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Full text of "El paño Pardo: Crónica de un villorrio en 1890"

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AKTES SCIENTIA VEHITAS 






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EL PAÑO PARDO 



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J.'ORTEGA MUNILLA 

^ DE LA REAL ACADEMIA ESPADÓLA 



EL PAÑO PARDO 



CRÓNICA J)E UN VILLORRIO EN 1880 



TERCERA EDICIÓN 



MADRID 
KOlTOniAI^ RUEVO 

CALU DEL ARENAL, B. 



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I 3SI 



ES PROPIEDAD 



fmprenti Helénica- Pasaje de la Aibojabra. nitm. 3, Mad 



-2042 



EL PAÑO PARDO 



|. Entre la raemoría de un viaje por tristes aldeas cas- 
tellanas y !a lectura de una colección de periódicos 
viejos nació esta novela, que lia permanecido muclios 
afios en el estado de notas jeroglificas y de vagos 
pensamientos, de que acaso nunca debió salir. Un 
dia, en qlie el panorama de la eslepa con sus milla- 
res de paralelos surcos reapareció en mi mente, y vi 
a lo lejos las tapias de adobes del apelmazado case- 
río de cuyas techumbres de tejas o chamizo subían 
las nubes de humo de los hogares, senti la emoción 
que se expnimenta cuando resucitan recuerdos que 
se creiañ muertos para siempre. 

El negro villorrio resurge como un sepulcro aban- 
donado. Una bandada de grajos revuela perezosa- 
mente sobre los alijares. Parda es la tierra circundan- 
te, pardos los rostros que aqui y alli asoman por las 
estrechas puertecillas, pardos los bardales de las vi- 
viendas, pardo el cielo otoñal que sobre ellos se di- 
lata. Las torres de la Colegiata y de Nuestra Señora 
de la Victoria álzanse dominando el horizonte, y sus 
campanas taften el toque del Angelas. £1 roble del 
Castillo, el único árbol de la comarca, muestra en lo 
alto de la loma sus viejas ramas retorcidas y sin ho- 
jas. Templos arruinados y sin culto, muros que fue- 
ron casas solariegas y en los que el jaramago crece 



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6 J. OBTKQA MCNILLA 

en tomo de los olvidados escudos, una pumte que- 
brada sobre un rio seco, callejas entre cuyos guijarros 
la hierba verdea, tiendas migeias que en la heteroge- 
neidad confusa de las mercaderías amontonadas con- 
servan el aspecto de las botigas medioevales, todo ello 
sirviendo de tondo y marco a un par de docenas de 
edificios modernos o recompuestos, donde moran los 
ricachos de la «imarca, y que en la vulgaridad de su 
traza o en lo desmañado y prosaico de la restauración 
acreditan ignorancia y cicatería. Óyese el ritmo me- I 
tálico del martillo con que el albeitar adoba las he- 
rraduras, golpeando sobre el yunque. Un galgo pajizo 
yace tendido delante de un portal, y de cuando est 
cuando abre la boca en bostezo que acaba en aullido, 
expresando el tedio ambiente, como animal represen- 
tativo de fábula. Las perdices enjauladas se aclaman 
unas a otras, o se desgastan el pico en- los alambres. 
El suelto averío anda por todas partes disputando las 
liunundicias que cubren el suelo a piaras de cerdos 
flacos, hambrientos y hozadores, y a su lado las mu- 
jeres, sentadas en bemquillos de madera, calcetean o 
zurcen los pingajos familifues. 

Dos escuelas, poco concurridas, con dos maestros 
mal pagados, hállense instaladas en los húmedos y 
malolientes bajos de un casería, propiedad del caci- 
que. Un juez de primera instancia, un puesto de la 
Guardia civil, un convenio de monjas, do^ farmacias, 
tres Casinos, que no son sino otras tantas salas en que 
se juega al mus y al tute, y se copea, componen el 
catálogo de las instituciones oRciales, sociales y cien- 
tlficíts de la villa. £1 cementeiio está sobre una mam- 
bla que domina el caserío, y el macelo sobre un ba- 
rranixi eu el que las aguas llovedizas se estancan y se 
pudren. 



BL paSo pardo 7 

Con ser el villorrio tan pobre, tan sucio, tan obscu- 
ro, sus vecinos estiman como un honor el haber na- 
cido entre sus corralizas y miran con desprecio a 
los que en el resto del planeta vieron la luz; orgullo 
de tribu, absolutamente ajeno al natural amor que 
todo bicho siente por el agujero en que viniera a la 
vida. Y tienen su refrán para expresar la superioridad 
de que se juzgan poseedores: En Las Lomas, el hotri' 
bre bravo, la hembra hermosa. Creen los hijos de 
aquella tierra que los frutos que ella cria son los me- 
jores, los más sazonados y sabrosos. De Zaratán 
—dice su adagio—, el vino y el pan. Ellos afirman 
que su independencia nunca fué sometida por la es- 
pada extranjera, ni la pureza de su sangre se percudió 
con la mezcla de exóticos gérmenes. Otro dichete, que 
va a través de las edades, de boca en boca, lo con- 
signa: El moro no ¡legó, el Judío no se quedó, el ga- 
bacho no se atrevió. Y en la tenebrosa noche de sus 
cerebros, donde jamás penetró el relámpago ilumina- 
dor de la letra de molde, esa vanidad regional per- 
manece inconmovible, como los asertos inftmdados, 
que faltos de prueba se convierten en dogmas- El úni- 
co hecho memorable que acaeció en Las Lomas de 
Zaratán, ese lo desconocen sus naturales, y fué que 
Cid Rodrigo de Vfvfir, cuando iba destenado de Cas- 
tilla, pasó con su gente por alli, y, caballeando a pri- 
sa, dijo freíile a la villa: 

•La tierra del Rey Alfonlfo e(ta noche la podemos quitar, 
defpues qul nos buscare fallar no podrá. > 

Y el Cantar de Mío Cid aflade: 

•E por La Loma ayuso pienllan de andar.> 

Aunque el sabio maestro esaibe esa loma con 



8 J. ORTEGA ICUNILLA 

letra minúscula, con lo que echa por el suelo las afir- 
maciones categóricas del académico correspodiente 
de la capital de la provincia, de que el poema se re- 
fiere a Las Lomas de Zaratán de k Priora, lo cierto 
es que por alli cerca pasó el Cid, en su viaje famoso, 
que empezó en destierro y acabó en conquista, 

Pero ya está dicho que los zaratanenses no saben 
que el azar les otorgase tanta gloria; y cuando cierto 
viajero curioso reconió Las Lomas, siguiendo el iti- 
nerario del héroe, como se aposentara una noche en 
la posada de la Verónica, principal hospedería de ta 
villa, y preguntase a la posadera si en las remem- 
branzas locEÜes quedaba alguna huella del Cid, la 
buena mujer desentrañó con gentil ingenio la enre- 
vesada y erudita interrogación, y le dio esta res- 
puesta: 

—No, señor. Aquí no hay más Cid que don Tadeo, 

Hablaba de don Tadeo Santa Olalla, cacique máxi- 
mo de la comarca, firme puntal del orden político, 
gran señor del sufragio, imperante en Ayuntamientos 
y Juzgados, heredero del poderío que tuvieron sobre 
vidas y haciendas los maestrantes de Calatrava, y los 
linajes dominadores de Las Lomas, los Madrigales y 
los Torres, de preclaro renombre en los viejos libros, 
donde con más detalle se contiene la gran historia. 

La orgullosa y envanecida independencia con que 
los hijos de Las Lomas se estimaban superiores a los 
demás humanos, tenia su mejor representación en un 
humilde monolito que se alzaba aún en el centro de 
la plazuela de los Mancebos, y del que había desapa- 
reddo la cruz que en otro tiempo le coronara. Era 
el rollo. 

Amanados con cáñamo o correa a esa columna, 
fueron azotados por mano de verdugo, en nombre de 



BL paSo pardo 9 

reyes, condes, señores y maestres, cientos de (genera- 
ciones de vecinos de Zaratán de la Priora. Cierto es 
que no les hablan sojui^do extraños caudillos. <E1 
moro* no se ocupó de ellos, porque en aquel país no 
habla palacios codiciables, ni muieres hermosas que 
en la noche de) triunfo indemnizaran de los esfuerzos 
de la batalla, ni praderías en que los cabellos con- 
quistadores descansaran, ni agua siquiera que bebie- 
sen. *E1 judión no se quedó, porque la miseria de la 
tierra se la hizo odiosa. <E1 gabacho no se atrevió*, 
pc»que aquellos andurriales estaban fuera de todo 
camino glorioso. Pero la crueldad árabe, la codicia 
hebraica y la despreciativa altivez gala, se resumie- 
ron y acrecentaron en el sefiorio indígena que todo 
entero habia venido a parar a las manos del cacique. 
Deda bien la posadera de la Verónica. 

Asi, el recuerdo de un viaje y la lectura de una co- 
lecdón de periódicos viejos engendraron las páginas 
que siguen a ésta. Zaratán de la Priora, Las Lomas, 
comarca de que aquel lugarón, que es clave y centro, 
Noblurve, capital de la provincia, serán el escenario. 

Y los personajes, grandes o pequeños, adores de 
primera fila o comparseria que los rodea, figuran en 
el padrón que, para esclarecimiento de quien leyere, 
se copia, y dice asi: 

Don Qairíno Madrigal de las Torres, alias el Se- 
tlorttOt noble arruinado y envilecido. 

Don Simeón Gáluez, alias el Caracol, usurero. 

Delina, hija de el Caracol. 

Hernando Palomera, alias Hernán el de las Palo- 
mas, labrantín. 

Adelaida Suárez, alias la Curruca, querida de Ma- 
drigal. 

Blas Herró, galán. 



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10 J. ORTEBA UUNILLA 

Don Monolito Tapióles, parásito. 

Juan Castroverde, alguacil del Juzgado de primera 
instancia. 

El señor Jaez. 

Un escribano. 

Un sargento de la Guardia clulL 

Isabela, niu}er de Hernando Palomares. 

Don Serafín del A^alo, cura párroco de la Cole- 
Riata. 

Dámaso el Ciego, tañedor de guitarra. 

Dorotea, madre de Blas Herró. 

Don Fidel Caracena, viejo verde, recaudador de 
contribuciones, 

María de la Oliva, mujer de Caracena, hembra de 
amor. 

Andrea, alias la Góndola, criada de María de la 
Oliva. 

Don Tadeo de Sania Olalla, propietario, cacique, 
presidente de la Hermandad de Nuestro Padre del 
Orano de Ore, 

Don Guillermo Ozores, propietario, abogado, caci- 
que, consiliario de la Hermandad del Orano de Oro. 

Don Santos Inguazo, propietario, yerno de Santa 
Olalla. 

Don Floriano Cianea, abogado. 

Doroteo Majano, alcalde de Zaratán de la Priora, 
aperador de Santa Olalla. 

Lope Manquillos, alguacil del Ayuntamiento. 

Mónlco Sedeño, ídem id. 

El Hormigón, labrantín. 

El Lebrusco, labrantín y prioste de la Hermandad 
de Nuestra Señora det Centeno. 

El Ctialo Cizaña, labrantíp. 

Nicolás el Soldado, jornalero. 



I., Ciooi^lc 



KL PáSÓ PABDO 11 

Deogracias Monsalve, hijo del anterior. 

El tío Viüatoqaite, alias el Pulchinela, vendedor 
de coplas. 

Magistrados, ministros de la justicia, guardias civi* 
les, labradores, labrantines, jornaleros, de canipo, 
pastores, mujeres del pueblo, caterva variada, con o 
sin nombre. 

Y otros sujetos que hablan, chillan o callan, s^n 
los casos. 

Hartos del largo encierro en la carpeta del autor, 
ellos salen ahora, sin que sea ya posible detenerlos, 
y se desparraman por las calles y plazas de la villa, y 
\denen a contamos el suceso. 

Escúchelos quien quisiere, y verá que en el ihistre 
viltonio, tan salisfecbo de su brava independenciít, se 
ha padetído siempre el más doloroso de los marti- 
rios: sed de justida. 



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I 



El tio Hernando Palomera, llamado por apodo //er- 
nán el de las Palomas, salió del pueblo camino de sa 
pegujal, con la yunta de muías uncida por el yugo, 
cuando aún no habla roto el alba las sombras de la 
noche. Iba él montado a mujeriegas sobre la Aldon- 
za, la pacifica^ veterana labradora, que ya sentía et 
rendimiento de la vejez; y sobre los lomos de la W- 
lorda iba la escueta alforja de estezado con los avíos 
del almuerzo, y una manta, un escardiUo y un aza- 
don. El arado pendía del eje del yugo y su varal 
anastraba por el suelo produciendo un ruido sordo y 
continuo, sobre el que se destacaban las vibraciones 
metálicas de las herraduras de las dos bestias y el 
sonetr de las cadenas de las jáquimas, movidas al 
compás de la marcha. 

Era aquella una madrugada fria del mes de No- 
viembre, y el vaho de las recientes lluvias surgía de 
la tierra, anunciando maflana brumosa. En lo alto, 
las nubes, desgarradas por el cierzo, corrían hada el 
Sur, y ya descubrían, ya ocultaban las estrellas, que, 
en su trémulo e intermitente brillo, parecían mostrar 
el cansancio de la interminable velada otoñal. Los 
gallos cantaban en las corralizas, y aquí y allá iban 
encendiéndose los candiles y los hogares del pueblo. 
Zaratán de la Priora despertaba, y su vecindario dé 
humildes labradores se disponía a acometer las tae- 



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14 J. ORTUGFit UUNILLA 

ñas del día. La tardanza con que llegaron aquel año 
las lluvias habían retrasado Jos preparativos de la 
sementera, y ahora se daban todos prisa para remo- 
ver la hoja con tas recién templadas rejas practican- 
do el adagio campesino: «—¿Adonde vas, trigo tardio? 
—A alcanzar al temprano.» 

Cuando Hernán el de las Palomas pasaba ante la 
casa del Maestrante, que es la última de la calle Ro- 
dada, por donde iba el labrador, abrióse bruscamen- 
te la puerta de aqud edificio y bajo su arco peralta- 
do, en cuya clave se veta un secular escudo berro- 
queño, apareció uñ vejete delgadísimo y ágil, la nariz 
muy corva, la cabeza cubierta con una gorra parda 
de cachas, grásienta y remendada, el cuerpo embuti- 
do en amplio gabán, tan raído como sucio. 

— Buenos días, Hernán — dijo — . Te he sentido pa- 
sar y aprovecho la ocasión para recordarte que esta- 
mos a diez y siete, y que de hoy en un mes vence el 
papelHo. ¿Sabes? 

Detuvo Hernando las muías; y sin bajar de la que 
montaba: 

—Buenos dias, don Simeón— dijo— . No se me ol- 
vida, no. No pienso en otra cosa. Ya sé que el fin del 
plazo se acerca. 

£1 vejete, mirando atentamente la pareja de mulps. 
exclamó : 

— iV^ya un trato que les das a. las bestias! Muy fla- 
cas las tienes. 

— iHarto que trabajan! 

—Y comer, poco. 

— No. Eso no. Alma de Dios soy para los animales 
y se me pudriría el corazón si las dejara pasar ham- 
bre. Pero ya ve su merced, los años las pesan. La W- 
lorda, cerró ha seis veranos, y ia Aldonza, que es 



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BL PAÜO FARDO 15 

más moza, nunca se vio embarnecida. Ciase de bes- 
tía, que se deja ei pienso en el pesebre. 

—Pues, cuídalas, porque ya sabes que son parte de 
la prenda sobre que te presté. De modo que si me las 
destrozas me perjudicas. Allá verá tu conciencia lo 
que haces... Ayer pasé por delante de tu pajar y vi 
que tenia muchas tejas rotas. lApenás se habrán he- 
cho ^fotetas con estas lluviasl No sabéis conservar lo 
que Dios os dio... También ese casucho entra en la 
garantía del préstamo. Por homadez estás obligado a 
mantener sin daño lo que ofreciste para construir mi 
dtnero. 

Silencioso oía Hernando a don Simeón. 

— ¿Cu&ito trigo tienes en la panera?— afladíó éste. 

—Las quince fungias que usted me ordenó que 
guardara pata aumentar la prenda del préstamo. 

— ¿Has movido el grano? Anda ahora el gorgojo 
por el pueblo. Es el diablo que quiere perderme. |Mal- 
ditd la hora en que saqué a la plaza mis onzas para 
repartirlas entre vosotros, que ni agradecéis ni pagáis! 
Llevo el año de mal en peor. Anteayer tuve que em- 
bargar al tío Lesmes, el de Villafafila, y no le encon- 
tré el escribano ni con qué satisfacer los gastos del 
Juzgado... iTramposos, canallas, tadrohesl ¿Para qué 
tomáis dinero a préstamo, si sabéis que no os será 
posible devolverlo? 

—Eso no— contestó con voz coléiica Hernando, 
echándose abajo de la muía y acercándose a don Si' 
meón— . H'ramposo, no; ladrón, nol... Conmigo no va 
eso. Honrado nací, hom'ado vivo y honrado moriré. 

— Palatwas, gestos, de eso mucho. Formalidad y 
cumplimiento de las obligaciones, de eso nada. 

— No tiene usted derecho a insultarme. Si cuandQ 
llegue la fecha no puedo pagar a: su merced, manos 



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16 J. ORTEGA UDNILLA 

bien largas le ha dado Dios, con las que cogerá la 
prenda y será resarcido. 

—Ya lo veremos. 

—Por visto. No será Hernando Palomera el que lo 
Impida. 

—Pero con un poco de ruin trigo, con dos muías 
viejas y Uenas de lamparones y con un pajar arruma- 
do, no tiabrá ni para empezar. Cuanto más que la jus- 
ttcia se llevará lo mejor, y así se merma mi hacienda 
y crece mi mata fama, porque no es a vosotros a quie- 
nes se acusa de tramposos, sino a mi, a quien se tilda 
de usurero. Bien sé que no tienes ni dónde caerte 
muerto y que debes hasta el aire que respiras. 

— iDon Simeón, repeue su merced que a un hombre 
de bien no se le puede hablar de ese modol 

— iPues estaría bueno que estuviera yo obligado « 
dejarme saquear, sin deciros las verdades! 

— Lo que de mí dice su merced no es verdad, sino 
una gran infamia. 

— ^¿Infamias yo? jSo canalla, si no pones respeto en 
tu boca al dirigirte a mi, yo te enseñaré la buena 
crianzal 

Y al decir estas palabras, don Simeón avanzó hacia 
Hernando con la mano derecha alaada, como si fuera 
a abofetearle. 

El labrador bajó la cabeza, inclinó hacia atrás los 
brazos y se precipitó sobre el viejo, que temblaba 
de ira. 

— lAtrevido, insolente, ladrónl — exclamó éste retro- 
cediendo un paso. 

No' se oyeron bien los últimos vocablos de don Si- 
meón, porque la recia mano de Hernán el de las Pa- 
lomas había caído sobre los labios que los profeiiaii. 
El vejete rodó por el suelo chillando. 



EL paSo pardo 17 

Un relámpago de odio incendió el Rima del labra- 
doi. Dio dos patadas al usurero, que se encogía y ade- 
lantaba las manos para defenderse, mientras seguía 
gEitando con trémula voz: 

— iCobarde, canalla, a un anciano... a un pobre an- 
ciano que no puede defenderse!... Tú me las pagarAs, 
o ao hay justicia en este miuido. 

— Usted es quien me ha insultado sin raz<Sn. Usted, 
que es peor que las víboras y qui»e perderme... Le- 
vántese del suelo y no 'alborote más. Cuando no hay 
valor para responder de lo que se dice, se tiene quie- 
ta la lengua. 

— Vete, vete de mi casa. jMira que dentro de ella 
me has pegadol jCobarde, canallal 

A punto estuvo Hernando de dejarse anebatar de 
la ira que le abrasaba el corazón y seguir castigan- 
do los vitupKios del prestamista; pero dominó su có- 
lera y se alejó lentamente. De cuando en cuando se 
detenía y echaba una mirada fiera al vieio. 

— jBien puede usted creer que ha nacido hoyl — 
dijo ya en el centro de la pedregosa calle. 

Tomó el ronzal de Aldpnza y emprendió el camino 
sin volver atrás el rostro. 



h, Ciooi^lc 



n 



Las neblinas que por Levante cubrían el horizonte 
empezaron a colorearse, y el panoiama de llanuras y 
altozanos surgió a la turbia luz del nepúsculo. La 
tierra castellana aparecía en toda la tristeza de su 
desnudez. Ni árboles, ni matorrales, ni verdor de nin- 
guna especie. Zaratán de la Priora, villa de Maestraz- 
go, llamada de las Siete Lomas, dominaba la dilata- 
dísima planicie, puesta sobre el más alto cerro de la 
comarca; y cuando se habían traspuesto los que en 
lomo de ella la honraban y defendían, como Janiculo, 
Viminal, Esquilino y los otros de eterna fama defen- 
dían y honraban a la Ciudad Eterna, todo era llano, 
una sábana inmensa en la que las distancias parecían 
aecer sobre su medida geográfica y en cuyos remo- 
tos horizontes las figuras se agigantaban prodigiosa- 
mente. No se divisaba en todo el espacio visible ni 
torre, ni muro, ni humareda indicadora de poblado. 
DIriase que quien fundó a Zaratán quiso colocarlo en 
un desierto. El labriego que araba la pieza de Core- 
dnos vela las yuntas y los gañanes que trabajaban 
en Cubillas, en Arcenillas o en Los Ropeles, con ha- 
llarse estos términos del ruedo de la villa separados 
unos de otros por teguas de terreno. Parecía aquello 
dispuesto por alguien que, desconfiando de los hom- 
bres, los hubiesen sometido a la mutua y constante vi- 
gilancia, no concediéndoles ni el abrigo de una mon- 



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EL PAftO PARDO 19 

tafiuelá donde disimular la pereza, ni el amparo de 
una arboleda donde ocultar las reyertas del odio o los 
encuentros del amor. Los surcos se perdían a lo lejos 
en la interminable perspectiva de las lineas rectas. 
Hallábanse entonces llenos de agua y de luz solar que 
empezaba a rasar la tierra, los incendiaba con res- 
plandores deslumbrantes. 

Hernando había continuado su marcha a pie. Pasa- 
dos los estremecimientos de la cólera, una intensa 
amargura invadió su alma. El mal encuentro que le 
habla deparado la fortuna iba a ejercer una funesta 
influencia en el desenlace de los graves problemas de 
su vida, harto difíciles ya por la irremisible miseria a 
que se veía sujeto. Inútil era pensar en el modo de 
reunir fondos con que pagar a don Simeón los seis 
mil reales que le debía. No había por qué contar con 
un aplazamiento generoso ni en un acomodo que fa- 
cilitase al desventurado algún alivio en su ruina, y 
mucho menos después de lo que acababa de suceder. 
Antes por el contrario, la vengativa ira del avaro y su 
orgullo de dominador de la tierra y de sus moradores 
estarían ya preparfmdo algún tenible castigo. Las 
autoridades eran propicias al rico negociante de Las 
Lomas, y, sin oír los descargos de Palomero, le con- 
denarían como culpable de violencias, lesiones; tal 
vez de homicidio frustrado. De tal manera aparecía 
en su pensamiento esta hipótesis como inevitable y 
segura, que estuvo a punto de detenerse, volver al 
I pueblo y presentarse al alcalde, no fuera que se dipU' 
tara su ausencia como luga, y esto agravase su situa- 
ción. Temía además que el rumor de lo acaecido lle- 
I gase a conocimiento de Isabela, su pobre mujer, de 
modo que la sorpresa y el susto la acabasen: harto 
' abrumada y descaecida se encontraba la infeliz de' 



20 J. ORTEGA MONILLA 

que su hijo Heroandillo murió en la gueira, libándo- 
la por siempre afligida y convaleciente del dolor que 
la tuvo a dos pasos de la tumba. 

Pero una invencible atracción le s^aia llevando al 
pegujaL 

Cuando el sol apareció en el confín de la tierra, su 
pálido disco resplandeció como un yelmo de oro, 
arrojando sobre el suelo las sombras de las ralas yer- 
becillas en desmesurada proyección. La ligura de 
Hernando se prolongaba sobre los surcos agigantada, 
y las siluetas de las muías parecían, en la deformación 
absurda de sus lineas, las de animales fabulosos crea- 
dos por una fantasía delirante. 

Una vez sobre el pedazo de;tierra en que se hablan 
gastado las energías de su laza, el labrador sintió un 
inesperado aliento de confianza. Era como si la fuer- 
za que había sostenido a los suyos a través de los 
tiempos acudiese a animarle. A las negras imagina' 
clones que le habían dominado hasta entonces, des- 
de que salió del pueblo, siguieron indefinidas espe- 
ranzas, o más bien una resolución firme, un valor 
defensivo que, frente a toda especie de peligros, ha- 
bria de mantenerle en pie. 

Enganchó Hernando la yunta al arado, y las po- 
bres bestias empezaron la faena, que era por cierto 
superior a su endeblez, porque la reja, bajo el peso 
de la mano del labrador, anclaba en los blandos te- 
rrones y penetraba hondamente en el suelo. Delante 
de las muías saltaban las alondras, y en ló alto una 
primilla. Inmóvil y avizora, flotaba más que volaba, 
en el sereno ambiente. En el supremo silencio del 
cielo y de la tierra eran perceptibles los más leves rui- 
dos, y cuando Is yunta se detenia, al llegar al acirate, 
lindero del predio, oíanse las respiraciones jadeosas y 



SL paSo pabdo 21 

precipitadas del hombre y de la pai^a de animales, 
sometidos por igual a la Inexorable sentenda de?tra- 
bajo. Miraba entonces Hernando la raya araflada en 
la tiena por la reja, para ver si habla salido recta, en 
lo que el labriego tiene su vanidad y el puntilla de 
honor del oficio, y volviendo las muías sobre la anls- 
ríor dirección, hincaba de nuevo el arado, golpeaba 
el varal con la esteva paia arrear, y comenzaba otro 
surco. 

Labrador de raza, hijo, nieto y tataranieto de labra- 
dores, para él eia aquella faena algo más que el cum- 
plimiento de una obligación impuesta por las exigm- 
cias del vivln era la vida misma. No la concebía él de 
diverso modo, ni en la holganza del rio), ni en la 
ocupación de otros menesteres. Sentía por la reja, por 
la yunta, por el pegujal, de que su familia era arren- 
dataria desde más de dos siglos, el amor que se tie- 
ne a la propia naturaleza, a la religión materna, al 
pueblo en que se ha nacido, a la luz y al aire de la 
patpa. Todos esos amores se juntaban y fundían en 
aquella fanega y media de parda tierra, sembrada de 
cantos, sobre la que cuatro generaciones de Palome- 
ras hablan sudado con los fuegos estivales y hablan 
tiritado al soplo de I03 ventarrones invernizos. 

Buena parte del afio la habia pasado desde la In- 
fancia en aquel menguado espacto de terreno, y co- 
nocía hasta las chinas que la reja sacaba de lo hondo 
al verterse las deshechas glebas a uno y otro lado de 
la surcada. A veces, a través de la ruda corteza de su 
rústica e ignorante condición, le peneh:aba hasta lo 
más recóndito del alma la sugestión Inefable del te- 
rruño adorado, algo misterioso, indefinible que ema- 
naba de las moléculas del humus como un vaho aca- 
liciador. ¿Era que el campo reconocía a su setlor y le 

,, ..t;„ogic 



22 J. OBTEQA KCNILLA 

tendia homenaje? ¿Eia que el hombre reconstituía, 
con el recuerdo, la pasada existencia, y hallaba en la 
memoria de cada dfa la resurrección de sus dichas y 
sus tristezas, mezcladas con los granos de la tierra que 
- su labor habla fecundado? 

'Aquí nació aquel año la cizaña y se comió medio 
trigal. Fué cuando mi hijo, que tenia pocos meses, 
enfermó y estuvo a punto de morir... En este rincón, 
era por Mayo, las amapolas lo cubrieron todo y ahoga- 
ron la sembradura. Se puso roja la tierra; era como 
si sangrase. Fué cuando se me llevaron a mi hijo a la 
guerra... En esta hondonada cayó mi pobre Isabela 
desmayada, el día en que vino desde el pueblo a pie, 
corriendo, a traerme la noticia de que nos habían 
matado en Somorrostro a nuestro Hernandillo... Desde 
entonces creo yo que en tal lugar se aceniza la semi- 
lia y por más que hago no logro igualar este rodal 
con lo demás de la fanega... lAne, Vilorda: parece 
que Raqueas de los pechosl... iPocas huebras vamos 
a hacer tú y yol...» 

Asi hablaba o pensaba Hernando el de las Palo- 
mas, a tiempo que el tumo de la surcada le hacia ca- 
minar cara al pueblo. Vio a lo lejos la torre de la 
iglesia de la Colegiata, y oyó el sonido de las campa- 
nas que tocaban a misa. Los humos de los hogares 
alzábanse rectos y helicoidales como columnas salo- 
mónicas, en la absoluta quietud del aire. Una oleada 
de tristeza le inundó el pecho. Con el dorso de la ás- 
pera mano secó una lágrima que le había venido a 
los ojos. 



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El tio Hernando Palomera habla ya cumplido los 
tíncuenta. Era un hombre enjuto y fuerte, alto, un 
poco cacado de espaldas, el rostro del color del pan 
de centeno, largo, con la nariz recta, los ojos castaños 
y grandes. Ceniciento el pelo, que llevaba cortado al 
rape, la piel surcada de anugas, que azuleaba en el 
mentón por la abundancia de barba crecida apenas 
rasurada, y rasurada en la maúana de cada domingo, 
poco antes déla misa mayor, a la que el labrador no 
faltaba nunca. Como sus antepasados, llevaba en 
arriendo un pedazo de tierra de sembradío y un rodal 
de viña, propiedad de don Tadeo Santa Olalla, el más 
rico propietario de la comarca, cacique supremo en 
ella, gran señor, cuya autoridad y cuyos prestigios 
eran respetados en Zaratán y en muchas leguas a la 
redonda. 

Las heredades que Hernando labraba, como casi 
todas las de aquella región, eran pésimas. Cosecha 
abundante, de las que llenan bodegas y gremeros, no 
la lograron nunca, y los últimos años habían sido tan 
malos, que la miseria había acabado por señorearse 
del pais. Hernando era de los labradores más afligi- 
dos por esta desgracia, y su situación era desde algún 
tiempo irremediable. La enéigica voluntad de aquel 
hombre había, sin embargo, procurado resistir, auo' 
que toda esperanza racional de mejora habla desapa- 

,, ..t;„ogic 



24 J. OHTEQA MÜHILLi 

retido. Los últimos sucesos y el que acababa de ocu- 
nir predpitaban el hundimiento del hogar de tos Pa- 
lomera. Si el hábito de la labcu-, actuando sobre él 
como una máquina motriz, no le sujetara al temifio, 
hubiera abaadonado aqueUos surcos ingratos y hu- 
biera huido de un jpals dbñdc la desgracia tenia sen- 
tado su trono. Pero no; la costumbre heredada era 
más poderosa que su voluntad y que su radocinio. 
Asf, aquella mañana, encorvado sobre la esleva, los 
ojos fijos en el surco, guiaba el arado por donde sus 
abuelos: y habla algo de resignacién dotorosa, de 
triste fatalidad aceptada, en aquel hombre, que for- 
maba un todo orgánico ron el arado y las muías; ves- 
tido de pardo buriel, el ancho sombrero de alas rígi- 
das circuidac por la galería de veludillo apretado so- 
bre la nuca, los calzones atados sobre las canJÜas con 
ima tomiza, las alpargatas de cintas azules ciflendo 
el pie ancho y redo. Era el símbolo de la tenacidad, 
inátatíendo per^rablemente en su abra, conservada 
a través de las generaciones, más como una tradidún 
que come una industria. El vigor de la actitud recor- 
daba a los atletas vencedores; la melancolía del ros- 
tro, a los mártires... Y mientras las alondras revolaban 
en tomo, el labrador hincaba enérgicamente la reja 
en la ingrata tierra del Romancero, tierra de hambre 
V discordias. 



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IV 



Aquella noche, poco después de las diez, habíanse 
reunido en casa de Escolo el pastelero don Qulrino 
Mcídrigal de Torres y su cohorte de alegres y desver- 
gonzados bonachioes, una taifa trasnochadora y hol- 
gazana que representaba en Zaratán de la Priora 
aquella parte del género humano dada al placer y al 
vicio que, frente a los laboriosos y austeros, parece 
necesaria al contraste de las costumbres sodales. 

Eran frecuentes esas reuniones. Ya para comer, ya 
para jugar, y siempre para beber y divertirse, juntá- 
banse don Quirino y los suyos en la sala baja del 
pastefero. Era aquel un establecimiento que tenía 
tanto de taberna como de hostería. Los viajeros de 
los pueblos vecinos que acudían a Zaratán en los 
dias de mercado, o por asuntos ludiciales, por ser 
aquella localidad residencia del Juzgado de primera 
instancia, iban a casa de Escolo a refeccbutarse. La 
gente popular pasaba el rato en una pieza donde es- 
taba el mostrador, y allí se copeaba el vino y el aguar- 
diente. Atrave^ndo el corral, donde se guardaban 
los carros y tartanas de los viajeros, se llegaba a una 
sala donde había varias rúbeas mesas, y allí era don- 
de se servia de comer al público. Más adentro estaba 
el saloncito reservado para las personas de calidad. 
Era el tugar de la tertulia y de las francachelas de el 
S*florito, alias o apodo, entre picaresco y respetuoso. 



.t;»ogic 



26 J. ORTBOA UnNILLA 

con que se nombraba a don Quiríno, no sólo en Za- 
ratán, sino en muchas leguas a ia redonda, y aun en 
Noblurve, la capital de la provincia. 

Cabria las paredes un papel, en muchos sitios des- 
garrado y lleno de manchas en otros. Numerosos car- 
teles de toros, retratos de toreros y coloreadas pági- 
nas de periódicos taurinos, cubrian por completo uno 
de los muros. Un quinqué de petróleo, sucio y fumo- 
so, pendía del techo, y bajo él se hallaba una mesa 
de pino estrecha y larga. Una docena de sillas y si-' 
llones de anea y un brasero de azófar, bien cargado 
de ascuas, completaban el menaje. 

Sentado en un sillón de brazos, la cabeza denlbada 
sobre el respaldo y en ella im sombrero hongo, no 
nada limpio, estaba el Señorito Era bajo y enjuto. 
Representaba unos cuarenta años. El bigote negro, 
con algunas canas, lo llevaba recortado de tijera. La 
nariz, ancha y aplastada, con ligera torsión hacia el 
lado siniestro, y los labios gruesos y salientes, daban 
al rostro una expresión bestial. Los ojos muy peque- 
ños y zainos parecían entre el pelo que invadía la 
frente; tan altos estaban. Era lo caracterintico de aque- 
lla fisonomía: ojos de cerdo, malignos, fieros e inso- 
lentes. 

Vestía con descuido; no llevaba corbata, y el hol- 
gado chaquetón tenia menos botones que manchas. 
La capa con que se abrigaba, pendía sobre el respal- 
do y los brazales del sillón. Un puro del estanco ar- 
día en su boca, que mascaba el tabaco mientras el 
humo salla por las ventanas de la nariz. 

— Oye, Blas — dijo don Quirino — , anda y dile a Es- 
colo que si va a traernos eso hoy o mañana. 

Blas Herró, el perpetuo acompañante de el Señorito, 
era un mozo como de veinticinco años, de buen talle. 



BL paSo pahdo 27 

moreno, los ojos grandes y obscuros, que hubiera pa- 
recido hermoso si no perturbeise las lineas de su sem- 
blante un gesto de timidez servil. 

Cumplió él en el acto la orden, y volvió anunciando 
que iban a servir la cena. 

— jYa era horal— exclamó don Manolito Tapiales, 
otro de los comensales—. Este Escolo se va ponien- 
do con tos años tan torpe, que ya no sirve para nada. 

— Manolito, échame un poco de vino. Tengo sed — 
dijo Madrigal — . ¿Qué has dicho que nos den? 

Cuando hubo escanciado de una jarra de azumbre 
en un vaso grande el vino que pedia el Señorito, Ta- 
pióles contestó: 

— Lo que habla. Cabrito, besugo... 

—Pues yo habia encargado una liebre. 

— Corre aún por el campo esa liebre. No la comerá 
usted esta noche. 

— Que traigan aceitunas y alcaparrones. A ti tam- 
bién se te va olvidando la habilidad que antes tenias 
para disponer bien una comida. 

— Donde no hay, vaya usted a hacer habilidades. 
Como hoy ha sido dia de mercado, se ha concluido 
todo. Es como si hubiera caldo la langosta. 

— ¿Has avisado a Adelaida?~preguntó Madrigal a 
Blas Herró. 

—Dijo que no vendría hasta después de las diez y 
media. 

—¿Y a Dámaso el ciego? 

— Ese vendrá a las once, cuando se le ha dicho. 

—¿Y Castroverde? 

—Ha ido al campo. Con la cacería está loco. Anda 
ahora a los tordos... No tardará en venir, si ha vuelto 
ya de su excursión. 

Escolo, un setentón obeso, de ojos lagrimeantes. 



2S J. OaTKOA HUMILLA 

rostro redondo y afeitado y manos deformes por eV 
reuma, entró cojeando. Llevaba en una bandeja pla- 
tos y vasos: 

—Perdone su merced, señor don Qulrino— dijo— ; 
hoy ha sido aqut un dia de mucho trabajo. 

— Asi vas engordando el gato, sinverg^Denza. Pero 
te advierto que a mf no se me hace esperar. jEstaria 
bueno! Después de que te hago el favor de venir a 
esta pocilga, aun me tratas como a un viajante. 

—Perdone, señor don Quirino. Hasta hace media 
hora no sabia que iba usted a venir a cenar. En se- 
gutda se le sirve. 

—Pocas palabras. Quítale de nri vista y trae prorito 
lo que haya. 

Este era el habitual estilo de don Quirino Madrigal 
de las Torres. Qustaba de olender y maltratar a todos, 
como si de tal suerte acreditase y mantuviera en te- 
meroso esplendor la antigua principalidad de su lina- 
je, qu^ en verdad era uno de Eos más encopetados da 
la comarca. 

Aun eran dueños los moros de las tierras de AHen- 
za cuando un Alfonso Madrigal peleaba gloriosamen- 
te bajo las banderas de los reyes de León. Otio Ma- 
drigal hizo prodigios de bravura en la Sagra, y entró 
en Toledo antes que el rey Alfonso. En vistoso sepul- 
cro gótico de la catedral del Noblurve, yacen los res- 
tos de fray Bernardo de Madrigal y Hompanera. obis- 
po que fué de aquella diócesis. De las copiosas ramas 
de frondoso árbol nacieron condes y duques que ilus- 
traron las Cortes de Toledo, ValladoBd y Madrid. Ca- 
pitanes famosos fueron varios los que pasearon por 
los campos de la historia el renombre de esa familia. 
Al lado, y en el fayor del señor rey don Felipe el Ter- 
cero, se crió un Madrigal que fundó en la villa de los 



BL PAÍIo FABDO 29 

Santos Campizos un convento de la regla del Canne- 
lo, adonde ee retiró ya caduco, a pulgar sus nvianda- 
des de cortesano. De una rama aegundona de esta 
estirpe era naddo el ruin caballero, a quien se eono- 
da en la comarca por el apodo de el Señorito. Rea- 
tas escasas le entregaron cuando llegó á la mayor 
edad, y él las consumió brevemente en sus borrache- 
rías y en el ju^o. Había permanecido solterón, dando 
escandido perpetuo con su vida de afluía. Las pocas 
lincas que le quedaban hallábanse sujetas a hipote- 
cas, y habia agotado de tal maneta A crédito, que 
nadie le liaba. Con el mismo hostelero a quien trata- 
ba con tanta dureza tenía larga cuenta que iba cre- 
ciendo sin cesar. Cierto dia en que Escolo se atrevió 
a pedir el pago, el altivo Señorito apaleó a su acree- 
dor; que éste era el modo que él tenia de responder 
a las demandas de sus proveedores. Se le temía por su 
genio impetuoso, por sus arrestos de bravucón y por 
la ínfluenda que aún conservaba. Sus parientes po- 
derosos le despreciaban; pero llegado el caso le pro- 
tegian, no con dádivas de dinero, pues les tenia harto 
fatigados de las continuas peticiones, pero si con la 
recomendación. Ellos decían: 

— lAI fip es un Madrigal! 

Aunque' menudo y de talla menguada, »a vigoro- 
roso, y el empuje de sus puño's y el aliento de su 
fiero corazón le habían otorgado la mejor paite en las 
contiendas juveniles que con los mozos del pueblo 
sostenía disputándoles las hembras guapas. Siendo 
niño, su madre, doña HeracUa de las Torres, dama 
orgullosa y devota, que era celosísima del prestigio 
de su linaje y de la propia autoridad, le castigó por 
derta fechoría, encerrándole en una pieza del último 
piso de la casa, y él anancó las rejas de ta ventana y 



30 J. ORTKOA MUNJLLA 

se descolgó pOT los tejados, escapándose de Zaratán. 
Andariego y errante andnvo algunos dfas, durmiendo 
a! raso y sufriendo hambre. Esta le trajo al recinto 
familiar, y cuando se presentó a dofia Heraclia, en 
vez de dirigirle palabras humildes pidiendo perdón, 
le dijo: 

— Seftora madre. Aquí estoy. Pero vengo con el 
propósito de que no vuelva a tratarme como antes. 
A un Madrigal no se le castiga. 

La señora quedó entre espantada y orgullosa de la 
altivez del chico. 

Jugando una tarde a la bana con los mozos en el 
alijar, uno de ellos ie venció. Era más tuerte o más 
diestro en aquel ejercido. Quirino, no pudiendo so- 
portar el enojo de la derrota, se fué sobre el vencedor 
y le dio de palos, rompiéndole un brazo. 

Cuando las fiestas de Nuestra Señora la Virgen del 
Centeno, que es la patrona de los labrantines y de los 
manijeros, mozos de casa, j)eones, galopines, pasto- 
res, ovejeros, vaqueros, yegüerizos, porquerizos, col- 
meneros, morilleros, y, en suma, de toda la varia ca- 
terva de los oficios agrícolas, celébranse bailes en las 
casas de ellos, a los que es costumbre no asistan los 
señores, calificación con que allí se enaltece y honra 
a los propietarios, a los dueños de la tierra, a los ri- 
cos, en recuerdo de los viejos albalaes de Las Lomas, 
que, para defender de las codicias amorosas de los no- 
bles a las villanas, establecieron que <en los festejos 
y feriales de los vasallos ellos estuvieran solos, sien- 
do los parajes del holgorio vedados a los hijosdalgo 
y nobles de la casa del Rey. Quirino, que se hallaba 
en todo el hervor de una juventud frenética y tormen- 
tosa cuando ocurrió el incidente que va a referirse, y 
perseguía a la hija de un cabrerizo, tan herniosa como 



BL PiSo PARDO 31 

honesta, dijo en la plaza de Abastos que él iría aque* 
lia noche a todos los bailes de la gente baja, y lo hizo, 
apaleando a los labriegos,- rompiendo a bastonazos 
las guitarras de los tañadores, apagando los candiles 
que alumbraban las salas y tirando al suelo las bote- 
llas que para su regalo tenian dispuestas los pobres. 
Y luego se gastó cien duros en convidar a vino y a 
tabaco a los mismos a quienes habia afrentado. 

El atavismo del antiguo señorío surgía en Madrigal 
con ansias reconquistadoras de los perecidos dere- 
chos de sus antepasados. Las energías sociales habían 
cambiado de eje, y ahora los amos de Zaratán y de 
los circundantes lugares de Las Lomas eran los bur- 
gueses adinerados, los compradores de las fincas des- 
amortizadas de las comunidades religiosas, los aca- 
paradores de cereales, los que ejercian industrias, los 
usureros, cuyos caudales crecían a! compás que los 
Madrigales iban arruinándose. Pero el Señorito no re- 
trocedía una pulgada en el terreno de que se juzgaba 
duefio, ni en la autoridad de que se creta investido. 
Tuvo choques con los ricachos, especialmente con 
don Tadeo Santa Olalla, quien, merced a las trapace- 
rías legales, que eran base de su cacicazgo, iban gran- 
jeándose pingüe fortuna; pero éste supo siempre 
apartarse cuando Madrigal se disponía a la embesti- 
da, y transigió con el noble arruinado, procurando no 
excitar su celera ni su vanidad. Bien sabía Santa Ola- 
lla que desde lejos amparaba a el Señorito la influen- 
cia de su linaje. Un juez que desconsideró a don Qui- 
ríno, fué trasladado. Un teniente de la Guardia civil 
que quiso imponerle el cumplimiento de la ley de 
caza, cambió también de residencia. A pesar de todas 
las leyes democráticas y niveladoras, don Quirino Ma- 
drigal de las Torres, empobreddo, desprestigiado. 



32 J, ORTKeA liCNILLA 

abrumado de deudas y lleno de vicios, campaba 
orgulloso y altivo a la sombra de bu árbol genea- 
lógico. 

Tal era el ilustre sujeto a quien hallaftios en ia hos- 
teria de Escolo. 

El misero hidalgo de Zatstán de la Priora tenia su 
corte. Formábanla los diversos personajes que en e' 
saldn de la taberna se habian reunido aquella noche, 
como otras muchas, para divertir los ocios del triste 
nielo de los grandes señores, cuyos nombres cuidan 
por las páginas de las viejas crónicas. 

Vedlos comiendo el cabrito con pebre, ei besugo 
asado, la ensalada de lechuga con escatieche y los 
agrios alcaparrones, y bebiendo el turbio vino remon- 
tado de la tierra. Cerca de don Quírtno está su favori- 
ta, Adelaida Suárez, más conocida por el apodo de 
la Curruca. Habia sido moza de rompe y rasga y ha- 
bia andado las siete partidas, sirviendo en oficios de 
amor a varios amos. ÍMo le quedaba de sus juveniles 
gracias sino la hermosura de los grandes ojos negros 
y un amanerado estilo andaluz cantando las mala- 
gu^as, las seguidillas y el polea Sosteníalo, Dios 
sabe cómo, dOn Qúiríno, estimando que una daifa era 
necesario ornamento de su principalidad. Más de una 
vez la habia abofeteado cuando la encontraba en evi- 
dentes faltas de infidelidad, y en estos casos ella se 
ha^fa def^idido con las uñas, marcando en el tosfro 
del colérico celoso tantos jaqueles como habia to su 
escudo de hidalgo. 

— ¿Qué quieres de mí, arrastrado — gritaba entoncM 
ella — . SI Bie tienes muertecita de hambre, y no me 
da« ni para macarme un par de medias? 

^¿En qué palacio real te he encontrado yo. mala 
hembra?— contestaba el Señorito—. A bien que no 



X'.oagk- 



BL paSo pardo 33 

eitaban allí los leyes, tus padres, cuando puse en ti 
mis ojos. 

—Yo me estnba en mi casa. Y en ella comía a dia- 
rio, cosa que no me sucede desde que su señoria me 
hizo la gran meiced de honrarme con su amor. 

—Calla, o te aplasto. 

— Seiá si te atreves. 

Y de esta manera el seflor de Madrigal y su fa- 
vorita gastaban las sales del ingenio y de la coi- 
tesla. 

Solia intervenir para reconciliarlos Blas Herró, que 
era el gentUfaombre de su merced, y le servia en todo 
género de menesteres, ya en gestionarle préstamos, 
ya en ayudarle a consumirlos. Este mozo, hijo de una 
viuda arruinada y licenciosa, vivía al amparo de Ma- 
drigal en una especie de parasitismo inverosímil, y le 
acompañaba a la continua. La hermosura de su ros- 
tro y la gentileza de su persona le habían proporcio- 
nado algunas buenas fortunas amorosas, y última- 
mente habían desatado una loca pasión en Detina 
(Adelina eia su verdadero nombre), la hija única de 
don Simeón Gálvez, el avaro y riquísimo prestamis- 
ta. La esperanza de casar con aquella muchacha y he- 
redar los cuantiosos bienes del usurero, era el objeti- 
vo único de sus acciones. Madrigal le ayudaba en la 
empresa y conquista del vellocino de oro. No le pa- 
recía bien, ni mucho menos, a don Simeón, para yer- 
no el guapo mozo; pero se contaba con que al fin no 
tendria más remedio que aceptarle. El Señorito habla 
prometido a Blas Heno obtenerle por medio de sus 
parientes de Madrid un destino en Noblurve, con lo 
que el avaro perderla la prindpal razón de su resis- 
tencia. Decía el vejete: 

—¿Cómo he de dar en matrimonio a m! hija.a un 



.t;»ogic 



34 3. ORTEGA MCNILLA 

hombre que no tiene oficio, n! beneficio, y que ni 
gann ni ha ganatlo nunc^ un real? 

Pero últimamente se habia empeorado el negocio. 
Don Quirino tiabía obligado a Blas a que fuera á ha- 
blar con don Simeón para pedirle un nuevo anticipo 
sobre las rentas de sus tiaras. Más de cincuehtEt mH 
reales debia el Señoríto al usurero, y se habían ago- 
tado con exceso, no sólo las garantías, sino los plazos 
de los préstamos anteriores. Don Simeón Gálvez reci- 
bió malisimamente al mediador y le despachó con ca- 
jas destempladas: 

— ¿Qoé os habéis figurado tú y don Quirino, que 
todo lo que hay en esta casa es para vosotros? ¿Quie- 
res llevarte mi' dinero y mi hija? Pues ni una cosa ni 
Otra. Sois un par de vividores sin vei^enza, y de 
nada ha de servirte a ti tu facha de galán bonito de 
comedias, ni a tu amigóte la flor y pompa de sus per- 
gaminos arratonados. Vete mucho con Dios y no vuel- 
vas más por esta casa. 

Cuando Blas Herró dio conocimiento a Madrigal dé 
la respuesta de Gálvez, estalló la cólera del hidalgo: 

— A ese miserable Caracol le voy a despachurrar. 
No sabe con quién se las ha. 

Don Simeón GáJvez llevaba el mote de el Caracol, 
que le habia impuesto la imaginación popular, por 
un gesto que solía hacer cuando le pedían algo, dine- 
ro o cosa que lo valiera. Encogía ei cuello, bajaba la 
cabeza, escondía las estrechas quijadas en el cuello 
de la camisa, y, en esta posición, el amplio sombrero 
le ocultaba totalmente el í^síro. Como el tímido gas- 
ieropodo se encoge y oculta dentro de su concha 
cuando se ve acosado, Gálvez parecía también escon- 
derse y desaparecer ante toda solicitild de metales 
I»rec)OSOs. ' ' 



KL PAÍtO PIRDO 35 

— Ahora ^ cuando pongo yo todo el empefio de mi 
voluntad— gritó don Quirino— en que te cases con 
Delina. Y eso va a ser más pronto de lo que se dice, 
B poco que tú ayudes. Peroles preciso que dejes ese 
aire de panfilo que tienes cuando hay que hacer algo 
diffcil. 

— No es miedo, ¿sabe usted? Es que temo no acer- 
tar. Pero póngame a prueba en un caso de apuro y 
verá si cumplo. 

—¿Cuándo has visto a Delina? 

—Anoche, como siemiwe. 

—¿Dónde? 

—Como siempre, en la huerta. 

—¿Saltaste la tapia? 

—No. Eso era antes. Ahora tengo la llave del por- 
tillo. Ella me la entregó la semana pasada. Le daba 
miedo que pudiera caerme y matarme. La tapia es 
muy alta. 

—El Caracol, ¿no sospecha esas entrevistas noc- 
turnas? 

— No. No cree que su hija se atreva a tanto. 

—Es que ella está loca por ti. 

— A veces me da lástima la pobrecilla. 

— Lástima sí la tendrás. Amor no es cosa. 

— |Es tan feúchal 

—Pero es rica. La mujer no es hermosa más que la 
primera vez que se la consigue. Después, todas son 
iguales; pero pocas tienen dinero. V sin dinero, ¿qué 
es la vida? Aprovecha lo ocasión que se te ha pre- 
sentado. Ten prudencia todos los dias y valor cuando 
sea necesario. 

-Usted me aconsejará. Yo haré lo qne usted diga. 

Don SiiHedn no tardó en averiguar que su hija y 
Blas Herró se velan cada noche en la huerta. Los ava- 



36 J. ORTEGA lfiraUiL.A. 

IOS tienen el sueño ligero. Un furor espantoso se apo- 
deró del viejo. Clavó la puerta por donde el mozo en' 
traba a conversar con Delina, y encoró a ésta en las 
habitaciones altas de la casa. 

— Esto es fa ruina y el deshonor. La malvada ha 
perdido la vergüenza. No es hija mía. No la quiero 
como a hija. La meteré en un convento. AUl se pu- 
drirá. 

Con estas palabras el Caracol daba suelta a su ira 
y anunciaba sus proyectos; pero no los ejecutó. £1 in- 
greso de Delina en el convento de las Madres Blan- 
cas, que en las atueras de Zaratán tenian una leslden- 
da, costaba dinero y Gálvez no podia resignarse a 
sacar de su gaveta más monedas que las precisas 
para las imprescindibles necesidades de la casa, sos- 
tenida bajo un r^men de inverosímil economía. 
Además, eí Caracol adoraba a su hija y ia idea de 
que ella sufriera los dolores de un encierro le ator- 
mentaba cruelmente. No, no era posible. Era necesa- 
rio convencerla de que aquel amor sería su desgracia 
y de que Blas «a un canalla, que sólo deseaba la 
fortuna que con tanto trabajo habia amasado el usu- 
rero. 

Luego pensó que, seguramente, )o ocurrido no ten- 
dría remedio. ¿Cuáles serian las consecuencias de 
aquellas conferencias nocturnas de una muchacha 
enamorada y de un mancebo disoluto, atrevido y sin 
decoró? El matrimonio se imponía como necesaria 
reparadón. \E\ matrimoniot jEso, de ninguna maneral 
lAntes mil muertesl... Y la visión de lo futuro se le 
olreda con vehementes colores de realidad, presen- 
tándole a Blas Herró casado con Delina, entrando en 
la casa del Maestr£izgo como dueño de ella, altivo, 
insolente, provocador. Veiale acon^afi^o de Madrí- 



KL pAÜo pardo 37 

gal, gastando en francachelas el oro atesorado en lar- 
gos afios de privaciones. Vefa a ia iafdiz joven det- 
predada, atropellada, golpeada tal vez, y estas pos- 
pectivas le enloquedui. El tesoro de vigor que había 
en su espíritu levantábase (tispuesto a la lucha. Una 
sonrisa de triunfo entre^wfa sus ddgados labios, que 
apatas ocultaban los dtmtes amarillos y sy^udos, y 
sentía sobre sus espaldas aquellos aleteos del ave de 
presa que desafia a sus enemigos, porque sabe que 
los vencerá. El Caracol, era, en efecto, un valiente 
milano que estaba curtido en la pelea, y que no ha- 
bía conducido entre las garras a su nidal a una presa 
que no ganase en sangrienta y peligrosa riña. iPoca 
cosa eran para su astucia y su bravura aquel par de 
borraciiines, degradados y enviiecidosl 

En la conversación que tuvieron el padre y la hija, 
ésta se manifestó rendida y obediente. Reconoció su 
taita y se arrepintió de ella. Se enti^aria por comple- 
to a los órdenes que se le diesen, renundaiia a toda 
comunicación con Blas, .baria una vida de recogí' 
miento y de retiro. Sólo deseaba Delina que su padre 
la perdonase y quedara contento. 

No lo consiguió, sin embargo, porque la descon- 
fianza del viejo le hacia sospechar, bajo tanta man- 
sedumbre, uu propósito de rebeldía disimulado. Au- 
torizó a la muchacha a hacer su vida ordinaria, pero 
redobló la vigilancia. Su intranquilo dormir de ancia- 
no inquieto trocóse en perpetuo insomnio. A media 
noche se levantaba del lecho para recorrer las habita- 
ciones y salir a la huerta, pora reconocer los muros, 
esamlnor las sombras que el arbolado proyectaba so- 
bte los plantíos y huronear entre los saucedales que 
rodeaban la acequia. Paseos de peno fiero que guar- 
da el apilst» olfateando al lobo. 



.t;»ogic 



3S J. ORTEGA HITNILLA 

En la úoche en que don Quirino Hadrigat de las 
Toires cenaba alegremente con sus panivinajes, ya 
eran pasadas diez sin que Blas Herró lograse ver a 
Delina, a pesar de las gestiones que habla practica- 
do. La única criada del avaro se n^aba a toda comi- 
sión amorosa, ya -por fidelidad a su amo, ya porque 
Blas no pudiese ofrecerle presentes que quebrantasen 
su concienda. 



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ManoUto Tapióles estaba luciendo el repertorio de 
sus habilidades. Llena la panza, aquel trabón panta-' 
gruélico se entregaba a lás alegrías de la voracidad 
satisfecha. Cantaba Imitando la voz de una vieja, la- 
diaba como un can, rebuznaba como los regidores del 
rudo perdido en el cuento cervantino, cacareaba como 
la gallina, antes y después de poner el huevo, repro- 
ducía a maravilla los piporrazos del bombardlno da 
la Colegiata, cuando. los racioneros entonaban los 
laudes, copiaba el canto del grillo en los yerbales y el 
de la filomela en el roble del castillo. Tenia un pro- 
digioso talento de imitación musical, y daban a tales 
amenidades un irresistible efecto de gracia bufonesca 
su rostro de payaso, gordo oleoso, los enormes carri- 
llos rasurados, la nariz pendiente como breva madu- 
ra, y los ojos tiernos de oveja moribunda, Don Mano- 
lito Tapióles era un labrador empobrecido que, car- 
gado de hijos y necesidades, empleaba para comer los 
singulares expedientes. Había sido diputado provin- 
cial, y dejó terrible fama en Noblurve, administrando 
el Hospicio durante un periodo qué en el benéfico 
asilo se llamó <La Era del Hambre*. También iiabla 
sido procurador, y tales cosas hizo, qUe le inhabilita' 
ron para el ejercicio del cargo, siendo necesario que 
Madrigal usara de toda su influencia para qKe la aven- 
tura no le condujera al presidió. Tenia singular raaes- 



.t;»ogic 



40 J. OHTBSA UOHILLA 

tria para falsificar y amafiar expedientes de quintas. 
Encargábase de arreglar testamentarias, convirtiéndo- 
se en participe de los bienes relictos. Era el gran 
chambelán de don Quliíno y el que le preparaba sus 
ágapes. Oozaba merecida fama de ser un comedor 
esforzado, y de su glotoneria y capaddad estomacal 
se referían mil lindezas. Por apuesta, se habia, cierto 
día, comido dos cochinillos fritos y dos liebres guisa- 
das, sin que reventase en los horrores de la trágica 
digestión. Antes de comer, en las horas en que su in- 
menso abdomen estaba vacio, una infinita tristeza le 
dominaba. Silencioso y lúgubre, como una tumba, 
nadie conseguía sacarle una palabra de los labios; 
pero en cuanto estaba repleto, la risa le retozaba en 
el cuerpo, la canción surgia de su boca y el ingenio 
le florecía, con las gordas sales del chiste tabernario. 
Tapióles discurría con el buche. 

Estaba cantando en voz de falsete, acompaflándo- 
se de un tenedor, con el que golpeaba a compás 
un vaso, las coplas de Los caracoles, inventadas con 
dudosa gracia por un enemigo de don Simeón Cal- 
vez, y en las que se satirizaba la avaricia del presta- 
mista, cuando entró en la sala Dámaso el ci^o, lle- 
vando a la espalda, sujeta con una cinta, una guita- 
rra. Indispensable en las fiestas del pueblo, as! tafUa 
en los bailes de los mozos como en las francachelas 
del señorío. Los ojos, de grandes córneas sin niñas, 
daban a su rostro rectangular, de desmesurado tama- 
fio, aspecto de busto estatuario. Era muy corpulento 
y Euidaba encorvado, lenta y blandamente, como si el 
enorme corpachón careciera de huesos. 

— iAdelaídal— gritó Madrigal al ver entrar al cie- 
go—. Dale una copa de vino a Dámaso. 

—Gracias sean dadas a las buenas almas que no 



EL PASO pardo 41 

dejan morirse de sed al pobre ci^fo — repuso éste. 
Bebió, sentóse y empezó a templar la guitaira. In- 
terrumpiendo un acorde, exclamó de pronto, como si 
en aqael momento se le hubiera venido a las mientes 
lo que tba a dedr 

—Siga usted, don Manolito, la canción de Los ea- 
rucóles, que viene muy a punto pata lo que voy a con- 
tar, si es que lo ignoran. 

—¿Qué es eUo?— pr^uHtó Madrigal—. Tú todo lo 
sabes, Dámaso. A tu guitarra van a parar todas las 
hablillas de Zaratán y de sus contomos. 

—Ya que no veo, oigo; y no cambio mi oido por 
cuantos catalejos hay en la tierra... Pues han de sa- 
ber sus mercedes, que esta madrugada el tío Hernán 
el de las Palomas le ha dado una paliza a el Ca- 
racol. 

—Siempre me ha sido simpático Palomera— inte- 
rrumpió Tapióles—. Cuéntanos cómo ha sido. 

Dámaso refirió la escena con las exageradones que 
la musa popular añade a cuanto refiere; explicó las 
causas del choque, los insultos del usurero al tío Her- 
nando, y la violenta acometida de éste. Don Quirino 
escuchaba con gran atentíón y sin proferir palabra. 
Cuando hubo concluido el ciego la nanación del su- 
ceso, fijó el Señorito su mirada en Blas Herró, que 
pareda abstraído y meditabu"''" 

— Pues que allá se las hayí 
tras breve pausa Madrigal—. 
porta eso nada. Vamos a div 
y que Adelaida cante. 

Aún no habian sonado los 
que el dego solia iniciar \t 
aparedó por la puerta Juan i 
dil Juzgado, que era diestro 

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42 J. ORTEGA HONILLA 

acnnpaflante obligado de Dámaso en aquellos con- 
dertos, y dijo, dirigiéndose a don Qulrino: 

—Perdone su merced la tardanza. Al -voíver del 
campo he tenido que hacer. Ya sabrán que el tío Her- 
nandü Palomera ha dado unos golpes a el Caracol. 
Pues bies, éste ha presentado la denuncia al señor 
Juez. Una pequenez. Acusa al tío Hernando de lesio- 
nes, injuria, calumnia y allanamiento de domicilio. 
Ha hecho su carrera el pobre hombre. El sefioi juez 
le ha citado pora que mañana se le presente, y yo 
he ido a llevarle la citación. Por cierto que no estaba 
en su casa. Su mujer me ha dicho que no habla vuel- 
to desde que al amanecer se fué con la yunta. 

— Bueno, hombre, bueno'— dijo don Quirino— . ¿Va- 
mos e estar hablando de esta tontería toda la noche? 
Dámaso, toca. Y tú, Castroveide. ya estás aganándo- 
te a tu vihuela. Adelaida, bebe un traguíto para lim* 
piarte el garguero, y prepárate a entrar a compás. 
iMúsica, musical iVenga de ahil 

Sonaron las concertadas cuerdas. La Curruca co- 
menzó a cantar. El Señorito marcaba el ritmo con las 
palmas. 



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Después de dadas las doce eD el reloj de la Cole- 
giata, se disolvió la reDnión. Adelaida se fué a su casa 
acompañada de Castroveide, el alguacil, que la ser- 
via de rodrigón cuando Madrigal renunciaba a ton 
dulce compañía. Dámaso, con su guitarra, marchó 
guiado poi uno de los chicuelos de ta taberna. Que- 
daron solos don Quiriao, Blas Herró y Tapióles. 

—Yo — dijo Madrigal— me voy también. Acompa- 
ñadme y hablaremos. 

Prpnto llegaron los bres amigos a !a mansión seño- 
rial. Era un viejísimo y ruinoso edificio en el que, 
desde bada largo tiempo, no intervenían los alarifes, 
y asi estaba él de desmantelado y desluddo. El gran 
escudo que ornaba la clave del portalón amenazaba 
con venirse a tíerra, como si ya no tuviera nada que 
hacer alU. Xjís escasos muebles que en el espacioso 
ssaón habia estaban cubiertos de polvo. La suciedad 
y el descuido reinaban en la casa, en la que no habla 
otra servidumbre que una vieja ochentona que habia 
sido nodriza de el Señorito y que era una mina más en 
aquel hogar destruido. Según costumbre, esta mujer 
se había acostado temprano, y don Quirino entró 
usando de la llave que siempre llevaba en el bolsillo.. 
Encendió una bujía, y en tomo de la mesa m que 
habla sido colocada se sentarcyi el bidalgo, ei tragón 
y el galán. 



44 J. ORTEQA HCNILLA 

—Vamos a cuentas, Blas— dijo el primero—. ¿Tú 
estás resuelto a que Gálvez se salgra con la suya y a 
que Delina no sea tu mujer? 

—No, señor; ni mucho menos— contestó Heno — . 
¿Por qué me dice usted eso? 

— Porque el ttempo pasa. El Caracol nos ha insul- 
tado, se ha burlado de ti y de mí y ha conseguido dos 
cosas: la primera es que nos aguantemos, como si 
fuéramos dos gallinas, y la segunda es que tú no 
hayas vuelto a ver a la muchacha desde que él se 
puso serio. Yo me resigné a esperar el desagravio 
confiando en que tú serias el vengador. En electo, no 
podía tomar mejor venganza de ese tfo que el ayu- 
darte a que te casaras con Delina. Pero veo que tú 
no te ocupas ya de tal negocio. Por eso es mi pte- 
gunta. 

—Pues sólo pienso en eso. Pero, ¿qué he de hacer? 
Las puertas de la casa de Gálvez me están cerradas y 
carezco de medios para intentar forzadas. Si dispusie- 
ra de algunos duros aún vería de sobornar a la cria- 
da, y de esta manera ponerme en comunicación con 
Delina. 

— No tienes dinero. |Yo tampoco lo tengol Precisa- 
mente por eso hay que pelear con el miserable vejete 
que posee tantas talegas, tas que me ha robado a mí 
y ha robado a otros. 

Oyóse en esto un ronquido formidable. Era que 
Tapióles se había dormido. El Señorito le dio un em- 
pujón. 

— Despierta, bárbaro — exclamó don Quirino— . 
iPues no se ha dormido el mastuerzo, como si no le 
Importara lo que estamos tratando) 

— Es verdad que me había dormido; pero ya me 
tiene usted más despabilado que si tocaran a almor* 



BL PA^O FARDO 4S 

zar— dijo Tapióles, enderezándose en la silla en que 
estaba sentado. 

Y se echó a reíi del conato de chiste sobre su pro- 
verbial glotonerift con que había intentado desenojar 
a Madrigal. 

— Tanto te va a ti txtmo a los demás en lo que pien- 
so deciros, porque de las sobras de mis manteles has 
de alimentarte, y si yo no tengo pan. tú no tendrás 



— Asi es la verdad; pero paia que usted no coma 
será preciso que se haya acabado el trigo en el mimdo. 

Tras una pausa, en la que el Señorito arrimó dos 
veces a la vela el puro, no obstante que se hallaba 
encendido, añadió poniendo una mano sobre el hom- 
bro de Blas: 

—Ha llegado la ocasión. Ahora o nunca. Es nece- 
sario que esta misma noche veas a tu novia y que, 
de acuerdo con ella, quede concertada la manera de 
que la boda sea pronto. 

Herró se puso en pie, asustado. 

—¿Qué dice usted? ¿Esta noche? ¿Y cómo va a 
ser eso? 

— Déjale hablar a don Quiríno — interrumpió Tapió- 
les—. Cuando él dice algo es porque sabe adonde va 
a parar con sus palabras. ^ 

— No lo sé del todo ahora, parque no hace mucho 
que se me ocurrió que no podía aplazarse una inter- 
vención decisiva que ponga término a la cobardía de 
que estamos dando señales. Acabo de decir que es 
preciso que Blas vea esta misma noche a Delina, y 
ahora pienso que lo que es necesario es que, al mismo 
tiempo, vea yo a el Caracol. 

— ¿Usted en casa de Qálvez? — gritó espantado 
Blas—. ¿Y esta noche? ¿Lo dice usted de veras? 



46 J. ORTBOA MnNILLA 

Con el lostio sereno, por el que pasaba la sombra 
de una sonrisa, contestó Madrigal: 

—Acabas de retratarte de cüeipo entero. Etes la pu- 
silanimidad con rostro de nfSo guapo... Sf, si, si. Yo 
voy a ir esta noche a ver a él Caracol. SI tú no quie- 
res acompasarme, iré aolo. 

— Pero si ahora estará acostado Gálvez. 

— Él se levantará. 

— ¿Y por qué no va usted a buscarle de dia? 

—Porque de día no querría él rccibinne, y ahora no 
tendrá más remedio. 

—¿Es un caso de fuerza el que usted busca, en- 
tonces? 

— Es que necesito dinero, es que no lo tengo, es 
que el Caracol tiene la obligación de atenderme, es 
que a mi no se me puede tratar como él me ha trata- 
do en tu presencia y por tu representadón... Es que 
he resuelto ir, e iré. 

Don Manolíto Tapióles empezó a despertar del so- 
por en que le tenia sumido la plenitud de su estóma- 
go. No acertaba a formar juicio del plan de don Qul- 
rino; pero er>tre las nieblas de su mente, congestiona- 
da por la digestión, parecíale extraño, peligroso y 
lleno de misterio. Por decir algo, sin comprometer su 
dictamen, exclamó: 

—Ciertamente, el ir a casa de el Caracol no es una 
hazaña digna de que la canten los ciegos. 

—Tal vez sf— repuso Blas-, porque si el viejo se 
niega a recibirnos, y chilla y alborota podemos tr a 
parar al Juzgado, con Hernán el de las Palomas. 

—Miedo, mfedo, sólo miedo- dijo el Señoríto—, 
eso es lo que tú tienes. Los hombres bonitos os pa- 
recéis demasiado a las hembras para no ser cobardes. 

— Alto el carro— replicó altivo el mozo—. Miedo' no 



KL pa5o pardo 47 

lo tengo. Soy feo o bonito, pero soy hombre. Vamos 
donde ogted quiera.' 

—Asi te quiero yo. Más que por mi interés he pen- 
sado esto por el tuyo, porque estoy convencido de 
que, sio ana hombrada, no cons^uirás dominar a 
ese tunante, que sabe más que tú de Iss cosas de la 
vida, y juega con tu inocencia, como un gato con un 
ratoncillQ. 

'-Pero a lo menos nos ^rá usted cómo vamos a 
enbar en esa casa y qué vamos a hacer en ella. 

—Claro está que os lo diré... Mirad. Tú, Blasillo, 
saltas'las tapias de la huerta, como otras veces has 
hecho. Una vez dentro, tomas la escalera que tienen 
estos días los albaftiles que están arreglando los te- 
jados... 

—¿Cómo lo sabe usted? 

— La casualidad, hizo que ayer tarde pasara por 
allf y to viera. 

Tapióles, al escuchar erta respuesta de el Señorito, 
le miró atentamente, queriendo escudriñar el alma de 
su protector. 

—Arrimas la escalera a la pared— siguió diciendo 
Madrigal — frente a la ventana de la alcoba de tu no- 
via, y subes como un valiente. Llamas. Delina acudi- 
rá. Si a! oír ruido se asusta, en cuanto te vea se que- 
dará, no ya tranquila, sino encantada. [Apenas tendrá 
deseos de abrazarte! 

—¿Y el peno que ronda por la huerta, y que es de 
una fiereza terrible?— preguntó Tapióles. 

— El peno conoce a Blas, de tantas noches como 
ha saltado las tapias para hableír con laliija de eí Ca- 
racol. No ladrará, ni morderá— contestó don Quirhio. 

— ¿Y si se despierta don Simeón y nos sorprende? — 
dijo Blas. 



48 '■ ORTReA MUNILLA 

—Eso será lo mejor que pueda ocurrir. Para eso 
vamos nosotros, para encontramos con él. 

—¿Yo también he de irT—inteirogó Tapióles ron 
disgusto y soipresa. 

—Naturalmente. Tú eres necesario. No hay proce- 
síÓQ sin tarasca. 

— Pues yo también voy a pr^untar a usted cuál es 
el papel que voy a. representar en esa procesión. Ma- 
nolito Tapióles tiene papel señalado en una fiesta; 
¿pero en un atraco?... 

—No es un atraco— interrumpió con cólera el Se- 
ñorito—. Es una diligencia de caballeros, de los que, 
uno va a buscar a la dama de sus pensamientos, y el 
otro a pedir una reparación de honor, 

— Y ei otro caballero, ¿qué va a hacer? Porque a mi 
no se me ha perdido nada en casa de Gálvez. 

— El otro caballero que Ignora lo que va a hacer 
alli, no es caballero. Eres tú, tú, un nifián que no se 
acuerda que me debe estar entre los hombres libres, 
tú que has olvidado que, dándome la vida, no pega- 
rías la mitad de tus obligaciones para conmigo; tú..., 
que irás, aunque no quieras, porque yo te lo mando. 

Tapióles bajó la cabeza, cerró los ojos. No le suUó 
a las mejillas el rojo de la vergüenza, porque eso era 
imposible; pero se puso muy serio. El bufón había 
dejado caer su careta histriónica. 

—Una última pr^funta— concluyó Blas Heno—, 
¿qué le va a decir usted a don Simeón? 

— De tu asunto le diré que no hay más remedio 
sino que te dé a su hija por esposa. De mi asunto le 
diré que los agravios que me ha dirigido la mil, |a un 
Madrigall, no pueden quedar impunes; que si yo fue- 
ra un Madrigal del siglo pasado mis criados le harian 
pagar su osadia apaleándole; pero que romo yo soy 



BL paSo fabdo 49 

uo Madrigal de los tiempos modernos, y no tengo 
criados, la única manera de satisfacerme es que me 
adelante media tal^^ a cuenta de mis rentas futuras. 

— ¿Y si se ni^a? — dijo Herró. 

—No se negará. 

— Pero supongamos... 

— No he pensado lo que haré en ese caso absurdo. 
Pero estoy seguro de que haré lo que corresponda. 

—No le ocultaré a usted— añadió Blas— que me 
parece muy aventurada la Intentona. 

— No lo es tanto como piensas, y luego te conven- 
cerás de ello... Pero si lo fuese, si perdiera yo la vtda 
en ella, ¿qué importaiia? ¿Hay algo peor que la mise- 
ria vergonzosa en que vivo? ¿No es preferible la 
mu^te? Un hombre como yo tiene derecho al dinero 
que a otros sobra. Y como sabe buscarlo, y como tie- 
ne tedaii(» para bajar al mismo infierno a disputár- 
selo a Satanás, su voluntad le crea el derecho que los 
cobardes y los mentecatos fundan en las leyes. ¿Que- 
réis saber más? il^^funted y seréis contestados! Lo 
que si os fulvierto es que, después de lo que hemos 
hablado, vuestra vida está hipotecada en mi seguri- 
dad, y que la confianza que he puesto en vosotros os 
ha ligado a mi como están ligados por una cadena 
los que en Ceuta trabajan juntos en el Hacho. 

Un silencio de muerte, un terrible y pavoroso silen- 
cio, pesó sobre los tres amigos. Le cortó Madrigal con 
una sonora carcajada. 

— P«o no hay que ponerse tan serio como me be 
puesto, o mejor, como vosotros habéis hecho que me 
ponga. Lo que vamos a hacer en amor y compaña es 
^un juego de gentiles hombres, de los que antaño eje- 
cutaban con la sonrisa en los labios cuantos ceñían 
espada, y procuraban torcer la caprichosa disposidón 



50 ]. OSTE<>i UÜNILLA 

de la fortuna. ¿No io habéis leido en las historias y en 
las novelas?... 

— iVamos, puesl-r-exclamó con energía Blas He- 
rró—. ¿Qué amias llevamos? 

— Ningruna— repuso el Señorito — . Un garrote cada 
uno. Este lance, por intervenir yo, es de ios qae an- 
taño se llamaban de nobles contra villanos. Y contra 
el villano el arma clásica es el garrote. 

Y los fres hombres salieron del caserón. 

Don Quirino Madrigal de las Torres iba c^ tzndo, 
-por lo bajo, las co|rias de Los caracoles. 



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Cuando Madrigal. Tapióles y Heno llegaron a Is 
casa der Maestrante, el reloj de la Colegiata dio la» 
dos. Las graves campanadas descendieron de la ton» 
volando en el húmedo y frfo ambiente de la obscura 
noche otoñal, no coma sonidos que vibran y mueren, 
sino como seres vivos, que se alejan en solemne via- 
je. Después reinó el más absoluto silendo. Zaratán 
de la I^iora dormia a pierna suelta. 

Madrigfd, que guiaba a sus amigos, los llevó poi 
las atueras, dando vuelta a ios barrancos que rodean 
la huo'ta de don Simeón. Cuando se /hallaron al pie 
de los muros, se detuvieron para convenir los detalles 
del asalto, o, hablando con exactitud, para oír las ins- 
trucciones de el Señorito, que era la inteligencia acti- 
va y la voluntad en tensión, que sugestionaban a los 
otros dos asustados compañeros. 

—Ahora tú, Blas, subes » la tapia por donde sobas. 
Uamas al perro y le atas denfro del establo, que 
siempre está abierto. Luego abres la puerta de los 
carros. Sólo tiene esa puerta un cerrojo y una tranca. 
Nosotros entraremos en la huerta y esperaremos alli 
a que tú subas a la ventana del cuarto de Delina. 
DespHés, yo sé lo que hemos de liacer Manolito y yo. 

Con el terror en el alma y en el cuerpo, se dirigió 
Blas hada el lugar del muro por donde habia ascen- 
dido tantas noches. Buscó a tientas las piedras salieD- 



,c;oo^íic 



52 J. OBTESA HDNILLA 

tes y en ellas afianzó las manos. Era ágil y vigoroso, 
y aun cuando en la emoción de muerte que le do- 
minaba, músculos y nervios obedecían torpemente a 
la voluntad, en pocos minutos se halló a horcajadas 
sobre el remate de la tapia. Un pedrusco suelto 
rodó, chocando en un rimero de tejas rotas que alli 
habla, y al ruido acudió el mastín que, encerrado du- 
rante el día, quedaba en libertad así que la noche 
llegaba. El animal ladró con furia. 

— Quieto, León, ven acá— dijo en voz baja Herró—. 
Tome, galán. 

Y desde lo alto del muro castañeteó dos veces los 
dedos. El mastín se acercó manso, meneando el rabo. 
Había conocido a Blas, que para captarse su amistad 
sotia llevarle algún mendrugo. El mozo descubrió en- 
tre las sombras el blanco lomo de León, la gran mole 
de la casa, con sus chimeneas de piedra, con sus ex- 
tensas paredes, pintadas de amarillo, con sus nume- 
rosas ventanas. En una de ellas había luz. Era la co- 
nespondiente al centro de la sala en que dormía el 
usurero, y donde tenia el armario de sus papeles y el 
arca de los fondos. Esta observación aterró a Blas. 
Indinándose hada donde estaban. Madrigal y Tapió- 
les, dijo con voz bajisima: 

—No podemos seguir. Vamonos, ei Cartuol está 
despierto. Hay luz en su cuarto. 

Soltó un temo &l Señorito, y adelantándose hasta 
ponerse al lado de la tapia, exclamó iracundo: 

— iBaja a la fau«ta, cobarda y ábrenos la puerta de 
los carros! 

Vadlo un punto Berro antes de obedecen pero la 
poderosa sugestión que estas palabras transmitieron 
a su cerebro le lanzaron en el espado, más bien como 
quien se arroja, que como quira desdraide. El haber 



■L FáSo PIBDO 53 

caido sobie un montón de estiércol, aminorando la 
violenda del dioque, le libró de romperse algún hue- 
so. Un loco frenes! impulsaba al joven. Hablan des- 
apareddo de su naturaleza el instinto de consnvadón 
y el sentimiento de la realidad. Sólo vela ante él un 
{Hogiama trazado por una voluntad más fuerte que la 
suya, programa que era necesario ejecutar sin vacila- 
ciones ni titubeos. Era una máquina que don Qulrioo 
dirigfja con irresistible dominio. 

S^;uído del perro, que se le acercó a lamerie una 
mano, fué Blas al establo, y allí advirtió que la puer- 
ta estaba cerrada con llave. No era, pues, posible en- 
cerrar al fiero mastín, y hallándose éste en libertad, 
la entrada de Madrigal y de don Manolito era punto 
menos que irrealizable. ¿Qué hacer ante tal dificul- 
tad? Ocürriósele que acaso podria meter al animal en 
el gallinero, que a la otra banda de la huerta estaba. 
Asi lo hizo, no sin que las gallinas alborotasen un 
poco. Inmediatamente marchó Blas a la pUMta de los 
canos. Las noticias de Madrigal eran exactas: la ope- 
ración de franquear aquella entrada fué fácil e inme- 
diata. Paietraron Tapióles y don Quiríno; éste cerró 
de nuevo los pesados batientes que rechinaron sobre 
los goznes. 

—Ya está hecha la primera parte de la obra— dijo 
el Señoriio — . Ahora tú, Blas, vas a coger la escalera 
y a trepar como un gato a la ventana de tu novia. 

—No puede ser— respondió Herró—. Ya he dicho a 
usted que hay luz en el cuarto de el Caracol. Segu- 
ramente se halla despierto, y si ya no nos ha oido, en 
cuanto yo mueva la escal«a, que ha de hacer ruido 
al ser arrastrada, saldrá a ver lo que ocurre. 

— ¿No recuerdas ya lo que os dije?— replicó con Im- 
padenda Madrigal—. Si se nos viene a las manos. 



,e;o(yíic 



54 J. OBTKGA UimiLLA 

sin tiue-tengamos que requ»irle, miel sobre hojuelas. 
A él es 'Q quien [Wiacipalinente necesitamos ver.Anda, 
pues, en busca de le escalera. 

Como vacilara en obedecer Blas, insistió don Qui- 
rino con «lergia. , 

—No hemos venido squi para dar un paseo por el 
huerto. No hay que perder un minuto. iTal vez nos 
va en ello la vidal 

En aquel momento se abrió la ventana de la habi- 
tación de Gálvez, y la cabeza de tete se adekmtó faa- 
cUi-la huerta. Él inquieto anciano exploraba las som* 
bras, buscando las causas del ruido que habia escu- 
chado. 

— Ahí esti~exclainó Herró, con' acento en que pal- 
pitaba el espanto—. Vamonos. Aún es tiempo. 

— Al confrario -dijo Madrigal — . Vamos a sacarle 
de dudas. 

Y con paso resuelto avanzó en dirección de la ven- 
tana, cuyo marco aparecía iluminado, destacándose 
en BU centro la cabeza del prestamista, cubierta con 
la suda gorea de cachas. 

— ¿Quién va?— preguntó con voz fuerte Oálvez. 

No recibió respuesta, aunque repitió la interroga- 
ción. Pensó acaso el Caracol que los intrusos eran 
algunos muchachos de los que entraban a hurtar le- 
gumlnres, y diciendo: 

— Ahora veréis la que os espera, desapareció de la 
ventana. Oyéronse sus pasos precipitados sobre el en- 
tuimado de la habitación, y poco después sobre las 
losas de la escalera. 

r-Dejadme a misólo — dija Madrigal— . Vosotros, 
quedaos un poco atrás. 

Don Simeón Oálvez salió a la huerta por una puer- 
teclUa que habia junto al horno. Llevaba en la mano 



EL PAÜO PARDO 55 

defecha una linterna, que iba proyectando delante de 
él vivos y movibles resphindores. Madrigal avanzó a 
su encuentro. 

Al reconocerle, el Caracol se echó atrás, sorprendi- 
do. Fingiendo tranquilidad le dijo: 

—¿Qué es esto? ¿A qué ha venido usted? ¿Cómo ha 
entrado? 

—Loa muros se abren a mi paso— contestó zumbón 
el SeñoHto—. Tengo yo mucho poder, aunque usted 
no lo (Tea, Qálvez. 

— No me parece ocasión de bromas — repuso eí Ca- 
racol-^. A las dos de la mañana no se entra por las 
trardas del vedno. 

—Es que cada uno escoge la hora que mejor le 
cuadra para las visitas. 

— Pues a mi no me cuadra esta hora para hablar 
con nadie. De dia puede venir, y entonces me dirá lo 
que le parezca. Aunque creo que usted y yo tenemos 
hablado ya todoi. 

— Es un error de usted. A solas y sin hacerle ante- 
sala es como yo queda que conversáramos. 

— En resumen, ¿qué es lo que quiere usted de mí? 

— Primeramente liquidar una cuenta que tenemos 
pendiente. 

— Varias son las que tenemos sin liquidarr pero no 
creo que se encuentre usted con medios para solven- 
tarlas. 

—No. La cuenta que digo no es de dinero. Es de 
decoro. 

—¿De decoro?— dijo Qálvez con un tono en el que 
habla una enorme cantidad de desprecio para el Se- 
ñorito. 

— Si, de una cosa que usted no conoce— replicó in- 
solente y agresivo el hidalgo— Usted me ha insultado 



56 J. OBTBSA HDDILLA 

cuando le envié con Herró una peticióo de préstamo. 

—¿A eso se refiere usted? iPues no hace diasl (Ape- 
nas ha tardado en levantársele la funpoUal 

—No le aplico a usted ahora mismo el correctivo 
que merece ese lenguaje, porque no he venido a re- 
querirle para que me desagravie, porque el Caracol 
no es un caballero, y de sus demasías sólo puede res- 
ponder con el dinero, con el dinero que me ha roba- 
do. He venido a que me indemnice y a que me dé en 
préstamo, o como le parezca, diez mil reales que me 
hacen falta. 

— iDiez mil realesi— gritó Gálvez— . jY el muy tram- 
poso me los pide Injuiiándomel ¡Ni un ochavo del 
moro! iVáyase inmediatamente de mi casal iNo tengo 
por qué aguantar sus bravuconerías! A otros más 
guapos he despachado yo. No gusto de echar las co- 
sas a barato; pero le advierto que se me va acabando 
la paciencia. 

— A mf, no— replicó el Señorito— . No he venido a 
darle a usted de palos, sino a que me dé dinero. Y no 
me iié sin él. 

—¿Por la fuerza? He aquf el caballero convertido 
en ladrón. 

— Dinero, dinero, dinero. Sus insultos pasan sobre 
mí corazón como la gola de agua sobre el mármoL.. 
Déjese de palabrotas y lléveme a su despacho, donde 
tantas veces he estado, para hacer contratos, en que 
Cándida y generosamente me dejaba desollar. Ha lle- 
gado la hora de las restituciones. 

El Caracol se echó hacia atrás, tiró la linterna que 
se quedó encendida, arrojando sobre el suelo su 
roja luz, que parecía un rastro de sangre, y sacando 
del bolsillo del gabán una pistola, dijo, con los labios 
trémulos de rabia: 



.t;»ogk' 



EL IfáSo PAHDO 57 

— iMtsaable, ladrón, bonacho; si no te vas ahora 
miamo te deshago las entrafiasl 

El Señorito levantó la g^airota que llevaba en la 
mano y la dejó caer con terrible ímpetu sobre la ca- 
beza de el Caracol. Sonó un chasquido, como el que 
produce una cafia al quebrarse. El viejo rodó, agitan- 
do brazos y piernas; lanzó un alarido y quedó inmó- 
vil. La luz de la linterna le daba en el rostro, y a su 
resplandor se vio que de la sien derecha le fluia un 
hilUlo de sangre. 

Acuditton Blas y Tapióles. 

— iLo que yo me temlal— exclamó el primero—. 
iQué horrori 

—¿Qué va a ser de nosotros?— gimió temblando 
don Hanoiito. 

Madrigal no hizo caso de lo que oia. Acercóse al 
cuerpo de el Caracol, le movió para ver si rebuiiia, 
le puso la mano sobre el corazón, le abrió el pár- 
pado del ojo derecho, e Incorporándose, dijo a sus 
amigos; 

—Él ha tenido la culpa. Yo no vine a esto. 

Su voz sonaba tranquila. 

— iVámonos, vamonos en seguida; nadie nos ha 
visto entrar, aún podemos salvamDsI — dijo con tré- 
mulo acento Tapióles. 

Blas HeiTO guardaba silencio; estaba anonadado. 

—Aún no hemos hecho lo que motivó nuestra ve- 
nida — repuso el Señorito — . Este incidente no estaba 
en el plan, aunque, a decir verdad, no habla yo de- 
jado de estimarlo posible. No es... no era... este hom- 
bre de los que se dejan desplumar sin dar picotazos... 
¿Y qué iba a hacer yo? ¿No iba a defenderme? £l me 
apuntaba con la pistola. El viejo estaba frenético. Un 
momento más, y yo seria el muerto. No crei que tu- 

,, ..t;„ogic 



56 J. ORTICaA HDNtLLA. 

viera la vida tan poco sujeta a la piel. Di Un palo para 
que tirase el arma y siguiéramos la conversación. No 
me remuerde la conciencia de lo- que ha pasado. 

Heno s^uia silencioso. Don Manolito sollozaba y 
su cuerpo temblaba como atacado de alferecía. 

Madrigal cogió la linterna y dijo: 

— En medio del espanto que tienes, has dlscunido 
como un sabio, Manolito. Esto ha pasado sin que na- 
die se entere. Nadie nos ha visto venir, ni entrar en 
la huerta. Delina duerme como una santa y su babi- 
tación está en el segundo piso. De modo que si nos 
damos prisa y buena maña, podremos lograr lo que 
necesitamos. jNo os apuréis, hombres, tened confian<- 
za en mil 

Y echó a andar con rumbo a la casa. Entonces He- 
rró, reaccionando sobre el terror qne le había conver- 
tido en estatua: 

— iPor Dios, don Quirinol — dijo — . ¿Qué vamos a 
hacer? 

— Recoger el vellocino de oro. Es mió. Me lo dejé 
arrebatar por ese malvado. Vamos a recobrarlo. To- 
dos seremos participes, aunque yo soy el dueño; pero 
mi generosidad os permite entrar en el- reparto. 

—¿Y si despierta Delina? 

— No despertará. 

—¿Y la criada? 

— Esa tiene su cuartucho en la otra ala del edificio, 
y es completamente sorda. Además, cuidaremos de no 
hacer ruido. Imitadme. Quitaos las botas. Luego las 
recogeremos. 

Se descalzó Madrigal en menos que se dice. Y como 
viera que los otrosno lo hadan: 

— ¿Qué esperáis?--dijo— . El miedo os ha idiotiza- 
do. jEa, vamos allál En dos minutos concluimos. 



BL PAÜO PABDO 59 

— lAsesinos, ladronesi— munnuió Bias— . ¿Qué nos 
falta sei? 

— iBuena ocasión de pensailol No quiero discutir 
lo que somos. El tiempo apremia. Pero si no queréis 
venir, yo iré solo. No me hacéis falta. 

Alumbrándose con la linterna entró en la casa. Los 
dos acobardados compañeros le siguieron, después 
de descalzeuse también. 

Sobre la mesa que habia en el centro de la estan- 
cia en que se hallaba don Simeón cuando se asomó 
a lavent£ma, lucía un velón de pábilo mortecino. £/ 
Señorito conocía los secretos de el Caracol, como si 
siempre hubiese vivido a su lado. Aproximóse ala 
caja de caudales que en un rincón estaba, y al res- 
plandor de la Itntema reconoció la cerradura. Luego, 
sin dudas ni vacilaciones, como si de antemano con- 
tara con la dificultad que se le ofrecía, sacó de los 
hondos bolsillos de su chaquetón un martillo y un 
cincel. Al verle operar Blas y Tapióles, no pudieron 
ocultar su sorpresa. 

—Venía preparado a todo evento— dijo el Sefíori' 
to^-. Eso es para que no tengáis confianza en mi. 

En verdad, no era confianza, sino terror, lo que les 
producía la horrenda previsión de su amigo. Dos pe- 
queños golpes bastaron. La cerradura quedó descen- 
trada, y apalancando con el cincel, la puerta de hie- 
Tto se abrió^entro se velan venios talegos de diver- 
sos tamaños. En un rincón se divisaba una gruesa 
cartera, y en el fondo un recio montón de cartapacios 
sujeto con balduque y cuerdas. 

— Podíamos llevárnoslo todo: pero no conviene. No 
somos avariciosos. De la cartera, que es donde el buen 
viejo tiene los billetes de banco, sacaremos un par de 
paquetitos. Esta talega contiene oro; lomemos mÜ 



60 J. ORTEGA. HDIULLA 

duros. Ca^fuemos también con una tal^a de plata. 
Mucho va a pesar, pero somos tres hombres de fuerza 
para llevarla. 

Mientras hablaba hacia, y no pasaron cinco minu- 
los sin que la coIe<to quedáis concluida. Luego re- 
partíó entre los dos cómplices lo que cada uno debia 
conducir, y dijo: 

— Asunto concluido. Vamonos. 

Derribó, sin hacer ruido, las sillas que rodeaban la 
mesa, despanamó por el suelo algunos de los legajos 
de papeles que habia en ta caja, como para que que- 
daran señales de violencia, tiró detrás de la mesa un 
reloj de precio, que sobre ella estaba, cuidando antes 
de correr sus agujas de modo que apareciera que se 
habia parado a las once, y salió s^fuidodeBlas y de 
don Manolito. 

Cuando se hallaron en la calle de IColoreros, que 
es donde moraba el Señorito, éste se detuvo. 

^¿Estáis más serenos? — dijo — , podéis estarlo p<» 
completo. Nosotros no hemos hecho nada. ¿Sabéis 
quién ha asesinado a don Simeón Gálvez, alias el Ca- 
racol?... Pues el tío Hernán el de las Palomas. 



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Con la luz del alba se llenó la villa del rumor de la 
tragedia. La primera noticia se supo en la plaza de 
Abastos, donde se reunían al amanecer los labrado- 
res que buscaban jornaleros, y los jornaleros que bus- 
caban amo. El Caracol había sido encontrado en la 
huerta de su casa, tendido en tierra, muerto, la cabe- 
za destrozada de un g^anotazo, al lado de una pistola 
y sobre un pequeño charco de sangre. La vieja criada 
del usurero era quien habla hecho el terrible descu- 
brimiento, al ir a soltar las gallinas. Delina, llama- 
da a grandes voces por la aterrada sirviente, atudió 
en seguida, y, al ver el lastimoso espectáculo, perdió 
el sentido y sufrió un ataque de neivios, del que aún 
no se habia recobrado. Las autoridades fueron avisa- 
das y en aquel momento se hallaban en el lugar del 
crimen. 

En efecto, el juez de primera instancia, el escribano 
de tumo y el alguacil Castrovnde, practicaban las di- 
ligencias sumariales, auxiliados de la Guardia civil. 
Era el representante de la justicia en Zaratán de la 
Priora un severo y escrupuloso cumplidor de la ley, 
que no transigía con la más leve Incorrección, a me- 
nos que no interviniera en el asunto alguno de los se- 
fiores influyentes que ejercían el cadcazgo, porque 
en ese caso eran otorgadas las más amplias y lavora- 
bles interpretaciones. Y esto no lo hada por alcanzar 

,^,.:,e;oogic 



02 J. OBTEOA MDNILLA 

SU apoyo en las naturales codicias de ascenso, sino 
por estimar que la ley se ha hecho para defender el 
prindpio de autoridad, y éste le integran, con las en- 
tidades investidas de mando, las altas jerarquías de 
la sodedad, los ricos, los principales, los señores. No 
era esto negar al pobre el amparo del derecho; era 
aplicar el principio de que, cuando en un litigio el po- 
bre salia ganando e imponía al rico una cotrecdón, su- 
fría menoscabo el dogma fundamental de la vida.dvll. 
De escaso entendimiento y pobre Mhi«va, cuando 
una idea surgía en su mente era conservada y defen- 
dida de todo debate, considerándola como Indiscuti- 
ble y definitiva. Creía en la propia perspicacia, en el 
golpe de vista, para penetrar el misterio de loa-críme- 
nes cuya depuración le estaba encomendada. No 
abundaban en el partido judicial otros que los del 
vino y las pendencias por intraeses familiares. Esto y 
las raterias de los frutos y lefias componían las extia- 
Dmitaciones y desafueros en que el digno juez em- 
pleaba las salvadoras energías de su rigor. 

Cuando su señoria enM en la huerta y vi6 el ca- 
dáver del infortunado prestamista, exdamó dlrigi^- 
dose al actuario: 

— Es evidente que el criminal, o criminales, ha 
sacado, o han sacado, al señor Qálvez de su casa con 
engaños para matario aquí, de modo que ni la hija 
ni la criada de la victima oyeran el ruido de la lucha. 
Apúntelo usted. Es un dato impoAante. 

Asi que visitó la habitación en que estaban la 
cama, la mesa de escritorio y la cafa de caudales de 
don Simeón, añadió ei juez: 

—Ha habido lucha. Papeles tirados por el suelo, 
sillas en desorden. No hay duda. Escribano, apúatelo 

mblén. 



EL paSo pardo 63 

El actuario se permitió, una observadón. 

—Pues si han sacado los asesinos con engallo a e/ 
Caracol a la huerta, ¿cómo han luchado con él en la 
habitación? 

— Parece eso contradictorio — repuso el juez — ; pero 
no lo es. Mi experiencia me permite ver claro. El res- 
petable y desgraciado sefior Qálvez fué sorprendido 
en su despacho por el criminal o criminales. Aqui 
luchó con él, o coif ellos. Después fué llevado a la 
huerta y en ella recibió el golpe final. 

— Entonces — insistió el escribano— no le sacaron 
con engaflo.sino a la rastra; y no se advierten en la es- 
tancia ni en la escalera huellas de la escena de fuerza. 

No pudo contestar el juez a esta sencilla reflexión; 
pero no se dio por vencido. 

— usted apunte lo que le digo — repuso — , que yo 
tengo ya formado mi dictamen. 

El sargento de la Guardia civil propuso el reconoci- 
miento de las tapias. 

—Sin duda — observó— han entrado saltando el 
muro. 

— Pero la puerta de la huerta ha aparecido abier- 
ta—dijo el juez. 

—La han abierto los crimirmles para Irse: pero es 
probable que la enh'ada haya sido por asalto— insis- 
tió el solvento. 

Examinó éste las tapias. 

— Aquf hay muchas seAales de zapatos que por di- 
versos lugares han trepado desde fuera para enliai — 
afirmó, luego que hubo realizado la inspección. 

Intervino el alguacil Castroverde, diciendo: 

— Eso no significa nada. Muchas veces entraban los 
chicos a robar frutas. El Caracol se quejaba siempre 
de ello. 



bvCiOOi^lc 



64 J. ORTSOi 1I0NIIJ.A 

—Es cierto— insistió el sargento—; pero los uesi- 
no8 han entrado por la tapia. Y estas señales son re- 
cientes. Mire el señor juez. Un zapato grande se ha 
apoyado en esta piedra. Han quedado motas de bairo 
que están frescas. 

—Zapato o alpargata— indicó el alguacil. 

—Ambas cosas pueden ser— contestó el guardia—. 
No es fácil distinguir la diferencia. 

El juez fué a practicar él mismo el reconodmiento. 
Era miope. Se aproximó a la tapia, y después de un 
buen espació volvió al corro que sus aoompaflantes 
formaban, y concluyó: 

— Estoy seguro de que la huella es de alpargata. 

No quiso el sargento advertir a su seflorfa que ha- 
bía estado mirando en lugar distinto del que él exa- 
minó, en un trozo de la pared en el que no habla ro- 
zaduras ni señales de ninguna clase. ¿Para qué? Ya 
sabia el vétenme que el juez era irrectificable. 

Prolongábase mucho la diligencia, sin que se des- 
cubriese ningún dato importante. 

—Estamos perdiendo el tiempo— dijo el juez-. Yo 
tengo mi pista. Sargento, vaya usted a buscar a Her- 
nando Palomares y tráigamelo aqui. Mucho cuidado 
si trata de fugarse o defenderse. 

—¿Cree usted, señor juez— expuso el escribano—, 
que hay relaciones entre la escena de ayer mañana y 
el asesinato? 

—Ya lo veremos— contestó su señoría-. Seria una 
temeridad afirmarlo; seria una estupidez negarlo. Pro- 
cedamos con cautela. 

Y como el sa^nto se alejase para cumplir la or- 
den recibida, el juez añadió: 

—Impida que Hernando hable con nadie en el 
camino. 



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EL PAftO PARDO 65 

Entretanto, el Juzgado se había constituido en la ha- 
bitactón en que estaba la caja de caudales y procedía 
al inveotoiio de los valores. Habia allí diez escrituTas 
de préstamo sobre hipoteca a las principales familias 
de la comarca, veinte mil pesetas en billetes del Ban- 
co de España, seis mil en oro y tres mil en diversas 
monedEis de plata; dos libros de cuentas, en uno de 
los cuales don Simeón llevaba la nota del metálico y 
ea el otro el de los granos y lanas recibidos, deposi- 
tados y vendidos. En un cajondto del interior se ha- 
llaba un talonario de cuenta corriente en la sucursal 
del Banco en Noblurve, y liquidaciones diferentes de 
esa cuenta corriente. Todo ello revelaba que el pres- 
tamista era dueño de una salida fortuna y que la le- 
nta en el orden más completo. 

Se recibió declaración a Delina y a la criada de Oál- 
vez. La de la primera fué interrumpida tres veces por 
los sincopes y convulsiones que la huérfana sufría. El 
médico opinó que, de no ser absolutamente necesario, 
debía dejarse reposar a la joven, que más estaba para 
que la cuidaran que para que la interrogasen. Ade- 
más, ella no sabia nada, no habla oído durante la no- 
che mido que la alarmase. En cuanto a sospechas de 
quiénes podrían ser los autores del crimen, carecía de 
datos o indicios que sirviesen a las pesquisas judicia- 
les. Tampoco fueron de utilidad las manifestaciones 
déla criada. Sorda y medio imbécil, sus palabras eran 
incoherentes, y a las preguntas del juez, respondía: 

— iNo he oido nada! iNo sé nada!... |Soy inocentel 

—¿Sabe usted— la intenogó el juez— si su amo te- 
nia enemigos? 

— iMuchosl — contestó la vieja.~iMuchisimoBl iCasi 
todo el pueblo! 

—¿Por qué? 



byCiOOl^lC 



66 J. ORTSQA UDKILLA 

— Porque era rico y prestaba con Interés. 

-^Eso DO es razonable — repuso su señoría — . Don 
Simeón era un celoso cumplidor de la ley. Manejaba 
sus'bieneí con la más escrupulosa legalidad. Sólo los 
malvados podían odiarle. Poseia la primer lortuna de 
la comaréa. Sus Iniciativas industriales favorecían al 
pais. A él se debe la introducción de las plantaciones 
de alfalfa, que tantos ifendimientos producen. 

Y de esta manera siguió haciendo el panegírico del 
muerto. 

— Que se retin esta mujei^-rañadió — y que me avi- 
sen cuando llegue el saif^to con el detenido. 



byCOOt^lC 



Media hora más tarde compweda Hernán el de las 
Palomas ante el Juzgado. Su rostro mostraba la hon- 
da conturbación de su alma. 

— He encontrado al tio Hernando — dijo el sargen- 
to — cuando se preparaba a ir a presentarse a'su se- 
fiorfa, según me ha dicho, en camplimiento de la cé- 
dula de citación que anoche se le pasó. 

El juez inició el interrogatorio ordenando que ama- 
nasen al detenido. 

— lA mi! ¿Por qué?— exclamó Hernán retrocedien- 
do — . ¿Qué crimen he cometido? 

— Déjese atar y no haga resistencia— repuso el juex 
con voz enética— ; seria peor para usted. 

— |A un hombre honrado no se le alai — replicó 
Hernando. 

— Obedezca y odie— dijo el alguacil. 

Obededó, en electo, el desventurado. Sus manos 
quedaron presas en duro nudo de cordel. 

— Conteste oon toda verdad ^1 intenogatorio que 
voy a dirigirle— siguió el juez—. Empezaré por mani- 
festóle que desde este momento se halla usted pro- 
cesado; por eso no se le exige juramento. 

— ¿Procesado yo?... ¿Por el golpe qne ayer di a tí 
Caracol? 

—No tolero que aplique usted un mote denlgratorio 
a sn honrada victima. Se le acusa de haber dado 
muerte la pasada noche a don'Simeón Qálvez. 

—¿A mi?:.. ¿Yo aseshio? 

II, ,..ii., tiooi^lc 



68 J. ORTEGA MUNILLA 

—Asesino y ladrón. Además de la muerte, se le acu- 
sa de haber sustraído, con violenda, fondos que don 
Simeón guardaba en una caja. 

— lEso es una infamial... Yo soy un hombre de bien. 
Todo el pueblo me conoce. 

— Todos son honrados hasta que dejan de serlo. 
¿Niega usted el crimen de que se le supone culpable? 

— Lo niego con todas las fuerzas de mí alma. Soy 
inocente. 

—Ese lenguaje sólo demuestra que se presenta us- 
ted ante la autoridad en franca rebeldía. Los hechos 
probados domarán su voluntad... Vamos por partes. 
¿Es cierto que ayer, a las cinco y media de la mañana, 
aprovechando la ocasión de estar a la puerta de esla 
casa su propietario, don Simeón Gálvez, le acometió 
usted, le di6 una bofetada, y prevalido de la debilidad 
del respetable anciano, le arrojó usted al suelo y le 
pisoteó bárbaramente? ¿Es también cierto que esto to 
hizo usted entrando en el portal de Gálvez, y que por 
ello cometió usted el delito de allanamiento de domi- 
cilio? ¿Es cierto, de la misma manera, que al mar- 
charse usted, dejando tendido en el suelo a Gálvez, 
le dijo: «Hoy ha nacido usted, luego veremos?» Con- 
teste la verdad. 

— Esa relación está preparada para perderme. Lo 
ocurrido es distinto. Pasaba yo por la calle Rodada, 
cuando don Simeón salió a la puerta de su casa a lla- 
marme. Me recordó que pronto vencía un pagaré que 
le he Hrmado por seis mil reales, aunque sólo recibí 
cliatro mil. Yo le contesté can los mejores modos. Él 
me insultó, me dijo que era un ladrón y me amenazó 
con la mano. Yo entonces no pude contenerme y le 
pegué. Él cayó rodando al suelo, y comprendiendo yo 
que me había excedido, me fui a mí campo. Lo que 



BL paSo PíSDO 69 

te dije a el Caracol al inne fué que bien podia creer 
que habla naddo aquel dia. Esa es la verdad. 

—Desfibrada por usted. Pero eso no es sino el 
principio. Escuche el resto de la acusadón y respon- 
da a ella... ¿Es derto que anoche, a hora aun no pre- 
cisada, saltó usted las tapias de la huerta y, por modo 
que se ignora, penetró en la habitación del señor Cal- 
vez, le obligó a salir cerca de la acequia y alii le dio 
usted un golpe con un azadón que usted traia, cau- 
sándole la muerte instantánea? 

— iFalso, lálsol — gritó Hernán forcejeando por des- 
asirse de la cuerda que le oprimía las manos—. iTodo 
eso es una infame mentíral 

—Esté quieto y no añada a su honendo crimen el 
de desacato a la autoridad del Juzgado. 

—Es que no puedo aguantar esas maldades que 
sobre mi se acumulan. 

—Aún hay más... Después que se cercioró usted de 
que el señor Gálvez se hallaba muerto, ¿es exacto que 
subió usted a esta habitadón y, rompiendo la cerra- 
dura de la caja, se llevó una cantidad importante, 
aún no predsada, y no se llevó cuanto habla por ha- 
ber sentido rumores que le hideron temer que venia 
gente, que se habia despertado al estrépito de la lucha 
la hija o la sirviente del señor Qálvez? 

— Eso es igualmente falso. Todo mentira. Todo ca- 
lumnia. jNadie creerá en Zaratán que yo he hecho 
esas maldades, nadiel 

El alguadl se aproximó al juez entonces y le habló 
al oído, a tiempo que le señalaba un reloj de mesa 
que, al practicar el reconodmiento de la habitadón, 
hablan recogido del suelo. El juez ordenó que el reloj 
fuese colocado sobre un velador cercano en que el 
actuario escribía, y dijo: 

u_ ■X'.oag\c 



70 J. OSTBOA HUMILLA 

—La Providencia busca siempre el mejor modo de 
que ia verdad se descubra y respiandezca. Un objeto 
inanimado va a intervenir como testigo de excepcio- 
nal importancia. Este reloj va a decimos a qué hora 
cometió usted su odioso delito. Mire usted la hora en 
que está parado. Marca las once. Entonces rodó el re- 
loj y cayó a tierra en la lucha que usted sostenía con 
su inocente y desgraciada víctima. 

— Convendrá ver — observó el escribano — si el reloj 
no estaba parado antes por hallarse descompuesto. 
Una vez asegurados de su buena marcha, será, en 
verdad, un indicio apreciable para saber la hora en 
que se cometió el asesinato. 

Aunque no le pareció del todo bien a su señoría la 
advertencia del actuario, que le había malogrado la 
patética invectiva, hubo de acceder a que se pusiera 
en movimiento la péndola del aparato. Este reanudó 
la marcha sin dificultad. El juez, anojando sobre el 
observador una mirada de ira, añadió: 

— £i reíoj ha hablado. El nos dice, con sus maneci' 
lias de oro, que usted acometió al señor Gálvez a las 
once de la noche... ¿Qué hacia usted a esa hora, si no 
estaba aquí? 

—Volvía del campo con mi yunta. 

— No es esa ia hora en que se regresa al pueblo de 
las labores agrícolas. 

— Es que después de terminar las rejas que di en la 
heredad fui a llevar un poco de estiércol al tinado del 
majuelo para que allí se secara. Llovía bastante y me 
paré debajo del puente de los Magrinales, a ver si es- 
campaba. No tenia prisa en llegar a mi casa, y allí 
me estuve hasta que paró la lluvia. 

—Explicación torpe. ¿Vio -usted a alguien en ese 
viaje y duróte esaparada? 



KL paSo pabdo 71 

—A nadie vi. No es extraíio. Ya era tarde y todos 

habÍBD vuelto ya a sus casas. 

— Naturalmeote. A las once de la noche no queda 
nadie en el campor Y menos con el tiempo que hace... 
Las pruebas contra usted son abrumadoras. Es inútil 
que niegue. 

—Pues nt^o y n^:aTé aunque me pongan en el 
potro... jSoy inocentel 

—¿Qué ha hecho usted del dinero que sustrajo de 
la caja? 

—Como no lo sustraje, nada puedo dedr de lo que 
ha sido de ese dinero. 

—El sargento y el alguacil irán a practicar un reco- 
nocimiento en el domicilio de usted. De paso se trae* 
Fán a la mujer del procesado. 

—¿A Isabela?... ¿A mi Isabela? — rugió Hernán 
mientras dos lágrimas le saltaban de las pupilas — . 
iNo, sefior juez, ool De mi haga usted lo que quiera; 
pero a mi pobiecita mujer déjela, por Dios. |Se me 
morirá, si es que ya no ha muerto al saber lo que 
pasal 

—Esa piedad debia haber tenido usted del InfellK 
don Simeón. 

— iDios mío. Dios de mi madre. Virgen del Cente- 
no!... ¿Por qué me abandonáis?... iSeñor juez, mire su 
merced lo que hace, que Dios le pedirá cuenta de la 
judiada que se está cometiendo conmigo!... jSoy ino- 
cente, soy inocentel 

Un escalofrío conió por el cuerpo del desdichado, 
y el espasmo nervioso que agitó violentisimamente 
su séi todo, alma y cuerpo, le hizo romperlas ligadu- 
ras que oprimían sus brazos. Cayeron en pedazos los 
cordeles, y de las destrozadas mufiecaa chorreó la 
sangre. 



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Ei asesinato de don Simedn Qálvez causó un efec- 
to slnguleu" y digno de análisis. Aquel hombre no era 
querido, antes at contrario. Eran muchas sus victimas, 
muchas las familias a las que había reducido a !a mi- 
seria. No se le conocía un solo rasgo de generosidad, 
un solo acto desinteresado. Fiel en 'cumplir sus obli- 
gaciones, era inexorable en reclamai el cumplimien- 
to de las que a su favor se hablan contraído. Vencido 
el plazo de los pagos, era inútil pedir aplazamientos. 
Ni una hora, ni un minuto. Su flaca mano amarillen- 
ta, que, en el habitual temblor convulsivo de una de- 
cr^itud enfermiza, parecía el emblema de la debili- 
dad, se alargaba poderosa y vencedora, y llegaba a la 
prenda que debía recoger, y tomaba posesión de ella, 
por bien defendida que fuere. No había escondite que 
no descubriese, ni fortaleza que no rindiera. Los mi- 
seros labradores de Zaratán veían en suefios esa 
mano, penetrando en sus gavetas, sacando de !os es- 
tablos las bestias, apoderándose de los predios, de las 
casas, de los pensamientos y de las voluntades. El 
ansia de adquirir que agita a la Humanidad se habla 
reconcentrado, resumido y sintetizado en aquellos de- 
dos largos, finos y nerviosos, tentáculos invendbles, 
que se extendían por el país y le captaban en la inte- 
gridad de sus riquezas y valores. 

AI desaparecer elCaracol, los oprimidos respiraron, 

n,, ..X'.oagk 



KL PAflO PARDO 73 

y como sucede cuando una tiranía se hunde, el pla- 
ca de la libertad puso en olvido las tristezas de la 
persecución. Una benevolencia mezclada de respeto 
rodeó la memoria del muerto. Habla algo de vanidad 
local en la grandeza del carácter de Gálvez, en la 
ene^a de su condición, en la claridad de su inteli- 
genda, que sabia quebrantar el misterio de los Dio- 
dos y leer, como en un libro, donde |los otros no 
velan sino confíisos borrones. Los que hablan sido 
vencidos por él, se dignificaban exaltándole y engran- 
dedéndole, que Darlo fué grande porque Alejendio 
fué máximo. 

— iQué hombrel — decían al día sij^iente los des- 
ocupados en la reunión habitual de cada mafiíma, en 
la plaza de Abastos — ; ahora es cuando se ve que eia 
un fenómeno. Se carteaba con los banqueros de Ma- 
drid y Barcelona y tenia negocios en el Extranjero. 
Nadie le engañaba, nadie podía con él. 

Y a esta admiración, que no se fundaba en ningún 
dato derto, sino en rumores y en comentarios hueros, 
y en la que se advertía la condición servil de las mul- 
titudes que necesitan un amo que las desprecie y las 
maltrate, se unía la condenación enética del asesino. 
£) monumento ha sido destruido; maldigamos si des- 
tructor. El nombre de Hernán el de las Palomas iba 
t¡a las conversaciones acompañado de terribles vitu- 
perios. Su vida era analizada con minuciosa y severa 
crítica. Su honradez había sido la máscara de la hi- 
pocresía, la moderación de sus hábitos y la tristeza 
que le caracterizaban, formas siniestras de la envidia 
y del odio a los afortunados. Se reconocía que era la- 
borioso; pero aun esta condición plausible era censu- 
rada, porque con ella ofendía a los que alternaban los 
trabajos y las diversiones. El molinno, a quien debía 



.t;„ogic 



74 J. ORTEGA UDNILLA 

seis fanegas de harina, el abacio áfi quien tambiái 
era deudor, el veterinario, el médico, el larmacéutico, 
a quienes no había podido pagar aquel alio los ajuS' 
tes, contribuían al descrédito del procesado. <— Muy 
honrado ha sido, mucho — decían—; pero no pagaba 
a nadie.* Sobre'el árbol caído, todos, con fiereza, des- 
cargaban la segur. 

Dos solas personas pertsaban de distinta manera: 
el sargento de la Guardia dvll y el cura párroco de la 
Colegiata. 

Aquél descubría en el suceso rasgM y sombras 
misteriosas que no encajaban en las conclusiones del 
Juzgado. Su experiencia de la vida de los pueblos, y 
lo que sabía de la de Hernando, le hacían dudar de 
que éste fuera el autor del.crimeo, a pesar de los in- 
dicios que le acusaban; y veía ^ la condenación pú- 
blica una de las frecuentes perturbaciones del espl- 
ritu de las muchedumbres, que necesitando siempre 
una victimci, cuando no la halla su justicia vindica- 
dora, la inventa su ciega crueldad. Reservaba, sin 
embargo, sus vadlaciones por prudencia, y porque, 
^endo ellas confusas e incoherentes, ni su mismo 
pensamiento las autorizaba. 

En cuanto al cura párroco de la Colegiata, don Se- 
lafín del Avalo, capellán mayor de la Hermandffd de 
la Virgen del Centeno, de la que eraxofrade y un afio 
fué prioste Hernando Palomera, y que tenía a éste 
profundo Cariílo, después de la dolorosa sorpresa de 
su prisión, negaba resueltamente la maldad que se le 
atribuía: 'O se ha vuelto loco — afirmaba — o es ino- 
cente.» Y cuando, al decir la misa, elevaba cada día 
a Dios su alma, surgía de ella una ferviente súplica: 
«jSefior, si es inocente, que se salvel |Si es culpable, 
qué se arr^ptental' 



EL PÁflO PARDO 75 

Las pesquisas pracficadas en casa de Hernando so 
dieron resultado alguno. N(f sé encontró allí ni el di- 
nero robado ni s^ai que se relacionara con el delito; 
El labrador y su mujer seguían presos e incomunica- 
dos. Las indagatorias se repetían a diario, sin que el 
juez lograra arrancar a los dos esposos ^íno las más 
rotundas e Indignadas negativas. 

Por ser Oálvez tan conocido en la comarca, su ase- 
sinato fué un acontecimiento de los que la Prensa 
sirve a los lectores con amplitud y minuciosidad. 
Acudieron a Zaratán noticieros de Ñoblurve. y aun 
de Madrid. £1 digno juez recibió, por primera vez en 
su vida, los halagos de la publicidad, y tomó tan en 
serio los elogios con que los periódicos procuraban 
corresponder a sus atenciones, que no dormía, ni so- 
segaba plisando que aquel proceso serla el funda- 
mento de su reputación. *Ya comprenderán ustedes 
—decía a los noticieros—. El secreto del sumario me 
veda darles, como deseara, medios de cumptii la 
honrosa misión que ejercen. Las actuaciones son im- 
penetrables. Dispénsenme que me envuelva en el más 
completo 8ilenclo.> Y a continuación contaba cuanto 
liabia hecho y pensaba hacer, el fundamento de la 
acusación, las manifestaciones de Hernando y de su 
compañera. Estaban encantados ios periodistas; aquel 
magistrado era de los que, según la frase del oficio, 
•se vaciaban*. 

Quince días después, el asunto estaba agotado, y la 
Prensa le abandonó. El digno juez sintió la amaigui» 
de ese abandono. Ya no hablaban de él los periódi- 
cos, y cuando recibía el correo, y con nerviosa impa- 
ciencia los repasaba, una profunda tristeza invadía su 
abna. «Eíecididamentc— exclamaba— la Prensa esmuy 
frivola. ¿Podrá haber tema más interesante y tías- 



.t;„ogic 



76 J. ORTBGA HÜNILLA 

cendentfil que este oimen? Porque no se trata sólo de 
la gran maldad que se ha cometido, sino de su signi- 
ficación y alcance. No es sólo un asesinato y un robo 
con todas o casi todas las agravantes. Es un síntoma 
de desquiciamiento social. Es un caso típico de la 
lucha del paño pardo contra el paflo negro; de la re- 
beldía de la plebe, codiciosa y malavenida con su 
pobreza, queriendo echar por tierra la propiedad, ci- 
miento de la vida civil. El pafio pardo es la ralea 
obrera, la ignorancia, el atraso, la envidia a los gran- 
des. £1 paño negro es el progreso, el verdadero pro- 
greso, el que simboliza los principios morales, el res- 
peto a la autoridad. Y no es precisamente que el 
difunto usara en el adorno de su persona las galas 
que poi su fortuna le conespondian. No; vestía hu- 
mildemente; pero en la modestia de su atavio repre- 
sentaba, sin embargo, para los efectos de mi compa- 
ración, el suave paño de Sedán, o a lo menos el de 
Béjar, el de que se hacen las levitas, las togas, las 
casacas de los altos funcionarios, que resplandecen 
en las solemnidades oficiales, cubiertas de bordados 
y veneras, como irradiaciones del sol espléndido de la 
monarquía. £1 paflo pardo es la revolución, la protes- 
ta contra la organización social, ei odio de los de 
abajo a los de arriba. £n tiempos más felices era la 
librea de la obediencia, el uniforme de la resignación, 
el noble hábito de los humildes y sumisos; pero des- 
de el triste dia en que se proclamó la igualdad y se 
difundió la imposible y perturbadora esperanza de la 
nivelación de los derechos y las jerarquías, se ha con- 
vertido en emblema de ia protesta. Un dia es la Mano 
Negra de Andalucía; otro es la huelga que airuina a 
los propietarios; ya es el motín sangriento, la resis- 
tencia al pago de los tributos, la emigración de los 



EL páSo fabdo 77 

que creen tener derecho a deju a sus amos y sefiores 
naturales, para mejorar de condición en lejanos paf' 
ses. Si no se reprimen con mano fuerte las demasías 
y atrevimientos de la plebe, no tardará en venir el 
estallido, el hundimiento de la nación, el imperio de 
Satanás, que es et del oisrullo y efde las locas reivin- 
dicaciones. > 

Después de paladear con delectación estos discur- 
sos, el digno juez de Zaratán de la Priora — del que 
desgraciadamente no ha quedado el nombre en los 
apuntes de que esta historia se saca— llamaba al ac- 
tuario y al aiguadl, y con ellos se dirigía a la cárcel 
para interrogar nuevamente a Hernán el de las Palo- 
mas, lo que habla llegado a ser para él una necesidad 
dominante. 

Un día el esaibano dlú al juez un periódico soda- 
lista que se publicaba en Noblurve con el titulo de 
La Voz del Obrero. 

—Vea usted lo que aqui se dice del proceso que 
nos ocBpa. 

Leyó el magistrado, y la cólera chispeó en sus ojos. 

*¿traflo es por todo extremo— escribía el periódi- 
co — lo que acontece en el crimen que hace veinte 
días se cometió en la padfica y honrada ciudad de 
Zaratán. A pesar de los ridiculos elogios que la Pren- 
sa burguesa ha dirigido a aquel juez, bien conocido 
por sus tempnamentoB autoritarios, y que tiene me- 
jor probada su arbitrariedad que su inteligencia, el 
sumario permanece en ei mismo estado que el primer 
dia. ¿Se ha descubierto el paradero de la sume que 
se robó de la casa del usurero, victima de su cedida, 
tanto como de la perversidad de los criminales? ¿Por 
qué se aferra ese juez en rechazar toda posibilidad de 
qoe el atentado lo hayan cometido peisonas distintas 



,e;o(yíic 



78 J. ORTEGA HDNILL& 

délas qu« están en prisión? ¿Ha tenido en cuenta 
datos tan Interesantes como ciertos objetos que fue- 
ron encontrados en la habitación de don Simeón Qál- 
vez? ¿No serian estos objetos el principio de una nue- 
va pista que esclareciese las sombras que se van 
amontonando? Por hoy no dedmos más; pero no s^á 
la presente la última vez que del caso tratemos.* 

El juez dirigió al escribanauna mirada de odio; 

—Esto es una canallada. Algún traidor ha enviado 
antecedentes a este papelucho despreciable. 

Sonriendo el actuario, dijo: 

—No hay que hacer cas6. Los que ejercer, autori- 
dad ya son aplaudidos, ya censurados. Sin duda, se 
refíere La Voz del Obrero al bastón y el pedazo de 
puro que encontré yo en la habitación de el Ca- 
racoL 

—En ese armaiio están guardados el bastón y la 
colilla. iValientes piezas de convicciónl 

— Claro que. no tienen importancia; pero como se 
sabe que el bastón no era de Hernando Palomera, ni 
de el Caracol, y como ni uno ni otro fumaban... 

— iPues apenas iba gente a ver al señor Gálvezl iUn 
hombre de tantos negociosl 

—Pero ri caso es que aún no sabemos de quién es 
el bastón, ni í]uién himaba ese puro. Y no hay que 
olvidar que la colilla tenia ceniza reciente, lo que 
acaso demostrarla que quien la fumase y la tirara es- 
tuvo en la estancia del crimrai en la noche en que 
éste se perpetró. 

—Ideas ^ing^lares que usted tiehe. Pero ya !e he 
didio que no le compete dirigir el sumario. Yo sé 
muy bien- p6r dónde voy. En cuanto a lo que escribe 
ese libelo, yo Cbidaré de averiguar et origen de sus 
noticias y de sus malvados cqmeiitarios, que son una 



EL PAflO PARDO 79 

ofensa grave al principio de autoridad. Ei físcal de la 
Audiencia recibirá mis oportunas indicaciones. 

La conferencia terminó separándose los interlocu- 
tores con caras de enojo. En aquel momento ent/aba 
en el despact^o del Juzgado Castroverde, el alguacil, 
qni«i, enterada de lo que el periódico sotíalista ha- 
bía escrito y de las observationes del actuario, ex- 
clamó: 

— SI ti señor juez me lo permite, le diré que este 
hombre no es de fiar. Es muy o^ulloso. Estaba acos- 
tumbrado a que los aiitecesores de su señoría le de- 
^fui llevar los asuntos como a él le pareciera. Su 
sefioria, que es un juez de cuerpo entero, no tolera 
Intrusiones, y eso molesta. 

— Bien lo veo, Castroverde, bien lo veo. Pero no 
me imporb. Harto sé yo cómo se lucha con lo9 escri- 
banos inespetuosos. 

— Si su sefioria me lo permite, le diré que, preci- 
samente, todo d pueblo elogia con entusiasmo cómo 
lleva su séfloria el sttmttiio. 

— Aun cuando estoy seguro de que cumplo con mi 
deber, me es grato oírlo... lEn^astón y la coHUal 
iVaya unos datos impertantesl 



h, Ciooi^lc 



Cinco dias más tarde recibió el juez una carta, con 
el sobre timbrado en Noblurve, que le causó honda 
ñlegiia. La carta, que no llevaba firma, deda asi: 

•Deseoso de contribuir al esclarecimiento del es- 
pantoso asesinato que ll«ia de consternación a Za- 
ratán, comunico al Juzgado un dato que acaso le sir-' 
va para completar el sumario que con tan celosa 
actividad sigue. Una persona que me merece toda con- 
fianza me acaba de referir que en la madrugada si- 
guiente a la noche en que el crimen se cometió, 
pasaba en una muía por la senda que va de Los Re- 
peles a ArcenUlas, adonde marchaba con el intento 
de hallarse en este último pueblo antes de que co- 
menzara el mercado quincenal que alU se celebra. 
Serian las tres de la mañana. Habla dejado de llover 
y la luna apareció un momento. Entonces vio la per- 
sona a quien me refiero que en la heredad llamada 
«Los Pedazos*, que lleva en anendamiento Hernando 
Palomera, procesado por el asesinato del sefior Cal- 
vez, y en el rincón de ella, que está junto a la Calla- 
da, habla un hombre que estaba cavando. Le sorpren- 
dió que a hora tan desusada se practicase aquella 
operación, y se detuvo a mirar. Parecióle que el hom- 
bre que cavaba era Hernando Palomera, el cual le es 
bien conocido. Creyó advertir que al aparecer la luna 
aquel hombre se echaba al suelo como para ocultar- 
se, aunque no habla visto al caminante que iba poi 



SL PAÜO PABDO 81 

SU espalda, ni podido sentir el paso de la muía, por 
estar ei terreno blando a causa de las lluvias de aque- 
llos días. La actitud del misterioso cavador era la de 
quien teme ser descubierto. La persona que esto me 
ha referido, al leer en la Prensa que no ha sido en- 
contrado el dinero que se sustrajo d£ la caja del señ(» 
Gálvez, ha supuesto si acaso el criminal lo esconde- 
ría en el campo donde vio aquella madrugada al 
hombre que estaba cavando. Asi me lo expone. No 
se atreve a comparecer ante el Juzgado poi si, no 
resultando fundada su suposición, esto le acarreara 
pCTsecuclones y daños. Yo no vadío en transmitir al 
Jua^gado lo que queda dicho, por si fuera conducente 
a los efectos que la vindicta pública anhela. Y la 
misma razón de prudencia me aconseja emplear la 
vja del anónimo. Si no resultara cierta la sospecha. 
siempre sería, asi lo eslimo, una prueba de amor a la 
justicia, y merecería por ello perdón la molestia que 
se produzca a las autoridades, caso de que éstas se 
decidan a comprobar la denuncia.> 

Repetidamente leyó el digno juez esta carta. Ha- ' 
-bia sido escrita en un pliego de papel rayado, con 
malísima letra, que revelaba en quien la trazara el 
propósito de disimular la forma de la suya propia. El 
sobre decía: «Señor juez de primera instancia de Za- 
ratán de la Priora.» 

— lOtra vez la Providencial. — exclamó lleno de 
emoción e! jueZ— . Si esto se confirma, caeré sobre 
el criminal todo el peso de la ley reparadme. 

Luego pensó en cómo practicaría la diligencia 
consiguiente. Desde el primer instante estimó que no 
era conveniente que el actuario asistiese a ella, pof- 
gue si resultaba fallida, serian verdaderamente mo- 
lestos los comentarios que no dejaria de formular con 



82 J. OKTKSA HCNILLA 

SU mala intención caracteristicu. Más tarde reflexiona: 
el presdndir del actuario podria ser una incorrección 
legal. Además, ¿no seria un triunfo deleitoso para su 
perspicacia el que el escribano asistiese a la escena 
en que del londo de la tierra saliera el dinero roba- 
do, prheba definitiva de la culpabilidad de Hernán? 
Él estaba segfuro de que asi sería. Un intimo conven- 
dmiento se lo garantizaba. La certeza de este triunfo 
le decidió. 

El noble regocijo del artista, que siente caer sobre 
su obra el soplo divino que la completa y la redon- 
dea, palpitó en el ánimo del digno juez. Ahora la 
Prensa volveria a dedicar sus columnas a aquella 
tragedia memorable, y otra vez el aura popular acari- 
daria su austeridad de magistrado. Adivinaba los 
grandes títulos con que se encabezarían los relatos 
de aquella diligenda dedsiva y los grabados que los 
habrían de ilustrar. A punto estuvo de avisar al direc- 
tor de La Independencia de Noblurue, el órgano reac- 
donario de la capital, para que asistiera al acto; pero 
el pudor le detuvo. 

Las tres de la tarde serian cuando en una tartana 
de alquiler salla de la villa el Juzgado. El juez habla 
requerido la compañía del sargento de la Guardia tA- 
vll, y ni a éste ni al actuario les anticipó el objeto de 
la expedición. 

— Es una idea que se me ha ocurrido — les dijo — . 
El probable que no tenga éxito. Ya veremos. 

Quia de los viajeros era el alguacil, quien, cuando 
el coche hubo llegado al punto en que la carretera 
bifurcaba, dijo al tartanero: 

—Ahora echas por la Cañada. 

Ni el escribano ni el guardia tuvieron ya duda res- 
pecto al lénnino de la caminata. 



SL PAflO PABDO 83 

— Vamos — nflmió éste— a la heredad que labra el 
procesado. 

—Asi ea— respondió el juez—; hay que ver alli 
algo que me parece Interesante. Puede que demos 
con Ib davc del problema. 



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Dispuso el juez que la tartana se detuviera a al- 
guna distancia de «Los Pedazos*. A pie se dirigieron 
a la heredad labrada por Hernando Palomera, y asi 
que hubieron llegado, aquél dijo: 

— Tengo noticias merecedoras de crédito, según las 
que tal vez el criminal ha escondido aqui el fruto de 
su robo. Vamos a reconocer el teneno. 

—No es dificil ver que aqui hay tierra reciente- 
mente removida— jepuso el sargento. 

Y señaló hacia un lugar donde el surco aparecía 
interrumpido. 

El alguacil iba provisto de una azada. A la orden 
del juez dio unos golpes en la tierra, y presto se vio 
un pedazo de tela. Tirando de ella salió un talqguillo, 
cuya boca estaba sujeta por un bramante. 

No pudo el juez contener su regocijo: 

— iMe parece — dijo— que esto tiene más importan- 
cia que el garrote y la coHllal Abra ese talego y exa- 
minemos su contenido. 

Desatada la cuerdecilla, salieron rodando unos 
cuantos duros. 

— Vadelo usted —añadió su señoría. 

Obedeció el alguacil y cayeron al suelo muchas 
monedas de a cinco pesetas, un paquete de billetes de 
de Banco y una cartera de badana. 

—Vamos a contar lo que hay aquí. 



EL páSo pardo 85 

Y el mismo Juez se agachó para recoger billetes, 
paquetito y monedas. Habla doscientos duros en 
plata, trescientos en billetes de a cincuenta pesetas, y 
en el paquete pequeño, doscientas pesetas en mone- 
das de oro. La cartera encenaba varios pagarés lir- 
mados por distintas personas de la localidad, y uno 
a cuyo texto seguia la firma de Hernando Palomera. 

— Ya es imposible la duda— concluyó el juez — . 
El procesado, después de cometido el crimen, vino a 
este lugar, y probablemente a otros, y fué escondien- 
do les valores sustraídos. Asombra e indigna la sere- 
nidad de este hombre. Tuvo la bastante para buscar 
entre los mucb^ papeles que habia en la caja fuerte 
su pagaré. De este modo se aseguraba contra recla- 
maciones futuras. Caso de cálculo como éste no se 
recuerda. Es pasmoso. 

El sargento y el actuario callaban. Lo que acaba- 
ban de ver les habia impresionado enormemente. 
Aquello parecía una prueba definitiva y abrumado- 
ra. Después de un instapte de reflexión, el sargento 
dijo: 

—Conviene fijarse. Esta tierra parece removida re- 
cientemente. Sobre la superficie de ella no han caido 
las lluvias que obscurecen todo el campo. Recorde- 
mos que la noche del asesinato llovió hasta las doce 
y desde las tres,y media de la mañana. 

—Es cierto— replicó el juez — . Se hará constar esa 
circunstancia, y se nombrarán hoy mismo peritos que 
dictambien acerca de ello. Pero para mi es ese un trá- 
mite innecesarto. Sólo Hernán el de las Palomas ha 
podido traer a este lugar, y ocultar, lo que hemos en- 
contrado. 

—Asi parece— añadió el sargento—; pero creo que 
toda depuración será escasa, porque lo que hwios 



S6 J. OttTeOA UDNILU 

enointiado no es un poco de dinero, stno una senten< 
cia de muerte. 

—Sin duda— repuso el juez—. La Justicia ha triun- 
fado. Las negativas persistentes del preso no detai- 
drán ya su marcha inexorable. 

Regresaron al pueblo, donde no tatdó en saberse 
lo acontecido. Empezaron los comentarios, que eran 
duramente condenatorios para Hernán de las Palo- 
mas. Era evidente su culpabilidad. ¿Cómo habla po- 
dido aquel hombre ocultar tanto tiempo la maldad de 
su conciencia? ¿Quién sabe si no seria el autor de 
otros delitos que en los últimos años se hablan co- 
metido y habían quedado impunes? Vía fantasía po- 
pular inventaba los más desatinados cuentos sobre 
cuál seria el paradero del resto del dinero robado, que 
se hacía ascender a seis mil duros. 

El j'uez no descansa un momento. Por si mismo 
realizó minuciosas pesquisas en la casa de los proce- 
sados, donde no quedó rincón que no se examinase. 
Al pozo, al tejado, a las cuadras, a la algora, a la paja 
de los jeigones, a las arquetas de castaño, en que 
desde tiempo inmemorial guardaban los Palomera su 
escasa ropa, llegó la mirada inquisitiva de su se&oria. 
Tan celosa actividad fué inútil. 

— El procesado — decía el juez — es un espíritu cal- 
culista y frió. Ha pensado bien la manera de que las 
pruebas escapen a la acción de los tribunales. Sin 
aquel anónimo, que Dios bendiga, hubiera acabado 
por ser más eficaz la negativa insistente del reb que 
toda mi diligencia. Aún confío en que parezca la to- 
talidad del dinero robado. Para mi no hay duda, el 
criminal lo ha escondido. Cómplices no tiene. Él no 
ha podido enviar a otra población ese dinero. Lo ha- 
brá ocultado en diversos parajes. Esperemos en el 



st. paSo pabdo 87 

efecto que habr¿ de causaile el descubrimiento heidio . 
Cuando lo sepa, caer¿ anonadado, y entonces se 
rendirá. 

Dando importancia considerable a la nueva inda- 
gatoiia que iba a dirigir al procesado esperó, antes 
de ir a la cárcel, a que su pensamiento loimulase un 
plan metódico e intencionado. Era preciso que con 
aquella indagatoria concluyese el sumario; y queria 
que éste fuera claro, categórico, inatacable, breve, lu- 
minoso, de suerte que en él se cumpliera el dechado 
que el maestio Cebreio, e! único tratadista, cuyas 
obras habla leido el digno juez, presentaba a sus dis- 
cípulos, cuando les decía: <En el primer folio del pro- 
ceso aparet%rá la cabeza de la víctima, y en el último 
la cabeza del asesino, de tal modo, que aquélla y ésta 
se hallen unidas por la cadena de los hechos y de las 
pruebas.» 

£1 digno juez era poco risueSo, pero ahora sonreía 
en la soledad de su estancia, donde, sobre los miseros 
muebles de un hospedaje aventurero, aparecian mon- 
tones de procesos y de pleitos, en los que se ventila- 
ba el peculio o la honra de una familia, cuando no la 
vida de un hombre. Sonreía el digno juez pensando 
en el triunfo que Id fortuna le deparaba. ¿Ascender? 
¿Pasar de juez de entrada a juez de término? En ver- 
dad que la esperanza de lograrlo le acariciaba el alma, 
su alma seca, en la que el oficio de averiguador de 
miserias y discernídor de desventuras habla desparra- 
mado la ceniza que quedara sin aventar de los clási- 
cos y gloriosos autos de fe. Pero bastaba la satisfac- 
ción del amor propio, para que aquella sonrisa no 
fuese mi destello del vil interés que avillana y percu- 
de. No; d juez de Zaratán de la Priora experimentaba 
en el fondo de su conciencia el júbilo de haber cum- 



I., Ciooi^lc 



88 J. ORTSQA UüNILLA 

ptido deberes y de haber usado prestigios que la so- 
ciedad le habla puesto y entregado para su salud y 
defensa. El ciimen de la Huerta del Maestre no seria 
uno de los casos en que el fiscal de Su Majestad se 
apoya al leer el discurso de apertura de los Tribuna- 
les paia enjaretar el eterno párrafo en que se acusa a 
{ueces instructores de descuido o de torpeza. No; de- 
trás del cadáver de el Caracol iria, juridicamente ado- 
bado para el suplicio, Hernán el de las Palomeis. 

— iVamos por éll — se dijo, poniendo término a sa 
monólogo el digno juez de Zaratán. 

Ya le esperaban el promotor físcal. el escribano y 
el alguadl. 

Cuando el Juzgado salió a la calle para difi£^rse a 
la cárcel pública, grupos numerosos de pueblo llena- 
ban la plaza de Abastos, que es donde radica la ofi' 
dna judicial. Ya era de dominio pública el hallazgo 
de la taleguilla con dinero en «Los Pedazos*. La sen- 
tencia popular estaba dictada con ta justicia que es 
propia a los fallos de las muchedumbres. 

Oianse gritos de muerte. Cuando el pueblo se ^en- 
te juez, es terrible; pero cuando sospecha que puede 
ser verdugo, es espantoso. La conciencia social de la 
vieja villa de) Maestrazgo experimentaba im estreme- 
cimiento de fiereza, como si repercutiese en los mise- 
ros labrantines de la era del progreso la energía que 
llenó de sangre aquellos términos, cuando fueron ex- 
pulsados los judios, cuando lo fueron los moriscos, y 
en todos los otros dias de intransigencia, que enalte- 
cen la raíz castiza, regada de sangre y apisonada por 
la crueldad. 

— (Que nos den a Hernando el de las Palomas!— 
gritaba con ira el pueblo, al ver que el juez mafcha- 
ba hacia la cárcel. 



X'.oag\c 



SL paSo fabdo 89 

— iMuera el tfo Hemánl iQue nos lo entteguenl— 
dedan otros. 

— iQue viva la honra del pueblol iQue viva el se- 
ñor juezl — vodferaban algunos. 

El Juzgado pasó entre los grupos alborotadores sin 
difícultad, merced a la intervención de la Guardia 
civil, que a golpes iba abriendo camino. Los espon- 
táneos defensores de la justicia recibieron la cantidad 
de culatazos que les correspondia. 

— iViva el señor juezl — gñtaban algunos mozos, 
en cuyos ojos diispeantes se advertía el reHejo de ré- 
denles libadones — . iViva el amparo de la ju&tídal 

El digno jaez de Zaratán de la Priora sintió florecer 
sobre sus mejillas la sonrisa que las habla iluminado 
en la soledad misteriosa de su despacho. 

—La justicia— pensó— es el sol que ilumina cuan- 
do quiere las n^^ruras de La gleba. 

Encandecido y fortificado por aquellas manUesta' 
dones del dictamen de la muchedumbre, siguió el 
camino de la cárcel. 



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El siniestro edincio se hallaba rodeado de una cdm- 
pacta masa de pueblo. Eo tomo de él y del tremendo 
drama que ocultaban sus murallas afluían las lato- 
nes de la ciudadanía zaratease. Y no era sólo el ve- 
cindario de la villa, sino que la curiosidad había es- 
tremecido la comarca entera, sacándola del sopor en 
que se iba pudriendo. Por todas las tierras del Mae»^ 
tre había circulado la noticia de que, después de lar- 
gos afios de olvido, un suceso sangriento, acaecido 
allí, atraía la atendón nadonal, falta de más dignas 
sugestiones, a la misera comarca de las Siete Lomas. 
La Prensa de la corte enviaba en busca de noticias a 
sus más acreditados investigadores. La Audiencia del 
Territorio había estado a punto de nombrar un juez 
especial, y salo después de autorizadas referencias 
que probaron el' acierto del Juzgado actuante, había 
desistido de su idea. No era posible leer un periódi- 
co español sin encontrar en su primera plana algún 
vistoso titulo como éste: 'Asesinato de un opulento 
propietario.— Maravillosa perspicacia de un Jaez.— 
El asesino esconde el producto de su robo en'Su pro- 
pia finca. — ¿Es Hernando Palomera el jefe de una 
partida de bandidos?— La Mano Negra en Casti- 
lla...* La propaganda había sido tan adiva, que bas- 
ta los más distraídos se habían enterado, y el nombre 
del tío Hernán era equivalente a depravadón, hipo- 



BL paSo fabdo 91 

cresfa y crueldad. No de otro modo se ionoan las opi- 
niones dominantes en el público; y de ellas nacen las 
leyeodas, y de las leyendas los dogmas étnicos, poli- 
ticos e históricos. 

Y mientras el Juzgado entraba en la cárcel, el pue- 
blo deda a grandes voces: 

— iQue nos entreguen al tío de las PalomasI iQue- 
lemos an-astrarlol... iMuera el asesino) 

El sargento y dos números de la Guardia civil ha- 
blan acudido a la puerta de la ctoxl, y delante de 
ella detenían ios avances de la multitud, que por 
momentos aumentaba. 

Un cuarto de hora más tarde Hernando Palomera, 
amarrado codo con codo, era conducido a la presen- 
tía del Juzgado. La barba, no rasurada durante mu- 
chos dfas, daba al preso un aspecto tétrico. Los ojos, 
escondidos en el fondo de las bundideis órbitas, re- 
lumbraban con trémulos chispazos. El largo enciaro 
y la absoluta incomunicación hablan despertado en 
el labriego los instintos primarios: el miedo y el odio. 

—¿Qué quieren de mi ahora?~preguntó ai carcele- 
ro que le conduela. 

— El señor juez desea interaogarle — contestó éste. 

El rumor de la multitud encolerizada llegaba a los 
oídos de Hernando. 

—¿Es que van a ahorcarme?— exclamó deteniéndo- 
se ante la puerta de la estancia. 

Luego, ai ver al juez, que detrás de una mesa y 
sentado en un sillón le ^^ardaba, la dignidad de la 
inocencia ennobleció las lineas de su rostro. La vaga 
visión de animal hostigado, que distiende sus múscu- 
los para defenderse, desapareció ante el gesto del 
mártir resignado, o mejor, ante el atavismo de la ser- 
Wdumbre hereditaria. Siglos de esclavitud y de injus- 

,, ..t;„ogic 



92 J. OBTBOA HÜNILU 

ticia engendran seres para los que la cadena y el lá- 
tigo son condiciones de vida. 

Por primera vez, desde que comenzó el proceso, el 
juez se consideró autorizado a tratar de tú a Her' 
nando. 

—Hoy— le dijo— es el dia de la verdad. Tú la quie- 
res disfrazar, y ella quiere aparecer. Tú niegas. Ella 
afirma. La fuerza de sus pruebas hará que al fin es- 
téis de acuerdo. Di con todo detalle lo que hiciste con 
don Simeón Qálvez la noche de autos. 

Tardó en responder Hernando. Adivinaba que el 
juez no iba a repetir sus palabras de los otros dias. 
Algo nuevo habla en su mirada, algo terrible en los 
bramidos de la horda que llenaba la plaza. 

— Nada tengo que decir que ya no haya dicho 
—contestó el procesado—. Soy inocente. 

—¿Aún insistes?— replicó el juez—. Pues ahora ve- 
rás cómo tu culpa aparece. 

A una seña de su sefiorfa, el alguacil puso sobre 
la mesa el tal^uillo que habia sido encontrado en la 
finca labrada por Hernando. 

Ycon aire conminatorio y dominador, añadió el juez: 

— ¿Reconoces este talego? 

Después de mirarlo atefitamente, el de las Palomas 
contestó: 

— No. No sé lo que es eso. 

— ¿No recuerdas esta saca de lienzo? Es una de les 
que robaste a don Simeón, después de haberte asesi- 
nado. En cuanto cometiste los delitos de que se te 
acusa, fuiste a diversos lugares para esconder el fruto 
de tu maldad. Este saco lo enterraste en <Los Peda- 
zos> en un rincón, cerca de la cañada. 

—¿Yo? ilnfamia, maldad, calumnia que me le- 
vantanl 



SL PAfíO PABDO 93 

— Es inútil tu negativa. Alguien te vio, entre las 
sombras de aquella noche terrible, cavando el aguje- 
ro en que ha aparecido el taleguillo. 

—¿Quién me vio? Quiero conocerie. para saber 
cómo timen la cara los malvados. 

— Tu tenacidad en negar es ya contraproducente. 
De nada sirve que no resultes confeso, si resultas con- 
victo. ¿Quién, sino tú, habda ido a esconder en lu 
peigo la taleguilla llena de dinero? 

—¿Pero es verdad? — dijo, con voz que temblaba, 
Hernando — . Señor juez, por Dios, dfgame si es ver- 
dad que han encontrado en «Los Pedazos» este ta- 
lego. 

— Yo mismo le he sacado, después de separar la 
tierra que le cubría. 

—¿Un talego con dinero, entenado en mi campo? 

— Bien sabes que alli le ocultaste. 

Estremecióse Hernando. Un relámpago de racioci- 
nio le hizo comprender que estaba perdido para siem- 
pre. Hasta entonces habia aeido que la maldita coin- 
cidencia de su reyerta con el Caracol y la muerte de 
éste, eran la única razón de que se te acusara. £1 cri- 
minal habia sido otro; alguien que se habia fugado y 
que aparecería por obra de la Providencia en momen- 
to oportuno. Pero esa esperanza se desvanecía. El 
asesino habia sabido utilizar aquella coincidencia, y 
la convertía en prueba irrebatible, llevando a <Los 
Pedazos> un saco coa dinero. No era la fatalidad lo 
que le condenaba; era una inteligencia reflexiva, du- 
cha en las artes del mal, que con habilidad .terrible lo 
habia dispuesto todo para que la responsabilidad del 
crimen cayera sobre un hombre, a quien Iiacian sos- 
pechoso los antecedentes de sus relaciones con el 
prestamista. 

,, ..t;„ogic 



94 j. ORTBQA HUMILLA 

— Ahora lo veo claro, sefior Juez — dijo después de 
breve silendo — . Si Dios permite que caiga sobre mf la 
culpa de un crimen que no he cometido, será que yo 
merezco ese espantoso mEirtirio... iDíos de mi vida, 
haz de mi lo que quierasl 

—¿Ese es el lenguaje de la confesión? 

— iNo, señor juez; es el de la conlonnidadl... ]Soy 
inocentel 

—Pues si no eres tú quien ha escondido en tu finca 
ese talego, ¿quién ha podido ser? 

— No lo sé. Alguien que llevará siempre en su alma 
los horrores del infierno. 

—¿Sospechas quién pueda sei? 

—No, señor juez. No lo sospecho. Ni puedo creer 
que haya en el mundo ser tan perverso. 

— iHábil manera de disimular la p^admnbre que 
sobre ti arroja esta prueba, con la que no contabasl... 
¿Insistes en la negativa? 

—Nada tengo que añadir. 

—Pues tu silendo acaba de condenarte. La ley 
caerá sobre tu cabeza. Serás condenado. 

— jHágase la voluntad del Sefioit iSoy su esclavol 

—¿Es esa tu última palabra? 

—No volveré a abrir los labios. Venga la muerte. 
■Aceptándola, como la acepto, ella me llevará al 
cielol 

—Está bien— concluyó el juez—. El sumario está 
concluso. Pero usando de las facultades que la ley me 
confiere, continufirás en incomunicadón. Si en la so- 
ledad de tu enderro [a condenda te habla, y quieres 
confesar tu horrible aimen, aún podrás salvar, ya que 
no la vida, el alma. Porque si vas al otro mundo bajo 
el peso de una mentira... 

— iDios sabe lo que dentro de mi hayl 



BL f AÍTO PABDO 95 

— lÉI te condenará con la tremenda severidad de su 
justicial 

— |EI es el único Juez que no yerrat 

— Alguacil: que el procesado sea conducido de 
nuevo al calabozo. Encai^e al alcaide la más exqui' 
sita vigilanda. 

Cuando Hernando Palomera ingresaba en el estre- 
cho y húmedo cuartucho, desprovisto de luz y de ven- 
tilación, sintió en el cerebro el choque de una idea que 
le deslumhró. Su voluntad, que yacía como un cadá- 
vei en la Inmensa desolacitto de aquel alma agobia- 
da, se puso vigorosamente en pie. 

Una idea centelleó en su espiíitu. 

— iYa sé quién es el asesino, ya sé quién es el que 
ha preparado mi perdición] |Uno solo es capazl... lUno 
sololjEl^Señorítot 






Por aquellos xlfas una noHcla sensacional vino a 
disputar a la del crimen la atención pública. Había 
fallecido en Noblurve la condesa del Viso, tía abuela 
de don Quirlno Madrigal de las Torres, una dama no- 
nagenaria que desde larga (echa vivía encerrada en 
sa opuleuto palatío, vistosa obra del siglo XVn, en 
cuya fachada graceaban las risueñas musas del «stilo 
plateresco. En el inmenso edificio habla vivido treinta 
años la condesa, sin más compañía que la de una 
vieja criada, un cocinero que hacia también oficio? 
de hortelano y de portero, y un capellán que a las 
mañanas le decia la misa y a las tardes le rezaba el 
rosario. 

El testamento de la noble señora distribuía la cuan- 
tiosa fortuna en fundaciones piadosas y caritativas y 
en mandas destinadas a aliviar la miseria de algu- 
nos parientes menesterosos. Uno de ellos era don Qui- 
rlno, a quien dejaba cincuenta mil pesetas para que 
saliera de la aflictiva situación en que sus deudas le 
tenían, y una renta vitalida de quince mil pesetas 
cada aña 

Doña María de las Columnas Madrigal y Hompa- 
nera cumplía de este modo las dos obligaciones que 
ella consideraba esenciales: salvar su alma y salvar su 
linaje, dedicando a los mieml»os decaecidos de éste 
la protección postuma que les habla n^;ado en vida- 



EL paSo PAKDO 97 

Psia tomar posesión del legado, dispúsose a ir a 
Noblurve don Quirino, y quiso que le acompañase en 
el viaje Blas Herró. 

Desde el suceso de la Huerta del Maestre habia 
cambiado el régimen de las relaciones entre el Seño- 
rito y sus habituales acompañantes. Aquél habia di' 
dio a Tapióles: 

— Haz cuenta que nos ha tocado un premio de la 
Lotería. No es gran cosa, porque yo no soy avaricio- 
sq y me he contentado con lo preciso. No nos moiirc' 
mos de hambre en una temporada. Pero como tú se- 
rás capaz, si te doy lo que te corresponde, de gastar y 
triunfar, y eso nos comprometerla, me constituyo en 
depositario de los mil duros que te destino. iNo es 
poco para lo que hicistel Mil duros doy a Blas y otros 
mil a ti. Los cuaUo mil y pico restantes me los reser- 
vo yo. De ellos participaréis también, pues conmigo 
yantáis y holgáis, y soy quíentpaga siempre, como es 
natural, siendo quienes sois vosotros y siendo yo 
quien soy. Toma veinte duros. Con ellos alimentarás 
a tu gente; cuida de que no se eche una onza más de 
carne a la olla. Es preciso disimular el dinero. 

En cuanto a Blas Heno, empleó el Señoilio otro 
lenguaje: 

— Eres un imbécil — le dijo—. Estás como atontado. 
No hablas palabra. Llevas siempre la vista fíja en el 
suelo. Y nadie debia estar más alegre que tú. Tu por- 
venir está asegurado. Tu boda con Delína se realiza- 
rá pronto. Hay que pensar en la pobre huérfana. No. 
tiene parientes, no tiene amigos. Como el difunto, que 
de la gloria goce, no se trataba con nadie, pues temia 
que las amistades le costaran dinero, ahora se ve la 
muchacha privada de la compañía de los vecinos. No 
faltará quien procure aproximarse a la huérfana, por- 



9S J' ORTEGA MCNILLA 

que es rica y el dinero es como el Imáh. Antes de que 
eso ocurra tú serás el novio oficial de Delina. Yo cui' 
daré de arreglar las cosas. 

— ¿Casarme yo con ella?— dijo Herró, tapándose los 
ojos con las manos. 

.—Tú. ¿Quién, si no? Ella te quiere. Ella te adora. 
Y no es sólo para satisfacer su gusto, sino para admi- 
nistrar su hacienda, para lo que te necesita. Es mayor 
de edad, no tendrás dificultades judiciales, ni tutores 
que torear. Ella y tú. Tú y ella. 

— ¿Casarme yo con la hija de...? 

—¿Qué dices, hombíe? ¿Qué escrúpulos o qué ma- 
jaderías pasan por tu cabeza? 

— jVivir yo con la hija de el Caracol! lEn la casa 
en que aquella noche...I 

—No me saques de quicio con tus' estúpidas Cavi- 
laciones. Lo hecho hecho está y no liene remedio. 
Hemos obligado a la Fortuna a que nos conceda sus 
dones. Ello ha sido por un medio enéi^co, pero sólo 
asi es como se vence y domina a la desdeñosa seño- 
ra, ^iie no se deja enamorar sino de los tontos y de 
los fuertes. Déjate guiar, siglie mis consejos y serásel 
primer seflor de toda esta tiena... Vas á venirte a vi- 
vir conmigo. A tu madre no la haces falta. No quiero 
dejarte solo. Temo que esa murria que te ha entrado 
nos perjudique... Hoy mismo iremos a ver a tu madre 
para explicarle el por qué de mi deseo. Yo le diré que 
me haces falta, que la soledad en que estoy me en- 
tristece. Ella sólo desea que estés a mi lado. Sabe que 
de mi protección depende tu felicidad^ 

—¿Mi felicidad? Eso se acabó. ■ ■ 

—¿Por qué? ¿Porque aquel malvado, que qiiéria 
matarme cayó al suelo y mordió el polvo? 

— jSu dinero!... lEi dinero de Delinal 



KL paSo pardo 99 

— iMltfeiero. el que él me robó, y en peqoeftisitna 
parte he recobradol Mira, no a^tes mí paciencia. Si 
no me quieres, será preciso que me temsis. SI no me 
tienes cariQo, yo te enseñaré a tenenne respeto... Todo 
eso es miedo. Eres una natura1e2a cobarde. Sueñas 
con el gesto que hizo el muerto al caer. Temes que se 
levante de su tumba para acusarte. TiembUis pensan- 
do en la cárcel y en el garrote. 

— iCalle, call^^e da espanto ofriel iDéjnnel Me 
quiero ir, itme donde nadie me vea, dónde no se ha- 
ble de el Caracol. 

—lEn seguida voy a dejarte] iTú eres yol Antee eras 
un peno que me seguta. Ahora eies mi libertad, mi 
garantía de vida, j&es mi cómplicel... ¿Sabes tú lo 
que es eso? ¿No sientes la cadena que te une a mi? 
¿Crees que voy a consentir que la quebrantes? Sólo 
muriendo serás libre. 

—¿Muriendo? 

— Sii'muiiendo; pero disfrutas de una salud comple- 
ta; y... para matarte no tienes valor. Además, ¿quién 
piensa en morir, en morir ahora que nuestro? asuntos 
prosperan? Desecha temores y cavilaciones. Anímate, 
la vida se te ofrece espléndida y rtente. ¡Goza de ella! 

—Tiene usted razón, ^iero tranquilizarme, pero no 
puedo. De noche, cuando mé quedo solo y a obscu- 
ras, me entra un temblor que no consigo vencer. 

— if^ño, niño que eres! Refle;xiona que es tu imagi- 
nación la que te perturba la vida. Imponle calma... Y 
ahora vas a darle trabajo útil. Ya qne se muestra tan 
activa, que te sirva de algo. Es amveniente que escrir 
basaD^ina. 

—¿Yo aJ)dina? 

— Th, tú, a la que ha de ser tu esposa. El respeto a 
su dolor y las trágicas circunstancias en que su pa- 



loo J. OBTRQA UDNILLA 

dre ha fallecido explican que hayas guardado silen' 
cío en los dfas primeros; pero ya no. Ella espera, se- 
gureuuente, algo de ti. 

—¿Y piensa usted que tendré yo valor para presen- 
tarme delante de ella? t 

— Será preciso que lo tengas. 

— Comprendo que habla usted bien y que eso es lo 
que me conviene. Pero desde aquella noche soy otro 
hombre. 

Y cogiendo la mano derecha de Madrigal la estre- 
chó eon frenesí y exclamó: 

— iSálveme usted, sálvemel lEstoy asustado! 

— Atiende mis consejos — repuso el Señorito son- 
riendo — . No seas bobo. Un poco de serenidad te 
bastará. Nada difícil de hacer se te encomiendet Todo 
está ya hecho. La riqueza te aguarda. Ve a tomar po- 
sesión de ella. 

Algún tanto se serenó Heno después de aquella 
entrevista. La poderosa sugestión que sobre él ejeicia 
Madrigal le levantó del abatimiento en que se encon- 
traba. Aprovechando el estado de espíritu del mozoi 
dijo don Quirino: 

—Tengo medio pensada la carta que debes escri- 
bir a Delina. Sencilla, tierna, rebosando de amor y 
de esperanza, llenará de tUegría a la desventurada 
huérfana. 

Por orden de Madrigal, Herró se sentó ante La mesa 
de la sala de aquél, que era donde se hallaban los 
interlocutores, y tomando entre los trémulos dedos la 
pluma, escribió lo que su amigo le dictaba: 

«Delina de mi alma: iCuánto habrás sufrido estos 
dfasl iCuánto estarás suhiendol iCuánto he padeddo 
yo al pensar en tus dolores y al no poder acompafiar- 
te y otiecerte mi consueloi 



EL PASn PARDO lOI 

>Ya no debo, ni puedo, ni quiero retrasar ni una 
hora el momento de decirte que le adoro, que sin ti 
me seria la vida imposible, que tu compafiia me es 
indispensable, que anlielo que seas mia, mia para 
siempre, en la dulce tranquilidad del matrimonio, y 
no como en aquellos instantes de zozobra, en los que 
el temoi de ser descubiertos nos amargaba el placer 
de estar juntos. 

>Como eres mia, como me has entregado tu alma, 
sería un ingrato y un idiota si no acudiera a recoger 
la prenda que tanto adoro. Si, Delina de mi corazón: 
ha llegado et momento de que seas mi esposa ante 
Dios y ante los hombres. 

>No temas que ello sea ofensivo para la memoria 
de tu buen padre. Él hubiera acabado por acceder a 
nuestros deseos. Quería, con razón, que yo tuviese 
algún sueldo, alguna ocupación que nos ayudara a 
vivir. Un amigo bondadoso qae me protege, y a quien 
debo mil favores, se viene ocupando de solucionar 
esa dificultad. Muy pronto tendré un destino oficial en 
Noblurve o en Madrid. 

Interrumpió la esaitura Herró ai escuchar estas pa- 
labras, y dijo: 

—¿Es verdad? 

—Verdad— respondió don Quiíino— ; lo que yo pro- 
meto lo cumplo. Espero recibir pronto la aedendal... 
Sigue escribiendo. 

Y cuando Blas hubo colocado la pluma sobre el 
papel, continuó el Señorito dictando; 
' ',.. Tendré un destino oficial en Noblurve o en Ma- 
drid que servirá de base a nuestro hogar futuro. TÚ 
eres rica, yo soy pobre; pero esa desigualdad social 
seiá salvada con el inmenso cariño que te tengo y 
por el empefto que yo pondré en regir con acierto y 



102 J. ORTEGA UDNILLA 

aumentar tu fortuna. Un hombre que te ame y te de- 
ffendH, un esposo fiel que te lodee de las más delica* 
das atenciones, eso lo encontrarás en mi. - 

>Abora te pido permiso para ir a saludarte y parti- 
cipar de tu duelo, que como mío le Uoro...> 

—Eso no lo pongo— interrumpió Blas, levantando 
la cabeza—. Es demasiado cinismo. 

Soltó una gran carcajada el Señorito: 

—¿Por qué? En esta comedia tienes un papel que 
representar, y cuando empezamos a ensayarlo se lo 
tiras al rostro al autor. Escribe. Obedece y calla. Yo 
pienso por ti y poi todos. 

Sintió Herró en torno la atmósfera infernal que 
emanaba de aquel hombre terrible, y su voluntad se 
, doblegó como la débil yerba cuando pasa el viento. 
Siguió escribiendo: 

•Cuando tú lo consientas irá mi madre a abrazarte 
como a hija querida, que ya de este modo te consi- 
dera. 

>Espera con ansia tu respuesta tu apasionado y 
ternísimo amante... > 

— Firma y pon el sobre. Acabas de' ^oitñr la pri- 
mera página de tus capitulaciones matrimoniales. 



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XV 

Pocas horas después de haber recibido esta carta 
contestaba Delina con otra en la que la pasión, mal 
contenida durante el tiempo de interrupción de las re- 
laciones, se desbordaba. En la soledad y el dolor que 
la muchacha sufría, las palabras de su novio le acari- 
ciaron el corazón dulcemente. 

*Temi— le decía entre otras cosas— que ya no te 
acordaras de mi. iValgo yo tan pocol jVales tú lantol 
¿Qué importa el dinero? iCuánlo más vale la hermO' 
sura y el entendimiento que Dios te ha dado a ti y 
a mí me negó! Ser tuya es mi sueño, serlp para siem- 
pre. En estos días en que, gentes que antes no se 
ocupaban de mi, solicitan mi confianza, sin disimular 
el interés que las guia, he pensado mucho en ti, Blas 
de mi alma, en los gacrificios que has hecho por lle- 
gar a mí, en la valentía con que saltabas las tapias 
de la huerta por estar un momento a mi lado. iCuán- 
tas veces temí que tu atrevimiento te costara la vidal». 
Hoy puedo recoi;npensai tantas pruebas de canño 
siendo tu esposa. ¿Que tú eres pobre y yo rica? Todo 
el dinero del mundo ujie parecería poco para ofrecérte- 
lo. Te adoro, Blas mió. No puedo vivir sin ti... Creo 
que debemos dejar que pasen unos días antes de ver- 
nos, ai^nque ese sacrificio me cuesta mucho. Espera- 
remos a que pase el mes de la muerte de mi pobreci- 



104 J' ORTBQA JIDNILLA 

to padre. Mientras tanto, te escribiré muchas veces. 
Piensa en mi siempre como piensa en ti tu 

Delina.> 

Esta carta dejó a Blas ensimismado y pensativo poi 
largo tiempo. Habia en ella tanto amor, tanta con- 
fianza, que por vez primera, el recuerdo de la mucha- 
cha se coloreó en su alma de resplandores de simpa- 
tia. La idea de engañarla le pareció abominable e in- 
digna. La frivolidad y la inconsciencia de la vida del 
mozo, los ejemplos de egoísmo y de grosería que le 
rodeaban, el odio al trabajo y la probada inhabilidad 
para ejercitarse en ninguna ocupación productiva, 
hablan formado una atmósfera propicia a la maldad 
y al envilecimiento. La compañía y el consejo de el 
Señorito hablan completado Ea educación viciosa, y 
la acogida que le dispensaban las hembras livianas 
y sensuales la habían concluido. Y ahora el viento de 
tragedia que le impulsaba conmovía las raices de su 
naturaleza. Empezaba a descubrir en la existencia 
perspectivas que antes no habla sospechado. El ho- 
rror que le producía la memoria de la escena en la 
Huerta del Maestrante, el gesto de ira que hizo et Ca- 
racol al caer al suelo, la cínica serenidad de Madri- 
gal, el estremecimiento de espanto que sufrió al en- 
trar en la estancia donde la victima guardaba su 
dinero y la desenfadada manera con que el hidalgo 
rompió la caja y sacó las talegas y las carteras, habfan 
despertado su pensamiento. Era como si entre su 
conciencia y el mundo moral hubiese una pared ais- 
ladora que se había conmovido y cuarteado al cho- 
que de aquellas emociones. Su cobarde intervención 
en el crimen le hábia enseñado la diferencia que hay 
entre lo malo y lo bueno. Y en el ilógico proceso de 

,^,.:,e;oogic 



EL PAfiO FABDO 105 

N8 ideas, después de ser criminal, se sentía menos 
m&lo que antes. Cuando se echó abajo del muro de 
la huerta sólo experimentaba un sentimiento: el mie- 
do a la venganza de la justicia. Ahora sentía el mie- 
do de la propia condenación. 

Otio sentimiento mció en su corazón: el odio a 
don Quirino. Dábase cuenta exacta de la influencia 
que aquel hombre tenia sobre él. A solas se juzgaba 
capaz de resistirle, de desobedecerle, hasta de arro- 
jarse sobre él y deshacerle a golpes; pero estaba se- 
guro de que en su presencia la voluntad se le enco- 
gería, y temblando de miedo iría a esconderse prime- 
roya rendirse después, como la fiera enjaulada, que 
suefia con que muerde al domador, y despierta la- 
miéndole las manos. 

—Soy su esclavo— pensaba Herró — . Nunca me 
podré libertar. 

Los primeros recuerdos precisos de la infancia de 
Blas comenzaban en los sucesos que siguieron a la 
muerte de Vltorío Herró, su padre, un propietario casi 
arruinado que habia consumido en la caza y en el 
juego la modesta fortuna, que nunca pasó de los doce 
mil reales de renta. Entonces dló el Señorito en visitar 
a Dorotea Penalba, la viuda, que aún era hermosa, y 
a la que la vanidad de la belleza hacian intolerables 
la esttechez de la miseria y las tocas negras del due- 
lo. Madrigal enamoraba a Dorotea, buscando en ella, 
no sólo el atractivo de la hembra, sino los restos del 
haber familiar, puesto en litigio por los acreedores del 
finado. Estos, asi que ocurrió la muerte de su deudor, 
acudieron a llevarse lo que más fácilmente podía re- 
sarcirlos del dinero prestado. Uno de ellos entró en ta 
cuadra y sacó el caballo que Vitorio montaba en sus 
cacerías. Otro enganchó las dos muías al coche «n 



.t;»ogic 



106 J. ORT£ 

que saÜBD de paseo los esposos Heno y su cfaicuelOt 
y guiándolas él mismo se aleió con aquel último resi- 
duo de Ifl principalidad de la familia. £1 alguacil y el 
escribano llegaron poco después, y en un cano car- 
garon el trigo, producto de rentas, que estaba alma- 
cenado ea los trojes. Dorotea Penalba lloraba, dando 
grandes gritos, entre los que parecía oírse maldicio- 
ries al.esposo, que tal habla parado la fortuna que de 
sus padres recibiera. La infeliz mujer no sabi^ defen- 
derse, y mientras ella prorrumpía en alaridos de ave 
asustada, los cuervos deshacían el nido familiar. 

Una noche, después de cenar, la viuda habló con 
su hijo de esta manera: 

— Mira, Blas, luego vendrá de visita don Quirino. 
Tienes que estar muy amable con él. Es un señor muy 
bueno, que . nos quiere mucho. Es además nuestra 
única defensa. Como tiene tanta influencia y timto 
poder, él nos sacará de manos de los malvados, que 
van a dejamos a pedir limosna porque le pr^taron 
dinero a tu padre. Ya se han llevada lo que más ya- 
ba, pero aún queda algo, y eso nos lo puede salvar 
don Quirino. En cuanto esta noche venga, tú le da- 
las' un beso y te ir^ a- acostar, sin que yo te acom- 
pafte. 

Era la vez primera en que Blas iba a acostarse sin 
que su madre le. condujese al lecho, le desnudara y 
le hiciera guardia hasta que se dormía. El muchacho 
experimentó disgusto e inquietud, que fueron en au- 
mento a medi;da que los dias pasaron, y advirtió co- 
sas exttaAas que no podia explicarse. Don Quirino 
se quedaba a cenar con la viuda algunas noches, y 
entonces el niño lo hacia en la cocina con la criada. 
Aquel señor entraba, salla, habida y daba órdenes 
con la impertinente altivez del amo oigulloso. 0)>ser- 



BX paSo pardo 107 

v6 Blas que don Qultioo trataba a su madre de tú y 
que ella le contestaba de igual modo. . ■ 

Al comprender Dorotea que su hijo cavilaba doIo< 
rosamente sobre las singulares mudanzas que se ha- 
blan realizado en el triste hogar, le dijo con la voz 
trémula y el cannin en las mejillas: 

—Vas siendo un hombrecito y comprendes las co- 
sas sin que se te digan. Habrás visto que entre don 
Quirino y yo hay algo más que una buena amistad, 
El me tiene dada palabra de casamiento y pronto será 
la boda. Eso será para tí un gran bien, poique es don 
Quirino seAor muy principal y bajo el amparo de su 
sombra serás diado como un hijo de hidalgo. Tú ob- 
servarás acaso en este periodo de las relaciones de 
novios que tenemos algo que te sorprendería si no te 
hubiera explicado lo que hay. Ya estás enterado de 
lodo. Espero que te conducirás como debes; no sólo 
por respeto a mi, sino por tu propio interés. 

Estas palabras llenaron de congoja a Blas. No era 
lo que le entristecía más el ver borrada del hogar en 
que había nacido la memoria de su padre, que nuncs 
se ocupó gran cosa del muchacho y no le h^bia de- 
jado esos recuerdos gratos que hacen déla oríandad 
angustiosa melancolía; sino la idea de que otro bom- 
l»e iba a adquirir derechos sobre su madre, que era 
su pasión, su amor, su entusiasmo. Esto le pareció 
intolerable. Calló, sin embargo, porque la timidez que 
le hada aparecer indiferente a dolores que le destro- 
zaban, le puso un candado en la boca y, lo .que es 
más odioso, una sonrisa en los labios. iSonreísn sus 
labios, mientras su alma temblaba de iral 

Las hoias que pasaba en la escuela eran para él 
eternas. Deseaba hallarse siempre en casa, cerca dq 
su madre, pensando que asi defendería el puesto de 



I., Ciooi^lc 



108 J. OHTEflA MDS11J.A 

amor que querían arrebatarle. Quefábase el maestro 
de su desaplicación, de su torpeza, y le Imponía cas- 
tigos, que aumentaba su odio a aquella sala obscura 
y maloliente en la que se escuchaba de continuo el 
cántico salmodial de los alumnos, recitando la tabla 
de multiplicar y la lista de los reyes de España. Hu- 
biera querido escaparse y no volver más; pero no se 
atrevía. El iai^ martirio iba fatigándole y rindiéndo- 
le. En vez de la resignación iba entrando en aquel 
espíritu una indolente conformidad que excluía todo 
movimiento de decorosa altivez. 

Adivinó Madrigal lo que pasaba por el alma del 
hijo de Dorotea, y le amonestó de esta suerte: 

— Es preciso, Blas, que tú y yo seamos buenos ami- 
gos. Me tienes antipatía, y eso no es justo, porque yo 
sólo deseo tu bien. Nadie hará por ti le que yo estoy 
dispuesto a hacer. Por buenas tendrás cuanto quieras. 
Por malas sólo conseguirás enterarte de que a mí no 
se me resiste nadie. Con que ya puedes elegir. 

Rompió Blas en llanto cobarde,y como si una mano 
de hierro pesase sobre sus hombros, se arrojó al suelo, 
exclamando: 

— lYo seré bueno, yo le querré a usted mucho! 

Don Quiríno le levantó, le acarició y le dijo que si 
gustaba de ir a paseo a caballo, él le dejarla el suyo. 
Tanjbién ie prometió llevarle de caza y enseñarle a 
tirar a las perdices; actitud y palabras que cambiaron 
el curso de los pensamientos de Blas. 

— Tal vez — pensó— don Quiríno es bueno, como 
dice mi madre, y yo no soy iusto con él. 

Asi se destizaron varios meses. Madrigal era el amo 
de la casa que había pertenecido a Vitorio Herró. Ha- 
lagando al chícuelo, acariciando a la viuda, hacién- 
dole creer que cuando fuera posible seria su esposa 



BL faSo pardo 109 

y ocuparía el primer lugai en las jerarquías socialet de 
Zaratán de la Priora, adquirió el derecho a ser el li- 
quidador de los parvos haberes de aquella familia que 
se deshacía. 

Los diferentes plazos que Madrigal había señalado 
a Dorotea para el comienzo de las gestiones de la cu- 
ria eclesiástica, preparatorias del matrimonio, habían 
transcurrido con exceso, y nuevas, arbitrarias demo- 
ras iban surgiendo. En cambio él había vendido la 
parle de monte y prados que en la vecina aldea de 
Mestas Negras poseía la viuda y que era lo único que 
se había podido salvar de la acucia recobradora de 
los tenedores de créditos contra la testamentaria de 
Vitorio Herró. £1 importe de la venta, cincuenta mil 
reales, lo guardó en su poder Madrigal so pretexto 
de administrarlo, dándole un beneficioso empleo. 

No tardó Blas en descubrir que su madre experi- 
mentaba profunda amargura. Muchas veces la soi' 
prendió llorando. Era eatural que hubiese debido y 
querido averiguar la causa de su disgusto, u oírlo de 
los labios de ella, si es que la suponía. La timidez, la 
cobardía, el miedo a las explicaciones desagradables 
le contuvieron. El mancebo sufría viendo sufrir a bu 
madre, y aun aumentaba su pena el convencimiento 
de que taltaba a un imperioso deber no abriéndole su 
corazón, no ofreciéndose a defenderia. A pesar de 
todo esto, permaneció silencioso. 

Una noche, cuando ya se habla retirado a su habi- 
tación Blas, escuchó que su madre hablaba alto y que 
don Quirino la contestaba con violencia. Fué un diá- 
logo teixible. El Señorito trataba a la viuda coivdu- 
reza, la insultaba, aplicándole vocablos de los que 
hacen chirriar la carne como el hieno ardiente y en- 
cienden en el espíritu odios ¡Reconciliables. Un fiero 



lio ■ J. ORTECÍA UDMLLA 

impuHo levantó a Blas del lecho en que ya se encon* 
traba desnudo. Sintió eii su ser terribles energías ven- 
gadoras. Iba a morder, a arañar a aquel malvado- 
Pero en el momento en que sus pies descalzos pisa- 
ban las losas del pasillo que conduda a la cercana 
sala doAde la vergonzosa escena ocunia, un soplo de 
hielo paralizó su voluntad y acobardó su ira... Retro- 
cedió medroso, el horror en el corazón, los nervios es- 
tremecidos, las manos temblonas. Volvió a arrojarse 
sobre los colchones, tapóse la cabeza con las mantas 
para no oír más, y sollozando pasó toda la noche. 

De esta manera, entre diálogos agresivos y recon- 
dliaciones repugnantes de Madrigal y Dorotea, trans- 
currieron los días y los meses. Ni la madre osaba dar 
al hijo explicaciones acerca de lo que ocurría, ni éste 
pedirlas. En la reserva de ambos el drama adquiría 
el tétrico pavordel silencio. Como en la callada tum- 
ba, los cuerpos muertos se corrompen en aquel callar 
del dolor y la ignominia, dos almas se estaban pu- 
driendo. 

La vergüenza de una situación que el pueblo cen- 
suraba, martirizó largamente a Blas; pero luego dejó 
de sentir el rubor que salía a su rostro cuando alguien 
le hablaba de don Quiríno. Fué acostumbrándose a la 
deshonra y selamlliarízú con ella. Dorotea también 
sé resignó. Madrigal le daba de cuando en cuando 
algún dinero, a cuenta de los cincuenta mil reales 
cóñáábides, y de eso comían madre e hijo. L9 Igno- 
rrilnia y'la miseria se hablan sefíoreado de aquel 
hogar. ' 

Cuando Blas entró en quintas, don Quirino malulo 
tfTapiolesque arreglase'el expediente para'que el 
mozo quedara exento, y por su mediadón se consi- 
guió. Aquel favor, que el Señorito ponderó e 



uXioOi^lc 



EL PASO PAHDC. III 

damente, paieció eximirie, as! lo acreditaron los he- 
chos, de entregar más cantidades por cuenta de la 
venta del monte. La miseria se apoderó de la casa de 
Vitorio, y su Viuda y su huérfano pasaron días sin 
comei y semanas de escasez irresistible. Don Quirino 
había dejado de ir a ver a Dorotea y ésta le buscó 
inútilmente en los lugares a que él solía concurrir. Él 
' rehusaba todo encuentro con la desventurada. 

Y asi pasó mucho tiempo. 

Una tarde; el Señorito mandó llamar a Blas por 
Castrovérde, a quien él acababa de conseguir el des- 
tino de alguacil del Juzgado. Sorprendido y alarmado 
acudió el joven. 

—Es preciso que sepas la verdad — dijo aquél a 
éste — . Yo pensaba casarme con tu madre; pero eso 
ya es imposible. Ella tiene la culpa. Me ha sido infiel. 
Está ahbra ^liredadb con don Fidel Caracena, el CO' 
braddr de contribuciones. ¿No' lo sabias? Pues todo el 
pueblo lo sabe. Un hombre como yo, de mi linaje y 
de mi categoria, no puede dar su apellido a una mu- 
jer como ésa. Comprenderás que si te hablo de esta 
manera de lu'madre, es porque necesito justifícsr a 
tus ojos mi resolución. Es una desgracia para ti. Pero 
¿qué culpa tienes de ello? Ninguna. Debes tomarlo 
con calma y resignarte... Lo que si puedes hacer es 
vengarte de don Fidel. Silí mujer está loca por ti. 
Siempre ha sido muy caprichosa y se ha perecido por 
los guapos mozos. En cuanto la dirijas uña mirada te 
llamará. So vieja criada Andrea, o, por otro nombre, 
la Gónitola, sabe muy bien hacer esos menesteres. 
Ht^ de la Oliva pasa de los cuarenta, pero aún está 
frescachona, y es muy salada 'én la convei^ación. Sí 
le deddes, no lo pasarás mal con ella. Además, es 
generosa y rica. Su marido la deja tirar el dinero que 



112 J. ORTKQA MDSILLA 

él roba a los contribuyentes y al Estado, con tal de 
que le consienta sus líos... ¿Qué te parece la combi- 
nación? Es un lance chistoso. Si don Fidel te ofende 
con tu madre, tú tomas la revancha con su mujer. 
lApenas van a reírse en el Casinol 

Al hablar asi don Quirino, fué cambiando de tono, 
según avanzaba en la exposición de su plan. Consis- 
tía éste, primero, en dejar ultimadas sus obligaciones 
con Dorotea y Blas, y luego, en atraerse al mozo, y 
convertirle en un auxiliar útil para futuras convenien- 
das. Bien coiucía la docilidad medrosa con que 
Blas se le entregaba. Tal vez en sus relaciones con la 
sensual y espléndida Maria de la Oliva, que él daba 
por entabladas, hzülase una fuente de pesetas que 
aliviaran su presente penuria. Comenzó con palabras 
severas en las que aparecía algún relámpago de in- 
dignación. Acabó con vocablos picarescos, subraya- 
dos por maliciosa sonrisa. Representó al principio a 
un personaje de Racine. Después a uno de Bocaccio. 

Blas Herró quedó anonadado y silencioso. Nada 
habia observado que le hiciera sospechar la nueva 
[alta cometida por su madre; pero no le sorprendía. 
Las miserias que en su casa venían padeciéndose, los 
dias sin lumbre ni pan, la desnudez de las antes bien 
alhajadas habitaciones, pues todos los muebles ha- 
bían sido malbaratados, podían haber arrastrado a la 
infeliz mujer a aquella desvergüenza. Sintió en lo 
más hondo de su corazón un golpe de muerte. iQué 
ignominial iSu madre, su orgullo, su amor, su entu- 
siasmo, convertida en el cortejo de un hombre casa- 
do, de un vejete rísiblel En el lance desastroso acon- 
tecido con Madrigal podía haber una disculpa: la 
viuda habfasido engaAada por las esperemzas y pro- 
mesas de matrimonio; pero ahora no cabia atenúa- 



KL paSo fardo 113 

don. Era. la caida en el bochorno y en el desprecio de 
las gentes. 

Pero, con ser esto tan vilipendioso, aun espantó 
más al joven, asi que se quedó solo y la reflexión le 
fué posible, descubrir el estado de su alma. iHabia 
esÉuchado cómo el Señoriio denostaba a su madre, ' 
^ que un movimiento de dignidad le biciera pedir 
desagravio al maldicientel iHabia aceptado la opro- 
biosa inculpacidn, sin que se le ocurriera piofeiii una 
sota palabra que corrigiese o atenuara la ofensa] )E1 
era cíen veces más miserable que los otrori |La CO' 
bardía, la estupidez de su actitud puso en su volun- 
tad deseos de muerte! iSí. la muerte le seria gratal Ya 
que no sabia vivir sino en el cieno,' debía descender 
deflnitivamente al muladar. 



' üoo^ílc 



Cuando se aupo en Zaratán de Ib Priora que Blas 
Heno eia el amante de doña Marta de la Oliva, sobre 
las burlas y chanzas que la malignidad pública dedi- 
có al marido consentidor, asentóse la fama naciente 
del mozo. Hasta entonces no- había adquirido perso- 
nalidad. Ya era alguien. En el Casino y en las tabei' 
ñas se habló de la gentil^a y bennosuia del hijo de 
Vitorio, que también habia sido muy bizarro y galán. 
La impasibilidad del rostro de Blas, en el que taras 
veces aparecía la sonrisa, le rodeaba de cierto miste- 
rio. Su andar lento y reposado dábale un continente 
aristocrático que se destacaba entre la vulgar patane- 
ria lugareña; y el laconismo de sus conversaciones y 
su seco decir y el desdén de la mirada, que parecía 
no encontrar cosa digna de estima, apuraban la per- 
fección del modelo, modelo de la grandeza sefiortl 
que para imponerse a las bajas muchedumbres rodea 
sus jaqueles del nimbo de la impertinencia. 

Mana de la Oliva gozó de los elogios que inspira- 
ba su amado a los comentaristas de la villa. Ella le 
vistió, le adornó, le puso en el bolsillo del chaleco un 
buen reloj de oro, del que arrancaba vistosa leontina, 
le enseñó a cuidar de su persona y a valorarla como 
obra de arte. Blas consentía en aquella adoración, sin 
agradecerla. Era la indiferencia cor cara de príncipe 
almoravide. 

. n,, ..X'.oagk- 



XI. páSo pírdo 115 

Cantabas los gallos poi la vez tercera cuando la 
enamorada Maria de la Oliva daba suelta a su galán. 
Como la noche era fria, habíale arropado con el em- 
bozo de la capa, que es el pe^enio del amor furtivo, 
y le habla recomendado que, sin más andares, se fue- 
ra s su casa. 

Sonaron pocas veces los tacones de Gerineldos en 
el desigual empedrado, cuando del foco de luz que la 
puerta de la taberna del Escolo proyectaba sobre la 
Derruía de la calle, surgió violenta una sombra. Bra- 
zos y piernas danzaban en la fantasmagórica lumina- 
ria. Todo ello se convirtió en la persona de Castro- 
verde, el alguacil del Juzgado. 

— El señor — dijo — me manda a ofrecerle una copa. 
Ahi dentro está. 

El esclavo sintió el tirón de la cadena. Desvanecié- 
ronse los perfumes que la hembra enamorada habia 
puesto en los últimos abrazos, perfumes que pueden 
convertir al macho en hombre y al hombre en héroe. 

— ^AUá voy — contestó el galán. 

Entró Blas en el portal de la tabema-hosterla. Es- 
colo le aguardaba en el zaguán. 

— Mal humor tiene esta noche el Señorito— diio el 
host^efo — . Le está esperando a usted hace dos ho- 
ras. Ha despedido a todos y ha dicho que cuando us- 
ted llegara no entrase nadie en la sala. Vino, tíene 
mucho en el cuerpo. Piooire sacarlo de aquf que yo 
se lo recompensaré. 

BUs no re^>ondió a las palabras de Escolo. Entró 
Tapidamente en la sala, y cuando se vio ante don 
Qulrinn. que se hallaba anellanado en un sillón, dijo: 

—No sabia que usted me aguardaba. De saberlo 
hubi^a venido antes. 

—¿Aguardarte yo?— contestó Madrigal—. ¿Quite te 



116 J. ORTROi. HDNIIXA 

ha soplado esa noticia? ¿Ciees tü qae don Qulrtno 
Madrigal de las Torres va a perder su tiempo espc' 
rándote? 

— ^^CastTOveide me ha didio... 

r-Caitroveide te habrá dicho la verdad, que yo es- 
taba aquí, y que deseaba verte. Pero de eso a espe- 
rarte hay un abismo. Yo no espero a nadie. 

— Bien, aqui me tiene. 

— Resputf ta más humilde aguardaba yo de ti. Nada 
envanece timto a los hombres de cortas laces conuí el 
amor de las hembras. Retueida qae yo te he puesto 
en«l camitio de esa ventura. 

Blas Herró, que no habia experimentado en «u es- 
¡ricitu en el trance sapremo del honor maternal una 
sacudida reparadora, sintiA al oir las palabras dé Ma- 
(bigal un podetoso arranque de cólera. 

— En las cosas de los hombres y las raujeres^^jo— 
sólo los interesados deben hablar. 

—Dispensa— repuso don Quirino— . ¿Es que Don 
Quijote resucita en ti? ¿Has aslitido anot^ el cenácu- 
lo de la Tabla Redonda? 

—No es eso. Es que la mayor padenda tiene su 
limite. 

—En mi Qeografia esa pravincki era más «ztBnsa 
I Vivan loi hombres de pundonorl (E)Dnde menos 'se 
piensa salta la liebre!... t^yeme, Blas. Ns te molestes 
por lo que voy a decirte. Conozca el coIchóB que te 
sirve de trono. ¿No es verdad que tt«ie un hoyo en d 
lado deredio?... Pues debajo de ess'badie hay ua re* 
smle que se dispara cufmdo a mt me parece, y que 
lanza por los aires a los que se han Juzgado conquis- 
tadores. 

—No le entiendo a usted. Pero, co fin, dígame en 
quá puedo servirle. 



BL paSo pardo 117 

.^¿Es que tieoes prisa? Entra aqid y hablaremoB. 

Al tirón de la voliinlad domiBadora de el Señorito 
obedeció Blas Heiro, tomo el oso esclavo al de la ca- 
dena, cuyo último eslabón le sujeta tí belfo. La oon- 
veisacióQ fué larga y en ella empleó Madrigal las su- 
gestiones y las amenwBs. 

— NeceBilo— dijo al mancebo— que me saques de 
un apuro. Poca cosa: con mil pesetas.qnedo apañado 
por ahora. 

~¿Y de dónde sacaré yo ese dinot)? — i^uso' 
asombrado Blas. 

— ¿En tan poco te estima la generosa María de la 
Oliva, que BO te llena de onzas los bolsillos? 

— Nunca me ha dado ni un leal..., ni yo se lo hu- 
biera pedido. 

—Ya entiendo. Los caballeros no aceptan dádivas 
de sus amadas. Pero si es asi/maidita la cuenta que 
te tiene ese negocio. 

—¿Negocio? 

— iPues no, que va a ser una pasión pura y sin 
manchal... Es preciso que mañana mismo la pidas esa 
miseria y me la lleves a mi casa antes de que yo me 
levante. 

— No rae atreveré. 

— Eso es cosa tuya. No me gusta rogar. Pidp y se 
me complace. 

-Dtchas estas palabras guardó silencio donQuirioo^ 

Desde aquel dia fué Herró la llave coa que el Sb' 
ñorito sacó dinero de la gaveta de la viciosa y apa- 
sionada hembra. Harto sabia ésta adóade iban a 
parar sus billetes de Banco. La timidez con que los 
solicitaba Blas era un nuevo encanto que ella descu- 
bría en su querido, quien, para agradecer la es¡^ndl- 
dez de su generosa mancetüi, aumentaba los extremo- 



118 J. ORTKSA UntlILI^ 

SOS halagos del amor. Fueron dichosos. Madrigal con 
la lluvia de oío que sobie Ü cafa, y la mujer del ie- 
caudador de contribuciones pot el interés dé amor quo 
sacaba de su prodigalidad; pero Blas suhfa mucho al 
verse de tal nuinera convertido en ¡nstrumento cobar- 
de y miserable de su indigno tirano. 

No dUFÚ aquella situación más de dos meses. Ma- 
drigal comprendió que la hiente iba. a Secarse pronto, 
porque Maria de la Oliva, mudable y capridiosa, se 
hartaria de Heno, contribuyendo a elio el excesivo 
precio del amante. Nunca se le habla conoddo uno 
que durase medio año. 

— Yo miro por tu bien, niflo— dijo don Quirtno b' 
Heno — , aunque no me lo agradeces. Me desvelo para 
procurarte un porvenir brillante, que tú, con la torpe- 
za que te caracteriza, no sabrás buscarte solo^ £so de 
Maria de la Olívate está ya perjudicando. En cambio 
hay una muchacha que cuando pasa a tu lado se de> 
Rite, te sigue con los ojos, y, si pudiera, se marcharia 
detrás de ti. 

—No lo he advertida— contestó entre orgulloso y 
sorprendido Herró—. ¿Quién es esa aiatuta? 

— La mocita más rica de Zaratán. La hija de el Ca- 
racol. 

— lEsa...! Tan fea, tan sesa..i ' 

— |Esa, que es mucho más rica que lea, y ya es en^ 
carecer su fortuna, y que tiene tantas arrobas de sal 
como de plata su padre) 

—Rica si que lo es. Pero, ¿me quena? 

— iCuando yo 'te lo digol Yo no me equivoco. I^ate' 
de mi. 

—Pero el Cameed no consentirá en dármela por 



^-Se la sacaremos de entre las manos, como él 

n,, ■.X'.oag\c 



n. puto PABDo tío 

•acaritEaon stodoslosveciiiosdeZuatáD y dekit 
poebhn de Lai Lonas. 

— No hátía pensada en cosa semejante. 

— iTfi qné hablas de p«isBr, criatura, si no saldrAs 
□anca de la aaata infandal 

No d^ de agradarie a Blas la pospectiva de ser el 
marido de DeUna Oálvez. qne le baria poderoso y le 
oHiveitiria en tñ pñmet sujeto de la vHIa; pero temía 
la oposfdfe del avaro y los medios de resistencia que 
emplearla, porque eta hombre de brio, de tenacidad y 
de astada soñdentes para vencer a los más fuertes 
adversarios. Lo que desde luego neyd, Indudéndole 
a ello la vanidad y la experienda de la fádl victoria 
sobre Maria de la Oliva, es que Delina habla de red- 
bir con agrado sus pretensiones. 

Y así (né. La pobre ñifla, que vivia en la más triste 
y abarrida de las soledades, saliendo poco del medro- 
so caserón, privada de la compañía de otras mucha- 
chas, soñaba con las alegrías juveniles, y le pareció 
que ellas habían llegado cuando un domingo, al salir 
de misa, Blas Herró se le puso delante y la miró con 
detenimiento. Concentró el mozo en la mirada aque- 
lia toda la intendón sedudora de que era capaz. De- 
lina experimenta una emoción tan honda que estuvo 
a punto de detener la marcha y no seguir a su padre, 
qUe iba delante de ella. 

— ¿Será posible — pensaba Delina— que se ffje en ' 
mi Blas? iEI, tan guapo, con esos ojos tan dulces, coii 
ese bigote negro, con esa cara, que es como la de'Ios 
ángeles que estáii en el cielo y yo veo en sueñosl... 
No, no.-Béria demasiada fellddad. 

Aprovechando las ausendas de don Simeón, que' 
saHa con frecuenda a los lugares vecinos para sus 
cobros y mercanceos, pudo Blas ponerse 



120 J. 0RTE8A UUKILL& 

cadóQ con la tovea. Bien imuitp se supo en el pueblo 
lo que entrambos pasaba, y no fué Maila la de la 
Oliva la que más tüdá en enterarse. 

Sentada en una butaqulta de su estrado, según cos- 
tumbre cuando aguardaba la visita del amante, pre- 
sas en estrecho y apretado corsé las próvidas gradas 
de su opulento seno, vestía de rica seda rD}4, llenos 
de tumbagas Iq9 dedos, que eran gordezuelos y cor- 
tos, dejando asomar bajo el borde de la falda la pun- 
ta de un pie, que calzaba predOEO chapín, un abanico 
en las manos y la sonrisa en los labios, envuelta en 
una atmósfera saturada de perfume de beliotropo; asi 
la halló Blas Heno aquella noche. ' 

— Crei — dijo María de la Oliva — que ya no ven- 
drías mÁí. 

—¿Porqué?— respondió Blas— .¿Es quehe tardado? 

Soltó ella una ruidosa carcajada, que puso al des- 
cubierto los blancos dientes. 

—No es eso- repuso— . Ni te esperaba, ni me im- 
porta que te decidieras a la francesa... ¿Cuándo te 
casas con la CaracoUlla? 

No habla pensado Blas que María de la OUva co- 
nodera tan pronto sus nadentes reladones con la 
hija de Qálvez. Al óir aquellas palabras se quedó 
confuso y avergonzado. 

Echándose aire con el abanico y sacando todo el 
pje derecbo de los pliegues de la falda, como paia en- 
seOarle, añadió la mujer de Caracena: 

—No te asustes, hombre. No voy a refiirte. ¿Crees 
que voy a sentir celos de semejante escuerzo? No. 
Que seáis muy felices. Din«o tiene, peto nai49 "ás. 
Ya me echarás de menos. 

Blas, que se habla sentado en una silla cerca de ^u 
amante, se puso en pie. 



XL PAfiO TARDO 121 

—Son cosas de la vida— dijo— . Quemla, no la 
quiero-, p«o me dicen que me convleae... 

— Y tienen lazón. Yo me quedo tan tranquila... La 
verdad es que ya empezabas a cansarme. Poique eres 
muy guapo, pero eres muy tonto. Y a mi me gustan 
los btnnbres que s^an pronunciar. Anda con Dios~. 
No vuelvas por aqtü. Eso podría pojudicarte. iSl la 
CaracoUUa se enterase de que tienes que ver conmi- 
goL„ Oye, si necesitas algunos duros, dimelo y te Ips 
dai¿. Cuando se despide a un cervidoi se le da una 
soldada de regalo. 

Volvió a wir la gentil hembra, y en si4S labios pal- 
piló el des]Hecio que Je inspiraba el moza 

Dio Heno un paso hada Maiia. Sintió un impulso 
de violencia, una necesidad de castigar la ofensa que 
en sus palabras, en su risa f en su actitud altiva y 
burlona babia. Pero tí\a, poniéndose súbitamente se- 
ña, ezdamó: 

—Déjame, vete. Te has portado muy mal conmigo. 
Te has burlado de mi. 

El tono en que éstas palabras fueron proferidas de- 
tuvo al mozo. Tías la fingida indiferencia stwgian los 
celos, convirtiendo los agiavios que herían en caricias 
frenéticas de un ^eunor escarnecido. Comprendió Blas 
que, si quisiera, le costaiia poco trabajo la reconcilia- 
ción. Pero no pasó por su mente la idea de intentarla: 

— lAdiósI— dijo— . iMe echas a la calle como a un 
peno sarnosol... lAdiósI 

Y poniéndose el sombrero, al que nerviosamente 
daba vueltas entre las manos, se alejó de prisa. Co^ 
lientes lágrimas de ira le quemaron los párpados. ' 

Esto ocurrió veinte dias antes del asesinato de 
Qálvez. 



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' En los meses que siguieron a la'pitsIQn dei1«nan- : 
do Palomera tué realiKándíDse el pláii de el Señorito, 
contal exactitud, que no parecía sino giiélos sucesos- 
eran siervos de- sus deseos. La toma de posesión- del 
pingüe legado con que le habla favorecido su noble 
tfa la condesa del Viso se verificó en la capital de la 
provincia, donde Ids parientes de don 'QuiHno reci- 
bieron a éste mejor de lo que soHan, al verle con di- ' 
ñeros y con la vida asegurada. Él supo conservar ante 
ellos, y durante los dias en que estuvo en Noblurve, 
el respeto al duelo que llevaba y el de su jerarquía 
familiar. Según oportunamente se ^ijo, acompañó a 
Madrigal en este viaje Blas Herró, a quien no qaeila 
dejar solo, temeroso de los terrores y desvarios que 
con Irecuenciff dominaban al mozo. 

Además quiso preparar allí la boda de éste ctm De- 
lina, obteniendo para él un destino qué le peimftiers 
hacer papel decoroso al lado de la rica heredera. Esto ■ 
nó eM ya tan necesario como cuando vivía Oálvez; 
pero en su nueva manera de hombre acomodado, que 
recobra fortuna y consideración, quérfa don Quirino 
aparecer ante Zaratán de la Priora como dispensador 
de beneficios, como prolector del mozo y comoco-' 
rrecto y generoso arr^hidor de aquel' enlace, del que 
ya se hablaba en muchas leguas a la redonda. 

En efecto. Madrigal consiguió sin- dificultad lo que 



KL PáSO PIRDO 123 

deseaba, y Herró fué nombrado Admbiistnidor de 
Rentas Estancadas de Zaratán. Para ello se decretó la 
cesantía de un veter^ade la gueira civil que venia 
ejodendo aquel cai^o, y que caricia de leoomeR" 
dantes. 

—¿Y ahora?— exclamó don Quirfaio, entrando en el 
cuarto de la fonda donde se hospedaban y ensenan- 
do a Blas un papel encerrado fen un sobre—. ¿Duda- 
rás aúnde mi?... lAhi tienes tu credenciall... Ya eres 
persona. Lo que no sé si io mereces. Pero a mi me: 
gusta probar mi fuerza convlrtiendo a los muflecos 
en hombres y a los hombres en muflecos. Lo que es 
de razón y justicia lo hace cualquiera. Lo que repre- 
senta atropello de los convencionalismos, eso no se 
ejecuta sin un gran poder. Y no lo digo por esta ni- 
miedad, sino por otras más difíciles empresas que me 
siento capaz de llevar a cabo. La suerte nos sonríe. 
Sigámosla en sus caprichos y cometamos una cala- 
verada. ¿Quieres, nifio bonito y tonto? Aunque no se- 
para qué te pido parecer. Si hubiéramos hecho io que 
tu cobardía te Inspiraba, Iqué hubiera sido de nos- 
otros! 

— ¿De modo — dijo Blas — que esa es mi CTedencial? 

— ^Abl la tienes — contestó don Quirino, arrojando el 
sobre por el aire, de suerte que le cayera encima a su 
protegido — . Eres el señor Administrador de Rentas 
Estancadas de Zaratán de la Priora. Ese cargo exige 
una nanza de treinta mil reales, que yo te prestaré.' 
Pero no; no será necesario que yo te haga ese favor,' 
porque tengo dinno tuyo. 

—¿Mío? 

—Si. ¿No te acuerdas? Tuyo y de Tapióles. Soy de-i^ 
poritario de algo que os regalé Indebidamente, perO' 
que DO os he de negar. Es aquella dádiva que me pía- 



124 J. OBTISl HOMILLt 

dd booecos !■ nocbe en qtie de milagio; y poi obra 
de Nueeteo Señot el Santo Crúlo del Qiaao de Oro, mi 
patrón, aalvt mi vida. En recuodo del wceto, inan- 
teogo la oferta^ Eran veinte mil reales; de meo^a, 
que con diez mil más que te preste podrás depositar 
tu fianza y tomar posesión de tu destino.. 

Aparedó en la memoria de He^ la ocasión «ique 
ese dinero fué agendado, y un escatoFrio de horror 
pasó por BUS nervios. Se llevó las manos a los ojos., 
y dijo: 

— -Creia haber cons^fuido bonar de mi memoria 
esa noclie. Otra vez reaparece. Ek dbiero no es mió. 
Ni quiero que lo sea. 

— ¿VolvereauM a 1^ .andadas? iPues eres -oportu- 
□oL.. iHombre, no seas imbédH A ti-hayque hacerte- 
fdiz a latísaíioa. Pero yo me lo he propuesto, y lo he 
de coDC^fuir... ¿Y a qué perder el tiempo en latíod" 
Dios imples? Ya sé, porque la experiaida me lo ha 
enseOado, ^ue tú. a la poMre, acabas por sorbttie 
btvta laa últimaB gotas del vaso que rechazas al prio- 
dpio... Ahora conviene pensaren tu boda. Y abf vi&-. 
ne la calaverada que vamos a cometer... ¿SospedAas , 
lo que he pensado?- ¡Qué has de soqjechar, si tu 
mirada no se levanta del suelo, y tienes tí alma más 
baja que la rairadaL.. Pues nos vamos a ir a Madrid... 
Tú no has estado Duaca' en la corta Yo, hace once 
afios qve no he $alido de estos miseros y aburridos 
andurriales... Justo es que vayamos a oreamos a la 
capital de las Españas._ Y no es sólo el gusto de go- 
zar unos dias les esplendores de Madrid, sino que esta 
expedidón es predsa para disponer los homenajes 
que a tu prometida debes. Ella ea rica., pero lugarefia 
e ignorante de los usos de las damas. Tú, tampoco 
tabes de eso cosa alguna. Mi ezpeifeBciasupUréu Hay 



.t;»ogic 



IL PASO PIRDO 125 

que comprar las galas que conespondea a un matri- 
moflio miUohario... Y mira si soy bueno y generoso 
para contigo. No sólo tei^o para ti la» previsioneB 
que los padres oon-sus hijos, sino que esas galas las 
pagaré yo... Claro es Ique luego, cuando estés en pfi- 
sesión de la fortuna de tu ilustre suegro el Caracol, 
me reintegrarás, fiso es natural. Y más adelante, A 
me escasearan los medios, me darás de lo tuyo... Es 
de suponer' que, por muy frió que seas de corazón, no 
consen^ás en ese caso, qne siendo tú rico, por mi 
obra, y hasta contra tu deseo, me viera yo privado de 
lo necesario. La tanUa y menguada generosidad de ta 
estúpida beata, cuyo cadáver se disputan los halles jr 
los gusanos, me ha puesto a cubierto de las necesida- 
des primarias; pero eso no basta para lo que yo fui, 
pava lo que quiero ser y para )o que merezco. {Ya 
podía la condesa del Viso haberse acordado antes de 
mil jHa consentido que su sobrino caiga en las más 
viles ruindades y se arrastre por tí lodot |Ha dejado 
que un Madrigal de las Torres sufra las vengüenzas y 
humillaciones de la mis^ial lY abena, cuando -la 
mano se le pudre, me arroja, con el asqueroso hipo de 
la muerte, esa mezquindadl... Los palacios, las dehe- 
sas, las alhajas que heredó de nuestros abuelos, el vi- 
sorrey del Perú, los millones, a las monjas, a los curas 
y a los parientes acaudalados que no los necesitan... 
A mi, al sobrino pobre, a ése, las migajas-. Peto a 
bieit que ahf estás tú, ^ue no pennldrás que yo ca- 
rezca de nada, y cuando se me acabe lo que acaban 
de darme con gesto agrio mis parientes, a quienes 
aún parece demasiado lo que ha hecho la vieja, tú 
pensarás en tu maestro, en tu guia, en tu protector, y 
me abrirás la caja aquella en la que mana el oro... 
¿Verdad que si?... iñ algo, msiaderoU Aunque no 



.t;„ogic 



126 J. ORTEGA HDKILLA 

aea mis que ptkia que yo sepa que me escudiRS.:. 

Blas escuchaba ciertamente, escuchaba con toda 
atención, y las expansiones de el Señorito le descu- 
brían el porvenir que le estaba a él leservado. Si. se 
<nsaria con Delina, seria el gerente de los caudales 
que el Caracol amontonó; peno el verdadero amo de 
todo seria aquel hombre, ante el que temblaba, y de 
cuyos deseos era esclavo. La perspectiva aparecía 
dará ante sus ojos. iNo, ese no podía ser! (Matar o 
morir era mejor! Muchas veces habla formado la re- 
solución de rebelarse ante la imposición del tirano y 
acabar con ella, fuera como fuera. Entonces sintió en 
lo hondo un aliento de energía: — Ahora va a ser- 
pensó. 

Y poniéndose en pie delante de Madrigal dijo, eon 
voz resonante, en la que la Ira contenida palpitea: 

—SI, escucho a usted. Le escucho y voy a coates- 
tarle. Va usted a oír lo que pienso. 

—Alguna simpleza de que habrás de arrepentirte 
apenas la digas — repuso Madrigal poniéndose en pie 
asimismo—. Revienta de una vez, hombre. ' 

— Cinco meses hace que está encerrado en la cár- 
cel de Zaratán un hombre a quien se acusa de un cri- 
meti que no ha cometido. La mujer de rae hombre, 
que también está enceirada cerca de él, ha p»dido la 
razón, no pudiendo resistir los tormentos que sufre. 
Dentro de poco ese hombre irá al palo. Y mientras 
los dos inocentes padecen, nosotros gozamos de la 
vida, y hacemos planes para as^urar una didia que 
no merecemos. 

El Señorito volvió a sentarse tranquilamente y sacó 
de su petaca un habano, disponiéndose a encenderlo: 

— Creí que era algo de más substancia lo que Ibas a 
tdedr... ¿Y eso se le ha ocurrido ahora, asi, de repen- 



BL páSo pabdo 127 

te7— contestó Madf jgal con acento en el que ira y 
despícelo se mezclaban. - 

—Se me, ha ocurrido muchas veces, lo estoy pen- 
sando siempce; pero ya no quiero limitarme a pen- 
fWlo. 

Mpcta^do la más absoluta tr^quiiidad, don Qui- 
rino anadió: 

. — Si, debes salir de aqui, dirigirte al primer guardia 
de Orden público que encuentres en la calle y decirle: 
«Deténgame usted. Soy el asesino de don Simeón 
Qálvez, Que me lleven a la cárcel cuanto antes.» ' 

—No. no diré eso. Diré que soy uno de los cómpU' 
oes, el más cobarde de los cómplices, y que el asesino 
és usted. 
. —Nadie te hará caso. Creerán que te has vuelto 
toco.: Las pruebas que tuty de que el criminal es el 
que está i»'eso son terminantes. Irás a parar a un 
manicomio, y a mi no me pasará nada... Además, tú 
no te atreverás a hacer lo que dices. 

Blas dio un paso hacia el Señorito, con los puSot 
levantados, gritando: 

—¿Que no me atreveré? iHoy m? atreveré a todpl 

— {Hasta a pegarme, veidadl 

— iHastaa matarle. De lo que ya no soy capaz es 
de seguir sufriendo el martirio que me perturi>a y me 
consume. 

. —Muy bien... Ya v^ con qué calma te oigo. Me 
am^azas y no me encolerizo. ¿No te sorprende eso? 
Ya sabes q<ie jamás he consentido bravatas, y, sin 
embaigo. continúo fumando mi cigarra, como si tal 
CQ^tt. ¿Vffldad que es raro? 

. La frialdad y la ironía de aquellas palabras detu- 
'Vieron a HeiTQ,'<jue se quedó inmóvil y silendoso. 

"Puedes apuntarte en tu historia ese ra^pi— «¡guió 



128 J. ORTEQA HONILLA 

diciendo Madrigal después de haber dado dos sonó- 
raí chupadas a! cigarro y de echar por las narices el 
bumo^. <Un dia le«nseñé los puños ^ Sefiortio, y 
el Señorito ni siquiera me dio uñ püRAipié».> Hace 
falta mucha calma contigo... No por esa fiereza ni por 
esa amenaza, sino porque estás siempre cometiendo 
simplezas. Eres un mequetrefe. Te falta eneigta irasta 
para ser bueno, que es lo más fácil en este valle de los 
cobardee. Escúchame y entiéndeme, si es que pue- 
des entenderme, babieca. 

A la oleada de bravura que habla pasado por el 
corazón del mozo siguió otra oleada de' miedo y de 
vergflenzía. ' Ante la tranquila y burlona actitud de 
don Qulrino, la resolución fiera de Blas se deSvane- 
ció Instantáneamente. Se sintió pequeño, débil, ri- 
diculo. Y la figura del odiado dictador creció, adqui- 
riendo las iwopordones de Ma vistón satánica. Qm- 
fundldo, acobardado, experimentó la impresión de 
convertirsÉ de hombre en cosa. Una vehemente ne- 
•cesidad de huir de la presencia de el Settorttó le hizo 
dirigirse a la puerta de la estancia. Pero aqutí te de- 
tuvo con un gesto afable, y sonriendo exclamó: 

— No te vayas, hombre.' Sigamos hablando. Lo que 
has pensado, lo que has dicho, lo que has querido 
hacer, exige que, juntamente, sin propósitos enemi- 
gos..., yo te aseguro que no los tengo..., examinemos 
la situación. Sf , es predso. Antes de ahora fie debido 
abordar lisamente el examen de las drcunstancfas 
que nos rodean. Tú has provocado la explicación... 
Tranquilízate. Serena él'elma y escucha... Pero como 
ya han dado.las ocho y es hi hora de cenar, hablare- 
mos comiendo. Haremos que nos sirvan en este ¿uar- 
to. y te obsequiaré con champagne. Ya ves que no te 
ÍUwdor«icor. -' ■ ; '-'■ 

,^,.:,e;oogic 



CL fASO FARDO 129 

El lendimiento de Blas a la voluntad dominadora 
de el Señorito se tradujo en ia más absoluta confor- 
midad para cuanto éste se propuso, y así, ambos co- 
mieron y bebieron como si no hubiera ocurrido el In- 
cidente que queda rdatado. 



byCiOOl^lC 



Descorchada la segunda botella de vino espumoso, 
que era para los habituales clientes de Escolo, el 
pastelero, singular lujo y delícadisimo regalo. Madri- 
gal dijo: 

—Eres un niño sin experiencia, y no es extraño 
que no se te alcancen las explicaciones de los casos 
que ofrece la vida. Ni todos saben penetrar en el 
londo de los sucesos para averiguar lo que hay en 
ellos de idea, de sentimiento y de intención. Déjame 
mseñarte lo que ignoras para que, una vez revelado 
el secreto de lo que nos atañe, quedes tranquilo y 
puedas coger luego el sueño del reposo... Tú me con- 
sideras como un malvado, y no soy sino un hombre 
que se defiende. No me es dable escoger las armas. 
Tomo la que encuentro. Pero, eso si, la esgrimo con 
todas las hierzas de que dispongo y con toda la ha- 
bilidad que me sugiere mi ansia de vencer... Yo debí 
ser rico y nací pobre. Me dieron, al morir mis padres, 
un caudal escaso y gravado con hipotecas, y al mis- 
mo tiempo, me enseñaron que yo era de raza noble, 
que llevaba un apellido famoso en la Historia. No 
daba un paso poi el pueblo sin que personas y cosas 
me demostraran que no es lo mismo llamarse Panza, 
Bragas o Trucios que llamarse Madrigal. Aquella 
bastilla, que sólo tiene ya en pie un pedazo de to- 
neón, la ganó a los moros uno de mis abuelos. La 



BL PAÑO PAIUK) 131 

Colegiata la erigió a sus expensas un Madrigal. Los 
dos conventos de Las Lomas, en que radican las dos 
comunidades, fueron obra de dos señoras que yade- 
lon en los lechos de dos Tones. I^s Siete Lomas, 
que son en la geografía de la comarca tan famosas 
como Calpe y Avyla en la antigua y clásica, fueron 
conquistadas palmo a palmo a los enemigos por tres 
genetaciones de Madrigales. No eran más ilustres 
que los que permanecieron aquí los que fueron a vi- 
vir al lado de los reyes. Eran más ricos solamente. 
Poi eso se quedaron con los títulos nobiliarios y con 
los predios. £1 sentimiento de raza se exaltó en los 
mios cOD el dolor de la postergación y con el cons- 
tcmte espectáculo de la tierra en que el linaje se hizo. 
Y a medida que fueron los míos cayendo por la pen- 
diente de la pobreza, fueron subiendo por la escala 
del orgullo. Ni mis tatarabuelos ni mis abuelos se 
resignaron a ser labradores y a cuidar de sus escasas 
tierras, sino que siguieron ostentando sus escudos y 
marcando cada dia la diferencia original que les se~ 
paraba de los demás vecinos de la villa. Cuando Isa- 
bel s^unda pasó por aquí, camino de Andalucía, mis 
abuelos salieron a esperarla a la carretera, y la reina 
les habló, diciéndoles: < — Hacéis bien en seguir vi- 
viendo exi esta villa que vuestros antepasados fuiv- 
daron.» Y ccnno la señora les preguntara, advertida 
de su pobreza, qué podía hacer por ellos, mi abuela, 
sintiendo aquel ofrecimiento de amparo como una 
ofensa, contestó: *^Lo que ya trabéis hecho. Majes- 
tad: recordar que aún somos.» Mi abuelo materno, 
' don Quifino de las Torres, que tuvo el estribo al rey 
Femando séptimo cuando, de vuelta de Francia, bajó 
de su caballo en Noblurve, conservaba un real des- 
pacho en que se consignó tí aprecio que el Señm 



132 I. osneA mmiLLA 

otoigaba a aquel su HdeUslmo vaBallo, y en ese do- 
cumento deda el secretarlo que lo refrendaba: *Su 
Majestad me monda que os recuerde que le hab^s 
tenido el pie, no para subir al caballo, sino para su- 
bir al trono de sus mayores, del que la infame revo- 
lución le habia desposeído...» La memoria de todo 
esto me rodeó desde que naci, y supe que ser Madri- 
gal era ser más que los otros, por acaudalados que 
ellos fu«en. Tenia yo, porque lo habla heredado con 
la sangre de mis antepasados, una superioridad que 
no podía perderse, y que no debía entrar en compa- 
raciones con la de los mercaderes o labradores quft 
habían enriquecido. El dinero se gana o se pierde. 
La nobleza de un linaje no se puede perder ni aun 
con la muerte, porque sigue al difunto hasta más 
allá de la tumba. Es una fuerza que reconocen los 
mismos que la niegan. Es la historia sintetizada en 
un nombre- 
Detuvo el discurso don Quirino para beber, y lue- 
go siguió: 

— Puede que estés pensando: «¿Qué tendrá que ver 
esto con la conversación que antes de cenar había- 
mos comenzado?» Pues si tiene. Y ya lo verás... De 
todo cuanto fueron mis antepasados, sólo quedaba 
en mi lina|e, cuando yo nací, un caudal mísero. Yo lo 
gasté pronto. ¿Valía la pena de conservarlo? Jugué, 
pensando que la Fortuna me favorecería; perdí. Aspi- 
ré a casar con una parienta rica; ella me desdeñó. 
Sostuve pleito para recobrar fincas que los usureros 
me habían quitado; ellos obtuvieron sentendas favo- 
rables. Me di a la bebida y a las hembras, y como el 
vino era de taberna y tas hembras villanas, me enca- 
■allé. ¿Por qué no dedorailo? Tenia que ña asi. Pero 
■onsftrVA «1 vigor de los míos, tí d« los ccnquiítado- 



■L Fifto nutoo 133 

íes, d de los héroes, y cuanto mái me hendls, más 
elevado y grande consideraba yo el prestigio de mi 
apellido. Cuanto más hondo es el pozo a que se 
cae, más altas parecen las estrellas... ¿Ceder ante el 
acreedor que me reclamaba la deuda? No. |Yo era 
Hadrigoll ¿Humillanne solicitando, cuando podia 
conseguir exigiendo? lYo era Madrigal, y los Madri- 
gales hablan conquistado cuanto fueron por la tuerza 
de sus puños) Y vt que ante mis amenazas >e tem- 
biaba, y ante mis arrestos se rendían los más podero- 
sos de las Sete Lomas... De cuanto hieion los mioB 
sato me quedaba el ánimo invencible, la osadía alta- 
nera, la bravura. Y esa bravura se imponía a la astU' 
da del labriego adinerado, a la osadfa dei politicastro 
InHuyente, reyezuelo del nuevo régimen, a la eneigcla 
del Juez, al endiosamiento del gobernador, al poderEo 
del cadque. <lSoy Madrlgall» exclamaba yo; y, aun 
después de no ser ya nada, era fuerte. Y dominaba 
donde mis mayores, y se me temia y se me lespeta- 
ba... Una tarde me hallaba a la puerta de mi casa y 
miraba el escudo de piedra que, sobre su puerta, 
existe. El tiempo ha borrado los diversos mufíecos 
gloriosos que allí puso el artífice. Sólo queda visible 
Ib gana de águila que sostiene la dnta en que cam- 
pea el letrero ffuniliar de los Madrigales, cuyo lema 
es: «Vivo porque hiero.» Entonces pensé: 'Esa es mi 
herencia. La gana de corvas uñas y el ánimo para 
davalías...* Miré en tomo, y sólo vi cobardes. Miedo 
a la ley, miedo a los otros hombres, miedo al Infier- 
no, miedo a lodo... Vi que bastaba que yo diera un 
grito, paie que se me abriera calle; vi que apenas 
mosb-aba las manos en actitud de castigar, se retira- 
ban los adversarios; y fundé mi fuero de vida en mi 
garganta, proclamadoia de mt deseo, y en mis bra- 

.. ..t;„ogic 



134 J. OBTBSA HEmiLLA 

zos, ejecutores de mi voluntad. lAún haUa MacklgH' 
lesl Yo era el postrero, pero valía por los más glan- 
des, puesto que sin oto, sin servidores, sin cairoza 
que me condujera, sin faraute que me anunciara, sin 
lanza ni espada que esgrimir, en la prosaica y ruin 
aldea, donde no hay más dios que la moneda, mí vo- 
luntad reinaba. 

Soltó don Quirino una sonora risotada; 

—Acaso no me entiendes— dijo— , y aitonces estoy 
perdiendo el tiempo. Pho tú sabes que es verdad lo 
que digo. Lo has oido mil veces.;. <Don Quirino es 
un tramposo. No le paga a nadie>... «Don Quirino es 
un borrachín*... «Don Quirino es un mal bicho*... 
¿Verdad que lo has oido muchas veces? ¿Verdad que 
tú mismo lo estás pensando?... Pues sí, eso que dicen 
es cierto; peio todos me temen, todos se rinden, todos 
me saludan con respeto. Sólo un modo hay de que 
me pudieran vencer, y ha estado a punto de ocurrir. 
Al animal feroz de que hablan los cuentos de los 
chicos, no había quien osara matarie. El más cobarde 
de los aldeanos pensó que, sí se le aislara y si se le 
privara de alimento, el monstruo pereceria. Y así lo 
hídeíon. Pusieron los villanos -un cerco estrecho que 
no dejaba pasar a nadie, ni nada, al recinto del bos- 
que donde vivía el endriago. Este, en su nobleza, no 
pensó en la vil estratagema, y cuando se enteró de 
ella era tarde; había perdido la ene^a y le era impo- 
sible luchar. El hambre le había rendido. ¡Y los mi- 
seiables pudieron cantar victoríal... De igual modo a 
mi me hicieron el cerco, y me negaron lo que me ha- 
cia falta: el dinero, el aédito... Ya me smtia rendido, 
cuandb en la desesperación de mi ruina, alai^é fu- 
rioso mi garra, y entre sus garfios me traje lo que ne- 
cesitaba... Estaba salvado..*. ¿Qué te parece? iSal de 



EL paSo pabdo 135 

ese mutismol Ni estas confideadas te dan confianza 
en mi poder, ni el vino te alegra. 

Heiro, contestó; 

— Qigo a usted con asombro y con miedo... iSf, es 
usted muy hiestel iVaya un alma duial 

— Asf me la han hecho... Pues esta alma tan dura, 
como tú dices, ha estado a pique de deshacerse en la 
rabia y en la impotencia. Cuando me vi en tlena pen- 
sé que no podría remontar más el vuelo. Hay ciertas 
aves, de alas muy largas, que, para volar, han de 
hallarse colocadas sobre alguna ^evación que les 
pennita ezteoderias. Si se caen al suelo esas grandes 
alas no les sirven más que de ffltorbo. De esa manera 
me he visto yo. Daba aletazos sobre la tiena y no 
conseguía elevaime. La media talega que yo pedia a 
Qálvez me hubiera salvado, mientras produda su 
efecto la cuta que habla escrito a mi tía la condesa 
del Viso... Pero eso no lo sabes tampoco. ¿Cómo baa 
de saberlo, si &o se lo he c(»itado a nadie?... Varías 
veces habla: acudido a ella en demanda de dinero. 
No siempre me habia complacido, y últimamente, ni 
contestaba a mis peticiones. En aquellos días de suma 
escasez, en que hasta Escolo me negaba el pan y el 
vino de nuestras cuchipandas, escribí a mi tía, e]q>li- 
cándote mí situación, y exigiéndole que me remitiera 
fondos. <Si usted me abandona— le decía— me lanza- 
ré al crimen y me verá usted en el garrote. Y mi ven- 
ganza será sacar a usted a la vergüenza pública, ci- 
taria pera que tenga que comparecer en la causa 
como testigo y referir que sus tacafierias me han per- 
dido...» La miserable vieja no contestó ni me dio 
nada; pero yo supe que mi carta la habla producido 
UD ahogo. Qn ataque de nervios, Y que decía, a su 
capellán y confidente: <Es capaz de hacerlo. Ese Qui- 



130 J. ORTEfiA UÜNILLA 

riño tiene corazón para eso y para todo lo malo»-. £1 
capellán me escribió acon<e|ándome padenda y diS' 
culpando el atrevimiento de mi carta por el estado de 
penuria en que me encontraba. Afiadfa que la sefiora 
perdonaba mi osadia y mi InjuBüda para con ella, y 
haria algo por mf cuando se le borrase la Impresión 
de honor que mi carta le había causado... ¿Crees tú 
que antes de eicribirie yo de ese modo se habla acor- 
dado de mt situación?... Nada de eso... Pocos'dias an- 
tes de morir, ai sentirse enferma, fué cuando hizo un 
oodicllo, en el que modificó alguna parte de su testa- 
mento, y me dejó lo que sabes. De manera que hasta 
para arrancar a la condesa ese legado tuve que usar 
de la garre, que es mi talismán... ¿Vamos con ia ter- 
cera botella? Vale la pena de celebrar este dia... Betie, 
y anímale... 

Siguieron habiendo, y el Señorita contlnaó su mo- 
nólogo: 

— Puede que tú tomes en serio eso de la garra. 
Porque eres tan senclHo y bobo que sólo entiendes 
las cosas al pie de la letra,.. ¿Sabes lo que es verda- 
d»amente la garra con que hiero y me defiendo? 
Pues es mi voluntad. Tú no sabes lo que es eso. |Vo- 
lunladl iQuereri... Es una fuerza que llevo dentro -de 
mi y que nunca me falta ni me. traiciona. Ella hace 
posible lo imposible y fádl lo diHcil. Ella es un obre- 
ro Incansable que trasnocha y madruga y dilata el 
ténnino de las horas, dándoles una duración que no 
se cuenta con las agujas de los relojes. Has grande 
que los gigantes, más fuerte que las leyes de la Na- 
turaleza, hace milagros, los únicos milagros verdade- 
ros. Contra su poderlo no hay resistencia. Hasta ven- 
dda, es vencedora. Andaba dispersa por ios ámbitos 
del mundo cuando Satanás la recogió para dedr a 



V Bt PAftO FARDO 137 

Dios: *Tú erei grande porque creoi. Yo lo loy porque 
quiero. Tú eres la Justlda. Yo soy Ib Voluntad. Soy 
un limite a tu poder.* Estas son locuras y desatinos, 
¿verdad?; pero me salen de adentro... Ya ves cómo te 
será imposible pelear conmigo. Tú no tienes volun- 
tad. A mi me sobra. Obedece y serás lelb. 

— Sf — repuso Blas — ; admiro y envidio esa ene^a, 
pero me espanta. Y me espanta más aún lo que va a 
ser de Hernán el de las Palomas por nuestra causa- 
Él es inocente y va a pagfir el delito que nosotros 
hemos cometido. 

—Convendría que no volvieras a repetirlo. Nadie 
nos oye aquí; pero no siempre podemos estar seguros 
de que no hay cerca quien escucha. Y entonces... 

—Entonces..., entonces, ¿qué podría pasarme peor 
de lo que me pasa?.» Noches sin sueño, días de zo- 
zobra... 

— Pues no ha de ser eso ya por más tiempo. Quiero 
que te convenzas de que no hay razón para esos re- 
mordimientos. Óyeme y medita en mis palabras... 
Hernán el de las Palomas, lleno de ira, acometió a 
Qálvez a la puerta de su casa, le dló de golpes y le 
anojó al suelo, Gálvez no le habla amenazado de 
muerte. Hablaba con él, acaso le reconvenía porque 
no le pagaba su deuda. Paro ¿puede eso constituir la 
¡u&tHicatíón del acto de Hernán? De ningún modo. 
Hemán, ciego de odio, se hié Sobre el viejo con el 
propósito evidente de acabarlo, y si no lo hizo fu¿ 
por causas ajenas a su voluntad. En cambio yo estaba 
conversando serenamente con Qálvez, no alteré mi 
tranquilidad, ni aun el tono de mis palabras, a pesar 
de que él me injuriaba, me amenazaba, me ofendía. 
Mis propósitos eran conciliadores. De repente, él sacó 
de su bolsillo ima pistola. Iba a hacer fuego sobre mi. 



^tiooi^lc 



138 J. ORTBQA yCMILLA 

Estábamos tan cerca el uno del otro, que de fijo me 
hubiera acertado con la bala. Yo me limité a repeler 
la agresión, a pegar un palo a quien de tan injustifi' 
cada manera intentaba darme muerte. ¿Es culpa mía 
que un fatal acaso [vodujera la desgracia que yo, más 
que nadie, lamento? Mira qué diferencia: Hernán 
quisolmatar, y sólo derribó al fuiclano. _Yo sólo quería 
que se le cayera de las manos la pistola, y le maté. 
La intención hace ei crimen y Je gradúa, no los he- 
chos. Ante mi conciencia me considero libre de culpa. 
Es preciso sentir el odio que yo te In^lro para juzgar 
las cosas de otra manera. 

—No, no es eso. No le odio a usted. Le temo sólOr 
y protesto de la influencia que sobre mí ejerce. Le 
oigo a usted y casi me parece que tiene usted razón; 
pero en el fondo de mi alma se levanta una voz que 
me acusa, que me aterra, que me dice que, siendo 
horrible lo que hicimos en la huerta del Maestre, es 
aún peor lo que estamos haciendo. Hernán el de las 
Palomas va a sa ahorcado... lEso es tremendol Y 
entretanto, nosotros bebiendo champagne, divirtién' 
donos, preparándonos a consumar la maldad con mi 
boda... 

— Pues si no te convences, baz lo que quieras. 
¿Crees tú que a mi me falta valor para ir a entregar 
mi garganta al verdugo? Mil muertes soy yo capaz de 
arrostrar, si es necesario: pero ahora no lo es... Bebe 
otro poco de este vino, y ya v»ás cómo acaba por 
aconsejarte la prudencia y por infundirte la alegría... 
Y cambiemos de conversación. Hablemos de nuestro 
viaje. A las dos de la maftana pasa el tren para Ma- 
drid. Tenemos tieinpo de preparar las maletas, y aun 
de. descansar un rato. Cambiando de aires cambiarás 
de pensamiento. Dentro de poco será tu boda. En se- 



EL faSo pardo 139 

guida te vas con tu mujer a dar una vudta porEspa- 
fia: a Madrid, a Barcelona, a Valencia. S^uro estoy 
de que antes de que ese viaje de novios concluya, 
habrás olvidado las preocupaciones que ahora te pa- 
recen eternas.- La vida muda de aspecto cada dia. Y 
el dinero es un gran renovador de espectáculos... 
Aunque no quieras, estás destinado a ser feliz. 



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Una taide w reunieron sobre vísperas en casa del 
tío Lebrasco los cofrades de la Hermandad de Nuestra 
Señora del Centeno, la populaifslma asodación relU 
gloSa de los labiantiues de Zaratán. Será preciso ad- 
vertir que, desde tiempo Inmemorial, existían en la 
villa dos hermandades piadosas: la que queda citada 
y la de Nuestro Señor del Qrano de Oro. A la prime- 
ra, según ya se ha dicho, pertenecían los labriegos 
pobres, arrendatarios o dueños de pequeños pedazos, 
a los que se llamaba por su castizo nombre de la- 
brandnes y los jornaleros del campo. Eran hermanos 
de Nuestro Señor del Qrano de Oro los ricos, los 
poseedores de las tierras, los grandes labradores, los 
ganaderos de cuantía. Nuestra Señora del Centeno, 
conodda vulgarmente por la Viígen del Paño Pardo, 
tenia su capilla y su culto en la Colegiata, y Nuestro 
Padre del Grano de Oro en la iglesia de la Victoria. 
Las dos hermandades venían sosteniendo la emula- 
dón más viva y la competenda más apasionada so- 
bre el esplendor de las fiestas que dedicaban a siu 
imágenes. Y no paraba en esto la lucha, sino que 
trascendía a todos los aspedos de la vida, habiendo 
degen^ado los plausibles estímulos de la devodón 
en fiera enemiga que dividía al pueblo en dos ban- 
dos. Como no pedia menos de suceder, la política 
habla intervenido en la contienda, y no hay que dectr 



BL paSo PABIK) 141 

que, tiendo los cofrades del Qnuio de Oro loa bien 
acomodados, eraa conservadores y reaccionarios; y 
que, siendo los otros los de haber menguado o nulo, 
eran, hasta cierto punto, liberales. Bien analizado el 
caso, resultaba que los de la cofradía del Patio Pardo 
no fonnaban, verdaderamente, un núcleo de hombres 
de determinada opinión po&tica, sino que eran senci- 
llámente lo contrario de los otras, sus enemigos, 
puesto que eran los que trabajaban para henchir sus 
gavetas, los que les servían, sus colonos, sus criados. 
Más de una vez la emuladán pasó a reyerta, y conló 
la sangre. El odio de los unos a los otros, más viO' 
lento el de los pobres, y más eficaz en el castigo el de 
los ricos, se exacerbaba ordinariamente en dos oca- 
^ones: cada aAo, al celebrarse las festividades de los 
respectivos patronos, que eran el penúltimo domingo 
de Agosto, la de la Virgen del Paflo Pardo, y el últi- 
mo domingo la del Padre del Qrono de Oro, y siempre 
que se verificaban elecciones, ya para constituir los 
o^fanismos corporativos, ya para la designación del 
diputado 8 Cortes. Entonces ia animadversión de los 
fias bandos bdqulria propMciones de guena civil y 
arrojaba sobre la villa sombras medievales . Los 
mudiachos, en cuya trreBeziva espontaneidad suelen 
exteriorizarse- agrandados los senUmientos de sus pa- 
dies, andaban también abanderizados ea dos turbas, 
que a pedradas refiian.AI hallarse en las callejas o 
en el alijar dos chicuelos, aunque fueran a alguna CO' 
misión urgente, se iirterr<%aban- — '""■ —'«"ni— 
preguntaba uno al otra. Y s) ét 
grano de oro*, ya estaba trat 
cansando de las violendas y I 
vida establecía de cuando en 
que M prolongaba faaata que e 



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142 J. ORTSOA HITNILLA 

THiovaba la hoguera. Como los grano de oro eran los 
fuertes, los que gozaban de la Influenda ofidal y 
tenían a sus órdenes a las autoridades, en casi todos 
los incidentes de aquella contienda sallan ganancio- 
sos. No abusaban de la superioridad, sino en cuanto 
era preciso; pero eso bastaba para que la barrera que 
los aislaba de tos otros fuese ensanchándose cada día 
más, hasta marcar una separación profunda. Un obis- 
po venerable habia intentado pono' término a la dt- 
veigenda.que, por originarse en motivos de devoción, 
era causa de escándalo para la Iglesia; pero nada 
consiguió. Su propósito era que las dos a)fradlas se 
fusionaran y celebrasen ¡as fiestas el mismo día, en el 
mismo templo y bajo una sola dirección: la del párro- 
co más antiguo de la villa. Los ricos no presentarmí 
gran oposición; pero los centenoe se n^aron a ello. 
Corrió en el mercado, en el macelo, en las abacerías, 
en las tabernas el rumor de que se querían llevar a 
NolHurve la imagen de Nuestra Señora del Centeno, 
y en el momento se juntaron en la plaza centenares 
de hombres y mujeres dando voces de: *iNo se la 
llevarán! iNo se la llevaránl» Una guardia de mozos, 
armados de trancas y pistolones, se estableció en la 
puerta de la Colegiata, resueltos a no permitir que se 
realizara la amenaza. Lo cierto es que nadie habia 
pensado en semejante cosa: pero bastó la invendón 
para que estuviera a punto de ocurrir alli una espan- 
table tragedia. 

En el proceso que tenia a Hernán en la cárcel no 
habia aún despuntado la diversidad de pareceres que 
perdurablemente dividía a la opínito zaratanesca. 
case inverosimil, tanto más cuanto que el acusado, do 
sólo pertenecia a la hermandad de loa eentenoa, sino 
que BAOS antes había sido prioste da 'ella. Pero lo 



SL FAtlO PAKDO 143 



odioso y repo^nante det deUto, sus móviles 1 
dos y la evidencia de las pniebas acusadoras, te ha* 
bia privado de la protección de sus compafleros, que 
no querían hacerse participes de una maldad que des- 
honraba al pueblo y que, si tomabfui partido por el 
preso, habria de desconceptuarlos. Además, Hernán, 
que habla sido siempre poco comunicativo y dema- 
siadamente hosco y hurafio, no tenia el aprecio de 
los de su dase. 

La reunión de la hermandad, que se oelelnaba en 
casa del tio ¿e6n»oo, 'hermano mayor de ella, tenia 
pot objeto preparar las fiestas ád próximo dia de la 
Virgen, pues era necesario dedr que hablan libado 
los de la canícula. En estas reuniones no se ocupaban 
los congregados únicamente de organizar sus actos 
religiosos, sino también de cuanto interesaba a los la- 
brantines de las Siete Lomas, de los predos del tra- 
baJD, de las rentes que debían pagar, de las compras 
de ganado y venta de frutos. De este modo era la her- 
mandad. Bolsa, Sindicato y Comité; pero verdadera- 
mente sólo actuaba en los adiaques que atafiian a la 
totalidad de los intereses generales de ios labrantines, 
QO en la defensa individual de ellos, ni en la r^ara- 
ción délos agravios e injustictas que cada uno sufrie- 
ra: las ravidias los separaban, y dentro del gremio 
había varias camarillas que se hadan sordamente la 
guerra unas a otras. Lo propio aconteda en el bando 
señoril, donde cada familia, con sos aliados y deudos, 
procuraba perjudicar a las demás. No parecerá el caso 
extraño si se recuerda que hablamos de españoles. 

Fuaron acudiendo a la reunión h» cofrades. SegAn 
costumbre, se obsequiaba a los concurrentes con el 
haUtual refresco de sangría, mezda de vino, limón, 
azúcar y cauela, a expensas de la caja social. La Vk- 

.. ..t;„ogic 



144 i, OBTBSA UCSILLA 

gm ooDvldaba a bebet. La mujei y las hijas del ¿e> 
brasco hablan preparado el brebaje y le escandabao 
ea recios vasos de vidrio tallado. 

Como los labriegos son puntuales, pronto estuvie- 
ron Ilesa la sala y ocupados los bancos y las sillas. 
Alli estaba el apodado Chttío Ctzafía, un viejo enjuto 
y alto, Inquieto y vivaz, que sin cesar se movfa de un 
- Jado aj teQ. Cerca se hallaba el Hormigón, andano 
tambitti, menudo, negruzco, de ojos abultados y ne- 
grisimos; guardaba silencio de ordinario y sus pala- 
bras eran cortos, pero eficaces e Intencionadas, 

El Lebniaco, el Chato Cizaña y eí Hormigón eran 
los proceres de la colectividad, Io« más acomodados 
de los labrantines, y sus dictámenes eran dedslvos- 
En cada uno de ellos aparecía con vigoroso relieve 
uno de los rasgos morales caracteristicos de la espe* 
de Bodal a que pértenedan. 

Bien le hablan encajado el mote al Lebniaco, por- 
que el miedo a toda suerte de. responsabilidades le 
mantenía en perpetua zozobra, como al ligero lepori- 
deo los ruidos del campo. La debilidad aldeana perse- 
guida por el settorio feudal, por tas autoridades, por 
el fisco, pw el usurero y por el hambre, ejecutora de 
las amenazas de aquéllos, habla sintetizado en el 
prioste de la Virgen del Centeno todos sus medios de 
defensa: la sutil argucia para eludir los riesgos, la ha- 
bilidad para escabulliise ante los poderosos, el Instln- 
to de conservadán, en guardia ante las vejadones y 
los daflos. Si tenia opiniones solue alguna cosa, las 
reservaba en lo inAs hondo de su alma, porque sabia 
que en la tiena d« la arbitrariedad nada hay tan da* 
fioso como hablar daro. 

Del Chat(f Cizaña se dede que todo le pareda mol' 
y i|ue {aivás aprobó los actos, ni los didios ajenos. 



KL paAo paboo 145 

Él te sentía bajo, vil, loslgnlflcante y torpe, jr k in- 
demnizaba de 8u ruindeid, creyendo y afirmando que 
los demás eran como él. Era la envidia, laboriosamen- 
te ocupada en destruir las reputaciones de cuantos an- 
daban en tomo. 

Los grandes ojos avizores del Hormigón escudrlfin- 
ban siempre buscando algo aprovechable. Trabajaba, 
sin sentir nunca fatiga. Dormía tres horas, y salla al 
campo antes que los más madrugadores. Comían él 
y su cónyuge un par de cebollas y un corrusco de 
pan duro. NI fumaba, ni invertía un céntimo en ropa. 
Nadie sabia de qué tienda salieron sus camisas de 
lienzo moreno, llenas de piezas y de remiendos, ni el 
calzón de bwiel, que cenia sus delgadas zancas, lU la 
chaqueta, de buriel asimismo, que pareda el emble- 
ma de la eternidad. Tenia astucia y arte para pagar 
siempre a sus arrendadores menos de lo estipulado, y 
para vender su trigo, sus hortalizas y sus lechones 
más caro que los otros labrantines. Iba escondiendo 
en algún misterioso silo las monedas que asi apaña- 
ba. Le vino el alias de que un día le vieron sentado 
cerca de un hormiguero, donde estaba sacando con 
un palito ios granos de mies que las honnigas hablan 
laboriosamente encerrado en su nidal. 

Alli estaban rodeando a los citados más de setenta 
pegujaleros de Inferior categoria, y unos treinta mo- 
zos de labor, de los que se ajustaban para trabajar al 
día con los mismos labrantines, en las épocas de la 
fuga de las faenas campestres, o por temporada, con 
los sefiores. Estos tales eran el último peldaño de la 
escala social de Zaratán de la Priora, que se compo- 
nía — aparte de los mercaderes, de algún rentista y de 
media docena de desocupados y holgazanes— de pro- 
pietarios labradores, labrantines y criados. Todas es- 
to 

,, ..t;„ogic 



146 J. ORTKGA MUKILL^ 

tas dos categorías de zaratanenses vestían el paño 
pardo de Nieva, y, por ser verano, iban en mangas de 
camisa, o llevaban blusas de percal azul con trendlla 
negra que bordeaba los estrechos puños y el cuello- 
Cubrian su cabeza, ya con el ancbo sombrero paleto, 
ya con rústicos sombrajos de paja basta. El sol y el 
viento hablan dado a sus rostros y a sus manos el co- 
lor del ante, y las arrugas les anticipaban la vejez. 
Eran hombres curtidos por los elementos. Únicamen- 
te los muy mozos tenían tersa la cara. No era fácil 
averiguar por su aspecto la edad. En cuanto pasaban 
de los treinta años se confundían jóvenes y viejos en 
la similitud de las fisonomías atezadas, contraídas, 
secas. Casi todos eran de talla corta, cencefios, nervu- 
dos y tiesos. En la tristeza de sus' S.emblanles obscu- 
ros surgían como una llamarada los ojos bríltantisi- 
mos, y el relámpago de la limpia y sana dentadura, 
qUe entre los labios rasurados, blanqueaba, dentadu- 
ra de raposa o de simio. 

Aun siendo tan numerosa la reunión, era casi abso- 
luto el silencio. Parecía como si aquellos hombres se 
lo tuvieran todo dicho. At entrar no se saludaban sino 
con las fórmulas usuales pronunciadas entre dientes: 
'A la paz de Dios, caballeros.^ «Buenas sean dadas.* 
*Dios les bendiga.» Algunos decían: «Ya estamos 
acá>, como si detrás del que estas palabras profería 
llegara una numerosa comitiva. 

En él concurso se veía fl Fulgencio el de Algobre. 
hortelano que cultivaba el mejor regadío de las lio- 
rnas; a el Tío Cístlerna, famoso por la fuerza de sus 
brazos, que le hacia siempre vencedor en el juego de 
la barra; el Garapacho, andarín sobresaliente, qiie 
cuando había que «llevar un propio* a algún pueblo 
de lá zona era solicitado para ello; el Matapúas, 



SL paSo pardo 147 

maestro en el cuidado y aneglo de los colmenares: 
Pepiüo el Apañusco, el gigante del pueblo, que por 
su elevada estatura tenia el privilegio de ser portador 
del pendón de la hermandad en las procesiones de la 
Virgen; Faustino el de Cigales, pajaritero muy dies- 
tro y bebedor incansable; el Mulero, llamado asi por 
su habilidad para domar las más difíciles y peligrosas 
muletas; Perico el Herrero, que adobaba las rejas, los 
azadones y los calderos; los tres hermanos Tiedra, 
que iban siempre juntos a trabajar, a la tabema, a 
misa y al baile, por lo que les apodaban la Trailla; 
Feraandito et de Valdescorrieles , Lucas VHlaralvo, 
Felipe EntreviñBs, Buenaventura Cl de la Tomasa, y 
los demás que componían el pelotón de los peguja- 
leros, gente trabajadora, sobria y humilde, que en se- 
parándose de sus bestias y aperos parecían perder su 
condición humana y ni hablaban ni discurrían. 

En la turba de los mozos y galopines era Imposible 
encontrar rasgo alguno saliente ni perfil que distiB- 
guiera a unos entre los otros. Únicamente llamaba la 
atención por su aire bravo y decidido Nicolás el Sol- 
dado, de cuya condición e historia de servidor de la 
patria en las filas marciales daba idea, no sólo el 
sobrenombre con que era conocido, sino la medalla 
de plata que sobre el pecho ostentaba; había estado 
eti la guerra civil, en Somorrostro y las Muñecas, y 
más tarde en Cuba. Después de once años de cuarte- 
tes y campamentos, había retomado a Zaratán para 
coger el azadón, continuando el oficio de sus moce- 
dades. Era de los pocos cofrades del Centeno que 
sabían leer y escribir, y eso lo habia aprendido en la 
milíciB. Esta superioridad cultural le habla designado 
para llevar las cuentas de la Cofradía. 

Así que se hubo distribuido una ronda de vasos de 



148 3. ORTSQA HÜHILLA 

sangría, comenzó la Junta. El Lebriaco dijo que era 
llegada la hora de pensar en los festejos de la Sefioia. 
y que cada uno debfa manifestar lo que le pareciera. 

El Chato Cizaña Interrumpió: 

—Eso es cosa del prioste. Él debe propone lo que 
le cuadre, y luego los demás diremos lo nuestro. 

— Pues el prioste— repuso el Lebrasco, después de 
un largo silencio— no sabe lo que proponer, porque 
luego todo os parece mal. Fondos haylos escasos. £1 
año ha sido malo. Las lluvias de hogafio atrasaron la 
labor, y todo ha ido de cabeza. Ya se sabe: la semen- 
tera temprana engaña muchas veces; pero la tardía, 
siempre. Los terruños han estado flacos. El tremesino 
encepó tarde y ahl]ó poco. Desde Marzo el tiempo 
fué enjuto, y en la sobrehaz de los panes se formó le 
tez que ha secado los surcos. Luego ha caldo la llu- 
via, que con el resquemor de los soles ha escalentado 
las espigas. Más váüco y margazas hay en los cam' 
pos que no trigo. 

— [Vamos, hombre— dijo el Chato Cizaña—, que 
DO vamos a tener ni pa pagar el sermón ni el tambo- 
rileiot 

—No es eso — contestó el prioste—. Es que hay que 
mirar despacio antes de meterse en gastos. 

— Pues aviaos estamos entonces. Los del Qrano de 
Oro nos van a echar la pata, porque se traerán la 
música del Hospicio de la capital y unos fuegos que 
los van a buscar a Valdelamata, y que van o ser lo 
mejor que se ha visto ni verá. Pa pedrícar han ajustao 
Ed deán de Noblurve, que es parlando lo mesmo que 
una cotorra real. Pa la capea van atraer al Relum- 
bres, que se come los toros, y cuatro maletas que 
saben de banderillas más que el obispo. Conque a 
ver qué vida, si nosotros nos echamos pa atrás. 



BL PAfiO PARDO 149 

De esta manera habló Faustino el de Cigales; em- 
pedrando su discurso de temos. 

— No — replicó el Lebrasco—. Echarse pa atrás, no. 
Peto pensar lo que va a hacerse, si. 

— Vaya una salida— opinó el Chato Ctzafía—. A 
eso venimos: a pensar lo que se debe hacer. 

Siguió hablando el de Cigales: 

—También piensan los del Grano de Oro dar li- 
mosnas a los probes. 

' —Con lo que les roban-^fritó el Soldado—. iBien 
pueden! 

— Si escomenzamos a ahervoramos, nada haremos 
bueno. Calma y orden. Que cada cual diga lo suyo, 
sin faltar a nadie. 

Entonces comenzaron todos a hablar al mismo 
tiempo. Cada cual comunicaba sus Ideas al vedno, y 
éste replicaba. Formáronse grupos que discutían, sin 
que nadie lograra hacerse oir del concurso. Plan de 
las fíestas, ninguno lo llevaba formado, y sólo coin- 
«Idian en que hieran mejores que las de la Cofradía 
rival. El Lebnuco trataba de que se le diera el pro- 
grama concluido, para librarse de los juicios adver- 
sos; cómoda manera de ejercer el Poder Ejecuüvo, 
que no era, en verdad, invención del prudente la- 
brantín. 

Esta misma escenase repetía todos los años, aca- 
bando siempre de la misma manera: que el prioste se 
veia obligado a resolver por si y ante si, prescindien- 
do de los dictámenes de los discutidores. 

Caando la reunión iba a concluir, Nicolás el Sol- 
dado dijo: 

-—Con perdón, quisiera hablar de una cosa que me 
parece necesaria. 

Era el más dudio en los decires; pgro la humildad 



150 J. (UITBSÁ HBKILLA 

de su condición de jomalero le intimidaba cuando 
tenia que hablar entre los proceres de la colectividad 
centenera. 

—fu lo que quieras, hombie— le contestó el Le- 
brusco. 

— Pues, con perdón, es para Jiablm* de Hernán el 
de las Palomas. 

—¿Y qué vamos a metemos nosotros en eso?— in- 
temimpló el prioste—. Eso es cosa de la justicia. 

—Si— repuso el Soldado—. Es cosa de la justicia; 
pero, con perdón, a mi me parece que la caridad no 
está reñida con la justicia. Cuantimás que el tío Her- 
nán es hermano de Nuestra Sefioia dd Centeno y ha 
sido prioste. Algo debemos hacer por él. 

Se produjo un silencio, revelador de la contrarie- 
dad que la iniciativa de Nicolás habla causado. 

El Hormigón le rompió, exclamando: 

— ¿Y qué vamos a hacer nosotros? Dinero no he- 
mos de darle. iNi para qué le hace falta yai 

— iMai has hecho en mentar a ese hombre que nos 
está deshonrando! — replicó el Chato Cizaña — . iQue 
Dios le ampare! 

— Pues a mi me parece que tenemos una obliga- 
ción con él— insistió el Soldado— . Por socorrerle 
no yamos a manchamos de la culpa que haya co- 
metido. 

—Apenas están deseando los del Grano de Oro 
que nos descuidemos tanto asi, para quitamos el pe- 
llejo—añadió el dizaña. 

—Allá sus mercedes— concluyó el Soldado—. Yo 
y otros haremos lo que podamos por el pobre... Sue- 
na un runrún hace dias que no sé en qué parará: 
pero a mi me parece que esto va a traer cola. 

—Pues por eso es por lo que no debemos mezclar- 



El. táSo pardo 151 

nos nosotros — dijo con energía LebrastM—. iBuéna 
gana de buscamos Ifosl . 

Fneron saliendo a la calle los cofrades. Pronto se 
bailaron soles el Lebnuco, el Chato Cizaña y el Hor- 
migón. 

— Ahora que estamos cabales — dijo éste — vamos a 
hablar de algo importante. ¿Sabéis cómo vienen este 
año los segadores? 

—Me han contado— repuso el Chato — que quieren 
pedir unos jornales terribles, porque ya los han con- 
seguido asi en la tierra baja. 

— Es cierto— íilirmó tí Hormigón. 

—Pues habrá que defenderse— opinó el LebruS' 
co — . Contra el vicio de pedir, hay la virtud de 
no dar. r 

— Pero ahora, no es eso lo que nos conviene — dijo 
el Hormigón. 

—Es la primera vez que te veo nimboso— exclamó 
el Cizaña. 

—Porque ahora nos tendrá cuenta. 

— Explícate, hombre, que no salgo de mi asombro. 

— Cosa sencilla... Oíd... Los Señores se han reuni- 
do y han acordado negarse a los jornales que van 
a pedir los seg^adores. Quieren darles la batalla. Di- 
cen que esos sinvergflenzas cada año suben más la 
tara, y que si una vez no se les echa el alto, acabarán 
con ellos y con sus ganancias. Han querido enterarse 
de lo que pensábamos nosotros, y me han echado un 
encontradizo, para saberlo. Ellos piensan que, aun- 
que nuestra faena es cosa de nada, si se compara 
con la suya, no podrán conseguir lo que se proponen 
si no estamos de sil lado y si no nos ponemos de 
acuerdo con ellos... Y tienen razón... Pero es que laf 
cuadrillas vieijen con las de Cain. O se les paga I 



152 '• OK^BCIA HmtlLI<A 

que quieren, o se van sio segar. Unos días que se 
tarde en coger los panes todo quedará perdido y faa- 
biemos hecho un mal negocio, Será la ruina... En 
cambio, si nosotros, los Centeneros, nos avenimos 
con las cuadrillas y nos siegan lo nuestro y se van 
sin segar lo de los Se/lorea, éstos reventarán. Por 
eso digo que hay que mirar despado lo que hemos 
de hacer. 

—Pues míralo y ya nos dirás, que en buenas ma- 
nos está el pandero — repuso eí Lebnueo. 

El triunvirato se disolvió, y cade uno de sus miem- 
bros se echó a pensar cómo sacariá el mejor partido 
de la situación con daño de los compañeros. 



.dbvGooQli 



Estrecha y pedregosa Ib vieja rúa desciende en vio- 
lenüstma pendiente desde la plaza de la Colegiata a 
los arrabales. Arriba se destacan las torres cuadradas, 
amenazadoras, a las que el paso de los siglos lia im- 
puesto la dignidad de la vetustez, sin privaries de la 
fortaleza. Abajo se descubren los campos labrados, 
con la mies ondeante al soplo del viento ralagoso, 
oriundo de las tierras que pateó el caballo del Cid, y 
que orea a intervalos las alcarrias y los altozanos. ^ 
un domingo canicular. 

La calle del Caráenal Albornoz está llena de gente» 
de caballerias y de puestos. Celébrase la llamada 
«feria de los segadore8>. Es el momento en que se 
ajustan las faenas de lá recolecdón. Aquella turba 
astrosa, se compone de hombres de muy diversas re- 
giones de Espafia. Unos son venidos de los vecinos 
términos de Soria y de Teruel. Otros proceden de Ali- 
capte y aun los hay de Almeria y de los ariscos vi- 
llorrios de Despeflaperros. Ya han despojado de sus 
cosechas a las tierras bajas, en las que el estio se an- 
ticipa, y siguiendo la elevación de la linea termomé- 
trica, como animales emigradores acuden ahora a 
estos parajes, en los que los frescores primaverales 
perduran y casi se enlazan con los frios del otoAo. El 
sol los ha tostado y ennegrecido. Podria decirse tam- 
bién que lot ha desecado y contraído, tvapfmudo de 



.t;„ogic 



154 J. OHTBSA MÜNTI.LA 

SUS cuerpos delgados y ágiles el tercio adiposo, y de- 
jando en ellos, no más que lo que es preciso para la 
durísima faena: los huesos de acero y los músculos 
como correas. No llevan más ropa que la necesana 
para disimularla desnudez, camisas de áspero lienzo, 
calzones de pafio pardo, de algodón, de pana o de 
estezado, alpargatas abiertas con las cintas ceñidas 
al tobillo, faja de lana que rodea los laHes enjutos. CU' 
bren sus cabezas, o la boina negra, que apenas tapa 
los indómitos mechones, o amplio sombrerazo de 
paja basta. No pocos se ajustan las sienes txax el pa- 
ñuelo de yerbas, cuyas puntas penden sobre la espal- 
da. Algunos traen sobre los hoipbros manta, poncho 
o escapulario de frazado. Todos ostentan sobre el 
cuello el instrumento de su labor, la hoz, de mango 
de madera blanca, can una muesca en su remate para 
afirmar su sujeción en la mano que ha de manejarla; 
y el hierro, labrado en su corte por la linea de agudos 
dieotecillos, reluce sobre la piel olivácea, estriada de 
arrugas. Los hay de todas las edades, viejos la menor 
parte, y éstos andan encorvados y despaciosos: sue- 
len los tales ser los jefes de las cuadrillas, los que 
discuten el precio y cierran el trato. Casi todos los 
otros son de veinte a cuarenta años, y de complexión 
recia, de andar eiástico. de ojos profundamente obs- 
curos, chispeantes con |as llamaradas del alcohol que 
han libado en aquel dia de descanso y de esperanza. 
Ya guardan en el nudo de la laja el producto d^ la 
faena hecha, y ciertos de que son necesarios, ostentan 
en el rostro y en sus palabras una especie de orgullo 
dominador, en que despunta el odio a los que les 
hacen trabajar y regatean los salarios. Aun cuando 
los dividen los odios de comarca que hacen viyir a 
los habitantes de la unitaria fispaña en perpetua gue- 



EL PAftO PARSO 155 

ira dvil, en la ocasión de ahora les funde y enlaza el 
común interés de la defensa contra el propietario a 
quien han de servil. No se conocían esta mañana la 
mayor peirte de ellos, y ya se han puesto de acuerdo. 
Media pedabia ha bastado, media palabra cruzada al 
toparse los grupos en el camino, o al entrEír por la 
puerta de Soria, tal vez en la taberna. Los novatos se 
aconsejan de los que conocen de otros años la tierra 
y sus moradores. Comunican éstos a aquéllos quién 
es el labrador informal que no cumple fielmente lo 
convenido, cuál el avaro, cuál el que da a los sega- 
dores pan negro y terroso, rancho inmundo que no 
comerían los peños. Refiérense los peligros que hay 
que huir, las venturas cortas y los pródigos bifortu- 
^ios de las anteriores campañas. 

A mediodía la calle del Cardenal Albornoz se halla- 
ba en la plenitud de la animadón y del ruido. Todo 
su curso se encontraba atestado de gente, y entre ella 
se veian centenares de asnillos con el avio de cada 
cuadrilla. Aquella muchedumbre desarrapada obserr 
vaba una compostura extraña, a pesar de la influen- 
cia del vino. No se escuchaban gritos, ni aun voces 
altas, ni un soto canteir. Un ambiente de tristeza do- 
minaba sobre la greguería de vendedores y compra- 
dores, de segadores y l^riegos. Estaban ventilando 
el gran pleito de su existencia durante largos meses. 
Los propietarios o anendadores de las tierras discu- 
ten los céntimos corí tenacidad y con malicia, inten^ 
tando sacsi el mejor partido. La pobreza de los pre- 
dios, en los que de una cosecha bu^na a uim media- 
na, no hay diferenda que cambie su extraña condicíóit 
de propietarios mendicantes, les obliga a pelear con 
insistenda por un real más o menos eri el predo. 
Y los segadoKs, a su vez, se afenaq a la proposidón 



,e;o(yíic 



156 3. OBTBeA UDIOLLA 

que habían anunciado. Ere la agria oorapetenda de 
los hambrientos en tomo a la gamella, en que se 
halla la parva ración, que, conquistada, ha de librar- 
los del hambre. Los labradores de Zaratán y de los 
lugares circundantes, que eran los que acudían & bus- 
car alli segadores, iban y venían ante la compacta 
muchedumbre forastera. Habla que verlos, vestido el 
traje de las fiestas, la media blanca de factura domés- 
tica, el chaleco de buriel con botones de acero y al 
hombro la chaqueta. La camisa Umpia, recién puesta, 
poi ser aquel dia domingo, hacfa parecer más more- 
nos sus rostros de severa traza, en los que la barba 
azuleaba no obstante la rasuradón semanal del sá- 
bado. Eian coitos en las palabras, y las median antes 
de pronunciarlas, con la cobarde prudencia del labrie- 
go pobre. Solían Ir acompañados dé sus mujeres, por 
lo común menudas, de talles altos y senos comprimi- 
dos, muy limpias, la cabeza adornada con el pafiuelo 
de colorines. Iban casi todas cargadas con la alforja 
de frisa, que reventaba con las compras de que se 
hablan provisto. No acompañaban a sus maridos por 
diversión, n! Jolgorio, sino como consejeras y tutoras, 
que anadian a la natural desconfianza del hombre la 
sagaz y sospechosa vigilancia de la hembra, repre- 
sentante de las cedidas familiares, ajena a toda aven- 
tura y a toda generosidad. Ellas eran las que deddlan 
y las que con mayor fiereza regateaban, empleando 
vocablos desdeñosos para los segadores. A veces un 
arranque de ira de la labradora, al ver cómo se obsti- 
naba el Jefe de la cuadrilla para imponer un precio 
elevado, ponía término a la negodación. 

— Idos noramala a segar los panes de BarAho- 
na— deda la mujer con aire frenético, refiriéndose a 
la ¡yerma planicie donde la|superstÍdAn tradldonal 



EL riffO PIBDO 157 

imagina que se juntan tas brujas de todo el reino. 

Y el astuto segador, Que en nombre de sus com- 
pañeros n^odaba, respondía con mansedumbre un 
tanto trónica, sin abandonar los usos del respeto esta- 
blecidos por la costumbre: 

—Vayan con Dios los amos. No encontrarán quien 
los sirva más barato. 

Pero luego se reanudaba la conversación, porque 
harto sabían el labrador y su compañera que se- 
ria inútil pretender rebaja; los forasteros estaban de 
acuerdo y lo hubiera pasado mal quien traicionase el 
acuerdo de la colectividad nómada que tiene en su 
hoz, no sólo un modo de ganar la vida, sino también 
de dar la muerte. 

En aquel dia los tenderos de Zaratán hadan buen 
negodo dando salida a los géneros que de tercera o 
cuarta mano y con elevadón de predos absurda ex- 
pendían. Hallábanse en la calle del Cardenal Albornoz 
casi todos los establedmientos de comerdo de la du- 
dad, ocupando las ruines y angostas casas de aquella 
via. Estas tiendas, al estilo de las antiguas abacerías, 
almacenan los artículos más heterogéneos: las telas 
con que se engalana la gente lugareña y los aparejos' 
bastes y jáqwmas de las bestias de labor, velas de 
cera y armas de fuego de fabrlcadón tosca, cromos 
catalanes con sus marcos dorados y botijos de barro 
blanco, varas de fresno atadas en haces como las de 
los lictorea, y objetos de feneterla, tiras de cuero para 
abarcas y alpargatería de la Rioja. Penden delante 
de las puertas de las tiendas congrios amojamados, 
lonjas de todno, ristras de chorizos, sartas de ajos, 
corambres que aun recuerdan la forma del animal 
que llevaron dentro, mantas, blusas, boinas negras y 
amarillas, sombreros de desaloradas alas y de pesa- 



.t;»ogic 



158 J. ORTEGA MDNILLA 

dlstma contextura, paraguas y quitasoles, fajas que 
ODdean azotando el rostro de los transeúntes, paque- 
tes de cordelería, palas de hierro, bieldos, almoca- 
fres, todo revuelto en una confusión pintoresca de 
zoco moruno. Para que esta reminiscencia marroquí 
sea completa, falta sólo la algarabía nasal con que 
nuestros hermanos del Mogreb orquestan su vida: 
mas contemplando los rostros que el sol y el aire han 
puesto obscuros y relucientes, los pechos y los brazos 
del color del cordobán, laá* miradas iracundas que 
parten de los ojos ardientes, hay motivo para sospe- 
chai que una cablla ha llegado a la villa de Las Lo- 
mas para reanudar en sus campos y en suy jarquías 
la historia que interrumpió en ei siglo XI el obispo 
reconquistador Don Ardido, el de lás luengas barbas 
y el lanzón giganteo. Y por si faltara algún rasgo de- 
finitivo para que la confusión étmca y geográfica se 
produzca, escuchad el rumor de los infinitos enjam- 
bres de moscas qué vuelan sobre las vituallas ex- 
puestas en las mesillas con que los tenderos prolon- 
gan sus escaparates y mostradores. Las aceras y el 
arroyo están llenos de canastas de uvas, brevas, al- 
bérchigos, melocotones. Aqui se alza una mediana 
montafiuela de quesos de cabra, alli se amontonan 
las serillas de higos valendanos, allá el carnicero 
presenta, en sucias fuentes, livianos, corazones y ca- 
bezas de cameros; acullá las cubas de escabeche ta- 
rifeño arrojan el picante vaho del fortisimo vinagre. 
Y en todo, sobre todo y en torno de todo las mosca? 
andan en asquerosa nube proclamando el Imperio de 
la suciedad y de la barbarle. No es que las cabilas 
han vuelto. Es que no.se hablan ido. 

Los segadores han marcado este afio para su tra- 
bajo precios fuertes. No se meterá una hoz en las mie- 



X'.oag\c 



EL PAJtO PARDO 159 

ses si no se da a cada hombre on jornal de tres pese- 
tas, más las cinco comidas y el vino a discreción. Los - 
labradores se resisten. Son las dos de la tarde y aún 
no se ha cerrado un solo ajuste. De ambas partes se 
agualda que el tiempo dé la victoria a quien posea el 
talento de la paciencia, lucha en que se acecha el pri' 
mei movimiento de nerviosidad del adversario para 
caer sobre él y hacer botín de su voluntad y de su 
dinero. La prolong^ada porfié empezaba a exasperar 
a unos y a otros; pero los más inquietos eran los la- 
bradores, porque habia circulado el nunor de que, si 
antes de media tfirde no se llegaba a la avenencia, 
los segadores se irian de Zaratán a las tierras altas 
de la Con&B-Loma, donde se les esperaba, y en este 
caso las jnieses de Las Lomas meridionales se con- 
sumirían en los surcos. ,, 

En el casino de la localidad--ett uno de ellos, por- 
que lo& clubman de Zaratán eran pocos, pero mal 
avenidos, — se reunieron los ocho o diez labradores 
principales para tratar del caso. Allí se habló de los 
peligros que amenazaban, y se lanzó la idea de apelar 
a la fuerza. 

Don Tadeo de Santa Olalla, cacique y usurero fa- 
moso, presidente de la Hermandad de Nuestro Sefior 
del Gnmo de Oro, émulo del difunto Qálvez, y a 
quien Interesaba que la recolección empezara cuanto 
antes, para cuanto antes cobrar las cantidades que a 
premio estupendísimo tenia prestadas, apuntó la idea 
de que acaso en la terca obstinación con que los sega- 
dores mantenían las ruinosas condiciones de su tra- 
bajo, se ocultaba una huelga organizada por los ene- 
migos de la villa. 

Don Ouilleriño Ozores, consiliario de la Herman- 
dad, letrado, que asi gobernaba los intereses de la 



.t;„ogic 



IQO :. OBTXOA HUMILLA 

oobñáSñ como kM eoibaigos de los deudoies de Santa 
Olalla, recoidó que el Código penal castiga a tos que 
te ponen de acuerdo para elevaí los precios de las 
cosas y servidOB necesuios a la pública sustentación; 
y e]q)uso una teoria económica, política y de juris- 
prudencia que entusiasmó a los congregados, porque 
el propietario castizo estima que su interés es su de- 
i«cho, y dipud éste Intangible y sacrosanto. 

En esto entró en la sala el conserje del Círculo con 
la notida de que ya se babia hecho un ajuste, en las 
condiciones que imponían las cuadrillas. 

—¿Quién ha sido el cobarde fa^ldor?— preguntó con 
vox colérica don Tadeo. 

No era uno solo: eran todos los labrantines con el 
Hormigón a la cabeza. Éste babfa tratado en nomlwe 
de sus compañeros de la cofradía del Patio Pardo. 

La Indignación fué general. Los propósitos de ven- 
ganza, fieros y vehementísimos. 

Escuchóse entonces un rumor sordo que venia de 
la calle. Sonaban pasos perezosos de una multitud, 
que lentamente se movía, confundidos con el andar 
de bestias ramaleadas, cuyos lerrados cascos heiian 
los guijarros. La mareta de las conversaciones de la 
andante caterva formaba confusa totalidad, de la que 
apenas sobresalían algunas voces agudas, con las 
que se llamaban unos a otros para reunirse los 
miembros de las cuadrillas que se hablan disgre- 
gado durante las Idas y venidas por La calle del Car- 
denal Albornoz. Eran los segadores que emprendían 
la marcha. ¿Adonde? ¿Por qué? ¿Cómo era aquello? 
¿Daban por Interrumpidos los tratos y se iban de Za- 
ratán? 

Bien pronto se dieron cuenta de lo que pasaba los 
•e&oies del Casino de la Amistad. Impadente y sin 



,e;oogic 



BL PJkSo PARDO 161 

podtt dominarse, se asomó al balcón don Tadea. 
Vio la calle del BaiUo, donde el Círculo estaba, que 
era frontera a la Colegiata, y formaba esquina-coa la 
del Cardenal Albornoz, llena de gente. Las legiones 
errabundas de la hoz se alejaban con sus bestias y 
con sus hatitlos. Era una retirada tranquila, la marclia 
de UQ rebafio que se deja conducir por sus guias, y 
que, no sabiendo adonde va, está cierta de no equi- 
vocar el camino. Asi se alejan los animales emigra* 
dores de los patajes donde los elementos los comba- 
ten y los hombres los persiguen. Advertíase en la 
turba andariega aquella disciplina que las masas 
populares guardan al primer día de sus campañas de 
defensa o de ataque, disciplina que presto rompe la 
pasión del odio, rindiéndolos y entregándolos a.ad' 
versarlos y explotadores. 

Contempló don Tadeo la infínita variedad de los 
guiñapos que vestían a la chusma errante, la diversi- 
dad de sus tipos, como de hombres que eran de razas 
distintas. Iban allí los achaparrados silenciosos y 
tristes castellanos de las mesetas estériles, curtidos 
por los vendavales y esqueleteados por la heredada 
miseria fisiológica. A su tailo caminaban los levanti- 
nos, enjutos y esbeltos, cuyo aire de osadía, como 
seftores que eran de las sendas del vivir aventurero, 
rieptador de los peligros, daba a su pei^fio astroso 
aspecto de marcial gentileza. 

Los mozos mostraban la alegrfa que a la incons- 
ciente versatilidad juvenil inspira lo inesperado, y 
más si la aventura no presenta un desenlace cono- 
ddo. Un grupo de cincuentones, ai quienes las aspe- 
rezas de una existenda en que'súbraron las fatigas y 
faltó el pan, hablan antidpado los trágicos aspectos 
de la vejez caduca, conversaban con animadón. A la 



I., Ciooi^lc 



162 J. ORTBGA HÜNILLA 

cabeza de este grupo iba.un hombre de delg&dez ex- 
trema, la tez amarillenla, los ojos de ñiflas tan pálidas 
que parecfffli mirar con la comea. Un pañuelo negro 
cefila su frente, y sobre e) cuello llevaba dos hoces, 
cuyas agudas puntas se ocultaban en sendas zoque- 
tas. Abierta o desgarrada la camisa mostraba las cri- 
nes del pecho, y en el siniestro lado de éste una tíca- 
tiiz livida. Un galgo atigrado, flaco como el hombre, 
seguía a éste, ajusfando su marcha a la de una ju- 
menta, tan menuda, que casi le arrastrabas los sero- 
nes de que era portadora. 

— lAhi los tenéisi— dijo el hombre del pañuelo ne- 
gro a los que estaban cerca — . Los que nos iban a 
hacer segar a tiros. 

Y señalaba a dos parejas de guardias civiles, cuyos 
tricornios enfioidados se destacaban ea lo alto de la 
calle. £1 aperador de don Tadeo habla hecho dicular 
la absurda especie, para atemorizar a los segadores y 
obligarles a ceder en sus pretensiones. 

< — Os estáis buscando una perdidóir— les habfa di- 
cho — . Mi amo y los otros señores no quieren que lea 
robéis. Tienen de su lado a los de justicia y a la 
GuBidia civiL Ninguno de vosotros traéis los papeles 
en regla, ni cédula personal, ni Cristo que lo fundó. 
De modo y manera que en cuanto empiecen a pedi- 
ros los documentos iréis entrando en la cáiceL> 

No fué necesario más para que las cuadrillas acor- 
dasen pariir. Sólo se quedaron en Zaratán las que 
habían sido contratadas por los labrantines centene- 
ros, unos noventa hombres. 

Había en esta resoludón, no sólo un efecto del 
miedo a posibles violencias, sino, además, un senti- 
miento de venganza. Les initaba el empeño de los 
labradores ticos de Zaratán de que se les hiciera el 



KL paRo pardo 163 

avio más barato que a los de las otras zonas don- 
de ya habían trabajado aquel afio. A los mismos 
precios que pedían en la villa de Las Lomas habían 
sido pagados en Maiadel, en Las Rastreras, en toda 
la campifia del Tajuelo y en los rodeos de Santa 
Cruz de los Donceles. Ya en anteriores jomadas se 
hablan encontrado alli con el mismo propósito de re- 
baja, y siempre había partido la iQíciativa de don 
Tadeo, el gran cacique de aquella comarca, que cada 
dia abusaba más de su poder aeciente. Asi- inspira- 
ba él un negro odio a los jornaleros del país y a los 
forasteros. 

Algunos de los segadores que conocían a don Ta< 
deo viértmle en el balcón del casino, y se detuvieron 
un punto a mirarie. -El hombre del pañuelo negro y 
desgalgo flaco levantó los pufios en alto, y con une 
sonrisa fría y amenazadora exclamó entre dientes: 

—Si alguien te seg^a a ti la cabeza iban a tocar 
solas las campanos de la Colegiata y el vino iba 
B subir en Las Lomes. 

Pncuró Santa Olalla reprimir la ira que le produ- 
da la actitud de los segadores, y, afectando calma y 
serenidad, dijo a sus acompañantes: 

— Mucho orgullo van echando esos granujas. Ya 
volverán. El hambre es gran domadora de volunta- 
des... Pero los centeneros habrán de pagárnosla cara. 



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Don Tadeo Santa Olalla y Martínez era hijo de un 
notarlo de Tónico de las Lomas (un lugar de escaso 
vecindario y de pobres recursos), quien, no pudiendo 
dar a su hijo carrera y estudios, apenas supo el chico 
leei y escribir, le colocó de dependiente en el alma- 
cén de Dueñas Hermanos, el más Importante de No- 
blurve. Despierto, activo, servicial y obediente, en 
poco tiempo se granjeó la simpatía de don Flotentín, 
que era el mayor de los Dueñas y el gerente de la 
casa. Fuerte, y dispuesto siempre a ejecutar el trabajo 
que se le encomendara, así hania la tienda como iba 
B llevar las compras a los parroquianos. Y cuando 
llegaba el domingo, en vez de irse de paseo con sus 
compañeros, se quedaba en el almacén, donde bus- 
caba alguna ocupación que pudiera ser grata a 
su amo. 

— Pero, muchacho — le decía éste — , ¿no sales como 
los otros? 

~No, señor — respondía él—. Si su merced me lo 
permite me estaré aqui. Y si me deja, haré algo para 
entretenerme. 

' Contestación que fué la base de su fortuna, porque 
don Florentfn Dueñas, que había hecho su pequeño 
caudal en Buenos Aires, matándose a trabajar, estí- 
maba sobre todas las cosas a los hombres para quie- 
nes el descanso es el aburrimiento y que no sienten 



EL FAÍlo PAIffiO 165 

fatiga ni tienen necesidad de diversiones. En estas 
horas, Tadeo limpiaba las piezas de tela con un plu- 
mero, ordenaba los clavos y tomillos que el despacho 
de cada dia habla dejado luera de sus paquetes, cor- 
taba azúcar de pilón en pequeflos fragmentos, remo- 
vía los montones de bacalao para evitar que las pie- 
zas de debajo se humedecieran y líis de arriba se se- 
casen demasiado, disponía en artísticas pirámides los 
botes de conservas, buscando siempre alguna faena 
que le valiese el aplauso del príndpal. Y esto lo ha- 
cía de modo que los otros dependientes no se enoja- 
ran por su celo, porque, entre otras habilidades, le 
habia dado Dios la de llevarse a maravilla con todos. 
Él ocultaba sus ambiciones y se presentaba a la mi- 
rada ajena como un humilde, un inhábil y torpe. 

Dedicaba algunos ratos a leer el único libro que 
habia trafdo de su casa, que era un volumen desen- 
coademado en el que estaban la ley de Enjuiciamien- 
to dvil, el CócUgo de comerdo, el Arancel notarial y 
el Reglamento para la exacción del impuesto de pa- 
pel sellado. Al despedirse de su padre le habia pedi- 
do algo que pudiera leer para que no se le olvidara, 
y el notario le dio aquel tomo, único del que podía 
desprendeíse, porque otra clase de libros jamás en- 
traron en el despadio del depositarlo de la fe públi- 
ca. No era muy distraída la lectura; pero Tadeo u 01a- 
Ulta. como le llamaban en el almacén, se pasaba 
grandes ratos leyendo y releyendo, con lo que llegó a 
aprenderse de memoria el texto. 

Un día en que dbn Florentin estaba muy pensativo 
porque uno de sus comitentes, tendero de Mohed£ra 
del Pulgar, habia quebrado, dejándoles a deber unos 
miles de reales, hablaba de ello con el dependiente 
mayor sobre la manera de resarcirse y del procedí- 



166 J. OBTBQA UITNIIiLA 

miento judidal más barato, ^caz y lápIdo para In- 
tervenir en la quiebra, Ol^lita, que, armado de mu 
regadera, rociaba el suelo, para después barrerlo, es- 
cuchó con toda atención lo que ambos decían, y de, 
repente se detuvo, y dirigiéndose a Dtiefias, exclamó: 

— Si el amo me lo pomttc diré una cosa que sé de 
eso que tratan. 

Miró al muchacho con sorpresa don Florentln. 

— iQné has de saber tú, hombrel— dijo. 

— SI, seHor. Sé. Ya lo verá su merced cómo sé. 

Y recitó, sin errar en va tilde, los artículos del Có- 
digo sobre quiebras y embargos mercantiles. 

— A ver, a ver — repuso el comerciante — . ¿Quite te 
ha enseñado eso? 

—Yo k) he aprendido en un libro que me dio mi 
padre. 

Aunque hié de escasa utilidad para Duefias la sa- 
biduría I^fule^ de Olalllta, valló a éste la conside' 
ración de aquél y le destaca de la servidumbre de la 
casa. Ya no barrió más la tienda, nf cargó con fardos, 
pl anduvo por la población con la cabeza descubier- 
ta repartiendo comestibles y telas. Habla sido desti- 
nado al escritorio. 

Tres aíios después Tadeo era el primer dep«idi«i- 
te del almacén de Duefias Hermanos, y cuando el 
mozo cumplió los veintidnco, quedó asociado a los 
n^odos del establecimiento, que tí, con Inteligentes 
iniciativas, habla hecho prosperar extraordinariamen- 
te. La vulgar y conocida historia del hortera feliz se 
repiüó otra vez. Don Ftorentin tenia una hija, con la 
que contrato matrimonio Santa Olalla, y entonces éste 
se quedó con ti coraerdo, pasando una renta a su 
suegro, quien, enfermo y casi ciego, hubo de retlraise 
~de los negocios. No se contentó Tadeo con las mo- 



KL PAflO PÁ&DO 167 

destas ganancias de aquel mercanceo, sino que em- 
prendió otras empresas más Importantes. Se hizo con- 
tratista de oblas públicas. Construyó puentes que se 
hundian- a la primera riada, carreteras que estaban 
llenas de baches antes de que apareciesen marcadas 
con una rayita en las cartas oliciales, el asilo provln- 
áal de Noblurve y ias escuelas normales de la pro- 
vinda. En estos andares conoció a los políticos Influ- 
yentes de la comarca, y con la protección de elÍ(K 
acrecentó sus beneficios. No reparaba en escrúpulos 
ni en sutilezas de virtud. Para ¿1 era bueno todo lo 
que las leyes no castigabaQ. Y las leyes laS entendía, 
no como la expresión de un concepto moral que de- 
bía ser recetado en su esencia, sino como una fór- 
mula cuya letra, cumplida estrictamente, constituía la 
base de la sociedad. No en vano habla sido el Código 
de comerdo la escuela de sus primeras enseflanzas. 
Llegar al último limite de lo permitido, aun frisando 
con lo penable; convertir el derecho en arma de ODm- 
tiate para vencer a los demás: ese era su constante 
propósito. No era abogado; pero no habia en esta tie- 
rra, esencialmente forense, más astuto pragmáüco. 

Aprovechando una ocasión milagrosa, compró por 
unos cuantos miles de duros una finca regia, situada 
en Zaratán, y que procedía de los bienes de la Iglesia 
desamortizados por Bravo Murillo. Esto le obligó a 
trasladar su residenda a la villa de Las Lomas, des- 
pués de ceder en pingüe traspaso el almacén de que, 
muertos los Hennanos Dueñas, era su esposa la úni- 
ca propietaria. Entonces fundó don Tadeo su cacicaz- 
go, uno de los más diestramente regidos de la ned<^; 
y a la sombra de su" poderosa influenda su fortuna 
aumentó fabulosamente. Para evitarse tos enojos elec- 
torales, en que acreditó desde, luego su maestría, 



168 J. ORTSGá 1IDSILI.A 

buscA un personaje de los que pievalecen en todas 
las situaciones, uno de los que en el argot político se 
dice que «timen distrito propio», y que vienen a ser, 
respecto de ios ciudadanos votantes, lo que los enco- 
menderos de la conquista americana respecto b los 
esclavos de la Nueva Bspafia. Asi no habla luchas, y 
se libraba de las murmuraciones populares, de los 
ataques de la Prensa y de las cavilaciones y trabajos 
que desvelan y fatigan a los muñidores del sufragio. 
Los alcaldes de los pueblos que componían e) dis- 
trito le enviaban las actas parciales de una elección 
que no se había verilícado y que, sin embargo, signi- 
ncaba el asentimiento de la resignación, y, celebrado 
el escrutinio con todas las solemnidades de la ley, 
don Tadeo remitía la credencial de diputado a Cortes 
al personaje, quien recompensaba estos servicios 
siendo el agente de los intereses del cacique en lo 
que éstos tenían de relación con el Poder ceiitraL Tal 
Vez ese personaje era alguna vez ministro, y entoo' 
ees Santa Olalla decia en su tertulia, o en el Casino, 
del que era presidente honorario: ^Zaratán me debe 
el honor de que su diputado sea consejero de la Co- 
rona.» 

Desde el viejo caserón restaurado en que vivía, ei 
cacique manejaba los infinitos hilos de su orgzmiza- 
ción, al extremo de cada uno de loe que habia un in- 
terés, una vanidad, una esperanza, un odio, acaso un 
cñmen. Y él tiraba, suave o enéticamente, según las 
circunstancias exigían, para obtener el servicio nece- 
sario. A fin de asegurar su dominación, habia procla- 
mado una severa, tenible, ordenanza, que sólo estaba 
escrita en su memoria, y que aplicaba el castigo co- 
rrespondiente a cada desafuero. La desobedientía 
podia merecer indulto. La rebeldía, en algunps casos, 



EL pilto riRDO . 169 

también. La traición, nunca. Para los desleales tenia 
el T^vlo de Las Lomes establecida la pena de muer- 
te civil. Y era Inexorable en sus sentencias. 

Jamás quiso aceptar caicos dñdales, ni honores de 
relumbran. Pensaba que ellos ofenderían su concepto 
de la existencia, concepto práctico y utilitario, ajeno 
a )o fantástico y aparente. Como algunas favoritas de 
reyes trocaban la brillante indignidad de su situación 
por la riqueza y las prebendas para sus familias, el 
cacique, que estaba unido a la nación por un matri- 
monio de la mano izquierda, convertía los espléndi- 
dos uniformes, las galas del boato oficial, el relum- 
iHón ministerial y cortesano, en beneflcios, influen- 
cia, poder eficaz y fuerza irresistible. £l, que tiacla 
concejales. Ayuntamientos, Diputaciones provincia- 
les, diputados a Cortes, senadores, jueces, magistra- 
dos, y tenia en Madrid un servidor excelentísimo que 
hablaba a diario con el rey, debia despreciar las va- 
naglorias déla publica gobernación, mirando a la ca- 
terva de sus hechuras como el director de un teatrillo 
de fantoches a los muñecos que menea. La turba por 
él creada se movia, actuaba, peroraba en la tribuna, 
escribía en los periódicos, dictaba sentencias, recau- 
daba tributos, ejercía las funciones de la autoridad, 
pera que, libre/de responsabilidades, él implase. 

y ese mismO-S^tido de la realidad, en su aspecto 
más bajo, cuanto jnás útil, le aconsejaba no hacer 
ostentación de su prestigio, ni herir la vanidad de los 
otros. Transigía con ellos, en cnanto no le estorbasen, 
y les concedía su benevolencia, siempre que ello no 
p«tuibBni sus planes. Disimulaba su tiranía para no 
hacerla demasiado odiosa. 

Santa Challa habla consentido que -el Caracol se 
enriqaeClera, cuidando, eso sí, de qtte la influencia d^ 



170 , ;. OBTCOÁ HDKILLA 

Oto que atesoraba no se convjrtiem en Instramento 
perturbador de >u poderio. Y coa ef Señorito habte 
observado una conducta de tolerancia respetuosa. 

Ahora, la muerte de la condesa del Viso creaba 
pera él una dificultad. La Cofitidia de Nuestro Sefior 
del Qiano de Oro era Patrona de la tundacióa Madri- 
gal, UD instituto benéfico, poseedor de caudal consi- 
derable, legado p(H un obispo de aquel ^wUido pera 
«nplearlo en dotes de doncellas pobres y de monjas, 
carreras eclesiásticas a seminaristas sin recunos, prés- 
tamos sin interés a labradores, eo ^w^ de pmuria, 
estra^s de las tormentas o epidemias del ganado, y 
para sostener tres hospitales en otros tantos pueblos 
de la zona, que eran Zaratán, Los Santos Ganpi^s y 
Carrinches de Escalona. La condesa del Viso, como 
representante de la rama primaria de los Madrigal, 
tenia la suprema inspecdén de ese Patronato; pero 
nunca la habla ejertído. Su ancianidad, sus enlerrae- 
dac^es y la tristeza de su viudez le hablan hecho ol- 
vidar la obligación en que estaba dever si el inmenso 
caudal de la hindación se empltaba en los fines ca- 
ritativos que el obispo dispusiera. Además, le Inspka- 
ba confianza la honradez de Santa Olalla, que era 
quien, como presidente de la Cofradía, llevaba -el té- 
gimen del pío Instituto. Y él cuidaba muy hiende 
alimentar aquella confianza cerca de la condesa. 
Fallecida ésta, iban a parar las funciones tutelares a 
lu sobrino el marqués de Cálemela, varón re^wtable. 
que vivía en Madrid. Previsor y avisado, don Tadeo 
venia desde hace tiempo previniendo el Animo del 
marqués para cuando llegara el caso que ya se habla 
producido. Seria un quebranto para la omnipoteada 
del cacique el que se disminuyera la libertad con que 
ti administrábalas cuantiosas rentas de la obr» pta- 



SL PAflO PÁBDO 171 

dosa. No es que se lucrara con el diaero de los pobres; 
es que, siendo el disprasador de tantos benefidos, el 
influjo de su cacicazgo político iba aumentando, en- 
noblecido por el ejercicio de la piúvida caridad. 

Asi esperaba con impaciencia la confirmadón de 
sus esperanzas con una resolución de) marqués de 
Caleraela que le confirmase en la función que venía 
desde veinte años eferdendo. Y ello le oÜigaba a 
mayor atendón para con don Quirino: porque éste 
cazeda de poder para darle o quitarle lo que tanto 
ansiaba conservar; peio si era de temer que, si se inri' 
taba, acudiera a su ilustre pariente con quejas o acu- 
sadones que diScultaran la soludón favorable. Por 
mucho que el marqués despredara a don Quirino, al 
fin era pariente suyo, y no hablan de series grates sus 
protestas en asunto que importaba al renombre del 
linaje. 



Dgitiz^dbv Google 



Cerca de diez mesee llevaba preso Hernando Palo- 
mera, y aún no se habla resuelto el juez a dar pcff 
concluso el sumario. Esperaba que al Hn dedárase 
aquél su culpabilidad, y confiaba para ello en la ac- 
ción del calabozo y del régimen c¿u^lario, que nnde 
las voluntades más vigorosas. Aún iba a ver al pro- 
cesado frecuentemente, y siempre llevaba diapuesto 
algún ardid, alguna estratagema para penetrar en el 
escondido misterio de aquella conciencia. Había teni- 
do en incomunicación a Hernán todo el tiempo que la 
ley consiente y mucho más; y con cualquier motivo, o 
sin motivo alguno, volvía a decretar la incomunica- 
ción, aplicando así al infeliz una especie de trato de 
cuerda moral para descoyuntar el espíritu que él su- 
ponía obstinado en esconder la verdad. 

Cuando se preguntó al preso respecto al nombra- 
miento de abogado defensor, dijo: 

— No conozco a ninguno; no tengo con qué pagar 
los servidos del que eligiese, y como sé que me van 
a condenar, seria inútil pensar en eso. 

— Entonces la ley te proveerá de defensor — replicó 
el juez. 

— Me es igual. Nada espero, nada temo sino la jus- 
ticia de Dios. 

— ¡Tan convencido estás de tu culpa, y tanto pesan 
sobre ti las pruebas del crimen que has cometidol 

— iTan seguro estoy de que un hombre solo y ence- 



BL paSo pardo 173 

rrado nada puede contra todos los que se han empe- 
ñado en pef detiel 

— Pero, ¿quién tiene ese empeño? 

— Los que han utilizado en contra mia lo que pasó - 
entre don Simeón y yo en la mañana del asesinato, y 
además han inventado la infamia de la talega escon- 
dida en mí pegujal. 

— ^¿Quién ha podido cometer maldad semejante? Si 
lo sabes, dilo. 

— No lo sé. Si lo supiera Jo diría. Y de una sospe- 
cha nadie baria caso. 

—Pero ¿sospechas de alguien? 

—Sí. 

—Pues habla. 

—Será inútil. 

-^¿Es que detconfias de la justicia? 

—Sí. 

—La ofendes y desacatas, y ello será un nuevo de- 
lito del que habrás de dar cuenta. 

— No me importa. 

— Volverás a la incomunicación para que medites 
en la soledad acerca de sí no te convendría más hablar 
y decirlo todo. 

— Nada diré al señor juez porque estoy resuelto a 
callar. 

— Así hablan los soberbios vencidos... ¿Quieres 
algo que pueda aliviar tu situación? Soy severo, pero 
no cruel. 

— Sólo quiero que me venga a ver, si me hace la 
meroed, el señor cura de la Colegiata. 

—Se le dirá... 

—También quiero ver a mi mujer; pero eso no lo 
pido, porque hace muchos meses que lo he dicho y 
siempre se me ha negado. 



174 J. OBTKOA ItüNILLA 

"^El Juzgado no considera conveniente esa entre- 
vista... iTienes que quejarte dei mal randio o de tra- 
tamientos de violencia? 

— Nada más he de dedr. 

— El orgullo de los desesperados domina tu alma. 

Hernán levantó los ojos a lo aito, y los músculos 
de su rostro se contrajeron enérgicamente. Como no 
respondiera ni una palabra a otras preguntas que le 
dirigió el juez, éste ordenó que le condujeran de nue- 
vo 8 su celda. 

Al día siguiente fué introducido en el locutorio, 
donde le esperaba el procesado, don SeraEin del 
Avalo, cura párroco de la Coléala, y capellán 
mayor de la Hermandad de Nuestra Sefiora del 
Centeno. 

— Aquí me tienes. Esperaba que me llamases. Va- 
rias veces he intentado verte, peio no lo he consegui- 
do. El alcaide me ba dicho que para ello era pfeciso 
una orden del juez. 

Don Serafín del Avalo era hombre de edad avan- 
üada, alto, delgado, la cabeza estrecha y larga, el pelo 
muy redo, espeso, completamente blanco, la nariz 
recta y huesuda, los ojos del color del acero. Nacido 
en Zaratán, hijo de un pobre labrantín, habia pasado 
la infancia guardando las ovejas de su padre, y ape- 
nas habia recibido las enseñanzas primarías, cuando 
fué llamado al servicio militar. Eran los dias trágicos 
de la primera guerra civil. En su alma ruda de nifio 
campesino, sólo vibraba un sentimiento: la devodón 
a la Virgen del Centeno. Aquella Setlora, a la que la 
tierna piedad del pueblo habia vestido con un manto 
de paño pardo, sobre euyoi pliegues brillaban las 
toscas alhajuelas, ofrenda de los rústicos fieles, se le 
apareda en la soledad del campo entre las neblinas 



SL PAflO FüllDO ITS 

matfnales, y el muchacho se prosternaba de rodillas 
y rezaba lai^ y efusivamente. 

La fiera vida del campam«ito, tan ajena al amor 
de Dios y al de los hombres, era poco grata al mozo, 
no porque le fallara bravura para resistir los riesgos 
de la guerra, sino porque no encontraba alli el espí- 
ritu religioso que a él le dominaba. Un día un sar- 
gento le amonestó por un descuido o negligencia, y 
al reprenderle, soltó una horrenda blasfemia. Serafín 
contestó dando al sargento una bofetada, y, sin mós 
espera, se pasó al campo carlista. Tampoco encontró 
entre los defensores del altar y el trono el respeto de- 
bido a las' cosas divinas; pero hubo de resignarse, y 
esperó ver cómo la fortuna resolvía el difícil proble- 
ma de su existencia. AHÍ conoció a un fraile navarro 
que iba y venia de Pamplona y San Sebastián oon 
recados y comisiones. Este religioso pudo preciar la 
devodón del voluntario, y le dijo: <Tú debes abrazar 
el estado religioso. La vocadón te lleva al altar.* En- 
castado le oyó Serafín; pero, ¿cómo lograr lo que, sin 
haberse antes dado cuenta de ello, era tí ansia de su 
corazón? £1 fraile le puso en el camino del sacer- 
docio, enviándole a Valenda, donde, previas las re- 
comendadones necesarias, ingresó en el Seminario. 
Seis allos después cantaba misa. Su deseo era volver 
a Zaratán para recoger y cuidar a sus padres que, en- 
fermos, pobres y ándanos, mendigaban la caridad 
pública. El valimiento de su proteAor, elevado a la 
Procura de la Orden a que perteneda, orilló las difi- 
cultades que el caso presentaba, y pocos meses des- 
pués era nombrado don Serafín del Avalo, coadjutor 
de la parroquia de la Colegiata, de la que, al cabo de 
varios afios, fué párroco. ' 

Era proverbial su caridad, qsl como la rudeza de su 



176 J. OBTESA unsiLiM 

ttato. Los QstHdlos dd Seminario no babian labrado 
la rustiquez originaria del sacerdote que, habiendo 
llegado a ser pastor de almas, no se olvidaba de que 
antes lo habla sido de ovejas. 

— ¿Cuánto tiempo hace que no has confesado? — 
preguntó don Serafín al pieao. 

— Mucho tiempo; desde antes del dia... 

— ¿Del dia en que cometiste esa barbaridad? 

— ¿Usted también cree que yo h6 matado a don 
Simeón? 

—Todo el mundo lo cree. 

— Pues soy inocente... Se lo digo con el corazón en 
la mano. 

—¿Eres Inocente?... ¿De veras?... ¿He lo repetirás 
ante este escapulario?— exclamó el cura, sacando de 
debajo de su raída sotana uno en el que aparecía la 
imagen de la Virgen del Centeno. 

Hernán el de les Palomas cogió el escapulario, lo 
besó. Sus pupilas se humedecieron. 

—Ante mi santa madre lo juro— dijo, 

— Pues si eres inocente, ¿poi qué no has procurado 
demostrarlo? 

— Porque es imposible. Han echado sobre mi las 
pruebas más grandes. 

—Ya lo sé. Me he enterado de todo... ¿Quién habrá 
hecho esa espantosa y horrenda canallada?... 

— Yo me lo figuro... ¡El Señorito! 

—Pero, ¿es que lo sabes, o que lo supones? 

—Lo supongo nada más... Es decir, lo supongo... 
y lo sé. 

— ¿Y en qué te fundas? 

—En mudias cosa$ y en ninguna. En que no tengo 
enemigos que hayan podido idear eso por perderme; 
en que no hay en el pqeblo nadie que sea capaz de 



BL faSo pardo 177 

tanta meildad, como no sea ese hombre; en que sé 
que hace tiempo tenia él sus peleas con el Caracol, 
por cuestiones de dinero; en que he visto en todo lo 
que el juez ha hecho la mano de Monteverde, el al- 
guacil, que es mismamente un esclavo de el Señori- 
to; en que si, en que siento dentro una voz que me 
lo dice. 

— jPnes si es asi, hay que incendiar a Zaratán antes 
de consentir que la verdad quede escondida y tú su- 
fras la pena que es de otrol 

Ambos callaron. El preso sentía pesar sobre si la 
jiremediable fatalidad. £1 cura buscaba la explicadón 
lógica de aquella tragedia. 

Después de un largo silencio don Serafín echó so- 
bre los hombros de Hernán el escapulario, y dijo: 

Lo primero es que limpies tu alma. Confiésate. A 
eso he venido. Luego veremos... 

—¿Confesarme?... ¿Podré?... ¡Tengo el infierno en el 
corazónl... ¿Qué es de mi mujer? jNo me han dejado 
verlal... El alcaide me ha dicho que está mala... |DÍ- 
game usted qué es de mi Isabelal 

—Ten calma. Ten serenidad... 

— Pero, ¿qué es de ella?... ¿Dónde está mi Isa- 
bela?... 

— Ella es feliz... No sufre. 

—¿Ha muerto?... ^ios mío! 

— No, no ha muerto. 

— ¿No ha muerto y.no sufre, viéndome asi, estando 
también ella presa?... |Eso no es posible! 

— No ha muerto y no sufre. Ella no se entera de 
nada de lo que está pasando. 

— iMiserablesl... iEntonces es que me la han vuelto 
local 

Y al proferir estas palabras Hernando, su voz rugía, 



178 J. ORTESA UÜNILLl 

SUS ojos chispeaban, sus manos se crispaban con fie- 
ra vehemencia. 

Don Serafín levantó los bra20s sobre la cabeza del 
preso, y con acento trémulo, en el que la emoción 
latía, murmuró: 

—lOirece a Dios tus dolores, que por ello te serán 
perdonadas tus culpas! 

— Los mios, si; mis dolores, si; pero los de ella, no, 
los tormentos que habrá sufrido la mártir, esos no se 
los puedo ofrecer, ni me los arrancaré nunca del co- 
razón. iMalvadost... iCruelesl... Sólo quii»Y> un minuto 
de libertad para ir a aaancar las entrañas a ese ase- 
sino. iDespués, que venga la muerte; que venga, y la 
recibiré contentol 

— Ese modo de pensar, ese modo de hablar me 
obligará a dejarte. No, eso no está bren. Tú has reci- 
bido siempre tus penas con resignarión. Tú eres cris- 
tiano. 

■^Lo era. Ya no lo soy. 

— iBárbaro! ¿Qué dioeá? 

—No, no lo soy. Soy una fiera. Yo era bueno. Me 
han convertido en una fiera. lOdlo, sólo odio, odio 
nada más hay aquí dentro de mi pechol 

—Hace poco vi que tus ojos se llenaban de lágri- 
mas. Ahora se han secado y me da miedo la llama- 
rada que los alumbra... ¿Eres un hombre, o eres el 
monstruo del mal?... Retrocede, Satanás, deja a esta 
criatura; déjala, que no es tuya... Hernando, hijo mió. 
Mira que te estás condenando; mira.que esa desespe- 
ración es la obra del malo... 

En la turbación infinita de aquel espíritu ingenuo, 
creyente y candido, no acertaba ccm razones que do- 
meñaran la ira que ardía en el alma del labriego. 
Echóse a sus pies suplicante. 



EL paSo pardo 179 

— iPor la memoria de tu padre, por la de tu hijo 
Hemaitdlilo, por la de Isabela, por ta Santa Virgen, 
nuestra Patronal— exclamó— . Piensa en Dios. Piensa 
en que su gracia basta a indemnizamos con creces 
de todos los sufrimientos. 

Y luego, levantando el rostro y la mirada, afladió: 

— iSeflor, apiádate de éll {Que él se salve, aunque 
yo me condeiiel 

Hernando cogió las manos del cura, que tembla- 
ban, y, obligándole a ponerse en pie, dijo: 

— ^No," padre, no merezco yo tanto. Perdóneme... 
Bien quiero calmar esta rabia que me anda por den- 
tro, pero no puedo. Es la mala semilla que han echa- 
do en mi, y que apenas la arranco, retotiece... ¿Cómo 
quiere su merced que no me descuaje la entraña lo 
que me pasa?... De mi nada me importa. iPero de 
ellal... |de mi Isabelal... Ah, eso no, no... Dígame por 
favor, lo que le ha pasado. 

Unidas las manos en recio apretón, los ojos clava- 
dos en los ojos, aquellos dos hombres parecían haber 
reconcentrado en si todas las angustias de la misera 
y doliente ralea humana. 

— Isabela— respondió don Serafín cuando la emo- 
ción se lo consintió— ha estado enferma más de un 
mes. Tuvo fiebre y no podía conciliar el sueño. Lue- 
go sufrió congojas y sincopes. Estaba en un delirio 
continuado, y se había consumido del ardor de las 
calenturas y de no tomar alimento... Por fin... 

—Por lin, ¿qué?... lAcabe, por la Virgenl... 

— Se ha quedado como una niña de tres afíos, Oe 
nada hace caso. Sonde siempre, y cuando las herma- 
nitas que de ella cuidan la dicen <vamos', se levan- 
ta de su postración y anda, y cuando la dicen que 
rece, reza, pero como una máquina que hablara... 



1M J. ORTSaA uünilla 

— iLoca!... iQué honorl... ¿Y no pregunta por mi? 
— El reoierdo del pasado se ha ido de su memo- 
ria... Y es lo mejer que podfa ocurrírle... Dios la ha 
concedido el reposo del corazón- 
Congojas de muerte agitaron a Hernando. Hundió 
los pullos en los ojos y lloró con indecible angustia, 
entre los brazos de don Serafín, que le oprimían amo- 
rosamente... Luego, sentados en un banco que habia 
cerca del muro, hablaron en voz baja. Hernando su- 
jetaba en las manos el escapulfuío. El espíritu del 
perseguido volvía a humillarse en las orillas del lago 
de la penitenda. 



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xxin 

EL niiifún que, según Nicolás •/ Soldado, venfa 
sonando por la villa, adquirió en los dias siguientes 
los caracteres y proporciones de una obsesión popu- 
lar. No se hablaba de otra cosa en mercado y taber- 
nas que de Hernán el de las Palomas, de el Señorito 
y del crimen de la huerta del Maestre. 

Decíase que don Serafín del Avalo habia confesado 
a Hernán y que éste habia asegurado «obre el Sacra- 
mento del Altar que era inocente, y que el asesinato 
de el Caracol le habla cometido don Quiríoo. Ana- 
diase que Nicolás el Soldado habie hecho una visita 
al preso, y que después andaba propalando que éste 
no tenia nada que ver con aquel delito, y que se iba 
a armar una de mil demonios, si no se hacia justicia. 
La especie se aaeditú rápidamente, y los labrantines 
y jornaleros, entre los que el Soldado tenia mucha 
autoridad, parecían dispuestos a reunirse en la plaza 
el domingo inmediato, después de la misa mayor, 
para recorrer las calles de Zaratán e ir a la cárcel, 
pidiendo que pagasen los verdaderos culpables. 

A todo esto, el periódico socialista de Noblurve, 
La Voz del Obrero, arreciaba en la campaña que, 
desde el comienzo del proceso, habia tnidado contra 
el juez. Ya no eran sueltos breves, sino largos y vio- 
lentos artículos, que determinaron denuncias y reco- 
gidas de loi ejemplares de la publicación. Alguien le 



182 3. ORTEGA Ut7NtLLA 

enviaba datos que nutrían esa campaila, y por ellos 
se enteraban las gentes d^ Que el juez había prescin- 
dido de una pista que podia ser importante. Esos ar- 
tículos eran leídos en voz alta en las tabernas por los 
escasos zarataneses plebeyos que sabían de letra, y 
luego repetidos con exageración por los oyentes. 
•¿De quién era ia colilla de puro que fué hallada en 
la habitación de el Caracol? ¿De quién el bastón que 
alli mismo se encontró?» Estas palabras se oian a 
toda hora en las calles, y apasionaban los ánimos. 
La muchedumbre, que al prindpio condenaba a 
Hernando, y poco más tarde se había olvidado de él, 
ahora reclamaba con violencia que se le pusiera en 
libertad y que se ahorcase a el Señorito. Uno de los 
rumores que círculabaa era el fie que ei escribano 
que había instruido ItAsusa creta que Hernán era 
inocente, j había taiido grandes peloteras con el 
juez por ello; pero éste tenía el compromiso de que 
a el Sefloriio so le ocurriem nada, porque se lo exi- 
gían los Ticos. Una tarde en que el escribano iba por 
la plaza, un ¿^upo de mozos le aplaudió, gritao- 
do: *iViva el defensor de la justicial* En cambio, al 
juez le dedicaron unos cuantos silbidos al salir de la 
botica, donde solla,ir a jugar al tresillo. En el Casino 
Principal de los Señores hubo debates acerca del 
caso, y no faltaron votos coíncidentes con los de la 
plebe, poique el Señorito era odiado de la casi to,ta- 
lidad de los socios, a muchos de los que repetida- 
mente había atropellado; pero don Tadeo y Ozores 
intervinieron con su omnímoda dictadura, y por sus 
manifestaciones se rectificó la opinión de los que así 
hablan hablado. <— Aquello era un desatino — de- 
clan— y una maldad. El crimen estaba absolutamente 
probado: el asesino y ladrón era el Uo de las Palo- 



n. PAÍiO PARDO 183 

mas; y la campafla que se estaba urdiendo era una 
de tantas revelaciones del atrevimiento de la gente 
baja, que cada dia estaba más amenazadora e inso- 
lente. Las doctrinas revoludonaiias iban prendiendo 
en Las Lomas, antes modelo de paz y buenas cos' 
lumbres. El paño pardo se iba llenando de polilla y 
seria preciso varearle. > Este discurso era de la inspi- 
ración de don Tadeo, y constituyó la consigna de los 
Señores, que es como llamaba el pueblo a tos ricos 
o medianamente acomodados, esto es, a los cx)frades 
de Nuestro Padre del Grano de Oro. 

También deda Santa Olatla: < — Madrigal ha co- 
metido incorrecciones y ha hecho, ciertamente, una 
vida poco recomendable; pero, aun en sus días peo- 
res, faa sabido conservar el prestigio cié su apellido. 
Sus calaveradas han sido propias de un tempera- 
mento brioso y de una educación descuidada, no de 
su mala Índole. Si otros se hubieran visto como él, 
sin recursos, hiendo de familia tan principal, habria 
que ver los extravíos a que se hubieran entregado. No 
bay que olvidar que es el heredero del primer linaje 
de esta tierra. Por eso le señalan al odio popular 
los secretos promotores de la campaña.* Y corrobO' 
rando este dictamen, añadía: < — Yo mismo, qi\e he 
tenido algunas diferencias con el señor de Madrigal, 
declaro que siempre le he juzgado como un perfecto 
caballero. Hay que poner coto a la vil maledicencia 
y castigar duramente a los que la sostienen.» 

No hada falta lanío para que la opinión de Zara- 
tán de la Priora y de los lugares inmediatos se divi- 
diera en dos partidos, o mejor, para que en los dos' 
partidos en que siempre estuvo dividida aumentase^ 
los odios que los separaban. El incidente de ibs sef> 
dores habla ya excitado mucho las añejas iras, y 



.t;„ogic 



184 J- ORTEGA UUNttXA 

Se/lores habfnn conversado repetidamente sobre lo 
que convendría hacer para vivir dignamente, sin estar 
sometidos a las cóleras y pasiones mines de los villa- 
nos pelarruecas. 

La verdad es que los labradores hablan sufrido 
considerables perjuicios con la retirada de las cuadri- 
llas. A duras penas, pagando soldadas excesivas, ha- 
blan conseguido reunir entre los jornaleros de las al- 
deas de la comarca un par de centenares de hombres, 
no del todo hábiles, que les recogieron las mieses: 
pero el retraso de la operedón disminuyó los resulta- 
dos de la cosecha, que ya de si no se presentaba 
muy próspera. Además, habla en el suceso una mor- 
tificadón para el amor propio de la clase señoril, y tal 
vez era el comienzo de una época ^e luchas, llena de 
riesgos para su tranquilidad y bienestar. 

Juzgóse que era preciso ganar el teireno perdido 
con golpes de efecto que redujesen a obedienda a los 
revoltosos y les hideran comprender que les convenía 
someterse. Tras largos condiiábulos, acordaron don 
Tadeo y Ozores proponer a sus amigos vaiiás medi- 
das enérgicas, inspiradas en una política de vindica- 
dón y resistenda. Fueron aprobadas sin discusión, 
como correspondía a la docilidad de la grey del paño 
negro, que vivía en la más rendida obedienda a sus 
caciques. 

Estas resoludones fueron, por de contado, celebrar 
las fiestas de la Cofradía del Grano de Oro con inusi- 
tada pomi>a, a fin de hnraillar la vanidad de los cen- 
teneros; amenazar a los arrendatarios de las fincas 
con subirles las rentas, y ejecutarlo, si pareda opor- 
tuno y conducente al fin que se perseguía; llamar al 
orden a los jornaleros a quienes se daba trabajo todo 
olafiú, para que se apartaran de los revoltosos y 



.t;»ogk' 



EL PiSo PAHDO 185 

conjaradoies; presdndir de los que mayor descon- 
Ilanza despertaban, sustituyéndoles por peones de 
otros pueblos; poneise al habla con el gobernador de 
la provincia y con las otras autoridades, a Kn de que 
se aumentara el contingente de la Guardia civil de 
Las Lomas, de modo que estuviera garantido el so- 
siego público; rodear al juez del mayor prestigio, 
provocando, si fuera oportuno, algún acto en el que 
la opinión sensata le rindiese homenaje, y tributar a 
don Quirino Madrigal de las Tones un testimonio de 
respeto y adhesión, para lo que podía ser ocasión 
apropiada la fiesta de Nuestro Señor del Orano de . 
Oío, de cuya Cofradía era hermano fundador y meri- 
Üsimo, como descendiente del noble caballero don 
Exuperio de Madrigal, que fué quien estableció y dotó 
aquella Asociadón piadosa. 

Don Tadeo y Ozores quedaron autorizados para 
desanollai este plan en la forma y manera que mejoi 
les cuadrara. Ellos resolverfan en nombre y represen' 
tación de todos. 

Los labrantines más pudientes, y en particular el 
Lebrasco, el Chato Cizaña y el Hormigón, habíanse 
hasta entonces apartado de la agitación que la gente 
m^ baja promovía respecto a la inocencia de Her- 
nando. Marrulleros, astutos y cobardes, no querían 
meterse en peligrosas andzinzas, y permanecían reti- 
rados y silenciosos. Ateníanse a lo que se habia 
acordado en la Hermandad de la Virgen del Centeno; 
y como, por ofra parte, creían que el procesado era 
verdaderamente el autor del crimen, no les movfa a 
cambiar de actitud ningún estimulo de conciencia, 
suponiendo que fueran capaces de sentirlo. Compren- 
dían, además, que los Señores no hablan de resig' 
narse a prescindir de un desquite en el negodo de los 



,e;o(yíic 



186 J. OKTKGA MCNILLA 

segadores, y eso les obligaba a mayor drcunspec' 
clon. Vivían con vigilante cuidado, teniendo en su- 
prema tensión el instinto que los bichos débiles em- 
plean para defenderse de los fuertes. 

Cuando se enteraron de que los Señores pensaban 
elevar el precio de las rentas, la alarma fué acompa- 
ñada de propósitos de sumisión; pero pronto com- 
prendieron que se trataba de un acuerdo contra el 
que no prevalecerían los particulares acomodos de 
cada colono con su amo. Estos habían hecho causa 
común, y era necesario tratar con sus delegados, San- 
ta Olallay Ozores, quienes, por su parte, y en repre- 
sentación de los otros, contestarían. 

El Hormigón fué a ver a Ozores, de quien llevaba 
en arrendamiento un pedazo de huerta. Tal vez ron- 
seguiría alguna ventaja, aun cuando fuese traicio- 
nando a sus compañeros; pero el sutíl letrado le 
contestó categóricamente. No era todavía un hecho 
la subida de las rentas._Dependia el que se llevara a 
cabo esa subida de diversos motivos de orden moral; 
pero, de cualquier manera, él no podía comprometer- 
se a nada por si: actuaba con don Tadeo en repre- 
sentación de la totalidad de los propietarios. 

No le hizo falta saber, más al experto y ladino 
labrantín. «Estos vienen de malas — pensó— ; hay que 
estar prevenidos.> Y sin perder un minuto, se fué a 
conversar con el Lebrusco y con el Chato Cizaña, 
los cuales hablan hecho faena parecida a la del Hor- 
migón. El primero era colono de don Tadeo, y el otro 
lo era de don Santos Inguazo, yerno de Santa 
Olalla. 

Don Tadeo dijo a el Lebrusco cosa, semejante a la 
que Ozores a el Hormigón. Inguazo, más joven, me- 
DOS taimado que los apoderados de los labradores y 



EL PAÍtO PABDO 187 

más impetuoso, contestó a las preguntas de e¡ 
Chato: 

—Yo nada puedo hacer. Entiéndete con mi suegro 
y con Ozores; pero te advierto que vais a pasarlo 
mai. Habéis querido perjudicamos, y os va a costar 
caro. Es como si el cántaro se pusiera a reñir con el 
cafio de hierro de la fuente. 

—Pero, ¿qué he hecho yo?— preguntó el Chato—. 
Soy su mejor colono. 

— Pagar, sí que pagas, ptto revoltoso también lo 
eres... Pues, qué, ¿no es nada lo de los segadores?... 
Y ahora, de añadidura, andáis infernando la villa 
con eso de si es inocente el tio de las Palomas. Todo 
para hacer odioso a el Señorito... Anda con Dios. Yo 
no digo nada; pero si mi voluntad valiera, arrastraos 
os habiais de ver como las culebras. 

Después que se hubieron comunicado sus noticias, 
aunque ocultando la infidelidad que cada uno había 
intentado contra los intereses de los otros, el Lebrusco 
dijo: 

— Nos van a echar a pedir limosna. 

— Pues nos llevaremos algo en los dientes, por- 
que de balde no van a hacer la jomada — repuso el 
Chato. 

Y el Hofmigón exclamó: 
■ — iNo saben lo que hacenl... Somos más que ellos. 
En cuanto nosotros tres queramos, el pueblo entero 
se levantará contra los Señores... iDejadme a mi lle- 
var la esteva, y veréis qué parval 

A otro dia se supo que la causa seguida^contra 
Hernando el de las Palomas había sido elevada a 
plenario, y que a' la semana siguiente se trasladarla 
a Zaratán la Audiencia de término para celebrar la 
vista de los autos. Y se supo también que los labran- 



188 J. OBTBOA MüNILLA 

tines y jornaleros de Las Lomas preparaban para el 
domingo inmediato un acto de protesta que dejaría 
memoiia. 

Entretanto, don Quirino Madrigal de las Torres con- 
tinuaba con Blas Herra en Madrid. 



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XXIV 

El nombramiento de abogado defensor de Heman- 
doPalomera recayó, por tumo, en un joven recién sa- 
lido de la Universidad, a quien al principio le pareció 
un caso de fortuna, pues proceso tas famoso no pO' 
dría menos de darle renombre; pero cuando se hubo 
enterado de las circunstancias que iban acumulando- 
se en tomo, y de la división que, rápida e inespera- 
damente, se habia producido en Zaratán, cambió de 
parecer. Aquel joven pertenecía a una familia adinei 
rada y conservadora de Noblurve; tenia aspiraciones 
a la diputación a Cortes, con el apoyo de reacciona- 
rios y clericales, y supuso que la defensa de un hom- 
bre sobre cuya existencia iba a darse una batalla en- 
tre la plebe y el señorío, iba a torcer sus designios y 
cambiar el curso de sus planes. Se tuvo, pues, por di- 
choso cuando otro letrado, que era miembro del Co- 
mité republicano de la capital de la provincia, le rogó 
que le cediera la representación del procesado. 

Dos días más tarde llegaba a Zaratán el defensor 
del tfo de las Palomas, don Floriano Cianea, a quien 
recibieron, cuando se apeó de la diligencia, los repu- 
blicanos de la villa, a saber el veterinario, un capi- 
tán retirado, un mercader que acababa de estable- 
cer modestísimo tenducho y un corredor de granos y 
agente de seguros de vida y de incendios. La fama de 
Floriano Cianea no habfa trascendido fuera de su 



190 J. ORTBOA UÜMILL& 

menguado bufete y de) pequeño grupo de republica- 
nos de Noblurve. Sabíase que era uno de los colabo- 
radores más activos del semanario de la capital, titu- 
lado La Antorcha, en el que se defendían las más 
atrevidas proposidones con un candor que antes ha- 
da risibles que temerosos a tales piopagaiidistíi.s de 
la revolución. Firmaba Cianea sus artículos con el 
pseudónimo de Catón de Ütica, y en ellos amenaza- 
ba con ia justicia del pueblo. Pero no siempr^ se an- 
daba el jurisperito por las alturas ideales, buscando 
en ellas el rayo destructor de la tiranía, sino que atli 
donde sospediaba la posibilidad de un pleito con su 
correspondiente miautilla de pesetas, allí acudía pre- 
suroso. Ahora trataba por todos los medios de obte- 
ner un puesto en la próxima combinación de diputa- 
dos provinciales, cuyas elecciones se avecinaban, y 
por eso había solicitado la defensa de Hernán, que 
había de ser greta a los elementos avanzados de) 
país. Y este era ei motivo de que don Floriano Cian- 
ea, encajándose los lentes de miope sobre la promi- 
nente y corva nariz, que más parecía pico detut;án, y 
atusándose la barbilla rala y roja, honrase con su pre- 
sencia las sucias y mal empedradas calles ^e la villa 
de Las Lomas. Seguido de un muchacho que le con- 
ducía la maleta y en compañía de los revolucionarios 
zarataoensea, marchó al hospedaje que le hablan dis- 
puesto en la posada de la Verónica, que era donde 
los viajantes de comercio solían aposentarse. Por el 
camino le fueron enterando sus correligionarios de los 
rumores que circulaban «en )a población respecto al 
proceso, y de los vientas de discordia que reinaban 
por efecto del choque de ios r»opíetaiios'coD los la- 
brantines y jornaleros. 
Aquel día era sábado, y la hora en que el honora- 



EL taSo pardo 19! 

ble Cianea tlegó a Zaratán, Ib de las siete de la tarde. 
Iban regresando del campo los labriegos, y la calle 
del Caldca) Albornoz, la Rodada y la Real, que eran 
las principales vías del pueblo, estaban llenas de gen- 
te. £1 día habia sido caluroso y todos los moradores 
de la villa aprovechaban las primeras brisas vesperti- 
nas para salir de sus casas a orearse. Bien pronto se 
fijaron ios curiosos en el abogado, y en cuanto supie- 
ron que era el defensor de Hernando el de las Palo- 
mas, se formó un nutrido ^iipo, que le fué siguiendo. 
Cuando Cianea y sus amigos llegaron a la plaza del 
Homo Viejo, que es doride se halla la posada de la 
Verónica, el grupo habia engrosado considerable- 
mente. Hombres, mujeres y numerosos chiquillos le 
componían, y estos últimos, con la indiscreta curios!' 
dad-que les es propia, se aproj^imaban al forastero y 
se le ponían delante, mirándole como si fuera un bi- 
cho raro. Casi todos estos muchachos iban descalzos, 
vestidos de andrajos y no nada linipios. Llegado que 
hubo Cianea a la posada, el grupo se detuvo ante el 
portalón, que ^taba lleno de caballerías y de traji- 
nantes. Ya habia circulado la noticia del airibo del 
defensor del procesado, y para verle venían coniendo 
por todas las callejuelas afluentes mozos y mozas, vie- 
jos y viejas, y, al avanzar, se daban voces los unos a 
los otros, haciéndose preguntas, y queriendo cada 
uno mostrarse más enterado que los otros de quién 
era aquel señor. 

— Chana — deda una abuela a otra que a su lado 
iba, con paso rápido y temblón—. Yo ya le he visto. 
Gasta unas gafas muy grandes. Estos hombres de tan- 
to como leen pierden la vista de jóvenes. 

—Pues yo le he oido hablar cuando bajaba del co- 
che—exclamaba otra vieja— y bien alto que deda: «A 



192 J. ORTBQA UUNILLA 

Hernán el de las Palomas le he de sacar yo de la cái- 
oel y itoneile en un altar.* 

—Trae una gifn cadena de oro en el chaleco— ana- 
dia una muchacha — y la maleta es muy buena y 
grande. iBien le pesa al criado de la pasál 

Y la algarabía de las conversaciones iba subiendo 
de tono. Una voz reda, gñtí>: 

— iQue suelten a Hernán y que ahorquen al Se- 
ñorito/ 

— lEso, eso! — contestaron hombres y mujeres — . 
iQue se haga justicial 

Los chicuelos, que se apiñaban ante la posada, 
empezaron a cantar unas coplas, que nadie sabe 
quién compuso, y que en su rudo estilo respondían a 
la pasión que agitaba a la plebe: 

A Hernán el de las Palomas 
le quieren ajusticiar, 
pero el pueblo está de guardia 
y habrá sangre en Zaratán. 

Los Señores se han jantao 
en reunión general 
para subirnos las rentas 
y para que ahorquen a Hernán. 

Al Señor del Grano de Oro 
nuestra Virgen le dirá: 
que si muere el Inocente 
no le llame madre más. 

Cuando los chicos hubieron terminado sus coplas 
y se disponían a repetirlas, sonaron aplausos y gri- 
tos de aprobación. 

La tia Papa-la-Nuez, famosa por sus boitacheias, 
que vendía verduras y huevos en el mercado, y que 
iba siempre sin pañuelo en la cabeza y desgreñada, 
se adelantó hada los chiquillos cantores, y dijo con 



;»ogic 



BL fASO PABDO 193 

VOZ ronca, en la que se mezclaban los falsetes feme- 
ninos: 

— iVivan los hijos de sus madresl... Los niños y los 
locos dicen las verdades... Estáis cantando el Evan- 
gelio... 

Y luego, levantando la cabeza y señalando con las 
manos el balcón de la posada, gritó: 

— iQue salga el señor defensor!... jQueremos ver- 
lel... iVlva el defensor de la inocencia!... ¡Que salga!... 

La iniciativa de la tia Papa-la-Nuez fué acogida 
con entusiasmo por la turba, que sin cesar-crecia y 
que ya ocupaba la totalidad del área de la plaza del 
Homo Viejo. <|Que salga el defensor!... iQue salga al 
balcón!* — repetían mil voces — . Sonaban aplausos y 
gritos de: «iViva Hernán el de las PalomasI* «jMuera 
el Señorito!' 

El balcón, que, cubierto con una cortina de lona 
remoldada, aparéela en el centro del muro, estaba 
abierto, cómo lo exigía el ardor de la tarde canicular, 
y desde el interior de la estancia a que correspondía, 
escuchaba el tumulto el sefior Cianea. 

—Estasescená — dijo a sus acompañantes — me en- 
seña más que todos los folios del proceso. El pueblo 
es gran juzgador... Pero lo que no me parece bien es 
que yo acceda al deseo de esa buena gente, presen- 
tándome. 

No quería otra cosa Cianea, pero esperaba que se 
te obligara a ello. De este i 
ifa mayor importancia. 

El veterinario, dijo: 

— Señor don Floriano, n 
dio que salir. kLo tomarlai 
complacerles. 

— Si es así — contestó el 



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194 J. ORTEGA UÜMIU.A 

cípal elemento de la defensa del desventurado preso, 
es la voz del pueblo. No he de ser yo quien trate de 
amenguar sus ecos. 

Dirigióse al balcón. El veterinario descorrió la cor- 
tina y, quetiendo gozar su parte en el triunfo, dijo con 
resonante voz; 

—Aquí le tenéis. Va a saludaros la gloria de la elO' 
cuencia. 

Estruendosos aplausos hideron temblar la atmóS' 
fera. Vítores, imprecaciones, alaridos inclasificables, 
acc^teron la presencia de Cianea, quien, con el som- 
brero en la mano izquierda, y adelantando la derecha 
para reclamar silencio, esperó que la agitación dei 
agora se calmase. Cuando el ruido aminoró algún 
tanto, el letrado exclamó: 

— ¡Pueblo honrado!... 

Pero en aquel momento sonaron grandes gritos en 
el otro extremo de la plaza y todos volvieron la mi- 
rada hacia el sitio de que venían- Eran voces de 
disputa, insultos, vocablos soeces. Un grupo, com- 
puesto por unos quince o veinte hombres del campo, 
que iban en mangas de camisa y agitaban en las ma- 
nos recias garrotes, formaban corro en tomo de otro 
hombre, a quien apenas se divisaba desde el balean. 
Lo que sí se vio es que uno de los garrotes trazó en 
el aire un circulo y cayó sobre una cabeza que, al 
peso y al empuje de la rústica arma, desapareció en- 
tre los agresores. Los que estaban cerca del lugar en 
que esto ocurría, gritaban: 

— iMatarlol lArrastrarioI i&I lo sabe todol... iMue- 
ral... iMueral 

Por la calleja del Locum, que está junto a la parte 
de la plaza donde la escena de violencia ocurría, apa- 
reció una pareja de la Guardia civil. Prodújose una 



n. PAÍlO PABDO 195 

gran confusión. La gente conia &t todas direcdones. 
* — ¿Qué pasa?> — [Hegunlaban unos. < — La guaidla 
ha preso al tío tricólas» — contestaban los que desde la 
calleja venían huyendo. «—¿Qué Nicolás?» <— A Ni- 
colás el Soldao.'^ *— ¿Por qué?» <— Porque ha dado 
un garrotazo a don ManoÜto Tapióles»... La desban- 
dada fué general. Cinco minutos después no habla 
nadie en la plaza. 

Retiróse del balcón Cianea con disgusto, porque le 
hubieran malogrado la perorata y la ovación. 

Quiso saber io que habia pasado, y pronto le fué 
satisfecha la curiosidad. 

Varios jornaleros que con Nicolás el Soldado se di- 
rígian hada la posada, para conocer al letrado defensor 
de Hernán, hablan visto salir de la hostería de Esco- 
lo a don Manolito Tapióles, con quien iban varios de 
sus habituales contertulios y panivinajes. Tapióles, tal 
vez algo caldeado del mosto, profirió palabras inju- 
riosas para los manifestantes. Dijo que si la autoridad 
cumpliera con su obligación mandarla a los alguad- 
ies para que a palos limpiara la calle de canalla. 
Oyólo el Soldado, y se fué sobre Tapióles, gritando: 

— Si la autoridad cumpliera su obiigadón eslaris 
usted en la cárcel con su amo el Señorito. 

Tapióles replicó de mala manera, y los mozos que 
acompañaban a Nicolás amenazaron a aquél con sus 
trancas, que ni uno solo iba des 
tiempo le dedan: 

— iSo tunantel... ¡Ladrón!... Tú 
mita la verdad, canallal ¿Dónd< 
amo?... 

Don Memolito quiso batirse en 
tarde. La cólera de los mozos il 
convirtió en rabia frenética, cuan 

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196 J. OBTBGA HDKEUJl 

bia \dsto cómo la pareja de los civiles se acercabei, 
creyó que impunemente podía ya dárselas de bravo. 

— iSois una taifa de sinvergüenzasl— dijo. 

Enton<%s fué cuando un garrote cayó sobre la ca- 
beza del bufón. Rodó éste por el suelo y de su frente 
manó la sangre. El agresor habla sido Nicolás. 

—Date preso -^ le intimó uno de los guardias. 

—Por preso me entrego— respondió él—. Sé obede- 
cer. He sido soldado. 



uXiooi^lc 



La llegada del defensor del procesado, la agresión 
de Tapióles, la prisión de Nicolás el Soldado, la no- 
tida de que en la semana siguiente se constituiría en 
Zaratán la Ajidíencia del distrito, para vei y senten- 
ciar el proceso, y el anuncio de que don Quirino Ma- 
drigal de las Torres legfresaria a la villa en breve 
acompañado de Blas Herró, y con un cargamento de 
regalos para la hija del Caracol, cuya boda con el ga- 
llardo mozo estaba próxima, fueron sobrado motivo a 
que el pueblo, ya excitado por los anteriores aconte- 
cimientos, llegara al paroxismo de la curiosidad y de 
la ten&ión dramática. La fantasía lugareña, agitada 
por aquellos estímulos, se entregó a los desvarios 
más extraordinarios. El régimen de tedio, que no de 
paz, a que vivían sujetas aquellas tribus, habla ani* 
quitado en ellas las encielas mentales, dejando el de- 
licadisimo aparato al que compete la fundón del dis- 
currir en la inidal fase de su origen, cuando empezó 
a destacarse del instinto, y al ciego impulso de la ne- 
cesidad siguió el raciodnio de la intención. Como el 
famélico a quien se hace pasar del hambre a la har- 
tura siente peligrosamente trastornada su economía, 
los cerebros zaratanenses, ante el cúmulo de sucesos 
conmovedores que se amontonaban, experimentaron 
honda perturbadón functonal. Ne estaban preparados 
para conocer, (Hscemir y juzgar la tragedia que se es- 



.t;»ogic 



198 i. OBTSQA UQHILLÁ 

taba desanollando en la cárcel, ni los elementos de 
discordia que palpitaban en la atmósfera moral de 
Las Lomas. Sólo se daban cuenta de que ocunirian 
cosas singulares que movían terribles tempestades de 
odios, y de que el viento de fuego que ayudaba a lim- 
piar el grano de que estaban llenas las eras entonces, 
traía en sus oleadas efluvios del Infiemo. 

Casi todos los jornaleros, y buena parte de los la- 
brantines, estaban en la faena de la trilla, y las eras 
ofrecían el aspecto de la más vehemente actividad. Las 
parvas eian holladas sin descanso por las bestias que 
tiraban de los trillos, y sobre éstos, sentados o en pie, 
se vela a los conductores, en su casi totalidad niños y 
mozuelas. Llegaban los carros atestados de mies y, 
hecha la descarga, sallan paia el pueblo llenos de cos- 
íales en que se encerraba el trigo ya limpio. En la fae- 
na tomaban parte todos los seres vivos del pueblo, y 
no eran las hembras las que menos se afanaban por 
ponerle término. £1 temor de la nube que de impro- 
viso mancha la azul superficie del cielo y en un pun- 
to destruye los sacrificios de tantos meses, les espo- 
leaba, dando a su frenesí laborioso caracteres de cruel 
y duro castigo. Y esta impresión de dolor y angustia 
se revelaba en los rostros serios y contraidos, en el si- 
lencio apenas roto por las necesarias explicaciones 
con que se daban órdenes y se recibían encaí^^, en- 
tre los que entraban y sallan de las eras. Sólo la ralea 
Infantil, poniendo el regocijo de su edad sobre toda 
especie de preocupación, daba la nota de - alegiia de 
sus canciones con que divertían el perpetuo girar por 
encima de la blanda y cálida masa de la mies dorada. 

En una de las erasestaba el Hormigón con su mu- 
jer, una vieja menuda, negruzca, que levantaba en los 
aires un bieldo, meneando la paja triturada, para sa- 



BL PAÜO FÁ&OO 199 

car de ella los últimos granos que hubieran quedado 
del primer venteo. Claudia la Hormiga, que asi la lla- 
maban, sin suspender su trabajo, dijo a su marido: 

— Ahí viene el Lebrusco... ¿No le esperabas? 

— Ya le veo — contestó el Hormigón — . Mira, me 
voy a ii con él a un asunto. Cuando venga el Chato 
Cizaña le dices que vamos adonde él sabe. 

Y el Hormigón salió al encuentro a su amigo. 

— Te he llamado — le dijo — para que hablemos de 
lo que pasa. 

— Algo malo, de seguro — respondió el Lebrwtco. 

— No es nada bueno. Pero no hay que encogerse, 
dimofio, por malo que sea. Eso quieren los Señores. 
Y para eso nos quieren meter el corazón en un puflo. 
Tú te acobardas de cualquier cosa. Te va a dar la gota 
coral. 

— No hombre, no; pero hazte cargo que nos van a 
correr las espuelas. Yo ya las siento. 

— Asi me alegro, que de ese modo te espabilarás y 
no te cogerán dormilao. Pues he sabido que mañana 
nos van a llamar los Señorea para decirnos que han 
acordado el subimos las rentas en un octavo más... 

— ¡Qué judiada)... Eso es quitarnos el pan de la 
boca. 

— Y además nos obligarán a firmar un papel para 
que no seamos nosotros, sino ellos, los que ajusten las 
cuadrillas para la siega. 

—¿Y al tanto más cuanto que ellos quieran? 

—Ni que decir tiene. 

— Pues eso es matamos. 

—Dicen que asi se hacía antaño, y que entonces 
todo iba mejor que ahora. Que nosotros nos hemos 
aefo que somos los amos de las tierras, y que eso no 
es asina, sino que los amos son ellos. 



200 J. OBTEGA UUNILLA 

—'Hablemos de entregamos pfi que nos degQéllen. 

—Eso será lo que sea.. Si todos son copio tú, claio... 
Pero el hijo de mi madre no ha nació pa que lo tras- 
quilen sin moider al rabadán. 

— Los dientes van a ayancamos pa que no mor- 
damos. 

—Pero la primer dentellé no se la va a quitar naide. 

— ¿Y qué vamos a hacer?... ¿Has pensao algo?... 

—Lo primero, no tener miedo... ¿Tú qué crees? Ellos 
están temblando, aunque se las echan de gueq)0S. El 
que tie mucho que perder, tie mucho que temblar. 
Además, ellos saben que está el lugar echando chis- 
pas, y se recuerdan de lo que pasó antaño en Alcalá 
de los Mancos, cuando quemaron la casa de la villa, 
y las casas de los más de los ricos. 

— A presidio echaron a treinta. 

—Si, pero las c^sas quemas se quedaron... De 
modo y manera que lo que hay que hacer es dar la 
cara, y cuando nos digan eso, negamos toos..i ¿Dónde 
van ellos a encontrar colonos? 

— Los buscarán en Villadenmedio, o en Santa 
Aguedilla. Alli hay muchos que están deseando cam- 
biar de terreno, porque el suyo es malo. 

— Pero nosotros les diremos que como se atrevan, a 
venir a quitamos lo nuesbx>, nosotros les vamos a 
anancar el alma. Manos tenemos y no son ellos de 
fieno. 

—Pocos de los nuestros se atreverán a nada de eso. 

— Pues eso es lo primero que hace falta, que toos 
sepan que el que se acobarde, se pierde. Los Judas 
serán los primeros que suden sangre. Y eso te lo digo 
a ti pa que le animes, y pa que se lo cuentes a los 
demás. 

La amenaza fué proferida con serenidad y lisura. 



EL PAÑO FARDO 301 

Luego el Hormigón levantó el rostro para mirar coo 
fijeza al prioste de la Virgen del Centeno, y añadió: 

— Bueno. Eso es lo primero que quería decirte. Pero 
hay otra cosa. El pueblo nos trae entre ojos porque 
no hacemos na en eso del d»las Palomas. 

—Pero, ¿no hablamos hablao I9 otra tarde, cuando 
la reunión de la cofradía, de que no teníamos que me- 
temos en ese mal lio? 

— La otra tarde, si; pero ahora es otra cosa. Los Se' 
ñores han tomao parte por el Señorito, y tolto el pue- 
blo está contra él. ¿No has oído Jas coplas? ¿No sabes 
lo que le ha aconteció a Nicolás el Soldao? 

—Si. 

— En la taberna de la tía Consuelda estaba dicien- 
do anoche el Apañusco que lo que aquí pasa es que 
estamos tú y yo y los demás vendios a los Señores... 
De modo y manera que lo que hay que hacer es estar 
COR el pueblo. Primero, porque cada oveja con su pa- 
reja, y luego, porque cuando los Señores vean que no 
nos achicamos lo pensarán mejor y se amansarán. 

— Entonces, ¿qué hemos de hacer? 

— Lo primero, irnos ahora a la cárcel a ver al Sol- 
dao. Y luego, si se tercia, ver también al tío Her- 
nando. 

—¿Tú y yo? 

— Tú, el Chato Cizaña y yo. 

— ¿Juntos? 

— Juntitos. Y cuando se sepa que hemos estao los 
tres alU, ya verás la que se arma. 

—Pues por mí que no quede. ¿Has avisao al Chato? 

— En el camino le encontraremos. 

— Ea, pues andando. 

Pusiéronse en marcha. El Hormigón iba delante, 
muy animoso. ElLebrusco le seguía, revelando en los. 



I., Ciooi^lc 



202 J. OBTEQA UUNILLA 

pasos perezosos y en el rostro, que se inclinaba al sue- 
lo, la contrariedad que le producía tal visita. 

En la plaza les aguardaba el Chato Cizaña. 

— lYa pensé que os habríais amedrentao—I tPues no 
habéis tardao nal ' 

— ¿De manera— le preguntó el Lebrusco — que tú 
estás conlomie? 

— Lo único malo que hay — respondió el interroga- 
do — es que esto lo hemos debió hacer antes. 

— Siempre ha de ser lo tuyo lo meior — replicó el 
Hormigón — . Antes hubiera sido un brinco de saltón. 
Ahora es necesario. Y tú decías entonces que no de- 
bíamos pringamos en el fregao. 

— Ahora vamos a la rastra — insistió el Chato—. 
Antes hubiéramos ido a la cabeza. 

Detúvose el Hormigón para contradecir a su cofra- 
de. Y poniéndose delante, exclamó: 

— Da lástima oírte. Discurres menos que una mler- 
la. A nosotros no nos conviene metemos en peleas 
con los Señores sino cuando ellos abusan. Ellos son 
mucho. Nosotros no somos nada. Por muy mala vo- 
luntad que les tengamos por el desprecio con que nos , 
tratan, mientras no se empeñen en aplastamos, como 
ahora, nos tiene cuenta la paciencia. Pero cuando ya 
nos sea imposible resistir, entonces si que tenemos 
que salir de nuestras chozas pa defendernos. Por eso 
füiora está bien lo que vamos a hacer, y antes hubie- 
ra sido una majadería... ¿Lo entiendes?... Pero tú te 
empeñas en saber más que toos, y crees que por -eso 
eres más... No, hombre, no; por las palabras no se 
vale na: se vale, si acaso, por la miaja de sentío que 
se lleva adrento. 

— Tú si que eres rencilloso —repuso el Chato Ciza- 
ña, y echó a andar. 

n,, ..X'.oagk- 



KL PAÍÍO PASDO 203 

No queriendo dar su brazo a torcer, aunque com- 
prendía la razón de lo que habia dicho el Hormigón, 
añadió: 

—Te paice que tas quedao con too el talento del 
mundo y que los demás somos talmente como caba- 
llerías. 

— No es eso. Es que yo, antes de dar con el almo- 
cafre, miro si la tierra está blanda... Y sé Que no sa 
descardar hasta que el trigo tenga cuatro ponetas. 

No hablaron más los triunviros. En silencio conti- 
nuaron su camino hacia la cárcel. 

Cuando llegaron a la plaza de los Silos, que allf 
estaba el horrendo caserón bautizado con el nombre 
de «Cárcel Municipal y de Partido>, vieron ante la 
puerta del edlRcio público un numeroso grupo de ' 
gente. 



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Aquella gente.habia ido detrás de los4os alguaci- 
les del Ayuntamiento, quienes llevaban d^nido a 
un mozo. 

El alcalde habla recibido orden del gobernador de 
la provincia para que, cumpliendo las leyes de orden 
público, impidiera tos tumultos y manifestaciones 
que diariamente se producían en Zaratán, oon motivo 
del proceso que iba a verse, y dictara, al efecto, los 
bandos del caso. Ejercía la autoridad municipal un 
manijero de Santa Olalla, llamado Doroteo Majano, 
que apenas sabia escribir, y que en todo y por todo 
seguía las instrucciones del providente cacique. Este 
le dijo lo que convenia hacer en cumplimiento de las 
órdenes superiores, que habían tenido su inspiración 
en la visita que pocos días antes hizo al gobernador 
el señor Ozores. Como en Zaratán no había imprenta, 
y no era costumbre, ni posible, imprimir las disposi- 
ciones oficiales, se apelaba al procedimiento del pre- 
gón. Lo cual quiere decir que el órgano de comuni- 
cación entre el rey, sanclonador y promulgador de las 
resoluciones de las C(Mles, y ios vecinos de la villa 
de Las Lomas, era un hombrecillo flaco y pequefio, 
que se llamaba Prudencio Alcolado, el cual, provisto 
de una corneta y de un tambor, recorría las calles de 
Zaratán y, deteniéndose en las que por tradición es- 
taban designadas, lanzaba a los aires el bando, orden 



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BL FAfiO FARDO 205 

O providencia que su señoría el alcalde, presidente de 
la Municipalidad, habla tenido a bien dictar. Ronco 
y de escasos alientos el pregonero, nadie lograba en- 
tendef lo que decia, y él estaba tan seguro de ello, 
que, después de soltar dos trompetazos y de redoblar 
en el tambor, que, eso sí, lo hacia muy gentilmente, 
murmuraba en tono de rezo el texto del bando, que 
se habia aprendido de memoria, pues saber de lectura 
no sabia. 

Aquella tarde comenzó a recorrer la vJlla para 
anuiiciar que quedaban prohibidas las agrupaciones 
de gente y los gritos subversivos o contrarios al res- 
peto que se debe a las personas, y amenazando con 
los castigos que están dispuestos. Apenas comenzó 
en la plaza de Abastos su pregón, cuando se vio ro' 
deado de ios muchachos que por alli andaban, y que 
le cantaron la copla que solían: 

No te pongas a escuchar 
lo que dice el pregonero, 
que se ha dejado la voz 
en casa del tabernero. 

Y como Alcolado interrumpiera la relación que ya 
habia empezado, para imponer silencio a los Irrespe- 
tuosos chicuelos y les dijera: 

—Esto no es de chufla, sino de veras. Ya veréis lo 
que os pkdB si lo tomáis a broma— los cantores repi- 
tieron la copleja. Y cuantas veces intentó el digno 
hincionario lanzar el pregón, otras tantas cubrió su 
débil voz la chilladiza de los anapiezos. Colocando 
su alta investidura sobre las burlas de la plebe, el 
pregonero siguió el itinerario que era su uso y anduvo 
por la población, parándose, para dar a conocer la 
orden del señor alcalde, en las calles de Buzones, de 



.t;»ogle 



206 i. DBTEGA UDSILLA 

la Tripería, de Torneros, del Can, del Andrajo, de 
Anecogidas, de Procesiones, del Conde Mansilla, de 
las Tercias, del Obispo Madrigal y del Pósito, y en 
las plazas del Horno Viejo y del Cardenal Albornoz. 
En otras ocasiones la grosera broma se habla limita' 
do al primer pregón, que se daba siempre frente a la 
casa concejil, y luego los burladores dejaban al can- 
tor de la villa que cumpliera tranquilamente su co- 
metido; pero ahora no fué asi. £1 grupo de los veinte 
O treinta muchachos, siguió a Alcolado, y a medida 
que éste avanzaba por las calles, aumentaba el nú- 
mero de los voceadores. Habla circulado la noticia de 
que el pregón era para. prohibir las manifestaciones, 
aunque el pobre pregonero hizo cuanto le fué posible 
para que el secreto quedara entre sus pulmones y el 
cuello de su camisa; y esto congregó a los desocupa- 
dos y aún atrajo de las eras a muchos de los que en 
ellas trabajaban. El espíritu de revolución y de pro- 
testa que andaba por la villa, apareció de nuevo, y 
como la ruin condición del escenario lo imponía, no 
era un ministro tiránico o un rey cruel el objeto de 
las mofas y las iras de la muchedumbre, sino un triste 
pregonero, que por toda arma de defensa tenia en sus 
manos una trompeta abollada y un tamboril roto. Y 
ya no eran sólo los muchachos los que en tomo de 
Alcolado gritaban, sino mozos, viejos, mujeres, lle- 
vando la dirección de éstas la inevitable tía Papa-la- 
Nuez. Supo el alcalde lo que acontecía, porque don 
Tadeo se lo avisó, aconsejándole de paso lo que 
debía hacer, y envió a los dos alguaciles, que cons- 
tituían toda la fuerza pública, a las órdenes de la auto- 
ridad municipal, a fin de que acompafiaian y prote- 
gieran al pregonero. 
, Estaba Alcolado en la mitad de la calle de Proce- 



RL páRo faudo 107 

siones, intentando lanzar la orden del alcalde a los 
que ya la desobedecían, cuando llegaron los alguaci- 
les, tan obeso el uno, Lope Manquillos, como del- 
gado el otro, cuyo nombre era Mónico Sedeño, más 
asiduos concunentes ambos a las tabernas vinarias 
de la villa que no a los estrados de su señoría, y los 
dos, esportularios de la casa de don Tadeo, a quien 
debían el honor y los beneficios de ser ministros de 
la justicia en la capital de Las Lomas de la Priora. 

El tío Mónico Sedeño, que a pesar de su represen- 
tación oficial no había pasado de aquella condición 
ni de aquel tratamiento, tenia malas pulgas, y en la 
ocasión que se refiere estaba cierto de dar gusto a sus 
valedores haciendo gala de energía!. Una vaga noción 
de que el principio de autoridad estaba encamado en 
su persona, y de que urgia e importaba restaurarle 
del agravio popular, le animó a hacer un alarde de 
fuerza. 

— iLargo de aquf toosl — gritó enarbolando su vari- 
lla, ni más larga, ni más recia que la de los porquero- 
nes de los tiempos de la picardía clásica—. lAtrevídosI 
iHato de holgazanesl... En las eras estáis haciendo 
falta. Fuera de aquf en seguida... Y si queréis estar, 
no alborotéis, que el pregonero merece más respeto, 
porque está hablando en nombre del señor alcalde. 

iBuen caso hizo de aquellas conminaciones la rui- 
dosa guruUadal Mayores fueron las voces, más ofen- 
^vos los denuestos. Et coro rompió de nuevo a cantar 
la copla consabida, a la que siguieron otras tan zafias 
y procaces como desmañadas, p^r I 
gran cosa el folk-lore castellano, con 
temos. 

El alguacil Manquillos empezó a 
y puñetazos, y su compañero le imit 



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20S J. ORTSQA MONILLO 

la-Nuez se puso a buen recaudo, y libre de la proba- 
bilidad de un golpe, vociferó, o mejor vomitó, el nada 
limpio repertorio de sus bases insultantes contra los 
alguaciles y contra sus Iionestas esposas y venerables 
madres, que nada tenían que ver las pobres con el 
conflicto que estaba ventilándose entre la revolución 
destructora y la ley intangible. En la- contienda, una 
ñifla de cuatro o cinco años, que por alli andaba, 
cayó al suelo, alguien la pisó, y sus alaridos de dolor 
se destacaron entre los discordes ruidos de la contien- 
da. Un mozo se abrió paso a codazos y empujones a 
través de la turba. Era el hijo del tío Nicolás el Sol- 
dado. Bermejo, tuerte, de corta talla y de fornido tórax. 
Deogracias Monsalve, que aquel era el nombre bau- 
tismal del chicarrón, y éste el apellido de su linaje de 
labriegos, gozaba fama de bravo y peleador. Cogió de 
entre las patas de los que la magullaban a la niña, de 
cuyas manecitas saltaba la sangre, y coloco increpó 
a los alguaciles. 

—iGranujasl— gritó— . No os basta con tener en la 
cárcel a mi padre. Queréis también matara mi humana. 

y mientras con una mano sostenía a la criatura, 
con la otra le acertó un guantazo a Mónico Sedeño. 
Éste se echó para atrás, y sacando de su funda de res- 
quebrajado charol un revólver, apuntó al mozo. 

—Díte preso, canalla — dijo con voz en que la ira 
temblaba^-. A un alguacil no se le pega. 

A la vista del arma se deshizo el concurso de los 
amotinados. Todos se declararon en cobarde fuga. 
Deogracias quiso defenderse, y para ello entregó a su 
hermanlta a alguien que con la niña en brazos se re- 
tiró del lugar de la lucha, sin más trámites. Dando 
zancajadas, la tía Papa-la-Nuez escapó calle abajo, 
aullando. 



BL paSo pardo 209 

— jQué desgradal... iQue van b matat al hijo del tío 
NicolásI... [Tunantes, ladronesl... 

Entre los dos alguaciles aseguraron a Deogradas y 
le ataron los codos mientras éste forcejeaba, echando 
espumarajos por la boca. 

Dueño ya de la situadón Lope Manquíllos, se tran- 
quilizó un tanto, y comprendiendo que más respeta- 
ble es la autoridad cuanto más serena, dijo al de- 
tenido: 

— Eslate quieto, que cuanto más resistas será peor 
para ti. 

—¿Adonde me lleváis?— gritó. 

—Donde debes ir después de lo que has hecho — 
repuso Lope—. Donde está tu padre, donde iréis a 
parar toos, si no purgáis esa mala cólera que os ha 
entrado en los gálibos... £a, en marcha. Y callando. 

A tirones que del cordel le daban, arrancaron al 
mozo del lugar en que paredan haberse arraigado 
sus pies. Y así, entre empujones y estrepadas, le con- 
dujeron a la cárcel, donde acababa de ingresar cuan- 
do los tres labrantines llegaban a su puerta. 



byCiOOl^lC 



Rehechos del susto muchos de los que hablan to- 
mado parte en el suceso, siguieron de lejos a los al- 
guaciles y al detenido. En pocas palabras se entera- 
ron el Hormigón, el Oíato y el Lebmaco de lo Que 
pasaba. El último, dijo: 

—Malo se está poniendo too. Infernado está el 
pueblo. 

—Torpe— repuso el Hormigón—. No ves más allá 
de tus narices. Lo que se está poniendo la cosa es muy 
requetebién. Si el maqnilón está doimio, la citóla ha 
de Eonai recio pa que despierte. Pa que este pueblo 
tan encogió y tan ovejuno se remonte unas miajas, 
menester es que le hurguen bien adentro. Y pa que el 
señorío se abaje, hay que meterle la paura en los re- 
dafios. Deja, hombre, deja, que cuanti más sesga se 
ponga la mañana, más sosegá será la tarde. 

—Si— añadió elLebrusco—, pero van a caer vítimas 
los que menos lo merecen. 

— Así es — replicó el Hormigón — . Cuando se arre- 
jacan los surcos, las más recias matas son las que se 
quiebran; pero si una mata se pierde, ciento se 
adoban. 

—Ya estamos perdiendo el tiempo— interrumpió de 
mal talante el Chato—. Vamos adrento. 

— Ya vamos, que ahora la vesita que vamos a ha- 
cer es de más enjundia que aivtes. Porque ahora que 



EL PAÍÍO PAEDO 211 

han entiao en la red el padre y el hijo, más alnas es- 
tíunos en la obligación de ayudarlos. 

Entraron en -el portalón de la cárcel, y allí encon- 
traron que el rastrillo estaba, contra la costumbre, ce- 
rrado. 

— Habla que llamar — dijo el Horniigón. 

Al segundo aldabOnazo acudió uno de los carcele- 
ros, que con el alcaide constituían todo el personal de 
la casa. Por un ventanillo se ent»ó de lo que desea* 
ban los recién llegados, y les contestó que se habfa 
prohibido las visitas a los presos. No se conformó el 
Hormigón con la respuesta e insistió en la demanda. 
Ellos querían ver a Nicolás el Soldado, para asuntos 
de la Hermandad, y por si algo le era necesario. 

— Pues es preciso una orden del señor juez— repuso 
el carcelero. 

— Siemine han sido las vesitas a los presos consen- 
tías — replicó el Hormigón. 

— Ahora, no. 
. —Y taitóién queríamos ver al tío Hernán el de las 
Palomas. 

—A ese menos se le puede visitar sin orden del se- 
jior juez. 

— Nunca ha pasao esto — dijo en voz alta el la- 
brantín. 

—Es lo que nos han mandado. Ya lo saben— con- 
fluyó el carcelera, y cerró el ventanillo. 

Miráronse unos a otros como si se pr^untaran lo 
que les correspondía hacer. 

— Vémonos— dijo el LebrasCo — . Hemos hecho lo 
que podicunos. No vamos a entrar a la hierza. 

— No, a la fuerza, no — replicó el Hormigón—, pero 
aun estamos obligaos a hacer algo. Vamos a ver al 
juez y. a pedirle permiso pa ver a los presos. 



312 J. OBTSGÁ MÜNILLA 

— No nos le dará— insistió el tímido prioste. 

—Ya velemos. Si vosotros no sos atrevls a venir, yo 
iré solo. 

El Chalo repuso: 

— Juntos iremos. No nos van a matar por eso. 

Con lentos pasos, y en silencio, se dirigían a la re- 
sidencia del Juez, cuando salió de la cárcel, y empa- 
rejó con ellos, el sargento de la Guardia civil. 

— Tengáis buenas tardes — les dijo — . ¿Qué traíais 
por acá? 

—Buenas, sargento— contestó el Lebrmco—. Que- 
- riamos ver al Soldao, que es de lá Hermandá, y ver 
si se le ocurre algo. 

—Pero no nos delan- añadió el Hormigón. 

— Ya sabéis las cosas que están pasando — dijo el 
sargento — . No está la Magdalena para taletanes. Lo 
mejor que podéis hacer, es no meteros en nada. Don- 
de hacéis falta es en las eras. 

El Hormigón se paró delante del saigento, y le dijo: 

— Ya sabemos dónde debemos estar. Por eso he- 
mos venido a cumplir una obligación de caridad con 
ese hombre, y con el otro desgraciado. 

—¿Y qué vais a hacer por ellos? De comer no les 
falta... Es un buen consejo que os doy... Tan buena 
entraña tengo como el que más. No creáis que porque 
soy civil, me dejo el corazón en la mochila. Va para 
cinco años que vivo entre vosotros, y ningún hombre 
honrado del pueblo tendrá que decir tanto asi del 
daño que yo le haya hecho. Sólo los dañadores y los 
tunarras podrán quejarse, pero no sois de esos; de 
modo que amigos somos y amigos seremos. 

— Bien que lo sé— contestó el Hormigón — . Y por- 
que somos hombres de bien hemos venio a la cárcel. 
El vesitar a los presos es una obra de caridá. 



CL páSo fardo 213 

— Bien está eso; pero lo que yo os di^o es que los 
tiempos están poniéndose muy malos, y que el pue- 
blo ^tá arrebatado y todos los dias hay cosas que 
van encrespando a las gentes, las unas contra las 
otras. Trabajadores sois y no os conviene andar en 
pendendas. 

—¿Es malo querer socoirer a los desgraciados?— 
preguntó el Hormigón. 

—Harto me entiendes tú.^ Mira, lo que yo sentiré 
será que me manden tirar de sable para apaciguar a 
los que alborotan. Cuando está uno de servido en 
una poblatíóQ grande que no se conoce a la gente, el 
público es el público, y duelen menos los porrazos 
que se dan, vamos al decir; pero en un pueblo de és- 
tos, en que se lleva tiempo y se conoce a la gente, el 
público és el amigo, y ei vecino, o su hijo, en fin, que 
no es lo mismo. ¿Entendéis? Pues eso es lo que quie- 
ro dedros. Y vosotros sois de los de más viso entre 
los vuestros, y lo que digáis se oirá. No os vayáis a 
meter en la pelaza, que los palos van siempre al que 
más levanta la cabeza. 

—Ya le entendemos— repu80,eí Chato Cizaña—. 
Pero si uno sabe que se va a cometer una maldá y un 
contra Dios, está obligao a hacer algo pa impedirlo. 

El Lebmaco intervino. 

—Bien entendió— dijo—que no es que nos vaya- 
mos a meter en na. Sólo veníamos a ver a esos por 
caridá. 

—Por caridá— añadió el Hormigón— y por justicia. 
Cada uno defiende a los suyos. 

— Allá vosotios — concluyó el sargento—, bastante 
os he dicho. Y andad con Dios, que yo me voy a mis 
obligaciones. 

Aquella noche se Juntaron en la plaza de Abastos 



214 J. OBTESA HITtlILLA 

unos Cincuenta mozos que recorrieron las calles dan- 
do voces. <iQue los suelten) iQue los suelten, que son 
inocentes! ¡Viva el tío de las .Palomas! iMuera el Seño- 
rito/ iQué se haga justicial* Asi fueron a la cárcel, y 
delante de su puerta, que estaba cenada, aumentaron 
el vocerío. Acudieron el sargento y dos guardias civi- 
les y les intimaron que se retirasen y disolvieran. Ibein 
de grupo en grupo aconsejando calma. No llevaban 
fusiles. Los manifestantes acogieron a la benemérita 
con voces de: «iVjvan los civiles! lAbajo los Señores/ 
jQue se haga justicial» Como las buenas razones no 
obtuvieron resultado alguno, los guardias sacaron los 
sables, y de plano, los descalcaron sobre tos más chi- 
llones. Salieron corriendo todos por diferentes calles. 

Unos cuantos, al pasar por delante de la casa de 
don Tadeo Santa Olalla, airojaron una valiente pe- 
drea a los balcones y rejas; los cristales cayeron he- 
chos pedazos. Otra patulea hizo la misma salva de 
guijarros sobre la fachada del domicilio de Ozores. El 
grups más numeroso se dirigió a la casa de don Qui- 
lino, y allf, no se contentaron los revoltosos con dis- 
parar los morros de que iban provistos, sino que pre- 
tendieron pegar fuego a la puerta, animándola un haz 
de sarmientos. La nodriza de Madrigal, que era la úni- 
ca persona que estaba en el arruinado caserón, salió a 
una reja del piso baio,oonvulsa y espantada, gritando: 

-~¿Qué hacéis, tunantes? ¿Qué queréis? El amo no 
está en el pueblo. 

Pero los amotinados no detuvieron por eso la ope- 
ración, y ya empezaba a prender la llama en los car- 
comidos tablones cuando llegaron los civiles. Habían- 
se puesto en pie de guerra todas las fuerzas del puesto 
que eran seis individuos. Ahoran iban armados de 
hitíles, y en .ellos lucfan las bayonetas. 



EL Pifio PABDO 215 

Llevaban orden de p^ar duio, como correspondía 
al atrevimiento e insistencia perturbadora de los re- 
voltosos. Dispararon dos htsílazos al aire, y los estam- 
pidos resonaron largamente en las callejuelas estre- 
ñías y tortuosas, llevando el terror a los más aparta- 
dos extremos de la villa. 

.Muchos de los mozos huyeron, pero algunos m¿s 
encorajinados y valerosos, amparándose del abrigo 
que les olrecian las inmediatas esquinas, arrojaron 
sobte los guardias gruesos pedruscos. Un guardia fué 
alcanzado por uno de ios rústicos proyectiles, y al gol- 
pe rodó por el suelo. Esta vez se dispararon de veras 
los fusiles, y las balas, al incrustarse en los muros de 
las casas, detrás de las que se escondían los agreso- 
res, arrancaban pedazos de mamposteríet 

Sonó un alarido. Entre las sombras de la noche se 
vio vagamente la silueta de un hombre en mangai 
de camisa que, dando un salto inverosímil, cata a 
tierra. 

— iMüerto soy!— gritó. 

Era el Garapacho, uno de los más inquietos y pe- 
leadores del gremio de los labrantines, asiduo concu- 
iT^te a las tabernas. La bala le habla atravesado un 
hombro. Mientras era recogido por dos guardias y lle- 
vado a la Casa de la Villa, el sargento apresaba e 
varios de los amotinados. Femandito, el de Valdesco- 
rríeles, Faustino, el de Cigales, dos hijos del tio Cis- 
tiema, y cinco o seis más, fueron sólidamente ama- 
rrados y conducidos a la cárcel. El digno juez d« 
Zaratán comenzó a instruir diligencias. 

La herida que sufriera el Garapaáio, aunque Im- 
portante, no ofrecía peligro de muerte, y se le pudo 
tomar declaración; a las preguntas que se le dirigían 
daba una sola respuesta: 



216 J. ORIBSA HUHILLA 

—Yo no sé nada. No sé más sino que en este pue- 
blo matan por querer la justícía. 

Después fueron íntenogados los otros detenidos, 
sin que dijeran cosa eficaz para el esclarecimiento de 
las responsabilidades. 

— ¿Qué iiacias tú anoche, cuwido la Guardia civil 
disolvía los grupos de eilborotadores? — Nada. — ¿No 
estabas tú entre esos grupos? —Sí. —¿Y qué hacías 
alli? — Nada. — ¿A quién viste a tu lado? — A muchos. 
—¿Quiénes eran?— El pueblo. —¿Cómo se llaman 
los que viste? —No sé. Era el pueblo. —¿No te acuer- 
des de quiénes eran, o no quieres decirlo? — Era el 
pueblo.— DI los nombres. —El pueblo.— ¿Quién os ha 
aconsejado que hicierais lo que habéis hecho? — Yo 
no he hecho nada. — ¿Quién tiró piedras a los guar- 
dias, quién apedreó los balcones, quién quiso incen- 
diar la casa del señor Madrigal? — No sé. Serla el pue- 
blo.» Esto decian los presos, y el juez se desesperaba 
y perdía la pacienda, porque no sólo se le deslizaban 
de entre las manos los autores materiales de los va- 
rios y gravísimos delitos que estaba inquiriendo, sino 
que no aparecía lo que él preferentemente buscaba, 
la inlel^encia organizadora y la voluntad directriz de 
la revuelta. Sabia o sospechaba el juez que aquella 
turba obedecía a alguien, y era caso de suprema im- 
portancia dar con la escondida y misteriosa persona. 
DonTadeo Santa Olalla le habla dicho poco antes, 
cuando fué al Juzgado a reclamar reparación del ata- 
que inferido a su domicilio: < — La perspicacia de us- 
ted, señor juez, sabrá sacar de entre la canalla que 
está en la cárcel el nombre de los que han preparado 
el golpe. Poco se habrá conseguido con apoderarse 
de los fantoches, sí no se da con quien los movía, ti- 
rando de los hilos.» Y esta frase del omnipotente y 



.t;pogk' 



U, PÁÍtO PABDO 217 

lespefable don Tadeo. era algo más que un consejo 
acertado y razonable: era una consigna. 

Las declaraciODes de los guardias no arrojaban luz. 
Ellos no hablan podido conocer a los agresores, ni a 
ios que apedreaban, ni a los incendiarios. La noche 
era obscura, los grupos numerosos, la agitación gran- 
de. Los revoltosos Iban y venían de una parte a otra, 
sin esperar la llegada de la fuerza. A nadie hablan 
tenido tan cerca que pudieran distinguir los rostros. 

Irritado et juez por la vaguedad de estas maiiiles- 
taciones, y al observar que su afán inquisitivo se 
perdia, chocando con aquella masa de voluntades 
concertadas para negar, amenazó a los presos. 

—Bien, os pudriréis en la cárcel— dijo. Y añadió, 
dirigiéndose al esaibano y !al alcaide: — Todos inco- 
municados. 

Al amanecer del dia siguiente circuló en Zaratán 
de la Priora la noticia de que un olivar de que el se- 
ñor Santa Olalla era dueño, y que estaba a una me- 
dia legua del pueblo había sido talado. Varias hachas 
hablan desmochado las ramas altas y las puntas de 
las de abajo, precisamente las que habían de criar 
aceitunas, y hablan hendido los troncos de los árboles 
nuevos. Los autores del daño sabian bien dónde da- 
ban el golpe para que los olivos quedaran Inútiles 
por la^o tiempo: eran peritos en el arte de criar las 
olivas que Virgilio cantó como el primeo entre cuan- 
tos componen la sabiduría agrícola. 

Más tarde se divisaron las llamas que sallan de un 
pajar en que el señor Ozores almacenaba enton- 
ces provisionalmente cuanto iba recogiendo de sus 
eras. 

Mientras la gente acudía a sofocar el incendio, dos 
bodegas, que estaban en distintos lugares, ardieron 



iooi^lc 



318 J. ORTEOA UDNILLá 

también. Pertenedan a dos ricachos de los más adic- 
tos al cacique máximo. 

Los perjudicados, las autoridades, la Guardia civil 
y los propietarios todos, se pasaron el dia de aquí 
para allá, procurando aminorar los progresos de los 
incendios, sacando de! pajar lo que era posible poner 
en salvo, extrayendo, no sin riesgo, de entre las pare- 
des hundidas y las vigas ardientes de las bodegas, 
las cubas a que no había llegado el siniestro. Fué un 
dia de dolor y de rabia para los Señores. 

No pudiendo contener su ira, Santa Olalla di|o al 
fues 

—No sabe usted por dónde se anda. Si hubiera us- 
ted agarrado a los que mueven esta conspiración de 
bandidos, ño habría pasado lo que está pasando. 
Vamos a quedar sin hacienda y sin honra. 

El digno Juez devora la afrenta en silencio. Luego, 
exclamó: 

—No han resultado indicios que juBtíficaraR lo que 
usted indica. Harto sé de dónde viene todo... Pero 
ahora me decido a dar un golpe de efecto. Voy a 
dictar autos de prisión contra el Hormigón y el Chato 
Cizaña. 

Don Tadeo detuvo al juez, que ya se disponía a 
dirigirse a su despacho, para poner por obra el desig- 
nio que había anunciado; y, dominando su desespe- 
ración, le dijo: 

— |No, por Dios!... ¿Quiere usted que arda el pueblo 
entero?... iCalma y prudencia!... Ha pasado Ib hora de 
le energia y ha sonado la de la reflexión. Pensemos 
despacio y tomemos medidas discretas. 



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xxvm 

— Aqut>e8toy ya— dijo mirando en torno—. Ya está 
aquí el asesino. Viene a entregarse. ¿Dónde se halla 
el que va a prendede? 

El Señorito acababa de descender de la diligencia, 
de retomo de su viaje a Madrid, y pronunció aquellas 
palabras dirigiéndose al grupo de curiosos desocupa- 
dos que, a taita de más interesante espectáculo, asis- 
tían a la llegada del coche-correo de Noblurve, que 
era la única comunicación de Zaratán con la linea 
terrea y con el mundo civilizado. El Señorito sonreía 
y mostraba entre los labios los blancos dientes des- 
iguales. Se inició un movimiento de retroceso en 
aquel grupo. Los perros, que hablan ladrado poco 
antes, se retiraban al ver al lobo. 

Acercáronse a don Qulrino entonces Santa Olalla, 
Ozoies, Inguazo y otros cuantos Señorea que, al pa- 
recer, en comisión, le iban a dar la bíHivenida. 

— Queríamos haber estado aquí— dijo don Tadeo — 
antes de que la diligencia viniera, pero hoy se ha 
adelantado. 

— SI — repuso Madrigal — . E! viaje es tan pesado 
que le he prometido una propina al mayoral si 
aireaba. 

—Pues venimos a saludar a usted — añadió Santa 
Olalla—. Es un acuerdo que se ha tomado en el ca- 
sino, y un deseo de todos nosotros. 



.t;„ogic 



220 J. OSTEQÁ HDNILI.A 

—Muchas gracias, seííores— contestó don Qutríno, 
no manifestando sorpresa alguna por aquel home- 
naje, aunque, en verdad, debiera parecerle extraño, 
dadas sus relaciones con los que se lo rendían — . ¿De 
modo que ustedes no aeen que soy un criminal? 

Ozores intervino. 

— La inicua campafla nos une a todos los hombres 
de bien y borra las diferencias que antes pudieron 
separamos. El Casino Principal y la Cofradía de Nues- 
tro Señor del Qrano de Oro, de que es usted hermano 
fundador y protector, han acordado que en nombre 
del uno y de la otra acudiéramos a ofrecerle a su 
llegada el homenaje de desagravio por los reproba- 
bles sucesos de estos dias, que nos avergüenzan, 
como hijos de Zaratán, de esta noble villa, en la que 
el ilustre linaje de usted se destaca con tanta gloria. 
Y hemos querido dar al acto toda la publicidad posi- 
ble, para que exprese claramente a todos el alto apre- 
cio que de usted hacemos y la reprobadón que nos 
arrancan las indignas maledicencias que sobre la 
respetable persona de usted han caído. 

—Siento que se hayan molestado ustedes— contes- 
tó el Señorito, atajando el discurso del abogado — . 
Aunque honradísimo por lo que hacen y me dicen, 
no valía la pena de que sus personas y las entidades 
que representan se ocuparan de estos incidentes. He 
sabido lo que ocmrfa y me he apresurado a venir, 
anticipando el viaje más de lo que pensaba. 

Detrás de don Quirino apareció Blas Heno, que 
acababa de salir del carruaje, llevando en la mano un 
elegante saco de piel. Saludó a los comisionados con 
palabras de encogimiento y aguardó las órdenes de 
Madrigal. Este continuó liafoiando: 

— Celebro que me hayan proporcionado la ocasión 



EL paSo pardo S21 

de exponer ante la más autorizada representación del 
vecindario cuáles son mis propósitos respecto a este 
asunto. Un hombre como yo no puede quedar bajo 
el peso de una acusadón, siquiera proceda ella de la 
vil chusma, envidiosa y malvada. Mi primer acto será 
presentarme al señor Juez para ponerme a sus órde- 
nes. Él tiene la obligación de depurar la acusadón. 

— Nadie la ha formulado — interrumpió Ozores — . 
El juez no puede proceder por los dicharachos y las 
coplas del vulgo. 

—El verá lo que conviene al esclaiedmiento de la 
verdad. Además, yo le fadlitaré el camino. Siendo yo 
quien soy, debo dar ejemplo de respeto a los tribu- 
nales. 

— Aun cuando usted no necesita consejos de letra- 
do — añadió Ozores — , si le diré que debe presentar 
querella por el conato de incendio que en su domid- 
lio se ha perpetrado. 

— En modo alguno — se apresuró a contestar Madri- 
gfü— . Castigos, no; represalias, no. Yo comprendo lo 
que es una muchedumbre dega que, sin saber por 
qué, se mueve y quebranta la ley. Perdono a los mal- 
hechores..., sin perjuido de defenderme de ellos como - 
Dios me dé a entender, si de nuevo se me atacara u 
ofendiere. 

—Generosa conducta — dijo Santa Olalla — , que im- 
presionarla a los criminales, si su torpe condenda 
fiíera capaz de comprenderla. 

—Ño procedo yo por lo que los demás piensen de 
mi, sino por lo que a mi mismo me debo. 

— Afortunadamente—continuó Santa Olalla — , es 
de presumir que los desórdenes no se repetirán. A pe- 
tidón del alcalde y del juez han llegado treinta indi- 
viduos de la Guardia dvil a las órdenes de un teoien- 



222 i. Gtaaaí udmilla 

te, y «sta fuerza sabia imponer el respeto que a la ley 
y a las personas se debe. 

' Habían echado a andar, y como don Quiíino qui- 
siera despedirse de la Comisión, Ozores replicó que 
deseaba acompaüarle hasta su casa. 

— Honradísimo — contestó Madrigal; y echó adelan- 
te, llevando cogido del bra^o a Blas Herró. 

Luego se informó del estado de Tapióles. 

Cuando supo que estaba casi restablecido del ga- 
rrotazo, dijo Tiendo: 

— iPobre Manolito) Le interrumpirían la digestión, 
porque él vive en digestión perpetua. lÉl, que no pien- 
sa más que en comerá acusado de ser mi conlidente y 
consejero en los crímenes que he cometidol... 

Iban delante Madrigal, Blas y Smta Olalla. Los 
otros seguían pocos pasos detrás. En tono familiar, en 
el que ponia una nota de ternura, dijo don Qiririno: 

— No le ocultaré a usted, Tadeo, que rae satisface 
mucho este acto, y más que por otra cosa, por haber 
tomado parte en él usted, que es la primera persona- 
lidad de la comarca... 

Recusó Santa Olalla el elogio. 

—Si, Tadeo, si — insistió coa vehemencia e/Se/íorí- 
to— . Siempre lo he reconocido y proclamado, hasta 
cuando mis desgracias me excitaban al mal humor y 
ponian en mis labios el lenguaje de la ira... A usted- 
debo hablarte, con toda franqueza. Estos rumores, es- 
tas maldades que se me atribuyen, los tengo muy 
merecidos. . 

— De ninguna manera, don Quírino — objetó el ca- 
cique — . Por ser usted quien es, por tratarse de la pri- 
mera familia del país y.de un apellido glonoso en la 
historia de Las Lomas, -es ppr lo que a usted se han 
dirigido las calumnias miserables. Esto es ima cam- 

n,v..,„e;oogrc 



KL PAtlO rABDO 223 

pafia política que mueven, desde lejos, los revolucio- 
naiios, y aqui, los que no se resignan a estamos some- 
tidos. 

— Eso será cierto, Tadeo— añadió don Quiíino, que 
daba a sus palabras un carácter cada vez más marca- 
do de intimidad y confidencia — . Pero mi conducta ha 
inspirado muchos odios. La deses[}eiación a que mis 
arcunstancias me han llevado me ha hecho injusto, 
violento, iracundo. Por ser quien soy, creia, y creo que 
se me debe algún respeto. El recuerdo de mis antepa< 
sados, que habían hecho de su amor a Zaratáji una 
religión, me impedia resignarme a las humillaciones 
a que me había reducido mi pobreza. Y |a inquietud 
de mi vida, los desarreglos en ■qufr,-como pecador, in- 
curri, dabali a mi noble orgullo un aspecto odioso. 

—Usted se juzga con dureza— replicó don Tadeo — . 
Nadie ha pensado de usted asi nunca. 

— No lo dude usted. Por eso han tomado cuerpo las 
acusaciones, y se han apoderado del ánimo ignorante 
y apasionado de la gentuza... ¿Y quién sabe si habrá 
llegado la sospecha a los de aniba? ' 

—Puedo asegurarle que no. Al contrarío. Ha sido 
unánime )a protesta entre nosotros. Por eso hemos ve- 
nido a esperarle, por eso le acompañamos ahora. Las 
pruebas que constan en autos contra Hernán el de las 
Palomas son contundentes. Y además, ¿quién habla de 
imaginar que un Madrigal iba a descender de la altura 
que tiene,por su nacimento hasta esa ignominia? 

— Pero me han contado que se habla de una pista 
que el Juzgado no ha seguido, y que, en ello se ve el 
propósito de que la responsabilidad no alcanzará a 
los verdaderos delincuentes,.. 

— Esa pista es un infundio. Nadie que discurra me- 
dianamente le ha dado importancia. 



,c;oogic 



224 J. OBTEaA HÜNILLA 

—Ello hB de esclarecerse, porque yo estoy interesa- 
do en que así se haga. Pero de cualquier modo que 
sea, yo reconozco que he tenido no poca culpa de lo 
que me pasa. Me ha faltado en los <Úas de miseria la 
abnegación que enaltece al pobre. Hoy que, gracias a 
la bondad de mi santa tia, que Dios haya, he recobra- 
do los medios de fortuna necesarios a mi situadón, 
veo claro. 
Después de un breve silendo, continuó el Señorito: 
—Y, sin embargo, iqué mal me juzgan tos que me 
suponen duro de corazónl Siempre be procurado el 
bien ajeno, prefiriéndole a mi propia dicha. iCuánto 
dinero he tirado para favorecer a tos que lo necesita- 
banL. Aqui tiene usted mi obra predilecta — dijo con 
brío, señalando a Blas — . Yo recibí de la madre de 
este predilecto de mi alma, servicios, en época difícil 
para mí. Un plan tuve que hubiera sido mi felicidad, 
y con el que hubiera correspondido a tas atenciones 
de aquella mujer. No fué culpa mía el que se hiciera 
imposible realizarlo. Pero lo que no pudo ser de un 
modo, será de otro. Yo he sentido siempre por Blas 
afectos 3e padre. Me propuse hacer de él un hombre 
de provecho, y voy a conseguirlo. Para que adquiera 
cierta significación le he conseguido el nombramiento 
de administrador de Rentas estancadas de la villa... 
Y no he contado para ello con usted, que es y debe 
ser quien sobre estas cosas resuelva, porque Blas no 
ha de ser sino un fiel servidor de su poMca, y ade- 
más, porque ocupará poco tiempo el cargo: otras 
atenciones personales han de embargar su tiempo. 
Dentro de poco contraerá matrimonio con la huérfa- 
na del desventurado Qálvez... Y he de afiadir ahora 
que, en esta su nueva posición, recibirá de usted las 
inspiradones que su experienda tenga a bien dictar- 



BL paKo pabdo 225 

le... Se lo he dicho muchas veces, en estos dias de 
cúnRdenclas y de planes... «Don Tadeo es el gfuia na- 
tural de todos nosotros. Hay que oir su consejo.» Y 
él, que me atiende como un hijo a su padie, está re- 
suelto a fncorporarse a usted en cuanto, como goen- 
tedela gran fortuna de su prometida, pueda em- 
piearla en el ejercicio de la poderosa influencia que 
tiene el dinero. ¿No es asi, Blas? 

El interpelado a quien había dado Madrigal un 
fuerte tirón del brazo, exclamó, como si despertara de 
un sueño: 

~Sf, es cierto. Yo no haré nunca sino lo que me 
diga don Quirino. 

Santa Olalla tenia noticias, como todo el pu^lo, 
de ios amoríos de Heno y la Caracolllla, pero no pen- 
saba que las cosas estuvieran tan adelante. 

El hijo de Vitorio, que hasta entonces le habla pa- 
reddo un ente despreciable, adquirió de improviso a 
sus OJOS interesante relieve. 

Era como si un maniquí se hubiera convertido en 
ser humano. Miró el cacique a Madrigal con curioÑ- 
dad mezclada de zozobra. Una nueva fuerza aparecía 
que, acaso, iba a cambiar la dinámica de las influen- 
cias regionedes. ¿Habría que procurar captarla? ¿Se- 
rie mejor combatirla? 

Por el alma de Santa Olalla pasaron contradictorios 
pensamientos. El discurso de el Señortto\t advirtió 
que ¿ste venía dispuesto a luchar y a imponerse. 

Y el que en los últimos escalones de la degrada- 
ción, sin dinero, sin crédito, habla sabido tener a raya 
a los más osados, ¿qué no seria capaz de hacer, des- 
pués de la rehabilitación que el legado det»condesa 
del Viso le conferia, y siendo el mentor dd marido de 
ía Caraooma? 



X'.oag\c 



226 _ J. OBTEOA UDNILLA 

—Felicito a usted — dijo don Tadeo -, amigo He- 
no. Esa gran fortuna necesita un hábil gerente, y pue- 
de influir mucho en los negocios de la comarca. Me 
será gratísimo merecer la confianza de usted. 

Y luego, volviéndose hacia Madrigal, afladió: 

— He oido a usted con el mayor interés. Sus aten- 
tíones para conmigo son impagatries. Puede estar se- 
guro de mi amistad y de mi reconocimiento. 

Hablan llegado a la casa de el Señorito, ante la 
que dos guardias dviles iban y venian, con los fusi- 
les sobre los hombros. 

—¿Tantas precauciones son necesar¡as?~preguntó 
don Quirino, 

— El pueblo está excitado-'repaso el cadque— y 
más vale un por si acaso, que un quién pensara. 

En aquel momento rasgaron la serenidad de la no- 
che, que ya habla cenado, vanos silbidos. 

Venían de las callejas inmediatas. La pareja de la 
benemérita se dirigió hacia ellas. Los silbidos arre- 
daion, y lu^o varias voces prorrumpieron en gritos 
de: «iMuera el aseslnol ¡Justicial puslidal> 



Dgitiz^dbv Google 



Lo primero que hizo Madrigal el dfa siguiente fué 
presentaise en casa del juez, que le redbió con los 
mayores extremos de atención. 

—Vengo a presentarme— dijo— a su sefioria, por si 
puedo servir de algo en el proceso que tanto da que 
hablar al pueblo. Además, vengo a rogarie que si lo 
tiene a bien, practique las diligencias oportunas para 
que se confirmen o se rectifiquen las acusaciones que 
me rodean. Yo no puedo, no quiero vivir asi, en la 
sospecha y el odio de las gentes. Zaratán es para mf 
a^ como la prolongación de mi familia. Tutores y 
guias de este vecindario fueron siempre los Madrigal. 
No me resigno a que el último de ellos se hunda en 
el desprecio de los que fueron vasallos, siervos, cria- 
dos de mis mayores. Antes la muerte. 

—Esa actitud y ese lenguaje — respondió el juez- 
son dignos de usted, sefior don Quirino. Pero el Juz- 
gado no tiene que hacer respecto de usted otra cosa 
que ponerse a sus órdenes para el castigo de los que 
le ofenden y amenazan. 

—No, señor juez— replicó el Señorito—, Se asegura 
que hay una pista que no se ha seguido. Y hay que 
sqrulrla. 

— ¿Tambito ha llegado a noticia de usted eso de la 
pista? Tan poco vale, que el Juzgado no la ha tenido 



228 J. ORTBQA HUBILLA 

en cuenta. Además, el sumario está concluso, y ya no 
puede ni debe hacerse nada hasta el momento de la 
vista. 

—Me han dicho que el abogado defensor del pro- 
cesado sacará lodo el partido posible de esa pista y 
de la falta de actuaciones en ella. Y me conviene to- 
mar la iniciativa. Presentaré un escrito al Juzgado 
para que sobre ello provea. Solicitaré el concurso del 
señor Ozores, que es un letrado distinguido y hábil, 
para que me represente. 

—Todo ello no hará sino revelar más y más la res- 
petable figura de usted, y convertirla en ejemplo de 
cómo se defiende el prestigio de un nombre atacado 
por villanas murmuraciones. Pero no )o conceptúo ne- 
cesario. 

Después de esta entrevista, don Quirino fué a visi- 
tar al alcalde para rogarle que ordenase que fuera re- 
tirada la guardia que se le habfa puesto en su casa. El 
no necesitaba de nadie para defenderse. Solo andaba 
y andarla por las calles, y el que se atreviese a insul- 
tarle no lo haría de balde. Aquélla protección oficial 
de que se le rodeaba la estimaba vejatoria, y ccmtri- 
buiría a excitar contra él las iras del populacho. 

Dio varias vueltas por la villa, entró en un estanco 
a compiar dgarros, faé a la hostería de Escolo a en- 
cargar que llevaran de comer a su casa, se asomó un 
momento al casino y se detuvo un rato en los por- 
ches de la plaza de Abastos. Eran las once cuando re- 
gresaba a su desmantelada residencia, donde le espe- 
raba Blas, a quien habfa dicho que no saliera hasta 
que él volviese. 

En este paseo, las gentes le miriban con asombro. 
Casi todas las personas con quienes se encontró le 
saludaron. Las mujeres del pueblo se escondían en 



SL paSo pardo 229 

sus portales, como huyéndole, y luego se asomaban 
a los vmtanucos, llenas de emoción y curiosidad. 
Quienes valerosamente represeataron entonces el sen- 
timiento popular fueron los muchachos, que de lejas 
le seguían, y cuando él habla traspuesto una esquina, 
al amparo de las revueltas de las tortuosas calles can- 
tuneaban las coplas consabidas, acompasándolas de 
^bidos. Madrigal, sereno y sonriente, continuaba en 
su marciía. Fué el triunfo de la osadfa. 

Detrás de! Señorito itm quedando una esteta de co- 
mentaiios, entie los que se destacaban bases como 
éstas: «Debe ser inocente. Si no lo fuera, no se atre- 
veiia a tanto.* <Lo que es es un Uo con más redaños 
que el toro de la madriga.» «Bien ha esperado para 
venir a que llegara el pelotón de los civiles. Por eso 
anda tan guapo.* «Como tiene de su lado a la justi- 
cia, por eso viene a insultamos.» «No es que él sea 
valiente, es que nosotros somos cobardes.» 

Cuando llegó Madrigal a su casa encontró a Blas 
sentado en un viejo sillón, tan abstraído en sus cavi- 
laciones, que ni se habia dado cuenta del tiempo que 
su amigo llevaba fuera. 

—Aquí me tienes— dijo Madrigal—. Vuelvo entero. 
Ni siquiera me han matado... iHato de miserables! Ni 
uno solo se ha atrevido a mirarme el color de los 
ojos... Los más bravos son los chicuelos, que me han 
seguido chillando... Parecen de otra sangre... ¿Quién 
sabe si los habré engendrado yo?... ¿Qué tales áni- 
mos? Hoy es un dia ocupado peía ti. Has de ir ahora 
a ver a tu novia y llevarle los regalos de boda. La di- 
rás que el expediente matrimonia] sigue sus trámites 
y pronto estará despachado... Lu^fo vendrás para que 
comamos, y por la tarde irás a tomar posesión de tu 
destino... Como tú no necesitas ese sueldo, be pensa- 



230 J. ORTIGA HONILL& 

do que debes decir al administrador enante que que- 
de a tus órdenes para ayudarte. Le darás la mitad de 
tus haberes. El debe comprometerse a llevar el despa- 
cho, porque ni tú entimdes de eso, ni con la boda y 
tus preparativos vas a tener tiempo de nada. Además, 
asi te harás simpático a la gente, que andará murmu- 
rando por tu nombramiento. Hay que ser generoso 
cuando tiene cuenta... Yo me ocuparé un poco de 
arreglar este caserón en que vivimos. Hay que buscar 
criados, porque la pobre ama no está ya más que 
para que la entierren... Conque en movimiento. Ella 
Irá contigo para llevar los regalos. 

Blas Heno, obedeció. En los dias que habla pasado 
en Madrid con el Señorito, éste habla acabado de 
descoyuntarle el ánimo. Los planes de Madrigal res- 
pecto a ese viaje se hablan realizado. El espectáculo 
de las grandezas de la corte, nuevo para el envileddo 
mancebo de Las Lomas, le asombró por su brillantez 
y le halagó con sus placeres. Lo que más le agradó a 
Blas de la vida de la capital de la nación fué la Inde- 
pendencia y libertad de sus moradores, que no están, 
como en lugares pequeños, sujetos a las pesquisas y 
curiosidad ajenas. Ya que la fatalidad lo habla queri- 
do, y estaba encadenado por los hierros que le habla 
echado encima Madrigal, él se propuso salir de Zara- 
tán en cuanto se casase, e irse a la gran ciudad, don- 
de nadie sabria quién era, ni las circunstancias de su 
existencia, ni oiría hablar del crimen ni de Hernán el 
de las Palomas. En sus proyectos para lo porvenir, 
aparecía como grata esperanza la posibilidad de estar 
lejos de el Señorito, de su odiosa férula, de su humi- 
llante protecdón. El le daria el dinero que quisiera, a 
cambio de vivir solo, sólo con su nuijer, de cuyo amor 
y rendimiento estaba seguro. Esclavo ansioso de la 



CL PÁfiO PARDO 231 

manumisión, todo el <no del mundo le pareda escaso 
a cambio de ella. 

A los ocho días de estancia en Madrid, Blas empe- 
zá a sentir cierta serenidad interior. Zaratán de la 
Priora habla desaparecido de su memoria. Era como 
si la tierra sé le hubiese tragado, con sus Lomas, su 
Colegiata y su huerta del Maestre. Nadie se ocupaba 
de semejante pueblo, ni de las cosas que en él ocu- 
rrían, ni del proceso, ni del Caracol. ¿De manera que 
se podia vivir sin estar oyendo siempre lá misma ho- 
rrenda e Inquietante conversación, sin escuchar la 
campana del reloj de la torre de la iglesia, cuyo sont* 
do le recordaba la hora en que cayó al sueio, con la 
frente rota y la muerte en los amarillos ojos el viejo 
usurero? ¿De modo que, alejándose de la misera villa, 
se alejaban de la mente las ideas negras, y se borra- 
ban las memorias perturbadoras de la tranquilidad?... 
Pues habla que huir del lugarón, para no volver a res* 
pirar más su aire envenenado. Si, si, Madrid era la sa- 
lud, la libertad, acaso la alegría. Y como para estar en 
Madrid y conseguir el término de su martirio era pre- 
ciso tener el dinero del Caracol, Heno empezó a pen- 
sar en Delina con agrado. Ella era quien había de sa- 
carle de las angustias espantosas que venia sufriendo. 
Cuando estos pensamientos invadían su alma, ex- 
perimentaba el temor de que la huérfana se cansara 
de él, y de que las murmuraciones, que no dejarían 
de llegar a ella, trocaran su pasión en desprecio, lo 
que le hada desear el próximo regreso a Zaratán, y 
la inmediata realización del enlace. Y entonces metía 
prisa a don Quirino, quien sonreía observando cómo 
iban realizándose sus pronósticos de que un cambio 
de vida y de ambiente harian deseables a Blas las 
alegrías de un vivir afortunado. 



232 3. OBTBOA HDKILLi. 

— Pronto nos iremos — decía elSeñortio — , ffli'Oum- 
to estén concluidas las galas de tu novia y la ropa 
que te están haciendo. 

Heno escribía entonces a Delina cartas laisas, pé- 
simamente redactadas, con muchas faltas de ortogra- 
fía, Que no daba más de si la incultura del mozo; pero 
llenas de palabras apasionadas, que encendían más 
y más el fuego de amor en el inocente corazón de la 
muchacha. Y ésta contestaba pidiéndole por Dios que 
voWíera pronto, que no dilatase más tiempo el mar- 
tirio que le causaba su ausencia, con lo que Heiro se 
tranquili2aba y se sentía orgulloso de haba inspirado 
un alecto tan hondo. 

Pero más de una noche se despertaba bruscamente, 
pasando en un punto del profundo suefto a la vigilia; 
y en la obscuridad que le rodeaba vela la escena trá- 
gíca: don Simeón inmóvil sobre la tierra, la líntama 
enojando sobre su rostro un chorro de luz roja, el Se- 
ñoríto sonriendo. Tapióles temblando, y la faz more- 
na de Hernán asomándose a la reja de su calabozo, 
cuyos barrotes le marcaban en la frente seSales lívi- 
das. El atormentador espectáculo se prolongaba horas 
y horas, dejándole destrozado de cuerpo y alma, en 
una recaída de desesperación, que la perspicacia de 
Madrigal descubría, por lo que procuraba aturdir al 
joven con diversiones, vinos caros y jovial chachara. 
Pensaba en aquellas crisis Heno: 

— Aunque Zaratán se hundiera en una sima, y na- 
die volviera a pronunciar el nombre del pueblo, yo 
llevaré todo eso siempre dentro de mi. Los malditos 
recuerdos vendrán conmigo a Madrid, y dondequiera 
que yo vaya... 

£1 retomo habia sido doloroso para Blas, y a sus 
angustias de siempre se unió ahora el miedo. Le ate- 



.t;„ogic 



BL páSo pasdo 233 

iraba la perspectiva de lo que iba a sufrir en aquelloi 
dias de prueba en la atmósíera hostil de la villa revo- 
ludonada, oyendo los dicterios del vulgo contra don 
Quiriao, las silbas de odio y desprecio vengativo y los 
coméntanos que ia vista de la causa habría de inspi- 
rae Linaria el momento supremo, que tantas veces 
habla previsto: el de la condena del procesado y el de 
la ejecución de la horrenda sentencia. No> eso no po- 
dría resistirlo. <¿Qué haré yo en ese día? — se pregun- 
taba — , ¿Podré encerranne en un rincón y aislarme 
del mundo? No se apoderará de mi un hcnesi que me 
llevará a la calle gritando ante las grates; <|Soy un 
miserable asesino, matadmel> 

En un momento de inlinlto trastorno comimicó sus 
terrores a Madrigal, y le propuso volver a Madrid has- 
ta que todo hubiera concluido. 

— ¿Estás loco?— le contestó el Señorito — . Nuestra 
salvación está en nuestra serenidad. Si nos fuéramos 
estábamos perdidos. Hay que permanecer aquí, la 
cara serena, el corazón firme. 
— Yo no podré resistir. 

—Pues es necesario. Con estarte en casa esos dias, 
te habrás librado de las impresiones de la calle. Pre- 
textas una indisposición, para que Delina no se ex- 
trañe de que no vas a verla, y asunto concluido. 

—Si—repaso Herró-, será la única soludón po- 
sible. 

Hubiera preferido precipitar las cosas. Casarse en se- 
guida y salir de Zaratán con su esposa, antes de que 
los días grandes y trágicos llegaran; pera don Quirino 
estimó inconveniente, y aun peligroso, e! proyectó. 

—Motivos de prudencia nos obligan a ti y a mí —' 
dijo — a esperar que la causa se vea y todo sea termi- 
nado. Entretanto, no hay que hacerse ilusiones; una 



,e;o(yíic 



234 J. OBTIOA ItONILLA 

amenaza pesa sobre mi, amenaza que también sobre 
ti Be proyectarla si no observáramos la conducta que 
corresponde a los Inocentes. Además, ¿tú crees que 
estarla bien que Delina se casara en los momentos en 
que va a ser impuesto el castigo por el asesinato de 
BU padre? Dirían que tú y yo hablamos laltado a los 
respetos debidos a la memoria de la victima, y a la 
que, en todo caso, inspira el hombre sobre ceya ca- 
beza cae la sanción... Nada, no nos dejemos dominar 
por la pusilanimidad... Ni yo consentiré que tus co- 
bardias nos pierdan. 

La cínica serenidad con que el Señorito hablaba, 
producían a Blas primero, repugnancia; lu^o, admi- 
ración, y más tarde confianza en que, unido a él, lle- 
garla al ténnino de la piueba y a la etapa venturosa. 

Aquel hombre inconmovible, que siempre y ante 
cualquiera especie de diücultades tenia avizora la in- 
teligencia y en pie la voluntad, parecíale un ser sobre- 
humano, prodigio de energías morales, ante el cual 
todo habría de ceder. 

Y bajo estas impresiones se hallaba Heno cuando 
salla de casa de su amigo para ir a la de su pro- 
metida. 



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XXX 

Delina le esperaba en la ventana, y al verle venir 
le saludó con la mano derecha y con uña sonrisa, re- 
tirándose rápidamente y cenando las vidrieras. 

Ella bajó a abrir la puerta, y le dijo: 

— iViígeo santísima, que alegrfal Temí no ver- 
te más. 

Blas la estrechó entre los brazos, la cubrió de besos 
el rostro y exclamó, sintiendo que una emoción ines- 
perada estremecía su sen 

— Delina, Delina mia, yo también temi que no nos 
volveríamos a ver. ¿Me quieres tanto como antes? 

— Más, mucho más. Tanto, que el corazón me due- 
le, y me ahogo de contento y de miedo. 

—¿Miedo? ¿De qué? 

— De que ocurra algo que nos separe. Y eso seria 
mt muerte. 

Aquellas palabras produjeron en Blas una impre- 
sión de espanto. Detrás de ellas adivinaba et efecto de 
la sentencia popular que condenaba al Señorito como 
autor de la muerte del Caracol. Aunque el rumor pú' 
blico no le habia nombrado a él como participe en el 
crimen, cierto estaba de que la condenadón repara- 
dora de la muchedumbre le incluía entre los cómpli- 
ces. El incidente acaecido con Tapióles era claro indi- 
cio de ello; y con mayor motivo seria él culpado, 
puesto que era quien iba a obtener en grado mayor 



236 J. ORTBOÁ MVSILUk 

los beneficios del crioien que habla puesto ñn al obs- 
táculo que se oponía a su matrimonio con Delina. 

Haciendo un esfuerzo para dominar su emodón, dijo: 

— ¿Qué podrá separamos, si nosotros queremos ser 
el uno del otro? 

—¿Qué sé yo?— repuso ella, devolviendo a Blas las 
caridas que éste le prodigaba — . Tengo miedo no sé 
de qué... lAlma mía, Blas mfql, ¿qué será de mi si un 
día tú desaparederas de mi lado? 

— ^¿De dónde sacas esos temoses? Aqui me tienes, 
ya no saldré de ZanUán sino cuando contigo me vaya 
a gozar de tu amot lejos de aqui. 

—¿Si, Blas; verdad que si? Juntos, juntos para 
siempre. 

—Juntos, aunque todos se empeflaran en sepa- 
ramos. 

— iNecesitaba que vinieras; me hadas mucha falta, 
Blas; Blas mío! Tá serás mi amparo contra todos y 
contra todo. 

—Pero, ¿qué ocurTe?~-preguntó lleno de zozobra el 
joven. 

— Ya te lo contaré... Pero antes déjame que te mire, 
que te abrace, que me convenza de que estis a mi 
lado... ¿Es [cierto que eres tú?... Me hablan hecho 
creer que no volverlas... 

—¿Quién? 

— Mis suefios, los disparates que pasaban por mf 
cabeza en estos tristes días en que estabas lejos de 
mi... Pero, no; no. Tú has vuelto a buscarme, bien 
mió... iQué guapo eresl... Mírame con esos ojos que 
me llegan al alma... iQué bien te está el traje nuevo 
que te has comprado en Madrid!... |Y qué bonita esa 
corbatal... Mal het^ traes el lazo. Yo te lo haré... Asi, 
hermoso, asf. 



EL PAfiO PABDO 337 

Y mienbas los dedos trémulos de Delina jugaban 
con la seda, sus labios besaban la beate y los o|o8 
del mancebo. 

— iQué buena eresl— dijo éste — . iCuánto te qaie- 
rol... iMás, mucho más de lo que creial... Pero, óyeme; 
quiero que me cuentes todo lo que has hecho en mi 
auspicia... ¿Quién ha venido a verte?... ¿Con quién 
has hablado?... 

Esta conversación la tenían los prometidos en el 
zaguán de la casa, amplio y lóbrego, del que arran- 
caba la escalera que conduela a los pisos superiores. 

— Sube conmigo — dijo Delina — . Vamos arriba. 
Allí está mi tía Octaviana, a quien he traído de Villa- 
fálila, para que me acompañe hasta que nos casemos. 

Ya sabia Blas que la huérfana, para tener a su lado 
una persona de respeto que la autorízase en su solé- 
dad, habfa llamado a aquella potve mujer, que en la 
mayor penuria vivfa en la aldea inmediata, y de la 
que nunca se habla acordado el Caracol. La fia Octa- 
viana era prima de la esposa del usurero. Su edad 
pasaba de los sesenta: Viuda y sin hijos, ganábase 
duramente la pitanza bordando sábanas, pañuelos y 
camisas para las señoras de Zaratán. Era muy diestra 
en tales iabcwes, y en medio de su ignorancia lugare* 
ña, poseía un discreto discurso superior a su condi- 
ción y a su clase. Dos parches negros, que le cubrían 
ambas sieses, más que curar, anunciaban las jaque- 
cas que la desdichada padeda. 

—Tía Octaviana— dijo Delina, cuandc -" 

vio hubiergji llegado a la sala en que, 
nes de blancas piezas de tela, se hállid 
que era menuda y vivaracha — . Aqu 
a Blas. 

Y luego de una breve pausa añadió 



238 J. ORTESA HUMLLA 

corazón a loa labios una sonrisa de alegria y de 
orgullo: 

—Como quien dice, el amo de la casa. 

Mediaron los saludos naturales. 

—Pido a Dios en mis cortas oraciones— exclamó la 
vieja— que les haga muy felices. 

—Ven acá, Blas — dijo lu^o Delina—; seguiremos 
hablando. 

Y condujo a su novio a una estancia inmediata, en 
la que ambos se sentaron en un canapé. 

A ia Bgitadón de ios primeros instantes del encuen- 
tro, habfa seguido en ei ánimo de la muchacha una 
alegre y dulce serenidad. 

—Ya lo sé todo— dijo Delina— . Sé que eres admi- 
nistrador de Rentas. Y te pregunto: ¿para qué quieres 
eso? ¿No somos ricos? No quiero que traljajes ni te 
ocupes de nada más que de cuidar de lo tuyo, que no 
es poc», y de cuidar de mi, que soy tuya también. 

La ternura y la confianza que palpitaban en aque- 
llas palabras anegaron en angustiosa emodón el 
alma de Blas, y como si del fondo de ella surgieran 
las palabras exclamó: 

—Yo no' te maezco. Tú eres muy buena. Yo soy 
muy malo. 

—¿Malo tú?... Pero, ¿no me quieres?... 

— Con todo mi corazón. 

— Pues entonces no eres, ni puedes ser malo... Malo 
serlas si no me quisieras, si me abandonases, si me 
traidonaras... |Ahl entonces serlas malo, porque se- 
rias cruel. Pero no, eres el mejor de los hombres... 

Con tono de infanHl sencillez, alladió: 

— No creas que no ha habido malos corazones que 
han venido a quererme quitar la voluntad que te 
mgo... Me han dicho que traías mudias mujÑes al 



BL PAtlO PARDO 239 

Ktortero, y que hace poco estabas con dofia María de 
la Oliva- 
Quiso intemimpir Blas para sinoeraise; pero Dellna 
siguió hablando. 

— ¿y sabes lo que yo be contestado?... Pues he di- 
cho que a un hombre como tú era natural que todas 
las mujeres le buscasen. ¿No te quiero yo para mi?... 
Pues lo mismo querrán las otras... Lo que hay es que 
a la gente le da rabia que sea yo la preferida... ¿Ver- . 
dad que lo soy? 

— La preferida, no; la única — contestó Heiro — . La 
que yo quiero para mujercita mia, la que ha de estar 
siempre a mi lado; bien has hecho en despreciar las 
enWdias... Óyeme, Delina, ¿y no te han dicho algo 
peor? 

—De ti, no. De don Quirino, si. Ya sé lo que corre 
por el pueblo. iQue él es el que ha matado a mi pa- 
dre!... Ya he oído las coplas y los gritos y los tiros... 
Pero yo no creo nada de eso. 

—¿Por qué no lo crees? 

— Por muchas razones... La primera es la de que 
don Quirino es amigo tuyo... ¿No es asi?... Y siendo 
tu amigo, ha de ser un sefior bueno y honrado... Él 
es quien le animó a declararme que me querías, 
cuando tú andabas cobarde, sin entender lo que de- 
cían mis ojos... Sólo por eso le quiero yo, como si míe 
hubiera hecho mil favores... Puede que sin él no nos 
hubiéramos visto nunca como nos vemos ahora, Blas. 

Las manos de Delina buscaron las de Hoim nn«. 
frias y temblorosas, apenas percibieron e 
tacto. 

—Hay más— continuó ella—. Ha veni 
un seAor de Noblurve, un abogado... iEl i 
tender o... ese hombre... al que me quitó 



240 3. OBTEOA. HUNILLA 

Tembló Blf» al enterarse de aquella Wstta, que 
desconocía. 

~¿Y qué propósito trajo ese señor abogado?— dijo. 

— Pues me mandó un recado con la posadera de la 
plaza del HoiRo Viejo pidiéndome permiso para visi- 
tarme. Yo le contesté qne por estar de duelo no recibía 
a nadie. Entonces la posadera me dijo que precisa- 
mente se trotaba de )a muerte de mi pobre padre, y 
que el abogado podia enteranne de Cosas que me 
importaba saber. Tan peSada se puso, que tuve que 
aceptar la visita. Y vino el hombre. Poco simpático 
es... La tie Octavjana estaba presente en la conversa- 
dón. 

—¿Y qué te dijo?— inteniKnpió Blas, que ardía de 
impaciencia por saberlo. 

—Me echó un discurso muy largo, didéndome que 
loa ^os tenían la obligación de vengar a ios padres, 
cuando éstos eran victimas de crímenes coiho el que 
me habla- hecho huérfana. Que en el pueblo habla la 
idea de que el criminal no era el que estaba preso, 
sino otro, y que él se proponía demostrar que el pue- 
blo tenia razón. Que yo debía intervenir o ser parte, 
o no sé qué, en la causa, y nombrar un abogado que 
en mi nombre pidiera castigo... y no sé cuántas cosas 
más... Yo no sabía qué contestarle... Le dije que me 
daba mucha pena hablar de eso, que no sabia lo que 
debía hacer, y que, no teniendo persona de quien 
aconsejarme, esperarla a que llegase el que pronto 
Iba a ser mi marido. 

— Muy bien respondiste, Delina — repuso Blas — . Y 
él, ¿qué dijo entonces? 

— Dijo que, siendo asi, no tenía más que aludir, y 
que él había dado aquel paso para cumplir un deber 
de Condénela en defeca de un inocente, a quien 



.t;»ogk' 



RL PAÑO PÁBDO 241 

iban a quitar la vida... Se despidió, olredéndosemé, 
por si en la testamentaria de mi padre necesitaba de 
on abogado... Yo le di las gracias; pero le advertí 
que mi padre habla dejado anclados sus asuntos de' 
modo que no tuvfera qoe intervenir en ellos la Jus- 
ticia. 

— Ni una vieja sabia hubiera contestado mejor 
—dijo Blas— que cmno lo has hecho tii, que eres niña 
e ihocente. . 

—¿Te ha parecido hien?~replicd ella con rostoo 
al^re y sonrisa de triunfo — .^ Pues me temía que no 
te pareciese asf. Lo que yo deseaba era eso:-no dis- 
gustarte, Blas. 

Hasta entoúces no habla notado éste que entre sus 
manos tenia las de su novia. Las estrechó fuertemente 
y las besó. Los ojos se le humedecieron. 

—¿Qué te pasa, Blas?— preguntó Delina. 

— Que te quiero mucho, que cada día te encuentro 
más digna de un amor que merezca el tuyo. Que ten- 
go dentro de mi mucha tristeza; que cuantas más 
pruebas de cariño me das, más pena siento... 

—No te entiendo, bien mío. 

— Algún día puede que sepas las angustias que 
sufro... 

Liego en esto la nodriza de don Quirino cai^da 
de cajas. Venia sofocada por la fatiga que le causaron 
la carga y la caminatat y entre dos fuertes susoiros. 
exclamó: 

— Aún tengo para dos viajes... Son 
un rey a una princesa. 

La vista de los presentes que su i 
cambió el curso de los pensamientos c 
ávidas e impacientes manos vado las 
nieodo -sobre una mesa los vestidos 



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242 J. OBTKQA HÜKILLA 

blonda, dos sombreros, de seda y Horea el uno, de 
paja y plumas el otro; las meinteletas, los abanicos, 
las sombiillas, cuanto habla escogido en los almace- 
nes de la corte Madrigal. Luego salieron a luz los es- 
tuches de las alhajas, los pendientes de zafiros y bii- 
liantes, las pulseras de oro y pedrería, los anillos, un 
teloj, una cadena; todo rico, de precio, sólido y visto- 
so. La lugareñita, ignorante de los prodigios del lujo, 
que hasta entonces había vivido en la miseria a que 
la avaricia de su padre la tuvo reducida, creyó estoi 
soñando: 

—¿Y todo esto es para mi?— interrogó— . iCuánto 
habrá costadol 

Blas, anticipándose a una pregunta concreta, que 
habla de serle desagradable contestar, anadió: 

— Todo para ti, y es poco para lo que mereces. De- 
lina... Don Quirino lo ha elegido y lo ha pagado. Yo 
le resfut^ré cuando pueda. 

I^ enamorada muchacha abrazó a su novio, y de- 
jando caer su cabeza sobre el pecho de éste, soUoz6: 

— iQué dichosa soyl jTe adoro, filas, te adoro! 



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XXXI 

Desde su llegada a Zaratán, y en cuanto hubo es- 
tudiado el proceso, iba todas las mañanas a ver a su 
defendido el letrado Cianea y se pasaba laicas horas 
conversindo con él. La primera impresión que Her- 
nando habla hecho en su defensor, no fué buena. La 
reserva desdeñosa que éste observó en su actitud y 
en sus palabras le hablan hecho creer que aquel hom- 
bre era un carácter reconcentrado, hto, calculista, ca- 
paz de cualquier acto reprobable, y, desde lu^o, del 
crimen que se le imputaba. «Cuando comparezca ante 
el Tribunal— pensó Cianea— el público no le mirará 
con simpatía. Tiene en su cara los rasgos del odio 
arisco y del orgullo vencido.» 

Hernando, perdida toda esperanza de salvación, no 
hallando en tomo sino muros de piedra imposibles 
de quebrantar y obstáculos definitivos para su justi- 
ficación y su libertad, habla llegado a adquirir el con- 
vencimiento de que la sentencia fatal era inevitable, 
y se consideraba como ' " "^ 

manece sobre la tierre 
los trámites necesarios 
ses leugos de prisión y 
para de consolarte, y la 
diciales, habían ido a 
quilando el instinto de 
defaua. La desveattua 



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244 J. OBTSeí UDNILLA 

mo estremedmiento de dolor que podía sufrir su alma. 
Después se consideró como separado para siempre de 
los hombres. El acaso, en colaboración con una vo- 
luntad perversa, hablan ido acumulando sobre él in- 
dicios, cargos, pruebas que, juntos, enlazados, tejidos 
por la lógica, formaban ya una red de hilos de acero 
que le envolvía, le estrechaba y ejercía sobre su coh- 
dencia la presión que más tarde ejercería sobnesu 
cadáver la tierra en que habla de conompnse. El 
odio popular habla llegado a él a través de las pare- 
des y las rejas de la cárcel, contribuyendo a quitarle 
los postreros vestigios de esperanza. Le condenaban 
los hechos, lé condenaba el pueblo, cumpliéndose 
con ello, sin duda, una sentencia inexorable, cuya 
íhiquidad le aterraba. La pnrtiera visita que le habla 
hecho don Serafín habla estiemeddo su corazón con 
alientos de vida; pero luego la reflexión le habia con- 
ducido de nuevo a empellones al negro abismo, sin 
luz ni aire, al que no llega nunca la esperanza. «Sólo 
un milagro — pensaba — puede libertarme, y ya no hay 
milagros. La Santa Virgen del Centeno está cansada 
de hacerlos y no hará éste. No lo merezco, no lo es- 
pero. jVenga la muerte cuanto antesl» 

Cuando supo que las gentes hablan cambiado de 
opinión y le defendían, tardó mucho en explicarse 
aquel movimiento inesperado del juido público. Más 
tarde, por las explicaciones del cura de la Colegiata, 
y por algunas palabras del juez, empezó a compren' 
der que en el fondo de la agitanan de labrantines y 
jornaleros había algo ajeno a su persona y a su pro- 
ceso, y que la lucha de éstos con los Señores tomaba 
como pretexto y ocasión de los tumultos el crimen de 
la huerta del Maestre y su inocenda. £1 juez le habia 
dicho: «Palabras imprudentes que has pronunciado, 



EL PiSO PARDO 245 

van a manchar un nombre respetable con sombras de 
calumnias. Eso traerá a Zaratán dias de duelo y san- 
gre. Será una culpa más que caerá sobre ti. Si tenias 
que comunicar a la justída algo que te exculpara, y 
atrojar sobre otro la responsabilidad, ¿por qué no me 
lo has manifestado? Muchas veces te he pedido que 
volcaras sobre mi tu conciencia. Aún es tiempo. 
Habla.. 

Y Honán habia contestado: 

— Soy inocente. Otro es el asesino. 

—¿Quién? 

~ El Sefíorito. 

—El señor Madrigal, querrás decir... Pero no basta 
eso. Hay que aportar pruebas. 

— Ninguna tengo. 

— Entonces, ¿por qué acusas? 

— Porque yo no soy el asesino, porque sólo' el 5e- 
ñorito es capaz de haber llevado a mi tierra el «acó 
del dinero, porque et alguacil y él están de acuerdo 
para perderme... 

—Todo eso es absurdo. Nadie te hará caso... ¿Tie- 
nes algo más que decir? 

— Nada más. 

—Pues repitiendo esas palabras te harás más 
odioso. 

El letrado Cianea quiso concretar las ideas de su 
defendido, de modo que pudieran ser base de una de- 
nunda contra el Señorito, pero no lo consiguió. 

—El asesino es él, es él, no tengo duda— "- 

incesantemente ilemando, pero no afiadia na 
minante y categórico—. No sé más que una co 
es el único que ha podido echarme endma 
famia. 

—¿Por odio a usted?- preguntaba Cianea. 

L. : ^CiOOl^lC 



246 J. OBTISA UDNILLA 

—No, por odio, no— lespondia Hernando — . Pero 
él ha cometido el asesinato y el robo, aprovechando 
el mal paso que di aquella mafiana. 

—Eso no basta, eso es muy vago. Es necesario 
algo más paia que podamos acusar. 

— Pues no sé más que eso. 

Hubo momentos en que Cianea pensó que su de- 
fendido estaba loco; otros que, buscando una salida 
para su grave situación, inventaba aquella especie. 
Lo que no le pasó poi las mientes es que en las pa- 
labras del procesado hubiera cosa alguna utilizable 
para su intervención forense. 

Procuróse Cianea una aitievista con don Serafín. 
Sabia que éste venia asegurando que Hernando en 
inocente, después de haberle confesado, y que, aún 
antes de esto, poi conodmlento de su conducta y de 
su vida, y por intuición, había asegurado ante mu- 
chas personas que aquel hombre no podfa ser el cri- 
minal. 

—Usted, señor cura— le dijo—, sabe algo que hui- 
damente sus opiniones sobre el caso. Dígamelo. Un 
interés común nos une, la misma causa, defendemos. 

—Yo, señor abogado— respondió Serafín del Ava- 
lo — , tengo la firme convicdón de que este hombre es 
un santo, lo mejor del pueblo. Es inocente, es una 
victima de las circunstancias y de algún malvado que 
se oculta en la sombra. Pero nada puedo dedrle más. 

— ¿Qué idea tiene usted de Madrigal? 

— La peor. Es capaz de todo lo malo. 

— ¿Qué gwte le rodea de ordinario? 

—Borrachínes, viciosos, tabernarios y alborotado- 
res, gente sin religión y sin hombría de bien. 

— Pero esos antecedentes no han sido obstáculo 
para que las personas más signiHcadas y respetables 



Bt. PAfiO PJtSDO 247 

de Ib pobleción le rindan el homena|e que usted sabe. 

— Cuestión de dase. Como la gente baja ha dado 
en ponerse al lado de Hernán y en contra de el Seño- 
rito, y eso ha coincidido con la revuelta que hay por 
la cueetión de las rentas y lo demás, los ricos se creen 
en el caso de hacer lo que han hecho. Además, ya 
sabrá usted que siempre ha habido disputas y lenci' 
lias entre los del Paño Pardo y los del Grano de Oro. 
Basta que los unos quieran una cosa, para que los 
otros quietan la contraria. 

— Si, ya conozco esas disidencias, que parecen pro- 
pias de la Edad Media. 

— Así vivimos por acá. Pero los ricos abusan mu- 
dio de su poder. Los otros, los del paño pardo, nunca 
tienen razón. Si van al Juzgado, allí les apabullan; si 
al Oobiemo civil, allf los hunden. En las quintas, en 
los consumos, en la contribución, en todo, son los 
paganos. Y eso enciende la ira. Yo, señor abogado, 
a pesar de que mi misión es de paz, no he tenido 
otro remedio, más de una vez, que meterme en los 
lios que se armaban. Amparar al pobre es una obli- 
gación de los que tenemos este ministerio. 

—Debe ser. 

—Y como yo soy de ellos, hijo de un pobre joma* 
Ihv, y soy el capellán mayor de Nuestra Señora del 
Centeno, claro está que me tiran los míos. Disgustos 
gordos me ha causado el no poderme estar quieto 
cuando vela las canalladas que hadan los de arriba... 
Usted perdone lo que digo. Pero me sale de adentro... 
Y esto de Hernán me trae loco... iMire usted que estar 
seguro de que el infeliz es inocente y tener que ver 
cómo me lo ahorcan)... 

—Mido es el caso. No pensaba yo cuando me en- 
caijfué de su defensa que me iba a encontrar sin me* 

,, ..t;„ogic 



248 j, OBTBei KimiUiA 

dios eficaces para sacarla adelante... Y esto de que 
ha liablado usted, esta trifulca de los del paño par- 
do con los Señores, como ustedes los llaman, empeo- 
la la situación. Cuando se eclian de por medio los 
odios de clases, la razan se ofusca. Es como las lu- 
chas religiosas, que ciegan, apasionan y convierten 
en fieras a los más padfícos. 

— Bien lo veo. En mala ocasión se les ocurrió a los 
labrantines poneise de utias con sus amos». Pero, ¿us- 
ted no ve manera de que esa judiada no se cometa? 

— Pimso, medito, reDexiono, pero con poca fe en el 
resultado. 

— iSantisima Virgen del Centeno, qué va a ser de 
nosotros!... Yo, ni duermo ni sosiego... [Pobre Hernán 
de mi almal 

— Lo que me asombra es su serenidad. Es invno- 
simU. 

— Es que está rendido el pobre. Lleva muchos me- 
ses pasando el martirio de los infiernos. Lo ha pensa- 
do todo en ese tiempo. Primero, tuvo alientos. Des- 
pués, se convenció de su perdición. Y el golpe que ha 
recibido cuando se enteró de que su mujer ha perdi- 
do el juicio, acabó de anonadarle... ¿Usted, qué cree? 
No quería confesarse. Estaba rabioso como un lobo 
al que atan los pastores a tma encina para que se 
muera de hambre. Sangre hube de sudar para qne se 
echara a mis pies como pecadc»... Y me dio miedo es- 
cucharle en aquella hora de la verdad. Tenia el alma 
negra y dura como los guijarros que los carboneros 
meten entre la leña para que arda mejor. Me dijo: 
^•Ya no soy hombre*. — *iPues no has de serlo! — le 
contesté—, hombre más que antes, porque el hombre 
es dolor.> < — No — fué y me replicó con una voz que 
paieda venir del otro mundo— r. Aqui me han quitado 



.t;»ogk' 



KL PAfíO FABDO 249 

el sentido y soy como una bestia. Me han podreció el 
coiazón, y soy malo, muy malo, tanto que meiezoi 
que me hagan lo que van a bac^me. Sólo me que- 
dan alientos para malquerer, para odiar.> Y tuvo 
como un escalofrió, que parecia que iba a perder el 
(Vnocimiento... jPobre miot... Salí de la cárcel todo 
trastornado: no sé si le dejé con ei alma limpia; peio 
lo que si sé es que la rabia que él sentía se me habla ' 
metido en el alma a mi. Fui corriendo a ver a mi ma- 
dre, a mi Virgen, y me eché a sus pies y lloré, lloré 
mucho tiempo. Cuemdo vinieron las mujeres al Rosa- 
rio, me encontraron sin sentido. Creían que me hatíñ 
puesto malo... Y malo estoy, y peor he de ponerme, 
porque lo que usted me dice acaba de quitarme las 
esperanzas. 

—Yo confiaba en que usted me darfa algún dato 
que nos pusiera en el buen camino. 

Cada tarde iba don Seralin a ver al preso. Después 
de la conferencia con el abogado fué, con más moti- 
vo, aquel dia, y dijo a Hernán: 

—He bablado con el defensor, y está eil que tú de- 
bes pensar bien sobre todo lo que se te ocurra, para 
que él pueda sacarte con bien. Tal vez con media pa- 
labra tuya él encuentre el camino. 

— ¿El detensor?— repuso Hernán — . Él cree que yo 
soy el asesino. Se lo be conoció. De modo que es per- 
der el tiempo. 

— Lo que él dice es qne tú no le das explicaciones, 
que no le ayudas para qne busque e indague. 

— ¿Cuándo es la vista? 

— Pronto: no lo sé de fijo. 

— iCuanto antes mejor! Estoy deseraido acabar. 

— Pero, Hernán, ¿nada puedes decir que sirva [mra 
defenderte? 



250 J. ORTEGA UUNILLA 

—Ya he dicho too lo que tenia que decir. No sé 
más... Me ha dicho el alcaide que Nicolás el Soldao 
queria verme y que él le ha contestao que podrá ve- 
nir cuando usted esté aqui, y con la presencia de él... 
¿Lleva muchos dias preso? 

— Pocos, ya sabes; está aqui porque le pegó un 
palo a don Manolito Tapiales. 

— Ese lo sabrá todo. 

—¿El qué? 

~Lo que pasó aquella noche. Él no se separa nun- 
ca de eí Señorito. 

—¿Le has dicho eso al abogado? 

— Si, y él me ha dicho que le hará ir a la vista 
como testigo. Y que también hará que vaya el SetlO' 
rito. Pero ellos sabían escabuUiíse. 

—Puede que no. También citará a Blas Herró, y al 
alguacil del Juzgado, y a Escolo el pastelero. Y yo le 
he pedido que me cite a mi, para que yo diga ante la 
Audiencia lo que aeo de tu conducta... Y también va 
a citar a la Curruca. 

Aparedó en el locutorio el alcaide, a quien seguía 
Nicolás. 

— Para que lu^o no se diga que no se te permi- 
ten las visitas, aqui traigo a éste que qaeila ba- 
ldarte. También hablan venido a vwte e/ Hormi- 
gón, el Lebraseo y el Chato Cizaña, pero no han 
vuelto. 

Nicolás se acercó a Hernán el de las Palomas y le 
dio la mano. 

— Pero, hombre — exclamó — . )Cómo nos vemos! Yo 
siquiera estoy aqui por algo, por haberle sacu<Udo al 
tragón de Tapióles... pero tú... tú estás sin razón en la 
cárcel. 

Hernán, sentado en el banco del locutorio, peima- 



SL Pillo PARDO 251 

neda caUado. abstraído, Indiferente, con la vista da- 
vada en el suelo. 

—Por defendwte se ha revoludonao el pueblo, 
pero ya van por la paz. MI mujer me ha dicho, al 
tiairme la comida pa mi y pa el chico, que los SeOo- 
res han llamado al tío Hormigón pa decUe que ellos 
quieren que haya paz y que se vuelven atrás en lo de 
las rentas. Total, que han tenio miedo de lo que iba 
a pasar si se ponían tontos... Y que el tío Hormigón 
ha cedía, y que ya no habrá na... {Cobardes que son 
y sinvergaenza, los unos y los otros!... Y que toos se 
metaán en sus casos, y si nos empluman que nos em- 
plumen... Cada uno va a lo suyo, y a los demás que 
los zurzan... Ni mío es el trigo, ni mía la ribera, que 
muela el que quiera». Aqui ni hay temor de Dios, ni 
amor a los hombres. Ya se me hada a mi mucho que 
el rebaño se moviera pa pedir Justida... Y cuidao, que 
la judia que están hadendo es pa levantar en vilo al 
más padguao. Pero por mucho que se eche el acetre 
al pozo, si no hay agua... 

Sacó Nicolás su petaca del bdsillo de la Musa, y se 
la ofreció a Hernán. Éste pareció no advertir la oferta. 

— ¿No quiés un rigano? — dijo Nicolás; y luego, 
como DO le contestara el de las Palomas, añadió: 
— No me acordaba de que tú no fumas... ¿Quicen us- 
tés, señor alcaide... y usted, don Serafín?... 

Ambos aceptaron, y vertiendo en el hueco de las 
palmas tabaco, hideron sus cigairillos. 

— Anímate, hombre, anímate, Palomera, que al fin 
Dios proveerá... £1 entregarse es lo peor... Si el pueblo 
tuviera lo que hay que tener, ya estarías libre. Pero 
esos que chillaban en la plaza, ni saben lo que quie- 
ren, ni lo que deben hacer. Son como el otro que dice: 
Oyó al gallo cantar y no supo en qué muladar... Pues 



252 J. OBTBSA HDKILLA 

por taita de razón no será, porque eso de que el ino- 
cente esté como estás tú, mientras que los perros mal- 
vaos e^án bebiendo vino, tan contentos, eso clama al 
délo. ¿Pa cuándo guardan los puños y los aiTestos?^. 
Son como el habar de Cabra, que se secó lloviendo... 

— Con Ja fuerza — replicó el cura — nada se consegui- 
ria. Lo que hace falta es que Dios ilumine a los hom- 
bres y les quite las telaiafias de los ojos. La golondri- 
na coge con su pico las hojas de la celidonia para dar 
vista a suB polluelos ciegos.;. Eso hace falta, que el 
Señor se apiade de nosotros y nos ponga en los ojos 
la luz de la verdad... Pero a ponazos sólo se conse- 
guirla empeorar lo que ya está malo. 

—Son desahogos de el So/cíao— interrumpió el al- 
caide—, por eso le dejo hablar, que si no... 

— Perdonen ustés — contestó et Soldao — . Pero 
cuando se desprecia la razón, no hay más Dios ni más 
Sania Haria que los mamponos... Ya ven ustés, los 
de anlba se salen siempre con la suya. Y se juntan pa 
defenderse... Miren ustés que lo que han hecho los 
Señores con don Qulrino... es lo que hay que ver... 
Bien saben ellos que es un mal bicho, que tollo lo ha 
trato siempre revuelto, que es un vicioso, el primero 
que se atrevió a traer mujeres malas al pueblo, tram- 
poso, atropellaor... pues le han ido a recibir cuando 
volvió. Dios sabe de dónde y de qué, como si fuera 
el señor obispo... ¿Y eso?... ¿Está bien?... Y too porque 
los pobres están contra él, y dicen que debLa estar 
aquí «1 el puesto-de éste... 

—Nicolás, Nicolás— dijo el alcaide— . Estás hablan- 
do más de la cuenta. No has venido a.eso. 

—La verdá, señor alcaide. Déjeme vaciarme, que 
llevo muchos dias callao, y la veidá calla se convier- 
te en veneno... Cuanti más que ahora estamos caba- 



EL pa9o pakdo 253 

les, y lo que aqui se diga, tqui se queda... Poco sé y 
poco he lelo, pero lo bastante pa saber que cuando ¿ 
sefioiio se airejaca es peor- que las vibofss de la mon- 
tanera. <kirao que oigullo mal servio es al modo del 
vino en odre vieja, que se toma vinagre... Mi capitán, 
que era un buen hombre, mejorando lo presente, y 
que habla estao en las islas Filipinas y en tierra de 
moros, y sabia la mar, deda que eso de la sodedá, 
vamos al dedr, era una cosa que estaba hecha al re- 
vés de como correspondía. Los que más secaban de 
ella eran los qye ponían menos; los de abajo se re- 
lientan a trabajar pa que los de aniba sfiím ricos. No 
sé explicarme como él, pero venia a dedr asi como 
que lo natural era el pueblo, que eso lo habla hecho 
Dios, y que lo otro, los señores, los de le» pergaminos 
y las talegas, eso lo habla hecho el mundo. Y que pa 
que las cosas no volvieran a ser lo que debiao habia 
que cometer una injustida diaria, Y que too era in- 
justida y más injustida. 

— iValiente doctrina para un capitánl— interrumpió 
el alcaide. 

— El deda la verdá; y asi la pagó, que lo afusilaron 
luego, por levantarse contra la Reina Isabel... Dios 
le haiga perdonao... Más bravo y más generoso no ha 
nado que don César Pérez... Pues eso digo yo. Si el 
Señorito fuera de los de abajo, ya le habria tenio 
usté, señor alcaide; más de, un dia por huésped... 
Pero como es Madrigal, que dicen que sus abuelos 
andaban con los reyes, pa él no hay ni más ley ni 
más ordenanza que su volunta... Y por eso los ricos 
le han arrodeao ahora, que es cuando habla de pa- 
garlas toas juntas... Pero, si que estoy hd||p% de 
más. Y Hernán no tiene gana deparlorio... .le, 

hombre... Yo he venio a dedrte que estoy p 'ue 



354 J. OBTBSA HinilLLA 

mandes... ¿Oyes?... SI preso, preso; si libre, libre. Ni- 
colás el Sotdao hará lo que pueda por tL.. Y si toos 
te desprecian, yo te doy ta mano y el alma». ¿Oyes?... 

Dirlase que no, que Hernán no escuchaba la chmrla 
de su amigo; a lo menos no daba señales de ello. Si- 
lencioso y recogido, los ojos clavados en las baldO' 
sas, Juntas las manos, inmó^ñi, parecía una estatua. 

Abrióse con Ímpetu la puerta del locutorio, y uno 
de los dependientes entró. Acercóse al alcalde y le ba- 
bió a) oido. 

Inespóado y sorprendente debió ser lo que le dijo, 
porque éste hizo un gesto de extraSeza y pr^untó: 

—Pero, ¿es él mismo? 

—Si, él mismo que está abajo esperando a usted. 

El alcaide entonces llamó al Soldado. 

—Vamonos, Nicolás. Ya has cumplido ta gusto. 

Hernando se levantó, abrazó al Soldado, se dejó 
caer sobre el banco, y recobró la actitud que antes 
tenia. 

- Don Serafín tiró la colilla del cigarro, cruzó las ma- 
nos, se quitó el sombrero y comenzó a rezar en voi 
baja. 



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^Peio apenas habfa murmurado la primera oractóD, 
cuando le Interrumpid el ruido de voces que sonaban 
en el cercano claustro. Una, en tono altivo, deda: 
«Necesito verle. Me ve en ello la honra.' Tú, que me 
debes tantos favores, no vas a neganoB la entTada>. 
Otra replicaba: «Siento mucho contradecir a usted, 
pero los presos no reciben más visitas que las que 
ellos autorizan, fu«a de las de la autoridad*. Y la 
primera in^tia: «Ahora está él en el locutorio, y al 
locutorio pueden ir cuantos desean ver a un detenl- 
do. Y sobre todo, que si él no quiere hablar conmi- 
go, bastará que lo manifieste, y yo me marcharé». 

Callaron los que discutían, se oyeron pasos preci' 
pitados, se abrió la puerta; y en el marco de ella apa- 
reció don Quirino Madrigal de las Torres. 

El cura, al verle, retrocedió espantado, acercándose 
B Hernán. Este se puso en pie, se figuió, adelantó las 
manos, y exdamó ccu voz sorda: 

— iHaldito!... lAhora es cuando voy a ser asesino! 

—No, hi}o mió, no—gritó don Serafín; y sujetó con 
toda la fuerza de sus brazos de gallan al preso. For- 
cejeó éste, para desasirse, pero no pudo. La vida car- 
celaria habfa consumido su antigua enei^a. 

Detrás de Madrigal vmian don Guillermo Ozores y 
el alcaide. Este último se aproximó a Hernando y 
le dijo: 

,, ..t;„ogic 



256 1. OBTKBA HDNILLl 

— Cálmate. No viene a nada ma],o. Quieie hablar 
Contigo. No agraven tu situacián con violencias. 

Mientras pronunciaba estas palabras, habla cogido 
del brazo derecho al procesado. 

Hizo Hernán un postrer esfuerzo, y iludiéndose a 
Isa manos que le contenían, lanzó un quejido de 
rabia. 

— iSujetadme bien— gritó— para que me acabe ese 
canailal 

£/ SañorHo se habla descubierto, y con el sombrero 
en Ib mano, arqueada la boca pe» una sonrisa dolien- 
te, dijo, el aceitío sereno y dulce: 

— iPobre Hernando! ¡También han vertido en tu 
alma.el veneno, también te han hedió creer en la po- 
dbHidad de una sustitución que te dejara libiel Yo no 
sé si eres culpable. Sólo sé que yo soy inocente, y a 
eso vengo, a recoger de tus propios labios la acusa- 
ción, para defenderme de ella, eon conocimiento de 
los hechos en que te fundas... ¿Crees que vengo a in- 
sultarte y a gozarme en tu angustia?... Pues esa su- 
posidón me ofende más aún que el crimen que me 
atribuyes. No, yo no soy capaz de asistir tranquilo a 
la desesperadón que te llena el alma... ¿&es inocen- 
te, como dices? Dispuesto estoy a ayudarte a prolHir- 
lo. ¿Eres culpable? Pues no añadas id eiror pasado el 
pecado horrible de infamarme. No, Hernando, no. Hi- 
nune, repara que mi cara es la de vm hombre sereno, 
la de un hombre de bien, que está dispuesto a bajar 
al Inñemo, si supiera que alli podia lescatffl' su honor 
en entredicho. 

Temblando de ira, los ojos encendidos, la lesplni' 
don fatigosa, pugnando aún por librarse de los bra- 
zos que le oprimían, Hon^ dijo entre dientes, con la 
voz entreoortQda: 



BL PAfiO PABDO 257 

— iCanaUal iHipócritar |Tú no ereí un hombier Eies 
Satanás. 

Don Serafín, dominando diHcilmente la sorpresa 
que aquella inesperada e inverosimil escena le habla 
producido, le dijo: 

—Comprenda usted, sefioi Madrigal, la Inconve- 
niencia de esta visita. Por muy respetables que pue- 
dfm ser los motivos que le han inducido a ella, más 
respetable ha de ser la situación de este desventura- 
do. Y el lenguaje de usted no puede ser oído con cal- 
ma por él. Hará usted una obra de caridad retirán- 
dose. 

—SeraHn— repuso el Señorito — creo que harías 
bien empleando la autoridad que tengas sobre Her- 
nando para aconsejarle que me oiga, que se tranqui- 
lice, que conteste a las preguntas que deseo hacerle. 
Mucho trabajo me ha costado venir aquí. Imaginaba 
cómo iba a ser recibido. Estaba seguro de que este 
iba a ser el momento más doloroso de mi vida. Pero 
por encima del sacrificio que me cuesta, se halla la 
obligación moral que conmigo mismo tengo... Para 
llegar hasta aquí he tenido que vencer no pocas difi- 
cultades: primero, mi repugnancia a pedir favor a un 
hombre que me ha acusado, sin motivo, del más ho- 
rrendo de los crímenes; más horrendo que el que pri- 
vó de la vida a Qálvez, el de consentir en su castigo 
siendo yo culpable... Sí, porque vengo a pedirle por 
favor lo que él tiene la obligación aistíana de ha- 
cer... Luego he tenido que vencer, con exceso en el 
ruego, la resistencia del alcaide, que no se decidía a 
permitir esta visita... Y, además, me ha sido preciso 
contener los impulsos de mi dignidad, nuevamf 
escarnecida por la chusma que, al verme entrar t 
cárcel, me ha cubl^to de agravios... Todo lo he 



258 J. ORfSQA MDKIULA 

do, todo lo be aguantado, todo lo he resistido a cam- 
bio de salir al frente de la calumnia para desvanecer- 
la o para que me destroce cod-bus garras... Miía, pues, 
Seralin, si me marcharé sin haber cumplido mi pro- 
pósito... iNo, no; antes la muertel 

— iHemán, hijo mfol— exclamó el cura, poniendo 
una mano sobre la cabeza del preso — . iSerénate, re- 
coge tu pensamiento, escucha y contesta... Habla, ha- 
bla, di todo lo que sabes, todo lo que piensas. Tal vez 
Dios te envia; por tan extraña manera, la salud y la 
Itbertadl... 

Don Quirbio dijo: 

—Por la salvación de tu alma, Hernando, yo te pido, 
yo te mego, yo (e suplico que me escuches con la 
calma posible y me contestes... No tengo autoridad 
para interrogarte. Sólo soy aquí un pobre hombre que 
viene a pedir a otro la limosna de su honor. El puede 
darme esa limosna, que no cambiarla yo por todo el 
dinero ni por todos los triunfos de la tierra... Conmi- 
go \4ene mi abogado, que quiero que asista a nues- 
tra explicación... Sf, Hernando, si... Serafín, tú que 
eres su amigo, convéncele de que debe hacer lo que 
le pido... Todo lo que liay de irregular en este acto, 
todo lo que \Ílty de inesperado pfira vosotros, de atre- 
vido, si se quiere, prueba que estoy subiendo, desde 
hace largos dias, el martirio -áe mi deshonor, y quiero 
que acabe ya... 

—¿Y mi martirio?... ¿Y lo que he pasado?... ¿Y lo 
que me espera?... iTú eres el causante, perro, tút 

— llnsúltame, si quieres, pero escúchame y contesta 
a mis preguntas! Consiento en todo, basta en que ol- 
vides el respeto que me debes, y me tutees como si 
fuéramos iguales... Pero habla... ¿Tú me acusas de 
ser el autor de la muerte de Gálvez? 



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EL PAltO PABDO 2S0 

— |S1, si, sfl^fritó Hernán. 

—¿Y en qué te fundas para creerlo?— inteirogó el 
Señorito, que, en medio de aquella atmósfera de vio- 
lencia, conservaba la más absoluta serenidad. 

— Eb que lo eres. 

— ¿Tú me has visto entrar aquella nodie en casa 
de Gálvez? 

— No, no podia verte. Yo estaba en el campo. [Pero 
lo eres, lo eresl 

—¿Te ha dicho alguien que me baya visto ir a casa 
de la victimai en la tarde o en la noche en que el ase- 
sinatose cometió, ni en muchos dias antes? 

— Nadie me lo ha dicho. Con nadie he hablado. 
Pero tú eres el asesino. 

—Una prueba, un indido, algo que justifique tu 
pensamiento... Dilo, dilo. 

-Prueba, ninguna; indicio para que el Juzgado te 
agane, ninguno... Pero tú eres el criminal... Y te ha 
ayudado Castroverde, el alguacil. 

— Es para volverse loco— exclamó don Qutrino> 
mirando a Ozoies y fingiendo una penosa impaden- 
da — . Repite la acusadón y no se cree obligado a 
probarla... Eso es inicuo... Yo te digo que por la sal- 
vadón de (a alma, digas aqui, ante Serafín y ante el 
sefior Ozores, cuanto sepas, cuanto hayas oído, para 
fundamentar tu denunda. Después de haberte oido, 
yo les rogaré que vayan conmigo al Juzgado a repe- 
tirIo> y me entregaré al ]uez para que se depure y es- 
clarezca Id verdad. ¿Puedo hacer más?... Tú eres aho- 
ra quien está en el caso de hablar claro y alto. .. 

Hernán Intentó de nuevo abalanzarse sobre 0/ Seño- 
rito, y mientras forcejeaba, deda: 

— Dejadme que lo aplaste, dejadme los brazos li- 
bres... Sois peores que verdugos... Crueles... jQue se 



.t;»ogic 



%0 J. OBTSSA UDNII4LA 

vaya ese hombre)... iNo quiero veth másl ¿Queréis 
que me ahogue de rabia?,.. lEchadte de aqull... ¿Para 
qué le habéis dejado entrar?... iVete, canalla! iVetel 

El Señorito se puso el sombrero y retrocedió hada 
la puerta, sin sepEU'ar su mirada del preso. 

—SI— dijo— , me voy. Me voy con lástima de ti. Esa 
idea que llevas en el alma te perturba y te hace ser 
injusto. Me acusas sin razón, sin pruebas, porque 
quieres... Ya ven ustedes todos lo que este hombre ha 
hecho cuando le he rogado que hable y explique el 
por qué me acusa... Pensaba yo que acaso tenia algún 
dato, que no podía ser cierto, pero que, equivocado, 
inventado, sofiado siquiera, sirviese de base a su afir- 
madón. Deseaba oirlo de sus labios... Nada, no hay 
dato, no hay base. El repite que soy el asesino, y cree 
que «so basta para que me lleven al palo... Después 
de lo que ha pasado aquí ya no me importa que la 
calumnia siga persiguiéndome... Estoy tranquilo... He 
hecho más de lo que debia para buscar en su nido al 
reptil... lAdióst lAdiósl Te perdono, no te guardo ren- 
cor... Tu desgracia te ha enloqueddo, y los locos son 
Irresponsables de lo que dicen y de lo que hacen. 

Salió del locutorio con lentos pasos, seguido de 
Ozores, que babia asistido a la escena en silencio. 



Dgitiz^dbv Google 



Hubo en un principio dudas respecto a si la vista 
de la causa habia de verificarse en Zaratán o en No- 
blurve, que era donde la Audiencia residía. La catii' 
paaa que el periódico socialista realizaba y la inter- 
vención de alguno de Madrid, aumentó ta incerti- 
dumbre de los señores del margen. Esos periódicos 
venían diciendo que Hernán era inocente, que et cad - 
quismo local iba a sacrificarle para que se salvara el 
verdadero culpable, que, a fin de lograr que se come- 
tiera tal crimen jurídico, se quería trasladar al proce- 
sado a la capital, donde faltaba el ambiente de la 
prueba y donde los juzgadores no podrían recibir los 
efluvios del sentimienlo popular. Se consultó la cues- 
tión al Ministerio de Gracia y Justida. Entonces so- 
brevinieron los tumultos, las pedreas, las manifesta- 
ciones; y el temor de que la salida del preso fuera 
ocasión de nuevos desórdenes, resolvió el indeciso 
ánimo de los magistrados. Era imprudente provocar 
las coléricas sospechas de la muchedumbre. Una sen- 
tencia condenatoria contra Hernán, didada lejos del 
lugar del asesinato, seria tenida por aquellas gentes 
ignorantes y mal pensadas como una iniquidad ho- 
nenda, importaba a los fueros de la justicia que esto 
no ocuniera. Por todo ello se acordó que el Tribunal 
se constituyese en Zaratán de la Priora. 

£1 día señalado paia la llegada de la sección co- 



.t;»ogic 



262 J. OBTBQA HDNtLLA, 

rrespondiente de la Audiencia, sobre los otros senti- 
mientos, dominaba en la villa de Las Lomas la cu- 
riosidad. La agitación callejera habla aminoisdo. 
Sólo algunos grupos de muchachos, al desaparecer 
la luz del dia y amparados de las sombras, andaban 
por las callejas dando gritos y cantando las coplejas 
acusadoras. Las parejas de la Guardia civil rondaban 
aqui y allá en todos los parajes del lugar, y el salu- 
dable temor había llevado la pnidencaa a los ánimos 
más lieíos. 

Y otra razón actuaba para que la quietud hubiera 
seguido a los tumultos. Los Señores se hablan pues- 
to de acuerdo con los labrantines, y la Hermandad 
de la Virgen del Centeno se habia desentendido del 
asunto. Deciase que don Quirino habia aconsejado a 
Santa Olalla y Ozores la conveniencia de que no se 
aumentaran los peligros que para la paz del pueblo 
determinaba la ludia entre colonos y propietarios. 
Era discreto que los más fuertes cedieran y no in- 
sistiesen ni en la subida de las rentas, ni en lo del 
ajuste de los segadores, ni en ninguna délas amena- 
zas con que hablan querido desquitarse del pasado 
enojo. Añadíase que los Señorea, que estaban arre* 
pentidos de su resolución y acobardados por los in- 
cendios y los otros daños que en sus fincas sufrieran, 
se acogieron con facilidad y gusto al consejo pacifi- 
cador. La lengua pública de Zaratán contaba cómo 
don Tadeo habia llamado a el Hormigón y, en un 
quítame allá esas pajas, se hablan concertado las 
amistades, no sin que el astuto y aprovechado la- 
brantín sacara de corretaje un deseo que hace poco 
habia manifestado a su amo: el de que éste le penni- 
tiera meter en los rodales de la huerta que labraba un 
pedazo de tiena, en la que precisamente se hada la 



EL PASa PABDO 263 

partición de las aguas del r^Eadío. El Chato Cizaña 
se habla resistido ua tanto al acomodo; pero como 
el Lebrusco se apresuró a aceptarlo, no tuvo más re- 
medio que entregarse. Las anas de la alianza eran 
que los colonos no se metieran en ngda, que tranqui- 
Uzasen a los jornaleros y que al que se negara a la 
paz le despidieríui, avisándole que ni los labrantines 
JÁ tos propietarios le darian nunca trabajo. El pelotón 
de los descontentos y protestantes quedó reducido a 
un par de docenas de colonos, los que peor pagaban 
las lentas, y a un centenar de labriegos de genio 
adusto y costumbres inquietas. A éstos se les advir- 
tió t^ue estaban vigilados y que se les haria respon- 
sablts de cualquier trastorno que aconteciera en la 
villa. 

Con todo, se puso guardia en la cárcel y se toma- 
ron otEs medidas conducentes a asegmar la tranqui- 
lidad del pueblo y el respeto al Triljunai. 

Este se constituyó en una amplia sala de la cárcel, 
que fué debidamente dispuesta. Casi todo su espacio 
le ocupaban las mesas de los magistrados, fiscal, de- 
tcasoí, secretario y Prensa, el banquillo del reo y los 
en cue habla de estar el personal de la cárcel encar- 
gad) de la custodia de Hernán. Con esto y el lugar en 
que habían de comparecer los testigos, apenas que- 
daba sitio para el público. 

Este se apiñaba a la puerta del edificio desde, horas 
atitis de la señalada para el comienzo del acto. Sona- 
bar. gritos, dábanse empujones, hacíanse comenta- 
rioE y todos querían ganar las primeras fílas para es- 
tar seguros de entrar al espectáculo que se preparaba, 
Dur>ca visto poi los vecinos del villoirio. Los honora- 
bles alguaciles municipales ManquíUos y Sedefio, 
cumpliendo órdenes del señor alcaide, iban apartan- 



264 1. OSTEBA UUKILU 

do s los que alborotaban y a los que tenían fama de 
iimpetuOBOs con la autoridad. E^ daba origren a 
gritos y piotestas; pero la presencia de dos parejas de 
dvlles, que allí cerca estaban, era freno suññente 
para contener las demasías de los enojados. A pesar 
de estas precaudones, de cuando en cuando se ofan 
voces altas de conmiseración para el reo y de censU' 
la para sus enemigos. La tía Papa-la-Nuez estabt 
allí, desgreñada y chillona, rifiendo con los que se ^ 
ponían por delante, lanzando imprecadones en las 
que se confundían la vehemente invocadán a la Vir- 
gen del Centeno y las más estúpidas blasfemias. 

— iPobre tío de las PalomasI— gritaba— . iLa jiUia' 
da que van a hacer con éll Los cochinos de los tom- 
bies DO tienen aquello que deben tener. Son unos 
maricas, süivergQenzas. iCobardones, hijos de malas 
madresl Poi eso pasan estas cosas. 

Los tres hermanos Tiedra andaban por alK entre 
curiosos y atemorizados; y el Matapúas les preguniS' 
ba si ellos iban a dedarar. Los Tiedra contestaban 
que DO, que no estaban citados y que nada tenfan 
que decir, porque nada sabían. 

— Pues yo sí — añadía el Matapüas-~, y han de 
oírme. 

El se daba tono con su calidad de testigo, nya 
comparecencia había solicitado del defensor. 

Faustino e! de Óigales se aproximó a los Tiedra. 

— ¿Usted no va a ver eso?— le inteirogaion; y él 
les dijo; 

—Yo no, que las codornices cantan y hoy el cscca^ 
es libre. 

Y señalaba a los guardias, y sacaba del ancho bol- 
sillo de su chaqueta el pito de redamo, con que Iba a 
buscar las avecillas viajeras. 



BL PAitO PARDO 365 

Peptllo el Apañusco se acercó también al coito. El 
tenia gana de ver lo que ocunia y qué iban a dedr 
Hernán y el abogrado, que él sabia que llevaban bue- 
nas cosas preparadas. 

Intervino el Matapúas. 

— Ca — exclamó —, si eso no es abogado, es un tinte- 
rillo. ¿Más que verlo? Facha tiene de un chupatintas. 

Avanzaba montado en un asno, abriéndose lenta- 
mente paso entre la multitud. Buenaventura el de la 
Tomasa. 

— ¿Tú te vas al campo? — le preguntaron los otros. 

¿1 repuso: 

— Sí que me voy. Hago falta donde las ovejas. Y 
luego, que si se arma alguna pendencia, nos echarán 
la culpa. Y eso que yo no me he metió en lios. 

Y dando un ramalazo a la bestia, dijo: 

—Anda Raboso, que ni a ti ni a mi se nos ha per- 
dio na en la cárcel. 

Entre la mareta de la muchedumbre sobresalta la 
voz atiplada del tio Viltatoqntte, llamado fambién el 
Polchinela, famoso en toda la tierra de Las Lomas, 
que recorría de mercado en mercado y de feria en fe- 
ria vendiendo romances y coplas de circunstancias, 
que dedan que él las sacaba de su cabeza, más po- 
blada de otra cosa que de rimas, por muchas de éstas 
que pariera. Le acompañaba un chicuelo astroso, de 
cara clásicamente maliciosa, portador de un titirimun- 
di, con teloncillos que, por los aistales colocados so- 
bre diversos agujeros abiertos en el cajón, enseñaba. 
Era una pareja alegre que dondequiera que aparecie- 
se, allí se congT^aba el pueblo curioso y holgazán. 
Venia gritando el tio Vtílatoqaite: 

— Compren, compren el bonito papel que acaba de 
salir ahora con todo el crimen que ha hecho el tio 



^Ciooi^lc 



266 J. ORTSOA HUNILU 

Hernán el de las Palomas. Ea él verán la historia de 
como mató al tio Caracol y como le arrancó las en- 
trañas... Compren, compren. Una perrina nada más. 
£1 muchacho, su acompañante y sodo, repetía el 
anuncio, y las mozas acudían para ver de cerca al 
Polchineia y a su criado, que se daban las mejores 
mafias del mundo para expender la mercancía, que 
con ser tan vil, no era la mayor deshonra de las pren- 
sas de Gutenberg. Quien hubiese observado el cua- 
dro habría advertido que, entre aquella representa' 
don del rebaño humano de Zaratán y de los lugares 
drcundantes, las más curiosas de saber particularida- 
des e inddentes del suceso, eran las hembras jóvenes, 
que en toda espede zoológica, según enseñó el mago 
de Shrewsbury. son las más prontas a acudir a cual- 
quiera engañosa sugestión. Ellas, aun cuando la ma- 
yor parte no sabían leer, eran las compradoras del ro' 
manee, y se levantaban las faldas de percal azul para 
escudriñar con ágiles dedos las faltriqueras, de la que 
sacaban a la'luz la fea moneda de cobre, que por su 
tosquedad parece acuñada con destino a salvajes. El 
pliego, impreso con tipos viejos y aplastados, conté* 
nía un romance en el que la falsedad del relato corria 
parejas con lo bárbaro de la fonna, obra del tío Villa- 
toquííe, el cual, sobre una azumbre de vhio, había 
logrado el favor de las musas. 

Por la calleja del Andrajo desembocó el cura de la 
Colegiata. Marchaba de prisa, y al mirar el reloj de la 
cárcel— él no lo tenia— y ver que marcaba las diez, 
apresuró el paso. Los labrantines le saludaron qui- 
tándose boinas, gorras y sombreros. Las mujeres le 
hideron calle. 

—Buenos días, hijos míos— deda él repetidamen- 
te— , que el Señor nos ampare y nos guie. 



BL paAo páhdo 267 

Escuchando los pregones del vendedn' de toman' 
ees, se detuvo, y encarándose con el Poiehinela le dis- 
paró estas palabras: 

—Ya podfa usted tener un poco de caridad con el 
pobre preso, y no venir a vocear frente a la cArcel esas 
barbaridades que además son un embuste... Vayase 
de aquí, ya que no hay quien le eche. 

—Tiene razón el padre— exclamó el tfo Mata- 
púas—. Es una mala vergüenza que consientan esto. 

El tío ViUaíoquite se inclinó ante el cura en sttflal 
de reverencia, yjepuso: 

— Ya me voy, padre. Basta que usted lo mande... 
£s para ganar la garbanza. Cada cual tiene su oficio. 

— Bien miserable es el de usted — replicó don Sera- 
fín; y en dos zancadas se metió en la cárcel. 

La llegada del señor Cianea produjo rumores. Le 
acompaflaba su correligionario el espitan. £l traía 
bajo el brazo una gran cartera. Un viejo, que apoya- 
do en un cayaduelo caminaba con trémulo andar, pa- 
rándose delante del abogado, dijo: 

— iVaya con Dios el defensor de la inocencial 

Y unos muchachos que iban detrás de Cianea, y le 
venian siguiendo desde la posada de la Verónica, 
gritaban: 

— jViva el defensorl iVival 

A todo esto la placeta, en cuyo frente más ancho 
estaba la cárcel, se habla atestado de público. Era im- 
posible d«ir un paso, y las oleadas de la gente, que 
seguia afluyendo, aumentaban la confusión y las 
apreturas. Movióse un gran remolino. <Ahi están, ya 
vienen* — dijeron muchas voces. Los señores de la 
Audiencia, vestidos de levita y con sombreros de 
copa, aparecieron por la calle del Obispo Madrigal. 
Iba delante un ujier de estrados, y les daba escolta el 



268 J. OBTiCSA HÜNILLA 

teniente de la Guardia dvil coa dos parejas. Los hom- 
bres se descubrieron, las mujeres se echaron endma 
para verlos bien. Difícilmente se les abrió entre la 
multitud une senda para que penetraran en la prisión. 
Un gran silencio se hizo. Y sobre él resonó la voz del 
tio ViUatot/uite, que voceaba en la calle del Can: 
— Compren, com[»en el bonito romance— 



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XXXIV 

El público que consif^itó entrar en la sala donde 
se celebraba el acto, dirigía los principales movimien- 
tos de su curiosidad a dos personas y a dos enigmas. 
Naturalmente, las personas eran Hemány eí Señorito. 
¿Cómo se presentarían? Los dos eni^as excitadores 
del anhelo, eran la prueba testilical, en la que se ima- 
ginaban sorpresas, y la actitud que el fiscal adoptaría 
respecto a las acusaciones que el pueblo habfa pro- 
palado contra el Señorito. Muy en segundo término 
despertaba interés el ab(^ado, del que no se espera- 
ban maravillas. 

La primera impresión que Hernán produjo en los 
espectadores fué de lástima, y luego de decepción. 
Decaído y sin ánimos, permaneció el reo sentado en 
el banquillo, y ni se movió, ni dijo una sola palabra, 
ni hizo gesto alguno, mientras se dio lectura al apun- 
teimiento del sumario. Era como si hubiera quedado 
sordo o imbédi. La acusación le atribula el asesinato 
de don Simeón Gálvez, con circunstancias agravan- 
tes. Suponía que Hernando Palomera, llamado Her- 
nán el'de las Palomas, había insultado y agredido el 
día de autos por la mañana a don Simeón, tirándole 
al suelo y golpeándole. La autopsia habla encontra- 
do en el cadáver dos equimosis en la frente y en la 
nuca, que debieron ser causadas en este momento. El 
motivo de la agresión era que Qálvez, viendo pasar 



Z70 J. OKTBOA HÜNILLÁ 

por Ia puerta de su' casa al labrantín, le recordó qoe 
le debta 1 .500 pesetas, que hablan de ser pagadas en 
breve plazo. Hernán, irritado pot las palabras de Gál- 
vez, que éste en su denuncia aseguró que fueron co- 
medidas, se había lanzado sobre el anciano, descar- 
gando, con abuso de superioridad fisica, su enojo, y 
anmraziHido a su acreedor con darle muerte, si le em- 
bargaba sus bienes, para reintegrarse del débito. Her- 
nando habia permanecido todo el dia oi el campo 
con la yunta, pero en la tierra que tenia en arrimóos 
en que aseguró que había estado hasta después de 
anochecido, no se observaron señales correspondien- 
tes a tantas horas de labor. Sólo había hecho tres sur- 
cos, para lo que hubiera bastado media hwa. 

Jerónimo Valdecamino, guarda de la dehesa muni- 
cipal, que habia pasado por alli cerca, a eso de las 
tres de la tarde, habia visto al procesado tendido en el 
suelo, al lado de la yunta, como quien descansa, y le 
sorprendió porque la tiena estaba mojada de las llu- 
vias de aquellos días. Hasta muy entrada la noche no 
regresó Hernando al pueblo. Nadie le vio, no habló 
con nadie. A eso de las diez o diez y media saltó ios 
muios de la Huerta del Maestre, nombre con que se 
conoce desde antiguo la de la casa de la propiedad 
del muerto, que fué en otro tiempo el Palacio de los 
Maestres. Se advirtieron huellas de alpargatas en el 
yeso y en la tiena de las paredes, y Hernando lleva* 
ba aquel día, como siempre, ese calzado. En la parte 
de la huerta, por donde es de suponer que el asesino 
fué para entrar en eA domicilio de Gálvez, se notaion 
varias huellas de pasos, pero esto no sirvió de indi- 
cio, porque estaba probado que en la tarde anterior 
entnuon varios vednos de Los Campizos en la huer- 
ta para entregar a Gálvez trigo y lana en pago de 



,c;oogk' 



■L PAJtO PARDO 27) 

deudas. El estudio del lugar del crimen permite supo- 
ner que Hernando Palomera intentó entrar en la casa, 
sin ser notado, para sorprender a la victima, y busca- 
ba, sin duda, el modo de hacerlo, cuando Gálvez oyó 
ruido y bajó a la huerta con una linterna y con naa 
pistola que soiia llevar en sus viajes. Entonces Her- 
nando Palomera le acometió y le asestó un golpe eon 
un garrote o con el mango de un amiMn, que allí cer- 
ca fué encontrado. Detpaés entró por la puerta de la 
casa, que habla dejado abierta Oálvez, y subió a la 
habitación que éste ocupaba, y que él conocía muy 
bien, por haber estado en ella muchas veces. Alli hizo 
SEtltar con algún instrumento adecuado de que fuera 
provisto, y que no habia sido descubierto, la tapa de 
un arca, en la que Gálvez guardaba sus valores. De 
ellos se llevó una cantidad que se supone de treinta 
y dos mil pesetas, dejando esparcidos por el suelo 
muchos papeles, entre los que liabia buscado,, y se 
llevó también el pagaré en que constaba su deuda 
con la victima, y otros varios que quiso que desapa- 
rederan, para que no hiese éste el único documento 
que se echara de menos. Dos versiones se o&edan 
respecto al modo cómo procedió el asesino. El desor- 
den de los muebles de aquella estancia, algunos de 
ellos derribados por el suelo, y un reloj de mesa que 
apareció detrás de una butaca, y que estaba parado 
a la hora de las once, podfan hacer pensar que alli 
entró el procesado y sorprendió a Gálvez. Tal vez 
éste quiso huir de quien le aa)metla, y bajó a la huer- 
ta para salir a la -calle y ponerse en salvo, siguiéndo- 
le Hernán y dándole el golpe de muerte, cuando le 
alcanzó. Obra versión más probable, es la que queda 
dicha; y entonces el desorden de los muebles, y la 
calda del reloj se habrían producido en las prisas y 



272 J. OSTRGA HONILLA 

azoramiento del reo, que temería ser descubioto por 
la hija y la sirviente del interfecto. Un mido que es- 
cudiara el criminal debió determinarle a escapar, y 
por eso no se pudo llevar todos los valores en nume- 
rario, que ascendían a ochenta y nueve mil pesetas, 
ni registrar los diversos departamentos de la caja, en 
los que aparecieron muchas alhajas, que detallaba el 
correspondiente inventario. El procesado se habla 
mostrado negativo en tas indagatorias, limitándose a 
decir que era inocente, sin explicar cómo habia pasa- 
do el tiempo, desde que salió de la villa, hasta que 
fué detenido en su domicilio, ni quién le habia visto 
en ese lapso de horas. Dias después, un aviso anóm- 
mo que se recibió por coneo en el Juzgado, dio indi- 
cios por los que se encontró en la finca que labraba 
el reo un saco perteneciente a Gálvez, y dentro la can- 
tidad ya dicha. El mismo aviso referia que quien le 
enviaba había visto, a eso de las tres de la mañana, 
en aquella finca, a un hombre que estaba cavando, y 
que este hambre le pareció que era el procesado. 

Minuciosa, prolija, fiel expresión de los autos, la 
acusación entraba en pormenores que aburrieron al 
público. Este prestó más atención cuando llegó el 
momento en que se referia que, después de inútiles 
requerimientos para que el teo manifestase cuanto 
pudiera servir a su defensa, ya que insistía en ser ino- 
cente, había dicho que él creía que el autor del ase- 
sinato de Calvez era don Quirino Madrigal de las To- 
rres, y que éste era también quien habia escondido, 
o hecho esconder, el saco de dinero en la finca lla- 
mada «Los Pedazos', de que Palomera es arrendata- 
rio. Compelido a que precisase aquella denuncia y a 
que aportase alguna prueba de ella, contestó que 
pruebas no tenia sino que él estaba s^uro de ello, 



EL vaSo fardo 273 

síeado por completo inútiles las instancias, ezdtado- 
nes y consejos que se le expusieron, dieron e hicieron 
para que explicara la base de su aserto. 

Un rumor prolongado acogió esta parte de la lec- 
tura. El presidente reclamó el silendo. 

Et infinito número de declaraciones, reconocimien- 
tos de la casa en que vivió el procesado y dílíg«idas 
de toda especie que daban al proceso colosal tama' 
fio, apenas fueron atendidas. Los espectadores con- 
versaban entre si en voz baja, comentando lo que 
hablan oído, y adivinado, con certero Instinto, cuan- 
do debían callar y oir de nuevo. 

Al darse cuenta del dictamen médico en que se 
afirmaba que Isabela Garda, la esposa del reo había 
perdido la razón, sonaron voces de 'iPobre máriirl», 
y algunos sollozos. Eran las mujeres del pueblo que 
se hallaban entre el público y que daban la primera 
señal de emoción. 

Fué oído con religioso slIendo un escrito en que 
Madrigal, después de concluso el sumario, y rei»«sen- 
tado por el lehado Ozores y el procurador Villena, 
habla acudido al Tribunal, pidiéndole qué se depara- 
se la acHsadón que, según voz pública, le habla diri- 
gido et procesado, ofreciéndose a todas las confron- 
tadones necesarias y demandando el amparo de la 
ley para obtener la reparadón de aquella calumnia. 
Entonces el rumor degeneró en alboroto. 

— lAhi le duelel iQue le traigan a dedararsel 

Esto lo había dicho con voz atiplada, y entre dos 
temos, el tio Alejo Donaire, un ochentón que moraba 
solo en un casuco de su propiedad, y que andaba 
todo el día de puerta en puerta, como amigo que vi- 
sita y como mendigo que pide limosna; tipo curioso 
de la organizadón sodal de los vUlorrios castellanos. 



274 J> ORTKQA UUNILLA 

que at mismo tiempo fi8:ura en la lista de coDtriba- 
yentes y ea el de la benefícencia domiciliaria. Los al' 
guaciles le cogieron bonitamente y le echaran a la 
calle. 

Restablecido el orden, siguió la lectura. Asombraba 
el número de pliegas que se habían escrito, mudios 
de los que sólo servían para confundir y marear a 
quien quisiera enterarse de los resultados de la ac* 
tuación. Si alguna musa presidió la elaboración pro' 
cesal, debe ser aquella araña negra y panzuda que 
día y noche tejia su tela sobre el único agujero por 
donde entraba la luz y el aire en el calabozo en que 
yacía el cautivo de la leyenda veneciana. A fuerza de 
tejer y tejer, la red iba tupiéndose, espesándose, ha- 
ciéndose más densa. Ya no la atravesaban los rayos 
del sol, ya no dejaba pasar el ambiente respirable, y 
la araña continuaba activa su obra hasta que la con- 
virtió en la tapa obturador» de una tumba. 

<A1 folio tal consta...* «Resulta del folio cubI...> 
«Las diligencias practicadas en los folios mil y pico y 
dos mil y suma... Así iba diciendo la acusación fiscal 
que, como inquieta y sutil sabandija entraba y salla 
rápidamente en la enmarañada selva papirácea, y 
sacaba de ella a cada viaje un grano de arena, un 
pingajillo, una cortezuela, una brizna de hierba, algo 
menudo, ruin, y al parecer inútil, y con todo ello iba 
formando un montonclto estercoráceo, encima del 
cual luego se subiría exclamando: «Aquí debajo está 
la vida de un ser humano.» 

Una hora, dos horas, tres horas... Aquello no se 
acababa nunca, y la fatiga de los oyentes rom¡ria en 
bostezos, loses, ruido de pies que se movían sobre 
las losas. Algunos, consumido el escaso caudal de su 
paciencia, salieron de la sala con r^ocijo de los que 



■L paDo pabso 275 

estaban esperando tumo, y estos fueron los que sin el 
enladoso preámbulo de la lectura Inacabable, goza- 
ron el espectácnlo que su ansia de emociones recla- 
maba. 

Cesó el murmurio de la vocecUle lectora, reinó el 
silencio. El presidente exdamá; 

—Va a comenzar el interrogatorio. Que el procesa- 
do se p<wga cb irie. 



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Hernando, obedeció. Al aparecer su^ figura, desta- 
cándose sobre la blanca pared, ante la que estaba el 
banquillo, la ^nte del pueblo, que formaba el públi- 
co, experimentó una impresión de sorpresa y de lás- 
tima. Difidlmente reconocían en aquel viejo encorva' 
do y flaco, estremecido de un continuo temblor, al 
hombre redo y fuerte a quien cada mañana velan 
salir de su casa, ramaleando la yunta, y bajar con 
paso rápido por la calle Rodada, caMno del campo. 
La prisión y los padedmlentos le hablan destruido y 
aniquilado, antidpándole la edad caduca. La chaque- 
ta de buriel que llevaba, encogíase en pliegues y 
amigas sobre el tórax enmagrecido; y las manos es- 
queletas pendían y se adelantaban temblonas, como 
buscando un punto de apoyo, señal de endeblez y 
cansando de una naturaleza deshecha. En el tostio 
pardo, surcado de eurugas y cubierto de una barba 
gris, erizada y descompuesta, los ojos ya reludan con 
temerosos resplandores, mirando fifos y hostiles, ya 
se apagaban, como si bruscamente se apagase tam- 
bién el pensamieuto que los eucendja. 

letrado Cianea, que estaba cerca de Hernán, se 
indinó hada él y le dijo: 

—Serenidad y vslor. Palomera, ha llegado el mo- 
mento de la eneigia. 

Un mmmullo de piedad corrió por las filas de es- 
pectadores. 



IL Pifio PARDO 277 

A las preguntas de rúbiica, nombre, edad, estado, 
lugar de nacimiento y de residencia, contestó Hernan- 
do rápidamente, en voz clara. Cuando el presidente 
expuso la acusación, el relato de ios hechos que se 
atribulan al leo, éste meneaba la cabeza, con movi- 
mientos n^ativos. Y al dirigirle aquél con acento 
enérgico, la interrogación de; 

— ¿Se confiesa usted autor de los actos que quedan 



Hernán contestó, adelantándose un paso hada la 
mesa de los magistrados: 

— iNo y nol... |Soy inocente!... 

—¿Niega usted que en la mañana del cinco de No- 
viembre del año anterior, al pasar por el domidlip de 
don Simeón Gálvez, y al ofr las palabras con que éste 
le recordaba que pronto Vencerla un pagaré que usted 
le habta firmado, por préstamo de mil quinientas pe- 
setas, usted se arrojó sobre él, y le golpeó, y le tiró al 
suelo, donde aún continuó dándole portazos con las 
manos y con los pies? 

—Eso no lo niego... Pero el Caracol me habla in- 
sultado, me habla tratado de ladrón y de tramposo. 
Le dije que mirase lo que hablaba, y él siguió insul- 
tándome, y hasta levantó la mano como si fuera a 
uboleleanne. Por eso, sin poderme contener, le cas- 
tigué. 

— ¿Reconoce usted que ese suceso ocurrió dentro 
del portal de la casa del señor Gálvez? 

—No lo recuerdo, pero es probable. Yo no sabia lo 
que me hacia. La cólera me habla cegado. 

— ¿Confiesa usted que, al retirarse, le amenazó de 
muerte? 

—No lo recuerdo. Puede que le amenazara, porque 
lo que él habla dicho me habla llenado de rabia; pero 



278 J. ORTBOA UOMILliA 

estoy cierto de que nunca pensé en matarle, y que en 
cuanto se me pasó el coraje me arrepentí de lo que 
habia hecho, y comprendí que me iba a traer malas 
resultas, porque el Caracol era muy vengativo. 

—¿Qué hizo usted después de separarse de Qálvez? 

^S^fui para mi p^ujai. Primero pensé en volver 
a mi casa, dejar la yunta y presentarme ai alcalde, 
para decirle lo que habla pasado... Pero lu^fo cam- 
bié de parecer y me luí al campo, donde estuve todo 
el día. 

—lA qué hora volvió usted a Zaratán? 

— Creo que serian las diez de la noche, o algo 
más. 

— ¿Y cómo explica usted que no volviera, según la 
costumbre, al anochecer, pues sin luz no se puede 
trabajar en las labores de la reja, que usted hada en- 
tonces? 

—Pues yo queria volver a casa y no quería. Tenia 
ansia de saber lo que había pasado, y me daba mie- 
do de saberlo. Pensaba que el Caracol ya habría 
dado parte al juez de lo que yo habia hecho con éi, y 
que mi mujer se habría enterado de todo. Y como ella 
está... estaba tan delicá de salud, desde que perdimos 
al hijo, me daba miedo el pensar lo que la pobre se 
habría asustado. Cuando se puso el sol fui a llevar un 
poco de estiércol al majuelo, para que se secase, y 
luego me venia para el pueblo despado, pero cayó 
una lluvia muy fuerte, y me metí debajo del puente a 
ver si escampaba... Además, yo estaba acobardao, y 
tenía el alma encogía de pensar lo que iba a encon- 
trarme cuando llegara... iCosas que se hacm sin sa- 
ber por quél... Cuando uno da un mal paso too son 
tropezones. 

— ¿Levió a usted alguien, cuando volvió al pueblo? 



KL faSo fardo '279 

—Nadie. Estaba lloviendo a cántaros, y nadie había 
en las calles. 

—¿Qué ocurrió al llegar usted a su casa? 

— Mi mujer estaba estremecia, porque habia estado 
el alguacil Castroverde con una cita para el Juzgado. 
Mi mujer me dijo: «Estamos perdidos. Te llevarán a 
la cárcel y yo me moriré.» Yo la tranquilicé lo mejor 
que pude, aunque bien sabía que era cierto su temor... 
Luego nos acostamos. 

—¿No salió usted más a la calle aquella noche? 

—No, seftor. 

—¿Insiste usted en negar que haya dado muerte a 
don Simeón Gálvez, y que haya forzado su caja de 
valores, llevándose de ella una cantidad en metálico 
y billetes que se supone asciende a treinta y dos mil 
pesetas? 

— Insisto y repito que soy inocente de eso. 

— Todo le acusa, sin embargo. En la fínca que us- 
ted lleva en renta fué encontrado un saco con dinero 
y con varios pagarés, uno de ellos el que usted habia 
firmado. 

—Sí, señor, ya lo sé. Allí lo pusieron los penos 
canallas, que me quieren perder, para salvarse ellos. 

— ¿Y a quién acusa usted de esa acción? 

—Al único que es capaz de hacerlo en este mundo, 
al Señorito. 

— Eso no lo declaró usted sino a última hora, cuan- 
do se veía gravemente comprometido por las pruebas 
que contra usted se iban acumulando. 

— No lo dije, porque sabía que de nada iba a va- 
lenne. 

— ¿Duda usted de la justicia de los Tribunales? 

-Si, señor... Yo soy un miserable labrantía... £i es 
un s«/lor... 

u_ ■X'.oag\c 



280 I. OBIBOA HUNILLA 

—Esa es una suposición Irrespetuosa e infundada. 
Ia justida es igual para todos los ciudadanos. 

—Pues yo creía que no, y por eso no ^¡e nada de 
mi idea. 

—¿Qué pruebas t|ene usted de que esa pers<Mia 
realizó ios liechos que le atribuye? 

—Como pruebas, no tengo pniebas; pero sé que es 
verdad. 

—¿Es cierto que don Quiíino Madrigal de las To- 
rres, que ei la persona a quien usted acusa sin prue- 
bas, lué a ver a usted a la cárcel municipal y de par- 
tido, en que usted está preso, para rogarle que dijera 
el fundamento de sus sospechas a fin de esclare- 
cerlas? 

— Cierto es que el muy canalla se atrevió a tr a 
verme... iComo sabia que no le podia hacer yo nadal 

— £1 procesado debe usar el lenguaje del respeto 
cuando hable de cualquier persona. 

Nuevo y sonoro rumor agitó al auditorio, y el pre- 
sidenta' reclamó orden, con amenaza de desalojar el 
salón, si continuaban las manifestaciones. 

El defensor de Hernán pidió la palatua. 

— Es— dijo, sin esperar a que se la concedieran — 
para protestar, ya que de esa extraña y audaz visita 
se habla, de que haya sido permitida, y de que se 
haga mención de ella aquí. No consta en los autos, 
como que se veriHcó después de concluso el sumario. 

Oyéronse en diversos sitios de la sala gritos de 
indignación. 

— iHay que matar a ese tunante! — dijo una voz re- 
cia — . ^ay que arrastrar al Señorito! 

El alboroto fué grande. 

—Que sea detenido el que ha pronundedo esas 
palabras— ordenó el presidente. 



EL PAÜO PABDO 281 

Los alguaciles penetraron enbe la muchedumbre 
para buscarle. 

— iDónde está? ¿Quién es?— preguntaban. 

Y como nadie contestase y el tumulto contUluara, 
el presidente dispuso que fueían expulsados cuantos 
estaban en el rincón en que las voces hablan sonado. 
La operación fué difícil, porque nadie quería salir. Al 
fin se consiguió poner en la calle a diez o doce hom- 
bres y a unas cuantas mujeres,- entre las que se ha- 
llaba la tía Papa-la-Nuez, que lanzaba chillidos y 
maldiciottes. 

En sustitución de los que habían salido entraron 
otros cuantos curiosos, de los que fuera esperaban, y 
volvió a quedar lleno el local. 

Asi que se hubo restablecido la calma, el presidente 
dijo: 

—La manifestación de la defensa es inoportuna. 
Unido a loa autos hay un escrito que dirige a la Sala, 
en fonuat don Quiíino Madrigal de las Toires, de que 
en la ocasión correspondiente se tratará. La Sala está 
en el caso de emplear todos los elementos de infor- 
mación y de juicio que lleguen a su conocimiento. 

—Pues reitero la protesta— afiadió Cianea—, porque 
todo esto es inegular. 

—Constará la protesta— repuso el ptesidente— . 
Continúa el interrogatorio. 

Desde entonces Hernando no respondió sino con 
monosílabos a las preguntas que se le dirigieron. 

—¿Reitera usted su afirmación de que es inocente? 

— SL 

—¿Insiste usted en acusar al señor Madrigal de las 
Torres? 

—Si. 

—Recuerde bien los hechos. Medite sobre ellos. 



.t;»ogic 



282 J. OBTBGA mmiLLA 

¿Qué prueba o indido puede aportEír en fundamento 
de su aserto? ¿Puede decir algo que ilustre al Tri- 
bunal? 

-No. 

—Ya comprenderá ei procesado que con ese siste- 
ma no adelantará nada para su exculpación. 

Intervino el defensor: 

—Ruego a la Sala que se le pregunte a Hernando 
Palomera, tenga o no pruebas de ello, lo que crea 
respecto a la comisión del delito. 

— Tenga el acusado por hecha la pregunta — repuso 
el presidente. 

Después de unos instante» de silencio, Hernán 
dijo: 

—Yo estoy s^furo de que el Señorito es el culpa- 
ble. El andaba entonces sin dinero. Debía a todo el 
mundo. Habla tenido sus pendencias con el Caracol. 
Cuando supo que yo habia hecho lo que hice aque- 
lla mañana, fué y pensó: «Pues esta es la mia. Ahora 
se creerá que el tfo de las palomas es quien ha dado 
el golpe». Y fué y entró en la casa de el Caracol para 
robarle. Lo que pasó no lo sé. Lo que si creo es que 
lu^o, como el alguacil Castroverde es su criado, éste 
le tenia al tanto de lo que hacia el juex, y al ver que 
na se me podia probar, me metieron en la finca et 
talego del dinero. Eso ha pasado como si lo hubiera 
visto... lEsto es el Evangelio, y que me condene si me 
equivoco! 

—No basta que el procesado lo crea— replicó el 
presidente—; es necesario que lo demuestre. 

Hizo Hernán un molimiento de impacienda y. mi- 
rando a su defensor, exclamó: 

— Ya lo ve usted. Es mejor callar. Ellos se han de 
talit con la suya. 



KL váSo pardo ' 283 

—La prueba testifical— dijo el presidente— ilumina- 
rá a los juzgadores. 

Nuevas preguntas fueron hechas el procesado, sin 
que éste contestara a ninguna. En su obstinado mu- 
tismo habia un desprecio de la justicia que hizo no- 
tar el fiscal. De las declaradones de varios testigos, y 
a las que las preguntas se iban refiriendo, resuhaba 
que Hernando Palomera estaba arruinado, que debía 
al señor Santa Olalla, dueño de la finca que tenia en 
arrendamiento, la renta del año anterior; que asimis- 
mo le debia el alquiler de la casa que ocupaba en la 
calle de Niños Hermosos; que no habia pagado el 
ajuste del médico, ni del farmacéutico, ni del albéitar; 
que en la abacería era también deudor de cincuenta 
pesetas de aceites y de drogas usadas en el cuidado 
de BUS bestias; que estaba en descubierto poi cuatro 
trimestres de la contribución, y que no se habia pro- 
visto de cédula personal desde los cuatro ejercicios 
anteriores. Las deudas le agobiaban, y ya no habla 
en ei pueblo quien le fiase. Estaba en vísperas de ser 
ejecutado por el señor Oálvez, cuyo pagaré iba a ven- 
cer próximamente. La desesperación que estas cir- 
cunstancias habrían producido en el ánimo del pro- 
cesado era un antecedente que no podia menos de 
tenerse en cuenta. 

Estas aseveraciones iban resultando del interroga- 
torio, sin que el reo las atajara con un si o con un no. 

—¿Es que el procesado se obstina en no respon- 
der? — decia el presidente con repetición. 

Hernando permanecía mudo. 

De esta manera terminó la sesión, para continuar 
al dfa siguiente, a las diez de la mañana. 

Los espectadores se desparramaron por Zaratán, 
transmitiendo por todas partes sus impresiones. 



.t;„ogic 



284 J. OBTBOÁ xumLH 

— íEs inocentel — decían — . |Es inoccBtel 
Las personas sensatas oponían a esta afirmación 
algunos comehtarios. <No ha podido destruir los car- 
gos— maniíestaban—. La acusación contra tí Seño- 
Fito carece de base. No lia podido hacer más el pre- 
sidente pora arrancarle un indicio, un algo que auto- 
rice su aserto.* 

Pero, a pesar de tan razonados comentarios, la 
plebe baja, los jornaleros, la turba anónima e irres- 
ponsable, reunida en las tabernas, en la plaza de 
Abastos y en las etos, lepetta el estribillo de la ino- 
cencia. 



U5.t.z=dbv Google ¡ 



Cuando al anochecer del día inmediato concluyó la 
sesión segunda, que se tiabla empleado en un Inaca- 
bable desfile de testigos, la impresión dominante era 
favorable a Hernando, no porque se hubieran desva- 
necido ni atenuado los cargos que te abrumaban, 
porque quedaron proclamadas su liondad, su honra- 
dez, la pureza de sus costumbres y la excelente opi- 
nión que merecía al vecindario. £1 resumen de las 
declaraciones, salvo alguna nota discordante, fué de 
lástima para el hombre que acaso habia caldo en el 
delito, pero que hasta aquel Instante era un ejemplo 
de virhides y de desgracias. 

£1 sargento de la Guardia civil, que habia asistido 
a las diligencias, declaró en términos confiieos, en los 
que tal vez: se transparentaba la simpatía al procesa- 
do. El reconocimiento de la Huerta del Maestre y de 
sus muros, a que habla contribuido, no le parecia 
ofrecer base de una aflrmadtin concreta de que fuese 
Manando Palomera e\ asesino. Las huellas observa- 
das en la pared, por donde se suponía que penetrase 
el culpable, lo mismo podían ser de alpargata ^ue de 
zapato o bota. 

—¿Qué juicio le merece al declarante la conducta 
del procesado antes del hecho que se le imputa? — 
preguntó el presidente. 

—El de un hombre de bien— respondió el sargento. 



.t;„ogic 



286 J. OBTSQA UÜHILLA 

El (iscal interrogó: 

—¿No asistió el testigo, por obligacióa de su car- 
go, a la diligenda de reconocimiento de la finca del 
señor Santa Olalla, llamada *Los Pedazos», que lle- 
vaba en renta el procesado? 

—Si, señor. 

—¿Y qué puede decir acerca de ella? 

— Que, en efecto, alli se encontró deDajo de la tie- 
rra, recientemente removida, un taleguiUo con el di' 
ñero de que ya se ha hecho mendón. Por tíoto que la 
tiemí que cubría el talego pareda menos mojada que 
la de alrededor, siendo de advertir que, cuando se su- 
pone que el procesado lo escondió, llovia mucho, y 
en los dias siguientes dejó de llover. 

—Ese detalle ya está depurado— rectificó el fiscal—. 
Los peritos han manifestado que la lluvia que enton* 
ees cayó venia impulsada por el viento Norte, lo que 
hada que cayera en menos cantidad sobre aquel lu- 
gar que estaba defendido por ia cerca. 

—¿Sabe el testigo— dijo el presidente— tí ha in- 
tervenido en la comisión del delito alguna otra per- 
sona? 

—No, señor, nada sé. 

Esta pregunta la hada el presidente a cuantos ex- 
ponían manifestadones favorables al reo. 

Le comparecencia del alguacil, Juan Castroverde, 
fué acogida con rumores por el público. Él hizo una 
reverenda al Tribunal, y en cuanto se referia a las 
diligendasen que había intervenido, repitió exacta- 
mente lo que constaba en el sumario. Fué rápido y 
concreto. 

Santa Olalla, el médico, el duriio de la abaceria en 
que se surtfa Hernán, y el veterinario, conlinnaron 
que éste careda de recursos y. les era aoeedor por 



«L PAtO PABDO 28T 

los divenoE conceptos expresados en la acusadóD. 

Et primero efladió que Hernando era hombre re- 
concmtrado, violento, de mal carácter. Como no le 
pagase la renta de la fínca que le tenia arrendada él 
le habla dicho que le iba a despedir y entregársela a 
colono que cumpliese mejor sus compromisos, a lo 
que respondió Hernando, con aire de desafio: «Eso 
habrá que verlo. Más amo soy yo que su merced de 
la fínca. Esta ha cambiado de propietario mudias 
veces, y desde hace más de tíen años la vienen la- 
brando los Palomeras.» 

—Es un espíritu díscolo— siguió diciendo don Ta- 
deo — . A él se puede atribuir el estado de revuelta 
que sufre el pueblo. 

—¿Desde la cárcel, encerrado, vigilado, ha podido 
organizar los tumultos? — exclamó el defensor-:^. 
¿Cómo es veroslmit eso? 

—No le han faltado relación y comunicaciones con 
los de fuña. Acusando arbitrariamente a una perso- 
na, presentándose como una victima de los influyen- 
tes, ha dado lugar a la excitación de los ignorantes, 
que ha sido aprovechada por los malvados. 

— Esa acusación es absurda, tendenciosa y mal tn- 
tencionada— gritó Cianea—. La defensa pedirá caien- 
ta de ella a quien ha osado proferirla. 

Reprodújose el tumulto, sonaron voces, se iniciaron 
los aplausos. El presídate tardó un rato en imponer 
el silencio. 

Después declaró don Santos Inguazo. Se habla 
puesto su levita, que estaba flamante, porque rara 
vez salla del armario. Pronunció un discurso que lle- 
vaba aprendido de memo'Ha, y que Dios sabe cuánto 
tí«npo habia tardado en peigefiar. Aquel crimen ha- 
bla traído a la hornada y pacifica villa los disturbios 



.t;»ogic 



288 J. OBTBOA HDNU.LA 

que en otoRS pobladones son, por desgracia, frecuen- 
tes. La osadía del leo, al neg;ar una culpabilidad que 
estaba absolutamente demostrada y al lanzar calum- 
nias inspiradas por la desesperación, habla esparddp 
semillas levoludonarias... La sociedad estaba amena- 
zada,... Era necesario defenderla... 

La incoQg^uenda de ta perorata puso al presidente 
en la necesidad de cortarle la palabra. 

—Eso es impertinente— dijo — . ¿Sabe algo el tKtigo 
respecto al hecho de autos? 

— De eso ^o sé nada— respondió Inguazo. ponién- 
dose rojo de ira y de vergüenza. 

— Pues entonces puede el testigo retirarse. 

Una carcajada irreverente resonó en ta sala. 

La tensión dramática del auditorio ansiaba la oca- 
sión de una nota jocosa. 

Continuó !a risa cuando se presentó Escolo el pas- 
telero. Cojeaba mucho, y su turbadón era tan grande 
que tropezó en los escalones del estrado, y estuvo a 
punto de caerse. Su declaradód no ofredó interés. No 
sabia nada de lo qué se le preguntaba. Cuando le in- 
terrogaba el presidente anticipaba a la respuesta un 
saludo, didendo: (Excelentísimo señor.* 

La defensa del procesado dirigió varias preguntas a 
Escolo. 

—¿Suele frecuentar el establedmiento de usted don 
Quiíino Madrigal de las Torres? 

— Él y todo el señorío van a mi casa — repuso el 
pastelero. 

—¿Celebraba alii el sefior Madrigal, apodado etSe- 
ñortto, juergas, con exceso de vino y gultamis y con 
a^stenda áe mozas y gente de costumbres ligeras? 

—Diré a usted. El señor don Quirino me ha honra- 
do siempre acudiendo a mi casa a com^ y oenar con 



EL PA&O PARDO 289 

SUS amigos. Música, algunas veces la llevaban; pero 
excesos nunca los han cometido. 

—¿Se emborrachaba con Irecuencia el Señorito? 

— Yo no lo vi borracho nunca, 

—¿Insultaba y pegaba con frecuencia a los que le 
contradecían, y aun a usted mismo, no le abofeteó en 
más de una ocasión? 

— No, señor. El señor don Quiríno es de genio vivo 
y quiere ser servido rápidamente; pero pegar no pe- 
gaba a nadie. 

—El testigo es, sin duda, buen cristiano. No sólo 
perdona las ofensas, sino que las olvida. (Risas del 
auditorio.)... ¿Debe, o ha debido a usted, el apodado 
e/ Señorito alguna cantidad por la comida y el vino 
que consumía en su casa de usted? 

—Cuentas he tenido con él, porque eia uti buen pa- 
noquiano; pero me ha pagado siempre como un gran 
caballero que es. 

— En la noche anterior al aímen, ¿estuvo cenando 
en su casa de usted el Señorito? 

— Si, como otras noches. 

— ¿A qué hora se retiró de su casa de usted y con 
quién? 

— Creo que a eso de la una de la maflana. Le acom- 
pañaban, como solían, don Blas Heno y don Mano- 
lito Tapióles. 

El presidente.— Hamo la atendón del letrado res- 
pecto al modo de nombrar a las personas. Debe de- 
signarlas por sus nombres y apellidos, no por los 
alias. 

El defensor.~El descendiente de los Mad 
tas Torres es más conocido por su mote que 
hazañas, por eso le llamo el Señorito, (fílst 
mores de aprobación.) 



h, Ciooi^lc 



290 J. ORTXGA MUNIU.A 

El presidente.— Ahsténf^ÉG el letrado de juictos sa- 
tíricos que no son del caso... Puede continuar pregun- 
tando. 

El letrado.— Es inútil. El testigo no dirá nada inte- 
resente. Me basta con el sondeo hecho. 

— Doña Adelina Gálvez y Anieta. 

Asi dijo el ujier de estrados, llamando a la testigo 
que seguía en la lista. La hija de le victima, que es- 
peraba con horror el momento en una sala inmedia- 
ta, apareció apoyándose en el brazo de su tia Ocla- 
viana. Vestía un humilde traje negro y cubría su 
cabeza amplio manto. El público ta acogió con ternu- 
ra y simpatía. Ella temblaba, y cuando subió la esca- 
lerilla y vio al procesado, un impulso irresistible la 
obligó a retroceder. 

- Puede sentarse la testigo — dijo el presidente, y 
con un ademán la indicó la silla que al efecto estaba 
dispuesta. 

Delina se sentó. 

—Teniendo en cuenta la situación de ánimo de esta 
señorita — añadió el magistrado — el Tribunal será- bre- 
ve en las preguntas. ¿Qué puede decir respecto a la 
muerte violenta sufrida por su señor padre? 

Tardó en.contestar la joveiu Ix)s sollozos estreme, 
dan su voz. 

—Nada sé— dijo al fin— . Yo duermo en una habi- 
tación lejima de la en que mi padre se acostaba. No 
of ruido alguno. 

— En la tarde o en la noche del crimen, ¿quién visi- 
tó a su señor padre? 

— Como siempre, fueron muchas hombres de los 
pueblos, de los que tenían con él negoáos. 

— ¿Vio usted ese dia en su casa a Hernando Palo- 
mera? 



KL PaSo PAIUH) 291 

~No, 8«fiOT. Supe que por la mañana mi padre ha- 
bla tenido una cuestión con él y que... ese hombre le 
habla pegado... Mi padre estuvo todo el dia Inquieto. 
No quiso comer. Yo le di]e que me permitiese poner- 
le un pafio de árnica en el lugar de la cabeza en que 
le había hecho daso, pero él se negá. <£slo no es 
nada— me contestó—. Lo que tengo es la ira de que 
un hombre me haya podido. Es que ya soy viejo y me 
van faltando las fuerzas.> 

Ur) accelo de lágrimas interrumpió a Delina. Des- 
pues de serenarse continuó explicando la vida que ha- 
da su padre, dónde recibía las visitas, dónde guarda- 
ba el dinero y los papeles. 

— ¿^tuvo por aquellos dfas a ver a su padre el se- 
ñor Madrigal? 

—No, señor. 

— ¿Conoce usted los rumores que circulan respecto 
a la culpabilidad de éste? 

— Si, señor, pero no los creo. 

— ¿T«)fa su padre de usted enemigos? 

— Creo que si. Los que le hablan lomado el dinero 
y no se lo querían pagar. 

—¿Sospecha usted de alguno? 

— No, señor. 

El presidente dijo al defensor si quería interrogar a 
la testigo. 

— Por muy violento que me sea — repuso el letra- 
do — 'he de hacerlo. Pido perdón a esta señorita antici- 
padamente. Es necesario. La vida y la fama de mi de- 
fendido lo exigen... ¿Tiene usted relaciones de amor 
con don Blas Heno? 

Delina vaciló un momento y contestó con resolu- 
ción, la voz vibraifte, los ojos relucientes: 

— Si. Soy 9u prometida. 



I., Ciooi^lc 



292 J. ORTralA UDMU-A 

Lu^o, como si en estaa palabras hubiera consumi- 
do toda su energía, lloió de nuevo, con espasmos y 
estremecimientos. Sintió que la respiíación le faltaba, 
y cayó al suelo desvanecida. La sacaron entre Octa- 
viana y dos mujeres que salieron de las filas de los 
espectadores, llenas de caridad y emoción. 

A invitación de la Sala un médico forense recono- 
ció a Delina para ilustrar al presidente respecto a si 
podría continuar declarando. 

— Imposible — respondió el facultativo al volver — . 
Está enferma. Es una cardiópata. Las emociones le 
han perturbado. Es necesario conducirla a su casa 
con grandes precauciones. 

La sesión se interrumpió largo rato, durante el cual 
el público hizo comentarios sobre el incidente. En 
ellos predominaba la lástima. 

— iPobre criatura! — murmuraban las mujeres—. 
lElIa es la verdadera vfcltmal lEn buenas manos va a 
caerl 

Un cuarto de hora raAa tarde continuaba el desfile 
de testigos. 

Con la cabeza entrapajada y una mancha violácea 
sobre el siniestro párpado, acudió al estrado, cuando 
se le llamó, don Manolito Tapióles. Sonreía y miraba 
en t(Hno con desenfado. El público lo recibió con un 
movimiento de alegría. El bufón despertó la hilaridad 
8ÓI0 con aparecer. 

Las preguntas del presidente respecto a si sabia 
algo de los sucesos que motivaban el proceso, no die- 
ron resultado digno de referirse. El era amigo, o me- 
jor, protegido del señor Madrigal, que le honraba con 
su benevolencia, y le. acompañaba frecuentemente. 
Nada sabia de lo que se le preguntaba. Ignoraba si 
Hernando era culpable, le tenia por hombre de bien. 



BL PaSo PIBDO 793 

le habla sorprendido que se le acusara, y más aún 
que pareciera probada su responsabilidad. 

El defensor.— iH-a oido decir de público que el 
Señorito, o sea don Quiríne Madrigal de las Torres, 
habla asesinado y robado a Qálvez? 

Tapióles. — (Señalándose a las vendas que le cu- 
brían la cabeza.) Y no sólo lo he oido, sino que lo he 
sentido aquí. {Risas.) Por negarlo y condenar la con- 
ducta de tos que lo decian, me diat>Ti «n garrotazo. 
{Nuevas risas.) 

El defensor.— La noche de autos, ¿a qu¿ hora se 
separó usted de don Quirino? 

TafHotes.—Me parece que a eso de la una o una y 
media. Según hacia casi siempre, le acompañé a su 
casa y en ella le dejé para irme a la mia. 

El defensor. — ¿Quién más iba con ustedes? 

Tapióles.— Blas Herró. 

El defensor. — Señor presidente, quisiera intenx>gar 
juntamente a este testigo y a Blas Heno. 

El presÍdente.~El testigo Herró ha justificado por 
certificación facultativa que se halla enfermo, por lo 
que no puede comparecer. 

El defensor.— Es una declaradón que estimo indis- 
pensable. 

El presidente.— Si está en condiciones se le citará 
de nuevo, para que en la sesión próxima comparezca. 

El defensor.Si no es asi, la defensa solicitará de 
la Sala un nuevo reconocimiento facultativo del testi- 
go Heno, que acredite su Imposibilidad de acudir al 
llamamiento del Tribunal. (Sensación.) 

El presidente. — La Sala proveerá en su caso. 

El defensor.— Aplazo mis preguntas al testigo Ta- 
pióles hasta que el otro comparezca. Es de suma im- 
portancia para el cumplimiento de mis designios. 



.t;»ogic 



294 J. ORTKOA UDNILLA 

(M^ ramores. Comentarios en voz baja, que cubren 
la voz del presidente, cuando éste ordena que suba 
al estrado don Quirlno Madrigal.) 

Cuando se le vió Kvanzac subir la escalera y colo- 
caise ante la mesa de los magistrados, prodújose un 
silencio absoluto. La curiosidad del concurso se re- 
cODcentió en aquel hombre, que al sentir en tomo tos 
efluvios de ella, adoptó una actitud de humildad y 
enoigimiento. Iba vestido OHTectamente de negio. 
Dejó el sombrero hongo en una silla inmediata y cru- 
zó las manos. 

Al contestar a las inidales preguntas de nibrica, su 
voz resonó tranquila, sin emoción, pero sin altanarla. 
El podnoso imperio de la voluntad habia borrado de 
su rostro el habitual ceflo de impertinencia provoca- 
dora, apareciendo en las facciones dulcificadas el per- 
fil caballeresco del antiguo linaje. Cuando el presi- 
dente le ordenó que manifestara lo que supiera acer- 
ca del asesinato de don Simeón Gálvez, Madrigal 
respondió: 

—No sé nada más que lo que he oido decir en el 
pueblo. 

— iNo puede usted dar alguna noticia que sirva 
para el total esclarecimiento de) hecho? 

—No, señor presidente. 

— ¿Tenia usted relación de negocios con el finado? 

—Sí, relaciones de aaeedor. Yo debía a don Si- 
meón Qálvez unos cincuenta mil reales, que me pro- 
pongo devolver a su heredera, empleando en ello 
paite de un legado que, según es público, he recibido 
recientemente. 

—¿Habia habido con este motivo, entre él y usted 
cuestiones? 

—Cuestiones, no. El señor QíUvez me habla pedido 



RL PAJÍO PARDO 295 

con niteratión qne le pagará. Yo le manifestaba la 
imposibilidad de hacerlo, por tnf falta de recursos. 
Comprendiéndolo Gálvez, esperaba que yo me en- 
contrara en condiciones de satisfacerle. 

— ¿Le habla pedido usted últimamente dinero?' 

— Si, sefior presidente. Por medio de don Blas 
HejTo le envié un recado solicitando que me antid- 
pfua diez mil reales sobre mis rentas futuras o a cré- 
dito personal. £l se negó. Estimé justificada su nega- 
tiva y me r^igné. No hubo más sobre esto. 

—¿No estuvo usted en casa de Gálvez la noche del 
olmen? 

— No. No le habia visto desde quince o veinte días 
antes, en que, pasando él por la plaza a caballo, me 
saludó y me dijo: * — No me olvide usted. Madrigal.» 
Yo le contesté: »— Espero que mi tía la condesa del 
Viso me envíe fondos, y en cuanto esto sea, iré a vi. 
sitarte.* 

—¿Reconoce usted como suyo este bastón, o mejor, 
garrote, que está sobre la mesa, entre las piezas de 
convicción?... Aproxímese y cójalo para examinarlo. 

Don Quiríno vio sobre aquella mesa la pistola de 
Qálvez, la linterna y un palo de fresno, como de me- 
tro y medio de largo, en cuyo extremo más delgado 
y a guisa de contera, habia unas tachuelas clavadas. 
Tomó con la mano derecha el garrote y le apoyó so- 
bre el suelo. 

—Esté palo no ha sido nunca mió. Ya se ve por su 
tamaño que no podía servirme de bastón, y que, si le 
hubiera llevado por la calle, hubiera motivado risas. 
Yo soy de muy corta estatura. Quien usara este ga- 
rrote debía ser un buen mozo. 

Y al decir estas palabras miró a Hernando Palo- 



,e;o(yíic 



296 J. OBTBOA UUHILLA 

—En los días inmediatos subsig:uientes al suceso 
que nos ocupa, ¿hizo usted algún pago o gastó al- 
guna cantidad más que de costumbre? 

—No, sefior. Desde algún tiempo antes carecía yo 
de dinero. Un vecino del lugar de Los Santos Cam- 
pizos, Timoteo Benueco, que me tiene arrendado un 
pedazo de huerta, y que por el nublado del año an- 
terior perdió sus frutos, y me debia quinientos reales, 
vino a verme al otro día del asesinato de Gálvez, y 
me trajo aquella cantidad, según puMe probarse. 
De elle envié con mi criada cien reales al panadero 
Grimaldo, que me habla reclamado, con poca urba- 
nidad, lo que le debia por el suministro de pan a mi 
casa. A don Manuel Tapióles, que se hallaba muy 
necesitado y tenia una hija con el sarampión, le di 
otros cien reales. A Escolo el pastelero, a quien tam- 
bién debta yo mayor suma, le entregué a cuenta seis 
duros. El resto lo empleé en gastos menudos, conser- 
vando en mi poder unas treinta pesetas. Ya se me 
hablan acabado, cuando los albaceas de mi sefiora 
tía, que en paz esté, la condesa del Viso, que aca- 
baba de fallecer, me remitleipn tres mil pesetas para 
que me trasladara a Nobluive a asistir a los funerales 
y a participar de las operaciones de la testamentaria. 

—¿Qué ciganos sutíe usted usar, dado que fume? 

— Puros de estanco, de los de a diéz céntimos. 

—¿Como ese de que se conserva un reato dentro 
de un frasco que está sobre la mesa? Mírele y con- 
teste. 

— No es fácil, señor presidente — respondió Madri- 
gal, después de coger el frasco que se le indicaba y 
de moverle para ver la colilla que dentfo había—, 
no es fádl clasificar esto que hay aqui, pero si parece 
resto de un cigarro malo. 



BL PlSO PARDO 297 

—¿Sabe usted si fumaba Qilvez? 

—Sé que no fumaba, ni hacia ningún gaslo inútil. 

— ¿Es fáerto que el día nueve de Agosto coniente, 
acompafiado de don GuiUenno Ozoies, fué usted a la 
cárcel, y casi por la fuerza entró usted en ella, pata 
hablar con el piocesado? Diga lo que acerca de esto 
haya ocurrido. 

—Hallándome en Madrid con don Blas Heno, para 
asuntos que a amixts incumbían, supe que en Zara- 
tán corria ei rumor de que yo era el autor del asesi- 
nato de don Simeón Gálvez y del rolx> perpetrado en 
su domicilio. Ignoraba el origen y el fundamento de 
este rumor, que me alarmó, y resolví regresar sin más 
demora. En cuanto U^[ué, aupe que se trataba de una 
calumnia que desdeftabn» las personas sensatas y 
respetables de la localidad, como lo probaron con 
actos que me honran y me enaltecen. Hablase exten- 
dido, merced al estado de la opinión pública y a los 
disturbios que, por disparidad de los propietarios y 
los colonos, alteraban el orden de Zaratán. Quise 
averiguar de dónde procedía la especie, y me dijeron 
que el procesado Hernando Palomera, no sólo ase- 
guraba que era inocente del crimen que le atribulan, 
sino que me lo imputaba a mi. Me presenté al señor 
juez para que se depurase la acosadla y me puse a 
sus órdenes, ofreciéndome hasta a constituirme preso; 
pero aquella digna autoridad: nie contestó que el su- 
mario estaba concluso, que no se había presentado 
qu»ella alguna contra mí y que podía estar tranqui- 
lo... (Rumorea.) que podía estar completamente tran- 
quilo, pues ni el más leve indicio resultaba contra mi 
persona en lo actuado... No me bastó esto; pues, aun 
cuando los Tribunal» me exigían de toda culpa, 
parte de la población me acusaba, y me importaba 



298 J. ORTEGA UntltLLA 

poner en salvo mi honra, quevenia siendo objeto de 
Insultos, amenazas y ataques, uno de los que llegó 
a las puertas de mi casa. Por eso quise saber en qué 
se fundaba Hernando Palomera para acusanne de 
iaí manera y con tanta insistencia. Acompeiñado de 
mi abogado, don<hiill«mo OzofeB,iio por su conse- 
jo, sino antes bien en contra de él, oyendo no más 
que la vo2 de mi dignidad, fui a la cárcel. El alcaide 
se negaba a dejarme pasar juzgando impertinente mi 
vi^ta. Con todo, llegué al locutorio, en ocasión en 
que estaba en él Hernando con el Kfior cwa pánoco 
de la Colegiata, y allí, en la f(»ma más humilde, om 
ruegos y súplicas, como se pide una limosna, rogué 
una y cien veces al procesado me dijna la base de su 
acusación. Dada la situación del infeliz no me sor- 
prendieron ni me causaron el efecto que debían los 
agravios que me dirigió. Todo lo di por bien sufrido, 
todo se lo perdoné. Pero él no quiso o no podo dar 
explicación que justificara su actitud. Sali de la cár- 
cel lleno de pena por el estado moral de Hernando, y 
convencido de que el origen de sus acusadones era 
la exaltación de su espíritu... 

—Por haber infringido el re^amento de la prisión 
se formará un atestado a Kn de que se depure la res- 
ponsabilidad en que usted ha incurrido al enfrar en 
ella, contra la pri^íbidón del alcaide, y a éste se le 
apat:íbiiá para que sea^ás celoso en el cumplimien- 
to de sus deberes. 

— Sefior presidente. Reconozco- que falté, y estoy 
pronto a redbír el castigo que he merecido. 

—¿Tiene el testigo algo más que decir? 

—Nada más. 

—¿Quiere la defensa hacer alguna pregunta al tes- 
tigo? 

,, ..Coogl. 



El. PAfiO PARPO 299 

Et defensor.— Desde loego... ¿Es cierto que estando 
en casa de Escolo el pas{elero, en una de las o^ias 
que alli celebraba usted, dijo que el Caracol le habla 
faltado a usted al respeto y que había de espachu- 
rrarle? 

— No lo recuerdo; pero es posible que en algún mo- 
mento de ira, al negarse él a hacerme el préstamo 
que últimamente le pedi, me fuera de la lengua. Pero 
nadie dirá que yo he tenido cnestiones ni riñas con el 
seüor Gálvez. 

—¿No aplaudía usted y palmeteaba cuando derta 
mujer, de que suele acompañarse, cantaba la noche 
antes del crimen unas coplas ofensivas para Gálvez? 

— Es posible. Bromas de mejor o peor gusto, piO' 
pias de aquellos momentos de expansión. 

—¿Qué relaciones ha tenido usted con la madre de 
Blas Herró? 

—Señor presidente. ¿Debo contestar a esa pre- 
gunta? 

El presldente.--No. El letrado se abstendrá de ofen- 
der a personas que ni como testigos figuran en causa. 

El defensor. — Pero que debían aparecer aquí. Yo 
he reclamado la presencia de doña Dorotea Penalba, 
viuda de Herró, y se me ha negado. 

El presldente.—EsiA ausente, y esta es la causa de 
que no comparezca, y no la negativa de la Sala. 

El dc/ensor.— ¿Quiere decirme don Quirino Madri- 
gal de las Torres, alias el Seflorüo... 

El presidente (interrumpiendo).— las f" "' 
pueden usarse cuando aclaran la determir 
una persona, que no es bastante conocid 
apellido. 

El defensor.— ¿Qoieie decinne el noble e 
Oor don Quiíino Madrigal de las Torres qu< 



300 J. OBTESA HUNILLA 

leladones económicas ha tenido, o tiene, con la seño- 
ra viuda de Herró? 

El presidente. — Esa pregunta es ajena al proceso y 
DO debe ser contestada. 

El defensor. — Es de gran interés, porque podria 
demostrar la conducta que el Señorito,.., digo, el se- 
nei Madri£^al de las Torres ha seguido, y el averiguar- 
lo nos haria conocer su condición social y moral. 

Madrigal.— SeíioT presidente; el defensor me trata 
como si yo estuviera procesado, y no como testigo. 

El presidente.— Loa testigos estdn obligados a res- 
ptfnder A las preguntas que se les hagan; pero los de- 
fensores no pueden abusar de un derecho que dejaria 
^ ampi»o la honra de los ciudadanos. 

Entonces comenzó una lucha interesante entre Cian- 
ea y Madrigal. Aquél preguntadla detalles de la vida 
de éste, en los últimos tiempos anteriores a) crimen, 
de sus relaciones con Gálvez, de las circunstancias de 
los préstamos que de unos y otros tenia recibidos, de 
cómo ocupó el tiempo la noche de autos, de qué gen- 
tes le rodeaban, de qaiénes eran sus habituales con- 
tertulios en casa de Escolo, de los escándalos que> 
borracho, habla dado en las calles de la villa, de las 
pendencias que habla sostenido, y la causa de ellas 
todo encaminado a evidenciar sus costumbres Ucen- 
dosBS. Respondía Madrigal con templanza, serena- 
mente, prescindiendo de lo que habla de depresivo en 
el interrogatorio, para atenerse sóld a los hechos. Rec- 
tificaba unos, asentía a otros, lamentaba sus incorrec- 
ciones pasadas, confesaba que el error y las pasiones 
le hablan guiado en parte de su existencia; pero siem- 
pre encontraba una frase oportuna, una explicación 
eficaz para dejar a salvo su honradez. Loco, disipa- 
do, calavera, si, peto generoso; pródigo por bondad. 



.t;»ogle 



KI. PAÜO FARDO 301 

dilapidador por desprecio del dinero, victima de los 
prestamistas y de los leguleyos, que le hablan devo- 
rado el escaso caudal que heredara, incapaz de lole- 
lar una ofensa, caballero en fin. Fué un duelo a florete, 
en el que el defensor demostró mayor habilidad de la 
que se suponía, y el Señorito hizo gala de ingenio 
flexible, corazón fuerte y voluntad de hierro. NI una 
palabra pronundó contra Hernando. Y, en un mo- 
mento que le pareció a propósito, lanzó esta frase, 
que produjo singular efecto en el auditorio y en el le- 
trado: 

— Me defiendo de injustas si^)Osicione8 que nadie 
puede probar, pero no acuso... |Yo soy de los que 
creen que Hernando Palomera es inocentel 

— ¿Quién imagina el testigo — dijo el fiscal — que es 
entonces el autor del crimen que se persigue? 

— No lo sé. Pero los antecedentes de Palomera le 
ponen a cubierto, en mi ánimo, de la culpabilidad. 

El presidente se dirigió al procesado. 

— ¿Tiene algo que decir el reo? 

Hernán, que habla permanecido como ensimisma- 
do y sin prestar atención a lo que ocurria, se levantó, 
dio un paso hacia Madrigal, y exclamó, con enérgico 
acento: 

— iQue es éll... iQue el asesino es el Señorito! 

Aquellas palabras, que parecían venir de lejos, sin- 
tetizando en su vehemencia el sentimiento popular, 
hicieron correr por el auditorio un escalofrío de terror. 
Madrigal recibió impávido la acusación, que habla 
.estallado sobre su rostro como un proyectil explosivo. 
Se adelantó hacia la mesa de los magistrados y dijo: 

— Señor presidente, ¿quiere vuecencia preguntar al 
procesado en qué funda su acusación? 

-^Hernán Palomera— dijo el presidente con s(rfem- 



302 J. ORTEOA HUNILLA 

ne acento — , el Tribunal os manda, y el testigo a 
quien acusáis os suplica, que digáis el fundamento de 
esa acusación. 

Palomera se dejó caer sobre el banquillo excla- 
mando: . 

— lEs él... es él!... iNo sé másí 

Esperó el presidente a que callaran los rumores 
Que sonaron en el público, y luego difo a Madrigal: 

—Puede el tesíigo retirarse. 

Don Quirino salió, despacio, entre miradas de odio 
y de miedo. 

A continuación hizo su entrada en la sala Adelaida 
Suárez, por mal nombre la Curruca. Luda espléndi- 
do traje d.e colorínes: su peinado era complicadísima 
labor del estilo cburrígueresco, con rizos sobre la 
frente, bucles sobre la nuca y pomposo artilicio en el 
centro. Las mudas y afeites de la rústica perfumería 
adobaban el rostro, del que hace tiempo habian hui- 
do las JuvenHes gracias. 

Abriendo y cerrando ruidosamente el abanico, la 
Carraca esperó que el presidente la preguntara, y 
como éste, ocupado en buscar entre los papeles de la 
mesa las notas que se referían a aquella testigo, tar- 
dase en hablar, ella, impaciente y molesta por la cu- 
riosidad del público, exclamó: 

— Usfés dirán para lo que me han llamado. 

—Espere la testigo—contestó el presidente—. Ella 
^tá & disposición del Tribunal, y no el Tribunal a 
<]lsposición de ella. 

-^s-poi si se hablan olvidado de que estoy aqut, 
(RUaa y cachufletaa entre los opxntes.) 

El pre8ldente.~En la noche en que se cometió el 
sesinato de don Simeón Qálvez. ¿dónde estaba la 

íclaronte? 



byCOOl^lC 



£L FAÍJO FARDO 303 

La Curruca.— Pues estuve en mi casa hasta las diez 
o más. Desde allí fui a casa de Escolo, donde me ha- 
bían convidado a cenar: 

—¿Quién? 

—Don Quirino. 

— ¿Tiene usted amistad con él? 

— SI, señor. Allí estunmos hasta la una de la ma- 
ñana, y despnés me fui a acostar a mi casa. 

— ¿Quiénes quedaban en casa da Escolo cuando 
usted se marchó? 

—Don Quirino, Tapióles, Blas Heiro y Otras cinco 
o seis personas más. 

— ¿Recibe usted para sus gastos cantidades de don 
Quirino? 

— Si, señor. Cuando podfa me daba algo; p«o no 
se vaya usted a figurar que me ha puesto codie. 
(Más risas.) 

—¿Sabe usted algo que se relacione con la muerte 
del señor Calvez? 

—Lo que la gente dice. Yo, por mi, nada sé. 

Siguió el presidente ia serie de preguntas sin impor- 
tanda, y en ta^ que lo único notable fueron el desen- 
fado de la CwTUoa, y su estilo grosero y pintoresco. 

La intervención de ia-defensa animó algún tanto la 



— l^ rierto— interrogó Cianea — que varias veces 
el Señorito ha empleado con usted tratamientos vio- 
lentos, y ha libado a abofetearla? 

—Lo que haya pasado entre nosotros, no le impor- 
ta a nadie. Son cosas de hombres y mujeres. 

—Eso es «ludir la contestación. La declarante debe 
responder categóricamente. 

—Pues no hay que hacer misterio. Siendo lo que 
somos él y yo, nada de particular tiene que alguna 



304 J. OBTROA KONILLÁ 

vesí 008 hayamos pelrado, pero lo que él me haya he- 
cho, con raucho gusto que lo he recibido, ¿sabe usted? 
y a nadie le importa. 

—¿Dónde conoció usted a el Señorito? 

— Peio, ¿hay que contar aquí la vida y milagros de 
cada uno?... iPues está buenol... Le coDod en Madrid, 
en casa de unas amigas. Como yo canto r^ular y a 
él le gusta lo flamenco, pues me dijo que si quería 
venir a establecerme a Zwatán, que él me protegeria. 
Aquellas amigas me aconsejaron que aceptase, y yo 
ful y acepté. ¿Quiere usted tabti más? (Siguen ¿as 
risas.) 

La defeaaa.—Coiúo la testigo ha dicho ya, contes- 
tando a las preguntas del Tribunal, que no sabe nada 
de nada-, como no sea cantar... yo renundo a tenerla 
jRás tiempo separada de su honrado tugar. Me basta 
con lo que ha expuesto y con que la hayamos visto. 

El preáidente.—Paeáe retirarae la declarante. 

¿a Curruca mira con insolencia al letrado, y al 
marchane-^dice: 

— Ese tío de la blusa negra se trae unas guasltas, 
que ya, ya... 

Monótonas, hislgnllicantes, sin relieve ni utilidad, 
continuaron después numerosas compare<%ncias. Las 
que se destacaron, produciendo impresión honda en 
el público, fueron las de Nicolás el Soldado y la del 
cura párroco de la Colegiata. 

Bajo la custodia de dos empleados de la cárcel, por 
hallarse detenido, se presentó Nicolás Monsalve, 
quien, ignorante de los trámites Judiciales, oeia que 
le llamaban para declarar en su causa por el mampo- 
rro que atizó a Tapióles. Cuando ^se enteró que se 
quería saber si él tenia alguna noticia respecto al 
asesinato de Qálvez,eaR:lamó: 



X'.oag\c 



KL PáSO PARDO 305 

— Esa es otia. De eso no sé nada fnás que una cosa: 
que este pobre hombre (Señalando a Hernán) es ino- 
cente, tan inocente como usted. {Señalando al presi- 
d«níe.) Es incapaz de nada malo. Ea el hombre más 
honrado de Las Lomas. £1 asesino es otro. 

—¿Quién?— preguntó el presidente. 

— £í Señorito. 

—¿Le coasta a usted? 

—Como si lo hubiera visto. 

—¿En qué se fanda para decirlo? 

— En que lo es, y lo es. En eso me fundo. 

— ¿No puede aducir alguna prueba de lo que 
añnna? 

—No. Pero basta con aadar por el pueblo, y ofr a 
la gente, y con saber la vida que ese hombre ha he- 
cho, y conocer sus reladones con el CarxtcoL No hace 
falta más prueba. 

—Eso no es prueba, n] indicio, ni base de acusa- 
ción. El testigo está cometiendo un delito; el de ca- 
lumnia. La fama ajena debe merecer mayor respeto a 
los hombres de bien. 

—Pues aunque me ahorquen lo diré y lo repetiré y 
volveré a decirlo y a repetirlo. 

La de/en^a.— ¿Qué noticias tiene el testigo de la 
vida y costumbres de Hernando Palomera? 

—Las mejores. Siempre fué trabajador, no se metía 
en nada más que en ir al campo a labrar su pedazo- 
La desgracia le peiseguia. Un hijo tuvo, fué a servir 
al rey, y se le mataron en la guena los carlistas. Si 
caía un nublado, donde más fuerte pegaba era en la 
tierra de Hernán el de tas Palomas. Su mujer estaba 
dempre enferma, y no le valia pa na. Asi fué entram- 
pándose y perdiéndose. Nunca le vi en la taberna, ni 
cataba el vino, ni fumaba, ni iba a las diversiones. El 



^;„ogic 



306 J. UHTKQA UDHILLA 

domingo a Ib mtsa mayor, y luego, a su casa, y a tu 
campo. Es inocente, es Inocente. Lo que están luden- 
do con él es una judia. 

Esto lo repitió varias veces, en respuesta a las ine- 
guntas del presidente y del defensor. Al concluir, dijo: 

—Lo que está pasando aquí es por demás. Si en 
vez de vestir de paño pardo Hernán el de las Palo- 
mas, fuera señor, nadie se hubiera metido con él. Por 
ahf anda el Señorito, sin que nadie le tosa, y ese es 
el que está manchado de sangre de el Caracol. 

Protestas enérgicas del presidente, gritos de Nico- 
lás, rumores del concurso: la intovención de los de- 
pendientes de la cárcel, que se llevaron a empellones 
al osado declarante, dieron fin a la violentísima es- 
cena. 

Puso término a la sesión la comparecenda de don 
Serafín del Avalo. 

Después de haber prestado juramento dijo con gran 
andón, elevando al délo la mirada: 

— En el nombre de Dios mego a la Sala que, antes 
de que llegue el instante de la sentenda, apure todos 
los medios, para que la verdad se abra camino. Bien 
comprendo que ahora pesan sobre el [Hocesado car- 
gos que pareceiv dispuestos por el infierno para per- 
derle. Ni mi ministerio, que me ordena amar y re^>e- 
tar a todos loa hombres, ni mi caráder, me permiten 
acusar a nadie de actos y confabuladones que de ser 
dertas, como este desgraciado afirma, y en la plaza 
pública se asegura, serian aún más criminales que el 
hecho que la justida inquiere, aun sÍeni}o éste tan re- 
probable y horroroso. P«o estando seguro, cierto, cer- 
tísimo, de que Hernando Palomaa no es autor del 
asesinato de don Simeón Oálvez, vengo aqui a pro- 
damarlo. 



BL PiftO PABDO 307 

El auditorio prorrumpió en voces de <|Es inocente, 
es inocentel iQue lo suelten, que lo dejen librel> 

Tan lápida y enérgica fué la explosión, que el 
presidente se vio sorprendido e impresionado por 
ella. 

Cuando acertó a hablar ya se habia restablecido el 
silencio, porque don Serafín, volviéndose hacia los al- 
borotadores, con la palabra y con los ademanes, les 
babia impuesto la calma: 

—Callad, hijos míos— dijo — . Respetad a los ma- 
gistrados que vienen a hacer justicia en nombre de 
Dios y del rey. 

— A cualquier nueva descompostura de los que 
presencian los debates — aliadlo el presidente — .im- 
pondré el severo castigo que merecen tales irreveren- 
cias... Aunque, por venir de quien vienen, la Sala ha 
oido con respeto la invocación que el venerable de- 
clarante le ha dirigido, contestaré que no era necesa- 
ria. Diga lo que sepa respecto al [woceso, que ello 
puede ser más efícaz que el recuerdo de deberes que 
están en la conciencia de los juzgadores... 

Las masifestaciones del sacerdote no afiadieron 
cosa alguna útil para la defensa de Hernando, si ao 
es la aseveración de un convencimiento que, expre- 
sado en el tosco lenguaje del rudo pastor, llegaba al 
corazón del pueblo, estremeciéndole y exaltándole. 

Al salir a la calle dcHi SeraSn, las gentes le acia' 
marón: 

— iVIva nuestro padrel— gritaban— . iVivan el santo 
y el inocentel 

Por toda la villa circulaba la voz acusadora: 

— |Es el Señorito, es el SeñorítoL. i£l es el aseri- 
not... i£l es, él esl 



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Una novedad inesperada sorprendió al otro dia ni 
pueblo. La vista de la causa se había suspendido 
por veinticuatro horas. ¿Qué razón hebía inspirado 
aquel acuerdo de la Sala? Como la gente lo ignora- 
ba, las suposiciones y las hipótesis surgieron abun- 
dantes y lantástícas de la mente popular. Ardió Zara- 
tán en comentarios; pero la curiosidad anhelante por 
penetrar el misterio no logró vencer las reservas de 
los que debían estar enterados. S61o se supo que a 
las once de la m^a'na el presidente del Tribunal 
habla pasado aviso al defensor de Hernando para 
que acudiese a la cárcel a fin de asistir a una diligen- 
cia, y que éste» después de practicada por el juez, en 
del^ación de la Sala, y por el fiscal, se habla ence- 
rrado en su habitación de la posada de la Verónica, 
negándose a recibir a las personas que fueron a visi- 
tarle. 

—El sefiw abogado— respondía la posadera a quie- 
nes insistían en ver al defensor — está trabajando, y 
ruega que no se le interrumpa. 

Por, la tarde se vio entrar en la cárcel al párroco de 
la Colegiata, quien permaneció alli hasta hora de 
las ánimas, en que salió de prisa, y se metió en su 
casa, encomendando a uno de los capellanes el rezo 
del rosario, que él solía dirigir siempre ante la media 
docena de mujeres arduas a tal devoción. 



BL PARO PABDO 309 

Los curiosos buscaron a el Señorito. ¿Dónde estaba? 
No se le habla visto desde que, terminada su decla- 
ración, salió del local de la Audiencia. No faltaba 
quien imaginara que estaba detenido en su domicilio 
por orden de la Sala y custodiado por la Guardia 
civil; y, en electo, a la puerta del caserón, en cuyas 
puertas aún se advertían las huellas del conato de 
incendio, reapareció la pareja de la benemérita, que. 
desde el dia siguiente a la llegada a la villa de don 
Quirino, y a petición de éste, habla dejado de pies- 
tarle amparo. 

Quien hubiera pasado por alli y hubiera mirado 
una de las rejas del piso bajo, habría podido creer 
que el Señorito estaba preso tras los viejos hierros 
herrumbrosos. Él paseaba de largo en largo por la 
estancia correspondiente a aquella habitación, y de 
cuando en cuando se asomaba mostrando su faz 
contraída, crespo el bigote, un puro entre los labios. 

Deteníase a veces ante una mesa para beber vino 
en un vaso que veriia de un jano vidriado, y limpián- 
dose la boca con el dorso de la mano, continuaba su 
paseo. 

En una esquina de la estancia, sentado en un si- 
llón, estaba Herró, que ola a el Señorito sin contes- 
tarie. 

Y'como si el obstínado silencio del mozo hubiera 
puesto Fin a la paciencia de su amigo, éste se dirigió 
hacia él, los puños levantados, los ojos encendidos 
en cólera. 

— Esto es ya insoportable — dijo — . Tú me estás 
dando más que hacer que todos juntos. Si te atreves 
a ir 8 contar en la plaza la verdad, aaáa de una vez 
y acabemos... Pero no, no te atreves: tienes miedo a 
la cárcel y al garrote... Pues si no te atreves, cumple 



310 J. ORTBOÁ UDMILU 

tu obUgadón de ayudanne... Recoge esa miseria de 
voluntad que Dios te ha dado y acude adonde es 
piedso... Debías haber Ido a declarar ayer al mismo 
tiempo que yo, cuando le habian citado». Me aterró 
el estado de tu ánimo, e inventamos una enfnmedad. 
No, no la inventamos, porque el espanto te tienecon 
fiebre. No hubo que pedir favor al médico para que 
diese la certiñcacldn... Pero el defensor se empeña «i 
que comparezcas, y le servirá de argumento tu ausen- 
cia... Es preciso que mafiana te presentes sereno y 
dispuesto a dar la cara... Cobardón, mujerzuela, me 
da asco verte... Después de todo, ¿es tan dificil el 
paso? ¿Se te van a comer los magistrados, ni el de- 
fensor?... ¿No vas a tener aguante cinco minutos, que 
es todo lo que durará la prueba?... Ya sabes, ya te he 
dicho todo io que pueden preguntarte. Por mucho que 
discurra ese loro con toga, nú ha de salir por registro 
nuevo. Que dónde estuviste la noche de marras, que 
a qué hora te acostaste, que si rae acompañabas fre- 
cuentemente, qué clase de amistad tenia yo con tu 
madre, si le debía o le debo dinero, si yo hable reñi- 
do con el Caracol, si eres d novio de Delina... Para 
todo eso, por torpe que fueres, hallarás salida, y para 
todo te tengo ensayado... No hay más que una cosa 
que antes pudo ser peligrosa y que yo he arreglado... 
Tú entrabas en la huerta del Maestre, para ver a tu 
novia, sallando las tapias. No sé si lo saben aquellos 
tíos. Me ha sorprendido que estuvieran enterados de 
cosas mias que creía ocultas, y que han sido utilizadas 
por el defensor para molestarme... Pero si te pregun- 
tan eso, nícalo resueltamente. Nadie te ha visto en 
esos escalos... Es decir, el único que te ha visto, y te 
ayudaba por mi orden a saltar la tapia de tu suegro, 
es Braulio el se^no, y ése está lejos de Zaratán. El 



,e;oogk' 



EL PAftO PAHDO 311 

deseaba ser guarda de consumos en Nobiurve, y allá 
le envié con su destinejo. Porque para previtíones, 
yo, y para majaderias, tú... Como ves, la cosa es llana. 
No se te manda que tomes ninguna torre defendi- 
da por artiüeriB... Además, no pienses que el presí- 
dente de la Sala, ni el fiscal, ni el abogado son unos 
zahorles que le penetran a uno el pensamiento... Lo 
único que haiá el loro de las gafas será satirizarte con 
alguna bromita de mal género; pero con aguantarla, 
estás del otro lado. AUf no conviene indignarse, ni 
dársela de puntilloso... Y no se le olvide... Si liay oca- 
sión, di que a t) te parece Palomera un buen hombre. 
Esto es de efecto entre la canalla que asiste a la vis- 
ta, como irfa a una corrida de toros... ¿Estamos?... 
Porque en lo que no hay que pensar es en seguir bu- 
yendo... En cuanto te eches a la cara al presidente le 
dices que estabas con calentura, que continúas en- 
fermo; pero que & pesar de todo, no has querido dejar 
de presentarte. 

En esto pasó de prisa por fíente a la casa Castro- 
verde, el alguacil, y desde lejos vio a el Señorito, 
quien, siempre que oia pasos en la calle, se aproxi- 
maba a la reja. Castroverde saludó a su protector 
quitándose el sombrero y dijo a los guardias en voz 
alta: 

— Buenos dias, seíiores. 

Madrigal sonrió, echóse a pechos otro vaso de vino, 
y sentándose cerca de Blas, le cogió cariñosamente la 
mano: 

— Si que te arde — dijo—. Pues no es para tanto. Es- 
pero que te portarás bien... Cuanto más, que mafiana 
a>rrerán otros vientos, y podrás navegar a favor del 
aire... Animo, muchacho, ánimo; si tuvieras tanta con- 
fianza en mf , como yo merezco, estarías tan tranquilo 



312 J. OBTKOÁ UUNILLA 

como 8t fueras a ir a un baile... Bebe, hombre; bebe 
un sorbo. No es tan bueno como el que gastábamos 
en MacMd, peio se deja tragar. 

Acercó im vaso de vino a Heiro, y éste le vado sin 
paladear, como quien toma una medicina amarga. 



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En punto de las diez se constituyó el Tribunal en 
medio de una expectación pública indescriptible. Lle- 
na la sala de la Audienda, llenos los corredores de la 
cárcel que a ella conducían, llenas la plaza y las ca- 
lles inmediatas, puede decirse que la mayor parte del 
vedndarío se habia aproximado cuanto era posible 
al lugar de los acontecimientos con ávido deseo de 
enterarse de lo que iba a suceder. A medida que se 
iba avanzando en e) examen de testigos erecta el in- 
terés del pueblo, y la hasta entonces inexf^icada sus- 
pensión de la vista, habia contribuido a llevar al 
paroxismo la curiosidad gen»al. El empeño de los 
espectadores de no perder ni una silaba de lo que ma- 
nifestara el presidente al reanudárselos debates, con- 
^drtió aquella expectación en silendo. Se hubiera sen- 
tido el vuelo de una mosca cuando Hernán fué con- 
ducido a su banquillo. 

—Va a darse lectura — comenzó el presidente — de 
una dilígenda practicada ayer por orden de la Sala y 
en su presencia, con la del sefif» fiscal y la de la de- 
fensa del procesado. Puede proceder a la lectuta el 
escribano actuario. 

— «Cosme Cañamero y López— leyó el escribano — , 
vedno de Zaratán de la Priora, labrador, se presentó 
anteayer tarde, poco antes de Obscurecer, al señor 
Juez de esta villa y su partido, y le expuso que, al le- 



314 J. ORTSSA HimiLLA 

vantane la interdicción judicial establecida en la casa 
de la calle de Nifios Hermosos, sin número, en que 
habia vivido el procesado Hernando Palomera; y 
después de rotos los sellos que asegruraban su puerta, 
siendo «itiegada a su dueño don Tadeo de Santa 
Olalla, para que de ella dispusiera a voluntad, él, 
Cosme Cañamero, la había lomado en arrendamien- 
to. Antes de ir a habitarla quiso hacer en ella algu- 
nas reparadones por encontrarla muy destrozada, a 
cuyo efecto, y con el consentímiento del propietario 
del Inmaeble, habla llevado a él varios operarios, al- 
bafiiles y carpinteros. Estos trabajaban desde hace 
días en el arreglo de tabiques, ventanas y puertas. 
Ayer, a eso de las cuatro de la tarde, uno de los al- 
bañiles, llamado Santiago Tortees, al dar un piqueta- 
zo en una viga del techo del sobrado, por parecerle 
que estaba podrida en su cabezal de ingreso en el 
muro, advirtió que no hada firme, y al dar otro pique- 
tazo para separar la argamasa que la recibía y poder 
sanearia, vio que al golpe asomaba una arpillera, y 
tirando de eila vio que era un saco que habta sido 
colocado entre la viga y las tablas que sostienen el 
tejadillo del sobrado. Llamó eatoncea el Tortees a los 
otros operarios y les comunicó lo que habfa adverti- 
do; y todos ellos, de común acuerdo, deddieron que 
no se pasara adelante en la operadón, sino que se 
diera aviso a la autoridad, por st ello tenia alguna 
reladón con el robo cometido en casa de don Simeón 
Oálvez, ya que de voz pública se deda que no habia 
sido hallado lodo el dinero sustraído por el criminal 
o criminales. Participaron el caso al Inquilino de la 
casa, Cosme Cañamero, y éste procedió a la dedara- 
dón que queda expuesta. Trasladada la diligenda a 
la Sala, ésta dispuso que una pareja de la Qiuudia 



.t;»ogic 



■L PAfiO PÁBDO 315 

civil quedara vigilando el local, sin consentir que na- 
die se aproximase a él, esperando a que con la luz 
del dia se pudiera practicar el reconodmiento. Este 
reconodmiento se verificA en la mafiana de ayer, y 
de su práctica resultó que, entre la viga expresada y 
las tablas del tejado, había un saco de lienzo basto, 
del que se usa para guardar monedas; y sacado qu« 
fué, se vio que contenta cinco billetes de a mil pesetas 
cada uno, treinta de a cien pesetas, y, en dos saquitos 
más pequeños, diversas monedas de oro y plata, de 
que se hizo inventario, componiendo la totalidad de 
los valores allí hallados la cantidad de once mil tres* 
cientas pesetas...* 

Seguían las fórmulas de rúbrica. Nadie las oyó. El 
público promimpló en rumores, pero éstos no eran, 
como en los dias anteriores, de protesta, tino de am- 
fusión y sorpresa. ¿Es posible? Entonces, ¿es culpable 
Hernán? ¿Cómo no halló ese escondite el Juez, que 
tantas veces estuvo en la casa de! procesado? No era 
fátíl, si estaba el talego tan disimulado. |Más de dos 
mil durosl Ahi es nada. Nunca se hubiera aefdo... Y 
asi por este orden eran las observaciones que, unos a 
otros, se comunicaban los oyentes. Dominaba en ellos 
la ira. ¿Contra quién? ¿Contra quien habia aportado 
tamaña prueba? Era como Irritarse contra la casuali- 
dad que había conducido la piqueta del albañil a la 
viga rota. Pero no habiendo acabado de formar opi- 
nión delinitíva respecto al suceso, sentían su eficacia 
condenatoria, y se enojaban de que las quitase la ra- 
zón con que ellos afirmaban la inocenda del proce- 
sado. Muchos, en quienes la versatilidad del pen- 
samiento es como veleta, que apenas el viento sopla 
se inclina en su dirección, se revolvieran bruscos y 
airados contra Hernán. <~Pues ¿I sigue tan tranqui- 



.t;»ogic 



316 3. OBTBOA IKJNILLA 

lo— dedan éstos—. Miradle, parece que no hace caso 
de lo que se ha descubierto en su casa.* Aún queda- 
ba un pequeño número de dudosos y descontados, y 
éstos esperaban « que la reHexión los adarase el gol- 
pe inesperado. 

Cierto era que Hernán no se habta conmovido al 
oír la lectura de la diligencia. Gn el infinito aba- 
timiento de su alma no quedaban ya energías ni para 
un nuevo arranque de indignación contra los que a 
mansalva, con astucia infernal, entregaban su vida al 
verdugo. Cuando e) defensor, asi que terminó el re- 
conocimiento, fué a la cárcel á- daríe cuenta de to 
acaecido, cayó al suelo con un sincopé, que pareció 
el preludio de la muerte. Al recobrar el conodmienlo, 
el abogado, que seguía a su lado, le dijo: 

— Hmianda, debía usted haberme dicho desde el 
principio la verdad, y yo hubiese cambiado d6 táctica. 

—La verdad es-la que he dicho. Soy inocente. Esa 
infamia es como la otra: las mismas manos la han 
I»eparado. Han querido asegurarse más, y me han 
acabado de huñdk. Ya no hay remedio. 

El tono con que estas palabras fieron pronuncia- 
dast el gesto de dolor supremo que las acompañó, 
ponían si déscubterto el alma del reo. Todos los trá- 
mites del martirio hablan pasado por ella. Anonada- 
do ante la acusadón, primero, teacciond para defen- 
deise; perO'lejos, én la somtwa, habia una inteligen' 
da y una voluntad que acediaban.sus movimientos 
para contrariarlos e impedlriós, y trac la lucha feroz 
en que habfa no ya cansado, sino ?oto músculos y 
nervios, el rendimiento de las. energias le postraba. 
En la febril agitadón de sus nodies sin sueño, cuan- 
do el genio de la locura se le apareda entre las som- 
bras, y su mente vibraba en el ifenesi del delirio. 



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Sh PiSo PARDO 317 

vriose como solitario e inerme caminante que atra- 
vesara esítecho desfiladero, dominado por hombres 
Oeíos, crueles y gigantescos, que desde lo alto de la 
cordillera que coraba la salida, le arrojaban enormes 
pellasGos que iban enturándole doliente y vivo. Ape- 
nas, con mortal eshiazo, conseguía empezar a remo- 
ver una de aquellas moles que le aplastaban, y la es- 
peranza renacía, otros peñascos rodaban de la altura 
aumentando la montaSa de ellos; trágico cumulo, 
bajo cuya pesadumbre una agonía se dilataba en 
eterna angustia, sin llegar al ansiado reposo, de la 
muerte... Y ahora la horrenda visión reaparecía en 
todo su espanto. 

— Ya no puedo—excíamó— . ya no quiero padecer 
más. iQue esto conduya prontol... Hágame la caridad 
de DO alargar mi pena... iMorir, morir cuanto antest... 
Eso es lo que pido... ¿Cómo va su merced a def«i- 
floine, si no puede?... 

Tras la crisís'de violenta y r^ia vino la letargía, 
una insensibilidad estúpida. Asi la Naturaleza, cuan- 
do el dolor va a consumar su obra destín dora, embota 
el filo del cuchillo, para que el sufrimiento dure más. 

Desde aquel mom»ito modificáronse radicalmente 
los condidooes &a que la vista del proceso' se verifi- 
caba. Los testigos que ftíeron interrogados, revelaban 
en sus respuestas la impresión causada en sus áni- 
mos por él encuentix) del talego lleno de dinero. Aun 
los más favorables a Hernán» como el tio Mataplíaa, 
dejaron escapar de sus labios la duda. La presencia 
de Mas Herró no produjo Impresión algusa. En las 
preguntas que le dirigió el defensor, pudo advertirse 
el desánimo de éste. Y el público callaba, perdida la 
confianza en lo que el dia antes estimaba como un 
dogma, y se sentía humillado en su vanidad, hostil 



318 J. OBTBG* UnHILLA 

acaso en lo profundo de sus pensamientos a quien 
habla dado ocasión al error de sus arrogandas tumul- 
tuarlas. 

Et discurso del fiscal lué breve. Resumió las prue- 
bas y dedujo la culpabilidad del procesado, insistien- 
do en la petidón de la pena de muerte. El asesinato 
estaba demostrado; las circunstancias agravantes se 
amonlonabfui; y la tenacidad de Palomera en negar 
BU crimen, la Cereza y el desdén pora con la justida 
de que habla hecho gala, con andada inconcebible, 
contribuían a presentarle como un malvado empeder- 
nido. Los antecedentes del reo le eran, en verdad, 
favorables, y el fiscal lo reconocía; pero bajo las apa- 
riencias de bondad escondíase un carácter ñero, orgu- 
lloso, díscolo, perpetuamente initado contra las con- 
didones sodaies que le rodeaban, enemigo y envidiOr 
so de los afortunados. La hipócrita máscara ocultaba 
un corazón perverso, propendiente al mal, que iba 
evoludonando hada el crimen. Sobre esta tesis dis- 
currió el representante del ministerio público, quien 
no dejó de recordar la agitadón popular que habla 
alterado la paz del pueblo, poi efecto de la actitud 
del procesado, quien para defenderse no habla vaci- 
lado en lanzar una infundada y calumniosa acusa- 
dón, con la que se habla difundido entre los igno- 
rantes la espede de que los ricos, los Señores, goza- 
ban de beneñdos y privilegios que los hadan exentos 
del rigor de la ley, que sólo pesaba dura e inexorable 
sobre los pobres. 

Tampoco meredó los honores de la antología fo- 
rense la oradón del licendado Cianea. Lo mejor de 
ella fué el relato de la vida de Hernando Palometa, 
vida de honradez y de suMmientos. £1 habla entre- 
gado a la sodedad todo lo que podia darle: su traba- 



KL PAÑO PARDO 319 

jo de bestia humillada sobre ei ingrato surco, las con- 
tinuas prtvadones, síd un instante de bienestar y de 
abundancia, la resignada padencia. ¿Qné habia he- 
cho con él, en camt^o, la sodedad? No le habia dado 
maestros que le ensefiaran, ni instituciones tutelares 
que le amparasen, ni la consideíadón que se debe al 
ciudadano, ni el respeto que se debe al hombre. Nt 
siquiera le ha otorgado justlda. 'Si, la Justida, ahi la 
veo. Ella ha acudido a realizar santas fundones repa- 
radoras de la ley quebrantada. Reverendémosla to- 
dos. 1^0 Hernando Palomera no ha sabido que exis- 
tia hasta que viene a demandarle la existenda y a 
imponerle el estigma inlamanle. Cuando ¿1 luchaba 
con el cadque, con e! señor de horca y cuchillo, tra- 
sunto de los dias medioevales, cuando defendía su 
trabajo de rapacidades fadnerosas, apenas encubier- 
tas con la vestidura del derecho, entonces la justida 
estaba ausente, o era sóida, muda y dega para el In- 
feliz. Rojas nubes de arbitrariedad la ocultaban. ¿Te 
dolías, pobre hombre, de que no existiera para ti? 
Pues frente a ti se levanta. Soldados la escoltan, 
prestigios medrosos la acompañan, y un verdugo la 
sigue. > 

Luego negaba el abogado que se hubiera probado 
la responsabilidad del procesado en la muerte de 
Oálves y en el robo subsiguiente. Y analizando las 
pruebas, las tachaba de sospechosas. «¿Llevan ellas— 
aliadla— el convendmiento a -vuestra inteiigenda? 
Pues no le llevan al mío. Sobre la persona de Palo- 
m«a se ciernen ocultas inflnendas, extrafios intere- 
ses, voluntades poderosas que parecen disponer de 
infernales prestigios. Esas pruebas acusan a mi defen- 
dido; pero, ¿no habrán sido preparadas por los que 
tienen en litigio su fama y su existenda, y quieren 



320 J. OBIEDA MDNILLA 

levantar entíe ellos y la vindicta pública un cadalso, 
CQmú bañera que los guarde? En cambio, la opinión 
ba hecho comparecer ante la maiestad terrible de sus 
fallos a quienes ella sefiale coibo autores del crimen. 
Y los ha escarnecido, y los ha afrentado, y los halni' 
puesto el castigo que merecen. Eljos no serán yá nun- 
ca estimadps como buenos, porque esas sentehcias 
son inapelables. 

«Don Quirino Madrigal de las Tairest Hernando 
Paloiqera. Dos hombres, dos vidas. Contempladlas, 
comparad. A| que está en el banquillo, el pueblo le 
ha impuesto un sobrenombre: le llaman el Mártir. Al 
otro, al que anda libre y considerado, le lia aplicado 
un mote picaresco: le Üama el Señorito. De la parda 
tierra, y vestido del triste color de los eriales, Hernán, 
el de las Palomas, se eleva por sus virtudes de modo 
que, a través de las rejas de la cárcel oye el aplauso 
de sus convecinos. El noble señor de Madrigal des- 
tendiente de héroes... iTanto ha descendido, que para 
encontrarle, es preciso ir a las tabernas, donde, rodea- 
do de la vil caterva del vicio, se encenaga en el es* 
cándalo!... ¿Sabéis quién es la dama de los pensa- 
mientos del redivivo Suero de Quiñones? Aqui la ha- 
béis visto. No es Jimena, ni es Dulcinea. La nombran 
lo Curruca. Sí queréis haliat de esta seüora la proge- 
nie en los libros de caballería, abrid el Quiote: allt 
veréis a la quinta abuela de Adelaida dando de beber 
a>n una caña al ingenioso Hidalgo. Es la Molinera o 
la Totosa... Y a sujeto tal le eoaHecen los Señores de 
Zaratán de la Priora, no porque !e estimen digno de 
su atención, sino porque las circunstancias han hecho 
que sea el emblema de una campaña popular y sa 
victima. Ved el respeto que a esos Señorea Inspira la 
idea de lo justo. Por el drcunataocial interés de una 



EL Pifio PABDO 321 

contienda que su orgullo sostiene, o sostenia, con los 
colonos, no vacilan en levantar sobre el pavés a un 
personaje de la picardía, a un hampón desve^onza- 
do... Todo es convencionalismo y arbitrario en socie- 
dad que sobre tales bases se levanta. La justicia, el 
honor» la dignidad son cosas que se entregan a quien 
es grato a los distributores, y s6 le niega al adver- 
sario.* 

Declamatorio como orador dé mitin, apelando a 1m 
efectos fáciles de la musa populachera, sólo consiguió 
Cianea irritar más y más a los que creían a Hernando 
digno de la horca. 

Concluyó la vista en medio de un sileDCio sepul- 
cral. Cuando los espectadores salieron a la calle no se 
oyeron vivas, ni mueras, ni coplas, ni se repitió entre 
amenazas el nombra de Madrigal. Zaratán apareda 
orrepentído de sus pasadas rebeldías. 



byCiOOl^lC 



XXXIX 

Pasaron las aemanas, los meses. Ya habla llegi^o 
el otoño, y les nubes entristecían el panorama de Las 
Lomas. Cumpliéronse los trámites qne el derecho es- 
tablece, y Ib causa seguida a Hernando Palomeitt por 
asesinato de don Simeón Qálvez y robo con violen- 
da, recibió la posb«ra y deünitiva consa^ción. El 
Tribunal Supremo habfa ¿onfinnado la sentenda de 
muerte que la Audienda impusiera al ito. 

—¿Cuándo será?— se preguntaban unos a otroB los 
véanos al encontrarse en la plaza, en las calles, en las 
tabnnas, en el macelo. El suceso era esperado para 
pronto, y estaban tomadas las precandones de orden 
que son del caso, reforzado el contingente de la 
Guardia dvil, dispuesto derlo salón de la cárcel, en el 
que no se entraba hada muchos años. 

Los trasnochadores que se retiraban tarde a sus ca- 
sas observaron, ai pasar por la plazoleta &vntera a la 
prisión, en la madrugada de un martes, que varias pá- 
relas de dviles, apostados en las callejas inmediatas, 
obligaban a cambiar de itinerario a los transeúntes 
que hada aquel lugar se dirigían. Más tarde se oye- 
ron en la susodicha plazoleta rumores de gente que 
iba y venia con actividad y apresuramiento. Sonaron 
golpes de martillos que clavaban, de sierras que ron- 
caban entrando y saliendo en madera y las misterio- 
sas voces de lea operarios que laboraban alumbrados 



BL PAfiO PIBDO 333 

pOT vadlantes luces de antorchas. Entre las sombni 
Hm su^^i^ido una mole. Cuando los primeros residan- 
dores del dia asomaron por los altozanos de Conte- 
ces, apareció tí cadalso. Sobre su plataforma mi bwa- 
bre vestido de negro, con la cabeza descubierta, daba 
dtaposldones a otros, que en silencio le obededan. 

Al dar las cinco el reloj de la Colegiata salló de !■ 
cftfcel un pelotón aprestinido. La sentencia Iba a cum- 
plirse. Un bulto humano fué subido caal en brazos a 
la alta tarima. Era lo que quedaba de un hombre... 

Del grupo que se habla formado en el centro de la 
^Morma se destacó la figura de un clérigo. Donde 
tropezones, convulso y espantado, aquel clérigo se 
dejó caei por la escaünta y huyó por la calle de las 
Tercias. Era don Serafín de Avalo, que habla adstldo 
al reo hasta el final de la tragedia. 

Sus grandes zancas de recio labriego recorrieron en 
pocos minutos la distancia que le separaba de la igle- 
sia, en cuya torre sonaba lentamente una campana. 

El cura entró en el templo, que estaba vado, y se 
arrojó de rodillas ante la Virgen del Centeno. En la 
exaltación dolorosa de su alma candida, que habla 
reconcentrado todos sus amores en el culto de Ja tier- 
na imagen, parecióle que ésta le miraba, acaricián- 
dote con una dulce sonrisa, como allá en sus días de 
montaraz cabrero, y que le hablaba y le deda: <Yo 
también acabo de llegar. ¿No ves que mi manto está 
desarreglado? Es que sus pliegues los ha movido el 
viento cuando he salido de esta mi casa para ir al 
délo. SI, he ido a vei a mi Hijo, para llevarle al már- 
tir. Yo le tomé en mis brazos. Su cabeza se balan- 
ceaba sobre el cuello roto por la máquina del verdu- 
go, en sus venas aún latía la sangre... Los ángeles sa- 
lieron a redbinne, y yo les dije: «Recoged al mártir. 



324 J. OBTBOA UDHUXA 

Pooedle entie los santos del Pafio Pardo, entre los 
luunildes 4ue»sufrieron persecudóii injusta.» El Se- 
lior, mi Hijo, tendió sobre él su mano, y envuelto ra 
lux floto en los divinos espatíos.» Después me vohd a 
mi altar... Serafín, levántate. Ven a decirme tu misa.> 

La santa fe de aquel anciano inocente y puro arrojó 
de su alma la desesperadón que antes le dominara, 
y, cuando partía la hostia, dos lágrimas de dolor san- 
to escaparon de sus ofos y caynon en el cAliz. 

Y no fué su boca con palabras de hombre, ^o sü 
corazón con estremecimientos angélicos, quien dijo: 

— iSeflorl Tú le elij^ste para el dolor. lYa es tnyol 



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Duianle los meses que mediaron entre la vista de 
la causa y la ejecución de la sentencia, experimentó 
Madrigal muchos sinsabores y vivid en alanna cont- 
tante. El estado físico y moral en que se encontraba 
Herró era para él causa de zozobra y de ira. Sufrió el 
mozo fiebres con delirio, sincopes, ataques nerviosos, 
seguidos de largos periodos de postración. Mucho 
tiempo tardó don Quirino en decidirse a llamar a un 
médico, porque deseaba tener a su cautivo en aisla- 
miento absoluto, temiendo que alguien fuera testigo 
de uno de los arrebatos de desesperación en que fre- 
cuentemente disparaba el enfermo; pero una noche 
en que la calentura fué espantosa, se resolvió a acu- 
dir a un facultativo: *— S! se muere este imbécil, sin 
que le haya visitado un médico — pensaba—, iDios 
sábelo que dirán las gentesl> — Y buscó ai menos 
perspicaz de los galenos de la villa, a don Apoiíaar 
Redruello, un setentón medio ciego, del todo sordo, 
que había sido ministrante en la guerra de África, y 
que perienecia a aquella categoría inverosímil de mé- 
dicos a quienes en premio a su heroísmo en los cam- 
pos de batalla y su buena conducta en los hospitales 
de sangre, se les autorizó el año 60 al ejercicio del 
arte de curar. 

La madre de Herró seguía en Noblurve, adonde la 
había obligado a ir Madrigal, diciéndole que no tx>n- 



326 J. ORTEGA UtINILLÁ 

venia a la nueva situación de su hijo que estuviese 
dando que hablar en el pueblo; y ella aceptó la indi- 
cación, convencida de que perjudicaba a los futuros 
destinos de Blas. Cuando supo que éste se hallaba 
malo quiso ir a cuidarle, pero el Señorito se opuso 
resueltamente. Y en cuanto a Delina que, rompiendo 
por toda especie de miramientos sociales, también ha- 
bla manifestado su voluntad de visitar a su novio, le 
envió un recado, exponiéndole la inconvenienda de 
talado. 

Después la fiebre remitió, y Blas pareció tranquUl- 
zaise. Don Quírino. que le observaba al«itam«ite, 
vio un rayo de luz. ¿Era que volvían la salud del 
cuerpo y la del alma? Sin embargo, la duda le Inqule- 
tat» siempre, y queriendo ponerse en guardia conba 
po^bles disparates que le perdieran, cuando empezó 
a circular por la villa el rumor de que el enfermo ha- 
bía dado en mon<Hnanias reveladoras de un trastorno 
mental grave, no lo negó rotundamente, sino que dejó 
en pie la suposición, con respuestas misteriosas. 

Ya habla salido del lecho Blas, y don Quiíino pro- 
curaba divertirle con amenas conversadones. Pensó 
la manera de que pasara inadvertido para él el am- 
blente de tragedia que palpitaba en Zaratán, al acer- 
carse la hora en que Hernando Palomero iba a ser 
conduddo al cadalso, y tomó, al efecto, todas las pre- 
caudones imaginables. Y llegó aquel día, sin que pa- 
radera que Blas se daba cuenta de ello. Mirando Ma- 
drigal su rostro sereno, pudo pensar que, después de 
la crisis que el mozo habla experimentado, renacía en 
su espíritu el ansia de vivir, y que lo pasado se esfu- 
maba en las confusas perspectivas de la memtM^. 
Profunda y emodonante sorpresa redbió cuando, al 
anochecer de) terrible dia, Blas le dijo: 



.t;»ogk' 



SL paSo fabdo 327 

—Esas campanas que suenan son las de la Cole- 
giata. ¿Veidad? 

Escuchábase el tañido de difuntos del lejano cam- 
panario. 

—Tocan por ¿/—añadió el joven—. jYa ha con- 
cluidol 

No acertó Madrigal con una contestación adecuada, 
temeroso de que, cualquiera que fuese, habrían de re- 
novarse los terrores de aquel corazón estremecido. 
Permaneció silentíoso. 

Entonces Heno, poniéndose en pie, exclamó: 

— Puede usted estar tranquilo. Lo he pensado bien. 
Acepto la situación creada. Yo no he podido impedir 
que pase lo que ha pasado. 

Y las palabras sonaban en sus labios con una cal- 
ma inverosímil. 

Tal vez no habla sentido Madrigal nunca en toda 
su vida una impresión de estupor tan honda como la 
que acababa de experimentar. Ello salía del cuadro 
de lo imaginable y posible, y entraba en la esfera de 
lo maravilloso. Aquella inteligencia previsora y aque- 
lla voluntad enérgica, se sintieron vencidas por el 
frió acento, por la mirada serena, por el gesto de con- 
formidad de su amigo. Dejándose llevar de un Impul- 
so emocional se anojó sobre el mozo, le estrechó eti- 
.tre sus brazos, y con voz trémula, dijo: 

— |Ya era horal... ¡Cuánto me has hecho sufrirl 

Dejóse abrazar Herró, y luego continuó: 

— No le molestaré más. Perdóneme lo que le he 
mortificado. No era yo, eran mis nervios. Ya estoy 
tranquilo... Pensemos en el porvenir. 

Preguntó por Delina. ¿Habla enviado muchos reca- 
dos para enterarse del curso de la enfermedad? ¿Cuán- 
do podria ir a verla? ¿Cuándo seria la boda? A túdr 



,C»ogle 
i 



328 3. ORTEGA HDHILLÁ 

estas prefiuntBs respondía el Señorito en los ténninos 
más gratos para el Interrogante, sintiéndose indemni- 
zado de las zozobras pasadas. La confianza voMa a 
su alma. 

—Ahora lo que importa— dijo— es que te pongas 
totalmente bueno, que recobres las fuerzas perdidas, 
que comas y te robustezcas. Ello será obra de poco 
tiempo. Con el buen ánimo que tienes, la salud 
vendrá. 

Y Blas repuso: 

— ^Ánimos, buenos los tengo. Gana de vivir no me 
falta. Nunca he estado tan animado y resuelto como 
ahora. Esté usted tranquilo y no se acuerde más de 
aquellos estúpidos miedos que me anonadaban. Soy 
otro hombre... Y siento que una fuerza nueva me anda 
por dentro... Quiero vivir una vida nueva, una vida 
distinta de la que hasta ahora he padecido... ISI, otra 
Vidal lOtra vida mejorl 

— ^Esa vida que vas a vivir, la de la riqueza y la& 
consideraciones sociales, esa es la que te he prepara- 
do yo. Ahi la tienes. 

— ¿Le parece a usted que debo escribir a Delina? 
iTanto tiempo sin comunicarme con ellal 

Pensó Madrigal que en la serie de ideas que iba pa- 
sando por el espíritu de Blas, la dominante era la de 
asegurar el amor y la posesión de su prometida, para 
asi realizar el sueño de oro y poderlo que habla aca- 
bado poT imponerse a los antiguos remordimientos. 
No quiso atajar aquel proceso mental, antes al con- 
trario, diputóle como el síntoma más favorable de la 
mudanza que se había operado. 

— Si — contestó—, debes escribirle una carta en la 
que la anuncies tu restablecimiento y tu próxima vi- 
títa. Te dejo para que escribas a tu sabor. 



.t;»ogle 



EL paSo fardo 329 

Salid de la estancia don Quirino con el corazón 
alegre. El sonido de las campanas de la Colegiata, 
que seguían tocando a muerto, no alteró la soniisa 
que contraía sus labioi. 

Cuando la puerta se hubo cerrado, Herró crispó los 
puños, su cuerpo se estremeció con un temblor vio- 
lento, y de su traca, desganada por un gesto de ra- 
bia, salieron estas palabras: 

—iMalditol... iCanallat 

Madrigal subía las escaleras de la casa que condu- 
cían al piso segundo, y las vigas temblaron al enér- 
gico paso del hombre de hierro. 

Momentos más tarde, Blas sintió un leve golpe en 
la puerta. Se aproximó. Una voz de mujer murmura- 
ba muy quedo: 

— iBlasI iBlasI 

Retrocedió el mozo. Habla reconocido la voz de 
Delina. 

Sin que el picaporte sonara, sílendosamente, se 
abrió la puerta y entró Delina, cubierta con un man- 
to, el andar rápido y trémulo. 

— iBlasl— dijo — . rBlas mió, quería verte, necesitaba 
vertel... No pedia resistir más... ¿Sabes lo que me han 
dicho?... iQue habías perdido el juicio, que estabas 
¡eco, que te iban a encerrar en un hospital, que ya no 
te vería mási... iGs mentira, sí, es mentira. Es una in- 
famia. Es que quieren acabar con mi felicidad. 

Blas miró a la muchacha con ojos de espanto, ale- 
jóse de ella, se refugió en un rincón de la sala: 

— Déjame — exclamó con voz ronca — . Vete... ¿Para 
qué has venido?... 

Ella lanzó un sollozo de inmenso dolor. Acercóse 
a Blas, le o^ó las manos, se las besó con pasión fre- 

□étiCB. 



uXiooi^lc 



330 3. OBTESA UDMILLA 

—No— dijo— , no. Tú no me rechazas. Tú me qme- 
les mucho. Tú me amas como yo a ti... 

Desasióse Herró con violenda de las cálidas manos 
que le sujetaban, y replica: 

—Vete, vete. No quiero vate. Huye de mí. Yo iba 
a ser tu verdugo y tú mi victima. Huye, vete. Sal de 
aquj. 

—¿Me arrojas? ¿Me desprecias?... ¿Es verdad?.. 
Pues entonces, mátame. Sin ti no hay vida para mf. 
iSIn tu cariño, no podré vivir! 

Colérico, exaltado, los ojos chispeantes, agitando 
las manos amenazador, Blas gritó: 

— iVete, vete, ya te lo he didiol... No te quiero, 
no te he querido nunca. Soy un miserable... Huye 
de mi... 

Delina sintió un espasmo de horror. Parecióle que 
aquel hombre no era Blas, su Blas adorado, el espo' 
so de su alma, sino un monstruo que crecía, se agi- 
gantaba, aterrador y espantable. 

— lApártate tú, quienquiera que seasl — exclamó—. 
No es a ti a quien busco, sino a mi Blas, a mi ama- 
do, a mi vida. Vengo por él. No me iré sin llevár- 
melol... 

— llnsensatal — vociferó Herró — . ¿Es ei infierno 
quien te ha enviado? ¿A qué vienes? Yo no te co- 
nozco. iNo sé quién «resl Vete. Sal. Te odio, te mal- 
digo... 

Y mientras profería estas palabras, se acercaba a 
Delina, la cogía rudamente, la empujaba hada el za- 
guán, la arrastraba con Ímpetu brutal, y cuando ha- 
bía llegado con ella fuera del portón, la arrojaba a la 
calle. La infeliz rodó sobre los guijarros y sobre el 
lodo. Él había cerrado la puerta de un redo golpe. 

Delina se levantó difidlmente. Tropezando, cayoi- 

,^,.:,e;oogic 



SL paSo pardo 33t 

do, incorporándose, volviendo a caer, alzándose de 
nuevo, corrió hacia abajo, llena el alma de honor, 
estremecida, convulsa. Su triste ñgura se perdió en el 
declive de la calleja, entre la negrura de la noche y 
entre las oleadas de la lluvia. 

Blas se dirigió a una mesa que había en una es- 
quina de la estanda, abrió con nerviosa mano uno 
de los cajones, sacó de él una pistola. 

— iPor fin voy a ser librel lYa no me harás sufrir 
más tormentos, malvado, asesinol 

Y en el momento en que el Señorito, a quien las 
voces y el ruido del portazo hablan alarmado, descen- 
día la escalera, sonó un estampido. 

Blas Herró rodó en una convulsión de muote. La 
bala le habia destrozado el cráneo. 



Octubre 1913-Pebrero I9U. 



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