1) Tal vez era el mismo de Itapuá que fué llevado á la Asun-
ción, Ignorándose su paradero. El mismo religioso publicó en Barce-
lona en 1752, bajo el título de Lunario de un Siglo, un almanaque
astronómico para las visiones, aplicable desde 1740 hasta 1841 y pro-
rrogable hasta 1903. La hora está regulada en él por el meridiano del
pueblo de Mártires y comprende observaciones efectuadas desde
1706. Es una notable obra cosmográfica, cuya dedicatoria á la Com-
pañía, y cuya introducción, revelan por otra parte un literato y un
hombre de ciencia nada común.
— 171 —
jor para mi objeto, el director de nuestra Bi-
blioteca Nacional, señor P. Groussac, cuya cor-
tesía agradezco de paso; ambas reproducen
facsímiles del célebre libro místico del P. Juan
Eusebio Nieremberg, De la diferencia entre lo
Temporal y Eterno, etc., traducido al guaraní
por el S. J. José Serrano. El texto pertenece á
la primera página, (1) y la lámina, una de las
(1) El texto guaraní dice lo siguiente:
«La ignorancia que hay de los bienes verdaderos, y no sólo de las
■cosas eternas sino de las temporales.»
«Para el uso de las cosas ha de preceder su estima, y á su esti-
mación su noticia, la cual es tan corta en este mundo, que no sale
fuera de él á considerar lo celestial y eterno para que fuimos cria-
dos. Pero no es maravilla que estando las cosas eternas tan aparta-
das del sentido, las conozcamos tan poco, pues aun las temporales
que vemos y tocamos, las ignoramos mucho. ¿Cómo podemos com-
prender las cosas del otro mundo, pues las de éste en que estamos
no las conocemos? A esto puede llegar la ignorancia humana, que
aún no conoce aquello que piensa que más sabe. Las riquezas, las
comodidades, las honras, y todos los bienes de la tierra que tanto
manejan y codician los mortales, por eso las codician, porque no las
conocen. Razón tuvo San Pedro cuando enseñó á San Clemente Ro-
mano, que el mundo era una cosa tan llena de humo, en la cual nada
se puede ver; porque así como el que estuviese en semejante casa,
ni vería lo que estaba fuera de ella, ni lo que estaba adentro, por-
que el humo estorbaría la vista clara de todo; de la misma manera
.sucede que los que están en este mundo, ni conocen lo que está fue-
ra de él, ni lo que está adentro; ni entienden cuánta sea la grandeza
<ie lo eterno, ni la vileza de lo temporal, ignorando igualmente las
cosas del cielo como las de la tierra, y por falta de conocimiento
truecan los frenos en la estimación de ellas, dando lo que merecen
las eternas á las que son temporales, y haciendo tan poco caso de las
celestiales como se debe hacer de las perecederas y caducas, sin-
tiendo tan contrario á la verdad, como nota San Gregorio, que al
destierro de esta vida tienen por patria, á las tinieblas de la sabidu-
ría humana por luz, y al curso de esta peregrinación por descanso y
morada; siendo causa de todo esto la ignorancia de la verdad y poca
consideración de lo eterno. Por lo cual á los males califican por
bienes yá los bienes por males. Por esta confusión del juicio huma-
tío rogó David al Señor que le diese de su mano un maestro que le
-enseñase, etc.»
— 172 —
cuarenta y cuatro que lo ilustraban, á la 96;
habiéndolos preferido, por tratarse de la obra
tipográfica más considerable que produjeron
las imprentas de las reducciones en su corto
funcionamiento. Este apenas alcanzó, en efecto,
á veintidós años (de 1705 á 1727) sin que se sepa
á ciencia cierta por qué fueron suspendidas las
publicaciones; pero el ya citado Semanario de
un Siglo, que el P. Suárez editó en Barcelona en
1752, demuestra que, por esta época, ya no ha-
bía imprentas en las Misiones. Poco dado á las
novedades sin objeto, he preferido una modes-
ta reproducción de aquellos trabajos, con tal
que ella presente al lector el mejor ejemplar
posible.
Había también escuelas en todos los pueblos;
pero así éstas como las imprentas, empleaban
únicamente el guaraní. Los libros de los P.P.
eran naturalmente en latín y venían de Euro-
pa en su mayor parte.
La uniformidad topográfica de los pueblos,
no manifestaba sino leves excepciones.
Una plaza de 125 metros por costado, con la
iglesia, el convento y el cementerio en uno de
ellos. En los tres restantes, casas generalmen-
te de piedra, con galerías corridas que permi-
tían andar á cubierto.
Desembocaban á la plaza, calles formadas por
dos hileras de habitaciones. Cada hilera esta-
ba aislada, siendo variable y hasta irregular el
ancho de las calles intermedias sombreadas por
naranjos, tanto más necesarios, cuanto que se
cocinaba frente á las puertas. Dichas hileras
L I B R O I
YBIPEGV A YBAPEGVAR A A-
GVIRECOEHABETEM BOI E Q. V A A N I.
Quatia yaoca ^yylpibae teco aguiyetei quaanabcT,hac
na teco aplreí reheguara rugay,ybípcgua yepe
quaahabcr mombcunl rae.
Bae amo poru ca-
UipTrí ha guarnan y
.. mo áruangatupTra-
2 mbeteramo heconl
^ tange , hac ymoa-
ruángatuhaguárm-
ri y quaapTrarnbc-
teramo abe oico range oicobo ranone.
Quie ybípetenánga ndipori yquaaca-
tuhaba aco'v tecobc apíre? ybaptgua
Tupa ñande yara nande móñangague
rupirubaguamán . Na mbac poromo-
ñemondíjtabamo heconi , teco apíreT
ñanJ*rabae andupa pabéngatu aguí
mombrriete hecoramo, ndiyabupítí
moa?, quie ybípe ñandereja pítepe-
guara yepe , hae ñande pope runde-
rembíabíquTtí ndiyabecoupítr móaí,
bítebe te nanga ybapegua reco acere-
mbiechae~rac . Quarepotiyu <Oter¡
mbae ámboac a^ere^aupe. yporábae,
teco ñembocte.hac teco ybTpegua po
romóángapíhítíbae a$e reíTuporaoge-
recoeteramo heconi, heco aybí quaa-
cTramo . Ayporehe S.Pedro guemf-
mboecuc S.Clemente mboebo yb"po
meme reco mbae y03bíe7mbípef0nv
bóycquaa anmbae: ndoyoabímoaíco
ybípo cotí amotatat? rche tiníhengá-
tubae ace re<ja coóhatí aguí .A^e egu?
cotípe hínángárámo, ocapegua quí-
nete ndohechaícheamo.ma'bíte tena-
nga <otípo meméi ari ndomaeiche-
amo ranó.tatatí' tubicha bicha hecha-
cabangue moransue nungaramo.e-
guTraml tenanga ybtpe tequatí ndo-
hupiu moa? ocapegua reeo.cone.te-
cobe pucu amboae pande temblé-
charimbete.Emonaabe aje ndoiqua-
at ybípo memengatu rcco,y*bapore.
<o apírc? rapitíeímo rano - Cobae
rebe tenanga oaráquaaeTYacíagui ybT-
pegua mbae teiíro fui hupírerringue
omoaruíruaau, ybapeguara heroíro-
rabírcKángue moaruacTmo coíte.S. •
Gregorio ñcengnerupi, Coybí tccaT-
po nande yepea huí guorlpapccatu
güera mbeteramo he reco rccoaúbo .
Hae ybí pítu mimbiporamo $ueco
ara ecaingaturamo herecobo rano .
MabTtctcnangi oguatahaba . caneó*
ngatuopTtuuhabamo herecobo rano.
Cobae teco poriabubíou hupigua
quaacTha^ue rehe . E guiri mi abe aje
teco mará máráaú teco porangercra--
mooguereco recoau.hae teco catu-
pírí reco aíbíeteramoóguercco reco-
au rano . Aypobac rebe cobae ñande
mbae quaapabau oiquaarámo , Tanto'
Profeta Dauid Tupiñandeyara upe
oñcmboebo, reco porangete oycupe
ymboichubarambeteari oyerureramo
nahei
Fac-símile de la primera página del libro del R. Nieremberg.
(reducido)
— 173 —
formaban manzanas, lo cual daba al conjunto
un aspecto enteramente rectangular. Las ca-
lles no tenían veredas. (1)
Las casas, con una puerta al frente y una
-ventana á su lado, constaban, pues, de una so-
la habitación que no comunicaba con las veci-
nas. Estas puertas, daban además al muro tra-
sero de las que formaban la hilera subsiguien-
te, con el objeto, según parece, de evitar el co-
madreo. Sin embargo, en las ruinas paragua-
yas de Jesús y de Trinidad, algunas tenían ven-
tanas y aun puertas al fondo.
Construidas con gruesos bloques de piedra
tacurú, cuya disposición prismática se apro-
vechaba, acabando de labrarlas en esta forma,
.su mortero más común era el barro. Tampoco
lo necesitaban mucho, dado el amplio basa-
mento de aquellos sillares, y por lo general no
se lo empleaba sino para tomar las junturas. (2)
Otras eran de piedra, nada más que hasta la
mitad de los muros, formando una gruesa ta-
pia el resto; muy pocas de arenisca, y éstas só-
lo en los pueblos de más reciente fundación;
bastantes de tapia y de adobe. Los techos, de
tejas solidísimas, que en ciertos pueblos se con-
servan aún á millares, eran de dos aguas, muy
rápidas por causa de las lluvias continuas, lo
cual exageraba su aspecto de capuchas; y las
fachadas de algunas viviendas de las plazas, os-
en Ver el plano de San Carlos.
(2) Ver para más detalles el Capitulo sobre las ruinas. Los mu-
ros en cuestión pertenecen al tipo ciclópeo que Schliemann en su
«Micenas», clasifica de primero y tercer período.
— 174 —
tentaban cresterías formadas por medias lunas
de piedra. Por lo común el piso era de tierra;
pero las principales, así como las celdas de los
P.P., estaban soladas con baldosas exagonales,
muchas enteras todavía, del propio modo que
sus almorrefas correspondientes. Casi en nin-
guna se usaba revoque, con excepción de las
que encuadraban la plaza, teniendo éstas, ade-
más, por adorno, un florón de alto relieve en
el tímpano. La capacidad media era de cinco
metros por cinco, y cada cual bastaba á una fa-
milia. Pesadas puertas de urunday completaban
el edificio. Su interior era muy fresco, así por
el gran espesor de las paredes, como por el ca-
ñizo que formaba su plafón; pero reinaba en él
una suciedad verdaderamente indígena. Exca-
vando en las ruinas, para dar con el piso anti-
guo, se encuentra, al alcanzar su nivel, los tro-
zos de baldosa todavía cubiertos de hollín y de
pringue. El aspecto exterior debía de ser muy
pintoresco, por el contraste de los tejados rojos
con el verdor metálico del naranjal. Acentua-
ría esta impresión la aspereza leonada de los
muros, con su matiz de cemento antiguo,
cuando no el suave rosa del gres, dando cierto
carácter grandioso al conjunto la recia fábrica
de aquellos edificios. Los muros, atizonados
con fuertes machos de urunday, han resistido á
todos los azotes, enlazados sus sillares sin des-
encajarse, por raíces de árboles que vinieron
á buscar en sus junturas la tierra negra del
mortero. Son ahora robustos ejemplares— hi-
gueras silvestres, naranjos y hasta cedros, que
SAN JOSÉ
*, 1
J " **
v*
•*'
°i jai e i1
íjcj/í rf« I 13,000
— 175 —
se balancean en agreste intrusión sobre ese-
arrasado salmer ó aquella desequilibrada im-
posta.
Una poderosa tapia, ó un foso profundo, de-
fendían los recintos, sobre todo aquellos situa-
dos en la costa del Uruguay y más expuestos,,
por consiguiente, á las incursiones mamelucas.
(1) A veces se combinaba las dos defensas, so-
liendo ser el foso una continuación de los arro-
yos entre los cuales estaba situado casi siem-
pre el pueblo, y cuyos inexpugnables sotos-
componían una trinchera natural.
El lector tiene á la vista un plano de la anti-
gua reducción de San José, cuyas líneas de de-
fensa he reconstruido, considerándolas un caso^
típico de combinación entre la muralla y la
zanja, servida y completada ésta por arroyos
de vado muy estrecho.
Las ruinas son un montón informe de tierra,
pues en aquel pueblo predominó la tapia; de
modo que el plano se limita á calcular su dis-
tribución dada el área que abrazan y la capaci-
dad de ciertas habitaciones, vagamente deter-
minadas por la situación de algunos machos-
enhiestos, sin pretender Ajar exactamente otra
cosa que la trinchera.
A distancias variables entre quinientos y dos
mil metros del pueblo mismo, estaban los pues-
tos que vigilaban el potrero inmediato; las ata-
layas situadas con buen artificio; las ermitas
en que se recluían los penitentes para sus prác-
(1) Los invasores de San Pablo eran llamados también mame-
lucos.
- 176 -
ticas, ó adonde iban ciertas procesiones como
la de Via-Crucis; las canteras de asperón ó de
escoria y una ó dos fuentes para baños y lava-
deros.
Manantiales captados con la mayor solidez
en pequeñas cisternas de piedra, formaban es-
tas fuentes, cuyo piso empedrado se encuentra
á poco de sondearlo, así como sus bordes de
piedra labrada. Más adelante hallará el lector
la descripción de una.
Preferíase para situar la población una me-
seta, por razones de salubridad y de vigilancia;
y tanto esta posición como las defensas, y la
distribución de los edificios que los jesuítas
ajustaron extrictamente á la ley, (1) daban á
los pueblos esa perfecta igualdad notada por
los viajeros en las ciudades chinas; pues de tal
modo gobiernan las ideas al mundo, que el es-
píritu quietista produce los mismos efectos ma-
teriales á través del tiempo y del espacio.
El convento, agregado á la iglesia, estaba di-
vidido en dos porciones correspondientes á
otros tantos grandes patios. En el primero, vas-
to rectángulo de 60 ms. X 40, regularmente, se
hallaban las celdas, de 6 ms. X 6, todas blan-
queadas y con argollas fijas en los muros para
colgar hamacas. El claustro era de una arque-
ría pesada y suntuosa; y sus pilares de 0.20 á
0.40 ms. de cara, tenían hasta 4 ms. de eleva-
ción.
(1) La ley XVII de Indias, ordenaba que la arquitectura de las
casas, en las poblaciones del Nuevo Mundo, fuera enteramente
igual.
- 177 -
Hallábanse así mismo en este patio, el depó-
sito común del pueblo, la armería y la escuela.
El refectorio tenía un sótano espacioso, muy
requerido por el ardor del clima. Caminos sub-
terráneos ponían además en comunicación al
convento con el pueblo, sin duda por razones
de vigilancia sobre los indios; otro iba á dar á
la cripta, que caía bajo las gradas del altar ma-
yor, y en la cual se depositaba los restos de los
P.P.solamente.CalcuIaban estos sepulcros para
mucho tiempo, pues la de Trinidad (Paraguay)
tenía quince, y ya se sabe que sólo había dos
P.P. por reducción.
En el segundo patio estaban los talleres de
-diversos oficios, contándose entre éstos, pinto-
res, doradores, escultores, fabricantes de uten-
silios en cuerno y madera y hasta relojeros.
Remataba la distribución una quinta que era
verdaderamente magnífica, durando hasta hoy
sus naranjales.
La pompa de aquellos pueblos estaba en la
iglesia, suntuosa y espaciosísima, de tres y cin-
co naves, variando sus dimensiones entre 70
metros de largo por 20 de ancho (San Luis en
el Brasil) y 74 por 27 (Trinidad en Para-
guay). (1)
Eran tan ricas, que cuando el general Cha-
gas saqueó los diez pueblos de la margen iz-
quierda del Uruguay en 1817, no obstante ha-
ber sido depredadas ya las iglesias por sacris-
(1) Calculando tres personas por metro cuadrado, resulta que
esta iglesia podría contener seis mil: los habitantes de un pueblo en-
tero.
EL IMPERIO.— 12
— 178 —
tañes y comisionados de la Corona, pudo enviar
á Porto Alegre, como botín de guerra 579 or-
namentos de plata que dieron un total de 750
kilogramos. (1)
Suntuosa era su decoración, así como la in-
dumentaria de sus imágenes, toda en terciopelo
y brocado. Los ornamentos, hasta las campa-
nillas, eran de plata. Las paredes adornadas
con vivas pinturas y los retablos profusamente
dorados, hacían resplandecer el interior como
un cofre de joyas bajo el resplandor cirial de
las fiestas. Algunas poseían órganos de made-
ra, construidos allá mismo bajo la dirección de
los P.P. Los pulpitos y los confesonarios, verda-
deramente erizados de adornos que variaban
desde los lazos y lambrequines de un plate-
resco recargadísimo, hasta las más profanas
cariátides, entre las cuales contaban faunos y
sirenas; la profusión de santos y candelabros
completaban aqueila impresión de pompa; y un
alfarje de artesones riquísimos, revestía la bó-
veda con su dorado cedro.
Afuera se dejaba desnuda la piedra, con ex-
cepción de la cúpula y á veces del frontispicio.
Adornaba los muros una profusión de nichos,
con imágenes de asperón bastante bien escul-
pidas. El campanario de madera ó de piedra,
cuadrado ó redondo, tenía muchas campanas—
nunca menos de seis— fundidas algunas con co-
bre de la región; un atrio, empedrado con lo-
sas de arenisca,daba acceso al templo; el pórti-
co Ver el Capítulo siguiente.
— 179 —
co estaba sostenido por pilares de urunday, que
dan idea de los árboles en cuyos troncos fue-
ron labrados. En Mártires queda enhiesto uno
de 7.50 ms. y en Trinidad hay dos de 9 X 0.60
de cara. Una barbacana que reforzaban colum-
nitas abalaustradas, circuía todo el edificio. Los
muros eran de tapia en las iglesias más anti-
guas, como la de San Carlos; de mampostería
seca en piedra tacurú, como la de Apóstoles; de
lajas y sillares de asperón asentado en barro,
como la de San Ignacio; de sillares de asperón,
tomadas las junturas con cal, como la de Tri-
nidad; del mismo material asentado en arga-
masa, como la inconclusa de Jesús; siendo de
notar que sólo en estos dos últimos tipos, están
descargados por poderosos estribos. Inmediato
á ellas se extendía el cementerio, con sus tum-
bas cubiertas por lápidas de arenisca que lleva-
ban inscripciones en latín ó guaraní. Una cruz
de piedra lo coronaba generalmente. Sobre él
daban los calabozos, de una solidez aplastado-
ra y muros hasta de 2.50 ms. de espesor, que
aislaban enteramente al preso hasta de los ru-
mores mundanos. En una especie de ermita,
situada bajo el bosque que circunda las ruinas
de San Ignacio, se encontró una barra de gri-
llos remachados, siendo de creer que se trataba
de un presidio. (1)
(1) Estos grillos están en nuestro Museo Histórico, lo propio
que los siguientes objetos: dos santos de madera; dos cabezas de
piedra; una bala de plomo; dos de piedra; la cerradura de la antigua
iglesia de Concepción; un escudo con la efigie de San Silvestre; una
cariátide; una matraca; una puerta decorada -efectos donados por el
autor.
— 180 —
Considero oportuno decir dos palabras á pro-
pósito, sobre los subterráneos jesuíticos. Ellos
han atizado, junto con las minas y los tesoros
ocultos, la fantasía de la región. (1) Ya he dicho
el destino que en mi opinión tenían, aunque por
allá se asegura una cantidad de cosas espeluz-
nantes. Puede que sirvieran alguna vez de cár-
cel, mas no creo que se halle gran cosa al ex-
plorarlos. Conozco dos: el de Santa María y el
de San Javier . Aquél sigue la línea de una ruina
que debe de haber sido un salón del convento.
Tendrá 12 ms. de longitud, estando obstruido
por un derrumbe, y 4 de profundidad. Es un
angosto pasadizo subterráneo, revestido de
piedra tacurú. El de San Javier tiene todo el as-
pecto de una bodega. Su entrada está reducida
por los derrumbes á un agujero de 0.50 ms. Es
de bóveda muy recia, también en piedra tacurú,
y mide 6 ms. de largo por 2 de ancho. En sus
paredes hay diversos nichos, quizá ocupados
en su época por pequeñas imágenes, pues dada
su situación me inclino á creer que fuera una
especie de sacristía subterránea. Es muy hú-
medo, pero se respira en él sin dificultad; y la
media docena de murciélagos que lo habita, no
forma obstáculo alguno. Hasta le da su detalli-
to macabro, que los espíritus románticos pue-
den apreciar con discreto horror...
Tal vez los P.P., tan cuidadosos siempre de
conservar en el indígena la idea de poderío,
(1) Es positivo que los P.P. explotaban minas en el Tucumán ,
conservando ocultos sus derroteros. Igual pudo suceder en el Impe-
rio, más allá no abundan los metales preciosos.
- 181 -
impresionándole á la vez con espectáculos con-
movedores, aprovecharían en ciertas ocasiones
aquellos pasadizos para mostrarse de súbito en
un sitio inesperado, ó para sorprender con su
presencia una mala acción que se creía come-
ter á ocultas, saliendo, por ejemplo, de la crip-
ta mortuoria en medio de la iglesia obscura,
como un justiciero espectro. Es, pues, verosí-
mil que mantuvieran secreta la entrada de
aquellas obras, proviniendo de esto quizá el
cariz misterioso que hasta el presente han con-
servado.
Grandes constructores de subterráneos fue-
ron los jesuítas en todas partes, y en Córdoba
ha llegado á atribuírseles algunos de diez le-
guas de longitud; (1) pero si esto fué para ocul-
tarse, como parece obvio, en las Misiones don-
de imperaban absolutos, no lo necesitaron
seguramente. Por otra parte, muchas preten-
didas catacumbas son viejos acueductos, cuya
comunicación está cortada, pero cuya restaura-
ción es fácil idear, tanto por su carácter típico
cuanto por su arrumbamiento hacia el supues-
to manantial, que muy luego se encuentra.
Completaban la edificación pública de las re-
ducciones, el hospital y una casa llamada de
las «recogidas», donde se confinaba á las muje-
res de vida alegre, á las casadas cuyos maridos
estaban ausentes por largo tiempo y á las viu-
das que pedían recluirse. Esta especie de mo-
nasterios laicos, era una previsión contra la li-
(1) En Alta Gracia y Caroya; pero es una evidente exageración.
— 182 —
gereza harto marcada de las mujeres guara-
níes, á quienes una religión puramente formal
no contenía en manera alguna.
Dije ya que la ganadería y los cultivos pro-
gresaron mucho en las reducciones.
La vialidad correspondió á e-te progreso. Un
camino directo unía dos puntos extremos del
país. A medida que otras poblaciones nacían
por el contorno, aquella arteria se ramificaba,
y así la topografía resultó naturalmente de la
ocupación. No hay más que comparar ahora,
con los vestigios que ese sistema dejó, la colo-
nia cuadriculada de nuestras mensuras oficia-
les. Excelente para la pampa, en la cual dio es-
pontáneamente una solución, resulta contra-
producente una vez transportada al bosque y
á la montaña, donde arroyos y eminencias
rompen á porfía su regularidad de damero.
Los jesuítas siguieron el método natural que
ha dado á la Europa su excelente red. Allá el
camino estableció primero una comunicación
directa entre castillo y castillo; las poblaciones
inmediatas fueron uniéndose á ella por medio
de sendas, que también las enlazaban entre sí,
hasta completar el sistema sin los inconvenien-
tes de la rigidez geométrica.
Cuando los agricultores queman sus campos
en el invierno, aquello revive como un plano
colosal en tinta simpática, sobre la tierra misio-
nera. Los caminos reales, que por la blandura
del suelo se ahondaban mucho, iban requirien-
do nuevas trazas, efectuadas en poco tiempo al
paso de las carretas. Cuatro y cinco accidentan
— 183 -
paralelamente el suelo, y como las antiguas
huellas de los rodados han sido especies de cu-
netas naturales para las aguas llovedizas, és-
tas ahondaron los caminos hasta volverlos zan-
jones, dando las fajas de terreno intermedio,
una perfecta ilusión de terraplenes. En Santa
María, punto de gran tráfico entonces, son tan-
tos los que desembocan á las ruinas, que pare-
cen líneas de trincheras; pero puede decirse,
sin exagerar mucho, que aun están patentes
allá las huellas de los rodados.
De estas vías centrales, despréndense en to-
das direcciones caminos de herradura, los cua-
les conducen invariablemente á un bosquecillo
redondo que oculta una ruina: puesto de estan-
cia ó de chacra, comunicado á su vez por sen-
deros con un manantial cercano.
Esto se repite en toda la extensión del anti-
guo Imperio, con abundancia relativa que indi-
ca una vialidad bastante desarrollada; pues
aunque los habitantes se reconcentraron en los
pueblos, para resistir mejor á los indios bravos
y á los mamelucos, el desarrollo industrial ha-
bíalos diseminado bastante cuando se produjo
3a expulsión.
Hubo entre aquellos caminos, como los abier-
tos en el espeso de la selva, que llama «pica-
das» la terminología local, algunos notables.
El que puso en comunicación á Santa María
con Mártires, y á este punto con Candelaria en
la costa del Paraná, fué de esos. (1)
(1) Pueblos de las Misiones Argentinas.
- 184 -
Mártires, situado en una eminencia de la sie-
rra central, era verdaderamente un pueblo so-
bre un cerro. Hacia la costa del Uruguay, el
declive es violentísimo y todo poblado de pro-
fundo bosque, que hace muy diíícil su acceso.
A la parte opuesta, aquella altura se encadena
con la sierra, formando una fértil altiplanicie, á
la que no falta ni un oportuno arroyuelo para
ser encantadora. Era visiblemente un punto
intermedio entre los dos ríos, de fácil defensa y
por consiguiente de segura comunicación. De
allá partía la «picada» que atravesaba el bos-
que en una extensión de 60 ks. próximamente,
siendo capaz para rodados. Aquellos caminos
por el bosque, debían requerir un cuidado per-
manente en atención á su tráfico. La selva tien-
de, en efecto, á reconquistar su dominio sobre
la vía expedita, que á poco de descuidada de-
genera en molesta trocha. Los árboles se unen
por las copas, abovedándose, y los ciclones, de-
rribando alguno, obstruyen por completo el
acceso; las lluvias se encharcan durante me-
ses en aquella sombra; entonces el tranco equi-
distante de las cabalgaduras ó tiros en carava-
na, forma albardillas que desaparecen bajo el
agua, predisponiendo á peligrosos tropezones;
y sólo un servicio constante, podría prevenir
inconveniente tan serio. Ya puede suponerse lo
que sería eso en 60 ks. de camino.
Antes hablé de los manantiales captados.
Quedan en las ruinas muchos restos de piletas,
piscinas y estanques, algunos de los cuales fue-
ron quizá empleados en tenerías. Son bastante
PISCIMA
DE
HUINA» DE APÓSTOLES
t i i—t-
Escaía 1400
— 185 —
notables á este propósito, los de Santa Ana, des-
critos varias veces ya; pero tomaré como tipo
la piscina de Apóstoles, por ser la que está más
conservada.
Queda á unos 500 ms. al N. de las ruinas, for-
mando un exágono irregular según lo muestra
la figura. Su base mide 21,20 ms.; 12 en los*
lados del N. E. y S. O., y 9 en los restantes; su
profundidad es de 1.35. Prismas de arenisca,
de 1.20 por 0.48, forman sus paredes, estando
solada con el mismo material. Circundábala un
veredón formado también de arenisca en losas-
rectangulares, con un ancho de 7. Dos cana-
les subterráneos de piedra, en los costados-
O. y E., conducían el agua captada en dos ma-
nantiales cercanos. El primero desembocaba
en un depósito de 7 ms. de longitud por 2.40 de
ancho, dependencia del principal, con el que la-
comunicaba un prisma hueco de gres, desde el
cual se derramaba el agua en la piscina de-
tres orificios. Estos eran las bocas de otros tan-
tos ángeles, esculpidos entre profusas moldu-
ras sobre el paramento interno. Coronaba aquel
depósito una cruz de piedra, en cuya base ha-
bía también esculpidas ricas molduras. El ma-
nantial del E., caía directamente á la piscina, y
toda el agua salía por un albañal rectangular
de 0.30 x 0.25, perforado en un bloque de pie-
dra sobre el costado N., lo cual daba un nivel
continuo y una constante renovación. Una pi-
leta trapezoidal, cuyas bases son de 9.20 y 4.70,
estando situada á 4.10 del depósito recibía el
excedente, desaguándolo á poca distancia en
— 186 —
una ciénaga del arroyo Cuña-Manó. Posible-
mente serviría de lavadero. Las mediacañas,
labradas en gruesos bloques de gres para for-
mar los albañales, tenían 0.28 de diámetro. So-
bre la base del exágono que forma la piscina,
corrían tres gradas de descenso, y toda ella
estaba rodeada de palmeras que le comunica-
ban agradable aspecto. Debía constituir un be-
llo paseo y un baño delicioso.
Eran también notables los puentes. A 7 kiló-
metros O. S. O. de las mismas ruinas, quedan
los restos de uno sobre el arroyo Chimiray. Co-
mienza con una calzada de piedra de 9 metros
de ancho por 30 de longitud en la margen Este,
y 58 en la opuesta. Dicho arroyo, que corre
allá de N. O. á S. E., tiene un ancho normal de
15 ms. y una profundidad de 1.50; pero duran-
te sus rápidas crecidas, suele salirse de madre
hasta 1.000, y alcanzar honduras de 8 cuando
no tiene donde extenderse. Previendo esto, se
construyó el puente en un terreno anegadizo,
lo que impedía que las aguas lo cubriesen. Sus
restos están formados por 12 postes de urun-
day, en 6 filas oblicuas á la corriente. Deben de
haber sido 15 en cinco hileras dea tres, estando
aquéllas á 3.80 ms. de distancia entre sí y los
pilotes á 2 cada uno. La anchura del puente re-
sultaría entonces de 4 metros; su longitud de
19 y su altura sobre el agua, de 3. Era el tipo
común de esta clase de construcciones, bastan-
te raras después de todo.
Como el principal obstáculo de los vados es
e\ pantano que generalmente los precede, los
— 187 —
jesuítas prefirieron formar calzadas de piedra
para suprimirlo, sin el coste de un puente. El
tráfico de entonces, y aun el actual, no era muy
activo, efectuándose por de contado en carre-
tas; de modo que éstas, en caso de crecida, es-
peraban uno ó dos días sin inconveniente. Los
arroyos son muy correntosos y su caudal dis-
minuye rápidamente, de modo que el retardo
rara vez excedía las cuarenta y ocho horas.
Fuera de estos trabajos, se nota vestigios de
otros especiales para avenar los esteros; y pa-
rece que en las inmediaciones de la laguna Ibe-
ra existen restos de un vasto drenaje, tendiente
á convertir una extensión de terreno anegadi-
zo en campo de pastoreo, mas me inclino á
creer que esto no pase de una conjetura.
La población estaba casi uniformemente dis-
tribuida en los pueblos del Imperio, pudiendo
fijarse á cada uno un promedio de 3.500 habi-
tantes; pero Yapeyú, su capital, alcanzaba á
7.000 y Santa Ana llegó á tener cerca de 5.000.
Este promedio no abraza sino los dos puntos
extremos comprendidos en el siglo xvm, cuan-
do las Misiones habían alcanzado su definitiva
estabilidad, es decir los 117.488 habitantes que
tuvieron en 1715, con los 104.483 á que habían
descendido en 1758, diez años antes de la expul-
sión; pues como dije en otro lugar, la última
época señaló en esto una decadencia. El máxi-
mum fué alcanzado en 1743, con 150.000. Poseye-
ron las reducciones una organización militar
completa, autorizada por la Corona para que
se defendieran de los mamelucos. Táctica y
— 188 -
armamento, eran un término medio entre los
procedimientos civilizados y las costumbres
salvajes. Dividíanse las fuerzas en infantería y
caballería. La primera usaba arco y flechas;
«bolas», (1) macana y honda; pero había algu-
nas provistas de mosquete, sable y rodela. La
caballería manejaba carabina y lanza. Cada
pueblo tenía sus fortificaciones y una armería
con su dotación determinada, existiendo orden
para que se fabricara en cada uno cuanta pól-
vora se pudiese. No faltaba la artillería de hie-
rro y de bronce; y se hizo venir de Chile, P. P.
que habiendo sido militares, instruyeron tácti-
camente á los indios. Estos eran tenidos por los
mejores soldados del Virreinato, y solicitados
por gobernadores y virreyes como tropa selec-
ta, en los momentos difíciles. Existían autori-
dades expresamente nombradas para el caso
de guerra, y un servicio especial de vigilancia
sobre la margen oriental del Uruguay. Produ-
jeron hasta generales indígenas, como José
Tiarayú, más conocido con el nombre de Sepe,
y Nicolás Languirú, á quien los enemigos de los
jesuítas llamaban Nicolás I, rey del Paraguay.
Ambos indios lucharon y murieron en la rebe-
lión de 1751, que más adelante conocerá el lec-
tor. Todo varón hacía ejercicios militares los
domingos, desde la edad de siete años, siendo
castigada con multa y prisión su falta. Una vez
al mes se tiraba al blanco en todas las reduc-
ciones.
(1) La Academia no trae nuestra acepción, que denomina así ai
arma arrojadiza compuesta de tres guijarros unidos por cordeles.
— 189 —
Efectuábanse con admirable precisión las
convocatorias; el servicio de centinelas era per-
manente para los pueblos, y una reserva de
doscientos caballos elegidos en cada uno, com-
pletaba aquella bélica organización. Mamelu-
cos y salvajes experimentaron pronto sus efec-
tos, y no iba á pasar mucho sin que las mismas
tropas del Rey tuvieran que habérselas san-
grientamente con los guerreros guaraníes. (1)
La vida que los P. P. hacían, así como su si-
tuación moral respecto á los indios, mantenía
entre unos y otros una distancia verdader i-
mente inmensa. Masque amos, estaban en una
relación de semidioses con sus subordinados.
Estos no tenían relación con el mundo, sino
por su intermedio. Ni los caciques sabían leer
y hablar otra lengua que el guaraní. Trabaja-
ban, pero no poseían; y todo, desde la alimen-
tación al vestido y desde la justicia al amor, les
era discernido por mano de los P. P. Carecían
de cualesquiera derechos, puesto que la volun-
tad de aquéllos reglaba la vida entera; mas en
cambio se les imponía deberes: situación de es-
clavitud real que sólo se diferenciaba de las
encomiendas, porque siendo más inteligente,
resultaba mucho más templada.
. Resignados á ella, los indios la aceptaron
como más tolerable, pero el caso moral conti-
nuaba siendo el mismo; y esto explica por qué
(1) En ejércitos de tres y cuatro mil hombres habían colaborado
á la defensa de Buenos Aires contra franceses y portugueses en 1698
y 1704, mereciendo elogios especiales del Rey, por su valor y pe-
ricia.
— 190 —
en siglo y medio de aparente bienestar, no con-
siguió vincularlos á la civilización. El Padre di.
rector era la encarnación viva del Dios que se
les predicaba, y esto sin duda aligeró en gran
parte su situación de servidumbre; pero sacer-
dote ó laico, el amo nunca provocó la fusión de
razas, y continuó siendo amo á pesar de todo.
La situación más envidiable para el indio redu-
cido, era formar parte de la servidumbre que
los P. P. mantenían en su convento, lo cual da,
mejor que nada, una idea de aquella sociedad.
Los Visitadores, regiamente tratados, no veían,
corno sucede generalmente, sino lo que sus
huéspedes deseaban, juzgando sobre los indios
por su situación aparente; y la Corona, cuyos
ideales teocráticos realizaban los jesuítas en
aquella miniatura de Imperio Cristiano, hallaba
en ellos á sus vasallos más fieles.
El comunismo era riguroso. A los cinco años,
el niño pertenecía ya á la comunidad, bajo el
patronato de alcaldes especiales (1) que vigila-
ban su trabajo diario. No bien rompía el alba,
se los llevaba diariamente á la iglesia, de donde
pasaban al trabajo de campos y talleres hasta
las tres de la tarde. A esta hora regresaban,
conducidos siempre por sus capataces, y des-
pués de nuevos rezos volvían recién á sus ca-
sas. La paternidad quedaba de hecho suprimi-
da con este procedimiento, que preludiaba de
cerca la abolición de la personalidad. Cuando
(1) No se olvide que la comunidad eran, al fin de cuentas, lo*
mismos P. P.
— 191 —
llegaba el momento de que los jóvenes toma-
ran un oficio, los P. P. lo indicaban. Igual ha-
cían con los matrimonios, que resultaban así
verdaderos apareamientos. Nada había funda-
do en la libre iniciativa ni en el amor, que
aquellos célibes no podían entender sino como
una paternidad mecánica. La obediencia pasiva
acarreaba un estado ficticio de producción, y
como nadie poseía nada, todos trabajaban lo
menos posible. Destruido el incentivo de la in-
dependencia personal por el trabajo, que al
producir el máximum de esfuerzo en cada uno,
beneficia á la colectividad, el egoísmo, exaltado-
á fuerza positiva por este medio en las agrupa-
ciones civilizadas, asumió allá el carácter de-
una pesimista desidia. Aquellos indios no iban
al trabajo sino por la fuerza, hurtándole cuanto
podían con mil arbitrios ingeniosos, exacta-
mente como los niños ¡en la escuela: no veían
el fruto de su trabajo, no comprendían su obje-
to, y se les volvía naturalmente aborrecible.
Fuera de hilar y trabajar la tierra, las mujeres
nada sabían, siendo rarísima la que cosiera.
Esta particularidad se debe á la extraordinaria
sencillez de los trajes, que apenas requerían
costura, y da idea de la pobreza general.
De tal modo es infecundo el despotismo, que
hasta en lo relativo á la religión, propósito casi
exclusivo de la conquista espiritual durante su
primera época, los indios manifestaban una
perfecta inconciencia. Cierto que al degenerar
en comercial la obra, ese factor pasaba á se-
gundo término; pero como era el pretexto, su
— 192 —
importancia formal continuó siendo grande, y
en todo caso igual para los naturales. Apenas
expulsados los P. P., las costumbres se depra-
varon; volviendo rápidamente ala instabilidad
salvaje; y no fué raro encontrar, promiscuando
en la misma casa, varias parejas incestuosas y
adúlteras. En la confesión, que sólo efectuaban
obligados, salían del paso acusándose de culpas
que no habían cometido y comulgando en se-
guida, sin el menor empacho por el sacrilegio.
Carecían de noción clara sobre los pecados que
habían de confesar y olvidaban con frecuencia
hasta los días de precepto. Ello es tanto más
significativo, cuanto que todo se hacía rezan-
do. Plegarias, cantos religiosos con acompaña-
miento de imágenes y ceremonias, para la en-
trada y salida del trabajo, para los asuetos,
para las comidas. El carácter conventual esta-
ba exagerado hasta lo increíble. La enseñanza
de la doctrina y de las oraciones, ocupaba más
tiempo que la de los oficios útiles. Habría po-
dido creerse que la extraordinaria pompa de las
fiestas, produjera una impresión durable en el
ánimo del salvaje. Nada pudo contrarrestar la
sombría decepción de esclavo que embargaba
su espíritu, y fué el gran melancólico de una
opresión incomprendida.
Ley escrita no había, y la conducta estaba
regulada por la voluntad de los P. P., que cas-
tigaban justicieramente casi siempre, pero en
forma discrecional. Administraban justicia, sin
que los tribunales comunes pudieran citar á
juicio álos indios, y tenían facultad hasta para
- 193 -
aplicar la pena de muerte. Los azotes consti-
tuían la más común, y para que nada faltara
á la autoridad absoluta de carácter divino, que
revestían, era obligación del azotado ir después
del castigo á agradecérselo de rodillas como
un bien, besándoles la mano en señal de sumi-
sión...
Dije ya que desde los cinco años se apodera-
ba de los indios la comunidad; mas lo peor es
que esta tiranía colectiva, no terminaba jamás.
Casados, es decir en la situación que todas las
convenciones sociales consideran sinónima de
independencia, excepto para los siervos, entra-
ban bajo la potestad de otros alcaldes, que á su
vez los dirigían por delegación, concentrándose
así en manos de los P. P. una suma de poder
como no la ha tenido gobierno alguno en el
mundo.
EL l.Y.PERIO.— 13
195 -
La Política de los Padres.
Enemigos eternos de los jesuítas, á conse-
cuencia de la rivalidad económica en que los
ponía la diferencia de conquista y de civiliza-
ción adoptada por unos y otros, los antiguos
encomenderos del Paraguay vivieron en cons-
tante hostilidad con aquéllos. Los elementos
civiles más ricos y más considerados, tenían
con los P. P. diferencias de todo género, pero
siempre conservadas por la antedicha rivalidad
en la cual habían llevado los primeros la peor
parte.
Los privilegios con que la Corona había fa-
vorecido á la primera conquista, enteramente
laica como se recordará, daban al elemento ci-
vil una fuerza efectiva, considerablemente au-
mentada por la distancia. El hecho consumado
venía á favorecerlos siempre por esta causa; y
así, sus consultas á la Corona producíanse re-
gularmente, después de efectuado el hecho que
las motivaba. Todo esto había robustecido
mucho el derecho municipal y sus libertades
— 196 -
consiguientes; del propio modo que la selección
de coraje, de audacia, de voluntad, producida
por la conquista, daba una singular decisión á
los usufructuarios de tales libertades.
El genio político de Irala, llevó muy lejos,
durante su gobierno, la extensión de los privi-
legios ciudadanos, y la supremacía del poder
civil. El mismo había sido electo gobernador
por el sufragio popular, en uso del derecho
acordado á los colonos por el Rey en 1537.
Siendo guipuzcoano, su espíritu transfundió á
la colonia el culto de la libertad foral, tan deci-
dido en el vasco; y ésta no hizo después sino
robustecerlo hasta la misma exageración del
desorden.
Así, la deposición de Alvar Núñez en 1544,
fué una verdadera revolución popular corona-
da por la reelección de Irala; pero si bien la
Corona, conforme á la discreta política del Em-
perador, aceptó el hecho consumado, modificó
el privilegio de 1537, encomendando al obispo
el nombramiento de gobernador, ad referen-
dum.
Los jesuítas, representaban, en cambio, la
autoridad monárquica ejerciéndola á la vez de
hecho en sus misiones; y estando más de acuer-
do, por consiguiente, con la evolución absolu-
tista que el Gobierno central acentuaba progre-
sivamente. De tal modo, las preferencias gu-
bernativas fueron estando más y más de parte
suya; sin contar la ventaja que su difusión im-
personal por cortes y tribunales, les daba so-
— 197 —
bre adversarios cuya influencia era puramente
local.
Por esto, en las querellas y choques sucedi-
dos dentro de la jurisdicción paraguaya, fue-
ron derrotados siempre, á fuer de impopu-
lares; mientras su victoria era segura en las
apelaciones á la corte, al virreinato y á las au-
diencias.
La rivalidad con los elementos civiles de la
Asunción, no hizo sino aumentar al replantear-
se el centro misionero sobre el Yababirí, cuan-
do la emigración de la Guayra; y apenas los
P. P. se consideraron seguros en el nuevo te-
rritorio, su influencia comenzó á ejercerse so-
bre la política local.
Ya en 1644, el obispo Cárdenas los encontró
bastante fuertes, para hacerlos declarar intru-
sos (1) por el gobernador Hinestrosa, quien los
desterró del territorio; pero en este conflicto,
que comporta realmente el primer triunfo po-
lítico de los P. P. en el Paraguay, es menester
señalar la presencia de un aliado de los ele-
mentos civiles cuya constancia no íes faltará
jamás: los franciscanos, (2) orden tradicional-
mente enemiga de la Compañía. La rivalidad
se pronunciaba, pues, en los ramos más impor-
tantes de la vida contemporánea: Gobierno, re-
(1) Por no haber recibido, junto con su nombramiento, las bu-
las de institución.
(2) El obispo lo era. La oposición venía desde los comienzos
de la conquista espiritual, que fué empezada por los franciscanos,
según queda dicho.
- 198 -
ligión y comercio. Aquello tenía que ser, y fué,
en efecto, una guerra sin cuartel.
El obispo Cárdenas, que regresó á la muerte
de Hinestrosa, restauró la facultad electoral de
los conquistadores, siendo elegido él mismo
gobernador; lo que prueba una simpatía ma-
nifiesta, y general por otra parte, entre su or-
den y los principios democráticos. El obispo
expulsó á los jesuítas y confiscó sus bienes, con
el aplauso popular; pero la audiencia de Char-
cas anuló su elección, restituyendo á aquéllos,
bienes y domicilio. Este episodio, da realmente
la pauta de todos los que se sucedieron hasta
1735, accidentando la prolongada lucha.
Los P. P. habían llegado en la primera vein-
tena del siglo xvín, al máximum de su pode-
río, sin que durante el tiempo transcurrido
desde sus conflictos con el obispa Cárdenas, la
ira popular hubiera cesado de rugir sordamen-
te contra ellos.
Privilegiados por la Corona con toda suerte
de franquicias, no quedaba resistiendo á su do-
minación interna, sino aquel Paraguay civil,
cuya resistencia impedíales consagrarse ente-
ramente al soñado fin de la salida por el Atlán-
tico. Mas entretanto, necesitaban el dominio
comercial de los ríos que forman el Plata, y
que proporcionaban por el momento, la única
desembocadura supletoria. Uno de ellos, el
Uruguay, ya lo tenían, así como gran parte
del alto Paraná; faltábales tan sólo el Paraguay
y á este fin necesitaban por suyo el gobierno
civil que lo poseía.
— 199 -
En este estado, consiguieron hacer nombrar
un gobernador de su hechura, don Diego de
los Reyes, hombre fácilmente manejable por
su cortedad de alcances, su carencia de antece-
dentes y la exaltación imprevista que obligaba
su gratitud; (1) pero la nobleza paraguaya, en-
comendera y foral en su inmensa mayoría,
comprendió que el paso aquél era decisivo.
De los murmullos con que recibió el nombra-
miento, que la Corona debió de legalizar con
excepciones especiales, tornando así más visi-
ble la maquinación (pues la ley prohibía nom-
brar gobernadores á los vecinos de los pueblos
que aquéllos habían de gobernar); de los co-
mentarios, quizá malévolos, de la resistencia
pasiva aunque disimulada en un principio, pasó
muy luego á la desobediencia abierta.
Reyes, por su parte, había hecho todo lo po-
sible para enconarla. Empezó por abusar de su
poder, exigiendo el homenaje de las personas
más notables de la Asunción y malquistándose
porque no se lo rendían. Fué el advenedizo tí-
pico, y sus mismos defensores, los P.P. Lozano
y Charlevoix no pueden disimularlo.
Las cosas llegaron á tal extremo, que el go-
bernador, pretextando una conspiración, nunca
probada aunque verosímil, á lo menos como
proyecto verbal, ordenó la prisión de dos regi-
dores, miembros prestigiosos á la vez de la
aristocracia asunceña: Urrúnaga y Abalos.
(1) Había ejercido hasta 1717, año de su nombramiento , las fun-
ciones de alcalde provincial.
- 200 -
El yerno de este último, amenazado también
de cárcel, pudo fugarse á Charcas, donde se
presentó en queja ante la Audiencia, y ésta, que
rechazó al principio sus pretensiones, concluyó
por oirle, ordenando al gobernador Reyes que
enviara el proceso á sus estrados. El goberna-
dor había cometido todo género de abusos
para sustanciar dicha causa. Desde la intimi-
dación hasta los testigos falsos, todo lo puso al
servicio de sus pasiones; y cuando recibió la
notificación del auto, por conducto del juez
García Miranda, comisionado de la Audiencia,
no solamente eludió la entrega del proceso, di-
ciendo haberlo enviado ya á un abogado de
Charcas, sino que se negó á libertar bajo fianza
á los detenidos, como aquélla lo ordenaba, ex-
tremando aún el rigor de sus prisiones.
Tan parciales eran en el asunto los jesuítas,
que sus dos historiadores, los P.P. Lozano y
Charlevoix callan estos episodios, sin los cuales,
la conducta de Antequera, enviado después por
la Audiencia como juez pesquisador, resulta sos-
pechosa y ambigua; pero el primero de los ci-
tados padres, inicia su historia diciendo: «aun-
que mi principal intento es sacar á luz la ver-
dad con modestia, no podré decirla toda, aco-
modándome al dictamen de quien dijo que, si
bien el historiador ha de decir verdad en todo
lo que refiere, no debe referir todo lo que es
verdad;» agregando más abajo: «habré de de-
cir lo que bastase á hacer patente la verdad,
ocultando muchas cosas, que no siendo necesa-
rias más podrían ofender.»
— 201 —
Con este criterio histórico, agregado á los su-
cesos milagrosos que en diversos puntos men-
ciona como antecedentes funestos de los suce-
sos por venir, queda visible el carácter apasio-
nado de las historias jesuíticas.
Es otra prueba del jesuitismo de Reyes, y
formaba uno de los capítulos de su acusación-
ante la Audiencia, el feroz ataque que llevó sin
previa declaración de guerra contra los indios
payaguás, que los jesuítas no habían conse-
guido reducir, (1) pero que estaban en paz con
el vecindario asunceño, á media legua tan sola
de la ciudad.
La inútil matanza, ocasionó represalias dolo-
rosas, que costaron la vida, entre otros, á los
jesuítas Blas de Silva y José Mazo; pues los in-
dios comprendían perfectamente el origen de
la guerra que Reyes les declaró.
Mientras el juez Miranda, convencido de que
era inútil persuadir áReyes para que obedeciera
el mandato de la Audiencia, renunció su comi-
sión: pero aquel tribunal había fallado antes la
causa, condenando al gobernador á una multa
de cuatro mil pesos, á restablecer las comuni-
caciones que mantenía interceptadas á fin de
impedir toda acusación ó queja entre Charcas
y el Paraguay, y á presentar ante el Cabildo de
la Asunción su «dispensa de naturaleza» (2) en
(1) Eran cristianos, sin embargo; lo que volvía más significativa
aquella crueldad.
(2) Porque según la ley, no podía ser gobernador, á causa de que
pertenecía al lugar de su gobierno, y estaba emparentado con varios
regidores.
— 202 —
el término de una hora, sin cuyo requisito se-
ría depuesto.
El gobernador desacató en términos duros al
Cabildo y á la Audiencia, lo que prueba que se
sentía escudado por fuerzas superiores á las
suyas; pues jamás se hubiera atrevido á dar
tal paso por su sola cuenta, sabiendo de ante-
mano que estaba perdido. Entonces la Audien-
cia, en cuyo seno eran muy influyentes, sin
embargo, los jesuítas, comprendió que algo
grave estaba pasando en el Paraguay, y nom-
bró juez pesquisador á su propio fiscal don
José de Antequera.
Habíase éste educado entre los jesuítas y era
principalísima persona, asaz enérgico é inteli-
gente, bien reputado por su carácter é integri-
dad, aunque el P. Lozano le impute por otra
parte diversos peculados en el ejercicio de sus
funciones, tachándole á la vez de extremada
jactancia. En conjunto, resulta una rica natu-
raleza, quizá combativa, por exceso de vitali-
dad. Estos caracteres son dados siempre á la
pasión de la justicia.
No tardó Antequera, una vez llegado á la
Asunción, en ver probados los cargos de la
acusación contra Reyes; y dando entonces cum-
plimiento á las instrucciones de la Audiencia,
•cuyo pliego abrió ante el Cabildo, asumió el
cargo interino de justicia mayor de la pro-
vincia.
Acto continuo, empezó el proceso de Reyes,
que éste prolongó con toda suerte de cortapi-
sas, hasta el estupendo volumen de catorce
— 203 -
mil páginas; pero, cuando á solicitud de la acu-
sación, Antequera cerró el proceso, citando á
las partes para definitiva, resultó que aquél se
había fugado, refugiándose en Buenos Aires.
El proceso había sido enviado por Anteque-
ra á Charcas, con el relato de la fuga de Reyes;
pero en el ínterin, el virrey del Perú envió á
éste un despacho de reposición. Todo hace su-
poner en ello la intervención jesuítica.
La Audiencia comprendió que el virrey habia
sido mal informado y resolvió detener el do-
cumento mientras le avisaba lo que ocurría;
pero fué imposible interceptar la comunicación,
que iba escapándose de persona en persona co-
mo una suerte de juglería, mientras no llegó á
las manos del teniente de Santiago del Estero.
Sin embargo, el virrey, haciendo caso omiso
del informe que le enviara la Audiencia, man-
dó á Reyes un duplicado de la reposición, lo
cual demuestra el poder de las influencias ejer-
cidas sobre él.
Con este documento, pasó Reyes de Buenos
Aires á las Misiones, donde halló la mejor aco-
gida. Los P.P. podían hacer ya, sin ambages, la
cuestión de legitimidad. Las reducciones reco-
nocieron y juraron al gobernador repuesto,
quien desoyó las comunicaciones de su juez pa-
ra que se reintegrara á la prisión. Invocaba la
orden del virrey, que era autoridad superior;
pero el Cabildo produjo entonces un acto de la
mayor trascendencia, que es realmente el co-
mienzo de la futura revolución comunera.
Fundado en la autorización legal, que permi-
— 204
tía suplicar hasta tres veces las órdenes del
Rey, aplazándolas entretanto, juzgó que más
naturalmente podía hacerlo con las disposicio-
nes virreinales, y nombró gobernador á Ante-
quera.
Los dos bandos, como se ve, iban definién-
dose. De un lado Antequera y la oligarquía lo-
cal que formaba el Cabildo, encaminábanse
profusivamente á la restauración de los anti-
guos privilegios populares, tendiendo á aumen-
tarlos en sentido revolucionario; del otro, los
jesuítas, fieles á su sistema, preconizaban el
acatamiento absoluto á la autoridad, juzgando
delito hasta la duda. Aquéllos anteponían la
justicia al principio de autoridad; éstos la obe-
diencia, á toda otra consideración; y es claro
que el poder los vería siempre con mayor
agrado.
La región entera se conmovía mientras tan-
to, confundiendo lo decisivo del conflicto. La
Audiencia seguía sosteniendo á Antequera, es
decir, el predominio del poder civil y de la ley,
sobre la autoridad absoluta, impregnada de
clericalismo; pero los jesuítas sabían ó com-
prendían que á la larga, el poder central esta-
ría con ellos.
Reyes procedía en las Misiones como gober-
nador legítimo, siendo sus actos más trascen-
dentales, y los que más le enajenaban también
las simpatías civiles, medidas para estorbar el
comercio paraguayo; de tal modo las causas
fundamentales, seguían obrando en el con-
flicto.
— 205 —
El Cabildo desconoció por segunda vez la re-
posición de Reyes, que éste envió desde las Mi-
siones, certificada por los padres; y sabiendo
que había pasado acorrientes, sobre cuyas au-
toridades, así como sobre las de Buenos- Aires,
tenían influencia los jesuítas, hízole prender
por sorpresa en aquel punto encarcelándole de
nuevo en la Asunción.
Ya el virrey arzobispo del Perú, cuyo doble
carácter no le proponía ciertamente en favor
del elemento laico, había ^reconvenido á la Au-
diencia, exigiendo el cumplimiento de las ór-
denes relativas á Reyes. Así, cuando éste se
quejó de su cárcel, reprodujo con mayor ener-
gía la orden de reposición, el comparendo de
Antequera en juicio ante su sola autoridad, y
la comisión al teniente de Buenos Aires, García
Ros, para que hiciera cumplir sus mandatos.
Avanzó éste, en efecto, sobre el Paraguay al
frente de un pequeño ejército, cuya principal
fuerza estaba compuesta por indios de las Mi-
siones; pero la población se mostró tan dispues-
ta á resistir, fundándose en el aplazamiento de
las órdenes, á que tenían derecho mientras las
suplicaba, que García Ros decidió retirarse.
Bien que basada en la ley, la revolución era
ahora un hecho. El pueblo se había impuesto
al absolutismo. Pero los P.P. se daban cuenta
de que no podía prosperar. Si pretendía conser-
varse dentro del concepto monárquico, estaba
perdida por la reacción fatal de éste sobre sus
pretensiones. Si lo renegaba, tenía que ir al
separatismo, y el separatismo no era posible
— 206 —
sin el mar, es decir, sin Buenos Aires. Por ello
los P.P. cultivaban con tanto ahinco las amista-
des gubernativas de esta ciudad. Con impedir
ellos, en efecto, el comercio de la colonia sepa-
rada, estrangulaban literalmente la revolución.
Así, aquella democracia embrionaria tuvo más
ímpetu que pensamiento, más instinto que plan
definido. Quería derechos; había aprendido á
estimarlos practicándolos, y la vieja rivalidad
con los jesuítas vencedores, exasperaba su de-
seo. Mas la fatalidad topográfica debía de im-
ponerse á todo. Sin el mar, que asegura la li-
bertad de comercio, imposible la vida autóno-
ma. Aquello no tenía más salvación que la sim-
patía de Buenos Aires.
Pero la revolución no vio esto. Engrióse de-
masiado con su triunfo local; creyó que sus
libertades aisladas podían sostenerse por sí
mismas.
No obstante, el peligro era más grave de lo
que parecía. Los incidentes sucesivos demos-
traron que Antequera tenía amigos decididos,,
desde el Tucumán hasta Cuyo y desde Corrien-
tes hasta Charcas: toda la futura comarca re-
volucionaria de 1810.
La retirada de García Ros, tuvo también por
causa el estallido de la guerra con los portugue-
ses y la consiguiente atención á Buenos Aires
amenazada de cerca. Tan preparados estaban
los jesuítas á combatir con Antequera, que
cuando el gobernador Zavala les pidió tropas
para la guerra con Portugal, pudieron enviarle
tres mil hombres, quedando, no obstante, con
- 207 —
fuerzas suficientes. Antequera hizo lo propio,
para desvanecer, sin duda, las imputaciones de
separatismo, que los padres comenzaban á es-
parcir en contra suya, y porque su objeto evi-
dente no fué otro que el de mantener la supe-
rioridad del poder civil basada en una relativa
soberanía popular.
Pero el virrey no cejaba en su intento de ex-
tinguir aquel foco rebelde; y urgido por él, Za-
vala envió de nuevo á García Ros sobre el Pa-
raguay. Reforzado por dos mil guaraníes de
las misiones, que se le incorporaron á las ór-
denes de los P.P. Dufo y Rivera, acampó en
territorio paraguayo sobre la margen del Te-
bicuarí, punto estratégico como base de inva-
sión.
A todo esto, el obispo del Paraguay se había
decidido por los jesuítas, sin volver con esto
más popular su causa; pues el pueblo enfure-
cido atacó el convento con intención de arra-
sarlo, de no mediar el mismo Antequera. El
Cabildo decretó su expulsión, y olvidando toda
cordura política, declaró la guerra al gobierno
de Buenos Aires. Aquello era, realmente, un
decreto de suicidio.
El pueblo acudió en masa á ponerse sobre las
armas. Antequera derrotó á García Ros por
medio de una hábil sorpresa é invadió las Mi-
siones, que se limitaron al abandono de los
pueblos, emprendiendo contra él una abruma-
dora guerra de recursos.
La cuestión económica, siempre vivaz, de-
jóse ver en el restablecimiento de las encomien-
- 208 -
4as que Antequera efectuó contra los indios
de las reducciones; grave error, pues la guerra
asumía, de tal modo, carácter patriótico para
aquéllos.
Frustrado Antequera por la guerra de recur-
sos, y amenazado por García Ros, que volvía
rehecho al frente de seis mil guaraníes, decidió
regresar á la Asunción; pero el movimiento
revolucionario empezaba á languidecer, falto
de objeto, al paso que el absolutismo se rehacía
poderoso.
El virrey del Perú, que lo era ahora el mar-
qués de Castel Fuertes, espíritu fanático é in-
flexible, ordenó al mismo Zavala la pacifica-
ción inmediata del Paraguay y la captura de
Antequera. El obispo se declaraba hostil á la
cabeza de sus curas, que representaban una
fuerza no despreciable; y el mismo Cabildo ini-
ciaba ante Zavala una capitulación.
Antequera había salido á reclutar milicias en
la campaña, dejando como gobernador interino
á don Ramón de las Llanas; pero éste entregó
la ciudad á Zavala sin oponerle resistencia. El
caudillo, traicionado, no tuvo otro recurso que
huir á Córdoba.
Zavala nombró gobernador del Paraguay á
don Martín de Barúa, poniendo en libertad
á Reyes, quien era tan antipático al pueblo, que
por consejo de los mismos jesuítas permaneció
recluido en su casa.
Pero Barúa resultó amigo de los revolucio-
narios, y desobedeció, siempre con el carácter
de aplazamiento suplicatorio que ya conoce-
— 209 —
mos, una orden del virrey para que restable-
ciera á los jesuítas. El Cabildo hizo lo propio
con otra de la Audiencia, que empezaba ya á
reaccionar en sentido absolutista. Barúa habia
contado con la aquiescencia de su sucesor, Al-
dunate, contrario también á los P.P.; pero éstos
eran tan poderosos, que hicieron anular el nom-
bramiento del último; siendo al fin restableci-
dos con gran aparato, por orden expresa del
virrey.
Del convento de franciscanos de Córdoba,
donde se refugiara, Antequera, cuya cabeza ha-
bía puesto á precio de cuatro mil pesos el vi-
rrey, huyó nuevamente hacia Charcas donde
esperaba hallar apoyo en la Audiencia; pero
este tribunal tratóle en vez como á reo, y le
envió cargado de grillos a Potosí, que no fué
sino su penúltima etapa hasta la cárcel de
Lima, donde dio al fin en 1726. Su dramática
empresa había durado cinco años.
El espíritu revolucionario permanecía vivo,
sin embargo, en el Paraguay.
Antequera había trabado conocimiento en
la cárcel con don Fernando Mompó, (1) quien
llegó á exaltarse de tal modo por sus princi-
pios y desventuras, que huyendo de la prisión
se trasladó al Paraguay en misión revolucio-
naria.
Su elocuencia tribunicia sublevó de nuevo
(1) Esta es la ortografía de Lozano, y sin duda la buena. Es-
trada, que siguió á Charlevoix en sus noticias, escribe Mompo, sin
acento, como él; pero Charlevoix pronunciaba en francés, necesi-
tando acento, por lo tanto.
. EL IMPERIO.— 14
— 210 —
los ánimos; su pensamiento, más audaz ó ma-
duro que el de Antequera, proclamó resuelta-
mente la prioridad del municipio sobre toda
otra soberanía, dando por primera vez razón
definida al nombre de «Comuneros» con que se
distinguían los revolucionarios; pero padeció
del mismo error que todos éstos; no vio la inu-
tilidad de una revolución cuya consecuencia
fatal era el separatismo, por otra parte imposi-
ble en el aislamiento local. Lo que constituya
el éxito de la revolución emancipadora de 1810,
lo que vieron tan claramente sus caudillos,
quizá aleccionados por este fracaso comunero,
es decir, la expansión inmediata, faltó entera-
mente en el Paraguay.
Pero la sublevación fué gravísima. El nue-
vo gobernador, Sordeta, pariente del virrey, fué
desconocido por el Cabildo y por el pueblo, en
nombre, no ya del derecho de súplica, sino de
la soberanía comunal. Intimáronle el inmedia-
to abandono de la provincia, lo que ejecutó al
punto, eligiendo entonces el pueblo una junta
gubernativa cuyo presidente recibió el nom-
bre de presidente de la provincia del Para-
guay.
La revolución no tenía suerte en sus desig-
naciones. Don José Luis Barreyro, que fué el
elegido, no pensó sino en traicionarla. Apode-
róse, pues, de Mompó arteramente, enviándole
á Buenos Aires, donde fué encarcelado y proce-
sado por Zavala. Remitido al Perú, se fugó en
Mendoza, consiguiendo desde allá pasar al
Brasil.
— 211 —
Barreyro experimentó muy luego las con-
secuencias de su felonía. Perseguido por el
pueblo, que hubo de sublevarse contra él al co-
nocer la suerte de Mompó, vióse precisado á
huir, refugiándose en las Misiones, siempre
hostiles á la revolución comunera.
No obstante la popularidad de ésta, el apo-
yo que desde el pulpito la prestaban los fran-
ciscanos, y la fidelidad á la Corona de que se-
guía haciendo gala, estaba ya virtualmente
muerta.
El suplicio de Antequera, que fué ajusticiado
en Lima por orden del virrey, al recibir éste el
informe personal de Sordeta, consumó la obra
reaccionaria.
La muerte del caudillo tuvo inusitada y trá-
gica grandeza. El pueblo de Lima, conmovido
por las palabras de perdón que pronunció el
franciscano, auxiliar del reo, amotinóse para
salvarle. Sólo la intervención armada de la
tropa consiguió dominar el tumulto; y Ante-
quera, muerto de un balazo en previsión de
un posible triunfo de la asonada, no escapó,
aun cadáver, á la decapitación, de su sen-
tencia.
El Paraguay volvió á sublevarse con la no-
ticia de su muerte, expulsando á los jesuítas,
verdaderos causantes de todo, por tercera vez,
saqueando su colegio y produciendo varias
ejecuciones capitales. El obispo excomulgó á
los autores de estos excesos, y una sangrienta
anarquía sustituyó á toda acción gubernativa
en la comarca.
— 212 -
Las Misiones, que habían sido agregadas
por rescripto real al gobierno de Buenos Aires,
debieron mantener tropas sobre sus fronteras
con el Paraguay; tal era el odio que éste les
profesaba.
Dos historiadores jesuítas, los P. P. Lozano
y Charlevoix, han escrito sobre esta revolu-
ción con el positivo intento de demostrar que
la Compañía no fué sino una víctima de los co-
muneros por lealtad á la Corona; pero de sus
mismos libros, se desprende una opinión diver-
sa. Lo que callan, induce en sospecha de lo que
dicen. Exagerando la inocencia de su orden, no
hacen sino demostrar la participación que to-
mó en el episodio.
El triunfo que sobre aquella anarquía con-
siguió Zavala en su nueva empresa de pacifica-
ción, acabó con el movimiento comunero. La
batalla de Tabatí, ganada realmente por los
guaraníes, fué el último acto del drama. Los
suplicios sucesivos, la reposición de los jesuítas,
no constituyeron ya sino detalles; y el sombrío
gobierno de D. Rafael de la Moneda, acabó en
el cadalso con los últimos adictos de la prema-
tura revolución.
Fué ésta fecunda, sin embargo, en su propio
fracaso. El pueblo vivió vida libre, aunque agi-
tada. Brotaron de su seno tribunos como de la
Sota, que sin tener la elocuencia ni los alcances
de Mompó, reemplázale un momento en su
popularidad de caudillo. Ciudades jesuíticas co-
mo Corrientes, llegaron á efectuar movimien-
- 213 -
tos solidarios; (1) las mismas mujeres, signo
característico de toda revolución efectiva, en-
cendiéronse en la llama heroica. Las solidarida-
des imprevistas, tanto como el entusiasmo re-
volucionario, prueban que la fidelidad monár-
quica disminuía en estos países y que las ideas
democráticas hallaban aquí terreno propicio.
(2) Faltábale, en efecto, al Gobierno central los
prestigios de aparato que tanto ayudan á la
monarquía, y que, naturalmente, no pudo tras-
ladar á las colonias. La conquista, por otra par-
te, había sido un éxito de la calidad personal de
cada conquistador, no una obra de la nobleza ó
del Rey; y los revolucionarios Comuneros de
Castilla, emigrados después de su derrota, tra-
jeron gérmenes tan vivaces de democracia, que
su recuerdo perduró, como se ha visto, hasta
en la denominación específica de los revolucio-
narios paraguay os. (3) Estos quedaron tan fuer-
tes, aun después de su derrota, que cuando á
poco y aprovechando de las turbulencias no
extinguidas del todo aún, los indios Guaycurúes
amenazaron la Asunción, la mayoría de los
soldados se encontró ser excomulgada por el
asalto al colegio de los jesuítas; entonces resol-
(1) En 1732, para no concurrir á la represión del Paraguay
adonde enviaron prisionero al teniente de rey que para ello se apron-
taba.
(2) Casi al mismo tiempo, el P. Falkeuer (ver el epílogo) nota-
ba igual cosa en las campañas argentinas.
(3) No necesito advertir que mi narración del movimiento co-
munero, es simplemente esquemática, habiéndola elegido sólo por
ser el más importante episodio político de la época y el más signifi-
cativo á la vez.
— 214 —
vieron no defender la plaza, mientras el obispo
no les alzara el entredicho, lo que éste ejecutó,
dada la inminencia del peligro. Excusa, por
cierto, muy de la época y también muy pecu-
liar, en el fondo, á los nuevos tiempos.
La revolución degeneró en anarquía por fal-
ta de ambiente y de razón política definida,
pues como movimiento comunero exclusiva-
mente, implicaba un anacronismo. La monar-
quía evolucionando hacia el absolutismo sobre
la ruina de la libertad foral, no podía ser dete-
nida por la restauración de ésta. E'l espíritu po-
pular exigía ya medidas más radicales y com-
patibles con la evolución que llevaba los pue-
blos á la democracia ó á las instituciones repre-
sentativas: el separatismo revolucionario del
año 10.
Como todo movimiento social prematuro,
aquel de los comuneros fué suicida por desespe-
ración cuando comprendió la imposibilidad del
triunfo; pero se ha impuesto á la historia como
una generosa tentativa de libertad, cuyo fracaso
aumenta quizá lo simpático de su esfuerzo. Más
que una revolución, fué propiamente un caso
foral.
Ciertamente, no tuvo otros alcances, ni creo
que pueda verse sin exceso en Antequera, un
mártir anticipado de la libertad americana. Su
carácter es simpático, sin ser de ningún modo
genial; y su figura, dominada siempre por los
acontecimientos, no es por supuesto la de un
jefe extraordinario. Su ejecución fué, por esto,
un crimen inútil,ó más bien estúpida venganza,
— 215 —
que extremó la reacción en perjuicio de sus
propios autores, como siempre sucede. Los P.P.
iban á experimentar muy luego el contragolpe
del absolutismo que con tanto ahinco defendie-
ron.
— 217
VI
Expulsión y decadencia.
El Tratado de Permuta entre los Gobiernos
lusitano y español, que cambió la Colonia del
Sacramento al primero, por los pueblos que
el segundo poseía en la margen oriental del
Uruguay, interrumpió aquella tranquila domi-
nación.
Dichos pueblos eran, en efecto, las siete re-
ducciones jesuíticas del Brasil, que por el dis-
trito del Tape y Porto Alegre buscaban el so-
ñado desahogo sobre el Océano.
Liberal se había mostrado la Corona en sus
indemnizaciones á los habitantes. No sólo po-
dían éstos retirarse con todos sus bienes á las
reducciones de la costa occidental (Art. 16 del
tratado), sino que se daba á cada pueblo 4.000
pesos para gastos de mudanza, eximiéndoselo
además del tributo por diez años en el nuevo
paraje donde se situara. Pero esto era nada en
comparación de lo que se perdía. Arrojados de
la Guayra por los mamelucos, y abolido por
consecuencia todo intento de comunicarse á su
- 218 -
través con el Atlántico,los P.P. habían diferido
la realización de este propósito dominante, pa-
ra cuando replantearan sobre bases más sóli-
das el núcleo de su Imperio. Comenzaba estoá
lograrse, después de ciento y pico de años de
esfuerzos, avanzando ya su dominio hasta la
Sierra del Tape, donde tenían vastas dehesas,
dependientes de las reducciones de San Juan y
San Miguel— cuando el tratado de 1750 vino á
desvanecer por segunda vez sus aspiraciones.
Era demasiado, sin duda, para que lo sufrieran
tranquilos, y la insurrección guaraní de 1751 lo
demostró enteramente.
No creo que los P.P. llevaran ninguna idea se-
paratista en ello. Semejante imputación fué una
calumnia, que la Corona recogió cuando le
convino, para explicar la expulsión, junto con
la leyenda ridicula, circulada por los publicis-
tas anticlericales de Amsterdam, según la cua
aquéllos habían proclamado rey del Paraguay
á un cacique, con la intención de separarse de
España; (1) pero me parece no menos eviden-
te, que la insurrección tuvo origen jesuítico.
Queríase, sin duda, impedir su trabajo á las co-
misiones demarcadoras, mientras se gestiona-
ba ante la Corte la denuncia del tratado; cosa
después de todo factible, en época de semejan-
te instabilidad, y cuando el mismo documento
de Utrecht no había remediado nada. Entretan-
to, la guerra demostraba á las dos Coronas
(1) Su fidelidad cuando la revolución comunera, es otra prueba
«ontra el separatismo.
— 219 —
cuan ruinosa iba a salirles la ocupación en cam-
pos enteramente arrasados por las montone-
ras, y con habitantes que incendiaban sus pue-
blos al retirarse. Dicha suposición, es el térmi-
no medio natural entre los que aseveraron sin
pruebas el separatismo de los P.P., y la neutra-
lidad absoluta que éstos pretendían haber ob-
servado en la contienda. Los indios carecían de
iniciativa, como es evidente, para lanzarse por
cuenta propia en lance tan grave; y lo que es
peor, desobedeciendo á sus directores. El lector
juzgará si esto era posible, dada la situación
moral y social de las reducciones. Sostenían los
P.P. que el movimiento había sido una reacción
natural del patriotismo, al verse los indios des-
terrados de los pueblos donde nacieron; y los
que hablaron con los comisarios reales en nom-
bre de sus paisanos, argumentaron efectiva-
mente con esto, agregando que aquellas tierras
fueron dadas á su raza por el apóstol Santo To-
mé; pero otros, hechos prisioneros durante la
insurrección, declararon que estaban instiga-
dos por los P.P. Después, el patriotismo debía
resultar algo baladí para aquella gente que na-
da poseía, siendo ese un sentimiento consecuti-
vo á la propiedad. Nada habían tenido tampo-
co en su estado salvaje, puesto que en él fueron
nómades; de manera que su indiferencia al res-
pecto, era á la vez atávica é inmediata. Consi-
dero, pues, que los P.P. fueron los promotores
encubiertos de la insurrección. No se fracasa
dos veces en siglo y medio de esfuerzos gigan-
escos, sin intentar la segunda cuanto arbitrio
— 220 —
venga á mano para conjurar la adversidad. En
cuanto á poder hacerlo, los PP. habían demos-
trado lo bastante su energía y su constancia,
con más que el propósito merecía cualesquiera
sacrificios; siendo, por otra parte, bien sabido
que los medios no los preocupaban mucho.
Además, ellos estaban en el buen terreno res-
pecto á los intereses bien entendidos de la Coro-
na, pues lo cierto es que ésta realizaba una per-
muta desastrosa, en la cual sólo consiguió per-
der su dominio de la margen oriental del Uru-
guay; (1) de modo que tenían buenas razones
para ser oídos. La insurrección era, entonces,
un medio heroico, pero de eficacia segura, si
no se mezcla en el asunto el amor propio de las
armas españolas, que no habría sido posible
dejar como dominadas por los guaraníes, ante
el aliado portugués. Las intrigas de Corte hicie-
ron el resto.
Los que sostienen la tesis del separatismo je-
suítico, argumentan, para demostrarlo, con la
autonomía cada vez mayor de que fué gozan-
do el Imperio por concesiones sucesivas de la
Corona, y además con su éxito económico. Es-
to, dicen, sugirió, como siempre sucede, las
ideas separatistas. Agregaban á guisa de dato
concurrente y significativo, el hecho de ser ex-
tranjera la mayor parte de los P.P., y esto es
bastante fuerte á primera vista; pero muy lue-
(1) Su intento era evitar el contrabando por la Colonia, hacién-
dola suya; pero como este delito emanaba de fuentes más profundas
que la hostilidad portuguesa, nada consiguió, anulándose el tratado
en 1761.
— 221 —
go se advierte que su objeto fué aislar al Impe-
rio de todo contacto español, con la doble valla
del idioma y de la sangre.
Tal aislamiento, que garantía el dominio in-
conmovible, en la unidad absoluta, fué una
preocupación constante á la cual colaboró el
Gobierno con invariable decisión. Los indios te-
nían prohibido trasladarse de un pueblo á otro.
No podía vivir en las reducciones, español,
mestizo ni mulato. Transeúntes, no se los tole-
raba en su recinto más de dos días, y tres á lo
sumo si llevaban mercaderías consigo. (1) Exis-
tiendo en el pueblo venta ó mesón, ninguno
podía hospedarse en casa de indio. Ya se sabe,
por otra parte, que la administración civil, mi-
litar y judicial, estaba enteramente confiada á
los P.P.; y en el caso especial que me ocupa,
tampoco tiene nada de extraordinario su na-
cionalidad, si se considera que entre los prime-
ros enviados al Paraguay, cuando no podía ha-
ber aún ni asomo de separatismo, figuraron
italianos, portugueses, un flamenco y un irlan-
dés; pero lo que no admite duda, es su activa
campaña para evitar la ejecución del tratado.
Hay sobre esto un hecho concluyente. Al fina-
lizar un banquete con que obsequiaron en una
quinta de los suburbios de la Asunción al go-
bernador del Paraguay, junto con diversos
miembros de los dos Cabildos, pretendieron que
(1) En Atenas sucedía algo semejante. Los extranjeros no po-
dían habitarla sin permiso de los magistrados y mediante una capi-
tación de doce dracmas (10 fr. 80.)
— 222
dichos invitados firmaran una carta ya prepa-
rada para el Rey, en la cual se le demostraba
lo perjudicial de la permuta; y este documento
hacía ver, además, la posibilidad de un nuevo
avenimiento éntrelas dos Cortes. Los P.P. in-
tentaron no sólo que lo firmaran el goberna-
dor y prebendados, sino que los dos Cabildos lo
hicieran suyo; pero aquél remitiendo el negocio
para su despacho, por no sentirse quizá muy
firme de cabeza, le encontró. «cosas tan impro-
pias, qne se opuso á su remisión,» haciéndolo
fracasar también ante las dos instituciones men-
cionadas.
El . carácter enteramente inofensivo que se
quiso dar á la rebelión, presentando á los in-
dios como niños grandes, de acometividad
nada peligrosa, cuando acababan de mostrar-
se respetables guerreros en tres años de lucha,
prueba lo contrario con exceso-, (1) quedando
además, como argumento decisivo, aunque sea
conjetural, la resistencia ante la operación que
destruía el plan jesuítico.
Por lo que hace al separatismo, no se ve
cómo habría podido beneficiará los jesuítas.
Si era por la autonomía, ya la disfrutaban ab-
soluta; si por el comercio, nadie se lo fiscali-
zaba; si por la seguridad exterior, jamás la
nación fundada con las tribus guaraníes por
plantel, habría alcanzado el respeto del inmen-
(1) El P. Lozano en su Historia de las Revoluciones, los llama
<diestros en e! manejo de las armas, y hechos á jugarlas con gran
valor en sitios formales, contra enemigos europeos y arrestados,»
etcétera.
— 223 —
so reino español, siendo por el contrario una
presa entregada á la voracidad de las naciones
colonizadoras. La situación de vasallos implica-
ba para los jesuítas todas las garantías que da
á los suyos una nación poderosa, sin los debe-
res que les impone en compensación, pues eran
autónomos y privilegiados; mientras que la in-
dependencia, empezando por echarles de ene-
migo á la madre patria, no les daba por de con-
tado otra perspectiva que la ruina. Subditos,
quedaban protegidos; independientes, perma-
necían encerrados en una comarca mediterrá-
nea y rodeada de enemigos: eran cosas dema-
siado graves para sacrificarlas al patriotismo
sentimental. No resta otra hipótesis, en efecto,
y ya se sabe que los jesuítas no tenían patria
en verdad, consistiendo en esto su fuerza de
expansión superior á la de los Gobiernos. Es-
parcidos por todas las naciones, mal podían
hacer cuestión patriótica en ninguna, pues la
influencia que pretendían respetaba las formas
externas. Era la restauración del dominio mo-
ral de Roma sobre los poderes temporales que
manejaría como agentes, en un definitivo re-
troceso hacia la situación de la Edad Media; y
en cuanto á aquel ensayo de teocracia, la Coro-
na seguía fomentándolo cada vez con mayor
afición, siendo el Tratado de Permuta no otra
cosa que un incidente político cuyas consecuen-
cias le resultaban nocivas; pero cuyo objeto
tendía á algo bien distinto de su perjuicio. Creer
que el estado social de las reducciones ocasio-
naba ideas de independencia, sería un absurdo;
- 224 -
no habiendo entonces razón alguna para supo-
ner el discutido separatismo. (1)
La Corona procedió lealmente en sus indem-
nizaciones, pues los P. P. habían recibido ya
52.000 pesos al estallar la rebelión; pero ya he
dicho que ésta defendía algo mucho más im-
portante.
El primer movimiento estalló en 1751, inte-
rrumpiendo los trabajos de demarcación; pero
la guerra no se generalizó con violencia hasta
1753, cuando los demarcadores, apoyados por
poderosas escoltas, llegaron á la jurisdicción de
San Miguel. La ocupación de ese punto extre-
mo de las reducciones en dirección á la costa
marítima, hacía perder toda esperanza, moti-
vando consecutivamente la demostración béli-
ca como recurso extremo. El cacique Sepe sa-
lió al encuentro de las comisiones, cortándoles
el paso con una serie de combates que duraron
casi un año. Prisionero al atacar el fuerte de
Río Pardo, el comisario portugués le puso en
libertad, con el intento de ver si se sometía por
la blandura y el buen trato; pero al empezar el
1756, reapareció más amenazador, capitanean-
do numerosas fuerzas, con bastante artillería
de fierro y algunos sacres bastardos de tacuara
reforzada con torzales.
Un ejército lusitano-español había penetrado
en la comarca, para reprimir las montoneras
que sostenían la guerra desde cuatro años
(1) Por otra parte, no habían conseguido aún la salida al Océa-
no, única manera de hacer eficaz la separación, como hemos visto al
tratar de los comuneros.
— 225 —
atrás; y los insurrectos se le atrevieron. Muer-
to Sepe en un rudo encuentro, los indios relu-
ciéronse al mando de Languirú, que también
perdió la vida en la sangrienta batalla de Cay-
baté, verdadero acto final de la guerra; termi-
nándola del todo la ocupación de los pueblos de
San Miguel y San Lorenzo por las tropas alia-
das, durante mayo y agosto de 1756. En el se-
gundo de dichos pueblos, cayeron prisioneros
tres jesuítas, uno de los cuales era el P. Henis,
tenido por director de la insurrección. Ésta ha-
bía durado cinco años, casi sin interrupción,
pues mucho la favoreció el terreno con sus pe-
culiaridades topográficas, costando al Gobierno
de Portugal veinte millones de cruzados. (1)
No es de creer que por tan largo tiempo, y
conservando los P. P. su influencia sobre los
indios, ella hubiera sido nula para contenerlos:
la opinión portuguesa fué unánime á este res-
pecto, y una sorda inquina quedó declarada
desde entonces entre la Corona lusitana y la po-
derosa Compañía.
Las ideas liberales, dominantes por entonces
en el Gobierno español, facilitaron una acción
conjunta contra los jesuítas, cuyo resultado fué
la expulsión de la orden por ambas Coronas y
su abolición por la curia romana.
(1) Casi 60.000.000 de francos, si se toma por tipo al cruzado de
1750 precisamente, moneda de plata cuyo exergo alusivo decía: In
hoc signo vinces, y cuyo valor, considerando las mismas equivalen-
cias mencionadas en otro lugar para el peso español, sería de 2 fran-
cos 918. El cruzado de oro, que venía á valer 3 francos 395, no pue-
de servir de base por su escasa circulación en aquella época, si bien
no alteraría mucho mi cálculo. La moneda de plata á que me refiero,
pesaba 14 gramos 605 y tenía 0.899 de fino.
EL IMPERIO.— 15
— 226 —
Excedería de mi propósito un estudio sobre
esta obscura cuestión, en la cual intervinieron,
tanto las razones políticas como las rivalidades
internas de la Iglesia; (1) pues debo ceñirme es-
trictamente á sus consecuencias sobre el Impe-
rio Jesuítico.
Realizada la expulsión, el Gobierno español
conservó el comunismo en las reducciones,
nombrando empleados civiles para adminis-
trarlas y encargando de los asuntos religiosos
á las comunidades de San Francisco, Santo Do-
mingo y la Merced; pero estos nuevos apósto-
les ignoraban el espíritu de la empresa. El fias-
co económico que resultóla expulsión, pues
los comisarios reales no hallaron en los con-
ventos tesoros ni cosa semejante, como se
creía, fué socialmente mayor en poder de los
agentes españoles.
Civiles ó religiosos, éstos no conocían las cos-
tumbres del indio, no entendían su lengua, no
tenían concepto alguno de esa organización pe-
culiar, y su primer error fué querer civilizar á
la europea un medio sem i -salvaje. Pero aquello
era ya hereditario, y cambiarlo requería tiem-
po a lo menos. De una perfecta teocracia se pa-
saba á una sociedad normal, con el único resul-
tado de engendrar en los poderes desunidos
una rivalidad perfecta. El civil tomaba por
(1) Y hasta las querellas galantes; pues por lo que respecta á la
intervención de Francia, parece que el origen de la expulsión estuvo
en el disgusto de la Pompadour con el P. de Sacy, el cual había ex-
tremado para la real querida, la moral acomodaticia. Las protestas
de la Reina y del Delfín hicieron retroceder al jesuíta, motivando eL
incidente.
— 227 —
suyo el nuevo estado de cosas; el eclesiástico
pretendía la conservación de todo el privilegio;
y sus contradicciones, que degeneraron á poco
en escandalosas reyertas, hicieron del indio su
víctima. El siervo, destinado á pagar todas las
culpas de sus amos, sufrió también las conse-
cuencias de aquel desorden. Empequeñecióse
el vasto alcance industrial de la empresa, deca-
yendo hasta una sórdida explotación dividida á
regaña dientes entre misioneros y administra-
dores. El peculado, lacra eterna de la adminis-
tración española, lo contaminó todo sin consi-
deración, pues siendo aquello de la Corona,
resultaba ajeno para unos y otros. Nadie tenía
interés en cuidar una obra que no era suya.
Ganados y yerbales, explotados sin miramien-
tos, se acababan porque no los reponían; y los
indios, sin amor hacia uua cosa de la que tam-
poco eran propietarios, se dejaban llevar por
su pasividad característica, impasibles ante la
dilapidación.
Indiferentes al halago de la propiedad, por
su condición de eternos proletarios, y carecien-
do del aliciente que implicaba su relativo bien-
estar bajo el poder anterior, se dispersaron
convirtiéndose en agentes de destrucción á su
vez, puesto que reingresando á la vida nóma-
de se volvieron salteadores de las propias es-
tancias jesuíticas. Algunos administradores ce-
losos no pudieron contener la ruina, pues ella
estribaba en algo mucho más serio que un de-
fecto de administración. Era el cambio de vida
lo que había trastornado las bases de la obra,
— 228 -
y ésta se desmoronaba sin remedio posible. El
sistema jesuítico consistió en una relativa cul-
tura de forma, sobre un fondo de salvajismo
real, única situación posible por otra parte,
dado que el indio, rota su unidad psico-fisioló-
gica por la civilización, perece en ésta. Los mis-
mos jesuítas experimentaban ya el efecto, al
producirse la expulsión, pues como se ha visto
en el anterior Capítulo, la población de las re-
ducciones había disminuido; y esto fué tan rá-
pido, que en sólo trece años (1743-56) la falla
alcanzó á 46.000 habitantes.
Es que la , vida sedentaria y la división del
trabajo llevaban irresistiblemente al progreso,
no obstante el hábil equilibrio de la organiza-
ción jesuítica y el aislamiento en que se la man-
tuvo; y aquello fué perturbando el organismo
salvaje, que evolucionaba desparejo en su do-
ble aspecto físico y moral, cambiado el prime-
ro por las nuevas condiciones, mientras el se-
gundo permanecía inmóvil en su nueva idola-
tría, única condición que se le exigió.
Desequilibrado de este modo, el ser no resis-
te á la civilización, pues lo mismo en los pue-
blos que en los individuos, lo físico depende
substancialmente de lo moral. El lector que ha
notado ya el predominio de este concepto en to-
da mi apreciación histórica, no extrañará que
lo particularice para explicar un fenómeno del
cual sacaré consecuencias más adelante.
Restos de una raza en decadencia, la servi-
dumbre en que se hallaron aquellos salvajes no
hizo sino acelerar la descomposición, y nadie
— 229 —
ignora que el hecho más significativo en una
raza decaída es la esterilidad. Inadaptables,
además, por las ideas, que es el único acomodo
fecundo, á una civilización cuyo concepto fun-
damental no podían entender, pues lo cierto es
que sin muchas centurias de evolución no se
pasa de la tribu á la vida urbana— carecieron de
esa condición para prosperar. Entonces se vio
el siguiente fenómeno: la población aumentó al
salir de las encomiendas, por reacción sobre un
estado asaz peor, y mientras coincidieron las
nuevas condiciones de vida con la característi-
ca esencial de la situación anterior á la conquis-
ta; pero cuando aquéllas empezaron á progre-
sar, llevando lentamente hacia la civilización,
vino el descenso. El indio demostró una vez
más, que en cuestiones étnicas y sociales, la
adaptación al medio es regla invariable.
Por su parte, los administradores civiles atri-
buían la desorganización que presenciaban, al
comunismo, tomando, como sucede siempre á
los contemporáneos, la parte por el todo; y es
claro que cuanto más cambiaban las institucio-
nes, más precipitaban aquella sociedad á la
ruina. A los diez años de la expulsión, los ha-
bitantes habían disminuido en una octava par-
te; treinta años después en la mitad (de 100 á
50.000) por emigraciones á otros puntos, ó por
reincorporación ala vida salvaje, donde en con-
cierto con los no reducidos, se volvieron sal-
teadores, como antes dije. Cuatro años después
de la expulsión, los ganados, que excedían de
un millón de cabezas al efectuarse ésta, queda-
— 230 —
ban reducidos á la cuarta parte, siendo los nue-
vos administradores un activo agente en esta
despoblación. La leyenda de tesoros escondi-
dos y derroteros de minas, motivó remociones
que resintieron muchos edificios, y que conti-
núan todavía con maravillosa estulticia. Antes,
dije que en las reducciones no circulaba mone-
da, de modo que no existieron jamás semejan-
tes caudales. El producto de las explotaciones
debía ir directamente desde Buenos Aires á Ro-
ma, sin que jamás volviera amonedado á su
punto de partida; y en cuanto á los ornamen-
tos, como los P.P. tuvieron noticias ciertas de
su expulsión un año antes de realizarse ésta, es
de suponer que salvarían con tiempo los más
valiosos. Las excavaciones no produjeron,
pues, otro resultado que acelerar la ruina em-
pezada.
Junto con el siglo xix comienza una serie de
acontecimientos que consumaron la destruc-
ción total.
Ceballos había reconquistado para la Corona
española, en 1763, los pueblos cedidos á Portu-
gal por el Tratado de Permuta; pero dicha na-
ción tenía invertido demasiado dinero en ellos,
para desperdiciar una ocasión de reconquistar-
los. Esta se presentó treinta y ocho años des-
pués. El aventurero Santos Pedroso dio un
afortunado golpe de mano sobre la antigua re-
ducción de San Miguel, apoderándose de ella,
y dicho acto señaló el comienzo de la recon-
quista, con gran cortejo de asesinatos y depre-
daciones, volviendo al dominio portugués la
- 201 -
margen oriental del Uruguay que el Brasil con-
serva todavía.
En 1803, el gobernador Velazco abolió el co-
munismo en las reducciones, ultimándolas de
hecho con esta medida; de modo que al estallar
la Revolución de Mayo, no eran ya sino india-
das informes degeneradas en la última mise-
ria. La desgraciada expedición de Belgrano al
Paraguay, conmovió un instante su sopor; pe-
ro no tuvo sino el mal resultado de entregar á
aquel país las establecidas en la orilla izquierda
del Paraná, reconociéndole así el dominio total
del río.
Cinco años más permanecieron quietos, hasta
que Artigas, para hostilizar á los portugueses,
organizó en las del Uruguay una montonera
de la cual fué jefe inmediato el indio Andrés
Tacuarí, á quien la historia conoce por su so-
brenombre de Andresito. Estas fuerzas vadea-
ron el Uruguay, y después de varios encuen-
tros afortunados, pusieron sitio á SanBorja, ca-
pital de las Misiones brasileñas.
Derrotadas y obligadas á levantar el sitio, las
represalias fueron terribles.
El marqués de Alégrete y el general Chagas,
de feroz memoria, invadieron los siete pueblos
argentinos donde Artigas había organizado la
montonera y los asolaron bárbaramente, no
dejando cosa en pie en cincuenta leguas á la
redonda.
El incendio devastó las poblaciones; el saqueo
acabó con el último ganado y los postreros res-
tos de la opulencia jesuítica.
— 232 —
En otra parte mencioné el botín, compuesto
por los ornamentos religiosos, á los cuales hay
que añadir las campanas y hasta las imágenes
de madera.
Semejante desgracia tuvo su repercusión en
la costa del Paraná; pues para no disgustar á
los portugueses, cuya neutralidad convenía á
sus designios, el doctor Francia mandó destruir
todas las reducciones que la derrota de Belgra-
no entregó al Gobierno paraguayo, desapare-
ciendo así el núcleo principal del Imperio Jesuí-
tico.
Andresito habíase rehecho entretanto, orga-
nizando otra montonera sobre las mismas rui-
nas, puede decirse, y Chagas vadeó nuevamen-
te el Uruguay para castigarle; pero fué vencido
en Apóstoles y obligado á repasar el río. La
montonera creció con este éxito, volviéndose
tan temible, que el general brasileño cruzó el
Uruguay por tercera vez, sitiándola en San
Carlos donde se había atrincherado. Sucedié-
ronse terribles combates; hasta que habiendo
volado la iglesia, convertida por los guaraníes
en polvorín, Chagas tomó la plaza. Esta fué
arrasada enteramente, lo propio que Apóstoles
y San José, ya saqueados en la expedición del
año anterior.
Las ruinas de San Javier albergaban algunos
dispersos de Andresito, que acosados por el
hambre robaban ganados á los paraguayos de
la costa del Paraná; éstos expedicionaron sobre
aquel foco de salteo, exterminaron á sus habí-
> 1
— 233 —
tan tes y concluyeron de arrasar las pocas pa-
redes que habían quedado en pie.
Aquellos pueblos, los más pobres ya durante
la dominación jesuítica, con excepción de Santa
Tomé, que era el puerto más comercial del Uru-
guay, fueron también los más azotados por la
guerra; de modo que ni los restos de la ante-
rior opulencia, los favorecerían para una posi-
ble reacción.
Entretanto, Andresito que había escapado
de San Carlos por medio de una proeza teme-
raria, abriéndose paso sable en mano a través
de las fuerzas sitiadoras, reunió otra vez una
parcialidad compuesta de dispersos y de indios
salvajes, entendiéndose con Artigas y con el
caudillo entrerriano Ramírez, para una acción
conjunta sobre Porto Alegre. Cumpliendo su
parte, atacó y tomó el pueblo de San Nicolás;
pero un retardo de Artigas frustró la combina-
ción, y el valiente guaraní cayó prisionero, yen-
do á morir poco después en una prisión de Río
Janeiro.
Sus indios se dispersaron por el Brasil y el
Paraguay, ó adoptaron definitivamente la vida
salvaje, subiendo al Norte y dirigiéndose al Cha-
co en procura de bosques más espesos. Las úl-
timas noticias que de ellos se tiene, son la ten-
tativa infructuosa que el Gobierno unitario del
año 1826 hizo para restaurar la civilización en
aquellas Misiones—siempre reclamadas como
suyas por el Paraguay,— con virtiéndolas en
provincia de la Unión; y la parte que tomaron
al siguiente en la guerra contra el Brasil, baja
- 234 —
el mando de los caciques Ramoncito y Caraypí.
Las Misiones situadas al oriente del Uruguay
duraron algunos años más-, pero en 1828, con
motivo de la guerra antedicha, el caudillo orien-
tal Rivera las arrasó tan completamente, que
hasta se llevó en cautiverio á las mujeres y á
los niños.
El régimen jesuítico se prolongó en el Para-
guay hasta 1823, entrando los indios desde en-
tonces á trabajar por cuenta del Gobierno, pero
conservando la organización comunista. Esta
fué abolida por el general López en 1848, con el
objeto de confiscar en su provecho los bienes de
la comunidad, declarados fiscales, y semejante
medida consumó la ruina del Imperio Jesuítico
en el último de sus vestigios históricos.
— 235
VII
Las ruinas.
El bosque ha tendido su lujo sobre aquella
antigua desolación, siendo ahora las ruinas un
encanto de la comarca.
Dije ya que el mortero más usual en las
-construcciones jesuíticas, fué el barro. No era,
naturalmente, de la arcilla roja que el lector
ya conoce, sino del humus que se recogía en
los cercanos manantiales y se empleaba con
profusión á causa de su baratura. Abandona-
dos los pueblos, la maleza ha arraigado en
aquella tierra propicia, precipitándose sobre
ella con un encarnizamiento de asalto. La mu-
gre de las habitaciones, y la costumbre de ba-
rrer hacia la calle, abonaron durante más de
un siglo el terreno con toda clase de detritus,
siendo esto otra causa de la invasión forestal
que ha cubierto las ruinas. Aquellos restos de
habitaciones sin techo, parecen enormes tiestos
donde pulula una maleza inextricable. Unas
•desbordan de heléchos; en otras crecen verda-
deros almacigos de naranjos; aquella está llena
— 236 - -
por el monstruoso raigón de un ombú; de esa
otra se lanza por una ventana, cuyo dintel ha
desencajado, un añoso timbó; el musgo tiende
sobre los sillares vastas felpas, y no hay jun-
tura ó agujero por donde no reviente una
raíz.
La selva entierra literalmente aquello, de
tal suerte, que puede presagiarse una ruina en
razón de su espesura. Internado en ella, el via-
jero llega abriéndose paso á fuerza de machete
hasta alguna antigua pared ó poste aislado^
que nada le indican; para orientarse, es indis-
pensable dar con la plaza que sigue formando
aún en medio de la maleza un sitio despejado.
Está, sin embargo, disminuida, porque el bos-
que tiende á avanzar hacia su centro; pero su
relativa desnudez, prueba que la vegetación ha
buscado en efecto el barro negro de las pare-
des y el suelo abonado por las basuras en las
calles. Aquella plaza da la situación del pue-
blo. Está orientada á rumbo directo, con una
leve declinación que no induce en error; y cada
uno de sus costados es la base de una manzana
de igual superficie. La mayor profusión del
naranjal indica la huerta del antiguo con-
vento.
De las reducciones argentinas, tan maltra-
tadas por la guerra, apenas queda otra cosa
que paredes; y como resto ornamental el pór-
tico de San Ignacio, popularizado por la foto-
grafía y por las descripciones de varios viaje*
ros. Si se quiere hallar algo menos informe, es
necesario internarse al Brasil y al Paraguay,
— 237 —
realizando fastidiosos viajes en que hasta la
comida suele escasear. Los puntos más cer-
canos son San Nicolás y Trinidad respectiva-
mente.
Para llegar al primero, es necesario pasar
el Uruguay frente á la villa de Concepción, via-
jando después setenta kls. á caballo. El segun-
do tiene dos puntos de acceso: por tierra, desde
Villa Encarnación, ciudad paraguaya situada
frente á la capital de Misiones, haciendo sesen-
ta kls. de malísimo camino; y por agua desde la
mencionada capital hasta el puerto de Trini-
dad, situado á quince kls. de las ruinas. Las
distancias son cortas; pero la escasez de caba-
llos y el natural retraimiento de una población
semi-salvaje, para quien la procedencia argen-
tina no es una recomendación, hacen de aque-
llas excursiones una verdadera campaña. Por
lo demás, es necesario llevar consigo provisio-
nes á todo evento, pues hasta la mandioca, in-
dígena de la región, suele faltar, siendo la
carne mala y cara.
Unas y otras ruinas valen, sin embargo, la
pena de ir á verlas. El espíritu revive á su con-
tacto una historia originalísima; experimenta
una impresión algo más elevada de la que ins-
pira el éxtasis fácil del burgués ante la rocalla
de las grutas municipales, y aquella tristeza
agreste le hace comprender que no todo es re-
tórica en la mentada «poesía de las ruinas».
Esos descoronados muros que se obstinan
en permanecer, formando tan rudo contraste
su vetustez con la eterna lozanía de la verdu-
-• 238 -
ra; el curso, diríase melancólico, del manantial
captado que resistió á tantos sacudimientos en
la furtiva clausura de su cisterna; la huella de
algún incendio en las jambas carcomidas de
una celda; la bóveda trunca de un sótano que
es ahora clandestino agujero; la juventud vic-
toriosa de los naranjos que sobreviven, frutan-
do para las aves del aire su nectarea cosecha-
dan, tal vez por sugestión romántica, pero no
menos evidente, sin embargo, una impresión
de nostalgia mística.
La serenidad es inmensa, el silencio vasto
como un mar, la soledad eterna. Empero, no
hay nada de adusto allá. El clima y el bosque
han impreso al conjunto su dulzura peculiar..
Aquella hidrópica vegetación de tréboles, helé-
chos, ortigas, produce una humedad por de-
cirlo así emoliente. Los ásperos sillares rezu-
man el copioso rocío de las noches, que el sol
meridiano desvanece apenas, dando asidero al
liquen higroscópico y á los zarcillos de las pa-
rietarias; el suelo es una red de malezas, que
pujan á bosquecillos de tártagos y á braví-
simos cercos de agave; y por sobre eso el
alto bosque dilata su inmenso toldo.
Sube hasta el bochorno la tibieza enervante
del aire en las asoleadas siestas, haciendo glo-
rietas exquisitas de aquellas derruidas habita-
ciones que regalan frescuras de tinaja. En pe-
rezoso desprendimiento caen aqui y allá las
naranjas demasiado maduras; croan entre los
árboles, alamor de tan pródiga pitanza, nubes
de loros que por instantes prorrumpen á la lo-
- 239 —
quesea en estridente cotorreo; algún conejo,
cuyo pelaje blanco ó manchado recuerda á sus
antecesores de la reducción, salta cauteloso en-
tre los heléchos; y el silencio, tan carecterístico
que se hace notar como una presencia, com-
pleta la impresión de paz.
Los montones de piedra delinean antiguas
calles, cercados y recintos. Sobre el abaco de
un pilar, al que apenas diferencia de los tron-
cos cercanos su rectangular estructura, un
guaembé (philodendron micans) dilata sus hojas
como en un vasto macetón de vestíbulo; orna
la adarajaque descubrió un derrumbe, tal cual
cáctea; yérguense sobre los parapetos elegan-
tes arbustos, y por todos los rincones cuelgan
las avispas sus panales de cartón.
Donde las construcciones fueron de tapia, la
profusión es mucho mayor desde luego. La hi-
guera silvestre y el ombú han medrado ávida-
mente en aquellos montones de tierra, alcan-
zando proporciones desmesuradas su incon-
sistente tronco. Esas masas de albura en que
el machete se hunde como en carne de pera,
han realizado los más curiosos caprichos plás-
ticos al apoderarse de las ruinas. Aquí uno
mantiene incrustado entre sus raigones tal
trozo de pared, sobre el cual diríase que han
corrido gruesas chorreras de plomo; más allá
otros aprovecharon como tutores los antiguos
machos de urunday, casi del todo cubiertos por
su esponjosa leña; y algunos que encontraron
en su desarrollo vigas ó tirantes, abrazáronse
á ellos, desencajáronlos de sus ensambles, y
- 240 —
alzándolos á medida de su crecimiento, forman
ahora inmensas cruces ú horcas colosales del
más extraño efecto.
Heléchos y tréboles gigantes son el tapiz de
las antiguas habitaciones; raíces y vastagos
componen á sus ruinas una verdadera decora-
ción, cual si quisieran restaurarlas con arte sal-
vaje. De pronto se nota una enredadera que es,
para ese fuste, astrágalo perfecto; ó una mata
de iridáceas que forma naturales caulículos á
aquella columna decapitada. Y el silencio es ca-
da vez más profundo, cada vez más grato. Una
extraviada planta de yerba trae á la mente co-
mo recuerdo impreciso la pasada historia, y es-
ta circunstancia poética: que cada ruina posee
su zorzal— acrece la impresión de melancólica
dulzura con los flauteos del solitario cantor.
Allá se tiene, como quien dice en miniatura,
una historia completa. Aquel fugaz Imperio,
quizá soñado por sus autores como una teocra-
cia antigua, con su David y su Salomón, pasó
por todas las crisis desde la conquista hasta el
fracaso; hizo florecer una política que enredó
en su trama á dos naciones; organizó la vida
civil, en forma como no la veía el mundo des-
de las más remotas civilizaciones asiáticas; rea-
lizó la teocracia, en admirable rebelión contra
el progreso de los tiempos y de las ideas; con-
glomeró en sociedad, con imponente esfuerzo,
aquel hervidero de tribus cuya dispersión inor-
gánica parecía inhabilitarlas para toda jerar-
quía—errando mucho aunque acertando asaz;
€onato si se quiere, pero valentísimo; esbozo á
rjSNJ
DD
SAN CARLOS
>, ,o,. ,,M ¡N g g f»-*
íscs/é di I' 20.000
TIPO DE COLUMNA
— 241 —
buen seguro, mas de proyecto enorme, donde
no flaqueó el esfuerzo sino el ideal en pugna
<5on la vida; y ni el estrago de la guerra le faltó
para que sus restos conservaran el sello de to-
das las grandezas humanas, comunicando una
especie de épica ternura á aquellos escombros
velados por la selva compasiva, cuyos rumo-
res son el último comentario de una catástrofe
imperial.
Hollando tejas y rotas baldosas, anda uno
por ellos. Eran fuertes piezas, que revelan una
vez más la poderosa estructura del conjunto.
Miden las primeras 0.45 ms. de largo por 0.35
de ancho y 0.1V2 de espesor; las segundas 0.30
si octogonales, 0.40 y 0.45 si de seis lados. A
través del tiempo, sirven de nuevo álos actua-
les moradores, siendo de pasta superior.
Mencioné ya el carácter igual que tenían to-
dos los pueblos jesuíticos, y que se ve patente
en sus ruinas. Adoptado un tipo, debieron con-
servarlo, pues así lo ordenaba la ley; y respec-
to al que usaron, vale la pena mencionar el
nombre de su inventor, el P. González de Santa
Cruz. No hay mucha originalidad que digamos,
pues el mencionado sacerdote no era arquitec-
to, y se atuvo estrictamente á la cuadrícula,
tomando como base la manzana española con
sus conocidas dimensiones (125 ms. X 125); pe-
ro el dato histórico tiene su valor evidente en
arqueología.
Describiré dos de estas ruinas, las más acce-
sibles desde la capital de Misiones: San Carlos y
Apóstoles; no haciéndolo con San Ignacio, que
EL IMPERIO. -16
— - 242 —
es la más visitada, porque ya existen sobre
ella una descripción y un plano del señor Juan
Queirel, y tiene además un guardián del Esta-
do. Mi descripción sería una redundancia, sin
contar con que los desmontes efectuados últi-
mamente, facilitan por completo el acceso.
San Carlos, como puede verse por su plano
respectivo, estaba situada entre las nacientes
de los ríos Pin dapoy ó San Carlos y Aguapey,
y el arroyo del Mojón que desemboca en este
último. Su posición era culminante, sobre una
meseta de 250 ms. de altura, que divide las
aguas de los ríos citados, hacia el Paraná y el
Uruguay respectivamente. En días claros, se
alcanzaba á ver desde ella la estancia de Santo
Tomás, situada veinte kls. al N.O. y la de San
Juan treinta y cinco al E. N. E. Lo acertado de
su situación, en cuanto á salubridad y topogra-
fía, se deduce por contraste con el pueblo actual,
cuyos diez ó doce ranchos, diseminados en el
fondo de un cañadón anegadizo al S. de las rui-
nas, se ven á menudo azotados por la difteria
y el paludismo. Una serie de lomas, casi todas
coronadas por el bosquecillo circular que indi-
ca con frecuencia una antigua población, circu-
ye las ruinas, enteramente cubiertas por el bos-
que al cual se interpola el diseminado naranjal.
El lector debe tener á la vista los dos planos
de esta reducción, pues el de conjunto da un
tipo de la topografía común á los pueblos jesuí-
ticos, y el detallado otro de la planta urbana
solamente.
Las ruinas constan de dos cuerpos, separados
[í
-^
¡t
SAN GARIyO'S
Escata ¡"11,000
■■*>■*>-">■"• ■" ■• i i""»
— 243 —
ahora por una calle de 20 metros de ancho que
corre de N. áS.,y por la plaza. El primero con-
siste en el convento con sus dependencias y
una manzana de casas al O. El segundo es el
pueblo mismo.
Rodeaba á aquel edificio una albarrada de
piedra tacarú en bloques de 0.20 ms. de diáme-
tro, término medio, siendo su altura 3 ms.; su
ancho en la base 1.25 y en la cúspide 0.95. Estas
dimensiones son comunes á las demás mura-
llas divisorias.
El convento se dividía en dos partes. La
quinta, situada al N., tenía 145 ms. de ancho al
S., por 190 de E. á O. La llena enteramente el
naranjal, que ha perdido al renovarse inculta-
mente, la antigua alineación; y en su vértice
N. O. existía un pozo circundado por una pile-
ta ó abrevadero. Una faja de terreno baldío que
ocupa todo el costado O., sería quizá la horta-
liza.
A 84 metros de dicho costado, corre paralela
una muralla de tapia casi enteramente derrui-
da, cuya explicación no he podido encontrar,
sino tomándola por la trinchera en que Andre-
sito resistió á los brasileños. Refuerza mi con-
jetura el hecho de que dicha tapia vaya á dar
en el flanco de la iglesia, situada sobre el costa-
do O. de la plaza; pues aquel edificio era el pol-
vorín, como se recordará.
El espacio ocupado por las habitaciones del
convento tiene 84 metros de E. á O, por 82 de
N. áS. contando la primera distancia hasta la
tapia; pues hasta el cerco general de pie Ira,
- 244 —
mide 190 como en el resto. Sobre la muralla
que circunda este recinto por el S., hasta dar
con la tapia, es decir, en una longitud de 84
metros había 14 habitaciones por completo in-
dependientes una de otra; y desde la tapia has-
ta la iglesia, 19 en iguales condiciones. Su ca-
pacidad es de 10.90 ms. por 5.85; estaban cons-
truidas en piedra hasta 2.70 ms. desde el ci-
miento, siendo el resto una tapia que mide aho-
ra 2.30, pero que debía exceder de 5. Los ma-
chos de urunday que atizonaban aquellos mu-
ros, están visibles todavía en algunos puntos;
los sillares que los formaban, son prismas de
0.75 X 0.45. De los tirantes y alfarjías no queda
resto en las destruidas habitaciones que el in-
cendio devoró dos veces. Sombreaba toda esa
edificación una galería de 3.50 ms. de ancho,
sostenida de 4 en 4 ms. por pilastras cuyos pe-
destales medían 0.85 X 0.80. El fuste, fijo al ba-
samento por una espiga de madera, tenía 2 ms.
de alto y 0.46 por cara; algunos alcanzaban
1.06 X 1 en el pedestal y 0.77 en los lados. To-
das estas pilastras eran ochavadas. Una parte
de la galería debió de estar asentada sobre pos-
tes de madera que el incendio destruiría, por
cuya razón no ha dejado vestigios. Al extremo
O. de las habitaciones en cuestión, y á 20 ms.
detrás de la iglesia, quedan los restos de una
construcción redonda en piedra, que debió de
ser el campanario comunicado con el convento.
En el costado opuesto había 5 salas de piedra
de 15 ms. X 9.75, hasta la tapia; y si desde ésta
hasta la muralla de piedra seguía la misma edi-
— 245 —
ficación, resultan 7; ó 19 si era como la del
frente. No conservan vestigios de galería, é in-
fiero por su tamaño que serían talleres ú ofici-
nas. En su intersección con la tapia, está á la
vista un trecho de sótano que correspondió qui-
zá al refectorio. Tras de la muralla que circun-
da al convento por el O. y formando cuerpo
con ella, existía un corral de 72 ms. X 44, in-
mediato al cual pasaba el camino á la estancia
de Santo Tomás, que puede utilizarse aún. De
este mismo corral se desprendía un potrero de
piedra, que ensanchándose al S. O. volvía des-
pués al N. hasta dar con un manantial del Pin-
dapoy ; tenía 700 metros de desarrollo. A 30 me-
tros detrás del costado N. déla quinta, hay una
ruina situada sobre otro manantial del mismo
arroyo, quedando entre ésta y el corral un so-
tillo de naranjos, pero sin restos de habita-
ción.
La plaza mide 125 ms. X 125, y en su costa-
do O. estaba la iglesia, de la cual sólo quedan
dos tapias informes y vestigios de gradas per-
tenecientes al pretil. Al extremo de este costa-
do, ó sea en el vértice S. O. de la plaza, se halla
el cementerio actual— un corraiito donde hay
algunos trozos de lápidas antiguas.
Manzanas de las dimensiones ya establecidas,
tienen sus bases en los lados N., S. y E. de la
plaza; dos más, completan el cuadrado , y una
empieza en el costado S. del convento. Las ha-
bitaciones son de 6 ms. X 6, y están dispuestas
en filas, separadas por calles de 18 ms., como
se ve en el plano. Doy una manzana solamente
— 246 —
con esta disposición, pero las otras son iguales.
Las habitaciones que rodeaban la plaza eran de
piedra, así como las que formaban la manza-
na O. El resto es casi enteramente de tapia, no-
tándose frente á todas vestigios de galería. Sus
paredes de piedra alcanzan 3 ms. de elevación,
desde el cimiento inclusive, en las esquinas; la
tapia superpuesta no tiene más que 0.50. Cada
manzana contaba 6 filas de habitaciones, for-
mando 19 de éstas una fila; lo cual da 684 casas
para el pueblo solamente. Calculando á 5 habi-
tantes por casa, promedio que me parece dis-
creto, salen 3.420; los cuales junto con la servi-
dumbre del convento y los capataces y peones
de las estancias, hacen el total de 3.500 estable-
cido para las reducciones en general.
Las fortificaciones están enteramente des-
truidas; pero es fácil concebir su ubicación por
la del pueblo. Aquellos arroyos que casi lo ro-
dean, constituían fosos naturales.
Apóstoles estaba situado también en una me-
seta entre los arroyos Cuñá-Manó y Chimiray;
el primero á 7 kls. al S. y S. O., y el segundo
1.100 ms. al N. El plano da el número de sus
manzanas y dependencias, bastante destruidas;
pero las habitaciones están mejor conservadas
que en San Carlos. En ellas se ve que las puer-
tas medían 3.05 ms. de alto por 1.10 de ancho-
Los alféizares, netamente rebajados en la pie-
dra, tienen 0.07. Varía un poco la capacidad de
las habitaciones, pues éstas son de 5.75 ms. de
largo, por 5.15 de ancho, alcanzando á 3.15 las
p .i redes que permanecen en pie. Los sillares
APOSTÓLES
CONVENTO
¥ ¥
II
fl
COLONIA
PUEBLO APOSTÓLES
Tff.r
Escalé de I' 12,500
TIPO DE COLUMNA
— 247 —
prismáticos que las forman, miden 0.58 X 0.33;
no obstante, en las esquinas son de 0.87 X 0.40.
En el ángulo S. E. de la plaza, hay restos de
otras que midieron 7.50 X 5.70; pero son excep-
cionales.
Detrás de la línea de habitaciones que forma-
ba el costado E. de aquélla, y separadas por
una calle de 15.70 de ancho, había dos salas de
36.70 de largo por 5.80 de ancho cada una; que-
dando aisladas entre sí por un espacio de 17.15,
en el cual prosperan algunos naranjos. Detrás
todavía, y á la distancia ya indicada de 15.70,
hay otras dos de iguales dimensiones, siguien-
do después la edificación común. Sus paredes
miden 0.75 de espesor. Cada una tenía 6 puer-
tas, correspondientes, según parece, á otros
tantos tabiques.
Quedan en el costado N. de la plaza, restos
de dos cuerpos de edificio separados por un es-
pacio de 25 ms., los cuales miden 6.40 de frente
cada uno. Una puerta de 2.30 de alto por 1.95
de ancho, permanece todavía en pie. De los ex-
tremos del cabio, formado por un enorme ta-
blón de urunday, arrancaban dos maderos,
que incrustándose en las piedras caladas al
efecto, formaban una especie de arco adintela-
do. Carcomido por el incendio hasta la mitad,
resiste, sin embargo, soportando el enorme
peso del dintel, casi sin pandearse; y es proba-
ble que conservara toda su horizontalidad, de
estar contrapeado todavía con las jambas. Ello
no es de extrañar, cuando se sabe que la ma-
dera del urunday tiene una resistencia á la fie-
— 248 —
xión de 1257 kgs. por cm2. Cada cuerpo del
edificio mencionado tiene 5.66 ms. de ancho,
siendo su fondo 12.80 para el que está más-
ai E. y 6 para el otro. Las paredes miden 0.69
de espesor y 5.80 de altura; pero es fácil calcu-
lar 1.50 más, por los derrumbes y lo colmado
del piso, resultando entonces una altura de 7.30
para el edificio.
El otro costado de la plaza, es decir el del S.,
tiene 55.50 ms. ocupados por un muro de pie-
dra de altura variable, cuyo máximum y míni-
mum es de 3 y de 1.70. Me inclino á creer que
este muro correspondiera al costado de una
sala extensa, análoga á las ya descritas en el
costado E. Los 13 y 62 ms. que faltan para
completar el lado en cuestión, estuvieron for-
mados, al parecer, por casas de tapia.
A 68 ms. al S. de este costado, hay restos de
una construcción de 26 ms. de frente por 16 de
fondo, con un tabique divisorio á los 7.50 de
éste. Se hallaba dividida en cuatro piezas igua-
les con cuatro puertas al N. Quedan vestigios
de una galería de 2.35 de ancho sobre los cos-
tados N., E. y O. de la plaza, consistentes en
postes de urunday muy deteriorados, y pilas-
tras de 2.09 de alto por 0.45 de cara; unas ocha-
vadas, otras con un tosco esgucio que las deco-
raba groseramente.
Frente á la larga pared descrita, existe el
tronco de una estatua de piedra, que por la ma-
nera cómo tiene cruzadas las manos sobre el pe-
cho, debió de pertenecer á la Inmaculada Con-
cepción. Las erosiones apenas dejan distinguir
-l-^^\
- 249 —
un pie; mas lo poco que de él aparece debajo^
de la túnica, refuerza el anterior indicio. Cerca
de este punto, dos pedestales netos, en cuyos
plintos se ve aún los agujeros de las espigas
que aseguraban sus respectivas estatuas, indi-
can que éstas fueron dos; y en efecto, no es di-
fícil encontrar pedazos de otra. Dichas estatuas,
que decoraban el exterior de las iglesias, nos-
llevan á tratar de las ruinas pertenecientes á
éstas.
Alguna vez se ha hablado del «estilo guara-
ní;» pero es un evidente abuso de frase. Sabe
todo el mundo, que ni siquiera puede decirse
con propiedad «estilo jesuítico,» siendo lo úni-
co peculiar en la arquitectura de la Compañía
el abuso decorativo; mas esto mismo era en-
tonces una moda universal. (1) El bosque, con
su profusión lujuriante, habría influido tal vez
sobre aquella arquitectura; pero no hubo
tiempo para semejante evolución, por de con-
tado muy lenta siempre, y los indios carecían
de la cultura requerida para ser artistas, mu-
cho menos artistas innovadores. Debo hacer
notar, sin embargo, para ser justo, que la car-
gazón y los colores vivos, sobre cuya'mención
volveré muy luego, se atenuaban mucho y
aun se explicaban por la acción de una luz har-
(1) Realmente el estilo, es decir la característica dominante de
una creencia ó de un esfuerzo espiritual en arquitectura, acabó con
el gótico. El Renacimiento, no es propiamente un estilo, sino una
soberbia anarquía, en la cual predominan las individualidades sobre
la fe común, convirtiendo al arte en un producto sensual que la vo-
luptuosidad domina y amanera á poco, haciéndolo degenerar en re-
tórica.
— 250 —
to viva y de un ambiente clarísimo, que hu-
bieran devorado (para usar el término de ri-
gor) las medias tintas. Toda la decoración ex-
terna estaba pintada, para evitar precisamente
esto como en los templos medioevales cuyo
efecto debía de ser bellísimo, á juzgar por al-
gún nártex, todavía apreciable, y se ve que
hubo designio en ello, por la anchura de los
abacos, la profundidad de los esgucios y el he-
cho de tener su fuste acanalado todas las co-
lumnas decorativas; pues si tales rasgos sor-
prenden por su exageración en el primer mo-
mento, bien pronto se nota su objeto: atenuar
el exceso de luz ambiente.
Las ruinas de los templos jesuíticos no dejan,
pues, impresión alguna de novedad. Todas re-
velan el tipo cruciforme que predominó en la
Edad Media, y que los jesuítas restauraban por
devoción especial á Jesu-Cristo. (1) Nada origi-
nal en el conjunto ni en los adornos. El pórtico
de una sacristía de Trinidad, que el lector ha
visto copiado en su estado actual, da una idea
suficiente de las ornamentaciones. La iglesia á
que pertenece fué edificada en la época del ma-
yor poderío jesuítico, siendo quizá la más vas-
ta de todas. El de San Ignacio, en las Misiones
(1) Conocida es la distribución simbólica de las iglesias medio-
evales. El altar representaba la cabeza de Jesús, las dos alas del cru-
cero sus brazos; las puertas sus manos atravesadas; la nave sus
piernas, y el pórtico sus perforados pies. En algunas, la bóveda sig-
nificaba el Nazareno agobiado bajo la cruz. La orientación era
asimismo prolijamente respetada, pues todos los templos tenían su
fachada principal al Oeste. Esta regla cayó en desuso hacia la época
del concilio de Trento, siendo precisamente los jesuítas, quienes
primero la violaron.
TIPO DE COLUMNA
— Í51 -
argentinas, revela algo muy semejante: colum-
nas góticas, sobre las cuales se asienta un din-
tel recargadísimo, pues la blandura del gres
predisponía á abundar en decoraciones. Estas
eran muy variadas: el follaje mixto de los ca-
piteles compuestos, los racimos de la viña
evangélica; cuartos y medios boceles, golas,
eheurrones, escudos encartuchados y angelo-
tos. A ambos lados del pórtico, dos losas con la
cifra de la Virgen y de la Compañía, á derecha
é izquierda respectivamente. Presento al lector
tres tipos de columnas jesuíticas, que con la
compuesta de pórticos y altares, forman toda
la provisión arquitectónica de las ruinas; por
ellas se verá cómo no había, en efecto, novedad
alguna. Las embebidas son naturalmente del
mismo estilo, y en los templos de tapia las la-
braron en madera. En Trinidad se ha conser-
vado una cornisa que rodea todo el presbiterio,
y completa la idea de las decoraciones emplea-
das. Representa diversas escenas domésticas
de la vida de María, tratadas con bastante
acierto. En una, la Virgen ora, mientras su
niño duerme en la cuna y cuatro ángeles le
dan música para que no despierte; en otra,
arropa á su niño, siempre arrullado por la mú-
sica angelical, cuyos instrumentos son arpas,
zamponas y trompetas; en otra, maneja su de-
vanadera con el mismo acompañamiento; en
otra todavía, es un ángel el que ejecuta la ope-
ración para que ella pueda orar.
Estas figuras, así como el pórtico de la sa-
cristía antes mencionada, están labradas sobre
— 252 —
los sillares de construcción, los cuales venían á.
ser gigantescas teselas, que al ajustarse, com-
ponían un verdadero mosaico en alto relieve.
Los arcos eran casi todos adintelados, y no po-
cos una imitación en madera, como la recor-
daba al describir las ruinas de Apóstoles. Sólo
en la iglesia inconclusa de Jesús, hay unos,
apuntados que revelan el carácter ojival del fu-
turo edificio; y fuera de éste existe arruinado
uno de medio punto, que iba á quedar tal vez
en la intersección de dos claustros.
Al encaramarse por techos y paredes, los ár-
boles han precipitado el derrumbe de aquellos
edificios. Nada resiste á su acción desorganiza-
dora. Desencajan las dovelas, apalancan los
arquitrabes, y el viento, al encorvarlos, comu-
nica sus sacudidas á la bóveda ó muro abra-
zados por sus raíces. La mencionada iglesia de
Trinidad, con la cual me especializo por ser la
que da más fácil acceso al viajero, presenta se-
ñales evidentes de cuanto dejo expresado. A
primera vista, dijérasela destruida por un te-
rremoto; tal es de completa su ruina. Después
se advierte que esto resulta sólo de la friabili-
dad del material. Pilar que caía ó muro que se
derrumbaba, todo lo reducían á añicos en tor-
no suyo. La humedad colaboraba activamente
á su detrición (1) y el bosque se metía por la
brecha acto continuo.
De las naves no queda ya resto en pie. El
(1) En mi libro «La reforma educacional he dado la filiación de
este neologismo, que significa destrucción por frotamiento, y fué
introducido al francés (nétrition) por Cuvier en su Discours sur le&
Révolutions du Globe, parág. 4.°
Santo Jesuítico.
(EN CEDRO)
— 253 —
crucero permanece, así como un pedazo de
bóveda sobre el presbiterio y uno de los arcos
torales que no tardará en caer. La sacristía
-conserva también su bóveda y un nicho deco-
rado por una rica archivolta. A ella perteneció
la puerta cuya reproducción habrá visto ya el
lector: pesado batiente de cedro que adornan
profusos ataires.
Las paredes laterales eran tabiques sordos,
con sus escaleras interiores, una de las cuales
va á salir sobre los calabozos que daban al ce-
menterio.
Todos los revoques externos han caído, (1) re-
cobrando el asperón su tinte rosa que hace des-
tacarse á los muros con gran belleza de con-
traste sobre el bosque invasor. Desde el sitio
donde se abría el pórtico, la vista domina un
cuadro espléndido de verdes oteros y bosque-
cilios, convertidos en una especie de alameda
sinuosa sobre las orillas un tanto lejanas del
arroyo Capivarí. La antigua plaza queda á los
pies del espectador, pues aquel templo ocupaba
una verdadera meseta, y casi á su frente se
levantan unas seis habitaciones donde están el
Juzgado de Paz y la actual iglesia; pero sus
techos fueron reconstruidos hace poco á la mo-
derna... paraguaya.
A veinte kls. de este punto se encuentra la
iglesia inconclusa de Jesús, en la que iban á
ensayar los jesuítas el gótico, (2) construyén-
(1) Esto debe de entenderse sólo para los frontispicios, y no en
todos los templos.
(2) Ignoro con qué éxito, siendo de suponerlo negativo en
~ 254 —
dola también con mayor solidez que las otras,
pues estaba toda asentada en cal. Sus murallas
adentelladas, sus pilares truncos, las junturas
desbordando aún de argamasa, los sillares á
medio desbastar, de los cuales diríase que aca-
ban de saltar los tasquiles, parecen indicar tra-
bajadores próximos. Casi un siglo y medio ha
corrido desde que la dejaron como está; pero
la construcción era tan sólida, que podría con-
tinuársela sin ninguna refacción. Su baptisterio-
estaba ya abovedado, y en él habita ahora un
matrimonio de campesinos paraguayos.- Inme-
diatos á ella se levantan las celdas, también
inconclusas, aunque un poco más altas. Su
arquitectura iba á ser muy suntuosa, con ro-
setones ojivales y decorados dinteles, á los que
sirven de cabios, como puede verse también en
San Ignacio, trozos de asperón.
Dentro de la iglesia, no hay más que los pi-
lares de la triple nave, y en ellos dos platafor-
mas de pulpito. Detrás del presbiterio queda
una sacristía en la cual habían instalado ya
una pila. Está patente el sumidero, que no llegó
á servir, y una lagartija ha hecho de él su ma-
driguera...
La paleografía, que debió de ser profusa,
si no rica, ha quedado reducida á bien poca cosa
por la incuria y los saqueos. Trozos de lápidas
en los cementerios, una que otra medalla— res-
tos anepigráficos, y de examen inútil, por con-
cuanto al arte, dados el amaneramiento y la cargazón peculiares al
gusto jesuítico; pero el gran tamaño de los bloques de asperón, da
á los muros una alta nobleza, siendo ellos desiguales para mejor
impresión estética.
— 255 —
siguiente,— componen el precario botín, ya bro-
ceado de sobra por la industria local que lo
explota con torpes falsificaciones, cuyo éxito
reside precisamenie en la extinción de todo
cuño ó signo denunciador.
En las antiguas reducciones del Brasil y del
Paraguay quedan algunas imágenes salvadas
de la destrucción, aunque no sin fallas. Su tipo
medio es el de los dos santos de madera que
el lector ha podido ver, y que considero crio-
llos por estar tallados en cedro. Del mismo ca-
rácter eran las imágenes en asperón que ador-
naban la fachada de las iglesias y á veces su
interior, en nichos excavados á diferentes altu-
ras. Casi todas están decapitadas, pues al caer,
la arenisca demasiado blanda cedió por los pun-
tos más débiles, ocasionando el deterioro carac-
terístico. Es muy difícil, además, encontrar una
cabeza entera, por la misma causa, habiendo
ayudado la humedad al desprendimiento de
anchas lascas, que la estructura friable de esta
roca presenta como fractura peculiar. Sus di-
mensiones promediaban á 1,50 ms. de altura
por igual extensión para el grueso del torso,
y 2 para la circunferencia del asiento, siendo
sus pedestales netos generalmente.
Escultura correcta, pero trivial y enteramen-
te ajustada á los tipos de la iconografía corrien-
te. La escultura decorativa, muerta con el gó-
tico, fue la única que convino al edificio del cual
formaba parte. El individualismo del Renaci-
miento turbó esta armonía, y las estatuas de-
corativas de los templos, resultaron meros
— 256 —
agregados. Tal sucedía también en las iglesias
jesuíticas, y con mayor razón siendo ellos, en
arquitectura religiosa, los decadentes por ex-
celencia.
Queda también uno que otro sagrario, cuyo
oropel interior conserva su brillo, y algún
Cristo de goznes, apto para las ceremonias del
Descendimiento, en su sarcófago de cristal. Las
encarnaciones de estas esculturas están muy
deterioradas, pero se ve que eran de buen es-
tilo, (1) aunque sus estigmas resultan muy
exagerados. El moho las asalta en aquella pe-
renne humedad, sus coyunturas de lienzo se
desflocan, el plaste desús junturas regurgita
en sórdido engrudo, los colores se desconchan,
y su expresión de majestad ó de dolor, inmovi-
lizada entre semejante decadencia, y á veces
profanada hasta lo bestial por la destrucción
que demolió esa nariz ó mondó aquel bigote,
produce una impresión afligente y grotesca.
El tiempo, enemigo de los dioses á quienes en-
gendra y devora según la fábula inmortal, los
vuelve títeres al destruirlos, sin borrar, para
mayor miseria, su resto de divinidad.
Ejemplares muy escasos de alfarería es po-
sible hallar también, desde la teja común hasta
una tosca mayólica blanquecina; así cono tro-
zos de cerraduras y trancas de fierro.
Algunas piedras, cuya situación es imposible
restaurar, conservan restos de inscripciones.
Sobre una de ellas, por ejemplo, está grabado
en letra de tortis el comienzo de una palabra,
(1) Recordad la nota anterior.
Santo Jesuítico.
(EN CEDRO)
— 257 —
que dice: ECC... notándose casi encima de la
primera c el comienzo de un rasgo curvo.
Calculando que éste sea el tilde de una abrevia-
tura, y haciendo una deducción por el carácter
de la letra, puede que la palabra en cuestión
haya sido ecclesiarum, abreviada en eccliar, á
principios del siglo xvi, por derivación de una
forma conservada casi intacta desde el xiv. So-
bre otra piedra, en capitales bastante toscas,
V\ las iniciales L. D. O. y un palo vertical que
pertenecería á una M, grabada en la parte
ahora destruida, si dichas letras correspondían,
como creo, á la frase Laus Deo Óptimo Máximo,
usada bajo esa forma á fines del siglo xvn. Lo
único que he encontrado completo, pero igual-
mente inexplicable por su aislamiento, es el
número romano CCMqo (cien mil) usado así á
fines del siglo xv; del propio modo que las ci-
fras arábigas 801 en un bloque de piedra irre-
gular, y la palabra cuña— mujer en guaraní-
sobre un trozo de arenisca; siendo posible que
éste provenga de una losa sepulcral.
El lector habrá notado que atribuyo á todos
esos restos una significación religiosa, pues me
parece lo más cercano de la verdad, dados sus
autores; y así, cuando hallé algunas letras que
no la tenían, preferí desdeñarlas. Sirva de ejem-
plo, para concluir, la cifra siguiente— h9— en el
extremo de un trozo de arenisca. No he podido
encontrarle otra explicación que un vocablo
más bien jurídico— hujusmodi en cuya abrevia-
tura entraron esos signos durante cerca de dos
EL IMPERIO.— 17
— 258 —
siglos: pero repito que esta epigrafía es entera-
mente conjetural. (1)
Volviendo, para concluir, al arte de las obras
jesuíticas, he dicho ya que no existía especial-
mente. Siguió la evolución de la época sin dis-
crepar, como no fuese para inclinarse al mama-
rracho.
El arte decorativo de la Edad Media concluyó
con ella, inaugurándose en realidad la moder-
na por medio de las decoraciones llamadas
«grotescas» (2) que Rafael y su escuela popula-
rizaron, y que no eran sino temas de la Natu-
raleza fantaseados por el artista. La diferencia
más saliente, es que la decoración medioeval
fué ante todo simbólica con arreglo á cánones
científicos y literarios, como los «Espejos» de
Vincent de Beaubais, los libros de Boecio, la
Leyenda Dorada; mientras en la moderna tu-
vo entera libertad la fantasía. (3) Esto dio ori-
(l) No resisto, sin embargo,al deseo de intentar una explicación
sobre otros caracteres que hallé á los fondos de una habitación
destruida, en Trinidad. Eran dos 5.5. en un trozo de piedra, y luego
una M y una Y en otro tirado á poca distancia; harto informes ambos
para calcular su procedencia. ¿No formarían acaso esas letras la ci-
fra conque Colón precedía su firma (S.S.A.S.X.M.Y: Suplex Servus
Altissimi Salvatoris Christi, Maricejosephi) destruida por un derrum-
be?... Estaríamos dentro del carácter religioso al conjeturarlo; y lo
interesante del hecho, si existiera, podría hacer perdonar el exceso
de imaginación.
(2) Llamadas así, porque Rafael y sus discípulos imitaron a l
principio las que fueron descubiertas en las Termas de Tito, que, en-
terradas bajo el suelo de Roma, parecían grutas:— grotta, grottesco.
(3) Los mismos demonios de los tímpanos y otros lugares ar-
quitectónicos medioevales, son de un naturalismo admirable, lo
propio que las gárgolas, cuyos tipos fundamentales, vienen del pe-
rro, el sapo y el mono. Asimismo, las decoraciones vegetales escul-
pidas ó pintadas, son tan reales, que se puede determinar sin es-
fuerzo la especie de las plantas figuradas en miniaturas y bajos re-
lieves.
— 259 —
gen al arte de los siglos xvi y xvn (la época je-
suítica) arte cuyas características son el movi-
miento de la línea, el predominio de lo decora-
tivo, y correlativamente la acentuación de la
personalidad, que iba marcando el progresivo
alejamiento de la Edad Media.
Semejante predilección por lo decorativo de-
generó pronto en excesos que afeminaron el
arte, dando en arquitectura edificios construi-
dos á manera de mueblecillos japoneses, como
que esta moda era originariamente oriental.
Las fachadas llenas de columnitas, volutas, ni-
chos, multiplicáronse con más buen gusto que
vigor, y los decoradores jesuíticos se encon-
traron á sus anchas en aquel medio. Exagera-
ron desde luego la tendencia, puesto que su
objeto respondía á sobreexcitar la atención por
medio del recargo llamativo, y hasta parece
que hubo, bien que por el lado de la suntuosi-
dad solamente, un vago intento de restauración
bizantina en esta parte.
Falló el éxito enteramente. Mucho más cerca
tuvieron los jesuítas al arte arábigo, de máxi-
ma pureza en España, donde la imitación bi-
zantina careció de influencia sobre él, y no su-
pieron aprovecharlo. La profusión de sus orna-
mentos, en los que se ha creído ver algo de
medioeval, nada tiene de esto, si se considera
su tosquedad deplorable, cuando la Edad Me-
dia fué la época de la orfebrería; y en cuanto al
decorado, nada tiene que ver con lo bizantino
y con lo arábigo, como no sea el predominio de
los colores primitivos (azul, rojo y amarillo re-
— 260 —
presentado por el oro) que si acompaña estre-
chamente á los mejores períodos del arte en
todos los estilos, (1) especialmente en el arábi-
go, no basta cuando le faltan otras calidades
correlativas. Por lo demás, he mencionado ha-
ce un instante la influencia que sobre la carga-
zón charra pudo tener el ambiente, sin que es-
to explique del todo la exageración.
Sólo en unas cariátides de retablo, que repre-
sentan serafines terminados por una policroma
voluta, noté el tipo indígena, por cierto muy
bizarro bajo la cabellera profusamente dorada
de los angélicos jerarcas. Y este es el único in-
dicio verdaderamente «guaraní» en todos los
restos que he examinado...
Antes hablé de los gnómones ó relojes de sol,
que figuran generalmente despedazados en las
ruinas. Son casi todos poligonales, estando ocu-
padas cuatro caras del cubo donde se hallan
trazados, por uno horizontal, cuyas líneas ho-
rarias á desigual distancia indican el concurso
de la esfera armilar— y tres verticales: uno aus-
tral, uno boreal y uno declinante. La quinta
cara del cubo estaba ocupada por un salmo ó
versículo evangélico, y la sexta era el asiento.
El gnomon plano de San Javier, que es solar y
lunar, es decir, diurno y nocturno, tiene su es-
fera dividida en cuarenta y ocho partes, lo cual
(1) Ello viene de que dichos colores combinados producen los
demás, entre ellos el morado, que está en todos los ambientes bajo
su viso lila; fuera de que siendo el azul el que neutraliza la luz en
proporción mayor, su predominio da al conjunto más discreción y
armonía.
— 261 —
indica que señalaba las medias horas; y el po-
ligonal de Concepción, era meridiano, circuns-
tancia que se advierte á primera vista porque
sus superficies horarias son rectangulares. *
Las antedichas ruinas de San Javier, guar-
dan los restos de otro que considero muy no-
table, si fué, como creo, de los llamados uni-
versales, porque sirven para cualesquiera lati-
tudes ó meridianos. Sus trozos estaban esparci-
dos en una superficie bastante considerable, y
una vez^ juntos, aunque faltaban muchos, se
procedió á medirlos.
Creo haber restaurado en pártela meridiana,
sin poder hacerlo con las líneas horarias, por
estar muy fragmentados los trozos; pero en
tres de ellos había cifras que me sirvieron para
conjeturar el carácter del gnomon. Eran la V,
la IX y la X. Después de varios tanteos para in-
ferir la longitud del estilo ausente, me decidí
por-15 centímetros, lo cual, suprimiendo cálcu-
los que al lector no interesan, daba un módulo
de 15 milímetros para fijar la distancia de las
líneas horarias á la meridiana. Esa distancia
resultaba de 505 milímetros para la V,140 para
la IX y 87 para la X. Ahora bien, la distancia
exacta de la primera, debía equivaler á 34.10
módulos; la de la segunda á 10 y la de la terce-
ra á 5.77. El error es, respectivamente, de 6 V»,
10 y 1/2 milímetros, que creo imputables al de-
terioro de los trozos y á la deficiencia de mis
medios; pero si bien en un caso la distancia de
dedos tercios de módulos es ya sensible, en
otro la aproximación de medio milímetro im-
— 262 —
plica un argumento concluyente, á mi enten-
der.
Es cuanto queda de las antiguas reducciones,
sin cesar devastadas por los vecinos de las al-
deas que medran en sus inmediaciones, apro-
vechando para viviendas menos cómodas los
derruidos sillares. Obra buena hará el Estado,
en permitir su extracción, que ahora es clan-
destina, reservando como campo de estudio las
ruinas más accesibles: San Carlos, Apóstoles y
San Ignacio, por ejemplo. Hay halla miles de
metros cúbicos de piedra cortada, que pueden
dar material barato á muchos edificios.
Sea como quiera, el bosque y los hombres
consumarán pronto la destrucción. Las piedras
indígenas abrigan ya moradores extranjeros,
que son emigrantes rusos y polacos; oyen reso-
nar en su eco ásperos lenguajes, cuya barbarie
es más ruda por contraste con la vocalización
guaraní, que en sus onomatopeyas hace mur-
murar aguas y frondas; repercuten con extra-
ñeza salmodias de ritos ortodoxos y rutenos;
ven reemplazado el tipoy de la extinguida abo
rigen, por la saya roja y el corpino verde de la
campesina eslava, que viene á parir sus par-
vulitos de oro allá mismo donde gatearon los
cachorrillos de cobre; pasan de eminentes fron-
taleras, á acordonar veredas ó canteros; de
fustes á poyos, de estatuas á mojones. Mucho
si quedan en sus antiguos sitios, sombreadas
por el naranjal contemporáneo, en la paz del
bosque á cuyo vigor son abono los detritus de
la población ausente. Pocos años más, y para
— 263 —
recordar la frase antigua, las ruinas habrán
también perecido. Reimperará bajo aquellas
frondas el inculto desgaire, y el zorzal misio-
nero evocará la última memoria del Imperio
Jesuítico en la divagación de su trova silvestre.
EPILOGO
267
EPILOGO
Con el capítulo sobre las ruinas terminaba,
acaso, esta obra; pero el estudio realizado im-
ponía á mi ver una conclusión cualquiera so-
bre los resultados de la orden jesuítica en su
imperio guaraní. Nada más cómodo que limi-
tarme á la descripción encomendada, omitien-
do un juicio forzosamente susceptible de discu-
sión; es lo que hubiera podido hacer, sin men-
gua de mi trabajo, á no entender que en esta
clase de asuntos es necesario ir hasta donde
la conciencia lo determine. Creo, pues, mi de-
ber, agregar algunas palabras.
En el transcurso de este ensayo ha podido
ver el lector, según creo, que los jesuítas reali-
zaron con sus reducciones una teocracia per-
fecta. Siendo ésta el ideal político de la monar-
quía española, nada extraordinario si protegió
á sus autores cuanto pudo, consagrando mili-
cias especiales á su defensa, favoreciéndolos
con toda suerte de excepciones fiscales y acor-
dándoles una legislación privilegiada, cuyo es-
píritu disonaba con el carácter humillante que
— 268 —
en cuanto á la Iglesia revistió la peninsular
Desde la franquicia comercial exclusiva, hasta
el permiso de armarse sin control, todo lo ob-
tuvieron; con más que ellos mismos sugerían
las ordenanzas á su favor. Con ellos no hubo
patronatos ni regalías, y la Corona dio siempre
mucho más de lo que la retribuyeron.
Así, pues, no hay tal cuestión de intereses en
la expulsión, consentida y ejecutada además-
por naciones donde la confiscación no podía ser
un aliciente. Concretándome á España, ésta re-
solvió con semejante medida una cuestión de
ideas. Carlos III no era hombre para concebir
un imperio teocrático basado en el quietismo y
en el atraso de sus subditos. Sus tendencias mo-
dernas y prácticas procuraban sacar, en este
doble sentido, cuanto era posible del tosco ins-
trumento que en manos de los Habsburgos fué
sólo un ingenio de destrucción; y si no resultó
el Luis XIV de España, faltándole el genio del
Gran Rey para igualarlo, es evidente que se le
pareció en algunas cosas.
La Península recibió de su mano el más sa-
ludable sacudimiento que hubiera experimen-
tado desde la reconquista contra el moro. Una
administración excelente, que era quizá la es-
pecialidad de aquel monarca, se substituyó al
consuetudinario desbarajuste fiscal. La Corona
fundó en todo el reino, relacionándolas con la
producción regional, fábricas de paños, de te-
jidos de seda y algodón, de acero, vidrio,
porcelanas, etc. Dotó escuelas industriales; creó
el Banco de San Carlos con el fin de reanimar
— 269 —
•el crédito; protegió al comercio, regularizando
la detestable vialidad peninsular, estableciendo
el servicio postal, abriendo puertos, garantien-
do la seguridad pública; y en cuanto á las po-
sesiones ultramarinas, éstas que son hoy na-
ciones independientes, y con mayor razón la
nuestra, le deben la abolición del privilegio co-
mercial de Cádiz, el establecimiento de la pri-
mera línea regular de paquebotes que servían
ú Cuba y al Plata, y la descentralización políti-
ca que al erigirnos en virreinato preparó el ca-
mino á la Independencia.
El ideal teocrático, basado en la abolición del
individualismo que la riqueza pública desarro-
lla al aumentarse, y unitario por esencia,no po-
día tener un devoto en semejante monarca, así
como éste no concebía de seguro el progreso
de su país bajo la faz material únicamente; de
modo que su conflicto con los jesuítas, fué ante
todo una cuestión filosófica. Roto el vínculo
que por siglos había ligado la monarquía á ese
ideal, resaltó con claridad incontestable todo lo
anacrónico de aquel sistema, que en forma di-
versa de la conquista militar, pero substancial-
mente idéntico á ella, prolongaba las formas
sociales de la edad de oro de la Iglesia, eterni-
zando la organización medioeval. Ello era tan-
to más notable, cuanto que el resto de las na-
ciones había entrado ya en las prácticas mo-
dernas, que al difundir popularmente la rique-
za, por muerte del privilegio en cuya virtud
sólo era accesible á los nobles, fundando la ac-
tual sociedad capitalista y poniéndolas monar-
— 270 —
quías á favor del pueblo— fomentaban el indi-
vidualismo y preludiaban la Revolución. No
había, pues, avenimiento posible, produciéndo-
se la ruptura que la evolución retardada torna-
ba violenta; y claro es que los jesuítas, paladi-
nes del sistema abolido, habían de experimen-
tar con mayor viveza el percance. Respecto á
las consecuencias sociales de su sistema misio-
nero, creo que van implícitas en un dilema mo-
tivado por el estudio mismo de la cuestión:
O los indios resultaban incapaces de la civi-
lización, que parí passu con la marcha de las
reducciones realizaban los pueblos blancos, y
ésta era la opinión de los jesuítas; ó poseían
aptitudes para adoptarla. En este caso, la teo-
cracia erró el camino, al no comprender que el
comunismo perpetuaba el ideal social de la
Edad Media; en el otro, el exterminio del sal-
vaje era una fatalidad á la cual no cabía opo-
nerse sin perjuicio para la raza superior.
El humanitarismo liberal que los defensores
del sistema jesuítico han explotado en su pro-
vecho, se espanta de este resultado, consecuen-
te con los principios metafísicos que constitu-
yen su credo; y semejante lógica lo ha puesto
en el aprieto de confesar que la obra de los
jesuítas fué plausible, ó de renegar su propio
concepto para ceder á la pasión sectaria. En
igual forma se le ha replicado con la libertad,
pretendiéndose que el indio era libre bajo aquel
sistema de todo para todos, semejante en apa-
riencia al ideal de los modernos comunistas;
pero dicha argumentación, excelente como
— 271 —
recurso dialéctico, constituye una anomalía
para quienes organizaron el comunismo en
forma tal, que todo progreso económico era
imposible al individuo. Aquel socialismo de
Estado, más despótico que un imperio oriental,
permitía la igualdad, pero la igualdad de la
miseria, como que todo existía por la provi-
dencia del Padre director: la renuncia de ios
bienes terrenales, que es para el cristianismo
católico el más seguro medio de salvación. Por
lo que respecta á las consideraciones humani-
tarias, ellas son igualmente inaceptables en Ios-
sacerdotes de una religión, cuya ley originaria
autorizaba precisamente los exterminios de
raza, cuando el pueblo escogido tenía en los
otros un obstáculo á su desarrollo, consagran-
do así, en la forma religiosa que sintetizaba los
prestigios de la época, esa eterna ley de la lu-
cha por la vida á la cual pertenece también el
secreto de la historia.
Los indios eran incapaces de vivir en estado
de civilización, como lo demuestra de sobra el
fracaso de las reducciones al ponerse en con-
tacto con el mundo, pues su organización fué
en el fondo un salvajismo atenuado cuyos
efectos aún perduran en el Brasil y en el Para-
guay. Esos descendientes de los guaraníes re-
ducidos, no tienen todavía noción clara de la
propiedad, siéndoles desconocida toda ambi-
ción de enriquecerse. Si los aguijonea la nece-
sidad, hurtan ó despojan; y el rasgo típicamen-
te salvaje, de que toda labor está encomendada
á la mujer, prueba cuan poca influencia tuvo
— 272 -
en efecto la conquista jesuítica. Se dirá que el
clima tiene la culpa, pero el clima no es una
fatalidad; y una obra que ni en parte mínima
supo corregir sus efectos, fracasó en su faz
esencial. La civilización, bajo su aspecto moral,
es un conjunto de cualidades artificialmente
desarrolladas, proviniendo de aquí la diferen-
cia entre el individuo civilizado y el salvaje.
Este depende en absoluto del medio en que ha
nacido; el otro es su colaborador inteligente.
Aquellos hombres, á los cuales sólo agita de
cuando en cuando el instinto nómade, en co-
rrerías que suelen resultar salteos, tienen vivo
al salvaje bajo su estructura semi-culta, y eso
está manifiesto en la atroz barbarie que carac-
teriza sus revoluciones y sus motines: después
de todo, la aptitud bélica era la única cualidad
individual que se les había desarrollado.
Las guerras que asolaron á las Misiones ar-
gentinas hasta despoblarlas, han sido una ver-
dadera depuración, de cuyos resultados po-
demos felicitarnos por comparación con los
estados vecinos.
Es necesario, para apreciarlo bien, haber
visto ese pobre Paraguay, enfermo de pereza
bajo el dosel de su selva magnífica— rey de las
piernas de mármol cuya miseria acrecienta el
esplendor de su pompa inútil;— ó esa frontera
brasileña cuyos paisanos, mucho más cultos
que los nuestros, viven acariciando el ensueño
bandolero como el único calmante á sus pasio-
nes y á su miseria. Más que por la vaguada de
— 273 —
los ríos limítrofes, y sobre la tierra, idéntica
desde luego, el meridiano de demarcación está
trazado allá en el espíritu.
Los jesuítas tomaron por tipo de organiza-
ción social á su propio instituto, basado como
sobre un triple cimiento, que da ya el plano
del edificio, en tres principios fundamentales:
el comunismo, la autoridad absoluta y la re-
nunciación de la personalidad; pero los resul-
tados hicieron comprender bien pronto que
semejante estructura, eficaz para cuerpos pe-
queños y militantes, no era aplicable á los
pueblos. Estos tienen otras necesidades, y aun-
que semejantes con aquéllos, no son idénticos.
Así, las cualidades que desarrolló en los gua-
raníes fueron inútiles ó nocivas respecto á la
civilización moderna.
Religiosos y sumisos, carecieron de arranque
individual, perpetuamente delegado su albe-
drío en los P.P. ó en la divinidad. Bravos se
mostraron en la insurrección de 1751 y en sus
encuentros con los mamelucos; bravos, pero
sin energía. Es que la religión, aliada del solda-
do para la lucha por el sostén de la antigua su-
premacía en el medio moderno, cada vez más
escéptico y pacífico, es decir, cada vez más ad-
verso—no desarrolla sino el patriotismo mili-
tar en el cual estriba la persistencia de la alian-
za, reuniendo bajo esa forma las dos tenden-
cias menos compatibles con nuestras civiliza-
ción. El engrandecimiento por la riqueza, que
«es el ideal moderno, requiere el predominio de
EL IMPERIO.— 18
— 274 —
la habilidad calculadora y de la paz, (1) antípo-
das del sentimentalismo religioso y de la gloria
bélica; y como los conceptos del honor y de la
virtud se han confundido con el ideal dominan-
te, según sucede en todas las civilizaciones, di-
chas tendencias perdieron sus cualidades subs-
tantivas, expresadas por aquellos conceptos,
convirtiéndose progresivamente en meros ele-
mentos de decoración.
Así-, el indio Me las reducciones fué un tipo
regresivo por su educación, fuera de sus defi-
ciencias étnicas; pero tal es el poder de las
ideas, que todo puede esperarse de su eficacia.
Esta resultó desgraciadamente perjudicial y
nula, cuando la empresa degeneró de religiosa
en comercial. La conversión de las tribus no
fué ya el propósito dominante, sobreponiéndo-
se la tendencia política de la orden á toda otra
consideración. Entonces empezó á realizarse el
plan geográfico del Imperio.
El lector tiene á la vista un mapa, trazado
con el objeto de hacerle conocer la situación
que ocupó después de la emigración de la Guay-
ra. Con este acto fracasó la primera tentativa,
que era más provechosa, pues buscaba el At-
lántico por puntos aproximados á las Capita-
nías brasileñas más ricas, donde los estableci-
mientos jesuíticos tenían una importancia tam-
bién mayor. Conseguido aquel desahogo, el que
(1) «El efecto natural del comercio, dice Montesquieu, es con-
ducir á la paz.» Esto nos lleva un poco lejos del determinismo eco-
nómico, pero encierra una verdad, quizá más adelantada que las
conclusiones de dicha escuela.
REFERENCIAS = Poligonal en blanco! Jreo^ que eeu.
- 275 -
buscaban por Porto Alegre y quizá un tercero
por el Marañón, el plan se realizaba en esa par-
te. Quedaba el contacto con el Perú y con el
Tucumán, que buscaron por medio de funda-
ciones sucesivas sobre el río Paraguay, y por
el Chaco respectivamente. Señalaban el primer
objetivo las reducciones de San Joaquín, San
Estanislao y Belén, cuyas distancias considera-
bles entre sí, relativamente á las de los otros
pueblos, demuestran su carácter de puestos
avanzados. La otra línea de comunicaciones fué
una constante preocupación religiosa y militar.
Su acceso estaba demostrado desde la expedi-
ción de Diego Pacheco; y en los primeros años
del siglo xvm, jesuítas enviados del Paraguay
como consecuencia de la expedición represora
de Urizar, habían llevado sus misiones al Cha-
30, fundándolas entre los tules, ojotas y abipo-
nes. Esta fué la primer tentativa seria de comu-
íicación jesuítica.
Ocho años antes de la expulsión, Espinosa y
Dávalos, gobernador del Tucumán, intentó es-
tablecerla entre su sede y el Paraguay; llegó
hasta el Bermejo y regresó sin conseguirlo, pe-
ro descubriendo el camino que los indios cha-
queños mantenían expedito para invadir á las
poblaciones tucumanas. El problema quedaba
resuelto, pues. (1) El Tucumán abría á su vez
otra comunicación con el Perú, de donde ha-
bían venido los jesuítas que allá se establecie-
(1) Puede mencionarse también la expedición de Arrascaeta,
enviada por el gobernador Campero, y que, copada por las tribus,
no pudo realizar su misión.
- 276 -
ron; y si desde acá se marchaba hacia el Norte
por el río Paraguay, las reducciones peruanas
se acercaban en sentido opuesto, poniéndose,
con la de Buena Vista, á 85 kls. de Santa Cruz.
Sólo 300 separaban ya del Atlántico, por el dis-
trito del Tape y Porto Alegre, á los jesuítas; de
modo que la expulsión truncó la empresa en
el momento de su logro definitivo. (1)
La carta agregada, no es topográfica desde
luego, tendiendo principalmente á producir en
el lector la impresión gráfica de las extensiones
que ocupó y tendía á ocupar el Imperio. Esto
explicará su ausencia de detalles, que hubieran
distraído perjudicando ala claridad.
He limitado asimismo las superficies, por
medio de una doble poligonal que las hace mu-
cho más perceptibles, si bien las fronteras no
resultan del todo exactas; pero éstas jamás han
sido determinadas con precisión, estando uno
obligado á calcularlas por los puntos extremos
de ocupación jesuítica, cuyas noticias presen-
tan caracteres satisfactorios de exactitud; (2) lo
cual atenúa más la licencia, en gracia sobre to-
do de la facilidad que pretende dar. Tampoco
figuran marcados con el signo convencional
correspondiente, todos los puntos donde hubo
posesiones jesuíticas, salvo los que se encon-
(i) Tenían también reducciones en el sur de Buenos Aires y
en la Cordillera austral, hasta el Estrecho; pero nunca dieron buen
resultado.
(2) El sistema de ocultación seguido por los P.P. crea todas
estas dificultades, nada más que á ciento treinta años de la ex-
pulsión.
— 277 —
traban en el área efectiva del Imperio; en el res-
to figuran solamente los principales, á modo de
notas comprobatorias.
El mapa representa un trozo de la América
Meridional, comprendido entre los paralelos 20
y 32 desde la costa del Atlántico hasta la Cordi-
llera de los Andes solamente; pues como ya
dije, he suprimido todo detalle que pudiera con-
fundir. Dos fondos diferencian las divisiones en-
tre el área efectiva del Imperio y la que tendía
á ocupar. El blanco destaca á la primera, en un
polígono cuya base austral se prolonga á poca
distancia del paralelo 30 hasta Porto Alegre.
Este polígono circunscribe la extensión del an-
tiguo Imperio desde Belén al río Miriñay; des-
de aquí á la Sierra de los Tapes; desde dicha
sierra hasta el río Iguazú y por último hasta
Belén, costeando el Paraná y la Sierra de
Maracayú que separaban de la Guayra al terri-
torio. Estas eran las Misiones propiamente di-
chas, con una superficie de 53.904 kls. aproxi-
madamente.
Las otras dos secciones, en fondo agrisado,
con áreas de 239.040 y 77.382 respectivamente,
no dan todavía lo que pudiera llamarse «zona
de influencia» jesuítica; quedando fuera de ella
muchas posesiones en la costa brasileña y en
el Sud argentino sin contar las del Perú; pero
lo que se da es el Imperio, tal como tendía á
constituirse en esa vasta zona de 370.000 kiló-
metros cuyos límites abarcaban las regiones
más variadas y ricas de la América Meridional.
Difícil es conjeturar lo que hubiera sucedido,
— 278 —
á continuar semejante organización; pero pue-
de inferirse algo perjudicial para la América li-
bre. (1) Aquel sistema económico basado en el
comunismo, era antagónico con la independen-
cia de carácter individualista que el siglo xvm
iniciaba. El capitalismo, desarrollado como un
fruto de la riqueza que acumularon en poder
de la burguesía colonial la explotación del pro-
letariado, y los contrabandos, acentuaba entre
nosotros aquel fenómeno, con el cual coinci-
dían, por caracterización peculiar, las condi-
ciones heredadas del conquistador.
Este las había trasladado aquí adaptando á
ellas un medio inferior que ni el obstáculo del
clima le presentaba, por ser muy análogo al
natal; de jnodo que su nueva situación, no fué
óbice á las tendencias peninsulares. Su ocupa-
ción casi exclusiva, la ganadería, era una ex-
pedición conquistadora á la cual no faltaba ni
el carácter bélico, en pugna con el ganado bra-
vio y con el salvaje que periódicamente inva-
día para arrebatarlo; y esto fomentó el predo-
minio del coraje exclusivo, así como el desdén
hacia la agricultura y el comercio, que las difl-
(1) No ignoro que según la escuela determinista, esto no pue-
de hacerse; pero yo no tengo escuela histórica, y me parece un caso
nato de cobardía rural rehuir la hipótesis, sólo porque falta el he-
cho inmediato que ha de convertirla en inducción, conforme á aquel
sistema. Esto implica, sencillamente, el rebajamiento de la filosofía,
así subordinada á la experimentación fenomenal cuyo papel fué
siempre confirmarla, no precederla como condición imperativa. La
inducción es un instrumento filosófico como la deducción y la hipó-
tesis; mas por importante que se la considere, nunca constituirá por
sí sola toda la filosofía.
— 279 —
^ultades opuestas por la topografía y por la
ley á la circulación de la riqueza, acentuaban
todavía.
Los campos fiscales hormigueaban de ganado
sin dueño, en el cual iban á depredar todos los
años, con autorización del Gobierno, cuadrillas
de trabajadores que enriquecían las estancias.
Tenían una denominación específica, lo que da
al fenómeno rasgos de industria organizada:
llamábanlos gauderios, vocablo cuya alegre
etimología (1) denuncia el carácter de semejan-
tes empresas. Eran un jolgorio ecuestre y de
manga ancha, que exaltaba hasta el delirio la
afición á las aventuras.
El privilegio habíase trasladado, además, con
la nobleza, exagerándose al contacto de una
raza esclava y explotada sin misericordia; bien
que la forzosa intimidad, ocasionada por las la-
bores rurales, hubiera establecido cierto com-
pañerismo entre el señor y el proletario. Este
encontró incentivo de sobra á su instinto nó-
made de mestizo, en la extensión de la pampa
y en su desheredamiento, volviéndose saltea-
dor y cuatrero; á todo lo cual se agregaba la
haraganería, que una fácil manutención, pro-
porcionada por el ganado cerril, aseguraba
como una prebenda.
Monopolizada la tierra, al instante mismo de
efectuarse la conquista, el empleo público for-
(1) Proveniente sin duda de gaudere: gozar, divertirse. La Aca-
demia no da el vocablo en su Diccionario, aunque registra el afín
godería: comilona en caló.
— 280 -
mó la única esperanza de los que no entraron
en el reparto, pues no les quedaba efectivamen-
te otra situación. El comercio se arrastraba mí-
sero, entre las contrariedades del monopolio y
los azares del contrabando, que al persistir co-
mo una válvula de escape, algo producía, pero
engendraba también un fisco cada vez más ca-
viloso, es decir, metido en todos los accidentes
de la vida privada y pública, hasta volverlas
dependientes de su omnipotencia providencial.
La venta del puesto público, que empezó tole-
rada, acabó en legal de allí á poco, extremando
los abusos del fisco y las protestas del pueblo,
condensadas en su falta de respeto á la auto-
ridad. Los motines hispano-americanos son una
herencia del fisco español, cuya legislación en-
teramente formal volvía pesimista al pueblo
con su ineficacia, haciendo resaltar más la co-
rrupción.
Poco tuvieron que modificarse, pues, las ten-
dencias peninsulares, de ningún modo contra-
riadas por el medio, cuya plasticidad inorgáni-
ca se plegó á todas las exigencias de la civiliza-
ción invasora.Unicamente la colonización, que-
engendra el deseo del engrandecimiento perso-
nal por el trabajo, hubiera podido influir sobre
el tipo conquistador hasta modificarlo; pero la
conquista era ante todo una operación de fuer -
za y de dominio, que sólo se proponía la explo-
tación del natural. Si este espíritu dominante
no hubiera producido la exclusión del criollo
para los puestos públicos, la independencia se
retardaba quizá un siglo, faltando en la menta-
— 281 —
lidad local los elementos que realizan esa clase*
de evoluciones. La exclusión hizo patriota ai
criollo, pero sin mejorarle naturalmente la con-
ciencia; y así, la única virtud que poseía al
emanciparse, era el patriotismo de carácter mi-
litar.
Salvo algunos detalles externos que hacían
odiosa á la conquista laica, la espiritual fué
idéntica en esencia, como se ha visto; y parece
escrita para ella la frase con que Buckle pre-
senta al pueblo español, tan anulado en sus ini-
ciativas y tan corrompido por el providencia-
lismo de Estado, que su ruina depende exclu-
sivamente de una flaqueza de sus directores.
Uno y otro conquistador imperaron sobre el
indio, al considerarse sus inmutables superio-
res por la civilización y por la raza; y éste, con
rigor ó con dulzura, fué declarado, desde lue-
go, incapaz.
Aquí reside la falta de lógica de la conquista
espiritual, pues esa incapacidad acarreaba in-
contestablemente el exterminio. La conquista
laica habríalo realizado, poblando al país con
elementos superiores y con mestizos, que eran
libres por la ley, á beneficio de las actuales ge-
neraciones.
Al humanitarismo puede esto par ecerle atroz;
pero el derecho á la vida es un resultado de las
condiciones del viviente, no una cuestión senti-
mental y soluble con arreglo á cánones eter-
nos.
En esos choques de razas hay fatalidades
crueles,, pero superiores á la voluntad huma-
- 282 —
na; y si cada hombre debe tener por norma el
ideal de una civilización superior, donde estos
conflictos ya no existan, el criterio histórico le
obliga á considerarlos en relación con los inte-
reses de su pueblo y de su raza, campos de ac-
ción donde esos mismos percances apresuran
el advenimiento de la situación superior.
Hoy por hoy, la humanidad no existe ante la
justicia sino como una entidad abstracta cuya
efectividad en el hecho se prepara, entre otras
cosas, con el predominio de las razas superio-
res á las cuales pertenece semejante ideal; ha-
biendo concurrido entonces á realizarlo, las
mismas transgresiones aparentes que por su
resultado se justifican ante la historia. No es
posible aplicar a priori los principios de la jus-
ticia, ni hay mal absoluto en ninguna acción-
Si el exterminio de los indios resulta provecho-
so á la raza blanca, ya es bueno para ésta; y si
la humanidad se beneficia con su triunfo, el ac-
to tiene también de su parte á la justicia cuya
base está en el predominio del interés colectivo
sobre el parcial.
La conquista jesuítica no benefició sino á sus
autores, por otra parte. Los conquistados fue-
ron víctimas del sistema español, en el cual ya
constituía una exageración la empresa jesuí-
tica.
España, conquistadora exclusiva, no sabía
dominar sin oprimir, porque atacaba la unidad
moral del pueblo conquistado, imponiéndole
una religión y un estado civil distintos de los
suyos, en vez de usar, á imitación del romano
— 283 —
y del inglés, una discreta tolerancia para in-
corporarlo evolutivamente á su ser. Pero la to-
lerancia es la virtud moderna, y el fanatismo
español era medioeval.
Su política no atendía sino á anular la con-
ciencia, porque el absolutismo, que constituía
su ideal, se basaba en la opresión del espíritu y
en el anonadamiento del individuo á beneficio
del Estado todopoderoso. Las formas represen-
tativas no podían existir entonces; y los cabil-
dos no fueron nada de esto, como pudiera ha-
cerlo creer un examen superficial, porque no
representaban al pueblo, sino á la autoridad;
no al derecho, sino á la fuerza.
El ideal político de la Edad Media había sido
la unidad en todo: una religión en un imperio
dirigido por una sola cabeza. De aquí nació el
concepto falso en cuya virtud la libertad es una
creación postiza que depende de la ley; y tan
arraigado quedó, en siglos de opresión bajo el
doble prestigio de la Monarquia y de la Iglesia,
que nuestras mismas constituciones democrá-
ticas, aunque con formas muy atenuadas, per-
sisten en sustentarlo, siendo pocos todavía los
que comprenden, á pesar del libre examen y
de la crítica, que toda ley es originariamente
un acto de opresión.
La igualdad, que fué la aspiración del pueblo
á, gozar del fuero nobiliario, se confundió con
6l mucho más elevado concepto dé libertad,
sobre todo para la lógica jacobina, á la cual
derrotaron los jesuítas cuanto pudieron de-
mostrarle que en el Imperio había igualdad.
— 284 —
Habíala, en efecto, pero ya hemos visto bajo
qué condiciones de sujeción; y tan estrecha,
que hasta la edificación era igual. El Gobierno
español la impuso, no ciertamente en home-
naje á la libertad, antes por todo lo contrario;
y la conquista espiritual transportó al Nuevo
Mundo, con mucha mayor perfección que la
militar, el sistema de aquella China del Occi-
dente.
La expulsión fué entonces un antecedente
favorable á la revolución individualista y fede-
ral que se preparaba. Bajo su imperio, los gua-
raníes de las reducciones, que jamás conocieron
ley protectora de sus derechos, ni tuvieron otro
concepto de la libertad que el asueto, le troca-
ron fácilmente por la licencia montonera. Para
ellos no había otra relación con el poder que la
sumisión ó el motín.
El triunfo del sistema jesuítico habría impli-
cado la perpetuación de la Edad Media, cuyo
funesto resultado está patente en la España ab-
solutista, con tanto mayor estrago cuanto que
era una cuestión de ideas y en éstas reside el
secreto del progreso.
Correlativas del período industrial en que
nos hallamos, las instituciones representativas
son hoy indispensables á la subsistencia de los
pueblos; pero eran imposibles bajo aquel régi-
men en el cual faltaban los tres grandes pro-
pulsores de la industria: la moneda, la libertad
comercial y la libertad de conciencia.
Mantenidas por España en la Edad Media,
las actuales naciones de América cayeron de
— 285 —
golpe á la contemporánea cuando se emanci-
paron, proviniendo de este brusco desplaza-
miento sus convulsiones intestinas. Tuvieron
que pasar en pocos años por todo cuanto los
pueblos de evolución normal habían sobrelle-
vado durante siglos, depurándose así de sus
vicios históricos; y aquello que se opusiera á
su desvinculación de la Metrópoli, constituiría
para ellas un grave mal.
El Imperio Jesuítico habría sido este obstácu-
lo. Libertado con el resto de América, es seguro
que no aceptaba á la independencia en su con-
cepto fundamental, vale decir como una eman-
cipación del espíritu. Formidable teocracia,
tranquila en su inercia de bloque, mientras las
demás experimentaban su libertadora crisis,
habríalas impuesto la ley de la fuerza al to-
marlas debilitadas por ese fenómeno, y el triun-
fo de su política, basada sobre el comunismo
y el aislamiento, que años después dieron para
muestra el Paraguay de Francia, malogra de
seguro la obra revolucionaria en su faz más
bella. (1)
Fiel al trono, su acción contra-revolucionaria
triunfa quizá; y esto ya lo preveían jesuítas tan
sesudos como Falkner, quien en su Descrip-
ción de la Patagonia anotaba pocos años des-
pués de la expulsión, los primeros síntomas de
independencia entre las poblaciones rurales. (2)
(1) Recuérdese lo expuesto al tratar sobre la revolución comu-
nera. Mis hipótesis tienen, en esta parte, sólido fundamento.
(2) Entre 1724 y 1767 habían estallado motines y tumultos sub-
versivos en las ciudades argentinas de Jujuy, Salta, Tucumán, La
- 286 —
No cabe duda que, al empezar la lucha, se-
mejante fenómeno se producía; mas percibien-
do el éxito de la independencia, la adaptación
se habría efectuado, con tanta mayor razón
cuanto que hombres tan prácticos nunca com-
baten por formas de gobierno, constituyéndose
en el centro de la América Meridional una de
esas repúblicas teocráticas cuyo espécimen lo
dio el Ecuador de García Moreno, y cuya in-
fluencia hubiera dominado al Continente en
un verdadero contragolpe de la barbarie indí-
gena.
Seguro es que la civilización y el salvaje, ene-
migos naturales y en pugna abierta hoy mis-
mo para muchas secciones del Continente, están
en una razón inversa, cuyo efecto estricto con-
sistiría en determinar el éxito de la primera
por el fracaso del segundo; pero sin entrará
discutirlo, resulta harto significativo que las-
naciones más adelantadas sean aquellas en las
cuales la población indígena se aminora.
El Imperio Jesuítico, trocado por la indepen-
dencia en la Repúbliea Cristiana de que habla-
ban sus autores, se habría encontrado desde
luego en ese caso, y sin la coyuntura de domi-
ficarlo por una laboriosa adaptación á las insti-
tuciones, como lo van haciendo las demás; de
modo que por su parte á lo menos, la indepen-
dencia nada hubiera resuelto.
Rioja y Catamarca. Las dos primeras y la última, llegaron á expulsar
sus gobernadores; siendo esto tanto más notable cuanto que dichas
poblaciones estaban muy lejos de la futura sede separatista del Plata.
— 287 —
Ahora bien, la independencia sin la libertad
espiritual era una subalterna evolución políti-
ca, con el resultado seguro de una reconquista
ó de una nueva subordinación. Las nacionali-
dades recién fundadas no habrían hecho más
que subdividir la decadencia general, pero no
remediarla, adoptando en vez de las institucio-
nes democráticas, que son las únicas progresi-
vas en el medio moderno, la teocracia ó la mo-
narquía cuyo advenimiento soñara el conser-
vatismo miope de la Revolución.
Tiene, pues, la América una deuda de grati-
tud con el monarca, que eliminando obstáculos
al progreso, garantió su estabilidad bajo las
formas políticas asumidas luego por los pue-
blos emancipados.
Primero los «paulistas» con su horrenda in-
cursión á la Guayra, que malogró por muchos
años la empresa jesuítica y empequeñeció para
siempre su magnitud; después Carlos III, con
su radical medida, libraron á la América futura
del tropiezo más grave que habría sufrido al
emanciparse. Ya lo probaron cuando los co-
muneros, á quienes imputaron principalmente
las ideas separatistas, que eran para la Corona
el crimen irremisible.
Así es cómo va tejiéndose á través de los
tiempos la trama de la historia, y cómo vistos
los hechos en su inconsciente fatalidad, resul-
tan igualmente injustos su alabanza y su vitu-
perio. No hay entonces ante el espectador ino-
centes ni culpables, sino únicamente organis-
mos que luchan por subsistir en el campo de la
- 288 -
vida. Jesuítas que se empeñan en mantener un
ideal, retrógrado para el nuevo estado de co-
sas, son del todo idénticos á los demócratas de
mañana, que harán lo mismo ante otras for-
mas sociales sufriendo iguales derrotas.
La conciencia se amplía adoptando este con-
cepto crítico, en el cual no tiene cabida la into-
lerancia peculiar á los principios absolutos; y
sustituye la severidad clásica del historiador
antiguo, con la bondad, más simple y más hu-
mana.
Sociedad que padeció y ha caído con su
mundo de dolores á cuestas, no merece por su
retardo el desdén de las venideras, cuando si
éstas andan mejor, hallando menos espinas en
Ja ruta, es porque la otra al dejarla se las llevó
pegadas á los pies.
Cuando uno piensa en lo que padecieron, en
lo que trabajaron, de qué modo han creído y á
qué fin han marchado aquellas colectividades
anacrónicas ahora, ve á la humanidad repetida
en una eterna regeneración. Esos combatieron
por la vida como nosotros; su ideal fué un mo-
mento la forma próspera, con la cual domina-
ron la inmensa hostilidad latente que el Univer-
so opone al dominio de su animálculo racional;
sus pasiones, al igual que las nuestras, busca-
ron el placer sin gozarlo nunca, como rebaños
muertos de sed antes de llegar al abrevadero;
sus virtudes, gotas de agua en la sombra, estu-
vieron cavando, llora que te llora, la ardua
roca del egoísmo humano, donde labra el pro-
greso estalactitas tan bellas y tan frías...
— 239 —
Todo lo mismo, todo igual, todo eterno, agre-
ga el pesimista para quien la tradición es un
grillete de presidiario. Pero no; esas multitudes
caídas son otros tantos mineros de la sombra,
que van echando de abajo la tierra nueva cuyo
volumen ocupan; y así la historia no puede dis-
cernir otra cosa que su perdón á los trabajado-
res desaparecidos, cuando su obra fracasó en
el error, reservando su simpatía á los que, aun
en este caso, lucharon por un ideal, sin espe-
ranzas de satisfacción mundana.
El fiasco reside en el monopolio de la eterni-
dad, que las instituciones se atribuyen con una
vehemencia equivalente á lo mudable de su
condición. Eterno no hay nada, como no sea la
incesante conversión de las cosas y de los se-
res, hacia estados coincidentes por ventura con
el ideal de la dicha humana, en unión de la cual
se desarrollan determinados por un acuerdo
superior; y la fatalidad del Otoño, igual en los
ideales como en el año, no es lamentable cuan-
do las hojas, al desvestir la rama cuya lozanía
sonrió primaveras, descubren frutos que son
manzanas de dicha para los míseros innume-
rables en quienes palpita el barro primordial, y
pomas de oro para el soñador de Hespérides.
EL IMPERIO.— 19
ÍNDICE
ÍNDICE
caps. págs.
Prólogo 7
I. — El país conquistador 11
II. — El futuro imperio y su habitante 87
III. — Las dos conquistas 119
IV. — La conquista espiritual 153
V.— La política de los Padres 195
VI. — Expulsión y decadencia 217
VIL — Las ruinas 235
Epílogo 267
OBRAS CONSULTADAS
M. Fernández de Navarrete. —Colección de los Via-
jes, etc.
William Dunlop. — Memoirs of Spain.
Garcilaso Inca. — Comentarios Reales.
Antonio de Herrera. — Historia General, etc.
A. de Humboldt. — Voyage aux régions équinoxiales,
etc. — Examen Critique de VHistoire... du Nouveau Con-
tinent. Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva Es-
paña.
G. Fernández de Oviedo. — Historia general y natural
de las Indias.
Alcide d'Orbigny. — Voyage dans VAmérique Méridio-
nale. — U Homme Américain.
A. Núñez Cabeza de Vaca. — Comentarios.
P. Juan P. Fernández. — Relación Historial de las Mi-
siones, etc.
Hans Staden de Homberg. — Histoire d'un pays, et-
cétera.
P. Gaspar do Carvajal. — Relación del Viaje de Ore-
llana.
F. de Basaldúa. — Misiones.
HenryTh. Buckle. — History of civilisation in England.
A. Ferrer del Río.— Historia del reinado de Carlos III.
— 296 —
José T. Medina. — Historia y Bibliografía de la Im-
prenta en la América Española.
P. Juan do Mariana.— Historia de España.
Paul Groussac. — Memoria histórica y descriptiva de
Tucumán. — El Viaje Intelectual.
Eliséo Reclus. — Nouvelle Géographie TJniverselle.
Nicolás Monardes. — Historia medicinal, etc. — Trata-
do de la Piedra bezoar, etc. — Diálogo de las virtudes me-
dicinales del hierro. — Tratado de la nieve, etc.
Diego Ortúñez de Calahorra. — Espejo de Príncipes y
Caballeros.
Fernao Lopes de Castanheda. — Historia do desco-
brimento e conquista das Indias, etc.
Sancho de Londoño. — Discurso sobre... la disciplina
militar.
T. Muñoz y Romero. — Colección de Fueros.
P. Enrique Flórez. — La España Sagrada.
Antonio Cavanilles. — Historia de España.
Francisco de Valdez. — Espejo y disciplina militar.
J. Amador de los Ríos. — Historia Crítica de la Litera-
tura Española.
J. de Solórzano Pereyra. — Política indiana sacada,
etc. — De Indiarum Jure.
José M. Cuadrado. — Recuerdos y bellezas de España.
Antonio Galvao. — Tratado... de todos os descobrimen-
tos, etc.
Pedro Mexía. — Historia Imperial y Cesárea.
Francisco J. Brabo. — Inventarios de los bienes... de los
Jesuítas. — Atlas... de los países... en que estuvieron situa-
das... las Misiones. — Colección de Documentos, etc.
Commissioners of Public Records. (Gr. Brt.) — State
Papers.
Modesto Lafuente. — Historia General de España.
Recopilación de Leyes de los Remos de Indias.
Revista de Buenos Aires.
Revista del Archivo.
Montesquieu. — De Vesprit des Lois.
— 297 —
Francisco de Moneada.— Expedición de los Catalanes
y Aragoneses contra turcos y griegos.
Memorias de la Real Academia de Buenas Letras. Bar-
celona 1883.
Schlumberger.— Le Tombeau d'une Empératrice By-
zantiné, etc.
Ch. Bayet. — L'Art Byzantin.
Deliole. — Mélanges de Paléographie. — Cabinet histo-
rique.
P. Fita. — Codex de Compostela.
Le Clerc. — Histoire litteraire de la France.
Wolf. — Histoire genérale des jésuites.
J. C. Harenberg. — Histoire pragmatique des jésuites.
M. Menóndez y Pelayo.— Historia de los Heterodo-
xos, etc.
William H. Prescott.— History of the reign of Fer-
dinand and Isabella. — History of the reign of Philip the
Second.
Emilio Palacio. — Ensayos de Resistencia de Maderas
Argentinas.
Correspondance politique de M. M. de Castillon et de
Marillac, ambassadeurs de France en Angleterre.
Henry Harisse. — John Cabot... and Sebastian his son.
Gregorio Funes. —Ensayo de la Historia Civil, etc.
Blas G-aray. — Colección de documentos.
Revista Paraguaya.
Carlos Burraeister. — Memoria sobre el Territorio de
William Robertson. — History of the reign of the
Emperor, etc.
George Ticknor. — Historia de la Literatura Españo-
la (Tr. P. de Gayangos y E. de Vedia).
Martín de Moussy. — Description géographique... de
la Confédération Argentine. — Mémoire historique sur le
décadence des Missions, etc.
Félix de Azara. — Descripción é Historia del Para-
guay, etc.
Owen Jones. — Grammar of Ornaments.
— 298 -
Fr. Bitschl. — Priscae Latinitatis monumento, epi-
graphica.
Gustav. A. Bergenroth. — Calender of... the Archi-
ves o f Simancas.
Juan B. Ambrosetti. — Viaje á las Misiones, etc.
Vivient de Saint Martin. — Histoire de la Géographie.
Gabriel Marcel. — Béproduction de Cartes et de Glo-
bes, etc.
Eduardo L. Holmberg. — Viaje á Misiones.
J. Fitzmaurice-Kelly. — History of Spanish Litera-
ture.
Lie. Castillo de Bovadilla. — Política para Corregi-
dores, etc.
Crótineau-Joly. — Clément XIV et les Jésuites.
Cario Errera. — L 'época delle grandi scoperte geogra-
fiche.
A. Morel-Fatio. — Etudes sur VEspagne. — L'Espagne
au xvi et au xvij siécle.
Vincenzo Forcella. — Iscrizioni delle chiese, etc.
P. Meólas del Techo. —Historia... del Paraguay.
D. Noel. — Histoire du Commerce du Monde, etc.
William Lithgow. — The total discourse of the rare
Adventures, etc.
L. Alfred Demersay. — Histoire phisique... du Para-
guay et des Etablissements des Jésuites.
A. Magariños Cervantes. — Estudios Históricos, et-
cétera.
— Arséne Isabelle. — Voyage á Buenos Ayres et Por-
to Alegre.
Francisco A. de Varnhagen. — Historia Geral do
Brazil.
L. Levy. — The History ofBritish Commerce.
P. José Cardiel. — Declaración de la Verdad.
Juan Queirel. — Misiones. — Las Ruinas de Misiones.
F. de Chateaubriand. — Le Génie du Christianisme.
A. Liñan y Verdugo. — Guía y avisos de forasteros que
vienen á la Corte.
Martín Hume. — Spain, its greatness and decay.
— 299 —
G. San-Giorgio. — II commercio del mondo.
M. F. Paz Soldán. — Diccionario Geográfico, etc.
Boletín de la Academia Nacional de Ciencias.
Thomas L. Page.— The Argentine Confederation and
Paraguay.
Vizconde de S. Leopoldo. — Annaes da Provincia de
S. Pedro.
Richard Twiss. — Travel in the Portugal and Spain.
F. Fernández de Córdoba.— Didascalia, etc.
P. Rafael Pérez. — La Compañía de Jesús en Sud
América.
P. Antonio Ruiz de Montoya. — Conquista Espiritual
del Paraguay.
M. García Cerezeda. — Tratado de las Campañas... del
Emperador Carlos V.
Los Eddas.
P. Buenaventura Suárez. — Sumario de un siglo.
Schilismann.—Mycenes, trad. Girar din.
P. Juan P. Gay. — Historia da República Jesuítica, etc.
Lothrop Mortley. - Histoire... des Provinces Unies.
P. Pedro Lozano. — Historia de la Conquista, etc. — His-
toria de la Compañía de Jesús, etc. Historia de las revo-
luciones del Paraguay.
Julio R. César. — Descripción Histórica del Paraguay.
A. Rodríguez Villa. — Memorias para... el Asalto y
Saqueo de Roma. — Noticia biográfica... de D. Diego Hur-
tado de Mendoza.
P. Antonio de Calancha. — Crónica Moralizadora, etc.
P. Gregorio García.— Predicación del Evangelio.
Pedro de Angelis. — Colección de Obras y Documentos,
etcétera.
Anales de la Sociedad Científica Argentina.
H. M. G. Grellmann. — Histoire des Bohémiens.
Rene Cagnat. — Cours élémentaire d'épigraphie latine.
Boletín del Instituto Geográfico Argentino.
S. A. Lafone Que vedo. -Tucumán. — Juan Díaz deSo-
lís.—El Río de la Plata y los comedores de carne humana.
Juan A. García. — La Ciudad Indiana.
- 300 -
Collecgdo de Monumentos Inéditos para a Historia das
Conquistas dos Portuguezes, etc.
Adán Quiroga. — La Cruz en América. — Calchaquí.
Antonio de Alcedo. — Diccionario de Geografía Ame-
ricana.
P. Pierre F. X. Charlevoix. — Histoire du Paraguay.
Prudencio de Sandoval. — Historia del Emperador
Carlos V, etc.
José M. Estrada. - Lecciones sobre la Historia de la R
Argentina.— Comuneros del Paraguay.
Boletín do Instituto histórico e geographico do Brazil.
Francisco Xarque.— Insignes Misioneros... del Para-
guay.
Vicente F. López. — Historia de la Revolución Argen-
tina.
Manuel J. d'Almeida-Coelho. —Memoria histórica do
extincto regimentó... de Santa Catharina.
Jorge Juan y Antonio de Ulloa. - Viaje á la América
Meridional.
Bartolomé Mitre. -Historia de Belgrano, etc.
Henri Forneron. — Histoire de Philippe II.
Luis L. Domínguez. — Historia Argentina.
El Paraguayo Independiente.
P. Federico Vogt. — Estudios Históricos.
Lettres Edifiantes.
Algunas obras indicadas aquí, y las treinta y tres
novelas picarescas que desde el Lazarillo de Tormes
hasta Periquillo el de las gallineras, dan un cuadro tan
vivido del pueblo español, se encuentran en la Biblio-
teca de Autores Españoles de Rivadeneyra; del propio
modo la Colección de Angelis incluye varias obras so-
bre el Paraguay y sobre las Misiones, citadas en el tex"
to, pero que no he creído necesario detallar, encontrán-
dose comprendidas bajo un título común.
F
2684
L95
1907
Lugones, Leopoldo
El imperio jesuitico
PLEASE DO NOT REMOVE
CARDS OR SLIPS FROM THIS POCKET
UNIVERSITY OF TORONTO LIBRARY
V Jzaftjfs'*- H
I
^^^fc¿' • I
nR^^^^^^^HH