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Full text of "El perenne milagro guadalupano; la Virgen de Juan Diego"

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El  PERENNE  MILAGRO  GUADALUPANO 


OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR: 


Pajas  de  Jacal  (Novela  típica)  1943 
Francia  del  Mundo  (Estudio)  1947 
Tintas  de  por  Acá  (Poemas)  1950 
Puntas  de  Flecha  (Pensamientos)  la.  Edición  1950 

2a.  Edición  1957 

Francia  Está  Así  (Relato)  1951 

La  Carroña  (Cuentos  Económico-Sociales)  1952 

Ensayo  Sobre  el  Periodismo,  1953 

Frases,  S.  A.  (Pensamientos)  1957 

Ediciones  agotadas. 

Inédito: 

Y  los  Hombres  Tuvieron  Alas  (Novela  de  Fanta- 
sía) 

El  Compañero  de  Camino 

En  Preparación: 

Los  Salvajes  Están  en  la  Ciudad. 

Los  Problemas  de  Juan  Sánchez. 

Cajita  de  Pensamientos 

La  Experiencia  Más  Terrible  de  la  Vida 

Los  Corazones  Sangrantes 

Este  Mundo  sin  Dios. 

Psicoanálisis  del  Mexicano. 


JESUS     DAVID    J  AQUEZ 


EL  PERENNE  MILAGRO 
GUADALUPANO 

(LA  VIRGEN  DE  JUAN  DIEGO) 


EDICIONES  BOTAS 
México,  D.  F. 
19  6  1 


Primera  edición,  1961 

1560  ejemplares  en  papel  Tablet. 

340    '    Novela. 

100  „  „  „  Rotocuché. 
Total:  2,000  ejemplares. 


Derechos  reservados  con- 
forme a  la  ley  ©  1961 
Ediciones  Botas.  Juste 
Sierra   No.  52.  México. 


Impreso  y  hecho  en  México 
Printed  and  made  in  México 


(MPRENTA    M .    LEON    SANCHEZ,    S.    C.    L.  ,  K .    R.    DEL  TORO    DE    LAZARIN    7.    MEXICO,  D. 


nvocación  ~  Dedicatoria: 

"Vergine  bella,  che  di  sol  vestita, 
cotonata  di  stelle,  al  sommo  Solé 
piacesti  si  che  n  te  sita  luce  aseóse. 
Amor  mi  spinge  a  dir  di  te  parole; 
ma  non  so  incominciar  senza  tua  aita 
e  di  Colui  che  amando  in  te  si  posse, 
invoco  Lei  che  ben  sempre  rispóse 
chi  la  chiamo  con  fede." 

PETRARCA 
(Canzone  alia  Vergine) 

Virgen  hermosa,  que  de  sol  vestida, 
coronada  de  estrellas,  al  Sol  sumo 
de  tal  modo,  agradaste,  que  su  [uego 
dignóse  en  Ti  esconder. 
Amor  me  mueve  a  hablar  de  tu  belleza; 
mas  no  puedo  empezar  sin  tu  socorro 
y  el  de  Aquel  que  amoroso  en  Ti  Encarnara, 
y  por  eso  os  invoco,  ya  que  siempre 
al  que  os  llama  con  fe  dais  fiel  respuesta. 


(Traducción  de  J.  D.  f.) 


MOTIVACION 


"El  primer  deber  que  nos  impone  un  beneficio 
tan  singular  como  el  que  debemos  a  Dios  por 
habernos  dado  la  celestial  Imagen  de  María 
Inmaculada  de  Guadalupe,  "Madre  del  Dios 
Verdadero" ,  es  el  de  conocerlo,  para  más  es- 
timarlo, agradecerlo  y  pagarlo". 

México  12  de  abril  de  1931. 

LEOPOLDO  RUIZ 
Arzobispo  de  Morelia. 
Delegado  Apostólico. 

El  hecho  más  extraordinario  de  la  historia  mexica- 
na entera,  es  el  de  la  aparición  guadalupana;  no  sólo 
es  extraordinario,  sino  extranatural,  es  decir,  sobreña- 
tural.  Los  acreyentes  pueden  discutir  este  aserto,  los 
católicos  no.  Deben  creerlo,  so  pena  de  hacerse  sos- 
pechosos, no  sólo  de  acatolicidad,  sino  aun  de  antime- 
xicanismo.  Lo  primero,  porque,  aun  no  siendo  estric- 
tamente un  dogma  de  fe,  es  sin  embargo,  un  legado  de 
fe  en  un  hecho  divino  patente  —más  delante  diré  tam- 
bién que  perdurante^  al  cual  todo  buen  católico  debe 
dar  su  adhesión.  Tanto  más,  que  lo  acredita  la  historia 
y  no  hay  en  todo  él  cosa  alguna  que  se  oponga  a  ¡a 
razón  y  por  tanto,  a  una  fe  razonable  e  instruida.  Lo 
segundo,  porque  la  Guadalupana,  hecho  histórico  im'- 
posible  de  desvincular  de  los  fastos  mexicanos  al  tra- 


8 


Jesús     David  Jaquez 


vés  de  más  de  cuatro  siglos,  los  ilustra  y  vivifica  y  los 
eleva  a  planos  de  grandeza,  presidiendo  la  espirituali- 
dad,  la  civilización  y  aun  la  epopeya  mexicanas.  Y  tam- 
bién, porque  el  hecho  guadalupano  es  núcleo  de  unión 
entre  todos  los  hijos  de  la  tierra  azteca. 

Empero,  existe  ■ — y  no  de  ahora —  una  triste  igno- 
rancia y  un  indisculpable  olvido  de  este  gran  hecho. 
Que  lo  ignore  el  rústico  y  el  indígena  alejado  de  todo 
medio  de  conocerlo,  puede  ser  explicable.  Pero  que  gen- 
tes cultas,  sedicentes  católicos,  lo  ignoren  o  lo  desde- 
ñen, es  imperdonable. 

Yo  pienso  pues,  que  los  que  creemos  y  los  que  ama- 
mos, no  debemos  desentendernos  de  esta  lamentable 
ignorancia,  antes  bien  poner  un  granito  de  arena  o  una 
chispita  de  luz,  para  hacerlo  saber  de  quienes  no  saben 
o  no  quieren  saber.  Estos  últimos  son  acaso  los  más 
necesitados. 

Y  este  último  pensamiento,  que  una  lamentable  ex- 
periencia ha  elevado  en  mi  espíritu  a  convicción  y  a 
deseo  de  cooperar  a  la  verdad  y  a  ta  luz,  es  lo  que  ha 
motivado  este  esfuerzo.  Haga  la  Guadalupana,  si  es 
para  su  gloria,  que  cristalice  y  llene  su  finalidad. 


Jesús  David  Jaquez. 


INTRODUCCION, 


Este  libro  no  dice:  inicia  a  decir.  No  narra:  bal- 
bucea. Silabea  lo  impronunciable  o  murmulla  lo  in- 
audible. 

Arranca  de  un  punto  y  de  un  hecho  y  ensaya  as- 
censiones hacia  zonas  no  álcanzables,  si  no  es  por  la 
fe  y  por  el  amor.  Pero  intentarlo  al  menos,  algo  es. 

El  punto:  la  Colina  del  Tepeyac;  el  hecho,  la  ma- 
ñanita del  9  de  diciembre  de  1531:  ¡Juan  Diego,  la  Vir- 
gen Morena  de  la  tilma  indígena:  María! 

¡Qué  tema!  ¿Osadía  querer  meterlo  en  letras  a  mi 
modo  y  por  mi  mano?  Quizá.  Pero  es  una  osadía  de 
creyente,  una  osadía  filial  de  fe  y  de  amor.  Sea  ello  mi 
disculpa,  si  alguna  cabe. 

Pero  yo  arranco  de  ese  punto  como  el  avión  de 
su  pista,  en  ruta  hacia  miríficos  azules  incaptables:  el 
azul  del  regio  manto  de  la  Señora.  Aspirar  a  ellos  es 
aspirar  al  ideal,  aspirar  a  la  estrella  de  luz.  Esto  es  lo 
noble,  lo  espiritual;  no  alcanzarlos,  es  lo  humano,  lo 
cautivo  de  ta  materia.  Mas  quien  ahora  aspire,  un  día 
llegará,  no  importa  que  sea  tras  la  jornada  de  esta  vida, 
esto  es,  después  de  haber  recorrido  la  pista,  como  él 
avión,  cuyo  elemento  no  es  la  pista  misma  sino  el  azul. 


10        Jesús     David  Jaquez 


Por  eso  este  libro  inicia  apenas  a  decir.  Al  acabar 
la  última  página,  el  autor  habrá  terminado  su  tarea, 
pero  la  idea  debe  seguir  su  vuelo.  Y  esto  no  toca  ya 
sino  al  espíritu  de  todo  lector  y  de  todo  mexicano  gua- 
dalupano.  Y  todo  guadalupano  debe  ser,  por  el  mismo 
hecho,  guadalupanista  por  el  estudio,  por  la  propaga- 
ción: él  bien  es  de  suyo  difusivo.  El  máximo  bien  me- 
xicano es  Ella:  difundámoslo. 

•    •  • 

Intentando  adentrarme,  del  brazo  del  lector,  en  este 
tema  apasionante,  debo  confesar  mi  temor.  Porque  el 
tema  es  sublime  e  insospechadamente  grandioso,  como 
todo  aquello  que  roza  los  imponderables  linderos  de  lo 
sobrenatural.  Se  tiene  la  impresión  de  un  horizonte  cós- 
mico, ilímite  y  más  aún:  una  infinitud  en  espacio,  en 
elevación,  en  profundidad:  lo  sobrenatural  es  la  mani- 
festación del  Eterno  y  El  pone  en  ello  su  marca  infini- 
ta, su  huella  de  omnipotencia  que  rebasa  totalmente  las 
cosas  naturales  y  las  leyes  del  Universo  visible  y  cog- 
noscible. 

De  ahí  mi  temor.  No  soy  teólogo  ni  místico,  ni  mi- 
raculógrafo  ni  historiador  y  ni  escritor  siquiera.  Sim- 
plemente escribidor.  .  .  Por  lo  tanto,  en  todas  las  ase- 
veraciones aquí  contenidas,  que  rocen  al  dogma,  me 
someto  a  la  autoridad  de  la  Iglesia  Católica,  Apostólica 
y  Romana:  en  estos  terrenos,  sólo  ella  tiene  palabra 
firme.  Lo  hago  también  en  cuanto  al  calificativo  de  mi- 
lagroso y  a  los  hechos  considerados  como  milagros. 
Igualmente  en  lo  que  se  refiere  al  dictado  de  santidad 
que  aplico  a  Juan  Diego.  Por  ello,  mis  afirmaciones 
únicamente  tienen  el  valor  de  la  afirmación  humana  y 
el  respaldo  de  los  hechos,  cuya  calificación  sólo  la 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  11 


Iglesia  puede  dar  oficialmente.  A  su  criterio  infalible 
me  remito. 

Por  lo  que  hace  a  datos,  fechas,  documentos  del 
terreno  histórico,  éstos  quedan  sujetos  al  mejor  saber 
y  entender  de  los  sabios  y  expertos  en  esta  ciencia. 

Por  último:  la  finalidad  toda  de  este  trabajo  es  bien 
clara:  fomentar  el  conocimiento  y  el  afán  de  estudio  de 
los  guadalupanistas,  de  lo  que  debe  derivar  más  fé  y 
más  amor  a  la  Virgen  del  Tepeyac.  Y  también,  coope- 
rar a  esclarecer  la  empolvada,  olvidada  figura  históri- 
ca y  la  fisonomía  espiritual  del  manso  vidente  del  Te- 
peyac, para  que  se  dé  impulso  a  una  canonización  de- 
seada de  muchos  y  que  dará  gloria  a  la  Guadalupana, 
al  Catolicismo  y  a  México. 


CAPITULO  1 


LO  PERENNE  DEL  HECHO  Y  LO 
.     INAPREHENSIBLE  POR  LA  HISTORIA 

"Adentrarse  en  el  estudio  del  milagro  guada- 
lupano  es  hundirse  en  un  océano  de  luz  en  el 
que  a  cada  paso  se  hacen  nuevos  y  cada  ver 
más  maravillosos  descubrimientos." 

ALFONSO  MARCUE  GONZALEZ. 

Hay  hechos  que  la  historia  no  alcanza  a  captar. 
Por  demasiado  sutiles  o  por  demasiado  trascendenta- 
les. Más  comúnmente,  por  demasiado  sublimes.  Porque 
la  Historia  es  la  narración  de  hechos  humanos,  el  re- 
ferir prolijo  de  las  contingencias  de  la  vida  en  cuanto 
seres  humanos  intervinieron  en  ellas:  donde  no  hay 
hombres,  no  hay  historia.  Pero  no  versa  acerca  de  lo 
sobrenatural,  acerca  de  lo  extraterreno,  salvo  en  sus 
aspectos  exteriores  visibles  o  tangibles,  como  no  puede 
versar  ninguna  ciencia  humana,  puesto  que  rebasa  su 
ámbito  y  excede  a  su  limitada  capacidad  de  aprehen- 
sión. Las  ciencias  de  este  mundo  son  de  los  hombres 
y  sólo  la  ciencia  divina  es  de  Dios. 

¿Dice  acaso  la  Historia  de  cómo  fue  en  lo  hondo 
de  la  eternidad  el  movimiento  de  la  voluntad  divina 
para  formular  el  "fíat  lux"?  ¿de  cómo  el  Creador  tenía 
in  mente  desde  siempre  y  amaba  en  potencia  y  por  mo- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  13 


do  inconcebible  su  obra  a  realizar?  ¿de  la  esencia  mis- 
ma y  la  trascendencia  hasta  el  fin  de  los  tiempos,  del 
drama  primero  del  hombre  en  el  paraíso  terrenal?  ¿de 
lo  íntimo  y  profundo  y  grandioso  del  ideal  divino  en 
la  gesta  de  la  Redención?  De  estas  cosas,  debemos  re- 
conocerlo humildemente,  con  humildad  a  un  tiempo  hu- 
mana y  cristiana,  la  Historia  no  sabe  nada,  al  menos 
por  sí  sola. 

Hay  asimismo  un  hecho  que,  si  bien  histórico  en 
todo  el  sentido  ordinario  del  vocablo,  tiene  aspectos 
suprahistóricos:  éstos  no  se  acometen  por  el  cronista, 
por  el  recopilador  de  acontecimientos  temporales,  por 
el  hurgador  de  archivos  ni  por  el  mero  historiógrafo, 
sin  que  esto  sea  en  modo  alguno  pretender  restar  mé- 
ritos a  su  meritísima  labor.  Pero  lo  alto,  lo  sublime, 
lo  trascendental  de  ese  suceso,  está  más  allá  de  los 
ámbitos  del  arte  historiográfico:  pertenece  a  la  fe,  per- 
tenece al  amor  y  es  con  fe  y  con  amor  y  con  compren- 
sión de  la  teología,  como  se  ha  de  acometer,  en  forma, 
por  lo  demás,  meramente  intentativa:  alcanzar  su.  pleni- 
tud, desentrañar  plenamente  su  contenido,  cosa  es  de 
iluminados  o  de  santos  y  eso,  en  la  medida  de  la  reve- 
lación divina  que  de  lo  alto  se  les  concediere;  no  de 
simples  humanos  escasos  de  luces,  como  desde  luego, 
quien  ahora  escribe;  meior  dicho,  quien,  como  ya  expre- 
sé, intenta  apenas  escribir:  levantar  levemente  la  punta 
del  velo  del  misterio  y  atisbar  con  amorosa  audacia,  al- 
go de  lo  que,  con  ayuda  de  ajenas  y  mejores  luces, 
pueda  captar  y  lo  que  otros  le  han  mostrado:  las  pri- 
meras chispitas  de  una  inmensa  luz. 

Pues  bien:  el  hecho  guadalupano  cae  dentro  de  esa 
esfera  de  lo  incaptable  con  los  solos  recursos  e  ins- 
trumentos humanos.  Ellos  son  el  dedo  que  señala,  mas 
el  ojo  que  ve,  exige  una  luz:  esa  luz  es  la  fe.  Dije  "el 


14        Jesús     David  Jaquez 


hecho  guadalupano"  y  no  el  suceso  guadalupano,  pero 
no.  El  suceso  guadalupano  es  del  dominio  de  la  his- 
toria y  ésta  ya  lo  recogió,  siglos  ha.  Pero  el  hecho  no 
es  de  su  dominio,  porque  sigue  en  hecho,  no  ha  termi- 
nado, no  tiene  ciclo  cerrable  a  la  vista:  es  perdurable. 

Así  considerada,  la  aparición  guadalupana  fue  un 
suceso,  pero  sigue  siendo  un  hecho:  lo  es  hoy,  lo  será 
aún  mañana.  Tiene  un  carácter  de  perennidad,  como 
que  tiene  un  sello  que  es  el  sello  de  Dios  y  como  que 
siendo  una  fuente  y  un  aura  y  una  realidad,  como 
fuente  sobrenatural,  tiene  que  seguir  manando,  como 
aura  refrescando  y  como  realidad  persistiendo;  si  cesa- 
ra, se  extinguirían  sus  efectos.  Y  esto  es  quizá  lo  que 
la  Providencia  planeó  al  realizar  el  hecho:  que  conti- 
nuara indefinidamente  siendo  un  hecho,  que  no  termi- 
nara, que  no  prescribiera,  espiritualmente  hablando.  Y 
aun  materialmente.  Porque  las  obras  de  Dios  son  espí- 
ritu y  verdad,  pero  están  encaminadas  a  los  hombres 
y  éstos  somos  materia  y  como  tal,  necesitamos  los  sig- 
nos exteriores  para  poder  percibir  lo  extramaterial 
Dice  la  filosofía  escolástica  que  "nada  hay  en  el  intelec- 
to que  primero  no  haya  estado  en  los  sentidos".  Esta  es 
la  condición  humana  y  ésta  nuestra  naturaleza  corporal. 
Por  ello  Dios  exterioriza  su  acción  hacia  los  hombres, 
por  medio  de  elementos  materiales,  perceptibles  por 
nuestros  sentidos  y  éstos,  al  captarlos,  los  transmiten  a 
la  mente;  es  entonces  cuando  el  espíritu  desmaterializa, 
por  decirlo  así,  las  percepciones  sensoriales  y  extrae  de 
ellas  la  idea,  que  es  un  movimiento  espiritual.  En  tan- 
to pues,  el  signo  permanece,  su  captación,  transmitida 
al  cerebro  y  elevada  en  la  mente  a  la  categoría  de  idea, 
actualiza  el  hecho  y  lo  mantiene'dentro  de  nuestro  ám- 
bito de  comprensión.  Si  quitáis  el  signo,  desaparecien- 
do la  percepción,  quedaría  sólo  el  recuerdo.  Pero  el 
recuerdo  es  esencialmente  algo  perteneciente  al  pasado, 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  15 


algo  marchito  y  que  se  esfuma  en  la  lejanía  del  tiempo 
ido;  no  tiene  la  fuerza  de  la  cosa  actual,  no  es  de  suyo 
operante,  no  convence  ni  mueve  ya,  sino  en  la  débil 
forma  romántica  y  evocativa. 

Acaso  no  se  haya  insistido  lo  bastante  en  este  as- 
pecto, el  aspecto  hecho,  el  aspecto  perennidad.  Histo- 
rias de  la  aparición  guadalupana  hay  muchas  y  bien 
escritas.  Pero  todas,  como  historias  que  son,  narran  el 
acontecimiento,  subrayan  sus  circunstancias,  su  auten- 
ticidad, su  valor  histórico  y  aun  invitan  al  consenso  de 
la  voluntad  y  a  la  devoción  filial  de  los  creyentes.  Mas 
versan  sustancialmente  sobre  el  suceso,  marginando  el 
hecho,  asumen  obligadamente  una  forma  retrospectiva, 
como  tomando  toda  su  fuerza  del  memorable  suceso  his- 
tórico, pero  sin  subrayar  como  es  deseable,  su  proyec- 
ción hasta  el  hoy  y  hasta  el  devenir,  sin  deletrear  bas- 
tantemente el  mensaje  como  en  plena  actualidad,  me- 
nor acaso  en  lo  histórico  que  en  1531,  mayor  acaso  en 
la  trascendencia  en  1961.  Y  en  esto  hay  que  insistir: 
en  la  perennidad.  Porque  lo  contingente  es  el  hombre 
y  lo  perenne  es  el  espíritu  y  porque  el  hombre  pasa, 
pero  Dios  permanece.  Y  con  Dios,  lo  que  es  de  Dios: 
la  Virgen,  las  almas. 

El  hecho  guadalupano  cae  pues  dentro  de  la  esfe- 
ra de  la  plena  actualidad,  no  mirado  desde  su  aspecto 
humano  de  suceso  histórico,  sino  desde  su  aspecto  di- 
vino de  hecho  sobrenatural  que  se  continúa  materiali- 
zando o  sensibilizando,  por  decirlo  así,  en  ese  signo 
divino  persistente,  que  es  la  sagrada  tilma  de  Juan 
Diego.  Es  "de  hecho  un  hecho"  y  seguirá  siéndolo 
mientras  exista  el  milagroso  ayate  y  mientras  haya 
un  alma  creyente  sobre  la  haz  de  México  o  del  Mundo. 

Es  conveniente  insistir  en  que  hay  hechos  que  se 
prolongan  más  allá  de  su  propia  contingencia  histórica 
en  el  tiempo  y  en  el  espacio,  porque  su  propia  sustan- 


16 


Jesús     David  Jaquez 


cia  contiene  un  germen  de  grandor  que  en  el  tiempo  no 
cabe,  como  no  cabe  un  día  en  un  minuto.  Por  eso  se 
proyectan  actuales,  perennes,  vivientes,  en  el  espacio 
y  en  el  evo:  ad  aevum  et  ultra. 

Bien,  mas  ¿dónde  está  el  hecho?  ¡Que  dónde  está' 
Entrad  a  la  Basílica,  mirad  hacia  el  altar  mayor,  al 
fondo,  a  lo  alto  y  con  el  pensamiento  dirigido  a  fondo 
y  a  lo  alto:  ¿qué  veis?  ¡El  hecho!  Volved  ahora  la  vista 
atrás,  hacia  la  nave:  ¿qué  veis?  ¡El  hecho,  sencilla- 
mente! Arriba  el  hecho  es  la  tilma;  abajo,  algún  pobre 
indito  que  ora  y  llora  y  mira  > — él  también  sabe  bien 
a  dónde  ha  de  mirar—  hacia  el  altar.  Y  ese  hecho, 
o  sea  el  hecho  en  sí,  que  es  el  milagro  perdurante  aún, 
y  la  fe  en  el  milagro,  o  sea  una  faceta,  una  luz  re- 
fleja del  milagro  mismo,  eso  es  "el  hecho",  porque 
tiene  la  plena  actualidad  de  que  aconteció  hoy  y  dé 
que  seguirá  aconteciendo  mañana:  no  recula  en  ningún 
ayer,  no  se  hace  materia  histórica,  no  se  esfuma;  se 
mantiene  en  la  actualidad  de  cada  minuto  de  los  que 
nosotros  mismos  estamos  viviendo  hasta  el  momento: 
el  hecho  y  ¡qué  hecho! 

Las  grandes  cosas  de  Dios  son  realizadas  de  la. 
manera  más  simple  y,  podríamos  decir,  la  más  breve, 
y  son  expresadas  también  con  las  menos  palabras.  La 
palabra  retrocede  ante  el  gesto  de  la  Divinidad,  enmu- 
deciendo como  poseída  de  respeto.  Acá,  entre  los  hom- 
bres, las  grandes  emociones  son  mudas,  como  mudos 
son  los  grandes  amores.  No  se  dicen,  no  se  expresan: 
se  sienten.  A  lo  sumo,  se  comprenden.  Y  esto  es  más 
que  ser  dichos.  En  cierto  sentido,  lo  expresó  así  Sor 
Juana  Inés  de  la  Cruz:  dicha  que  es  dicha,  no  es  dicha". 
Lo  dijo  en  el  sentido  de  negación,  pero  también  podemos 
tomarlo,  a  contrario  sensu,  en  el  sentido  de  afirmación 
y  sigue  teniendo  validez. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  17 


El  Evangelio  se  muestra  así:  dice  pocas  palabras  y 
aun  éstas,  casi  siempre  se  hacen  más  pocas  a  medida 
que  se  acercan  más  al  anotamiento  de  un  gran  hecho. 
Pocas  palabras  da  para  la  Encarnación,  para  la  fun- 
dación de  la  Iglesia,  para  la  Eucaristía,  para  la  sus- 
tancia misma  de  la  Redención.  Pero  nos  da  las  sufi- 
cientes. Porque  el  Evangelio,  siendo  historia,  es  más 
que  histórico  y  porque  no  fue  escrito  para  diverti- 
miento de  curiosos  ni  para  satisfacción  de  eruditos,  sino 
para  la  cimentación  de  la  fe.  Del  Evangelio  dice  ge- 
nialmente Ernest  Helio,  que  tiene  los  siglos  por  comen- 
tadores y  hasta  que  tiene  a  los  siglos  por  comentario. 
Dice  bien. 

El  hecho  guadalupano  nos  fue  originalmente  narra- 
do con  bien  cortas  palabras,  con  bien  breve  y  discreto 
relato.  Y  el  epicentro  humano  de  todo  él,  Juan  Diego, 
el  mensajero,  era  de  pocas  palabras.  Porque  era  indio 
y  el  indio  es  callado  e  introspectivo,  y  porque  era  hu- 
milde. El  humilde  casi  siempre  habla  poco,  lo  preciso 
sólo,  sobre  todo  si  es  cristiano  y  si  es  sencillo.  Ser 
sencillo  es  ser  más  apto  para  la  palabra,  para  el  men- 
saje de  Dios.  No  hay  peligro  de  que  se  superpongar 
las  palabras  de  la  soberbia  o  de  la  sabiduría  human; 
que  son  vanas,  que  son  fofas,  ante  las  del  Verbo,  qup 
es  el  único  que,  en  última  instancia,  tiene  la  palabra, 
todas  las  palabras  y  hasta  —y  esto  es  de  fe—  la  últi- 
ma palabra. 

Así  todos  los  hechos  sobrenaturales,  todos  los  mila- 
gros, todas  las  apariciones.  Se  diría  que  la  palabra  de 
[Dios,  que  es  la  obra  de  Dios,  porque  Dios  es  el  Verbo, 
íes  reacia,  casi  refractaria  a  la  artificiosa,  a  la  quebra- 
diza, a  la  mistificable  y  efímera  palabra  de  los  hombres. 
Cuando  Cristo  resucitó,  no  dijo  nada  y  pocas  fueron 
las  palabras  dichas  en  torno  a  El  y  en  torno  a  tal 

9 


18        Jesús     David  Jaquez 


hecho,  de  primerísima  magnitud.  Y  ni  siquiera  nadie 
lo  vió  resucitar,  porque  Dios  rehuye  las  exteriorida- 
des, porque  no  es  afecto  a  espectacularismos.  La  Re- 
surrección no  fue  vista  por  nadie,  porque  nadie  debía 
verla:  era  cosa  de  Dios  solo.  Si  hubiese  sido  vista, 
habría  sido  un  acontecimiento  de  ojos  humanos,  un 
hecho  materia  de  relato  histórico,  nada  más.  Que  es 
histórico,  no  puede  discutirse,  so  pena  de  impiedad. 
Pero  no  en  el  sentido  que  los  humanos  damos  a  lo 
histórico,  sino  en  el  sentido  que  le  da,  permítasenos  la 
expresión,  Dios  mismo.  En  rigor,  pertenece  a  algo 
que  trasciende  lo  histórico,  para  situarse  en  lo  per- 
manente, en  lo  esencial,  ya  que  lo  histórico,  humana- 
mente hablando,  es  necesariamente  fugaz  y  transito- 
rio. El  hecho  histórico  de  la  Resurrección  de  Jesús 
traspasa  de  un  vuelo  divino  todo  esto;  lo  supera,  y 
por  ello  se  inserta  en  pleno  ambiente  divino,  en  el  es- 
píritu de  Dios  mismo,  en  quien  no  hay  historia,  porque  . 
no  hay  tiempo:  ni  pasado  ni  porvenir,  porque  Dios  es 
todo  presente  y  lo  será  por  la  eternidad,  como  lo  fue 
antes  de  toda  historia  humana  y  aun  de  toda  historia 
angélica.  De  Dios  sólo  puede  decirse  una  palabra:  ES 
y  nada  más. 

Por  eso  dice  sabiamente  la  teología  que  Dios  es  un 
acto  purísimo,  es  decir,  que  en  El  no  hay,  no  puede  '< 
haber,  pasado  ni  futuro,  sino  todo  es  actual.  Pasado  y  ] 
futuro  son  cosas  esenciales  al  tiempo  y  Dios  es  la  éter-  ] 
nidad.  Son  contingencias  humanas  propias  de  nuestro  \ 
actual  estado  imperfecto  y  Dios  está  por  encima  de  lo 
contingente  y  de  lo  humano.  Acto  purísimo,  eterna  ac- 
tualidad: ¡qué  misterio!  ¡El  misterio  del  Eterno! 

Qué  difícil,  qué  arduo  resulta  para  la  mente  huma-J 
na  compaginar  esta  inserción  de  lo  temporal  en  lo  éter-» 
no,  de  lo  contigente  en  lo  esencial.  Pero  hay  que  inten-  j 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  19 


tar  algo,  necesariamente  incompleto  y  fallo,  balbucien- 
te y  limitado  si  hemos  de  vislumbrar  siquiera  una 
cosa  que  tanto  necesitamos:  la  comprensión,  al  menos 
con  nuestra  mente  de  niños  de  pecho,  de  lo  más  visi- 
ble, de  lo  más  captable  de  la  acción  de  Dios  sobre  sus 
criaturas.  Esto  sólo  es  la  vida  y  la  vida  cristiana,  prin- 
cipalmente. 

Volvamos  al  hecho  guadalupano.  Aceptemos  que 
mucho  de  lo  antes  considerado,  puede  serle  aplicado, 
como  que  cae  dentro  de  la  órbita  de  lo  sobrenatural,  en 
la  esfera  de  Dios  actuando  desde  su  eternidad  de  EL 
SER,  en  lo  contigente  y  eventual  de  lo  humano,  que 
apenas  si  es  en  cuanto  Dios  lo  hace  ser  y  lo  sostiene. 

La  aparición  guadalupana  entra  pues,  plenamente, 
dentro  de  estas  altas  esferas.  Y  no  podía  ser  de  otro 
modo,  puesto  que  se  trata  de  un  hecho  de  Dios,  de 
una  obra  a  perennidad,  en  favor  del  hombre  y  rea- 
lizada por  medio  de  su  Creafura  Maestra,  de  su  obra 
más  perfecta,  que  es  María.  ¡María!  Ella  también, 
siendo  como  es,  únicamente  humana,  está  dentro  del 
ámbito  de  la  perennidad.  En  cierto  modo,  de  la  eter- 
nidad. En  la  mente  de  Dios  fue  concebida  ab  aeterno, 
porque  desde  lo  más  recóndito  de  su  eternidad,  Dios, 
atrevámonos  a  decir,  la  preveía.  Como  preveía  la  crea- 
ción del  hombre,  su  caída  y  su  inevitable,  necesaria 
redención. 

Maqa,  al  hollar  con  su  virgíneo  pie  la  áspera  roca 
del  Tepeyac,  vino  no  sólo  a  traer  el  más  exquisita- 
mente dulce  mensaje  marial  qué  el  mundo  haya  recibi- 
do jamás,  sino  que  vino  a  traer  la  acción  de  Dios  al 
yajo  mundo  tan  urgido  de  ella:  a  esa  Nueva  España 
apenas  en  inicio  de  cristianización. 

La  acción  de  Dios:  es  decir,  un  hecho  de  Dios  mis- 
mo. Y  los  hechos  de  Dios  tienen  un  nombre  que  la  cris- 


20 


Jesús     David  Jaquez 


tiandad  repite  con  frecuencia  cada  vez  que  se  da  cuen- 
ta de  que  han  superado,  de  que  han  trascendido  el 
orden  natural  del  mundo.  Ese  nombre  es  "milagro". 

No  todos  los  milagros,  apresurémonos  a  declararlo, 
tienen  un  carácter  igual  y  no  todos  son  permanentes. 
Las  apariciones  de  la  Señora  del  Cielo  en  el  Tepeyac 
fueron  cada  una,  de  un  breve  rato.  Dios  tiene  una 
infinita  variedad  de  modos  en  su  acción,  adaptados 
asombrosamente  a  la  finalidad  que  su  sabiduría  busca 
en  cada  hecho  y  a  las  circunstancias  de  acá  abajo  en 
que  éste  se  efectúa. 

Así,  entre  las  más  célebres  apariciones  marianas, 
séame  permitido  tomar  otra,  tanto  por  su  trascenden- 
cia, como  por  su  carácter  universal  y  también  por  sus 
íntimas  analogías  con  la  del  Tepeyac:  la  de  la  Inma- 
culada Concepción  de  Lourdes,  en  Francia.  Las  ana- 
logías y  las  diferencias  entre  uno  y  otros  hecho,  ayu- 
darán a  ilustrar  éste  como  aquel,  no  perdiendo  de  vista 
esa  "variedad  de  modos"  en  la  acción  de  Dios,  de  que 
acabo  de  hablar. 

Lo  mismo  en  Lourdes,  donde  las  apariciones  de  la 
Señora  a  Bernadette  fueron  dieciocho,  que  en  el  Tepe- 
yac,  donde  fueron  cuatro,  no  contando  la  de  Juan  Ber- 
nardino,  que  fue  complementaria,  podríamos  decir  que 
no  se  efectuó  en  el  Tepeyac,  sino  en  la  casa  del 
tío  moribundo  ni  la  del  Obispado,  que  no  fue  ya  apa- 
rición personal,  sino  en  imagen,  las  apariciones  de  la 
Reina  del  Cielo,  extraterrenas  en  sí  mismas,  fueron  sin 
embargo  transitorias.  Una  vez  desaparecida  la  Señora 
de  la  mirada  del  vidente,  nada  qiiedó  pOr  el  momento, 
salvo  la  iluminación  de  gloria  celestial  en  el  alma  de 
uno  y  otro  bienaventurado.  Pero  exterior  y  tangible- 
mente, nada  subsistió  por  el  momento. 

Pero  no  debía  ser  así,  según  la  Providencia  de  Dios. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  21 


Por  ello  y  precisamente  por  ello,  para  que  la  maravilla 
celestial  no  se  esfumara  con  la  vida  del  vidente  y  para 
que  no  quedara  su  acción  santificante  y  gloriosa  cir- 
cunscrita al  alma  de  éste  durante  su  vida  terrenal,  es 
por  lo  que  la  Señora  del  Cielo,  conjugando  misteriosa 
y  maravillosamente  su  voluntad  con  la  del  Omnipoten- 
te, dejó  algo  en  permanencia  a  fin  de  que  se  perpetua- 
ra entre  los  hombres  esa  gracia  traída  por  Ella  a  la 
tierra. 

Esa  gracia  en  permanencia,  ese  don  y  favor  per- 
durante, en  Lourdes  fue  la  fuente  milagrosa  brotada 
bajo  los  morenos  dedos  de  la  iluminada  pastorcilla. 
En  el  Tepeyac,  fue  el  retrato  "dedicado"  a  nosotros, 
los  hijos  de  esta  tierra  y  a  todos  sus  amadores,  por 
extensión.  He  aquí  en  estas  dos  apariciones,  aparte  del 
hecho  mismo  de  la  venida  al  mundo  de  la  Reina  Celes- 
tial, otro  milagro  más:  el  que  perdura  hasta  nuestros 
días  en  la  forma  más  adecuada  y  necesaria  a  una  tierra 
y  a  otra,  a  un  pueblo  y  al  otro,  a  unas  necesidades  y 
circunstancias  y  a  otras;  fuente  y  tilma:  milagros  que 
se  perpetúan. 

La  Virginal  Señora  no  se  ha  vuelto  a  aparecer  en 
Lourdes  en  forma  ostensible  y  conocida  de  todos;  tam- 
poco lo  ha  vuelto  a  hacer  en  el  Tepeyac.  En  uno  y  otro 
caso  son  posibles  las  apariciones  privadas  a  una  alma 
privilegiada,  pero  éstas,  en  el  supuesto  admisible  de 
que  hayan  acaecido,  son  de  dominio  privado  espiritual: 
la  Iglesia  no  ha  dicho  nada  sobre  el  particular  ni  el 
pueblo  las  ha  conocido.  He  ahí  pues,  bien  claramente, 
i  el  milagro  temporal;  pero  he  ahí  también,  el  milagro 
i  perdurante. 

La  milagrosa  fuente  de  la  gruta  de  Massabielle 
sigue  manando  sus  aguas  milagrosas  (122,000  litros 
diarios  jamás  agotados)  y  por  medio  de  esas  aguas 


22 


Jesús     David  Jaquez 


completamente  naturales  en  apariencia,  Dios  verifica 
los  milagros  de  las  curaciones.  Se  calculan  ya  cerca  de 
8,000  en  poco  más  de  un  siglo:  las  apariciones  lourde- 
sas  fueron  en  1858.  De  esta  cifra  impresionante,  sólo 
unos  cuántos  milagros  han  sido  reconocidos  oficialmen- 
te por  la  Iglesia,  para  no  dar  pábulo  a  supercherías  o 
a  acusaciones  de  superficialidad  o  de  mentira. 

Acá,  la  milagrosa  tilma  del  hijo  de  Cuautitlán  lleva 
429  años  de  existencia.  Esa  existencia  misma,  en  las 
condiciones  que  luego  anotaremos,  difícilmente  sería 
explicable  en  lo  natural.  Pero  hay  algo  más.  Dije  que 
la  Señora  de  los  cielos  nos  dejó  su  retrato  y  ¡un  retra- 
to dedicado!  Dedicado  y  con  su  firma.  La  firma  de 
Dios,  séame  tolerado  el  decirlo,  es  el  milagro.  Y  la 
Madre  de  Dios  bien  puso  esa  firma  en  su  retrato,  bajo 
la  voluntad  del  Señor:  la  firma  del  milagro.  Esto  es 
lo  que  hace  tan  asombrosa  la  imagen  del  Tepeyac:  el 
milagro.  Si  éste  no  hubiera  existido,  a  buen  seguro 
que  tantas  generaciones  y  tantos  millones  de  creyen- 
tes irían  a  postrarse  aún,  llenos  de  fe  y  de  amor,  ante 
el  altar  mayor  marmóreo  de  nuestra  Basílica  Nacional: 
probablemente  no.  Probablemente  no  habría  podido  flo- 
recer durante  más  de  cuatro  siglos  un  guadalupanismo 
impresionante  en  nuestro  pueblo,  como  impresionantes 
son  las  manifestaciones  religiosas  de  la  linda  poblacion- 
cita  pirenáica. 

Pero  el  milagro  está  aquí,  como  está  allá,  bajo  dis- 
tinta forma,  pero  con  idéntica  autoridad  sobrenatural: 
la  firma  de  Dios,  como  me  he  atrevido  a  decir. 

Todo  este  trabajo  está  encaminado  a  expresar  la 
evidencia  de  la  perennidad  del  milagro;  por  eso,  en  este 
primer  capítulo,  sólo  debo  afirmar  que  el  milagro  gua- 
dalupano  consiste  en  que  la  santa  imagen  es,  sin  len- 
guaje hiperbólico  ni  exaltatorio,  sino  verista  y  nada 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  23 


más,  una  imagen  viviente.  No  sólo  por  la  sobrenatura- 
lidad  de  su  origen,  de  su  impresión,  sino  por  los  as- 
pectos maravillosos  que  esa  imagen  ostenta  apenas  se 
la  comienza  a  estudiar:  una  imagen  con  vivencia  sobre- 
natural, sin  que  esto  quiera  decir,  entiéndase  bien,  que 
a  tilma  es  la  Señora  misma,  su  persona,  no.  Es  única 
y  solamente  su  retrato,  su  imagen.  Pero  como  es  una 
imagen  realizada  por  obra  divina,  tiene,  como  es  lógico 
pensar,  características  divinas,  es  decir,  milagrosas.  Y 
esas  características  únicas  en  tela,  pintura  o  imagen  al- 
guna de  este  mundo,  son  las  que  le  dan  precisamente 
su  unicidad  extraordinaria  y  milagrosa. 

Es  largo  sin  duda  de  deletrear  este  hecho  que  con- 
sidero medular  en  toda  la  obra  de  la  Virgen  de  Gua- 
dalupe, en  toda  su  historia  y  en  lo  que  sobrepasa  a  la 
historia,  como  antes  expuse.  Pero  ¡qué  estudio  tan  ma- 
ravilloso, qué  tema  tan  venerable,  qué  asombro  ante 
cada  detalle,  cada  observación  y  cada  descubrimiento 
que  se  hace,  con  paciencia,  con  lealtad  y  hasta  con 
la  ayuda  de  la  ciencia,  en  la  tilma  guadalupana! 


24       Jesús     David  Jaquez 


CAPITULO  2 


PANORAMA  CULTURAL  Y  RELIGIOSO 
DE  LA  ERA  PREGUADALUPANA 
Y  SUS  PROYECCIONES 

"El  día  en  que  no  se  adore  a  la  Virgen  del  Te- 
peyac  en  esta  tierra,  es  seguro  que  habrá  des- 
aparecido, no  sólo  la  nacionalidad  mexicana, 
sino  hasta  el  recuerdo  de  los  moradores  del 
México  actual." 

IGNACIO  M.  AL  TAMIRAN O 
(Tradiciones  y  costumbres  de  México) 

Tomemos  una  fecha  casi  del  último  cuarto  del  si- 
glo XV:  el  año  de  1474.  En  el  imperio  mexicano  rei- 
naba el  cruel  emperador  Ahuízotl,  tío  de  Moctezuma 
Xocoyotzin.  Diez  años  hacía  que  había  muerto  Moc- 
tezuma Ilhuicamina  (flechador  del  cielo)  y  que  se  ha- 
bían extinguido  las  glorias  de  ese  monarca  indiano, 
otrora  famoso.  El  pueblo  azteca  estaba  sumido  en  pleno 
paganismo:  se  adoraban  los  ídolos,  se  hacían  bárbaros 
sacrificios  humanos,  había  ignorancia,  miseria  y  escla- 
vitud. 

Y  faltaban  aún  18  años  para  que  Cristóbal  Colón 
descubriera  la  tierra  americana,  un  12  de  octubre  de 
1492.  Castilla  y  León  predominaban  en  España  e  Isa- 
bel la  Católica  no  había  llegado  aún  al  trono  con 
Fernando. 


26 


Jesús     David  Jaquez 


Cuautitlán:  una  población  importante  del  Imperio, 
acaso  más  importante,  para  sus  tiempos,  que  el  Cuau- 
titlán de  hoy  y  más  populosa.  Era  además,  cuna  de 
proceres  indianos  y  aun  lugar  de  origen  de  hombres 
de  sangre  real. 

Allí  y  en  el  año  dicho,  sin  que  se  sepan  día  ni  mes, 
nace  un  niño  indio.  En  oscura  ceremonia  pagana  se  le 
impone  un  nombre,  como  a  todos  los  hombres:  Cuau- 
tlatóhuac,  vocablo  náhuatl  que  significa  "el  que  habla 
como  águila".  Otros  dicen  Cuautlatoatzin  o  Cuatitla- 
toatzin.  Pero  estas  diferencias,  comprensibles  dada  la 
lejanía  del  tiempo,  la  diferencia  de  idioma  y  sobre  todo, 
la  ausencia  de  una  escritura  fonética,  ya  que  en  Aná- 
huac  imperaba  la  escritura  ideográfica  que  iba  culmi- 
nando hacia  la  jeroglífica,  tienen  una  importancia  sólo 
relativa.  Remmy  Simeón,  sabio  francés  autor  de  un 
excelente  diccionario  náhuatl,  afirma  que  el  idioma  me- 
xicano o  náhuatl  estaba,  a  la  llegada  de  los  conquis- 
tadores, en  un  proceso  de  derivación  hacia  la  escritura 
fonética;  la  guerra  de  conquista  y  la  furia  destructora 
de  los  españoles  capitaneados  por  Hernán  Cortés,  de- 
tuvo este  proceso,  como  detuvo  todo  el  desarrollo  de 
la  civilización  azteca,  muy  avanzada  en  algunos  as- 
pectos, superior  a  la  occidental  en  otros  y  con  acusados 
rasgos  de  terrible  barbarie  en  no  pocos,  sobré  todo  en 
lo  religioso:  la  idolatría  y  los  sacrificios  humanos. 

Sobre  las  discrepancias  en  cuanto  a  la  correcta 
grafía  y  la  consiguiente  pronunciación  del  nombre  de 
Cuautlatóhuac,  toca  a  investigadores  curiosos  y  a  na- 
huatlacas  expertos  discutir.  Se  ha  observado  no  obs- 
tante con  buen  criterio,  que  la  forma  Cuautlatoatzin 
posible  deformación  de  Cuautlatóhuac,  contiene  la  ter- 
minación tzin,  o  sea  la  forma  gramatical  del  reverencial 
azteca;  forma  reverencial  por  cierto  única  entre  las  len- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  27 


guas,  pues  se  aglutina  al  nombre  como  posposición, 
formando  un  todo  con  él.  Los  aztecas  no  decían,  v.  g. 
Cuauhtémoc,  pues  era  una  falta  de  respeto  al  soberano, 
sino  Cuautemotzin,  que  los  primeros  españoles,  entre 
ellos  el  cronista  Bernal  Díaz  del  Castillo  entendieron 
xpn  torpe  oído,  Guatimuza. 

En  el  nombre  de  Cuautlatoátzin  creen  algunos  en- 
contrar una  huella  de  descendencia  honrosa  para  el 
niño  azteca  de  Cuautitlán,  tanto  más  que,  como  ya  dije 
y  aseveran  varios  escritores,  Cuautitlán  era  pueblo  de 
prosapia:  de  ahí  quizá  surgieron  los  "Caballeros  Agui- 
las" y  los  "Caballeros  Tigres",  guerreros  distinguidos 
del  Imperio.  El  reverencial  tzin  del  futuro  Juan  Diego, 
podría  tener  así  una  explicación,  aunque  de  todos  mo- 
dos, de  mera  validez  conjetural,  puesto  que  no  tene- 
mos (ni  habremos  seguramente  de  tener  en  lo  futuro) 
prueba  alguna  de  prosapia  real  en  la  genealogía  juan- 
dieguina.  Recordando  que  José  y  María  eran  de  la  estir- 
pe real  de  David,  vienen  deseos  de  aplicar  a  nuestro 
indio  una  analogía  y  hacerlo  lejano  descendiente  de 
reyes;  pero  toda  la  comparación  claudica,  pues  José  y 
María  tenían  qué  ser  de  la  descendencia  de  David 
para  que  se  cumplieran  las  Escrituras  que  vaticinaban 
un  Mesías  de  la  casa  y  de  la  sangre  de  David,  aquel 
"Rey  según  el  corazón  de  Dios".  En  Juan  Diego,  no 
cabe  la  comparación  en  buen  sentido  común. 

Sin  embargo,  bien  pudiera  ser  que  el  indio  elegido 
por  la  Virgen  Madre  de  Dios  para  ser  su  mensajero, 
fuese  de  antemano  un  hombre  acreditado  por  su  ori- 
gen noble,  para  que  pudiese  hacer  fe  y  dar  respaldo 
humano  entre  sus  compatriotas,  al  futuro  prodigio;  nada 
pugna  en  buena  lógica  a  esta  suposición. 

Que  el  tzin  reverencial,  denotador  de  prosapia  o 
autoridad  moral  le  fuese  aplicado  a  su  nombre  des- 


28 


Jesús     David     J  a  q  u  e  z 


pués  de  las  apariciones,  no  es  muy  creíble.  Se  sabe  en 
cambio,  que  sus  compatriotas  lo  solían  apellidar  "el 
peregrino",  sin  duda  en  razón  de  sus  cotidianos  viajes 
de  Cuautitlán  a  la  primera  Ermita  del  Tepeyac,  para 
dedicar  todo  el  día  al  servicio  y  culto  de  la  Señora, 
regresando  cada  noche  a  su  pueblo.  Parece  que  esto 
acontecía  al  menos  durante  las  primeras  semanas  o 
meses  después  de  las  apariciones. 

La  significación  de  "el  que  habla  como  águila",  que 
traduce  del  vocablo  náhuatl  el  nombre  pagano  de  Juan 
Diego,  puede  hoy  aparecemos  emblemática,  simbólica, 
acaso  hasta  semiprofética.  Da  lugar  a  consideraciones 
religiosas  o  místicas,  pero  nada  más  que  consideracio- 
nes. Además,  a  partir  de  su  bautismo  en  el  año  de 
1524,  habiéndole  sido  impuesto  el  nombre  de  Juan  Die- 
go, es  seguro  que  el  nombre  pagano  se  desvaneció,  no 
sólo  en  su  mente,  sino  en  la  denominación  que  le  da- 
ban sus  coterráneos  bautizados,  a  quienes  los  frailes 
franciscanos  que  fueron  los  primeros  evangelizadores 
de  Anáhuac,  deben  sin  duda  haber  inculcado  muy  bien 
el  deber  que  les  incumbía  como  cristianos  de  llamarse 
y  hacerse  llamar  por  su  nuevo  nombre,  inclusive  por- 
que éste  podría  servir  para  diferenciarlos  de  los  no 
evangelizados  ni  bautizados. 

Pese  a  las  suposiciones  con  viso  de  algún  funda- 
mento, sobre  la  alcurnia  de  Juan  Diego,  en  la  época 
de  su  cristianización  no  era  sino  un  pobre  macehual, 
como  si  dijéramos  hoy  peón,  cargador,  mozo  o  labriego 
perteneciente  llanamente  a  la  plebe,  al  pueblo.  Y  tam- 
poco se  cuenta  con  dato  alguno  para  suponer  visicitu- 
des  o  peripecias  que  lo  hubiesen  abajado  a  su  modesta, 
quizás  mísera  condición. 

En  suma,  salvo  la  fecha  de  su  nacimiento,  por  ma-; 
ravilla  llegada  hasta  nosotros,  nada  hay  en  la  vida 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  29 


pagánica  del  elegido,  sino  tinieblas  e  ignorancia  histó- 
rica. Y  ni  siquiera  después,  como  que  no  existe  —y 
quizá  no  existió  nunca —  su  partida  o  acta  de  bautismo. 
Es  posible  que  haya  sido  bautizado  "en  montón",  co- 
lectivamente con  otros  pobres  indios  recién  sacados  de 
sus  tinieblas  idolátricas  a  la  luz  de  la  verdad  cristiana. 
Sobre  ésto  hay  algo  que  hablar  posteriormente. 

Pero  el  panorama  general  de  los  tiempos  del  Juan 
Diego  preguadalupano,  durante  todos  los  años  ante- 
riores a  su  evangelización,  que  suman  medio  siglo,  sí 
nos  es  conocido.  El  Anáhuac,  como  toda  la  América 
poblada,  en  toda  su  latitud  y  su  longitud,  vivía  en 
plena  gentilidad.  La  idolatría  imperaba,  con  todas  sus 
tenebrosidades,  con  todas  sus  falsedades,  con  todas  sus 
supersticiones  y  fanatismos,  del  uno  al  otro  confín  del 
Continente  y  sus  islas.  El  sol  era  adorado  por  los  incas, 
i  un  "gran  espíritu"  confuso,  inconcretado  y  vago,  por 
las  tribus  nómadas  de  Norteamérica,  las  que  creían  que 
ese  "gran  espíritu"  recompensaría  en  un  más  allá  im- 
preciso a  los  guerreros  valientes,  después  de  su  muerte, 
regalándoles  para  sus  correrías  praderas  inmensas,  pro- 
digas en  caza  y  arcos  y  flechas  a  su  antojo.  En  Aná- 
huac Huitzilopoxtli  campaba  por  sus  respetos,  con  otros 
dioses  secundarios.  Por  innúmeras  regiones  de  América 
han  sido  descubiertos  ídolos  groseros,  pirámides  y  tem- 
plos y  vestigios  de  cultos  idolátricos  muy  varios. 

La  casta  guerrera  imperaba  en  general  sobre  los 
pueblos:  el  militarismo  primitivo  de  aquellos  tiempos 

;  bárbaros,  similar  en  esencia  al  militarismo  de  los  siglos 
modernos.  Y  castas  sacerdotales  usufructuaban  el  res- 
peto y  veneración  populares,  con  todo  su  cortejo  de 

: supersticiones,  fanatismos  y  fraudes,  bajo  caciques  o 
reyezuelos  o  aun  emperadores  faustuosos,  como  en  Mé- 


30 


Jesús     David  Jaquez 


xico,  oprimiendo  a  las  masas  con  sus  despotismos,  exac- 
ciones y  tiranía  moral. 

En  Anáhuac,  la  vieja  leyenda  de  Quetzacoatl,  da- 
tante del  siglo  XII,  no  era  más  que  eso:  una  leyenda 
Los  sabios  hacían  memoria  de  que  ese  personaje  mis- 
terioso, blanco  y  barbado,  había  llegado  de  lejana: 
tierras  trayendo  una  cultura  mejor  y  una  religión  má; 
elevada,  que  había  vaticinado  la  venida  de  hombre; 
blancos  y  barbados  como  él,  desde  Oriente  y.  .  .  se 
había  ido,  . . 

Las  disquisiciones  del  Rey  de  Texcoco,  Netzahual- 
cóyotl, el  filósofo-poeta  que  había  llegado  a  atisbai 
la  existencia  de  un  Dios  inmaterial  muy  por  encimé 
de  los  groseros  ídolos,  no  eran  del  dominio  del  pueblo 
Además,  sólo  eran  filosofías  teologizantes,  junto  con 
cantos  a  la  brevedad  y  miseria  de  la  vida  terrenal,  perc 
no  constituían  una  religión  ni  menos  eran  mantenidas 
con  un  culto.  Estos  vislumbres  espirituales  y  estos  atis- 
bos de  verdad,  eran  por  tanto,  completamente  inope- 
rantes, a  más  de  muy  poco  conocidos. 

Dentro  de  éste  triste  marco  se  fue  desenvolviendo 
la  vida  infantil  y  juvenil  de  nuestro  indio  y  en  las  mis- 
mas condiciones  había  llegado  a  la  plena  madurez  de 
la  vida  hasta  las  cercanías  de  1524. 

No  se  sabe  nada  tampoco  de  la  época  en  que  Juan 
Diego  abandonó  el  celibato,  ni  siquiera  el  nombre  indí- 
gena de  su  mujer,  la  futura  María  Lucía;  todo  lo  que 
se  diga  y  se  ha  dicho  sobre  esto,  no  pasa  de  meras 
suposiciones,  elucubraciones  y  deducciones  probables, 
más  bien  de  orden  moral,  que  histórico. 

Sin  embargo,  la  importancia  de  estas  indagacionei 
decrece  considerablemente  ante  la  eminencia  y  calidad 
de  los  sucesos  ulteriores,  de  los  que,  en  contraste  con 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  31 


¡  la  ignorancia  biográfica  anterior,  hay  muy  claros  datos, 
||  al  menos  en  lo  sustancial  de  los  días  de  las  apariciones. 
Pero  una  cosa  sí  resalta:  que  la  situación  social, 
económica,  cultural  y  política  dé  los  tiempos  pregua- 
dalupanos,  era  por  todos  conceptos  lamentable.  En  lo 
político,  un  Estado  que  en  realidad  no  era  institucio- 
i  nal  ni  mucho  menos,  pues  lo  constituía  el  monarca  ab- 
|;  soluto  y  que  gobernaba  a  su  albedrío,  con  su  corte, 
i!  sus  parientes  y  allegados,  sus  dignatarios,  guerreros  y 
I  sacerdotes,  acaparando  en  su  persona  las  dignidades 
y  atribuciones  de  éstos. 

En  lo  religioso,  ya  lo  hemos  dicho  y  es  uno  de  los 
aspectos  más  resaltantes:  la  idolatría,  los  sacerdotes  res- 
petados pero  temidos,  los  brujos,  hechiceros,  curande- 
ros y  demás  formas  burdas  del  gran  fraude  espiritual; 
una  carencia  absoluta  de  fe  y  hasta  de  creencias,  como 
no  fueran  las  oscuras  ideas  incoherentes,  teñidas  de 
temores  vagos  a  dioses  imaginados  según  las  pasiones 
humanas:  vengativos,  crueles,  exigentes,  arbitrarios. 
Ninguna  fe,  en  el  sentido  filosófico,  anímico  y  huma- 
no de  la  palabra,  puede  surgir  de  una  trama  de  false- 
dades y  tinieblas.  Había  culto  a  esos  dioses  hijos  a 
un  tiempo  de  la  ignorancia  y  la  flaqueza  humanas  y 
del  buen  aprovechamiento  de  Satanás.  Pero  ese  culto 
era  un  ritual  y  un  formulismo  vacuos,  sin  consenso  cla- 
ro de  la  voluntad,  sin  amor  del  corazón,  sin  razón 
aparente,  sino  sólo  por  hábitos  ancestrales  y  por  los 
dictados  de  un  uso  social-religioso  compelente  y  que 
no  era  conveniente  abandonar  ni  menos  repudiar.  Hay 
otro  aspecto  más  terrible  aún  en  este  terreno. 

Muchos  modernos  pueden  sonreír,  pero  el  demonio 
existe,  como  ha  sido  constante  creencia  firme  de  la 
Iglesia,  la  que  se  basa  para  ello  en  la  Sagrada  Escri- 
tura y  la  tradición.  La  historia  del  demonio  y  su  ac- 


32 


Jesús    David    )  aquez 


tuación  en  el  mundo  y  entre  los  hombres,  o  mejor 
dicho,  contra  los  hombres,  data  nada  menos  que  del 
paraíso  terrenal  y  su  serpiente.  Es  materia  de  fe  y  el 
Evangelio  a  cada  paso  nos  lo  muestra  poseyendo  a  in- 
felices seres  humanos,  tentando  a  los  buenos  y  hasta 
atreviéndose  con  el  mismo  Jesucristo,  cuya  calidad  divi- 
na quizá  sospechaba  y  trataba  de  poner  en  claro.  Léan- 
se en  el  Evangelio  las  tentaciones  que  el  Hijo  de  Dios 
resistió  después  de  su  ayuno  en  el  desierto,  de  parte  del 
maldito  ansioso  de  saber  con  quién  tenía  que  habérselas 
en  aquel  Hombre  Justo  por  excelencia. 

Nuestros  abuelos  creían  en  él  demonio  y  ie  acha- 
caban más  de  lo  qué  es  razonable:  espantos,  travesuras, 
sustos  a  los  mortales,  malaventuras  de  la  vida,  eran 
atribuidas  al  diablo.  Modernamente,  las  gentes  suelen 
sonreír  y  hasta  reír  francamente  de  estas  cosas.  Se  ven 
en  estas  dos  actitudes,  la  de  los  antiguos  y  la  de  los 
contemporáneos,  los  dos  extremos.  El  justo  medio  y  en 
él,  la  verdad,  lo  tiene  la  Iglesia,  la  que  no  ha  variado 
en  nada  sustancial  su  creencia  al  respecto.  El  demonio 
existe.  Bossuet,  el  gran  obispo  y  orador  francés,  en  su 
siglo  XVII  escribió  un  admirable  sermón  sobre  el  de- 
monio. Más  modernamente  el  abate  también  francés, 
Monnin,  ha  hablado  rectamente  sobre  él  a  propósito 
de  la  vida  del  santo  Cura  de  Ars.  A  la  fecha,  ya  sé 
han  escrito  doctos  tratados  sobre  "demonología",  lo 
que  no  es  ninguna  ciencia  teológica  o  religiosa  nueva, 
sino  la  esencia  de  las  constantes  creencias  de  la  cato- 
licidad, del  Evangelio  y  de  la  Iglesia,  sobre  este  punto, 
aunque  ahora  organizadas,  racionalizadas  y  puestas  en 
lenguaje  moderno  y  a  la  altura  de  la  moderna  men- 
talidad. 

Pues  bien:  el  demonio  usufructuaba  ampliamente 
todas  las  prácticas,  todas  las  idolatrías,  todas  las  su- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  33 


persticiones  de  los  pueblos  americanos  antes  de  la  lle- 
gada del  cristianismo.  Es  común  sentir  de  la  teología 
que  los  ídolos  son  objeto  de  adoración  diabólica,  en 
razón  a  que  en  ellos  el  hombre  adora  a  una  criatura 
suplantando  a  Dios;  no  importa  para  el  caso  que  esa 
criatura  sea  una  escultura  tosca  en  madera  o  piedra 
hecha  por  un  artífice  rudo,  fanático  o  fanatizado,  o 
un  ser  viviente,  como  un  buey  o  cósmico, como  el  sol 
o  la  luna:  la  esencia  de  la  idolatría  es  siempre  la  misma: 
la  adoración  a  una  criatura,  suplantando  al  ser  único 
que  debe  ser  adorado:  el  Ser  Supremo. 

Por  cierto  que  la  frase  que  como  epígrafe  he  puesto 
encabezando  este  capítulo,  contiene  un  error,  si  bien 
sólo  de  forma  ignorante  y  de  uso  necio:  Ignacio  Manuel 
Altamirano,  poeta  y  escritor  notable,  abogado  y  gene- 
ral de  los  liberales  del  pasado  siglo,  incurre  en  él  al 
decir  implícitamente  cómo,  en  su  sentir,  la  Guadalupana 
es  prenda  y  garantía  de  perdurancia  para  México  y  su 
pueblo.  El  célebre  hombre  de  letras,  en  esa  frase  dice: 
"El  día  en  que  no  se  adore  a  la  Virgen  del  Tepe- 
yac.  . . "  Y  es  oportuno  rectificar  el  error,  a  sabiendas 
de  que  seguramente  es  más  de  forma  que  de  fondo, 
más  de  ignorancia  del  significado  de  las  palabras  y  de 
contagióle  ésta  ignorancia  tan  común,  que  de  torcida 
intención.  A  la  Virgen  no  se  la  adora:  solamente  se 
adora  a  Dios.  A  la  Virgen  se  la  venera,  se  la  honra, 
se  la  ama,  se  le  rinden  homenajes  de  devoción  y  de 
finalidad,  pero  no  se  la  puede  ni  se  la  debe  adorar. 
El  homenaje  de  adoración,  o  sea  el  rendimiento  abso- 
luto, total  e  incondicional  del  ser  humano  a  su  Crea- 
dor, sólo  a  El  se  le  tributa. 

El  culto  a  los  ídolos,  falseado  y  falseante,  se  deno- 
mina idolatría  y  es  indigno  de  todo  ser  racional,  mayor- 
mente de  un  creyente.  El  culto  único  y  de  rendimiento 


34 


Jesús     David  Jaquez 


total,  como  antes  dije,  se  tributa  única  y  exclusivamente 
a  Dios.  El  culto  a  los  santos  y  a  los  ángeles,  es  de- 
nominado por  los  teólogos  como  culto  de  dúlía;  la  teo- 
logía, que  es  la  ciencia  de  Dios  y  la  ciencia  sagrade 
de  la  Iglesia,  clasifica  este  culto  en  un  grado  inferió) 
al  de  latría,  o  sea  de  adoración,  exclusivo  y  absoluto 
del  Ser  Sumo.  El  culto  que  tributamos  a  la  Virger 
es  de  hiperdulía,  un  grado,  diríamos,  superior  al  que 
se  da  a  los  santos,  pero  distinto  necesariamente  de  \í 
latría  o  adoración  a  Dios, 

Puede  pensarse  que  éstas  son  distinciones,  clasifica- 
ciones y  minucias  teológicas  y  que  la  teología  no  e¡ 
ciencia  popular  aprendida  por  todo  fiel  cristiano.  Este 
es  un  error,  por  lo  menos,  de  apreciación.  Y  ya  que 
la  ignorancia  religiosa  es  tan  pavorosa  y  común,  no  e¡ 
fuera  de  lugar  aclarar  estos  puntos  en  un  libro  que 
trata  sobre  la  Santísima  Virgen  y  su  culto. 

Dejando  a  un  lado  las  denominaciones  técnico-teo- 
lógicas, que  desde  luego  están  basadas  en  la  verdac 
revelada  y  divina,  y  reducidas  a  ciencia  organizada 
todo  creyente  debe  entender  en  su  sustancia  que  h 
criatura  debe  adorar  a  Dios  Creador  y  sólo  a  El;  que 
un  culto  de  naturaleza  diferente,  relacionado  obliga- 
damente y  hasta  obligatoriamente  con  el  primero,  debe 
ser  rendido  a  la  Virgen,  criatura  humana  como  nos- 
otros, aunque  exenta  de  pecado,  llena  de  gracia  y  pre- 
dilecta de  Dios,  y  que  un  culto  inferior  aún,  se  rinde  í 
los  santos,  seres  humanos  de  nuestra  misma  naturalezé 
y  aun  de  nuestras  mismas  debilidades,  pero  elevado; 
por  sus  virtudes  y  por  la  gracia  de  Dios,  a  un  grade 
de  heroísmo  que  amerita  el  respeto  venerativo  de  los 
fieles.  Esta  es  la  verdad  clara  y  sustancial  de  la  cues- 
tión. Volvamos  ahora  a  nuestro  tema. 

La  situación  histórico-económica  de  los  tiempos  gen- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  35 


tiles  que  Juan  Diego  vivió  en  los  dos  primeros  tercios 
de  su  vida,  o  al  menos  antes  de  su  bautismo,  era  igual- 
mente deprimente  y  miserable.  Cierto  es  que  en  el  Im- 
perio Azteca  estaba  instituido,  al  modo  de  aquellos  tiem- 
pos, el  calpulli  antecesor  del  ejido  revolucionario  actual 
y  seguramente  tan  inestable  y  pobre  como  el  de  hoy 
o  más,  y  que  existía  el  derecho  de  propiedad,  pero 
ello  no  obsta  para  que  la  situación  del  pueblo  en  gene- 
ral, de  la  masa  o  plebe,  fuese  misérrima  por  todos  con- 
ceptos. El  trabajo  era  rudo,  la  producción  escasa,  los 
instrumentos  y  ayudas  materiales,  raros.  No  había  bes- 
tias de  carga,  los  animales  domésticos  eran  pocos  y 
nada  productivos;  prueba  es  que  Fray  Juan  de  Zumá- 
rraga,  condolido,  hizo  traer  el  burro  de  España  y  que 
el  caballo,  la  vaca  y  otros  ganados,  fueron  también  de 
importación  europea.  Y  tampoco  había  abundancia  de 
herramientas  para  el  trabajo:  palas,  picos,  arados  y 
otros  enseres,  vinieron  en  los  primeros  tiempos,  de 
allende  el  mar.  Los  métodos  de  cultivo  agrícola  y  las 
artesanías  eran  sumamente  primitivos.  De  todo  esto  re- 
sultaba la  pobreza,  la  dureza  de  toda  faena  y  la  escla- 
vitud del  trabajo  mismo. 

Y  sin  embargo,  los  antiguos  códices,  entre  ellos  el 
Mendocino,  nos  presentan  cosas  admirables,  tanto  en  la 
destreza  para  los  trabajos  manuales,  en  el  arte  e  ins- 
piración de  los  artesanos  y  artistas  indígenas,  como  en 
algunos  aspectos  de  las  costumbres,  superiores  a  los 
usos  sociales  y  familiares  de  muchos  otros  países:  el 
respeto  al  anciano,  el  honor  al  padre,  la  sujeción  a  los 
mayores  de  la  familia,  el  recato  y  educación  imbuido 
a  los  jóvenes,  la  obediencia,  las  buenas  maneras,  la  mo- 
destia, hasta  el  pudor.  .  .  Cosas  admirables  que  indican 
la  buena  calidad  moral  escondida  en  el  fondo  de  la 
sangre  india,  la  pasta  de  excelente  clase  humana  de 


36        Jesús     David  Jaquez 


aquel  pueblo,  su  fino  sentido  de  las  virtudes  natura- 
les y  de  las  consideraciones  sociales  y  familiares.  Y  to- 
do ello,  en  un  mundo  corroído  por  el  pecado,  por  la 
poligamia  y  por  otros  vicios  degradantes. 

En  este  mundo  extraño  y  apenas  descriptible  para 
nosotros,  mexicanos  de  1960,  vivía  y  se  movía  el  men- 
sajero admirable  de  la  aparición  guadalupana.  Flor  del 
fango  o  ejemplar  limpio  de  las  mejores  virtudes  natu- 
rales del  azteca  de  esos  tiempos  negros  y  en  ciertos 
aspectos  morales,  hasta  paradójicos  que  hoy  arduamen- 
te tratan  de  reconstruir  para  saboreo  de  estudiosos  in- 
digenistas, nuestros  modernos  sabios  y  arqueólogos. 

Juan  Diego  vivía  en  ese  mundo  como  cualquier  otro 
indio  de  su  condición.  Iba  a  los  tianguis,  ejecutaba  la- 
bores de  artesanía  y  filatura,  de  trabajo  rural  y  de 
exigencias  domésticas,  tanto  familiares  como  personales, 
asistía  a  las  celebraciones,  presenciaba  los  ritos,  habla- 
ba, conversaba,  se  movía  en  su  ambiente  pobre  y  pri- 
mitivo. 

De  aquellos  siglos  oscuros  ha  recibido  nuestro  país 
un  legado  también  extraño  y  algo  paradójico:  la  senci- 
llez de  alma  congénita  de  todos  los  indígenas  mientras 
no  los  contagia  de  sus  vicios  la  civilización;  la  simpatía 
y  el  sentimiento  de  lo  bello  en  el  arte  autóctono:  alfa- 
rería, hilandería,  bordados  y  otras  artes,  cierto  grato  y 
natural  fondo  de  humanitarismo  y  un  gran  sentido  de 
hospitalidad,  el  respeto  a  los  mayores  viviente  aún  en 
las  comunidades  indígenas  no  modernizadas;  y  también, 
los  aspectos  brutales,  la  embriaguez,  el  espectáculo  san- 
griento, los  últimos  residuos  del  complejo  de  Huitzilo- 
poxtlí. 

En  resumen:  mezcla  de  bien  y  de  mal,  como  en  todc 
hombre  y  como  en  toda  raza,  pero  con  salientes  cua- 
lidades primitivas  denunciadoras  de  la  bondad  natu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  37 

ral  que  el  Hacedor  puso  en  los  hombres,  pero  oscure- 
cidas y  malversadas  por  sucesivas  y  superpuestas  ci- 
vilizaciones. 


38        Jesús     David  Jaquez 


Estatuilla  esculpida  en  alabastro  representando  a  Juan  Diego, 
hecha  por  un  artista  indio  en  el  siglo  XVI.  Esta  pieza  de- 
muestra la  veneración  del  pueblo  al  vidente  del  Tepeyac, 
desde  aquellos  tiempos.  Museo  Guadalupano  de  la  Basílica. 


CAPITULO  3 


CONATO  DE  RECONSTRUCCION  DE  LA 
FISONOMIA  ESPIRITUAL  DEL  JUAN 
DIEGO  PREGUADALUPANO 

"Ya  que  Dios  mismo  no  es  reconocido  al  tra- 
vés de  las  magnificencias  de  su  creación,  se 
ha  reservado  en  su  misericordia  hacer,  fuera 
del  curso  usual  de  la  naturaleza,  no  ya  obras 
más  grandes  en  si  mismas,  sino  obras  desacos- 
tumbradas, por  las  cuales  despierta  la  atención 
de  los  hombres  y  se  muestra  más  fácilmente  a 
ellos." 

SAN  AGUSTIN. 
(Célebre  Padre  de  la  Iglesia) 

La  figura  de  Juan  Diego,  el  mensajero  de  la  Virgen 
María,  surge  casi  repentinamente  del  fondo  de  las  os- 
curidades del  paganismo  americano,  brilla  por  brevísi- 
mo lapso  de  tiempo  (del  9  al  12  de  diciembre  de  1531) 
como  un  fulgor  reflejo  del  que  la  Señora  de  los  Cielos 
trajo  a  las  entenebridas  tierras  de  Anáhuac  y  casi  in- 
mediatamente se  esfuma  de  nuevo,  quedando  tan  sólo 
como  silueta  de  trasfondo  y  dejando  un  trazo  leve  y 
sutil  en  el  que  apenas  unos  breves  datos  nos  recuerdan 
todavía  su  existencia. 

Muchos  otros  santos  y  siervos  de  Dios  brotaron 
igualmente  de  las  oscuridades  del  gentilismo.  Así  Ma- 


40 


Jesús     David  Jaquez 


teo  el  publicano,  así  Pablo  de  Tarso,  así  Dionisio  el 
Areopagita,  así  mil  más  en  todos  los  siglos  del  cristia- 
nismo y  en  todas  las  latitudes. 

Juan  Diego  fue  también  de  esos:  de  los  convertidos, 
de  los  que  habían  pasado  la  mayor  —aunque  no  la 
mejor—  parte  de  su  vida,  alejados  de  la  gran  verdad 
de  la  vida.  Hay  en  esto  dos  cosas:  las  circunstancias 
y  la  situación  real  del  mundo,  y  los  ocultos  designios 
de  Dios.  ' 

Esas  circunstancias  de  la  situación  cultural  y  moral 
del  pagánico  mundo  indígena  antes  de  ser  conquistado 
por  el  cristianismo,  han  sido  estudiadas  por  infinidad 
de  sabios  arqueólogos,  paleógrafos  e  historiadores,  pero 
hay  otro  aspecto  que  hace  a  nuestro  caso. 

Millones  de  almas,  muchas  de  ellas  buenas  y  sen- 
cillas, vegetaron  la  vida  entera  en  esa  oscuridad.  Aún 
en  nuestros  días,  la  civilización  cristiana  no  ha  llegado 
a  un  gran  número  de  regiones  del  mundo,  en  Oceanía, 
en  Asia,  en  Africa,  en  América  misma;  los  esfuerzos  de 
la  cristiandad,  de  la  Iglesia,  a  lo  largo  de  veinte  siglos, 
no  han  alcanzado  aún  a  iluminar  a  muchos  millones  de 
seres  candidatos  a  la  verdad.  ¿Por  qué? 

Esta  interrogante  es  a  la  verdad  terrible.  Se  ocurren 
en  el  acto  las  explicaciones  humanas,  condensables  en 
aquella  frase  de  Jesucristo  mismo  en  su  vida  mortal: 
"la  miés  es  mucha  y  los  operarios  pocos;  rogad  pues  al 
señor  de  las  miés  que  envíe  operarios  a  su  campo".  Los 
católicos  no  hemos  de  seguro  rogado  suficientemente 
al  Señor  de  las  miés.  Vienen  luego  las  explicaciones 
materiales:  distancias,  climas,  latitudes,  problemas  de 
idiomas,  escasez  de  vocaciones  misioneras,  falta  de  me- 
dios materiales,  sobre  todo  pecuniarios  para  empren- 
der amplias  labores  evangelizadoras,  etc.  Estas  son  las 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  41 


explicaciones  humanas.  La  realidad  lamentable,  ya  la 
dijo  el  Señor:  "La  miés  es  mucha  y  los  operarios  pocos". 

Pero  la  terrible  interrogante  sigue  en  pie:  ¿Por  qué 
Dios  ha  permitido  y  sigue  permitiendo  que  tantos  mi- 
llones de  almas  languidezcan  en  la  gentilidad?  Por  la 
misma  razón  que  permitió  que  Juan  Diego  viviera  me- 
dio siglo  sin  un  conocimiento  del  verdadero  Dios.  ¿Y 
cuál  es  la  razón  suprema  de  ésto?  La  respuesta  es 
única:  los  secretos  designios  de  Dios,  el  arcano  del  Al- 
tísimo, al  que  todos  los  seres  humanos  juntos  no  tene- 
mos el  menor  derecho  a  formular  interrogaciones. 

San  Agustín  sin  embargo,  como  uno  de  los  grandes 
Padres  de  la  Iglesia,  afirma  que  Dios  no  permitiría  el 
mal  en  el  mundo,  si  no  fuese  El  capaz  en  su  sabidu- 
ría y  en  su  omnipotencia,  de  extraer  bienes  hasta  del 
mismo  mal.  De  esta  afirmación  elevada,  algo  ha  captado 
la  cristiana  sensatez  de  nuestros  antepasados  que  repe- 
tían la  sentencia,  admirable  en  su  fondo,  de  que  "Dios 
sabe  escribir  derecho  con  renglones  torcidos".  Es  la 
interpretación  popular  de  una  afirmación  de  índole  teo- 
lógica: la  contenida  en  el  pensamiento  precitado,  del 
célebre  Obispo  de  Hipona. 

Si  a  la  consideración  del  católico  contemporáneo  el 
espectáculo  del  paganismo  existente  aún  en  la  tierra 
se  presenta  como  un  cuadro  lamentable,  precisamente 
a  ese  católico  de  nuestros  días  debe  parecerle  más  do- 
loroso aún,  el  espectáculo  del  moderno  paganismo  que 
pulula,  que  impera  en  el  seno  mismo  de  nuestra  civi- 
lización, prohijado  justamente  por  ella,  es  decir,  por 
sus  desviaciones  — su  máxima  desviación  consiste  en  su 
descristianización —  lo  mismo  en  México  que  en  Nueva 
Esa  descrístianización,  esa  paganización,  con  harta  fre- 
cuencia integral  de  la  vida  en  millones  de  gentes  civi- 


42        Jesús     David     J  a  q  u  e  z 


lizadas  y  aun  de  sedicentes  católicos,  es  lo  que  yo  llamo, 
en  lenguaje  moderno,  "catolicismo  epidérmico"  es  de- 
cir, superficial,  aparente,  infundamentado  por  falta  de 
instrucción  religiosa  y  que  forma  la  lacra  más  terrible 
y  la  más  peligrosa  de  eso  que  genéricamente  llamamos 
"el  espíritu  modernista". 

Claro  que  de  ello  no  tiene  la  culpa  la  religión  mis- 
ma: si  el  catolicismo  no  ha  alcanzado  a  hacer  buenos 
y  observantes  a  todos  los  católicos,  no  es  por  falta  de 
fuerza  moral,  sino  de  observancia  cordial.  Porque  esos 
millones  de  sedicentes  católicos,  muchas  veces  católicos 
tan  sólo  porque  fueron  bautizados  o  porque  en  su  hon- 
do subconsciente  guardan  dormida  alguna  lejana  noción 
de  la  religión  a  la  que  pertenecen  o  quizá  tan  sólo,  de 
que  pertenecen,  siquiera  nominalmente  a  una  religión, 
son  incomparablemente  más  culpables  que  los  pobres  jí- 
baros, papúes,  hotentotes,  indostanos  o  budistas  a  los 
que  no  se  les  puede  exigir  que  crean,  cuando  nadie  los 
ha  invitado  aún  a  ello. 

No  rehuyamos  de  ninguna  manera  el  problema,  va 
que  nos  incumbe  y  que  nos  toca  tan  de  cerca.  Tan  de 
cerca,  que  no  hay  hombre  de  bien  ni  gente  alguna 
sensata  que  no  lamente  la  inmoralidad,  la  licenciosidcd, 
la  voracidad,  la  falsía  que  imperan  en  esas  sociedades 
que  se  llaman  a  sí  mismas  cristianas,  pero  que  no  prac- 
tican el  catolicismo. 

En  esta  práctica  del  catolicismo  hay  una  infinita 
gama  de  actitudes  mentales:  desde  el  que  dice  creer  y 
no  cree  en  nada,  aunque  se  titula  católico,  el  que  piensa 
que  creer  en  Dios  es  bastante,  el  que  no  tiene  el  menor 
interés  en  enterarse  de  lo  que  afirma  creer,  el  que  opina 
que  para  ser  católico  basta  guardar  allá  en  sus  muy 
adentros  algunos  retazos  del  lejano  y  olvidado  catecis- 
mo, el  que  reduce  su  catolicidad  a  las  solas  prácticas 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  43 


exteriores,  más  o  menos  mal  y  exterioristamente  reali- 
zadas ■ — no  cumplidas — el  que  formalmente  juzga  que 
eso  de  la  religión  es  bueno  para  beatas  o  ratones  de 
sacristía,  el  que  considera  la  religión  sólo  como  un  re- 
curso para  la  hora  de  la  muerte,  el  que  practica  más  o 
menos  exactamente  asistiendo  a  los  ritos  y  ceremonias, 
sin  importarle  la  fe  del  corazón,  el  que  asegura  con 
estúpida  suficiencia  que  la  religión  no  tiene  por  qué 
ser  estudiada,  pues  son  mucho  más  importantes,  prác- 
ticas y  sobre  todo  productivas  la  electrónica,  la  ciencia 
nuclear,  la  química  orgánica  o  el  estudio  de  la  estratos- 
fera, la  ionosfera  y  los  sputniks,  etc.  Una  gama  infi- 
nita de  necedades,  ignorancias,  indiferencias  y  hasta 
formales  desprecios.  He  aquí  a  los  jíbaros  y  polinesios 
de  la  selva,  muchas  veces  muy  cultos  y  con  cargos  de 
gerentes,  altos  militares,  funcionarios,  directores,  cate- 
dráticos, profesores,  escritores,  profesionistas,  intelec- 
tuales, etc. 

En  México  mismo,  en  la  gran  urbe  el  porcentaje  de 
los  bautizados  y  de  los  sedicentes  católicos  (los  católi- 
cos epidérmicos),  es  altísimo;  pero  ¿cuál  es  el  porcen- 
taje de  los  católicos  reales,  practicantes  verdaderos  y 
que  poseen  siquiera  las  verdades  esenciales  de  la  reli- 
gión, firmes  e  incontaminadas?  Y  queda  todavía  el  in- 
contable número  de  los  que  piensan  o  sienten  falsamen- 
te que  la  religión  es  una  especie  de  sentimiento  román- 
tico o  dulzón,  bueno  para  "ambientar"  ciertas  ceremo- 
nias o  fiestas  sacras  o  para  mover  hacia  una  que  otra 
ocasión  de  rezo  sincero,  sobre  todo  en  la  iglesia. 

Estas  gentes  que,  en  todas  las  variedades  tan  some- 
ramente enumeradas,  suman  millones  y  dan  porcentajes 
que  nos  asustarían  si  pudiéramos  conocerlos,  ignoran 
que  la  fe  es  no  sólo  la  creencia  teórica  y  la  piedad  sen- 
siblera, sino  la  práctica  moral  consiguiente  a  esa  creen- 


44 


Jesús     David  Jaquez 


cia;  es  decir,  los  Diez  Mandamientos  y  el  Credo;  que 
la  religión  católica  es  precisamente  sencilla,  clara,  ter- 
minante y  sin  complicaciones,  a  diferencia  de  muchas 
falsas  religiones.  La  religión  es  Dios,  el  alma  y  el  lazo 
que  los  une;  de  esto  derivan  dogmas,  mandamientos, 
culto,  conducta  moral.  La  religión  informa  todas  las 
actividades  de  la  vida  y  preside  todas  las  actitudes 
del  espíritu  y  del  corazón;  porque  no  es- religión  de 
muertos,  sino  de  vivos  y  porque  es  religión  de  hom- 
bres, no  de  cobardes  o  claudicantes:  ésta  es  la  verdad. 

Ante  este  espectáculo  tristísimo  del  paganismo  mo- 
derno y  civilizado,  ¿qué  es  el  espectáculo  de  los  gen- 
tiles e  idólatras  de  la  Micronesia,  Nueva  Zelandia 
Tasmania  o  Islas  de  la  Sociedad?  Un  juego  de  ino- 
centes. 

Ahora  tenemos,  desde  uno  de  sus  meros  aspectos 
humanos,  la  explicación  histórico-sociológica,  bosqueja- 
da apenas,  del  paganismo  de  los  tiempos  preguadalu- 
panos.  Pero  retornemos  a  nuestro  tema. 

Cincuenta  años  de  vida  en  el  gentilismo  deben  ha- 
ber dejado  un  rastro  muy  superficial  en  el  alma  de 
Juan  Diego.  Ya  dije  antes  que  el  paganismo,  la  idola- 
tría, como  falsos,  incoherentes,  irracionales  y  menda- 
ces, no  son  aptos  para  engendrar  fe  alguna,  menos  una 
creencia  organizada  y  mucho  menos  pueden  penetrar 
francamente  al  corazón  y  calentarlo  e  informarlo  con 
una  sensación  de  realidad  espiritual  digna  de  ser  plena- 
mente poseída  y  observada. 

Desde  el  punto  de  vista  de  esta  consideración,  que 
hace  recordar  que  las  tinieblas  por  sí  mismas  no  pueden 
jamás  producir  luz  ni  el  frío  engendrar  calor,  es  muy 
probable  que  el  alma  de  Juan  Diego  no  haya  sido  mo- 
vida jamás  por  la  influencia  idolátrica,  no  obstante  que 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  45 


le  rodeó  des.de  su  infancia.  Mejor  que  rodeó,  debería- 
mos probablemente  decir  que  le  sofocó. 

Aun  cuando  casi  toda  la  luz  que  sobre  la  figura  de 
Juan  Diego  pueda  arrojarse,  proceda  del  hecho  de  la 
aparición  guadalupana  y  aun  cuando  las  únicas  noticias 
de  ciencia  cierta  que  sobre  esa  figura  egregia  tenemos, 
procedan  de  los  relatos  contemporáneos  más  o  menrs 
próximos  del  gran  suceso  y  de  las  tradiciones  y  leyen- 
das llegadas  hasta  nuestros  días,  el  simple  Relato  de 
Valeriano,  tantas  veces  apellidado  "el  evangelio  de  la.? 
apariciones",  arroja  ya  una  luz  bien  clara  y  nos  proyec- 
ta una  silueta  de  contornos  parcos,  sí,  pero  perfecta- 
mente definidos,  del  venerable  vidente  del  Tepeyac.  Al 
reflejar  así  con  parca  nitidez,  esa  silueta,  nos  dan  una 
especie  de  "retroluz"  o  de  aclaración  de  la  personalidad 
del  admirable  indito,  que  alumbra  en  gran  manera  un 
buen  trecho  de  su  pasado  preguadalupano.  Pero  hay 
aún  otro  aspecto:  el  aspecto  divino,  el  aspecto  predesti- 
nación. 

La  predestinación  de  las  almas:  he  ahí  uno  de  los 
grandes  arcanos  de  Dios.  Muy  brevemente  lo  toco, 
sólo  de  temor  de  errar  en  terrenos  tan  delicados,  tan 
profundamente  teológicos  y  misteriosos,  en  los  que  sólo 
espíritus  verdaderamente  doctos,  inteligencias  sabias  y 
debidamente  puestas  bajo  las  disciplinas  de  las  ciencias 
sagradas,  pueden  aventurarse  con  confianza. 

Sin  embargo,  ante  mi  comprensible  miedo  al  error, 
me  remito  tan  sólo  a  las  grandes  verdades  reveladas, 
de  orden  dogmático,  únicas  que,  creo  yo,  nos  pueden 
dar  seguridad  sobre  la  cuestión. 

Es  absolutamente  indiscutible  que  Dios  creó  al  hom- 
bre y  a  todos  los  hombres,  sin  que  a  esta  verdad  obsten 
las  leyes  naturales  de  la  generación,  porque  esas  leyes, 
tienen  también  como  autor  supremo,  al  Creador  de  la 


46 


Jesús     David  Jaquez 


vida  y  del  universo.  Por  tanto,  Dios  creó  a  las  almas. 
Y  las  creó  para  su  gloria  y  para  la  felicidad  personal 
de  ellas  mismas.  He  ahí,  de  modo  genérico  pero  uni- 
versal, la  predestinación.  Toda  alma  que  es  creada  por 
Dios  en  cada  cuerpo  humano,  está  predestinada  por  El 
a  glorificarle  y  a  gozar  de  la  vida  eterna.  Esto  es  de 
fe.  Y  tan  lo  es,  que  el  misterio  de  la  Redención  huma- 
na, responde  a  esta  verdad:  Cristo  se  hizo  hombre,  so- 
lamente como  el  único  medio  de  satisfacer  a  la  justicia 
divina  por  la  deuda  de  la  humanidad.  Esa  deuda  fue 
el  pecado  original  de  Adán  y  Eva,  transmitido  espi- 
ritualmente  al  través,  de  todas  las  generaciones,  a  todos 
los  hombres  y  fue  también  el  cúmulo  inmenso  de  pe- 
cados de  todos  los  hombres,  de  cada  uno  en  lo  perso- 
nal, insatisfacible  por  el  hombre  mismo:  misterios  ad- 
mirables y  misericordiosos  de  la  economía  y  la  políti- 
ca divinas. 

Si  pues  Dios  predestinó  a  toda  alma  sin  excepción, 
a  la  vida  eterna  y  a  la  glorificación  de  su  Creador, 
también  predestina  a  cada  una  de  las  almas  a  este 
doble  y  admirable  fin.  Lo  segundo  no  podría  explicar- 
se sin  lo  primero  y  la  predestinación  toda  de  la  huma- 
nidad como  raza,  no  tendría  validez  ni  justificación  sin 
la  predestinación  de  cada  alma  en  particular. 

Juan  Diego  pues,  como  ser  humano,  como  alma  crea- 
da pop  Dios,  estuvo  también  predestinado  a  la  gloria 
de  Dios  y  a  la  vida  eterna  personal  suya.  Esto  es  in- 
concuso. Insisto  en  ello  por  recordar  que  durante  los 
primeros  tiempos  de  la  dominación  o  al  menos  de  la 
conquista  española  hubo  hombres  blancos  y  barbados 
que  sostuvieron  que  el  indio  no  era  ser  humano  como 
ellos.  Y  fue  necesaria  una  expresa  declaración  pontifi- 
cia —creo  que  una  bula —  para  erradicar  tan  inicuo 
error.  Claro  que  el  mismo  sólo  tenía  una  razón,  por 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  47 


cierto,  la  razón  de  la  sinrazón:  tener  un  pretexto  espe- 
cioso para  poder  vejar  al  indio,  explotarlo  y  hasta  ma- 
tarlo si  así  convenía  a  los  intereses  de  algunos  de  los 
conquistadores.  El  Papa  romano  defendió  a  la  pobre 
raza  sojuzgada  desde  el  primer  momento,  contra  tal 
iniquidad. 

Bien,  pero,  además  de  la  predestinación  general, 
digamos,  de  todas  las  almas  creadas  por  Dios,  ¿tuvo 
nuestro  héroe  alguna  predestinación  especial,  con  mira 
a  la  misión  que  el  cielo  le  tenía  asignada?  Se  podría 
responder  con  otra  pregunta: 

¿Sabía  Dios  que  Juan  Diego  iba  a  ser  un  día  el  men- 
sajero terrenal  de  la  Virgen,  Hija  predilecta  de  Dios 
y  Madre  suya  en  cuanto  Dios  se  hizo  carne  y  habitó 
entre  nosotros?  ¿Sabía  la  importancia  y  la  trascenden- 
cia de  esa  misión,  lo  que  la  misma  significaría  para 
toda  una  raza,  la  elevación  de  dicha  misión  y  las  cua- 
lidades requeridas  en  el  mensajero  para  que  pudiera 
llenar  su  cometido  de  acuerdo  con  el  querer  de  Dios 
mismo,  y  hasta  con  el  deseo  expreso  — y  expresado — ■ 
de  la  Señora  de  los  Cielos?  ¿Sí  o  no?  Responded. 

Claro  que  sabía  todo  esto  y  mucho  más.  Ahora 
bien:  Dios  es  un  Ser  infinitamente  grande,  infinita- 
mente perfecto,  infinitamente  sabio,  infinitamente  pro- 
vidente y  previsor;  todas  estas  calidades  son  inheren- 
tes a  la  perfección  absoluta  del  Ser  Divino.  Y  ese  Ser 
Divino,  por  el  mismo  hecho  de  serlo,  es  también  infi- 
nitamente bueno,  esto  es,  infinitamente  comprensivo, 
compasivo,  misericordioso.  Adunando  todas  estas  cua- 
lidades, como  teológica  y  aun  filosóficamente  tienen 
que  ser  adunadas  la  consecuencia  lógica  es  que  cuan- 
do Dios  hace  una  obra,  la  hace  bien.  Bien  en  cuan- 
to al  objetivo,  en  cuanto  a  la  forma,  en  cuanto  a  la 
ejecución,  en  cuanto  a  la  cristalización  o  realización 


48        Jesús     David  Jaquez 


plena  de  ella  y  bien  por  lo  tanto,  en  cuanto  a  los  me- 
dios. Porque  Dios  para  obrar  en  lo  temporal,  en  lo 
humano,  tiene  que  valerse  de  medios.  No  porque  los 
necesite  El,  sino,  entiéndase  rectamente,  porque  los  ne- 
cesitamos  nosotros.  Este  es  el  orden  natural  que  El  ha 
establecido  y  jamás  la  humanidad  podrá  hacer  cambiar 
ese  orden  que  es  el  orden  de  Dios.  Permitidme  un 
ejemplo. 

¿Puede  Dios  en  una  fracción  de  segundo  sanar  de 
cualquiera  dolencia  a  los  miles  de  enfermos  que  acuden 
a  Lourdes,  a  la  venerada  Gruta  de  Massabielle,  todos 
los  días  desde  hace  102  años?  ¿Sí  o  no? 

Y  sin  embargo,  no  lo  hace  sino  cuando  le  place; 
ño  con  todos  los  enfermos,  ni  en  todas  las  ocasiones. 
¿Por  qué?  La  respuesta  absoluta  es:  Porque  no  place 
así  a  ,su  soberana  voluntad.  Pero  hay  también  una  res- 
puesta humana.  No  lo  hace  sino  en  determinadas  con- 
diciones y  bajo  determinados  medios:  la  invocación  sin- 
cera a  la  Virgen  Santísima  de  Lourdes,  la  fe  y  vene- 
ración a  Ella  en  ese  lugar  santo,  el  agua  milagrosa  —esa 
agua  que  en  sí  misma  no  tienen  cualidad  ninguna  cura- 
tiva— aplicada  al  enfermo,  el  viaje,  la  permanencia,  la 
imploración,  el  sufrimiento  previo,  hasta  el  agotamiento 
de  los  medios  curativos  naturales  de  la  ciencia  y  el  des- 
ahucio, etc.  ¿Por  qué?  Ya  dijimos  que  porque  no  le 
place.  ¿Pero  por  qué  no  le  place,  siendo  su  bondad  in- 
finita y  tan  grande,  tan  inagotable  también  la  bene- 
volencia de  la  Inmaculada  Concepción?  Probablemente 
porque  no  conviene  así,  en  su  providencia  inescrutable, 
sino  en  determinados  casos.  He  ahí  pues  la  acción  de 
Dios  acomodada  a  la  sabiduría  divina  y  a  la  necesidad, 
conveniencia  y  capacidad  de  los  humanos.  No  podemos 
decir  más. 

Pues  bien:  en  el  caso  de  la  aparición  de  la  Santa 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  49 


Virgen  en  el  Tepeyac,  Dios,  según  su  manera  de  obrar, 
"su  política",  diríamos,  se  valió  de  un  medio.  Como 
esa  acción  celestial  era  entre  hombres  y  en  favor  de 
los  hombres,  se  valió  de  un  hombre.  Y  como  era  espe- 
cialmente para  pobres,  para  desvalidos,  para  sufrientes 
y  necesitados  e  "injusticiados"  de  la  humanidad,  se 
valió  de  un  ser  de  esos  mismos;  y  como  era  para  los 
inditos,  especialmente,  se  valió  de  un  indito.  Es  decir 
- — y  esto  es  lo  admirable  siempre  en  la  acción  de  Dios — 
se  valió  del  instrumento  más  adecuado,  no  según  la 
previsión  humana,  sino  según  la  previsión  divina,  de  la 
que  la  humana  discrepa  tan  frecuentemente.  Y  a  veces 
tan  sustancialmente. 

He  ahí  pues  la  predestinación  de  Juan  Diego  hasta 
donde  nos  es  dable  exponerla,  dentro  de  la  verdad  ca- 
tólica y  dentro  del  dogma  cristiano  indiscutible  e  intor- 
cible  en  sí. 

Es  por  lo  demás  lógico  pensar  que  si  Dios  tenía 
reservado  a  Juan  Diego  para  una  misión,  lo  prepara 
para  ella  y  lo  preparara  no  al  modo  humano,  como  ya 
he  observado,  sino  al  modo  divino.  Ese  modo  divino 
generalmente  es  un  misterio  para  nosotros,  pero  como 
misterio  debemos  acatarlo  y  respetarlo.  Posteriormente, 
admirarlo. 

Y  la  esencia  de  esa  preparación  divina  en  el  alma 
del  elegido,  tenía  que  ser  espiritual.  Por  eso  es  razona- 
ble creer  que  Juan  Diego,  no  ya  el  preguadalupano,  si- 
no hasta  el  anterior  a  la  cristianización,  tuviese,  infun- 
didas  por  Dios,  ya  a  nativitate,  ya  desde  la  época  de 
su  vida  en  que  debía  empezar  la  sagrada  y  misteriosa 
acción  de  Dios  para  con  el  elegido,  aquellas  virtudes 
y  cualidades  espirituales  y  naturales,  apropiadas  para 
su  futuro  cometido. 

Ernest  Helio,  en  su  admirable  obra  "Fisonomías  de 

4 


50        Jesús     David     J  a  q  u  e  z 


Santos",  explica  que  no  todos  los  santos  son  iguales, 
como  no  todos  los  hombres  son  idénticos,  como  si  fue- 
sen fabricados  en  serie  y  bajo  un  rígido  molde  stan- 
darizador,  y  dice  que  "muchos  santos  son  muchos  hom- 
bres y  no  hay  sino- una  sola  Iglesia".  Esto  es  exacto  y 
es  humano.  Cada  sentó  es  diferente  en  su  naturaleza 
humana,  en  su  carácter  humano,  en  la  forma  de  su 
santificación,  en  la  calidad,  cantidad,  forma  y  varie- 
dad de  las  gracias  sobrenaturales  que  recibe,  en  el  fin 
especial  divino  de  esas  gracias,  en  la  manera  con  que 
el  santo  las  emplea:  una  maravillosa  e  infinita  variedad 
dentro  de  una  absoluta  unidad. 

Sin  embargo,  hay  rasgos  comunes  a  todos  los  san- 
tos y  aun  a  todos  los  elegidos.  La  santidad  supone  obli- 
gadamente la  caridad  o  amor  de  Dios,  el  amor  al  pró- 
jimo, la  fe  ardiente,  la  humildad,  muy  frecuentemente 
aun  la  sencillez,  a  la  que  no  se  oponen  por  cierto  ni 
el  talento  ni  la  sabiduría  misma.  Jesús  mismo,  que  es  la 
verdad  infalible,  no  sólo  reunió  en  su  persona  humana 
todas  estas  cualidades  en  el  grado  más  eminente  y  que 
deja  atrás  a  todos  los  santos,  sino  que  trazó  sencilla  y 
terminantemente  el  camino  de  la  perfección,  es  decir,  de 
la  santidad:  "Si  quieres  ser  perfecto,  vende  todo  cuan- 
to tienes  y  dalo  a  los  pobres  y  luego,  ven  y  sigúeme." 

He  ahí  la  fórmula  plena  e  indiscutible  de  la  santi- 
dad. La  renunciación  a  sí  mismo  y  a  los  bienes  innece- 
sarios y  el  seguimiento  de  Jesucristo.' 

Pero  en  medio  de  estos  rasgos  comunes  esenciales 
a  todo  santo,  hay  también  rasgos  particulares  determi- 
nantes de  la  personalidad  de  cada  uno  y  también  rasgos 
especiales  pero  comunes  al  género  de  su  misión.  Porque 
un  santo  tiene  una  misión  en  mayor  grado  que  cualquie- 
ra simple  alma  fiel:  la  misión  de  glorificar  a  Dios  y  de 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  51 


atraerle  almas  a  su  derredor,  es  decir,  una  misión  de 
misionero  espiritual,  en  cierto  modo. 

Y  se  ha  observado  y  Helio  lo  hace  notar  bien,  que 
la  sencillez  de  alma,  la  simplicidad  y  la  humildad  suma 
y  natural,  suelen  ser  las  características  de  aquellos  san- 
tos, de  aquellos  elegidos  y  predestinados  ál  milagro.  Los 
santos  que  vulgarmente  suelen  ser  considerados  como 
más  milagrosos,  fueron  precisamente  los  más  sencillos, 
los  más  simples  de  alma.  Ahí  está  Francisco  de  Asís, 
ahí  está  Antonio  de  Padua,  ahí  está  el  mismo  Simón 
Pedro,  el  pescador  y  tantos  otros. 

Y  es  también  frecuente  que  los  grandes  videntes 
destinados  por  Dios  a  la  transmisión  de  un  mensaje 
suyo  a  los  hombres,  a  los  pueblos,  sean  almas  sencillas. 
Sencilla  y  llena  de  simplicidad  era  Bernardita  Soubi- 
rous,  la  mozuela  más  pobre  del  lugar,  sencillos  y  sim- 
ples de  alma  fueron  Francisco  y  Jacinta  Martos,  ya  fa- 
llecidos, y  Lucía  Dos  Santos,  viviente  aún  en  un  con- 
vento de  Portugal,  covidentes  todos  tres,  siendo  niños, 
y  niños  pobres  y  simples  de  alma,  de  la  aparición  de 
la  Santísima  Virgen  en  Cova  Leiría  . — Fátima— ,  el 
13 -de  mayo  de  1917—;  sencillos  fueron  igualmente  los 
pequeños  campesinos  franceses  de  la  aparición  de  la 
Señora  en  la  Salette.  .  .  Y  sencillo  y  simple  de  alma 
fue  el  humilde  indito  del  Tepeyac.  Tanto  él  como  Ber- 
nardita, como  Lucía  Dos  Santos  y  Jacinta  y  Francisco 
Martos,  eran  portadores  de  un  mensaje  de  Dios  por 
conducto  de  la  Virgen  María.  Y  hay  una  interesan- 
tísima coincidencia  en  el  hecho  de  que  estos  grandes 
mensajes  del  Cielo  a  la  humanidad,  hayan  tenido  todos 
— y  son  los  más  trascendentales  y  siqnificativos  de  los 
siglos  últimos,  incluyendo  el  siglo  XVI  con  la  apari- 
ción del  Tepeyac—  como  mensajeros,  a  pobres  perso- 
nas humildes,  desdeñadas,  infantiles  de  edad  y  sobre 


52 


Jesús     David  Jaquez 


todo  de  alma.  Ya  dije  en  el  primer  capítulo  que  la  sen 
cillez  es  condición  para  la  transmisión  de  la  palabr; 
de  Dios. 

Juan  Diego  debe  haber  sido  por  naturaleza,  un  alm; 
sencilla,  un  alma  ingenua.  Estos  rasgos  campean  ei 
toda  su  actuación  desde  el  primero  hasta  el  último  mo 
mentó  de  las  apariciones,  y  aun  después,  se  prolongai 
con  claridad.  Y  precisamente  la  sencillez,  la  simplici 
dad,  hasta  la  ingenuidad  como  de  niño,  son  cualidade 
características  de  todos  los  indígenas  de  nuestro  Alti 
plano,  mientras  el  roce  con  los  civilizados  y  su  malicia 
no  los  han  maleado  y  desnaturalizado.  Mientras  se  con 
servan  como  primitiva  y  racialmente  fueron,  es  decii 
en  tanto  que  se  conservan  naturales,  permanecen  sien 
do  ellos,  idénticos  a  sí  mismos;  candorosos,  ingenuoí 
dóciles. 

Juan  Diego  tuvo  indudablemente  estas  cualidade 
y  es  altamente  razonable  creer  y  hasta  sostener,  basán 
donos  en  argumentos  a  posteriori,  pero  muy  lógicamen 
te  fundamentados,  que  tuvo  dichas  calidades  en  grad 
eminente.  Se  desprende  así,  de  la  misma  manera  que  s 
desprende  olor  a  rosa  de  una  rosa,  del  admirable  Reía 
to  de  Valeriano,  que  todo  él  es  sencillo,  candorosc 
oliente  a  "Fioretti"  de  San  Francisco  de  Asís  y  hast 
a  Evangelio:  menos  autorizado  desde  luego  que  ést« 
pues  no  es  revelación  divina  propiamente;  más  inge 
nuo,  natural  y  espontáneo,  que  el  librito  franciscano  pie 
doso  que  no  es,  con  todo,  sino  un  pequeño  poema  míí 
tico  a  la  mansedumbre  y  sencillez  admirable  del  Poví 
relio  de  Asís.  Todas  las  actitudes,  todas  las  accione; 
todas  las  palabras  de  Juan  Diego  consignadas  en  es 
Relato  de  Valeriano  que  no  ha  sido  apreciado  ni  difun 
dido  entre  los  mexicanos  como  lo  merece,  respiran  sin 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  53 


plicidad  y  candor  de  alma,  como  más  delante  expondré 
detenidamente. 

A  propósito  de  Juan  Diego  vienen  a  la  mente  de 
una  manera  muy  fuerte  y  espontánea,  las  palabras  sa- 
gradas de  Jesús:  "Nisi  efficiamini  sicut  parvuli.  .  ."  "si 
no  os  hiciereis  como  niños,  no  entraréis  en  el  reino  de 
los  cielos".  Niños  debemos  ser,  espiritualmente,  todos 
los  creyentes  para  merecer  la  recompensa  prometida  por 
el  Señor;  niños  por  la  inocencia,  conservada  o  rehecha 
a  base  de  oración,  penitencia  y  fe,  niños  por  la  senci- 
llez candorosa  e  ingenua,  niños  por  la  consiguiente 
ausencia  de  malicia,  de  segundo  o  secreto  pensamiento, 
por  la*  llaneza  y  amabilidad  y  por  la  buena  voluntad: 
Paz  en  la  tierra  a  los  hombres  de  buena  voluntad. 

¡Si  toda  la  actuación  de  nuestro  encantador  indico 
es  justamente  de  una  infantilidad  admirable,  sin  que  ello 
quiera  decir  que  se  descartan  la  prudencia,  el  raciocinio, 
la  inteligencia,  ¡hasta  un  buen  grado  de  elocuencia!  ¡y 
la  postura  varonil  que  denuncia  a  todo  un  hombre,  mo- 
ralmente  hablando!  Y  físicamente  también,  como  pron- 
to diré. 

Juan  Diego,  precisamente  por  esa  sencillez  de  co- 
razón y  por  una  especial  providencia  de  Dios,  en  la  que, 
repito,  es  muy  aceptable  creer,  se  conservó  bueno,  sen- 
cillo y  noble  en  medio  de  todas  las  tinieblas,  embustes 
y  torpezas  de  la  idolatría  y  perversión  humanas  que 
lo  rodeaban,  más  para  asfixiarlo,  que  para-  contami- 
narlo. 

Juan  Diego  debe  quizá  algunas  veces  haber  sentido 
cierta  especie  de  asco  moral  hacia  los  groseros  ídolos 
y  los  brutales  ritos  y  holocaustos  a  ellos  ofrecidos,  aun 
cuando  algunos  historiadores  han  afirmado  que  en  la 
región  de  Cuautitlán  no  eran  acostumbrados  los  sacri- 


54        Jesús     David    j  aquez 


ficios  humanos,  sino  sólo  ofrendas  u  holocaustos  de 
animales  y  frutos  del  campo. 

Por  su  bondad  y  nobleza  humana,  debe  haber  sido 
también  preservado,  supuesta,  como  dije  que  debemos 
suponerla,  una  especial  providencia  divina  preservatriz, 
de  los  contagios  más  peligrosos  para  un  alma:  los  con- 
tagios de  la  lujuria.  Nos  enseña  Ripalda  que  los  ene- 
migos del  alma  son  tres:  mundo,  demonio  y  carne.  ¿Sa- 
bemos hasta  qué  punto  Juan  Diego  tuvo  que  defender- 
se, con  ese  instinto  natural  en  las  almas  puras,  y  ser 
defendido  por  la  protección  divina  a  su  futuro  héroe, 
a  su  mensajero  y  embajador  exclusivo,  como  después 
expresamente  le  dijo  la  Señora  del  cielo,  contra  estas 
tres  formas  de  la  contaminación  espiritual? 

El  demonio,  ya  lo  dije,  campaba  por  sus  respetos 
al  través  del  grosero  culto  a  los  ídolos;  el  mundo  lo 
rodeaba,  felizmente  no  muy  de  cerca,  pues  no  frecuen- 
taba las  clases  dominantes  en  Cuautitlán,  los  señores 
prominentes,  los  guerreros,  los  sacerdotes  idólatras:  su 
condición  de  humilde  macehual  lo  protegía  contra  el 
mundo,  al  mantenerlo  uncido  a  los  rudos  trabajos  ma- 
nuales que,  como  imperativos  para  el  logro  de  su  diario 
sustento,  lo  traían  ocupado  totalmente  en  la  labor  cor- 
poral. Juan  Diego  fue  simple  trabajador  manual,  como 
José  de"  Nazaret,  como  ¡oh!  admiración,  Jesús  mismo: 
"faber  et  filius  fabri",  que  dice  el  Evangelio  refirién- 
dose a  Jesucristo  y  a  su  padre  nutricio,  según  de  ellos 
opinaban  sus  coterráneos:  artesano  e  hijo  de  artesano. 
Miles  de  santos  han  sido  también  trabajadores  manua- 
les, como  la  mayoría  de  los  apóstoles,  que  fueron  pes- 
cadores, como  después  San  Isidro  Labrador,  el  bien- 
aventurado Sebastián  de  Aparicio,  mexicano,  aunque 
nacido  en  España,  pero  que  en  México  vivió,  se  santifi- 
có y  actuó  trazando  caminos  e  introduciendo  la  carreta 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  55 


en  tiempos  coloniales  (su  cuerpo  reposa  en  la  Iglesia  de 
San  Francisco,  en  Puebla),  como  San  Crispín  zapate- 
ro, como  Santa  Bernardita  Soubirous.  En  la  Sagrada 
Biblia  vemos  constantemente  santos  dedicados  a  las 
primitivas  labores  y  el  pastoreo  y  la  pesca  ocupan  alto 
lugar  en  los  anales  de  los  tiempos  bíblicos;  el  Rey  Da- 
vid, profeta,  salmista  y  gran  santo  del  Antiguo  Tes- 
tamento, ¿qué  era  sino  un  pastorcillo  humilde  apacen- 
tando en  el  valle  del  Hebrón,  las  ovejas  de  su  padre 
Isaí?  Y  Siendo  pastorcillo,  el  profeta  Samuel  lo  ungió 
en  nombre  de  Jehová  como  Rey  de  Israel. 

El  trabajo  manual,  acaso  por  humilde  y  por  mante- 
ner la  mente  sosegada  y  en  un  silencio  que  permite 
hacer  oír  internamente  la  voz  de  Dios,  parece  haber 
tenido  siempre  una  especial  bendición  de  El;  es  posi- 
ble que  esa  bendición  o  predilección  prevengan,  desde 
los  tiempos  evangélicos,  del  hecho  de  que  Cristo  Jesús 
se  dedicó  a  él  por  espacio  de  veinte  o  más  años:  faber, 
artesano,  que  dice  el  Evangelio  sin  que  se  sepa  con 
rigor  qué  clase  de  artesanía:  muy  probablemente  la  de 
carpintero,  como  ha  sido  creencia  constante  de  la  cris- 
tiandad. 

En  cuanto  al  tercer  enemigo  del  alma,  la  carne, 
bien  puede  Dios  haber  protegido  también  muy  particu- 
larmente a  quien  iba  a  ser  su  siervo  y  embajador  espe- 
cial de  la  Madre  de  Dios:  la  gracia  divina  obra  como 
le  place  y  cuándo  y  dónde  le  place,  como  su  espíritu, 
que  sopla  dónde  y  cuándo  quiere,  según  entiendo  que 
está  escrito. 

Además,  hay  una  natural  propensión  entre  las  al- 
mas verdaderamente  buenas  y  sencillas,  hacia  la  pure- 
za. Si  bien  las  inquietudes  de  la  carne  están  dentro  de 
nosotros  mismos,  muchas  veces  son  la  malicia  y  la 
imaginación  las  que  las  despiertan.  Hay  pueblos  racial- 


56       Jesús     David  Jaquez 


mente  lúbricos  y  otros  más  equilibrados  en  este  deli- 
cado terreno.  Si  los  mexicanos  actuales  generalmente 
somos  proclives  a  este  vicio,  a  causa  de  nuestra  natu- 
raleza impetuosa,  ardiente,  a  nuestra  cabeza  y  sangre 
caliente,  según  afirman  algunos  —y  también  a  causa 
de  nuestra  muy  sutil  y  despierta  malicia—,  no  así  el 
indígena  simple  ni  tampoco  el  indígena  del  siglo  XV. 
Todavía  en  algunas  comunidades  indias  de  la  actua- 
lidad, en  lugares  apartados  y  como  casos  excepciona- 
les, se  ven  ejemplos  de  sencilla  continencia.  No  hace 
mucho  tiempo  que  un  médico  rural  de  nuestro  México 
Central,  narraba  el  caso  de  un  matrimonio  de  campe- 
sinos indígenas,  admirable  en  este  terreno,  por  simple 
inocencia  infantil.  El  médico  calificaba  el  caso  con  acri- 
tud sensualista  y  en  un  terreno  crudamente  materia- 
lista: yo  lo  califico  de  admirable. 

No  se  sabe  en  qué  fecha  casó  Juan  Diego  con  la 
futura  María  Lucía,  cuyo  nombre  gentil  antes  de  su 
bautismo,  se  ignora  en  absoluto.  Pero  es  seguro,  dadas 
las  calidades  mencionadas  y  dado  lo  delicado,  casi  es- 
piritual, lo  dulce  y  romántico,  como  hoy  diriamos,  del 
alma  del  futuro  elegido,  que  Juan  Diego  casó  por  ino- 
cente simpatía,  por  atractivo  espiritual,  por  amor:  no 
ese  sensual  y  burdo  que  hoy  corre  en  el  mundo  moder- 
no que  a  veces  lo  encubre  hipócritamente  bajo  el  misti- 
ficante título  de  "romance",  como  cuando  dice  elegante-, 
mente,  del  sucio  concubinato  de  un  astro  y  una  estrella 
de  cine,  que  "están  viviendo  un  romance",  sino  con  sen- 
cillo amor  casto  y  primitivo  de  buena '  ley.  Algo  nos 
sugiere  en  este  sentido,  al  menos  como  argumento  ne- 
gativo, pero  sintomático  de  mi  opinión,  el  hecho  de  que 
ese  matrimonio  no  haya  tenido  descendencia. 

Afirman  algunos  guadalupanistas,  entre  ellos  el  li- 
cenciado Primo  Feliciano  Velázquez,  que  Juan  Diego  y 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  57 


María  Lucía  vivieron  y  murieron  vírgenes;  don  Fran- 
cisco de  Florencia  y  otros,  más  conservadoramente,  sólo 
se  limitan  a  mencionar  su  castidad  de  vida  "al  menos, 
dicen,  desde  que  oyeron  a  uno  de  los  primeros  minis- 
tros de  la  evangelización",  o  sea  uno  de  aquellos  apos- 
tólicos franciscanos  venidos  en  los  primeros  tiempos  a 
la  Nueva  España,  hablar  sobre  lo*  mucho  que  agrada 
a  Dios  y  a  su  Santísima  Madre,  la  virtud  de  la  pureza, 
sermón  que  los  movió  a  una  santa  castidad  aun  dentro 
de  su  matrimonio. 

Si  el  argumento  de  tipo  meramente  negativo  de  su 
falta  de  descendencia  puede  tener  alguna  fuerza,  si 
bien  relativa  pero  insinuante,  hay  otro  argumento,  pero 
de  tipo  moral  o  mejor,  místico:  la  reiterada  observación 
de  que  las  grandes  apariciones  de  la  Virgen  María 
han  sido  siempre  hechas  a  los  más  puros,  a  personas 
virginales.  Hay  una  como  secreta  analogía  en  esto:  la 
Virgen  María,  la  pureza  suma,  ama  como  natural,  como 
instintivamente,  la  pureza  de  aquellos  a  quienes  su 
Hijo  destina  para  una  especial  predilección.  Cabe  re- 
cordar que  también  sobre  Francisco  de  Asís  llegó  a 
discutirse  el  mismo  asunto.  Por  ese  motivo  de  la  sagra- 
da virginidad  de  la  que  es  llamada  y  se  llamó  a  sí  misma 
en  el  Tepeyac,  "la  siempre  Virgen  María,  Madre  de 
Dios",  no  considero  errada  la  suposición  de  la  perfecta 
pureza,  aun  conyugal,  del  por  lo  demás  sencillo  y  lim- 
pio matrimonio  de  Juan  Diego  y  su  consorte.  Si  el 
Señor  Jesús  dijo  "Bienaventurados  los  limpios  de  cora- 
zón, porque  ellos  verán  a  Dios",  nada  obsta  para  pen- 
sar piadosamente,  que  los  limpios  de  corazón  y  de 
cuerpo,  es  decir  los  puros  y  virginales,  sean  los  desti- 
nados a  ver  esa  gloria  de  Dios  que  es  su  Virginal  Ma- 
dre, aun  desde  esta  vida  y  con  sus  ojos  aún  de  carne, 
como  la  vió  Juan  Diego,  y  como  la  vió  también,  ese 


58        Jesús     David  Jaquez 


otro  covidente  más  olvidado  todavía  y  más  marginado: 
Juan  Bernardino,  su  anciano  tío. 

Pero  todo  el  panorama  espiritual  de  esa  alma  en- 
cantadora de  Juan  Diego,  comienza  ya  a  aclararse  en 
cuanto  llega  el  día  de  su  bautismo.  Sobre  la  especial  y 
oculta  preservación  que  de  sus  virtudes  naturales  había 
ejercido  la  Providencia,  viene  ahora  la  infusión  de  las 
tres  virtudes  teologales  mediante  el  bautismo,  dador 
ante  todo,  de  fe.  El  rito  católico  de  ese  Sacramento 
salvador  lo  dice  claro.  ¿Qué  pides  a  la  Iglesia  de  Dios? 
El  bautismo,  la  fe.  "¿Quid  petis  ab  Ecclesia  Dei?  Fi- 
dem."  El  bautizando,  por  sí  o  por  sus  padrinos  llega  al 
dintel  del  templo  pidiendo  la  fe.  El  sacerdote  le  da  el 
bautismo,  luego  con  él  le  da  la  fe,  según  se  desprende 
del  diálogo  ritual  mencionado. 

Juan  Diego,  y  con  él  su  mujer,  recibieron  en  el  Sa- 
cramento la  fe,  la  esperanza  y  la  caridad,  como  virtu- 
des infusas,  en  semilla  para  que  a  su  tiempo  florezcan; 
¡y  cómo  florecieron  en  el  alma  Cándida  de  Juanito! 
Es  de  fe  cristiana  que  el  bautismo  borra  el  pecado  ori- 
ginal y  cualquiera  otro  si  lo  hubiere,  según  explica  Ri- 
palda.  Esto  es  lo  que  simboliza  el  lienzo  blanco  con 
que  ceremonialmente  es  cubierta  la  cabeza  del  bauti- 
zado, como  la  llama  del  cirio  simboliza  la  fe.  Juan  Diego 
salió  de  las  aguas  lústrales  con  una  credencial  autén- 
tica de  fe  y  de  las  demás  virtudes  cristianas;  si  algún 
contagio,  seguramente  apenas  acusable,  de  paganismo 
y  sus  pecados,  tenía  acaso,  allí  salió  su  alma  limpia 
como  un  lirio;  y  alma  lilial  fue  desde  entonces  hasta 
su  muerte  cabe  la  ermita  del  Tepeyac.  Aquí  es  donde 
se  desvanecen  todas  las  dudas  y  donde  se  borran  todos 
los  sospechables  residuos  de  paganidad.  Después  del 
bautismo  de  Juan  Diego,  ni  hablar  de  ello. 

Viene  ahora  otro  punto,  esta  vez  de  historia,  que 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  59 


parece  querer  ensombrecer  la  fisonomía  espiritual  de 
nuestro  bendito  indio:  la  no  existencia  de  su  partida  o 
acta  de  bautizo.  Monseñor  José  de  Jesús  Manriquez  y 
Zárate,  Obispo  de  Huejutla,  en  su  excelente  librito 
"Quién  fue  Juan  Diego",  admite,  como  todos,  la  inexis- 
tencia del  acta  de  bautizo  de  nuestro  héroe;  es  muy 
admisible,  no  que  se  haya  perdido,  sino  que  jamás  haya 
sido  extendida,  escrita:  lo  explican  y  justifican  las  cir- 
cunstancias del  tiempo.  Si  los  franciscanos,  que  eran 
muy  pocos  en  1524,  fecha  la  más  probable  del  bautizo 
de  Juan  Diego,  apenas  se  daban  abasto  a  bautizar,  pese 
a  que  aún  no  llegaba  la  gran  masa  de  aborígenes  a 
dejarse  cristianizar,  menos  se  darían  abasto  si  hubieran 
tenido  que  redactar  las  actas  o  partidas  correspondien- 
tes, en  tiempos  de  escasos  escribanos  y  escasos  capa- 
citados para  escribir  debidamente  tales  documentos. 

Monseñor  Manriquez  y  Zárate,  con  buen  criterio, 
afirma  que  la  no  existencia  de  tal  documento,  no  prue- 
ba que  Juan  Diego  no  haya  sido  bautizado  y  que  por 
tanto,  tal  carencia  de  dicho  testimonio,  no  es  hoy  día 
obstáculo  formal  para  la  introducción,  ante  la  Sagrada 
Congregación  de  Ritos,  de  su  proceso  de  beatificación. 
Tiene  razón,  inclusive  en  terrenos  canónicos  y  de  for- 
malismos y  leyes  que  presiden  las  prácticas  procesales 
y  beatificatorias  del  citado  tribunal  romano.  Pero  hay 
otro  argumento,  por  cierto  doble  y  poco  aprovechado 
hasta  la  fecha  por  los  historiadores  y  aun  por  los  esca- 
sísimos panegiristas  del  venturoso  vidente  del  Tepeyac. 

¿Cómo  o  de  dónde  se  trocó  el  nombre  pagano  de 
Cuautlatóhuac,  sea  cual  fuere  su  correcta  grafía,  en  el 
nombre  auténticamente  cristiano  de  Juan  Diego?  El 
nombre  pagano  de  nuestro  héroe  nos  suena  hoy  a  mera 
reminiscencia  histórica,  en  tanto  que  el  nombre  de  Juan 
Diego  es  plenamente  conocido  y  usado  desde  la  primera 


60        Jesús     David  Jaquez 


mención  de  nuestro  hombre.  Sólo  el  bautismo  explica 
bastantemente  esta  mudanza  de  nombre. 

Además,  hubo  una  persona  de  especial  autoridad 
que  lo  usó  desde  el  primer  momento,  para  llamar  a 
nuestro  indígena;  esta  persona  fue  nada  menos  que  la 
Virgen  del  Tepeyac,  cuyas  primeras  palabras  dirigidas 
en  vocativo  al  vidente,  fueron  precisamente  estas:  "Jua- 
nito,  Juan  Dieguito'';  ''Juantzin,  Juan  Diegotzin",  que 
dice  a  la  letra  el  original  náhuatl  del  Relato  de  Vale- 
riano. 

¿Cómo  iba  a  llamar  la  Señora  a  su  siervo  por  ese 
nombre,  por  cierto  repetido  y  con  la  fórmula  tzin,  re- 
verencial, como  ya  expuse  y  además  denotadora  de 
cariño  y  predilección,  si  el  humilde  macehual  no  se 
llamaba  así?  ¿Por  qué  no  le  dijo:  "Cuautlatoatzin"? 
Sencillamente  porque  ya  no  se  llamaba  así.  Y  he  aquí 
mis  dos  argumentos  complementándose  y  explicándose 
uno  al  otro  y  reforzados  a  parre  ante  y  a  parre  posf.  Y  es 
claro  que  si  la  Señora  del  cielo,  tan  tenedora  en  cuenta 
de  la  Iglesia  y  sus  ministros,  como  que  lo  mandó  ante 
todo  a  ver  al  obispo,  envió  el  recado  único  al  obispo 
y  produjo  una  señal,  conforme  a  los  deseos  generales 
del  obispo,  llamó  a  Juan  Diego  por  su  nombre  cristia- 
no y  bautismal,  como  ya  argumenté,  es  porque  tuvo  en 
cuenta  que  ese  era  su  nombre  válido  y  sancionado  por 
la  Iglesia  mediante  el  Sacramento.  Y  recuérdese  que 
también  la  Señora  en  Lourdes  envió  a  Bernardita  "a 
decir  a  los  sacerdotes  que  quería  una  iglesia  y  que 
deseaba  que  fueran  las  multitudes".  La  Virgen  María 
nos  da  ejemplo  de  dar  su  lugar  a  los  ministros  de  Dios 
y  a  no  salvar  los  trámites  debidos  humana  y  divina- 
mente. ¿Son  apodícticos  estos  argumentos? 

Entramos  ya  a  la  nueva  fase  de  la  vida  de  nuestro 
gran  hombre,  bajo  una  nueva  luz  que  sustituye  a  las 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  61 


inseguridades  y  dudas  anteriores:  su  vida  cristiana. 
Comienza  aquí  quizá  la  grande  preparación  espiritual, 
ya  más  directa,  del  elegido  de  la  Virgen. 

Juan  Diego  cristiano,  nos  inspira  naturalmente  más 
confianza  y  seguridad  que  el  Juarí  Diego  pagano  de 
cincuenta  años  anteriores.  Y  este  Juan  Diego  cristia- 
no se  revela,  bajo  esa  "retroluz"  de  que,  falto  de  mejor 
término  hice  uso,  con  nueva  y  embellecedora  claridad. 
Pero  aún  estamos  dentro  de  su  etapa  preguadalupana. 

Retrocedamos  pues  un  poco,  con  ayuda  de  esa  cla- 
ridad, hacia  los  últimos  días  paganos  que  nuestro  héroe 
vivió. 

Juan  Diego  era  un  hombre  bueno,  como  ya  expuse. 
Sencillo,  pobre  y  laborioso  —no  se  sabe  que  haya  ha- 
bido santos  holgazanes—  trabajaba  en  su  solar,  pro- 
bablemente con  su  tío,  el  futuro  Juan  Bernardino,  y  con 
su  mujer.  La  historia  nos  ha  dejado  llegar  dos  o  tres 
noticias  dispersas,  como  esos  pecios  o  botellas  conte- 
niendo el  mensaje  de  un  náufrago,  que  la  marea  arroja 
a  veces  a  alguna  lejana  costa  solitaria.  Quiere  la  leyen- 
da que  las  madres  indígenas  de  Cuautitlán  hayan  dicho 
frecuentemente  a  sus  hijos:  "Ojalá  llegues»  a  ser  un 
hombre  como  Juan  Diego".  Admitiendo  esto  antes  de 
su  evangelización,  deben  haber  dicho  "como  Cuautla- 
tóhuac".  Y  dentro  de  este  supuesto,  ese  Cuautlatóhuac 
que  todavía  se  nos  antoja  extraño  y  que  no  acabamos 
de  asimilar  ni  comprender,  debe  haber  sido  un  hombre 
sumamente  bueno,  un  hombre  verdaderamente  ejemplar. 

Posible  es  que  haya  tenido  un  padre  y,  sobre  todo 
una  madre,  que  lo  hayan  educado  en  la  ley  natural,  en 
la  rectitud,  el  respeto,  la  obediencia,  la  laboriosidad: 
las  madres  aztecas  educaban  a  sus  hijos,  a  su  modo, 
pues  no  tenían  otro;  muchas  madres  actuales  no  educan 
ni  tienen  modo  alguno  y  por  eso  sus  hijos  son  lo  que  son. 


62        Jesús     David  Jaquez 


Dice  un  Padre  de  la  Iglesia  que  "el  alma  humana 
es  naturalmente  cristiana".  Dice  muy  bien.  Cuautlató- 
huac,  alma  humana  plena  de  naturalidad,  debe  haber 
sido  naturalmente  cristiano  y  creo  que  esta  considera- 
ción es  muy  importante.  Si  Cuautlatóhuac  no  conocía 
aún  a  Dios,  quizá  lo  presentía,  casi  lo  intuía.  De  esto 
hay  ejemplos  en  algunas  vidas  de  santos  y  de  conver- 
tidos. Y  no  sin  fundamento,  puesto  que  el  salmista  dice: 
"Los  cielos  narran  la  gloria  de  Dios  y  el  firmamento 
anuncia  la  obra  de  sus  manos''.  Cuautlatóhuac,  intros- 
pectivo y  contemplativo  natural,  como  indígena,  puede 
haber  tenido  un  lampo  de  claridad  espiritual  del  Ser 
Sumo.  Además,  no  olvidemos  que  era  un  preelegido. 
Pertenecía  al  alma  de  la  Iglesia,  antes  de  pertenecer 
a  su  cuerpo,  porque  la  Iglesia  no  tenía  cuerpo  aún  en 
aquel  Anáhuac  todavía  no  evangelizado.  El  cuerpo  mís- 
tico de  la  Iglesia,  que  es,  dicen  los  teólogos  y  los  mís- 
ticos, el  Cuerpo  Místico  de  Cristo,  lo  trajeron  tiempo 
después  y  por  cierto  a  pie,  tras  haber  cruzado  procelo- 
sos mares,  los  primeros  apostólicos  evangelizadores  de 
la  naciente  Nueva  España.  Gracias  a  esa  gesta  provi- 
dencial, nosotros  hoy  pertenecemos  también  al  cuerpo 
de  la  Iglesia,  si  bien  nos  separamos  de  su  alma  cada 
vez  que  violamos  la  Ley  de  Dios:  ese  catolicismo  epi- 
dérmico de  que  antes  hablé,  es  del  cuerpo,  pero  nunca 
puede  ser  del  alma  de  la  Iglesia,  a  menos  que  vuelva 
en  sí.  Y  el  alma  es  lo  que  vale,  no  el  cuerpo  precisa- 
mente. ¿Queréis  saber  lo  que  vale  nuestro  cuerpo?  Id 
a  un  cementerio  y  abrid  un  sepulcro:  he  ahí  nuestro 
cuerpo.  ¿Queréis  saber  lo  que  es  nuestra  alma?  Entre- 
gaos, mientras  lleqa  la  hora,  a  la  meditación  espiritual 
de  las  cosas  de  allá  arriba,  de  la  vida  eterna.  Pero  como 
somos  por  hoy,  compuesto  de  cuerpo  y  alma,  ambos 
tienen  importancia  y  ningún  creyente  puede  lícitamente 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  63 


permanecer  fuera  del  cuerpo  de  la  Iglesia,  pues  queda- 
ría automáticamente  también,  fuera  de  su  alma.  Así 
igualmente  sucede  en  nuestra  naturaleza  mortal. 

Francés  Parkinson  Keyes,  norteamericana,  nos  da 
en  su  simpático  libro  "The  Grace  of  Guadalupe",  un 
poético  cuadro  de  Juan  Diego  y  su  mujer,  consagrados 
a  sus  humildes  ocupaciones  puebleriegas;  nos  pinta  al 
marido  en  sus  habituales  faenas  domésticas  y  a  María 
Lucía  tejiendo,  bordando,  tiñendo  el  ixtle  de  sus  ropas... 
TIn  cuadro  bello  y  de  vida  simple  e  idílica  en  el  rústico 
Cuautitlán  indiano. 

Pero  un  día,  a  los  oídos  de  ese  pueblerino  pacífico 
y  manso,  llegaron  extrañas  noticias:  raros  y  maravi- 
llosos hombres  blancos  y  barbados  —los  anunciados 
legendariamente  por  Quetzalcoatl —  habían  hecho  su 
aparición  en  México-Tenoxtitlan.  Venían  encaramados 
en  extraños  monstruos  de  largas  patas,  piafantes  y  re- 
linchantes y  cubiertos  de  hermosos  arneses  y  gualdra- 
pas de  fuertes  colores.  Los  hombres  iban  revestidos  de 
metal  luciente,  esgrimían  lanzas  con  puntas  que  no  eran 
de  pedernal  y  apuntaban  contra  el  indio  con  unos  hie- 
rros que  vomitaban  trueno,  fuego  y  humo.  Y  venían  en- 
coraginados,  bravos,  buscando  guerra,  y  al  son  de  ello, 
incendiaban,  saqueaban,  robaban,  tomaban  los  víveres 
de  grado  o  por  fuerza,  mataban  indios  y  violaban  a 
sus  doncellas:  horrísono  cuadro  para  un  pueblerino  de 
alma  pacífica,  blanca  y  meditativa. 

De  Cuautitlán  a  Tenoxtitlán  la  distancia  no  es  gran- 
de: poco  más  de  dos  docenas  de  nuestros  kilómetros  de 
hoy;  y  ya  desde  entonces,  como  desde  siempre,  las 
noticias  tenían  pies;  ¡y  hasta  alas!  Y  comenzaron  a  lle- 
gar noticias  cada  vez  más  claras  y  pavorosas,  de  la 
i  guerra  y  de  la  depredación.  Todo  daba  a  entender  que 
todo  un  mundo  y  todo  un  modo  de  vivir  expiraba,  y  se 


64 


Jesús     David-  ]  aquez 


echaba  encima  otro  mundo  distinto,  harto  fiero  en  sus 
comienzos:  el  destino,  los  hados,  los  dioses  quizá  así 
lo  ordenaban.  ¿Cómo  y  con  qué  espíritu  recibiría  Cuau- 
tlatóhuac  tales  primeros  informes?  Quizá  tan  sólo  con 
azoro  natural,  con  extrañeza  admirativa,  con  explicable 
inquietud.  Quizá  temió  por  su  tío,  por  su  solarcillo,  por 
su  jacal  y  sobre  todo,  por  su  dulce  y  buena  compañera 
cuyo  nombre  indio  me  duele  no  saber. 

Bien  pronto  Cuautlatóhuac  pudo  comprobar  por  sí 
mismo  la  veracidad  de  las  extrañas  noticias.  Sus  ojos 
estupefactos  deben  haber  contemplado  por  encima  de 
las  piedras  de  su  tecorral,  un  día  cualquiera  mientras 
partía  leña,  daba  maíz  a  las  pipilas,  limpiaba  pencas  de 
nopal  o  maceraba  pencas  de  maguey  para  preparar  el 
ixtle,  a  los  advenedizos  monstruos.  Acaso  los  vió  con 
ojos  llenos  de  azoro  desde  la  honda  verdura  de  alguna 
milpa  y  su  primer  movimiento  instintivo  debe  haber  sido 
el  de  esconderse  entre  sus  largas  y  sonantes  hojas. 

-  •  Y  con  ojos  inmensamente  abiertos,  tensos  hasta 
cansarse,  debe  haber  visto  cómo  las  gastaban  esos  hom- 
bres traídos  hasta  su  terruño  por  quién  sabe  qué  incom- 
prensible fatalismo.  Los  vió  entrar  a  su  Cuautitlán,  de- 
rribar altares  y  adoratorios,  quebrar  y  despedazar  y 
patear  los  ídolos  venerandos  en  so  fealdad,  con  furia 
iconoclasta  que  su  simple  mentalidad  no  podía  sin  duda 
entender  sino  con  algo  de  terror  religioso,  como  quien 
presencia  una  profanación.  El  no  podía  entonces  sos- 
pechar que  algún  tiempo  después  le  sería  develado  el 
misterio  y  explicado  aquel  temible  proceder. 

Y  los  guerreros  fueron  dispersados  o  muertos  y  los 
señores  domeñados  y  las  riquezas  entradas  a  saco:  los 
hombres  blancos  traían  sed  insaciable  de  oro.  Y  Tenoxt 
titlán  fue  incendiado  y  demolido  literalmente"  tras  muy 
largas  semanas  de  asedio,  y  cayó  prisionero  el  gran. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  65 


Tlatoani  Cuauhtemotzin  y  lo  hicieron  tributario,  perdo- 
nándole la  vida  con  otros  grandes  del  imperio  y  los 
blancos  se  asentaron  bien  en  la  tierra  conquistada,  la 
tierra  azteca,  la  suya,  y  lentamente  las  bocas  de  fuego 
se  fueron  silenciando  y  los  incendios  apagándose  y 
dejó  de  haber  guerra  y  furia  devastadoras. 

El  alma  azorada  y  pávida  del  índico  quedó  teñida 
de  asombro  inexplicado,  de  extraños,  subconscientes  e 
incoherentes  ¿por  qué?  incontestados.  Los  dioses  de  pie- 
dra yacían  ya  por  tierra,  rotos  y  además,  los  dioses 
nunca  se  habían  apiadado  de  los  hombres.  ¿Á  quién 
preguntar,  a  quién  recurrir  en  busca  de  apaciguamiento 
anímico?  El  alma  del  indio,  como  la  de  todos  sus  com- 
patriotas se  hundió  en  nostalgia  meditativa  y  larga, 
silenciosa  y  un  poco  hosca.  Hoy,  después  de  casi  cua- 
tro siglos  y  medio,  esa  nostalgia  mansa  y  muda  sigue 
aposentada  aferrándose  tenazmente  en  el  alma  indíge-  * 
na  y  todas  las  prédicas  pseudocivilizadoras,  emancipa- 
torias  y  falsamente  incorporatorias  "del  indio  a  la  ci- 
vilización", no  han  alcanzado  a  disiparla.  Ni  hay  traza 
de  que  lo  hagan.  ¿Cuándo  la  política  y  ménos  aún  la 
simple  y  baja  e  interesada  politiquería  ha  redimido  a 
un  pueblo?  Ni  lo  hará  jamás:  no  tiene  fuerza,  ni  siquie- 
ra intención  sincera  ni  menos  espíritu. 

Pero  luego  a  poco  fueron  llegando  otros  hombres 
blancos,  aunque  bien  diferentes.  No  portaban  lanzas  ni 
esos  nunca  vistos  instrumentos  que  escupían  lumbre, 
trueno  y  humo,  no  lucían  penachos  en  las  cabezas  ni 
se  protegían  con  corazas,  yelmos  ni  escudos.  Llevaban 
largas  ropas  pobres,  sandalias  como  los  huaraches  in- 
dios, sonreían  y  buscaban  fraternizar  con  el  indio:  le 
hablaban,  trataban  de  aprender  su  idioma  dulce  y  can- 
tarino,  se  acomedían  a  curar  sus  heridas  y  dolencias  y 
r-mparaban  a  los  "chilpayates"  y  a  las  huérfanas  y  a 


66 


Jesús     David  Jaqjuez 


los  viejos:  eran  hombres  buenos:  demasiado  buenos 
para  poder  ser  comparados  en  nada  con  los  rudos  gue- 
rreros blancos,  los  "cactzopini",  los  que  talonean,  según 
la  significación  náhuatl  de  esa  palabra  simple  y  llana 
convertida  con  el  tiempo  en  el  injuriante  gachupín:  los 
frailes  nunca  fueron  "cactzopini",  nunca  taloneaban  es- 
poleando un  caballo:  ellos  no  tenían  caballos,  pues  eran 
tan  pobres  como  el  indio  empobrecido  por  la  conquista, 
o  acaso  más.  Y  no  buscaban  oro,  buscaban  amistad: 
lágrimas  qué  enjugar,  dolores  qué  mitigar,  tinieblas  qué 
aclarar.  El  fraile  se  hizo  amar  desde  el  primer  día.  Y 
el  indio  al  verlo,  no  decía  azorado:  "Cactzopini",  decía 
"Motolinía'',  es  decir,  pobrecito. 

Y  por  eso,  bien  pronto,  aunque  aún  con  timidez, 
pues  las  experiencias  de  la  etapa  de  la  conquista  bélica 
y  de  los  siglos  de  idolatría  no  podían  ser  borrados  tan 
prestamente,  los  indios  se  fueron  acercando  al  fraile,  al 
franciscano.  Primero  de  lejos,  ocasionalmente;  después, 
poco  a  poco,  un  tanto  más,  hasta  dejarse  prender  en  las 
redes  de  la  palabra:  el  Evangelio  se  abría  paso,  "los 
caminos  del  Señor  se  preparaban",  si  bien  aún  muy  tra- 
bajosamente y  en  escaso  número  de  almas.  Pero  ya 
era  algo. 

Es  seguro  que  Juan  Diego  fue  uno  de  los  primeros 
catequizados,  junto  con  su  mujer.  Seguramente  también 
con  su  tío.  Fue  edificado  Tlaltelolco,  comenzó  a  darse 
misión  y  doctrina  y  nuestro  indio  bien  pronto  fue  un 
catecúmeno,  con  su  mujer.  Puede  creerse  que  también 
con  el  tío,  si  bien  por  otra  parte  éste,  como  viejo,  puede 
muy  bien  haber  sido  más  rehacio  a  la  nueva  doctrina: 
es  muy  suponible. 

En  1524,  aunque  con  incertidumbre  de  fecha,  que 
otros  ponen  un  poco  antes,  un  año  no  más,  Juan  Diego, 
buen  sabedor  ya  del  Credo,  Mandamientos,  Oraciones 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  67 


y  Sacramentos,  recibe  con  su  compañera  el  primero  de 
ellos:  la  gran  puerta  franca  a  la  verdad:  el  bautizo. 
Se  asegura  que  fue  ese  Motolinía  compadecido  por  los 
indios,  quien  derramó  el  agua  lustral  sobre  la  cabeza 
del  catecúmeno:  no  es  dato  seguro  si  bien  probable. 

Juan  Diego  cristiano,  se  dedicó  desde  inmediatamen- 
te a  ser  buen  cristiano,  como  había  sido  ya  antes  buen 
hombre,  buen  trabajador,  buen  ciudadano  y  buen  ma- 
rido: era  y  había  sido  siempre  integralmente  bueno.  Y 
empezó  a  hacer  largas  y  constantes  caminatas  desde  su 
pueblo,  al  convento  e  iglesia  de  Santiago  Tíaltelolco. 
A  la  misma  Virgen  María  se  lo  explicó  asi,  en  su  len- 
guaje llano  y  lleno  de  verdad.  Juan  Diego  empezó  a 
ser  el  "peregrino"  de  que  otro  perdido  retazo  de  his- 
toria, o  más  bien  de  tradición,  nos  habla  después,  como 
de  pasada. 

Muchos  días  de  la  semana  sin  duda,  dejaba  su 
solar,  su  jacal,  su  tecorral  y  sólo  o  acompañado  de  su 
María  Lucía,  cosa  que  ahora  rememorativamente  me 
place  más,  venía  a  Tíaltelolco  a  "seguir  las  cosas  divi- 
nas, que  nos  dan  y  enseñan  nuestros  sacerdotes,  dele- 
gados de  Nuestro  Señor"  como  textualmente  se  lo  dijo 
a  la  siempre  Virgen  María,  Madre  de  Dios,  en  el  Te- 
peyac.  El  no  conocía  quizá  el  pasaje  evangélico  en  que 
Jesucristo  dice  a  Marta  y  a  Magdalena:  "Una  sola  cosa 
es  necesaria",  pero  la  practicaba,  con  su  ardor  deJieó- 
fito.  Porque,  como  bien  dijo  siglos  después  el  Cura  de 
Ars,  San  Juan  Bautista  María  Vianney,  "aquellos  que 
son  iluminados  por  el  Espíritu  Santo,  saben  mucho  más 
que  los  letrados".  Palabras  que,  por  lo  demás,  no  son 
sino  eco  de  las  palabras  divinas  del  Salvador  cubando 
dijo  en  sus  últimos  días,  según  narra  el  Evangelista: 
"Gracias  te  doy,  oh!  Padre,  porque  escondiste  estas 


68        Jesús     David  Jaquez 


cosas  de  los  sabios  y  los  soberbios  y  las  revelaste  a 
los  humildes  y  pobrecitos". 

Juan  Diego,  el  neófito,  sabía  más  de  la  religión,  esa 
"única  cosa  necesaria",  como  dijo  el  Señor,  que  muchos 
millones  de  católicos  de  hoy,  ricos  y  pretenciosos  que 
pasean  por  la  Avenida  Juárez,  Madero  o  San  Juan  de 
Letrán,  sabiendo  todo  de  iodo,  pero  nada  en  realidad 
de  eso  único  necesario"  que  para  todos  nosotros  dijo 
el  Maestro  de  Galilea,  a  cuya  palabra  nos  hacemos 
tan  elegantemente  — ¡pobrecitos  de  nosotros,  ay!. —  di- 
simulados. 

Entre  las  cosas  que  Juan  Diego  tiene  forzosamen- 
te que  haber  aprendido  con  su  memoria,  su  intelecto 
y  su  corazón,  como  son  un  Dios  único,  espiritual  e  in- 
finito, un  pecado  original  fatal  para  la  especie  huma- 
na, una  Encarnación,  una  Redención,  una  Iglesia,  sin 
duda  que  aprendió  muy  primariamente  a  saber  de  la 
siempre  Virgen  María.  Admirativamente  y  con  gozo 
espiritual,  él  que  era  puro,  acaso  virginal,  supo  de  una 
Señora  más  pura  aún  y  sin  mancha  alguna,  y  que  es 
Madre  espiritual  de  todos  nosotros:  revelación  conso- 
ladora para  una  pobre  alma  melancólica  y  colectiva- 
mente entristecida  y  adolorida  por  su  sometimiento  in 
virga  férrea,  con  vara  de  hierro,  por  los  indomables  his- 
panos, junto  con  todos  los  de  su  raza  abronzada. 

Hay  ung  especie  de  intuición  admirable  en  este 
primer  conocimiento  de  la  Virgen  María  por  toda  alma 
casta.  Si  el  conocimiento  de  Jesucristo,  esencial  en 
absoluto,  reviste  caracteres  de  grandeza  majestuosa, 
como  que  es  Dios  y  Hombre,  y  engendra  respeto  ama- 
ble pero  viril,  el  primer  conocimiento  de  la  Virgen  es 
suave,  lilial,  exquisitamente  femenino,  con  una  femini- 
dad espiritual  única  en  nuestra  religión. 

No  puede  uno  eximirse  de  pensar  con  lógica  y 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  69 


cristiana  espontaneidad,  que  Juan  Diego  amó  a  la  Se- 
ñora del  cielo  apenas  tuvo  noticia  de  ella.  La  amó  y 
la  amó  bien  y  largamente.  Se  hizo  su  devoto,  su  ad- 
mirador y  servidor.  Esto  se  prueba  a  parte  ante  por  el 
carácter  esencialmente  marial  de  su  vocación  divina, 
de  su  predestinación  para  mensajero  y  embajador  de 
la  Señora,  y  a  parte  Post  por  su  conducta,  histórica- 
mente' certificada  y  abonada.  El  sábado  es  el  día  de 
la  semana  dedicado  devotamente  por  la  Iglesia  al  culto 
de  la  Virgen  y  cada  sábado  Juan  Diego  hacía  los 
veintitantos  rudos  kilómetros  entre  su  Cuautitlán  y 
Tlaltelolco,  "su  casa",  como  expresamente  lo  dijo  a 
Ella  misma  en  el  Tepeyac.  Venía  a  dos  cosas:  a  se- 
guir aprendiendo,  perfeccionándose  en  la  doctrina  cris- 
tiana y  a  oír  la  misa  sabatina,  misa  marial  en  la  devo- 
ción católica. 

Hay  cosas  que  la  historia  no  alcanza  a  captar,  dije 
al  principio:  La  Historia  no  captó,  por  sutil,  el  detalle 
ni  la  noticia  de  los  largos  ratos  en  que  Juan  Diego 
de  rodillas,  debe  haber  permanecido  contemplando 
aquella  imagen  traída  de  España  por  los  franciscanos 
y  puesta  en  lugar  de  honor  en  el  altar  de  Tlaltelolco: 
la  imagen  de  Nuestra  Señora.  ¡Cómo  pensaría  en  ella, 
cómo  la  invocaría,  cómo  se  encomendaría  a  Ella  y  le 
reiteraría  su  adhesión  filial  y  se  santiguaría  larga  y 
devotamente,  con  sus  dedos  toscos  y  aún  no  muy  dies- 
tros para  hacer  la  señal  de  la  cruz  ante  la  "Virgen- 
cita"! 

Mas  nos  queda  aún  el  último  aspecto  del  Juan  Die- 
go preguadalupano:  el  aspecto  dolor.  Bien  debe  haber 
él  sufrido  durante  la  guerra  de  conquista  y  el  subsi- 
guiente duro  y  terminante  sometimiento  a  la  fiera  raza 
guerrera  y  aventurera  de  los  primeros  conquistadores 
cortesianos.  Pero  a  este  sufrimiento  general,  poco  per- 


70 


Jesús     David  Jaquez 


sonalizado  aún,  ya  que  su  pobreza  de  macehual  olvi- 
dado por  insignificante,  no  lo  había  tocado  sino  gené- 
ricamente, la  providencia,  en  sus  fines  ocultos  y  no 
escrutables  por  el  hombre,  agregó  el  sufrimiento  per- 
sonal, el  verdadero,  el  que  certeramente  toca  de  muerte 
al  corazón:  Juan  Diego  quedó  viudo. 

La  dulce  y  buena  María  Lucía  que  amorosamente 
nos  pinta  otra  mujer,  Francés  Parkinson  Keyes;  la  ha- 
cendosa, la  limpia,  la  solícita,  modelo, de  ama  de  casa 
pobre  y  modelo  de  esposa  de  un  pobre,  fue  atacada 
por  la  fiebre;  probablemente  por  la  que  los  indios  lla- 
maban la  fiebre  cocolixtli  y  un  día  triste,  acaso  una 
noche  inmensamente  triste,  la  amable  compañera  de  la 
vida  del  próximo  vidente,  cerró  los  ojos  y,  confortada 
por  la  religión  y  acompañada  del  llanto,  quedo  pero 
inagotable  del  buen  Juan  Diego,  pasó  a  mejor  vida;  a 
mucho  mejor  vida  que  la  pobre  e  incolora  de  su  viaje 
por  este  mundo  mísero. 

El  dolor  es  la  marca  de  Dios,  o  mejor,  de  la  obra 
de  Dios  sobre  un  alma:  no  hay  santo  que  no  haya  sido 
alcanzado  por  esta  prueba  divina.  Es  más:  muchas  ve- 
ces, cuando  Dios  quiere  llamar  la  atención  a  un  alma 
distraída,  suele  hablarle  con  esta  voz,  cruda  al  princi- 
pio, rectificadora,  purificadora  y  espiritualizadora  en 
final  de  cuentas.  Y  Juan  Diego  recibió  este  llamado 
de  Dios,  que  es  el  dolor,  hacia  una  mayor  perfección 
y  caridad.  Acaso  aquí  comienza  ya  la  preparación  in- 
mediata y  directa  del  ya  muy  pronto  embajador  de  la 
Señora. 

Sepultada  cristianamente  su  Máría  Lucía,  no  sabe- 
mos ■ — tampoco  la  Historia  alcanzó  a  captar* —  de  las 
interminables  infinitas  horas  de  soledad  helada,  olien- 
te a  difunto,  de  la  tristeza  intensiva,  del  dolor  laceran- 
te e  insoltable,  enroscado  como  serpiente  de  anillos 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  71 


fatales  y  estrujantes,  al  corazón  del  pobre  y  buen  in- 
dito.  ¿Quién  iba  a  ocuparse  del  dolor  de  viudez  de  un 
indio,  por  santo  que  hubiese  sido,  en  aquellos  tiempos? 
¿Ni  en  estos  ni  en  ningunos? 

¿Quién  iba  a  dedicar  una  palabra  a  la  pobre  habi- 
tación muerta  y  entenebrecida,  con  olor  a  cirio,  a  copal 
y  a  zempasúchil,  la  flor  de  los  difuntos,  en  un  desde- 
ñable barrio  de  la  caída  Cuautitlán? 

De  estas  cosas  el  mundo  no  sabe  nada.  Pero  sabe 
Dios,  que  es  el  único  que  cuenta.  El  mundo,  dador  de 
muchos  dolores,  no  quiere  saber  nada  de  ellos;  sabe 
causarlos,  pero  nunca  curarlos.  No  hay  en  todo  este 
mundo  bálsamo  ni  lenitivo  para  la  aflicción.  El  mundo, 
sobre  todo  el  moderno,  es  alérgico  al  dolor  y  no  fabri- 
ca analgésicos  para  él,  como  no  sean  los  comerciales 
que  salen  de  un  laboratorio  industrial  contra  un  dolor 
corporal.  De  los  dolores  del  alma  y  del  corazón,  el 
mundo  no  entiende  ni  comprende  nada.  Es  notable  y 
casi  paradójico  que  ya  que  el  mundo  no  sabe  compren- 
der el  dolor,  los  que  sufrimos  seamos  generalmente  los 
que  mejor  podemos  comprender  el  mundo.  Pero  no  el 
espíritu  del  mundo,  que  nos  es  hostil.  Non  pro  mundo 
rogo,  dijo  Jesús  con  frase  teñida  ya  de  tristeza  en  la 
víspera  de  su  sacrificio:  "yo  no  ruego  por  el  mundo"; 
es  decir,  por  la  rñundanalidad,  por  el  espíritu  del  mun- 
do. Por  ese,  ni  siquiera  se  puede  rogar.  Porque  se  pue- 
de orar  por  el  pecador,  pero  nunca  por  el  pecado:  es 
imposible. 

Ved  ahí  a  Juan  Diego  vagando  por  su  solar  solo, 
por  su  tecorral  abandonado,  por  su  milpa  cuyo  susurro 
le  sonaba  triste;  a  veces  acaso  yéndose  a  las  lomas  y 
los  cerros  y  los  lugares  solitarios  a  dar  rienda  suelta 
a  sus  lágrimas.  Lágrimas  de  hombre  que  el  mundo  no 
veía  ni  era  capaz  de  ver,  pero  que  conmovían  al  cielo 


72 


Jesús     David  Jaquez 


y  que  venían  a  ser  como  perlas  con  las  que  iba  com- 
prando el  alto  precio  de  su  entrada  al  goce  de  la  futura 
celestial  visión,  mucho  más  rica  y  fuerte  que  todos  los 
dolores  humanos.  Los  ángeles  pueden  haberse  arrodi- 
llado, si  los  ángeles  se  arrodillan  espiritualmente,  ante 
aquellas  lágrimas  legítimas  de  hombre.  Dice  por  ahí 
un  decir  que  ^'cuando  los  hombres  lloran,  los  ángeles 
se  arrodillan".  Espíritu  celestes,  incapaces  de  sufrir, 
son  sin  embargo  más  capaces  de  compadecer,  que  todos 
los  hombres. 

Y  Juan  Diego,  empujado  severa  pero  suavemente, 
como  es  la  acción  de  Dios,  por  el  dolor,  se  refugió  en 
la  religión,  consuelo  único  de  los  sufrientes  de  este 
mundo.  La  mano  de  Dios  se  acercaba  a  él. 

No  hay  santo  sin  dolor,  no  hay  santidad  sin  sufri- 
miento. Es  la  prueba  de  fuego  de  Dios  para  con  sus 
elegidos.  Y  no  tan  sólo  para  los  santos:  para  toda  alma 
cristiana  que  El  quiere  salvar  para  sí.  Este  pensamien- 
to es  consolador  para  toda  alma. llorosa. 

Díganlo  los  ascetas,  díganlo  los  místicos,  que  lo 
saben  por  el  doble  conocimiento  de  su  ciencia  y  de 
su  experiencia  humana  personal.  Yo  no  sé  qué  tan 
cerca  esté  el  dolor  del  milagro,  qué  relación  de  ante- 
cedencia o  preparación  haya  entre  aquél  y  éste,  pero 
sí  sé  qne  el  dolor  es  un  signo  de  Dios  y  una  terapéu- 
tica de  Dios:  la  única  que  resulta  "indicada"  y  efi- 
ciente, dada  nuestra  mísera  condición  humana,  frágil, 
distraída,  egoísta.  Y  de  todos  modos,  las  vidas  de 
todos  los  santos,  las  vidas  de  todas .  las  almas  pías, 
llevaron  siempre  el  signo  del  dolor.  Juan  Dieguito  no 
podía  ser  la  excepción. 

La  obra  lenta  y  exteriormente  invisible  e  impalpa- 
ble de  la  santificación  del  vidente  ya  muy  próximo, 
se  apresura  y  se  acrisola  con  esta  prueba  del  fuego 
ineludible  para  todos  los  que  son  o  van  a  ser  de  Dios. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  73 


Juan  Diego  sufriente,  nos  resulta  más  claramente  en- 
caminado hacia  la  santidad.  Un  poco  más  y  vendría 
el  consuelo,  el  inefable  consuelo  de  lo  alto.  Pero  hasta 
en  medio  de  él,  el  héroe  debía  de  sufrir.  Por  algo  se 
humilló  y  lloró  a  los  pies  de  su  prelado,  entre  la  segun- 
da y  la  tercera  aparición.  Y  también  sufrió  entre  la 
primera  y  la  segunda,  cuando  vió  o  creyó  ver  fraca- 
sada su  cara  misión.  Y  sufrió  también  antes  de  la 
última,  por  la  inminencia  de  la  muerte  de  su  tío,  único 
refugio  y  consuelo  humano  que  le  quedaba  en  su  des- 
amparo de  pobre  indito  desvalido  y  pueblerino. 

Yo  creo  por  lo  menos,  que  cuando  el  dolor  se  en- 
carniza, Dios  está  cerca.  La  vida  de  Juan  Diego  pare- 
ce corroborarlo. 


Jesús     David  Jaquez 


La  Cruz  de  Cuautitlán,  ante  la  cual  se  arrodilló  Juan 
Diego.  Fue  construida,  según  Manuel  Orozco  y  Berra, 
en  1525.  Tiene  todos  los  atributos  de  la  Pasión  tallados 
admirablemente  en  cantera.  Es  una  de  las  más  bellas  de 
la  República. 


CAPITULO  4 


ULTIMOS  PREPARATIVOS  DIVINOS  PARA 
EL  MILAGRO  Y  SU  ECLOSION 

"Yo  concibo  claramente  que  si  las  muchedum- 
bres fuesen  capaces  del  estudio,  el  razona- 
miento podría  ser  el  camino  hacia  la  verdad. 
Pero  ya  que  las  necesidades  de  la  vida  y  la 
misma  flaqueza  humana  vuelven  impractica- 
ble este  medio,  ¿es  posible  imaginar  otro  más 
seguro  que  aquel  que  ha  escogido  Jesús:  el 
milagro?" 

ORIGENES 
^(Epístola  contra  Celso.) 

Para  actuar  sobre  los  hombres,  Dios  no  necesita 
medios,  procedimientos  ni  preparativos,  pero  los  nece- 
sitamos nosotros:  ya  antes  lo  dije.  Es  nuestra  condi- 
ción mortal,  nuestra  miseria  proveniente  de  la  precaria 
situación  en  que  nos  dejara  natural  y  extranaturalmen- 
te  el  pecado  original,  nuestro  triste  conocimiento  tra- 
bado, desde  Adán  y  Eva,  con  el  árbol  y  el  fruto  de  la 
ciencia  del  bien  y  del  mal,  en  donde  desde  la  madre 
de  todos  los  vivientes  — que  de  entonces  sustancial- 
mente  comenzamos  a  ser  murientes —  hasta  el  último 
de  los  nacidos  de  mujer,  salvo  dos:  Jesús  y  su  virgi- 
nal Madre,  aprendimos  casi  todo  lo  del  mal  y  nada  o 
casi  nada  de  lo  del  bien;  es  todo  esto  lo  que  hace  que 
Dios,  que  en  todo  momento  tiene  muy  en  considera- 


76 


Jesús     David  Jaquez 


ción  nuestra  flaqueza,  ponga  en  juego  sus  medios,  con 
la  debida  preparación  y  al  través  de  los  humanamente 
necesarios  procedimientos. 

Pero  es  muy  de  notarse  que  los  procedimientos  y 
preparativos  y  medios  de  Dios,  no  son  los  de  los  hom- 
bres, sino  otros  muy  distintos.  Y  hasta  aparentemente, 
muy  opuestos.  Dios  obra  así,  porque  El  lo  sabe  todo; 
nosotros  pensamos  de  otro  modo,  porque  nosotros  no 
sabemos  nada,  como  no  sea  nuestra  triste  ciencia  del 
mal,  que  tan  cara  nos  ha  resultado  y  nos  seguirá  re- 
sultando, pero  en  la  que  no  cejamos,  amontonando  pe- 
cado sobre  pecado  personal  y  propio,  como  si  no  hu- 
biera sido  bastante  el  pecado  heredado  de  nuestros 
primeros  padres,  no  imputable  por  cierto  a  nosotros, 
pero  que  no  por  ello  cesa  de  pesar  sobre  nuestra  na- 
turaleza. Es  por  eso  que  Dios,  que  no  puede  ser  injus- 
to ni  en  un  ápice,  nos  proporcionó  por  sí  mismo  y  de 
sí  mismo,  un  redentor:  el  Verbo,  que  es  El  mismo, 
dentro  del  misterio  de  su  Trinidad,  inescrutable  por 
los  tiempos  de  los  tiempos  a  nuestra  escasa  mente. 
Oh  felix  culpa,  exclama  ante  tamaño  remedio  a  la  des- 
gracia colectiva  dé  la  estirpe  de  Adán,  la  sabia  y  santa 
Iglesia. 

¿Hubiera  mente  alguna  humana  imaginado  que  el 
instrumento  primero  para  la  redención  de  la  caída  es- 
tirpe, fuese  una  pobrísima  y  desconocida  jovencita  de 
la  modesta  y  desdeñada  aldea  de  Nazaret?  De  cierto 
que  no.  ¿Y  hubiera  podido  imaginar  mente  alguna  dé 
prelado,  capitán,  oidor  de  la  naciente  Nueva  España, 
que  para  evangelizar  y  civilizar  a  millones  de  indios 
derrotados  y  dispersos  y  llenos  aún  de  idolatrías,  su- 
persticiones y  miserias  morales,  el  instrumento  indica- 
do, el  más  apto,  el  más  seguro  y  eficiente  fuese  jus- 
tamente uno  de  esos  pobres  indios  y  tomado  para 
mayor  aparente  contradicción,  de  entre  los  más  pobres, 


■  v        El  Perenne  Milagro  Guadalupano  77 

Lht 

insignificantes  e  inadecuados  para  ser  tenidos  en  cuen- 
ta? Es  también  seguro  que  no. 

Pero  Dios  no  piensa  con  nuestra  microscópica  y 
cerrada  mentalidad.  Y  por  ello  la  Virgen  de  Guada- 
lupe no  se  apareció  ante  Cortés,  Alvarado  o  Sando- 
val,  ni  ante  el  obispo,  el  prior,  el  abad,  la  dama  hispa- 
na de  prosapia  ni  siquiera  ante  Cuauhtémoc  o  uno  de 
sus  mejores  hombres,  ex-guerreros  y  ahora  aliados  del 
Conquistador. 

El  9  de  diciembre  de  1531,  a  la  hora  del  alba, 
cuando  México  entero  aún  dormía,  nadie  hubiera  ima- 
ginado ni  en  sueños,  que  ya  la  obra  de  Dios  estaba 
en  marcha.  Ni  Juan  Diego  mismo  lo  sabía,  con  ser  él 
el  conducto  mismo  y  el  instrumento:  Y  sin  embargo.  .  . 

La  víspera  había  sido  un  viernes  8  de  diciembre. 
Aun  cuando  faltaban  tres  siglos  más  veintitrés  años 
para  que  el  dogma  de  fe  de  la  Concepción  Inmaculada 
de  María  fuese  definido  "ex  cátedra"  por  Pío  IX  (lu- 
men in  coelo) ,  la  ciudad  de  México  había  celebrado 
con  pompa  religiosa  una  fiesta  en  honor  de  esa  advo- 
cación de  la  Señora  del  cielo.  Sabido  es  que  fue  siem- 
pre lema  franciscano,  inscrito  habitualmente  en  sus  con- 
ventos, sostener  este  blanco  misterio  marial,  aun  antes 
de  su  incorporación  como  verdad  obligatoria  a  creer, 
por  la  Iglesia.  Lo  cual  de  paso  comprueba  una  vez  más 
que  la  Iglesia,  el  Papado,  no  inventa  dogmas  a  placer, 
como  nuevas  marcas  industriales;  simplemente  recoge 
la  creencia  constante,  firme,  sostenida  y  fundamen- 
tada de  la  cristiandad,  y  la  erige,  dada  la  ocasión,  en 
dogma  de  fe.  Lo  mismo  ha  hecho,  muy  en  nuestros 
tiempos,  con  la  Asunción  de  la  Virgen,  también  sabi- 
da, creída  y  reverenciada  por  la  cristiandad,  nada  me- 
nos que  desde  los  tiempos  apostólicos. 

Pues  bien:  aquel  8  de  diciembre  de  1531,  la  cris- 
tiandad hispana  de  esta  tierra  recién  de  España,  y  al- 


78 


Jesús     David  Jaquez 


gunos  pocos  cientos  de  indios  ya  conversos,  bajo  los 
auspicios  franciscanos,  celebraron  dicha  conmemora- 
ción religiosa.  Quieren  algunos  escritores  piadosos  que 
este  hecho  haya  inclinado  a  la  Señora  del  cielo  a  des- 
cender de  una  vez  a  la  tierra  azteca,  como  correspon- 
diendo al  agasajo  católico.  Bien  está  como  creencia 
piadosa.  Pero  no  son  los  sucesos  del  tiempo  los  que 
actúan  sobre  la  .eternidad,  sino  más  bien  viceversa, 
pues  que  Dios  sabe  cómo  y  cuándo  van  a  teaaer  lugar 
los  hechos  humanos,  con  ochocientos  quintillones  de 
años  de  antelación,  que  es  una  forma  de  decir  que  los 
conoce,  hasta  en  sus  mínimos  detalles,  d,esde  siempre: 
ab  aeterno. 

Y  sin  embargo,  puede  haber  cierta  validez  en  la  pia- 
dosa idea  coincidencial:  no  se  premia,  en  lógica  buena, 
una  acción  loable,  sino  hasta  que  ha  sido  realizada. 

Sea  como  fuere,  la  hora  había  llegado,  era  el  9  de 
diciembre  dicho.  Parece  que  bien  poco  antes,  se  ha- 
bían registrado  aún  ciertos  actos  atropellatorios  y  de 
conculcación  entre  los  indios,  por  parte  de  algunos  in- 
honestos o  crueles  capitanes  de  la  conquista.  Mas  no 
queramos  compaginar  la  historia  humana  con  los  fas- 
tos divinos.  Ya  expuse  que  no  hay  que  pensar  con  tal 
lógica.  La  lógica  divina  sólo  Dios  la  sabe  y  la  pone 
por  obra  independientemente  de  nuestras  previsiones 
o  conclusiones. 

Juan  Diego,  sin  sospecharlo  siquiera,  estaba  ya  ma- 
duro. En  la  lista  de  presente  de  Dios,  su  nombre  había 
sonado,  si  vale  hablar  así.  Y  la  aparición  vino,  justa 
en  su  momento.  El  milagro  fue  obrado  por  el  Eterno, 
con  la  admirable  y  gustosísima  colaboración  de  la  Ma- 
dre Divina  del  Verbo:  Mater  Dei  et  Mater  gratiae.  La 
que  es  medianera  de  todas  las  gracias,  vino  a  la  tierra 
como  gentil  y  gozosa  portadora  de  una  muy  grande 
y  trascendente.  Bien  es  Ella  llamada  por  la  Iglesia,  en 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  79 


la  letanía  lauretana,  "Causa  de  nuestra  alegría".  Y  al 
venir  Ella,  vino  con  Ella  el  buen  querer  de  Dios;  por- 
que la  Celestial  Señora  no  puede  ^esencialmente  querer 
nada  que  no  sea  querer  y  voluntad  del  Altísimo. 

El  relato  Cándido,  lilial  y  diáfano  de  las  aparicio- 
nes, mejor  que  nadie  después,  lo  hace  otro  indio,  a 
quien  sin  duda  Dios  también  debe  haber  asistido  en 
algún  modo:  Antonio  Valeriano.  Yo  me  limito  a  sub- 
rayar, a  hacer  comentario,  a  intentar  adentrarme  en  lo 
humanamente  perceptible  de  esa  maravilla  aún  no  bas- 
tantemente explorada  por  la  mente  humana  creyente  y 
respetuosa,  la  que  jamás  agotará  el  tema,  como  en  ati- 
nada frase  dijo  a  quien  ahora  escribe,  el  estimable  y 
asiduo  guadalupanista  don  Alfonso  Marcué  González. 

Debe  ser  católicamente  comprensible  que  las  apa- 
riciones de  la  Virgen  hayan  venido  siendo  mucho  más 
frecuentes  a  los  hombres,  que  las  de  Jesucristo  Nues- 
tro Señor  mismo.  Ello  quizá  se  explique,  salvo  mejor 
y  más  autorizada  opinión,  porque  la  Señora  es  la  me- 
dianera de  todas  las  gracias  a  los  mortales,  y  quizá 
también  por  eso  que  antes  apunté  sobre  la  especial 
sensibilidad  espiritual  de  las  almas,  hacia  la  Virgen 
María,  por  su  calidad  de  meio  ser  humano,  por  su  fe- 
minidad santísima,  por  su  mismo  carácter  de  Madre, 
auxilio  y  consolación  de  los  cristianos.  Acá  en  lo  mera- 
mente humano  la  madre  siempre  puede  influenciar  me- 
jor al  hijo  que  el  padre;  tiene  más  dulzura,  más  tino, 
más  fina  sensibilidad  de  insinuación;  Claro  está  que  la 
comparación  es  apenas  tolerable  desde  su  punto  de  vista 
humano,  pues  no  hay  cualidad  alguna  que  la  Señora 
Celestial  tenga,  que  no  le  provenga  de  Dios,  fuente 
única  de  toda  cualidad,  de  toda  bondad  y  de  toda  be- 
lleza y  que  en  El  se  encuentran  en  grado  infinito  y  en 
la  criatura  no. 

Pero  plugo  al  Altísimo  proceder  así  porque  a  Ella 


80 


Jesús     David  Jaquez 


la  tiene  encargada,  sobre  todo  desde  el  momento  en 
que,  Hombre  y  Dios,  estaba  elevado  en  la  cruz  por 
nosotros,  de  velar  por  nosotros  como  madre:  "Madre, 
he  ahi  a  tu  hijo",  dijo  indicando  a  Juan,  el  apóstol 
amado,  en  cuya  persona  vé  la  Iglesia  representados  a 
todos  nosotros,  los  fieles  católicos, 

Hay  un  detallé  entré  otros,  qué  observar:  la  glo- 
riosa Señora  sé  apareció  en  la  cumbre  de  un  cerrillo 
sin  importancia  alguna.  Arido,  agreste,  sin  belleza  ni 
significación.  En  su  falda  había  habido  una  aldehuela 
azteca,  datante  de  algo  así  como  1223  y  desaparecida 
desde  1245.  En  la  fecha  de  las  apariciones,  ni  rastros 
quedaban  del  ya  olvidado  pueblecillo  de  Tepeyácac,  ni 
moraba  nadie  en  sus  poco  atractivas  inmediaciones.  En 
cambio,  en  su  altura  había  existido  un  adoratorio  ido- 
látrico, por  cierto  a  una  diosa  imaginada  por  los  az- 
tecas y  denominada  "Tonantzin",  que  significa  "nues- 
tra madre".  Ese  ídolo,  cuya  figura  más  probable  se 
conserva  en  los  dibujos  de  viejos  códices  precortesía- 
nos  y  que  es  evidentemente  femenina,  había  sido  derri- 
bado y  destruido  por  los  conquistadores,  no  sin  el  dis- 
gusto de  los  falsos  adoradores  de  entonces  y  de  los 
asiduos  arqueologistas  de  ahora  que,  aun  comprendien- 
do la  necesidad  conquistatoria,  política  y  civilizadora 
que  forzosamente  tuvo  que  mover  la  mano  furiosamen- 
te iconoclasta  de  los  nuevos  civilizadores,  lamentan  no 
poder  estudiar  el  histórico-mitológico  monigote,  como 
hacen  — y  hacen  biei..—  con  el  calendario  azteca  y  la 
repugnantemente  evocadora  Piedra  de  los  Sacrificios, 
cuyo  gran  valor  arqueológico  nadie  deja  de  compren- 
der y  hasta  estimar.  Pero  todo  esto  pertenece  a  un 
pasado  histórico  y  nosotros  estamos,  en  todo  lo  sus- 
tancial de  este  libro,  en  un  pleno  presente,  en  cuya 
contemplación  sólo  retromiramos,  para  estudiar  el  ori- 
gen, para  afianzar  más  el  hilo  conductor  que  nos  permi- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  81 


te  captar  el  hecho  entero  desde  sus  preliminares  y  su 
eclosión,  hasta  su  plena  florescencia  en  nuestros  días 
y  hasta  los  venideros.  Porque  la  milagrosa  tilma  fue 
de  ayer,  es  de  hoy  y  será  de  todo  el  futuro  y  el  mila- 
gro en  ella  puesto,  en  ella  indisolublemente  junto  y 
conjugado,  también  fue,  es  y  será,  aparte  de  toda  fecha 
cronológica,  de  toda  etapa  histórica,  bañado  y  satura- 
do de  perennidad  emocionante  y  bendita  para  siempre. 

El  Tepeyácac  preguadalupano  era  un  sitio  inatrac- 
tivo;  casi  indeseable.  Y  aquí  una  coincidencia  más:  la 
gruta  de  Massabielle,  que  el  11  de  febrero  de  1858  se 
iluminó,  como  el  Tepeyácac,  de  celestes  resplandores 
extraterrenos,  era  también  un  lugar  no  grato.  Tiradero 
de  basuras,  rincón  más  que  suburbano,  cueva  penum- 
brosa donde  los  aldeanos  de  la  regioncita  de  Bigorre 
no  gustaban  de  penetrar,  imbuidos  de  cierto  supersticio- 
so temor  ante  los  rumores  de  quién  sabe  qué  desagra- 
dables "diableries",  era  un  sitio  marginado.  Fátima 
(Cova  de  Leiría),  en  Portugal,  La  Salette,  en  lo  abrup- 
to del  centro  montañoso  de  Francia,  no  eran  tampoco 
sitios  bellos.  Pero  ni  Oporto,  ni  la  Costa  Azul,  ni  la 
bucólica  y  linda  Normandía,  ni  el  eglógico,  virgiliano 
Xochimilco,  ni  el  esmeraldino  Pátzcuaro,  fueron  los 
sitios  de  elección  para  la  topografía  de  lo  sobrenatu- 
ral: fueron,  por  no  sabemos  ni  quizá  sabremos  por  aho- 
ra qué  razones  de  lo  alto,  sitios  tristes  y  abandonados 
y  hasta  sitios  de  histórico  resabio  demoníaco.  Quizá  la 
que  vino  a  aplastar  la  cabeza  de  la  serpiente,  quísolo 
así  para  consagrar  y  regenerar  viejos  realmos  del  ene- 
migo eterno  de  ella,  de  todas  las  mujeres  y  de  todos 
los  hijos  de  mujer. 

Sobre  la  espinosa,  desolada  y  agria  roca  tepeya- 
cense,  la  Reina  del  Cielo  aparece.  Y  aparece  de  pie, 
en  la  actitud  más  gallardamente  humana,  la  actitud  de 
señorío,  de  dominio  activo  y  de  dinamismo  potencial 

6 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  83 


y  dispuesto,  como  el  caminante  que  va  a  partir.  O 
como  el  que  habla  a  otros  brevemente  y  sólo  cosas 
esenciales.  Todas  las  apariciones  guadalupanas  fueron 
en  esta  posición.  Y  también  lo  fueron  —todas  las  die- 
ciocho.— ,  las  de  Lourdes,  en  la  oquedad  de  la  cueva  de 
Massabielle,  y  también  las  de  La  Salette  y  las  de  Fá- 
tima.  La  soberana  permanece  de  pie,  los  súbditos  son 
los  que  se  arrodillan:  así  debe  ser. 

Sin  embargo,  en  el  Tepeyac  Ella  camina:  "La  vió 
bajar  de  la  cumbre  del  cerrillo  y  que  estuvo  mirando 
hacia  donde  antes  él  la  veía;  salió  a  su  encuentro  a  un 
lado  del  cerro.  .  ."  Bajada  divina  cuya  áspera  ruta  no 
supimos  luego  después  localizar  y  venerar.  Pero  hay 
más. 

Aun  cuando  el  relato  príncipe  de  las  apariciones 
no  lo  consigna,  afírmase  y  creo  que  lo  sostiene  la  tra- 
dición, que  esa  salida  al  encuentro  de  Juan  Diego  por 
la  Señora,  fue  en  las  inmediaciones  de  un  manantial 
de  aguas  aluminosas,  adonde  posteriormente  fue  cons- 
truido un  templo:  El  Pocito,  que  sustancialmente  nada 
tiene  que  ver  con  las  apariciones,  sobre  todo  si  lo 
desvinculamos  de  la  descendente  ruta  mencionada  y 
de  la  que  luego  diré.  Como  nada  tiene  qué  ver  ni 
nunca  me  lo  he  podido  explicar  razonablemente,  la  Ca- 
pilla de  las  Rosas,  erigida  tiempo  después  por  una  pie- 
dad loable  pero  ajena  a  los  hechos  y  los  lugares,  ma- 
yormente cuando  de  sobra  sabemos  que  el  sitio  a  donde 
Juan  Diego  fue  a  cortar  las  rosas  de  milagrería,  fue  la 
cumbre  del  Tepeyac.  Bien  está  la  devoción  y  bien  la 
piedad,  mayormente  cuando  erige  templos,  pero  deben 
ser  siempre  razonadas  y  concordes  con  los  hechos  rea- 
les, no  falseadoras  ni  desorientadoras  en  lo  material. 

De  este  sitio  más  o  menos  inmediato  al  manantial 
—extinto  ya  por  cierto —  la  Divina  Señora  y  Juan  Die- 
go caminaron  mano  a  mano  —¡oh!  encantadora,  con- 


84 


Jesús     David  Jaquez 


movedora,  arrobadora  familiaridad  santa  de  Madre 
hijo —  hasta  el  lugar  donde  se  alzaba  un  árbol.  L 
afirman  viejos  documentos,  aunque  no  está  contenid 
sino  sólo  implícitamente  y  de  un  modo  apenas  sup( 
nible,  en  el  Relato  de  Valeriano.  Ese  árbol  era  u 
Quauzáhuatl,  hoy  día  popularmente  conocido  com 
cazahuate;  abunda  en  diversas  regiones  montañosas  d 
centro  del  altiplano  mexicano;  es  silvestre,  tristón,  tii 
ne  flores  blancas  en  su  tiempo  y  su  nombre  azteca  sij 
nifica  "árbol  de  telas  de  araña"  o  "árbol  ayuno";  est 
porque  -no  produce  fruto  y  lo  anterior  porque  sus  flon 
son  ligeras  y  deleznables,  poco  consistentes  y  con 
amontonadas  o  enracimadas.  El  P.  Lauro  López  Be 
trán,  de  Cuernavaca,  dedicadísimo  al  guadalupanism 
su  estudio  y  propaganda,  afirma,  apoyándose  en  la  ai 
toridad  de  Cayetano  de  Cabrero  en  su  obra  "Escuc 
de  Armas",  que  la  Virgen  esperó  «  Juan  Diego  "ba 
un  árbol,  entonces,  después  tronco,  y  hoy,  raíz  apena 
cae  a  la  parte  oriente,  frente  al  Pozo,  y  permane 
en  la  memoria  de  los  ancianos  del  Pueblo,  con  el  ñor 
bre  de  Arbol  de  la  Virgen,  en  que  se  mudó  el  (gen 
rico)  de  Quauzáhuatl".  El  mismo  guadalupanista  < 
Cuernavaca  nos  da  otra  cita  referente.  Dice  que 
P.  Francisco  de  Florencia,  en  su  Estrella  del  Norl 
anota  que  en  el  subterráneo  de  la  vetusta  sacristía  < 
la  Parroquia  Archiprestal  de  Santa  María  de  Guad 
lupe  otrora  venerando  lugar  donde  se  levantaron  1 
tres  primeras  ermitas,  encontramos  todavía  un  cer 
de  tabiques  fijando  el  sitio  exacto  donde  estuvo  e 
"cazaguate",  paraje  hollado  por  la  virgínea  planta  < 
la  Celestial  Señora  del  Tepeyac. 

La  distancia  entre  el  probable  sitio  del  encuent 
de  la  Divina  Madre  y  su  humilde  hijo  indiano,  y 
árbol  desaparecido,  es  de  unas  65  varas,  en  medid 
españolas  de  aquel  tiempo,  o  sea  aproximadamen 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  85 


unos  50  ó  54  metros,  más  o  menos.  Ese  sendero  ben- 
dito, no  menos  y  quizá  más  que  el  antes  mencionado, 
deberían  haber  sido  conservados,  embellecidos  sin  mo- 
dificarlos y  venerados,  y  hubiera  sido  hermoso  cami- 
nar en  piadosa  procesión  siguiendo  exactamente  los 
pasos  de  Nuestra  Señora  y  de  nuestro  dulce  y  ventu- 
roso vidente.  Por  la  última  senda  mencionada,  cruza 
diagonalmente  una  asfaltada  avenida  y  autos  y  camio- 
nes pasan  raudos  y  prosaicos,  casi  profanadores,  don- 
de un  12  de  diciembre.de  1531,  en  la  mañana,  pasa- 
ron celestialmente  tamaña  Divina  Señora  y  tan  hermoso 
hijo  y  siervo  suyo. 

Los  sitios  santos,  sagrados  por  excelencia  del  Te- 
peyac,  aun  perdidas  estas  dos  sendas,  son  la  cumbre 
del  Tepeyac,  lugar  eminente  donde  por  tres  veces  con- 
secutivas la  luz  de  la  gloria  eterna  brilló  sobre  la  tierra 
azteca,  y  el  pie  del  cerrillo,  donde  la  Señora  acabó  su 
breve  recorrido  con  Juan  Díeguito,  le  dió,sus  últimas 
órdenes  y  esperó  a  que  el  bienaventurado  vidente  su- 
biera la  colina  a  cortar  y  traer  las  flores.  Media  hora 
por  lo  menos  de  presencia  física,  corpórea  de  la  Seño- 
ra del  cielo  en  ese  pedazo  bendito  de  suelo. 

Sería  interesante  y  bello  escribir,  por  mano  de  quien 
tenga  vocación  y  capacidades  para  ello,  una  obra  de  lo 
que  yo  llamaría  "Topografía  Mariana",  fijando  y  des- 
cribiendo los  sitios  exactos  de  todas  las  apariciones  de 
la  Virgen  en  los  diversos  lugares  conocidos  del  mun- 
do, como  teatro  de  esas  apariciones.  Un  trabajo  tal 
tendría  no  poco  interés  histórico  y  topográfico  y  ade- 
más, estableciendo  analogías  quizá  insospechadas  entre 
los  diversos  sitios,  mostraría,  en  los  diversos  aspectos 
y  detalles  de  las  apariciones  de  la  Virgen  María,  esa 
unidad  en  la  variedad  y  variedad  en  la  unidad  de  las 
obras  divinas  en  favor  de  los  hombres.  ¡Hay  tanto  qué 


86 


Jesús     David  Jaquez 


Grabado  de  Principios  del  siglo  XVIII. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  87 


decir  sobre  este  tema  y,  bien  tratado,  sería  tan  instruc- 
tivo y  novedoso! 

Discuten  algunos  si  el  milagro  de  la  impresión  de 
la  imagen  de  la  Reina  del  Cielo  en  la  tilma  de  Juan 
Diego  fue  allí  mismo,  al  pie  del  Tepeyac  y  bajo  el 
cazahuate  mencionado,  o  en  el  Obispado,  en  el  acto 
preciso  de  la  entrega  de  las  rosas  a  Fray  Juan  de 
Zumárraga.  El  Relato  de  Valeriano  parece  dar  a  en- 
tender claramente  lo  segundo.  Pero  hay  motivos  para 
adherirse  a  la  primera  opinión.  Si  bien  el  cronista  prín- 
cipe de  las  apariciones  dice  textualmente  que  "así  que 
se  esparcieron  por  el  suelo  todas  las  diferentes  rosas 
de  Castilla,  se  dibujó  en  ella  (en  la  blanca  manta)  y 
apareció  de  repente  la  preciosa  imagen  de  la  siempre 
Virgen  Santa  María",  esto,  que  puede  ser  literal, 
puede  también,  sin  llegar  a  una  interpretación  dema- 
siado forzada,  o  acomodaticia  a  un  criterio  prejuzgan- 
te, entenderse  como  que  de  repente  los  circunstantes, 
que  estaban  atentos  al  primer  portento  que  miraron  sus 
ojos  y  que  ya  había  sido  vaga  o  genéricamente  pedido 
por  el  Obispo,  de  repente  fijaron  sus  ojos  en  la  tilma, 
objeto  aparentemente  secundario  y  sin  importancia  y 
vieron  entonces  de  repente  cómo  estaba  dibujada  en  el 
ayate  la  santa  imagen.  Sin  porfiar  en  esta  segunda 
creencia,  aduzco  dos  razones,  una  de  ellas  de  enorme 
peso.  La  primera  es  que  ni  Juan  Diego  mismo  sabía 
que  llevaba  dibujada  sobrenaturalmente  la  santa  ima- 
gen; esto  es  lógico  y  casi  seguro.  El  había  sido,  y  en 
esto  sí  hay  que  hacer  el  debido  hincapié,  el  primer  altar, 
humano  y  caminante,  para  la  sagrada  efigie;  había  sido 
su  trono,  y  la  figura  visible,  aunque  no  vista  aún,  de 
la  Virgen  María,  había  caminado  como  en  una  proce- 
sión altamente  religiosa,  desde  el  Tepeyac  hasta  el 
Obispado,  santa  y  unciosamente  acompañada  y  vene- 
rada por  el  admirando  indito  que,  si  no  sabía  que  llevaba 


88        Jesús     David  Jaquez 


la  imagen  pintada  físicamente  en  el  ayate,  que  quizá 
él  mismo  había  tejido  días  antes,  sí  en  cambio  llevaba 
guardada  en  su  retina  y  puesta  vitalmente  en  su  cora- 
zón, la  figura  fresca  y  viva  de  la  Santísima  Virgen  que 
acababa  de  contemplar  extasiado,  al  pie  del  Tepeyac. 
Juan  Diego  por  tanto,  no  hizo  él  mismo  el  menor  apre- 
cio de  su  tilma,  tanto  más  cuanto  que  ni  su  misma  pos- 
tura, portando  la  tilma  a  manera  de  delantal,  era  pro- 
picia a  mirar  la  imagen  dibujada  en  él;  además,  estaba 
atento  a  las  milagrosas  rosas  y  a  espiar  en  las  faccio- 
nes y  en  la  reacción  del  prelado,  si  éste  se  daba  por 
convencido  y  satisfecho  con  la  prueba  de  evidencia  so- 
licitada. Le  iba  en  ello  su  veracidad  y  su  palabra  em- 
peñada, palabra  de  la  que  la  Santísima  Virgen  había 
explícitamente  indicado  que  tenía  que  ser  garante,  como 
explicaré  en  el  apéndice  de  Exégesis  del  Relato  de 
Valeriano. 

Hay  una  segunda  razón  de  más  peso.  Cuando  los 
criados  del  Obispo  intentaron  curiosear  qué  ocultaba 
el  indio  en  su  ayate  y  Juan  Diego,  por  no  verse  for- 
zado a  desviarse  de  la  orden  de  la  Virgen  les  dejó 
entrever  que  sólo  eran  flores,  ellos  intrigados  y  burdos, 
intentaron  cogerlas,  y  cada  vez  que  lo  pretendieron, 
que  fueron  tres  ocasiones,  no  vieron  ya  rosas,  sino  sólo 
sus  apariencias,  como  que  estaban  cosidas  o  labradas  en 
la  tilma.  Esto  fue  un  milagro,  en  el  que  poco  se  ha 
hecho  hincapié  por  cierto.  Pero  parece  apoyar  la  idea 
de  que  aun  tal  suceso  inexplicable,  tenía  sólo  por  fin 
salvaguardar  la  sagrada  imagen  contra  miradas  pro- 
fanas e  insolentemente  adelantadas.  Si  no  hubiera  ha- 
bido ya  la  imagen,  ¿a  qué  propiamente  el  tres  veces 
repetido  milagro?  No  se  ve  causa  suficiente. 

Pero  hay  un  argumento  más,  ya  de  otro  orden 
superior  y  más  admirable  aún.  Cuando  recientemente 
examinaba  yo  varias  fotografías  amplificadas  de  la 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  89 


sagrada  tilma,  en  fotos  transparentes  sobre  cristal,  en 
una  caja  luminosa,  o  sea  de  luz  proyectada  por  abajo, 
en  la  casa  de  ese  estimabilísimo  aunque  modesto  gua- 
dalupanista  que  es  D.  Alfonso  Marcué  González,  le 
pregunté  el  por  qué  de  ciertas  manchitas  como  de  gotas 
de  agua  sobre  una  acuarela  fresca,  en  la  fig'ura  de  la 
Guadalupana;  dicho  señor  sonrió  y  me  dijo:  "esas 
manchitas  son  causadas,  o  más  propiamente  lo  fueron, 
desde  el  momento  de  la  impresión  sobrenatural  de  la 
venerada  imagen.  .  .  por  las  gotas  de  rocío  de  las  fres- 
cas rosas",  gotas  de  rocío  en  las  que  por  cierto  bien  hace 
hincapié  el  Relato  de  Valeriano,  que  dice:  "Estaban 
muy  fragantes  y  llenas  de  rocío  de  la  noche,  que  se- 
mejaban perlas  preciosas."  Esas  gotas  de  rocío  acusan 
la  temprana  hora,  como  las  6  de  la  mañana,  en  que 
Juan  Diego  las  cortó,  corroboran  el  portento  y  perpe- 
túan un  ángulo  más  de  su  calidad  sobrenatural.  Y  quizá 
no  fueran  explicables  si  la  impresión  hubiese  sido  en 
el  Obispado,  hora  y  media  o  acaso  dos  horas  o  poco 
más  después  de  la  impresión  ultraterrena.  De  todo  esto 
yo  concluyo,  con  el  Sr.  Marcué,  que  ésta  tuvo  lugar 
en  el  sitio  santo  de  las  apariciones,  el  Tepeyac. 

Cuando  Juan  Diego  regresó  de  la  cumbre  adusta 
de  ese  Tepeyac,  trayendo,  todo  lleno  de  santa  euforia 
espiritual,  las  rosas  de  prodigio,  milagro  patente,  aun- 
que no  tan  grandioso  como  la  presencia  radiante  de  la 
Señora,  las  presentó  a  ésta,  puestas  dentro  de  su  tilma, 
que  para  ello,  para  guardar  y  cargar  objetos  la  había 
tejido,  como  la  tejían  todos  sus  compatriotas  pobres; 
la  Celestial  Reina  las  cogió  y  las  reacomodó  en  el  pobre 
ayate,  seguramente  nuevo  y  recién  tejido,  por  otra  me- 
nuda providencia  de  lo  alto;  en  ese  acto,  las  manos 
purísimas  de  la  Reina  de  los  Angeles  y  los  Querubines, 
rozaron  físicamente  !a  tilma  de  ixtle.  Y  fue  entonces, 
al  contacto  de  esas  manos  celestiales,  las  mismas  que 


90        Jesús     David  Jaquez 


sostuvieron  y  mecieron  a  Jesús  Niño  y  tocaron  ungién- 
dolo, el  cadáver  de  Jesús  ya  muerto,  cuando  el  milagro 
se -produjo:  el  nuevo  milagro  asombroso  y  magnífico, 
el  permanente,  el  que  confirió  a  la  santa  imagen  "de- 
dicada" con  amor  de  madre  a  nosotros  todos,  sus  hijos, 
sus  cualidades  extranaturales  que  después  la  Iglesia 
Romana  reconoció:  "Non  fecit  taliter  omni  nationi", 
no  hizo  cosa  igual  con  ninguna  otra  nación;  exclama- 
ción admirativa  de  Benedicto  Papa  XIV,  tomada  del 
sagrado  Libro  de  los  Salmos. 

Cuando  Bernardita  Soubirous  regresaba  de  la  gru- 
ta de  Massabielle,  la  mañana  del  Día  de  la  Anuncia- 
ción, 25  de  marzo  de  1858,  ella  llevaba  guardado  un 
secreto,  pero  ni  ella  misma  lo  sabía.  Llegó  en  derechu- 
ra a  la  casa  parroquial  y  sin  saludar,  dijo  al  enérgico 
y  severo  Cura  María  Domingo  Peyramale:  ¡"Qué  soy 
éra  Immaculado  Conceptiou!"  Acababa  de  preesnciar, 
ella  sola,  la  décimaqúinta  aparición  de  la  "damizélo". 
Bernardita  ni  siquiera  sabía  francés:  hablaba  su  "pa- 
tois  bigourdain":  el  dialecto  pueblerino  de  la  región  de 
Bigorre:  "¡Qué  soy  éra  Immaculado  Conceptiou!".  .  . 

"Tengo  miedo  de  olvidarlo,  explica;  la  "damizelo" 
(la  damita,  la  señorita)  acaba  de  decirme  eso"  ¡Yo  soy 
la  inmaculala  Concepción! 

¡Pequeña  orgullosa!  exclama  el  rudo  y  enérgico  Cura 
Peyramale;  ¿Sabes  tú  lo  que  significa  eso? 

Bernardita,  portadora  de  la  revelación  divina  que, 
cuatro  años  más  tarde  venía  a  confirmar  el  dogma  de 
la  Inmaculada  Concepción,  proclamado  en  1854  por 
Pío  IX,  no  había  siquiera  oído  jamás  pronunciar  tal 
nombre:  llevaba  apenas  algunas  semanas  asistiendo  al 
catecismo.  ¡Llevaba  la  gran  revelación  y  no  lo  sabía 
siquiera!  Oh,  misterios  del  cielo! 

Juan  Diego,  caminando  casi  cinco  kilómetros  des- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  91 


de  el  Tepeyac  hasta  la  casa  del  Obispo  de  México, 
llevaba  también  la  revelación  divina  y  tampoco  él  lo 
sabía.  La  Dama  de  la  Gruta,  que  allá  también,  como 
acá,  había  pedido  un  templo,  debe  haberle  ordenado 
a  la  pastorcilla  que  guardara  el  secreto;  la  Dama  de 
los  ásperos  y  pelones  riscos  del  Tepeyac  había  man- 
dado expresa  y  terminantemente  a  Juan  Diego  que  a 
nadie  mostrara  lo  que  llevaba  en  su  tilma.  Juan  Diego, 
al  parecer  • — al  parecer  de  acá  abajo,  del  mundo  te- 
rrestre—  sabía  más  catecismo  que  Bernardita;  sin  em- 
bargo, la  Señora  le  reiteró  terminantemente  su  orden: 
"Rigurosamente  te  ordeno  que  sólo  delante  del  Obispo 
despliegues  tu  manta",  le  había  dicho.  Ni  Bernardita 
debía  desplegar  los  labios  ni  nuestro  indito  su  manta: 
ambos  celaban  un  secreto  del  cielo.  Y  "el  secreto  del 
Rey  debe  ser  guardado",  dice  un  proloquio.  Y.  .  .  tam- 
bién el  secreto  de  la  Reina,  que  manda  junto  con  el 
Rey.  Muchas  veces  mensajeros,  sobre  todo  militares 
tienen  que  llevar  un  mensaje  secreto  al  través  de  tie- 
rras extrañas  u  hostiles;  llevan  su  secreto  en  un  sobre 
lacrado;  saben  que  lo  llevan,  pero  ignoran  su  natura- 
leza. Y  ¡ay  de  ellos  si  lo  violan!  Mas  nadie  puede 
revelar  un  secreto  que  ignora.  Si  Juan  Diego  no  hu- 
biera llevado  escondido  en  los  repliegues  de  su  mo- 
desta tilma  el  secreto  de  la  imagen  de  la  Santísima 
Reina  y  Señora,  ¿a  qué  tan  rigurosamente  le  fue  or- 
denado no  develarlo?  Ni  en  Lourdes  ni  acá  el  secreto 
debía  de  revelarse  antes  del  momento  preciso  y  ante 
la  persona  precisa:  allá  un  cura  respetable,  acá  un  pre- 
lado; ¿entendemos  ahora  un  poquitillo  de  la  política  del 
cielo? 

Al  menos  entenderemos  la  admirable  eficiencia  del 
mensajero  del  Tepeyac,  como  de  la  mensajera  de  Lour- 
des; su  perfecta  obediencia,  su  docilidad,  su  fe  ciega, 
que  es  la  fe  que  vale„  porque  es  la  que  place  a  la  Di- 


92 


Jesús     David     J  a  q  u  e  z 


i 


vinidad,  que  no  escoge  para  sus  misiones  a  sabios,  res- 
petables o  personajes,  sino  a  almas  candorosas,  en  las 
que  la  fe  no  sea  empañada  por  conocimientos  ni  letras 
ni  razonamientos  humanos:  la  fe  que  cree  porque  tiene 
que  creer,  no  porque  le  haya  sido  demostrada  con  ra- 
zones la  conveniencia  o  la  sensatez  de  creer. 

Si  buscamos  en  todo  este  suceso  el  origen  exacto, 
la  causa  eficiente,  es  decir,  operante  o  actuante  de  la 
estampación  en  el  ayate  de  nuestra  admirable  imagen, 
no  lo  podremos  encontrar  sino  en  un  instante  que  bien 
claro  nos  fue  referido  en  la  historia  de  las  apariciones: 
aquel  en  que  las  manos  de  la  Celestial  Señora  entra- 
ron en  contacto  físico  con  el  áspero  ayate:  no  hay  otro 
momento  en  qué  situarlo  razonada  y  verosímilmente: 
ese  fue  el  instante  preciso  del  milagro  permanente.  Yo 
no  encuentro  otro. 

Y  mediante  esto,  creo  que  se  explican  muy  satis- 
factoriamente las  características  de  mir aculo sidad,  es 
decir,  de  sobrenaturalidad  instantánea  y  fuerte,  como 
un  impacto  de  lo  de  allá  arriba,  grandioso  e  incom- 
prensible, con  lo  que  acá  abajo,  mezquino  y  rastrero, 
que  encontramos  en  la  tilma  del  milagro,  como  las'  en- 
contramos también,  de  otro  modo  y  bajo  otras  caracte- 
rísticas, en  el  agua  montañera  de  Lourdes.  Allá,  el  mi- 
lagro ha  sido  estudiado,  observado  científicamente,  so- 
metido al  análisis  del  laboratorio,  a  los  rayos  X,  al 
electrocardiograma  y  al  endocardiograma  y  al  encéfalo- 
grama,  etc.,  porque  la  naturaleza  de  las  curas  extra- 
ordinarias, no  explicables  por  los  medios  naturales  y 
científicos,  impulsaba  a  los  sabios  a  estudiar  tan  des- 
concertantes hechos,  por  lo  menos  en  sus  efectos  visi- 
bles y  tangibles  y  controlables  ante  cada  cura  extra- 
natural.  Acá,  han  pasado  más  de  cuatro  siglos  y  ape- 
nas comenzamos  a  darnos  cuenta,  en  forma  inicial,  de 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  93 


algunas  de  las  asombrosas  características  de  la  santa 
tilma.  Modernamente  físicos,  químicos,  técnicos  en  pin- 
tura y  fotografía,  médicos  y  oftalmólogos,  comienzan  a 
aplicar  su  ciencia  al  milagro  perenne  y  modestamente 
oculto  en  la  indiana  tilma.  Y  lo  que  han  descubierto 
en  ella,  es,  humanamente  desconcertante.  A  su  tiempo 
trataré  de  este  aspecto  maravilloso. 

En  el  Tepeyac,  fue  el  contacto  físico  o  el  acerca- 
miento muy  grande  de  las  manos  celestiales  a  la  tilma 
terrenal,  lo  que  debe  haber  determinado  el  milagro; 
en  Lourdes,  sede  del  otro  milagro  permanente,  parece 
que  pasó  algo  semejante.  Cuando  la  bella  Dama  ordenó 
a  Bernardita  ir  a  un  rincón  de  la  gruta,  cuyo  perímetro 
interior  por  cierto  es  reducido,  y  beber  de  aquella 
agua,  no  había  agua  ninguna  que  beber,  sólo  un  poco 
de  lodo.  Bajo  un  ademán  de  insistencia  de  la  Señora 
y  bajo  su  mirada,  Bernardita  comenzó  a  rascar  en 
aquella  tierra  medio  lodosa.  Ella  le  había  dicho:  "Ve 
a  beber  de  aquella  agua  y  a  lavarte  en  ella".  No  había 
agua.  Pero  había  fe.  Y  Bernardita  fue  y  con  sus  dedos 
y  sus  uñas,  dedos  y  uñas  de  una  mano  pobre  de  aldea- 
na desnutrida  y  ruda,  manos  descuidadas  hechas  a 
recoger  leña,  a  lavar  ropitas  y  a  rezar  rosarios;  pero 
bajo  las  miradas  y  la  mano  extendida  de  la  Inmacu- 
lada, brotó  el  agua,  lodosa  al  principio;  agua  que  desde 
entonces  mana  sin  cesar  atrayendo  a  millones  de  cre- 
yentes — no  menos  de  tres  millones  por  año—  y  a 
millaradas  de  enfermos  de  todas  las  dolencias  imagi- 
nables: leprosos,  cancerosos,  tuberculosos,  sifilíticos, 
ciegos,  tullidos,  hipertrofiados  todas  las  miserias  hu- 
manas. 

En  la  gruta  no  había  agua:  en  el  Tepeyac  no  había 
flores;  bien  lo  sabía  Juan  Diego,  como  expresamente 
lo  declaró  y  como  era  completamente  lógico.  Pero  ni 
el  indito  ni  la  pastora  dudaron.  Y  por  eso  se  hizo  el 


94 


Jesús     David  Jaquez 


milagro.  Los  colores  de  las  rosas  milagreras  pasaron  a 
la  tilma,  al  contacto  de  María;  la  virtud  de  Dios  pasó 
al  agua,  ante  el  ademán  y  la  mirada  de  María.  El  mi- 
lagro, como  tal,  es  sencillo,  el  milagro  es  modesto:  pe- 
culiaridades de  la  manera  de  ser,  permítaseme  la  ex- 
presión, de  Dios. 

Por  cierto  que  en  estas  dos  apariciones  mariales, 
únicas  de  las  que  sé  que  haya  quedado,  como  ya  dije, 
un  milagro  en  permanencia,  la  Señora  caminó  y  la 
Señora  bajó.  "La  vió  bajar  del  cerrillo",  dice  el  evan- 
gélico Antonio  Valeriano.  La  Señora  bajó  de  la  oque- 
dad algo  elevada,  en  la  pared  pétrea  de  la  gruta  y 
caminó  algunos  pasos  por  el  suelo  de  ésta.  En  ambas 
apariciones  la  Señora  camina  y  la  Señora  baja.  Simbó- 
lico acto  que  nos  expresa  físicamente  el  descenso  de 
la  celestial  visión  hacia  la  bajeza  humana.  Siempre  las 
apariciones  de  la  Santísima  Virgen  han  sido  en  algún 
lugar  un  poco  elevado,  pero  Ella  ha  bajado  físicamente 
—¿se  puede  aplicar  correctamente  la  palabra  físico  a 
lo  que  sustancialmente  y  por  naturaleza  es  ya  suprafí- 
sico?  No  lo  sé.  Pero  el  hecho,  recalco,  fue  así  en  Mas- 
sabielle  lo  mismo  que  en  el  Tepeyac.  Y  nada  de  lo  que 
la  divinidad  hace  deja  de  tener  una  profunda,  miste- 
riosa y  trascendental  significación,  no  importa  que  por 
ahora  los  mortales  no  alcancemos  a  percibirla.  Ni  me- 
nos a  interpretarla.  Dios  siempre  se  excede  en  nues- 
tras necesidades  y  en  nuestras  aspiraciones;  siempre  se 
excede,  se  muestra  amplia  y  plenamente  generoso.  Por 
eso  sus  dones,  como  los  regalos  de  un  rey,  son  ricos 
y  colmados.  Así  es  El. 

Dije  que  el  milagro,  como  tal,  es  sencillo  y  es  mo- 
desto: ahora  insisto  en  estos  dos  términos.  Sí,  el  mila- 
gro es  sencillo:  no  es  aparatoso,  no  es  espectacular, 
no  es  complicado  ni  ruidoso;  no  se  anuncia  ni  se  pro- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  95 


clama  ni  se  grita  a  sí  mismo,  no  se  hace  propaganda, 
no  se  difunde  a  todo  el  público,  no  se  avisa  con  trom- 
petas de  fama,  con  campanas  o  clarines  o  altoparlan- 
tes: es  característicamente  sencillo  y  silencioso.  Y  ca- 
balmente por  eso,  entre  otras  razones,  es  ejecutado  al 
través  de  los  sencillos  y  los  silenciosos,  como  Bernar- 
dita,  como  Juan  Diego.  En  su  ejecución  misma,  en  ese 
instante  divino  de  su  eclosión,  el  instante  preciso  en 
que  se  plasma,  en  que  aflora,  en  que  se  hace  realidad 
perceptible  en  la  tierra,  el  milagro  es  realizado  por  mé„ 
todos,  por  sistemas,  por  procedimientos  de  una  senci- 
llez, de  una  primitividad  desconcertante.  Agua,  flores, 
tilma:  cosas  sencillas,  llanas,  comunes  y  corrientes. 
Hasta  cosas  pobres.  ¿Podéis  darme  un  objeto  más  po- 
bre que  el  ayate  de  ixtle  de  un  indito?  ¿Que  le  sirve 
al  mismo  tiempo  de  manta,  de  cobija,  de  abrigo,  de 
maleta  para  cargar  no  los  pretenciosos  objetos  necesa- 
rios a  la  vanidad  y  a  la  soberbia,  sino  los  simples  ob- 
jetos esenciales  a  la  vida  y  sus  necesidades;  sus  nece- 
sidades más  primarias  y  elementales:  elotes,  leña,  pollos, 
comida?  Y  las  flores  ¿no  son  en  concepto  humano  y 
también  • — ahora  caigo  en  la  cuenta —  en  concepto 
Guadalupano,  o  sea  de  la  misma  Virgen  María,  obje- 
tos naturales  y  llanos?  Y  también  objetos  de  entre  los 
mejores  de  esta  vida:  son  bellos,  son  aromáticos,  sim- 
bolizan las  virtudes:  la  rosa  el  amor,  la  violeta  la  mo- 
destia, el  lirio  la  pureza,  etc.  Y  el  agua  ¿no  es  sím- 
bolo y  elemento  esencial  de  la  limpieza,  del  aseo,  de 
la  salud  y  de  la  vida?  "donde  hay  agua  hay  vida", 
suele  decirse.  ¿Y  el  agua  lustral  del  bautismo? 

Estos  son  los  instrumentos  de  Dios  en  sus  milagros: 
los  elementos  materiales  más  humildes  y  llanos,  como 
sus  mensajeros  son  también  los  más  pequeños  y  des- 
deñados de  los  hombres. 

¿Y  qué  decir  del  instante  supremo  del  milagro? 


Jesús     David  Jaquez 


Ese  instante  también  tiene  particularidades  semejan- 
tes: es  modesto.  Hasta  cierto  punto  podríamos  decir 
que  se  oculta.  Y  se  oculta  a  tal  grado,  se  recata  de 
tan  fina,  de  tan  exquisita  manera,  que  ni  el  portador 
del  mismo,  su  siervo  y  factor  humano,  suelen  saberlo, 
Bernardita  rio  sabía  ni  de  lejos  las  calidades  milagro- 
sas de  la  fuente  que  al  rascar  con  sus  deditos  brotaba, 
ni  menos  su  repercusión  en  una,  serie  inacabable  y  no 
acabada  de  milagros.  Juan  Diego  no  sabía  que  en  su 
tilma  y  sobre  su  mismo  pecho  palpitante,  pecho  humil- 
de por  dentro  y  aun  por  fuera,  pecho  de  pobre  rnacé- 
hual  de  carné  morena  india,  se  había  ejecutado  un 
milagro  asombroso.  Ambos  eran  vehículo  del  milagro, 
ambos  debían  ignorarlo  en  los  primeros  momentos. 
¿Véis  cómo  el  milagro  es  modesto? 

En  Lourdes  se  ha  hablado,  no  con  mala  intención 
desde  luego,  de  la  "técnica  del  milagro",  de  la  "mecá- 
nica del  milagro",  del  sistema  del  milagro.  El  milagro 
no  tiene  técnica  ni  sistema  ni  mecánica;  porque  estas 
cosas  son  de  pobre  ciencia  o  de  pobre  ejecución  hu- 
mana. La  técnica  no  es  sino  el  conjunto  de  reglas  para 
ejecutar  correctamente  una  cosa.  Pero  la  "técnica"  de 
Dios,  "el  sistema"  de  Dios,  "los  procedimientos  de 
Dios",  de  Dios  son  y  no  de  este  mundo.  Ni  se  miden 
con  centímetros  o  metros  o  kilómetros  de  este  mundo, 
ni  se  aplican  a  ellos  reglas  ni  fórmulas  humanas,  ni  se 
analizan  con  microscopios  o  aparatos  científicos  ultra- 
avanzados  y  perfectísimos.  Estos  medios  nos  sirven  sin 
duda  para  su  comprobación,  para  su  constatación  ante 
los  ojos  humanos,  para  poder  decir:  he  aquí  algo  que 
la  ciencia  no  explica,  que  la  pura  razón  no  comprende, 
no  alcanza  a  captar.  Certifican  el  milagro  y  lo  mues- 
tran — esa  cabal  y  solamente  es  su  misión—  como  fe- 
nómeno excedente  al  orden  natural,  habitual,  humano, 
material,  al  juego  de  las  fuerzas  físicas,  químicas,  etc. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  97 


Pero  nada  más.  Pero  dentro  de  ese  terreno  y  esa  misión 
rigurosamente  circunscrita  y  plenamente  aceptable  y 
hasta  laudable,  puesto  que  la  Iglesia  nunca  la  ha  re- 
chazado, antes  admitido,  únicamente  nos  dejan  ver 
que  el  hecho  o  fenómeno  es  incompatible  con  las  leyes 
naturales  o  humanas  de  este  mundo.  Esta  y  nada  más 
es  su  misión..  Y  la  ciencia  por  sí  sola,  ni  siquiera  está 
autorizada  a  pronunciar  la  palabra  milagro;  no  es  ese 
su  cometido  porque  no  es  ese  su  ámbito  de  acción.  El 
"Bureau  des  Constatations  de  Lourdes",  constituido  por 
un  respetable  y  numeroso  cuerpo  de  médicos,  al  que 
por  cierto  tienen  acceso  pleno  los  de  creencias  no  cató- 
licas: protestantes  budistas,  shintoístas,  mahometanos 
o  de  cualquiera  otra  religión,  jamás  declara  que  tal 
cura  es  milagrosa:  no  es  ese  su  terreno  y  no  invade 
jamás  el  que  le  está  vedado.  Se  limita  a  declarar  que 
tal  curación,  dentro  de  las  circunstancias  en  que  se  ve- 
rificó y  dados  sus  antecedentes,  índole,  etc.,  no  se 
puede  explicar  por  la  ciencia:  nada  más. 

Roger  Mauge,  en  su  bello  libro  "Lourdes,  Son  Pé- 
lerinage",  dice  con  fino  esprit  francés:  "Todos  los 
análisis  que  han  sido  hechos  del  agua  descubierta  por 
la  pastorcita,  han  mostrado  simplemente  que  es  una 
buena  fuente  de  montaña,  pura,  sin  ninguna  propiedad 
curativa.  Los  laboratorios,  no  obstante  sus  análisis  in- 
finitamente precisos,  no  han  podido  evaluar  la  canti- 
dad de  sobrenatural  que  esa  agua  contiene,  ni  en  milé- 
simas de  miligramos." 

Tampoco  en  la  tilma  guadalupana  han  podido  ni 
podrán  en  lo  futuro  los  científicos  que  la  estudien,  aun 
muy  rigurosamente,  llegar  a  evaluar  la  cantidad  de  so- 
brenatural escondida  entre  la  filatura  y  la  trama  de  la 
pobre,  tosca  y  vieja  tilma  del  indio  Juan  Diego. 

Llegarán  —y  aun  van  llegando  ya—  a  atisbar  que 
ahí  hay  algo  que  no  se  explica  por  los  solos  medios 

7 


98 


Jesús     David    J  a  q  u  e  z 


naturales,  como  en  Lourdes,  pero  nada  más.  Y  esto 
será  lo  que  nos  ayude  —y  nos  va  ayudando  ya —  a  dar 
con  la  explicación,  con  la  certificación  y  comprobación 
del  milagro,  al  excluir  de  él,  de  su  plasmación  y  super- 
vivencia, todo  ingrediente  natural  y  humano.  Nada 
más.  Y  esto  cabalmente,  es  lo  que  nos  hace  entrever 
la  mano  de  Dios  y  exclamar:  ¡Así  son  las  obras  del 
Omnipotente! 


CAPITULO  5 


LA  SUBSISTENCIA  FISICA  DEL  AYATE  Y  LA 
IMAGEN  DURANTE  429  AÑOS  ¿ES  TAMBIEN 
UN  MILAGRO? 

"A  las  orillas  del  Lago  de  Texcoco  floreció 
el  milagro:  en  la  tilma  del  pobrecito  Juan 
Diego,  pinceles  que  no  eran  de  este  mundo, 
dejaban  pintada  una  imagen  dulcísima  que  la 
labor  corrosiva  de  los  siglos  maravillosamente 
respetaría." 

PIO  PAPA  XII 
(Mensaje  radiado  el  12  de  octubre 
de  1945). 

El  12  de  diciembre  de  1531  la  tilma  de  Juan  Diego 
fue  desatada  del  cuello  del  humilde  vidente  por  las 
manos  venerables  del  Obispo  Fray  Juan  de  Zumárraga 
y  colocada  reverentemente  en  lo  alto  del  altar  de  su 
pequeño  oratorio  episcopal.  Allí  comenzaron  la  devo- 
ción, admiración  y  veneración  de  ese  lienzo  sin  par. 
Pero  allí  también  comenzaron  las  indelicadezas  y  las 
involuntarias  y  hasta  piadosas  imprudencias  que,  a  lo 
largo  de  429  años  hasta  hace  poco,  han  atentado  "—con 
muy  buena  y  santa  intención  casi  siempre'—  contra  la 
preservación  de  la  milagrosa  tilma. 

Antes  de  describirlas;  sin  omitir  crudezas,  torpezas 
y  hasta  un  atentado  sacrilego,  ya  que  todo  esto  sirve 


100      Jesús     David    J  a  q  u  e  z 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  101 


justamente  para  demostrar  más  y  evidenciar  irrefraga- 
blemente las  cualidades  extraterrenas  de  la  sagrada 
imagen,  mencionaré  un  detalle:  el  detalle  de  las  rosas. 

Ya  sabemos  el  origen  sobrenatural  de  esas  rosas. 
El  relato  de  Valeriano  dice  textualmente:  "Y  así  que 
se  esparcieron  por  el  suelo  todas  las  diferentes  rosas 
de  Castilla. . ." 

El  silencio  sobre  las  rosas  se  hizo  a  partir  de  ese 
momento:  nadie  jamás,  que  yo  sepa,  volvió  a  hablai 
de  esas  rosas  plenamente  milagrosas.  Ante  la  maravi- 
lla de  la  imagen,  las  rosas,  consideradas  solamente  como 
un  signo  provisional,  quedaron  relegadas  al  olvido. 

Un  guadalupanista  eximio,  D.  Alfonso  Marcué 
González,  de  la  Villa  de  Guadalupe,  me  dijo  que  hace 
años,  sin  determinación  ninguna  de  fecha,  había  exis- 
tido en  un  altar  lateral  de  la  Catedral  de  México,  una 
gaveta  donde,  entre  otras  reliquias  sagradas,  se  con- 
servaban algunas  cuantas  flores  (rosas)  secas,  que  se 
afirmaba  eran  de  las  que  Juan  Diego  había  cortado 
por  mandato  de  la  Señora  del  cielo  en  el  Tepeyac  y 
entregado  al  obispo  como  señal  de  la  voluntad  divina. 

•  Con  buena  lógica  me  explicó  a  continuación  el  pa- 
radero de  dichas  rosas,  salvo  las  que  se  dice  estuvieron 
guardadas  en  el  sitio  ya  mencionado.  Los  frailes,  las 
monjas,  las  personas  piadosas  de  la  ciudad  de  México, 
una  vez  sabido  el  milagro,  iban  a  pedir  al  Obispo  si- 
quiera una  rosita  de  aquellas  que  ningún  jardinero  del 
mundo  cultivó.  Y  las  rosas,  una  por  una,  fueron  repar- 
tidas y...  se  perdieron.  Quizá  sea  explicable  que 
Zumárraga  no  pudo  negarse  a  dar  una  rosa  a  una  dama 
linajuda,  a  un  prior  o  una  superiora  de  convento  de 
monjas,  a  un  piadoso  franciscano  o  a  algún  distingui- 
do y  pío  capitán  de  Cortés  y  aun  a  este  mismo  y  a  la 
"señora  Marquesa"  y  a  los  oidores  de  la  Segunda  Au- 
diencia, cuya  noticia  de  arribo  a  Veracruz  llegó  a  Mé- 


102      Jesús     David  Jaquez 


xico  el  7  de  diciembre  de  ese  mismo  año.  En  suma,  las 
rosas  desaparecieron.  Aquellas  rosas  que  la  Celestial 
Virgen  había  cogido  en  sus  manos  y  acomodado  en  la 
tilma  de  su  "hijo  el  más  pequeño".  Lamentable  si  no 
criticable  proceder  humano,  ante  el  exquisito  y  amable 
proceder  divino.  A  la  fecha  no  se  sabe  con  certeza  que 
exista  una  sola  de  esas  rosas  milagrosas,  por  seca  y 
hecha  polvo  que  estuviere. 

Es  muy  lógico  suponer  que,  queriendo  todos  ver 
la  sagrada  imagen,  ya  que  "la  ciudad  entera  se  con- 
movió", como  afirma  Valeriano,  cronista  sobre  todos 
autorizado,  fueran  también  innumerables  los  que  qui- 
sieran, con  impetuosa  devoción  humanamente  explica- 
ble, mirarla  de  cerca,  palparla,  tocarla,  certificar  mate- 
rialmente su  verdad.  Y  empezaron  probablemente  en- 
tonces, a  tocar  a  la  sagrada  tilma  objetos  devotos:  me- 
dallas, rosarios,  crucifijos,  etc.  Esta  práctica  duró  in- 
interrumpida hasta  tiempos  relativamente  recientes,  pues 
la  santa  tilma  estuvo  sin  cristal  alguno  protector,  algo 
así  como  tres  siglos. 

Durante  algunos  días,  la  tilma  estuvo  en  el  ora- 
torio episcopal.  Luego,  para  que  todo  el  mundo  la  viera, 
la  admirara  y  venerara,  la  trasladó,  sin  duda  solemne- 
mente, a  la  Iglesia  Mayor,  o  sea  la  antecesora  de  la 
Catedral  de  México.  Estuvo  allí  expuesta  a  la  venera- 
ción de  los  fieles,  hasta  el  día  de  su  solemnísima  trans- 
lación procesional  a  la  ermita  que  a  toda  prisa  había 
sido  edificada  al  pie  del  Tepeyac,  en  el  lugar  justo 
que  Juan  Diego  indicara.  Esto  acaeció,  con  la  mayor 
probabilidad,  el  26  del  mismo  mes  de  diciembre. 

Durante  esa  procesión  tuvo  lugar  el  primer  mila- 
gro de  la  Imagen  de  Santa  María  de  Guadalupe,  que 
todos  los  escritores  han  narrado  ya:  la  curación  o  más 
probablemente  resurrección  del  indio  flechado  por  ac- 
cidente durante  los  festejos  procesionales,  celebrados 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  103 


El  Tepeyac  y  ws  nlrededores  en  el.  Siglo  XVIII. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  105 


a  la  manera  de  aquel  tiempo  y  con  gran  euforia  de 
muestras  indígenas,  de  gozo,  como  era,  entre  otras  co- 
sas, el  lanzamiento  de  flechas  al  cielo.  El  indio  fue 
llevado,  desangrándose,  ante  la  sagrada  imagen,  en 
tanto  que  algún  franciscano  le  extraía  la  flecha  cla- 
vada en  plena  garganta  y  todos  los  asistentes  rogaban 
a  la  Santa  Virgen.  Ella,  ante  su  imagen,  le  devolvió 
la  vida  o  al  menos  la  salud  en  forma  plenamente  mi- 
lagrosa. 

Ved  ahí  ya  la  venerada  tilma  en  su  capillita.  El 
nombre  lo  dice:  una  mera  ermita,  la  "Ermita  Zumá- 
rraga",  como  la  llamaron  posteriormente  todos  los  his- 
toriadores y  cronistas  hasta  la  fecha. 

Esa  Ermita  levantada  en  doce  días,  o  sea  a  toda 
prisa,  y  cuyos  restos  — los  cimientos  y  algo  de  muro 
de  adobe'—,  subsisten  hasta  la  fecha  bajo  el  piso  de 
la  sacristía  de  la  Parroquia  de  la  Villa  de  Guadalupe, 
era  una  muy  pobre  iglesia.  Levantada  apenas  a  flor  del 
suelo  sobre  unos  cimientos  albañilados  de  acuerdo  con 
su  pequeñez,  con  muros  de  adobe  —material  tosco  y 
permeable—,  con  techo  de  vigas,  con  un  humilde  altar 
sobre  el  que  simplemente  fue  suspendida  la  maravillo- 
sa tilma,  no  reunía  las  condiciones  de  seguridad  física 
encaminadas  a  su  mejor  conservación.  Y  Juan  Diego, 
el  encantador  vidente  que  desde  el  principio  la  sirvió 
y  custodió  con  un  celo  que  ningún  otro  en  toda  Nueva 
España  hubiera  podido  emular,  nada  podía  hacer. 

Es  necesario  tener  en  cuenta  que  la  Villa  no  era 
entonces  topográficamente  lo  que  es  ahora.  Estaba  ro- 
deada por  el  oriente,  por  el  sur  y  por  gran  parte  del  po- 
niente, por  el  Lago  de  Texcoco.  Esto  hace  que  su  clima 
fuese  clima  pantanoso,  húmedo,  y  que  el  salitre  inva- 
diera toda  cosa  abajo  del  Tepeyac. 

Sobre  la  cumbre  de  éste,  el  sitio  exacto  donde  Juan 
Diego  vió  la  celestial  visión  las  primeras  veces,  fue 


106      Jesús     David  Jaquez 


marcado  con  una  tosca  cruz  de  madera,  sostenida  erec- 
ta simplemente  con  piedras.  Todas  estas  cosas  y  mu- 
chas subsiguientes,  no  pueden  menos  de  darnos  una 
impresión  de  descuido  material,  de  indolencia  física 
que,  si  aparentemente  incompatible  con  la  floración 
de  la  piedad  guadalupana  y  el  inmenso  prestigio  que 
comenzó  desde  luego  a  desarrollarse  y  crecer  por  toda 
la  Nueva  España  y  aun  fuera  de  ella,  se  explica  sin 
embargo  por  el  atraso  de  aquellos  siglos,  por  lo  no 
estabilizado  aún  de  la  civilización  europea,  pues  un 
pueblo  no  es  sacado  de  su  barbarie  material  en  sólo 
diez  años,  por  la  inercia  de  la  vencida  raza  azteca, 
por  la  brusquedad  racial  de  un  gran  número  de  espa- 
ñoles y  sobre  todo,  por  la  escasez  de  elementos  mate- 
riales, sobre  todo  pecuniarios.  Estas  son  las  razones 
humanas.  La  razón  divina,  quizá  haya  sido  la  Provi- 
dencia que  en  sus  nunca  escrutables  y  menos  prees- 
crutados  fines,  haya  permitido  todas  esas  vicisitudes 
materiales,  para  más  recalcar  el  carácter  sobrenatural 
de  su  obra  en  el  Tepeyac,  haciendo  que  la  santa  tilma 
subsistiera  a  pesar  de  todo,  en  circunstancias  y  bajo 
condiciones  en  que  cualquier  otro  lienzo  hubiera  que- 
dado totalmente  destruido.  Su  Santidad  Pío  XII,  en 
el  epígrafe  hecho  con  palabras  de  ese  admirable  y 
hermoso  Pontífice  que  en  el  Año  Santo  de  1950  tuve 
el  gozo  de  conocer  muy  de  cerca,  parece  darlo  a  en- 
tender así  y  por  eso  he  puesto  su  frase  al  comenzar 
este  capítulo. 

No  fue  por  cierto  sino  hasta  el  año  de  1666,  cuan- 
do sobre  "la  mayor  altura  que  tiene  el  cerro  por  la 
parte  que  mira  al  poniente",  fue  levantada  una  modesta 
capilla,  debida  a  la  piedad  de  un  panadero  de  la  Capi- 
tal, Cristóbal  de  Aguirre  y  su  esposa  Teresa  Pere- 
grina. Esta  capilla  fue  iniciada  en  la  fecha  dicha  y 
terminada  al  año  siguiente,  o  sea  en   1667;  en  el 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  107 

"Diario  de  Sucesos  Notables",  del  Pbro.  D.  Antonio 
Robles,  se  dice:  "Febrero  (1667)  miércoles  2.  Día 
de  la  Purificación  de  Nuestra  Señora,  se  abrió  y  dedi- 
có la  ermita  que  edificó  sobre  el  Cerro  de  Guadalupe, 
Cristóbal  de  Aguirre,  vecino  de  esta  ciudad,  panadero: 
en  el  lugar  donde  se  fabricó,  había  estado  una  cruz 
desde  el  aparecimiento  de  la  Señora".  La  actual  fue 
levantada  en  el  mismo  sitio  entre  1745  y  1750  por  el 
sacerdote  Juan  José  de  Montúfar.  Al  fin  y  al  cabo, 
primero  con  una  cruz,  después  con  una  capilla  y  luego 
con  la  actual,  la  piedad'  cristiana  perpetuó  honrándolo, 
el  sitio  sagrado  donde  posó  sus  plantas  la  Señora  del 
cielo.  ¡Cuán  hermoso  hubiera  sido  que  se  hubiese  in- 
dicado y  conservado  la  roca  o  risco  preciso  donde  la 
Madre  de  Dios  se  dignó  posarse,  roca  o  risco  que 
Juan  Diego  no  podía  sin  duda  ignorar  ni  haber  olvi- 
dado! 

Mas  la  milagrosa  tilma  estuvo,  como  ya  dije,  largos 
decenios  en  su  humilde  ermita  levantada  "aquí  en  el 
llano",  como  pidió  María.  Allí  la  veneraron,  oraron 
ante  ella  y  recibieron  favores  mil,  no  pocas  genera- 
ciones; la  segunda  ermita  (Ermita  Montúfar),  cons- 
truida hacía  1556,  no  fue  tampoco  un  gran  santuario 
ni  la  sagrada  efigie  se  halló  en  condiciones  más  propi- 
cias para  su  perfecta  conservación.  Pero  estas  dos  fe- 
chas, distantes  entre  sí  escasos  25  años,  nos  dan  una 
idea  de  lo  provisional,  inestable  y  pobre  de  la  primera; 
la  segunda  no  fue  mucho  mejor,  aunque  sí  más  am- 
plia, debido  al  gran  auge  que  iba  tomando  el  conoci- 
nfiento  y  amor  a  la  Guadalupana  y  por  tanto,  la  devo- 
ción y  afluencia  de  peregrinos;  sin  embargo,  resistió 
menos  de  un  siglo. 

A  la  humedad,  salitre  y  emanaciones  pantanosas 
del  cercano  lago,  débese  agregar  otro  factor  que  es 
seguro  que  nadie  en  aquellos  tiempos  tuvo  en  cuenta 


108      Jesús     David  Jaquez 


ni  previo:  las  moscas,  mosquitos,  polilla,  comején,  cu- 
carachas, arañas  y  quizá  hasta  ratones  y  ratas  que  en 
tal  lugar  y  sin  los  modernos  insecticidas,  DDT,  naf- 
talina, etc.,  hubieran  dañado  la  santa  tilma  y  hasta 
causádole  graves  perjuicios  materiales.  Sabido  de  sobra 
es  que  bichos  de  esos  han  carcomido,  roído  y  destro- 
zado venerables  pergaminos,  papiros  y  viejos  papeles  en 
las  bibliotecas  y  dañado  igualmente  en  las  pinacote- 
cas, lienzos  notables  y  cuadros  de  célebres  artistas  del 
pincel.  Modernamente  tan  sólo,  existen  ya  elementos 
y  métodos  de  lucha  contra  esos  animalejos,  muchos  de 
ellos  microscópicos.  Como  existe  también  toda  una  téc- 
nica para  la  preservación  y  restauración  de  las  obras 
maestras  de  los  pintores  de  pasados  siglos.  Y  sin  em- 
bargo, la  mano  del  tiempo,  ayudada  por  los  factores 
antedichos,  no  cesa  de  atentar  contra  la  integridad 
física  de  esas  valiosas  piezas  en  todos  los  museos  y 
pinacotecas  del  mundo. 

Yo  conozco  algunas  de  esas  obras  maestras  en  Eu- 
ropa, algunas  mucho  menos  antiguas  que  nuestra  ben- 
dita tilma.  Los  grandes  frescos  de  Miguel  Angel  Buo- 
narroti,  muerto  en  1564,  ostentan  cuarteaduras,  res- 
quebrajaduras, descarapeladuras  y  otros  signos  de  los 
siglos.  Grandes  y  magníficas  obras  maestras  en  el  Mu- 
seo del  Vaticano  y  en  el  de  El  Louvre,  en  París,  y  en 
muchos  otros,  exhiben  también  trazas  de  su  antigüe- 
dad. Examinando  con  atención  los  frescos  de  Miguel 
Angel  en  la  Capilla  Sixtina,  del  Vaticano,  se  obser- 
van claramente  dichas  huellas.  Y  además,  numerosos 
lienzos  se  han  ido  lenta  y  casi  insensiblemente  oscu- 
reciendo o  decolorando  parcialmente;  no  tienen  ya  aque- 
lla lozanía  y  frescura  de  colores  que  debieron  tener 
cuando  los  genios  del  arte  los  pintaron.  Y  téngase 
en  cuenta  que  Miguel  Angel,  Leonardo  da  Vinci,  Ra- 
fael, Murillo,  Rubens,  Vanuzzi  el  Perugino,  Ghirlan- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  109 


daio,  etc.  no  eran  sólo  maestros  ea  pintar,  sino  en  mez- 
clar y  preparar  sus  colores  y  que  al  ejecutar  sus  obras 
escogian  los  materiales  más  firmes  y  resistentes  al 
tiempo  y  sus  vicisitudes,  pues  pintaban  para  siempre 
y  no  para  un  breve  tiempo  y  tenían  un  explicable  y 
claro  interés  en  que  sus  obras  geniales  se  perpetuaran. 
Sin  embargo,  esas  obras  no  tienen  la  frescura,  la  loza- 
nía, la  inalteración  de  nuestra  tilma  indiana,  y  eso  que 
seguramente  no  sufrieron  las  duras  condiciones  bajo 
las  cuales  el  ayate  juandieguino  ha  logrado  llegar  in- 
cólume hasta  nuestros  días. 

Simplemente:  en  la  Basílica  de  San  Pedro,  en  Ro- 
ma, en  la  nave  lateral  de  la  Espístola,  hay  una  estatua 
monumental  de  San  Pedro,  hecha  en  bronce.  El  apóstol 
está  representado  sedente  en  bella  silla  antigua  y  uno 
de  sus  pies  asoma  hacia  adelante  por  debajo  de  su 
túnica  en  bronce  macizo  y  antiguo  toda  la  obra.  Este 
pie  del  Pescador  viene  siendo  objeto  de  la  veneración 
de  los  fieles  hace  largo  tiempo.  Todos,  • — yo  entre 
ellos — •  lo  besan  devotamente,  tocan  a  él  objetos  pia- 
dosos, lo  palpan  pasando  largamente  sus  dedos  con 
devoción.  Pues  ese  pie,  como  me  consta  ocularmente, 
está  desgastado  ya  por  el  roce  y  casi  han  desaparecido 
los  dedos  y  la  parte  última  superior  del  pie.  Por  cierto 
que  las  estatuillas  de  souvenir  hechas  en  bronce,  que 
los  romeros  compran,  muestran  intencionadamente  este 
detalle.  Comparad  ahora  la  resistencia  y  dureza  física 
del  bronce  con  la  del  ayate  de  ixtle:  no  hay  compa- 
ración posible. 

Cuando  por  fin,  la  sagrada  tilma  fue  puesta  en  un 
marco,  aún  sin  cristal,  hubo  que  restirarla  sobre  un 
bastidor  de  madera,  el  mismo  que  aún  tiene,  y  esta 
operación  fue  hecha  sin  las  precauciones  debidas:  a  los 
restirones,  se  reventaron  los  hilos  del  mismo  material 
que  unían  desde  siempre  sus  dos  partes,  como  tosca 


110      Jesús     David  Jaquez 


! 


costura;  las  fotografías  que  han  sido  tomadas  en  ta- 
maño grande,  del  sagrado  original,  muestran  claramen- 
te las  pequeñas  aberturas  causadas  por  ese  indebido  e 
imprudente  manejo.  Pero  felizmente  este  accidente  en 
nada  perjudicó  al  lienzo  ni  a  la  figura  virginal  impresa 
en  él.  La  costura  pasa  a  un  lado  del  rostro  celestial 
de  la  Señora  y  no  afecta  para  nada  en  esas  pequeñas 
descosidas,  a  la  perfección  de  la  imagen. 

Más  tarde  hubo  otro  accidente:  Don  Alfonso  Mar- 
cué  en  su  artículo  que  pongo  en  un  apéndice  al  final 
de  este  trabajo,  lo  menciona.  Un  platero,  al  limpiar  el 
marco  de  plata  de  la  imagen,  dejó  volcarse  por  des- 
cuido, el  frasco  de  ácido  sulfúrico  con  que  hacía  su 
trabajo.  El  ácido  sulfúrico  come  y  destruye  totalmen- 
te cualquier  tela  y  hasta  el  cuero  y  araña  y  muerde 
los  metales:  en  la  santa  tilma  no  hizo  nada,  dejando 
tan  sólo  una  leve  huella  al  lado  izquierdo  del  rostro 
de  la  Virgen,  como  de  una  gotera:  un  milagro  más  de 
la  Patrona  de  México. 

Y  de  peripecia  en  peripecia,  llegamos  a  varias  cau- 
sadas directa  e  intencionadamente  por  la  mano  huma- 
na. En  tiempo  ya  lejano,  una  mano  piadosa,  tan  piado- 
sa como  imbécil,  discurrió  dorar  los  rayos  de  sol  que 
rodean  la  figura  de  la  Virgen,  creyendo  en  su  estupi- 
dez, que  se  verían  más  bonitos.  Y  lo  hizo,  no  siendo 
lo  raro  tamaña  profanación  de  ir  a  meter  la  torpe  y 
brutal  mano  humana  donde  la  Virgen  y  Dios  mismo 
habían  puesta  la  suya  divina,  sino  que  hubiese  quien 
lo  permitiera.  Apenas  es  concebible  tamaña  imbecili- 
dad casi  sacrilega.  Pues  bien:  la  necia  pintura  huma- 
na, el  tal  dorado,  se  ha  ido  cayendo  descascarado  o 
desconchado,  como  se  aprecia  en  una  buena  y  grande 
fotografía  directa  de  la  venerable  efigie.  Así  es.  de 
perecedero  y  frágil  lo  humano,  así  es  de  estable  lo 
divino.  , 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  111 


Pero  hay  algo  más.  Otras  manos,  execrables  a 
todas  luces,  guiadas  por  quién  sabe  que  mente  brutal, 
decidieron  un  día,  antes  de  los  tiempos  del  daguerro- 
tipo e  impresión  fotográfica,  hacer  una  copia  exacta 
de  la  santa  imagen,  igual  en  medidas,  posición  etc. 
Aplicaron,  en  aquellos  tiempos  en  que  no  había  celo- 
fanes ni  papeles  transparentes,  un  papel  opaco,  quizá 
de  estraza,  sobre  la  superficie  del  lienzo  de  Juan  Die- 
go; como  la  figura  no  se  transparentaba,  dieron  al  tal 
papel  una  mano  de  grasa  o  aceite,  para  hacerlo  más 
translúcido;  pero  como  ni  así  se  transparentara  la  ima- 
gen, cogieron  sacrilegamente  un  crayón  y  con  él  traza- 
ron fuertes  líneas  negras  sobre  la  venerable  figura  de 
Nuestra  Señora.  Merced  a  tan  criminal  arbitrio,  pudie- 
ron tomar  en  calca  sus  dimensiones  y  figura  general, 
para  hacer  algún  cuadro  semejante  a  la  imagen  autén- 
tica. La  mente  se  resiste  a  creer  semejantes  profanacio- 
nes, aun  cuando  no  las  guiara  una  mala  intención. 

Pero  la  mala  intención  aparece  al  fin.  El  14  de 
noviembre  de  1921,  ya  en  nuestros  tiempos,  manos  cri- 
minales, enviadas,  se  dice,-por  algún  personaje  de  nota, 
antiguadalupano  y  antiméxicano,  colocaron  un  gran 
ramo  de  flores  al  pie  de  la  bendita  efigie,  que  estaba 
exactamente  en  el  mismo  sitio  y  forma  en  que  está  aho- 
ra. Dentro  de  ese  gran  ramo  de  flores  iba  escondida 
una  bomba  de  dinamita.  A  eso  del  mediodía,  hora  en 
que  entonces  como  hoy,  había  muchos  fieles  en  la  Basí- 
lica, la  bomba  explotó.  El  templo  se  llenó  de  humo  y 
de  polvo,  cayeron  en  pedazos  los  floreros,  los  cande- 
leras y  cirios  fueron  arrojados  al  suelo  y  el  gran  cru- 
cifijo de  bronce  que  siempre  estaba  al  centro  del  altar, 
cayó  también  doblado  y  semiquebrado.  Hoy  se  le  con- 
serva en  una  vitrina  en  la  capilla  lateral  del  Santísimo 
Sacramento.  En  el  sitio  donde  la  bomba  estalló,  a 
menos  de  un  metro  de  la  tilma  santa,  se  hizo  un  bo- 


112      Jesús     David  Jaquez 


quete  y  el  mármol,  hecho  astillas  y  hasta  polvo  en  el 
sitio  central  o  epifoco  de  la  explosión,  voló  en  todas  I 
direcciones.  Mas  el  sagrado  ayate  no  sufrió  en  lo  más 
leve  y  ni  siquiera  su  cristal  se  rompió  ni  se  rajó.  Atri- 
buir esa  preservación  admirable  a  factores  humanos, 
es  ilógico  y  no  hay  quien  lo  haya  creído  así  jamás. 

Todo  el  mundo  ha  afirmado  y  también  yo  lo  creo 
firmemente,  que  una  particular  providencia  de  lo  alto, 
de  la  Virgen  María  misma,  quiso  entonces  y  ha  que- 
rido en  todos  los  siglos  de  existencia  de  su  dulce  re- 
trato, preservarlo  a  un  tiempo  de  la  torpeza  y  la  per- 
versidad humanas,  que  nada  han  podido  contra  él,  y  I 
de  los  elementos  naturales  adversos,  pues  "la  labor 
corrosiva  de  los  siglos  maravillosamente  respetaría", 
como  dijo  el  admirable  Papa  Pío  XII,  esta  imagen 
única  en  el  mundo. 

Y  así  la  Guadalupana  sigue  estando  entre  nosotros, 
pese  a  los  tiempos,  pese  a  las  desfavorables  condiciones 
de  los  primeros  siglos,  pese  a  las  torpezas,  pese  a  cri- 
minales intenciones. 

Y  sigue  estando  no  obstante  nuestra  indiferencia, 
nuestros  desdenes,  la  incomprensión  de  muchos,  la  hos- 
tilidad de  unos  pocos  y  aun  las  irreverencias,  desaca- 
tos, descortesías  que  a  diario  le  hacen  sus  hijos,  cre- 
yentes, sí,  pero  rudos  e  ineducados,  como  chiquillos 
malcriados  ante  una  madre  toda  bondad  y  delicadeza. 

Todos  los  días  vemos,  al  par  que  fieles  admirable-  J 
mente  respetuosos  y  filiales,  al  par  que  gentes  que  en-  . 
tran  de  rodillas  a  su  templo  tras  haber  hecho  descalzas 
la  peregrinación  desde  la  Glorieta  de  Peralvillo,  punto 
de  reunión  de  las  peregrinaciones  y  procesiones,  tras 
haber  venido  a  pie  desde  Toluca,  Tulancingo,  Puebla, 
Querétaro  y  hasta  otras  poblaciones  más  lejanas,  a 
otras  que,  distraídas,  irreverentes  e  ignaras  crasamen- 
te del  respeto  al  lugar  santo,  llegan  a  él  sin  devoción 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  113 


como  quien  entra  a  un  teatro,  o  bien  con  arreos  y  tam- 
bores militarescos  que  desdicen  'del  respetuoso  silencio 
debido  al  santuario  donde  no  solamente  residen  en 
casa  propia  el  retrato,  la  maravilla  y  las  amabilidades 
de  María  Reina  del  cielo,  sino  la  presencia  misma, 
real  y  verdadera  de  Jesucristo,  en  el  Sacramento  del 
Altar. 

Yo  me  he  emocionado  en  Lourdes,  en  lo  que  allá 
se  llama  bellamente  "le  domaine  de  la  Sainte  Vierge", 
el  dominio  o  solar  de  la  Virgen  Santa,  del  respeto  y 
unción  religiosa  de  los  visitantes  de  las  cuatro  partes 
del  mundo  que  allí  acuden.  He  asistido  a  la  célebre 
"procession  des  flambeaux"  (la  procesión  de  las  an- 
torchas) con  cincuenta  y  sesenta  mil  almas  cantando 
el  Ave  María  entre  una  euforia  de  luz  y  con  voces 
que  masivamente  retumban  en  los  inmediatos  Pirineos, 
como  he  asistido  en  grupos  de  ocho  o  diez  personas 
cantando  esa  misma  Ave  María  suavemente,  bajo  la 
nieve  y  ateridos  de  frío;  he  visto  el  respeto  absoluto, 
la  reverencia  filial  de  todos  cuantos  allí  acuden,  chinos, 
turcos,  pieles  rojas,  escandinavos,  ingleses,  senegaleses 
o  australianos,  lo  mismo  en  la  Gruta  que  en  la  Basí- 
lica del  Rosario,  que  en  la  Cripta,  que  en  las  arcadas 
y  en  el  grande  parque  de  hipocastaños  sombrosos  y 
altos,  que  en  el  Calvario  de  bronce  a  un  lado  de  la 
Basílica,  subiendo  la  colina  al  lado  opuesto  del  Río 
Gave  de  Pau:  en  todas  partes  silencio,  respeto,  piedad. 
Toda  operación  comercial,  toda  conversación,  toda  irre- 
verencia están  terminantemente  prohibidas,  aun  en  el 
parque,  en  el  que  está  vedado  hasta  encender  un  ci- 
garrillo o  calarse  el  sombrero.  En  1958,  con  motivo 
del  Centenario  de  las  Apariciones,  esos  santos  luga- 
res fueron  mejorados  y  embellecidos,  pero  sin  tocar 
un  ápice  de  los  sitios  venerandos.  Se  proyectó  una 
gran  basílica  para  20,000  personas  y,  para  no  ensom- 


8 


114      Jesús     David  Jaquez 


brecer  ni  alterar  los  sitios,  para  que  su  mole  no  pesara 
sobre  el  lindo  panorama  de  Lourdes,  se  la  construyó 
subterránea  vecina  a  los  venerandos  sitios,  empotrada 
debajo,  cabe  el  río,  como  las  catacumbas  de  los  primi- 
tivos cristianos  en  Roma  y  con  200  metros  de  longitud. 

En  ese  Lourdes  que  respira  marianismo  y  fe  y  tam- 
bién dolor,  hasta  en  los  hoteles  (son  450)  y  en  las  500 
tiendas  de  souvenirs,  está  el  "Diorama":  una  rotonda 
donde  en  finas  figuras  de  bulto  y  bajo  una  decoración 
casi  exacta  del  Lourdes  del  tiempo  de  las  apariciones, 
se  ven  todas  las  escenas  de  éstas  y  de  la  vida  de  Ber- 
nardita,  para  presentar  gráficamente  a  todos  los  ojos 
creyentes,  aquellos  grandes  hechos  cuya  perdurancia 
vive  y  vibra  invisible  e  impalpable  en  las  aguas  de  la 
fuente  milagrosa. 

Yo  hablé  personalmente  con  Madame  Camp  Sou- 
birous,  una  ancianita  sobrina  de  la  santa  y  que  me 
mostró  cartas  personales  de  Bernardita,  retratos  viejos 
de  familia,  prendas  y  objetos  personales  de  la  vidente, 
todo  ello  conservado  con  amor  y  mostrado  con  respeto 
al  visitante  comprensivo. 

Así  se  cuidan,  se  conservan,  se  respetan  los  luga- 
res y  las  cosas  santas  y  se  fomenta  el  culto  marial 
que  es  la  esperanza  de  salvación  de  este  mundo  dis- 
traído. Es  consolador  que  en  nuestro  Tepeyac  se  ha 
hecho  ya  mucho  y  muy  laudable;  pero  veamos  con 
sinceridad  lo  que  falta  aún  por  hacer,  no  ya  en  lo 
material,  sino  en  los  otros  órdenes.  Ni  siquiera  sabe- 
mos del  sepulcro  de  Juan  Diego.  .  . 

En  Estados  Unidos,  en  1940  se  comenzó  a  intro- 
ducir el  proceso  de  beatificación  de  una  piadosa  don- 
cella piel  roja:  Catherine  Tekakwitha,  apellidada  "el 
lirio  de  los  mohawks"  (una  tribu  piel  roja)  y  muerta 
en  1680  cerca  de  Nueva  York.  Se  alzó  un  templo  y, 
no  pudiendo  dedicarlo  a  ella,  pues  aún  no  está  cano- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  115 


nizada,  lo  dedicaron  a  la  Virgen.  Esa  piel  roja  virtuo- 
sa será  quizás  pronto  orgullo  de  Estados  Unidos  y  de 
su  catolicidad  creciente.  Pero  allá,  como  en  Lourdes, 
obispos,  clero,  fieles,  ricos  y  pobres  se  han  unido  y 
han  cooperado  a  sus  obras  que  bien  entienden  son  glo- 
ria de  su  país  no  menos  qué  de  la  cristiandad. 

En  nuestra  misma  América  Latina,  en  Lima,  Capi- 
tal del  Perú,  Isabel  Flores,  monja  dominica  nacida 
en  1586,  muerta  en  1617,  fue  bien  estimada,  compren- 
dida y  admirada  por  sus  compatriotas  y  gracias  a  ello, 
hoy  se  gozan  con  su  Santa  Rosa  de  Lima,  gloria  pe- 
ruana y  católica  y  patrona  de  su  ciudad.  Su  fiesta  so- 
lemnísima se  celebra  en  esa  Capital  y  en  su  vieja 
Catedral,  cada  30  de  agosto.  Y  yo  pregunto:  ¿Y  nos- 
otros, que  hemos  hecho  con  nuestro  Juan  Diego?  Nos- 
otros que  tenemos  no  sólo  el  santo  recuerdo  del  pío 
vidente,  sino  el  testimonio  mismo  de  su  bondad  y  del 
favor  especialísimo  de  la  Virgen  María  en  la  porten- 
tosa imagen  que  está  en  el  ayate  del  indio,  ¿estamos 
ya  a  la  altura  de  los  deberes  que  tan  rico  don  nos  im- 
pone como  cualquiera  lógicamente  puede  comprender- 
lo? ¿No  nos  falta  aún  mucho  por  hacer? 

Y  no  digáis  que  las  comparaciones  son  odiosas: 
al  contrario,  son  emulatorias  y  dan  buen  ejemplo,  que 
nosotros  tenemos  tanta  razón  y  tanto  derecho  como 
los  otros  de  seguir. 

"A  orillas  del  Lago  de  Texcoco  floreció  el  mila- 
gro: en  la  tilma  del  pobrecito  Juan  Diego,  pinceles  que 
no  eran  de  este  mundo,  dejaban  pintada  una  imagen 
dulcísima  que  la  labor  corrosiva  de  los  siglos  mara- 
villosamente respetaría".  Estas  fueron  palabras  de  ese 
encantador  Papa  Pío  XII,  de  quien  ya  se  dice  que  va 
a  iniciarse  el  proceso  de  beatificación. 

La  Iglesia  Católica  pues,  ha  declarado  milagro  el 
aparecimiento  guadalupano,  luego,  por  consecuencia,  la 


11,6 


Jesús     David  Jaquez 


imagen  guadalupana.  Las  palabras  papales  ¿se  refie- 
ren únicamente  al  carácter  de  la  impresión  de  esa 
imagen  en  la  tilma?  Primariamente  sí.  Pero  el  Papa 
reconoce  que  la  labor  corrosiva  de  los  siglos  la  respe- 
tó maravillosamente.  ¿Esta  calificación  incluye  también 
el  carácter  milagroso  de  la  preservación  del  ayate 
hasta  hoy?  ¿En  qué  sentido,  teológica  o  canónicamen- 
te hablando,  debe  entenderse  la  palabra  maravillosa* 
mente?  Si  se  trata  de  un  mero  fenómeno  admirable, 
pero  natural,  ¿vale  la  pena  de  una  afirmación  pontifi- 
cia, aunque  sea  admirativa?  ¿El  Vicario  de  Cristo  es 
simple  admirador  de  fenómenos  naturales  notables  o 
raros?  Yo  creo  que  es  también  algo  más.  Puede  ad- 
mirar algo  muy  notable,  como  puede  admirarlo  todo 
el  mundo.  Pero  él  hablaba  a  la  cristiandad,  no  a  los 
turistas  o  a  los  observadores  o  sabios.  Creo  que  la 
frase  pontificia  incluye  llanamente  el  reconocimiento 
de  la  sobrenaturalidad  en  él  hecho  guadalupano  todo, 
y  no  únicamente  en  el  suceso,  según  la  idea  que  ex- 
presé en  el  primer  capítulo. 

Y  si  ahora  nuevas  luces  y  los  frutos  de  una  pa- 
ciente y  cristiana  observación,  nos  descubren  ángulos 
extraordinarios,  no  nuevos  en  sí  desde  luego,  sino  co- 
nocidos o  percibidos  hasta  ahora  ¿esos  aspectos  re- 
cién observados  o  descubiertos  quedan  al  margen  de 
la  calidad  de  milagroso  de  toda  la  divina  obra  guada- 
lupana? No  se  me  alcanza  la  razón  de  tal  distingo. 

Hemos  aceptado  — y  todo  fiel  guadalupano  lo  ad- 
mite simplistamente  y  sin  necesidad  de  razonamientos 
o  estudios  especiales — ,  que  la  fe  no  necesita  de  las 
admirables  ciencias  modernas;  hemos  aceptado,  repito, 
que  el  origen  del  bendito  ayate,  es  decir,  la  estampa- 
ción de  la  imagen  de  la  Virgen  en  él  es  de  naturaleza 
sobrenatural:  la  Santa  Iglesia  lo  admitió  y  reconoció  así 
terminantemente.  Es  absolutamente  lógico  entender  que, 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  117 


si  fue  de  origen  divino,  tuvo  calidades  sobrenaturales 
lo  mismo  en  el  acto  mismo  de  la  producción  del  mila- 
gro, que  en  la  obra  producida  por  el  mismo,  o  sea  en 
la  imagen  que  el  milagro  produjo  y  que  quedó  ahí 
producida  por  milagro.  Siendo  esto  así,  ¿tiene  algo 
de  extraño  que  esa  imagen  lleve  características  sobre- 
naturales intrínsecas,  o  sea  en  la  realidad  misma  de  la 
imagen?  Como  si  dijéramos,  ¿es  difícil  de  aceptar  que 
Dios,  artista  de  ese  cuadro,  haya  puesto  en  él  su 
firma,  al  modo  como  el  Señor  suele  firmar,  o  sea  con 
hechos  y  realidades  milagrosas,  o  sea  superiores  al 
orden  natural  y  más  bien  de  orden  divino,  como  quien 
los  hizo?  No  encuentro  contradicción  alguna  en  tal  cosa, 
sino  sólo  congruencia  y  "naturalidad  en  lo  sobrenatu- 
ral", si  se  me  permite  hablar  así. 

Y  en  esta  forma,  procediendo  de  los  orígenes  has- 
ta el  presente,  hemos  tratado  de  aquilatar  y  hacer  re- 
saltar dos  de  los  ángulos  admirables,  asombrosos,  ex- 
traordinarios y  por  tanto  extranaturales,  de  las  verda- 
des guadalupanas.  Nos  queda  el  tercero. 

Este  tercer  aspecto  no  es  menos  maravilloso  ni 
quizá  más  extraordinario  que  todo  lo  antérior.  Mila- 
gro más  impresionante  que  el  de  la  venida  a  México 
de  la  Reina  de  los  Cielos,  no  lo  sé  encontrar.  Pero 
los  milagros  no  se  miden  por  su  grandor  externo,  por 
su  volumen,  como  los  melones.  No  es  la  medida  de  lo 
externo,  de  lo  perceptible  ni  de  lo  aparatoso,  lo  que 
nos  da  la  medida  o  el  grado  de  miraculosidad  o  de 
grandeza  y  sublimidad  de  una  manifestación  divina. 
Esa  medida,  ese  grado,  no  es  de  nosotros  evaluarlo  ni 
medirlo.  Sólo  Dios  sabe  la  inmensidad  de  sus  milagros 
y  sólo  El  tiene  su  grado  y  su  medida. 

Nosotros  nos  dejamos  llevar  por  los  efectos,  por  la 
fuerza  del  impacto  emotivo  que  producen,  por  una  es- 
pecie de  evaluación  tamañística,  si  me  toleráis  el  extra- 


118      Jesús     David  Jaquez 


ño  neologismo;  o  bien  de  su  trascendencia  en  lo  histó- 
rico, en  lo  humano.  Pero  todo  esto  es  lo  externo,  lo 
visible  o  lo  palpable,  es  decir,  lo  extrínseco  del  hecho 
milagroso.  Su  esencia  es  lo  intrínseco,  el  grado  y  la 
intensidad  de  la  derogación  de  las  leyes  naturales 
físicas,  químicas  o  de  cualquier  otro  orden,  con  que 
Dios  haya  obrado.  Y  esto,  cosa  de  Dios  es  y  arcano 
suyo  que  no  nos  toca  curiosamente  investigar,  entre 
otras  razones,  por  la  muy  patente  de  que  no  nos  darían 
conclusión  alguna  espiritual  ni  con  mira  a  nuestra  sa- 
lud eterna  ni  a  la  gloria  de  Dios  en  el  mundo:  ambas 
cosas  son  del  dominio  del  Omnipotente  y  nada  más. 


CAPITULO  6 


EL  AYATE  JUANDIEGUINO,  APICE  DEL 
MILAGRO;  EL  MILAGRO  PERMANENTE 

"Glorifica  mi  alma  al  Señor,  y  mi  espíritu  se 
transporta  de  gozo  en  el  Dios  salvador  mío; 
porque  ha  puesto  los  ojos  en  la  humildad  de 
su  sierva.  Y  he  aquí  por  qué  desde  ahora  me 
llamarán  bienaventurada  todas  las  generacio- 
nes. Porque  ha  hecho  cosas  grandes  en  mí  el 
que  es  Todopoderoso  y  su  nombre  es  santo, 
y  cuya  misericordia  se  extiende  de  generación 
en  generación  a  todos  cuantos  le  temen ..." 

(Palabras  de  ta  Santísima  Virgen 
Marta  a  Santa  Isabel,  su  prima). 

El  culto  marial  crece  y  se  exulta  cada  día  más  en 
todo  el  mundo  católico,  siendo  motivo  de  admiración 
y  aun  atractivo  hasta  para  los  no  creyentes.  No  hay 
en  la  actualidad  un  solo  sitio  de  la  civilización,  donde 
no  se  alce  un  altar,  un  santuario,  una  ermita  o  una 
catedral  dedicada  a  la  Madre  de  Dios.  Este  culto  arran- 
ca inmediatamente  de  los  mismos  tiempos  apostólicos: 
San  Ignacio  de  Antioquía,  discípulo  del  Apóstol  San 
Juan,  el  discípulo  amado  de  Jesús  y  aquel  a  quien  El 
desde  la  cruz  encomendó  a  su  Sagrada  Madre,  ya  ha- 
blaba de  Ella  con  palabras  venerativas:  las  mismas  que 
le  habían  sido  transmitidas  directamente  por  el  Cuarto 
Evangeliíta.  El  culto  a  María,  Virgen  y  Madre  de 


120  Jesús 


David  Jaquez 


Grabado  de  principios  del  siglo  XVIII. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  121 


Jesucristo,  arraigó  entre  la  cristiandad  y  se  fue  des- 
envolviendo en  la  vida  cristiana  y  en  la  liturgia  misma, 
desde  aquellos  lejanos  tiempos:  María,  Reina  de  los 
Profetas,  como  la  llama  la  Santa  Iglesia,  lo  había  pro- 
fetizado así,  plena  de  humildad  y  plena  del  Espíritu 
de  Dios:  "Beatam  me  dicent  omnes  generaciones":  Me 
llamarán  •  bienaventurada  todas  las  generaciones".  Y 
así  fue  desde  las  primeras. 

Créese  que  la  Santísima  Virgen  murió  a  edad  algo 
avanzada,  quizás  hacia  los  63  o  65  años  de  edad  y 
muy  probablemente  en  Efeso.  Unas  revelaciones,  por 
cierto  tenidas  en  gran  estima  por  uno  de  nuestros 
grandes  Papas,  Pío  IX,  las  de  Ana  Catalina  Emme- 
rich,  afirman  que  los  Apóstoles,  que  se  congregaron 
todos  en  torno  al  lecho  de  María  moribunda,  por  una 
inspiración  común  y  sin  haber  sido  avisados  ni  pues- 
tos de  acuerdo,  la  colocaron,  una  vez  muerta,  en  un 
sitio  a  manera  de  sepulcro  provisional  y  al  tercer  día, 
el  sagrado  cuerpo  de  la  Señora  había  sido  resucitado 
por  Dios  y  elevado  al  cielo:  de  ahí  arranca  la  idea 
cierta  de  la  Asunción  de  María,  en  nuestros  días  hecha 
ya  dogma.  Estas  afirmaciones  de  la  iluminada  de  Flams- 
ke,  Alemania,  Ana  Catalina  Emmerich,  coinciden  sus- 
tancialmente  con  la  tradición  primitiva  de  la  naciente 
Iglesia.  La  visionaria  agrega  que  los  Apóstoles  corta- 
ron con  gran  respeto  los  cabellos  de  la  Santa  Virgen 
y  los  guardaron  como  reliquia  sacra,  repartiéndolos  en 
varias  porciones. 

El  culto  a  María  fue  tomando  incremento  en  toda 
la  cristiandad  y  al  correr  de  los  siglos  no  ha  variado 
de  esencia,  sino  sólo  acrecentádose  y  asumido  nuevas 
advocaciones,  a  causa  de  nuevas  apariciones  de  la  Se- 
ñora o  nuevos  favores  suyos. 

Cosa  admirable  y  que  corrobora  la  sublimidad  y 
amplitud  del  cristianismo:  el  culto  marial,  por  jocundo, 


122      Jesús     David  Jaquez 


por  entusiasta  y  tierno  que  haya  sido  siempre,  jamás 
ha  opacado  o  suplantado  el  culto  a  Dios  ni  a  Jesu- 
cristo, Dios  y  Hombre  y  cabeza  de  la  Iglesia  y  la  cris- 
tiandad toda;  antes  bien  lo  ha  ayudado:  la  Madre  no 
suplanta  ni  opaca  ni  sustituye  al  Hijo,  sino  que  colabo- 
ra a  su  gloria. 

Los  títulos  admirables  que  la  Iglesia  da  a  María, 
no  son  nuevos  en  la  mariología;  desde  los  primeros 
siglos  no  solamente  se  reconocieron  sus  prerrogativas 
esenciales  implícita  o,  la  mayor  parte  de  las  veces  ex- 
plícitamente, sino  que  los  dictados  de  Madre  de  la 
Divina  Gracia,  Virgen  Poderosa,  Virgen  Clemente, 
Rosa  Mística,  Sede  de  la  Sabiduría,  Causa  de  Nuestra 
Alegría,  Puerta  del  Cielo,  Salud  de  los  Enfermos,  Au- 
xilio de  los  Cristianos,  Refugio  de  los  Pecadores,  Con- 
suelo de  los  Afligidos,  Reina  de  los  Angeles  y  de  las 
Vírgenes,  Mediadora  de  todas  las  Gracias  y  Reina  de 
la  Paz,  son  en  lo  sustancial  tan  antiguos  como  el  mismo 
culto  católico. 

El  culto  marial  tiene  no  sé  qué  de  especial,  de  dulce, 
de  bello,  que  siempre  ha  enamorado  a'todas  las  almas. 
Igino  Giordani,  en  su  exquisito  libro  "María  di  Na- 
zareth",  al  decir  que  "hablar  de  la  Virgen  es  casi  in- 
evitable", rememora  a  los  primeros  Padres  de  la  Igle- 
sia que  la  admiraban  y  la  alababan,  diciendo  que  es 
"toda  santa,  templo  santo  de  Dios,  lirio  inmaculado, 
gloria  de  la  Iglesia,  madre  de  la  santidad,  escala  hacia 
el  cielo,  puente  único  entre  Dios  y  los  hombres",  etc. 
Los  mismos  títulos,  las  mismas  alabanzas  que  hoy  día 
le  tributamos.  Y  hace  notar  que  aun  los  acatólicos,  los 
protestantes  mismos,  no  pueden  sustraerse  a  su  admi- 
ración y  simpatía;  narra  cómo  los  más  antiguos  pue- 
blos de  Oriente  y  Occidente,  apenas  cristianizados,  es- 
plenden en  el  amor  a  María  y  cómo  hombres  como 
Milton,  puritano  anticatólico,  Wordsworth,  enemigo  de 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  123 


la  Iglesia,  Longfellow,  protestante,  Hawthorne,  pro- 
testante, Rudyard  Kipling,  el  pagano  que  fue  Goethe, 
el  descreído  Víctor  Hugo  y  cien  más,  la  alaban  y  le 
dedican  bellas  poesías.  Giordani,  al  mencionar  estos 
rasgos  como  "los  cantos  de  los  prófugos  ',  hace  notar 
cómo  los  teólogos,  al  hablar  de  María,  insensiblemen- 
te se  vuelven  poetas. 

¡Bien  profetizó  la  humilde  doncella  de  Nazarét 
toda  poseída  del  Espíritu  Santo:  Me  llamarán  bien- 
aventurada todas  las  generaciones! 

Era  y  sigue  siendo  así  el  querer  de  Dios  que,  co- 
nociendo hasta  el  fondo  la  naturaleza  del  hombre,  que 
El  creara,  le  da  un  medio  fácil,  grato,  tierno,  harto 
accesible,  para. que  se  acerque  a  El:  ese  medio  es  Ma- 
ría. "Ad  Iesum  per  Mariam",  dicen  teólogos,  ascetas 
y  místicos:  A  Jesús  por  María.  Ese  ha  sido  siempre 
el  sentir  católico,  apostólico  y  romano,  como  también 
el  opinar  que  "el  amor  a  la  Virgen  María  es  signo  de 
predestinación",  idea  íntima  bien  arraigada  en  la  cris- 
tiandad. ¡Y  cuántas  veces  se  ha  visto  que  almas  enca- 
llecidas en  la  maldad  y  en  el  vicio,  guardan  secreta- 
mente un  resto  o  un  detalle  de  amor  a  María  y  gra- 
cias a  ello  se  convierten,  siquiera  sea  en  su  último 
momento! 

Pues  bien:  ese  admirable  culto  marial,  esa  htper- 
dulía  de  los  teólogos,  de  tiempo  en  tiempo  es  confir- 
mado, autorizado,  renovado  por  Dios  mismo,  por  me- 
dio de  nuevas  apariciones  de  la  Virgen  Santa  o  nue- 
vos milagros  otorgados  a  los  hombres  por  su  interven- 
ción: el  del  Tepeyac  es  uno  de  los  más  salientes  en 
nuestros  siglos,  como  lo  es  el  de  Lourdes.  Y  uno  y 
otro  llevan  ostensiblemente  el  carácter  de  perpetuidad, 
de  perennidad.  Veamos  cómo,  por  lo  que  se  refiere  a  la 
tilma  sagrada  de  nuestro  Juan  Diego. 

En  las  grandes  obras  geniales  de  Miguel  Angel, 


124      Jesús     David  Jaquez 


el  Ticiano,  Murillo  o  Da  Vinci,  no  sólo  (y  no  siempre) 
está  la  firma  acreditadora  del  maestro:  pero  en  todos 
sus  lienzos  auténticos,  brilla  a  los  ojos  de  cualquier 
conocedor  la  técnica  del  Ticiano  o  de  Da  Vinci,  su 
estilo,  su  inspiración,  su  genio,  en  forma  inconfundi- 
ble para  los  críticos  de  arte.  En  el  lienzo  tosco  del 
Tepeyac,  obra  de  la  divinidad,  está  igualmente  impre- 
so, radicado  y  residente  intrínsecamente  en  la  obra, 
inseparable  de  ella  y  plenamente  reconocible  a  quien 
lo  observe,  la  técnica,  el  estilo,  la  inspiración,  el  genio 
de  su  autor:  Dios,  No  veo  en  ello  nada  que  pugne  a  la 
razón  ni  a  la  fe  y  hasta  he  llegado  a  pensar  que  lo 
raro  sería  que  no  fuese  así. 

Ya  lo  dije  antes:  el  sello  de  Dios  es  el . milagro. 
Hablando  de  los  de  Lourdes  Monseñor  Théas,  Obispo 
de  Tarbes  y  Lourdes,  dice:  "¿Hay  entonces  interven- 
ción extraordinaria  de  Dios,  hay  milagro?  Para  respon- 
der a  esta  cuestión  con  una  autoridad  canónica,  sólo 
la  Iglesia  está  calificada.  La  Iglesia,  por  medio  de  sus 
obispos,  estudia.  La  Iglesia,  por  medio  de  sus  obispos, 
decide.  Los  milagros  contradicen  la  experiencia.  ¿Cuál 
es  pues  su  razón  de  ser?  Son  signos:  signos  de  Dios, 
signos  de  lo  sobrenatural,  "signos  completamente  se- 
guros de  la  Revelación",  como  dice  el  Concilio  Vati- 
cano. Podríamos  agregar:  El  milagro  es  un  signo  rea- 
lizado por  Dios,  para  remediar  el  adormecimiento  de 
la  conciencia  religiosa,  ante  el  orden  habitual  de  las 
cosas". 

Dado  esto,  el  milagro  viene  a  ser  confirmatorio  de 
ciertas  obras  divinas,  como  son,  v.  g.  las  apariciones 
de  la  Virgen  María  en  este  mundo.  Las  refrenda,  las 
garantiza,  les  asegura  vivencia,  vigencia  y  permanen- 
cia para  después  de  que  el  suceso  milagroso  de  la 
aparición  ha  dejado  de  manifestarse.  Si  en  Lourdes 
no  hubiera  subsistido  la  fuente  de  aguas  sobrenatu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  125 


raímente  operadoras  de  curaciones  ajenas  al  orden  na- 
tural, el  culto  a  María  Inmaculada  allí,  o  sea  el  culto 
a  Nuestra  Señora  de  Lourdes  hubiese  quizá  languide- 
cido pronto.  Si  en  la  tierra  azteca  no  hubiese  subsis- 
tido un  retrato,  una  imagen  extraterrena  de  la  Virgen, 
sensibilizada  y  visible  en  la  tilma  juandieguina  y  con 
características  que  rebasan  toda  otra  imagen,  figura  u 
objeto  maríal,  el  amor  y  el  culto  a  Nuestra  Señora  de 
Guadalupe  no  se  hubiera  tampoco  perpetuado,  robusto 
y  rozagante  y  cada  día  más  extenso  y  más  impresio- 
nante, hasta  el  presente.  Tanto  en  uno  como  en  otro 
caso,  el  milagro  acredita  la  verdad.  Esa  verdad  es  sen- 
cillamente la  visita  de  María  al  mundo.  En  Lourdes 
hay  el  milagro:  luego  la  Señora  se  apareció  a  Berna- 
dette,  luego  le  dio  un  mensaje,  luego  la  pastorcilla  lo 
transmitió  fielmente.  En  Guadalupe,  Distrito  Federal 
hay  milagro,  luego  Juan  Diego  vió  y  habló  a  la  Señora 
Celestial,  luego  Ella  le  entregó  ciertísimamente  su  men- 
saje oral,  luego  Juan  Diego  lo  transmitió  a  su  vez 
fielmente  a  Zumárraga,  luego  toda  la  realidad  guada- 
lupana  y  todo  el  culto  guadalupano  están  bien  fun- 
dados, luego  el  guadalupanismo  no  viene  a  ser  sino  la 
respuesta  de  las  almas  a  la  voz  de  María,  solicitadora 
de  ese  culto,  de  ese  templo,  de  esos  homenajes  y  de 
ese  amor  de  sus  hijos. 

He  aquí  cómo  se  cumplen  los  deseos  de  la  Reina  y 
la  voluntad  del  Padre  que  está  en  los  cielos,  y  de  su 
Hijo  y  del  Espíritu,  Santo,  o  sea  la  plenitud  de  la  vo- 
luntad redentriz,  salvadora,  regeneradora  y  espiritua- 
lizadora,  de  la  Divinidad,  por  medio  de  María:  "Ad 
Iesum  per  Maríam". 

Es  muy  de  pensarse  que  allá  en  la  economía  divina, 
ignota  para  nosotros,  ningún  pueblo  de  América'  en 
aquel  momento  histórico  necesitaba  tan-  grandemente 


126      Jesús     David     J  a  q  u  e  z 

de  esa  gracia;  ninguno  estaba  tan  urgido  de  ilumina- 
ción celestial,  de  regeneración  humana  a  base  de  cris- 
tianización - — no  existe  otra  base —  de  espiritualiza- 
ción y  también  de  aliento,  de  fortaleza  interior,  de  con- 
suelo, de  apoyo  maternal. 

Una  parcial  noción  de  ello  tenemos  si  consideramos 
que  la  mayor  concentración  de  indios  en  toda  América, 
estaba  en  México-Tenoxtitlán,  que  la  idolatría  y  los 
sacrificios  humanos  y  toda  la  obra  del  diablo  se  encru- 
delecían  aquí  como  en  ninguna  otra  parte  del  mundo, 
que  el  indio  de  México  era  al  mismo  tiempo  que  el 
más  esclavizado  y  aplastado,  el  más  necesitado  de  una 
mano  que  lo  levantara,  a  causa  de  sus  calidades  de 
sensibilidad  íntima,  de  espíritu  de  sufrimiento  entre 
resignado  y  fatalista,  de  docilidad  de  corazón,  de  em- 
pequeñecimiento moral  y  de  la  propia  personalidad: 
Juan  Diego,  prototipo  del  autóctono  del  pueblo  en 
aquellos  años  de  1531,  era  la  muestra  de  ello  y  dos 
sentimientos  altamente  humanos  y  predominantes,  eran 
los  únicos  que  de  primer  golpe  de  vista  podían  inspi- 
lar  por  su  situación  material,  social  y  espiritual:  sim- 
patía y  compasión:  cabalmente  los  sentimientos  que 
campearon  desde  el  primer  momento  en  los  apósto- 
licos  varones  que  trajeron  el  Evangelio  al  Anáhuac. 

Esto  en  aquellos  días.  En  los  actuales,  aún  el  pue- 
blo mexicano,  por  idiosincracia,  por  sangre,  por  men- 
talidad, es  decir,  por  su  temperamentalismo,  por  su  im- 
petuosidad íntima,  por  su  racialidad  mezclada  de  la 
fuerza  y  brusquedad  hispanas  y  su  idealismo,  y  de  la 
mansedumbre  melancólica,  del  fatalismo  resignado,  del 
romanticismo  largo  y  hondo,  del  pobrismo  y  espíritu 
desamparado  del  indio,  por  lo  bullente  de  la  sangre 
y  lo  ardoroso  de  la  mente  del  latino  y  lo  meditativo, 
conformista  y  adolorido  de  la  mente  del  autóctono,  y 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  127 


también  por  otras  razones  más:  suelo,  latitud,  clima, 
tropicalismo  y  necesidades  físico-anímicas,  tenía  y  si- 
gue teniendo  una  inmensa  necesidad  espiritual.  Pese 
a  criollismos,  mesticismos  y  otras  cruzas,  el  mexicano 
por  definición  nacional,  siempre  está  sintiendo  una  ne- 
cesidad cordial  y  espiritual:  siendo  íntimamente  espi- 
ritual y  finamente  sensitivo,  necesita  mantener  ese  di- 
ficilísimo equilibrio  entre  las  solicitaciones  de  la  carne 
y  las  atracciones  del  espíritu,  entre  su  cuerpo  que  pi- 
de goce  y  su  mente  que  lo  anhela,  porque  poco  le  ha 
dado  la  vida,  y  su  alma  que  pide  amor,  belleza,  bondad, 
en  una  palabra,  que  pide  maternidad  espiritual,  supe- 
rior, suprema,  la  de  mejor  ley.  Yo  pienso  a  veces  que 
en  el  fondo  de  todo  mexicano  suele  haber  un  no  se  qué 
como  de  orfandad,  como  de  desamparo,  — herencia 
indiana—  al  propio  tiempo  que  de  altivez  idealista  y 
de  ansia  del  azul  — herencia  latina —  y  estas  dos  so- 
licitaciones y  estas  dos  motivaciones  anímicas  y  cor- 
diales, mientras  su  cuerpo  pide  el  goce  sensual,  son  los 
factores  divergentes  que  lo  distienden  y  lo  contraen  a 
su  turno  y  hacen  de  él  esa  criatura  humana  paradójica 
que  llora  un  minuto  después  de  haber  reído  y  que  se 
carcajea  un  instante  después  de  haber  llorado,  que  in- 
sulta y  se  irrita  ante  una  humillación  y  acto  continuo 
se  compadece  de  un  hermano  más  humillado,  que  tira 
a  pedradas  un  nido  de  pajarillos  y  luego  acaricia  a  las 
indefensas  crias  y  trata  de  que  no  perezcan.  Un  ser 
paradójico,  pero  muy  humano;  por  eso  tiene  una  per- 
sonalidad quizá  única  entre  los  pueblos  y  una  dife- 
renciación tan  marcada  entre  sus  hermanos  latinos  y 
aun  latinoamericanos. 

Ensayad  a  hacer  la  estimación  histérico-psicológi- 
ca de  todos  nuestros  fastos  y  hallaréis  sustancialmente 
estas  cosas:  el  asombro  y  la  subsiguiente  admiración 


128      Jesús     David  Jaquez 


malinchista  hacia  el  conquistador  montado  a  caballo, 
su  coraje  combativo  contra  el  intruso,  junto  con  los 
numerosos  tompiates  de  tamales  y  tortillas  enviados  al 
español  para  que  comiera  antes  de  pelear  y  no  dijera 
después  que  había  perdido  la  batalla  por  falta  de  ali- 
mento; el  grito  libertario  de  "¡Viva  la  Virgen  de  Gua- 
dalupe y  muera  el  mal  gobierno!"  junto  con  el  ahhelo 
de  un  soberano  de  sangre  azul:  el  ideal  independiente 
democrático  yuxtapuesto  al  deseo  de  un  Fernando  VII; 
la  insurgencia  triunfante  y  el  absolutismo  del  primer 
mandatario,  las  crueldades  revolucionarias  mezcladas 
cou  los  ideales  emancipatorios,  la  generosidad  al  la- 
do de  la  rudeza  cruda,  el  quijotismo  del  brazo  de  la 
amDición  sórdida,  la  exquisitez  de  sentimientos  amal- 
gamada y  hasta  envuelta  en  "tono  golpeado",  la  en- 
trega noblota  junto  con  la  exigencia  de  reconocimiento 
del  propio  mérito:  el  bien  y  el  mal  hirviendo  en  la  mis- 
ma olla,  pero  dejando  siempre  una  exhalación  gallarda 
y  un  secreto  fondo  espiritualista. 

Menos  que  un  gracejo  de  mal  gusto  o  que  un  ras- 
go personalista,  era  la  frase  de  cierto  nonagenario  aún 
erguido  que  decía:  ¡Yo,  todos  los  días,  mi  Ave  María 
y  mi  pecado  mortal!  Creía  hablar  por  sí  solo,  pero  ha- 
blaba por  muchos  de  nosotros:  por  toda  una  colectivi- 
oad.  Así  es  el  hombre,  pero  sobre  todo  así  es  el  me- 
xicano. Por  eso  necesitábamos  tan  íntimamente  y  tan 
a  perpetuidad  una  Madre.  Y  Dios  nos  las  proveyó  y 
¡de  qué  altura,  de  qué  belleza,  de  qué  inmensidad! 
Por  eso  hace  429  años  que  la  tenemos  y  aún  seguimos 
probando  sus  favores  y  deletreando  su  mensaje  y  di- 
ciendo junto  al  Tepeyac  o  lejos  de  él,  pero  con  el  co- 
razón abajito  de  la  tilma:  ¡Virgencita  de  Guadalu- 
pe!. .  . 

Hablé  al  principio  de  un  aspecto  del  hecho  o  un  re- 


El  Perenne  Milagro  Guapalupano  129 


flejo  o  eco  del  hecho  y  lo  personifiqué  en  el  indito 
que  ora  y  llora  y  mira  hacia  el  ayate  juandieguino: 
he  aquí  un  poco  silabeado  ese  aspecto  del  hecho,  en 
riena  florescencia  hoy  mismo.  Veamos  ahora  lo  más 
humanamente  perceptible  del  milagro  permanente. 

No  fue  sino  hasta  por  1929  cuando,  tras  mucha 
paciencia,  mucha  observación,  una  dedicación  ejem- 
plar, la  colaboración  de  numerosas  personas  en  una 
labor  de  gran  mérito  y  de  sencillo  desinterés,  se  llegó 
a  una  meta  años  antes  sospechada,  quizá  intuida:  las 
características  humanamente  inexplicables  que  ence- 
rraba la  santa  tilma:  características  que  contradecían  la 
experiencia  y  la  razón,  que  se  presentaban  a  la  obser- 
vación y  a  la  prueba,  como  derogaciones  de  leyes  na- 
turales muy  bien  conocidas  de  todo  el  mundo.  Ante- 
cedentes de  ello,  los  había  a  partir  del  12  de  diciembre 
de  1531:  todo  mundo  admiró  la  efigie  maravillosa  y 
se  persuadió  espiritualmente  que  entrañaba  algo  inefa- 
ble, un  don  extraordinario  y  único  de  la  Reina  del 
Cielo:  Non  fecit  taliter  omni  nationi.  Prueba  de  ese 
sentimiento  íntimo  fue  desde  el  primer  día  el  amor  y 
la  veneración  especialísimas  a  la  imagen  guadalupa- 
na;  eso  explica  los  millones  incontables  de  labios  po- 
sándose venerativamente  sobre  el  tosco  tejido,  que  hu- 
bieran sin  quererlo  acabado  con  él,  el  contacto  de  ob- 
jetos píos  que  hacían  de  cada  uno  de  ellos  como  una 
reliquia,  como  una  cosa  material  puesta  en  contacto 
físico  con  algo  a  todas  luces  sobrenatural;  prueba  esa 
montaña  inmaterial  y  ascendente  de  plegarias,  votos, 
súplicas,  lágrimas,  consagraciones,  penitencias  y  sa- 
crificios ofrecidos  en  todo  tiempo  a  la  Madre  Divina 
ante  su  imagen,  en  la  que  todo  fiel  veía  un  trasunto  del 
cielo,  de  la  gloria  y  el  poder  de  María  y  del  don  mila- 
groso traído  por  Ella  a  México.  Muy  lógico,  muy  na- 


9 


130      Jesús     David  Jaquez 


tural  es  que  con  el  tiempo,  se  fuera  poco  a  poco  pa- 
sando de  la  imagen  milagrosa,  a  lo  milagroso  de  la 
imagen.  Y  así  ha  sido,  por  providencia  divina  en  nues- 
tro favor. 

Siempre,  es  decir,  desde  antaño  y  desde  siempre,  se 
ha  admirado  el  hecha  desconcertante  de  que  la  tilma, 
por  su  textura  física,  no  es  tela  apropiada  para  pin- 
tar en  ella,  con  ninguna  clase  o  procedimiento  de  colo- 
res: no  hay  asiento  para  ellos,  a  causa  de  lo  ralo  y  bur- 
do de  los  hilos  y  mucho  menos  con  una  pintura  que  de 
sí  misma  no  tiene  cuerpo  alguno.  La  pintura  no  es 
óleo,  no  es  acuarela,  no  es  crayón,  no  es  ninguno  de  los 
sistemas  conocidos:  don  Miguel  Cabrera,  eminente  pin- 
tor mexicano  lo  reconoció.  Exámenes  y  observaciones 
de  personas  capacitadas  técnicamente  han  arrojado  la 
conclusión  de  que  se  trata  de  una  técnica  desconocida 
hasta  la  fecha;  los  colores,  por  cierto  vivos  y  fuertes, 
parecen  ser  de  origen  vegetal,  como  de  los  zumos  pig- 
mentarios de  flores  y  ni  la  burdeza  ni  lo  ralo  del  tejido 
obstan  para  la  parejura,  claridad  y  fineza  inexplicable 
de  los  trazos.  Resulta  difícil  de  explicarse  cómo  sobre 
tal  tela  existen  y  persisten  a  lo  largo  de  los  siglos  deta- 
lles casi  microscópicos  que  a  la  simple  vista  son  in- 
apreciables y  que  poderosas  lentes  descubren  muy  por 
encima  de  las  posibilidades  de  la  más  fina  pluma  lito- 
gráfica:  detalles  que  creo  que  podrían  llamarse  de  mi- 
crolitografía  imposibles  de  compaginar  en  un  ayate, 
v.g.  la  cara  humana  pintada  y  existente  realmente  en 
las  pupilas  de  la  Virgen,  que  apenas  tienen  el  tamaño 
físico  y  real  de  una  letra  "O"  de  dos  o  tres  milímetros 
de  diámetro;  ¿cómo  se  explica  esto? 

Sé  que  hace  años  que  se  ejecutan  miniaturas  asom- 
brosas: afírmase,  v.g.,  que  alguien  logró  escribir  toda 
una  frase,  creo  que  del  Padre  Nuestro,  sobre  la  pe- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  131 


queña  superficie  de  un  grano  de  arroz:  el  grano  al  me- 
nos ofrece  una  superficie  lisa  y  pintable;  pero  de  esto, 
a  pintar  los  detalles  de  una  cara  humana  en  lo  pequeño 
de  las  pupilas  de  Nuestra  Señora  en  el  burdo  tejido  de 
ixtle,  hay  una  gran  distancia. 

Vienen  luego  las  artes  modernas:  la  fotografía  y 
la  tricromía,  o  impresión  litográfica  a  base  de  fotogra- 
fías y  filtros  extrayendo  o,  mejor  dicho,  captando  los 
tres  colores  básicos:  amarillo,  rojo,  azul.  Se  piensa  en- 
tonces sacar  copias  directas  de  la  sagrada  imagen,  pa- 
ra satisfacción  de  los  fieles,  en  sus  colores  originales. 
Un  experto  mexicano,  don  José  Cataño,  muerto  hace 
una  decena  de  años  a  edad  avanzada,  va  a  hacer  las 
copias  en  tricromía.  Al  efecto,  se  toman  sucesivas  pla- 
cas fotográficas  mediante  filtros  en  el  objetivo  o  lente 
de  la  cámara,  para  captar  y  grabar  en  la  placa  sensible 
cada  uno  de  los  tres  colores  clásicos:  primero  exclusi- 
vamente el  amarillo,  luego  lo  mismo  el  rojo,  por  último 
solamente  el  azul:  esas  placas  fotográficas,  al  pasar 
de  su  negativo  o  inversión  de  luces  y  sombras,  al  po- 
sitivo de  la  piedra  litográfica  o  la  lámina  actual  de  lito- 
grafía, darán,  mediante  las  respectivas  tintas  amarilla, 
roja,  azul,  los  colores  que,  combinándose,  dan  la  ga- 
ma cromática  de  toda  tricromía.  Pero  a  la  hora  de  las 
manipulaciones,  los  colores  captados  no  se  comporta- 
ron como  de  ordinario;  están  confundidos,  mezclados, 
como  si  hubieran  sido  confundidas  las  placas:  se  tomó 
el  azul  de  la  tilma  y  no  dio  azul,  se  tomó  el  rojo  y  no 
dio  rojo,  etc. 

El  Sr.  Alfonso  Marcué  González,  ya  mencionado, 
me  refirió  personalmente  estos  experimentosi  los  colo- 
res/  aparecían  confundidos  y  un  halo  amarillento  domi- 
naba todo.  El  fenómeno  no  se  explicaba.  Y  de  paso  me 
refirió  el  caso  de  un  barón  alemán,  protestante  que  in- 


132      Jesús     David  Jaquez 


tervino  como  técnico  colorista  y  fotógrafo  de  alta  es- 
cuela, en  estos  experimentos:  lo  dejaron  tan  asombra- 
do como  convencido  de  la  miraculosidad  existente  en 
la  tilma  santa  y  se  convirtió  al  catolicismo  y  al  guada- 
lupanismo  ferviente 

Y  los  estudios  y  observaciones  hechos  con  ciencia, 
con  conciencia  y  con  amor  y  fe,  siguieron  adelante.  An- 
te ciertas  observaciones  inexplicables  en  los  apacibles  y 
dulces  ojos  de  la  Señora  de  Guadalupe,  se  recurrió  a 
médicos  especialistas,  a  oculistas  y  oftalmólogos.  En  el 
artículo  firmado  por  el  citado  Sr.  Marcué  y  que  incluyo 
como  Apéndice  número  4  al  final  de  este  libro,  apare- 
cen las  declaraciones  textuales  de  dos  médicos  recono- 
cidos y  capacitados,  bajo  su  firma.  Invitados  para  cer- 
tificar o  negar,  en  su  caso,  la  existencia  de  un  rostro 
humano  en  las  pupilas  de  la  imagen  milagrosa,  en  su- 
cesivas ocasiones  comprobaron  visualmente  el  hecho. 
No  contentos  con  ello,  recurrieron  al  oftalmoscopio, 
aparato  bien  conocido  y  que  se  usa  para  explorar  el  in- 
<erior  del  ojo  humano.  Y  vino  ahí  algo  más  desconcer- 
tante aún. 

El  ojo  humano  vivo  refleja  la  imagen  de  la  cosa 
que  mira,  primero  en  la  córnea,  luego  en  la  parte 
anterior  del  cristalino,  que  es  como  la  lente  de  nues- 
tro ojo,  y  por  fin  en  la  cara  posterior  del  cristalino, 
siendo  esta  última  imagen  invertida,  a  causa  del  cru- 
zamiento de  los  rayos  de  luz  en  dicho  cristalino,  se- 
mejante a  como  acontece  en  una  cámara  fotográfica  y 
en  su  lente.  Y,  ¡hecho  asombroso!  En  la  superficie 
tosca  y  nada  tersa  del  ayate,  en  las  pupilas  de  la  Se- 
ñora, hallaron  reflejadas  las  tres  imágenes  con  todas 
las  características  científicas,  fisiológicas,  puede  de- 
cirse, que  se  comprueban  en  el  ojo  humano.  Imáge- 
nes, impresión  de  oquedad,  emisión  de  rayos  lumino- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  133 


sos  o  visuales,  halo  o  claridad  difusa  en  torno  a  la 
pupila,  reflexión  del  haz  de  luz  proyectado  por  el  of- 
talmoscopio  en  todas  las  direcciones  en  que  éste  era 
dirigido  a  las  pupilas  al  ser  movido  o  paseado  ante 
ellas:  todo  lo  que  se  registra  en  un  ojo  vivo.  ¿Qué  se 
puede  pensar  rectamente  sobre  esto?  Me  rindo  ante 
la  evidencia  de  tales  hechos,  reconociendo,  como  los 
oftalmólogos,  que  ahí  hay  algo  que  no  se  puede  ex- 
plicar naturalmente.  Por  consiguiente,  tampoco  lógi- 
ca ni  científicamente:  testimonio,  el  de  los  médicos 
cuya  declaración  científica,  lacónica  y  meramente  téc- 
nica, va  incluida  en  el  Apéndice  número  4  de  este 
volumen.  ¿Milagro? 

Las  autoridades  eclesiásticas  no  han  dado  su  fa- 
llo aún,  que  yo  sepa:  la  razón  indica  sólo  una  cosa: 
inexplicabilidad  según  las  leyes  y  las  realidades  na- 
turales y  experienciales:  los  médicos  citados  así  lo  han 
testimoniado.  Ahora  bien;  si  una  cosa  no  aparece  nor- 
mal, natural,  explicable  según  el  orden  de  la  vida,  del 
mundo,  de  la  física,  la  química,  la  medicina,  la  oftal- 
mología, las  ciencias  de  lo  conocido,  ¿cómo  se  podrá 
explicar?  Una  vez  constatado  que  no  hay  ilusión,  en- 
gaño, falsa  apreciación,  dolo  o  fraude  ni  menos  cosa 
diábólica  — esto  último  resulta  inconcebible—  ¿qué 
es  lo  que  hay?  Y  tratándose  de  una  cosa  de  origen 
ultraterreno,  de  conservación  ultraterrena,  de  efectos 
ultraterrenos,  de  finalidades  divinas,  de  procedencia 
tan  divina  como  fueron  la  aparición  de  la  Virgen,  su 
voluntad  maternal  y  misericordiosa,  su  relación  di- 
recta con  la  tilma  en  que  se  pintó  su  propia  imagen 
tal  como  Juan  Diego  la  veía,  su  contacto  físico  con 
las  flores  brotadas  por  milagro  y  enviadas  como  evi- 
dencia del  milagro  aparicional,  y  aun  quizá  y  es  al- 
tamente creíble,  el  contacto  material  o  físico,  en  cuan- 


134      Jesús     David  Jaquez 


to  esta  palabra  sea  apropiada,  de  las  manos  celestia- 
les de  la  Señora  con  el  objeto  material,  la  tilma  del 
indio,  que  aún  conservamos  entre  nosotros  ¿qué  otra 
cosa  puede  ser  todo  esto  que  en  la  santa  efigie  se 
ve,  sino  una  maravilla,  antes  sospechada,  luego  bus- 
cada por  la  industria  humana  al  servicio  de  la  fe  y 
amor  mariales  y  por  último  encontrada?  Encontrada 
porque  ahí  estaba,  no  porque  últimamente  haya  apa- 
recido, sino  porque  antes  no  habíamos  podido  estar 
en  condiciones  materiales  de  echarla  de  ver. 

¿Si  esto  no  es  de  carácter  milagroso,  si  no  es  el 
milagro  perdurante,  permanente,  perennemente  ra- 
dicante en  la  imagen  misma,  qué  otra  cosa  puede  ser? 

La  posición  humana  y  sobre  todo  la  posición  cris- 
tiana ante  esta  realidad  insólita,  posiblemente  deba 
ser  la  misma  que  la  cristiandad  de  todos  los  siglos 
anteriores  a  1854,  desde  la  Asunción  a  los  Cielos 
de  la  Madre  de  Dios,  adoptó  y  sostuvo  ininterrum- 
pidamente: María  fue  concebida  sin  pecado  original, 
es  decir,  no  tuvo,  por  providencia  de  Dios  hacia  la 
que  había  destinado  para  ser  Madre  de  su  Hijo,  Je- 
sús, el  Dios  hecho  Hombre  para  salvar  a  la  humani- 
dad, rastro  de  pecado  original;  la  Inmaculada  Con- 
cepción, como  desde  siempre  creyó  la  catolicidad  y 
como  los  franciscanos  sostuvieron  desde  el  Pobrecito 
de  Asís  su  fundador  y  como  predicaron  en  la  Nueva 
España  y  como  festejaron  el  8  de  diciembre  anterior 
a  las  apariciones  guadalupanas. 

¡Una  imagen  milagrosa!  Milagrosa  en  su  origen, 
en  su  procedencia,  en  su  estampación;  también  en  su 
preservación  y  también  en  forma  no  menos  asombro- 
sa, no  menos  superhumana  y  supernatural  en  cuanto 
a  las  calidades  intrínsecas  del  bendito  lienzo;  es  de- 
cir: un  milagro  permanente,  perenne,  radicante  en  la 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  135 


tilma,  domiciliado,  por  decirlo  así  en  ella  asombrosa- 
mente, como  asombroso  es  todo  milagro. 

Sólo  el  hecho  de  que  la  autoridad  suprema  en  es- 
tas cosas,  o  sea  la  Iglesia,  por  sus  prelados,  no  ha 
pronunciado  aún  su  palabra  siempre  prudente,  siem- 
pre meditada  y  fundamentada  y  pesada,  no  sólo  an- 
te los  hechos  y  pruebas  y  documentos,  sino  con  el  pe- 
so del  santuario,  o  sea  a  la  luz  de  la  verdad  divina, 
es  lo  que  nos  detiene  para  clamar  a  toda  voz  y  con 
pleno  convencimiento  externado  en  palabras  y  afir- 
maciones: ¡milagro! 

La  Iglesia,  de  ser  así,  no  dudo  que  lo  proclamará 
a  su  tiempo,  revigorizando  o  puntualizando  la  califi- 
cación de  milagroso  que  ya  rodea  en  gran  manera  a 
la  tilma  gu'adalupana.  Y  ello  será  en  el  momento 
oportuno,  en  la  hora  exacta  en  que  Dios,  guía  y  ca- 
beza de  la  Iglesia,  lo  estime  conveniente  para  su  glo- 
ria y  la  de  María  y  para  nuestra  necesidad  espiritual. 
Esta  necesidad  es  cada  día  más  grande  al  parecer. 
Porque  cada  día  es  mayor  el  embate  del  mal:  de  la 
indiferencia,  del  embotamiento  de  la  fe  en  muchos 
espíritus,  de  la  materialización  y  del  perverso  y  des- 
orientador espíritu  del  modernismo,  que  no  es  malo 
por  ser  moderno  ni  aun  por  ser  modernista  o  moder- 
nizador,  sino  por  ser  acreyente,  descatolizador,  posi- 
tivista, materialista  y  ateo. 

Hoy  que  el  frivolismo,  el  sensacionalismo  y  el  afán 
de  placer  con  la  creencia  sin  cesar  infiltrada  a  las 
masas  por  todos  los  medios  de  publicidad  moderna,  de 
que  "la  vida  es  para  gozar",  es  más  urgente  que 
nunca  antes  para  México,  la  reespiritualización,  la 
remoralización,  la  recristianización. 

Un  puñado  de  varones  apostólicos  que  vinieron  a 
Nueva  España  en  1522,  poco  podían  hacer,  a  pesar  de 


136      Jesús     David  Jaquez 


sus  evangélicas  jornadas,  de  sus  esfuerzos  abnegados, 
para  cristianizar  a  ese  pueblo  de  entonces.  Antes  de 
la  aparición  guadalupana,  hasta  junio  de  1531,  según 
Zumárraga  y  Fray  Martín  de  Valencia,  un  millón  es- 
caso de  indios  habían  sido  bautizados  y  la  mayoría 
eran  niños.  "Anduvieron  los  mexicanos  muy  fríos  al 
principio  en  pedir  el  bautismo,  principalmente  por  la 
antigua  costumbre  carnal  de  la  multitud  de  mujeres", 
atestiguan  los  escritos  de  ambos  varones  apostólicos. 

En  un  decenio,  después  de  los  sucesos  del  Tepe- 
yac,  la  masa  de  los  indígenas  se  convirtió  y  fueron 
bautizados  cerca  de  diez  millones  de  ellos.  Motolinía 
afirma  que  en  un  solo  día  hubo  un  millar  de  casa- 
mientos eclesiásticos  en  la  casa  franciscana  de  Tlax- 
cala.  Y  otra  cosa  admirable:  la  poligamia  se  fue  bo- 
rrando, la  catolicidad  se  hizo  patrimonio  espiritual  de 
la  gran  masa  de  los  indios  y  la  idolatría  fue  barrida 
como  por  un  impetuoso  viento  y  no  hubo  más  un  so- 
lo acto  ni  culto  ni  deidad  de  piedra  en  toda  la  Nueva 
España.  ¿A  quién  se  debe  -atribuir  semejante  renova- 
ción espiritual,  verdaderamente  única  en  los  asende- 
reados anales  de  la  catolicidad? 

¿Y  de  dónde  surgió  y  se  cimentó  la  civilización 
cristiana  y  el  espíritu  cristiano  en  América?  ¿Si  no  del 
Tepeyac,  de  qué  otro  foco  irradió  la  luz  para  todo  el 
mundo  nuevo  de  Colón?  Hechos  son  estos  plenamen- 
te históricos  que  no  es  posible  desconocer  ni  torcer 
ni  menos  negar:  la  Virgen  de  Guadalupe,  evangeliza- 
dora  suprema  de  nuestras  tierras. 

Ahora  bien:  razonemos  un  poco  a  la  luz  y  a  la  al- 
tura de  nuestros  tiempos  actuales:  estos  mismos  tiem- 
pos en  los  que  la  ciencia,  la  fe  y  la  fidelidad  a  la  Se- 
ñora Virginal  de  Guadalupe  nos  han  permitido  ver 
lo  que  acaso  sean  los  primeros  destellos  de  una  nue- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  137 


va  luz  que  ahora  alcanza  a  herir  nuestras  pupilas  —las 
del  alma—  con  un  destello  probablemente  providen- 
cial. Demasiado  sabemos,  al  menos  genéricamente,  que 
todo  cuanto  acontece  en  el  mundo  es  querido  o  al  me- 
nos permitido  por  una  Providencia  omnisciente  y  om- 
niprevisora  y  que  todo  lo  encamina  al  bien  de  los  hom- 
bres. 

Bien  sé  que  no  estoy  escribiendo  un  libro  sobre 
apologética,  o  sea  la  defensa  de  la  verdad  y  la  doc- 
trina cristiana  contra  los  ataques  de  sus  adversarios: 
no  es  esa  mi  mira  ni  menos  esas  mis  capacidades;  pe- 
ro sí  estoy  haciendo,  no  ya  la  apología  del  gran  he-  , 
cho  guadalupano,  sino  una  simple  exposición  del  mis- 
mo en  todos  sus  aspectos  hasta  donde  alcanzan  mis 
pobres  y  pocas  luces.  Séame  al  menos  permitido  en 
este  punto,  hacer  lo  más  y  no  lo  menos:  ese  más, 
para  mí  es  mínimo,  pero  puede  ser  algo  siquiera  para 
el  lector:  su  mente  y  su  buena  voluntad,  ya  lo  dije 
desde  el  principio,  harán  lo  mayor,  que  es  hacer  que 
la  idea  cobre  vuelo. 

¿Será  por  ventura  extraño  o  inadmisible  que  en 
los  tiempos  presentes  hayamos  llegado,  por  permisión 
providencial  de  lo  alto,  al  ápice  del  milagro  en  el  aya- 
te tepeyacense,  mediante  nuevas  revelaciones  que  el 
mismo  nos  proporcione;  indudablemente  para  bien  es- 
piritual nuestro?  Nada  parece  haber  de  irrazonable  en 
tal  suposición,  tan  fundamentada  como  parece  estar- 
lo. 

De  la  misma  manera  como  dimos  un  vistazo  gene- 
ral y  panorámico  al  México  preguadalupano,  haga- 
mos ahora  otro  tanto  con  el  actual:  el  panorama  de 
nuestro  México  1961.  Vistazo  espiritual,  desde  luego, 
no  material,  sino  en  cuanto  la  materia  nos  suministra 


138      Jesús     David  Jaquez 


datos  y  signos  de  lo  que  hay  en  lo  recóndito  moral. 
¿Qué  vemos? 

Tinieblas  y  signos  que  por  momentos  casi  pare- 
cen apocalípticos.  No  se  trata  de  hacer  augurios  ne- 
gros; no  es  constructivo  ni  optimista  pretender  sentar 
plaza  de  agorero  y  gratuito  vaticinador  de  cosas  ne- 
gras. Ciñámosnos  al  más  estricto  realismo,  pero  un 
realismo  sereno  y  valiente;  sin  titubeos  ni  condescen 
dencias  con  el  mal,  pero  sin  recargar  las  tintas;  bas- 
tante es  con  las  que  en  la  realidad  se  ven. 

Hace  más  de  cuatro  siglos  que  las  idolatrías  que- 
daron derruidas;  bien  luego,  la  planta  sagrada  de  la 
Virgen  María  aplastó  formalmente  la  cabeza  de  la 
serpiente.  Pero  ahora  los  aires  modernos  nos  han 
traído  una  nueva  y  más  sutil  forma  idolátrica,  tanto 
más  dañina  y  peligrosa,  cuando  que  ya  no  se  adora 
a  un  burdo  monigote  de  piedra,  sin  poder  ni  utilidad, 
sino  a  todo  un  modo  de  ser  y  de  vivir  convergente  a 
un  dios  material  sí,  pero  más  utilitario  y  práctico  y 
servicial  que  los  derruidos  ídolos  precortesianos :  el 
dios  dinero,  el  dios  $. 

La  vida  moderna  no  consiste  ciertamente  en  la 
adoración  expresa  y  externa,  real,  a  este  moderno 
dios,  pero  toda  ella  converge  a  él,  ya  que  en  ese  signo 
mira  la  satisfacción  de  todo  cuanto  hoy  parece  ama- 
ble y  apetecible  en  la  vida:  el  dinero  da  placer,  da  po- 
der, da  posición,  da  fama,  da  nombre,  da  goce,  da  to- 
do bien  material.  Luego,  al  dinero,  confluyen  todos 
los  intentos,  todos  los  esfuerzos,  toda  la  lucha  de  la 
vida.  A  él  se  supeditan'  las  demás  cosas:  conciencia, 
honor,  lealtad,  amor  honesto,  tiempo,  ocupaciones;  to- 
do queda  sujeto  a  él  y  avasallado  por  él;  es  un  dios  a 
la  medida  de  la  mentalidad  de  los  hombres  modernos: 
un  dios  muy  siglo  XX. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  139 


¿Quienes  escapan  a  este  espíritu?  Sólo  los  muy  es- 
pirituales, los  muy  desasidos  de  las  cosas  terrenas,  los 
muy  amadores  de  algo  entrañablemente  idealístico; 
muy  pocos.  Unos  cuantos  verdaderos  sabios,  unos 
cuantos  verdaderos  artistas,  unos  pocos  verdaderos 
soñadores  o  mentes  superiores  amantes  de  la  espiri- 
tualidad. Y  desde  luego  y  a  la  cabeza  de  todos  estos, 
los  verdaderos  hombres  de  fe.  Estos  en  lo  alto  de 
las  escalas  sociales,  son  bien  raros,  los  hay  en  mayor 
número  en  el  medio,  abundan  aún,  no  importa  bajo 
que  formas  o  apariencias  más  rudas,  en  las  capas 
humildes  del  pueblo. 

Florecen  mejor  en  el  campo,  en  la  aldea,  en  la  ciu- 
dad provinciana  y  recoleta,  en  los  medios  aún  chapa- 
dos a  la  antigua,  en  las  familias  donde  el  cristianis- 
mo de  nuestros  abuelos  aún  vive  bajo  menos  agobio 
y  embate  exterior  y  en  ambientes  antañones  y  piado- 
sos en  lo  interior. 

La  gran  cosmópolis,  las  urbes  metropolizadas,  los 
centros  industriales,  todos  los  lugares  donde  la  vida 
moderna  ha  penetrado  con  su  materialismo,  su  sor- 
didez, su  sentido  utilitario  de  la  vida  y  sus  normas 
prácticas  de  placer,  se  desespiritualizan  a  gran  prisa, 
lo  que  equivale  a  decir  que  se  descristianizan,  por- 
que el  cristianismo  es  la  única  forma  espiritual  válida, 
en  este  o  en  cualquier  otro  siglo. 

El  catolicismo,  — a  diario  lo  constatamos—  cada 
día  esplende  niás  en  los  templos,  pero  cada  día  se 
manifiesta  menos  en  las  conciencias  y  cada  día  vibra 
menos  en  la  conducta.  No  me  refiero  a  esa  manera  de 
catolicismo  de  prácticas  externas,  de  formalismos  v 
aparato,  como  en  los  llamados  "actos  sociales":  bo- 
das, bautizos,  bendiciones  y  otras  celebraciones  de  lu- 
jo; no  aludo  a  ese  catolicismo  epidérmico,  es  decir  su- 


140       Jesús     David  Jaquez 


perficial,  intrascendente,  algo  romántico,  algo  dulzón, 
algo  de  buen  tono  o  de  ocasión:  eso  no  es  religión: 
aludo  al  catolicismo  verdadero,  el  de  fondo,  el  de  es- 
píritu y  verdad,  tal  como  se  exhala  inalterable,  de  las 
vivas  páginas  del  Evangelio;  el  que  se  siente  en  el 
alma,  se  cree  con  el  corazón  y  se  practica  las  veinti- 
cuatro horas  del  día  en  la  conducta;  ese  que  informa 
y  preside  todo  pensamiento,  toda  palabra,  todo  deseo 
y  toda  acción,  conformándola  con  Cristo,  siquiera  sea 
en  la  medida  de  la  flaqueza  humana  que  El  bien  sa- 
bía cuando  vivió  esencialmente  ese  cristianismo  y  ese 
Evangelio  que  no  nos  hubiera  exigido  observar,  si  El 
mismo  no  hubiera  sido  su  primer  observador  y  cum- 
plidor. 

De  ese  cristianismo  cada  día  parecemos  alejarnos 
más.  El  tumulto  de  la  vida  moderna  con  sus  formas  y 
manifestaciones  desorbitadas,  está  haciendo  que  a 
gran  prisa  los  hombres  se  deshumanicen,  las  mujeres 
se  desfeminicen  y  los  niños  se  adulticen;  ese  es  el  ma- 
yor peligro  para  la  humanidad  de  la  venidera  genera- 
ción, pero  también,  obligadamente,  para  el  espíritu 
cristiano  y  para  el  espíritu  de  la  verdadera  mexicani- 
dad. 

Al  hablar  de  mexicanidad,  no  me  refiero  en  modo 
alguno  a  esa  que  demagógica  o  espectacularistamente 
pregonan  los  políticos  o  los  altos  personajes,  ni  a  la  de 
líderes,  pseudosociólogos  y  pseudemexicanistas:  la  que 
se  grita,  la  que  se  exhibe  en  la  plaza  pública,  la  que  se 
hace  ostentosa  pero  superficial  y  sospechosa  de  mis- 
tificación; esa  no  es  la  mexicanidad,  como  el  catolicis- 
mo externo  de  que  hablé,  no  es  tampoco  el  auténtico, 
el  del  Evangelio. 

Yo  apelo  a  una  mexicanidad  íntima,  consistente  en 
la  quintaesencia  de  todas  las  cualidades  colectivas  de 


X 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  141 

un  pueblo,  que  están  muy  por  encima  y  muy  por  lo 
hondo  de  las  manifestaciones  pátrioteriles  o  de  las  in- 
terpretaciones prefabricadas  y  caprichosas;  una  mexi- 
canidad  hecha  a  base  de  lo  trascendente  de  la  raza, 
en  cuanto  es  posible  en  una  raza  cuya  fusión  plena, 
cuya  homogeneización  es  aún  muy  relativa,  pues  no 
ha  pasado  por  el  crisol  de  los  siglos,  como  pueblo 
nuevo  que  aún  es;  una  mexicanidad  hecha  a  base  de 
todo  lo  mejor  .que  nos  legaron  las  anteriores  genera- 
ciones como  herencia  espiritual  distintiva,  una  mexi- 
canidad que  reconoce  desde  sus  orígenes  mismos,  el 
cristianismo,  como  primer  promotor,  como  primer 
aliento  de  vida,  lo  mismo  en  el  autóctono  que  en  el 
criollo.  De  ahí  arrancan  sus  bases  y  allí  se  encuentran 
sus  esencias  más  genuinas:  vano  es  desconocerlo. 

Y  en  los  principos  mismos  de  esa  cristianización 
de  la  Nueva  España,  ¿no  vemos  acaso,  cómo  la  luz 
más  clara  y  el  exponente  más  firme  y  más  orientador, 
la  efigie  misma  de  nuestra  Guadalupana? 

El  modernismo  disolvente,  como  dije,  amenaza  ba- 
rrer con  toda  esta  herencia  espiritual  que,  siendo  nues- 
tro pasado,  no  podrá  vivificar  más  nuestro  presente  si 
abdicamos  de  nuestros  mejores  legados.  Ya  de  hecho 
se  observa  que,  si  entre  nuestra  generación  y  la  que 
nos  antecede  había  una  zanja,  entre  nuestra  genera- 
ción y  la  que  está  ya  en  puerta,  hay  un  abismo;  y  es  en 
ese  abismo  donde  van  cayendo  inevitablemente  la  vie- 
ja moral,  las  viejas  costumbres  y  las  viejas  tradicio- 
nes que  fueron,  durante  todo  el  pasado,  el  sostén  es- 
piritual de  nuestra  nacionalidad. 

Ahora  bien:  si  el  símbolo  por  excelencia  de  todo 
eso  espiritual,  de  todo  eso  nuestro  que  aún  trabajosa- 
mente guardamos,  es  justamente  la  fe  y  el  amor  a  la 
Guadalupana,  es  quizá  una  coincidencia  providencial 


142      Jesús     David  Jaquez 


que  en  estos  arduos  tiempos  que  vivimos,  Ella  nos  es- 
té proporcionando  nuevas  oportunidades  revigorizado- 
ras  de. nuestro  espíritu:  esas  oportunidades  no  son  otras 
que  las  que  emanan  del  milagro  mismo  que  es  la  exis- 
tencia perseverante  del  sagrado  lienzo  con  nosotros, 
entre  nosotros,  muy  junto  a  nosotros. 

Es  decir:  lo  que  superficialmente  podríamos  llamar 
descubrimientos  nuevos  en  la  tilma  juandieguina,  no 
son  nuevos  sino  en  cuanto  antes  no  los  habíamos  sa- 
bido advertir.  El  milagro  ha  vivido,  si  es  lícito  decir 
así,  en  el  ayate  a  lo  largo  de  sus  429  años  de  existen- 
cia sobrenatural:  Dios  aguardaba  la  hora,  su  hora 
providencial  para  hacer  que  los  hombres  lo  echaran  de 
ver.  Y  esa  hora  ha  llegado. 

Si  el  milagro  es  la  obra  de  Dios  y  tiene,  consiguien- 
temente el  sello  de  lo  divino,  ese  sello  también  tiene 
sus  características  sobrenaturales,  clásicas,  diríamos 
del  espíritu  de  Dios:  evidencia,  claridad,  sencillez,  mo- 
destia. El  milagro  es  modesto,  como  es  claro  y  recio 
en  sus  manifestaciones.  ¡Siendo  evidente  y  fuerte  co- 
mo es,  no  necesita  ostentarse.  Modesta  es  la  tilma, 
modesta  la  figura  de  la  Real  Señora  celeste,  modesto 
el  modo  de  su  presentación  en  la  tierra  azteca,  mo- 
desta la  forma  en  que  se  recata  hasta  en  sus  últimas 
manifestaciones.  Cuando  apareció,  sólo  se  dejó  ver  de 
una  persona:  un  indio  personificación  de  la  pobreza, 
la  humildad  y  la  candidez  espiritual;  si  ahora  nos 
muestra  otro  más  de  los  aspectos  milagrosos  de  su 
imagen,  ese  mostramiento  también  es  modesto:  un  pe- 
queño grupo  de  hombres  fieles  y  leales  lo  perciben,  no 
toda  una  multitud  ni  a  la  plena  luz  de  la  Plaza  Mo- 
numental de  su  Basílica.  Bastan  esos  pocos  hombres 
que  nos  lo  han  evidenciado  con  su  observación  y  su 
ciencia,  para  engendrar  el  ascenso  en  nuestro  espíri- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  143 


tu:  no  nos  consta- ocularmente,  pero  nos  consta  que 
les  consta  a  ellos.  ¿Veis  cómo  el  milagro  es  modesto? 

Así  debe  haberlo  considerado  el  Abad  de  la  Na- 
cional Basílica,  pues  no  quiso  que  se  divulgara  al  mo- 
mento ni  que  se  anunciara  a  son  de  trompeta:  desde 
antes  de  1929  fueron  descubiertas  las  calidades  in- 
explicables que  comprobaron  los  oculistas  en  las  pupi- 
las de  la  Virgen  Guadalupana  y  sólo  hasta  nuestros 
días  lo  van  sabiendo  algunos;  el  pueblo,  la  muchedum- 
bre, aun  creyente,  aún  no  sabe  de  esto.  Las  transmi- 
siones de  televisión  y  los  artículos  de  prensa  son  flor 
de  un  día;  por  su  mismo  sensacionalismo  emocional, 
fueron  pasajeros;  pocos  al  día  siguiente  lo  recordaban. 
El  milagro  es  modesto,  rehuye  la  popularidad  sensi- 
blera, se  recata,  se  vela  discretamente.  Y  entretanto  y 
precisamente  por  tal  medio,  Dios  hace  su  trabajo.  El 
no  tiene  prisa,  ni  la  Virgen  Santa  tampoco.  La  prisa 
es  de  nosotros,  es  humana,  porque  nosotros  estamos 
dentro  del  tiempo;  pero  ese  tiempo  es  medido  y  con- 
tado por  el  Eterno;  Dios  sabe  cómo  obra. 

Pero  de  todos  modos,  resulta  impresionante  saber 
que  en  la  santa  tilma  que  ha  siglos  veneramos,  hay 
una  maravilla  escondida  y  mansa,  como  mansas  y  to- 
das modestia  son  las  miradas  de  la  Divina  Reina  pin- 
tadas en  el  pobre  ixtle  juandieguino. 

Dos  consideraciones  se  imponen  a  la  mente  sobre 
la  naturaleza  de  esta  última  maravilla  inexplicable  en 
las.  niñas  de  los  ojos  de  la  Madre  Virginal  del  Tepe- 
yac.  Una  versa  sobre  la  naturaleza  misma  del  mila- 
gro, de  todos  los  milagros. 

Si  el  milagro  en  sí  es  un  hecho  fulgurante  de  Dios 
que  deroga  momentáneamente  las  leyes  naturales  qué 
El  mismo  creara,  si  es  un  impacto  reciamente  impre- 
sionante para  el  espíritu  y  si  por  lo  mismo  solicita 


144      Jesús     David  Jaquez 


nuestra  voluntad  y  se  insinúa  en  ella,  sin  embargo,  el 
milagro,  por  relampagueante  que  sea,  no  es  forzatorio 
de  nuestra  voluntad  humana:  se  nos  ofrece  a  la  acep- 
tación, pero  no  es  constrictivo.  No  vulnera  el  libre  al- 
bedrío  del  hombre.  Dios,  que  puede  derogar  todas  las 
leyes  a  su  placer,  respeta  sin  embargo  sus  propias 
obras:  creó  al  hombre  a  imagen  y  semejanza  suya, 
dándole  por  tanto  la  inteligencia  para  comprender  y  la 
voluntad  libre  para  aceptar:  no  pasa  por  encima  de 
nuestra  naturaleza,  mínimamente  semejante  a  la  divi- 
na: deja  intacta  en  nuestra  alma  la  capacidad'  para 
optar  por  el  asentimiento  o  la  negación:  he  ahí  otra 
razón  de  por  qué  el  milagro  se  cela  y  se  hace  modes- 
to: Dios  no  trata  de  deslumhrarnos:  solamente  de 
alumbrarnos, 

En  Lourdes  hay  con  frecuencia  milagros  patentí- 
simos: se  puede  creer  en  ellos  o  no:  Dios  obra  así  pa- 
ra dejarnos  nuestro  innato  sentido  de  responsabilidad 
y  para  no  anular  el  mérito  que  podamos  tener  ante  El 
si  creemos.  Esos  milagros  de  Dourdes  han  provocado 
mucho  ruido:  mucha  renovación  de  fe  en  las  almas  de 
buena  voluñtad,  muchas  discusiones  de  toda  índole 
entre  los  de  voluntad  enferma  o  maleada,  mucha  hos- 

r 

tilidad  entre  los  increyentes  y  enemigos  de  la  luz.  Ale- 
x's  Carrel,  el  gran  hombre  de  ciencia,  el  célebre  mé- 
dico parisino,  vió  un  milagro  ante  sus  ojos:  asombra- 
do y  curioso,  se  inclinó  lupa  en  mano  para  comprobar 
'científicamente  la  curación  instantánea  de  María  Bai- 
ly,  ante  la  Gruta  de  Massabielle  el  28  de  mayo  de 
1902;  esta  joven  había  llegado  a  Dourdes  casi  en  ago- 
nía, por  una  hidropesía  tuberculosa  declarada  incura- 
ble. El  gran  sabio  Alexis  Carrel  controló  médicamen- 
te la  enfermedad  y  la  curación  instantánea  ante  sus 
propios   ojos   acaecida.   Alexis   era   viejo  acreyente: 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  145 


vcdió  ante  la  evidencia  y  se  convirtió,  como  lo  relata 
él  mismo  en  su  famoso  libro:  "Le  Voyage  de  Lour- 
des". El  milagro  no  lo  obligó,  meramente  se  le  insinuó 
y  él  honradamente  le  dió  aquiescencia. 

Emilio  Zolá,  el  célebre  y  popular  novelista  fran- 
cés, también  vió  un  milagro:  la  curación,  instantánea 
también  de  María  Lebranchu,  de  París.  Cuando  Zolá 
la  vio  transportada  a  Lourdes  desde  la  Ciudad  Luz  el 
19  de  agosto  de  1892,  en  uno  de  los  famosos  trenes 
hlancos  cargados  de  enfermos  graves  y  deshauciados, 
el  escritor  dijo:  "Si  ésta  es  curada,  yo  creeré."  La 
joven  es  inmergida  agonizante  a  las  piscinas  del  mi- 
lagro: sale  sana:  Zolá  tiene  ante  sus  ojos  el  milagro 
patente,  llora  un  momento,  luego  ríe  y  se  burla.  He 
aquí  como  ni  el  milagro  mismo  fuerza  la  voluntad  hu- 
mana. Zolá,  — testigo  M.  Joseph  Belleney  en  su  libro 
"Guérisons  de  Lourdes" —  rechazó  rotundamente  el 
hecho  milagroso  patente,  regresó  a  París  y  escribió  su 
fraudulento  libro  insincero  "Lourdes"  y  trató  de  ale- 
jar la  evidencia  viviente  que  era  María  Lebranchu,  que- 
riendo pagarle  un  viaje  para  que  se  radicara  fuera  de 
Francia:  le  molestaba.  El  milagro  que  curó  a  la  ago- 
nizante de  tuberculosis  pulmonar  de  último  grado,  na- 
da pudo  sobre  la  reacia  y  soberbia  voluntad  del  céle- 
bre novelista. 

En  México  pasa  igual:  no  todos  se  dejan  vencer 
por  la  evidencia.  Y  a  lo  largo  de  los  siglos  hemos  te- 
nido impugnadores  formales  del  milagro  de  Guadalu- 
pe. Son  las  sombras  que,  lo  mismo  allá  que  entre  nos- 
otros, contribuyen  a  hacer  resaltar  la  estrella  celeste. 

Por  esto,  si  el  milagro  es  la  obra  patente  y  fuerte 
de  Dios  para  convencer  al  hombre,  no  cancela  jamás 
las  potencias  del  espíritu  ni  atenta  contra  la  voluntad; 
el  milagro  es  persuasivo,  pero  no  constrictivo  y  el  hom- 

10 


146      Jesús     David  Jaquez 


bre  sigue  siendo  el  hombre.  Acaso  esta  sea  la  razón 
por  la  que  Dios  no  multiplica  a  cada  paso  sus  mila- 
gros: no  creeríamos  en  ellos.  Y  cuanto  más  se  nos  pre- 
sentaran con  frecuencia,  más  entraríamos  en  familiari- 
dad con  ellos  y,  o  los  juzgaríamos  del  orden  natural, 
desvirtuando  así  su  poder  influencial,  lo  que  sería 
anularlos  nosotros  mismos  en  nuestra  mente;  o  susci- 
tarían tales  discusiones,  divergencias,  hostilidades  y 
animadversiones,  que  resultarían  contraproducentes. 
Por  eso  el  milagro  sigue  siendo  raro  al  mismo  tiempo 
que  modesto:  bien  sabe  Dios  cómo  habérselas  con  la 
humanidad,  como  un  padre  prudente  y  sabio  con  sus 
hijos  rebeldes  y  mal  inclinados. 

El  milagro  guadalupano  queda  pues  guardado  di- 
vinamente en  la  sagrada  tilma.  Pero  sigue  abierto, 
desde  hace  más  de  cuatro  siglos,  el  camino  de  la  fe 
que  lleva  a  él.  Andado  ese  camino,  la  evidencia  se  ha- 
rá lo  mismo  en  Guadalupe  que  en  Lourdes;  sin  fe,  no 
habrá  nada.  Y  mientras  el  milagro  objetivo  sigue  sien- 
do real  y  permanente,  también  la  indiferencia  de  los 
hombres  lo  sigue  haciendo  nugatorio:  ¡qué  paradoja 
de  los  espíritus  sin  buena  voluntad!  Pero  el  milagro 
no  es  porque  creamos  o  no;  independientemente  de 
nuestro  asenso,  "es"  y  nada  más.  Toca  al  hombre 
aprovecharlo  o  desdeñarlo,  tomar  el  partido  de  Alexis 
Cari  el,  sabio,  o  el  de  Zola,  superficial  y  perverso. 

La  otra  consideración  que  surge  de  la  perennidad 
del  milagro  guadalupano,  parece  también  lógica  y  na- 
tural, como  toda  obra  genuina  de  Dios.  Consiste  sen- 
cillamente en  la  gran  lección  divina  que,  después  de  la 
de  la  fe  y  la  del  amor,  nos  ofrece  el  milagro:  la  humil- 
dad. 

Para  nuestra  mente  humana  resulta  difícil  y  se 
antoja  casi  paradójico,  pero  Dios  es  humilde.  El  Ser 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  147 


Supremo  por  excelencia,  Aquel  por  quien  todo  ser 
existe  y  llena  con  su  grandeza  infinita  toda  una 
eternidad,  dentro  de  la  cual  nuestro  tiempo,  todo  el 
tiempo  de  la  humanidad  terrena  no  es  sino  un  punto, 
como  llena  también  lo  inconmensurable,  lo  abismal  de 
todos  los  espacios  cósmicos  y  más  allá,  si  un  "más 
allá  físico  existiese,  es  el  Ser  purísimo,  sencillo  y  hu- 
milde, si  cabe  la  expresión.  Esta  no  tiene  el  pobre 
sentido  humano  de  empequeñecimiento  o  autonega- 
ción,  sino  el  sentido  divino  de  ausencia  de  toda  apara- 
tosidad, de  toda  soberbia,  de  todo  lo  que  solemos  lla- 
mar "bluff"  u  ostentación.  Santa  Teresa,  gran  sabia  y 
gran  santa  y  muy  versada  en  lo  divino,  decía  que  "la 
humildad  es  la  verdad".  Si  Dios  es  la  verdad  por  ex- 
celencia, la  verdad  única  y  de  quien  dimanan  todas  las 
verdades  secundarias  y  a  El  subordinadas,  Dios  tam- 
bién es  la  humildad  por  excelencia,  porque  la  humildad 
es  una  virtud  engrandecedora  y  jamás  acomplejado- 
ra,  como  pasa  a  veces  en  el  hombre. 

¡Yo  no  sé  cómo  explicar  estas  cosas  tan  profundas, 
pero  al  menos  se  me  alcanza  que  todas  las  manifes- 
taciones de  Dios  hacia  los  hombres  han  llevado  el 
sello  característico  y  peculiar  de  una  humildad  a  lo 
divino,  aunque  de  alcance  humano  en  lo  perceptible! 
Dadme  un  acto  más  sublime  de  Dios  para  con  el  hom- 
bre que  la  Encarnación.  Pues  la  Encarnación  es  la  hu- 
mildad por  excelencia.  Dadme  un  Sacramento  más 
divino  que  la  Eucaristía:  tan  divino  que  consiste  en 
que  Dios  se  hace  pan  para  ser  comido  por  los  hom- 
bres, por  las  bocas  y  las  almas  de  los  hombres.  Y  el 
Sacramento  de  la  Eucaristía  es  el  Sacramento  por 
excelencia  de  la  humildad.  ¡Dios  oculto  en  la  tenue  y 
diminuta  hostiecita  guardada  en  un  copón  apenas  de- 


148      Jesús     David  Jaquez 


coroso  y  dentro  de  un  tabernáculo  tan  pequeño  como 
un  pobre  palomar!  ¿Queréis  más  humildad? 

Yo  no  sé  cómo  explicar,  pero  pienso  que  la  hu- 
mildad de  Dios  es  la  grandeza  de  Dios.  Tanto  es  más 
grande  aquella,  cuanto  máxima  es  ésta.  Entre  hom- 
bre, si  un  rey,  un  emperador,  un  procer  de  primera 
magnitud  es  humilde,  aparece  más  grande  ante  la 
consideración  de  la  mente  humana;  la  humildad,  si  es 
verdadera,  lo  enaltece,  no  lo  rebaja.  Pues  creo  que 
en  Dios  este  misterio  se  agiganta  a  proporciones  de 
infinito.  Así  se  explica  la  Encarnación  del  Verbo  en 
un  pequeño  cuerpo  de  niño,  así  la  Presencia  real  de 
Dios  —Jesucristo  es  Dios—  en  la  hostiecita.  ¡La  hu- 
mildad, grandeza  máxima  del  máximo  por  excelen- 
cia! 

La  humildad  es  la  verdad.  La  falsa  humildad  es  la 
hipocresía,  corrupción  de  la  verdad  en  su  grado  peor: 
moneda  falsa  que  tratamos  de  hacer  pasar  como  bue- 
na. El  pecado  mayor  de  la  humanidad  es  la  soberbia, 
falsedad  sin  los  vergonzosos  velos  de  la  hipocresía, 
pero  con  descaro  y  envalentonamiento  que  insultan  a 
Dios  como  insultan  a  los  hombres.  La  soberbia  de- 
rrumbó a  Adán  y  Eva  del  glorioso  imperio  del  paraíso 
terrenal,  al  merecimiento  de  un  infierno  eterno:  Dios 
venció  esa  soberbia  del  gusanillo  humano,  con  la  su- 
blime, infinita  y  grandiosa  humildad  divina.  Por  eso 
Jesús  nació  entre  los  rastrojos  de  un  pesebre,  entre 
un  asno  y  una  vaca,  animales  humildes.  Sólo  así  era 
posible  restablecer  el  equilibrio  de  la  verdad,  roto  por 
Eva  y  luego  por  Adán,  cómplice  de  la  mujer.  Siempre 
la  mujer  al  comienzo  de  todo  lo  bueno,  o  en  el  inicio  de 
todo  lo  malo.  Por  eso  María  estuvo,  en  su  máxima  hu- 
mildad, única  en  el  mundo  después  de  la  de  Jesús,  que 
fue  humildad  de  Dios  al  par  que  humildad  de  hombre, 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  149 


al  principio  de  la  máxima  gesta  de  la  humildad,  como 
del  amor:  la  Encarnación. 

Ahora  comenzaremos  a  comprender  cómo  el  mila- 
gro es  modesto,  puesto  que  emana  del  Dios  de  la  hu- 
mildad: de  la  humildad  glorificadora  e  infinita  en  el 
Ser  Sumo.  El  milagro  tiene  que  ser  humilde  en  sí  y 
modesto  en  su  presentación.  ¿Por  qué  entonces  Dios 
escoge  siempre  al  más  humilde  para  ser  el  vehículo  de 
sus  milagros?  Hallad  en  la  Nueva  España  otro  más 
humilde  que  Juan  Diego:  por  eso  fue  glorificado.  Lo 
mismo  veréis  en  Lourdes,  lo  mismo  en  Fátima,  lo  mis- 
mo en  todas  las  grandes  apariciones  celestiales.  He 
ahí  cómo  la  humildad  es  la  verdad. 

Y  hasta  los  lugares  de  esas  apariciones  son  humil- 
des; sí,  hasta  los  escenarios  mismos.  Yo  no  he  sabido 
de  una  aparición  grandiosa  en  un  palacio  de  gran  lu- 
jo, con  cientos  de  cortesanos  y  pajes  en  gran  gala:  tal 
cosa  parece  repugnar  a  la  política  de  Dios  y  a  su  mis- 
mo modo  de  ser,  si  se  me  da  permiso  de  hablar  así. 
Humilde  y  desdeñado  era  el  Tepeyac,  al  igual  que 
Lourdes  —la  cueva  de  Massabielle  era  casi  un  tirade- 
ro de  basuras—,  lo  mismo  Cova  de  Leiría,  lo  mismo 
La  Salette. 

Y  ahora  hallad  un  santo  soberbio:  es  inconcebible. 
Y  los  más  notables  santos  fueron  justamente  los  más 
humildes:  por  eso  hubieron  tan  alta  gloria  celestial. 
Pedro  era  humilde,  Andrés  era  humilde,  Santiago  era 
humilde,  Juan  el  Evangelista  era  humilde,  José  de  Na- 
zareth  era  humildísimo:  tanto  que  ni  siquiera  aparece, 
como  no  sea  para  servir  de  fondo  a  Jesús  y  a  María; 
tanto  que  ni  siquiera  el  Evangelio  nos  ha  guardado 
una  sola  palabra  suya:  era  el  santo  del  silencio,  el 
santo  de  la  autodenegación:  todo  para  Jesús  y  Ma- 
ría, nada  para  él:  eso  es  la  humildad.  |Y  qué  decir  de 


150       Jesús     David  Jaquez 


Francisco  de  Asís,  de  Juan  María  Vianney,  de  Ber- 
nardita  Soubirous!  Juan  Diego  también  fue  muy  hu- 
milde. Ahora  la  Iglesia,  que  sabe  de  sus  humildes,  re- 
pite cada  año  en  el  oficio  del  12  de  Diciembre:  "Joan- 
ni  Didaco,  pió  rudique  neófito":  "...(se  apareció)  a 
Juan  Diego,  neófito,  piadoso  y  rudo.  .  . 

Y  es  admirable  que  mientras  todos  en  México,  hoy 
como  ayer  y  hoy  más  que  ayer,  olvidamos  a  Juan  Die- 
go, lo  damos  de  baja,  lo  desdeñamos  por  humilde  y 
sencillo  y  pobre,  una  silueta  de  Juan  Diego  es  de  se- 
guro la  que  se  perfila,  apenas  atisbada  por  nosotros, 
en  las  mansas  y  humildes  pupilas  de  la  Virgen  del 
Tepeyac:  el  humilde  está  en  las  mismas  niñas  de  los 
ojos  de  la  más  humilde  de  todas  las  mujeres:  ecce  an- 
ci7/a  Domini:  he  aquí  la  esclava  del  Señor.  ¡Oh  mis- 
terios de  la  divina  grandeza  humilde! 

Hay  el  consuelo  de  que  si  Juan  Diego  está  en  las 
pupilas  de  la  Señora  pintada  celestialmente  en  el  aya- 
te, en  él  y  con  él  estamos  todos  nosotros;  "a  tí,  a  to- 
dos vosotros  juntos  los  moradores  de  esta  tierra",  co- 
mo la  Reina  del  cielo  misma  dijo  en  el  humilde  idioma 
náhuatl  a  su  elegido. 

Y  por  cierto  que  este  intrigante  busto  humano 
en  las  niñas  de  los  ojos  de  la  Señora  de  Guadalupe 
parece  confirmar  una  vez  más  la  estampación  mila- 
grosa de  su  imagen  en  el  punto  mismo  de  la  entrega 
y  toma  de  las  rosas  al  pie  del  pobre  y  viejo  cazahuate 
indiano:  se  estampó  tal  como  Ella  misma  estaba  en 
aquel  momento:  mirando  a  Juan  Diego  y  pintándose 
en  las  pupilas  de  la  Señora  el  humilde  rostro  moreno, 
pobre  y  vulgar  del  indito,  a  quien  estaba  mirando  pues 
lo  tenía  enfrente  de  sus  ojos.  ¡Qué  maravilla  en  este 
diminuto  detalle  guadalupano! 

¡Y  qué  riqueza  y  qué  profundidad  y  qué  delicade- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  151 


za  y  qué  asombro  en  todo  esto,  hasta  la  última  cosa  de 
apariencia  tan  menuda  y  pequeña!  Quiera  Ella  en  su 
amabilidad  bondadosa  de  Madre,  conservarnos  así,  en 
símbolo  y  en  silueta  microscópica  en  las  niñas  de  sus 
ojos  por  todos  los  siglos. 


CAPITULO  7 


LOS  TIEMPOS  POSTERIORES  A  LAS  APARI- 
CIONES HASTA  NUESTROS  DIAS. 
LOS  IMPUGNADORES 

"Puesto  que  María  opera  una  incesante  neu- 
tralización de  las  potencias  del  mal,  Satanás 
se  venga  como  puede:  infamando  a  la  Virgen 
en  su  virginidad,  negando  a  la  Madre  su  ma- 
ternidad. Por  eso,  si  María  es  la  criatura  más 
amada,  es  también  la  más  fácilmente  ultrajada. 
Cuando  bajo  la  estupefaciente  sugestión  del 
Maligno,  el  hombre  medita  o  consuma  un  acto 
innoble  y  especialmente  una  violación  de  la 
castidad,  advierte  la  necesidad  de  suprimir  pre- 
ventivamente en  su  corazón  el  pensamiento  de 
la  Señora;  y  como  esto  le  quema,  impreca 
contra  Ella.  Cuando  se  buscan  las  tinieblas, 
se  hace  necesario  apagar  la  luz." 

IGINO  GIORDANI 
'María    di  Nazareth." 

Es  cosa  indiscutible  que  México  ha  recibido  de  la 
Virgen  María  un  don  único  en  la  historia  de  la  cris- 
tiandad: "Non  fecit  taliter  omni  nationi",  no  ha  he- 
cho otra  cosa  igual  a  ninguna  otra  nación. 

La  medida  de  la  necesidad,  da  la  medida  del  re- 
medio, según  el  plan  general  del  Eterno  en  cuanto  a 
la  vocación  divina  de  todos  los  hombres,  que  es  su  fe- 
licidad eterna  según  la  hayan  ganado  en  la  jornada 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  153 


de  prueba  que  es  la  vida  temporal.  Por  eso  siendo  tan 
universal  de  todo  este  mundo  y  tan  sustancial  y  gra- 
ve la  necesidad  del  género  humano  a  causa  del  peca- 
do primero  y  sus  inevitables  consecuencias  para  todos 
los  siglos  y  hasta  la  última  generación,  el  remedio  fue 
puesto  por  Dios  de  un  modo  sustancial  e  inmenso: 
tan  inmenso,  que  toda  la  humanidad  junta  acaso  no 
llegue  jamás  a  comprender  la  infinita  condescendencia 
y  el  infinito  amor  del  Padre  de  los  Cielos,  al  acor- 
dar la  obra  de  la  Redención  humana.  Hacerse  hombre 
todo  un  Dios,  es  mucho  más,  que  si  por  amor  a  los 
gusanillos  un  sabio  se  convirtiera  en  gusanillo:  sabio 
y  gusano  son  criaturas:  la  distancia,  por  grande  que 
sea,  es  mensurable.  Pero  la  distancia  entre  una  criatu- 
ra, sea  la  que  fuere  y  Dios,  es  inconmensurable,  por- 
que es  específicamente  diferente,  diversa,  distante  to- 
da una  eternidad  y  toda  una  inmensidad  entre  los  dos 
puntos:  es  infinita. 

Pues  bien:  por  modo  algo  semejante,  la  medida  o 
el  grado  del  remedio,  debería  dar  la  medida  o  grado 
de  la  aceptación  y  de  la  gratitud.  Cuanto  más  grande 
e  insólito  es  el  favor,  mayor  debe  ser  el  agradeci- 
miento del  beneficiado.  ¿Hemos  correspondido  al  don 
insólito  de  la  aparición  guadalupana,  al  obsequio  ex- 
quisito y  único  de  su  retrato;  un  retrato  divino  y  que 
se  antoja  como  viviente,  dadas  las  extraordinarias  ca- 
racterísticas de  que  ya  hablé  '—dado  y  dedicado  de 
una  manera  tan  delicada  a  todos  nosotros,  "los  mo- 
radores de  esta  tierra"? 

Ya  vimos  que  desde  los  primeros  días  posteriores 
a  la  estampación  milagrosa,  comenzaron  el  amor  y  la 
fe  renovada,  pero  también  comenzaron  la  indelicade- 
zas y  las  malcriadeces,  las  negligencias  y  las  hosti- 
lidades. 


154      Jesús     David  Jaquez 


Estas  últimas  han  sido  frecuentemente  sordas  y 
públicamente  bastante  escasas:  los  antiguadalupanis- 
tas  de  nota  no  son  muchos;  más  enemigos  e  impug- 
nadores tienen  otros  aspectos  religiosos  y  otras  apa- 
riciones, v.g.  las  de  Lourdes.  Como  allá  se  multiplican 
más  y  son  más  patentes  los  milagros,  hay  mas  hosti- 
lidad contra  ellos  y  con  la  Inmaculada  Concepción. 
Así  solemos  pagar  los  humanos  las  finezas. 

De  todos  modos,  creo  que  si  lo  que  hemos  hecho 
en  el  terreno  de  la  gratitud  y  la  lealtad  a  la  Virgen 
Guadalupana  es  bastante,  sin  embargo  no  basta  ni  de- 
bería bastar  para  dos  fines:  el  de  la  satisfactoria  gra- 
titud a  Nuestra  Madre  y  el  de  la  cooperación  a  los 
fines  que  Ella  venía  buscando  cuando  vino  hasta  el 
Tepeyac  buscando  a  Juan  Diego,  que  es  como  decir, 
buscando  a  todos  los  mexicanos. 

Esos  fines  son  muy  claros;  más  aún,  son  suma- 
mente impresionantes:  "Deseo  vivamente  que  aquí 
en  el  llano  se  me  edifique  un  templo  para  en  él  dar  y 
mostrar  todo  mi  amor,  compasión,  auxilio  y  defensa, 
pues  yo  soy  vuestra  piadosa  madre,  a  tí,  a  todos  vos- 
otros. . ."  ¿Es  posible  hablar  más  claro?,  ¿expresar  más 
plena  y  bondadosamente  Jos  fines  de  la  Virgen  María? 
¿qué  madre  puede  decir  más  con  su  corazón  amoroso 
y  compasivo,  al  hijo  pequeño,  enfermo  o  necesitado? 
Esos  son  los  fines  de  María.  Correlativos  de  los  fi- 
nes de  Dios  para  con  los  hombres:  dar,  darse.  Hecha 
la  completa  donación  de  la  voluntad  y  del  beneficio 
¿qué  más  se  puede  pedir? 

La  Virgen  de  Guadalupe  vino  a  remediar  todas 
nuestras  necesidades.  Si  no  lo  ha  hecho,  culpa  es  de 
nosotros  y  no  de  Ella:  no  le  hemos  querido  pedir,  o 
no  le  hemos  sabido  pedir:  se  pide  con  fe,  con  amor  y 
confianza,  o  no  se  pide.  Desconfiar  es  dudar  y  la  du- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  155 


da  anula  la  fe.  O  bien  pedimos  males  en  vez  de  bienes, 
porque  así  somos  los  hombres.  Si  yo  pido  bienes  ma- 
teriales, si  pido  riquezas,  autos,  casas,  dinero,  una  be- 
lla posición,  un  amor  inconveniente,  creo  pedir  bienes; 
en  realidad  pido  quizá  males;  esos  que  para  mí  y  para 
mi  miopía  de  espíritu  son  bienes,  en  el  fondo  pueden 
ser  males;  pueden  perjudicar  a  mi  alma  y  a  mi  mismo 
vivir  terreno.  Hay  niños  que  piden  a  su  padre  su 
pistola  para  jugar,  o  a  la  madre  un  dulce  indigesto; 
la  madre  y  el  padre  niegan  tales  cosas,  porque  saben 
que  harían  un  mal  al  Ijijo.  Lo  mismo  nos  pasa  muchas 
veces  con  el  Padre  y  con  la  Madre  del  Cielo.  Por  eso 
ellos,  prudentes  y  sabios,  no  nos  otorgan  tales  peti- 
ciones. 

La  obligación  filial  nuestra  es  inmensa;  la  grati- 
tud debe  ser  inmensa  también  y  la  fe  y  confianza  ili- 
mitadas; por  falta  de  esas  cosas  no  recibimos  cada 
día  un  socorro  para  el  alma  en  la  Basílica  de  Gua- 
dalupe. Por  eso  acaso  ese  gran  templo  no  es  teatro 
cotidiano  de  exquisitas  maravillas  íntimas,  no  deslum- 
brantes para  la  muchedumbre,  pero  sí  remediadoras 
para  el  alma.  A  causa  de  la  falta  de  fe,  el  milagro  no 
se  prodiga  más.  Cristo  lo  dijo:  "Si  tuviereis  fe  como 
un  granito  de  mostaza  (es  decir,  siquiera  una  fe  pe- 
queña pero  efectiva),  diríais  a  ese  monte:  ¡quítate!  y 
se  quitaría." 

La  fe  no  produce  el  milagro,  pero  lo  atrae,  al  ha- 
cernos merecedores  de  él.  Por  eso  estos  tiempos  sin 
íc  son  también  tiempos  sin  milagros.  He  ahí  otra  ra- 
zón para  que  el  milagro  sea  modesto,  para  que  se  re- 
cate, para  que  se  cele.  Los  judíos  contemporáneos  de 
Jesús  le  pedían  un  milagro  en  el  cielo,  como  condicio- 
nando a  eso  su  creencia  en  El,  que  le  regateaban  y 
aun  le  negaban.  ¿Jesús  hizo  ese  milagro  ostentoso  so- 


156      Jesús     David  Jaquez 


licitado  por  sus  compatriotas  terrenales?  No.  Al  con- 
trario, dijo  que  ese  pueblo  pedía  un  milagro,  pero  que 
no  le  sería  dado  otro  que  el  de  Jonás  en  el  vientre  de 
ja  ballena;  porque  así  como  Jonás  estuvo  tres  di^s  y 
tres  noches  en  el  vientre  de  una  ballena,  así  el  Hijo 
del  Hombre  estaría  tres  días  en  el  seno  de  la  tierra  y 
luego  resucitaría.  Y  su  palabra  se  cumplió,  el  milagro 
se  hizo  y.  .  .  no  por  eso  creyeron  los  judíos.  ¿A  qué 
entonces  multiplicar  Dios  los  milagros?  Creo  a  veces 
que  sería  contraoperante. 

Pero  los  milagros  abundaron  en  el  seno  de  la  pe- 
queña comunidad  que  creía  en  El;  los  discípulos,  las 
santas  mujeres.  ¿Por  qué  no  abundan  hoy  en  el  se- 
no de  la  comunidad  dispersa  materialmente,  pero  en- 
lazada espiritualmente  por  la  fe,  esa  comunidad  que 
formamos  todos  cuantos  reverenciamos  a  la  Virgen 
Guadalupana?  Por  nuestra  falta  de  fe;  ¿y  ésta  por 
qué?  Porque  vivimos  en  un  siglo  sin  fe  y  su  espíritu 
ateo  y  disolvente  nos  ha  contagiado;  creemos,  pero 
¡tan  tibiamente! .  . . 

Y  aquellos  que  no  creen  en  la  Guadalupana  o 
creen  tibiamente  y  a  su  modo,  tampoco  creerían  en 
los  milagros  o  los  tomarían  a  su  modo;  un  mal  modo. 
Esto  hace  recordar  la  parábola  o  ejemplo  del  Evan- 
gelio, sobre  el  rico  Epulón  y  el  mendigo  Lázaro.  El 
rico  condenado  pedía  al  padre  Abraham,  el  padre  de 
todos  los  creyentes,  como  suele  llamársele,  que  ya  que 
él  estaba  condenado,  enviara  al  menos  a  uno  de  los 
suyos  difunto  también,  a  advertir  a  sus  parientes  vi- 
vos aún,  para  que  no  se  condenaran.  Y  el  padre  Abra- 
ham le  contestó:  Tienen  a  Moisés  y  a  los  profetas; 
si  no  creyeron  en  ellos,  tampoco  creerían  en  el  que 
se  les  apareciera.  He  ahí  una  plena  explicación. 

No  obstante  todo  esto,  en  todos  los  tiempos  poste- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  157 


riores  a  las  apariciones,  la  fe  cristiana  y  la  fe  gua- 
dalupana  han  florecido  y  perseverado  en  el  suelo  de 
María  de  Guadalupe.  Es  la  fe  que  ella  trajo  y  conso- 
lidó, no  por  obra  humana,  sino  por  obra  divina;  des- 
pués de  que  los  apostólicos  franciscanos  admirables 
habían  hecho  su  esfuerzo  y  ese  esfuerzo  daba  escaso 
aunque  consolador  fruto.  Dios  envió  entonces  a  su 
mies  a  la  operaría  por  excelencia  de  la  cristianización. 

Esa  fe  y  ese  guadalupanismo  tienen  dos  rasgos 
notables:  su  perpetuación  ininterrumpida  hasta  nues- 
tros días,  en  medio  de  vicisitudes  de  toda  índole  y  su 
persistencia  en  la  inmensa  mayoría  de  los  mexicanos, 
pese  a  la  tremenda  ignorancia  religiosa  y  al  escasísi- 
mo volumen  de  noticias  sobre  la  misma  Virgen  de 
Guadalupe.  La  gran  masa  de  nuestro  pueblo  ¿qué  sa- 
be de  sobrenaturalidad,  de  milagro  permanente,  de 
subsistencia  asombrosa  del  ayate,  de  maravillas  en 
las  pupilas  de  la  Vjrgen?  Nada.  Sabe  sin  embargo, 
en  su  forma  simplista  y  primitiva,  lo  esencial:  La  Vir- 
gen de  Guadalupe,  la  Morenita  del  Tepeyac,  se  apa- 
reció a  un  indio  y  dejó  su  imagen  pintada;  Virgenci- 
ta  de  Guadalupe,  ¡sálvame!  Esto  es  todo.  Y  la  Vir- 
gencita  de  Guadalupe  salva  a  ese  pueblo  que  mal  sa- 
be siquiera  en  infinitos  casos,  lo  más  rudimentario  de 
la  historia  de  las  apariciones  o  cómo  sea  el  ayate. 
Porque  es  la  fe  y  no  la  instrucción,  lo  que  hace  so- 
brevivir la  espiritualidad,  como  es  la  que  hace  salvar- 
se a  las  almas.  Y  es  admirable  en  verdad  cómo  sobre 
tan  parco  y  rudimentario  y  hasta  infantil  conocimien- 
to guadalupano,  se  mantenga  viva  y  bullente  una  fe 
tan  extensa,  tan  recia  y  tan  duradera,  como  la  que 
nacionalmente  el  pueblo  mexicano  ha  mantenido  a  lo 
largo  de  ya  casi  cuatro  y  medio  siglos,  entre  mise- 
rias de  toda  clase,  entre  hambres,  entre  persecucio- 


158      Jesús     David  Jaquez 


Virgen  de  Guadalupe  hecha  en  rr.atatena,  piedra  de  rio 

durísima,  por  un  artista  indio  anónimo.  Es  una  verdadera 

estilización  indígena  de  la  Guadalupana  y  data  del  siglo- 

XVI  o  XVII.  — Museo  Guadalupano  de  la  Basílica. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  159 


nes,  entre  revoluciones  y  esclavizaciones  y  zarándeos 
sociales  y  morales  de  toda  índole.  Esto  sin  duda  no 
es  obra  humana,  sino  paternal  providencia  divina.  Y 
también  maternal  providencia  guadalupana;  no  creo 
que  tal  hecho  sea  fácilmente  contradecible. 

En  los  primeros  años  post  apariciones,  se  habló 
mucho  de  milagros.  De  ninguno  de  ellos  hay  un  tes- 
timonio fehaciente,  histórico,  canónico  hoy  en  día.  Ni 
siquiera  del  primero  de  ellos,  el  representado  en  el 
primer  gran  mural  derecho  de  la  Basílica,  la  resurrec- 
ción del  indio  flechado  durante  la  procesión  de  trans- 
lado a  su  ermita,  de  la  imagen  milagrosa,  ha  sido  ca- 
nónicamente sancionadlo  y  afirmado.  Después,  con 
hechos  milagrosos  subsiguientes,  mucho  menos.  Y 
aunque  las  paredes  de  muchos  locales  adyacentes  a 
la  Basílica  estén  tapizadas  de  lápidas  conmemorativas 
de  un  favor  y  de  pinturas  de  impresionante  infanti- 
lismo popular  testimoniando  una  intervención  maravi- 
llosa de  la  Señora  y  de  miles  incontables  de  "milagri- 
tos",  o  sea  pequeños  exvotos  de  plata,  oro  o  estaño 
— un  corazón,  una  cruz,  un  brazo,  un  cuerpecito  de 
pequeño  niño  —y  millones  de  cirios  hayan  ardido 
cabe  las  bóvedas  de  nuestro  gran  templo  en  gratitud 
por  una  merced,  la  Iglesia  no  ha  dicho  su  palabra  so- 
bre los  sucesos  más  notorios  de  este  orden.  Muchos 
favores  habrán  sido  milagrosos  en  sí  mismos,  otros 
habrán  sido  favores  de  un  grado  inferior;  los  benefi- 
cios espirituales  son  muy  difíciles  de  comprender,  va- 
lorizar ni  analizar.  Entre  ellos  debe  haber  milagros 
y  acaso  en  gran  número;  ¿podemos  saberlo?  Tampo-  - 
co  en  Lourdes  se  comprueban  canónicamente  los  mi- 
lagros espirituales.  ¡Si  hasta  de  los  físicos  o  corpora- 
les, se  descartan  sistemáticamente  y  con  gran  sentido 
de  prudencia  los  hechos  inexplicables  que  por  su  ín- 


160      Jesús     David  Jaquez 


dolé  son  susceptibles  de  duda,  dolo  o  falsa  interpre- 
tación, como  las  curaciones  de  enfermedades  nervio- 
sas, cerebrales,  cerebroespinales,  etc.! 

Yo  creo  íntimamente  que  en  la  Villa  de  Guadalu-  * 
pe  hay  milagros;  pero  creo  también  (no  aludo  al  mi- 
lagro de  la  tilma)  que  esos  milagros  son  con  mayor 
frecuencia  morales  o  espirituales  y  que  casi  siempre 
son  recatados,  ya  por  providencia  divina,  ya  por  dis- 
creción humana,  y  que  por  todo  ello  no  salen  a  la  ' 
luz  pública.  ¿Quién  puede,  en  el  común  de'  los  casos, 
declarar  que  la  conversión  de  un  pecador,  el  retorno  a  la 
fe  de  un  impío,  el  restablecimiento  de  la  paz  en  un  alma 
O  en  una  familia,  hayan  sido  un  milagro  o  simplemen- 
te un  bello  y  buen  favor  de  orden  natural,  de  parte  de 
la  Virgen  de  Guadalupe?  Sobre  estas  cosas,  por  su 
naturaleza  misma,  es  muy  difícil  dictaminar  y  la  Igle- 
sia se  muestra  muy  sabiamente  prudente  en  tales  te- 
rrenos. De  estas  cosas  buenas  y  abundantes,  nuestro 
secular  guadalupanismo  está  lleno,  en  lo  íntimo.  ¡Ana- 
les de  las  almas  que  nunca  nadie  podrá  escudriñar  ni 
publicar  en  letras  de  imprenta  a  la  luz  pública!  Pero 
aún  hay  otras  cosas. 

Retrocedamos  un  poco  en  nuestro  pasado,  pase- 
mos concienzudamente,  si  bien  con  brevedad,  al  es- 
cudriño y  valoración  de  muchas  cosas  históricas  y  ha- 
llaremos por  todas  partes  y  en  todos  los  siglos,  el  es- 
plendor tepeyacense  iluminando  y  dando  la  clave  ver- 
dadera a  no  pocos  de  nuestros  fastos  y  nuestras  cró- 
nicas. 

Hemos  visto  ya  cómo  la  labor  civilizadora  y  evan- 
gelizados de  los  abnegados  misioneros  de  Francisco 
de  Asís  cobró  impensado  ímpetu  a  partir  del  más  me- 
morable 12  de  diciembre  que  haya  alumbrado  el  sol. 
Bien  luego,  en  1544,  la  fiebre  llamada  cocolixtli,  que 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  161 


era  una  especie  de  tifo,  asoló  a  la  capital  mexicana; 
una  de  sus  víctimas  fue  el  anciano  Juan  Bernardino, 
el  covidente  guadalupano.  Los  franciscanos,  angustia- 
dos ante  tantas  muertes,  organizaron  una  gran  pro- 
cesión sobre  todo  con  niños  de  seis  o  siete  años,  hasta 
la  ermita  guadalupana  del  Tepeyac;  trataban  de  in- 
terponer ante  la  Madre  de  Dios,  la  inocencia  infantil, 
atraedora  de  misericordias  — los  niños  de  seis  y  siete 
años,  entonces  eran  inocentes;  acudieron  fieles  de 
todos  los  barrios  de  México,  orando  y  haciendo  peni- 
tencia: era  una  inmensa  procesión  penitencial  para  pe- 
dir clemencia  al  cielo.  Muy  luego  la  peste  cesó  y  al  ca- 
bo de  menos  de  una  semana,  ya  no  hubo  muerto  algu- 
no de  fiebre  qué  enterrar.  La  Virgen  del  Tepeyac 
cumplía  visiblemente  su  promesa  hecha  a  su  siervo  el 
manso  indio  de  Cuautitlán. 

Y  el  culto  a  la  Guadalupana  crece  y  se  difunde, 
si  bien  parece  que  hubo,  como  es  humano,  ciertas  alti- 
bajas, épocas  de  gran  fe  y  temporadas  de  entibiamien- 
to,  fervores  crecientes  y  aparentes  olvidos  en  que  el 
guadalupanismo,  si  bien  seguía  vivo  en  todos  los  co- 
razones, estaba  latente  y  no  tenía  públicas  demostra- 
ciones. Pero  estas  altibajas  no  significaban  gran  cosa, 
dado  el  hecho  cierto  de  que  el  amor  a  la  Virgen  de 
Guadalupe,  una  vez  encendido  en  las  almas  de  aque- 
lla época  y  de  todas  las  subsiguientes  y  hasta  la  nues- 
tra inclusive,  no  se  apagará  jamás. 

Reavívase  en  1556,  cuando  el  escándalo  causado 
por  un  sermón  antiguadalupanista  del  Provincial  Bus- 
tamante;  muéstrase  con  un  rasgo  de  la  batalla  de  Le- 
panto,  ganada  contra  los  turcos  anticristianos,  cuando 
en  la  nave  capitana  de  don  Juan  de  Austria,  mandada 
por  el  almirante  Juan  Andrés  Doria,  es  tremolada  en 
lo  alto  una  imagen  de  la  Señora  de  Guadalupe,  to- 

11 


162       Jesús     David  Jaquez 


cada  por  cierto  a  la  tilma  original  y  los  cristiano: 
ganan  rotundamente  el  combate  contra  los  infieles,  e 
7  de  octubre  de  1571,  día  en  que  todos  los  combatien 
tes  de  aquella  gesta  histórica  y  benéfica  para  la  cris 
tiandad,  aclaman  a  la  Inmaculada  del  Tepeyac  y  h 
atribuyen  el  triunfo.  No  sin  razón  la  Iglesia  la  ha  lia 
mado  siempre  Reina  y  dice  de  Ella  que  es  "terribilis  u 
castrorum  acies  ordinata",  terrible  como  un  ejército  ei 
orden  de  batalla. 

Vienen  las  inundaciones  de  la  ciudad  de  Méxic< 
en  1629,  año  en  que  se  registra  la  mayor  de  las  nuev< 
que,  por  su  gravedad  dejaron  vivo  e  histórico  recuer 
do.  La  de  1629  fue  tal,  que  se  perdieron  27,000  per 
sonas,  según  afirman  los  historiadores,  además  de  in 
contables  muertos  sepultados  en  los  derrumbes  d< 
cientos  de  casas  de  adobe.  El  agua  llegó  a  subir  hast; 
dos  varas  de  altura  cuando  desde  la  víspera  del  21  di 
septiembre,  que  fue  el  día  peor,  llovió  con  gran  fuerz. 
durante  36  horas  continuas.  Llantos,  desolación,  lut< 
y  emigración  de  miles  de  vecinos  a  Puebla  y  otra: 
ciudades,  fueron  algunas  de  las  consecuencias  y  se  re 
fiere  que  desde  Santiago  Tlaltelolco  hasta  La  Piedad 
no  se  podía  ir  sino  en  canoa,  quedando  sólo  indemn< 
la  Catedral.  Una  procesión  doliente  de  más  de  20( 
canoas  llenas  de  toda  clase  de  gentes  pidiendo  piedac 
al  cielo,  fue  organizada  hasta  el  Tepeyac  y  se  trajo  1< 
sagrada  imagen  hasta  la  Iglesia  Catedral,  donde  fu< 
dejada  mucho  tiempo;  esto  fue  el  26  de  dicho  mes 

La  terrible  inundación  sólo  cesó  el  14  de  mayo  d< 
1634  y  los  cinco  años  que  permaneció  en  la  Cátedra 
la  imagen  guadalupana,  fueron  cinco  años  de  des 
agravios,  oraciones  públicas  y  penitencias;  el  cielo  a 
fin  se  dejó  aplacar;  el  apiadamiento  divino  tras  tod< 
la   acumulación  de  los  pecados  de  entonces,  muchc 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  163 


menor  que  los  de  ahora,  fue  atribuido  justamente  a  la 
Virgen  de  Guadalupe. 

De  nuevo  en  agosto  de  1736,  vino  otra  prueba;  los 
impíos  juzgan  estas  cosas  como  fenómenos  natura' 
les  o  meras  calamidades  inexplicables,    los  católicos 
de  corazón,  miran  en  ellas  castigos  de  lo  alto  y  salu- 
dables advertencias.  Los  segundos  están  más  en  razón 
que  los  primeros.  La  terrible  epidemia  llamada  enton- 
ces matlazáhuatl  se  cebó  sobre  la  capital,  cundiendo  a 
otras  poblaciones:  los  muertos  llegaron  a  millares  y  se 
asegura  que  a  los  ocho  meses  de  epidemia,  pasaban 
ya  de  58,000.  El  dolor  es  el  único  que  en  tales  casos 
hace  mirar  hacia  arriba  y  los  capitalinos  angustiados 
se  acordaron  de  María.  Mientras  la  peste  se  extendía 
hasta  Toluca,  Puebla,  Tlaxcala,  Querétaro  y  aun  más 
allá,  dejando  un  saldo  trágico  que  se  estimó  en  unos 
700,000  muertos  en  todo  el  Altiplano,  los  creyentes  se 
volvieron  hacia  la  Santa  Madre  del  Tepeyac.  La  im- 
petración nacional  a  la  Virgen  de  Guadalupe,  el  rena- 
cimiento general  de  la  fe  en  la  Virgen,  las  oraciones, 
penitencias  y  retorno  a  la  vida  cristiana  y  la  Jura  del 
Patronato,  o  sea  la  designación  eclesiástica  de  la  Vir- 
gen de  Guadalupe  como  Patrona  de  México  y  su  te- 
rritorio, salvaron  una  vez  más  a  este  pueblo.  La  peste, 
que  se  mostraba  casi  siempre  mortal,  cedió  y  extin- 
guióse prontamente. 

Viene  el  espíritu  libertario  y  el  Cura  Hidalgo,  re- 
suelto a  encaminar  al  pueblo  hacia  la  insurgencia  para 
obtener  la  libertad,  no  halla  símbolo  de  mayor  arras- 
tre moral,  que  la  Guadalupana  y  la  toma  como  lábaro 
al  grito  célebre  de  ¡Viva  la  Virgen  de  Guadalupe  y 
muera  el  mal  gobierno!  Y  ante  tal  símbolo  el  pueblo 
se  conmueve  y  se  lanza  a  la  insurgencia. 

Otro  insurgente  de  especial  bravura  y  tino  militar, 


164      Jesús     David  Jaquez 


el  Cura  Morelos,  llama  a  la  Virgen  de  Guadalupe 
"Patrona,  Defensora  y  Distinguida  Emperatriz  de  es- 
te Reino"  en  un  decreto  insurgente  del  11  de  marzc 
de  1813,  mismo  en  el  que  el  famoso  estratego  liberta- 
dor manda  que  "continúe  la  devoción  de  celebrar  une 
misa  el  día  12  de  cada  mes  en  honor  y  gloria  de  h 
Santísima  Virgen  de  Guadalupe";  esta  orden  es  pare 
todos  los  pueblos  del  territorio  y  al  mismo  tiempo  dis- 
pone que  todos  los  vecinos  "expongan  la  Santa  Ima- 
gen en  las  puertas  y  balcones  de  sus  casas  sobre  ur 
lienzo  decente"  y  que  "todo  varón  de  diez  años  arri- 
ba, ostente  una  divisa  de  listón,  cinta,  lienzo  o  papel 
en  que  declarará  ser  devoto  de  la  Santísima  Virgen  dí 
Guadalupe,  soldado  y  defensor  de  su  culto  y  al  mis- 
mo tiempo  defensor  de  la  religión  y  de  su  patria". 

Triunfa  la  insurgencia  con  la  entrada  a  Méxicc 
del  Ejército  de  las  Tres  Garantías,  con  Agustín  dí 
Iturbide  al  frente,  el  27  de  septiembre  de  1821  y  el  \¿ 
de  octubre  siguiente  rinde  solemnes  honores  ante  h 
Virgen  de  Guadalupe,  rodeado  el  Libertador  de  todos 
los  generales  y  caudillos  de  la  Independencia.  Funde 
luego  la  Orden  caballeresca  y  religiosa  de  Guadalu 
pe  y  en  1822  la  imagen  de  la  Guadalupana  es  colocada 
solemnemente  en  el  recinto  de  la  Cámara  de  Diputa 
dos,  donde  es  conservada  durante  largos  años,  com( 
también  durante  ellos  se  guardó  como  fiesta  naciona 
el  12  de  diciembre,  de  acuerdo  con  un  decreto  de 
Congreso  de  la  Unión. 

Y  Guadalupe  Victoria,  Vicente  Guerrero.  Ignacic 
Comonfort  y  otros  presidentes  van  en  peregrinación 
al  Santuario  de  Guadalupe  y  en  esos  tiempos,  Ignacic 
Comonfort,  uno  de  los  Constituyentes  de  1857,  siende 
Presidente  de  la  República,  hace  celebrar  solemne; 
funciones  religiosas  en  el  Santuario  de  la  Guadalu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  165 


pana  y  asiste  personalmente,  cosa  que  también  hacía 
el  general  Juan  Alvarez. 

Y  viene  Juárez  con  sus  Leyes  de  Reforma  y  su 
irreligiosidad  en  diversos  aspectos  y  respeta  a  la  Gua- 
dalupana  y  hace  devolver  las  joyas  venerables  roba- 
das de  su  templo  y  expide  el  siguiente  decreto: 

"El  C.  Benito  Juárez,  Presidente  Interino  Cons- 
titucional de  los  Estados  Unidos  Mexicanos,  a  sus 
habitantes  sabed:  Artículo  lo.  —  Se  declara  día  fes- 
tivo para  efecto  de  que  se  cierren  los  tribunales,  Ofi- 
cinas y  Comercio,  el  día  Doce  de  Diciembre.  —  Inclu- 
yendo el  día  de  Navidad,  los  domingos,  el  día  lo.  del 
Año,  Jueves  y  Viernes  Santos,  16  de  Septiembre  y 
Jueves  de  Corpus.  Orden  para  que  se  cumpla,  al  C. 
Melchor  Ocampo,  Secretario  de  Estado  y  del  Despa- 
cho de  Gobernación.  —  Dios  y  Libertad.  —  Lic.  Beni- 
to Juárez.  —  (Rúbrica  Veracruz,  a  1 1  de  agosto  de 
1859." 

Y  finalmente  en  plenos  tiempos  nuestros,  el  Pre- 
sidente de  la  República,  Lic.  Don  Adolfo  López  Ma- 
teos, interrogado  durante  su  visita  oficial  al  Brasil, 
por  un  grupo  de  periodistas  en  Río  de  Janeiro,  sobre 
la  pintura  mexicana  y  sus  rumbos  y  sobre  si  la  imagen 
de  la  Virgen  de  Guadalupe  de  México  es  realmente 
una  pintura  artística  valiosa  ^noticia  de  su  celebri- 
dad, aunque  equivocada  debe  haberles  llegado — ,  res- 
pondió que,  si  bien  la  imagen  guadalupana  es  sin  duda 
la  más  valiosa  reliquia  del  género  religioso  que  tene- 
mos en  México,  no  se  la  puede  considerar  como  una 
obra  pictórica  verdadera,  pues  la  leyenda  afirma  que 
se  apareció  en  la  tilma  de  un  pobre  indio  llamado 
Juan  Diego  en  una  población  cercana  al  Distrito  Fe- 
deral y  que  no  fueron  manos  humanas  las  que  la  pin- 
taron. 


166      Jesús     David  Jaquez 


Todo  esto  demuestra  que  la  Guadalupana  presi- 
dió todos  los  fastos  patrios  desde  mucho  antes  de  la 
integración  de  México  como  nación  independiente  y 
que  su  veneración  y  culto  han  sido  continuados  has- 
ta nuestros  días,  desde  sus  principios. 

Pero  también  desde  nuestros  primeros  d^as,  de 
guadalupanismo  hubo  otras  cosas:  las  que  no  se  dije- 
ron y  las  que  no  se  debieron  haber  dicho.  Veamos 
unas  y  otras. 

Que  Zumárraga  fue  el  primer  convencido  de  la 
sobrenaturalidad  de  las  apariciones  y  de  la  estampa- 
ción milagrosa  de  la  Imagen,  nadie  lo  puede  siquiera 
discutir,  pues  consta  sobradamente.  Sin  embargo,  una 
vez  que  la  santa  tilma  fue  instalada  en  su  pobre  ermi- 
tilla  inicial,  se  hizo  un  extraño  silencio.  Zumárraga 
envió  muy  a  raíz  del  grandioso  suceso,  un  volante  o 
recado  a  Hernán  Cortés,  documento  hoy  histórico  y 
que  muchos  guadalupanógrafos  han  querido  interpre- 
tar como  plenamente  guadalupano  y  corroborador  de 
las  apariciones.  Ese  volante  o  recado,  que  tiene  todo 
él  un  tono  de  prisa  o  emergencia  del  momento,  no  tie- 
ne a  mi  ver  absolutamente  nada  que  diga  relación,  ni 
remota,  con  las  apariciones  ni  con  la  santa  tilma  ni  con 
hecho  alguno  guadalupano.  La  fiesta  y  farsa  —feste- 
jo popular —  a  que  alude,  dan  a  entender  la  víspera 
del  8  de  diciembre,  en  que  México  celebró  la  Concep- 
ción Inmaculada  de  María  (como  ya  dije),  o  bien  el 
24  del  mismo  mes,  Día  de  Navidad.  El  "gozo  de  to- 
dos", según  el  contexto  todo,  parece  aludir  a  la  lle- 
gada a  México  de  Cristóbal  de  Salamanca,  portador 
de  la  noticia  del  arribo  a  Veracruz  de  los  personajes 
de  la  nueva  Audiencia,  de  la  que  se  esperaba  aligera- 
ra la  opresión  de  su  antecesora;  suceso  político  o  a  lo 
sumo  social,  que  nada  tenia  que  ver  con  el  guadalu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  167 


paño.  La  famosa  carta  no  lleva  fecha,  pero  parece  alu- 
dir a  la  víspera  del  8  de  diciembre,  fecha  anterior  a 
las  apariciones.  En  esta  misma  opinión  abunda  el  P. 
José  Bravo  Ligarte,  S.  J.,  en  su  bien  escrito  libro 
"Cuestiones  Históricas  Guadalupanas"  (edic.  1946), 
en  donde  fija  un  criterio  sano  sobre  el  tal  volante  y 
prueba  que  nada  tuvo  que  ver  con  la  supuesta  idea  del 
guadalupanismo  que  otros,  más  superficiales  le  atri- 
buyen con  exceso  de  buena  voluntad.  Quienes  esto  úl- 
timo han  hecho,  han  olvidado  sin  duda  el  axioma  de 
la  lógica:  "Quod  nimis  probat,  nihil  probat",  lo  que 
prueba  demasiado,  no  prueba  nada. 

Se  ha  hablado,  por  otra  parte,  de  cierta  "Relación 
Guadalupana  de  Zumárraga",  escrita  por  ese  Obispo 
de  su  puño  y  letra  y  enviada  a  un  convento  francisca- 
no de  Vitoria,  España,  a  donde  en  realidad,  nada  o 
casi  nada  tenía  que  hacer.  Se  afirma  que  alguien  vio 
tal  documento  allá,  hubo  promesa  de  traerlo  a  México, 
pero  parece  que  desapareció  en  Vitoria  y  en  el  con- 
vento mismo  y  jamás  vino  acá  ni  hay  noticia  feha- 
ciente sobre  su  existencia  pretérita. 

En  cambio  bien  pudo  y  quizá  debió  el  venerable 
Obispo  haber  levantado  toda  una  información  canó- 
nica sobre  las  apariciones,  de  las  que  estaba  plena- 
mente cierto,  y  haber  hecho  o  mandado  hacer  el  rela- 
to oficial  eclesiástico  sobre  el  caso,  con  los  testimonios 
de  muchas  personas  vivientes  y  dignas  de  crédito,  co- 
mo los  frailes  y  servidumbre  del  palacio  episcopal  y 
con  Juan  Diego  y  Juan  Bernardino  mismos,  que  eran 
testigos  irrefutables.  ¿Por  qué  no  hizo  esto?  Nada  se 
sabe  sobre  el  particular,  sino  sólo  que  quedó,  quién 
sabe  por  qué  causas,  una  laguna  irrellenable. 

Y  Motolinía  y  Gante  y  Valencia  y  Mendieta,  frai- 
les y  cronistas  del  tiempo,  guardan  un  extraño  silen- 


168      Jesús     David  Jaquez 


cío  sobre  un  hecho  de  primera  magnitud.  Que  lo  ha- 
yan ignorado,  es  absolutamente  increíble.  Basta  pen- 
sar que  Juan  Diego  fue  feligrés,  doctrinado  y  asiduo 
de  la  iglesia  de  Santiago  Tlaltelolco  y  que  el  suceso 
guadalupano  tuvo  como  teatro  un  sitio  poco  lejano 
del  convento  franciscano  de  dicho  lugar  y  basta  la  ac- 
titud del  primer  Obispo  de  México  en  el  caso  y  el 
hecho  de  "toda  la  ciudad  se  conmovió",  para  descar- 
tar toda  posible  ignorancia  sobre  el  mismo.  El  ya  ci- 
tado P.  José  Bravo  ligarte,  en  su  libro  que  mencioné, 
asienta  un  buen  criterio;  lo  supieron,  lo  sospecharon 
sabrenatural,  pero.  .  .  tuvieron  sus  dudas  y.  . .  prefirie- 
ron callar.  Este  silencio,  que  era  por  temor  a  contra- 
decir al  sentir  general  de  la  sociedad  católica  y  ya 
guadalupanista,  es  interpretado  por  este  autor  como 
confirmatorio  del  gran  hecho,  con  muy  buena  razón. 
Fray  Bernardino  de  Sahagún,  por  cierto  el  maestro  de 
Antonio  Valeriano,  a  quien  no  regatea  elogios  muy 
justos,  por  lo  demás,  rompe  ese  silencio;  pero  lo  rom- 
pe diciendo:  "De  dónde  haya  nacido  esta  fundación 
de  esta  Tonántzin,  no  se  sabe  de  cierto."  No  lo  supo 
Sahagún  porque  no  lo  quiso  saber.  Bravo  ligarte  opi- 
na así:  "Su  ignorancia  no  procedía  de  la  falta  de  da- 
tos, sino  de  la  oscuridad  de  ellos  por  referirse  a  un 
hecho  milagroso,  ocurrido  entre  los  indios  y  en  un  lu- 
gar y  tiempo  sospechosos.". 

No  parece  sino  que  aquellos  frailes  argumentaron 
así:  La  aparición  guadalupana  fue  hecha  a  un  indio: 
luego  es  cosa  de  indios.  No  acaeció  en  un  convento  o 
templo  franciscano  o  al  menos  en  un  lugar  sagrado; 
luego  no  es  cosa  cristiana;  luego,  debe  ser  rechazada 
o  al  menos  desentendida.  ¡Pésima  y  muy  miope  ma- 
nera de  argumentar! 

El  fantasma  de  la  idolatría,  cierto  es,  obsedía  en- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  169 


tonces  a  los  ministros  católicos:  estaba  demasiado 
fresca  y  ello  les  originaba  prevenciones  mentales  ex- 
plicables, aunque  no  justificantes  en  el  caso  guadalu- 
pano. ¿Por  qué  no  consultaron  a  Zumárraga?  ¿Por  qué 
no  interrogaron  a  Juan  Diego  viviente  aún?  ¿Por  qué, 
en  fin,  no  supieron  mirar  la  sagrada  tilma,  con  los  ojos 
de  la  fe  cristiana  y  guiados  por  las  luminosas  e  inelu- 
dibles verdades  del  Evangelio? 

Se  antoja  por  momentos  una  especie  de  vago 
resquemor  porque  la  aparición  no  fue  a  un  fraile  o 
en  un  convento.  Por  todo  esto,  callaron.  Pero  Saha- 
gún  osó  decir  que  "de  dónde  haya  nacido.  .  .  no  se 
sabe  de  cierto".  Se  sabía  de  cierto,  absolutamente  de 
cierto,  pero  él  no  quiso  saberlo:  no  hay  peor  ciego 
que  el  que  no  quiere  ver.  Y  está  claro  que  fray  Ber- 
nardino  de  Sahagún  no  quiso  ver.  ¿No  tenía  a  su  sa- 
bio y  aventajado  discípulo  Antonio  Valeriano  que  sí 
supo  ver  y  se  dispuso  a  escribir  su  encantador  y  ple- 
namente verídico  relato?  Valeriano  era  suficientemen- 
te cristiano  y  suficientemente  formal  como  para  to- 
marlo como  guía  y  orientador  en  sus  oscuridades  so- 
bre el  caso.  La  ligereza  de  Sahagún  al  decir  que  "no 
se  sabe  de  cierto"  resulta  imperdonable. 

Esos  varones,  tan  apreciables  por  todos  conceptos, 
en  éste  aparecen  ignaros  o  indebidamente  temerosos. 
Mejor  que  callar  —recuérdese  la  afirmación  del 
Evangelio  sobre  el  demonio  mudo —  o  mejor  que  ne- 
gar a  priori  y  sin  base,  como  Sahagún,  debieron  ir  a 
contemplar  la  santa  tilma  en  su  "ermitilla",  estudiarla 
a  la  luz  de  la  fe  —esa  fe  que  sí  supieron  tener  los  tres 
famosos  Juanes  de  las  apariciones—  y  Evangelio  en 
mano,  considerar  todo  el  hecho  bajo  plena  convicción 
cristiana  y  sobrenaturalista  —cosa  posible  para  tan 
apostólicos  e  ilustrados  religiosos—  y  hacer  lo  que  hi- 


170      Jesús     David  Jaquez 


zo  la  cabeza  de  la  Iglesia  de  Nueva  España:  pedir 
perdón  a  la  Virgen  por  no  haber  creído,  llorar,  orar  y 
obrar  en  consecuencia.  Hubieran  reflexionado  en  que 
la  aparición  fue  a  un  cristiano,  bautizado,  modesto, 
serio,  fiel  cumplidor  de  la  ley  católica;  que  nada  en- 
trañaba que  oliese  a  idolatría  o  superchería  india  y 
menos  a  una  poco  verosímil  resurrección  del  viejo  cuL 
to  idolátrico  a  la  tonántzin  hacia  años  derruida  y  ol- 
vidada, de  la  que  la  aparición  tepeyacense  mostraba 
una  absoluta  solución  de  continuidad  imposible  de  re- 
enlazar  ni  aun  solapadamente;  que  la  imagen  era,  co- 
mo es  hoy,  perfectamente  católica,  si  vale  la  expre- 
sión, y  hasta  que  representa  a  la  Virgen  en  su  más 
glorioso  misterio,  precisamente  el  que  los  francisca- 
nos desde  siempre  sostuvieron:  el  misterio  de  la  In- 
maculada Concepción,  como  Antonio  Valeriano  lo  da 
a  entender  y  como  después  lo  reconoció  el  pintor  Ca- 
brera. ;  J| 

¿Y  los  milagros?  Los  milagros  obrados  desde  el 
día  de  su  translación  a  su  ermita,  milagro  que  fue  pú- 
blico, patente  e  indiscutible,  no  explicable  en  lo  huma- 
no ¿no  pesaron  nada  en  la  consideración  de  los  silen- 
ciadores ni  del  negador  dubitativo? 

También  en  Lourdes  el  Cura  Peyramale  dijo  ru- 
damente a  Bernardita:  —Ve  a  decir  a  tu  hermosa  Da- 
mita  que  diga  su  nombre,  porque  el  Cura  de  Lourdes 
no  acostumbra  tratar  con  desconocidos  de  su  parro- 
quia. Al  menos  allá  había  por  el  momento  mayor  dis- 
culpa. I  ) 

Y  en  cambio,  un  soldado  rudo,  aunque  de  singular 
sensatez  y  veracidad,  Bernal  Díaz  del  Castillo,  que  tam- 
bién vivió  aquellos  tiempos  escribió  en  Guatemala  en 
su  "Verdadera  Historia  de  la  Conquista  de  la  Nueva 
España",  lo  siguiente:  "...y  miren  las  santas  Igle- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  171 


sias  y  Catedrales  y  los  monasterios ...  y  la  Santa 
Iglesia  de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe,  que  está  en 
lo  de  Tepeaquilla  (Tepeaquilla  parece  ser  una  corrup- 
ción de  "Tepeyaquillo")  ...  y  miren  los  santos  mi- 
lagros que  hace  cada  día ..." 

Don  Juan  Suárez  de  Peralta,  cronista,  refiriendo 
ía  llegada  a  México  del  Virrey  Enríquez  (noviembre 
de  1568),  dice:  "Y  así  llegó  (el  virrey)  a  Nuestra 
Señora  de  Guadalupe,  que  es  una  imagen  devotísima 
que  está  de  México  como  dos  leguechuelas,  la  cual 
ha  hecho  muchos  milagros.  Aparecióse  entre  unos  ris- 
cos y  a  esta  devoción  acude  toda  la  tierra". 

Y  llegamos  ya  a  los  impugnadores,  que  no  son  si- 
no "la  sombra  que  hace  resaltar  la  "estrella".  La  pri- 
mera sombra  que  hizo  resaltar  en  gran  manera  la  dul- 
ce estrella  guadalupana,  fue  un  provincial  franciscano 
llamado  Francisco  de  Bustamante,  quien  en  un  mal- 
hadado sermón  predicado  el  8  de  septiembre  de  1556 
en  la  Capilla  de  los  Naturales  del  Convento  de  San 
Francisco  de  México,  dijo  que  la  santa  imagen  "la 
había  hecho  Marcos,  indio  pintor".  Esta  aseveración 
gratuita  no  fue  sino  una  necedad,  para  no  calificar 
más  duramente.  Parece  haber  aludido  a  cierto  pintor 
indígena  llamado  Marcos  y  quizá  apellidado  Pache- 
co, que  nada  por  cierto  tiene  que  ver  con  Marcos  Pa- 
checo, indio  de  Cuautitlán,  uno  de  los  testigos  de  las 
informaciones  canónicas  de  1666,  fecha  más  de  un  si- 
glo posterior.  Pero  el  hecho  de  que  la  afirmación  irra- 
zonada y  gravemente  ligera,  haya  escandalizado  a  to- 
da la  sociedad  que  la  escuchó,  estando  presente  in- 
clusive el  Virrey  Don  Luis  de  Velasco  y  toda  la  Real 
Audiencia,  prueba  que  el  provincial  no  sólo  había  erra- 
do imperdonablemente,  sino  que  había  ofendido  la 
creencia  guadalupana  arraigada  y  general,  mereciendo 


172      Jesús     David  Jaquez 


de  paso  una  nada  honrosa  investigación  del  Arzobis- 
po Don  Alonso  de  Montúfar,  por  cierto  también  ata- 
cado por  el  malhadado  predicador.  Y  la  reacción  pro- 
ducida en  la  sociedad  por  dicho  sermón  fue:  Seguire- 
mos yendo  al  Tepeyac,  aunque  le  pese  a  Bustamante. 
Si  antes  íbamos  una  vez,  ahora  iremos  cuatro.  Con  lo 
cual  queda  dicho  todo. 

Y  viene  ahora  un  historiador  muy  significado:  Don 
Joaquín  García  Icazbalceta,  quien  en  su  juventud,  co- 
mo él  mismo  confiesa,  creyó  como  todos  los  mexicanos, 
en  la  verdad  del  milagro,  pero  que  a  la  postre  lo  negó 
con  muy  mala  suerte  por  cierto,  tanto  en  su  lógica,  in- 
digna de  un  gran  escritor,  como  en  la  mala  suerte  que 
le  acarreó.  El  erudito  P.  Bravo  ligarte  lo  refuta  muy 
inteligentemente  en  su  citado  libro.  Sólo  diré  que  su 
rechazo  del  milagro  consiste  en  que  no  admite  testi- 
monio alguno  histórico  guadalupano,  anterior:  a  la  pu- 
blicación del  libro  del  P  Miguel  Sánchez,  libro  impre- 
so en  México  en  1648.  Todo  lo  anterior:  Antonio  Va- 
leriano, Fernando  Alva  Ixtlixóchitl,  Suárez  de  Pe- 
ralta, etc.,  para  él  no  valf\  ¿Por  qué?  Por  su  prejuicio 
antiguadalupanista,  que  fantos  disgustos  le  acarreó  en 
sus  últimos  años,  invalidando  su  gran  labor  de  erudi- 
to y  escritor  de  sus  postreros  días.  Todos  los  docu- 
mentos afirmativos,  a  la  luz  de  su  prejuicio,  los  con- 
virtió en  negativos.  Pero  nunca  pudo  probar,  como 
nadie  ha  podido  nunca  hacerlo,  que  las  apariciones  no 
hayan  existido  o  que  hayan  sido  falsas. 

El  último  antiaparicionista  de  nota,  parece  ser  el 
Obispo  de  Tamaulipas,  Mons.  Sánchez  Camacho,  ya 
en  los  tiempos  porfirianos.  Después  de  haber  sido  gua- 
dalupanista,  como  todos,  no  se  sabe  por  qué  comenzó 
a  ser  lo  contrario.  Escribió  contra  la  Virgen  de  Gua- 
dalupe, publicó  documentos  y  artículos  de  prensa  en 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  173 


"El  Imparcial"  y  llegó  a  llamarla  "la  mona  del  Tepe- 
yac".  Es  muy  de  creerse  que  su  cerebro  no  andaba 
del  todo  bien,  pues  tuvo  actitudes  incoherentes.  Cuan- 
do el  Episcopado  Mexicano  le  llamó  la  atención,  no 
hizo  caso.  La  queja  fue  a  Roma  y  se  le  retiró  de  su 
sede,  pero  desde  su  "Quinta  del  Olvido",  siguió  es- 
cribiendo contra  nuestra  Guadalupana,  hasta  que,  ba- 
jo alguna  gestión  oficiosa  ante  D.  Porfirio  Díaz,  es- 
te sutil  hombre  de  Estado  le  mandó  decir  la  famosa 
frase:  "Díganle  a  Camacho  que  si  no  cree  en  las  apa- 
riciones, que  crea  en  las  desapariciones".  Con  cuya 
velada  amenaza,  el  pobre  Obispo,  acaso  mentalmente 
trastornado,  tuvo  que  callar. 

La  mejor  manera  de  cerrar  este  aspecto  de  nuestro 
tema,  es  transcribiendo  la  siguiente  frase  del  P.  Bra- 
vo Ligarte,  en  su  libro  antes  citado:  "La  Aparición  del 
Tepeyac,  como  hecho  milagroso,  tenía  que  tropezar 
con  la  incredulidad  de  muchos.  Absurdo  y  antihistóri- 
co sería  que  todos  al  principio  hubiesen  creído  en 
ella.  Lo  natural  era  que  algunos  dudaran,  muchos  no 
la  creyeran  y  otros  quedaran  convencidos  de  su  rea- 
lidad. Aparicionistas  y  antiaparicionistas  exageraron: 
aquellos  pretendiendo  que  hubo  desde  el  principio  una 
fe  universal  y  sin  contradicciones  en  las  Apariciones, 
éstos  suponiendo  que  una  verdadera  Aparición  no  po- 
día dejar  lugar  a  dudas."  Palabras  y  criterio  por  cier- 
to muy  mesurados  y  sensatos. 

Pero  los  caminos  de  Dios  no  son  los  de  los  hom- 
bres: lo  que  los  letrados  y  cultos  no  supieron  creer 
—creer  es  ver  con  los  ojos  de  la  fe —  lo  creyeron  y 
vieron  los  humildes:  el  pueblo  mexicano  humilde  y 
llano,  que  creyó,  cree  y  seguirá  creyendo.  Y  esto  es 
lo  que  la  Virgen  se  proponía.  Lo  demás,  sustancial- 
mente,  tiene  poca  importancia. 


174      Jesús     David     J  a  q  u  e  z 


Poca  importancia  también  podría  concederse  a  nu- 
merosos rumores  y  versiones  que  corren  entre  el  vulgo 
— sobre  todo  entre  el  vulgo  elegante  y  que  se  cree  muy 
culto  e  instruido —  y  que  todos  ellos  reconocen  un 
simple  y  común  denominador:  la  ignorancia. 

Si  los  sabios  y  letrados  marginaron  más  o  menos 
despectivamente  la  gran  cuestión  guadalupana  o  bien 
la  negaron  en  su  sabia  ignorancia,  produciendo  dos 
efectos  contrarios  a  los  que  se  proponían:  dar  ocasió» 
a  que  esta  cuestión  se  discutiera,  dilucidara  y  afian- 
zara más  fundamentalmente  y  a  que  el  amor  a 
Nuestra  Señora  de  Guadalupe  se  acrecentara,  como 
pasó  con  el  predicador  Bustamante;  en  cambio  las  ig- 
naras versiones  descabelladas  de  los  dos  vulgos,  sólo 
producen  un  efecto:  desorientar.  Porque,  si  por  su 
misma  estulticia  no  merecen  el  menor  caso  de  parte 
de  los  estudiosos  y  los  eruditos  y  propagadores,  en 
cambio  la  plebe,  esa  plebe  moral  y  espiritual  que  cada 
día  abunda  más  por  todas  parte,  toma  las  tales  ver- 
siones como  moneda  buena  y  las  adopta,  falta  de  to- 
da capacidad  para  examinarlas  u  formular  el  menor 
iriterio  sobre  ellas. 

Entre  esas  versiones  descabelladas,  suele  ser  adu- 
cida por  quienes  ostentan  un  barniz  pseudoculto,  la  de 
que  el  culto  a  la  Guadalupana  no  es  sino  la  continua- 
ción, bajo  una  versión  católica,  del  viejo  culto  idolátri- 
co a  la  Tonantzin,  ese  ídolo  azteca  precortesiano  que 
los  primeros  conquistadores  demolieron  en  muy  buena 
hora. 

Los  ídolos  aztecas  fueron  demolidos  en  México  a 
medida  que  los  españoles,  al  mismo  tiempo  que  con- 
quistadores y  depredadores,  civilizadores  y  creyentes, 
iban  ganando  regiones  y  asentándose  inicialmente  en 
ellas.  En  Tenoxtítlan  los  ídolos  fueron  derribados  y 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  175 


rotos  apenas  la  ciudad  fue  ganada  a  sus  defensores 
aztecas,  a  fines  de  1521.  La  destrucción  de  ídolos  en 
Cuautitlán  en  cambio,  no  se  hizo,  según  Motolinía, 
sino  hasta  el  lo.  de  enero  de  1525.  ¿Cuándo  fue  de- 
rribada la  Tonántzin  adorada  en  el  Tepeyac?  Posi- 
blemente entre  estas  dos  fechas.  No  sé  que  historia- 
dor alguno  lo  haya  averiguado  con  exactitud  y  aun 
parece  que  poco  se  ocuparon  de  la  cuestión.  Por  lo 
menos,  consta  que  en  1531  el  Tepeyac  era  un  sitio 
solitario  donde  no  había  ni  habitación  humana  alguna, 
ni  huella  siquiera  de  construcciones,  pues  parece  que 
desde  1245  el  pequeño  poblado  de  su  falda  había  de- 
caído y  sus  pobladores  lo  abandonaron.  Derrumbada 
la  famosa  Tonántzin,  su  culto  se  extinguió  como  se 
extinguió  el  de  Huitzilopóxtli;  el  culto  a  los  ídolos  es 
material,  sensual  y  sensitivo,  nunca  espiritual;  por  eso, 
no  bien  un  ídolo  desaparece  o  es  derrocado,  su  culto 
inespiritual  desaparece  casi  automáticamente.  Hay  un 
lapso  de  lo  menos  6  años  o  acaso  más,  entre  la  des- 
trucción de  la  Tonántzin  y  las  apariciones  guadalupa- 
nas.  Y  esos  años  son  muchos  y  muy  decisivos  en  el 
momento  histórico  en  que  todo  un  mundo,  una  cultura 
y  un  modo  de  vivir  y  pensar  se  vienen  por  tierra  y  son 
férreamente  sustituidos  por  todo  un  mundo  comple- 
tamente nuevo.  Los  españoles  además,  no  solamente 
fueron  iconoclastas  por  necesidad  política  e  ideológica 
sino  por  esa  intransigencia  y  agresividad  que  en  aque- 
llos tiempos  caracterizaba  al  catolicismo  español.  Prue- 
ba de  tal  espíritu  fue  la  misma  Inquisición. 

Sobre  estas  realidades  de  orden  material  e  histó- 
rico se  agregan  otras  no  menos  reales.  La  imagen  gua- 
dalupana  pintada  en  la  tilma  no  exhibe  en  ninguno  de 
sus  detalles,  figura  general,  aspecto  o  simbolismo,  la 
menor  semejanza  ni  la  más  mínima  evocación  del  gro- 


176      Jesús     David  Jaquez 


sero  monigote  adorado  antaño  como  una  diosa  se- 
cundaria. Existe  una  bien  definida  y  marcada  solu- 
ción de  continuidad  entre  una  y  otra  figura  y  entre 
uno  y  otro  culto.  La  Guadalupana,  si  bien  perfecta- 
mente mexicana  en  cuanto  a  su  tipo  general,  como 
apunta  D.  Alfonso  Junco,  es  al  mismo  tiempo  perfecta- 
mente católica,  absolutamente  ortodoxa.  De  haber  si- 
do de  otro  modo  ni  Zumárraga  la  hubiese  aceptado 
como  celestial  y  divina,  ni  el  pueblo  ya  católico  la 
hubiera  venerado  ni  la  Iglesia  la  hubiera  aprobado. 
Esto  es  indiscutible. 

Hay  otra  objeción  más  necia  aún:  que  Juan  Die- 
go no  existió  en  realidad,  sino  que  es  un  mito  o  le- 
yenda destinado  a  dar  base  a  toda  una  historia  de 
apariciones.  Dejemos  por  un  momento  a  un  lado  to- 
da fe  y  toda  creencia  sobrenatural,  para  concentrar- 
nos sólo  en  lo  histórico.  La  afirmación  negatoria  de 
la  existencia  real  de  Juan  Diego  no  acusa  sino  igno- 
rancia, superficialidad  y  estulticia;  siguiendo  el  axio- 
ma filosóficojuridico,  se  podría  contestar  con  él:  quod 
gratis  affirmatur,  gratis  negatur;  lo  que  gratuitamen- 
te se  afirma,  gratuitamente  se  niega  y  viceversa  tam- 
bién. A  quien  sin  fundamento  afirma  que  Juan  Diego 
no  existió,  sin  fundamento  se  le  respondería  que  sí 
existió.  Sin  embargo,  fundamentos  históricos  sobre  la 
existencia  real  del  indio  vidente,  los  hay  más  que  su- 
ficientes. Bien  sé  que  hasta  en  artículos  de  prensa  se 
ha  llegado  a  hacer  la  proposición  en  forma  interroga- 
tiva: ¿Existió  Juan  Diego?  Esta  forma  interrogativa, 
en  el  caso,  linda  muy  juntamente  con  una  negación; 
esta  actitud  por  lo  demás,  es  muy  característica  del 
superficialismo,  sensacionalismo  y  ausencia  de  fondo 
de  la  prensa  en  general,  en  la  que  todo  se  discute, 
se  juzga,  se  afirma  o  se  niega  a  la  luz  de  un  oportu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  177 


nismo  intrascendente.  Si  negamos  a  Juan  Diego,  ¿por- 
qué no  negamos  también  a  Moctezuma,  a  Cuauhté- 
moc,  a  Hernán  Cortés,  a  Morelos,  a  Iturbide  y  a  Ma- 
ximiliano y  la  historia  entera  de  México?  Esos  que 
niegan  a  Juan  Diego  simplemente  porque  sí,  proba- 
blemente pretenden  que  los  católicos,  para  contestar- 
les, les  mostremos  la  copia  fotostática  o  autorizada  no- 
tarialmente,  de  su  partida  de  registro  civil,  con  sus 
huellas  digitales  y  su  retrato  de  frente  y  de  perfil  en 
"tamaño  credencial"  y  con  un  sello  oficial.  Pero  si  ta- 
les documentos  les  fuesen  mostrados.  .  .  ellos  segui-, 
rían  negando.  .  . 

Pero  para  el  guadalupanista  pensador,  esa  estulta 
negación  debería  hacerle  considerar  que  son  la  negli- 
gencia y  el  desdén,  lo  que  ha  hecho  que  se  dude  del 
venerable  vidente.  Interrogando  a  un  notable  propa- 
gandista y  estudioso  guadalupano  sobre  si  creía  que 
el  sepulcro  de  Juan  Diego  será  encontrado  alguna 
vez,  me  contestó  en  forma  tajante:  —No  lo  han  en- 
contrado, porque  no  lo  han  buscado.  Por  discreción 
no  estampo  el  nombre  de  esa  persona,  para  no  ocasio- 
narle algún  disgusto.  Pero  esta  es  la  verdad.  Y  yo 
agrego:  No  lo  han  buscado  porque  no  han  querido 
buscarlo. 

En  este  libro  doy  una  foto  tomada  en  mi  presencia, 
del  viejo  óvalo  de  madera  existente  a  la  vista  de  quien 
quiera  verlo,  en  el  Museo  Guadalupano  de  la  Basíli- 
ca y  que  dice:  "En  este  lugar  se  apareció  N.  S.  de 
Guadalupe  a  un  indio  llamado  Juan  Diego,  que  está 
enterrado  en  esta  Iglesia".  En  el  reverso  del  marco 
con  cristal  donde  se  guarda  esa  pieza  histórica  que  al 
mismo  tiempo  es  epitafio  del  vidente,  existe,  también 
bajo  cristal,  un  viejo  documento  — cuyo  texto  y  foto 
doy  también  en  este  libro —   que  afirma  que  dicho 


Este    fehaciente  documento  corrobora  la  fuerza  probatoria  de 
óvalo  que  indicaba  el  sitio  exacto  de  la  última  aparición  guada 
lupana.  Para  facilitar  su  lectura,  damos  en  este  libro  el  texto  de 
mismo.  Museo  Guadalupano  de  la  Basílica. 


Ovalo  de  madera  que  data  del  siglo  XVI,  probablemente 
de  tiempos  poco  posteriores  a  las  apariciones  y  a  la  muer- 
te de  Juan  Diego,  según  se  relata  en  el  manuscrito  que 
también  se  reproduce  en  esta  edición  y  que  está  colocado 
bajo  cristal  en  el  reverso  de  esta  lápida-epitafio,  en  el 
Museo  Guadalupano  de  la  Basílica. 


180      Jesús     David  Jaquez 


TEXTO  DE  LA  INSCRIPCION  QUE  SE  HALLA  AL 
REVERSO  DE  LA  LAPIDA  DE  JUAN  DIEGO 

En  el  año  de  1797  me  entregó  el  sacristán  Antonio  Romo,  el 
óbalo  que  coloqué  dentro  de  este  bastidor,  con  el  resguardo  de 
vidriera  para  conservar  en  él,  el  documento  precioso  e  interezante 
de  la  aparición  de  Ntra.  Señora  de  Guadalupe,  pues  consta  que 
es  la  Inscripción  que  seguramente  con  aprobación  del  Ordinario, 
colocaron  los  primeros  fieles  guadalupanos,  y  fue  para  conservar 
la  memoria  del  Venerable  Felicísimo  Yndio  Juan  Diego,  su  exis- 
tencia y  sepulcro,  ubicado  en  la  Capilla  antigua,  según  se  infiere 
por  el  hallazgo  de  este  obalo  que  encontré  en  la  bodega  de  la 
misma  Capilla  hoy  llamada  la  Parroquia  y  esta  convinación  se 
apoya  por  lo  que  de  ella  refiere  en  su  Escudo  de  Armas  de  Mé- 
xico, el  Lic.  D.  Cayetano  Cabrera,  en  el  Lib°.  3o.  Cap.  15,  fox. 
344  num°.  681.  La  Ynscripc".  con  letra  de  oro  en  campo  azul, 
dice  así:  "En  Este  Lugar  se  Apareció  N.  S.  de  Guadalupe  a  un 
Indio  Llamado  Juan  Diego  que  está  enterrado  en  esta  Iglesia".  No 
obsta  por  ahora  á  vista  de  esta-  Ynscripción  y  del  retrato  original 
que  está  en  la  Sala  del  Cabildo  de  esta  Sta.  Yglesia  Nacional 
Colegiata,  del  Venturoso  Juan  Diego  q.  no  aparezca  su  cadáver, 
pues  pr.  estos  y  otros  muchos  Documents,  se  prueba  bastante  su 
Existencia,  y  por  la  relación  qe.  este  tiene  con  el  milagro  guada- 
lupano,  prueba  la  constancia  cierta  de  las  Apariciones  de  Nues- 
tra Sa.  a  Este  Felicisimo  Yndio.  Y  para  su  conservación  supliqué 
al  M.  Y.  y  Ve.  Sr.  Presidte.  y  Cabildo  de  esta  Colegiata  pr.  oficio, 
se  colocase  dicho  obalo  con  el  resguardo  qe.  le  acompaña,  en  el 
lugar  que  sea  de  su  agrado,  sirviéndose  mandar  el  qe.  jamás  salga 
fuera,  y  quede  razón  de  eso,  y  lo  acaecido  en  el  Libro  de  Acuerdos 
para  perpetua  memoria.  Febrero  12  de  1828.  José  Maria  Pérez. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  181 


óvalo  fue  hallado  en  la  bodega  de  la  vieja  iglesia 
— probablemente  la  antigua  Iglesia  de  los  indios,  hoy 
Parroquia  en  reparación —  y  que  se  entrega  al  Cabil- 
do Guadalupano  para  que  tome  nota  y  lo  conserve, 
sin  dejarlo  salir  jamás  de  su  debido  lugar.  Esa  inscrip- 
ción, cuyo  valor  histórico  bien  pueden  estudiar  los 
negadores,  acusa  la  negligencia:  hallaron  dicha  plan- 
cha en  la  bodega  del  templo  y  ahora  ni  siquiera  saben 
ya  de  qué  sitio  preciso  fue  tomada.  Es  muy  probable 
que  haya  sido  colocada  en  el  siglo  XVI,  el  siglo  de 
las  apariciones  y  el  de  la  muerte  de  Juan  Diego  y  po- 
co tiempo  después  de  la  muerte  de  éste,  sobre  o  frente 
a  su  sepultura. 

Otra  peregrina  versión;  que  la  imagen  guadalupa- 
na  fue  pintada  por  un  tal  indio  llamado  Marcos  (que 
nada  tiene  que  ver  con  el  indio  de  Cuautitlán,  Marcos 
Pacheco,  uno  de  los  declarantes  de  las  Informaciones 
de  1666),  quizá  por  encargo  de  algún  fraile  o  devoto 
de  la  Virgen.  La  insostenible  versión  nació  del  mal- 
aventurado sermón  bustamantino  que  ya  antes  refuté. 
¿En  qué  se  basó  Bustamante  para  lanzar  al  aire  tal 
proposición  descabellada  y  que  escandalizó  a  toda  la 
sociedad?  Si  afirmó,  debió  probar,  como  ya  apunté. 
Dijo  simplemente  que  la  hizo  el  indio  Marcos,  pintor. 
Mintió  en  lo  absoluto.  ¿Por  qué  no  dió  noticia  com- 
pleta de  su  indio  Marcos,  su  nombre  entero,  su  lugar 
de  origen  o  residencia,  su  taller,  la  fecha  en  que  pin- 
tó y  las  otras  maravillosas  y  geniales  obras  salidas  de 
su  pincel?  Además,  si  el  tal  Marcos  pintó,  lo  lógico  hu- 
biese sido  que  pintara  una  imagen  al  estilo  de  las  traí- 
das por  los  españoles,  la  Pilarica,  la  de  Covadonga  o 
la  que  Cortés  trajo  a  esta  tierra  o  las  que  deben  haber 
traído  los  frailes.  Una  imagen  nueva,  diferente  y  de 
cierto  aspecto  indiano,  hubiera  corrido  el  riesgo,  da- 


182      Jesús     David  Jaquez 


dos  aquellos  tiempos  y  aquel  espíritu,  de  haber  sido 
sospechosa,  v.  g.  de  heterodoxa  y  hubiera  originado 
dificultades  al  indio  Marcos  ¡de  Bustamante!  Y  por 
último,  ¿quién  fue  ese  portentoso  y  supergenial  indio 
Marcos,  que  hizo  en  un  ayate  lo  que  ni  Murillo,  Ra- 
fael o  Leonardo  da  Vinci,  con  todo  su  genio,  hubieran 
alcanzado  a  hacer?  ¿Sobre  todo  si  se  tienen  en  cuenta 
las  maravillas  reales  y  visibles  en  todo  el  sagrado 
ayate  y  especialmente  las  últimas  descubiertas  en  las 
divinas  pupilas  de  la  Señora  y  que  ya  desde  entonces 
existían  realmente? 

Otra  versión  más:  Que  el  auténtico  ayate  de  Juan 
Diego,  por  obra  de  los  siglos  se  desintegró,  se  des- 
barató y  fue  secretamente  sustituido  por  otro  seme- 
jante. Parece  increíble,  pero  entre  el  vulgo  imbécil 
corre  a  veces  este  rumor,  tan  torpe  como  los  anterio- 
res. ¿Cuándo  tuvo  lugar  la  sustitución  fraudulenta? 
¿Quién  la  llevó  a  cabo?  ¿Cómo  se  descubrió?  ¿Qué 
pruebas  hay  de  semejante  hecho?  ¿Quién  pintó  el 
ayate  falso  o  sustituto  y  cómo  hizo  para  que  saliera 
idéntico  al  original?  ¿Cómo  es  que  nadie  se  dio  cuenta 
de  tan  escandaloso  hecho?  Este  rumor,  digno  de  un 
cretino,  ni  siquiera  merece  ser  desmentido  ni  menos 
tomando  en  cuenta.  Existen  pruebas  de  sobra  de  la  au- 
tenticidad de  la  tilma  original  y  de  su  subsistencia 
continua  y  constante  a  lo  largo  de  los  siglos  hasta 
nuestros  días.  ¿Serán  capaces  los  que  dan  crédito  a 
la  estúpida  afirmación  gratuita,  siquiera  de  decirnos 
qué  requisitos  hay  que  llenar,  qué  formalidades  y  qué 
precauciones  para  tocar  siquiera  en  la  actualidad  y 
hace  muchos  decenios  la  tilma  de  Juan  Diego,  guar- 
dada bajo  llave  que  no  se  presta  a  cualquiera  y  custo- 
diada como  es  debido? 

Otro  rumor  muy  digno  del  anterior:  Que  la  tilma 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  183 


auténtica  está  bien  guardada  y  que  la  que  se  ostenta 
en  el  Altar  Mayor  de  la  Basílica  es  una  falsa,  susti- 
tutiva.  Quien  tal  afirma  denuncia  su  completo  retraso 
mental.  ¿Quién  exhibe  lo  falso  y  esconde  lo  genuino? 
¿No  es  de  pensar,  con  un  elementalísimo  sentido  co- 
mún, que  semejante  fraude  puede  en  el  momento  menos 
pensado  ser  descubierto  y  arrojado  vergonzosamente 
a  la  cara  de  sus  autores?  Además,  ¿qué  objeto  ten- 
dría esa  sustitución,  como  no  fuera  comprobar  la  ab- 
soluta estupidez  de  quienes  la  llevaran  a  cabo? 

Otro  rumor,  esta  vez  perfectamente  idiota,  pero 
que,  no  obstante,  hay  quienes  propalen.  Esta  vez  no 
se  trata  sino  de  la  más  risible  patriotería,  sustitutiva 
frecuentísima  del  verdadero  patriotismo;  que  sólo  un 
mexicano  de  nacimiento  es  capaz  de  pintar  una  copia 
de  la  sagrada  imagen  guadalupana;  si  la  copia  un  tur- 
co o  un  danés,  no  le  sale.  ¡Es  para  reír!  Para  copiar  la 
imagen  guadalupana  no  se  necesita  ser  chichimeca, 
azteca  o  zapoteca;  lo  que  se  necesita  es  ser  pintor,  te- 
ner lienzo,  pinceles,  colores  y  un  poco  de  sentido  del 
arte  pictórico.  ¿En  qué  se  funda  la  risible  opinión? 
En  el  cerebro  asnal  de  quien  es  capaz  de  prohijarla. 
Sin  embargo  yo  la  he  oído  más  de  una  vez.  Pero  en 
fin.  . .  ¡si  hay  en  esta  ciudad  de  todos  los  lujos  y  to- 
dos los  abusos  y  todas  las  necedades  quien  ni  siquiera 
sabe  que  exista  la  Virgen  de  Guadalupe,  cosa  que  he 
comprobado  inclusive  entre  gentes  cultas,  elegantes  y 
que  presumen  de  su  mexicanismo  y  hasta  se  declaran 
católicos! 

En  cuanto  a  los  que  dicen  que  los  católicos  adora- 
mos las  imágenes,  cosa  que  a  veces  se  dice  a  propó- 
sito de  la  Virgen  de  Guadalupe,  no  merecen  sino  el 
desdén.  No  adoramos  — ellos  no  son  capaces  siquiera 
de  darnos  una  definición  de  lo  que  es  adorar—  las 


184      Jesús     David  Jaquez 


imágenes,  la  veneramos  como  representaciones  sensi- 
bles que  nos  recuerdan  al  santo  y  nos  lo  permiten  te- 
ner presente  en  nuestra  frágil  y  terrenal  memoria.  La 
imágen  de  la  Guadalupana  nos  merece  mucha  mayor 
veneración  que  otra  cualquiera  hecha  por  mano  de 
hombre,  porque  es  de  origen  sobrenatural  y  porque 
procedió  directamente  de  la  Virgen  María.  Nada  más. 

Y  llegamos  esta  vez  a  algo  más  digno  de  ser  te- 
nido en  cuenta  por  su  naturaleza  misma:  el  nombre  de 
Guadalupe  bajo  el  cual  veneramos  a  la  Virgen  In- 
maculada del  Tepeyac. 

Este  nombre  ha  sido  piedra  de  escándalo  y  disen- 
siones entre  muchos,  y  aun  ciertos  guadalupanos  se- 
rios lo  discuten.  Realmente  existe  un  motivo  impor- 
tante para  buscar  aclaraciones.  Descartando  a  los  que 
aducen  el  nombre  de  Guadalupe  a  modo  de  argu- 
mento antiguadalupanista,  alegando  su  origen  hispa- 
no, tratemos  de  hallar  el  camino  más  sensato  y  ade- 
cuado a  la  verdad. 

El  nombre  de  Guadalupe  es  ciertamente  hispano. 
Se  le  halla  en  la  península  ibérica;  Guadalupe  es  el 
nombre  de  una  población  española  en  la  provincia  de 
Cáceres,  y  en  ella  hay,  en  un  monasterio  de  frailes  Je- 
rónimos, una  venerada  imagen  de  la  Virgen  Santísi- 
ma. La  Sierra  de  Guadalupe,  parte  de  la  cordillera 
Oretana,  en  Extremadura,  también  lleva  dicho  nom- 
bre. La  palabra  Guadalupe,  según  los  lingüistas,  es  de 
origen  árabe  y  significa  río  de  luz.  Palabras  con  la 
misma  raíz  "guada"  o  "guadal",  entran  en  la  compo- 
sición de  otros  nombres  hispanos,  reconociendo  igual- 
mente un  origen  arábigo,  como  Guadalquivir,  Guada- 
lete,  Guadalcanal,  Guadalcázar,  Guadalajara,  Gua- 
dalaviar,  y  también  Guadiana,  Guadiela,  Guadarrama, 
Guadix,  etc.  Hay  la  coincidencia  de  que  el  conquista- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  185 


dor  Hernán  Cortés  era  nativo  de  Extremadura,  don- 
de se  halla  la  Sierra  de  Guadalupe. 

¿Ese  nombre  vino  en  alguna  forma  a  México,  traí- 
do por  los  conquistadores?  ¿Tomó  carta  de  naturale- 
za o  arraigo  aquí?  Hasta  la  fecha,  no  se  sabe  que  el 
nombre  de  Guadalupe  haya  sido  aplicado  a  lugar  geo- 
gráfico ninguno  de  las  tierras  ganadas  por  los  iberos, 
antes  de  las  apariciones.  Nada  ni  nadie  se  llamaba 
Guadalupe  ni  tampoco  se  tiene  noticia  alguna  de  que 
jamás  ninguna  imagen  de  Nuestra  Señora,  que  haya 
sido  traída  de  España  en  los  primeros  tiempos,  haya 
sido  llamada  con  esta  denominación. 

Ahora  bien:  hay  dos  versiones:  el  nombre  de  Gua- 
dalupe sonó  por  la  primera  vez,  al  parecer,  en  tierra 
azteca,  cuando  la  Virgen  María,  al  aparecerse  a  Juan 
Bernardino  y  curarlo,  corroborando  con  ello  sus  apa- 
riciones a  Juan  Diego,  pronunció  este  nombre.  Juan 
Bernardino  —ni  siquiera  el  propio  vidente  principal, 
Juan  Diego — ,  fue  el  depositario  de  este  nombre,  fue 
el  primero  que  lo  oyó  y  lo  transmitió  al  Obispo  cuan- 
do, según  la  orden  de  la  Señora,  le  informó  confirma- 
toriamente del  milagro  y  le  dijo,  como  la  Señora  se 
lo  había  mandado,  "que  bien  la  nombraría,  así  como 
bien  había  de  nombrarse  su  bendita  imagen,  la  siem- 
pre Virgen  Santa  María  de  Guadalupe."  Estas  son 
las  palabras  textuales  de  la  relación  de  Valeriano. 

Detalle  interesante;  el  nombre  de  Guadalupe  pa- 
rece haber  sido  escrito,  no  solamente  en  las  traduccio- 
nes al  español  del  Relato  de .  Valeriano,  sino  en  el 
original  mismo;  no  habiendo  sido  encontrado  hasta  la 
fecha  ese  original  escrito  de  puño  y  letra  de  Valeria- 
no en  persona,  sino  sólo  sus  transcripciones,  muy  au- 
torizadas y  exactas,  al  decir  de  nahuatlacas,  paleó- 
grafos y  eruditos,  no  hay  certeza  absoluta.  En  las  co- 


186      Jesús     David  Jaquez 


pias  modernas  que  conozco  y  en  la  que,  escrita  a  má- 
quina en  idioma  nahuati,  tengo  a  la  vista,  está  escri- 
to "Santa  María  de  Guadalupe",  en  español,  como 
está  también  escrito  "obizpo"  con  esa  ortografía. 

¿Valeriano  escribió  así?  La  otra  versión  es  que  la 
Señora  del  cielo  no  dijo  "Guadalupe",  sino  una  palabra 
náhuatl,  que  fue  el  idioma  en  que  habló  a  ambos  vi- 
dentes; esa  palabra,  según  unos,  fue  "coatlayópeuh", 
según  otros,  "tecuatlaxúpeuh".  Afirman  los  expertos 
en  la  lengua  mexicana  o  náhuatl,  que  "cóatl"  signifi- 
ca serpiente,  como  es  palabra  ya  conocida  en  su  sig- 
nificado, y  que  "yópeuh"  o  bien  "xúpeuh"  es  un  verbo 
que  significa  pisar  con  el  pie,  pisotear;  con  lo  que,  se- 
gún el  sistema  aglutinante  o  sintetizante  propio  del 
náhuatl,  la  palabra  vendría  a  traducirse  como  "la  que 
pisotea  la  serpiente",  o  "la  que  aplasta  con  el  pie  a  la 
serpiente".  En  tal  caso,  el  nombre  náhuatl  tendría  una 
clara  significación  corroboratoria  del  gran  dogma  ca- 
tólico de  la  Inmaculada  Concepción  y  se  relacionaría 
legítima  y  lógicamente  con  la  profecía  bíblica,  llamada 
por  algunos  exégetas  "el  protoevangelio"  o  primer 
anuncio  de  la  buena  nueva  de  la  redención  del  linaje 
humano:  "Ipsa  conteret  caput  tuum",  ella  quebranta- 
rá tu  cabeza:  Génesis,  Cap.  3,  vers.  15.  Por  cierto  que 
el  original  hebreo  del  sagrado  libro  del  Génesis,  no 
dice  "ipsa",  en  femenino,  sino  "ipse"  en  masculino;  el 
femenino  se  lee  en  la  Vulgata  Latina.  En  el  primer 
caso  se  refiere  a  la  mujer,  de  cuya  descendencia  ha- 
bría de  brotar  Jesucristo,  destructor  de  la  maldad  del 
demonio;  en  el  segundo,  o  sea  el  masculino,  a  Cristo 
mismo.  De  todos  modos,  dicen  los  expositores  sagra- 
dos, el  sentido  es  el  mismo,  y  la  Santa  Iglesia,  única 
autorizada  para  interpretar  las  Sagradas  Escrituras, 
ve  en  esta  sentencia  genesíaca,  el  anuncio  de  la  reden- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  187 


ción  de  Jesús,  redención  obrada  por  conducto  de  Ma- 
ría, la  siempre  sin  mancha.  Así  pue~s,  "la  que  pisotea 
la  serpiente"  no  es  ni  puede  ser  sino  María  Inmacula- 
da, triunfadora  del  demonio  y  preservada,  en  tanto 
que  futura  Madre  del  Salvador  del  mundo,  del  pe- 
cado original  del  paraíso  de  nuestros  primeros  pa- 
dres. Es  de  notarse  que  la  palabra  "Inmaculada"  apare- 
ce una  vez  en  el  Relato  de  Valeriano,  puesta  en  boca 
de  Juan  Diego  cuando  dio  al  obispo  por  segunda  vez 
el  recado  de  la  Virgen  María;  "que  ojalá  creyera  su 
mensaje  y  la  voluntad  de  la  Inmaculada".  Es  claro 
que  los  franciscanos  de  Tlaltelolco,  doctrinadores  de 
Juan  Diego,  le  habían  inculcado  ya  la  fe  en  que  la 
Virgen  María  era  la  Inmaculada,  pues  esta  creencia, 
anterior  a  la  promulgación  del  dogma  por  Pío  Nono, 
era  muy  cara  a  todos  los  franciscanos,  como  antes 
dije.  Ijjj  j 

Ahora  bien;  si  la  misma  Virgen  María  pidió  ser 
llamada  "de  Guadalupe",  aún  inventan  algunos  un 
escollo:  ¿cómo,  dicen,  podía  un  indio  rudo  y  viejo  co- 
mo Juan  Bernardino,  más  alejado  sin  duda  del  trato 
con  los  españoles  y  por  tanto  de  su  extraño  y  casi 
recién  oído  idioma,  que  el  mismo  Juan  Diego,  pro- 
nunciar un  nombre  como  Guadalupe,  que  no  sólo  no  era 
español,  sino  hasta  de  origen  árabe?  Yo  respondo: 
¿Pudo  la  Virgen  María  hacerse  ver  de  Juan.  Bernar- 
dino? ¿Pudo  hacerse  reconocer  de  éste  como  la  siem- 
pre Virgen  Santa  María?  ¿Pudo  Ella  curarlo  milagro- 
samente? Pues  con  mucha  mayor  facilidad  pudo  hacer 
que  su  buen  indio  pronunciara  aquel  nombre  exótico, 
si  tal  era  su  voluntad. 

Sin  embargo  ¿por  qué  razón  ordenó  la  Celestial 
Señora  que  se  la  llamara  aquí  con  ese  nombre  de  pro- 
cedencia hispánica  y  desconocido  en  tierra  azteca  y 


188      Jesús     David  Jaquez 


que  por  tanto  nada  significaba  ni  nada  decía  a  la  in- 
teligencia de  los  indios,  sus  futuros  fieles  del  Tepe- 
yac?  Hay  en  esto  un  misterio,  no  explicado  aún. 

Pero  queda  la  otra  explicación;  Que  la  Virgen 
Santa  no  dijo  "Guadalupe",  sino  que  pronunció  una 
palabra  de  pleno  significado  para  Juan  Bernardino  y, 
por  su  conducto,  para  todos  los  demás;  una  palabra 
del  mismo  idioma  en  que  ella  hablaba  con  sus  videntes, 
el  mexicano  o  náhuatl.  Esa  palabra,  dentro  de  la  hi- 
pótesis, debe  haber  sido  "coatlayópeuh",  o  bien  "te- 
cuatlaxúpeuh";  y  de  "coatlayópeuh"  es  muy  fácil  fo- 
néticamente, hacer  "guadalupe",  como  de  "tecutla- 
xúpeuh",  es  igualmente  natural,  fonéticamente  hablan- 
do, hacer  "de  guadalupe".  No  de  otro  modo  los  es- 
pañoles hicieron  de  Cuautemótzin,  "Guatimuza",  de 
Cuauhnáhuac,  Cuernavaca,  de  Atlacuhuáyan,  Tacu- 
baya,  etc.  ¡Tecoualaxúpeuh!  ¡De  Guadalupe!  Parece 
completamente  obvio,  fácil,  fluido  y  natural. 

Y  entonces  tenemos  una  plena  y  altísima  explica- 
ción de  este  nombre.  Agréguese  que,  no  sabiendo  los 
españoles  pronunciar  correctamente  la  palabra  ná- 
huatl, pudieron  muy  bien,  recordando  el  "Guadalupe" 
español,  hacerla  sonar  en  semejanza  o  identidad  fó- 
nica a  este  nombre  conocido  para  ellos  y  he  aquí  sin 
violencias  ni  distorsiones  ¡Guadalupe!  Nombre  rico  en 
significado  cristiano  para  indios  y  españoles. 

Esta  me  parece  la  explicación  más  llana,  sencilla, 
natural  y  significativa. 


CAPITULO  8 


LA  FIGURA  DEL  VIDENTE  Y  DEL  CONVIDEN- 
TE Y  LA  PERSPECTIVA  DEL  FUTURO 

"Yo  soy  como  la  escoba:  una  vez  que  uno  se  ha 
servido  de  ella,  la  deja  en  un  rincón.  La  San- 
tísima Virgen  se  ha  servido  de  mí  y  después 
me  ha  puesto  en  este  lugar.  Aquí  estoy  muy 
feliz  y  anuí  debo  permanecer." 

SANTA  BERNADETTE  SOUBIROUS 
(Poco  antes  de  morir  en  su  Convento  de 
Nevers.  en  Francia.) 

No  bien  Juan  Diego  indica  al  Obispo  Zumárraga 
el  sitio  en  que  la  Virgen  María  desea  que  se  le  edi- 
fique un  templo,  que  es  el  sitio  donde,  en  su  última 
aparición,  lo  envió  por  las  rosas  al  cerrillo  y  donde 
lo  despidió  dándole  su  postrera  orden,  sitio  que  es  el 
mismo  donde  se  alzaba  el  famoso  cazahuate  desapa- 
recido y  donde  estuvo  muy  luego  la  primera  ermita, 
Juan  Diego  pide  licencia  para  irse.  Su  misión  ha  ter- 
minado totalmente;  no  le  toca  ya  sino  retirarse. 

Esta  actitud  pinta  intensamente  el  modo  de  ser 
interior,  espiritual  del  vidente.  Era  ocasión  propicia 
para  permanecer  ahí,  sea  para  que  su  pobre  figura 
recibiera  el  honor  merecido,  sea  por  lo  menos  y  pia- 
dosamente suponiendo,  para  continuar  dando  testimo- 
nio vivo  de  las  apariciones  celestiales  en  las  que  él  ha- 


190      Jesús     David  Jaquez 


bía  sido  el  único  actor  humano;  esto  hubiera  sido  muy 
provechoso;  nadie  mejor  que  el  vidente  para  informar 
a  cuantos  fueran  llegando  y  a  cuantos  quisieran  oírlo, 
sobre  las  maravillas  vistas  y  oídas,  para  certificar  lar- 
gamente el  prodigio  de  la  estampación  de  la  bendita 
imagen  en  su  propia  tilma.  ¿Qué  mejbr  testigo,  qué 
autoridad  mayor  acerca  de  las  apariciones,  qué  mejor 
ni  más  celoso  propagandista  del  culto  a  la  Imagen 
que  ni  nombre  tenía  por  entonces  con  qué  mencionar- 
la que  él  mismo? 

Nada  de  eso,  sin  embargo.  El  vidente  comprende 
con  esa  comprensión  diáfana  y  sin  complicaciones  de 
las  almas  buenas  y  puras,  que  nada  le  toca  ya  hacer; 
la  Señora,  como  Ella  misma  se  lo  dijo,  tiene  muchos 
servidores;  él  ya  hizo  su  parte,  toca  a  otros  hacer  la 
suya.  Por  tanto  expresa  simplemente  su  deseo;  re- 
gresar a  su  pueblo  y  a  su  casa,  para  ir  a  ver  a  su  tío 
Juan  Bernardino,  a  quien  había  dejado  en  agonía, 
cuando  se  puso  en  marcha  a  Tlaltelolco  a  buscarle  un 
confesor.  No  es  de  creerse,  ni  humanamente,  que  hu- 
biera desconfianza  en  el  ánimo  de  Juan  Diego,  sobre 
la  curación  de  Juan  Bernardino,  al  que  él  veneraba, 
según  parece,  como  a  un  segundo  padre  y  a  quien 
amaba  entrañablemente.  No  se  sabe  si  Bernardino  era 
tío  por  parte  del  padre  o  de  la  madre  de  Juan  Diego. 
Pero  es  explicable  que  nuestro  indito  deseara  ver  a  su 
anciano  tío,  para  gozarse  de  visu  en  su  milagrosa  cu- 
ración, para  palpar  de  cerca  ese  nuevo  favor  de  la 
Inmaculada  Virgen,  para  acompañar  al  tío  que  había 
quedado  solo  y  que  acaso  necesitaba  del  sobrino,  in- 
clusive para  las  atenciones  de  su  convalescencia,  que 
Juan  Diego  humanamente  podía  figurarse. 

Quizá  hubiese  también  otro  motivo,  pero  de  orden 
espiritual;  poder  al  fin  conferir  con  uno  tan  similar  a 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  191 


él  por  mil  razones,  acerca  de  las  maravillas  mariales 
del  Tepeyac,  de  las  que  había  guardado  reserva,  pues, 
a  lo  que  parece,  sólo  habló  de  ellas  al  Obispo,  en 
cuanto  era  necesario  para  su  misión.  Y  por  mucho  que 
con  el  prelado  hablara  el  indio,  había  una  distancia  mo- 
ral, a  causa  del  diferente  nivel  en  todos  los  órdenes 
humanos.  Cierto  que  el  indio  es  introspectivo  y  calla- 
do, pero  es  humano  y  como  humano,  siente  la  necesi- 
dad de  comunicar  con  sus  semejantes  sus  cosas,  in- 
cluso las  más  íntimas.  Es  de  pensarse  que  el  alma  de 
Juan  Diego  estaba  entonces  como  un  acumulador  que 
necesita  un  poco  de  descarga,  como  un  vaso  o  cuero 
de  pulque  demasiado  lleno  y  que  necesita  ser  vaciado 
un  poco. 

En  el  fondo,  debe  haber  existido  principalmente, 
aquel  recóndito  sentimiento  de  las  almas  muy  espiri- 
tualizadas y  que  instintivamente  buscan  la  soledad  y 
el  silencio,  en  todas  las  etapas  de  su  santificación. 
Juan  Diego,  muy  poco  acostumbrado  a  bullicios  y 
gentíos,  aunque  fuesen  en  la  casa  del  obispo,  debe 
haber  experimentado  muy  pronto  el  ansia  de  recoger- 
se en  su  soledad;  ahora  ésta,  ya  no  lo  era  espiritual- 
mente,  pues  la  iluminación  divina  en  su  alma,  brillaba 
como  una  dulce  luz  confortadora,  ya  que  el  que  tiene 
a  María  en  su  corazón,  no  está  solo  jamás. 

Es  bajo  ese  brillo,  bajo  ese  claror  suave  y  fuerte 
al  mismo  tiempo,  bajo  la  luz  refleja  del  milagro  apa- 
ricional,  como  de  hoy  más  debemos  considerar  a  Juan 
Diego,  alma  santificada  por  la  presencia  de  la  Virgen 
Madre  de  Dios:  cosa  grandiosa  para  cualquier  ser 
humano.  El  debe  haber  ansiado  el  alejamiento  y  el 
retiro,  para  dedicarse,  ya  imperturbado,  a  la  contem- 
plación interna  de  aquellos  momentos  los  más  bellos 
de  su  vida.  Mientras  estuvo  en  la  casa  del  obispo, 


192      Jesús     David  Jaquez 


bien  debe  haberse  sentido  observado,  espiado,  comen- 
tado por  la  curiosidad  humana  y  aun  por  la  misma 
piedad  cristiana;  esto  le  molestaba,  como  molestó  a 
Bernadette  hasta  que  se  retiró  al  convento  de  las 
Hermanas  de  la  Caridad  y  la  Instrucción  Cristiana 
en  Nevers.  Todos  los  santos,  cada  uno  en  su  grado  y 
según  sus  circunstancias,  deben  haber  sentido  esta 
molestia  humana  y  espiritual;  Juan  Diego  mucho  más, 
por  su  idiosincracia  de  indígena  humilde,  modesto, 
solitario  y  retraído.  Todo  esto  no  son  suposiciones  va- 
nas nacidas  del  deseo  de  dar  post  mortem  una  carta 
de  santidad  en  blanco  a  favor  del  vidente.  En  su  libro 
"Quién  fué  Juan  Diego",  Mons.  José  de  Jesús  Man- 
ríquez  y  Zárate,  más  autorizado  desde  luego  que  yo, 
no  opina  de  otro  modo;  ese  libro  es,  todo  él,  un  sus- 
tancial panegírico  de  las  virtudes  eminentes  del  admi- 
rable vidente  del  Tepeyac,  panegírico  perfectamente 
fundamentado  en  la  teología,  la  ascética  y  la  mística,  y 
expuesto  con  la  autoridad  de  un  Obispo.  Allí  habla 
de  su  fe,  su  esperanza,  su  caridad  y  sus  demás  virtu- 
des netamente  cristianas,  como  su  humildad,  su  ab- 
negación, su  modestia,  su  sacrificio,  su  paciencia  y  su 
sencillez:  y  sus  respetables  opiniones  no  son  elogios 
vanos  ni  infundados. 

Mas  Juan  Diego  no  esperaba  los  nuevos  aconte- 
cimientos. No  lo  dejaron  ir,  sino  que  lo  acompañaron 
hasta  su  pueblo  y  a  la  casa  de  su  tío.  El  anciano  lo 
vió  llegar,  extrañándose  de  ver  que  lo  traían  muy  hon- 
rado y  respetado,  pero  sin  saber  el  motivo,  aunque  al 
momento  debe  haberlo  sospechado  en  una  sencilla  ila- 
ción de  ideas.  Esta  ilación  era  extrahumana;  la  Virgen 
se  le  había  aparecido,  lo  había  curado  y  —rasgo  ine- 
fable de  la  fineza  y  cortesía  de  la  Señora,—  lo  había 
tranquilizado  sobre  la  prolongada  ausencia  de  su  so- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  193 


brino,  diciéndole  que  Ella  misma  lo  había  enviado  al 
palacio  del  Obispo.  ¡Con  razón  Dante  Alighieri  lla- 
ma a  Dios  "Señor  de  la  Cortesía"! 

Pero  es  evidente  que  si  Juan  Bernardino,  el  covi- 
dente  guadalupano  apenas  por  subconsciente  induc- 
ción supo  entonces  de  la  aparición  de  la  Señora  a  su 
sobrino,  el  sobrino  nada  sabía  de  la  coaparición  a  su 
tío;  la  Virgen  sólo  le  dijo  que  ya  estaba  curado  y  que 
no  se  preocupara,  cosa  que  debe  haberlo  tranquilizado 
por  completo. 

Y  es  entonces,  cuando  el  viejo  tío  es  llevado  a  la 
presencia  del  Obispo,  para  declarar,  cómo  la  Señora 
le  había  a  su  turno  mandado,  cuando  surge  el  nunca 
pensado  nombre;  la  siempre  Virgen  Santa  María  de 
Guadalupe.  Ni  siquiera  Juan  Diego,  el  vidente  prin^ 
cipal  y  embajador  exclusivo  de  la  Reina  del  cielo,  ha- 
bía sido  el  depositario  de  ese  nombre,  de  entonces 
acá  trillones  de  veces  repetido;  modos  admirables  y 
misteriosos  de  obrar  de  lo  alto. 

Y  ahora,  tanto  Juan  Diego  como  Juan  Bernardi- 
no son  de  nuevo  alojados  en  el  palacio  episcopal, 
mientras  se  construye  el  templo  pedido  por  la  Madre 
de  Dios,  para  sede  y  recinto  de  sus  misericordias, 
bondades  y  consuelos  que  tan  expresamente  nos  pro- 
metiera por  conducto  del  virtuoso  mandadero  de  la 
Señora. 

Y  aquí  se  esfuman  de  la  historia  ambos  varones. 
Y  nos  llega  tan  sólo,  como  esos  pecios  o  botellas  de 
náufragos  que  la  marea  arroja  a  solitarias  playas,  co- 
mo antes  hice  notar,  unas  cuantas  noticias,  también 
náufragas  de  la  tradición,  pero  suficientes  no  obstan- 
te, para  reconstruir  la  vida  entera  del  vidente.  Al  fin 
y  al  cabo,  toda  ella,  hasta  su  último  momento  iba  ya 
a  ser  igual;  la  vida  de  un  pobre  ermitaño  —¿hay  ermi- 

13 


194       Jesús     David  Jaquez 


t;;ños  ricos? — ,  de  un  sacristancillo  de  una  alejada  er- 
mita, de  un  simple  criado  del  modesto  santuario.  La 
historia  no  alcanzó  tampoco  ahora  a  captar  esas  cosas 
demasiado  sutiles  y  modestas  para  ella.  No  importa. 

Juan  Bernardino,  que  por  primera  vez  vió  con  sus 
cansados  ojos  viejos,  la  maravilla  de  la  tilma  transfi- 
gurada, debe  haber  sentido  que  su  anciano  y  fatigado 
corazón  saltaba  de  gozo  celeste  ante  tal  belleza  que 
nada  tiene  que  ver  con  las  bellezas  terrenales,  y  ha  de 
haber  reconocido  la  imagen  de  la  Señora  como  idén- 
tica a  como  él  mismo  la  viera  en  su  petate  de  mori- 
bundo, cabe  el  mínimo  techo  pajizo  de  su  choza  cuau- 
titlanense. 

Ambos  videntes  deben  haber  asistido  al  traslado 
de  la  santa  imagen  a  la  Iglesia  Mayor  de  entonces, 
la  antecesora  de  nuestra  gran  Catedral  y  a  la  gran 
procesión  del  traslado  definitivo  del  celestial  ayate  a 
la  ermitilla. 

Juan  Bernardino,  se  dice,  quiso  quedarse  allí;  en 
ese  pedazo  de  paraíso  celestial  que  para  tío  y  sobrino 
era  la  ermitilla,  pero  Juan  Diego  prudentemente  le  hi- 
zo ver  que  debía  regresar  a  su  pueblo  y  velar  por  su 
pobre  casa,  sus  pobres  bienes,  sus  pobres  tierritas  que 
entrambos  muy  probablemente  tenían.  Afírmase  que 
Juan  Diego  obedeció  la  voluntad  secreta  de  la  Virgen 
María,  de  que  él  solo  se  quedara  en  la  ermita  como 
su  único  y  celosísimo  guardián.  El  viejo  tío  partió  pa- 
ra su  pueblo,  sin  duda  contento  y  satisfecho  de  cum- 
plir la  voluntad  del  cielo  y  con  el  alma  feliz  por  el 
secreto  tesoro  de  luz  y  gracia  que  la  visita  de  la  Di- 
vina Virgen  debe  haberle  dejado. 

Y  he  ahí  a  Dieguito  solo  en  la  ermita  solitaria  al- 
zando sus  modestas  cuatro  paredes  en  medio  del  soli- 
tario y  desolado  llano.  ¿Solo?  Juan  Diego  no  volvió 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  195 


a  estar  solo  ya  más.  Estaba  a  todas  horas  en  compa- 
ñía espiritual  de  la  Virgen,  por  el  medio  físico  de  su 
retrato  y  nadie  en  este  mundo  ha  mirado  de  seguro 
con  tan  penetrantes  ojos,  tanto  del  cuerpo  como  del 
alma,  esa  preciosa  imagen,  como  el  propio  vidente. 

Y  así  pasan  17  años.  Recuerdo  una  breve  e  im- 
presionante anécdota  de  un  viajero  sudamericano  que 
visitaba  el  convento  de  cartujos  de  Burgos,  España. 
El  viajero  preguntó  al  fraile  que  le  mostraba  ese  vie- 
jo convento  todo  austeridad:  — ¿Qué  se  necesita  pa- 
ra hacerse  cartujo?  El  hermano  le  contestó:  — No  te- 
ner compromiso  alguno  temporal  y  venir  ante  el  su- 
perior y  decirle:  — Padre,  quiero  entrarme  cartujo. 
Ese  fraile  llevaba  30  años  de  serlo.  El  visitante,  ad- 
mirado, le  interrogó:  —¿Y  luego?  — ¿Luego?,  contestó 
el  hermano  como  trasoñado  por  su  largo  alejamiento 
de  los  cuidados  de  este  siglo:  — ¡luego,  pasan  30  años 
que  parecen  un  día! .  .  . 

Los  17  años  que,  hasta  su  último  instante  pasó 
Juan  Diego  en  la  ermitilla,  deben  haberle  parecido  un 
día. 

Dicen  viejas  tradiciones  que  bien  pronto  pidió  al 
Obispo  que  le  permitiera  morar  día  y  noche  en  cual- 
quier lugar  próximo  a  la  ermita,  sin  duda  para  estar 
mejor  y  mas  constantemente  a  su  cuidado.  El  lugar  no 
le  importaba:  bastaba  un  jacalito. 

No  es  razonable  creer  que  al  indio  se  le  hacían  pe- 
sadas las  cotidianas  caminatas  desde  su  nativo  pue- 
blo hasta  el  Tepeyac. .  Secularmente  nos  hemos  acos- 
tumbrado a  ver  en  el  glorioso  indio  a  un  simple  man- 
daderillo  de  la  Virgen,  a  un  pobre  macehual  mugroso 
y  rudo  y  no  le  hemos  querido  hacer  el  menor  aprecio. 
Con  Juan  Bernardino  hemos  hecho  peor  y  esas  dos  in- 


196      Jesús     David  Jaquez 


justicias  combinadas  y  relacionadas,  deberían  pesar 
sobre  nuestra  conciencia  nacional  y  católica. 

Juan  Diego,  con  todo  y  sus  bien  cumplidos  57  años, 
pobres,  rudos,  trabajosos,  era  capaz  de  andar  eso  y 
más  por  amor  a  María  Santísima.  Pero  nada  tenía 
que  hacer  ya  en  su  pueblo,  a  donde  su  tío  cuidaba  de 
su  humilde  heredad,  y  en  cambio  tenía  mucho  que  ha- 
cer, de  día  y  de  noche,  cabe  la  ermita.  Cuidarla, 
asearla,  barrerla,  atender  al  fraile  o  clérigo  que  solía 
—no  creo  que  a  diario  en  los  primeros  años —  ir  a  decir 
misa  en  ella,  y  sobre  todo,  contemplar  día  y  noche  la 
imagen  de  su  Reina  y  Señora;  este  era  su  principal 
motivo  y  esta  su  más  valiosa  y  preciada  ocupación. 

El  Obispo  accedió  y  se  cree  que  fueron  sus  pai- 
sanos pueblerinos  quienes  le  construyeron  un  cuarti- 
to  de  adobes  adosado  a  la  ermitilla,  también  de  adobe. 

Y  pasaron  17  años  que  parecieron  un  día  a  Juan 
Diego.  .  .  Se  dice  presto,  pero  17  años  de  contempla- 
ción, de  olvido  de  sí  mismo,  de  fiel  compañía  a  la  sa- 
grada imagen,  de  oración  y  penitencia  y  ayuno  y  has- 
ta de  intercesión  ante  la  Virgen  de  Guadalupe  en  fa- 
vor de  innúmeras  gentes,  indios,  sobre  todo,  que  le 
encomendaban  pidiera  a  Ella  el  remedio  de  sus  penas 
y  necesidades,  deben  haber  valido  mucho  en  la  vida 
eterna,  ya  que  acá  abajo  no  nos  han  merecido  siquie- 
ra atención. 

No  se  sabe  que  milagro  alguno  haya  sido  logrado 
en  aquellos  tiempos  por  la  intercesión  del  contempla- 
tivo, y  si  algunos  fueron  realizados,  no  hay  noticia 
ni  memoria  de  ellos  y  acaso  fueron  milagros  callados 
y  guardados  humildemente  por  los  beneficiarios.  Pe- 
ro pensemos  un  momento:  treinta  años  Jesús  de  Na- 
zareth  estuvo  calladamente  en  casa  de  José  y  María  y 
¿qué  milagro  se  sabe  que  haya  hecho,  El,  todo  un 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  197 


Dios  humanado?  Corren  por  ahí  leyendas  y  consejas 
sobre  este  tema;  que  hacía  palomitas  de  barro  y  las 
echaba  a  volar  vivientes  y  aleteantes,  que  hacía  bro- 
tar flores  bajo  sus  pisadas,  etc.  Esos  son  cuentos  be- 
llos para  niños,  hijos  de  la  fantasía  creyente,  pero  Sin 
apoyo  en  ninguna  verdad  histórica,  ni  siquiera  en  3a 
teología  y  el  verdadero  y  genuino  concepto  de  Jesús, 
su  vida  y  su  misión  sobrenatural  en  grado  absoluto. 
Los  milagros  no  son  "chistecitos",  actos  graciosos,  es~ 
pectacularidades  frivolas  y  momentáneas,  hechas  a  ca- 
pricho: son  intervenciones  serias  y  respetables  de 
Dios,  siempre  con  un  fin  muy  elevado;  el  de  atraer  a 
los  hombres  a  su  creencia  y  a  su  amor,  o  el  de  reme- 
diar alguna  necesidad  ingente  que  El  en  sus  altos  fi- 
nes estima  que  merece  ser  remediada.  Lo  demás,  son 
bellas  ficciones  y  el  Evangelio  se  limita  a  encerrar 
aquellos  30  años  de  Dios  en  una  pobre  casa  de  arte- 
sano, en  una  brevísima,  discretísima  frase;  "erat  sub- 
ditus  illis",  estaba  sujeto  a  ellos,  es  decir,  a  sus  pa- 
dres. En  cambio  nos  cuentan  los  cuatro  evangelistas 
los  milagros  grandiosos  de  Jesús  durante  su  vida  pú- 
blica de  sólo  tres  años.  Es  que  estos  milagros  eran  pa- 
ra comprobar  que  era  el  Mesías,  que  era  Dios  y  que 
era  Dios  de  misericordia  que  sabe  apiadarse  de  los 
ciegos  y  de  los  paralíticos  y  los  leprosos:  "pertransit 
bene  faciendo",  pasó  haciendo  el  bien,  pues  para  eso 
había  venido. 

¿Y  qué  milagro  se  sabe  ni  se  supo  jamás  de  José? 
Yo  encuentro  sin  embargo  un  pequeño  parentesco  o 
afinidad  espiritual  delicada  pero  clara,  entre  el  santo 
del  silencio  de  Nazareth  y  el  varón  santificado  por 
María  en  el  Tepeyac,  como  la  encuentro  también  en- 
tre éste  y  Bernardita  la  de  Lourdes.  Almas  introspec- 
tivas, entregadas  totalmente  a  Dios,  almas  que  pasan 


198       Jesús     David  Jaquez 


casi  como  sombras  por  el  mundo,  pero  como  sombras 
luminosas  y  bienhechoras. 

Juan  Diego  fue  así.  Humildad,  silencio,  abnega- 
ción, oración  y  contemplación.  Y  además,  un  vivien- 
te testimonio  de  María  de  Guadalupe.  El,  que  lo  pri- 
mero que  quiso,  apenas  vio  cumplido  su  cometido,  fue 
retirarse  a  su  soledad  y  a  su  vida  oscura,  él  que  no  tu- 
vo siquiera  la  idea  de  pregonar  a  las  multitudes  las 
grandezas  de  la  Virgen  ni  la  excelsitud  de  su  divina 
belleza,  que  no  hizo  jiras,  que  no  misionó,  que  no  bus- 
có colaboradores  ni  cronistas  para  que  perpetuaran, 
directamente  del  vidente  los  prodigios  del  Tepeyac, 
que  no  fue  siquiera  a  referir  prolijamente  a  los  fran- 
ciscanos de  Tlaltelolco  las  asombrosas  apariciones, 
para  que  ellos  las  predicaran  por  toda  la  tierra  azteca; 
sino  que  optó  por  ocultarse  en  la  misma  pequeña  er- 
mita, puesta  al  margen  de  los  engentados  caminos  del 
México  que  se  rehacía  y  que  se  repoblaba;  instintiva- 
mente se  acogió  a  la  "senda  estrecha"  de  que  habla  el 
Divino  Maestro  al  través  de  sus  Evangelistas. 

Dícese  que  muchas  veces,  cuando  el  dulce  indito 
santificado  se  creía  solo  en  su  ermita,  los  que  en  al- 
gunas ocasiones  lo  espiaron  por  la  abertura  de  la  mo- 
desta puerta,  llegaron  a  verlo  acurrucado  en  un  rincón 
de  ella,  contemplando  extático  la  gloriosa  tilma  • — su 
propia  tilma —  y  hablando  a  la  Señora  ante  su  ima- 
gen, con  las  más  fervorosas  y  dulces  palabras.  Pode- 
mos, ya  que  somos  tan  sensibleros  y  materialistas, 
imaginar  esos  largos  monólogos  místicos  expresados 
de  la  más  simple  y  rústica  de  las  maneras,  pero  con 
un  espíritu  y  un  corazón  como  posiblemente  no  se  ha- 
ya vuelto  a  escuchar  jamás  en  el  Tepeyac. 

Acaso  le  diría  por  la  mañana,  al  abrir  la  ermita, 
cuya  gruesa  y  tosca  llave  debe  haberle  sido  encomen- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  199 


dada;  —¡Señora  y  niña  mía,  la  más  pequeña  de  mis 
hijas!  ¿cómo  amaneciste?  ¿estás  bien  de  salud?  ¿es- 
tás contenta?  Ya  sé  que  tú  estás  allá  en  el  cielo,  de 
donde  bajaste  las  veces  que  te  vi  allí  en  ese  Tepeyácac 
que  desde  aquí  diviso,  y  que  la  que  ahora  tengo  ante 
mis  ojos  es  sólo  tu  figura,  tu  retrato  que  nos  dejaste  a 
todos  como  recuerdo.  .  .  No  olvido  un  instante  cuan- 
do tocaste  mi  tilma,  con  tus  manitas,  las  que  arrulla- 
ron al  Niño  Jesús,  cuando  lo  tenías,  apenas  un  chil- 
payatito  en  Belén,  como  nos  han  enseñado  los  sacer- 
dotes. .  .  Tú  tocaste  mi  tilma  con  tus  manos  cuando 
recibías  las  flores  que  me  mandaste  bajar  del  cerrillo.  .  . 
Ya  viste  que  yo  no  dudé,  aunque  bien  sabía  yo  que  en 
el  Tepeyácac  no  se  dan  flores,  ni  menos  esas  rosas 
de  Castilla  tan  frescas  y  hermosas,  sino  sólo  espinas 
y  nopales  y  mezquites  de  los  de  nuestra  tierra.  .  .  pe- 
ro ya  viste  que  yo  fui  y  subí  con  presteza,  porque  Tú 
me  lo  habías  mandado  y  tus  palabras  son  de  oro.  .  . 
Y  cuando  yo  iba  llevando  al  Obispo  tus  rosas,  ya  vis- 
te que  ni  yo  mismo  quise  abrir  mi  tilma,  que  llevaba 
bien  doblada,  como  un  itacate  muy  santo,  para  que 
nadie  viera  nada,  como  Tú  me  ordenaste.  .  .  Y  yo  no 
sabía  que  a  lo  mejor  ya  llevaba  sobre  mi  pecho  tu 
santa  imagen.  .  .  Pero  qué  linda  es  tu  imagen.  .  .  Vir- 
gencita  santa .  .  .  No.  siempre  eras  más  linda  y  pura 
Tú  en  persona,  como  yo  te  vi  las  cuatro  veces.  .  .  Yo 
nunca  olvidaré  esto;  ¡si  parecía  que  yo  estaba  en  el 
paraíso  no  más  de  estar  arrodillado  en  tu  presencia 
allá  arriba...  y  luego  aquí  en  el  llano,  aquí  mismo 
donde  te  han  puesto  tu  altar  y  colgado  encima  tu 
imagen!  Perdóname,  Santa  Virgen  María  Inmacula- 
da, que  esté  así  tan  embobado  con  ver  tu  figura,  que 
ya  hasta  se  me  olvida  tu  servicio.  Ya  voy,  Señora  y 
Niña  mía,  a  coger  la  escoba,  que  ahí  la  tengo  delante 


200      Jesús     David   -J  a  q  u  e  z 


de  la  puerta,  para  barrerte  tu  ermita  muy  bien  barridi- 

ta;  te  prometo  no  dejar  polvo  ni  basura.  .  .  y  luego,  si 
viene  alguno  de  tus  devotos  y  te  trae  flores,  ¡ah!  que 
no  serán  como  las  que  Tú  me  mandaste  que  su- 
biera a  cortar,  al  momento  iré  por  agua  clara  para 
ponértelas  en  esos  jarros  que  te  sirven  de  floreros, 
para  que  te  perfumen  y  se  te  vea  más  bonito  tu  al- 
tar. .  .  Ya  voy,  Señora  y  Niña  mía,  a  hacer  estos  que- 
haceres. .  . 

Y  en  todas  estas  oraciones  juandieguinas  y  en  to- 
dos sus  actos  de  devoción  y  contemplación  extática 
que  nos  es  legítimamente  lícito  imaginar,  en  toda  la 
actitud  del  piadoso  iluminado,  todo  era  con  espíritu 
perfectamente  cristiano,  sencillamente  devoto  y  filial, 
altísimamente  marial,  prístina  y  fresca  y  santamente 
guadalupano.  Dice  A.  M.  Quiralte,  guadalupanista, 
desde  los  Estados  Unidos:  "Todos,  los  actos  de  de- 
voción y  virtud  cristiana  de  Juan  Diego  no  están  mez- 
clados con  aquellas  supersticiones  propias  de  los  in- 
dios paganos  ni  rodeados  de  aquellas  vaguedades 
sentimentales  que  eran  en  aquel  entonces,  como  aho- 
ra, la  plaga  de  las  devociones  cristianas,  mezcladas 
muchas  veces  con  algo  de  romanticismo  de  la  Edad 
Media".  Este  jesuíta,  muy  amante  de  la  Guadalupa- 
na  y  de  Juan  Diego,  tiene  un  libro  lleno  de  datos  y  de 
hechos  sobre  estas  cosas,  editado  en  Los  Angeles  de 
California. 

Diecisiete  años  así  dedicados  impecable  y  modesta- 
mente al  servicio  de  Ja  Virgen  de  Guadalupe  y  lo 
menos  siete  años  anteriores  de  vida  auténticamente 
cristiana  y  cincuenta  años  o  poco  menos  de  humilde 
vida  de  virtud  natural,  cumplen  el  ciclo  mortal  de  los 
74  años  que  vivió  Juan  Diego  en  esta  vida  humilde, 
llena  de  privaciones,  salpicada  de  dolor  y  empapada 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  201 


en  soledad,  en  la  que  sólo  los  espléndidos  días  9,  10 
y  12  de  diciembre  de  1531,  fueron  para  él  de  dicha 
plena,  de  arrobo  celestial  y  de  atisbo  de  la  gloria  ce- 
leste. 

En  1548,  probablemente  el  lo.  o  el  2  de  junio,  o 
sea  dos  días  antes  que  el  venerable  Obispo  Fray  Juan 
de  Zumárraga,  que  murió  el  3  de  ese  mes.  Juan  Die- 
go muere  en  su  aposentillo  junto  a  la  ermita.  Dice  una 
tradición  que  no  hay  por  qué  desmentir,  que  un  poco 
antes  de  su  muerte,  la  Virgen  Santísima,  la  Guadalu- 
pana  se  le  apareció,  esta  vez  en  una  aparición  perso- 
nal y  privada,  podríase  decir,  para  anunciarle  su  pró- 
ximo fin  terreno  y  hacerle  saber  que  ya  estaba  muy 
cercano  el  momento  en  que  Ella  y  su  Hijo  Divino,  lo 
premiaran  cumplidamente  en  la  gloria  eterna,  hacién- 
dole así  efectiva  la  Señora  su  promesa  de  pagarle  to- 
dos los  trabajos  que  para  su  servicio  se  había  tomado. 

Muere  Juan  Diego  a  pocos  metros  de  su  santo 
ayate  y  la  noticia  cunde,  y  viene  al  momento  el  señor 
de  Cuautitlán  y  muchos  de  sus  compatriotas  y  otras 
gentes  y  se  congregan  todos  en  derredor  de  su  pobre 
petate,  que  era  todo  lo  que  había  dejado;  pobre  como 
José  de  Nazareth;  como  Jesús  mismo,  que  no  tuvo 
dónde  reclinar  su  cabeza;  y  lloran  a  la  vera  del  vene- 
rable cuerpo  y  encienden  piadosos  cirios  a  los  lados 
del  cadáver  del  que  para  ellos  había  sido  un  santo,  y 
Juan  Diego,  como  cuatro  años  antes  su  tío  Juan  Ber- 
nardino,  baja  a  la  madre  tierra  en  la  ermita  misma  del 
Tepeyac;  esa  tierra  santificada  por  las  plantas  de 
María  Celestial  y,  al  cerrarse  su  humilde  tumba  ve- 
nerable, ...  se  abre  el  secular  silencio  en  que,  incom- 
prensivos  e  ingratos,  lo  tenemos  hace  siglos.  .  . 

Los  que  fusilamos  al  que  nos  diera  Patria  y  liber- 
tad, en  Padilla,  tenemos  también  bien  muerto  el  re- 


202 


Jesús 


David 


J  A  Q  U  E  Z 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  203 


cuerdo  del  más  puro,  el  más  humilde  y  el  más  favo- 
recido de  la  Virgen,  de  todos  los  de  nuestra  raza. 

No  fue,  parece,  sino  hasta  el  lo.  de  noviembre  de 
1895,  cuando  un  francés  piadoso  y  guadalupanista,  el 
farmacéutico  de  Puebla,  M.  Santiago  Beguerisse,  en 
carta  de  esa  fecha  dirigida  a  Mons.  Hipólito  Vera, 
primer  Obispo  de  Cuernavaca,  le  expone  y  propone 
la  idea  de  que  se  comience  a  trabajar  en  pro  de  la 
canonización  del  vidente  del  Tepeyac.  El  Prelado  le 
contesta  el  4  del  mismo  mes  y  año,  declarando  que  él 
también  alienta  la  misma  idea,  pero  que  "es  necesario 
el  acuerdo  favorable  de  todo  el  Episcopado  de  la  Re- 
pública". Y  todo  queda  en  olvido,  hasta  que  Mons. 
José  de  Jesús  Manríquez  y  Zárate,  Obispo  de  Hueju- 
tla,  lanza  una  carta  pastoral  haciendo  vibrar  de  nuevo 
la  idea  y  luego  escribe  su  tantas  veces  mencionado 
libro  sobre  Juan  Diego  y.  .  .  nada  se  hace  efectivo  y 
de  fuerza,  en  favor  de  la  noble  idea.  Otro  guadalu- 
panista contemporáneo,  el  P.  Lauro  López  Beltrán, 
hace  campaña  en  el  mismo  sentido,  pero  aún  no  se  ve 
nada  decisivo. 

Y  vienen  los  tiempos  actuales,  con  su  plétora  de 
ruido,  de  agitaciones  de  los  pigmeos,  con  sus  inquie- 
tudes y  sus  luchas  armadas  y  del  espíritu,  con  sus 
bombas  atómicas  y  de  hidrógeno,  con  sus  marejadas 
ideológicas  y  sus  doctrinarismos  vacuos  y  todo  el  al- 
boroto humano,  minúsculo  y  transitorio,  y  todo  el  es- 
truendo mental  que  cada  hombre  de  este  tiempo,  den- 
tro de  esta  que  llamamos  civilización,  lleva  dentro  y 
con  sus  gritos  y  pujas  por  una  paz  que  el  mundo  no 
puede  dar,  y  el  más  pacífico  de  los  hombres  de  esta 
tierra,  el  que  apenas  habló,  como  no  fuera  cuando  de- 
bía hacerlo,  el  piadoso,  el  modesto,  el  heroico,  el  sin 
duda  santo,  es  olvidado  totalmente.  Hoy  el  mundo  no 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  205 


quiere  santos;  quiere  dinero,  placeres  bulliciosos,  ra- 
dios, televisiones,  autos,  paseos,  diversiones,  honores, 
agitación  gusaneril,  aparato  y  bluff  y  mareo  de  vida 
brillante  pero  rastrera,  como  fruto  natural  y  bastardo 
ce  un  modernismo  más  brutal  si  cabe,  que  las  locas 
idolatrías  de  los  antiguos  tiempos. 

Si  la  Virgen  de  Guadalupe  es  venerada  y  amada, 
si  vemos  con  afecto  su  santa  imagen  milagrosa,  si  el 
guadalupanismo  prospera  y  crece,  no  por  eso  pode- 
mos darnos  por  satisfechos.  Hay  mucho  olvido  y  mu- 
cha ingratitud  del  pasado  y  del  presente,  que  debe- 
mos reparar. 

Ella  nos  regaló  rosas  y  las  perdimos,  nos  regaló  a 
su  "embajador  muy  digno  de  confianza"  en  su  siervo - 
Juan  Diego,  y  ni  siquiera  sabemos  ya  de  su  sepulcro, 
nos  regaló  su  retrato  a  todo  color  y  dedicado  y  con 
firma,  y  apenas  ahora  comenzamos  a  deletrear  el 
mensaje  de  sobrenaturalidad  que  lleva  escondido  pe- 
ro reconocible  entre  la  tosca  urdidumbre  de  sus  hilos 
de  ixtle  de  maguey.  .  . 

Cierto,  le  tenemos  ya  una  gran  Basílica  venerable 
para  su  culto;  cierto,  le  tenemos  un  trono  de  mármol 
y  oro  para  ese  retrato  divino;  cierto,  ha  sido  embelle- 
cido y  dignificado  su  Tepeyac;  cierto,  hemos  levanta- 
do un  atrio  monumental  frente  a  su  Santuario;  cierto, 
está  siendo  reparada  la  Parroquia  Archiprestal,  lugar 
justo  de  la  última  y  más  cara  aparición  suya  y  sitio 
del  milagro  de  la  tilma;  todo  esto  es  muy  cierto,  pero 
¿nada  queda  ya  por  hacer?-  ¿Hemos  cumplido  hasta  lo 
último  su  voluntad  maternal? 

Yo  no  osaría  pensar  que  podemos  darnos  por  sa- 
tisfechos y  sentarnos  plácidamente  a  descansar.  Lo  que 
humanamente  se  ha  hecho,  siempre  con  la  ayuda  di- 
vina, mucho  es;  pero  lo  que  falta  por  hacer  y  que  sin 


206 


Jesús     David  Jaquez 


esa  ayuda  jamás  podremos  realizar,  es  acaso  más  aún. 
Si  el  Señor  no  edifica  la  ciudad,  en  vano  trabajan 
quienes  la  construyen,  que  dice  el  salmista  regio. 

La  tarea  pendiente  es  de  doble  aspecto:  el  material 
y  el  espiritual,  aquel  subordinado  a  éste  y  como  ayu- 
dador: somos  cuerpo  y  alma  al  par.  En  lo  material, 
terminar  las  obras  de  reparación  en  la  Villa  de  Gua- 
dalupe; dignificar  totalmente,  no  sólo  los  aledaños  de 
la  Basílica  y  el  Cerrito  y  la  Parroquia,  sino  la  Villa 
entera;  hacer  de  toda  ella  una  ciudad  mariana  y  gua- 
dalupana,  como  en  Lourdes  — ya  lo  dije —  se  ha  hecho, 
no  solamente  el  "Dominio  de  la  Santa  Virgen",  como 
allá  se  le  llama,  sino  que  la  pequeña  ciudad  entera  es 
devota  y  recogida  y  la  llaman  los  Obispos,  especialmen- 
te el  de  Tarbes  y  Lourdes,  "La  Ciudad  de  María".  Des- 
terrar irreverencias,  acallar  merolicos  impertinente  que 
asordan  y  perturban  la  oración  de  peregrinos  y  orantes, 
circunscribir  el  comercio  para  que  no  invada  material- 
mente ni  con  su  espíritu,  los  lugares  santos;  hacer  que 
la  Villa  entera  sea  la  "Ciudad  Guadalupana",  única 
en  México,  en  América  toda. 

Educar,  instruir:  la  Villa  no  es  lugar  para  ir  a 
comer  fritangas  o  taquitos  o  .a  beber  pulque:  es  para 
orar  ante  todo;  las  necesidades  corporales  pueden  y 
aun  deben  ser  satisfechas,  pero  discretamente  y  sólo 
en  función  de  su  necesidad,  no  „de  placer,  gula  o  disi- 
pación. 

Podría  en  la  Villa  ser  construido  o  adaptado  un 
local,  una  casa,  para  Museo  y  -Academia  de  Guada- 
lupe: una  biblioteca  popular,  con  libros  asequibles  y 
comprensibles  para  el  pueblo;  con  un  departamento 
de  obras  especiales,  para  estudio  guadalupano  formal, 
con  una  sala  de  museo,  con  otra  para  exhibir  gráfica- 
mente, a  fin  de  que  el  pueblo  mz're  y  en  esta  forma  se 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  207 


impresione  y  se  le  graben  las  escenas  en  figuras  de 
bulto  con  toda  la  historia  aparicional  y  la  vida  de 
Juan  Diego,  con  exhibición  de  tres  películas  buenas 
que  existen,  la  "Virgen  Morena",  "La  Virgen  que 
Forjó  una  Patria"y  "Las  Rosas  del  Milagro",  basada 
la  segunda  en  el  buen  libro  de  don  René  Capistrán 
Garza,  con  conferencias  populares  y  eruditas  sobre  el 
tema  guadalupano,  para  difundirlo  e  ilustrarlo,  con 
cursillos  de  guadalupanismo,  etc.  Allí  podrían  vender- 
se al  pueblo  folletos  ilustrados,  libritos  sencillos;  hacer 
una  edición  gigante,  siquiera  de  dos  o  tres  millones,  del 
Relato  de  Valeriano,  barato  y  popular,  pero  atractivo 
mediante  letra  gruesa  e  ilustraciones  a  colores;  los 
emolumentos  que  estas  cosas  produjeran,  sostendrían 
esa  casa  o  academia,  etc. 

Difundir  el  conocimiento  de  la  Virgen  de  Guada- 
lupe: hay  muchos  miles  de  personas,  aun  en  el  Dis- 
trito Federal  que  no  tienen  la  -primera  noticia  de  ello. 
Pugnar  por  que  al  fin  oficialmente  la  Villa  recupere 
su  nombre:  Villa  de  Guadalupe  o  Villa  de  la  Virgen 
de  Guadalupe,  trabajar  por  que  su  Imagen,  que  es 
nacional  y  patriótica,  vuelva  a  ser  colocada  en  el  re- 
cinto del  Poder  Legislativo,  como  lo  fue  tantos  años 
en  el  pasado.  Hacer  campaña  y  presión  moral  inteli- 
gente y  sensata  para  que  en  las  escuelas,  sean  oficia- 
les o  no,  se  enseñe  la  historia  guadalupana,  tan  ínti- 
mamente vinculada  a  la  historia  patria  y  que  en  los 
libros  de  texto  elementales  de  historia  patria,  -se  incor- 
pore el  capítulo  glorioso  de  las  apariciones. 

Y  finalmente,  laborar  con  fe  y  entusiasmo  por  in- 
troducir la  causa  de  beatificación  en  Roma  del  dulce 
vidente.  Hay  muchos,  hasta  guadalupanos  que  parecen 
tener  miedo  a  esto;  no  es  tal  el  pensar  de  la  Iglesia, 
la  cual  no  ha  canonizado  a  nuestro  vidente,  porque 


208      Jesús     David  Jaquez 


no  se  le  han  presentado  los  documentos,  peticiones  y 
requisitos  para  ello.  Juan  Diego  declarado  santo,  no 
haría  mal  a  nadie  ni  menos  al  culto  guadalupano,  antes 
lo  renovaría  y  vigorizaría.  Es  una  gloria  católica  y 
una  gloria  nacional  y  una  alegría  para  los  indígenas. 
Todo  esto  y  mucho  más  se  puede  hacer  con  pureza  de 
intención,  con  amor  a  la  Virgen  de  Guadalupe  y  con 
fe  en  Dios  y  una  poca  de  iniciativa  y  de  generosidad. 
Lo  reclama  el  amor  a  la  Virgen,  nuestra  catolicidad 
cada  día  más  amenazada  y  entibiada  y  nuestra  mexica- 
nidad  también  cada  día  más  mistificada  y  en  disolución. 

No  creo  poder  dar  mejor  fin  a  este  trabajo  cerrán- 
dolo como  con  broche  de  oro,  ya  que  oro  no  puse  en 
él,  por  su  exigüedad,  que  transcribiendo  un  párrafo  de 
un  notable  escritor  y  guadalupanista  eximio,  don  Alfon- 
so Junco,  quien  dice: 

"Quiso  María  con  insistencia  maternal,  que  fuese 
un  indio  pobre,  desvalido,  minúsculo,  quien  llevase  la 
embajada  y  en  su  tilma  acogiera  las  flores  y  perpe- 
tuara la  visión  celeste.  Propia  política  divina  escoger 
lo  menor  para  lo  mayor.  Y  debe  recalcarse  cómo  el 
prodigio  guadalupano  sobrepuja  y  abraza  en  superior 
unidad  las  fronteras  raciales:  porque  el  rostro  de  la 
Virgen  no  es  indio,  ni  español,  sino  mexicano;  y  el 
culto  avasallador  para  la  Virgen  fue  siempre  y  sigue 
siendo,  no  sólo  de  los  indios,  sino  también  de  españo- 
les y  criollos  y  mestizos:  de  la  totalidad  de  la  nadión 
que  entonces  alboreaba,  y  que  en  el  decurso  de  los 
siglos  ha  confirmado  y  engrandecido  el  culto  inicial, 
levantando  a  la  Virgen  por  unitivo  símbolo  de  la  Na- 
cionalidad y  de  la  Patria". 

México,  D.  F„  a  2  de  marzo  (miércoles  de  ceniza) 
de  1960. 


BREVE  EXPLICACION  SOBRE 
LOS  APENDICES 


Para  amparar  en  algún  modo  la  pobreza  de  este 
trabajo  y  también  para  ampliar  más  algunos  aspectos 
del  inagotable  tema  guadalupano,  ensanchando  y  pro- 
fundizando en  su  conocimiento,  he  agregado  varios 
apéndices  que  considero  de  gran  importancia  para  el 
mayor  y  mejor  estudio  de  este  tema;  estos  apéndices 
son  los  más  medulares  y  contienen  datos,  apreciaciones 
y  observaciones  de  legítimo  valor. 

El  primer  apéndice  es  el  Relato  de  Antonio  Vale- 
riano, llamado  a  justo  título  "el  relato  príncipe"  y 
también  "el  evangelio  de  las  apariciones  guadalupa- 
nas".  Habiendo  sido  el  primer  cronista  del  gran  suceso 
guadalupano  en  el  Tepeyac,  siendo,  como  sin  duda  es, 
un  relato  de  primera  mano,  o  sea  tomado  de  los  infor- 
mes orales  de  Fray  Juan  de  Zumárraga,  de  Juan  Die- 
go y  probablemente  también  de  Juan  Bernardino,  y 
siendo  su  autor  un  indio  culto,  sensato,  honesto  y  ca- 
lificado por  todos  conceptos,  viene  a  ser  la  fuente 
pristina  de  todos  los  cronistas  e  historiadores  que  des- 
pués de  él  han  escrito  sobre  las  apariciones. 

Este  relato  es  digno  de  ser  leído  y  releído  con 
toda  atención  y  espíritu  recogido  y  cristiano;  su  re- 
dacción es  de  una  simplicidad  no  solamente  francis- 
cana, sino  de  una  diafanidad  y  profundidad  evangé- 


14 


210      Jesús     David  Jaqubz 


licas:  pocas  palabras,  mucha  sustancia;  carencia  total 
de  artificio  o  adorno  literario,  pero  claridad  plena,  au- 
tenticidad manifiesta,  genuinidad  admirable.  La  tras- 
lación de  los  diálogos  entre  la  Virgen  María  y  Juan 
Diego,  evidencia  en  forma  segura  que  el  autor  se 
documentó  concienzudamente  en  conversaciones  con  el 
vidente,  no  menos  que  con  Fray  Juan  de  Zumárraga. 
El  original  de  Valeriano  fue  escrito  por  este  ilustrado 
nativo  en  su  lengua  materna,  el  náhuatl,  idioma  exqui- 
sito y  admirable  en  sus  formas  gramaticales,  locucio- 
nes y  estilo  sustancial;  todos  sus  traductores  y  nahua- 
tlacas  entendidos  afirman  que  su  redacción  es  de  gran 
pureza  y  de  sencilla  pero  exquisita  elegancia.  La  tra- 
ducción que  aquí  doy,  es  del  licenciado  don  Primo1  Fe- 
liciano Velázquez  y  es  la  más  autorizada  y  conside- 
rada como  más  fiel.  Todo  este  relato  admirable  exhala 
un  olor  bueno,  a  fe,  amor,  sinceridad  resaltante  y  una 
diafanidad  y  pureza  verdaderamente  liliales. 

El  siguiente  apéndice  es  mi  Exégesis  del  Relato 
de  Valeriano.  En  ella  explico  textos  y  locuciones,  hago 
consideraciones  breves  y  trato  de  aportar  todas  las 
luces  que  me  fue  dable,  para  la  mejor  comprensión  y 
valorización  de  dicho  Relato.  Hasta  donde  mis  noti- 
cias alcanzan,  no  sé  que  exista  en  la  actualidad,  ni 
menos  al  alcance  del  público,  una  exégesis  o  explica- 
ción completa  de  todo  el  Relato,  si  bien  abundan  co- 
mentarios parciales  e  históricos  sobre  algunos  de  sus 
más  importantes  pasajes.  Creo  de  todos  modos,  que 
mi  exégesis  contribuya  a  esclarecer  el  texto  y  a  valo- 
rarlo convenientemente. 

Como  apéndice  tercero,  he  incluido  un  artículo  de 
crítica  histórica  del  "Relato  de  Valeriano",  debida  al 
P.  Marcos  Gordoa,  S.  J.  que  sintetiza  todo  lo  dicho 
por  diversos  escritores  sobre  el  "evangelio  de  las  Apa- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  211 


riciones",  ofreciendo  un  panorama  correcto  sobre  el 
mismo,  así  como  valiosos  datos  correlativos,  todos  ellos 
convergentes  a  la  probación  histórica  de  la  autenti- 
cidad de  las  Apariciones  y  de  su  relator  cumbre,  Va- 
leriano, así  como  otros  testimonios. 

El  apéndice  cuarto  es  un  artículo  de  un  prominente 
aunque  modesto  guadalupanista:  don  Alfonso  Marcué 
González.  Este  señor  nació  en  la  Villa  de  Guadalupe 
el  26  de  junio  de  1903,  siendo  hijo  de  un  dedicadísi- 
mo  guadalupanista,  muerto  a  muy  avanzada  edad,  tras 
una  vida  de  estudio  y  propaganda  guadalupanas.  El 
señor  Alfonso  Marcué  es  una  autoridad  en  muchos 
aspectos  guadalupanos  y  lleva  cerca  de  cuarenta  años 
dedicado  a  esta  clase  de  trabajos,  por  lo  que  merece 
crédito  pleno.  Su  artículo  aquí  adjunto,  fue  recibido 
textual  y  con  gran  beneplácito  por  el  Papa  Pío  XII, 
de  santa  memoria,  quien  sé  interesó  grandemente  por 
este  escrito  y  envió  una  especial  bendición  a  su  autor, 
pocos  años  antes  del  fallecimiento  de  ese  gran  Papa. 
Contiene  los  textos  de  los  doctores  Javier  Torroella 
Bueno  y  Rafael  Torija  Lavoignet,  oculistas  connota- 
dos que,  tras  un  minucioso  estudio  de  las  pupilas  de 
la  sagrada  imagen  guadalupana  en  su  tilma  original, 
rindieron  declaraciones  expresas  sobre  las  realidades 
que  científicamente  comprobaron  en  el  propio  ayate 
milagroso. 

Por  último,  presento  una  breve  Cronología  Guada- 
lupana que  agrupa  a  lo  largo  de  los  siglos,  los  más  sa- 
lientes hechos  y  datos  sobre  la  historia  guadalupana, 
ofreciendo  así  una  panorámica  general,  debidamente 
situada  en  el  tiempo,  sobre  estos  sucesos. 

Estos  apéndices,  espero,  darán  a  mi  presente  tra- 
bajo el  valor  de  que,  por  la  parte  personal  del  autor, 
carece  seguramente,  pero  todo  ello  forma  un  conjunto 


212      Jesús     David  Jaqubz 


de  guadalupanología  en  sus  variados  aspectos  que 
menos,  y  dada  la  escasez  de  libros  sobre  tan  noble 
mexicano  tema,  ofrece  una  oportunidad  más  para  ei 
sanchar  el  conocimiento  del  Milagro  Guadalupano. 


APENDICE  NUMERO  1 


HISTORIA  DE  LA  APARICION  DE  NUESTRA 
SEÑORA  DE  GUADALUPE 
(Nican  Mopohua). 

escrito  en  náhuatl 
por  ANTONIO  VALERIANO. 

y  traducida  al  castellano  por  el 
Lic.  Primo  Feliciano  Velázquez. 

En  orden  y  concierto  se  refiere  aquí  de  qué  ma- 
nera apareció  poco  ha  ( 1 )  maravillosamente,  la  siem- 
Ipre  Virgen  Santa  María,  Madre  de  Dios,  nuestra  Rei- 
na, en  el  Tepeyácac,  que  se  nombra  Guadalupe. 

Primero  se  dejó  ver  de  un  pobre  indio  llamado 
Juan  Diego;  y  después  se  apareció  su  preciosa  imagen 
delante  del  nuevo  Obispo  don  Fray  Juan  de  Zumá- 
rraga.  También  (se  cuentan)  todos  los  milagros  que 
ha  hecho  (2). 

Diez  años  después  de  tomada  la  ciudad  de  México, 
se  suspendió  la  guerra  y  hubo  paz  en  los  pueblos  así 
como  empezó  a  brotar  la  fe,  el  conocimiento  del  ver- 
dadero Dios,  por  quien  se  vive  (3).  A  la  sazón,  en 
el  año  de  mil  quinientos  treinta  y  uno,  a  pocos  días 
del  mes  de  diciembre,  sucedió  que  había  un  pobre 


214      Jesús     David  Jaquez 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  215 


indio,  de  nombre  Juan  Diego,  según  se  dice,  natural 
de  Cuautitlán  (4).  Tocante  a  las  cosas  espirituales, 
aún  todo  pertenecía  a  Tlaltilolco.  Era  sábado,  muy 
de  madrugada,  y  venía  en  pos  del  culto  divino  y  de 
sus  mandados.  Al  llegar  junto  al  cerrillo  llamado  Te- 
peyácac,  amanecía  (5);  y  oyó  cantar  arriba  del  cerri- 
llo; semejaba  canto  de  varios  pájaros  preciosos;  calla- 
ban a  ratos  las  voces  de  los  cantores,  y  parecía  que  el 
monte  les  respondía.  Su  canto,  muy  suave  y  deleitoso, 
sobrepujaba  al  del  coyoltótotl  y  del  tzinizcan  y  de  otros 
pájaros  lindos  que  cantan  (6).  Se  paró  Juan  Diego 
a  ver  y  dijo  para  sí:  "¿P°r  ventura  soy  digno  de  lo 
que  oigo?  ¿quizás  sueño?  ¿me  levanto  de  dormir?  ¿dón- 
de estoy?  ¿acaso  en,  el  paraíso  terrenal  que  dejaron  di- 
cho los  viejos,  nuestros  mayores?  (7)  ¿acaso  ya  en  el 
cielo?"  Estaba  viendo  hacia  el  oriente,  arriba  del  ce- 
rrillo (8),  de  donde  procedía  el  precioso  canto  celes- 
tial y  así  que  cesó  repentinamente  y  se  hizo  el  silencio, 
oyó  que  le  llamaban  de  arriba  del  cerrillo  y  le  decían: 
"Juanito,  Juan  Dieguito"  (9). 

Luego  se  atrevió  a  ir  a  donde  le  llamaban;  no  se 
sobresaltó  un  punto;  al  contrario,  muy  contento,  fue 
subiendo  el  cerrillo,  a  ver  de  dónde  le  llamaban  (10). 
Cuando  llegó  a  la  cumbre,  vió  a  una  señora  que  estaba 
allí  de  pie  (11)  y  que  le  dijo  que  se  acercara.  Llegado 
a  su  presencia,  se  maravilló  mucho  de  su  sobrehumana 
grandeza;  su  vestidura  era  radiante  como  el  sol;  el  risco 
en  que  posaba  su  planta,  flechado  por  los  resplando- 
res, semejaba  una  ajorca  de  piedras  preciosas,  y  re- 
lumbraba la  tierra  como  el  arco  iris.  Los  mezquites, 
nopales  y  otras  diferentes  hierbecillas  que  allí  se  sue- 
len dar,  parecían  de  esmeralda;  su  follaje;  finas  tur- 
quesas; y  sus  ramas  y  espinas  brillaban  como  el  oro 
(12).  Se  inclinó  delante  de  ella  y  oyó  su  palabra,  muy 


216      Jesús     David  JaOüeZ 


blanda  y  cortés,  cual  de  quien  atrae  y  estima  mucho. 
Ella  le  dijo:  "Juanito  el  más  pequeño  de  mis  hijos, 
¿a  dónde  vas?  (13).  El  respondió  "Señora  y  Niña  mía, 
tengo  que  llegar  a,  tu  casa  de  México  Tlaltilolco,  a  se- 
guir las  cosas  divinas  que  nos  dan  y  enseñan  nuestros 
sacerdotes,  delegados  de  Nuestro  Señor".  (14)  Ella 
luego  le  habló  y  le  descubrió  su  santa  voluntad;  le 
dijo:  "Sabe  y  ten  entendido,  tú,  el  más  pequeño  de 
mis  hijos,  que  yo  soy  la  siempre  Virgen  Santa  María, 
Madre  del  verdadero  Dios  por  quien  se  vive;  del  Crea- 
dor cabe  quien  todo  está;  Señor  del  cielo  y  de  Ja  tierra. 
Deseo  vivamente  que  se  me  erija  aquí  un  templo  (15), 
para  en  él  mostrar  y  dar  todo  mi  amor,  compasión, 
auxilio  y  defensa,  pues  yo  soy  vuestra  piadosa  madre, 
a  tí,  a  todos  vosotros  juntos  los  moradores  de  esta 
tierra  y  a  los  demás  amadores  míos  que  me  invoquen 
y  en  mí  confíen  (16);  oír  allí  sus  lamentos  y  reme- 
diar todas  sus  miserias,  penas  y  dolores.  Y  para  rea- 
lizar lo  que  mi  clemencia  pretende  ve  al  palacio  del 
Obispo  de  México  y  le  dirás  cómo  yo  te  envío  a  ma- 
nifestarle lo  que  mucho  deseo,  que  aquí  en  el  llano  (17) 
me  edifique  un  templo;  le  contarás  puntualmente  cuanto 
has  visto  y  admirado,  y  lo  que  has  oído.  Ten  por  se- 
guro que  te  lo  agradeceré  bien  y  lo  pagaré  (18),  por- 
que te  haré  feliz  y  merecerás  mucho  que  yo  te  recom- 
pense él  trabajo  y  fatiga  con  que  vas  a  procurar  lo  que 
te  encomiendo.  Mira  que  ya  has  oído  mi  mandato,  hijo 
mío  el  más  pequeño;  anda  y  pon  todo  tu  esfuerzo". 
Al  punto  se  inclinó  delante  de  ella  y  le  dijo:  "Señora 
mía,  ya  voy  a  cumplir  tu  mandado;  por  ahora  me  des- 
pido de  ti,  yo  tu  humilde  siervo".  Luego  bajó  para  ir 
a  hacer  su  mandado;  y  salió  a  la  calzada  que  viene 
en  línea  recta  a  México.  (19) 

Habiendo  entrado  en  la  ciudad,  sin  dilación  se  fue 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  217 


en  derechura  al  palacio  del  Obispo  (20),  que  era  el 
prelado  que  muy  poco  antes  había  venido  y  se  llama- 
ba don  Fray  Juan  de  Zumárraga,  religioso  de  San 
Francisco.  Apenas  llegó,  trató  de  verle;  rogó  a  sus 
criados  que  fueran  a  anunciarle,  y  pasado  un  buen 
rato,  vinieron  a  llamarle,  que  había  mandado  el  señor 
Obispo  que  entrara.  Luego  que  entró,  se  inclinó  y 
arrodilló  delante  de  él  (21);  en  seguida  le  dió  el  reca- 
do de  la  Señora  del  cielo  y  también  le  dijo  cuanto  ad- 
miró, vió  y  oyó.  Después  de  oír  toda  su  plática  y  su 
recado,  pareció  no  darle  crédito,  y  le  respondió:  "Otra 
vez  vendrás,  hijo  mío  y  te  oiré  más  despacio,  lo  veré 
muy  desde  el  principio  y  pensaré  en  la  voluntad  y  de- 
seo con  que  has  venido.  (22)  El  salió  y  se  vino  triste, 
porque  de  ninguna  manera  se  realizó  su  mensaje.  (23) 

En  el  mismo  día  se  volvió;  se  vino  derecho  a  la 
cumbre  del  cerrillo  y  acertó  con  la  Señora  del  cielo, 
que  le  estaba  aguardando  allí  mismo  donde  la  vió  la 
vez  primera.  (24)  Al  verla,  se  postró  delante  de  ella 
y  le  dijo:  "Señora,  la  más  pequeña  de  mis  hijas  (25), 
Niña  mía,  fui  a  donde  me  enviaste  a  cumplir  tu  man- 
dado; aunque  con  dificultad  entré  a  donde  es  el  asien- 
to del  prelado;  le  vi  y  expuse  tu  mensaje,  como  me  ad- 
vertiste; me  recibió  benignamente  y  me  oyó  con  aten- 
ción; pero  en  cuanto  me  respondió,  pareció  que  no  lo 
tuvo  por  cierto,  me  dijo:  "Otra  vez  vendrás;  te  oiré 
más  despacio:  veré  muy  desde  el  principio  el  deseo  y 
la  voluntad  con  que  has  venido..."  (26)  Comprendí 
perfectamente  en  la  manera  como  me  respondió,  que 
piensa  que  es  quizás  invención  mía  que  tú  quieres  que 
aquí  te  hagan  un  templo  y  que  acaso  no  es  de  orden 
tuya;  por  lo  cual  te  ruego  encarecidamente,  Señora  y 
Niña  mía  que  a  alguno  de  los  principales,  conocido, 
respetado  y  estimado,  (27)  le  encargues  que  lleve  tu 


218      Jesús     David  Jaqubz 


mensaje,  para  que  le  crean;  porque  yo  soy  un  hombre- 
cillo, soy  un  cordel,  soy  una  escalerilla  de  tablas,  soy 
cola,  soy  hoja  soy  gente  menuda  y  tú,  (28)  Niña  mía, 
la  más  pequeña  de  mis  hijas  (29),  Señora,  me  envías 
a  un  lugar  por  donde  no  ando  y  donde  no  paro.  (30) 
Perdóname  que  te  cause  gran  pesadumbre  y  caiga  en  tu 
enojo,  Señora  y  Dueña  mía".  (31) 

Le  respondió  la  Santísima  Virgen:  "Oye,  hijo  mío, 
el  más  pequeño:  ten  entendido  que  son  muchos  mis 
servidores  y  mensajeros,  a  quienes  puedo  encargar  que 
lleven  mi  mensaje  y  hagan  mi  voluntad;  pero  es  de 
todo  punto  preciso  (32)  que  tú  mismo  solicites  y  ayu- 
des y  que  con  tu  mediación  se  cumpla  mi  voluntad. 
Mucho  te  ruego,  hijo  mío,  el  más  pequeño,  y  con 
rigor  te  mando  (33),  que  otra  vez  vayas  mañana  a 
ver  al  obispo.  Dale  parte  en  mi  nombre  y  hazle  saber 
por  entero  mi  voluntad;  que  tiene  que  poner  por  obra 
el  templo  que  le  pido.  Y  otra  vez  dile  que'  yo  en  per- 
sona, la  siempre  Virgen  Santa  María,  Madre  de  Dios, 
te  envía."  Respondió  Juan  Diego:  "Señora  y  Niña  mía, 
no  te  cause  yo  aflicción;  de  muy  buena  gana  iré  (34) 
a  cumplir  tu  mandado;  de  ninguna  manera  dejaré  de 
hacerlo  ni  tengo  por  penoso  el  camino.  Iré  a  hacer  tu! 
voluntad;  pero  acaso  no  seré  oído  con  agrado;  o  si 
fuere  oído,  quizás  no  se  me  creerá.  (35  Mañana  en  la 
tarde,  cuando  se  ponga  el  sol,  (36)  vendré  a  dar  razón 
de  tu  mensaje  con  lo  que  responda  el  prelado.  Ya  de, 
ti  me  despido,  Hija  mia  la  más  pequeña,  mi  Niña  y 
Señora.  Descansa  entretanto".  (37)  Luego  se  fue  él 
a  descansar  en  su  casa. 

Al  día  siguiente,  domingo  muy  de  madrugada,  sa- 
lió de  su  casa  y  se  vino  derecho  a  Tlaltilolco  a  ins-; 
truirse  en  las  cosas  divinas  (38)  y  estar  presente  en 
la  cuenta  (39),  para  ver  en  seguida  al  Prelado.  Casi 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  219 


a  la  diez  se  aprestó,  después  de  que  se  oyó  Misa  y  se 
hizo  la  cuenta  y  se  dispersó  el  gentío.  (40)  Al  punto 
se  fue  Juan  Diego  al  palacio  del  señor  obispo.  Apenas 
llegó,  hizo  todo  empeño  por  verle;  otra  vez,  con  mucha 
dificultad,  le  vió,  (41)  se  arrodilló  a  sus  pies;  se  en- 
tristeció y  lloró  (42)  al  exponerle  el  mandato  de  la  Se- 
ñora del  cielo;  que  ojalá  que  creyera  su  mensaje,  y  ta 
voluntad  de  la  Inmaculada  (43),  de  erigirle  su  tem- 
plo donde  manifestó  que  lo  quería.  El  señor  obispo, 
para  cerciorarse,  le  preguntó  muchas  cosas,  dónde  la 
vió  y  cómo  era  (44);  y  él  refirió  todo  perfectamente 
al  señor  obispo.  Mas  aunque  explicó  con  precisión  la 
figura'  de  ella  y  cuanto  había  visto  y  admirado,  que 
en  todo  se  descubría  ser  ella  la  siempre  Virgen  María, 
Santísima  Madre  del  Salvador  Nuestro  Señor  Jesu- 
cristo; sin  embargo,  no  le  dió  crédito  y  dijo  que  no 
solamente  por  su  plática  y  solicitud  se  había  de  hacer 
lo  que  pedía  (45);  que,  además,  era  muy  necesaria 
alguna  señal  (46)  para  que  se  le  pudiera  creer  que  le 
enviaba  la  misma  Señora  del  cielo.  Así  que  lo  oyó, 
dijo  Juan  Diego  al  obispo:  "Señor,  mira  cual  ha  de 
ser  la  señal  que  pides  (47),  que  luego  iré  a  pedírsela 
a  la  Señora  del  cielo  que  me  envió  acá".  (48) 

Viendo  el  obispo  que  ratificaba  todo  sin  dudar  ni 
retractar  nada,  le  despidió.  (49)  Mandó  inmediata- 
mente a  unas  gentes  de  su  casa,  en  quienes  podía  con- 
fiar, que  le  vinieran  siguiendo  y  vigilando  mucho  a 
dónde  iba  y  a  quién  veía  y  hablaba.  (50)  Así  se  hizo. 
Juan  Diego  se  vino  derecho  y  caminó  por  la  calzada; 
los  que  venían  tras  él  donde  pasa  la  barranca,  cerca 
del  puente  del  Tepeyácac,  le  perdieron,  (51)  y  aun- 
que más  buscaron  por  todas  partes,  en  ninguna  le 
vieron.  Así  es  que  regresaron,  no  solamente  porque 
se  fastidiaron,  sino  porque  también  les  estorbó  su  in- 


220      Jesús     David  Jaqurz 


tentó  y  les  dió  enojo.  (52)  Eso  fueron  a  informar  al 
señor  obispo,  inclinándole  a  que  no  le  creyera;  le  di- 
jeron que  nomás  le  engañaba,  (53)  que  nomás  for- 
jaba lo  que  venía  a  decir  o  que  únicamente  soñaba  lo 
que  decía  y  pedía,  y  en  suma,  discurrieron  que  si  otra 
vez  volvía,  le  habían  de  coger  y  castigar  cdn  dureza 
(54)  para  que  nunca  más  mintiera  y  engañara. 

Entre  tanto  Juan  Diego  estaba  con  la  Santísima 
Virgen,  (55)  diciéndole  la  respuesta  que  traía  del  señor 
obispo;  la  que  oída  por  la  Señora,  le  dijo:  "Bien  está, 
hijito  mío;  volverás  aquí  mañana  para  que  lleves  al 
obispo  la  señal  que  te  he  pedido;  (56)  con  eso  te  cree- 
rá y  acerca  de  ésto  ya  no  dudará  ni  de  ti  sospechará; 
(57)  y  sábete,  hijo  mío,  que  yo  te  pagaré  tu  cuidado 
y  el  trabajo  y  cansancio  que  por  mí  has  emprendido; 
ea  vete  ahora:  que  mañana  aquí  te  aguardo".  (58) 

Al  día  siguiente,  lunes,  cuando  tenía  que  llevar 
Juan  Diego  alguna  señal  para  ser  creído,  ya  no  vol- 
vió. (59)  Porque  cuando  llegó  a  su  casa,  a  un  tío  que 
tenía,  llamado  Juan  Bernardino,  le  había  dado  la  en- 
fermedad (60)  y  estaba  muy  grave.  Primero  fue  a 
llamar  a  un  médico  y  le  auxilió;  (61 )  pero  ya  no  era 
tiempo,  ya  estaba  muy  grave.  Por  la  noche,  le  rogó 
su  tío  que  de  madrugada  saliera  y  viniera  a  Tlalti- 
lolco  a  llamar  un  sacerdote  que  fuera  a  confesarle  y 
disponerle,  porque  estaba  muy  cierto  de  que  era  tiem- 
po de  morir  y  que  ya  no  se  levantaría  ni  sanaría.  (62) 

El  martes,  muy  de  madrugada,  se  vino  Juan  Diego 
de  su  casa  a  Tlaltilolco,  (63)  a  llamar  al  sacerdote, 
y  cuando  venia  llegando  al  camino  que  sale  junto  a 
la  ladera  del  cerrillo  del  Tepeyácac,  hacia  el  ponien- 
te, (64)  por  donde  tenía  costumbre  de  pasar,  dijo:  "Si 
me  voy  derecho,  no  sea  que  me  vaya  a  ver  la  Se- 
ñora (65)  y  en  todo  caso  me  detenga,  para  que  lleve 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  221 


la  señal  al  prelado  según  me  previno;  que  primero  nues- 
tra aflicción  nos  deje  y  primero  llame  yo  de  prisa  al 
sacerdote;  el  pobre  de  mi  tío  lo  estará  ciertamente 
aguardando".  (66)  Luego  dió  vuelta  al  cerro;  subió 
por  entre  él  y  pasó  al  otro  lado,  hacia  el  oriente^  (67) 
para  llegar  pronto  a  México  y  que  no  lo  detuviera  la 
Señora  del  Cielo.  Pensó  que  por  donde  dió  la  vuelta 
no  podía  verle  la  que  está  mirando  bien  a  todas  par- 
tes. (68)  La  vió  bajar  de  la  cumbre  del  cerrillo  y  que 
estuvo  mirando  hacia  donde  antes  él  la  veía.  (69) 
Salió  a  su  encuentro  a  un  lado  del  cerro  y  le  dijo: 
"¿Qué  hay.  hijo  mío,  el  más  pequeño?  ¿a  dónde  vas?" 
¿Se  apenó  él  un  poco,  o  tuvo  vergüenza,  o  se  asustó? 
(70)  Se  inclinó  delante  de  ella,  y  le  saludó,  diciendo: 
"Niña  mía,  la  más  pequeña  de  mis  hijas,  Señora,  ojalá 
estés  contenta.  ¿Cómo  has  amanecido?  ¿Estás  bien  de 
salud,  Señora  y  Niña  mia?  (71)  Voy  a  causarte  aflic- 
ción: sabe,  Niña  mía,  que  está  muy  malo  un  pobre 
siervo  tuyo,  (72)  mi  tío;  le  ha  dado  la  peste,  y  está 
para  morir.  Ahora  voy  presuroso  a  tu  casa  de  México 
a  llamar  a  uno  de  los  sacerdotes  amados  de  Nuestro 
Señor,  (73)  que  vaya  a  confesarle  y  disponerle;  por- 
que desde  que  nacimos  venimos  a  aguardar  el  trabajo 
de  nuestra  muerte.  (74)  Pero  si  voy  a  hacerlo,  volveré 
luego  otra  vez  aquí,  para  ir  a  llevar  tu  mensaje,  (75) 
Señora  y  Niña  mia,  perdóname;  ténme  por  ahora  pa- 
ciencia; no  te  engaño,  (76)  Hija  mía  la  más  pequeña; 
mañana  vendré  a  toda  prisa. 

Después  de  oír  la  plática  de  Juan  Diego,  (77)  res- 
pondió la  piadosísima  Virgen:  "Oye  y  ten  entendido, 
hijo  mío  el  más  pequeño,  que  es  nada  lo  que  te  asusta 
y  aflije,  (78)  no  se  turbe  tu  corazón,  no  temas  esa 
enfermedad,  ni  otra  alguna  enfermedad  y  angustia.  ¿No 
estoy  yo  aquí,  que  soy  tu  Madre?  ¿No  estás  bajo  mi 


222      Jesús     David  Jaqubz 

i      ■-. '  '  '  ■r-*~  '  j    .  4 

sombra?  ¿No  soy  yo  tu  salud?  ¿No  estás  por  ventura 
en  mi  regazo?  ¿Qué  más  has  menester?  (79)  No  te 
apene  ni*  te  inquiete  otra  cosa;  no  te  aflija  la  enfer- 
medad de  tu  tío,  que  no  morirá  ahora  de  ella;  está  se- 
guro de  que  ya  sanó.  (80)  (Y  entonces  sanó  su  tío, 
según  después  se  supo).  Cuando  Juan  Diego  oyó  estas 
palabras  de  la  Señora  del  Cielo,  se  consoló  mucho; 
quedó  contento.  (81)  Le  rogó  que  cuanto  antes  le 
despachara  a  ver  al  señor  obispo,  a  llevarle  alguna 
señal  y.  prueba,  a  fin  de  que  le  creyera.  (82) 

La  Señora  del  Cielo  le  ordenó  luego  que  subiera 
a  la  cumbre  del  cerrillo  donde  antes  la  veía.  Le  dijo: 
"Sube,  hijo  mío  el  más  pequeño,  a  la  cumbre  del  ce- 
rrillo, allí  donde  antes  me  viste  y  te  di  órdenes,  halla- 
rás que  hay  diferentes  flores;  (83)  córtalas,  júntalas, 
recógelas;  en  seguida  baja  y  tráelas  a  mi  presencia". 
(84)  Al  punto  subió  Juan  Diego  al  cerrillo,  y  cuando 
llegó  a  la  cumbre,  se  asombró  mucho  (85)  de  que  hu- 
bieran brotado  tantas,  variadas  y  exquisitas  rosas  de 
Castilla  antes  del  tiempo  en  que  se  dan,  porque  a  la 
sazón  se  encrudecía  el  hielo;  (86)  estaban  muy  fra- 
gantes y  llenas  del  rocío  de  la  noche,  que  semejaba 
perlas  preciosas.  Luego  empezó  a  cortarlas;  las  juntó 
todas  y  las  echó  en  su  regazo.  La  cumbre  del  cerrillo 
no  era  lugar  en  que  se  dieran  ningunas  flores,  porque 
tenía  muchos  riscos,  abrojos,  espinas,  nopales  y  mez- 
quites, y  si  se  solían  dar  hierbecillas,  entonces  era  el 
mes  de  diciembre,  en  que  todo  lo  come  y  echa  a  per- 
der el  hielo.  (87)  Bajó  inmediatamente  y  trajo  a  la 
Señora  del  Cielo  las  diferentes  rosas  que  fue  a  cortar; 
la  que,  así  como  las  vió,  las  cogió  en  su  mano  y  otra 
vez  se  las  echó  en  el  regazo  (88)  diciéndole:  "Hijo 
mío  el  más  pequeño,  esta  diversidad  de  rosas  es  la  prue- 
ba y  señal  que  llevarás  al  obispo.  Le  dirás  en  mi  nom- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  223 


bre,  que  vea  en  ellas  mi  voluntad  y  que  él  tiene  que 
cumplirla.  (89)  Tú  eres  mi  embajador  muy  digno  de 
confianza.  (90)  Rigurosamente  te  ordeno  que  sólo  de- 
lante del  obispo  despliegues  tu  manta  y  descubras  lo 
que  llevas.  (91)  Contarás  bien  todo:  dirás  que  te  man- 
dé subir  a  la  cumbre  del  cerrillo,  que  fueras  a  cortar 
flores,  y  todo  lo  que  viste  y  admiraste,  para  que  puedas 
inducir  al  prelado  a  que  dé  su  ayuda  con  objeto  de 
que  se  haga  y  erija  el  templo  que  he  pedido."  (92) 
Después  que  la  Señora  del  Cielo  le  dió  su  consejo,  se 
puso  en  camino  por  la  calzada  que  viene  derecho  a 
México;  ya  contento  y  seguro  de  salir  bien,  trayendo 
con  mucho  cuidado  lo  que  portaba  en  su  regazo,  no 
fuera  que  algo  se  le  soltase  de  las  manos  (93)  y  go- 
zándose en  la  fragancia  de  las  variadas  hermosas  flo- 
res. (94) 

Al  llegar  al  palacio  del  obispo,  salieron  a  su  en- 
cuentro el  mayordomo  y  otros  criados  del  prelado.  Les 
rogó  que  le  dijeran  que  deseaba  verle;  pero  ninguno 
de  ellos  quiso,  (95)  haciendo  como  que  no  le  oían,  (96) 
sea  porque  era  muy  temprano,  sea  porque  ya  le  cono- 
cían que  sólo  los  molestaba,  porque  les  era  importuno; 
y  además,  ya  les  habían  informado  sus  compañeros  que 
le  perdieron  de  vista  cuando  habían  ido  en  su  segui- 
miento. (97)  Largo  rato  estuvo  esperando.  Ya  que 
vieron  que  hacía  mucho  que  estaba  allí,  de  pie,  cabiz- 
bajo, sin  hacer  nada  por  si  acaso  era  llamado,  (98)  y 
que  al  parecer  traía  algo  que  portaba  en  su  regazo,  se 
acercaron  a  él  para  ver  lo  que  traía  y  satisfacerse.  (99) 
Viendo  Juan  Diego  que  no  les  podía  ocultar  lo  que 
traía  y  que  por  eso  le  habían  de  molestar,  empujar 
o  aporrear,  descubrió  un  poco  (100)  que  eran  flores, 
y  al  ver  que  todas  eran  diferentes  rosas  de  Castilla,  y 
que  no  era  entonces  el  tiempo  en  que  se  daban,  se  asom- 


224      Jesús    David    Jaque,  z 


braron  muchísimo  de  ello,  (101)  lo  mismo  que  de  que 
estuvieran  muy  frescas,  tan  abiertas  tan  fragantes  y 
tan  preciosas.  Quisieron  coger  y  sacarle  algunas,  (102) 
pero  no  tuvieron  suerte,  porque  cuando  iban  a  coger- 
las, ya  no  veían  verdaderas  flores,  sino  que  les  pare- 
cían pintadas  o  labradas  o  cosidas  en  la  manta.  (103) 

Fueron  luego  a  decir  al  obispo  lo  que  habían  visto 
y  que  pretendía  verle  el  indito  que  tantas  veces  había 
venido,  el  cual  hacia  mucho  que  por  eso  aguardaba, 
queriendo  verle.  Cayó  al  oírlo  el  señor  Obispo  en  la 
cuenta  (104)  de  que  aquello  era  la  prueba,  para  que 
se  certificara  y  cumpliera  lo  que  solicitaba  el  inditOi 
En  seguida  mandó  que  entrara  a  Verle.  Luég©  qüé  eritrá 
se  humilló  delante  de  él  (1Ó5)  ásí  como  antes  lo  hicie- 
ra, y  contó  de  ñügvó  todo  lo  que  había  visto  y  admi- 
rado y  también  su  mensaje.  Dijo:  "Señor,  hice  lo  que 
me  ordenaste,  (106)  que  fuera  a  decir  a  mi  Ama,  la 
Señora  del  Cielo,  Santa  María,  preciosa  Madre  de  Dios, 
que  pedías  una  señal  para  poder  creerme  que  le  has 
de  hacer  el  templo  donde  ella  te  pide  que  lo  erijas,  y 
además  le  dije  que  yo  te  había  dado  mi  palabra  de 
traerte  alguna  señal  y  prueba  (107)  que  me  encargas- 
te, de  su  voluntad.  Condescendió  a  tu  recado  (108)  y 
acogió  benignamente  lo  que  pides,  alguna  señal  y  prue- 
ba para  que  se  cumpla  su  voluntad.  Hoy  muy  temprano 
me  mandó  que  otra  vez  viniera  a  verte;  le  pedí  la  señal 
para  que  me  creyeras,  según  me  había  dicho  que  me  la 
daría,  y  al  punto  lo  cumplió:  (109)  me  despachó  a  la 
cumbre  del  cerrillo,  donde  antes  yo  la  viera,  a  que 
fuera  a  cortar  varias  rosas  de  Castilla.  Después  que 
fui  a  cortarlas  las  traje  abajo,  las  cogió  en  sus  manos  y 
de  nuevo  las  echó  en  mi  regazo,  (110)  para  que  te  las 
trajera  y  a  ti  en  persona  te  las  diera.  (111)  Aunque 
yo  sabía  bien  (112)  que  la  cumbre  del  cerrillo  no  es 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  225 


lugar  en  que  se  den  flores,  porque  sólo  hay  muchos 
riscos,  abrojos,  espinas,  nopales  y  mezquites,  no  por 
eso  dudé;  (113)  cuando  fui  llegando  a  la  cumbre  del 
cerrillo  miré  que  estaba  en  el  paraíso,  donde  había 
juntas  todas  las  varias  y  exquisitas  rosas  de  Castilla, 
brillantes  de  rocío,  que  luego  fui  a  cortar.  (114)  Ella 
me  dijo,  por  qué  te  las  había  de  entregar;  y  así  lo  hago 
para  que  en  ellas  veas  la  señal  que  pides  y  cumplas 
su  voluntad;  y  también  para  que  aparezca  la  verdad 
de  mi  palabra  y  de  mi  mensaje.  (115)  Helas  aquí,  re- 
cíbelas". (116)  Desenvolvió  luego  su  blanca  manta, 
pues  tenía  en  su  regazo  las  flores,  y  así  que  se  espar- 
cieron por  el  suelo  todas  las  diferentes  rosas  de  Cas- 
tilla se  dibujó  en  ella  y  apareció  de  repente  (117)  la 
preciosa  imagen  de  la  siempre  Virgen  Santa  María, 
Madre  de  Dios,  de  la  manera  q'ue  está  y  se  guarda 
hoy  en  su  templo  del  Tepeyácac,  que  se  nombra  Gua- 
dalupe. (118)  Luego  que  la  vió  el  señor  Obispo,  él 
y  todos  los  que  allí  estaban,  se  arrodillaron,  mucho 
la  admiraron;  se  levantaron,  se  entristecieron  y  acon- 
gojaron, (119)  mostrando  que  la  contemplaban  con  el 
corazón  y  el  pensamiento.  (120) 

El  señor  obispo,  con  lágrimas  de  tristeza,  oró  y  le 
pidió  perdón  de  no  haber  puesto  en  obra  su  voluntad 
y  su  mandato.  (121)  Cuando  se  puso  en  pie,  desató 
del  cuello  de  Juan  Diego,  del  que  estaba  atada,  la 
manta  en  que  se  dibujó  y  apareció  la  Señora  del  cielo. 
Luego  la  llevó  y  fue  a  ponerla  en  su  oratorio.  (122) 
Un  díá  más  permaneció  Juan  Diego  en  la  casa  del  obis- 
po que  aún  le  detuvo.  (123)  Al  día  siguiente,  le  dijo: 
"¡Ea!  a  mostrar  donde  es  la  voluntad  de  la  Señora 
del  cielo  que  le  erijan  su  templo".  (124)  Inmediata- 
mente se  convidó  a  todos  para  hacerlo.  (125) 

No  bien  Juan  Diego  señaló  dónde  había  mandado 

15 


226      Jesús     David     Jaque  z 


Esta  estatua  de  Juan  Diego,  entregando  al  Obispo  Zumá- 
rraga  las  .flores  milagrosas,  es  una  de  las  que  con  más 
aproximación  representan  el  tipo  racial  y  la  indumentaria 
del  santo  vidente.  Se  halla  en  la  sacristía  de  la  Basílica 
y  sirvió  de  modelo  para  la  que  fué  erigida  en  los  jardines 
del  Vaticano  en  Roma,  y  que  es  de  gran  tamaño. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  227 


la  Señora  del  cielo  que  se  le  levantara  su  templo  pidió 
licencia  de  irse.  (126)  Quería  ahora  ir  á  su  casa  a  ver 
a  su  tío  Juan  Bernardino,  el  cual  estaba  muy  grave, 
cuando  le  dejó  y  vino  a  Tlaltilolco  a  llamar  un  sacer- 
dote, que  fuera  a  confesarle  y  disponerle,  y  le  dijo  la 
Señora  del  cielo  que  ya  había  sanado.  (127)  Pero  no 
le  dejaron  ir  solo,  sino  que  le  acompañaron  a  su  casa. 
*  (128)  Al  llegar,  vieron  a  su  tío  que  estaba  muy  con- 
tento y  que  nada  le  dolía.  Se  asombró  mucho  de  que  lle- 
gara acompañado  y  muy  honrado  su  sobrino,  (129)  a 
quien  preguntó  la  causa  de  que  así  lo  hicieran  y  que 
le  honraran  mucho.  (130)  Le  respondió  su  sobrino 
que,  cuando  partió  a  llamar  al  sacerdote  que  le  con- 
fesara y  dispusiera,  se  le  apareció  en  el  Tepeyácac  la 
Señora  del  cielo,  (131)  la  que,  diciéndole  que  no  se 
afligiera,  que  ya  su  tío  estaba  bueno,  con  lo  que  mucho 
se  consoló,  le  despachó  a  México,  a  ver  al  señor 
obispo  para  que  le  edificara  una  casa  en  el  Tepeyácac. 

Manifestó  su  tío  ser  cierto  que  entonces  le  sanó  (132) 
y  que  la  vió  del  mismo  modo  en  que  se  aparecía  a  su 
sobrino,  (133)  sabiendo  por  ella  que  le  había  enviado 
a  México  a  ver  al  obispo.  (134)  También  entonces  le 
dijo  la  Señora  que,  cuando  él  fuera  a  ver  al  obispo, 
le  revelara  lo  que  vió  (135)  y  de  qué  manera  milagro- 
sa le  había  ella  sanado  y  que  bien  la  nombraría,  así 
como  bien  había  de  nombrarse  su  bendita  imagen,  la 
siempre  Virgen  Santa  María  de  Guadalupe.  (136) 

Trajeron  luego  a  Juan  Bernardino  a  presencia  del  señor 
obispo,  a  que  viniera  a  informarle  y  atestiguar  delante 
de  él.  (137)  A  entrambos,  a  él  y  a  su  sobrino,  los 
hospedó  el  obispo  en  su  casa  algunos  <lías  (138)  hasta 
que  se  erigió  el  templo  (139)  de  la  Reina  en  el  Tepe- 
yácac, donde  la  vió  Juan  Diego.  El  señor  obispo  tras- 
ladó a  la  Iglesia  Mayor  (140)  la  santa  imagen  de  la 


228      Jesús     David  Jaquez 


amada  Señora  del  Cielo;  la  sacó  del  oratorio  de  su 
palacio;  donde  estaba,  para  que  toda  la  gente  viera  y 
admirara  su  bendita  imagen.  La  ciudad  entera  se  con- 
movió; (141)  venía  a  ver  y  admirar  su  devota  imagen, 
y  a  hacerle  oración.  Mucho  le  maravillaba  que  se  hu- 
biese aparecido  por  milagro  divino,  porque  ninguna 
persona  de  este  mundo  pintó  su  preciosa  imagen.  (142) 

La  manta  en  que  milagrosamente  se  apareció  la  ima- 
gen de  la  Señora  del  cielo,  era  el  abrigo  de  Juan  Diego; 
ayate  un  poco  tieso  y  bien  tejido.  Porque  en  este  tiem- 
po era  de  ayate  la  ropa  y  abrigo  de  todos  los  pobres 
indios;  sólo  los  nobles,  los  principales  y  los  valientes 
guerreros,  se  vestían  y  ataviaban  con  manta  blanca  de 
algodón.  (143)  El  ayate,  ya  se  sabe,  se  hace  de  ichtli 
que  sale  del  maguey.  (144)  Este  precioso  ayate  en  que 
se  apareció  la  siempre  Virgen  nuestra  Reina,  es  de  dos 
piezas,  pegadas  y  cosidas  con  hilo  blando.  Es  tan  alta 
la  bendita  imagen,  que  empezando  en  la  planta  del  pie, 
hasta  llegar  a  la  coronilla  tiene  seis  jemes  y  uno  de 
mujer.  (145)  Su  hermoso  rostro  es  muy  grave  y  noble, 
un  poco  moreno.  (146)  Su  precioso  busto  aparece  hu- 
milde; están  sus  manos  juntas  sobre  el  pecho,  hacia 
donde  empieza  la  cintura.  Es  morado  su  cinto.  Sola- 
mente su  pie  derecho  descubre  un  poco  la  punta  de  su 
calzado  color  de  ceniza.  Su  ropaje,  en  cuanto  se  ve 
por  fuera,  es  de  color  rosado,  que  en  las  sombras  pa- 
rece bermejo,  y  está  bordado  con  diferentes  flores, 
todas  en  botón  y  de  bordes  dorados.  Prendido  de  su 
cuello  está'  un  anillo  dorado,  con  rayas  negras  al  derre- 
dor de  las  orillas  y  en  medio  una  cruz.  Además,  de 
adentro  asoma  otro  vestido  blanco  y  blando,  que  ajus- 
ta bien  en  las  muñecas  y  tiene  deshilado  el  extremo.  Su 
velo,  por  fuera  es  azul  celeste;  sienra  bien  en  su  ca- 
beza; para  nada  cubre  su  rostro,  y  cae  hasta  sus  pies, 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano 


229 


230 


Jesús     David  Jaque,z 


* 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  231 


ciñéndose  un  poco  por  enmedio;  tiene  toda  su  franja 
dorada,  que  es  algo  ancha,  y  estrellas  de  oro  por  don- 
dequiera, las  cuales  son  cuarenta  y  seis.  (147) 

Su  cabeza  se  inclina  hacia  la  ^  derecha,  y  encima, 
sobre  su  velo,  está  una  corona  de  oro,  (148)  de  figu- 
ras ahusadas  hacia  arriba  y  anchas  abajo.  A  sus  pies 
está  la  luna,  cuyos  cuernos  ven  hacia  arriba.  Se  yer- 
gue  exactamente  en  medio  de  ellos  y  de  igual  manera 
aparece  en  medio  del  sol  cuyos  rayos  la  siguen  y  ro- 
dean por  todas  partes.  Son  cien  los  resplandores  de 
oro,  unos  muy  largos,  otros  pequeñitos  y  con  figu- 
ras de  llamas;  doce  circundan  su  rostro  y  cabeza,  y  son 
por  todos  cincuenta  los  que  salen  de  cada  lado.  Al  par 
de  ellos,  al  final  una  nube  blanca  rodea  los  bordes  de 
su  vestidura.  Esta  preciosa  imagen,  con  todo  lo  demás, 
va  corriendo  sobre  un  ángel,  que  medianamente  acaba 
en  la  cintura,  en  cuanto  descubre,  y  nada  aparece  de 
él  hacia  sus  pies  como  que  está  metido  en  la  nube.  (149) 
Acabándose  los  extremos  del  ropaje  y  del  velo  de  la 
Señora  del  cielo,  que  caen  muy  bien  en  sus  pies,  por 
ambos  lados  los  coge  con  sus  manos  el  ángel,  cuya 
ropa  es  de  color  bermejo,  a  la  que  se  adhiere  un  cuello 
dorado,  y  cuyas  alas  desplegadas  son  de  plumas  ricas, 
largas  y  verdes,  y  de  otrasv  diferentes.  La  van  llevando 
las  manos  del  ángel,  que,  al  parecer  está  muy  conten- 
to de  conducir  así  a  la  Reina  del  Cielo.  (150) 


(Fin  del  Relato  de  Valeriano). 


APENDICE  NUM.  2 


EXEGESIS  DEL  RELATO  DE  ANTONIO 
VALERIANO 

(1)  "Apareció  poco  ha".  La  mayoría  de  los  críti- 
cos y  cronologistas  opinan  que  el  Relato  de  Valeriano 
fue  escrito  entre  1540  y  1544  o  45.  Esto  da  una  dis- 
tancia de  9  a  14  años  entre  la  fecha  de  las  apariciones 
y  la  redacción  de  este  escrito,  a  justo  título  llamado 
"el  evangelio  de  las  apariciones".  Pero  9  ó  14  años 
no  se  compaginan  con  el  "poco  ha"  textual  del  autor. 
Valeriano  desde  luego,  debe  haber  tomado  su  tiempo 
para  redactar  su  documento.  Este  tiempo  era  el  cómo- 
damente necesario  para  informarse  detenidamente  y 
conferir  con  Fray  Juan  de  Zumárraga  y  con  el  mismo 
Juan  Diego  y  con  Juan  Bernardino,  sobre  el  maravi- 
lloso suceso,  asegurarse  bien  de  todo  lo  que  iba  a 
escribir  y  formarse  como  relator,  el  más  justo  criterio 
posible  sobre  un  suceso  tan  importante.  El  escrito  no 
lleva  fecha  ninguna.  Es  creíble  que  el  "poco  ha"  no 
se  extienda  en  realidad  más  allá  de  unos  cuantos  me- 
ses, ya  que  de  lo  contrario,  no  se  le  hallaría  sentido. 

(2)  Las  palabras  "se  cuentan"  parecen  haber  sido 
escritas  entre  paréntesis,  aunque  se  cree  que  son  ori- 
ginales del  autor.  En  el  Nican  Mopohua  no  se  cuen- 
tan "todos  los  milagros  que  ha  hecho".  ¿Qué  se  dedu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  233 


ce  entonces?  Hay  varias  suposiciones  verosímiles:  pensó 
contarlos  y  no  lo  hizo:  ¿por  qué  no  lo  hizo?  Puede  el 
Obispo  haberle  sugerido  que  no  era  oportuno  aún,  por 
no  haber  sido  certificados  los  milagros,  por  no  tenerse 
datos  suficientes  sobre  ellos,  por  no  existir  declaracio- 
nes de  la  autoridad  eclesiástica  sobre  su  autenticidad; 
tales  motivos  pueden  haber  inducido  a  Valeriano,  varón 
prudente,  a  no  contar  milagro  alguno.  Sin  embargo, 
desde  el  día  de  la  translación  a  la  Ermita,  de  la  santa 
imagen,  hubo  desde  luego  un  milagro  manifiesto  y 
público:  Valeriano  no  lo  refiere.  ¿Escribió  el  relato  de 
los  milagros  en  documento  o  escrito  aparte,  y  éste  se 
perdió?  No  se  tiene  noticia  de  que  tal  documento  haya 
existido,  pero  ésta  es  sólo  una  razón  de  orden  nega- 
tivo. Don  Fernando  Alva  Ixtlixóchitl  hizo  al  calce 
del  relato- de  Valeriano,  varios  agregados,  ponderando 
y  contando  milagros,  pero  de  puño  y  letra  suyos,  no 
de  Valeriano  (versión  parafrásica). 

(3)  Valeriano  toma  su  relato  desde  el  principio 
de  una  nueva  etapa  histórica;  se  vale  de  las  mismas 
palabras  de  la  Virgen  María  "el  verdadero  Dios  por 
quien  se  vive";  como  para  hacer  que  su  documento  sea 
también  evangelizador  y  para  afianzar  más,  fresco  aún 
el  recuerdo  del  paganismo,  esta  verdad  primaria  de  la  fe. 

(4)  El  "según  se  dice"  se  refiere  lógicamente  al 
lugar  de  donde  Juan  Diego  era  nativo:  Cuautitlán. 
Este  "según  se  dice"  ¿corrobora  el  origen  cuautitla- 
nense  de  Juan  Diego  o  lo  pone  en  duda?  Parece  remi- 
tirse al  decir  general  de  que  era  de  Cuautitlán  y  en 
tal  caso  resulta  corroboratorio  del  aserto.  Se  ha  dis- 
cutido mucho  si  Juan  Diego  era  de  Cuautitlán  o  de 
Tulpetlac;  parece  estar  fuera  de  duda  que  era  natu- 
ral de  Cuautitlán,  y  Valeriano  da  a  entender  su  in- 
clinación por  ello;  lo  único  discutible  más  bien  parece 


234      Jesús     David  Jaqubz 


ser  si  Juan  Diego  habitaba  en  Cuautitlán  o  en  Tulpe- 
tlac.  Ambos  pueblos  se  lo  han  disputado,  lo  que  es 
explicable.  La  distancia  mucho  menor  que  hay  de  Tul- 
petlac  al  Tepeyac,  que  de  Cuautitlán  al  mismo  cerrillo, 
aparentemente  favorece  a  Tulpetlac;  pero  esto  no  pue- 
de tomarse  absolutamente;  intervienen  la  topografía  de 
entonces,  el  lago  de  Texcoco  etc.  28  kilómetros  entre 
Cuautitlán  y  México  (Tlaltelolco)  y  el  regreso,  no 
son  una  distancia  excesiva  para  el  indio,  buen  cami- 
nador, sobre  todo  en  aquellos  tiempos.  Con  su  "trote 
de  indio",  un  poco  como  el  del  coyote,  cualquier  na- 
tivo hace  56  kilómetros  de  ida  y  regreso,  con  toda 
normalidad. 

(5)  "Amanecía".  Luego  Juan  Diego  debe  haberse 
levantado  a  eso  de  las  4  ó  4  y  media  para  pasar  por 
el  Tepeyac  a  la  hora  de  amanecer  que,  siendo  invier- 
no, debe  haber  sido  hacia  las  6  de  la  mañana.  Juan 
Diego  era  ya  un  ferviente  cristiano  e  iba  camino  de 
su  santificación;  la  Historia  Sagrada  nos  habla  fre- 
cuentemente de  la  santa  costumbre  de  madrugar,  sana 
por  cierto  para  el  cuerpo  y  para  el  alma.  Consurgens 
mane,  consutgit  mane  diluculot  levantándose  temprano, 
se  levantó  muy  de  madrugada,  son  expresiones  frecuen- 
tes en  los  relatos  bíblicos. 

(6)  En  el  Valle  de  México  de  aquellos  tiempos 
abundaban  los  pájaros  cantores  más  que  ahora,  que  el 
ruido  de  los  hombres  y  aun  las  mudanzas  naturales 
y  artificiales  los  han  alejado.  Los  aztecas  eran  muy 
sensibles  al  dulce  canto  de  las  aves:  su  mismo  idioma 
guarda  aún  algo  de  cantarino,  de  dulce  y  cadencioso. 
La  Virgen  María  atrajo  la  atención  de  su  siervo  por 
un  medio  inicial  muy  adecuado  a  su  naturaleza  y  su 
idiosincracia,  pero  los  cantos  que  oyó  el  indio  eran  más 
dulces  aún  que  los  que  estaba  acostumbrado  a  escu- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  235 


char  naturalmente.  Desde  sus  preludios,  la  aparición 
de  la  Virgen  María  se  anuncia  de  la  manera  más  dul- 
ce y  suave  y  en  perfecta  adecuación  a  la  naturaleza 
humana  y  a  la  naturaleza  indiana. 

(7)  La  noción  del  paraíso  terrenal  parece  descon- 
certante: Juan  Diego  no  tuvo  "mayores"  ni  "viejos" 
cristianos,  pues  provenía  del  paganismo.  ¿A  cuáles 
"viejos  nuestros  mayores"  pudo  haberse  mentalmente 
referido?  ¿Algún  resabio  de  paganismo  respondiendo  a 
alguna  noción  de  un  paraíso  soñado»  por  sus  mayores, 
indicio  universal  de  los  anhelos  naturales  de  inmorta- 
lidad del  alma  humana,  salvaje  o  cristiana?  Pero  luego 
piensa  si  estará  ya  en  el  cielo;  el  cielo  según  le  habían 
enseñado  los  franciscanos  sus  doctrinadores  en  Tlal- 
telolco. 

(8)  "Estaba  viendo  hacia  el  oriente,  arriba  del 
cerrillo":  luego  se  había  parado  en  alguna  vieja  vereda 
que  pasaba  por  el  occidente;  luego  es  muy  claro  que 
venía  de  Cuautklán.  Si  hubiese  venido  de  Tulpetlac 
nada  habría  tenido  que  hacer  en  la  falda  occidental  del 
Tepeyac.  Esto  confirma  su  provenencia  de  Cuautitlán: 
para  venir  de  esa  población  hacia  Tlaltelolco,  en  aque- 
llos tiempos,  había  que  bordear  los  cerros,  de  los  que 
el  Tepeyac  es  el  último,  pues  más  al  occidente  se  halla- 
ban entonces  las  extensiones  del  viejo  Lago,  hoy  dese- 
cadas. El  antiguo  acueducto  que  terminaba  en  la  Caja 
de  Agua  de  la  Villa,  cabalmente  tenía  un  desarrollo 
paralelo:  bordeaba  los  cerros  para  evitar  el  lago.  Así 
se  explica  perfectamente  por  qué  Juan  Diego  miraba 
hacia  el  oriente  y  veía  ante  sí  el  Tepeyac. 

(9)  El  original  náhuatl,  lengua  en  la  que  Vale- 
riano escribió  su  relato  y  del  que  poseo  una  copia 
moderna,  dice  textualmente:  "Juántzin,  Juan  Diegotzin". 
La  Virgen  María  confirma  el  nombre  cristiano  de  Juan 


236      Jesús     David  Jaquez 


Diego  y  por  ende,  el  hecho  de  su  bautizo.  La  forma 
en  que  la  Señora  lo  llamó  indica  mucha  estimación  y 
simpatía,  y  aun  una  manera  muy  cariñosa  de  llamarlo. 
Así  habla  toda  madre  buena  cuando  se  dirige  a  un 
hijo  muy  amado. 

(10)  Valeriano  hace  hincapié  en  que  Juan  Diego 
no  se  sobresaltó.  Un  corazón  sencillo  y  un  alma  pura, 
son  menos  propensos  al  temor  ante  cosas  extraordina- 
rias; y,  todo  lo  contrario,  "muy  contento,  fue  subiendo 
el  cerrillo".  El  primer  indicio  o  prenuncio  de  la  celes- 
tial aparición  era  dulce  y  atractivo  y  deleitoso:  Juan 
Diego  sintió  esa  belleza  dulce  en  sus  oídos  y  también 
en  su  alma;  es  lógico  que  la  presencia  inicial  de  la 
Señora  hiciera  llegar  efluvios  de  dulzura  y  alegría 
celestial  a  su  predestinado,  por  eso  fue  que  muy  con- 
tento fue  subiendo  el  cerrillo.  También  se  nota  el 
espíritu  de  docilidad  y  disposición  genérica  para  obe- 
decer y  ser  útil  donde  lo  llamaron.  Apenas  se  oyó 
llamado,  sencilla  y  cándidamente  fue  a  donde  le  llama- 
ban y  a  ver  quién  lo  requería. 

(11)  Vió  a  una  señora  que  estaba  ahí  de  pie.  Ya 
antes  hice  notar  que  las  apariciones  de  la  Virgen  María 
suelen  ser  en  esta  digna  postura.  María  estaba  de  pie, 
como  quien  acaba  de  llegar  y  aguarda  a  alguien.  Tam- 
bién Gomo  quien  espera  a  un  sirviente  a  quien  va  a  dar 
una  orden.  El  sitio  exacto  donde  la  Señora  se  apareció 
de  pie  la  primera  vez,  fue  una  peña  o  risco  de  lo  alto 
del  Tepeyac,  mismo  donde  después  pusieron,  para  mar- 
car el  sitio,  un  montón  de  piedras,  luego  una  cruz  de 
madera  y  por  fin  una  capilla,  antecesora  de  la  actual 
Iglesia  del  Cerrito. 

(12)  El  esplendor  y  la  gloria  sobrenaturales  que 
necesariamente  llevaba  consigo  la  Virgen,  como  cuer- 
po glorioso  y  resucitado,  como  criatura  especialmente 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  237 


glorificada  por  Dios,  transmitía  como  naturalmente  su 
belleza  y*luz  a  todo  cuanto  la  rodeaba.  La  descripción 
de  este  fenómeno  completamente  lógico,  que  hace  Vale- 
riano, no  puede  ser  más  bella,  en  medio  de  su  sencillez. 

(13)  La  Señora  llama  cariñosamente  a  Juan  Die- 
go. El  original  náhuatl  pone  textualmente  estas  pala- 
bras: "Juántzin,  Juan  Diegótzin",  o  sea  el  reverencial 
de  la  lengua  mexicana,  que  también  denota  ferviente 
afecto.  Es  interesante  que  la  Virgen  se  valió  de  una 
lengua  india  que  a  partir  de  la  conquista,  comenzaba 
a  ser  eclipsada  por  el  idioma  dominante,  el  español 
de  los  conquistadores  y  personajes  directivos  de  toda 
la  vida  de  la  Nueva  España.  El  azteca  o  náhuatl  co-' 
menzaba  ya  a  ser,  no  obstante  su  belleza  y  gran  cali- 
dad lingüística,  un  idioma  decadente.  También  en  Lour- 
des, la  Señora  habló  a  Bernardita,  no  en  francés,  que 
la  pastorcilla  casi  ignoraba  por  completo,  sino  en  "pa- 
tois",  nombre  genérico  que  en  el  caso,  designa  el 
dialecto  local  "bigourdain"  usual  entre  el  pueblo  mo- 
desto de  la  región.  La  Virgen  preguntó  a  Juan  Diego 
a  dónde  iba,  no  porque  lo  ignorara  quien  sabe  bien 
de  todas  las  cosas,  sino  para  invitar  al  indio  a  que 
hablara,  para  trabar  conversación  con  él  y  para  provo- 
car su  respuesta  de  que  iba  a  cosas  de  Dios. 

(14)  Juan  Diego,  que  no  sabía  mentir  ni  tenía 
para  qué  hacerlo,  respondió  con  la  verdad:  iba  a  se- 
guir las  cosas  divinas  en  Tlaltelolco.  Hay  en  su  res- 
puesta dos  rasgos  notables.  El  primero,  realmente  im- 
presionante, es  que,  según  se  deduce  de  sus  propias 
palabras,  él  bien  supo  desdé  el  primer  instante  con 
quién  .hablaba:  la  que  se  le  aparecía  era  la  Señora 
del  cielo,  la  misma  que  él  veneraba  en  la  imagen  que 
estaba  en  el  altar  de  la  iglesia  de  Tlaltelolco:  "su  casa". 
Juan  Diego  no  dudó  un  instante,  sino  que  le  dijo: 


238      Jesús     David  Jaqu^z 


Señora  y  Niña  mía,  o  sea  Señora  de  todo  mi  respeto 
y  Niña  de  todo  mi  afecto  religioso.  Todavía  a  la  fecha, 
en  provincia  los  sirvientes  suelen  apellidar  "niña"  a 
la  señora  de  la  casa,  aunque  no  sea  una  niña,  sino 
toda  una  dama;  niña  es  palabra  de  afecto  respetuoso; 
en  el  caso  de  Juan  Diego,  de  afecto  religioso.  Tengo 
que  llegar  a  tu  casa  de  México  Tlaltilolco.  La  casa  de 
México  Tlaltilolco,  o  sea  el  templo  de  Santiago  Tlal- 
telolco,  en  el  que  el  vidente  fue  adoctrinado  y  bauti- 
zado, era  casa  de  Dios  y  casa  de  la  Virgen,  máxime 
que  los  franciscanos  eran  muy  adictos  a  la  Purísima 
Concepción.  El  otro  rasgo  es  la  clara  distinción  implí- 
cita que  Juan  Diego  hace:  las  cosas  que  nos  dan  y 
enseñan.  Efectivamente,  los  sacerdotes,  delegados  de 
Nuestro  Señor,  nos  enseñan  la  verdad,  la  doctrina,  y 
nos  dan  los  Sacramentos,  la  Misa,  el  culto. 

(15)  La  Virgen  María  confirma  el  pensar  de 
Juan  Diego,  revelándole  que  ella  es  esa  misma  Virgen 
María  a  quien  él  rinde  culto  como  Madre  de  Dios  y 
siempre  Virgen.  Y  le  dice  que  desea  vivamente,  es 
decir,  con  un  deseo  muy  grande  e  intenso.  Providen- 
cia maternal  que  desea  vivamente  remediar  las  graves 
y  urgentes  necesidades  de  sus  hijos. 

(16)  La  Virgen  ofrece  todo  su  amor,  compasión, 
auxilio  y  defensa,  como  piadosa  madre,  a  todos,  mas 
condiciona  tales  dones  a  algo  obligado  y  que  es  con- 
dición sine  qua  non  de  toda  oración  o  petición  que  a 
Ella  se  dirija:  la  confianza.  No  es  lógico  otorgar  favo- 
res a  quien  no  cree  en  el  benefactor  y  en  su  voluntad 
bienhechora.  La  fe,  la  confianza,  que  nace  de  la  fe, 
son  esenciales.  María  obra  igual  que  Cristo,  su  Hijo; 
"tu  fe  te  ha  salvado",  solía  decir  a  aquellos  a  quienes 
curaba.  J 

(17)  La  Señora  centraliza  en  un  lugar  material 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  239 


y  expreso,  la  fuente  de  sus  bondades  que  viene  a  ofre- 
cer: un  templo.  El  templo  es  el  lugar  por  excelencia 
del  culto  a  Dios  y  la  veneración  a' Ella  misma.  Además, 
los  humanos  somos  materiales:  necesitamos  por  tanto 
ayuda  material:  el  recinto  sagrado,  el  templo  que  invi- 
ta a  elevar  el  espíritu  a  Dios.  También  pidió  el  tem- 
plo porque  Ella  había  resuelto  dejar  su  imagen  y  esta 
imagen  físicamente  necesitaba  un  resguardo  y  un  lugar 
de  honor.  Por  todo  ello  pidió  un  templo.  Y  lo  pidió 
"aquí  en  el  llano":  como  si  dijéramos,  en  lo  llano  y 
accesible  a  nuestra  flaqueza.  La  Basílica  de  Guadalupe, 
si  bien  no  está  en  el  lugar  señalado  por  Juan  Diego 
a  Zumárraga,  a  causa  de  las  condiciones  del  mal  sub- 
suelo, sí  está  genéricamente  en  el  lugar  pedido  por  la 
Señora;  está  "aquí  en  el  llano". 

(18)  La  Virgen  es  agradecida:  promete  al  indito 
pagarle  por  su  esfuerzo  y  diligencia;  ese  pago  no  había 
de  ser  en  moneda  terrenal,  ya  que  nuestras  monedas 
nada  valen  en  el  reino  de  las  almas;  el  pago  ofrecido 
era  espiritual:  nada  menos  que  la  gloria  eterna  y  aun 
la  temporal,  pues  Juan  Diego  es  una  figura  gloriosa 
en  la  historia  mexicana.  Y  le  pagó  con  todo  el  amor 
que  le  dió,  con  la  es'tima  otorgada  por  Ella  misma,  al 
través  de  todos  los  .guadalupanos  de  entonces  y  de 
después,  con  la  inefable  felicidad  del  indito  vidente  y 
con  los  17  años  que  lo  admitió  a  su  servicio  santo  en 
su  ermita  y  luego,  con  el  feliz  anuncio  que,  según  la 
tradición,  le  hizo  Ella  misma  a  la  hora  de  su  muerte, 
de  llevarlo  a  que  gozara  de  Dios  y  de  su  Madre  en  el 
cielo. 

(19)  Juan  Diego,  cristiano  diligente,  ofreció  con 
plena  y  simple  cortesía  ir  a  cumplir  su  comisión  e  in- 
mediatamente se  puso  en  camino  por  la  calzada  recta 


240      Jesús     David  Jaqubz 


a  la  ciudad.  El  vidente  toma  el  camino  recto  en  lo  topo- 
gráfico y  en  lo  espiritual. 

(20)  Fue  sin  dilación  al  palacio  del  Obispo.  Este 
se  hallaba  al  costado  norte  del  actual  Palacio  Nacio- 
nal. No  se  entretuvo  por  el  camino  ni  dejó  el  negocio 
para  el  día  siguiente.  Era  pues  un  fiel  sirviente  y  el 
más  digno  de  cumplir  aquella  celestial  misión. 

(21)  El  indio  se  arrodilló  ante  el  prelado.  La  ac- 
titud indicada,  tanto  por  respeto  al  primer  jefe  de  la 
Iglesia  en  Nueva  España,  como  porque  iba  a  pedir, 
haciendo  suya  la  petición  de  la  Señora  del  cielo.  El 
mensaje  divino  no  lo  ensoberbeció  ni  lo  infló:  asumió 
la  actitud  debida  y  no  perdió  por  un  momento  su  hu- 
mildad. 

(22)  El  Obispo  escuchó,  más  no  creyó  por  el  mo- 
mento. Actitud  prudente  de  un  jefe  de  la  Iglesia.  No 
le  constaba  en  modo  alguno  de  la  veracidad  de  las 
palabras  del  indio,  a  quien  sin  duda  veía  por  vez  pri- 
mera. Ofreció  considerar  el  asunto  para  más  adelante, 
teniendo  en  cuenta  la  buena  voluntad  manifiesta  en 
el  dador  del  recado. 

(23)    Juan  Diego  experimentó  el  amargor  del  fra- 
caso: se  vino  triste  y  convencido  de  su  frustración. 
Esta  frustración,  él  en  su  humildad  la  cargó  sobre  sí 
-toda,  achacando  a  su  miseria  o  a  su  torpeza  en  expo- 
ner su  misión,  el  poco  éxito  de  la  misma. 

(24)  De  regreso,  se  fue  derecho  a  la  cumbre  del 
cerrillo,  o  sea  el  lugar  de  la  cita  con  la  Virgen:  tenía 
que  rendirle  su  desconsolador  informe,  misión  penosa 
y  hasta  humillante,  pero  fue.  Acertó  con  la  Señora  del 
cielo.  ¿La  encontró  como  por  casualidad  o  la  buscó  por 
la  cumbre  hasta  dar  con  ella?  Lo  segundo  es  más  ve- 
rosímil. 

(25)  Juan  Diego  rinde  su  informe  con  toda  exac- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  241 


titud.  Dirige  a  la  Virgen  un  calificativo  que  al  vulgo 
le  parece  ridículo:  Señora,  la  más  pequeña  de  mis  hi- 
jas. . .  Cuando  fue  exhibida  hace  años  la  excelente  pe- 
lícula cinematográfica  "La  Virgen  Morena",  transcri- 
biendo sonorizados  todos  los  diálogos  guadalupanos,  el 
público  rió  tontamente  ante  la  frase:  "la  más  pequeña 
de  mis  hijas",  que  no  entendió.  Juan  Diego  no  tenía 
hijos  ni  los  tuvo  nunca.  La  locución  es  plenamente 
azteca:  quiere  decir  "la  más  mimada,  la  más  tierna- 
mente amada".  Los  aztecas  tenían  especial  predilec- 
ción por  el  hijo  o  hija  menor,  al  que  llamaban  ordina- 
riamente el  "xocoyotzin"  —he  aquí  el  tzin  reveren- 
cial y  afectivo.  Las  mismas  leyes  aztecas  daban  al  "xo- 
coyotzin" la  preferencia:  era  él  quien  tenía  los  mayo- 
res derechos  a  la  herencia,  como  en  Europa  el  primo- 
génito; esto  era  razonable,  pues  se  supone  que,  a  la 
muerte  del  padre,  el  hijo  menor  es  el  que  queda  más 
desvalido.  Aún  en  la  actualidad,^  es  frecuente  que  el 
esposo  diga  a  su  esposa:  — Mira,  hijita.  .  . 

(26)  El  Obispo,  prudentemente,  no  da  crédito  de 
buenas  a  primeras  a  la  petición  de  un  pobre  indio  des- 
conocido, mayormente  cuando  relata  algo  nada  usual: 
una  comunicación  con  la  Virgen  María.  Lo  trata  sin 
embargo  con  bondad  y  escucha  todo  su  relato,  pero  le 
da  largas  para  otra  ocasión.  Siempre  los  mensajes  de 
lo  alto  han  inspirado ''desconfianza  por  lo  desusados  y 
es  providencia  de  Dios  que  sea  así,  para  que  haya  opor- 
tunidad de  que  se  acrediten  plenamente. 

(27)  Juan  Diego  reconoce  sinceramente  que  su  po- 
breza y  pequeñez  lo  hace  humanamente  inadecuado  pa- 
ra tal  embajada.  Por  eso,  con  llaneza  sugiere  a  la  Vir- 
gen que  envíe  a  alguien  que  por  su  significación  mis- 
ma, social  o  personal,  merezca  crédito,  a  alguien  de  los 

16 


242       Jesús     David  Jaqueíz 


principales;  conocido  y  respetado.  Esta  es  la  verdadera 
humildad. 

(28)  Juan  Diego,  con  sencilla  elocuencia  nacida 
del  corazón,  mira  su  insignificancia  y  la  exterioriza 
con  comparaciones  llanas  y  ordinarias:  soy  gente  me- 
nuda, soy  cola,  soy  hoja;  también  dice  que  él  no  es 
sino  un  cordel  (mecate  probablemente  debe  haber  di- 
cho), una  escalerilla  de  tablas.  El  no  sabía  en  su  santa 
simplicidad  que  realmente  era  un  cordel:  una  cuerda 
de  salvación  tendida  desde  el  cielo  hasta  la  tierra,  que 
de  ese  cordel,  el  extremo  superior  lo  tenía  la  Virgen, 
pero  el  inferior,  el  que  tocaba  al  suelo,  lo  tenía  él  mis- 
mo. Tampoco  sabía  que,  considerándose  como  una  sim- 
ple escalerilla  de  tablas,  como  las  que  usaban  los  in- 
dios y  usan  aún  muchos,  era  efectivamente  la  escalera 
por  donde  la  Virgen  celestial  bajaba  y  por  donde  todos 
los  creyentes  tenían  que  subir,  para  llegar  hasta  ella 
espiritualmente.  Tal  parece  que  hay  algo  profético  in- 
conscientemente, en  estas  dos  expresiones  y  compara- 
ciones de  "escalerilla  de  tablas  y  cuerda".  Hoy  día  in- 
finitos no  quieren  aceptar  a  Juan  Diego  ni  siquiera 
como  esa  escalerilla  para  subir  hacia  la  Señora;  aunque 
muchos  en  su  tiempo  y  durando  aún  su  vida  mortal, 
lo  tomaban  por  intercesor,  a  justo  título,  ante  la  Santa 
Virgen  guadalupana.  . 

(29)  No  se  queja  de  que  la  Señora  le  dé  tales 
órdenes,  simplemente  le  hace  ver  su  nulidad  con  rela- 
ción a  tal  misión  y  lo  hace  con  delicadeza,  suavizando 
su  propio  concepto  respetuosamente,  y  por  eso  repite 
sus  calificativos  de  Niña  mía,  la  más  pequeña  de  mis 
hijas. 

(30)  Juan  Diego  es  un  pueblerino  simple.  Sus 
lugares  habituales  son  sus  callejas  cuautitlanenses,  po- 
bres y  primitivas,  su  solar,  su  tecorral,  su  jacal;  gran 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  243 


cosa  es  para  él  ir  varias  veces  por  semana  al  templo  de 
Tlaltelolco.  La  ciudad  de  México,  ya  con  muchos  miles 
de  habitantes  y  plétora  de  españoles,  capitales  y  se- 
ñores, debe  haberle  inspirado  Cierto  pueblerino  temor, 
acaso  hasta  repulsión:  no  era  su  ambiente.  De  sus  pa- 
labras se  deduce  que  no  la  frecuentaba  ni  paraba  en 
ella;  menos  aún  el  palacio  del  obispo,  que  debe  haberle 
sonado  a  gran  casa  lujosa  y  muy  respetable,  que  sus 
pobres  huaraches  no  eran  dignos  de  pisar. 

(31)  Teme  causar  pesadumbre  a  la  Señora  y  caer 
en  su  enojo,  no  porque  no  tenga  voluntad  de  ser  sü 
mensajero,  sino  porque  ya  se  vió  que  no  era  apto  para 
el  mensaje:  frustró  los  deseos  de  la  Señora  con  su  in- 
voluntaria pobreza  y  pequeñez.  Vienen  a  la  memoria 
aquellas  palabras  de  la  Sagrada  Escritura:  "Y  después 
de  que  hubiereis  hecho  todo  lo  que  se  os  hubiere  man- 
dado, diréis:  Siervos  inútiles  somos."  Juan  Diego  igno- 
ra las  Sagradas  Escrituras,  pero  tiene  su  espíritu  y 
las  cumple.  Así  han  hecho  siempre  todos  los  santos  de 
condición  humilde. 

(32)  La  Virgen,  humilde  entre  las  humildes,  que 
en  la  Anunciación  dijo  al  Arcángel  Gabriel:  "ecce  an- 
cilla  Domini",  he  aquí  la  esclava  del  Señor,  muestra 
al  'instante  cuan  grata  le  es  la  humildad  de  Juan  Diego. 
Posiblemente  con  asombro  del  vidente  venturoso,  ésta 
produce  el  efecto  contrario  al  que  él  modestamente  se 
proponía.  "Es  de  todo  punto  preciso  que  tú  mismo.  .  ." 
Y  la  Señora  le  dice  esto  después  de  haberle  hecho 
comprender  que  Ella  tenía  muchos  servidores  y  men- 
sajeros con  quiénes  contar.  Juan  Diego  no  podía  saber 
los  fines  arcanos  de  lo  alto:  los  santos,  o  lo  son  sin 
saberlo,  o  no  lo  son;  no  puede  ser  de  otro  modo.  Y 
acaso  no  vería  la  Virgen  del  Tepeyac  en  toda  la  tierra 
azteca  otro  más  humilde  y  más  adecuado  para  su  men- 


244      Jesús     David  Jaquhz 


saje.  Por  eso  dice  al  indito:  "Es  de  todo  punto  preciso 
que  tú  mismo".  Y  hasta  le  pide  su  ayuda  para  que 
"con  tu  mediación,  se  cumpla  mi  voluntad".  ¡Qué  glo- 
ria para  el  manso  contemplativo  del  Tepeyac! 

(33)  No  sólo  le  ruega,  sino  que  con  rigor  le 
manda.  La  terminante  orden  de  la  Virgen  María  confir- 
ma su  voluntad  de  que  él  y  no  otro,  sea  el  mensajero. 
Esta  orden  hace  que  Juan  Diego  contraiga  un  com- 
promiso moral  con  la  Señora  y  se  dé  cabal  cuenta  de 
que  tiene  que  cumplir  su  misión,  pese  al  primer  fra- 
caso. 

(34)  No  podía  ser  de  otro  modo  en  un  alma  santa 
y  que  veía  la  gloria  celeste.  Juan  Diego,  siempre  dócil 
y  bien  dispuesto,  se  pliega  gustoso  al  mandato  divino 
y  dice  su  motivo  íntimo:  no  quiere  causar  aflicción  a 
su  Señora  y  Niña:  de  muy  buena  gana  irá,  y  al  decirlo, 
borra  la  leve  mala  impresión  que  creyó  haber  causado 
a  la  Señora  con  sus  razonamientos  de  hace  un  momento. 
Por  eso  se  esmera  en  reiterar  su  voluntad  de  obedecer, 
y  declara  que  el  camino  no  se  le  hará  penoso.  Es  como 
si  dijera  que  lo  único  que  quiere  ya,  es  partir  a  cum- 
plir su  comisión. 

(35)  Pero  nuestro  hombre  es  sensato  y  previsor 
y  ya  tiene  una  experiencia  en  la  forma  como  la  prime- 
ra vez  fue  desoído.  Humanamente,  prevé  la  posibilidad 
de  un  segundo  fracaso,  que  ya  no  será  por  su  culpa, 
pues  él  no  hace  sino  obedecer. 

(36)  No  era  ya  hora  de  volver  a  hacer  su  ges- 
tión ante  el  obispo.  Pero  mañana  por  la  tarde,  cuando 
se  ponga  el  sol,  vendrá  al  Tepeyac  ya  con  la  razón  de 
su  embajada.  Dice  sencillamente  a  la  Virgen  lo  que 
va  a  hacer,  indicando  la  hora  razonable  para  una  nueva 
cita  con  Ella. 

(37)  Se  despide  de  la  Virgen  Santísima  con  toda 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  245 


cortesía.  Supone  acaso  en  su  simplicidad  impresionante- 
mente infantil,  que  Ella  lo  estuvo  esperando  de  pie  en 
el  Tepeyac,  lugar  incómodo  y  poco  grato,  mientras  él 
regresaba  con  su  informe  y  le  dice  que  descanse  en- 
tretanto. Es  un  detalle  conmovedor  y  que  explica  la 
pureza  sencilla  y  Cándida  de  aquella  alma  escogida. 

(38)  Es  domingo,  día  de  Misa  obligatoria.  Juan 
Diego  da  a  cada  cosa  su  lugar  y  su  tiempo.  Primero 
va  a  cumplir  un  deber  sagrado;  luego,  le  resta  el  tiem- 
po para  su  misión,  a  hora  adecuada. 

(39)  Además,  tiene  que  estar  presente  en  la  cuen- 
ta. Los  frailes  vigilaban  que  todo  el  mundo,  principal- 
mente los  indios,  cumplieran  con  el  precepto  divino  de 
santificar  las  fiestas  y  con  el  eclesiástico  de  oír  Misa 
los  domingos  y  fiestas  de  guardar.  Para  ello,  llevaban 
estrecha  cuenta  a  los  indios:  no  los  querían  remisos  ni 
malos  cristianos.  Y  es  histórico  que  los  mismos  frailes, 
en  su  celo,  azotaban  a  los  indios  que  habían  faltado 
al  cumplimiento  de  este  deber:  así  eran  los  tiempos  y 
así  lo  juzgaban  ellos  necesario  para  inculcar  bien  la 
catolicidad  entre  aquellos  miles  de  neófitos,  tiernos 
aún  en  su  fe,  o  mejor  quizá  para  que  se  dieran  cuenta 
de  que  faltando,  habían  cometido  un  pecado  grave. 

(■40)  Juan  Diego  espera  a  que  se  disperse  el  gen- 
tío. Puede  haber  dos  razones  que  justifiquen  ese  pro- 
ceder: la  de  cumplir  el  deber  social  de  saludar  a  ami- 
gos y  conocidos'  —él  era  bien  notorio  en  Cuautitlán, 
por  ser  nativo  y  viejo  residente  y  su  pobreza  no  obstaba 
para  que  fuese  conocido  de  miles  de  otros  indios  po- 
bres como  él—,  ya  de  dar  ocasión  para  irse  sóld  sin 
que  nadie  lo  interrogara  y  lo  siguiera  cuando  iba  a  un 
mandado  insólito  y  en  el  que  se  le  alcanzaba  bien  que 
debía  guardar  discreción. 

(41)    La  dificultad  del  mensajero,  en  esta  vez,  de- 


246      Jesús     David     Jaque  z 


bió  haber  sido  mayor  que  en  la  anterior;  todo  el  que 
insiste  se  expone  a  caer  mal,  a  aparecer  impertinente. 
Sin  embargo,  logró  ver  al  prelado. 

(42)  Juan  Diego  se  entristece  y  llora.  Le  afecta 
en  su  corazón  sencillo  y  sensible,  que  el  deseo  de  la 
Señora  tropiece  con  tantas  dificultades;  su  actitud  como 
contrita  podía  también  impresionar  al  Obispo  para  que 
viera  cuán  a  pecho  tomaba  el  mensajero  su  misión.  Era 
un  recurso  humano  que  le  salió  de  lo  íntimo,  del  gran 
deseo  de  que  la  voluntad  divina  se  realizara.  El  había 
aprendido  en  su  Radre  Nuestro,  "hágase  tu  voluntad", 
"venga  a  nos  tu  reino"  y  deseaba  estas  dos  cosas  que 
no  vienen  a  ser  sino  una.  Además,  el  indio  tras  su  apa- 
rente impasibilidad,  es  sensible  en  su  corazón.  No  hay 
nada  ficticio  ni  de  dramatismo  inoportuno  en  la  acti- 
tud descrita. 

(43)  El  nombre  de  la  Inmaculada  suena  por  pri- 
mera vez  en  toda  la  historia  aparicional.  ¿Valeriano  lo 
escribió  de  por  sí  o  transmitió  las  palabras  mismas  de 
Juan  Diego?  Es  común  creencia  muy  justificada,  que 
el  evangelista  de  las  apariciones  confirió  ampliamente 
con  el  Obispo  y  con  Juan  Diego  y  tomó  la  debida  nota, 
mental  al  menos,  de  todos  los  detalles  de  estos  suce- 
sos. Sólo  quien  está  así  informado,  puede  relatar  los 
hechos  con  el  verismo  y  genuinidad  con  que  Valeriano 
lo  hace.  Además  ya  hice  notar  antes  que  los  francis- 
canos eran  sostenedores  de  la  creencia  en  el  misterio 
de  la  Inmaculada,  siglos  antes  de  que  la  Iglesia  la  ele- 
vara a  la  categoría  de  dogma.  Si  Juan  Diego  pronun- 
ció este  nombre  ante  el  Obispo,  era  porque  así  había 
sido  doctrinado  en  Tlaltelolco. 

(44)  El  Obispo  hace  preguntas  al  indito  y  le  pide 
una  descripción  de  la  Señora.  Es  completamente  lógico 
ese  proceder.  Podía  temerse  que  se  tratara  de  algo  re- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano'  247 


lacionado  con  el  pretérito  paganismo,  cuyo  recuerdo  no 
se  podía  haber  borrado  del  todo  en  sólo  diez  años.  Bus- 
caba de  seguro  Zumárraga  signos  de  catolicidad  en  la 
aparición  y  en  la  forma  misma  bajo  la  cual  decía  mi- 
rarla el  indio. 

(45)  Sin  embargo,  Zumárraga  no  dió  crédito  aún, 
como  era  de  esperarse.  Para  aceptar  una  cosa  sobre- 
natural, se  necesita  tener  plena  fe  en  su  calidad  ultra- 
terrena  y  esta  fe  no  viene  siempre  por  infusión  de  la 
gracia  divina,  sino  que  se  necesita  una  prueba  irrefu- 
table, por  objetiva  y  real,  de  esa  voluntad.  No  basta  el 
ruego  de  un  humilde  cristiano,  rudo  y  sin  cosa  alguna 
que  lo  autorizara  para  acceder  a  su  petición;  Juan  Die- 
go podía  haberse  engañado,  podía  soñar  despierto. 
Siempre  la  Iglesia  es  muy  cauta  en  estas  cosas  para 
no  caer  en  error  y  no  dejarse  llevar  de  ilusiones  hu- 
manas. 

(46)  Era  muy  necesaria  una  señal,  es  decir,  una 
prueba  tangible  y  real  de  que  el  relato  del  indio  era 
verídico.  Sí  había  verdad.  Dios  daría  esa  prueba,  si 
la  señal  no  se  obtenía  ¿cómo  creer  a  la  ligera? 

(47)  Juan  Diego  que  estaba  absolutamente  seguro 
de  que  no  era  juguete  de  ilusión,  se  mostró  práctico: 
dijo  al  prelado  que  pensara  cuál  era  la  señal  que  debía 
pedir,  para  que  fuese  convincente. 

(48)  Tan  cierto  está  de  su  verdad,  que  ofrece  ir 
al  momento  a  pedir  la  señal,  no  bien  el  Obispo  haya 
dicho  específicamente  cual  deba  ser.  La  naturalidad  de 
la  conducta  de  Juan  Diego  es  clarísima  y  su  buen  sen- 
tido suple  a  su  falta  de  ejercicio  o  práctica  en  las 
cosas  sublimes  del  cielo,  nuevas  para  él  en  su  objetivi- 
dad de  las  apariciones.  • 

(49)  El  Obispo  vaciló  y  no  osó  especificar  señal 
alguna  concreta.  Acaso  pensó  que  si  todo  aquello  era 


248      Jesús     David  Jaqubz 


cosa  de  Dios,  Dios  proveería  a  una  señal  particular  que 
en  sus  altos  y  ocultos  fines  se  reservara.  Hay  un  as- 
pecto de  aparente  incongruencia  humana,  pero  de  aban- 
dono en  las  manos  de  Dios  en  el  asunto,  en  esta  acti- 
tud del  Obispo. 

(50)  Hay  aquí  una  aparente  reacción  del  Prelado: 
manda  a  gente  de  confianza  —no  se  sabe  si  frailes 
(hermanos  legos)  o  simples  criados—,  para  que  sigan 
al  indio  y  averigüen  con  quién  habla  o  hacia  dónde  se 
dirige.  Es  una  medida  práctica  y  prudente,  pero  ha  de 
ser  ejecutada  con  discreción:  si  el  indio  se  da  cuenta, 
puede  frustrar  sus  fines. 

(51)  Juan  Diego  nada  tiene  que  ocultar,  pero  Dios 
sí.  Mientras  él  va  sencillamente  por  el  camino  que  de- 
be seguir  ignorando  que  es  vigilado,  Dios  frustra  la 
medida  de  prudencia  humana,  tan  indicada,  con  una 
sencilla  y  fácil  medida  de  prudencia  divina:  los  segui- 
dores lo  pierden  inexplicablemente  de  vista.  El  puente 
aludido  estaba  hacia  el  frente  de  la  actual  Basílica  y  se 
le  señala  aún  en  los  croquis  o  dibujos  de  los  siglos 
XVII  y  XVIII. 

(52)  La  reacción  humana  ante  lo  desconocido  di- 
vino: la  desaparición  de  Juan  D*iego  enojó  a  los  sir- 
vientes, porque  echó  a  perder  su  misión.  La  frase  Apor- 
que se  fastidiaron"  parece  denotar  que  lo  buscaron 
afanosamente  y  por  largo  rato. 

(53)  Era  natural  que  los  sirvientes  achacaran  a 
hechicería  de  indio  la  desaparición,  y  natural  también 
que  inclinaran  al  Obispo  a  no  creer  más  en  el  para 
ellos  supuesto  mensajero.  La  única  explicación  admi- 
sible humanamente,  era  la  de  engaño  y  así  lo  tomaron 
los  criados. 

(54)  ¿Venganza  o  escarmiento  de  la  servidumbre? 
Posiblemente  ambas  cosas.  Los  indios  eran  considera- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  249 


dos  —aún  lo  son  en  ocasiones  y  muchas  veces  no  sin 
fundamento—  como  niños  grandes.  Y  para  estos,  dada 
su  escasa  capacidad  y  su  parco  sentido  de  responsabi- 
lidad, el. único  remedio  es  el  castigo  material.  Por  eso 
determinaron  propinárselo. 

(55)  Mientras  estas  pequeñas  cosas  humanas  y 
rastreras  se  efectuaban,  Juan  Diego  estaba  con  la  San- 
tísima Virgen.  Es  impresionante  este  detalle  y  digno 
de  meditación:  los  criados  enojados,  discutiendo  y 
proyectando  alguna  represalia:  el  objeto  de  aquel  chis- 
me, Juan  Diego  hablando  con  la  Reina  del  cielo. 

(56)  Las  cosas  de  Dios  son  extrahumanas,  pero 
nunca  inhumanas:  la  solicitud  del  Obispo  es  completa- 
mente sensata  y  aun  necesaria.  Los  hombres  en  carne 
mortal  no  tenemos  la  visión  de  las  cosas  divinas  ni 
podemos  atinar,  por  medio  de  simples  palabras  huma- 
nas, con  el  querer  de  lo  alto.  Por  eso  necesítamds  los 
signos,  las  señales,  que  nos  den  la  evidencia  de  lo 
que,  por  su  naturaleza  misma  está  más  allá  de  nuestra 
escasa,  limitada  comprensión.  Por  ello  la  Virgen  accede 
benigna  a  la  petición  del  Obispo  de  México.  Va  dar 
la  señal.  Nadie  sabe  que  esa  señal  va  a  ser,  no  sola- 
mente lo  que  el  prelado  representante  de  Nuestro  Se- 
ñor necesita,  sino  algo  más:  algo  mucho  más  grandioso 
y  estable  que  un  simple  signo  momentáneo  y  de  alcance 
humano. 

(57)  La  Virgen  sale  garante  de  la  sinceridad  de 
su  embajador.  El  signo  pedido  y  que  ya  Ella  prometió, 
no  será  tan  sólo  útil  para  respaldar  la  verdad  de  la 
aparición  y  la  voluntad  de  la  Virgen,  sino  que  también 
servirá  para  que  Juan  Diego  quede  sincerado  ante  el 
Obispo.  Con  esto,  Ella  cubre  el  honor  de  su  mensajero, 
haciendo  que  ya  nadie  dude  de  él  ni  de  él  sospeche. 
Siendo  Madre,  ama  a  su  hijito  "el  más  pequeño"; 


250      Jesús     David  Jaquez 


siendo  Reina,  protege  a  su  subdito,  hasta  contra  el 
descrédito  humano  de  que  lo  tengan  por  falsario  o  im- 
postor. ¡Así  obra  el  cielo! 

(58)  La  Virgen  despide  por  el  momento  al  fiel 
sirviente,  no  sin  advertirle  que  su  misión  apenas  está 
en  los  comienzos.  Le  da  al  mismo  tiempo  la  reitera- 
ción de  su  próxima  visita  y  el  aviso  de  que  al  día  si- 
guiente lo  aguarda. 

(59)  Hay  un  episodio  momentáneamente  descon- 
solador: Cuando  Juan  Diego  debía  ir  al  Tepeyac  por 
la  señal  divina  ya  no  volvió.  .  ..  Parece  una  esfumación. 
una  frustración,  un  abandonar  todo  lo  comenzado  por 
la  Señora  del  cielo  y  colaborado  por  -su  servidor. 

(60)  Pero  todo  se  explica  perfectamente:  la  re- 
pentina enfermedad  del  tío  y  su  agravamiento  parecen 
interferir  en  los  proyectos  de  lo  alto.  Así  a  los  hombres 
nos  parece  que  las  vicisitudes  de  esta  vida  interfieren 
en  nuestra  verdadera  felicidad  y  en  nuestra  vocación 
sobrenatural.  No  interfieren  en  el  fondo,  antes  coope- 
ran. Pero  ésto  los  hombres  solemos  comprenderlo  hasta 
después. 

(61)  El  vidente  fue  a  llamar  a  un  médico;  bajo 
tal  nombre  probablemente  debe  entenderse  nada  más  lo 
que  los  indígenas  llamaban  médico,  al  no  tenerlos  como 
nosotros  concebimos  a  un  médico;  debe  haber  sido  un 
curandero  indígena,  mitad  administrador  de  pócimas  y 
hierbas,  mitad  hechicero.  Si  la  idolatría  había  cesado, 
la  hechicería  subsistía,  como  subsiste  hasta  la  fecha  y 
no  sólo  en  México. 

(62)  Bernardino,  buen  cristiano  y  Juan  Diego  no 
menos,  sino  seguramente  más,  acuden  al  último  auxilio: 
el  de  la  religión.  Se  ha  visto  que  el  enfermo  está  en 
sus  últimas  horas:  hay  que  llamar  al  confesor  porque 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  251 


ya  no  es  el  cuerpo  el  que  cuenta,  sino  el  alma:  el  en- 
fermo va  a  morir. 

(63)  Muy  de  madrugada,  Juan  Diego  corre,  no 
ya  al  Tepeyac  .a  gozarse  en  la  celestial  visión,  sino 
al  prosaico  y  penoso  cumplimiento  de  un  deber:  llevar 
confesor  a  su  tío. 

(64)  Una  vez  más  se  confirma  la  ruta  habitual  del 
indito:  el  lado  poniente  del  cerrillo,  que  indica  su  pro- 
cedencia del  noroeste,  o  sea  de  Cuautitlán. 

(65)  Juan  Diego  es  sencillo  como  un  niño.  Sabe 
de  Dios  y  de  la  Virgen  a  la  que  ya  ha  visto  y  oído, 
pero  ignora  aún  muchas  cosas;  no  alcanza  a  pensar 
de  lo  divino,  aunque  ya  lo  haya  visto,  sino  en  términos 
humanos.  Y  hace  su  lógica  a  su  manera.  Nada  hay  de 
malo  en  esto;  ¿cómo  puede  él  pensar  como  pensaría  un 
teólogo?  Nadie  pide  nunca  los  imposibles,  ni  aquí  abajo 
ni  allá  arriba. 

(66)  Se  hace  su  breve  y  práctica  reflexión:  lo 
primero  es  lo  que  por  el  momento  urge  más:  no  dejar 
morir  sin  auxilios  religiosos  a  su  moribundo  tío  y  pien- 
sa caritativamente  en  que  éste  está  aguardándolo  con 
el  ansia  de  quien  ve  ya  venir  su  postrer  instante.  Juan 
Diego  tuvo  la  virtud  y  la  hombría  para  anteponer  el 
gran  deber  cristiano,  no  importa  que  no  fuera  dulce  ni 
grato,  al  bello  placer  divino  de  ver  otra  vez  a  la  Virgen: 
primero  es  la  obligación  que  hasta  la  misma  contem- 
plación y  los  ascetas  y  místicos  apoyan  esta  actitud 
que  es  la  debida  en  toda  alma  cristiana.  ¿Pasó  acaso 
por  su  mente  la  idea  de  que  si  no  sería  mejor  ver  a 
la  Señora  del  cielo  y  contarle  su  cuidado,  pidiéndole 
salvara  a  su  tío?  Quizá,  pero  el  servidor  fiel  y  abne- 
gado antes  piensa  en  dar  que  en  pedir.  El  deber  es 
el  deber. 

(67)  Contra  su  costumbre,  abandona  su  habitual 


252      Jesús     David  Jaquez 


vereda  y  pasa  al  otro  lado  del  cerrillo,  hacia  el  oriente. 
Camino  más  áspero  y  que  le  imponía  un  rodeo  retar- 
dador.  Pero  él  apresura  el  paso  con  la  idea  fija  de  la 
urgencia  que  llevaba. 

(68)  Este  es  uno  de  los  muchos  párrafos  que  se 
explican  por  sí  solos,  dada  la  suprema  sencillez  evan- 
gélica de  todo  este  relato.  Digamos  sin  embargo,  que 
dominaba  en  el  vidente  la  misma  ideología  cándida  e 
infantil.  ¿Quién  puede  exigirle  que  entendiera  de  las 
cualidades  de  los  cuerpos  resucitados  y  gloriosos,  su 
agilidad,  sutileza,  ubicuidad,  impasibilidad,  etc.?  Juan 
Diego  no  había  estudiado  la  "Summa  Teológica"  de 
Santo  Tomás  de  Aquino.  Toda  esta  actitud  es  com- 
prensible humanamente  y  dentro  de  la  sencilla  manera 
de  pensar  del  Cándido  y  rudo  pueblerino  indio. 

(69)  Pero,  María  supera  estas  flaquezas  e  imper- 
fecciones humanas:  "la  vió  bajar  de  la  cumbre  del 
cerrillo  y  que  estuvo  mirando  hacia  donde  antes  él  la 
veía".  Parece  que  hay  un  discretísimo  reproche  de  la 
Virgen  en  esta  su  actitud.  Le  da  a  entender,  sin  nece- 
sidad de  palabras,  que  Ella  lo  estaba  esperando,  según 
lo  convenido  y  que  era  él  y  no  Ella,  quien  había  fal- 
tado a  la  cita;  pero  no  lo  reprende,  porque  su  pequeña 
falla  reconoce  un  motivo  importante  y  hasta  digno  de 
ser  tomado  como  virtud:  el  deber  antes  que  el  placer, 
así  fuese  el  placer  supremo  de  gozar  de  la  divina  apa- 
rición. ¿Hubo  una  leve  falta  de  confianza  en  la  Seño- 
ra, de  parte  del  siervo?  Ya  dije  que  el  buen  servidor 
antes  piensa  en  dar  que  en  pedir,  y  Juan  Diego  iba  a 
dar  a  un  prójimo  suyo  lo  más  urgente,  que  era  el  au- 
xilio de  un  confesor.  No  es  humanamente  posible  pedir 
más  en  un  pobre  indio,  así  fuese  ya  casi  un  santo. 

(70)  La  Virgen  le  pregunta  como  con  extrañeza: 
¿Que  hay?  ¿a  dónde  vas?  Juan  Diego  no  debe  ya  andar 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  253 


en  todo  el  resto  de  su  vida,  sino  por  los  caminos  de  la 
Virgen  María,  que  son  los  caminos  que  llevan  en  de- 
rechura a  Dios,  término  supremo  de  la  vida  humana. 
Una  circunstancia  emergencial  lo  desvió  momentánea- 
mente, pero  era  una  circunstancia  de  necesidad  espiri- 
tual y  caritativa:  no  dejar  irse  a  la  otra  vida  al  agonizan- 
te, sin  sacramentos  reconciliadores  con  Dios.  Por  eso  la 
Virgen  no  lo  reprende  ni  en  lo  más  leve.  Valeriano  se 
pregunta  si  el  indito  se  apenó  o  tuvo  vergüenza  y  si  has- 
ta se  asustó.  Se  lo  pregunta,  con  una  suposición  humana 
muy  comprensible,  pero  no  afirma  nada.  Es  de  creer- 
se que  Juan  Diego  se  apenara  y  avergonzara  ante  la 
Señora,  más  por  humildad  y  escrúpulo,  que  por  tener 
conciencia  de  una  falta. 

(71)  Las  palabras  del  indito  dan  a  entender  su 
deseo  íntimo  de  desenfadar  a  la  Virgen,  de  hacerla 
comprender  que  él  es  siempre  su  amigo  leal.  Son  por 
lo  demás,  de  una  inocencia  encantadora,  pese  a  su  apa- 
rente torpeza  o  impropiedad.  Es  el  lenguaje,  son  las 
preguntas  a  que  él  está  acostumbrado,  denotadoras  de 
simpatía,  de  interés,  de  deseo  de  que  esté  buena  y  con- 
tenta. ¿Cómo  has  amanecido?  ¿Estás  bien  de  salud? 
Ojalá  estés  contenta.  .  .  ¿Quién  se  atreverá  a  reírse  de 
tan  santo  candor  infantil?  Estas  preguntas  son  las 
mismas  que  Juan  Diego,  amigable  y  bondadoso,  hubie- 
ra dirigido  a  un  vecino,  amigo  o  pariente  y  encierran 
una  inocencia  y  simplicidad  admirables. 

(72)  Juan  Diego  con  toda  naturalidad  da  una  ex- 
plicación a  su  conducta,  plenamente  justificatoria,  pero 
anticipando  delicadamente  que  va,  a  su  pesar,  a  causar 
aflicción  a  la  Virgen.  Probablemente  quiere  decir  que 
va  forzadamente  a  contrariar  sus  deseos  y  sus  planes, 
pero  interviene  una  causa  de  fuerza  mayor,  que  no  es- 


254      Jesús     David  Jaquejz 


taba  en  su  mano  evitar:  la  enfermedad  de  otro  siervo 
de  la  Virgen  Santísima,  su  tío. 

(73)  Juan  Diego  le  explica  que  va  a  llevarle  a 
"uno  de  los  sacerdotes  amados  de  Nuestro  Señor". 
Siempre  el  indito  considera  así  a  los  buenos  frailes: 
"amados  de  Nuestro  Señor".  Los  ve  únicamente  como 
representantes  de  El  y  conductos  para  sus  beneficios  es- 
pirituales. El  indito  es  más  lógico  en  estp,  que  miles 
de  cristianos  modernos  que  no  saben  distinguir  entre 
el  hombre  con  sus  humanas  flaquezas,  y  el  delegado  de 
Dios  y  ministro  suyo,  lógicamente  amado  de  El. 

(74)  Hay  un  leve  tono  de  melancolía  resignada 
en  la  expresión  de  nuestro  héroe:  "Desde  que  naci- 
mos venimos  a  aguardar  el  trabajo  de  nuestra  muerte". 
La  melancolía,  dice  el  gran  Lacordaire,  es  compañera 
inseparable  de  las  almas  de  largo  alcance  y  de  los  cora- 
zones que  sienten  hondamente.  Juan  Diego  no  era  ni 
genio  ni  sabio:  era  simplemente  un  pobre  hombre  de 
sano  sentido  común.  Sus  palabras  parecen  casi  tomadas 
del  Libro  de  Job,  en  el  que  abunda  aquella  bíblica  "me- 
lancolía sobre  la  fugacidad  de  la  vida  terrena  y  la  pers- 
pectiva trabajosa  de  la  muerte. 

(75)  Este  párrafo  apenas  necesita  comento  ampli- 
ficador: se  explica  por  sí  solo.  Juan  Diego  entiende  que 
sólo  hubo  un  contratiempo  demorador  en  la  impensada 
enfermedad  del  tío.  Pasado  ese  contratiempo,  del  que 
él  personalmente  no  espera  sino  nueva  soledad,  nueva 
tristeza  y  otro  luto  renovador  del  de  la  muerte,  dos  años 
atrás,  de  su  compañera  María  Lucía,  él  da  su  palabra 
de  volver  y  reanudar  la  empezada  obra  que  la  Virgen 
le  ha  encomendado  y  que,  en  sustancia,  sólo  sufre  una 
pequeña  interrupción,  de  ningún  modo  esencial  a  los 
fines. 

(76)  Se  disculpa  ante  la  Señora,  él.  que  no  tenía 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  255 


culpa  alguna  en  el  contratiempo,  le  pide  paciencia  y  le 
reitera  que  en  modo  alguno  trata  de  engañarla.  El  ig- 
nora que  la  Virgen  Santa  sabe  que  su  siervo  no  es 
capaz  de  engañar  a  nadie  y  por  eso  cabalmente  lo  ha 
elegido.  Y  la  prisa  con  que  ofrece  venir  al  día  siguien- 
te, es  indicativa  de  su  deseo  de  subsanar  la  involunta- 
ria demora. 

(77)  María  oye  mansamente  todas  las  sencillas 
explicaciones  de  su  servidor,  lo  deja  explayar  con  Ella 
su  cuita.  ¿Para  qué  entonces  viene  al  Tepeyac,  sino 
para  oír  penas  humanas  y  dejar  que  los  hombres  ten- 
gan el  consuelo  de  referírselas,  como  a  su  Madre? 

(78)  Pero  Ella  no  escucha  con  indiferencia  ni  es 
desdeñosa  ni  incapaz  de  dar  consuelo  y  alivió.  Bien 
luego,  el  indito  aprende  una  lección  ignorada  de  él. 
Que  todo  eso  que  le  aflije  es  nada,  dado  el  hecho  de 
la  protección  divina,  bajo  la  cual  él  mismo  especialísi- 
mamente  se  halla  cobijado  por  medio  de  Ella.  ¿Qué 
mejor  protectora  ni  valedora  que  la  Madre  de  Dios? 
Juan  Diego  obró  como  obramos  todos:  buscamos  la 
solución  humana  a  nuestros  problemas  y  dejamos  para 
lo  último  la  divina.  El  no  lo  hacía  llevado  del  espíritu 
materialista  y  mal  creyente  que  nosotros  tenemos.  Pero 
era  rudo  y  no  entrenado  aún  en  los  caminos  de  Dios, 
sino  en  forma  elemental.  Tenía  grande  fe  y  grande 
amor  a  Dios  y  a  María,  pero  no  veía  todavía,  como 
nosotros,  que  sí  somos  culpables  de  ello,  que  nada  acon- 
tece sino  bajo  la  voluntad  o  la  permisión  divina  y  de 
acuerdo  con  sus  planes  ignotos  para  los  hombres.  Dios, 
dice  un  sabio  adagio  antaño  popular,  sabe  escribir  de- 
recho con  renglones  torcidos.  Y  en  el  suceso  del  Te- 
peyac y  la  gravedad  de  Juan  Bernardino,  el  Señor  lo 
demostró  una  vez  más.  Por  otra  parte,  Juan  Diego  no 
obraba  mal  afligiéndose  por  la  desventura  y  buscando 


256 


Jesús     David  Jaqubz 


lo  único  que  había  qué  buscar:  una  cristiana  muerte 
para  su  tío.  Esos  son  los  caminos  ordinarios  y  todo 
esto  se  comprende  considerando  que  Juan  Diego  era 
llevado  por  la  Virgen  Santa,  por  los  extraordinarios. 

(79)  Las  palabras  de  la  Virgen  no  tienen  nada 
de  reconvención,  sino  que  son  claramente  avivadoras 
de  la  confianza  en  su  rudo  pero  fiel  servidor. 

(80)  Le  da  lo  que  ningún  hombre  del  mundo  po- 
día darle:  la  noticia  segura  y  cierta  de  que  su  tío  ya 
sanó. 

(81)  -  La  fe  es  todo,  como  en  mil  formas  lo  dijo 
siempre  Nuestro  Señor  Jesucristo:  la  fe  es  la  que  salva 
y  es  la  que  resuelve,  por  modo  divino,  que  no  humano, 
todos  los  problemas  y  da  remedio  o  consuelo  a  todas 
las  penas.  Por  eso  los  santos  todos  y  también  todas  las 
almas  buenas,  aun  no  santas  oficialmente,  en  medio 
de  sus  penalidades,  frecuentemente  mayores  que  las 
nuestras,  son  secretamente  felices.  Se  acomodan  y  con- 
forman con  la  voluntad  de  Dios  que  sólo  la  fe  les  hace 
entrever,  ya  genéricamente  ya  con  individuación.  Juan 
Diego,  poseedor  de  esa  fe,  se  consoló  mucho  y  quedó 
contento.  Esto  es  lo  que  hace  la  gracia,  atraída  por  la 
fe  y  que  ningún  hombre  puede  de  sí  hacer. 

(82)  Ida  la  pena,  sigue  el  deber,  ahora  ya  más 
dulce  y  más  grato,  y  el  vidente  sólo  quiere  hacer  la 
voluntad  divina,  ya  expresada  a  él  por  la  celestial  apa- 
rición. Quiere  al  instante,  ya  sin  perder  momento,  hacer 
esa  voluntad  y  pide  ser  despachado  al  Obispo  lleván- 
dole la  señal  pedida  por  el  prelado.  Y  aquí,  en  modo 
realmente  santo,  se  conjuga  la  voluntad  humana  con  la 
voluntad  divina,  ese  "venga  a  nos  tu  reino"  que  cdn 
frecuencia  repetimos,  pero  que  aún  no  sabemos  enten- 
der. Juan  Diego  necesita  ser  creído,  no  sólo  como  por- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  257 


tador  de  un  mensaje  celeste,  sino  en  fe  de  hombre 
veraz  y  que  no  ha  inventado  nada  de  sí  mismo. 

(83)  La  Virgen  le  deja  entrever  un  nuevo  prodi- 
gio: allí  donde  antes  él  la  veía,  entre  las  desnudas  ro- 
cas rodeadas  sólo  de  espinas  y  tristes  hierbecillas  agos- 
tadas por  el  invierno,  hallará  flores.  Todo  un  símbolo 
de  la  vida  espiritual:  hallar  flores  de  gracias  divinas, 
donde  en  lo  humano  sólo  encontramos  espinas  y 
desolación. 

(84)  Esas  flores  de  milagrería,  debe  el  vidente 
traerlas  a  la  presencia  de  la  Virgen.  ¿Por  qué  la  Vir- 
gen pide  a  Juan  Diego  que  le  lleve  a  su  presencia  las 
rosas?  Sencillamente,  porque  así  tiene  que  ser  en  lo 
natural:  el  sirviente  tiene  que  mostrar  que  ha  cumplido. 
Pero  hay  otra  razón,  que  sólo  se  comprende  después: 
la  Virgen  va  a  hacer  un  nuevo  milagro:  quiere  tener 
esas  rosas,  tocarlas  con  sus  manos  celestiales:  ese  con- 
tacto probablemente,  sea  el  que  opere  el  milagro  próxi- 
mo, o  sea  el  de  la  estampación.  Dios  puede  hacer  todos 
los  milagros  que  quiera,  sin  mediación  de  agentes  fí- 
sicos: no  los  necesita;  pero  sus  milagros  son  nara  los 
hombres  y  estos  sí  necesitan  verlos,  palparlos  y  hasta 
explicárselos  en  lo  que  a  humanos  es  posible.  Por  eso 
el  contacto  de  las  celestiales  manos  con  las  rosas  y  con 
la  tilma:  ésta,  porque  va  a  ser  el  objeto  físico  donde 
se  estampe  su  imagen,  aquellas,  porque  con  sus  colores 
mismos,  va  a  ser  pintada,  teñida  esa  imagen  milagrosa. 

(85)  "Se  asombró  mucho".  En  nada  obsta  la  fe 
para  el  asombro.  Juan  Diego  no  dudaba,  sino  que 
creía  firmemente;  pero  al  ver  la  maravilla  de  un  jardín 
celestial  en  tan  árido  lugar  es  natural  que  se  asom- 
bre: las  obras  de  Dios  son  asombrosas  desde  todos  los 
puntos  de  vista. 

(86)     Hay  que  recordar  que  era  diciembre,  mes  de 

17 


258       Jesús     David  Jaquez 


hielos  y  fríos.  No  se  sabe  si  aquel  año  el  invierno  haya 
sido  especialmente  crudo;  pero  basta  el  clima  normal, 
sobre  la  cumbre  expuesta  a  toda  intemperie,  de  un  cerro 
pelón  y  seco,  para  que  no  hubiera  probabilidad  de  que 
hubiera  rosas,  máxime  que  entonces  no  había  inverna- 
deros ni  cultivo  alguno  como  ahora  artificialmente  han 
sido  puestos  bellos  jardines  en  el  Tepeyac.  El  hecho 
pues,  era  admirable  y  extraordinario. 

(87)  Este  pasaje  es  clarísimo.  Valeriano  hace  la 
descripción  justa  del  Tepeyac  de  entonces.  Aun  en 
nuestros  días,  los  lados  norte  y  parte  del  oriente  y  oc- 
cidente, que  permanecen  abruptos,  son  sitios  áridos  y 
sin  vegetación  lozana  de  ninguna  clase. 

(88)  La  Señora  tomó  en  sus  manos  las  flores:  este 
era  el  agente  físico-sobrenatural,  si  vale  decir  así,  para 
el  adveniente  milagro  inesperado  de  nadie. 

(89)  La  Virgen  ahora,  una  vez  dado  el  fragante 
y  milagroso  signo  pedido  por  el  Obispo,  envía  ya  una 
orden  terminante  a  éste,  con  su  plena  autoridad  de 
Madre  de  Dios  y  Reina  del  cielo. 

(90)  La  Santa  Virgen  otorga  a  Juan  Diego  todo 
un  título  para  su  misión;  él  es  su  embajador  muy  digno 
de  confianza.  Juan  Diego  se  ha  hecho  ya  merecedor  de 
esta  alabanza  celestial,  él  que  nunca  tuvo  ni  en  vida 
ni  ahora  tras  de  tantos  siglos,  casi  ningún  elogio.  Un 
hombre  muy  digno  de  la  confianza  de  la  Señora,  como 
si  dijéramos,  "el  hombre  de  sus  confianzas",  debía  ser 
mirado  con  un  respeto  y  devoción  que  secularmente 
le  hemos  venido  regateando.  Casi  se  piensa  que  la 
misma  Virgen  lo  declara  varón  santo.  Falta  que  logre- 
mos que  la  Iglesia  lo  ratifique  para  los  fines  del  reino 
de  Dios,  gloria  de  María  y  honra  de  la  catolicidad  y 
de  México. 

(91)  La  rigurosa  orden  de  la  Reina  del  cielo  hace 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  259 


pensar  que  Juan  Diego  desde  ese  momento  llevaba  ya 
en  la  tilma,  sobre  su  pobre  pecho  moreno,  la  sacro- 
santa imagen;  el  "rigurosamente"  no  se  justificaría  si 
nuestro  hombre  llevara  únicamente  flores. 

(92)  El  prelado,  dice  la  Virgen,  debe  dar  toda 
su  ayuda  a  fin  de  que  se  erija  el  templo.  La  Virgen 
María  es  cuidadosa,  meticulosa,  se  podría  decir,  en 
lograr  los  fines  de  su  bondad  maternal  que  ansia  dar- 
nos, más  de  lo  que  nosotros  ansiamos  recibirlos.  Así 
es  María,  así  es  una  Madre  Celestial. 

(93)  Juan  Diego  cumple  rigurosamente,  tal  como 
la  Señora  le  ordenó;  no  quiere  que  ni  una  sola  de  esas 
rosas  se  le  vaya  a  soltar:  bien  se  le  alcanza  que  son 
flores  de  milagro  y  las  cuida  como  un  tesoro  celestial. 

(94)  Los  indios  siempre  han  sido  sensibles  al  en- 
canto de  las  flores,  su  aroma,  sus  colores  su  fragancia. 
Natural  y  sobrenaturalmente,  el  embajador  de  la  Vir- 
gen va  gozándose  en  este  bello  don  de  la  Señora  y  este 
gozo  debe  haber  sido  más  místico,  que  sensual  y  ol- 
fativo. 

(95)  Los  conserjes,  sirvientes  y  segundones  de 
los  personajes,  siempre  han  sido  los  mismos  y  lo  serán: 
más  duros,  desdeñosos  y  altaneros  que  sus  amos,  que 
son  gentes  más  finas. 

(96)  Se  hacían  disimulados,  como  que  no  lo  oían: 
lo  mismo  hacen  en  nuestros  tiempos  y  en  todos,  los 
empleados,  conserjes,  ayudantes  de  funcionarios  y  per- 
sonalidades. No  quieren  molestarse  ni  hacer  honor  a 
sus  jefes,  pues  su  rudeza  y  lo  pagados  que  están  de 
sus  puestecillos,  los  hacen  inhumanos. 

(97)  Además,  estaban  enterados  de  lo  que  ellos 
deben  haber  calificado  como  una  "jugarreta",  cuando 
desapareció  de  la  vista  de  sus  compañeros.  Sólo  que 
ellos  no  sabían  que  era  una  "jugarreta"  providencial. 


260       Jesús     David  Jaquez 


(98)  Juan  Diego  hizo  lo  que  cualquiera  otro  hu- 
biese hecho:  esperar.  No  se  sabe  si  una  hora  o  dos  o 
más,  pero  Juan  Diego  esperó.  De  pie,  porque  nadie  fue 
capaz  de  ofrecer  una  silla  a  aquel  a  quien  el  cielo  había 
ofrecido  regalos  únicos.  Estaba  cabizbajo  y  sin  hacer 
nada.  Eso  era  lo  visible;  lo  invisible  era  muy  otra 
cosa.  Estaba  cabizbajo,  porque  estaba  reconcentrado 
en  la  meditación  casi  contemplativa  de  las  maravillas 
que  la  Reina  del  Cielo  acababa  de  hacer  con  él.  Pare- 
cía que  no  hacía  nada,  pero  hacía  algo  muy  santo:  orar, 
adorar  el  poder  de  Dios,  considerar  las  bondades  de 
la  Virgen  María;  todo  esto  es  hacer  mucho  espiri- 
tualmente. 

(99)  La  eterna  curiosidad  importuna  de  los  cria- 
dos y  mozos.  No  quieren  cumplir  con  su  deber  de  aten- 
der al  visitante,  que  algún  negocio  lleva  que  ellos  no 
tienen  por  qué  conocer,  pero  sí  quieren  satisfacer  cu- 
riosidades con  una  gula  mental  que  poco  los  honra. 

(100)  Esa  curiosidad  grosera  amenazaba  pasar  a 
mayores.  Juan  Diego  decide  sacrificar  lo  menos  por  lo 
más:  trata  de  calmarlos  para  que  no  le  abran  su  tilma, 
cosa  que  la  Virgen  no  quería  y  les  deja  entrever  que 
sólo  son  flores.  ¿Temía  ser  aporreado  y  molestado  fí- 
sicamente? Es  posible,  pero  lo  que  principalmente  le 
importaba,  era  preservar  el  tesoro  celestial  de  las  mira- 
das de  los  impertinentes;  por  eso  obró  así. 

(101)  Los  groseros  criados  se  asombraron  mucho: 
luego  la  existencia  de  aquellas  rosas,  en  esos  tiempos 
de  muy  rudimentaria  y  parca  jardinería,  era,  por  sí 
sola,,  motivo  de  asombro. 

(102)  La  codicia  y  curiosidad  de  los  insolentes 
servidores  del  obispo  llega  a  un  grado  abusivo:  quieren 
coger  unas  flores  que  no  les  están  destinadas. 

(103)  He  aquí  un  milagro  en  el  que  poco  se  ha 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  261 


parado  la  atención,  quizá  porque  fue  sólo  un  milagro 
momentáneo  y  emergencia]:  las  rosas  desaparecían  ba- 
jo los  indignos  dedos  de  los  tales  criados:  siempre  lo 
sobrenatural  y  divino  se  retrae  y  se  oculta  ante  lo  sen- 
sual y  grosero. 

( 104)  La  luz  se  hace  en  la  mente  del  prelado:  aho- 
ra comprende  la  razón  de  todo  lo  anterior  y  la  santa 
insistencia  del  indito  y  recuerda  que  él  mismo  había 
pedido  una  señal. 

(105)  Juan  Diego  viene  ya  triunfante  pero  no  por 
ello  se  enorgullece.  Su  actitud  es  la  de  siempre,  de  res- 
peto al  prelado;  también  él  es  uno  de  los  "sacerdotes 
amados  de  Nuestro  Señor",  le  debe  acatamiento  y  se 
lo  rinde  tan  humilde  como  siempre. 

(106)  Juan  Diego  hizo  lo  que  le  ordenó  el  obispo. 
Las  palabras  del  obispo  no  habían  sido  una  orden  pre- 
cisamente, sino  casi  una  mera  sugestión  o  salida;  pero 
Juan  Diego  las  considera  como  una  orden,  por  dos  ra- 
zones: porque  salieron  de  la  boca  de  un  obispo,  sacer- 
dote de  primera  calidad  y  rango,  y  porque  se  relacio- 
nan con  una  voluntad  de  la  Madre  de  Dios  y  ésta  sí 
es  una  orden  y  orden  divina.  Además,  el  indito  tiene 
pleno  y  legítimo  derecho  a  demostrar  que  cumplió  tanto 
con  los  hombres,  como  con  Dios. 

(107)  Es  de  notarse  que  Juan  Diego  llama  a  la 
Virgen  "su  Ama";  lo  es  y  de  una  manera  muy  espe- 
cial; ¿no  está  él  a  su  servicio  en  todo  este  negocio  y 
aun  para  siempre?  Juan  Diego  es  buen  informador: 
dice  y  trae  a  la  actualidad  toda  su  actuación  en  el 
asunto  y  natural  y  sencillamente  elocuente,  como  quien 
tiene  un  gran  fundamento  interior,  antes  de  entregar 
la  señal  pedida,  da  las  justas  razones  que  explican  y 
anteceden  necesariamente  a  esa  entrega,  realzándola 
como  es  debido. 


262       Jesús     David  Jaqubz 


(108)  Marca  la  condescendencia  de  la  Virgen  y 
el  buen  caso  que  Ella  hizo  de  un  recado  del  Jefe  de 
la  Iglesia,  representante  de  su  Hijo  Divino.  Juan  Diego 
sabe  interpretar  con  sencillez  estas  cosas  altas  pero 
claras. 

(109)  Exalta  la  bondad  solícita  de  la  Señora  que 
al  punto  cumplió  con  la  petición  episcopal,  aunque  ha- 
bía sido  genérica  tan  sólo. 

(110)  Explica,  como  era  conveniente,  la  forma  en 
que  la  Virgen  hizo  su  obra. 

(111)  Especifica  que  esas  flores  celestes  eran  só- 
lo para  el  Obispo  y  que  sólo  a  él  en  persona  debía 
entregarlas  y  que  así  lo  hizo. 

(112)  Esta  explicación  es  completamente  huma- 
na: Juan  Diego  bien  sabía  que  se  iba  a  tratar  de  un 
hecho  insólito,  pero  él  pasó  sobre  esta  consideración, 
pues  bien  se  le  alcanzaba  que  estaba  durante  esos  mo- 
mentos situado  en  un  plano  de  sobrenaturalidad  y  que 
se  trataba  de  cosas  milagrosas. 

(113)  Al  referir  que  él  no  dudó,  no  presume  de 
su  fe,  sino  que  simplemente  expone  al  mismo  tiempo 
todo  el  sencillo  panorama  real  del  cerrillo  y  su  aridez 
y  el  de  su  estado  de  ánimo:  cosas  ambas  convergentes 
a  la  gran  calidad  milagrosa  de  los  hechos. 

(114)  Termina  de  describir  este  panorama  y  re- 
fiere que  no  hizo  otra  cosa  que  obedecer  a  los  manda- 
tos de  lo  alto. 

(115)  Después  de  las  dudas  y  sospechas,  Juan 
Diego,  el  hombre  leal  y  que  no  es  capaz  de  engañar, 
demuestra  ostensiblemente  con  los  hechos,  que  ha  sido 
veraz.  Se  conjugan  aquí  como  ya  las  conjugó  su  Ama 
Divina  la  veracidad  celestial  y  la  veracidad  humana, 
portadora  y  conductora  de  la  primera. 

(116)  Ante  hechos,  no  caben  argumentos:  ¡Aquí 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  263 


están,  recíbelas!  Queda  pues  patente  toda  la  veraci- 
dad del  suceso.  Palabras  breves  pero  de  una  elocuen- 
cia contundente. 

(117)  Quieren  algunos  con  estas  palabras  dedu- 
cir que  en  aquel  instante  se  hizo  la  estampación  mila- 
grosa en  la  tilma  del  indio.  Ya  antes  expuse  mis  razo- 
nes en  contrario.  El  buen  criterio  se  inclina  a  enten- 
der en  estas  frases  que  fue  entonces  cuando  por  pri- 
mera vez  se  vió  dibujada  y  apareció  patente  a  los  ojos 
de  todos,  la  celestial  imagen:  antes,  era  un  secreto  que 
no  debía  ser  develado  sino  hasta  el  momento  conve- 
niente. 

(118)  Valeriano  certifica  que  la  tilma  guadalupa- 
na  es  genuinamente  la  misma  que  se  guarda  en  la  ermi- 
ta, o  sea  la  misma  físicamente  que  todos  hoy  vene- 
ramos. 

(119)  El  Obispo  y  todos  los  de  la  casa  episcopal, 
atraídos  estos  últimos  por  la  novedad  y  por  los  ante- 
cedentes, muestran  su  contrición  y  pena  por  no  haber 
creído  en  un  principio.  Admiran  la  belleza  sin  par  de 
la  bellísima  imagen  al  mismo  tiempo  que  el  gran  favor 
del  cielo. 

(120)  La  milagrosa  efigie  de  la  Virgen,  en  toda 
su  hermosura,  les  arrebató  el  corazón.  Ahí  comenzó, 
robusto  y  cordial  todo  ese  culto  guadalupano  perdu- 
rante hasta  ahora. 

(121)  El  Obispo  Zumárraga  eleva  su  corazón  al 
cielo  y  pide  a  la  Madre  de  Dios  perdón  por  sus  dudas 
y  vacilaciones  de  un  principio.  Es  una  actitud  plena  de 
sinceridad  y  de  piedad  de  parte  del  venerable  varón, 
primer  jefe  de  la  cristiandad  en  Nueva  España. 

(122)  La  santa  imagen  es  colocada  provisional- 
mente en  su  trono  primero,  el  altar  del  oratorio  epis- 
copal. La  burda  tilma,  sobrenaturalizada,  recibe  el  ho- 


264       Jesús     David  Jaquez 


ñor  debido  y  la  manta  de  Juan  Diego,  al  mismo  tiempo, 
es  dignificada,  dignificando  al  virtuosísimo  embajador. 

(123)  El  Obispo  detiene  al  indito  en  su  palacio, 
tanto  para  agasajarlo  un  poco,  por  su  calidad  de  en- 
viado de  la  Virgen  del  Cielo,  como  conducto  de  una 
gran  gracia  de  lo  alto,  como  para  tener  tiempo  de 
hacerlo  relatar  con  toda  calma  y  atención,  las  mara- 
villas de  que  sólo  él  había  sido  testigo  y  que  confir- 
man, no  solamente  aquellos  prístinos  hechos  mariales, 
sino  toda  la  verdad  de  nuestra  fe. 

(124)  El  Obispo  no  pierde  el  tiempo.  Quiere  al 
momento  debido,  que  Juan  Diego  le  muestre  el  lugar 
donde  se  ha  de  cumplir  por  mano  de  sus  demás  ser- 
vidores y  fieles,  la  voluntad  de  la  Virgen  María  y 
Juan  Diego  es  el  guía  obligado'  y  único. 

(125)  Da  la  conveniente  solemnidad  al  caso,  con- 
vidando a  todos,  es  decir,  a  todos  los  del  palacio  epis- 
copal y  demás  personas  que  quieran  y  puedan  ir,  a  po- 
nerse en  marcha  en  aquella  primera  peregrinación  gua- 
dalupana. 

(126)  Juan  Diego,  apenas  ve  terminada  su  mi- 
sión, modestamente  quiere  irse.  Ya  expliqué  esta  acti- 
tud del  héroe  guadalupano.  Es  pueblerino  y  quiere  re- 
gresar a  su  pueblo;  es  pobre  y  quiere  regresar  a  su 
vida  de  siempre,  que  es  vida  de  pobreza;  es  modesto  y 
recogido  y  busca  la  modestia  y  el  recogimiento.  Ahora 
tiene  en  qué  emplear  todo  ello:  en  la  meditación  y  ad- 
miración largamente  rumiada  y  contemplada,  de  los 
prodigios  del  cielo  que  se  abrieron  en  el  lapso  de 
breves  días,  ante  sus  viejos  ojos  de  melancólico  indio 
de  57  años.  Ahora  que  ya  él  no  tenía  ilusiones  ni 
alegrías  en  esta  vida  • — casi  nunca  las  tuvo —  tiene  la 
impensada  felicidad  de  lo  alto,  anticipo  de  la  eterna. 

(127)  Aunque  Juan  Diego  tenía  fe  absoluta  en 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  265 


la  Virgen,  como  siempre  lo  demostró,  había  motivos 
para  querer  ir  a  reunirse  con  su  tío.  Acaso  ello  le  daba 
decoroso  pretexto  para  inhibirse  y  huir  de  alabanzas 
v  admiraciones  humanas.  Una  actitud  plenamente  cris- 
tiana y  recta. 

(128)  Probablemente  Juan  Diego  no  dijo  a  nadie 
una  palabra  sobre  la  curación  de  Juan  Befnardino 
que  la  Virgen  le  comunicara,  pues  este  hecho  era  per- 
sonal y  privado  y  no  se  relacionaba  sustancialmente 
con  la  tilma  sagrada.  Pero  no  lo  dejaron  ir  solo,  quizá 
por  cortesía  para  con  el  indito,  conducto  de  aquellas 
maravillas. 

(129)  Es  natural  el  asombro  del  anciano  Juan 
Bernardino,  dado  que  él  no  sabía  gran  cosa  sobre  los 
insólitos  hechos  del  Tepeyac,  sino  únicamente  lo  que 
la  Virgen  le  dijo  cuando  se  le  apareció  a  su  vez. 

(130)  La  pregunta  del  covidente  es  completamen- 
te natural;  además,  es  seguro  que  el  tío  sospechaba, 
desde  la  aparición  de  la  Virgen  en  su  choza  y  lo  que 
Ella  le  dijo,  cosas  maravillosas  con  su  sobrino. 

(131)  La  aparición  en  casa  de  Bernardino  es  con- 
firmatoria de  la  del  Tepeyac,  fue  una  aparición  perso- 
nal, puede  casi  decirse  que  privada  a  Juan  Bernardino 
y  obrada  para  una  cura  milagrosa. 

(132)  El  relato  del  tío  corrobora  todos  lo  suce- 
sos relacionados.  Su  aparición  y  cura  milagrosa  fueron 
el  12  de  diciembre,  poco  más  o  menos  a  la  misma  hora 
de  la  última  aparición  tepeyacense,  acaso  unos  breves 
minutos  antes.  La  Virgen  María,  como  persona  plena- 
mente resucitada  y  altísimamente  gloriosa,  goza  en 
inmenso  grado,  inferior  sólo  a  Cristo  su  Hijo,  de  los 
dones  de  la  vida  eterna;  puede  por  tanto  estar  en  dos 
sitios  a  la  vez,  simultáneamente  y  en  completa  perso- 


266       Jesús     David  Jaquez 


nalidad,  como  puede  trasladarse  con  la  velocidad  del 
pensamiento  a  cualquier  lugar  de  la  Creación. 

(133)  La  confrontación  de  las  sendas  apariciones, 
mediante  la  plática  de  tío  y  sobrino,  demuestran  que 
la  Virgen  se  les  apareció  a  ambos  bajo  un  aspecto  idén- 
tico: unidad  y  armonía  de  los  planes  de  Dios,  de  los 
que  Ella  es  perfectísima  colaboradora. 

(134)  Exquisita  cortesía  de  la  Virgen:  dar  razón 
al  tío  sobre  la  tardanza  del  sobrino. 

(135)  Juan  Bernardino  tenía  que  ser  a  su  vez  tes- 
tigo y  declarante  de  la  aparición,  para  dar  a  ésta  mayor 
crédito  humano  y  garantizar  más  la  fe  de  todos  los 
futuros  fieles. 

(136)  Fue  Juan  Bernardino  el  depositario  único 
del  nombre  de  Guadalupe.  Recuérdese  la  exposición 
que  sobre  ésto  hice  anteriormente. 

(137)  Juan  Bernardino,  llevado  ante  la  primera 
autoridad  religiosa  del  país,  atestigua  plenamente  todos 
los  maravillosos  hechos.  Su  ancianidad  es  un  motivo 
más  de  respeto  y  de  fidedignidad. 

(138)  Un  rasgo  de  bondad  paternal  de  ese  padre 
de  los  indios,  como  adecuadamente  se  le  ha  llamado. 
Si  la  Reina  del  Cielo  los  agasajó  sobrenaturalmente, 
él  quiere  hacer  lo  mismo  humanamente.  Además,  no 
todos  los  días  encuentra  un  obispo  a  dos  hombres  que 
hayan  visto  y  oído  a  la  Virgen  María.  Conversa  lar- 
gamente con  ellos  y  se  hace  referir  una  vez  más  y  con 
los  nuevos  datos  que  el  anciano  aporta,  la  más  deliciosa 
historia  marial  del  Nuevo  Mundo. 

(139)  "Unos  días.  .  .  hasta  que  se  erigió  el  tem- 
plo". Esto  corrobora  en  gran  modo  que  la  primera 
ermita  fue  abierta  al  culto,  con  la  sagrada  imagen  sobre 
su  pobre  altar,  el  26  de  diciembre,  si  bien  otros  opi- 
nan que  lo  fue  hasta  principios  del  siguiente  año.  Si 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  267 


Fray  Juan  de  Zumárraga  tenía  prisa  por  localizar  el 
sitio  elegido  por  la  Virgen,  es  creíble  que  también  la 
tuviera  por  levantarle  su  templo.  Esta  fue  una  de  las 
razones  para  que  sólo  fuese  erigida  uña  modesta  er- 
mitilla. 

(140)  La  Iglesia  Mayor  era  la  principal  y  epis- 
copal de  la  Capital  de  la  Nueva  España  y  antecesora 
de  la  Catedral  posterior.  El  traslado  debe  haber  sido 
solemne  y  muy  concurrido  y  se  hizo  todo  ello  para 
que  el  pueblo  pudiera  verla  y  venerarla,  que  eran  los 
fines  de  la  Virgen  de  Guadalupe. 

(141)  Un  suceso  que  era  único  en  el  Nuevo  Mun- 
do, no  podía  menos  de  conmover  a  toda  la  ciudad.  La 
sociedad  y  el  pueblo  entonces  eran  bien  cristianos  y 
los  indios  moradores  de  la  Capital  habían  sido  de  los 
primeros  en  la  catequización  tanto  por  estar  más  a 
mano  de  los  frailes,  como  por  ver  el  ejemplo  de  los 
españoles,  reciamente  fieles  a  su  fe.  La  conmoción  de 
los  habitantes  de  la  ciudad  es  alentadora  y  en  esta 
actitud  debemos  ver  el  principio  de  todo  el-  guadalupa- 
nismo  multisecular  que  México  heredó  de  aquellos  que 
aquel  día  se  conmovieron.  Aun  ahora,  debíamos  de 
conmovernos,  por  lo  menos  cada  vez  que  vamos  al 
Tepeyac. 

(142)  Valeriano  expone  llanamente  que  el  mayor 
motivo  de  maravilla  para  los  creyentes  del  México  de 
entonces,  era  que  la  imagen  fuese  de  origen  divino  y 
que  nadie  de  este  mundo  la  hubiese  pintado.  Esto  hace 
más  incongruente  e  incomprensible  la  actitud  de  los 
silenciadores,  como  los  frailes  de  entonces  y  como  Sa- 
hagún  que  no  supo  de  dónde  nació  esta  devoción,  sim- 
plemente porque  no  se  cuidó  de  saber  lo  que  todos  los 
habitantes  de  la  ciudad  sabían  perfectamente. 

(143)  El  algodón,  en  la  pobreza  de  aquellos  tiem- 


268 


Jesús     David     J  a  q  u  e(  z 


pos  y  dada  la  tan  rudimentaria  agricultura  de  los  azte- 
cas, era  para  los  mexicanos  lo  que  después  fue  la 
seda  y  lo  que  hoy  son  el  lino  o  el  nylon  fino:  un  ar- 
tículo de  lujo.  Esto  explica  por  qué  un  indio  pobre 
sólo  usaba  ropas  de  ixtle  de  maguey,  fibra  tosca  y 
que  estaba  al  alcance  de  todos. 

(144)  Valeriano  o  quizá  sus  transcriptores,  escri- 
ben ichtli;  la  escritura  del  náhuatl  en  letras  europeas, 
apenas  comenzaba.  Además,  es  muy  probable  que  esta 
grafía  responda  mejor  a  la  pronunciación  que  los  me- 
xicanos daban  entonces  a  aquella  palabra. 

(145)  Modo  convencional  de  medir,  cuando  aún 
se  desconocía  nuestro  actual  sistema  métrico  decimal. 
El  señor  Marcué  en  su  artículo  (apéndice  4  de  este 
libro),  nos  da  las  medidas  exactas  y  la  descripción 
muy  justa  de  la  santa  imagen. 

(146)  Bien  dice  don  Alfonso  Junco  en  el  párrafo 
con  que  termino  mi  Capítulo  8:  la  Guadalupana  es 
ante  todo,  en  su  aspecto  exterior  según  la  imagen  que 
nos  dejó,  "mexicana",  y  el  mexicano,  sobre  todo  el 
del  centro  del  país,  es  moreno  por  su  descendencia  et- 
nográfica y  por  el  suelo  y  clima:  el  hombre,  se  ha  dicho 
es  un  producto  geográfico.  Una  fineza  más  de  la  Vir- 
gen Guadalupana,  al  tomar  el  aspecto  de  semejanza 
al  pueblo  a  quien  se  vino  a  dar  como  Madre. 

(147)  Una  descripción  sencilla  y  exacta  de  la 
santa  imagen  hecha  con  su  peculiar  sencillez  y  clari- 
dad, por  el  cronista  príncipe. 

(148)  Esta  corona  de  oro  no  es  muy  visible  á  la 
simple  vista  ni  menos  de  lejos.  Véase  de  nuevo  el  ar- 
tículo del  señor  Marcué  sobre  este  detalle. 

(149)  El  ángel  de  la  Guadalupana  es  sólo  un 
pedestal  para  la  Reina  de  los  Angeles. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  269 


(150)  Termina  el  Relato  de  Valeriano  con  una 
observación  muy  adecuada. 

Esta  es  Nuestra  Señora  de  Guadalupe  Madre  de 
los  mexicanos,  pueblo  tan  necesitado  por  todos  con- 
ceptos, del  socorro  maternal  de  la  Bendita  Virgen, 
Refugio  de  los  Pecadores,  Consuelo  de  los  Afligidos  y 
Auxilio  de  los  Cristianos.  El  mexicano,  hambriento 
siempre  de  bien,  de  felicidad,  de  paz,  de  amor,  tiene 
acaso  mayor  necesidad  espiritual  que  otros  pueblos, 
más  dotados  de  bienandanza  material  o  menos  sensiti- 
vos que  el  nuestro. 

El  pueblo  mexicano  por  innúmeras  razones  ances- 
trales y  por  múltiples  factores  determinantes  de  su 
idiosincracia,  es  el  hijito  desvalido  que  ha  menester 
más  especialmente  el  socorro,  la  protección  y  el  con- 
suelo y  hasta  las  caricias  espirituales  de  una  Madre 
llena  de  bondad.  Por  eso  "flores  apparuerunt  in  térra 
nostra":  flores  de  alegría  y  de  saudad  para  nuestras 
espinas,  por  eso  la  Virgen  de  Guadalupe  — Dios  apro- 
bante y  apoyante^ — "non  fecit  taliter  omni  nationi", 
no  hizo  nunca  favor  tan  dulce  y  tan  materno  a  ningún 
otro  pueblo. 


APENDICE  NUM.  3 

CRITICA  HISTORICA  DEL  EVANGELIO  DE 
LAS  APARICIONES,  POR 
DON  ANTONIO  VALERIANO 

El  Cronista  Príncipe  de 

LAS  APARICIONES 

(De  un  artículo  del  R.  P.  Marcos  Gordoa,  S.  J.) 


Jamás  vio  la  historia  transformación  social  y  reli- 
giosa más  estupenda,  ni  tan  claro,  risueño  y  esplen- 
doroso alborecer  de  un  pueblo. 

El  cual  lleva  ventaja  a  todos  los  demás  de  la  tie- 
rra por  haberle  distinguido  la  Providencia,  en  la  cu- 
na misma,  con  peregrina  intervención  y  raro  privile- 
gio, dándole  una  Imagen  de  María  Santísima  que 
tiene  por  origen  remoto  varias  apariciones  de  la  mis- 
ma Virgen  al  indio  Juan  Diego  y  por  causa  próxima, 
un  acto  preternatural  en  cuya  virtud  sin  que  artista 
humano  interviniera,  quedó  pintada  en  la  tilma  del 
indiezuelo  una  simbólica  representación  de  la  Inma- 
culada Madre  de  Dios,  como  prenda  de  celestiales 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  271 


dones  para  los  nacidos  en  este  suelo,  y  para  cuantos 
veneren,  en  este  prodigioso  trasunto,  a  la  serenísima 
Reina  del  Cielo. 

El  hecho  mismo  de  las  apariciones,  si  bien  en  su 
causa  excede  las  energías  naturales  (al  menos  en  cuan- 
to al  modo),  puede  percibirse  por  los  sentidos,  y  por 
consiguiente  cae  bajo  el  contraste  de  la  reflexión  y 
entra  en  la  jurisdicción  de  la  crítica  histórica  para  in- 
vestigar si  real  y  verdaderamente  aconteció  como  se 
dice.  Porque  quien  lo  vio  pudo  con  pleno  señorío  de 
sus  actos  cerciorarse  de  que  no  padecía  ilusión  ni  alu- 
cinación, y  aquellos  a  quienes  él  refirió  el  hecho  tu- 
vieron medios  sobrados  para  aclarar  la  realidad  y 
darlo  o  no  por  verdadero  e  indubitable. 

La  relación  contemporánea  del  suceso  corre  im- 
presa y  anda  en  manos  de  todo  el  mundo;  pero  con- 
viene corroborarla  demostrando  que  es  auténtica  y 
fidedigna. 

La  crítica  histórica  se  reduce  a  acrisolar  el  testi- 
monio humano,  cuya  fe,  instintiva  en  el  niño,  se  hace 
refleja  en  el  adulto  y  científica  en  el  historiador  de 
verdad,  que  cuenta  con  métodos  idóneos  para  depu- 
rar y  certificar  la  objetividad  de  un  testimonio. 

Pues  empecemos  por  el  autor  de  la  dicha  relación, 
Antonio  Valeriano,  indio,  emparentado  con  Mocte- 
cuzoma  II,  criado  desde  mozuelo  en  la  escuela  del 
convento  de  San  Francisco,  de  México,  y  fundador, 
con  otros  muchos  de  sus  iguales,  del  primer  Colegio 
que  hubo  en  América,  establecido  en  Tlaltelolco  en 
1536  por  los  franciscanos.  Florecía  allí  la  espléndida 
cultura  renacentista  y  el  discípulo  más  aventajado  del 
plantel  fue  Antonio  Valeriano.  De  él  dice  Sahagún 
hablando  de  los  gramáticos  colegiales  que  le  ayuda- 
ban en  su  escritorio:  "el  principal  y  más  sabio  fue  An- 


272       Jesús     David  Jaqubz 


tonio  Valeriano".  Francisco  Cervantes  Salazar,  hu- 
manista contemporáneo  que  trató  con  él,  escribe:  "no 
cede  un  punto  a  nuestros  gramáticos;  es  muy  versado 
en  el  conocimiento  de  la  ley  cristiana  y  por  extremo 
aficionado  a  la  elocuencia".  Gobernó  a  los  indios  de 
la  ciudad  de  México  más  de  treinta  y  cinco  años  con 
gran  aceptación  y  edificación  de  los  españoles.  Feli- 
pe II  le  honró  con  una  carta  laudatoria. 

Nacido  en  1516  (otros  ponen  1524  ó  1526),  en 
Azcapotzalco,  habitó  en  Tenochtitlán  desde  1526.  El 
año  de  la  Aparición  (1531),  contaba  más  de  quince 
años,  Alumno  (1536)  y  más  tarde  maestro  (1577)  en 
Tlaltelolco,  vivió  a  una  legua  escasa  de  la  ermita  del 
Tepeyac;  amante  de  su  nación,  industriado  en  la  his- 
toriografía por  el  propio  Sahagún,  hubo  de  averiguar 
muy  de  raíz  las  apariciones;  él,  indio  y  cristiano,  filó- 
sofo y  literato,  hombre  práctico  y  de  gobierno,  cuya 
cordura  y  discreción  hacía  fe  en  el  Consejo  de  In- 
dias, y  cuya  acuciosa  diligencia  se  muestra  en  la  des- 
cripción de  la  imagen  hecha  tan  a  menudo,  que  da 
el  número  cabal  de  las  estrellas  que  tachonan  el  man- 
to. 

Esta  primorosa  relación  sacó  de  molde  en  su  len- 
gua original  el  bachiller  Luis  Lasso  de  la  Vega  el  año 
de  1649.  La  censura  eclesiástica  de  la  obra  nos  pre- 
senta al  segundo  testigo,  el  P.  Baltasar  González,  de 
la  Compañía  de  Jesús,  rector  del  Colegio  de  Indios  de 
San  Gregorio.  Mexicanista  de  nota,  recopilador  de 
anales  y  antiguallas  indígenas,  diestro  entendedor  de 
jeroglíficos  y  escrituras,  amantísimo  de  los  indios,  jui- 
cioso y  recto,  que  desempeñó  en  su  orden  cargos  de 
gran  peso  y  responsabilidad;  requerido  por  la  autori- 
dad eclesiástica  para  dar  su  fallo  acerca  de  un  libro 
histórico,   dice  textualmente:    "Hallo  ésta   — la  reía- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  273 


ción —  ajustada  a  lo  que  por  tradición  y  anales  se 
sabe  del  hecho".  El  testimonio  es  fehaciente  y  apodíc- 
tico;  corría  tradición  del  hecho;  obraban  en  poder  del 
testigo  muchas  y  varias  fuentes  históricas,  y  tradición 
y  anales  confirmaban  lo  que  Valeriano  había  escrito. 

¿Y  quién  vio  el  original?  En  casa  de  su  poseedor 
don  Fernando  Alva  Ixtlixóchitl,  lo  vió  y  copió  don 
Luis  Becerra  Tanco,  sacerdote  del  Oratorio,  tercer 
testigo  de  nuestra  causa.  El  dueño  del  manuscrito 
era  nieto,  por  parte  de  padre,  de  los  reyes  texcoca- 
nos  y,  por  parte  de  la  madre,  lo  era  de  Cuitláhuac,  el 
penúltimo  Emperador  de  México.  Fue  don  Fernando 
historiador  del  reino  de  Texcoco  y  opulento  allegador 
de  mapas  ideográficos,  anales  y  poemas  de  la  antigüe- 
dad. Volviendo  al  tercer  testigo,  de  su  probidad  sin 
tacha  responden  los  contemporáneos.  De  su  compe- 
tencia, podemos  sentenciar  por  lo  que  él  dijo  de  sí  en 
documento,  presentado  en  1666  a  jueces  eclesiásticos 
que  no  se  hubieran  en  modo  alguno  dejado  echar  da- 
do falso:  "Desde  mi  niñez  entendí  y  hablé  con  pro- 
piedad la  lengua  mexicana,  por  haberme  criado  fuera 
de  México,  entre  los  naturales.  Me  perfeccioné  en  su 
inteligencia  con  el  arte.  En  mi  juventud  fui  señalado 
por  lector  de  lengua  mexicana  en  la  Real  Universidad, 
antes  que  hubiese  cátedra-,  a  pedimento  de  muchos  es- 
tudiantes. .  .  Me  perfeccioné  en  la  inteligencia  de  la 
lengua  mexicana  con  el  ejercicio  de  ministro  de  doc- 
trina por  treinta  y  dos  años,  con  el  título  de  cura  be- 
neficiado, por  La  Majestad,  de  diversos  partidos;  he 
comunicado  con  indios  hábiles  y  provectos.  He  con- 
ferido con  ministros  antiguos  las  cosas  del  gentilismo. 
Con  muchos  desvelos  llegué  a  entender  el  cómputo  de 
los  siglos  que  usaban  los  indios  en  su  antigüedad,  con 
sus  ruedas,  números  y  pinturas  en  que  se  contenían 


19 


274 


Jesús     David  Jaqueíz 


sus  historias".  Testigo  tan  abonado  afirma  que  sacó 
traslado  de  la  relación  de  Valeriano,  y  a  mayor  abun- 
damiento, que  estaba  respaldada  con  tradición  unáni- 
me y  documentación  copiosa  de  mapas  y  anales.  A 
rechazar  testimonios  como  este,  habría  de  recusarse 
también  toda  la  historia. 

Becerra  Tanco  fue  el  primero  que  puso  en  lengua 
castellana  la  narración  de  Valeriano,  cuya  traducción 
es  la  más  conocida  y  divulgada. 

El  cuarto  testigo  es  don  Carlos  de  Sigüenza  y 
Góngora,  sacerdote,  jesuita  un  tiempo,  admitido  de 
nuevo  en  la  orden  al  hallarse  en  paso  de  muerte.  Me- 
rece el  dictado  de  polígrafo;  desde  poesías  archigongori- 
nas  hasta  macizos  tratados  de  matemáticas,  en  todo 
probó  su  ingenio  con  brillantísima  fortuna.  Pasma  en- 
contrar en  las  Indias  Occidentales  de  Carlos  II,  hom- 
bre tan  erudito  y  de  tan  buen  juicio.  Distinguióse  par- 
ticularmente en  paleografía,  pericia  en  antigüedades 
mexicanas  y  crítica  tan  certera  y  razonable  —en  estos 
asuntos —  que  puede  ser  tenido  por  el  mejor.  Su  te- 
soro de  antiguallas  está  encuadernado  en  veintiocho 
tomos.  En  muchas  de  sus  obras  refiere  el  prodigio  de 
las  Apariciones  y  de  la  Imagen  como  hecho  cierto  y 
averiguado,  de  todos  conocido  y  comprobado  por  buen 
golpe  de  documentos  irrecusables.  Quiso  nuestra  for- 
tuna que  Sigüenza  facilitase  al  P.  Francisco  de  Flo- 
rencia una  traducción  parafrásica  de  la  relación  de 
Valeriano,  hecha  por  don  Fernando  Alva  Ixtlixó- 
chitl  y  que  Florencia,  además  de  confundirla  con  el 
original  de  Valeriano,  asentase,  al  imprimir  su  obra, 
que  el  autor  de  la  dicha  relación  fue  Fray  Jerónimo 
de  Mendieta,  Sigüenza  rectificó  el  doble  error  y  col- 
mó las  exigencias  del  crítico  más  avinagrado,  confir- 
mando su  testimonio  con  juramento,  "Digo  y  juro  que 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  275 


esta  relación  hallé  entre  los  papeles  de  don  Fernando 
Alva  que  tengo  todos,  y  que  es  la  misma  que  afir- 
ma el  licenciado  Luis  de  Becerra  en  su  libro  haber  vis- 
to en  su  poder.  El  original  mexicano  está  de  letra  de 
don  Antonio  Valeriano,  indio,  que  es  su  verdadero 
autor  y  al  fin  añadidos  algunos  milagros  de  letra  de 
don  Fernando,  también  en  mexicano.  Lo  que  yo  pres- 
té al  Rmo.  P.  Francisco  de  Florencia,  fue  una  traduc- 
ción parafrásica  que  de  uno  y  otro  hizo  don  Fernando 
y  está  también  de  su  letra". 

Así  habla  un  edificante  sacerdote,  eruditísimo,  pro„ 
fesor  de  la  Universidad  de  México,  encarnizado  in- 
vestigador de  papeles  viejos  y  conservador  amoroso 
de  archivos;  que  por  entonces  era  el  primum  movens 
de  la  vida  intelectual  de  la  Nueva  España  y  cuya  fa- 
ma trascendió  hasta  la  corte  de  Luis  XIV. 

El  quinto  testigo  sale  del  fondo  de  los  valles  al- 
pinos, de  la  Valtelina,  un  hidalgo,  caballero  del  Sacro 
Romano  Imperio.  Después  de  estudiar  en  Milán,  mili- 
ta en  la  guerra  de  sucesión  de  Polonia,  reside  en  Vie- 
na,  de  Austria  llega  a  Madrid  y  pasa  a  Portugal  con 
letras  comendaticias  tan  altas,  que  la  Reina  quiere 
nombrarle  ayo  de  los  infantes.  Prefiere  volver  a  Ma- 
drid y  allí  acepta  un  encargo  de  la  condesa  de  Santi- 
báñez,  doña  Manuela  de  Oca  Silva  y  Moctecuzoma, 
para  la  Nueva  España,  y  helo  en  México  desde  el 
año  de  1736.  En  el  siglo  XVIII,  el  concepto  de  la  His- 
toria se  desenvolvía  de  bien  en  mejor  y  toda  persona 
instruida  creía  imposible  la  historiografía,  a  no  re- 
unirse las  fuentes  y  discutirse  de  antemano  la  auten- 
ticidad de  ellas.  Era  nuestro  hidalgo  don  Lorenzo  Bo- 
turini  Benaduci  graduado  en  achaques  de  heurística  y 
de  crítica,  más  los  asuntos  en  que  entendía  le  deste- 
rraban muy  lejos  de  los  encantados  y  fragosos  domi- 


276       Jesús     David     J  a  q  u  q  z 


nios  de  Clío.  A  pesar  de  lo  cual,  al  ver  la  Imagen  de 
Santa  María  Virgen  de  Guadalupe,  oír  su  celestial 
origen  y  quedar  preso  de  ardentísima  devoción,  fue 
todo  uno.  Decidió  a  entregarse  con  alma  y  vida  a  la 
investigación  histórica  del  caso.  Dióse  al  trato  con  in- 
dios y,  pasados  siete  años  de  arduos  viajes,  de  reñi- 
dos asedios  o  poseedores  de  mal  componer,  hizo  una 
recopilación  de  manuscritos  en  veinte  volúmenes  y  de 
pinturas,  a  granel,  la  mejor  que  de  asunto  guadalu- 
pano  se  haya  hecho  nunca,  si  bien  recogía  el  investi- 
gador toda  clase  de  piezas  que  la  suerte  le  deparase. 
Hallándole  el  Virrey  falto  de  expedientes  oficiales 
para  ejecutar  la  coronación  de  la  Imagen  de  Guada- 
lupe, que  le  había  otorgado  el  Cabildo  de  San  Pedro, 
de  Roma,  la  real  mano  le  confiscó  el  fondo  de  archi- 
vos; le  encarceló  durante  ocho  meses;  le  deportó  a 
España  en  tan  aciaga  coyuntura,  que  cayó  en  garras 
de  corsarios  ingleses,  de  las  cuales  escapó  apenas  con 
vida.  Fernando  VI  le  rehabilitó  nombrándole  Histo- 
riógrafo de  las  Indias.  Mas  no  logró  recuperar  sus  te- 
soros. De  tamaña  opulencia  sólo  quedan  algunas  re- 
liquias desparramadas  por  México,  España  y  Fran- 
cia; en  el  Archivo  de  Indias  de  Sevilla.  .  .  el  flamante 
inventario  de  aquellas  preciosas  joyas,  no  catalogadas 
de  una  en  una,  sino  por  docenas  de  rollos  de  mapas. 
A  despecho  de  tal  estrago,  nos  resta  un  fragmento  del 
ensayo  en  que  Boturini  expone  treinta  y  un  funda- 
mentos de  la  Aparición.  Sólo  se  lee  el  primero  que, 
por  dicha,  versa  sobre  la  fehacencia  de  la  relación  de 
Valeriano.  El  mismo  Boturini  compuso  en  latín  de  la 
época,  tornátil  y  remilgado,  una  relación  que  repro- 
duce, en  substancia,  el  Nican  Mopohua.  Deduzcamos. 
La  actividad  tan  intensa,  ilustrada  y  bien  dirigida  de 
un  historiógrafo  de  primer  orden,  vino  a  condensarse 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  277 


y  reducirse  a  este  categórico  dictamen:  la  relación  de 
don  Antonio  Valeriano  es  auténtica. 

Merced  a  esta  no  interrumpida  cadena  de  testi- 
monios, podemos  reconstruir  la  historia  de  la  relación 
original.  Escrita  de  puño  y  letra  de  Valeriano,  vino 
por  herencia  a  manos  de  don  Fernando  Alva  (h. 
1568-1648);  de  él  hubo  el  manuscrito  su  hijo  don 
Juan  Alva  Ixtlixóchitl,  quien  se  lo  regaló  a  don 
Carlos  de  Sigüenza  y  Góngora  (1645-1700),  el  cual, 
al  morir,  legó  este  y  otros  documentos  encuadernados 
en  veintiocho  tomos,  al  Colegio  Máximo  de  la  Com- 
pañía de  Jesús  en  México.  Expulsados  los  jesuítas  de 
los  dominios  españoles  por  Carlos  III,  en  1767,  los 
papeles  de  Sigüenza  pasaron  a  la  Universidad  de  Mé- 
jico, de  donde  se  los  llevó  el  general  Scott,  en  1847, 
a  Washington.  Allí  los  vio,  en  el  Ministerio  de  Esta- 
do, don  Luis  de  la  Rosa,  embajador  de  México. 

De  entonces  acá,  los  investigadores  no  han  podi- 
do hallar  el  codiciado  manuscrito. 

Pero  esta  razón  no  vale  para  negar  la  existencia 
de  la  obra.  Los  cuatro  testigos  que  la  abonan,  hacen 
fe;  recusarlos,  sería  torcer  y  quebrantar  los  princi- 
pios de  la  crítica.  El  testimonio  de  todos  cuatro  ase- 
gura irrefragablemente  la  verdad  de  las  apariciones 
que  tenían  conocida  además  por  otras  fuentes;  pero 
ahora  nos  ceñimos  a  la  testificación  de  la  existencia  del 
documento:  hubo  una  relación  de  las'  Apariciones  es- 
crita por  un  contemporáneo  digno  de  crédito.  Al  P. 
Bahasar  González  se  le  debe  creer  que  poseía  y  leyó 
ana'es  y  mapas  donde  se  narraba  lo  contenido  en  el 
libro  de  Lasso.  Por  infantil  y  Cándido  que  fuese  Bece, 
rra  Tanco,  se  le  debe  creer  que  copió  el  autógrafo  de 
Valeriano  y  que  lo  mismo  hizo  Lasso.  Por  endeble 
que  se  juzgue  la  crítica  de'  Sigüenza  y  Góngora,  se  le 


278      Jesús     David  Jaqu^z 


debe  creer  su  testimonio  jurado;  que  estaba  en  su  po- 
der el  escrito  hológrafo  de  Valeriano  porque  el  insig- 
ne Paleógrafo  no  jura  que  se  apareció  la  Virgen  ni 
que  ello  se  demuestre  históricamente;  jura  que  poseía 
el  escrito  auténtico  de  Valeriano.  A  Boturini  le  seña- 
lan todos  por  tan  feliz  y  aventajado  en  la  ciencia  di- 
plomática, cuanto  menos  hábil  y  sin  ventura  en  la  sín- 
tesis y  composición  de  la  historia;  se  le  debe  creer  que 
conoció  el  documento  príncipe  de  la  historia  guadalu- 
pana. 

Hoy  día  está  probado  que  todas  las  historias  im- 
presas de  1648  acá,  provienen  de  la  relación  de  Vale- 
riano, la  cual,  según  afirma  Sigüenza  y  Góngora,  lle- 
vaba añadida  la  de  muchos  milagros  atribuidos  a  la 
Virgen  del  Tepeyac,  compuesta  quizá  por  Alva  Ix- 
tlixóchitl.  Sigüenza  sólo  dice   que  están  escritos  de 
mano  del  noble  Anticuario.  Del  hológrafo  de  Valeria- 
no se  sacaron  cuatro  copias  en  lo  substancial  contes- 
tes, la  que  imprimió  Lasso  de  la  Vega  en  1649,  la  de 
Becerra   Tanco,    la  cual  publicó   añadiendo  algunas 
glosas  en  1672;  de  la  tercera  queda  rastro  de  cierto 
fragmento  vuelto  en  castellano  por  Tapia  y  Zenteno 
en  1776;  de  la  cuarta  da  noticia  otro  fragmento  más 
largo  que  el  susodicho,  puesto  en  romance  por  don 
Joséph  Julián  Ramírez  hacia  (1765-72).  De  la  ver- 
sión parafrásica  ya  mencionada,  de  Ixtlixóchitl,  pro- 
viene el  libro  del  Dr.  Miguel  Sánchez  dado  a  las 
prensas  en  1648,  y  la  Estrella  del  Norte,  del  P.  Flo- 
rencia, estampadas  en  1688.   Boturini   mandó  hacer 
una  traducción  de  las  Apariciones,  según  el  texto  ná- 
huatl de  Lasso,  de  la  cual  traducción  podemos  leer 
dos  copias:  la  una  se  guarda  en  la  Basílica  del  Tepe- 
yac  y  se  imprimió  en  1894;  la  otra  se  halla  en  la  co- 
lección llamada  de  Aubin.  Finalmente,  en  1931  el  Lic. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  279 


Primo  Feliciano  Velázquez  publicó,  traducida,  con 
abundantes  notas  filológicas,  toda  la  obra  de  Lasso,  la 
cual  consta:  1,  de  la  relación  de  Valeriano;  2.  de  la 
de  varios  milagros;  3  y  4,  de  prólogo  y  epílogo  escri- 
tos en  lengua  mexicana  por  Lasso,  a  quien  hoy  lla- 
maríamos simplemente  editor. 

Quien  leyere  la  relación  auténtica  de  Valeriano,  la 
juzgará  por  obra  histórica;  da  por  sucedidos  los  he- 
chos que  narra;  puntualiza  las  fechas  y  los  días  de  las 
apariciones;  el  12  de  diciembre  de  1531  fue  martes;  se 
refiere  a  un  personaje  histórico,  el  entonces  Obispo 
Electo  de  México;  está  exenta  de  anacronismos  y,  en 
resolución  provoca  en  el  leyente  espontáneo  y  seguro 
convencimiento  de  que  ^1  autor  intenta  comunicarle 
una  realidad  histórica.  Si  leyendo,  leyendo,  alguien 
le  soplase  al  oído;  lees  un  coloquio,  un  auto  o  miste- 
rio, obrillas  dramáticas  a  que  los  indios  eran  aficiona- 
dísimos, replicaría  el  lector,  amigo,  o  no  lees  lo  que  leo, 
o  desatinas. 

Como  buena  parte  de  los  papeles  escritos  en  aque- 
llas edades,  el  de  Valeriano,  que  sepamos,  no  lleva 
fecha;  por  tanto,  no  consta  cuándo  se  escribió.  Mas, 
en  tales  contingencias,  la  crítica  histórica  se  aventura 
a  conjeturarlo  y  llega  a  las  veces  a  averiguarlo  con 
certeza  moral,  a  las  veces  alcanza  grados  de  probabi- 
lidad más  o  menos  firmes.  Para  ello  escudriña  el  crí- 
tico el  contenido  y  las  cualidades,  lo  intrínseco,  de  la 
obra.  Pues  en  ésta  de  que  tratamos,  suena  una  tal 
casticidad  de  la  lengua  náhuatl,  que  no  pudo  sino 
aprenderse  en  hogar  indígena,  cuando  apenas  llega- 
ban, quizá  antes  de  que  llegaran  los  españoles.  Voca- 
blos, frases  y  construcciones  son  de  habla  no  conta- 
minada con  la  de  los  conquistadores;  la  misma  en  que 
van  escritos  la  Leyenda  de  los  Soles  (1558)  y  los 


280      Jesús     David  Jaquez 


Anales  de  Cuautitlán  (1570),  ambas  obras  compues- 
tas por  los  primeros  colegiales  de  Santa  Cruz.  Cote- 
jada la  relación  de  las  Aparaciones  con  el  relato  de 
los  milagros,  resalta  ya  la  diferencia  y  salen  al  paso  his- 
panismos lexicográficos,  fraseológicos  y  sintáxicos. 
Mucho  más  sobresale  la  exquisita  pureza  de  la  len- 
gua, si  viene  a  parangón  con  la  que  usa  en  su  Relación 
Mercurina,  fechada  en  1713,  don  Joseph  Antonio  Pé- 
rez de  la  Fuente. 

El  primor  de  la  composición  y  estilo  manifiestan 
un  ingenio  educado  en  aquel  primero  y  no  bastardea- 
do humanismo  que  ennoblecía  las  universidades  de  la 
Península  al  empezar  el  siglo  XVI.  Por  cierto,  que  el 
renacentismo  de  los  Nebrijas  y  Pincianos  se  concertó 
con  la  filial  ternura  y  devoción  de  la  Madre  de  Dios 
y  con  el  amor  patrio  más  fino,  para  cincelar  en  la  dul- 
císima lengua  náhuatl  la  obra  maestra  del  clasicismo 
azteca,  la  Rosa  de  Oro  con  que  el  alma  indígena  co- 
rrespondió a  los  amores  y  caricias  de  la  Reina  del 
Cielo. 

Suele  decirse  que  esta  relación  se  compuso  por  los 
años  de  1550,  fecha,  a  nuestro  ver,  demasiado  tardía. 
Atreviéndonos  a  rastrearla  y  particularizarla  por 
nuestra  cuenta  y  por  los  indicios  del  texto  mismo, 
primero,  hallamos  que  el  autor  la  expresa  no  en  gua- 
rismos, sino  en  aquella  afirmación  contenida  en  el  tí- 
tulo Nican  Mopohua,  "se  apareció  poco  ha"  y  luego 
en  el  primer  renglón  dice  que  la  aparición  fue  diez 
años  después  de  tomada  la  ciudad  de  México,  o  sea 
en  1531.  Todo  el  punto  está  en  estimar  por  años  el 
valor  de  ese  "poco  ha",  los  cuales,  añadidos  a  1531, 
nos  darían  la  fecha  deseada.  Ahora  bien,  la  obrita  se 
escribió  cuando  ya  había  en  Cuautitlán  convento  de 
franciscanos  y  cura  de  almas.  En  1538  los  indios  de 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  281 


esta  ciudad,  muy  populosa  entonces,  lograron  del  pro- 
vincial, con  grandes  demostraciones  de  dolor,  no  les 
quitasen  los  frailes  que  vivían  allí  de  asiento;  luego  se 
habían  establecido  algún  tiempo  antes,  pongamos  el 
año  de  1535.  Cuautitlán  (junto  con  Tepotzotlán) ,  fue 
la  primera  población  evangelizada  por  el  convento  de 
México.  Si,  pues,  Valeriano  escribió  alrededor  del 
dicho  año,  el  "poco  ha"  equivale  a  cuatro  años;  si 
después  de  1538,  a  siete  años,  lo  cual  quizá  es  exce- 
sivo para  el  "poco  ha".  Porque  más  abajo  dice  de  Zu- 
márraga:  "el  prelado  que  muy  poco  antes  (de  la  Apa- 
rición), había  venido".  Como  esto  sucedió  el  6  de  di- 
ciembre de  1528,  para  el  autor,  "muy  poco  ha",  equi- 
vale a  tres  años  menos  tres  días;  por  consiguiente,  el 
año  de  1538  no  justifica  el  "poco  ha".  Segundo:  la 
obra  se  escribió  cuando  ya  había  mudanza  en  la  indu- 
mentaria de  los  macehuales;  no  porque  la  capa  de  Juan 
Diego  no  haya  sido  de  algodón,  sino  porque,  al  describir 
el  ayate  de  ixtli  (filamento  de  maguey),  el  autor  ha- 
ce recuerdos  de  lo  pasado.  Tal  mudanza  fue  muy  rá- 
pida; en  el  códice  de  TJaltelolco,  anotado  por  Barlon, 
los  caciques  acompañantes  del  Virrey  de  Mendoza  a 
la  guerra  del  Mixtón  (1541),  visten  ya  en  parte  a  la 
española.  Tercero:  tiene  su  dificultad  aquella  cláusu- 
la; "y  se  llamaba  don  Fray  Juan  de  Zumárraga",  la 
cual,  a  primera  faz,  supone  que  escribió  Valeriano 
después  de  1548,  en  que  murió  el  Arzobispo;  y  si  es 
así  habían  corrido  diecisiete  años  desde  1531,  lo  cual 
es  de  todo  en  todo  incompatible  con  el  "poco  ha". 
Siendo  Valeriano  excelente  escritor  y  egregio  huma- 
nista (latino),  antes  de  ahijarle  tal  incoherencia  o  dis- 
tracción, es  de  considerar  si  el  pretérito  imperfecto 
"se  llamaba",  vale  por  un  presente.  En  las  lenguas 
helenística  y  latina  de  la  misma  época  es  común  la 


282      Jesús     David  Jaquhz 


equivalencia:  el  escritor,  abstrayendo  del  tiempo  pre- 
sente, sólo  piensa  en  los  futuros  lectores  y  usa  de  la 
forma  verbal  (imperfecto),  con  que  ellos  expresarían 
lo  que  para  el  escritor  es  presente.  Valeriano,  pulido 
autor  de  cartas  latinas,  había  leído  en  las  de  Cicerón, 
por  lo  menos,  el  imperfecto  llamado  epistolar  cuyo  va- 
lor gramatical  harto  se  le  alcanzaba.  Quizá  añadió  al 
relato  ya  escrito,  la  susodicha  cláusula,  después  de 
muerto  Zumárraga;  pero  tal  conjetura  carece  de  fun- 
damento mientras  el  original  no  se  compulse.  Parece 
que  Valeriano  conservó  la  lucidez  de  su  ingenio  hasta 
la  edad  caduca;  pero  la  relación  de  las  Apariciones 
trasciende  a  primavera.  Como  quiera  que  sea,  la  obri- 
ta  se  compuso  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVI  más 
probablemente  que  en  la  segunda,  por  autor  contem- 
poráneo y  apto  sobremanera,  que  deslindó,  a  no  du- 
darlo, el  asunto  consultándolo  tal  vez  con  Zumárraga 
y  sentándose  a  cuentas  con  Juan  Diego  y  con  Juan 
Bernardino. 

Si  la  gloriosa  Madre  de  Dios  se  dignó  escoger  al 
macehual  humilde  y  sencillo  para  manifestarse  al 
Nuevo  Mundo,  también  hizo  elección  de  un  indio  no- 
ble cuyas  letras,  sabiduría  y  autoridad  asegurasen  a 
las  generaciones  venideras  la  certidumbre  del  prodi- 
gio Guadalupano. 

Montezuma,  N.  México,  abril  lo.  de  1945. 


M.  Govdoa,  S.  J. 


APENDICE  NUM.  4 


COMO  ES  NUESTRA  SEÑORA  DE 
GUADALUPE  DE  MEXICO 

Por  Alfonso  MARCUE  GONZALEZ 

Al  iniciar  estos  breves  apuntes  sobre  el  sagrado 
lienzo  donde  originalmente  quedó  estampada  MARA- 
VILLOSAMENTE la  venerada  Imagen  de  Nuestra 
Señora  de  Guadalupe,  en  México,  cuya  descripción 
está  basada  en  las  observaciones  realizadas  a  través 
de  la  fotografía,  es  conveniente  el  fijar  nuestra  aten- 
ción en  las  notables  características  de  la  Tilma  o  "Aya., 
te"  donde  está  el  celestial  retrato  de  la  Patrona  de 
América  e  Islas  Filipinas. 

Es  un  detalle  básico  que,  unido  a  la  descripción  de 
índole  artística  del  portento  guadalupano,  estoy  com- 
pletamente seguro  de  que  concentrará  el  interés  de  to- 
dos los  guadalupanos  de  nuestra  Patria  y,  también,  el 
de  los  pueblos  hermanos  del  Continente,  y  aun  del 
mundo  entero. 

La  tilma  de  Juan  Diego  es  un  pobre  ayate,  en  la 
apariencia,  algo  tieso  y  bien  tejido  a  mano,  con  fibras 
de  una  de  las  plantas  clasificadas  con  el  nombre  de 
Agave,  vocablo  que  en  griego  significa  "admirable", 


284       Jesús     David  Jaquhz 


originario  del  altiplano  de  México,  donde  es  conocido 
por  maguey. 

El  ayate  donde  quedó  estampada  milagrosamente 
la  Imagen  de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe,  mide: 
considerando  la  superficie  plana,  pero  sin  tomar  en 
cuenta  las  partes  dobladas  en  los  cuatro  extremos  del 
bastidor,  donde  está  restirada  la  tela,-  105  centímetros 
de  ancho,  por  168  centímetros  de  largo  o  altura. 

El  bastidor  donde  está  restirado  el  AYATE  o 
manta,  prenda  que  le  sirvió  a  Juan  Diego  como  capa  y 
conocida  como  tilma,  es  de  madera  de  cedro,  y  consta 
el  marco  que  lo  forma  de  cuatro  tiras  y  dos  más  hori- 
zontaltes  que  sirven  para  que  el  cuadro  se  mantenga 
sin  flexionarse. 

Las  huellas  que  se  observan  en  todas  las  fieles  re- 
producciones fotográficas,  son  una  prueba  de  la  exis- 
tencia en  nuestros  días,  de  esas  tiras,  que  yo  mismo 
he  tocado  con  mis  manos  varias  veces. 

El  rostro  de  la  celestial  Imagen  de  María  Santísi- 
ma, mide:  considerando  una  línea  ligeramente  incli- 
nada hacia  la  izquierda,  desde  el  cabello  que  termina 
a  la  derecha,  en  determinado  punto  de  la  barbilla,  16 
centímetros. 

Otra  línea  recta,  pero  en  dirección  horizontal  que, 
atravesando  por  la  nariz  toma  a  la  izquierda  del  ca- 
rillo y  que  termina  la  dicha  línea  del  dibujo  en  la 
parte  baja,  a  la  altura  de  la  oreja  izquierda  del  rostro 
de  la  Imagen,  es  de:  1 1' centímetros. 

El  cuello  mide  9  centímetros  en  línea  recta  hori- 
zontal, trazo  inmediato  a  la  túnica  rosada,  bajo  la  bar- 
billa a  la  izquierda  desde  el  pelo,  terminando  en  el 
galón  dorado  del  manto. 

Las  manos,  medidas  desde  la  punta  de  las  uñas  a 
las  muñecas,  en  línea  recta,  son  de:  14  centímetros. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  285 


Otra  línea  horizontal,  bajo  la  felpa  rosada  de  ios 
puños,  abarcando  los  extremos  del  manto,  es  de-  55 
centímetros. 

.  Los  extremos  de  los  cuernos  de  la  luna,  en  línea 
recta  horizontal  son  de:  62  centímetros. 

El  rostro  del  ángel  que  está  a  las  plantas  de  la 
celestial  Imagen  de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe  es, 
desde  su  oreja  derecha  en  línea  recta  al  extremo  iz- 
quierdo, de  8  centímetros. 

Las  alas,  en  la  parte  visible,  las  más  largas,  de 
color  púrpura,  en  ambas  puntas,  son  de:  60  centíme- 
tros. Y  las  ocultas  miden,  hasta  sus  extremos,  72 
centímetros. 

Considerando  otra  línea  horizontal,  medida  de  de- 
do a  dedo  de!  ángel,  es  de:  37  centímetros. 

La  corona,  que  en  realidad  existe  sene  la  parte 
superior  de  la  cabeza  de  la  Imagen  Guarletlupann,  so- 
bre el  manto  azul,  es  de:  16  centímetros;  y  de  6  cen- 
tímetros es  la  medida  de  altura  de  los  picos. 

Nuestra  Señora  de  Guadalupe,  tient  de  altura, 
medida  escrupulosamente,  desde  la  parte  sunerior.de 
la  cabeza,  sobre  el  manto  azul-verde  mar,  a  ¡h  punta 
de  la  sandalia,  143  centímetros. 

Estas  medidas  fueron  sucesivamente  rectificadas  en 
tres  ocasiones,  y  estando  la  Imagen  libre  del  crHv.! 
que  siempre  la  protege;  la  última  vez  ratifiqué  estas 
mismas  medidas  la  noche  del  jueves  21  de  marzo  de 
1946,  en  ocasión  de  haberse  sacado  una  fotografía 
que  más  tarde  sirvió  para  imprimir  los  cromos  más 
fieles  en  colorido  que  se  han  hecho  de  la  Sagrada 
Imagen  Original,  en  ocasión  de  haberse  celebrado  el 
25o.  Aniversario  como  Abad,  del  Ilustrísimo  Monse- 
ñor Feliciano  Cortés  y  Mora  al  frente  de  la  Insigne  y 
Nacional  Basílica  de  Santa  María  de  Guadalupe,  en 


286      Jesús     David  Jaque¡z 


el  Tepeyac.  Conservo,  con  intención  de  no  usarlo  pa- 
ra otra  cosa  que  no  sea  el  medir  nuevamente  el  Ayate 
de  Juan  Diego,  la  cinta  metálica  (metro)  que  esas 
ocasiones  sirvió  para  tal  objeto. 

La  tela,  como  he  dicho  antes,  mide:  105  centíme- 
tros de  ancho  por  168  centímetros  de  largo,  y  está 
completamente  cerrada,  sin  abertura  al  centro,  como 
"Jorongo  o  Ruana"  — formando  una  sola  pieza,  y  cu- 
ya trama  y  color  crudo,  semeja  al  cotense,  de  ahí  el 
nombre  que  se  le  ha  dado  de  AYATE. 

Nuestros  ancestros  consideraban  esta  prenda  co- 
mo parte  de  su  vestimenta.  Las  dos  piezas  que  la  com- 
ponen, están  cosidas  con  hilo  delgado  del  mismo  ma- 
terial, que  no  sólo  ha  resistido  el  peso  y  tirantez  de 
las  dos  piezas,  sino  el  embate  de  innumerables  pintu- 
ras, medallas  y  rosarios,  con  que  los  devotos  solían 
tocar  la  Santa  Imagen. 

Toda  la  obra  está  ejecutada  con  una  técnica  espe- 
cialísima  desconocida  hasta  hoy,  pero  tiene  alguna  se- 
mejanza a  las  pinturas  tratadas  al  temple.  No  tiene 
aparejo  ninguno,  ni  imprimación  más  que  el  cuerpo 
que  los  mismos  colores  le  dieron,  tupidos  e  incorpora- 
dos con  los  hilos  toscos  por  naturaleza  que,  debido  a 
su  misma  "grosedá  y  aspereza",  de  ninguna  manera 
es  capaz  para  poder  pintar  en  él;  no  obstante,  en  na- 
da daña  el  asiento  de  los  colores  que  parecen  prove- 
nir del  zumo  de  las  flores,  dando  viveza  y  realce  a  los 
matices,  que  no  se  han  alterado  a  través  de  más  de 
cuatro  centurias. 

Evidentemente,  durante  el  transcurso  de  los  si- 
glos, el  Sagrado  Original,  que  se  conserva  en  la  Ba- 
sílica de  Guadalupe,  ha  sido  objeto  de  leves  retoques, 
hechos  seguramente  con  un  sentido  equivocado  de 
piedad,  los  que  por  fortuna  no  han  afectado,  en  lo 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  287 


fundamental,  a  la  estampa  original,  aunque  sí  pueden 
haber  dado  lugar  a  que  el  notable  pintor  don  Miguel 

Cabrera,  confundiera  los  retoques  y  "otros  modos  o 
estilos"  de  pintura  aplicados  después,  calificándolos 
como  primitivos.  Artísticamente  la  figura  de  la  So- 
berana Señora  es  de  una  perfección  admirable.  Nos 
representa  a  la  Santísima  Virgen  María  en  el  Mis.- 
terio  de  su  Inmaculada  Concepción. 

El  conjunto  es  hermosísimo,  de  originalidad  úni- 
ca en  el  mundo.  Como  antes  anoté,  mide  la  Sagrada 
Imagen,  143  centímetros  desde  la  cabeza  a  la  punta 
de  la  sandalia.  El  rostro,  de  óvalo  perfecto,  es  de  una 
tonalidad  rosada  en  fondo  gris,  combinación  que  pro- 
duce, vista  la  Imagen  a  lo  lejos,  la  impresión  de  un 
color  grisáceo  rosado. 

Los  ojos,  de  rasgos  perfectísimos,  tienen  tal  ex- 
presión de  pureza  y  dulzura  que  arrebatan  y  encan- 
tan. La  nariz  es  perfecta.  Y  la  boca,  de  labios  delga- 
dos que  parecen  sonreír,  es  inimitable.  Al  bellísimo 
rostro  lo  enmarca  negra  cabellera  que  a  la  distancia 
parece  mancha;  pero,  si  se  ve  de  cerca  y  al  través  de 
un  cristal  de  aumento,  aparecen  hasta  los  sedosos  ca- 
bellos. 

La  túnica  caudal  que  la  viste  y  que  en  graciosos  plie- 
gues desciende  hasta  los  pies,  es  de  color  rosa  acarmi- 
nado, que  no  han  podido  nunca  copiar;  es  así  como 
color  rosa  seca,  pero  brillante.  Raras  flores  de  oro 
finísimo  bordan  su  túnica,  sombreadas  sus  delgadí- 
simas líneas  doradas  por  otras  aún  más  finas,  de  co- 
lor rosa  quemado,  que  dejan  asomar  el  pie  izquierdo, 
por  debajo  de  la  punta  de  la  cauda  que  sostiene  el 
ángel  que  está  a  sus  plantas. 

El  manto  es  de  un  color  azul  verdoso,  tal  como  se 
ve  a  ciertas  horas  el  agua  del  mar;  y  la  cubre  modesta- 


288       Jesús     David     Jaque  z 


mente  desde  la  cabeza,  bajando  en  caprichosos  plie- 
gues que  dejan  ver  el  revés  del  manto,  de  un  color 
azul  más  pálido.  Está  orlado  el  manto  de  un  galón 
de  oro  y  salpicado  de  estrellas,  también  de  oro,  en 
número  de  cuarenta  y  seis. 

Como  escabel  de  sus  plantas  tiene  la  Soberana 
Señora,  una  media  luna  de  color  oscuro;  y  todo  el 
conjunto  está  sostenido  por  un  ángel  de  alas  desple- 
gadas y  de  bellísimo  rostro  que  revela  la  inocencia  de 
un  niño,  y  hace  pensar  en  la  felicidad  de  la  gloria. 

Las  plumas  superiores  de  las  alas  del  ángel,  son 
de  un  azul  plomizo  y  un  azul  pavo  engrisado;  las  plu- 
mas del  centro  son:  las  superiores  que  son  grandes,  de 
un  gris  claro,  con  tendencias  ligeramente  verdosas; 
las  plumas  centrales  inferiores  son  gris  claro  con  ten- 
dencia amarillenta;  y  las  plumas  inferiores  son  de  una 
tonalidad  roja  de  tendencia  púrpura  engrisada. 

Un  sol  de  variados  tonos  que  van  desde  el  rojo 
Índigo  y  que  decoran  blancas  nubes,  pasando  por  el 
anaranjado  y  el  amarillo  hasta  el  blanco  reverberante, 
que  toca  la  figura  de  la  Virgen,  formándole  magnífico 
fondo  sobre  el  que  brillan  rayos  dorados  que  en  nú- 
mero de  ciento  veintinueve,  la  circundan.  Las  nubes 
que  enmarcan  tan  celestial  conjunto,  son  de  un  blanco 
pastoso  desleído  en  colores  grises  y  azulados. 

Al  lado  izquierdo  del  cuadro  se  nota,  en  la  parte 
superior,  una  mancha  semejante  al  rastro  que  deja 
una  gotera  al  caer  sobre  el  muro;  y  gotera  fue,  pe- 
ro no  de  agua,  sino  de  ácido  sulfúrico  que  por  un 
descuido  del  platero,  que  antes  de  que  estuviera  pro- 
tegida la  pintura  por  el  cristal,  limpiando  el  marco  de 
oro,  que  ya  desde  entonces  tenía  el  cuadro,  se  de- 
rramó, dejando  sólo  la  mancha  que  patentiza  un  ver- 
dadero milagro;  pues  el  ácido  sulfúrico,  que  destru- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  289 


ye  hasta  el  cuero  más  resistente  y  que  muerde  el  co- 
bre y  el  acero,  perdió  la  fuerza  corrosiva  al  tocar  la 
frágil  tilma  de  Juan  Diego. 

La  Sacrosanta  Imagen  Original  de  Santa  María 
de  Guadalupe,  en  la  actualidad,  presenta  característi- 
cas muy  notables  que  permiten  realizar  estudios  com- 
parativos. 

Los  resultados  obtenidos  por  medio  de  la  refrac- 
ción de  la  luz  sobre  placas  fotográficas,  han  sido  al- 
tamente satisfactorias;  y  gracias  a  este  procedimiento, 
se  ha  descubierto,  que  bajo  la  capa  de  pintura  blanca 
que  rodea  el  contorno  de  la  Imagen,  aparecen  huellas 
originales,  como  ya  son  visibles  a  la  simple  vista,  en 
las  alas  del  ángel. 

También  se  ha  logrado  el  máximo  detalle  y  equili- 
brio en  reproducción  fotográfica  a  color  y  también  en 
la  valorización  correcta  en  la  escala  de  grises. 

Se  ha  copiado  la  Imagen  usando  placas  especiales 
de  rayos  X  resultando  lo  que  se  esperaba.  El  trazo  del 
dibujo  aparece  intensamente  bajo  líneas  muy  negras, 
como  si  se  hubiera  proyectado  en  la  manta.  Al  ampli- 
ficar fotográficamente  esas  líneas,  los  trazos  aparecen 
-difusos,  distintos  a  otras  líneas  trazadas  posteriormen- 
te sobre  el  original. 

La  fotografía  ha  logrado  copiar  los  colores  origi- 
nales con  toda  fidelidad  y  nitidez,  y  opaco  en  las  zo- 
nas retocadas. 

Ultimamente  la  potente  cámara  fotográfica  que  se 
utilizó  para  la  toma  de  ciertas  placas,  al  revelarlas  se 
descubrió  entre  lo  ennegrecido  del  lienzo  y  precisa- 
mente en  el  lugar  de  la  corona,  los  lincamientos  de 
unos  rayos  y  una  faja  de  oro,  que  no  se  aprecia  a 
simple  vista;  pero  que,  fijándose  bien,  esa  faja  de  oro 
evidentemente  une  los  rayos  que  forman  la  diadema 


290       Jesús     David  Jaquez 


que  se  ve  en  casi  todas  las  reproducciones  pictóricas 
antiguas. 

¡Con  cuánta  razón  llamó  la  Santidad  del  Papa 
León  XIII  "admirable  Imagen"  al  celestial  retrato  de 
Santa  María  de  Guadalupe  estampada  maravillosa- 
mente en  la  tilma  de  Juan  Diego!  Porque  a  la  verdad 
no  hay  en  él  nada  que  no  sea  digno  de  admiración,  y 
a  medida  que  se  le  observa  y  se  le  estudia,  material- 
mente hablando,  algo  nuevo  y  sorprendente  se  descu- 
bre en  él.  Y  ya  no  digamos  nada  de  la  impresión  espi- 
ritual que  se  recibe  al  contemplarlo  de  cerca  o  de  le- 
jos, bajo  tal  o  cual  luz.  Poetas,  músicos,  pintores,  es- 
cultores, gente  de  exquisito  y  acendrado  temple  intelec- 
tual, han  sentido  ese  no  sé  qué  emanado  de  lo  que 
está  más  allá  de  las  fronteras  del  espacio  y  del  tiem- 
po. 

En  cada  línea  finísima,  en  cada  pliegue  de  la  ro- 
sada túnica  o  del  manto  sembrado  de  estrellas;  en  el 
colorido  inimitable,  en  la  regia  postura  y  sobre  todo 
en  la  inefable  expresión  del  rostro  de  esta  Imagen  del 
Cielo,  que  se  sintetiza  en  una  mirada  de  dulzura  y 
en  una  sonrisa  de  amor,  hay  siempre  algo  para  nues- 
tra admiración  y  nuestro  éxtasis.  Es,  en  verdad,  una 
inefable  hermosura  siempre  antigua  y  siempre  nueva. 

Por  eso  no  me  he  sorprendido  por  lo  que  se  afir- 
ma ahora,  acerca  de  la  visión  de  un  busto  humano  que 
se  refleja  en  la  córnea  de  los  apacibles  ojos  de  la 
Virgen  Inmaculada  del  Tepeyac. 

Quienes,  por  su  profesión  de  pintores,  dibujantes, 
fotógrafos,  etc.;  y  por  su  dedicación  a  determinados 
trabajos  de  carácter  guadalupano  habían  venido  es- 
crutando, investigando,  estudiando  a  base  de  obser- 
vaciones progresivas  sobre  originales  fotográficos  sin 
retoque,  tomados  directamente  del  Sagrado  Original, 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  291 


pudieron  llegar,  a  base  de  paciencia,  a  la  meta  de  ese 
descubrimiento. 

En  el  proceso  de  observación  y  revelación  de  ese 
detalle  que  viene  a  dar  nuevo  valor  de  convicción  so- 
bre su  origen  sobrehumano  a  la  Imagen  de  Nuestra 
Señora  de  Guadalupe,  han  participado  meritoriamen- 
te varias  personas. 

Sobre  este  particular,  en  el  que  caben  las  deduc- 
ciones naturales  o  lógicas,  no  puede  entrar  aún  la  evi- 
dencia, pues  afirmo  que  la  superficie  de  la  tela  donde 
está  impresa  la  milagrosa  Imagen,  impide  una  repro- 
ducción fotográfica  nítida  y  detallada  de  la  figura  que 
en  realidad  se  mira  en  los  ojos  de  la  Virgen. 

Se  recordará  que  en  una  transmisión  electrónica 
efectuada  el  1 1  de  diciembre  de  1955  se  dió  a  conocer 
al  teleauditorio  de  la  ciudad  de  México  esta  maravilla 
de  la  visión  del  busto  en  los  ojos  de  la  Santísima  Se- 
ñora del  Tepeyac. 

Me  he  permitido  transcribir  la  siguiente  opinión 
especializada  del  Dr.  Javier  Torroella  Bueno,  oculista 
y  médico  cirujano,  que  da  fuerza  a  estas  afirmaciones 
y  aproxima  una  explicación  científica  sobre  las  mis- 
mas. El  documento  dice  así: 

"Si  tomamos  una  fuente  luminosa  y  la  ponemos 
frente  a  un  ojo,  veremos  que  es  reflejada  por  él;  el  lu- 
gar a  donde  se  refleja  y  que  nosotros  vemos,  en  la 
córnea,  ya  que  en  el  ojo  sólo  se  pueden  reflejar  las 
imágenes  en  tres  lugares  (imágenes  de  Samson  Pur- 
kinje)  o  sean  la  cara  anterior  de  la  córnea,  la  cara 
anterior  del  cristalino  y  la  cara  posterior  del  mismo. 

"Los  caracteres  de  estas  imágenes  son  los  siguien- 
tes:, la  imagen  de  la  cara  anterior  de  la  córnea  es  más 
brillante,  es  derecha.  La  segunda  imagen,  es  decir  de 
la  cara  anterior  del  cristalino,  también  es  derecha,  pe- 

19 


292       Jesús     David  Jaquez 


ro  menos  brillante,  y  la  tercera  es  invertida  y  poco  lu- 
minosa. Para  poder  observar  estas  dos  últimas  imá- 
genes es  necesario  que  la  pupila  esté  en  midriasis,  ya 
que  se  encuentran  atrás  del  iris. 

"La  imagen  de  la  Virgen  de  Guadalupe  que  se 
me  ha  dado  para  su  estudio,  se  encuentran  en  la  cór- 
nea los  reflejos. 

"Si  tomamos  un  pedazo  de  papel  de  forma  cua- 
drada y  lo  ponemos  frente  a  un  ojo,  nos  daremos 
cuenta  de  que  la  córnea  no  es  plana  (ni  esférica  tam- 
poco ) ,  ya  que  se  produce  una  distorsión  de  la  ima- 
gen de  acuerdo  con  el  lugar  donde  está  reflejada. 

"Si  alejamos  ese  papel  notaremos  que  aparecen  en 
el  lugar  contralateral  del  otro  ojo;  es  decir,  si  una 
imagen  se  está  reflejando  en  la  región  temporal  del 
ojo  derecho,  se  reflejará  en  la  región  nasal  del  ojo 
izquierdo. 

"En  las  imágenes  en  cuestión  están  perfectamente 
colocadas  de  acuerdo  con  esto;  la  distorsión  de  las 
figuras  también  concuerda  con  la  curvatura  de  la  cór- 
nea". 

Este  interesante  documento  fechado  el  26  de- mayo 
de  1956,  corrobora  aún  más  todo  lo  dicho  sobre  lo 
sorprendente,  maravilloso  y  magnifícente  del  descu- 
brimiento del  busto  reflejado  en  los  ojos  de  la  Ima- 
gen de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe.  Es  más,  desde 
el  año  de  1929  personalmente  yo  lo  venía  observando 
a  través  de  negativos  fotográficos  pero,  por  indicación 
del  Ilustrísimo  Sr.  Abad  Feliciano  Cortés,  tuve  que 
guardar  reserva,^  esperando  seguramente  mayores 
oportunidades  para  darlas  a  conocer  posteriormente, 
como  ahora  lo  afirmo  categóricamente  sin  lugar  a  du- 
da. Naturalmente  que  todo  lo  dicho  queda  sujeto,  sin 
prevención  de  ninguna  especie,  al  juicio  y  mandato 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  293 


de  las  Autoridades  Eclesiásticas,  encargadas  de  pro- 
nunciar la  última  palabra  sobre  este  apasionante  asun- 
to. 

Finalmente,  para  que  conste,  copio  a  la  letra  un 
nuevo  y  valioso  testimonio  relacionado  con  el  mismo 
asunto: 

"Invitado  que  fui  por  el  Sr.  Alfonso  Marcué  Gon- 
zález, a  observar  en  el  original  de  la  Imagen  de  San- 
ta María  de  Guadalupe  las  características  de  una  fi- 
gura de  contornos  humanos  en  los  ojos  de  la  Virgen, 
doy  a  conocer  por  propia  voluntad,  lo  que  captaron 
mis  sentidos  al  respecto: 

"Por  observación  ocular  del  hecho,  comprobé  lo 
antes  dicho  por  el  Sr.  Dr.  Javier  Torroella,  que  en  la 
córnea  del  ojo  existen  los  reflejos  y  que  la  imagen  apa- 
rece distorsionada  y.  en  el  mismo  sitio  que  en  el  ojo 
normal  humano.  Pero  al  hacer  dicha  observación  per- 
cibí que  la  pupila  del  ojo  emite  los  reflejos  de  la  luz 
que  la  baña. 

'•'No  conforme  con  la  simple  apreciación  ocular,  el 
día  23  de  julio  del  presente  año  hice  una  segunda  ob- 
servación provisto  de  Oftalmoscopio. 

"Cuando  se  dirige  la  luz  de  este  aparato  a  la  pu- 
pila de  un  ojo  humano,  se  ve  un  reflejo  luminoso  bri- 
llante en  el  círculo  externo  de  la  misma;  siguiendo  ese 
reflejo  y  cambiando  los  lentes  del  oftalmoscopio  en 
forma  adecuada,  se  obtiene  la  imagen  del  fondo  del 
ojo. 

"Al  dirigir  la  luz  del  oftalmoscopio  a  la  pupila  del 
ojo  de  la  Imagen  de  la  Virgen,  aparece  el  mismo  re- 
flejo luminoso,  y  siguiéndolo  la  pupila  se  ilumina  en 
forma  difusa  dando  la  impresión  de  oquedad. 

"Este  reflejo  se  aprecia  en  todos  los  sentidos  en 
que  se  dirija  la  luz,  es  brillante,  viéndose  en  todas  las 


294       Jesús     David  Jaquez 


distancias  que  alcanza  la  luz  del  aparato,  y  con  los 
distintos  lentes  del  mismo. 

"Este  reflejo  es  imposible  de  obtener  de  una  su- 
perficie plana  y  además  opaca  como  es  dicha  pintura. 
Pero  el  fenómeno  se  efectuó. 

"Pongo  lo  antes  dicho  a  la  disposición  del  Sr.  Al- 
fonso Marcué  González,  para  los  fines  que  juzgue 
convenientes. 

"En  la  Ciudad  de  México  el  día  veintiséis  de  ju- 
lio de  mil  novecientos  cincuenta  y  seis.  Dr.  Rafael 
Torija  Lavoignet,  Médico  Cirujano".  Rúbrica. 

La  Imagen  de  la  Virgen  Santísima  de  Guadalupe 
que  se  venera  en  la  Basílica  del  Tepeyac,  en  México, 
es  sobrenatural  en  su  origen,  milagrosa  en  su  admi- 
rable conservación,  y  que  forma  la  prenda  más  gran- 
de de  amor  que  haya  dado  al  mundo  la  Madre  de 
Dios. 

"Bien  se  pueden  repetir  las  dulces  palabras  de 
nuestro  amantísimo  Padre  el  Papa  Pío  XII  que  dijo: 
".  .  .A  las  orillas  del  lago  de  Texcoco  floreció  el  mi- 
lagro: en  la  tilma  del  pobrecito  Juan  Diego,  pinceles 
que  no  eran  de  acá  abajo,  dejaban  pintada  una  ima- 
gen dulcísima  "que  la  labor  corrosiva  de  los  siglos 
maravillosamente  respetaría.  ¡Salve  oh  Virgen  de 
Guadalupe.  Emperatriz  de  América  y  Reina  de  Mé- 
xico! Nos.  colocamos  hoy  de  nuevo  sobre  tus  sienes 
la  corona  que  pone  para  siempre  bajo  tu  poderoso  pa- 
trocinio la  pureza  y  la  integridad  de  la  santa  fe  en 
México  y  en  todo  el  Continente  Americano;  porque 
estamos  ciertos  de  que  mientras  tu  seas  reconocida  co- 
mo Reina  y  como  Madre,  América  y  México  se  han 
salvado"  (Pío  XII,  12  Octubre  1945).  De  su  mensa- 
je radiado  a  todo  el  mundo  y  escuchado  en  ei  interior 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  295 


de  la  Basílica,  en  el  Cincuentenario  de  la  Coronación 
del  sagrado  original. 

Y  pregonar,  ante  la  faz  de  todos  los  pueblos  de 
la  tierra,  con  todo  el  entusiasmo  de  nuestros  corazo 
nes,  lo  que  pronunció  el  inmortal  Pontífice  Benedicto 
XIV  "No  ha  hecho  cosa  igual  con  ninguna  otra  na- 
ción". 


APENDICE  NUMERO  5 


CRONOLOGIA  GUADALUPANA 

Año  de  1474  (Día  y  mes  inciertos) 

.  Nace  Juan  Diego  (Cuautlatóhuac)  en  Cuautitlán, 
estado  de  México,  18  años  antes  del  descubrimiento 
de  América  por  Colón;  1492.  Reinaba  en  México-Te- 
noxtitlán  el  emperador  Ahuízotl,  tío  de  Moctezuma  II. 

Año  de  1523. 

Llegan  a  México  los  doce  primeros  frailes  francis- 
canos, evangelizadores  de  la  Nueva  España.  Ellos  fue- 
ron Fray  Martín  de  Valencia,  Fray  Francisco  de  So- 
to, Fray  Martín  de  la  Coruña,  Fray  Antonio  de  Ciu- 
dad Rodríguez,  Fray  Toribio  de  Benavente  (Motoli- 
nía),  Fray  García  de  Cisneros,  Fray  Luis  de  Fuen- 
salida,  Fray  Juan  de  Rivas,  Fray  Francisco  Jiménez, 
Fray  Andrés  de  Córdoba,  Fray  Juan  de  Palos  y  Fray 
Pedro  de  Gante.  Fundan  la  iglesia  y  convento  de  San- 
tiago Tlaltelolco. 

Año  de  1524;  día  y  mes  ignorados. 

i 

Es  bautizado  Cuautlatóhuac  junto  con  su  mujer  y 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  297 


se  les  imponen  los  nombres  cristianos  de  Juan  Diego 
y  María  Lucía,  por  Fray  Toribio  de  Benavente  (Moto- 
linía,  como  los  indígenas  lo  llamaban ) .  Juan  Diego 
tenía  50  años  de  edad.  Nq  existe  su  acta  de  bautizo, 
pero  el  sitio  debe  haber  sido  el  templo  de  Tlaltelolco. 

Año  de  1529. 

Muere  María  Lucía,  esposa  de  Juan  Diego,  en 
Cuautitlán.  Juan  Diego  queda  viudo  a  la  edad  de  55 
años. 

\ 

9  de  diciembre  de  1531,  sábado,  hacia  las  5  de  la  ma- 
ñana. 

Primera  aparición  de  la  Virgen  a  Juan  Diego  en 
la  cumbre  del  cerrillo  de  Tepeyac  o  Tepeyácac  (que 
significa  "en  la  nariz  o  extremo  de  la  sierra").  Juan 
Diego  tiene  57  años.  El  mismo  día  por  la  mañana, 
Juan  Diego  transmite  el  recado  de  la  Virgen  al  Obis- 
po Fray  Juan  de  Zumárraga,  en  el  Palacio  Episcopal 
de  México. 

9  de  diciembre  de  1531,  hacia  las  5  de  la  tarde. 

Segunda  aparición  de  la  Virgen  a  Juan  Diego  en 
el  mismo  sitio  del  Tepeyac.  Juan  Diego  le  refiere  el 
fracaso  de  su  misión  ante  el  Obispo. 

10  diciembre  1531,  domingo,  hacia  las  12  del  día. 

Tercera  aparición  de  la  Virgen  a  Juan  Diego,  ca- 
si seguramente  en  el  mismo  sitio  del  Tepeyac.  El  mis- 
mo día  en  el  curso  de  la  mañana  y  antes  de  esta  apa- 


298       Jesús     David  Jaquez 

rición,  Juan  Diego  había  entrevistado  al  Obispo  Zu- 
márraga  en  el  Obispado,  por  segunda  vez;  el  Obispo 
le  había  pedido  una  señal  convincente  de  parte  de  la 
Virgen. 

11  diciembre  1531,  lunes. 

t 

Ausencia  de  Juan  Diego  del  Tepeyac,  por  la  en- 
fermedad de  su  tío  Juan  Bernardino.  No  hubo  apari- 
ción. 

12  diciembre  1531,  martes,  hacia  las  6  de  la  mañana. 

Cuarta  aparición  de  la  Virgen  a  Juan  Diego,  cer- 
ca del  manantial  (el  Pocito).  Camina  con  él  unas  65 
varas  (como  50  metros)  hasta  donde  estaba  un  árbol: 
"Quauzahuatl",  hoy  día  llamado  cazahuate.  Junto  al 
árbol  espera  a  Juan  Diego  que  sube  a  la  cumbre  del 
Tepeyac  donde  antes  la  había  visto,  a  recoger  las  ro- 
•^s.  El  árbol  estaba  donde  hoy  se  halla  la  sacristía 
Parroquia  Arciprestal  de  la  Villa  de  Guadalupe. 

"^31,  hacia  la  misma  hora,  6  de  la  ma- 

~e  a  Juan  Bernardino  en 
dándole  al  mismo 
"  *  por  ella  a  la 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  299 


ese  instante  aparece  la  imagen  de  la  Virgen  de  Gua- 
dalupe en  la  tilma  del  indígena.  Primera  manifesta- 
ción de  la  sagrada  Imagen. 

14  diciembre  1531. 

Juan  Diego  va  con  el  Obispo  y  le  muestra  el  sitio 
donde  la  Virgen  María  desea  que  se  le  edifique  un 
templo. 

26  diciembre  1531,  (o  menos  probable),  7  febrero 
1532. 

Translación  de  la  Imagen  milagrosa  a  su  primera 
ermita  (Ermita  Zumárraga),  construida  en  el  preciso 
lugar  que  señaló  Juan  Diego,  según  indicación  de  la 
Virgen  María.  Este  lugar  es  donde  la  Virgen  aguar- 
dó a  Juan  Diego  que  subía  por  las  rosas  a  la  cumbre 
del  Tepeyac.  Los  cimientos  de  esa  primera  ermita  es- 
tán bajo  el  piso  de  la  sacristía  de  la  Parroquia  de  la 
Villa  de  Guadalupe.  El  mismo  día,  durante  la  proce- 
sión de  traslado  de  la  Sagrada  Imagen,  primer  mila- 
gro guadalupano  al  resucitar  la  Sma.  Virgen  ante  su 
imagen  a  un  indio  flechado  durante  el  festejo  proce- 
sional. 

Año  entre  1540  y  1545. 

El  indio  letrado  Antonio  Valeriano,  nacido  hacia 
1520  o  poco  antes,  escribe  el  relato  de  las  apariciones- 
guadalupanas  por  primera  vez,  Contemporáneo  y  ami- 
go de  Juan  Diego  y  del  Obispo  Zumárraga;  discípulo 
y  después  profesor  (1577)  en  Santiago  Tlaltelolco  y 
posteriormente  por  largos  años  Gobernador  (de  In- 


300       Jesús     David  Jaquez 


dios)  en  la  Ciudad  de  México.  Escribió  de  puño  y 
letra  el  relato  de  las  apariciones,  oído  sin  duda  del 
vidente  y  el  Obispo,  en  idioma  náhuatl  o  mexicano. 

15  mayo  1 544. 

Muere  Juan  Bernardino,  tío  de  Juan  Diego,  en 
Cuautitlán  y  es  traído  a  la  ermita  guadalupana  por 
orden  del  Obispo  y  sepultado  allí. 

3  junio  1548. 

y  Muere  el  Obispo  Don  Fray  Juan  de  Zumárraga 
en  México,  a  la  edad  de  más  de  80  años. 

Año  de  1548,  (día  y  mes  ignorados). 

Muere  el  santo  indio  Juan  Diego  en  su  aposentillo 
contiguo  a  la  Ermita  de  Guadalupe,  a  la  edad  de  74 
años  y  habiendo  vivido  los  1 1 7  transcurridos  desde  las 
apariciones,  al  cuidado  de  la  Ermita  y  al  servicio  de 
la  Sma.  Virgen.  Seguramente  está  sepultado  en  la 
primitiva  ermita.  Murió  según  unos,  dos  días  antes 
que  el  Obispo  Zumárraga,  según  otros,  pocos  días 
después. 

Año  de  1556,  (fecha  aproximada). 

Construcción  de  la  segunda  ermita  (Ermita  Mon- 
túfar),  atrás  de  la  primera,  pero  ocupando  el  área  de 
la  primera  ermita. 

Año  de  \5'¿6. 

Primera  información  o  investigación  sobre  las  apa- 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  301 


riciones,  hecha  por  el  Arzobispo  de  México,  Don  Fray 
Alonso  de  Montúfar. 

Año  de  1571. 

Batalla  naval  de  Lepanto,  Grecia,  y  victoria  de  los 
cristianos  capitaneados  por  Don  Juan  de  Austria,  con- 
tra los  turcos.  Una  imagen  de  la  Guadalupana  fue  el 
lábaro  del  triunfo. 

t 

Año  de  1647.  Según  otros,  el  de  1622. 

1 

Construcción  de  la  tercera  iglesia  o  Ermita  de  los 
Indios,  en  el  mismo  sitio  y  solemne  estreno. 

26  de  septiembre  de  1629. 

Translado  de  la  sagrada  Imagen  de  su  altar  en  la 
ermita,  a  la  Catedral  de  México,  a  causa  de  las  inun- 
daciones de  la  Capital  Mexicana.  La  imagen  perma- 
nece 5  años  en  dicha  Catedral. 

14  mayo  de  1634. 

La  imagen  de  la  Guadalupana  es  devuelta  a  su  San- 
tuario del  Tepeyac. 

Año  de  1666. 

Informaciones  recogidas  de  tradición  oral  a  21  tes- 
tigos ancianos  y  respetables,  tanto  indios  como  espa- 
ñoles, de  México  y  de  Cuáutitlán.  Se  llevaron  a  cabo 
por  el  Cabildo  Catedral  de  México,  "sede  vacante". 

12  marzo  de  1695. 


302       Jesús     David  Jaquez 

Colocación  de  la  primera  piedra  de  la  actual  Basí- 
lica con  asistencia  del  Arzobispo  de  México  y  el  Vi- 
rrey de  Nueva  España,  autoridades  y  pueblo. 

Año  de  1706. 

Se  erige  en  parroquia  la  Iglesia  de  los  Indios  de 
.'a  Villa  de  Guadalupe. 

27  abril  1709. 

Dedicación  solemnísima  de  la  actual  Basílica.  Tres 
días  después,  la  sagrada  Imagen  es  colocada  con  gran 
•celebración  en  su  sitio  en  dicho  nuevo  gran  templo. 

9  febrero  1725. 

Es  erigida  en  Colegiata  la  gran  Iglesia  de  la  Vir- 
gen de  Guadalupe. 

18  diciembre  de  1747. 

La  Virgen  de  Guadalupe  es  declarada  Patrona  de 
todo  el  Reino  de  la  Nueva  España. 

Año  de  1754. 

El  Romano  Pontífice  concede  a  la  Iglesia  Mexi- 
cana la  Misa  y  Oficio  de  Nuestra  Sra.  de  Guadalu- 
pe, para  cada  día  12  de  Diciembre. 

24  junio  de  1757. 

El  pueblo  de  Guadalupe,  donde  se  halla  la  imagen 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  303 


milagrosa,  es  declarado  Villa  por  Real  Cédula  de 
España. 

16  septiembre  de  1810. 

El  Cura  don  Miguel  Hidalgo  y  Costilla  toma  en 
Dolores  una  imagen  de  la  Guadalupana  y  la  constitu- 
ye en  pendón  de  la  lucha  insurgente  para  la  indepen- 
dencia de  la  Nación  Mexicana. 

12  octubre  1821. 

El  Libertador  de  México,  Don  Agustín  de  Iturbi- 
de  da  gracias  solemnemente  a  la  Virgen  de  Guadalu- 
pe, en  la  Colegiata  de  la  Villa,  por  la  independencia 
de  México. 

Año  de  1822. 

Es  fundada  por  el  Emperador  Iturbide  la  Orden  de 
Guadalupe. 

12  febrero  1828. 

La  Villa  de  Guadalupe  es  declarada  Ciudad  por  el 
Gobierno  de  la  República  de  México. 

Año  de  1828. 

El  Congreso  de  México  declara  "día  de  fiesta  Na- 
cional" el  12  de  Diciembre,  fiesta  de  la  Virgen  de 
Guadalupe. 

11  agosto  1859. 


304       Jesús     David  Jaquez 


El  Lic.  Benito  Juárez,  Presidente  Interino  de  Mé- 
xico, declara  de  nuevo  fiesta  nacional  y  oficial  el  12 
de  Diciembre,  festividad  aniversaria  de  la  Virgen  de 
Guadalupe.  La  imagen  de  la  Guadalupana  permanece 
durante  muchos  años  en  sitio  de  honor,  presidiendo 
las  sesiones  del  Congreso  de  la  Unión. 

4  marzo  de  1861. 

El  Gobierno  del  Distrito  ordena  a  un  militar  libe- 
ral que  saquée  la  Colegiata  de  Guadalupe.  Entre  otros 
objetos  sagrados  es  robado  el  marco  de  plata  de  la 
sagrada  imagen.  El  Presidente  Juárez,  al  tener  cono- 
cimiento del  hecho,  ordena  se  investigue,  se  castigue  a 
sus  autores  y  se  devuelvan  todos  los  objetos  robados 
al  Santuario  Guadalupano. 

12  de  octubre  de  1895. 

Coronación  solemne  de  la  imagen  de  la.  Virgen  de 
Guadalupe  en  su  Colegiata  (hoy  Basílica),  declarán- 
dola Reina  y  Patrona  de  América. 

23  junio  de  1908. 

Es  conferida  pontificiamente  la  dignidad  de  Basí- 
lica a  la  hasta  entonces  Colegiata  de  Sta.  María  de 
Guadalupe. 

25  diciembre  1914. 

Es  fundada  en  la  Villa  de  Guadalupe  la  Congre- 
gación de  Misioneros  del  Espíritu  Santo,  por  el  P.  Fé- 
lix Rougier,  siervo  de  Dios. 


El  Perenne  Milagro  Guadalupano  305 


14  noviembre  1921. 

Es  colocada  una  bomba  de  dinamita  por  manos  cri- 
minales al  pie  de  la  Imagen  de  la  Virgen  de  Guada- 
lupe, poco  antes  de  mediodía.  El  mármol  del  altar  se 
hace  añicos,  el'  templo  sufre  desperfectos  ligeros,  caen 
candeleros  y  se  hacen  añicos  los  floreros;  y  el  crucifi- 
jo de  bronce  puesto  al  pie  de  la  sagrada  tilma  se  do- 
bla y  es  lanzado  al  suelo.  Ni  la  tilma  milagrosa  ni  su 
cristal  ni  marco  sufren  el  más  leve  daño. 

Año  de  1935. 

La  Virgen  de  Guadalupe  es  declarada  en  Roma 
patrona  de  las  Islas  Filipinas,  por  la  calidad  latino-es- 
pañola de  sus  habitantes. 

Año  de  1939. 

Es  inaugurado  en  el  Vaticano,  en  Roma,  un  mo- 
numento a  la  Virgen  de  Guadalupe,  copia  del  que 

existe  en  la  sacristía  de  la  Basílica  Nacional  Guada- 
lupana. 

Año  de  1941. 

Los  diplomáticos  representantes  de  las  naciones  la- 
tinoamericanas colocan  las  banderas  de  sus  respecti- 
vos países  en  astabanderas  en  el  atrio  de  la  Basílica 
de  Guadalupe. 

25  noviembre  1952. 


El   Presidente  de  México,  Lic.   Miguel  Alemán 


306      Jesús     David     J  a  q  u  e,  z 


inaugura  la  estatua  de  Juan  Diego  (Cuautlatóhuac) 
en  los  jardines  del  moderno  atrio  monumental  de  la 
Basílica  de  Guadalupe. 

20  enero  de  1960. 

El  Presidente  de  México,  Lic.  Adolfo  López  Ma- 
teos declara  en  Río  de  Janeiro,  Brasil,  ante  numerosos 
periodistas,  que  la  imagen  de  la  Guadalupana  no  pue- 
de ser  considerada  como  una  obra  de  arte  pictórico, 
"porque  no  fue  pintada  por  manos  humanas"  según  la 
leyenda. 


INDICE 


Págs. 

Invocación.  Dedicatoria  5 

Motivación  7 

Introducción  9 

CAPITULO  I.    Lo  perenne  del  hecho  y  lo  inaprehensible 

por  la  historia  12 

CAPITULO  II.    Panorama  cultural  y  religioso  de  la  era 

preguadalupana  y  sus  proyecciones  25 

CAPITULO  III.  Conato  de  reconstrucción  de  la  fisono- 
mía espiritual  del  Juan  Diego  preguadalupano  39 

CAPITULO  IV.    Ultimos   preparativos   divinos   para  el 

milagro  y  su  eclosión  75 

CAPITULO  V.    La  subsistencia  física  del  ayate  y  la 

imagen  durante  429  años.  ¿Es  también  un  milagro  99 

CAPITULO  VI.  El  ayate  Juandieguino,  ápice  del  milagro: 

el  milagro  permanente  119 

CAPITULO  VII.  Los  tiempos  posteriores  a  las  aparicio- 
nes hasta  nuestros  días,  los  impugnadores  152 

CAPITULO  VIII.    La  figura  del  vidente  y  del  covidente 

y  la  perspectiva  del  futuro     '-  189 

Breve  explicación  sobre  los  apéndices  209 

APENDICE  NUMERO  1.  Historia  de  la  Aparición  de 
Nuestra  Señora  de  Guadalupe.  (Nican  Mopohua),  es- 
crito en  náhuatl  por  Antonio  Valeriano  y  traducida  al 
castellano  por  el  Lic.  Primo  Feliciano  Velázquez  213 

APENDICE  NUMERO  2.  Exégesis  del  relato  de  Anto- 
nio Valeriano  222 

APENDICE  NUMERO  3.  Crítica  histórica  del  evange- 
lio de  las  apariciones  por  Don  Antonio  Valeriano.  El 
Cronista  principe  de  las  apariciones.  (De  un  artículo 
del  R.  P.  Marcos  Gordoa,  S.  J.)  270 

APENDICE  NUMERO  4.    Cómo  es  Nuestra  Señora  de 

Guadalupe  de  México.  Por  Alfonso  Marcué  González  283 

APENDICE  NUMERO  5.  Cronología  Guadalupana  296 


Este  libro  se  acabó  de  imprimir 
el  día  15  de  julio  de  1961,  en  la 
imprenta  Manuel  León  Sánchez, 
S.  C.  L.,  Mariana  R.  del  Toro 
de  Lazarín  7,  México  1,  D.  F. 


DATE  DUE 

1  0 

DEMCO  38-297