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Full text of "El Papa y el Evangelio : discurso pronunciado en el Consilio Vaticano"

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^VaNGELIO 


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DISCURSO  PRONUNCIADO  EN  EL  CONCILIO 
VATICANO  POR  EL 

OBISPO  STROSSMAYER. 


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—  Típ.  “El  Noticiero  Evangélico”.—  Quezaltenango. 


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EL  PAPA  Y  EL  EVANGELIO 


La  siguiente  es  traducción 
del  famoso  Discurso  pronuncia - 
do  en  el  Concilio  VATICANO  por 
le  Obispo  STROSSMAYER:  el  cual 
fue  publicado  en  Florencia ,  Italia. 

“Venerables  Padres  y  Hermanos: 

No  sin  temor,  pero  con  una  conciencia  libre  y 
tranquila,  ante  Dios  que  vive  y  me  ve,  tomo  la  palabra 
en  medio  de  vosotros  en  esta  augusta  asamblea. 

Desde  que  me  hallo  sentado  aquí  con  vosotros,  he 
seguido  con  atención  los  discursos  que  se  han  pronun¬ 
ciado  en  esta  sala,  anciando  con  grande  anhelo  que  un 
rayo  de  luz,  descendiendo  de  arriba,  iluminase  los  ojos 
de  mi  inteligencia,  y  me  permitiese  votar  los  cánones  de 
este  Santo  Concilio  Ecuménico  con  perfecto  conocimien¬ 
to  de  causa. 

Penetrado  del  sentimiento  de  responsabilidad,  por 
lo  cual  Dios  me  pedirá  cuenta,  me  he  puesto  a  estudiar 
con  escrupulosa  atención  los  escritos  del  Antiguo  y  Nue¬ 
vo  Testamento;  y  he  interrogado  a  estos|venerables  mo¬ 
numentos  de  la  verdad  para  que  me  diesen  a  saber  si  el 
Santo  Pontífice,  que  preside  aquí,  es  verdaderamente  el 
sucesor  de  San  Pedro,  Vicario  de  Jesucristo,  infali¬ 
ble  doctor  de  la  iglesia. 

Para  resolver  esta  grave  cuestión,  me  he  visto  pre¬ 
cisado  a  ignorar  el  estado  actual  de  las  cosas,  y  a  tras¬ 
portarme  en  imaginación,  con  la  antorcha  del  EVANGE¬ 
LIO  en  las  manos,  a  los  tiempos  en  que  ni  el  Ultramon- 


—  l  — 


tanismo  ni  el  Galicalismo  existían,  en  los  cuales  la 
Iglesia  tenía  por  doctores  a  San  Pablo,  San  Pedro, 
Santiago  y  San  Juan,  doctores  a  quienes  nadie  puede 
negar  la  autoridad  Divina  sin  poner  en  duda  lo  que  la  San¬ 
ta  Biblia, que  tengo  delanteros  enseña  y  la  cual  el  Concilio 
de  Trento  proclamó  como  la  regla  de  la  fe  y  de  la  moral. 

He  abierto,  pues,  estas  sagradas  páginas;  y  bien, 
¿me  atreveré  a  decirlo?  nada  he  encontrado  que  sancione 
próxima  o  remotamente  la  opinión  de  los  ultramontanos. 
Aun  es  mayor  mi  sorpresa,  porque  no  encuentro  en  los 
tiempos  apostólicos  nada  que  haya  sido  cuestión  de  un 
papa  sucesor  de  San  Pedro  y  Vicario  de  Jesucristo,  como 
tampoco  de  Mahoma  que  no  existía  aún. 

Vos,  monseñor  Manning  diréis  que  blasfemo:  vos 
monseñor  Fie,  diréis  que  estoy  demente.  ¡No,  Monseño¬ 
res;  no  blasfemo  ni  estoy  loco!  Ahora  bien,  habiendo 
leído  todo  el  nuevo  testamento,  declaro  ante  Dios, con  mi 
mano  elevada  al  gran  Crucifijo,  que  ningún  vestigio  he 
podido  encontrar  del  papado,  tal  como  existe  ahora. 

No  me  rehuséis  vuestra  atención,  mis  venerables 
hermanos,  y  con  vuestros  murmullos  e  interrupciones 
justifiquéis  a  los  que  dicen,  como  el  padre  Jacinto,  que 
este  Concilio  no  es  libre,  porque  vuestros  votos  han  sido 
de  antemano  impuestos  (in  procedenza  imposti).  Si  tal 
fuese  el  hecho,  esta  augusta  asamblea,  hacia  la  cual  las 
miradas  de  todo  el  mundo  están  dirigidas,  caerla  en  el 
mas  grande  descrédito. 

Si  deseáis  que  sea  grande,  debemos  ser  libres. 
Agradezco  a  su  excelencia  monseñor  Dupanloup,  el 
signo  de  aprobación  que  hace  con  la  cabeza.  Esto  me 
alienta  y  prosigo.  Leyendo,  pues,  los  santos  libros  con 
toda  la  atención  de  que  el  Señor  me  ha  hecho  capaz  no 
encuentro  ni  un  solo  capitulo,  o  un  corto  versículo  en  el 
cual  Jesús  dé  a  San  Pedro  la  jefatura  sobre  los  apósto¬ 
les,  sus  colaboradores. 

Si  Simón,  el  hijo  de  Jonás,  hubiese  sido  lo  que  hoy 
día  creemos  sea  su  santidad  Pío  IX,  extraño  es  que  no 
les  hubiese  dicho:  “Cuando  haya  ascendido  a  mi  Padre, 
debéis  todos  obedecer  a  Simón  Pedro,  así  como  ahora  me 


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obedecéis  a  mi.  Le  establezco  por  mi  Vicario  en  la  tie¬ 
rra.  99  No  solamente  calla  Cristo  sobre  este  particular, 
sino  qus  piensa  tan  poco  en  dar  una  cabeza  a  la  Iglesia, 
que  cuando  promete  tronos  a  sus  apóstoles  para  juzgar 
a  las  doce  tribus  de  Israel  (Mateo  19:  28),  les  promete 
doce,  uno  para  cada  uno,  sin  decir  que  entre  dichos  tro¬ 
nos,  uno  sería  más  elevado,  el  cual  pertenecería  a  Pedro. 
Indudablemente,  si  tal  hubiese  sido  su  intento,  lo  indi¬ 
caría.  ¿Qué  hemos  de  decir  de  su  silencio?  La  lógica 
nos  conduce  a  la  conclusión  de  que  Cristo  no  quiso  elevar 
a  Pedro  a  la  cabecera  del  colegio  apostólico. 

Cuando  Cristo  envió  a  los  apóstoles  a  conquistar  el 
mundo,  a  todos  dió  la  promesa  del  Espíritu  Santo.  Per¬ 
mitiendo  repetirlo:  si  él  hubiese  querido  constituir  a  Pe¬ 
dro  en  su  Vicario,  le  hubiera  dado  el  mando  supremo 
sobre  su  ejército  espiritual.  Cristo,  así  lo  dice  la  Santa 
Escritura,  prohibió  a  Pedro  y  a  sus  colegas  reinar  o  ejer¬ 
cer  señorío,  o  tener  potestad  sobre  los  fieles,  como  hacen 
los  reyes  de  los  gentiles  (Lucas  22:  25,  36).  Si  San  Pe¬ 
dro  hubiese  sido  elegido  papa,  Jesús  no  diría  esto;  por¬ 
que  según  vuestra  tradición,  el  papado  tiene  en  sus  ma¬ 
nos  dos  espadas,  símbolos  del  poder  espiritual  y  temporal. 
Hay  una  cosa  que  me  ha  sorprendido  muchísimo.  Re¬ 
volviéndola  en  mi  mente,  me  he  dicho  a  mí  mismo:  si 
Pedro  hubiese  sido  elegido  papa,  ¿se  permitirla  o  sus  co¬ 
legas  enviarle  con  San  Juan  a  Samaria  para  anunciar  el 
Evangelio  del  Hijo  de  Dios?  (Hechos  8:  Ib). 

¿Qué  os  parecería,  venerables  hermanos,  si  nos  per¬ 
mitiésemos  ahora  mismo  enviar  a  su  Santidad  Pió  IX 
y  a  su  eminencia  monseñor  Planier  al  Patriarca  de  Cons- 
tantinopla  para  persuadirle  de  que  pusiese  fin  al  cisma 
de  Oriente?  Mas,  he  aquí  otro  hecho  de  mayor 
importancia.  Un  Concilio  Ecuménico  se  reúne  en  Jeru- 
salón  para  decidir  cuestiones  que  dividían  a  los  fieles 
¿Quién  debiera  convocar  este  concilio  si  San  Pedro  fuese 
papa?  Claramente  San  Pedro.  ¿Quién  debía  presidirlo? 
San  Pedro  o  su  legado,  ¿Quién  debiera  formar  o  promul¬ 
gar  los  cánones?  San  Pedro.  Pues  bien,  ¡nada  de  esto  su¬ 
cedió!  Nuestro  apóstol  asistió  al  Concilio,  así  como  los 

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demás;  pero  no  fue  él  quien  resumió  la  discusión,  sino 
Santiago;  y  cuando  se  promulgaron  los  decretos,  se  hizo 
en  nombre  de  los  apostóles,  ancianos  y  hermanos  (He¬ 
chos  15). 

¿Es  esta  la  práctica  de  nuestra  Iglesia?  Cuanto  más 
lo  examino,  ¡oh,  venerables  hermanos!  tanto  más  estoy 
convencido  que  en  las  Sagradas  Escrituras,  el  hijo  de 
Jonás  no  parece  ser  el  primero. 

Ahora  bien,  mientras  nosotros  enseñamos  que  la 
Iglesia  está  edificada  sobre  San  Pedro,  San  Pablo  cuya 
autoridad  no  puede  negarse,  dice,  en  su  Epístola  a  los 
Efesios  2:  20,  que  está  edificada  sobre  el  fundamento 
de  los  apóstoles  y  profetas,  siendo  la  principal  piedra 
del  ángulo  Jesucristo  mismo. 

Este  mismo  apóstol  cree  tan  poco  en  la  supremacía 
de  Pedro,  que  abiertamente  culpa  a  los  que  dicen;  «so¬ 
mos  de  Pablo,  somos  de  Apolo  (I  Corintios  I:  12);  así 
como  culpa  a  los  que  dicen,  «somos  de  Pedro.»  Si  este 
último  apóstol  hubiese  sido  Vicario  de  Cristo,  San  Pa¬ 
blo  se  hubiera  guardado  bien  de  no  censurar  con  tanta 
violencia  a  los  que  pertenecían  a  su  propio  colega.  El 
mismo  apóstol  Pablo,  ai  enumerar  los  oficios  de  la  Igle¬ 
sia,  menciona  apóstoles,  profetas,  evangelistas,  doctores 
y  pastores. 

¿Es  creíble,  mis  venerables  hermanos,  que  San  Pa- 
plo,  el  gran  apóstol  de  los  gentiles,  olvidase  el  primero  de 
estos  oficios,  el  papado,  si  el  papado  fuera  de  divina  ins¬ 
titución?  Ese  olvido  me  parecen  tan  imposible  como  el 
de  un  historiador  de  este  Concilio  que  no  hiciese  men¬ 
ción  de  su  Santidad  Pío  IX.  (Varias  voces:  j Silencio , 
hereje ,  silencio!) 

Calmaos,  venerables  hermanos,  que  todavía  no  he 
concluido.  Impidiéndome  que  prosiga,  manifestaríais 
al  mundo  que  procedéis  sin  justicia,  cerrando  la  boca  de 
un  miembro  de  esta  asamblea.  Continuaré:  el  apóstol 
Pablo  no  hace  mención  en  ninguna  de  sus  epístolas  a  las 
diferentes  iglesias,  de  la  primacía  de  Pedro.  ¿Si  esta 
primacía  existiese,  si,  en  una  palabra,  la  Iglesia  hubiese 
tenido  una  cabeza  suprema  dentro  de  sí,  infalible  en  en- 


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señaliza,  ¿podría  el  gran  apóstol  de  los  gentiles  olvidar 
de  mencionarla?  ¡Que  digo!  Más  probable  es  que  hubiera 
escrito  una  larga  epístola  sobre  esta  importante  materia. 
Entonces,  cuando  el  edificio  de  la  doctrina  cristiana  fue 
erigido,  ¿podría,  como  lo  hace,  olvidarse  de  la  fundación, 
de  la  clave  del  arco?  Ahora  bien;  si  no  opináis  que  la 
Iglesia  de  los  apóstoles  fué  herética,  lo  que  ninguno  de 
vosotros  desearía  u  osaría  decir,  estamos  obligados  a 
confesar  que  la  Iglesia  nunca  fué  más  bella,  má3  pura 
ni  más  santa  que  en  los  tiempos  en  que  no  hubo  Papa. 
(Gritos  de,  \no  es  verdad!  ¡no  es  verdad!)  No  diga  mon¬ 
señor  de  Laval  «No.»  Si  alguno  de  vosotros,  mis  venera¬ 
bles  hermanos,  se  atreve  a  pensar  que  la  Iglesia  que  hoy 
tiene  un  Papa  por  cabeza,  es  más  firme  en  la  fe,  más 
pura  en  la  moralidad,  que  la  Iglesia  apostólica ,  digalo 
abiertamente  ante  el  universo,  puesto  que  este  recinto  es 
un  centro  desde  el  cual  nuestras  palabras  volarán  de 
polo  a  polo. 

Prosigo:  Ni  en  los  escritos  de  San  Pablo,  San  Juan 
o  Santiago,  descubro  traza  alguna,  o  germen  del  poder 
papal.  San  Lucas,  el  historiador  de  los  trabajos  misio¬ 
neros  de  los  Apostóles,  guarda  silencio  sobre  este  im¬ 
portantísimo  punto,  El  silencio  de  estos  hombres  san¬ 
tos,  cuyos  escritos  forman  parte  del  canon  de  las  divina¬ 
mente  inspiradas  Escrituras,  me  parece  tan  dudoso 
e  imposible,  si  Pedro  fuese  papa,  y  tan  inexcusable,  como 
si  Thiers,  escribiendo  la  historia  de  Napoleón  Bonaparte, 
omitiese  el  título  de  Emperador. 

Veo  delante  de  mí  a  un  miembro  de  la  asamblea 
que  dice  señalándome  con  el  dedo:  «¡Ahí  está  un  obispo 
cismático,  que  se  ha  introducido  entre  nosotros  con  falsa 
bandéVa!»  No,  no,  mis  venerables  hermanos;  no  he  en¬ 
trado  én  esta  augusta  asamblea  como  un  ladrón  por  la 
ventana  sino  por  la  puerta,  como  vosotros;  mi  título  de 
obispo,  me  dió  derecho  a  ello,  así  como  mi  conciencia 
cristiana  me  obliga  a  hablar  y  decir  lo  que  creo  ser  verdad. 

Lo  que  más  me  ha  sorprendido,  y  que,  además,  se 
puede  demostrar,  es  el  silencio  del  mismo  San  Pedro.  Si 
el  apóstol  fuese,  lo  que  proclamáis  que  fue,  es  decir,  Vi- 


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cario  de  Jesucristo  en  la  tierra,  él,  al  menos,  debiera 
saberlo.  Si  lo  sabía,  ¿cómo  sucede  que  ni  una  vez  sola 
obró  como  papa?  Podría  haberlo  hecho  el  día  de  Pen¬ 
tecostés,  cuando  predicó  su  primer  sermón,  y  no  lo  hizo; 
en  el  Concilio  do  JerusaléD,  y  no  lo  hizo;  en  Antioquía,y 
no  lo  hizo;  como  tampoco  lo  hace  en  las  dos  epístolas 
que  dirige  a  la  iglesia.  ¿Podéis  amaginaros  un  tal  papa, 
mis  venerables  hermanos,  si  Pedro  era  Papa? 

Resulta,  pues,  que  si  queréis  mantener  que  fue  pa¬ 
pa,  la  consecuencia  natural  es,  que  él  no  lo  sabía.  Aho¬ 
ra  pregunto  a  todo  el  que  tenga  cabeza  con  que  pensar 
y  mente  con  que  reflexionar:  ¿Son  posibles  estas  dos  su¬ 
posiciones?  Digo,  pues,  que  mientras  los  apóstoles  vi¬ 
vían,  la  iglesia  nunca  pensó  que  h&bia  papa.  Para 
mantener  lo  contrario,  sería  necesario  entregar  las  Sa¬ 
gradas  Escrituras  a  las  llamas,  o  ignorarlas  por  comple¬ 
to.  Pero  escucho  decir  por  todos  lodos:  «Pues  qué,  ¿No 
estuvo  en  Roma?  ¿No  fue  crucificado  con  la  cabeza  aba¬ 
jo?  ¿No  se  hallan  los  lugares  donde  enseñó,  y  donde  di¬ 
jo  misa  en  esta  ciudad  eterna?» 

Que  San  Pedro  haya  estado  en  Roma,  mis  venera¬ 
bles  hermanos,  reposa  solo  en  la  tradición;  más  aún,  si 
hubiese  sido  obispo  de  Roma,  ¿Cómo  podéis  probar  con 
su  episcopa  o  su  supremacía?  Scaligero,  uno  de  los  hom¬ 
bres  más  eruditos,  no  vacila  en  decir  que  el  episcopado 
de  San  Pedro  y  su  recidencia  en  Roma  deben  clasificar¬ 
se  entre  las  leyendas  ridiculas  (Repetidos  gritos:  «/ Tapadle 
la  boca:  tapadle  la  boca :  hacedle  descender  del  pulpito. 

Venerables  hermanos,  estoy  pronto  a  callarme;  más, 
¿No  es  mejor  en  una  asamblea  como  la  nuestra,  probar 
todas  las  cosas  oomo  manda  el  apóstol,  y  creer  todo  lo 
que  es  bueno?  Pero,  mis  venerables  amigos,  tenemos 
un  Dictador,  ante  el  cual  todos  debemos  postrarnos  y 
callar,  aun  su  Santidad  Pió  IX,  e  inclinar  la  cabeza,  ese 
dictador  es  la  Historia.  Esta  no  es  como  un  legendario 
que  se  puede  formar  al  estilo  que  el  alfarero  hace  su 
barro,  sino  como  un  diamante  que  esculpe  en  el  cristal 
palabras  indelebles.  Hasta  ahora  me  he  apoyado  solo 
en  ella,  y  no  encuentro  vestigio  alguno  del  papado  en 


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los  tiempos  apostólicos;  la  falta  es  suya,  no  mía.  ¿Que¬ 
réis  quizá  colocarme  en  la  posición  de  un  acusado  de 
mentira?  Hacedlo  si  podéis. 

Oigo  a  la  derecha  estas  palabras:  «Tú  eres  Pedro,  y 
sobre  esta  roca  edificaré  mi  iglesia»  (Mateo  16:18;)  Con¬ 
testaré  esta  objeción  después,  mis  venerables  hermanos; 
mas,  antes  de  hacerlo,  deseo  presentaros  el  resultado 
de  mis  investigaciones  históricas.  No  hallando  ningún 
vestigio  del  papado  en  los  tiempos  apostólicos,  me  dije 
a  mi  mismo:  quiza  hallaré  lo  que  ando  buscando  en  los 
anales  de  la  Igesia.  Pues  bien,  lo  digo  francamente, 
busqué  al  papa  en  los  primeros  cuatro  siglos,  y  no  he 
podido  dar  con  él.  Espero  que  ninguno  de  vosotros  du¬ 
dará  de  la  gran  autoridad  del  santo  obispo  de  Hipona, 
el  grande  y  bendito  San  Agustín.  Este  piadoso  doctor, 
honor  y  gloria  de  la  Iglesia  católica,  fue  secretario  en 
el  concilio  de  Meíive.  En  los  decretos  de  esa  venerable 
Asamblea,  se  hallan  estas  palabras  significativas:  «Todo 
el  que  apelace  a  los  de  la  otra  parte  del  mar,  no  será 
admitido  a  la  comunión  por  ninguno  en  el  Africa. 

Los  obispos  de  Africa  reconocían  tan  poco  al  obispo 
de  Roma,  que  castigaban  con  excomunión  a  los  que  re¬ 
curriesen  a  su  arbitrio.  Estos  mismos  obispos  en  el 
sexto  concilio  de  Cartago,  celebrado  bajo  Aurelio,  obispo 
de  dicha  ciudad,  escribieron  a  Celestino,  obispo  de  Ro¬ 
ma,  amonestándole  que  no  recibiese  apelaciones  de  los 
obispos,  sacerdotes  o  clérigos  de  Africa;  que  no  enviase 
más  legados  o  comisionados  y  que  no  introdujese  el  or¬ 
gullo  humano  en  la  Iglesia.  Que  el  patriarca  de  Roma 
había,  desde  los  primeros  tiempos,  tratado  de  atraerse 
a  sí  mismo  toda  autoridad,  es  un  hecho  evidente;  y  es  un 
hecho  igualmente  evidente  que  no  poseía  la  supremacía 
que  los  ultramontanos  le  atribuyen.  Si  la  hubiese  po¬ 
seído,  ¿Osarían  los  obispos  de  Africa,  San  Agustín  entre 
ellos,  prohibir  apelaciones  a  los  decretos  de  su  supremo 
tribunal?  Lo  confieso,  sin  embargo  que  el  patriarca  de 
Roma  ocupaba  el  primer  puesto.  Unas  de  las  leyes  de 
Justiniano,  dice:  «Mandamos,  conforme  a  la  definición 
de  los  cuatro  concilios,  que  el  santo  papa  de  la  antigua 


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Roma  sea  el  primero  de  los  obispos,  y  que  su  alteza  el 
arzobispo  de  Constantinopla,  que  es  la  cueva  Roma,  sea 
el  segundo.»  Inclínate,  pues,  a  la  supremacía  del  papa, 
me  diréis. 

No  corráis  tan  apresurados  a  esa  conclusión,  mis  ve- 
rables  hermanos,  porque  la  ley  de  Justiniano  lleva  es¬ 
crito  al  frente:  «Del  orden  de  Sedes  patriarcales.»  Pre¬ 
cedencia  es  una  cosa,  y  el  poder  de  jurisdicción  es  otra. 
Por  ejemplo,  suponiendo  que  en  Florencia  se  reuniese 
una  asamblea  de  todos  los  obispos  del  reino,  la  preceden¬ 
cia  se  daría  naturalmente  al  Primado  de  Florencia,  así 
como  entre  los  occidentales  se  concedería  al  patriarca  de 
Cqnstantinopla  y  en  Iglaterra  al  arzobispo  de  Canter- 
bury.  Pero  ni  el  primero,  segundo,  ni  tercero,  podrían 
aducir  de  la  asignada  posición  una  juridiceión  sobre 
sus  compañeros.  La  importancia  de  los  obispos  de 
Roma,  procede,  no  de  un  poder  divino,  sino  de  la  impor¬ 
tancia  de  la  ciudad  donde  está  su  Sede.  Monseñor  Dar- 
voy  no  es  superior  én  dignidad  al  arzobispo  de  Avigon; 
mas  no  obstante,  París  le  da  una  consideración  que  no 
tendría,  si  en  vez  de  tener  su  palacio  en  las  orillas  del 
Sena,  se  hallase  sobre  el  Ródano.  Esto  que  es  verdade¬ 
ro  en  la  jerarquía  religiosa,  lo  es  también  en  materias 
civiles  y  políticas.  El  perfecto  de  Roma  no  es  más  que 
un  perfecto  como  el  de  Pisa,  pero  civil  y  políticamente 
es  de  mayor  importancia  aquel. 

He  dicho  ya  que  desde  los  primeros  siglos  el  patriar¬ 
ca  de  Roma  aspiraba  al  gobierno  universal  de  la  iglesia. 
Desgraciadamente  casi  lo  alcanzó;  pero  no  consiguió  cier¬ 
tamente  sus  pretenciones,  porque  el  Emperador  Teodo- 
sio  II  dió  una  ley,  por  la  cual  estableció  que  el  patriar¬ 
ca  de  Constantinopla  tuviese  la  misma  autoridad  que  el 
de  Roma  (Leg.  cod.  de  sacr.  etc )  Los  padres  del  Con¬ 
cilio  de  Calcedonia  colocan  a  los  obispos  de  la  antigua 
y  nueva  Roma  en  la  misma  categoría  en  todas  las  cosas, 
aun  en  las  eclesiásticas.  (Can.  28 )  El  sexto  concilio  de 
Cartago  prohibió  a  todos  los  obispos  se  obrogasen  el  tí¬ 
tulo  de  príncipe  de  los  obispos,  u  obispos  soberanos.  En 
cuanto  al  título  de  Obispo  universal  que  los  papas  se 


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abrogaron  más  tarde,  San  Gregorio  I,  creyendo  que  sus 
sucesores  nunca  pensarían  en  adornarse  con  él,  escribió 
estas  notables  palabras:  “Ninguno  de  mis  antecesores 
han  consentido  en  llevar  este  título  profano,  porque 
cuando  un  patriarca  se  abroga  a  sí  mismo  el  nombre 
universal ,  el  título  de  patriarca  sufre  descrédito.  Lejos 
esté,  pues,  de  los  cristianos,  el  deseo  de  darle  un  título 
que  cause  descrédito  a  sus  hermanos. 

San  Gregorio  dirigió  estas  palabras  a  su  colega  de 
Constantinopla,  que  pretendía  hacer  primado  de  la  igle¬ 
sia.  El  Papa  Pelagio  II,  llamaba  a  Juan,  obispo  de 
Constantinopla,  que  aspiraba  al  sumo  pontificado,  impío 
y  profano.  “No  se  le  impute — decía— el  título  universal, 
que  Juan  ha  usurpado  ilegalmente,  que  ninguno  de  los 
patriarcas  se  abrogue  este  nombre  profano, porque,  ¿Cuán¬ 
tas  desgracias  no  debemos  esperar,  si  entre  Jos  sacerdo¬ 
tes  se  suscitan  tales  ambiciones?  Alcanzarían  lo  que  se 
tiene  predicho  de  ellos:  «El  es  rey  de  los  hijos  del  or¬ 
gullo».  (Pelagio  II,  Lett.  IB). 

Estas  autoridades,  y  podría  citar  cien  más  de  igual 
valor,  ¿No  prueban  con  una  claridad  igual  al  resplandor 
del  sol  en  medio  día,  que  los  primeros  obispos  de  Roma 
no  fueron  reconocidos  como  obispos  universales  y  cabezas 
de  la  iglesia ,  sino  hasta  tiempos  muy  posteriores?  Por 
otra  parte,  ¿Quién  no  sabe  que  desde  el  año  325,  en  el 
cual  se  celebró  el  primer  concilio  de  Nicea,  hasta  580 
año  en  que  fue  celebrado  el  segundo  Concilio  Ecuménico 
de  Constantinopla,  y  entre  más  de  1,109  obispos  que 
asistieron  a  los  primeros  seis  concilios  generales,  no  se 
aliaron  presentes  más  que  diez  y  nueve  obispos  del 
Occidente? 

¿Quién  ignora  que  los  conoilios  fueron  convocados 
por  los  emperadores,  sin  siquiera  informarle  de  ello,  y 
frecuentemente  aun  en  oposición  a  los  deseos  del  obispo 
de  Roma?  ¿O  que  Osio,  obispo  de  Córdova  presidió  el 
primer  concilio  de  Nicea  y  redactó  sus  cánones?  El 
mismo  Osio,  presidiendo  después  el  concilio  de  Sárdica 
excluyó  al  legado  de  Julio,  obispo  de  Roma.  No  diré 
más,  mis  venerables  hermanos:  y  paso  a  hablar  de  gran 


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argumento  a  que  se  refirió  anteriormente,  para  estable¬ 
cer  el  primado  del  obispo  de  Roma. 

Por  la  roca  (petra),  sobre  que  la  santa  Iglesia  está 
edificada,  entendéis  que  es  Pedro.  Si  esto  fuera  verdad, 
la  disputa  quedaría  terminada;  más  nuestros  antepasados, 
y  ciertamente  debieron  saber  algo,  no  se  oponían 
sobre  esto  como  nosotros.  San  Cirilo,  en  su  cuarto  li¬ 
bro  sobre  la  Trinidad,  dice:  «Creo  que  por  la  roca  de¬ 
béis  entender  la  fe  inmóvil  de  los  apóstoles.»  San  Hila¬ 
rio,  obispo  de  Poitiers,  en  su  segundo  libro  sobre  la  Tri¬ 
nidad,  dice:  “La  roca  (petra),  es  la  bendita  y  sola  roca  de 
la  fe  confesada  por  la  boca  de  San  Pedro;”  y  en  el 
sexto  libro  de  la  trinidad,  dice:  «Es  sobre  esta  roca  de  la 
confesión  de  fó  que  la  iglesia  está  edificada.»  “Dios, — dice 
San  Jerónimo,  en  el  sexto  libro  sobre  San  Mateo — ha 
fundado  su  Iglesia  sobre  esta  roca  y  es  de  esta  roca  que 
el  apóstol  Pedro  fue  apellidado/'  De  conformidad  con  fe, 
San  Crisóstomo  dice  en  su  homilía  58  sobre  San  Mateo 
“Sobre  esta  roca  edificare  mi  Igesia,  es  decir,  sobre  la 
el  de  la  confesión.”  Ahora  bien,  ¿Cuál  fue  la  confesión 
del  apóstol?  Hela  aquí:  “Tú  eres  el  Cristo,  el  Hijo  del 
Dios  viviente.” 

Ambrosio,  el  santo  arzobispo  de  Milán,  sobre  el  se¬ 
gundo  capítulo  de  la  epístola  a  los  Efesios;  San  Basilio 
de  Celeuoia  y  los  padres  del  concilio  de  Calcedonia 
enseñan  precisamente  la  misma  cosa.  Entre  todos  los 
doctores  de  la  antigüedad  cristiana,  San  Agustín  ocupa 
uno  de  los  primeros  puesto  por  su  sabiduría  y  santidad. 
Escuchad,  pues,  lo  que  escribe  sobre  la  primera  epístola 
de  San  Juan:  “¿Qué  significan  las  palabras  edificaré  mi 
Iglesia  sobre  esta  rooa?  Sobre  esta  fe,  sobre  eso  que  di¬ 
ces,  tú  eres  el  Cristo,  el  Hijo  del  Dios  viviente.”  En  su 
tratado  124  sobre  San  Juan,  encontramos  esta  muy 
significativa  frase:  “Sobre  esta  roca,  que  tú  has  confesado, 
edificaré  mi  Iglesia,  puesto  que  Cristo  mismo  era  la  roca/' 

El  gran  obispo  creía  tan  poco  que  la  Iglesia  fuese 
edificada  sobre  San  Pedro,  que  dijo  a  su  grey  en  su 
sermón  13:  “Tu  eres  Pedro  y  sobre  esta  roca  (petra), 
que  tu  has  confesado,  sobre  esta  roca  que  tú  has  recono- 


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cido,  diciendo:  Tú  eres  el  Cristo,  el  Hijo  del  Dios  viviente, 
edificaré  mi  iglesia:  sobre  mi  mismo  que  soy  el  Hijo  del 
Dios  viviente.  La  edificare  sobre  mí  mismo  y  no  yo 
sobre  tí”  Lo  que  San  Agustín  enseña  sobre  este  célebre 
pasaje,  era  la  opinión  de  todo  el  mundo  cristiano  en 
sus  días,  por  consiguiente  resumo  y  establezco: 

lo. — Que  Jesús  dió  a  sus  apóstoles  el  mismo  poder 
que  dió  a  Pedro. 

2o. — Que  los  apóstoles  nunca  reconocieron  en  San 
Pedro  al  Vicario  de  Jesucristo  y  al  infalible  dootor  déla 
Iglesia. 

So. — Que  el  mismo  Pedro  nunca  pensó  ser  papa  y 
nunca  obró  como  si  fuese  papa. 

4o. — Que  los  concilios  de  los  primeros  cuatro  siglos, 
mientras  reoonocían  la  alta  posición  que  el  obispo  de 
Roma  ocupaba  en  la  Iglesia  debido  a  Roma,  tan  solo  le 
otorgaron  una  preeminencia  honoraria,  nunca  el  poder  y 
juridicción. 

5o. — Que  los  santos  padres,  en  el  famoso  pasaje, 
«Tu  eres  Pedro  y  sobre  esta  piedra  edificaré  mi  Iglesia,» 
nunca  entendieron  que  la  Iglesia  estaba  edificada  sobre 
San  Pedro  (super  Petrum),  sino  sobre  la  roca  (super 
petram),  es  decir,  sobre  la  confesión  de  la  fe  del  Apóstol. 

Concluyo  victoriosamente,  conforme  a  la  historia,  la 
razón,  la  lógica,  el  buen  sentido  y  la  conciencia  cristiana, 
que  Jesucristo  no  dió  supremaoía  alguna  a  san  Pedro,  y 
que  los  obispos  de  Roma  no  se  constituyeron  en  sobe¬ 
ranos  de  la  Iglesia,  sino  tan  solo  confesando  uno  por 
uno  todos  los  derechos  del  episcopado.  (Voces:  ¡silencio! 
¡protestante  insolente,  ¡silencio!). 

¡No  soy  un  protestante  insolente!  La  historia  no  es 
católica,  ni  anglicana,  ni  calvinista,  ni  luterana,  ni  arme- 
niana,  ni  griega  cismática,  ni  ultramontana.  Es  lo  que 
es,  es  decir,  algo  mas  poderoso  que  todas  las  confesiones 
de  fé,  que  todos  los  cánones  de  los  concilios  Ecuméni¬ 
cos.  ¡Escribid  contra  ellas  si  osáis  hacerlo!  mas  no 
podréis  destruirla,  como  tampoco  sacando  un  ladrillo  del 
coliseo,  podríais  hacerlo  derribar.  Si  he  dicho  algo  que 
la  historia  pruebe  ser  falso,  enseñádmelo  con  la  historia. 


11  — 


y,  sin  momento  de  titubeo,  haré  la  más  honorable 
apología.  Mas  tened  paciencia,  y  veréis  que  todavía  no 
he  dicho  todo  lo  que  quiero  y  puedo;  y  aun  si  la  pira 
fúnebre  me  aguardase  en  la  plaza  de  San  Pedro,  no 
callaría,  porque  me  siento  precisado  a  proseguir. 

Monseñor  Dupanloup,  en  sus  célebres  «Observacio¬ 
nes»  sobre  este  Concilio  Vaticano,  ha  dicho,  y  con  razón, 
que  si  declaramos  a  Pío  IX  infalible,  deberemos  necesa¬ 
riamente,  y  por  lógica  natural,  vernos  precisados  a 
mantener  que  todos  sus  predecesores  eran  también 
infalibles.  Pero  venerables  hermanos,  aquí  la  historia 
levanta  su  voz  con  autoridad,  asegurándonos  que  algunos 
papas  erraron;  podéis  protestar  contra  esto  o  negarlo, 
si  así  os  place,  mas  yo  lo  probaré.  El  papa  Victor, 
(192),  primero  aprobó  el  montañismo,  y  después  lo 
condenó.  Marcelino,  (296  a  303),  era  un  idólatra.  Entró 
en  el  templo  de  Vesta  y  ofreció  incienso  a  la  diosa; 
diréis  que  fue  un  acto  de  debilidad;  pero  contesto:  un 
Vicario  de  Jesucristo  muere,  mas  no  se  hace  apóstata. 
Liberio — 358 — , consintió  en  la  condenación  de  Atanasio; 
después  hizo  profesión  de  Arrianismo  para  lograr  que  se 
revocase  el  destierro  y  se  le  restituyese  su  Sede. 
Honorio — 625 — se  adhirió  al  monotelismo,  y  el  padre 
Gratry  lo  ha  probado  hasta  la  evidencia. 

Gregorio  I, — 578  a  590 — llama  Anticristo  a  cual¬ 
quiera  que  se  diese  el  nombre  de  Obispo  universal,  y  al 
contrario,  Bonifacio  III, — 607  a  608 — persuadió  al  empe¬ 
rador  parricida,  Phooas,  a  que  le  confiriera  dicho  titulo. 
Pascal  II,  — 1088  a  1099 — y  Eugenio  III,— 1145  a  1153 — 
autorizaron  los  desafíos:  mientras  que  Julio  II,  — 1599 — 
y  Pío  IV,  — 1560  los  prohibieron.  Eugenio  IV, — 1431 — 
a  1439 — aprobó  el  Concilo  de  Basilea,  y  la  restitución 
del  cáliz  a  la  Iglesia  de  Bohemia;  y  Pío  II, — 1458 — re¬ 
vocó  la  concesión.  Adriana  II, — 867  a  872 — declaró  el 
matrimonio  civil  válido;  pero  Pió  VII, — 1800  a  1823 — lo 
condenó.  Sixto  V, — 1585  a  1590— compró  una  edición 
de  la  Biblia,  con  una  bula  recomendó  su  lectura;  mas 
Pío  VII  condenó  su  lectura.  Clemente  XIV, — 1700  a 
1721 — abolió  la  compañía  de  los  Jesuítas,  permitida  por 


-  12  - 


Pablo  III,  y  Pío  VII  la  restableció. 

Mas,  ¿A.  qué  buscar  pruebas  tan  remotas?  ¿No  ha 
hecho  otro  tanto  nuestro  santo  padre  que  está  aquí,  en 
su  bula,  dando  reglas  para  este  mismo  Concilio,  en  el 
caso  de  que  muriese  mientras  se  halla  reunido,  revocan¬ 
do  tanto  cuanto  en  tiempos  pasados  fuese  contrario  a 
ello,  aun  cuando  procediese  de  las  decisiones  de  sus  pre¬ 
decesores?  Y  ciertamente,  si  Pió  IX  ha  hablado  ex 
cátedra ,  no  es  cuando  desde  el  profundo  de  su  sepulcro 
impone  su  voluntad  sobre  los  soberanos  de  la  Iglesia. 
Nunoa  cocluiría,  mis  venerables  hermanos,  si  tratase 
de  presentar  a  vuestra  vista  las  contradicciones  de  los 
papas  en  sus  enseñanzas;  por  lo  tanto,  si  proolamáis  la 
infalibilidad  del  Papa  actual,  tendréis  que  probar,  o 
bien  que  los  papas  nunca  se  contradijeron,  lo  que  es 
imposible,  o  bien  tendréis  que  declarar  que  el  Espíritu 
Santo  os  ha  revelado  que  la  infalibilidad  del  papado  tan 
solo  data  de  1870.  ¿Sois  bastante  atrevidos  para  hacer 
esto?  Quizá  los  pueblos  estén  indiferenteé  y  dejen  pasar 
cuestiones  teológicas  que  no  entiende  y  cuya  importan¬ 
cia  no  ven;  pero,  aun  cuando  sean  indiferentes  a  los 
principios,  no  lo  son  en  cuanto  a  los  hechos. 

Pues  bien,  no  os  engañéis  a  vosotros  mismos.  Si 
decretáis  el  dogma  de  la  infalibilidad  papal,  los  protes¬ 
tantes  nuestros  adversarios,  montarán  la  brecha,  con 
tanta  más  bravura,  cuanto  que  tienen  la  historia  de  su 
lado;  mientras  que  nosotros  solo  tendremos  nuestra  ne¬ 
gación  que  oponerles.  ¿Qué  les  diremos  cuando  expon¬ 
gan  a  todos  los  obispos  de  Roma,  desde  los  días  de 
Lucas  hasta  su  Santidad  Pío  IX?  ¡Ay¡  Si  todos  hubiesen 
sido  como  Pió  IX,  triunfaríamos  en  toda  línea;  más 
¡desgraciadamente  no  es  así!  Gritos  de  Silencio , 
silencio ,  basta ,  bastal).  ¡No  gritéis,  monseñores!  Temer 
a  la  historia  es  confesaros  derrotados,  y  además,  si 
pudiérais  hacer  correr  toda  el  agua  del  Tiber  sobre  ella, 
no  podríais  borrar  ni  una  sola  de  sus  páginas.  Dejadme 
hablar,  y  seré  tan  breve  como  me  sea  posible  en  este 
importantísimo  asunto. 

El  Papa  Virgilio — 538— compró  el  papado,  de  Belisario 

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teniente  del  emperador  Justiniano.  Es  verdad  que 
rompió  su  promesa  y  nunca  pagó  por  ello.  ¿Es  esto  una 
manera  canónica  de  ceñirse  la  tiara?  El  segundo  con¬ 
cilio  de  Calcedonia  lo  condenó  formalmente.  En  uno  de 
sus  cánones  se  lee:  «El  obispo  que  obtenga  su  episoopodo 
por  dinero,  lo  perderá  y  será  degradado.»  El  Papa  Eu¬ 
genio  III — imitó  a  Virgilio.  San  Bernardo,  la  estrella 
brillante  de  su  tiempo,  reprendió  ai  Papa,  dioiéndole: 
«¿Podréis  enseñarme  en  esta  gran  ciudad  de  Roma, 
alguno  que  os  hubiere  recibido  por  papa  sin  haber 
primero  recibido  oro  o  plata  por  ello?» 

Mis  venerables  hermanos,  ¿Será  el  Papa  que  esta¬ 
blece  un  blanco  a  las  puertas  del  templo,  inspirado  por 
el  Espíritu  Santo?  ¿Tendrá  derecho  alguno  de  enseñar 
a  la  Iglesia  la  infaliblidad?  Conocéis  la  historia  de 
Formoso  demasiado  bien  para  que  yo  pueda  añadir 
nada.  Esteban  XI,  hizo  exhumar  su  cuerpo,  vestido 
con  ropas  pontificales;  hizo  cortarle  los  dedos  con  que 
acostumbraba  dar  la  bendición,  y  después  lo  mandó  arrojar 
al  Tíber,  declarando  que  era  un  perjuro  e  ilegítimo. 

Entonces  el  pueblo  aprisionó  a  Estéban,  lo  envene¬ 
nó  y  lo  agarrotaron.  Mas  ved,  como  las  cosas  se 
arreglaron.  Romano,  sucesor  de  Esteban,  y  tras  él  Juan 
XI,  rehabilitaron  la  memoria  de  Formoso.  Quizá  me 
diréis,  esas  son  fábulas,  no  historia.  ¡Fábula!  Id,  mon¬ 
señores,  a  la  librería  del  Vaticano  y  leed  a  Platina  el 
historiador  del  Papado,  y  los  anales  de  Baronio — A.  D. 
897.— Estos  son  hechos  que,  por  honor  a  la  Santa  Sede, 
desearíamos  ignorar;  mas  cuando  se  trata  dé  definir  un 
dogma  que  podrá  provocar  un  gran  cisma  en  medio  de 
nosotros,  el  amor  que  abrigamos  hacia  nuestra  venera¬ 
ble  madre  la  iglesia  católica,  apostólica  y  romana,  ¿De¬ 
berá  imponernos  el  silencio?  Prosigo.  El  erudito  cardenal 
Baronio,  hablando  de  la  corte  papal,  dice . 

Dad  atención,  mis  venerables  hermanos,  a  estas 
palabras:  «¿Qué  parecía  la  Iglesia  Romana  en  aquellos 
tiempos?  ¡Qué  infamia!  Solo  las  poderosísimas  cortesanas 
gobernaban  en  Roma.  Eran  ellas  las  que  daban,  cambia¬ 
ban  y  se  tomaban  obispados;  y,  ¡horrible  es  relatarlo! 


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hadan  a  sus  amantes  los  falsos  papas,  subir  al  trono  de 
San  Pedro. — Baronio  A.  D.  912. — Me  contestaréis,  esos 
eran  papas  falsos,  no  los  verdaderos.  Séalo  así:  mas  en 
este  caso,  si  por  cincuenta  años  la  Sede  de  Roma  se 
halló  ocupada  por  anti-papas,  ¿Cómo  podréis  reunir  el 
hilo  de  la  sucesión  papal?  ¡Pues  que!  ¿Ha  podido  la  Igle¬ 
sia  existir,  al  menos  por  el  término  de  un  siglo  y  medio, 
sin  cabeza,  hallándose  acéfala?  ¡Notadlo  bien!  La  mayor 
parte  de  esos  anti-papas  se  ven  en  el  árbol  genealógico 
del  papado;  y  seguramente  deben  ser  estos  los  que 
describe  Baronio:  porque  aun  Genebrardo,  el  gran 
adulador  de  los  papas,  se  atrevió  a  deoir  en  sus 
crónicas — A.  D.  901: 

«Este  centenario  ha  sido  desgraciado,  puesto  que 
por  cerca  de  ciento  cincuenta  años  los  papas  han  caído 
de  sus  virtudes  de  sus  predecesores  y  se  han  hecho 
apóstatas  más  bien  que  “apóstoles”.  Bien  comprendo 
como  el  ilustre  Baronio  se  avergonzaba  al  narrar  los 
actos  de  esos  obispos  romanos.  Hablando  de  Juan  XI, 
931 — hijo  natural  del  Papa  Sergio  y  de  Marozía,  es¬ 
cribió  estas  palabras  en  sus  anales:  «La  santa  Iglesia, 
es  deoir,  la  Romana,  ha  sido  atropellada  por  un  monstro, 
Juan  XII. — 956 — Elegido  papa  a  la  edad  de  diez  y  ocho 
años,  mediandte  la  influencia  de  cortesanas,  no  fué  en 
neda  mejor  que  su  predecesor,» 

Me  desagrada,  mis  venerables  hermanos,  tener  que 
mover  tanta  suciedad.  Me  callo  tocante  Alejandro  VI, 
padre  y  amante  de  Lucrecia;  doy  la  espalda  a  Juan 
XXII — 1219 — ,  que  negó  la  inmortalidad  del  alma,  y 
que  fué  de  puesto  por  el  Santo  Concilio  Ecuménico  de 
Constanza. 

Algunos  mantendrán  que  este  Concilio  fué  solo  pri¬ 
vado.  Séalo  así;  pero  si  le  negáis  toda  clase  de  autori¬ 
dad,  deberéis  mantener,  como  consecuencia  lógica,  que 
el  nombramiento  de  Martín  V, — 1417 — fue  ilegal.  En¬ 
tonces  ¿A  dónde  va  a  parar  la  sucesión  papal?  ¿Podréis 
hallar  su  hilo?  No  hablo  de  los  cismas  que  han  deshonrado 
a  la  Iglesia.  En  esos  desgraciados  tiempos  la  Sede  de 
Roma  se  hallaba  ocupada  por  dos,  y  a  veces  hasta  por 

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tres  competidores.  ¿Quien  de  estos  era  el  verdadero  Papa. 

Resumiendo  una  vez  más,  vuelvo  a  decir,  que  si 
decretáis  la  infalibilidad  del  actual  obispo  de  Roma, 
deberíais  establecer  la  infalibilidad  de  todos  los  anterio¬ 
res,  sin  excluir  a  ninguno;  mas  ¿Podéis  hacer  esto  cuando 
la  historia  está  allí  probando  con  una  claridad  igual  a 
la  del  sol  mismo,  que  los  papas  han  errado  en  sus 
enseñanzas?  ¿Podéis  hacerlo  y  mantener  que  los  papa9 
avaros,  incestuosos,  homicidad,  simoniaoos,  han  sido 
vicarios  de  Jesucristo?  ¡Ay!  ¡venerables  hermanos! 
mantener  tal  enormidad  sería  hacer  traición  a  Cristo, 
peor  que  la  de  Judas,  sería  echarle  suciedad  en  la  cara. 
( Gritos :  / abajo  del  pulpito!  / pronto !  j cerrad  la  boca  del 
hereje!). 

Mis  venerables  hermanos,  estáis  gritando;  ¿Pero  no 
sería  más  digno  pesar  mis  razones  y  mis  palabras  en  la 
balanza  del  santuario?  Creedme;  la  historia  no  puede 
hacerse  de  nuevo,  allí  está  y  permanecerá  por  toda  la 
eternidad,  protestando  enérgicamente  contra  el  dogma 
de  la  infalibilidad  papal.  ¡Podéis  declararla  unánime, 
pero  faltaría  un  voto,  y  ese  será  el  mío!  Los  verdade¬ 
ros  fieles,  monseñores,  tienen  los  ojos  sobre  nosotros, 
esperando  de  nosotros  algún  remedio  para  los  innume¬ 
rables  males  que  deshonran  la  Iglesia,  ¿Desmentiréis 
sus  esperanzas?  ¿Cuál  no  será  nuestra  responsabilidad 
ante  Dios,  si  dejamos  pasar  esta  solemne  ocasión  que 
Dios  nos  ha  dado  para  curar  la  verdadera  fe? 

Abracémosla,  mis  hermanos;  amémonos  con  un  áni¬ 
mo  santo;  hagamos  un  supremo  y  generoso  esfuerzo; 
volvamos  a  la  doctrina  de  los  apóstoles,  puesto  que, 
fuera  de  ella  no  hay  más  que  horrores;  tinieblas  y  tra¬ 
diciones  falsas.  Aprvechémonos  de  nuestra  razón  e 
inteligencia  tomando  a  los  apóstoles  y  profetas  por 
nuestros  únicos  maestros,  en  cuanto  a  la  ouestión  de  las 
cuestiones:  «¿Que  debo  hacer  para  ser  salvo?  Cuando 
hayamos  decidido  esto,  habremos  puesto  el  fundamento 
de  nuestro  sistema  dogmátioo,  firme  e  inmóvil  como  la 
roca,  constante  e  incorruptible  de  las  divinamente  ins¬ 
piradas  Escrituras.  Llenos  de  Confianza,  iremos  ante  el 


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mundo,  y,  como  el  apóstol  San  Pablo,  en  presencia  de 
los  libres  pensadores,  no  reconoceremos  a  nadie  más  que 
a  «Jesucristo,  y  a  este  Crucificado  »  Conquistaremos  me¬ 
diante  la  predicación  déla  «locura  de  la  cruz»,  asi  como 
San  Pablo  conquistó  a  los  sabios  de  Grecia  y  Roma  y  la 
Iglesia  romana  tendrá  su  glorioso  89.  (Gritos  clamorosos: 
¡bájate!  ¡fuera  con  el  'protestante ,  el  calvinista ,  el  traidor 
de  la  Iglesia). 

Vuestros  gritos  monseñores,  no  me  atemorizan.  Sí 
mis  palabras  son  calurosas,  mi  cabeza  está  serena.  Yo 
no  soy  de  Lucero,  ni  de  Calvino,  ni  de  Pablo,  ni  de  los 
apóstoles,  pero  si  de  Cristo.  (Renovados  gritos :  ¡anate¬ 
ma!  ¡anatema  al  apóstata!)  ¡Anatema,  monseñores, 
anatema!  Bien  sabéis  que  no  estáis  protestando  contra 
mí,  sino  contra  los  santos  apóstoles,  bajo  cuya  protec¬ 
ción  desearía  que  este  concilio  colocase  a  la  Iglesia.  ¡Ah! 
si  cubiertos  con  sus  mortajas  saliesen  de  sus  tumbas 
¿hablarían  de  una  manera  diferente  de  la  mía?  ¿Qué  les 
diriais,  cuando  con  sus  escritos  os  dicen  que  el  papado 
se  ha  apartado  del  Evangelio  del  Hijo  de  Dios,  que  ellos 
predicaron  y  confirmaron  tan  generosamente  con  su 
sangre?  ¿Os  atreveríais  a  deoirles:  «preferimos  las  doc¬ 
trinas  de  nuestros  papas,  nuestro  Bellarmino,  nuestro 
Ignacio  de  Loyola,  a  la  vuestra?»  ¡No,  mil  veces  no! 
a  no  ser  que  hayais  tapado  vuestros  oídos  para  no  oír, 
cubierto  vuestros  ojos  para  no  ver  y  embotado  vuestra 
mente  para  no  entender. 

¡Ah!  Si  El  que  está  arriba  quiere  castigarnos,  ha¬ 
ciendo  caer  pesadamente  su  mano  sobre  nosotros,  como 
hizo  a  Faraón;  no  necesita  permitir  a  los  soldados  de 
Garibaldi  que  nos  arrojen  de  la  ciudad  eterna;  bastará 
con  dejar  que  hagáis  a  Pío  IX  un  Dios,  así  como  se  ha 
heoho  una  Diosa  de  la  bienaventurada  Virgen. 

¡Deteneos!  ¡deteneos!  venerables  hermanos,  en  el 
odioso  y  ridículo  precipicio  en  que  os  habéis  colocado. 
Salvad  a  la  Iglesia  del  naufragio  que  la  amenaza,  bus¬ 
cando  en  las  sagradas  Escrituras  solamente,  la  regla  de 
fe  que  debemos  creer  y  profesar.  He  dicho.  ¡Dígnese 
Dios  asistirme! 


-  17  - 


Estas  últimas  palabras  fueron  recibidas  con  signos 
de  desaprobación  semejantes  a  las  de  un  teatro.  Todos 
los  padres  se  levantaron — muchos  se  fueron  de  la  sala.*  ( 
Bastantes  italianos,  americanos  y  alemanes,  y  algunos 
cuantos  franceses  e  ingleses  rodearon  al  valiente  orador, 
y  con  un  apretón  fraternal  de  manos,  demostraron  que 
estaban  conformes  con  su  modo  de  pensar.  Este  dis¬ 
curso  que  en  el  siglo  décimo  sexto  hubiera  conseguido 
para  el  valiente  Obispo  la  gloria  de  morir  en  la  hoguera, 
en  el  siglo  XIX  solamente  provocó  el  desdén  de  Pío  No¬ 
no,  y  de  todos  los  que  desean  abusar  de  la  ignorancia 
de  las  gentes. 

¡Pobres  ciegos!  ellos  mismos  caerán  en  el  hoyo  que 
han  cavado  para  otros. 


EXPLICACION 


EL 


DISCURSO  anterior  fue  pronunciado  por  el  obispo 
Strossmayer,  en  el  Concilio  Vaticano,  que  se  cele¬ 
bró  en  Roma,  en  el  año  1870.  Aquel  Concilio  fue  convo¬ 
cado  por  el  Papa  Pío  Nono,  con  el  objeto  de  hacer  un 
esfuerzo  gigantesco  para  salvar  al  Papado,  que  ya  años 
antes  comenzaba  a  amenazar  ruina.  y  fpj 

Los  Jesuítas,  siempre  fieles  apoyos  de  los  papas,  y 
lograron  declarar  la  Infalibilidad  del  Papa,  como  dogma 
de  fe ;  pero  no  sin  mucha  oposición  de  parte  de  centena¬ 
res  de  dignidades  de  la  Iglesia  Romana  misma.  Entre 
ellos  el  obispo  Efcrossmayer  habló  con  grande  energía  y. 
elocuencia,  en  contra  de  tan  grande  blasfemia,  y  el  re-  j 
sultado  ha  sido  muy  funesto  para  la  Iglesia  de  Roma. 


-  18  - 


El  mismo  año  del  Concilio,  el  pueblo  italiano  rom¬ 
pió,  para  siempre  el  yugo  papal:  tomaron  posesión  de  la 
ciudad  de  Roma,  y  destronaron  al  Papa.  La  Biblia  fue 
introducida  en  Roma  misma;  y  el  puro  Evangelio  de 
JESUCRISTO  comenzó  a  ser  predicado  allí,  después  de 
haber  sido,  despreciado,  aborrecido,  y  casi  desconocido 
por  1260  años. 

El  año  siguiente — 1871— más  de  cinco  mil — 5,000 — 
representantes  de  varios  países  católicos  romanos  se  re¬ 
unieron  en  la  ciudad  de  Munich,  en  Baviera,  y  solemne¬ 
mente  protestaron  en  contra  de  las  iniquidades  del  pa¬ 
pado,  y  se  comprometieron  a  reformar  los  abusos  de  su 
Iglesia;  devolviéndole  las  doctrinas  puras  de  la  Biblia; 
rechazando  todo  lo  que  ha  emanado  de  los  papas  y  je¬ 
suítas.  Estos  reformadores  titulándose  “Católicos  An¬ 
tiguos,  ”  con  el  famoso  y  elocuente  Padre  Jacinto,  a  su 
frente,  se  han  aumentado  de  una  manera  asombrosa. 

Así  es  como  por  el  célebre  Concilio  Vaticano,  la 
Iglesia  Romana  ha  pronunciado  la  sentencia  de  su 
muerte,  y  desde  entonces  marcha  velozmente  a  su  des¬ 
trucción:  los  países  más  romanistas  la  abandonan,  y 
delante  del  Evangelio  de  Cristo,  el  papado  se  oonsume, 
como  Dios  lo  a  predicho. 

“Al  cual  el  Señor  matará  con  el  espíritu  de  su  boca, 

y  destruirá  con  el  resplandor  de  su  venida.”  II  Tes.  2:8. 

* 

Algunos  miembros  del  clero  han  osado  decir  que  el 
discurso  de  Strossmayer  es  apócrifo:  tal  aserción  es  ri- 
díoula,  mejor  sería  que  contradijeran — si  pueden — los 
argumentos  que  el  obispo  empleó:  su  discurso  y  su  hu¬ 
millación  después,  son  hechos  que  la  prensa  de  Europa 
ha  confirmado;  y  son  tan  verdaderos  como  lo  es  la 
conversación  de  los  padres  Jacinto  y  Grassi.  o  como  el 
triunfo  de  los  católicos  Antiguos. 


-  19 


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