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Full text of "El lirismo en la poesía francesa"

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EMILIA   PARDO   BAZAN 

•     CONDESA  DE  PARDO  BAZÁN 

OBRAS  POSTUMAS 
TOMO  XLIII   DIv  LAS  OBRAS  COMPLETAS 


EL   LIRISMO 


EN  LA 


POESÍA  FRANCESA 


"^ 


c\ 


MADRID 

EDITORIAL    PUEYO 

Arenal,  6. 


■s  propiedad. — Queda 
hecbo  el  depósito  que 
marca  la  ley. 


Tmp.  de  Alhsdboob  mjl  Mundo.  Martín  de  los  He  ros,  65. 


PRÓLOGO 


Es  para  mi  honor  tan  halagüeño  como  inmere- 
cido el  haber  escogido  entre  los  papeles  y  apun- 
tes inéditos  de  la  condesa  de  Pardo  Bazán,  lo  que 
forma  el  texto  del  presente  libro  y  las  monogra- 
fías literarias  que  saldrán  a  luz  de  aquí  a  poco 
con  el  título  de  Escritores  de  lengua  francesa. 

Imaginaba  yo  que  la  inmortal  polígrafa  tenía 
terminado  y  dispuesto  para  su  publicación  inme- 
diata el  tomo  IV  de  la  Literatura  francesa  mo- 
derna que  había  de  llevar  por  subtítulo  La  anar- 
quía y  decadencia.  Los  cinco  legajos  de  notas, 
esbozos  y — lo  que  era  más  interesante — cuartillas 
ya  preparadas  para  el  público  que  examiné  con 
toda  minucia,  no  formaban  un  estudio  completo 
de  la  literatura  francesa  del  90  al  914  que  se  ajus- 
tase al  plan  de  los  volúmenes  anteriores:  El  ro- 
manticismo, La  transición  y  El  naturalismo. 

El  capítulo  relativo  a  la  poesía  que  se  publicará 
en  el  tomo  anunciado,  de  Escritores  de  lengua 
francesa,  lleva  más  extensión  que  los  capítulos 


VI  PRÓLOGO 


similares  de  las  épocas  precedentes :  romántica,  de 
transición  y  naturalista,  pero,  en  cambio,  faltan  en 
absoluto  las  secciones  sobre  el  teatro  y  la  critica 
y  hay  estudiados  muy  pocos  novelistas.  No  era 
posible,  pues,  dar  a  la  imprenta  un  volumen  sobre 
literatura  francesa  contemporánea  en  el  que  nada 
se  consignase  acerca  del  influjo  extranjero  sufri- 
do por  las  letras  de  la  nación  vecina  con  Jorge 
Eliot,  Dositoieswki,  Tolstoi,  Ibsen,  Bjoernson,  Su- 
dermann,  Hauptmann,  Nietzsche,  d'Annunzio, 
Rudyard  Kipling  y  otros  autores  europeos  y  ame- 
ricanos cuyos  libros  principales  fueron  traducidos 
al  francés,  después  de  1890,  exceptuando  las  obras 
de  la  Eliot,  y  los  rusos  que  estuvieron  de  moda  en 
Francia  desde  1885  en  que  publicó  el  vizconde 
Eugenio  Melchor  de  Vogüé  su  célebre  Román 
russe.  Conocido  es  también  el  libro  de  la  condesa, 
La  revolución  y  la  novela  en  Rusia. 

Aun  aprovechando  las  páginas  que  sobre  Ana- 
tolio  France,  Lemaitre  y  Brunetiére  hay  en  los 
tomos  ya  publicados,  ¿cómo  prescindir  de  Faguet 
y  en  particular  de  Bourget  cuyos  Ensayos  de  psi- 
cología contemporánea  señalan  fecha  en  la  histo- 
ria de  la  crítica? 

La  novela  hállase  representada  en  estos  apuntes 
por  dos  nombres  tan  sólo :  Rod  y  Barres.  Faltan, 
por  consiguiente,  Bourget,  Huysmans,  Loti,  Pré- 


PRÓLOGO  VII 


vost,  los  Margueritte,  los  Rosny,  Pablo  Adam  y — 
no  olvidemos  el  buen  gusto  y  fino  instinto  litera- 
rio de  la  autora — Gustavo  Gef  froy  y  Estaunié,  dos 
escritores  que  seguramente  hubieran  obtenido  ba- 
jo la  pluma  de  la  condesa  los  elogios  que  nadie  les 
regatea,  si  sabe  ver  y  juzgar. 

En  el  teatro  de  este  período  se  destacan  los  nom- 
bres de  Enrique  Becque,  Antoine,  fundador  del 
Teatro  libre,  de  Cure!,  Brieux,  Portoriche,  Don- 
nay,  Hervieu,  Lemaitre  y  Rostand.  Doña  Emilia 
hubiese  tratado  de  ellos,  a  tener  vida  y  tiempo  de 
concluir  su  obra. 

¿Qué  había,  pues,  en  estos  papeles  inéditos  si 
tanto  faltaba  con  ser  voluminosos  los  cinco  lega- 
jos? 

En  1916  un  ministro  de  Instrucción  pública  re- 
paró en  parte  la  deuda  que  tenía  España  para  con 
Emilia  Pardo  Bazán,  que  toda  su  vida  trabajó  en 
pro  de  la  cultura  y  buen  nombre  de  la  patria.  En 
el  doctorado  de  la  Facultad  de  Letras  se  creó  en- 
tonces una  cátedra — hoy  desaparecida  o  transfor- 
mada, que  es  lo  mismo — con  la  denominación  de 
"Literatura  de  las  lenguas  neolatinas".  La  autora 
eximia  del  San  Francisco  y  del  Nuevo  Teatro  Crí- 
tico era  la  persona  designada  para  desempeñar  esa 
cátedra. 

La  condesa,  que  ocupó  todos  los  cargos  a  ell?. 


VIII  PROLOGO 


t:onfiados  cumpliendo  escrupulosamente  los  debe- 
res que  llevaban  anejos  y  trabajando  con  tarea  in- 
grata las  más  veces,  en  una  proporción  que  el  pú- 
blico ignora,  entregóse  por  completo  desde  aque- 
lla fecha  a  la  labor  de  cátedra ;  descuidó  su  obra 
personal;  no  produjo  ya  novelas,  ni  libros  de  cri- 
tica, ni  tuvo  tiempo  que  consagrar  a  sus  estudios 
comenzados  sobre  Hernán  Cortés  y  la  conquista 
de  Méjico.  El  profesor  venció  en  ella  al  literato. 
El  deber  de  su  nuevo  cargo  se  sobrepuso  a  las 
legítimas  ambiciones  del  escritor  que  sueña  con 
ver  concluidas  las  obras  en  proyecto. 

La  Universidad  se  llevó  la  mayor  parte  de  sus 
energías  y  los  apuntes  y  tanteos  sobre  literatura 
francesa  que  ocupaban  aquellos  cinco  legajos  eran 
sencillamente  las  explicaciones  de  clase  que  la  au- 
tora preparó  con  una  conciencia  y  un  sentido  de 
sus  deberes  dignos  de  toda  alabanza.  Ella  sí  que 
pudo  hablar  mirando  a  la  propia  labor  de  una  cosa 
que  por  buen  gusto  y  modestia  acertó  a  callar 
siempre:  el  ** sacerdocio  de  la  cátedra",  tomando 
la  frase  en  su  sentido  recto,  no  en  el  escaso  que 
tiene  ahora  por  el  mucho  valor  que  ha  perdido  a 
fuerza  de  ser  repetida  y  profanada. 

A  pesar  de  tener  ya  estudiados  y  redactados  mu- 
chos asuntos  volvió  sobre  ellos,  les  aplicó  más 
prolijo  y  profiíndo  examen  y  analizó  los  temas 


PRÓLOGO  IX 


bajo  otros  aspectos  que  no  había  considerado  ne- 
cesarios en  ocasiones  anteriores. 

Su  primer  curso  en  la  Universidad  trata  del 
lirismo  en  la  prosa  francesa.  El  manuscrito  no 
quedó  preparado  para  ver  la  luz  y  es  de  razón  que 
permanezca  inédito.  No  así  el  segundo  curso  so- 
bre el  lirismo  en  la  poesía  que  aprovecho  casi  todo 
en  el  presente  libro,  respetando  fondo  y  forma  y 
modificando  tan  sólo  lo  circunstancial  y  de  mo- 
mento que  pierde  su  significado  al  transcurrir,  no 
los  años,  los  días.  También  suprimo  las  expresio- 
nes propias  de  clase — "decíamos  ayer",  **en  la  lec- 
ción anterior",  ''nos  ocuparemos  mañana",  etc., 
etcétera — que  no  se  justifican  en  volúmenes  desti- 
nados al  gran  público.  Las  alusiones  a  materias 
por  estudiar  o  ya  estudiadas,  los  proyectos  de  cur- 
sos sucesivos  acerca  de  la  literatura  italiana  o 
portuguesa,  los  resúmenes  de  explicaciones  pasa- 
das que  encabezan  algunos  capítulos,  la  lección 
compendio  de  la  primera  parte  del  curso,  leída  el 
primer  día  de  clase  después  de  las  vacaciones  de 
Navidad,  tampoco  había  por  qué  reproducirlas  en 
estas  páginas. 

Respeto  asimismo  el  plan  que  sigue  la  autora, 
en  el  cual  se  echará  de  menos  acaso  cierto  rigor 
científico,  cosa  disculpable,  pues  a  todo  ello  le  fal- 
ta el  último  toque  por  mano  de  quien  lo  compuso. 


PRÓLOGO 


Añado,  porque  son  menester,  los  sumarios  res- 
pectivos de  cada  uno  de  los  capítulos,  que  forman 
juntos  el  índice  de  la  obra. 

La  bibliografía  con  que  aquéllos  terminan  es  a 
mi  juicio,  una  de  las  cosas  más  importantes  de 
este  trabajo.  Pudo  dar  la  autora  una  lista  nutrida 
de  obras  de  consulta  con  sólo  transcribir  las  pá- 
ginas que  hubiera  necesitado  del  Manual  biblio- 
gráfico de  la  literatura  francesa  de  1500  a  1900, 
por  Gustavo  Lanson  (París,  Hachette,  1914).  Pre- 
firió recomendar  los  estudios  que  ella  conocía,  los 
cuales  en  su  mayor  parte  ornan  su  biblioteca  de 
las  Torres  de  Meirás.  El  hecho  prueb?  la  escru- 
pulosidad que  ponía  la  condesa  en  sus  escritos  y 
contribuye  a  que  se  haya  formado  sobre  estos 
asuntos  una  bibliografía  escogida,  de  selección, 
por  persona  tan  autorizada  y  de  gusto  tan  delica- 
do como  la  insigne  polígrafa. 

El  presente  libro  postumo  de  la  condesa  de 
Pardo  Bazán  no  agota  el  tema  del  lirismo  en  la 
poesía  de  Francia.  Proponíase  la  autora  concluir 
su  estudio  con  los  poetas  que  vieron  estallar  la 
gran  guerra  en  1914.  El  curso  no  dio  más  de  sí  y 
el  libro  acaba  en  época  todavía  un  poco  distante 
de  nosotros.  Ahora,  bien,  los  apuntes  de  clase  aquí 
reunidos  presentaban  puntos  de  vist.a  originales  y 
certeros,  juicios  perfectamente  formulados,  una 


PRÓLOGO  XI 


crítica  sana,  concienzuda  y  profunda,  sentido  ad- 
mirable de  la  historia  de  las  ideas  y  un  acierto  en 
la  visión  de  enunciados  y  problemas,  que  dejar- 
los inéditos  hubiera  sido  privar  a  la  crítica  espa- 
ñola de  unas  páginas  que  vienen  a  glorificarla. 

Ei  lirismo  en  la  poesía  francesa  acusa  una  vez 
más  en  su  autora  inteligencia  extraordinaria,  fina 
sensibilidad,  gusto  selecto  y  copiosa  erudición, 
cualidades  que  hace  resaltar  la  magia  del  estilo. 
No  en  vano  su  nombre  figura  con  toda  justicia  al 
lado  de  los  de  Sainte  Beuve  y  Mme.  de  StaéI. 


Luis  Araujo-Costa 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa 


Lo  moderno  en  literatura.— Por  qué  se  habla  de  Francia.— 
La  prosa,  poética  de  los  románticos.— Toda  manifestación 
■      literaria  responde  a  profundas  raices  sociales. 


No  es  lo  mismo  lo  contemporáneo  que  lo  mo- 
derno. Entre  ambos  conceptos  existe  una  notable 
diferencia.  Lo  moderno  es  necesariamente  con- 
temporáneo; pero  lo  contemporáneo  no  es  mo- 
derno muchas  veces.  Es  lo  contemporáneo,  en 
arte  y  literatura,  lo  que  se  produce  en  nuestros 
tiempos,  y  nuestros  tiempos,  para  este  caso,  no 
son  únicamente  el  dia  de  hoy,  ni  el  plazo  de  nues- 
tro vivir,  sino  una  época  dada,  que  claramente  se- 
ñalan y  limitan  grandes  acontecimientos  y  desarro- 
llos de  la  evolución  artística  y  literaria.  Para  nos- 
otros, lo  contemporáneo  empieza  en  el  romanti- 
cismo; y,  sin  embargo,  al  romanticismo,  actual- 
mente, nadie  le  da  el  dictado  de  moderno.  Em- 
pie2^  en  el  romanticismo  de  escuela:  no  en  el  de 
tendencia  universal,  casi  tan  antiguo  como  el 
mundo. 

Si  me  atengo  a  la  definición  corriente  en  dic- 
cionarios, verbigracia  el  de  Rodríguez  Navas,  que 


t.   PARDO   BAZAN 


por  SU  tamaño  fácilmente  manejable  suelo  con- 
sultar, contemporáneo  es  lo  que  existe  al  mismo 
tiempo  que  aíguna  persona  o  cosa.  Admitida  li- 
teralmente la  definición,  nos  encontraríamos  con 
muchas  dificultades.  Yo  supongo  que  lo  con- 
temporáneo es  aquí  lo  que  desde  el  romanti- 
cismo se  cuenta,  y  que,  por  tanto,  puedo  dar 
a  lo  rigurosamente  actual  su  filiación  y  sus 
antecedentes,  enlazarlo  con  su  ascendencia,  y 
aun  remontarme  a  sus  orígenes  algo  más  dis- 
tantes, en  la  medida  que  convenga  para  facilitar 
la  comiprenísión  del  tema,  y  con  la  rapidez  que  im- 
pone lo  que,  aunque  conveniente,  es  a  la  postre 
secundario. 

Contemporáneo  llamo,  pues,  a  lo  de  nuestra 
época,  y  nuestra  época  no  la  constituye  sólo  lo 
presente,  (si  es  que  algo  existe  que  sea  presente, 
sobre  lo  cual  mucho  habría  que  discutir).  Todo 
es  pasado,  hasta  el  minuto  en  que  hablo;  ape- 
nas ha  resonado  mi  voz  para  afirmarlo,  y  el  pa- 
sado va  criando  y  desenvolviendo  el  porvenir.  Y 
nuestra  época,  no  sólo  en  el  sentido  literario,  si  no 
en  d  social,  intelectual  y  moral,  puede  decirse  que 
nace  con  el  romanticismo.  De  suerte  que*  nuestra 
época  comienza  a  fines  del  siglo  XVIII,  y  en  al- 
gunas naciones  de  Europa,  donde  no  se  hablan  ro- 
mances latinos,  podemos  decir  que  a  mediados ; 
y,  al  través  de  cambios  de  forma  y  viciisitudes  de 
combate,  el  fenómeno  del  romanticismo  no  ha  ce- 
sado de  manifestarse  en  las  letras  y  en  el  arte  en 
general.  La  solución  de  continuidad  se  debe  a  ha- 
llamos ahora  en  uno  de  esos  momentos  en  que 
nada  literario  excita  interés — ¡  confesémoslo  nos- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA  3 

Otros  los  escritores ! — y  en  que  se  ignora  del  todo 
cómo  renacerá  el  arte,  si  es  que  renace,  después 
de  la  tremenda  pugna,  y  el  destrozo,  no  sólo  ma- 
terial, que  la  acompaña. 

Pero  tampoco  pudiera  buscar  para  mi  tema  una 
ñora  más  propicia.  Los  contrastes  son  lo  que  hace 
resaltar,  clara  y  vigorosamente,  los  caracteres  de 
cada  factor,  y  el  más  perfecto  contraste  con  el  ad- 
venimiento y  desarrollo  de  la  profundísima  cri- 
sis romántica,  es  ciertamente  esta  explosión,  más 
que  formidable,  de  las  tendencias  contrarias  a  ella, 
que  le  han  ido  minando  el  terreno,  y  reduciendo 
la  vida  romántica  a  lo  puramente,  artístico,  a  una 
sugestión  en  el  vacío,  mientras  donde  quiera  se  in- 
sinuaban y  surgían  vigorosos  los  elementos  cien- 
tíficos y  positivos.  Esta  es  la  línea  divisoria,  como 
veremos  a  su  tiempo,  entre  el  romanticismo  cuan- 
do apareció  joven,  radiante,  arrollador,  y  el  otro 
romanticismo  decadente,  que  cada  vez  se  aisló  más 
de  la  vida  general  y  de  las  aspiraciones  colectivas. 
Y  hay  que  hablar  detenidamente  del  primero,  si 
se  ha  de  comprender  el  segundo. 

O  no  entiendo  lo  que  está  pasando  en  este  mis- 
mo instante  en  Europa,  o  todo  el  sentido  de  la 
guerra  es  enteramente  contrario  al  romanticismo, 
y  aspira  a  sentar  sobre  bases  científicas,  prácticas, 
utilitarias  y  coherentes  las  nacionalidades.  Cuan- 
do digo  el  romanticismo,  quizás  debiese  decir  me- 
jor el  individualismo,  porque  ninguna  guerra  re- 
gistrará la  historia  en  que  el  individuo  haya  sido 
considerado  de  tal  suerte  como  cantidad  sin  im- 
portancia, y  sacrificado  a  la  colectividad  y  a  sus 
intereses,  más  remotos,  no  dejándole   ni  lo  que 


E.    PARDO   BAZÁN 


en  otras  guerras  fué  su  refugio:  el  relieve  heroi- 
co, la  esperanza  de  que  el  nombre  de  un  individuo 
no  se  pierda;  idea  poética,  hoy  relegada,  con  tan- 
tas otras,  al  desván  de  los  trastos  viejos.  Por  eso, 
al  iniciar  mi  explicación,  el  hecho  dominante  que 
se  ofrece  a  mi  pensamiento  es  que  se  han  vuelto 
del  revés,  como  un  guante,  más  cosas  de  las  que 
ahora  podemos  alcanzar,  y  que  el  período  en  que 
el  individuo  fué  asunto  predilecto  de  la  literatura, 
del  arte,  de  la  filosofía,  se  ha  terminado,  por  lo 
cual,  viéndolo  concluso  y  cerrado  sobre  sí,  hay 
mayor  facilidad  y  mayor  incitación  para  estu- 
diarlo. 

El  período  individuaHsta,  que  a  mediados  del 
siglo  XIX  declina  en  lo  literario,  aunque  se  des- 
envuelva plenamente  en  otros  terrenos,  está  em- 
papado de  sentimiento,  y  lo  que  más  interesa  en 
él  es  la  riqueza  sentimental.  Legitimado  el  propio 
sentir,  se  explaya  rebosando  vida,  y  su  molde  es 
el  lírico.  El  sentimiento,  pues,  tendrá  que  ser  par- 
te muy  integrante  de  la  materia  de  estos  estudios 
y  de  antemano  lo  advierto,  por  si  se  creyese  que 
no  ocupa  legítimaimente  el  lugar  que  he  de  otor- 
garte. Sería  prueba  de  que  no  habría  yo  sabido 
hacer  notar  su  significación,  su  trascendencia,  y 
hasta  su  esplendidez,  sus  múltiples  facetas  y  ma- 
tices. 

Al  ocuparme  de  Francia,  rindo  un  homena- 
je a  la  gran  nación  que  tanto  contribuyó  a  mi  for- 
mación intelectual,  y  a  la  cual  profeso  un  afecto 
que  parece  haber  crecido  con  las  actuales  y  dra- 
máticas circunstancias  que  han  puesto,  una  vez 
más,  a  prueba  su  valor  y  su  patriotismo.  Francia 


EL    LIRISMO    m    LA    poesía    FRANCESA  5 

recogió  de  nuestras  manos,  cansadas  de  tanto  com- 
batir y  vencer,  la  hegemonía  entre  las  naciones  no 
sé  si  con  propiedad  llamadas  latinas ;  porque,  en 
el  proceso  de  la  Historia,  cada  cual  mira  por  sí, 
y  nosotros  debiéramos  haber  mirado,  estoy  en  ello 
conforme. 

Sobre  literatura  francesa  he  trabajado  reitera- 
damente, en  mis  lecciones  de  la  Escuela  de  Estu- 
dios Superiores  del  Ateneo  de  Madrid,  y  en  los 
tres  volúmenes  de  Historia  de  la  Literatura  Fran- 
cesa, publicados  bajo  los  títulos  de  El  Romanti- 
cismo ^  La  Transición  y  El  Naturalismo.  Me  con- 
viene notar  que  los  estudios  aquí  reunidos,  en 
su  mayoría,  los  he  escrito  expresamente,  y  sólo 
en  pocos,  y  siempre  con  adaptación  al  tema,  uti- 
lízale algo  de  lo  allí  contenido.  Aquel  ensayo  de 
Historia  de  la  Literatura  Francesa  Contemporá- 
nea se  diferencia  en  absoluto  de  lo  que  aquí  ex- 
pondré, pues  abarca  el  conjunto  de  la  Literatura 
francesa  desde  fines  del  XVIH,  y  no  se  circuns- 
cribe a  un  aspecto,  capital  sí,  pero  no  total.  Nece- 
sariamente, por  esta  circunstancia,  este  libro  se 
fundará  en  puntos  de  vista  allí  apenas  indicados, 
y  los  desenvolverá  con  sujeción  a  un  plan  entera- 
mente distinto,  intensificando  lo  que  allí  reviste 
carácter  más  general. 

Otra  razón  de  preferencia  para  Francia  en  es- 
tos estudios,  fué  el  hecho  m.ás  conocido,  más  in- 
negable, más  constante,  más  observable,  no  sólo 
aquí,  si  no  en  la  América  española :  su  influencia 
poderosa,  literaria,  intelectual,  y  pudiéramos  aña- 
dir social.  No  es  la  única  que  hemos  sufrido,  na- 
turalmente ;  sobre  nosotros  han  actuado  moderna- 


E.    PARDO    BAZÁX 


mente,  Inglaiterra,  Alemania  y  aun  Italia  y  en 
cierto  respecto  Portugal  Mas  si  se  suman  las  de- 
más influencias,  desde  el  romanticismo,  arrojarán 
un  total  inferior  en  relación  al  de  Francia,  que, 
sobre  -presentar  a  nuestra  admiración  e  imitación 
series  de  insignes  y  diversísimos  escritores  y  poe- 
tas, tuvo,  para  mejor  penetrarnos,  la  ventaja  de 
la  proximidad,  amén  de  cierta  especial  simpatía, 
de  un  misterioso  fluido  que  esta  nación  emite,  y 
por  el  cual  se  insinúa  e  infiltra,  y  arrastra  las  vo- 
luntades, lo  mismo  en  lo  social  y  político,  que  en 
lo  intelectual  y  literario.  Este  modo  de  ser,  comu- 
nitativo,  contagioso,  ha  dado  a  Francia  en  Europa 
una  hegemonía  distinta  de  la  material,  un  carác- 
ter de  nación  guía,  determinadora  de  estados  de 
alma  que  ninguna  otra  en  tal  grado  ha  poseído. 
Si  a  veces  este  influjo  subyugó  a  nuestra  espon- 
taneidad, hubo  ocasiones  en  que  la  auxilió,  ayu- 
dándola a  revelarse  por  reacción  y  oposición.  No 
he  4e  asentir  al  malicioso  dicho  de  que  los  escri- 
tores españoles  son  como  las  cubas  de  vino  del 
año  ocho,  en  las  cuales,  mirando  al  fondo,  se  ve 
al  francés  muerto.  Hasta  no  diré  lo  que  añadieron 
algunos:  que  cuando  el  vino  de  tales  cubas  tenía 
francés,  era  más  sabroso.  Me  limito  a  recordar 
que  tienen  francés  muchas  cubas  que  parecen  de 
lo  más  añejo  y  castizo,  y  sería  prolijo,  pero  no 
muy  arduo,  demostrarlo  con  datos  y  citas.  No 
ignoro  el  valor  inestimable  de  la  espontaneidad 
nacional,  y  reconozco  que  sería  preferible  no  imitar 
nunca ;  pero  creo  que  esta  excelencia  rara  ningu- 
na nación  la  ha  conseguido,  y  se  ha  dicho,  hasta 
la  saciedad  que  la  literatura  vive  de  imitaciones 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA  7 

e  influencias  recíprocas.  La  de  Francia  sobre  la 
Península  y  sobre  los  países  americanos  que  ha- 
blan nuestra  lengua,  y  en  los  cuales  es  tan  capital, 
bastaríia  para  justificar  toda  la  atención  que  po- 
damos dedicar  a  su  literatura,  atención  que,  in- 
sisto en  ello,  es  conveniente  hasta  para  emanci- 
pamos y  tender  a  la  liBertad  y  originalidad  de 
nuestras  letras,  al  averiguar  de  dónde  y  cómo  vie- 
ne lo  que  las  encadena  y  subyuga. 

Nuestra  originalidad,  la  estimo  como  quien  más 
pueda  estimarla,  y  no  quisiera  que  se  me  acusase 
de  no  proclamar,  mi  estimación.  Para  ser  ori- 
ginales en  lo  posible,  he  dicho  que  tenemos  que 
conocer  bien  las  literaturas  extranjeras,  y  es- 
pecialmente la  francesa,  que  en  nuestra  época 
ha  sido  la  influyente.  Pues  bien,  para  el  mis- 
mo objeto  debemos  convencemos  de  que  no 
somos  enteramente  asimilables  a  Francia,  o  al  me- 
nos que  varios  elementos  étnicos  de  España  se  di- 
ferencian mucho  de  los  de  ésta  y  otras  naciones 
denominadas  latinas.  Por  eso  no  me  he  avenido  a 
admitir  que  sea  latina  toda  nación  que  habla  un 
idioana  derivado  del  latín.  En  cuanto  a  la  sangre, 
dícese,  que  sólo  Rumania  puede  llamarse  latina  con 
verdadero  derecho.  Los  caracteres  comunes  que 
indudablemente  se  reconocen  entre  las  naciones  eu- 
ropeas calificadas  de  latinas,  así  como  en  las  ame- 
ricanas de  origen  español,  pueden  imputarse  a  co- 
munidad de  algunas  razas,  pero  no  de  raza  latina. 
Más  afines  somos  a  Francia  por  el  elemento  cél- 
tico, y  sin  duda  hay  parentesco  racial  entre  Es- 
paña y  Francia,  y  hasta  de  algunos  elementos  de 
su  población  pudiera  decirse  lo  que  de  sí  propio 


8  t.   PARDO   BAZÁN 


dice  el  héroe  de  Loti,  Ramuntcho:  "Ni  soy  espa- 
ñol ni  francés ;  soy  vasco". 

Rechacemos,  principalmente,  el  dictado  de  la- 
tinos, cuanldo  con  él  se  quiera  expresar  un  con- 
cepto de  decadencia.  A  fuerza  de  oír  repetir  y 
repetir  nosotros  también  que  los  latinas  estamos 
decadentes — en  diversos  grados — ,  hemos  llegado 
a  creer  igualmente  en  nuestra  pura  latinidad  y  en 
nuestro  decaimiento  efectivo,  inevitable.  Hemos 
dado  de  barato  que  sobre  el  mimdo  latino  pesa  una 
especie  de  fatalidad,  sin  ver  que  no  hay  fatalida- 
des, no  hay  nada  arbitrario  en  la  Historia;  los 
estados  transitorios  de  decaimiento  son  remedia- 
bles, y  la  Historia  está  llena  de  estos  ejemplos. 
Para  fortalecer  nuestra  voluntad,  pensemos  en  que 
nuestra  raza,  o  mejor  nuestras  razas,  las  de^  las 
naciones  latinas,  son  varias  y  en  general  superio- 
res, y  que  hasta  no  nos  faltan  componentes  bárba- 
ros, que  es  lo  que  ahora  se  cotiza  más  alto  y  está 
más  de  moda.  Y,  para  no  reconocernos  irremisi- 
blemente decadentes  ni  vencidos,  estudiemos  ince- 
santemente esa  suprema  manifestación  de  la  sen- 
sibilidad y  de  la  belleza  del  espíritu  humano,  que 
es  la  literatura. 

Nos  hemos  ido,  al  parecer,  lejos  del  asunto 
que  tratamos ;  pero  no  es  si  no  al  parecer.  No 
habría  error  más  grave  que  considerar  a  las  letras 
y  al  arte  en  general  como  algo  aplicado  sobre  el 
hombre,  algo  postizo.  El  arte  y  sus  diversas  ten- 
dencias y  matices  proceden  de  la  naturaleza  misma 
del  hombre,  y  las  necesidades  que  nos  son  comu- 
nes con  los  demás  organismos ;  sólo  que  el  hom- 
bre cincela,  pinta,  versifica  y  transforma  esas  ne- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    f-'RANCESA  9 

cesidades,  y  hasta  se  hace  a  ellas  superior,  y  las 
pisotea,  y  sobre  ellas  pone  la  enseña  de  su  espiri- 
tualidad. 

Al  tomar  por  asunto  el  lirismo  en  Francia, 
una  distinción  se  me  impone  desde  el  primer 
momento :  la  de  la  poesía  rimada  y  de  la  prosa ; 
pero  la  prosa  del  periodo  a  que  me  estoy  refirien- 
do, es  algo  que  a  la  poesía  se  asemeja,  y  que  se  ha 
llamado  prosa  poética,  fenómeno  debido  a  la  inva- 
sión del  lirismo,  cabalmente,  cuando  el  romanticis- 
mo trajo  su  triunfo  en  las  letras.  Muchas  de  las 
obras  que  se  presentan  como  modelos  de  tal  pe- 
ríodo, son  meramente  poesía  sin  rima.  Y  nadie 
ha  vacilado  en  calificar  a  Chateaubriand  y  a  Juan 
Jacobo  Rousseau  de  poetas  en  prosa.  Lamartine, 
no  lo  fué  menos  en  Rafael,  que  es  una  novela  en 
prosa,  que  en  las  Meditaciones^  que  son  rimas. 

La  novela  ha  sido  clasificada  entre  lo  que  pro- 
cede de  la  epopeya:  con  el  género  épico  guarda 
relación.  Pero  es  cierta  la  atribución,  cuando  la 
novela  reviste  carácter  narrativo,  porque  la  epo- 
peya es  siempre  una  narración  de  hechos,  un  re- 
lato. En  este  sentido,  puede  afirmarse  que  la  no- 
vela procede  de  la  antigua  epopeya,  y  cupo  decir 
que  la  Odisea,  por  ejemplo,  no  es  si  no  una  gran 
novela  de  aventuras.  Mas  las  novelas  de  la  época 
rcHTíántica  no  pertenecen  a  este  grupo  numero- 
so y  rico  que  tan  varias  formas  reviste,  desde 
la  Odisea  hasta  el  Quijote.  Hállanse  por  el  contra- 
rio empap>adas  de  sentimiento  personal,  de  indivi- 
dualismo. Son  Pablo  y  Virginia  y  la  Átala  y  el 
Rene,  de  Chateaubriand,  que  sublevó  a  toda  ima 
generación  contra  la  vida ;  son  Lelia,  poema  sata- 


10  e.    PARDO    BAZAN 


nico  de*!  orgullo,  y  Valentina,  apología  del  amor 
exaltado  y  en  lucha  con  la  sociedad ;  son  Obermán^ 
poema  del  tedio,  y  Adolfo,  poema  del  cansancio  y 
de  la  tortura  sentimental ;  son  la  Nueva  Eloísa,  de 
la  cual  todos  los  demás  proceden,  porque  si  la 
madre  del  lirismo,  eii  la  antigüedad,  fué  Safo,  en 
los  tiempos  modernos  el  padre  de  esta  criatura, 
triste  y  rebelde,  es  Juan  Jacobo,  cuya  influencia  se 
ha  dejado  sentir  hasta  este  momento,  y  seguirá 
ejerciéndose,  en  la  política,  en  la  pedagogía  y  ya 
no  tanto  en  las  letras,  pero  aun  siendo  en  ellas,  re- 
conocidamente, un  precursor.  Son  Corina  y  Delfi- 
na,  Madama  Bovary  y  el  Lirio  del  valle;  son  De- 
leite, de  Sainte  Beuve,  y  la  cruel  Fanny,  de  Fey- 
deau.  Los  poetas,  no  menos  influyentes  que  los 
novelistas,  en  la  propagación  del  romanticis- 
mo, darán  asunto  al  presente  libro,  que  compren- 
derá toda  la  poesía  francesa  moderna,  desde  An- 
drés Chénier  y  Lamartine  hasta  los  líricos  de  nues- 
tros días,  los  que  sólo  han  callado,  y  no  han  callado 
todos,  cuando  empezaron  a  movilizarse  las  tropas 
hacia  sus  frentes  de  batalla.  No  han  callado  todos, 
y  a  su  tiempo  lo  veremos ;  pero  el  momento  no  es 
favorable  a  las  Musas,  y  nada  tiene  de  extraño  que 
no  lo  sea.  El  momento  cierra  por  completo  un  pe- 
riodo literario,  que,  como  he  dicho,  comienza  en  el 
romanticismo  y  termina  con  la  disgregación  esco- 
lástica absoluta  de  los  primeros  años  del  siglo  XX. 
De  estos  estudios  resaltarán  varios  hechos  ge- 
nerales, cuyo  conjunto  es  el  cuadro  significativo 
de  todo  lo  que  cabría  llamar  la  vida  moral,  social 
e  intelectual  de  nuestra  época.  Toda  manifestación 
literaria  responde  a  profundas  raíces  sociales,  en- 


El.    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  II 


tendiendo  yo  aquí  por  social,  no  las  leyes,  ni  las 
instituciones,  ni  aun  la  Historia,  ni  esta  o  aquella 
clase,  sino  la  reunión  de  todas  estas  cosas,  y  su 
peso  y  fuerza  en  la  creación  espontánea  e  instin- 
tiva, aparentemente,  del  arte,  en  especial  del  lite- 
rario. Veremos,  sin  duda,  mucho  de  natural  en  la 
literatura,  pero  sometido  siempre,  aun  en  sus  for- 
mas más  rebeldes,  como  el  lirismo  y  el  individua- 
lismo, a  la  poderosa  acción  de  todos  esos  factores, 
de  los  cuales  nadie  se  ha  emancipado^JTal  poeta 
que  cree  no  conocer  más  ciencia  que  su  alma,  que 
se  tiene  por  algo  aislado  dentro  de  su  generación, 
que  se  coloca  en  actitud  de  retar  a  cuanto  le  ro- 
dea, no  es — ^si  bien  se  mira — «más  que  un  intérpre- 
te, un  reflejo,  la  voz  de  otros  espíritus  que  hablan 
por  su  boca.  Y  el  que  se  precia  de  ser  superior  a 
los  dolores  y  a  las  inquietudes  de  la  Humanidad, 
al  querer  hacerlo  revela,  no  sólo  su  propia  inquie- 
tud, sino  la  de  muchísimos  de  sus  contemporáneos. 
Todo  viene  del  conjunto  y  al  conjunto  vuelve,  y, 
por  eso,  los  poetas  de  cada  edad  y  los  novelistas 
de  cada  hora  encarnan  el  período  en  que  crean. 


II 

Dos  tendencias  del  romanticismo.— ¿Qué  es  el  lirismo? - 
Las  civilizaciones  antiguas  de  América.— Orígenes  del  li- 
rismo.—El  instinto  de  conservación  y  el  de  reproducción. - 
El  lirismo  literario  y  artístico  y  el  lirismo  social. 


Habiendo  fijado  para  lo  contemporáneo  en 
la  literatura  la  fecha  de  la  aparición  del  ro- 
manticismo, hago  la  necesaria  distinción  entre  el 
romanticismo  y  el  lirismo,  y  en  ella  debo  insistir, 
como  primer  jalón  del  camino  que  vamos  a  re- 
correr. 

Quiero  hacer  notar  que,  en  el  romanticismo, 
existen  dos  tendencias  muy  distintas:  la  lírica 
y  la  épica;  y  meramente  con  esto,  basta  para 
dejar  sentado  que  no  todo  romanticismo  es  li- 
rismo, aunque  el  lirismo,  tendencia  antigua  como 
la  Humanidad,  se  haya  desenvuelto  y  tomado  in- 
cremento desde  mediados  del  siglo  XVIII,  a  favor 
de  la  explosión  romántica. 

El  lirismo,  aunque  haya  sugerido  arte,  no  es  úni- 
camente tendencia  literaria,  si  bien  encuentra  su 
más  ahincada  expresión  en  ciertas  obras  literarias, 
algunas  aidmirables  y  maestras.  Pero  al  estudiar 
la  evolución  literaria  sorprende  y  se  impone  el  he- 
cho de  la  extensión  formidable  del  lirismo,  desde 
que  el  romanticismo  asoma ;  y  se  hace  como  invo- 
luntariamente la  observación  de  que,  caso  aislado 
o  por  lo  menos  singular  en  otras  épocas,  el  tipo 
lírico  sobreabundó  en  la  nuestra. 


14  E.    PARDO    BAZAN 


Aspiro,  al  hablar  del  lirismo,  a  definirlo  con  tal 
claridad,  que  ni  la  menor  sombra  quede  en  la  men- 
te de  los  lectores.  Y  para  ello  tengo  que  recordar 
que  el  lirismo  es  la  afirmación  del  individuo,  no 
diré  que  siempre  contra  la  sociedad,  pero  siempre 
sin  tomarla  en  cuenta,  y  muchas  veces  protestando 
contra  ella  tácita  o  explícitamente.  El  individuo 
ante  la  sociedad :  así  sucintamente  puede  formu- 
larse el  caso. 

Y  conviene  añadir  que,  al  decir  sociedad,  no  me 
refiero  a  ésta  ni  a  aquélla,  si  no  en  general  a  to- 
das las  que  se  han  sucedido  sobre  nuestro  globo, 
y  en  especial  a  las  que  podemos,  mediante  algunos 
datos  históricos,  conocer.  En  todas  partes  ha  exis- 
tido, seguramente,  una  organización  social,  más  o 
menos  rudimentaria,  más  o  menos  fuerte  y  cohe- 
rente. En  las  mismas  cuevas  prehistóricas  es  pro- 
bable que  la  horda  que  se  refugiaba  en  ellas  se 
hubiese  organizado  y  aceptase  normas  de  consti- 
tución para  fines  de  utilidad  general,  mejor  o  peor 
entendidos,  que  esto  no  es  lo  que  tratamos  ahora. 
La  rudeza  de  las  costumbres  no  impide  la  organi- 
zación, y  hasta  voy  a  decir  algo  que  es  un  hecho 
constante,  tal  vez  no  muy  observado  en  su  signifi- 
cación. 

Creyéramos  que  la  individuaHdad  se  ha  mani- 
festado desde  el  principio  del  mundo,  y  que  en  los 
primitivos  tiempos  se  mostró  más  sublevada  y 
anárquica:  y  al  creerlo,  nos  equivocaríamos  de 
medio  a  medio :  la  individualidad  es  una  conquis- 
ta, funesta  o  no,  esto  no  vamos  ahora  a  aquilatar- 
lo, de  las  avanzadas  civilizaciones. 

Me  he  fijado  en  ello  al  estudiar  un  poco  la  his- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  1 5 

toría  de  America.  ¿Por  qué  la  historia  de  Amé- 
rica? Porque  el  estado  de  América,  cuando  nues- 
tras proas  abordaron  a  sus  playas ;  la  fase  de  ci- 
vilización en  que  la  encontramos,  pudiendo,  por 
rara  fortuna,  sorprender  el  secreto  de  edades  que 
hacía  tanto  tiempo  Asia  y  Europa  se  habían  deja- 
do atrás,  la  lección  de  primitivismo  que  allí  pudi- 
mos aprender,  nos  demostró  plenamente  que  nunca 
el  hombre  fué  menos  lírico  que  en  semejantes 
estados  sociales.  El  ideal,  que  hoy  tanto  se  pre- 
coniza, de  una  sociedad  perfectamente  organizada, 
reglamentada,  sumisa,  formulista,  nos  lo  ofrecen 
aquellos  Estados,  Imperios  y  Confederaciones  que, 
anárquicamente,  e  iba  a  decir  líricamente,  conquis- 
taron con  la  espada  los  españoles  del  siglo  XVI ; 
los  cuales,  procedían  contra  las  órdenes  o  al  me- 
nos sin  las  órdenes  de  la  autoridad  y  de  lo  que  hoy 
llamaríamos  el  Poder  central.  Todos  los  cronistas 
están  conformes  en  pintar  la  extraordinaria  sumi- 
sión, la  ciega  obediencia  que  a  sus  caciques  y  je- 
fes mostraban  aquellos  pueblos,  y  lo  compacto  y 
bien  trabado  de  sus  instituciones,  fundadas  en  el 
acatamiento  estricto  de  la  autoridad,  la  ley  y  la 
costumbre,  allí  identificadas.  De  suerte  que  pode- 
mos establecer  que  los  pueblos  antiguos  —  que  se 
parecían  más  a  los  encontrados  por  nosotros  en 
América,  que  a  nuestras  sociedades  modernas — 
presentaban  la  misma  coherencia  y  unidad  social. 
Cuánto  más  primitiva  es  una  civilización — -por- 
que las  de  América  civilizaciones  eran,  aunque  de 
un  período  evolutivo  muy  anterior  al  de  sus  con- 
quistadores— ;  cuanto  más  primitiva,  repito,  más 
social  la  encontramos  y  más  sometido  en  ella  el 


l6  E.    PARDO    BAZÁN 


individuo  a  la  colectividad.  Instituciones  de  hie- 
rro, costumbres  ya  sagradas,  contra  las  cuales  no 
había  resistencia:  esto  nos  presenta  la  América 
conquistada  por  nosotros.  Y  sin  duda  no  faltarían 
en  ella  almas  líricas,  y  hasta  almas  de  decadencia 
sentimental,  y  una  fué  la  del  Jefe  de  hombres,  co- 
múnmente llamado  Emperador  Moctezuma,  tan  cu- 
riosa y  digna  de  estudio ;  pvero  no  abundan,  al  me- 
nos que  sepamos,  o  no  se  revelan  y  descubren ;  y 
no  es  ésta  la  menor  diferencia  entre  aquella  his- 
toria y  la  de  nuestro  Continente. 

Y  por  esta  observación  que  precede,  vengo  a 
otra,  que  es  la  de  que  el  lirismo  es  una  manifesta- 
ción de  sentimiento,  o  por  mejor  decir,  de  senti- 
mientos, que  pueden  expresarse  por  el  arte  o  por 
la  acción.  Muchos  elementos  sentimentales,  la  ma- 
yoría, no  salen  fuera  del  santuario  del  espíritu,  y 
son  sin  duda  los  menos  aquellos  que  se  afirman 
por  algo  exterior.  A  nuestro  asunto  interesan  los 
que  se  descubren  por  medio  de  las  letras,  y  la 
creación  de  la  fantasía,  cuando  responde  a  la  ver- 
dad del  sentimiento,  tiene  el  mismo  valor,  y  aun 
a  veces  tiene  más,  que  los  seres  reales,  que  mate- 
rialmente existieron.  Ahí  está,  por  ejemplo,  Wer- 
ther,  encarnación  del  sentir  de  Goethe,  con  más 
valor  y  nadie  dudará  de  que  vale  y  significa 
más  que  un  suicida  que  ayer  se  lanzó  por  el  Via- 
ducto. 

El  estudio  del  sentimiento  en  el  arte  cada  día 
gana  terreno,  y  si  un  día  pudo  considerarse  fútil 
y  hasta  indigno  de  la  crítica  con  pretensiones  de 
seriedad,  hoy  se  piensa  de  otro  modo.  La  raíz  hu- 
mana son  los  grandes  sentimientos,  cuyo  origen 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  1/ 

profundo  voy  a  esbozar,   según   creo  entenderlo 
en  su  más  sencilla  fórmula. 

Los  instintos  primarios  de  la  Humanidad  son 
dos,  y  responden  a  sus  necesidades  constantes  e 
imperiosas :  pudieran  calificarse  de  instinto  crea- 
dor e  instinto  destructor,  pero  no  sería  el  nombre 
enteramente  exacto :  prefiero  decir  instinto  de  re- 
producción e  instinto  de  conservación.  En  dos  pa- 
labras: amor  y  hambre.  Lo  mismo  que  el  bruto, 
clamará  indignado  todo  espiritualista.  Si,  lo  mi>- 
mo  que  el  bruto :  y  aquí  no  vendría  mal  citar  al 
Eclesiastés,  que  estampa  crudamente :  "igual  es  el 
ánima  del  hombre  al  ánima  del  jumento".  Con 
igual  indulgencia  que  se  explica  piadosamente  la 
sentencia  de  Salomón,  ruego  que  se  explique  la 
mía.  No  hay  nadie  más  convencido  de  nuestra  es- 
piritualidad, y  encuentro  justamente  su  maravi- 
llosa obra  en  que,  de  iguales  necesidades,  nazcan, 
en  las  especies  puramente  animales  y  en  la  huma- 
na, tan  distintos  efectos.  El  hombre  ideaHza  la  ne- 
cesidad y  saca  de  ella  el  arte,  con  sus  manifesta- 
ciones sentimentales.  El  signo  más  alto  de  la  no- 
bleza humana  es  por  eso  el  arte,  en  el  cual  no  pue- 
de menos  de  reflejarse  la  vida,  la  interna  como  la 
externa. 

Reduciendo,  como  antes,  la  cuestión  a  sus  tér- 
minos elementalísimos,  diríamos  que  el  arte  realis- 
ta procede  del  instinto  de  conservación,  y  el  Iítí- 
co,  del  de  reproducción.  Parece  demasiado  escue- 
to, y  voy  a  revestir  un  poco  estas  afirmaciones  so- 
brado desnudas,  carnadas.  El  realismo  en  el  arte 
tiene  su  primer  documento,  que  sepamos,  en  las 
pinturas  rupestres,  por  cierto  muy  hermosas  y  lie- 


E.    PARDO    BAZÁX 


ñas  de  verdad.  Da  asunto  a  estas  pinturas  la  ne- 
cesidad de  nutrirse:  son  figuras  de  los  animales 
que  cazaba,  para  aprovechar  su  carne,  el  hombre 
de  aquellas  edades  primitivas.  En  ese  sentido,  ta- 
les pinturas  y  diseños  son  una  imagen  social  llena 
de  realismo.  La  arquitectura,  que  aparece  después, 
es  un  arte  social  y  realista  por  excelencia.  Presi- 
de a  su  aparición  la  necesidad  de  defenderse,  de 
resistir  a  los  enemigos,  de  poseer  moradas,  y,  cosa 
doblemente  social  todavia,  de  agruparse  en  la  ciu- 
dad los  que  unían  intereses  comunes.  Todo  esto 
no  es  comer,  materialmente  hablando;  pero  es 
sustentarse,  es  vivir. 

¿Y  cómo  nació  otra  forma  del  arte:  el  idealis- 
mo y  el  Hrismo?  Aquí  es  donde  el  hombre  se  ele- 
va por  cima  de  la  animalidad,  si  alguna  vez  pudo 
existir  dentro  de  ella,  cosa  que  yo  por  mí  no 
creo  y  que  la  ciencia  no  ha  demostrado.  Aquí  po- 
nemos la  mano  en  lo  más  sorprendente  y  mis- 
terioso de  los  fenómenos  morales  de  la  Huma- 
nidad. AUadode  la  moraday  de  la  muralla,  y  quién 
sabe  si  antes,  en  los  períodos  de  nomadismo,  el 
hombre  levantó  el  ara  donde  cada  pueblo  invocó 
a  sus  númenes.  Las  dos  grandes  tendencias  del 
arte :  el  realismo  y  el  lirismo,  encontraron  en 
él  anchísimo  campo,  porque  el  ara  es  a  la  vez 
cosa  muy  real  y  muy  socialmente  hablando, 
la  más  organizadora  que  hoy  puede  concebirse, 
y  cosa  muy  ideal  y  sentimental,  muy  lírica,  pu- 
diendo  asegurarse  que  lo  abarca  todo.  El  sen- 
timiento de  las  razas  y  de  los  pueblos  ha  sido  lo 
que  han  sido  sus  creencias  religiosas. 

Debemos  admirar  cómo  el  espíritu  del  hombre. 


EL    LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA  I9 

en  reñnada  alquimia,  transforma  ios  instintos  pri- 
mitivos y  los  convierte  en  tal  cúmulo  de  bellezas 
y  de  energias  sentimentales,  que  nadie  los  cono- 
ciera. El  animal  cumple  sencillamente  la  función, 
y,  satisfecho,  no  pide  más,  ni  intensifica,  ni  afina, 
ni  extiende  la  serie  de  nociones  dependientes  de 
la  noción  originaria.  El  hombre,  empujado  por  la 
necesidad  de  nutrición,  va,  y  en  esto  no  se  dife- 
rencia tanto  de  las  especies  animales,  hacia  la  ne- 
cesidad de  lucha,  a  fin  de  conquistar  el  sustento; 
pero,  una  vez  establecido  el  sistema  del  combate 
vital  para  vivir  de  lo  conquistado,  crea  una  serie 
de  sentimientos  que  llegan  a  lo  sublime  y  que  en- 
noblecen, y  dignifican,  y  derraman  el  óleo  del  arte 
sobre  la  necesidad  urgente,  grosera,  ineludible. 
Viene,  verbigracia,  lo  heroico,  únese  a  lo  heroico 
lo  patriótico,  y  ya  está  abierto  el  camino  a  los  no- 
bles sentires  que  desprecian  la  vida,  justamente 
porque  proceden  de  la  necesidad  de  conservarla. 
Llega  a  olvidarse  el  motivo  de  las  guerras,  ante 
su  belleza,  ante  los  desenvolvimientos  poéticos  que 
de  ellas  se  originan.  Y  voy  a  citar  un  ejemplo  to- 
mado de  esa  historia  de  América,  en  la  cual  tanta 
doctrina  de  belleza  encontraríamos  si  la  quisiése- 
mos buscar.  Hubo  en  América  una  raza  inteligen- 
te y  varonil,  la  azteca,  que  llegó  a  redondear  sus 
Estados  y  a  poseer  el  territorio  que  juzgó  sufi- 
ciente para  cubrir  todas  sus  necesidades  de  ali- 
mentación y  de  cultivo  agrícola.  Es  decir  que  los 
aztecas  ya  no  habían  menester  guerrear  y  podían 
permanecer  pacíficos,  sin  inquietar  a  las  otras  agru- 
paciones limítrofes.  Mas  sentían  una  necesidad 
que  me  atrevo  a  llamar  espiritual,  y  lo  era,  pues- 


20  E.    PARDO    BAZÁN 


to  qu€  era  religiosa,  impuesta  por  esos  diases  que 
Moctezuma  declaraba  suficientemente  buenos  para 
ellos.  El  fiero  Huitzilo  poztli,  a  quien  nuestros  sol- 
dados llaanaban  Huchilobos,  pedia  para  sus  aras 
sacrificios  de  hombres  y  corazones  arrancados.  No 
era,  pues,  por  comer  más  maíz  y  más  gallinas  por 
lo  que  se  guerreaba,  sino  por  algo  que,  en  su  bár- 
baro horror,  debo  llamar  espiritual;  algo  que  no 
es  reductible  a  las  exigencias  del  estómago.  De 
ellas  ha  venido  ciertamente  toda  guerra:  la  qtie 
estamos  presenciando,  nos  hemos  hartado  de  re- 
petirlo y  de  oírlo,  esta  guerra  ultracientífica,  de 
humanidad  avanzada  y  en  la  cúspide  de  su  evo- 
lución, no  se  deriva  sino  de  móviles  económicos ; 
pero  sobre  esta  base  antigua  como  la  vida  troglo- 
dítica, ¡  qué  de  bordados  y  recamos  no  ha  puesto 
la  fecunda  sensibilidad  del  hombre ! 

En  estos  pueblos  por  España  conquistados,  ha- 
llamos también  una  nota  que  no  quiero  pasar  en 
silencio :  y  es  la  de  la  ausencia  de  lirismo.  Como 
queda  diolio,  eran  sociales  por  excelencia,  y  el  in- 
dividuo no  había  iniciado  allí  su  protesta.  A  veces, 
un  mozo  hijo  de  las  mejores  familias  era  señalado 
para  morir  sobre  la  losa  de  jade,  rasgado  el  pecho 
por  un  cuchillo,  el  cuchillo  de  pyedernal.  Y  la  víc- 
tima, no  sólo  aceptaba  su  suerte,  sino  que  se  en- 
orgullecía de  ella,  y  andaba  alegre  y  gozoso  el 
tiempo  que  precedía  a  la  inmolación.  La  mitología 
azteca  desconoce  la  fábula  sentimental ;  hay  un 
curioso  estudio  que  hacer  entre  nuestra  mitolofá- 
bula  y  la  que  encontramos  en  aquellos  países,  que 
se  hallaban  en  un  período  comparable  al  primitivo 
heroico  griego.  En  Grecia,  fué  el  sentimiento  el 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  21 

que  tal  vez  desterró  el  sacrificio  humano  propicia- 
torio, con  d  caso  de  Ifigenia,  lastimoso  caso. 
¿Quién  sabe  si  la  historia  de  Atreo  no  rechazó 
para  siempre  el  canibalismo,  que  no  hubo  pueblo 
primitivo  que  no  practicase? 

La  humanización,  por  decirlo  así,  de  la  Huma- 
nidad, es  obra,  en  gran  parte,  de  la  reacción  indi- 
vidualista, en  que  se  desenvuelve  la  vida  sentimen- 
tal. Y  he  ahí  por  qué  es  cosa  que  de  una  vez  debe 
quedar  bien  esclarecida  y  definida,  el  derecho  del 
sentimiento  a  ser  considerado  nervio  y  médula  del 
arte,  y  a  que  no  se  le  mutile  cuando  forma  parte 
de  la  manifestación  artística  de  cualquier  época. 
Insisto  en  esto,  y  quiero  dejar  desviado  este  obs- 
táculo, porque  en  la  materia  de  este  libro  entran 
dos  cosas  muy  desdeñadas,  y  muy  sospechosas,  y 
muy  mal  vistas  y  shocking  diré  familiarmente, 
para  no  pocos  escritores  y  moralistas.  Son  las  no- 
velas, y  las  historias  y  cuentos  de  amores. 

El  amor  es  la  humanización  de  uno  de  los  dos 
instintos  que  he  considerado  como  originarios,  y 
añadiré  que,  de  los  dos,  es  el  que  más  ha  sido  su- 
blimizado, decorado,  poetizado  y  magnificado  por 
el  hombre,  distanciándolo  tanto  de  su  expresión 
animal,  como  dista  del  carbón  el  diamante.  Yo  no 
diré  que  el  hombre,  al  realizar  esta  transforma- 
ción prodigiosa  dentro  de  sí  mismo,  ha  trabajado 
en  pro  de  su  felicidad  ;  sobre  tal  punto  mucho  ha- 
bría que  tejer  y  destejer ;  nada  bastante  se  ha  tra- 
tado y  discurrido;  diré  sí  que,  para  su  dignidad, 
para  la  belleza  de  su  psicología,  la  transforma- 
ción es  asombrosa,  por  más  que  se  realice  a  cada 
paso,  ante  nuestros  ojos.  Pensemos  una  vez  m.ás 


2.2  E.    PARDO    BAZÁN 


en  Werther,  y  admitamos  que  muchachas  como 
Carlota  habría  veinticinco  mil  en  Alemania,  y  que 
no  va;lía  la  pena  de  pegarse  un  tiro  por  una  muy 
semejante  a  las  demás.  Sin  embargo,  tales  argu- 
mentos de  sensatez  nada  explican.  Kay  más  en  el 
caso  de  Werther,  y  lo  demostraría  con  el-  análisis 
de  la  novela,  si  la  menor  delicadeza  crítica  no  bas- 
tase para  comprenderlo.  ¿Que  hay  en  el  Quijote, 
si  no  una  novela  que  presenta  con  gracia  infinita 
y  con  deliciosa  penetración  una  de  esas  transfor- 
maciones amorosas,  materializada  con  tal  acierto 
en  la  aparición  de  las  rústicas  labriegas  y  de  las 
Maritornes  y  meretrices  a  quienes  hace  damas  y 
princesas  la  fantasía?  Siempre  que  oigamos  repe- 
tir que  las  historias  de  amores  sen  fruslerías,  nu- 
gas,  materia  indigna  de  la  crítica,  pensemos  en  Don 
Quijote  y  la  sin  par  Dulcinea.  No  por  eso  se  en- 
tienda tampoco  que  sanciono  como  arte,  ni  como 
sentimiento  tanto  y  tan  enfadoso  relato  de  amo- 
res como  nos  produjo,  desde  el  advenimiento  del 
romanticismo,  la  literatura  universal.  La  manifes- 
tación del  sentimiento  se  encierra  en  unas  cuan- 
tas novelas,  unos  cuantos  versos,  algunos  dramas. 
Es  lo  único  que  considero  necesario  tomar  en 
cuenta,  sin  perderse  en  la  intrincada  maraña  de 
la  literatura  inferior.  Cuando  decimos  que  el  hom- 
bre ha  sublimizado  un  instinto  material,  no  exten- 
damos tanto  el  concepto  que  no  creamos  que  todo 
hombre  es  Quijote  o  Ainadís.  Lo  serán,  quizás, 
algunos  que  no  conocemos ;  la  literatura  nunca  los 
cuenta  por  docenas. 

Son,  sin  embargo,  sobrado  numerosos  y  sobra- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  2^ 


do  elcxruentes  los  testimonios  líricos,  para  que  no 
veamos  en  ellos  representación  completa  de  la  vida 
espiritual.  La  raíz  es  una  misma,  es  el  amor,  para 
el  cual  he  reclamado  todo  respeto,  ya  que  de  él  se 
deriva  la  idealidad  humana.  Notemos  cómo  no  se 
ha.  encontrado  otra  palabra  que  exprese  las  fuer- 
zas impulsivas  de  la  voluntad,  y  hoy,  lo  mismo 
que  en  tiempo  de  Dante,  el  Amor  es  quien  mue- 
ve al  sol  y  a  las  demás  estrellas.  Baste  recordar 
que  las  formas  más  ricas  e  intensas  del  misticis- 
mo aparecen  como  derivaciones  de  amor,  y  re- 
visten tal  carácter,  y  esto  sólo  sería  suficiente 
para  sugerir  la  seriedad  y  la  dignidad  altísima  del 
tema  lírico. 

Y  este  tema,  contenido  en  las  almas  desde  las 
más  remotas  épocas,  ha  adquirido  en  nuestros 
días  plenitud  de  desarrollo — insisto  en  que  nues- 
tros días  no  son  rigurosamente  el  día  en  que  vi- 
vimos, sino  el  tiempo  en  que  se  han  desarrollado 
los  sucesos  que  distinguen  a  nuestra  época  entre 
las  demás  de  la  Historia — ;  y  a  juzgar  por  los 
indicios,  esa  plenitud  de  desarrollo  del  lirismo, 
desde  mediados  fines  del  siglo  XVIII  acá,  pare- 
ce cosa  terminada,  cerrada,  conclusa,  agotados  sus 
brotes  y  seco  su  tronco  y  raigambre  extensísima. 
O  mucho  me  engaño,  o  el  lirismo  habrá  de  luchar 
para  renacer,  otra  vez,  de  las  grandes  corrientes 
de   individualismo,  que  no  han  dejado  de  manar. 

Puede,  es  cierto,  hacerse  distinción  entre  el 
lirismo  en  el  arte  y  en  las  letras  y  el  lirismo 
en  la  vida,  en  la  Sociedad  y  en  las  costum- 
bres;  pero   esta   distinción   no   la   haré,   porque 


24  E.    PARDO   BAZÁN 


creo  en  el  profundo  enlace  de  la  vida  y  la 
sociedad  con  las  letras,  ya  éstas  la  retraten  y  ex- 
presen, ya  la  combatan  y  reprueben,  que  es  otro 
modo  de  indentificarse  con  ella.  El  lirismo  estuvo 
profunda  e  íntimamente  unido  a  la  evolución  so- 
cial, siendo,  no  obstante,  antisocial  muy  a  menudo 
y  casi  por  naturaleza.  Expresión  de  la  sociedad 
fueron  las  novelas  líricas  y  antilíricas  del  período 
romántico.  Al  abordar  el  tema,  hay  que  empezar 
por  distinguir  entre  lo  romántico  y  lo  lírico. 

La  distinción  es  estrictcumente  necesaria,  no  sólo 
porque  es  frecuente  confundir  ambas  cosas,  sino 
porque  estamos  en  un  momento  en  que  las  escue- 
las literarias  propiamente  dichas,  como  el  roman- 
ticismo, parecen  relegadas  a  la  penumbra  de  lo 
pasado;  pero,  fuera  de  las  normas  de  escuela,  el 
lirismo  tiene  que  renacer  ardiente  y  poderoso, 
como  protesta  del  individuo  contra  la  colectivi- 
dad, dominadora  del  momento  presente,  hasta  un 
grado  increíble. 

El  momento  presente  se  diferencia  de  todos  los 
demás  que  la  Historia  registra,  no  sólo  por  la  ex- 
tensión e  intensidad  de  la  lucha  material,  sino  por 
el  carácter  de  esa  lucha.  Ninguna  de  las  que  pu- 
diésemos recordar,  ningún  conflicto  de  pueblos 
con  pueblos,  ha  sido  tan  cerradamente  antilírico. 
ni  tan  marcadamente  utilitario,  ni  hasta  tal  pun- 
to obra  de  las  colectividades,  llámense  éstas  pue- 
blo, nación  o  conjunto  de  razas. 

En  la  serie  de  estos  estudios  veremos  cómo  el 
movimiento  lírico,  que  hizo  brotar  el  romanticis- 
mo, no  sólo  como  escuela  literaria,  sino  como 
agitación  universal,  con  caracteres  análogos  en  las 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA  25 

diversas  naciones,  con  el  romanticismo  empezó  a 
decaer. 

El  momento  culminante  del  lirismo  literario 
podemos  situarlo  entre  1760  y  1840;  el  momento 
culminante  del  lirismo  político  y  social  fué  aqtiel 
que  media  entre  la  Revolución  francesa  y  las  dis- 
tintas formas  del  anarquismo,  en  varios  países, 
como  Rusia,  Italia  y  España.  No  es  el  objeto  de 
este  libro  estudiar  el  anarquismo  político  y  su 
desarrollo ;  pero  no  cabe  entrar  en  su  materia  sin 
dejar  establecido  que  el  lirismo  no  fué  tan  sólo 
un  fenómeno  estético,  sino  que  llegó  a  lo  más 
hondo  de  la  entraña  social  y  política,  a  la  raíz  y 
base  de  las  sociedades  europeas.  El  anarquismo 
guardó  estrecha  relación  con  el  lirismo  literario, 
aun  cuando  no  fuese  la  misma  cosa,  pero  proce- 
día de  la  misma  tendencia ;  y  en  algunos  tiix)s  de 
anarquistas  de  acción  y  profesionales  no  es  -difí- 
cil descubrir  la  hibridación  literaria,  y  la  morfo- 
logía del  lirismo  artístico. 

Por  su  infiltración  en  la  sociedad,  durante  al- 
gunos lustros,  el  romanticismo,  en  el  cual  se  des- 
envolvió la  tendencia  lírica,  tuvo  un  período  de 
triunfo,  y  después  otro,  que  al  iniciarse  la  guerra 
duraba  aún  su  resurgimiento.  Nadie  ignora  que 
si  el  romanticismo  como  escuela  literaria  había 
muerto  hacia  1850,  como  escuela  literaria  reapa- 
reció hacia  1889,  bajo  otros  nombres  variados, 
entre  los  cuales  prevaleció  el  de  decadentismo.  Ya 
en  esta  segunda  etapa,  el  romanticismo  no  es  ex- 
presión social.  La  sociedad  no  se  deja  empapar 
de  él,  como  en  los  albores  del  siglo.  Los  peligros 
del  lirismo  son  conocidos  v  están  señalados ;  su 


26  e;.  pardo  bazán 


expresión  políiica  ha  sido,  en  cierto  modo,  pros- 
crita, hasta  por  las  multitudes,  en  las  cuales  do- 
mina la  tendencia  socialista  y  empiezan  a  restau- 
rarse las  ideas  de  organización.  Esta  segunda  épo- 
ca lirica  presenta  fenómenos  interesantísimos  y 
personalidades  marcadas  con  fuerte  sello  de  ori- 
ginalidad poética;  pero  se  manifiesta  como  algo 
divergente  de  la  sociedad,  que,  por  decirlo  asi,  la 
rechaza  de  su  seno,  como  en  parte  había  rechaza- 
do el  romanticismo,  aun  en  los  momentos  en  que 
más  se  había  apoderado  de  ella. 

El  lirismo,  lo  sabemos,  es  en  gran  parte  la  pro- 
testa del  individuo  contra  la  sociedad,  la  rebeldía 
a  lo  que  la  sociedad  le  presenta  como  fórmula  ne- 
cesaria de  la  relación  humana.  No  es  nueva  ni 
desconocida  la  observación  de  que  en  el  arte  y 
en  las  letras  late  un  instinto  de  libertad  y  protes- 
ta, una  inquietud  renovadora,  cuyo  carácter  es  de 
suyo  individualista,  profunda  y  originariamente 
individualista,  y,  por  ende,  lírico.  No  diré  que  sean 
líricas  por  necesidad  todas  las  grandes  obras  de 
arte ;  sería  una  inexactitud  patente ;  pero  digo  que 
la  resistencia  a  lo  que  limita  y  cohibe  el  criterio  y 
el  sentir  individual,  es  una  gran  raíz  estética,  que 
hallamos  en  las  letras  desde  el  principio  de  los 
tiernpos. 


III 


El  lirismo  en  las  sociedades  primitivas  —La  antigüedad; 
India,  Ninlve,  Egipto,  Grecia  y  Roma.— Caracteres  del  li- 
rismo cristiano.— Los  primeros  siglos  de  nuestra  era. 

En  el  capítulo  anterior  he  hablado  de  las  dos 
direcciones  principales  del  arte  originadas  por  el 
instinto.  El  concepto  primario  del  reallismo  es  el 
más  explicable,  es  algo  que  se  deriva  necesaria- 
mente de  la  esencia  misma  de  las  cosas.  La  vida 
humana  comienza  con  la  lucha  para  hacer  fren- 
te a  necesidades  apremiantisimas,  y  el  hombre,  de- 
dicado a  cazar  fieras  y  alimañas  silvestres  para 
alimentarse,  lo  primero  que  con  carácter  artístico 
produce  son  las  figuras  de  esas  mismas  alimañas 
y  salvajinas  que  persigue  y  de  cuya  carne  y  gra- 
sa se  sustenta.  Desde  los  orígenes  de  la  sociedad 
humana,  la  tendencia  tiene  que  ser  realista,  por- 
que esa  sociedad  forma  sus  rudimentos,  no  por 
dictados  de  capricho  individualista,  sino  por  apre- 
mios de  carácter  profundamente  positivo,  inme- 
diato, y  que  siente  toda  la  horda,  toda  la  tribu, 
todo  el  pueblo.  Es  cierto  que  acaso  en  esos  primi- 
tivos tiempos  a  que  me  refiero  para  iluminar  el 
problema,  se  ha  señalado  más  que  nunca  lo  que 
llamaré  el  individualismo  de  las  razas  y  de  los 
pueblos  diversos,  y  en  tan  tempranos  períodos  se 
diseña  ya  la  diferencia  de  las  agrupaciones  étni- 
cas que  tienen  cada  una  su  modo  lírico,  especial. 


E.    PARDO    BAZAN 


De  este  principio  de  diversidad  hay  que  echar 
mano  para  explicarse  esas  diferencias  tan  singu- 
lares como  profundas  y  hasta  esas  oposiciones  y 
contrastes  de  creencias  y  costumbres,  que  todavía 
persisten,  y  acaso  persistan  siempre. 

Es  decir  que,  a  pesar  del  común  origen  de  los 
humanos  y  de  haber  tenido  todos  que  afrontar, 
desde  el  primer  día,  las  mismas  urgentes  necesi- 
dades, lo  que  yo  llamo  el  individualismo  étnico  se 
impuso.  Las  creencias  religiosas  son  lo  más  ínti- 
mo que  puede  haber:  y  supone  una  gran  diferen- 
cia entre  raza  y  raza,  pueblo  y  pueblo,  esa  diver- 
sidad de  creencias,  que  podemos  llamar  espontá- 
neas, ya  que  no  sabemos  que  hayan  sido  impues- 
tas, como  lo  fué,  por  ejemplo,  la  de  Mahoma. 

Estas  creencias  influyeron  de  tal  modo  en  el 
desenvolvimiento  de  los  mitos  y  de  las  peculiares 
creaciones  artísticas  de  cada  pueblo,  que  en  mu- 
chos de  ellos  tuvieron  que  ser  poderoso  obstáculo 
a  la  normalidad  del  realismo,  creando  una  red  de 
idealismos  peculiares,  reflejados  en  las  primitivas 
representaciones  artísticas.  Las  diosas  de  múlti- 
ples senos ;  los  dioses  de  cabeza  de  toro,  como  el 
negro  Mo'loch ;  tantas  y  tantas  deformaciones  de 
la  verdad,  si  dieron  a  la  fantasía  alas  y  al  senti- 
miento inesperadas  formas,  fueron  lo  más  contra- 
rio posible  a  la  nación  de  la  verdad  como  inspira- 
dora de  las  letras  y  del  arte. 

Sentado  lo  anterior,  consagraré  al  pasado  lírico 
una  rápida  ojeada,  antes  de  entrar  en  el  terreno 
de  lo  contemporáneo. 

El  Hrismo,  manifestado  o  no,  sabemos  que  tie- 
ne que  ser  tan  antiguo  como  el  hombre ;  siempre 


EL    LIRISMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA  29 

habrán  existido  reacciones  y  protestas  de  la  indi- 
vidualidad, o,  mejor  dicho,  siempre  ésta,  en  se- 
creto o  en  público,  se  habrá  rebelado  y  amotinado 
contra  lo  que  impida  su  expansión.  Consciente  o 
no  esta  rebeldía — ^y  que  fué  perfectamente  cons- 
ciente desde  muy  antiguo  lo  demostraría  el  mito 
de  los  Titanes  en  general,  y  el  de  Prometeo  en 
particular — ,  la  encontramos,  no  sólo  en  el  origen 
de  las  literaturas,  sino  en  el  de  las  fábulas  y 
símbolos  religiosos,  lo  más  lejos  que  puede  alcan- 
zar nuestra  vista. 

En  el  vasto  río  de  la  poesía  india,  en  las  gigan- 
tescas epopeyas,  está  entremezclado  buen  número 
de  elementos  líricos.  En  la  comedia  de  Kalidasa, 
titulada  El  matrimonio  por  sorpresa,  el  estudiante 
Malava  y  la  bella  Malati  compiten  con  nuestros 
Amantes  de  Teruel,  aunque  tengan  más  triste  des- 
enlace los  amoríos  de  estos  últimos. 

Tal  lirismo  idealista,  que  brota  en  singulares 
derivaciones  y  florescencias  al  lado  del  realismo 
natural,  no  podíamos  menos  de  hallarlo  en  la  In- 
dia, que  es  la  comarca  donde  se  encuentra  todo,  el 
pueblo  de  los  orígenes  por  excelencia.  No  hay 
raza  que  más  haya  sentido  la  Naturaleza ;  no  hay 
raza  que  así  la  haya  contemplado,  cara  a  cara, 
como  esa  raza  que  pobló  las  dos  grandes  penínsu- 
las asiáticas  que  divide  el  Ganges.  Sin  embargo, 
no  será  en  la  mera  contemplación  de  la  Naturale- 
za ni  en  su  imitación  artística  donde  la  India  ha 
descubierto  sus  reyes  y  héroes  que  son  encarna- 
ción de  divinidades,  ni  sus  mágicas  metamorfo- 
sis, ni  sus  guerreros  que  entran  y  salen  a  volun- 
tad en  el  cuerpo  de  los  demonios,  ni  sus  serpien- 


30  E.    PARDO    BAZÁN 


tes  amigas  del  hombre,  ni  sus  lindas  apsaras,  ni 
sus  gandarvas  o  músicos  celestes.  Lejos  de  pare- 
cer una  fiel  transcripción  de  lo  natural,  la  litera- 
tura india  hace  el  efecto  de  un  cuento  de  hadas, 
de  un  sueño ;  en  más  de  una  ocasión  recuerda  las 
increíbles  aventuras  fantásticas  de  los  libros  de 
caballerías. 

Tampoco  el  arte  asirlo,  del  cual  algo  sabemos 
por  las  ruinas  de  Nínive,  aunque  abunde  en  re- 
presentaciones realistas,  de  un  realismo  exacto  y 
documental,  ha  evitado  los  toros  con  faz  humana, 
ni  los  leones  alados,  como  Egipto  no  evitó  la  es- 
finge, el  coloso,  ni  la  zoología  semihumana,  los 
dioses  con  testa  de  gavilán  o  de  carnero.  Los  he- 
breos, por  tener  una  religión  superior,  tuvieron 
representaciones  más  espirituales  y  más  reales  a 
la  vez,  dentro  de  lo  simbólico.  Odiando  al  ídolo, 
proscribiéndolo,  cifrando  la  religión  en  el  Tem- 
plo y  el  Arca,  su  literatura,  de  la  cual  quedan 
muestras  tan  sublimes  y  magníficas,  lo  fué  hasta 
tal  punto,  que  los  modelos  del  realismo  están  en 
las  narraciones  de  Rut  y  Ester,  en  la  historia  de 
José  y  en  otros  fragmentos  de  la  Biblia.  El  liris- 
mo aparece,  y  cuan  espléndido,  con  los  Salmos  de 
David,  con  los  libros  de  Salomón,  con  el  mismo 
libro  de  Job. 

La  Biblia,  en  medio  de  su  alto  sentido  histórico, 
encierra  innumerables  elementos  líricos,  y  dificul- 
to que  el  lirismo  religioso  pueda  avanzar  un  paso 
desde  el  poeta  Salmista,  ni  «[ue  el  romanticismo 
llegue  a  presentar  un  tipo  lírico  de  la  fuerz^  asom- 
brosa del  de  Salomón,  a  cuyo  lado  Fausto,  Rene, 
Manfredo  y  Don  Juan  se  quedan  en  mantillas. 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  3 1 

Entramada  y  entretejida  de  lirismo  está  la  li- 
teratura griega.  Y  conviene  hacerlo  notar,  porque 
de  la  vida  y  arte  griegos  se  ha  formado  una  idea 
cerrada  y  imiforme,  concepción  asaz  simplista, 
contra  la  cual  ha  protestado  un  reciente  historia- 
dor de  la  literatura  griega,  Gilberto  Murray,  ne- 
gando esa  serie  de  griegos  todos  serenos  y  olím- 
picos, como  si  fuesen  una  procesión  de  estatuas 
de  mármol,  según  quiso  Vinckelmann.  Murray, 
ai  contrarío,  afirma  que  el  rasgo  más  saliente  de 
los  griegos  es  su  viva  energía  personal,  y  a  poco 
más,  dijera  su  individualismo.  Lo  que  ha  llegado 
hasta  nosotros  de  la  literatura  gri  \ga,  con  ser  tan 
poco  en  relación  a  lo  que  se  ha  p  rdido,  confirma 
la  aserción  de  Murray,  absolutamente. 

En  la  misma  litada,  en  ese  milagro  de  objetivi- 
dad, encontramos  un  alma  muy  lírica,  la  de  Aqui- 
les,  con  sus  melancolías  de  predestinado  volunta- 
rio a  la  muerte;  tipo  perfecto  del  lirismo  heroico. 

Grecia  está  impregnada  de  realismo,  y  más  aún, 
de  antropomorfismo.  Todo  en  su  religión  y  en  sus 
letras  refleja  la  naturaleza  humana.  Homero,  o 
quien  fuese,  parece,  ante  todo,  un  pintor  realista. 
En  el  realismo  puede  encontrarse  la  nota  de  uni- 
dad de  los  cantos  homéricos,  tan  discutida  por 
otra  parte. 

Y  siempre  que  se  quiera  saber  dónde  está  ci- 
frada la  verdad,  dentro  de  los  grandes  monumen- 
tos literarios,  habrá  que  nombrar  el  elemento  ho- 
mérico, el  más  sano  de  cuantos  han  inspirado  poe- 
sía alguna.  Creyérase  realista  y  naturalista  todo 
el  arte  griego,  pero  nos  desmentirían  el  centauro, 
la  quimera,  la  hidra,  la  cabeza  de  Medusa,  el  Mí- 


32  E.    PARDO    BAZÁN 


notauro  y  tantas  infracciones  de  la  sencilla  regla 
que  lo  natural  ofrece  al  artista  primitivo.  En  el 
arte  griego  encontramos  los  primeros  gritos  líri- 
cos: Safo,  cualquiera  que  sea  la  verdad,  tal  vez 
inaveriguable,  de  su  leyenda,  es  la  maestra  de  to- 
dos los  poetas  líricos  habidos  y  por  haber. 

Es  la  madre  del  lirismo,  que  tiene  por  inspira- 
dor al  amor  y  a  todas  las  variadas  formas  del  sen- 
timiento. Porque  el  sentimiento  es  lo  que  el  liris- 
mo emancipa,  es  lo  que  el  lirismo  expresa,  lo  que 
el  lirismo  presenta  en  sus  mil  formas,  siendo  la 
más  usual  y  frecuente  el  amor  humano,  pero  de- 
jando un  margen  amplísimo,  como  queda  dicho, 
a  otras  formas  también  sentimentales,  entre  las 
cuales  el  misticismo  ocupa  un  lugar  tan  señalado. 

El  realisano,  inspirado  por  la  necesidad  de  sos- 
tener la  vida,  ha  abierto  al  arte  tan  vastas  pers- 
pectivas como  las  que  han  aparecido  con  la  lite- 
ratura heroica  y  el  arte  heroico.  Hay  un  lirismo 
de  honor  en  el  heroísmo,  y  de  este  lirismo  es  mo- 
delo Aquiles,  que  prefiere  morir  joven  habiendo 
engrandecido  su  nombre,  a  vivir  largos  años  os- 
curamente; pero  no  cabe  dudar  que  la  raíz  natu- 
ral de  toda  empresa  heroica  fué  el  impulso  de 
aíbrir  caminos  a  lo  que  llamaríamos  la  industria  y 
el  comercio  de  entonces,  y  que,  por  ejemplo,  la 
contienda  de  Cartago  y  Roma  fué  inspirada  por 
móviles  económicos,  los  que  entonces  podían  ac- 
tuar, según  las  necesidades  de  la  hora  y  momento 
en  que  tales  luchas  se  producían.  En  su  esencia, 
la  inmensa  mayoría  de  las  guerras  no  tiene  otro 
origen,  aunque  hay  ciertas  excepciones,  como  las 
Cruzadas. 


EL    LIRISMO    EX    LA    poesía    FRANCESA  33' 


Otra  alma  lírica  de  la  antigáiedad  y  aun  de  la 


&' 


fábula  es  Belerofonte,  tan  parecido  a  los  futuros 
caballeros  andantes,  en  su  lucha  con  el  monstruo 
de  la  Quimera,  en  su  errática  vida,  al  vagar  por 
los  campos,  devorando,  cual  anticipado  Orlando* 
furioso,  su  propio  corazón.  Y  no  habrá  personaje 
más  lírico  que  Safo,  sea  real  o  imaginaria  su  sen- 
timental historia.  No  podemos  estar  seguros,  ni 
mucho  menos,  de  que  la  célebre  poetisa  se  arro- 
jase al  mar  desde  el  promontorio,  pero  la  creación 
de  la  leyenda  es  documento  lírico,  probante  como 
el  heclio  más  demostrado.  Y  es  documento  tan  be- 
llo y  expresivo,  que  todo  el  romanticismo  moder- 
no no    ofrece  otro  de  mayor  sugestión. 

Hay  un  dramaturgo  griego,  en  quien  la  crítica: 
ha  visto  a  un  romántico,  especialmente  en  el  tra- 
zado de  sus  figuras  de  mujer,  y  que  por  lo  menos, 
es  un  lírico.  Y  no  podía  ser  otra  cosa,  si  buscaba 
ante  todo  la  emoción,  ni  más  ni  menos  que  pudo 
buscarla  un  moderno,  que  no  la  encontraría  tan 
fácilmente.  Según  el  dicho  de  Quintiliano,  Eurí- 
pides fué  el  cultivador  de  la  piedad.  Y  la  piedad 
es  una  inspiradora  de  lirismo.  Lírico  se  mostró 
Eurípides,  hasta  en  la  terrible  y  trágica  figura  de 
Medea. 

Tampoco  en  las  letras  latinas  faltan  documen- 
tos preciosos  de  lirismo.  Baste  nombrar  a  Virgilio, 
y  recordar  aquellos  pasajes  de  la  Eneida,  lo  me- 
jor del  poema,  lo  más  sincero  y  humano,  la  cueva 
de  Dido,  el  romántico  fin  de  la  desventurada  Rei- 
na. Eterno  modelo  de  sentimiento,  Virgilio,  por 
esto  solamente,  merecería  ser  llamado  precursor 
del  Cristianismo,  en  el  aspecto  especial,  opuesto  al 


34  E.    PARDO    r.AZAN 


de  la  dura  antigüedad,  que  reviste  tan  linda  fábu- 
la. Y,  en  efecto,  con  el  advenimiento  del  Cristia- 
nismo, el  lirismo  no  tarda  en  expansionarse.  Las 
almas  se  han  estremecido,  y  un  temblor  lírico  va 
a  propagarse  por  el  Universo  que  entonces  se  co- 
nocía. 

Hemos  oído  decir  y  hemos  repetido  que,  con  el 
Cristianismo,  nació  una  sociedad  nueva,  distinta 
de  la  anterior ;  y  acaso  se  nos  ha  escapado  una  de 
las  más  fundamentales  razones  de  tal  diferemcia. 
La  disolución  del  mundo  romano,  la  aparición  del 
germano  y  bárbaro,  tantas  veces  relatadas  por  los 
historiadores,  a  nada  responden  como  a  la  irrup- 
ción del  lirismo.  La  expansión  cristiana  es  lirismo 
puro.  Estudiadla  y  veréis  el  triunfo  de  los  pocos 
sobre  los  muchos,  de  la  conciencia  individual  so- 
bre la  social.  Se  podrá  objetar  que  esos  líricos 
humildes,  venidos  de  las  orillas  de  un  lago,  en  Ju- 
dea,  a  subvertir  cuanto  había  fundado  una  colosal 
civilización  de  fuerza  y  dominio,  en  medio  de  su 
lirismo  reconocían  un  dogma  común,  tenían  un 
credo  y  una  ley.  Y  es  cierto ;  pero  el  momento  en 
que  proclamaban  su  estado  de  conciencia  yendo  a 
los  martirios  y  a  los  ultrajes,  prestaba  a  sus  afir- 
maciones, en  algunos  respectos  antisociales,  el  ca- 
rácter más  individual.  Su  sentimiento  era  emanci- 
pador de  la  conciencia,  y,  por  tanto,  esencial- 
mente lírico. 

Naturalmente,  hablo  en  general,  y  no  pretendo 
demostrar  de  un  modo  matemático  lo  que  perte- 
nece a  la  vida  íntima  y  varia  del  espíritu.  Pudiera 
extenderme  en  señalar  el  carácter  lírico  de  parte 
del  Nuevo  Testamento,  en  que  de  tan  sorprenden- 


El.    LIRISMO    EN   LA    POESÍA   FRANCESA  35 

te  modo  se  mezcla  el  realismo  más  exacto  con  la 
más  profunda  emotividad ;  pero  el  respeto  al  tex- 
to santo  me  lo  veda,  y  apenas  es,  por  otra  parte, 
necesario  para  apoyar  mi  tesis. 

Huellas  de  la  tendencia  encontraríamos  en  )os 
apasionados  escritos  de  los  apologistas  cristianos, 
especialmente  en  Tertuliano,  lo  mismo  en  su  pe- 
riodo ortodoxo  que  cuando  se  entregó  a  la  herejía 
montañista.  Y  huellas  de  la  tendencia  encontra- 
mos, y  más  que  huellas,  en  un  enemigo  del  Cris- 
tianismo, el  Emperador  Juliano,  conocido  por  el 
Apóstata,  y  que  fué  un  lírico,  a  pesar  de  sus  afi- 
ciones clásicas,  y,  como  hoy  diríamos,  un  desequi- 
librado. Antes  que  él,  habían  tenido  psicologías 
románticas  varios  Césares,  y  especialmente  Do- 
micio  Enobarbo  Nerón,  que  encarna  la  exaltación 
del  lirismo  artístico,  sugeridor  de  las  insensatas 
acciones,  bellas  con  perversa  belleza,  que  hacen  de 
él  marcado  tipo  de  criminal  estético.  Y  no  es  ma- 
ravilla que  los  Césares  sintiesen  exaltarse  la  indi- 
vidualidad y  el  satánico  orgullo  que  con  menos 
motivo  desplegaron,  en  nuestra  época,  los  Man- 
fredos  y  los  Renes  románticos,  dado  que  los  Cé- 
sares estaban,  por  decirlo  así,  fuera  y  sobre  la 
Humanidad,  al  embriagarse  en  el  absoluto  poder 
y  el  desenfreno  del  propio  sentir. 

Nerón,  con  su  especial  temperamento  artístico 
y  su  vesania,  en  que  hay  tanto  de  delirio  estético, 
ha  sido  un  modelo  para  no  pocos  decadentes  con- 
temporáneos, que  se  entusiasmaron  con  su  amora- 
jidad.  con  su  refinamiento  cruel  y  su  egolatría. 
En  la  profunda  subversión  de  principios  que  he- 
mos de  ver  producirse  bajo  la  acción  disolvente 


36  E.  PARDO  BAZÁN 

del  lirismo  romántico,  Nerón  será  casi  rehabilita- 
do, ya  que  sus  rehabilitadores  no  le  puedan  imitar 
en  la  acción,  siendo  hoy  difícil  encender  por  an- 
torchas humanos  cuerpos  y  hacer  luminarias  abra- 
sando una  populosa  y  magnifica  ciudad.  No  ha 
faltado,  sin  embargo,  tal  espectáculo  en  la  hora 
contemporánea,  pero  no  ha  sido  un  solo  hombre, 
sino  turbas  anárquicas,  las  que  lo  dieron,  intentan- 
do destruir  por  el  fuego  a  París.  La  diferencia  es- 
tuvo en  que  Nerón,  siempre  guiado  por  su  incli- 
nación estética,  quemaba  a  Roma  para  recons- 
truirla más  hermosa,  de  oro  y  mármoles. 

La  expansión  lírica,  como  sabemos,  procede  del 
Cristianismo ;  pero,  desde  el  primer  momento  con- 
viene una  distinción.  Lo  que  propiamente  se  ha 
llamado  la  Iglesia,  la  ortodoxia  y  la  jerarquía 
eclesiástica,  si  no  son  abiertamente  opuestas  al 
lirismo,  representan  lo  que  puede  contenerle  y 
reprimirle  o  encauzarle :  el  orden,  la  organiza- 
ción social,  distinta  de  la  que  subsistía  con  el  pa- 
ganismo, pero,  sin  embargo,  aprovechadora  en  no 
escasa  proporción  de  lo  existente,  para  adaptar 
los  nuevos  tiempos  a  los  datos  de  la  tradición, 
siempre  poderosa  y  atendible.  Así,  el  lirismo  en- 
cuentra una  valla  y  la  religión  nueva  se  consolida, 
y  se  unifica  y  define.  Los  gérmenes  líricos  se  reve- 
lan en  las  herejías,  tan  numerosas,  ya  desde  los 
primeros  siglos  de  la  Iglesia.  El  soplo  emancipa- 
dor de  la  conciencia  individual  había  sido  tan  fuer- 
te, tan  huracanado,  que  las  individualidades  su- 
blevadas contra  la  organización  religiosa  se  con- 
taron por  centenares  de  millares.  He  aquí  cómo 
podemos  ver  en  cada  heresiarca  un  lírico,  y  no 


th   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  37 

sólo  en  los  heresiarcas,  sino  también  en  los  reno- 
vadores dentro  de  la  ortodoxia,  y  citaré  para  ejem- 
plo la  ardiente  efusión  lírica  de  San  Francisco  de 
Asís  y  de  su  escuela.  En  aquellas  primeras  here- 
jías, que  nacen  casi  al  pie  de  la  cuna  de  la  Iglesia, 
entran  por  mucho  los  lirismos  de  la  mujer,  como 
entraron  en  la  difusión  de  la  fe  verdadera,  siendo 
las  mártires,  bastantes  de  ellas  vírgenes  y  niñas, 
uno  de  los  argumentos  emocionales  de  la  doctrina 
predicada.  La  mujer,  en  la  antigüedad,  no  fué 
emancipada  como  individuo,  sino  que,  y  esto  bien 
se  vé  en  las  Clelias  y  las  Virginias  de  la  historia 
romana,  sujetó  su  personalidad  a  la  patria,  a  la 
ciudad,  a  la  República,  en  suma.  Comenzó  a  eman- 
ciparse individualmente  la  mujer,  y  no  es  parado- 
ja, cuando  empezó  a  corromper  sus  costumbres  y 
a  dar  motivo  a  las  tremendas  inventivas  de  Juve- 
nal ;  y  consumó  la  emancipación  de  su  individua- 
lidad el  Cristianismo.  Extrañará  que  yo  refiera 
a  un  mismo  principio  dos  cosas  aparentemente 
tan  diversas.  Hay  que  tener  en  cuenta  que,  por 
su  esencia  misma,  el  individualismo  no  conoce  uni- 
formidad y  se  resiste  a  un  molde  común.  Es  jus- 
tamente expansión  del  yo,  en  un  sentido  o  en  otro. 
Por  eso  es  tan  lírico  Nerón  como  Santa  Cecilia, 
místicamente  desposada  con  San  Valeriano,  y  de- 
gollada en  su  caldario,  por  afirmar  su  creencia. 
Desde  el  punto  de  vista  literario,  que  más  par- 
ticularmente nos  interesa,  tenemos,  pues,  que  no- 
tar, desde  los  primeros  momentos,  la  doble  co- 
rriente que  aparece  en  el  Cristianismo.  La  litera- 
tura eclesiástica  propiamente  dicha  es  más  ajena 
al  lirismo,  pero  la  literatura,  en  que  entran  ele- 


3^  E.    PARDO    BAZÁN 

mentos  populares,  de  las  leyendas  y  vidas  de  san- 
tos, milagros,  martirios  y  penitencias,  abre  al  li- 
rismo campo  anchísimo  y  le  sugiere  temas  y  figu- 
ras de  sentimiento  profundo.  Estos  temas,  en  gran 
parte,  llegan  hasta  nosotros,  los  encontramos  en 
nuestra  edad.  La  Tentación  de  San  Antonio,  de 
Gustavo  Flaubert,  es  la  última  transformación  de 
una  leyenda  dorada,  monacal. 

Así,  en  los  primeros  siglos  cristianos,  en  que 
aún  latía  y  se  defendía  el  paganismo,  fué  creán- 
dose el  mundo  lírico  con  un  carácter  especial  que 
no  debe  omitirse:  el  de  la  catolicidad,  entendida 
la  palabra  en  el  sentido  de  universalidad.  Estas 
leyendas  y  relatos  conmovedores  y  maravillosos, 
que  iban  naciendo  en  el  período  militante,  se  ex- 
tendían al  llevarlos  de  tierra  en  tierra  y  de  co- 
marca en  comarca  y  al  través  de  los  mares  los 
apóstoks  y  discípulos  de  Cristo.  El  lirismo  no  tie- 
ne entonces  carácter  nacional,  ni  local,  como  lo 
tendrá  más  adelante,  cuando  el  Cristianismo  triun- 
fe, Roma  acabe  de  declinar  y  cada  país  recobre 
sus  derechos.  Este  fenómeno  de  la  difusión  que 
pudiéramos  llamar  evangélica  del  individualismo, 
acaso  no  vuelva  a  presentarse  hasta  las  Cruzadas, 
y  aun  así,  se  habrá  restringido  l^astante.  Con  tan- 
to como  hoy  se  Habla  de  cosmopolitismo,  nunca 
las  naciones,  o  por  mejor  decir,  los  pueblos,  han 
vivido  más  encerrados  en  sí  mismos  que  ahora,  y 
esto  lo  comprendemos  al  pensar  cómo  se  esparcie- 
ron las  semillas  cristianas,  entre  ellas,  y  principal- 
mente, la  del  sentimiento  lírico,  tan  fecunda  y  qn? 
tanto  habrá  de   dar  de   sí. 

Sin  duda  esto  se  hizo  a  favor  de  '-^  rown--^  •  .- 


EL    LIRISMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA  30 

ción,  que  pareció  en  el  mundo  entonces  conocido, 
ser  gran  factor  de  unidad ;  pero  la  romanización  no 
fué  tan  completa  como  suele  suponerse,  y  los  ele- 
mentos indígenas  persistieron,  como  fondo  y  ma- 
teria primera,  en  todas  las  regiones,  de  las  cua- 
les no  pocas  ni  de  romanización  supieron  realmen- 
te. Ayudó  sin  duda  la  romanización  a  que  cundiese 
el  Cristianismo,  y  no  contribuyeron  poco  a  ello  los 
martirios  locales,  germen  del  espíritu  castizo,  en 
lo  religioso,  y  no  en  lo  religioso  solamente.  Roma, 
que  estaba  en  todas  partes,  en  todas  partes  encon- 
tró a  los  cristianos.  Donde  quiera  que  fuese  ejer- 
cida la  cruel  persecución,  nacía  la  leyenda  hagio- 
gráfica  y  con  ella  brotaba  el  lirismo  sentimental. 

Y  esta  leyenda,  sin  duda,  corría  de  boca  en  boca, 
popularmente,  antes  de  que  algún  monje  la  escri- 
biese ;  y  acaso  fuese  cantada,  antes  de  ser  escrita. 
En  ella  principalmente  está  contenido  el  desarro- 
llo del  sentimiento  y  del  lirismo,  al  través  de  mu- 
chos sig'los,  y  en  España,  por  ejemplo,  prolongán- 
dose hasta  derramarse  en  el  teatro,  en  la  rica  flo- 
ración dramática.  \'idas  de  santos  inspiran  a  Cal- 
derón y  a  Lope. 

Al  lado  de  esta  literatura  de  origen  popular,  que 
f-ermentaba.  la  literatura  eclesiástica,  propiamente 
dicha,  estaba  inspirada  en  la  tradición  clásica  ;  pro- 
cedía de  las  fuentes  latinas  y  griegas.  En  ellas  be- 
bían los  historiógrafos,  escriturarios,  autores  de 
epístolas  y  exhortaciones  teológicas  y  morales, 
apologistas  e  himnógrafos  cristianos.  Sin  embar- 
go, algunos,  en  poéticas  leyendas,  empiezan  a  sim- 
bolizar el  alma  en  el  Fénix,  y  a  dar  cuerpo  a  la  fi- 
gura del  Aiiticristo;  poetas  cristianos  son  Como- 


40  E.    PARDO    BAZÁN 


diano  y  Lactancio;  y  San  Ambrosio,  Obispo  de 
Milán,  en  sus  himnos,  abre  camino  al  lirismo  y 
prepara  el  advenimiento  del  más  lírico  de  los  gran- 
des escritores  cristianos,  San  Agustín,  Obispo  de 
Hipona. 

Con  sólo  haber  existido  San  Agustín,  el  lirismo 
tendría  muy  rancios  pergaminos  dentro  de  nues- 
tra era.  Este  insigne  africano,  de  alma  viril  y  fo- 
gosa, procede  en  línea  recta  del  delicado  y  elegia- 
co autor  de  la  Eneida,  de  Virgilio,  que  fué  autor 
favorito  de  San  Agustín.  No  enriquece  a  la  litera- 
tura de  ningún  período  un  documento  lírico  tan 
importante  como  sus  Confesiones.  Leído  este  libro 
sorprendente,  la  vida  interior  queda  revelada  y 
legitimada  la  individualidad.  Lo  queda  doblemen- 
te, por  lo  mismo  que  el  admirable  autobiógrafo  es 
Ain  sabio,  y  un  doctor,  y  un  filósofo,  y  un  psicó- 
logo de  la  magnitud  que  nadie  ignora,  y  su  alma 
-es  de  las  de  mayor  altura  y  profundidad,  entre  las 
que  la  humanidad  puede  tasar  y  medir,  porque  se 
han  revelado  en  múltiples  aspectos,  para  signifi- 
car cumplidamente  la  nobleza  y  grandeza  de  su 
«sencia.  He  aquí  que,  andando  el  tiempo,  un  es- 
critor suizo  publicará  otras  Confesiones,  de  in- 
calculable influencia  sobre  su  edad  literaria  y  so- 
bre la  sociedad  contemporánea  suya;  y  el  alma 
que  en  ellas  se  desnuda  y  ofrece,  dice  el  autor, 
como  ante  la  mirada  de  Dios,  es  por  cierto  bien 
distinta  de  la  de  San  Agustín  y  está  hecha  de  un 
barro  donde  fermentan  putrefacciones,  de  un  ba- 
rro vil,  a  pesar  de  todo  el  interés  que  la  revela- 
ción de  tal  alma  suscitó  y  que  vino  a  convertirse 
en  culto.  Para  conocer  la  diferencia  de  Agustín  y 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  4 1 

de  Rousseau,  nunca  recomendaré  bastante,  a  los 
que  gustan  de  estos  estudios,  la  lectura  sucesiva 
de  ambas  autobiografías. 

Conviene  notar,  en  el  primer  lirismo  cristiano, 
un  ideal  propio,  que  es  el  de  la  santidad  heroica ; 
elevado  ideal,  que  contiene  tantos  desarrollos  pos- 
teriores y  las  actividades  espirituales  de  tantos  si- 
glos venideros.  Las  historias  de  santos  son  un  ele- 
mento nuevo,  completamente  desconocido  a  la  an- 
tigüedad, que  llegó  a  muy  altas  virtudes,  pero  no 
a  la  santidad,  en  su  especial  carácter.  De  la  fuerza 
lírica  de  la  santidad  proceden  tantos  desenvolvi- 
mientos idealistas  de  la  Edad  Media. 

Por  bastante  tiempo,  los  Santos  serán  poesía, 
lirismo  y  levadura  de  romanticismo,  y  la  belleza 
sentimental  de  sus  Leyendas  preparará  las  litera- 
turas surgentes  en  Europa.  Los  poetas  considera- 
ron a  los  santos  como  lo  que  son,  héroes  sentimen- 
tales, y  el  español  Prudencio,  uno  de  Ips  primeros 
cantores  hagiográficos.  formula  tempranamente  la 
teoría  del  simbolismo,  del  fenómeno  sensible  como 
figura  y  señal  de  la  vida  interior. 

Todos  los  componentes  que  vengo  reseñando  y 
que  son  anteriores  a  la  irrupción  de  los  bárbaros, 
momento  crítico  y  que  señala  una  nueva  faz ;  his- 
torias, y  relatos,  y  leyendas  imaginativas  sobre 
santidades,  martirios  y  cenobios,  himnos  y  prosas 
eclesiásticas,  escritos  de  apologistas  y  de  maestros 
en  doctrina  y  saber,  pudieran  compararse  al  hu- 
mus o  mantillo  donde  con  tal  vigor  germinan  las 
simientes  y  del  cual  extraen  las  plantas  sus  ricos 
jugos  y  su  lozanía. 


IV 

La  Edad  Media.— Transformación  del  latín  en  las  lenguas 
romances.— Las  canciones  de  gesta.— La  "Canción  de  Rol- 
dan". Orígenes  aristocráticos  de  la  literatura  lírico-ca- 
balleresca.- El  ciclo  bretón:  la  historia  de  "Tristán  e  Iseo" 
Artús  de  Bretaña;  la  "demanda  del  Santo  Grial".— Los 
Templarlos.  El  lirismo  en  las  producciones  del  ciclo  bre- 
tón.—Trovadores  y  juglares.— El  lirismo  sincero  debe  poco 
a  la  poesía  provenzal. 

Al  través  de  vicisitudes  históricas  bien  conoci- 
das, pasó  el  mundo  del  último  periodo  de  deca- 
dencia clásica,  a  otro  en  que  se  amalgamaron,  con 
los  elementos  latinos,  los  bárbaros  y  orientales,  y, 
sobre  la  base  del  Cristianismo  al  fin  vencedor,  se 
preparó  la  Edad  Media. 

El  período  que  con  tal  nombre  ha  sido  designa- 
do, dura,  aproximadamente,  unos  nueve  siglos, 
muy  diversos  entre  sí,  aun  cuando  tengan  la  nota 
común  de  la  expansión  cristiana,  cada  vez  más 
vivaz  y  fecunda.  Nuestra  atención  ha  de  fijarse 
principalmente,,  dentro  de  la  rápida  reseña  que  es- 
tamos realizando,  en  las  transformaciones  de  la 
literatura,  tomada  la  palabra  en  el  sentido  popu- 
lar y  erudito,  a  la  vez.  El  orden  de  este  estudio, 
al  referirlo  ya  principalmente  á  Francia,  exige  que 
digamos  algo,  muy  brevemente,  sobre  el  instru- 
m-ento  de  que  la  literatura  tiene  que  servirse,  o 
sea  el  idioma.  Sabemos  que  éste  nació  del  latín,  y 
del  latín  vulgar,  común  y  plebeyo.  Este  latín  do- 
mina al  otro,  al  literario,  desde  los  primeros  siglos 


44  K.    PARDO    BAZÁN 


de  nuestra  era,  y  es  data  sobradamente  conocido 
que  la  bella  y  pura  latinidad  se  pierde  y  corrompe 
durante  esas  épocas,  aun  en  los  escritores  ecle- 
siásticos, que  difunden  el  bajo  latín.  Llegará  día 
en  que  algunos  escritores  franceses  muy  moder- 
nos ensalcen  a  esa  latinidad  manida  y  decadente, 
y  la  saboreen  con  delicia. 

El  tránsito  del  latín  al  romance  debió  de  ser 
gradual  e  insensible,  y  muchos  se  servirían  del 
habla  vulgar,  que  ya  era  romance,  y  creerían  que 
continuaban  hablando  latín.  Por  lo  menos,  el  res- 
peto al  latín  se  conservó  larguísimos  tiempos,  y 
hubo  como  una  decidida  voluntad,  en  los  cultos  y 
sabios  de  entonces,  de  defenderlo  y  emplearlo  lo 
más  posible.  En  cada  país,  la  transformación  fué 
distinta,  aunque  análoga  y  con  caracteres  comu- 
nes, pues  se  derivaba  de  muy  similares  aconteci- 
mientos. 

Conviene  fijarse  en  una  circunstancia:  que 
Roma  intentó  romanizar  a  parte  de  Asia  y  a  toda 
Europa,  pero  sólo  en  los  países  que  hoy  hablan 
lenguas  neolatinas  lo  consiguió.  En  los  del  Norte, 
los  idiomas  nacionales,  o  mejor  dicho  indígenas, 
resistieron  sin  admitir  la  romanización  del  habla. 
o  más  exactamente,  sin  derivar  del  latín  sus  len- 
guas vulgares. 

Al  pasar  el  latín  a  las  provincias  romanas  con- 
quistadas o  sometidas,  tuvo  que  sufrir  la  impron- 
ta de  éstas,  y  alterar  la  estructura  de  los  vocablos 
en  un  sentido  indígena,  lo  mismo  que  su  pronun- 
ciación. Por  eso  son  los  romances  diferentes  entre 
sí,  y  encontramos  varios,  dentro  de  una  misma 
nacionalidad. 


EL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  45 

En  Francia,  como  en  España  y  en  otros  terri- 
torios— no  cabe  aún  decir  naciones — retardaron  el 
completo  triunfo  del  romance  los  escritores  ecle- 
siásticos y  los  pedagogos,  que  empleaban,  enseña- 
ban en  las  escuelas  fundadas  por  los  romanos,  y 
defendían  y  veneraban,  la  lengua  oficialmente  la- 
tina. 

Para  asentar  la  formación  del  romance,  o  sea 
de  los  dos  romances  preponderantes  en  Francia, 
el  d€  oil  y  el  de  oc,  fué  necesario  que  la  vida  po- 
pular histórica  empezase  a  expresarse  en  los  can- 
tares de  gesta.  Lo  ha  dicho  con  acierto  Menéndez 
y  Pelayo,  y  transcribo  sus  palabras:  '*Es  hecho 
siempre  comprobado  en  la  historia  del  arte,  el  de 
la  aparición  de  las  formas  líricas  con  posteriori- 
dad al  canto  épico :  lo  cual  no  ha  de  entenderse  en 
el  sentido  de  que  cierto  lirismo  rudimentario,  lo 
mismo  que  ciertos  gérmenes  de  drama,  no  vayan 
implícitos  en  toda  poesía  popular  y  primitiva,  si 
no  que  es  afirmar  solamente  que  el  elemento  épi- 
co, impersonal,  objetivo,  o  como  quiera  decirse, 
es  el  que  esencialmente  domina  en  los  períodos 
de  creación  espontánea,  entre  espíritus  más  abier- 
tos a  las  grandezas  de  la  acción  que  a  los  refina- 
mientos del  sentir  y  del  pensar,  y  ligados  entre  sí 
por  una  comunidad  tal  de  ideas  y  afectos,  que  im- 
pide las  más  veces  que  la  nota  individual  se  deje 
sentir  muy  intensa.  La  poesía  lírica  trae  siempre 
consigo  cierta  manera  de  emayicipación  del  sen- 
timiento propio,  respecto  del  sentimiento  colec- 
tivo, y  no  es,  por  tanto,  flor  de  los  tiempos  he- 
roicos, si  no  de  las  edades  cultas  y  refc exivas". 

Habría  que  extender  un  tanto  el  concepto  de 


46  E.    PARDO    BAZÁX 

los  gérmenes  a  que  se  refiere  el  insigne  critico, 
pues  desde  los  tiempos  más  remotos  el  lirismo 
aparece  abriéndose  paso  entre  la  epopeya ;  pero 
esa  evolución,  que  reconoce  y  estudia  en  el  pró- 
logo al  tomo  II  de  la  Antología  de  poetas  líricos 
castellanos,  es.  en  su  conjunto,  exacta.  Los  monu- 
mentos literarios  de  la  Edad  Media,  los  más  an- 
tiguos, son  épicos,  o  son  literatura  de  fuentes 
eruditas,  que  pertenece  a  los  escritores  eclesiásti- 
cos, al  mester  de  clerecía.  Y,  aunque  no  hubiesen 
existido  esos  precedentes  germánicos  que  los  his- 
toriadores franceses  reconocen,  y  ese  celo  de  Car- 
lomagno  por  recoger  los  cantos  heroicos,  con  todo 
lo  demás  que  para  explicar  tal  fenómeno  se  con- 
signa, tal  vez  se  hubiesen  multiplicado  igualmen- 
te las  gestas,  que  con  tan  sorprendente  fecundidad 
se  produjeron  en  la  Edad  Media  de  Francia. 

Aun  cuando  no  sea  cosa  positivamente  averi- 
guada, podemos  suponer  que  los  elementos  bárba- 
ros ayudaron  a  la  aparición  de  las  canciones  de 
gesta. 

La  gesta  es  propiamente  cosa  de  bárbaros  muy 
guerreros,  que  cantan  lo  que  ejecutan ;  romancean 
su  vivir.  Es  de  pueblos  rudos,  o,  sirviéndonos  de 
la  frase  de  Menéndez  y  Pelayo,  de  espíritus  abier- 
tos a  las  grandezas  de  la  acción.  No  hay  tiempo 
para  soñar.  Se  pelea  (como  nosotros  en  la  Recon- 
quista) y  se  escribe  lo  peleado,  que  primero  el  pue- 
blo ha  cantado  de  diversos  modos ;  y  la  imagina- 
ción lo  borda,  y  hasta,  si  llega  el  caso,  lo  inventa, 
como  sucede  en  la  gesta  de  Roldan  y  en  la  nuestra 
de  Bernardo  del  Carpió. 

Pero,  en  Francia,  nos  sería  difícil  afirmar  que 


IRISMO    EN    LA    poesía    FRANCESA  47 


los  ciclos,  ya  de  carácter  tan  lírico,  fuesen,  en  su 
formación  popular  y  tradicional,  posteriores  a  las 
gestas,  de  carácter  épico.  Puede  fijarse  la  misma 
época,  igual  centuria,  el  siglo  XII,  para  la  apari- 
ción de  la  gesta  de  Roldan  y  de  Carlomagno,  -los 
primaros  poemas  feudales,  y  el  ciclo  del  Santo 
Grial,  de  Tristán  y  Lanzarote.  Y,  en  Provenza, 
desde  el  siglo  XI,  los  trovadores  asoman,  para  te- 
ner, en  el  XII,  su  mayor  plenitud,  hasta  la  catás- 
trofe de  los  Albigenses,  que  hizo  enmudecer  al 
serventesio. 

Sin  duda,  aunque  se  ignore  el  momento  proba- 
ble de  la  aparición  de  las  canciones  de  gesta  y  se 
haya  fijado  del  siglo  XI  al  XII,  parece  muy  fun- 
dada la  afirmación  de  Enrique  Mérimée  en  el  pró- 
logo a  una  obra  muy  interesante  del  Sr.  Menéndez 
Pidal :  que  antes  de  las  gestas  más  famosas,  la  de 
Roldan,  en  Francia,  y  la  del  Cid,  en  España,  se 
adivinan  largas  series  épicas,  cuyos  primeros  es- 
labones se  enlazan  con  las  consabidas  leyendas  ger- 
mánicas, francesas  o  góticas,  y  supongo  que  con 
las  germánicas  muy  especialmente.  No  está  pro- 
bada documentalmente  la  conjetura,  pero  tiene 
mucho  de  verosímil,  y  pertenece  a  un  sistema  que 
los  investigadores  han  empleado  también  para  ex- 
plicarse el  origen  de  los  cantos  homéricos.  Parece 
creíble  que  ciertas  obras,  ya  consolidadas,  proce- 
dan de  materia  difusa,  anterior  y  olvidada  des- 
pués. 

En  la  misma  época  a  que  pertenecen  las  can- 
ciones de  gesta  francesas,  se  marca  el  trabajo  de 
transformación  del  idioma,  que,  para  cuajar  de- 
finitivamente como  romance,  necesita  dominar,  no 


48  E.    PARDO    BAZÁN 


sólo  los  restos  de  latín,  sino  los  de  la  lengua  cél~ 
tica  empleada  antes  de  la  conquista  de  las  Gallas 
por  Roma,  y  el  alemán,  traído  a  Francia  por  los 
reyes  carlovingios,  y  que  se  habló,  en  ciertas  es- 
feras, y  entre  cortesanos,  durante  un  largo  perío- 
do. Tal  cambio  exigió  tiempo  y  lucha,  que  los  fi- 
lólogos han  estudiado  en  detalle,  y  que  tiene  mu- 
cho de  grandiosa,  por  el  vigor  de  espontaneidad 
que  descubre  en  ese  pueblo  llamado  a  ejercer  de- 
cisiva influencia  sobre  la  civilización.  De  tantos 
riachuelos  indígenas,  dialectales,  extranjeros,  y 
sin  desechar  muchos  elementos,  si  no  apropiándo- 
selos, se  formó  la  bella  lengua  francesa  del  Norte, 
llamada  a  gloriosos  destinos,  mientras  quedaba; 
sentenciada  a  inferioridad  nacional  y  política  la 
provenzal.  Aun  en  épocas  en  que  no  la  blasonan 
ricos  textos  literarios,  la  lengua  francesa  tiende 
a  la  unidad,  y  las  diferencias  dialectales,  en  dia- 
lectos como  el  normando,  el  picardo,  el  borgoñón, 
no  alteran  su  estructura  genera],  clara  y  lógica. 
Desde  el  primer  momento  se  revela  el  genio  pro- 
pio del  idioma  y  de  la  raza.  El  mismo  impulso  que 
iba  haciendo  salir  de  la  larva  la  mariposa,  puede 
suponerse  que  inspiraría  los  primitivos  y  para 
siempre  perdidos  cantos.  No  pudieron  esos  can- 
tos, sin  embargo,  ser  anteriores  a  la  existencia  de 
los  héroes  que  celebran,  y  esta  sencillísima  obser- 
vación basta  para  comprender  que,  si  existieron 
antiquísimos  cantos  populares,  lo  cual  no  está 
probado,  no  fueron  indispensables  para  la  crista- 
lización de  los  tipos  heroicos,  ya  reales  y  efecti- 
vos como  el  Cid,  ya  casi  del  todo  fabulosos,  como 
Roldan.   La  erudición  ha   necesitado   suponer  o 


Elv   LIRISMO   KN   LA   POESÍA   FRANCESA  49 

conjeturar  ese  pasado  remoto,  sin  documentales 
pruebas. 

La  más  bella  de  las  canciones  de  gesta  france- 
sas, la  canción  de  Roldan,  celebra  las  fazañas  de 
un  personaje  que  sin  duda  existió,  pero  no  hizo 
nada  especial  que  haya  consignado  la  Historia,  y 
murió  oscuramente  en  un  encuentro  en  las  gar- 
gantas de  Roncesvalles,  según  refiere  Enginardo 
en  su  Vida  de  Carlomagno.  Ocurrió  el  hecho  a  fi- 
nes del  siglo  VIII,  y  no  he  visto  que  ningún  au- 
tor explique  cómo  pudo,  sobre  insignificante  base, 
surgir  el  mito  roldaniano,  al  cual  tan  lindo  estu- 
dio consagró  Pablo  de  Saint  Victor  en  su  libro 
Hombres  y  dioses.  En  los  tres  o  cuatro  siglos  que 
mediaron  entre  la  muerte  de  Roldan  y  su  gesta, 
no  es  fácil  averiguar  por  qué  la  musa  popular  y 
anónima  eligió  este  suceso  sin  realce  alguno,  para 
elevarlo  a  la  dignidad  épica,  haciendo  de  Roldan 
un  coloso. 

Si  considerásemos  el  elemento  épico  en  la  li- 
teratura francesa,  podríamos  decir  algo  más  res- 
pecto a  la  canción  de  Roldan  o  Rolando:  ahora 
sólo  quiero  hacer  observ^ar  que  las  gestas  france- 
sas, excepto  la  de  Rolando,  que  tiene  una  gran- 
deza idealista,  hija  de  la  fantasía  y  no  de  la  rea- 
lidad de  los  hechos,  son  (a  pesar  de  la  calurosa 
apoteosis  que  se  les  consagró),  materia  que,  si  me- 
rece la  pena  de  ser  estudiada  por  la  erudición,  ja- 
más habrá  de  considerarse  como  valor  literario  ni 
estético.  Nadie  ignora  cuanto  rebajó  la  critica  se- 
rena de  la  altísima  tasa  que  de  las  gestas  se  quiso 
hacer,  sacrificando  los  tesoros  de  la  literatura  na- 
cional, en  conjunto,  a  esos  cantos  más  bien  infor- 


50  E.    PARDO   BAZÁN" 


Tm^s.  Yo,  sin  embargo,  respeto  y  me  explico  el  eíi- 
:tusiasmo  de  los  filólogos  por  los  textos  viejos. 
Hay  en  él,  no  una  cuestión  de  ciencia,  sino  una 
cuestión  de  sentimiento,  y  es  exacta  la  afirmación 
de  Nisard,  que  la  gesta  de  Roldan  debe  leerse  con 
el  corazón.  A  todos  nos  palpita  ante  cosas  rudi- 
mentarias, pero  que  despiertan  una  emoción  pecu- 
liar, acaso  por  el  misterio  que  rodea  sus  orígenes, 
y  por  la  misma  infantil  sencillez  de  su  concep- 
ción. Un  canto  épico  gallego,  tosco  y  de  arcaico 
: ritmo,  el  del  Figueiral  Figueiredo,  balada  de  la 
<Casa  de  Figueroa,  me  ha  impresionado  más  que 
muchísimas  poesías  cultas  y  bellas,  sin  excluir  las 
de  Jorge  Manrique  (que  tan  trabajadas  están  so- 
bre elementos  anteriores).  Al  pie  de  una  montaña 
solitaria,  en  un  paraje  romántico,  vi  un  día  una  se- 
pultura, de  esas  que  afectan  groseramente  la  for- 
ma de  un  cuerpo  humano,  y  que  se  llaman  sárfegos 
en  mi  país.  Pensando  en  los  cenobitas  que  allí  a  la 
sombra  de  su  iglesia  megalítica,  habían  dormido 
el  sueño  eterno,  no  me  costaría  trabajo  convencer- 
me a  mí  misma  de  que  el  sártego  fuese  superior  al 
mausoleo  de  don  Juan  II,  verbigracia.  Esta  es  la 
estética  y  la  crítica  de  carácter  sentimental,  y  hay 
que  vivir  prevenidos  y  en  guardia  respecto  a  ella. 
Los  romanistas  franceses,  o  al  menos  algunos, 
tiene  orientación  retrospectiva:  y  de  buen  grado 
pretenderían  someter  toda  la  literatura  de  su  na- 
ción a  las  medioeval,  gestas,  fabliaux  y  misterios. 
As:  como  veremos  a   los   románticos  modernos 
proscribir  a  griegos  y  latinos,  proscriben  ellos  todo 
el  clasicismo  nacional,  Pascal  y  Montaigne,  Bos- 
suet,  Moliere  y  Racine. 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  5 1 

Al  asunto  de  que  tratamos  importa  especial- 
mente una  observación:  la  que,  mientras  el  ele- 
mento épico  francés  poco  persiste  y  apenas  deja 
rastro,  a  no  ser  que  consideremos  transforma- 
ción suya  la  crónica,  que  nace  con  Villehar- 
douin — el  elemento  Úrico  está  destinado  a  grandes 
influencias,  a  desarrollos  estéticos  incalculables — , 
no  sólo  en  el  siglo  XV,  si  no  en  nuestros  días. 
Ese  elemento  lírico  del  cual  se  originó  la  novela 
cabalkresca,  todavía  habrá  de  resurgir  en  tiem- 
pos más  próximos.  La  ironía  realista  de  Cer- 
vantes no  logró  enterrar  el  lirismo  de  suerte  que 
no  resucitase  en  la  época  romántica. 

Al  considerar  el  elemento  lírico  y  compararlo 
con  el  épico,  yo  no  puedo  desechar  una  idea,  que 
tal  vez  no  sea  infundada.  El  pueblo,  en  mi  ente- 
der,  si  llamamos  pueblo  a  una  clase  social,  y  no 
entedemos  la  palabra  en  el  sentido  amplísimo  con 
que  se  dice,  por  ejemplo,  pueblo  francés  o  pue- 
blo español,  no  debe  de  tener  gran  parte  en  la 
creación  de  los  elementos  lírico-caballerescos, 
mientras  no  cabe  negársela  en  el  origen  de  las 
gestas.  La  literatura  lírico-caballeresca  es  aristo- 
crática, y  pudieran  establecerse  tres  divisiones, 
correspondientes  a  las  sociales:  literatura  caba- 
lleresco-aristocrática,  literatura  eclesiástica  o  mes- 
fer  de  clerecía^  y  literatura  propiamente  de  gesta, 
de  origen  popular. 

La  literatura  en  que  el  lirismo  encuentra  sus 
fórmulas,  es  la  caballeresco-aristocrática.  El  con- 
cepto de  aristocracia  es  el  que  se  destaca  en  todas 
esas  leyendas  de  la  Tabla  redonda,  que  tan  larga 
tela  de  ficciones  han  de  suministrar,  en  especial 


E.    PARDO   BAZAN 


las  del  ciclo  bretón.  Lo  que  se  ha  llamado  ''mate- 
ria de  Bretaña"  es  algo  aristocrático  por  esencia, 
y  trata  especialmente  de  los  sentires  y  acciones 
de  reyes,  reinas,  princesas,  duques,  condes  y  ca- 
'balleros :  el  pueblo  apenas  asoma :  tampoco  des- 
empeña gran  papel  el  elemento  eclesiástico.  Se 
está  elaborando  el  concepto  de  la  caballería,  que 
tanto  ha  de  influir  en  el  desarrollo  de  la  Edad  Me- 
dia y  ha  de  trascender  al  Renacimiento,  y  aun  a 
nuestra  edad,  con  el  culto  del  honor  y  la  persis- 
tencia de  sus  códigos,  hoy  acatados  también  por 
la  clase  media. 

Las  pasiones,  las  querellas,  las  aspiraciones  de 
ese  mundo  especial  de  las  leyendas  caballerescas, 
se  apartan  de  lo  que  pudieran  sentir  las  gentes 
llanas,  la  multitud,  que  vive  o  labrando  la  gleba, 
o  trabajando  en  oficios  mecánicos,  o  siguiendo 
banderas  como  tropa  que  obedece,  o  echando  re- 
des en  las  costas,  o  trasquilada  en  tonsurada  en 
los  monasterios.  Esta  multitud  se  compone,  en  su 
mayoría,  de  gente  dependiente,  porque  la  domi- 
nación bárbara  había  creado  las  clases  serviles,  y 
los  hombres  se  habían  dividido  en  libres  y  siervos. 
Y,  p>or  encima  de  los  mismos  libres,  que  podían 
disponer  de  su  persona,  existía  y  culminaba  la 
clase  superior  de  los  nobles  y  proceres,  clase  que 
no  estaba  tan  investida  de  privilegios  hereditarios 
como  se  supuso,  pues  la  voluntad  de  los  reyes 
podía  quitarles  lo  que  les  había  otorgado,  en  terri- 
torios, riquezas,  privilegios  y  exenciones.  Pero 
los  nobles,  alentados  por  su  fuerza  y  valor,  a  me- 
nudo conquistaban  tierras  sin  que  en  ello  intervi- 
niesen los  monarcas,  y  acometían  altas  empresas, 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA  53 

por  cuenta  propia,  con  ese  espíritu  de  iniciativa 
heroica  que  vemos  en  los  libros  de  caballerias, 
exagerado  quizás,  pero  reflejado  como  refleja  la 
literatura  las  tendencias  sociales.  Y  se  desligaban 
del  poder  real,  y  adquirían  dominios  en  que  eran 
verdaderos  reyezuelos,  e  inquietaban  a  monar- 
cas y  emperadores.  El  camino  de  la  nobleza  no 
era  vía  cerrada  y  sellada,  sino  abierta  a  quien 
realizase  grandes  hazañas,  a  quien  ilustrase  su 
nombre;  lo  cual  constituía  una  perpetua  incita- 
ción al  heroísmo.  Las  novelas  caballerescas  con- 
servan el  recuerdo  de  este  aspecto  de  la  organi- 
zación social,  y  vemos  el  caso  de  Parsifal,  o  Per- 
ceval,  que  es  un  plebeyo,  siendo  ya  su  hijo  Lo- 
hengrin  un  noble,  como  si  descendiese  de  diez 
generaciones  de  señores.  Para  realizar  las  ha- 
zañas caballerescas  se  necesita  ser  hombre  libre, 
y  de  hombre  libre,  aunque  plebeyo,  se  asciende 
a  la  nobleza.  Los  hombres  libres  y  los  hijosdalgo, 
que  no  son  propiamente  lo  mismo  que  los  nobles, 
suben  por  el  esfuerzo  de  su  brazo  de  paladines. 
El  Cid  no  es  un  magnate,  sino  un  hidalgo  de  Vi- 
var, y  el  desdén  de  los  reales  o  supuestos  Con- 
des de  Carrión  hacia  sus  hijas,  nace  en  gran 
parte  de  una  preocupación  aristocrática. 

La  literatura  caballeresca  tiende  a  sublimar  el 
concepto  aristocrático  con  el  moral,  y  a  hacer  del 
caballero  un  dechado  de  honor,  generosidad  y 
hasta  abnegación:  pero  este  ideal,  que  parecía 
semejante  al  del  santo,  en  la  literatura  eclesiásti- 
ca, se  diferencia  profundamente,  porque  admite, 
en  la  vida  del  caballero,  el  elemento  de  la  pasión, 
y  hace  del  culto  a  una  mujer  y  de  la  adoración 


54  E.    PARDO   BAZÁN 


de  un  tipo  femenino  objeto  de  la  vida.  Ved,  por 
ejemplo,  a  uno  de  los  personajes  líricos  más  be- 
llos e  influyentes,  el  caballero  Tristán  de  Leonís. 
Sería  un  paladín  perfecto,  a  no  ocurrirle  la  des- 
dicha de  enamorarse  tan  perdidamente  de  la  rei- 
na Iseo,  esposa  del  Rey  jMarcos  de  Cornualla. 
La  muy  poética  ficción  de  la  novela  de  Tristán  e 
Iseo  quiere  que  su  pasión  mutua  sea  fruto  del  fil- 
tro que  ambos  beben,  y  que,  escanciado  por  una 
maga,  lleva  a  sus  venas  el  fatal  encanto.  Esta 
creencia  en  los  filtros  o  bebedizos  amatorios  es 
cosa  que  dura  toda  la  Edad  Media,  y  tampoco  en 
la  antigüedad  dejó  de  tener  ejemplos.  Y  simboli- 
za muy  bien  la  acción  lírica,  al  veneno  pasional. 
Es  la  historia  de  Tristán  e  Iseo  la  más  lírica, 
entre  las  varias  que  nos  ofrece  este  período,  en 
el  cual  se  incluyen  las  obras  de  Cristian  de  Tro- 
yes,  el  fecundo  ciclo  de  Artús  de  Bretaña,  el  más 
rico  seguramente  en  savia  lírica.  Como  Roldan, 
Artús  existiría,  y  fué  probablemente  un  jefe  ar- 
moricano  del  siglo  VI;  pero  la  historia  no  sabe 
más  de  él,  y  su  figura  pertenece  de  lleno  a  la  le- 
yenda. Su  apoteosis  comenzó  probablemente  en 
cantos  bárdicos,  y  en  él  se  vio  el  símbolo  de  razas 
desposeídas  y  oprimidas,  que  le  convirtieron  en 
gran  Rey,  e  hicieron  de  su  corte  un  foco  de  vida 
caballeresca.  Diéronle  por  esposa  a  Ginebra,  y  a 
Ginebra,  por  amador,  al  paladín  Lanzarote  del 
Lago.  Las  prolongaciones  líricas  de  la  ficción  de 
Artús  las  encontraremos,  sin  ir  más  lejos,  en  Dan- 
te, en  el  episodio  de  Paolo  y  Francesca.  El  ciclo 
de  Artús,  más  adelante,  se  entreteje  con  el  de  las 
Cruzadas,  y  surge  la  Demanda  del  Santo  Grial. 


KL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  55 


**En  esta  nueva  forma — dice  un  critico  ilustre — 
las  redacciones  en  prosa  de  los  más  antiguos  poe- 
mas de  la  Tabla  redonda  serán  las  fuentes  de  ins- 
piración de  los  Amadises,  y  enlazarán  la  novela 
moderna  y  la  literatura  clásica  a  la  literatura  y  la 
novela  medioeval." 

Esta  literatura  de  los  ciclos  caballerescos,  re- 
cogida y  desenvuelta  por  Cristian  de  Troyes,  tie- 
ne sus  caracteres  propios,  que  la  diferencian  de 
la  literatura  de  gesta,  propiamente  heroica,  y  de 
la  poesía  de  los  trovadores  provenzales.  Aunque 
ésta  sea  en  gran  parte  amatoria,  no  es  pasional, 
excepto  en  algún  rasgo  aislado.  No  hay  en  ella 
ese  misticismo  del  amor,  que  se  observa  en  las 
novelas  de  la  Tabla  redonda,  y  que  delata  su  ori- 
gen céltico. 

Tal  literatura,  ve^ga  de  donde  viniere,  crea  el 
lirismo  a  pesar  de  cuanto  se  opone  a  él.  Es  el  li- 
rismo como  esa  maravillosa  planta  que  crecía  en 
el  sepulcro  de  Tristán  e  Iseo,  cuyo  vigor  desen- 
cajaba las  losas,  cuyos  tallos  singulares  tan  estre- 
chamente se  anudaban  y  enlazaban,  que  no  había 
medio  de  separarlos  y  arrancarlos.  Tampoco  hubo 
medio  de  impedir  que  se  propagasen  por  siglos 
enteros  sus  raíces.  Insisto  en  hacer  notar  que, 
mientras  las  gestas  duraron  un  espacio  de  tiempo 
relativamente  corto,  y  cuando  cesó  su  creación  no 
dejaron  huellas,  es  decir,  no  produjeron  desarro- 
llos sucesivos,  cada  germen  lírico  fué  engendran- 
do la  literatura  y  el  sentimiento  en  las  sucesivas 
épocas.  Al  hablar  así,  me  refiero,  naturalmente, 
a  Francia :  en  España,  al  contrario,  las  gestas  se 
reprodujeron  y  continuaron  en  los  romances,  y 


5^  E.    PARDO   BAZÁN 


más  tarde  en  el  teatro,  y  aún  retoñaron  con  el 
romanticismo  histórico. 

Entre  los  gérmenes  vivaces  del  lirismo  senti- 
mental hay  que  incluir,  en  primer  término,  la  mis- 
teriosa leyenda  del  Santo  Grial  y  su  demanda.  En 
ninguna  se  vé  tan  claramente  el  entrelazamiento 
de  lo  lírico  con  lo  épico,  y  la  preponderancia  del 
misticismo.  Los  Templarios,  cuyos  estatutos  y 
hazañas  son  rigurosamente  históricos,  pero -a  quie- 
nes envuelve  una  niebla  sombría,  parecen  la  rea- 
lidad de  lo  que  la  leyenda  idealizó  en  la  comuni- 
dad de  los  templistas,  guardianes  y  caballeros  de 
la  sagrada  copa.  Al  apagarse  entre  oscura  trage- 
dia el  esplendor  del  Templo,  la  poesía,  rimada  o 
no,  ha  difundido  su  leyenda,  saturada  de  lirismo 
místico.  Los  Templarios  son  líricos  hasta  en  el 
elemento  de  rebeldía,  magia  y  decadentismo  que 
se  ha  visto  en  ellos,  y  que,  en  las  mbdernas  ver- 
siones artísticas  del  mito  del  Santo  Grial,  ha  sido 
copiosamente  aprovechado. 

Por  todas  partes,  al  través  de  la  poesía  épica, 
irrumpe  la  lírica,  lo  individual  asoma.  Y  es  lo  cu- 
rioso que,  aun  en  aquellos  tiempos,  la  sociedad 
se  da  cuenta  del  peligro  que  el  lirismo  envuelve 
para  ella,  y  se  fija  en  el  hecho  de  que  las  novelas 
y  las  canciones  caballerescas  no  ensalzan  ni  pla- 
ñen si  no  amores  ilícitos,  culpables  pasiones. 

Entre  nosotros  estuvieron  prohibidas,  y  las  Le- 
yes de  Partida  mandan  a  los  juglares  que  no  di- 
gan más  cantares  que  "los  de  gesta,  o  que  fabla- 
sen  de  fechos  de  armas".  La  prohibición  no  bastó, 
y  por  los  juglares  se  difundirían  estas  historias  de 
sentimiento,  al  través  de  lo  que  era  entonces  la 


ÉL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  5/ 

Europa  cristiana.  Al  lado  del  mester  de  clerecía, 
que  nace  en  los  monasterios,  el  de  juglaría  viene 
de  la  sociedad,  tal  cual  entonces  estaba  constitui- 
da, y  hasta  diré  de  la  alta  sociedad.  El  juglar  es 
el  elemento  de  distracción  y  emoción  que  encanta 
las  veladas  de  los  castillos  y  las  horas  vacías  y 
ociosas  de  los  palacios.  Los  Reyes  se  llevan  con- 
sigo sus  juglares,  y  los  tienen  en  gran  estimación, 
y  seguramente  estos  juglares  no  se  limitan  a  re- 
ferir cómo  murió  Roldan,  si  no  que  divulgan  la 
trágica  historia  de  Tristán  e  Iseo  y  los  devaneos 
de  Lanzarote  y  Ginebra.  Hay  juglares  que  hasta 
componen  lo  que  han  de  recitar,  y  hay  juglares 
que  se  confunden  con  los  troveros  y  trovadores, 
aunque  éstos  ya  se  precien  de  poetas  en  toda  re- 
gla. Los  juglares,  más  generalmente,  recitan  aje- 
nas composicrones,  como  los  rapsodas  griegos.  En- 
tre el  estrépito  de  la  campal  batalla,  el  juglar  can- 
ta a  los  combatientes  la  gesta  de  Roncesvalles,  sin 
apearse  de  su  caballo.  Pronto  decae,  sin  embargo, 
el  mester  de  juglaría,  y  es  el  momento  en  que 
triunfan  los  trovadores  y  con  ellos,  el  lirismo  cul- 
to, el  que  ya  no  procede  de  las  fuentes  bretonas. 
Es  la  hora  de  la  poesía  provenzal,  victoriosa  no 
sólo  en  Francia,  sino  en  Italia,  y  no  hay  que  decir 
si  en  las  cortes  de  los  Reyes  de  Castilla.  Dos  len- 
guas hablaron  los  trovadores  en  la  Edad  Media : 
el  provenzal  y  el  romance  galáico-portugués.  Pero 
es  falsa  en  general,  tal  poesía,  y  el  lirismo  sincero 
poco  le  debe.  Pertenece  al  elemento  aristocrático, 
también,  pero  tiene  un  sello  originario  de  cosa 
cortesana,  galante,  cortés,  fina,  discreta,  y  sin  rea- 
lidad psicológica  muy   profunda.   Y  la  prez   de 


58  E.    PARDO   BAZÁN 


haber  dado  fuentes  y  cuerpo  al  lirismo,  hay  que 
atribuirla  a  los  escritores  franceses,  ingleses  y  ale- 
manes, que,  en  aquella  época  de  uniformidad  li- 
teraria, a  un  mismo  tiempo  marcharon  en  la  mis- 
ma dirección,  y  separándose  de  las  gestas  propfa- 
mente  dichas,  recopilaron  la  Gesta  de  los  bretones 
o  Novela  de  Brut,  escribieron  los  varios  poemas 
de  Tristán,  la  crónica  de  Merlín,  las  historias  r-e- 
ferentes  al  San-to  Grial,  las  aventuras  de  Parsifal, 
las  de  Langarote — el  tesoro  lírico  que  aún  no  he- 
mos agotado. 


Influencia  de  Francia  sobre  España  en  la  Edad  Media.— 
El  arlstocratlclsmo  de  las  canciones  líricas.— Transforma- 
ción de  la  sociedad  y  la  literatura  al  terminar  la  Edad 
Media.— La  "Novela  de  la  rosa".— El  lirismo  entre  los  tro- 
vadores.—Abelardo  y  Heloisa.- JLos  libros  de  caballerías.— 
Villon:  "Las  nieves  de  antaño".— Rebeláis  no  es  un  lírico. 


Antes  de  entrar  en  materia,  no  quiero  omi- 
tir algo  que  se  relaciona  con  lo  que  al  principio 
del  libro  indiqué  respecto  a  la  influencia  fran- 
cesa en  España.  No  falta  quien  crea  y  procla- 
me, y  hasta  recalque,  en  son  de  acre  censura  a 
los  ti-empos  modernos,  que  esta  influencia  es  cosa 
de  nuestra  Edad,  y  suponga,  en  el  pasado,  una  se- 
rie de  siglos  honradamente  castizos,  rebeldes  a 
cuanto  viene  de  fuera,  puros  y  sin  aleación  de  ex- 
tranjerisrao.  E  igualmente,  tampoco  falta  quien 
se  figure  que  la  idea  de  europeización  es  un  per- 
feccionamiento recién  inventado,  y  qu  ,  hasta  la 
fecha,  o  hasta  tiempos  cercanísimos,  hemos  vivi- 
do incomunicados  con  la  civilización  de  otros  paí- 
ses. No  hay  supuestos  más  inexactos,  más  en  con- 
tradicción con  la  realidad  histórica. 

En  la  época  de  que  estamos  tratando  ahora,  en 
plena  Edad  Media,  la  influencia  francesa  fué  tan 
extensa  y  poderosa  en  España  como  pudo  ser  ja- 
más, ni  ahora,  ni  en  todo  el  curso  del  siglo  XIX. 
Y  no  fué  sólo  literaria,  sino  social,  general,  y  sus 


6o  E.    PARDO   BAZÁX 


huellas  todavía  están  patentes  a  quien  quiera  es- 
tudiarlas. 

En  el  siglo  XI,  reinando  Alfonso  VI.  que  pudo 
por  fin  reunir  bajo  su  cetro  los  tres  reinos  de  su 
padre,  empezaron  a  ejercer  los  altos  cargos  ecle- 
siásticos los  monjes  franceses  de  Cluny.  Apode- 
ráronse de  la  Iglesia  española,  que  entonces  era 
apoderarse  de  todo  lo  que  aquí  valía,  desterraron 
el  rito  muzárabe,  que  aún  subsiste  oscuramente 
en  Toledo,  y  trajeron  el  espíritu  literario  francés 
a  la  naciente  o  mejor  dicho  alboreante  literatura 
nacional.  Por  haber  tenido  gestas  Francia,  tuvi- 
mos nosotros  la  del  Cid,  con  el  metro  alejandrino 
francés,  como  más  tarde  la  de  Bernardo  del  Car- 
pió. Algunas  catedrales  españolas  se  caracterizan 
todavía  con  el  nombre  de  opus  francigenum,  obra 
francesa.  El  camino  de  Santiago  de  Compostela 
se  llamó  camino  francés,  tal  era  la  cantidad  de  pe- 
regrinos venidos  de  Francia  que  lo  recorrían. 
Nunca  estuvimos  más  en  contacto,  probablemente, 
con  la  nación  vecina:  y  piénsese  cuáles  eran  en- 
tonces las  vías  de  comunicación. 

Hasta  la  letra  usada  en  España,  se  convirtió  en 
letra  francesa,  sustituyendo  a  la  toledana  o  visi- 
gótica. De  la  Francia  propiamente  dicha,  y  de 
Provenza  también,  estuvimos  impregnados,  du- 
rante la  Edad  Media,  desde  el  siglo  XI  al  XIV. 

En  la  Edad  Media.  Europa  era  mucho  más 
homogénea  de  lo  que  fué  después;  que  una 
tendencia  general  la  unificaba  y  la  hacía  com- 
penetrarse. Y,  de  esta  homogeneidad,  nadó  el 
anonimato  frecuente,  casi  habitual,  de  los  pri- 
meros escritores. 


EL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  6 1 

La  literatura  y  el  arte  son  anónimos,  muy  a  me- 
nudo. Se  sabe  el  nombre  de  un  copista,  y  el  de 
un  autor  se  ignora,  y  se  ignorará,  es  verosimil, 
eternamente. 

En  esta  homogeneidad  se  ha  solido  ver  falta  de 
elementos  liricos.  Se  ha  dicho  que,  en  tales  épocas, 
el  individuo,  siervo  o  señor,  clérigo  o  laico,  mon- 
je o  barón,  no  se  pertenece  a  sí  mismo;  es  el  re- 
presentante de  su  clase  antes  que  de  sí  propio,  y 
le  faltan  libertad  y  espacio  para  distinguirse.  Yo 
pienso  de  manera  distinta,  y  veo  en  la  Edad  Me- 
dia, y  desde  luego  en  la  francesa,  capitales  ele- 
mentos líricos,  que  existen  principalmente,  en  las 
leyendas  de  santidad  y  en  los  ciclos  caballerescos. 

El  lirismo  tuvo  que  nacer,  y  hemos  visto  que 
efectivamente  nació,  de  una  división  social  de 
clases.  Fué  hijo  de  la  nobleza  y  del  feudalismo, 
que  con  la  nobleza  íntimamente  e  indivisiblemente 
se  liga.  Lx)s  sentimientos  líricos  pertenecieron  a  la 
clase  aristocrática :  en  ningún  libro  del  mundo  está 
más  marcada  tal  división  que  en  el  de  Cervantes, 
en  la  opuesta  manera  de  sentir  del  caballero  y  del 
escudero,  de  Sancho  y  Don  Quijote. 

Así,  la  aristocracia  tiene  su  literatura  peculiar, 
las  ya  llamadas  novelas  caballerescas,  engendra- 
doras  de  otras  novelas  caballerescas  igualmente, 
contra  las  cuales  se  inscribió  Cerv^antes,  reflejan- 
do, conscientemente  o  no,  el  sentido  democrático 
del  Renacimiento. 

En  España  no  es  difícil  concordar  con  los  di- 
ferentes estados  sociales  de  las  regiones  la  ma- 
yor o  menos  preponderancia  del  lirismo.  Donde 
existió  feudalismo  propiamente  dicho,  como  en 


62  ^.    PARDO   BAZÁN 

Galicia  y  Asturias,  y  sobre  todo  en  Galicia,  los 
elementos  líricos  se  manifestaron,  y  la  psicolo- 
gía—actualmente, que  no  hay  siervos,  ni  seño- 
res— ,  continúa  siendo  la  que  determinó  aquel 
estado  social.  Verdad  es  que  hasta  hará  medio 
siglo  no  desapareció  tal  estado,  y  los  señores  ju- 
risdiccionales continuaron  ejerciendo  mero  y  mix- 
to imperio  sobre  los  siervos,  quedando  todavía 
rastros  de  estas  instituciones,  hoy  mismo,  en  las 
costumbres.  Y  por  tal  razón  Galicia  impuso  a  los 
poetas  líricos  y  a  los  trovadores  tan  típicos  como 
Macías  y  Rodríguez  de  la  Cámara  o  del  Padrón, 
y  por  eso  el  origen  de  las  ficciones  caballerescas 
donde  este  ideal  se  desarrolla,  el  origen  del  Ama- 
dís,  se  ha  supuesto  en  Galicia  o  Portugal,  enten- 
diéndose que  la  redacción  castellana  no  es  si  no 
forma  nueva  de  otros  textos  anteriores  y  que  no 
se  han  encontrado.  Tal  es,  en  resumen,  la  opinión 
de  Menéndez  y  Pelayo  en  sus  Orígenes  de  la  no- 
vela, donde  proclama  el  carácter  lírico  de  esas 
regiones  que  fueron  más  marcadamente  feudales. 

Al  aparecer  las  novelas,  no  ya  caballerescas, 
si  no  de  caballerías,  que  son  las  que  le  trastorna- 
ron el  seso  a  Don  Quijote,  venían  con  retraso, 
pero  todavía  quedaba  en  pie  la  armazón  del  mun- 
do feudal  y  aristocrático-heroico,  si  bien  minada 
y  atacada  en  sus  fundamentos,  y  pasada,  en  rea- 
lidad, su  hora.  Verdaderamente,  desde  el  si- 
glo XIV,  la  Edad  Media  declina,  y  la  sociedad  se 
transforma. 

¿Y  cómo  actúa  la  literatura  en  tal  transforma- 
ción en  Francia?  Haciéndose  alegórica,  y  adop- 
tando ese  velo  para  cubrir  su  sátira  de  las  iiteas 


El.   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  6^ 

y  costumbres  sociales.  En  el  momento  en  que  la 
vida  civil  va  a  sobreponerse  a  la  vida  guerrera  y 
heroica;  en  que,  al  consolidarse  el  poder  real,  la 
nobleza  tiene  que  someterse  a  él  y  perder  tanto 
de  su  libertad  individualista,  nace  una  literatura 
satírica,  que  viene  a  comentar  burlonamente  el 
pasado,  a  hacer  imposible  o  al  menos  muy  difí- 
cil la  aparición  de  otras  canciones  de  gesta,  a  res- 
ponder con  la  mofa  a  la  lírica  afirmación  de  los 
trovadores  y  juglares.  Es  la  tendencia  democrá- 
tica y  el  buen  sentido  francés,  que  se  manifiestan 
tempranamente,  sustituyendo  a  la  novela  de  aven- 
turas la  de  costumbres  satirizadas — los  cuentos, 
los  apólogos,  los  fahliaux. 

Y  esto,  como  queda  dicho,  es  una  demostración, 
un  brote  de  la  espontaneidad  francesa,  mientras 
que  las  gestas,  no  lo  ignoramos,  tienen  un  origen 
tudesco,  y  los  ciclos  un  origen  céltico.  Es  tal  li- 
teratura el  genuino  retoño  de  eso  que  después  se 
ha  llamado  el  esprit  gaulois,  y  que  ha  tenido  siem- 
pre representación  en  las  letras,  hasta  cuando  pa- 
recían dominar  las  direcciones  más  contrarias.  Va 
unido  este  movimiaito  literario,  en  la  época  que 
reseñamos,  a  la  plena  nacionalización  de  Francia, 
que  logra  por  fin  romper  la  uniformidad  de  tal  pe- 
ríodo, y  diferenciarse,  con  caracteres  propios,  de 
las  otras  naciones  europeas. 

Entre  los  muchos  ejemplares  del  géneio  satíri- 
co alegórico,  hay  dos  que  se  destacan :  La  novela, 
del  zorro  y  La  novela  de  la  rosa.  La  novela  del 
zorro  satiriza  al  feudalismo.  Antes  que  Cervantes, 
un  satírico  francés  puso  en  solfa  los  elementos  ro- 
mántico-feudales, y  combatió  ese  ideal,  anuncian- 


64  E.   PARDO   BAZÁN 


do  SU  caída.  No  fué  La  novela  del  zorro  un  caso 
aislado:  prueban  su  carácter  de  síntoma  general 
las  mil  ramificaciones  de  su  idea.  Viene  escoltada 
de  los  innumerables  Esopillos  o  Isopetes,  coleccio- 
nes de  fábulas,  que  tanto  se  divulgaron  y  que 
formaron  la  epopeya  zoológica ;  y  la  sátira,  toman- 
do por  personajes  a  los  animales,  se  explaya  li- 
bremente. De  origen  griego,  por  Aristófanes,  este 
género  d-e  sátira  se  ha  prolongado  hasta  nuestros 
días,  y  baste  para  confirmarlo  la  tan  comentada  y 
trompeteada  obra  de  Rostand,  la  gesta  del  gallo 
galo  Chantecler. 

No  siempre  las  fábulas  son  de  gorja  y  burlas : 
las  hay  morales  y  las  hay  amorosas.  Y,  en  gene- 
ral, tampoco  este  nuevo  desarrollo,  tan  genuino, 
de  las  letras  francesas,  podemos  decir  que  haya 
producido  obra  maestra  alguna. 

La  novela  de  la  rosa,  que  se  destaca  en  tal  mo- 
mento, tiene  dos  autores,  Guillermo  de  Lorris  y 
Juan  de  Meung.  El  uno  la  principió,  el  otro  la 
concluyó,  a  cuarenta  años  de  distancia.  Esta  fic- 
ción responde  también  a  tendencias  que  han  de 
afirmarse  a  través  de  la  historia  literaria  y  la 
historia  social  francesa:  en  la  segunda  parte  de 
la  Novela  de  la  rosa  se  halla  contenida  la  que 
tantos  siglos  después  se  llamó  "declaración  de 
^.os  derechos  del  hombre";  y  en  toda  la  novela, 
bastante  licenciosa,  se  'desenvuelve  esa  casuís- 
tica erótica,  esa  preocupación  dominante  de  las 
artes  amatorias,  que  en  tiempos  recientísimos 
ha  sido,  no  sin  justicia,  reprochada  a  la  litera- 
tura francesa,  y  que,  como  una  excrecencia,  la 
ha  afeado,  por  su  exceso  y  su  torpeza.   En  la 


EL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  65 

Novela  de  la  Rosa — título  por  cierto  encanta- 
dor— ^se  ha  visto  una  nueva  redacción  de  cierto 
librito  ovidiano.  A  pesar  del  éxito  y  divulgación 
enorme  de  esta  ficción,  no  faltó  quien  la  esti- 
mase mucho  más  abajo  que  la  de  Ovidio,  y  el 
Petrarca  reprochó  a  sus  autores  la  falta  de  pa- 
sión, la  licencia  en  frío,  escollo  fatal  del  gé- 
nero. 

En  la  misma  novela  se  inclina  la  sátira  con- 
tra los  hipócritas  y  los  falsos  devotos :  un  per- 
sonaje es  una  especie  de  Tartufo.  Anuncíase  el 
espíritu  satírico  e  irreverente,  que  desde  Molie- 
re conduce  a  Voltaire. 

El  mismo  sentido  burlón  y  la  misma  objetivi- 
dad, con  escasa  aleación  de  lirismo,  nótanse  en 
los  troveros,  por  ejemplo,  en  el  bohemio  típico 
Rutebeuf,  contemporáneo  de  San  Luis.  Muer- 
to de  hambre  y  de  frío,  dispara  sus  dardos  con- 
tra el  clero,  contra  los  mogigatos  y  la  beatería. 
Y  todos  los  troveros  se  parecen  en  un  rasgo 
esencial,  la  burla,  el  desenfado  insolente.  Son 
volterianos  antes  de  Voltaire ;  volterianos,  como 
era  posible  serlo  en  su  época. 

El  lirismo  pudo  encontrar  rico  campo  de  cul- 
tivo en  la  brillante  y  efímera  florescencia  trova- 
doresca del  Mediodía,  en  la  hora  y  momento  en 
que  reyes,  condes  y  barones  se  sintieron  poetas, 
y  en  que  la  mujer  fué  como  reliquia  puesta  en 
altar  y  besada  con  devoción.  La  idea  caballe- 
resco erótica,  que  en  los  ciclos  de  Bretaña  se 
manifiesta  ya  con  tanto  lirismo,  pudo  desenvolver- 
se artísticamente  en  los  trovadores.  Algunos,  es 
cierto,  fueron  de  inspiración  épica,  como  el  fa- 


66  E.    PARDO   BAZÁN 


moso  Beltrán  de  Born;  pero  la  mayor  parte  can- 
tan ternezas  y  sutilezas  sentimentales.  No  siem- 
pre este  sentimentalismo  es  ficción  de  cortes  de 
amor,  ni  afectación  poética :  hay  bastantes  tro- 
vadores que,  no  habiendo  pasado  a  la  posteridad 
por  el  mérito  de  sus  versos,  por  el  cual,  a  decir 
verdad,  no  lo  merece  ninguno,  pasaron  por  ha- 
ber bebido  el  filtro  de  Iseo  y  Tristán,  y  haber 
incorporado  a  la  leyenda  lírica  una  nota  trágica. 
De  estos  hubo  en  Cataluña  3^  en  Galicia ;  pero  de 
Provenza  vino  la  especie.  Lo  que  no  supieron  re- 
velar intensamente  en  el  verso,  lo  afirmaron  con 
su  biografía.  Un  erudito  que,  como  el  malogrado 
Said  Armesto,  siguiese  pacientemente  la  pista  a 
las  leyendas  y  desentrañase  su  procedencia,  pu- 
diera de^ir  los  orígenes  y  lo  que  tienen  de  verda- 
dero las  terribles  leyendas  trovadorescas  de  Gui- 
llen de  Cabestany  y  Reinaldo  de  Coucy,  con  el 
atroz  detalle,  digno  del  festín  de  Atreo,  del  cora- 
zón del  trovador  arrancado  por  el  celoso  marido 
y  hecho  comer  a  la  dama.  Sean  o  no  exageracio- 
nes de  juglares  tan  espantosas  venganzas,  tenemos 
que  notar  un  retroceso,  desde  las  novelas  de  la 
Tabla  Redonda.  De  un  modo  más  humano  pro- 
cedieron, en  medio  de  sus  desdichas  conyugales, 
el  rey  Marcos  de  Cornualla  y  el  rey  Artús  de 
Bretaña,  que  rechazó  los  medios  de  venganza  que 
le  proporcionaba  una  bárbara  legislación.  Son 
estas  leyendas  de  un  romanticismo  truculen- 
to, pero  seria  aventurado  darlas  por  enteramente 
falsas.  Si  la  historia  no  confirmase  el  suplicio 
impuesto  por  Pedro  de  Portugal  a  los  asesinos  de 
doña  Inés  de  Castro,  que  fué  sacarles  el  corazón 


EL    LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA  (ij 

f>or  la  espalda,  tal  vez  lo  juzgásemos  invención. 

De  la  idea  del  corazón  como  cifra  y  resumen  de 
la  vida  sentimental,  encontramos  testimonio  en  la 
leyenda  de  Durandarte,  tan  artísticamente  apro- 
vechada por  Cervantes  en  el  episodio  de  la  cueva 
de  Montesinos.  Otro  testimonio  de  que  la  idea 
del  corazón  arrancado  y  hasta  comido  era  casi 
familiar  a  los  trovadores,  la  encontramos  en  una 
elegía,  en  que  el  poeta  provenzal  Sordel  lamenta 
la  muerte  del  trovador  señor  de  Blacas,  y  declara 
que  es  una  pérdida  tan  grande,  que  sólo  podrá 
repararse  si  le  arrancan  el  corazón  y  se  lo  hacen 
comer  a  los  barones  que  sin  él  viven,  y  al  Empe- 
rador de  Roma,  y  al  Rey  de  los  franceses,  y  al 
Monarca  inglés... 

El  último  poeta  lírico  de  la  Edad  Media  france- 
sa, es  Carlos  de  Orleans.  Hay  en  sus  versos  algo 
de  frivolidad  cortesana  y  de  anticipado  concen- 
trismo;  tal  defecto  proviene  de  que  la  literatura 
seria  y  la  filosofía  propiamente  dicha,  no  eran  pa- 
trimonio laicos,  ni  de  grandes  señores,  sino  de 
clérigos  y  de  sabios — dos  categorías  que  entonces 
s€  identificaban  diciéndose  "gran  clérigo"  cuando 
se  quería  decir  "gran  sabio". 

De  esa  sociedad  clerical  sale  un  extraordinario 
brote  lírico,  los  amores  del  filósofo  escolástico 
Abelardo  con  aquella  mujer  también  empapada  de 
ciencia  y  filosofía,  la  sobrina  del  canónigo  Ful- 
berto,  y  la  correspondencia  entl-e  los  amantes, 
documento  sentimental  preciosísimo,  cien  veces 
más  precioso  que  las  enseñanzas  conceptualis- 
tas y  nominalistas  (el  nominalismo  es  un  modo 
de  'lirismo  filosófico)  de  Abelardo.  Tal  correspon- 


68  E.    PARDO   BAZÁN 


dencia  no  es  texto  de  lengua,  ya  que  se  escribió 
en  latín,  y  sólo  apareció  traducida  en  el  siglo  XVI ; 
pero  esta  historia  auténtica  no  ha  influido  menos 
en  el  lirismo  de  Francia  que  la  de  Tristán  e  I  seo, 
fabulosa  y  mística,  influyó  en  el  de  todas  partes. 
Sainte  Beuve,  con  su  sagacidad  habitual  para  se- 
guir estas  corrientes,  encuentra  en  la  figura  de 
Heloisa  el  modelo  de  la  duquesa  de  la  Valliére  y 
de  la  señorita  Aissé,  personalidades  líricas,  hasta 
dar  en  el  misticismo  del  sentimiento. 

Y  también  es  justo,  al  nombrar  a  Pedro  Abe- 
lardo, reconocer  los  servicioisde  la  Escolástica,  que, 
contribuyendo  a  afinar  el  pensamiento  y  la  com- 
prensión, tomó  parte  muy  considerable  en  la  ges- 
tación del  genio  literario  francés,  en  lo  que  tiene 
de  claro  y  razonador,  de  lógico  y  de  ingenioso  y 
argudo.  Por  la  Escolástica,  se  ha  definido  lo  que  en 
otros  países  permaneció  dentro  de  la  vaguedad,  y, 
al  desenmarañarse  el  ovillo  de  las  controversias, 
se  ductilizó  y  enriqueció  el  idioma. 

Ligada  está  la  historia  sentimental  de  Abelardo 
y  Heloisa  a  la  del  misticismo  erótico ;  pero  el  ver- 
dadero misticismo,  más  puro  en  sus  hondos  ma- 
nantiales, se  reveló,  entre  las  sequedades  escolás- 
ticas y  los  abrojos  satíricos,  en  un  libro  maravi- 
lloso que  se  llama  La  imitación  de  Jesucristo.  Ya 
sabemos  que,  fuese  quien  fuese  su  autor  (al  es- 
cribir la  vida  de  San  Francisco  de  Asís,  he  rese- 
ñado las  diversas  hipótesis),  el  libro,  en  efecto, 
fué  escrito  por  el  Espíritu  Santo.  No  es  seguro 
que  sea  un  libro  francés,  aunque  parezca  proba- 
ble: no  es  seguro,  tampoco,  que  sea  obra  de  nin- 
guno de  los  autores  a  quienes  se  atribuye.  El  ano- 


Elv    LIRISMO   DN    LA    POESÍA   FRANCESA  69 

nimato  del  claustro,  donde  probablemente  nació, 
le  rodea.  Es  obra  de  altísima  poesía  lírica,  y  no  en 
balde  grandes  poetas  modernos,  y  de  los  más  des- 
engañados, han  encabezado  sus  poemas  con  frag- 
m.entos  de  la  Imitación.  No  menos  persuadido  de 
la  vanidad  de  todo  que  el  Eclesiastés,  el  autor  de 
la  Imitación  conoce  los  caminos  del  amor,  y  los 
recorre,  guiado  probablemente  por  San  Francisco 
de  Asís.  El  alma  franciscana  palpita  en  las  cláusu- 
las del  libro  incomparable. 

Yo  no  puedo  examinar  aquí  los  géneros  litera- 
rios qu-e  no  guardan  relación  con  el  lirismo,  y  em- 
piezan a  descollar  en  último  período  del  siglo  XV, 
como  la  crónica  que  se  transforma  en  historia,  los 
misterios  dramáticos  que  nacieron  en  los  templos 
y  van  a  salir  de  ellos,  el  nacimiento  del  teatro  mo- 
derno, entre  la  que  llama  clercs  de  la  Baso  che,  y 
tantas  manifestaciones  de  la  vida  literaria,  que  aun 
tratándolas  de  refilón  y  a  la  ligera,  como  por  fuer- 
za trato  estos  antecedentes,  acaso  no  indispensa- 
bles, pero  útiles  a  la  inteligencia  de  lo  que  viene 
después,  no  tendrían  aquí  cabida.  Mas  no  puedo 
omitir  la  aparición  de  las  novelas  de  caballerías, 
que  en  tanta  copia  surgen  desde  el  siglo  XIV  hasta 
el  XVI,  y  que,  aun  las  de  pertenencia  española, 
¿quién  sabe  si  proceden,  en  sus  primeros  surgi- 
mientos, de  Francia?  Hemos  visto  que  las  ficcio- 
nes caballerescas,  sea  sn  raíz  céltica  o  germánica, 
en  Francia  se  desarrollan.  Menéndez  y  Pelayo,  en 
sus  Orígenes  de  la  Novela,  observa  que  la  epopeya 
castellana,  de  carácter  hondamente  histórico,  no 
engendró  verdaderas  novelas  (a  excepción  de  la 
Crónica  del  Rey  don  Rodrigo),  aun  cuando,  aña- 


70  Z.    PARDO   BAZÁN 


diré,  en  algunos  de  los  Poemas  del  Cid,  de  los  más 
recientes,  no  falten  amplificaciones  y  alteraciones 
novelescas. 

Lo  cierto  es  que  de  Francia  se  propagó  a  Es- 
paña la  primer  literatura  de  fábulas  de  caballería 
andante.  Esta  literatura,  derivada  de  los  ciclos  de 
la  Tabla  redonda,  fué  f ecundisima  en  Italia  en  el 
siglo  XVI,  y  en  España  en  el  siglo  XV  y  parte  del 
XVI,  igualmente.  El  recuento  de  las  obras,  no 
cabe  en  los  limites  de  unos  sencillos  preliminares. 
Como  contribución  de  Francia  a  este  género  pu- 
dieran citarse  libros  de  los  que  Luis  Vives  llamó 
pestíferos,  como  la  Historia  de  Fierres  de  Pro- 
venga y  la  linda  Magalona,  Flores  y  Blancaflor, 
la  Historia  de  Faris  y  Viana,  y  la  fábula  de  Me- 
lusina  (que  en  Galicia  encontramos  en  la  leyenda 
de  los  Marinos)  con  otras  historias  líricas,  de 
amor.  Es  también  francés  el  Oliveros  de  Castilla, 
y  el  Artús  de  Algarve.  Y  de  fuera  vino  a  España 
la  leyenda  del  Caballero  del  Cisne,  largamente  re- 
latada en  la  Gran  conquista  de  Ultramar. 

Pero  la  literatura  caballeresca,  aunque  proceda, 
a  mi  ver,  de  Francia,  ya  sabemos  que  es  en  Es- 
paña, y  acaso  en  Galicia  y  Portugal,  donde  arraiga 
de  un  modo  profundo. 

De  materia  caballeresca  está  como  impregnada 
la  Edad  media  española,  desde  los  siglos  XII 
y  XIII,  y  las  peregrinaciones  a  Santiago  de  Com- 
postela,  adonde  tanta  gente  noble  e  ilustre  acudía 
de  Francia  y  de  Gemianía,  no  debieron  de  tener  en 
ello  poca  parte.  Así,  no  es  de  extrañar  si  nuestro 
T atlante  de  Ricamonte  viene  de  un  poema  proven- 
zal  del  siglo  XIII,  y  si  el  Caballero  Cifar,  el  más 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  Jl 

antiguo  de  nuestros  libros  de  caballerías,  muestra 
sus  orígenes  bretones,  por  más  que  la  leyenda  de 
la  Dama  del  Lago  sea  fácil  descubrirla  en  tra- 
diciones locales  gallegas,  y  parezca  pertenecer  a 
la  mitografía  universal, 

En  cuanto  al  Amadis,  no  tengo  la  menor  auto- 
ridad para  terciar  en  la  disputación  de  sus  orí- 
genes, pero  que  de  sus  primitivas  redacciones, 
que  se  han  perdido,  algtma  por  lo  menos  fuese 
francesa,  parece  seguro.  Menéndez  y  Pelayo  re- 
conoce que  todos  los  nombres  de  lugares  y  per- 
sonas en  el  Amadis,  tienen  sello  erótico,  y  hace 
constar  la  profunda  influencia  del  Tristón  sobre 
el  Amadis.  Naciese  donde  naciese  la  novela,  cual 
hoy  la  conocemos,  y  hasta  en  formas  anteriores 
a  la  de  Montalvo,  su  ideal  difiere  mucho  del  ideal 
rudamente  heroico  de  Castilla.  Si  fué  escrito  antes 
en  portugués-galaico  que  en  castellano,  todavía 
es  verosímil  que  la  raíz  sea  francesa. 

El  Amadis  fué  en  España  como  una  moda; 
privó  en  los  salones  ya  entonces  dorados,  en  los 
bellos  camerinos;  se  dio  a  los  lebreles  favoritos 
el  nombre  de  Amadis,  pero  no  llegó  tal  popula- 
ridad a  las  muchedumbres,  y  Cervantes,  tan  ob- 
jetivo y  realista,  tan  antirromántico  y  antilírico, 
encontró  fácil  el  camino  para  arremeter  contra 
esta  poética  fábula  y  contra  otras  no  tan  poéticas 
y  de  menos  escogida  contextura.  Los  libros  de 
caballerías,  aunque  halagasen  ciertas  propensio- 
nes de  nuestra  alma,  estaban  expuestos  a  morir 
por  la  risa  y  la  burla,  por  la  caricatura  de  su 
ideal. 

Por  señas  que,  respecto  al  Amadis,  sorprende 


'J2  E.    PARDO    BAZÁN 


el  desconocimiento  y  ligereza  con  que  se  expresa 
un  hombre  por  otra  parte  tan  bien  informado  y 
tan  serio  como  Brunetiére,  empezando  por  es- 
cribir ^^Los  Amadises",  pero  vemos  que  este  plu- 
ral no  se  refiere  a  los  libros  de  caballerías  de  la 
línea  de  Amadís,  sino  sólo  al  Amadís  de  Gaula; 
y,  a  renglón  seguido,  decora  con  el  nombre  d-e 
autor  a  Herberay  des  Essarts,  que  no  fué  más 
que  el  traductor  francés  de  los  ocho  primeros 
libros,  según  dos  renglones  después  hace  constar 
el  mismo  Brunetiére.  Condesciende  a  reconocer 
que  "al  Amadís  no  se  le  puede  pasar  absoluta- 
mente en  silencio",  pero  lo  que  hace  es  peor:  es 
confundir  las  noticias  acerca  de  un  libro  que  bien 
vale,  cuando  menos,  los  que  inspiró  después  a 
los  novelistas  sentimentales  franceses,  y  que  han 
sido  muy  comentados  y  estudiados  por  el  mismo 
docto  crítico. 

En  el  siglo  XVI  es  cuando  se  traducen  al  fran- 
cés las  historias  de  Amadís  y  de  su  dilatada 
progenie.  Y  Francia  recibió  con  entusiasmo  las 
licencias  que  habían  ayudado  a  sufrir  con  pa- 
ciencia su  prisión  en  Madrid  a  Francisco  I.  Era 
el  momento  en  que  nuestra  literatura  y  todo  lo 
nuestro  iba  a  poner  la  ley  en  Francia.  El  Amadís 
influyó  más  en  la  literatura  francesa,  que  en  la 
española.  Allí  no  hubo  Cervantes  que  lo  ente- 
rrase vivo. 

Fué  un  lírico  el  poeta  que,  en  el  siglo  XV,  se 
destaca  con  nota  de  originalidad  entre  los  de  su 
tiempo,  y  se  aparta  de  toda  la  tradición  de  tro- 
vadores y  de  troveros,  juglares  y  religiosos.  En 
aquella  época  de  transición,  salta  este  poeta  sin- 


th   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  73 

cero  a  ratos,  desvergonzado,  estudiante  de  la  tuna, 
racimo  de  horca,  hambrón  profesional,  comido 
de  miseria,  pero  gran  lírico,  ya  que  nada  que  no 
proceda  de  si  mismo,  cantan  sus  versos:  lirico 
genuino,  pues  sólo  le  inspiraron  sus  propias 
emociones.  Y  aquel  golfo,  como  ahora  diríamos, 
fué  poco  a  poco,  después  de  su  muerte,  ascen- 
diendo al  lugar  preeminente  de  uno  de  los  pa- 
dres de  la  poesía;  Gemente  Marot  le  saludaba 
como  a  un  antecesor;  Boileau  comenzaba  por  él 
la  historia  de  la  poesía  francesa ;  Teófilo  Gautier, 
en  sus  Grotescos,  le  retrataba  como  a  rey  de  la 
vida  de  Bohemia,  y  la  historia  literaria  reconocía 
que  fué  Villon  quien  más  hizo  progresar  a  la  poe- 
sía francesa  desde  La  novela  de  la  Rosa.  Sainte 
Beuve — que  sin  piedad  ni  simpatía  le  ha  dise- 
cado— confiesa  que  Villon  fué  ''uno  de  esos  in- 
dividuos colectivos,  el  último,  la  última  palabra  de 
una  generación  de  satíricos  olvidados  ya;  el  he- 
redero de  tantos  juglares  y  autores  de  fabliaux 
V  que  eslabona  la  tradición  entre  Rutebeuf  y 
Rabelais". 

Sin  sostener  que  Francisco  Villon  fuese  un 
poeta  absolutamente  de  primer  orden,  es  un  poe- 
ta que  cautivó  por  su  naturalidad,  por  ese  hechi- 
zo y  talismán  de  la  verdad  cruda  y  desnuda,  que 
sugestiona.  Es  un  poeta  del  arroyo,  teñido  de  es- 
colástica; un  sopista  remendado  que  ha  leído  a 
Aristóteles;  pero  no  es  Aristóteles,  sino  la  adver- 
sidad, lo  que  le  ha  enseñado  a  sentir.  Y  canta  su 
pobreza,  canta  sus  aprietos,  y  su  consuelo  es  que 
la  muerte,  al  fin  y  a  la  postre,  ha  de  apoderarse  de 
todos,  mendigos  y  ricos,  poderosos  y  miserables. 


74  E.    PARDO   BAZAN 


Lo  mejor  de  la  poesía  de  Villon  es  una  balada 
famosísima,  la  que  se  titula  Las  damas  de  an- 
taño, y  que  yo,  al  leer  a  Villon  en  otro  tiempo, 
llamaba  Las  nieves  de  antaño.  La  idea  de  esta 
balada  es  semejante  a  la  de  la  famosa  elegía  de 
Jorge  Manrique :  y  así  como  a  esta  se  le  han  en- 
contrado muy  numerosos  precedentes,  se  le  en- 
cuentran a  la  balada  de  Villon,  y  son  una  hueste 
los  poetas  medioevales  y  hasta  los  padres  de  la 
Iglesia  que  se  han  preguntado  melancólicamente, 
¿  dónde  están  ahora  los  que  un  día  asombraron  o 
encantaron  al  mundo? 

''Los  Infantes  de  Aragón,  ¿qué  se  hicieron?" 

Pero  es  preciso  reconocer,  y  Sainte  Beuve  lo 
reconoce,  la  superioridad  del  bohemio  estudian- 
tón. Jorge  Manrique  es  un  poeta  mucho  más 
culto,  y  en  todo  aparece  como  un  gran  señor  y 
un  moralista  cristiano;  pero  la  idea  de  Villon  es 
todavía  más  poética  y  graciosa :  pregunta  qué  ha 
sido  de  las  bellas  damas,  las  enamoradas,  las  Rei- 
nas trágicas,  la  pucelas  heroicas ;  y  las  "nieves  de 
antaño"  parecen  más  efímeras  aun  que  el  rocío 
de  las  eras.  La  honda  melancolía  del  no  ser,  se 
intensifica  al  recordar  las  hermosuras  que  pasa- 
ron, las  formas  divinas  que  son  polvo  y  ceniza 
leve...  ¡Nieves  de  antaño,  y  solamente  nieves  de 
antaño ! 

Es  otro  encanto  de  Villon  su  falta  absoluta  de 
pedantería,  cuando  el  siglo  se  hacía  tan  docto,  y 
no  pensaba  si  no  en  romanos  y  griegos,  y  la  her- 
mana del  Rey,  Margarita  de  Valois,  se  chapuzaba 


Elv    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  75 

en  retórica,  gramática  y  filosofía  para  acabar  imi- 
tando a  Bocaccio. 

Su  grande  amigo,  admirador,  adorador  y  prote- 
gido Clemente  Marot,  que  combatió  en  Pavía  y 
vino  a  España  con  Francisco  I,  (delá  les  monts, 
prissonier,  nos  dice  él  mismo),  es  también  un  lí- 
rico, y  hay  en  él  rasgos  trovadorescos,  ya  borro- 
sos. Enamorado  honestísimamente,  según  afirman 
los  bien  informados  en  tan  arduas  cuestiones,  de 
la  Margarita  de  las  margaritas,  de  la  Perla  de  las 
sabias,  hacía  profesión  de  amar  "muy  altamente". 
Yo  confieso  que  prefiero  a  Villon,  galán  de  ''gen- 
til salchichera  de  la  esquina".  Marot,  adscrito  a 
la  corte,  paje  y  criado  de  Reyes,  no  desplega  esa 
originalidad  salada  y  fresca  de  Villon.  Es  un  in- 
genio— tal  vez  el  primero  de  la  serie  de  los  inge- 
nios cortesanos. 

Cualquiera  que  sea  el  atractivo  bufonesco  de 
Rabelais  y  la  viveza  y  jugo  prodigiosos  de  su  lé- 
xico, en  cuanto  al  lirismo  no  tenemos  nada  con 
él.  Es  un  temperamento  épico,  de  epopeya  bur- 
lesca (igual  pudiéramos  decir  de  Cervantes,  pero 
I  cuántas  reservas  y  explicaciones  habría  que  aña- 
dir !).  Su  enorme  carcajada  barre  a  una  edad  y 
anuncia  otra.  Con  Rabelais  se  ha  nacionalizado 
en  Francia  el  Renacimiento. 


VI 

Bl  Renacimiento  y  la  Reforma.— Rabelais,  el  revoluciona- 
rlo.—Ronsard;  sus  triunfos  en  la  corte  de  los  Valois;  su 
dominio  de  las  formas  métricas.— Malhcrbe.— El  siglo  XVII; 
los  "Salones";  las  "Preciosas";  los  "libertinos".— San  Fran- 
cisco de  Sales.— Moliere.— Esbozo  de  bibliografía. 


No  podía  el  Renacimiento  ser  favorable  al  li- 
rismo. Su  acción  se  ejerció,  no  solamente  contra 
el  cristianismo,  sino  contra  el  catolicismo,  que  ha- 
bía dado  calor  y  vida  a  los  ideales  románticos  y 
caballerescos.  El  Renacimiento  es  paganismo  y 
Reforma.  Ninguno  de  estos  dos  caracteres  esen- 
ciales es  favorable  a  la  tendencia  individualista,  a 
pesar  de  su  aparente  sentido  emancipador. 

Sin  que  me  mueva  a  expresarme  así  ningún  fa- 
natismo, incompatible  con  la  crítica,  no  puedo  ver 
en  la  herejía  protestante  nada  de  lírico,  sino  todo  lo 
contrario  y  cierta  represión  y  desvío  hacia  el  arte. 
El  protestantismo,  por  su  camino,  viene  a  parar 
a  esa  uniformidad  rígida,  a  esa  especie  de  automa- 
tismo estatólatra,  que  nos  presentan  como  cumbre 
del  desarrollo  de  las  civilizaciones  bien  organiza- 
das. No  he  de  discutir  tal  tema,  pero  no  se  me 
negará  que  no  existe  ninguno  menos  lírico. 

Hay  que  reconocer  una  diferencia  radical  entre 
el  Renacimiento  y  la  Reforma.  El  Renacimiento 
es  una  tentativa  de  paganización  del  mundo,  y  por 
consiguiente,  de  las  letras ;  la  Reforma,  un  áspero 


78  E.   PARDO   BAZÁN 


esfuerzo  de  austeridad  intransigente,  la  negación 
de  lo  que,  en  el  paganismo  y  en  el  ideal  clásico 
era  artísticamente  libre.  He  ahí  la  raíz  de  las  fa- 
mosas indignaciones  de  Lutero,  que  nada  tenía  de 
Santo,  por  otra  parte,  ante  los  esplendores  de 
Roma. 

He  aquí  también  el  sentido  del  libro  de  Calvino, 
La  institución  cristiana,  que  pasa  por  clásico,  en 
cuanto  al  idioma,  pero  que  no  hay  manera  de  leer, 
y  que  vino  a  hacer  amenas  las  más  abstrusas  es- 
peculaciones escolásticas,  con  la  frialdad  y  tris- 
teza de  su  estilo  hugonote.  Los  que  hablan  de 
manejos  de  Madama  de  Maintenon,  de  redes  te- 
jidas por  los  jesuítas,  para  cerrar  el  paso,  en  Fran- 
cia a  la  Reforma,  no  se  han  percatado  de  que  el 
momento  en  que  la  Reforma  riñe  en  Francia  su 
batalla  decisiva,  es  el  que  señala  la  nacionalización 
francesa,  que  rechaza  ese  espíritu  y  que  se  cles- 
germaniza,  de  una  vez,  declarándose  latina,  o  lo 
que  por  tal  se  entiende.  La  Reforma  tiene  su  cam- 
po de  acción  allende  el  Rin :  Francia  puede  admi- 
tir el  Renacimiento,  imprimiéndole,  en  gran  parte, 
su  sello  propio;  pero  no  puede  transigir  con  la 
Reforma,  porque  ya  Francia  se  ha  reconocido  y 
definido,  instintivamente,  y  aspira  a  realizar  su 
verdadero  y  típico  carácter. 

Así,  la  figura  saliente  del  Renacimiento  francés, 
en  lo  literario,  y  hasta  en  lo  pedagógico,  es  Fran- 
cisco Rabelais,  el  cura  de  Meudon,  el  creador  de 
Pantagruel. 

Hemos  dicho,  en  el  capítulo  anterior,  que  Ra- 
belais no  tiene  mucho  que  ver  con  la  lírica :  es  pre- 
ciso explicar  esta  afirmación,  y  también  rectificar- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  79 

la,  en  determinado  concepto.  Lo  que  en  Rabelais 
ayuda  poderosamente  al  advenimiento  del  indivi- 
dualismo, es  la  proclamación  de  un  dogma  que  an- 
dando el  tiempo,  en  el  siglo  XVIII,  impuso  a  su 
edad,  con  aire  de  descubrimiento  de  algo  inédito, 
Juan  Jacobo  Rousseau.  El  dogma  es  la  diviniza- 
ción de  la  Naturaleza,  la  afirmación  de  la  bondad 
del  instinto,  y  no  hay  otro  que  traiga  más  cola, 
diriamos  familiarmente.  Lo  proclamó  el  desafo- 
rado párroco  a  quien  Lamartine,  con  desdén  de 
cisne  ante  el  pato  barbotante,  volvia  las  espaldas 
y  calificaba  de  ''gran  fangoso". 

La  pedagogía  de  Rabelais,  el  catecismo  de  la 
Abadia  de  Telema,  se  reducen  a  una  máxima : 
''Haz  lo  que  se  te  antoje".  En  seguir  a  la  Natu- 
raleza no  cabe  error;  es  el  camino  derecho.  Sólo 
con  enunciar,  así,  descarnadamente,  el  principio 
fundamental  que  sostiene  Rabelais,  se  adivina 
cuál  pudo  ser  su  influencia  en  la  gran  desorgani- 
zación social  que  lentamente  fué  produciéndose 
en  Francia,  y  que  se  comunicó  al  resto  del  mun- 
do, con  mayor  o  menor  intensidad.  El  hombre 
es  bueno  de  suyo,  aseguran  Rabelais  y  Rousseau ; 
por  tanto,  no  tiene  más  ley  que  la  que  en  sí  mis- 
mo encuentra. 

Conviene  advertir  que  Rabelais,  en  lo  natural, 
vé  principalmente  lo  físico.  Su  presunción  es  que 
el  género  humano,  comprimido  en  sus  instintos 
más  fundamentales  por  la  Iglesia,  la  Sociedad  y 
las  costumbres  e  ideas  admitidas  y  tradicionales, 
necesita  romper  esas  cadenas,  desarrollarse  sin 
trabas.  No  es  Rabelais  un  Iítíco  que  reclame  la 
expansión  de  su  propia  sensibilidad,  sino  un  co- 


8o  E.    PARDO   BAZÁN 


lectivista  anárquico,  que  trae  en  su  filosofía  el 
germen  de  toda  revolución.  No  hay  en  Rabelais, 
leyéndole  despacio,  fermento  revolucionario  que 
no  asome.  Es  el  antepasado  legítimo  de  Diderot, 
de  Rousseau,  de  Voltaire;  de  las  más  variadas 
tendencias  de  la  Enciclopedia,  y  a  la  vez,  es  el 
nuncio  de  las  emancipaciones  individualistas,  jus- 
tificadas por  él  antes  de  producirse. 

A  la  canonización  del  instinto,  el  Renacimien- 
to puso  un  freno:  no  religioso  ni  moral,  sino  ar- 
tístico. El  arte  es  también  un  cimiento  social :  en 
Italia,  del  siglo  XIV  al  XVI,  no  creo  que  exis- 
tiese otro  de  mayor  solidez. 

La  escuela  de  poesía  llamada  la  Pléyade  coin- 
cidió, en  su  aparición,  con  la  muerte  de  Francis- 
co I  y  la  italianización  de  Francia,  bajo  Catalina 
de  Médicis,  mujer  apasionadamente  aficionada  a 
las  artes,  y  que,  reinante  o  no,  rigió  largo  tiempo 
los  destinos  de  Francia,  mientras  cifíeron  corona 
sus  hijos.  Catalina  de  Médicis,  que  no  es  una  in- 
fluencia moral,  y  hasta  es  todo  lo  contrario,  es 
seguramente  una  gran  influencia  de  cultura  for- 
mal. La  nueva  escuela  poética  trae  por  lema  la 
belleza  de  la  forma,  sinónima,  en  tal  caso,  de  la 
perfecta  imitación  de  los  modelos  de  la  antigüe- 
dad pagana.  Toda  la  materia  poética  de  la  Edad 
Media  fué  tratada  de  bárbara,  y  considerada  un 
testimonio  de  la  ignorancia  nacional ;  se  habló  de 
resucitar  la  litada  y  La  Eneida,  como  si  fuese  gra- 
no de  anís,  con  el  aditamento  de  "algún  soneto 
de  sabia  y  agradable  invención  italiana". 

Los  reformadores  se  llamaban  Du  Bellay  y 
Ronsard.  El  primero  teorizaba;  el  segundo  prac- 


El.    LIRISMO    EN    EA   POESÍA   ERANCESA  bl 

ticaba.  A  ambos  les  faltaba  el  mismo  sentido, 
pues  eran  sordos  como  paredes.  Los  sordos  son 
tenaces  y  reconcentrados.  Ronsard,  para  crear  su 
poesía,  se  encerró  con  los  autores  griegos  y  la- 
tinos, años  enteros,  anotando  aqui  y  estractando 
acullá.  Por  último,  salió  de  su  redoma,  y  dio  a 
luz  sus  versos,  que  fueron  acogidos  con  transpor- 
tes de  admiración.  Reyes  y  Reinas  le  obsequiaron 
a  porfía,  y  desde  su  triste  cautiverio,  María  Es- 
tuardo  le  envió  un  regalo  magníáco. 

Una  apoteosis  sólo  comparable  a  la  que  su  si- 
glo hizo  a  Víctor  Hugo,  consiguió  Ronsard,  que 
se  rodeó  de  la  llamada  pléyade,  una  corte  de  poe- 
tas que  pretendían  ser  astros,  satélites  de  un  sol. 
Había  tomado  Ronsard  muy  por  lo  serio  su  pa- 
pel, sus  teorías,  su  lira,  y,  (como  le  sucederá  des- 
pués a  Víctor  PH^o),  creía  tener  derecho  a  los 
honores  más  extraordinarios,  y  se  juzgaba  el  ins- 
pirado, el  "ministro  de  Dios".  Desatenderle,  es 
un  delito  y  una  mala  vergüenza.  No  cabe  acción 
más  deshonrosa,  para  los  poderosos  de  su  tiempo, 
que  no  recompensar  debidamente  al  poeta,  no  in- 
clinarse ante  él. 

Nada  se  transforma  por  completo.  En  la  Edad 
Media,  los  Reyes  y  señores  tienen  sus  juglares. 
La  Pléyade  es  una  legión  de  poetas  cortesanos 
que  aspiran,  sobre  todo,  a  agradar  a  los  Reyes, 
que  eran  entonces  los  Valois,  equívocos  y  de  sos- 
pechosa memoria.  Pero  los  Valois,  en  medio  de 
todo,  son  artistas,  son  estéticos,  son  elegantes,  y 
la  idea  de  apoderarse  de  la  hermosura  del  arte 
literario  pagano  les  place,  pues  han  traído  a  todo 
el  paganismo,  y  en  lo  plástico,  por  cierto,  con  la 


82  E.    PARDO   BAZÁN 


mayor  fortuna.  Protegen,  pues,  a  Ronsard,  le 
halagan,  le  endiosan ;  y,  al  hacerlo,  creen  proteger 
a  la  poesía  misma.  En  medio  d-e  esta  triunfal  ca- 
rrera y  de  tal  subida  al  Olimpo,  hay  un  hombre 
que  no  sólo  no  admira  a  Ronsard,  sino  que  se  ríe 
de  él,  con  risa  de  gigante,  por  boca  de  Panta- 
gruel:  y  este  iconoclasta  es  maese  Rabelais,  el 
galo  legítimo,  el  gran  bufón  irreverente,  que  si  no 
lo  fué  en  su  vida,  cosa  que  hoy  se  niega,  lo  fué  en 
sus  escritos,  pues  no  había  perdido  el  respeto  a 
todo  para  ir  a  profesárselo  a  un  poeta.  A  la  muer- 
te de  Rabelais,  Ronsard  se  venga,  consagrándole 
un  epitafio  burlesco. 

Une  vigne  prendra  naissance 
de  Vestomac  et  de  la  panse 
du  hon  Rabelais  qui  boivait 
toujours,  pendant  qu'il  vivait... 

"Nacerá  una  vid  en  el  estómago  y  la  panza  del 
bueno  de  Rabelais,  que,  mientras  vivió,  bebió..." 

El  merecimiento  positivo  de  Ronsard,  es  el  do- 
minio de  la  forma :  tornea  perfectamente  el  sone- 
to :  crea  la  oda,  desconocida  antes ;  innova  la  es- 
trofa de  diez  versos,  tan  predilecta  de  los  román- 
ticos, y  la  de  cuatro,  de  metro  desigual ;  sabe  a 
fondo,  su  oficio  y  su  obligación  de  rimador.  Tiene 
la  ambición  de  dotar  a  Francia  de  una  epopeya 
como  las  antiguas — y  la  empieza,  y,  por  fortuna, 
no  la  acaba — .  Entre  toda  su  obra  poética,  odas, 
himnos,  elegías,  estancias  épicas — sólo  veo  una 
perlita,  el  madrigal  elegiaco  que  empieza  así : 

Mignonne,  allons  voir  si  la  rose... 


EL   LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA  83 

Con  un  tema  que  ha  inspirado  a  muchas  poetas 
más,  Ronsard  supo  hacer  algo  seductor,  con  una 
frescura  y  una  gracia  que  no  deben  nada  a  la  an- 
tigüedad pagana  ni  a  su  estudio. 

Hasta  Enrique  IV,  con  quien  advenía  al  trono 
la  Casa  de  Borbón,  no  aparece  Malherbe,  apro- 
pósito  del  cual  había  de  entonar  Boileau  un  him- 
no análogo,  en  su  terreno,  al  de  Simeón  cuando 
toma  en  brazos  al  divino  Infante.  "¡Ya  puedo 
morir!"  —  exclamaba  el  Pontífice — .  ''¡Por  fin 
vino  Malherbe!" — grita  Boileau. 

Francisco  Malherbe,  a  quien  Boileau  dedica 
transportes  tales,  'fué  un  oscuro  hidalgo  norman- 
do. Cuando  empezó  a  salir  de  su  penumbra  y  a 
ser  conocido  en  la  corte — ambas  cosas  eran  una 
misma,  y  la  corte  decidía  de  la  fama — ya  no  era 
ningún  niño.  ¿Es  un  lírico  Malherbe?  No  le  en- 
salza por  tal  concepto  Boileau.  Lo  que  Boileau  ve 
en  él,  es  el  legislador  del  Parnaso,  el  que  va  a 
traer  a  la  poesía  a  los  senderos  del  orden  y  de  la 
razón,  según  el  genio  nacional.  Se  trata  de  un 
reformador,  de  un  gramático  y  de  un  técnico ;  de 
un  hombre  que — como  le  dijeron  a  Enrique  IV — 
forjaba  los  versos  mejor  que  nadie  en  Francia. 

Y  además  es  un  hombre  que  reniega  de  los  dog- 
mas de  la  Pléyade,  y  cree  que  la  verdadera  lengua 
francesa  hay  que  buscarla,  no  en  la  fuente  He- 
licona,  sino  a  orillas  del  Sena.  Se  cuentan  muchas 
anécdotas  literarias  (Malherbe  es  el  poeta  más 
anecdotizado),  que  prueban  con  qué  desdén  bur- 
lón trataba  a  la  posteridad  de  Ronsard  y  a  los  re- 
zagados de  su  escuela ;  pero  no  era  Malherbe  nin- 
gún genio,  ni   siquiera  una  naturaleza   formada 


84  D.    PARDO   BAZÁN 


para  la  poesía,  aunque  en  algún  concepto  poseye- 
se una  sensibilidad  original  y  suya.  En  la  esteri- 
lidad poética  de  su  tiempo,  tiene  suma  importan- 
cia, por  la  perfección  a  que  condujo  al  idioma,  en 
impecables  composiciones,  dejándole  apto  para  que 
le  manejasen  los  más  excelsos  entre  los  venideros. 
Hay  en  Malherbe  un  temperamento  afirmado  has- 
ta la  última  hora  de  una  larga  vida,  un  ingenio 
certero  y  mordaz,  unido  al  buen  sentido  nacional, 
que  en  él  se  combina  con  el  sentido  práctico  de  su 
región  normanda.  Posee  el  don  del  movimiento 
lírico,  y  de  una  de  sus  mejores  odas,  compuesta 
en  la  vejez,  ha  podido  decir  un  gran  crítico:  "Ya 
está  encontrado  el  tono  de  Corneille".  Conviene 
observar  que  si  otros  poetas  antes  que  Malher- 
be— y  por  ejemplo  Villon — han  cantado  la  tris- 
teza del  rápido  paso  de  la  vida,  Malherbe  indica 
un  tema  nuevo,  lírico,  al  deplorar  tan  solamente 
el  rápido  paso  de  la  juventud: 

Toiit  le  plaisir  des  jours  est  en  leurs  matinées; 
la  nuit  est  deja  proche  á  qui  passe  midi... 

Traduzco : 

''Todo  el  gusto  y  sabor  de  los  días,  está  en  sus 

[mañanas ; 
Cuando  pasa  el  medio  día,  cerca  tenemos  la  no 

[che..." 

Al  mismo  tiempo,  el  orgullo  de  la  prolonga- 
ción de  la  juventud  por  los  dones  de  la  Musa, 
le  inspiraba  este  Úrico  arranque: 


Elv   LIRISMO    KN    LA    POESÍA   FRANCESA  85 

Je  suis  vaincn  du  temps,  je  cede  á  ses  outrages; 
mon  esprit  seulement,  exempt  de  sa  rigueur, 
a  de  quoi  témoigner,  en  ses  derniers  oiivrages, 
sa  premier e  vigueur. 

Les  puissanfes  faveiirs  dont  Parnasse  m'honore 
non   loin    de    mon    berceau   commencérent   leur 

[cours; 
je  les  possedai  jeune,  et  les  posséde  encoré, 
á  la  fin  de  mes  jours... 

Traduzco : 

"Vencido  por  el  tiempo,  cedo  a  su  ultraje, 
pero,  exento  de  su  rigor,  mi  espíritu,  en  sus  obras 
postreras,  atestigua  el  vigor  primero.  Los  altos 
favores  que  me  otorga  el  Parnaso,  comenzaron 
no  lejos  de  mi  cuna;  los  poseí  en  la  juventud,  y 
todavía,  al  fin  de  mi  jornada,  los  poseo." 

Con  ser  muy  expresivas,  como  revelación  de 
un  temperamento  de  poeta,  estas  estrofas,  las  su- 
pera en  belleza  la  famosísima  (la  única  todavía 
famosa  de  Malherbe),  en  que  compara  a  la  rosa 
a  una  niña  muerta,  hija  de  un  amigo.  La  niña  ha 
vivido  lo  que  la  rosa  vive :  el  espacio  de  una  ma- 
ñana... Ya  sabemos  que  la  comparación  está  gas- 
tadísima y  que  la  empleó  con  fortuna  Ronsard, 
aunque  sea  anterior  a  las  octavas  del  Tasso,  so- 
bre la  vida  de  la  rosa — de  un  hechizo  tan  pene- 
trante— .  Pero  Malherbe  la  redujo  a  su  esencia 
breve  de  hermosura.  En  Malherbe  sucede  asi: 
donde  menos  se  creería  aparece  la  belleza,  y  apa- 
rece la  independencia  interior,  nunca  perdida  por 
el  vate  cortesano,  por  el  mordaz  ingenio.  "Los 


86  E.    PARDO   BAZÁN 


Reyes — dice  en  su  i>aráfrasis  de  un  Salmo — ^son 
como  nosotros,  aunque  nos  pasemos  la  vida  su- 
friendo su  desprecio  y  doblando  la  rodilla.  Nada 
pueden :  son,  como  nosotros,  hombres  verdaderos, 
y  como  nosotros  mueren.  Y  apenas  entregan  el 
espíritu,  su  pomposa  majestad  no  es  sino  polvo; 
y,  en  esos  grandes  sepulcros  donde  sus  almas 
altaneras  aun  se  inflan  de  vanidad,  los  gusanos 
se  los  comen".  Tampoco  era  nuevo  el  pensamien- 
to: es  un  lugar  común  de  predicadores;  pero 
Malherbe  estimaba  más  la  perfección  en  expre- 
sar una  idea,,  que  la  novedad.  Y,  cuando  en  ese 
estilo  tan  selectO'  y  al  mismo  tiempo  tan  amplio 
expresaba  sentimientos  fuertes  y  sin  velo,  como 
en  el  trágico  soneto  que  le  inspiró  el  asesinato  de 
su  hijo,  y  donde  pide  a  Dios  venganza,  o  como 
otro  soneto  en  que  reclama  el  exterminio  de  los 
hugonotes,  este  poeta  iguala,  en  ardor  y  en  ener- 
gías, a  Coirneille. 

Malherbe,  con  estas  condiciones  de  maestría, 
tenía  que  formar  escuela.  Era  además  crítico  y 
profesor  con  palmeta,  y  tuvo  sus  discípulos  ofi- 
ciales y  su  cenáculo,  como  lo  tuvieron  después 
poetas  tan  diferentes  de  Malherbe,  bajo  el  ro- 
manticismo. Sólo  que  el  Cenáculo  romántico  era 
enseñanza  de  antojadiza  fantasía  y  libertad,  y  el 
de  Malherbe,  lo  contrario,  una  censura,  una  co- 
rrección de  cada  momento.  A  sus  discípulos,  Ma- 
lherbe les  llama  ''sus  escolares". 

Con  Malherbe  y  sus  alumnos — con  el  poeta  que 
ha  profesado  en  voz  alta  la  inutilidad  de  ejerci- 
cio de  la  poesía,  porque  Malherbe  no  creía,  como 
Ronsard,  que  el  poeta  es  un    ''ministro  de  Dios", 


KL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA  8y 

sino  que  reputaba  tan  inútil  hacer  versas  como 
jugar  a  los  bolos,  y  se  asombraba  de  haber  pasado 
la  vida  en  tan  vano  ejercicio — con  este  vate  sin- 
gular, amanece  una  nueva  era  literaria  para  Fran- 
cia. A  las  traducciones  de  los  libros  de  caballe- 
rias  españoles  reemplazan  las  novelas  pastoriles, 
también  imitaciones  del  español,  como  la  Astrea, 
procedente  de  la  Diana  de  nuestro  Montemayor. 
La  Astrea  tiene  mucho  de  lírico,  y  aun  de  auto- 
biográfico, y  contiene  un  completo  estudio  psicoló- 
gico de  las  diferentes  formas  del  amor,  inclusQ^5 
místico  y  caballeresco,  estudio  con  que  el  autor  de 
esa  novela  pastoril  precede  a  Bourget,  Lamartine, 
Balzac  y  Stendhal. 

Los  comienzos  del  siglo  XVII  traen  consigo 
un  cambio  en  la  literatura  francesa.  Es  el  cambio 
mismo  que  ha  de  sufrir  dos  siglos  después,  al  con- 
centrar su  espíritu  propio  por  la  evolución  realis- 
ta; es  lo  que  se  ha  llamado  la  "nacionahzación" 
de  la  literatura  .  La  imitación  de  España  todavía 
hace  ley ;  pero  pronto  sacudirá  Francia  este  yugo 
(nunca  del  todo).  Van  a  presentarse  en  escena  los 
verdaderos  representantes  de  su  espontaneidad, 
por  encima  de  las  variedades  individuales.  Uno 
de  los  instrumentos  de  esta  nacionalización,  es 
el  hervir  de  las  tertulias  donde  se  derrocha  in- 
genio y  agudeza  a  todo  trapo  por  las  "preciosas" 
damas  elegantes  que  entonces  eran  marisabidi- 
llas, como  hoy  serían  esportivas  y  anglofilas.  La 
influencia  de  la  mujer  en  la  sociedad  es  la  cosa 
más  francesa  que  existe,  como  lo  es  la  sociabili- 
dad, que  representan,  con  una  nota  de  ridiculez, 
si  se  quiere,  pero  cumplidamente,  las  reuniones 


t.    PARDO   BAZAN 


en  esos  hoteles  señoriales,  donde  fraternizan  li- 
teratos, sabios  y  grandes  señores,  bajo  la  dulce 
férula  de  señoras  latiniparlas  y  hasta  muy  bo- 
nitas. Los  ''salones",  que  en  una  o  en  otra  for- 
ma continuarán  ejerciendo  un  dinamismo  polí- 
tico, religioso,  social,  literario,  hasta  muy  ade- 
lantado el  siglo  XIX,  nacen  en  el  Hotel  de  Ram- 
bouillet  y  otras  tertulias  análogas. 

Al  amalgamar  los  diversos  elementos  de  la  so- 
ciedad, los  salones  los  funden  en  su  turquesa: 
los  salones  no  son  líricos  nunca,  y  la  originalidad, 
en  ellos,  tiene  que  quedarse  a  la  puerta,  mien- 
tras que  la  corrección,  cierta  corrección  distin- 
guida y  aristocrática,  se  impone.  No  hay,  pues, 
que  extrañar  que  contra  las  "preciosas"  se  ejer- 
cite la  sátira  de  poetas  más  bien  insurrectos, 
como  Régnier,  que  se  profesaban  "libertinos"  y 
eran,  como  los  bohemios  de  nuestra  época,  líri- 
cos a  su  modo.  Y  en  esta  hostilidad  de  los  "li- 
bertinos" contra  las  "preciosas",  va  envuelta, 
bien  prematuramente,  lo  que  hoy  llamaríamos 
una  cuestión  de  feminismo.  Los  de  la  escuela  de 
Régnier  entendían  que  las  mujeres  no  valen  sino 
para  espumar  el  puchero  y  expeler  robustos  in- 
fantes ;  y  las  "preciosas"  estaban  muy  conven- 
cidas de  su  derecho  al  saber,  a  la  cultura,  y  a  la 
vez,  al  respeto,  galantería  y  rendimiento  del  hom- 
bre. Todos  reconocen  la  utilidad  de  las  "precio- 
sas" para  suavizar  y  civilizar  las  costumbres, 
para  imprimir  a  Francia  ese  sello  de  elegante 
cortesía  que  vino  a  formar  parte  integrante  de  su 
espíritu.  No  son  solamente  las  costumbres  lo  que 
se  afina :  es  también  el  idioma. 


/ 


El  lirismo  kn  la  poi:sia  francesa        59 

Todo  ello  es  más  social  que  literario,  estoy 
conforme,  pero  también  en  esto  las  "preciosas" 
fueron  fieles  al  sentido  nacional.  Es  este  social 
por  excelencia,  y  el  lirismo,  la  manifestación  sin 
trabas  de  la  individualidad,  tendrá  que  luchar 
mucho  para  lograr  pasajeras  victorias  a  favor 
de  circunstancias  eventuales.  En  Francia,  hasta 
la  religión  tiende  a  ser  amable,  comunicativa,  de 
buen  tono.  Comparad  a  ese  atrayente  San  Fran- 
cisco de  Sales,  en  su  Pilotea,  con  nuestros  mis- 
ticos,  tan  interiores,  tan  reducidos  en  los  alcáza- 
res del  alma ;  ved  cómo  quiere  conciliar  la  socia- 
bilidad con  la  práctica  de  las  Virtudes  cristianas ; 
cómo  se  da  cuenta  de  lo  que  la  mujer  debe  a  la 
sociedad,  y  de  cómo  la  devoción,  en  Francia,  no 
puede  ser  cosa  huraña  y  rígida,  a  la  manera  de 
Calvino.  Aunque  nacido  en  Suiza,  San  Francisco 
de  Saks  es  el  santo  más  francés  del  mundo. 

No  quiero  dejar  de  decir  algo  de  Moliere,  por 
haber  sido  el  que  dio  el  golpe  de  gracia  a  las 
"preciosas"'.  Moliere,  sin  embargo,  sólo  se  pa- 
rece a  aquella  agrupación  de  bohemios  libertinos 
que  capitaneaba  Régnier,  en  la  crudeza  del  len- 
guaje, que  raya  en  grosería.  Para  explicarse  la 
mala  voluntad  del  misógino  Moliere,  puede  ser- 
vir el  conocimiento  de  su  vida  íntima,  de  sus  des- 
gracias conyugales,  de  todo  lo  que  se  ha  escrito 
y  conjeturado  acerca  de  este  aspecto  de  su  vida, 
y  que  en  parte  no  me  atrevería  a  repetir.  Lo 
cierto  es  que  la  comedia  de  Moliere,  Las  precio- 
sas ridiculas,  fué  una  sátira  definitiva,  llena  de 
sales,  que  tuvo  extraordinario  éxito,  y  suscitó  im- 
pugnaciones y  discusiones  que  omito,  como  omito 


90  D.    PARDO   BAZÁN 


por  fuerza  tantas  cosas.  Años  después,  remachó 
el  clavo  Moliere  con  Las  marisabidillas  (Les  fem- 
mes  savantes).  Ya  no  satirizaba,  en  la  mujer,  un 
amaneramiento  literario,  sino  en  general  el  deseo 
de  estudiar,  la  vida  intelectual  toda.  Bajo  los 
Valois,  Francia  habia  sido  más  tolerante,  en  este 
particular,  que  en  los  siglos  de  oro,  y  la  época 
aparatosa   de   Luis   XIV, 

Este  siglo  XVII,  glosiosísimo  para  Francia,  y 
en  el  cual  produce  escritores  tan  insignes  y  va- 
rios, Lafontaine,  Pascal,  Moliere,  Corneille,  Bos- 
suet,  La  Bruyére,  Fénelon,  sus  verdaderos  clásicos 
consagrados,  y  reconocidos,  y  en  que  desplega 
las  cualidades  eminentes  de  su  esencia  propia 
(a  pesar  de  no  haberse  extinguido  la  influencia 
española,  ni  aun  la  italiana,  con  sus  crímenes  y 
sus  venenos,  como  dijo  sin  ambajes  Boileau),  es 
un  siglo  que  retrasa  más  de  otros  cien  años  la 
germinación  de  los  temas  (líricos  y  románticos, 
con  las  excepciones  que  luego  veremos.  La  li- 
teratura también  es  social,  como  sabemos;  so- 
cial y  nacional,  ordenada  y  disciplinada  por  la 
fuerza  reguladora  del  espíritu  francés,  distin- 
to del  de  otros  pueblos;  y  produce,  en  ese  fe- 
cundo período,  los  hombres  en  quienes  mejor 
se  refleja  su  imagen,  los  que  poseen  y  ejerci- 
tan las  cualidades  propias,  o  al  menos  caracterís- 
ticas, del  país  donde  escriben  y  que  les  ha  dado 
cuna. 

Recordando  una  vez  más  que  este  libro  trata 
del  lirismo,  y  de  sus  manifestaciones  románticas, 
no  hay  que  extrañar  si  paso  tan  velozmente  por 
todo  lo  que  no  reviste  este  aspecto,  y  si  no  me  de- 


ir,    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA  9T 

tengo  ni  un  instante  en  la  tentadora  materia,  re- 
servada para  mejor  ocasión,  de  las  grandes  figu- 
ras del  áureo  siglo.  He  de  limitarme  a  con- 
siderar aquellas  que,  sin  romper  la  armonía 
y  la  bella  y  sólida  unidad  de  la  época  litera- 
ria, anuncian  ya  los  tiempos  líricos  y  románticos, 
bien  tempranamente. 

Según  vamos  aproximándonos  a  lo  moderno, 
empieza  a  ser  conveniente  indicar  las  fuentes  y 
libros  que  puede  consultar  quien  desee  estudia i" 
a  fondo  lo  que  aquí  sucintamente  se  expone.  Es 
como  una  postdata  a  estos  capítulos,  que  me  creo 
obligada  a  no  omitir.  Diré,  pues,  que  de  Clemente 
Marot,  existen  dos  ediciones,  una  de  París,  de 
1867,  que  contiene  las  Obras  escogidas,  y  otra, 
de  París  también,  sin  fecha,  deja  cual  se  han  pu- 
blicado solamente  dos  volúmenes.  La  primera 
edición  contiene  una  introducción  muy  útil  para 
consultada.  En  general,  hago  esta  indicación  una 
vez  por  todas,  son  de  consulta  las  Historias  gene- 
rales de  la  literatura  francesa  y  los  correspon- 
dientes artículos  de  los  Diccionarios  enciclopé- 
dicos. Siempre  hay  que  recelar  algo  de  estas 
fuentes,  pero  sin  desaprovecharlas. 

Para  Margarita  d-e  Valois  (recuérdese  que  de 
Marot  y  de  su  protectora  hablé  en  el  capítulo  an- 
terior), consúltense  Las  damas  ilustres,  de  Bran- 
tóme,  el  Diccionario  Histórico,  de  Bayle,  la  No- 
ticia que  figura  a  la  cabeza  de  sus  Cartas,  Pa- 
rís, 1841,  la  que  encabeza  la  edición  del  Hepta- 
meron,  París,  1853,  Y  Margarita  de  Valois,  por 
la  Condesa  de  Haussonville,  París,  1870. 

Para   Rabelais,  consúltese   a    Brunet,  Investí- 


92  ^.    PARDO   BAZÁN 


gaciones  sobre  las  ediciones  originales  de  Rabe- 
lais,  París,  1852;  Eugenio  Noel,  Rabelais  y  sus 
escritos,  París,  1870;  Emilio  Gebhart,  en  su  inte- 
resantísima obra  Rabelais  y  el  Renacimieto  (tra- 
duzco los  títulos);  Pablo  Stapfer,  Rabelais,  su 
personalidad,  su  genio  y  sus  obras,  París,  1889; 
Rene  Millet,  Rabelais,  París,  1892.  No  es  po- 
sible recomendar  bastante,  a  los  que  gusten  de 
literatura  francesa,  la  lectura  directa  de  Rabe- 
lais. Su  léxico  es  tan  curioso  y  fértil  como  el  de 
Quevedo,  y  tiene  igual  dominio  sobre  la  lengua, 
que  amasa  y  maneja  a  capricho.  Hay  un  sinnú- 
mero de  ediciones  de  Rabelais,  entre  las  cuales  se- 
ñalo por  serme  más  conocidas,  las  de  Amster- 
dam,  de  1741,  y  la  de  Lemerre,  1868-81, 

Acerca  de  Du  Bellay,  el  legislador  de  la  Plé- 
yade, puede  leerse  el  discurso  pronunciado  con 
motivo  de  la  inauguración  de  su  estatua,  por  Fer- 
nando Brunetiére,  en  Ancenis,  1894;  y,  sobre 
Ronsard,  Petrarca  y  Ronsard,  por  Piere,  Marse- 
lla, 1895 ;  los  dos  artículos  de  Sainte  Beuve  acer- 
ca de  él,  en  el  tomo  XII  de  las  Pláticas  del  lunes, 
y  Pedro  de  Nolhac,  El  último  amor  de  Ronsard, 
París,  1882, 

Sobre  Francisco  de  Malherbe,  yo  aconsejaría 
la  edición  de  sus  obras  de  1842,  de  Charpentier, 
que  lleva  los  Comentarios  de  Andrés  Chénier; 
habiendo  otra  edición  moderna  también,  de  Ha- 
chette,  1862 ;  y,  como  complemento  de  lectura,  la 
Vida  de  Malherbe,  por  Racan,  que  suele  encabe- 
zar las  ediciones;  los  varios  artículos  de  Sainte 
Beuve,  en  las  Pláticas  de  los  lunes  y  en  Los  nue- 
vos lunes;  el  libro   de   Brutot,   La   doctrina  de 


EL   LIRISMO   tS   LA   POESÍA   FRANCESA  93 

Malherbe  y  la  obra  del  duque  de  Broglie,  titulada 
Malherhe,  París,  1897. 

Y  sobre  las  ''Preciosas"  y  el  preciosismo,  léa- 
se la  obra  de  Roederer,  Memoria  para  historiar 
la  sociedad  culta,  París,  1835 ;  y  Víctor  Cousin, 
La  sociedad  francesa  en  el  siglo  XVII,  París, 

1858. 


VII 


El  lirismo  en  la  tragedla.— Orígenes  de  este  género  dra- 
mático en  Francia.— El  "romanticismo  épico"  de  CornelUe 
y  el  "romantismo  lírico"  de  Raclne — El  lirismo  de  algu- 
nos clásicos.— Racine;  su  genio;  su  obra;  examen  de  *'Fe- 
dra";  los  dos  méritos  principales  de  Racine;  su  genio  in- 
discutible.—Esbozo  de  bibliografía. 


No  es  necesario  esperar  a  que  el  romanticismo 
despunte  en  el  horizonte  para  encontrar  un  tipo 
perfecto  de  lírico  sentimental :  y  este  tipo  se  nos 
presenta  dentro  de  un  género  muy  nacional  en 
Francia;  justamente  el  género  contra  el  cual  se 
alzaron  los  románticos,  siglo  y  medio  después, 
en  ruidosa  manifestación,  dando  por  supuesto  que 
atacaban  al  clasicismo.  En  la  tragedia,  con  sus 
reglas  aristotélicas,  su  pomposo  aire  de  corte  y 
su  convencional  y  majestuoso  entonamiento,  es 
donde  Racine  ahonda  en  los  tipos  líricos,  con  muy 
sup>erior  conocimiento  del  alma  humana  del  que 
demostraron  los  románticos   después. 

El  período  de  la  tragedia  clásica  en  Francia, 
empieza  en  el  siglo  XVI,  llega  hasta  el  X\^III, 
y  aun  se  prolonga  hasta  principios  del  XIX.  Y 
la  tragedia  vino  de  Italia,  mediante  traducciones, 
como  más  tarde  el  teatro  romántico  había  de  ini- 
ciarse con  la  traducción  de  Shakespeare.  Ya  en 
la  tragedia  contemporánea  del  Renacimiento  se 
prescribía  la   regla   de   las   unidades   y    entraba 


90  i;,  pardo  bazán 


triunfante  el  elemento  histórico.  Desde  fines 
del  XVI  puede  asegurarse  que  en  Francia  arrai- 
ga la  tragedia.  Pero  no  es  la  historia  nacional  la 
que  da  asunto  a  sus  producciones,  sino  la  de  la 
antigüedad  y  de  los  países  exóticos,  y,  en  particu- 
lar, Racine  siguió  la  tradición  fielmente.  Los  trá- 
gicos del  siglo  XVI,  Jodelle,.  Grévin,  los  dos  de 
la  Taille,  Montchrétien,  tratan  asuntos  como  Cleo- 
patra,  Dido,  Medea,  Agamenón,  Darío  y  Alejan- 
dro, Aquiles,  Lucrecia.  Apenas  se  desliza  un  asun- 
to cristiano,  y  el  autor  que  hizo  correr  lágrimas 
con  un  episodio  de  las  Cruzadas,  fué,  tardíamen- 
te, ¿quién  creeríamos?  Voltaire. 

Algún  trágico  del  período  del  Renacimiento  ha 
dejado  nombre;  verbigracia,  Garnier,  que  se  ins- 
pira sobre  todo  en  la  tragedia  griega.  En  él  apa- 
rece por  primera  vez  en  la  escena  francesa  el 
personaje  de  Hipólito. 

Una  de  las  cosas  en  que  se  apoyaron  los  ro- 
mánticos para  condenar  la  tragedia,  fué  la  fa- 
mosa ley  de  las  unidades.  Recordemos  que  vino 
de  Italia  a  Francia;  es  decir,  que  fué  resucitada 
en  Italia  por  Escalígero,  en  su  Poética,  y  desarro- 
llada por  Trisino,  recogiendo  la  doctrina  de  Aris- 
tóteles, que  distingue  a  la  tragedia  de  la  epopeya, 
porque  la  primera  ha  de  terminarse  en  una  jor- 
nada sola,  es  decir,  en  un  día  natural,  y  la  epo- 
peya no  tiene  tiempo  limitado. 

No  ignoramos  que  nuestro  Cervantes  está  en 
esto  conforme  con  los  autores  italianos  y  france- 
ses, y  aboga  calurosamente  por  la  unidad,  no  sólo 
de  tiempo,  sino  de  lugar,  en  términos  que  luego 
ha  de  renetir  Boileau.  No  fué,  pues,  en  Francia 


th   LIRISMO   EN   LA   POKSÍA   FRANCESA  9/ 

donde  nació  y  se  propagó  la  teoría  de  las  unida- 
des, o  al  menos  donde  resurgió.  Y  esto  lo  pro- 
claman ilustres  críticos  franceses,  como  si  vin- 
dicasen a  su  patria  de  un  error  o  de  una  imputa- 
ción injusta. 

El  propio  Boileau  protesta  contra  la  influencia 
de  los  italianos  en  Francia,  y  al  hacerlo  recaba  el 
derecho  de  legislar  en  cuestiones  estéticas,  de  in- 
troducir la  disciplina  y  el  orden,  no  sólo  en  el  tea- 
tro, sino  en  todos  los  géneros  literarios.  Y  aun  va 
más  allá,  y  su  doctrina  es  tal,  que  no  podemos  ha- 
cer más  que  declararla  perfectamente  ortodoxa. 
Nada  es  bello  sino  lo  verdadero ;  sólo  lo  verdadero 
es  amable;  la  naturaleza  debe  ser  nuestro  único 
estudio;  el  objeto  más  repugnante,  un  monstruo, 
puede  ser  grato  si  el  arte  lo  imita.  Al  lado  de  esta 
doctrina  tan  amplia,  Boileau  expone  otra  restric- 
tiva: la  naturaleza  no  es  fin  del  arte,  sino  cuan- 
do responde  al  buen  sentido  y  a  la  razón,  que  son 
de  todo  tiempo,  de  todo  lugar,  de  todo  pueblo  y  de 
toda  estirpe  humana.  Y  ésta  es  asimismo  la  opi- 
nión de  Racine.  El  buen  sentido  y  la  razón,  en  to- 
dos los  siglos  son  iguales.  Es  decir,  que  hay  un 
común  humano,  de  sentimientos  v  de  pasiones, 
que  lo  mismo  en  el  París  de  Luis  XIV,  que  en  la 
Atenas  de  Pericles,  puede  servir  de  base  trágica 
y  hasta  cómica.  I>e  esta  teoría  nace  la  dramatur- 
gia de  Racine. 

Afortunadamente  para  él,  su  inspiración  fué 
más  allá  de  su  sistema.  No  es  únicamente  el  buen 
sentido  y  la  razón  lo  que  campea  en  Racine. 
En  la  tragedia  francesa  tenemos  que  considerar 
dos  tendencias  importantes  a  nuestro  objeto:  el 


98  E.    PARDO   BAZÁN 


romanticismo  épico  de  Corneille,  y  el  romanticis- 
mo lírico  de  Racine. 

Cuando  leo  que  no  se  sabe  de  dónde  tomaría 
Corneille  los  elementos  de  su  teatro,  pues  antes  de 
él  no  salió  a  la  escena  francesa  obra  di^na  de  aten- 
ción, sino  oscuras  tentativas  y  traducciones,  lo 
ícual  tampoco  es  enteramente  exacto,  pienso  que 
>se  sabe  perfectamente,  y  que  Alejandro  Hardy, 
al  inspirarse  en  Lope  de  Vega,  abrió  el  camino 
al  atitor  del  Cid,  que  es  en  todo  un  hispanizante. 
Y  csuando  le  alaban  porque  en  sus  tragicomedias 
i ué  el  precursor  del  drama^  y  hasta  del  drama  bur- 
gués y  de  costumbres,  se  me  ocurre  que  nuestro 
teatro  encierra  todos  esos  géneros,  y  va  de  lo 
trágico  a  lo  cómico,  en  la  vasta  escala  de  sus  crea- 
ciones. 

Y  no  es  solo  nuestro  teatro,  tal  cual  era  cuan- 
do Corneille  vivía.  Son  las  fuentes  de  ese  teatro 
y  de  tantas  formas  de  nuestra  literatura,  lo  que 
Corneille  aprovecha  al  escribir  el  Cid,  cuyos  orí- 
genes están  en  el  romanticismo  heroico  del  Ro- 
mancero. Acaso  no  lo  conociese  en  sus  textos, 
pero  estaba  empapado  de  su  jugo,  al  través  de 
Guillen  de  Castro,  aunque  en  el  Cid  francés  estén 
falseados  los  caracteres  del  Campeador  y  de  Ji- 
niena;  aunque  se  convierta  en  casuística  de  de- 
ber, honor  y  amor  frío  aquella  sencillez  épica  de 
ambos  personajes  en  sus  gestas  castellanas.  Es 
algo,  no  obstante,  muy  español  lo  que  palpita  en 
el  Cid,  como  es  español,  calderoniano,  de  auto 
sacramental  transformado,  Puliuto.  Más  desem- 
bozada y  literalmente  aun  imitó  Corneille  a  los 
dramáticos  y  cómicos  españoles,  en  otras  obras. 


Kl,   LIRISMO   EN    LA    POESÍA   FRANCESA  99 

De  suerte  que,  en  pleno  Siglo  de  Oro,  encon- 
tramos un  vibrante  romanticismo  épico  dominan- 
do en  un  género  que  parece  tan  genuinamente 
francés  como  la  tragedia  clásica.    Sin   salir   de 
este  período  clásico,  se  han  advertido  otras  seña- 
les de  la  inmanencia  del  elemento  romántico  y  lí- 
rico. Una  tendencia  invisible  afirma  la  persona- 
lidad, allí  donde  menos  se  creería.  El  filósofo  Des- 
cartes deduce  su  existencia  del  fenómeno  interior 
del  pensamiento,  y  un  moralista  y  místico,  Pascal, 
hace  una  afirmación  muy  parecida.    La  autoridad 
y  la  disciplina  literaria  y  social  no  son  tan  respe- 
tadas en  el  Siglo  de  Oro  como  a  primera  vista  se 
creyera;  díganlo  aquellos  libertinos  que  capita- 
neaba Régnier,  dígalo  el  mismo  teatro  de  Moliere 
y  la  poesía  de  Lafontaine,  que  propenden  a  una 
insubordinación  latente   o  manifiesta.   Pascal  es 
realmente  una  alma  lírica,  torturada  y  enferma,  si 
no  del  mal  siglo,  de  algo  análogo,  infinitamente 
doloroso.  Los  que  comparan  el   sufrimiento  de 
Pascal  con  el  de  René^  no  carecen  de  pruebas  en 
que  apoyarse. 

Hasta  en  el  grande  y  venerable  Bossuet  se  des- 
cubre la  expresión  del  lirismo,  y  no  falta  quien 
vea  en  él  a  un  antecesor  de  Víctor  Hugo,  en  la 
Tristeza  del  Olimpo^  y  de  Lamartine,  en  el  Lago, 
Claro  es  que  existe  una  diferencia  profunda  en 
las  consecuencias  que  cada  cual  saca  de  la  consi- 
deración der  humano  destino,  triste  y  miserable. 
Bossuet  señala  la  fe,  como  solución  al  enigma. 

Pero  donde  se  ha  visto  más  claramente  al  pre- 
cursor del  lirismo  romántico,  es,  como  hemos  re- 
conocido, en  Racine. 


100  E.    PARDO    BAZÁN 


Racine  se  crió  a  la  sombra  de  Port  Royal ;  es 
decir,  que  recibió  una  primera  educación  janse- 
nista. Los  jansenistas  eran  austeros  en  su  moral, 
y  bajo  su  dirección  pudo  Racine  aprender  a  con- 
siderar despacio  los  problemas  del  alma  humana, 
y  cultivar  un  sentimineto  ascético  y  elevado,  y 
preocuparse  del  más  allá,  y  del  pecado,  como  ha- 
cían ellos.  Cuando  los  jansenistas  y  la  casa  de 
Port  Royal  sufrieron  persecución,  Racine,  que 
se  aproximaba  a  los  veinte  años  y  leía  a  escon- 
didas novelas  griegas — por  lo  cual  sus  severos 
maestros  le  reprendían  y  le  acusaban  de  man- 
tenerse de  veneno — ,  se  apartó  de  ellos,  entró  en 
el  mundo,  y,  como  diríamos  hoy,  se  dedicó  al 
teatro,  cosa  que  tampoco  fué  del  gusto  de  aque- 
llos santos  varones,  que  no  eran  tartufos,  pero 
en  arte  eran  beocios,  caso  frecuente  en  solitarios, 
ascetas  y  místicos  fríos.  No  tengo  tiempo  de  fun- 
dar la  distinción  entre  los  que  llamo  místicos  fríos 
y  los  místicos  tan  profundamente  artísticos  co- 
mo nuestra  Santa  Teresa;  ni  hace  falta,  para  lo 
que  voy  a  decir  de  Racine. 

Entre  dos  períodos  de  fervor  religioso,  el  de 
la  primera  juventud  y  el  del  fin  de  la  vida,  des- 
pués de  lo  que  se  llamó  su  conversión,  y  al  dejar 
de  escribir  tragedias  y  comedias,  Racine,  en  la 
existencia  azarosa  del  teatro,  conoció  los  secre- 
tos del  corazón  humano,  la  trama  de  las  pasiones, 
y  no  lo  conoció  solamente  por  verlo,  sino  por- 
que lo  experimentó  personalmente;  porque  amó 
y  sufrió,  y  fué  traicionado  por  mujeres,  y  pudo 
encontrar  en  sí  mismo  los  sentimientos  que  tan 
cumplidamente  expresan  sus  héroes  y  heroínas. 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         lOT 

Bien  se  pued«  afirmar  que  en  la  tragedia  de  Ra- 
cine  hay  el  subjetivismo  que  falta  en  los  dramas 
románticos  de  Víctor  Hugo,  los  cuales  son,  por 
decirlo  así,  externos  a  su  autor.  Y  también  con- 
viene notar  cómo  en  las  tragedias  de  Racine,  cu- 
yos asuntos  en  su  mayor  parte  están  tomados  de 
la  antigüedad,  bajo  el  disfraz  griego  y  romano 
laten  los  sentires  de  su  generación,  y  en  especial 
de  la  corte  de  Luis  XIV,  y  algunos,  transparen- 
temente (como,  por  ejemplo,  Berenicé),  son  el 
análisis  elegiaco  de  las  penas  amorosas  del  gran 
Rey,  y  están  como  empapados  de  las  lágrimas  que 
derramó,  al  tener  que  renunciar,  por  razón  de  Es- 
tado, al  amor  juvenil  que  le  llenaba  el  pecho.  No 
hay  nada  más  contemporáneo  que  el  teatro  de 
Racine,  en  este  sentido.  Hasta,  en  la  última  épo- 
ca, su  tragedia  bíblica  Ester  alude  claramente  a 
la  caída  de  la  Montespan  y  el  entronizamiento  de 
la  Maintenon. 

Y  estos  elementos  de  modernismo  son,  a  la  vez, 
y  por  razón  bien  comprensible,  elementos  de  ver- 
dad. Todo  en  Racine  tiende  a  la  verdad,  y  así 
como  se  ha  visto  en  él  a  un  romántico,  otros  vie- 
ron hasta  un  naturalista,  de  la  escuela  del  ''docu- 
mento humano".  La  verdad  en  él  puede  estar 
escondida  bajo  pelucas  rizadas  y  faralaes,  bajo  la 
retórica  y  la  fraseología  de  su  tiempo,  pero  las 
formas  encubiertas  se  adivinan,  y  se  trasluce  su 
hermosura.  Yo  no  diría  de  Racine  que  es  un  ro- 
mántico, según  esta  palabra  se  ha  entendido  allá 
hacia  1830;  desde  luego,  no  es  un  insurrecto; 
respeta  los  cánones  de  Boileau,  y  acata  los  pre- 
ceptos a  que  ha  de  obedecer  la  tragedia;  cono- 


102  K.    PARDO    BAZÁN 


cedor,  además,  de  su  época,  lo  bastante  cortesano 
para  no  cometer  una  salida  de  tono  ni  hacer  ha- 
blar a  sus  personajes  sino  como  hablaba  la  gente 
de  calidad,  adoba  la  superficie  de  sus  creaciones 
de  manera  que  no  las  rechace  su  siglo,  puedan 
ser  admitidas  por  el  elegante  público  y  no  hagan 
fruncir  el  ceño  ni  al  Rey,  ni  a  las  duquesas.  Pero 
¿qué  importa?  Bajo  el  dorado  cartón  de  la  caja 
que  lo  encierra,  está,  latiendo,  sangrante,  el  co- 
razón humano.  Y  está  estudiado  en  sus  palpita- 
ciones íntimas,  en  sus  vuelcos  violentos,  en  el 
oleaje  tempestuoso  de  su  ritmo  pasional.  Ningún 
autor  dramático  de  la  Edad  Moderna  ha  gana'do 
en  esto  a  Racine. 

Desde  luego  hay  entre  Racine  y  Corneille  una 
diferencia  pro fund^í sima,  y  es  el  concepto  del  amor. 
Para  Corneille,  clamor  es  una  debilidad  que  no 
puede  dar  cuerpo  a  la  tragedia  heroica,  y  las  al- 
mas grandes  no  la  consienten  sino  cuando  es  com- 
patible con  otras  nobles  impresiones.  Y  Racine, 
al  contrarío,  hace  del  amor  el  resorte  de  la  mayor 
parte  de  sus  tragedias,  y  tiene  el  acierto  de  no  en- 
cerrarse en  una  misma  expresión  amorosa,  en 
una  misma  forma  de  sentimiento,  sino  que,  en 
cada  caso,  un  hábil  estudio  revela  las  diferencias 
y  los  matices  de  esta  gran  realidad,  enlazada  y  de- 
pendiente del  instinto  eterno  y  profundo. 

Y,  per  lo  mismo,  los  personajes  de  Racine,  si 
se  les  despoja  de  su  ropaje  convencional,  de  tur- 
cos, griegos  o  romanos,  pueden  ser  de  ahora,  de 
siempre,  lo  mismo  que  sucede  a  no  pocos  de  Sha- 
kespeare. Sin  embargo,  es  fuerza  añadir  que,  (sin 
incurrir  en  mayores  inexactitudes  y  anacronismos 


ÍL   URISMO    DN    LA    POESÍA   FRANCESA         IO3 

de  los  cometidos  a  su  hora  por  los  románticos), 
el  fino  gusto  de  Racine  le  infundió  el  sentido  del 
color  local  y  del  ambiente  de  sus  obras.  Porque 
Bayaceto  diga  Madame  a  Roxana  y  Andrómaca 
Seigneur  a  Pirro,  no  deja  de  estar  sugerida  a  cada 
momento  la  diferencia  entre  aquellas  épocas  y  las 
actuales.  En  medio  de  su  modernismo,  Racine, 
sabe  situar  a  sus  personajes  y  adaptar  sus  senti- 
mientos. El  asunto  de  Bayaceto — tomado  de  un 
hecho  histórico  reciente — sólo  puede  desarrollarse 
en  Turquía,  y  no  en  Grecia  o  Roma. 

Hay  tres  o  cuatro  tragedias  de  Racine  en  que 
juega  la  pasión  que  fatalmente  nace  del  amor  mis- 
mo, los  celos ;  y  nótese  cuan  distintos  son  los  ce- 
los de  Roxana,  los  de  Fedra,  los  de  Hermione  y 
los  de  Nerón.  Llevan  el  sello  peculiar  de  un  mo- 
mento de  la  fábula  o  de  la  Historia. 

En  mi  concepto,  la  obra  maestra  de  Racine  es 
Fedra  y  la  sigue  Bayaceto.  En  tercer  lugar,  yo 
colocaría  a  Ifigenia,  con  singular  figura  verdade- 
ramente romántica,  de  aquella  Princesa  Erifila, 
en  la  cual  Lemaitre  vé  a  una  precursora  de  los 
Antony  y  los  Didier. 

Se  habla  mucho  de  la  ternura  de  Racine ;  pero 
Fedra  no  es  muy  tierna,  y  Roxana  tampoco,  ni 
miaja.  El  Eurípides  francés,  con  acierto,  no  imi- 
tó en  Fedra  a  su  modelo,  si  modelo  se  le  puede 
llamar ;  y  si  no  lo  fué  principalmente  Séneca.  Al 
contrario:  mientras  el  trágico  griego  concentró  el 
interés  en  la  figura  de  Hipólito,  Racine  lo  cifró 
en  la  de  Fedra.  Las  figuras  de  mujer  tratadas  por 
Racine  son  líricas,  apasionadas,  y,  en  este  res- 
pecto, pertenecen  de  lleno  al  individualismo :  Sha- 


104  ^.    PARDO    BAZAN 


kespeare  hubiese  pintado  de  un  modo  más  crudo 
y  material,  pero  no  más  intenso,  a  Roxana  y  en 
cuanto  a  Fedra,  no  veo  en  Shakespeare,  a  pesar 
de  Lady  Macbeth,  un  tipo  de  mujer  que  asi  ex- 
treme la  pasión,  hasta  el  crimen.  En  efecto  es 
Fedra  una  criminal,  incestuosa  y  por  todos  estilos 
culpable;  pero  lo  es  a  pesar  suyo,  por  la  fuerza 
de  la  fatalidad;  de  esa  fatalidad  que  pesa  sobre 
los  héroes  de  tantas  tragedias  griegas,  y  los  en- 
trega a  las  furias,  bajo  la  implacable  mano  del 
destino.  Fedra  lleva  su  pasión  reprobada  en  la 
masa  de  la  sangre,  como  ahora  diriamos,  y  la  ley 
de  herencia  (entonces  tampoco  se  decía  así),  se 
cumple  en  ella  de  todo  punto.  Hija  de  Pasifae, 
víctima  de  la  cólera  de  Venus,  la  Diosa  terrible, 
no  sonriente  ni  juguetona,  sino  agarrada  a  su  pre- 
sa, como  un  vampiro,  ha  suprimido  la  voluntad — 
]la  voluntad,  que  es  el  numen  de  Corneille! — ^y 
se  ha  complacido  en  derramar  por  las  venas  abra- 
sadas de  la  infeliz  el  filtro  contra  el  cual  no  hay 
(d'efensa.  Y  Fedra,  que  no  tiene  un  alma  vil,  al 
contrario,  se  avergüenza  de  existir,  de  ver  la  luz 
del  sol;  y  es  imposible  expresar  mejor  de  lo  que 
ella  lo  hace  las  fases  de  su  enfermedad,  los  sín- 
tomas de  su  calentura.  En  esto  radica  el  interés 
de  la  tragedia,  y  la  explicación  de  que  Fedra  nos 
interese  infinitamente  más  que  el  virtuoso  Hipó- 
lito. La  antigüedad  dejó  expresado  todo  el  ele- 
mento trágico  del  amor  fatal ;  el  romanticismo  y 
el  neorromanticismo,  a  su  hora,  supieron  apode- 
rarse de  él;  a  un  tiempo  casi  Byron  y  Chateau- 
briand se  acusaron  de  sombrías  pasiones ;  f>ero  se 
han  quedado  bien  lejos  de  la  emoción,  del  mis- 


i 


Klv    LIRISMO    EN    LA    POKSIA    FRANCESA         I05 

terío  cruel  encerrado  en  el  alma  de  Fedra,  a  la 
cual  hoy  llamaríamos  la  más  ''inquietante"  de 
las  mujeres. 

Para  desarrollar  semejante  tema  en  el  siglo  de 
Luis  XIV,  ante  Luis  XIV,  por  un  poeta  corte- 
sano, se  necesitaba  todo  el  delicado  instinto  de 
Racine.  Y  nunca  lo  ejercitó  con  mayor  acierto ;  y 
asombra,  en  la  tragedia,  cómo  el  ardor  y  la  vio- 
lencia de  la  pasión,  hablando  su  propio  lenguaje, 
sin  falsificar  nada,  se  mantienen  en  el  tono  de  la 
dignidad,  sin  una  crudeza,  sin  un  vulgarismo.  No 
debió  de  bastar,  sin  embargo,  porque  Fedra,  en 
virtud  de  una  de  esas  conjuras  hábilmente  com- 
binadas, se  fué  al  foso,  entre  silbidos,  mientras 
se  aplaudía  a  rabiar  otra  Fedra,  obra  de  Pradon. 
El  desengaño  sufrido  por  Racine  le  hizo  renun- 
ciar a  escribir  para  el  teatro,  propósito  en  que 
persistió  hasta  que,  por  voluntad  del  Rey  y  de 
la  marquesa  de  Maintenon,  produjo  Ester  y  Ala- 
lia. Se  cuenta  que  Racine  murió  de  disgusto  cuan- 
do perdió  el  favor  del  Rey,  pero  no  parece  vero- 
símil, aunque  tal  suceso  le  fuese  bien  doloroso. 
Racine  tuvo  infinitos  enemigos,  y  contra  él  estu- 
vieron aristócratas  y  literatos.  Es  jugar  con  fue- 
go aguzar  el  ingenio  y  la  sátira  en  una  corte,  y 
no  es  menos  peligroso  tomar  por  asunto  de  tea- 
tro, aun  velándolas  con  nombres  antiguos,  en- 
nobleciéndolas con  depurado  sentimiento,  las  fla- 
quezas del  Rey. 

La  conjura.  Ja  injuria  rimada,  la  calumnia,  se 
ejercitaron  contra  Racine.  Lo  que  suele  calum- 
niarse más  en  los  escritores,  es  el  carácter,  aun- 
que este  dato,  realmente,  no  influya  en  el  méri- 


I06  t.    PARDO   BAZÁN 


to  de  la  obra.  La  calumnia  del  carácter,  forma  de 
la  envidia,  es  la  que  concita  más  odios.  Y,  en  li- 
teratura como  en  lo  demás,  no  hay  enemigo  pe- 
queño. Racine  los  tuvo  pequeños  y  grandes :  una 
variada  colección.  Los  enemigos  son  peores  que 
en  todo,  en  el  teatro,  porque  en  el  teatro  se  juzga 
por  impresiones  del  momento,  y  es  más  fácil  ex- 
traviar la  opinión.  Las  tragedias  y  las  comedias 
de  Racine,  que  ocupan  tal  lugar  en  la  jerarquía 
del  arte,  nunca  obtuvieron  éxitos  francos:  siem- 
pre estuvo  detrás,  para  echarlas  a  pique,  la  cons- 
piración o  sorda  o  declarada. 

Sería  difícil  que  entonces  se  le  reconociesen  a 
Racine  varios  méritos  que  hoy,  con  la  fácil  pe- 
netración del  juicio  a  posteriori,  le  atribuímos.  Y, 
en  mi  concepto,  los  más  grandes  son  dos:  uno, 
haber  redimido  a  la  escena  francesa  de  la  imita- 
ción española  y  haber  bebido  en  las  fuentes  pu- 
ras del  teatro  griego;  otro,  haberse  empapado  en- 
teramente en  los  recónditos  manantiales  del  sen- 
timiento humano. 

Cuando  venga  el  drama  romántico  a  proscri- 
bir la  tragedia  —  indistintamente,  sin  tomar"  en 
cuenta  su  diversidad:  la  de  Racine  y  la  de  Cor- 
neille,  la  de  Voltaire  y  la  de  Quinault — ,  traerá  a 
la  escena  personajes  inverosímiles  y  pasiones  de 
relumbrón,  y  la  esencia  del  sentimiento,  archivada 
en  la  obra,  tan  lírica  y  tan  real  al  mismo  tiempo, 
de  Racine. 

Lemaitre  hace  observar  que  a  las  mujeres  de 
Racine  se  las  ama,  se  las  compadece,  y  que  el  au- 
tor las  estudió  tan  bien  porque  igualmente  las 
amaba,  v  estaba  en  su  elemento  al  sumergirse  en 


El,   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         IO7 

los  remolinos  pasionales,  pues,  como  dijo  mada- 
me  de  Sévigné,  gustaba  de  las  lágrimas,  y  como 
dijo  su  hijo,  Luis  Racine,  era  todo  corazón.  Cito 
un  párrafo  de  Lemaitre  :  "Al  ponerse  en  escena  el 
amor-pasión,  Racine  inaugura  una  literatura  en- 
tera. Lejos  estamos  del  amor  galante,  del  amor 
caballeresco  y  platónico.  Antes  de  Racine,  por 
ninguna  parte  aparece  el  amor-furor,  el  amor- 
pasión,  el  amor-enfermedad,  que  impulsa  faltal- 
mente  a  sus  víctimas  al  homicidio  y  al  suicidio". 
Y  luego  añade:  "Podemos  cansamos  de  todo,  has- 
ta de  lo  pintoresco,  que  con  el  tiempo  cambia; 
pero  el  fondo  del  teatro  de  Racine  es  eterno,  o, 
|X)r  mejor  decir,  contemporáneo  del  genio  de 
nuestra  raza,  en  todo  su  desarrollo.  En  estas  tra- 
gedias se  queja  un  alma  que  es  a  la  vez  la  nuestra 
y  la  de  nuestros  antepasados,  lejanos  o  próximos". 
Poco  antes,  el  mismo  avisado  crítico  a  quien  es- 
toy citando,  al  comparar  a  Racine  con  Corneille, 
decía  que  este  último  era  un  hombre  del  Norte, 
un  bárbaro,  y  Racine  lo  más  francés,  francés  de 
Francia. 

Algo  absoluta  y  combatible  es  la  afirmación  de 
que  Racine  inaugurase  la  literatura  de  los  espe- 
ciales sentimientos,  cuyo  prototipo  es  Fedra.  Pero 
en  el  teatro  francés  no  cabe  duda  que  la  inaugu- 
ró. En  España  teníamos  algunos  ejemplares  de 
ella,  y  baste  citar  El  castigo  sin  venganza,  de 
Lope,  aunque  la  Fedra  española  no  está  tan  ahin- 
cada ni  tan  vigorosamente  estudiada  como  la  de 
Racine. 

Podemos  preguntar  si  Racine  se  atuvo  a  aque- 
lla preferencia  concedida  a  la  razón  y  al  buen 


I08  E.    PARDO   BAZÁN 


sentido,  en  que  seguía  las  huellas  del  legislador 
Boileau.  Es  cierto  que  Racine  la  sujetó  a  la  Na- 
turaleza y  a  la  verdad,  tan  desdeñadas  por  Cor- 
neille,  que  había  escrito  que  el  asunto  de  una  tra- 
gedia hermosa  no  debe  ser  verosímil.  Aun  cuando 
los  personajes  de  Racine  sean  singulares  por  su 
alta  posición  social — reyes,  reinas,  princesas,  em- 
peradores, conquistadores,  héroes — ,  se  mueven  y 
alientan  en  lo  humano,  por  lo  general  y  habitual 
de  sus  sentires ;  y  a  este  elemento  de  realidad  co- 
rresponde la  sencillez  de  la  fábula,  sin  compleji- 
dades ni  rebuscamientos,  y  hasta  sin  aventuras 
romancescas.  Fontenelle,  queriendo  censurar  a 
Racine,  dijo  que  sus  caracteres  no  son  verdaderos 
sino  porque  son  comunes ;  y  observa  Brunetiére, 
con  razón,  que  tal  censura  es  un  completo  elogio. 
El  teatro  de  Moliere,  que  se  funda  en  la  repre- 
sentación de  tipos  que  encarnan  una  manía,  un 
vicio,  una  ridiculez  social — el  avaro,  el  misántro- 
po, el  vanidoso,  el  hipócrita — ,  se  diferencia  tan 
profundamente  del  de  Racine.  no  sólo  en  que  es 
menos  noble,  y  hasta  diré,  la  mayor  parte  de  las 
veces  poco  noble,  sino  en  que  estas  encarnaciones 
de  manías  y  vicios  hacen  de  los  personajes  más 
bien  alegorías  y  símbolos,  y  someten  la  contradic- 
toria y  movible  naturaleza  humana  a  la  estrechez 
de  un  molde,  del  cual  no  puede  salir.  En  Racine 
hay  una  pintura  exacta  y  honda  de  psicología; 
pero  sus  caracteres  son  tan  reales  porque  hay  en 
ellos  lo  que  pudiéramos  llamar  la  inconsecuencia 
de  nuestra  alma  y  esa  obscuridad,  ese  misterio 
que  no  explica  la  razón  ni  depende  del  buen  sen- 
tido ni  de  la  verosimilitud,  que  va  más  allá  de 


Elv    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         lOQ 

todo  cuanto  Boileau  dejó  estatuido  y  Racine  dio, 
en  teoría,  por  aceptado. 

Tal  fué  el  motivo  de  que  pareciesen  demasiado 
verdaderas  las  pinturas  de  Racine  y  escandaliza- 
sen ;  de  que  se  le  acusase  de  haber  hecho  amable 
a  Fedra,  como  de  un  delito.  El  descenso  a  los 
círculos  infernales  del  alma,  que  realizó  este  gran 
trágico,  y  en  el  cual  le  había  precedido  el  poeta 
florentino,  haciendo  que  a  fuerza  de  piedad  y  emo- 
ción ante  otra  culpable  lírica,  Francesca,  caiga  el 
poeta  corno  cuerpo  muerto,  se  le  imputó  como  in- 
moralidad y  abuso.  Nada  más  distinto,  al  pare- 
cer, que  el  rudo  gibelino  Dante  y  el  atildado  cor- 
tesano Racine ;  pero  sus  heroínas  líricas  proceden 
de  la  misma  obscura  selva,  y  la  hermosura,  en 
vano  negada,  inútilmente  combatida  en  nombre 
de  la  moral  y  también  de  la  razón,  de  los  furores 
de  Roxana  y  Fedra,  y  de  las  melancolías  de  Be- 
renice,  del  gradual  extravío  de  Nerón,  coloca  a 
Racine  a  la  cabeza  de  los  poetas  dramáticos  de 
su  patria. 

Y  tal  es  el  influjo  del  ambiente,  tal  la  fuerza 
de  la  sociedad,  que  en  tiempo  de  Racine  era  el 
po^er  más  respetado,  que  el  autor  de  Fedra  mu- 
rió convencido  de  que  debía  hacer  hasta  peniten- 
cia por  sus  magníficas  creaciones,  declarando  que 
lo  único  que  le  importaba  de  sus  tragedias  era  la 
cuenta  que  de  ellas  tendría  que  dar  un  día.  A 
poco  más  hubiera  exclamado  lo  que  me  dijo  un 
día  el  gran  dramaturgo  Tamayo:  "¡El  arte,  el 
arte,  es  el  demonio!" 

Para  documentarse  acerca  de  Racine  recomen- 
daré los  Prefacios  de  sus  tragedias,  donde  ha  que- 


lio  E.    PARDO    BAZÁN 


dado  escrita  la  historia  de  las  batallas  que  riñó; 
el  libro  de  su  hijo  Luis  Racine,  Memorias  sobre 
la  vida  de  mi  padre,  ^747 ',  el  Far alelo  entre  Cor- 
neille  y  Racine,  por  Fontenelle,  1693 ;  Racine  y 
Shakespeare,  de  Stendhal,  1823 ;  los  Retratos  li- 
terarios y  los  Nuevos  Lunes,  de  Sainte-Beuve ; 
los  Ensayos  de  Crítica  y  de  Historia,  de  Taine; 
las  Épocas  del  Teatro  francés,  por  Fernando  Bru- 
netiére;  Los  enemigos  de  Racine,  París,  1859. 

Y  para  leerle  directamente,  la  edición  en  siete 
volúmenes,  editor  Agassa,  París,  1807;  ésta  es  la 
que  yo  manejé  tanto,  pues  Racine  fué  para  mí 
autor  favorito  antes  de  que  me  formase  de  él  una 
idea  reflexiva,  y  la  cómoda  edición  de  Hachette, 
en  la  Colección  de  los  grandes  escritores  france- 
ses, París,  1873,  1875. 


VIII 

Bl  siglo  XVIII;  sus  dlfereaoias  con  el  siglo  anterior.— 
Voltaire,  precursor  del  romanticismo.— El  abate  Prévost; 
"Manon  Lescaut".— Las  "cartas"  de  la  monja  portuguesa.— 
Juan  Jacobo  Rousseau;  su  biografía;  sus  obras;  su  influen- 
cia, sobre  todo  entre  las  mujeres.— Rousseau  el  escritor  y 
Rousseau  el  utopista.— El  influjo  avasallador  de  Juan  Ja- 
cobo  dura  todavía.— Esbozo  bibliográfico. 


A  pesar  de  Chénier,  un  crítico  ha  dicho  '*No 
veo  ni  la  sombra  de  un  poeta  en  todo  el  siglo 
XVIII".  Es,  sin  embargo,  el  siglo  en  que  la  con- 
cepción poética  y  la  lírica  de  la  vida  empiezan  a 
prevalecer,  al  menos  en  las  letras. 

Y  antes  de  llegar  al  que  trajo  realmente  esta 
concepción  poética,  como  trajo  tantas  otras,  o 
sea  a  Juan  Jacobo  Rousseau,  diré  brevemente  algo 
acerca  de  la  época  en  que  se  presenta  este  hombre 
entre  todos  influyente,  porque  el  salto  desde  la 
época  clásica  hasta  él  no  es  posible  que  se  dé  sin 
llenarlo  con  alguna  referencia  a  los  cambios  de  los 
tiempos.  Estos  cambios,  del  siglo  XVII  al  XVIII, 
son  de  los  más  totales  que  se  han  verificado  nun- 
ca. Son  dos  siglos — al  m.enos  en  Francia — arma- 
dos, según  la  frase  del  poet  ,  uno  contra  otro,  y 
el  segundo  tiene  por  característica  haber  destruí- 
do  la  obra  del  primero.  Destrucción  gradual,  lu- 


112  t.    PARDO    BAZAN 


cha  parcial,  pero  en  todos  los  frentes,  como  hoy 
diríamos. 

Si  resumimos  la  obra  del  siglo  XVIII,  y  claro 
es  que  la  hemos  de  resumir,  pues  refiriéndola  ex- 
tensamente, ¿hasta  dónde  nos  llevaría?,  diremos 
que  fué  un  siglo  que  atacó  todos  los  fundamen- 
tos del  anterior,  todas  las  formas  de  la  institu- 
ción histórica,  hasta  echarlas  por  tierra.  La  Revo- 
lución no  la  hicieron  los  portapicas,  los  desca- 
misados, los  fogosos  marselleses :  ni  nunca  las 
turbas  han  podido  tanto.  Fué  obra  de  escritores, 
filósofos,  periodistas,  utopistas,  tratadistas,  dra- 
maturgos, y  hasta  rimadores  galantes,  como  Vol- 
taire.  Y  como  quiera  que  los  nuevos  fermentos 
iban  contra  la  Francia  constituida,  consolidada 
por  la  Monarquía,  la  religión,  el  pulimento  social 
y  el  gusto  clásico,  fué  en  el  siglo  XVIII  cuando  se 
imitó  más  la  literatura  extranjera;  o  para  expre- 
sarme exactamente,  cuando  las  ideas  extranjeras 
se  abrieron  camino,  con  resultados  muy  distintos' 
de  los  que  en  el  siglo  XVII  pudieron  tener  el  ita- 
lianismo  y  el  españolismo  de  algunos  autores. 

La  nación  que  más  en  contacto  estuvo  con 
Francia  en  el  siglo  XVIII,  fué  Inglaterra.  Pero 
más  característico  que  el  influjo  que  los  otros  paí- 
ses puedan  ejercer  sobre  Francia,  es  el  que  Fran- 
cia misma  adquiere  sobre  todos  los  civilizados  o 
que  aspiran  a  serlo.  Inglaterra,  España,  Portugal, 
Suecia,  Rusia,  Italia,  se  embeben  día  tras  día  de 
ideas  francesas;  parte  de  las  del  siglo  XVII,  en 
las  letras;  parte  de  las  del  XVIII,  en  el  pensa- 
miento. 

El  siglo  XVIII,  en  sus  comienzos,  presenta  to- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         II3 

dos  los  caracteres  de  una  decadencia,  por  lo  mis- 
mo quizá  que  el  XVII  los  había  ofrecido  de  tan 
g-loriosa  plenitud.  Si  aplicamos  un  examen  dete- 
nido, podremos  reconocer  en  el  siglo  XVII,  em- 
brionarias, las  direcciones  que  resaltan  en  el 
XVIII,  incluso  el  escepticismo  volteriano.  No  por 
eso  es  menos  señalado  el  contraste  entre  las  dos 
épocas,  aunque  tampoco  en  este  particular  deje  de 
haber  eslabonamiento  en  la  cadena  y  precedentes 
para  todo. 

Así  los  tuvo  la  Enciclopedia  en  el  Renacimien- 
to, y  las  mayores  irreverencias  y  salacidades,  de 
sentido  demoledor,  pudieron  aparecer  como  ense- 
ñanza de  maese  Rabelais.  Lo  que  nos  importa,  en 
la  prodigiosa  ebullición  del  siglo  XVIII  (en  que  la 
belleza  literaria  puede  recontar  más  pérdidas  que 
provechos),  es  lo  que  prepara  la  literatura  fran- 
cesa contemporánea ;  y  sin  pretender  abarcarlo,  se- 
ñalaré dos  o  tres  aspectos  importantes. 

No  ha  solido  figurar  Voltaire  entre  los  precur- 
sores del  romanticismo;  pero  yo  creo  que  algún 
derecho  tendría,  al  menos  por  dos  de  sus  trage- 
dias, Ahira  y  Zaira.  Sin  duda  que  Voltaire  no  fué 
en  balde  a  Inglaterra,  ni  en  vano  había  conocido  el 
teatro  de  Shakespeare,  ni  en  vano  ensayado  una 
desdichada  imitación  del  episodio  de  Hamleto,  en 
que  el  príncipe  dinamarqués  ve  la  sombra  de  su  pa- 
dre. Si  todo  ello  no  le  sirvió  para  hacer  un  drama 
sespiriano,  al  menos  ensanchó  los  moldes  de  su 
dramaturgia,  y  le  dictó  una  obra  inspirada  en  el 
fondo  romántico  y  caballeresco  de  la  historia 
nacional :  las  Cruzadas,  San  Luís,  Guido  de  Lu- 
signan.  Sería  demasiado  pedir  querer  que  se  ele- 


114  ^.    PARDO    BAZAN 


vase  el  personaje  de  Orosman  a  la  altura  de 
Ótelo,  ni  aun  de  la  Roxana,  de  Racine;  pero  es 
indudable  que  el  primer  tipo  de  caballero  cristia- 
no, de  paladín  de  la  Edad  media,  que  piensa  y 
siente  en  romántico,  lo  encontramos  en  el  Lu- 
signan,  de  Zaira. 

Tampoco  seria  difícil  ver  en  Alzira  un  anuncio 
de  esa  literatura  de  exotismo  romántico  que  tie- 
ne por  tipo  a  Átala,  de  Chateaubriand.  Desde 
luego,  Zaira  y  Alzira  son  un  paso  adelante,  no 
en  mérito  artístico — en  arte  no  es  palabra  vana 
la  de  progreso — ,  pero  en  lo  serial  do  la  lite- 
ratura. 

Tampoco  me  parece  que  debo  omitir,  puesto 
que  de  lirismo  tratamos,  la  conocida  obra  de  Pré- 
vost,  Manon  Lescaut,  novela  más  sincera,  aun- 
que haya  ejercido  menos  acción  que  La  nueva 
Heloisa.  Con  Manon  Lescaut,  entra  en  escena 
la  sensibilidad;  y  veréis  qué  cadena  de  ''hom- 
bres sensibles'',  qué  río  de  lágrimas  se  prepara, 
desde  Prévost  y  Rousseau,  Bernardino  de  Saint 
Fierre  y  Chateaubriand,  hasta  Lamartine,  que 
en  cuanto  a  sensible  no  le  cede  a  nadie  el  paso. 
Desde  Manon  Lescaut,  hay  que  ser  sensible,  quie- 
ras que  no,  o  estar  completamente,  como  hoy  di- 
ríamos, fuera  del  movimiento.  Tal  oleada  de  sen- 
sibilidad preparaba,  es  cierto,  sucesos  históricos 
bien  sangrientos  y  feroces ;  pero  aun  en  medio  de 
esos  días  Velados  por  la  negra  nube  del  terror,  he- 
mos de  encontrar  hombres,  y  hasta  terroristas  y 
acaso  mejor  los  terroristas —  que  se  precian  de 
extremadamente  sensibles. 

En  la  obra  de  Prévost,  lo  unas  lírico  no  es  la 


KL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         II5 


figura  de  la  heroína,  sino  la  d^l  caballero  Des 
Grieux,  que,  sin  la  aureola  de  la  antigüedad,  sin 
descender  del  sol  ni  de  ningún  personaje  fabu- 
loso, sufre,  como  Fedra,  el  castigo  de  una  pasión 
insensata,  que  no  puede  vencer,  que  lleva  en  la 
sangre,  y  que  le  hace  olvidar  todo,  hasta  el  honor. 
En  la  novela  enteramente  contemporánea  ha  ejer- 
cido el  tipo  del  caballero  Des  Grieux  no  escasa  in- 
fluencia, y  también  pudiéramos  reconocerla  en 
el  teatro.  Pablo  Bourget,  por  ejemplo,  en  varias, 
de  sus  obras,  y  señaladamente  en  Cruel  enigma, 
ha  tratado  el  caso  del  am.or  sobreponiéndose  a 
todo,  a  la  dignidad  y  a  la  razón ;  y  Octavio  Mir- 
beau,  en  El  calvario,  trata  el  mismo  tema  de  psi- 
cología. 

Influencias  sentimentales,  más  que  literarias, 
estaban  disueltas  en  el  aire  antes  de  que  las  cris- 
talizase Rousseau,  y  aun  mucho  antes  de  que  Pré- 
vost,  recogiendo  sus  recuerdos  autobiográficos 
y  relatando  la  historia  de  su  propio  corazón, 
publicase  Manon  Lescaut.  Salió  ésta  a  luz  en 
1733;  y  rnás  de  medio  siglo  antes,  las  almas  líri- 
cas habían  comenzazdo  a  saborear  las  Cartas  de 
la  religiosa  portuguesa,  Mariana  Alcoforado, 
candentes  de  pasión,  escritas  a  un  caballero  fran- 
cés que  había  ido  con  la  expedición  de  Schom- 
berg  a  Portugal.  Las  de  la  señorita  Aissé,  vieron 
la  luz  poco  antes  que  Pablo  y  Virginia;  hacía 
un  cuarto  de  siglo  que  la  Nueva  Heloisa  se  ha- 
bía publicado  cuando  cundió  la  historia  pasional 
de  la  joven  esclava  circasiana  minada  por  amo- 
res a  languidez.  La  superioridad  de  estas  cartas 
auténticas  sobre  lo  puramente   novelesco,  como 


l6  E.    PARDO    BAZÁN 


íLa  nueva  Heloisa,  están  en  la  naturalidad,  en 
la  sinceridad,  en  lo  verdadero  de  su  lirismo,  don- 
de no  asoma  huella  de  escuela  ni  de  tendencia 
literaria.  Este  lirismo  de  la  pasión  había  sido  el 
ambiente  propio  del  reinado  de  Luis  XIV,  y  la 
romántica  figura  de  la  duquesa  de  la  Valliére 
^dominaba  a  las  demás :  la  huella  de  tales  recuer- 
dos persistía  en  el  siglo  XVIII,  y  contrastando 
'Con  lo  que  entonces  se  veía  alrededor  del  trono, 
lia  K^orrupción  fría  de  Luis  XV. 

iEl  siglo  era,  quien  lo  duda,  corrompido  y  fri- 
cólo, pero  en  medio  de  tales  tendencias,  brotaba 
3'a  por  todas  partes  la  sensibilidad.  Rousseau  vino 
a  darle  fórmulas  románticas  y  a  dirigirla,  ence- 
xrándola  en  sus  moldes. 

Juan  Jacobo  Rousseau  nació  en  Ginebra,  en 
•1712.  No  teniendo  que  hablar  aliora  de  todas  sus 
obras,  y  sí  solamente  de  la  Nueva  Heloisa  y  Las 
Confesiones,  abreviaré  los  datos  biográficos,  pero 
en  Rousseau,  menos  que  en  nadie,  pueden  aislar- 
se los  escritos  y  la  vida. 

Esta  ha  sido  referida  mil  veces,  y  juzgada  con 
severidad,  sin  más  disculpa  que  el  desequilibrio 
y  hasta  la  vesania,  pues  aun  cuando  no  recuerdo 
si  Lombroso  le  incluye  entre  los  matoides,  hay 
que  reconocer  que,  cuando  menos,  Rousseau,  es 
tin  candidato  a  la  locura.  Han  existido  pocos  escri- 
tores tan  estrechamente  dependientes  de  las  cir- 
cunstancias. Sus  miserias  físicas  y  morales  for- 
Tnaron  parte  de  su  retórica,  como  en  Villon  el 
cinismo  formaba  parte  de  la  poesía,  pero  la  retó- 
rica de  Rousseau  fué  más  peligrosa  que  el  cinismo 
de  Villon,  porque,  en  los  tiempos  que  advienen 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         II7 

con  Juan  Jacobo,  va  difundiéndose  la  tendencia- 
de  justificar  y  hasta  divinizar  los  instintos  huma- 
nos, por  el  mero  hecho  de  que  existen.  En  el  siglo» 
XVII,  la  sociedad  toma  por  modelo  a  los  reyes- 
y  a  los  grandes,  y  por  más  que  no  hayan  si^o 
unos  santos,  habia  en  su  proceder,  aun  cuando 
cedían  a  flaquezas,  cierto  recato,  un  respeto  a  la 
moral  pública,  o  por  lo  menos,  la  idea — cuya  jus- 
ticia no  apologizo — de  que  el  rey  podía  errar, 
sin  que  por  eso  todo  el  mundo  tuviese  el  dere- 
cho de  imitarle.  El  siglo  XVIII,  aun  antes  de- 
sús postrimerías,  proclama  la  igualdad  en  este 
terreno,  y  sanciona,  no  sólo  la  pasión,  sino  todo- 
desvarío. 

Rousseau  nace  plebeyo,  y  este  dato  pesa  siem- 
pre sobre  su  vida.  Villon  también  era  plebeyo;: 
pero  era  humilde,  y  sabía  que  a  toda  hora  se  le  po- 
día ahorcar.  Juan  Jacobo,  en  su  baja  condición, 
es  el  primer  ejemplo  de  soberbia  demagógica.  La 
resignación,  esa  virtud  de  los  pobres,  de  la  cual 
renegara  otro  desequilibrado  genial,  discípulo  de 
Rousseau,  Federico  Nietzsche,  le  falta  en  abso- 
luto. No  cabe  duda  que  Rousseau  es  un  hombre 
envilecido,  y  se  saben  rasgos  de  su  biografía  bien 
repugnantes,  entre  otras  cosas,  porque  tuvo  el 
desenfado  de  referirlos  él  mismo ;  pero  todo  esto,. 
que  es  verdad,  no  quita  para  que  también  sea  in- 
negable la  importancia  capitalísima  de  su  figura. 
La  nueva  Heloisa  y  Las  Confesiones  funden  el 
lirismo  moderno  y  el  subjetivismo  romántico. 

En  otra  ocasión  habría  que  hablar  de  las  ideas- 
de  Rousseau,  de  sus  escritos  políticos,  de  sus  con- 
cepciones pedagógicas ;  pero,  si  pensamos  en  que 


Il8  t.    PARDO    BAZÁN 


los  escritos  de  Rousseau  están  más  condicionados 
por  los  impulsos  de  la  voluntad  (en  cuanto  sen- 
timiento individual)  que  por  la  razón  (pese  a  las 
apariencias)  no  parecerá  extraño  que  los  libros 
suyos  que  más  sobreviven  sean  la  novela  de  amor  ; 
La  nueva  Heloisa,  y  la  autobiografía,  Las  Con- 
fesiones. El  segundo,  sobre  todo,  aun  puede  inte- 
resar hoy  a  los  que  no  lo  lean  literariamente  sino 
por  curiosidad  del  alma. 

Yo  confesaré  mi  pecado,  si  pecado  es :  no  me 
atrae  excesivamente  Rousseau,  y  doy  toda  La  nue- 
va Heloisa  por  un  solo  cuento  breve  de  Voltaire. 
Nada  significa  esto  en  contra  del  papel  que  des- 
empeñó La  nueva  Heloisa,  de  su  influjo  desme- 
dido, ni  aun  del  valor  literario,  intrínseco,  de  tro- 
zos como  la  Carta  XIV  y  la  XXXVIII  de  la  no- 
vela, y  los  recuerdos  de  la  infancia,  en  la  auto- 
biografía. 

El  haber  nacido,  como  dijimos,  plebeyo;  el  ha- 
ber atravesado  tan  varias  condiciones  y  estados, 
alguno  ignominioso,  como  su  residencia  en  casa 
de  madama  de  Wárens,  sí  fué  motivo  de  que  el 
carácter  enfermizo,  amargo  y  frenético  que  tuvo 
siempre,  fué  útil  al  desarrollo  de  su  genio,  librán- 
dole de  toda  traba,  de  todo  escrúpulo  para  expre- 
sar lo  que  quería  en  sus  escritos. 

Voltaire,  por  ejemplo,  que  era  un  hidalgüelo  y 
un  hombre  bien  relacionado,  y  que  acabó  por  ser 
amigo  de  reyes  y  emperatrices,  estaba  más  sujeto 
a  las  conveniencias.  De  los  dos,  a  pesar  de  no 
querer  Rousseau,  según  manifiesta,  echar  abajo 
cosa  alguna,  no  es  Voltaire  el  verdadero  revolu- 
cionario. 


Elv    URISMO    EN    LA    poesía    FRANCESA         TI9 

Tal  vez  en  esa  libertad  de  expresión  esté  el  se- 
creto de  la  gran  cualidad  literaria  de  Rousseau 
(cierto  que  es  una  cualidad  muy  peligrosa  y  ac- 
tualmente bien  desacreditada) :  la  persuasión  de 
su  elocuencia.  Comparando  la  de  Rousseau  con  la 
de  Massillon  y  Bossuet,  cree  Brunetiére  que  la 
diferencia  capital  está  en  que  Bossuet  y  Massillon 
hablaban  en  nombre  de  una  verdad  superior  a 
ellos,  mientras  Rousseau  no  sólo  no  cree  que  haya 
nada  que  le  sea  superior,  sino  que  se  forma  un 
mundo  aparte,  sólo  para  él ;  y  de  este  modo  afir- 
ma el  individualismo,  y  lo  que  llama  el  mismo 
maestro,  que  tanto  ha  estudiado  esta  cuestión,  la 
reintegración  del  yo  en  el  ejercicio  literario. 

En  Rousseau  (el  precursor  puede  parecer  ex- 
traño) reaparece  Rabelais,  con  su  afirmación  de 
la  licitud  de  todo  instinto,  y  de  la  bondad  intrín- 
seca de  la  naturaleza.  Y — dice  el  mismo  crítico 
a  que  vengo  refiriéndome — sobre  el  dogma  de 
la  bondad  de  la  naturaleza,  funda  la  apología 
Rousseau  del  instinto  y  de  las  pasiones.  Si  no  es  el 
primero — porque,  en  todo  tiempo,  en  nombre  de 
la  naturaleza,  la  pasión  ha  reivindicado  sus  dere- 
chos contra  los  moralistas  que  se  esforzaron  en 
limitarlos  o  restringirlos — nadie,  al  menos,  lo  hizo 
con  tal  convicción,  ni  tuvo  la  idea  de  imputar  to- 
dos los  males  que  sufre  la  humanidad  a  la  "orga- 
nización social".  Al  hacerlo,  la  sensibilidad  propia 
de  Rousseau  guiaba  su  mente:  se  quejaba  de  la 
sociedad,  porque  había  sido  humillado,  porque  ha- 
bía sufrido  vergüenza  y  hambre.  Pudiera,  sin 
embargo,  quejarse  antes  que  de  la  sociedad  de  la 
naturaleza,  de  aquella  naturaleza  tan  buena  y  sa- 


120  E.    PARDO    BAZÁN 


grada:  su  organización  física  le  había  perjudicado 
más  que  su  nacimiento. 

Hay  que  hacer  una  observación  referente  a  La 
nueva  Heloisa,  considerada  como  piedra  angular 
del  lirismo  romántico.  Vio  la  luz  en  1760,  y  has- 
ta 1774  no  se  publicaron  Las  pasiones  del  joven 
Werthcr.  Entre  la  publicación  de  la  típica  novela 
de  Goethe  y  el  momento  en  que  pudiese  ser  cono- 
cida en  Francia,  aun  tenía  que  transcurrir  algún 
plazo.  Werther  ejerció,  es  indudable,  gran  in- 
fluencia, y  madama  de  Staél  gradúa  esta  influen- 
cia por  el  número  de  suicidios  que  ocasionó ;  pero 
nunca  pudo  llegar  Goethe,  por  este  libro,  a  influir 
lo  que  su  predecesor  Rousseau.  La  influencia  de 
Rousseau,  desde  que  se  reveló  en  sus  libros  más 
importantes,  abarca  de  1755  a  1765,  época  de  la 
publicación  del  Contrato  social,  del  Emilio,  de  La 
nueva  Heloisa  y  de  la  primera  parte  de  Las  con- 
fesiones. Aquella  sociedad,  a  la  cual  acusaba,  se 
puso  de  su  parte,  y  se  vio  convertido  en  un  ídolo. 
De  la  extensión  de  la  influencia  de  Rosseau,  y  de 
lo  duradera  que  fué  en  gran  parte,  tuve  yo  en 
mi  familia  un  testimonio  curioso.  Mi  padre  apren- 
dió el  oficio  de  encuadernador,  porque  era  moda 
seguir  la  opinión  de  Rousseau,  expresada  en  el 
Emilio,  que  todo  el  mundo,  perteneciese  a  la  es- 
fera social  que  perteneciese,  debe  saber  ejercer 
un  oficio  manual.  Fueron  sobre  todo  las  mujeres 
las  que  se  uncieron  al  carro  de  Rousseau.  Sus  doc- 
trinas, las  encontraremos  en  la  Staél,  en  la  Ro- 
land,  en  Jorge  Sa/ud,  y,  tardíamente,  se  reflejan 
en  no  pocas  doctrinas  de  doña  Concepción  Are- 
nal. 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      121 

Quince  años  después  de  la  publicación  de  La 
nueva  Heloisa,  el  famoso  incidente  pasional  de 
Sofia  y  Mirabeau  está  colocado  en  la  novela  de 
Rousseau,  y  Sofía,  en  sus  incendiarias  cartas,  in- 
tercala pasajes  de  la  novela.  De  la  historia  senti- 
mental de  la  señorita  de  Lespinasse,  ha  podido  de- 
cirse que  era  La  nueva  Heloisa  en  acción.  Y  La 
nueva  Heloisa,  transformada  en  lirismo  platónico, 
palpitará  después  en  los  mejores  versos  de  La- 
martine. 

Dejando  a  un  lado  las  extravagancias  del  culto 
de  Rousseau,  que  las  mujeres  exageraron,  dán- 
dose el  caso  de  que  recibiesen  lecciones  de  mater- 
nidad de  un  hombre  que  había  enviado  sus  hijos 
a  la  Inclusa  (el  género  humano  será  siempre  así), 
hay  que  hacer  en  él  una  distinción.  Hay  que  po- 
ner a  un  lado  al  escritor,  al  otro  al  precursor  e 
iniciador  de  una  nueva  era.  Como  escritor,  Rous- 
seau es  seguramente  uno  de  los  más  grandes  que 
ha  tenido  la  lengua  francesa,  y  la  elocuencia,  y  la 
prosa  poética,  conquistas  suyas,  si  rozan  el  preci- 
picio de  la  declamación,  no  se  precipitan  en  él, 
sino  raras  veces.  El  período  es  de  énfasis,  y  no 
es  Rousseau  el  más  enfático,  aun  siéndolo  bas- 
tante. 

Como  influencia  intelectual  y  social,  la  ejerció 
muy  funesta,  y  si  la  utopía  peligrosa  estuviese  por 
inventar,  Rousseau  la  hubiese  inventado.  Un  his- 
toriador de  la  literatura  francesa,  Nisard,  estudió 
a  Rousseau  desde  este  punto  de  vista,  el  de  la 
utopía,  y  la  descubre,  no  sólo  en  los  escritos  peda- 
gógicos, políticos  y  sociales,  sino  en  la  novela  amo- 
rosa y  en  la  autobiografía.  Y  nada  más  natural, 


122  E.    PARDO   BAZÁN 


si  consideramos  que  el  lirismo  es  la  utopia  senti- 
mental. Esta  utopia,  muchos,  antes  de  Rousseau, 
la  cultivarían  en  lo  íntimo  de  su  ser :  Rousseau  la 
proclamó  y  la  deificó. 

Que  el  lirismo  sentimental  sea,  esencialmente, 
una  utopía,  apenas  parece  necesario  demostrarlo, 
y  de  común  acuerdo  la  humanidad,  al  hablar  de 
ensueños  y  de  desengaños,  de  lo  frágil  y  perece- 
dero de  aquello  que  parece  más  profundo,  lo  ha 
venido  proclamando  constantemente.  En  lo  que 
tuvo  de  peor  y  de  mejor.  Juan  Jacobo  aparece 
guiado  siempre  por  la  utopía. 

En  todo  utopista  hay  un  agitador  larvado,  y 
en  Rousseau  sabemos  hasta  qué  punto  lo  fué.  Pero 
el  agitador  sentimental,  al  través  del  tiempo,  se 
sobrepone  al  agitador  social;  o  por  mejor  decir, 
a  la  distancia  en  que  hoy  le  vemos,  el  agitador  so- 
cial y  el  sentimental  se  confunden.  Los  anar- 
quistas literarios  y  los  anarquistas  políticos,  siem- 
pre tendrán  un  poco  de  Rousseau,  y  ciertos  bár- 
baros sublimes,  como  Tolstoi,  llevan  oculto,  bajo 
su  piel  de  oso  polar,  mucho  del  espíritu  de  Juan 
Jacobo. 

Hoy  Juan  Jacobo  es  principahriente  una  influen- 
cia, pero  influencia  de  tal  energía  aún,  que  no  sé 
hacia  donde  volveríamos  sin  encontrarlo.  Toda  mi 
preferencia  hacia  Voltaire  no  es  suficiente  para 
que  no  reconozca  que  mientras  éste  ha  perdido 
por  completo  la  fuerza  de  sugestión,  y  las  co- 
rrientes nuevas  van  contra  él,  Juan  Jacobo  no  ha 
dejado  de  inquietar  a  las  nuevas  generaciones  con 
sus  doctrinas,  en  las  cuales  se  mezclan  tantos  ele- 
mentos, tantas  corrientes,  tantos  gérmenes,  que 


Elv   LIRISMO    EN    LA   POESÍA    FRANCESA         1 23 

como  se  dijo  de  madama  de  Staél  en  la  crítica, 
puede  decirse  que  son  discípulos  de  Rousseau  los 
mismos  que  lo  ignoran  y  renegarían  de  su  escuela, 
seguramente.  Yo  me  pongo  por  testimonio:  mu- 
cho sentiría  estar  incluida  dentro  del  mágico  círcu- 
lo que  Juan  Jacobo  ha  trazado,  pero  seguramen- 
te por  algún  concepto  lo  estaré,  como  lo  está  la 
mayoría  de  mis  contemporáneos.  Doblemente  me 
contraría  el  caso,  porque  cuanto  más  me  paro  a 
considerar  la  figura  y  la  personalidad  de  Juan 
Jacobo,  la  encuentro  menos  grata,  más  contami- 
nada de  afectación,  manía,  locura,  sentimientos 
turbios  y  cenagosos,  y  mal  trabadas  concepcio- 
nes mentales.  De  algunas  de  éstas  me  siento  sí, 
perfectamente  independiente ;  y  esto  me  pasa  con 
la  teoría  de  la  superioridad  del  estado  primitivo, 
el  corruptor  influjo  que  atribuye  a  las  ciencias  y 
a  las  artes,  y  la  bondad  natural  de  la  especie 
humana.  No  porque  sea  un  dogma  el  del  pecado 
original,  sino  más  aún  porque  encarna  de  mane- 
ra gráfica  y  enérgica  una  verdad  fundamental  de 
la  psicología,  creo  yo  que  la  naturaleza  humana 
está  en  su  origen  cargada  de  todos  los  instintos 
animales,  y  además,  sufre  otras  desviaciones  ya 
realmente  humanas,  que  el  animal  ignora.  Para 
ir  elevando  el  nivel  moral  de  la  especie,  ha  sido 
necesario  ese  misterioso  impulso  que  nos  lleva 
hacia  los  ideales ;  la  humanización  de  la  humani- 
dad ha  sido  lenta,  y  a  cada  paso  está  expuesta  a 
retroceder.  Ved  el  ejemplo  que  nos  ofrece  la 
gtierra,  y  cómo  en  ella,  no  este  pueblo  ni  el  otro, 
sino  todos,  regresan  a  estados  primitivos,  que  fue- 
ron sin  duda  los  de  toda  la  especie.  La  caída  de 


124  E.    PARDO    BAZAN 


los  primeros  padres,  la  repiten  los  hijos  a  cada 
minuto;  cae  al  día  el  más  justo  siete  veces,  y 
Juan  Jacobo,  en  su  propia  vida,  tuvo  mil  ocasio- 
nes de  comprobar  que,  ni  la  filosofía  ni  el  amor 
de  la  Naturaleza  podían  contenerle  y  salvarle  de 
lo  rastrero  de  sus  instintos. 

El  optimismo  primitivo  de  Rousseau  no  es  en 
él  original:  esta  idea  del  hombre  naturalmente 
bueno,  y  pervertido  por  la  Sociedad,  pertenece  a 
toydo  el  siglo  XVIII.  La  paradoja  flotaba  en  el 
aire.  Todo  el  trabajo  intelectual  del  Renacimien- 
to, que  a  un  siglo  de  distancia  había  producido  la 
bella  florescencia  del  XVll,  la  edad  dorada  de  las 
letras  y  la  filosofía,  lo  echaba  a  pique  Rousseau, 
que  fué  el  verdadero  ignorantista,  entre  los  más 
o  menos  sabios  que  concurrieron  a  la  obra  de 
la  Enciclopedia.  '*E1  estado  de  reflexión",  decía 
Rousseau,  *'es  im  estado  contra  Naturaleza,  y  el 
hombre  que  medita,   es  un  animal  depravado". 

En  ciertos  respectos,  Rousseau  tiene  las  aspe- 
rezas del  cenobita,  las  severidades  de  los  peni- 
tentes venidos  del  desierto.  Y  del  desierto  venía; 
del  desierto  del  individualismo.  Su  campaña  con- 
tra el  teatro  es  digna  de  un  capuchino.  Y  lo  cu- 
rioso es  que  gran  parte  de  sus  éxitos  con  el  pú- 
blico fueron  debidos  a  obras  teatrales. 

Veo  que  sin  querer  me  voy  hacia  la  crítica  de 
las  ideas  sociales,  o  antisociales  si  se  prefiere,  de 
Juan  Jacobo,  y,  dentro  del  asunto  de  mi  libro, 
lo  único  que  tengo  que  mirar  en  él,  es  el  lirismo, 
del  cual  fué  verdadero  iniciador.  El  por  qué  esta 
iniciación  romántica  no  nació  en  forma  rimada, 
sino  que  se  produjo  en  la  prosa,  en  la  novela  y  la 


th   LIRISMO    KN    LA    POESÍA    FRANCESA         1 25 

autobiografía,  es  un  fenómeno  que  importa  con- 
siderar. La  rima,  (exceptuando  los  poemas  de 
Andrés  Chénier,  que,  como  sabemos,  aunque 
fuesen  escritos  en  el  siglo  XVIII,  no  vieron 
la  luz  basta  algo  entrado  ya  el  siglo  XIX),  estu- 
vo inficionada  del  prosaísmo  que  caracterizaba  a 
la  generación  de  la  Enciclopedia.  De  los  enciclo- 
pedistas, son  prosaicos  por  naturaleza  Voltaire, 
acaso  el  que  más  escribió  en  verso,  D'Alembert, 
y  no  digamos  si  Condillac,  Helvecio,  Volney,  y 
otros  menos  afamados.  Diderot  no  es  tan  prosai- 
co, aunque  escriba  en  prosa,  pero  es  sensual,  es 
un  materialista  con  una  fantasía  caldeada  y  vigo- 
rosa, con  una  originalidad  paradójica  que  a  veces 
le  asemeja  a  Rousseau;  pero  Rousseau,  es  en  la 
falanje,  el  único  que  posee  cantidad  de  sentimien- 
to, y  el  único  que  ha  medido  la  profundidad  de  la 
tristeza  humana.  La  necesidad  de  la  poesía  es  en 
él  constante,  es  su  fondo  mismo;  pero  no  que- 
riendo sujetarse  a  la  rima,  inventa  y  desarrolla 
la  prosa  poética,  algo  tan  híbrido  y  complejo, 
como  la  mentalidad  de  su  creador;  y  esta  inven- 
ción de  Juan  Jacobo,  brillantemente  desenvuelta 
en  La  nueva  Heloisa,  es  algo  que  trasciende,  que 
forma  escuela,  que  produce  a  Bernardino  de  Saint 
Fierre  y  a  Chateaubriand.  La  vigorosa  sanidad  y 
virilidad  de  los  escritores  del  XVII  nunca  hubie- 
se hibridado  la  prosa  y  la  poesía;  para  dar  ori- 
gen a  esta  forma  compuesta,  condenada  a  morir, 
fué  necesario  que  Rousseau  diese  expansión  a  su 
sentimentalismo,  en  una  novela  de  amor,  en  la 
cual  la  prosa  tiene  que  desempeñar  el  papel  de  la 
poesía,  y,  por  decirlo  así,  rescatarse  con  ella. 


T26  E.    PARDO   BAZÁN 


La  psicología  de  Juan  Jacobo  es  femenina,  y 
la  prosa  poética  estaba  llamada  a  hacer  estragos 
en  la  mujer,  de  la  cual  procedía,  por  las  episto- 
listas  amorosas  los  siglos  XVII  y  XVIII,  que 
dieron  modelo  a  las  Cartas  que  componen  el 
texto  de  La  nueva  Heloisa.  Y  de  La  nueva  He- 
loisa se  engendraron  las  novelas  líricas  de  Jorge 
Sand. 

La  bibliografía  de  Juan  Jacobo  Rousseau  es 
numerosísima,  y  las  ediciones  mejores  serán  pro- 
bablemente las  más  modernas,  porque  se  ha  es- 
tudiado mucho  acerca  de  su  personalidad,  y,  por 
ejemplo,  aquí  mismo,  en  España,  el  Sr.  Cossío 
lleva  cuatro  años  explicando  siempre  a  Juan  Ja- 
cobo.  Una  obra  que  puede  ser  consultada  con  fru- 
to, es  la  de  Musset  Pathay — padre  de  Alfredo  de 
Musset — Historia  de  la  vida  y  obras  de  Juan  Ja- 
cobo  Rousseau,  París,  1821 — .  También  será  útil 
la  lectura  de  las  correspondencias  publicadas  por 
Strecksein  Moulton,  bajo  el  título  de  Juan  Jaco- 
bo Rousseau,  sus  amigos  y  sus  enemigos,  París, 
1865 ;  y  Vida  y  obras  de  Juan  Jacobo  Rousseau, 
por  H.  Beaudovin,  París,  1891.  Y,  como  estudio 
más  especial,  recomiendo  dos  libros  de  Eugenio 
Ritter :  La  Juventud  y  La  Familia,  de  Juan  jaco- 
bo Rousseau,  de  1878  y  1896. 

Ilustran  el  juicio  acerca  de  Rousseau  las  Cartas 
sobre  las  obras  y  el  carácter  de  Juan  Jacobo  Rous- 
seau, de  Madama  de  Staél,  1788;  el  Cuadro  de 
la  Literatura  francesa  en  el  siglo  XVIH,  de  Vi- 
llemain,  1828-1840;  algunos  artículos,  en  las  Char- 
las de  los  Lunes,  de  Sainte  Beuve,  la  Literatura 
francesa  en  el  siglo  XVJII,  por  Vinet,   1853,  y 


EL   LIRISMO   EN    LA   POESÍA   FRANCESA         1 27 

páginas  muy  bellas  del  Aniiguo  Régimen,  de  Tai- 
ne,  1875. 

En  las  numerosas  Historias  de  la  Literatura 
francesa,  y  en  el  estudio  sobre  el  Rom.anticismo, 
en  la  Historia  de  las  Ideas  estéticas,  de  Menén- 
dez  y  Pelayo,  existen  datos  y  juicios  sobre  Rous- 
seau. 


IX 

La  disputa  de  antiguos  y  modernos;  algunas  de  sus  inci- 
dencias.—El  abate  Delille.— Andrés  Chénier;  su  biografía; 
no  es  un  romántico  ni  un  precursor  del  romanticismo;  su 
clasicismo  helénico;  examen  de  algunas  de  sus  poesías;  su 
n>uerte  trágica;  el  destino  de  sus  obras.— Esbozo  biblio- 
gráfico. 


Entre  los  signos  precursores  de  la  insurrección 
romántica,  hay  que  contar  uno  muy  significativo., 
la  llamada  disputa  de  antiguos  y  modernos.  Tie- 
n€  la  apariencia  de  una  discusión  estética,  y  es, 
en  el  fondo,  síntoma  de  un  grave  cambio  social. 
Se  acercaban  los  tiempos  de  la  Enciclopedia,  y 
aquel  ideal  clásico,  que  había  sido  el  del  régimen 
antiguo,  se  venía  a  tierra;  o  por  mejor  decir,  se 
tambaleaba,  antes  de  que  llegase  la  hora  en  que 
por  todas  partes  se  desmoronase. 

Era  aquel  el  momento  en  que  las  ideas  estéti- 
cas, en  vez  de  enclaustrarse  en  las  Academias, 
Universidades  y  círculos  de  sabios,  eran  del  do- 
minio público,  y  la  opinión,  que  empezaba  a  ser 
en  ellas  ley,  decía  que  los  modernos  valen  tanto 
o  más  que  los  antiguos,  y  que  a  la  postre  deben 
ser  propuestos  siempre  como  modelos  a  los  anti- 
guos, los  cuales  no  pueden  interesarnos  tanto, 
porque  no  son  de  nuestra  época,  porque  nos  son 
ajenos,  distantes.  Hasta  hay  quien  funda  su  pa- 
recer favorable,  a  los  modernos,  en  la  superio- 
ridad del  cristianismo  sobre  el  paganismo;  pero 


130  t.    PARDO    BAZÁN 


mayor  es  el  número  de  los  que  van  inspirados  por 
la  idea  de  los  adelantos  científicos,  que  inaugu- 
ran una  era  de  progreso,  ignorada  de  la  anti- 
güedad. 

Entre  los  defensores  de  ésta,  se  cuentan  nom- 
bres muy  ilustres,  Lafontaine,  Boileau,  Racine; 
entre  sus  impugnadores,  en  primer  término;  Fcrr- 
tenelle,  que  es  un  precursor  de  la  Enciclopedia, 
o  por  lo  menos,  aquel  por  cuyo  impulso  han  de 
formarse  los  principales  enciclopedistas;  y,  con 
muy  distinto  carácter,  Perrault,  el  de  los  nunca 
bien  ponderados  Cuentos,  el  padre  de  la  Caperu- 
cita  Roja. 

Ambos  se  reconocían  aburridos,  hartos  de  la 
antigüedad,  y  Perrault  se  arrancó  a  decirlo  un 
día,  en  plena  sesión  de  la  Academia,  anteponiendo 
los  escritores,  pintores  y  músicos  modernos,  a  los 
tan  celebrados  de  antaño.  Al  oír  tamañas  here- 
jías, Huet,  obispo  de  Avranches,  se  levantó  indig- 
nado, y  gritando  que  semejante  lectura  era  una 
vergüenza  para  la  Academia,  se  retiró.  Fontenelle 
vino  en  ayuda  de  Perrault,  exclamando  que  no  hay 
cosa  más  opuesta  al  progreso,  ni  que  así  límite  el 
ingenio  como  la  admiración  de  lo  antiguo. 

Iba  en  gran  parte  esta  campaña  contra  la  dic- 
tadura de  Boileau,  y  contra  la  fama  de  Racine ;  y 
era  resultado  de  tal  sublevación,  que  Perrault  sos- 
tuvo en  varios  escritos,  entregar  al  público  y  al 
juicio  individual  la  estimación  de  la  belleza  en  las 
diversas  formas  del  arte,  negando  el  derecho  <^e 
los  eruditos  a  legislar  sobre  estas  materias  sólo 
por  el  hecho  de  hallarse  versados  en  las  humani-  i 
dades  y  en  el  conocimiento  de  las  épocas  clásicas. 


EL    IvIRISMO    EN    EA    POESÍA    FRANCESA         I3I 

Perault,  como  buen  cortesano  (y  lo  eran  enton- 
ces la  mayor  parte,  y  con  más  razón  el  colabora- 
dor de  Chapelain  en  la  '/Lista  de  los  Beneficios 
del  Rey"  y  del  autor  del  primer  Siglo  de  Luis 
XIV),  quería  adular  diestramente  al  monarca, 
sugiriéndole  que  su  época  era  la  más  gloriosa  del 
mundo.  En  esta  polémica  terciaron  libros  que  han 
dejado  huella,  como  la  Digresión  sobre  antiguos 
y  modernos,  de  Fontenelle,  y  los  Diálogos  titula- 
dos Paralelos  entre  antiguos  y  modernos,  de  Pe- 
rrault. 

En  tal  discusión,  como  hemos  dicho,  debe  con- 
siderarse que,  un  siglo  antes  del  romanticismo,  el 
clasicismo  ha  sido  derrotado.  Lo  ha  sido  en  nom- 
bre de  una  idea  falsa,  como  es  la  del  progreso, 
siendo  así  que  en  arte  y  en  estética  el  progreso  no 
existe ;  pero,  en  lo  que  la  cuestión  tTene  de  social 
y  de  nacional,  en  lo  que  se  refiere  a  la  proscripción 
de  los  modelos  antiguos  cuando  Francia  se  ha 
dado  a  sí  propia  modelos  como  Racine,  Pascal  y 
Bossuet,  no  puede  distinguirse  su  justicia.  Porque, 
si  el  Arte  no  progresa,  nadie  puede  negar  que  lleva 
en  sí,  en  su  vitalidad  misma,  un  principio  de  trans- 
formación y  cambio;  y  esto  es  lo  que  realm.ente 
sostenían  Perrault  y  Fontenelle,  y  los  que  con 
ellos  pensaban,  aunque  no  se  diesen  cuenta  de  las 
.  c  jnsecuencias  vastas  de  tal  principio. 

La  discusión  es  instructiva,  y  puede  servir  de 
norma  para  comprender  cuánto  cambiaran  las 
ideas  bajo  el  romanticismo,  y  cuan  sujetas  y  limi- 
tadas estaban  aun  mientras  Perrault  y  Boileau  dis- 
putaban sobre  al  antigüedad  y  el  modernismo... 
Boileau  devuelve  a  Perrault  el  calificativo  de  pe- 


132  E.    PARDO   BAZÁN 


dante,  y  tiene  razón  al  declarar  que  la  pedantería 
no  se  halla  vinculada  a  ninguna  escuela.  En  esto 
y  en  otros  puntos,  Boileau  se  mantuvo  a  gran  al- 
tura en  las  Reflexiones  críticas,  con  que  respondió 
al  Paralelo  entre  los  antiguos  y  los  modernos,  de 
Perrault. 

Lo  que  en  esto  hay  de  interesante  para  señalar 
la  proximidad  del  romanticismo,  es  que  ya  en  el 
siglo  XVII  se  pusieron  en  tela  de  juicio  las  reglas, 
los  modelos,  la  inflexibilidad  clásica.  El  primer  pi- 
quetazo estaba  asestado. 

Y  en  aquella  época  la  poesía  lírica  es  estéril,  es 
decir,  lo  parece,  porque  el  único  poeta  verdadero 
que  produce  el  siglo  XVIII  no  se  revela  hasta 
el  XIX;  es  un  poeta  postumo.  Y  de  otro  poeta 
muy  ensalzado,  el  abate  Delille,  podemos  decir  que 
no  hay  cosa  menos  lírica  que  sus  versos,  y  única- 
mente hay  que  tomarle  en  cuenta,  por  la  ense- 
ñanza que  contiene  su  historia. 

He  aquí  un  poeta  que  ganó  su  fama  traducien- 
do; que  recibió  homenajes,  honores  y  recompesas 
de  todo  el  mundo,  a  quien  se  comparó  con  los  más 
grandes  de  la  antigüedad,  y  al  quedarse  ciego,  a 
Homero  y  Milton ;  que  fué  respetado  y  ensalzado 
casi  por  unanimidad  (aunque  José  María  Chénier 
le  acusase  de  dar  colorete  a  Virgilio).  Aparte  de 
traducir  directa  y  fielmente,  Delille  no  hizo  sino 
lo  que  pudiera  llamarse  traducción  de  traducción : 
imitaciones  adaptadas  al  gusto  de  su  época,  por- 
que, reconozcámoslo,  no  hubo  quien  mejor  se  ci- 
ñese a  ese  gusto,  lisonjeándolo  en  todas  sus  ten- 
dencias, hasta  en  la  científica,  e  introduciendo  en 
la  poesía  los  temas  descriptivos  de  los  adelantos  y 


El.    I.IRISMO    DN    LA    poesía   FRANCESA         1 33 

conquistas  que  empezaban  a  realizar  los  sabios  ¿e 
gabinete  y  laboratorio.  Fué  Delille,  por  excelen- 
cia, el  poeta  descriptivo:  lo  describía  todo,  indis- 
tintamente, en  igual  estilo  afectado,  ampuloso,  con 
metáforas  cuyo  objeto  era  no  llamar  a  las  co- 
sas por  su  nombre.  Fué  mucho  más  poeta  que  De- 
lille el  mismo  Voltaire,  pero  Delille  era  el  amane- 
ramiento de  entonces,  o  siquiera  uno  de  los  amane- 
ramientos predilectos ;  era,  además,  tal  vez,  el  úl- 
timo de  los  ingenios,  el  último  bel  esprit;  fabri- 
caba agudezas,  amenizaba  las  reuniones,  era  poeta 
de  salón,  de  los  últimos  salones  también,  antes 
de  que  la  Revolución  estallase ;  y,  a  pesar  del  cam- 
bio de  régimen,  de  las  convulsiones  políticas,  de 
las  guerras  del  Imperio,  todavía  Delille,  que  ha- 
bía reinado  en  la  sociedad  deshecha  por  la  tor- 
menta, sigue  triunfando.  El  Terror,  que  decapitó 
a  Andrés  Chénier,  le  respeta,  y  cuando  muere, 
en  1813,  su  culto  no  ha  decaído:  se  le  hacen  exe- 
quias memorables,  se  expone  su  cuerpo,  embal- 
samado, ligeramente  arrebolado,  sobre  un  túmu- 
lo; ciñen  sus  sienes  con  coronas  de  laurel,  y  un 
devoto,  como  reliquia,  le  corta  un  pedazo  de  epi- 
dermis. 

Y  no  es  el  único  caso,  ni  un  caso  infrecuen- 
te este  extravío  de  la  opinión,  tratándose  de  es- 
critores, sobre  todo  de  poetas.  Hay  que  depurar 
la  crítica,  formar  la  conciencia  de  lo  bello  y  de 
sus  condiciones  necesarias,  para  que  tales  yerros 
no  se  cometan.  Los  hemos  visto  cometer  en  nues- 
tros días,  en  nuestra  patria ;  y  si  tratásemos  de  lí- 
rica española,  citaríamos  nombres  convincentes. 

El  tiempo  es  un  crítico   implacable,   y  recti- 


134  ^.    PARDO    BAZÁN 


fica  estas  nociones  equivocadas.  Delille,  después 
de  su  apoteosis,  fué  olvidado  rápidamente,  a  pe- 
sar de  que  los  primeros  románticos  le  acribilla- 
ron a  sátiras,  y  es  también  un  modo  de  durar  el 
ser  satirizado  y  combatido.  Ya  llegó,  sin  embar- 
go, un  día  en  que  ni  aun  en  la  Academia  (a  pesar 
de  ser  tan  genuinamente  académico  el  tipo  de  De- 
lille), se  pudo  pronunciar  su  nombre  sin  provo- 
car rechilla;  y  los  románticos,  compadecidos,  nos 
dice  Sainte  Beuve,  tomaban  a  veces  su  defensa. 

He  aquí,  en  cambio,  a  Andrés  Chénier,  que  ha- 
biendo trapezado  con,  el  Terror,  y  perdido  la  ca- 
beza en  .el  tropiezo,  estuvo  a  pique  de  perder  tam- 
bién la  gloria,  de.  quedar  sumido  en  la  penumbra. 
Andrés  Chénier  fué  guillotinado  en  1794,  y  hasta 
1 819  no  se  publican  en  volumen  sus  poesías,  difí- 
cilmente salvadas  y  reunidas  por  manos  amigas. 

Con  motivo  de  Andrés  Chénier,  y  en  mis  lec- 
ciones en  la  Escuela  de  Estudios  superiores  del 
Ateneo,  me  atreví,  hace  bastantes  años,  a  disen- 
tir del  dictamen  de  Mcnéndez  y  Pelayo,  que  le 
considera  como  uno  de  los  precusores  del  roman- 
cismo.  Después,  en  publicaciones  de  fecha  poste- 
rior a  este  incidente,  pude  ver  que  críticos  fran- 
ceses de  autoridad  pensaban  de  Chénier  lo  mis- 
mo que  yó-.daro  es,  y  huelga  decirlo,  que  no  por- 
que se  hubiesen  enterado  3e  mi  opinión,  cosa  im- 
posible ;  ni  aun  se  habían  impreso  mis  conferen- 
cias (de  las  cuales  hice  luego  dos  ediciones  suce- 
sivas). Lejos  de  parecerme  un  precursor  román- 
tico el  autor  del  Oarisfis,  me  parecía  el  último 
clásico,  si  esta  palabra  no  se  toma  en  un  sentido 
estrecho  y  de  escuela.  Y  hoy,  confirmada  en  mi 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         135 


primera  impresión  por  más  extensas  y  detenidas 
lecturas,  lejos  de  situar  a  Chénier  entre  los  pre- 
cursores del  romanticismo,  creo,  al  contrario,  que 
fué  el  poeta  verdadero  del  siglo  XVIII,  aunque 
su  época  azarosa  no  le  reconociese. 

A  tan  insigne  lírico,  que  no  es  romántico,  hay, 
pues,  que  examinarle  aisladamente  del  romanti- 
cismo. 

Andrés  Chénier  nació  en  1762,  en  Constantino- 
pla,  y  fué  guillotinado  en  1794:  no  vivió,  pues, 
más  que  treinta  y  un  años,  y  puede  decirse  de 
él,  sin  faltar  a  la  exactitud  del  lenguaje,  que  mu- 
rió cuando  podía  dar  mucho  de  sí;  que  es  un 
poeta  malogrado.  Los  críticos  franceses,  al  inda- 
gar la  razón  de  que  sea  incluido  entre  los  precur- 
sores románticos,  encuentran,  entre  otras,  la  de 
que  el  drama  de  su  vida  le  prestó  aureola  de  cisne 
inmolado,  que  exhala  sus  últimos  cantos  armonio- 
sos  en  la  agonía.  El  elemento  romántico  de  Ché- 
nier era  haber  sido  llevado  al  cadalso  desde  la 
prisión  donde  gemía  también  aquella  joven  can^ 
tiva,  aquella  señorita  de  Coigny,  cantada  en  sus 
postreras  estrofas.  Mas  el  romanticismo  no  está 
en  la  vida,  sino  en  la  obra,  y  aun  en  la  vida,  Ché- 
nier no  es  un  romántico,  sino,  lo  mismo  que  en 
sus  versos,  un  pagano,  caracterizado  perfecta- 
mente. Lx)s  jacobinos  le  arrastraron  al  patíbulo, 
porque  era  enemigo  político  suyo,  el  ''ciudadano 
Chénier",  que  había  entonado  un  himno  a  Car- 
lota Corday,  y  se  había  mofado  de  las  teatrales 
exequias  de  Marat.  Odiosa  fué  la  muerte  dada  al 
poeta,  pero  con  menos  motivo,  y  hasta  sin  nin- 
guno, perecieron  entonces  no  pocos.  Chénier  era 


136  K.    PARDO   BAZÁN 


hombre  de  valor,  y  su  espíritu  de  justicia  pro- 
testó contra  los  excesos  y  la  ferocidad  de  los  te- 
rroristas ;  ni  un  momento  cesó  de  condenarlos,  con 
valor  cívico  nunca  desmentido,  hasta  el  último  mo- 
mento ;  esta  aureola,  digna  de  un  Catón,  es  la  que 
rodea  su  frente,  en  lugar  del  nimbo  de  romanti- 
cismo melancólico  con  que  le  han  querido  adornar. 
Si  bien  se  mira,  la  actitud  clásica  de  Chénier  ante 
la  libertad  manchada  por  el  crimen,  es  más  hermo- 
sa que  ninguna;  y  hay  en  ella  poesía,  directa- 
mente venida  de  la  antigüedad  que  le  había  ama- 
mantado. Unos  versos  de  Chénier,  escritos  en  la 
prisión  de  San  Lázaro,  son  particularmente  expre- 
sivos, y  le  muestran  empapado  de  la  idea  de  que, 
según  van  las  cosas,  es  necesaria,  es  estética  su 
muerte.  Con  viva  imagen,  se  compara  al  camero 
sacrificado  entre  otros  mil,  y  olvidado  en  la  carni- 
cería, para  ser  servido,  destilando  sangre,  al  pue- 
blo rey.  Y  volviéndose  a  sus  amigos,  después  de 
agradecer  que  al  través  de  las  rejas  le  hayan  dicho 
una  palabra  cariñosa,  exclanla:  ''Ya  que  todo  es 
precipicio,  vivid,  amigos  míos ;  vivid  contentos, 
no  penséis  en  seguirme.  También  yo,  alguna  vez, 
he  apartado  la  mirada  distraída  del  aspecto  del 
infortunio.  Mi  desdicha,  hoy,  sería  importunidad. 
Vivid  en  paz,  amigos  míos". 

Así  la  poesía  y  el  carácter  de  Andrés  Chénier  se 
identifican,  y  el  soplo  de  antigüedad  heroica,  su- 
blime, que  encontramos  en  sus  versos,  no  cesa  de 
animar  los  actos  de  un  hombre  que  no  tembló,  que 
no  transigió  con  la  bajeza,  la  crueldad  y  la  iniqui- 
dad, y  que  lo  pagó  con  su  cuello.  Actitud  más  no- 
ble, no  la  conoció  el  romanticismo. 


El,   LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         1^7 

Por  la  índole  de  su  poesía,  y  más  aún,  por  sus 
aspiraciones,  Chénier  pudiera  considerarse  pre- 
cursor, si  no  de  los  románticos  puros,  de  otra  es- 
cuela que  nació  de  la  evolución  del  romanticismo : 
la  del  arte  por  el  arte.  No  otra  cosa  pudiera  sig- 
nificar aquella  meditación  suya  sobre  "las  causas 
y  los  efectos  de  la  perfección  y  la  decadencia  d^e 
la  literatura"  y  aquella  esperanza  de  "ver  rena- 
cer las  buenas  disciplinas".  Esta  idea  de  perfec- 
ción, de  buenas  disciplinas,  este  afán  de  acopiar 
"oro  y  seda"  para  sus  versos,  son  estética,  pero 
no  estética  genuínamente  romántica.  Chénier  no 
reclama  la  libertad  tumultuaria  como  los  román- 
ticos, sino  que  vuelve  a  las  fuentes  del  helenismo ; 
sostiene  la  división  de  los  géneros,  y  el  respeto  a 
sus  límites;  y  sólo  por  esto  se  aparta  ya  a  for- 
midable distancia  de  los  románticos.  Su  fuerte 
culto  de  la  belleza  hubiese  rechazado,  en  el  arte, 
los  elementos  complejos,  lo  feo,  lo  grotesco,  que 
aclimató  Víctor  Hugo. 

Es  decir,  que,  por  su  ideal  poético,  Chénier  no 
se  confunde  con  los  románticos  ni  un  instante ;  y, 
por  su  mentalidad,  pertenece  del  todo  al  siglo 
XVIII,  hasta  en  los  resabios  y  amaneramientos 
que  cada  época  imprime  a  los  hombres  que  mejor 
han  de  encarnarla.  El  espíritu  de  la  Enciclope- 
dia está  difundido  por  las  venas  de  aquel  hombre 
que,  como  dijo  Chenedollé,  era  "ateo  con  deli- 
cia". Como  a  tantos  de  su  generación,  la  fe  le 
parecía  un  conjunto  de  supersticiones,  y  los  sacer- 
dotes, embaucadores  de  oficio.  Grande  hubiese 
sido  su  asombro  al  presenciar  el  renacimiento  re- 
ligioso, que  ya  era  inminente,  que  la  Revolución 


138  K.    PARDO    BAZÁN 

apwesura.  Sin  embargo,  debo  hacer  restrición, 
fundada  en  un  curioso  pasaje  del  fragmento  de 
poema  sobre  la  Superstición,  en  que  sin  ironía, 
al  contrario,  Chénier  llama  a  Cristo  ''cordero  sin 
mancilla'.  Dios  salvador  del  hombre"  y  al  Sacra- 
mento ''cuerpo  sagrado,  celeste  rnanjar".  Si  hay 
en  ello  algo  más  que  retórica,  lo  sabrá  quien  sa- 
berlo puede.  Yo  me  limito  a  notar  el  detalle  ex- 
traño. 

Así,  pues,  los  pensamientos  nuevos  que  quería 
Chénier  traducir  en  versos  antiguos,  el  vino  nue- 
vo que  quería  encerrar  en  viejas  ánforas,  era  el 
espíritu  del  siglo  en  que  le  tocó  vivir.  Entre  Gre- 
cia y  la  Enciclopedia,  y,  acoplando  estos  dos  ele- 
mentos, está  Andrés  Chénier. 

Y  en  esto  se  distingue  de  .  los  demás  de  su 
tiempo,  que  procedían,  en  su  clasicismo,  del  Rena- 
cimiento en  sus  fuentes  latinas.  Si  Chénier  nace 
diez  años  antes,  y  tiene  tiempo  de  desenvolverse 
plenamente,  el  siglo  XVIII  hubiese  poseído,  por 
lo  menos,  un  gran  poeta  en  verso;  y  se  hubiese 
redimido  de  la  mancha  de  esterilidad  que  tanto 
se  le  ha  echado  en  cara. 

En  muchos  respectos,  no  sólo  no  es  un  precur- 
sor romántico  Andrés  Chénier,  sino  que  pudiera 
ponérsele  en  contraste  con  los  románticos  que  se 
acercan,  Chateaubriand,  Lamartine.  "El  arte  an- 
tiguo—viene a  decir  un  crítico  de  fina  percep- 
ción, Pablo  Albert — es  ante  todo  medida,  so- 
íbriedad,  proporciones  exquisitas,  limpidez  trans- 
parente. Por  estos  dones  el  ideal  griego  se  im- 
puso al  gusto  y  a  la  fantasía  de  Andrés  Chénier, 
mente  nítida  y  clara,  nada  flotante,  que  aborrece 


Elv    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         I39 


la  vaguedad;  enamorado  de, la  perfección,  y  que, 
sin  impaciencia  de  producir,  corregía  y  pulía  ince- 
santemente. Chénier  es  un  puro  pagano.  Devol- 
vámosle al  siglo  XVIII,  pero  aislémosle  en  él." 

Y  le  aisla,  en  efecto,  algo  que  no  dudo  en  lla- 
mar el  genio,  esa  chispa  de  fuego,  que  no  en- 
cuentro en  ningún  poeta  de  sus  contemporáneos. 
Genial  es,  en  Chénier,  medio  griego  de  raza,  pues 
griega  era  su  madre,  la  originalidad  de  haber  re- 
montado desde  el  primer  instante,  la  corriente  del 
clasicismo,  para  llegar  a  la  antigüedad,  en  su  ma- 
nantial helénico,  en  su  propio  surgidero. 

Cuando  murió  quedaron  de  él  algunos  poemas 
esparcidos,  como  capiteles  rotos  que  atestiguan  la 
existencia  de  un  templo  apolíneo ;  sus  poesías  an- 
daban dispersas  en  varias  manos ;  las  carteras  que 
contenían  su. colección  se  perdieron  al  ingresar  en 
la  cárcel  el  poeta;  un  sinnúmero, de  dificultades 
estorbaron  la  publicación,  que,  como  sabemos, 
no  se  realizó  hasta  veinticinco  años  después. 

La  musa  de  Chénier  no  afectó  emoción,  era 
noble  y  estética,  í>ero  no  elegiaca ;  sus  acentos  son 
de  bronce ;  no  hay  poesía  más  enérgica  que  su  can- 
to a  la  Revolución  triunfante;  nada  más  artística- 
mente pagano  y  profano  que  el  Oaristis;  nada  más 
penetrado  del  culto  sacro  del  numen  que  el  El 
ciego;  nada  más  expresivo  que  La  libertad,  signi- 
ficada  en  el  joven  pastor  a  quien  no  interesa  la 
vida  porque  es  esclavo;  pero,  dentro  de  la  clásica 
sencillez,  la  ternura  aparece  en  el  bello  poema  del 
Joven  enfermo,  menos  sentido  que  el  otro,  tan 
diferente,  en  que  Heine  nos  cuenta  cómo  la  ma- 
dre pide  a  la  Virgen  que  cure  el  corazón  de  su 


140  E.    PARDO   BAZAN 


hijo.  Sentimiento  contenido  y  sobrio  lo  encontra- 
mos en  La  joven  Tarentina  y  en  Inais,  poemitas 
cuyo  fondo  es  el  mismo  de  la  Rosa,  de  Malherbe : 
la  juventud  sorprendida  por  la  muerte,  la  melan- 
colía de  la  flor  cortada  tan  temprana.  Hay,  entre 
las  poesías  de  Chénier,  una,  no  de  las  mejores,  ti- 
tulada La  lámpara,  que  sería  curioso  comparar  a 
las  Noches,  de  Alfredo  de  Musset:  su  asunto  es  el 
mismo:  un  desengaño,  una  traición  femenina: 
veríamos  entonces  qué  camino  ha  recorrido  el  te- 
ma lírico  desde  el  siglo  XVIII  al  XIX.  Poemas 
de  sentimiento,  de  Chénier,  son  las  dos  bellas  ele- 
gías, escritas  en  'la  prisión  y  dedicadas  ambas  a  la 
señorita  de  Coigny,  la  joven  cautiva,  que  no  que- 
ría morir  aún,  y  por  quien  el  poeta  no  quería  mo- 
rir tampoco.  Sea  o  no  auténtica  la  leyenda  que  se 
basa  en  estas  elegías,  su  encanto  de  tristeza  repri- 
mida, sobria,  me  parece  intensísimo. 

El  mismo  atractivo  de  cosa  vivida,  real,  tienen 
los  mismos  versos  en  que  Chénier  espera  la  muer- 
te sin  fanfarronería  (ya  en  otro  tiempo  había  con- 
fesado serenamente  su  apego  a  la  vida),  pero  sin 
miedo  cobarde.  Lo  que  siente,  lo  que  deplora,  es 
morir  sin  vaciar  su  caja,  sin  atravesar  con  sus 
dardos,  sin  patear  en  su  fango  mismo  a  esos  ver- 
dugos emborronadores  de  leyes,  esos  tiranos  que 
degüellan  a  la  patria,  y  sin  derramar  la  hiél  y  la 
bilis  de  su  cólera  contra  los  perversos.  Momentos 
antes  de  salir  para  el  suplicio,  Chénier  describe  en 
versos  hermosos  y  límpidos  el  terrible  instante,  y 
el  poema  ha  quedado  incompleto,  porque,  en  efec- 
to, antes  que  la  hora  haya  recorrido  los  sesenta 
pasos  que  limitan  su  ruta,  el  mensajero  de  muerte, 


Elv   URISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         I4I 


el  negro  reclutador  de  soi abras,  llenó  con  el  nom- 
bre del  poeta  los  largos  p¿  sillos  tenebrosos  de  la 
cárcel.  No  hay  acaso  un  documento  literario  más 
palpitante  de  verdad  en  toda  la  literatura  fran- 
cesa; a  su  lado,  parece  ficticia  la  poesía  román- 
tica. 

Alfredo  le  Vigny  decía  que  se  sentía  consolado 
de  la  muerte  de  Andrés  Chénier,  sabiendo  que  el 
mundo  que  se  llevaba  a  la  tumba,  y  por  el  cual  ex- 
clamaba, hiriéndose  la  frente,  ''¡Aquí  hay  algo!", 
era  un  poemazo  interminable,  y  que  la  Providen- 
cia, al  ver  que  Chénier  desmerecería,  le  puso  pun- 
to final.  En  efecto,  ese  poema  de  Mermes,  que  dejó 
en  apuntes  y  fragmentos,  nos  revela  a  un  Andrés 
Chénier  que,  no  siendo  ya  un  artista  puro,  quiere 
versificar  las  ideas  de  su  siglo,  o  al  menos  aque- 
llas que  aparecen  dominándolo  y  caracterizándolo. 
Igual  propósito  puede  observarse  en  bastantes  pro- 
sistas y  poetas  de  aquella  centuria,  hasta  en  Deli- 
lle.  Un  poema  sobre  la  "naturaleza  de  las  cosas", 
una  empresa  enciclopédica,  estaba  en  el  aire.  Pero 
ninguno  de  los  que  se  lo  propusieron  era  un  Lu- 
crecio :  no  lo  era  Buf fon,  no  lo  era  Fontanes,  no 
lo  era  ni  el  mismo  Andrés  Chénier.  Este  plan  del 
poema  interminable,  que  ha  de  tentar  a  Lamartine, 
a  Quinet,  a  Víctor  Hugo,  lleva  consigo  el  fracaso. 

Según  los  planes  que  se  han  conservardo,  Ché- 
nier seguía  el  mismo  camino  que  Delille,  en  sus 
Tres  reinos.  Iba  a  engolfarse  en  la  poesía  des- 
criptiva y  científica,  atiborrada  de  fisiología,  quí- 
mica y  física,  y  donde  los  "átomos  de  vida"  des- 
empeñan principal  papel.  Y,  al  pintar  el  origen  de 
las  religiones,  quería,  como  buen  discípulo  de  los 


142  e:.  pardo  bazán 


enciclopedistas,  mostrar  una  vasta  superchería,  un 
complot  fraguado  en  los  templos  para  engañar  al 
género  humano.  Con  estos  materiales  pensó  fun- 
dir campanas  rivales  del  trueno,  y  a  nosotros  nos 
hubiese  alcanzado  el  tañido,  porque  nos  ponía 
como  digan  dueñas  por  lo  que  en  América  nos 
atrevimos  a  hacer. 

Si  es  problemático  que  Hermes  añadiese  nada 
a  la  gloria  de  Chénier,  en  cambio,  como  poeta 
lírico,  hay  que  saludar  en  él  a  un  ejemplar  único 
en  el  período  en  que  apareció,  y  convenir  con 
Sainte  Beuve  en  que  debe  aplicársele  la  profecía 
de  Lebrun,  (a  quien  su  benévola  generación  llamó 
Lebrun-Píndaro),  y  que  se  expresaba  así,  en  un 
discurso  sobre  Tibulo:  "Acaso,  cuando  esto  es- 
cribo, un  autor,  realmente  animado  del  ansia  de 
gloria,  desdeñando  los  éxitos  frivolos,  compone 
en  el  silencio  de  su  gabinete  una  obra  realmente 
inmortal,  de  'la  cual  hablará  el  porvenir".  El  año 
anterior  a  la  predición,  había  nacido  Andrés  Ché- 
nier. 

Antes  de  cerrar  este  estudio  sobre  Chénier,  re- 
cordaré que  se  ha  dicho  con  insistencia  que  sus 
versos  fueron  retocados  y  hasta  fabricados  en 
gran  parte  por  Enrique  de  la  Toucfíe  (que,  por 
cierto,  no  se  llamaba  Enrique,  sino  Jacinto).  Este 
literato  fué,  el  que  en  1819  hubo  de  revisar  y  pre- 
parar para  la  publicación  las  obras  de  Andrés 
Chénier.  Que  modificó  y  aun  adicionó  aquellas 
poesías  postumas  del  vate  guillotinado,  es  cosa 
qije  nadie  niega :  la  discusión  versa  únicamente  so- 
bre la  cantidad  e  importancia  de  esas  adiciones. 

Lo  que  dio  cuerpo  a  la  suposición  de  que  hu- 


KL   LIRISMO   í;n   la   POESÍA   FRANCESA         I43 

biese  en  las  poesías  de  Chénier  mucho  de  Latou- 
ch€,  fué:  en  primer  término,  el  haber  dicho  José 
Chénier  que  existía  muy  poco  publicable  en  los 
manuscritos  de  su  hermano ;  el  haberse  hecho  eco 
Béranger,  que  no  era  maldiciente,  de  esta  versión ; 
y  por  último,  la  conocida  habilidad  de  Latouche 
para  el  pasticcio  o  imitación  literaria,  en  la  cual 
se  ejercitó,  publicando  como  de  otros  autores,  y 
algunos  célebres,  trabajos  suyos.  Lo  más  impor- 
tante que  se  le  atribuye  como  colaborador  (otros 
han  dicho  inventor),  de  Andrés  Chénier,  es  la  pa- 
ternidad completa  de  la  famosa  composición  que 
interrumpe  la  llegada  de  la  carreta  fatal.  *'No 
comprendo — dice  Béranger — cómo  esto  no  lo  han 
visto  los  que  juzgan  a  sangre  fría  la  obra  de  Ché- 
nier." 

Latouche  no  logró  nunca  extensa  fama,  y  sería 
por  cierto  extraña  cosa  que  mereciese  la  celebri- 
dad por  una  superchería.  Aun  cuando  nadie  nie- 
ga que  haya  limado,  corregido,  y  hasta  variado 
no  poco  en  la  colección  postuma  de  Chénier,  la 
realidad  de  las  aserciones  contradictorias  será  de 
difícil  depuración,  y  la  discusión  acerca  de  este 
punto  de  Historia  Literaria,  se  renovará  periódi- 
camente. Con  otros  muchos  sucede  lo  mismo,  y 
serán  enigmas  perpetuos. 

Las  Obras  completas  de  Andrés  Chénier  vie- 
ron la  luz  en  París,  1819;  edición  Beaudoin  her- 
manos. En  1826  se  publicaron  las  Obras  postumas^ 
en  París,  editor  Guillaume.  En  1833  se  publicaron 
las  Postumas  e  inéditas,  dos  volúmenes,  de  Char- 
pentier  y  Renduel.  En  1840,  editor  Gosselin,  se 
publicaron  sus  obras  en  prosa  y  su  proceso.  En 


144  ^.    PARDO    BAZAN 


1862  y  luego  en  1872,  vieron  la  luz  dos  ediciones 
de  la  critica,  de  Becq  de  Fouquiéres.  Aun  pudie- 
ra registrarse  otras  ediciones,  posteriores.  Y  para 
consultar  acerca  de  Andrés  Chénier,  vean  los 
Retratos  literarios  y  contemporáneos,  de  Sainte 
Beuve;  las  Cartas  griegas  de  Madama  Chénier, 
y  estudio  sobre  su  vida,  por  R.  de  Bonniéres,  Pa- 
rís, 1879;  O.  de  Vallée,  Andrés  Chénier  y  los  ja- 
cobinos, París,  1881 ;  Faguet,  El  siglo  XVIII  y 
Andrés  Chénier,  París,  sin  fecha ;  y  la  edición  de 
clásicos  populares,  Andrés  Chénier,  por  Pablo  Mo- 
rillot. 

Téngase  en  cuenta  que  la  mayor  parte  de  los 
escritos  de  Chénier  se  ha  perdido,  y  que  existen 
muchos  papeles  suyos  depositados  en  la  Biblioteca 
Nacional  de  París,  y  que  no  han  sido  comunicados 
todavía. 


El  culto  a  la  naturaleza.— Buffon.— Precursores  de  Rous- 
seau eu  el  mencionado  culto.— Bernardino  de  Saint  Plerre; 
su  biografía;  sus  viajes;  los  '«Estudios  de  la  naturaleza"; 
obra  que  constituye  un  monumento  contra  el  ateísmo; 
**Pablo  y  Virginia";  su  carácter,  su  influencia;  compara- 
ción con  "Dafnls  y  Cloe'*.— Esbozo  de  bibliografía. 


Parecerá  inesperado  que  a  la  cabeza  de  un  ca- 
pítulo que  trata  de  la  escuela  de  Rousseau  y  del 
romanticismo  lírico  nacido  a  su  sombra,  coloque 
a  un  hombre  de  ciencia,  nada  lírico ;  a  un^  grave 
personaje,  que  mereció  el  respecto  de  su  edad,  y 
no  la  agitó,  como  Rousseau,  ni  la  enterneció  e 
hizo  llorar,  como  Bernardino  de  Saint  Fierre.  Este 
hombre,  que  nació  al  principio  del  siglo  XVIII  y 
murió  en  1788,  cuando  faltaban  cinco  años  para  el 
Terror,  abarcó  a  su  época  en  los  momentos  en 
que  se  formaba  y  crecía  y  reventaba  su  ebulli- 
ción inmensa.  Dentro  de  la  efervescencia,  pareció 
llena  de  reposo  y  serenidad  la  tarea  de  tal  hombre, 
y  su  vida,  noblemente  consagrada  al  estudio,  se 
desenvolvió  fuera  y  aparte  de  las  luchas  políticas 
y  sociales.  Parecía  como  si  en  la  labor  del  conde 
de  Buffon  sobreviviese  algo  del  antiguo  régi- 
men, de  su  grandiosidad  ordenada,  clásica.  No 
obstante,  mucha  parte  del  movimiento  de  las  ideas 
nuevas  encarna  en  este  sabio,  y  el  culto  de  la  na- 
turaleza, nota  tan  característica  del  siglo  y  de  la 

10 


146  E.   PARDO   BAZÁN 


renovación  y  expansión  que  hierven  en  él,  pro- 
cede de  Buffon  en  gran  parte. 

Los  tres  ministros  del  culto,  de  la  naturaleza, 
son  Rousseau,  ahora  Buffon,  y  luego  Bernardino 
de  Saint  Fierre;  y  con  el  culto  de  la  naturaleza, 
traen  el  cosmopolitismo,  el  exotismo,  el  ensancha- 
miento de  la  vida,  al  derramar  por  regiones  desco- 
nocidas, al  ver  en  su  conjunto  el  planeta  en  que 
habitamos,  y  que  siendo  en  si  reducido  de  dimen- 
siones, contiene  tan  varios  aspectos  y  tan  extra- 
ñas diferencias  de  país  a  país  y  de  raza  a  raza.  En 
esta  variedad  y  diversidad  encuentra  el  espíritu 
el  germen  de  una  libertad  infinita.  No  hay  cosa 
más  emancipadora  que  recorrer  el  mundo.  En 
todas  sus  comarcas  y  partes,  existen  ideas  y  cos- 
tumbres esclavizadoras ;  pero  lo  son  para  los  que 
no  se  han  movido  de  un  país,  no  para  eí  que  lo 
visita,  abierta  la  curiosidad  y  deslumhrados  los 
ojos  por  lo  nuevo  de  las  perspectivas  que  se  les 
ofrecen. 

Y  de  los  tres  sumos  sacerdotes  del  triunvirato, 
Rousseau-Buf fon-Saint  Fierre,  el  primero,  Rous- 
seau, casi  no  ha  visto  más  r'no  que  el  de  su  patria : 
de  Suiza  a  París,  le  ha  visto  para  cultivar  el  sen- 
timiento del  paisaje;  el  segundo,  Buffon,  ya  ha 
viajado  algo  más,  no  mucho;  ha  recorrido  Ita- 
tia  y  Suiza,  luego  Inglaterra,  bajo  los  auspicios 
de  su  grande  amigo,  el  duque  de  Kingston;  y  el 
tercero,  o  sea  Saint  Fierre,  es  el  que  ha  corrido 
tierras  y  cruzado  océanos.  Más  tarde,  Chateau- 
briand nos  familiarizará  con  la  sabana  ameri- 
cana, los  inmensos  ríos  del  Nuevo  Continente. 

Pero  Buffon,  es  lo  cierto,   no  necesitó  tanto 


EL   LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I47 

aparato  ni  tanta  faena  para  ir  lejos;  para  erigir 
a  la  naturaleza  un  templo,  en  el  cual  todos  se  pos- 
trasen. Lo  hizo  como  suelen  hacer  sus  magnas 
obras  los  eruditos  que  llegan  a  conseguir  posicio- 
nes oficiales,  en  que  el  Gobierno  les  auxilia:  re- 
presentaos, por  ejemplo,  a  un  Menéndez  y  Pe- 
layo,  en  su  Biblioteca  Nacional,  con  un  ejército 
de  secretarios,  copistas,  rebuscadores  y  escudri- 
ñadores, que  le  preparan  la  labor.  Buffon  tuvo 
muchos  de  estos  colaboradores,  que  extractaban 
para  él  relatos  de  viajeros,  que  dibujaban  y  pin- 
taban los  animales,  y  hasta  jardineros  que  trans- 
portaban a  nuestra  zona  la  vegetación  de  otras ; 
y  en  el  llamado  Jardín  del  Rey,  hoy  de  Plantas, 
se  reunían  bastantes  sabios  especialistas,  a  sus 
órdenes.  Uno  de  ellos  era  el  célebre  Lamarck; 
otro  el  renombrado  Lacepéde. 

Hoy  no  se  considera  sólida  la  ciencia  de  Buf- 
fon, y  entre  los  hombres  de  laboratorio  y  gabi- 
nete, ha  llegado  a:  ser  su  obra,  en  el  sentido  cien- 
tífico, algo  como  una  antigualla  rococó,  estilo 
Luis:  .XVI,  bonita  y  curiosa.  Yo  aquí  le  consi- 
dero en  su  influencia  en  las  ideas  y  en  la  lite- 
r^i^ura, ,  La  ampUtud  de  su  estilo,  el  lirismo  que 
a.  veces  rebosan,  sus  descripciones,  van  hacia  la 
escuela  de  Rousseau  y  de  Saint  Pierre,  y  en  su 
Historia  natural  del  hombre  (nótese  el  sabor  mo- 
derno de  este  título),  hay  un  presentimiento  de 
cuanto  va  a  desarrollarse,  que  también  tendrá  un 
carácter  conjetural,  y,  por  tanto,  estará  fuera  de 
los  límites  de  la  ciencia,  hablando  estrictamente. 

Por  esta  condición  suya,  de  no  aceptar  ciega- 
mente lo  tradicional,  Buffon  puede  ser,  en  cierto 


148  e;.  pardo  bazán 


modo,  un  precursor  de  Darwin.  Desde  luego,  re- 
probó las  clasificaciones,  por  lo  que  tienen  de 
artificial,  sin  base  en  la  realidad;  y,  al  considerar 
la  diferencia  entre  las  especiales  del  Nuevo 
Mundo  y  las  del  Antiguo,  parece  que  ya  adivina 
una  porción  de  leyes  formuladas  por  Darwin,  y 
también  anunciadas  antes  por  Montesquieu,  en 
lo  referente  a  lo  que  llamaríamos  Historia  na- 
tural social.  A  su  manera,  Buf fon  sintió  la  natu- 
raleza tanto  como  pudo  sentirla  Rousseau ;  y  a  su 
manera,  también,  la  sintió  poéticamente,  aunque 
sin  efusión,  sin  la  emoción  contagiosa  del  gine- 
brino. 

Mas  no  por  eso  deja  de  ser  Pontifice  del  mag- 
nífico templo  donde  se  profesa  el  culto  de  la  uni- 
dad de  las  fuerzas  físicas,  que  a  pesar  del  des- 
crédito en  que  Buf  fon  ha  caído,  nadie  ha  expre- 
sado mejor  que  él,  al  escribir:  ''Podemos  descen- 
der por  grados  casi  insensibles,  desde  la  criatura 
más  perfecta  hasta  la  materia  más  informe,  del 
animal  mejor  organizado  al  mineral  más  bruto... 
Nada  está  vacío :  todo  se  toca,  todo  se  enlaza  en 
la  naturaleza;  lo  inherente  son  nuestros  métodos 
y  nuestros  sistemas,  cuando  le  señalan  límites  o 
secciones  que  no  se  conocen".  No  sé  qué  han  ade- 
lantado, en  esta  concepción  profunda  del  Uni- 
verso físico,  los  que,  como  Haeckel,  establecen 
la  escala  que  va  ''desde  la  mónada  amorfa  al 
hombre  locuaz",  y  observan  cómo  sale  gradual- 
mente, de  los  protoplasmas  primitivos,  la  intensa 
y  admirable  organización  de  los  seres. 

Desde  Rousseau  se  esparce  ese  "sentimiento  de 
la  naturaleza"  sobre  el  cual  escribió  Víctor  de 


EL  LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        I49 

Laprade  dos  volúmenes,  algo  difusos.  Con  ellos  en 
la  mano,  podemos  afirmar  que  el  tema  de  la  na- 
turaleza, en  el  arte,  es  muy  antiguo;  que  la  ar- 
quitectura ojival  procede  de  los  árboles  y  las 
plantas;  que  los  trovadores  provenzales  simpati- 
zaron con  el  universo  visible ;  que  en  San  Fran- 
ci  ;co  de  Asís,  trovador  a  lo  divino,  hay  efusio- 
n  s  inspiradas  por  la  naturaleza,  el  sol  y  el  agua ; 
.{ue  ya  Ronsard  retrató  fielmente  el  paisaje  fran- 
cés; que  Camoens  es  un  vibrante  paisajista;  que 
Cervantes  boceto  paisajes  de  exacta  realidad ;  que 
en  Fénelon,  como  paisajista,  hay  algo  que  anun- 
cia a  Rousseau.  No  fué  éste,  pues,  el  primero 
que  se  emocionó  ante  la  naturaleza  visible. 

Pero---nos  advierte  Laprade — al  llegar  al  si- 
glo XVII,  el  sentimiento  de  la  naturaleza  se  con- 
vierte en  un  arma  contra  el  cristianismo,  la  filo- 
sofía espiritualista  y  las  instituciones  sociales.  Y 
en  el  fondo  tendrá  razón  ;no  obstante,  creo  ver, 
en  el  sentimiento  de  la  naturaleza,  según  Rous- 
seau y  Bernardino  de  Saint  Fierre,  algo  más  que 
un  propósito  sectario. 

Hay  que  distinguir  en  ese  sentimiento  nuevo 
y  aparatoso.  El  paisaje  y  aun  su  expresión  lírica, 
son  una  cosa;  la  deificación  de  la  natnraleza,  es 
otra.  Rousseau  fué  el  primero  en  expresar  el  sen- 
timiento de  la  naturaleza ;  y  fué  el  segundo  o  ter- 
cero (recordemos  que  le  había  precedido  Rabe- 
lais)  en  formular  como  doctrina  la  segunda.  La 
consecuencia  necesaria  de  la  doctrina,  era  la  su- 
posición de  una  edad  de  oro,  análoga  a  la  tan 
bellamente  descrita  por  Cervantes ;  edad  anterior 
a  la  formación  de  la  sociedad  civilizada,  y  en  la 


150  E.   PARDO   BAZAN 

^ ..11    d'd    ,     

cual  reinaban  la  inocencia,  la  buena  fe,  todas  las 
virtudes.  Para  que  vuelvan  a  reinar,  bastara  con 
seguir  las  enseñanzas  y  mandamientos  de  esa 
natualeza  misma.  Como  decía  el  criollo  Parny: 

Et  Von  yi'est  point  coupahle  en  suivant  la  natnre. 

Bernardino  de  Saint  Fierre,  que  aventaja  a 
Rousseau  en  la  descripción  de  una  naturaleza  dife- 
rente de  la  occidental,  más  varia,  más  intensa  en 
sus  fuerzas  y  manifestaciones,  no  llega  el  ex- 
tremo de  Rousseau;  no  diviniza  lo  puramente 
natural ;  lo  que  hace  es  armonizarlo  con  la  Pro- 
videncia, y  explicar  por  la  bondad  de  Ta  natura- 
leza la  bondad  de  su  autor. 

Es  una  cosa  siempre  extraña,  aunque  frecuen- 
te, lo  que  contrasta  la  biografía  y  la  complexión 
moral  de  ciertos  escritores  con  el  carácter  de  sus 
obras.  Tal  contraste,  en  nadie  aparece  más  visible 
que  en  Saint  Pierre.  No  existiendo — dice  un  crí- 
tico— nada  más  sentimental  y  suntuoso  que  sus 
escritos,  donde  se  creyera  que  susurra  un  alma 
inocente,  y  afectando  siempre  un  tipo  de  cordia- 
lidad patriarcal,  visto  de  cerca  es  un  hombre  ma- 
lo, maniático  y  sin  escrúpulos,  y  hasta  algo  peor, 
como  veremos. 

Bernardino  de  Saint  Pierre  nació  en  el  Ha- 
vre, en  1737.  Habiendo  muerto  en  1814,  se  sigue 
que  alcanzó  la  respetable  edad  de  ochenta  y  siete 
años,  y  que,  durante  tan  larga  vida,  vio  cambiar 
a  su  alrededor  todo,  con  cambios,  no  graduales, 
sino  fulminantes,  análogos  a  los  huracanes  por  él 
tan  bien  descritos  en  su  Viaje  a  la  isla  de  Francia, 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I5I 

Cuando  volvió  de  sus  largos  viajes  aventureros, 
no  quedaba  en  pie  nada  de  lo  que  pudo  conocer 
en  su  juventud,  y  lo  mismo  en  la  literatura  que 
en  la  sociedad,  todo  se  había  transformado  como 
por  magia  escénica.  Le  estaba  reservado  presen- 
ciar el  desprestigio  de  la  Monarquía,  el  desastre  át 
la  Enciclopedia,  la  apoteosis  de  Voltaire,  el  Tt-" 
rror,  durante  el  cual  se  escondió,  trató  de  eclip- 
sarse, y  nadie  le  censurará  por  ello ;  la  Revolu- 
ción, el  Directorio,  el  Imperio,  que  le  halagó  por 
boca  de  Napoleón.  Hasta  pudo  ver,  con  Qiateau- 
briand,  el  renacimiento  religioso,  cómo  resur- 
gían de  sus  ruinas  los  templos  derribados,  y  cómo 
se  restablecía  solemnemente  el  culto. 

Para  excusar  la  irritabilidad  y  la  actitud  de  Saint 
Fierre,  hay  que  recordar  su  larga  lucha.  En  la 
casi  bancarrota  de  fines  del  reinado  de  Luis  XV, 
se  ve  imposibilitado  de  utilizar  su  carrera  de  in- 
geniero de  caminos,  para  ganarse  el  sustento.  Ma- 
los procederes  e  intrigas  le  cierran  toda  salida; 
y,  descorazonado,  acusado  de  locura,  se  expatría, 
sale  a  buscar  fortuna  por  Europa.  Cuando  llega 
a  Rusia,  su  biógrafo,  que  era  su  muy  allegado 
Aimé  Martín,  nos  dice  que  pudo  suplantar  a  Po- 
temkine,  ser  el  favorito  de  la  Emperatriz ;  no  te-'' 
nemos  ningún  motivo  para  negarlo.  El  caso  es 
que  no  suplantó  a  nadie.  Lo  que  estuvo  a  pique 
de  conseguir  fué  la  realización  de  la  utopía  que 
perseguía:  refugiarse  en  una  isla  desierta— las 
islas  desiertas  estaban  muy  de  moda  entonces — y 
reunir  allí  a  los  desgraciados  y  oprimidos,  fun- 
dando una  nueva  Salento  donde  reinasen  la  paz, 
la  virtud  y  la  dicha.  Esto  y  sus  propósitos  de 


152  E.  PARDO  BAZÁN 


combatir  por  la  independencia  de  Polonia,  indi- 
can un  corazón  de  filántropo.  He  aquí  que  una 
joven  princesa  se  enamora  de  aquel  caballero  an- 
dante de  la  filantropía,  pero  la  novela  no  acaba  en 
boda,  como  Saint  Fierre  hubiese  deseado.  Obli- 
gado a  alejarse,  le  proponen  que  realice  en  Ma- 
dagascar  el  plan  de  Salento.  Se  embarca,  y  en  la 
travesía  averigua  que  el  navio  va  a  Madasgacar, 
no  a  fundar  una  Arcadia,  sino  a  hacer  el  comer- 
cío  de  ébano,  la  trata  de  negros.  Saint  Fierre, 
horrorizado,  se  queda  en  la  Isla  de  Francia.  Tam- 
bién allí  vio  establecida  la  esclavitud.  En  la  Isla, 
que  describe  con  pinceladas  encantadoras  al  situar 
allí  la  acción  de  Pablo  y  Virginia,  se  había,  dice 
Sainte  Beuve,  aburrido  de  muerte.  El  caso  no  es 
nuevo.  El  recuerdo  poetiza  y  perfuma  de  emoción 
los  lugares,  no  sólo  donde  nos  hemos  aburrido, 
sino  hasta  aquellos  en  que  hemos  sido  desgra- 
ciados. 

No  se  había  dicho  entonces  que  un  paisaje 
fuese  "un  estado  de  alma" ;  pero  es  sabido  que 
nuestra  alma  es  la  que  presta  color  y  luz  a  los  ob- 
jetos ex<-.eriores.  Barnardino  de  Saint  Fierre  no 
podía  encontrar  muy  lindos  los  paisajes  de  la  Isla 
de  Francia,  en  primer  lugar,  porque  parece  que  no 
lo  eran,  y  en  segundo,  porque  su  alma  empezaba 
a  ulcerarse  ya,  con  tantas  decepciones  y  desen- 
gaños. La  diferencia  entre  la  realidad  y  la  idea- 
lización, se  ve  en  el  Viaje  a  la  Isla  de  Francia, 
compara  lo  con  Pablo  y  Virginia. 

Vuelto  a  su  patria  Bernardino  de  Saint  Fie- 
rre y  creyendo  encontrar  en  ella  el  camino  que 
tantos  viajes  no  le  pudieron  abrir,  halló,  al  con- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         1 53 

trario,  frialdad  y  repulsa,  en  los  círculos  inte- 
lectuales y  literarios,  en  los  grandes  señores  y 
los  enciclopedistas.  Una  anécdota  recogida  en  la 
Isla  de  Francia,  le  había  inspirado  Pablo  y  Vir- 
ginia; y  habiendo  querido  leer  el  manuscrito  en 
el  salón  de  madama  Necker,  con  el  temblor  del 
que  llama  a  las  puertas  del  porvenir,  empezó  a 
bostezar  todo  el  mundo,  y  Buffon  gritó  a  su 
lacavo,  que  aguardaba  en  la  antesala:  "¡El  co^ 
cheí". 

Se  me  dirá  que  no  es  mucho  si  estas  cosas  en- 
gendran hipocondría.  Enfermó  Saint  Fierre  de 
uno  de  esos  males  entre  morales  y  físicos,  que 
acusan  lesiones  profundas  de  la  sensibilidad. 
Cuando  recobró  un  poco  de  calma,  terminó  los 
Estudios  de  la  naturaleza,  y  los  publicó,  en  1784. 
El  manuscrito  de  Pablo  y  Virginia  dormía  en  al- 
gún cajón.  Pero  los  Estudios,  de  la  noche  a  la 
mañana,  le  hicieron  célebre  y  glorioso. 

Los  Estudios  son  una  obra  que  sólo  en  aquel 
momento  especial,  en  el  período  de  pastoral  opti- 
mismo que  precedió  a  la  Revolución  ya  desen- 
cadenada, pudieron  encontrar  tal  ambiente.  Hay 
en  ellos  una  apología  de  la  Providencia,  defen- 
dida con  argumentos  de  mayor  o  menor  solidez 
científica,  y  un  himno  a  la  naturaleza,  con  efu- 
siones que  no  igualará  Michelet  al  escribir  El 
insecto  o  El  Mar,  y  con  cuadros  tan  lindos  como 
la  descripción  del  fresal  y  de  las  moscas  y  bi- 
che jos  que  lo  animan  y  lo  enjoyan,  por  decirlo 
así;  La  idea  de  la  obra  es  demostrar  la  armonía 
bella  y  profunda,  aquello  que  Goethe  llamó  "una 
secreta  ley,  un  santo  enigma",  entre  las  formas 


154  H-   PARDO  BAZÁN 


y  manifestaciones  de  la  naturaleza  visible,  y  la 
soberana  intención  que  las  rige  y  guía.  Cuando 
se  acercaba  el  triunfo  de  la  Enciclopedia,  y  el 
ateísmo  era  una  moda  y  Rasta  un  goce  (Chénier 
se  profesaba  "ateo  con  delicia^')  la  obra  de  Saint 
Fierre  es,  al  modo  que  puede  serlo  en  tales  cir- 
cunstancias, un  monumento  (en  parte  de  estuco, 
no  hay  por  qué  negarlo)  al  espiritualismo  y  a  la 
creencia  en  Dios.  A  lo  cual,  en  gran  parte,  se 
debió  su  gran  éxito,  y  a  la  preparación  y  leva- 
dura que  Rousseau  había  dejado.  La  afirmación 
de  que  la  naturaleza  revelaba  la  bondad  divina  y 
convidaba  a  la  bondad  humana,  estaba  perfec- 
tamente dentro  de  gran  parte  del  criterio  del  si- 
glo XVIII.  Era  de  moda  extasiarse  ante  la  natu- 
raleza ;  la  misma  reina  María  Antonieta  vivía  en 
égloga,  en  actitud  pastoril,  ordeñando  sus  vacas, 
paseando  en  barquilla  por  los  estanques  de  Fran- 
cia, y  poniendo  modas  como  la  de  los  vestidos 
"de  indiana'',  frescos  y  sencillos,  naturales  a  su 
modo. 

A  veces,  un  detalle  insignificante  dice  más  res- 
pecto al  temple  de  los  espíritus,  que  una  larga 
disertación.  Cual  sería  la  disposición  del  público, 
respecto  al  culto  de  la  naturaleza  y  a  la  sensibi- 
lidad, que  habiendo  Bernardino  de  Saint  Fierre 
empezado  un  discurso  con  estas  sencillas  pala- 
bras: "Soy  un  padre  de  familia  y  vivo  en  el  cam- 
po", no  fué  necesario  más  para  que  se  viese  Ire- 
néticamente  ovacionado  y  aplaudido. 

Por  los  Estudios  de  la  naturaleza,  se  anticipó 
Bernardina  de  Saint  Fierre  a  Chateaubriand,  en 
lo  que  se  ha  llamado  /'renacimiento  religioso" 


EL    LIRISMO    EX    LA    POESÍA    FRANCESA         1 55 

Acaso  fuera  esa  la  causa  de  su  mal  humor  con- 
tra el  autor  de  El  genio  del  crisÍianis7no .  En 
Chateaubriand,  el  renacimiento  religioso  se  funda 
en  lo  tradicional ;  es  católico,  para  decirlo  de  una 
vez;  en  Benardino  de  Saint  Fierre  se  apoya  en 
una  filosofía  superficialmente  deísta  y  en  el  sis- 
tema de  las  causas  finales,  pero  ambos  van  co];i^r 
tra  las  negaciones  del  siglo  XVIII,  ambos  se  con-^ 
traponen  a  la  obra  de  los  enciclopedistas. 

Y  no  fué  solamente  esta  la  novedad  que  trajo 
Bemardino  de  Saint  Fierre,  sino  que,  con  los 
Estudios  de  la  naturaleza  y  con  Pablo  y  Virgi- 
nia, entra  en  la  literatura  el  exotismo,  la  poesía 
de  las  comarcas  lejanas,  de  los  largos  viajes.  En 
tal  sentido,  Saint  Fierre  es  el  precursor,  no  sólo 
de  Chateaubriand,  sino  de  Humboldt...,  y  tam- 
bién de  Fierre  Lx>ti. 

De  Pablo  y  Virginia  puede  decirse,  sin  más 
restricciones  que  las  que  se  derivan  de  la  fecha  en 
que  apareció  y  del  gusto  reinante,  no  siempre  de- 
fendible, que  es  una  obra  maestra,  y  ponerla  en 
parangón  con  los  idilios  más  bellos  que  conoce  la 
humanidad,  señaladamente  el  de  Dafnis  y  Che. 
Habiendo  en  su  época  hecho  correr  arroyos  de 
llanto  y  producido  escalofríos  de  entusiasmo,  hoy 
Pablo  y  Virginia  no  consigue  ni  lo  uno  ni  lo  otro. 
Las  estrellas  están  en  distinta  posición.  Fero  no 
podemos  menos  de  rendirle  el  homenaje  debido, 
desinteresado  ya,  porque,  ¡cuan  lejos  estamos  de 
la  sensibilidad,  de  lo  patético,  del  candor,  y  otras 
zarandajas !  Un  siglo  entero,  el  XIX,  nos  ha  cur- 
tido y  educado  en  su  dura  escuela,  crítica,  en 
su  derroche  de  experiencia  literaria;  pero  acaso 


156  E.  PARDO  BAZÁN 


por  lo  mismo,  por  la  imposibilidad,  que  confesa- 
mos, de  que  hoy  se  escribiese  algo  como  Pablo  y 
Virginia,  hemos  de  ver  claramente  la  belleza  y 
la  inspirala  felicidad  de  tan  linda  fábula. 

Comparadla  con  La  nueva  Heloisa.  La  afecta- 
ción, la  hinchazón,  la  sensualidad  de  la  novela  de 
Rousseau  hacen  resaltar  la  naturalidad  del  idilio 
de  Saint  Fierre.  Lo  bastante  breve  para  que  no 
se  fatigue  y  agote  la  emoción;  lo  bastante  tier- 
no para  que  la  pasión  aparezca  depurada,  infantil, 
misteriosa  como  las  fuerzas  naturales  que  la  de- 
terminan, Pablo  y  Virginia  manifiesta,  en  su  sen- 
cillez, todo  el  encanto  de  la  obra  de  arte  espon- 
tánea y  definitiva  en  su  categoría;  concebida  de 
una  vez,  y  sin  esfuerzo  realizada.  Acaso  no  ha- 
brá libro  de  imaginación  en  que  el  paisaje  y  las 
figuras  estén  tan  íntimamente  ligadas,  sean  tan 
inseparables.  El  lirismo  del  corazón  se  refleja  en 
el  marco  y  fondo,  tan  adecuado,  de  la  ficción  en- 
cantadora. Los  grupos  de  los  niños  son  maravillas 
de  gracia  y  de  ternura. 

Los  Estudios  de  la  naturaleza,  libro  extenso, 
que  costó  no  poco  trabajo  y  tiempo  a  su  autor,  a 
pesar  de  lo  deficiente  del  elemento  científico  que 
en  ellos,  por  su  mal  introdujo,  no  pueden  com- 
pararse a  Pablo  y  Virginia,  librito  corto,  hecho, 
al  parecer,  como  una  estrofa  lírica  que  sale  de 
una  vez;  la  joya  que  se  recoge  al  paso,  y  que 
enriquece. 

Al  registrar  el  resonante  éxito  de  Pablo  y  Vir- 
ginia, y  aun  de  los  Estudios,  Villemain  lo  ex- 
plica, en  una  literatura  decadente  y  en  una  lengua 
fatigada  de  producir  obras  maestras,  porque  los 


El.   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         I57 

escritos  de  Saint  Fierre  encerraban  lo  que  faltaba 
al  siglo  XVIII;  la  poesía,  y  una  poesía  nueva. 
Bernardino  de  Saint  Fierre  era  poeta,  en  prosa, 
en  un  siglo  en  que  no  hubo  poesía.  Si  Saint  Fie- 
rre hubiese  sido  más  sabio  especial  de  lo  que  era ; 
si  no  hubiese  conservado  la  flor  de  fantasía  que 
frecuentemente  es  resultado  de  la  semiignorancia, 
tal  vez  no  hubiese  escrito  Pablo  y  Virginia.  Y 
tampoco  la  escribiría  si  no  hubiese  emprendido 
tantos  viajes  por  comarcas  tan  diversas,  y  si  no 
se  hubiese  interesado  tanto,  desde  niño,  por  las 
cosas  naturales,  plantas  y  pájaros,  insectos  y  me- 
teoros. Hay  que  oír  la  voz  del  mar,  atentamente, 
hay  que  penetrar  en  la  selva  virgen  y  no  profa- 
narla, para  concebir  ese  poemita  inmortal. 

Ninguna  pretensión  de  innovador  tuvo  Saint 
Fierre:  ningún  programa  literario.  Villemain  di- 
ce, a  este  propósito,  que  al  innovar  da  en  el  arcaís- 
mo, y  va  hacia  Montaigne  y  Amyot,  hacia  la  lite- 
ratura entre  pedantesca  e  ingenua  del  siglo  XVI. 
Su  lenguaje  es  menos  perfecto,  menos  ligado  que 
\  lengua  clásica,  pero  es  "libre,  abundante  en 
imágenes  y  en  expresiones  felices,  refrescadas 
^^OT  el  desuso". 

Al  comparar  el  idilio  de  Saint  Fierre  con 
Dafnis  y  Cloe,  la  crítica  ha  visto  un  mérito  y  una 
superioridad  en  el  sentimiento  de  pudor,  en  la 
pureza  de  la  obra  de  Saint  Fierre,  en  el  casto 
amor,  por  Chateaubriand  calificado  de  evangé- 
lico, de  los  dos  adolescentes  Fablo  y  Virginia.  For 
aquí  se  le  considera  a  su  creador  superior  a  Longo 
y  a  Teócrito.  Ahora  bien;  es  una  manía  critica 
esa  de  buscar  siempre  las  superioridades.  Las  co- 


158  E.   PARDO   BAZÁN 


sas  son  buenas  en  sí,  y  no  respecto  a  otras.  En 
tiempos  de  Longo,  no  se  pintaba  como  bajo  el 
reinado  de  Luis  XVI.  Las  obras  literarias  no  son 
abstracto,  que  quepa  considerar  en  el  vacío,  fuera 
de  cuanto  ha  contribuido  a  que  nazcan.  En  este 
sentido  se  les  aumenta  valor  si  son,  como  Pablo  y 
Virginia,  profundamente  representativas  de  un 
momento  que  no  puede  confundirse  con  otro.  Lo 
griego  tiene  una  ventaja  de  puro  antiguo,  clásico 
y  natural,  parece  moderno,  y  Dafnis  y  Che  pu- 
dieran producirnos  un  efecto  más  contemporá- 
neo que  Pablo  y  Virginia  y  que  Átala. 

En  cuanto  a  la  Cabana  indiana,  de  Saint  Fie- 
rre, prefiero  a  sus  declamaciones  los  cuentos  orien- 
tales  de   Vol taire,  Zadig,  por  ejemplo. 

Pablo  y  Virginia  es  la  ficción  que  señala  un  pe- 
ríodo literario  henchido  de  promesas  y  de  gér- 
menes pronto  a  fructificar  en  el  romanticismo. 
Así  como  un  día  hasta  los  barberillos  cantarán  el 
Triste  Chactas,  las.  familias  ponen  a  sus  hijos, 
antQ5,  de  da  Revolución,  los  nombres  de  Pablo  y 
Tirginia.  Es  un  delirio  de  sentimentalismo;  y  en 
ello  se  ve  hasta  qué  punto  concuerda  la  obra,  y 
el  momento  en  que  aparece.  Muy  olvidado  está 
hoy,  y  hasta  puede  decirse  que  una  capa  de  suave 
ridiculez  ha  caído  sobre  la  historia  de  Pablo  y 
Virginia;  pero,  ¿acaso  se  lee  más  La  nueva  He- 
loisa f  ;  Acaso  el  ardoroso  episodio  de  Veleda, 
acaso  los  amoríos  y  la  muerte  de  Átala  no  duer- 
men en  la  misma  tumba  en  que  excepto  conta- 
das obras  señaladísimas  del  humano  ingenio,  pa- 
ran todos  loS;  libros  que  un  día  agitaron  el  espí- 
ritu y  concretaron  el  ensueño  de  una  generación? 


Zh   LIRISMO    EN    LA    poesía   FRANCESA         1 59 

Cada  libro  eficaz  produce  un  movimiento,  hace 
pensar  o  sentir,  o  las  dos  cosas  a  la  vez,  y,  cau- 
sado lo  que  causar  debía,  va  primero  a  la  penum- 
bra, luego  a  la  sombra.  Su  efecto  continúa,  mani- 
festado en  otros  libros,  en  la  impulsión  general 
de  una  época.  La  primer  prolongación  visible  de 
la  escuela  de  Saint  Fierre  son  Chateaubriand  y 
Lamartine. 

La  mejor  edición  que  conozco,  pues  no  las  co- 
nozco todas,  de  la  Historia  natural,  de  Buffon, 
me  parece  la  de  28  volúmenes,  empezada  a  publi- 
car por  Pancouckt. 

Sobre  los  trabajos  generales  de  Buffon,  se  ha 
escrito  mucho,  no  sólo  en  los  mismos  tiempos  de 
Buffon,  sino  en  todo  el  siglo  XIX ;  y  ciñéndome 
tan  sólo  al  aspecto  desde  el  cual  le  considero  aquí, 
y  que  no  es  el  puramente  científico,  podrán  con- 
sultarse El  elogio  de  Buffon,  por  Michaut,  El  es- 
tudio, de  Montégut,  en  la  Revista  de  Ambos  Mun- 
dos, del  15  de  Marzo  de  1878,  otro  de  Brunetié- 
re,  en  Nuevas  Cuestiones  de  critica,  1890,  y  el  li- 
bro de  Faguet,  El  siglo  XVIII,  de  1890. 

Las  Obras  completas  de  Bernardino  de  Saint 
Fierre,  fian  sido  recogidas  y  precedidas  de  una 
Biografía,  por  Luis  Aimé  Martín,  París,  1818. 
El  mismo  Aimé  Martín  publicó  en  1826  la  Corres- 
pondencia de  Bernardino  de  Saint  Fierre. 

Acerca  de  él  se  puede  leer  con  provecho  La  vida 
privada  de  Bernardino  de  Saint  Fierre,  por 
Meaunse,  1856;  Bernardino  de  Saint  Fierre,  por 
Arvéde  Barine,  1891,  París;  Estudios  sobre  la 
vida  y  las  obras  de  Bernardino  de  Saint  Fierre, 
por  Fernando  Maury,  París,  1892. 


l60  K.   PARDO  BAZÁN 


Y,  en  general,  todos  los  historiadores  literarios 
de  su  periodo,  y  hasta  los  Diccionarios  Enciclo- 
pédicos, que  si  no  son  documentos  eruditos,  tie- 
nen la  ventaja  de  indicar  fuente's  en  qué  beber,  y 
son  útiles  como  memorándum  al  que  sabe  un 
poco  más  que  ellos,  en  alguna  materia. 


XI 


El  sentimiento  religioso  en  Rousseau  y  en  la  Francia  de 
la  Revolución.— Chateaubriand;  su  biografía;  ¿es  un  cató- 
lico y  un  romántico?  Sus  obras;  examen  del  "Genio  del 
cristianismo";  su  influencia  literaria  y  social.— JLa  exalta- 
ción del  "yo"  o  autocentrismo  es  idea  esencialmente  ca- 
tólica. 


Antes  de  recoger  en  la  personalidad  del  viz- 
conde de  Chateaubriand  los  grandes  factores  ro- 
mánticos, el  sentimiento  religioso  y  la  melancclía 
v^rgullosa  del  individualismo,  tengo  que  añadir  al- 
go a  lo  ya  dicho  acerca  de  Rousseau,  porque  Cha- 
teaubriand fué  su  discípulo,  y  procede  de  él  y  en 
parte  de  Bernardino  de  Saint  Fierre,  más  que 
nadie  entre  los  grandes  escritores  iniciadores  del 
periodo  romántico:  más  que  el  propio  Lamar- 
tine. 

¿Cómo  puede  un  escritor  legitimista  y  cató- 
lico beber  el  sentimiento  religioso  en  otro  que  pa- 
rece representar  a  la  Revolución,  a  los  sucesos  que 
por  bastante  tiempo  fueron  causa  de  que  se  ce- 
rrasen los  templos  y  se  dijese  la  misa  poco  menos 
que  en  las  catacumbas?  Esta  pregunta  está  con- 
testada con  la  lectura  de  Rousseau,  con  la  más 
ligera  apreciación  de  su  papel  en  la  evolución  espi- 
ritual de  Francia  y  aun  del  mundo,  pues  las  ideas 
de  Rousseau  cundieron,  como  sabemos,  por  todas 
partes.  Y  Rousseau,  más  revolucionario  o  más 


102  K.   PARDO  BAZÁN 


sembrador  de  agitación  que  otros  enciclopedistas, 
io  fué  de  otro  modo  bien  distinto.  Lejos  de  po- 
der incluirle  en  el  número  de  los  ateos  y  de  los 
materialistas,  hay  que  ver  en  él  a  un  deista  senti- 
mental. 

Habiéndose  contradicho  frecuentemente  en  ma- 
terias políticas,  y  dando  lugar  tan  pronto  al  con- 
cepto de  que  procede  de  él  el  socialismo  revolu- 
cionario, y  tan  pronto  al  de  haber  proclamado  la 
anárquica  procedencia  del  yo,  con  sus  consecuen- 
cias todas,  Rousseau  no  desmintió  nunca  su  deís- 
mo, ni  la  sangre  calvinista  que  corría  por  su  ve- 
nas. Un  espiritualismo  ardiente  le  inspiró  la  Pro- 
festón  de  fe  del  vicario  saboyano;  y,  en  las  Con- 
fesiones, se  explana  la  misma  tendencia. 

La  afirmación  religiosa,  en  Rousseau,  tomó  for- 
ma sentimental,  como  la  negación  de  Voltaire  la 
tomó  racionalista.  Desde  Rousseau,  el  sentimen- 
talismo religioso  está  creado.  Para  ello,  no  ha  me- 
nester Rousseau  ser  católico :  cabe,  y  la  historia  lo 
demuestra  sobradamente,  el  sentimentalismo  reli- 
gioso más  exaltado,  unido  a  lo  que  en  la  Edad 
Media  se  llamó  herejía.  Sólo  tenemos  que  tomar 
en  cuenta,  en  el  caso  de  Rousseau,  y  para  expli- 
carnos cómo  los  gérmenes  y  brotes  de  tal  senti- 
miento que  de  él  proceden  y  que  encontramos  con- 
tenidos en  la  sensibilidad  de  Bernardino  de  Saint 
Fierre,  no  tenemos  dirección  católica  hasta  Cha- 
teaubriand, debido  a  las  circunstancias  históricas. 

La  Revolución,  aunque  muchos  de  sus  princi- 
pales factores  estuviesen  empapados  de  la  con- 
cepción religioso-emocional  de  Rousseau,  trató 
de  destruir  el  catolicismo,  que  era  la  religión  de 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         163 

Francia,  por  razones  hasta  dependientes  de  la  psi- 
cología nacional. 

Con  odiosa  tiranía  violentaron  la  conciencia  de 
los  sacerdotes,  obligándoles  a  prestar  juramento 
de  fidelidad  al  nuevo  régimen ;  y  este  acto  llevó  a 
la  apostasía  a  mucha  parte  del  clero  de  Francia. 
Pero  la  mayoría  no  quiso  someterse  a  tal  imposi- 
ción, y  no  fué  sólo  la  convicción  monárquica ;  fué 
la  fe  lo  que  se  alzó  contra  las  conquistas  revolu- 
cionarias. Creado  el  sistema  de  violencia  y  de 
represión  feroz  que  se  llamó  el  Terror,  la  per- 
secución religiosa  arreció,  y  la  fe  tuvo  que  ser  un 
secreto  entre  los  padres  y  los  hijos,  porque,  en 
público,  no  se  podía  profesar,  y  los  templos,  o 
eran  demolidos,  o  estaban  cerrados,  o  dedicados 
a  usos  innobles.  Las  luchas  civiles  de  la  Vendea 
y  Bretaña  ahondaron  el  abismo,  pues  tales  alza- 
mientos de  aldeanos  eran  como  nuestra  guerra 
civil  en  Navarra,  las  Vascongadas  y  Cataluña,  una 
lucha  religiosa.  Y,  cuando  la  Revolución,  hubo 
sentido  el  freno  de  la  dictadura,  el  freno  del  ti- 
rano providencial,  como  dijera  Núñez  de  Arce, 
uno  de  los  motivos  por  los  cuales  Napoleón  no 
pareció  tirano,  fué  porque  devolvió  la  libertad  a 
la  conciencia  religiosa. 

El  hombre  que  dio  su  fórmula  a  este  momento 
memorable,  fué  Chateaubriand,  al  publicar  El 
genio  del  cristianismo. 

Es,  pues,  un  discípulo  de  Juan  Jacobo  el  que 
trae  al  romanticismo  el  elemento  que  inaugura  el 
período  romántico.  Pero  no  procede,  como  Ger- 
mana Necker,  baronesa  de  Staél,  del  campo  libe- 
ral. Es  un  caballero  bretón,  de  familia  más  rica 


104  E.   PARDO  BAZÁN 


Cii  blasones  que  en  hacienda,  y,  por  supuesto,  le- 
gitimista  y  católica.  Su  niñez  ensoñadora  había 
corrido  a  orillas  de  un  mar  donde  arrulla  la  triste 
sirena  del  Norte,  o  bajo  los  centenarios  árboles 
del  castillo  de  Comburgo,  residencia  llena  de  nos- 
talgia, al  borde   de  un  lago. 

Las  lecturas  tempranas  y  asiduas  de  Juan  Ja- 
cobo  le  calaron  hasta  los  huesos,  y  por  mucho  que 
después  renegase  de  tal  influencia,  nunca  pudo 
desecharla.  Quizá  por  eso  su  catolicismo  estuvo 
siempre  un  poco  agusanado,  y  sin  quizá,  por  lo 
mismo  veremos  cómo  es  híbrida  su  acción,  y  el 
restaurador  de  la  religión  es  el  innovador  de  la 
enfermedad  moral  del  lirismo  ególatra.  Por  eso 
Pablo  Bourget  al  plantear — en  una  de  sus  últi- 
mas novelas,  El  demonio  del  Mediodía — ,  el  pro- 
blema de  si  Chateaubriand  ejerció  una  influencia 
conveniente  y  sana,  casi  se  inclinó  a  afirmar  lo 
contrario. 

Cuando  el  vizconde  de  Chateaubriand  embarcó 
para  América,  en  1791,  contando  veintitrés  años 
de  edad,  llevaba,  ya  que  no  las  ilusiones  satur- 
nianas  de  Bernardino  de  Saint  Pierre,  por  lo  me- 
nos una  viva  esperanza  de  inventar  tierras,  de 
desflorar  regiones  vírgenes,  y  de  saludar,  a  fuer 
de  entusiasta  admirador  de  Pablo  y  Virginia,  co- 
marcas intactas  aún,  que  brindan  a  la  pluma  co- 
lores y  paisajes  desconocidos.  Inverosímil  parece 
que  Chateaubriand  sólo  pasase  en  Nuevo  Con- 
tinente, que  tanto  lugar  ocupa  en  sus  obras,  ocho 
meses  a  lo  sumo.  Una  noche,  a  la  luz  de  la  ho- 
guera del  campamento,  leyó  un  pedazo  de  perió- 
dico que  refería  el  cautiverio  de  la  familia  real  y 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         165 

los  progresos  de  la  revolución,  y,  sin  vacilar,  el 
hidalgo  regresó  a  Francia  y  se  presentó  en  el  cuar- 
tel general  de  los  príncipes.  Llevaba  en  la  mo- 
chila el  manuscrito  de  Átala.  Enfermo,  extenua- 
do, poco  faltó  para  que  sucumbiese  en  una  mar- 
cha forzada;  y  Sainte  Beuve,  que  no  es  blando, 
pero  es  justo  con  Chateaubriand,  se  pregunta,  al 
relatar  este  episodio,  ¡  cómo  sería  el  siglo  XIX,  a 
faltar  tal  eslabón  de  la  cadena,  a  perecer  hombre 
tal  antes  de  que  le  conociese  el  mundo! 

Mal  restablecido  pasó  Chateaubriand  a  Lon- 
dres, donde  escribió  un  libro,  el  Ensayo  sobre  las 
revoluciones,  que  era  la  escoria  depositada  en  su 
mente  por  el  siglo  XVIII,  y  que  necesitaba  echar 
fuera ;  uno  de  esos  libros  externos  a  su  autor,  que 
sólo  revelan  la  presión  de  un  ambiente.  La  muerte 
de  su  madre,  la  de  una  hermana,  le  hirieron  en 
el  corazón;  lloró  y  creyó,  son  sus  mismas  pala- 
bras. Alguien  ha  negado  la  sinceridad  de  esta  con- 
versión nacida  del  sentimiento.  Tratándose  de  un 
escritor  tan  grande  y  excepcional,  creo  que  lo  in- 
teresante es  ver  si  la  obra  responde  a  esa  nueva 
forma  de  sentir.  Lo  demás,  sería  perderse  en  inda- 
gaciones contradictorias.  Chateaubriand  afirmó 
reiteradamente  y  con  toda  seriedad  sus  creencias. 

**No  soy — exdama — un  incrédulo  con  capa  de 
cristiano;  no  defiendo  la  religión  como  un  freno 
útid  al  pueblo.  Si  no  fuese  cristiano,  no  me  to- 
maría el  trabajo  de  aparentarlo:  toda  traba  me 
pesa,  todo  antifaz  me  ahoga ;  a  la  segunda  frase, 
mi  carácter  asomaría,  y  me  vendería.  Vale  poco 
la  vida  para  que  la  rebocemos  en  una  farsa.  Y  ya 
que  por  afirmar  que  soy  cristiano  hay  quien  me 


l66  E.   PARDO  BAZÁN 


trata  de  hereje  y  de  filósofo,  declaro  que  viviré 
y  moriré  católico,  apostólico,  romano.  Me  parece 
que  esto  es  claro  y  positivo.  ¿Me  creerán  ahora 
los  traficantes  en  religión?  No;  me  juzgarán  por 
su  propia  conciencia."  Por  lo  menos,  le  creyeron 
críticos  que  no  se  pasan  de  candorosos,  y  la  cari- 
dad nos  mandaría  que  le  creyésemos  también,  si  el 
juicio  no  bastase  para  enseñarnos  que,  a  pesar  de 
ciertas  aleaciones  sospechosas,  la  obra  literaria  de 
Chateaubriand  cristiana,  es,  en  conjunto;  no  pa- 
gana ni  racionalista.  Cristiana,  como  pudo  serlo 
en  la  hora  que  Dios  señaló  a  su  aparición,  provi- 
dencial en  cierto  modo;  y  tan  cristiana,  que  sólo 
por  el  cristianismo  llegó  al  romanticismo,  siendo 
así  que  en  estética  Chateaubriand  no  soltó  nunca 
los  andadores  clásicos,  ni  vivió  un  minuto  en  la 
Edad  media,  cuya  belleza  no  comprendía. 

Y  no  es  tal  incomprensión  el  detalle  menos 
curioso  de  la  figura  literaria  de  Chateaubriand. 
La  mayor  parte  de  los  aspectos  del  romanticismo 
que  iba  a  estallar  en  Europa,  y  que  en  Alemania 
e  Inglaterra  había  estallado  ya,  no  influyen  en  la 
concepción  peculiar  del  autor  del  Genio  del  cris- 
tianismo. Que  existe  en  él  la  más  profunda  raíz 
romántica,  el  individualismo  lírico,  no  tardare- 
mos en  comprobarlo ;  y  que  en  p>ocos  escritores  se 
manifiesta  con  tal  triste  energía,  tampoco  será  du- 
doso. Así  y  todo,  Chateaubriand  no  es  un  román- 
tico de  escuela ;  ningún  canon  literario  proclama : 
tal  papel  está  reservado  a  Víctor  Hugo.  No  cre- 
yó el  emigrado  legitimista  hacer  revolución  algu- 
na en  las  letras.  Y  se  hallan  en  su  obra  más  famosa 
de  tal  suerte  entremezclados  los  restos  del  clasi- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         1 67 

cismo  y  los  brotes  originales  y  nuevos  del  senti- 
miento romántico,  que  parecen  en  él  abrazarse 
las  todavía  recientes  y  gloriosas  tradiciones  lite- 
rarias de  su  patria,  a  las  ideas  estéticas  venidas 
de  fuera,  de  Alemania  y  de  Inglaterra,  y  hasta  de 
Italia,  y  que  él  no.  definía,  aun  sufriendo  su  influ- 
jo. Lo  que  sí  puede  asegurarse  es  que,  cuando 
entró  verdaderamente  en  escena,  había  renegado 
de  la  Enciclopedia  para  siempre,  y  desdeñado, 
con  caballeresca  altanería,  su  programa.  Era  cató- 
lico, y  su  catolicismo  se  afirmaba  en  las  letras. 

De  vuelta  a  Francia  Chateaubriand,  preparó  la 
publicación  del  Genio  del  cristianismo,  y  antes  la 
del  episodio  de  Átala,  que  cuantos  escriben  acerca 
de  Chateaubriand  comparan  a  la  paloma  del  Arca 
portadora  del  ramo  de  oliva,  así  como  el  Genio  re- 
presenta el  arco  iris,  señal  de  alianza  entre  lo  pa- 
sado y  lo  porvenir.  Fué  la  aparición  del  Genio  un 
maravilloso   golpe  teatral ;  anuncióse   al  público 
la  obra  el  mismo  día  en  que  Napoleón  hizo  que 
bajo  las  bóvedas  de  Nuestra  Señora  se  elevase  el 
solemne  Te  Deum  celebrando  el  restablecimiento 
del  culto.  En  aquella  ocasión  Chateaubriand  lla- 
maba a  Bonaparte  "hombre  poderoso  que  nos 
saca  del  abismo" ;  verdad  que  entonces  no  había 
fusilado  al  duque  de  Enghien.  El  efecto  del  libro 
fué  inmenso:  ni  cabía  más  oportunidad  ni  más 
acierto  en  la  hora  de  lanzar  una  apología  com- 
pleta, poética  y  brillante  de  la  religión  restaura- 
da. Con  el  Genio  del  cristianismo,  Chateaubriand 
sentaba  la  piedra  angular  de  aquel  magnífico  re- 
nacimiento religioso  que  se  extendió  a  toda  Euro- 
pa, y  que,  por  no  citar  más  que  nombres  fami- 


l68  t.   PARDO   BAZÁN 


liares,  produjo  en  España  la  filosofía  de  Jaime 
Balmes  y  las  teorías  de  Donoso  Cortés. 

Como  este  libro  apenas  se  lee  ahora,  diré  que 
es  una  apología  o  demostración  de  las  creencias 
religiosas  por  medio  del  esplendor  de  su  hermo- 
sura. Divídese  en  cuatro  partes.  La  primera  tra- 
ta de  los  misterios  y  sacramentos,  de  la  verdad 
de  las  Escrituras,  del  dogma  de  la  caída,  de  la 
existencia  de  Dios  demostrada  por  las  maravi- 
llas de  la  naturaleza — asunto  favorito  para  un 
paisajista  incomparable  —  y  de  la  inmortalidad 
del  alma,  probada  por  la  moral  y  el  sentimiento. 
La  segunda  abarca  la  poética  del  cristianismo,  de 
las  epopeyas,  de  la  poesía  en  la  antigüedad,  de  la 
pasión,  de  lo  maravilloso,  del  Deus  ex  machina, 
del  Purgatorio  y  del  Paraíso.  La  tercera  trata  de 
las  Bellas  artes:  escultura,  arquitectura  y  mú- 
sica; de  las  ciencias:  astronomía,  química,  meta- 
física ;  de  la  historia ;  de  la  elocuencia ;  de  las  pa- 
siones ;  la  cuarta  del  culto,  de  las  ceremonias,  de 
la  liturgia,  de  los  sepulcros,  del  clero,  de  las  ór- 
denes religiosas,  de  las  misiones,  de  las  órdenes 
militares  y,  en  general,  de  los  beneficios  que  al 
cristianismo  debe  la  humanidad. 

No  cabe  plan  más  vasto  ni  más  alta  ambición: 
es  el  mismo  ideal  de  la  Edad  media,  la  gran 
Suma,  la  Enciclopedia  católica  opuesta  a  la  En- 
ciclopedia negadora  e  impía ;  y  en  verdad  que  si 
Chateaubriand  hubiese  llenado  este  cuadro  in- 
menso, en  relación  a  nuestra  edad,  como  Dante 
llenó  el  de  la  Divina  Comedia  en  relación  a  la  su- 
ya, Chateaubriand  no  sería  un  genio,  sería  un  se- 
midiós. 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         169 

Si  hoy  recorremos  las  páginas  de  ese  libro  que 
removió  a  su  época,  que  fué  "más  que  una  in- 
fluencia", dice  Nisard — nos  cuesta  trabajo  com- 
prender su  acción:  sólo  vemos  sus  defectos,  la 
estrechez  de  sus  juicios  estéticos  y  literarios — , 
cuyo  mezquino  clasicismo  demuestra  hasta  qué 
punto  Chateaubriand  era  ajeno  al  espíritu  del  ro- 
manticismo, e  inconsciente  al  fundarlo,  la  ende- 
blez de  las  pruebas,  la  frialdad  del  estilo,  lo 'tri- 
llado de  los  razonamientos,  lo  superficial  de  la 
doctrina.  Es  preciso,  para  que  nos  pongamos  en 
lo  justo,  recordar  que  el  Genio  del  cristianismo, 
menos  duro  de  roer  que  la  Divina  comedia,  no  ha 
cesado  de  servir  de  texto  fácil  y  de  ser  diluido  y 
saqueado  en  el  pulpito  y  en  la  Prensa  católica, 
como  advierte  el  mismo  Chateaubriand ;  por  eso 
nos  parece  que  está  atiborrado  de  lugares  comu- 
nes, sin  fijarnos  en  que  no  lo  eran,  sino  al  con- 
trario, novedades  originalísimas,  cuando  aún  en- 
turbiaba el  aire  el  polvo  de  las  demoliciones  de 
los  templos.  Una  labor  más  fina,  una  dialéctica 
más  acerada  y  altiva,  una  erudición  sobria,  pero 
más  segura ;  una  crítica  máo  honda,  un  soplo  más 
directam  .nte  venido  de  las  cimas  y  del  cielo,  no 
conseguí  ían  entonces  lo  que  consiguió  la  obra  de 
vulgarización  religiosa  de  Chateaubriand. 

Recibiéronla  sus  contemporáneos  como  la  tie- 
rra seca  recibe  en  estío  el  riego;  la  absorbieron 
con  avidez.  No  hubo  al  pronto  disidentes,  o  si  los 
hubo  no  se  atrevieron  a  levantar  la  voz;  las  crí- 
ticas, algunas  justas,  fueron  ahogadas;  el  Genio 
del  cristianismo  armonizaba  tan  bien  con  las  nece- 
sidades del  momento,  con  las  miras  de  Napoleón 


170  E.   PARDO  BAZÁN 


y  el  temple  conciliador  del  Concordato !  La  cato- 
licidad de  la  obra  cooperó  a  difundirla  y  a  con- 
vertir un  acontecimiento  literario  en  aconteci- 
miento religioso :  cuando  Chateaubriand,  nombra- 
do secretario  de  Embajada,  pasa  a  Roma  y  soli- 
cita del  Papa  una  audiencia,  encuentra  al  Vicario 
de  Dios  leyendo  el  Genio  del  cristianismo. 

Nótese  bien  que  un  triunfo  de  esta  clase  no  se 
parece  a  los  triunfos  literarios  que  presenciamos 
hoy.  Ningún  escritor  moderno  puede  esperar  que 
su  mejor  obra  sea  recibida  como  el  maná;  insen- 
sato el  que  soñase  con  el  doble  lauro  de  restaurar 
o  vindicar  la  religión  y  a  la  vez  renovar  la  poética 
y  las  corrientes  literarias.  No  se  reproducirá  proba- 
blemente el  caso  del  Genio  del  cristianismo  :  al  con- 
trario, según  el  siglo  adelanta,  la  literatura  va  espe- 
cializándose y  aislándose  hasta  convertirse  en  lo 
que  califica  un  donosísimo  escritor — Lemaitre — de 
mandarinato :  camino  lleva  de  que  lleguen  a  leerla 
sólo  los  que  la  producen.  Tampoco  Chateaubriand 
podrá  jactarse  de  conseguir  dos  veces  en  su  vida 
tan  feliz  conjunción  de  astros.  Siete  años  después 
de  la  publicación  del  Genio  da  a  luz  la  que  cree  su 
obra  maestra^  una  epopeya  concebida  entre  los 
esplendores  de  Roma,  en  el  seno  del  catolicismo; 
una  composición,  sin  género  de  duda,  superior  al 
Genio,  apHcando  las  teorías  expuestas  en  él:  no 
incoherente,  como  Los  Natchez,  sino  armónica,  de- 
purada, fruto  de  una  madurez  todavía  juvenil :  el 
poema  de  Los  mártires,  embellecido  por  los  castos 
amores  y  las  gentiles  figuras  de  Endoro  y  Cimo- 
docea,  enriquecido  como  diadema  de  oro  con  una 
perla,  con  el  episodio  de  Veleda,  breve  y  admi- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I7I 

rabie ;  saturado  de  esas  comparaciones  y  de  esas 
imágenes  que  Qiateaubriand  rebuscaba  en  Ho- 
mero y  conseguía  engarzar  en  su  estilo  con  encan- 
to, si  no  con  la  sencillez  augusta  del  inimitable  mo- 
delo ;  poema,  en  suma,  que  marca  el  apogeo  de  un 
talento  y  la  plenitud  de  una  manera  elevada  y  bri- 
llantísima. Esto  sucedía  en  1809.  Pero  el  filtro  ya 
no  actuaba,  el  círculo  mágico  se  había  roto ;  el  mo- 
mento era  distinto ;  la  Revolución,  semiaplastada, 
removía  sus  miembros  de  dragón  que  tiene  siete 
vidas;  las  críticas  fueron  acerbas  y  crueles,  tibio 
el  entusiasmo;  el  público,  según  el  dicho  de  Ché- 
nedollé,  se  vengaren  las  reputaciones  adultas  de 
las  caricias  que  les  prodigó  cuando  estaban  en  la 
niñez.  Hubo  quien  calificó  a  Los  mártires  de 
"necedad  de  un  hombre  de  talento",  y  Chateau- 
briand, con  el  corazón  ulcerado,  se  despidió  de  las 
musas  en  las  páginas  del  Itinerario.  Resolvió  con- 
sagrar la  segunda  mitad  de  la  vida  a  la  política  y 
a  la  historia. 

El  Genio  del  cristianismo,  en  conjunto,  señala 
el  momento  del  renacimiento  religioso,  en  la  hora 
del  albor  romárrtico:  y  es  una  obra  que,  llevando 
las  huellas  de  la  misma  aspiración  que  dictaba  a 
Chénier  su  poema  de  Hermes,  a  Delille  sus  Tres 
reinos,  tiene  como  valor  propio  el  de  responder  a 
un  gran  movimiento  de  sensibilidad,  de  aparecer 
cuando  los  espíritus  necesitaban  enlazar  la  tradi- 
ción religiosa,  interrumpida  y  violentamente  trun- 
cada por  los  sucesos  políticos  y  la  barabúnda  de 
las  incredulidades  intelectuales.  Este  renacimien- 
to religioso  que  tuvo  después,  produjo  los  apolo- 
gistas de  Maistre,  Bonald,  Lamennais  en  sus  pri- 


172  E.   PARDO  BAZÁN 


meros  tiempos,  y  es  la  fuente  de  la  inspiración  de 
Lamartine  y  de  las  primeras  poesías  de  Víctor 
Hugo,  inauguró  verdaderamente  el  romanticismo 
en  Francia.  Allí  donde  tanta  sangre  se  había  ver- 
tido y  tantas  luchas  se  habían  realizado,  donde 
bajo  una  aparente  revolución  política  lo  que  se  ha- 
bía debatido  era  la  afirmación  religiosa,  tenía  el 
romanticismo  que  aparecer  respondiendo  a  la  ten- 
dencia defensiva  de  esa  afirmación.  Por  eso  el 
primer  monumento  romántico  es  una  vasta  apo- 
logética cristiana.  \ 

Y  este  sentimiento,  por  Chateaubriand  restau- 
rado, mejor  diríamos  innovado,  en  gran  parte, 
tuvo  dos  aspectos :  el  social  y  político,  y  el  psico- 
lógico sentimental,  más  genuino  todavía.  Los 
grandes  apologistas,  como  un  Bonald,  o  un  Veui- 
llot,  aspiran  más  que  a  conmover,  a  persuadir: 
y  siempre  sus  páginas  responden  a  un  estado  tran- 
sitorio de  la  sociedad  y  de  la  historia  religiosa. 
Por  eso  suelen  envejecer  y  marchitarse,  cuando 
tal  estado  cambia  o  se  modifica.  Nadie  lee  hoy  las 
controversias  de '  los  primeros  siglos  de  la  Igle- 
sia, y  acaso  nadie  tampoco  los  escritos  de  Cal- 
vino  y  de  Lutefo.  No  es  extraño  que  el  Genio 
del  cristianismo  no  haya  podido  resistir  el "  paso 
de  los  años.  Pero  la  emoción  que  suscitó,  transfor- 
mándose, persiste.  Lo  observé  reiteradamente  en 
elcapítulo  SLnttv'ior:  el  sentimiento  no  cesa  ya  ni 
un  instante  de  surgir  en  diversas  formas,  en  las 
letras,  y  el  religioso  ocupa  muy  preferente  lugar 
en  los  diversos  períodos  que  siguen  al  albor  ro- 
mántico. 

Hasta  el  período  más  reciente,  última  modali- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I73 

dad  de  la  literatura  que  ha  revestido  caracteres 
algo  generales,  el  decadentismo  y  el  simbolismo, 
el  sentimiento  religioso  impregna  el  desarrollo  li- 
terario. Son  formas  de  la  preocupación  religiosa 
muchas  que  no  lo  parecen,  o  que  parecen  hasta 
impiedades,  como  el  satanismo,  el  magismo,  la  ce- 
lebración, o  si  no  se  quiere  que  en  serio  se  haya 
celebrado,  la  obsesión  de  la  misa  negra,  y  tantos 
matices  diversos  de  misticismo,  que  no  será  or- 
todoxo en  conjunto,  pvero  no  olvidemos  que,  en 
la  Edad  Media,  tampoco  todos  los  místicos  eran 
ortodoxos,  ni  mucho  menos.  Cada  vez  que  ha  re- 
surgido un  fermento  romántico,  se  ha  producido 
un  movimiento  religioso,  con  varios  y  complica- 
dos caracteres,  y  en  escala  tan  extensa,  que  va 
desde  la  hermosísima  novela,  pura  y  delicadamen- 
te cristiana,  El  leproso  de  la  ciudad  de  Aosta,  de 
Xavier  de  Maistre,  hasta  el  sacrilego  relato  de 
Huysmans,  titulado  Lá  Bas.  Y  en  las  almas,  la 
inquietud  religiosa,  habiendo  clavado  una  vez  su 
aguijón,  lo  hace  como  la  abeja,  que  lo  deja  allí 
para  siempre.  Esta  gran  inquietud  atormentó  a 
Lamennais,  trajo  al  retortero  a  Renán,  originó 
conversiones,  como  la  de  Bourget  y  la  de  Brune- 
tiére,  y,  para  decirlo  pronto,  dividió  a  Francia  en 
dos  campos :  porque  el  error  capital,  para  mí  in- 
explicable, de  las  revoluciones,  es  atentar  a  la  li- 
bertad de  la  conciencia,  como  si  no  escribiesen  en 
sus  programas  esa  misma  libertad,  y  quisiesen  re- 
coger la  herencia,  mejorada  en  tercio  y  quinto,  de 
las  persecuciones  antiguas.  Mas  ello  es  así,  y  las 
revoluciones  han  puesto  a  las  conciencias  en  el 
trance  de  optar,  o  por  su  fe,  que  ven  tan  comba- 


174  '^'   PARDO  BAZÁN 


tida  cual  no  lo  fué  jamás  la  incredulidad  en  otros 
tiempos,  o  por  las  instituciones  de  su  patria,  que 
debieran  ser  tales,  que  todo  ciudadano  las  aca- 
tase sin  tener  que  mutilar  su  alma. 

Lo  que  más  claro  resulta,  cuando  nos  fijamos 
en  el  servicio  prestado  a  la  idea  religiosa  por  el 
vizconde  de  Chateaubriand,  es  que,  coincidiendo 
también  en  esto  con  su  maestro  Rousseau,  con- 
tiene una  profesión  de  fe  adversa  a  todo  el  sen- 
tido de  la  Enciclopedia.  Este  sentido,  lo  veremos 
renacer,  levantar  la  cabeza :  veremos  afirmarse  en 
diversas  formas  el  jacobinismo,  la  negación  bur- 
lona y  sin  comprensión  ni  sentido  histórico  de 
ninguna  especie;  pero  desde  Chateaubriand,  no 
cabe  duda,  ha  sido  abollado  ese  endriago  de  car- 
tón piedra,  y  su  caricatura  y  su  condena  defini- 
tiva la  hará  un  gran  novelista,  Flaubert,  en  el 
personaje  divertido  del  inefable  boticario  Ho- 
mais. 

He  dicho  que  faltó  a  la  Enciclopedia  el  senti- 
do de  la  Historia,  y  no  creo  que  éste  sea  un  gran 
descubrimiento;  porque  la  Historia,  según  V^ol- 
taire  y  el  gran  Diccionario,  es  algo  desacreditado, 
imposible  de  tolerar,  y  aun  de  leer.  En  la  Histo- 
ria, la  influencia  romántica  de  Chateaubriand  ori- 
ginó un  cambio  profundo.  No  fué  por  medio  de 
El  genio  del  Cristianismo,  sino  de  los  Mártires, 
como  Chateaubriand  despertó  el  genio  de  Agustín 
Thierry,  creador  de  la  historia  narrativa  en  Fran- 
cia, primero  que  la  transformó,  y  la  modificó  de- 
nunciando lo  que  faltaba  a  los  historiadores  que 
le  habían  precedido  para  dar  idea  un  tanto  apro- 
ximada de  los  cambios  y  diferencias  que  separan 


Elv   LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I75 

a  cada  período  del  anterior,  y  que  le  dan  su  pro- 
pio carácter. 

La  magnífica  descripción  contenida  en  el  li- 
bro VI  de  Los  mártires,  del  campamento  de  los 
Francos,  hizo  ver  a  Thierry  el  elemento  de  ver- 
dad que  contiene  a  veces  la  poesía — en  este  caso 
no  rimada — cuando,  a  su  luz  de  luna,  el  historia- 
dor se  representa  lo  que  fué  cual  si  lo  estuviese 
presenciando,  y  con  ese  tono  de  realidad  que  pres- 
tan las  imágenes  de  la  vida,  concebidas  por  el 
arte.  Guiado  por  Chateaubriand,  aprendió  a  dar 
a  los  pasados  siglos  su  tono,  su  colorido  y  su  sig- 
nificación. Así,  a  la  emoción  histórica,  provocada 
por  un  fragmento  de  poema,  el  canto  de  guerra 
de  los  Francos  *'j  Faramundo,  Faramundo,  hemos 
combatido  con  la  espada !"  se  debió  la  bella  obra, 
de  nadie  desconocida  y  siempre  celebrada :  Histo- 
ria de  la  conquista  de  Inglaterra  por  los  nor- 
mandos. 

Y  ahora  que  hemos  considerado  la  acción  de 
Chateaubriand  en  uno  de  los  factores  esenciales 
del  romanticismo,  el  sentimiento  religioso  en  la 
obra  apologética,  aplacemos  para  el  capítulo  si- 
guiente el  estudio  de  otro  orden  de  sentimientos 
no  menos  capitales  en  el  romanticismo,  y  decisivos 
en  el  arte,  en  sus  formas  líricas.  Vamos  a  tratar 
de  Átala  y  de  Rene. 

Tal  es  la  levadura  que  fermenta  en  el  romanti- 
cismo, que  sin  ella  sería  únicamente  una  retórica. 

Hay  una  circunstancia  que  lo  decide  todo,  a  mi 
ver :  y  es  el  hecho  innegable  de  que  Chateaubriand 
tiene,  no  sólo  cristiana,  sino  esencialmente  católi- 
ca, la  imaginación,  y  de  los  dogmas  fundamentales 


176  E.   PARDO   BAZÁN 


del  cristianismo  se  derivan  hasta  los  libros  por  los 
cuales  se  ha  dudado  de  su  fe.  Rene  es  el  primero 
que  -está  en  este  caso.  Todo  en  él  repugna  al  ra- 
cionalismo protestante,  y  todo  en  su  espíritu  re- 
chaza el  racionalismo  materialista  del  siglo  XVIII, 
que  se  sobrepuso  un  momento  a  su  verdadera  na- 
turaleza moral  y  mental.  Todo  en  él  propende  al 
individualismo,  siguiendo  en  esto  la  doctrina,  nada 
racionalista  tampoco,  al  contrario,  de  su  maestro 
Rousseau.  Sutilizando  un  poco,  no  mucho,  pudié- 
ramos afirmar  que  no  hay  tendencia  más  católica 
que  la  de  hacerse  centro  del  mundo,  y  ha  sido  en 
realidad  el  yo,  en  su  más  exaltada  expresión,  lo 
que  ha  impulsado  a  los  místicos  y  a  los  mártires, 
y  lo  que  hacía  decir  a  Felipe  II  que  salvar  una 
sola  alma  valía  más  que  adquirir  inmensos  terri- 
torios. No  digo  que  por  este  camino  del  yo,  del 
autocentrismo,  no  se  pueda  ir  a  la  heterodoxia,  y 
Chateaubriand  fué  un  tanto  sospechoso  siempre; 
digo  que  es  una  idea  que  procede  directamente  del 
catolicismo,  porque  las  herejías  procedieron  siem- 
pre de  deformaciones  de  la  fe. 


XII 

La.  literatura  del  primer  Imperio.— Los  grandes  literatos 
no  son  favorables  a  Napoleón.— El  falso  Oslan.— Los  salo- 
nes.—Las  damas  novelistas:  la  duquesa  de  Duras,  madame 
de  Krudener;  su  novela  "Valeria".  —  Madame  de  Stael; 
"Delfina"  y  "Corina".— El  feminismo  y  la  sociabilidad  de 
la  Stael.— Bibliografía. 

Hay  en  la  historia  de  la  literatura  francesa  un 
período  en  que  parece  detenerse  el  movimiento 
iniciado  por  la  Revolución,  y  en  que  el  romanti- 
cismo, no  afirmado  aún  poderosamente  sino  por 
un  escritor  de  genio,  que  fué,  como  sabemos, 
Juan  Jacobo  Rousseau,  parece  ensayar  su  vuelo, 
antes  de  remontarlo.  Forman  este  periodo,  los 
primeros  años  del  siglo  XIX,  que  llena  con  sus 
fastos  y  su  figura  colosal  el  Corso.  Bien  hubiese 
querido  aquel  gran  Capitán  que  surgiesen  emi- 
nentes literatos,  siempre  que  estuviesen  de  su  par- 
te y  le  rindieran  pleitesía;  y  fué  todo  lo  contra- 
rio, a  decir  verdad,  lo  que  sucedió.  Napoleón, 
que  tuvo  apasionados  admiradores  después  de 
su  caída,  mientras  absorbió  el  poder  omnímodo 
vio  alzarse  en  contra  suya  a  los  grandes  escrito- 
res de  su  época,  a  pesar  de  no  haber  omitido  me- 
dio de  alentar  y  proteger  la  literatura,  ni  de  re- 
compensar con  pensiones  y  honores  a  los  que  la 
representaban  y  se  prest-aron  a  admitir  su  favor. 

Así,  la  literatura  del  primer  Imperio  lleva  un 
sello  especial :  es  algo  donde  se  mezclan  elemen- 

12 


178  K.   PARDO  BAZÁN 


tos  diversos,  procedentes  de  varias  épocas,  que 
han  ido  dejando  residuos  que  el  impetuoso  roman- 
ticismo no  tardará  en  barrer.  Quedan,  en  la  lite- 
ratura del  primer  Imperio,  rastros  de  clasicismo, 
del  que  dominó  todavía  en  el  siglo  XVIII ;  y,  por 
este  carácter  de  retraso,  puede  ser  incluida  en  el 
número  de  las  literaturas  que  mueren.  Era  una  li- 
teratura sin  brío,  que  contrastaba,  por  su  apoca- 
miento, con  los  arrestos  y  el  fragor  de  la  Historia 
que  se  atropellaba.  Abundaban,  eso  sí,  los  hom- 
bres de  ciencia,  pero  los  literatos  propiamente  di- 
chos y  adictos  al  régimen  escaseaban,  a  pesar  de 
tantos  premios  y  distinciones  con  que  los  galar- 
donaba Napoleón.  Y  se  diría  que  las  campañas  del 
Corso,  en  las  que  se  derrochó  tanto  heroísmo, 
debieran  inspirar  a  la  Musa  épica ;  pero  rara  vez 
han  coincidido  en  el  tiempo  las  hazañas  y  sus 
cantores:  es  más  adelante  cuando  la  Musa  re- 
cobra sus  derechos:  Napoleón,  para  ser  cantado, 
y  magníficamente  por  cierto,  por  Manzoni  y  Víc- 
tor Hugo,  tenía  que  sufrir  primero  su  purgatorio 
en  Santa  Elena,  y  ser  inhumado  en  el  triste  peñón. 
Siendo  más  bien  clásica  la  literatura  del  primer 
Imperio,  no  por  eso  interrumpieron  su  fermen- 
tación los  gérmenes  ardientes  de  romanticismo. 
Osián,  el  falso  Osián,  fué  una  moda  literaria  que 
siguió  el  mismo  Napoleón  con  entusiasmo  y  fe»*- 
vor  de  neófito,  llegando  a  preferir  al  hijo  de  Fin- 
gal  a  todos  los  héroes  que  ensalzó  la  epopeya  grie- 
ga. Y  Osián  es  un  testimonio  ultrarromántico,  que 
se  aparece  unido,  del  modo  más  curioso  y  típico, 
a  las  manifestaciones  de  ese  estilo  que  se  llama 
del  Imperio  por  antonomasia,  y  que  campea  en 


Elv   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         1 79 


muebles,  telas,  porcelanas,  relojes,  candelabros, 
cuadros  y  grabados.  Nosotros  todavía  hemos  vis- 
to en  nuestras  casas  viejas  a  Osear  y  a  Malvina, 
en  bronce  o  en  estampas  con  marco  de  rosetas.  Y 
un  hombre  tan  positivo  y  apreciador  de  la  reali- 
dad como  Napoleón,  un  hombre  de  Gobierno,  un 
estadista,  ponía,  sin  embargo,  sobre  su  cabeza  este 
romanticismo  descabellado,  el  más  irreal  de  cuan- 
tos existieron. 

Napoleón  tuvo  siempre  adversos  a  dos  elemen- 
tos inestimables :  los  grandes  escritores  y  la  So- 
ciedad, representada  por  los  salones,  que  habían 
resucitado  y  recobrado  el  influjo  que,  desde 
Luis  XIV,  ostentaron  de  continuo  en  la  cultísima 
Francia.  Y  los  salones  fomentaban  la  ya  inminen- 
te restauración  de  la  dinastía  borbónica,  y  esto 
ocurría  hasta  en  el  salón  presidido  por  la  liberal 
Madama  de  Staél.  En  general,  los  salones  eran 
un  ambiente  favorable  al  romanticismo.  Los  salo- 
nes representaban  siempre  la  opinión  de  las  mu- 
jeres, y  mejor  diríamos,  en  este  caso,  de  las  seño- 
ras, y  entre  ellas  perseveraba  el  culto  devoto  de 
Juan  Jacobo  Rousseau,  esencialmente  lírico.  He- 
mos notado,  constantemente,  el  hecho  de  que  el  ro- 
manticismo lírico  se  inició,  no  en  el  verso,  sino  en 
la  prosa ;  y,  bajo  el  Imperio,  es  en  la  novela  don- 
de se  desarrollan  los  gérmenes  románticos,  y  se 
propaga,  en  mil  ramificaciones,  la  escuela  del  au- 
tor de  la  JSÍueva  Heloisa,  Cultivan  la  novela,  en 
este  primer  período,  principalmente  las  mujeres, 
la  fiel  secta  de  Rousseau.  Entre  estas  mujeres 
novelistas,  algunas  han  caído  en  el  olvido  y  ape- 
nas si  se  hace  de  ellas  la  más  ligera  mención :  ver- 


l80  E.  PARDO  BAZÁN 

bigracia,  de  la  autora  de  Carolina  de  Lichtfield, 
y  de  la  en  su  tiempo  muy  renombrada  Madama 
de  Genlis,  que  escribió  Las  veladas  del  castillo. 
Parecen  estas  novelistas  sentimentales  la  capa 
de  mantillo  que  abonó  el  terreno  donde  había  de 
brotar,  vigoroso  y  todo  hecho  ramas  y  retoños, 
el  árbol  de  Jorge  Sand.  Lejos  estamos  de  ella  to- 
davía, y  por  ahora  nos  limitaremos  a  recordar  a 
sus  predecesoras,  a  las  hijas  de  Juan  Jacobo,  me- 
lancólicas y  exaltadas.  La  duquesa  de  Duras, 
grande  amiga  de  Chateaubriand,  y  que  reunía  en 
su  salón  a  la  flor  de  las  letras  y  de  la  diplomacia, 
se  animó  a  publicar,  en  1823,  una  novela  titulada 
Oiirika,  y  en  1825  otra  titulada  Eduardo.  Y  digo 
se  animó,  porque  Madama  de  Duras  no  es,  como 
Jorge  Sand  o  la  Staél,  una  literata  profesional, 
sino  una  escritora  ocasional  de  esas  a  quienes 
sus  amigos  convencen  un  día  de  que  debe  arros- 
trar la  publicidad,  pvero  que  h'abitualmente  la  re- 
huyen con  elegante  mohín.  Ourika  y  Eduardo,  los 
dos  héroes  de  la  duquesa  de  Duras,  son  dos  ena- 
morados a  quienes  las  preocupaciones  sociales  no 
permiten  realizar  su  dicha.  En  el  caso  de  Ourika, 
realmente,  hay  algo  más  que  las  preocupaciones 
sociales :  hay  una  cuestión  de  raza.  Si  Eduardo  es 
plebeyo,  Ourika  es  negra.  El  punto  por  el  cual  la 
duquesa — tal  vez — precede  a  Jorge  Sand,  es  el 
que  su  biógrafo  y  retratista,  Sainte  Beuve,  ha  re- 
sumido en  estas  palabras:  "La  idea  áe  Ourika  y 
de  Eduardo — dice — es  una  idea  de  desigualdad, 
sea  natural,  sea  de  posición  social,  una  idea  de 
obstáculo,  de  valla,  entre  el  deseo  del  alma  y  su 
objeto:  es  algo  que  nos  falta  y  que  nos  devora". 


EL   URISMO   EN   LA   POESÍA    FRANCESA         l8l 

La  misma  definición  puede  aplicarse  a  las  crea- 
ciones líricas  de  Jorge  Sand,  pero  la  diferencia 
es  grande:  los  personajes  de  la  duquesa  de  Bu- 
ras  se  resignan,  niegan  su  yo,  con  tal  arranque 
afirmado  por  la  autora  áe  Lelia.  Ounki, 
gra  apasionada,  que  por  no  ver  el  color  de  su 
piel  había  quitado  de  su  habitación  todos  los  es- 
pejos, entra,  resignada,  en  un  convento  y  acaba 
por  decir  que  no  exist'í  reposo  sino  en  Dios.  Su 
lirismo  es  ese  dulce  lirismo  cristiano,  cuyo  ejem- 
plo más  tierno  y  delicado  lo  dejó  en  la  vida  Luisa 
de  Lavalliére. 

Eduardo,  por  su  origen  y  significación  va  más 
allá  que  Ourika.  Es  la  novela  de  la  desigualdad 
de  condición  social,  algo  como  La  de  San  Quintín, 
de  Galdós;  pero  es  la  desigualdad  social  pues- 
ta de  relieve  por  tan  terribles  acontecimientos 
históricos,  que  en  el  plebeyo  Eduardo  y  la 
aristócrata  Natalia  parecen  simbolizados  los  dos 
siglos  ''armado  el  uno  contra  el  otro",  de  que 
hablaba  Manzoni.  En  estos  libros  líricos  de  la 
Duras  (católica  y  creyente,  como  lo  acreditan  las 
Reflexiones  cristianas  que  compuso),  hay  el  fon- 
do de  melancolía  y  hasta  de  desesperación  cró- 
nica, la  frase  es  de  ella  misma,  que  caracteriza  a 
la  generación  de  Rene.  Algo  del  alma  de  Chateau- 
briand, muy  atenuado,  existe  en  el  alma  de  la 
duquesa,  la  cual  creía  que  quien,  en  su  juventud, 
había  presenciado  el  Terror  y  asistido  a  las  es- 
cenas espantosas  que  lo  acompañaron,  no  podía 
haber  sido  joven,  y  que  esta  tristeza  primera,  de 
que  su  espíritu  se  impregnó,  les  acompañará  has- 
ta el  sepulcro. 


152  E.  PARDO  BAZAN 


Madama  de  Krudener,  rusa  de  nación,  que  na- 
ció en  Riga,  el  año  1764,  y  murió  en  1824,  escri- 
bió una  de  las  novelas  sentiqíentales  más  celebra- 
das:  Valeria.  La  biografía  de  la  autora,  que  en 
parte  se  refleja  en  esta  ficción,  está,  como  en  las 
de  Jorge  Sand,  idealísimamente  mezclada  al  re- 
lato. Madame  de  Krudener  anuncia  y  precede  a 
Jorge  Sand  en  varios  respectos.  Uno  de  ellos,  es 
el  de  su  manera  de  entender  la  relación  matri- 
monial, basándola  en  una  fusión  completa  de  las 
almas,  y  no  sufriéndola  como  deber,  ni  como  con- 
trato, ni  como  lazo  social.  En  tal  concepto  lírico 
se  adelanta  a  Jorge  Sand  la  aristocrática  dama 
la  cual,  poco  a  poco,  había  de  convertirse  en  la 
predicadora  mística,  la  iluminada  y  profetisa  que 
fué  en  sus  últimos  años.  De  gérmenes  ya  constan- 
tes de  misticismo,  se  notan  las  huellas  en  la  nove- 
la, cuya  autora  protesta  de  que  ha  querido  hacer 
una  obra  moral,  pintar  la  pureza  de  las  costum- 
bres ;  su  héroe,  aquel  Gustavo  tan  finamente  pren- 
dado de  Valeria,  insiste  muy  frecuentemente  en  las 
ideas  y  manifestaciones  religiosas.  Pero,  con  toda 
esta  pureza  y  esta  religiosidad,  Valeria  no  deja 
de  ser  cosa  lírica,  apasionada,  punto  menos  que 
La  nueva  Heloisa. 

Su  autora  la  escribió  el  año  de  1804,  cuando  ya 
frisaba  en  los  cuarenta  y  había  brillado  como  un 
astro  deslumbrador  en  la  sociedad  y  en  el  mundo. 
Y  la  escribió  en  francés,  habiendo  sido  Francia 
su  patria  adoptiva.  Sólo  en  ciertos  matices  de  sen- 
timiento marcado  con  la  impronta  de  la  raza,  se 
podía  conocer  que  aquella  novelista  procedía  del 
Norte.  El  éxito  de  Valeria,  muy  preparado,  se- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         183 

gún  parece,  hasta  por  la  autora  misma,  fué  com- 
pleto y  brillante.  Chateaubriand,  entonces  joven, 
calificó  a  Valeria  de  hermana  menor  de  Kcné  y 
otras  veces  la  llamó  "hija  natural  de  Rene  y  Del- 
fina". 

El  asunto  de  Valeria  es  igual  al  de  H'erther, 
como  ya  notó  Sainte  Beuve:  trátase  de  un  caba- 
llero que  se  enamora  de  la  mujer  de  su  mejor 
amigo,  y  lucha  en  vano  por  triunfar  de  una  pa- 
sión funesta,  hasta  que,  no  pudiendo  conseguirlo, 
se  suicida.  La  heroína  de  la  historia,  parece  cosa 
averiguada  que  es  la  propia  Madama  Krudener, 
que  se  retrata  de  un  modo  apenas  disfrazado  en 
las  páginas  del  libro,  y  pinta  un  lindo  cuadro  de 
la  época  de  la  Restauración,  al  describirse  a  sí 
misma  bailando  aquella  "danza  del  chai",  que  de 
tal  modo  entusiasmaba  cuando  la  ejecutaba  en  los 
salones. 

En  la  mezcla  del  misticismo  con  otro  orden  de 
sentimientos  más  profanos,  también  es  la  Krude- 
ner una  precursora  de  Jorge  Sand.  De  ella  dice 
malignamente  Sainte  Beuve,  que  tuvo  la  costum- 
bre de  mezclar  a  Dios  con  todas  las  cosas,  hasta 
con  aquellas  en  que  menos  debe  agradarle  que  le 
mezclen.  Y  el  propio  misticismo  bastardeado  en- 
contraremos en  las  grandes  novelas  líricas  de  Jor- 
ge Sand. 

Al  lado  de  estos  nombres  que  hoy  se  esfuman 
en  la  penumbra,  la  Duras,  la  Krudener,  hay  que 
situar  el  nombre  por  tantos  estilos  glorioso  de  la 
Staél.  Hemos  estudiado  necesariamente,  pero  sin 
insistir,  algo  de  su  crítica,  poderosa,  viril  y  pro- 
funda; algo  del  influjo  de  sus  ideas,  que  han  pe- 


184  E.  PARDO  BAZÁN 


netrado  por  completo  en  la  moderna  mentalidad,  y 
abierto  al  romanticismo  del  pensamiento  un  cau- 
ce hondísimo ;  ahora,  desde  el  punto  de  vista  del 
tema  de  este  libro,  vamos  a  considerar  sus  nove- 
las líricas,  por  las  cuales  precede  también  a  Jor- 
ge Sand,  si  bien  la  afirmación  que  de  ellas  se  des- 
prende puede  ser  la  contraria  de  la  que  la  autora 
de  Lelia  dejó  establecida.  Madama  de  Staél  había 
sufrido  demasiado  el  roce  de  la  sociedad;  había 
contado  demasiado  con  la  opinión ;  había  sido  so- 
bradamente reina  de  los  salones,  de  la  conversa- 
ción, de  la  relación  amistosa  can  talentos  y  gran- 
dezas, para  que  cupiese  en  ella  el  sentido,  entera- 
mente derivado  de  Rousseau,  que  se  insubordina 
contra  la  sociedad,  y  la  niega,  en  nombre  de  los 
derechos  del  individuo. 

Así,  veremos  a  la  Staél  dar  a  ia  mujer  el  con- 
sejo contrario:  el  de  la  sumisión  a  las  leyes  so- 
ciales, contra  la  pasión  y  sus  derechos.  Este  fué 
el  verdadero  sentido  de  C orina  y  Delfina,  las  dos 
a  su  hora  famosísimas  novelas  de  la  hija  de  Nec- 
ker,  del  más  prestigioso  enemigo  de  Napoleón,  y 
el  que  mayor  persecución  sufrió  por  el  régimen 
imperial. 

Delfina,  de  Madama  de  Staél,  vio  la  luz  en 
1802.  Es  una  novela  de  pasión  y  de  análisis,  y  hay 
en  ella,  como  en  todos  los  documentos  personales 
que  en  tal  época  se  publicaron,  visible  la  garra  de 
Juan  Jaccbo.  No  abundan  los  sucesos  ni  los  inci- 
dentes en  Delfina :  la  trama  es  sencilla,  aunque  el 
final,  trágico,  haga  de  Delfina  un  Werther  hem- 
bra, pues  Delfina,  como  tantos  héroes  de  novela, 
acaba  suicidándose.  Delfina,  que  ha  enviudado  y 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         1 85 

respeta  la  memoria  de  su  primer  marido,  se  ena- 
mora de  un  extranjero,  Leoncio.  Hay  entre  Del- 
fina  y  su  preferido  un  vivo  contraste :  ella  no  res- 
peta las  convenciones  sociales  si  está  tranquila 
su  conciencia:  él  es  capaz  de  sacrificar  a  los 
respetos  humanos  la  pasión.  Y  por  eso,  habiendo 
tratado  un  casamiento  antes  de  conocer  a  Del  fi- 
na, lo  realiza,  aunque  es  a  Delfina  a  quien  quiere. 
Casado  Leoncio,  siguen  queriéndose  y  viéndose 
y  luchando,  hasta  que  la  sociedad,  enemiga  de 
las  pasiones,  excluye  a  Delfina,  y  ésta  no  tie- 
ne más  remedio  que  retirarse  a  un  convento, 
donde  acaba  por  tomar  el  velo.  En  estas  circuns- 
tancias, muere  la  mujer  de  Leoncio,  3''  corre  él 
al  lado  de  su  amiga;  sale  ella  del  convento;  él 
la  abandona,  y  cuando  él,  como  emigrado,  ha 
sido  condenado  a  muerte,  Delfina  se  envenena 
por  no  sobrevivirle.  En  esta  heroína  desprecia- 
dora  de  la  opinión,  de  las  conveniencias  socia- 
les, del  mundo  entero,  que  no  reconoce  más  ley 
que  su  propia  conciencia,  no  es  difícil  ver,  an- 
ticipadamente, a  Jorge  Sand. 

Al  revég  de  lo  que  le  había  de  suceder  a  Vale- 
ria, Delfina  fué  atacada  con  verdadero  furor.  Se 
acercaban  para  madama  de  Staél  las  horas  malas, 
el  destierro.  Pero  también  el  número  y  la  violen- 
cia de  los  ataques  es  género  de  triunfo,  y  no  fal- 
taron acérrimos  defensores  a  Delfina.  Ha  que- 
dado vindicada  esta  novela  de  la  acusación  de 
disolvente  respecto  al  matrimonio,  y  hasta  no  ha 
sido  difícil  ver  que  su  moral  consiste  en  suponer 
que  la  dicha  conyugal  es  más  hermosa  que  la  pa- 
sión satisfecha.  Y,  en  esto,  Madama  de  Staél,  co- 


1 86  E.  PARDO  BAZÁN 


mo  hemos  indicado,  difiere  profundamente  de 
Jorge  Sand. 

Corina,  en  su  línea,  es  también  un  alegato  con- 
tra las  conveniencias  sociales.  Su  heroína  las  des- 
deña. Verdad  es  que  no  tiene  nada  de  extraño 
que  un  ser  tan  excepcional  como  Corina  pueda 
desdeñar  lo  que  le  plazca.  Corina,  de  la  cual  se  ha 
dicho  que  es  como  quisiera  ser  la  autora,  reúne 
cuantas  perfecciones  y  méritos  se  pueden  soñar. 
Canta,  pinta,  improvisa,  compone  versos  precio- 
sos, y  es,  además  un  portento  de  belleza  y  de  ju- 
ventud. Con  semejante  cúmulo  de  cualidades,  no 
hay  que  extrañar  que  la  conduzcan  en  triunfo  al 
Capitolio,  y  allí  la  coronen,  rindiendo  tributo  a  su 
genio.  Pero  Corina,  astro  refulgente,  no  es  la  mu- 
jer que  puede  dar  la  felicidad  doméstica,  y  el  hom- 
bre a  quien  ama  tendrá  que  buscar  esa  dicha  en 
una  mujer  sencilla,  modesta  y  dulce,  y  Corina  será 
la  más  desgraciada  criatura.  Y  he  aquí  un  concepto 
bien  lírico,  el  de  la  incompatibilidad  de  la  pasión 
y  del  sentimentalismo  individualista  con  la  dicha 
apacible  y  obscura  del  hogar.  Las  almas  marcadas 
con  el  sello  de  la  grandeza  lírica,  las  almas  como 
las  de  Corina  y  Rene,  están  señaladas  por  la  ga- 
rra candente  del  águila,  y  así,  a  Corina,  sólo  le 
queda  la  facultad  de  sufrir. 

Este  carácter  de  Corina,  por  el  cual  la  mujer 
empieza  a  afirmar  su  libertad  sentimental  en  estas 
novelas  de  Madame  de  Staél,  no  es  si  no  reflejo  y 
expresión  del  alma  de  la  autora,  exenta  de  hipocre- 
sía, franca  y  clara.  Este  alma  se  transparenta  me- 
jor aún  en  un  capítulo  del  libro  titulado  De  la  li- 
teratura, y  que  trata  de  Las  mujeres  que  cultivan 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         187 

las  letras.  En  él,  con  la  penetración  que  demues- 
tra siempre,  la  Staél  se  hace  cargo  de  la  impor- 
tancia capital  que  para  las  mujeres  tiene  la  socie- 
dad. Y,  bien  mirado,  de  lo  que  trata  es  de  la  im- 
portancia capital  que  ha  tenido  para  ella,  o  mejor 
dicho,  de  lo  que  por  la  sociedad  ha  padecido,  de 
la  injusticia  y  coacción  que  la  han  rodeado  ince- 
santemente, como  a  ser  superior  que  era.  Tenemos 
aquí  la  misma  tesis  del  Stello,  de  Vigny ;  la  so- 
ciedad contra  el  ser  superior;  tesis  de  individua- 
lismo, forma  de  la  expansión  a  que  la  personali- 
dad aspira,  después  de  la  emancipación  que  se  ha 
anunciado,  pero  que  no  se  ha  realizado.  Para  Chat- 
terton,  el  enemigo  es  la  sociedad  inglesa,  con  su 
organización  a  la  vez  puritana  e  hipócrita,  con  su 
desprecio  de  lo  que  no  es  inmediatamente  útil,  con 
su  indiferencia  hacia  el  arte,  si  el  arte  no  llena  un 
fin  conveniente  y  a  la  vez  muy  correcto;  para  la 
Staél,  el  enemigo  es,  principalmente,  y  dentro  de 
la  sociedad,  el  hombre ;  con  su  tendencia  innata  a 
oprimir  al  individuo  superior  si  es  mujer,  valién- 
dose, para  realizar  tal  opresión,  de  las  fuerzas  so- 
ciales, acumuladas  desde  hace  siglos,  para  estable- 
cer un  orden  de  cosas  que  resiste  a  las  revolu- 
ciones. 

Y  así,  dice  concisamente:  "En  las  monarquías, 
las  mujeres  que  aspiran  a  la  gloria  tienen  que  tts- 
mer  el  ridículo;  y  en  las  repúblicas,  el  odio". 

Al  analizar  los  sentimientos  que  una  mujer  co- 
mo la  Staél  pudo  suscitar  bajo  la  monarquía  y  ba- 
jo la  república,  la  autora  pone  el  dedo  en  una  de 
las  llagas  de  la  Revolución,  que  habiendo  procla- 
mado los  derechos  del  hombre,  no  pensó  siquiera 


E.  PARDO  BAZAN 


que  pudiesen  proclamarse  jamás  los  de  la  mujer. 
Y  para  la  Staél  era  esto  doblemente  doloroso, 
puesto  que  aquella  Revolución,  no  en  sus  excesos, 
pero  en  su  tendencia  general,  era  la  realización  de 
sus  ideas,  de  su  liberalismo  constante,  generoso  y 
hasta  utópico,  en  lo  que  tuvo  de  perfectibilista. 
Por  eso,  en  el  tono  de  calurosa  moderación  con 
que  siempre  se  expresa,  dice  en  ese  capítulo: 
"Ilustrar,  instruir,  perfeccionar  a  las  mujeres  co-. 
mo  a  los  hombres,  a  las  naciones  como  a  los  indi- 
viduos, es  el  mejor  secreto  para  todos  los  fines 
razonables,  para  todas  las  relaciones  sociales  y  po- 
líticas que  han  menester  duradero  fundamento". 
Pero  la  Staél,  al  protestar,  de  un  modo  mesu- 
rado, sentido,  contra  la  sociedad  en  lo  que  con- 
cierne a  la  mujer;  al  encontrar  en  ese  m.ismo  sen- 
timiento  de  protesta  la  inspiración  lírica  de  Del- 
fina  y  de  Corina,  no  aspira  a  destruir  la  sociedad, 
ni  a  minar  sus  bases;  y  aquí  tomo  la  palabra 
sociedad  en  el  sentido  de  sociabilidad,  de  los  la- 
zos que  establece,  y  de  los  cuales  se  forma  y  de- 
riva la  opinión.  Madama  de  Staél  es  una  mujer 
eminentemente  sociable,  acostumbrada  a  tener  su 
salón,  a  frecuentar  los  de  los  además;  su  sociabi- 
lidad tiene,  es  cierto,  un  color  más  intelectual  que 
aristocrático ;  pero  también  en  lo  intelectual  hay 
aristocracias,  y  ella  estaba  muy  habituada  a  dis- 
cernirlas. Nunca  pudiera  aplicarse  a  la  literatura 
de  madama  de  Staél  el  dictado  de  antisocial,  con 
gran  razón  aplicado  a  mucha  parte  de  los  escri- 
tos de  Jorge  Sand.  Y  es  que  para  que  sea  antiso- 
cial una  mujer  francesa,  tiene  que  haber  nacido 
fuera  de  la  sociedad,  si  así  puede  decirse;  en  el 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         189 

campo,  en  un  círculo  donde  lo  social  sea  entera- 
mente accesorio  y  no  influya  en  toda  la  vida.  La 
Staél,  que  dejó  tan  elocuentes  documentos  y  ale- 
gatos contra  la  sociedad,  en  un  respecto,  en  el  de 
la  injusticia  cometida  incesantemente  con  la  mu- 
jer superior,  respetaba,  sin  embargo,  profunda- 
mente a  la  sociedad,  hasta  el  extremo  de  no  querer 
casarse  con  Benjamín  Constant,  a  quien  amaba, 
"por  no  desorientar  a  Europa".  Y  es  que,  en  efec- 
to, para  la  Staél,  la  sociedad  iba  más  allá  de  Pa- 
rís, y  hasta  de  Francia:  había  viajado  tanto,  y 
siempre  sociablemente,  formándose  relaciones  in- 
ternacionales, dejando  amigos  donde  quiera,  que 
nada  tenía  de  ambiciosa  ni  de  jactanciosa  su  frase. 
En  la  manera  de  entender  el  lirismo  que  tuvo 
madama  de  Staél,  vemos  la  dificultad  que  habían 
de  encontrar  las  reivindicaciones  del  invidualis- 
mo  en  el  espíritu  de  sociabilidad  francesa.  No  en 
balde  se  ha  afirmado  que  el  carácter  esencial  de  la 
literatura  francesa  era  justamente  ser  una  litera- 
tura sociable,  y,  por  consiguiente,  social,  y  que 
nadie  en  Francia  ha  escrito  si  no  mirando  a  la  so- 
ciedad, ''sin  separar  jamás  la  expresión  del  pen- 
samiento de  la  consideración  del  público  a  quien 
la  dirigía,  ni,  por  lo  tanto,  el  arte  de  escribir  del 
de  agradar,  persuadir  y  convencer".  Por  eso 
— suele  añadirse — lo  que  no  es  claro,  no  es  fran- 
cés; por  eso  los  prosistas  franceses,  en  general, 
no  aspiran  si  no  a  hacerse  entender,  a  que  el  pú- 
blico se  dé  cuenta  exacta  de  lo  que  han  preten- 
dido decible.  Tal  empeño,  afirma  Brunetiére,  ha 
sido  común  hasta  a  los  románticos  que  al  acli- 
matar un  vocabulario  menos  noble,  menos   se- 


190  E.  PARDO  BAZÁN 


lecto  que  el  de  los  clásicos,  sólo  aspiran  a  tener 
un  público  más  numeroso. 

En  lo  que  ya  no  estoy  tan  de  acuerdo,  es  cuan- 
do el  mismo  ilustre  critico  dice  que  las  novelas 
francesas,  a  excepción  de  Adolfo  y  Rene,  que  no 
son  novelas,  parecen  todas  "imágenes  sociales". 
Habrá  que  agrandar  mucho  la  lista  de  estas  ex- 
cepciones, de  estas  obras  que  no  son  imágenes 
sociales,  pero  que  pudieron  serlo  también  en  su 
día,  aunque  significasen  algo  en  contrario  a  la 
sociedad,  según  estaba  formada  cuando  se  escri- 
bían tales  obras.  Son,  a  mi  ver,  imágenes  sociales 
todas  las  que  responden  a  un  momento  en  la  his- 
toria. 

Bibliografía:  Acerca  de  los  novelistas  sentimen- 
tales que  son  una  nota  característica  de  la  litera- 
tura del  Imperio,  léase  a  Sainte  Beuve,  en  sus  Re- 
tratos de  mujeres,  y,  en  general,  en  sus  Lunes.  Con 
respecto  a  Madame  de  Staél,  léanse  sus  novelas  en 
la  edición  de  sus  Obras  completas,  en  diez  y  siete 
volúmenes,  1820  y  1821.  Y  acerca  de  su  persona- 
lidad literaria  y  de  su  carácter,  conviene  con- 
sultar el  libro  titulado  Madama  de  Stael,  por  Al- 
berto Sorel,  París,  1890 ;  Madama  de  Stael  et  Ita- 
lie,  por  Dejob,  París,  1890;  D'Haussonville,  El 
salón  de  madama  Nec'ker,  París,  181 1.  Copet  y 
Weimar,  París,  1862;  y  Madama  de  Stael  y  su 
época,  por  Lady  Blennerhassett :  está  traducido 
al  francés,  y  vio  la  luz  en  París,  1890. 


XIII 

Víctor  Hug^o,  su  biografía,  su  españolismo.— Caracteres 
del  lirismo  de  Víctor  Hugo.  Es  un  poeta  verbal.  Las  tres 
maneras  de  su  lirismo  no  son  sino  dos  en  realidad.— La 
poesía  política.  Las  "Odas",  las  "Baladas",  las  "Orienta- 
les".—"La  tristeza  de  Olimpio". 


Víctor  Hugo  nació  en  Besangon,  en  1802.  Su 
familia  era  originaria  de  Lorena.  Renato,  duque 
de  Lorena,  ennobleció  a  uno  de  sus  antepasados. 
El  padre  de  Víctor  Hugo,  fué  el  general  José 
Hugo,  uno  de  los  más  adictos  a  Bonaparte,  y  que 
siguió  la  suerte  del  rey  José,  el  Intruso.  Estuvo  a 
su  lado  en  Ñapóles,  y  pasó  a  España,  cuando 
José  se  puso  la  corona  para  ser,  no  Rey  de  Espa- 
ña, si  no  un  prefecto  del  Imperio.  Cuando  la  fa- 
milia del  general  Hugo  vino  a  reunirse  con  él,  el 
niño  Víctor  fué  enviado  a  «n  colegio  que  se  en- 
contraba en  la  calle  de  San  Jorge,  a  ia  que  después 
se  ha  dado,  y  creo  ha  hecho  bien  en  dársele,  el 
nombre  de  Víctor  Hugo.  Tenía  el  niño  diez  años 
cuando  sus  padres  hubieron  de  marcharse  de  Es- 
paña, porque  no  había  en  ella  seguridad  para  los 
invasores ;  pero  llevaba  Hugo  consigo  aquella  im- 
borrable impresión  de  España,  que  tanto  influjo 
ejerció  sobre  la  formación  del  romanticismo  por 
lo  que  a  Hugo  corresponde  en  ella.  De  aquí  la 
mezcla  de  afectación  y  entusiasmo  con  que  Hugo 
habló  siempre  de  España,  trayéndola  más  o  me- 


192  E.  PARDO  BAZÁN 


nos  a  cuento  sin  cesar.  Hasta  parece  darle  cierto 
orgullo  el  decir  que  Besangon,  donde  nació,  es 
*'una  vieja  ciudad  española",  lo  cual,  entre  pa- 
réntesis, no  es  exacto;  pero  la  exactitud  no  ha 
sido  jamás  una  cualidad  de  Víctor  Hugo. 

Por  este  influjo  del  recuerdo  de  España,  del 
sentido  más  o  menos  típicamente  español  de  su 
obra,  había  que  empezar  por  este  aspecto  de  su 
biografía.  Sin  el  viaje  a  España,  hecho  realizado 
en  circunstancias  tan  dramáticas,  ni  sería  lo  mis- 
mo Víctor  Hugo,  ni  el  romanticismo  que  de  él 
procede  y  que  le  reconoció  por  jefe  de  escuela. 

Ciertamente,  si  lo  que  nos  representamos  de 
un  modo  muy  vivo  y  eficaz  es  como  si  fuese  ver- 
dadero, no  hay  cosa  más  auténtica  que  el  espa- 
ñolismo de  Víctor  Hugo.  No  importa  que,  al 
tratar  esos  asuntos  españoles  a  que  tenía  tanta 
afición,  incurra  en  errores  muy  donosos,  demos- 
trados por  el  docto  hispanófilo  Morel  Patio  en 
sus  Estudios  sobre  España.  Son  lo  de  menos  es- 
tos errores:  el  sentimiento  general  español  de 
Hugo  estaba  impregnado  de  aquella  hinchazón 
especial  y  aquel  concepto  fantástico  que  por  tanto 
tiempo  han  viciado  la  idea  que  de  España  han  he- 
cho los  franceses.  Lo  positivo  es  que  la  extraor- 
dinaria precocidad  de  Hugo,  realmente  excep- 
cional, contribuyó  a  que  la  impresión  de  España 
fuese  en  él  acaso  decisiva. 

El  Víctor  Hugo  lírico  es  menos  españolizante 
que  el  dramático  y  menos  romántico,  también. 
En  sus  comienzos,  estuvo  algo  embebido  de  cla- 
sicismo, y,  como  todos  saben,  impregnado  de  Ic- 
gitimismo  católico.  En   1822,  contando  el  poeta 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I93 

veinte  años,  vio  la  luz  el  primer  tomo  de  versos, 
las  Odas. 

Y  lo  primero  que  tenemos  que  notar,  en  esta 
como  en  las  demás  colecciones  de  poemas  de  Víc- 
tor Hugo,  es  que  su  fama  y  nombre,  enormes  des- 
de el  primer  momento,  no  fueron  nunca  el  resul- 
tado de  una  aprobación  unánime.  De  Víctor  Hu- 
go se  llegó  a  hacer,  con  el  tiempo,  un  Dios ;  pero 
un  Dios  que  suscitó  rabiosos  ateos  y  tenaces  he- 
rejes. La  herejía — continuemos  hablando  figura- 
damente— socavó  su  altar.  La  posteridad  no  ha 
empleado  un  fallo  unánime.  Y  cada  vez  se  acen- 
túa la  dureza  de  este  fallo. 

La  causa — o  por  lo  menos  una  de  las  causas — 
de  esta  diversidad  de  pareceres  respecto  de  Víc- 
tor Hugo,  es  el  apasionamiento  y  parcialidad  de 
su  Musa.  No  hablo  ahora  sino  de  su  inspiración 
lírica,  pero  en  ella,  es  donde  Hugo  dio  suelta 
a  su  pasión  violenta,  social,  política,  y  hasta  per- 
sonal. 

Ha  podido  decirse  de  él  que  estableció  su  im- 
perio en  medio  de  las  pasiones  humanas.  Pare- 
cido en  esto  al  Dante,  la  actualidad  política  le 
inspiró,  y  mientras  para  todo  lo  que  miraba  desde 
lejos  y  desde  alto  tuvo  raudales  de  benevolencia, 
hasta  de  ternura,  para  lo  que  le  afectaba  y  le  con- 
trariaba poco  o  mucho  tuvo  manantiales  de  amar- 
gura y  surtidores  de  cólera  y  de  hiél.  Los  tuvo 
también  para  personas  e  ideas  que  más  adelante 
abrazó  estrechamente,  por  ejemplo,  el  Emperador, 

Y  esta  parcialidad,  afirmada  en  tan  magnífica 
forma,  fué  lo  que  le  valió  a  Víctor  Hugo  un  pú- 
blico desbordante  de  entusiasmo,  una  fama  que 

13 


194  E.   PARDO  BAZÁN 


no  ha  tenido  igual.  En  las  razones  y  causas  de 
esa  fortuna  rápida  y  deslumbradora,  hay  una, 
sin  embargo,  que  afecta  más  directamente  a  estos 
estudios,  y  que  hasta  es  su  mismo  asunto.  El  ca- 
rácter revolucionario  del  romanticismo,  y  la  re- 
sistencia de  las  clásicos.  Víctor  Hugo  no  fué, 
bien  lo  sabemos,  el  único  romántico;  pero  fué  el 
que  pareció  representar  de  un  modo  más  signi- 
ficativo a  la  nueva  escuela.  No  se  le  atacaba  como 
poeta,  si  no  como  innovador,  y  como  innovador 
se  le  ensalzaba  también  y  empezaba  a  adorár- 
sele. 

Acaso  en  el  romanticismo  de  Hugo  no  se  vio, 
y,  en  efecto,  no  podía  verse,  un  resurgimiento  de 
las  antiguas  tradiciones  medioevales,  si  no  un 
acceso  agudo  de  españolismo  y  de  orientalismo. 

Conviene  decir  que  acaso  el  juicio  más  equita- 
tivo que  he  leído  sobre  Hugo,  respecto  a  su  pri- 
mera época,  es  acaso  el  del  clasicón  a  qui^n  trató 
de  insano  y  de  pedante :  el  historiador  de  la  lite- 
ratura francesa,  Nisard.  Nisard  le  calificó  de.  ta- 
lento lleno  de  estro  y  de  novedad  —  todas  las 
novedades  dejan  de  serlo  alguna  vez,  digo  yo — , 
cuyos  pensamientos  son  fuertes  y  atrevidos,  lle- 
nos de  colorido  y  de  elemento  pintoresco,  que 
lleva  a  veces  la  originalidad  hasta  la  extravagancia, 
la  sublimidad  al  extremo;  y  que  no  parece  que 
anda  a  su  paso  natural,  sino  en  las  alturas,  donde 
hay  amenaza  de  caída. 

Vio  también  Nisard  un  elemento  en  Víctor  Hu- 
go, y  hay  que  reconocer  que  lo  vfó  temprana- 
mente: el  servicio  prestado  a  la  lengua  francesa, 
empobrecida  por  el  clasicismo.  No  diré  que  sólo 


EL    LIRISMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I95 

a  Hugo  s€  deba  este  beneficio,  aunque  el  poeta 
sea  uno  de  los  más  activos,  y  hasta  de  los  más 
conscientes  artífices  de  la  transformación,  aun  al 
lado  de  Chateaubriand.  El  se  atribuye,  por  o^ra 
parte,  el  mérito  mayor  de  ella,  y  se  jacta  de  haber 
sido  el  primero  en  mezclar  el  azul  del  cielo  con  el 
fango  terrestre,  concediendo  iguales  derechos  a 
todas  las  palabras.  Y,  en  efecto,  Chateaubriand, 
en  su  poética  prosa,  que  casi  nos  obliga  a  contarle 
en  el  número  de  los  poetas,  demostró  los  inagota- 
bles recursos  del  idioma,  su  colorido,  su  música ; 
pero  Hugo  fué  más  osado ;  más  radical.  Las  ense- 
ñanzas y  doctrinas  de  la  Neología,  de  Lemercier, 
no  le  cayeron  en  saco  roto.  Creyó,  como  el  autor 
de  la  Panhypocrisiade,  el  catedrático  de  historia 
que  quiso  introducir  tres  mil  palabras  nuevas  e:i 
el  idioma,  y  que  indudablemente  era  hombre  de 
cierta  originalidad,    que  las   lenguas   empobreci- 
das  estorbaban  al   pensamiento,  y  entendía   que 
fijar  una  lengua  era  crucificarla.  Tempranamen- 
te, Lemercier   entendió   que  ciertas  palabras   de 
los  dialectos  y  de  las  hablas  aldeanas  debían  ser 
admitidas  en  la  lengua  general,  y  anunció  que  el 
escritor  que  lograse  hacer  adoptar  sus  neologis- 
mos,  legislaría  sobre   el  idioma.   Chateaubriand, 
sin  anunciar  nada,  hizo  innovación  en  la  sintaxis 
y  dio  a  la  prosa  poética  un  vuelo  desconocido. 
Su  estilo  era  también   nuevo,  y  es  bien  sabido 
que  no  era  innovador   sólo   en  el  idioma.   Pero 
el  poder  de  Víctor  Hugo  sobre  las  palabras,  ese 
modo  de  dominar,  como  un  conquistador  impla- 
cable, la  lengua,  lo  demostró  desde  los  primeros 
momentos   de    su   producción    literaria,  y    como 


196  E.   PARDO   BAZÁN 


poeta  lírico,  aunque  haya  distancia  entre  las  Odas 
y  los  Castigos.  Conviene  notar  que  Víctor  Hugo 
se  sirvió  de  todas  las  palabras,  no  sólo  popula- 
res, sin>  pedantescas  y  gongorinas,  y  retorció  la 
frase  y  el  giro  con  la  maestría  violenta  de  un 
Quevedo,  no  conservando  la  nobleza  caballeresca 
de  un  Zorrilla;  y  nombro  a  Zorrilla  y  a  Que- 
vedo, porque,  entre  nosotros,  y  sin  exceptuar  al 
extraño  Torres  Villarroel,  son  de  los  grandes 
innovadores  y  ahondadores  del  idioma. 

Como  condición  preferente  de  la  lírica  de  Hugo, 
y  hasta  de  su  poesía  lírica,  debemos  notar  que, 
propiamente  hablando,  no  es  lÍTÍca,  en  el  sentido 
en  que  el  lirismo  romántico  puede  definirse,  y  ha 
sido  considerado.  Víctor  Hugo  es  un  poeta  inte- 
rior, y  no  pertenece  al  número  de  los  sublimes  in- 
conscientes que  sólo  refieren  la  historia  de  su  alma, 
y  que,  si  no  tuviesen  que  contarla,  nada  contarían. 
Es  la  vida  externa,  el  ambiente,  el  siglo  en  que 
vive,  las  circunstancias  que  le  rodean,  lo  que  dic- 
ta su  inspiración,  tanto  más  vigorosa  cuanto  más 
venida  de  fuera.  Eco  sonoro,  según  él  mismo 
dice ;  alma  de  cristal,  que  centellea  y  vibra,  co- 
locada en  el  centro  de  todo,  gran  campana  que 
ha  menester  que  alguien  la  ponga  en  movimiento, 
tal  fué  Víctor  Hugo,  desde  la  Oda  a  las  Vírgenes 
de  Verdún,  hasta  los  Castigos. 

Falta  por  eso  a  su  poesía  algo  de  recogimiento, 
de  delicadeza,  de  intimidad,  y  sólo  en  contados 
casos,  respiran  sus  sentimientos  profundos  y  per- 
sonales en  sus  versos.  Por  esta  condición  de  re- 
cibir y  devolver  en  espléndida  forma  la  excita- 
ción que  recibe  de  lo  que  le  rodea  o  de  lo  que 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         I97 


le  €S  contemporáneo  (hay  que  fijarse  en  que  Víc- 
tor Hugo  no  tiene  nada  de  tradicional,  nada  que 
evoque  el  pasado,  y  sus  personajes  de  cota  de 
malla  o  de  trusa,  excepto  quizá  en  Nuestra  Se- 
ñora de  París,  son  nombres  de  hoy,  o  mejor  di- 
cho, son  portavoces  del  autor),  por  esta  condición, 
digo,  de  casa  con  tantas  puertas  y  ventanas,  que 
todos  entran  en  ella  libremente,  no  pediremos  a 
Víctor  Hugo  honduras  psicológicas:  nos  conten- 
taremos con  que  nos  deslumbre  su  verbalismo. 
Quisiera,  para  expresar  mejor  cómo  entiendo  es- 
ta condición  de  Víctor  Hugo,  compararle  a  otro 
poeta  lírico;  y  será  San  Juan  de  la  Cruz.  Pen- 
sad de  dónde  viene  la  poesía  de  San  Juan  de  la 
Cruz;  qué  ardiente  hoguera,  qué  mundo  inter- 
no vemos  en  esa  alma.  Y  ved  cómo  Víctor  Hugo 
es,  ante  todo,  un  gran  poeta  verbal.  Lo  que  se 
puede  hacer  con  la  palabra,  sin  llegar  al  foco  del 
sentir,  lo  veréis  en  Víctor  Hugo,  con  una  fuerza, 
una  energía,  una  riqueza  de  vocabulario,  un  sen- 
sualismo y  un  color  fuerte  y  hondo  vigoroso,  re- 
tórica llena  de  magia. 

Para  venir  a  la  primera  manera  de  Víctor  Hugo 
en  la  poesía  lírica,  como  quiera  que  es  copiosa, 
tendré  que  elegir  lo  que  me  parezca  típico  y  li- 
mitarme a  ello.  En  la  obra  de  todo  poeta  lírico 
hay  que  proceder  así :  son  algunas  composiciones 
las  que  marcan  huella.  Y,  ante  todo,  sepamos  qué 
es  lo  que  entiendo  por  qué  corresponde  a  la  pri- 
mera materia  de  Víctor  Hugo  en  la  poesía  lírica. 
Son,  a  mi  ver,  las  obras,  colecciones  de  poesías 
que  publicó  desde  1822  hasta  1835.  Comprenden 
las  Odas,  dos  tomos,  con  intervalo  de  dos  años; 


19^  E.   PARDO   BAZÁN 

las  Odas  y  Baladas,  otros  dos  años  después ;  las 
Orientales;  las  Hojas  de  otoño,  publicadas  un  año 
después  del  estreno  de  Hernani,  y,  por  último,  los 
Cantos  del  Crepúsculo.  Podemos  referir  también 
a  su  primera  manera  Las  voces  interiores  y  Rayos 
y  Sombras. 

Aunque  suele  decirse  que  Víctor  Hugo  tuvo  tres 
maneras  diferentes  en  su  lirismo,  yo  diría  que  no 
tuvo  sino  dos,  siendo  la  tercera,  no  tanto  la  trans- 
formación, sino  la  decadencia  de  la  anterior,  como 
fruto  de  senilidad  y  de  amaneramiento  ya  irreme- 
diable. 

En  la  primera,  puede  afirmarse  que  está  a  la 
altura  de  los  poetas  más  grandes  de  su  época,  y 
si  no  les  sobrepuja,  porque  entre  ellos  se  cuen- 
tan Lamartine  y  Vigny,  importa  que  haya- sufrido 
la  influencia  de  algunos  de  ellos,  como  de  los  Poe- 
mas antiguos,  de  Vigny,  y  las  Meditaciones,  de 
Lamartine.  No  hay  quien  no  sufra  influencias,  y, 
por  la  misma  generalidad  del  fenómeno,  no  hay 
que  extrañar  si  Víctor  Hugo,  en  sus  primeras 
obras,  no  se  muestra  tan  original  como  en  las 
que  siguen;  es  decir,  que  no  es  áueño  de  la  ple- 
nitud de  su  inspiración.  Aunque  la  edad  de  la 
poesía  parezca  la  de  los  veinte  años,  rara  vez 
se  llega  a  ella  antes  de  la  edad  viril,  nell  mezzo 
del  camin  di  nostra  znta.  La  edad  a  la  cual  Víctor 
Hugo  publicó  sus  primeros  volúmenes  de  poesías, 
es  la  de  las  admiraciones  y,  por  consecuencia,  de 
las  imitaciones. 

Lo  primero  que  canta  Víctor  Hugo  en  sus 
Odas,  es  la  religión  y  la  monarquía,  sin  la  cual  la 
poesía  no  se  concibe,  son  sus  palabras.  Y  el  ro- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         I99 

manticismo,  como  escuela  y  teoría,  no  se  deja  ver 
en  tales  versos,  semejantes  a  los  de  Lebrun.  Lu- 
cha todavía  con  la  tradición  clásica  y  no  acierta  a 
desenvolverse  de  ella.  Con  sobrada  y  extravagante 
violencia  se  desenvolvió  luego,  al  contarnos  la  his- 
toria insensata  del  antropoide  Han  de  Islandia. 

Las  primeras  Odas,  realmente,  no  son  sino  po- 
litíca  sentimental;  y  sentimental  las  más  veces, 
sigue  siendo,  a  decir  verdad,  la  mayor  parte  de 
la  política  poética  de  Víctor  Hugo.  Cantó,  en 
versos  rotundos  y  valientes,  con  notas  de  bellas 
imágenes  y  briosas  estrofas,  a  las  vírgenes  de 
Verdún,  guillotinadas  por  haber  presentado  fío- 
res  a  los  prusianos  (cómo  cambia  el  tiempo),  al 
niño  del  Temple,  a  la  muerte  del  Duque  de  Be- 
rry,  al  bautizo  del  Duque  de  Burdeos,  aquel  niño 
del  milagro,  que  luego  fué  Enrique  V;  y  ana- 
tematizó —  ensayándose  en  el  aiste  de  anatema- 
tizar, en  que  fué  siempre  maestro  —  al  que  en- 
tonces llamó  Bonaparte.  ¿  Qué  episodio  político  no 
habrá  cantado  el  joven  vate?  La  expedición  de 
los  Cien  mil  hijos  de  San  Luis  a  España;  el  caso, 
muy  dudoso  como  autenticidad,  del  vaso  de  san- 
gre de  la  señorita  de  Sombreuil ;  la  consagración 
de  Carlos  X ;  y,  sin  salir  de  estas  mismas  Odas, 
pero  habiendo  transcurrido  de  cinco  a  seis  o  siete 
años,  viene  la  conversión  al  bonapartismo,  con  la 
Oda  a  la  Columna,  a  la  cual  tantos  versos  pa- 
trióticos y  bélicos  habían  de  seguir. 

En  la  siguiente  colección  de  Odas,  la  política  se 
eclipsa  un  momento,  y  se  inicia,  con  la  Oda  titu- 
lada El  poeta,  en  la  que  palpita  una  de  las  ideas 
que  más  frecuentemente  se  ha  dilatado  en  ex- 


200  E.   PARDO  BAZÁN 


poner  el  autor :  la  de  la  misión  providencial  del 
poeta,  del  cual  dice  en  la  última  estrofa  que  "los 
pueblos  le  rodean  prosternados,  el  rayo  le  co- 
rona, y  todo  un  Dios  va  en  su  frente".  Y,  en 
efecto,  tal  papel  creyó  siempre  desempeñarlo  Víc- 
tor Hugo. 

Las  Baladas  son  un  juego  imaginativo  y  un 
ejercicio  de  rimador  ya  dueño  de  los  secretos  de 
su  arte.  Metros  olvidados,  arcaicos,  resucitaron 
en  la  Casa  del  Burgrave,  en  el  Paso  de  armas  del 
Rey  Juan.  Y,  por  cierto,  que  es  en  las  mismas  Ba- 
ladas donde  se  encuentra  lo  gracioso  del  relato 
españolista  de  Doña  Padilla  del  Flor  con  su  gra- 
cioso y  castizo  estribillo:  "Niñas,  que  pasan  los 
bueyes;  esconded  vuestros  delantales  rojos". 

Con  las  Orientales,  viene  un  nuevo  aspecto  de 
la  inspiración  del  poeta.  Son,  sin  duda,  estos  poe- 
mas fruto  de  las  circunstancias  exteriores,  de  los 
sucesos,  de  las  grandes  corrientes  de  opinión.  Su- 
cede siempre  lo  mismo  en  la  poesía  de  Hugo.  Lord 
Byron  había  muerto  cinco  años  antes,  en  Grecia, 
dedicado  a  defender  la  causa  de  un  pueblo  que 
quería  redimirse  de  la  tiranía  de  los  turcos ;  y  el 
filohelenismo,  que  fué  en  Francia  una  moda  ade- 
más de  una  tendencia,  y  suscitó  hondas  simpatías, 
más  o  menos  sinceras,  como  en  tales  casos  suce- 
de, produjo,  entre  otras  manifestaciones,  este  li- 
bro interesantísimo  desde  el  punto  de  vista  del  ar- 
te. Parecen  sólo  una  colección  de  acuarelas  de 
vivo  colorido,  pero  son  verdaderamente,  como  en- 
señó el  propio  Víctor  Hugo,  la  realización  del  ca- 
rácter de  la  belleza  por  medio  del  carácter." Y  ¿qué 
es  el  carácter,  palabra  de  la  cual  tanto  se  abusa? 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         201 

Todo  el  mundo  cree  saber  lo  que  entiende  por  ca- 
rácter, y  oímos  decir  que  tiene  carácter  un  cuadro 
y  una  romeria,  una  pared  vieja  y  un  plato  regio- 
nal. Y  parece  que  a  la  idea  de  carácter  va  unida  la 
de  autenticidad  histórica  del  objeto  o  de  la  cos- 
tumbre, y  que  el  carácter  es  una  especie  de  docu- 
mento que  revela  lo  genuino  de  las  cosas.  Ahora 
bien,  el  carácter  y  el  color  de  los  románticos,  no  lo 
ignoramos,  han  sido  muchas  veces  la  terrible  aven- 
tura de  espectros  de  doña  Padilla  del  Flor,  o  la 
Andaluza  de  Barcelona,  de  otro  poeta  no  menos 
ilustre,  aunque  no  tan  grandioso  como  Víctor 
Hugo.  ¿Por  qué  encontramos  en  las  Orientales 
carácter,  a  pesar  de  las  licencias,  de  no  haber  cosa 
menos  auténtica  que  su  Alicante  lleno  de  minare- 
tes ni,  probablemente,  más  fantástica  que  su  bajá 
inconsolable  por  que  se  le  ha  muerto  su  tigre  de 
Nubia?  Sucede  con  esto,  cuando  es  un  gran  poe- 
ta el  que  desarrolla  un  tema,  algo  semejante  a  lo 
que  pasa  con  las  tablas  de  los  primitivos:  abun- 
dan en  anacronismos,  no  responden  a  la  realidad 
y,  sin  embargo,  el  sentimiento  que  comunican  es 
hondo  y  está  en  armonía  con  el  asunto,  y  hasta, 
por  momentos,  nos  hace  olvidar  lo  que  pudieron 
ser  aquellas  escenas,  vistas  según  un  escueto  ve- 
rismo. Lo  que  en  las  Orientales  es  bello,  hace  ol- 
vidar, le  llega,  por  el  camino  de  los  sentidos,  al 
alma.  Tal  ocurre  con  la  hermosa  composición  ti- 
tulada Las  cabezas  del  Serrallo.  No  importa  que 
jamás  hayan  coronado  seis  mil  cabezas  cortadas 
las  almenas  y  las  terrazas  llenas  de  rosas  y  jazmi- 
nes en  flor  del  Serrallo  turco.  El  cuadro,  por  in- 
ventado, no  es  menos  trágicamente  hermoso. 


202  E.   PARDO   BAZAN 


Como  tipo  de  sentimiento  lírico  y  de  conver- 
sión de  un  tema  general  en  algo  propio  y  perso- 
nal, se  toma  siempre  La  tristeza  de  Olimpio,  con- 
tenida en  la  colección  titulada  Rayos  y  Sombras. 
Olimpio  es  el  mismo  poeta,  el  que  en  Las  Voces 
interiores  se  presenta  como  combatido  por  la  en- 
vidia, la  ironía  y  la  calumnia,  y  no  osando  acer- 
carse a  una  bella  mujer  que  ha  impresionado  su 
alma,  "porque  el  barril  de  pólvora  teme  a  la  chis- 
pa de  lumbre".  La  Tristeza  de  Olimpio  no  es,  en 
el  fondo,  sino  la  repetición  de  un  tema  mil  veces 
cantado  por  los  poetas:  la  rapidez  del  paso  del 
tiempo,  la  melancolía  de  que  todo  pase  y  se  borre, 
y  de  nuestras  más  hondas  emociones  y  nuestros 
mayores  sufrimientos  no  quede  nada,  más  que, 
tal  vez,  la  fisonomía  de  los  lugares  donde  se  des- 
arrollaron. El  olvido  de  la  naturaleza,  la  indife- 
rencia del  paisaje  y  la  casa  y  el  jardín  que  llenaba 
y  cómo  transformaba  el  amor  y  hoy  sólo  anima, 
dolorosamente  el  recuerdo... 

Y,  en  bella  imagen,  nos  lo  dice  el  poeta:  "To- 
das las  pasiones  se  alejan  con  la  edad,  unas  lle- 
vándose su  máscara  y  las  otras  su  cuchillo,  como 
enjambre  cantarín  de  histriones  trashumantes, 
cuyo  grupo  vemos  decrecer  detrás  de  la  loma"... 

La  tristeza  de  Olimpio  no  proviene  de  que  la 
naturaleza  olvide,  sino  de  otra  melancolía  más 
vehemente  aún:  de  que  el  mismo  Olimpio  pueda 
olvidar,  perdiendo  lo  mejor  de  su  yo.  Y  esto  lo 
dijeron  no  pocos  poetas  románticos,  emp>ezando 
por  Musset,  cuando  confiesa  que  el  mal  de  que 
tanto  ha  sufrido  desapareció  como  un  sueño;  y 
es  un  tema  que  se  remonta  a  Horacio,  por  lo  me- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESIA    FRANCESA         203 

nos,  y  que  el  Tasso  desarrolló  con  encantadora 
brevedad ;  pero  nadie  lo  ha  desenvuelto  de  modo 
tan  penetrante,  en  forma  tan  perfecta,  que  hacen 
de  la  Tristeza  de  Olimpio  una  de  las  poesías  que 
no  morirán  nunca,  pues  es  una  de  las  más  bellas 
de  su  autor,  libre  de  ampulosidades,  hinchazones 
y  estilo  declamatorio. 


XIV 

Razones  para  ocuparse  de  escritores  y  obras  que  no  son 
de  primera  línea.— Esteban  Senancour;  su  biografía,  su 
carácter  melancólico.  Su  novela  "Obermann".  Examen  de 
la  obra  y  de  sus  tendencias.— Benjamín  Constant,  "Adol- 
fo". Examen  de  la  obra.— Bibliografía. 


Voy  a  hablar  ahora  de  dos  obras  y  dos  autores, 
que  no  tuvieron,  fuera  de  Francia,  resonancia 
grande.  El  público  español,  en  general,  no  les  ha 
concedido  importancia,  ni  ha  modelado  su  espíri- 
tu en  el  de  ellos,  como  no  dejó  de  modelarlo  en 
el  de  otros  escritores  de  fama  estruendosa  y  uni- 
versal. Las  románticas  de  provincias,  lectoras  in- 
saciables, los  estudiantes  golosos  y  sedientos  de 
novedades  de  lectura,  pudieron,  hacia  1830,  prac- 
ticar la  devoción  de  Víctor  Hugo,  Chateaubriand 
y  Alfredo  de  Musset;  pero  tal  vez  ni  de  nombre 
conocieron  a  Senancour  y  a  Benjamín  Constant. 

Hay  escritores  que  imprimen  huella  profunda 
en  su  siglo;  y  la  fama  de  éstos  se  propaga  hasta 
más  allá  de  los  límites  de  su  suelo  patrio,  y  ejer- 
ce una  influencia  europea  y  mundial.  No  son  ne- 
cesariamente estos  escritores  que  tanto  consiguen 
los  que  luego  la  crítica,  ya  depurada,  coloca  en 
el  más  alto  lugar:  y  para  ejemplo,  citaré  a  Ale- 
jandro Dumas,  padre,  que  fué  sin  duda,  en  sn 
época,  tan  famoso  como  pudiera  serlo  el  que  más, 


206  E.   PARDO  BAZÁN 

y  posteriormente  se  ha  visto  relegado  tal  vez  a 
un  puesto  inferior  a  sus  merecimientos.  Y  en  cam- 
bio hay  otros  escritores  que,  a  pesar  de  las  revi- 
siones de  la  critica,  no  llegan  nunca  a  parecer  as- 
tros de  primera  magnitud  en  el  firmamento  litera- 
rio. A  los  dos  que  son  ahora  asunto  de  mi  es- 
tudio, les  ha  sucedido  eso. 

Y  entonces,  se  me  preguntará,  ¿por  que  otor- 
garles igual  atención  que  a  los  astros  que  más 
resplandecen?  En  mi,  sobre  todo,  podrá  esto  pa- 
recer una  inconsecuencia,  pues  siempre  que  he 
tenido  ocasión  de  opinar  sobre  lo  que  debe  hacer- 
se en  crítica,  en  buena  historia  literaria,  he  repro- 
bado el  sistema  de  detenerse  en  el  examen  o  si- 
quiera en  la  referencia  de  los  autores  secundarios 
y  de  las  obras  que  no  han  de  dejar  rastro  alguno. 
He  afirmado  que  lo  que  caía  en  olvido,  caía  casi 
siempre  con  razón,  y  que  en  literatura,  igual  que 
en  historia,  el  derecho  nace,  positivamente,  de  la 
fuerza,  cualesquiera  que  sean  las  teorías  y  con- 
vicciones generosas  que  se  opongan  a  esta  máxi- 
ma. He  entendido  que  con  pocos  nombres,  si  esos 
nombres  responden  a  tendencias  bien  caracteri- 
zadas de  un  momento  literario,  puede  hacerse,  y 
aun  debe,  el  estudio  de  tal  momento.  Hay  para 
ello,  por  otra  parte,  una  causa :  y  es  que  cada  día 
crece  el  número  de  autores  y  de  obras,  en  aterra- 
doras proporciones,  y  ni  aun  limitándose  a  un 
índice  caben  en  libro.  La  selección  se  impone  fa- 
talmente, v^i  en  un  estudio  parcial,  o  en  una  sabia 
monograf'a.  puede  apurarse  el  contenido  de  un 
aspecto  literario,  en  la  historia  literaria  propia- 
mente dicha  no  cabe  hacerlo,  a  menos  que  se  dis- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        207 

ponga  de  un  número  ilimitado  de  volúmenes,  y 
aun  así,  seria  grave  el  inconveniente  de  recargar 
la  memoria  del  lector  con  el  peso  de  tanto  nom- 
bre y  de  tanta  obra,  cuando  lo  único  que  le  inte- 
resa son  las  corrientes  poderosas  y  los  textos  ver- 
daderamente representativos. 

En  el  asunto  de  mi  libro  tampoco  quiero  com- 
prender sino  lo  que  algo  significa,  y  lo  que  con  él 
efectivamente  se  relaciona:  y  debo  repetir,  de 
cuando  en  cuando,  que  no  se  relaciona  con  mi  li- 
bro sino  lo  que  corresponde  al  lirismo.  Tengo  pu- 
blicados tres  volúmenes  sobre  historia  literaria 
francesa,  con  carácter  general  y  abarcando  to- 
dos los  géneros  y  todas  las  tendencias. 

Al  limitarme  ahora  al  estudio  del  lirismo,  ha 
cambiado,  forzosamente,  mi  punto  de  vista  y 
apartándose  del  conjunto,  en  que  se  disemina  la 
idea,  se  ha  concretado  a  las  representaciones  de 
ese  lirismo,  en  los  géneros  donde  encontró  molde 
más  o  menos  adecuado.  Y,  mirados  así,  son  do- 
cumentos de  significación,  obras  que  han  abier- 
to extraordinario  surco,  aunque  hayan  tenido  su 
hora  de  celebridad.  Son  documentos  de  significa- 
ción, porque,  aun  cuando  no  hayan  sido  causa  de 
determinados  fenómenos  de  conciencia  sentimental 
y  moral,  responden  a  ellos,  vienen  de  la  difusión 
de  esos  fenómenos  en  una  o  varias  generaciones. 
Por  eso  se  emplea,  apropósito  de  tales  obras,  las 
palabras  testimonio  y  documento :  porque  posicio- 
nes del  alma  colectiva,  que  no  habrían  encontrado 
manera  de  atestiguarse  y  acaso  ni  sabríamos  que 
hubiesen  existido,  constan  en  esos  libros,  y  se  apa- 
recen, y  se  comprueban,  como  pudiera  compro- 


208  E.  PARDO  BAZÁN 


barse,  en  una  clínica,  la  invasión  de  un  mal  que 
no  se  sospechaba. 

Porque,  lo  iremos  viendo  al  avanzar  en  la  ma- 
teria tratada,  la  explosión  del  lirismo  tuvo  carac- 
teres morbosos,  en  lo  moral.  Esto  resalta  ya  de 
algunos  de  los  estudios  reunidos  aquí,  y  resal- 
taba también  en  el  tomo  titulado  El  romanticismo, 
donde  asenté  que  la  literatura  moderna,  en  Fran- 
cia, se  podía  llamar  un  bello  caso  clínico.  Debí 
añadir  que  mucho  de  ese  carácter  morboso  tenía 
también  en  otras  naciones,  al  menos  en  determi- 
nados escritores,  influidos  por  el  movimiento  que 
arranca  de  Werther  y  de  Rousseau.  Es  tentador, 
para  la  crítica,  el  reseñar  una  serie  de  fenómenos 
tan  coherentes,  tan  estrechamente  enlazados,  como 
éstos  que  van  sucediéndose  en  el  desarrollo  de  la 
literatura  moderna,  de  la  que  nace  a  fines  del  si- 
glo XVIII.  Tal  vez  hemos  llegado  al  momento  en 
que  el  lirismo  cede  el  paso  a  la  literatura  objetiva 
y  de  acción.  Difícil  será  que  esta  literatura,  que 
apenas  vislumbramos,  compita  en  fertilidad,  va- 
riedad, riqueza  y  fuerza  sentimental  con  la  que 
viene  a  sustituir. 

Quise  explicar  esto  antes  de  entrar  en  el  texto 
de  este  estudio,  para  que  se  comprenda  por  qué 
hablo  de  dos  autores  que,  lo  repito,  apenas  han 
traspasado  los  Pirineos,  y  que  no  son,  ni  aun  en 
Francia,  de  primera  línea. 

Esteban  de  Senancour,  autor  de  Obermann,  vi- 
vió su  n-o  corta  vida  en  plena  época  romántica. 
Pudo  ver  la  aurora  y  el  ocaso  de  la  escuela.  Na- 
ció en  1770  y  murió  en  1846. 

Su  padre  quiso  que  se  ordenase  de  sacerdote; 


Elv    LIRISMO    EN    LA    poesía    FRANCESA         209 


y,  no  teniendo  vocación,  huyó  y  se  ocultó  en  Sui- 
za. Poco  después  se  casó,  enviudó,  volvió  a  París, 
en  la  época  del  Directorio,  y  vivió  solitario  en  la 
gran  ciudad  donde  había  nacido.  Allí  escribió  to- 
das sus  obras,  hoy  bastante  olvidadas,  excepto 
una ;  y  murió  obscuramente  y  casi  en  la  miseria. 
La  biografía  es  breve,  y  además,  carece  de  interés 
y  de  acción  dramática. 

Para  comprender  la  génesis  de  Obermann,  la 
novela  de  Senancour  que  hoy  le  salva  de  la  obs- 
curidad que  hubiese  envuelto  su  nombre,  hay  que 
saber  que  Senancour  fué  un  melancólico  de  naci- 
miento, y  no  un  melancólico  tempestuoso  y  pasio- 
nal, como  Chateaubriand,  sino  un  melancólico 
aburrido.  Fué  además  un  discípulo  de  Juan  Jaco- 
bo,  y  un  lírico  de  la  Naturaleza,  y  un  gran  paisa- 
jista, de  los  que  pudieran  afirmar  que  un  paisaje 
es  un  estado  de  alma.  En  las  magníficas  perspec- 
tivas de  Suiza,  puso  la  desolación  de  la  suya,  vien- 
do en  aquellas  montañas  imponentes  testimonio 
de  las  ciegas  fuerzas  naturales,  que  abruman  al 
hombre. 

El  héroe  de  Senancour,  el  tipo  lírico  en  que  se 
ha  expresado  a  si  propio,  es  un  soñador  que  pasea 
entre  neveras  y  ventisqueros  su  eterno  fastidio  y 
lo  exhala  en  cartas  dirigidas  a  un  amigo,  que  no 
le  contesta  nunca.  Todo  en  estas  cartas  de  Ober- 
mann es  sordo,  apagado,  brumoso  como  la  Natu- 
raleza huraña  que  le  rodea;  todo  respira,  no  la 
desesperación,  sino  la  desesperanza,  una  situación 
moral  fúnebre,  quieta  y  profundísima.  A  los  vein- 
te años,  Obermann  tiene  la  desgracia  de  no  poder 
ser  joven.  No  ha  sido  joven  nunca,  y,  al  nacer,  su 


210  E.   PARDO  BAZAN 

alma  era  ya  como  si  hubiese  habitado  en  un  cuer- 
po viejo,  usado  y  exhausto  por  mil  cansancios  an- 
teriores. El  alma  vieja  de  Obermann  no  posee  ni 
aun  ese  elemento  de  felicidad  que  aprovechan  y 
disfrutan  bastantes  viejos:  una  calma  desengaña- 
da y  al  abrigo  de  las  pasiones.  El  sentimiento  del 
aborto  del  genio,  del  malograrse  en  todo,  del  fra- 
caso de  la  existencia  entera,  aumenta  la  tristeza 
obscura  de  Obermann,  tan  distinta  de  la  brillante 
altanería  tristona  de  Rene.  Según  Sainte  Beuve, 
el  verdadero  Rene  fué  Obermann ;  pero,  a  lo  que 
se  me  alcanza,  es  mucha  la  diferencia  entre  am- 
bos héroes  para  que  se  les  pueda  identificar,  y 
Rene  tiene  muy  marcadas  las  orgullosas  lineas  de 
su  fisonomía  romántica,  para  que  personaje  nin- 
guno diga  más  verdad  que  él  respecto  a  un  mo- 
mento dado  de  la  evolución. 

Por  ahí  rara  vez  encontraríamos  a  Rene,  pero 
todos  conocemos  el  tipo  de  Obermann.  Obermann 
es  semejante  a  muchos  señores  contemporáneos 
que,  sin  saberlo,  sufren  el  tedio  romántico,  den- 
tro de  un  carácter  burgués.  Abundan  más  de  la 
cuenta  los  que  dentro  de  un  cuerpo  de  no  muchos 
años  llevan  un  alma  gastada  y  sin  vigor  para 
afrontar  las  cargas,  deberes  y  problemas  de  la 
vida.  Son  inútiles,  a  menos  que,  como  Obermann, 
cultiven  el  ensueño,  y  de  ese  ensueño  hagan  ma- 
teria de  arte.  Pero  acaso  ha  pasado  la  hora  en  que 
'el  arte  nazca  de  las  modificaciones  de  la  sensibi- 
lidad, y  menos  de  la  sensibilidad  morbosa.  Con 
todo,  el  mal  del  tedio,  debe  de  ser  en  la  huma- 
nidad muy  antiguo,  pero  el  romanticismo  lo  trajo 
al  arte,  y,  al  analizarlo,  lo  hizo  contagioso.  Si  ni 


El  lirismo  en  IvA  pojísia  francesa      211 

hoy  ni  nunca  s€  vieron  muchos  Renes,  en  el  piso 
tercero  de  nuestras  casas  puede  haber  Obermanes, 
que  sacan  al  sol  su  fastidio  y  la  decrepitud  moral 
de  su  espíritu,  si  no  entre  los  glaciares  de  Suiza, 
por  Recoletos. 

Y  son  también  innumerables  los  que,  sintiendo 
la  conciencia  de  su  valer,  o  creyendo  sentirla,  que, 
para  el  caso  es  lo  mismo,  comprenden  también 
que  ese  valer  no  es  aprovechable  en  cosa  alguna, 
y  que  están  predestinados  a  no  realizar  nada,  a 
no  salir  de  un  surco  monótono,  prolongado  hasta 
lo  infinito.  No  es  una  decepción  concreta  y  posi- 
tiva lo  que  ensombrece  esas  almas,  sino  una  de- 
cepción general,  el  fracaso  descontado  de  ante- 
mano, en  todos  los  terrenos,  por  lo  cual  ni  aun 
intentan  pisarlos. 

El  aspirar  a  algo  concreto  sería  ya  la  salva- 
ción para  Obermann.  Las  dispersas  fuerzas  de 
su  alma  se  concentrarían,  y  crearían  ese  estado 
moral,  acaso  el  más  dichoso,  en  que  se  tiende  con 
la  voluntad  a  un  objeto,  y  la  tensión  no  permite 
aburrirse.  Pero  justamente  el  obermanismo  es  otra 
cosa:  es  tal  vez  la  falta  del  supremo  resorte  de 
la  voluntad,  en  un  hombre  que,  por  confesión 
propia,  ni  sabe  lo  que  es,  ni  lo  que  prefiere,  que 
gime  sin  causa,  que  desea  sin  objeto,  subraye- 
mos, y  que  sólo  ve  que  no  está  en  su  lugar,  y  que 
se  arrastra  en  el  vacío,  en  infinito  desorden  de 
tedios  variados. 

Jorge  Sand,  que  no  es  una  autoridad  en  crí- 
tica, pero  que  por  la  viveza  de  su  sentir  aprecia 
bien  ciertos  matices,  ha  escrito,  a  propósito  de 
Obermann,  un  párrafo  precioso,  que  pudiera  ser- 


212  E.  PARDO  BAZAN 


vir  de  lema  a  este  capítulo.  Dice  la  insigne  nove- 
lista: "Si  el  relato  de  las  guerras,  empresas  y  pa- 
siones humanas  ha  tenido  siempre  el  privilegio  de 
cautivar  la  atención  de  la  mayoría,  si  el  lado  épi- 
co de  toda  literatura  es  aún  hoy  el  más  popular, 
también  es  cierto  que,  para  las  almas  profundas 
y  soñadoras  y  para  las  inteligencias  reflexivas  y 
delicadas,  los  poemas  más  importantes  y  precio- 
sos son  los  que  nos  revelan  los  sufrimientos  ínti- 
mos del  alma  humana,  descartados  del  esplendor 
y  variedad  de  los  acontecimientos  exteriores.  Es- 
tas raras  y  austeras  producciones  tienen  quizá 
mayor  importancia  que  los  mismos  hechos  de  la 
historia,  para  el  estudio  de  la  psicología  al  través 
del  movimiento  de  las  edades...  Y,  sin  embargo, 
esas  monodias  misteriosas  y  severas  en  que  todas 
las  grandezas  y  todas  las  miserias  humanas  se 
confiesan  y  se  muestran  sin  velos,  como  para  ali- 
viarse, lanzadas  fuera  de  sí  mismas,  a  veces,  con- 
cebidas en  la  sombra  de  la  celda,  o  en  el  silencio 
campestre,  suelen  pasar  inadvertidas  entre  las  pro- 
ducciones contemporáneas.  Tal  fué  la  suerte  de 
Obermann." 

No  es  posible  establecer  mejor  la  división  de 
las  dos  corrientes,  ni  abogar  de  más  eficaz  ma- 
nera por  la  literatura  íntima  y  psicológica.  Tam 
poco  cabe  más  cumplida  clasificación  de  los  gran- 
des dolores  morales,  que  son  fuente  de  esta  lite- 
ratura. Hay — dice  Jorge  Sand — la  pasión  con- 
trariada en  su  desarrollo,  es  decir,  la  lucha  del 
hombre  contra  las  cosas;  el  sentimiento  de  facul- 
tades superiores,  sin  voluntad  para  realizarlas ;  y, 
por  último,  el  sentimiento  de  facultades  incom- 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      213 

pletas,  claro,  evidente,  irrecusable,  asiduo,  reco- 
cido: estos  tres  órdenes  de  sufrimiento  pueátn 
explicarse  y  resumirse  en  estos  tres  nombres: 
Werther,  Rene,  Obermann. 

Con  igual  lucidez  ve  Jorge  Sand  la  capital  dife- 
rencia entre  Werther  y  los  otros  dos  tipos  líri- 
cos, nacidos  en  Francia.  Werther  pertenece  a  la 
vida  activa  del  alma ;  responde  al  amor,  que  como 
mal  moral,  ha  podido  ser  observado  desde  los  pri- 
meros siglos  de  la  humana  historia.  Pero  los  otros 
sufrimientos,  el  de  Rene,  el  de  Obermann,  no 
han  podido  nacer  sino  en  una  avanzada  civiliza- 
ción. Y  la  diferencia  entre  el  sufrimiento  de  Ober- 
mann y  el  de  Rene,  es  que  Rene  significa  el  genio 
sin  voluntad,  y  Obermann,  la  elevación  moral  sin 
genio,  la  sensibilidad  enfermiza,  monstruosamen- 
te aislada  por  falta  de  una  voluntad  ávida  de  ac- 
ción. Rene  dice:  "Si  pudiese  querer,  podría  ha- 
cer." Y  Obermann  dice:  "¿De  qué  me  sirve  que- 
rer? Yo  no  podría." 

Todo  lo  que  voy  transcribiendo  del  perspicacísi- 
mo estudio  de  Jorge  Sand,  que  está  fechado  en 
1833,  ^^  el  momento  de  la  reimpresión  del  semi- 
olvidado  Obermann,  con  prólogo  de  Sainte  Beti- 
ve ;  ocasión  eri  que  empezó  a  ser  célebre  por  esta 
obra  su  autor.  Antes,  bajo  el  Imperio,  en  1804, 
cuando  la  novela  vio  la  luz,  no  se  pensaba  sinc  en 
glorias  militares  y  energías  de  acción.  Por  bas- 
tante tiempo,  el  extraño  libro  permaneció  en  la 
penumbra.  Hacia  1830,  habiendo  cambiado  los 
tiempos.  Obermann  respondió  al  espíritu  de  la 
época.  Obermann  era,  dice  Jorge  Sand :  "la  duda, 
y  la  duda  había  cundido;  pues  nuestra  época  se 


214  ^-  PARDO  BAZÁN 


distingue  por  la  gran  multiplicidad  de  enferme- 
dades morales,  hasta  ha  poco  inobservadas,  desde 
hoy  contagiosas  y  mortiferas". 

Estas  palabras  exactas  son  de  mayor  valor  en 
boca  de  la  autora  de  Lelia.  Son  la  severa  conde- 
nación del  lirismo,  hecha  por  el  temperamento 
más  lírico  de  cuantos  crió  Francia.  Hoy,  aun  los 
más  enamorados  de  la  diversidad,  del  estudio  del 
alma  humana  hasta  en  sus  enferm.edades  dolo- 
rosas,  tendemos  a  vivir  persuadidos  de  que  la  ac- 
ción es  la  última  palabra,  y  de  que  el  verbo  se 
encarna  en  la  acción,  y  no  en  el  ensueño  tortu- 
rador e  infecundo.  En  1830,  tiene  más  mérito  ha- 
ber juzgado  así. 

Para  darnos  cuenta  de  otra  novela  de  análisis 
moral,  el  Adolfo,  de  Benjamín  Constant,  consi- 
dero muy  secundaria  la  indagatoria  de  quien  haya 
sido  la  mujer  que,  bajo  el  nombre  de  Eleonora  o 
Leonor,  figura  en  ella.  Fuese  o  no  madama  de 
Staél,  y  hay  partidarios  del  pro  y  el  contra,  el  in- 
terés del  libro  no  está  en  ese  punto. 

Benjamín  Constant,  autor  de  Adolfo,  procede, 
como  Rousseau,  de  Suiza.  Fué  natural  de  Laus- 
sanne  y  se  recrió  en  París.  Había  nacido  en  1767, 
y  murió  en  1830,  fecha  esencialmente  romántica. 
La  novela  de  Adolfo  vio  la  luz  en  1808,  contando 
el  autor  una  edad  muy  madura ;  pero  los  elemen- 
tos del  libro  están  en  él  desde  los  veinte  años. 

Menos  la  degradación  moral  que  acompaña  al 
episodio  de  juventud  de  Rousseau,  otro  parecido 
es  el  de  Constant.  Desde  sus  primeros  años,  la 
mujer  influyó  en  él,  y  fué,  a  pesar  de  la  política, 
la  primer  ocupación  de  su  vida.  Dos  veces  se  casó ; 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      215 


la  primera  se  divorció;  la  segunda,  buscó  en  el 
matrimonio  un  refugio  contra  pasiones  y  trage- 
dias. Pero  la  procedencia  de  Rousseau,  que  en- 
contramos en  tal  número  de  escritores  de  este  pe- 
ríodo, se  caracteriza,  en  los  primeros  tiempos  de 
Benjamín  Constant,  por  una  especie  de  contrafi- 
gura de  las  Confesiones  del  ginebrino.  Ha  podido 
decirse,  con  razón,  que  es  el  mismo  escenario  y 
el  mismo  teatro,  los  mismos  errores  y  las  mismas 
agitaciones,  y  casi  las  mismas  ideas.  La  mujer  que 
desarrolló  en  Benjamín  Constant  el  espíritu  de 
análisis,  era  una  holandesa,  madama  de  Charriére, 
a  quien  Sainte  Beuve,  gran  retratista  de  mujeres, 
dedicó  un  retrato,  examinando  sus  obras  litera- 
rias, que  no  fueron  de  las  que  abren  surco.  No  por 
eso  dejó  de  ser  mujer  notable,  de  vivo  y  sutil  en- 
tendimiento, y  a  su  contacto  en  interminables  con- 
versaciones y  en  largas  cartas,  Benjamín  Cons- 
tant analizó  lo  humano  y  lo  divino.  Y  el  análisis, 
tal  vez,  engendró  aquella  sequedad  de  corazón, 
rasgo  visible  de  su  fisonomíia  moral.  A  los  veinte 
años,  como  Senancour,  Benjamín  Constant  se 
consideraba  ya  viejo,  o  al  menos,  gastado;  su 
juventud  la  suponía  a  la  edad  de  dieciséis.  La 
aridez  de  Constant  en  los  días  juveniles  no  se 
desmintió  en  la  madurez.  Fué  siempre  un  hom- 
bre del  siglo  XVIII,  de  ironía  arenisca,  sin 
base  firme,  con  fuegos  artificiales  de  ingenio  des- 
engañado. 

Para  su  época,  Benjamín  Constant,  es  sobre 
todo  un  hombre  precocísimo,  que  a  los  doce  años 
fué  lo  que  se  entiende  por  un  niño  prodigio.  Es- 
tudió en  Inglaterra,  en  Oxford,  en  Erlangen,  en 


2l6  E.  PARDO  BAZÁN 


Edimburgo.  A  los  veinte  años,  estaba  introdu- 
cido en  sociedad,  y  en  los  circuios  intelectuales, 
no  muy  brillantes  en  aquel  periodo,  que  precedía 
a  la  revolución.  Más  tarde  fué  chambelán  del  du- 
que de  Brunsvick.  La  Revolución  apareció  a  su 
espíritu  desencantado  el  cumplimiento  de  la  ley 
que  quiere  que  el  género  humano,  compuesto  de 
necios,  sea  manejado  por  unos  cuantos  bribones. 
No  le  impidió  esta  convicción  tomar  parte  activa 
en  la  política.  Entre  sus  obras,  encontramos  mu- 
chas que  tienen  ese  carácter;  y  además  lo  atesti- 
guaron sus  discursos.  Su  matiz  político  fué  el  qu^ 
llamaríamos  moderado,  a  distancia  del  antiguo  ré- 
gimen y  del  Terror,  las  violencias  jacobinas  y 
terroristas,  que  le  repugnaban.  Fué  un  hombre  de 
justo  medio,  sin  ardor  de  convicciones,  pero  que, 
así  y  todo,  logró  popularidad,  y  fué,  en  general, 
más  afortunado  en  lo  político  que  en  lo  literario, 
pues  la  Academia  le  cerró  sus  puertas,  y  la  novela 
de  Adolfo  no  es  ahora  más  admirada  que  enton- 
ces. Al  lado  del  político,  pondremos  al  historia- 
dor religioso,  pues  Constant  trabajó  asiduamente 
en  una  obra  titulada  De  la  religión,  considerada 
en  sus  orígenes,  sus  formas  y  su  desarrollo,  que 
comprende  El  politeísmo  romano  considerado  en 
sus  relaciones  con  la  filosofía  griega  y  la  religión 
cristiana. 

En  política,  también  es  individualista  Cons- 
tant. Su  política  se  reduce  a  restringir  la  autori- 
dad. Consideraba  el  Gobierno  como  un  mal  nece- 
sario, que  había  que  limitar  de  suerte  que  hiciese 
el  menos  daño  posible.  Como  Rousseau,  era  tam- 
bién individualista  en  religión.  Reprueba  las  for- 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      217 

mas  religiosas  positivas,  y  entiende  que  lo  único 
duradero  es  el  sentimiento,  el  instinto  que  nos 
lleva  a  lo  infinito.  A  pesar  de  estas  ideas,  aparece 
como  un  convencido  de  las  excelencias  del  cris- 
tianismo. 

Su  mayor  gloria  se  dice  que  está  en  la  oratoria, 
y  que  era  un  orador  extraordinario,  cuyo  pane- 
gírico hizo  Cormenin;  pero  la  oratoria  es  una 
cosa  que  no  conserva  inmortalidad. 

Rotas  tempestuosamente  sus  relaciones  con  ma- 
dama de  Staél,  publicó  Benjamín  Constant  el  li- 
brito  Adolfo,  que  ha  sido  calificado  de  obra  maes- 
tra. Byron  dijo  de  él  que  contiene  verdades  som- 
brías, y  que  es  sobrado  triste  para  ser  nunca  po- 
pular. Madama  de  Staél,  a  su  vez,  lo  juzgó  dicien- 
do que  no  todos  los  hombres,  sino  los  vanidosos 
solamente,  se  parecen  a  Adolfo. 

Adolfo — en  quien  se  ha  retratado  y  analizado  el 
autor  de  la  novelita — ,  es  un  carácter  complicado, 
con  mil  vueltas  y  rincones.  Era  liberal  sin  entu- 
siasmo; por  encima  de  todo,  ironista. 

Escribiendo  con  sutil  destreza,  pudo  recoger 
sus  impresiones  de  auto-psicólogo,  en  lo  que  tu- 
vieron de  más  íntimo  y  hasta  contradictorio  y 
anómalo.  Realizó  este  examen  de  conciencia,  con 
los  defectos  inherentes  a  su  temperamento,  con  la 
sequedad,  el  rasgo  el  más  marcado  de  su  fisono- 
mía literaria;  sin  frescura  alguna,  sin  el  lirismo 
vehemente  y  desbordado  de  su  modelo  Juan  Ja- 
cobo.  Pero  el  lirismo  de  Constant  llevaba  un  sello 
penoso  de  verdad,  de  cosa  vivida ;  y  en  esto  estu- 
vo el  secreto  de  su  victoria.  Sismonde  lo  decía : 
"Reconozco  al  autor  en  cada  página,  y  ninguna 


2l8  E.  PARDO  BAZÁN 


confesión  ofreció  a  mis  ojos  retrato  más  pare- 
cido". 

Con  ser  confesión  autobiográfica,  Adolfo  no 
deja  de  ser  un  libro  de  alcance  general.  Muchos 
son  como  Adolfo,  pero  no  serán  capaces  de  ex- 
plicarlo; no  tendrán  esa  porción  de  sí  mismos, 
que  es  como  espectadora  de  la  otra.  Constant  la 
tuvo,  y  la  tuvo  lucida  e  implacable. 

El  héroe.  Adolfo,  no  es  ningún  hombre  extra- 
ordinario ;  lo  que  le  sucede,  le  ha  sucedido  a  mu- 
chísimos. No  es  Adolfo,  como  Rene,  una  indivi- 
dualidad excepcional,  y  carece  de  aquella  elo- 
cuencia fascinadora  de  Chateaubriand,  que  re- 
vela siempre  al  gran  poeta  en  prosa,  al  alma  esen- 
cialmente lírica.  Constant  no  canta :  diseca.  Y  di- 
seca hasta  los  tejidos  más  íntimos,  hasta  las  fibras 
del  corazón. 

El  caso  psicológico  es  el  contrario  del  de  Wer- 
ther.  Werther  sufre  porque  ama,  y  Adolfo,  por- 
que ha  dejado  de  amar.  Ligado  a  una  mujer  por 
lazos  que  ya  le  cansan,  Adolfo  quisiera  romper- 
los, y  no  puede.  Tal  es  el  único  argumento  de  la 
novela.  Y  es  lo  bastante  para  que  Gustavo  Plan- 
che, crítico  no  muy  benigno,  dijese  que  no  co- 
nocía, en  la  lengua  francesa,  tres  poemas  tan 
verdaderos   como   este. 

Nótese  que  Adolfo,  sin  haber  llegado  a  ser  lo 
que  se  llama  popular,  fué  una  obra  muy  influ- 
yente en  literatura.  Abrió  a  los  escritores  veni- 
deros, los  Balzac,  los  Bourget,  el  camino  del  aná- 
lisis de  las  pasiones,  que  no  es  lo  mismo  que  su 
pintura  fogosa  y  desbordada.  Dentro  del  análisis, 
la  pasión  no  es  ni  un  derecho  sagrado  humano, 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      219 

como  quiso  Jorge  Sand,  ni  una  especie  de  fatal 
fascinación,  como  resaltó  en  Rene.  El  análisis, 
hasta  cierto  punto,  es  el  estudio  científico  de  una 
enfermedad  del  alma.  Cuando  el  lirismo  grita  en 
nombre  de  la  pasión,  parece  que  considera  a  la 
pasión  como  único  objeto  de  la  vida,  y  pone  en 
ella  la  esperanza  de  toda  la  felicidad  compati- 
ble con  la  condición  humana.  El  libro  de  Ben- 
jamín Constant  demostraría  lo  contrarío:  a  sa- 
ber, que  la  pasión  no  es  sino  uno  de  los  varios 
males  que  afligen  al  hombre  civilizado,  y  le  pre- 
paran desilusiones  y  padecimientos  incalculables. 
Lo  que  poéticamente  puede  llamarse  dicha,  es,  al 
contrario,  fuente  inagotable  de  dolor.  Y  esta  mis- 
ma consecuencia,  que  se  desprende  del  marchito 
y  triste  libro  de  Constant.  resaltará  en  las  vibran- 
tes Noches,  de  Alfredo  de  Musset.  Porque  la  pa- 
sión no  es,  como  otros  sentimientos  humanos, 
algo  perdurable;  es,  al  contrario,  un  fenómeno 
muy  transitorio,  en  su  grado  máximo,  en  la  cur- 
va más  alta  de  su  fiebre ;  pero,  según  sucede  tam- 
bién en  las  graves  enfermedades  corporales  que 
tienen  esta  fiebre  por  síntoma,  acarrea  largos  su- 
frimientos y  estados  de  depresión,  después  de  que 
la  fiebre  ha  pasado. 

Tal  es  la  consecuencia  que  se  deduce  de  ese 
libro  de  profundo  desencanto,  y*  de  gran  verdad 
humana. 

Sobre  Senancour,  léase  a  Sainte  Beuve,  y  el 
hermoso  prefacio  de  Jorge  Sand. 

Acerca  de  Constant :  Prefacio  de  la  edición  de 
Adolfo,  por  Sainte  Beuve. — Chateaubriand :  Me- 
morias de  ultratumba.     Sainte  Beuve:  Retratos 


220  t.  PARDO  BAZÁN 


literarios  y  Nuevos  lunes.  Estudio  sobre  Adol- 
fo, por  Jorge  Pellissier,  incluido  en  la  Historia 
de  la  Lengua  y  de  la  Literatura  francesa,  publi- 
cada por  Petit  de  Juleville. — Por  último,  las  mis- 
mas obras  de  Constant,  leidas  directamente,  en 
especial,  para  nuestro  punto  de  vista,  las  lite- 
rarias :  Adolfo,  Cecilia  y  la  tragedia   Valdstein. 


XV 

Las  segundas  "Meditaciones".— Carácter  de  la  poesía  de 
Lamartine.— Qué  opinan  de  ella  Lemaitre  y  Brunetiere.— 
La  religiosidad  de  Lamartine.- La  evolución  del  poeta.— 
"Jocelyn",  "La  caída  de  un  ángel".— Cómo  desaparece  el 
lirismo  en  el  alma  y  la  obra  de  Lamartine.— Bibliografía. 

Las  segundas  Meditaciones  de  Lamartine  no 
fueron  acogidas  con  entusiasmo.  Si  hubo  diferen- 
cia en  la  actitud  del  público,  mayor  aún  entre  las 
dos  colecciones,  sin  negar  que  entre  las  segundas 
existen  varias  muy  bellas.  Pero  el  mismo  autor  lo 
ha  dejado  dicho  :  las  escribió,  porque  antes  un  edi- 
tor se  las  habia  comprado.  Y  también  confiesa  que 
le  faltó,  para  las  segundas,  la  pasión  de  ánimo  que 
dictó  las  primeras.  El  célico  fantasma  se  había 
esfumado  en  la  neblina  del  ayer ;  el  poeta  se  sen- 
tía contento,  reconciliado  con  la  vida.  La  enfer- 
medad romántica  entraba  en  vías  de  curación. 
Esas  enfermedades  son  las  que  crían  la  perla. 

Lo  mejor  de  las  segundas  Meditaciones,  es  el 
célebre  poema  El  crucifijo.  Y  su  inspiración  pro- 
cede todavía  de  las  primeras :  es  aún  el  recuerdo 
de  Elvira  lo  que  dicta  sus  estrofas.  Sin  embar- 
go, hay  que  ver  en  este  poema,  y  en  muchos  de 
Lamartine,  desde  que  se  reveló  su  musa,  otro  as- 
pcto  de  su  inspiración,  que  convenía  a  su  época, 
ansiosa  de  volver  a  la  sombra  de  la  Cruz :  la  reli- 
giosidad. Así  como  fué  Lamartine  romántico  ge- 
nuino, fué  el  cristiano  sin  rebeldía  y  sin  mezcla 


222  E.  PARDO  BAZAN 


de  paganismo  (aunque  no  sin  vagos  dejos  pan- 
teísticos). La  religiosidad  natural  de  Lamartine, 
se  revela  en  su  manera  de  comprender  el  amor. 

En  la  poesia  de  Lamartine,  el  amor  es  una 
especie  de  efusión  platónica,  que  por  el  camino  de 
la  exaltación  sentimental  viene  a  abismarse  en 
Dios.  Las  almas  de  los  enamorados,  píntalas  La- 
martine ascendiendo  juntas  al  través  de  los  ilimi- 
tados espacios  sobre  las  alas  del  amor,  y  conver- 
tidas en  un  rayo  de  luz,  cayendo  transportadas  en 
el  santuario  de  la  divinidad,  y  confundiéndose  y 
mezclándose  para  siempre  en  su  seno.  Es  un  re- 
flejo del  Paraíso  de  Dante,  dentro  del  lirismo  mo- 
derno. Aspira  a  remontarse  hasta  Platón  y  la  es- 
cuela alejandrina,  cuyas  doctrinas  bebía  Lamar- 
tine en  las  lecciones  de  Víctor  Cousin,  ya  que  no 
en  el  texto  mismo  del  filósofo  de  la  armonía  y  la 
pureza. 

Fijémonos  bien  en  esta  especialidad  de  la  poe- 
sía de  Lamartine.  Hay  en  ella  algo  superior  a  las 
luchas  de  los  tiempos,  a  las  vicisitudes  de  los  gé- 
neros y  las  escuelas;  hay,  como  excelentemente 
dijo  Lemaítre,  a  quien  no  se  puede  acusar  de  ce- 
gueras entusiastas,  la  maravilla  de  un  poeta  ver- 
daderamente inspirado,  un  poeta  como  los  de  las 
antiguas  edades,  aquella  cosa  ligera,  alada  y  di- 
vina, de  que  habló  Platón.  Prolongo  la  cita,  "Este 
poeta  —  dice  Lemaitre  —  tan  poco  literato  como 
Homero,  expresaba  sin  esfuerzo  alguno  los  her- 
mosos sentires,  tristes  y  dulces,  acumulados  en  el 
alma  humana  desde  hace  tres  mil  años :  el  amor 
soñador  y  casto,  la  simpatía  por  la  vida  universal, 
un  deseo  de  comunión  con  la  naturaleza,  la  in- 


EL    LIRISMO   EN    LA   poesía  FRANCESA         223 

quietud  ante  su  misterio,  la  esperanza  en  la  bon- 
dad divina  que  en  ella  se  revela  confusamente ;  y 
algo  más,  suave  mezcla  de  piedad  cristiana,  de 
ensueño  platónico,  de  voluptuosa  y  grave  langui- 
dez". 

Si  puede  el  elogio  parecer  excesivo,  segura- 
mente no  parece  inadecuado.  Ese  "algo  más  sua- 
ve" que  Lemaitre  halla  en  Lamartine,  lo  halla 
toda  su  generación,  y,  después  de  un  periodo  de 
injusticia  y  hasta  diré  que  de  desprecio,  lo  ha 
vuelto  a  hallar  otra  generación  en  la  cual  ya  no 
influyen  las  ideas  de  1820  a  1840,  una  generación 
gastada  y  harta  de  admiraciones.  Es  nuestra  ge- 
neración, y  es  un  adorador  del  clasicismo,  Bru- 
netiére,  el  que  define  el  estilo  lamartiniano  por 
su  abundancia  y  facilidad  maravillosa,  por  su  lim- 
pidez y  sosiego,  por  lo  inagotable  de  su  perfecta 
pureza;  por  la  amplitud  del  período  y  por  la 
nobleza  infundida  y  derramada  en  todo,  en  el 
fondo  como  en  la  forma. 

Para  comprender  el  entusiasmo  que  pudieron 
suscitar  las  Meditaciones,  hay  que  tener  en  cuen- 
ta, aparte  de  todo  lo  que  pudieron  valer  siempre, 
el  momento  de  su  aparición.  Después  del  siglo 
XVIII,  de  su  filosofía  triunfante  en  la  convul- 
sión revolucionaria,  y  de  la  violenta  crisis  que 
trajo  el  Imperio,  Francia,  y  al  través  de  Francia 
mucha  parte  de  Europa  deseaba  reconciliarse  con 
dos  sentimientos  que  había  perdido :  las  creencias 
cristianas,  y  el  amor.  Chateaubriand  había  hecho 
renacer  el  cristianismo:  pero  más  en  su  forma  so- 
cial que  en  su  efusión  lírica.  Este  papel  corres- 
pondió a  Lamartine.  En  cuanto  al  amor,  el  liber- 


224  S-  PARDO  BAZAN 


tina  je  del  siglo  XVIII  lo  había  cubierto  de  infe- 
cunda arena,  a  pesar  de  los  casos  de  lirismo  que 
conocemos  en  esa  época  misma;  y  es  cierto  que 
uno  de  los  lirismos  más  típicos  en  tal  concepto  fué 
el  de  Rousseau ;  pero  hemos  visto  por  qué  todavía 
no  pudo  Rousseau  renovar  la  vida  sentimental 
completamente. 

De  él  procede,  como  hemos  dicho,  el  Lago  de 
Lamartine ;  y  en  esa  poesía-tipo,  están  las  formas 
de  sentimentalidad  que  exigía  ya  la  época  en  que 
Lamartine  publica  las  Meditaciones. 

Sabemos  también  por  qué  Andrés  Chénier  vino 
en  mal  momento  para  lograr  producir  una  impre- 
sión muy  profunda ;  y  sabemos  que  Víctor  Hugo 
vino  después  que  Lamartine,  y  que  es,  realmente, 
hasta  en  el  sentido  cronológico,  el  primer  poeta 
lírico  del  romanticismo. 

Cuando  un  poeta  logra  encarnar  en  sí  y  en  su 
musa  el  sentimiento  predominante  de  una  gene- 
ración, ha  hecho  ya  lo  suficiente ;  y  que  Lamartine 
lo  consiguió,  lo  demuestra,  entre  otros  documen- 
tos que  pudiéramos  recoger,  uno  bien  significa- 
tivo, los  hermosos  versos  de  Alfredo  de  Musset, 
en  aquella  Epístola  que  por  cierto  no  logró  gran 
acogida  de  Lamartine,  lo  cual  hizo  exclamar  a  Al- 
fredo de  Musset  que:  "Lamartine  estaba  viejo  y 
le  trataba  de  niño".  Exclamaba,  el  autor  de  las 
Noches. 

Qui  de  nous,  Lamartine,  et  de  notre  jeunesse 
ne  sait  par  coeur  ce  chant,  des  antants  culoré, 
qu'un  soir,  au  bord  d'un  lac,  tu  nous  as  soupiré? 
Qui  n'a  lu  mille  fois,  quine  relit  sans  cesse 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      225 

ees  vers  mystérieux  oú  parle  ta  maitres^e, 
et  qui  n'a  sangloté  sur  ees  divins  sanglots, 
profonds  comme  le  ciel,  et  purs  comme  les  flotsf 

con  lo  demás  que  sigue,  y  que  ya  más  especial- 
mente se  refiere  a  las  propias  cuitas  de  Musset. 

Y  he  aquí  cómo  unos  mismos  temas  líricos — 'y 
son  contados  los  que  merecen  este  nombre — 'Se 
tras  forman  según  el  alma  del  poeta  que  los  des- 
envuelve. El  tema  del  amor,  en  las  Meditaciones, 
es  un  misticismo  platónico :  muy  otra  cosa  será  en 
las  Noches.  Y  tampoco  Víctor  Hugo — excepto 
en  La  tristeza  del  Olimpo — se  asemejará  al  modo 
de  comprender  e  interpretar  esos  temas  eternos: 
el  amor,  la  muerte,  el  ansia  de  lo  infinito,  la  natu- 
raleza, como  los  entendió  Lamartine. 

La  religiosidad,  en  Lamartine,  es  profunda  y 
natural,  pero  no  enteramente  ortodoxa.  Al  poeta 
ortodoxo,  católico  hasta  la  médula,  lo  encontra- 
remos más  tarde,  entre  las  lacerias  de  un  hospi- 
tal y  las  bascas  de  la  decadencia;  y^  será  aquel 
Verlaine  que  hizo  revivir  la  Edad  Media  en  su 
alma.  La  serena  religiosidad  de  Lam.artine  no 
es,  como  queda  dicho,  rigurosamente  católica: 
tiene,  en  su  espiritualismo  y  platonismo,  ciertos 
dejos  panteísticos.  Su  modo  de  entender  el  amor 
es  análogo  al  de  Dante  y  Petrarca.  En  una  de 
las  obras  que  escribió  pro  pane  lucrando,  y  que  es 
más  bien  un  fárrago,  el  Curso  familiar  de  litera- 
tura, hace  Lamartine  su  profesión  de  fe  petrar- 
qnista.  *'Hay — dice — dos  amores:  el  de  los  senti- 
dos y  el  de  las  almas."  Y,  describiendo  primero 
el  amor  de  los  sentidos,  engendrador  de  apetitos, 

15 


2^26  E.  PARDO  BAZÁN 


ensalza  el  otro,  caracterizado  en  la  caballería,  en 
el  heroísmo,  ^n  la  fidelidad,  en  la  santidad  místi- 
ca, en  Eloísa,  en  Laura.  El  piadoso  sentimiento 
atraviesa  a  la  criatura,  como  el  rayo  de  sol  al  ala- 
bastro, para  elevarla  a  la  contemplación  de  lo  be- 
llo infinito,  qiié  es  Dios.  Así,  para  Petrarca,  Lau- 
ra no  es  una  mujer;  es  la  encarnación  de  lo  bello, 
y  los  versos  que  Petrarca  la  dedica,  nos  embria- 
gan de  incienso,  como  nos  sucedería  en  un  san- 
tuario. 

Todo  esto  es  noble  y  muy  cristiano,  pero  hay 
una  grieta  en  la  religiosidad  de  Lamartine:  su 
cristianismo  no  está  empapado  de  catolicismo, 
como  el  de  Dante,  y  su  platonismo  tampoco  es  ar- 
dientemente católico,  como  el  de  Fray  Luis  de 
León  y  Ansias  March.  Por  faltarle  este  resorte 
viril,  la  filosofía  religiosa  de  Lamartine  fué,  como 
declara  Menéndez  y  Pelayo,  un  deísmo  vago  y  fi- 
lajitrópico,  una  efusión  sin  la  intensidad  amarga 
y  la  grandeza  elegiaca  de  esos  Salmos  de  David 
que  muchos  suponen  que  tomó  por  modelo. 

Pero  la  hora  iba  pasando.  Casi  puede  decirse 
que  había  pasado,  y  el  poeta  mismo  lo  sentía  y 
creía  así,  y  aún  sentía  algo  más  doloroso :  sentía 
que  gran  parte  de  sus  versos  estaban  "trabajados 
en  humo*'  como  severamente  se  dijo  después. 
Siempre  dignos  de  un  verdadero  poeta,  los  versos 
de  Lamartine  eran  cada  vez  más  desleídos  y  más 
difusos.  La  emoción  que  animaba  los  primeros  no 
se  había  reproducido,  y  por  falta  de  esa  llama  viva 
que  enciende  la  forma,  se  acentuaban  o  resaltaban 
los  descuidos,  Tas  rimas  flojas,  lo  inconsistente  del 
pensamiento.  Al  extinguirse  o  al  menos  amorti- 


Elv   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        227 

guarse  su  estro  lírico,  Lamartine  se  dio  a  pensar 
en  la  renovación.  Ya  le  parecía  que  cuanto  supo 
expresar  en  El  lago  y  El  crucifijo,  era  cosa  bala- 
di  ;  que  había  que  tender  a  fines  más  altos  ¡  como 
si  hubiese  nada  más  alto  que  el  espíritu !  Pareció- 
le que  ya  el  siglo  había  dejado  de  ser  joven,  y  nc 
tenía  oídos  para  la  poesía  del  corazón ;  que  no  era 
lo  bastante  ingenuo  para  sentir  la  epopeya,  y  que 
ni  aun  dramático  podía  ser,  puesto  que  lo  activo 
de  vida  tiene  más  interés  que  h,  ficción  de  ningún 
drama. 

Profesó  entonces  la  doctrina  de  que  había  que 
subordinar  al  deber  deí  ciudadano  la  poesía:  la 
quiso  social,  política  y  filosófica:  en  suma,  la  ra- 
zón cantada.  Cuando  tales  ideas  exponía  Lamar- 
tine en  el  prefacio  de  Jocelyn,  en  1835,  estaba  re- 
servado fecundo  porvenir  y  dilatada  serie  de  poe- 
tas grandes  a  la  lírica  francesa.  Era  poco  antes 
de  que  Musset  escribiese  las  Noches,  y  este  dato 
me  excusa  de  aducir  otros. 

Es  cosa  frecuente  esta  ilusión  de  egoísmo :  lo 
qué  para  nosotros  acabó,  queremos  que  para  todos 
haya  acabado.  Y  menos  que  en  nadie  sorprende 
la  pretensión  en  Lamartine,  que  era  muy  auto- 
céntrico,  poco  menos  que  Víctor  Hugo. 
^  Fué  entonces  el  momento  en  que  Lamartine,  el 
cisne,  ensalzó  al  hombre  que  menos  se  le  parecía 
en  el  mundo,  al  que  casi  debiéramos  llamar  el 
pato,  pues  tiene  su  salacidad  y  su  afición  al  lo- 
do: Béranger.  Entre  los  singulares  casos  de  la 
ifeicología,  cabe  este  que  el  vate  puro,  ideal,  célico 
en  tanta  parte  de  su  obra,  quiera  por  un  momen- 
to asimilar  su  Musa  a  otra  que,  por  medio  de 


228  t.  PARDO  BAZÁN 


canciones  ligeras  cuando  no  desvergonzadas,  ha 
difundido  sentimientos  e  ideas  de  moral  social. 

No  era,  sin  embargo,  fácil  a  Lamartine  hablar, 
como  deseaba,  la  lengua  del  pueblo,  y  lo  demos- 
tró la  aparición  de  Jocelyn,  que  no  es  lirismo,  pero 
procede  de  él,  y  es  enteramente  lamartiniano,  a 
pesar  de  proponerse,  ante  todo,  ser  una  imitación 
o  transposición  de  la  vida  humilde  y  real. 

Jocelyn  es,  según  la  ficción  de  Lamartine,  el  ma- 
nuscrito que  a  su  muerte  deja  un  cura  de  aldea. 
El  párroco  refiere  en  él  que  no  tiene  vocación, 
pero  que,  por  dejar  sus  bienes  a  una  hermana, 
aceptó  el  Seminario.  La  Revolución  le  arrojó  de 
él,  y  al  fin  fué  nombrado  párroco  de  una  aldeilla 
en  los  Alpes.  El  drama  íntimo  vino  a  presentár- 
sele bajo  la  forma  de  un  amor  cual  gusta  de  des- 
cribirlos Lamartine :  tan  puro  como  apasionado  y 
definitivo.  Esta  lucha  del  alma  es  lo  más  atrayen- 
te  del  poema. 

En  Jocelyn  encontramos  lo  que  más  caracteriza 
al  genio  de  Lamartine:  el  sentimiento  peculiar, 
profundo,  de  la  Naturaleza.  El  sentimiento,  me- 
jor que  la  descripción.  Los  Alpes  no  dan  una  im- 
presión exacta.  Nunca  había  corregido  menos, 
desacatado  más  el  precepto  horaciano,  que  en  este 
poema,  que  tanto  entusiasmo  suscitó  y  que  se  tra- 
dujo a  todos  los  idiomas.  No  cabe  duda  que,  a  la 
hora  presente,  Jocelyn  ha  palidecido,  se  ha  secado 
como  el  heno,  y  su  lectura  es  fatigosa. 

Al  escribir  Jocelyn,  Lamartine  pensaba  en  un 
larguísimo  poema,  del  cual  la  historia  del  cura 
enamorado  no  fuese  más  que  episodio  sentimen- 
tal. Es  cosa  que  merece  notarse  este  afán  de  los 


th   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         229 

poetas  nacidos  para  líricos,  de  componer,  como 
obra  definitiva  de  su  madurez  y  cima  de  su  labor, 
un  poema  de  desmedida  magnitud.  No  ignoramos 
que  a  ello  aspiraba  Andrés  Chéiiier,  y  ese  fué  el 
mundo  que  se  llevaba  en  la  frente  cuando  le  en- 
viaron a  la  guillotina ;  y  la  aspiración  y  la  realiza- 
ción (con  mayor  o  menor  fortuna,  eso  ya  lo  ve- 
remos) de  la  epopeya,  constituyó  la  tarea  incesante 
de  Víctor  Hugo  pasada  la  juventud.  Fué  uno  de 
los  signos  del  buen  gusto  de  Alfredo  Musset,  no 
solamente  no  haber  tenido  tal  propósito,  sino  ha- 
berlo satirizado,  con  el  donaire  que  le  caracteriza. 
Hay  un  error  nativo,  un  grueso  error  crítico,  en 
suponer  que  por  el  hecho  de  escribir  millares  de 
versos  y  abarcar  en  ellos  todo  lo  divino  y  huma- 
no, se  hace,  en  primer  lugar,  obra  útil  y  redento- 
ra, y  en  segundo,  se  llega  a  la  inmortalidad.  Como 
a  Lamartine  no  se  la  hubiesen  conquistado  sus 
Meditaciones,  las  primeras,  rica  esencia  en  pomo 
chino,  cual  debe  ser  la  poesía,  no  iría  a  ella  por  el 
poema  que  había  proyectado  y  planeado,  y  en  el 
cual  quería  encerrar  nada  menos  que  ''el  alma 
humana",  y  las  sucesivas  fases  mediante  las  cua- 
les Dios  la  hace  cumplir  sus  destinos  perfectibles 
(aquí  sale  a  relucir  la  influencia  de  la  Staél).  Sin 
esas  sucesivas  fases  quedábale  al  poeta  tela  cor- 
tada  para  cuanto  quisiese  incluir.  Muchos,   sin 
embargo,  suponían  que  no  pensaba  Lamartine  en 
tal  poema,  y  que  lo  anunciaba  por  anunciarlo.  No 
era  así.  Los  fragmentos  y  notas  para  su  realiza- 
ción se  encontraron,  a  su  muerte,  en  sus  cajones. 
Y  más  hubiese  valido  que  se  consagrase  a  llevar- 
lo adelante,  que  a  satisfacer  demandas  y  caprichos 


230  E.  PARDO  BAZÁN 


de  editores,  que  no  a  otra  cosa  y  a  su  crónica  fal- 
ta de  recursos  por  imprek^isión  y  prodigalidad,  res- 
ponden ésas  obras  olvidadas  y  que  no  guió  su  plu- 
ma sino  la  necesidad:  la  Historia  de  Turquía,  la 
Historia  de  Ruiia,  los  Retratos  literarios  de  hom- 
bres célebres,  los  Estudios,  literarios  también,  so- 
bre la  Sévigné  y  sobre  Sakespeare,  los  Civilizado- 
res y  conquistadores^  las  infinitas  biografías,  la 
impugnación  á  Rousseau,  los  periódicos  políticos 
y  literarios  que  inundó  de  sus  improvisaciones, 
pues  el  trabajo  intenso  y  sólido  no  lo  conoció  nun- 
ca, como  no  conoció  la  exactitud  de  los  datos,  la 
precisión  de  los  recuerdos,  la  imposición  de  lo 
real  sobre  los  espejismos  de  la  fantasía,  y  cambió 
la  forma'  de  todo  (ya  que  no  hasta  la  materia) 
para  amoldar  sucesos,  personas  y  lugares  a  su 
modo  de  ser  peculiar.  Lo  único  que  no  desfiguró, 
al  menos  en  cierta  parte  de  su  poesía,  fueron  los 
sentimientos,  aunoue  a  veces  por  eso  fué  tan  ex- 
celso poeta,  y  nadie  le  negará  esta  prez. 

En  la  intención  de  Lamartine,  el  poema  titula- 
do La  caída  de  un  ángel  formaba  parte  de  ese 
poema  interminable  que  había  de  comprender  to- 
das las  edades  del  mundo  y  todas  las  etapas  de  la 
humanidad  y  de  la  civilización.  Sin  embargo,  el 
escenario  de  La  caída  de  un  ángel  no  es  el  mun- 
do real,  sino  otro  fantástico  e  imaginario.  Un  án- 
gel, castigado  por  haberse  enamorado  de  una  mu- 
jer, a  quien  tenía  el  encargo  de  guaiviar,  es  trans- 
formado en  hombre,  y.  en  unión  de  su  amada,  cae 
en  una  sociedad  brutal  y  perversa,  donde  sufren 
crueles  dolores  y  por  último  mueren  de  hambre. 
El  ambiente  de  La  caída  de  un  ángel  es  antedilu- 


ti,   IvIRISMO    EN    LA    poesía   FRANCESA         23 1 

:viano,  y,  como  dice  con  gracia  un  critico,  es  co- 
sa ardua  un  poema  antediluviano,  cuando  no  he- 
mos habitado  el  Arca.  En  el  poema,  Lamartine, 
desmintiendo  su  wírdadera  naturaleza,  procede 
como  procedería  Víctor  Hugo,  o  más  bien  el  bel- 
ga Wiertz,  el  pintor  de  las  giganterías  y  los  ho- 
rrores, de  los  lienzos  terroríficos  donde  los  fuer- 
tes aplastan  sin  compasión  a  los  débiles  y  peque- 
ños. En  la  ciudad  de  Baal  —  como  en  las  mons- 
truosas pinturas  de  Wiertz  —  los  gigantes  —  re- 
yes y  poderosos  de  la  tierra  —  aplastan  y  piso- 
tean al  pueblo,  que  no  les  puede  resistir.  La  cruel- 
dad y  la  barbarie,  ejercidas  por  la  autoridad, 
hacen  de  la  ciudad  de  Baal  un  antro  espantable 
de  iniquidad  y  crimen.  Los  palacios  de  los  opre- 
sores están  hechos  de  cuerpos  humanos,  y  las 
alfombras  de  humanas  cabelleras.  Apropósitc,  el 
poeta  exagera  la  deformidad  del  asunto,  y  más 
que  nunca  incurre  en  descuidos,  faltas  de  lengua- 
je y,  cosa  rara  en  él  y  hasta  opuesta  a  su  carácter 
literario,  faltas  de  delicadeza  y  mesura,  y  una  ma- 
terialización de  las  ideas  que  nunca  había  cometi- 
do, y  una  crudeza  que  pugna  con  todo  cuanto  nos 
figuramos  de  Lamartine. 

Dícese  que  la  idea  de  tal  poema  nació  en  el  via- 
je de  Lamartine  a  Oriente,  en  las  ruinas  colosales 
de  Balbek.  Dice  el  crítico  Vinet  que  el  sentido 
de  lo  inmenso  y  lo  desmesurado  se  le  reveló  allí. 
Y  creyó  que  esta  impresión  de  caótica  grandeza 
primitiva,  que  esta  percepción  confusa  y  visiona- 
ria de  las  edades  anteriores  al  Diluvio,  se  conver- 
tirían en  sus  versos,  en  magnífica  epopeya.  Pero 
La  caída  de  un  ángel  no  agradó  al  público :  y  La- 


232  i;,  pardo  bazán 


martine,  dotado  en  esta  ocasión  de  sentido  critico, 
comprendió  que  el  público  tenia  razón.  Volvió  a 
su  antiguo  estilo,  a  publicar,  en  1839  (La  caída  de 
un  ángel  es  anterior  de  1838),  sus  últimos  versos, 
Los  recogimientos.  Tampoco  los  acogió  aquella 
simpatía  vibrante  que  obtuvieron  las  Meditacio- 
nes. Veinte  años  antes,  estaban  en  otra  posición 
las  estrellas.  Desde  1839,  se  extingue  definitiva- 
mente la  inspiración  lírica  de  Lamartine.  No  sólo 
las  estrellas  han  cambiado  de  posición,  sino  que 
el  sacerdote  de  la  poesía  ha  perdido  la  fe ;  porque 
descree  de  lo  poético  y  cree  en  lo  social  y  político, 
y  porque  dice  y  profesa  que  "un  hombre  que  al 
cabo  de  sus  días  no  hubise  hecho  mas  que  rimar 
sus  ensueños  de  poesía,  mientras  los  contemporá- 
neos riñesen  la  gran  batalla  de  la  patria  y  la  civi- 
lización,  sería  una  especie  de  payaso  para  divertir 
a  la  gente..."  Y  el  caso  es  que  de  todos,  o  ai  me- 
nos de  muchos  de  esos  combatientes  de  la  gran 
batalla  nadie  se  acuerda  ya,  y  por  lo  que  Lamar- 
tine hizo  en  esa  gran  batalla  no  se  hubiese  tampo- 
co inmortalizado,  si  no  hubiese  sido  poeta  lírico, 
realizándose  el  dicho  de  Teófilo  Gautier :  ''los  ver- 
sos duran,  más  fuertes  que  los  bronces". 

No  es  aquí  ocasión  de  recordar  la  vida  política 
de  Lamartine,  que  tiene  su  lugar  señalado,  no  en 
el  tema  de  este  libro,  sino  al  tratar  de  los  histo- 
riadores; pero,  como  incidentalmente,  sus  obras 
en  verso  que  no  pertenecen  a  la  lírica  demostra- 
ron esa  ambición  que  han  sentido  tantos  literatos 
insignes,  desde  Voltaire  a  Zola,  pasando  por  La- 
martine y  Víctor  Hugo,  de  ser  saludados  como 
guías  de  su  siglo,  como  directores  de  su  desenvol- 


Elv   LIRISMO    EN    IvA    POESÍA   FRANCESA         233 


vimiento.  Jamás  un  escritor  español  abrigó  estas 
ambiciones,  aunque  se  mezclase  en  política,  como 
Espronceda.  Y  lo  que  se  escribe  bajo  el  influjo  de 
esta  aspiración,  suelen  ser  los  telones  efectistas 
primitivos  de  La  caída  de  un  ángel,  o  los  telones 
efectistas  humanitarios  de  Los  cuatro  Evangelios. 

No  quisiera  que  de  aqui  se  dedujese  que  yo  digo 
que  al  poeta  escritor  no  debe  importarle  un  co- 
mino de  los  destinos  de  la  humanidad.  Digo  sí 
que  no  es  reflexivamente,  no  es  deliberadamente, 
como  se  produce  la  belleza  ni  se  encarnan  en  la 
rima  las  más  altas  concepciones  filosóficas.  Tan 
reiterados  fracasos  lo  probaron  cumplidamente. 

Para  conocer  a  Lamartine,  sin  perderse  en  lo 
copioso  de  su  producción,  recomiendo  la  edición 
de  sus  Obras  escogidas,  en  catorce  tomos  (1849), 
y  los  estudios  de  Gustavo  Planche  en  la  Revista 
de  Ambos  Mundos  (Junio  de  1851;  Noviem- 
bre de  1856),  el  tomo  I  de  los  Retratos  literarios, 
de  Sainte  Beuve  y  las  Pláticas  del  lunes,  to- 
mos I  y  IV ;  el  estudio  de  Brunetiére  sobre  La- 
martine, incluido  en  la  Evolución  de  la  Poesía 
lírica;  y  en  general,  las  Historias  y  Manuales  de 
literatura  contemporánea. 


XVI 

Bl  romanticismo  de  escuela  y  la  expansión  del  Individualis- 
mo.-Cómo  explica  Hegel  la  doctrina  romántica.— El  ro- 
manticismo, el  lirismo  y  el  individualismo— Bn  qué  se  dife- 
rencian.—Bl  romanticismo  como  factor  del  individualismo. 


El  romanticismo  de  escuela  trajo  consigo  algo 
más  importante  que  él:  la  expansión  del  indivi- 
dualismo. 

Para  exponer  su  doctrina,  que  envuelve  una 
cuestión  metafísica,  me  serviré  de  la  exposición 
que  tempranamente,  antes  de  que  se  presentasen 
en  Francia  los  síntomas  de  la  escuela  romántica, 
hizo  el  insigne  Hegel,  cuyas  palabras  parecen  es- 
critas hoy  mismo. 

Formuló  Hegel  la  teoría  del  arte  romántico,  por 
oposición  al  clásico  y  al  simbólico;  y  si  bien  da 
la  preferencia  al  clásico,  en  el  cual  vé  la  completa 
encarnación  del  ideal  unido  a  la  realidad,  recono- 
ce, no  obstante,  los  derechos  de  la~  poesía  lírica, 
que  ütoa  personal.  "Él  espíritu — dice — se  aisla 
del  objeto,  se  replega  sobre  sí  mismo,  mira  a  la 
propia  conciencia,  y,  en  vez  de  la  realidad  exte- 
rior, se  representa  sus  propios  sentimientos,  sus 
reflexiones,  sus  impresiones;  en  suma,  el  fondo 
de  su  pensamiento.  Así,  la  obra  lírica  no  puede 
ser  el  desarrollo  de  una  acción  donde  se  refleje 
todo  un  mundo  en  la  riqueza  de  sus  manifesta- 
ciones, sino  el  alma  del  hombre :  hay  más :  del 
hombre  como  individuo,  colocado  en  situaciones 


236  E.  PARDO  BAZÁN 


individuales."  No  es  posible  definir  más  claramen- 
te el  carácter  de  la  poesía  lírica:  y  no  menos  lu- 
minosa es  la  definición  de  las  especies  que  se  en- 
cuentran en  la  epopeya,  pero  que  pertenecen  al 
tono  lírico.  Aplicando  el  análisis  del  filósofo  de 
Stugard,  comprendemos  perfectamente  por  qué, 
verbigracia,  las  Orientales  de  Hugo  y  los  Poemas 
bárbaros,  de  Leconte  de  Lisie,  no  son  materia 
épica,  sino  lírica,  y  de  lo  más  genuino. 

"No  es — dice — la  descripción  y  pintura  del  he- 
cho en  sí,  sino  el  modo  de  concebirlo,  el  senti- 
miento gozoso  o  melancólico,  de  energía  o  de  aba- 
timiento lo  que  principalmente  importa." 

Con  la  misma  justeza  añade:  "El  poeta  lírico 
vive  en  sí  mismo;  concibe  las  relaciones  de  las 
cosas  según  su  individualidad  poética ;  y  es  el  mo- 
vimiento libre  de  sus  sentires  y  pensamientos,  el 
objeto  principal".  El  verdadero  poeta  lídco  es 
para  sí  mismo,  un  mundo  completo :  "así  el  hom- 
bre, en  su  natuarleza  íntima,  se  convierte  en  obra 
de  arte".  Profundísima  observación,  cuyo  alcance 
asombra. 

El  límite  a  esta  doctrina,  es  el  mismo  Hegel 
también  el  que  lo  marca.  "El  poeta — dice — tiene 
sin  duda  derecho  a  descubrir  los  estados  de  su 
alma ;  pero  no  estamos  dispuestos  a  conocer  todo 
los  que  nos  quiera  contar,  sus  predilecciones  espe- 
ciales, sus  detalles  domésticos,  sus  historias  de  al- 
coba, sus  menudencias."  Comentemos  un  tanto 
esta  restricción. 

Tiene,  en  efecto,  derecho  el  poeta  lírico  a  re- 
velar su  alma ;  pero  es  cuando  en  ella  haya  algo 
digno  de  interés,  que  en  obra  de  arte  se  pueda 


El,   LIRISMO   EN   EA   POESÍA  FRANCESA        237 

convertir.  Y  esta  condición  es  la  misma  que  pon- 
dria  yo  a  la  doctrina  individualista,  tan  exten- 
dida y  poderosa.  No  todos  los  individuos  nos 
importan,  y  hay  una  cantidad  inmensa  de  indi- 
viduos que  deben  sernos  indiferentes  (excepto 
en  lo  que  tienen  de  prójimos,  como  enseñó  el  cris- 
tianismo). Esto  es  lo  que  en  realidad  ocurre. 

Con  razón  dice  Hegel  que  no  todo  sentimiento 
personal  y  particular  es  interesante  en  sí  mismo. 
Y  con  igual  acierto  reconoce  que  el  sentimiento 
interior,  en  un  alto  poeta,  puede  dar  cabida  a  los 
pensamientos  más  grandes  y  las  ideas  más  vastas. 
Como  modelo  de  este  modo  lirico,  propone  He- 
gel a  Schiller. 

No  son  enteramente  equivalentes,  aunque  así 
lo  entiendan  ilustres  maestros,  los  tres  térmi- 
nos de  romanticismo,  lirismo  e  individualismo: 
la  distinción  entre  estos  y  el  primero  es  relativa- 
mente fácil;  la  de  los  dos  últimos,  más  difícil, 
sobre  todo  porque  la  palabra  individicalismo  no 
es  muy  exacta,  y,  si  no  se  prestase  a  demasiados 
equívocos  políticos  la  sustitución,  yo  la  sustitui- 
ría por  la  de  anarquismo.  Baste  decir  que  un  poe- 
ma, en  verso  o  en  prosa,  puede  ser  romántico,  y 
no  ser  lírico.;  puede  ser  lírico,  y  no  ser  individua- 
lista en  el  sentido  anárquico  de  la  palabra.  Si 
ese  poema,  aunque  revele  algo  íntimo,  no  afirma 
la  independencia  de  esa  intimidad,  será  lírico, 
pero  no  individualista. 

Lo  íntimo  y  personal  es  aquello  que  lleva  a  la 
obra,  no  el  reflejo  de  lo  externo  y  de  lo  obser- 
vado, sino  el  reflejo  más  vivo  y  hasta  en  cierto 
concepto  más  real,  del  alma  del  escritor  o  del  poe- 


238  K.  PARDO  BAZÁN 


ta.  Y  cuando  ese  poeta  o  ese  escritor  pone  su  yo 
a  la  sociedad  que  le  rodea ;  cuando  la  desafía  no 
con  las  armas  ni  en  la  calle,  sino  con  la  pluma  o , 
con  la  lira,  ya  que  hemos  de  aceptar  la  distin- 
ción, puramente  formal  dentro  del  romanticismo, 
entre  el  prosista  y  el  poeta,  es  cuando  podemos 
diagnosticar  el  caso  de  individualismo. 

El  individualismo,  que  tenía  sus  precedentes 
desde  la  Reforma  de  Lutero,  es  lógico,  profun- 
damente lógico,  en  un  momento  en  que  no  sólo 
han  sido  echadas  por  tierra  muchas  creencias  y 
dogmas,  sino  atacada  y  disuelta  en  gran  parte  la 
constitución  social,  y  se  ha  formado,  por  la  anar- 
quía, bajo  el  nombre  de  Revolución,  un  régimen 
nuevo.  Y  el  lirismo,  que  ha  existido  siempre,  pero 
que  no  ha  estallado  hasta  que  se  lo  permitió  él 
romanticismo,  tenía  que  alzarse  muy  potente  des- 
pués de  tantos  dolores  y  horrores,  de  tanta  san- 
gre vertida,  de  tal  compresión  de  miedo  o  de  in- 
dignación oculta  en  los  espíritus.  Es  cierto,  se  me 
dirá,  que  el  lirismo  precede  a  la  Revolución,  y 
que  Juan  Jacobo  y  Bernardino  de  Saint  Fierre 
se  le  anticiparon.  No  obstante,  la  generación  lí- 
rica que  viene  después  de  ellos,  trae,  en  su  ner- 
viosismo, la  huella  de  aquella  perturbación  psi- 
cológica colectiva.  Tal  vez  sea  esta  la  causa  de 
que  encontremos  tantos  líricos,  entre  los  mayores, 
que  pertenecen  a  la  clase  desposeída,  herida  por 
el  trastorno  revolucionario :  Chateaubriand-,  Vig- 
ny,  Lamartine — y  casi  diría  Víctor  Hugo,  y  hasta 
diría  con  mayor  motivo,  Jorge  Sancl,  con  su  aris- 
tocracia de  la  mano  izquierda. 

Habiendo  consagrado  bastantes  páginas  a  re- 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      239 

cordar  los  precedentes  y  oríg"enes  del  lirismo,  no 
necesito. decir  que  siempre  han  existido,  además 
de  obras,  temperamentos  líricos,  y  casos  líricos 
en  la  literatura,  y  de  individualismo  también.  La 
diferencia  es  que,  desde  Juan  Jacobo,  el  lirismo 
se  impone,  y  a  su  amigar  o,  el  individualismo  re- 
clama en  alta  voz  sus  derechos.  A  cada  paso,  el 
individuo  tiene  mayor  conciencia  de  sí  propio,  y 
sabe  mejor  diferenciarse  del  conjunto  y  de  la 
sociedad.  A  veces,  dentro  de  este  periodo  román- 
tico, un  hombre  se  opone  él  solo  a  una  nación,  y 
he  aquí  el  caso  de  Enrique  Heine,  en  parte,  y  el 
de  lord  Byron.  Más  adelante,  veremos  a  una 
nación  aplastar  a  un  individuo  genial,  que  se  lla- 
mó Osear  Wilde,  y  esto  puede  decirse  que  acaba 
de  suceder,  pues  la  admirable  Balada  de  la  cárcel 
de  Reading,  lleva  por  fecha  el  año  de  1897. 

Es  decir,  que  la  lucha  del  individualismo,  no 
ha  terminado,  ni  terminará  tan  pronto.  Lo  que 
veremos  derrumbarse,  será  el  castillo  romántico^ 
con  sus  alminares  y  sus  barbacanas,  sus  torreo- 
nes y  sus  tamboretes,  sus  blasones  esculpidos  y  su 
puente  levadizo  de  hierro;  pero,  al  caer  la  escuela 
del  romanticismo,  el  lirismo  seguirá  alzándose,  y 
el  individualismo  ensanchará  sus  conquistas,  has* 
ta  qué  podamos  decir  si  será  el  individuo  o  la 
sociedad  quien  obtiene  final  victoria. 

Dada  la  situación  presente,  la  lucha  parece  lar- 
ga y  empeñada,  pero  la  sociedad  es  siempre  más 
fuerte;  más  compacta,  fundándose  en  necesida- 
des más  apremiantes  y  colectivas. 

Para  confirmar  lo  que  antes  dije,  respecto  al 
papel  de  la  Revolución  en  el  desarrollo  del  indi- 


240  E.  PARDO  BAZÁN 


vidualismo,  permítaseme  citar  un  párrafo  de  Bru- 
netiére.  ''Al  derribar  las  vallas,  al  abrir  toda  ca- 
rrera, al  proponer  a  todos  como  premio,  sino 
como  presa  placeres  y  fortunas,  Honores  y  poder, 
la  Revolución  hizo  del  desarrollo,  del  perfeccio- 
namiento, de  la  cultura  intensiva  del  yo,  el  fondo 
mismo  de  la  educación".  Y,  naturalmente,  de  aquí 
se  sigue  la  santificación  del  individuo,  la  legiti- 
midad de  su  instinto;  y  de  aqui  la  proclamación 
del  derecho  a  satisfacerlo. 

Fijemos  bien  este  carácter  del  individualismo, 
sancionado  por  las  afirmaciones  revolucionarias. 
No  es  la  proclamación  de  derechos  del  indi- 
viduo genial,  del  hombre  o  de  la  mujer  excep- 
cionales como  un  Vigny  o  una  Jorge  Sand.  No ; 
esta  categoría,  invocada  un  momento,  está  llama- 
da a  borrarse  pronto,  y  a  ser  sustituida  por  un 
acratismo  radical.  El  individuo  es  sagrado,  no  p)Or 
valer,  sino  sencilla  y  meramente  por  su  condición 
de  individuo,  inconfundible  con  la  colectividad. 
Y  claro  es  que  esta  suposición  es  la  más  incom- 
patible con  los  derechos  del  arte:  porque  el  arte 
será  siempre  una  excepción,  y,  por  tanto,  una 
especialización  individual.  Así,  a  medida  que  los 
principios  del  individualismo  político  y  social  van 
avanzando  y  ganando  terreno,  el  arte  pierde  su 
eficacia  sobre  las  colectividades,  y  pasa  a  ser  pa- 
trimonio y  bien  y  pan  espiritual  solamente  de 
unos  pocos,  cada  vez  más  distanciados  del  público. 
Este  hecho  no  lo  comprobaremos,  naturalmente, 
en  la  época  romántica ;  no  se  ha  extendido  toda- 
vía en  ella  la  doctrina  individualista  hasta  ese 
grado.  Lo  veremos,  en  cambio,  resaltar  con  cía- 


El.    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         24 1 

ridad  meridiana,  cuando  llegue  el  período  deca- 
dente, y  se  consolide  el  aristocrafismo  y  hasta  el 
esoterismo  del  arte. 

El  individualismo,  en  efecto,  pudo  ser  la  san- 
ción de  una  aristocracia;  pero,  al  difundirse  la 
doctrina,  se  convirtió  en  lo  contrarío,  y  dio  base 
a  la  legitimación  de  todo  criterio  individual.  Era 
la  peligrosa  enseñanza  de  Rousseau :  el  individuo 
reúne  en  sí  todos  los  derechos,  no  por  ser  excep- 
cional, no  por  ser  grande,  no  por  ser  fuerte :  sola- 
mente por  ser  hombre.  Así,  todo  hombre,  el  más 
ignaro,  el  más  criminal,  el  más  miserable,  puede 
enfrentarse  con  la  sociedad  y  afirmarse  contra 
ella;  y  todo  le  será  lícito. 

He  aquí  la  raíz  ideológica  del  desorden  moral 
en  que  vivimos,  y  de  la  necesidad  de  revisar  estos 
principios  por  tanto  tiempo  sostenidos  como  in- 
concusos. Yo  creo  que,  en  esta  cuestión,  nuestros 
nietos  tendrán  mucho  que  corregir  y  algo  que  reír 
de  la  candidez  de  ciertas  doctrinas,  por  ejemplo, 
las  penales,  que  ya  van  modificándose,  pero  que 
han  sido  hasta  no  ha  mucho  la  aplicación  de  este 
individualismo  panfilista,  que.  a  pesar  de  las  lec- 
ciones que  nos  da  la  naturaleza,  la  diaria  obser- 
vación y»  la  razón  vigilante,  sigue  obstinado  en 
legitimar  los  instintos  de  todos,  y  en  no  ver  las 
desigiialdades  congénitas  que  entre  individuo  e 
individuo  existen;  las  desigualdades  individua- 
les, naturales,  imposibles  de  nivelar. 

El  romanticismo,  primer  heraldo  y  írompetero 
de  las  franquicias  del  individuo,  sobrevivirá,  sino 
como  escuela  literaria,  como  tendencia,  por  ese 
principio  de  consecuencias  incalculables.  La  con- 

16 


242  E.  PARDO  BAZÁN 


sagración  del  yo  la  encontraremos j  no  sólo  en  in- 
numerables poetas  y  novelistas,  sino  en  pensado- 
res y. filósofos;  el  recoger  sus  opiniones  me  obli- 
garía la  extenderme  demasiado.  Enseña  Hegei 
en  su  Poética,  como  sabemos,  que  el  fondo  de 
toda  obra  de  arte  lírica  es  siempre  el  individuo, 
su  imaginación  y  su  sensibilidad  peculiar.  Y  Fich- 
te  va  más  allá  que  el  gran  idalista,  y  afirma  que 
el  yo,  al  oponerse,  se  convierte  en  causa  y  efec- 
to de  sí  propio,  por  la  cual  no  hay  otra  realidad 
efectiva  sino  el  yo,  y  nada,  incluso  la  naturaleza 
exterior,  existe  sino  por  él  y  en  él.  El  romanti- 
cismo, sin  razonarlas,  sin  admitir  cortapisa  algu- 
na, ha  adaptado  estas  doctrinas.  Y  la  doctrina,  por 
desgracia,  irá  más  allá  del  romanticismo  de  es- 
cuela ;  y  una  vez  emancipado  el  yo,  la  escuela  pudo 
desaparecer,  pero  la  semilla  y  la  planta  ya  no  ha- 
bía quien  las  arrancase. 

En  pleno  período  romántico  hemos  visto  des- 
arrollarse el  germen  del  individualismo  genera- 
•|Ízado  y  extendido  a  todos  los  hombres,  en  las 
ideas  de  Jorge  Sand  y  en  la  idolatría  humani- 
taria que  las  satura,  en  determinado  período  de 
su  vida.  Este  culto  declamatorio  y  delirante  de 
la  humanidad  no  fué  exclusivo  de  unas  cuantas 
novelas:  la  idolatría  se  extendió.  Al  proclamar 
la  divinidad  del  hombre,  fatalmente  se  iba  a  pro- 
clamar la  del  individuo,  consagrado  en  sus  pa- 
siones, en  inevitable  materialidad  del  instinto,  y 
del  instinto  más  bajo. 

Y  el  resultado  ha  sido  lo  que  elocuentemente 
expresa  un  delicado  pensador  y  artista^  Eduardo 
Rod :  ''La  mayor  parte  de  nuestros   contempo- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        245 

ráneos,  arrastrados  por  la  corriente  individualista 
que  arrolla  al  siglo,  y  a  la  cual,  en  ciertos  respec- 
tos, debe  su  grandeza,  han  introducido  el  indivi- 
dualismo donde  sólo  puede  ser  un  fermento  de 
corrupción.  En  lugar  del  sacrificio  del  yo,  en  que 
reposa  toda  su  concepción  elevada,  han  querido 
el  triunfo  del  yo".  Este  mismo  escritor,  tan  idea- 
lista, ha  sido  gran  profeta,  al  señalar  la  inevitable 
reacción  que  tiene  que  venir  en  pos  de  este  perio- 
do de  demolición  sorda  unas  veces  y  furiosa  otras, 
de  esta  quiebra  de  todos  los  valores  tradicionales. 
"La  reacción — escribe — va  tan  aprisa,  que  ya  se 
expone  a  arrastrar,  con  las  corruptoras  doctrinas 
que  ha  encontrado  en  su  camino,  algunas  de  las 
mejores  conquistas  y  de  los  más  generosos  en- 
sueños de  libertad.  Ya  los  países  cierran  sus  fron- 
teras, con  tanta  prisa  como  las  abrían  antes ;  ya 
los  pueblos  se  arman  sin  tregua,  la  palabra  fra- 
ternidad arranca  sonrisas,  y  la  guerra,  si  estalla, 
nos  llevará  a  tiempos  que  recuerden  la  invasión 
de  los  Sarracenos  y  de  los  Hunos".  Estas  pala- 
bras de  vidente  están  escritas  en  1891,  veintitan- 
tos años  antes  del  conflicto  mundial,  a  que  asisti- 
mos, y  que  bien  pudiera  ser,  sino  el  término  del 
individualismo  anárquico,  por  lo  menos  su  eficaz 
represión.  La  forma  más  positiva  del  lazo  social, 
es  la  nacionalidad,  y  la  nacionalidad  es  lo  que  se 
afirma  con  energetismo  hasta  brutal,  heroico  y 
cada  vez  más  tenaz  en  su  paciente  obra  de  des- 
trucción y  m.uerte,  en  la  continuidad  de  esta  gue- 
rra, sin  ejemplo.  Y  ved  cómo,  sintiendo  todos  el 
dolor  de  tanto  estrago,  vemos,  sin  embargo,  en 
*§ta  guerra  algo  que  quizá  anuncia  una  resurrec- 


244  H.  PARDO  BAZAN 


ción  de  los  ideales  colectivos,  minados  por  el  in- 
dividual, desde  hace  acaso  tres  siglos,  desde  Ra- 
belais,  que  canonizó  el  instinto,  y  Montaigne  y 
Montesquieu,  que  formularon  verdaderos  prin- 
cipios individualistas.  El  romanticismo,  desde  el 
siglo  XVIII,  sirvió  de  vehículo  a  esa  concepción 
nueva,  o  por  lo  menos,  no  difundida  hasta  en- 
tonces. 

Ahora,  tratándose  de  Francia,  es  preciso  decir 
que  ningún  país  del  mundo  estaba  menos  prepa- 
rado a  acoger  las  tendencias  individualistas  que 
traía  el  individualismo   romántico.   Ningún   país 
mejor  acorazado  en  sentido  comúu;  ninguno  más 
penetrado  de  las  realidades ;  ninguno  menos  anár- 
quico, a  pesar  de  su  fermentación  revolucionaria, 
porque  en  Francia  eí  orden  se  impone  de  suyo, 
después  de  toda  convulsión,  como  orgánicamen- 
te en  una  naturaleza  normal  y  sana,  después  de 
la  alteración  morbosa  viene  la  reposición  enér- 
gica de  las  fuerzas  vitales.  No  es  Francia,  cual 
Küsia,  una  tierra  de  alucinación,  ni  siquiera  como 
Alemania,  en  otro  tiempo,  una  nación  especulativa 
y  ensoñadora ;  el  trabajo  y  el  ahorro  sanean,  como 
drenaje  bien  entendido,  su  suelo  moral,  y  la  forti- 
fican para  los  trances  críticos.   Lo  que  la  hizo 
accesible  al  entusiasmo  romántico,   fué  su  clase 
media  intelectual,  tan  numerosa^  y  dotada  de  tal 
suma  de  curiosidad  estética,  intelectual  y  moral, 
de  tan  hospitalario  instinto  para  las  ideas,  de  tal 
ansia  de  no  llegar  tarde  a  banquete  alguno,  que 
en  Francia  tenían  que  acogerse,  durante  más  de 
un  siglo,  todas  las  ideas,  y  todas  las  palpitaciones 
del  gusto  y  del  sentimiento  universal. 


El.    LIRISMO    EN    LA    poesía   FRANCESA         245 

Las  tencfencias  nacionales  no  ejercen  acción  in- 
discutible ;  sin  embargo,  las  vemos  también  modi- 
ficarse profundamente,  ya  que  nunca  del  todo  des- 
aparezcan. En  España  ha  llegado  a  ser  un  lugar 
común  esto  del  cambio  de  las  condiciones  de  la 
raza.  ¿Dónde  están  los  españoles  de  otros  tiem- 
pos?, se  oye  preguntar  con  dolor  patriótico.  Y 
algo  semejante,  una  protesta  patriótica,  fué  la  de 
los  antirrománticos,  que  pensaban  en  las  glorias  y 
en  los  esplendores  del  siglo  XVII,  y  apoyaban  su 
campaña  contra  la  nueva  escuela  en  consideracio- 
nes patrióticas,  combatiendo  la  invasión  de  lo  ex- 
tranjero en  todos  los  órdenes  de  la  vida  espiritual. 

Formada  estaba  Francia  para  la  prosa.  Cuando 
he  oído  hablar  de  los  misteriosos  sortilegios  de 
París,  he  pensado  que,  teniendo  París  mucho  de 
cómodo,  grato,  artístico  y  admirable,  está,  sin 
embargo,  en  prosa,  mientras  otras  ciudades,  donde 
no  es  tan  grata  la  vida,  según  los  adelantos  mo- 
dernos, y  algunas  donde  es  hasta  difícil,  están  en 
verso,  y  varias  son  ciudades,  por  esencia,  esté- 
ticas, de  poética  exaltación,  como  Florencia,  Bru- 
jas o  Toledo.  Estando  Francia  en  prosa — en  la 
bella  prosa  del  siglo  XVII — le  trajo  la  poesía  (que 
tanto  echaba  de  menos  Stendhal),  no  una  cadena 
de  montañas,  como  este  escritor  hubiese  querido, 
sino  el  romanticismo;  y  se  la  trajo  rica  y  varia. 

Dice  a  este  propósito  un  crítico  francés,  Da- 
vid Sauvageot:  "Confesémoslo:  París  no  podía, 
tal  vez,  por  su  propio  impulso,  llegar  a  la  exalta- 
ción poética.  Según  la  frase  de  Stendhal,  le  falta 
para  eso  una  cadena  de  montañas.  Pero  París  fué 
hacia  la  montaña,  leyó,  y  recibió  el  impulso". 


246  h.  PARDO  BAZÁN 


Y  la  poesía  del  romanticismo  de  escuela  nace  y 
arranca  del  individuo,  que  es  el  fermento  reno- 
vador, el  grano  de  levadura  que  hace  esponjar  la 
masa.  Desde  el  romanticismo,  la  noción  del  indi- 
viduo se  destaca  y  prevalece,  no  sólo  en  la  lite- 
ratura, sino  en  la  filosofía  y  en  la  naciente  socio- 
logía. El  individuo  se  afirma  contra  la  sociedad, 
y  hasta  aspira  a  hacerla  a  su  imagen  y  semejan- 
za, y  no  consiguiéndolo,  la  anatematiza.  Esto 
puede  verse  al  estudiar  a  los  novelistas  y  dra- 
maturgos, y  lo  veremos  ahora,  en  los  poetas  de 
la  rima,  y  seguiremos  viéndolo  después  de  que 
haya  venido  a  tierra  el  romanticismo  escolás- 
tico, durante  todo  el  período  de  la  decadencia, 
en  el  cual  podremos  comprobar  que  el  individuo 
sale  vencido  en  su  lucha  contra  la  sociedad,  fatal 
e  irremisiblemente.  Sale  vencido,  no  sin  dejar 
influencias  y  reivindicaciones  que  darán  su  fruto, 
pero  que  no  renovarán  a  la  sociedad  en  lo  fun- 
damental, en  los  elementos  indispensables  de  su 
estatismo.  Desde  el  primer  día  en  que  el  hombre 
se  agrupó  socialmente,  ciertos  rudimentos  fueron 
necesarios  a  la  vida  del  grupo,  y  el  instinto  de  con- 
servación los  salvaguardó,  y  los  cristalizó,  por  de- 
cirlo así.  El  individuo  ha  podido  ejercitar  la  crí- 
tica de  la  sociedad,  y  señalar  sus  deficiencias,  y 
protestar  contra  ellas,  y  hacernos  sentir  la  razón 
de  sus  quejas  y  el  deseo  de  mejores  organizacio- 
nes y  de  deseables  perfeccionamientos;  pero  ja- 
más podrá  el  individuo  sustituirse  a  la  sociedad. 
El  individuo,  el  más  innovador,  'dará  por  resulta- 
do algo  social. 

Al  iniciarse  el  desarrollo  del  lirismo,  y  al  em- 


th  URisMo  En  la  poesía  francesa      247 

pezar  a  afirmarse  la  tesis  individualisfe  en  Fran- 
cia— pues  de  Francia  estoy  hablando — era  en  las 
letras  donde  había  de  establecer  sus  reales,  pues 
los  tiempos  nada  tenían  de  favorables  a  las  eman- 
cipaciones en  el  terreno  práctico.  Ni  el  Terror, 
ni  el  Consulado,  ni  el  Imperio,  fueron  cosa  muy 
emancipadora,  y  en  el  Imperio,  especialmente,  la 
respiración  era  difícil.  Y  se  respiró  por  donde  se 
respira  cuando  hay  compresión  muy  enérgica  de 
los  instintos  individuales,  se  respiró  por  una  lite- 
ratura nueva,  refugio  de  esos  instintos,  de  esas 
aspiraciones. 

Y  na  fué  en  los  períodos  determinados  en  su 
sentido  político  por  la  Revolución,  sino,  al  con- 
trario, bajo  la  Restauración,  hacia  1825,  cuando  el 
individualismo  se  alza  potente,  y  empieza  el  pe- 
ríodo, que  aún  dura,  en  que  se  rompen  todos  los 
días  vallas,  se  aflojan  lazos,  se  abren  caminos,  y  el 
individuo  avanza,  a  cada  momento,  hacia  su  auto- 
cratismo,  no  interior  e  incoercible,  sino  procla- 
mado, erigido  poco  a  poco  en  dogma. 

Con  la  sanción  de  los  instintos  desaparecen  las 
responsabilidades;  con  la  sanción  de  los  instintos 
las  categorías  morales  dejan  de  existir.  Y  esto  es 
lo  que  va  a  predominar  en  el  desenvolvimiento  de 
la  literatura  y  de  la  poesía  rimada,  hasta  llegar  a 
proponer,  en  tiempos  más  recientes,  como  ideal 
la  perversidad,  y  como  criterio  de  belleza  la  mis- 
ma corrupción  de  las  almas,  refinada  artística- 
mente. Esto  será,  en  gran  parte,  lo  que  se  llama 
decadentismo. 

^  Y  nótese  que  la  represión  y  el  sacrificio  del  ins- 
tinto no  son  únicamente  la  base  de  nuestra  moral 


248  E.  PARDO  BAZÁN 


social,  la  que  podemos  conocer  desde  hace  diez  y 
nueve  siglos  que  el  Cristianismo  sentó  sus  bases ; 
es,  si  bien  lo  miramos,  si  leemos  despacio  a  los 
grandes  legisladores  de  pueblos  y  fundadores  de 
religiones,  la  que  siempre  invocó  el  género  Hu- 
mano, que  bien  sabe  cómo  el  instinto  es  lo  que 
tiene  de  común  con  las  especies  animales,  y  que 
siendo  el  instinto  un  magnifico  manantial  de  vigor 
y  riqueza  psicológica,  no  puede  menos  de  ser  edu- 
cado y  guiado  y  hasta  reprimido  por  las  leyes  y 
las  costumbres,  por  la  sociedad  en  suma,  por  la 
sociedad  que  ha  existido  siempre,  y  que  siempre 
existirá,  inalterable  en  su  principio  cuanto  varia- 
ble en  sus  formas. 

Mientras  el  individualismo  fué  cosa  de  litera- 
.tura,  aunque  de  literatura  rebelde,  no  alarmó,  sí 
bien  su  tendencia  era  ya  conocida  y  comentada. 
Pero,  de  la  literatura,  ks  tendencias  pasan  a  la 
sociedad,  y  en  ella  se  infiltran,  y  la  socavan  lenta- 
mente. Y  estas  tendencias,  antes  de  revelarse  en 
la  literatura,  habían  estado  en  la  mente  de  los  filó- 
sofos, de  Kant  y  de  Fichte.  Y  en  Hegel  hemos 
hallado  su  definición  exacta,  y  también  su  correc- 
ción anticipada,  con  la  afirmación  de  que  el  indivi- 
duo no  es  un  valor  igual,  uniforme,  y  no  puede, 
por  lo  tanto,  alegar  importarnos  igualmente.  Yo 
tengo  fe  en  esta  verdad.  Ella  es  la  que  puede  con- 
ciliar nuestra  admiración  y  nuestra  involuntaria 
simpatía  hacia  los  grandes  individualistas  artís- 
ticos, los  Goethe,  los  Schiller,  los  Byron,  los  Vig- 
ny,  los  Musset,  los  Hugo,  más  tarde  los  Baude- 
laire  y  los  Verlaine,  con  nuestra  convicción  so- 
cial, hija  de  nuestra  razón.  El  individuo  superior 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      249 

puede  invocar  privilegios  que  su  excepcionalidad 
le  concede.  El  individuo  inferior  tiene  que  resig- 
narse a  tomar  su  valía  del  conjunto  social  a  que 
contribuye.  Le  honramos  como  a  héroe  anónimo, 
pero  no  podemos  creer  que  tenga  nada  que  decir- 
nos, y,  especialmente,  en  el  terreno  del  arte. 


XVII 

Bl  lirismo  en  Balzac.  "La  azucena  en  el  valle".  Examen  y 
critica  de  esta  obra.— El  estilo  de  Balzac— "La  musa  del 
departamento",  "Ilusiones  perdidas",  "Beatriz".  Examen 
de  estas  tres  obras.— Influencias  de  Balzac  sobre  Flaubert.— 
Crítica  que  hace  Balzac  del  lirismo.— Bibliografía. 

Estamos  acostumbrados  a  considerar  en  Hono- 
rato de  Balzac,  que  nació  en  Tours  en  1799,  y 
murió  en  París  en  1850,  al  titánico  creador  de  la 
Comedia  humana,  al  padre  de  la  novela  épica  por 
excelencia.  Desde  este  punto  de  vista,  habría  mu- 
cho que  decir  de  él,  pero  ahora  voy  a  tomar  en 
cuenta  el  elemento  lírico,  lo  que  hay  en  él  de  ese 
romanticismo  subjetivo,  que  no  podía  faltarle, 
dada  la  época  en  que  nació  y  en  que  vivió.  No  de- 
bemos admirarnos  de  que  Balzac  sea  de  su  tiempo, 
sino  más  bien  de  cómo  se  adelantó  a  él,  genial- 
mente. 

Voy,  pues,  a  estudiar  a  Balzac  desde  un  pun- 
to de  vista  parcial,  restringido,  sin  tomar  en 
cuenta  la  vasta  complejidad  de  su  obra,  compues- 
ta de  documentos  históricos  y  de  análisis  ahin- 
cados de  su  época,  con  un  sabor  de  realidad  que 
inútilmente  buscaríamos  en  los  novelistas  pura- 
mente líricos,  indiferentes  a  este  aspecto  del  arte, 
como  lo  fueron  al  elemento  económico,  introdu- 
cido en  el  arte  por  Balzac,  que,  en  una  sociedad 
donde  aparentemente  se  luchaba  por  idealismos 
políticos  y  religiosos,  adivinó  la  verdadera  fuerza 


252  E.  PARDO  BAZÁN 


que  movía  la  maquinaria,  y  cada  vez  había  de 
moverla  con  energía  mayor :  la  cuestión  econó- 
mica imponiéndose  a  las  restantes.  Pero  Balzac 
— que  tuvo  su  época  de  soñador  febril,  como  Jor- 
ge Sand,  y  aun  como  Stendhal,  porque  el  indi- 
viduo superior,  confinado  en  localidades  atrasa- 
das y  sin  movimiento  social  e  intelectual  suficiente, 
ha  de  atravesar  por  fuerza  este  período — ,  in- 
cluyó el  sueño  lírico  entre  los  asuntos  que  había 
de  tratar  su  pluma  asombrosa,  y  nos  dejó  docu- 
mentos inestimables  sobre  el  lirismo,  no  sólo  al 
estudiarlo  con  amor,  sino  al  juzgarlo  y  satirizarlo 
vigoramente. 

El  primer  documento  sobre  el  lirismo  que  apa- 
rece en  Balzac,  es  La  azucena  en  el  valle.  Yo  tra- 
duzco así  el  título  de  esta  novela,  que  común- 
mente ha  solido  traducirse  por  El  lirio  en  el  valle. 
El  error  no  es  de  mucha  monta,  pero  convie- 
ne extirparlo.  Lys,  en  francés,  es  exactamente 
azucena,  aunque  la  flor  de  lis  de  las  armas  reales 
de  Francia  no  se  parezca  a  una  azucena  en  lo  más 
mínimo,  sin  que  acierte  yo  por  qué  es  blanca  esa 
emblemática  y  heráldica  flor,  cuando  la  verdadera 
flor  de  lis,  igual  en  su  forma  a  las  que  campearon 
en  los  escudos  de  los  Reyes,  y  siguen  campeando 
en  el  blasón  de  la  casa  de  los  Borbones  sea,  no 
blanca,  sino  del  más  bello  color  de  púrpura.  La 
tengo  en  mi  invernadero  y  la  he  visto  mil  veces. 
Hay  quien  ha  traducido  el  título  de  la  novela  de 
Balzac  por  El  lirio  del  valle;  y  esto  es  aún  menos 
exacto,  porque  el  lirio  del  valle  es  una  florecilla 
blanca,  muy  perfumada,  llamada  combalaria,  y  en 
Francia,  muguet. 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      253 

Después  de  esta  acaso  inoporiuna  disgresión, 
diré  que  La  azucena  en  el  valle  es  del  año  1855, 
y,  en  el  conjunto  de  la  Comedia  humana,  figura 
entre  los  estudios  y  cuadros  de  la  vida  dd  provin- 
cia. La  época  en  que  se  supone  la  acción  de  La 
azucena  es  aún  más  romántica:  1827.  Pero  no 
echemos  en  olvido  que  Deleite,  de  Sainte  Beuve, 
tiene  por  fecha  la  de  1834. 

La  novela  reviste  forma  de  confesión  autobio- 
gráfica. El  elegante  Félix  de  Vandenese,  uno  de 
los  personajes  de  la  Comedia  humana,  que  reapa- 
rece en  otros  estudios  de  Balzac^  de  ambiente  pa- 
risiense y  del  gran  mundo,  refiere  a  la  condesa 
de  Mannerville  los  episodios  de  su  relación  senti- 
mental con  una  señora  de  provincia,  que  consti- 
tuyen un  verdadero  ensueño  de  juventud.  El  re- 
cuerdo de  aquel  cariño  puro  e  intenso  se  alza  a 
veces  como  un  fantasma  en  medio  de  la  disipa- 
ción y  de  las  seducciones  del  mundanismo,  en  la 
agitada  existencia  del  elegante  joven. 

La  historia  de  Félix  de  Vandenesse  no  es  lírica 
como  la  de  Indiana^  como  la  de  Valentina,  como 
la  de  Adolfo.  Los  dos  protagonistas,  Félix  y  En- 
riqueta de  Mortsauf,  no  proclaman  la  suprema- 
cía del  yo,  no  predican  la  doctrina  del  derecího 
divino  de  la  pasión;  no  son  teorizadores :  i>ero, 
de  la  sucesión  de  los  hechos  psicológicos,  la  mis- 
ma consecuencia  se  deduce.  Y  se  deduce  de  un 
modo  más  convincente,  por  lo  mismo  que  es  na- 
tural, y  que  la  verdad  ha  inspirado  a  Balzac  en 
esta  ocasión  como  en  todas,  y  acaso  más  que  en 
otras  muchas.  La  sencillez  de  la  fábula  contribu- 
ye a  hacerla  más  impresionante. 


254  E.  PARDO  BAZÁN 


Félix  de  Vandenese,  niño  a  quien  trató  con 
dureza  su  madre,  que  creció  débil  y  triste,  y  por 
lo  mismo  tierno  y  necesitado  de  afecto,  no  ha 
conocido  nada  de  la  vida  cuando,  en  un  baile  ce- 
lebrado en  obsequio  del  duque  de  Angulema,  a 
su  paso  por  una  ciudad  de  provincia,  ve  por  pri- 
mera vez  a  la  señora  de  Mortsauf .  Aprovechando 
un  momento  favorable,  y  sin  intención  ofensiva, 
por  una  especie  de  irreflexivo  movimiento,  el  mu- 
chacho acaricia  locamente  los  lindos  hombros  de 
la  dama,  que  el  escote  descubre.  El  amor  ha  na- 
cido, y  teniendo  un  principio  tan  osado,  y  hasta 
tan  insólito,  se  revela  después  muy  respetuoso, 
completamente  ideal.  La  señora  de  Mortsauf  es 
casi  una  santa :  casada  con  un  hombre  agrio,  duro, 
epiléptico,  que  ha  transmitido  a  los  dos  hijos  de 
su  matrimonio  las  enfermedades  que  padece,  la 
señora  de  Mortsauf  sólo  piensa  en  cuidar  a  los 
niños,  en  reconstituirles  una  salud,  en  fortalecer- 
los, en  atender  a  la  casa  y  a  la  hacienda  que 
mañana  les  ha  de  corresponder.  Su  abnegación  no 
desmentida,  su  honestidad,  su  dignidad,  hacen  de 
ella  un  modelo  de  esposas  y  de  madres.  Pero  el 
novelista,  que  ha  sabido  diseñar  tan  noble  figura 
de  mujer,  con  los  detalles  de  vida  íntima  y  de 
realidad  local,  en  la  que  Balzac  será  siempre  no 
igualado  maestro,  conoce  demasiado  bien  el  cora- 
zón humano  para  no  ir  más  allá  de  la  superficie,  y 
no  adivinar  el  drama  interior,  sin  el  cual  ningún 
sentido  tendría  el  relato.  El  mérito  de  madama  de 
Montsauf  está  en  que  también  para  ella  el  fatal 
incidente  del  baile  ha  abierto  un  abismo  entre  el 
pasado  y  el  porvenir.  Inocente  y  candida  antes  de 


Div   URISMO   EN   LA   POESÍA  FRANCESA        255 


tal  suceso,  la  pasión  ha  penetrado  con  él  en  lo 
más  profundo  de  su  alma.  La  pasión  se  apodera 
de  todo  su  ser,  cuando  Félix  viene  a  pasar  una 
larga  temporada  en  la  mansión  de  la  familia  de 
Mortsauf ;  pero  ninguna  transacción  con  la  honra 
y  la  virtud  caben  en  la  delicada  y  generosa  natu- 
raleza de  la  ''Azucena",  siempre  blanca  y  siempre 
erguida :  y  el  programa  de  aquella  pasión  violen- 
tísima, pero  sujeta  al  deber,  lo  expresa  un  diálo- 
go entre  ella  y  Félix.  Suceda  lo  que  suceda,  Félix 
la  querrá  santamente,  para  siempre,  como  a  una 
virgen  velada  y  de  nivea  corona,  como  a  una  her- 
mana, como  a  una  madre,  y  sin  esperanza,  a  estilo 
caballeresco. 

En  este  diálogo,  y  en  el  conjunto  de  la  novela 
también,  resalta  algo  que  es  característico,  y  que 
la  diferencia,  por  ejemplo,  de 'las  novelas  pasio- 
nales de  Jorge  Sand.  Los  tipos  de  madama  de 
Mortsauf  y  de  Félix  de  Vandenesse  están  marca- 
dos con  el  sello  peculiar  de  la  vieja  aristocracia 
de  sangre.  El  espíritu  de  sacrificio  que  inspiró  a 
esta  aristocracia  ante  la  Revolución  y  el  Imperio 
tantos  rasgos  heroicos,  flota  en  la  renunciación 
dolorosa,  mortal,  de  la  "Azucena",  y  la  novela,  de 
Balzac  al  fin,  se  sitúa  así  en  su  momento :  la  Res- 
tauración. La  señora  de  Mortsauf  sabe  que,  ade- 
más de  los  deberes  generales  que  impone  el  ma- 
trimonio, tiene  otros,  enlazados  con  la  clase  so- 
cial a  que  pertenece,  y  que  la  obligan  a  custodiar 
el  solar  de  la  raza,  a  preparar  el  porvenir  de  la 
descendencia,  a  no  desdorar  ni  por  un  momento 
la  ilustración  de  la  familia.  Todo  eso  le  cuesta  la 
felicidad,  pero  hay  que  pagar  la  deuda. 


256  E.  PARDO  BAZÁN 


Domada  y  enfrenada  la  pasión,  llega  un  mo- 
mento, no  obstante,  en  que  recobra  sus  derechos ; 
pero  es  cuando  la  "Azucena",  marchita  por  el  do- 
lor y  la  fiebre  de  unos  celos  tardíos,  atacada  de 
mal  que  no  perdona,  dobla  su  tallo  para  morir. 
Una  enfermedad  cruel  ha  ido  minando  su  cuerpo, 
y  mientras  Félix  giraba  en  el  torbellino  de  París, 
Enriqueta  se  extinguía  en  su  residencia  campes- 
tre. Si  otro  novelista  que  no  fuese  Balzac  hubiese 
contado  esta  historia,  la  enfermedad  de  la  "Azu- 
cena" sería  algún  mal  de  languidez,  un  poético 
desmayo.  Pero  Balzac,  a  fuer  de  disector,  no  per- 
dona el  sello  de  la  realidad :  la  señora  de  Murtsauf 
muere  de  una  enfermedad  del  estómago,  que  cie- 
rra el  píloro  y  la  sentencia  a  perecer  de  inanición. 
Y  a  última  hora,  cuando  Félix,  habiendo  sabido 
la  inminencia  del  desenlace,  se  presenta,  es  cuan- 
do la  señora  de  Moutsauf,  en  la  agonía,  deja  es- 
capar lo  que  llevaba  oculto  en  lo  más  secreto  del 
santuario  de  su  ser;  es  cuando  echa  de  menos  la 
dicha  que  no  gozó,  y  sueña  con  curar  para  poder 
disf^rutarla,  para  bebería  a  grandes  sorbos,  para 
embriagarse  con  ella.  Este  final,  que  ha  sido  muy 
censurado,  no  sólo  es  lo  más  bello  de  la  novela,  si- 
no que  es  profundamente  humano.  Para  ver  en  él 
algo  inmoral,  hay  que  tener  un  criterio  mezquino. 
Una  m.oribunda,  que  no  se  alimenta  hace  tantos 
días,  en  su  calentura,  sueña  un  momento,  y  en  ese 
sueño  revela  lo  que  tanto  tiempo  calló  y  combatió. 
Este  género  de  lirismo,  este  triunfo  de  la  pasión, 
no  puede  compararse  a  otros  lirismos  esendal- 
mente  disolventes.  La  muerte  purifica  el  arrebato, 
el  transporte  cíe  la  pobre  "Azucena". 


th    LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         257 

Hay  una  crítica  fundada,  entre  las  muchas  que 
se  han  dirigido  a  esta  novela  de  Balzac.  Recuer- 
da, dicen,  en  sus  primeros  capítulos,  las  Confe- 
siones, de  Juan  Jacobo ;  la  llegada  de  Rousseau  a 
casa  de  madama  de  Warens.  Algo  hay  de  cierto, 
pero  ahí  se  acaba  la  semejanza. 

Más  análogo  a  las  Confesiones  pudiera  ser  el 
principio  de  Rojo  y  Negro,  de  Stendhal,  con  la 
llegada  de  Julián  Sorel  a  la  casa  de  los  señores  de 
Renal,  donde  entra  como  elemento  perturbador. 

También  se  han  notado  en  La  azucena  giros  y 
locuciones  impropias,  defectos  de  construcción  y 
lenguaje.  A  toda  la  obra  de  Balzac  pudiera  alcan- 
zar el  reparo.  Balzac  no  cuidaba  gran  cosa  de  la 
perfección.  El  estilo  lo  mira  como  medio  de  de- 
cir lo  que  quiere,  o  de  insinuarlo  con  ese  calor 
interior,  esa  vibración  y  estremecimiento  de  vida 
que  es  preciso  reconocerle.  Balzac,  no  cabe  duda, 
sea  por  instinto  o  sea  por  reflexión, y  estudio,  y 
lo  primero  me  parece  evidente,  sabe  su  idioma 
tanto  como  el  que  más,  según  afirma  Taine;  lo 
sabe  desde  sus  primeros  orígenes  y  verdores  y  re- 
toñares literarios,  y  basta  abrir  los  Cuentos  de 
gorja  (Contes  drolatiques)  para  cerciorarse  de  ello. 
Pero  no  se  forma  un  estilo  literario  por  conocer 
a  fondo  el  idioma,  y  hay  ignorantes  de  todo  ele- 
mento gramatical  y  retórico  que  son  extraordi- 
narios estilistas  naturales.  Evidentemente,  Balzac, 
aparte  de  los  juegos  retozones  de  los  Cuentos,  en 
la  labor  de  la  Comedia  humana  no  aspira  a  hacer 
estilo,  ni  aun  arte  riguroso,  sino  que,  como  dijo 
felizmente  Brunetiére,  el  arte  de  Balzac  es  su  na- 
turaleza y  su  temperamento  de  escritor.  "Como 

17 


258  E.  PARDO  BAZÁN 


escritor — dice — no  es  de  primer  orden ;  ni  siquie- 
ra cabe  decir  que  recibió  del  cielo,  al  nacer,  pren- 
das de  estilista,  y  en  este  respecto  no  podemos  ni 
compararle  con  algunos  de  sus  contemporáneos, 
como  Víctor  Hugo  y  Jorge  Sand."  El  detallado 
análisis  que  sigue  a  este  fallo  nos  muestra  a  Bal- 
zac  expresándose  frecuentemente  en  galimatías, 
corrigiéndose  para  estropearse  más,  no  escribien- 
do ni  con  casticismo,  ni  con  pureza,  ni  con  cla- 
ridad; pero  dado  que  Balzac  no  se  propone  la 
realización  de  la  belleza,  sino  la  representación  de 
la  vida,  animando  y  vivificando,  mediante  un  ta- 
lismán secreto  suyo,  todo  cuanto  ha  querido  re- 
presentar, no  conviene  decir  que  escribió  mal  ni 
bien,  sino  que  escribió  como  debía.  La  revolución 
que  hace  Balzac  en  literatura  no  es  de  forma, 
sino  de  fondo ;  inferior  en  lo  verbal,  su  grandeza 
en  lo  substancial  es  la  que  le  ha  valido  subir  tan 
alto  después  de  su  muerte.  Y  en  efecto,  yo  debo 
reconocer,  a  pesar  de  mi  afición  invencible  a  la 
belleza  del  estilo,  que  la  vida  es  un  don.  toda- 
vía más  rico  y  precioso,  y  que  los  autores  sólo 
admirables  por  la  forma  caen  en  olvido  antes  que 
aquellos  capaces  de  insuflar  a  su  obra  aliento 
vital. 

Antes  que  Flaubert  realizase  el  estudio  clínico, 
que  es,  al  mismo  tiempo,  sátira  contra  el  lirismo 
individualista,  y  resumen  y  cuadro  de  sus  desen- 
cantos y  degradaciones,  Balzac,  que  en  esto  y  en 
tantas  cosas  más  caminó  delante  y  señaló  la  ruta, 
escribía  páginas  en  las  cuales  Madama  Bovary  está 
en  germen.  Por  este  concepto,  merecen  especial 
mención  novelas  suyas  que  no  son  de  las  que  más 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      259 

se  celebran,  pero  que  rebosan  verdad.  Se  titulan : 
La  musa  del  departamento  e  Ilusiones  perdidas. 

En  la  primera  de  estas  narraciones  se  contiene 
el  drama  obscuro  y  ridiculo  de  la  mujer  de  lírico 
temperamento,  que  vegeta,  y  se  marchita  y  con- 
sume ansiando  otro  vivir,  otras  emociones.  Ma- 
dama de  Bargeton,  heroína  de  la  novela,  ha  sido 
deslumbrada  y  fascinada  por  la  gloria  y  el  renom- 
bre de  Jorge  Sand,  y  quisiera  imitarle,  ser  reflcr 
jo  del  gran  astro.  En  esto  se  diferencia  la  Musa 
departamental,  de  Madama  Bovary :  la  Musa  as- 
pira nada  menos  que  al  genio;  Madama  Bovary 
se  contentaría  con  un  poco  de  lujo,  de  elegancia, 
de  poesía  a  su  alrededor.  "Jorge  Sand — dice  Bal- 
zac  —  ha  creado  el  sandismo,  y  esta  lepra  senti- 
mental ha  echado  a  perder  a  muchas  mujeres  que, 
si  no  tuviesen  pretensiones  al  genio,  serían  encan- 
tadoras." La  Musa,  aparece  queriendo  recoger 
lauros  de  arte,  formarse  un  nombre  ilustre ;  pero, 
realmente,  lo  que  sucede  es  que  posee  una  orga- 
nización más  vibrante  que  las  que  la  rodean;  tie- 
ne aspiraciones  incompatibles  con  su  situación,  y 
el  cuadro  de  la  fatigosa  lucha  con  el  ambiente 
atrasado  y  vulgar,  lo  traza  Balzac  con  tal  certero 
pincel,  que  la  impresión  de  realidad  nos  sobrecoge 
a  cada  instante.  El  ambiente :  de  él  nace  el  drama 
de  la  Musa,  como  ha  de  nacer  el  de  Emma  Bovary. 

Lo  que  forma  ese  ambiente  tan  repulsivo  y  pe- 
ligroso para  ías  almas  líricas,  es  la  provincia. 
Balzac  lo  deja  establecido  de  un  modo  definitivo, 
indiscutible. 

"Francia— dice— está  dividida,  en  el  siglo  XIX, 
en  dos  grandes  zonas :  París  y  las  provincias :  las 


200  E.  PARDO  BAZÁN 


provincias  envidiando  a  París,  y  Paris  no  pensan- 
do en  las  provincias  sino  para  sacarles  dinero." 
Esta  división,  aun  hoy,  persiste,  o  al  menos,  per- 
sistía las  últimas  veces  que  he  visitado  a  Francia, 
y  siempre  me  sorprendió  notar  el  carácter  que  lla- 
maré •  doblemente  provinciano   de  las  provincias 
francesas.  En  España  no  está  tan  marcada  esta 
separación.  Hay  más  pueblos,  más  paletos,  pero 
menos  gente  rigurosamente  provinciana.  Y  donde 
mejor  ha  sabido  Balzac  observar  y  dar  la  impre- 
sión fuerte  de  verdad  íntima,  es  en  los  estudios 
de  la  vida  de  provincia,  y  en  el  análisis  de  los  ele- 
mentos románticos  que  la  provincia  desarrolla  y 
exalta. 

Madama  Bovary,  que  no  sale  ni  puede  salir  de 
su  poblachón,  ha  visto  Flaubert  con  justeza  que 
tiene  que  morir,  que  sucumbir  al  envilecimiento 
de  sus  ensueños  y  al  desorden  por  ellos  introdu- 
cido en  su  vida ;  pero  la  Musa  del  departamento, 
que  iba  poco  a  poco  enquistándose  en  el  modo  de 
ser  provinciano,  agravado  por  la  ridiculez  de  las 
altas  pretensiones  que  el  genio  no  sanciona,  y  que 
se  evade  de  la  provincia  rompiendo  todos  los  la- 
zos del  hogar  y  de  las  conveniencias  sociales,  se 
cura  con  el  aire  de  París  y  con  duras  lecciones  de 
la  realidad,  de  sus  lirismos  y  de  sus  antojos  de 
bohemia,  y  vuelve  al   hogar  y   a  la   familia,   a 
la  misma  sociedad,  que  la  perdona  y  recibe  en 
su  seno  otra  vez.  Balzac  señala  el  camino  rec- 
to a  la  descarriada  Musa,  por  medio  de  ese  ele- 
mento tan  poderoso,  cuya  fuerza  ya  hemos  visto 
que  reconoció  Madama  de  Staél  en  sus  novelas 
Carina  y  Delfina;  la  sociedad,  que  la  mujer  ne- 


El  lirismo  en  la  poesía  erancesa      261 

cesita  como  el  aire  que  respira,  especialmente  en 
€l  país  más  social  del  mundo,  que  es  Francia. 

El  cuadro,  pintado  de  mano  maestra,  con  el  re- 
lato de  las  privaciones,  de  las  humillaciones,  de  los 
dolores  de  todo  género  que  sufre  la  emancipada 
lírica,  constituye,  como  he  dicho,  una  anticipación 
de  Madama  Bovary,  la  condenación,  de  otro  modo 
y  por  distintos  móviles,  de  las  ilusiones  líricas  que 
también,  a  pesar  suyo,  en  secreto,  alimentaba  la 
Azucena  del  valle.  Tal  condenación  del  lirismo  te- 
nía que  proceder  del  gran  realista,  del  que  hizo  la 
transformación  de  la  literatura  de  imaginación  en 
literatura  científica.  La  Musa  del  Departamento 
vio  la  luz  en  1844,  y  Madama  Bovary,  en  1857. 
Estas  fechas  indican  bien  de  dónde  procede  la  me- 
jor obra  de  Flaubert. 

Al  lado  de  La  Musa  del  Departamento,  hay  que 
poner  la  historia  de  Madama  de  Bargeton,  en  Ilu- 
siones perdidas. 

Madama  de  Bargeton  es  otra  intelectual  incom- 
prendida.  Vive  recluida  en  Angulema,  y  en  aquel 
cíirculo,  las  cualidades  y  los  tesoros  del  espíritu 
de  la  dama,  que,  como  la  Musa,  pertenece  a  la 
aristocracia  de  provincia,  se  pierden  y  agrian,  con- 
virtiéndose en  manías  y  amaneramientos.  Las 
ideas  se  estrechan,  la  mezquindad  es  un  contagio. 
Madama  de  Bargeton  cae  en  el  error  de  explicar 
en  público  sus  idealismos,  de  dejar  abierta  la  es- 
pita del  entusiasmo.  Su  personalidad  lírica  la  es- 
tudia Balzac  admirablemente,  retratando  el  des- 
bordamiento de  su  sensibilidad  comprimida,  de 
sus  desencantos  y  tristezas. 

AI  lado  de  esta  figura  de  mujer  que  vive  para 


202  E.  PARDO  BAZÁN 


la  poesía,  como  la  carmelita  parai  la  religión,  co- 
loca Balzac  la  del  joven  poeta  de  provincia,  niño 
sublime,  a  quien  empiezan  a  suponer  posible  rival 
de  Víctor  Hugo.  El  primer  efecto  de  la  gloria, 
o  mejor  dicho  su  primera  promesa,  «s  ser  recibido 
en  la  tertulia  de  Madama  de  Bargeton. 

En  este  estudio,  como  en  el  de  la  Musa,  el  li- 
rismo es  vencido  por  la  sociedad.  La  incompren- 
dida  de  Angulema,  que  se  pone  en  camino  hacia 
París  en  compañía  de  su  poeta,  vé,  apenas  llega 
a  la  gran  capital  y  se  pone  en  contacto  con  su  pri- 
ma, la  marquesa  de  Espard,  lo  burlesco  de  su 
idilio.  Y  a  su  vez,  el  poeta  vé  en  Madama  de  Bar- 
geton los  defectos,  las  rarezas,  las  disonancias  en- 
tre el  sueño  y  la  realidad.  La  desilusión  es  mutua. 
La  sociedad,  el  mundo  elegante,  el  dinero,  el  lujo, 
han  arrancado  el  brote  lírico  en  las  dos  almas. 
Era  la  provincia  la  que  mantenía  el  espejismo,  la 
que  agrandaba  los  méritos  del  poeta,  muy  relati- 
vos, con  ese  fácil  entusiasmo  de  las  localidades, 
que  quieren  haber  dado  cuna  a  grandes  hombres, 
y  que  no  resiste  al  juicio  más  desinteresado  de 
la  capital  populosa  y  repleta  de  celebridades.  Y 
era  la  provincia  la  que  rodeaba  a  la  dama  ni  jo- 
ven ni  bella,  vestida  pretenciosamente  y  sin  ins- 
piración ni  talento,  de  una  aureola  sugestiva.  Pa- 
rís, en  corto  plazo,  desdora  a  los  dos  enamorados, 
y  una  vez  más,  Balzac  escribe  sobre  el  lirismo  un 
juicio  amargo,  sano,  rebosante  de  verdad. 

No  contento  con  perseguir  al  lirismo  en  sus  es- 
condidas madrigueras  provincianas,  Balzac  quiso 
condenarlo  en  la  altiva  y  gloriosa  cabeza  del  ma- 
yor propagador  del  mismo :  Jorge  Sand.  A  tal  ten. 


Elv    LIRISMO    KN    LA    POESÍA   FRANCESA        263 

dencia  responde  la  interesante  novela,  o,  por  me- 
jor decir,  el  estudio  titulado  Beatriz.  Beatriz  es, 
como  diriamos  hoy,  una  novela  con  clave.  Se 
transparentan  los  nombres  de  Jorge  Sand  y  de  la 
condesa  de  Agoult,  otra  literata  menos  famosa. 
En  cuanto  al  tipo  físico  y  al  carácter,  el  retrato 
de  Jorge  Sand,  bastante  idealizado,  o,  mejor  di- 
cho, visto  con  la  intensidad  casi  visionaria  de 
Balzac,  no  hay  quien  no  lo  reconozca.  Es  admi- 
rable la  pintura  del  efecto  que  produce  la  señorita 
Des  Touches,  en  quien  el  autor  representa  a  Jor- 
ge Sand,  sobre  el  fondo,  no  ya  provinciano,  sino 
campesino,  del  país  bretón  de  Guerande.  Los  cu- 
ras quieren  subir  al  pulpito  y  predicar  contra  ella, 
las  señoritas  legitimistas  se  persignan  al  oir  su 
nombre.  Se  la  odia  más,  por  lo  mismo  que  es  tam- 
bién noble  y  bretona  y  parece  su  conducta  una 
apostasía. 

La  señorita  Des  Touches,  que  ha  hecho  célebre 
su  pseudónimo  literario,  y  puesto  su  yo  por  enci- 
ma de  las  preocupaciones  y  leyes  sociales,  no  se 
cuida  del  terror  que  en  Guerande  produce  su  pre- 
sencia ;  pero  habiendo  conocido  a  un  joven  y  sim- 
pático caballero  que  reside  en  un  castillo  próximo, 
se  prenda  de  él  con  pasión  entre  maternal  y  amo- 
rosa, llena  de  abnegación  y  de  pureza,  y  como  al 
sufrir  un  desencanto,  sufre  también  una  crisis  de 
sentimiento  religioso,  renuncia  a  su  independencia 
y  a  su  pluma,  y  entra,  sumisa  y  arrepentida,  en 
un  convento. 

Ciertamente  que  este  desenlace  no  está  en  ar- 
monía con  la  vida  de  Jorge  Sand,  que,  cuando  se 
arrepintió,  no  fué  para  tomar  el  velo,  sino  para 


264  E.  PARDO  BAZÁN 


declararse  humanitaria;  es  cierto  que  entonces 
renegó  de  su  individualismo;  pero  la  Jorge  Sand 
penitente  que  nos  pinta  en  la  novela,  no  se  pa- 
rece, poco  ni  mucho,  a  la  prosélita  de  Michel  de 
Bourges.  De  todas  suertes,  Balzac,  en  esta  narra- 
ción, hizo  también  campaña  antilirica.  La  monja 
escribe  estas  palabras,  en  una  carta  dirigida  al 
hombre  por  cuyo  amor  se  impone  expiación  tan 
rigurosa : 

"La  sociedad  no  existe  sin  la  religión  del  de- 
ber, y  ambos  la  hemos  desconocido,  dejándonos 
llevar  de  la  pasión  y  de  la  fantasía.  Mi  vida  ha 
sido  como  un  largo  acceso  de  egoísmo."  Largo 
acceso  de  egoísmo  son,  en  efecto,  los  lirismos  de 
Jorge  Sand;  y  Balzac,  al  expresarse  así,  conde- 
na, en  una  frase,  la  tendencia  más  general  y  ro- 
mántica, con  toda  la  fuerza  de  su  objetividad,  de 
su  sentido  positivo  de  historiador,  a^tes  que  de 
poeta  y  novelista. 

Para  leer  a  Balzac  sirve  cualquiera  de  las  bue- 
nas ediciones  que  de  él  abundan  en  las  librerías. 
Para  estudiarle,  recomendaré  los  Retratos  con- 
temporáneos, de  Sainte  Beuve,  y  el  tomo  tercero 
de  las  Pláticas  del  lunes;  la  Correspondencia  de 
Balsac]  tomo  XXIV  de  la  Edición  de  sus  Ohras 
completas,  París,  1876;  los  Nuevos  ensayos  de  crí- 
tica y  de  historia,  por  Taine,  y  varios  artículos  y 
estudios  de  Zola,  Champfleury,  Werdet,  Lamarti- 
ne (en  su  Curso  de  literatura);  el  libro  de  Marcel 
Barriere,  Honorato  de  BaUac;  el  de  Edmundo  Bi- 
ré,  Honorato  de  Balzac;  Laura  de  Surville,  Bal- 
zac, su  vida  y  sus  ohras;  Gozlan,  Balzac  en  zapa- 
tillas; y,  si  me  atreviese,  añadiría  a  esta  lista  el 


th   WRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         265 

estudio  extenso  que  he  consagrado  a  Balzac  en 
La  transición,  tomo  segundo  de  mi  Literatura 
francesa  contemporánea.  Hago  observar  que  aquí 
hemos  visto  a  Balzac  solamente  por  un  aspecto  li- 
mitado, el  que  nos  podía  interesar;  y  estas  indi- 
caciones bibliográficas  acaso  huelgan,  por  el  mo- 
mento. 


XVIII 

Jorge  Sand.  Su  biografía;  su  estancia  en  España.— El  dere- 
cho a  la  pasión  contra  la  sociedad.— El  tema  del  amor  en  la 
literatura  francesa.— Francia  no  está  ni  ha  estado  en  deca- 
dencia.- El  lirismo  exaltado  en  Jorge  Sand.— Bibliografía. 


Almandina  Lucila  Aurora  Dupin,  baronesa  de 
Dudevant  (por  ahi  dicen  baronesa  Dudevant,  pero 
es  galicismo),  conocida  universalmente  por  su 
pseudónimo  literario  de  Jorge  Sand,  es  el  escri- 
tor en  cuya  producción  puede  seguirse,  paso  a 
paso  la  marcha  del  romanticismo,  y  las  transfor- 
maciones que  sufre  en  los  veinte  fértilísimos  años 
comprendidos  entre  1830  y.  1850. 

No  me  detendré  mucho  en  la  biografía  de  Jorge 
Sand.  Aparte  de  que  aquí  no  voy  a  estudiar  su 
producción  completa,  pues  sólo  trataré  de  sus  no- 
velas líricas,  la  biografía  de  Jorge  Sand  es  so- 
brado conocida  y  en  extremo  efectista;  es  la  bio- 
grafía romántica  por  excelencia,  por  lo  cual  no 
cabe  prescindir  de  ella  enteramente,  pero  no  deben 
tomarse  en  cuenta  sino  dos  o  tres  rasgos  esencia- 
les, y  conviene  cortar  el  peligro  de  seguir  la  ten- 
tadora doctrina  de  Hipólito  Taine,  cuando  sos- 
tiene que  lo  único  importante  que  hay  detrás  de 
un  libro,  es  un  hombre  o  una  mujer. 

Difícil  me  parece  de  admitir  la  teoría  de  Taine, 
si  suponemos  por  un  momento  que  el  libro  es, 
verbigracia,  el  Quijote;  pues  la  vida  del  Manco, 
aunque  llegue  a  ponerse  más  en  claro  y  más  diá- 


268  E.  PARDO  BAZÁN 


fana  que  un  cristal  limpio  (único  caso  en  que 
una  vida  vale  como  documento),  nunca  nos  ins- 
piraría el  mismo  interés  que  la  historia  de  su 
Hidalgo.  Tratándose  de  Jorge  Sand,  la  vida  res- 
ponde muy  exactamente  a  los  libros,  o,  por  me- 
jor decir,  los  libros  reflejan  y  comentan  la  vida. 
Como  Víctor  Hugo,  recibió  Jorge  Sand  las  pri- 
meras sugestiones  de  romanticismo  en  España,  en 
un  viaje  que  realizaron  sus  padres,  a  consecuen- 
cia de  las  guerras  napoleónicas.  Pudo  Jorge  Sand 
alojarse  en  el  palacio  del  Príncipe  de  la  Paz,  y 
ver  a  su  madre  ataviada  con  traje  español,  bas- 
quina y  mantilla,  y  sufrió  acosos  de  la  retirada, 
y  el  hambre,  y  la  sama,  repugnante  enferme- 
dad. De  su  breve  estancia  en  España  le  quedaron 
reminiscencias  asaz  pintorescas,  que  pueden  leer- 
se en  sus  Memorias,  tituladas  Historia  de  mi 
vida.  Tal  vez  hubo  en  estos  recuerdos  de  una 
niña  alguna  inexactitud,  y  se  me  figura  que  tomó 
por  osos  a  los  árboles,  y  que  confunde  las  mon- 
tañas de  Asturias  con  los  desfiladeros  de  Pan- 
corbo;  pero  la  influencia  de  aquel  viaje  sobre  su 
imaginación  debió  de  ser  muy  gran"de,  como  lo 
fué  en  su  destino.  El  fogoso  caballo  regalo  de 
Fernando  VII,  entonces  Príncipe  de  Asturias, 
mató  al  padre  de  Jorge  Sand,  despidiéndole  de 
la  silla.  Si  analizo  la  impresión  de  España  sobre 
la  fantasía  juvenil  de  Aurora  Dupin,  diré  que, 
en  ella  lo  mismo  que  en  sus  padres,  es  de  una 
truculencia  romántica,  unida  a  mucho  miedo.  Las 
manchas  de  sangre  de  un  cerdo  le  parecen  a  la 
madre  de  Jorge  Sand,  en  una  venta  española, 
huellas  de  un  asesinato ;  la  ceguera  del  niño  que 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA  FRANCESA        269 

da  a  luz  en  Madrid,  la  atribuye  a  que  c^  coma- 
drón español  aplastó  los  ojos  del  recién  nacido, 
exclamando:  "Este  no  verá  el  sol  de  España"; 
y  el  potro,  regalo  del  Príncipe,  lo  supusieron  des- 
tinado a  causar  el  mortal  accidente.  Lo  positivo 
de  todo  ello,  es  que  la  temprana  muerte  de  su  pa- 
dre truncó  el  porvenir  de  la  familia  Dupin,  y  re- 
cluyó a  Jorge  Sand  en  el  campo,  durante  su  niñez 
y  su  juventud,  excepto  el  tiempo  que  pasó  en  un 
convento  para  educarse. 

Quizá  hasta  sin  la  intensa,  la  dominadora  in- 
fluencia de  Rousseau,  Jorge  Sand  hubiese  expe- 
rimentado ese  mismo  cariño  y  devoción  a  la  na- 
turaleza, que  tantas  veces  ha  demostrado  en  sus 
escritos,  y  sobre  todo  en  bellísimas  novelas  pas- 
toriles y  geórgicas,  y  también  tempranamente  re- 
gionales. 

El  claustro  la  preparó  al  lirismo,  por  la  crisis 
mística  que  sufrió  en  éi;  y  las  huellas  de  este 
misticismo,  bastardeado  y  desquiciado,  las  en- 
contraremos donde  menos  se  pudiera  pensar,  o 
mejor  dicho,  donde,  desde  Rousseau,  suelen  apa- 
recer: en  las  efusiones  pasionales.  Ya  recluida 
en  el  campo,  y  cazando  y  excursionando,  Auro- 
ra Dupin  empieza  a  ser  la  soñadora  constante, 
que  reconcentra  en  sus  sueños,  en  sus  balbuceos 
novelescos,  inventando  imaginarias  historias,  la 
fuerza  poética  de  su  temperamento.  Casada  ya, 
con  el  barón  de  Dudevant,  y  antes  de  ser  la  insu- 
rrecta, Aurora  Dupin  es  la  "incomprendida", 
tipo  especialísimo  del  romanticismo  femenil,  y 
tipo  que,  como  ya  he  dicho,  abundó  en  aquella 
época.  Cuando  un  alma  que  es  o  se  juzga  superior 


270  E.  PARDO  BAZÁN 


languidece  en  un  ambiente  estrecho,  el  de  una  pro- 
vincia, como  aquellas  ''musas  del  departamento  y 
niños  prodigiosos",  tan  magistralmente  descritos 
por  Balzac,  si  el  varón  puede  buscar  salida  y  aire 
libre,  la  mujer  acaba  por  enfermar  de  languidez  y 
de  fastidio.  El  soplo  lírico  ha  afinado  su  organiza- 
ción, y  cuanto  la  rodea  la  ahoga  en  prosa,  en  ma- 
terialidad, en  vulgaridad — palabra  inventada  por 
la  Staél — .  Jorge  Sand  capitanea  esa  legión  de 
beldades  pálidas,  que  alisan  con  una  mano  mar- 
ifileña  sus  largos  bucles,  para  quienes  el  marido 
es  el  ser  grosero  y  tiránico,  y  la  provincia  o  la 
aldea,  un  destierro  entre  los  Sármatas.  La  Bo- 
vary  se  liberta  con  el  suicidio:  Jorge  Sand  es- 
tuvo a  pique  de  precederla  en  este  camino,  antes 
de  emanciparse  con  la  insurrección.  Cuando  el 
romanticismo  se  hallaba  en  su  apogeo,  hacia  1831» 
la  baronesa  de  Dudevant,  despenes  de  largo  pe- 
ríodo de  tedio  y  desencantos,  llega  a  París,  re- 
suelta a  trabajar  para  sostener  a  su  niña  peque- 
ña, a  quien  llevaba  consigo. 

Antes  de  dar  lo  que  llamaríamos  esta  campa- 
nada, Jorge  Sand  liabía  vivido  en  los  mundos  del 
ensueño,  lamentando  su  soledad  moral,  cultivan- 
do el  entusiasmo  platónico,  y  resuelta — son  sus 
palabras — a  no  proceder  sino  en  virtud  de  una  ley 
superior  a  la  opinión  y  a  la  costumbre,  dado  que 
ella  no  pertenecía  al  gran  mundo  ni  de  intención 
ni  de  hecho,  y  estaba  exenta  de  sus  influencias  y 
trabas. 

No  siempre  hay  que  creer  lo  que  los  autores  de 
memorias  y  confidencias  dicen  de  sí  propios ;  pero 
en  esto  Jorge  Sand  no  mentía.  Le  explicación  del 


El,   URISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        27 1 

episodio  de  su  juventud  que  le  abrió  el  camino 
de  la  celebridad,  su  traslación  a  París,  es,  en  efec- 
to, que  no  concedió  nunca  importancia  a  la  opi- 
nión, que  no  pertenecía  a  la  sociedad  elegante  ni 
de  hecho  ni  de  pensamiento.  Detrás  de  Madama  de 
Staél  o  de  la  duquesa  de  Duras,  verbigracia,  está 
la  sociedad,  con  la  cual  no  quieren  romper  de  nin- 
gún modo ;  pero  la  sociedad,  a  Jorge  Sand,  la  cam- 
pesina, no  la  ha  preocupado  nunca,  ni  antes  ni  des- 
pués de  su  época  de  bohemia  literaria.  Esa  fuerte 
cadena  que  sujeta  a  la  mujer,  la  rompió  resuel- 
tamente, sin  que  se  la  ocurriese,  durante  una  lar- 
ga vida,  volver  a  soldar  sus  eslabones ;  y  siempre, 
por  cima  de  la  sociedad,  puso  su  yo,  su  yo  román- 
tico. Y  por  eso,  porque  ninguna  transación  con  el 
mundo  encontramos  en  Jorge  Sand,  podemos  de- 
cir que  es  altamente  romántica  su  biografía,  y  su 
insurrección  sincera  y  natural,  y  más,  por  lo 
mismo. 

Así  entra  en  París  Aurora  Dupin,  con  ideas 
muy  concretas,  ella  nos  dice,  respecto  de  lo  abs- 
tracto, pero  ignorándolo  todo  de  la  realidad,  sin 
nociones  exactas  acerca  de  cosa  alguna — y  cum- 
ple añadir  que  jamás  las  adquirió — .  Al  salir  de 
Nohant,  dejaba  allí  las  cenizas  de  su  primer  en- 
sueño sentimental,  y,  al  declarar  como  tal  cosa 
acaeció,  empieza  ya  a  mezclar  (como  de  Madama 
de  Krüdener  se  dijo)  a  Dios  en  aquello  en  que 
menos  le  gusta  que  le  mezclen.  El  galán  miñsihl&^ 
temprana  ilusión  de  Jorge  Sand,  era  para  ella, 
según  nos  dice,  el  tercer  término  de  su  exis- 
tencia: el  primero  era  nada  menos  que  Dios. 

Desde  su  crisis  mística  en  el  convento,  donde 


2^2  E.  PARDO  BAZÁN 


pasó  parte  de  su  adolescencia,  Jorge  Sand  tendrá 
siempre,  si  no  el  sentimiento — ^y,  ¿por  qué  no 
también  el  sentimiento,  en  parte  al  menos? — ,  la 
emotividad  mistica.  La  pasión,  en  ella,  está  teñida 
de  misticismo,  como  veremos  más  adelante. 

Reducida  a  una  corta  pensión  mensual,  la  futu- 
ra Jorge  Sand,  busca  trabajo,  y  lo  encuentra  difí- 
cilmente; halla  caros  \  molestos  sus  atavíos  fe- 
meniles, y,  habituada  a  cazar  con  ropa  casi  mas- 
culina, adopta  el  hábito  de  varón,  a  fin  de  poder 
satisfacer  su  curiosidad  intelectual  asistiendo  a 
localidades  baratas,  en  el  teatro,  y  pareciendo  un 
estudiantino  de  primer  año,  bajo  uno  de  esos  le- 
vitones llamados  garifas,  que  no  tenían   forma. 

Y  así,  con  la  libertad  que  da  un  disfraz,  Jorge 
Sand  lo  recorrió  todo,  contempló,  como  ella  dice, 
el  espectáculo  de  su  época,  del  club  al  taller,  del 
café  a  la  bohardilla.  "Sólo  prescindí — nos  dice — 
de  los  salones,  en  los  cuales  no  tengo  nada  que 
hacer."  Así  iba  tras  su  destino  de  libertad  moral 
y  de  aislamiento  poético.  El  aislamiento,  en  me- 
dio del  ruido  de  París,  era  una  fuerza,  y  como  el 
Rene,  de  Chateaubriand,  Jorge  Sand  se  paseaba 
en  el  desierto  de  los  hombres. 

No  fué  desierto  mucho  tiempo.  Jorge  Sand, 
al  relacionarse  con  escritores,  artistas  y  bohe- 
mios, empezó  a  darse  a  conocer,  rápidamente,  lo- 
grando en  poco  tiempo  una  fulminante  celebri- 
dad. Después  de  una  primer  novela  insignificante, 
en  colaboración  con  Julio  Sandeau,  publicó,  ya 
por  su  cuenta,  Indiana,  y,  por  esta  obra,  hízose  al 
punto  famoso  su  pseudónimo  varonil. 

Desde   este  momento,   la  biografía   de   Jorge 


El.    LIRISMO    UN    LA    poesía   FRANCESA         273 

Sand  está  en  sus  libros,  no  porque  en  ellos  la  re- 
fiera puntualmente  la  agitada  historia  de  su  cora- 
zón, que  en  otros  documentos  puede  encontrarse 
también,  sino  porque  los  libros  expresan  la  per- 
sonalidad de  la  autora,  sin  velos  y  sin  equívocos. 

El  sentimiento  lírico  es  el  que  ha  hecho  de  Jor- 
ge Sand  un  poeta,  un  gran  poeta,  aun  cuando  no 
haya  versificado  nunca.  Es  el  don  poético  lo  que 
brilla  en  las  ideas  y  en  el  estilo  de  Jorge  Sand ;  y 
es  el  idealismo  lo  que  informa  su  prosa,  cuyas 
cualidades  han  sido  mil  veces  ensalzadas. 

La  idealización,  fué  el  programa  artístico  de  su 
genio.  A  este  propósito,  le  decía  Balzac:  "Usted 
busca  al  hombre  tal  debe  ser ;  yo  le  tomo  tal  cual 
es :  y  créame,  los  dos  tenemos  razón.  Ambos  ca- 
minos conducen  al  mismo  fin.  A  mí  también  me 
gustan  los  seres  excepcionales,  y  soy  uno  de  ellos. 
Además,  los  seres  excepcionales  son  necesarios 
para  hacer  resaltar  a  los  vulgares,  y  nunca  los 
sacrifico  sin  necesidad.  La  diferencia,  es  que  esos 
seres  vulgares  a  mí  me  interesan  más  que  a  usted. 
Yo  los  agrando,  yo  los  idealizo  en  sentido  inver- 
so, en  su  fealdad  o  necedad.  A  sus  deformidades, 
les  doy  proporciones  aterradoras  o  grotescas.  Us- 
ted no  puede :  para  usted  hacerlo  sería  una  pesa- 
dilla. Idealice  usted  en  lo  bonito  o  en  lo  bello :  es 
labor  de  mujer." 

La  teoría  de  Jorge  Sand  sobre  el  amor  es  el 
colmo  de  esa  idealización  de  que  hablaba  Balzac; 
es  el  refinamiento  quintaesenciado  de  la  función 
y  de  la  atracción  natural,  que,  no  siendo  más  que 
natural,  parece  a  Jorge  Sand  insufrible  e  innoble. 
Para  tales  fines,  entiende  Jorge  Sand  que  no  bas- 

18 


274  K.  PARDO  BAZÁN 


ta  ser  dos ;  que  hace  falta  una  triada :  un  hombre, 
una  mujer,  y  Dios  en  ellos.  Abrevio  la  referencia, 
porque  es  muy  escabrosa,  y  en  este  y  en  otros  par- 
ticulares concernientes  a  la  misma  tesis,  paso  co- 
mo sobre  ascuas. 

Brunetiére,  que  ha  visto  en  Jorge  Sand  sim- 
bolizado el  idealismo,  nos  dice:  "Como  Musset  y 
como  Hugo,  lo  que  canta  Jorge  Sand  es  el  triun- 
fo ^de  la  pasión:  entiéndase,  para  el  individuo,  eí 
derecho  a  oponerse,  en  nombre  de  la  pasión,  él 
sólo,  a  la  sociedad  entera.  Sus  personajes  son  cria- 
turas excepcionales,  a  quienes  la  pasión  revela 
tal  excepcionalidad ;  son  elegidos,  no  se  sabe  de 
qué  oculto  Dios;  es  decir,  son  seres  sobrehuma- 
nos, que  tienen  el  derecho  de  situarse  por  cima 
de  las  leyes  que  les  estorban".  De  aquí  la  apo- 
teosis del  amor,  como  forma  de  la  conciencia  indi- 
vidual, superior  a  todo.  El  amor  para  Jorge  Sand, 
es  de  esencia  divina;  independiente  de  la  volun- 
tad humana,  viene  de  lo  alto;  cuantas  considera- 
ciones puedan  oponérsele,  serían  vanas.  La  apro- 
ximación de  los  que  se  aman,  es  un  decreto  de 
la  Providencia;  lo  malo  es  que  ese  orden  admira- 
ble de  la  naturaleza,  lo  han  echado  a  perder  los 
humanos,  con  la  sociedad.  Por  eso,  Jorge  Sand  en 
su  idolatría  del  individuo,  somete  la  regla  a  la 
excepción,  la  sociedad  al  individuo,  y  a  determi- 
nado y  escaso  número  de  individuos  sublimes.  Y 
así,  en  Jorge  Sand,  tocamos  con  el  dedo  más  de 
bulto  que  en  ningún  autor  romántico,  la  inmora- 
lidad intrínseca  del  lirismo  individualista  y  lo 
perturbador  de  su  dogma. 

Desplómese  la  sociedad;  caigan  por  tierra  las 


El,    URISMO    EN    tA   POESÍA   FRANCESA         275 

instituciones,  sacudidas,  como  las  columnas  del 
templo  filisteo,  por  un  solo  hombre,  o  mujer,  para 
aplastar  a  miles  de  personas;  húndase  el  mundo 
y  sálvese  la  pasión — tal  es  la  fe  y  las  doctrinas  de 
Jorge  Sand.  Y  la  reolusa  de  Nohant,  embriagada 
de  aire  libre,  escribe,  en  efecto,  novelas  muy  in- 
morales; pero  no  según  entiende  la  gente  esta 
palabra,  por  lo  incentivo  y  libre  de  la  descripción, 
sino  con  otro  género  de  inmoralidad,  que  llamaré 
filosófica,  puesto  que  envuelve  una  construcción 
sistemática  de  pensamiento. 

Este  propósito  de  glorificar  el  sentimiento,  de 
santificar  hasta  sus  extravíos,  Jorge  Sand  lo  con- 
fiesa paladinamente:  "Hay  que  idealizar  el  amor 
— inos  dice — ^y  prestarle  sin  recelo  todas  las  ener- 
gías a  que  aspira  nuestro  ser,  todos  los  dolores  que 
padecemos.  No  hay  que  envilecerlo  nunca  entre- 
gándolo al  azar  de  las  contingencias;  es  preciso 
que  muera  en  tiempo,  y  no  debemos  recelar  atri- 
buirle una  importancia  excepcional  en  la  vida,  ac- 
ciones que  vayan  más  allá  de  lo  vulgar,  hechizos 
y  torturas  que  sobrepujan  a  lo  humano". 

Es  indiscutible,  y  a  no  serlo  lo  hubiese  elimi- 
nado, tomar  en  cuenta  este  elemento  pasional,  tan 
de  manifiesto,  no  sólo  en  las  obras  de  Jorge  Sand, 
sino  en  otras  de  insignes  maestros  del  período  ro- 
mántico. De  tal  desastre  sólo  nos  librará  el  realis- 
mo objetivo,  y  los  dogmas  de  la  impasiblidad  y  de 
la  serenidad  artística.  En  la  época  que  estoy  rese- 
ñando, la  pasión  es  la  musa  inspiradora.  Hay, 
pues,  que  hablar  de  todo  ello,  sin  hipócritas  re- 
pulgos, procurando  hacerlo  en  forma  compatible 
con  la  dignidad  del  historiador  y  del  crítico. 


276  E.  PARDO  BAZÁN 


Realizando  el  conde  León  Tolstoi  un  examen 
de  las  obras  de  Guido  de  Maupassant,  observa  que 
los  novelistas  franceses  de  este  siglo  no  ven  más 
objeto  para  la  vida  que  el  amor.  Aun  cuando  he- 
cha a  propósito  del  más  objetivo  de  los  escritores, 
la  observación  no  carece  de  exactitud :  de  cien  no- 
velas francesas,  ochenta  por  lo  menos  dan  vueltas 
al  mismo  asunto  que  Jorge  Sand  declaraba  ser 
el  único  poético  e  interesante.  Y  si  la  observación 
del  amor  y  de  sus  derivaciones  más  o  menos  hí- 
bridas, morbosas  y  decadentes,  ha  producido  una 
cosecha  en  doble,  de  obras  de  tercera  y  cuarta  cla- 
se, también,  por  los  caminos  del  lirismo,  ha  ren- 
dido frutos  de  sabor  quizá  amargo,  pero  de  admi- 
rable esencia. 

Por  muy  olvidadas  que  hoy  estén,  de  éstas  fue- 
ron las  primeras  novelas  de  Jorge  Sand;  y  en 
ellas,  si  quisiéramos  aislar  lo  pasional  de  lo  artís- 
tico, tendríamos  que  realizar  una  labor  semejante 
a  la  que  fué  preciso  hacer  en  el  sepulcro  de  Tris- 
tán  e  Iseo,  para  desenredar  las  ramas  de  los  ro- 
sales que  se  enlazaban  estrecha  y  fortísimamente. 
Débese — si  puede  decirse  así — a  Jorge  Sand  la 
persistencia  de  esta  forma  del  lirismo  en  las  letras 
francesas.  Sólo  que,  para  ser  tolerable  tal  género 
de  lirismo,  tiene  que  ser  muy  grande  y  singular  la 
personalidad.  No  es  dado  a  cualquier  narrador, 
cualquier  rimador,  querer  interesarnos  con  su  his- 
toria pasional. 

Un  biógrafo  de  Jorge  Sand,  Caro,  cita  a  este 
propósito  las  ideas  de  Carlyle.  El  filósofo  inglés, 
a  pesar  de  su  individualismo,  censura  en  el  nove- 
lista Thackeray,  que  representa  el  amor  a  estilo 


th   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        277 

francés,  como  algo  que  abarca  toda  la  existencia, 
y  que  forma  su  interés  mayor,  siendo  asi  que,  al 
contrario,  ''la  cosa  llam.ada  amor"  (palabras  tex- 
tuales), sólo  comprende  corto  número  de  años  de 
la  vida  humana,  y  aun  en  esta  fracción  insignifi- 
cante de  tiempo,  no  es  sino  uno  de  los  objetos  de 
que  el  hombre  tiene  que  ocuparse,  entre  una  mul- 
titud de  fines  infinitamente  más  importantes  que 
este.  Y  Carlyle  añade  que  todo  el  asunto  del  amor 
es  una  futilidad  tan  miserable,  que  en  épocas  he- 
roicas nadie  se  tomaria  el  trabajo  de  pensar  en  él, 
y  menos  de  comentarlo. 

Sin  ir  tan  lejos  como  Carlyle,  y  reconociendo 
que  sobran  ejemplos  de  la  importancia  de  esa  futi- 
lidad en  las  épocas  más  heroicas,  también  es  pre- 
ciso convenir  en  que  el  tema  ha  sido  demasiado 
explotado  por  el  arte  literario  francés,  y  que,  por 
la  necesidad  de  decir  aquello  que  no  se  había  dicho 
antes,  se  han  ideado  cosas  bien  malsanas,  violen- 
tas, crudas,  feas,  afectadas  y  repulsivas,  que  por 
su  número  han  dando  un  tinte  general  ultraeró- 
tico  a  esa  literatura,  al  menos  a  gran  parte  de  ella. 
Por  desgracia  para  nuestras  razas,  impropiamen- 
te llamadas  latinas,  las  diversas  formas  de  la  vida 
sexual  han  preocupado  más  de  lo  debido,  y  han 
ocupado  en  la  vida  del  hombre  más  años  aun  de 
los  que  supone  Carlyle.  Y  es  una  causa  de  deca- 
dencia, física  y  moral  a  un  mismo  tiempo. 

Los  pueblos  se  reblandecen  de  la  médula,  no 
diré  que  por  culpa  de  su  arte,  pero  sí  cuando  este 
arte  fomenta  las  tendencias  nocivas  de  la  raza. 

Sin  embargo,  no  exageremos,  "ni  los  peligros  de 
la  literatura,  ni  la  decadencia  de  esta  raza,  toman- 


278  E.  PARDO  BAZÁN 


do  la  palabra  en  un  sentido  amplísimo,  y  nada  cien- 
tífico, sino  adaptado  al  lenguaje  corriente.  Ha  sido 
un  lugar  común  y  una  preocupación  fundada  en 
apariencias  e  indicios  que  era  preciso  examinar 
despacio  para  no  dejarse  dominar  por  ellos,  la  idea 
de  la  decadencia,  corrupción,  bizantinismo  y  po- 
dredumbre de  Francia.  Yo  nunca  me  avine  a  tal 
idea,  y  en  mis  libros  de  viajes  y  en  mis  cuentos 
la  combatí,  habiendo  observado  que  en  Francia  el 
fondo  era  muy  distinto  de  la  superficie,  y  que  la 
superficie  se  modifica  fácilmente,  cuando  llegan 
circunstancias  excepcionales. 

Tal  corrupción  y  tal  bizantinismo  estaba  hechc 
en  gran  parte  de  curiosidades  ex:tranjeras,  de  alg 
industrial  que  se  fundaba  en  nuestra  bobería,  en 
nuestra  inocente  persuasión  de  que  íbamos  a  ver 
en  Francia  refinamientos  de  vicio,  exaltaciones  d 
goce,  no  verdades  en  las  cosas  más  viejas  del  mun- 
do, que  son  las  sexuales.  Lo  que  se  veía  en  Fran- 
cia, mirándola  con  ojos  desapasionad  s,  era  un 
intenso  esfuerzo  de  trabajo,  industrial,  agrícola, 
artístico,  científico;  una  lucha  casi  incesante  po- 
reponerse  de  heridas  y  desfallecimientos;  un  es- 
fuerzo profundamente  patriótico,  cuyos  resulta- 
dos tocamos  hoy,  ante  la  conducta  admirable  d 
ese  gran  pueblo,  el  que  mejor  tal  vez  sabe  afron- 
tar los  campos  de  batalla  y  las  trincheras  espanto- 
sas. Perdóneseme  esta  efusión,  pues  no  es  de  hoy. 
ni  aun  de  ayer,  mi  afecto  hacia  Francia,  sin  el  cua 
y  saqúese  en  consecuencia  de  esta  que  parece  di- 
gresión, el  convecimiento  de  que  hay  que  refle- 
xionar mucho  antes  de  emitir  apreciaciones  gene- 
rales, como  la  de  la  decadencia  por  el  erotismo  1¡- 


EL   URISMO   EN   LA  POESÍA  FRANCESA        2/9 

terario.  Ni  el  fenómeno  fué  tan  general,  al  menos 
en  las  obras  maestras,  ni  llegó  a  las  carnes  vivas 
y  a  las  entrañas  de  la  nación. 

Y  es  de  justicia  añadir  que  Jorge  Sand,  en  nin- 
gún tiempo,  y  con  todas  las  exaltaciones  líricas  de 
su  primera  manera,  rindió  tributo  a  ese  modo  de 
ser  que  con  razón  se  ha  echado  en  cara  a  tantas 
manifestaciones  literarias,  posteriores  en  general 
al  romanticismo.  No  trató  de  aberraciones,  de  de- 
formidades, de  gangrenas  del  instinto  sexual :  sus 
novelas,  en  tal  respecto,  merecen  una  mención  res- 
petuosa. A  pesar  de  las  comprometedoras  apa- 
riencias, Jorge  Sand  era  en  todo  normal  y  sana. 
Este  es  un  rasgo  de  su  psicología  que  han  recono- 
cido unánimes  los  críticos  franceses,  viendo  en  la 
autora  de  Lelia  una  organización,  no  sólo  exenta 
de  perversiones,  sino  plenamente  condicionada  pa- 
ra las  funciones  de  su  sexo,  las  más  propias  y  sen- 
cillamente femeniles:  el  amor  y  la  rñaternidad. 

En  sus  novelas,  que  tan  perturbadoras  se  juz- 
garon, resalta  bien  el  rasgo  de  la  normalidad  y  de 
la  repugnancia  a  los  desórdenes  morales :  hasta 
resalta  con  exageraciones  de  idealismo  intran- 
sigente. 

Jorge  Sand,  mejor  que  novelista  ni  poeta  al- 
guno, da  la  nota  más  aguda  del  lirismo,  y  lo  en- 
carna y  lo  expresa,  con  sinceridad  no  igualada.  El 
estudio  de  sus  primeras  novelas  confirma  esta 
aseveración. 

Para  la  bibliografía  de  Jorge  Sand,  a  más  de 
las  colecciones  de  sus  obras  completas,  que  se 
acercan  a  los  cien  volúmenes,  pueden,  citarse  las 
obras  siguientes:  Caro,  Jorge  Sand  (1887);  Fa- 


28o  K.  PARDO  BAZÁN 


guet,  El  siglo  XIX ;  Amic,  Mis  recuerdos;  Ma- 
riéton,  Jorge  Sand  y  Alfredo  de  Musset  (París, 
1897) ;  Rocheblave,  Cartas  de  Jorge  Sand  a  Mus- 
set y  a  Sainte  Beuve  (Paris,  1897)  y  Jorge  Sand 
y  su  hija  (1906) ;  W.  Karénine,  Jorge  Sand  (tres 
volúmenes,  1899-1901);  Doumic,  Jorge  Sand 
(1909). 


XIX 

El  romanticismo  como  teoría  y  escuela  literaria.— Sus  orí- 
genes. Cómo  se  introdujo  en  Francia.  La  "Neologia"  de  Le- 
mercier  y  la  "Poética"  de  Diderot  —La  lucha  entre  clásicos 
y  románticos.— Shakespeare  silbado  en  París.— El  prefacio 
de  "Cromwell".— El  romanticismo  encarna  principalmente 
en  la  novela.— Temas  que  dio  la  nueva  escuela  a  la  poesía 
lírica:  religión,  sentimiento  de  la  naturaleza,  humanitaris- 
mo.—La  literatura  fácil.— Cómo  muere  el  romanticismo  de 
escuela. 


Desde  las  primeras  obras  de  Chateaubriand,  el 
romanticismo,  en  Francia,  era  un  fenómeno,  sino 
general,  de  sobrada  fuerza  para  que,  de  día  en  día, 
no  adquiriese  incremento.  Poseía  los  dos  elementos 
indispensables  a  la  formación  de  una  escuela :  mo- 
delos y  doctrina.  La  doctrina,  la  había  formulado 
Madama  de  Staél;  los  modelos,  los  había  dado 
Chateaubriand — sin  hablar  de  los  autores  extran- 
jeros en  quienes  existían  los  mismos  precedentes. 

De  fuera  podían  venir  los  impulsos,  y  basán- 
dose en  literaturas  extranjeras  había  predicado 
este  género  de  renovación  literaria  la  Staél.  Pero 
sería  desconocer  el  alcance  del  movimiento  supo- 
ner que  se  reducía  a  la  importación  de  ideas  esté- 
ticas. Era  mucho  más.  Para  Francia,  era,  preciso 
es  decirlo,  la  desnacionalización  literaria.  En 
cambio,  era  la  influencia  universal,  confirmada 
plenamente,  dentro  de  un  cosmopolitismo  que 
hasta  entonces  no  tenía  ejemplo. 


282  E.  PARDO  BAZÁN 


Y  no  tenía  ejemplo,  porque  nunca  habían  sido 
tales  las  circunstancias  históricas.  Mucho  más  que 
la  Revolución,  las  guerras  del  Imperio  o  que  del 
Im|>erio  se  derivan,  realizaron  la  aproximación 
y  fusión  de  los  pueblos  y  de  las  razas.  La  guerra 
siempre  ejerce  esa  función  aproximadora,  y  tam- 
bién subversiva.  El  ejemplo  de  la  que  estamos  pre- 
senciando, bien  lo  puede  demostrar. 

Por  tal  motivo,  el  movimiento  romántico  fué 
una  agitación  universal,  no  limitada  a  una  nación 
sola.  Registra  la  historia  literaria  algunos  movi- 
mientos generales  que  pudieran  asimilarse  a  éste, 
pero  que  no  extendieron  tanto  su  área  de  disper- 
sión ;  y,  además,  que  no  se  enlazaron  con  los  fenó- 
menos del  sentimiento  y  de  la  conciencia  hasta  tal 
punto.  Hubo,  en  los  siglos  XV  y  XVI,  a  favor  de 
la  invención  de  la  imprenta  y  del  empuje  de  la 
Reforma,  una  extensión  del  clasicismo,  tenida  con 
razón  por  importantísima ;  hubo  en  el  siglo  XVII 
las  decadencias  amaneradas,  los  eufuísmos  y  con- 
ceptismos ;  hubo  en  el  XVIII  la  retórica  decla- 
matoria revolucionaria,  extendida  por  las  logias 
a  varios  países,  distaron  mucho,  con  todo  eso, 
tales  transformaciones,  de  alcanzar  la  transcen- 
dencia que  al  romanticismo  no  puede  regatearse. 

Antes  de  las  guerras  de  Napoleón,  sin  embargo, 
el  romanticismo,  ya  queda  dicho  que  existía,  y  su 
aparición,  i>or  orden  cronológico,  pudiera  fijarse 
así :  primero  en  Alemania,  después  en  Inglaterra, 
luego  en  Rusia,  Italia,  después  en  Francia,  y,  por 
conducto  de  Francia,  en  España.  He  oído  a  emi- 
nentes profesores  franceses  reclamar  para  su  na- 
ción la  primacía;  pero  era  como  si  la  reclamá'^L- 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      283 

mos  nosotros ;  es  decir,  nosotros  pudiéramos  re- 
clamarla con  mayor  derecho,  dados  los  anteceden- 
tes románticos,  no  sólo  históricos,  sino  líricos  e 
individualistas,  de  nuestro  teatro  y  de  nuestra 
tradición  en  general. 

Claro  es  que  son  bien  antiguas  las  raíces  del 
romanticismo,  y  es  lo  que  quise  demostrar  en  las 
primeros  capítulos  de  esta  obra;  pero  ahora  tra- 
to del  romanticismo,  no  como  corriente  cons- 
tante al  través  de  las  edades,  sino  como  manifes- 
tación poderosa,  relacionada  con  un  período  espe- 
cial de  la  historia,  y  con  un  orden  de  sentimiento 
engendrado  también  por  la  evolución  propia  de 
la  edad  contemporánea,  que  tiene  en  el  romanti- 
cismo su  pórtico  y  arco  triunfal. 

Ahora,  saliendo  de  lo  general,  concretémonos 
al  terreno  de  Francia,  preparado  ya  para  la  trans- 
formación. 

La  batalla  empezó  el  año  18 18,  con  un  folleto 
titulado  El  antirromántico.  En  un  principio,  los 
clásicos,  representantes  de  la  tradición  nacional, 
eran  muy  superiores  en  número,  en  fuerza,  en  po- 
sición literaria  y  social.  Hoy  los  nombramos,  y  sus 
nombres  parecen  borrosos ;  pero  entonces  cuhni- 
naban  en  la  república  literaria  Feletz,  Arnault, 
Jouy,  Baour,  Lormian  y  otros  que  van  olvidándo- 
se. Lo  primero  que  caracterizaba  a  esta  hueste  de 
clásicos,  era  su  culto  por  Voltaire,  su  espíritu  aun 
enciclopedista,  y  el  horror  que  les  inspiraban  las 
literaturas  extranjeras.  Sentían  que  de  fuera  ve- 
nía a  Francia  la  corriente  romántica,  y  renega- 
ban de  Dante,  de  Shakespeare  y  de  Calderón.  La 
influencia  de  los  clásicos  en  la  Academia  le?  oer- 


284  E.  PARDO  BAZÁN 


niitía  animar  a  bastantes  escritores  con  premios  y 
lauros,  y  su  mano  alzada  en  los  escasos  diarios  que 
se  publicaban  entonces,  les  hacía,  en  cierto  modo, 
arbitros  de  la  fama.  El  teatro  lo  tenían  copado, 
por  decirlo  así.  Lo  que  se  representaba  eran  frías 
tragedias,  obra  de  algún  clásico,  y  el  actor  Taima 
estaba  completamente  de  su  parte  y  prestaba  el 
realce  de  su  genio  a  aquellas  pálidas  creaciones  sin 
calor  y  sin  vida. 

Sin  embargo,  en  el  horizonte  brillaban  ya  dos 
astros,  que  realmente  habían  anunciado  el  adve- 
nimiento del  romanticismo :  Chateaubriand  y  Ma- 
dama Staél,  y,  en  la  sombra  aún,  se  formaban  las 
huestes  del  romanticismo  batallador,  e  iban  a  sur- 
gir. Eran  Lamartine,  Vigny,  Agustín  Thierry, 
Rémusat,  Sainte  Beuve,  Mignet,  Thiers,  y,  pro- 
motor más  enérgico  que  todos,  destinado  al  papel 
de  caudillo,  Víctor  Hugo.  Al  lado  de  los  literatos 
se  alineaban  los  artistas :  Delacroix,  Delaroche, 
Vernet,  Ary  Scheffer...  Pronto  lanzarían  su  pri- 
mer grito  de  insurrección. 

Las  doctrinas,  como  queda  dicho,  venían  de  fue- 
ra. El  libro  de  literatura  dramática  de  Schlegel 
era  el  polo  opuesto  del  Libro  de  literatura,  de  La 
Harpe.  La  Alemania,  de  Madama  de  Staél,  abría 
vastos  horizontes  al  gusto  y  a  la  imaginación.  Se 
empezaba  a  estudiar  a  Shakespeare,  a  leer  a  Wal- 
ter  Scott,  a  prendarse  de  Byron,  a  sospechar  la 
existencia  del  Wherter,  de  Goethe.  Osian,  el  fal- 
so Osian,  iba  a  ser  una  moda  dominadora.  Napo- 
león mismo,  a  quien  pudiéramos  llamar  el  último 
clásico,  se  exaltaba  con  la  lectura  de  Osian. 

Un  principio  de  libertad  viene  contenido  en  las 


Elv    LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA         285 

primeras  palpitaciones  románticas.  Y,  con  la  idea 
de  libertad,  la  tendencia  democrática. 

Asi  como  Víctor  Hugo  no  quiso  que  hubiese 
palabras  plebeyas  ni  palabras  nobles,  la  escuela 
romántica  no  quiere  que  asunto  alguno  ni  indivi- 
duo alguno  sea  excluido  del  arte.  Tal  principio 
lo  adoptará  después  el  naturalismo,  pero  del  ro- 
manticismo se  deriva.  Se  comprende  qué  ampli- 
tud, qué  riqueza  de  temas  ofrece  al  arte.  Pero 
también  se  adivinan  los  riesgos  que  corren  el  gus- 
to y  la  razón  con  tales  concesiones,  .sin  límite  ni 
valla. 

En  toda  la  doctrina  palpitaba  el  ansia  de  inno- 
var. Hay  una  sorda  rebeldía  en  cuanto  se  escribe, 
y  son  nuevas  hasta  las  palabras,  muchas  al  menos ; 
otras,  son  renovadas.  Lemercier,  en  su  Neología, 
truena  contra  la  podadera  académica,  que  ha  des- 
truido la  riqueza  de  los  arcaísmos ;  y  hay  que  notar 
en  Lemercier  una  afirmación,  que  concuerda  con 
lo  dicho  en  los  anteriores  capítulos  acerca  de  la 
prosa  como  primer  elemento  del  romanticismo : 
''La  prosa,  dice,  es  nuestra;  su  marcha  es  libre... 
Nuestros  verdaderos  poetas,  son  los  pro  "tas ;  que 
tengan  osadía,  y  el  idioma  adquirirá  acentos  nue- 
vos del  todo". 

Es  el  mismo  Lemercier,  verdadero  precursor,  en 
extremo  olvidado,  el  que,  bajo  el  influjo  de  las 
excitaciones  de  Diderot,  el  más  excitador  de  todos 
los  enciclopedistas,  lanza  por  primera  vez  la  idea 
del  drama  romántico,  mezcla  de  tragedia  y  come- 
dia. Y,  seguramente,  los  románticos,  poco  antes 
del  estreno  de  Hernani,  no  irán  más  allá  que  Di- 
derot en  su  Poética. 


286  E.  PARDO  BAZÁN 


Claro  es  que  también  la  renovación  dramática 
viene  de  fuera  para  Francia.  Empiezan  a  menu- 
dear las  traducciones  de  los  grandes  autores  ex- 
tranjeros, como  Schiller  y  Shakespeare.  Al  mis- 
mo tiempo,  se  traducía  a  Byron  y  VValter  Scott,  y 
los  poemas  del  primero  eran  leídos  en  los  salo- 
nes, conmoviendo  la  juvenil  fantasía  de  Lamar- 
tine, que  por  entonces  no  había  publicado  ningún 
verso,  pero  que  ya  había  admirado  profundamen- 
te a  otro  extranjero,  el  falso  Osian. 

Alarmaba  a  los  clásicos  este  hervir  áe  la  pasión 
literaria,  y  no  perdían  ocasión  de  condenarlo  ex- 
plícitamente, tratándolo  de  cisma,  de  secta  y  de 
peligro  para  el  gusto  y  la  razón.  Entonces  fué 
cuando  Stendhal,  tomando  la  defensa  de  la  nueva 
escuela,  hizo  el  famoso  paralelo  entre  los  nom- 
bres nuevos  y  los  nombres  antiguos,  entre  Lamar- 
tine, Bóranger,  y  otros  semejantes,  y  Campenon, 
Droz  y  demás  anticuados,  cansados  veteranos, 
que  nunca  fueron,  a  decir  verdad,  gloriosos  ven- 
cedores. Y  Stendhal  añadía,  no  sin  profundidad : 
"Todos  los  grandes  escritores,  en  su  tiempo,  fue- 
ron románticos". 

Lo  entendía  así,  suponiendo  que  las  obras  ro- 
mánticas son  las  que,  en  el  momento  actual,  pue- 
den preferir  los  pueblos,  mientras  el  clasicismo  era 
la  literatura  que  gustaba  a  nuestros  antepasados. 
Son  infinitas  las  objeciones  que  hoy  pudiéra- 
mos hacer  a  este  criterio;  pero  se  enlaza  con  la 
conocida  afirmación  de  que  el  romanticismo  fué 
un  fenómeno  de  juventud. 

Hay  un  momento,  en  las  escuelas  literarias  in- 
novadoras, en  que  todas  las  conjuras  y  todas  las 


EL   URISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA        287 

condenas  de  la  tradición  no  logran  atajar  su  im- 
pulso. 

Está  bastante  reci-ente,  en  España,  el  caso  de  la 
escuela  que  se  llamó  naturalista,  y  que  acaso,  con 
más  razón,  pudiera  nombrarse  realista.  Todas  las 
ronías  de  prensa,  todos  los  ataques  fundados  en 
la  moral  y  en  el  buen  gusto,  entendidos  al  estilo 
académico,  no  impidieron  que  el  realismo  en  la 
novela  siguiese  su  ruta  y  produjese  un  floreci- 
miento de  obras  maestras  y  duraderas.  Y  es  la 
>eñal  de  que  una  escuela  vence  esta  producción  de 
testimonios,  de  lo  que  podemos  llamar  ^'hechos" 
literarios  y  artísticos.  Los  "hechos"  románticos 
fueron  numerosos  y  brillantes,  y  los  "hombres" 
que  realizaron  esos  hechos  permanecen  en  prime- 
ra línea  en  las  clasificaciones  literarias,  hoy  que  su 
tiempo  ha  pasado.  Y  aun  pudiéramos  recontar 
otras  señales  de  la  vitalidad  pujante  con  que  aque- 
lla escuela  salió  a  plaza :  siendo  la  más  clara  y  per- 
suasiva de  todas,  el  retoñar  incesante  de  sus  idea- 
les estéticos  y  de  sus  consecuencias  psicológicas, 
al  través  de  todo  el  resto  del  siglo  XIX,  y  en  lo 
que  va  de  nuestro  siglo. 

Se  explica,  por  otra  parte,  la  oposición  al  roman- 
ticismo, en  Francia,  donde  el  clasicismo  y  las 
resalas  del  buen  gusto,  la  claridad  y  mesura,  cua- 
lidades no  muy  románticas,  son  la  característica 
nacional. 

Desde  que  aparece,  puede  el  romanticismo  su- 
frir derrotas,  suponerse  eclipsado,  pero  sino  las 
formas  y  la  retórica  del  momento  en  que  triunfa, 
sus  principios  y  consecuencias  profiíndas  se  pro- 
longan hasta  el  momento  en  que  esto  escribo.  Los 


288  E.  PARDO  BAZÁN 


mismos  conscientes  adversarios  del  romanticismo 
están  embebidos  de  él,  y  uno  de  los  más  estrepi- 
tosos, Emilio  Zola,  se  declara  enfermo  de  ese 
''cáncer". 

Asi  como  el  Renacimiento  trajo  y  consagró  la 
edad  clásica,  el  romanticismo  es,  puede  decirse, 
el  que  consagra  la  Edad  moderna.  Por  eso,  al 
estudiar  la  literatura  contemporánea,  no  es  da- 
ble prescindir  del  lomanticismo,  ni  regatearle  su 
importancia  capital. 

Come  consecuencia  de  su  carácter  de  universa- 
lidad, el  romanticismo  no  aspira  a  encauzar  el 
color  local,  y  a  buscar  en  él  la  poesía  peculiar  de 
las  diversas  comarcas.  No  llegaron  los  román- 
ticos, en  esto,  a  la  fidelidad,  ni  siquiera  a  la  vero- 
similitud, y  somos  los  españoles  quie-nes  más  po- 
demos atestiguarlo,  pues  habiendo  sido  España 
la  tierra  de  predilección  de  la  escuela,  así  en  el 
terreno  del  drama  como  en  el  de  la  novela,  el 
cuento  y  la  poesía  rimada,  harto  sabemos  qué 
extrañas  pinturas,  y  qué  divertidas  representa- 
ciones hicieron  de  nosotros,  y  cómo  se  parecen  a 
los  modelos  españoles  los  bandidos  de  Víctor  Hu- 
go y  las  andaluzas  de  Musset.  Pero  retratar  mal 
y  sin  semejanza,  es  siempre  retratar,  y  no  calcar 
por  patrones. 

Esta  misma  amplitud  para  inspirarse  en  todo 
lo  de  fuera,  la  tiene  el  romanticismo  para  la  elec- 
ción de  modelos,  que  busca  indistintamente  en 
todas  las  clases  sociales,  desde  el  rey  hasta  el  men- 
digo. Aún  me  parece  notar  en  los  románticos  cier- 
ta predilección  por  las  gitanas,  los  bandoleros  y 
los  verdugos,  a  los  cuales  miran  con  simpatía, 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      289 

como  Heine  miró  a  aquella  jovencita  hija  del  eje- 
cutor de  la  justicia,  con  quien  tejió  ameres. 

Víctor  Hugo,  el  jefe  de  la  escuela,  y  el  que 
como  escuela  la  sostuvo  tantos  años,  galvanizán- 
dola y  dando  colorete  a  su  momia,  condensó  esta 
inclinación  del  romanticismo  hacia  los  "deshere- 
dados" al  escribir:  "Tengo  cariño  a  la  araña  y 
a  la  ortiga,  porque  se  las  aborrece". 

Y  en  este  principio  romántico  de  igualdad  y 
fraternidad,  y  de  amor  a  todo,  hasta  a  lo  repul- 
sivo y  deforme,  se  encierra  el  porvenir  de  este 
gran  fenómeno  literario,  que,  al  cesar,  dejó  tan- 
tas huellas  y  tan  imborrables. 

No  es  el  momento  en  que  el  siglo  empieza  y 
en  que  todavía  la  Hteratura  llamada  del  Imperio 
se  desarrolla,  cuando  el  romanticismo  se  muestra 
militante,  y  se  impone,  no  sólo  como  tendencia 
literaria,  sino  como  fenómeno  social.  Hay  que 
señalar  para  esta  fecha  los  años  de  1820  a  1835, 
que  son  los  de  la  plena  expansión  romántica,  y 
los  de  lucha  y  ruido,  "sturm  und  drang",  como  se 
dijera  en  Alemania,  en  que  se  le  combate  furio- 
samente. 

En  1824,  el  Director  de  la  Academí  francesa 
ti  ataba  de  cisma  y  de  movimiento  sectario  al  ro- 
manticismo, porque  este  suele  ser  el  papel  de  las 
Academias,  que  ante  toda  tendencia  nueva  se 
crispan  y  desgarran  sus  vestiduras,  llámese  la 
tendencia  romanticismo,  realismo,  naturaHsmo  o 
simbolismo,  a  reserva  de  que,  más  tarde,  los  re- 
presentantes de  esas  tendencias  entren  en  el  re- 
cinto, entre  contritos,  confesos  y  satisfechos,  y 
se  les  acoja  con  cierta  mezcla  de  indulgencia  y 

19 


290  e:.  pardo  bazan 


ceño  aún  no  del  todo  desarrugado.  En  el  primer 
momento,  toda  novedad  es  heterodoxa  hasta  que, 
por  la  ley  ineludible,  es  admitida,  siquiera  sea  a 
regañadientes  y  con  las  salvedades  que  la  orto- 
doxia exige. 

En  Francia,  hay  que  reconocer  que  la  Acade- 
mia, por  lo  menos,  al  rechazar  el  romanticismo, 
podía  invocar  una  tradición,  robusta  y  gloriosa. 
Mientras,  en  España,  lo  racional  es,  buscando  bien 
la  entraña  de  la  vida  nacional,  el  romanticismo — 
sobre  todo  el  épico  —  en  Francia,  insistamos  en 
esta  observación,  era  algo  exótico,  pues  las  cuali- 
dades castizas  francesas  pugnan  con  el  romanti- 
cismo. Mas  no  siempre  ocurre  que  dominen  las 
corrientes  castizas  en  una  nación. 

Los  clásicos,  para  combatir,  sin  discernimiento, 
a  los  románticos,  invocaron  el  patriotismo,  con- 
tra la  barbarie  de  unos  vándalos  a  quienes  era 
preciso  resistir  por  todos  los  medios.  Reciente  aún 
la  invasión  extranjera,  parecía  otra  invasión  que 
sometía  a  Francia  a  un  yugo  extranjero  también. 
Y,  combatiendo  a  los  emigrados,  como  Chateau- 
briand y  de  Maistre,  que  entraban  ahora  en  triun- 
fo, dij érase  que  defendían  la  patria. 

Cuando  unos  actores  ingleses  vinieron  a  París 
a  representar  algunas  obras  de  Shakespeare,  fue- 
ron acogidos  con  estrepitosa  silba. — Silbaban  a 
Shakespeare,  diciendo  que  era  un  ayudante  de 
campo  de  Wellington — .  Y  este  mismo  incidente 
pudo  impulsar  a  los  románticos  a  tomar  por  cam- 
po de  batalla  la  escena.  Siete  años  había  de  tardar 
aún  la  victoria,  pues  la  silba  a  Shakespeare  ocu- 
rrió en  1823,  y  el  estreno  de  Hernani,  en  1830. 


El  urismo  en  ia  poesía  francesa      291 

Se  enzarzó  la  discusión  en  la  Prensa,  donde  se 
verificaba  un  fenómeno  que  yo  he  tenido  ocasión 
de  observar  aquí  en  las  discusiones  acerca  del  na- 
turalismo :  la  Prensa  liberal  estaba  contra  las  in- 
novaciones literarias,  y  la  Prensa  conservadora, 
más  bien  en  favor.  En  Francia,  un  diario,  el  Glo- 
bo, vino  ya  a  sostener,  de  un  modo  moderado, 
pero  eficaz,  a  la  nueva  escuela.  Casi  al  mismo 
tiempo  nacían  las  brillantes  reputaciones  de  tan- 
tos historiadores,  poetas  y  filósofos,  más  o  menos, 
pero  siempre,  tocados  de  romanticismo. 

Son  los  Thierry,  los  Villemain,  Guizot,  Thiers. 
Mignet,  Delavigne,  Lamartine,  Hugo,  sobre  todo 
Hugo,  no  porque  les  superase,  sino  porque  era  la 
levadura,  el  germen,  el  que  impulsaba  con  toda  es- 
pecie de  tentativas  aquel  movimiento.  El  teatro 
aún  resistía ;  pero  la  fortaleza  clásica  se  desmante- 
laba también  por  ese  lado.  Mientras  Taima  vivió, 
su  arte  supremo  galvanizó  la  tragedia  clásica.  Pero 
Taima  poco  había  de  tardar  en  sucumbir  a  la  en- 
fermedad que  le  minaba  y  que  trastornaba,  por 
momentos,  su  razón.  Falleció  el  excelso  trágico  en 
1826,  y  en  1827  volvieron  a  París  los  actores  in- 
gleses y  fueron  aplaudidísimos,  y  con  ellos,  aquel 
bárbaro  de  Shakespeare,  a  quien  los  clásicos  no 
se  hartaban  de  ridiculizar.  A  fines  del  mismo  año, 
Hugo  lanza  el  manifiesto  de  la  escuela,  en  el  pre- 
facio de  CromzucU.  Los  románticos,  vanamente 
atacados  en  folletos,  versos,  artículos  y  discursos 
de  Academia  y  hasta  en  obritas  teatrales,  empie- 
zan a  estar  muy  en  favor  del  público.  Contribuye 
a  su  reciente  popularidad  el  que  la  censura  pro- 
hiba la  representación  de  Marión  Delorme.  La  po- 


292  E.  PARDO  BAZÁX 


lítica  viene  en  su  ayuda:  la  revolución  está  en  el 
aire  que  se  respira :  el  ministerio  Polignac  com- 
2)romete  a  la  dinastía  borbónica,  y  los  románti- 
cos, en  conjunto,  son  considerados  adictos  y  par- 
tidarios del  cambio  que  se  prepara.  Las  estrellas 
están  en  posición  oportuna,  y  el  estreno  de  Her- 
nani,  con  sus  pintorescos  episodios  de  peluque- 
ría, consuma  la  cons^-gración  de  la  escuela. 

Ante  todo,  ¿qué  era  el  romanticismo,  al  fin 
triunfante?  Una  renovación:  en  esto  nadie  ha 
puesto  duda.  Renovación  de  principios,  y  reno- 
vación de  métodos ;  renovación  del  lenguaje  y  re- 
novación de  la  sensibilidad.  Pero  estos  innega- 
bles servicios  y  méritos,  no  fué  en  el  teatro  don- 
de se  demostraron:  fué  más  bien  en  otros  dos 
géneros :  la  novela  y  la  poesía  lírica. 

En  la  novela,  el  romanticismo  creó  sus  tipos: 
Rcné,  que  es  el  mejor  caracterizado;  Ohermann, 
Adolfo,  Julián  Sorel;  el  Stello,  de  Alfredo  de 
Vigny,  el  Amaiiry,  de  Sainte  Beuve;  Indiana  y 
Valentina,  donde  Jorge  Sand  quiso  reflejarse  co- 
mo en  un  espejo,  la  señora  de  Mortsauf,  de  Bal- 
zac,  o  sea  el  poético  Lirio  en  el  valle;  y,  como  sá- 
tira de  sí  propio,  Emma  Bovary,  del  impenitente 
romántico  y  precursor  naturalista  Flaubert.  Yo  di- 
ría que  es  sobre  todo  en  la  novela  donde  el  roman- 
ticismo imprimió  huella  imborrable.  La  novela  ha 
sido  clasificada  como  elemento  épico ;  pero  su 
contextura  se  presta  a  todo.  Caben  en  la  novela 
los  más  diversos  contenidos,  cual  si  fuese  elástico 
recipiente  que  recibe  forma  del  líquido  que  lo 
llena.  Estoy,  debo  advertirlo,  refiriéndome  al  pe- 
ríodo romántico.  La  novela,  que  con  el  romanti- 

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El  lirismo  en  la  poesía  francesa      293 


cismo  es,  tal  vez,  el  más  expresivo  testimonio, 
sugiere  otra  renovación  literaria  cuando  aparecen 
el  realismo  y  el  naturalismo.  Su  decadencia,  la  se- 
ñala el  neorromanticismo,  que  es  decadencia 
igualmente,  y  en  el  cual  lo  más  significativo  es  la 
poesía  lírica.  Dentro  del  romanticismo,  la  poesía 
lírica  no  diré  que  deba  ocupar  el  lugar  secundario 
que  ya  irremisiblemente  se  ha  señalado  al  teatro ; 
pero  sería  discutible  que  debiese  preceder  a  la  no- 
vela. Cronológicamente,  sabemos  que  no  la  pre- 
cede, y  que  es  en  novelas  como  La  nueva  Heloisa, 
Pablo  y  Virginia,  Rene,  donde  tenemos  que  bus- 
car a  los  precursores  románticos. 

La  poesía  lírica,  asunto  del  presente  libro,  en- 
contró en  la  nueva  escuela  tres  grandes  temas  que 
parecían,  no  ya  olvidados,  sino  proscritos:  la  re- 
ligión, el  sentimiento  de  la  naturaleza,  y  la  huma- 
nidad. El  primero  lo  aprendió  de  Chateaubriand 
y  lo  desarrolló  magníficamente  por  medio  de  La- 
martine; el  segundo  se  lo  había  sugerido  Juan 
Tacobo  Rousseau ;  el  tercero,  contenido  en  tantas 
obras  anteriores  que  embebió  el  humanitarismo 
de  la  Enciclopedia,  fué  una  de  las  fuentes  cau- 
dalosas de  la  inspiración  de  Hugo.  A  estos  temas 
principales  pudiéramos  añadir  otros,  y  la  rica  va- 
riedad de  los  temperamentos  y  tipos  de  poetas  nos 
demostrará  que  algo  muy  sugestivo,  muy  remove- 
dor,  existía  en  esa  revolución  literaria,  que  consti- 
tuye una  de  las  épocas  decisivas  para  la  historia 
del  arte,  y  no  del  arte  solamente,  pues  la  crisis  ro- 
mántica dejó  otras  consecuencias,  prolongadas 
hasta  sabe  Dios  cuándo. 

Estas  consecuencias  son  lo  que  persiste  de  un 


294  E.  PARDO  BAZAN 

movimiento  tan  discutido,  a  veces  tan  mal  entena i- 
do,  tan  difundido  por  el  universo,  tan  digno  de 
consideración  por  sus  hondos  orígenes  y  deriva- 
ciones considerables,  y  acaso  ya  perpetuas.  Pero, 
como  ahora  hablamos  del  romanticismo  en  cuanto 
escuela  literaria,  conviene  notar  que,  en  tal  aspec- 
to, rápidamente  se  desmoronó.  En  1830  triunfa 
ruidosamente  Hernani,  y  en  1834,  ya  como  cuerpo 
de  doctrina  estética,  recibe  el  duro  coscorrón  que 
le  administra  el  clásico  Nisard,  en  su  Manifiesto 
contra  la  literatura  fácil,  haciendo  constar  la  evo- 
lución que  empezaba  a  producirse  en  el  público. 
*'Los  escritores  a  quienes  más  amenazaba  este 
cambio  no  son  los  últimos  que  lo  notan.  Hay  libros 
que  no  se  venden  ya." 

Con  burla  fina,  hace  observar  Nisard  que  los 
nombres  más  gloriosos  de  la  literatura  fácil  co- 
mienzan a  ser  admirados  en  provincias ;  y  cuando 
una  reputación  llega  a  la  provincia,  es  que  ha 
caído  en  París.  De  esta  penetración  del  romanti- 
cismo en  provincia  nadie  ha  dejado  un  retrato  más 
entonado  y  rico.de  pormenores  que  Balzac,  en  bas- 
tantes de  sus  novelas,  sobre  todo  en  la  que  titula 
Un  gran  hombre  de  provincia  en  París.  La  histo- 
ria entera  de  Jorge  Sand  es  resultado  de  la  pene- 
tración del  romanticismo  en  la  provincia.  Otra, 
bien  tardía,  e¿  la  fábula  de  Madama  Bovary. 

Y,  ¿qué  cosa  es  la  literatura  fácil?  Sin  duda, 
no  es  todo  el  romanticismo,  y  nadie  llamará  lite- 
ratura fácil,  por  ejemplo,  a  los  versos  de  Vigny, 
ni  a  algunas  magníficas  inspiraciones  de  Hugo,  n' 
siquiera  a  todo  lo  que  constituye  su  bagaje  dra- 
mático ;  pero,  en  el  romanticismo,  hay  mucho  que 


KL    I.iki--\io    n.M    LA    POESÍA    FRANCESA         2    ^ 

puede  incluirse  en  el  género  estigmatizado  por 
Nisard,  y  no  lo  hay  sólo  en  las  obras  de  los  secun- 
darios, sino  también  en  las  de  los  maestros  más 
famosos. 

En  los  dramas  de  Hugo  está  patente  el  resbalar 
por  el  plano  inclinado  de  la  facilidad,  camino  se- 
guro de  la  endeblez ;  en  los  versos  de  Lamartine 
hallaremos  también  esa  facilidad  funesta,  que  le 
valió  el  dictado  de  escultor  en  humo;  en  Jorge 
Sand,  la  facilidad  induce  a  la  amplificación  decla- 
matoria ;  y  las  obras  marcadas  con  ese  sello  fácil, 
estaban  condenadas  a  naufragar,  a  ser  desecha- 
das como  cosa  inerte. 

Resumiendo  lo  que  ha  formado  el  asunto  de  este 
capítulo,  o  sea  el  romanticismo  como  escuela  lite- 
raria, es  preciso  reconocer  que  presentó  muchos 
síntomas  que  anunciaban,  desde  el  primero  y  más 
glorioso  momento,  la  desorganización  inevitable. 
Una  época  clásica  puede  presentar  el  aspecto  de 
la  unidad,  y  dentro  de  las  obras  más  diversas,  con- 
servar la  fuerza  organizadora  que  ha  presidido  a 
su  formación.  Tal  fué  la  literatura  francesa  en  el 
siglo  XVII,  y  no  puede  discutirse  siquiera  que 
en  coherencia,  vigor  y  sanidad,  ofrece  el  más  per- 
suasivo ejemplo.  El  romanticismo  no  podía  menos 
de  presentarlo  opuesto  del  todo.  El  principio  de 
libertad  y  rebeldía  lleva  en  sí  la  desorganización, 
y  hasta  la  disgregación  atomística ;  el  principio  de 
libertad,  no  contrastado  por  la  ley,  engendra  la 
anarquía.  Es  sorprendente  que,  al  desatarse  los 
lazos  escolásticos,  al  emanciparse  el  criterio  y  el 
sentido  de  cada  romántico,  no  perdiesen  el  res- 
peto a  V^íctor  Hugo,  y  no  renegasen  en  alta  voz 


596  E.  PARDO  BAZÁN 


de  SU  autoridad,  caso  frecuente  en  los  anales  de 
las  escuelas.  Algunos,  sin  embargo,  se  habían  dis- 
tanciado ya  del  maestro  y  jerarca.  Vigny,  Sainte 
Beuve,  son  los  primeros  que  me  ocurre  citar.  Y 
los  más  ardientes  admiradores  de  Hugo,  el  cual 
vinculaba  en  su  persona  la  supervivencia  de  la  es- 
cuela, no  sancionaban  ya,  desde  1836,  todo  lo  que 
producía  aquella  musa  infatigable.  Ni  sus  últimos 
dramas,  m  sus  poesías  líricas,  estaban  exentos  de 
señales  de  decadencia,  "La  poesía  ya  escasea,  pero 
las  palabras  abundan",  declara  implacablemente 
Nisard.  Con  mayor  exactitud  todavía  pudiera  esta 
censura  ser  aplicable  a  Lamartine. 

Cayó,  pues,  el  romanticismo  en  la  persona  y  en 
la  labor  de  sus  mayores  corifeos,  y  de  los  princi- 
pios que  proclamó  como  escuela  algunos  perse- 
veraron, entendidos  acaso  de  otro  modo,  y  varios 
fueron  rebatidos  y  pulverizados  por  Gautier,  el 
mayor  enemigo  de  la  literatura  fácil,  el  teórico  de 
la  labor  obstinada,  concienzuda,  delicada  e  inten- 
sa, el  dogmatizador  del  arte  por  el  arte.  Gautier 
fué  quien,  sin  críticas  acerbas,  y  hasta  con  him- 
nos al  maestro,  a  quien  sinceramente  admiraba, 
dio  el  golpe  mortal  al  romanticismo  de  escuela. 


XX 

Bl  lirismo  en  la  prosa  es  anterior  al  lirismo  en  la  poesía.— 

Mme.  de  Stael  precursora  y  definidora  del  romanticismo.— 

"Átala"  y  "Rene"  de  Chateaubriand.  Su  influencia.  El  "mal 

del  siglo".  -Bibliografía  acerca  de  Chateaubriand. 


Antes  de  que  ningún  poeta  romántico — no  ig- 
noramos que  no  lo  fué  Andrés  Chénier — hu- 
biese, no  diré  publicado,  sino  escrito  una  sola 
estrofa,  habían  agitado  los  corazones  muchas  de 
las  grandes  novelas  románticas — las  llamo  gran- 
des en  el  sentido  de  su  eficacia  y  acción — .  Co- 
rrian  Werther,  La  Nueva  Eloísa,  Pablo  y  Virgi- 
nia, Átala,  Rene. 

Y  la  plenitud  del  lirismo  estaba  establecida  des- 
de estas  novelas.  Toda  la  efervescencia  román- 
tica, en  ellas  se  contenía,  y  aun  cuando  no  hu- 
biese rimado  Lamartine,  ni  trazado  un  renglón 
desigual  Víctor  Hugo,  puede  afirmase  que  la  pro- 
funda transformación  se  hallaba  realizada. 

Pero,  ¿acaso  esa  prosa,  en  la  cual  se  derrama- 
ba la  esencia  romántica,  era  la  misma  prosa  que 
tanta  gloria  había  dado  a  Francia  en  los  siglos 
de  oro?  ¿No  debemos  ver  en  ella  algo  distinto, 
muy  distinto?  Yo  así  lo  entiendo,  y  no  puedo 
comparar  aquella  prosa  viril,  sobria,  concisa,  ner- 
vuda, de  un  Bossuet  o  de  un  Pascal,  ni  aun  la 
sabrosísima  de  la  Sévigné  o  de  Saint  Simón,  sa- 
zonadas con  las  sales  de  la  observación  y  del 
ingenio,  ni  siquiera  la  prosa  tan  castiza  y  nació- 


298  E.   PARDO  BAZÁN 


nal  de  V^oltaire,  con  la  prosa  peculiar  de  los  ro- 
mánticos. 

Ante  un  gusto  depurado,  ante  una  crítica  lite- 
raria severa,  la  prosa  de  los  primeros  románti- 
cos, conteniendo  bellezas  innegables,  no  es,  en 
conjunto,  defendible.  Es  lo  que  se  ha  llamado 
prosa  poética^  y  adolece  de  todos  los  amanera- 
mientos, hinchazones  y  afectaciones  que  acaso  en- 
tonces no  se  advertían,  porque  operaba  el  sorti- 
legio, pero  que,  en  desapasionada  lectura,  saltan 
a  los  ojos,  y  mueven  a  asombro,  pensando  cómo 
no  vio  tales  defectos  la  generación  a  quien  sedu- 
jeron estas  producciones. 

Rousseau,  en  su  novela  sentimental,  en  las 
Confesiones,  dejó  el  modelo  de  la  prosa  poética. 
Los  que  vengan  después,  Lamartine  en  Rafael, 
Jorge  Sand  en  las  novelas  de  su  primera  manera, 
no  harán  más  que  amplificar  y  renovar  ese  estilo 
de  constante  exaltación.  Poco  a  poco,  sin  embar- 
go, el  verso  ha  de  reclamar  sus  derechos  y  la 
prosa  poética  irá  batiéndose  en  retirada.  El  senti- 
miento adoptará  formas  menos  enfáticas,  y  más 
tersas  acaso;  desaparecerá  el  movimiento  orato- 
rio, propio  de  una  época  en  que  los  oradores  eran 
dueños  de  la  multitud,  y  cada  día  se  irá  exigiendo 
más  a  la  prosa  para  que.  sin  renunciar  a  sus  pre- 
rrogativas, se  mantenga  en  su  terreno  propio,  y 
no  usurpe  el  de  la  rima.  Todo  ello  será,  cuando  e: 
verso  haya  vuelto  también  por  sus  derechos,  y 
reclamado  su  lugar. 

Entretanto,  recordemos  que  desde  1760,  fecha 
de  la  publicación  de  la  Nueva  Eloísa,  hasta  1819. 
en  que  aparecen  Las  meditaciones,  de  Lamarti- 


El  lirismo  ex  la  poesía  francesa      299 


ne,  es  decir,  por  más  de  sesenta  años,  estando 
ya  enseñoreado  de  las  letras  el  romanticismo,  al 
cual  se  le  preparaban  triunfos  tan  ruidosos,  fué 
la  prosa  la  que  hizo  todo  el  gasto,  mientras  el  ver- 
so aguardaba  su  hora. 

Nadie  negará  que  la  prosa  es  la  que  establece 
el  romanticismo,  al  menos  en  Francia,  pues  en 
otros  países  no  podría  decirse  ya  rotundamente 
lo  mismo.  Podríamos  aducir  hechos ;  pero  es  na- 
tural que  en  Francia  llegase  el  romanticismo  con 
retraso,  por  ser  la  índole  nacional  no  muy  favo- 
rable a  tal  tendencia. 

Francia  no  es,  por  su  naturaleza,  una  tierra 
de  romanticismo,  exceptuada  la  comarca  de  Bre- 
taña, donde  nacen  las  leyendas  y  los  mitos  sen- 
timentales. El  genio  de  la  nación  está  mejor  re- 
presentado por  la  literatura  del  siglo  XVII  y 
aun  por  la  del  XVIII,  que  por  la  del  XIX,  en 
su  parte  romántica.  Sin  embargo,  esta  parte  ro- 
mántica es  fecunda,  rica,  compleja,  más  llena 
de  facetas  y  de  irisaciones  que  diamante  alguno, 
y  aunque  las  primeras  vibraciones  románticas 
hayan  venido  de  fuera,  a  principios  del  siglo  XIX, 
las  etapas  de  la  historia,  las  circunstancias  quizá, 
hicieron  que  desde  entonces  Francia  ejerciese, 
en  toda  Europa,  una  dictadura  literaria  que  po- 
drá discutirse,  pero  no  puede  negarse. 

Francia  estaba  en  condiciones  para  extender  el 
romanticismo,  después  de  haberlo  acogido  en  su 
seno.  Las  guerras  del  Imperio  la  ponían  en  con- 
tacto con  Europa  entera.  Los  emigrados  traían 
un  contigente  de  ideas  aprendidas  en  el  destie- 
rro. Chateaubriand,  lo  sabemos,  era  un  emisora- 


300  E.  PARDO  BAZÁN 


do.  Desde  el  siglo  XVIII,  los  largos  viajes  y  na- 
vegaciones extendían*  el  horizonte  de  la  sensibi- 
lidad. Pablo  y  Virginia,  Átala,  son  de  otro  hemis- 
ferio. En  España  entraban  las  huestes  de  Napo- 
león, y  encontraban  heroica  resistencia:  España 
invadiría  a  su  vez,  muy  pronto,  la  imaginación, 
más  o  menos  documentada,  de  los  románticos.  Ya 
en  el  período  del  Imperio,  se  encuentra  una  ten- 
dencia romántica,  que  pertenece,  en  gran  parte,  al 
romanticismo  épico :  el  falso  Osian  hace  su  entra- 
da triunfal ;  Madama  Cottin  publica  novelas  como 
Amelia  de  Monsfield  y  Malvina;  y  es  una  fecha 
para  el  romanticismo  la  aparición  del  libro  de 
Madama  de  Staél  sobre  La  literatura. 

No  cabe  en  el  plan  de  este  capítulo  el  examen 
de  la  labor  de  Madama  de  Staél,  pero  aquí  es  pre- 
ciso recordar  su  papel  en  el  advenimiento  de  las 
corrientes  románticas.  Madama  de  Staél  encarna 
la  época  de  transición :  llamada  a  iniciar  a  su  pa- 
tria en  el  romanticismo,  pertenece,  por  su  filia- 
ción, al  siglo  XVIII ;  es  verdad  que  de  este  siglo 
se  ha  fijado  en  lo  que  más  prepara  el  romanti- 
cismo: en  Juan  Jacobo  Rousseau,  de  quien  es  dis- 
cípula  ferviente. 

Hay  que  reconocer  a  Madama  de  Staél  el  pa- 
pel de  iniciadora  que  le  atribuye  Menéndez  y  Pe- 
layo:  algunos  de  los  principios  fundamentales  de! 
moderno  lirismo  se  encuentran  ya  enunciados  en 
el  libro  de  La  literatura,  y  desde  1810 — aun  cuan- 
do el  libro  no  pudo  ser  del  dominio  público  hasta 
tres  años  más  tarde — reveló  el  mundo  nuevo  de 
las  literaturas  del  Norte,  el  pensamiento  y  la  poe- 
sía germánica.    Con    Madama   de   Staél   estrena 


i:i.    LIRISMO    EX    LA   poesía    FRANCESA         3OI 

Francia  ese  papel  de  simpatía  universal  e  inte- 
ligente hacia  todas  las  manifestaciones  del  arte  y 
del  espiritu  filosófico,  que  después  se  ha  preciado 
tanto  de  desempeñar. 

Pertenecen  a  Madama  de  Staél  las  siguientes 
ideas,  hoy  generales,  pues  como  afirma'el  mismo 
Menéndez  y  Pelayo,  todo  el  mundo  es  plagiario 
de  Madama  de  Staél,  aun  sin  saberlo.  El  carác- 
ter propio  de  las  literaturas,  la  rehabilitación  his- 
tórica ae  a  Edad  media  (periodo  que,  sin  embar- 
go, la  Siaél  no  sentía),  el  valor  estético  de  Sha- 
kespeare y  de  los  humoristas  ingleses,  la  influen- 
cia de  las  costumbres  y  las  instituciones  en  las  le- 
tras, el  interés  psicológico  del  misticismo,  la  ac- 
ción del  espíritu  caballeresco,  el  honor  y  el  amor, 
el  sentimiento  de  lo  doloroso  e  incompleto  del  des- 
tino humano,  y  la  distinción  entre  la  poesía  clá- 
sica y  la  romántica,  palabra,  esta  última,  que  por 
primera  vez  fué  escrita,  en  la  lengua  francesa  por 
la  Staél.  Paréceme  que  en  todo  ello  hay  bastante 
materia  de  renovación,  y  si  hoy  sabemos  todo  eso 
de  memoria,  no  sucedía  lo  mismo,  sino  todo  lo 
contrario,  entonces.  Eran  grandes  novedades, 
mundos  desconocidos. 

Y  uno  de  estos  factores  indicados  por  la  Staél, 
dos  mejor  dicho — el  honor  caballeresco,  el  sen- 
timiento de  lo  incompleto  y  doloroso  del  destino 
humano — los  encontramos  expresados  y  represen- 
tados por  Chateaubriand,  especialmente  en  el  epi- 
sodio de  Rene. 

Con  dos  novelas,  Átala  y  Rene,  que  tanto  tie- 
nen de  poéticas  como  de  profundamente  líricas, 
el  individuo  viene  a  situarse  frente  al  mundo  en- 


302  E.  PARDO  BAZAN 


tero,  y  a  ser  la  norma  y  la  ley  de  sí  mismo,  recha- 
zando todo  lo  que  pueda  cohibir  su  anárquica  li- 
bertad. 

Especialmente  en  el  episodio  de  Rene,  está  con- 
tenido todo  el  subjetivismo  romántico.  Rene  es 
una  de  esas  obras  de  acción,  tan  honda,  que  cuan- 
to se  diga  acerca  de  este  aspecto  suyo  no  dará 
idea  de  la  extensión  de  su  influencia. 

Dos  o  tres  generaciones  sufren  el  ascendiente 
de  René^  y  las  siguientes  no  están  libres  de  él  nun- 
ca, aunque  no  repasen  sus  páginas.  Como  se  dijo 
de  Madama  de  Staél,  que  sus  ideas  no  han  cesado 
de  actuar  en  el  terreno  de  la  crítica,  podemos  decir 
que  Rene  sigue  actuando  en  el  terreno  sentimen- 
tal. De  él  proceden  los  innumerables  enfermos  de 
ese  mal  que  se  llamó  después  '*el  mal  del  siglo". 
En  esto  estriba,  a  su  hora,  la  originalidad  de  Rene. 

Rene  no  carece  de  precedentes :  algunos  son  tan 
ilustres  como  Werther.  Muy  anterior  en  fecha  a 
la  de  Chateaubriand,  la  obra  de  Goethe  encierra 
ya  el  lirismo  romántico  perfectamente  caracte- 
rizado, dieciséis  años  antes  de  la  publicación  de  la 
Nueva  Eloísa.  Estaba  reservado  al  genio  de  Gke- 
the,  vasto  como  el  mundo,  producir  esa  novela  que 
señala  e  inicia  una  época  literaria,  y  no  por  eso 
deja  de  concebir  el  poema  de  la  Edad  moderna, 
el  único  digno  de  admiración  entre  los  innumera- 
bles que  se  han  intentado:  el  Fausto. 

Tiene  mucho  de  significativo  que,  en  tm  momen- 
to dado,  en  circunstancias  extraordinarias  de  la 
Historia,  en  una  crisis  de  los  sistemas  y  orga- 
nizaciones sociales,  aparezca  un  tipo  especial  de 
sensibilidad,  que  no  se  afirma  en  la  literatura  sino 


Elv    LIRISMO    EX    LA    poesía    FRANCESA         303 

porque  en  la  realidad  existe,  siendo  la  literatura 
únicamente  su  expresión  artística,  su  retrato  y 
reflejo.  Pensad  un  poco  en  los  caracteres  esen- 
ciales de  otras  épocas ;  pensad  en  el  Renacimien- 
to, con  su  fuerte  y  serio  humanismo;  pensad  en 
el  gran  siglo  de  Francia,  el  XVII,  y  al  punto  no- 
taréis el  anacronismo  que  representaría  en  esas 
edades  sanas  y  vigorosas,  la  aparición  de  tipos 
como  Rene,  Oberman,  Werther,  Jacobo  Ortis  y 
Adolfo,  y  su  afirmación  por  medio  de  la  litera- 
tura. Para  hallar  una  figura  análoga  a  la  de  Rene, 
tenemos  que  remontarnos  al  autor  del  Eclestas- 
tés.  Aquella  amargura,  aquel  desencanto,  aquel 
hastío,  de  los  cuales  tan  magnífico  ejemplar  en- 
contramos en  Leopardi,  son  más  universales, 
menos  individualistas,  que  en  Rene  y  su  escue- 
la; y  Salomón  habla  a  cada  paso  del  "hombre", 
pero  no  tanto  de  sí  mismo.  Los  Renes,  no  sólo 
se  refieren  exclusivamente  a  sí  propios,  sino  que 
se  consideran  un  caso  aparte,  en  la  humani- 
dad ;  tal  pretensión  tenía  Rousseau,  al  escribir  sus 
Confesiones:  así  se  lo  aseguraba  al  ''Ser  supre- 
mo" del  modo  más  categórico.  ¡  Nadie  había  sido, 
ni  era,  como  él ! 

La  aparición  de  lo  que  llamaremos  el  tipo  de 
Rene,  marca,  pues,  una  fecha,  aquella  en  que  el 
individualismo  adviene  y  el  yo  se  afirma,  recla- 
mando todos  sus  derechos.  Las  diversas  encar- 
naciones del  personaje,  al  través  de  Childe  Ha- 
rold,  Antony,  Adolfo,  Rolla,  Lelia;  de  tantos 
"hijos  del  siglo"  como  van  a  surgir,  brotan  de 
esta  raíz  única:  el  individualismo  lírico.  Lo  ha- 
bía dicho,  antes  que  Bonald,  aunque  no  tan  con- 


304  E.  PARDO  BAZAN 


cisamente,  la  Staél :  la  literatura  es  la  expresión 
de  la  sociedad.  Y  la  aparición  del  tipo  de  Rene 
señala  focos  morbosos  en  la  sociedad,  y  anuncia 
las  perturbaciones  de  la  moral  y  del  derecho. 

Chateaubriand  expresó  con  una  imagen  impre- 
sionante lo  que  hay  en  su  espíritu  de  enfermo,  de 
dolorosamente  orientado  hacia  el  mal.  *'E1  cora- 
zón, en  apariencia  más  sereno — dice  en  un  párra- 
fo de  Átala — ,  es  como  el  pozo  natural  de  la  sa- 
bana de  Alachua:  tranquila  parece  la  superficie, 
pero  si  miráis  hacia  el  fondo,  veréis  un  gran  co- 
codrilo, nutrido  en  las  pacificas  aguas." 

Donde  este  cocodrilo  saca  sobre  el  agua  pro- 
funda su  cabeza  monstruosa^  es  en  Rene. 

Rene,  es  el  autor  mismo,  en  su  juventud,  ; 
quién  sabe  si  toda  su  vida,  aun  cuando  en  los  úl- 
timos años  de  ésta  renegase  de  su  obra,  y  afir- 
mase que,  si  no  la  hubiese  escrito,  no  la  escribi- 
ría. Es  la  historia,  o  mejor  dicho,  la  confesión  de 
un  hombre  que,  hastiado  de  todo  antes  de  haber 
gozado  de  nada,  desencantado  precozmente,  huye 
a  América,  no  a  la  América  industriosa  y  labo- 
riosa, sino  al  desierto.  Y  cuando,  en  Átala,  le 
pregunta  Chactas  cuál  es  su  historia,  responde  que 
no  la  tiene;  que  el  corazón  de  Rene  no  cabe  ex- 
plicarlo. 

Es  extremadamente  curioso  ver  cómo  Chateau- 
briand, en  este  mismo  libro,  hace,  por  boca  del 
misionero  Padre  Souel,  la  crítica  de  la  tendencia 
de  su  vida  y  de  su  obra,  y  de  la  literatura  que 
nace.  La  severa  exhortación  del  misionero,  se- 
ñala a  Rene  la  medicina  para  los  daños  del  en- 
sueño y  corrige  su  orgullo  y  su  misantropía,  fi- 


EL    LIRISMO    EN    LA    POESIA   FRANCESA         305 

jando  la  acción  y  el  servicio  de  sus  semejan- 
les,  como  fin  de  la  vida  y  medicina  contra  qui- 
meras. 

Pero  la  condición  de  Rene  no  se  presta  a  acep- 
tar tal  remedio.  Y  no  se  presta,  porque  Rene  se 
complace  en  su  propio  mal,  lo  considera  singu- 
lar y  único,  y  alza  la  frente  coronada  de  orgullo, 

al  considerar  lo  excepcional  de  su  sentir.  Asi  nos 
dice,  en  Los  Matches :  **E1  vacio  formado  en  el 
fondo  de  su  alma  no  podía  llenarse.  Rene  había 
-ido  señalado  por  el  cielo,  con  una  condena  que 
formaba  a  la  vez  su  genio  y  su  tortura:  la  pre- 

encia  de  Rene  lo  turbaba  todo :  las  pasiones  sur- 
gían de  él  y  no  podían  volver  a  entrar :  pesaba 
sobre  la  tierra,  que  pisaba  impaciente  y  que  le  su- 
fría de  mala  gana".  Tal  era  el  juicio  de  Rene 
-obre  su  propia  psicología. 

"Las  señales  de  afecto — dice — que  se  le  daban, 
le  pesaban;  al  quererle  se  le  causaba  fatiga." 
*'Desde  el  principio  de  mi  vida — asegura — no  he 
cesado  de  nutrir  penas :  mi  existencia  es  de  las 
que  corrigen  de  la  manía  de  existir."  "El  corazón 
de  Rene  no  tiene  clave:  no  se  puede  explicar." 
Esto  lo  escribe  en  Los  Matches,  en  una  carta  que 
supone  dirigida  por  Rene  a  la  salvaje  Celuta. 
Esta  carta  es  seguramente  el  documento  más  de- 
mostrativo del  lirismo.  Rene  declara  allí  algunas 
cosas  tan  extravagantes,  que  no  me  decido  ni  a 
indicarlas ;  pero  el  orgullo  y  la  vanidad  más  des- 
enfrenada campean  en  el  texto.  Pretende  que  la 
mujer  que  ha  sido  una  vez  amada  de  Rene,  no 
podrá  ya  pertenecer  a  otro  hombre;  y,  volvién- 
dose hacia  el  Ser  supremo,  exclama,  en  un  arran- 

20 


;o6  E.  PARDO  BAZÁN 


que  digno  de  Rousseau:  "Sólo  tú,  qué  me  creaste, 
tal  cual  soy,  puedes  comprenderme". 

Véase  en  estas  declaraciones  intimas  de  Rene, 
la  explicación  de  tantas  y  tantas  manifestaciones 
de  la  sensibilidad  en  nuestros  tiempos.  Desde  que 
Rousseau  se  declara  singular  y  único,  y  Chateau- 
briand le  sigue  íX)r  el  mismo  camino,  serán  nu- 
merosos los  que  alardeen  de  no  parecerse  a  nadie, 
y  esta  pretensión  durará  hasta  .el  mismo  instante 
en  que  esto  escribo.  El  protagonista  de  una  breve 
novelita  de  Unamuno,  que  acabo  de  leer,  tiene 
igual  aspiración:  ni  se  parece  a  nadie,  ni  a  nadie 
se  asemeja:  y  en  este  prurito  de  diferenciación  y 
de  distanciación  está  contenido  todo  el  lirismo. 

Los  tipos  líricos  que  procederán  de  Rene,  mos- 
trarán, querrán,  como  él,  situarse  a  distancia  de 
la  humanidad,  y  ser  de  la  naturaleza  del  águila, 
que  anida  en  la  soledad  y  en  las  cumbres.  Cuan- 
do descienden  a  los  valles,  es  para  afirmar,  una 
vez  más  su  altiva  superioridad,  y  para  desgarrar 
con  sus  uñas  cuerpos  y  corazones.  Este  mismo 
carácter  antisocial  demostró  Byron,  y  nadie  des- 
conoce cuál  fué  su  pugna  con  todo  el  sentimiento 
y  los  principios  arraigados  en  su  patria,  ni  cómo 
en  ella  se  le  reprobó.  Y  existe  otra  curiosa  coin- 
cidencia entre  Byron  y  Chateaubriand :  el  haber- 
se acusado  los  dos  de  una  pasión  incestuosa, 
acusación  que  nadie  osaría  dirigirles  si  ellos  no 
fuesen  los  que  la  delatasen,  más  o  menos  explí- 
citamente, en  sus  confesiones  en  verso  y  prosa. 
Este  sería  el  monstruoso  cocodrilo  del  pozo  na- 
tural de  Alachua,  a  que  Chateaubriand  hace  re- 
ferencia ;  y  por  mucho  que  se  condene  a  sí  mismo 


EL    URISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         307 

el  hermano  de  Lucila,  yo  creo  observar,  y  lo  han 
creído  muchos  críticos,  que  a  la  comprobación  de 
la  anormalidad  sentimental  acompaña  en  Cha- 
teaubriand cierta  vanidad,  como  si  lo  singular  de 
sus  sentires  le  elevase  sobre  los  demás  mortales  e 
imprimiese  una  marca  luciférica  en  su  hermosa 
y  despejada  frente. 

A  engendrar  este  modo  de  sentir  en  Chateau- 
briand concurrió  s'éguramente  la  acción  de  la  his- 
toria, como  contribuyó  a  la  rebeldía  de  Byron  la 
hipocresía  del  puritanismo  que  le  rodeaba.  El  des- 
arrollo de  los  acontecimientos  históricos  trajo 
consigo,  para  el  autor  de  Rene,  la  hipertrofia  del 
orgullo  y  la  invasión  de  la  melancolía.  Y  no  fué 
sólo  para  él,  y  en  esto  no  pudo  alardear  de  sentir 
cosas  extraordinarias :  no  es  derrocado  un  régi- 
men, no  se  derrumba  una  sociedad,  no  corre  a 
torrentes  la  sangre  en  luchas  civiles  y  en  guerras 
extranjeras,  no  son  desposeídas  las  clases  sociales 
de  cuanto  las  elevaba  y  engrandecía,  sin  que,  en 
esas  clases,  surjan  estados  de  alma  muy  semejan- 
te? al  de  Rene  y  al  de  Chateaubriand  que  creó  y 
encarnó  esa  misteriosa  figura.  La  persecución  y 
despojo  de  los  nobles,  exaltó  en  bastantes  de  ellos 
el  orgullo,  1^  altanería  caballeresca;  y  Chateu- 
hriand.  y  Alfredo  de  Vigny,  el  de  la  torre  de  mar- 
fil, el  prototipo  de  los  distanciados,  encarnaron 
especialmente  tal  modo  de  ser,  que,  más  adelan- 
te, volveremos  a  encontrar  en  Barbey  d'Aurevilly 
y  bastantes  personajes  de  sus  novelas,  en  Villier 
de  risle  Adam,  y  que  ha  reflejado  aquí,  guar- 
dadas todas  las  diferencias  de  latitud,  el  marqués 
de  Bradomín,  o  sea  D.  Ramón  del  Valle  Inclán.  El 


308  E.  PARDO  BAZÁN 


aristocratismo  en  las  letras,  no  pudiendo  proceder 
de  Juan  Jacobo,  ni  de  la  liberal  Staél,  que  en  gran 
parte  es  una  hija  de  la  revolución,  procede  de  quien 
era  natural  que  procediese:  del  emigrado  legiti- 
mista,  hijo  de  Bretaña,  vizconde  de  Chateaubriand. 

Y  la  melancolía,  también  había  de  nacer  en  un 
espíritu  ulcerado  por  las  amarguras  de  -los  tiem- 
pos adversos,  e  inclinado  a  la  contemplación  de 
lo  que  la  Staél  llamó  lo  incompleto  del  destino. 

Seguro  que  adonde  quiera  que  vaya  el  hombre, 
en  las  grandes  ciudades  inhospitalarias,  como 
Londres,  donde  Chateaubriand  emigrado  había 
luchado  con  la  miseria,  o  en  los  desiertos  donde 
el  indio  acampa  y  fuma  con  el  extranjero  la  pipa 
de  la  paz,  lo  menos  malo  es  lo  más  solitario,  lo 
que  más  se  aparta  de  la  civilización.  Idea  deri- 
vada de  Rousseau,  y  no  sólo  de  Rousseau,  sino 
también  de  Bernardino  de  Saint  Fierre,  y  aun  de 
los  enciclopedistas,  que  otorgaban  al  salvaje  vir- 
tudes superiores. 

En  efecto,  los  salvajes  de  Chateaubriand,  sus 
Natchez  heroicos,  su  Chactas  tan  fino  amador,  su 
Átala,  tan  tierna  y  tan  púdica,  descienden  en  línea 
recta  de  los  salvajes  ideales,  o  al  menos  de  los 
tipos  exóticos  de  anteriores  escritores,  que  pre- 
paraban los  dos  aspectos  románticos :  el  exotismo 
y  el  color  local.  Desde  luego,  ambas  corrientes  no 
respondían  a  las  exigencias  de  realidad  que  se 
abrieron  camino  en  épocas  posteriores;  ni  Chac- 
tas, ni  Átala,  ni  los  Natchez  son  sino,  en  sus  sen- 
tires, tipos  de  civilización,  aunque  hablen  un  len- 
guaje pintoresco  y  bello,  que  puede  remedar  poé- 
ticamente la  locución  sentenciosa  y  grave  de  al- 


El  lirismo  en  la  poesía  francesa      309 

gunos  indios.^  A  veces  he  discurrido  por  qué  en 
España,  aparte  del  Guatjmozin  de  la  señora  Ave- 
llaneda, ha  tenido,  tan  escasa  representación  la 
novela  de  salvajes;  y  creo  que  será  porque  aquí, 
merced  al  descubrimiento  y  reconquista,  los  sal- 
vajes son  un  elemento  puramente  histórico,  so- 
brado real.  Lo  cierto  es  que,  precursor  indudable 
de  Pedro  Loti,  abuela  la  dulce  Átala  de  Aziyadé  y 
aun  de  Madama  Crisantemo,  Chateaubriand,  en  el 
paisaje,  no  desmerece  de  ninguno  de  los  que  en 
pos  de  él  hayan  venido  a  describir  tierras  desco- 
nocidas. 

Sin  duda  hoy  es  mayor,  más  detallada,  la  exac- 
titud de  las  descripciones ;  pero  no  gana  en  mag- 
nificencia a  las  de  Chateaubriand,  ni  en  colorido, 
ni  en  felicidad  y  acierto  de  pinceladas,  ni  en  esa 
misma  tinta  melancólica  que  parece  comunicación 
directa  del  espíritu,  y  por  la  cual  bien  se  puede 
decir  de  los  paisajes  de  Chateaubriand,  que  son 
estados  de  alma. 

Y  puesto  que  la  hemos  estudiado  rápidamente 
según  se  refleja  en  las  obras  que  le  hicieron  ca- 
beza del  romanticismo,  digamos  que  su  orgullo 
se  transformó  bastantes  veces  en  fatuidad,  sobre 
todo  tratándose  de  mujeres,  mejor  diré  de  se- 
ñoras. Chateaubriand  tuvo  mucho  de  dandy ;  fué 
hombre  de  salón,  elegante  y  distinguido  como  po- 
cos, y  consiguió  una  aureola  que  jamás  rodeó  las 
sienes  de  Víctor  Hugo.  Por  eso  se  ha  visto  en  él 
al  primero  de  los  fatales,  tipo  absolutamente  ro- 
mántico, que  vino  a  culminar  en  el  Antony,  de 
Dumas.  El  fatal  es  irresistible  en  amor,  y  por  no 
se  sabe  qué  encanto,  seducción  o  magia,  inspira 


310  E.  PARDO  BAZÁN 


vioientisimas  pasiones,  causa  tragedias,  roba  la 
paz  y  ejerce  como  una  influencia  hipnótica.  Este 
tipo  lo  encontramos,  como  queda  dicho,  en  Rene, 
y  también  en  un  tipo  femenino,  muy  digno  de 
atelición,  el  de  Veleda,  predecesora  de  la  Lelia, 
de  Jorge  Sand,  que  es  fatal  igualmente.  Veleda 
tiene  algo  de  maga,  mucho  de  neurótica,  y  su  tris- 
teza y  su  altivez  la  sitúan  por  derecho  propio  en- 
tre los  tipos  marcados  con  el  sello  del  carácter  de 
su  creador.  Y,  una  vez  creados  estos  tipos,  el  ro- 
manticismo ha  llegado. 

A  Chateaubriand  hay  que  leerle  en  la  edición 
de  sus  Obras,  en  36  volúmenes,  París  1836-1839. 
Esta  edición  la  revisó  él  mismo,  con  cuidado.  No 
figuran,  por  consiguiente,  en  ella  las  Memoñas 
de  ultratumba,  que  fué  publicación  postuma,  en 
12  volúmenes  (1849). 

Acerca  de  Chateaubriand  se  ha  escrito  mucho 
y  con  bastante  penetración  critica.  Todo  lo  de 
Sainte  Beuve,  los  Retratos  literarios,  en  que  hay 
dos  artículos  sobre  Chateaubriand,  y  los  dos  to- 
mos de  Chateaubriand  y  su  grupo  literario,  bajo 
el  Imperio  (1860),  es,  si  discutible  en  algunos 
puntos  de  vista,  muy  interesante  y  amenísimo. 
Debe  recomendarse  también  Chateaubriand,  su 
vida,  obras  e  influencia,  de  Villemain,  1858;  el 
Elogio  de  Chateaubriand,  por  H.  de  Bornier. 
1864;  la  Lucila  de  Chateaubriand,  por  Anatolio 
France ;  el  Cuadro  de  la  Literatura  francesa  bajo 
el  primer  Imperio,  por  Gustavo  Merlet,  1877 ; 
Chateaubriand,  por  Faguet,  en  El  Siglo  XIX 
(1887)  y  G.  Pailhes,  Chateaubriand,  su  mujer  r 
sus  amigos. 


XXI 

Béranger.  Su  biografía;  su  carácter.— Qué  es  la  canción.— La 
canción  política.— Béranger  durante  la  Revolución,  el  Im- 
perio, la  Restauración,  la  revolución  de  1830,  la  Monarquía 
de  Julio  y  la  revolución  del  4S.— La  canción  del  "Rey  de  Ive- 
tot".  — Las  canciones  de  Béranger  se  clasifican  en  cinco 
grupos.  — ¿Bs  Béranger  un  poeta?  — Su  popularidad.  — Bi- 
bliografía. 

Sin  duda  sería  exagerar  la  importancia  del  poe- 
ta de  que  voy  a  hablar  decir  que  representó  a 
Francia,  ni  aun  avenirnos  a  que,  como  se  dijo 
tantas  veces,  fuese  el  poeta  nacional.  En  Fran- 
cia hay  mucho  más  de  lo  que  cabe  en  la  obra  de 
Béranger,  y  es  a  lo  sumo  un  aspecto  del  modo  de 
ser  francés  el  que  ha  representado  completamen- 
te, en  sus  poesías  líricas.  No  ha  sido  de  seguro 
el  poeta  nacional,  pero  sí  el  cancionero  nacional 
por  excelencia.  Y  la  canción  es  cosa  muy  fran- 
cesa, está  en  su  tradición,  sobre  todo  cuando  es 
política. 

Parisiense  por  inclinación,  Béranger  lo  fué  tam- 
bién por  nacimiento.  Nació  en  una  de  las  más 
sucias  y  ruidosas  calles  de  la  ciudad,  en  casa  de 
aquel  sastre  su  abuelo,  de  que  habla  el  propio  Bé- 
ranger, al  proclamarse  znlain  et  tres  vilai%  villano 
y  muy  villano  por  linaje.  La  fecha  de  su  nacimien- 
to fué  el  19  de  agosto  de  1780,  trece  años  antes 
de  la  plenitud  de  la  Revolución. 

El  padre  de  Béranger  era  tenedor  de  libros  en 
una  tienda  de  ultramarinos. 


312  "E.  PARDO  BAZÁN 


A  los  trece  años,  desde  el  tejado  del  colegio  a 
que  asistía  sin  estudiar  palabra,  vio  la  toma  de  la 
Bastilla.  En  ese  colegio  conoció  a  un  viejo,  Fa- 
vart,  que  había  escrito  innumerables  canciones,  y 
a  quien  el  mariscal  de  Sajonia  llamaba  el  cancio- 
nero del  Ejército.  Poco  después  vio  pasar,  en 
1879,  las  sangrientas  cabezas  de  los  Guardias  de 
Corps,  paseadas  en  picas.  Grande  fué  su  horror: 
mucho  tiempo  le  pareció  que  seguía  viendo  aque- 
llos lívidos  despojos.  Por  su  fortuna,  salió  de  Pa- 
rís y  fué  a  vivir  en  Picardía  al  lado  de  una  tía 
suya  que  se  hizo  cargo  de  él  y  le  amparó.  Aque- 
lla señora  era  partidaria  del  régimen  traído  por 
la  Revolución,  mientras  que  el  padre  del  futuro 
cancionero  era  realista  y  hasta  tenía  sus  preten- 
siones de  nobleza  y  su  derecho  a  la  partícula,  cosa 
que  aquí  no  consideramos  que  tenga  nada  que 
ver  con  el  toque  de  la  aristocracia,  pero  en  Fran- 
cia sí.  Logró  por  fin  el  padre  llevarse  consigo  al 
hijo,  y  se  fueron  a  París  los  dos.  El  padre  se  puso 
a  negociar,  mientras  aguardaba  la  vuelta  de  los 
Borbones;  pero  quien  por  entonces  volvió  fué 
Bonaparte,  de  Egipto,  ya  casi  con  ínfulas  impe- 
riales, y  el  padre  de  Béranger,  quebrado,  sufría 
cárcel  en  completa  ruina.  Béranger,  refugiado  en 
una  bohardilla  (¡dans  un  grenier  qu'on  est  bien 
á  vingt  ans!,  dice  en  una  de  sus  canciones)  se 
dedicaba  a  trabajos  de  erudición  para  vivir,  y  ri- 
maba ya  canciones  políticas  y  satíricas. 

De  quebrantada  salud;  con  aspecto  de  viejo 
desde  la  edad  juvenil,  Béranger  pudo  librarse  del 
reclutamiento,  de  las  grandes  levas  que  Bona- 
parte no  escaseaba.  Vivía  el  poeta  en  la  miseria. 


Elv    LIRISMO    EN    LA    poesía   FRANCESA         ^T-? 


cuando,  en  1804,  Luciano  Bonaparte  le  dio  un 
empleillo,  o,  más  exactamente,  un  socorro,  auto- 
rizándole a  cobrar  en  su  lugar  sus  dietas  de  aca- 
démico. Y  siempre  protegió  Luciano  al  que,  por 
la  lectura  de  algunos  de  sus  versos,  consideraba 
un  poeta  de  valía.  Obteniendo  por  fin  un  emplei- 
llo, se  creyó  rico  Béranger.  Caracteriza  a  este 
hombre,  en  la  vida,  lo  que  resalta  en  su  Musa: 
una  gran  sencillez,  una  modestia  de  aspiraciones 
verdadera.  Respecto  a  la  carrera  literaria,  es  cu- 
rioso que  el  mayor  entusiasmo  sentido  fuese  al 
aparecer  El  genio  del  cristianismo,  de  Chateau- 
briand. Llegó  al  extremo  de  que  intentó  Béranger 
volver  a  la  fe  y  a  las  prácticas  católicas;  y  fre- 
cuentó las  iglesias  y  leyó  asiduamente  el  Evange- 
lio. No  prevaleció  este  impulso  y  Béranger  fué 
toda  su  vida  un  deísta  al  estilo  de  la  Enciclopedia. 

Hay  otra  observación  que  hacer  sobre  Béran- 
ger comparándole  a  Víctor  Hugo  y  a  Vigny,  y 
aun  al  mismo  Chateaubriand :  y  es  que  no  creyó 
nunca  ser,  ni  algo  excepcional  y  fuera  de  la  ley 
común,  ni  siquiera  supuso  que  el  poeta  ejerciese 
un  sacerdocio;  lo  consideró  únicamente  un  objeto 
de  lujo  en  la  sociedad  moderna. 

Escribió  Béranger  muchos  ensayos  poéticos  y 
hasta  comedias,  sin  encontrar  todavía  la  fórmula 
d€  su  inspiración  propia.  Su  protector,  Luciano 
Bonaparte,  le  aconsejaba  que  cultivase  el  género 
serio  y  elevado :  el  temperamento  de  Béranger  le 
inclinaba  hacia  muy  otra  dirección.  Sentía,  con 
más  fuerza  que  nunca  ahora,  la  inclinación  hacia 
la  política ;  la  política,  entonces,  era  un  volcán  en 
erupción   constante;   y  Béranger,   al   triunfar   el 


314  H.  PARDO  BAZÁN 


Imj>erio,  sintió  la  protesta  de  su  alma  republica- 
na, y  con  más  fuerza  todavía  se  elevó  tal  protes- 
ta a  la  caída  del  Imperio  y  la  restauración  del 
antiguo  régimen.  El  género  favorito  de  Béranger 
se  le  había  revelado  en  las  reuniones  de  amigos, 
en  Perona,  adonde  hacía  viajes  frecuentes,  y 
donde  algunas  alegres  comadres  se  juntaban  para 
banquetear.  Allí  Béranger,  a  los  postres,  cantaba 
alguna  de  sus  composiciones,  y  el  estribillo  era 
repetido  en  coro.  Eran  canciones  epicúreas,  y  los 
convidados,  a  lo  Rabelais,  se  suponían  frailes  de 
cierto  regocijado  convento. 

Laissons  diré  á  la  Trappe : 
Freres,  il  faut  mourir! 
Quand  le  destín  nous  frappe, 
gaiement  sachons  souffrir. 
Mourir  va  de  soi  mente: 
n'en  ayons  point  souci. 
Bien  mvre,  est  le  probtéme 
qu'il  faut  résotidre  ici. 

Hacia  el  año  1813,  comenzó  la  reputación  de 
Béranger  a  apuntarse.  Sus  canciones,  de  las  cuales 
hacía  él  poco  caso,  iban  corriendo,  ya  impresas  en 
ídguna  antología,  ya  copiadas  a  mano;  y  su  obra 
maestra,  el  Rey  de  Ivetof,  empezaron  a  fijar  la 
atención  del  público.  El  Rey  de  Ivetot  era  una 
crítica  del  imperialismo  y  de  Napoleón  Bonapar- 
te:  la  policía  siguió  la  pista  a  la  subversiva  can- 
cioncilla.  No  llegaron  a  perseguir  al  autor,  pero 
de  entonces  tuvo  popularidad  naciente.  Corrie- 
ron también  otras  cancioncillas  libertinas,  muy 
a  propósito  para  el  gusto  inveterado  de  Francia 


Elv    IJRISMO    EN    LA    POESÍA    FRANCESA         315 

por  este  género.  Y  como  entonces  había  muchos 
salones  donde  se  cultivaba  la  novedad  literaria, 
estos  salones  se  abrieron  para  Béranger,  pero  sin 
que  el  cancionero  se  aclimatase  en  una  esfera  que 
no  era  la  suya,  ni  se  adaptaba  a  su  temperamento. 

Lo  temperamental  en  Béranger  fué  aquella  aso- 
ciación del  Caveau  o  Bodegón,  diriamos,  que  tan 
curiosos  contrastes  presenta  con  el  Cenáculo  ro- 
mántico que  vino  después,  y  que  se  formó  alre- 
dedor de  Víctor  Hugo.  El  Bodegón  no  era  inspi- 
rado en  el  recuerdo  de  otro  Bodegón  literario  y 
báquico,  donde  se  reunían  en  el  siglo  XVIII  no 
pocos  poetas  y  muchos  bebedores  de  añejo  Bor- 
goña  y  rojo  Burdeos.  Disuelto  este  antiguo  Bo- 
degón, renació  varias  veces,  porque  la  idea  era 
muy  nacional.  El  ingreso  de  Béranger  en  el  Bo- 
degón fué  la  confirmación  de  su  renombre  de  can- 
cionero. 

Poco  después,  entristece  a  Béranger  la  entrada 
en  París  de  los  aliados,  de  la  cual  hace  una  rela- 
ción enojada  y  reveladora  de  ese  patriotismo  que 
fué  tal  vez  la  única  pasión  de  su  vida,  y  que,  con 
razones  basadas  en  el  mejor  sentido  y  hasta  pa- 
rece que  en  previsiones  lúcidas,  recomienda  a 
todos.  La  Restauración,  fundándose  en  la  can- 
ción del  Rey  de  Ivetot,  creyó  enemigo  de  los  Bo- 
napartes  a  Béranger,  y  le  hizo  proposiciones  para 
atraérselo,  y  que  cantase  el  restablecim.iento  del 
nuevo  régimen.  "Que  nos  den  la  libertad  a  cam- 
bio de  la  gloria,  que  hagan  feliz  a  Francia,  y  los 
cantaré  de  balde",  contestó  el  cancionero. 

En  181 5,  publicó  Béranger  su  primera  colee- 
ción  de   Canciones.   Béranger   contaba  treinta  y 


3l6  E.  PARDO  BAZÁX 


cinco  años  de  edad,  y  necesitaba  luchar,  no  tenien- 
do aún  asegurada  la  subsistencia.  El  volumen  fué 
bien  acogido,  y  Luis  XVIII  mismo  habló  de 
él  benévolamente,  exclamando:  "Hay  que  per- 
donar muchas  cosas  al  autor  del  Rey  de  Ivetot'\ 
El  libro  hizo  de  Béranger  el  cancionero  de  la  opo- 
sición, el  Aristófanes  moderno.  Es  seguro,  no 
obstante,  que  aun  cuando  no  se  imprimiesen  las 
canciones  de  Béranger  y  sólo  corriesen  manuscri- 
tas o  recitadas  de  boca  en  boca,  la  celebridad  de  su 
autor  no  hubiese  sido  menos  auténtica. 

Béranger  -mismo  dice  que  la  canción,  en  otro 
tiempo,  la  canción  genuinamente  francesa,  no  ha- 
bía necesitado  sino  ingenio  y  alegría,  y  que  él  le 
comunicó  intención  política.  Convencido  del  pa- 
pel que  podía  desempeñar  la  canción,  se  consa- 
gró a  ella.  "Me  case  con  la  pobre  daifa",  dice 
crudamente.  La  canción,  en  efecto,  ocupaba  un  lu- 
gar modestísimo  en  el  Parnaso;  de  ella  dijo  acer- 
tadamente Béranger:  "Nos  cuesta  trabajo  desha- 
cernos de  todas  las  aristocracias,  y  la  de  los  gé- 
neros en  literatura  no  ha  cesado  de  reinar  entre 
nosotros,  a  pesar  de  los  poderosos  esfuerzos  rea- 
lizados por  lo  que  se  llama  la  escuela  romántica.  El 
propio  Rouger  de  Lisie  se  enojaba  cuando  llama- 
ban a  la  Marsellesa  canción.  A  las  mías — añade 
Béranger — ^para  alabarlas,  las  llamaban  odas'*.  ^ 
el  caso  es  que  oda  y  canción  son  sinónimos.  A  pe- 
sar de  cuanto  alegue  Béranger  en  natural  defensa 
de  su  género,  hay  que  convenir  en  la  inferioridad 
de  la  canción,  y  no  por  ningún  prejuicio  aristocrá- 
tico, a  no  ser  que  exista,  y  yo  creo  que  sí  existe, 
una  aristocracia  de  la  belleza.  El  mismo  Béran- 


Kl  lirismo  en  la  poesía  francesa      317 

ger  pudiera  entenderlo  asi,  en  el  fondo  de  su 
conciencia  poética,  puesto  que,  célebre  ya  como 
cancionero,  soñaba  escribir  y  representar  una  tra- 
gedia. 

En  1 82 1,  publicó  el  segundo  volumen  de  sus 
canciones;  por  ello  le  quitaron  su  empleíllo,  pero 
ya  no  lo  necesitaba:  las  canciones  producian  di- 
nero. Béranger  fué  perseguido  judicialmente  y 
procesado,  por  alguna  de  esas  canciones,  y  sufrió 
prisión  y  multa:  la  popularidad  adquirió  gigan- 
tescas proporciones.  En  la  cárcel,  se  encontró  Bé- 
ranger muy  a  gusto :  Santa  Pelagia  era  más  con- 
fortable que  su  casa,  donde  hacia  mucho  frió  y 
apenas  tenia  muebles. 

Al  consolidarse  la  reputación  de  Béranger,  pu- 
siéronse en  relación  con  él  los  primates  del  roman- 
ticismo, Víctor  Hugo,  Alejandro  Dumas,  Vigny, 
Sainte  Beuve.  No  había,  sin  embargo,  nada  más 
diverso  de  Béranger  que  esta  nueva  escuela  que, 
para  él,  tenía  el  defecto  de  ''haber  transgredido 
el  pensamiento  democrático".  Entendía,  sin  em- 
bargo, que  acabarían  los  románticos  por  separarse 
del  pasado,  porque  la  lengua  que  hablaban  les 
conduciría  a  las  ideas  de  la  Revolución.  La  pro- 
fecía se  realizó,  en  lo  concerniente  a  Víctor  Hugo ; 
pero,  aún  jacobino  dem.ócrata,  Víctor  Hugo  so- 
brepujó bastantes  codos  de  altura  a  la  idea  de  la 
Enciclopedia,  que  representa  Béranger. 
^  Constantemente  ligado  con  los  jefes  del  par- 
tido liberal,  Béranger  contribuyó  con  ellos  y  más 
que  muchos  de  ellos  a  los  sucesos  de  la  Revolu- 
ción de  Julio,  de  1830,  que  derribó  a  los  Borbones 
y  trajo  a  los  Orleanes.  Pero  hay  que  decir  la  ver- 


3l8  K.  PARDO  BAZÁN 


dad,  y  es  que  no  le  impulsó  mira  alguna  ambiciosa. 
Lejos  de  eso,  apenas  triunfó  la  revolución,  se  re- 
tiró, tanto  por  la  molestia  como  por  la  filosofía.  - 
decirle  sus  amigos  que  iban  a  confiarle  la  cartera 
de  Instrucción  pública,  respondió:  ''Bueno;  hart- 
que  mis  canciones  sean  textos  para  los  colegios 
de  señoritas".  Y  los  mismos  amigos  se  rieron. 
Rehusó  todo  Béranger,  la  entrevista  que  queria 
tener  con  él  Luis  Felipe,  los  favores,  los  honores ; 
y  tampoco  quiso  presentar  su  candidatura  en  la 
Academia.  "La  Academia — exclamó — no  es  sino 
la  antesala  de  la  patria".  Este  carácter  político, 
peste  de  las  Academias,  le  alejó  de  la  docta  Ins- 
titución, que  pudiera  tentarle  por  lo  mismo  que 
realzaba  el  carácter  de  sus  versos,  tenidos  por  gé- 
nero inferiosísimo. 

A  propósito  de  este  aspecto  de  la  vida  litera- 
ria del  cancionero,  hay  que  notar  que,  rehusando 
presentarse  como  candidato  a  la  Academia,  de- 
claró que  esta  Corporación,  más  bien  inútil,  pu- 
diera responder  a  sus  tradiciones  y  a  la  idea  de 
su  fundador  si  utilizase  su  fuerza  resistiendo  a 
la  invasión  de  los  elementos  que  desfiguran  la 
lengua  nacional ;  y,  con  tal  motivo,  protesta  con- 
tra los  que  intentan  resucitar  los  patuá^;  o  dia- 
lectos rústicos.  En  esto,  como  en  todo,  fué  Bé- 
ranger fiel  a  la  doctrina  de  su  madre  la  Revolu- 
ción, y  hasta  de  su  abuela  la  Enciclopedia,  em- 
papadas del  convencimiento  de  la  unidad  nacio- 
nal a  toda  costa,  idea  en  que  Napoleón  se  ins- 
piró también. 

Después  de  la  Revolución  de  febrero,  en  184^. 
quisieron  nuevamente  llevar  a  Béranger  a  la  vida 


EL    URISMO   EN    LA   POESÍA  FRANCESA        319 

activa  política.  Rehusó  en  una  carta  que  vale  más 
que  todas  sus  canciones,  porque  es  un  documento 
de  sabiduría.  Entre  entre  otras  cosas,  dice  en  ella : 
''Cuando  tanta  gente  cree  servir  para  todo,  con- 
viene que  alguien  dé  el  ejemplo  de  saber  no  ser 
nada".  ''Dejadme — repitió  después — en  mú  rin- 
cón, que  no  es  el  del  misántropo." 

El  rincón  predilecto  de  Bcranger  fué  una  quin- 
ta llamada  la  Grenadiére,  que  Balzac  ha  puesto 
en  escena  en  una  de  sus  novelas.  Pero  cambió  de 
rincón  a  menudo:  vivió  en  Tours,  en  Fontenay- 
sous-Bois,  en  Fontainebleau,  en  Passy.  Y,  siem- 
pre en  el  retiro,  aunque  muy  visitado  de  amigos 
y  escritores,  se  extinguió  Béranger  en  1857,  a  la 
edad  de  setenta  y  siete  años,  a  consecuencia  de 
una  hipertrofia  al  corazón. 

Al  considerar  el  valor  intrínseco  de  la  obra  de 
Béranger,  es  preciso  reconocer  que  nadie  bebió 
así  en  su  vaso,  pero  que  no  hubo  vaso  más  vul- 
gar, de  forma  menos  artística.  Gran  parte  del 
prestigio  de  estas  canciones,  sin  duda,  fué  obra 
de  las  circunstancias.  Napoleón  cansó  a  Francia 
a  fuerza  de  guerras  y  victorias,  que  le  costaban 
lo  mejor  de  su  sangre ;  y  tenía  que  repercutir  don- 
de quiera  la  canción  del  Rey  de  Ivetot.  Aquel 
buen  Rey  no  pedía  a  sus  subditos  sino  una  olla 
le  vino:  Napoleón  les  exigía  a  cada  paso  duros 
sacrificios  de  dinero,  y  reclutas  de  hombres,  y  era 
el  momento  en  que  las  guerras  de  España  y  Ru- 
-.a,  infaustas  para  el  Capitán  del  siglo,  engen- 
draban descontento  profundo.  En  cambio,  Luis 
XVIII  ofrecía  desde  el  destierro  paz  y  amnistía. 

Y  fué  entonces  cuando  Béranger  hizo  el  re- 


320  E.   PARDO  BAZÁN 


trato  del  Rey  de  Ivetot,  caballero  en  su  rucio. 
"Había — dice  la  canción — cierto  rey  de  Ivetot,  de 
quien  la  historia  no  hace  caso.  Se  acostaba  tem- 
prano, se  levantaba  tarde,  y  dándosele  un  comino 
de  la  gloria,  dormía  tan  ricamente.  Su  corona  era 
un  gorro  de  algodón;  en  su  palacio,  de  techo  pa- 
jizo, hacía  sus  cuatro  comidas  diarias,  y  para  re- 
correr el  reino,  cabalgaba  en  un  asnillo,  sin  más 
guardia  ni  escolta  que  un  can."  No  sería  gravoso 
a  sus  vasallos  si  no  padeciese  una  sed  inextingui- 
ble :  a  cada  moyo  de  vino  le  cobraba  de  impuesto 
una  olla ;  pero,  ¡  qué  diablo !  Un  rey  que  hace  feli- 
ces a  sus  subditos,  tam.bién  es  justo  que  viva." 

Y  así,  este  pacíñco  rey  pareció  un  ideal.  Los 
liberales  vieron  en  él  la  sátira  del  despotismo ;  los 
partidarios  de  la  Restauración,  la  condenación  del 
régimen  napoleónico.  Lo  curioso  es  que  Béran- 
ger,  después  de  hacerse  famoso  con  la  apología 
de  la  paz,  apenas  cae  Napoleón  se  si.ente  inflama- 
do de  ardor  bélico,  y  como  dice  un  crítico  gracio- 
samente sólo  sueña  en  aconsonantar  gloria  con 
victoria.  Ni  el  mismo  Víctor  Hugo  contribuyó  a 
formar  la  leyenda  bonapartista  como  el  autor  de 
Los  mirmidones.  La  bandera  vieja  y  los  Recuer- 
dos del  pueblo.  Sobre  el  pedestal  de  la  adversi- 
dad, más  grandioso  que  el  de  la  fortuna,  el  ven- 
cido de  Waterloo,  con  su  levitón  gris,  la  mano  en 
la  solapa,  empezaba  a  señorear  la  imaginación,  y 
la  literatura,  que  no  era  ajena  a  su  caída,  iba  a 
vindicar  su  empresa. 

No  se  reduj-o  la  campaña  de  Béranger.a  satiri- 
zar a  Napoleón  para  después  endiosarlo,  ni  a  los 
Borbones.  También  sacó  a  relucir  el  herrumbroso 


El.   LIRISMO    EN    LA    POESÍA   FRANCESA         32 1 

arsenal  de  Voltair.e  y  Diderot  contra  la  Iglesia  y 
los  jesuitas.  Todos  los  recursos  tocó  el  canck)ne- 
ro:  ya  estoico,  ya  epicúreo,  ya  deísta  bonachón, 
ya  impío  descarnado,  no  sólo  satirizó  las  creen- 
cias, sino  que  ridiculizó  ciertas  bases  éticas,  cris- 
tianas en  su  origen,  pero  admitidas  y  respetadas 
por  los  racionalistas,  y  en  conjunto  por  la  socie- 
dad, que  en  ellas  se  asienta  hasta  involuntaria- 
mente. A  la  honestidad  la  calificó  Béranger  de 
sandez;  al  deccro,  de  hipocresía;  cuantos  pisaban 
la  iglesia  fueron  para  él  detestables  mojigatos; 
escarbó  la  ceniza  hasta  reanimar  el  fuego  de  la 
gruesa  ironía  dieciochena,  y  obraron  en  sus  can- 
ciones los  fermentos  más  insanos  del  enciclope- 
dismo materialista.  Tanto  más  necesario  es  reco- 
nocer este  carácter  en  la  obra  de  Béranger,  cuanto 
que,  personalmente,  y  el  esbozo  biográfico  que 
queda  hecho  lo  demuestra,  era  un  excelente  hom- 
bre, de  sentimientos  nobilísimos. 

Dividió  Sainte  Beuve  en  cinco  categorías  las 
Canciones  de  Béranger.  La  primera,  la  antigua 
canción,  tal  cual  la  hallamos  antes  de  él  en  los 
Colle,  los  Desaugiers  y  los  Panard,  regocijada, 
báquica,  género  galo,  por  el  cual  comenzó.  La  se- 
gunda, la  canción  sentimental,  como  el  Buen  vie- 
jo. El  viajero,  Las  golondrinas ;  la  tercera,  la 
canción  liberal  y  patriótica,  que  fué,  y  seguirá 
siendo  su  gran  innovación,  especie  de  oda  chica 
que  constituye  su  plena  originalidad,  y  que  se  ma- 
nifiesta en  El  Dios  de  la  buena  gente,  La  bandera 
vieja  y  otras ;  la  cuarta,  una  ramificación  pura- 
niente  satírica,  sin  sensibilidad  alguna,  y  en  que 
ataca  sin  reserva  con  malicia,  amargura  y  acri- 

21 


322  E.  PARDO  BAZÁX 


tud,  a  SUS  adversarios  de  entonces,  los  ministe- 
riales, los  de  Loyola,  y  hasta  al  Papa  y  al  Vati- 
cano; y  por  último  una  rama  superior  que  Bé- 
ranger  no  produjo  sino  en  sus  últimos  años  y  que 
ha  sido  como  último  esfuerzo  de  su  talento:  la 
canción  balada,  puramente  poética  y  filosófica 
como  Los  bohemios,  o  con  temperamento  de  so- 
cialismo, como  Los  contrabandistas  y  El  viejo 
vagabundo. 

En  ninguna  de  estas  disecciones  fué  Béranger, 
pese  a  los  exagerados  elogios  de  los  que,  como 
Chateaubriand,  le  compararon  a  Lafontaine  y  a 
Homero,  un  gran  poeta,  lo  que  por  tal  se  entien- 
de. Sus  canciones  son  a  menudo  adocenadas  y 
groseras,  inficionadas  de  mal  gusto  y  ordinariez. 
Su  fuerza  residió  en  su  misma  brevedad  y  agili- 
dad, en  el  sonsonete  del  estribillo  que  las  grabó 
en  la  retentiva  y  permitió  cantarlas  al  choque  ^e 
los  vasos  y  al  retintín  de  los  cuchillos  que  los  hie- 
ren a  compás.  Y  asi  se  cantaron  a  los  postres,  en 
las  mesas  de  familia,  en  las  cuchipandas  de  estu- 
diantes y  grisetas,  en  los  cafés  con  ribetes  lite- 
rarios y  en  las  tabernas  y  chiscones ;  las  cantó  su 
autor,  que  tenía,  según  confesión  propia,  una  voz 
malísima,  y  las  cantó  la  burguesía  y  también  la 
pkbe;  y  acaso,  si  se  perdiesen  las  ediciones  en- 
teras de  la  obra  de  Béranger,  se  encontraría  lo 
mejor  de  sus  canciones  archivado  en  la  memo- 
ria de  los  franceses,  al  menos  hasta  no  ha  mu- 
cho, porque  ahora  Béranger  se  ha  esfumado  y 
se  ha  perdido  el  eco  de  sus  canciones;  aunque 
tenga  imitadores  recientes  como  el  poeta  galle- 
go Curros  Enríquez.  Eran  las  canciones  de  Bé- 


EL   URISMO   EN   LA  POESÍA  FRANCESA        323 

ranger,  realmente,  un  brote  genuino  del  espíritu 
de  la  raza,  eran  su  natural  disposición  prosaica 
y  burlona,  de  los  ideales,  y  más  allá  de  Voltaire, 
que  le  dio  el  tono,  sube  hasta  Rabelais  y  Villon, 
y  hasta  los  cancioneros  medioevales,  como  Teo- 
baldo  de  Champaña  y  Colin  Misset.  Lo  que  se 
ha  llamado  la  gauloiserie,  rebosa  en  la  canción  de 
Béranger,  y  su  sensibilidad  peculiar  es  lo  más  di- 
ferente que  se  concibe  de  aquella  sensibilidad  de 
los  románticos,  que  había  venido  a  abrir  tal  cauce 
a  la  poesía. 

Algunas  veces,  sin  embargo,  parece  un  pre- 
cursor, no  sólo  de  algunos  temas  románticos,  sino 
de  otros  que  el  neorromanticismo  decadente  ex- 
plotará. Tal  es  su  canción  de  Los  bohemios,  que 
parece  anunciar  la  canción  de  Los  hampones,  de 
Richepin,  y  que  es  una  perlita. 

Siendo  un  poeta  conscientemente  plebeyo  y  de- 
mocrático, Béranger  es  también  un  ingenio  lego, 
en  toda  la  fuerza  de  la  palabra.  Los  clásicos,  que 
no  estudió,  no  ejercieron  influencia  sobre  él,  es- 
pecialmente al  principio :  su  tendencia,  sin  em- 
bargo, no  deja  de  ser  clásica  por  la  forma,  como 
'o  fué  la  de  tantos  enciclopedistas,  a  excepción 
de  Diderot.  Se  advierte  en  él  la  influencia  de 
Moliere  y  de  Lafontaine,  por  la  sobriedad  y  la 
claridad,  cualidades  tan  galas,  y  que  le  parecieron 
superiores  a  la  elevación  y  la  sublimidad,  que  tan 
cerca  están  de  la  hinchazón  afectada. 

Pero  Béranger,  que  se  coloca  al  nivel  del  pue- 
blo, que  hace  del  pueblo  su  inspirador  y  numen, 
no  fué  verdad  lo  que  de  él  dijo  un  crítico:  que 
nadie  se  coloca  impunemente  a  nivel  de  las  mül- 


324  E.  PARDO  BAZAN 


titudes.  El  poeta  debe  estar  más  alto,  y  aunque 
se  inspire  en  las  realidades  que  le  rodean,  las  ha 
de  idealizar  y  transformar,  por  lo  cual  nunca  será 
verdaderamente  popular  el  verdadero  poeta.  Y 
Béranger  no  se  ha  contentado  con  penetrar  en  el 
alma  del  pueblo :  ha  sido  un  adulador  de  las  tur- 
bas, ha  seguido  todos  los  movimientos  de  la  sen- 
sibilidad popular.  Primero  estuvo  con  el  pueblo 
liberal;  luego  estuvo  con  el  pueblo  proletario  y 
socialista,  en  efervescencia  de  revolución.  Asi, 
su  popularidad  no  es  extraña :  es  un  fácil  secreto. 

Duro  puede  parecer  este  juicio,  pero  otros  lo 
son  más,  y  hay  quien  niega  a  Béranger  hasta  la 
vena  popular,  y  al  negarle  las  condiciones  del 
alma  popular  francesa,  sólo  reconoce  en  él  la  ex- 
presión de  lo  más  burgués  que  en  las  tendencias 
nacionales  existe.  No  sólo  es  así,  sino  que  Bé- 
ranger es  el  más  hábil  adulador  de  las  pasiones, 
hasta  no  compartiéndolas,  que  su  filosofía  es 
achatada  e  innoble,  y  que  la  bonachonería  que  se 
le  ha  supuesto,  no  se  revela  lo  más  mínimo  en  ese 
continuo  atizar  los  rencores  y  los  odios  de  clase, 
y  en  la  deslealtad  de  sus  campañas,  todas  injus- 
ticia. 

En  resumen,  la  obra  de  Béranger  se  ha  solido 
juzgar  así:  Es  un  gran  prosista,  que  ha  rimado 
su*  prosa. 

Difícil  es  llamarle  poeta,  ha  dicho  Brunetiére ; 
y  esto  lo  hemos  visto,  añade  el  citado  crítico,  a 
la  luz  del  lirismo  romántico,  donde  hay  más  bien 
desbordamiento  de  poesía.  Y  Gidel,  historiador  de 
la  literatura,  nos  dice  igualmente :  ''Sean  cuales- 
quiera  sus  méritos,  Béranger  no  corresponde  a 


El.   WRISMO   líN   LA   poesía   FRANCESA        325 

la  idea  de  un  poeta  al  cual  el  cielo  ha  otorgado 
lo  que  los  antiguos  llamaron  numen  divino,  A  ve- 
ces, en  él,  la  expresión  traiciona  el  pensamiento ; 
no  es  nutrida,  es  trillada.  Y  nunca  el  fuego  de  la 
inspiración,  ya  oculto  bajo  la  ceniza,  ya  alzán- 
dose en  libre  y  ardiente  llamarada,  caldea  esos 
versos  que  podemos  llamar  estilo  Luis  Felipe, 
aunque  hayan  abarcado  otros  diversos  períodos 
de  la  historia.  Por  eso  no  es  Béranger  el  poeta, 
sino  el  cancionero.  Es  lo  único  que  quiso  ser,  tal 
vez  porque  comprendía  que  no  podia  ser  otra 
cosa.  Y  esta  única  pretensión,  este  arte  exquisito 
para  guardar  ocultas  sus  tentativas  en  géneros  de 
categoría  más  alta,  representan,  como  reiterada- 
mente se  ha  dicho,  una  suprema  habilidad.  Hubo 
algo  en  que  Béranger  gozó  de  completo  dominio : 
fué  el  rey  de  la  canción.  La  unidad  de  su  vida  di- 
manó de  esto:  de  ser  cancionero  y  nada  más.  De 
lo  mismo  nació  su  papel  político,  su  influencia 
sobre  las  masas,  todo.  Mientras  la  ambición  de 
Víctor  Hugo  le  impulsó  hacia  todos  los  géneros, 
Béranger  se  encerró  en  su  huerto,  bajo  la  viña, 
copa  en  mano.  Y  hubo  un  momento  en  que  nadie 
logró  más  fama  que  él." 

De  las  Canciones  de  Béranger  hay  múltiples 
ediciones.  Yo  poseo  una  en  un  tomo,  muy  bonita, 
con  grabados.  Para  conocerle,  consúltese  su  Bio- 
grafía (París,  Garnier  Hermanos),  sin  fecha,  cos- 
tumbre mala  de  los  editores,  que  creen  así  asegu- 
rar eterna  juventud  a  los  libros  que  publican,  pero 
que  perjudica  no  poco  a  las  investigaciones  biblio- 
gráficas. Sobre  Béranger  se  ha  escrito  mucho, 
pero  no  lo  que  puede  llamarse  crítica  especial. 


XXII 

El  lirismo  en  el  cbrama  romántico.— La  palabra  "romanti- 
cismo'' segÚE^  Víctor  Hugo.— Atisbos  certeros  de  Madama 
de  Stagl.— La  lucha  entre  clásicos  y  románticos.— La  Aca- 
demia, baluarte  del  clasicismo.— 'Los  Templarios",  deRay- 
nonard.— El  "Cristóbal  Colón",  de  Lemercier.— El  "Herna- 
iii".—Eí  teatro  de  Dumas  padre  "La  corte  de  Enrique  III", 
"Antony".—  Paralelo  entre  Víctor  Hugo  y  Dumas,  por 
Larra.—  Rehabilitación  literaria  de  Alejandro  Dumas.— 
Bibliografía. 


Empezaré  por  decir  que  lo  más  genuinamente 
romántico  de  escuela,  es  el  drama. 

Es  habitual  que  a  propósito  del  drama,,  más 
que  de  la  novela,  se  tomen  en  cuenta  los  carac- 
teres especiales  del  romanticismo,  y  se  defina 
tal  palabra,  en  su  sentido  escolástico.  El  lirismo 
existió  en  las  letras  francesas,  como  recorda- 
remos, desde  sus  orígenes,  en  sus  leyendas,  en 
los  primeros  balbuceos  documentales  del  idioma 
ya  formado;  no  es  la  tendencia  nacional  genui- 
na,  ni  mucho  menos,  pero  es  una  gran  corriente 
que  persiste  aún  a  través  del  Renacimiento,  la 
época  que  pudiera  serle  menos  favorable;  y  ya 
en  los  siglos  XVII  y  XVIII  prepara  el  adveni- 
miento del  período  romántico.  El  lirismo  existía, 
repleto;  pero  con  el  romanticismo,  se  desborda. 
Por  medio  del  romanticismo,  venido  del  Norte, 
mina  y  destruye  los  cimientos  del  ideal  clásico,  y 
en  la  constitución  del  romanticismo  como  escuela 
compacta  y  briosa  y  llena  de  fuego  innovador,  en- 


3-S  H.  PARDO  BAZÁN 


cuentra  armas  y  medios  para  completar  esa  ruina 
del  clasicismo,  definitiva  en  cierto  modo. 

El  romanticismo  de  época  y  de  escuela  no  apa- 
rece con  tales  caracteres  hasta  lo  que  suele  lla- 
marse el  periodo  de  insurrecciónj  cuya  fecha  sue- 
len fijar  en  el  estreno  de  Hernani. 

Hay  una  circunstancia  extraña  en  el  romanti- 
cismo de  escuela:  sus  iniciadores  reniegan  de 
él,  empezando  por  Chateaubriand,  que  jamás  qui- 
so reconocer  tal  descendencia.  Lo  mismo  sucedió 
con  Lemercier,  que  al  oír  que  de  él  descendían 
los  románticos  declaraba  que  los  tenía  por  inclu- 
seros. Es  una  de  las  señales  de  la  hostilidad  que 
acogía,  en  tantos  círculos,  a  la  nueva  escuela,  la 
cual  nunca  dejó  de  necesitar  combates  para  obte- 
ner efímeras  victorias. 

¿Qué  más?  Hasta  Víctor  Hugo,  el  jefe  y  ca- 
beza visible  de  ella,  no  quiere  aceptar  sus  respon- 
sabilidades. Es  él  quien  ha  ¿scrito:  "Esta  pala- 
bra de  romanticismo  tiene,  como  toda  palabra  de 
combate,  la  ventaja  de  resumir  con  viveza  un 
grupo  de  ideas ;  es  rápida  cosa  que  conviene  para 
la  lucha;  pero  yo  le  encuentro,  por  su  sentido 
militante,  el  inconveniente  de  parecer  que  limita 
el  movimiento  que  representa  a  un  hecho  bélico, 
cuando  es  un  hecho  de  inteligencia,  un  hecho  de 
civilización,  un  hecho  de  alma]  y  por  eso,  quien 
traza  estas  líneas  no  ha  empleado  jamás  las  pala- 
bras romanticismo  y  romántico;  no  se  encontra- 
rán aceptabas  en  ninguna  de  las  páginas  de  crí- 
tica que  ha  podido  escribir". 

Y  era  acertadísima  la  autocrítica  de  Víctor 
Hugo.  El  romanticismo  no  podía  encerrarse  en 


El,   WRISMO    EN    LA    poesía    FRANCESA         329 

tan  estrechos  límites,  y  la  mejor  prueba  de  su  al- 
cance y  extensión,  como  hecho  de  alma,  es  la  va- 
riedad y  complejidad  de  sentidos  en  que  la  pala- 
bra ha  sido  entendida. 

Estos  variados  sentidos  y  acepciones  de  la  pala- 
bra, tienen  de  común  un  movimiento  de  libertad 
y  rebeldía;  pero,  al  referirse  al  romanticismo  de 
escuela,  también  un  sentido  de  innovación,  un 
proceso  crítico  contra  la  literatura  del  siglo  XVII, 
que  sobrevivía,  ya  quebrantada,  en  los  últimos 
clásicos  de  escuela. 

Madama  de  Staél,  cuyo  nombre,  en  este  perío- 
do, tiene  que  venir  con  frecuencia  a  los  labios, 
la  que  primero  escribió  en  Francia  el  vocablo  ro- 
manticismo, había  visto  el  problema  con  un  ins- 
tinto de  orden  y  concil'ación  que  era  una  de  las 
formas  de  su  entendimiento  sereno  y  firme. 

En  su  libro  De  Alemania,  había  observado  que 
la  literatura  francesa  necesitaba  savia  extranje- 
ra para  renovarse,  y  que  la  renovación  había  co- 
menzado ya,  con  Rousseau,  Qiateaubriand  y  Ber- 
nardino  de  Saint  Fierre.  Con  singular  acierto — 
pues  lo  muy  sabido  hoy  era  nuevo  entonces — es- 
tableció la  diferencia  entre  la  poesía  clásica  y  la 
romántica,  atribuyendo  la  primera  al  paganismo, 
al  cristianismo  la  segunda.  Notó  también — ¿qué 
no  habrá  notado  ? — cómo  la  nación  francesa  se  ha 
inclinado  siempre  a  la  poesía  clásica,  mientras  las 
del  Norte  prefirieron  la  romántica  y  caballeresca. 

Y,  al  tratar  del  arte  dramático,  es  cuando  Ma- 
dama de  Staél  parece  profetisa.  Sus  observacio- 
nes acerca  de  la  diferencia  entre  el  teatro  fran- 
cés V  el  alemán,  y  su  examen  del  valor  de  las 


330  E,  PATUDO  BAZÁX 


reglas  y  unidades,  anuncian  ya  la  polémica  que 
hasta  mucho  más  tarde  no  se  ha  de  empeñar.  Con 
razón  se  ha  llamado  al  estudio  de  Madama  de 
Staél,  el  programa,  por  adelantado,  del  romanti- 
cismo. 

Por  todas  partes,  sordamente,  el  bello  edificio 
clásico  recibe  golpes  de  piqueta.  Y  dije  sorda- 
mente, y  pudiera  decir  abiertamente,  si  recuerdo 
la  campaña  violenta  de  Lemercier  (el  que  había  de 
llamar  incluseros  a  los  románticos).  Lemercier  es 
un  revolucionario  y  profesa,  acerca  del  arte  dra- 
mático, ideas  que  han  de  fructificar.  Al  teatro 
clásico  prefiere  los  antiguos  Misterios,  que  han 
sido  comparados  a  los  autos  sacramentales;  y 
anuncia  el  drama,  que  reúne  el  interés  de  la  tra- 
gedia, por  sus  escenas  patéticas,  y  el  encanto  de 
la  comedia,  por  la  pintura  de  las  costumbres.  Y 
condena  la  Poética  de  Aristóteles,  la  de  Horacio, 
la  de  Boileau. 

Naturalmente,  al  lado  de  los  teóricos,  vinieron 
a  preparar  la  explosión  romántica  los  modelos. 
Ya  antes  de  terminar  el  siglo  XVIII,  vio  la  luz 
el  Nuevo  teatro  alemán,  y  más  tarde  se  traduje- 
ron las  obras  de  Shakespeare  y  las  de  Schiller. 

Contra  este  movimiento  creciente  se  formó  una 
liga  defensiva — ¿dónde  había  de  ser? — en  el  seno 
de  la  Academia.  Es  sorprendente — y  entiéndase 
que  no  hablo  aquí  más  que  de  la  Academia  fran- 
cesa, pero  pudiera  hablar  de  la  española — el  es- 
píritu reaccionario  de  este  Cuerpo,  que  parece  no 
tener  más  objeto  que  oponerse  siempre  a  algo 
nuevo  y  vivo,  aunque  sepa  que,  a  la  larga,  lo  ten- 
drá que  admitir.  Toda  sesión  de  la  Academia,  to- 


%h   LIRISMO    KN    LA    POKSIA    FRANCE;sA         33 1 

dos  los  discursos  de  recepción,  se  enderezaban 
contra  los  románticos.  El  romanticismo  fué  cali- 
ficado de  nuevo  cisma,  de  secta  peligrosa. 

Es  raro  que,  en  estas  polémicas,  no  se  extravie 
la  discusión,  mirando  sólo  el  aspecto  exterior  de 
lo  que  se  debate,  sin  llegar  a  su  fondo,  o  desvián- 
dose de  él  totalmente.  Fué  la  discusión  por  el 
sendero  del  arte  dramático,  y  contra  la  tragedia 
Clásica,  especialmente  contra  la  de  Racine.  Un  do- 
cumento de  esta  tendencia,  es  el  paralelo  que  de 
Racine  y  Shakespeare  escribió  Stendhal.  Este  es- 
tudio influyó  no  poco  en  las  direcciones  que  si- 
guió el  drama  romántico :  tomaron  sus  autores  el 
consejo  de  Stendhal  que  no  es  otra  cosa  que  re- 
comendar el  romanticismo  histórico,  buscando 
asuntos  de  tragedias  nacionales.  No  consideró 
Stendhal,  ni  acaso  fuese  posible  entonces,  que  la 
tragedia  de  Corneille  es  ya  un  brote  de  romanti- 
cismo histórico,  procedente  del  teatro  español,  tan 
completamente  romántico  en  todo,  menos  en  lla- 
marse así ;  ni  que  ía  tragedia  dp  Racine,  con  su 
aparente  elegancia  y  respeto  de  las  reglas,  encie- 
rra tanto  lirismo  sentimental  como  pudo  ostentar 
Rene,  y  mucho  más,  a  decir  verdad,  que  Hernani. 

Y  tampoco  hicieron  uso  de  este  argumento,  por- 
que no  querían  conceder  nada  al  romanticismo,  los 
académicos  que  sin  tregua  condenaban,  en  su  san- 
hedrin,  la  nueva  escuela,  y  hacían  sobre  ella  chis- 
tes, a  lo  cual — es  justo  reconocerlo — no  dejaban  de 
orestarse  muchos  aspectos  del  romanticismo.  Ni 
ningún  académico  de  entonces  llevó  la  ironía  il 
grado  que  la  había  de  llevar  Alfredo  de  Musset, 
que  no  dejó  escapar  sin  burla,  ridiculez  ni  afecta- 


332  E.    PARDO   BAZAN 


ción  y  que,  desde  la  Balada  a  la  Luna,  no  cesó 
de  fustigar,  con  risueña  elegancia,  las  doctrinas 
y  los  actos  del  Cenáculo.  La  sátira  literaria  de 
Musset  les  hería  más,  por  lo  mismo  qué  procedía 
de  un  adepto  de  la  escuela. 

Entre  los  dos  bandos  de  románticos  y  clásicos, 
había  otro,  de  conciliación,  representado  por  el 
diario  El  Globo. 

Pero  tenían  a  su  favor  los  románticos  varios 
elementos,  para  ganar  siquiera  unas  cuantas  accio- 
nes. Afirmaban  una  verdad:  que  las  literaturas 
no  pueden  estancarse,  petrificarse  en  la  imitación 
y  admiración  de  los  modelos  antiguos ;  reclama- 
ban, nada  más  justo,  la  libertad  en  el  arte.  Y, 
realmente,  no  la  poseían.  Los  clásicos,  atrinchera- 
dos en  el  teatro,  en  la  gloria  de  los  grandes  siglos, 
llegaban  al  extremo  de  dirigirse  a  los  Poderes 
constituidos  para  que  prohibiesen  los  primeros 
dramas  de  V^íctor  Hugo.  Los  clásicos  tenían  fuer- 
za, influencia  si'>cial ;  eran  dueños  de  mucha  parte 
de  la  Prensa,  ue  la  escena ;  los  empresarios  y  los 
actores,  empezando  por  Taima,  eran  enemigos  del 
romanticismo;  y,  caso  no  extraño,  y  que  he  podi- 
do observar  aquí,  los  diarios  liberales  eran  los  más 
reaccionarios  en  literatura.  Pero  el  romanticismo 
estaba  ya  sostenido  por  nombres  tan  insignes  y 
citemos  solamente  a  Lamartine  y  A^íctor  Hugo, 
que  cada  día  ensanchaba  su  campo,  e  iban  rele- 
gándose al  pasado  las  objeciones  que  contra  él  se 
formulaban  aún.  Unos  actores  ingleses  llegan  a 
París  y  representan  obras  de  Shakespeare;  el 
teatro  se  viene  abajo  a  aplausos.  Contra  los  infi- 
nitos folletos  en  que  los  clásicos  les  invectivaban. 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        333 

los  románticos  recibieron  su  programa  perfecta- 
mente formado,  en  el  prefacio  de  Cromwell,  de 
Víctor  Hugo. 

Antes  de  que  llegase  el  momento  decisivo,  se 
habían  practicado  tentativas  de  renovación  del 
teatro,  ensayos  tímidos,  que  parecieron  tremendos 
atrevimientos. 

Los  primeros  se  hicieron  sin  romper  el  clásico 
molde.  A  esta  etapa  corresponden  las  Vísperas  Si- 
cilianas, de  Casimiro  Delavigne,  y  la  María  Es- 
t nardo,  de  Lebrun.  Ya  había  sido  señal  de  los 
tiempos — prematura,  mal  interpretada  aún — cier- 
to artículo  del  Mercurio,  del  año  1804,  que  seña- 
laba a  los  autores  dramáticos  el  rumbo  de  la  Edad 
Media,  y  declaraba  no  menos  interesantes  las 
aventuras  y  desventuras  de  Fredegunda  y  Mero- 
veo,  que  las  de  Clitemnestra  y  Agamenón ;  a  este 
atisbo  romántico  se  debió,  un  año  después,  la  apa- 
rición de  Los  Templarios,  de  Raynouard,  acogidos 
con  entusiasmo  por  un  público  que  empezaba  a 
sentirse  ahito  de  griegos  y  romanos,  de  Apolo  y 
de  Júpiter.  Y,  bien  mirado,  este  cambio  de  asun- 
to y  época  en  la  dramaturgia  era  nada  menos  que 
un  cambio  de  religión  social.  Al  penetrar  en  el 
proscenio  la  historia  nacional,  traía  de  la  mano  al 
cristianismo.  También  el  teatro  sintió  el  latido  del 
renacimiento  religioso. 

Poco  después,  el  año  nueve,  una  tragedia  de  N^- 
pomuceno  Lemercier,  Cristóbal  Colón,  donde  se 
prescindía  de  la  unidad  de  lugar  y  aparecía  una 
decoración  que  representaba  el  interior  de  un  bar- 
co, produjo  en  los  espectadores  tremendo  alboro- 
to, un  muerto  y  varios  heridos.  Fijémonos  en  es- 


334  H.    PARDO   BAZAN 


tos  datos,  para  que  la  lid  campal  del  estreno  de 
Hernani  no  nos  parezca  cosa  inaudita  y  sin  pre- 
cedentes, y  para  comprender  que  la  pasión  lite- 
raria siempre  se  desencadena  más  en  el  teatro. 
Lo  cierto  es  que  el  crudo  impío  Lemercier  fué  un 
precursor  de  esos  que  quedan  relegados  al  olvido 
y  no  se  dan  cuenta  de  lo  tjue  anuncian,  pues  cre- 
yéndose fiel  adicto  a  la  tragedia  clásica,  en  más 
de  una  ocasión  sentó  las  premisas  del  drama  ro- 
mántico. 

Advenida  ya  la  Restauración,  por  todas  partes 
se  oye  crujir  el  vetusto  edificio  del  clasicismo.  El 
público  esperaba  sin  saber  qué,  y  con  cualquier 
pretexto  se  desbordaban  su  entusiasmo  y  su  ner- 
viosa inquietud.  Cuando  fermenta  el  alma  del  pú- 
blico, suele  desahogar  en  el  teatro.  Las  Vísperas 
Sicilian<is,  de  Casimiro  Delavigne  —  ¡quién  se 
acuerda  de  ellas  hoy! — ,  obtuvieron  una  ovación 
tal,  que  el  autor,  conmovido,  vertía  lágrimas  abun- 
dantes, y  el  maquinista,  atónito,  se  atribuía  el 
triunfo,  por  lo  bien  que  había  dado  la  campanada, 
señal  del  degüello.  Ya  reunía  en  1819  Casimiro 
Delavigne  aquella  mesnada  de  admiradores  y  ami- 
gos resueltos  a  aplaudir,  aquella  hueste,  que  más 
tarde  se  agrupó  en  torno  de  Víctor  Hugo  y  tomó 
el  ei'*rcicio  de  la  alabarda  con  el  celo  que  un  de- 
voto las  prácticas  religiosas ;  gente  siempre  dis- 
puesta a  encender  los  hachones  y  a  desenganchar 
el  tronco  del  coche  para  la  apoteosis  popular  del 
autor  dramático. 

Debo  advertir  que  este  tema  del  teatro  román- 
tico es  del  número  de  los  que  no  desarrollaré  en- 
teramente este  capítulo  .pues  no  todo  el  teatro  ro  • 


Elv    LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         335 

mántico  presenta  carácter  lírico,  y  sólo  desde  el 
punto  de  vista  del  lirismo  lo  miro  aquí.  Veo  en  él, 
principalmente,  la  explosión  lírica  de  la  juventud, 
y  no  puedo  detenerme,  dentro  del  cuadro  de  estos 
capítulos,  a  analizar  el  prólogo  de  Cromwell,  que 
tiene  suma  importancia  desde  el  punto  de  vista  de 
la  transformación  de  las  ideas  estéticas  por  el 
romanticismo.  Me  limito  a  decir  que  al  notable 
prólog-o  iba  unido  un  drama,  y  que  el  drama  dis- 
taba mucho  de  justificar  esas  esperanzas  que  toda 
escuela  nueva  hace  concebir. 

Fuerza  es  decir  también  que,  en  cualquier  tea- 
tro extranjero  de  los  que  se  proponían  imitar  más 
o  menos  los  románticos,  existían  tipos  líricos  su- 
periores a  los  que  van  a  subir  a  escena.  Schiller, 
en  sus  Bandidos,  ha  servido,  probablemente,  de 
modelo  a  Hernani:  pero  Carlos  Moor  achica  al 
bandido  de  Víctor  Hugo,  tan  falso  y  tan  imposi- 
ble, tan  de  ópera.  ¿-Y  qué  diremos  del  teatro  de 
Shakespeare,  que  Víctor  Hugo  quisiera  emular? 
Le  aplastaríamos,  ciertamente,  si  comparásemos  a 
?u  Didier  con  Hamleto,  el  personaje  más  lírico 
que  habrá  creado  nunca  mente  humana.  Esto  sig- 
nifica que  el  teatro  romántico  francés  nació  esté- 
ticamente y  psicológicamente  inferior  a  todos  los 
que,  antes  y  después  del  triunfo  del  romanticismo 
de  escuela  en  la  escena,  existieron  err  la  literatu- 
ra universal.  El  nuestro,  que  era  romántico  sin 
llevar  ese  nombre,  3^  que.  teniendo  no  poco  de 
épico,  tuvo  bastante  de  lírico,  es,  igualmente,  su- 
perior al  francés  del  romanticismo,  en  la  sustan- 
cia de  personajes,  no  ya  como  el  Segismundo  de 
La  vida  es  sueño — ¿  y  dónde  se  hallará  nada  más 


33^  ^'    PARDO   BAZÁN 


lírico  que  el  carácter  de  Segismundo? — sino  has- 
ta en  otras  creaciones  ya  incluidas  en  la  escuela 
romántica,  por  ejemplo,  el  Don  Pedro  de  Castilla 
de  El  zapatero  y  el  rey,  el  Gabriel  de  Espinosa  de 
Traidor,  inconfeso  y  mártir,  y  no  digamos  el  Don 
Alvaro,  del  duque  de  Rivas,  mezcla  tan  singular  de 
los  elementos  trágicos  griegos  con  el  fogoso  ro- 
manticismo ibérico. 

He  aquí  la  probable  razón  de  que,  en  el  roman- 
ticismo dramático  francés,  no  se  haya  visto  nun- 
ca un  venero  de  obras  maestras,  sino  un  episodio 
de  batalla,  una  reclamación  de  libertad,  anárquica 
ya,  tempranamente.  Madama  Bovary,  por  ejem- 
plo, aparte  de  la  significación  que  pueda  tener  en 
contra  o  en  pro  del  lirismo,  será  siempre  una  no- 
vela de  primera  línea ;  y,  con  todas  sus  afectacio- 
nes, lo  mismo  pedemos  decir  de  Pablo  y  Virginia, 
y  de  Rojo  y  negro.  En  el  teatro  romántico  de  es- 
cuela, y  mejor  diré  de  combate,  visto  hoy  a  dis- 
tancia, más  resaltan  las  exageraciones  e  inverosi- 
militudes chillonas,  que  las  altas  cualidades  de  la 
obra  duradera,  sino  en  las  tablas,  al  menos  en  la 
memoria  de  los  hombres. 

Convendrá  decir  que  si  bien  se  acostumbra  fijar 
en  el  estreno  de  Hernani  el  momento  en  que  el 
romanticismo  pelea  y  vence,  hay  que  recordar 
tinas  cuantae  fechas,  para  calcular  bien  la  parte 
que  corresponde  a  Víctor  Hugo  en  esta  victoria 
de  sus  huestes,  y  si  no  tuvo  poderosos  auxiliares. 
Pero  no  es  posible  negar  que  el  primer  golpe  fué 
de  Hugo  quien  lo  descargó,  con  el  prefacio  de 
Cromwell.    ' 

Los  principios  invocados  por  Hugo  son  defen- 


EL   URISMO   EN   LA  POESÍA  FRANCESA        337 


diMes  y  hasta  justificables.  Aun  cuando  las  uni- 
dades se  fundan  en  la  razón  y  no  son  tan  tiráni- 
cas como  se  ha  pretendido,  el  derecho  a  desaca- 
tarlas en  nombre  de  la  realidad  no  podía  discu- 
tirse a  la  nueva  escuela,  y  hasta  parecía  licito  el 
que  en  el  teatro,  como  en  la  vida,  se  mezclasen  lo 
grave  y  lo  cómico,  la  prosa  y  la  poesía.  Confun- 
diendo los  géneros,  se  daba  un  paso  en  el  camino 
de  lo  natural,  y  se  prescindía  de  divisiones  tantas 
veces  artificiosas.  En  182 1,  el  poeta  y  novelista 
Italiano  Manzoni  proscribía  las  tres  unidades ;  en 
1825,  Stendhal,  poniendo  en  paralelo  a  Shakes- 
¡>eare  y  Racine,  sostenía  tesis  análoga. 

Ahora  conviene  recordar  que  Alejandro  Dumas 
padre  se  anticipó  a  Víctor  Hugo  en  el  drama  ro- 
mántico. Así  es,  y  bien  pudo  señalarse,  al  adve- 
nimiento del  romanticismo  en  el  teatro,  la  fecha 
en  que  se  representó  La  corte  de  Enrique  III,  en 
lugar  de  la  del  estreno  de  Hernani. 

No  sé  si  escandalizo  a  alguien  poniendo  más 
alto  a  Alejandro  Dumas.  en  el  teatro,  que  a  Víc- 
tor Hugo;  pero  esto  mismo  creía  un  crítico  tan 
sagaz  como  don  Mariano  José  de  Larra.  A  propó- 
sito del  estreno  de  un  drama  de  Alejandro  Du- 
mas, escribía  Larra  lo  siguiente,  que  al  pie  de  la 
letra  transcribo :  "Entre  los  escritores-dramáticos 
modernos  que  ilustran  a  Francia,  Dumas  es,  si  no 
el  primero,  el  más  conocedor  del  teatro  y  de  sus 
efectos,  incluso  el  mismo  Víctor  Hugo.  Víctor 
Hugo,  más  osado,  más  colosal  que  Dumas,  im- 
pone a  sus  dramas  el  sello  del  genio  innovador  y 
de  una  imaginación  ardiente,  a  veces  extraviada 
TX)r  la  grandiosidad  de  su  concepción.  Dumas  tie- 


33^  '         ^.   PARDO   BAZÁN 


ne  menos  imaginación,  en  nuestro  entender,  pero 
más  corazón;  y  cuando  Víctor  Hugo  asombra,  él 
conmueve:  menos  brillantez,  por  tanto,  y  estilo 
menos  poético  y  florido,  pero,  en  cambio,  menos 
redundancia,  menos  episodios,  menos  extravagan- 
cia ;  las  pasiones  hondamente  desentrañadas,  ma- 
gistralmente  conocidas  y  hábilmente  manejadas, 
forman  siempre  la  armazón  de  sus  dramas;  más 
conocedor  del  corazón  humano  que  poeta,  tiene 
situaciones  más  dramáticas,  porque  son  general- 
mente más  justificadas,  más  motivadas,  más  na- 
turales, menos  ahogadas  por  el  pampanoso  lujo 
del  estilo.  En  una  palabra :  hay  más  verdad  y  más 
pasión  en  Dumas ;  más  drama,  más  novedad,  más 
imaginación  y  más  poesía,  en  Víctor  Hugo.  Víc- 
tor Hugo  explota  casi  siempre  una  situación  ve- 
rosímil o  posible :  Dumas,  una  pasión  verda- 
dera." 

Larga  es  la  cita,  pero  no  quise  abreviarla,  por- 
que también  es  substanciosa ;  encierra  un  parale- 
lo exacto,  aunque  benévolo  en  demasía,  cuando 
otorga  a  Dumas  ese  conocimiento  del  corazón  hu- 
mano y  de  las  pasiones  que  no  poseía  en  tanto 
grado,  teniendo  en  cambio  el  don  de  saber  mane- 
jar los  resortes  dramáticos,  un  instinto  doblemente 
seguro  que  el  de  Víctor  Hugo  para  elegir  asuntos 
nacionales  e  históricos,  (como  aventajado  discí- 
pulo de  Walter  Scott),  y  un  tino  especial  para 
abrir  caminos  al  drama  romántico,  adaptándolo  a 
los  asuntos  modernos,  al  movimiento  político  y 
filosófico,  al  espíritu  revolucionario,  carácter  que 
Larra  reconoció  en  Antony,  drama  importante  de 
Dumas  padre,  donde  está  en  germen  todo  el  tea- 


EL    LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         339 

tro  de  Dumas  hijo,  ideológico,  pasional  y  esen- 
cialmente moderno. 

Importábame  también  la  cita  de  Fígaro,  porque 
hace  justicia  a  un  gran  literato  popular,  desde- 
ñado con  exceso;  a  un  temperamento  exuberante 
y  lozanísimo,  a  un  escritor  prolífico  e  inexhausto, 
a  uno  de  esos  pródigos  de  las  letras  y  del  arte  a 
quienes  todo  el  mundo  se  cree  con  derecho  a  mi- 
rar por  cima  del  hombro,  pero  a  quienes  se  lee 
con  deleite  siempre  que  el  espíritu  pide  descanso 
y  solaz :  y  agrada  ver  cómo  la  crítica,  no  influida 
por  la  rutina  del  elogio,  tiene  a  veces  la  misión  de 
bajar  a  los  poderosos  de  su  silla  y  exaltar  a  los 
humillados. 

Aun  antes  de  crear  en  Antony  el  tipo  lírico  por 
excelencia  que  ha  pisado  las  tablas,  ya  en  La  corte 
de  Enrique  III  presenta  Dumas  un  anticipo  de  in- 
dividualismo, con  la  figura  de  Saint  Mégrin,  y 
otro  en  la  de  Cristina  de  Suecia. 

Si  en  estos  dramas  existe  el  lirismo,  está  do- 
minado por  el  romanticismo  histórico,  cuyo  pri- 
mer ejemplar  en  la  escena  es  Enrique  III.  Con 
Antony,  en  cambio,  estamos  en  pleno  lirismo  indi- 
vidualista, y  en  plena  revolución  romántica;  bas- 
tante más  que  con  Hernani. 

Antony  es  un  hospiciano.  Mortificado  por  las 
preocupaciones  sociales,  está  en  guerra  con  la  so- 
ciedad en  que  vive  y  que  le  trata  con  desdén.  Ena- 
morado de  una  señorita  y  convencido  de  que  jamás 
se  la  darán  en  matrimonio  sus  padres,  apenas  la  ve 
casada  la  seduce,  se  hace  dueño  de  ella,  y,  reali- 
7ado  los  deseos  que  habrá  expresado  per  cuen- 
ta propia  Rene,  la  da  de  puñaladas.  Es  el  paro- 


340  E.    PARDO    I^ZAN 


1^2 


xismo  pasional,  que  conduce  derechamente  al  cri- 
men. Antony  es  un  descendiente  directo  de  Rene : 
como  Rene,  pertenece  a  la  categoría  de  los  fatales  ; 
sombrío,  frenético,  rebelde,  ejerce  sobre  la  mujer 
un  prestigio  misterioso. 

Larra,  a  quien  no  pierdo  de  vista  cuando  tengo 
la  suerte  de  encontrarle,  juzgó  muy  severamente 
la  moral  de  Antony^  y  calificó  el  drama  de  ex- 
presión de  una  sociedad  caduca  y  un  grito  de 
desesperación  lanzado  por  la  humanidad.  Pero,  lo 
cierto  es  que  si  algún  drama  romántico  pudo 
aspirar  al  dictado  de  obra  capital,  aunque  imper- 
fecta, es  Antony,  y  por  ella  habría  de  sobrevivir 
el  nombre  de  Dumas  padre,  aun  cuando  la  co- 
rriente del  olvido  arrastrase  sus  demás  produccio- 
nes; porque  el  hospiciano  Antony,  con  todas  su> 
exageraciones  y  énfasis,  sello  genuino  de  la  épo- 
ca, es  una  figura  alta  y  poderosa,  de  singular  ener- 
gía dramática  y  de  gran  acción  sobre  nuestra  fan- 
tasía. Antony  ha  tenido  posteridad,  y  ha  hecho 
soñar  y  sentir.  Las  donosas  críticas  de  Fígaro  al 
asunto  de  Antony  están  en  pie  y  conservan  todo 
su  chiste,  salpimentado  de  buen  sentido;  porque 
Larra,  que  por  dentro  fué  una  especie  de  Antony, 
y  dígalo  su  archirromántico  suicidio,  era  en  crí- 
tica el  más  templado  y  razonable  de  los  eclécticos 
y  hasta  el  más  prudente  de  los  conservadores , 
pero  las  faltas  de  lógica  que  Larra  nota  en  el  dra- 
ma de  Dumas  podrían  reprenderse  en  otros  que 
pasan  por  inmortales.  En  nuestro  Don  Alvaro,  en 
casi  todos  los  de  Schiller,  se  observan  iguales  ilo- 
gismos,  nacidos  de  que  los  personajes  no  discu- 
rren bien  y  tienen  una   falsa  concepción  de   la 


EL   LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA         34 1 

vida.  Todo  el  romanticismo  es  acaso  una  falsa 
concepción  de  la  vida  y  no  otra  cosa,  y  el  gran 
romántico  Don  Quijote,  como  sabemos,  confir- 
ma plenamente  esta  calificación. 

Aunque  Dumas  padre  no  era  uñ  gran  critico, 
fué  perspicaz  al  escribir  sobre  Antony:  ''Esta 
fué,  no  solamente  mi  obra  más  original,  mi  obra 
más  personal,  sino  una  de  esas  obras  raras  que 
ejercen  influencia  sobre  una  época".  Y  tenía  ra- 
zón, porque  Antony,  cien  veces  mejor  que  Her- 
nani,  representa  esa  época  sobre  la  cual  influyó. 
Por  su  íntima  fuerza,  Antony  es  el  Werther  fran- 
cés. Antony  es  digno  hermano  de  Werther,  de 
Rene,  de  Lara,  de  Jacobo  Ortis ;  tipos  líricos,  po- 
seídos de  una  satánica  soberbia,  que  tiene  su 
grandeza  propia.  A  la  acusación  de  inmoralidad 
tantas  veces  lanzada  contra  Antony,  Dumas  res- 
pondía que  sus  dos  culpables,  Adela  y  Antony. 
recibían  terrible  castigo :  para  la  una  la  muerte, 
el  presidio  para  el  otro.  Era  verdad,  pero  no  por 
eso  queda  limpio  Antony  de  la  inmoralidad  esen- 
cial romántica:  el  desenfreno  del  Hrismo,  el  yo 
hecho  centro  del  mundo  y  pisoteando  cuanto  se^- 
opone  a  su  expansión,  leyes.  Códigos,  respetos 
humanos,  conveniencias  sociales,  y,  por  último,', 
la  sacra  antorcha  de  la  vida.  Y  por  esta  condi- 
ción, porque  el  lirismo  romántico  no  se  expresó 
jamás  en  la  escena  con  tanta  energía,  con  tan  im- 
petuosa y  diabólica  arrogancia,  es  Antony  el  pri- 
mer drama  del  teatro  romántico  francés. 

Para  orientarse  acerca  del  teatro  romántico, 
debe  leerse  el  Prefacio  de  Cromwell  y  la  Carta 
de  Manzoni  sobre  la  unidad  de  tiempo  y  de  lugar. 


342  t.   PARDO   BAZAN 


que  se  publicó  unida  a  dos  tragedias  suyas,  Car- 
mañola y  Adelgiis,  en  París,  1834.  Esta  edición 
es  difícil  de  encontrar.  Puede  completarse  la  bi- 
bliografía con  las  obras  siguientes :  Historia  de 
la  literatura  dramática,  por  Julio  Janin,  Pa- 
rís, 1853-1858.  Teófilo  Gautier,  Historia  del 
arte  dramático,  París,  1859.  Saint  Marc  Girar- 
din,  Historia  de  la  literatura  dramática;  Brune- 
tiére,  Las  épocas  del  teatro  francés,  capítulos  XIV 
y  XV ;  H.  Parigot,  El  drama  de  Alejandro  Dumas. 


XXIII 

Alfredo  de  Musset.  Su  blograüa.— Por  qué  es  el  poeta  del 
amor.  —  Paralelo  de  Taine  entre  Tennyson  y  Musset.— 
Bl  "esprlt"  de  Musset.— Alusset  y  lord  Byron.— "Las  No- 
ches".—El  misticismo  a  la  inversa  del  poeta.— "Rolla",  "La 
esperanza  en  Dios".- Musset  no  fué  lo  que  llaman  hombre 
práctico.— La  forma  en  Musset.— Bibliografía. 

Alfredo  de  Musset  nació  ocho  años  después  que 
Víctor  Hugo:  en  1810.  No  es  grande  la  diferen- 
cia cronológica,  pero  basta  para  situar  a  Musset 
fuera  de  la  primer  truculencia  romántica,  y  para 
que  represente  ya  la  inevitable  descomposición  de 
la  escuela,  por  la  reacción  del  espíritu  francés  ge- 
nuino, que,  como  sabemos,  siempre  rechazó  los 
elementos  románticos. 

No  tenía  aún  veinte  años  Musset,  cuando  pu- 
blicó sus  primeras  poesías.  Desde  entonces,  y  en 
ésos  versos  de  niño,  como  él  mismo  los  califica, 
se  apartó  de  la  escuela,  de  sus  afectaciones,  de  sus 
amaneramientos,  de  lo  falso  y  gongorino  que  im- 
ponía la  musa  españolizante  de  Víctor  Hugo.  Lo 
cual  no  impidió  que  Musset,  a  su  vez,  españoli- 
zase no  poco.  Fué  justamente  de  los  poetas  que 
vistieron  el  disfraz  español  e  italiano,  sin  haber 
puesto,  Sainte  Beuve  nos  lo  dice,  en  España  ni  en 
Italia  el  pie.  El  color  local  inventado  de  los  ro- 
mánticos, en  Musset  no  trataba  de  engañar  a  na- 
die :  mientras  Víctor  Hugo,  en  serio,  quisiera  que 
le  tomasen  por  español  y  a  su  obra  por  expre- 


344  ^-   PARDO   BAZAN 


sión  acabada  del  punto  de  honor  castellano,  Mus- 
set  sólo  intentaba,  como  en  broma  juvenil,  una 
mascarada  imaginativa. 

La  biografía  de  Alfredo  de  Musset  no  ofrece 
nada  de  extraordinario,  porque  no  sale  de  lo  co- 
rriente y  frecuente  el  drama  íntimo,  del  cual  se 
ha  hablado  tanto,  que  pudiera  omitirse  hasta  su 
mención,  a  no  haber  sido  origen  de  sus  mejores 
versos.  Antes,  sin  embargo,  de  referirme  a  esta 
historieta  de  amor,  con  la  brevedad  que  requiere 
el  caso,  diré  que  Alfredo  de  Musset  era  de  estir- 
pe literaria.  Un  tío  suyo,  el  marqués  de  Cogners, 
escribió  bastante  y  fué  el  primero  que  llamó  la 
atención  sobre  la  hoy  famosísima  leyenda  de  Rol- 
dan. Su  padre,  Musset  Pathay,  bibliógrafo  y  eru- 
dito, emborronó  muchísimo  papel;  su  hermano, 
Pablo  de  Musset,  fué  novelista  y  cuentista,  histo- 
riador y  crítico.  Parecía  que  la  Naturaleza  se  en- 
sayaba para  producir  algo  de  mayor  monta  que 
estos  mediocres  escritores  y  apreciabies  eruditos. 

Queda  dicho  que  Musset  publicó  sus  primeras 
poesías  a  los  veinte  años,  y  poco  después,  en  1830, 
se  sitúa  la  aventura  del  viaje  a  Italia  con  Jorge 
Sand  y  el  amargo  desengaño  en  él  sufrido,  y  que 
le  dictó  tan  sentidas  estrofas.  Aventuras  análogas 
no  son  cosa  inaudita,  en  los  tiempos  del  romanti- 
cismo y  en  todos  los  tiempos;,  mas  si  no  es  un 
gran  poeta  el  que  sufre  la  decepción,  o  siendo  poe- 
ta no  le  inspiran  cantos,  no  nos  importan ;  son  un 
episodio  sencillo,  de  tantos  como  surgen.  En  la 
mesa  de  un  café,  un  amigo  las  refiere  a  otro,  y, 
según  los  temperamentos  y  caracteres,  se  comen- 
tan en  broma  o  con  dejos  de  melancolía.  Y  no  ha 


%h   LIRISMO   KN    LA    Po.,c,ÍA   FRANCESA         345 

pasado  más.  En  Musset,  pasó  lo  mejor  que  podía 
pasar:  se  produjeron  algunas  obras  maestras.  Di- 
gamos, pues :  ¡  Feliz  culpa ! 

Fué  necesario  que  una  quemante  pena  amorosa 
se  encontrara  con  un  especial  temperamento  de 
poeta,  para  que  naciesen  Las  noches.  Porque,  ya 
antes  del  viaje  a  Italia,  Alfredo  de  Musset  había 
escrito  poemas  rebosantes  de  ese  especial  senti- 
mentalismo que  hizo  de  él,  entonces,  el  poeta  de 
la  juventud,  y,  más  tarde,  el  del  amor. 

Quizás  esto  parezca  un  lugar  común,  y  quizás, 
en  todas  las  literaturas,  hay  sus  poetas  del  amor, 
y  Villegas  ha  sido  uno,  y  Campoamor  ha  sido 
otro,  y  Ausías  March  lo  fué,  y  lo  fué  Petrarca,  y 
también  Ovidio,  y  no  hay  que  decir  si  lo  fué  Safo 
y,  a  su  hora,  lo  fué  Virgilio.  Por  docenas  se  con- 
tarían los  poetas  del  amor,  en  España,  y  llegará  la 
hora  del  recuento,  y  veremos  a  un  Arólas  que  tra- 
suda pasión  por  todos  los  poros.  En  Francia,  La- 
martine fué  poeta  del  amor,  de  un  amor  que  pro- 
cede de  Platón,  pero  amor  igualmente.  Alguna  ra- 
zón tiene,  pues,  que  haber  para  que  a  Alfredo  de 
Musset  se  le  considere  poeta  del  amor  por  exce- 
lencia, y  para  que  se  añada  a  este  dictado  el  de 
poeta  de  la  juventud. 

¡La  juventud... !  De  esta  palabra  se  abusa;  po- 
cas veces  he  visto  emplearla  con  justeza.  Se  oye  a 
cada  paso:  "la  juventud  piensa  esto  o  lo  otro... 
La  juventud  quiere  aquello  o  lo  de  más. allá"... 
Ligero  examen  basta  para  convencerse  de  que, 
en  todo  tiempo,  hay  varias  juventudes.  En  la  épo- 
ca de  Musset,  sin  embargo,  tuvo  la  juventud  una 
nota  común,  y  fué  el  lirismo  poético:  no  cabe 


34^  E.    rARDO    BAZÁN 


duda  que,  bonapartista  o  legitimista,  republicana 
u  orleanista,  la  juventud  contemporánea  de  Al- 
fredo de  Musset  estaba  embebida  de  cierto  entu- 
siasmo sentimental.  No  era  la  juventud  positi- 
va que  vino  después.  Y  si  tal  entusiasmo  no  es  lo 
mismo  que  el  amor,  es  por  lo  menos  una  tenden- 
cia a  considerar  el  amor  como  la  esencia  del  vi- 
vir ;  y  no  el  amor  plácido,  sereno,  que  va  por  sus 
cauces  naturales  y  sociales,  sino  el  tormentoso  y 
fatal,  trágico  con  interior  tragedia,  unido  al  goce 
por  un  hilo  y  al  dolor  por  mil  lazos — como  el  mis- 
mo poeta  dice. 

No  cabe  duda  que  es  la  coincidencia  entre  los 
sentimientos  generales  y  el  sentimiento  individual 
lo  que  hace  que  un  hombre  sea  el  poeta  de  su  si- 
glo, o  por  lo  menos,  para  no  sacar  nada  de  quicio, 
de  parte  de  su  siglo  y  gran  parte  de  su  nación. 
Hay  una  página  de  la  Historia  de  la  Literatura 
inglesa,  de  Taine,  que  nos  hace  ver  esto  clara- 
mente, por  medio  de  la  extraña  elocuencia  colo- 
rista que  en  Taine  rebosa,  al  establecer  compara- 
ción entre  dos  poetas  favoritos  de  dos  naciones, 
Tennyson  y  Alfredo  de  Musset.  Pinta  Taine  el 
medio  ambiente  en  que  se  mueven  ambos;  el  de 
Tennyson  compuesto  de  gentes  equilibradas  y  po- 
sitivas, activas  y  sanas ;  gentes  de  negocios  y  de 
deporte,  con  principios  de  moralidad  y  sólidas 
convicciones  religiosas,  y,  a  su  alrededor,  un  fon- 
do de  vida  campestre  y  confortable  hasta  dar  en 
elegante,  las  necesidades  bien  atendidas,  los  sen- 
tidos apaciblemente  recreados  en  la  belleza  de 
parques  y  jardines  y  la  comodidad  del  home,  del 
hogar  íntimo  y  dulce.  Para  tal  público,  Tennyson 


EL   LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         347 

es  el  poeta,  con  su  carácter  de  conformidad  so- 
cial, con  su  emoción  moral,  delicada  y  profunda. 
Y  Taine  pasa  de  Inglaterra  a  Francia,  y  especial- 
mente a  París;  porque  París  es  el  medio  único 
en  que  pudo  incubarse  y  desarrollarse  la  sensibi- 
lidad especial  de  Alfredo  ^e  Musset,  y,  París 
tuvo  que  mecer  su  cuna,  y  fué  París  el  inverna- 
dero de  la  encendida  rosa  de  su  poesía  de  amor 
moderno.  Así,  Taine,  desde  el  primer  momento, 
encuentra  la  clave  de  Musset:  su  público  es  el 
público  nervioso,  inquieto,  de  los  centros  pari- 
sienses; y  de  los  nervios,  más  que  del  corazón, 
nace  el  genio  de  Musset.  Ese  público  está  satu- 
rado de  ironía,  y  Musset  ironiza,  desde  el  primer 
momento,  satirizando  las  exageraciones  de  la  es- 
cuela romántica,  los  paseos  nocturnos  a  contem- 
plar la  luna,  que  asoma  sobre  amarillento  cam- 
panario, ''como  un  punto  sobre  una  I".  Y  esta 
ironía  y  este  humorismo  de  Musset,  están  difu- 
sos en  su  público ;  son  la  protesta  del  buen  sen- 
tido francés  contra  las  afectaciones  que,  de  la 
literatura,  pasan  a  las  costumbres.  Para  llenar 
bien  su  cometido,  Musset  poseía  la  más  francesa 
de  las  cualidades :  esa  clase  de  ingenio  chispean- 
te, que  se  llama  esprit.  Ningún  poeta  de  los  ilus- 
tres de  su  generación  la  tuvo,  y  Víctor  Hugo 
fué  el  más  desprovisto  de  ella.  Musset,  al  apli- 
car el  esprit  a  la  crítica  literaria,  recogió  la  he- 
rencia del  siglo  XVIII ;  no  faltó  quien  se  lo  echfí 
en  cara. 

Lo  cierto  es  que  entre  los  primeros  síntomas  de 
la  transformación  del  lirismo  romántico,  figura 
la  crítica  donosa  y  traviesa  de  Musset.  La  trave- 


348  E.    PARDO   BAZÁN 


sura  €s  otro  rasgo  de  su  talento;  y  le  caracte- 
riza, desde  la  época  en  que,  según  confesión  pro- 
pia, hacía  versos  de  niños.  Ya  entonces,  y  acaso 
más  que  nunca,  poseía  en  alto  grado  esa  agilidad 
y  vivacidad,  ese  don  de  cazar  al  vuelo  las  ridicu- 
leces y  satirizarlas  con  gracia  nifinita. 

Hay  en  Alfredo  de  Musset  otro  elemento  pecu- 
liar, al  cual  se  ha  llamado  el  dandismo.  La  pala- 
bra no  es  castiza ;  pero  la  uso  y  apruebo,  porque 
no  encuentro  en  castellano  otra  equivalente. 

¿En  qué  consiste  el  dandismo?  No  se  es  dandy 
por  el  nacimiento — ^Alfredo  de  Musset  pertene- 
ció a  una  familia  de  la  clase  media  acomodada — 
ni  por  llevar  vida  de  calavera,  ni  por  alternar 
con  el  gran  mundo,  ni  por  desafíos,  ni  por  nin- 
guna otra  particularidad  de  las  que  hoy  distin- 
guen a  nuestros  jóvenes  de  la  crema  (ya  sé  que 
estoy  sirviéndome  de  un  galicismo).  El  dandismo 
es  un  aura,  un  vapor,  un  incopiable  estilo  propio, 
un  desenfado  que  subyuga,  una  elegancia  como 
involuntaria.  Y  el  dandismo  literario,  el  de  Mus- 
set, lleva  consigo  una  superioridad  de  criterio 
personal,  que  puede  oponerse  al  de  las  muchedum- 
bres. El  dandismo  es  una  forma  de  superioridad, 
y  toda  superioridad  es  distanciación. 

Y  al  hablar  del  dandismo  como  particularidad 
poética  de  Alfredo  de  Musset,  es  preciso  decir  que 
le  precede  lord  Byron,  el  cual,  en  este  respecto,  y 
en  otros  muchos,  ha  ejercido  influencia  sobre  el 
poeta  de  Las  noches.  La  cronología  es  genealogía, 
y  en  este  caso  nos  bastará.  Jorge  Gordon  nació 
el  año  1788,  Alfredo  de  Musset  el  1810;  y  cuan- 
do, en  1830,  empieza  a  darse  a  conocer  Musset, 


EL   LIRISMO   EN   LA  POESÍA   FRAN^CESA        349 

hace  seis  años  que  lord  Byron  ha  sucumbido,  en 
Grecia,  a  la  fiebre. 

Nadie  puede  decir  que  Musset  calcase  su  per- 
sonalidad en  la  de  Byron.  Sería  empresa  difícil, 
porque  Byron  es  figura  muy  original,  y  la  suerte 
lo  dispuso  todo  para  realizar  su  papel  literario, 
inseparable  de  su  biografía.  No  conoció  Musset 
los  transportes  de  furor  casi  epiléptico  del  autor 
de  Manfredo,  aunque  los  excesos  que  minaron 
la  salud  de  Musset  se  asemejan  a  los  que  arrui- 
naron la  de  Byron,  y  en  materia  de  excesos  no 
cabe  gran  variedad,  y  aunque  sean  compañeros 
del  mal  del  siglo,  de  tedio;  pero  el  de  Byron  es 
más  sombrío,  esplenético,  como  de  buen  hijo  de 
la  vieja  Inglaterra. 

Ahora  bien;  Byron,  que  tantas  cosas  desdeñó, 
no  desdeñó  el  dandismo;  al  contrario.  Ni  envi- 
diando a  poeta  alguno,  envidiaba  al  célebre  dandy 
Brummel,  admirándole  a  la  vez  con  fervor. 

El  desdén,  en  Alfredo  de  Musset,  no  tiene  la 
acerbidad  que  tuvo  en  Byron.  Byron,  rodeado  de 
una  sociedad  celosa  del  bien  parecer,  esclava  de  la 
regla,  ha  de  insubordinarse  contra  ella  furiosa- 
mente ;  Musset,  en  el  ambiente  francés,  ligero  y 
escéptico  de  suyo,  no  necesita  sublevaciones.  La 
sociedad  casi  no  le  preocupa.  No  la  tiene  contra  sí. 

Existe  otra  fundamental  diferencia  entre  el 
alma  anglosajona  de  Byron  y  el  alma  esencial- 
mente latina  de  Musset.  La  poesía  de  Byron  es 
Byron  mismo,  y  todos  sus  personajes,  son  su  pro- 
pia individualidad,  por  lo  cual  no  hay  nada  tan 
verdaderamente  lírico  como  sus  poemas.  Musset, 
en  cambio,  es,  por  la  misma  pasión  que  anima 


35^  E.   PARDO  BAZÁN 


SUS  mejores  obras,  Las  noches,  señaladamente,  un 
poeta  general,  humano.  Sus  desengaños,  sus  dolo- 
res, han  repercutido  en  las  almas,  porque  no  hace 
falta,  para  sentir  así,  ser  una  naturaleza  excep- 
cional, un  fenómeno  de  orgullo,  un  rebelde.  Lo 
extraordinario  de  Las  noches  no  es  ciertamente  lo 
que  dicen,  sino  la  forma  inspiradísima  en  que  está 
dicho. 

Sería  ya  analizar  por  analizar  el  que  averiguá- 
semos si  en  efecto  la  pasión  que  dictó  a  Alfredo 
de  Musset  Las  noches  fué  la  más  honda  de  su 
vida.  A  la  poesía  eso  no  le  importa.  Sin  negar 
que  todo  lo  biográfico  trasciende  más  o  menos  a  lo 
literario,  no  siempre  la  biografía  concuerda  exac- 
tamente con  la  literatura.  Lo  único  que  nos  inte- 
resa es  que  a  la  cruenta  herida  del  alma  de  Mus- 
set se  deben  sus  obras  maestras,  las  que  le  harán 
Inmortal;  sus  helios  clamores,  sus  gritos  dizñnos, 
según  la  frase  de  Gustavo  Flaubert ;  las  incompa- 
rables Noches,  más  sentidas  que  el  Lago,  de  La- 
martine, y  casi  tan  puras  como  él,  porque  Mus- 
set, al  contacto  del  dolor,  acendró  su  inspiración 
y  la  elevó  a  la  dignidad  y  a  la  hermosura  que  sólo 
procede  del  verdadero  sentimiento;  dejó  de  ser 
el  pajecillo,  el  dandy,  y  fué  el  hombre.  Ni  Rolla, 
ni  Namuna,  ni  los  proverbios,  cuentos  y  come- 
dias, ni  la  Balada  a  la  Luna,  ni  aun  el  tierno 
[Acuérdate!  consagraron  a  Musset  para  la  inco- 
rruptibilidad  de  la  gloria,  sino  Las  noches  y  la 
Epístola  a  Lamartine,  poesías  donde  vierte  sangre 
un  corazón  desgarrado,  y  donde  la  variedad  y  el 
contraste  de  los  efectos,  la  indignación  terrible  y 
la  repentina  calma  dolorosa,  la  invectiva  y  el  rué- 


EL    LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         35 1 


go,  los  sollozos  y  los  himnos,  alternan  con  el  mag- 
nífico desorden  y  el  soberbio  empuje  de  las  olas 
del  mar  en  día  de  desatada  tormenta.  Bien  com- 
prendía Musset  que  de  sus  lágrimas  iba  a  for- 
marse su  corona  de  laurel,  y  en  La  noche  de  Mayo 
pone  estas  palabras  en  boca  de  la  Musa,  consejera 
del  poeta:  ''Por  más  que  sufra  tu  juventud,  deja 
ensancharse  esa  santa  herida  que  en  el  fondo  del 
corazón  te  hicieron  los  negros  serafines.  Nada  en- 
grandece como  un  gran  dolor :  que  el  tuyo  no  te 
haga  enmudecer;  los  cantos  desesperados  son  los 
más  hermosos,  y  los  conozco  inmortales  que  se 
reducen  a  un  gemido.  El  manjar  que  ofrece  a  la 
humanidad  el  poeta  es  como  el  festín  del  pelícano : 
pedazos  de  entraña  palpitante". 

Cuatro  son  las  admirables  elegías  tituladas  Las 
noches :  La  noche  de  Mayo,  La  noche  de  Diciem- 
bre, La  noche  de  Agosto,  La  noche  de  Octubre. 
Están  escritas  en  tres  años :  desde  mayo  de  1835  a 
octubre  de  1837:  tanto  duró  la.  impresión  violenta 
y  trágica  que  dicta  sus  estrofas.  Tres  de  ellas  tie- 
nen forma  de  diálogo  del  poeta  con  la  Musa :  el 
poeta  solloza  y  se  retuerce,  y  la  Musa,  la  consola- 
dora, la  amiga,  la  hermana,  la  única  fiel,  le  mur- 
mura al  oído  frases  de  esperanza,  le  vierte  en  el 
corazón  los  rayos  lumínicos  de  su  túnica  de  oro. 
En  La  noche  de  Diciembre  no  es  ya  la  Musa  quien 
habla  al  poeta,  sino  una  fúnebre  visión,  un  hombre 
vestido  de  negro,  que  se  le  parece  como  un  her- 
mano. "Dondequiera  que  he  llorado ;  dondequiera 
que  he  seguido  ansioso  la  sombra  de  un  sueño; 
dondequiera  que,  cansado  de  padecer,  he  deseado 
morir...  ante  mis  ojos  se  apareció  ese  infeliz  ves- 


35-  E.    PARDO   BAZÁX 

tido  de  negro,  mi  propia  imagen."  Al  final  de  la 
elegía  sabemos  el  nombre  de  la  visión :  es  la  socie- 
dad, es  el  abandono...,  compañero  eterno  del  poe- 
ta, hermano  gemelo  de  su  alma.  Sin  duda,  La  no- 
che de  Mayo  y  la  de  Octubre  son  las  más  bellas  de 
las  cuatro  elegías,  y  así  lo  declaran  los  críticos  jX)r 
unanimidad ;  pero  en  la  de  Diciembre  hay  una  me- 
lancolía más  penetrante  y  más  incurable. 

Cuando  se  cicatriza  la  llaga;  cuando  se  mitiga 
el  padecimiento  y  vuelve  al  espíritu  de  Musset  la 
serenidad  perdida ;  cuando  la  Musa  cumple  su  mi- 
sión consoladora ;  cuando  atónito  le  parece  que  es 
otro  y  no  él  mismo  el  que  tanto  sufrió,  al  disipar- 
se la  embriaguez  de  la  pena  se  disipa  el  estro :  las 
últim.as  producciones  de  Musset  ya  no  traen  el  se- 
llo de  fuego,  ni  son  obra  de  los  negros  serafines : 
el  poeta  acaba  decadente  y  frío  como  placa  de  hie- 
rro apartada  del  horno.  El  ejemplo  de  Alfredo  de 
Musset  debiera  hacer  reflexionar  a  los  que  creen, 
como  creía  Flaubert,  que  la  efusión  del  senti- 
miento, el  grito  arrancado  por  la  pena,  son  co- 
barde exhibición  de  flaquezas  vergonzosas,  y  que 
el  poeta  ha  nacido  para  callarse  cuanto  realmente 
le  importa,  a  ejemplo  de  cierto  diplomático  famo- 
so, que  suponía  que  la  palabra  nos  ha  sido  otor- 
gada, no  para  revelar,  sino  para  encubrir  y  dis- 
frazar el  pensamiento.  Si  fué  flaqueza  la  que  nos 
valió  esas  Noches  incomparables — la  verdad  mis- 
ma, porque  brotan  empapadas  en  lágrimas  amar- 
gas ;  Noches  en  las  cuales,  según  la  sugestiva  fra- 
se del  poeta,  diríase  que  fermentaba  a  deshora  el 
vino  de  la  juventud — no  deploremos  tal  flaqueza, 
cristalizada  en  poesía. 


•Elv   LIRISMO   EN   LA  POESIA   FRANCESA         353 

Las  noches  son  la  obra  maestra  de  Alfredo  de 
Musset,  por  la  cual  pudo  decirse  que,  a  su  lado, 
los  demás  poet3.s  parecen  fríos  y  mentirosos.  Por 
Las  noches,  fué  la  encarnación  del  lirismo,  por 
ellas  salió  del  círculo  de  los  propios  afectos  y  sen- 
timientos, ya  que  su  generación  encontró  en  Las 
noches  la  clave  de  sus  penas  íntimas,  elevadas  a  la 
dignidad  poética.  Los  desengaños  de  todos,  las 
ansias  de  todos,  la  insaciable  sed  de  todos,  fueron 
revelados  por  Musset. 

Contra  él,  principalmente,  y  no  contra  Víctor 
Hugo  ni  contra  Lamartine,  pudo  dirigirse  la  dia- 
triba de  Leconte  de  Lisie,  condenación  del  liris- 
mo, tan  enérgica  y  despreciativa  como  cruel,  pues 
niega  al  género  humano  el  derecho  a  la  queja  y  a 
la  compasión,  aquella  compasión  que  hizo  caer  al 
Dante  como  un  cuerpo  muerto,  cuando  las  almas 
líricas  y  dolientes  de  Francesca  y  Paolo  le  expu- 
sieron su  desventura.  La  diatriba  de  Leconte  de 
Lisie,  encerrada  en  un  soneto,  se  titula  Los  exhi- 
bicionistas, y  la  traduciré  en  prosa: 

''Pasee  en  enhorabuena,  el  que  guste,  su  ensan- 
grentado corazón,  ante  el  cinismo  de  la  plebe,  cual 
va  azotando  calles  la  pobre  alimaña  encadenada, 
cubierta  de  mataduras  y  polvo,  que  aulla  bajo  el 
ardor  del  sol  estival. 

"Por  encender  estéril  centella  en  tus  atontadas 
pupilas ;  por  mendigar  tu  risa  o  tu  grosera  com- 
pasión, ¡oh  plebe!,  que  otro  rasgue,  si  gusta,  la 
túnica  divina  y  luminosa  del  pudor  y  del  goce. 

"En  mi  silencioso  orgullo,  en  mi  olvidada  tum- 
ba, aunque  la  negra  eternidad  me  trague,  yo  no 
venderé  mi  embriaguez  ni  mi  dolor ;  yo  no  entre- 


354  E-    PARDO   BAZÁN 


garé  mi  vida  al  vocerío ;  yo  no  bailaré  en  vil  ta- 
blado, entre  histriones  y  rameras!'' 

Lo  injusto  del  soneto — que  encierra  el  progra- 
ma de  una  escuela  literaria,  el  dogma  de  objeti- 
vidad del  naturalismo — ,  lo  injusto,  digo,  de  tan 
dura  invectiva,  está  en  que  habría  que  observar 
que  Musset  no  enseñó  su  corazón  por  halagar  a 
la  plebe,  fuese  o  no  plebe  ilustrada.  Musset  mos- 
tró su  corazón,  porque  la  Musa  lo  quiso ;  y  palpi- 
taban con  él  tantos  y  tantos,  que  pudiera  aplicár- 
sele la  estrofa  que  Heine,  otro  exhibicionista,  di- 
rige a  la  niña  que  se  asoma  a  la  ventana,  para  ver- 
le pasar,  y  le  pregunta  por  qué  va  tan  abatido : 

Und  was  niir  fehlt,  du  Kleine, 
Fehlt  manchem  im  deiitschen  Land; 
Nennt  man  die  schUnimsteii  Schinerzen, 
So  wird  aiich  der  meine  genannt. 

"Y  en  cuanto  a  lo  que  sufro... 
muchos,  niña,  lo  sufren  en  mi  patria : 
ya  te  dirán  la  mía, 
si  te  dicen  las  penas  más  amargas." 

No  sólo  en  la  patria  alemana,  sino  en  muchas 
patrias  europeas,  las  penas  cantadas  en  Las  no- 
ches, y  el  acíbar  en  ellas  destilado,  fueron  senti- 
mientos muy  generales,  aunque  circunscritos  a  las 
almas  naturalmente  líricas,  que  existirán  siempre. 
Para  experimentar  el  dolor  de  un  desengaño  amo- 
roso, no  hace  falta  ser  de  la  generación  román- 
tica; pero  en  esta  generación  hay  algo  distinto 
de  las  anteriores :  hay — al  menos  en  gran  parte 


Elv   LIRISMO   EN   LA   POESIA   FRANCESA         355 

de  ella — el  escepticismo  respecto  a  otros  ideales, 
quedando  el  amoroso  en  pie,  como  único  fin  de  la 
vida.  Y,  al  derrumbarse  también  este  ideal,  se 
presenta  el  fenómeno  de  que  es  ejemplo  Musset: 
el  misticismo  que  nace  de  la  sociedad  y  de  la  va- 
nidad del  goce,  de  la  imposibilidad  de  llenar  con 
el  goce  el  abismo  del  corazón.  No  quiero  decir  que 
tal  sociedad  sea  ningún  descubrimiento  de  Mus- 
set :  antes  que  él,  lo  expresaron  bastantes  poetas, 
y,  con  más  intensidad  que  nadie,  el  Eclesiastés 
Salomón,  hijo  de  David.  Después  de  Musset,  ven- 

-á  Baudelaire,  en  Las  flores  del  mal,  habiand' 
del  ángel  que,  a  las  primeras  luces  de  la  aurora, 
después  de  una  crapulosa  noche,  se  despierta  en 
la  bestia  satisfecha  y  harta.  Pero  Musset,  si  no 
descubrió   formas   de  sentimiento   conocidas   del 

undo  oriental  y  del  mundo  pagano,  las  encarnó 
en  nuestra  edad,  y  las  envolvió  en  la  transparente 
fábula  de  poemas  como  Rolla  y  Namuna,  Este 
misticismo  invertido,  que  nace  de  la  fatiga  de  los 
sentidos  y  de  la  insania  de  los  placeres — ¿quién 

libe  si  nació  del  mismo  origen  en  tantos  y  tantos 
|.enitentes,  solitarios,  eremitas,  trapenses  y  arre- 
pentidos, que  llegaron  a  santos,  lo  cual  me  apre- 
suro a  decir  que  no  le  sucedió  a  Musset? — ,  tuvo 
en  él  un  carácter  peculiar,  derivación  de  una  co- 
rriente típica  del  siglo  XIX:  la  falta  de  fe  reli- 
giosa, unida  al  anhelo  desesperado  de  recuperarla, 
o  por  lo  menos,  a  la  nostalgia  del  tiempo  en  que 
el  alma  reposaba  en  ella,  y  la  añoranza  continua 
de  ese  reposo,  único  capaz  de  reconciliarnos  con 
el  destino  y  con  el  vivir.  Tal  añoranza  fué  la  cla- 
ve de  todo  el  neolirismo  renanista,  y  cambió  por 


356  E..  PARDO    BAZÁN 


completo  el  fondo  de  la  crítica  religiosa,  abriendo, 
en  esta  cuestión,  un  abismo  entre  el  siglo  XVIII 
y.  el  XIX. 

En  España  hemos  visto  infinidad  de  casos. 
¿  Quién  no  recordará  versos  conocidísimos,  de  uno 
de  los  poetas  españoles,  por  cierto  más  externos, 
menos  condicionados  para  el  lirismo,  de  Núñez 
de  Arce?  A  pesar  del  carácter  objetivo  de  sus  can- 
tos, Núñez  de  Arce  supo  encontrar  acentos  no 
desprovistos  de  virtud  emotiva,  para  exclamar 
qu€,  buscando  los  restos  de  su  fe  perdida, 

"por  hallarla  otra  vez,  radíente  y  bella, 
como  en  la  edad  aquella, 
¡desdichado  de  mí!,  diera  la  vida." 

Algo  semejante  declaró  un  poeta  de  más  alma, 
y  hoy  totalmente  olvidado,  Manuel  de  la  Revilla, 
que  hizo  sinónimas  la  duda  y  la  tristeza,  y  todo 
esto,  y  mucho  más,  procede  del  magnífico  canto 
primero  de  Rolla,  que  compite,  en  fascinadora 
vehemencia  y  en  amargura  embriagadora,  con  lo 
mejor  de  Lcis  noches.  Aunque  Musset  no  hubiese 
escrito  sino  este  maravilloso  canto,  por  él  ten- 
dríamos que  preferirle,  como  lírico,  a  Víctor  Hu- 
go; y  ante  la  precisión  y  la  esmaltada  belleza  de 
sus  ardientes  preguntas,  sentiríamos  palidecer  la 
Musa,  casta  y  fluidamente  sentimental  de  Lamar- 
tine. Es  uno  de  los  admirables  atrevimientos  de  la 
j>oesía  el  encararse  con  la  divinidad,  el  dirigir  la 
palabra  a  lo  sobrenatural ;  y,  cuando  se  vence  en 
tal  empresa,  se  es  gran  poeta,  poeta  excelso.  Es- 
pronceda  se  enfrenta  con  el  Sol,  y  le  ordena  que 


El.   LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA         2>S7 

se  pare :  el  arranque  tiene  mucho  de  sublime,  pero 
no  puede,  sin  embargo,  sufrir  comparación  con  el 
de  Job  dirigiéndose  a  Jehová,  o  el  de  Musset,  que 
dejados  los  disfraces  italianos  y  españoles,  qui- 
tándose la  librea  de  dandy,  renunciando  a  su  re- 
tórica de  desdén,  ligereza  e  ironía,  a  su  alada 
burla,  y  a  su  queja  de  amor  traicionado,  y  apos- 
trofando a  Jesucristo,  exclama  desesperadamen- 
te que  somos  tan  viejos  otra  vez  como  en  tiempo 
de  Tiberio  y  Claudio,  y  pregimta  quién  va  a  reju- 
venecernos, e  implora  el  permiso  de  besar  el  polvo 
del  celeste  cadáver,  caído,  en  el  transcurso  de  los 
siglos,  al  pie  de  su  Cruz  salvadora. 

Rolla  es  un  poema  cuya  acción  de  desarrolla 
en  una  mancebía — digámoslo  en  castellano — .  La 
niña  mancillada  y  el  libertino  arruinado  y  que  va 
a  suicidarse  sienten  un  instante  el  verdadero 
amor,  nacido  de  la  piedad.  Rolla  bebe  el  láudano, 
porque  no  tiene  fe ;  y  antes  de  referirnos  la  triste 
historia,  Musset  exhala  la  apasionada  queja,  la 
aspiración  hacia  esa  fe,  sin  la  cual  las  almas  es- 
cogidas no  saben  vivir. 

Cinco  o  seis  años  después  de  Rolla,  Musset 
compuso  un  poemita,  La  esperanza  en  Dios^  que 
atestigua  la  persistencia  de  su  ansia  de  lo  infinito, 
y  le  muestra  hasta  inclinado  a  la  conversión.  Es, 
por  lo  menos,  una  invocación  al  Dios  'bueno  y 
justo,  rogándole  que  desgarre  el.  velo  de  la  crea- 
ción, que  alce  el  velo  del  mundo,  que  se  mani- 
fieste en  un  milagro,  ya  que,  desde  el  punto  en 
que  una  inmensa  esperanza  atravesó  la  tierra, 
tenemos,  sin  querer,  que  alzar  al  cielo  los  ojos. 

No  tiene  este  poema  el  estro  que  resplandecía 


358  E.    PARDO   BAZÁN 


en  Rolla.  Empezaba  a  apagarse  el  fuego  del  nu- 
men. Para  estimar  el  valor  de  un  verso  de  Mus- 
set,  basta  consultar  su  fecha.  Según  se  acerca  el 
año  40  del  siglo  XIX,  la  Musa  (no  menos  trai- 
dora que  la  amada),  va  alejándose,  vuelto  el  ros- 
tro. Y  observad  con  cuanta  justicia  pudo  pre- 
tender Musset  el  dictado  de  poeta  de  la  juventud. 
Es  juventud  lo  que  le  ha  dictado  los  clamores  de 
pasión;  es  juventud  cuanto  escribió,  entre  ilu- 
siones y  desencantos.  Cuando  la  juventud  pasa, 
puede  afirmarse  que  pasa  con  ella  la  Musa,  fugi- 
tiva, envuelta  en  su  airoso  peplo. 

Y  es  un  rasgo  más  de  juventud,  en  Musset,  el 
haber  prescindido  por  completo  y  deliberadamen- 
te de  la  política,  que  tanto  dio  que  hacer  a  Víctor 
Hugo  y  a  Lamartine.  Deliberadamente,  digo,  fun- 
dándome en  diversos  pasajes  de  sus  obras.  "Nues- 
tra gran  miseria,  es  la  política",  declara,  enco- 
giéndose de  hombros.  Y  no  faltaron,  por  cierto, 
majaderos  que  le  echaron  en  cara  esta  absten- 
ción. Según  ellos,  Musset  debiera  interesarse  por 
los  "problemas  políticos  y  sociafes"  de  su  edad. 
De  las  rosas  de  su  poesía,  quisieron  que  hiciese 
una  nutritiva  mermelada. 

Nunca  faltan  de  estos  utilitarios  simples  o  fa- 
náticos, y  su  clamoreo  es  a  veces  ensordecedor. 
Temedles,  porque  son  los  únicos  representantes 
de  la  intolerancia  que  ya  van  quedando,  los  ene- 
migos de  la  individualidad.  Si  no  entráis  en  el 
troquel  de  esas  ideas,  os  proscriben.  Es  inútil  de- 
mostrarles^ que  cada  uno  es  como  le  hizo  Dios,  y 
no  como  el  vecino  quiere.  Andan  los  tales  a  caza 
de  las  glorias  aceptadas  ya,  para  adulterar  su  esen- 


EL   LIRISMO    EN    LA   POESÍA   FRANCESA         359 

cia,  aplicándolas  a  los  usos  domésticos  de  la  bene- 
ficencia, la  politica,  el  progreso,  la  redención  del 
género  humano,  y  sabe  Dios  cuántas  cosas  más. 
Y  la  redención  del  género  humano  consiste  en  que 
haya  individualidades,  y  que  libremente  se  des- 
envuelvan, y  realicen  lo  que  son  por  mandato 
divino.  Como  decía,  Musset  no  se  metió  en  poé- 
tica ni  por  valor  de  un  ochavo,  y  cuando  la  bú- 
hente juventud  desapareció  a  lo  lejos,  no  la  quiso 
sustituir  por  los  ruidos  de  la  calle  y  las  vocife- 
raciones de  la  tribuna. 

Y  quizá  a  fuerza  de  oír  repetir  que  la  obra  del 
poeta  y  del  soñador  es  vana,  un  día  grita  Musset : 
"Tres  veces  feliz  el  hombre  cuyo  pensamiento 
se  escribe  con  el  filo  del  sable  o  de  la  espada !  ¡  Có- 
mo despreciará  a  los  soñadores  insensatos  que 
modelan  en  fango  vil  una  fantástica  figura !  Nada 
es  el  pensamiento  ante  la  acción".  Declaraciones 
que  parecerían  extrañas  si  la  lectura  de  todo  Mus- 
set no  nos  demostrase  que  no  es  el  pájaro  trina- 
dor  e  inconsciente,  dedicado  sólo  a  gorjear  ende- 
chas amorosas,  sino  con  frecuencia  el  Jorge  Man- 
rique, pensador  y  meditador  de  los  aspectos  del 
destino  humano,  aun  cuando  su  buen  gusto  y  su 
poética  coquetería  le  lleven  a  disfrazar  lo  grave 
de  la  consideración  continua  de  la  vida  y  de  la 
muerte. 

Una  coquetería  análoga  es  la  que  le  impide  es- 
clavizarse a  la  rebusca  de  la  perfección  en  la  for- 
ma. Hay  algo  de  la  forma,  de  Alfredo  de  Musset, 
porque  desde  que  asoma  la  escuela  parnasiana,  y 
ya,  al  fundar  Gautier  la  del  arte  por  el  arte,  y  du- 
rante ese  período  de  desestimación  que  sufren  to- 


360  t.    PARDO   BAZÁN 

dos  los  triunfadores  (al  mudar  la  piel  la  genera- 
ción nueva),  fué  moda  considerar  a  Musset  como 
un  poetilla  incorrecto,  para  grisetas  y  estudiantes 
del  barrio  latino.  No  ^piensa  asi  Teodoro  de  Ban- 
ville,  el  técnico  por  excelencia,  cuando  afirma  que 
la  incorrección  de  Musset  es  voluntaria,  y  que 
siendo  hasta  muy  sabio  versificador,  se  finge  des- 
cuidado e  inocente,  para  hacer  una  jugarreta  a 
los  rimadores  excesivamente  rebuscados  y  limados. 

Tan  persuadido  está  Banville  de  lo  injusto  de 
la  censura  a  Musset  en  este  respecto,  que,  a  título 
de  conquista  de  la  poesía  francesa  sobre  el  arte 
extranjero,  cita  la  estrofa  de  seis  versos  o  sexti- 
na que  emplea  Musset,  por  ejemplo,  en  el  canto 
a  la  Malibran.  Alábale  también  por  haber  sabido 
apropiarse  el  ritmo  del  alejandrino,  en  el  admi- 
rable canto  primero  de  Rolla. 

Como  quiera  que  sea,  el  elemento  técnico  no 
es  lo  que  interesa  en  Musset.  Le  tienen  sin  cui- 
dado la  rima  rica,  el  epíteto  escogido,  el  artificio 
poético,  en  que  sobresalieron  Gautier  y  Hugo. 
No  consideró,  en  el  arte,  lo  que  hay  de  artificio, 
lo  que  nunca  puede  ser  espontáneo.  La  espon- 
taneidad, la  sinceridiad  consigo  mismo,  eran  ten- 
dencias dominantes  en  Musset;  y  lo  dejó  dicho 
en  La  copa  y  los  labios:  "Malas  son  mis  rimas. 
No  tengo  sistema  alguno;  me  ha  parecido  siem- 
pre vergonzoso  el  ripio ;  a  los  poetas  que  lo  usan, 
los  comparo  a  ebanistas".  Esto,  y  "beber  en  su 
vaso",  aunqite  el  vaso  fuese  diminuto,  es  el  pro- 
grama poético  de"  Musset. 

Y  su  programa  ha  sido  el  mejor,  como  lo  son 
todos  los  programas  que  responden  a  la  natura- 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   ERANCESA        361 

leza;  la  critica  hoy  lo  reconoce,  declarando  que 
hubiese  sido  grave  error  pulimentar  Las  noches^ 
y  que  en  Musset,  la  naturalidad  fué  el  más  sabio 
artificio.  De  poco  le  hubiese  servido  resucitar  los 
antiguos  metros  y  los  poemitas  de  forma  fija, 
usados  en  el  siglo  XVI,  labor  a  que  otros  se  dedi- 
caron. 

Teófilo  Gautier  dijo  de  si  mismo  que  él  era 
un  hombre  para  quien  existía  el  mundo  exterior. 
Musset  podría  decir:  "Yo  soy  un  hombre  para 
quien  existe  buena  parte  del  mundo  interior*'.  Y 
razón  tuvieron  ambos.  De  suprimir  alguno  de  es- 
tos mundos,  acaso  suprimiéramos  al  que  realmen- 
te fundó  el  Parnaso,  la  belleza  formal,  la  aspira- 
ción a  la  perfección,  lo  cual  lleva  en  sí  elementos 
hasta  de  prosaísmo. 

Musset,  diré  resumiendo,  fué  más  poeta,  y  los 
que  aspiraron  a  la  perfección,  más  artistas,  título 
que  a  Musset  se  le  ha  negado.  Verdad  es  que,  en 
esto,  va  acompañado  de  Lamartine  y  Víctor  Hu- 
go. Ninguno  de  ellos,  en  opinión  de  un  críti- 
co sagaz,  Mauricio  Spronck.  autor  de  Artistas  li- 
terarios, puede  aspirar  al  dictado  de  artista. 

Los  que  deseen  leer  a  Alfredo  de  Musset,  de- 
Iben  hacerlo  en  cualquiera  de  las  infinitas  edicio- 
nes completas  que  se  han  publicado  en  lengua 
francesa,  porque  este  poeta,  tan  galo,  tan  nacio- 
nal en  el  fondo,  pierde  mucho  al  ser  traducido. 
Hay  una  buena  edición  de  Charpentier,  en  un  vo- 
lumen, que  contiene  hasta  las  poesías  postumas. 
Para  formarse  idea  de  él,  debe  acudirse  a  Sainte 
Beuve,  en  sus  Coloquios  del  lunes  y  sus  Retratos 
contemporáneos;  a  la  biografía  que  nos  ha  dejado 


362  E.    PARDO   BAZÁN 


SU  hermano  Pablo,  publicada  en  París,  en  1877; 
a  Arvéde  Barine,  en  su  Alfredo  de  Musset,  en  la 
Colección  de  los  grandes  escritores  franceses;  a 
Fernando  Brunetiére,  en  la  Evolución  de  la  poesía 
lírica  (lección  7.")  y  la  Evolución  de  la  poesía  dra- 
mática (conferencia  15/)  y  a  León  Séché  en  Al- 
fredo de  Mnsset  (1907,  dos  volúmenes). 


XXIV 

Gustavo  Plaubert.  Su  biografía.— Bs  un  romántico  y  un  de- 
voto de  la  forma  con  fond  >  de  observación  pesimista.— L,a 
sátira  contra  el  lirismo.— "Ma dame  Bovary".  Examen  de 
esta  obra.— La  objetividad  de  Plaubert.-  Por  qué  nuestra 
época  no  puede  producir  arte  popu ■  ar.— Bibliografía. 

Gustavo  Flaubert  nació  en  Ruán,  el  año  182 1. 
Había  muchos  médicos  en  su  familia,  pero  no 
quiso  seguir  la  carrera.  Como  es  frecuente,  em- 
pezó por  hacer  versos.  No  se  contó,  sin  embargo, 
en  el  número  de  los  que  se  ensayan  en  periódicos. 
Cabe  afirmar  que  no  tuvo  juventud  literaria.  Suo 
primeras  armas,  las  hizo  a  los  treinta  y  seis  años, 
publicando  Madama  Bovary. 

Habiendo  heredado  una  modesta  holgura,  pudo 
seguir  sin  lucha  la  corriente  de  sus  aficiones.  Era 
hombre  de  fuerte  complexión,  pero,  desde  sus  pri- 
meros años,  epiléptico.  Su  naturaleza  moral  esta- 
ba viciada  por  una  especie  de  desequilibrio  ro- 
mánticp,  su  modo  de  discurrir  era  siempre  para- 
dójico, y,  digámoslo  de  una  vez,  en  opinión  de  sus 
mayores  apasionados  y  amigos,  carecía  Flaubert 
de  sentido  común.  Gustábale  desarrollar,  en  voz 
estentórea  y  con  gritos  feroces,  tesis  exageradas, 
y  hasta  hay  quien  escribe  absurdas ;  le  encantaba 
vestirse  con  ropajes  estrambóticos,  de  turco,  ma- 
meluco y  calabrés,  para,  decía  él,  y  perdónese  el 
bárbaro  galicismo,  epatar  a  los  burgueses.  En  lo 
cual  veo,  a  distancia,  un  reflejo  del  chaleco  rojo 


364  E.    PARDO   BAZÁN 


de  Gautier,  en  el  estreno  de  fíernani.  Por  tales 
detalles  de  su  vida,  y  por  lo  que  no  es  difícil  ad- 
vertir en  sus  mismas  obras,  Flaubert  es  un  reza- 
gado del  romanticismo,  y  lleva  en  las  venas  eso 
que  llamó  Zola  el  cáncer  romántico,  al  cual  pocos 
se  sustraen,  aun  en  medio  de  la  época  de  transi- 
ción y  del  período  naturalista. 

Siendo  Flaubert,  en  el  fondo,  un  burgués  bueno 
y  sencillo,  como  aquellos  a  quienes  quería  epatar, 
y  no  teniendo  nada  de  la  sustancia  romántico-aris- 
tocrática de  los  Chateaubriand  y  los  Vigny,  se  le 
hubiese  dado  un  disgusto  si  se  le  hiciese  convenir 
en  estas  verdades,  a  él,  que  en  el  colegio  dormía 
con  un  puñal  bajo  la  almohada,  y  un  día  quiso 
dar  de  puñaladas  o  acogotar  a  Luisa  Colet,  y  se 
contuvo  porque  "creyó  sentir  crujir  bajo  su  cuer- 
po el  banquillo  de  los  criminales".  En  tales  ba- 
rras, por  cierto,  no  se  había  parado  Antony. 

Siempre  habrá  que  mirar  estos  casos  como  inci- 
dentales en  la  vida  de  Flaubert,  que,  así  como  sus 
antecesores  se  encerrarían  en  el  laboratorio,  se 
encerró  en  el  trabajo  literario,  mirando  con  indi- 
ferencia los  demás  fines  de  la  vida.  Toda  ella 
transcurre  así,  pendiente  de  un  capítulo  en  que 
invierte  dos  o  tres  meses,  perfeccionando  deses- 
peradamente el  estilo,  evitando  las  asonancias,  y 
no  pudíendo  avenirse  a  colocar  dos  genitivos  en 
un  mismo  período. 

Y,  por  este  'culto  de  la  perfección,  no  de  la  seca 
perfección  del  estilo  clásico,  sino  de  una  perfec- 
ción íntima,  férvida,  que  da  a  su  estilo  la  consis- 
tencia del  tronco  de  cedro  que  flota  en  la  amargura 
de  los  mares,  ya  está  Flaubert  fuera  de  la  hues- 


EL   LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         365 

te  (Í€  los  románticos  puros.  Algunos  de  éstos,  jus- 
to es  decirlo,  atendieron  a  la  técnica,  y  sabemos 
que  Gautier,  por  los  cañiinos  de  la  técnica  y  por 
el  dogma  de  la  perfección  y  la  impecabilidad,  ini- 
ció la  desorganización  del  romanticismo  como  es- 
cuela. La  influencia  de  Gautier  sobre  Flaubert  va 
más  allá  del  reflejo  del  famoso  chaleco:  es  la  doc- 
trina del  arte  por  el  arte  lo  que  involuntariamen- 
te Flaubert  siguió. 

Hay  que  considerar  en  Flaubert  una  dualidad 
persistente  toda  la  vida,  y  que  él  reconocía  y  con- 
fesaba: el  romántico  por  naturaleza  y  el  devoto 
de  la  forma,  con  fondo  de  observación  pesimis- 
ta. La  devoción  de  la  forma  era  la  base  de  las  pa- 
radojas que  desenvolvía  en  las  tertulias  del  do- 
mingo, en  su  modesta  asa  de  París,  ante  Gau- 
tier, Zola,  Feydeau,  Taine  y  los  Goncourt  que 
eran  asiduos  concurrentes.  Hartábase  de  repetir 
que,  fuera  del  arte,  no  hay  en  el  planeta  sino  ig- 
norancia ;  que  Nerón  es  el  hombre  culminante  del 
mundo  antiguo  (el  neronismo  es  una  de  las  sub- 
tendcncias  del  decadentismo,  o  por  lo  menos  uno 
de  süf*^ temas  favoritos)  y  que  el  artista  no  ha  dt 
tener  patria  ni  religión.  Respecto  a  la  patria,  con- 
viene advertir  que  Flaubert,  ante  la  invasión,  pro- 
bó grandes  sufrimientos  de  patriota.  Hay  cosas 
de  que  se  reniega  fácilmente  en  una  reunión  á 
intelectuales,  pero  que  no  se  arrancan  así  como 
quiera:  tienen  muy  larga  raíz. 

Termino  la  sucinta  reseña  de  la  vida  de  Flau- 
bert, recogiendo  estos  datos:  no  quiso  ser  de  la 
Academia,  rehusó  la  cruz  sencilla  que  como  úni- 
ca recompensa  le  daban ;  empobreció  a  última  hora 


366  K.   PARDO  BAZÁN 


por  haber  venido  en  ayuda,  generosamente,  al 
marido  de  su  sobrina;  hubo  de  aceptar,  para  vi- 
vir, un  empleillo  en  una  Biblioteca,  y  murió  de 
un  ataque  epiléptico,  de  los  que  con  relativa  fre- 
cuencia sufría.  Su  pueblo,  Ruán,  que  en  vida  le 
había  mirado  poco  menos  que  como  a  un  ser  es- 
trafalario, cuya  facha  hace  reir,  persistió  en  des- 
conocerle y  no  le  acompañó  al  cementerio. 

Los  diversos  elementos  del  alma  de  Flaubert 
se  revelan  en  su  primer  obra,  y  yo  diría  la  mejor, 
si  Salamhó  no  existiese  y  me  hiciese  dudar;  se 
revelan,  digo,  en  Madama  Bovary.  Este  libro,  por 
tantos  respectos  magistral,  es  la  sátira  del  lirismo, 
como  fué  el  Quijote  la  sátira,  no  de  los  libros  de 
caballerías,  sino  de  un  ideal  caballeresco  de  la 
Edad  Media;  pero  la  misma  oculta  y  misteriosa 
devoción  que  hay  en  Cervantes  por  ese  ideal  bur- 
lado, hay  en  Flaubert  por  el  que  satiriza.  La  ima- 
ginación, el  corazón  de  Flaubert,  ni  un  momento 
dejan  de  estar  de  parte  de  su  heroína  romántica. 

Como  sabemos,  el  tipo  de  la  ''incomprendida'" 
que  parte  de  Jorge  Sand,  había  sido  estudiado  por 
Balzac  varias  veces.  Al  insistir  Flaubert  en  este 
tipo,  que  ni  aun  tenía  el  mérito  de  la  novedad,  ci- 
fró la  enfermedad  del  lirismo,  no  en  una  mujer 
intelectual,  no  en  una  señora  de  alto  copete,  que 
acepta  una  moda  impuesta  por  grandes  escritores 
de  alma  orgullosa,  los  Chateaubriand  y  los  Byron . 
sino  por  una  pueblerina  que  no  reside  en  castillos 
ni  da  el  tono  en  ciudades  de  provincia,  sino  que 
se  mueve  en  el  círculo  más  prosaico,  pero  cuyo 
espíritu  adivina  los  lirismos,  y  las  elegancias,  y 
los  sentimentalismos  y  las  ironías  de  los  tempera- 


El*   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         367 

>entos  refinados,  que  sin  un  sentido  poético  no 
conciben  la  existencia. 

Emma  Bovary  es  una  señorita  de  lo  más  mo- 
lesto de  la  clase  n^edia,  que  ha  recibido  educa- 
ción algo  escogida  en  un  colegio  y  se  ha  casado 
con  un  médico  de  partido.  Algo  afinada  por  la 
-nstrucción,  Emma  es  de  suyo  mujer  de  gustos 
lelicados  y  de  sentidos  vibrantes ;  más  espiritual, 
con  todo,  que  sensual ;  soñadora,  y  de  impresio- 
nable y  plástica  fantasía,  aspirando,  como  dice 
Sainte  Beuve,  a  una  existencia  más  elevada,  más 
escogida,  más  brillante,  de  la  que  le  ha  tocado  en 
suerte.  Reconoce  el  sagaz  crítico  (que  ha  sido  tan 
motejado  de  duro,  y  hasta  de  incomprensivo,  con 
la  labor  de  Flaubert)  que  Emma  no  sucumbe  a 
su  tedio,  sin  haberlo  combatido  día  por  día;  y 
confiesa  que,  en  anáhsis  finísimo,  con  la  misma 
delicadeza  que  en  la  novela  más  íntima  de  anta- 
ño, estudia  Flaubert  la  lenta  invasión  del  mal  en 
el  alma  de  la  romántica,  bajo  la  desorganizadora 
icción  del  aburrimiento  y  de  la  prosa  que  la  abru- 
man por  todas  partes. 

Pero  si  Emma,  en  sus  ensueños  de  poética  fe- 
licidad, se  parece  a  las  demás  heroííias  líricas  y 
anhela  lo  mismo  que  ellas,  hay,  en  el  terrible  es- 
tudio de  Flauliert,  un  aspecto  que  también  Bal- 
zac,  había  visto,  pero  que  Flaubert  fijó  y  grabó 
en  un  episodio  de  los  más  felices:  el  de  la  invi- 
"  ación  que  Emma  recibe  y  acepta  para  una  fiesta 
del  gran  mundo,  la  comida  y  baile  en  el  castillo 
de  la  Vaubyessard,  fecha  que  cava  en  la  vida  de 
^a  mujer  del  médico  un  gran  hoyo,  de  los  que 
libre  el  rayo  en  una  sola  noche. 


^6S  Ü.    PARDO   BAZÁN 


Respira  Emma,  en  el  fatal  sarao,  las  emanacio- 
nes del  lujo  y  de  la  alta  sociedad,  y  queda  como 
emponzoñada.  En  otras  épocas,  la  disciplina  so- 
cial sujetaba  a  la  mujer  a  la  esfera  en  que  había 
nacido,  sin  que  puedan  citarse  contra  esta  verdad 
histórica  más  que  excepciones  siempre  contadas, 
un  capricho  regio  que  hace  una  favorita  de  una 
muchacha  de  origen  tan  popular  como  la  Duba- 
rry:  y  el  hecho  nunca  dejó  de  causar  escándalo. 
La  Revolución,  el  Imperio  mismo,  con  sus  prin- 
cesas y  mariscalas  sin  abolengo,  pero  encumbradas 
de  repente,  contribuyeron  a  la  profunda  subver- 
sión social,  y  si  para  el  hombre  esta  subversión 
tomó  la  forma  de  acceso  a  todos  los  puestos,  para 
la  mujer  revistió  la  de  derecho  a  todas  las  elegan- 
cias, lujos  y  exquisiteces,  sin  más  cortapisa  que 
la  de  poder  o  no  costearlos.  He  aquí  un  problema 
a  que  parece  muy  indiferente  la  autora  de  Valen- 
tina, que  se  vestía  con  poco  dinero  y  desdeñaba  el 
trapo,  el  trapo,  rey  de  la  existencia  femenina  en 
nuestros  días.  Desde  la  Revolución,  como  he  di- 
cho, se  rompen  las  vallas  sociales,  se  desestanca 
el  lujo  y  van  calentándose  cada  vez  más  las  ca- 
bezas femeniles,  en  el  pugilato  de  lo  que  acrece  la 
hermosura  o  el  atractivo  del  sexo.  La  mujer  se 
desvive  por  reinar  femeninamente,  por  empare- 
jar con  lo  más  encopetado  de  las  demás  mujeres,  y 
ese  afán,  no  necesitaré  decir  cómo  cunde,  cómo 
no  ha  cesado  de  extenderse  y  las  formidables  pro- 
pordones  que  reviste,  en  los  países  donde  el  oro 
se  conquista  y  gana.  Y  no  es  el  lujo  en  sí;  es  el 
lujo  como  manera  de  entrar  en  círculos  cada  día 
más  elevados,  lo  que  Emma  quisiera  poseer,  para 


EL    LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         369 

que  SU  existencia  no  saliese  nunca  de  ese  centro 
aristocrático  y  mundano  en  que  por  azar  penetra 
un  día.  En  el  lenguaje  impuro  e  híbrido  de  la  ac- 
tualidad, la  infección  que  coge  Emma  en  la  fiesta 
a  que,  en  mal  hora  la  invitan,  se  nombrajia  esno- 
bismo agudo,  que  ataca  a  una  cursi  de  aldea,  gua- 
pa y  con  disposiciones  para  lucir. 

Los  lectores  que  no  ahondan,  ven,  sencillamen- 
te, en  Emma  Bovary  una  esposa  infiel  más,  de  las 
innumerables  que  en  la  novela  encontramos ;  pero, 
mejor  mirado,  es,  sobre  todo,  una  criatura  humi- 
llada y  mortificada  por  la  posición  social  que  ocu- 
pa, y  que  trata  de  salir  de  ella  por  cuantas  puertas 
ve.  Este  instinto  de  la  elevación,  tan  marcado  en 
los  héroes  líricos,  no  lo  echó  en  olvido  Cervantes, 
y  su  Caballero  de  la  Triste  Figura,  por  redento- 
rista  y  humanitario  que  sea,  y  reconocedor  hasta 
exagerado  de  la  universal  dignidad  humana,  no 
deja  de  soñar  con  ínsulas  y  reinos,  y  hasta  impe- 
rios, ni  de  hallarse  en  su  esfera,  él,  pobre  hidal- 
güelo  de  aldea,  entre  proceres  y  magnates,  ni  de 
recordar  a  cada  momento  la  diferencia  entre  su 
condición  y  la  de  Sancho,  villano  y  escudero. 

A  la  aspiración  a  salir  de  su  prosa,  ya  que  no 
por  medio  de  la  altura  social,  para  ella  inaccesible, 
al  menos  por  medio  de  la  poesía,  responden  los 
anhelos  de  Emma  Bovary,  de  huir  en  una  silla  de 
posta,  a  comarcas  distantes,  a  grandes  ciudades 
en  que  el  arte  y  la  historia  tienen  su  asiento.  A  me- 
dida que  se  da  cuenta  de  que  su  marido,  excelente 
muchacho  que  la  adora,  no  tiene  capacidad  para 
hacer  carrera,  para  sacarla  del  poblacho  donde 
"  consume,  Emma  va  gradualmente  desprecián- 

24 


370  E.    PARÓO   BAZÁN 


dolé.  Con  tal  compañero,  se  ve  condenada  a  no 
salir  del  lugarón,  a  vegetar  siempre  ante  la  botica 
del  grotesco  Homais,  entre  la  gente  simplona  de 
lonville.  Y  por  tedio,  más  que  por  otros  estímulos, 
Emma  cae;  y  desde  la  primera  caída,  la  enferme- 
dad lírica  se  desenvuelve  como  un  caso  clínico, 
cuyo  desarrollo  anota  el  novelista,  iba  a  decir  el 
médico,  con  rigurosa  exactitud.  Avivado  por  la 
exaltación  de  los  sentidos  y  las  fantasmagorías 
románticas  de  la  imaginación,  el  instinto  del  lujo 
se  desborda  y  conduce  al  derroche,  a  la  trampa. 
Llega  un  momento  en  que  no  puede  hacer  frente 
a  la  situación ;  las  últimas  nociones  morales  se  bo- 
rran; capaz  sería  hasta  de  robar,  por  desembara- 
zarse del  acreedor,  del  usurero ;  pero  Emma  nun- 
ca sería  capaz,  en  cambio,  de  la  tacañería  misera- 
ble de  los  dos  hombres  a  quienes  tanto  quiso  y 
que  rehusan  salvarla  sacrificando  unas  monedas. 
Aun  en  medio  del  desorden  de  su  vida,  Emma  no 
haría  nada  pequeño,  nada  vil;  pudiera  salir  del 
apuro  con  una  gran  vileza ;  y  no  la  comete.  Algo 
de  la  grandeza  del  lirismo  hay  en  este  carácter  de 
mujer,  y  lo  hay  hasta  el  último  día,  hasta  su  ago- 
nía horrible,  cuando,  pisoteado  y  en  ridículo  el 
ensueño,  resuelve  morir,  y  come  arsénico  a  pu- 
ñados. 

El  autor  de  Madama  Bovary  no  ha  perdonado 
ningún  desencanto  a  su  heroína,  no  le  ha  ahorra- 
do ningún  género  de  desilusión,  como  Cervantes 
no  perdonó  a  su  héroe  ni  las  pezuñas  en  la  aven- 
tura cerdosa,  ni  los  yangüesés,  ni  uñas  de  gatos, 
ni  mofa  de  dueñas  y  pajes,  ni  pedradas  de  galeo- 
tes. No  quiero  equiparar  el  lirismo  puro,  amadi- 


Elv   LIRISMO    EN   LA   POKSÍA   FRANCESA         3/1 

siáco,  de  Don  Quijote,  con  el  lirismo  bastardeado 
de  Emma  Bovary.  Hay  un  mundo  entre  ambos 
tipos;  pero  el  ideal,  aun  profan&do  y  torcido, 
siempre  proyecta  luz,  y  Emma  Bovary  lleva  esa 
aureola  en  medio  de  sus  yerros  y  su  alucinación, 
tan  bien  razonada  por  el  autor  y  tan  explicable. 
si  no  justificable,  dentro  de  las  corrientes  gene- 
rales de  la  sociedad.  No  soy  propensa  a  echar  a 
la  sociedad  la  culpa  de  todo ;  jamás  fué  de  mi  gus- 
to esta  tesis  favorita  de  Rousseau  y  su  escuela. 
No  obstante,  es  imposible  desconocer  los  casos  en 
que  el  ambiente  social  tiene  parte  de  culpa  como 
diez,  y  como  uno  solamente  el  individuo.  Si  la  so- 
ciedad crea  a  la  mujer  una  situación  excepcional, 
distinta  de  la  del  hombre;  si  da  a  éste  mayores 
facilidades  para  abrirse  camino,  y  no  le  presenta, 
socialmente  hablando,  obstáculos  para  su  libre  des- 
envolvimiento ;  si  en  cambio,  señala  a  la  mujer 
como  esfera  propia,  en  la  cual  ha  de  encerrarse, 
que  ha  de  ser  su  único  campo  de  acción,  la  del  lujo 
y  coquetería,  el  recordar  que  las  cosas  son  así,  que 
Emma  Bovary,  como  toda  mujer,  se  ve  acorrala- 
da, podrá  servir  de  atenuante  a  las  transgresiones 
morales  de  su  conciencia. 

Teniendo  yo  la  convicción  de  que  la  idea  de 
Flaubert,  en  Madama  Bovary,  fué  la  sátira  del 
lirismo  dentro  del  más  minucioso  y  ahincado  es- 
tudio de  la  realidad,  es  decir,  sin  seguir  el  proce- 
dimiento juvenalesco  de  mirar  por  vidrio  de  au- 
mento los  errores,  los  vicios  y  las  debilidades  so- 
ciales, sino  conservándoles  sus  proporciones,  con 
diseño  y  colorido  justo  y  vigoroso;  y,  además  de 
la  sátira  del  lirismo — el  cual,  desde  el  castillo  de 


372  E.    PARDO   BAZÁN 


Combourg  y  las  regiones  sugestivas  del  Nuevo 
Mundo,  había  descendido  hasta  lonville,  y  comu- 
nicado el  contagio  de  las  almas  excepcionales  a  las 
que  no  podían  aspirar  a  serlo — ,  la  sátira  de  es- 
tados sociales  tal  vez  más  peligrosos,  por  alcanzar 
a  la  mayoría  de  las  mujeres,  y  por  tanto,  al  ho- 
gar y  a  la  familia  teniendo,  digo,  la  convicción  de 
que  este  libro,  que  no  asusta  sino  porque  es  verda- 
dero y  artístico  a  la  vez,  es  muy  sano  y  ejemplar, 
para  quien  pueda  aprovecliar  la  lección  nada  re- 
cóndita que  encierra,  me  hubiese  sorprendido  ver 
que  persiguió  a  su  autor  la  justicia  y  que  fué  lle- 
vado ante  los  tribunales,  si  algo  pudiese  sorpren- 
der nunca  en  la  manera  que  de  entender  la  litera- 
tura tienen  las  greyes.. No  hay  cosa  peor  definida 
que  esta  de  la  moralidad  de  los  libros ;  y,  por  otra 
parte,  reconozco  que .  cuando  los  libros  son  tan 
fuertes,  tan  impregnados  de  esencia  de  verdad, 
como  Madama  Bovary,  sii  mismo  vigor  contribu- 
ye a  alarmar,  a  que  los  pusilánimes  vean  en  ellos 
un  peligro. 

Por  su  carácter  de  sátira  lírica,  y  por  su  inspi- 
ración íntimamente  realista,  Madama  Bovary  pu- 
do inspirar  la  frase  de  Anatolio  France,  al  llamar 
a  Flaubert  el  San  Cristóbal  gigante  de  las  letras 
francesas,  que  las  pasó  de  una  orilla  a  otra,  del 
romanticismo  al  naturalismo.  La  imagen  es  doble- 
mente exacta,  por  cuanto  sabemos  que.  Flaubert 
tiene  un  pie  en  lo  romántico  y  otro  en  lo  positivo 
y  experimental,  por  lo  cual  Sainte  Beuve  excía- 
maba,  hablando  de  él:  "Anatómicos. y  fisiológicos^ 
¡que  os  he  de  encontrar  en  todas  partes!"  Brune- 
tiére,  crítico  en  extremo  severo  con  Flaubert,  y 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         373 

en  general  con  la  escuela  que  de  él  procede,  reco- 
noce, sin  embargo,  las  singulares  cualidades  del 
libro,  y  aun  proclama,  de  acuerdo  con  France,  que, 
en  la  historia  de  lo  novela  francesa,  señala  el  fin 
de  un  período  y  el  nacimiento  de  otro.  Distingue 
Brunetiére  entre  la  oportunidad  que  consiste  en 
seguir  ciegamente  los  caprichos  de  la  moda ;  y  la 
que  estriba  en  "reconocer  por  instinto  el  estado 
actual  del  arte,  y  satisfacer  sus  legítimas  exigen- 
cias". 

El  romanticismo  había  muerto,  y  el  realismo  de 
Alürger  y  de  Chamfleury,  que  mejor  debiera  lla- 
marse el  vulgarismo,  no  bastaba.  ''Se  esperaba  a* 
go,  y  lo  que  apareció,  fué  Madama  Bovary"  Y 
as^rega  el  mismo  eminente  crítico,  cuyo  testimo- 
nio prefiero  porque  nadie  le  considerará  sospe- 
choso de  blandura  con  Flaubert,  ni  de  indulgen- 
cia con  las  ideas  positivistas,  que  Madama  Bova- 
ry  contenía,  en  justa  proporción,  lo  que  hubiese 
sido  lástima  perder  del  romanticismo,  y  lo  que 
debía  concederse  al  realismo.  '*Si  es  cierto — di- 
ce— que  ha  existido,  desde  hace  algún  tiempo,  un 
constante  esfuerzo  en  la  literatura  de  imagina- 
ción, y  hasta  en  la  poesía,  para  adaptar  más  es- 
trictamente la  invención  literaria  a  lo  vivo  de  la 
realidad,  a  Madam-a  B  ovar  y,  en  gran  parte,  hay 
que  referir  este  movimiento." 

Cuéntase,  no  obstante,  que  Flaubert  escribió 
Madama  Bovary  violentando  sus  naturales  incli- 
naciones, que  le  llevaban  hacia  la  Tentación  de 
San  Antonio  y  Salamhó.  Muchos  críticos  se  pre- 
guntan por  qué,  si  Flaubert  detestaba  lo  moder- 
no, no  sólo  escribió  Madama  Bovary,  sino  La  edu. 


374  ^'    PARDO   BAZAN 

cación  senfiMental  y  Bouvard  y  Pécuchet.  La  ex- 
plicación está  en  esa  misma  antipatía  hacia  lo  ac- 
tual, y  el  propósito  de  satirizarlo,  no  para  corre- 
girlo, pues  no  es  Flaubert  un  moralista  optimis- 
ta, y  considera  irremediables  la  necesidad,  mise- 
ria y  ridiculez  humanas,  y  en  comprobarlas  se  re- 
crea con  goce  acerbo.  El  moralista  optimista,  al 
fustigar,  pretende  enmienda ;  Flaubert,  no.  En  su 
pesimismo,  no  sin  razón  calificado  de  nihilista,  el 
descanso  y  el  triunfo  están  en  las  concepciones 
imaginativas,  como  Salamhó,  donde  hay  más  gran- 
deza. No  sólo  prefería  esta  novela  a  Madama  Bo- 
vary,  sino  que  a  Madama  Bovary,  harto  de  que 
se  la  elogiasen,  le  aplicaba,  en  sus  diatribas  con- 
tra todo,  el  pestífero  vocablo  atribuido  a  Cam- 
bronne. 

Algo  semejante  sucedía  a  otro  epiléptico  genial, 
nuestro  don  José  Zorrilla,  con  el  Tenorio,  que  le 
enfurecía  ver  antepuesto  a  sus  demás  obras.  Sólo 
que  el  enojo  de  Zorrilla  contra  su  gallardo  Bur- 
lador se  fundaba  en  que  un  editor  lo  había  com- 
prado muy  barato  y  sacaba  de  él  millones.  No  su- 
cedía lo  mismo  a  Flaubert.  asaz  indiferente  al  di- 
nero. Lo  que  le  enojaba  era  que  en  Salamhó  te- 
nía cifrada  una  ilusión  de  poesía  romántica,  y  que 
en  el  fondo  (igual  que  varios  pontífices  del  natu- 
ralismo) romántico  fué  la  vida  entera. 

Uno  de  los  caracteres  esenciales  de  Flaubert,  en 
su  crítica  del  lirismo,  es  lo  que  se  ha  llamado  su 
objetividad.  Los  líricos  sacaban  la  obra  de  sí  mis- 
mos; Flaubert,  aunque  romántico  por  la  fantasía, 
supo  salir  de  la  cáYcel  interior  y  entrar  en  la  rea- 
lidad, que  me  atrevo  a  calificar  de  épica  y  de  his- 


I 


El.   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         375 

tórica,  con  firme  pie.  Aquélla  solidez  del  terreno 
a  que  decía  aspirar  la  consiguió.  Supo  hasta  evi- 
tar los  escollos  de  la  tesis;  sin  duda,  que  Mada- 
ma B  ovar  y  prueba  algo ;  i>ero  lo  prueba  por  su  so- 
lo vigor  íntimo,  sin  que  el  autor  intente  corregir 
ni  persuadir  de  cosa  alguna.  Más  bien  que  de  que- 
rer moralizar,  pudiera  acusarse  a  Flaubert,  y  se 
le  ha  acusado,  de  impasibilidad  marmórea  ante  el 
espectáculo  de  la  vida  humana.  En  esta  impasi- 
bilidad fué  el  precursor  de  muchos  insignes  ar- 
tistas, y  señaladamente  de  Leconte  de  Lisie.  Y 
tal  impasibilidad  le  ha  situado  igualmente  fuera 
de  la  escuela  lírica,  .que  alardeaba  de  lo  contra- 
rio, de  mostrar  al  primero  que  llega  las  heridas 
del  corazón.  Sin  embargo,  no  todos  los  grandes 
líricos  lo  entendieron  asi.  El  poeta  Alfredo  de 
Vigny  difiere  mucho,  por  ejemplo,  de  otro  lírico 
como  Alfredo  de  Muset;  pero  siempre,  en  el  he- 
cho de  exponer  su  propia  sensibilidad,  difiere  de 
Flaubert  más  aún,  y  no  digamos  de  un  Leconte 
de  Lisie,  que  entiende  que  el  poeta  debe  ver  las 
cosas  humanas  como  las  vería  un  dios  desde  lo 
alto  de  su  Olimpo. 

Tal  concepción  del  arte  procede  de  las  teorías 
de  Teófilo  Gautier ;  es  la  concepción  estética  por 
excelencia. 

Jorge  Sand,  ante  tales  principios,  se  indignaba, 
protestaba.  ¿  Qué  arte  era  ese,  sólo  para  iniciados  ? 
El  arte  se  hace  para  todo  el  mundo,  y  en  especial 
se  dirige  al  corazón  de  las  multitudes.  Sin  saberlo, 
la  discusión  de  Jorge  Sand  y  Flaubert  sobre  tal 
tema  encerraba  el  problema  transcendental  del  fin 
del  arte  y  de  su  relación  con  la  sociedad,  en  cuyo 


3/6  E.    PARDO    BAZÁN 


seno  ha  de  brotar,  y  crecer,  y  ramificarse  y  exten- 
derse, o  encerrarse,  altivo  e  ignorado,  en  el  templo 
solitario,  en  la  marfileña  torre.  De  Gautier,  al  tra- 
vés de  Flaubert,  tan  intenso  artista  igualmente, 
sale  una  escuela  que  tiene  más  garantías  de  dura- 
ción y  fuerza,  por  lo  mismo  que  limita  la  libertad 
de  la  inspiración,  y  se  funda  en  contados  princi- 
pios de  evidencia  y  claridad  innegable.  La  multi- 
tud no  sirve  para  adaptarse  al  arte;  el  arte  no  es 
susceptible  de  vulgarización ;  cuanto  más  al  al- 
cance de  las  masas  quiera  ponerse,  más  habrá  de 
rebajar  su  nivel;  en  suma,  el  arte  es  incompatible 
con  las  democracias  populares  basadas  en  el  régi- 
men político  de  lo  que  se  entiende  por  igualdad. 
Porque  sí  es  cierto  que  existe  un  arte  popular,  o 
que  existió,  mejor  dicho,  era  fruto  justamente  de 
la  organización  social,  que  hacía  del  pueblo  un  niño 
con  alma  de  gigante;  era  fruto  de  las  edades  he- 
roicas y  los  siglos  creyentes  y  de  mórbida  sensibi- 
lidad. Hoy  el  arte  no  nace  del  pueblo — esío  es  cosa 
demostrada — ,  y  tampoco  logra  penetrar  en  él.  La 
suposición  de  que  el  pueblo  llegue  a  tal  plenitud 
de  cultura  o  de  afinación  de  gusto,  que  para  él 
pueda  hacerse  arte,  arte  puro,  olímpico,  no  pasa 
de  buen  deseo  y  de  noble  ilusión,  que,  actualmen- 
te, en  nada  se  basaría. 

Y  confirma  lo  ilusorio  de  tal  supuesto  observar 
cómo  el  pueblo,  obreros  y  agricultores,  se  desinte- 
resa cada  vez  más  de  las  cuestiones  artísticas,  y 
en  las  científicas  sólo  ve  lo  aplicable  a  ventajas  que 
anhela  conseguir.  Espoleado  por  el  afán  de  la  rei- 
vindicación económica,  el  pueblo  demuestra  pétrea 
indiferencia  hacia  lo  demás.  Mide  los  valores  li- 


EL    LIRISMO   EN   LA   POESIA   FRANCESA         3// 

terarios  y  artísticos  por  la  adaptación  que  les  su- 
pone a  su  ca-.sa  y  por  las  opiniones  políticas  y  so- 
ciales que  el  artista  profesa,  no  por  la  belleza  ni 
aun  por  la  suma  de  verdad  que  pueden  contener 
sus  obras. 

Y  se  realizaría  la  profecía  de  Renán,  anuncian- 
do la  desaparición  próxima  del  arte,  a  no  existir 
fatalmente,  dentro  de  las  más  caracterizadas  de- 
mocracias, una  aristocracia  en  perenne  gestación 
y  formación,  que  es  la  de  los  individuos  que  por  al- 
gún motivo  se  destacan,  y  una  mesocracia  inteli- 
gente, catadora  de  arte,  eso  que  se  ha  llamado  la 
moyenne  illustrée,  que,  sin  componerse  de  mi- 
llonarios, ni  mucho  menos,  puede  despreocuparse 
un  momento  de  los  problemas  económicos  y  con- 
ceder atención  a  las  cosas  del  arte  y  del  espíritu. 
Según  la  importancia  de  esta  clase  social  y  su  nú- 
mero, prospera,  o  al  menos  se  defiende,  el  arte.  Y, 
sentado  el  principio,  apliquémoslo  a  España,  com_ 
parándola,  verbigracia,  con  Francia,  y  comprende- 
remos por  qué  aquí  el  arte  arrastra  vida  angus- 
tiosa y  no  asegura  la  de  sus  cultivadores. 

Las  obras  de  Flaubert  han  tenido  bastantes  edi- 
ciones (aunque  muchas  menos  que  las  de  Javier 
de  Montepin  o  de  Jorge  Ohnet,  verbigracia).  La 
de  Charpentier  es  siempre  de  las  mejores.  Para 
estudiar  a  Flaubert,  no  sólo  en  Madama  Bovary, 
sino  en  el  resto  de  su  corta  e  intensísima  labor, 
puede  consultarse  el  tomo  XTII  de  las  Pláticas 
del  lunes,  de  Sainte  Beuve ;  el  Estudio  sobre  Flau- 
bert, de  Guido  de  Maupassant ;  los  Recuerdos  li- 
terarios, de  Máximo  du  Camp ;  La  novela  natura- 
lista, por  Fernando  Brunetiére,  1877  Y  1880 ;  La 


378  E.    PARDO  BAZÁN 


crítica  científica,  por  Emilio  Hennequin;  los  En- 
sayos de  psicología  contemporánea,  de  Pablo  Bour- 
get,  1883  ;  la  correspondencia  del  mismo  Flaubert, 
muy  interesante,  donde  una  sobrina  del  novelista 
ha  incluido  unos  Recuerdos  íntimos  (la  obra  cons- 
ta de  cuatro  volúmenes,  1887- 1883)  y,  siempre,  los 
Artistas  literarios,  de  Mauricio  Spronck,  un  criti- 
co muy  sagaz,  que  dejó  las  letras  para  consagrar- 
se a  la  magistratura. 


XXV 

Los  Orleanes  en  la  historia  de  Francia.— Luis  Felipe  de  Or- 
leans  7  su  reinado  de  1830  a  1848.  — El  poeta  Augusto  Bar- 
bier.— Cómo  le  juzgan  Sainte  Beuve  y  Máximo  du  Camp.— 
Los  "Yambos",  la  "Ralea",  el  "Planto".— Examen  de  estas 
obras.— Popularidad  y  decadencia  de  Barbier.— Bibliografía. 


Como  quiera  que  Augusto  Barbier  —  a  pesar 
de  Víctor  Hugo — es  el  representante  más  carac- 
terizado del  lirismo  político  en  su  forma  satírica, 
es  preciso  decir  cuales  fueron  las  circunstancias 
en  que  apareció,  el  momento  que  atravesaba  Fran- 
cia al  darse  a  conocer  este  poeta. 

Enrique  Augusto  Barbier  había  nacido  en  Pa- 
rís, en  1805,  (murip  en  Niza,  en  1882),  y  tenía, 
por  consiguiente,  veinticinco  años,  cuando  ocurrió 
un  suceso  asaz  previsto:  la  Revolución  de  julio, 
qu€  llevó  al  trono  a  los  Orleanes. 

Los  Orleanes  tenían  una  tradición  y  un  sino 
•"atal  a  la  Casa  y  dinastía  de  los  Borbones.  Desde 
su  tronco,  Luis  I,  fundador  de  la  Casa  de  Orleans, 
el  que  incitó  y  dio  nacimiento  a  las  facciones  de 
Armañac  y  Borgoña,  y  murió  asesinado  en  una 
emboscada  en  lo  más  céntrico  de  París;  siguien- 
do por  su  hijo  Carlos,  el  poeta,  que  ensangren- 
tó más  a  Francia  con  las  luchas  de  los  dos  po- 
derosos bandos ;  continuando  por  Gastón  de  Or- 
leans, que  se  pasó  la  vida  entera  intrigando  para 
dividir  y   enflaquecer    a   su   Patria ;    no    o  1  v  i  - 


380  E.    PARDO   BAZÁN 


dando  a  Enrique  de  Orleans,  hermano  de 
Luis  XIV,  a  quien  tantos  historiadores  suponen 
envenenador  de  su  esposa,  la  atractiva  Enrique- 
ta de  Inglaterra;  ni  menos  al  otro  Felipe,  tam- 
bién de  Orleans,  Regente  del  Reino,  ambicioso, 
químico  y  hasta  alquimista,  a  quien  la  voz  públi- 
ca atribuyó  las  súbitas  e  inexplicables  muertes 
del  duque  y  duquesa  de  Borgoña  y  del  Delfín,  la 
acusación  se  repitió  con  insistencia,  pero  la  Corte 
no  le  dio  crédito  y  se  formaron  dos  facciones — 
alrededor  de  los  Orleanes  hubo  facciones  siem- 
pre— ,  una  a  favor  del  Duque  y  otra  que  quería 
quitarle  la  regencia  y  atribuírsela  al  duque  de 
Maine.  Y  cuando  obtuvo,  por  fin,  el  poder  el  Or- 
leans, después  de  hábiles  maniobras,  comenzó  a 
halagar  los  instintos  del  pueblo,  tal  cual  enton- 
ces se  manifestaban.  Es  la  táctica  usual  de  lo:- 
Orleanes,  que,  colocados  siempre,  cual  segundo- 
nes, al  margen  del  trono,  necesitasen  arrostrar 
los  peligros  de  la  popularidad  y  aceptar  sus  re- 
bajamientos. 

En  los  ocho  años  de  la  regencia  de  este  Or- 
leans, la  monarquía  y  la  sociedad  francesa  fueron 
empujadas  a  su  ruina.  La  Revolución  nació  de  la 
Regencia,  tanto  como  de  la  inmoralidad  de 
Luis  XV.  Mal  pudiera  dar  otro  resultado  el  man- 
do de  un  hombre  que  ha  dejado  en  la  Historia 
huella  tal,  que  p..^^  hablar  de  algo  libertino  se 
dice  que  recuerda  las  orgías  de  la  Regencia. 

Transcurrido  algún  tiempo,  aparece  el  Orlean 
más  típico,  el  famoso  Felipe  Igualdad.  Bajo  el 
reinado  de  Luis  XVI,  sucedió  lo  que  bajo  otro- 
tantos ;  el  Duque  de  Orleans  formó  su  partido  en 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA    FRANCESA         38 1 

la  corte,  contra  el  de  la  Reina,  que  no  podía  su- 
frirle :  el  instinto  la  guiaba  bien  en  esto.  La  gue- 
rra de  difamación  a  María  Antonieta,  las  intrigas 
r)ara  agitar  el  espíritu  público,  fueron,  en  gran 
arte,  obra  del  Duque. 

Con  su  abierta  campaña  política  contra  la  cor- 
te, el  duque  de  Orleans  iba  haciéndose  popular, 
tan  popular  que,  en  la  jornada  del  12  de  julio, 
su  busto  fué  paseado  en  triunfo  por  las  turbas. 
Y  era  él  quien  las  excitó  a  asaltar  el  Palacio 
Real,  en  Versalles,  y  él  quien  acaparó  el  trigo 
para  provocar  el  motín  por  falta  de  subsistencias. 
Buscaba,  por  este  y  otros  medios  no  menos  repro- 
bables, la  corona,  que  siempre  los  Orleanes  ha- 
bían visto,  en  sus  sueños,  figurar  en  el  horizon- 
te. Desatada  la  Revolución,  se  lanzó  sin  reparo 
a  su  turbia  corriente,  admitió  oficialmente  el  nom- 
bre de  Felipe  Igualdad,  y,  por  último,  al  ser  juz- 
gado y  sentenciado  Luis  XVI,  votó  por  su  muer- 
te, con  frase  enfática.  Y  bien  pronta  fué  la  ex- 
piación. El  mismo  año  que  vio  caer  la  cabeza  de 
Luis  XVI,  vio  asimismo  la  muerte  de  Felipe 
Igualdad. 

Ahora  bien;  de  este  odioso  personaje  era  hijo 
el  monarca  que  ascendió  en  1830.  En  él,  el  eterno 
sueño  de  la  familia  y  del  nombre  y  título  de  Du- 
que de  Orleans,  se  realizó;  y,  ¿necesitaré  re- 
cordar que  aquí,  en  España,  a  pique  estuvo  de 
realizarse  por  los  manejos  que  presenciamos  del 
duque  de  Montpensier  para  sustituir  a  su  cuñada 
en  el  trono  ? 

El  Monarca  en  quien,  por  fin,  llegó  la  Casa  de 
Orleans  a  la  apetecida  cuanto  breve  posesión  de 


382  E.    PARDO  BAZÁN 


la  diadema,  era  un  hombre  educado  en  el  sistema 
pedagógico  de  Juan  Jacobo  Rousseau,  y,  como 
fiel  a  la  tradición  familiar,  era  muy  avanzado  en 
ideas,  muy  liberal  en  opiniones,  a  pesar  de  la  cruel 
lección  que  hubiese  debido  recoger  del  cadalso 
donde  sucumbió  su  padre.  Cuéntase  del  que  luego 
fué  Luis  Felipe  que,  en  el  monte  de  San  Miguel, 
para  mostrar  su  odio  al  despotismo,  dio  el  primer 
go^pe  para  destruir  la  famosa  jaula,  cruel  prisión 
usada  en  tiempo  de  Luis  XVI;  pero  añade  la 
historia  que  después,  durante  su  reinado,  en  las 
prisiones  del  monte  de  San  Miguel  encerró  a  va- 
rios republicanos  de  los  que  conspiraban.  Los 
reyes  no  pueden  ser  enteramente  populares,  por- 
que no  es  ese  el  papel  que  la  Providencia  les  ha 
señalado. 

Este  Orleans  era  hombre  de  valía,  inteligente  y 
además  instruido,  nada  cobarde,  capaz  hasta  de 
trabajar  para  ganarse  el  sustento,  como  lo  hizo 
durante  un  determinado  período  de  la  emigra- 
ción, y  le  hacían  simpático  sus  costumbres  senci- 
llas y  severas,  su  tendencia  a  la  vida  burguesa  y 
de  famiMa.  Durante  el  reinado  de  Luis  XVIII  y 
de  Carlos  X,  período  que  se  conoce  bajo  el  nom- 
bre de  Restauración,  y  en  el  cual  tanto  vuelo  tomó 
el  romanticismo,  el  hijo  de  Igualdad  espera  pa- 
cientemente, convencido — la  frase  se  le  escap 
alguna  vez  de  los  labios — de  que  su  turno  llegará. 
Espera  a  la  sombra  del  trono,  sin  poder  formu- 
lar una  queja  contra  los  Borbones,  pues  hasta  Cv 
los  X  le  había  devuelto  el  tratamiento  de  Alteza 
Real,  que  Luis  XVIII,  más  cauto,  no  quiso  con- 
cederle nunca.  Al  mismo  tiempo  que  protestab: 


EL   LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA        383 

de  SU  fidelidad  a  la  dinastía,  halagaba  al  partido 
liberal  e  invitaba  a  festines  a  sus  miembros  más 
conspicuos. 

En  una  de  esas  fiestas,  en  honor  del  Rey  de 
Ñapóles,  hubo  quien  dijo  al  dueño:  "Monseñor, 
no  se  dirá  que  la  fiesta  no  es  napolitana :  bailamos 
sobre  un  volcán".  Y,  la  erupción  del  volcán  sólo 
se  hizo  esperar  dos  meses.  El  31  de  julio  de  1830, 
Carlos  X  ya  no  fué  rey  sino  de  nombre ;  el  12  de 
agosto,  abdicaba ;  el  7  de  agosto,  la  Cámara  de  di- 
putados ofrecía  a  Luis  Felipe  la  corona,  y  empe- 
zaba aquel  reinado  de  diez  y  ocho  años,  que  na- 
ció en  una  revolución  y  acabó  con  otra,  más  dra- 
mática, la  de  1848,  estableciéndose  la  segunda 
República. 

Para  explicarse  la  poesía  de  Barbier  y  su  éxito 
fulgurante,  hay  que  pensar  cómo  se  encontraba 
Francia  en  el  momento  de  publicarse  La  Ralea, 
primero  de  los  Yambos,  que  fué  exactamente  el 
momento  en  que  sube  al  trono  Luis  Felipe.  Nó- 
tese que  este  título  afortunado,  La  Ralea,  es  el 
mismo  de  la  novela  en  que  Emilio  Zola  retrata 
la  situación  de  Francia  bajo  el  régimen  del  golpe 
de  Estado  de  Napoleón  III ;  el  desate  de  apetitos 
que  se  produjo  con  la  fiebre  de  especulación  y  ga- 
nancia. 

La  clase  media  no  había  logrado  aún  su  mo- 
mento de  dominio.  Bajo  la  Revolución,  mandó  un 
s:rupo  de  políticos;  bajo  Napoleón,  los  mlitares; 
bajo  la  Restauración,  los  emigrados  que  regresa- 
ban ansiosos  de  reivindicaciones.  La  clase  media 
creyó  segura  su  victoria  con  la  Monarquía  de  Ju- 
lio, y  se  lanzó  al  halalí.  Y  entonces  es  cuando  aso- 


384  K.    PARDO   BAZÁN 


ma  el  cantor  de  los  Yambos,  uniendo  a  la  pasión 
de  un  Juvenal  la  forma  radiante  de  un  Andrés 
Chénier.  De  esta  poesía  fulminante,  he  aquí  lo  que 
opina  Sainte  Beuve :  "La  Ralea  ha  sido  no  más 
que  un  accidente  en  la  vida  de  Augusto  Barbier : 
en  este  poema,  y  en  los  demás  que  a  él  se  unen,  no 
ha  hecho  sino  transportar  de  1793  a  1830,  el  yam- 
bo de  Andrés  Chénier,  con  sus  crudezas,  con  sus 
ardores,  tomando  todo  de  él,  la  forma  y  el  estilo, 
con  más  pasión  que  delicadeza,  recalcando  los 
rasgos,  ampliando  y  espesando  las  tintas,  y  todo 
ello  ha  parecido  a  los  ignorantes  una  original  in- 
vención. Barbier,  por  otra  parte,  es  un  refinado 
aristócrata  literario ;  no  debiera  haber  hecho  nun- 
ca sino  cosas  del  género  de  Planto  y  sonetos  artís- 
ticos, pero  se  ha  visto  empujado  a  un  desate  como 
La  Ralea,  sobrado  rudo  para  su  temperamento, 
como  un  hijo  de  familia  a  quien  disfrazan  de  san- 
so  un  martes  de  carnestolendas,  y  para  lanzarle  a 
una  juerga  sublime.  El  poeta  es  inferior  a),  gé- 
nero de  literatura  que  ha  abrazado ;  su  organiza- 
ción, endeble  y  mezquina,  no  está  en  relación  con 
tal  vena  poética.  Talento,  sí  lo  tiene ;  pero  no  sabe 
dominarlo,  y  cambia  sin  dirección  y  a  tientas,  se 
pierde,  se  ahoga,  como  el  hombre  que  camina  en 
el  agua  cuando  el  agua  le  llega  a  la  barbilla.  Por 
mucho  talento  que  se  tenga,  hay  que  tratar  siem- 
pre de  dominarlo,  de  ser  superior  a  él.  Por  eso 
digo  de  Barbier  que  es  un  poeta  de  casualidad." 
Después  de  este  juicio  asaz  duro,  aunque  encierre 
su  parte  de  verdad,  Sainte  Beuve,  transcurrido 
medio  siglo,  aún  protestó  contra  el  renombre  de 
Barbier,  al  enterarse  de  esa  especie  emitida  por 


EL    LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         385 

Máximo  du  Camp,  según  la  cual,  el  poeta  de  los 
Yambos  es,  en  unión  de  Víctor  Hugo,  Lamartine, 
Alfredo  de  Vigny  y  Balzac,  uno  de  los  contados 
hombres  a  quienes  puede  discernirse  el  título  de 
"fuertes  de  nuestra  raza",  de  la  raza  francesa. 
Según  Máximo  du  Camp,  ''cuando  estos  hombres 
fuertes  aparecieron  entre  la  multitud,  de  repente 
se  estableció  en  torno  suyo  un  gran  silencio ;  cada 
palabra  suya  fué  cuidadosamente  recogida,  luego 
ha  estallado  el  aplauso,  y,  de  un  solo  empuje,  se 
les  ha  puesto  tan  arriba,  que,  en  nuestros  días, 
nadie  ha  logrado  alcanzarles". 

Sainte  Beuve  observa,  y  con  sobrada  razón, 
que  el  destino  literario  de  estos  fuertes  no  es  tan 
idéntico  como  parece  suponer  du  Camp.  No  todos 
lograron,  desde  el  primer  instante,  esa  religiosa 
aprobación,  ni  ese  gran  silencio ;  hay  algunos  que 
no  lo  consiguieron  nunca.  En  especial,  Balzac  dis- 
tó mucho  de  obtener  su  fama  con  un  solo  empuje, 
y  le  faltó  a  Sainte  Beuve,  en  su  atinada  refutación 
de  las  ligerezas  de  du  Camp,  que  el  único  a  quien 
sería  aplicable  esta  seña,  es  Barbier.  Como  nues- 
tro Zorrilla  después  de  que  leyó  sus  versos  en 
la  tumba  de  Larra,  Barbier,  que  se  acostó  desco- 
nocido la  víspera  de  publicar  La  Ralea,  al  otro 
día  siguiente  se  levantó  célebre. 

¡  Qué  tiempos  tan  plásticos  aquellos !  Ya  casi 
nadie  lee  la  sátira  política;  sería  difícil  hoy  fun- 
dar una  gloria  en  veinticuatro  horas.  Del  juicio  se- 
vero de  Sainte  Beuve,  lo  que  conviene  aprobar 
sin  discusión,  es  lo  que  afirma  acerca  de  la  pro- 
cedencia de  Barbier:  es  el  descendiente  direqto 
de  Andrés  Chénier,  de  su  temblor  de  pasión  poli- 


386  E.   PARDO   BAZÁN 


tica  y  patriótica.  Y  también  es  exacto  el  califica- 
tivo de  poeta  casual.  Pero  lo  son,  en  cierto  modo> 
todos  los  cultivadores  de  la  sátira  política,  desde 
el  Dante,  que  la  ejercitó  con  el  brío  que  nadie  ig- 
nora, hasta  Núñez  de  Arce,  para  -  venir  entera- 
mente a  lo  contemporáneo.  Nadie  es  poeta  satí- 
rico y  político,  toda  la  vida.  El  mismo  Víctor 
Hugo,  no  lo  fué.  No  lo  hubiese  sido  Chénier,  si 
hubiese  escapado  de  la  guillotina.  La  sátira  po- 
lítica es  esencialmente  hija  de  las  circunstancias, 
que,  como  no  ignoramos,  son  pasajeras.  Carlos 
Rubio,  que  escribió  una  de  las  sátiras  política,^ 
más  intencionadas  y  vibrantes,  ya  no  las  escribi- 
ría otra  vez  después  de  la  Revolución  de  Sep- 
tiembre. Yo  considero  que  esta  es  una  de  las  infe- 
rioridades del  género;  y  hay  que  ser  el  Alighieri^ 
para  impresionamos  hoy  todavía  con  la  lucha 
de  güelfos  y  gibelinos. 

Es  natural  que  los  Yambos  fuesen  un  brote  de 
juventud  y  un  acceso  de  lirismo.  Un  crítico  que 
ha  escrito  cosas  muy  bien  pensadas,  a  quien  sue- 
lo citar  porque  sin  razón  se  le  desdeña,  Nisard, 
dijo  que  del  pavimento  salían  entonces  chispas* 
y  que  entraron  en  el  cerebro  de  Augusto  Barbier. 

Y  esas  chispas  determinaron  una  verdadera  y 
fuerte  inspiración  poética.  Todo  el  mundo  cita, 
todo  el  mundo  ensalza  la  magnífica  descripción, 
llena  de  energía  hasta  el  frenesí,  de  la  yegua  indo- 
mable y  rebelde  en  quien  el  poeta  simboliza  a 
Francia : 

O,  Corsé  aiix  cheveus  plats!  Que  ta  France 

•  [était  helle 


EL   LIRISMO   KN   LA  POESÍA  FRANCESA        387 

au  grand  soleil  de  Messidor! 

Cétait  une  cávale  indomptable  et  rebelle 

sans  frein  d'acier  ni  renes  d'or. 

Quinze  ans  son  dtir  sahot,  dans  sa  course  r  a  pide, 

broya  les  générations, 

quinze  ans  elle  passa,  fumante,  á  toute  bride, 

sur  le  ventre  des  fiations... 

Por  este  ejemplar  puede  juzgarse  de  la  rá- 
pida, febril,  ardorosa  forma  que  Barbier  dio  a 
esas  composiciones  que  tanta  nombradla  le  valie- 
ron. Abundaban  en  bellas  imágenes,  en  expresio- 
nes atrevidas;  la  lengua  era,  como  quiso  Victor 
Hugo,  popular ;  y  una  quemante  reprobación  con- 
denaba a  los  intrigantes  o  a  los  parásitos,  que  acu- 
dian  a  ampararse  del  nuevo  reinado,  a  requerir 
puestos  ascensos,  honores  y  provechos  de  toda 
suerte.  Y,  apenas  hubo  dado  este  golpe  de  inaudi- 
ta sonoridad,  apenas  húbose  revelado,  en  algunas 
composiciones  de  primer  orden,  hombre  de  genio, 
la  pregunta  más  frecuente  fué  si  continuaría,  o  si 
se  extinguiría  la  inspiración...  Porque  todos  sen- 
tían que  el  triunfo  de  Augusto  Barbier  iba  unido 
a  la  pasión  del  momento,  y  que  del  contacto  de 
esta  pasión  con  el  genio  hasta  entonces  descono- 
cido, había  brotado  el  rayo. 

Su  efecto  en  la  opinión  fué  superior  al  de  todos 
los  cantos  que  hasta  entonces  habían  inflamado 
los  ánimos  en  Francia;  superior  al  de  la  misma 
Marsellesa,  porque  Barbier  era  un  poeta  más  per- 
fecto y  grande  que  Rouget  de  Lisie,  o  quien  haya 
escrito  ese  trozo  de  innegable  poesía. 

Si  Barbier  hubiese  muerto  al  día  siguiente  de 


388  E.    PARDO   BAZÁN 


publicar  sus  Yambos,  o  solamente  La  Ralea,  la 
inmortaliad  de  Barbier — ^y  que  perdone  Sainte 
Beuve,  que  en  este  caso  es  injusto —  no  hubiese 
sido  ni  mayor  ni  menor.  Como  que — y  he  aquí 
una  de  )as  cosas  que  deben  observarse  en  Bar- 
bier— todo  cuanto  hizo  después,  no  sólo  fué  infe- 
rior a  los  Yambos,  sino  que  cayó  en  medio  du 
la  más  profunda  indiferencia  del  público. 

Todavía  fué  obra  de  poeta,  y  de  gran  poeta, 
la  colección  de  poesías  tituladas  el  Pianto.  Eran 
poemas  sobre  Italia,  sobre  sus  muertos  esplendo- 
res. Pero,  desde  el  Pianto,  el  poeta  murió,  aun 
cuando,  por  desgracia,  siguiese  escribiendo,  si- 
guiese publicando.  Publicó  Lázaro,  publicó  Eros 
trato,  Cantos  cívicos  y  religiosos.  Canciones  v 
odas,  pero  de  esta  parte  de  su  labor  apenas  ha 
quedado  recuerdo.  Asi  como  no  se  había  dado 
caso  de  tan  rápida  subida,  tampoco  se  vio  pos- 
tración más  absoluta,  decadencia  más  repentina  e 
innegable.  No  hubo  transición,  no  hubo  esa  gra- 
dación tan  bien  matizada  que  pareciera  inexisten- 
te, como  pudo  notarse,  verbigracia,  en  Hugo. 
Cayó  Barbier  a  plomo,  extraño  fenómeno  que  ca- 
rece de  satisfactoria  explicación. 

El  Juvenal  que  había  estremecido  las  almas  tan 
poderosamente  en  1830,  acababa  escribiendo  cosi- 
llas  de  azúcar  cande,  del  género  más  infantil.  V 
lo  peor  fué  que  incurrió  en  la  debilidad  de  publi- 
car también  algunos  versos — en  el  volumen  titu- 
lado Silvas — que  reconoció  como  anteriores  a  los 
Yambos;  revelando  así  que  su  esplendorosa  apa- 
rición en  el  campo  de  la  poesía  no  era  aquel  fenó- 
meno repentino  que  se  supuso,  sino  que  otro  pe- 


r.L    I  rriSMO    KN    LA    POESÍA   FRANCESA         389 

ríodo  de  inferioridad  había  precedido  a  la  apari- 
ción genial  y  fulminante  de  su  gloria  satírica. 

Es  para  hacer  meditar  en  la  esencia  de  eso  que 
se  llama  genio,  un  caso  como  el  de  Barbier.  Tan 
inmensa  diferencia  entre  las  producciones  de  un 
mismo  cerebro  y  de  una  misma  sensibilidad  hu- 
mana, ¿cómo  se  explica?  No  se  explica,  y,  sin  em- 
bargo, existe.  Es  otro  síntoma  de  la  debilidad  hu- 
mana, análogo  al  que  hemos  observado  en  Víctor 
Hugo,  al  comprobar  que  escribe,  a  veces,  absurdos 
y  extravagancias  sin  talento,  y  otras,  cosas  llenas 
de  sublimidad.  El  pasmo  que  causa  tal  fenómeno, 
lo  he  notado  en  un  pasaje  de  una  crítica  escrita 
por  un  acérrimo  admirador  de  Hugo.  Después  de 
censurar  algunos  de  sus  defectos  y  rarezas  de  ex- 
presión, añade  el  ferviente  admirador :  "A  la  ver- 
dad, escribir  así  es  ridículo".  Y,  apenas  estam- 
pado el  calificativo,  échase  a  temblar  y  exclama : 
''Perdón,  perdón,  divino  Maestro". 

El  caso  de  Barbier  no  es  el  de  Hugo,  insisto  en 
ello ;  porque  la  musa  del  autor  de  Las  contempla- 
ciones no  ha  descendido  nunca  a  la  mediocridad, 
aun  en  sus  mayores  extravíos.  Barbier,  en  sus  úl- 
timas obras,  se  mantuvo  siempre  a  ras  del  suelo. 

Nada  d-e  esto,  ni  el  genio  antes,  ni  la  total  infe- 
rioridad después,  fueron,  sin  duda,  obra  del  mis- 
mo poeta,  sino  de  aTgo  extraño  a  él,  como  si  al- 
guien le  hubiese  encendido  en  mitad  de  la  frente 
una  llama,  y  al  cabo  de  un  instante  la  hubiera 
soplado  y  extinguido.  El  tipo  físico  de  Barbier 
acrecentaba  esta  idea,  de  que  su  viril  y  vigorosa 
poesía  era  en  él  cosa  externa,  algo  que  desde  fue- 
ra se  había  impuesto.  Barbey  d'AurevilIy  le  des- 


390  !?•    PARDO  BAZÁN 


cribe  con  gafas  de  oro,  aspecto  mezquino,  de  bur- 
gués borroso,  semejante  a  un  notario. 

Me  preguntaréis — y  será  muy  natural  )a  pre- 
gunta— esos  Yambos,  que  tanto  ruido  hicieron, 
que  nacieron  a  raíz  de  una  revolución,  ¿qué  ideal 
político  perseguían;  qué  movimiento  intentaban 
suscitar ;  qué  tendencia  les  animaba  ?  Sorprenderá 
si  digo  que  tendría  derecho  a  no  saberlo,  porque, 
en  ninguno  de  los  libros  que  acerca  de  Barbier  he 
consultado,  se  dice  del  caso  esplícitamente  una  pa- 
labra. Acudo,  pues,  a  lectura  directa  de  los  Yam- 
bos, y  especialmente  de  La  Ralea,  que  resume  el 
espíritu  de  todos,  y  que  voy  a  traducir  en  prosa,  a 
fin  de  hallar  en  el  texto  algo  que  nos  saque  de  du- 
das. He  aquí  ^a  mil  veces  renombrada  poesía.  La 
Ralea : 

''Cuando  abrasador  el  sol  quemaba  las  grandes 
losas  de  los  desiertos  muelles  y  puentes  de  París  : 
cuando  aullaban  las  campanas,  y  la  granizada  de 
balas  silbaba  al  llover  en  el  aire;  cuando  la  ciudad 
entera,  como  la  marea  que  sube,  clamoreaba,  y,  a' 
lúgubre  acento  de  los  viejos  cañones  de  bronce, 
respondía  la  Marsellesa;  ¡no  veréis,  por  cierto, 
como  ahora,  junto  tanto  uniforme'"  era  bajo  los 
andrajos  donde  latían  los  corazones  viriles,  eran 
sucios  dedos  los  que  cargaban  el  mosquete  y  de- 
volvían el  rayo ;  era  la  boca  hecha  a  viles  jura- 
mentos la  que  mascaba  el  cartucho,  y  negra  de 
pólvora,  gritaba  a  los  ciudadanos :  ¡  Hay  que  mo- 
rir! 

Y  todos  estos  petimetres  de  penacho  trico- 
lor, de  buena  ropa  blanca,  de  elegante  frac ;  esto. 


EL   LIRISMO   EN   LA  POESÍA   FRANCESA        39 1 

hombres  con  corsé,  esos  afeminados  semblantes, 
héroes  del  bulevar,  ¿qué  hacían,  mientras  que  al 
través  de  la  metralla  y  bajo  el  odioso  sable,  la  ca- 
nalla santa  y  el  gran  populacho  trepaban  a  la  in- 
mortalidad ?  Mientras  que  todo  Paris  era  un  puro 
milagro  de  abnegación,  estes  señores  tienen  la  tem- 
bladera; pálidos,  sudando  miedo,  en  los  oídos  las 
líanos,  agazapados  tras  de  una  cortina.  ¡  Ah !  La 
libertad  no  es  una  condesa  del  barrio  de  San  Ger- 
mán ;  no  es  una  mujer  que  se  desmaya  si  oye  un 
grito,  y  que  se  da  colorete  y  blanquete ;  no :  la  li- 
bertar es  una  mujeraza  de  potente  seno,  de  ronca 
voz,  de  duros  encantos ;  morena  es  su  piel,  en  sus 
pupilas  hay  fuego ;  es  ágil  y  camina  a  largos  pa- 
sos, ?e  hacen  fuerte  los  gritos  populares,  los  lar- 
gos redobles  del  tambor,  el  olor  de  la  pólvora  y  los 
lejanos  ecos  de  las  campanas  y  los  cañonazos. 


Más  tarde,  entonando  bélica  marcha,  harta  ya 
de  sus  primeros  cortejos,  se  hizo  cantinera  de  u: 
capitán  de  veinte  años.  Es,  en  suma,  esta  mu- 
jer que,  siempre  bella  y  desnuda,  con  sólo  'h. 
banda  de  ]os  tres  colores,  regresando  a  nues- 
tros ametrallados  muros,  vino  a  secar  nuestro 
llanto.  En  tres  días,  ha  depositado  alta  corona  en 
manos  de  los  sublevados  franceses,  y  ha  aplas- 
tado a  un  ejército  y  hecho  migajas  un  trono  con 
unos  cuantos  montones  de  piedras.  Pero,  ¡  oh  bo- 
chorno! París,  tan  bello  en  su  cólera;  París,  tan 
Heno  de  majestad,  en  el  tempestuoso  día  en  que 
el  huracán  popular  desarraigó  la  realeza;  París, 
tan  espléndido  con  sus  funerales,  sus  restos  hu- 
manos  esparcidos,  sus   calles   desempedradas   y 


39^  E.    PARDO    BAZAN 


SUS  lienzos  de  murallas  agujereados  como  viejas 
banderas  gloriosas ;  París,  la  ciudad  toda  laurea- 
da, la  que  mira  con  envidia  el  mundo...  Paris  no 
es  hoy  sino  una  sentina  impura,  una  sórdida  al- 
cantarilla fangosa,  en  que  mil  corrientes  de  ba- 
sura y  limo  arrastran  sus  vergozosos  oleajes.  Hoy 
es  París  un  cuchitril  lleno  de  cobardes  granujas, 
de  azota  salones,  que  van  de  puerta  en  puerta  y 
de  piso  en  piso  mendigando  un  trozo  de  galón  que 
coserse;  un  mercado  cínico,  insolente,  clamoraso, 
en  que  cada  cual  trata  de  apropiarse  un  misera- 
ble pingajo  de  las  ensangrentadas  traperías  del  po- 
der que  acaba  de  espirar. 


Así,  cuando  abandonando  su  solitario  escondri- 
jo, el  jabalí,  herido  ya  de  muerte,  está  allí  palpi- 
tante, tendido  en  tierra,  bajo  el  sol  que  le  muer- 
de ;  cuando,  blanco  de  espuma,  con  la  lengua  fue- 
ra, ya  incapaz  de  resistir,  espira,  y  la  trompa  sue- 
na el  halalí  a  la  jauría  de  ardientes  canes,  la  jau- 
ría palpita  como  inmensa  ola,  aulla  gozosamente 
y  prepara  los  colmillos  para  el  festín.  Y  viene  el 
tropel,  y  los  feroces  ladridos  ruedan  de  valle  en 
valle;  y  alanos,  podencos,  mastines,  galg;os,  se 
lanzan  gritando  a  su  modo:  "¡Vamos  alláí"  Al 
caer  y  rodar  sobre  la  arena  el  jabalí,  los  canes 
son  reyes.  ¡Nuestra  es  la  presa,  desquitémonos! 
¡Ya  no  hay  picador  que  nos  reprima,  que  nos 
contenga  a  trallazos ;  venga  sangre  caliente,  ven- 
ga carne  tibia,  refocilémonos,  hartémonos  de  una 
vez! 

Y  todos,  como  obreros  que  desempeñan  una 
tarea,  registran  con  los  hocicos  el  tronco  del  ja- 


KL   LIRISMO    EN   LA   POESÍA   FRANCESA         393 


bali ;  y  trabajan  con  dientes  y  uñas,  porque  cada 
cual  quiere  un  pedazo.  Es  preciso  que  cada  cual 
vuelva  a  la  perrera  con  un  hueso  semirroído,  y 
que,  hallando  en  el  umbral  a  su  orgullosa  hembra, 
celosa,  en  acecho,  pueda  mostrar  su  hocico  to- 
davía sanguinolento  y  rabioso,  el  hueso  atravesa- 
do en  sus  dientes,  y  gritar  arrojándola  el  pedazo 
de  carroña :  *'¡  Aquí  está  mi  parte  de  realeza !" 

Dos  tendencias  y  afirmaciones  se  desprenden 
de  esta  poesía:  una,  que  la  Revolución  de  1830 
no  se  hizo  para  el  pueblo,  para  la  que  Barbier 
llama  "santa  canalla";  otra,  que  se  hizo  para  sa- 
tisfacer ambiciones  y  codicias  de  gentes  más  aco- 
modadas, más  altas  en  posición.  Igual  acusación 
formuló  Zola,  en  su  novela  que  lleva  igual  títu- 
lo que  esta  poesía  de  Barbier,  y  en  alguna  más, 
contra  el  régimen  que  implantó  el  golpe  de  Es- 
tado. He  aquí  todo  el  sentido  político  de  estas 
ardientes  diatribas  de  poetas.  Y  si  aparece  un  poe- 
ta cuyas  tendencias  sean  más  bien  conservadoras, 
y  cito  para  ejemplo  a  Núñez  de  Arce,  sus  invec- 
tivas enérgicas  irán  contra  el  pueblo,  contra  su 
ciega  impulsión,  contra  la  anarquía  y  el  desorden, 
contra  la  ininteligente  furia  destructora  de  las 
Revoluciones  desencadenadas.  Es  decir,  que  todo 
puede  sostenerse  en  verso,  y  que  si  los  versos,  se- 
gún la  frase  de  Gautier,  persisten,  duros  como 
los  bronces,  es  por  la  forma,  por  la  belleza. 

Si  esta  y  otras  poesías  de  Barbier  lograron  tal 
aplauso,  bien  merecido,  atribuyámoslo,  en  gran 
parte,  a  la  oportunidad  de  su  aparición,  regueros 
de  pólvora  en  un  inflamado  ambiente,  pero  com- 


394  H.    PARDO   BAZAN 


prendamos  que  no  por  eso  hubiesen  sido  lo  que 
fueron,  ni  hoy  las  recordaríamos,  si  no  contuvie- 
sen trozos  de  la  fuerza  del  soberbio  cuadro  de  la 
muerte  del  jabalí,  que  puede  parangonarse  con 
los  mejores  cuadros  de  Snyders,  que  admiramos 
en  el  Museo. 

Barbier  publicó  varios  volúmenes  de  poesías. 
Los  Yambos,  El  Llanto  y  Lázaro;  después,  estos 
tomos  fueron  reunidos  en  un  solo  volumen,  bajo 
el  título  de  Yambos  y  Poemas.  Más  tarde,  en  18.41, 
sacó  a  luz  los  Cantos  cívicos  y  religiosos  y  las  Ri- 
mas heroicas,  y  por  último,  canciones  y  oditas, 
que  imprimió  en  muy  corto  número  de  ejemplares. 

Para  conocer  a  Barbier,  se  puede  leer  a  los  his- 
toriadores literarios,  de  1830  a  1860,  pues  los  más 
modernos  no  conceden  gran  lugar  ni  extrem^ada 
importancia  a  este  poeta,  que,  hijo  de  las  circuns- 
tancias, con  ellas  muere. 

Puede  consultarse  también  el  volumen  de  Blaze 
de  Bury,  Augusto  Barbier    (París,  1882). 


XXVI 

Los  secundarlos  del  romanticismo.— Hegeslpo  Moreau,  Im- 

bcrto  Gallolx,  Gerardo  de  Nerval  .—Examen  de  sus  vidas  y 

sus  tendencias  respectivas. 

No  por  sus  merecimientos,  aun  cuando  alguno 
les  falte,  sino  por  lo  que  tienen  de  significativo, 
dentro  de  la  tendencia,  sus  personalidades,  ha- 
blaré de  algunos  secundarios  del  romanticismo, 
eclipsados,  después  de  algún  brillo  efímero,  o 
hasta  sin  haberlo  logrado,  entre  el  gran  resplan- 
dor de  los  astros  de  primera  magnitud. 

Y  ya  que  de  romanticismo  se  trata,  debe  co- 
rresponder el  primer  lugar  a  los  que  tuvieron 
vida  romántica,  vida  de  protesta  contra  la  socie- 
dad, o,  al  menos,  fueron  abandonados  por  ella. 
Así,  citaré  en  primera  línea  a  los  del  trágico  des- 
tino: Hégésippe  Moreau,  Imbert  Galloix,  Gerar- 
do de  Nerval. 

Hegesipo  Moreau  nació  bajo  la  fatalidad  ro- 
mántica del  nacimiento  ilegítimo.  No  ignoramos 
cómo  una  circunstancia  análoga  inspiró  a  Dumas 
padre,  el  más  caracterizado  de  los  dramas  román- 
ticos, Antony.  Nació  Moreau  en  1810,  en  París, 
y  habiéndole  enseñado  el  oficio  de  impresor,  no 
se  avino  con  la  vida  de  provincia,  donde  le  ha- 
bían encontrado  trabajo,  y  se  fué  a  París.  Colo- 
cado en  la  imprenta  de  Didot,  fué  muy  mal  ca- 
jista y  se  dejó  invadir  por  la  pereza  y  comer  por 


396  E.    PARDO    BAZÁN 


la  miseria.  Vivió,  no  se  sabe  cómo,  de  casuales 
lecciones  en  colegios  obscuros.  Después  de  la  Re- 
volución de  1830,  el  director  de  la  Imprenta  Real 
quiso  dar  una  buena  plaza  al  poeta  y  tenerle  a  su 
lado.  No  se  sabe  si  por  altaneria,  si  por  horror  al 
trabajo,  Moreau  rehusó.  Prefirió  el  hambre  y  las 
privaciones,  que  le  llevaron  presto  al  hospital. 
Algo  repuesto,  volvió  a  su  vida  normal ;  pero  si  el 
organismo  había  mejorado,  el  alma  estaba  más 
enferma  que  antes.  En  una  ciudad  pequeña  como 
Provins,  no  se  le  ocurrió  cosa  mejor  que  publicar 
una  sátira  semanal,  contra  todo  y  contra  todos. 
El  pueblo  se  alborotó  y  hasta  hubo  desafio  por 
medio. 

Regresó  a  París.  Sobrábale  trabajo,  pero  no 
quería  realizarlo.  ¡Historia  de  tantos  bohemios, 
unos  con  talento  y  otros  sin  él !  Sin  domicilio,  sin 
pan,  Moreau  dormía  en  las  gradas  de  una  iglesia, 
en  un  desmonte,  en  donde  la  noche  le  sorprendía. 
Unas  veces  le  recogían  por  vago,  otras  le  dejaban 
conciliar  el  sueño  como  se  le  antojase.  Al  cabo,  y 
después  de  muchos  episodios,  y  de  ir  poco  a  poco 
declinando  hacia  el  fin  de  una  vida  tan  azarosa, 
ajpareció  un  editor  para  los  versos  de  Moreau, 
que  vieron  la  luz  con  el  título  de  Los  miosotis. 
Cuando  llegó  hasta  el  público  la  voz  de  aquella 
musa,  el  poeta  iba  a  morir  en  el  Hospital  de  la 
Caridad,  donde  falleció,  en  diciembre  de  1838.  a 
los  veintiocho  años.  Murió  convertido  y  resig- 
nado. 

Hago  notar  que  murió  en  tan  buenas  dispo- 
siciones, porque  había  manifestado  otras,  en  el 
segundo  período  de  su  corta  vida.  Sainte  Beuve, 


EL    LIRISMO   EN   LA   POESÍA   FRANCESA         397 

que  ha  estudiado  a  Moreau  con  el  interés  y  la 
perspicacia  que  demuestra  al  tratarse  de  los  se- 
cundarios, le  pinta  agriado  e  irritado,  rehusando 
las  protecciones,  las  bondades  y  atacado  de  esa 
enfermedad  del  amor  propio,  y  de  la  sensibilidad 
que  "es  la  del  siglo",  la  del  aristocrático  Rene, 
igual  que  la  del  plebeyo  Obermann  o  del  munda- 
no Adolfo,  y  antes  que  de  todos  ellos,  de  Juan 
Tacobo,  y,  en  pos,  de  tantos  como  la  han  sufrido 
bajo  formas  y  manifestaciones  diversas.  Era  ésta 
la  viruela  endémica  de  su  tiempo:  descontento, 
hosco,  ulcerado,  evitando  y  rechazando  lo  posi- 
ble, queriendo  otra  cosa,  no  definiéndola,  "en 
semejante  estado  de  alma,  la  protesta  contra  lo 
social,  surge  como  una  paja  parásita  en  un  mu- 
ro." Moreau  tomó  parte  en  las  jornadas  de  1830, 
ocupó  su  puesto  en  las  barricadas,  pero  como  se- 
guía teniendo  hambre,  escribía  cantos  donde  se 
reflejaba  su  situación  moral. 

Sobre  este  poeta  actuaron  tres  influencias  prin- 
cipales :  Andrés  Chénier,  el  satírico  Barthélemy 
y  Béranger,  al  cual  algunas  veces  ha  sido  com- 
parado. Pero,  si  no  pudo  ser  su  émulo  en  la  can- 
ción, en  otros  respectos,  el  desgraciado  y  débil 
Moreau,  tenía,  quizás,  un  alma  más  poética.  Bé- 
ranger nunca  hubiese  hablado  de  esa  alma  como 
habló  Moreau,  en  aquellos  versos  que  empiezan 
así: 

Filis,  ame  blanche,  d'un  corps  malade  et  nu : 
filis  en  chantant  vers  le  monde  inconnu! 

Ne  trouvant  pas  la  manne  qu'elle  implore, 


39^  E.   PARDO   BAZÁN 


ma  faim  mordit  la  poussiére,  insensé! 
mais  toi,  mon  ame,  a  Dieu,  ton  fiance, 
tu  peux  demain  te  diré  vierge  encoré! 


Y,  entre  las  mejores  poesías  líricas  de  este  mo- 
mento, puede  ocupar  lugar  escogido  la  preciosa 
composición,  d  canto  al  río  de  su  patria,  pequeño 
río,  más  bien  arroyo,  que  corre  con  un  murmullo 
tan  dulce  como  su  nombre. 

Uii  tout  peiit  ruisseau  coulant  visible  á  peine; 
un  géant  alteré  le  hoirait  d'une  haleine ; 
le  nain  vert  Ohéron,  jouant  au  bord  des  flots, 
sauterait  par  dessus  sans  mouiller  ses  grelots. 
Mais  faime  la  Voulzie  et  ses  bois  noirs  de  mures, 
et  dans  son  lit  de  fleurs  ses  bonds  et  ses  murmures, 
Enfant,  j'ai  bien  souvent,  á  Vombre  des  buissons, 
dans  le  langage  humain  traduit  ees  vagues  sons, 
pauvre  écolier  reveur  et  qu'on  disait  sauvage, 
quané  fémiettais  mon  pain  á  l'oiseau  du  rivage, 
ronde  semblait  me  diré:  "Espere!  aux  mauvais 

[jours 
Dieu  te  rendra  ton  pain!''  Dieu  me  le  doit  tou- 

[ jours! 

Al  leer  esta  queja  amarga,  no  hay  manera  de 
no  considerarla  injusta.  Dios  no  le  debía  su  pan 
al  poeta,  pues  le  había  dado  amigos  que  por  él  se 
interesaron  y  no  cesaron  de  buscar  para  él  colo- 
caciones y  medios  de  que,  sin  gran  esfuerzo,  se 
ganase  la  vida.  Y  fué  el  poeta  quien  rechazó  to- 
das estas  buenas  voluntades  y  huyó  de  los  que  le 


Elv   LIRISMO   ÜN   LA   POESÍA   FRANCESA         399 

querían  favorecer.  Dios  no  envia  el  maná,  y  la 
naturaleza  de  hombres  como  Moreau  es  ésa :  mo- 
rirse o  de  miseria  o  de  las  consecuencias  de  la 
miseria,  y  el  caso  es  bien  típico. 

Como  Moreau  hemos  encontrado  a  no  pocos, 
y  pasado  el  momento  romántico  de  escuela,  no 
han  pasado  aun  ni  esa  misteriosa  enfermedad  del 
ánimo  que  se  llamó  el  mal  del  siglo,  ni  esa  ten- 
dencia a?i  ensueño — y  acaso,  hablando  más  prosái- 
mente,  diríamos  esa  falta  de  voluntad,  que  com- 
probaremos en  los  decadentes,  en  los  cuales  re- 
nacieron las  disposiciones  psicológicas  del  roman- 
ticismo— .  Como  otros  románticos,  como  el  autor 
de  Relia,  Moreau  hubiese  podido  consolarse  y 
tal  vez  regenerarse  por  la  fe  religiosa;  o  al  me- 
nos podría  encontrar  la  paz  en  un  convento,  cual 
cierto  poeta  que  yo  conocí,  que  firmaba  sus  ver- 
sos Romántico,  y  que  hoy  viste  con  mucha  san- 
tidad el  sayal  de  San  Francisco...  Moreau,  a  pe- 
sar de  su  berangerismo,  permítase  la  palabra,  no 
era  refractario  al  sentimiento  religioso.  Muchas 
de  sus  poesías  lo  prueban;  y  no  se  puede  acha- 
car a  este  poeta  asomo  alguno  de  hipocresía.  Fué 
en  todo  sincero,  y  no  lo  fué  menos  cuando  desde 
el  recinto  de  un  templo  solitario,  pedía  a  Dios  la. 
fe  en  hermosas  estancias,  y  exclamaba  por  últi- 
mo: "De  pronto,  sentí  que,  en  el  fondo  de  mi 
corazón,  guardaba  aún  un  poco  de  mi  fe  antigua, 
como  un  disipado  perfume."  Y  en  los  últimos 
días  de  su  dolorida  existencia,  la  piedad  le  inspi- 
ró las  estancias  a  la  Virgen,  que  si  no  pueden 
compararse  con  las  de  Veríaine,  respiran  el  mis- 
mo filial  sentimiento. 


400  E.  PARDO  BAZAN 


Más  característico,  si  cabe,  es  el  tipo  de  Im- 
berto  Galloix,  otro  poeta,  que  llegó  a  Paris  en  el 
mes  de  octubre  de  1827,  y  murió  de  miseria  en 
el  mes  de  octubre  de  1828. 

Cuando  murió,  contaba  veintiún  años  de  edad. 
Obsérvese  que  los  tipos  románticos  necesitan  la 
aureola  de  la  juventud,  y  pasada  ésta,  el  interés 
de  su  psicología  desaparece.  No  en  balde  se  dijo 
repetidamente  que  el  romanticismo  es  achaque  de 
mocedad;  no  por  algo  los  románticos  militantes 
injuriaban  a  los  clásicos  llamándoles  viejos. 

Hubo,  sin  embargo,  un  romántico,  el  más  cé- 
lebre, el  jefe  de  la  escuela,  que  envejeció  y  llegó 
a  edad  muy  avanzada  sin  modificar  su  romántica 
actitud,  seguro  de  que,  mientras  alentase,  el  ro- 
manticismo no  sería  borrado.  No  ignoramos  cuán- 
tos recursos  desplegó  Víctor  Hugo  para  defen- 
der la  fortaleza  romántica,  por  todas  partes  ata- 
cada y  combatida.  Y  por  esa  variedad  de  recur- 
sos, la  epopeya,  el  teatro,  la  lírica,  la  novela,  e; 
prefacio,  el  manifiesto,  hasta  la  crítica,  sin  hablar 
de  la  política,  que  tanta  parte  tuvo  en  su  apoteo- 
sis, pudo  mantener  la  resistencia  del  romanticis- 
mo o  galvanizarlo.  Fué  el  mismo  Víctor  Hugo, 
en  la  plenitud  de  sus  facultades  y  de  su  fama  li- 
teraria, en  1833,  quien  reveló  al  mundo  la  perso- 
nalidad de  Imberto  Galloix,  de  ese  efímero  ar- 
bustillo  que  crecía  entre  las  nieves  de  Ginebra — 
pues  Galloix  era  suizo  y  ginebrino,  como  aquel 
otro  inadaptado  de  Rousseau,  que  a  tantos  pegó 
su  enfermedad  moral — ,  y  que  en  el  aire  de  Pa- 
rís languideció  tan  rápidamente. 

El  artículo  de  Víctor  Hugo  sobre  Imberto  Ga- 


KL  LIRISMO  EN   LA  POESÍA  FRANCESA        40I 

lloix  reconoce  que  no  le  faltó  quien  le  tendiese 
la  mano,  quien  le  diese  consejo  y  socorro  y  hasta 
dinero;  y,  añade,  no  hay  que  decir  que  algunos 
se  cotizaron  para  pagar  su  última  habitación  y 
su  último  médico,  y  que  no  es  al  carpintero  a 
quien  se  debe  su  ataúd.  Pero — exclama,  con  ra- 
zón, el  autor  de  Hernani — ,  ¿qué  es  esto,  sino 
morir  de  miseria  ? 

El  retrato  que  hace  Víctor  Hugo  de  Imberto 
Galloix  es  digno  del  novelista  más  observador  de 
la  realidad.  Vemos  como  de  bulto  al  bohemio  fe- 
bril, semitísico,  que  tose,  que  esconde  los  pies 
bajo  la  silla,  para  que  no  se  vea  que  lleva  unos 
zapatos  semiaguj  creados  que  embarcan  el  agua 
de  la  lluvia.  No  está  menos  acertadamente  sor- 
prendido que  el  aspecto  físico  el  asi>ecto  moral 
de  aquella  figura.  Imberto  Galloix,  atacado  de 
ardiente  sed  de  curiosidad  literaria,  ávido  de  co- 
nocer el  pensamiento  de  París,  la  misión  literaria 
de  París,  buscaba  las  discusiones,  esas  discusio- 
nes tan  a  menudo  estériles,  y  que  nunca  valdrán 
para  la  formación  mental  lo  que  valen  la  soledad 
o  la  discreta  compañía,  selecta  y  beria.  En  Ma- 
drid, Imberto  Galloix  hubiese  sido  un  ateneísta 
de  cacharrería,  un  discutidor  eterno.  Y,  dice  Víc- 
tor Hugo,  **La  fuerza  de  las  discusiones  vino  en 
Imberto  Galloix  a  def  rmar  completamente  sus 
ideas,  y  cuando  murió,  no  tenía  una  sola  que  no 
estuviese  torcida". 

No  obstante  haber  reconocido  todo  esto,  haber 
empezado  diciendo  que  Galloix  encontró  amigos 
y  valedores,  y  que  fué  culpa  de  su  curiosidad, 
llevada  a  un  extremo  malsano,  el  que  su  mente 

26 


402  t.  PARDO  BAZAN 


se  deformase,  algunas  páginas  más  adelante  de 
este  estudio  sobre  Galloix  desarrollan  la  misma  te- 
sis de  Vigny  en  Stello;  y  acusan  a  )a  sociedad 
porque  no  favorece  la  aparición  del  poeta.  ''Im- 
Jberto  Galloix,  dice,  es  un  símbolo.  Representa, 
para  nosotros,  gran  parte  de  la  juventud  contem- 
poránea. En  su  interior,  un  genio  mal  compren- 
dido que  le  devora ;  fuera,  una  sociedad  más  cons- 
tituida que  le  ahoga.  El  genio,  encerrado  en  el 
cerebro,  no  tiene  salida';  el  hombre,  sujeto  por  la 
sociedad,  no  tiene  escape."  Ya,  al  comentar  a 
Vigny,  hemos  visto  lo  vano  de  esta  tesis.  Victor 
Hugo,  para  comprenderlo,  no  necesitaba  sino  mi- 
rarse a  sí  mismo.  En  nada  comprimió  el  vuelo  de 
su  genio  la  sociedad.  Hasta  pudiéramos  asegurar 
que  la  sociedad,  si  por  sociedad  entendemos  la 
mayoría  de  los  contemporáneos  de  un  poeta,  le 
impulsó,  le  alentó,  le  halagó  y  hasta  le  divinizó. 
Y  lo  propio  pudiéramos  decir  de  Lamartine,  y 
otro  tanto  de  Chateaubriand,  y  poco  menos  de 
Alfredo  de  Musset.  Si  en  el  caso  de  Imberto  Ga- 
lloix no  sucedió  lo  mismo,  fué  porque,  valga  la 
verdad,  estos  secundarios,  que  además  no  han  lle- 
gado a  presentar  ante  su  siglo  ningún  testimonio 
valedero  de  su  genio,  puesto  que  nada  menos  que 
de  genio  se  habla,  mal  pudieran  suscitar  un  en- 
tusiasmo que  sería  como  fuego  artificial  en  el 
vacío.  Hasta  cinco  años  después  de  su  muerte,  no 
vierf)n  la  luz  sus  Poesías,  en  un  volumen  publica- 
do en  Ginebra. 

La  sociedad,  para  cada  uno  de  nosotros,  es 
aquella  parte  de  gente  que  conocemos,  con  la  cual 
estamos  en  contacto.  Y  este  círculo  social  en  que 


EL   LIRISMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA         403 

se  movió  Galloix,  nos  ha  dicho  cómo  era  el  pro- 
pio Hugo  que  no  negó. su  auxiUo  al  joven  poetilla 
venido  de  Ginebra,  todo  impregnado  de  la  aspira- 
ción y  de  ?a  decepción  de  Juan  Jacobo,  a  quien 
llama  "alma  tierna".  No  solamente  el  pobre  mu- 
cliacho,  que  no  residió  más  de  un  año  en  París, 
halló  en  él  quien  le  abriese  hasta  su  bolsa,  sino 
que  fué  recibido  en  todos  los  cenáculos  y  reunio- 
nes literarias  y  trabó  amistad  con  los  más  famo- 
sos :  él  es  quien  lo  proclama,  en  la  carta  a  un  ami- 
go, que  Víctor  Hugo  nos  da  a  conocer. 

No  veo  lo  que  la  sociedad  pudo  hacer  por  Im- 
berto  Galloix.  \^íctor  Hugo,  que  increpa  a  la  so- 
ciedad por  no  haberle  adivinado,  empieza  por 
clasificarle  de  espíritu  de  segundo  orden;  y,  más 
adelante,  le  juzga  más  severamente  aún,  diciendo 
que  su  poesía  no  fué  nunca  más  que  un  esbozo  y 
negándole  las  cualidades  esenciales  del  poeta.  Lo 
único  que  le  concede  para  quedar  después  de  su 
muerte  salvado  del  completo  olvido  es  una  carta ; 
admirable,  sin  duda,  elocuente,  profunda,  enfer- 
miza, loca,  extraña,  verdadera  carta  de  poeta, 
llena  de  visión  y  de  verdad.  Y  concedido  que  esa 
larga  carta,  de  carácter  autobiográfico  y  que  real- 
mente interesa,  sea  todo  lo  que  Víctor  Hugo  afj 
ma  que  es,  queda  por  averiguar  cómo  ha  de  hacer 
la  sociedad  para  adivinar  a  un  genio  que  sólo  se 
ha  descubierto  en  una  epístola  a  un  amigo... 

No  todos  los  versos  de  Galloix  son  bocetos.  L<! 
composición  titulada  Los  sueños  del  pagado  con- 
tiene una  queja  elegiaca  muy  sentida  y  muy  bella. 
El  poeta  se  lamenta  de  no  ver  sus  horizontes  del 
Leman,  sus  Alpes    natales,  las  orillas  de  su  lago ; 


404  E.  PARDO  BAZÁN 


y  confiesa  su  ensueño  de  gloria,  su  desencanto,  su 
convicción  tristisima  de  no  ser  nada,  de  haber  na- 
cido y  sufrido  en  balde.  Víctor  Hugo  habla  de  su 
profundo  desaliento,  de  esa  inacción  voluntaria 
que  apresuró  su  fin,  de  aquel  triste  cruzarse  de 
brazos,  no  se  sabe  si  por  pereza,  si  por  cansan- 
cio, si  por  estupor,  y,  probablemente,  por  las  tres 
cosas  a  un  tiempo.  '*Tuvo — son  las  palabras  de 
Hugo — un  acceso  de  ociosidad,  como  un  via- 
jero sorprendido  por  la  nieve  lo  tiene  de  sueño". 
Y  vino  la  fiebre,  vino  el  mal  que  acechaba.  Tal 
vez  ese  mismo  mal  explicase  lo  restante. 

Otro  poeta  romántico  que  puede  servir  de  tipo, 
es  Gerardo  de  Nerval,  el  suicida.  Gerardo  de 
Nerval  es  un  seudónimo.  El  padre  del  poeta,  tra- 
ductor de  Gcethe,  se  llamaba  Labrunie,  y  era  mé- 
dico militar.  Nerval  nació  en  1808,  y,  compañero 
de  colegio  de  Teófilo  Gautier,  desde  la  primera 
hora  figuró  entre  la  falange  romántica  y  tomó 
parte  en  la  batalla  de  Hcrnani.  Siguiendo  la  este- 
la de  Gautier,  Nerval  no  buscaba  por  ese  medio 
la  gloria.  El  rasgo  más  conocido  de  su  carácter 
es  justamente  una  especie  de  miedo  a  la  gloria,  a 
la  fama ;  y  lo  ha  dejado  consignado  en  una  de  sus 
poesías.  El  punto  negro,  del  que  traduzco : 

"El  que  ha  mirado  fijamente  al  sol,  cree  ver 
volar  obstinadamente,  ante  sus  ojos,  y  en  torno 
suyo,  en  el  aire,  una  marcha  lívida.  Así  yo,  joven 
aún  y  más  audaz,  me  atreví  a  contemplar  la  gloria 
un  instante ;  y  un  punto  negro  quedó  en  mi  ávida 
mirada.  Mezclado  en  todo,  como  una  señal  de 
duelo,  donde  quiera  que  mis  ojos  se  fijen,  allí 
se  posa  la  mancha  negra.  Siempre,  siempre,  in- 


EL  LIRPSMO  EN   LA   POESÍA   FRANCESA        405 

terpuesta  entre  la  felicidad  y  yo.  ¡  Sólo  el  águila, 
desdichados  de  nosotros,  contempla  impunemen- 
te el  sol  y  la  gloria!" 

En  esta  poesía  declara  Nerval  su  convicción 
de  no  ser,  fatalmente,  un  secundario,  entre  aque- 
lla pléyade  romántica  que  produjo  a  Hugo,  a 
Vigny,  a  Musset,  al  mismo  Gautier. 

Sin  embargo,  no  veamos  en  Nerval  un  caso  se- 
mejante al  de  esos  poetas  como  Imberto  Galloix. 
que,  no  habiendo  producido  nada,  o  poco  menos, 
mueren  en  la  penumbra.  Nerval  produjo  bas- 
tante, y  no  pudo  quejarse  del  olvido  de  su  gene- 
ración. Tal  vez  no  le  pareciese  que  todo  ello  era 
la  gloria;  pero,  por  lo  menos,  fué  el  renombre. 
La  lista  de  sus  obras,  entre  las  cuales  figuran  mu- 
chas teatrales,  y  algunas  narraciones  de  viajes  y 
cuentos,  no  es  breve.  Aunque  haya  escrito  más 
en  prosa  que  en  verso,  su  naturaleza  era  de  poe- 
ta, y  su  fantasía  estaba  teñida  con  los  reflejos  y 
luces  de  la  gnosis,  del  ocultismo,  y,  al  final,  di- 
ciéndolo  de  una  vez,  de  la  locura.  Si  los  otros 
poetas  de  que  he  hablado  eran  desesperados,  Ner- 
val era  loco.  Teófilo  Gautier  lo  dice,  en  los  pre- 
ciosos Recuerdos  que  a  Nerval,  su  admirador,  su 
íntimo  amigo,  su  compañero  de  bohemia  artís- 
tica en  el  callejón  sin  salida  de^i  Doyen,  en  una 
vieja  casa  semirruinosa,  al  lado  de  una  iglesia 
casi  ruinosa  completamente;  y  aun  cuando  Gau- 
tier dormía  en  otra  casa  de  la  misma  calle,  por  el 
día  se  juntaban  los  bohemios,  y  hasta  daban  fan- 
tásticas fiestas. 

Es  el  mismo  Gautier  el  que  reconoce  que  Ner- 
val, aunque  bohemio,  no  era  víctima  de  la  mise- 


406  E.  PARDO  BAZÁN 


ría,  ni  por  ese  camino  fué  a  su  triste  -fin.  Siem- 
pre tuvo  a  su  disposición  las  columnas  de  los  pe- 
riódicos, y  trabajo  cuanto  quisiese.  Hasta  tuvo 
una  pequeña  herencia,  unos  cuarenta  mil  francos. 
No  era  hombre  que  concediese  excesiva  impor- 
tancia al  dinero.  Hasta  se  diria  que  le  estorbaba. 
Gautier,  al  explicar  cómo  la  locura  fué  invadiendo 
el  cerebro  de  Nerval,  da  una  explicación  intere- 
sante del  por  qué  ninguno  de  su  amigos  se  dio 
cuenta  de  ello.  Eran,  dice,  momentos  de  excentri- 
cidad literaria,  y  las  rarezas,  los  paroxismos  y  las 
exaltaciones  voluntarias  o  involuntarias  de  todos, 
hacían  muy  difícil  que  nadie  se  distinguiese  por 
extravagante.  Todo  delirio  parecía  plausible,  y  el 
más  razonable  de  todos  nosotros  se  parecía  como 
destinado  al  manicomio.  Es  decir,  que  el  estilo 
del  romanticismo  era  exactamente  el  de  Gerardo 
de  Nen^al,  y,  además,  Gerardo  de  Nerval,  al  ha- 
cer prácticamente  las  cosas  más  extrañas,  con- 
servaba el  equilibrio  mental  hasta  un  grado  sor- 
prendente, y  su  locura  no  atacó  a  las  cualidades 
de  su  inteligencia.  Para  aquellos  melenudos  y 
bousingots  exaltados,  no  era  inquietador  nada 
de  lo  que  Ner\^al  decía  y  hacía.  Sus  viajes  a 
Oriente,  sus  residencias  en  Alemania,  no  eran 
lo  bastante  para  que  se  dudase  de  su  razón,  Jui- 
cio, cordura  y  sanidad  mental.  Algo  más  alar- 
mante pudo  ser  su  pasión  enteramente  poética  por 
una  célebre  cantante,  Jenny  Colon,  pasión  que 
tuvo  todos  los  caracteres  del  ensueño ;  pero  nadie 
suele  ver  en  la  locura  amorosa  la  señal  de  la  lo- 
cura morbosa,  y  todo  enamorado  está  en  peligro 
de  loco.  *" 


EL  LIRISMO  EN    LA   POESÍA   FRANCESA        407 

Con  todo  eso,  y  con  ser  locos  aparentes  tantos, 
y  hacer  tales  extravagancias,  les  sobresaltó  verle 
un  día  paseándose  por  el  Pagáis  Royal,  llevando 
iin  lobagante,  crustáceo  análogo  a  la  langosta,  vi- 
vo, sujeto  con  una  cinta  azul,  y  que  le  seguía  por 
fuerza.  *'¿Por  qué — alegaba  Nerval — ^ha  de  ser 
más  ridículo  un  lobagante  que  un  perro  o  un  gato  ? 
Los  lobagantes  no  ladran  y  son  formales  y  discre- 
tos". Poco  después  de  este  episodio,  tuvo  Ner- 
val que  ingresar  en  un  sanatorio,  el  del  doctor 
Blanche.  No  salió  curado,  aunque  saliese  algo 
calmado,  Ya  se  acentuaba  en  él  el  tipo  especial 
de  locura  romántica,  que  define  así  su  amigo: 
''Nadie  como  él  mezclaba  nuestras  dos  existen- 
cias, la  diurna  y  la  nocturna,  y  para  él  el  sueño 
no  se  diferenciaba  de  la  acción.  Así  perdió  las 
nociones  de  lo  que  es  real  y  de  lo  que  es  quimé- 
rico, y  pasó  de  la  razón  a  lo  que  la  humanidad 
llama  locura,  y  que  acaso  no  es  sino  un  estado 
en  que  ei  alma,  más  exaltada  y  más  sutil,  percibe 
relaciones  invisibles,  coincidencias  no  observadas, 
y  goza  de  espectáculos  que  los  ojos  materiales  no 
ven". 

En  las  últimas  páginas  que  salieron  de  su  plu- 
ma, y  que  se  titulan  Aurelia  o  La  locura  y  el  sue- 
ño, todavía  existe  el  equilibrio  literario,  al  menos 
al  principio,  en  medio  de  la  tesis  alucinatoria  de 
la  estrecha  identificación  de  lo  sobrenatural  y  lo 
natural,  y  del  ansia  imposible  de  volver  a  la  vida 
a  una  persona  que  ya  no  es  de  este  mundo.  Pero, 
al  final,  ya  también  invade  la  insania  ese  último 
reducto  en  que  se  defendía  Nerval  para  no  zozo- 
brar por  completo ;  y  la  pesadilla  de  la  demencia 


40S  E,  PARDO  BAZÁN 


se  declara.  Las  últimas  páginas  son  las  que  se  en- 
contraron en  sus  bolsillos  después  de  su  muerte. 
El  suicidio  de  Gerardo  de  Nerval  fué,  por  exce- 
lencia, el  suicidio  romántico.  De  los  tres  poetas 
de  que  he  tratado  en  este  capitulo,  Gerardo  de 
Nerval  es  el  único  que  se  da  muerte  violenta ;  pero, 
en  realidad,  suicidas  son  todos,  de  im  modo  direc- 
to o  indirecto,  porque  las  muertes  de  miseria  son, 
generalmente,  casos  de  indefensión  de  la  vida,  y 
tanto  da  entregar  la  v-ida  pasivamente  como 
arrancársela  violentamente.  Nerval  se  suicidó  lo 
mismo  que  había  vivido,  medio  en  sueños. 

Fué  en  el  mes  de  enero  de  1855.  cuando  el 
mísero  demente,  saliendo  de  im  cafetucho,  o  me- 
jor dicho  taberna,  donde  habia  pasado  la  noche, 
y  habiendo  llamado  a  la  puerta  de  una  posada 
que  estaba  toda  llena  y  donde  no  le  quisieron 
abrir,  sacó  del  bolsülo  un  cordón  y  se  colgó  do 
las  rejas  de  im  ventanuco,  ante  la  boca  de  tma 
alcantarilla,  y  sobre  los  peldaños  de  una  esca- 
lera donde  saltaba  un  cuervo  domesticado.  Nadie 
negará  la  belleza  de  horror  que  con  una  deco- 
ración semejante  rodeó  la  última  hora  del  poeta. 
Sus  amigos  nada  sabían  de  él  hacía  algunos  días : 
había  desaparecido,  ocultándose  en  otra  posada 
de  la  habitual.  Hizo,  por  lo  lúgubre  del  fondo  y 
por  lo  inesperado  de  la  resolución,  gran  efecto  la 
muerte  de  Nerval.  Algo  contribuye,  no  cabe  duda, 
a  que  no  se  haya  extinguido  el  eco  de  su  nombre. 

He  aquí  cómo  el  romanticismo  encamó  en  al- 
gimas  almas,  poéticas  y  hasta  hermosas,  como  fué 
la  de  Nerval,  a  qufen  la  Iglesia  concedió  sepul- 
tura en  sagrado,  porque  no  cabía  dudar  de  la  per- 


CL  UBiSMO  £31  JJL  POESÍA  FKAVCCSA        409 

turbadón  que  le  condujo  al  suicidio,  pasando, 
como  dice  bien  Gautíer,  del  sueño  de  la  TÍda  al 
sueño  de  la  eternidad.  BX  romanticismo  tteró  a 
esas  almas,  más  bien  siq)eriores,  sos  gérmenes  de 
desorganízaóóo,  más  peligrosos  paia  los  me«fio- 
cres  y  secundarios  que  para  los  grandes.  £n  con- 
traste con  estos  tristes  ejemplares  de  poeáa,  no- 
temos la  robusta  salud  <k  los  Hugo  y  de  los  La- 
martine, y  la  fuerza  de  votnntad  heroica  de  un 
Vigny.  Es  que  el  romanticismo  indívíduaiista,  ya 
lo  he  didio,  es  doctrina  para  individuos  exondo- 
nales,  para  cerdiros  vigorosos,  y  al  difundirse  en- 
tre 'os  secundarios,  no  da  otro  fruto  que  la  in- 
adaptadón  para  la  vida,  y  hasta  para  el  arte.  De 
las  doctrinas  no  hay  que  ju^^^ar  por  los  frutos  que 
reo^  el  genio,  sino  por  las  manzanas  de  Sodoma 
que  engañan  a  los  secundarios  y  les  dejan  en  la 
boca  el  gusto  de  la  ceniza.  Las  doctrinas  fecundas, 
sanas,  fuertes,  son  aquellas  que  derraman  luz  so- 
bre todos  !o5  hombres.  Y  esas  doctrinas  serán 
siempre  lo  más  contrario  al  yo  de  los  mmántiros; 
serán,  como  quiere  Rod.  doctrinas  de  sacrificio; 
y  son  el  desquiciamiento  de  todas  las  nodooes 
morales  y  hasta,  intelectuales  que  observamos  en 
la  decadencia,  último  brote  ád  romantídsmo  indi- 
vidualista, y  consecuencia  !a  más  lógica  de  esa 
enfermedad  del  ensueño,  dd  amor  propio^  de  eso 
que  se  ha  llamado  d  mal  del  agk>,  de  eso  qne 
Chateaubriand  definió  con  «n^  imagen,  al  haUar 
del  pozo  de  la  sábana  de  Ahdma,  que  parcda  tan 
sereno,  de  tan  dormidas  aguas,  pero  en  cayo  fon- 
do, fijándose  bien,  se  descubría  la  ^gara,  de  mi 
monstruoso  cocodrilo. 


XXVII 

Casimiro  Delavlgne.  Su  biografía.— Las  "Mesenianas''.  Ori- 
gen de  este  nombre. -Tendencia  clásica  de  Delavlgne.— Su 
teatro.— Por  qué  no  pudo  ser  un  romántico.— Juan  Reboul.— 
Félix  Arvers.  Su  soneto.— El  conde  Fernando  de  Gramont. 
Su  -oneto. — Amadeo  Pommier.— Marcelina  Desbordes  Val- 
more.— Juicio  que  la  consagra  Sainte  Beuve.— Varias  poe- 
tisas.—Pedro  Dupont.  "Los  bueyes",  La  poesía  campesina 
y  de  los  obreros. 

Uno  de  los  olvidados  hoy  es  Casimiro  Delavig- 
ne,  que  fué,  a  su  hora,  de  los  poetas  y  autores 
dramáticos  más  celebrados,  y  cuyo  Luis  XI  toda- 
vía poco  ha  se  representaba  en  España  y  arran- 
caba aplausos  estruendosos. 

Delavigne,  nacido  en  1793,  y  muerto  en  1843, 
fué  calificado,  como  Béranger  y  como  entre  nos- 
otros Zorrilla,  de  poeta  nacional.  Tan  glorioso 
dictado  lo  debió  a  los  cantos  que  le  inspiró  la  pri- 
mer invasión  de  Francia,  en  1815,  cuando  el  poe- 
ta tenia  veintidós  años. 

A  diferencia  de  Béranger,  que  es  un  ingenio 
lego,  Delavigne,  hijo  de  un  rico  armador  del  Ha- 
vre, educado  en  el  Liceo  de  Enrique  IV,  poseía 
suficiente  cultura  clásica,  y  los  poetas  griegos  y 
latinos,  que  le  transportaron,  habían  de  servirle 
de  modelo  después,  cuando  empezó  a  versificar, 
imitando  a  Horacio,  Propercio  y  Tibulo.  No  vol- 
vió, como  Chénier,  a  la  inspiración  directa  helé- 
nica, sino  que  tomó  sus  maestros  en  Roma.  Asi 
es  que  este  poeta,  que  figura  entre  los  del  roman- 
ticismo, es  en  el  fondo  un  clásico  más.  Por  el  ca- 


412  i:,  pardo  bazan 


mino  de  los  latinos  no  hubiese  llegado  a  ser  po- 
pular nunca;  fué  necesario  para  lanzar  su  nom- 
bre a  la  gloria  que  el  patriotismo  le  dictase,  en 
1815,  las  Mesenianas. 

Para  comprender  el  efecto  que  produjeron, 
hay  que  recordar  que  el  desastre  de  Waterlóo  no 
fué  solamente  la  caída  definitiva  de  un  Imperio 
fundado  por  la  gloria  militar,  sino  también  una 
humillación  para  Francia  toda,  y  que  una  inva- 
sión extrajera  es  siempre  un  profundísimo  dolor 
patriótico,  cualesquiera  que  sean  sus  orígenes  y 
sus  resultados.  Y  la  epopeya  vivida  por  Bona- 
parte  era  al  cabo  honor  de  todos  los  nacidos  en 
el  suelo  francés,  y  los  acentos  vibrantes  del  can- 
tor tenían  que  encontrar  eco  en  muchos  cora- 
zones, en  la  mayoría.  Como  él,  todos  veían  algo 
propio  en  la  sublimidad  de  la  guardia  vieja  del 
Emperador,  "los  viejos  de  la  vieja",  muriendo 
y  no  rindiéndose: 

Parmi  les  tourhilloíis  de  flamme  et  de  fuméc, 
O  douleur!  quel  spectacle  á  mes  yeux  vient 

[s'offrir : 
le  bataülon  sacre,  seid  devant  une  armée, 
s'arréte  pour  mourir. 

C'est  en  vain  que,  surpris  d'une  vertu  si  rarc, 
les   vainqueurs   dans   Icurs   niains   retiennent   le 

[trepas. 
Fier  de  le  conqt  rir,  il  court^  il  s'en  empare. 
La  gardc.  a-f-il  Jit,  mciirf  et  ne  se  rcnd  pas. 
On  dit  qu'en  les  voyant  cauches  sur  la  poussíere, 
i'énnemi,  Voeil  fixé  sur  leur  face  gu^rriére, 
les  regarda  satis  peur  pour  la  premiére  fots. 


e;í,  lirismo  en  la  poesía  francesa      413 

Por  cierto  que  en  este  hermoso  cántico,  Dela- 
vigne  se  equivoca  al  asegurar  que  aquellos  gue- 
rreros, verdaderamente  heroicos,  habían  domado 
a  toda  Europa,  y  también  a  Castilla,  "cuyos  mon- 
tes cruzaron",  porque  ni  Castilla  tiene  montes, 
al  menos  como  nota  característica,  ni  fué  do- 
mada por  la  vieja  guardia,  ni  por  las  restantes 
tropas  que  con  tal  propósito  mandó  Napoleón. 

Llamáronse  Mesenianas  estos  poemas  patrió- 
ticos por  Delavigne,  porque  en  el  Viaje  del  joven 
Anacarsis,  Barthélemy  había  lamentado  las  des- 
venturas de  Mesenia  invadida  y  oprimida  por 
implacable  vencedor.  Y  si  su  ditirambo  sobre  la 
desventura  de  la  derrota  de  Wartelóo  encierra 
los  errores  que  he  señalado  y  que  pueden  acha- 
carse al  patriotismo,  también  hay  un  falso  juicio 
en  lo  que  dice  de  los  cuadros  y  obras  de  arte  que 
se  llevaron  los  aliados,  en  otra  ocasión.  No  sé 
si  todas,  pero  no  pocas  de  esas  obras  de  arte, 
había  empezado  Napoleón  por  arrebatárnoslas 
a  nosotros  y  a  otros  países,  y  era  bien  natural 
que  si  las  naciones  despojadas  podían  recobrar- 
las, lo  hiciesen.  Todavía  quedan  en  el  Louvre  al- 
gunas joyas  que  nos  pertenecieron  y  la  invasión 
nos  arrebató. 

Las  tres  primeras  Mesenianas,  atrayendo  la 
atención  del  barón  de  Pasquier,  valieron  a  Dela- 
vigne una  plaza  de  bibliotecario  en  la  Cancillería, 
que  le  permitió  consagrarse  a  la  literatura. 

Y  continuó  Delavigne  la  serie  de  sus  Mese- 
nianas, pero  aquella  repentina  fama,  aquel  entu- 
siasmo ardoroso  del  público  iban  enfriándose. 
Delavigne,  en  poesía  lírica,  volvía  al  clasicismo. 


14  E.  PARDO  BAZÁN 


y  era  aquel  el  momento  en  que  el  romanticismo 
advenía,  arrollador  y  conquistador.  Puede  afir- 
marse que  Delavigne  no  estuvo  nunca  dentro, 
sino  al  margen,  de  la  escuela  romántica.  Con  ra- 
zón ha  dicho  de  él  un  crítico  de  los  más  justos, 
Vinet,  que  la  tradición  del  siglo  XVIII  vive  en 
Casimiro  Delavigne  todavía.  Fáltale  por  com- 
pleto el  sentimiento  religioso,  que  en  el  roman- 
ticismo tanto  papel  desempeña.  Fáltale  el  senti- 
miento amoroso.  La  cuerda  de  su  lira  que  le  hizo 
célebre  un  momento  es  el  patriotismo,  pero  en 
este  patriotismo  hay  aleación  de  política,  y  no 
puede  llegar  a  Tirteo  el  que  depende  de  algo  tan 
circunstancial  como  la  política. 

Cuando  Casimiro  Delavigne,  a  los  treinta  años, 
hizo  un  viaje  a  Italia,  encontró  al  romanticismo 
en  todo  su  empuje,  y  su  propia  reputación  co- 
menzó a  eclipsarse.  Desde  1828,  no  bastaba  al 
público  aquella  especie  de  clasicismo  mitigado  que 
Delavigne  le  ofrecía.  Y  en  vano  intentó  adaptarse 
a  las  reglas  románticas.  Para  admitirlas  en  la 
lírica  era  tarde ;  pero  se  había  dedicado  al  teatro, 
y  en  él  cultivó  una  especie  de  romanticismo  his- 
tórico, siendo  preciso  decir  que,  por  ejemplo,  su 
Luis  XI  resiste  mejor  el  paso  del  tiempo  de  lo 
que,  por  ejemplo,  resistió  Hcrnani.  También  me- 
recerían perdurar  sus  Hijos  de  Eduardo. 

De  la  fértil  camada  romántica  es  otro  poeta, 
que,  al  contrario  de  Casimiro  Delavigne,  fué  rea- 
lista acérrimo,  partidario  de  los  Borbones.  Era 
un  humilde  obrero  panadero,  y  se  llamaba  Juan 
Reboul.  Militó  entre  los  voluntarios  realistas,  y 
permaneció  toda  la  vida  fiel  a  esta  causa.  Cuan- 


EL   LIRISMO   EN    LA    POESÍA   FRANCESA         415 

do.  años  adelante,  quiso  el  conde  de  Chambord 
socorrerle  con  una  cantidad,  pues  se  hallaba  en  la 
mayor   estrechez,  rehusó  inflexiblemente. 

Aquel  hombre  del  pueblo,  que  habia  tenido  des- 
de 1828  a  1842,  horas  de  gloria,  de  cuyas  poe- 
sías se  agotaban  las  ediciones,  que  fué  el  poeta  de 
moda,  a  quien  aprendían  de  memoria  los  entu- 
siastas, a  quien  Lamartine  dedicó  su  composi- 
ción titulada  El  genio  en  la  obscuridad,  por  el 
cual  Alejandro  Dumas  fué  expresamente  a  Ni- 
mes  sólo  para  conocerle  y  saludarle,  y  que  pare- 
cía destinado  a  emparejar  con  los  más  altos,  mu- 
rió completamente  olvidado  en  1864,  después  de 
haber  realizado  varios  ensayos  que  no  añadieron 
nada  a  su  renombre,  y,  al  contrario,  lo  extinguie- 
ron, cansada  ya  de  interesarse  por  él  la  inteli- 
gente curiosidad  de  París,  ¡  Cuántos  jóvenes  he 
visto  morir!,  dice  en  una  de  sus  poesías  Víctor 
Hugo.  Todos  hemos  visto  morir  reputaciones  jó- 
venes, repentinas,  que  a  su  hora  parecieron  des- 
tinadas a  alumbrar  como  soles,  y  para  las  cuales 
poco  tardó  en  sobrevenir  la  noche,  las  obscuri- 
dades sin  remedio.  Es  mucho  más  fácil  ganar 
una  fama,  que  conservarla,  y  consolidarla  ante 
las  generaciones  venideras. 

En  cambio,  hay  poetas  que  por  sólo  algunos 
renglones  están  al  abrigo  del  olvido.  El  ejemplar 
de  estos  es  Félix  Arvers. 

Félix  Arvers,  que  disfrutaba  de  una  buena  po- 
sición, escribió  no  poco :  compuso  más  de  veinte 
obras  teatrales,  publicó  volúmenes  de  versos;  y, 
por  todo  ello,  no  ^ogró  salir  de  la  penumbra.  De- 
rrochó su  fortuna,  y  murió  paralítico  a  los  cua- 


4l6  E.  PARDO  BAZÁN 

renta  y  seis  años,  en  1859.  Habiéndole  devuelto 
una  comedia  un  director  de  teatro  porque  *'no  te- 
nia movimiento",  contestó  el  tullido :  ¡  Movimien- 
to... !  ¡Para  mi  lo  quisiera!" 

Y  esta  existencia  fallida  lo  hubiese  sido  del 
todo,  a  no  ser  por  un  soneto,  un  soneto  nada  más, 
y  del  cual  se  ha  dicho  reiteradamente  que  es  una 
traducción  del  italiano. 

Este  afortunado  soneto  está  en  la  memoria  de 
cuantos  sienten  la  poesia,  y  es  obra  de  esas  que 
en  laG  Antologías  no  pueden  faltar.  Dice  asi : 

Mon  ame  a  son  secret,  ma  vie  a  son  mystire  : 
un  amour  étcrncl  en  un  moment  conqii : 
le  mal  est  sans  espoir,  ainsi  j'm  dü  le  taire : 
Et  celle  qui  l'a  fait  nen  a  jamáis  rien  su. 
Helas  I  faurai  passé  prés  d'elle  inapergu, 
toujours  á  ses  cotes  et  pourtant  solitaire; 
et  faurai  jusqu'au  bout  fait  mon  temps  sur  la  terrc 
n'osant  rien  demander  et  n'ayant  rien  rcgu. 
Pour  elle,  quoique  Dieu  Vait  faite  douce  et  tendré, 
elle  suit  son  chemin,  distraite,  et  sans  entendre 
ce  murmure  d' amour  elevé  sur  ses  pas. 
A  faustére  devoir  picuscment  f  id  ele, 
elle  dirá,  lisant  ees  vers  tout  remplis  d'elle 
''Quelle  est  done  cctte  feminef"  ct  ne  compren- 

\dra  pos. 

Por  otro  soneto  se  salvará  de  la  eterna  noche 
el  conde  Fernando  de  Gramont.  Este  aristócrata 
es  un  versificador  de  gran  destreza :  los  ritmos 
más  varios  y  dificultosos  le  atraen.  Compuso  so- 
netos en  tabla,  del  siglo  XVI ;  cultivó  la  sextina. 


EL  LIRISMO  EN   LA   POESÍA   FRANCESA        417 

y  manejó  con  maestría  el  metro  genuí ñámente 
francés,  el  alejandrino.  Pero  el  soneto  que  puede 
competir  con  el  celebrado  de  Arvers,  es  lo  que  le 
sitúa  en<ia  historia  literaria  de  aquel  período  to- 
davía romántico,  de  1840.  Este  soneto  es  toda  una 
psicología  en  catorce  versos,  y  psicología  tan  ro- 
mántica como  la  de  Rene,  como  va  a  verse : 

Touf  homme  n'est  pas  né  pour  les  sentiers  fa- 

Yciles; 
pour  le  monde  de  Vhomme  á  tous  les  pieds  ouvert 
il  en  est  que  Dieu  fit  pour  rester  au  désert, 
qui  n'aiment  que  l'air  libre  et  les  ierres  stérites, 
Comme  f homme  sauvage,  ils  mépriscnt  les  villes, 
le  torrent  les  ahreuve,  et  les  hois  au  toii  veri 
sont  avec  le  ciel  vif  leur  unique  couvert; 
Vombre  d'un  joug  repugne  á  ses  fronts  indóciles. 
Arrétés  tout  le  jour  sur  le  sommet  d'un  mont, 
ils  ruminent  en  paix  leur  tristesse  farouche, 
et  les  ¡lommes,  de  loin,  demandent  ce  qu'ils  font. 
Mais  le   Seigneur  a   dit :    "Malheur  á   qui  les 

[touche!'' 
Leur  exil  ni'appartient,  inutile  ou  fécond, 
et  c'est  moi  qui  du  mors  ai  delivré  leur  bouche." 

Amadeo  Pommier,  nacido  en  1804,  es  un  poeta 
complejo  en  el  cual  no  sólo  se  encuentran  mez- 
clados los  elementos  románticos  y  los  clásicos, 
sino  los  bufonescos  y  crudamente  naturalistas.  Su 
poema  El  infierno  es  una  obra  muy  original,  que 
yace  en  el  olvido,  o  se  menciona  sólo  para  conde- 
narla por  sus  crudezas  y  sus  bufonadas.  Como 
Teodoro  de  Banville,  Pommier  es  un  juglar  de  la 
rima  y  la  compara  a  la  abeja  o  a  la  libélula,  que 


4^8  E.  PARDO  BAZÁN 


coge  al  vuelo  y  clava  en  el  papel;  que  ensarta 
como  perlas,  jugando  y  solazándose  con  ellas 
como  el  malabarista  que  lanza  al  aire  las  bolas  y 
los  discos  con  los  cuales  realiza  sus  habilidades 
ante  el  público.  Pero  no  bastaba  a  su  ambición  ar- 
tística esta  maestría  de  ejecución;  Pommier  tenía 
un  sueño,  una  aspiración  ardiente  y,  como  dijo 
Teófilo  Gautier,  al  expresarla  la  realizó,  repro- 
duciendo un  fragmento  de  reducidas  dimensiones, 
joya  de  metal  precioso  finamente  cincelado,  per- 
la engarzada  en  oro,  flor  de  las  más  frescas  que 
cave  recoger  en  el  ramillete  de  una  antología. 
He  aquí  la  joya : 

J'ai  revé  nmintes  fois  de  faire  une  élégie 
digne  de  trouver  place  en  quelque  anthologic, 
un  de  ees  morccaux  fins,  longuement  travaillés, 
polis,  damasquines,  incrustes,  émaillés; 
non  point  un  monument  amhitieux  ct  vaste, 
pyramidcj  ou  colonne,  ou  palais  plein  de  jaste, 
mais  un  rien,  un  atonte,  une  création, 
sublime  seulenient  par  sa  perfection, 
oeuvre  de  patience,  oeuvre  humhle,  oeuvre  petite, 
formée  avec  le?iteur  comme  la  sfalactite, 
valant  un  gros  poéme  en  sa  tcnacité, 
ct  faite  pour  durer  toute  Véternité, 
Oh!  montrer  ce  que  peut  la  constance  et  Vétude 
Creer  avec  amour,  avec  soUicitude ! 
Laisser  un  médaillon,  relique  dont  le  prix 
dans  deux  ou  trois  miUe  ans  puisse  etre  encor 

[compris! 

Así  sucede — ^como  se  vé  por  este  trozo — ,  que 
un  secundario  expresa  a  veces,  con  mayor  inten- 


El.   LIRISMO  EN    LA   POESÍA   FRANCESA        419 

sidad  y  eficacia  que  los  maestros,  una  idea,  una 
aspiración,  un  sentimiento  profundamente  poéti- 
cos. Y  es  lo  bastante  para  asegurarle  lo  que  lla- 
maré inmortalidad  de  antología;  lejos  del  ruido, 
en  la  selección  delicada  de  los  que  rebuscan  la 
perla  buceando  en  las  aguas  del  tiempo  y  de  la 
falta  de  memoria  de  una  generación. 

Entre  estos  poetas  que  giran  alrededor  del  ro- 
manticismo, habría  que  incluir  a  la  que  alguna 
vez  se  vio  llamada  la  divina  Marcelina ;  a  Mada- 
ma Desbordes  Valmore.  Su  larga  vida  de  ochenta 
y  dos  años,  permitió  a  esta  poetisa,  nacida  en 
1787,  asistir  al  nacimiento,  desenvolvimiento  y 
caída  de  la  escuela  romántica ;  y  pudo  formar,  in- 
mediatamente después  de  la  caída  de  Napoleón, 
parte  del  primer  cenáculo  y  del  círculo  literario 
que,  teniendo  por  órgano  a  La  Musa  francesa, 
inició  la  tentativa  romántica,  antes  del  levanta- 
miento general.  Marcelina  Desbordes  fué  de  aqué- 
llas a  quienes  los  hombres  perdonaron  su  gloria : 
porque  la  encontraban  muy  femenina  en  toda  su 
inspiración,  y,  según  la  frase  de  Sainte  Beuve,  "se 
contentó  con  esa  gloria  discreta,  templada,  de  mis- 
terio, la  más  hermosa  para  una  mujer  que  poeti- 
za". A  pesar  de  la  autoridad  de  Sainte  Beuve,  yo 
no  puedo  menos  de  pensar  que  no  hay  glorias  espe- 
ciales para  cada  sexo.  Y,  con  lo  más  íntimo,  cori 
lo  más  lírico  del  sentir,  cuando  la  mujer  ha  re- 
cibido el  don  y  la  consagración  del  genio,  no  es 
a  una  gloria  discreta  y  templada,  de  misterio,  sino 
a  la  vibrante  gloria  de  Safo,  a  lo  que  aspira. 

Arruinada  por  desgracias  de  familia,  Marcelina 
Desbordes  abrazó  la  carrera  del  teatro,  para  la 


420  t.  PARDO  BAZAN 


cual  tenía  disposiciones  y  una  hermosa  voz.  Ca- 
sada ya  con  el  actor  ValmorCj  publicó,  en  1818, 
su  primer  volumen,  Elegías  y  romanzas,  que  jus- 
tifican lo  que  ella  dice  de  sí  propia:  "¡No  he  sa- 
bido sino  amar  y  sufrir:  mi  Hra  es  mi  alma!" 

Para  definir  en  qué  consistió  el  atractivo  de  esa 
poesía  tan  esencialmente  femenil,  nada  mejor  que 
recoger  lo  que  de  ella  dijo  Sainte  Beuve.  Este  cri- 
tico eminentísimo  y  capaz  de  todos  los  aciertos, 
así  como  de  algunas  injusticias  notorias,  fué 
siempre  muy  favorable  a  los  secundarios,  y  lejos 
de  pensar,  como  han  pensado  y  practicado  gran- 
des críticos  que  le  sucedieron,  que  es  preciso  des- 
escombrar la  historia  literaria,  excesivamente  re- 
llena de  nombres  y  obras,  entendió  que,  en  gran 
parte,  esa  historia  la  constituyen,  en  su  tejido  in- 
terior y  vital,  las  producciones  y,  sobre  todo,  las 
personalidades  de  esos  secundarios,  todas  signi- 
ficativas y  dignas  de  interés.  En  la  labor  crítica 
de  Sainte  Beuve,  los  secundarios  ocupan  un  lu- 
gar casi  mayor  que  las  grandes  figuras.  Dado  este 
criterio  del  autor  de  los  Lunes,  no  es  de  extrañar 
que  desplegase  con  Marcelina  Desbordes  la  ma- 
yor simpatía,  y  que  le  otorgase  el  elogio  a  ma- 
nos llenas.  Dice  de  la  poetisa  que  es  *'un  poe- 
ta tan  tierno,  tan  instintivo,  tan  elegiaco,  tan 
pronto  y  dispuesto  a  lágrimas  y  transportes,  tan 
extraño  al  arte  y  a  las  escuelas,  que,  contem- 
plándole, no  hay  medio  de  no  considerar  la  poe- 
sía como  cosa,  sino  como  objeto  alguno,  como 
solamente  un  medio  de  llorar,  de  quejarse  y  de 
sufrir".  Alabanza  espléndida,  la  más  grande  tal 
vez  que  a  un  poeta  cupiese  tributar,  y  de  la  cual 


EL  LIRISMO  EN   LA   POESÍA   FRANCESA        421 


casi  estoy  tentada  a  decir  que  no  conoció  Sain- 
te  Beuve  todo  el  alcance.  Porque  ese  don  de  la 
espontaneidad,  de  .^a  poesía  como  involuntaria, 
como  efusión  natural  de  un  alma  linca,  seria  lo 
más  alto  que  recibiese  del  cielo  un  vate,  y  le  co- 
locaría sin  duda  al  frente  de  los  más  insignes  de 
su  tiempo,  y  de  todos  los  tiempos.  Pero,  en  Sain- 
te  Beuve,  en  medio  de  su  sistema  especial  de 
comprender  la  historia  literaria,  vela  el  espíritu 
crítico,  le  inspira  una  duda :  ¿  se  acordará  el  por- 
venir de  madama  Desbordes?  Y  añade:  *'No  todo 
lo  que  ha  escrito  sobrenadará".  De  suerte  que  la 
incluye  entre  los  poetas  menores,  y  espera  que, 
en  una  antología  de  estos  poetas  de  segundo  or- 
den, se  incluyan  algunos  idilios,  romanzas  y  ele- 
gías de  la  divina  Marcelina.  Y  hasta  aquí  bien 
podemos  llegar,  pero  sin  ir  más  allá,  y  recono- 
ciendo que  su  corazón  dictaba  su  poesía. 

Es  de  notar  que,  al  influjo  del  romanticismo, 
las  poetisas  abundaron.  Mencionemos  a  Ama- 
ble Tastu,  también  muy  ensalzada  por  Sainte 
Beuve,  que  no  sólo  tiene  debilidad  por  los  secun- 
darios, sino  por  las  literatas  y  poetisas;  y  el  ro- 
manticismo suscitó  bastantes  sin  conseguir  que 
una  sola  llegase  a  la  altura  de  la  prosista  Jorge 
Sand,  el  verdadero  poeta  lírico  que  vistió — ^y  no 
siempre — por  la  cabeza.  En  la  hueste  figuran  Me- 
lania Wal.dor,  que  publicó  sus  primeros  versios  en 
183 1,  sin  lograr  franca  aceptación  del  público,  y 
a  la  cual  ni  aun  Sainte  Beuve  dedicó  mención  al- 
guna, y,  sobre  todo,  Luisa  Colet,  más  conocida  por 
su  biografía  tempestuosa  que  por  sus  versos ;  que 
aun  cuando  la  Academia  le  otorgase  cuatro  veces 


422  E.  PARDO  BAZÁN 


seguidas  el  premio  de  poesía,  insistencia  de  recom- 
pensa que  inspiró  una  sátira  de  Alfonso  Karr  en 
sus  Avispas,  y  de  la  cual  se  vengó  la  poetisa  dando 
al  critico  una  cuchillada  en  la  espalda,  sin  efecto, 
y  seguida  de  ?as  burlonas  represalias  que  pocos  ig- 
noran. La  intervención  de  Luisa  Colet  en  el  plei- 
to amoroso-difamatorio  entre  Alfredo  de  Musset 
y  Jorge  Sand,  contribuyó  también  a  que  el  públi- 
co tuviese  fija  la  atención  en  ella,  y  le  dictó  una 
novela,  animada  y  no  sin  interés,  que  se  titula  El, 
y  que  fué  comentario  de  las  otras  dos  novelas  au- 
tobiográficas en  contra  y  pro  de  Musset,  tituladas 
El  y  ella  y  Ella  y  él,  episodio  romántico  escanda- 
loso, sobre  el  cual  tanto  se  ha  hablado  y  escrito. 
Y  es  preciso  confesar  que  algunos  versos  de  Lui- 
sa Colet  no  son  indignos  de  supervivencia,  sobre 
todo  el  poemita  que  se  titula  Celo. 

También  forman  parte  de  la  pléyade  Delfina 
Gay,  casada  con  Girardín,  y  nacida  en  1804,  col- 
mada <ie  todos  los  dones  de  la  Naturaleza  y  la 
fortuna,  y  que  estuvo  a  pique  de  ser  reina  de 
Francia,  porque  el  conde  de  Artois,  destinado 
al  trono,  se  prendó  de  ella,  y  si  no  muere 
Luis  XVIII,  acaso  le  ofrecería  su  mano,  habien- 
do también  estado  a  pique  de  ser  princesa  en  Roa. 
Su  unión  con  Emilio  de  Girardín  fué  venturosa, 
aunque  el  marido,  al  principio,  borrosa  figura  de 
principiante  literario,  llegó  a  eclipsar,  con  sus  éxi- 
tos políticos  y  de  prensa  a  su  mujer.  Algunas 
poesías  de  ésta,  y  en  primer  término  la  titulada 
La  noche,  son  dignas  de  la  antología  que  ha  de 
juntar  en  un  haz  las  prendas  poéticas  de  su 
tiempo. 


EL   LIRiSMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA         423 

Un  rezagado  de  esta  época  romántica,  un  poe- 
ta de  última  hora,  fué  Pedro  Dupont,  hijo  de 
un  obrero  que  también  fué  obrero,  y  que,  aun 
saliendo  de  esta  condición,  fué  siempre  del  pue- 
blo, y  fué  el  poeta  de  la  tierra,  el  poeta  rús- 
tico. No  sintió  la  Naturaleza  al  modo  lírico,  sino 
al  modo  labriego  y  popular :  y  éste  fué  el  secreto 
de  su  originalidad,  el  hechizo  de  su  musa. 

Pedro  Dupont  hizo,  con  los  temas  agrestes,  can- 
ciones, que  parecen  derivarse  de  la  inspiración 
campesina  de  esas  preciosas  novelas  de  Jorge 
Sand,  a  las  cuales  la  critica  no  ha  podido  poner 
reparos,  y  que  son  el  modelo  de  la  novela  regio- 
nal en  Francia,  tituladas  Frangois  le  Champí  y 
La  mare  au  diáble.  "Eran  los  versos  de  Dupont — 
dice  un  crítico — ,  como  páginas  de  Jorge  Sand,  ca- 
denciosas y  rimadas."  En  las  pastorales  de  Du- 
pont no  hay  afectación  académica,  no  hay  menti- 
ra convencional,  de  égloga  clásica :  todo  es  since- 
ro, y  no  sin  razón  se  les  ha  llamado  las  geórgicas 
de  Francia. 

La  canción  titulada  Los  bueyes,  que  apareció 
en  1845  y  1^  valió  una  fama  instantánea,  es  sin 
duda  la  mejor  de  sus  inspiraciones. 

J'ai  deux  granes  hoeufs  dans  mon  étable, 
deux  grands  bceufs  blancs  marqués  de  roux ; 
la  charrue  est  en  bois  d'érable, 
Vaiguillon  en  branche  de  hoii.v. 
Cest  par  leur  peine  qu'on  voit  la  pla/ine 
verte  Vhiver,  jaune  Veté, 
ils  gagnent  dans  une  semaine 
plus  d'argent  qu'ils  n'en  ont  coüté. 


424  E.  PARDO  BAZAN 


S'il  me  fallait  ¡es  vendré, 
faimerais  mieux  me  pendre; 
faime   Jeanne  ma  femme;  eh   bien!   faimerais 

[mieux 
la  voir  mourir,  que  voir  mourir  mes  bostifs. 

I  Cuan  lejos  estamos,  con  esta  poesía,  del  ro- 
manticismo m-elenudo  y  exaltado,  y  cuan  cerca  ya 
del  naturalismo !  Y  es  que  exista  en  Francia,  al 
mismo  tiempo  que  la  influencia  dominadora  de 
París,  que  es  lo  único  que  se  vé  desde  fuera,  otra 
Francia  distinta,  agrícola,  en  prosa,  que  Balzac 
va  a  estudiar  en  sus  novelas  sobre  los  campesinos, 
que  Jorge  Sand,  con  un  resto  de  idealismo,  can- 
ta en  sus  narraciones  rústicas  de  la  comarca  del 
Berry,  y  que,  por  último,  Zola  retratará  con  pe- 
simismo negro  en  La  tierra.  Pedro  Dupont  ha  en- 
contrado en  esa  misma  tierra  nutriz  del  género 
humano,  la  fuente  de  su  vena  poética,  y  ha  can- 
tado a  la  granjera  rodeada  de  sus  criaturas,  va- 
cas, pollos,  pavos,  mozos  y  mozas  de  labor...  y 
hasta  la  borrachera  del  marido  que  vuelve  y  la 
pega.  Desde  esta  corriente,  aldeana  y  humilde,  fá- 
cil era  el  tránsito  a  la  poesía  socialista,  y  Dupont 
la  cultivó,  escribiendo,  poco  antes  de  la  Revolu- 
ción de  1848,  El  canto  del  obrero.  Lo  entonaron 
a  coro  miles  de  voces,  de  1848  a  1852 ;  el  adveni- 
miento del  segundo  Imperio  lo  extinguió  y  fué 
olvidado,  como  también  el  poeta. 

El  hecho  fué  reconocido  ya  por  Carlos  Baude- 
laire,  que  consagró  cariñosas  páginas  a  Dupont, 
agradeciéndole  el  servicio  de  haber  socorrido  al 
romanticismo  contra  ^a  nueva   invasión   clásica, 


UL  LIRISMO  EN   LA   POESÍA   FRANCESA        425 

que  se  produjo  de  1843  ^  1845.  Su  juicio  sobre 
Dupont  es  exacto:  reconoce  en  él  a  un  poeta  es- 
pontáneo, a  quien  falta  el  gusto  y  el  sentido  de 
la  perfección,  pero  que,  cancionero  como  Béran- 
ger,  es  de  más  noble  naturaleza. 


XXVIII 

Bl  drama  romántico.— Vietor  Hugo.  <*Hernani<S  ''Marión 
Delorme",  "Blrey  se  divierte",  '>Luoreola  Borgla",  "Ange- 
lo, tirano  de  ;Padua<S  "Ruy  Blas",  —  Alfredo  de  Vigny. 
^'Chatterton'*.— Acierto  de  colocar  la  acción  de  este  drama 
en  Inglaterra.— Blbllogn^afía. 

Antes  de  reseñar  el  pasajero  triunfo  del  drama 
romántico,  hay  que  recordar  que,  en  plena  época 
de  la  tragedia  clásica,  había  florecido,  si  así  pue- 
de decirse,  un  género  que  anuncia  la  transforma- 
ción de  la  escena — porque  la  tragedia  recibía  de 
él  golpe  mortal — .  Este  género  es  el  melodrama, 
cultivado  desde  1797  por  el  tristemente  famoso 
Pixérécourt,  con  bastantes  autores  más,  y  que 
atraía  al  público  poderosamente.  Un  crítico  de 
autoridad,  Geofír4>y,  lo  había  anunciado:  el  día 
en  que  el  melodrama  tomase  carácter  literario, 
¡ay  de  la  tragedia!  Y,  a  darle  ese  carácter  lite- 
rario que  le  faltaba,  vinieron  Dumas  y  Hugo, 
pero  Hugo  sobre  todo,  pues  Dumas,  especial- 
mente en  Antony,  subió  más  alto,  y  desenvolvió 
el  gran  tema  lírico,  con  energía  extraordinaria. 

Víctor  Hugo  no  tiene,  en  todo  su  repertorio, 
obra  que  valga  lo  que  Antony.  Fué,  sin  embargo, 
un  drama  de  Víctor  Hugo,  de  efectismos  melo- 
dramáticos, lo  que  consagró  la  victoria  de  la  es- 
cuela en  el  teatro,  y  desde  allí,  en  los  géneros  res- 
tantes. 


428  i:,  pardo  bazán 


Antes  de  la  aventura  de  Hernani,  habia  escrito 
Víctor  Hugo  otro  drama,  titulado  Marión  Delor- 
me,  en  el  cual  aparece  un  tipo  lírico,  el  del  inclu- 
sero Didier,  perfectamente  definido.  La  censura 
prohibió  Manon  Delorme,  y  entonces  fué  presen- 
tado Hernani  al  teatro  francés.  Esta  vez  había 
acertado  el  autor,  no  a  crear  una  obra  maestra, 
pero  sí  algo  extraño  y  novísimo,  con  esa  especial 
electricidad  de  lo  que  marcha  de  acuerdo  con  la 
exigencia  vehemente  de  la  hora  y  del  día. 

El  triunfo  del  romanticismo  como  escuela,  fué 
consagrado  en  la  noche  del  estreno  de  Hernani, 
el  25  de  febrero  de  1830.  Estaba  en  su  momento 
crítico  la  cuestión  y  románticos  y  clásicos  se  ha- 
bían preparado  en  son  de  batalla,  con  armas  de 
llaves  para  el  silbido,  de  bastones  y  palos  para  la 
defensa.  Los  románticos  eran  jóvenes,  impetuo- 
sos, y  se  repartían  en  pelotones,  a  fin  de  echarse 
encima  de  los  clásicos,  apenas  quisiesen  manifes- 
tarse en  contra. 

Los  que  describen  el  estreno  de  Hernani,  sin 
pensarlo,  se  sirven  de  la  fraseología  militar.  Los 
espectadores  no  se  sentaban,  tomaban  posiciones ; 
no  buscaban  el  sitio  mejor  para  ver,  sino  el  punto 
estratégico  para  combatir ;  y  cual  los  ligueros  en 
la  noche  de  San  Bartolomé,  tenían  sus  jefes  y 
capitanes  y  se  daban  contraseñas  para  recono- 
cerse y  caer  en  masa  sobre  el  enemigo.  Divididos 
en  destacamentos  de  veinte  o  treinta,  requerían 
en  el  fondo  del  bolsillo  las  huecas  llaves,  o  frega- 
ban las  palmas  preparándose  al  aplauso  que  ha- 
bía de  cubrir  el  estridente  silbido.  Hasta  en  el 
traje  y  el  pelo  parecían  irreconciliables  los  dos 


EL  LIRISMO  EN   LA   POESÍA   FRANCESA        429 

bandos.  Mientras  los  clásicos  movían  con  despre- 
cio sus  burlonas  cabezas  trasquiladas  y  ostenta- 
ban sus  calvas  lucías,  los  románticos  desplegaban 
orgullosos  sus  luengas  crines  merovíngias  y  sus 
barbas  dignas  de  un  estuche  como  el  que  gastaba 
el  Cid  Campeador ;  y  sobre  los  pantalones  verde 
mar,  la  nota  rabiosa  del  jubón  rojo  de  Teófilo 
Gautíer  recordaba  el  trapo  con  que  se  cita  al  toro 
para  enfurecerle  y  la  bandera  de  las  revolucio- 
nes. Los  de  la  nueva  escuela  tenían  en  su  favor 
el  arrojo,  esa  misteriosa  tensión  de  la  voluntad  y 
esa  acometividad  ciega  e  irreflexiva  que  todo  lo 
arrolla.  Eran  la  mocedad,  mientras  los  secuaces 
del  clasicismo  representaban  la  fuerza  de  inercia, 
la  resistencia  de  lo  inmóvil.  Como  uno  de  los  del 
bando  clásico  demostrase  en  alta  voz  desaproba- 
ción, levantóse  una  cuadrilla  de  jaleadores  román- 
ticos y  gritó:  ¡Fuera  ese  calvo!  ¡fuera!  ¡que  se 
largue !  Y  al  punto  el  jefe  de  otra  brigada  se  alzó 
más  indignado  todavía  y  clamó :  ¡No,  que  no  se 
escape!  ¡Matarle,  que  es  un  académico! 

La  contienda  de  Hernajii,  \  cosa  curiosa !,  pue- 
de reducirse  a  un  altercado  de  peluquería.  La  in- 
juria de  los  'jmánticos  a  los  clásicos  era  llamar- 
les pelucones  y  también  rodillas,  aludiendo  al  pa- 
recido de  una  calva  con  una  rodilla  desnuda.  Los 
clásicos  replicaban  mofándose  de  los  melenudos 
y  amenazando  trasquilarles  como  a  borregos  ino- 
centes. 

Con  elementos  tan  extraordinarios,  se  impuso 
el  romanticismo  de  escuela.  A  la  primer  repre- 
sentación de  una  obra  que  hoy  no  resiste  el  exa- 
man, iban  unidas  ideas  de  distinto  alcance  y  sig- 


430  í^.  PARDO  BAZÁN 


nificación,  parque  Victor  Hugo,  en  su  primera 
juventud  legitimista,  había  pasado  ya  a  otro  cam- 
po, y  no  era  únicamente  con  la  revolución  lite- 
raria con  lo  que  soñaba :  la  tendencia  política,  el 
liberalismo,  entraba  en  su  obra  con  vigor,  y  no  en 
balde  coincidía  el  estreno  con  el  movimiento  revo^ 
lucionario.  Sacaba  la  consecuencia  de  que,  pues 
había  caducado  la  antigua  forma  política,  tenia 
que  caducar  la  poética.  El  ano  1830  debía  presen- 
ciar la  dable  caída  del  clasicismo  y  de  la  dinastía 
borbónica. 

Veamos  si  Hernani  es  un  tipo  lírico  verdade- 
ro, como  el  Antvny,  de  Dumas.  Lo  indudable  es 
que  pertenece  a  la  estirpe  de  los  fatales,  cuyo 
malsano  prestigio  roba  los  corazones.  El  modelo 
de  Hernani  es  evidentemente  Carlos  Moor,  pro- 
tagonista de  los  Bandidos,  de  Schiller.  Ambos 
héroes  se  han  alzado  contra  la  sociedad,  y  al  fren- 
te de  una  partida  de  malhechores,  viven  libres, 
esperando  el  momento  en  que  paguen  con  la  ca- 
beza su  libertad  y  sus  fechorías.  Ni  Hernani  ni 
Carlos  Moor  son  unos  malvados,  al  contrario :  en 
su  pecho  alientan  sentimientos  generosos.  Los  dos 
son  de  nobilísima  estirpe,  pero  circunstancias  aza- 
rosas les  han  impelido  a  echarse  al  campo,  como 
decimos  aquí.  Hernani  es  el  upo  del  bandido  ge- 
neroso, ese  héroe  romántico,  lírico  a  su  manera, 
lírico  de  acción,  del  cual  España  ha  presentado 
tantos  ejemplares;  y  Víctor  Hugo  acierta  doble- 
mente al  situar  a  su  bandido  en  España,  pues  en 
otro  país  difícilmente  se  le  concebiría.  Al  hacer 
español  a  Hernani — cuyo  nombre  es  también  es- 
pañol, un  nombre  de  pueblo,  que  Víctor  Hugo  oyó 


r 


EL  LIRISMO  EN    LA   POESÍA   FRANCESA        43 1 

en  la  niñez — demostró  un  sentimiento  fino,  y  ade- 
más, sintió,  tal  cual  él  podía  hacerlo,  el  profundo 
romanticismo  del  honor  español,  de  ese  sentimien- 
to que,  nacido  de  nuestras  gestas  y  romanceros, 
ha  llenado  nuestro  teatro,  hasta  que  se  disolvió  en 
las  frías  aguas  de  nuestro  clasicismo,  para  rena- 
cer poderosamente  en  el  siglo  XIX.  La  idea  de 
Víctor  Hugo  era  de  alcance,  aun  cuando  la  hayan 
desnaturalizado  tantas  cosas.  Sólo  en  las  tierras 
del  romanticismo  genuino,  Alemania  y  España, 
pudieron  ser  concebibles  dos  fguras  como  las  de 
Carlos  Moor  y  Hernani. 

Ambos  héroes  encuentran  en  la  mujer  que  ado- 
ran con  sombría  pasión,  un  fanatismo  de  amor 
igual  al  suyo.  La  Amelia  de  Carlos  Moor  sabe  que 
su  adorado  está  al  frente  de  una  gavilla  de  mal- 
hechores, y  no  por  eso  renuncia  a  entregarle  su 
vida ;  doña  Sol,  por  su  parte,  cuando  Hernani  la 
manifiesta  que  al  extremo  de  su  carrera  está  afren- 
toso cadalso,  contesta  declarándose  esclava,  ex- 
clamando que  pertenece  a  Hernani,  que  le  seguirá 
a  donde  quiera,  a  todas  partes,  sin  saber  por  qué. 
Tal  es  la  forma  del  amor  romántico,  considerado 
como  una  fuerza  incoercible,  sin  freno. 

Aun  cuando  todo  el  teatro  de  Víctor  Hugo  sue- 
la fundarse  en  pasiones  de  exagerada  violencia, 
sus  tipos  no  son  líricos  a  la  manera  de  Rene  o  de 
Rafael.  Quizá  el  de  más  genuino  lirismo,  lirismo 
de  alma  y  no  de  amaneramientos,  sería  el  bufón 
de  El  rey  se  divierte.  El  amor  paternal  del  bufón 
es  de  una  vehemencia  enteramente  romántica,  pero 
no  se  aleja  de  la  verdad,  porque  se  basa  en  el  úni- 
co sentimiento  duradero,  eterno,  que  acaso  existe 


432  E.  PARDO  BAZÁN 


en  el  corazón  humano.  En  Triboulet,  este  senti- 
miento está  exaltado  por  razones  liricas :  Tribou- 
let es  un  individualista  en  guerra  con  la  sociedad, 
que  ha  hecho  de  él  un  juguete  y  un  paria.  En  el 
fondo  de  su  alma,  el  odio  antisocial  ha  echado  rai- 
ces :  es  corcobado,  es  bufón,  es  un  hazme  reír,  y 
mucho  antes  de  que  roben  y  deshonren  a  su  hija, 
siente  una  animosidad  inconfesable  contra  los  que 
le  rodean,  los  señores  de  la  corte,  y  el  rey  mismo. 
Cuando  el  rey  se  burla  del  infeliz  padre  que  le 
maldice,  Triboulet  siente  her .  r  la  hiél  de  su  odio, 
y  jura  vengarse  de  los  poderosos  de  la  tierra.  El 
estudio  de  este  carácter  está  bien  hecho,  y  es  mu- 
cho más  real  que  el  de  los  de  Didier  y  Hernani ; 
en  estos  hay  una  afectación,  una  pintura  a  bro- 
chazos violentos ;  en  Triboulet,  motivos  más  na- 
turales determinan  las  pasiones,  incluso  las  más 
bajas,  como  la  envidia  y  la  ira  vengadora.  En  vez 
de  protestar  contra  la  sociedad  echándose  por  bre- 
ñas y  riscos,  a  mandar  bandoleros,  el  bufón,  situa- 
do en  el  marco  de  la  sociedad  francesa  de  su  épo- 
ca, lo  que  hace  es  preparar,  con  el  disimulo,  la 
venganza.  El  disimulo  es  la  defensa  de  los  débi- 
les, y  Triboulet  sabe  que  es  débil  y  que  está  ro- 
deado de  fuertes.  De  aquí  su  satánica  alegría 
cuando  piensa  que  ha  logrado,  él,  el  despreciado, 
el  paría,  dar  muerte  secreta  al  rey,  al  héroe  de 
Marigny,  al  grande  de  la  tierra.  Una  rebeldía  con- 
tra los  poderes  y  las  jerarquías  sociales  se  for- 
mula en  Triboulet.  En  ese  sentido,  es  un  tipo  lí- 
rico, sumamente  significativo. 

Triboulet,  antisocial  y  regicida,  fué  causa  de 
que,  de  orden  del  Gobierno,  se  prohibiesen  las 


EL  LIRISMO  EN    LA   POESÍA   FRANCESA        433 

representaciones  de  El  rey  se  divierte.  El  público, 
a  decir  verdad,  no  había  acogido  la  obra  con  gran 
entusiasmo.  Al  contrario :  con  una  silba,  que  bien 
puede  considerarse  el  desquite  clásico  del  triunfo 
de  Hernani.  Así  es  que  la  obra  no  volvió  a  subir 
a  las  tablas  hasta  la  respetable  fecha  de  cuarenta 
y  nueve  años  después. 

Violentando  la  fórmula  romántica  hasta  el  des- 
quiciamiento, Víctor  Hugo  dio  al  teatro,  en  1833, 
Lucrecia  Borgia.  Definitivamente,  el  drama  ro- 
mántico se  a^j^azaba  al  melodrama  y  lo  sobrepu- 
jaba en  horror,  xiay  que  reconocer  que,  dentro  del 
género,  supo  Víctor  Hugo  encontrar  los  persona- 
jes y  el  fondo  más  adecuado.  El  Renacimiento 
italiano  y  la  familia  de  los  Borgias  o  Borjas,  se 
prestaban  a  la  nota  sobreaguda,  no  de  lirismo,  sino 
de  romanticismo  truculento,  que  en  Lucrecia  en- 
contramos, y  que  tan  bien  sé  adaptó  a  la  música 
resonante  del  maestro  Ver  di,  cuando  del  drama 
se  extrajo  el  libreto  de  una  ópera.  Esta  familia  de 
los  Borjas  era  española,  y  había  logrado  ejercer 
en  Italia  el  mando  supremo  y  llegar  a  la  más  alta 
categoría  social.  Papas,  magnates  y  duquesas  rei- 
nantes procedieron  de  los  que  tal  vez,  en  Valen- 
cia, fuesen  humildes  aldeanos.  Su  encumbramien- 
to excitó  la  envidia,  y  su  modo  de  ejercer  el  man- 
do, no  distinto  realmente  del  que  era  en  Italia  ha- 
bitual en  aquellos  tiempos,  suscitó  enemigos.  La 
calumnia  debió  de  jugar  gran  papel  en  la  leyenda 
feroz  de  los  Borjas.  Sobre  todo,  el  personaje  de 
Madona  Lucrecia,  hija  del  Papa  Alejandro  VI, 
dio  probablemente  alas  a  la  fantasía,  y  se  le  atri- 
buyeron crímenes  sin  cuento,  que  muchos  histo- 


434  E.  PARDO  BAZÁN 


riadores  desmienten,  presentándonos  a  Lucrecia 
hasta  dulce  y  tímida,  dominada  por  cuantos  la  ro- 
dearon, y  arrastrada  por  la  fatalidad  a  desórdenes 
y  crímenes  en  que  tuvo  papel  de  testigo.  Victor 
Hugo  no  sólo  aceptó  la  Lucrecia  de  la  leyenda, 
la  Lucrecia  criminal  por  instinto,  sino  que  forzó 
la  nota  y  retinto  los  trazos,  para  acentuar  su  ne- 
grura. 

Entendía  Víctor  Hugo,  y  es  una  de  sus  teorías 
originales,  por  lo  cual  merece  la  pena  de  recordar- 
la, que  la  deformidad  moral  más  espantable,  la 
que  hace  del  hombre  o  de  la  mujer  un  monstruo, 
puede  transformarse  en  sublimidad  también  moral 
bajo  la  acción  de  un  sentimiento  noble  y  puro.  Tri- 
boulet,  al  par  que  físico,  es  un  jorobado  moral ; 
su  alma  rebosa  odio  y  cólera ;  pero  ama  a  su  hija ; 
y  basta  para  que  sea  interesante,  y  excite  la  pie- 
dad. Marión  Delorme  es  una  cortesana,  pero  ama 
a  Didier,  y  este  amor  la  redime.  El  mismo  tema 
desarrollará  más  tarde  Alejandro  Dumas,  hijo,  en 
La  dama  de  las  camelias.  Lucrecia  Borgia  es  una 
tigresa  sedienta  de  venganza ;  pero  es  madre,  ma- 
dre apasionadísima ;  y  por  esta  maternidad,  eleva- 
da a  sacrificio,  se  dignifica  un  momento  ante  nues- 
tros ojos.  Yo  confieso  que,  de  cuanto  sostiene  Víc- 
tor Hugo  en  su  estética  especial,  acaso  sea  este 
el  principio  más  defendible.  En  toda  alma  hay 
una  zona  de  luz,  o  por  lo  menos  un  destello ;  y 
es  lo  suficiente  para  reconocer  en  ella  la  huella 
divina. 

Las  consecuencias  que  de  esto  se  deriven,  ya  no 
son  tan  aceptables :  ni  sería  prudente  casarse  con 
las  Mariones,  ni  convendría  por  madre,  con  toda 


El,  LIRISMO   EN    LA    POESÍA    FRANCESA         435 

SU  exaltación  maternal,  una  mujer  semejante  a 
Lucrecia.  Pero  el  perdón  ideal,  la  corriente  de  sim- 
patía, ya  no  cabe  regatearla ;  y,  para  la  concepción 
del  poeta,  es  bastante. 

Hay  un  critico  francés  que  entiende  que  Lucre- 
cia, en  el  drama  de  Hugo,  no  ha  sido  purificada 
por  el  amor  maternal,  una  vez  que  continúa,  hasta 
última  hora,  maquinando  venganzas  y  envenena- 
mientos colectivos.  He  aquí,  en  mi  concepto,  al 
contrario,  un  rasgo  loable  en  Víctor  Hugo. 

Nadie  se  convierte  con  esa  facilidad ;  los  ins- 
tintos siguen  prevaleciendo;  además,  en  la  época 
de  Lucrecia  Borg^a,  no  existía  este  blando  senti- 
mentalismo que  dicta  hoy  conversiones  inverosí- 
miles. En  algo  había  de  ser  real  y  natural  el  perso- 
naje de  Lucrecia.  Ama  a  su  hijo  como  la  loba  a  su 
cachorro,  pero,  ¿convertirse? 

Por  primera  vez,  en  Lucrecia  Borgia,  Víctor 
Hugo  sustituyó  la  prosa  al  verso  en  su  teatro.  La 
innovación,  sospechosa  a  los  románticos,  fué  tole- 
rada, porque  la  prosa  era  bella,  como  un  puñal 
incrustado  de  pedrería.  Pero  con  Lucrecia  había 
empezado  la  decadencia  del  drama  romántico. 
María  Tudor  la  consumó.  Es  difícil  falsificar 
más  atrevidamente  un  personaje  histórico,  de  lo 
que  en  Miría  Tudor  hizo  Hugo.  Parecería  que 
después  de  Lucrecia  Borgia  no  cabía  tomarse  con 
la  historia  más  libertades,  y  he  aquí  que  María 
Tudor  raya  en  lo  absurdo,  es  pura  invención  de 
pies  a  cabeza.  Cabalmente  María  Tudor,  a  quien 
los  protestantes  llaman  la  Sanguinaria,  pudo  ex- 
tremar el  celo  de  su  fe  católica,  como  extremó 
más  tarde  Isabel  el  suyo  anglicano,  pero  no  hay 


436  E.  PARDO  BAZÁN 


nadie  que  le  atribuyese  pasiones  de  otro  género, 
y  menos  con  la  falta  de  decoro  de  proclamarlas 
ante  toda  la  cort«.  Otra  pura  fantasía  es  el  asun- 
to de  Angelo,  Tirano  de  Padua.  Dice  a  este  pro- 
pósito un  historiador  de  la  literatura:  "En  esta 
obra,  estrenada  en  1835,  Víctor  Hugo  vuelve  a 
Italia,  donde  encuentra  los  ingredientes  habitua- 
les de  sus  composiciones  dramáticas,  el  veneno, 
el  puñal,  las  escaleras  secretas,  las  puertas  ocul- 
tas, las  paredes  huecas  por  donde  se  camina,  los 
proscritos,  los  espías,  el  horror  y  el  crimen  bajo 
la  seda  y  el  terciopelo.  Víctor  Hugo  se  sentía  más 
libre  en  Angelo,  porque  no  son  históricos  los  per- 
sonajes que  en  el  drama  figuran". 

Por  razones  especiales,  porque  encierra  una  pin- 
tura del  estado  de  España  bajo  Carlos  H,  que 
siempre  pudiera  ser  de  actualidad,  encuentro  más 
altura  en  la  concepción  de  Ruy  Blas,  que  fué  es- 
trenado en  1838. 

La  acción  de  Ruy  Blas,  como  la  de  Hernam, 
pasa  en  Espvaña,  y  el  nombre  es  evidente  desfigu- 
ración del  de  Gil  Blas,  el  lacayo  al  cual  sus  aven- 
turas ponen  en  contacto  con  eminentes  perso- 
najes de  la  corte.  Aquí  acaba  la  semejanza.  Nó- 
tese la  curiosa  procedencia :  Gil  Blas,  obra  de  un 
francés,  Lesage,  viene  de  nuestros  novelistas  pi- 
carescos ;  y  en  Víctor  Hugo  este  persoiiaje  lleno 
de  verdad  se  convierte  en  un  figurón  romántico, 
con  todas  las  de  la  ley.  Más  filiación  picaresca 
que  en  Ruy  Blas,  lacayo  enamorado  nada  menos 
que  de  la  reina  de  España — y  en  aquellos  tiem- 
pos— ^veo  en  don  César  de  Bazán,  el  noble  caído 
en  la  bohemia  y  en  la  miseria,  aventurero  y  casi 


Elv  LIRISMO  EN    LA   POESÍA   FRANCESA        437 


saltador,  tipo  de  picaro  generoso,  que  es  segura- 
mente un  acierto. 

Es  de  todos  modos  muy  superior  Ruy  Blas  a 
Hernani,  y  aun  hallándose  plagado  de  errores  his- 
tóricos, genealógicos  y  de  otra  especie,  que  recti- 
ficó con  su  acostumbiada  maestría  Morel  Fatio, 
tan  conocedor  de  España,  tiene  ese  drama  un  no 
sé  qué  genuínamente  español,  algo  que  evoca  pe- 
ríodos y  aspectos  y  modos  de  ser  nuestros,  que 
entendieron  del  mismo  modo  que  Víctor  Hugo 
otros  escritores  más  serios  en  su  información. 
Hay  mucho  en  Ruy  Blas  de  esa  adivinación  ge- 
nial, que  conviene  reconocer  y  respetar  en  aquel 
poeta  que  tenía  la  pretensión  de  ser  "el  primer 
grande  de  España"  en  letras,  y  a  quien,  tan  an- 
ciano ya,  vi  emocionado  con  mi  visita,  al  saber  que 
yo  era  española. 

Al  hablar  del  drama  romántico  no  puedo  pres- 
cindir de  recordar  el  de  Alfredo  de  Vigny,  Chat- 
terton,  que  fué  estrenado  en  1835  y  obtuvo  un  éxi- 
to clamoroso.  Era  la  edad  de  oro  del  romanticis- 
mo, y  se  podía  contar  con  el  momento  favorable. 
Chatterton  es  también  una  víctima,  como  Antony, 
como  Triboulet,  de  la  sociedad,  contra  la  cual  lan- 
za formidables  diatribas.  A  diferencia  de  otros 
dramas  románticos,  el  asunto  de  Chatterton  está 
fundado  en  una  historia  real.  El  poeta  inglés  To- 
más Chatterton,  que  murió  a  los  diez  y  ocho  años 
de  edad,  suicidándose  por  veneno,  fué  un  caso  cu- 
rioso de  mala  suerte.  Anticipándose  a  Macpher- 
son,  al  cual  tan  buen  resultado  dio  su  superchería 
osiánica.  Chatterton,  aficionado  a  estudios  litera- 
rios y  lingüísticos,  falsificó  unas  poesías  de  un 


43^  K.  PARDO   BAZÁN 


supuesto  monje  del  siglo  XV.  Al  pronto,  agra- 
daron mucho  las  poesías;  pero,  apenas  se  sospe- 
pechó  que  podían  ser  un  engaño,  perdieron  inte- 
rés (como  al  fin  sucedió,  igualmente,  con  las  de 
Osián),  y  el  joven  autor  no  halló  protección  algu- 
na que  le  salvase  de  la  negra  miseria  en  que  cayó. 
Entonces,  después  de  varios  días  de  hambre,  re- 
currió al  veneno.  Este  tema  sirvió  a  Alfredo  de 
Vigny  para  desahogar  sus  resentimientos  contra 
la  sociedad,  contra  el  público,  cuyo  favor  no  ha- 
bía logrado.  Su  tesis  era  que  el  genio  muere  aho- 
gado en  un  ambiente  de  ignorancia,  de  mal  gusto, 
y  sobre  todo,  de  bárbara  indiferencia,  de  egoísmo 
materialista.  La  Inglaterra  a  quien  Vigny  acusa 
de  la  desdichada  suerte  de  Chatterton,  es  la  misma 
que,  no  ha  mucho,  torturó  e  infamó  a  un  hombre 
de  verdadera  inspiración  poética,  cualesquiera  que 
sea  el  juicio  que  en  otro  terreno  haya  merecido. 
Osear  Wilde ;  y  es  la  misma  que,  poco  después  de 
la  muerte  de  Chatterton,  formó  como  una  cruzada 
de  conveniencias  sociales  contra  el  autor  de  Man- 
fredo^  el  propio  lord  Byron ;  y  son  tantas  las  con- 
sideraciones que  sugiere  esta  serie  de  hechos,  que 
entraría  a  exponer  sucintamente  algunas,  si  no  me 
pareciese  que,  al  hacerlo,  tocamos  con  la  mano  a 
la  esencia  misma  del  lirismo,  en  su  aspecto  indi- 
vidualista. Nunca,  en  nuestras  sociedades  latinas 
y  católicas,  se  ha  acentuado  así  la  resistencia  so- 
cial contra  los  principios  desorganizadores,  como 
en  la  protestante  Inglaterra.  Y,  desde  temprano, 
esta  nación  práctica  rechazó  el  lirismo  individua- 
lista, como  se  rechaza  un  tósigo,  antes  que  se  infil- 
tre por  las  venas.  Nunca  desfrunció  el  ceño,  en 


EL   LIRISMO   EN    LA    POESÍA   FRANCESA         439 

este  sentido,  y  quizá,  no  me  atrevo  a  afirmarlo, 
pues  siempre  es  temeroso  sacar  estas  consecuen- 
cias históricas,  a  este  espíritu,  tan  frecuentemente 
enraizado  como  enraiza  todo  en  ese  pueblo,  el  más 
tradicionalista  del  mundo,  se  deba  el  que  Ingla- 
terra haya  atravesado  sin  trastornos  las  edades  re- 
volucionarias, y  sean  tan  escasos  los  nombres  de 
subditos  ingleses  en  las  listas  del  anarquismo  de 
acción,  donde  abundan  los  de  españoles  e  italia- 
nos. Para  pintar  y  reprobar  una  sociedad  sin  idea- 
lismo, refractaria  a  la  bella  inutilidad  poética,  Vig- 
ny  eligió  bien  el  personaje  de  Chatterton. 

Pero,  se  ha  dicho,  los  Gobiernos  no  pueden  sa- 
ber dónde  reside  el  genio,  para  protegerlo,  para 
tenderle  la  mano.  Así  será;  y,  sin  embargo,  no 
cabe  comparar  el  ambiente  en  que  respiró  Chat- 
terton, el  ambiente  de  lord  Byron,  con  el  de  los 
escritores  franceses  del  siglo  de  oro,  llenos  de  pen- 
siones y  recompensas  que  prodigaban  los  Reyes, 
y  halagados  por  la  gente  de  mejor  tono.  No  puedo 
comparar  la  sociedad  que  expulsaba  de  su  seno  a 
Byron,  con  aquella  en  que  un  Monarca,  restau- 
rado, de  la  rama  legítima,  contestaba,  cuando  le 
instaban  a  que  persiguiese  al  autor  de  Marión  De- 
lornie,  que  él,  en  el  teatro,  no  tenía  más  puesto 
que  el  de  espectador.  Y  no  entro  en  el  examen  de 
cuál  de  estas  dos  maneras  de  considerar  el  arte,  el 
talento  y  hasta  el  genio,  es  más  conveniente  o  más 
peligrosa  para  el  orden  social ;  me  limito  a  decir 
que  Vigny  situó  bien  en  Inglaterra  el  asunto  de 
su  drama. 

Con  Chatterton^  el  drama  romántico  se  eman- 
cipó del  melodrama,  de  sus  efectos  y  recursos. 


440  E.  PARDO  BAZÁN 


cosa  que  no  había  podido  lograr  por  medio  de 
Hugo  ni  Dumas.  En  Chatterton  no  ocurre  cosa 
que  no  sea  natural.  Lo  que  causa  la  muerte  d^l 
héroe  es  sencillamente  la  falta  de  dinero.  Por  tal 
motivo  no  se  agitaron  y  conmovieron  ni  Hernani, 
ni  Ruy  Blas,  ni  Didier,  ni  ninguno  de  los  "fata- 
les" del  drama  romántico. 

Y  como  no  estaba  fundado  en  la  verdad,  el  ro- 
manticismo, en  la  escena,  tuvo  una  vida  breve  (nó- 
tese que  hablo  de  Francia:  en  España,  por  ejem- 
plo y  en  alguna  otra  nación,  llegó  más  tarde  y  fué 
más  duradero  el  drama  romántico).  Sorprende  re- 
cordar que  sólo  trece  años  habían  transcurrido 
desde  el  estreno  de  Hernani,  cuando  cayeron  al 
foso  Los  burgraves,  y  allí  se  quedaron  para  siem- 
pre jamás;  y,  al  mismo  tiempo  que  sucumbía,  en- 
tre la  indiferencia  y  la  severidad  del  público,  el 
último  drama  de  Víctor  Hugo,  resonantes  aplau- 
sos saludaban  a  una  tragedia,  la  Lucrecia,  de  Pon- 
sard :  con  ella  resucitaba  lo  que  se  creía  enterrado. 
Es  cierto  que  después  de  la  caída  de  Los  burgra- 
ves, Alejandro  Dumas,  padre,  siguió  escribiendo 
para  el  teatro,  bajo  la  inspiración  romántica;  pero 
las  obras  de  este  autor,  que  yo  considero  superio- 
res a  las  teatrales  de  Víctor  Hugo,  y  más  signifi- 
cativas aún,  son  de  su  primera  época. 

El  fracaso  de  Los  Burgraves  determinó  a  Víc- 
tor Hugo  a  renunciar  para  siempre  a  la  escena. 
Era  el  año  de  1843. 

Para  leer  los  dramas  de  Víctor  Hugo  y  de  Ale- 
jandro Dumas,  recomiendo  las  adiciones  de  Obras 
completas  y  Teatro  completo,  esta  última  de  Mi- 
chel  Lévy,  en  24  volúmenes.  Como  crítica,  Bruñe- 


KL  LIRISMO  ÍN   LA  POESÍA   FRANCESA        44I 

tiére,  Épocas  del  Teatro  francés,  Nebout,  El  dra- 
ma romántico,  H.  Parigot,  El  drama  de  Alejan- 
dro Dumas,  y  el  estudio  de  Rene  Doumic  sobre 
El  Teatro  romántico. 


ÍNDICE 


Páginas. 


Prólogo v 

I. — Lo  moderno  en  literatura. — Por  qué  se  ha- 
bla de  Francia. — La  prosa  poética  de  los  ro- 
mánticos. —  Toda  manifestación  literaria 
responde  a  profundas  raíces  sociales i 

IL — Dos  tendencias  del  romanticismo. — ¿Qué 
es  el  lirismo? — Las  civilizaciones  antiguas 
de  América  ? — Orígenes  del  lirismo. — El  ins- 
tinto de  conservación  y  el  de  reproducción. 
El  lirismo  literario  y  artístico  y  el  lirismo 
social 13 

IIL — El  lirismo  en  las  sociedades  primitivas. 
La  antigüedad;  India,  Nínive,  Egipto.  Gre- 
cia y  Roma. — Caracteres  del  lirismo  cristia- 
no.— Los  primeros  siglos  de  nuestra  era. ...       27 

IV. — La  Edad  Media. — Transformación  del  la- 
tín en  las  lenguas  romances. — ^Las  canciones 
de  gesta.— La  "Canción  de  Roldan". — Orí- 
genes aristocráticos  de  la  literatura  Jírico- 
caballeresca. — El  ciclo  bretón :  la  historia  de 
de  "Tristán  e  Iseo";  Artús  de  Bretaña;  la 
"demanda  dé.  Santo  Grial". — Los  Templa- 
rios.— El  lirismo  en  las  producciones  del  ci- 
clo bretón. — Trovadores  y  juglares. — El  li- 
rismo sincero  debe  poco  a  la  poesía  proven- 
^zal....... 43 

V. — Influencia  de  Francia  sobre  España  en  la 
Edad  Media.  —  El  aristocraticismo  de  las 


^ 


444  ^'  PARDO  BAZAN 


Páginas. 

canciones  líricas. — Transformación  de  la  so- 
ciedad y  la  literatura  al  terminar  la  Edad 
Media. — La  "Novela  de  la  rosa". — ^El  liris- 
mo entre  los  trovadores. — Abelardo  y  He- 
loisa.— 'Los  libros  de  caballerías. — Villon: 
"Las  nieves  de  antaño". — Rebeláis  no  es  un 
lírico 59 

VL — ^El  Renacimiento  y  la  Reforma. — Rabe- 
lais,  el  revolucionario. — ^Ronsard ;  sus  triun- 
fos en  la  corte  de  los  Valois;  su  dominio 
de  las  formas  métricas. — Malherbe. — El  si- 
glo XVII;  los  "Salones";  las  "Preciosas"; 
los  "libertinos". — ^San  Francisco  de  Sales. — 

;   Moiliére. — ^Eslbozo  de  bibliografía yy 

\  VIL — El  lirismo  en  la  tragedia. — ^Orígenes  de 
este  género  dramático  en  Francia. — El  "ro- 
manticismo épico"  de  Corneille  y  el  "ro- 
manticismo lírico"  de  Racine. — El  lirismo 
de  algunos  clásicos. — 'Racine;  su  genio;  su 
obra;  examen  de  "Fedra";  los  dos  méritos 
principades  de  Racine;  su  genio  indiscutible. 
Esbozo  de  bibliografía 95 

VIII. — ^El  siglo  XVIII ;  sus  diferencias  con 
el  siglo  anterior. — Voltaire,  precursor  del  ro- 
manticismo. —  El  abate  Prévost;  "Manon 
Lescaut". — Las  "cartas"  de  la  monja  portu- 
guesa.— Juan  Jacobo  Rousseau;  su  biogra- 
fía ;  sus  obras ;  su  influencia,  sobre  todo  en- 
tre las  mujeres.  —  Rousseau  el  escritor  y 
Rousseau  el  utopista. — El  influjo  avasalla- 
dor de  Juan  Jacobo  dura  todavía. — Esbozo 
biibliográfico iii 

IX. — La  disputa  de  anti.guos  y  modernos;  al- 
gunas de  sus  incidencias. — El  abate  Delille. 
Andrés  Chénier ;  su  biografía ;  no  es  un  ro- 


ÍNDICE  445 


Páginas. 

mántico  ni  un  precursor  del  romanticismo; 
su  clasicismo  helénico ;  examen  de  algunas 
de  sus  poesías ;  su  muerte  trágica ;  el  destino 
de  sus  obras. — ^Esbozo  bibliográfico 129 

X. — 'El  culto  a  la  naturaleza. — Buffon. — Pre- 
cursores de  Rousseau  en  el  mencionado  cul- 
to.— Bemardino  de  Saint  Fierre ;  su  biogra- 
fía ;  sus  viajes ;  los  "Estudios  de  la  natura- 
leza"; obra  que  constituye  un  monumento 
contra  -el  ateísmo;  "Pablo  y  Virginia";  su 
carácter,  su  influencia ;  comparación  con 
"Dafnis  y  Cloe". — ^Esbozo  de  bibliografía.. .     145 

XI. — El  sentimiento  religioso  en  Rousseau  y 
en  la  Francia  de  la  Revolución. — Chateau- 
briand; su  biografía;  ¿es  un  católico  y  un 
romántico?  Sus  obras;  examen  del  "Genio 
del  cristianismo" ;  su  influencia  'literaria  y 
social. — La  exaltación  del  "yo"  o  autocen- 
trismo  es  idea  esencialmente  católica 161 

XII. — La  literatura  del  primer  Imperio. — ^Los  'f^ 
grandes  literatos  no  son  favorables  a  Napo- 
'león. — El  falso  Osián. — 'Los  salones.  —  Las 
damas  novelistas:  la  duquesa  de  Duras,  ma- 
dame  d-e  Krudener:  su  novela  "Valeria". — 
Madame  de  Stáel ;  "Delfina"  y  "Corina".— 
El  feminismo  y  la  sociabilidad  de  la  Stáel. — 
Bibliografía. ^,378 

XTIT. — Víctor  Hugo,  su  biografía,  su  españo- 
lismo. —  Caracteres  del  lirismo  de  Víctor 
Hugo.  Es  un  poeta  verbal.  Las  tres  manera?; 
de  su  lirismo  no  son  sino  dos  en  realidad. — 
La  poesía  política.  Las  "Odas",  las  "Bala- 
das", las  "Orientales".  —  "La  tristeza  de 
Olimpio". 191 

^IV. — Razones  para  ocuparse  de  escritores  y 


44^  E.  PARDO  BAZÁN 


Páginas. 

obras  que  no  son  de  primera  'línea. — Esteban 
Senancour;  su  biografía,  su  carácter  melan- 
cólico. Su  novela  "Obermann".  Examen  de 
la  obra  y  de  sus  tendencias.— Benjamín  Cons- 
tant.  "Adolfo".  Examen  de  la  obra.— Biblio- 
grafía      205 

XV. — 'Las  segundas  "Meditaciones".  —  Carác- 
ter de  la  poesía  de  Lamartine. — Qué  opinan 
de  ella  Lemaitre  y  Brunetiere. — La  religio- 
sidad de  Lamartine. — La  evolución  del  poe- 
ta.— "Jocelyn",  "La  caída  de  un  kngéi". — 

^  Cómo  desaparece  el  lirismo  en  el  alma  y  la 

obra  de  Lamartine. — Bibliografía 221 

XVT. — 'El  romanticismo  de  escuela  y  la  expan- 

^  sión  del  individualismo. — Cómo  explica  He- 
gel  la  doctrina  romántica. — El  romanticismo, 
el  lirismo  y  el  individualismo. — En  qué  se  di- 
ferencian.— El  romanticismo  como  factor  del 
individualismo 235 

^-OCVIL — 'El  lirismo  en  Balzac.  "La  azucena  en 
el  valle".  Examen  y  crítica  de  esta  obra. — 
El  estilo  de  Balzac. — "La  musa  del  departa- 
mentó",  "Ilusiones  perdidas",  "Beatriz". 
Examen  de  estas  tres  obras. — ^Influencias  de 
Balzac  sobre  Flaubert.  —  Crítica  que  hace 

Balzac  del  lirismo. — Bibliografía. 251 

XVIIL — Jorge  Sand.  Su  biografía :  su  estan- 
cia en  España. — ^El  derecho  a  la  pasión  con- 
tra la  sociedad. — El  tema  del  amor  en  la  li- 
teratura francesa. — Francia  no  está  ni  ha  es- 
^   tado  en  decadencia. — El  lirismo  exaltado  en 

Jorge   Sand. — Bibliografía ". 267 

^XTX. — El  romanticismo  como  teoría  v  escuela 
literaria. — Sus  orígenes.  Cómo  se  introdujo 
en  Francia.  La  "Neología"  de  Lemercier  v 


ÍNDICE  447 


Páginac. 

la  "Poética"  de  Diderot.  —  La  lucha  entre 
clásicos  y  románticos. — Shakespeare  silbado 
en  París. — El  prefacio  de  "Cromwell". — El 
romanticismo  encarna  principalmente  en  la 
novela. — Temas  que  dio  la  nueva  escuela  a 
'la  poesía  lírica :  religión,  sentimiento  de  la 
naturaleza,  humanitarismo.  —  La  literatura 
fácil. — Cómo  muere  el  romanticismo  de  es- 
cuela.      281 

XX. — El  lirismo  en  la  prosa  es  anterior  al  li-  ^^' 
rismo  en  la  poesía. — Mme.  de  Stáel,  precur- 
sora y  definidora  del  romanticismo. — "Ata- 
la"  y  "Rene",  de  Chateaubriand.  Su  influen- 
cia. "El  mal  del  siglo". — Bibliografía  acerca 
de  Chateaubriand 297- 

XXL — Béranger.  Su  biografía;  su  carácter. — 
Qué  es  la  canción.  —  La  canción  política.-^ 
Béranger  durante  la  Revolución,  el  Imperio., 
la  Restauración,  la  Revolución  de  1830,  la 
Monarquía  de  Julio  y  la  Revolución  del  48. 
La  canción  del  "Rey  de  Ivetot". — ^Las  can- 
ciones de  Béranger  se  clasifican  en  cinco 
grupos. — ¿Es  Béranger  un  poeta? — Su  po- 
pularidad. —  Bibliografía 311 

XXIL — El  lirismo  en  el  drama  romático. — La  .^ 
palabra  "romanticismo",  según  Víctor  Hugo. 
Atisbos  certeros  de  Mme.  de  Stáel. — La  lu- 
cha entre  clásicos  y  románticos. — La  Acade- 
mia, baluarte  del  clasicismo. — "Los  Templa- 
rios", de  Raynouard. — El  "Cristóbal  Colón", 
de  Lemercier. — El  "Hernani". — El  teatro  de 
Dumas,  padre:  "La  corte  de  Enrique  IH", 
"Antony".  —  Paralelo  entre  Víctor  Hugo  y 
Dumas,  por  Larra. — Rehabilitación  literaria 
de  Alejandro  Dumas. — Bibliografía 327- 


448  E.  PARDO  BAZÁN 


Páginas. 

XXIIL — Alfredo  de  Musset.  Su  biografía. — 
Por  qué  es  el  poeta  del  amor. — Parívlelo  de 
Taine  entre  Tennyson  y  Musset. — El  "es- 
prit"  de  Musset. — 'Musset  y  lord  Byron. — 
"Las  Noches". — 'El  misticismo  a  la  inversa 
del  poeta.  —  "Rolla",  "La  esperanza  en 
Dios". — Musset  no  fué  lo  que  llaman  hom- 
bre práctico. — ^La  forma  de  Musset. — ^Bi- 
bliografía  343 

XXIV. — Gustavo  Flaubert.  Su  biografía. — Es 
un  romántico  y  un  devoto  de  la  forma,  con 
fondo  de  observación  pesimista. — La  sátira 
c^^contra  el  lirismo. — "Madame  Bovary".  Exa- 
men de  esta  obra. — tLa  objetividad  de  Flau- 
bert.— 'Por  qué  nuestra  época  no  puede  pro- 
ducir arte  popular. — Bibliografía 363 

XXV. — ^Los  Orleanes  en  la  historia  de  Fran- 
cia.— Luís  Felipe  de  Orleans  y  su  reinado 
de  1830  a  1848. — ^El  poeta  Augusto  Barbier. 
Cómo  le  juzgan  Sainte  Beuve  y  Máximo  du 
Camp.  —  Los  "Yambos",  la  "Ralea",  é 
"Pianto". — Examen  de  estas  obras. — Popu- 
laridad y  decadencia  de  Barbier. — Biblio- 
grafía      379 

XXVI. — Lo?  secundairios  del  romanticismo. — 
Hegesipo  Moreau,  Imberto  Galloix.  Gerardo 
de  Nerval. — ^Examen  de  sus  vidas  y  sus  ten- 
dencias  respectivas 395 

XXVI. — Casimiro  De'avigne.  Su  biografía. — 
Las  "Mesenianas".  Origen  de  este  nombre. 
Tendencia  clásica  de  Delavigne.— Su  teatro. 
Pcíf  qué  no  pudo  ser  romántico. — Juan  Re- 
boul. — Félix  Arvers.  Su  soneto. — El  conde 
Fernando  de  Gramont.  Su  soneto. — Amadeo 
Pommier.  —  Marcelina  Desbordes  Valmore. 


ÍNDICE  449 


Págmas. 

Juicio  que  la  consagra  Sainte  Beuve. — Va- 
rias poetisas. — Pedro  Dupont.  "Los  bueyes", 

La  poesía  campesina  y  de  los  obreros 411 

XXVin. — El  drama  romántico. — Víctor  Hu- 
go. ''Hernani",  "Marión  Delorme",  "El  rey 
se  divierte",  "Lucrecia  Borgia",  "Angelo,  ti- 
rano de  Padua",  "Ruy  Blas".  —  Alfredo  de 
Vigny,  "Chatterton". — Acierto  de  colocar  la 
acción  de  este  drama  en  Inglaterra. — Biblio- 
grafía      427 


585527 

Baz&n,  íinilia 
L  lirismo  en  la  poesía  francesa. 

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