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ESPAÑA EN LA VIDA ITALIANA
DURANTE EL RENACIMIENTO
BENEDETTO CROCE
ESPAÑA EN LA VIDA
ITALIANA DURANTE
EL RENACIMIENTO
VERSIÓN ESPAÑOLA DE
TOSE SÁNCHEZ ROJAS
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EDITORIAL MUNDO RATINO
MADRID
ES PROPIEDAD
Copyright by Mundo
Latino, Madrid.
Derecho reservado.
Tallebbs CALPE, Ríos Rosas, 24.— MADRID
DEDICATORIA
A
EUGENIO MELE
B. Croce.
PALABRAS DEL TRADUCTOR
A raíz de aparecer la primera edición del libro La Spagna nella
vita italiana durante la Rinascenza, publicamos en el diario El
Sol — 3 y 16 de febrero de 1919 — dos impresiones de lectura de este
volumen. Con ellas formamos hoy el prólogo que encabeza esta tra-
ducción española.
Dos libros he repasado estos dias que me han hecho rectificar al-
gunos juicios en torno al problema de Castilla: el de M acias Picavea,
escrito en los días de la catástrofe nacional, hace ahora exactamente
veinte años, y el del filósofo napolitano Benedetto Croce La Spagna
nella vita italiana durante la Rinascenza (Laterza e Figli, Bari,
1917). Hay en estos dos libros, el español y el italiano, un hondo
amor a la verdad y una seria y firme preocupación por los valores
españoles. Dejando a un lado El problema nacional del profesor de
Valladolid, y fijándome ahora solamente en los estudios de Croce en
torno a la eficacia de la influencia española en la vida italiana du-
rante los siglos XV, XVI y XV 11, diré que ciertas afirmaciones,
mejor aún, ciertas defensas que hace Croce del espíritu español du-
rante los Austrias, me han hecho pensar que también antaño, como
hogaño, el pueblo era digno de sus reyes y de sus validos, y que los
movimientos de independencia que entonces se alzaron fracasaron por-
que ya en las postrimerías del siglo XVI estaba seca y exhausta la
savia de las virtudes del pueblo español.
El libro de Croce expone el reflejo de nuestra hegemonía política
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y militar en Italia antes de los Reyes Católicos y a lo largo de la
dinastia de los Austrias. Carlos I de España y V de Alemania, que
se hace coronar Emperador en la iglesia de San Petronio, de Bolonia,
no suscita ninguna oposición seria por parte de los italianos. Los
poetas le cantan, los políticos le adoptan de modelo, las mujeres le
festejan en las fiestas populares de Ñapóles, como nos recuerdan
ciertas telas y estampas famosas. De Felipe II dice un historiador
de la época, S. Guazzo, que «conserva dignamente su grandeza reah.
De su hijo escribe otro cronista contemporáneo que «es el mejor mo-
narca del mundo y que desciende de la familia Julia, del gran Julio
César, primer emperador romano». La superstición popular aseguró
que los Austrias poseían un gran Crucifijo prodigioso y otros talis-
manes con toda suerte de venturas. De España no llega a Italia más
que la apariencia y la superficialidad de su esplendor. Los militares
lo llenan todo con el estruendo de sus armas. Italia no se da entonces
cuenta de que España, su dominadora, es tan pobre y está tan atra-
sada como ella. Tan atrasada en el aspecto político; que en el de la
cultura, hasta Boscán y Garcilaso, vivimos nosotros de lo que lla-
maría Croce las pastorellerie y frascherie del ingenio de nuestros
vecinos.
Italia — observa con su perspicacia de siempre el genial pensador
napolitano — no fué oprimida por España, porque «España era ya un
país en decadencia». Si tenía del Estado moderno la unidad monár-
quica y las instituciones militares, era, por otra parte, demasiado
medioeval y feudal en su constitución política, careciendo, sobre todo,
de aquella preparación y de aquellas virtudes industriales y comerciales
indispensables a la conservación del poder en los tiempos modernos.
Tal ausencia de calidades hace inofensiva, a la larga, la influencia es-
pañola en el espíritu italiano. La Iglesia que Italia aveva nel suo
cuore en el corazón y en el centro y en la entraña de su territorio,
se encontró en lo hondo de estas andanzas de dominación, hegemonía
y conquista, con una alianza reaccionaria de la Europa del Sur con-
tra la Europa del Norte, y fué ella, la Iglesia, la que dio, acaso, un
sentido de regresión a la aventura militar española fuera de su pro-
pio suelo.
El cuadro de nuestro Ricardo Macías Picavea de una Castilla
exhausta, de su$ Comuneros rebeldes, pero sin cohesión ni unidad
ni orientación algunas en la organización de su plan defensivo contra
el César; de unos rollos teñidos en sangre a la entrada de los pue-
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blos y de las villas, de unas industrias rotas, de un comercio abando-
nado y de una agricultura rutinaria y primitiva, lo completa mara-
villosamente Croce en estas páginas con nuestros soldados camorris-
tas que roban las capas a los aldeanos; con nuestros gobernadores
ineptos, fastuosos y amigos del expedienteo; con nuestros literatos hin-
chados y vacíos; con nuestros místicos ardientes y «tal vez heréticos»;
con nuestros guapos, y secretarios de prelados, y corchetes hambrien-
tos. España, y sobre todo Castilla, secan sus lacras y piojos al sol
de Bolonia, de Ñapóles, de Roma y de Milán. Y los italianos, más
cultos y listos que nosotros, pero sin ideales nacionales entonces, ape-
nas salidos de su municipalismo rabioso, individualista y agresivo,
no aciertan a ver más que la figura cesárea, el sueño de su viejo im-
perialismo enterrado en la noche de la Edad Media; la muralla na-
tural contra los turcos, y hasta las virtudes caballerescas, eco de nues-
tras coplas, romances y cancioneros que sacuden el corazón de un
pueblo que sabe darse cuenta de la belleza de un gesto y déla grandeza
de la gens hispánica.
El espíritu español, a que alude Croce en la última mitad de su
libro, desde que Fernando de Aragón se apoya en Ñapóles para ex-
tender los dominios de su corona por aquella Penínsida, es siempre
el espíritu castellano, pero el espíritu castellano de la decadencia que
se manifiesta en los siglos XVI y XVII. Esa España, que ama
Croce porque cree, a pesar de todo, en su fuerza y en su empuje, es
la de la idea monárquica «aunque el sentimiento monárquico era de-
voción al señor». «Esa España no iniciaba una evolución — agrega —
sino que la remataba y concluía.»
Italia no advierte, hasta ya muy entrado el siglo XVII, que está
tambaleándose «la tanto tiempo combatida y desde hoy vacilante má-
quina de la Monarquía española». Un jurista, Fulvio Testi, advierte
al duque de Modena, a raíz de la rebelión portuguesa, que los días
de los Austrias están contados. «Sé que el poder del Rey Católico es
vasto, inmenso, infinito — escribe Testi — . Pero todos los reinos y
todas las dominaciones tienen sus períodos. Mayores fueron las mo-
narquías de los medas, de los persas y macedonios, y se deshicieron.
Más grande fué la República de Roma, y murió. Más vasto el Im-
pero de César, y cayó, sin embargo.»
Y a Testi no le engañan ya las apariencias. Italia, «la serva
Italia», mira, cara a cara, a su dominadora. El cronista modenés,
desde su retiro de Castelnuovo, cuenta al duque de Modena el 3 de
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febrero de 1641 sus temores y vaticinios. Mirando hacia Occidente ,
con guerras en Portugal y en Cataluña, parece descubrir las vacila-
ciones de aquel pobre Felipe IV, amante de la Calderona, que cuenta
a Sor María de A greda que para luchar con Cataluña no tiene orien-
tación alguna ni cuenta con más apoyo que el de la Providencia.
Mirando a España, Testi ve a «Castilla que está precisamente en el
medio y que es desgraciadísima». Sin el mar que la arrulle, entre
rastrojos y barbechos amarillos, Castiglia che vi resta appunto nel
mezzo è infelicissima y... todas las demás provincias están no sola-
mentes exhaustas, sino desoladas.
II
El donjuanismo. — Sigamos hablando del libro de Benedetto
Croce La Spagna nella vita italiana durante la Rinescenza (Bari,
Laterza editori, 1917), que nos ofrece un curioso cuadro, bella y so-
briamente trazado, de la proyección del espíritu castellano en las ciu-
dades italianas. No quiero comentar, sino exponer. Los donjuanes,
las mujeres galantes, los militarotes rudos, los bachilleres y doctor -
zuelos, los clérigos desaprensivos, los aventureros de rompe y rasga,
pululan y se divierten bajo los pórticos de Bolonia, en las rumorosas
calles napolitanas, en las plazas florentinas y sienesas, en los pala
cios de Roma y sobre los canales de Vemcia. Y todos ellos dejan huella
de sit paso. Los donjuanes...
Los donjuanes que andan a cintarazos en los dramas de Don Pe-
dro Calderón, que se enternecen en Lope y primorosean y gesticulan
en Tirso, hacen en Italia el amor «a la española» o lo que es igual
— según nos advierte el dramaturgo Bentivoglio en II Geloso — , pa-
sean bajo las ventanas de las bellas con marcial apostura, perdonando
las vidas de los que topan por el camino. A duras penas se resignan
a los favores de las damas. Todas las preferencias se las merecen ellos.
¡Ah! — exclama un Don Juan en Los engañados, parlando en rudo y
sonoro romance — ; ya sabe cuánto valen los españoles en cosas de
mujeres. ¡Oh, cómo se holgan de nosotros estas putas italianas/» El
capitán Marrada es el Don Juan de Pisa. En cuanto topa con un
paisano, no se harta de narrarle sus aventuras galantes. «Muchas
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andan perdidas por mí — insinúa — y aun de las mejores de la tierra.t
No se le conocen, sin embargo, otros apaños en la ciudad que los que
sostiene con su criada Agnoletta.
El donjuanismo castellano se condensa en la frase italiana de
«hacer el don Diego». Los «don Diegos» se llevan la mano al cora-
zón, dicen ¡vida mía! y ¡amor mío! a cada paso; se presentan a las
mujeres italianas en calidad de náufragos y de incomprendi dos, como
los violinistas húngaros de hoy, y las descubren, en trágicas confiden-
cias, tesoros exquisitos de sensibilidad no sospechados por ellas. Los
don Diegos explotan los mostachos y la figura, que cotizan y revocan
en colaboración con el sastre y con el peluquero.
El Aretino nos cuenta en los Raggionamenti (novelle, II, 47)
«que se hacen limpiar a cada paso las calzas por los servidores». La
pompa, la gravedad, el sosiego, acompañan a tal refinamiento. «En
la nación española — advierte con toda malignidad Castiglione — las
cosas exteriores son el mejor testimonio de las íntimas o espirituales.»
El lujo, la pompa en la servidumbre, el recuerdo de las hazañas na-
cionales, de los abuelos godos y de las riquezas de estirpe, son los
espejuelos de que se valen los don Diegos para la caza de las alon-
dras.
Las damas, sin embargo, tienen sus sospechas. Los caballeros de
Santiago y de Alcántara, que aseguran a Italia ser parientes del rey,
apenas si comen en su tierra. Hablan siempre de los dineros que lle-
garán de España, y los dineros de España llaman en Italia desde
el siglo XVI a los que no llegan nunca. El donjuanismo castellano
que tiene una época de esplendor en Bolonia con los colegiales de
San Clemente, en Ñapóles y Milán con los bravos de mostachos fie-
ros, en Roma con los poetas a sueldo de prelados y cardenales y en
Venecia y Parma con los espías de la casa de Austria, se derrumba
como un bello cuento oriental. Y en Italia se comenta con una car-
cajada, que prolonga Alejandro Manzoni hasta fines del siglo XVIII
en Los novios.
Las espuelas y los sables. — Benedetto Croce, en el capitulo X
de su libro, consagrado al estudio de Lo spirito militare e la reli-
giosità spagnuola, diserta agudamente sobre el honor militar de los
vasallos castellanos de su Majestad Católica. «Yo he estudiado poco
— dice un oficial español en un diálogo de Jerónimo de Urrea — por-
que me gustan más las armas que las letras.» «Los españoles — asegura
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Guicciardini — se inclinan más a las armas que cualquiera otra na-
ción cristiana. De estatura menuda y muy ágiles y diestros, estiman
de tal modo el honor que no temen la muerte.» La infanteria es habi-
lísima; no así la caballería que, según el parecer de Maquiavelo (El
príncipe, cap. XXVI) «es muy escasa y vale poco». A Gonzalo de
Córdoba, el Gran Capitán, atribuyen los italianos el aforismo «Es-
paña para las armas e Italia para la pluma».
Las batallas de Ravenna y de Pavía, el saco de Roma, el asedio
de Florencia y el asalto a San Colombano a las órdenes del insigne
marqués de Pescara, familiarizan a los italianos con los sables y con
las espuelas de nuestro país.
En las comedias se hace imprescindible el tipo del militar español.
La malicia popular le designa con nombres harto significativos: Fie-
ramoscas, Cocodrilos, Cortar rincones, Rajatroqueles, Matamoros,
Cardonas y Tempestades. Son los bravos de Alejandro Manzoni que
impiden al calzonazos de Don Abundio que case a los muchachos
que tanto se aman. Tienen fama de fanáticos y de crueles. Y no to-
leran bromas con las cosas atañaderas a su profesión.
Palabras tales como locos, judíos y marranos se italianizan para
designar a nuestros militares. No son estas palabras precisamente
injuriosas; se refieren más bien al origen sarraceno o judío que gra-
tuitamente supone en nuestros militares la Italia de los siglos XVI
y XVII.
El término pecadillo se italianiza también, peccadiglio, como re-
cuerdo de la confesión de un militar, que después de absuelto por el
confesor, tornó al Tribunal de la Penitencia para decir al sacerdote
— nos cuenta Bernardo Navagero — que se había olvidado de un pe-
cadillo, consistente en no... creer en Dios.
Los toritos. — César Borgia quiere repoblar a Roma con gentes
de su tierra y de su raza. En Roma aparecen familias que llevan los
apellidos de Cardona, Moneada, Oviedo, Ramírez, Lorca y otros.
César Borgia, llevó a la capital de la cristiandad las corridas de
toros. El 24 de junio de 1500 el propio César, detrás del Vaticano,
con la espada corta y la muleta, mató cinco furiosos toros, entre la
admiración de las damas. En 1502, en Ferrara, con motivo de las
bodas de Alfonso de Este con Lucrecia Borgia, se repiten las corri-
das, delante del Castillo Estense. Las damas aplaudieron a los jus-
tadores que llevaban espada corta y muleta. Después de los toritos,
- 13 —
los españoles celebraron un baile en Palacio en honor de la nueva
duquesa. (Yo recuerdo haber visto en Ferrara unos cuadritos de la
época reproduciendo estas escenas.)
No me diga el lector que Croce se complace demasiado en hacer
resaltar estos influjos culturales de Castilla en Italia, o que yo me so-
lazo en reproducir esta lamentable exposición. No hay nada de eso.
Pero una observación salta a la vista del más miope. Nuestra hege-
monía militar coincide siempre con épocas desdichadas de angostura
cerebral, con el triunfo de la barbarie y de la picardía, con la domina-
ción de las capas menos inteligentes y más retardarías de cada período
histórico. Italia y España se influyen más intensamente cuando los
intereses dinásticos de los Austrias no han empujado todavía a nues-
tro pueblo en aventuras peligrosas. Antes de Fernando el Católico,
antes de Carlos I, antes de Felipe II, « Castilla era para los italianos
aquel bello país — reza el Tesoeetto — donde se alza la ciudad de
Toledo y son bonitas las mujeres, y los hombres ásperos y caballe-
ros». Pero así que asomamos como conquistadores — en el Papado con
los Borgias y en el Imperio con los Felipes — nos trocamos insensi-
blemente en unos bravucones y perdonavidas de saínete napolitano y
de comedia boloñesa.
José Sánchez Rojas.
ADVERTENCIA DEL AUTOR
Los estudios que componen este volumen me ocuparon los
años 1892, 1893 y 1894. Quería escribir entonces una extensa his-
toria de la influencia española en Italia desde la Edad Media hasta
el siglo xviii. Pero luego llamaron mi atención y ocuparon mi
tiempo otros estudios y abandoné la tarea comenzada, a pesar de
haber escrito sobre este tema algunos discursos para solemnidades
académicas y más de veinte artículos en revistas, y a pesar tam-
bién de haber llenado mis apuntes de notas curiosas que tenía en
gran estimación. Aprovechando ahora lo que ya tenía escrito, orde-
nando, compendiando y añadiendo cosas nuevas a mis notas, he
trazado este cuadro, o mejor aún, este esbozo de cuadro, de las
relaciones de Italia con España durante el Renacimiento, no sin
echar una rápida ojeada sobre los tiempos anteriores. Para la
época posterior, y sobre todo para el siglo xvn, que da margen a
consideraciones e investigaciones de la mayor importancia, no me
considero preparado suficientemente; pero algunos de mis estu-
dios sobre este período pueden verse en mis Saggi sulla lettera-
tura italiana del Seicento (Bari, 1911) yen la segunda edición de
mis Teatri di Napoli (Bari, 1916).
He de advertir, finalmente, que, aunque al rehacer ahora y re-
tocar, aquí y allí, este viejo trabajo mío he consultado publicacio-
nes recientes, su fecha debe fijarse en los años que he apuntado ya,
porque entonces fué realmente concebido y preparado, y así lo doy
ahora con más variaciones de forma que de fondo y de substancia.
Publicistas de más talento que yo se han consagrado en Italia
a los estudios españoles; descuella entre ellos el que hace veinti-
tantos años era un muchacho y es hoy viejo amigo mío, Eugenio
Mele, y que hoy me honra aceptando la dedicatoria de este libro.
B. C.
Ñapóles, abril, 1915.
INTRODUCCIÓN
ESPAÑA E ITALIA DURANTE LA EDAD MEDDA
España e Italia vivieron dos años de vida común como conse-
cuencia de la dominación territorial y de la hegemonía política
española en nuestro país. El centro ideal de los italianos, o como
^e decía entonces, «la corte», era Madrid; muchísimas familias espa-
ñolas se habían establecido definitivamente en Italia; nobles y ple-
beyos de Italia se alistaban en las banderas de los ejércitos de los
Reyes Católicos; políticos y magistrados de Italia figuraban en los
Consejos de la Corona; lengua y costumbres de España, y hasta
algunos de sus monumentos literarios, pasaban allá como monu-
mentos literarios, costumbres y lengua de nuestro país; la vieja
burguesía itálica de las repúblicas y de los señoríos se mostraba
aristocrática a la española en los virreinatos y gobiernos en que
se habían plasmado; hasta, en fin, los Estados que se habían man-
tenido más nacionalmente puros mostraban el sello característico
del pueblo que había logrado preponderar políticamente. Más tar-
de, durante el siglo xvni, se aflojaron tales lazos y vínculos de
unión; los príncipes de la familia borbónica española que vinieron
a Ñapóles y a Parma formaron Estados independientes, aunque
aliados con la Monarquía de que eran oiiundos, y sus próximos su-
cesores progresaron en el camino de la autonomía, se valieron pre-
ferentemente de hombres del país, se hicieron cada vez más italia-
nos en sus intereses y en sus costumbres, recibieron a oleadas el
influjo de la general cultura europea y pasaron, lenta y paulatina-
E8PAÑA EN LA VIDA ITALIANA. 2
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mente, a nuevas alianzas opuestas a la política española. De esta
suerte, en las postrimerías del siglo vemos que tales principados
se apoyan en Austria contra los republicanos franceses, amigos
de España, y que, por el contraio, los republicanos de Ñapóles,
adversarios de los Borbones, suspiran por la llegada de la flota
francoespañola, en la que esperan el acabamiento de su servidum-
bre. Las vicisitudes de las guerras napoleónicas llevaron de nuevo
a los italianos a tierras españolas; pero, a excepción de los pocos
regimientos sicilianos que combatieron a las órdenes de Welling-
ton, los demás fueron, mezclados con los ejércitos españoles, a que-
brantar la inquebrantable independencia española. Más tarde, a
merced de las distintas corrientes políticas del siglo pasado, varios
patriotas italianos combatieron voluntariamente en España al
lado de los liberales contra los carlistas. Las milicias españolas
se asomaron a Civitavecchia para sostener el poder temporal de
los Papas contra los republicanos de Roma, y los legitimistas espa-
ñoles nos facturaron después, con el fin de sostener en Ñapóles
la dinastía de los Borbones, a uno de sus famosos cabecillas, que
tomó carta de naturaleza entre nosotros, mezclándose con los
brigantes indígenas. Pero desde el siglo xviii en adelante se rompe
la unión intrínseca de españoles y de italianos; los dos pueblos
se alejan y extrañan poco a poco; apenas sobreviven aquí y allá,
singularmente en Cerdeña, algunos núcleos españoles; las tradicio-
nes vivas se van perdiendo y la lengua y la literatura españolas
se van concentrando en tema erudito para doctos y filólogos. De
la antigua comunión de ambos pueblos durante más de dos siglos
quedó rastro en la historia, y sobre todo en una gran novela de
enorme popularidad y gran eficacia, que dibujó, en una edad rela-
tivamente remota, sus personajes y sus matices (1).
Pero en la historia se han tratado estos temas, en los aspectos
político y militar, desde un punto de vista de aversión a un pe-
ríodo de nuestra vida nacional que se distinguió por su servidum-
bre bajo el yugo del extranjero, deso/uidándose adrede el estudio
de las múltiples relaciones entre los dos pueblos, o como se dice
hoy, de los influjos culturales que los dos pueblos ejercitaron recí-
procamente. Precisamente este tema me preocupa desde hace ya
(1) Alude Croce a I pronessi, sposi, los novios, la novela de Alejandro Manzoni, que
es una viva sátira de los gobernadores y capitanes españoles durante nuestra dominación
en el Milanesado. — N. del T
19 —
algunos años, constriñéndome especialmente a la influencia que
España ejerció sobre Italia, dejando a otros el estudio de la in-
fluencia italiana sobre los españoles. No me lisonjeo de haber des-
cubierto cosas demasiado importantes sobre este particular, ni de
creer que haya escrito una monografía perfecta; pero no quiero
sumarme a la pereza de que hacen gala nuestros historiadores y
literatos siempre que se ocupan de temas españoles, contentán-
dose con palabras y afirmaciones demasiado genéricas o anun-
ciando pragmáticamente la necesidad de realizar investigaciones,
sin que se pongan a realizarlas desde luego y sin nuevas dilaciones.
Es natural que, al intentar el estudio de la influencia española
en Italia durante los siglos que se han llamado precisamente de
la dominación española, me fije en los tiempos en que empezaron
esa hegemonía y esa influencia y en los tiempos remotos en que
las relaciones entre ambos pueblos, si no faltaban del todo, eran
completamente débiles e irregulares. Y sin repetir cosas trilladas
sobre la España romana y la España cristiana primitiva, y sin
detenerme demasiado en las disputas acerca del carácter de los es-
critores iberorromanos, que estaban contagiados (según una teoría
literaria que se ha desarrollado muchas veces) del morbo concep-
tista, metafórico, transmitiéndolo a los escritores de su raza, que
luego supieron inocularlo a los italianos del siglo xvn (1), estudie-
mos las invasiones bárbaras que se formaron en Italia y en Es-
paña, pueblos que luego habían de ligarse con múltiples y estre-
chos lazos de relación.
En varios aspectos fueron, entonces, semejantes los destinos
de ambos pueblos, cuando los Visigodos, que habían recorrido ame-
nazad oramente Italia, echaron su zarpa sobre España, y echando
de su recinto a otros pueblos bárbaros que habían penetrado antes
que ellos, y abatiendo lo poco que quedaba de la dominación ro-
mana, se apoderaron enteramente de la Península. Sesenta años
después los Ostrogodos ocuparon Italia, y como eran, como todos
los de su estirpe, los más civilizados entre la gente bárbara, se en-
contraron mejor dispuestos a aceptar y recoger la cultura romana.
Ataúlfo había pensado en fundar un imperio gótico respetando
la ley romana, y Teodorico continuó con ima postura semejante,
(1) Véase mi ensayo Secentismo e spagnolismo en mi volumen Saggi sulla letteratura
italiana del Seicento, Bari, 1911; páginas 189-93.
— 20 —
entre conciliadora y ecléctica, en relación a Italia (1). Pero ninguno
de los dos Estados romanogermánicos dio señales de gran vitali-
dad, sucumbiendo primeramente el reino ostrogodo bajo las armas
bizantinas, en aquella súbita resurrección del Imperio de Oriente,
cuando éste reconquistó, en el centro de la Península Ibérica,
una faja de terreno en torno a Cartagena, donde estuvo entroni-
zado durante más de ochenta años. El reino visigodo fué invadido
después por los árabes, aunque no agregado del todo a ellos, por-
que la España romano-cristiano-germana, agazapada en un ángulo
septentrional de la Península, vivió pobre y silvestremente, pero
vivió, reformándose y alargándose tras de asiduos esfuerzos y aspi-
rando, a través de los siglos, a la reconquista territorial. Cuando,
siete siglos después, los monarcas españoles se apoderaron de Ita-
lia se vanagloriaban al dejarse saludar como «la alta estirpe de los
godos» (2).
Con tan distintas vicisitudes históricas en ambos pueblos, pre-
ocupada España con la lucha contra el enemigo nacional y religio-
so, despedazada Italia en territorios y dominios diversos, con una
formación política y social asaz desemejante, no tuvieron ocasión
de relacionarse ni de cruzar sus zonas de cultura viva y directa-
mente. De higos a brevas se comunicaban italianos con españoles
y éstos con aquéllos; entre los embajadores que todos los príncipes
de Europa mandaron a saludar al glorioso califa de Córdoba Ab-
derramán III (912-61) se contaban los enviados por Hugo, rey de
Italia. Es de suponer que procedían de España las hordas árabes
que se apoderaron de Sicilia (3). Pero nada más; la misma Iglesia
universal de Roma, que nunca fué del todo extraña a los asuntos
religiosos de los españoles, no llegó a afirmar, hasta la segunda
mitad del siglo xi, sus derechos sobre aquellos Estados cristianos.
Durante largo tiempo España fué para los italianos, y en gene-
ral para los restantes pueblos de Europa, principalmente el país
en el que se debatía ima lucha encarnizada y eterna entre cristia-
nos y paganos, riñendo sus batallas contra el poderío musulmán,
que amenazaba a la misma Italia en sus expansiones progresivas.
(1) Para las noticias procedentes de España sobre las cosas visigodas, véase Grego-
rio Magno, Dial, (en SS. RR. langob.); ed. Waitz, pág. 535.
(2) Véanse las Rime, de Chariteo, ed. Pércopo (Ñapóles, 1892), cap. VI y IX,
passim.
(3) Laftjente, Historia de España, II, 321; Amari, Storia dei musulmani, I, passim;
G. Sforza, en Giorn. ligiiistico, XX (1893), páginas 134-56.
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En el mismo siglo xvn existían autores que recordaban aquellos
siglos, durante los cuales «las lacras de la nación española» eran com-
padecidas en todo el mundo, hasta el punto de que «en las mismas
iglesias los españoles se recomendaban a la caridad de los fieles
cristianos, cuyas limosnas se recogían para libertarlos de la mísera
esclavitud, en la que yacían tantos infelices bajo el yugo opresor
de los moriscos de Granada» (1). Razones de defensa propia, re-
forzadas por el fervor religioso, empujaron a los nuevos Estados
italianos a dar la mano a los españoles en aquella contienda singu-
lar, hasta el punto de que varios voluntarios italianos, unidos a los
de otros países extranjeros, se encontraron en 1085 en la conquista
de Toledo; en 1088, los de Pisa (2) conquistaron y saquearon Alme-
ría; Pisa y Genova intervinieron en semejantes aventuras un siglo
más tarde . Gloria esplendorosa para Pisa fué la famosa expedición a
las Islas Baleares, con trescientos navios, acompañados y bendeci-
dos por el legado del Papa y por el arzobispo Pedro, ayudados por
el conde Raimundo, de Barcelona, y por otros barones de Cata-
luña, Provenza y el Languedoc; empresa comenzada en 1114, y
en la que los pisanos se apoderaron primeramente de Ibiza y luego,
con reiterados asaltos, de Mallorca, libertando a los pobres cristia-
nos atormentados brutalmente por los bárbaros, volviendo a Pisa
en 1116 con un riquísimo botín y buen número de prisioneros, entre
los cuales se destacaba el rey Burabe, que «pisanam tandem... tra-
ductus in urbem Prcebuit Italice sese spectabile monstrum», como
canta el poeta de aquella expedición (3). Corresponde, en cam-
bio, a los genoveses la más gloriosa participación en la expedi-
ción de 1146 y en las sucesivas, y en las cuales, y a instancias del
Papa, cuyo auxilio habían reclamado los príncipes cristianos, des-
pués de haber vencido a los piratas de Menorca, conquistaron
Almería después de un largo asedio; luego Tortosa, ayudados por
los reyes de Castilla y ce Navarra y por los condes de Barcelona;
conquistando, además del botín y de varias ventajas comerciales,
el dominio de buena parte de aquellas tierras redimidas (4). Ade-
más los genoveses, con una serie de venturosas demostraciones
(1) Boccalini, Pietra del paragone politico, ristampa Daelli, pág. 71, cfr. 73.
(2) TRONCI, Annali pisani (Pisa, 1868), I, 174.
(3) RR., II, SS., 111-162.
(4) Caffaro, Ann. gen., en RR., II, SS., VI, 261-2, 285-90; cfr. Canale, Storia di
Genova, I, 132-42. Sobre un poema latino de la conquista de Almería, véase Amador de
LOS RÍOS, Historia de la liter. sp., II, 219-27.
— 22 —
militares y de prudentes y sagaces negociaciones, obligaron a los
reyes moros de Valencia, de Murcia y de otros reinos españoles, al
pago de tributos y a concesiones comerciales (1). De tales luchas
y negociaciones estuvieron alejados los príncipes de la Italia me-
ridional, aunque Guillermo II intentó después, por su cuenta, la
aventura de Mallorca (2).
En las cruzadas apenas participaron los españoles, por la sen-
cilla razón de que ellos sostenían dentro de su propio territorio
una verdadera y legítima cruzada. El Papa recomendó al arzo-
bispo Ricardo, de Toledo, que había marchado a Roma al frente
de un pelotón de cruzados que querían luchar en Tierra Santa, que
volviese a España, donde le esperaba una grande y áspera misión
que realizar. El arzobispo llevó a los suyos a la conquista de Al-
calá. La lucha contra los árabes de España recibió nuevo impulso
con esta intervención del Romano Pontífice, y voluntarios de dis-
tintos pueblos de Europa pelearon contra el enemigo secular de
España (3). Gran solemnidad alcanzó en Roma el día 23 de mayo
de 1212, cuando el Papa Inocencio IV anunció al pueblo que había
acogido favorablemente al arzobispo de Sevilla, enviado por el
monarca castellano en busca de auxilios en la cruzada contra los
Almohades, concediendo indulgencias para los que luchasen en
ella (4). Algunos meses después los príncipes coaligados, y poco
ayudados en realidad por los voluntarios de Europa, ganaron la
batalla de las Navas de Tolosa.
Las narraciones épicas contribuyeron no poco a convertir a Es-
paña, en la imaginación de las gentes, en el país de los grandes com-
bates en nombre de la fe religiosa; hablamos, sobre todo, de la
epopeya caballeresca francesa del ciclo carlovingio, que tuvo tanta
resonancia en Italia, y en la que se citaba frecuentemente la em-
presa de Cario Magno contra los sarracenos españoles, la
dolososa rotta, quando
Carlo Magno perde la santa gesta (5).
Además de los dos poemas francoitalianos de la Entrée en
(1) Canale, obr. cit., I, 322-32.
(2) La Lumia, Storie siciliane, I, 483-9.
(3) Ranke, Gesch. de germ. u. roman. Wólker, páginas XXI-II.
(4) Lafuente, obr. cit., Ili, 359-81.
(5) Interno, XXXI, 16-17.
— 23 —
Espagne y de la Prisa de Pampelune, compuestos en las postri-
merías del siglo xiii y los albores del xiv, pertenecen también a
este ciclo el Fierabrás, del que surgió el Cantar de Fierabrás y de
Oliverio, y el Andéis de Carthage, que redujo Andrés de Barberico
en la Spagna y en la Seconda Spagna (1).
Las peregrinaciones tenían una importancia decisiva en las re-
laciones entre país y país, teniendo que recordar aquí que España
poseía uno de los más famosos y concurridos lugares de peregrina-
ción, el santuario de Santiago de Compostela, donde se veneraba
el cuerpo del Apóstol,
per cui laggiù si visita Galizia (2).
Del siglo vii, no antes de él, deriva la tradición de San Yago y de
su apostolado en España; del ix procede el asendereado hallazgo
de su cuerpo y su elevación a patrono de los españoles y a capitan
celestial contra los moros. Hacia ese santuario volaba el recuerdo
de los italianos cuando se dirigían a la vieja Iberia, «el país de Es-
paña (reza la breve descripción geográfica del Tesoro), que discu-
rre por las tierras del rey de Aragón, y del rey de Navarra, y de
Portugal, y de Castilla, hasta el mar Océano; el país en que se
alza la ciudad de Toledo y Compostela, donde yace el cuerpo de
meser San Yago Apóstol» (3). En varias ciudades italianas se ve-
neraban fragmentos del sagrado cuerpo del Apóstol; uno de ellos
podrá verse en la ciudad de Pistoya, que había recibido tal dona-
ción de manos del obispo de Compostela (4). Una de las más famo-
sas peregrinaciones italianas para visitar San Yago, famoso en la
historia de nuestra literatura, es la que intentó, sin poderla llevar
a feliz remate, Guido Cavalcanti (5). Petrarca encontró en las cer-
canías de Aix un grupo de mujeres y doncellas que, a preguntas
(1) NyrgP; Storia dell' epopea francese nel medio evo, trad. italiana, páginas 89-93;
P. Rajna, La rotte di Roncisvalle nella letteratura cavalleresca italiana (en el Propugnatore,
volúmenes III y IV); G. París, Anseis de Carthage et la Seconda Spagna, en Ras. bibl. d.
letter. ital., I (1893), páginas 173 y siguientes.
(2) Paradiso, XXV, 17-18.
(3) Trad. de Giamboni (Bologna. 1877), 11, 41-2; cfr. el Dittamondo, IV, 27.
(4) A. Chiappelii, La leggenda dell' apostolo Iacopo a Compostella, en Studi di antica
lett. cristiana (Torino, 1887).
(5) A. Baktolli, Storia della letteratura ital., IV, 164-7; véase el ingenioso opúsculo
de E. Beombilla, Il diverso pellegrinaggio a Compostela di Guido Cavalcanti e Dante
Alighieri (Teramo, 1899).
— 24 —
suyas, le respondieron que eran romanas y que se dirigían a Com-
postela (1).
Pulci alude a las maravillas que contaban los peregrinos de
San Yago al retorno de su viaje, entre ellos, que habían visto la
piedra con la que Orlando trató en vano de despedazar a Durlin-
dana y el gran cuerno color de rosa que figuraba en el altar ma-
yor del templo:
E tutti i pellegrini questa novella
riportali di Galizia ancora espresso
d'aver veduto il sasso e il corno fesso (2).
Massuccio refería en la misma época que un habitante de Sa-
lerno fué a Roma a solicitar perdón por sus grandes maldades,
obteniendo la penitencia de visitar San Yago (3). Peregrinaciones
que tuvieron sus fieles en los siglos xvi y xvn (4); en el siglo xvm
se encaminaban a él el conde de Cogliosto y su mujer, a los que en-
contró en el camino (¡excelente grupo, aunque indigna imagen
de la Italia de entonces!) el caballero Santiago Casanova (5).
En lo que dice relación a la cultura, la España que tuvo re-
nombre en la Edad Media no fué precisamente la de los españo-
les, sino la de los judíos y la de los árabes. En la arábiga Córdoba
descollaban los estudios de matemáticas y de medicina, y en ésta
y en otras ciudades los judíos tenían una rica vida espiritual, des-
collando en 1139 y en 1140 Jeoudà-Ibn-Ezra, cuando vino a Ita-
lia entre los judíos italianos, bastante romos e ignorantes por regla
general (6). Los judíos y los árabes figuraban en las cortes de los
príncipes cristianos, así españoles como extranjeros, y con algunos
de ellos mantuvo relaciones en Sicilia Federico II (7). La ciencia
semítica se fijó en Europa a través de España por obra y gracia
(1) Farinelli, en Giorn. storico, XXIV, 218. (Farinelli hizo una docta y larguísima
mención de estas páginas mías cuando vieron la luz, mención que he tenido en cuenta
para extractar, a mi vez, de ella, algunas referencias que van en este lugar).
(2) Margante, XXVII, 108; cfr. XXV, 263.
(3) Novellino, nov. 16.
(4) Bibliografia en Farinelli, lugar citado.
(5) Casanova, Mémoires, ed. Garnier., VIII, 10-5.
(6) Para los árabes, véase Shack, Poesía y arte de los árabes en España, trad. alem.
Sevilla, 1881; para los judíos, Graetz, Les juifs á" Espagne, trad. alem., París, 1872, y
Amador de los Ríos, Historia social, política y religiosa de los judíos de España, Ma-
drid, 1875.
(7 Shack, obr. cit., II, páginas 306 y siguientes.
— 25 —
principalmente de da escuela de traductores» de Toledo, fundada
por el arzobispo Raimundo (1126-1150) (1).
En aquella escuela se formaron el italiano Gerardo de Cremo-
na, traductor de muchísimos tratados de medicina, filosofía y
astronomía; Miguel Scoto, introductor del averroismo en Italia,
aquel que, según el Dante,
... veramente
Delle magiche frodi seppe il gioco (2);
el alemán Ermán, traductor de Alfarabio y de otros autores ára-
bes; y estos dos últimos, Scoto y Ermán, solicitados en la corte
de los Hohenstanfen en Sicilia (3). Con la ciencia semítica penetró
también en Europa la narración oriental, cuya principal y más co-
nocida compilación en Occidente fué la Disciplina clericalis, de
Pedro Alfonso, judío converso, traducida a principios del siglo xiv,
o tal vez antes, al alemán (4), y de la que se ha creído hallar
algún eco o resonancia indudables en el Novalino y en el Deca-
meron (5).
Los judíos y los árabes españoles, en virtud del magnífico papel
que representaban en el teatro de la cultura de su tiempo, apare-
cían ante los ojos de nuestros viejos escritores con semblante de
doctos a lo Fausto, llenos de ciencia y saturados de misterio. En
el Novellino se habla (con una de las frecuentes, extrañas y signi-
ficativas confusiones) «de un filósofo que se llamó Pitágoras, y fué
de España, e inventó una tabla para la astronomía», y de un meser
que «vivía con arreglo a los augurios y a la usanza española» (6);
Franco Sacchetti cuenta «de un español, o judío, y pagano desde
luego, que era hombre de mucho sentimiento y de mucha indus-
tria», muy querido de Cario Magno, que trató de convertirle a la
verdadera fe (7). España, en general, y particularmente Toledo,
fueron la sede de las ciencias ocultas; Salerno era la ciudad de la
(1) Menéndez y Pelato, Historia de los heterodoxos, I, páginas 393 y siguientes.
(2) Inferno, XX, 116-7.
(3) Menéndez t Pelato, obr. cit., I, 404-7.
(4) Disciplina clericalis, ed. de Heidelberg, 1911, introducción, páginas XII-III;
un fragmento de la antigua versión alemana fué publicado por P. Papa, Florencia, 1891;
cfr. Rivista critica della letteratura italiana (1892), pág. 212.
(5) D'Ancona, Studi, Bologna, 1880, páginas 316, 317 y 321; LANDAU, Quellen des
Dee, páginas 79-83.
(6) Novellino, nov. 28.
(7) Novelle, nov. 125.
— 26 —
medicina; Bolonia, la del derecho, y Toledo, la de los demonios,
dcemones. Muchas veces se ha citado una octava de Pulci que así
lo atestigua:
Questa città di Toleto solea
tenere studio di negromanzia;
quivi di arte magica si leggea
pubblicamente e di piromanzia;
e molti geomanti sempre avea
e sperimenti assai d'idromanzia;
e d'altre false openion di sciocchi
comm'è fatture o spesso batter gli occhi (1).
En otros respectos, en los puramente literarios y artísticos la in-
fluencia de los árabes españoles en las modernas literaturas espa-
ñolas ha sido no solamente exagerada, sino formulada deficiente-
mente, como puede verse en los viejos libros de Bettinelli, de Lam-
pillas y de Andrés (2).
Hasta la literatura vulgar y neolatina de España, si tuvo pron-
to, como la italiana, relaciones con las literaturas francesa y pro-
venzal, no las tuvo, en cambio, directas con la italiana, porque
las lenguas castellana y catalana no fueron conocidas entre nos-
otros, salvo, naturalmente, en los casos aislados, probables y po-
sibles (3), y porque, además, las obras de aquella literatura primi-
tiva o eran intensamente nacionales, o procedían de las mismas
fuentes en que bebía la misma literatura italiana, circunstancia
histórica que explica, en más de una ocasión, la semejanza que
se advierte entre las dos. Graciosísimos despropósitos los de los
escritores españoles, de los que ya se burlaba Tassoni en sus
tiempos, cuando afirmaban que el Petrarca había imitado nada
menos que a Ausias March, nacido un siglo después que el poeta
italiano (4). Gracioso disparate el de Fontamini cuando asegura
(1) Morgante, XXV, 259, cfr. pág. 42 y siguientes, 81 y siguientes. En el mismo
poema los recuerdos de la «Córduba antica», de Avicena y de Averroes (XXV, 254). Cfr.
Gomparetti, Virgilio nel medio evo, II, 98; Menéndez y Pelayo, obr. cit., I, 575-7; Fa-
rinelli, lug. cit., páginas 207-8.
(2) Véase Shack, obr. cit., II, 314-8, el cual quería reconocer influjos árabes en la
métrica de la primitiva poesía italiana.
(3) D'Ovidio (Saggi critici, pág. 366), ha probado que el Dante no podía contestar
a la pregunta de la lengua que se hablaba por los españoles.
(4) Tassoni, Considerazioni sopra le rime del Petrarca (Modena, 1607), f. 3. Los lite-
ratos del siglo xvi estaban convencidos de que la palabra chero, usada por el Petrarca,
era un vocablo que él había tomado de la lengua española. «Chero, voz española, usada
27
que el Dante leyó el Amadís y que lo imitó probablemente cuan-
do habla de las transformaciones del hombre en troncos y estir-
pes (1). Sugestiones de mera vanagloria nacional son también los
asertos del Sr. Amador de los Ríos cuando escribe que Brunetto
Latino se inspiró en el septenario de Alfonso X para escribir su
Tesoro, o que, sin los cuentistas españoles, Boccaccio no habría
alcanzado seguramente la gloria lograda con su Decameron (2).
Cuando nos llama la atención la semejanza entre textos italianos y
españoles tengo para mí que lo más discreto es hablar de obscuri-
dad en las fuentes, pero nunca de transmisión inmediata y directa
de los textos españoles a los italianos (3).
Por lo demás, es evidente que fueron más complejas y constan-
tes las relaciones entre Italia y los Estados cristianos españoles a
fines del siglo xn y en todo el decurso del xm. El Papado, que había
establecido su dominio en España, especialmente bajo Alejandro II
y Gregorio VII (señal evidente de ello fué el cambio del rito y bre-
viario romanos en el gótico y muzárabe), intervino varias veces,
con plena autoridad, en las vicisitudes matrimoniales de los prín-
cipes, y, reconociendo la teoría de Hildebrando, Alfonso Henriquier
regalaba Portugal al Pontífice en 1144. Pedro de Aragón se pre-
sentaba en 1204 a Inocencio III para recibir la corona de las manos
de este Papa y convertirse en tributario suyo voluntariamente.
Decayendo a cada paso las ciudades árabes y aumentando en
importancia las ciudades italianas, los estudiantes españoles acu-
dían a nuestras aulas a fines del siglo xii, sobre todo a las Univer-
sidades de Bolonia y de Padua. Lectores de Derecho canónico
fueron en Bolonia el maestro Juan de Dios y Raimundo de Pe-
ñafort; la Universidad de Padua tuvo en 1206 un rector español.
Brunetto Latini, en las primeras páginas del Tesoretto, nos cuenta
que encontró en tierras de Navarra un escolar que sobre los lomos
de un mulo bayo venía de Bolonia, dándole noticias de la patria
lejana. Y no es cosa de investigar aquí la cantidad de cultura jurí-
dica que nuestras Universidades prestaron a España y de qué modo
más eficaz influyeron en la compilación de las Siete Partidas. Un
siglo más tarde el cardenal Gil de Albornoz levantaba en Bolonia
por el Petrarca», leemos en el Vocabolario de Fabrizio Luna (Ñapóles, 1563); cfr. Ben-
titoglio, Satire, ed. del Gioletto de 1550), fol. 23; Costo, Lettere (Ñapóles, 1604), pág. 300 .
(1) Dell'eloquenza italiana (Venezia, 1737), páginas 78-9; cfr. 89.
(2) Obr. cit., V, 43-4.
(3) Cfr. Farinelli, lug. cit.. p. 215.
— 28 —
el Colegio de España, que fué durante varios siglos el refugio de
los estudiantes españoles que venían a estudiar a Italia (1).
Cobraban cada vez mayor renombre las dos principales Casas
reales españolas, la de Castilla y la de Aragón, luego que el rey
San Fernando conquistó Córdoba (1236), Sevilla (1248) y Cá-
diz (1250), haciendo sentir su hegemonía en Granada y en Murcia,
y después que el monarca Jaime el Conquistador se apoderó de
Valencia. Por todas partes refulgía la gloria del
grande scudo
In che soggiace il leone e soggioga (2)
y de las barras de Aragón. Así que Sevilla fué arrancada a los mo-
ros, el rey San Fernando concedió a los genoveses, en 1251, el ejer-
cicio del comercio en aquella ciudad, con preferencia a los cata-
lanes y a otros pueblos (3). La reputación del hijo de San Fernando,
de Alfonso X el Sabio, se extendió también en Italia de tal modo
que cuando, en 1256, los príncipes alemanes no se resolvían a ele-
gir emperador, los písanos se atrevieron a ofrecerle el Imperio,
mandando a España a su embajador Bandino Lancia en repre-
sentación nada menos que de los communis Pisani et totius Italice
et totius fere mundi, obteniendo, en cambio, grandes privilegios (4).
Al mismo rey Alfonso, llamado en Italia il re Nanfosse, acudió de
embajador en 1260 Brunetto Latino en nombre de los bandos
güelfos de Florencia. Era popular el «alto rey de España», que
«esperaba la corona imperial, que Dios no la discutiría», porque
sotto la luna,
Non si trova persuna,
Che per gentil lignaggio,
Né per alto barnaggio
Tanto degno ne fosse
Coni' esto re Nanfosse (5).
(1) Ticknor, Hist. d. I. sp., trad. frane, I, cap. 18; Farinelli, 1. e, páginas
212-14; Picatoste, Españoles en Italia, I, 73. Sobre el Colegio de San Clemente de Bolo-
nia, v. J. Pineda, Roles aegidiana seu Catalogus ilust. vir. qui ex collegio maiore S. CU-
mentis Hispaniarum Bononiae degenlium prodiere (Bononiae, 1624), y G. Giordani, Cen-
ni storici, ea Almanacco statisc. archeol. bolog., páginas 87-127. No tiene valor alguno el
libro de P. Borrajo y H. Giner de los Ríos, El colegio de Bolonia, Madrid, 1880.
(2) Paradiso, XII, 53-4.
(3) Canale, obr. cit., II, 473-86.
(4) TRONCI, Annali pisani, I, 453-4, 455-8.
(5) En el Tesoretto, cap. II. Cierto pasaje del Decameron, X, I, parece aludir a Alfon-
so X el Sabio.
29
Por este tiempo vinieron a Italia por primera vez aventureros
españoles con soldados catalanes y con Federico de Castilla, jefe
de milicias castellanas, acudiendo a la corte del rey Manfredo (1).
Acudieron después con mayor profusión a las órdenes del hermano
de Federico, Arrigo, que desde las tierras del rey de Túnez pasó
a las de Ñapóles, después de la conquista de ellas, realizada por
su primo Carlos de Anjou, trayendo consigo más de ochocientos
caballeros españoles, «muy bella y buena gente», harto aguerrida
en las luchas contra el moro. Batiéndose después con el de Anjou,
Arrigo se unió a Conradino, peleando en Tagliacozzo, contribu-
yendo grandemente a la victoria de la primera parte de aquella
jornada con sus españoles, que espantaron al adversario por su
nuevo modo de combatir y por su destreza y agilidad manejando
las lanzas (2). Tal vez los residuos de aquella mesnada, expulsados
del Reino, eran dos españoles» que en 1269 lucharon al lado de
los de Siena contra los florentinos (3).
(1) Del Giudice, Cod. diplom. angioino, II, 9.
(2) Saba Melespina, IV, 10. *Hispani adhuc, cum ad torquendum hostilia lacertas
agües habere dicantur, nonnumquam lacertis adductis in gyriim, vibrando lanceas compel-
lebant hastas ocius volare per auras, quandoque hostium obviantium transfigentes praecor-
dia fixo scuto. Sicque, dum huiusmodi per diversa camporum loca geruntur, omnis multi-
tudo pugnantium pementibus cedü Hispanis, et aliis de prima acie supradicta.» Véase Del
Giudice, Don Arrigo, Infante di Castiglia (Ñapóles, 1875). Para la canción italiana atri-
buida a Anigo, consúltese F. Scandone, Notizie bibliografiche di rimatori della scuola
siciliana (Ñapóles, 1904).
(3) Villani, Cron., VII, 31.
IT
LOS CATALANES Y LOS ITALIANOS
La primera intervención directa de los pueblos de la Penín-
sula Ibérica en la vida política y social italiana no fué de los caste-
llanos ni del rey de Castilla, sino de los catalanes y del rey de Ara-
gón. La ciudad de Barcelona, reconquistada a los moros en los
años 98o y 986, floreció en seguida gracias a su enorme tráfico,
como puerto de depósito de las mercancías orientales y europeas (1),
llegando a adquirir extraordinaria importancia cuando se unió al
condado de Provenza, y sobre todo, cuando en 1157 los condes
de Barcelona se coronaron reyes de Aragón (2). Las ciudades ma-
rítimas de Italia entraron en múltiples relaciones con su futura
rival en el Mediterráneo; en 1127 los genoveses concertaban con
Barcelona un tratado de comercio y disputaban con el señorío de
Pisa para obtener privilegios y exenciones (3), y más atrás, recor-
damos las empresas que genoveses y písanos llevaron a cabo con
los condes de Barcelona contra los sarracenos. Otros tratados se
firmaron, favorables igualmente a las repúblicas italianas cuando
éstas eran las más fuertes; con los de Pisa en 1233 (4), con éstos
y los genoveses en 1265 que lograron excluir a los demás italianos,
lombardos, florentinos y luqueses de tales relaciones comercia-
les (5). Pero la creciente potencia política del rey de Aragón y la
creciente extensión del comercio catalán sembraron gérmenes de
(1) Beer, Allg. Geschichte des Welthandels (Viena, 1860-84), I, 213-7, y Capjíany,
Memorias históricas sobre la marina, el comercio y las artes de la antigua cuidad de Barce-
lona, Madrid, 1779-92.
(2) Villani, Cron., VII, 76.
(3) BEEK, obr. cit., I, 214.
(4) Tronci, obr. cit., I, 423.
(5) Capmany, obr. cit., II, 31; cfr. Canale, obr. cit., II, 473-86. Para estudiar el
pacto de los catalanes con Ancona, v. Arch. stor. lombardo, VIII, 636.
— 32 —
honda rivalidad y de fieras luchas entre los Estados italianos. Mien-
tras los reyes de Aragón eran solamente reyes de Aragón, ¿qué
razones de discordia podrían tener con nosotros? «Quce poterant
esse discordiarum causee inte?- reges, mediterraneis finibus inclusis,
et Genuenses, maritimis rebus intentisi)) Pero la hostilidad comenzó
cuando los reyes, dueños de Barcelona, lanzaron navios a los ma-
res, añadiendo nuevos territorios a su corona (1).
Mientras tanto, y a consecuencia de la unión de los catalanes
con los provenzales, Cataluña se les antojaba a los italianos, lin-
güística y poéticamente considerada, como una prolongación de
la tierra de la lengua de oc, y con ella, la restante España y hasta
la misma Castilla; por eso el Dante llama conjuntamente hispanos
a los pueblos que hablan esa lengua (2). Las relaciones de los
rimadores italianos con los provenzales de Cataluña se confun-
dieron con las de la literatura provenzal en general (3), y en Ca-
taluña y en Castilla florecieron y descollaron algunos rimadores
provenzales de Italia, como Bonifacio Calvo en la corte de Alfon-
so X el Sabio (4).
Dispuestos les reyes de Aragón, en virtud de la hegemonía al-
canzada en tierra y en mar, a las aventuras más extraordinarias,
emparentados—a pesar de las amonestaciones papales — con la Casa
señora del mediodía de Italia, no hemos de maravillarnos que
cuando los sicilianos gritaron como a moros a los de la señoría de
Anjou, comenzaran a tratar inmediatamente sus diferencias con
aquellos príncipes belicosos y ambiciosos, con el rey de Castilla,
y sobre todo con Pedro de Aragón. Este último, empujado por
lo que él creía su derecho de herencia, se preparó con sus gentes
a la conquista de Túnez, desembarcando en la cercana Sicilia.
Catalanes y sicilianos, llevados a la victoria por Roger de Lauria,
(1) Lucubrationes de bello hispánico, Paría, 1520, fol. 5.
(2) D. Ovidio, lug. cit.
(3) A Jordi, un poeta que vivió durante el reinado de Jaime el Conquistador, Be le
atribuyó un soneto, imitado por el Petrarca, que comienza
Pace mu trovo...,
cuando lo ocurrido ea que del Petrarca imitó esa composición el poeta Jordi, que vivió
en el siglo xv. (Cfr. Ticknor, I, 300-1, n.) y Amador de los Ríos, VI, 578, n. En la Crus-
ca provenzale de Bestero se habla de la influencia del catalán (provenzel) en la lengua
catalana.
(4) Farinelli, lug. cit., páginas 217-9, pero véanse las dudas que abriga sobre el
particular la señora Michaellis de Vasconcellos en Zeitschr. f. román. Philologie, 1902,
páginas 71 y siguientes.
— 33 —
se fundieron en un solo pueblo, alcanzando el poderío del rey de
Aragón un esplendor que no había logrado antes arma alguna y
que encontró su eco en las arrogantes palabras de Lauria al conde
de Foix, cuando quería imponerle una tregua en u ombre del rey
de Francia:
— Ningún pez puede asomar su cabeza sobre el agua de los
mares sin el escudo de las armas reales aragonesas (1).
El rey Pedro, que no quería ceñirse a las cosas de Sicilia, que-
ría convertirse en cabeza visible de los gibelinos italianos, sorpren-
diéndole primero la guerra en la frontera española y truncándole
después la muerte aquellos pensamientos. Pero este monarca dejó
un hondo y vivo recuerdo de sus gestos y hazañas en la memoria
de los italianos. Así, Dante se lo figuraba en el Purgatorio, alto
y grueso, «membrudo», cantando salmodias con su rival Carlos,
el de «la nariz masculina», elogiándole como a hombre capaz de
toda suerte de temeridades (2). Giovanni Villani resumía su juicio
sobre el monarca aragonés, escribiendo en la Cronaca: «El supra-
dicho Pedro, rey de Aragón, fué valiente señor, diestro en las
armas, aventurero, sabio y fué respetado por cristianos y sarra-
cenos mucho más que lo fueron todos los reyes de su tiempo» (3).
Boccaccio recuerda en el Decameron una de las más bellas tradi-
ciones que corren de boca en boca en torno a Pedro, la de la deli-
ciosa narración de Lisa, la cual, en un torneo que el aragonés tuvo
en Palermo con sus barones, «peleando» a la catalana, se enamoró
del rey. Enferma Lisa del grande y desesperado amor que sentía
por Pedro, fué visitada por éste caballerosamente, instándola y
persuadiéndola a que tomase por marido un mancebo que el rey
la elegiría, «aunque Pedro no tendría inconveniente en llamarse su
caballero y en darla un solo beso como pago al mucho amor».
Añade Boccaccio que, según muchas refei encías, el rey Pedro supo
cumplir con la palabra empeñada, llamándose siempre el caballero
de Lisa y llevando a los combates la insignia que le regaló la ena-
morada muchacha. En vano Federico de Ragin, heredero de las
ambiciones de Pedro, quiso extender su brazo sobre la Italia con-
tinental, coaligándose con el emperador Arrigo VII, cuya muerte
inopinada anuló el auxilio siciliano, teniendo que volver a la isla
(1) D'Esclot, cit. por AMARI, Guerra del Vespro, II, 146.
(2) Purgatorio, VII, 112-4.
(3) Cron., VII, 103.
España en la vida italiana.
— 34 —
Federico para no salir ya más de ella. En Federico había puesto
todas sus esperanzas el Dante, revolviéndose más tarde amarga-
mente contra él.
A la conquista de Sicilia siguió la de Cerdeña, llevada a cabo
por la rama primogénita de Aragón, a quien ya se la había con-
cedido el Papa Bonifacio VIII en 1297, no pudiendo lograr su as-
piración hasta 1323, excluyendo a los písanos que la dominaban
y teniendo que luchar muchos años contra los magistrados y se-
ñores locales (1). No logró, en cambio, la posesión definitiva de
Córcega, que fué cedida por Pisa a Genova en 1299 y que quiso
ser arrebatada por los catalanes a esta república, renunciando a
ella con la paz de 1336. En 1352, en alianza con los venecianos
y con los griegos, combatieron los catalanes contra las galeras
genovesas en aguas del Bosforo en la terrible y dudosa batalla de
las Columnas. Alfonso V de Aragón reanudó la lucha en 1420, ase-
diando inútilmente el puerto de Bonifacio, que se defendió heroi-
camente, siendo al fin vencido y hecho prisionero por los geno-
veses en 1435 junto a Ponze, durando ya desde entonces el rencor
y la hostilidad contra éstos, juntamente con las rapiñas y saqueos,
de tal suerte — escribe Bracelli — que «manente pacis nomine, cuneta
cifra ultroque, ut in hostes, agebantur» (2).
Las consecuencias sociales de la señoría aragonesa-catalana se
palparon no solamonte en la constitución política de Sicilia, en la
que S3 introdujeron formas y costumbres robadas al Parlamento
aragonés — como lo atestigua el mismo nombre de brazos con que
se designaron los tres estamentos del Parlamento siciliano — sino
en la manera de producirse el feudalismo (3). Muellísimas fami-
lias catalanas emigraron a la isla, teniendo en ella feudos y rela-
ciones políticas, como los Alagones — una de las doce antiguas fa-
milias de los ricos hombres de Sobrarbe — , los Calcerando, los Mon-
eada, los Peralta, los Valguarnera, los Cabrera y los Lillori (4),
(1) Manno, Storia della Sardegna (Capolago, 1840), voi. II, libros IX y X. Cfr. G.
Villani, Cronaca, IX, 198, 210, 251, 331, 339, y M. Villani, III, 80, IV, 24, 34. Un poe-
ma sobre la conquista de Cerdeña, que existe manuscrito en Cagliari, se cita por Toda y
Guell, Bibliografía española de Cerdeña, páginas 245 y 246.
(2) Obr. cit., hacia el final. Para las guerras entre catalanes y genoveses, cfr. G. Vi-
llani, X, 175, 189, 206; XI, 17; XII, 100, y M. Villani, II, 27, 35, 39, 59; IV, 22; V, 45;
VI, 20.
(3) De Gregorio, Considerazioni sopra la storia della Sicilia, Palermo, 1805-16;
sobre todo, el capítulo IV.
(4) Una lista de 58 familias de barones sicilianos de lengua catalana nos da Capma-
NY, Bel establecimiento de varias familias ilustres de Cataluña en las islas y reinos de Ara-
gón, II, 37.
— 35 —
formando el partido «catalán» que luchó largo tiempo con el «la-
tino», o lo que es igual, con los barones indígenas del siglo xiv
Las familias catalanas tenían sus núcleos principales en Catania
y en el valle de Noto (1). Penetraron a la sazón varios vocablos
catalanes en el dialecto siciliano, como se ve en los textos de fines
del siglo en adelante, cuando la infiltración tuvo lugar, pasando
aquellas palabras — como ya se ha advertido — directamente desde
los barones forasteros al habla popular (2).
También la dominación catalana dejó sus huellas en la arqui-
tectura , porque al mismo tiempo que los reyes de la Casa de An-
jou introdujeron el puro gótico francés en Ñapóles, en Sicilia se
difundió el gótico que allí llamaban «flemeggiante» que puede verse
en Aragón, en Cataluña, en el Rosellón, en las Islas Baleares y
en Rodas, contándose entre los monumentos más interesantes de
ese estilo la iglesia de Santa María de la Cadena, de Palermo, la
catedral de Mesina — con incrustaciones semejantes a las de las
casas segovianas — , la catedral de Nicogia y distintos palacios; en
cambio, se advierten pocas huellas de este estilo en el continen-
te (3). Pero bastante más profunda fué la transformación de Cer-
deña, en la cual, además de las baronías catalanas, hubo en la
ciudad de Alghero, que se llamó también Barceloneta, una colonia
completa de Cataluña, que todavía subsiste (4).
La lengua catalana antes, y la castellana después, no encon-
traron obstáculo en un país en el que, aparte del dialecto sardo
y de algunos sones pequeños donde se hablaba el pisano y el ge-
novés, no había una lengua culta, adoptada por la mayoría. Las
ordenanzas del gobierno se publicaban, por ende, en la lengua de
los domiuadores. Catalana primero y castellana después fué la lite-
ratura sarda durante varios siglos (5). Las Cortes generales de la
isla se dividieron en tres ramos, que se llamaron estamentos a la
española, como en las Cortes del reino aragonés (6).
Cerdeña, mezclada desde un principio con la corona de Aragón,
(1) Le Lumie, Metteo Palizzi owero i latini e i catalani, en Storie siciliane, II, 7-212.
(2) C. Avolio, Introduz. allo stud. del dial, siciliano (Noto, 1882), páginas 67-84.
Según Picatoste, obr. cit., I, 178-9, Dante dijo que «el origen déla lengua italiana pro-
viene de este dialecto siciliano mezclado con el español».
(3) C. Eulaet, Origines francaises de l'architecture gothique en Italie (París, 1894),
página 220.
(4) S. Morosi, L'odierno dialetto cataleno di Alghero in Sardegna (en la Miscellenea
di filologie C aix-C anello ) , y P. E. Guarnerio, en Archs. glottol., IX, 261-4.
(5) Toda t Guell, Bibliografia española de Cerdeña, Madrid, 1890.
(6) Menno, obr. cit., II, I, X, páginas 260-5.
— 36 —
no participó de la historia propiamente italiana, cosa que también
le ocurrió a Sicilia por haber corrido la misma suerte desde los
albores del siglo xv (1). Importa, por lo tanto, determinar las
vicisitudes de la influencia española en el resto de Italia, y ya
que ahora hablamos de los catalanes, recordemos que, a conse-
cuencia de la larga guerra que siguió a la revolución de las Vís-
peras, muchos pelotones de ellos comparecieron en las milicias
mercenarias que entonces se formaron en Italia (2). Les atraía,
principalmente, la corte napolitana del rey Roberto de Anjou, que
rey joven había sido huésped de Cataluña durante siete años, des-
de 1288 a 1295, eligiendo dos princesas españolas, Violante de
Aragón y Sancha de Mallorca, para contraer primeras y segundas
nupcias. A consecuencia de tales bodas vinieron a Ñapóles varias
familias catalanas, entre las que descollaron los Rhet o Laraht de
Barcelona, que se llamaron los Della Ratte entre nosotros; recor-
demos a Diego que acompañó a la princesa Violante y mariscal
del rey Roberto, y que estuvo después, en 1314, en Toscana (3).
Entre los consejeros y familiares del rey podemos citar a Juan de
Aye, regente de la Vicaría; Raimundo Blanch, Pedro Ferrera, con
tantos otros, sobresaliendo, entre los capitanes, Raimundo de Car-
dona (4). En la corte de Roberto fué médico, astrólogo, doctor en
leyes, Arnaldo de Villanova (5). Cuando Roberto visitó Florencia
en 1305, llevaba consigo «una mesnada de trescientos caballeros
aragoneses y catalanes»; «mesnada de catalanes» fueron los que
persiguieron en 1308 por las calles de Florencia a Corso Doneti,
despedazándole (6). De Sicilia pasaba en 1311 al servicio del rey
Gilberto Centellas, caballero catalán, con doscientos caballeros y
(1) Véase, para la época anterior a la confusión de ambos pueblos, Le Lumie,
Iqueto viceri (en Storie siciliane, II, 413-80). Los aragoneses hicieron valer muchas veces
después de la unión de las Españas bajo un solo cetro, sus derechos particulares sobre
Sicilia; los sicilianos, a su vez, durante la dominación española en la mayor parte de Ita-
lia, recordaban con orgullo que ellos no habían sido conquistados, sino que se habían
unido espontáneamente a la corona de Aragón; véase documentación en Le Lumie, Sto-
rie siciliane, III, 26-7.
(2) Para los Almogárabes — llamados así por su modo de guerrear y de robar en tie-
rras de morería — véase, entre otros, el libro de Moncada, Expedición de catalanes y ara-
goneses contra turcos y griegos, impreso en 1620 y reimpreso en el tomo XXI de la Biblio-
teca de Rivadeneyra. V. entre los libros recientes, G. Schltjmberger, Expédition des
*Almugavares« ou routiers catalans en Orient de Van 1301 à Van 1311 (París, 1903).
(3) Decameron, VI, 3. Cfr. Be Leliis, Pisedelle fam. nobili del Regno di Napol i, III,
1-34.
(4) Summonte, Eistoria, ed. 1675, II, 411; Costanzo, Ist. di Napoli, 1. v.
(5) Véase Farinelli en Giorn. stor. lett. ital., XXIV, 219-20.
(6) S. Villani, Cronaca, Vili, 82, 90.
— 37 —
trescientos almogábares (1). En 1312, Juan de Anjou, hermano
del rey, marchaba a Roma «con seiscientos caballeros catalanes y
de las Pullas» (2). Una escuadra de catalanes, con franceses, ale-
manes y borgoñeses, formó parte de las huestes florentinas que,
mandadas por Raimundo de Cardona, perdió en 1325 la batalla
de Altopescio (3). Capitanes meritísimos y corsarios catalanes vi-
vían frecuentemente a sueldo de los Estados italianos; famoso fué
un siglo después el capitán Bernardo Villamarino, que sirvió a los
florentinos contra los genoveses (4).
En los siglos xiv y xv el comercio catalán adquirió extraordi-
naria importancia, acentuándose la rivalidad entre Barcelona y
las ciudades italianas (5). Jaime de Aragón había favorecido con
distintas concesiones los intereses de la madre patria en Sicilia,
procurando no descontentar a los genoveses que le habían favo-
recido y ayudado en sus empresas; Pedro, su antecesor, había con-
firmado también los privilegios a los de Pisa (6). En Ñapóles, du-
rante el reinado de Carlos II, se concede a los catalanes la facul-
tad de nombrar sus «cónsules» en las principales ciudades del reino,
de alguno de los cuales se conserva el nombre (7). Los catalanes
se decidieron a habitar entonces una calle de la ciudad, que aún
hoy mismo se llama Rúe Catalana; y no sabemos si entonces o más
tarde otro rincón de aquella barricada fué llamado de los Arago-
neses (8). Pero en 1324, Pisa rogó a Pedro de Aragón que olvida-
se los prejuicios que existían contra sus mercaderes, cambiando,
en 1379, Pisa con relación a Cataluña, porque le concedió libre
comercio, cónsul propio, lonja, igualdad de gabelas con Pisa, fa-
cultad de mandar fuera de ésta hierro labrado y no labrado, arma-
duras de toda clase y maderas de cualquier calidad, licencia para
andar de noche por Pisa después del tercer toque de campana
(1) Ammirato, Fam. nob. napol., II, 203-8.
(2) S. Villani, Cronaca, IX, 39.
(3) Obr. cit., IX, 300. Nueva luz sobre las relaciones entre Aragón e Italia arrojan
hoy los copiosos y abundantes documentos publicados por H. Tinke en sus Acta arago-
nensia (Berlín y Leipzig, 1908); los documentos 226, 434, 442 y 447 son cuatro cartas del
rey Roberto escritas en un catalán afrancesado.
(4) A la muerte de Villarino se refiere una narración inserta en la Fazecie del piova-
no Arlotto (ed. Baccini, Froenze, 1884), páginas 108-10.
(5) Lo que prueba la difusión y el renombre del catalán en las tres penínsulas y en
todas las islas del Mediterráneo; v. Finke, obr. cit., pág. 768 y doc. 147.
(6) Amari, Guerra del Vespro, II, 170, 236-7; cfr. I, 154.
(7) Camera, Annali, II, 345, n.
(8) De Stefano, Descriz. dei luoglis sacri di Napoli, folios 44-45. Junto a la Rúe
Catalana estaba el fondaco Piscavino, que un viejo topógrafo traducía como corrupción
de vizcaíno.
— 38 —
desde casa a los almacenes, etc. En aquel tiempo, entre las modas
que llegan a Italia figuran los trajes «a la catalana» (1). Verdade-
ramente, los catalanes no solamente practicaban el comercio, sino
también y muy ampliamente la piratería en las costas italianas.
La piratería, por lo demás, tomó incremento con la conquista de
Sicilia, favoreciendo las continuas guerras con Genova^ Desde en-
tonces araro admodum pacata maria, hispanique pirata?, cum aliorum
quidem populorum tum gennensium proscipue prceda alebantur» (2).
« — ¿Por qué no vas a España? — preguntaba un interlocutor en
uno de los diálogos de Pontano.
— Porque mientras busco a los doctos, puedo caer en manos
de los piratas y quedar amarrado al reino. Sicilia tiene menos gra-
nos que piratas España» (3).
Y si por su carácter industrioso y amigo del lucro «los catala-
nes que de las piedras sacan panes)) eran en toda España moteja-
dos de avaros (4), de la misma reputación, mezclada a un odio
intenso, gozaban los catalanes en toda Italia. Cuando una comi-
tiva de catalanes se presentó en Ñapóles para entregar a Jaime
de Aragón como esposa la princesa Costanza, hija de Manfredo,
dejaron la impresión de miserables y recelosos (5); como catalán
típico describe Boccaccio, en el Decameron, a Diego Della Ratte.
Este juicio general encuentra eco, a lo que se me alcanza, en al-
gunos versos del Dante; recuérdese la reprensión de Carlos Marti-
llo al hermano Roberto, después de haber recordado la opresión
fiscal que promueve tan grandes sacudidas en el pueblo de Pa-
lermo:
E se mio frate questo antivedese
l'avara povertà di Catalogna
giè fuggiria, perchè non gli offendesse (6).
(1) C. Merkel en Rendic. dei Lincei, s. IV, voi. VI, 1897, pág. 529. Sobre los precios
de telas de Valencia, Gerona y Barcelona en el mercado de Ñapóles, v. Faraglia en Aiti
d. Accad. Pont, XXIV, pág. 24.
(2) Bracellei, obr. cit.
(3) En el Antonius, en ópera, edic. aldina, 1518, f . 86. Cfr. Masuccio, nov. 48.
(4) Non nimium sumptuosi, les decía el Papa Juan XXII (Finke, obr. cit., pág. 635).
En La lozana andaluza, de Delgado (ed. liseux, II, 70): <Mira que es convite de catalanes;
una vez en vida y otra en muerte»; y en el mismo libro, II, 102, comparando la avaricia
catalana con la italiana, dice: *Nunca tan gran estrechura se vio en Cataluña ni en Floren-
cia como agora hay en Roma.» Sobre la avaricia catalana véase la narración de ALLAMANI,
escrita entre 1524 y 25, sobre la hija del conde de Tolosa (en Novelle di alani autorifio-
rentini, Torino, 1853, páginas 38 y 39.
(5) Del Giudice, Une legge santuaire del 1290, Napoli, 1887, pág. 86.
(6) Paradiso, VIII, 76-9.
— 39 —
En cuyos versos, el de Imola, y con él la mayoría de los exé-
getas, afirma que se alude a los cortesanos catalanes del rey Ro-
berto, explicación que nos parece atinada, por lo que hemos dicho
más arriba acerca del elemento fosrastero en la corte de aquel
rey. Pero ¿qué podía dañar mayormente al rey Roberto? ¿Su pro-
pia avaricia o la avaricia de los demás? ¿Debía «huir» de sus cor-
tesanos o del vicio de avaricia de que le daban ejemplo? Se sabe
que Roberto era muy avaro; «puente de avaricia», le llama una
balada de la época (1). Para darse entera cuenta del sentido de
la expresión del Dante tenemos que fijarnos que designa avaricia
con las palabras la «avara pobreza de Cataluña, como lleva vicio
de cobrar al de la usura». El exégeta de Imola añade: «Et vere Ca-
talani reputanlur homines cordati et sagaces inter Hispanos», y el
viejo Laneo interpreta de este modo: «Tomaba previsiones en su
vida, sin ser sórdido, cualidad inherente a los catalanes» (2).
También Petrarca dijo jocosas palabras contra los catalanes,
pero sus exposiciones eran de odio contra los extranjeros en gene-
ral y no contienen nada de particular ni de característico (3).
De todos modos, el odio italiano contra los catalanes puede
testimoniarse con infinidad de documentos del siglo xvi. Por ejem-
plo, Mesuccio escribe una novela de un cierto Pedro Geneffra, mer-
cader catalán en Salerno, que fingiéndose buen amigo de cierto
pobre hombre de esta ciudad, le roba la mujer, no sin que las
gentes adviertan al mísero que «se guarde de relaciones y de tra-
tos con catalanes». «En aquel tiempo — añade Masuccio — las prác-
ticas de los catalanes no eran tan conocidas a nuestro reino como
lo son hoy, y aparecen tan claras y tan manifiestas, que todos se
apartan de ellas, piies ofenden con vergüenza y con daño, como
acusan todos los ejemplos que nos dan buen testimonio de su mala
naturaleza» (4). Cuando el valenciano Calixto III es elegido Papa,
por toda Italia se oye un grito de indignación: «¡Un Papa bárba-
ro y catalán! Advertid a qué grados de abyección hemos llegado
los italianos. Por todas partes dominan los catalanes y Dios sabe
(1) La de los reyes'de Ñapóles en la derrota de Montecatrini. (Rime divino, ed. Car-
ducci, apéndice).
(2) V. Muratori, Antiqq. Itali., I, c, 1243; comedia, con el comentario de Laneo
(Polonia, 1866), III, 140. L'Amari, Guerra del Vespro, I, 326, ve, por el contrario, en esas
palabras una manifiesta alusión al rey Jaime de Aragón que publicó efectivamente va-
rias disposiciones contra el lujo (Del Giudice, obr. cit., pág. 86).
(3) Farinelli, lug. cit., páginas 228-9.
(4) Nov. 40.
— 40 —
hasta qué punto están insoportables con su dominio» (1). El odio
contra los catalanes es un semillero de inconvenientes para la es-
tancia de Alfonso de Aragón en Italia. «Tum — escribe Campano —
nihil italicis Catalonorum nomine nifestins et Catalanos paiari
omnes quicumque transmerinum regnum in Italiani traicissent» (2).
En Ñapóles y en Roma son frecuentes los motines contra los ex-
tranjeros. Plutarco se burla donosa y continuamente de ellos.
«¿De qué modo pueden salimos a pedir de boca nuestros asun-
tos?— pregunta — . Y se responde: — ¡No firmando jamás obliga-
ción alguna con mercaderes catalanes» (3). Cuando el cardenal de
Rovere, después Julio II, huía de Roma por sus querellas con Ale-
jandro VI, respondía continuamente al duque de Calabria que
quería reconciliarlo con el Papa, que no quería ligarse jamás a ca-
talanes (4). Añadamos las expresiones de horror que revelaban la
crueldad de aquella ralea de piratas, que hacían sufrir a los ga-
leotes un verdadero infierno; en el dialecto napolitano quedaron
las expresiones de «estocada catalana» y «lanzada catalana», para
designar golpes mortales. Un proverbio siciliano, que circula en
nuestros días, aconseja: «Dios te guarde del cepo catalán» y tam-
bién «Dios te guarde del viejo catalán» (5).
Bajo el nombre de catalanes se comprendían todos los subditos
españoles del rey de Aragón, como bajo la denominación de espa-
ñoles se designaban a los castellanos, o mejor aún, a todos los
vasallos del rey de Castilla (6), con los que se mantenían relacio-
nes menos frecuentes y que gozaban de reputación no distinta a
la de los alemanes, o tudescos y franceses en general, esto es,
bárbaros, gente feroz, fuerte en el manejo de las armas y comple-
tamente desprovista de cultura. «Hispani semibarbari et afferati
homines» (7), llamaba Boccaccio a los príncipes españoles por sus
(1) Carta desde Roma a Pier di Cossino dei Medici, 1455, en PASTOE, Eist. des papes,
TI, 304, n. V. una anécdota de Arlotto, obr. cit., páginas 240-1.
(2) Vita Brachii en RR. II, SS., XIX, 590.
(3) En el Antonius (ópera, ed. cit., II, f. 88 t.).
(4) Por ejemplo, Galateo. Esposiz. del Pater noster (en Collana d. Sant. di Tena di
Otranto, IV, 171); ARETINO, Raggionamenti (ed. 1584, II, 46); Rimatori napolitani del
Quatrocento, ed. Mandatari, páginas 10-11. Serafino Aquilano, refiriéndose a la elec-
ción de Alejandro VI, lamenta que la nave que ciñe «con viento en popa el mar del Tíber»
es ahora esclava de «la galera de un catalán» y que, reducida, va a servir a los iberos.
(Rime, ed. Menghini, son. XCI, pág. 129).
(5) S. Salomone Marino, en Arch. star, iteti., XIX, 233-4; Pithe, Proverbi sicil.,
, p. CXCII.
(6) Cfr. Villani, Cron., VI, 83; Fazio Degli Uberti, Civiche,, ed. Renier, pági-
nas 208-9.
(7) ¿Carta que acompaña al tratado De Cesibros vivor. illusi.
— 41 —
guerras continuas, describiendo su aspecto físico y haciendo refe-
rencias al «color cadavérico» que les distinguía de los romanos del
color español; «amarillento», habla Buenaventura describiendo las
facciones de San Antonio de Padua que se llamó en el siglo Fer-
nando Balhen (1). Gozaban fama de belicosos y de valientes.
«Hombres diestros en las armas, atrevidos y francos», les llama
Fazio Degli Uberti, que les elogia también como maestros del
mar (2).
Cuando en 1420 Alfonso de Aragón vino a Ñapóles, encontrán-
dose con la milicia italiana de la reina, mandada por Braccio de
Montone, Campano, biógrafo de este último, cuenta que entre el
rey y el famoso condotiero, y entre los capitanes españoles e ita-
lianos, se discutió acerca de la cualidades y defectos de ambas
milicias. Los españoles se vanagloriaban de combatir tan enérgi-
camente como los alemanes y como los franceses, de abrazar casi
todos la profesión militar y de hacer estragos en las filas adver-
sarias con tal ímpetu y ferocidad que pocos prisioneros con vida
les quedaban entre las manos, echando en cara a los italianos el
pequeño número de soldados que tenían en el campo de batalla,
su deficiente modo de guerrear y los poquísimos muertos que lo-
graban en las huestes enemigas. Braccio responde a estos razona-
mientos que el arte guerrero no radica en el número, sino en el
valor, y el valor no tanto en la fortaleza del cuerpo como en el
temple del espíritu: «Vosotros, españoles, nacidos, educados, ave-
zados al ocio, corréis en gran número a la milicia, ignorantes del
arte militar, haciendo lo que podéis. Os arrojáis sobre el enemigo
a guisa de fieras, hiriéndoos más bien con vuestra impericia que
con el hierro del adversario, llamando prudencia a vuestra furiosa
temeridad. Además, sois verdaderamente necios en vuestras creen-
cias, porque estimáis más digno morir a manos del enemigo que
escapar a sus garras y burlar su acometividad.» La polémica se
hizo general, conformándose todos con el parecer del rey Alfonso
de que «los italianos sobresalían por su arte y los demás por su
número; los españoles y los franceses peleaban con el ímpetu feroz
del ánimo, y los italianos, no con la ira precipitada, sino con el con -
(1) Boccaccio, Lettere, ed. Corazzini, pág. 365; cfr. Voigt, Secolo del Rinascimento
trad. ital., II, 345-7; Filocolo, ed. Montier, pág. 365; cfr. Farinelli, lug. cit., páginas 212.
227. Sobre el color español véase el Dialogo dei colori, de Dolce (en la redente ed. e
Carabba del Canciono).
(2) Dittamondo, VI, e. 27.
— 42 —
seio prudente» (1). En esta ocasión. Campano, recordando las cor-
tesías que se cambiaban entre españoles e italianos, observaba otro
raseo psicológico de los españoles cuando escribía que son «por na-
turaleza los más ceremoniosos, entre todos los pueblos» (2). Añade
Panermita que la rudeza y la ignorancia son comunes a todos los
españoles hasta los tiempos de Alfonso de Aragón, añadiendo que
aborrecían las humanidades hasta el punto de considerar como
llenos de ignominia a los hombres que empleaban su tiempo en el
estudio: «ignominia propemodum notarent» (3). Sin embargo, se había
penetrado la literatura italiana en aquellos bárbaros y sabido es
que el Dante y el Petrarca fueron estudiados, traducidos e imita-
dos en España y en las cortes de los reyes castellanos y aragone-
ses, llegando la imitación a su grado máximo de desarrollo durante
el reinado de Juan II de Castilla (1407-1454). En España comen-
zaban a gustarse también los estudios de la antigüedad. El nuevo
aspecto de la vida italiana comenzaba a revelarse entonces para
los españoles, cosa que había de ocurrir poco después a los italia-
nos con la vida española (4).
(1) Vita Brachu, 1. e, coli. 584-9; cfr. Panermita, De dictis et factis Alphonsi regís,
IV, 44.
(2) Leteris nationibus natura blandiores (ivi, c. 580).
(3) Obr. cit., I, 4.
(4) Cfr. Farinelli, 1. c, páginas 230-4; B. Santisenti, I princi influssi di Dante,
del Petrarca e dell Boccaccio sull. lette, espagn. (Milano, 1902); cfr. Farinelli, Appunti su
Dante in Ispagna nelV età media (Giorn. stor. del lett. ital., 1905, Supp., núm. 8, pági-
nas 1-105); Sulla fortune del Petrarca in Ispagne nel Quattrocento (ivi, XLIV, 297-350);
Note sulle fortune del Corbaccio nelle Spagne medievale (en Misceli. Mussafie, Halle, 1905);
Note sul Boccaccio in ¡spagna nell età media (en Arch. f. nener. Spr. u. liter., 1906); C. B.
Bourland, B. and the Decameron in castilian and catalán literature (en Revue hispani-
que, XII, 1-132).
Ili
LA CORTE ESPAÑOLA DE ALFONSO DE ARAGÓN EN
ÑAPÓLES
Al rey Alfonso de Aragón, a este monarca al que hemos visto
presidir y resolver la disputa entre sus capitanes y los de Braccio,
y que supo insinuarse en los negocios de Ñapóles durante la do-
minación de la última reina de Anjou, apoderándose del territorio
después de una guerra muy larga (1), corresponde la trasplantación
a nuestro continente de una dinastía española, haciendo valer,
de este modo, más directamente la influencia de su pueblo. En
Alfonso de Aragón pensaban cuantos en el siglo xvi trataban de
dilucidar los orígenes de la entonces flamante prepotencia de Es-
paña en Italia (2). «Fué Alfonso — dice Tristán Caracciolo — el que
no contento con la herencia paterna, añadió a ella las provincias
napolitanas, haciendo famoso en Italia el renombre español que
casi se había extinguido en ella.» «Fué Alfonso — repetía más tarde
Giovio — el primero que trajo a Italia la estirpe española, para que
aquí reinase durante largo tiempo» (3).
Y fué Alfonso, además y sobre todo, el que familiarizó a los
españoles con el humanismo italiano, hasta el punto de haber pa-
sado a la historia como uno de los principales impulsores de la
cultura del Renacimiento. Los príncipes españoles, henchidos de
conceptos medievales y feudales, desdeñaban, como hemos visto,
las humanidades. El mismo padre de Alfonso VI, el valeroso rey
(1) N. F. Faraglia, Storia delle regine Giovano, II d'Angió (Laudano, 1904); Storie
della lotte pra Alfonso d'Aragone e Renato d'Angió (ivi, 1908).
(2) Hispanorum nomen pcene abolitum celebre in Italia reddidit ( Opuscoli, ed. Gréire
página 145)
(3) Gui primus Hispaniei sanguinis stirpem ut in ea diu regnaret, I talee imposintt .
(Elogie vivorum bellica virtute illustrium, ed. Basilea, 1575 pág. 135).
— 44 —
Fernando, era considerado por Valla como parum excultus litris,
aconque ut ilio scBcollo et ut in hispane nobilitate non indoetus; el
mismo Valla nos refiere ima curiosa anécdota a cuenta de su igno-
rancia (1). Pero Alfonso se opuso con todas sus fuerzas al desdén
señorial de la ignorancia, hasta el punto de que repitiéndose en
cierta ocasión y a su presencia el apotegma de un soberano espa-
ñol de «que no convenían las letras a los hombres nobles y gene-
rosos» exclamó indignado que semejante proposición no era de un
monarca, sino de un buey (2). Y logró atraerse y rodearse de estu-
diosos italianos conversando con ellos de filosofía y de humani-
dades (3).
Pero ol aspecto italiano y humanístico de la figura del rey Al-
fonso no debe hacernos olvidar su condición de español y de bár-
baro (4). Su mismo entusiasmo por los estudios tenía cierto barniz
bárbaro y provinciano: «Vayte, vayte a estudiar)) (5), decía a los
muchachos con !os que se topaba. Pendiente estaba de los labios
de los literatos de su corte, a los que rendía toda suerte de hono-
res (6). Dio la vuelta al mundo la anécdota de la mosca que se
posó sobre su nariz, mientras escuchaba absorto y boquiabierto al
orador florentino Giannozzo Mamietti. Yo mismo he publicado re-
cientemente (7), una carta del rey al cardenal de Aguilea dándole
las gracias por unos cuadros y una estatua que éste le había en-
viado, en la que dice que. antes de recibir el regalo «no avia comi-
do*, porque tornaba de caza y «deliberé antes satisfazer al deseo que
al cuerpo e las vi sin otro intervalo». Si algunos advierten en el rey
vestigios de la soberbia e hinchazón peculiares en su gente, con-
viene que recordemos su fuerte religiosidad española. Lector asi-
duo de la Biblia, aficionado a los estudios teológicos, siempre
rodeado de obispos y de frailes, cuando encontraba por la calle
el Sacramento descendía del caballo y lo acompañaba hasta casa
(1) De rebus a Ferd. Arag. rege gestis (en Ker. Hispan, senpt., Francfort, 1579, II,
1071-2).
(2) Panermita, obr. cit., 1, 56, y comentario de Enea Silvio.
(3) Se atribula al rey Alfonso una traducción española de las epístolas de Séneca
(G. M. Alexsandri, El perogone della lingue toscane et Castiglione, Ñapóles, 1560, en la
dedicatoria.
(4) V. Gotheim, Culturen twicklung Sud-Italians (Breslau, 1886); cfr. páginas 413-
22, 573 y siguientes.
(5) Así, en el texto. — N. del t..
(6) Lo refiere LüCENA en el Libro de vida beata; cfr. AMADOR DE IOS RÍOS, obr. cit.
VI, 389.
(7) En la revista Napoli nobilissima, I, 127-8.
— 45 —
del enfermo, y el Jueves Santo, ante la presencia de la corte y de
los embajadores, lavaba los pies a los doce pobres (1). Ayudado
por el Papa español Calixto III, contribuyó grandemente a la ca-
nonización de San Vicente Ferrer, cuyo culto se introdujo en Ña-
póles, llegando a ser San Vicente un santo popularísimo en esta
región (2). Caracciolo observa que cuando Alfonso entró en Ñapó-
les «prirnus ex hispanorum regum familie ad nos moderandosi}, era
ya hombre maduro, «cetate iam grandiosi, quedragesimum anim
et sextum agebat annum (3). No habló nunca el italiano a la per-
fección, sirviéndose ordinariamente de la lengua española, del cas-
tellano, que no del catalán, como hijo de príncipe castellano edu-
cado en la corte de Enrique III (4). Españoles eran el ceremo-
nial, las costumbres de su vida doméstica (5). En sus conversa-
ciones se refería continuamente a las cosas españolas, de las que
se valía para sus comparaciones (6).
Con Alfonso se llevó a cabo otra inmigración española seme-
jante a la de Sicilia, y muy superior, por su extensión y su impor-
tancia, a la catalana en la corte de Roberto.
Da la feconde e gloriosa Iberia
madre di re, con l'Hercule Aragonio,
e da la bellicosa intima Esperia,
señan mili' alti eroi nel regno Ausonio,
di cui li gesti e la virtù notoria
jaran del nobil sangue testimonio.
¡Oh, quanto il legno fie degno di gloria
che'i dee portere in terre di Saturno/,
cantaba, algunos decenios después, con dejo de profecía, el poeta
Cariteo, o lo que es igual, Benedicto Gareth, un español de Bar-
celona (7).
(1) Cfr. Arch. stor. napol., XI, 101.
(2) Summonte, Historia, III, 118; Arch. stor. napol., VI, 430; en un soneto lo cantó
Digennero (Cam., ed. Barme, pág. 349). De su tiempo es la magnifica tabla con la his-
toria de la vida del santo que se admira en la iglesia de San Pedro Mártir. La reina Isabel,
mujer del rey Fernando, elevó a San Vicente Ferrer un grandioso templo.
(3) Oratio ad Alph. ninior., manuscr. Bibli. Nacional, IX, c. 15; folios 58-63; sobre
esta oración ha disertado Gotheim, 1. cit.
(4) Vespasiano di Bisticci, Vite, ed. Bartoll, páginas 57-8.
(5) Panekmita, obr. cit., IV, 18.
(6) Obr. cit., IV, 33.
(7) Rime. ed. Percopo, 11, 412-13.
— 46 —
Entre aquellos héroes vinieron, en primer lugar, los cuatro hei>
manos Avalos y Guevara, de los que dice el poeta,
frutto d'un sol tonen da due radici,
duo Aveli e duo Guevare, antique genti,
bellicosi e terror degl'inimici (1),
de un solo tronco, siendo hermanos uterinos Iñigo y Alfonso de
Avalos, Iñigo y Fernando Guevara, porque su madre Costanza de
Tovar se había casado en primeras nupcias con Pedro Guevara y
en segundas con Rodrigo de Avalos, condestable de Castilla y
conde de Rivadeo, que había perdido sus estados por militar en
la facción de los hermanos de Alfonso. Los cuatro acompañaron
al rey en las distintas vicisitudes de la larga guerra. Iñigo de Ava-
los, conocido con el nombre de «Conde Camarlengo» y de marqués
de Pescara, había sido hecho prisionero con el rey en Milán, sir-
viendo después, con la licencia de éste, durante algún tiempo, a
Felipe María Visconti, y volviendo al lado del monarca después
de la conquista definitiva de Ñapóles. Alfonso de Avalos, conde
de Archi, ahogó en las Calabrias la primera revuelta de los baro-
nes (2). Iñigo de Guevara, queridísimo del rey Alfonso, corno
cumplido caballero, muy valiente y muy experto en música, dan-
zas y canciones (3), llegó a ser mayordomo y gran marisca], mar-
qués del Vasto, conde de Ariano de Potenza y de Avice, muriendo
a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla de Troya,
defendiendo el trono del hijo de su bienhechor. Y, finalmente,
Fernando Guevara, después de haber corrido el mundo en busca de
aventuras, combatió públicamente en 1436 con un caballero ale-
mán, venciéndole (4), y tomó parte en el asedio de Atienza con el
rey Juan de Castilla, conde de Balcastro, en las guerras de Italia;
amante de los estudios, gran poeta, este buen Fernando, no dos-
igual en majestad al rey (5), pasó el resto de su vida en Ñapóles,
donde murió ya viejo (6).
(1) Obr. cit., II, 415.
(2) Percopo, notas en los lug. cit.; Ammirato, Fam. nob. nap., II, 93-113; la bio-
grafía de Iñigo en Vespasiano di Basticci, Vite, ed. Bartoli, páginas 397-8.
(3) T. Caracciolo, De varietete fortunoe, en Opuse, cit., pág. 106.
(4) Cancionero de Stúñiga, páginas 456-7.
(5) Chariteo, Rime, ed. cit., II, 415.
(6) Sobre los Guevaras, Ammirato, obr. cit., II, 302-3; DE Lellis, disc, cit., I, 61;
Percopo, notas citadas.
— 47 —
Fernando Guevara quedó en la memoria de los españoles, en-
riqueciendo su literatura con la gloria de estas dos familias; Cer-
vantes, en Don Quijote, recuerda que don Fernando de Guevara
«fué a buscar las aventuras en Alemania, donde combatió con mi ce
Jorge, caballero de la casa del duque de Austria» (1). Tirso de
Molina, en ou drama Paktbras y plumas, nos habla de un don
Iñigo «caballero español» en la corte del rey don Fernando, que
dice ser de la casa de Avalos,
el blasón
de la española nación,
e hijo de un Ruy López, el cual,
vino a Italia
con don Alfonso el primero
... que el reino ganando
con su prudencia y acero,
hizo al tiempo coronista
inmortal de su memoria.
No alcanzó Alfonso vitoria
en esta noble conquista
que no se le atribuyese
al esfuerzo y al dolor
de mi padre vencedor...
En otro drama, Cautela contra cautela, aparece un don Enrique
de Avalos, y fiel a su rey que pelea contra los cobardes barones
napolitanos:
Enrique de Avalos soy,
marqués del Basto y Pescara;
don Alfonso de Aragón,
rey de Ñapóles, confía
de la diligencia mía,
(1) Parte I, cap, 49.
— 48 —
con una inmensa aiición
este reyno; gran privado
ministro, por tales modos
he de dar ejemplo a todos...
Con los Avalos y con los Guevara, vinieron los Cavanillos o
Cavaiglia con García, conde de Troya, «el primer valenciano que
estableció su casa en Ñapóles», que murió en 1432 en la expedición
contra los florentinos (1); los Cárdenas, con Alfonso, marqués de
Laino (2); los Sisear, con Francisco, aragonés, camarero del rey y
conde de Ayelo (3); los Centellas, que ya habían pasado por Sici-
lia, con Bernardo, Francisco y Antonio, marqués de Cotrone (4).
De Sicilia vinieron los Cardonas, como Alfonso, conde de Reggio, y
Pedro, que fueron ambos camarlengos del rey (5); los Díaz Garlón,
con Pascual, conde de Alife y castellano de Castelnuovo (6); los
Mila de Valencia, con Pedro, Ausías y Ludovico, que después fué
cardenal (7); los Bisbal, llamados así del nombre de un castillo
que poseían cerca de Barcelona, con un Bisbal que mandó Gaete
en 1453 y cuyo hijo Francisco sirvió fielmente a los sucesores de
Alfonso (8); los Sanz, con Pedro, Martín, Bernardo y Arnaldo,
también éste castellano de Castelnuovo (9); los Ayerbe, de la san-
gre real aragonesa, con Sancho, señor de Simari (10), y con otros
mil, que no cito, porque el lector que quiera conocer estos nom-
bres puede acudir a los infinitos libros que existen sobre las fami-
lias nobles napolitanas.
Estos inmigrados españoles establecieron pronto lazos de pa-
rentesco con las familias indígenas. Iñigo de Avalos, por ejemplo,
casó con Antonela de Aquino, de la sangre de Santo Tomás, única
hija del marqués de Pescara, dando origen a la progenie de «Avalos
y de Aquino... honor de Ausonia y de España» (11); Iñigo de Gue
(I) Giorn. nap., ed. Gravier, pág. 153, CARACCIOLO, De varietate, cit. pág. 103;
Summunte, obr. cit., II, 140.
(21 De Lellis, disc, cit., I, 151-6.
(3) Obr. cit., I, 284.
(4) AMMIRATO, obr. cit., II, 203-8.
(5) Arch. stor. nap., II, 325, e ivi, VI; Miniéis Riccio, passim.
(6) Ammirato, obr. cit., II, 61-3; y Miniéis Riccio, 1. e.
(7) Obr. cit., II, 338-42; Borelli, lindex neap. nob., 161-2; De Lellis, I, 89-22
(8) Obr. cit., II, 55-6.
(9) Obr. cit., I, 79-80.
(10) De Lellis, obr. cit., I, 453-60.
(II) Chakiteo, Rim, ed. cit., II 190.
— 49 —
vara casó con Cobella Sanseverino, hija del duque de San Marcos,
Antonio Centellas con Enriquetta Ruffo (1), Sancho de Ayerbe
con Bianca Sanseverino, y el hijo de éstos con Laura Sisear.
Dignos de mención son los matrimonios de la familia Alegno, dis-
puestos por el mismo rey, que hizo casar las dos hermanas de
Lucrecia, a la que él amaba, la una con Juan Ruiz Arella, catalán,
capitán de Ischia, y la otra con Ausias Milá, de donde descendie-
ron los Milano, príncipes de Ardoze; la hija de Ausias, Diana,
contrajo nupcias con Alfonso Sanz, hijo de Arnaldo (2).
Además de estas familias que se establecieron en el reino con
feudos y parentescos, muchos otros españoles ocuparon los más
diversos empleos de la administración pública. Las páginas de la
historia de la época están llenas de sus nombres. Recordemos a
Raimundo Doyl, camarlengo del rey y virrey de Abruzzo (3);
Bernardo Villamarino, almirante, como otros varios de su apelli-
do (4); Lope Jiménez de Unea, que fué durante algún tiempo
virrey de Ñapóles y concertó la paz entre Alfonso y los genove-
ses (5); Fray Luis Despuix embajador del rey (6); Raymundo de
Ortaff, catalán, que fué enviado con una legión al socorro de
Skanderberg (7); Martín de Lanuza (La Nuce), alcaide general de
Aragón y director de la Armería Real (8), etc., etc. El futuro Papa
Calixto, Alfonso Borgia, fué el primer presidente del Sacro Real
Consejo, en cuyo cargo le sucedieron otros españoles, como el
obispo de Urgel y Rodrigo de Falco; al servicio de Alfonso estuvo
veintidós años Mateo Malferil, de Mallorca, doctísimo en derecho
civil y canónico (9). Las escasísimas noticias que se tienen de la
Universidad de Ñapóles durante aquel período nos permiten re-
cordar, sin embargo, que en 1451 enseñaba en ella teología Luis
Cadure y física un cierto Diego, español (10). Recordemos, entre los
prelados españoles, a Juan Soler, al humanista Fernando de Cór-
(1) Véanse curiosos pormenores en Summonte, III, 50-3;y en Giorn. nap. cit., pági-
nas 131-2.
(2) ExpiLLY, Della casa Milano, París, 1753.
(3) Summonte, III, 24, 51; Miniéis Riccio, 1. cit.
(4) Summonte, III, 111; Miniéis Riccio, 1. cit.
(5) Summonte, III, 37; cfr. Panormita, I, 41, III, 3, 9.
(6) Summonte, III, 79; Miniéis Riccio, lug. cit.
(7) Summonte, III, 161.
(8) Summonte, III, 187; Miniéis Riccio, 1. cit.
(9) Véase su biografía en Vespasiano da Bisticci, ed. cit., 400-1; cfr. Minieisj Ric-
cio, 1. cit.
(10) Canna vaie, Lo studio di Napoli nel. Rinascimento. (Torino, 1895), pág. 44. Sobre
Cardona, v. Panormita, 1. cit., I, 49.
Espana en la vida italiana. 4
— 50 -
doba, Felipe Fagadell, Juan García, Melchor Miralles, el maestro
Cabanas (1). Capellán mayor del rey era Fray Domingo Exarch
y lugarteniente suyo, Martín Cortés; limosnero del duque de Cala-
bria, Antonio Pérez; confesor, Bernardo Miguel (2); ayo, Ximeno
Pérez de Cornelia, gobernador del reino de Valencia, luego de la
provincia de Tene di Laorro (3); gobernador del hijo del rey, el
caballero valenciano Guillermo de Vicho (4). Pintor de cámara
y familiar del rey fué, desde 1440 a 1451, Jacomart Baco de Va-
lencia, al que se atribuye modernamente algunas pinturas de las
iglesias napolitanas (5).
Hay luego mi enjambre de empleados subalternos, de negocian-
tes, de artífices, que vienen de España, como vemos en las cédu-
las de la Tesorería Real; repasamos los nombres de los plateros
Francisco Pérez, Francisco Ortál, Hipólito Ferrer; del sastre Ber-
nardo Figueras y del portugués Martino, etc. (6). Español era el
bufón del rey, mosen Borra, cuyo nombre verdadero era Antonio
Tallander, de Barcelona, jurisconsulto primero y bufón después,
en cuyo mísero oficio murió en Ñapóles, y cuyo cuerpo, llevado a
Barcelona, fué enterrado en aquella catedral, donde podemos ad-
mirar hoy su efigie en mármol con las campanillas y las orejas de
burro (7). Lorie de Rosa dice en su elogio de Ñapóles que «toda la
ciudad está llena de catalanes» (8); muchos catalanes abandona-
ban Barcelona por esta ciudad para aventar la memoria de sus
procesos (9). A la isla de Ischie, que fué obstinadamente rebelde,
Alfonso llevó una colonia catalana «ut essent — escribe Pan ormi -
(1) Miniéis Riccio, lug. cit., y su Biografie degli accademici pontaniani, cfr. Vespa-
siano da Bisticci, pág. 67. A todos éstos menciona Amador de los Ríos, VI, 399-400.
GOUBEKTE, en la Coronica de Aragón, Zaragoza, 1499, de la que hablaremos oportuna-
mente, fol. CCXXIX, juzga que Alfonso «ahun en su fin se falló tan venturoso que vino
a morir en mano de los más excellentes y más quatholiquos y devotos maestros de theo-
logia y de toda virtud, y del arte de bien morir en especial que havia en la cristiandad,
maestre Epila, maestre Soler y maestre Fernando, el postrimero de los quales, ni rogado
por el rey, ni requerido por el papa, ni escogido por la ciudad y cabildo de Ñapóles, quiso
recebir el arzobispado de aquélla».
(2) Miniéis Riccio, 1. c.
(3) Miniéis Riccio, 1. c; cfr. Arch. stor. nap., II, 725.
(4) Arch. stor. nap., II, 275.
(5) E. Bertatjx, Les disciples de Jean van Eyck dans le royanme d' Aragón (en Revue
de l'Art, XXII, 1907, páginas 339-60).
(6) Miniéis Riccio, 1. cit.
(7) Lo recuerda Pontano, De liberalitate, c. 89; v. Jaime Ripoll en las Memorias
de la Academia de Buenas Letras de Barcelona, v. II, y otras noticias en una memoria
de M. DE BOFARULL.
(8) Arch. stor. nap., IV, 430.
(9) Vespasiano de Bisticci, pág. 55; cfr. Gothein, obr. cit., pág. 414.
— 51 —
ta — , qui cum virginibus aut viduis isclavis conunbia copularent,
ratus videlicet, id quod evenit, ánimos illorum delinire et conciliari
posse prole suseepta» (1).
En cierto modo puede achacarse a la influencia española el
fuerte predomino que el feudalismo tuvo en Ñapóles, bastante de-
bilitado bajo el yugo de la casa de Anjou, luego que normandos
y suevos lo habían despedazado con mano férrea, para establecer
la monarquía absoluta. Alfonso, que procedía de la feudal España,
acreció su poder con nuevas concesiones, aunque al ratificar los
privilegios y los abusos todos de los señores napolitanos pensó en
hacérselos gratos para que aceptasen luego a Fernando, su suce-
sor e hijo bastardo. Y en realidad, lo que hizo fué llenar de difi-
cultades a su hijo y a los descendientes, con la pérdida final del
reino, debida a los barones turbulentos, que primero llevaron a
Juan de Anjou y luego a Carlos Vili. A Alfonso de Aragón se
debe el haber traído a la tierra napolitana la ruinosa institución
canónica del vínculo de la tierra con el uso de los pestos, institu-
ción que en Aragón se llamaba de la mesta y entre nosotros el
«Favoliere de Puglia)) (2). Derivación española fué el Sacro Real
Consejo, destinado a juzgar las apelaciones que se hacían al rey
desde los distintos tribunales e imitado del Consejo del mismo
nombre que funcionaba en el reino de Valencia (3). Catalán era el
idioma que se usaba en las cancillerías y en catalán se escribían
las cuentas y cédulas del Tesoro hasta 1480 (4).
En las fiestas y en las diversiones populares napolitanas se
advertían huellas de la vida social española. Como reza una can
ción:
li balli maravigluosi
tratti da catalani;
li lero numi giiisi
tan zentile e soprani:
quisti passa italiani. (5)
(1) Op. cit., II, 22.
(2) V. S. Stjgenheim, Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und Hórigkeit in
Europe. (San Petersburgo, 1861), páginas 229-230; cfr. 42 y siguientes.
(3) Giannone, Storia civile, I. XXVI, e. 4.
(4) Barone, in Arch. stor. nap., IX, 8.
(5) Pub. por Mazzatinti en el apéndice a os Rimatori napol. del Quattrocento, edición
citada, páginas 187-91.
— 52 —
Estos «numi giüsi» eran los momos, es decir, los bailes de más-
caras, de lo que ya escribía el obispo de Cartagena, Alfonso de
Santa María, cuando hacía referencia al «juego, que nuevamente
agora se usa de los momos», juzgando que «aunque de dentro del
esté onestat e maduretat e gravetat entera, pero escandelízase
quien ve fijosdalgo con visajes ajenos» (1). La misma canción re-
cuerda, entre los bailes, las cascardas, las palomelas y
le moresche danze avante
le basce e le alte appresso;
las «morescas» eran pantomimas mezcladas con danzas, y las «bajas»
y las «altas», conocidísimos bailes españoles. De los juegos y de
las representaciones de los catalanes, y de los momos tan frecuen-
tes en la corte aragonesa, encontramos continuas referencias (2).
Es muy posible que en los tiempos del rey Alfonso se dieran
en Ñapóles «corridas de toros» y «juegos de cañas», de cuyas diver-
siones tenemos precisas noticias, en la segunda mitad del mismo
siglo. En general, el mismo poeta citado admiraba el lujo que
florecía entonces «en Ñapóles grande y bella», el esplendor de las
cabalgaduras y de los vestidos, «las capuchas tan diversas de ter-
terciopelo, con franjas largas y transversales», los «cordones», las
«mangas», admirando la galantería, la fascinadora y resuelta ga-
lantería del traje:
chi vedessi tanti galanti,
insemi tutti quanti,
a quest'ora seria servente.
Güero de Riberos, que se encontraba precisamente en la corto
del rey Alfonso, enumeraba las cualidades del galán:
Capelo, galoche, guantes,
el galán deve traer,
bien cantar y componer
en coplas y consonantes,
(1) Cit. por Amador de los Ríos, VII, 470, n.
(2) V. Croce, Teatri di Napoli, nuov. ediz., Bari, 1916, páginas 6-7.
— 53 —
de cavalleros andantes
leer historias y libros,
la silla y los estribos
a la gala concordantes (1).
Lo que nos importa advertir ahora es que toda la literatura
vulgar de la corte del rey Alfonso es española, porque el monar-
ca apenas si entendía el italiano; por cuya razón no podía estimu-
lar a los poetas indígenas. Son escasísimos los monumentos napo-
litanos en italiano vulgar de aquel entonces, siendo poquísimas
las rimas que se recogen en el cancionero del conde de Popoli (2) y
en el poema de imitación dantesca, El giardeno de Marino Jonata
de Agnone, que fué comenzado no en época anterior a 1455 y ter-
minado en 1465. Abundan, por el contrario, los monumentos de
la poesía castellana nacidos en el suelo de Ñapóles. Castellana,
decimos, y raras veces catalana, porque Alfonso, hijo de un prín-
cipe castellano como ya hemos dicho, educado en Castilla, era más
castellano que catalán. Cuando acompañando a su padre visitaba
Aragón y Cataluña, le acompañaban siempre poetas castellanos.
Ñapóles fué después uno de los focos principales donde se verificó
la fusión literaria y lingüística de las distintas poblaciones espa-
ñolas, nuncio y prólogo de la unificación política (3).
Aquellos poetas de su corte eran, o grandes señores que mane-
jaban lo mismo la pluma que la espada, o escuderos, pajes o me-
nestrales, protegidos de estos magnates. Señalemos, entre los cas-
tellanos, a Lope de Stúñiga, a Diego de Sandoval, conde de Cas-
tro; a Gonzalo de Dueñas, Hernando Mugica, Diego del Castillo,
Juan de Tapia, Juan de Andújar; entre los aragoneses, a Juan
de Moncayo, Juan de Sesie, Hugo de Huníes, Pedro Ximénez de
Urrea, Juan Hernández de Híjar, García de Borja, Pedro Cuello,
Pedro de Santa Fe, con otros de poca importancia, y entre los ca-
talanes, a Francisco Faner, Pedro Torrellas, Juan Ribellos y los
Carvajales. Sus versos están casi todos recogidos en un cancio-
nero, del cual existen códices con variantes en Madrid, Venecia y
(1) Coblas sobre la gala, en el Cancionero general, ed. 1573, folios 79-80. Cfr. el canto
de los galanes en Gallardo, Ensayo, I, 471-5.
(2) Entre los rimadores figuran Cola di Monforte, nacido en 1415; De Gennaro, na-
cido en 1436. Colette y Spinello componían versos antes de 1458. Véanse las loas a la de
Alegno en los versos, páginas 52-3, 72-3, 132, 189.
(3) Véase la introduc. al Cancionero de Stúñiga, p. XXV-VI.
— 54 —
Roma (1). Poesías líricas en su mayor parte, como convenía a
gente guerrera y galante, que no podía deleitarse con las compo-
siciones doctas y con las disquisiciones filosóficas en los versos (2).
La mayor parte de esas poesías se refieren a la vida napolitana
y a casos acaecidos en la ciudad.
Si el marqués de Santillana había descrito en la Comedíela
de Ponza la desgraciada batalla naval de aquel nombre que costó
la prisión a Alfonso, Juan de Tapia recuerda en sus versos las
prisiones de Géixova, en las que yacían los compañeros del rey, y
las más cómodas y menos lóbregas de Milán (3). Y Pedro de Santa
Fe verifica el remoto prólogo de la conquista, la partida del rey
de tierras de España, su despedida de la reina María, el viaje del
rey, el acogimiento que recibe de la reina Juana de Ñapóles y la
destrucción de esta ciudad (4), siguen las alabanzas al rey y a la
reina lejana por boca de Andújar y de Tapia (5), y de varias da-
mas, como la condesa de Ademo, mujer del siciliano Guillermo de
Moneada, cantadas por Andújar (6); de Leonor de Aragón, prin-
cesa de Posano, por Carvajal (7); de la mujer de don Ladrón de
(1) El códice de Madrid, conocido con el nombre de Cancionero de Stúñiga, se pu-
blicó como Cancionero de Lope de Stúñiga, códice del siglo xv, ahora por primera vez publi-
cado (Madrid, 1872); el códice de la Bibl. herciana fué descrito por MUSAFIA en los
Sitzungs berichte de la Academia de Viena, 1867, y el de la Bibl. Cesanetense por E. Tkza,
II Cancionero della Casanatense (Venecia, 1895). Sobre los tres, v. las observaciones de
MUSAFIA, en los Denkschriften de la Academia de Viena, voi. 47 (1902), pág. 2 y siguien-
tes. Otras poesías de procedencia napolitana, sacadas de los códices parisinos, publicó
Ochoa y de las mismas dio fragmentos Amador de los Ríos, obr. cit., VI, cap. 14, Poe-
tas de la corte de A de A. En las bibliotecas de Ñapóles no existen códices españoles del
período aragonés, y los de la biblioteca del rey de Aragón están en gran parte en la Nacio-
nal de París, habiendo sido estudiados por Morel-Fatio, Département des manuscrits
espagnols et des rnss. portugais (París, 1852); cfr. Ochoa, Catalogue des mss. espagn.
(París, 1844), páginas 378-5, 25. Siete colecciones contienen poesías del tiempo del rey
Alfonso. Códices españoles de procedencia napolitana, llevados de aquí por el hijo del
rey Federico, se conservan en la Universidad de Valencia; cfr. Amador de los Ríos, VI,
446-7, n. Composiciones catalanas se leen en el códice 590 del Fondo italiano, de París;
Mazzatinti, Mss. italiani delle biblioteche di Francia, pág. 115. En Ñapóles fueron com-
puestos muchos versos catalanes del Cancionero de la Universidad de Zaragoza (Menén-
dez Y Pelato, en España Moderna, junio, 1894, pág. 162). La conocidísima poesía de
Juan de Dueñas, La nao de amor, lleva en un códice de París la advertencia: «Fecha en
Ñapóles, estando en prisión en la torre de Sant Vincent.» Véase ahora el proemio de Me-
nendez Y Pelayo, Antologia de poetas líricos castellanos, voi. IV, Madrid, 1893.
(2) Wolf, Studien, pág. 212.
(3) Dezir en la mala pagua et presión de Genova, cit. por Amador de los Ríos, VI,
442, n; Canción a la hija del duque de Milán, siendo en prisión. Cane, de Stúñiga, pági-
nas 203-4.
(4) Comiat entre el Rey y la Reina en el viage de Ñapóles; Lohor del rey Alfonso en el
viaje a Ñapóles; Lohor al rey en la recepción fecha por la reyna napolitana; Lohor al Rey
en la destruyeión de la ciudat de Ñapóles.
(5) Lohores al Rey Don Alfonso, de Andújar; A la muy excellente reyna de Aragón
et de Secilia, de Tapia (Cane, de Stúñ., páginas 205-6).
(6) Cane, de Stúñ., 192-4.
(7) Op. cit., pp. 329-30.
— 55 —
Guevara, por Fernando de la Torre (1), y de alegres grupos de
damas italianas y españolas cantadas por Güero de Riberas y por
Tapia (2). Entre todas las damas, los poetas exaltan a la bella
Lucrecia, hija de Nicolás de Alegno, amada por el rey. Tapia la
llama «la combatida que venció al vencedor» no vencida nunca por
amor (3), y Carvajales celebra la admirable castidad de aquellos
amores, en que la virgen napolitana vive en medio del furor de
grandes llamas, entre lenguas de fuego que la rodean sin quemar-
la, alegre «como entre flores y ramas» (4). Como Andújar, Torre-
Has y otros varios (5), Carvajales, por encargo del rey, compone
una poesía cuando Lucrecia marcha a Roma para solicitar del
Papa la disolución del matrimonio de Alfonso con la reina María,
año 1457 (6). Hasta el gran poeta valenciano, Ausias March, que
desde 1426 a 1444 estaba al frente de una halconería real y man-
daba al rey a Ñapóles los halcones que él mismo adiestraba, pare-
ce aludir a Lucrecia en una poesía dirigida al monarca, donde,
con el pretexto de pedirle un halcón, acude a la intercesión de la
done que vos aven sovent davant
satis fahent vostres senys e rahó (7).
Otros versos aluden a las diversiones de la corte. Son proble-
(1) Op. cit., páginas 195-6.
(2) Op. cit., páginas 168-71, 222-6. La primera está dirigida al señor Francisco de
Centellas y comienza así:
Gentil sennor de Centellas,
ved qué forfía sostengo:
muchos dicen por do vengo,
si vi tan fermosas damas
como las napoletanas;
yo respóndoles que sy,
salvo seys damas que vi
en belleza soberanas.
Estas seis bellezas son la condesa de Ademo, otra que se llama Gatula o Gottola, una
Lucrecia de la gentil sede de Nido — tal vez la de Alagno — , una Camila de Capuana, otra
segunda Lucrecia y Margarita Minutólo, mujer de mosen Gallarte (sobre la cual v. Fon-
tano, Be bello neap., en el 1. 1). En la segunda canción, la de Tapia, loando y nombrando
todas las damas de Turpia (?), hay una larga lista de nombres italianos y españoles.
(3) Obr. cit., páginas 207-8.
(4) Obr. cit., páginas 305-8.
(5) Sobre la de D'Alagno y los poetas que la cantaron en castellano, catalán, caste-
llano y latín, véase mis trabajos Lucrecia d' Alagno, en Nuova Antologie, septiembre 1915;
también ha publicado un canto inédito de Torrellas en Arch. stor. p. 1. prov. nap., XL
605-8.
(6) Cane, de Stúñ,, pág. 336.
(7) Las obras del valerós cavaller y elegantissim poet AUSIAS MARCH (Barcelona
560), páginas 120-122,
— 56 —
mas y dudas, como los de Fernando de Guevara que dirige al rey
la pregunta de si «las danzas y los amores disturban al que quiere
dormir bien», respondiéndole el rey por conducto de Carvajales (1),
o los de Andújar que remite la sentencia al conde camarlengo Iñigo
de Avalos (2), o los juegos poéticos de Fernando de la Torre (3),
o los de Lope de Stúñiga, que al pedirle seis damas una composi-
ción, hace liso de seis adormideras, tomándolas de color distinto,
poniendo ima copla en cada una, mezclándolas luego, por que todas
ellas se sirvan de tales versos en sennal de su ventura (4). Gentes
y lugares de Italia y tierras napolitanas, sirven de fondo a las
aventuras amorosas de otros poetas como Carvajales, que en sus
serranillas nos transporta a Florencia, y a Siena, y a los contor-
nos de Roma, y a las calles de Aversa, donde topa con una joven
y linda campesina:
— Dónde soys, gentil galana?...
Respondió mansa et sin pressa,
■ — Me madre e de Aversa,
io, misser, napolitana (5).
Pero no es preciso espigar demasiado en el cancionero que
recoge la obra de estos caballeros, si bien en el Cancionero de obras
de burlas provocantes a risa (6) las composiciones de otro poeta,
medio juglar, medio cerril, Juan de Valladolid, que estuvo muchos
años en la corte de Alfonso y en la de Fernando de Ñapóles, visi-
tando desde allí diversas ciudades italianas. En 1458 pasa por
Ferrara, Mantua y Milán; el marqués Borso d'Este lo recomienda
al duque de Milán «como Juan de Valladolid, poeta español y
vulgar, según el propio parecer», hombre y cortesano de la majes-
tad del rey de Aragón y de Navarra, etc., y que parece que sabe
rimar. El marqués Ludovico Sonrege de Mantua le loaba «por su
virtud y por su presteza en improvisar la rima en lengua espa-
ñola». Hacia 1462 volvía a Mantua, con recomendaciones de Fran-
(1) Cane, de Stúñ., páginas 337-40.
(2) Obr. cit., 71-9; no a Juan de Bordaxi, como supone el editor, pág. 415.
(3) Obr. cit., páginas 273-293.
(4) Obr. cit., páginas 294-5.
(5) Obr. cit., pág. 373; cfr. páginas 352-3, del mismo, por un gentilhombre de Nola,
(6) Edic. de L. Usor y Río, Londres, 1841; las poesías de Juan, poeta, páginas 59-63.
73-81,96-7 128-30.
— 57 —
cisco de Sforza, que afirmaba, a su vez, «que cantaba muy bien y
dice que es un poeta vulgar, que se deleita rimando en sonetos».
En 1473 repite este viaje por Mantua y por Milán con cartas de
Fernando y de la duquesa de Calabria, Hipólita Sforza (1). A Juan
de Valladolid se refieren algunas coplas burlescas de Riberas «es-
tando los dos en Ñapóles», en las que se dan nuevas de las voces
que corren en tomo a su persona en Castilla y de los peligros y
amenazas que tiene sobre su cabeza (2).
Los mismos poetas de los días felices hicieron oír su voz en
los días del dolor y de la adversidad. La muerte del rey Alfonso,
acaecida en 1458, fué lamentada en una epístola de Fernando Fe-
lipe de Escobar, dirigida a Enrique IV de Castilla y en la Visión de
Diego del Castillo (3). A raíz de la sublevación de los barones, Tapia
consagra palabras llenas de emoción a la devisa, a la empresa del
rey Fernando:
Devisa que los metales
pesa su fortaleza
y gran valia,
pocos te fueron leales
mostrando la su vilesa
et Urania (4).
Y con viveza, aunque con cortesía, atacaba en su alvalá o di-
ploma a una dama infiel a los aragoneses, María Caracciolo, hija
de la condesa de Arena:
0 donzella italiana,
que ya fuiste aragonesa,
eres tornada francesa,
no quieres ser catalana! ...
En efecto, el conde de Arena (5), que había sido partidario de
(1) Doc. pub. por E. Motte, Giovanni da Valladolid alle corti di Mantova e Milano,
en Arch. stor. lomb., XVII, 1890, páginas 938-40; v. la carta de recomendación de Fer-
nando en el Bibliofilo, de Bolonia, 1886, mim. 5, pág. 68.
(2) Cancionero de obras de burlas, páginas 100-2.
(3) Pub. por Gallardo, Ensayo, I, 592-600 y en Menéndez Pelato, Ant. de los
poet. lir., 193-214.
(4) Cane, de Stúñ., 209-10.
(5) En 1448, el territorio de Arena era propiedad de Cole d'Arena, cuyo hijo casó
con Juana Ruffo, (Arch. di Stato di Napoli, Quintern. di Calabria I f. 210), cfr. De Le
LLis, ins. Bib. Naz., X, A, 2, fs. 19, 210-211, X, A, 3, f. 238.
— 58 —
Renato de Anjou, en, 1458 se unió a la rebelión de Calabria, pa-
sando al bando de Juan de Anjou, y aunque la condesa, su mujer,
se mantuvo fiel a la casa de Aragón, la hija, por el contrario, que
se menciona en una carta del embajador milanés del 21 de no-
viembre de 1459 (1), la María Caracciolo, que aquí recordamos,
parece dominada por otro sentimiento. Tapia alude a la volubili-
dad de su bella amiga:
Si la rueda de fortuna
nos torna en prosperidat,
venceremos tu beldat
y la tu grand fermosura.
Faser t'han ceciliana
aunque eres calabresa;
dexarás de ser francesa
e tornarás catalana,
y termina con este envío, a guisa de desafío:
A ti, madame María,
Car achula el sobrenombre,
Johanne de Tapia es el hombre
que aquesta alvalá te envía (2).
Y el mismo Tapia reverenciaba a Catalina Orsino, condesa de
Buchianico, mujer de Mariano dAlagno, cuya figura esculpida se
ve aún en la iglesia de Santo Domingo de Ñapóles:
Bien mostrastes lealtad
a la casa de Aragón,
sufriendo toda presión
con fé, amor y verdat,
defendiendo nuestra empresa
contra Francia et casa Ursina,
porque soys de fama dina
de Buchianico condesa (3).
(1) Nunziante, I primi anni di Ferdinando d'Aragona, en Arch. stor. nap., XVIII,
579, 586, 612, 617.
(2) Cane, de Stúñ., 198-202.
(3) Obr. cit., 218-9,
— 59 —
Otros cautos injurian a los barones desleales y elogian, en cam-
bio, a los valientes muertos en defensa del rey, como el de Carva-
jales hablando de Jaumot Torres, capitán de los ballesteros reales,
muerto junto a Carinola en una de las vicisitudes de la gue-
rra (1), Sepultados en la iglesia de San Pedro Mártir, bajo el epí-
grafe funerario con la fecha de 24 de febrero de 1460, se leían tiem-
po atrás algunos dísticos de Pontano (2), que convendría buscar a
las composiciones de este poeta (3). El rimador español comienza
su canto con una solemne descripción de la salida al campo del
héroe. Alboreaba; las trompas guerreras daban la señal; el cielo
estaba velado de nubes, y las gentes comenzaban a moverse, y a
la cabeza de ellas, Jaumot, más hermoso que Aquiles, sobre un
alto y poderoso corcel, con armas deslumbrantes, vestido de mora-
do damasco. Pero no describe el combate, del cual dice Pontano:
Duus ruit incantus stratum Iaomotus in hostem,
occubat et vieti vietar ab ense cedit;
pero en cambio nos cuenta cómo fué llevado el cuerpo ensangren-
tado a Capua, y desde Capua a Ñapóles, con gran honor, llorado
como no se le hubiera llorado en la misma Valencia, su patria.
Haciendo más solemne el duelo, movit amans fletum virgo, dice
Pontano y Carvajales:
E, sobre todo, más duelo faria
una j erniosa duenna o donzella,
messándose toda en mucha querella,
rasgando su cara que sangre corría...
Recordemos, en fin, el Romance del Rey Don Fernando, en el
que se habla del dolor de la reina Isabel por la falsa noticia de
la muerte del rey — ¿después de la batalla de Sarno? — y de la lle-
gada del mensajero con las nuevas de la derrota del ejército real
y de la salvación del soberano (4).
(1) Obr. cit., 381-3.
(2) D'Eugenio, Napoli sacra, pág. 460.
(3) De tumulis, I, 31, en Carmina, ed. Soldati, II, 185.
(4) Fragmentos en Ahador de los Ríos, VI, 486-7.
IV
ESPAÑOLES Y COSAS ESPAÑOLAS EN LA CORTE
DE FERNANDO DE ÑAPÓLES
La muerte de Alfonso y la separación del reino de Ñapóles
de los demás dominios de la casa de Aragón, incluyendo los ita-
lianos de Cerdeña y de Sicilia, detuvieron algún tiempo la inmi-
gración española en nuestro país, dando lugar a que volviesen a
su procedencia muchos de los españoles que habían seguido las
huellas del conquistador. Durante su reinado, continuó la aversión
de los napolitanos a los catalanes, aversión que parece simboliza-
da por la anécdota de aquel maestro Francisco, sastre de Cellario,
partidaiio del rey Renato que odiaba mucho al rey Alfonso, lla-
mándole catalán a guisa de injuria. Cuando lo veía, le maldecía
para que le oyesen los demás, con las palabras: «¡No puede ser
más catalán!» — alabando a Renato y los franceses — , hasta que el
rey logró reconciliarse con él (1). Pero Alfonso, preocupado de las
protestas y lamentaciones de sus paisanos, no podía evitar el des-
contento de los indígenas, como vemos en Tristán Caracciolo que
diserta sobre la externitas, sobre el extranjerismo del monarca (2).
Los barones napolitanos miraban con hostilidad a los barones es-
pañoles, hasta el punto de que, en cierta ocasión, las dos noblezas
estuvieron a punto de chocar, como aconteció con el desafío que
lanzó Juan Antonio Caldora a Iñigo de Avalos, que le recusó, de-
clarando que él, caballero limpio, no podía batirse con el descen-
diente de Jacobo Caldora, cuya infidelidad había hecho de todos
sus sucesores hombres de «reproche» (3). En una de las enferme-
(1) B. Capasso, en strenna Giannini, a. III, páginas 97-101.
(2) De varietale fortuna, ed. Grévier, páginas 83-4; y Oratio ad Alfonsum iuniorem
edición citada.
(3) Costanzo, Historia, 1. XIX.
— 62 —
dades del rey Alfonso, «los catalanes comenzaron a guardar sus ri-
quezas en los castillos y muchos señores empezaron a adoptar po-
siciones nuevas» (1). En la última dolencia del monarca, Ñapóles
se alzó contra los catalanes, viéndose precisado el príncipe Fer-
nando a pasear a caballo por la ciudad, dando satisfacción a los
revoltosos y expulsando a muchos catalanes de Ñapóles (2). Se
dice que el rey, en su agonía, aconsejó al hijo que prescindiese de
aragoneses y de catalanes y que solamente llamara a los italianos
a su consejo (3). El príncipe de Taranto, que a poco se rebela con-
tra el nuevo rey, decía al embajador de Sforza que Alfonso jamás
había tenido en cuenta sus servicios, a causa de los catalanes
«enemigos de los italianos, sobre todo, de los valientes», y que
Fernando parecía dispuesto a seguir por el mismo camino, porque
en los asuntos de monta «se unía a los españoles y a los catalanes,
siguiendo sus consejos y orientaciones», a lo que el embajador le
respondió haciéndole notar que «la mayor parte de los catalanes
habían vuelto a su país, y que los poquísimos que quedaban en la
corte se habían vuelto más circunspectos» (4).
En efecto: volvieron a la patria, para no citar mas que prela-
dos, Fernando Valenti, Cardona, Soler, Guillermo de Onigdorfile
y otros, deshaciéndose la bella compaña de los poetas. Diego del
Castillo, en su Visión, hacía lamentarse así a los criados y servido-
res del rey moribundo:
¿A do fallaremos, mezquinos, tal corte,
tal rey, compañeros de todos y guai?...
¿Adonde seremos tan bien rescibidos
y quién nos dará tan sano consejo?
¿Adonde podremos fallar un tal viejo
rey más humano que vieron nacidos?
¡Iremos agora ya muy desparcidos
por tierras ajenas con mucho dolor,
seremos ovejas que van sin pastor
a manos de lobos sin duelos comidosl (5).
(1) Giorn. nap., fecha 5 abril 1444, ed. Gravier, páginas 130-1.
(2) A. DE Tümmulillis, Notabilia temporum, ed. Corvisieri, pág. 74.
(3) El fragmento de la Crónica que da esta noticia es muy conocido; v. Giannone
Storia civile, XXVI, 6.
(4) Nunziante, obr. cit., XVIII, 411, 429-33. Cfr. la Cronica di Anonimo Verorose,
ed. Soranzo (Venezia, 1915), pág. 112.
(5) Página 205 de la edic. de Menéndez y Pelato.
— 63 —
El nuevo rey necesitaba el apoyo indígena, porque la actitud
de los aragoneses de España con relación al reino de Ñapóles no
era del todo benévola. Muy conocido es el intento que el partido
español de Ñapóles inició, de acuerdo con Carlos, príncipe de Viana,
hijo de Juan y primo de Fernando, para mantener aquel dominio
alejado de España (1). A la proclamación de Fernando contribu-
yeron poderosamente, al lado del pueblo napolitano, aquellos es-
pañoles, que, emparentados con familias napolitanas, se habían
convertido en napolitanos por defender sus intereses (2) y aunque
el rey Juan no pensase nunca seriamente en reivindicar Ñapóles,
Fernando miraba siempre con recelo hacia Occidente, hacia Ara-
gón, como se prueba, por ejemplo, al acercarse la flota de socorro
que le enviaron de Aragón contra el pretendiente de la casa de
Anjou; pactó inmediatamente con Juan Coreglia, gobernador re-
belde de la isla de Ischia, temiendo que la colonia catalana alzase
la bandera de Aragón, animando al rey Juan a que se apoderase
del reino (3).
Cuando, acabada la guerra, Fernando se encontró señor única-
mente de las tierras napolitanas, tuvo cordiales relaciones de pa-
rentesco con los soberanos de Aragón, participando cordialmente,
como era natural en un príncipe de sangre española, en las ventu-
ras de la Península Ibérica. Por encargo y a nombre de Fernando,
Diómedes Caraffa, conde de Meddaloni, escribía un memorial de
advertencias políticas y militares para Enrique IV de Castilla en
una de tantas ocasiones en que aquel príncipe botarate tenía ne-
cesidad de consejo (4). Aquellos lazos de afecto y de buena inteli-
gencia se consolidaron con el segundo matrimonio de Fernando,
en 1477, con Juana, hermana del que luego fué Rey Católico (5).
Progresó rápidamente la nacionalización de los aragoneses de
Ñapóles (6), cuyo gobierno era, en los aspectos político y económi-
co, independiente de España, faltando tan sólo, como disminuyó
(1) G. Desdevises du Desert, Don Carlos d' Aragón, prince de Viane, Elude sur
l' Espagne du nord au XV siècle, París, 1889.
(2) Costanzo, Historia, 1. XIX.
(3) Costanzo, 1. XX.
(4) Conocemos un arreglo hecho en el siglo xvi en el libro Gliammaestramenti mili-
tare, del Sr. D. Caraffa, primer conde de Meddaloni e di Cerreto (Napoli, 1608); v. Cro-
ce, Memoriale a Beatrice d'Aragona (Nap. 1894), pref.; y la monografia de Persico,
Diomede Carafa, uomo di Stato e scrittore del s. XV (Nap. 1899).
(5) Passaro, Giornale, pág. 33.
(6) Véanse las preciosas observaciones de Ranke, en Geschichte der romanisch, u.
german. Vòlker, ed. cit., páginas 142-3.
— 64 —
en efecto, llegando casi a desaparecer, el predominio de los indíge-
nas con perjuicio para los españoles inmigrados. Los italianos,
cuyo nombre apenas aparece durante el reinado de Alfonso, abun-
dan y predominan en la historia de Fernando, cuyos ministros de
Estado se llaman Antonio de Petruciis y Juan Pontano. De tal
modo se aliaron las familias de barones españoles con las de los
barones italianos, que entre ellos hubo barones que participaron
en las conjuras y se rebelaron contra el rey, como aconteció con
el marqués de Cotune, Antonio Centellas, y más tarde, en 1486,
el gran siniscalco, Pedro Guevara, hijo de Iñigo, y marqués del
Vasto, que perdió sus propiedades y su vida en la segunda con-
juración baronil (1).
Pero sería aventurada la afirmación de que el elemento espa-
ñol fué eliminado totalmente de la vida napolitana, lo que no era
posible, no sólo por los lazos sociales que ya se habían afirmado,
sino por los dinásticos con la madre patria, a los cuales nos hemos
referido, y, finalmente, por la creciente importancia que la corona
española iba adquiriendo en los Estados europeos, sobre todo en
Italia, donde sus relaciones eran más próximas y antiguas. El
mismo Fernando, nacido en España y educado entre españoles y
por españoles, no pudo olvidar del todo sus costumbres, y, como
ya advertía Tristán Caracciolo, tenía no pocas cualidades del ca-
rácter español, y su parentesco con los indígenas y con los hijos
que le habían nacido en Italia no le apartaban de la compañía y
del consejo de sus fieles compatriotas, no pudiendo nunca conver-
tirse en «punino nostrum se prceberedicique velleU (2). Escribía bas-
tante mal el italiano vulgar, mezclándole con giros y modismos
españoles (3), y español hablaban lo mismo él que su hijo, el duque
de Calabria, cuyas inclinaciones eran también muy españolas (4).
Muchos españoles, a pesar de haberse repatriado gran número de
cortesanos del rey Alfonso, permanecieron en sus empleos, vivien-
do en Ñapóles también gran número de los antiguos compañeros
del conquistador. Hasta 1484 permaneció en la ciudad el fidelísi-
mo conde camarlengo Iñigo de Avalos (5), teniendo sinecuras y
(1) T. Caracciolo, De varietate fortunes, pág. 106.
(2) Oratio, ms, cit., Gothein, obr. cit., páginas 523-9.
(3) Véase una carta de su puño y letra, publicada por Novati, in Rass. bib. d. lett.
iial., II (1894), pág. 207.
(4) Giovio, Dialogo delle imprese (Leóne, 1559), pág. 32.
(5) Passaeo, Giornale, pág. 44.
— 65 —
gobiernos los Guevara, los Cabanilla, los Bilbal, los Sisear, los Cár-
denas, los Ayerbe y otros. En las milicias había también capita-
nes y soldados españoles (1), así como en la mayor parte de los
empleos públicos (2). En catalán continuaron redactándose, como
ya hemos dicho, las cédulas de tesorería.
Por lo demás, eran frecuentes los viajes de España a Ñapóles
y las largas estancias de los españoles en esta ciudad. En la igle-
sia de Santo Domingo leíase el siguiente epitafio en el sepulcro
de una anciana de ochenta años, muerta en 1469, mujer de Jaco-
bo Feror: «Mi nombre es Blanca y mi patria Barcelona. Cuando
Ñapóles era más castigada por la guerra, yo, para volver a abra-
zar a mis hijos, vine a Ñapóles, donde he muerto a los cinco años
de mi estancia» (3). De Barcelona venía en 1467 ó 1468 Benito
Gareth, que con el seudónimo de Gariteo logró bastante renom-
bre entre los poetas de la época (4). Con Gariteo vivían en Ñapó-
les parientes suyos, entre los cuales recordamos un sobrino llama-
do Bartolomé Casarsagia. La mujer que amó Gariteo y a la que
cantó con el nombre de Luna marchó casada para España. De
otra dama catalana existe memoria de haberse enamorado otro
poeta, Jacobo de Jennaro (5). Entre los compañeros de profesión
de Gareth figuraba el español Juan Pardo, consagrando sus ver-
sos a muchos españoles, no solamente a los príncipes de sangre
real y a los de Avalos, a los que era particularmente afecto, sino
a Pedro Lázaro de Egea, al jurisconsulto Gerónimo de Coli, a Gon-
zalo Fernando de Heredia, arzobispo de Tarragona y embajador
(1) Para Iñigo López de Ayala, v. Faraglia, Ettore Fieramosca, pág. 59, n.
(2) La nota del Códice de la Doctrina moral, ms. esp. 21 de la Nac. de París, dice así:
*Yo Pere Bleza de Yallencia, criat dell glorias rey Alfonso Daragún, compri lo dit libre en los
banchs de Ñapóles en mans de coredor, a quinse del mes de giner del any MCCCCLXIII,
esent castellari del castcll della chera (de la terra) per pari dell molt alt senyor rey don Fer-
nando a" Aragón, rey della gran Cicilia.» Se recuerdan algunos artífices españoles de aque-
lla época, como los pintores Gilio Rogico (1483) y Alvaro y Pedro, españoles (1485-88).
V. Filangieri, Indice degli artisti, II, 15, 383, 572. Un pintor, Fernando Brigos, traba-
jaba en Ñapóles años después en 1509 (obr. cit., I, 57). En 1469 se encontraba al lado del
rey Fernando mosén Narciso Verdun, licenciado en Sagrada teología, de quien el rey decía
que era hombre «de fama singular y de vida modestísima» y de «doctrina assay loguista»,
y al cual procuró la abadía de Santa María del Patir (Arch, di Stato di Napoli, Collat.
comune, 6, páginas 62, 107, 108).
(3) Db Stefano, Descricione dei luoghi sacri di Napoli, f. 117.
(4) Véase la int. de Peecopo a las Rime.
(5) Soneto:
Dal barbarico sito al dolce nido,
in Canzoniere, ed. Barone, pág. 74. Entre las rimas de Galeote hay una «Venando de Var-
selona ad un cavaliere che veniva prima in Napoli»; v. Giorn. stor. lett. ital., XX, 13, 79.
España en la vida italiana. 5
— 66 —
del Rey Católico, al conde de Belcaltio Fernando de Guevara y
a Baltasar Milán, segundogénito de Ausias, al que apostrofaba
de esta manera:
Reliquia de l'antica libértate,
onor de l'alta patria valentina,
Milano, pieu d'ingegno e di dottrina,
de virtù militare e nobiltate.
Y resucitó con fuerza el orgullo de sus paisanos recordándoles la
estirpe real de Aragón «progenie más que humana de los Godos»,
elegida por Dios para dar paz y gloria a la sufrida Ñapóles (1).
La inmigración era esporádica, no solamente entre los nobles,
sino entre el pueblo, porque en 1463 un cronista advierte que «ve-
nerunt tres naves meratm catalanis de Barchinina cum uxoribus et
filiis corum Neapolim» (2) que debían ser obreros o mercaderes.
De aquí proviene el florecimiento de su colonia en Ñapóles y el
recrudecimiento de los motines contra los catalanes, como el famo-
so de noviembre de 1485, del que nos dice el mismo cronista que
hubo una gran revuelta entre catalanes y napolitanos, muriendo
cuatro de aquéllos y dos de éstos, teniendo que escapar los cata-
lanes al Molo, cerrando la puerta, y aplacándose el motín al día
siguiente» (3). ¿Qué más? De España y de Sicilia venían a Ñapó-
les mujerzuelas de placer, como dice Pontano, hablando del fin de
la guerra y del restablecimiento de la paz: «eí iam audio Sicilia
Hispaniaque ex intima adventum nobis florem scortillorum, recen-
tissimum quidem vezereum mercimonium, urbanosque inventutis Ule-
cebras atque allectamenta» (4). Así este buen Pontano, que a su vez
no hacía caso mayor de su fe conyugal, divirtiéndose con una ga-
ditanula, con una muchacha de Cádiz (5).
La literatura española no desapareció completamente de Ña-
póles, aunque Fernando no fué amigo de los poetas; solamente su
hijo se deleitaba con la poesía vulgar italiana, como es sabido.
Entre las obras que el rey Fernando prefería, manuales prácticos,
(1) Véase la canción titulada «Aragonia».
(2) Annali del Raimo, in RR. II. SS., XX, III, c. 232.
(3) Ivi, c. 236.
(4) En el Asinus (en Opera, ed. cit., II), f. 176.
(5) En el Antonius, voi. cit., fol. 89.
— 67 —
tratados de política, de arte militar, de caza, de herrería y otras,
además de las latinas y de las escritas en italiano vulgar, se tiene
noticia de algunas españolas. Para este rey, Fernando de Heredia
escribió la Refección del alma (1); en las cédulas de tesorería vemos
anotado en 1472 un libro transcrito a la lengua española por Juan
Marco Cúrico, sobre los halcones; en 1475 la Práctica de la citreria,
de Matías Mercader, archidiácono de Valencia, códice que aun
existe en la Biblioteca Nacional de Palermo (2). Siguiendo las no-
ticias que nos suministran las cédulas de tesorería, nos encontra-
mos también, en 1485, con un libro escrito en catalán, la Ordina-
zione di casa d' Aragona, que el catalán Bartolomé Jimari traducía
al latín; en 1488, con la traducción del catalán de «un libro de Ma-
nuel Diez», que supongo sea el de Menascalcia, compuesto por
Manuel Diez, herrero del rey Alfonso (3), y en 1492, «un libro de
escuela» en castellano, trancrito por Cúrico y dedicado al conde
de Alife (4). Un «libro español sobre el modo de regir el Estado
y de muchas otras cosas morales», leía, en 1466, Hipólita Sforza
juntamente con su esposo el duque de Calabria (5). Un napolitano,
Cola de Jennaro, esclavo en Túnez desde los diez y ocho años,
dedicaba el 4 de abril de 1475 al rey Fernando su traducción del
libro catalán Secretimi secretorum (6). Un códice de la Biblioteca
Nacional de París contiene un sumario de la historia de los reyes
visigodos y de los de Castilla y León hasta 1480, en cuya dedi-
catoria al mismo rey Fernando se le dice que le conviene tener
clara idea «de sus rayces», y que sobre el tema falta una ordenada
compilación en Italia, ya que las crónicas castellanas son muy pro-
lijas, especialmente para un rey que está ocupado en tantos y tan
graves negocios (7). Otro códice contiene la traducción napolitana
de las ordenanzas del rey Pedro IV de Aragón (8). De una tra-
ducción castellana del Catilinario, hecha por el maestro Francisco
(1) Amador de ios Ríos, obr. cit., VII, 60-1.
(2) Mazzatinti, La biblioteca dei re d'Aragona (San Cacsiano, 1897), núm. 594. Un
Libro de cocina, de Ruperto de Rola, cocinero del rey don Fernando de Ñapóles, sugiere
un comentario de Farinelli, en Rass. bibl. d. lett. ital., VII, 263.
(3) Sobre esta obra, v. Morel Fatio, Catalanische Utteratur; Grober, Grundriss,
II, parte II, pág. 113; Gallardo, Ensayo, II, 803-5. La traducción fué hecha por el ex-
perto caballerizo Pedro Andrea; Pércopo, Rass. crit. d. lett. ital., II, 130.
(4) Barone, Ced. di tesoreria, en Arch. stor. nap., IX, 239, 609, 634, X, 12.
(5) Farinelli, en Rass. bibl. d. lett. ital. VII, 263.
(6) Nos da noticia Morel Fatio, en Rumania, XXVI, 74-82.
(7) Morel Fatio, Département des ms. espagnols, etc., cod. núm. 110.
(8) Cod. ital., núm. 408; v. Morel Fatio, Rumania, 1. c.
— 68 —
Vidal de Noya, se conserva un códice escrito de puño y letra de
un tal Sicilia «rey de armas del victorioso don Fadrique de Aragón»,
y dedicado a éste por el obispo de Montepeloso (1).
Que la poesía española continuaba teniendo devotos en Ñapó-
les lo confirma el hecho de que infinidad de Cancioneros, de libros
de Juan de Mena y de otros poetas, proceden, en su mayor parte,
de las bibliotecas de los barones napolitanos, principalmente las
del gran siniscal Pedro de Guevara y Sanseverino, príncipe do
Bisignano (2). Mejor lo prueba todavía las referencias que en los
albores del siglo siguiente hace Galateo de muchos autores espa-
ñoles conocidísimos en Ñapóles, que no eran muy a propósito para
ser recordados en 1504, cuando Galateo escribía. Recuerda a los
que leyendo por puro pasatiempo el «dulce romance» preferían las
obras del Homero español, Juan de Mena, a saber: la Coronación
con su comentario y Los trescientos o El laberinto (3).
En otro lugar habla de la Coronación llamándola burlescamente
Cornicationem cum suo commento et Aristotele suo Cordubensi (de
cuyo comentario fué autor el mismo Mena, componiéndose luego,
hacia fines del siglo, los del Laberinto por Muñoz de Guzmán y
Francisco Sánchez) (4). También habla de su predilección por las
coplas y los copleadores españoles. (5). De las obras en prosa men-
ciona los Trabajos de Hércides (Fatiche d'Ercole), de don Enrique
de Villena, y la Vida beata, de Juan de Lucena (6), compuesta esta
última en 1463, retocada seguidamente e impresa por primera vez
en Zamora en 1483, y que no es en realidad otra cosa que una
reducción y una traducción libre del diálogo de Fació, De felicitate
vita? (7). Finalmente nos hace suponer que fueron muy celebrados
y leídos en Ñapóles los libros de caballerías, que tanto se divul-
garon e imprimieron durante el reinado de los Reyes Católicos,
(1) Antonio, Bibl. nova, I, 497.
(2) V. Morel Fatio, obr. cit., passim; Mazzatinti, La biblioteca dei re d'Aragona, cit.
(3) «Si metterano ad solazar nel dolce romanzo, leggeranno Joan de Mena, lo Omero
spagnuolo, la coronazione con lo suo comento y las triscientas» (es la Esposizione del Pa-
ter Noster, en Collana degli-scritt di terra d'Otranto, IV, 201). Puede pensarse que en este
pasaje, con la frase «Homero español», quiere aludirse a la versión castellana de la Ilíada
latina, el Omero romaneado, hecha por Mena (v. Amador de los Ríos, VI, 50-1); pero
Galateo indica en otro lugar que cuando habla del Homero español se refiere al mismo
Mena. Homerus Ule hispanus (Be educacione, pág. 154).
(4) Amador de los Ríos, obr. cit., VI, 97.
(5) Exposiz. cit., IV, 149-50, XVIII, 79; De educatione, pág. 154.
(6) De educatione, pág. 134.
(7) Amador de los Ríos, VI, 295-6; Ticknor, I, 379-80; De Puymaygre, La cour
de Jean de Castilla, II, 17-19; Farinelli, Rass. bibl. d. lett. ital., II, 134.
— 69 —
aludiendo a la «algarabía y sus romances», para caer en la consa-
bida confusión entre moros y españoles (1). Sabemos que Fran-
cisco Fernando de Avalos, el futuro y célebre marqués de Pescara,
vencedor de Pavía, se nutrió con semejantes lecturas en Ñapóles
durante su muchachez (2), y sabemos, que a principios del si-
glo xvi, el Amadís era citado por los escritores italianos (3), si bien
no podamos conceder a un historiador de la literatura española
que Pulci y Boiardo lo imitasen en sus poemas (4).
Algún poeta español vivió entonces en Ñapóles, y ya hemos
dicho que en la corte de Fernando y en la de su padre vivió, du-
rante muchos años, Juan de Valladolid (5). Un Hurtado de Men-
doza dirigía versos españoles al conde de Alife, Pascual Díaz Gar-
lori, castellano de Castelnuovo, una glosa de nunca fué pena mayor,
que comienza:
Sin remedio de mi venir
Padesco tan gran desir,
precedida de una carta dedicatoria, firmada do vuestro captivo...
furtado de JMendoga», donde parece dar a entender que el poeta
estuvo prisionero en aquel castillo allá por los años de 1487 (6).
Y así como en el cancionero español de la corte de Alfonso se
leen versos italianos compuestos por poetas españoles, por Carva-
jales (7), así en los cancioneros vulgares italianos que aparecen en
Ñapóles durante la corte de Fernando, se ven con frecuencia com-
posiciones españolas atribuidas a autores italianos. En el códice de
París hay una tal vez de Francisco Galeote o de Francisco Spinello
que comienza:
Triste ¿qué será de mi?
(1) «Los que se deleitan de la algarabía y de sus romances... (Esp. cit., pág. 101
Algaravía, según el diccionario de Franciasini, es «hablar de moros y de bárbaros» y de
lengua que no se entiende.»
(2) Giovio, La vita del marchse di Pescara, en vite di XIX huomini illustri, trad. Do-
menichi (Venezia, 1559), f. 171.
(3) Cían, en las notas a su ed. del Cortigiano, páginas 380-1.
(4) Amador de los Ríos, VI, 96, n, aduce como prueba de esta probable imitación
los duelos de Orlando y Reinaldo en los poemas de Pulci y de Boiardo (c. XXVII, 1. c. XX)
y el Amadís, I, c. XXII.
(5) Véase más arriba, páginas 57 y 58.
(6) Véase el códice de los Sonecti del conde de Policastro (entonces en aquella pri-
sión), ms. Bib. Nac. de Nap. XIII, D. 70, publicados en la Scetta de los Romagnoli,
disp. CLXVII, páginas 60-5. Es superfluo hacer resaltar la errata de la identificación
que hace Mióle (Arch. stor. nap., IV, 584) de este Hurtado con el célebre Hurtado de
Mendoza que florece un siglo después.
(7) Las canciones Tempo sarebbe horamay y Non credo che più gran doglia (Cancio-
ero de Stúñiga, 374, 375).
— 70 —
Otra anónima llena de italianismos y una tercera escrita en buen
castellano (1); y algunas coplas y un estrambote italiano o napoli-
tano de metro, y español de lengua, pueden verse en una colección
de un conocido códice sicardiano (2). Una estrofa española de
amor por Doña Ana, condesa de Modica y almirante de Castilla,
saboreamos en el códice de las rimas de Policastro (3). Algunas
veces se imitan composiciones españolas en italiano, como ocurre
con Francisco Galeote, que rehizo y cantó ante el rey Fernando
las «siete alegrías del amante», o, lo que es igual, Los siete gozos
del amor de Juan Rodríguez de Padrón (4). Este cambio e identi-
ficación de temas entre rimadores napolitanos y españoles prueba
la semejanza del ciclo cortesano a que unos y otros pertenecen, y
da cierto relieve a las semejanzas de contenido que se advierten
entre la lírica española y la napolitana que se desarrolla en la
corte de Ñapóles desde los últimos años de Alfonso a los primero-
de Fernando. Hasta se observan también ciertas semejanzas mes
tricas. Cosas todas que pueden inducir e aseverar, aparte del in-
flujo toscano, un influjo español en la lírica italiana del siglo xv,
particularmente en las canciones (5). Aparte de la imitación de
Ovidio y de Boccaccio, se advierte la influencia española en las
muchas Cartas de amor, compuestas en prosa por los escritores na-
politanos de entonces, por De Jennaro, como vemos en el códice
parisino, por Galeote y por otros en el cancionero del primero,
por un anónimo en otro códice aragonés-parisino y que pueden
confrontarse con los que se leen en muchos códices españoles de
procedencia napolitana (6). La manera de firmar tales cartas
— véase Galeote—: «El que vive fuera del amor y de la esperan-
za», o también «El que de ti espera su salud», o «El que vive en
las obscuras mazmorras», se parece a las firmas de los españoles
y de los españolizantes en los albores del siglo xvi. Así, Juana
de Aragón se firmaba «La triste Reyna», la princesa de Salerno,
(1) Rimatori napolitani del Quattrocento, ed. Mandolari, páginas 88, 94, 122.
(2) Cod. Eiccard. 2712, fi. 48, 121-22.
(3) Ed. cit., pàg. 81.
(4) Flamini, F. Galeote, en Giorn. stor. d. lei. nap., XX, 16. La composición origi-
nal de Rodríguez se lee en el Cancionero de Stúñiga, páginas 52-62.
(5) P. Savi Lopez, Lirica spagn. nel secolo XV, en Giorn. stor. d. let. ita!., XLI, y en
Trovatori e poeti. Studi di lirica antica (Palermo, 1906), pàg. 189 y siguientes; E. Perco-
po. Ras. crit. d. lett. ital.
(6) Rimatori napolitani, ed. Mandalari, páginas 155-9; Flamini, / Galeota, páginas
46-7; Mazzatinti. Mss. ital., 1, 104, II, 124-9; Morel Fatio. Mss. espagn. nn 216, 230,
305, 313
— 71 —
«La syn ventura Princesa de Salerno», y el prior de Messina, don
Pedro de Acuña, encabezaba de este modo una carta suya:
Esta charta se ha de dar
a quien causa mi penar (1).
Como es fácil suponer, estos escritos literarios y no literarios,
napolitanos del siglo xv, muestran muchas huellas españolas en la
lengua — huellas italianas vense paralelamente en el cancionero de
los poetas de la corte del rey Alfonso — . Basta abrir el cancionero
parisino de rimas napolitanas para encontrar inmediatamente las
palabras porfía, fermosura, linda y noble dama, farto y mas que
farlo, con otros vocablos semejantes (2). En el cancionero de Ga-
leote encontramos aqueta, verdedera, porfía. En una de las cancio-
nes editadas por Percopo hay porfía y largamente. En los opúscu-
los de Diómedes Caraffa vemos menosprecio, creato — criado- — , al-
bardano, adrendare— arrendar — y otros (3). En el poema Lo bal-
zino, de Ruggiero de Pacienza, escrito en 1498, leemos verdatero,
spantare, donairo, juro a Dios, muy bien, muy bien attillato — atil-
dado— , attelatura, posata, mozzi, intorcia y aparece el nombre de
infante, dado a los príncipes de la casa real (4). Cariteo, que como
español convertido en poeta toscano debiera ser más precavido,
escribe, spanto, coraggio, aggravare, sperar, etc. (5). Pero dejando
estos despojos a los filólogos y cazadores de voquibles (6), ex-
cluiremos aquí un primer caso — o un segundo, si por primero se
quiere aseverar la influencia de Lucano y de Marcial en la litera-
tura latina — ; un primer caso de influencia españolista que hace
valer entre nosotros el conceptismo del siglo xvn. Porque, como
ya es sabido, D'Ancona, discurriendo sobre lo que él llamó «el
conceptismo de la poesía cortesana del siglo quince», asentó la
(1) Castiglione, Cortigiano, II, 78. A propósito de este modo de firmar las cartas,
cuéntase en un viejo libro español, La Floresta, de Melchor de Santa Luz, Zarago-
za, 1576, f. 1451, que ima condesa viuda solía firmar «la triste condesa», y que habiendo
dirigido una carta así firmada a un aldeano y rentero suyo, éste, para no ser menos,
firmó también «el triste Pero García».
(2) Rim. napol., ed. Mundalari, 42, 47, 78.
(3) Flamini, F. Galeota, 1. c. pág. 60. Barzellette napol., ed. Pércopo (Napoli, 1893);
D. Caraffa, Opuscoli, ed. de la Bib. Soc. stor. napol. seg. XX, e. 26.
(4) Fragmentos que he dado yo mismo en Areh. stor. nap., XXII, 632-701. Para la
palabra infante, v. MOREL Fatio, Bulletin hispanique, XIV (1912), páginas 318-22;
(5) Pércopo, introd. a la Rime, p. CLXXXIX.
(6) Véase Savi López, voi. cit., páginas 236-7.
— 72 —
hipótesis de que Cariteo, español, que fué uno de sus represen-
tantes principales, introdujo en la literatura italiana este vicio del
ingenio español, que vuelve a aparecer más tarde con los mismos
españoles dentro del siglo xvil.
En aquel tiempo, en España, escribe, «los últimos ejemplos de
la poesía provenzal, artificiosísima, con las imitaciones petrarques-
cas, engendraron una poesía, a lo que el genio de la raza pres-
taba un no sé qué de ampuloso y de hinchado» (1). Mas, por lo que
respecta a Cariteo, Pércopo ha demostrado que su conceptismo
es petrarquismo de buena ley (2), cuando, medio siglo después, se
citaban como ejemplares de mal gusto a los poetas cortesanos del
siglo xv, como después se citaban a Marino y a Achillini, ningu-
no le dio cuenta de que habían escapado a la epidemia española.
Dice el enamorado Fortunio en una comedia de Salviati:
Oh notte
giorno delle mie vite! Vite delle
beate luce mie! Disgombr amento
di tutte le mie tenebre! O sole,
perchè non sei tu spento in eterno!
ajinchè queste notte divenendone
perpetua, con le sua perpetuanza
venge a perpetuar perpetuamente
il mio bene.
(¡Oh noche, día de mi vida! ¡Vida de mi feliz luz! Extinción de
todas mis tinieblas. Sol, ¿por qué no te apagas eternamente, para
que esa noche, haciéndose perpetua, venga, en su perpetuidad, a
perpetuar perpetuamente mi bien?)
Y su criado Granchio comenta:
Ah! Ah! come disgrado
V Unico, e'Z Tebadeo, um cheH leo,
e'Z Serafino, e V Altissimo!
(1) D'Ancona, Del secentismo nella poesie cortigiane del sec. XV, en Studi sulla lett.
ital. de primi secoli (2." imp. Milano, treves, 1891), páginas 188-9.
(2) En la introducción a su cita de edic. de las Rime.
— 73 —
(¡Ah! ¡Ah! ¡Cómo desagradas al Unico, al Todopoderoso, al
Cielo, al Serafín, al Altísimo!) (1).
Si hemos de prestar poca fe a estas emanaciones españolas de
estilo conceptuoso, cierto es, para volver a la vida napolitana de
los tiempos de Fernando, que entonces las cosas españolas eran
muy conocidas y familiares entre nosotros. Muchos cuentos de
Massuccio figuran como sucedidos en España entre personajes de
aquella nación (2). Pontano sabe contarnos anécdotas de la fiereza
guerrera de los vascos (3), y hablarnos en otra parte de cierto
Baltasino, consejero de Fernando I de Aragón — padre de Alfon-
so— (4). En otro lugar discute sobre Fernando y su magnanimi-
dad (5). De los círculos literarios de Ñapóles surge la obrita de
Michele Riccio, De Regibus Hispaniae (6) y hasta las crónicas lo-
cales hablan de asuntos españoles (7).
El comercio y trato con los españoles había dado a los napoli-
tanos una idea bastante completa de las calidades de estas gen-
tes; hasta el tipo del «español» figura en las farsas dialectales que
se recitaban en la corte (8). Entre las cualidades de su ingenio,
descollaban principalmente la argucia y la sutileza, que se recono-
cen universalmente y proverbialmente, un siglo después (9). Pon-
tano analiza brevemente la argucia española discurriendo a pro-
pósito de Marcial, en alguna de cuyas expresiones encuentra esta
forma de espíritu: «Los españoles son muy amigos de la burla; si
observas a los que de, entre ellos, pertenecen al pueblo o a la
plebe, verás que más que en burletas y donaires gastan su tiempo
en mordacidades, amando más la invectiva y el sarcasmo que la
risa y el deleite nacido de la alegría, común entre hombres senci-
llos» (10). El autor refiere dichos mordaces de los españoles, tales
como la respuesta dada por un enano a un hombre gordo llamado
Rodriguillo, la de Rebollete al viejo Rodrigo Carrasio y otros (11).
También Bandello ha escrito el cuento de «las burlonas y prontas
(1) Ih Granchio, III, 2.
(2) Novelle, 1, 40, 45, 47, 50.
(3) De Fortitudine (en Opera, ed. cit. I), fol . 83.
(4) De obedientia, voi. cit., f. 35.
(5) De magnanimitate, voi. cit., f. 260.
(6) Impresa con Regibus Francorum, etc., Roma, 1505.
(7) Passaro, Giornale, páginas 30-31 y passim.
(8) Croce, Teatro di Napoli, nuova ediz., pág. 10.
(9) Castiglione, Cortigiano, II, 42.
(10) De sermone (Opera, ed. cit., II), f. 220. Gothein, obr. cit., pág. 589.
(11) De sermone, ed. cit., fs. 218-9.
— 74 —
palabras» de «un español agudísimo», Rodrigo de Sevilla, «que fué
llevado a Ñapóles de muchacho, donde vivió con los reyes de Ara-
gón (1). En otro lugar, el mismo Pontano define a los españoles
«genus hominum acre atque ingeniosum» (2). Vespasiano da Bisticci,
a su vez, en la biografía de Ñuño de Guzmán, juzga «que la na-
turaleza de los españoles consiste en ser agudos de ingenio»; Guz-
mán «era agudísimo y de un juicio extraordinario» (3). Pero lo
que merece que hagamos resaltar aquí, dejando a un lado la ar-
gucia y la mordacidad, es que en sus frases adviértese no sé qué
de ampuloso; así, Pontano, que analizando la argucia española,
encuentra el vicio de la ampulosidad en Marcial: «maxime ampu-
llosa etacide, quod quidem Hispanicum est» (4).
También gozaban los españoles fama de galantes, lo que con-
firmamos en sus cancioneros, por la abundancia de las composi-
ciones dedicadas a las galas y a los galanes. Como capital del país
de la galantería aparece la ciudad de Valencia, en alabanza de la
cual hay un romance en el Cancionero general del bachiller Alon-
so de Proaze, que le describe de esta guisa:
Toda jardín de plazeres
I deleytes abastada,
De damas lindas, hermosas,
En el mundo muy loada
De mas y de mas polidos
Galanas la mas preciada
"Euxemplo de polideza
Corte contino llamada,
y así sucesivamente. Pontano, llevando un viejo enamorado a
las tablas, que andaba por las calles cantando sus trovas amoro-
(1) Novelle, III, 48.
(2) En Antonius, ed. cit., pág. 86.
(3) Vite, ed. cit., pág. 520. Sobre la forma de argucia peculiar a los españoles, v.
Wolf, Studien, pág. 134.
(4) De sermone, ed. cit., f. 220. Otro juicio sobre el carácter e ingenio españoles pue-
de verse en Paolo Cortese, De cardinalatu: «Ambitiosi, blandi, curiosi, avidi, litigiosi,
tenaces, sumptuosi, suspitiosi, vafri, ac barbaros propre Itali nominari solento, y se re-
fiere un dicho de Pico de la Mirandola acerca de la superioridad de los españoles conci-
biendo, por ejemplo, el modo de llevar una guerra y la de los italianos discurriendo sobre
las artes del dibujo y dibujando.
— 75 —
sas, afirma «e medie sicilicet Valentia delatum hoc est» (1). Del ya
mentado Carrasio de Valencia, que octogenario se dedicaba a tocar
la trompa, observa «ut sunt plerique Valentini cives, tum invenes,
amoribus dediti, avi deliciis» (2), agregando de las iglesias y de los
monasterios de aquella ciudad que eran casas abiertas a los aman-
tes, los mismo que lupanares (3). La fama galante y erótica de
aquella ciudad, traspasando los límites de Ñapóles se extendió a
toda Italia, hasta el punto de que uno de los antiguos cuentos
carnavelescos, del tiempo de Lorenzo, que se llama La canzone
dei galanti, comienza citando a los valencianos:
Siam galanti di Valenza
Qui per pessi capitati
D'amor gie presi e largati
Delle dame di Fiorenza (4).
Fama que dura, por lo demás, hasta el siglo xvi, pues según lee-
mos en Bandello: «Valencia es ima gentil y nobilísima ciudad don-
de... hay bellísimas y preciosas mujeres que alegremente saben
enamorar a los hombres. En toda Cataluña no hay más lasciva
y amorosa ciudad que Valencia. Si por acaso cae por allá un man-
cebo inexperto, las mujeres le adiestran en las lides de amor mucho
mejor que las sicilianas de más baja condición» (5). Aretino, per-
filando en una comedia suya el tipo del «señor Lindezza de Va-
lencia» (6), y Ariosto, describiendo a Buggiero en brazos de la bella
Alcine, lleno de perfumes y de amoroso gesto, dice que «parece
estar avezado a tratar valencianas» (7). Y Fiacumetta, aquella her-
mosa Fiacumetta, que engañó tan gentilmente a Astolfo y a Gia-
condo, ¿no era precisamente hija de un hostelero español «que
(1) En el Antonias, ed. cit., f. 71.
(2) Be sermone, ed. cit., f. 219.
(3) De inmanitate (en Opera, ed. cit., I), f. 322.
(4) «Somos galanes de Vallencia que pasamos por aquí, ya ligados por amor a las
florentinas, etc.». Bibl. d. lett. pop., ed. de I. Ferrari, páginas 48-9. En la colección de
Lesea se llama cantos de los perfumeros y se atribuye a Santiago de Bientina (Conti
carnascialeschi, ed. Giierm., páginas 116-17.
(5) Parte I, nov. 42; cfr. las Relationi universali de Botero (Venecia, 1608), pág. 6.
Otras noticias sobre la reputación de Valencia en este respecto pueden verse en Farine-
lli, Ras. bibl., cit., VII, 284, y en Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, III, pági-
na CLXXIII y siguientes.
(6) La cortigiena, I, 10. «He leído el cartel que manda don Cirimonia de Moneada al
señor Lindezza de Valencia.»
(7) Orlando, VII, 55.
— 76 —
tenía posada en el puerto de Valencia, bella de gesto y bella de
figura» (1).
Muchos nombres que solían llevar los españoles daban lugar
a anécdotas picantes, como aquella del español que llegando a una
hostería donde quería guisar por propia cuenta la comida, y
pidiendo el desayuno, declaró llamarse — la anécdota es de Pon-
tano — , Alopantius Asimarchides Hiberneus Alorchides. — Miseri-
cordia— gritó el posadero — , esto no basta para los cuatro gran-
des señores (2).
Según Pontano, el trato con españoles y catalanes produjo efec-
tos pésimos en el pueblo napolitano, de modo que nuestro pueblo
inocentísimo, cuando comenzó el tráfico comercial con Cataluña
y con toda España, se echó a perder al probar la admiración y
aprobación de tales costumbres. De él aprendió la costumbre de
jurar por «el corazón» y «por el cuerpo» de Dios; de él, a multipli-
car los delitos de sangre, hasta el punto de que en Ñapóles no
valía cosa mayor la vida de un hombre y en todas partes se veían
orejas, narices y labios destrozados; de él aprendió el feísimo culto
y trato con las meretrices (3). Y aunque los lamentos de los tiem-
pos lejanos cuando un país o una ciudad «gozaba de paz sobria y
púdica» sean siempre una conocidísima y renaciente ilusión psico-
lógica y un agradable motivo poético, debe admitirse que ciertas
morbosas manifestaciones sociales nacieron en Ñapóles al aumen-
tar su población, y con el cruzamiento de ella con los extranjeros,
con gente que, al huir de su patria, no era precisamente un espejo
de moralidad y amaba la vida de la aventura.
(1) Orlando, XXVIII, 2.
(2) Fontano, De sermone. La misma anécdota cuenta Brandello; en otra forma
se narra también en la citada Floresta española de Santa Cruz, i. 208-9.
(3) En el Antonius, i. 69; v. las observaciones de Gothein, obr. cit., pág. 39.
LOS ESPAÑOLES EN ROMA Y EN OTRAS PARTES DE
ITALIA AL FINALIZAR EL SIGLO XV
A la colonización española de Ñapóles, iniciada por Alfonso
de Aragón, hubo que añadir, aunque en menor escala, la de Roma
por efecto de la elevación al solio papal del tantas veces recordado
Alfonso Borja— o Borgia, a la italiana — que tuvo el nombre de
Calixto III, y que fué subdito y hechura del aragonés (1).
Añoso, de temple castizamente español, lleno de celo religioso y
guerrero, voluntarioso y tozudo, amantísimo de su familia y de
sus compatriotas, Calixto se dedicó, por una parte a continuar con
todas sus fuerzas (un pensamiento que entre los italianos era en-
tonces literario y retórico y entre los españoles respondía a un
sentimiento real) la cruzada contra los infieles (2), y por otra, a
llamar a Roma a un enjambre de parientes suyos, nombrando car-
denales, en los primeros nombramientos que hizo en 1453, a tres
españoles, entre ellos su sobrino Rodrigo Borgia, su también so-
brino Luis Milá de Valencia y un hijo del rey de Portugal (3). La
ciudad de Roma se pobló de españoles, principalmente de las pro-
vincias de Cataluña y Valencia. «No se ven más que catalanes»,
escribía en 1458 Pablo de Ponte (4). Un estudioso de la Roma de
aquel entonces dice que en la ciudad se introducen costumbres
españolas y hasta el acento español (5). Hubo ciertamente, y pa-
(1) Sobre los orígenes de la familia Borja, cfr. Ikiarte, César Borgia, París, 1889,
I, 18-21.
(2) V. Pastor, Histoirc des papes, II, 315 y siguientes.
(3) Panyinio, Epitome pontif. romano, Venecia, 1557; cfr. Pastok, obr. cit., II,
416-34.
(4) Cit. en Gregorovius, Storie d. città d. Roma, trad. ital., V, 177-8.
(5) Gregorovius, 1. c.
— 78 —
rece que por vez primera, las famosas corridas de toros, una de las
cuales se celebró en 1455 en el anfiteatro Flavio por los españoles
en honor de su papa (1). Cuando Calixto enfermó gravemente en
1458 — como en Ñapóles, cuando la enfermedad de Alfonso — los
catalanes pensaron en ponerse a salvo, retirándose a Civitavec-
chia (2). Pues si Alfonso era considerado en Ñapóles como mo-
narca que seguía siendo extraño para ellos, del mismo modo Ca-
lixto sigue siendo extraño en el recuerdo y en los aforismos del
pueblo, que le llamó «barbarus papa», cuando su exaltación al
Pontificado (3).
A pesar de la rápida reacción ocurrida con motivo de su falle-
cimiento, España — dice un escritor moderno — «había tomado po-
sesión del Vaticano» y Rodrigo Borgia, que había adoptado el
nombre de Alejandro VI, continuaba la obra de su tío (4). De la
inmigración española a Roma, que no cesó a la muerte de Calixto,
da idea la familia de los Gerona, de Barcelona, que vino probable-
mente durante su pontificado, y que continuó llamando a sus deu-
dos y familiares en los años sucesivos. En 1473, bajo el pontifi-
cado de Sixto W, llegaba el poeta Saturno Gerona, del cual nos
ha contado la vida y descrito el enterramiento Snoli (5) y del
cual yo mismo he encontrado bastantes composiciones latinas en
los códices de la Biblioteca de Perugia (6). Más tarde, un Francis-
co Gerona era «abreviador del parque menor» y después abogado
consistorial; Simón Benedicto Gerona, expedicionario apostólico;
Juan, clérigo de cámara; Saturno, primer escritor apostólico, suce-
dió al tío Francisco en el cargo que desempeñaba éste (7). Aque-
lla inmigración es también militar, porque en 1484 se menciona
«quosdam Hispanos hedites dominorum Coliimnensium» y en 1486
«aliqui Hispani Ecclesia; stinpendiari» (8).
El cardinal Borgia, como todos los suyos, continuó con las
(1) Farinelli, Rass. bibl. d. lett. ital., II, 138.
(2) Infessura, Diario, ed. Tomessini, pág. 62; cfr. PASTOR, obr. cit., II, 440, 446-7.
(3) Galateo, De educatione, 1504.
(4) Iriarte, obr. cit., I, 20-1.
(5) Messer Saturno, en Nuova Antologie, 15 mayo, 1894, páginas 232-48.
(6) Los versos y epístolas latinos dirigidos a Saturno Gerona están en los ms. I. 125
de la Biblioteca Comunal de Perugia, y contienen versos de Andree Jacobazzi, que diri-
gió varios escritos a personajes españoles como a un maestro García, profesor de gramá-
tica, al obispo de Barcelona, al obispo de Tarragona, a Alfonso Diego, y compuso otros
por orden de Alfonso Benavides y por consejo del obispo Carvajal.
(7) Guoli, 1. cit., pág. 238.
(8) Infessura, Diario, ed. Tommessini, páginas 168, 215, cfr. 290.
— 79 — •
costumbres do los suyos, manteniendo con todos ellos muy estre
cha relación. Sus hermanos se habían casado en España y él mis-
mo estuvo allí varias veces, habiendo sido legado pontificio en
Castilla. Una larga poesía española y publicada en el Cancionero
de obras de burlas con el título de El aposento en J uvera (1), es
una sátira escandalosa dirigida en aquella ocasión contra el car-
denal Rodrigo y su séquito, representados a guisa de los miem-
bros del cuerpo de un personaje alegórico muy gordo llamado
Juvera. De los hijos del papa, Pedro Luis fué duque de Gandía
en el reino de Valencia, en cuyo ducado le sucedió el hermano
Juan, que se casó con una noble valenciana, María Enriquez, em-
parentada con la casa de Aragón. En España se buscaron los pri-
meros partidos matrimoniales para Lucrecia con un Centellas, un
Prócide y un Prada (2). Entre españoles se educó César, cuyo pri-
mer preceptor fué un cierto Spannolio de Mallorca, perteneciente
a la academia de Pomponio Leto (3); con el mismo carácter estu-
vieron a su lado Juan de Vera de Ercilla y el «queridísimo fami-
liar» Francisco Remolúer de Lérida (4). En el Cancionero general
se referían ciertos versos a la cifra que llevaba en su capa, con
las iniciales entrelazadas de su nombre y el de su amiga: «He de-
xado de ser nuestro, Por ser vos, Que lexos era ser vos!» (5). En una
comedia del siglo xxi, un Pedro Antonio, castellano, recuerda:
«Como avernos tiempo, no esperamos tiempo, solía decir mi padre
cuando era gentilhombre del duque Valentino» (6).
El cardenal Rodrigo hablaba continuamente español y valen-
ciano; en estas dos lenguas se correspondía con sus hijos; en va-
lenciano están extendidos los documentos domésticos (7). Hecho
papa, llamó a su lado a muchos compatriotas, y como es fácil
imaginar, estrecharon con él sus relaciones los que ya las tenían
iniciadas. En las vicisitudes de su vida, de su papado, recorda-
mos los nombres de Juan López, Juan Casanova, Pedro Caranze,
Juan Merades, Francisco de Lorris, Miguel Remoliner, y el famo-
so Perotto, o sea aquel Pedro Celderón que tuvo una muerte trá-
(1) Canción, ed. cit., páginas 7-26; v. advertencia preliminar, p. VI-XII.
(2) Véase Gregorovius, Lucrecia Borgia, trad. ital., Frenze, 1875, y el libro citado
de Iriarte.
(3) Aivisi, Cesare Borgia duca di Romagna, Imola, 1878, pág. 2.
(4) ALVISI, obr. cit., pág. 459.
(5) Ed. de 1557, pág. 220.
(6) L'amor costante, 1536, a. I.
(7) Gregorovtcjs, Lucrecia Borgia, páginas 31, 40, 358, 364.
— 80 —
gica por mano de César. De cuarenta y tres cardenales que creó
durante su pontificado, diez y nueve fueron españoles. Entre sus
médicos se recuerdan Pedro Pintor, autor de un tratado De morbo
gallico, dedicado al papa, y el valenciano Gaspar Torella, que
sirvió además a sus sucesores (1). Su bibliotecario fué un catalán,
Pace o Pacell, que en 1492 obtuvo este puesto que en vano había
solicitado Policiano (2). Su bufón Gabrieletto, cuando lo acompa-
ñaba a la hora de las bendiciones, fingía predicar en latín y en
español (3). Tenía a su lado un cuerpo de mercenarios formado en
España (4), y como en Ñapóles, también descargó por allá el flos
scotillorum, hasta el punto de que el pontificado de Alejandro
quedó en la memoria de tan alegres hombres como su «tiempo
mejor... que había más putas en Roma que frailes en Venecia» (5).
Tantos españoles de tan diversa catadura, mezclados en la pobla-
ción romana, se hacían notar por los holgorios, escándalos y tur-
bulencias, principalmente en las fiestas y en los espectáculos pú-
blicos (6).
A César Borgia, que ponía en ellos todo su afecto, se debe el
propósito de repoblar Roma con sus compatriotas y de hacer de
ellos la base principal para su dominio (7). Junto a él encontramos
a Juan Cardona, Hugo de Moneada, Pedro de Oviedo, Pedro Ra-
mírez, Gonzalo de Mirapute, Diego Ramírez, Marcos Suera, Ra-
miro de Cora y muchos otros; del mismo origen parece Miguel Co-
rolla— al que otros hacen italiano — , y que era su brazo derecho (8).
Las corridas de toros como los juegos de cañas no habían vuelto
a verse en Roma desde los tiempos de Calixto; con Inocencio VIII,
y so pretexto de la conquista de Granada, «plures Prelati Hispa-
nos nationis... tanzos donarunt publice uccidendosi). César tenía
la pasión de sus compatriotas por las corridas; en Roma, el 24
de junio de 1500, día de San Juan, detrás de la Basílica de San
(1) Campillas, Saggio apologético, II, 207 y siguientes.
(2) S. B. Picotti, Anedotti polisianeschi (en Studi di storie e di critica dedicati a P.C.
Folletti, Bologne, 1914).
(3) Bürchardi, Diario, cit. por Farinelii en Ras. bibl., VII, 264.
(4) Bürchardi, Diario, ed. Thasne, II, 82, 233, 248, 362.
(5) La lozana andaluza, ed. Liseux, I, 270.
(6) Despachos de Feltrino dei Manfredi en 1499, enADEMOLLO, Il carnevale di Roma
al tempo di Ales. VI, Frienze, 1891, pág. 25.
(7) "Affectere Romance civitatis imperium, urbem kispanis inquilinis replete, et per eos
nobilissimi sanguini, proceres, quos eiecisset, diu arcere a patria, peraret» V. Jovn, Elegia
vivorum bellica virtute illust., ed. cit., 1575, pág. 202.
(8) Alvisi, obr. cit., páginas 256-8.
— 81 —
Pedro, él, vestido de simple justador, con la espada corta y la
muleta, a pie, se las vio con, cinco toros, a los que mató, quitando
la cabeza de uno de ellos (1); otra vez que se detuvo en Cesena
dio al pueblo el espectáculo de la muerte de un toro bravo (2).
Corridas de toros, celebradas por él y por el séquito español,
tuvieron también lugar en 1502 cuando se celebraron las bodas
de Alfonso de Este con Lucrecia Borgia (3), la cual llevó a su
lado a varias damas españolas, como Angela Borgia, Catalina,
Juana Rodríguez (4); en algunas ocasiones aparece vestida «a la
española» (5), otras bailando danzas de este país (6); en su biblio-
teca tenía libros españoles, como un libro de canciones con los
proverbios de Domingo López, un libro de coplas a la espa-
ñola, una vida de Jesucristo y otro libro religioso escrito en
español (7).
Había también en Roma, en la corte de los Borgias, y en la co-
lonia española, no pocos poetas; nos encontramos con cuatro de
ellos que contribuyeron al llanto de las musas por la muerte de
Serafín Aquilano en las notas colletanae y que se llamaban Perotó
Señino, Santiago Velázquez de Sevilla, Juan Sobrar de Alcañíz y
Enrique Caiado, portugués (8). Otro, apellidado Soria, compuso
un epitafio, que fué traducido al latín, en la muerte de César Bor-
gia (9). En Roma figuraba Juan de Lucena, autor de La vida
beata, como familiar del papa Pío II (10); Alonso de Palencia y
Juan de Mena también se encontraban entre nosotros (11); vinien-
do más tarde a Italia, hacia 1396, Juan de la Encina, fundador
del teatro español, que aquí estuvo hasta 1515 y que tornó nue-
vamente en 1522 (12). También en Italia, por los años de 1483 a
1499, vivía entre los familiares del cardenal Orsini, Diego Guillen,
(1) Iriarte, obr. cit., I, 222-3.
(2) Alvisi, obr. cit., pág. 157.
(3) Gregorovius, Lucrecia Borgia, pág. 219.
(4) Lucrecia Borgia a Ferrara, memoria, Coviche, Ferrara, 1867.
(5) Btjrchardi, ed. cit., Diario, III, 180.
(6) Lucrecia Borgia a Ferrara, pág. 48; cfr. GREGOROVIUS, obr. cit., pág. 208.
(7) L. Beltrami, La guarda roba di Lucrezia Borgia, Milano, 1903; cfr. FARINELLI,
Rass. bibl., VII, 264. Sobre el Cancionero estense escrito en Italia y llevado a Ferrara por
Lucrecia, cfr. K. Wolmoller, Ber Cancionero von Modere en Roma. Forschunga, X
1898, pág. 417.
(8) D'Ancona, Studi sulla letter. ital., cit., pág. 154.
(9) Cancionero general, ed. de 1573, f. 300; cfr. Giovio, Elogia cit., pág. 203.
(10) Extractos de La vida beata en Gallardo, Ensayo, III, 543-6; cfr. pág. 545.
(11) Menéndez y Pelato, Antologia, pág. XI.
(12) Amador de los Ríos, VII, 247-8, 489.
Espana en la vida italiana. 6
— 82 —
de Avila, que en 1483 componía en Roma un poema alegórico de
imitación dantesca, a petición del obispo de Pamplona, Alfonso
Carrillo, y en 1499, escribía el Panegírico de la reina Isabel (1).
Se ha dicho que en la corte de los Borgias se representaban dra-
mas españoles (2), pero yo no puedo aportar dato alguno sobre
el particular. Pero sí consignaremos que un versificador descono-
cido rimó en aquella lengua una serie de quintillas y de décimas
en alabanza de Lucrecia Borgia y de sus damas de honor, cuando
celebró sus bodas en Ferrara:
Soys, duquesa tan real,
en Ferrara tan querida,
qu'el bueno y el comunal,
de todos en general,
soys amada, soys temida.
Soys plaziente a los ajenos,
soys atajo d' entrévalos,
soys amparo de los menos,
soys amiga de los buenos
y enemiga de los malos.
Y sigue:
Pues ¿quién podría recontar,
por más que sepa dezir,
vuestro discreto hablar,
vuestro grazioso mirar,
vuestro galante vestir?
Un poner de tal manera,
de tal forma y de tal suerte,
que aunque la gala muriera,
en vuestro dechado oviera
la vida para su muerte (3).
En Roma se había establecido desde hacía muchos años otro
(1) Obr. cit., VII, 273-5.
(2) Alvisi, páginas 235-6, que cita fuera de propósito La Celestina.
(3) Manuscritos XIII. G. 42-3 de la Bibl. Nac. de Ñapóles que yo publiqué: Versi
spagnuoli in lode di L. Borgia duchessa di Ferrara e delle sue damigelle, Ñapóles, 1894;
cfr. Menéndez y Pelato, en Revista de España, junio 1894, e Farinelli, en Rass
bibliog., II, 138-9.
— 83 —
poeta — si así puede llamársele — , Alonso Hernández de Sevilla, clé-
rigo y protonotario eclesiástico, que vivía en estrecha familiaridad
y devoción con Bernardino Carvajal, uno de los cardenales crea-
dos por Alejandro VI, y que fué figura principal en los aconteci-
mientos políticos de la época, principalmente en el concilio de
Pisa. Cuando murió el infausto papa Borgia,
que hizo la nuestra hispana nación,
al mundo odiosa, qual nunca se viera
— versifica Hernández — (1) desatando iras terribles contra los es-
pañoles, hasta el punto de que si no hubiese sido por la miseri-
cordia divina, Carvajal abrió su casa para que en ella se refugia-
ran sus compatriotas, Hernández le consagró un homenaje de gra-
titud por el peligro del que había escapado:
Tu casa fué el arca donde han escapado
toda nobleza de gente d' E spaña,
según el gran odio, rencor y gran saña
que tanta Alexandre nos ovo dexado.
Y también por gratitud se comprometía a dedicarle una serie de
obras que había compuesto, una Vita Christi, doce libros titulados
De la esperanga, otros doce De la justicia, ocho De educazione prin-
cipis, los Siete triumphos de las siete virtudes, y otros «diversos trac-
todos de varias cosas no desplazibles». Pero de todas sus obras, una
solamente fué impresa después, ya muerto el autor, en Roma y
en 1516, a cargo de otro clérigo, Luis de Gibraleón, la Historia
parthenopea, o lo que es igual, un poema escrito en honor del
Gran Capitán, que pertenece al grupo de aquellas obras histérico-
poéticas, entre las que se cuentan el citado Panegirico de Avila,
las Valencianas lamentaciones de Narváez, el poema de Tapia eu
las bodas de Margarita de Navarra y otros semejantes (2). Existe
también una crónica en métrica de arte mayor y en estrofas de
ocho versos — a la usanza de Mena en el Laberinto — -, que aunque
(1) En la obra Los doze triumphos de los doze Apóstoles fechos por el Cartuxano (tr. III,
c. 4) se coloca al papa Alejandro en los Infiernos.
(2) Amador de los Ríos, obr. cit., VII, 280, n; cfr. 269 n, y Ticknov, obr. cit., III,
406-7; cfr. 395 y siguientes.
— 84 —
mezcla groseramente la mitología en la narración, no está des-
provista de cierto interés como documento histórico (1).
Beurbo confirma que la lengua española era usadísima en
Roma, escribiendo que «como España había mandado sus pueblos
a Roma para servir al papa, ocupando Valencia toda la colina
del Vaticano, nuestros hombres y nuestras mujeres no gustaban
mas que de las palabras españolas y del acento español (2). El
mismo Beurbo aprendió el castellano; así han pasado como poe-
sías suyas algunas transcripciones hechas por Lucrecia Borgia para
su uso de algunas estrofas hechas por Cartagena, por Tapia, por
Juan Alvarez Sato y por Diego López de Haro (3).
También en el resto de Italia se fué infiltrando la influencia
española como consecuencia de los matrimonios entre príncipes
y princesas aragonesas en Milán y en Ferrara y de otras causas
distintas. Los dos príncipes otenses, Segismundo y el futuro duque
Hércules, fueron enviados a Ñapóles para que allí aprendieran las
artes de la perfecta cortesanía, casándose luego Hércules con Elena
de Aragón, princesa amante de los estudios, que estrechó las rela-
ciones entre las cortes de Ñapóles, Ferrara, Mantua y Milán (4).
Los músicos españoles, al lado de los flamencos, se encontraban
en muchas cortes italianas, adquiriendo cierta popularidad en ellas
y no solamente en la corte aragonesa de Ñapóles, ciertos bailes
de origen español (5).
Juan de Valladolid andaba errante de unas en otras cortes y
en la de los Ote se cantaban ciertos aires españoles. Recientemen-
te se ha dado a conocer una poesía española, escrita pobablemente
al finalizar el año 1480, dirigida a Segismundo y a Hércules, con
ocasión de la toma de Otratito hecha por los turcos y de las cruel-
dades que éstos cometieron (6). En la guerra de 1482 entre la se-
ñoría de Venecia y el duque de Ferrara se advierten muchos «in-
fantes españoles» que estaban al servicio del duque de Urbino (7),
y al acabar el siglo se alistaba entre la soldadesca florentina
(1) Del poema de Hernández di una noticia bibliográfica en Arch. stor. nap., XIX,
532-49.
(2) Della volgar lingua, ed. Sonzogno, pág. 157.
(3) Este punto fué aclarado por la Michaelis, cfr. Teza, en Rev. crit. d. letter. ital.,
II, 1885, ce 61-3.
(4) Cfr. G. Bertoni, G. M. Barbieri, e gli studi romanzi nel secolo xvi, Modene,1905.
(5) Farinelli, en Rass. Ubi., VII, 266-7.
(6) Fué publicado por S. Bertoni en Roman. Forscliungen, XX, 332; el mÌ3mo,
Canzonette mìisicali francesi e spagnuole alla corte d'Este, Modene, 1905.
(7) Diario ferrarese, en RR. II, SS., XXIV, 260.
— 85 —
aquel Pedro Navarro que adquirió gran fama en los primeros de-
cenios del siglo siguiente como habilísimo artillero, y que había
venido antes a Italia al servicio del cardenal Juan de Aragón (1).
Aumentó la inmigración en Italia de los judíos y de los marranos,
perseguidos en España, donde se les quemaba; contra los judíos
y marranos publicaron bulas Sixto IV en 1483 e Inocencio VIII
en 1487 (2). En 1492 estalló la gran persecución española contra
ellos, y los judíos llegaron de España exánimes, escuálidos, maci-
lentos, con los ojos hundidos, como cadáveres ambulantes, plan-
tando tiendas en nuestras ciudades (3). A Ñapóles — escribe un cro-
nista en agosto de aquel año — , «comienzan a llegar naves carga-
gas de judíos, procedentes unos de Sicilia y otros de España, ex-
pulsados por el señor rey español (4). En Roma — escríbese en
junio de 1493 — , «de prime parte marrani steterunt in maxime
quantitate extra portam Apiam aput caput bovis, ibi tentone ten-
dentes, intraveruntque in urbem secreto modo» (5). En Ferrara,
en julio se habla «de ciertos marranos expulsados de Granada por
el rey de España» (6). Entre estos judíos había hombres doctos y
de alto valor, como aquel Judas Abrabanel, que se llamó después
León Hebreo, y que escribió el libro Dialoghi di amore, que buscó
refugió en la corte del rey Fernando (7). Los hebreos españoles
se distinguían en Roma por su cultura, habiendo entre ellos letra-
dos y ricos y muy resabidos, siendo a su lado entonces, como en la
Edad Media, los italianos los mas necios (8). Esta inmigración ju-
daica contribuyó a formar una opinión pésima de los españoles
en general, motejados desde entonces como «judíos» y como ma-
rranos» (9). «Marrano», «circunciso» y catalán llamaba J uliano della
Rovere, que fué luego Julio II, al odiado papa Alejandro (10).
(1) Giovio, Elogia cit., páginas 292-4.
(2) Infesscra, obr. cit., pág. 227. La inmigración era más antigua; cfr. Amabi-
le, II Santo otficio della Inquisizione, città di Castello, 1892, I, 80-1.
(3) Senarega, cit. por Lafuente, Historie de Esp., VII, 29.
(4) Passaeo, Giornali, pág. 56; cfr. Notargiomo, Cron., ed. Garzilli, pág. 177.
(5) Burchardi, ed. cit., Diar., II, 82; cfr. Infesstjra, pág. 290.
(6) Diario ferrar., 1. cit., XXIV, 285; cfr. FRIZZI, Storia di Ferrara, IV, 163-4.
(7) Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, II, parte I,
página 11 y siguientes; y el libro de Fiorelli, cit. más atrás. Sobre el médico español
Santiago Martino, véase Farinelli, Rass. bibl., VII, 265.
(8) Lozana andaluza, ed. cit., I, 138.
(9) Sobre marranos y judíos, Pulci, Morgante, XXVII, 286; Canti carnascialeschi,
ed. Germini, páginas 204-5. Marrano significa originariamente cerdo y se aplicaba en
España a los conversos; v. Farinelli, Marrano (en Studü etterari e linguistici dedicati
a P. Rajna, Firenze, 1911, páginas 491-555).
(10) Iriarte, César Borgia, II, 35.
— 86 —
Pero remontándonos a otras regiones más altas ole cultura, sin
que dibujemos aquí ni aun esquemáticamente la historia del hu-
manismo español en sus relaciones con el italiano, conviene adver-
tir que la actitud de los humanistas españoles para con Italia era
la misma del rey humanista Alfonso de Aragón. Los españoles go-
zaban fama de grandes teólogos y de muy versados en cosas sa-
gradas y eclesiásticas; si el rey Alfonso suscitaba en el Panormita
el recuerdo de los emperadores que España había dado a Italia
— Trajano, Adriano, Teodosio I, Arcadio, Honorio, Teodosio II — ,
el papa Calixto tornaba a ver en Enea Silvio la imagen del santo
papa Dámaso, advirtiendo que aquel país era muy fecundo en pre-
lados, quorum vite emendutissime doctrine admirabilis. Sobresalie-
ron, en efecto, en el concilio de Basilea, Alfonso Carrillo, Juan
Cervantes — del que fué secretario Enea Silvio — y Juan Torque-
mada que durante veinticinco años había enseñado en Roma dere-
cho canónico. El mismo Enea Silvio alaba en otra parte a Anto-
nio Cerdano, arzobispo de Messina, y Juan Carvajal (1). Este ca-
tálogo podría ampliarse considerablemente (2); conviene leer las
biografías que de muchos prelados españoles compuso Vespasiano
de Bisticci (3).
Pero estos hombres representaban la cultura de la Edad Media
que se agonizaba en Italia y de muy distinto modo eran conside-
rados los que se alistaban en las escuelas italianas para estudiar
humanidades. Fario, Panormita, Valla, Filelfo, sostenían corres-
pondencia con estos ambiciosos, que eran literatos profesionales,
aspirantes a literatos, o simples amigos de las letras, soberanos,
príncipes y gentiles hombres (4). El obispo de Burgos, Alfonso
de Cartagena, tuvo estrechas relaciones con los doctos italia-
(1) Panormita, 1. IV, introd. y coment, relativo a Cruce Silvio.
(2) Extensamente habla de los doctos prelados españoles de la época, CampillAS,
Saggio apolegetico, parte II, voi. I, páginas 98-127; v. Antonio, Bibl. vet. e nova. El Cole-
gio de España en Bolivia producía entonces hombres de gran erudición y de excelsa pie-
dad, algunos de los cuales fueron beatificados y canonizados por la Iglesia, como Ñuño
Alvaro Osorio y Pedro Arbués. Sobre los estudiantes españoles y portugueses en Pavía,
v. Arch. stor. lomb., XVII, 535, 542, 554.
(3) Obr. cit., biografía de los cardenales Santiago de Portugal, de Gerona, de San
Sixto, Mella, Mendoza, obispo Alfonso de Portugal, Malferito, etc. Del cardenal de Gero-
na (pág. 157 y siguientes) se recuerdan las obras intituladas Corona del principe y Storia
del reame di Spagna. En Venecia — 1497 — se imprimía un Pentateuco en español (cfr. Pi-
CATOSTE, Españoles en Italia, I, 122).
(4) F. Philelphi, Epistole, ed. de Roma, 1705; una docena de estas cartas — 1449
a 1456 — se dirigen a Iñigo de Avalos. Entre las Campanae del Panormita, algunas van
dedicadas, además del rey, a Centellas, a Martorell, a Fletumme y otros. Varias obras
sobre humanidades están dedicadas a personajes españoles.
— 87 —
nos (1) y tomó parte en el concilio de Basilea, después del cual se
detuvo en Roma cerca de Eugenio IV, siendo conocidísima su po-
lémica con Leonardo Aretino a propósito de la nueva traducción de
las Eticas de Aristóteles. En general, se conducían con la mayor
modestia y adoptaban la postura de sencillos discípulos. «Hcec vides
mea barbara — escribía Fernando Valenti al Panormita — quum si
aliquit dulce fuerit, tuum est et non meum; cetera inculte, rugosa et
dura, mea sunto (2).
Lorenzo Valla consagraba grandes elogios a Fernando de Cór-
doba, muy mozo, que en 1444 había llegado en Ñapóles a ser con-
fesor del rey (3), admirando su rica erudición y el arte sutilísimo
de su modo de razonar. Pero eran elogios a la erudición teológica
y eclesiástica, perfectamente explicables, porque el maestro Fer-
nando defendió a Valla ante la Inquisición de Ñapóles por su
disputa con Antonio de Bitonto sobre el símbolo de los apóstoles.
Por lo demás, el panegirista se ve obligado a hacer cierta clase de
reservas «... lingue latina, facultas poètica tante ei adest, quantam
Hispanie docete ant aliqua provincia potuit. Breviter summe, ut di-
citur, manus in eo desideratur; solum nanque in Italia vitor Ule
dicendi, ornatus orationis, vis eloquentice viget, sive in prosa sive in
carmine, presertim sactus fundamentis in gresca lingue» (4). Cuando
el maestro Fernando, después de haber estado un año en París,
tornó a aparecer en Italia en 1446 y tuvo en Genova ante cin-
cuenta mil oyentes una academia de dialéctica sobre veintiocho
cuestiones, Antonio Cassarino lo juzgó con severidad, mejor aún,
despectivamente, como «barbusculos homo, sine letteris, sine lepore
atque adeo sine sensa» que se jactaba de poseer ñudaicas letteras»,
mostrando fácilmente que las había aprendido antes que las lati-
nas, con la pretensión inaudita de presentarse ante «latines homi-
nibus». Al lado de Polizano, en Florencia, lestuvieron los portu-
gueses Caiado, Tensira y Arias Barbosa; de Tansira dice Lilio Gi-
(1) Léase la biografía que de él escribió Fernando del Pulgar, que puede verse
traducida por De Puymagre, La cour lütérarie de D. Jean II de Castüle, I, 216-9. Léase
en Vespasiano la biografía de Ñuño Guzmán, obr. cit., páginas 517-20.
(2) Amador de los Ríos, obr. cit., VI, 400-1, que se esfuerza por atenuar el juicio
del Panormita sobre la barbarie española.
(3) Doc. pub. por Minieri Riccio, en Arch. stor. nap., VI, 245.
(4) V. sobre el maestro Fernando, además de la memoria de Havet de 1882, Morel
Fatio, MaUre Fernand de Cordoue et les humanistes italiens du XV siede, (en el Recueü
de travaux d'érudition dédiés a la memoire de J. Havet, París, 1895, páginas 521-33. Re-
cientemente, A. Bonilla, Fernando de Córdoba y los orígenes del Renacimiento filosófico
en España, Madrid, 1911.
— 88 —
raido que en Florencia «Hispanas cmrimonias cum deliciis et elegan-
tiis Florentisorum comim xerat (1).
Como los españoles venían a Italia a aprender humanidades y
a acrecer los conocimientos adquiridos en su patria — recordemos
aquí a Antonio de Nebrija — , los italianos, por su parte, marcha-
ban a España como educadores de príncipes y a desempeñar car-
gos de tanta importancia como éstos. En 1433, el rey de Castilla
invitó a su lado a Guiniforte Bazizza (2), pero entre todas famosa
fué la estancia de Lucio Marineo Siculo, a quien logró persuadir
Federico Henuquer, gran Almirante de Castilla, estableciéndose en
Salamanca, trabando amistad con Nebrija que había vuelto de
Italia, y que después de haber enseñado durante doce años en
aquella Universidad, marchó a la corte de los Reyes Católicos (3).
Por aquel entonces, en 1487, estuvo en la misma corte Pedro Már-
tir de Anghiera, al que sus amigos desanimaron diciéndole: «Cier-
to es que España ha sido singularmente favorecida por la natu-
raleza; pero, comparada con Italia, es como la mísera estancia de
un palacio del que Italia es la sala central. ¿Qué italiano ha ido
jamás a España, de no ser mercader o peregrino?» Y Pedro Már-
tir reargüía: «Italia está ociosa con el extranjero y llena de lacras;
no así España. Italia está fragmentada y España unida; discordes
los príncipes italianos y los españoles de acuerdo» (4). Le decían
también: «Un italiano no puede hacer fortuna en España; los es-
pañoles no creen a nadie a su altura; jamás un extraño ha llegado
a puestos eminentes en aquel país, y los españoles son gentes que
desprecian las letras» (5). Y Pedro Mártir se consolaba a sí mismo:
«En España tengo fama de gran hombre de letras. ¿Qué sería en
Roma sino un pájaro entre las águilas y un enano entre gigan-
tes?» (6). Y en España podía tomar sobre sus hombros la misión
(1) Cilius Gregorius Giraldus, Be poetis nostrorum temporum, ed. K. Wotke (Berlín,
1894), diel. II, páginas 57-61. Una carta de Caiado a su maestro florentino Marcelo Vir-
gilio se publicó por Pellizzari, Rass. bibl., XVI, pág. 250 y siguientes.
(2) V. G. Romano, Q. V, en Aren. stor. sic. xvu, 1892, 1-27.
(3) TlRABOSCHl, Storia d. lett. ital., VI, libr. III, 576. Véanse: G. NOTO, Lucio Mari-
neo, umanis*a siciliano, Catania, 1901; Moti umanistici in Ispagna al tempo del Marineo
Caltanisseta, 1911; P. Venne, Cultori delle poesie in Ispagne durante il regno di Ferd. il
Cat., Aorie, 1906; Precettori ital. in Isp. dur. il regno di F. il C. (ivi, 1907; Nel mando
umanistico spagnuolo, Rovigo, 1906.
(4) Opus epistolarum Petki Martiris Angleri, medilanensis, ed. Amsterdam, 1670;
cfr. 1. 1, 1, ad Ascanio Sforze, 2, al conte Borromeo y a Pietro Merso. -^ Zia
(5) Obr. cit., libr. I, 3, a Teodoro di Pavia, 1, 51, aJGabriele Mendoza. V. sobre es. e
desprecio de los españoles por las humanidades, Marineo, Epist. fam., 1. VII ep. 3 y 7.
(6) Obr. cit. libr. I, 21, a Teodoro de Pavía.
— 89 —
de atraer aquel pueblo, tan rico de ingenio, al estudio de las hu-
manidades. «¿Qué culpa, después de todo, tienen los españoles, si
desde niños y por hábitos tradicionales se les educa en el amor
a las armas y en el desprecio a las letras, diciéndoles que el cul-
tivo dfe . quéllas honra, y el de éstas es opuesto al manejo de las
armas?» (1). Pero la admiración mayor de Pedro Mártir se reser-
vaba para los dos grandes monarcas, Isabel y Fernando, que ha-
bían procurado a España tantas felicidades. «Si alguna vez dos
cuerpos han sido animados por un solo espíritu, son estos dos,
que gobiernan una sola alma y una sola mente. No hay unidad
en la naturaleza que pueda compararse a esta unidad» (2). Otros
italianos siguieron su ejemplo marchando a España, como Alejan-
dro Giraldino, preceptor de las princesas reales. Al cabo de un
par de años, Pedro Mártir podía ufanarse de haber abandonado
por España el suelo natal (3). De estos humanistas italianos, que
frecuentaron las cortes de los Aragoneses en Ñapóles, o las de los
príncipes españoles, surgieron muchos libros de elocuencia latina
en torno a las cosas de España. Además de las obras^de Panor-
mita, de Riccio y otra de Lorenzo Valla, De rebus a Ferdinando
Aragonice sebe gestis, la copioso serie de las obras de Merineo, De
laudibus Hispanice, De Aragonice regibus, De rebus Hispanice me-
mora ilibus (4).
La admiración que Pedro Mártir manifiesta por Fernando de
Aragón y por Isabel de Castilla nos lleva como de la mano a es-
tudiar la nueva grandeza, la importancia política que España tuvo
para los italianos en la segunda mitad del siglo xv. En la primera
mitad, el asedio de Ñapóles por Alfonso de Aragón había suscita-
do principalmente temores y preocupaciones; entre él y los geno-
veses continuaban, aún después de la paz de 1444, más o menos
francas las hostilidades (5); Cosimo de Médicis tenía a Alfonso por
un medio bárbaro y Francisco Sforza tomó el partido de sopor-
tarlo, pensando que sin Alfonso, los franceses hubieran puesto fá-
(1) Obr. cit., V, 102, a Pedro Gonzalo Mendoza, arzobispo de Toledo. Y cfr. I, 17
a Femando de Talavera, sobre la concordia de las letras con la milicia, y V, 103, a Asea
nio Visconti.
(2) Obr. cit., I, 6, a Pomponio Leto.
(3) Obr. cit., II, 74, 76.
(4) Tiraboschi, 1. c. Otras noticias sobre las relaciones de los españoles con los hu-
manistas italianos en Farinelli, Rass. bibl., VII, 265.
(5) Bkacellei, De bello hispánico, i. 44 y las cartas escritas por Panormita en nom-
bre de Alfonso a los genoveses, y por Bracelli, en nombre de éstos, a Alfonso.
— 90 —
cilmente sus plantas en Italia (1). Y aunque el adulador Enea
Silvio se felicitase viendo toda Italia bajo su dominio, como esta-
ba entonces, «sub communicatibus», porque «cor nobile virtutes proe-
miati) (2), cuando en 1447 Alfonso se dirigió contra Florencia, un
poeta florentino le increpó:
O gran re d'Araone, quel dispetto
t'ha fatto venir contro al fiorentino
popul, che t'era servidor perfetto?
No pensar tu incoronarti del regno
di Talie per forze di tua gente
perchè il tuo nome um riè ben degno! (3).
Estas sospechas no se relacionaban para nada con la lejana
grandeza de Fernando y de Isabel, cuyo matrimonio narraba un
cronista, refiriendo que a él fué Fernando disfrazado «y así que
estuvo en Castilla al lado de la reina Isabel, a despecho de mu-
chos grandes de aquel reino que querían por monarca al rey de
Portugal, lo hizo rey de Castilla y lo tomó por esposo; de modo
que así que muera el padre, será rey de Aragón y de Castilla» (4).
Vespasiano de Bisticci lo ensalzaba como «virtuosísimo entre todos
sus deudos», casto, religioso, «de una inviolable justicia», no temien-
do a nadie, pero dando umversalmente la razón a todos, así a los
señores como a los inferiores, habiendo logrado refrenar con tal
firmeza a los magnates turbulentos «que solían gobernar a su ma-
nera, sin obedecer al rey» (5).
Con esta admiración no rezaban para nada los temores, siendo
puramente sentimental y poética, ya que se consagraban del todo
a realizar la obra de la cristiana España contra los infieles y asis-
tían entonces al último gran episodio de la lucha secular: la con-
quista de Granada. Le asistía, en efecto, a la noble lucha caba-
(1) GOTHEIM, obr. cit., p. VI, 400, 483-4.
(2) En una epístola a Mariano Sozzini, ep. 39, en la ed. de Basilea de a Opera, pá-
gina 526.
(3) «Oh gran rey de Aragón, ¿qué despecho te ha movido a pelear contra el pueblo
florentino, que tan lealmente te servía? No pienses ceñir, por fuerza, la corona de Italia,
aunque seas digno de ello». Refiérese en Flaminis, Lirica toscana del Rinascimento, pági-
nas 131-2. Cfr. contra Alfonso y los catalanes, el poema de Antohio d'Agostino de San
Miniato sobre el asedio de Piombino en 1448; en RR. II. SS., XXV, 319 y siguientes, 360.
(4) Passaro, Giornali, páginas 39-40.
(5) Vite, páginas 158-9 (en la vida del cardenal de Gerona).
— 91 —
lleresca, que por las plazas y las aulas de Italia los bardos y los
poetas pintaban a las imaginaciones ávidas, habiéndoles de los pa-
ladines de Carlos y de los caballeros de Artú. «Fué una guerra gen-
til— escribía años después Navagero — , no había entonces mucha
artillería... todos eran valientes y bravos... todos se iban a las ma-
nos y todos realizaban bellas empresas... Toda la nobleza española
se encontraba en aquella guerra y todos hacían empeño en con-
ducirse de la mejor manera y en conquistar mayor fama... La
reina, con su corte, daba a todos ánimo. No había señor que no
estuviera enamorado de alguna de las damas de la reina, las que
estando presentes a las hazañas de cada uno y dándoles por su
propia mano las armas con las que combatían, concediéndoles sus
favores, animándoles con palabras que les prestaban coraje y ro-
gándoles que con hechos les demostrasen todo cuanto las querían,
el hombre más cobarde y de menos valor se creía capaz de vencer
al más valiente y animoso de los adversarios, perdiendo la vida
antes que volver avergonzado a la vera de la mujer amada. Así
puede decirse que esta guerra fué vencida por el amor» (1).
Con júbilo fué acogida y festejada por todas partes en Italia
la noticia de la victoria con la entrada de los cristianos en Gra-
nada. En Roma se encendieron alegres hogueras y los embajado-
res de España ofrecieron al pueblo una fiesta alegórica, constru-
yendo un castillo de madera al que dieron el nombre de Granada,
celebrándose, como ya ha dicho, corridas de toros y juegos de
cañas (2). El cardenal Riario hizo recitar con este motivo el drama
Historia Bostica, de Carlos Verardi de Cesena (3). Igualmente, en
la corte de Ñapóles, se recitaron dos «farsas» o dramas alegóricos
de Sannazzaro (4), en uno de los cuales se mostraba a Mahoma,
espantado e inseguro ya en todas partes, «viendo al gran león de
(1) Navagero, Il viaggio latto in Ispagna et Francis, Venecia, 1563, páginas 26-7.
(Este viaje es compendio de una serie de cartas a Ramisco, escritas en 1525 y 1526; cfr.
Lettere di XIII nomini illustri, Venecia, 1561, páginas 661-706. V. Il cortigiano, III, 35,
51 y notas de Tickon, ed. cit.).
(2) Btjrchardi, Diario, I, 444-7; v. el Panegirico de Diego Guillen de Avila:
*Ya en Roma s' encienden hogueras por esto, sa fingen que toman Granada con sañas. Allí
corren toros, allí juegan cañas. Ya pistan, ya muestran triumphos compuestos (V. fragmen-
tos en las notas a Tickon, ed. cit.).
(3) Caroli Verardi CISenatis, Historia Bostica ad R. P. Raphcedem Riasium Car-
dinalem (Romee, per Eucharinum Silber, 1493;) se reimprimió en Eispania illustrate,
Francfort, 1603, II, 861-77. En la edición original puede verse la música de un canto en
italiano vulgar, que vuelve a encontrarse en Barbieri, Cancionero musical, Madrid, 1890,
y cuya primera estrofa es como sigue:
(4) Croce, I teatri di Napoli, nuova edic, páginas 8-9.
— 92 —
Castilla cómo extendía sus garras en muchas millas y se profeti-
zaban empresas ulteriores. «¡Oh gran Fernando: tú rematarás al
turco, batallando! En las fiestas del carnaval de Florencia se oyó
por entonces el canto del Moro de Granada:
Donne: questfè un moro di Granata,
di real sangue e bel, corno vedete;
rotto fu in quella guerra fortunata,
onde chiede mercè, donne discrete... (1).
Fernando de Aragón, efectivamente, como se desprende del
augurio de Sannazzaro, aparecía ante los ojos de Italia como el
afortunado destructor del poder musulmán; Italia, amenazada por
los turcos, se volvía a él, bramando de esperanza. El mismo Fer-
nando parecía tener conciencia de la misión que le incumbía, y
en junio de 1493 enviaba a Roma un embajador, doliéndose de
las frecuentes guerras que estallaban en Italia entre cristianos y
cristianos, mientras él, por su parte, «continuo exponebat statum
suum et vitam suam pro salute christiance fidei et pro ipsius argu-
mento, continuo certando cum infidelibus» (2). Así aumentó el inte-
rés que su persona y sus hazañas inspiraban, y cuando en diciem-
bre de 1492 llegaron a Roma noticias de haber salido milagros-
mente ileso de la agresión de un sicario (3) se hicieron públicas
manifestaciones de contento, y Marcelino Verardi, sobrino de Car-
los, componía para el cardenal Riario la tragicomedia carmine
(1) «Mujeres, éste es un bello moro de Granada, de sangre real como veis; derrotado
en aquella guerra afortunada, pide vuestra compasión, mujeres discretas». Canti carnas-
cialeschi, ed. Guemini, pág. 79. Sobre otras obras italianas que celebran la conquista de
Granada y elogian a Fernando e Isabel, v. Farinelli, Ras. bibl., VII, 264.
Viva el gran re don Fernando
con la Reyna donn' Isabella;
viva la Spagna et la Castella
píen de gloria triunphando!
La cita mahometana
potentissima Granata,
de la falsa fé pagana,
e dissolta é liberata,
per virtute et man armata
del Fernando et Isabella.
Viva Spagna et la Castella
pien de gloria triunphando.
(2) Infessura, Diario, páginas 287-8; cfr. BURCHABDI, Diario, II 80.
(3) Bubohardi, Diario, II, 27-32.
— 93 —
heroico, intitulada Fernandus servatus. Aumentó la aureola que le
ceñía de gloria y de fortuna con la maravilla del descubrimiento
de los «Nuevos Mundos», que un italiano había descubierto «por
Castilla y por León» (1).
El poderío de Fernando no hacía concebir el mas pequeño
temor ni la preocupación más elemental por la libertad italiana.
La rama de su Casa, que se había trasplantado a Italia por el
reino de Ñapóles, se había convertido en rama completamente ita-
liana. Verdaderamente, Fernando de Ñapóles, a pesar de las hue-
llas de su origen español, era italiano de intereses, como juzga
perfectamente Guicciardini (2) y representa de modo bien carac-
terístico el carácter político del príncipe italiano del Renacimiento.
No seguía a sus parientes de España ni en el ardor ni en el fana-
tismo religioso, aunque un fraile francisco español, con el fraude
de haber descubierto el libro de San Cotaldo, le empujase a echar
de su reino a los judíos (3). Y lo que de español había quedado
ciertamente en él por su nacimiento y por sus hábitos de mocedad
se había extinguido del todo en su heredero, Alfonso II, al cual
Tristal Caracciolo, después de describir todo lo que de forastero
había en sus antecesores, «ctmcta quo? in avo patreque tuo desidera-
vimus, uno beneficio instansatui, quando te nobis gennerunU (4), le
reputaba y consideraba como italiano del todo. Si algunos peli-
gros podían presagiarse o temerse, habían de venir por el lado de
Francia, pero no por el de España.
(1) V. para estudiar la causa de que España, que durante mucho tiempo fué presa
de las invasiones extranjeras, comenzase a afirmarse como gran potencia en Europa, las
observaciones de Guiceiardini en su Relazione di Spagna, de 1512-3 (en Opere inedite,
VI, 278-80, 285).
(2) Storia d'Italia, al final del 1. 1.
(3) Passaro, Giorn., pág. 52; Notargiomo, Crónica, páginas 173-4; cfr. Bandello,
Novelle, I, 32. Sobre los judíos en Ñapóles, cfr. Gothein, obr. cit., páginas 409-11. Véase,
como prueba de la benevolencia que inspiraban, la epístola de Galateo, De neophitis
(en Coli., III, 125 y siguientes). Y ahora, la excelente monografía, a base de documentos
de archivo, de N. ferorelli, Gli ebrei nell' Italia meridionale (Torino, 1915), donde se
prueba la política de protección que Fernando de Aragón les prestaba. En este libro se
leen además (páginas 87-90 y 224-5), muchas noticias nuevas sobre León Hebreo y los
demás Abrabenel.
(4) Oratio, ms. cit. Verdad es que Alfonso II, precisamente en sus pocos meses de
reinado, reafirmó su parentesco dinástico con España, y tuvo escrúpulos religiosos con
relación a los hebreos, como se desprende al menos de su testamento (v. Gallo Diurnali
Ñapóles, 1846, páginas 31, 37, 39.
VI
LA PROTESTA DE LA CULTURA ITALIANA CONTRA
LA BARBARA INVASIÓN ESPAÑOLA
Hay que tener presente el estupor y luego la humillación que
se apoderó de los italianos, cuando, sacrificados y vencidos por los
galos, vieron aparecer en Sicilia legiones de españoles, primero a
pelear contra éstos y luego a ayudar a la liberación de la tierra
italiana, y vencer después a los franceses, haciéndose ellos los due-
ños de Italia. El eco de aquel estupor y de aquel dolor resuena
todavía en los versos de Ariosto:
Non hei tu, Spagne, l'Africa vicine
che t'he vie più di quest'Italie offesa?
E pur dar travaglio a la mesquine
lessi le prime tue si bela impresa! (1).
Dirigía la nueva empresa Gonzalo de Córdoba, el Gran Capi-
tán (2), cuya fama se había esparcido por primera vez en Italia
con motivo de la conquista de Granada y que venido al reino de
Ñapóles al frente de un puñado de hombres en ayuda del joven
rey Ferrantino, contra los franceses de Carlos VIII, había liber-
tado Ostia, restituyéndola a la Santa Sede. Acogido triunfalmente
en Roma, el papa le había distinguido con la condecoración de la
(1) «¿No tienes tú, España, a Africa de vecina, que te ha ofendido mucho más que
Italia? ¿Y vas a dejar tan bella empresa por esta mezquindad?», Orlando, XVII, 76.
(2) Sobre esta denominación, que le dieron los italianos, véase la Breve parie de las
hazañas del excelente nombrado Gran Capitán, referida en Martínez de LA Rosa, Obras
completas, París, 1844, III, 113. Consúltense las Crónicas del Gran Capitán, editadas por
Rodríguez Villa en el tomo X de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1908,
donde figuran Las dos conquistas del reino de Ñapóles, editadas por primera vez en Zara-
goza, 1554.
— 96 —
rosa, que todos los años solían distribuir los pontífices a algún
personaje excelso de la cristiandad (1). Entrando nuevamente en
el reino por Calabria contra los franceses en el verano de 1501,
ocupó Atripalde en el mes de junio del año siguiente, alzando,
como se supo luego en Ñapóles, «la bandera del rey de España en
dicha tierra» (2). Pareció ceder luego a la supremacía de los fran-
ceses, no saliendo de las Pullas; pero en abril de 1503 le llegaron
refuerzos de España, el 28 ganaba la gran batalla de Cerinola, el
13 de mayo ocupaba Ñapóles, el 29 de diciembre daba la batalla
de Garellano y el 2 de enero obtenía la fortaleza de Gaeta, con lo
que terminaba la conquista del reino.
Una canción española celebraba entonces la caída de Gaeta,
expresando a la vez la orgullosa conciencia del nuevo e irrefrena-
ble ímpetu de la nación:
Gaeta nos es subjeta,
y si quiere el Capitán,
también lo será Milán.
Si el poderoso Señor
rey de los cielos y tierra
quiere hacer esta guerra,
¿quién será el defendedor?
Si su favor da favor
a nuestro Gran Capitán,
los franceses, ¿qué farán?
Los poderosos leones,
reyes de muy grand estado,
descuiden de su cuidado,
descansen sus corazones',
passadas son sus passiones
y de bien a bien irán
que todo lo ganarán (3).
Aquel clérigo, Alonso Hernández, que hemos encontrado en
Roma en tiempos de los Borgias, y del que hemos recordado la
(1) Guicciardini, 1. e; Gregorovitjs, Storia delle città di Roma, VII, 460.
(2) Passaro, Giornali, pág. 129.
(3) Barbieri, Caucionero musical de los siglos xv y xvi (Madrid, 1890), num. 340
pagina 172.
— 97 —
Historia partenopea, o lo que es igual, el poema que compuso en alas
bauza del Gran Capitán, manifestaba con bastante claridad en su-
pésimos verses este gran orgullo de los soberanos, de los guerreros
y de todo el pueblo español. Los Reyes Católicos eran los más gran-
des que había tenido aquel país después de la invasión de la mo-
risca; nunca había reinado más grande acuerdo entre monarcas y
subditos,
y aquestas son cosas de alto texidas,
o lo que vale tanto, una altísima previsión de la Providencia Di-
vina. El Gran Capitán, padre de la patria,
luzero de España que el latió fia lumbrado,
ha demostrado al mundo lo que valen los españoles frente a la
tan celebrada superioridad francesa; fuerzas poderosas hay en Oc-
cidente, fuerzas de España y de sus hijos, que saben abatir a los
franceses, desbaratando la ciega opinión que hace de éstos los
dueños del mundo. A diversos santuarios — añade burlonamente — ,
a Santiago, a Loreto, a Roma, suelen llevarse exvotos y presentes;
pero Francia no conoce otro que el del Gran Capitán, al que ofren-
da caballos, hombres y piezas de artillería. El pueblo español tiene
la virtud de los dominadores; si los franceses son bravos, los espa-
ñoles les aventajan en la obstinación, decididos a morir o a vencer:
Ispanos ardientes y muy animosos
reinando la cólera con malenconía,
los quales aquellos dan tal osadía
que mueren o acaban sus hechos famosos.
Al entrar en combate, parecen lentos y flojos, pero se infla-
man poco a poco, hasta que llegan a la más alta tensión de vio-
lencia. Son prudentes, templados, fieles a toda prueba, respetuo-
sos con las antiguas costumbres:
Antiguas paternas han ynstituciones
que padres a hijos las bien enseñaron,
los unos con otros después praticaron
y hazen de aquellos sus observaciones.
España en la vida italiana. 7
— 98 —
Prontos de mano, vivos de ingenio, pedir limosna es lo que
más les humilla y buscan su ventura con el trabajo y con la es-
pada:
Y fuera d' España vy alguno partir
con un rreal solo apenas lo lleva,
y va hasta Roma haziendo tal prueva
que nunca le falte comer y vestir.
Honran las mujeres, son corteses:
y siguen de niños tan nooble crianca
mas no por lisonja ny otro color.
Espléndida vida llevan los grandes de Castilla, que tienen la cos-
tumbre de mandar a sus hijos durante algún tiempo a que sirvan de
pajes a otros grandes, para que se familiaricen con el honor y la
virtud:
virtud y doctrina, y mejor conocer
en guai sotil pena consiste la honrra,
y ansi, desde pajes, esquivan deshonrra
y presto la huyen sin les enpecer,
si bien no puede menos, él, que vive en Italia y en un ambiente
de cultura y de estudio, de lamentar la poca estimación en que
aquellos grandes tienen a las letras:
En solo una cosa non han advertencia
y desto me spanto, no quieren hazer;
no ponen sus hijos dotrina aprender
y han en las letras muy gran negligencia.
También había estimado necesario, años antes, hacer esta res-
tricción, otro español que, para decir toda la verdad, era tan buen
historiador como buen poeta, el clérigo Hernández: hablo de fray
Fabricio Gauberte de Vagad que en 1455 imprimía en Zaragoza
una Coronica de Aragón, libro pueril seguramente, censurado por
los mismos españoles, más que por otra cosa por el estrecho ara-
gonesismo del autor acaso, y que es bastante representativo como
manifestación del común sentir de los españoles por aquellos tiem-
— 99 —
pos (1). Hay que tener en cuenta que Gauberte escribía su Coro-
nica por encargo de los diputados del reino de Aragón, que la
obra fué examinada por «tan egregios, magníficos y famosos docto-
res» como messer Gonzalo García de Santa María, «lugarteniente de
justicia de Aragón» y messer Gaspar Mañete, que el Rey Católico
le aprobó ordenando — dice el autor — «que anadiessen en el salario
que assignado me ovieran que diessen algo más, porque según que le
agradara mucho más se le merecía de quanto ellos assignaram. De-
jando a un lado la fantástica historia que Gauberte traza de los
españoles de la antigüedad, que antes que los griegos y los roma-
nos, «ya por inmortal fama aneavan toda la Europa», y al rey Hés-
pero que «sojuzgó primero la Italia, y Hesperia como España de su
nombre la llamó», cosas de las cuales no «e sabe una palabra a
causa de la negligencia de los escritores españoles o del recelo de
los griegos y romanos; dejando a un lado el panegírico que traza
de España, con el procedimiento que es peculiar a los encomios
populares de aldeas y de ciudades, resaltando su superioridad por
sus riquezas naturales sobre todos los demás pueblos del planeta,
por el aire, por los productos agrícolas, por los animales domésti-
cos, por los peces, los ríos y los mares y por las cuantiosas rique-
zas que desparrama a manos llenas sobre los demás, conviene re-
saltar el frecuente paralelo que Gauberte hace de España e Italia,
deprimiendo a ésta y exaltando a aquélla. Los españoles son gen-
tiles caballeros — dice — no ávidos mercaderes, como los italianos:
«la gente de acá toda refuye y anda muy lexos de las tristes ganan-
cias, partidos, interesses y mercadurías de Italia, que allá todo se
vende bien como acá todo se da; la gente de acá toda sabe más a la
corte que a la tierra y al trato, toda está fuerte más en cavalleria, en
honrra y esfuerzo, que en officios de manos, más en crianca, hidal-
guía y nobleza, que la gente común en Alemana y Francia, que los
más son officiales y viven de sus artes, todos salen a varones acá, y
varones de honor». Pero no sólo los hombres; también las mujeres
de España valen más que las italianas, por una razón que noes-
(1) Una copia de este rarísimo volumen se encuentra entre los inmuebles de la Bi-
blioteca Universaria de Cagliari, y yo pude estudiarle a mi sabor en Ñapóles, gracias a
la cortés concesión del Ministerio de Instrucción Pública. Sobre la descripción bibliográ-
fica del voi., v. Gallardo, Ensayo, IV, 850-1. Severo juicio de Gauberte de «el bachiller
Juan de Molinai en su Crónica antigua de Aragón, impresa en Valencia en 1524 y que es
una traducción de la obra de Lucio Marineo; de este voi. hay un ejemplar en la Biblioteca
Nacional de Ñapóles; cfr. Qiorn. stor. de lett. ital., XXVII, 403-5.
— 100 —
pera oírse en labios de aquel monje de San Bernardo, que había
profesado expresamente en el convento de Santa María de Santa
Fe; porque las españolas no son «frías» como las italianas. Tan
extraño elogio era sencillamente la premisa de una terrible acu-
sación contra los italianos: «y ahún fasta las damas de Hespaña en
dexar de ser frías, como son las de Italia, y en saber festejar y ser
mucho más dulces que no las de allá: no sé si lo calle, mas razón
no lo sufre; detienen los hombres tan de amores vencidos, que les
fazen dexar y poner en olvido los tan pavorosos y crimines fieros
que allí se platican^. Ya podemos colegir con qué tino habla el buen
fraile del poder político: España nutre al mundo no sólo de los
productos de su suelo, sino de sus generosos diestros, jefes en
lo espiritual y en lo temporal, pontífices, emperadores, reyes.
Español es el papa Alejandro; español el emperador Maximilia-
no, el mayor caballero de aquella edad, cuya madre era hija del
rey de Portugal y de la princesa Leonor de Aragón. Y a Italia
España hizo el regalo del magnánimo Alfonso, que enseñó a los
italianos las virtudes, para ellos desconocidas, de la cortesía y de
la magnificencia: apara que mejor la instruyesse y enseñasse cerca
de la magnificencia y de la virtud más real y famosa que es la da-
divosa grandeza, cortesía y crianca, que de antes ni sabían los prín-
cipes de Italia del recibir tan magníficamente las embaxadas, ni
menos del mesurado festejar de estrangeros, cuantos después han de-
prendido del serenissimo festejador soberano y magnánimo rey Don
Alfonso)). Y si quiere decirse — se objeta a sí mismo Gauberte — que
el sucesor de Alfonso en Ñapóles ha sido su bastardo Fernando,
¡aprenda el mundo qué casta de hombre es el bastardo de un rey
español! España es el verdadero baluarte de la cristiandad contra
el peligro que amenaza a Europa; de ella sola, y de nada más que
ella, toda la gente de Africa, toda la morisma tiene miedo. La
empresa de Africa se hubiera logrado enteramente si Italia no
hubiese llamado a los franceses y si Francia no hubiera sido ba-
tida en Italia: «si la siempre discorde y tan zenzillosa Italia no ziza- -
ñara y sembrara discordias, no procurara su perdimiento y estrago,
fasta llamar su enemigo y ponerlo en su casa. ¡O maldito el desa-
tiento cruel y de la Italia que le llamó y del rey de Francia que
tal siguió para tanto perdimiento y daño de toda la cristiandad!... (1).
(I)lp5i más amplios extractos del libro de GAUBERTE en Rassegna pugliese (1895
páginas.38-41.
— 101 —
Tal era la postura de los españoles, conscientes de su poder,
borrachos de su buena fortuna, orgullosos de su fuerza y virtud
frente a los italianos, midiendo un pueblo con otro, sintiendo su
propia superioridad y creando una leyenda y una prehistoria de
ella. Postura muy diversa, políticamente, de la de los españoles
que plantaron sus tiendas en Sicilia, invitados por I03 indígenas
revoltosos y rebeldes al dominio francés, y diversa de la de los
españoles que habían venido a Ñapóles con el rey Alfonso, llama-
do a intervenir en los negocios del reino por la adopción que de
él hiciera la segunda mana, sostenida por un sector importante
de los barones. Y completamente distinto en lo que repecta a la
cultura, porque los italianos acostumbraban a encontrar en los
españoles admiradores y discípulos, y hasta discípulos humildes,
como el rey Alfonso y tantos y tantos señores, prelados y huma-
nistas, que aprendían de ellos los buenos estudios y el buen latín,
procurando despojarse de la corteza bárbara, y convirtiéndose
alguna vez de guerreros en doctos y poetas. Tu abuelo — decía
Pontano en sus versos a Jerónimo Borgia — , vino a Italia siguien-
do al fiero Marte, pero a ti te placen, no las armas, sino los dul-
ces estudios de las musas:
Sirisium, Borgi, domus est tua, quan rigat annis,
Siris in Herculeis advena littoribus
His consedit avus, terra devectus Ibera,
quera procul a patrie Martis abegit amor.
Te nec belle invanì, nec te invat cereus ensis
harta nec hostili proeda amore placet (1)
Así se amansaron e italianizaron los Avalos, los Guevaras, los
Cavanillas y otros españoles que fueron ornamento de las acade-
mias alfonsina y pontoniana (2). No es exacto hablar de la tena-
cidad con la que los españoles inmigrados en Italia conservaran,
frente a la cultura italiana, los hábitos y las tradiciones de su país,
citando como ejemplo el caso de Fernando de Avalos, marqués
de Pescara, que según Giovio, hablaba español y desde niño leía
en Ñapóles libros de caballerías (3). Así como los Avalos habían
(1) Eridant, II, 20 (Carmina, ed. Soldati, II, 384).
(2) Véanse las Biografie des acad. pontaniani de MifriEEl RICCIO.
(3) GoraEru, obr. cit., pág. 406.
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sido los primeros en aceptar la influencia de Italia, así Alfonso
de Avalos, padre de Fernando, al decir del mismo Giovio (1),
«odiaba con toda su alma los ingenios españoles» y si el joven For-
nendo, que quedó huérfano, fué educado a la española y entre
españoles, llamándose compatriota de éstos y siendo considerado
por los italianos como un semitraidor, eso fué precisamente en el
período de la plena fortuna española en Italia.
El daño no se limitaba a tan orgullosa actitud propia del pue-
blo victorioso y dominador, sino que, como sucede siempre, la
admiración por la fuerza, la moda que es secuela de esta admi-
ración, la adulación que sugiere, extendió prontamente en Italia,
durante los primeros años, con el nombre de los Reyes Católicos
y de su Gran Capitán, las costumbres españolas, las formas socia-
les, las diversiones y espectáculos, el lenguaje, los hábitos mora-
les, las cosas buenas y las cosas malas que se reputaban excelen-
tes porque procedían de los vencedores y se las suponía caracte-
rísticas de su fuerza y de su victoria. Cuanto de español había en
Italia, particularmente en Ñapóles y en Roma, se reavivó y se
extondió en los primeros años del siglo. España pareció unida en-
tonces a Italia, no sólo con sus armas, sino con todo su espíritu
nacional, debilitando la tradición, las costumbres y hasta la mis-
ma cultura.
Que los representantes de esta cultura desdeñasen la avalancha
y tratasen de reaccionar contra esta invasión que a ellos les pa-
recía bárbara (y lo era en efecto, en el buen significado de la pa-
labra, en el sentido que le da Vico de «barbarie generosa»), y
prorrumpieran en deprecaciones hacia la Edad Media que resur-
gía poderosamente en el sagrado suelo de Italia, contra el rena-
cimiento y el humanismo, son cosas que se comprenden perfecta-
mente, que se comprueban con infinidad de testimonios, como
ya hemos tenido ocasión de señalar con los juicios de Pontano
y de otros. Pero ningún documento puede igualarse por el calor
pasional y por la riqueza de sugestiones que atesora al tratadito
latino del humanista meridional Antonio de Ferrariis, llamado Ga-
lateo de su lugar natal, Galatone, en tierras de Otranto, tratadito
que lleva el título De educatione, largo tiempo inédito, que no se
(1) La vita del marchese di Pescara, en Vite di XIX nomini illustri, ed. cit.,
fol. 180.
— 103 —
publicó hasta 1565 (1), elogiado después calurosamente como mag-
nífico ensayo de ética y de pedagogía, dando lugar a que se fan-
tasease sobre el nombre de Galateo y que se le creyese obra de
Monseñor de la Casa (2). En realidad, nadie se dio cuenta del
carácter de aquel escrito y de su significación histórica (3).
Galateo, que a la sazón contaba sesenta años, había vivido
gran parte de sus años en Ñapóles (4), conocido perfectamente a
los españoles de la corte del rey Fernando, aprendido aquella
lengua, estudiado las principales obras de aquella poesía y obser-
vado los caracteres y tendencias españolas, desde el punto de vista
de un italiano, heredero y guardián de la civilización de la tierra.
En las guerras que habían ensangrentado el reino había segui-
do el partido de los aragoneses contra el de Francia (5); pero
«aragonés» quería decir para él «italiano» y «napolitano» fiel a la
descendencia, que se había hecho italiana, del rey Alfonso. Puede
colegirse de esto con cuanta angustia asistiera Galateo a la intro-
misión de los españoles de España en los asuntos de Ñapóles, so
capa de protectores de sus parientes, pero con la verdadera mira
de actuar de dueños, de substituirlos y de sujetar el país a la coro-
na española. La conducta del Rey Católico había sido de tal natu-
raleza que los mismos españoles no se atrevían a justificarla (6),
pues muchos acariciaban la esperanza de que restituiría el reino
al joven hijo del rey Federico, Fernando, duque de Calabria, que
había llevado consigo a Italia, sin considerar — como observa Gui-
ciardini — , que era vana esperanza en nuestro siglo la magnífica
restitución de tal reino» (7). Galateo figuraba en el número de
(1) En los Scritti inediti o rari di diversi autori trovati nelle prov. di Otranto, pub. por
F. Carotti, Ñapóles, 1885; reimpreso después con la trad. ital. en el voi. II de la Collana
di scrittori di terra d'Otranto, Lecee, 1867, de cuya edición me serviré para las citas. Para
otras noticias bibliográficas, cfr. mi nota en Giorn. stor. d. lett. ital., XXIII, 394-7.
(2) El título del libro de Casa está separado, como hoy va unido, al nombre de Ga-
leazzo (Galateo, a la latina) Fiorimonte.
(3) Gothein, obr. cit., que se sirve muy bien de los testimonios de Galateo para
trazar el cuadro de la cultura del Renacimiento en la Italia meridional, no conoce de Ga-
lateo mas que las cartas publicadas en el tomo VIII del Spicilegium, de Mal, y el dialogo
Heremita, que juzgaba inédito, siendo así que se había publicado ya en dicha Collana.
(4) V. sobre Galateo la monografía de A. de Fabrizio, Antonio de Ferrariis Galateo,
pensatore e moralista del Rinascimento (Trani Vechi e e. 1908).
(5) De educatione, obr. cit., pág. 141.
(6) Gauberte, que escribía en 1499, dice de Federico que reinaba entonces en Ñapó-
les, «que de mano del rey de Castilla y Aragón esperaba para siempre poseerle;- Hernández,
espectador de la rapiña, pasa de largo sobre el asunto, afirmando que los Reyes Católicos
*han ellos avido algún desplazer. Del rey don Fedrique e lo deven kazer, y alégale causas que
causa traya». iHist.parthenop., 1. II).
(7) Storia di Italia, 1. VI.
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aquellos candidos y esperaba que el mozo volviese oportunamente
a Ñapóles a regir, con mano firme, el cetro del viejo Fernando.
Su temor era otro que, con el predominio del espíritu hispano,
aquel joven italiano, educado en España, no se cambiase de ita-
liano en español.
Su padre, el rey Federico, le había dado como preceptores al
conde de Potenza y al humanista Crisòstomo Colonna, con aplauso
de Galateo, que había expresado en una carta escrita el año 1500
la confianza que le inspiraban tan eximios educadores (1). Con su
discípulo, Colonna se encuentra en 1501 en la defensa de Toranto,
y caída esta ciudad en poder de Gonzalo y enviado a España el
duque de Calabria, su preceptor le acompañó. Galateo, que era
muy amigo suyo, quiso confiarle sus temores y esperanzas, hacién-
dole toda suerte de advertencias y exhortaciones, escribiendo en
los últimos meses de 1504 y en los primeros de 1505 (2) una larga
carta que se convirtió en el tratado De educatione, sobre el cual
discurrimos (3).
Debió escribirle en un momento de gran excitación como pa-
recen darlo a entender el desorden, las digresiones y repeticiones
que abundan en ella y hasta la viveza del estilo, que expresa el
anhelo ansioso que vibra en el espíritu del escritor. A muy dura
prueba había sido sometida su paciencia ante el espectáculo del
españolismo triunfante y de la jactancia de los hombres de aquella
tierra, y creció su irritación, porque mientras escribía su libro,
llegaba a sus manos el libro de Gauberte Coronica de Aragón (4),
que lo había publicado, y contra el cual, el autor prorrumpe en
toda clase de denuestos, diciéndole: ñnsanus quidam, nescio cuius
ordinis aut pecoris monachus; Gothus aut Pcenus aut proselytes,
profanus, barbarus hostis Italia?; chronistes maior ipse (sic enim
se ipsum, sed ego comisten appello) celtiber; bestie, vitro gentis,
(1) Es la segunda de las editadas por Mai en el Spicilegium donde (VII, 511) se leen
versos de Pontano sobre Crisòstomo y Potentino: mostros queis licet educare reges*. Sobre
Colonna, G. Angelluzzi, Intorno ali vita e alle opere di Crisostomo Colonna da Caggiano,
pontaniano accademico, Ñapóles, 1856. Galateo le dirigió varias cartas.
(2) Determiné yo mismo la fecha en Giorn. stor. d. lett. ital., XXVII, 398.
(3) En los dos manuscritos que he visto (Bibl. Naz. V. F. 78 y Bibl. Branccaciana,
VI, a, 11) lleva el título de Galateus medicus ad Chrisostomum de educatione.
(4) tlnsolens et insanus nescio cuius armenti monachus cogit me insanire, et ea que
non erant propositi mei. Occurrit mihi, antequam epistulam signarem, Ule insana bcllua;
non potuit me continere, quin responderem, nec ignoro responsionem meam UH honori
futuram* (ed. cit., pág. 122). Las dos impresiones citadas del libro De la educatione, llevan
por error en los manuscritos o en la lectura, cambiado el nombre del autor de la Coroni-
ca, escribiendo Gambertus en lugar de Gaubertus.
— 105 —
arrogantissima; tam ineruditas quam inflatus superbia gothica*. Si
aquel libro, publicado ya hacía algunos años, no había recibido
de los italianos la respuesta que merecía, dependía de haberse es-
crito no en latín, sino en español, lengua que no todos poseían
tan a la perfección como Galateo (1).
No es cosa de insistir sobre la trama de la epístola, que es una
reseña y comparación de las distintas formas de educación anti-
gua y moderna, para recomendar la italiana, ni sobre la finaldad
de la misma que ya apunta en la exhortación a Colonna al hablarle
de sus relaciones con el joven príncipe: «Italum accepisti, Italum
redde, non Hispanum» (2). Pero conviene ordenar y resumir el
cuadro de costumbres españolas que pinta Galateo, matizado por
él con exclamaciones continuas de repugnancia, de desdén y de
error. En cuyo cuadro hay un rasgo que domina sobre los demás
y los unifica y señala al mismo tiempo la diferencia capital res-
pecto a las costumbres italianas, diferencia sobre la que ya hemos
insistido: el desprecio por las letras, por la cultura de que los
españoles con los franceses se vanagloriaban y ufanaban. Gauberte,
en sus panegíricos de los Reyes de Aragón, se complacía haciendo
notar que ninguno de ellos sabía de letras: los nobles españoles
estimaban que el culto de las letras era incompatible con la hidal-
guía, con la nobleza (3). Conocer el latín era, según ellos, achaque
de plebeyos y de rústicos; en cambio gustábales la algaravía, o lo
que es igual, emitir, desde el fondo de la garganta, groseros sonidos
sarracenos, arábigamente aspirados, que estimaban condición pre-
cisa de nobles y cortesanos (fidalgus et palatinus) y de gente ga-
lante (galani) (4). Adversarios a la bella escritura latina del Re-
nacimiento, se atenían obstinadamente, como señal de nobleza,
a los largos caracteres que llamaban «góticos», llenando el papel
de inexplicables borrajetes, de áncoras y de ganchos, que Galateo
nunca pudo aprender ni descifrar, y que, cuando los vio por vez
primera, se le antojaron caracteres fenicios, de la época primitiva
(1) «Si latine scripsisset, nam non omnes ut Galateus, ínter Hispanos versatus, tin-
gitani hüpanicam novernut, mullos haberet, qui temeritati, inscitioe et ingratitudine eins
obsisterenU. (Ed. cit., pág. 132).
(2) Ed. cit,, pág. 137.
(3) Ed. cit,, páginas 129, 133-4.
(4) Ed. cit., páginas 131, 134, 136, 138. Este afirmación de Galateo es la más anti-
gua o una de las más antiguas afirmaciones de la derivación arábiga de las guturales es-
pañolas, teoría que tuvo gran resonancia y que ha sido desechada poco a poco; cfr. el
Gundriss de Grobe, I, 400.
— 106 —
de la escritura humana (1). Se decían descendientes de los godos,
con singular ingratitud para Roma que había civilizado la antigua
España y mezclado la sangre ibérica con la sangre romana. Godos
eran verdaderamente, oriundos de los escitas, salvo algunos que
llevaban el sagrado germen de Roma, entre los que descollaban
los hombres ilustres de España, como Villena, Juan de Mena y
Lucena que levantaban su voz contra la vanagloria española de
la ignorancia. Excepciones eran también, entre los españoles que
conocía Galateo (2), Diego Mendoza, valiente capitán, que en su
genealogía se remontaba, no a un godo, sino a un ibero, y Núñez
Docampo, castellano del Castillo del Oco en Ñapóles (3), que con-
fió sus hijos a Pedro Summonte, discípulo de Pontano, para que,
al volver a España, fueran diestros en humanidades y estuvieran
educados a la italiana (4). Rara modestia que estrechó la amistad
entre Galateo y Docampo, ya que, al revés de éste, la mayoría
de sus paisanos eran hinchadamente admiradores de sí mismos (5)
sin ahorrarse donayres (in suis dicterii quce donaría dicunt) que
decían los italianos (6). A los italianos, burladores y groseros, según
ellos, pero sobrios, graves y dedicados a las obras de ingenio, según
el sentimiento opuesto de Galateo, les argumentaban diciéndoles
en qué consistían la magnificencia y la vida cortesana y galante,
contraponiendo al ideal italiano el ideal español de los grandes de
Castilla, que en tantas cosas mostraban huellas de la molicie orien-
tal que persistía por la tradición arábiga. Sobre todo, en las exqui-
sitas misas, en las lutanzas artificiosamente adobadas, condimen-
tadas y perfumadas con las pitanzas blancas y los albos manjares
(alba fercula) y con el minucioso ceremonial para comer los pája-
ros, desparramar la sal, levantar los manteles y levantar las
copas (7). Y luego en la parte amorosa de la vida, en el continuo
charlar y festejar a las damas, con largas y vanas bromas, y hasta
en ir de noche, y hasta de día, viejos y jóvenes, a tocar instru-
(1) Ed, cit,, pág. 134.
(2) Es aquel Diego Mendoza en cuya casa dijo La Motte las palabras injuriosas para
los italianos que dieron lugar al desafío de Barletta (v. el mismo Galateo, De pugna
tredecim equitum, en Coli., II, 261).
(3) La guardia de este castillo le había sido encomendada por el Gran Capitán; v.
Cantalicio, De vis recepta Parthenope, 1. II. Cfr. sobre Docampo, Ieiakte, César Borgia
II, 209, 228-9.
(4) Ed. cit., páginas 110-11, 129, 134-5.
(5) Ed. cit., páginas 132-155.
(6) Ed. cit., páginas 130, 131.
(7) Ed. cit., páginas 140, 141-44.
— 107 —
mentos y a cantar ante las ventanas de las hermosas (1). Lo que
traía como consecuencia los cuidados femeninos que los hombres
daban al cuerpo: ungüentos y perfumes, manos enguantadas, pecho
desnudo, anillos, brazaletes, cadenas, pintándose los viejos el ca-
bello o hermoseándolo (2). De aquí lo del hacer de la noche día
y los ruidos espantosos en las primeras horas mañaneras (3). De
aquí los hábitos de adular (4) y de considerar, como forma y como
expresión de ingenio, las bromas, argucias, donaires, galanteos y
ledorias (hispanos lepores, blandities argüíalas, scommete, ledo-
Has) (5). Amaban los juegos de lucro (6) y entre los caballerescos
celebraban el llamado «juego de cañas», que Galateo admiraba de
memoria antes de haberlo visto, y que viéndolo, lo despieció por
no entender una jota de juegos guerreros, pues se encontró ante
unos gritos estridentes y arábigos, bandas, turbantes, y «tú sigues,
yo huyo» y «tú huyes, yo sigo», llevando el escudo no al pecho,
como debe llevarse, sino a la espalda, reduciéndose todo el juego
a una huida de cobardes y a una caza al fugitivo que no es de
hombres fuertes: achaque y diversión de moros (7). ¿Y su poesía?
¿Cómo podía compararse a la del Dante, a la de Petrarca, y sobre
todo, a la del Petrarca de la gran canción a Italia? ¿Qué era, al
lado de Petrarca, un Juan de Mena, «el Homero español; qué era
la Coronación de éste a la que había glosado un autor cordobés?
Al lado de los italianos, los versificadores españoles no merecían
el nombre de poetas, sino el de copulatores, o como se decía en es-
pañol, el de copleadores (8). Afeminada, lánguida, lamentable, triste
era su música (9).
Y si quería comprenderse toda la grosería y bajeza de las cos-
tumbres españolas, bastaba observar el modo que tenían de edu-
car a sus hijos, bastaba estudiar la educación española comparán-
dola con la italiana. Los grandes de España y los simples caba-
lleros mandaban sus hijos al servicio de nobles y caballeros, y
inferiores en rango al de ellos, de los cuales se servían éstos como
(1) Ed. cit., páginas 120-1, 146-7.
(2) Ed. cit., páginas 121, 147, 162-3.
(3) Ed. cit., pág. 145.
(4) Ed. cit., pág. 165.
(5) Ed. cit., pág. 138.
(6) Ed. cit., pág. 151.
(7) Ed. cit., pág. 155.
(8) Ed. cit., pág. 154.
(9) Ed. cit., pág. 152.
— 108 —
criados, mezclándolos con sus retoños o rapazes (rapaces en el sen-
tido latino o equivalente a los marinoli en el italiano). De esta
laya, según los españoles, se hacían más pacientes ante los traba-
jos, maliciosos, taimados, prontos, agudos, astutos, audaces, y no,
a buen seguro, más prudentes, veraces, modestos y buenos, por-
que aquélla era una educación servil, a la usanza de Davo y no
de Panfilo. Añádase que se consideraba como de alto valor, den-
tro de aquellas normas educativas, saber engañar, robar o sustraer
con destreza, emplear birrias con éste o con aquél, pedir dinero
para jugar, tomar en serio las cosas ofrecidas en broma, cosas
todas que se tomaban y loaban como desenvolturas (1). España era,
de este modo, la ruina de Italia. La secuela de las desventuras
italianas tenía su origen en los papas españoles, en aquel Calixto
— ¡ironía del nombre! — que, elevado al solio pontificio, se consagró
a hacer todo el daño posible a los herederos de su protector Al-
fonso y que hubiera devastado a Italia si la muerte no se lo hu-
biera impedido, y de aquel Alejandro o Rodrigo, su sobrino, que
continuó y remató la obra de su pariente, trayendo a los franceses
primero, ya los españoles después, a las tierras de Italia (2). Las
legiones españolas, ya adiestradas en guerras de odio y de exter-
minio contra los infieles, los españoles o catalanes que habían re-
sucitado y hecho familiar en el Mediterráneo la piratería, llegados
a Italia en pequeño número, siete mil infantes apenas, se bastaron
para empobrecerla, de donde surgió el proverbio «que de tierra
donde ponen su planta los españoles, no vuelve a brotar un hilo
de hierba» (3). Pero todas estas cosas eran puras minucias al lado
de la corrupción que habían introducido y que seguían introdu-
ciendo en las costumbres, destruyendo de raíz la antigua seriedad
italiana. Los españoles se ufanaban continuamente, luego de haber
pisado esta tierra, de haber enseñado muchas cosas a los italianos.
¡Ojalá hubiera evitado Dios que las naves españolas hubieran lle-
gado a las playas italianas! ¿Qué nos enseñaron ellos? Ni las letras,
ni las armas, ni las leyes, ni el arte de la marina, ni el comercio,
ni la pintura, ni la escultura, ni la agricultura, ni ninguna otra
disciplina civil, sino la usura, el hurto, la piratería, la esclavitud
naval, los juegos, la prostitución, el amor con las meretrices, la
(1) Obr. cit., páginas 132-3.
(2) Obr. cit., páginas 112-4.
(3) Ed. cit., páginas 164-5; efr. páginas 177-8.
— 109 —
profesión de sicario, los cantos blandos y lúgubres, los platos ára-
bes, la hipocresía, los lechos blandos y delicados, los ungüentos,
los perfumes, las ceremonias de la mesa y otras tantas vanidades,
dignas de ellos, verdaderos bárbaros, y que son menos libidinosas
que malas. De los franceses primero, y de los españoles después,
especialmente en el reino de Ñapóles, proceden los vestidos pom-
posos y recargados con otros malos hábitos; desde que llegaron,
aumentaron los vicios del juego y de la mentira (1). Hasta aque-
llos vicios nefandos que el inconsciente Gauberte atribuía a los
italianos, se introdujeron aquí, verdaderamente, con los aragone-
ses (2). De las «costumbres de Occidente» — dice en otro trabajo
suyo — , llegaron a Italia la adulación, el tú convertido en vos, el
dar a hombres mortales títulos como Majestad y Excelencia, el
llamar Vuestra señoría a gente soez y bellaca, el beso las manos
y los pies, los servidores y esclavos de las antefirmas epistolares y
todos los superlativos de la adulación (3). De los españoles proce-
den también la frecuencia en los duelos seguidos de sutilezas ca-
ballerescas; por una «pequeña injuria», por una «simple palabra»
lo del desafío a las armas y llamar «a los reyes de armas», con
«vanas y pueriles observancias» de «requerido y requeridor, de
huir y de ocultarse, de mandar cartas y de responder con el con-
sejo de imperitos, de quién ha de dar el campo y quién las ar-
mas», apelando a ciertos «estatutos del diablo, del vanísimo blasón
y de no sé qué de sable y de sinoble (4), con las sutiles y enredadas
invenciones de Reyes de armas, Reyes de máscaras y Reyes de
haba de San Martín» (5). Y con la invasión de los españoles y de
los demás extranjeros, la boga de las lenguas extranjeras, que
juntamente con el renacimiento del toscano vulgar, borraban el
empleo del latín. «Parece muy bello — escribe — y es de varón prác-
tico y cortesano saber el francés y el castellano, y no diré que
quien tiene como título de gloria saber las lenguas de las gentes
extrañas y como achaque de vituperio y rusticidad saber el latín,
no entiende el Evangelio de Cristo... y sabe las coplas y el le-
di Ed. cit., páginas 117, 123-5, 151.
(2) Ed. cit., páginas 121-2: «Pudet dicere, sed dicam, quie verum est; ante adventum
Arag&nensium nulli in aula procerum huius regni pueri venales erant aut custoditi; incognú
tura erat illum vitium ante adventum exterorum.*
(3) Ezposiz. del Paternoster, parte 2.» en Collana, XVIII, 79.
(4) Colores heráldicos: negro y verde.
(5) Ezposiz. del Paternoster, ivi, páginas 25-6,;
— 110 —
mosín, como quien ha estado en aquellas tierras.» Por eso, nues-
tro autor, juzgando, hablando y escribiendo de otro modo, temía
que los que se deleitan con la algarabía y con sus romances, le
reputasen de «necio, iribcente y lerdo» (1).
Aunque Galateo deprimía a los franceses y a los españoles, a
los españoles principalmente, y repitiese el dicho de que Dios hizo
a los pueblos del aceite y a los españoles y a los franceses de la
hez que el aceite despide (2); aunque Galateo ponía a Italia, su
pueblo, sobre los cuernos de la luna, y principalmente, a Venecia,
espejo de la antigua libertad italiana, donde sobrevivía vigorosa-
mente el espíritu nacional y donde todos tenían puesta su espe-
ranza para el porvenir (3), no podía, en el curso de su descripción
juvenalesca, quitarse una duda de la cabeza, o como él dice, dejar
sin respuesta una tácita objeción que seguramente se le haría.
Estos españoles, estos franceses, con tan horribles costumbres, con
sus vicios, habían vencido, sin embargo, a los demás pueblos, y
entre ellos, a la civilísima Italia (4). Lo que quiere decir para nos-
otros, hombres imparciales y modernos, que si Galateo supo ver
perfectamente los defectos y los vicios de la barbarie, no se había
dado cuenta de su virtud, de la frescura, de la juventud y del
ímpetu de su virtud. Galateo sale del paso con una respuesta de
médico, cuya profesión ejercía, asegurando que había visto mu-
chas veces hombres intemperantes, rebeldes a los consejos de la
higiene, salir perfectamente de enfermedades gravísimas, y morir,
en cambio, a otros que fueron dóciles a los consejos de los médicos
y supieron abstenerse de cuanto les prohibieron, lo que quería
decir, no que la enfermedad no fuese enfermedad, sino que la ca-
prichosa fortuna había venido en auxilio y salvación de los tales,
y que, moralmente hablando, una salvación o una victoria por el
estilo no debiera ser motivo de contento ni de vanagloria, por cuya
razón los cartagineses consideraban como delito capital haber ven-
cido en una batalla, cuando ésta no había sabido disponerse ni
ordenarse para el triunfo (5). Respuesta ingeniosa y aguda, cierta
mente, pero aguda y superficial, ya que mientras tanto, aquellos
locos españoles ponían el pie en el cuello a los sabios italianos y
(1) Exposiz. del Paternoster, parte I, páginas 149-50, parte II, pág. 101.
(2) De educatione, páginas 134-5.
(3) Ed. cit., pág. 127.
(4) Ed. cit., pág. 155.
(5) Ed. cit., pág. 156.
— Ili —
los ligeros y corrompidos vencían a los graves y a los puros. El
joven Fernando, duque de Calabria, no volvió más a Italia, donde,
en cambio, volvía algunos años después, solo, Crisòstomo Colonna,
a quien volvemos a encontrar, andando el tiempo, de preceptor
de una princesa italiana, Bona Sforza (1). El último retoño de los
soberanos de Ñapóles quedó prisionero del Aragonés en España,
y en vano, por ayudarlo a escapar de la prisión y por intentar la
reconquista de Ñapóles, perdía por él la vida Filippetto Coppola,
hijo — ¡extraña coincidencia! — de aquel conde de Sarno que había
sido decapitado por haber tramado la conjura de los barones con-
tra Fernando el viejo (2). Convertido en príncipe español, rodea-
do de una corte española, se casaba después con la viuda del Rey
Católico, Germana de Foix, y moría medio siglo después en Va-
lencia, donde se conserva su recuerdo en el monasterio de San
Sebastián, que fundara (3).
El mismo Galateo, seis años después de la invectiva que com-
pusiera con el título De educatione, comenzaba a mirar las cosas
de muy distinta manera, con resignación, con calma, hasta con
algún rayo de esperanza. Dejando los caprichos de la fortuna, vol-
vía a reanudar el estudio de un pensamiento de aquella epístola,
la teoría de la sucesión de las monarquías, pensamiento pesimista,
porque si a los romanos se les había asignado el hierro, a los espa-
ñoles «pésimos y últimos de entre los hombres», les correspondía
el fango, haciéndole meditar en las palabras de San Pablo «ü sunt
in quos fines sceculorum devenerunU (4). Y en 1510 (5), sacudido
por las nuevas victorias de Fernando el Católico en las playas
africanas, admirado de los viajes y de los descubrimientos que
estaban realizando españoles y portugueses, no quiso ver en la
hegemonía española un suceso del todo desconsolador. Todos los
demás pueblos habían tenido su momento en la historia: los orien-
tales, los griegos, los romanos, los godos y longobardos, los fran-
cos y germanos; solamente los españoles habían estado hasta en-
(1) Augelltjzi, obr. cit., pág. 15; cfr. la carta del mismo Galateo Ad illustrerà do-
minar», Bonam Sfortiam, en Coli., Ili, 139.
(2) Stjmmonte, Historia di Napoli, III, 455-7; cfr. sobre el duque de Calabria, Ca-
racciolo, De varietate fortunaz, ed. Gravier, pág. 89.
(3) La sociedad que rodeaba en Valencia al duque de Calabria y su vida se describen
en el Libro intitulado El cortesano, de Luis Milán, reimpreso en la Colección de libros
raros o curiosos, t. VII, Madrid, 1874.
(4) De educatione, páginas 104, 163.
(5) Ad Catholicum Regem Ferdinandum, en Coli., III, 315, 16; v. sobre el particular
las observaciones de Gothein, páginas 418-19.
— 112 —
tonces sin intervenir, «soli Hispana hocusque vicissitudinem uni
habuerunt», aunque siempre habían tenido fama de hombres muy
fuertes, militando al servicio de otros pueblos, de los cartagineses
o de los romanos. Con el rey Fernando, que había borrado en
España las últimas huellas de la esclavitud, e instruido al pueblo
en la disciplina militar y en las buenas leyes, ocupaban ahora el
primer papel en la escena del mundo (te regnante, caput orbis
erit). Italia, que era objeto de la codicia turca y que había visto
a los infieles traspasar sus fronteras, esperaba de España protec-
ción y ayuda, lo mismo que toda la Cristiandad. «Españoles — ex-
clamaba— , escuchad la palabra no de un poeta, sino de un buen
hombre; españoles, llegó vuestro momento; no perdáis la ocasión,
«ne perdite Hispani, occasionem; venere vostra tempora)). Pero es
preciso que, para aprovecharla, añadáis la virtud a la fortuna,
la humanidad a la fuerza.»
De semejantes pensamientos participaba también Sannazzaro,
desde su voluntario destierro de Francia, donde había acompaña-
do a su rey Fedrico. Cuéntase que habiendo mostrado el Gran
Capitán deseos de visitar las antigüedades de los Campos f légreos
y elegido por guía a Sannazzaro, saliendo con él de Castelnuovo,
comenzaron a discurrir sobre la grandeza, las victorias y el poder
de España. Llegados ante la gruta de Posilipo, el poeta trató hábil-
mente de dar otro giro a la conversación: «Hora es ya — dijo — señor
ilustrísimo, que después de haber contado los felices progresos de
España, comencemos a narrar las grandezas italianas; esta gruta
nos sirve de magnífica ocasión para ello, según veo en los deseos
vuestros». Y se puso a evocar los fastos de Roma y de Italia,
dueña del mundo, «y con suma atención de aquel señor, y con
alabanzas para uno y otro pueblo, habló de los distintos acaeci-
mientos de los dos reinos, diciendo, a guisa de conclusión, que si
la nación española había sufrido también el cautiverio, hoy, cam-
biando el cielo su influencia por medio de varias vicisitudes, era
dueña y señora con la mayor gloria» (1).
España había vencido, y a juicio de los políticos italianos, Ma-
quiavelo y Guicciardini (2), había sabido vencer. Si los humanis-
(1) G. B. Crispo, Vita di Giacopo Sannazzaro, Boma, 1592, p. 21-3.
(2) V. El Príncipe (trad. esp. de J. Sánchez Rojas, tomo 953 de la «Colección
Universal Calpe»), capítulos III, XVI y XXI, y de Guicciardini, la citada Legazione
di Spagna de 1512-3 en el voi. VI de la Opere inedite.
— 113 —
tas se resignaban, nuestros políticos se resignaban entonces a estu-
diar objetiva y fríamente la hegemonía innegable, o a lo sumo,
como el político y poeta Maquiavelo, suspiraban por ima Italia
que volviese al manejo de las armas, haciendo de ella un pueblo
tan vigoroso como el español, y añorando para ella un príncipe
italiano que emplease para la derrotada, discorde y sierva Italia,
las artes de Fernando el Católico. El pueblo, el bajo pueblo, la
plebe, se resignaba, murmurando, blasfemando y asegurando que
«Dios se había hecho español» (1).
(1) «¿Habéis dicho que Dios e3 parcial y español?», es uno de los pecados de blas-
femia sobre ios que se interroga en el Speculum confessariorum (1525) de Fra Matteo
Corradone.; cfr. Capesso, // Tasso e la sua famiglia a Sorrento, Ñapóles, 1866, pági-
ginas 16-7, 227.
EspaSa rn la veda italiana.
VII
LA SOCIEDAD GALANTE ITALO -ESPAÑOLA EN LOS
PRIMEROS AÑOS DEL SIGLO XVI
Pero callando ahora los lamentos y desdenes de los italianos
puros, conviénenos estudiar al detalle la difusión de las tenden-
cias y costumbres españolas en Italia, que Galateo señalaba en los
comienzos para llenarlas de censuras y de vituperios. Claro es que
si se gritaba contra la moda era porque la moda existía, y que si
a él le molestaba el españolismo, a otros muchos agradaba. Pron-
ta y fácil acogida tuvo, en efecto, en la alta sociedad de Ñapóles
— el país peninsular que primeramente se anexionó a la domina-
ción española, y en la sociedad aristocrática y de los barones, que
por regla general vio en la señoría de los Reyes Católicos la con-
tinuación de la de sus reyes aragoneses, y que puesta a elegir
entre Francia y España, se inclinaba más lealmente al lado de
ésta — . Cuando en 1503 un heraldo del Gran Capitán se presentó
en Ñapóles, intimidándole para que se rindiese al «Católico Rey
de España» la deliberación fué breve porque «el partido aragonés»
había comenzado a levantar la voz; abiertas de par en par las puer-
tas de la ciudad, entraron inmediatamente en ella el conde de
Matera — conocido con el sobrenombre de «gran aragonés» — y otros
señores, gritando: — «¡España, España!» Muchas eran las familias
nobles napolitanas oriundas de España, que nutrían el odio más
encarnizado contra los franceses. Alfonso de Avalos, hijo de Iñigo,
marqués de Pescara, había muerto en 1495 combatiendo por Fer-
nando; su hermana Costanza, duquesa de Francavilla, ofreció al
rey Federico y a los demás miembros de la Casa Real un asilo
en la isla de Ischia, que gallardamente defendía la duquesa con-
— 116 —
tra los ejércitos franceses. Hernández la elogiaba por haber de-
mostrado, de este modo, su «nobleza de España, que antigua tenía*.
En la solemne entrada de Gonzalo en Ñapóles, Iñigo, marques del
Vasto, fué a buscarlo a Poggiorale, le entregó las llaves de Ischia
«y el Gran Capitán le abrazó muy estrechamente» (1). Aquella
familia, como tantas otras que se habían establecido en Ñapóles
el siglo anterior, se mostró inmediatamente española de espíritu
y de tradición, como ocurrió con el joven Fernando, marqués de
Pescara, y con Alfonso, marqués del Vasto (2). Indudablemente,
persistían, entre los barones napolitanos, pero pertenecían por
regla general a las familias que, por odio a los aragoneses, habían
sostenido los amigos del duque de Anjou y los franceses de Car-
los VIII y que dieron pruebas de rebeldía en las guerras habidas
después en el reino y en Italia, hasta que fueron convertidas, ven-
cidas o reducidas a la impotencia. Pero el nuevo gobierno se las
ingeniaba con gran habilidad y prudencia para atraerse a aquellos
descontentos, hasta el punto de que Galateo observa «que los es-
pañoles quieren mejor a los de Anjou que a los que siempre hemos
estado de su parte» (3). Y alcanzó su fin, ciertamente, como se
vio en la actitud de la familia más poderosa de tradición francesa,
la de Sanse verino, atrayéndose la rama de los Bisixnano, y duran-
te muchos años la de los príncipes de Salerno, haciendo españo-
lísimo de costumbres y educando con «ayos» traídos de España al
joven Fernando Sanseverino, que se casó con una catalana, con
Isabel Villamarino (4). Y cuando éste, bastantes años después,
volvió a sentirse rebelde, le tocó las de perder y tuvo que escapar
al destierro. Llegada la nueva a Ñapóles — escribe un cronista,
amigo suyo — no hubo casa que no se afligiese de ello, ni persona
que no se doliera sinceramente, pareciendo lamentable que un tal
gentil señor como él, de tan excelentes cualidades, y tan querido
de todos, hubiera tenido tan desastroso fin, haciéndose rebelde,
(1) Ivi, pág. 138.
(2) Sobre la educación española del primero, véase Giovio, 1. cit., y del segundo,
FlLONlCO, Arch. stor. nap., II, 313-4 n.
(3) Esposizione del Pater noster, ed. cit., parte II, p. 12.
(4) Castaido, Historia, ed. Gravier, pág. 46. Su padre, Roberto, después de haber
hecho las paces con los Reyes Católicos, recibió de ellos como mujer a María de Aragón,
hija y heredera del duque de Villahermosa. La altivez de Fernando «muchos juzgan que
estaba precedida de la educación española recibida en su mocedad bajo el magisterio y la
disciplina españolas; porque tuvo en su niñez y en los primeros años de la adolescencia
dos maestros o ayos, como se dice ahora, Juan de Oyeda y el otro don Jaime Castelvy,
que lo educaron con refinamientos casi reales».
— 117 —
sin que el rey le hubiera dado motivo para ello. Sus amigos y
servidores, cubiertos de vergüenza, andaban de un lado para otro,
como si se hubieran rebelado con él» (1). La protesta de ser «más
español de afección que otros de patria», que se atribuye a Tansi-
lo, o de ser «más español que el mismo españolismo», como decía
Antonio Minturno (2), sonaban en los oídos con aquel dejo de
deber, de decoro y de complacencia personal que hoy tienen las
protestas de ser «buen patriota» o «sincero liberal».
Si a esto se añade el predominio que los intereses de clase o
casta tuvieron sobre los genuinamente nacionales, se comprenderá
perfectamente que los barones napolitanos y españoles, los mili-
tares de uno y de otro pueblo, vivieran fraternalmente y se sin-
tieran como elementos componentes de una misma sociedad y de
una misma patria. Cantalicio, en su poema, había imaginado que
el Rey Católico, confiando al Gran Capitán la conquista del reino y
la expulsión de los franceses, les hablaba de Italia como de la tierra
fcedera cui nostri semper cimxere parentes
servaruntque fidem, cui lingue et moribus i isdem
et non dissimiles facie nos astra crear unt (3).
Lo mismo que repetía el Gran Capitán en la breve arenga que
pronunció ante los trece caballeros italianos, amigos de los espa-
ñoles que combatían en honor de Italia contra la insolencia fran-
fesa: «debere — le hace decir Galateo — illos nemi nisse Italics virtu-
tis... seque sub felici auspicatu Catholicorum regum pugnare, et
ítalos atque Hispanos gentem esse eiusdem sanguinis, eiusdem lin-
guai: victor iamque... gratiorem quam Italis Hispanis futuram (4).
Así no puede maravillarnos que un literato o cronista español,
describiendo un año después la sociedad que brillaba en Ñapóles,
nota esta fraternidad entre señores napolitanos y españoles, obe-
dientes a un mismo ideal y a un solo impulso. «Todos estos cava-
lleros, mancebos y damas y muchos otros principes y señores se halla-
ban en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos
con los otros, assi los españoles unos con otros como los mismos na-
(1) A. Castaldo, obr. clt., pág. 122.
(2) Tansilo, Capitoli, ed. Volpiceli!, pág. 363; Lettere di messer Antonio Mintukno
(Vinegia, 1549).
(3) De vis recepta Parthenope, 1. e, al fin.
(4) De pugna tredecim equitum, 1. e.
— 118 —
turóles de la tierra con ellos, que dudro en diversas tierras ni reynos
ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor
en tan esforzados y bien criados cavalleros ni tan galanes se hayan
hallado.»
Copio estas palabras de un libro intitulado la Question de amor,
que, publicado la primera vez en 1523 (1) fué muy leído y muchas
veces reimpreso en España, Italia y otras partes en la primera
mitad del siglo xvi, y que volvió a reimprimirse al final del si-
glo (2), siendo luego olvidado, hasta el punto de que sólo merece
una referencia superficial a los historiadores de la literatura espa-
ñola (3). Me fijo en ese libro, no por su valor literario, que Ticknor
exagera demasiado cuando lo considera «como uno de los prime-
ros intentos de la literatura española», sino como documento re-
presentativo. He hecho, sin embargo, un descubrimiento que me
avergüenza llamar tal, tan sencillo es, aunque nadie lo haya hecho
antes que yo: el descubrimiento de que es una novela de clave. La
«llave — diría Pascolo — estaba en el quicio de la puerta y bastaba
para verla, dar la vuelta y entrar, pero ninguno se había decidido
a ello».
La trama de la novela (4) es la siguiente: Cuando Carlos VIII
estaba en Italia, Vasquirán, caballero español de Todomir (¿To-
ledo?), yendo a la corte de los Reyes Católicos y pasando por la
ciudad de Ciramuda (Zaragoza), se enamoró de una dama llama-
da Violina. Los padres de ella se negaron a entregársela como
esposa, y marcharon con la hija a la ciudad de Valdeana ( Valen -
(1) Erróneamente, Ticknok, obr. cit., I, 389-90, cree que la primera edición es de
Valencia de 1527; Amador de los Ríos, obr. cit., VII, 395-6, cfr-. 495 y Brune?, Man. d.
libraire (5.a edición, IV, 1012-4) recuerdan la de «Valencia», 1513, hecha por Diego Gumil.
(2) Conozco, además de la primera, las ediciones de Salamanca 1519 y 1539; Vene-
cia, 1533; Zamora, 1539; Medina del Campo, 1545; Venecia, 1154 (sobre esta cfr. BoUGl,
Annali del Giolito, I, 408-10). Amberes, 1556, 1576; Lovaina, sin año; Salamanca, 1560;
Amberes, 1598, y hay otras, tal vez sin año, pero que es tal vez de Toledo hacia 1527.
Le Question fué traducida al francés (París, 1541). V. Menéndez y Pelato, Orígenes de
la novela, I, p. CCCXXVII, núm. 1.
(3) Ticknor y Amador de los Ríos, lugares citados.
(4) Me valgo de la edición de Salamanca, de la que se conserva un ejemplar en la
Biblioteca Nacional de Ñapóles y transcribo su largo título que es casi un sumario: Ques-
tion de amor de dos enamorados: al uno era muerta su amiga: el otro sirve sin esperanca de
galardón. Disputan qual de los dos sufre mayor pena. Entretexense en esta controversia mu-
chas cartas y enamorados razonamientos. Introdúzense mas una caca. Un juego de cañas.
Una égloga. Ciertas justas. E muchos cavalleros et damas con diversos et muy ricos atavias:
con letras et invenciones, concluye con la salida del señor Visorey de Ñapóles: donde los dos
enamorados al presente se hallavan: para socorrer al Sancto Padre: donde se cuenta el nú-
mero de aquel luzido exército: et le contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es
historia verdadera. Compuso esta obra un gentilhombre que se hallo presente a todo ello.
Ultima impression de la presente obra: y de muchos defectos y corrutos vocablos corregida.
— 119 —
eia) y de allí a Italia, o mejor dicho, a la ciudad de Telersina, la
mayor de las islas de Sicilia (Palermo). Allí tiene ocasión de tra-
tar y conocer a otro caballero español, Flamiano, natural de Val-
deana y que reside habitualmente en Noplesano (Ñapóles). Cuan-
do no se ven, los dos mantienen una nutrida y frecuente corres-
pondencia epistolar. La muerte arrebata a Vasquirán a su amada
Violina, y, al mismo tiempo, Flamiano tiene la desgracia de ena-
morarse en Ñapóles, perdidamente, de la jovencita Belisena, que
no qiúere o no puede saber de él. Desesperados por amor, aunque
por distintas causas, ambos amigos, Flamiano envía a su compa-
ñero desde Ñapóles a su amigo Felisel para recibir noticias suyas
y darle las propias, y Felisel es portador de una carta de res-
puesta y describe cómo ha encontrado a Vasquirán hundido en
su acerbo dolor de amor y de muerte. Con la carta se inicia la
disputa, la Question, que se refiere al punto tan debatido de ca-
suística amorosa de si es más infeliz el que ama sin esperanza o
el que ha perdido ante la muerte el objeto de su amor. Cuestión
que, de momento, salvaremos diciendo que ambos son desgracia-
dos y que ambos pueden enloquecer, morir o consolarse; pero en
aquellos tiempos no se resolvían las cosas con tanta filosofía y se
prefería girar en torno de ellas con agudísimos contrastes y suti-
lísimas distinciones.
Con la disputa se enreda la discusión de una partida de pista,
de un torneo, en el que Flamiano es caballero armado. Un nuevo
cambio de cartas donde la polémica continúa con otra descripción
de una cacería, en la que Flamiamo tiene un largo coloquio con
Belisena, que con gran firmeza rechaza la oferta de su amor. La
polémica se orea más y más con un nuevo viaje del paje Florisel.
Más cartas. Flamiano, en compañía de los señores que forman la
alta sociedad aristocrática de Ñapóles, se dirige a un paraje que
dista ocho kilómetros de la ciudad, llamado «Virgiliano», tomando
parte en un juego de cañas, en una mascarada y en la recitación
de una égloga española, alusiva a sus amores con Belisena. Tercer
viaje de Felisel a Sicilia, llevando presentes y cartas de su amor
y señor. Vasquirán se resuelve a venirse a vivir a Ñapóles, y dando
las oportunas disposiciones en Palermo para continuar con el culto
que profesa a su amada muerta, se pone en viaje. Helo con Flo-
rián continuando «la question» alrededor de la cual continúan lazo-
nando con la mayor amplitud. Y después se ponen de acuerdo
— 120 —
para ofrecer a la sociedad napolitana una tela de justa real. Obte-
nido el permiso del virrey, se celebra esta gran fiesta.
Entre tantas diversiones, llega el anuncio de las hostilidades
entre Francia y España, de la alianza concertada entre el papa
y el Rey Católico, conocida por el nombre de la «liga santa»; Ña-
póles se llena de pertrechos guerreros; el ejército, con el virrey a
la cabeza, se pone en movimiento; Flamiano parte también para
la nueva guerra. Vasquirán, que vuelve a quedarse colo, realiza
una excursión para sus quehaceres a Sicilia, resuelto a marchar
inmediatamente al lado de su amigo. Pero una noche en Palermo,
le aparece en sueños Flamiano, herido de muerte, entre varios ca-
balleros heridos. ¡Triste y verdadero presentimiento! Felisel, que
llega inmediatamente después, le da noticias de la sangrienta de-
rrota de Ravenna y le entrega la carta que Flamiano le ha diri-
gido antes de morir, fechada en Ferrara el 17 de abril de 1512.
Escrito este libro, como el autor declara en las primeras pági-
nas., en alabanza de una dama, que en la obra toma el nombre
de Belisena, «por servir y complazer un cavallero, a quien llama
Flamiano, que aquella dama servia» y que se refiere a sucesos acae-
cidos en Ñapóles como él mismo nos advierte, entre 1508 y 1512,
a los que se mezclan ciertas invenciones para dar interés a la tra-
ma (1), donde se introducen muchísimos personajes reales, pero
con nombres alterados «por cierto respecto que se escrivió necesario»,
es evidente que está formado de cartas, razonamientos y poesías,
entre las últimas coplas, villancicos y una égloga, que fueron es-
critos antes de 1512 y que quedaron manuscritos o fueion reci-
tados en la buena sociedad napolitana, que discretamente enten*
día las alusiones y reticencias, y desde luego, enviados a la cor-
tejada Belisena. Los apuntes de las fiestas, de las empresas, ca-
cerías, justas, parecen anotaciones a lápiz de un «cronista mun-
dano», porque también entonces tiene su importancia la crónica
de sociedad aunque no existiesen los diarios, y en los Giornali
manuscritos de Passaro, hay una descripción de las bodas de Bona
Sforza, que se parece del todo a las de la Question (2). El mismo
autor forma parte de la alta sociedad de Ñapóles (3). Y dice en
(1) Parece referirse a los sueños y a las disputas.
(2) Passaro, Giorn. cit., páginas 240-58.
(3) *Compuso esta obra un gentilhombre que se halló presente a todo ello*, será la por-
tada del libro de que ya hemos hecho mención.
— 121 —
el proemio que ha querido ocultar su nombre «porque los, que con
más ingenio querrán en ello (en el libro) algo enmendar, lo puedan
mejor hazer y de la gloria gozar su parte», pudiendo considerar la
obra como resnullius y llevar a ella su parte de colaboración per-
sonal, y para que los detractores, que nunca faltan, tengan liber-
tad «para saciar las malas lenguas, no sabiendo de quién detraían»,
lo que hace suponer que el autor fuera hombre de alguna cuenta,
un gentilhombre que no quería enojar a sus críticos, ni que sus
críticos le molestasen a él.
Si la alteración de los nombres de los personajes hace la obra
algo escura en las consideraciones históricas, no hemos de decir
por eso, que los personajes no puedan reconocerse. Ante todo los
nombres supuestos repiten siempre las iniciales de los nombres
verdaderos. Los caballeros, cuyos nombres se describen, llevan
siempre los colores de la dama a la que sirven. Con ambos ele-
mentos nos es posible rehacer las parejas amorosas. Finalmente,
en la última parte de la obra, añadida cuando ya estaba com-
puesta su trama central, al describir el ejército que el virrey
Raimundo de Cardona sacó fuera de Ñapóles, se ponen los
nombres verdaderos e históricos de los personajes, circunstan-
cia que, añadida a la advertencia que nos hace el autor de que
éstos son los mismos que aparecen en la primera parte, facilita
grandemente el hallazgo de los personajes auténticos. Hallazgo
que, por lo demás, es facilísimo y seguro siempre, aunque la
misma inicial se repita a veces para nombres distintos, y en
otras dudemos de si ésta es la del nombre o la del apellido, y
en algunas más haya sospecha de erratas de escritura o de im-
presión.
Ninguna duda, sin embargo, podemos abrigar con relación a la
heroína de aquella novela de amor, sobre Belisena, amada por
Flamiano, porque es, efectivamente, Bona Sforza, hija del duque
de Milán Juan Galearro y de Isabel de Aragón. Como tal se la
designa con el título apenas alterado de «hija de la duquesa de Me-
liano, que era una muy noble señora viuda», que, por entonces, fué
a pasar una larga temporada a Ñapóles, y como tal, se confirma
en la segunda parte, donde entre las damas que presencian el des-
file de los ejércitos de Cardona, se habla de la «señora Duqtiesa de
Milán y la señora su hija doña Bona». De regreso, efectivamente,
al reino de Ñapóles, después de sus desventuras de Milán y de la
— 122 —
guerra de Caries VIII en 1499 (1), Isabel, o en sus posesiones de
la tierra de Bari o en la ciudad de Ñapóles, con su hija Bona,
educada por el preceptor Colonna (2) que, nacida en 1493 (3) tenía
en 1508, año en que empieza la novela, quince años, y diez y
nueve cuando se casó, en 1512. La crónica escandalosa (4) contó
de Bona, casi una niña, atrevidos apasionamientos con el mozo
aquel de Héctor Pignatelli que obtuvo «de su amor algo más que
las hojas» y de la que se dice también que, al casarse en Polonia
con el rey Segismundo, en 1517, corrieron nuevas de que el exce-
lente marido, al conocer a su esposa y la dote que le aportaba,
reflejó su doble, mejor, su triple desilusión en un dístico demasia-
do melancólico (5).
Sea lo que sea de esto, volviendo desde estos detalles tan pro-
saicos al mundo de la galantería y de la caballería, de la novela
se desprende que desde 1508 a 1512, que la muchachita Bona fué
«servida» y adorada en vano por Flamiano, caballero de Valencia,
que no sabemos con seguridad quien fuese, pero que fué cierta-
mente un personaje de carne y hueso, herido en Ravenna y muerto
en Ferrara, adonde fueron transportados y donde murieron varios
prisioneros y heridos del ejército español (6). Aunque simple gen-
tilhombre, nos explicamos que Flamiano mirase tan alto, enamo-
rándose de una princesa, destinada a ser reina «mirado y conside-
rado el valor, merescer y Belisena, todas las esperanzas que esperanca
de algún bien darle podían, la puerta le cerraban». En el coloquio
que tuvo con él Belisena, o sea Bona, le dio a entender que el
único modo de «servirla» (7) era el de prescindir de ella: «para
esto que te digo, como ya te he dicho, los inconvenientes de mi estado
y de mi condición y honestidad me dan inconveniente no sólo para
(1) PASSARO, Giorn. cit., pág. 121.
(2) Si veda sopra im questo voi., pág. 118.
(3) Trinchera, Codice aragonese, II, parte I, pág. 276.
(4) Aludo a la colección manuscrita de los Succesi de la corone, sobre la cual cfr.
A. Borzelli, Successi tragici ed amorosi di S. e di A Corone (Napoli, Casella, 1908).
(5) «Regina Bona attuili nobis tria dona: Faciem pictam, dotem jictam et vulvam non
stridami. V. Passaro, obr. cit., pág. 258 de la ed. impr. y en muchos manuscritos de los
diarios del siglo xvu. V. Darowsky, Bona Scorza (Ryzm, tip. del Senado, 1904) que se
aprovecha de mis indagaciones, por cierto, sin indicar su origen.
(6) Cfr. en Passaro, obr. cit., pág. 193. La noticia de la muerte del conde de Avelino,
Juan de Cardona, ocurrida en Ferrara, que había sido herido en la batalla de Ravenna
y moría a consecuencia de una lesión antigua que había recibido en un juego de cañas.
(7) Traduzco adrede servir, para expresar literalmente la palabra italianísima y
caballeresca de enamorarse de una dama y quedar obligado al vasallaje de su voluntad
y de su hermosura. — N. del T.
— 123 —
que, como hago, della reciba mucho enojo, mas para que, aunque tú
mil vidas, como dizes, perdiesses, yo dellas haya de hazer ni cuenta
ni memoria». A lo que Flamiano responde en vano: «Assi que,
señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis
huessos y raer de allí vuestro nombre y de mis entrañas quitar vues-
tra figura, porque ya en mí está convertida».
En torno a estas dos señoras, Bona e Isabel, giran en la novela,
los distintos personajes de la sociedad italoespañola de Ñapóles.
He aquí el virrey Raimundo de Cardona, tan querido y predilecto
del Rey Católico, que hasta se dijo que fuera hijo natural de este
monarca; he aquí dos cardenales, el de Valencia, Luis Borgia,
hombre galantísimo, y el de Sorrento, Francisco Remolinez, viejo
amigo de los Borgias, antiguo familiar queridísimo de César e ins-
tructor del proceso de Savonarola, que no pudiendo vivir en Ña-
póles después de los tratados de mal género que allí había cometi-
do, vivía en Ñapóles, donde tenía fama «de hombre malísimo y
era muy mal querido» (1). He aquí al cuñado del virrey, el gran
almirante Bernardo Villamarino, conde de Capaccio, de una fami-
lia de gente de mar y lleno de gloria por sus hazañas contra turcos
y berberiscos. Sigue una legión de ilustres guerreros, italianos o
españoles: Fabricio y Próspero Colonna, don Carlos de Aragón, los
príncipes de Bisignano y de Melfi, los duques de Ferrandina, de
Bisceglia, de Atri, de Termoli, de Gravina, de Traetto; los mar-
queses de Pescara, de Padula, de Nocito, de Bitonto, de Atella;
los condes de Monteleona, de Avellino, de Polenza, de Popoli, de
Soriano, de San Marcos, de Matera, de Cariati, de Trivento; An-
tonio de Leyva, Juan Alvarado (2), el prior de Mesina Pedro de
Acuña (3), Diego de Quiñones, Héctor y Guido Ferramosca, Fer-
nando Alarcón, Jerónimo Lloriz, Gerónimo Fenollet, Luis Ixar,
Gaspar Pomar y otros muchos. Españolas y napolitanas son las
damas que sobresalen en esta sociedad: las dos «tristes reinas»
Juana de Aragón, viuda del rey Fernando el viejo, y su hija del
mismo nombre, viuda del rey Ferrantino, la viuda princesa de Sa-
(1) Passaf.o, Giornali, páginas 188-9.
(2) De Leyva muchos años después contaba a Giovio (Elogia, i. 316), que vino a
Italia de muy joven, en 1502, como lugarteniente de una sección de caballos de Sancho
Martino, su tío, que en el mismo barco en que se embarcó se encontró con los dos herma-
nos Benavides y con los dos Alvarados, padre e hijo.
(3) Era capitán de cincuenta hombres de armas y fué herido en Ravenna: Sañudo,
Diari, XIII, 257, 325, XIV, 151, 170, y Passaro, Giornali, pág. 180. A él, y no a Hugo
de Moneada, como supone Cian, alude CASTIGLIONE en el Cortigiano, II, 78.
— 124 —
lerno Marina de Aragón, la duquesa de Trancavilla Constanza de
Avalos, las duquesas de Gravina y de Traetfco; las marquesas de
Pescara, del Vasto, de Padula, de Bitonto, de Laino, de Nocito;
las condesas de Venapo, de San Marcos, de Capaccio, de Matera,
de Soriano, de Trivento, de Terranova y tantas y tantas otras, sin
hablar de las damas y damiselas italianas y españolas, que for-
maban la corte de las «tristes reinas».
Todos estos personajes se reconocen fácilmente en la primera
parte de la novela. Así, el conde de Avertino es el de Avellino, el
prior de Mariana es el de Mesina, el duque de Belisa es el duque
de Bisceglia, el conde de Poncia el de Potenza; el Sr. Fabricano,
Fabricio Colonna; Atineo de Lavesín, Antonio de Leyva; el car-
denal de Brujas, el cardenal Borgia; Marcos de Reinar, el capitán
Alarcón; Pomarín, el capitán Pomar; Albalader de Coronis, Juan
de Alvarado. También se reconocen por lo general las damas que
éstos cortejan y a las que están ligadas de amor. Porque esta no-
vela (si se quisiera cambiar el título doctrinal por otro más nove-
lesco) podía titularse: «Amores, fiestas y armas»; en cosas de amor
se explican pomposamente los usos y costumbres de la galantería
caballeresca y medieval, harto cultivada en España y hoy fla-
mante también en tierras italianas. Cada caballero lleva consigo,
como se ha dicho, la divisa de su dama y palabras alusivas a las
vicisitudes de su corazón. Por ejemplo: Flamiano, al ir a las fies-
tas de los esponsales del conde de la Marca (de San Marcos), algún
tiempo después de haberse enamorado y de haber recibido noticias
de la desventura de su amigo, se vistió de una loba frisada, forrada
de damasco negro, acuchillada todo por encima, de modo que por ella
mesma se mostrase la forradura con las cuchilladas (1), todas atadas
con unas madezas negras y con una leyenda que decía:
No descubre mi pena
ni tristeza, el ajena,
el dolor propio y el dolor del amigo. Ejercicio intelectual muy
adecuado a estas damas y caballeros eran las «cuestiones de amor»,
al uso de la que servía de argumento a la novela (2), y a la que
(1) «Taglietti», como se traducía entonces en italiano, según podemos ver en Aretino.
(2) V. en el Cortegiano, 1, 10, uno de los juegos propuestos por Fregoso y la nota que
acompaña a este pasaje en la edición de Cian.j
— 125 —
debió en buena parte la fortuna que tuvo, pues en la edición vene-
ciana de 1554, hecha por Alfonso de Ulloa, se añaden, a modo de
apéndice, una serie de cuestiones semejantes (1). Ejercicios predi-
lectos son asimismo escoger empresas y leyendas y componer co-
plas y toda suerte de versos de amor. Versificaban muchos de aque-
llos militares y gentileshombres que intervienen en la Gestión de
amor. El marqués de Pescara, Fernando de Avalos, estuvo du-
rante algún tiempo locamente enamorado de la española Isabel
de Requeséns, mujer del virrey (a la cual, se cuenta, que tuvo la
audacia de dejarle caer en el pecho un collar, sin que Isabel hiciera
nada por el momento, hasta que al día siguiente envió como re-
galo el collar a la marquesa de Pescara). Para ella componía versos
el marqués en español, como una vez que, advirtiéndole desdeñosa,
escribió sobre el tambor de Paleone, maestro de música de la vi-
Más fe y menor ventura,
la memoria es mi enemigo;
mas sólo en la memoria
quedará toda mi gloria,
y otra vez, para la misma dama, rimó de esta manera:
Si tú me cierras, Amor,
en el mejor tiempo la puerta,
la de la muerte está abierta (2)
El Cancionero General recoge versos de Pedro de Acuña, de
Diego de Quiñones, de Carlos de Guevara y de Rodrigo de Ava-
los (3). El napolitano Sansorino, príncipe de Salerno, versificaba
en español, y en días de desgracia compuso una canción desconso-
(1) Venecia, Giolitto, 1554: tTrece questiones muy graciosas sacadas y puestas en
nuestro romance de cierta obra toscana llamada el Plisloculo, del famoso poeta y orador
Juan Bocaccio». V. P. Rajna, Rumania, XXI, 28-81.
(2) Véanse las Vite, de Filonico, manusc. Bibl. Naz. B., 67, fol. 69, 89, y en la edi-
ción de Jordi (Vitoria Colonna), páginas 102-3.
(3) En la ed. de 1527, Carlos Guevara debe ser el conde de Potenza. Un Juan de
Cardona de versos en el folio CLXV; pero debe ser, no el conde de Avellino, sino el mismo
que compuso un Tratado de amor (Cfr, Gallardo, Ensayo, II, 219).
— 126 —
ladamente triste que se cantó en toda Italia, y de la que Brantome
nos ha dado la primera estrofa:
Ya pasó el tiempo que era enamorado,
ya pasó mi gloria, ya pasó mi ventura,
y ha llegado la hora de mi sepultura.
Y tornando a las páginas de la Question volvamos a las cace-
rías, a los juegos de cañas, a las recitaciones que se describen en
el libro, destellos de la vida galante y exótica.
La partida de torneo fué concertada por cuatro caballeros de
cada bando con ocho correrías, y había, entre otros premios, una
tienda de plata de ocho marcos al que mejor gustase y ocho cañas
de raso carmesí al caballero que se presentase «más galán con los
caballos mejor enjaezados». El marqués de Pescara, que figuró
entre los justadores, llevó un vestido de terciopelo leonado con
puntas de plata y con la divisa: «No pueden pessa mis males, Pues
al medio les ha faltado remedio», y por la noche llevaba un vestido
de brocado blanco forrado de raso leonado, con fajas del mismo
raso, con algunas plumas de escribir, donde se leía: «No se puede
mi passión Escrevir, Pues no se puede sufrir», yendo acompañado
de muchachos y pajecillos con los mismos colores blanco y leonado.
La justa real debía, en la mente de sus organizadores, so pre-
texto de fiesta y de diversión para todos, servirles a ellos y a los
demás atribulados del mal para «publicar sus apasionados dolores»,
encontrando para semejante empresa acogimiento y ayuda en el
cardenal Borgia, «un notable cavallero y mancebo y tan inclinado
a las cosas de la cavalleria, aunque perlado». Un heraldo, o albardán,
publicó por la ciudad el cartel de desafío de la justa, con los pre-
mios para los vencedores, entre ellos un diamante de cien ducados
para la dama mejor adornada y un rico rubí al mejor vestido
galán que acudiese a la fiesta nocturna en casa del virrey.
El juego de las cañas se llevó a cabo en un escampado entre la
ciudad y el mar, donde se había erigido un gran tablado recubierto
de ricos tapices, con dos legiones de caballeros: la una dirigida por
Flamia.no y la otra por el cardenal Borgia. Los del bando del car-
denal se presentaron alineados a la turca, con trompetas y bande-
ras en las lanzas, y vestidos con jubones de brocado negro forrado
de raso rojo obscuro y con máscaras turcas. Flamiano y los suyos
— 127 —
les hicieron frente con alcancías; al verlos volvieron grupas, y los
turcos, lanza en ristre, les siguieron para volver todos al lugar
del juego.
La égloga, finalmente, aludía al coloquio que había tenido Fla-
miano con Belisana durante la cacería, y llevaba a la escena a un
pintor, Torino, que cantaba y se lamentaba de la repulsa sufrida
por aquél, con otros dos que divagaban con discursos y polémicas
en torno a sus penas, y la pastorcita Benita, que intervenía, les
escuchaba y les volvía después las espaldas, dejándoles a solas
con sus cantos y lamentaciones. Era una representación cortesana
de la que participaban Flamiano y cuatro caballeros amigos suyos.
Esta elegante sociedad de caballeros, consagrada enteramente
a los amores, juegos y fiestas, recuerda verdaderamente el fresco
famoso del camposanto de Pisa, la alegre campaña en el florido
vergel, a la que se aproxima inexorablemente con su hoz la Muerte.
Entre aquellas diversiones llegó el bando de guerra, y el virrey se
puso al frente de un ejército precioso y tan adornado y gentil como
correspondía a personas tan galantes. «Los barones de Ñapóles
— escribe Giovio — adquirieron hermosos caballos de guerra y se
procuraron bellas divisas de armas; entre ellos Pescara, con sin-
gular desenvoltura, se había provisto de sayos, penachos y cubier-
tas de caballo suntuosísimos, bordados a la aguja en oro y carme-
sí» (1). En la novela se describen menudamente, demasiado minu-
ciosamente, los adornos, los atavíos, del virrey, del marqués de
Pescara y de los demás capitanes. Algunos meses después aquella
sociedad, aquel ejército, yacía quebrantado y deshecho, sangrante,
lleno de fango, en los campos de Ravenna. Sus bellos vestidos, sus
ricas divisas y sus galas habían caído en poder de los soldados
franceses (2). Vasquirán, en su fúnebre sueño, ve a Flamiano con
el rostro y el cuerpo lleno de heridas, y a su vera nel conde d'Aver-
tino de la misma manera del herido; en la delantera, assentados, al
prior de Mariana, y al prior Dalbano, y a Rosseller el Pacífico, y
Alvalader de Cerosías, y a Pomesis y Petraiquis de la Gruta, y a
Guillermo de Cauro y a su hermano el conde de Torramastra, y más
(1) Vita del Pescara, ed. cit., fol. 170; cfr. Lettera da Napoli, 1 nov. 1511 (Sañudo,
Diari, XIII, 325), «todos suntuosos y en orden perfecto».
(2) Se ganaron en aquella batalla trescientos mil ducados entre dinero, objetos de
plata y vestidos de brocado y de terciopelo que los extraños señores italianos y los seño-
res capitanes españoles se habían mandado hacer para aquella empresa (Passarci, Gior-
nali, pág. 179).
— 128 —
de otros cien caballeros españoles y de Noplesano, y los todos con
muchas heridas en sus personas». Hay crónicas particulares de la
muerte de algunos de estos caballeros, como, por ejemplo, del mag-
nánimo D. Pedro de Acuña, de Alvarado, maestro de guerra del
joven Pescara, y del conde de Avelino (1). Aquellos galantes caba-
lleros, aquellos guerreros bien vestidos, se batieron como leones,
haciendo pagar bien cara la victoria a los franceses y a su capitán
Gastón de Foix, aquella victoria sangrienta, en la que Ariosto sabía
escuchar:
¡gran rammarichi e l'angosce
ch'in veste brune e lacrimosa guancia
le vedovelle fan per tutta Francia! (2).
Rey, religión, honor militar, culto caballeresco de la mujer,
componían la fe que los animaba y que se refleja precisamente en
el discurso que hizo Vasquirán al amigo que marchaba a la gue-
rra: «Tú — le dice— puedes estar contento porque motivos bien jus-
tos te determinan a obrar: primero, el servicio de la Iglesia, que
os decide a todos; luego, el servicio a tu rey, como cumple a tu
deber; en tercer lugar, porque vas a usar el traje militar, que es
el que verdaderamente te corresponde, y en cuarto y principal,
porque llevas en tu pensamiento a la señora Belisaria y dejas tu
corazón en su poder.»
La Question de amor no es la única obra de la literatura espa-
ñola que haya nacido de la vida de la sociedad italoespañola en
aquellos primeros años de la unión de Ñapóles con España. Hay
en el Cancionero General (3) un «dechado de amor, hecho por Vázquez
a petición del cardenal de Valencia, y enderezado a la Reyna de Ña-
póles», que debió ser compuesto por el año 1510, porque el cardenal
que le dio el encargo, Luis Borgia, murió en 1511, año en que tam-
bién murieron las princesas de Salerno y de Bisignano y la condesa
de Avelino, que se mencionan en el Dechado (4), y porque Victoria
Colonna, a quien llama «la marquesa de Pescara», se había casado
(1) Passaro, obr. cit., pág. 180; Giovio, Vita del Pescara, í. 173.
(2) «Las lamentaciones y los alaridos que vestidas de negro y con las mejillas rojas
lanzan las jóvenes viudas por Francia entera», Orlando, XIV, 7.
(3) Edición de Toledo de 1527, fol. CLXXXII-III.
(4) Passaro, obr. cit., páginas 176-7. La princesa de Bisignano y el cardenal Borgia
hablan sido envenenados por el príncipe marido de aquélla, que había descubierto el
enredo de ambos (Croce-Ceci. Lodi di dame napoletane del secolo decimosesto. Ñapóles,
1894, pág. 57).
— 129 —
con Avalos en 1509 (1), y aunque las reinas de Ñapóles, las «tristes
reinas», eran dos como hemos dicho, ambas viudas y ambas Jua-
nas, ambas viviendo bajo el mismo techo, lo más probable es que
la que aquí se nombra sea la joven, la viuda de Ferrantino, que
en 1510 contaba cerca de treinta y dos años. A la madre, en cam-
bio (permítaseme esta digresión), se refiere un precioso romance
popular español (2) que, tal vez por la sugestión del poético nom-
bre, idealiza aquella figura de reina viuda y destronada, de la que
hace un símbolo de infinito dolor.
Con toda solemnidad comienza así el romance:
Emperatrices y reinas
cuantas en el mundo había,
las que buscáis la tristeza
y huís de la alegría,
la triste reina de Ñapóles
busca vuestra compañía.
Sus ojos lloran todas las lágrimas que pueden verter; ¡cuántas
desgracias en torno a ella, cuántas pérdidas de personas queridas!
Llora al rey su marido, al rey su hijo, al rey su sobrino y yerno,
a su hermano y a todos sus sobrinos; entre tantas desventuras, y
bajo la amenaza del rey de Francia, que quiere robarle el Reino,
pide socorro a sus hermanos, los reyes de Castilla, y sube a una alta
torre a explorar ansiosamente, por sobre la inmensidad del mar,
si llega por fin el socorro que espera:
Subiérame a una torre
la más alta que tenía,
por ver si venían velas
de la tierra de Castilla:
vi venir unas galeras
que venían de Andalucía;
dentro viene un caballero,
Gran Capitán se decía;
— ¡Bien vengáis el caballero,
buena sea vuestra venida...!
(1) Passaro, obr. cit., pág. 162.
(2) Ya incluido en el Cancionero de romances de 1550, se lee ahora con dos textos en
el Romancero general, ed. Duran, voi. II, números 1249-50.
España en la vida italiana. 9
— 130 —
Estas mujeres que sobreviven a la Casa aragonesa de Ñapóles
atraen poéticamente nuestra fantasía. Confieso que no sé leer sin
alta conmoción, como de tragedia, la relación que el tosco cronista
Notar Giacomo hace del incendio que estalla el 21 de diciembre
de 1506 en la sacristía de la iglesia de Santo Domingo, cuando el
fuego reduce a pavesas las cajas funerarias que contienen los res-
tos de los reyes de Aragón, cuando llegan a aquel lugar la reina
viuda Juana Isabel de Aragón, duquesa desterrada de Milán; Bea-
triz de Aragón, reina de Hungría repudiada, que, ante el lamen-
table espectáculo, «acordándose de sus dolores, prorrumpen en un
grandísimo alarido» (1).
En los años durante los cuales fué compuesto el Dechado de
amor, las dos tristes reinas vivían en el antiguo palacio real de
Castel Capuano, honradas como hermana y sobrina del Rey Ca-
tólico, rodeadas de una magnífica corte, atentas a gobernar su
Estado, o lo que es igual, las muchas propiedades de que disfru-
taban en el Reino (2). Juana Castriota gozaba del afecto de las
dos reinas y de gran influencia en su corte, hasta el punto de que
no había contraído matrimonio por consagrarse enteramente a
ellas, aunque las malas lenguas añadiesen que en aquella devoción
no era extraño el vínculo de la joven reina con su hermano Cas-
triota, duque de Ferrandina, y a ella misma se le atribuyesen amo-
ríos con Alarcón (3). Además de la Castriota, figuraban como da-
mas de aquella corte la duquesa de Gravina, Juana Villamarín,
María Enriquez, María Cantelmo, una doña Pórfida, una señora
Maruxa, María Sánchez, Leonor de Beaumont, Violante Centellas,
Angela Villaragut, María Carroz y Diana Gambacorta. Todas estas
damas inspiraron el Dechado de amor, en el cual el cardenal Bor-
gia (es él quien habla), después de loar a la reina, pídele, lo mismo
que a sus damas, que borden paños distintos que muestren los
sufrimientos de sus enamorados, indicando a cada una el tejido
de cada paño y la divisa o leyenda que ha de llevar. La composi-
ción comienza dirigiéndose directamente a la reina:
Alta Reyna que merece
quanto en el mundo s 'encierra,
(1) Notar Giacomo, Cronica, páginas 295-6.
(2) Noticias sobre su vida y su estado en Arch. stor. nap., XIX, 359-61.
(3) Filonico, ms. citado, en la Vita d'Isabella d'Aragona, í. 49.
— 131 —
añadiendo que si la fortuna le ha quitado el dominio, la Natura-
leza le ha prodigado belleza y bondad:
. . . quanto del inundar
os ha quitado ventura,
tanto os ha dado natura
de virtud y de hermosura
quanto os ha podido dar;
y advirtiendo que ella es «reina general», «reina real de las reinas»,
osa suplicarle que borde con sus damas el paño del modo que aca-
ba de indicar:
Yo he tenido atrevimiento
para osaros suplicar
queráis con las damas vuestras
labrar un paño de muestras
do todas las vidas nuestras
sus males puedan mostrar.
Y se le ruega que borde en un paño un cielo enteramente sem-
brado de estrellas con el sol en medio y esta divisa: «De tan alta
claridad no es mucho salir centellas que se abrasse el mundo deltas.»
A la Castriota, que borde ima tela negra y blanca, rodeada de
una cadena, como símbolo de la suya de la que penden y cuelgan
tantos corazones. A María Enriquez, «servida» por el cardenal (1),
un lazo de seda floja encarnada; a la duquesa de Gravina (que era
entonces Beatriz Ferrillo, de los condes de Muro (2), dama que no
toleraba cortejos), otros símbolos y divisas parecidos. Cosa aná-
loga hacía con las demás, con la Villamarín, hija del almirante y
hermana de la famosísima Isabel, princesa de Salerno, a quien
hacía el amor el conde de Avellino, con el que se casó; con la Can-
telmo, cortejada por Jerónimo Tenollet; con doña Pórfida, por la
que bebía los vientos el marqués de Pescara; la Villaragut, feste-
jada por Francisco Cantelmo; la Carroz, por el capitán Alvarado;
la Sánchez, por el capitán Pomar; la Centellas, amadísima de su
marido Ángel Galeote, y de otras que no cita; de la Gambacorta
y de la reina misma no cita los amantes, añadiendo que están «en
(1) Aveva sposato il marchese di Lucito; ed è forse quella «Maria lusitana», alla quale
e diretta l'epistola del Galateo, De hypocrisi (in Coli, cit., I, 227-47, cfr. p.v).
(2) V. el voi. Vili, tav. 2 de las Fani. nob. de Luta.
— 132 —
lugar do nadie puede alcanzar)). La composición teje asimismo vina
corona para otras señoras napolitanas que no son damas de la
reina: para Isabel de Aragón, para Bona Sforza, para la princesa
de Salerno, para Leonor Piccolomini, servida por Luis Ixar; para
Victoria Colonna, marquesa de Pescara (1), servida por el marqués
de Bitonto, Juan Francisco Acquaviva (2); para Maria de Alife
(tal vez la hija de Fernando Díaz Garlón, conde de Alife, a la que
dirigió un epigrama Sannazzaro) (3), servida por Pedro de Acuña,
y, en fin, para una señora. Isabel (tal vez Isabel Castriota), que
pertenecía a las damas de la duquesa de Milán, que estaba ser-
vida por Carlos de Aragón, hijo de un bastardo del viejo Fernan-
do (4). Sigue el epílogo y la despedida en una larga serie de estro-
fas, de las que solamente pondré aquí las dos últimas:
Aquí verán que sentimos
aqui verán que pasamos,
aquí verán que sufrimos,
aquí verán que callamos,
aquí verán que hazeys,
aquí verán que hazemos,
aquí verán los estremos
del mal que por bien tenemos,
del bien que por mal teneys.
I assi será esta favor
hará dotrina e memoria
a los que saben d'amor
de sus penas e dolor,
e a quien no, qu'es pena e gloria,
aquí los unos sabrán
los males qu'en ellos caben;
sabrán antes que os alaben
lo que después passarán.
(1) Los versos que conciernen a la Colonna dicen así: «De seda amarilla e grana,
Labrad, señora, un pincel, Do vea dama galana, Quien os viera tan ufana, Que Dios os
pintó con él; E labrad una columna, De los dos de los estremos, Do vuestro nombre miremos,
E también porgue en vos vemos, Que en estremo vos soys una.» La divisa era ésta: «Simas
d'una no tuviera, En mi sola la pusiera».
(2) Fué herido gravemente en la batalla de Ravenna y murió antes que el padre
en 1527.
(3) Carmina, III, 4; cfr. Passaeo, Giornali, pág. 155.
(4) De Enrique, marqués de Geracei; cfr. Caputo, Discendenza della Real Casa d'
Aragona, núm. 74. Murió en 1512.
— 133 —
No sólo en el Cancionero General, sino en otro de Obras de burlas
encontramos composiciones nacidas en aquel tiempo y de aquella
sociedad. Muchas de las damas recordadas, la reina Juana, María,
Leonor, Diana, Maruxa, Pórfida, Juana y ademas una Muñoz,
ima Inés, una Isabel Castriota, hermana de Juana (que fué amiga
y después mujer de Guido Ferramosca, hermano de Héctor) (1),
volvemos a encontrarlas en una Obra de un caballero, llamada
visión deleitable (2), que es una graciosísima sátira. Finge el autor
que, angustiado por las cuitas y querellas de amor, camina por
la calzada de Capuana, cuando,
si venís como en visión
mucha gente en procesión
que me puso espanto velia;
mas cuando cerca de mí
se allegaran con plazeres,
todo temor despedí,
porque luego conocí
que todas eran mujeres:
que con honrra muy rreal
llevaban a Matihuelo
en un carro triunfal,
él tan gordo, largo y tal,
que arrastraba por el suelo:
y luego tras él venían
muchas dueñas y donzellas,
que a altas voces dezían:
— ¿Las que de ti se devian
plazer se desvía dellas!
Cantado a coro el elogio, cada ima toma la palabra para
dirigirse al personaje, cuyo canto sigue su deseo y sus expresio-
nes de ternura. Pero aquella composición no tiene ya carácter
satírico o de vituperio para las damas nombradas, y es sólo una
(1) Cfr. Fasaglia, Ettore e la casa Fìeramosca, Ñapóles, 1883, pág. 77. Guido muiió
en 1531 en su castillo de Mugnano, e Isabel (que murió en 1545) le hizo erigir un sepulcro
en Montecassino.
(2) Cancionero de obras de burlas, ed. cit., páginas 135-40.
— 134 —
burla galante, como se ve en la disculpa final del caballero-
so autor:
No sé quién fué el atrevido
que tales coplas trobó:
sé que todos como yo
por muy loco Vhan tenido
porque tanto se atrevió:
que trobar cosas viciosas
a damas tan virtuosas,
fué tan fuera de razón,
que fué bien como en carbón
engastar piedras preciosas.
Que damas tan escogidas,
en tanto estremo acabadas,
han de ser tan bien queridas,
que sean casi adoradas
sin ser de nadie ofendidas.
I si alguno las ofende,
su gran virtud las defiende
para que quede confuso,
y el que tal obra compuso
sus necedades enmiende.
No se sabe a punto fijo quién fuera el autor o quiénes los auto-
res de tales composiciones, aunque la Question de amor parezca del
autor mismo de la Cárcel de amor, Diego de San Pedro (1). El que
las dos obras se imprimieran a la vez no es razón bastante, sin em-
bargo, para que el autor de ambas sea el mismo. Al mismo Diego
San Pedro se atribuye también, sin fundamentos sólidos, la Vi-
sión deleitable (2). Lo que no cabe duda es que entre los tres libros
hay una estrecha relación y un cercano parentesco. Como el De-
chado lleva en la portada el nombre de un Vázquez, acude a la
mente el pensamiento de que sea el propio «Vasquirán», amigo de
Flamiano, testigo y redactor de sus trabajos de amor. Aun podía
irse más allá, identificando ese Vázquez con un meser Juan Váz-
quez, que había sido agente del cardenal Pompeyo Colonna, y
(1) V. el Discurso preliminar, de Aribau, al voi. III (Novelistas anteriores a Cervan-
tes), de la Biblioteca de Aut. Esp., de Rivadeneyra, pág. 12.
(2) En la misma Biblioteca, voi. XXXVI (Curiosidades bibliográficas), p. XXI, n.
— 135 —
en 1529 era, a las órdenes de Victoria Colonna, vicemarqués de
Aquino y Palazzolo (1). Como este Vázquez se llama en un docu-
mento clericus abulensis (2), o lo que es igual, de Avila, podíamos
continuar con la indagación recordando que a un Vázquez o Ve-
lázquez de Avila atribuye Duran un rarísimo y pequeño cancio-
nero o colección de coplas, impreso en letra gótica (3). Pero todas
éstas son conjeturas tan vagas y discutibles, que no es cosa de
continuarlas, porque el nombre preciso del autor o de los autores
poco añade al valor que estos documentos tienen para nosotros
como pintura de las costumbres galantes y caballerescas de la so-
ciedad hispanoitaliana en los albores del siglo xvi.
(1) Vittoria Colonne, Carteggio, páginas 59-60, y Supplemento, de Jordl, pág. 84 n.
Pero no me parece fundada la identificación de Jordi de este Vázquez con Juan Vázquez
Hurtado, que en 1568 fué obispo de Aceña y murió en 1571 (Mghelli, Italia sacra VI
221).
(2) Protocolo del notario Piroti, de Roma, nov. 1527, f. 66 (según la indicación que
me hizo Jordi).
(3) Como me advirtió Menéndez y Pelato, en Revista de España, junio, 1894, pá-
gina 113.
Vili
LA LENGUA Y LA LITERATURA ESPAÑOLAS EN ITA-
LIA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVI
Ya hemos visto que Galateo lamentaba la difusión en Italia
de las lenguas forasteras y sobre todo de la española. Es muy natu-
ral que un pueblo, al dominar a otro, o simplemente al entrar en
estrechas relaciones con él, suscite interés por sus cosas o intentos
de comprender y hablar su lengua; lo mismo que ocurre, después
de todo, en mayor o menor escala, con el pueblo al que domina
y con el que entra en relación. Sin ira y sin odio, con gran amplitud
de ideas y de sentimientos, Castigliona, mientras Galateo difundía
sus escritos por Italia y principalmente en las provincias meridio-
nales, aconsejaba a su cortesano ideal el conocimiento de las len-
guas «española y francesa», porque «el comercio con una y con
otra nación es muy frecuente en Italia, pues ambos pueblos están
muy conformes con nosotros, y ambos príncipes, siendo poderosí-
simos en la paz, tienen siempre la corte llena de nobles caballeros,
que por todo el mundo se desparraman, y nosotros necesitamos
hablar con ellos». Tampoco censuraba el empleo de palabras de
aquellas lenguas introducidas en italiano, ((aquellos términos, o
franceses o españoles, que ya hemos aceptado en nuestras costum-
bres», mentando de las españolas primor, accertare, aventurare,
ripassare, aflillato, creato (1).
En verdad, mejor aún que los explícitos testimonios de italia-
nos y de españoles, como Casa (2) y Valdés (3), quien dice que «en
(1) Cortigiano, n, 37, 1, 34, y en las notas de Cían, observaciones sobre la poca di-
fusión del francés.
(2) Galateo, ed. Sanzogno, pág. 45.
(3) Diálogo de lat lenguas (ed. Madrid, 1873), pág. 5.
— 138 —
Italia, asi entre damas como entre caballeros, se tiene por gentileza
y galanía saber hablar castellano)), confirman la difusión, de la len-
gua española tantas palabras y giros como se ven mezclados en
los escritos italianos de los albores del siglo xvi que formaban la
viva y fresca impresión producida por el conocimiento de aquella
lengua. Galateo, como se ha visto, mezcla españolismos en sus ex-
presiones vulgares y latinas, y recordaré un pasaje de la Exposisione
del Pater Noster, donde alude a «aquel impío proverbio castellano
Gran merced a mis manos», y otro donde emplea la expresión «y
como se dice, comia con todos» (1). Las comedias, principalmente
las del Aretino, y las rimas burlescas que más circulan nos su-
ministran frecuentes ejemplos de tales locuciones. «Sin ella no pue-
de hacerse nada» (dice un personaje de La cortigiana, 1534), y
otro añade «toca pagar a nosotros», encontrándose también las
expresiones «mucciaccia (muchacha), el «mozzo mui lindo et agra-
dable», un nuccio (mucho) appassionado Don Sancco», «vigliacco,
higio (hijo) de puta, traidor» y «te chiero (quiero), hombre civil,
tomar la capezza» (cabeza), y aorca, aorca» (2). En el capítulo del
mismo Aretino al duque de Florencia encontramos «los audaces
muy galani (galanes,) y en el de Bini contra las calzas, el «muc-
ciaccio» (muchacho) (3). En aquel tiempo se introdujeron en las
comedias personajes españoles que hablaban en su lengua (4), y
algunas veces se desarrollaban escenas de equívocos por la seme-
janza del sonido con diversidad de significado en algunas palabras
de las dos lenguas (5).
No ya sólo en la sociedad, sino que en la política se difundía
también el empleo del español. El castellano, en Cerdeña y en Si-
cilia, desplazaba al idioma catalán; en Ñapóles se desarrollaba in-
tensamente; español era el lenguaje de la diplomacia hasta en
Lombardia, y español hablaban los reyes y gobernadores que no
siempre tenían el humor de hablar, y de hablar bien, el italiano.
Las costumbres idiomáticas de los italianos, militares y emplea-
dos en aquellas cortes están claramente despejadas en los Capitoli,
(1) Ed. cit., parte II, páginas 15, 72-3.
(2) Cortigiana, II, 4, 6, V, 6, 7; v. otras frases en Talanto, I, 1, y en el Ipocrito, V, 25.
(3) Opere burlesche, recogidas por Casca (Usecht al Reno, 1771), III, 20, 1, 331.
(4) Por ejemplo, en los Ingannetti (1531), en el Amor costante (1536), de Piccolo-
mini, en Attilia (1550), de Raineri, y en otras muchas.
(5) Por ejemplo, Cecchi, Rivali, III, 4, y Tasso, Intrighi d' amore, V, 1, 2; v. Tan-
sillo, ed. Volpicene, pág. 241; Costo, Fuggilozio, f. 134.
—139 —
de Tansilo, «continuo» del virrey Toledo y compañero de armas
de su hijo García. Allí se encuentran profusamente palabras espa-
ñolas, como gorra, creanza, enoscio (enojo), aglio (hallo), cuentas,
ramaglietto (ramillete), spento, mozze, acca (heca), pi servito, l'ora
buone (en hora buena), y frases enteras, como «sin partillo con otro
no la como» y «mas si hay una gentil garganta», y también: «Don
Garzía que sube más arriba» (1). En un capítulo, interrumpiendo
su discurso italiano con tres tercetos escritos en buen castellano,
Tansiloo vuelve a su lengua original, observando a renglón seguido:
Già vi fate la croce, già dite: — Ave
Marie! Luigi scrive Castigliano.
E che insalate è questa che fatte heve?
Mescola l'ispagnuolo e l'italiano!
Che nova fantasie, che nova baia
a la bocca gli a datto e a la mano?
Questa faccenda strana non vi paia;
vi giuro ch'io mi scordo cual che volto
s'io son nato in Italie od in Biscaia.
Il viver con spagnuoli, il gire in volte
con spagnuoli, m'han fatto nom quasi novo
e m'hanno quasi la mia lingua tolta (2).
En efecto, hacia la mitad del siglo Ñapóles parecía un país
medio español con relación a la lengua. Máximo Troiano, discu-
rriendo sobre los italianos que florecen «en la vaga lengua caste-
llana», hablaba de esta nuestra tierra Ñapóles gentil como de la
ciudad de Italia donde más se hablaba el español (3). En un libro
escrito entonces sobre costumbres populares se lee que si se ha-
blaba tosca y flojamente en aquellas provincias era por la mezcla
(1) Capitoli, ed. cit., páginas 65, 91, 203, 219, 241, 254, 257, 265, 285, 287, 298, 360,
373, etc.
(2) «Ya hacéis la cruz, ya decís: lAve María! Luis escribe castellano. Pero ¿qué ensa-
lada estáis haciendo? Mezcla el español y el italiano. ¿Qué nueva fantasía, qué nueva
burla trae ahora con las manos y la lengua? No os parezca extraña esta actitud; os juro
que a veces me olvido de si he nacido en Italia o en Vizcaya. Soy un hombre nuevo, he
perdido casi del todo el uso de mi lengua, a fuerza de vivir y de andar con españoles».
Obra citada, páginas 22-3. El caso inverso, aunque frecuente entonces, de un español
que, al hablar, «mezcla a España con Italia» se da en Mauro, Opere burlesche, I. 287, en
la persona de Gottiero, cortesano del marqués del Vasto (Francisco Gutiérrez, sobre el
cual cfr. Vittoria Colona, Carteggio, pág. 28). Véase, sobre otros casos, mi opúsculo
sobre la Lingue spagnuole in Italia, páginas 52-4.
(3) II Compendio, de Massimo Troiano (Firenze, 1601), pág. 49.
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con las lenguas extranjeras, sobre todo en Ñapóles, «donde se
habla la lengua española» (1). «Si tú hubieras estado doce años en
Ñapóles, como he estado yo (responde en una comedia el criado
Feluca a uno que se maravilla de que hable el castellano corrien-
temente), no me lo preguntarías. En Ñapóles son ya más espa-
ñoles que napolitanos» (2). «De españolerías (dice Panigarola) están
llenas las dos ciudades de Ñapóles y de Milán, donde un caballero
que ha estado cuatro días en España finge que se ha olvidado en-
teramente de la lengua natal, y que las palabras y frases españolas
le circulan corrientemente por la boca, llenando sus razonamien-
tos de expresiones como esser servita, regalara, descuidi, con che
nostra signoria» (3). Se protestaba por sentimiento nacional (4);
pero las protestas caían en el vacío. Hasta algún italiano versificó,
como hemos visto, y trató de escribir literariamente en espa-
ñol (5); pero fueron casos raros y de poca importancia en la pri-
mera mitad del siglo, donde se da el caso inverso, escribiendo ver-
sos italianos Torres Naharro, Bartolomé Gentil, Tapia, el portu-
gués Sa de Miranda y muchos otros (6).
La lengua española estaba tan difundida en Italia (y en Fran-
cia, y en Alemania, y en Inglaterra), que los embajadores emplea-
ban intérpretes para hablar ante el Senado veneciano y los espa-
ñoles no (7). Todo el mundo se había hecho pueblo español, y el
castellano era la lengua más necesaria entre todas las que se ha-
blaban entonces (8). Muchas palabras españolas, que entonces en-
(1) Gli costumi, le leggi et l'usanze di tutte le genti..., per Giovanni Boemo, alemanno
(Venezie, 1543), f. 156.
(2) C. Castelletti, I Torti amorosi (Venezie, 1585), IV, I. Cfr. Tasso, Gl'intrighi
d'amore, IV, 13.
(3) F. Panisarola, Il preditatore (Venezie, 1609), intr. a la seg. part., pág. 4.
(4) V. la carta de Caro a Alfonso Cambi, Importuni de Ñapóles (Rome. s. f.; cfr.
Costo, Lettere, pág. 205.
(5) En la sàtira, I.
(6) Como aquel Horacio Solimare y aquel otro Horacio de Gervasio de Venosa; véase
Fiorentino, int. a las Liriche, de Tansillo, p. XIV-XVIII.
(7) Tres sonetos italianos, además de un capítulo trilingüe, de Torres Naharro, en
Propaladia, ed. Cañete, I, 41-3, 126-7; el segundo soneto es de 1515, porque se alude a la
elección de Juliano de Médicis como capitán general de la Iglesia y a la muerte de Contes-
mia de Médicis, hermana del papa León X; el tercero alude a Agustín Chigi. Los diez y
ocho sonetos de Gentil, que se leen en el Cancionero General, son de argumento religioso;
uno de ellos, Che cosa è Dio..., se imprime por error en las líricas de Tansilo sencillamente
porque éste lo copió para su uso particular y lo arregló. En el mismo Cane, hay cinco
capítulos atribuidos a Tapia y siguen las obras españolas de éste (que no es el Tapia de
la corte del rey Alfonso), dos de los cuales se leen entre las rimas de Bembo, porque éste
las copió y enmendó (V. Savi Coper, Note al Bembo, en Propugnatore, v. s. voi. VI, par-
te I, fase. 31-2).
(8) Cantú, Storie degli italiani, V, parte I, páginas 879-80. Sobre el uso de la lengua
española entre estadistas y diplomáticos, v. Farinelli, Ras. Bibl., VII, 270.
— 141 —
traron en el vocabulario italiano vivo, penetraron en aquel tiempo,
como el ya citado mozzo (el mucciaccio no tuvo fortuna) que Ariosto
ofrece italianizado, pero aún con la procedencia extranjera fresca
«si fuese mozo de espuela» (1), así como lindo, sfarzo (esfuerzo), com-
plimento, creanza, disinvoltura, sussiego y otros (2). Español es el
aio (ayo), por preceptor (3); buscare, aprovecciarsi (aprovechar-
se) (4); vocablos militares, como rancio (rancho) y arrancharsi
(comer o tomar el rancho) (5); vocablos mai ineros (6) y pala-
bras árabes y americanas que vinieron a nosotros a través de
España, como manteca, riso (arroz), rucchero (azúcar), chicchera
(jicara). Infinidad de españolismos penetraron en los dialectos, pri-
mero en el siciliano, después en el napolitano y luego en los lom-
bardos (7). Vocablos que en la lengua y en los dialectos entraron
con las cosas y con las nuevas formas y significados que las cosas
tenían. Por los ejemplos que hemos aducido hemos visto que prin-
cipalmente se emplearon en las costumbres de la buena sociedad
y en la vida militar y marinera.
Lo que nos hace pensar que la literatura española no podía
tener gran eficacia en un país como Italia, que había llegado antes
que España a su madurez espiritual. De modo que se dio el fenó-
meno inverso de la influencia de la literatura italiana en la lite-
ratura española. Las obras españolas eran ecos apagados de algo
(1) Osservationi delle lingue castigliane (Venezie, 1583), dedicatoria.
(2) Para lindo, Tobler, en Zeitschr. f. Rom. Philol., 1894, pág. 297; F. De Herrera,
en las anotaciones a Garcilaso (páginas 120-2), donde dice de lindo que ninguna lengua
puede alabarse de otra palabra mejor que ella; para complimenti, Costo, Lettere, páginas
26-8: para creanze, Mauro, cap. II (en Opere burlesche, I, 229); para disinvoltura, v. Ga-
lateo, citado más arriba; para sussiego, Alberi, Relaz. d. amb. ven., II, 269; cfr. Tas-
soni, Secchia, II, 43.
(3) Costo, Lettere, pág. 20; cfr. Castaldo, Istoria di Napoli, ed. Gravier, pág. 46.
(4) Tasso, en II Souzege omeo del piacere vuesto.
(5) V. el Vocab., de Franciosiin.
(6) Sobre este tema ha publicado distintos trabajos el profesor Funcio Zaccaría,
Contributo allo studio dil l'iberisuis in Italia (Torino, Clanen, 1905); La ricchezza, la gran-
dezza dell'uso e l'importanza che nei rami nautico, commerciale et amministrativo avea nei
secoli 15°, 16° y 17" lo spagnuolo-portoghese: I Ramo nautico (Villafranca, Rossi, 1907J;
Il parco, il marame e il cabrestante ecc. ..ossia la ripercussione del linguaggio nautico spag-
nuolo-portoghese in Italia (Modene, Unione Cooper., 1908), y anunciaba, además, otra
obra extensa con el título: Un travasso importante e guai ignoto. Spagnolismi e portoghes-
sisismi entrati come chessie in Italia, raccolti e documentati.
(7) Para el siciliano, v. C. Avolio, Introduz. allo studio del dialetto siciliano (Noto,
1882, páginas 68, 84; para el napolitano, en el cual se cambiaron por influjo español tan-
tos sonidos fonéticos y tantas construcciones sintáxicas, cfr. Ovidio Moneci, Manua-
letto spagnuolo, Napoli, 1879, páginas 13-21, y D'Ovidio, Ital. Gramm., en Gnmdiss de
Gròber, I, 525; Wentrup, Beitrage 2.-Eentuiss d. neap. Mundast, Witemberg, 1855, pá-
gina 4; v. vocablos recogidos por mí en Lingue spagnuola in Italia, páginas 57-8; para los
dialectos lombardos, véase lo que dice S. di Castro en Arch. stor. lomb., IV, 491.
— 142 —
que ya había pasado de moda en Italia, como la poesía cortesana
y provenzalesca de los Cancioneros, o imitaciones de modelos ita-
lianos del siglo xiv, o libros caballerescos, sentimentales, muy in-
feriores a los grandes poemas caballerescos que Italia creaba sati-
rizando la caballería y humanizando cada vez más los sentimien-
tos. Ni siquiera obras como La Celestina y El Lazarillo, llenas de
observaciones realistas, podían ser grandes novedades para el país
del cuento y de la comedia, y por su contenido especial no se pres-
tan a las adaptaciones y cambios por los hábitos tan distintos de
la tradición literaria italiana. La corriente nacional y popular de
la poesía española, la de los romances, que había de transformarse
y enriquecerse un siglo después con la poesía dramática de los
Lope, los Tirso, los Alarcón y los Calderón, aparecía entonces
como escondida y estéril, ligada, como estaba, a la historia de la
Edad Media en España y a sentimientos y tradiciones de aquel
pueblo. Para sentirla como era debido se precisaba la concurrencia
de una simpatía histórica y de una nostalgia por la Edad Media,
que se formaron mucho después y de modo reflejo en el período
romántico. Lo que podía acogerse y conocerse de la literatura es-
pañola no era nuevo y original, y lo que era original y nuevo no
podía florecer en nuestro suelo o tenía que marchitarse inmedia-
tamente en él.
Para medir la divulgación que tuvo en Italia la literatura espa-
ñola en la primera mitad del siglo xvi tenemos que prescindir,
ante todo, de lo que se refiere a la vida particular de las colonias
españolas en las ciudades de Italia. Así, en Roma, en 1513, se re-
citó la farsa de Juan de la Encina, Plácida y Vitoriano; pero se
recitó en casa del cardenal Arborense, y dos tercios de la sala es-
taban llenos de españoles. «Más putas españolas había que italia-
nos», escribía el agente del duque de Mantua, que añade el juicio
que mereció a los españoles, «y, a lo que dicen éstos, no fué muy
bella» (1). En manos españolas circuló la edición que se hizo en
Roma de esta farsa, tal vez en 1514, y de la Tribagia en 1521 (2).
La misma suerte corrió la edición de la Tinelaria, hecha en la
misma ciudad por Torres Naharro en aquel entonces (3), y los ita-
(1) Documentos publicados por Luzio, en D'Ancona, Origini del teatro italiano,
II, 81-2.
(2) V. la edición del Teatro completo, hecha por la Real Academia Española en 1893,
y los estudios de Cotarelo, en la España Moderna, 1894.
(3) Barbera, Catálogo, pág. 722.
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líanos no parecían darse cuenta de la colección de los dramas de
éste, la Propaladla, impresa en Ñapóles en 1517 «por Juan Pas-
queto de Sallo, impresor que vivía junto a la iglesia de la Anun-
ziata». En Italia, y en imprentas napolitanas, vieron también la
luz, en 1529, los diálogos de Mercurio y Cerón y el Cactancio, el
primero de Alonso y el segundo de Juan de Valdés (1). Muchísi-
mos libros españoles se publicaron en Venecia en 1529 y en años
sucesivos, como la Historia de Amalio y Isabela (2); en 1533 y 1534
las bellas ediciones del Amadis y del Primaleón, cuidadas por De-
licado, y en 1537 el curioso Vanaris Tribunal, de Luis Escrivá,
de Valencia (3). Especialista en libros españoles fué el tipógrafo
Esteban Sabtro, que marchó a vivir desde Verona a Venecia,
«maestro (como él mismo se llama en la portada de La Celestina,
de 1534) que estampa todas las obras españolas en quarto folio», y
que era aconsejado en sus ediciones por Domingo de Gaztelú, se-
cretario del embajador Lope de Soria. Más numerosas, más ele-
gantes, más importantes, fueron las ediciones hechas en 1552
y 1553 por Giolitto de Venecia, con la colaboración de Alfonso
de Ulloa, de La Celestina, La cárcel de amor, La question de amor,
las obras de Boscán y otras (4). Aunque Ulloa, verdadero mediador
entre ambas literaturas (5), tratase de despertar el amor de los
italianos por los libros españoles, y aunque en aquellas ediciones
añadiese una Introduzione o ima Esposizione di vocaboli spagnoli
para uso de los italianos (6), a los españoles se destinaban princi-
palmente, como se ha comprobado después con las muchas tra-
ducciones españolas hechas de libros italianos, que Giolitto, con
la colaboración de Ulloa, tradujo El duelo, de Muzio; las Letencios,
de Libürnio; el Orlando, de Ariosto, traducido por Urrea, y la
Clicca de Homero, traducida por Gonzalo Pérez. También Ulloa
traducía las Empresas, de Giovio (7), y el tipógrafo Marcolini daba
(1) B. QüATRiCH, Bibl. Hispana, Londres, 1895, pág. 141.
(2) Gallardo, Ensayo, I, 386 y siguientes; cfr. Menéndez y Pelato, Orígenes de
la novela, cit,, voi. I, p. CCCXXXII.
(3) Gallardo, obr. cit., IV, 1474.
(4) Bongi, Annali del Giolito, I, pref., p. XL,VII-VIII y passim. En estas indaga-
ciones se ha distinguido también E. ZACCARÍA en su Bibliografia italo ibérica ossia edi-
zioni e versioni di opere spagnuola e portoghesi fattesi in Italia, de cuya obra se ha publi-
cado la primera parte. Edizioni (Carpi, tip. Bavagli, 1908).
(5) Para Ulloa, v. Ghilini, Teatro d'uom. letter, Milano, 1640, páginas 16-7; Anto-
nio. Bibl. Nov., I, 55-6; Campillos, Saggio, I 342 y siguientes, además de Gallardo y
Bongi, obr. citadas.
(6) Véase, por ejemplo, Le Question de amor, Venezie, 1554, f. 155-8.
(7) Impresa en Lyon, Boville 1562 v. sobre Ulloa la advertencia de Koville.
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en 1551 la Tueca dei Don in spañol. Gramáticas y vocabularios
para uso de los italianos aparecieron mucho después (1).
Algunas poesías españolas tuvieron, sin embargo, gran divul-
gación entre nosotros, como las coplas, los romances, los villancicos,
los motes, las preguntas, las invenciones y las glosas recogidas en
el Cancionero general y en otras colecciones de esta clase. Además
de Bambo, a quien ya nos hemos referido, sabemos que en los pri-
meros años del siglo Galeotto da Caretto leía y copiaba poesía
española (2). Composiciones de este pueblo se encuentran frecuen-
temente en las colecciones musicales de entonces (3). Mario Equí-
cola, discurriendo sobre la poesía amorosa española, conceptuaba
superfluo hacer advertencias preliminares como había hecho con
los provenzales y franceses, «porque han sido dadas a conocer a
todos por muchos trovadores las coplas, los villancicos, las cancio-
nes y los romances», antojándosele también superfluo dar el nom-
bre de muchos versos que traducía, «poique muchos son públicos
y han salido al público». Le parecía un defecto español esa manía
de mezclar las cosas sagradas y profanas, las lamentaciones de los
profetas, las oraciones, el salmo De profundis y las expresiones
de los afectos del amoi profano. De tales pecados acusa igualmente
a Mena (4). A uno de los interlocutores del Diálogo de las lenguas,
(1) No se puede llamar así la traducción en dialecto siciliano del voc. latino caste-
llano del Nebrijense, hecha por un cierto Escobar de Siracusa y dedicada en 1512 a Pedro
de Urrea, embajador del rey de España, de la que hay una ed. veneciana de 1519-20;
cfr. A. Bacchidelle Lega, Bibl. dei vocabolaris dei dial, ital., Bologne, 1876, páginas
61-3, y S. Pitre, en Saggi di critica letteraria (Palermo, 1871), páginas 61-3. Después de
la citada Exposición, de Ulloa, se imprimieron el Paragone della lingua toscana et cas-
tigliana, de Sio. Mario Alessandri di Urbino, Napolis, Caucer, 1560, que había vivido
largo tiempo en España; las Osservationi della lingua castigliana, divise in quattro libri,
de Giovanni Miranda (Venezie, Giolitto, 1568, reimpresa varias veces, cuyo autor era
español; Il Compendio, de Massimo Troiano, sacado del libro del Miranda, con anotacio-
nes de Argiste Sinffride, (1593, 2.a ed., Firenze, 1601), y, finalmente, la Grammatica spa-
gnuola e italiana, de Lorenzo Franciossini (Venezie, 1624, muchísimas ediciones). De
los vocabularios merecen citarse el de Cristóbal de las Casas, Vocabulario de las dos
lenguas toscana y castellana (Sevilla 1570), y el más conocido de Franciossini, Vocabo-
lario italiano ed spagnuolo (Roma, 1620), innumerables ediciones, y del mismo, los Diá-
logos apacibles (Venecia, 1626), manual de conversación. V. largos extractos de estos
libros en mis op. La lingua spagnuolain Italia, páginas 23-32; cfr. E. Mele, Tra gram-
matici, maestri di lingua spagn. e raccoglitori di proverbi spagn. in Italia, en Studi di filol.
mod., a VII (1914), pág. 13 y siguientes.
(2) Cinque poesie spagnuole attribuite a Galeotto del Carretto (Carpi, 1891),
tomadas de un códice estense. Que no son composiciones de Carretto lo demuestra C. Mi-
CHAELis de Vasconcellos, en Romanische Forschungen, XI (1899).
(3) Por ejemplo, en las Frottole, de Andrea Antico, da Mentone, Roma, 1518, en
el Fioretto di prottole, Napoli, 1519; etc., cfr. a este propósito A. Farinelli, Ras. bibl. d.
lett. ital., II, 139.
(4) En el libro De natura d'amore, compuesto en 1495, rehecho en 1525, y del que
tengo a la vista la ed. de Porcacchi (Venegie, Giolitto, 1563). Al final del libro V hay una
larga serie de versos sobre amores españoles, traducidos en prosa italiana por Equícola,
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al italiano Marzio, a quien se cita con gran fiecuencia en todas
aquellas estrofas, pregunta Valdés: «¿Adonde diablos habéis apren-
dido esas coplas?» «¡Qué sé yo! (responde éste). ¡Entre vosotros!» (1).
También nosotros reimprimíamos las famosa., coplas de Jorge
Manrique y los proverbios del marqués de Santillana. Es posible
que el uso español de la glosa trajese consigo el italiano de la «trans-
mutación)), o, lo que es igual, de la paràfrasi de una estrofa de un
poeta célebre en tantas estrofas como eran los versos de la primera;
por ejemplo: de ima octava del Orlando en ocho estrofas, como se ve
en muchas composiciones populares (2), o como hizo con todas las
octavas de los primeros cantos de este poema Laura Tenacine en sus
conocidísimos Discorsi sopra le prime stanze del Furioso (1549).
Además de esta lírica exótica y cortesana, debemos volver la
vista a los libros de caballeiía, como Amadis (3), Tirante el blanco,
y a toda la serie de los Amadises de Grecia, Palmerines, Prima-
liones, etc. El Tirante (editado en valenciano en 1490) andaba en
manos de damas y princesas italianas en 1500 (4), siendo traducido
en italiano por Lelio Manfredi en 1519 e impreso en 1538. El Ama-
dis y sus secuaces fueron traducidos por Mambrino Roseo, por
Pedro Lauro, por Ulloa y por Juan Miranda (5). Castiglione hacía
en El cortesano constantes alusiones al Amadis (6). Huellas de éste
encontramos también en Orlando, «la áspera ley de Escocia», con
el nombre de Melisa (la Melicia de la novela), con escenas del Ti-
rante y de la Historia de Aurelio e Isabela, en lo que se refiere a la
historia de Ginebra (7). Algunos trataron de componer poética-
mente los libros españoles de caballería, como ya se había hecho
en el ciclo carolingio y bretón; poetas de segunda y de tercera fila,
siguiendo con frecuencia «el modo de decir español», sin cambiar «algunas palabras... en-
tre ellas las que nosotros hemos aceptado y usado». El curioso privilegio se cierra con un
madrigal italiano imitado de un pasaje del Amadis de Gaula, 'Mozo con viso che in tal fuoco
alpino», etc. En el libro IV (páginas 267-8) sobre psicología amorosa de los españoles y de
otros pueblos.
(1) Ed. cit., pág. 114. Tansillo (Capitoli, pág. 171) alude a un tal que se llama
il conde d'aro e cante l'appia, per far come tangli altri, alle spagnuole.
(2) Cfr. F. NOVATI, en Lares, Boletín de la Soc. Etnogr. Ital., III, 1914, 242-5.
(3) Recordemos aquí que el único ejemplar que se conoce de la 1." edición del Ama-
dis (Zaragoza, 1508) fué encontrado en Ferrara en 1872; año antes lo vendía Quaribch
en Londres ( Bibl. Hisp., páginas 8-9).
(4) Antonia de Balzo e Isabel Gonzaga: véase Ltjzio Reinier, Niccolo da Corregió,
en Giorn. stor. d. lett. ital., XXII, 71-3.
(5) Véase, además del Quadrio, la bibliografía de Melzitosi, Milano, Daelli, 1865,
páginas 13-4.
(6) Cortiggiano, III, 54 y la correspondiente nota de Cían.
(7) Eajne, Fonti del turiso, páginas 112, 128, 131, 132, 134 n, 349, 354; cfr. pági-
nas 177-8.
Espana en la vida italiana. 10
— 146 —
como Bernardo Tasso en su Amadis (1560) y Dolce en Palmerín
y en Primaleón, hijo de Palmerín (1562). El hijo de Bernardo, Tor-
cuato, recordará después al Amadis y a sus compañeros así en
Rinaldo como en la Jerusalén (1). Su expansión se comprueba por
los muchos vestigios que quedan de tales libros y poique entre las
familias nobles italianas se adoptan los nombres de Palmerín y de
Esplandión (2). El libro Guerin mezquino circuló en Italia en cas-
tellano, a cuya lengua fué en seguida traducido; como libro espa-
ñol citábalo Valdés (3), y de la redacción española se valió, esti-
mándola original, Tulia de Aragón en el poema en que puso en
verso aquella novela (4).
En tercer lugar, hay libros de costumbres y de amores, entre
los que descuella La Celestina, que no solamente circuló entre nos-
otros en su lengua original, sino también en la traducción italiana
que hizo un español, Alfonso Ordóñez, familiar del papa Julio II,
a instancias, como él nos dice, de madame Gentile Feltria de Cam-
propeloso (5). Celio Manfredo, para satisfacer el deseo de Isabel
de Gonzaga, que buscaba inútilmente en las librerías de Milán un
ejemplar de la Cárcel de amor (6), traducíala en italiano y la im-
primía en Venecia en 1514. El mismo Manfredi, en 1251, tradujo
la Historie di Aurelio et Isabelle nelle quele si disputa che più dia
occasione di peccare o l'huomo alle donne o la donne all'huomo (7).
En Venecia se publicaba en 1552 la Historia de los amores de Clareo
y Florizee y de los trabajos de Isea, de Alfonso Núñez de Reinoso,
con un soneto de Dolce en loor del autor (8), la cual no tuvo la
(1) V. Vivaldi, Sulle ponti delle gerus. liberata, Contazzaro, 1893, y en torno a este
libro, Solerti, en Giorn. stor. d. lett. ital., XXIV, 255-68; E. Proto, Sul Rinaldo di T. T.
(Napoli, 1895). Cfr. Dunlop, Geschichte der Prosadichtungen, Berlin, 1851, páginas 157,
175, y E. Baret, De l' Amadis de Gaule et de son influence sur les moeurs et la litterature
au XVI et au XVII siede (Paris, 1873), páginas 159-160.
(2) V. Montanini, Dell' bloquenze leture (Venecia, 1737), páginas 79-91 y el cit. 1. de
Baret, passim. Cfr. Calmo, Lettere, ed. Rossi, páginas 332-4.
(3) Diálogo de las lenguas, pág. 131.
(4) V. la carta de Tulia que precede a su Guarino o il meschino. Una trad. sp. anota
en un catálogo Fernando Colón; de otra de 1518 copia un largo título Gallardo, obra
citada, I, 875-6.
(5) Al final de la trad. de 1506 se lee esta octava: Nel mille cincuecento e cinque
apunto Pa spagnuolo in idioma italiano, Estato questo opúsculo tramuto Pa rué Alphonso
Hordenez neto hispano A instantia di colei eh' he tu re rasunto Ogni bel modo ed omemento
humano, Gentil Feltrie Fragoso honeste e degno, In cui vera virtù triomphe et regne.
(6) Cfr. Luzio Renier, 1. e, 4-72-3.
(7) Gallardo, obr. cit., E, 386 y siguientes; Bongi, obr. cit., I, 48-50; Rajne, obra
citada, páginas 133-4; Albertazzi, Romanzi e romanzieri del '500 e '600, Bologne, 1891,
139-41.
(8) Bongi, obr. cit., pág. 378; se reimprimió en el voi. Ili de la Biblioteca de Riva-
eneyra.
— 147 —
fortuna de la obra anterior, que se reeditó varias veces. En cambio
gozó del mayor renombre, años después, la Diana, de Jorge de
Montemayor; reimpresa en 1520 en Milán por Andrés de Ferrari,
con nueva dedicatoria en español a la señora Bárbara Fiesca, con
un soneto de Lucas Con tile a Jorge de Montemayor, otro de Jeró-
nimo de Tejada y cuatro octavas añadidas al canto de Orfeo en elo-
gio de una Campugnani y de una Visconti (1), se reimprimió
en 1568 por Ulloa en la imprenta de Giolitto. Parece que no se
conoció inmediatamente el genial Lazarillo del Tormes, del cual
conozco ima edición milanesa de 1587 (2) que la presenta como
una obra que «yacía casi olvidada y del tiempo carcomidas, y que
fué traducida toscamente al año siguiente. Tampoco fué divulgado
el graciosísimo cuadro de costumbres de ambiente italiano La
lozana andaluza, de Delicado (3).
Citemos los libros morales y eruditos, como los de Antonio
Guevara, obispo de Mondoñedo, y de Pedro Mejía, o Messia, como
se decía a la italiana. Y pasando a la geografía y a la historia, los
comentarios a la guerra de Carlos V de Pedro Salazar y de Luis
de Avila; la Crónica general de España y del reino de Valencia, de
Beuter; las descripciones de viajes de Oviedo, de Zarate y de Fer-
nando Colón; Giambulleri, en su historia de Europa, y en la parte
relativa a España, donde no hizo otra cosa sino traducir la Crónica
general, publicado en Zamora en 1541 por Florián de Ocampo (4).
Un gramático de la segunda mitad del siglo nos da un catálogo
de libros españoles que aconseja a los italianos; voy a transcribirlo
porque recuerda muchos libros de varia literatura a los que me
he referido en general: «Existe (dice) La selva de varia lección, de
Pedro Mejía; La vida de Marco Aurelio, de Guevara, traducida
por Mambrino Roseo de Fabriano; El libro de las cuatro enferme-
dades cortesanas, La flor de la consolación, El oratorio de los reli-
giosos, de Guevara; La vida de los emperadores, del señor Pedro Me-
jía; los cuatro volúmenes de Cartas, de monseñor de Mondoñedo;
(1) Sobre esta edición, R. J. Cuervo, en Remie hispanique, V (1858), pág. 308 y si-
guientes. Acerca de la influencia de la reimpresión italiana sobre la ortografía española,
véase el mismo Cuervo, ivi, páginas 298-300.
(2) Por Jacobo María Meda, a instancia de Antonio de Antonio, dedicada al señor
Leandro Marni, Cfr. Catálogo de la Biblioteca de Salva (Valencia, 1872, II, 153).
(3) Aquí no hablamos, como de cosas impertinentes, de las fábulas asiáticas que
a través de las compilaciones españoles medievales (el Enxemplario, etc.) pasaron a las
colecciones italianas; v. S. Petraglione, Sulle novelle di A. F. Doni, Trañi, 1900,
p. 120 y siguientes.
(4) E. Mele, en Gian. stor. d. letter. ital., LIX, 359 y siguientes.
— 148 —
El monte Calvario, del mismo; La milicia celeste, El consejo y conse-
jeros del rey, de Federico Turio Ceriol; las Instituciones de los ju-
gadores, de Pedro de Covarrubia; las Instituciones de mercaderes,
de Juan de Jarava; Las seis jornadas de la filosofía natural, los
Razonamientos, del señor Pedro Mejía; la Filosofía natural, de Juan
Jarava (de Jarava); el Diálogo del verdadero honor militar, de Jeró-
nimo Urrea; los Comentarios, de Navarra; el Origen de los turcos,
de Díaz Tanco; la Historia de la conquista del Perú, de Agustín de
Zarate; y de libros portugueses, el Asia, de Juan de Barrios; las
Historias, de Castañeda (de Fernao Conas de Castanheda), los cua-
les ha traducido el señor Alfonso Ulloa (1). Muy leídos fueron los
volúmenes del obispo de Mondoñedo, Guevara, elogiadísimos en
Italia (2), a quien Luis Groto llamaba «único dictador de las letras
españolas», y de cuya imitación hay huellas no sólo en el Groto,
sino en Bernardo Tasso, en Parabosco, en Contile, en Lando, en
Leho Manfredi, en Lucrecia Gonzaga y otros (3).
Pero todos o casi todos estos libros, desde los líricos de los Can-
cioneros a las novelas caballerescas, a los cuentos de amores y de
costumbres, a los tratados morales y de varia erudición, eran (salvo
alguna rara excepción) conocidos, leídos y admirados en las cortes,
en los círculos del gran mundo, entre la gente que considerábala
literatura como un pasatiempo. También las cortesanas leían libros
españoles, parloteaban el español y hasta escribían billetes y car-
tas en esta lengua (4). Loe. literatos propiamente dichos, los críti-
cos, los poetas, los juzgaban severa y hasta desdeñosamente. Tor-
naba a reproducirse, en cierto modo, la actitud que adoptaron los
humanistas italianos frente a las novelas humanistas españolas.
Bastantes españoles poetizaban, sin embargo, en latín, y algunos
(1) M. Troiano, compendio, at., p. 358-9. Hay también en este libro una colección
de libros italianos traducidos al español, y de las obras originales de Ulloa. V. para otras
trad. de Lauro, Tirabochi, Bibl. moa., III, 76-81.
(2) El primer libro de las Cartas de Guevara (1539) fué traducido por Gatzelu, 1545;
el segundo (1542) del mismo en el 46; el tercero de Ulloa en el 59, y luego, repetidas las
cartas en cuatro libros, fueron reeditadas en italiano. Marco Aurelio fué traducido por
Roseo en 1542 y en una edición aumentada en el 44; el Menosprecio de la corte por Barnu-
celli en 1551; Montecalvario, por Ulloa en 1555 y la segunda parte por Lauro en el mis-
mo año; el Despertador de los, cortéjanos por Bondi, Venecia, 1554. V. H. Vaganat, An-
tonio de Gucrara et son oeuvre dans lelitterature italiane en Bibliofilia, XVII, núms. 9-10,
Para una trad. de la Visión delectante de Alonso de ia Torre, hecha por A. Delfino,
cfr. Teza en Riv. crit. d. leti, ital., II, 184-5.
(3) Farinelli, en Ras. bibl., VII, 280.
(4) Para Tulia de Aragón, si reda sopra, p. 162. Para las cartas españolas de las
cortesanas, v. Farinelli en apéndice a mi opúsculo sobre Lingue spagnuole, p. 73.
— 149 —
españoles nos recuerda Cilio Giraldo en su Diálogo de 1548 (Sepúl-
veda, Stúñiga, Nebrija, Juan Hispano, Vives) y portugueses (Caia-
do, Tensira, Barboso, Silva, Celio, Rosenda, Acerseras y Perso) (1).
Estos poetas hispanolatinos continuaron siendo poco estimados
por los latinistas italianos durante el siglo xvi. «No es posible (ad-
vierte Valdés) que vosotros concedáis que uno que no sea italiano
tenga buen estilo en latin» (2). Antonio Minturno, respondiendo a su
amigo Gaspar Centellas, que le había mandado el poema Thali-
christia, de Alvaro Gómez de Ciudad Real, altamente elogiado por
Nebrija como una Eneida cristiana, juzgaba este libro obra más
cristiana que poética, porque «este nuestro poeta novel es de tal
naturaleza, que no quiere volver a repetirse con Erasmo, del que
se aprovechó Sannazzaro, pues cuando escribe acerca del divino
parto de la Virgen no usa locución que no sea latina». A este pro-
pósito Minturno, rindiendo homenaje a los escritores que la anti-
gua Iberia había dado a la literatura romana, juzga severamente
a los modernos y a cuantos escriben en lengua castellana. «Mejor
que los modernos imitan los antiguos; a los modernos no les conoz-
co, ni en su deplorable latín, sino en su mismo romance vulgar» (3).
El juicio de Minturno era común a los críticos italianos, excep-
tuando únicamente a aquellos poetas y prosistas españoles que
habían imitado a los italianos, como Garcilaso, Boscan, Diego
Hurtado de Mendoza y otros. Garcilaso fué festejadísimo en Ita-
lia; en Venecia se volvieron a imprimir sus poesías en 1553 (4), y
un soneto suyo está traducido en Pistoletti amorosi, de Doni (5).
No es muy seguro que fuera español el gentil poeta Francisco de la
Torre, sobre cuya persona no sabemos todavía lo bastante (6).
(1) De poètis mostrorutn temporum, e. cit. Recuerda también, con elogios, los poetas
en romance Mena, Manrique y Ausias March (p. 62). Sobre la correspondencia del docto
jurista A. Agustín con los italianos, v. Gallardo, Ensayo, I, 578. Para el plagio que
Dolce hizo de Vives, Borigi, Annali del Giolito, p. 100-2.
(2) Diálogo de las lenguas, p. 129.
(3) Minturno, Lettere, ed. cit., p. 29-30. La obra a que se alude es la Thalichristia
in quo Jesu Christi Redemptoris triumphus redemptionisque nostrce mysteria celebrantur,
libros XXV, dedicados al papa Adriano (compiuti, apud, Arnaldum Guilelmum de
Brocar, 1522); sobre esta y otras obras de Gómez, cfr. Antonio, Bibl. nova, I, 59-60.
(4) Bongi, obr. cit., I, 412. Otra ed. de Ñapóles, 1604, se describe en el Cát. de la
Bibl. Salva, I, 255. Marino lo recuerda en la Galería, Venecia, 1636, p. 226.
(5) Tre libri di pistolotti amorosi (Venecia, 1558), f. 40 y sigtes. y el soneto que em-
pieza: «Pasando el mar Leandro el animoso...»
(6) Cfr. Farinelli, Una epístola poética del capitán D. Cristóbal de Times (Bellin-
zone, 1892), p. 5 n. — A un Francisco de la Torre, del Consejo del Emperador y su em-
bajador en Venecia, dedicaba el 15 de julio de 1558 Ulloa su trad. de las Empresas,
de Giovio.
— 150 —
Obras en coplas castellanas y versos al estilo italiano imprimía en
Venecia (1552) Núñez de Reinoso (1), mostrando la diferencia
entre ambos estilos: el anticuado e inculto y el nuevo o literario.
Pero, en general, cuantos discursos sobre literatura castizamente
española son del parecer de Minturno. Verdad es que Castelvetro
había escrito que «las lenguas española y francesa tienen tanta
autoridad como la italiana..., teniendo la española sus escritores
famosos, como los tiene Italia»; pero también lo era que Varchi
rechazaba este aserto, juzgándolo adulador para las dos poderosas
naciones, y completamente gratuito, hasta que no se dijera «qué
escritores españoles y franceses pueden codearse y compararse con
Dante, Bocaccio, Petrarca y otros italianos». «El más bello y dis-
creto escritor (continúa Borghini, que habla acerca de este punto
en El Ercolano) que tiene la lengua castellana, pues no es cosa
hablar de las restantes lenguas, es Juan de Mena, en verso, sin re-
ferirme ahora a los modernos, y en prosa el que escribió el Amadis
de Gaula...; y en estos dos autores, los españoles que tienen letras
y juicio (que yo por mi cuenta no puedo formular juicio alguno
sobre las lenguas española y francesa, que no entiendo) advierten
muchas buenas cualidades, así en torno a la inteligencia y maes-
tría del arte como a la pureza y propiedad de las palabras. De
estas buenas cualidades acaso pudiera destacaros alguna; pero no
quiero defender a nadie, ni compararlo ofendiéndole o disminu-
yendo su talento al lado de otros, ni perder el tiempo en torno a
cosas que tengo para mí que se manifiestan mucho mejor ellas
solas por sí mismas» (2).
Sobre el Amadis en particular, y sobre otras novelas, se pueden
señalar no pocos juicios adversos que demuestran hasta qué punto
fueron discutidas en Italia. Pigna escribía: «Casi todas las novelas
españolas están llenas de vanidad porque acuden a cada paso a
los milagros, haciendo brotar acontecimientos que están muy le-
jos de ser naturales y reales, creando un dialecto artificial al acu-
dir a tanta cosa extraña» (3). Gira Idi Cintio habla «de los desmayos
que ocurren a Amadis en el fragor de las batallas; cuando ve a su
Osiana se le caen siempre las armas de la mano y se queda como
muerto, pareciendo una mujer o un tierno mancebo, cosa que
(1) BONGI, obr. cit., I, 378.
(2) Ercolano, quesito III.
(3) I romanzi (Venezie, 1554), p. 40; cfr. 24.
— 151 —
jamás imita Ariosto en sus invenciones» (1). En un diálogo de Spe-
roni, preguntando uno de los interlocutores por qué no le habla una
palabra «de las novelas españolas que son muchísimas, a lo que
dicen los impresores, y más conocidas de los italianos que las fran-
cesas», éste responde: «Porque, realmente, no están escritas como
las francesas, ni escritas de modo que enriquezcan nuestra prosa,
a la que naturalmente se conforman mucho más el aire y la gra-
cia de las francesas» (2). Lasca se burlaba de los nombres «bajos,
viles y sin invención», llevados por Bernardo Tasso y Alemanni
a los poemas italianos, pareciéndole el nombre de Amadís nombre
de fraile, de esbirro, de pedante, y no de guerrero (3), lo que vale
tanto como mostrar su antipatía por la misma novela. Baldi es-
cribe un epigrama sobre los librotes del Amadis, del Fidamante
y del Girone, tan pesados (4). Referencias desfavorables de Bar-
gagli, de Muzio y de otros, pudeen leerse también en Fontami-
ci (5).
Giraldi Cintio censura no sólo literaria, sino también moral-
mente La Celestina, acusando al autor de incurrir en la faltado
descubrir el artificio «mientras quiere imitar la comedia arquea
ya rechazada como censurable de todos los teatros; y no sólo in-
curre en este error, sino en muchos otros, no sólo de arte, sino de
decoro, dignos en verdad de ser evitados por el que escribe discre-
tamente; tampoco está exento de otros vicios de bulto, con los
que atiende, más que a la conveniencia de la fábula, a juegos y
divertimientos españoles» (6).
Ya puede imaginarse uno qué pensaban los literatos italianos
de las composiciones recogidas en los Cancioneros, que precisa-
mente en aquellos tiempos habían rechazado despectivamente la
lírica cortesana del siglo xv, tornando a contenidos más graves
y a formas más puras. Los que se reían de los poetas de las barca-
rolas, del Unico, del Todopoderoso, del Serafín y del Altísimo, ya
habían expresado su juicio sobre las rimas de los Cancioneros.
(1) De'romanzi, della commedia, etc., ed. Duelli, L, 42, cfr. 7-8.
(2) Speroni, Opere, II, 288.
(3) Rime burlesche, ed. Verzone, p. 39.
(4) Inédito en sus manuscritos de la Bibl. Naz. de Ñapóles; cfr. L. Ruberto, Studi
su B. Baldi, Bologna, 1882, p. 32-4.
(5) Eloquenza italiane, 1. e. Benigno con los dos Amadises de Grecie y de Gaula y
con Primaleón se mostró Torctjato Tasso (v. L'apologie della Gerusalemme y el Discorso
sul poeme heroico) , por razones que fàcilmente se desprenden de su vida y de sus dispo-
siciones sentimentales.
(6) Obr. cit., II, 95, cfr. 31.
— 152 —
En una Exhortación al estudio de las letras, de Hortensio Lan-
do, se lee entre otras cosas: «¿Por qué dejáis de estudiar? Dudo mu-
cho que las sirenas de los mares vecinos no os atraigan ni desvíen
del sendero que conduce a la virtud; cerrad los oídos diligente-
mente a usanza del discreto Ulises; de otro modo estaréis perdi-
dos. Mejor es que gastéis en libros lo que gastáis en ámbar,
en guantes perfumados y otras delicadas mescolanzas, que os
han hecho más blandos y afeminados que los Asirios y Sábeos,
de los cuales os han venido estos vicios. ¿Qué placer os reporta la
lectura de estos Amadises, Floriseles, Palmerines, Esplandianes y
Primaliones, en los cuales no hay mas que fantasías de enfermos
y narraciones que nada tienen de verdaderas y de verosímiles?
No niego, sin embargo, que estén escritos en una lengua llena de
dulzura. En lugar de libros españoles debierais comprar libros grie-
gos, de donde se deriva la erudición de los escritores latinos» (1).
Este fragmento de Lando confirma que los libros españoles
llegaron a producir verdadero fanatismo entre las gentes; pero
como todos los refinamientos, pompas, galanterías, ceremonias y
sutilezas, aquí trasplantadas por los españoles, fueron tan eficaces
en ciertas clases sociales como estériles ante la vida del pensa-
miento y del arte, en la que sobresalían en Italia entonces otros
modelos e ideales.
(1) En apéndice a la Sferza di scrittori antichi e moderni (Venecia, 1550), f. 30.
Cfr. Doni, / marin (ed. de Fanfani, Kreuze, 1863), I, 280: «¿Qué os place más? ¿Las no-
velas de traducción española, las cosas de Boccaccio, las historias, las rimas u otras
cosas deleitables?»
IX
LAS CEREMONIAS ESPAÑOLAS EN ITALIA
La fogosa galantería española había sido advertida inmedia-
tamente por los italianos desde la época del rey Alfonso de Aragón,
dando lugar a una pequeña literatura de proverbios, anécdotas
y caricaturas en la segunda mitad del siglo xv (1). Es indudable
que el «tono» del amor era entonces en Italia distinto, menos sen-
timental y menos teatral. Aquellos cortejos, desvanecimientos,
desmayos, apasionamientos y suspiros maravillaban y hacían reír.
Hasta la primera mitad del siglo xvi siguió Valencia gozando fama
de la ciudad de la galantería. Otras ciudades se recuerdan también
por la hermosura y gentileza de sus damas y por la perfección del
culto caballeresco, como Sevilla y Barcelona (2). La comedia se
apodera en seguida del tipo del español enamorado; en El celoso,
de Bentivoglio, se describe un muchacho que pasea bajo las ven-
tanas de su amada y que «hace el novio perfectamente a la espa-
ñola» (3); en Los engañados (1531) aparece en escena un español,
Julio, que se conforma con empresas modestas, poniéndose a tiro
de la criada Pascuala con la esperanza de que ésta, robando a los
señores, le regale calzas, camisas y jubones. «Verdad es (dice a
Pascuala) que tiene dos gentiles mujeres por amantes; pero no
puede frecuentarlas sin un riesgo frecuente, y necesita personas
que se cuiden de sus menudencias.» Pascuala, aunque vieja, no se
deja llevar de las lisonjas de los españoles; los conoce, no los quie-
re bien y no siente deseos de complicarse con ellos. Así es que da
una cita a Julio para burlarse de él, y éste cae en el lazo, segurísimo
(1) <St veda sopra, p. 30, 71-3.
(2) Si veda Tansillo, Capitoli, ed. clt., p. 151-342.
(3) Il Geloto (Venezie, 1544), I, 3.
— 154 —
de sí mismo, exclamando para su capote: «¿Harta gana que tiene
de ser conmigo! ¡Ya sabe la maldita cuánto valen los spagnuolos en
las cosas de las mujeres! ¿Oh, cómo se holgan de nosotros estas putas
italianas!» (1). Menos infortunado y mejor representante del tipo
en toda su ingenuidad es el capitán D. Francisco Marrada, del
Amor costante, comedia de Piccolomini. Valiente, hombre que ha
venido a Italia a hacer su fortuna, quedándose al servicio del du-
que Alejandro, que lo ha nombrado capitán de su guardia en Pisa,
no tiene otra preocupación espiritual que los lances de amor. Si
hemos de creerle, todas las damas de Pisa beben por él los vientos.
Así, que tropieza con otro español, antiguo amigo, después de ha-
blar de la patria común y de las aventuras que allí le acaecieron,
a la pregunta de si piensa volver a España contesta que jamás,
porque en Pisa se encuentra como el pez en el agua: manda en
el comisario, que escucha sus consejos; tiene gran predicamento
en toda la ciudad, «y tengo muchos passatiempos, máxime con estas
gentiles damas, y por deziros la verdad, muchas andan perdidas por
mi, y aun de las primeras de la tierra» (2). Eso sí, no le conocemos
en todo el curso de la comedia más querida que su criada Agnolet-
ta. Con ésta tiene un coloquio, muy de mañana, al salir de casa
con los mejores trapos: «No venga nadie esta mañana conmigo (dice
dirigiéndose a las personas de la casa), ni paje ni otra persona,
porque quiero ir a festejar a estas gentiles damas. ¿Oh, cómo me pesa
de llevar siempre gente en compañía, que se me han ido dos mil ven-
turas en este año, con estas señoras, por no hallarme solo! Mas déxa-
me adobar esta camisa y limpiar los zapatos y gorra. ¿Oh, pese a tal,
que se me ha olvidado de peynar y perfumarme las barbas!» Y la
pobre Agnoletta, que lo lleva a un lugar poco digno de él, a la
cantina del amo, le dice sencillamente: «Todo lo mío es vuestro,
señor Francisco.» Y él responde con énfasis: «Muchas mercedes, que
ni yo quiero ser de otra persona que de vos, y os doy mi fe que des-
pués que he venido de Spana no he querido a otra que a vos; y os cer-
tifico que tenia en Spana una dozena siempre de gentiles damas a
mi plazer y voluntad» (3). En el Ortensio, del mismo Piccolomini,
Alonso responde al español Rojas, que quiere apartarlo de sus amo-
res: «Mucho me maravillo, Sr. Rojas, que a un español como es vues-
(1) IVingannati, IV, 6.
(2) L'amor eostante, II, 1.
(3) Obr. cit., I, 12.
— 155 —
tra merced busque apartarme del amor, siendo exercicio de su na-
ción)) (1). El español, convertido en tipo representativo en la come-
dia de arte, se trueca «en el español desesperado con el nombre de
Don Diego de Mendoza, en el escenario de aquella representación
que fué improvisada en Munich en 1568 (2). Un cómico malísimo
que hacía ese papel fué descrito por Garzoni (3) «como un español
que sólo sabe decir mi vida y mi corazón». El nombre de Don Diego
se hizo proverbial en la frase «hacer el Don Diego» (4).
Por inclinación natural de aquellos pueblos, y por la consecuen-
cia no menos natural de haber venido a Italia no como pacíficos
comerciantes, sino como guerreros, ávidos de riesgos y de place-
res, sin lazos de familia que les atasen a nadie, la vida amorosa
y sus manifestaciones tuvieron su escenario en Italia, siendo pro-
tagonistas los españoles que se habían desparramado sobre nues-
tras ciudades. Como aquel hábito de vida llevaba consigo los
cuidados minuciosísimos consagrados a la propia persona en su
aparición exterior, que debía revelar el sentimiento predominante
que expresaba, los españoles eran considerados como fastuosos, de-
licados y casi afeminados. «Un español atildado, oloroso, repug-
nante», está descrito amorosamente por Aretino en sus Regiona-
menti (5), «lleno de vanidad, con el mostacho enhiesto... y con
otras lindezas en su persona». Bandello dice de cierto personaje
suyo que «tenía mucho de portugués», y que «a cada dos por tres,
bien a caballo, bien a pie, se hacía limpiar las calzas por un ser-
vidor, no consintiendo encima del traje la más pequeña mota» (6).
Tan extremoso refinamiento iba siempre acompañado por la
pompa y la gravedad, por el sosiego o el reposo, por la «gravedad
reposada», como traducía Castiglione, «que tanto distingue a la
nación española, porque las cosas exteriores frecuentemente de-
nuncian las íntimas y las de dentro» (7). Lujo en los trajes y pompa
en la servidumbre, énfasis de decoro en el gesto y en la palabra,
recuerdo frecuente de las propias gloriosas hazañas, de las hazañas
(1) L'Hortensio, I, 3.
(2) Se trata de las escenas, tantas veces impresas, de Massimo Troiano. Sobre un
comediante que se encontraba en Manitua en 1566 y que era llamado «el español de la
comedia»; cfr. D'Ancona, Origines del teatro italiano, II, 443-4.
(3) La piazza universale di tutte le prolesioni, Venecia, 1610, f . 320.
(4) PASCUALIQO, Intricati, IV, 4.
(5) Ed. de 1584, II, 44.
(6) Novelle, II, 47.
(7) Cortegiano, II, 27, 37.
— 156 —
de los abuelos, de la nobleza de la casa o de la estirpe, eran carac-
teres o hábitos que se advertían en los españoles, y que suminis-
traban, a la vera de su exotismo y de su afectación de elegancia,
tema abundante a las burlas, sátiras y comedias, y que, de acuerdo
con la índole de aquellas obras literarias, casi siempre contrasta-
ban con la honda realidad. En Italia aquellos españoles adoptaban
el aire de grandes personajes o de magníficos señores, de caballe-
ros de Alcántara, Santiago o Calatrava, de parientes del rey de
España, aunque en su país no tuvieran casi ni propiedades, ali-
mentándose de pan y de rábanos, bebiendo agua y llegando a Ita-
lia con las calzas rotas (1). «Los dineros de España» (2) significa-
ban los dineros que no llegan nunca; sus riquezas eran puramente
fantásticas e imaginarias; la miseria española (que tenía su novela
en El lazarillo, la novela del hambre, hambre de señores, hambre
de escuderos) se encuentra descrita también en los escritores ita-
lianos, que no cesan de recordar las vigilias y los ayunos que su-
fren los españoles cuando viven a expensas propias, sus comidas
cuando se hacen convidar, sus mezquindades. También suelen des-
cribirnos su cara larga y triste, su fisonomía comida por el amor
y por el hambre (3). Su lista de nombres resonantes, que le hacía
reír a Pontano a mandíbula batiente, sigue sirviendo de caña-
mazo a finas burlas, así como el sentimiento de la importancia
personal, que se extiende a las más humildes profesiones. Pablo
Giovio, contando las fiestas que se celebraron en Ñapóles cuando
la llegada de Carlos V, habla de un español bisogno, de un soldado
reciente que, pareciéndole que no recibía en una reunión el trata-
miento a que tenía derecho, cortó por lo sano diciendo: «¿JVo me
conocéis vosotros? No se ha de tratar d'esta manera a los hombres de
honra.» «¿Y quién sois vos?», le preguntaron los espectadores, estu-
pefactos. uSoy el limpiador mayor de la plata dorada del conde de
Benavente)) (4). Los jactanciosos y los vanidosos tomaron carta de
naturaleza en las obras literarias. Español es, en El Ariosto, Fe-
(1) Por ejemplo, Coppetta, en Opere burlesche, II, 49; Mauro, ivi, 1, 290; Bandello,
Nov., IV, 25; Fortini, Nov., II, 13; Domenichi, Scelta di motti, Firenze, 1566, pág. 297;
Guazzo, Civil conversation, i. 128-9.
(2) La frase es de Cecchi, en Maiana; cfr. Aretino, Ragionamenti, ed. cit., II, 44;
Navagero, Viaggio, fol. 10.
(3) Bandello, Nov., 1, 12; Turchi, Lettere, pág. 193; Domenici, Scelte, páginas 305-
6; Atanagi, Lettere facete (ed. de Venecia, 1601), f . 156; Basile, Cunto de li cunti, ed. Cro-
ce, I 44.
(4) Lettere, i. 97-8 (desde Ñapóles, 12 de diciembre de 1535).
— 157 —
irán, el «jactancioso español» (1). En Los rivales, de Cecchi, apa-
rece un jactancioso de riquezas y de proezas, un Don Iñigo Corpión
de Buziquillas. Español se dice también del hombre que no tiene
creencias (2). Españolada ha quedado en el vocabulario italiano
en el sentido de pomposidad y fanfarronería.
También se llama español al que se cuida de su figura y de su
presencia, pide a los demás deferencia y respeto para sí, y por lo
mismo, observa los mismos miramientos con relación a los demás,
para mejor respetar sus derechos respetando sus deberes propios,
y promoviendo así un cambio de cortesías, porque los españoles
gozan fama de corteses y de muy ceremoniosos (3). En el teatro
italiano también se satirizan las üonguerias castellanas», las reve-
rencias, inclinaciones de espinazo y fórmulas de saludo. Por la
misma razón se llaman «maestros de cortesanía» (4) y son busca-
dos en las cortes y por los prelados de Roma. «Español» y «corte-
sano» se convirtieron en términos sinónimos (5). Expertísimos fue-
ron reputados los españoles en las formalidades del duelo y en
las demás cuestiones que atañen a la caballería (6).
A pesar de la compleja y de la vivísima sátira las costumbres
españolas que se caricaturizaron en seguida se difundieron rápi-
damente en Italia y sobre todo en Ñapóles, dónele encontraron
ambiente propicio. De enamorados, galantes, ceremoniosos y jac-
tanciosos fueron también juzgados los napolitanos. Las napolita-
nerias originaron un tipo cómico que, salvo la diversidad en el
lenguaje, corresponde perfectamente con el tipo cómico del es-
pañol en los albores del siglo xvi, como se ve en las comedias
de Aretino, de Porta y de sus imitadores (7). A los testimonios
que ya he aportado en otras ocasiones sobre el particular po-
dría añadir ahora otros; señalaré, en primer lugar, que hay una
especie de identidad entre los términos españolerías y napolita-
(1) Orlando, XII, 42-5.
(2) Atanagi, Lettere facete, pág. 125, carta de Ludovico de Canossa, 25 agosto 1509).
(3) Lozana andaluza, II, 144. Cfr. Mauro, Opere burlesche, I, 255; Ruscelli, ivi, II,
100; Turchi, Lettere, páginas 41-2, 183.
(4) Cortegiano, II, 21.
(5) Aretino, en el Rag. delle corti, «dádose a lo español y a lo cortesano»; Dolce,
Il ragazzo, I, 5. «No practicar con españoles y con cualquiera clase de cortesanos».
(6) Véase página 116 acerca de lo que sobre este punto decía Galateo; v. un frag-
mento de Sabba da Castiglione de 1505, cit. por Farinelli, en Ras. bibl. d. letter. ital.,
II, 142.
(7) Sobre el tipo del napolitano en la comedia, véase mi estudio en los Saggi sulle
letter. ital. del SHcento, páginas 271-308, y especialmente, sobre el españolismo, pági-
nas 278-87.
— 158 —
nerías. Aretino habla de una «reverencia a la española napolita-
nizada» (1), de la buena crianza que se aprende en Ñapóles, del
«besar las manos», del «suspirar fuertemente a la española», que
era peculiar en los napolitanos»; de las grandes jactancias y men-
tiras de éstos «sobre todo cuando hacen el amor», discurre Mau-
ro (2); del gran uso que hacían de la escopeta y de la estrella
Berni (3); de la educación de uno que parecía nacido y criado
en Ñapóles Caporali (4); de las napolitanerías, esto es, de la cor-
tesanía y buena crianza españolas por él observadas en Ñapóles
Fascitelli (5), y otros del modo de proceder, afectado, de napolita-
nos y españoles (6). Y basta ya. Los napolitanos, como los espa-
ñoles, eran puestos en solfa a fuer de jactanciosos como «asesinados
por el amor», afeminados, jactanciosos, huecos con la nobleza y
prestancia de su estirpe.
Servitude d'amor, vas heggiamento,
portas penna, vestirsi or verde or giallo,
gioco di canne, giostra, torneamento,
musiche, mascherate, scene, ballo,
ogni festa (7)
Son versos del napolitano Tansillo, que se refieren a la vida de su
ciudad.
Los modos ceremoniosos también fueron imitados en Roma.
En 1506 eran ya conocidos, porque en una carta fechada en Emi-
lia Pía el día 12 de junio, que cuenta las bodas de Juan Giordano
Orsini con Felicia della Rovera, se dice que Orsini, una vez cele-
brada la ceremonia del enlace, llevó a la esposa a una estancia,
«haciéndola ciertas ceremonias a la española, asegurándole que ella
era la dueña, y que en el banquete nupcial continuaron tales cere-
monias, como, por ejemplo, haciendo que un paje se quitase el
sombrero, permaneciendo descubierto hasta que, después de cenar
(1) Ragionamenti, ed. cit., I, 10.
(2) Opere burlesche, I, 246, 273, 280, 299.
(3) Opere burlesche, I, 10.
(4) Vita di Mecenate, c. 1.
(5) Turchi, Lettere, páginas 113-6 (carta escrita en 1547).
(6) Obr. cit., pág. 196 (carta del 6 de mayo de 1550).
(7) «Servidumbre de amor, espasmos, plumas, vestidos verdes y amarillos, juego
de cañas, cintas, torneo, música, mascaradas, escenas, bailes, fiestas...», Capitoli,
ed. cit., p. 114.
— 159 —
todos, volvió a cubrirse, demostrando en aquella cena lo bien que
hablaba el francés y el castellano, como si de otras cosas más no
quiera jactarse» (1). En otras partes de Italia estas costumbres
entraron con menos intensidad y con más retraso. Casa, en el
Galateo, censura la introducción de las ceremonias, vocablo que
se ha trasladado de las cosas sagradas a las profanas, «porque los
hombres comenzaron desde el principio a tratarse con maneras
artificiosas fuera de lo conveniente y a llamarse dueños y señores
entre sí, inclinándose, retorciéndose y plegándose unos a otros en
señal de deferencia, descubriéndose la cabeza, nombrándose con
títulos exquisitos y besándose las manos como si las tuvieran con-
sagradas lo mismo que los sacerdotes». «Esta usanza no original
en nuestro país, sino forastera y bárbara, de algún tiempo a esta
parte ha tomado carta de naturaleza en Italia, la cual, mísera en
las obras y envilecida y rebajada en sus empresas, se ha crecido
y adornado solamente con las palabras vanas y con los títulos
superfluos.» Al menos (advierte en otra parte) ima clase más ex-
quisita de ceremonias, «traídas desde España a Italia», han sido
aquí mal recibidas; me refiero a las ceremonias de aquellos «que
hacen arte y mercancía» y saben que a tal suerte de personas «co-
rresponde un gesto, y a tal otra una sonrisa y a la de más genti-
leza sentarse en vina silla, o, al menos, sobre una banqueta» (2);
aquella etiqueta, en suma, y aquella serie de ceremonias que ya
eran conocidas en Ñapóles. Y como acostumbraba parangonarse
la buena manera italiana a la ceremoniosa española, Arcano, se
cretario del cardenal Cesarini, haciendo uso de esta distinción
advertía la impropiedad de emplear la locución «italiana» como de-
nominación general, exceptuando al menos, en este caso, «la corte
de Roma y la baronía de Ñapóles, donde está la monarquía de las
mentiras», substituyendo también la designación más restringida
de lombarda «porque, a lo que creo, en Lombardia quedan muchos
hombres de bien» (3). De todos modos, la adulación y las «ceremo-
nias» se introdujeron entonces en Italia, según afirmaba Luis Co-
maro, escribiendo que eso había sucedido «no hacía muchos años
en mi tiempo» (4).
(1) Luzio Renier, Mantova e Urbino: Isabelle d'Este et Elisabette Gonzaga, Torino,
1893, páginas 178-9.
(2) Galateo, ed. Zonzoono, páginas 32-37.
(3) Atanagi, Lettere facete, pág. 251 (carta del 16 de diciembre de 1531 a S. Porrino.
(4) Delle vita sobrie (1558) introd.
— 160 —
Signo literario de estas ceremonias fué la «adopción» en Italia
de nuevos títulos y formas de cortesía. No hablemos de aquel
«Don tan grato al español vanidoso» (1), que en Italia no se usó
nunca demasiado y que en el mismo Ñapóles, tal vez por el espí-
ritu burlón de sus gentes, descendió de importancia, se trocó en
locución corriente y se dio entonces y se da también a las perso-
nas de cierta edad del pueblo y de la clase media (2). El título que
entonces se introdujo en Italia fué el de «Señor», con grave escán-
dalo de los hombres juiciosos, que lo juzgaron adulación vilísima.
Ariosto nos refiere un diálogo suyo con un criado español de un
prelado romano:
Signor — diro — , non s'usa più fratello,
poiché la vile adulazion spagnuola
mt-sse la signoria fin in bordello/ —
Signor — se fosse ben mozzo di spuola —
dirò... (3)
En efecto, hasta las cortesanas ambicionaban el título de «se-
ñoras». Muy conocidas son en las historias de la época las «seño-
ras» Tulias, Isabelas y Verónicas; señora llegó a significar, í in más
aditamento, la cortesana (4). Las italianas de la burguesía y del
pueblo sonreían al oírse llamar «por los españoles de tal modo,
tan extraño a sus oídos: — Toma mi amistad, que bueno para ti — ;
decía Gil a Pascuala, y ésta íeplicaba irónicamente: — ¿Y me harás
señora, no?» (5). Y Agnoletta, condoliéndose de los flojos y esca-
sos regalos de los españoles, añadía: «¡Nos hacen señoras a todo
pasto!; no lo entienden bien; sólo a llamarse señoras aspiran estas
mujeres» (6).
Al escándalo moral de adulación se unió el que llamaremos gra-
matical, cuando del señor nació, abstractamente, «Señoría», con-
virtiéndose en título y modo de locución.
(1) Caporali, Vita di Mecenate, p. VIII. Cfr. Don Quijote, 1. II, c, 2, parte II, c. 45.
Para el empleo burlón de Don, v. Opere burlesche, I, 383, II, 54.
(2) Cfr. Galiani, en el Vocab. napol., I, 137, y Galanti, Desc. del regno di Napoli,
I, 399. Usase también por lo demás en el siglo xv; v. un fragmento del proceso de los
barones, apéndice a Porzio, Congiura, ed. D'Alae, p. CXXX-IX.
(3) Salire, 1-76-84.
(4) Varchi, La suocera, II, 1; Freezuola, / Lucidi, donde no se da a la cortesana
mas título genérico que el de señora.
(5) Gli' Ingannatti, II, 3.
(6) L'amor costante, I, 11.
— 161 —
En un capítulo de Buscelli dirigido a Molza e intitulado
Contra il parler per vostra signoria, después de una irónica
declai ación:
Non siam pur obligati allo spagnuolo
perchè con si elegante elocuzione
si he fatto insignorir de cualque duolo (1),
se afirma que el tú se ha desterrado por completo, sirviendo sólo
de frase de ira y de vilipendio y para hablar a los pobres criados,
como si fueran una pandilla de bribonea ; que el vos se empleaba
por inadvertencia, corrigiéndose en seguida con una «Magnificen-
cia», con un «Vuestra Señoría» o con «Vuestra Merced», con una
Excelencia ducal y que solamente se hablaba a las gentes en ter-
ceia persona (2).
Discutieron en prosa la cuestión de la señoría, entre otros, Ber
nardo Tasso, lamentando que, después de tantas invasiones bár-
baras, «las señoiías, que antes no se habían visto ni oído en Italia,
dejando su natural país de España, hayan venido en tan gran
número a vivir con nos. otros, y que hayan tomado de tal modo
posesión de nuestra vanidad y de nuestra ambición, que no po-
demos sacudírnoslas de las espaldas» (3). Caio, respondiendo a
Tasso, juzgaba imposible desarraigar el abubo, aunque «cosa ex-
trañísima y caígante, hablamos con uno como si fuese otro y abs-
tractamente; esto es, con la idea de la persona a quien nos dirigi-
mos, no con lapeisona misma» (4). Claudio Tolomei, ('polemizando
con todos los secretarios de Italia», daba una sarta de razones para
advertir que los maestios de la lengua toscana no usaban jamás
tales modos de expresión, que se trataba de suprimir en los dis-
cursos la segunda persona y que era cosa idiota emplear a cada
instante el concepto de señoría (5). Solamente Rinaldo Cossi de-
fendió la aborrecida frase, procurando buscar ejemplo, en los añ-
il) «No estamos obligados a los españoles, porque con tan elegante elocución», etc.
(Opere burlesche, II, 121-5).
(2) tEcco ch'iniceme, foi tanno una giostra, tGuello, lo quel, con lei o con le sua» ,El
parlar s' amplíe e'l scrivir più s'inchiostra», etc. (Opere burlesche, II, 121-5).
(3) B. Tasso, Lettere, I, 17-22 (carta a Caro).
(4) Carta desde Bruselas, sin fecha; v. a otro de Casto a Tolomei de 29 de julio
de 1543.
(5) Tolomei, Lettere (desde Roma, 22 agosto del 43, a Caro).
España en la vida itallína. i i
— 162 —
tiguos escritores e invocando la generalidad de su empleo, aunque
con «la lascivia de las ceremonias, ostasse aumentando día en día
en nuestros tiempos» (1). Como siempre, la tierra donde la señoría
tuvo más acogida y echó más hondas raíces fué Ñapóles, como
se ve en un pasaje de Caro (2). De vuestra señoría derivó el «Lei»
italiano, porque, como dice una gramática de aquel tiempo, «otro
mal uso reina hoy, que es el de algunos señores que, hablando o es-
cribiendo a otro a quien no quiere llamarle de vos por parecerle
demasiado poco, o llamarle vuestra señoría, título que se les antoja
demasiado giande, le hablan o escriben en tercera persona «él,
suyo, suya, suyos, suyas, y de otros modos abstractos, de donde
no puede derivarse sentimiento alguno» (3).
Con el señor y la señoría se hicieron comunes los títulos usua-
les más superlativos, en forma adjetiva y abstracta, como Exce-
lencia, Reverencia, Magnificencia y otros muchísimos (4), que se
atribuyeron a la influencia española, aunque alguien protestase
añadiendo que en España se usaba de tales tratamientos y en Ita-
lia se abusaba de ellos (5). Igualmente se exageraron en humildad
y servilismo las antefirmas de las cartas (6), como «el beso su mano»,
(el beso sus pies no llegó a emplearse), en lugar de nuestro viejo
e italianísimo «conservaos bien», «me recomiendo a vos», «soy todo
vuestro» (7).
Podíamos continuar ocupándonos de las menudencias de las
costumbres españolas de vida galante y fastuosa imitadas enton-
ces en Italia, y sobre todo de la moda de los vestidos, de los cuales,
como en general para las prácticas sociales, Castiglione juzgaba
preferible para los italianos la moda española, como la más grave
y la más sencilla que se ajustaba perfectamente a su carácter (8).
( 1 ) Lettere di XIII humini illustri (Venecia, 1561), páginas 752-9. La fecha justa de
la carta no es del 69, sino del 49.
(2) Carta de Roma, 8 marzo 1549, a Di Costanzo.
(3) G. M. Alessandri, Il paragone della lingue toscana et castigliana (Napoli, 1560),
f. 64; cfr. M. Troiano, compendio, páginas 57-63. V. un fragmento de los Diporti di Par-
naso, de S. S. Ricci, que refiere Glareano (p. Apropo), La Grilleia (Napoli, 1668), pá-
gina 35, y el diálogo de Fanfain, Il Lei, il Voi e il Tu, en Vocab. dell' uso toscano (Firenze
Barbèra, 1863), páginas 523-5.
(4) Ruscelli, cap. cit.; Ammirato, Opuscoli, III, pág. 442.
(5) Alessandri, op. cit., f. 63-4.
(6) Cfr. Troiano, obr. cit., páginas 224-5, y Ammirato, 1. e, pág. 447 y siguientes;
Costo, Trattato del segretario, pág. 582.
(7) Sobre el «beso su mano» y sobre el uso de la tercera persona, v. otras noticias en
A Salza, Luca Contile. Firenze, 1903, páginas 193-7, en las cartas de Contile.
(8) Corteggiano, II, 27 ,37.
— 163 —
Pero las modas que entonces se introdujeron en Italia provenían
de todos los pueblos, de los franceses y de los alemanes no menos
que los españoles; pero este exotismo y esta variedad fueron pre-
cisamente las notas dominantes que registraron los autores de
aquel tiempo, como Lasca (1). También se atribuían a los espa-
ñoles demasiados adornos (2), y en La lozana andaluza se afirma
que ya no se empleaban vestidos ni zapatos a la francesa, sino a la
española (3). Más que de los españoles, de los caballeros franceses
vino a nosotros la moda de las ««empresas con motes», de las em-
presas galantes (como las llamaría Vico para distinguirlas de las
heroicas, genuinamente bárbaras), de las cuales se encontraban
«modelos celebrados en la lengua española, Amadís de Gaula, Pri-
maleón, Palmerln y Tirante el Blanco», empleándose frecuente-
mente aquella lengua, como la más adecuada para cantar aque-
llos hechos (4). Un libro español de motes se recuerda en una carta
de Antonio de Balzo de febrero de 1514, que desea el marqués
de Sazzuolo «para servirse de ellos en estos tres días de Carnaval»,
y no sabemos si eran motes de empresas o de juegos y adivina-
ciones (5).
Entre las formas de ceremonias no cabe olvidar el modo gra-
cioso de quitarse el sombrero que los italianos imitaron de los es-
pañoles al «descubrirse a la española» (6), ciertas reglas para de-
terminar quiénes habían de salir antes y quiénes después de las
casas (7) y ciertas modas que pronto dejaron de emplearse, como
aquella de los banquetes, en las cuales, cada vez que se daba de
beber al señor, se encendían dos y a las veces cuatro hachos (8),
(1) «Ya se lleva la capucha y el manteo...», etc. Rime, ed. Verzone, pág. 394.
(2) «Aquellos blecos de oro, aquellos adornos...», etc. Bentivoglio, Satire (en la del
viaje de Scandiano).
(3) Ed. cit., II, 198-200. En la ya citada obra de Giovanni Boemo, Oli costumi, le
leggi e l'usance di tutte le genti (Venecia, 1543), f . 155-6, se leen alusiones al modo de ves-
tir español y al de las distintas comarcas de Italia. Para épocas sucesivas, v. los Habiti,
de Vecellio, Veaecia, 1590.
(4) Giovio, Dialogo delle imprese militari et amorose, con'un raginamento di messer
Lodovico Domenichi (Lione, 1559), páginas 8, 159.
(5) Luzio Renier, en Oiorn. stor. d. lett. ital., XXXIII, 35.
(6) Mauro, en Opere burlesche, I, 255. Sobre los modos de saludar, v. Guevara,
Lettere, trad. ital. (ed. de Venezie, 1611), 1. II, páginas 34-7.
(7) Gian Loise: «Entre primero Vuestra Señoría, Camilo. |No, Vuestra Señoría!
S. No, a fe, que a Vuestra Señoría toca. C. Hacedme esta gracia. S. Procedamos a la
española, que al entrar, entra primero el dueño, y al salir, sale primero el forastero» (In-
trighi d'amore, V, 10).
(8) Ammirato, obr. cit., III, páginas 37-8; v. una curiosa anécdota de 1580 en Verri,
Stor . a di Milano (ed. Le Monnier), II, 281-2.
— 164 —
con la no menos ridicula de hacerse llevar la escopeta por el «mu-
chacho» que iba detrás de escolta (1). De las danzas que se trajeron
de España recordamos la «gallarda a la española», la «baja», la «pa-
vana», la «pavanüla», el «tordillón», la «españoleta» (2), y después
la «zarabanda» y la «chacona», que Marín describió como «juegos
impíos y profanos», complaciéndose luego en describirlos lasciva-
mente (3). Los españoles pasaban como excelentes jugadores de
ajedrez, y compusieron libros sobre este juego que fueron tradu-
cidos al italiano (4). Pero dejando estas cosas, que requieren cono-
cimientos especiales que yo no tengo, recordemos que tenían gran
fama las fiestas que los españoles trajeron a Italia; «sus fiestas, tan
bellas y sabrosas», decía Lasca, lamentando que empezaran a ol-
vidarse (5). Entre las fiestas sagradas sobresalía, por su magnifi-
cencia, la de Santiago, que los españoles celebraron en Ñapóles
aun en el áspero asedio de Lautrec (6). En cuanto a las diversio-
nes profanas, me fijaré en la fortuna que tuvieron en Italia dos
de las más castizamente españolas, una de las cuales es todavía
famosa hoy, la corrida de toros, y otra que lo fué antiguamente,
el juego de caña^. Ambas se vieron varias veces en Italia durante
el siglo xv y se hicieron populares en el siglo xvi.
Tenemos noticias de corridas de toros de los carnavales de 1513
y de 1519 en Roma (7). Las tenemos de Ñapóles en tiempo del vi-
rrey Pedro de Toledo, «que en España tenía fama de gran torero»,
y que tomó parte en las distintas corridas de toros que se celebra-
ron en 1535 y en 1536 con motivo de la visita del emperador Car-
los V, corridas en las que también intervinieron «muchos caballeros
napolitanos, que con su destreza peculiar hicieron pronto estos
(1) Bini, capítulo de as calzas, en Opere burlesche, I, 327.
(2) V., para las postrimerías del siglo xv, el Trattato dell'arte di ballo, de Guilielno
Ebreo, pesarse (Scelta, del Romagnoli, ntìm. 131), y para los siglos xvi y xvn, Caroso,
Il ballerino, 1550; Negri, Nuove inventioni di balli, 1604 y otros conocidos tratadistas.
(3) Marino, Adone, XX, 84 y siguientes. V. el libro de Villanelle spagnole et italiane
et sonate spagnuole, manuscrito desc. por Morel Fatto, Mss. espagn., núm. 607. Sobre
los bailes y sobre la zarabanda en particular; Pellicer, Tratado histórico sobre el origen
y progresos de la comedia y del histrionismo en España (Madrid, 1804), I, 124 y si-
guientes.
(4) Cortegiano, II, 31. Conozco el Giuoco degli scacchi, de Rui López, spagnuolo,
nuovamente tradotto in lingue italiane da M. Scio. Dom. Tarsia (Venezia, Trivabene
1584).
(5) Rime, ed. Verone, pág. 372.
(6) G. Rosso, Istoria, ed. Gravier, pág. 23.
(7) Ademollo, Il carnevale di Roma al tempo di Alessandro VI, Giulio II e Leone X
(Firenze, 1891), pág. 37 y siguientes, 83 y 85.
— 165 —
ejercicios y tan bien como un español cualquiera» (1). Conocemos
corridas en Siena (2), de las que dice un poeta que «fueron muy
sangrientas las celebradas en la plaza». En Florencia, donde un
canto de carnaval se pone en boca de unos muchachos que van
a matar al toro en la plaza de Santa Croce, en la que se celebró
una gran corrida en abril de 1584, con motivo de la visita del
príncipe Vicente Gonzaga (3). Pero las corridas de toros fueron
siempre un espectáculo exótico que no llegó a penetrar en las cos-
tumbres nacionales. «Adustos son los Españoles, y en placeres poco
durables, y hasta sus públicos regocijos tienen del funesto», dice Suá-
rez de Figueroa (4), y los italianos llamaban a este juego «placer
de las mil horcas» (5).
El mismo carácter exótico tuvo el juego de las cañas, de los
que tenemos noticias, además de los ya conocidos (6), frecuentes
en Ñapóles y otras ciudades de Italia. Conocemos uno verificado
en Ñapóles el 10 de agosto de 1510, en la plaza de Selleria, como
manifestación de alegría por la conquista de Trípoli (7); en Roma
en 1519 (8) y en Bolonia se conoció, por primera vez, en 1529 con
motivo de la estancia en aquella ciudad de Carlos V y del Papa (9).
Era un juego árabe, del que dice Shack que se usa todavía en
Oriente con el nombre de Oschenid (10). Moros auténticos lo co-
rrieron en Ñapóles en 1543 con motivo de la visita de Muleassen,
rey de Túnez (11). Con vestidos moros turcos y moros se hacía siem-
pre este juego, y lo hizo un siglo después Massaniello con su legión
de piratas, que habían tomado el nombre de alarbi (árabes) (12).
(1) G. Rosso, Istoria, páginas 50, 51, 66. Para las corridas de toros en Sessa, v. la
crónica de Fuscolillo, en Arch. stor. nap., I, 626.
(2) Mauro, en Opere burlesche, I, 232.
(3) Atribuido a Alfonso dei Pazzi, en Opere burlesche, III, 351-3.
(4) Posilipo, Ratos de conversación (Ñapóles, 1629), pág. 102.
(5) Turchi, Lettere piacevoli, pág. 91.
(6) Véanse páginas 43, 80, 94, 113-4, 137-8.
(7) Passaro, Giornale, pág. 170.
(8) Ademollo, obr. cit., páginas 83-5.
(9) «Hasta en dicha Bolonia se han celebrado bellísimos juegos por... señores espa-
ñoles y otros señores y gentiles hombres por amor y ante las ventanas de sus damas, con
gran placer del pueblo por ser dicho juego insólito en nuestras tierras de Italia...» Cro-
naca del soggiorno di Cario V in Italia, edita de G. Romano (Milano, 1852), pág. 162. La
palabra no leída en el manuscrito es precisamente canne, cañas, como se habrá supuesto
y como me confirma mi amigo el profesor Romano.
(10) Sobre el origen, v. los fragmentos del libro de Diego de Arce, Miscelánea, Mur-
cia, 1606, citado por A. de Castro, Discurso sobre las costumbres públicas y privadas de
los españoles en el siglo XVII (Madrid, 1881), pág. 91 y siguientes.
(11) Crónica de De Spenis, en Arch. stor. nap., II, 521-2.
(12) Capecelatro, Diar., I, 15.
— 166 —
Lo describen, entre otros italianos, Galateo, según hemos dicho (1),
Marineo, Cortese, Castiglione (2); a él alude Ariosto en las pa-
labras del Orlando:
con quell'agevolezza che si vede
silta la canne lo spagnuol leggiadro (3),
y Tasso, cuando describe Clorinda que:
... nel fuggir da tergo oppone
alto lo scudo e'l cepo e custodito:
cosi coperti van nei giochi mori
da le pelle lanciate i fuggitori (4).
De lo que se deduce que el juego se hacía de dos maneras: bien
lanzando cañas o pelotas de greda, que en español jamás le he-
mos dicho al describir el juego que se describe en Question de amor
recibían el nombre de alcancías (5). Estas cañas o pelotas recibían
en el dialecto napolitano el nombre caruselli, con el que se conocen
todavía las pollitas de creta, conocidas en español con ese otro
nombre. Por eso el juego de las cañas, que desde España pasó a
Ñapóles antes que a otra ciudad italiana, fué llamado en napo-
litano «gioco dei caroselli)), como atestigua un pasaje de Surgente,
que menciona el «ludus arandinum» con su variedad de «ludus ca-
rusellorum» llamándoles «prorsuo idem ritu: tantum differunt quod
in lusu arundinum, arundineis spiculis, in casusellorum vero, fes-
taceis vasculis, quos casurellos appellari dixiums, alii illos impetunt:
equester uterque » (6). He aquí el origen napolitano, sí, pero ge-
nuino, del nombre del carosello, que se dio a otras formas de tor-
neos, pasando a Francia y convirtiéndose en carrousel, nombre
(1) V. páginas 113-4.
(2) Marineo, De rebus Hisp. memor., I, XII; Cortese, De cardinalatu, í. LXXIV;
Castiglione, Cortegiano, I, 21.
(3) «Con aquella agilidad en que los alegres españoles juegan las cañas», Orlan-
do, XIII, 37.
(4) «Que al huir de espaldas, con el escudo alto y la cabeza cubierta, como van en los
juegos moros los que huyen lanzando las cañas», Jerusalemme liberata, III, 32.
(5) V. páginas 137-8.
(6) De Neapoli illustrate (Napoli, 1727; la 1 .» ed. es de 1597 y pòstuma), pág. 123.
Cfr. sobre este libro, Soria, Storici napoletani, II, 560-2.
— 167 —
que sobrevivió a la cosa y al juego árabe de las cañas y de las pe-
lotas de creta (1).
Aun podrían estudiarse otras menudencias de las costumbres
españolas trasplantadas a Italia; pero aquí nos abstendremos de
ello, porque nos alejaría mucho del tema de nuestro razonamiento,
que no es otro que el de poner en claro la españolización llevada
al tono y al énfasis en la vida social, abandonando la sencillez bur-
guesa y adoptando hábitos de galantería, de fastuosidad y de ce-
remonias, que hacía retoñar en Italia ima especie de Edad Media,
Edad Media que rimaba con la cultura de los nuevos tiempos.
Tornando a esta influencia más estrictamente espiritual, es im-
portante estudiar su efecto sobre el estilo, es decir, sobre el modo
de actuar el propio ánimo, y, consiguientemente, de expresar los
propios sentimientos. Tornaremos para eso a reanudar las obser-
vaciones que ya hacía Pontano en el siglo anterior acerca de la
ampulosidad y de la argucia del hablar español (2); pero nos guar-
daremos mucho de creer que ésta fué la causa de la decadencia y
del barroquismo de la literatura italiana. Lo que sería afirmar de-
masiado, porque una cultura y una literatura no decaen por cau-
sas externas, sino por razones íntimas, cuando agotados los pensa-
mientos antiguos y seca la fuente de los viejos sentimientos, sin
que se formen otros nuevos que sean lo suficientemente enérgicos,
se continúa trabajando sobre los ya caducos, en el vacío espiritual,
substituyendo la espontaneidad intelectual y poética con la ha-
bilidad, el ingenio y el esfuerzo. La verdad es, modestamente, que
los españoles, con su ceremonial y con su apego a las cosas exte-
riores, dieron ejemplo y sirvieron de incentivo para el estilo cere-
monioso e ingenioso, hinchado y vacío, que se circunscribió pri-
meramente a las cartas y a las demás escrituras cortesanas de
poco valor en la marcha del espíritu y de la literatura italianos de
principios del siglo xvi: literatura que contenía en sus entrañas la
futura decadencia con su sensualismo y con su irónica ñoñez, en
su ausencia de sentimiento religioso, ético y civil.
(1) Las demás etimologías que se encuentran en los vocabularios son puramente
fantásticas; la de Tramatee, de currus solis, «porque primero estas correrías fueron he-
chas en honor del Sol por su hija Circe, a la que Tertuliano atribuye tal invención; la de
DÍEZ (Etimol. Wórterb., ed. 1869-70, II. 114) de carras, y la de ZAMBALDI (Yoc. etim. ital.,
página 251), que hace derivar casorello o garosello de cara. DÍEZ creía que el vocablo ha-
bía pasado del francés al italiano, y Litré sospechaba, justamente y exactamente, lo
contrario.
(2) V. páginas 63-71.
— 168 —
La influencia española sobre el estilo fué denunciada a tiempo
por Giraldi Cintio en un pasaje sobre las novelas, las comedias y
las tragedias, donde se recomienda que «no se empleen esos mons-
truosos modos de decir, que son hoy tan estimados por muchos,
que no ya sólo en las comedias y en las tragedias, sino en las plá-
ticas caseras y en las mismas cartas familiares los esparcen de tal
modo, que en cada folio se encuentran dos o tres; de ellos debe huir
todo escritor que se estime como huyen en el mar los navegantes
de los escollos. Debe huirse con cuidado de tales vicios, porque
este defectuoso modo de decir se parece de tal modo al verdadero,
que de él reciben frecuentemente los escritores grandísimo daño,
si de él no se dan cuenta y si no hacen los posibles por desecharlo.»
Por los ejemplos se desprende de qué modos de locución nos acon-
seja que huyamos, recordándonos un joven siciliano «que por su
mala fortuna había estado bajo un maestro llamado Spine», y del
que recuerda dos frases. La una: «¿Con qué vaso de la mente ex-
traeré del manantial de la elocuencia las ondas de las palabras
que lleven al líquido de vuestro corazón el torrente de mis deseos?»
Y esta otra: «¿Con qué ejército de amor podré yo tener los capi-
tanes que hagan batallar las escuadras de mis deseos, que con los
golpes de mis palabras vengan a apoderarse del fuerte de nuestro
corazón, abriendo la entrada de mi fe, hasta que, victoriosa, re-
pose en tan dulce estancia?» Giraldi Cintio aduce otros ejemplos,
como el de un fraile predicador que, habiéndose excitado al ha-
blar de las cosas de la lujuria, dijo, queriendo despertar la aten-
ción del auditorio: «Deten él pie de la inteligencia en el campo de
la muerte», y discurrió buen espacio de tiempo con estas y parecidas
metáforas. De lo que Giraldi discurría, y lo que censuraba con
todas sus fuerzas, era de las metáforas ingeniosas o pedantesca-
mente continuadas, como fin de sí mismas, y fuera del que debía
tener la metáfora como cualquiera otra forma de alocución, que
es la de expresar un sentimiento determinado de manera propia
y eficaz. Después de lo cual Giraldi Cintio habla de la derivación
de tales modos, estimados (dice) por aquellos que, «seducidos por
no sé qué afectación de habla española, han puesto entre las rosas
de la lengua italiana (así hablaré yo ahora también) estas pun-
zantes espinas, y este fango en sus líquidos y puros manantiales
para enturbiarlos; porque aunque esta manera de decir es ala-
bada por algunos en la lengua española, no conviene a la nuestra
— 169 —
de modo alguno, y si conviene alguna vez no conviene todas: ha
de hablarse desnuda, clara, limpiamente, y por decirlo así, con
brevedad, sin esta excesiva y censurable hipérbole» (1).
Pero Giraldi Cintio no fué el único que protestó contra este
abuso. Que los modos españoles fueron entonces objeto de cen-
sura y burla puede comprobarse por un fragmento que se puede
tomar del librito Sindicio sopra la tragedie di Canace e Macareo,
escrito en 1543, probablemente por Bartolomé Cavalcanti, contra
la tragedia de Speroni. Censurando el estilo y las metáforas exa-
geradas de ella, el crítico dice que tal vicio es peculiar a los pa-
duanos, y especialmente a los que componen la Academia de los
Inflamados (a la que pertenecía Speroni), y que han pensado «que
la alteza y la gravedad del estilo estriba en las voces hinchadas,
en los modos de decir obscuros y en acoger las expresiones des-
usadas». Uno de aquellos académicos que leyendo un libro sobre
el orador y sobre el poeta trataba de «censurar los modos españo-
les, queriendo enseñar a escribir y a hablar laudablemente», ado-
baba el estilo de su discurso crítico «con la sombra de ima afec-
tadísima afectación para decirlo a la española, empleando modos
de decir que eran bastante peores que los que él censuraba en los
españoles». Y en efecto, daba como expresiones correctas algunas
como éstas: «Cada vez, de hora en hora, te guardo con más fres-
cura en mi memoria y te tengo escondido en el regazo de mis re-
cuerdos»; «Esperaré hasta que las estrellas acaben de sufrir las
influencias celestes en los serenos campos del cielo, hasta que las
estrellas nocturnas no empiecen a despertar el sol». Y para mani-
festar su amor a una dama dice así: «Aquí y allá, feliz e infortu-
nado, con próspera o adversa suerte, siempre seré aquel feliz he-
liotropo del que vos sola, con entera firmeza y en todo tiempo,
seréis el sol» (2).
No cabe la menor duda que tales modos de decir estaban harto
difundidos en Italia. Basta recordar las cartas de Aretino, donde
los encontramos a manos llenas (3). Yo daré un ejemplo de Ber-
(1) Giraldi Cintio, Dei romanzi, delle commedie, etc., ed. cit., II, 100-2, cfr. 184-7.
Sobre este pasaje de Giraldi llamó la atención por vez primera Gaspary, Stor. d. lett.
ital., parte I, páginas 366-7.
(2) Giudicio sopra la tragedia di Canece et Mecateo, con molte utili considerazioni circa
l'arte tragico e di altri poemi (VeDezie, 1566), f. 37 y siguientes; la 1.» edición es de 1550
y fué reimpresa en Speroni, Opere, IV, 92-144.
(3) Cfr. De Sanctis, Stor. d. 1. lett. ital., ed. Croce, II, 128-9.
— 170 —
nardo Tasso en una carta escrita precisamente a Sporini, que em-
pieza de este modo: «Si nuestra amistad, magnífico señor Spori-
ni, no estuviera basada en la dura y sólida piedra de la virtud y
adobada con la cal de tantas gentilezas usadas entre nosotros, yo
dudaré que el viento impetuoso de nuestra ausencia y de un tan
largo silencio hubiera acabado con ella enteramente» (1). Y cito
este ejemplo para añadir que algunas veces estos modos se usa-
ban a guisa de broma y de burleta, lo que confirma, después de
todo, su empleo. La burla es evidente en Giovio, harto diestro en
el lenguaje cortesano: «Yo quisiera que vos no gastaseis la cola al
faisán de mi designio.» «Vuestra carta ha sido como un polvo de
nuez moscada sobre el huevo fresco de la que tuve hace tres
días» (2).
Tampoco cabe poner en duda que este estilo procedía de Es-
paña (3) no sólo por la afirmación de los contemporáneos, argu-
mento fuertísimo sobre la realidad de este origen, sino porque los
modelos de tal estilo no se buscan solamente en las obras litera-
rias, sino en el comercio personal con los españoles, de los que se-
guía admirándose la argucia (4), y porque en algunas obras lite-
rarias se encuentran ejemplos evidentes de tales modos. Una obra
de estas indica Giraldi Cintio al hablar de La Celestina, y censu-
rando «a los que la han tomado como modelo, más atentos a los
juegos españoles que a la conveniencia de la fábula» (5). En cuya
Celestina, si no se encuentran precisamente enfáticas metáforas
continuadas, de las cuales hemos dado ejemplos, hay gran exu-
beración de imaginación y de palabras, mucho cabrilleo de com-
paraciones y de sinónimos (6). El que quiera continuar la investi-
gación debe consultar no solamente los Cancioneros y los libros
de caballería, sino las obras cortesanas que tuvieron éxito en Ita-
lia, como las Cartas, el Marco Aurelio y otros libros de Gueva-
(1) Lettere, I, 167.
(2) Lettere, i. 41, 62.
(3) Como hace Garpary, lugar citado.
(4) Cortegiano, II. 42; Giovio, Dialogo delle imprese, pág. 25; v. Miranda, Osserva-
tioni della lingua castigliana, páginas 339-40.
(5) Obr. cit., II, 99.
(6) Por ejemplo: *Por Dios, no corrumpas mi placer, ni mezcles tu ira con mi sufri-
miento, no revuelvas tu descontentamiento con mi descanso, no agries con tan turbia agua
el claro licor del pensamiento que traigo, no enturbies con tus envidiosos castigos y odiosas
reprensiones mi placer* (acto VIII). La madre Celestina dice hablando del amor: *Es un
juego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleita-
ble dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte» (acto X).
— 171 —
ra (1). La verdad es que las metáforas ensartadas y el ampuloso
estilo cortesano eran ya cosas viejas en Italia, y encontraban con-
diciones favorables para su desarrollo en la vida artificiosa de las
cortes; pero la verdad es que en los albores del siglo xvi fueron
aprobadas, lanzadas y sacudidas por el espíritu español que
invadía nuestras costumbres.
(1) Precisamente a la influencia de Guevara atribuye Candniaun el origen del mal
gusto del estilo inglés; v. la nota de Fákinelti en tomo al libro de Griffon Childs sobre
Lyly, en Rev. crit. de hist. y liter. españ., I, núm. 5 (agosto, 1895), páginas 133-6.
EL ESPÍRITU MILITAR Y LA RELIGIOSIDAD ESPAÑOLA
Será errado suponer que toda esta galantería, introducida en
Italia por los españoles, fué un afeminamiento en los hábitos, una
depresión del espíritu militar, un acrecentamiento de la ya ini-
ciada corrupción italiana. Las galas, las ceremonias, los suspiros,
el lujo y el fausto eran en los españoles aspectos del semblante ri-
sueño de una personalidad guerrera, de una triunfante, poderosa
y casi feroz sociedad militar. Ya hemos visto, al estudiar la Qnes-
tion de amor, que los cortejadores y bardos, amantes y románti-
cos, que aquella novela coloca en el escenario de la alegre vida
de Ñapóles, habían sido los héroes de la sangrienta batalla de
Ravenna. El Amadís y los demás libros de caballerías, llenos como
estaban de amores y de desdenes, eran la lectura predilecta de
los soldados, como sabemos por innumerables documentos y como
nosotros por única prueba oiremos repetir a un soldado literato
que vivió largo tiempo en Italia, tradujo el poema de Ariosto y es-
cribió un diálogo sobre el honor militar, por Jerónimo Urrea, que
hace decir a su Altamirano: «Yo he estudiado poco porque sentí
siempre más inclinación a las armas que a las letras, no apren-
diendo a leer mas que libros de romances y caballerías, que me
inclinaban el ánimo a ejecutar cosas heroicas y empresas ilustres.
Me gusta mucho leer las escaramuzas y guerras de Granada. El
ardimiento y fortaleza del rey católico Don Fernando, la valentía
del gran maestro de caballeros de Calatrava, de Garcilaso de la
Vega y del conde de Cabra, Reduan y Remerax, aquel modo de
inquietar a las gentes del castellano de Castronuño y de otros me
inclinaron y encendieron el ánimo para ejecutar cosas maravillo-
sas. Mas para estos menesteres es preciso que el hombre que se
reputa caballero no consienta ultrajes, que sepa vengarse y satis-
— 174 —
facerse, que no haya nadie que se atreva a injuriarle, y toda esti-
mación ganaré venciendo en el campo a quien quiera ofenderme
con su entuerto, y de este modo también lograré dar fama y pres-
tigio a mi nombre» (1). Bajo la envoltura erótica e idílica de estas
novelas, como bajo las galas de los caballeros españoles, como más
tarde en la locura de D. Quijote, que ya comenzaba a dibujarse
aquí, latía el antiguo corazón guerrero de España.
A los italianos, «habituados (como observa Guicciardini) desde
muchos años atrás más a la imagen de la guerra que a la guerra
misma», estos españoles que se batían con los franceses, y aque-
llos alemanes y suizos que luchaban ora en un bando, ora en otro,
les daban la impresión, como ya se ha notado en los relatos donde
se cuenta la guerra de Granada, de una actuación en la realidad
y sobre la tierra de Italia de las gestas cantadas en los poemas
caballerescos. Acentos épicos y heroicos resuenan en nuestros cro-
nistas más humildes cuando narran aquellas luchas, transformán-
dolas en epopeyas, como Cantalicio en el poema donde canta las
empresas del Gran Capitán en el reino de Ñapóles, spectacula
Martis nunca vistos:
Hispanii Gallique simul se Icedara acerbe;
utraque gens, odiis iampidem exercita magnis
virgie iactantes inter se sazpe solebant (2),
como héroes homéricos o guerreros cristianos contra los islamitas,
y como éstos, prontos al sarcasmo impío. Cuando se ve ante el
cuerpo del duque de Nemours, que se había jactado de cenar
con él por la noche y que ahora estaba deshecho e inerte, Gonzalo,
en el poema de Cantalicio, exclama:
Infelix, nostris tandem superatus abarmis,
Galle, iaces, ponisque tuos, miserande, jurares,
et cenare hodie mecum, qui, Galle, volebas,
sic, me decepto, mensas Plutonis adsti! (3)
(1) Dialogo del vero konore militare nel quale si dif finiscono tutte le querele, che possono
occorrere fra l'uno e l'altro huomo. Con molti notabili esempij d'antichi e modernis.
Composto dal illustre sig. Don Gerónimo de Vrrea viceré di Puglia e del Consiglio di sue
Maesté Cattolica. Et nuovamente tradotto di lingue spagnuola da Alfonso UUoa. In Ve-
netie, apposo gli heredi di Marchio Sessa. MDLXIX. V. folios 16-17.
(2) I)e bis recepta Parthenope, ed. Gravier, 1. II, pág. 39.
(3) Op. cit., 1. Ili, pág. 58. La versión de Sertorio Qualtromani substituye en
aquella época a estos versos: «Infeliz señor, ¿cómo caíste en la flor de tu gloria? O animo-
— 175 —
En los intervalos de las batallas campales, en los largos y fa-
tigosos ocios de los asedios, había desafíos como, por ejemplo, el
que se realizó al lado de Traéis entre trece españoles y trece fran-
ceses, seguidos del duelo a muerte entre Bayardo y Don Alonso
de Sotomayor, cosas que contadas en las páginas de El fiel ser-
vidor parecen verdaderos y genuinos capítulos de novelas caballe-
rescas.
Los italianos comparaban los hábitos militares de aquellos
pueblos, surgiendo entonces el proverbio, que se repitió luego du-
rante varios siglos, de la «furia francesa» y de «la tardanza y gra-
vedad españolas». Guicciardini juzgaba a los españoles más incli-
nados a las armas «que otra nación cristiana cualquiera», y aptos
para ellas, «porque de estatura ágil, muy diestros y esbeltos de
brazo y muy devotos del honor en achaques de armas, por no
mancharlo no temen para nada a la muerte». Sobre todo elogiaba
su infantería, habilísima en la defensa y en los asaltos de la ciu-
dad; en cambio sus hombres de armas, esto es de a caballo, le
parecían escasos y de poco valor (1), juicio que compartían Ma-
quiavelo (2) y otros, y que parecían justificar las peripecias de
sus batallas. Su modo de combatir y de pelear a caballo tenía
no sé qué de asiático o de africano (3). Fué también aquella la
época de las grandes transformaciones en el modo de combatir,
por las imitaciones que se hicieron de los encuentros y de los
ordenamientos de los españoles, de los suizos, de los francesees,
y por la práctica de la «ciencia» militar acumulada por los condo-
tieros italianos.
No vaya a imaginarse, sin embargo, que los italianos se estu-
vieron quietos como jueces de campo, alabando a unos y censu-
rando a otros, y mucho menos que todo aquello acabase en «teo-
rías y en sueños como los de Maquiavelo cuando soñaba una nueva
milicia italiana que, evitando los defectos respectivos de los es-
pañoles y de los suizos, resistiese a caballo y no tuviera miedo a
la infantería» (4). Acaeció entonces algo análogo a lo que, tenien-
80 señor, ¿quién no llorará tu muerte? Pero tú :io has muerto, porque tus gestos vivirán
eternamente en los labios de los hombres» (Ed. Gravier, pág. 64).
(1) Se encuentra en las Satire, de Rosa (L'Invidia).
(2) Arte delle guerra y El Príncipe, ed. esp. de José Sánchez Rojas, voi. 953, de la
Colección Universal Calpe, cap. 26. V. la llamada Commedia in versi senza titolo., IV, 2.
(3) Cortese, De Cardinalatu, fol. LXXIV, GncciARDiNi, 1. e.
(4) El Príncipe, cap. 26, ed. cit.
— 176 —
do en cuenta la diferencia de los tiempos, sucedió a principios del
siglo xix en las guerras de la Revolución y del Imperio, en las
que los italianos se dieron cuenta de su inferioridad militar, y
combatiendo en los ejércitos extranjeros se vieron obligados a
emular a éstos, haciendo honor al nombre nacional. Ciertamente,
cuando las guerras de España y de Francia con Italia los extran-
jeros no ahorraban burlas y desprecios a los italianos. Franceses
y españoles reconocían que «los italianos, coa su conocimiento de
las letras, mostraban poco valor en el manejo de las armas de algún
tiempo a esta parte», como reconoce Castiglione, el cual añadía
que «la cosa era más que verdadera», aunque procuraba atenuar
su juicio añadiendo a continuación «que la culpa de unos pocos ha
ocasionado, aparte del daño, eterna censura para los demás» (1).
Más que insolentes eran, por naturaleza, los franceses, aunque
también los españoles, más graves y ponderados, dejaban sentir
de vez en vez el peso de su orgullo; más que ninguno aquel espa-
ñol trasplantado que se llamaba el marqués de Pescara (2). Tor-
cuato Tasso nos habla en uno de los primeros esbozos de su Jeru-
salén de un castellano, Hernando, que insulta a los señores italia-
nos y a «la sierva Italia» (3). Precisamente entonces se difundía el
proverbio de la escasa belicosidad italiana, y Erasmo, en sus Ada-
gios, citaba como paradoja la expresión de italus bellax (4); al
Gran Capitán se atribuía el aforismo de España para las armas
e Italia para la pluma (5). Expresiones que eran estímulos de reac-
ción o indicios de estas mismas reacciones y contrastes, porque
los italianos mantuvieron, o más bien, afirmaron entonces, frente
a los extranjeros, el valor nacional con sus compañías de hombres
de armas y de infantes, que, capitaneadas por italianos, formaron
parte de los ejércitos españoles. Para demostrar lo cual basta que
citemos cualquiera de las grandes empresas guerreras de la pri-
mera mitad del siglo xvi, o una cualquiera de las famosas batallas
de entonces, como las de Ravenna y Pavía, o el asalto de Roma,
o el asedio de Florencia, o alguno de los célebres hechos de armas,
(1) Cortegiano, I, 43.
(2) Giovio, Vita del Pescara, ed. cit., f. 254.
(3) Carducci, en Tasso, Opere minori, ed. Solerti, III, 514.
(4) «Myconius calvus, velut si quia Scytham dicat eruditum, Italum bellacem», contra
cuya frase se escribió ima Defensio Italiae adversus Erasmum (v. Sabbadini, Storie del
ciceronianismo, Torino 1886, pág 67).
(5) Floresta española, de Santa Cruz, cit., Í. 27.
— 177 —
como el asalto dado a San, Colombano bajo las órdenes de Pescara,
donde «los españoles y los italianos, a porfía y en buena emula-
ción, asaltaron los muros», y donde, muertos algunos caballeros
napolitanos, ese alzó un grito por todas partes, y, cumpliendo
todos con su deber, fué tomada la roca» (1). Singular espectáculo
de esta emulación guerrera fué la empresa de Túnez de 1535,
cuando todos los barones de Ñapóles crearon milicias a sus ex-
pensas, aparejando también nutridas galeras, siguiendo a Carlos V
a tierras de Africa, mandando todo el ejército el español napoli-
tano marqués del Vasto y la infantería italiana Sanseverino, prín-
cipe de Salerno. Se distinguieron los napolitanos en la presa de la
Goleta, donde muchos de aquellos gentiles hombres y soldados pe-
recieron, entre ellos el conde de Samo, cuyas proezas nos cuenta
Giovio en una carta, observando «que los italianos, por regla ge-
neral, se esfuerzan por recuperar el honor antiguo, y realizan fre-
cuentemente las más duras hazañas» (2). La nobleza napolitana,
que había gozado fama de guerrera en tiempo de los condotieros,
creció con esta reputación durante la primera mitad del siglo y
supo acrecentarla; asimismo, los italianos de la Italia Alta, y «gue-
rrero de Lombardia» se llamaba al buen soldado, proverbialmente,
a guisa de su buena calidad y excelencia (3). Los retratos de los
italianos se colocan al lado de los españoles y de otros extranjeros
en la hermosa galería de las virtudes militares de aquel tiempo,
que es el libro de Giovio (4) y en otros libros españoles del mismo
argumento, como el de Valles (5).
En achaques del honor militar, que los italianos avivaron con
el ejemplo de los españoles, como a su ejemplo también adoptaron
las formas de la elegancia social y de la galantería caballeiesca,
podernos recordar los desafíos y los duelos que los soldados ita-
lianos sostenían en defensa del honor militar de su nación, entre
los que sobresale la lucha de Barlette, que hizo popular el nombre
(1) Giovio, Vita del Pencara, f. 231-2.
(2) Giovio, Lettere, f. 76 y siguientes.
(3) Mauro, en Opere burlesche. I, 261.
(4) Elogia vivorum bellica virtute illustrium (1554) varias veces reimpreso y trad. al
italiano.
(5) Pedro Valles, Historia del fortissimo y prudentissimo capitán Don Hernando
de Átalos, marqués de Pescara, con los hechos memorables de otros siete excelentissimos capi-
tanes del Emperador don Carlos V, Rey de España, que fueron en su tiempo, es a saber, Prós-
pero Colonna, etc., etc., Zaragoza, 1557.
España es la vida italiana. 12
— 178 —
de Héctor Fieramosca (1). A veces los duelistas eran italianos con-
tra españoles, como ocurrió con el soldado de Ferrara, Rosso della
Malvasia, que fué elegido campeón de los soldados italianos en la
acusación de traición que lanzaron a los soldados españoles del
duque de Urbino. Rosso della Malvasia mató a su adversario, y
fué alabado en un soneto de Ariosto:
Tra ferri ignudo e sol di core armato
con l'Altero inimico a fiera fronte
quanto è il valor d'Italia hai dimostrato (2).
Y aunque Galateo, como sabemos, atribuye a los españoles
la introducción del duelo en Italia (3), y éstos hagan rebotar la
acusación contra los italianos, afirmando, con Urrea, que los prín-
cipes italianos lo favorecían extraordinariamente (4), lo que es
cierto, debemos advertir la rediviva sensibilidad del honor mili-
tar que tenía lugar entonces en Italia y que debía considerar-
se como no despreciable cualidad entre sus exageraciones y
abusos.
El más notable efecto de la venida de los españoles a Italia
fué el de la formación de nuevas milicias, después de la muerte y
acabamiento de las viejas huestes comunales y de la lenta y pau-
latina extinción de las compañías de condotieros. A las guarnicio-
nes de infantería y de caballería españolas se añadieron, en las
zonas de Italia donde dominaba España, las compañías italianas
de hombres de armas, actuando en el reino de Ñapóles el llamado
«batallón», o milicia provincial, que también se estableció en Si-
cilia de modo análogo. Italia tuvo entonces, si no un ejército na-
cional, porque le faltaba unidad e independencia nacionales, cuer-
pos de soldados nacionales, que ya hemos visto que tomaron parte
(1) V. la monografía de Faraglia, Ettore e la casa Fieramosca, Napoli, Mora-
no, 1883.
(2) «Entre hierros, solamente armado de corazón, ha demostrado, frente al altivo
enemigo, cuánto es el valor de Italia», Opere minori, ed. Polidoni, I, 307; Bartjffaldi,
Vita dell'Ariosto, pág. 179. Véase para episodios semejantes, Venturino de Pfsaro,
Narrazione d'una disfida fra italiani e spagnuoli (pub. por Palmieri, Nutti, pemorre
Szene, 1876).
(3) V. página 116.
(4) Dialogo cit., f. 1-4. En Ñapóles se imprimió el libro Contra la pestilencia de los
duelos, de Pedro de Tolosa (Picatoste, Los españoles en Italia. Madrid, 1887, II, 56-7).
Un Tractatus de duello. Remedio de desafios, de Iacobo Castillo, fué impreso en Turín
en 1525.
— 179 —
en las guerras de la primera mitad del siglo xvi y conocieron todos
los campos de batalla en los siglos siguientes bajo las banderas es-
pañolas. A semejanza de las ordenanzas del invasor, se formaron
otras en los distintos estados y principados de Italia, represen-
tando la forma de ejército de la monarquía absoluta que había
de persistir, sin variaciones perceptibles, hasta la Revolución
francesa.
El tipo del caballero español, propuesto como modelo a los
italianos en la época en que éstos andaban divorciados de las armas,
era ciertamente asaz noble y digno. Los italianos lo estimaron
siempre y tuvieron a orgullo el combatii a la vera de aquellos sol-
dados, por la gloria, como entonces se decía, «de una y otra Hes-
perio», contra los turcos y los berberiscos, contra los luteranos y
los franceses. Corría entre los españoles la expresión «Pon la honra,
pon la vida, y pon las dos, honra y vida, por tu Dios (1). Se estimaba
a los valientes españoles, como demuestra un proverbio que a la
sazón corría por Italia: «No hay mejor capitán que Juan Dorbina
ni mejor alférez que Santillana» (2), con otros paiecidos. Es, pues,
absurda la opinión de algunos escritores que aseveran el odio y
el desprecio que se manifestaban en Italia, durante la hegemonía
española, por el soldado español, considerado como jactancioso y
cobarde. Este sentimiento, contrario a cuanto vamos demostran-
do, no existió jamás en el ánimo de los italianos.
Nada prueban la caricatura y máscara teatrales del «capitán
español» que ya se dibuja en el tipo teatral del español en la co-
media del siglo xvi y en el mencionado Don Iñigo, de Los rivales
de Cecchi. El personaje cómico del bravucón matasiete y cobarde
es de todas las literaturas, como sencillo y alegre contraste psico-
lógico. En la comedia española antigua aparece también en el
Centurio, de la Celestina; en el Brumandilón, de la Tragicomedia
de Lisandro y Rosalía; en los Fieros que hace un rufián llamado
Mendoza (3), y que se representó por actores (La figura de un
rufián cobarde) en una obra de Naharro, sucesor de Lope de Rue-
da (4). En Italia, a principios del siglo xvi, llena como estaba de
toda clase de armas, abundaban las ocasiones para solazarse en
(1) Franciosini, Diálogos apacibles, pág. 169.
(2) PiCATOSTE, op. cit., II, 105.
(3) Cancionero de obras de burlas, páginas 233-6.
(4) Cervantes, Ocho comedias (Madrid, 1615), prólogo
— 180 —
estos tipos cómicos, que ya aparecen dibujados en algunas des-
cripciones de Boyardo (1), de Castiglione (2), del Aretino (3), y
en aquel capitán Coluzzo que Aníbal Caro encontró en Veletri,
«siempre enredando en torno a la hostería», y que con tan vivos
colores pinta en una de sus cartas (4). Algunos nombres, como el
de Fracaso, que fuá el sobrenombre de un capitán de la casa de
Sanseverino, parecían hechos a posta para pasar, como pasaron,
a la comedia, en la que también circularon los apodos de Fiera-
mosca, o Ferramosca (5), de Mamaraldo, de Marramao (6) y de
Cardona (7). Así penetra en la comedia el capitán vanidoso y co-
barde, como se ve en el Spampana de la farsa de Venturino de
Pesaro (8); en el capitán Tinca de Ñapóles, de la Taranta, de
Arentino, y en otro, que se multiplican hasta lo infinito por la
imitación latina que invadió la comedia de la época. El miles glo-
riosas, si originariamente era italiano y casi siempre oriundo de
Ñapóles, alguna vez era extranjero. Como los españoles daban
en Italia el mayor contingente a la vida militar, y la lengua espa-
ñola era la que se entendía mejor, es natural que junto al capitán
italiano surgiese como tipo cómico el capitán español, tanto más
elianto que en el tipo del español corriente y moliente a todo medo
ya se designaba a éste como comido por la vanidad, como orgu-
lloso y afortunado en empresas de amor, de abolengo y de rique-
zas y como ampuloso en su modo de hablar. «Si el cielo se cayese
(decía un capitán a los suyos, que dudaban, saliendo al campo,
al ver el número excesivamente crecido de enemigos) lo havemos
de tener con los brazos.» «Si el mundo tuviesse assas (decía otro) lo
olearia» (9), y tales palabra? se repetían con complacencia y admi-
ración. Pero la rica literatura que se formó en torno al capitán
español (capitán Cardona, Cocodrilo, Matamoros, Cortarrincones,
Rajabroqueles, Sangre y Fuego), y que tuvo actores especiales,
(1) Carta en que se describe a un capitán de ballesteros llamado D. Jerónimo, de
Carlos Vili, cit. por Novali en Oiorn. stor. d. lett. ital., V, 279-82.
(2) Cortegiano, I, 17-18.
(3) Ragionamenti, ed. cit., II, 66.
(4) Carta desde Veletri, 30 abril 1538.
(5) En la Philenia, de Marioonpa, 1547.
(6) V. Croce, Teatri di Napoli, nuov. ed., pág. 32.
(7) El capitán Cardona figura ya en el Anfiparnaso de VECCHI (1594) y en losBalü
di sfessania, de Cellot.
(8) Reproducida en Quadrio, Storie e ragione d'ogni poesia, voi. Ili, parte II, pá-
ginas 217-9.
(9) Floresta española.
— 181 —
conio Fabricio de Fomaris y Silvio Fiorillo, y dio lugar a reperto-
rios especiales de bravatas, no nos pertenece realmente estudiar
en este lugar, no sólo porque pertenece a la segunda mitad del si-
glo xvt y a la primera del xvn, sino porque es mecánica, poco
expresiva, sin relación con la vida y sin frescura de invención (1).
Para demostrar hasta qué punto estaba alejado este tipo de la
vida y qué poco respondía al sentimiento de los italianos con re-
lación al de los españoles, basta recordar que uno de los más gran-
des, que el más grande enemigo de éotos de entre todos los escri-
tores italianos, Traiano Boccalini, observaba amargamente que
«era torpe la desproporción de haber introducido en las comedias
como jactancioso aquel tipo de español, que nunca se jacta de lo
que no ha hecho ni dice tampoco aquello que va a hacer, que niega
o falsea los males hechos, que antes amenaza con las manos que
con la boca, haciendo y obrando antes de hablar» (2). Se trata,
por ende, de un personaje más de tragedia que de comedia. Y para
tornar a confirmar la inocencia de la representación cómica, con-
viene que repitamos, con el preceptista de la comedia de arte, la
advertencia de que cuando el capitán se hace en español hay
que hacerlo con decoro, porque esta nación, por todas suer-
tes gloriosa, no aguanta que se burlen de ella como aguantan las
demás...; el español reirá al oír las bravuras, pero no consen-
tirá que se le hable de cobardías de sus soldados aunque sea por
ficción» (3).
Los caballeros y guerreros españoles tenían, antes de llegar a
Italia, un fuerte carácter religioso, como efecto de su guerra secu-
lar contra los infieles, contra los moros, más atentos a ganar la
gloria eterna que los bienes terrenales.
(1) Las principales comedias en que aparecen estos tipos son Angelica, de De For-
NARis (1584); la Fantesca, de PORTE; el musical Antiparnaso, de VECCHI (1594); Li tre
capitani vanagloriosi, de Fiorillo (1621). Capitanes españoles y napolitanos aparecen
en las comedias de Virgilio VERRrcCHi (Li diversi linguaggi, Venezie, 1609; Il servo
astuto (ed. 1610). Para la descripción del tipo, v. BrENARROTTl, La Tancia, giorn., II,
acto III, escena 2." Para el repertorio, las Rodomontadas castellanas o españolas (contra-
posición a las Bravure del Capitano Spavento, de Andremi), imp. en París (1607) y reim-
presa en Venr eia por Franciosini. Para el traje, Riccoboni, Historie du théatre italien
(París, 1728, páginas 314-5); v. PERRrcci, Dell'arte rappresentativa, pág. 334; Moland,
Molière et le comedie italianne (París, 1867), pág. 183; v. el retrato de Silvio Fiorillo que
yo reproduje en Saggi sulla letter. ital. del '600, pág. 204.
(2) Ragguagli di Parnaso (ed. de Venezie, 1680), I, 242-3.
(3) Perrucci, Dell'arte rappresentativa, pág. 274. V. mis Saggi sulla letter. ital. del
'600, pág. 242.
— 182 —
Como decían las coplas de Jorge Manrique:
El vivir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales,
ni con vida deleitable
donde moran los pecados
infernales.
Mas los buenos religiosos
gañanías con oraciones
y con lloros:
los caballeros famosos
con trabajos y aflicciones
contra moros.
Este carácter religioso, que casi les convertía en monjes mili-
tares, y que les hacía dignos del nombre de aquel caballero D. Ki-
rieleissón de Montalbán, tan admirado por D. Quijote, se perdió
pronto en Italia, donde los españoles se consagraron más a los
estados mundanales, a cosas profanas, llegando varias veces hasta
a combatir contra el Pontífice Romano, al lado de los lanceros
luteranos, en el famoso saco de 1527, cantando bajo las ventanas
del Pontífice prisionero un Paternoster burlón (1). Verdad es que
siguieron combatiendo al lado de los italianos contra turcos y
berberiscos; pero esta guerra o guerrilla, aunque virtualmente es-
tuviera unida a la misión histórica del pueblo español, y aunque
Tansilo celebrase a Fernando de Toledo, muerto en la empresa
de Africa en 1554, diciendo que «había nacido de la sangre donde
se aprende cómo el hombre vence o muere ante el moro» y «que
murió como vivió, como un caballero cristiano» (2), esta lucha no
era precisamente por la religión, sino contra los corsarios que de-
vastaban las costas españolas e italianas, dando lugar a pactos y
alianzas de índole política con los infieles. El tipo del caballero
español, militar y solterón, no era el de los españoles que se despa-
rraman por Italia a principios del siglo xvr, ni la fama les pintaba
tampoco entonces de aquel modo.
(1) Lo refiere (del Diálogo de Lactancia) A. RODRÍGUEZ Villa, Memorias para la
historia del asalto y saqueo de Roma en 1527 (Madrid, 1875), pág. 436.
(2) Liriche, ed. Fiorentino, pág. 67.
— 183 —
La fama que les acompañaba, o más bien el recelo que desper-
taban, era, por el contrario, el de una ortodoxia insegura, cosa que
se debía a tantos judíos y marranos que, expulsados de España,
se habían refugiado entre nosotros, haciendo pensar que seme-
jante inseguridad quedaba bien generalizada en el país de origen
contaminando la población restante y a que muchos llamados
cristianos eran realmente moros o judíos conversos, marranos, y
en sus adentros poco creyentes en la religión cristiana. Por eso
la injuria de «marrano» se hizo popularísima contra los españoles
en genera], y «loco, judio, marrano (decía un dramático de la época),
son las tres palabras que se incluyen en todo insulto que se les
haga» (1). «¡Oh, hombre sin fe, marrano!», exclama la sombra de
Argalia contra Tenán, a quien Ariosto denomina «el caballero de
España» (2). Y para dar otro ejemplo literario, entre los innume-
rables que puedo dar, señalaré la contestación que da Pascuala
al español Gil cuando éste le dice que rece sus Paternoster: «¿Qué
haré yo mientras vos decís vuestros Padrenuestros? ¿Queréis que
yo me haga ima marrana y que aprenda a rezarlos como vos?» La
misma Pascuala dice: «Vosotros, españoles, creéis en Cristo no más
que en cualquiera otra cosa» (3). En la realidad histórica recor-
demos que Paulo IV, haciendo eco a Julio II, «jamás hablaba de
Su Majestad y de la nación española que no les llamase herejes,
cismáticos y malditos de Dios, germen de judíos y de marranos,
hez del mundo, deplorando la miseria de Italia que se veía obli-
gada a servir a esta gente tan abyecta y tan vil» (4). Apareció ade-
más por entonces la acusación o sospecha capital en la frase de
«pecadillo de España», que Ariosto recuerda en las sátiras, expli-
cando que los españoles no creían «en la unidad del Espíritu, del
Padre y del Hijo» (5), con la oculta y profunda irreligiosidad de
los judíos y árabes, mal convertidos al dogma de la Trinidad. «Pe-
cadillo» se llamaba irónicamente (y esta palabra pasó a nuestra
lengua) porque circulaba la anécdota burlona de un español que,
«después de haberse confesado de todos sus pecados, volvió al con-
(1) Miranda, Osservazioni della lingua castigliana, pág. 341.
(2) Orlando furioso, I, 20; cfr. XII, 45.
(3) Acto IV, 6, y V, 4.
(4) Relaz. de Bernardo Navagero, en Relaz. degli amb. ven., ed. Alberi, serle II,
volumen III, pág. 377 y siguientes.
(5) Sátira a Pedro Bembo, versos 34-6.
— 184 —
fesor para decirle que se había olvidado de un pecadillo, consistente
en no creer en Dios» (1).
No lograban mitigar ni atenuar esta opinion los escritos que
hacían los españoles en defensa del cristianismo, como el libi ito
que se publicó en Bolonia (1513) contra «los pérfidos judíos y mis-
mamente contra los Heréticos infieles cristianos», que «un mag-
nífico, venerable y católico doctor, maestro Gerónimo Español,
por la gracia de Dios y de la gloriosa Virgen María, y lleno del amor
y caridad de Jesu-Cristo santo, dejada la pérfida e inicua fe ju-
daica, y mediante el bautismo venido a la fe católica» escribió con
ardor de neófito (2). O como la Thalichristia, que ya hemos tenido
ocasión de mencionar (3), de Gómez de Ciudad Real, que Min-
turno en 1534 juzgaba cristiana de sentimiento, declarando al mis-
mo tiempo que estaba dispuesto a creer, no sólo por no poner en
duda que «los españoles sean buenos y piadosos cristianos..., sino
porque está tan lejos de lo que de este libro se deduce el nombre
de marranos, que inventó no un italiano, sino un español, que si
alguno estimase que estaba hecho no para manifestar su cristiana
fe, sino para encubrir su marranismo, podría reputarlo menos de-
voto de Cristo» (4).
Tampoco lograron disipar estas sospechas con el celo que de-
mostraron persiguiendo primero y expulsando después a los he-
breos indígenas refugiados en las tierras italianas, porque de tales
medidas se entreveían pronto las causas, ora fiscales, ora polí-
ticas. Los mismos judíos habían enseñado a los italianos los pro-
cedimientos y causas de las persecuciones religiosas españolas (5),
de modo que los judíos, al menos en Ñapóles, fueron bien acogidos
y considerados como un elemento útil para la vida económica (6).
Y les perjudicaban mucho, creciendo su mala fama, las terribles
noticias que se decían al oído de la severísima represión empleada
en España por el Tribunal de la Santa Inquisición, porque (según
el silogismo de los italianos) eso probaba que los españoles nece-
(1) Lo cuenta Caro en el Commento di ser Agresto (1538) y Pino en el Dialogo di
pittura, 1548, según MELE en Giorn. stor. d. lett. ital., LXIII, 462-3.
(2) Gallardo, Ensayo, IV, 1500-2. Un Tractatus zelus Christi contra Judaeos, Sa-
rracenos et infideles, compuesto en 1450 por un doctor Pedro de la Caballería de Zaragoza,
fué impreso en Venecia por Barezzi en 1592 (obr. cit., III, 299).
(3) V. pág. 167.
(4) MlNTURNO, Lettere, ed. cit., f. 29-30.
(5) V. la obra citada de Ferorelli, páginas 220-40.
(6) V. Castaldo, Storia, ed. Gravier, pág. 66.
— 185 —
sitaban, para conservar la pureza de la fe, de vigilancia y de cas-
tigos de que no tenían necesidad los italianos. Por eso el pueblo
de Ñapóles se opuso constantemente, y violentamente (con el tu-
multo de 1510 y con el más grave de 1549), al establecimiento
de la Inquisición española en su país, no sólo por instinto de liber-
tad, sino por dignidad de buenos cristianos (1).
Hasta los libros de caballería parece que destilaban un perfume
poco ortodoxo y poco moral. En 1572 se pensó en llevar al índice
toda la caterva de Amadises y de Palmerines, con otros libros de
amores, sueños y vanidades. Medio siglo después el prelado Fon-
tamini descubría una cierta conexión entre la lectura del Amadís,
la corte del príncipe de Salerno y la herejía a que se entregó este
último (2).
La fama de la incredulidad española, tan generalizada y fir-
memente creída en Italia en la primera mitad del siglo xvi (3),
fué cediendo en las postrimerías del mismo siglo. «Siempre los es-
pañoles tienen en la cabeza alguna herejía», dice un personaje
de una comedia de Dolce (4), lo que es una forma atenuada del
juicio precedente. Luego la palabra «marrano» perdió su significa-
do preciso, quedando convertida en simple injuria indeterminada.
(1) V. Gctciakdixi, Belaz. di Spagna, pág. 283; Tristano Caracciolo, De inquisì-
tione epistola (en Opuse, ed. Gravier); Tassilo, Capitoli, pág. fi3; T. Tasso. Il Gonzaga
o vero del piacere onesto. Cfr. AMABILE, Il Santo Ufficio dell'Inquisizione in napoli (Citte
di Castello, 1892).
(2) Cfr. un memorial dirigido en 1572 al cardenal Sirleto en Ch. Dejob, Be l'influen-
ee du Concile du Trente sur la littérature, etc. (París, 1884), páginas 172-3, Fontanini, 1. c.
(3) He aquí un proverbio que se refiere a varios pueblos. «Alemán, borracho; fran-
cés, disoluto, y español, incrédulo (en la comedia de Nic. Carbone, Gli amorosi inganni) ,
Napoli, 1559, a. V, esc. 6.
(4) Il ragazzo (1541), II, 3.
XI
ASPECTO DE LA DOMINACIÓN Y DE LA POBLACIÓN
ESPAÑOLAS EN ITALIA
La influencia que hemos descrito se desarrollaba en los años
mismos en que el poder militar de España unía al dominio de las
dos islas italianas, que poseía secularmente por herencia y por con-
quista, gran parte del continente de Italia, estableciendo en las
restantes su hegemonía y venciendo en una serie de guerras a su
rival Francia. La primera tierra que se convirtió en posesión espa-
ñola fué precisamente aquel reino de Ñapóles que había sido el
primer objetivo de la codicia francesa, aquel reino que, disputado
entre los príncipes de Aragón y los pretendientes de la Casa de
Anjou, estaba ligado por lazos familiares y dinásticos con el pue-
blo español, cuya suerte estaba dispuesto a seguir. Y aunque en
los años que siguieron inmediatamente a las conquistas del Gran
Capitán se advirtiesen todavía algunas inseguridad e incertidum-
bre — el mismo Gonzalo fué acusado con razón o sin ella de que-
rerse aprovechar de la muerte de la reina Isabel para convertirse
en señor absoluto del país que se le había confiado, hasta que pru-
dentemente se olvidó de sus propósitos — , lo cierto es que no sur
gió más peligro que el de 1528, cuando el asedio de Lantrec a la
ciudad, última vigorosa y directa tentativa de los franceses para
reconquistar la herencia de los Anjou. Vencido el peligro no sin
grandes dificultades, fué nombrado virrey Don Pedro de Toledo,
cuyo largo gobierno sirvió para dar definitivamente a Ñapóles el
carácter de una provincia española; Toledo fué honrado por sus
contemporáneos con el título de «gran virrey» (1). Ñapóles forma-
ti) V. su vida escrita por S. Miccio, en Arch. stor. nap., s. I, voi. IX, pág. '■
— 188 —
ba en Italia una especie de cuartel general de las milicias españo-
las, que en Ñapóles se recogían y aprestaban para las guerras pe-
ninsulares, en cuyas peripecias se enfrascaron los españoles tan
pronto como tomaron aquella ciudad. En 1504 se presentaba en
Ñapóles al Gran Capitán ima Embajada de Pisa «recomendándose
a su ilustre señoría de parte del Rey Católico de España, y a la
que mandó un gobernador, Pedro Ramírez, y seiscientos infantes
españoles con el coronel Núñez» (1). En 1509, aprovechándose de
la Liga de Cambray, los españoles quitaron a los venecianos las
tierras que poseían en las Pullas. Y se esparcieron luego por toda
Italia, con ocasión de la Liga Santa, cuando Pedro Navarro, famoso
en las obras de minas, asaltó en Bolonia, que en febrero de 1512
fué libertada por los franceses de Gastón de Foix. Y, finalmente,
se reunieron con el grueso del ejército mandado por el virrey Car-
dona, en Ravenna, donde tuvo lugar el 11 de abril la gran batalla
que perdieron los españoles, sin que los franceses recogieran pro-
vecho alguno de su vistoria.
En aquella de Ravenna
do tanta sangre se vido,
tú te llevaste el sonido,
nosotros la dicha buena,
decía una canción musical de la época, que resonó largamente en
los palacios señoriles de España y de Italia y en la que se re-
cuerdan todos los reveses de los galos en nuestro país (2). En efec-
to, tornado a Ñapóles el ejército de Cardona, marchó al desqviite
en los últimos días de mayo, y desde 1512 a 1515 operó con vici-
situdes en Toscana y en Lombardia. En Lombardia tornó a pre-
sentarse en 1521, y después de haber intentado recuperar a Par-
ma, repuso en el ducado de Milán a Francisco Sforza, derivando
hacia Genova. En 1524, Pescara y Borbón, derrotado Bonnivet,
atravesaron el Piamonte y se internaron en la Provenza. Engro-
sado el ejército con otros cuerpos, el 25 de febrero del año siguiente
ganaron la batalla de Pavía. Durante el curso de estas guerras, el
Milanesado, dado, vuelto a quitar y vuelto a dar a Sforza, volvió,
(1) Passako, Giornali, pág. 143.
(2) De Juan Ponce, en Baebieki, Cancionero musical, cit., núm. 342, páginas 173-4.
— 189 —
a la muerte de éste, en 1531, a la dominación española, formando
la provincia española de la Italia septentrional, como formaba la
meridional la del reino de Ñapóles, dirigida, corno ésta, por un
gobernador. A todas estas conquistas pusieron el sello la paz de
Crespy de 1544 y de Cháteau Cambrésis de 1559. Mientras, el pa-
pado intentaba con Paulo IV alterar la hegemonía establecida. En
Toscana, al duque Alejandro, que era un juguete en manos de los
españoles, sucedía Cosimo de Médicis, que ejercitó con firmeza la
política de los Reyes Católicos y al que los españoles le ayudaban
en 1555 para la adquisición de Siena. Genova, que en 1514 había
concluido un tratado con el rey Fernando, fué convertida por
Carlos V casi en estado de vasallaje y servidumbre, coadyuvando
siempre con la mayor lealtad a la política de los sucesores de éste,
hasta el punto de que los italianos la injuriaban con el título de
«meretriz de España», mientras los españoles la consideraban como
habilísima usufructuaria de sus fuerzas económicas (1). Venecia
había perdido en la Italia continental la fuerza que todavía sabía
desplegar en los principios del siglo y no podía oponerse eficaz-
mente a la nueva potencia extranjera, como tampoco podía opo-
nerse el duque de Saboya y medio español Manuel Filiberto, ven-
cedor de San Quintín, preocupado solamente de reconstruir y sol-
dar sus estados hereditarios.
Convertida Italia en tan importante campo para la política y
los ejércitos de España, es natural conjeturar que en ella, y, sobre
todo en Ñapóles por las razones que ya hemos apuntado, guió,
obró, vivió más o menos largamente, y hasta se estableció en defi-
nitiva, la flor y nata de la gente de España, de sus guerreros, de
sus políticos y de sus nobles. Basta hojear las historias del tiempo
para tener ima noción general, porque no podemos distraernos aquí
ni en trazar la historia de la política española en Italia, ni de
ilustrar los hechos principales de los españoles venidos a nuestro
país, contribuyendo con indagaciones hechas en los archivos y en
las bibliotecas de Italia a las biografías compuestas por nuestros
eruditos, por ser esta obra de carácter monográfico. Si quisiéramos
ver como por un agujero aquella sociedad italo-española, del mis-
mo modo que nos hemos valido de la Question de amor estudiando
(1) V. Restosi, Genova nel teatro classico di Spagna (Genova, 1912), y Ancora di
Genova nel teatro classico di Spagna (Ivi, 1913), y E. MELE, I genovesi descritti dagli spa'
gnuoli, en Fanfulla delle Domenica, XXXVII, num. 23, 6 junio 1915.
— 190 —
los elementos de la sociedad napolitana en 1510, repasaríamos las
poesías de Luis Tansilo (1) para la generación siguiente, para la
época de la empresa de Túnez, para la sociedad que rodeó a Car-
los V en su viaje a la Italia meridional y durante su permanencia,
y que fué instrumento por un lado y obstáculo por otro a la polí-
tica de su virrey Toledo. En estas poesías aparecen además del
virrey, de su hijo García y de los sobrinos, el marqués del Vasto,
Alfonso de Avalos, el duque de Sesa que se había casado con la
hija del Gran Capitán (2) y era en Ñapóles como su vivo recuerdo
y su tradición, hasta el punto de ser celebrado como «el digno su-
cesor del Gran Gonzalo», como «el Gonzalo menor», y luego tantos
y tantos otros militares, capitanes de la guardia, castellanos y co-
mandantes de regimientos españoles contra los turcos. Y encontra-
remos también a Garcilaso de la Vega que había venido por primera
vez a Italia a fines de 1529, acompañando al emperador al Congre-
so de Bolonia, que había servido en la campaña de 1530 contra
Bolonia, y que después de unos meses de destierro en una isla del
Danubio, había acompañado a Toledo en Ñapóles, en 1532, en
caüdad de leal amigo y colaborador de este virrey. Aquí estrechó
relaciones cordialísimas con literatos del país, con Tansilo, con Es-
cipión Capece, con Mario Galeotte, con Seripando, con Minturno,
con Bernardo Tasso, Antonio Telesio, Gerónimo Borgia y otros.
Aquí cantó a la marquesa de Padula, María de Cardona, única
hija de aquel conde de Avellino, que hemos visto cortejar a Juana
Villamarino, hacerla su mujer y caer, muy joven, en la batalla de
Ravenna:
Ilustre honor del nombre de Cardona,
décima moradora del Parnaso,
que aquí compone ima oda hablando de un Galeota enamorado
de una Sanse verina (3). Y de Ñapóles hizo Garcilaso un nido para
su corazón:
Allí mi corazón tuvo su nido
un tiempo ya...
(1) V. las Liriche en la ed. del Florentino, y los Capitoli en la de Volpicene.
(2) La duquesa murió en Ñapóles en 1535, y Mauro, en su capítulo a Pedio Carnes-
secchi, alude al buen duque de Sesa... cuando medio desesperado llora la muerte de bu
duquesa (Opere burlesche, I, 248).
(3) A la flor de Guido, como se llama en las ediciones; pero debe leerse Nido, la casa
de los Nido, una de las más nobles de Ñapóles.
— 191 —
Y después de haber cumplimentado varias misiones de Toledo para
Carlos V y de haber marchado a Barcelona en 1533, donde volvió
a ver al amigo Boscán, teniendo con él una conversación de gran
trascendencia para la literatura española y para la imitación de
la italiana, tomó parte, con muchos amigos suyos, en la empresa
de Túnez, salvándole la vida en un combate el napolitano Fede-
rico Carafa, volviendo a Ñapóles herido
en la parte que la diestra mano
gobierna, y en aquella que declara
el conceto del alma...
Siguió luego al emperador a la alta Italia, llevando a cabo
otras embajadas con los Dorias en Genova y los Leyvas en Milán,
muriendo de heridas que recibió junto a Fréjus en octubre de
1536 (1). Tansilo, que tenía el cargo de continuo con el virrey,
aparece también como amigo y familiar de literatos como Bos-
cán (2), de magistrados españoles, Coli, Marcial, Minadoi, Muñoz,
Fonseca, y con un conjunto de damas españolas, no sólo de las
viejas casas ya antiguas en el reino, sino de las nuevas, entre las
que sobresalían entonces María de Aragón, mujer del maiqué^ del
Vasto; la hermana Juana, mujer de Ascanio Colonna; María de
Cardona, que acabamos de recordar; Costanza de Avalos, la más
joven, mujer de Piccolimini, duque de Amalfi; las dos hermanas
de Leyva, hijas de Antonio; la Concublet, mujer del duque de Nó-
cera; Juana Carlin, mujer de Mario Loffredo; Luc/ecia Borgia, mu-
jer del marqués de Casfelvetere; Mamia Borja, mujer del conde
de Rinari; Victoria Ayerbe, mujer de un Colonna y luego de un
Mormile; Isabel Briseña, que se había casado con el capitán Gar-
cía Manríquez, y otras muchas más (3). Nuevas familias españo-
las se ligaron con vínculos matrimoniales en el reino, como los
Zuñí cas (Zúñigas), Requeséns, Reveitera, Alarcón, Leyva, Tole-
(1) V. la biografía que escribió de Garcilaso E. Fernández DE Na vaerete (Madrid,
1850) y la carta inédita que yo publiqué en la nota Intorno al soggiorno di Gare, de la Y. iti
Italia (Napoli, 1894).
(2) E. PÉRCOPO, Giovanni Boscán e Luigi Tansillo in Ras. erit. d. lett. ital., (1915),
página 193 y siguientes.
(3) Sobre esta sociedad femenina, Croce-Ceci, Lodi di dame napolitane del secolo
decimosesto (dall'Amor prisionero... di Mario di Leo) con note storiche (Napoli, 180-i)
— 192 —
do, Borgia, Quiñones, Enriquez y otras. Entre los españoles que
entonces vivieron en Ñapóles importa no olvidar a Juan de Val-
dés, que vino la primera vez desde Roma en los últimos días
del año 1532 o en los primeros de 1533 (1), como archivero de la
ciudad, que ya había desempeñado su hermano Alfonso, muer-
to por entonces, y que aquí permaneció hasta su muerte ocurrida
en 1541. Valdés suscitó en la sociedad que frecuentaba, que era
la de los napolitanos más cultos, el interés por los problemas
religiosos de aquel tiempo y la aspiración a una forma de cris-
tianismo más íntimo e intenso, fundado en el principio de la jus-
tificación por la fe. De Valdés procede todo el movimiento na-
politano de la Reforma, entre cuyos adeptos figuró Isabel Brise-
ña, obligada, por esta razón, a huir de Italia. De muchos de sus
escritos, como de las Ciento diez consideraciones, por ejemplo, no
quedan más que traducciones italianas que entonces hicieron sus
amigos. En Ñapóles compuso, en los años de 1534 a 1536, el céle-
bre Prólogo de la lengua, del que son interlocutores dos italianos y
dos españoles (2).
Estos brevísimos trazos son insuficientes para describir un cua-
dro general de los españoles en Ñapóles, y menos aún, en Italia
en la primera mitad del siglo xvi. Para describir éste, convendría
indagar la composición de la sociedad española de Roma, muy nu-
merosa (3), de Lombardia, de Venecia, de otras regiones de Italia
que dominaban y frecuentaban; dar noticia de los españoles eru-
ditos y literatos que estuvieron en relación con los literatos y erudi-
tos iltalianos; de los italianos que viajaron por España y escribie-
ran «obre cosas españolas (4) y de los artistas españoles que vi-
(1) Sobre esta fecha loa documentos que he publicado en Arch. stor. nap.
XXVIII, 151-3.
(2) Sobre Valdés en Italia, v., además de Caballero, Juan y Alonso de Valdés (Ma-
drid, 1875), Menéndez y Pelato, Historia de los heterodoxos españoles, II, 164-90, y
Amabile II Santo ufficio, cit.
(3) *Én aquel tiempo no había dos españoles en Roma, y agora hay tantos» (Lozana
andaluza, I, 84-6). Fray Pablo de León, en su Guía del cielo, atacando la corrupción
romana, decía que la Iglesia estaba completamente llena o de los que sirvieron y fueron
criados en Roma, o de obispos, o de hijos, o de parientes, o de sobrinos, etc. (cit. por Me-
néndez y Pelayo, Eist. de los heter., II, 28-9). Tansilo (Capitoli, pág. 148) encarecien-
do a una persona rica de experiencia de la vida, dice tcomo hombre que nace en España
y envejece en Roma».
(4) Sobre los viajes de italianos en España, v. Farinelli (además de su Rassegne
bibl., VII, 272-5), en Apuntes sobre viajes y viajeros por España y Portugal, en Rev. crit.
de hist. y Ut. esp., 1898; más apuntes, en Revista de archivos, bl. y museos, 1903, y las
Aggiunte, etc., en los Melanges offerts a Picot (1913).
— 193 —
nieron a estudiar a nuestra tierra (1). Sobresaliente y llena de
significación es la figura de Diego Hurtado de Mendoza, poeta e
historiador, que fué embajador en Venecia desde 1539 a 1547 y en
Roma desde 1547 a 1555, que tomó parte en el Concilio de Trento
y figuró como gobernador de la Toscana. Del trato con semejantes
hombres, políticos y amantes de las letras, surgió el elogio que era
común en Italia a la «prudencia» de los españoles (2), a su sagaci-
dad en los asuntos de Estado, a la que se añadía, por regla general,
la «lentitud» o «tardanza» en la resolución. Menos laudable cualidad,
aunque también muy característica, era la «obstinación» (3).
Tansilo creía que el virrey Toledo era perfecta encarnación de
las virtudes políticas españolas, que presentó como modelo vivo
para todo aquel que quisiera estudiar la política (4), y otra vez
dirigiéndose a él, advertía que todas las cosas «que de vos nacen
están rodeadas de misterio y la prudencia guía cuanto decís y
cuanto hacéis» (5).
Llena de peripecias era la vida de los españoles que venían a
Italia «por experimentar su ventura», como decía precisamente uno
de ellos en una comedia (6). Valga como ejemplo la vida de Juan
de Espinosa, que en 1580 publicaba en Milán un Diálogo en laude
de las mujeres, de cuyo autor nos suministra abundantes noticias
un amigo (7). Nacido en Belorado, en la provincia de Burgos, en
Castilla, Espinosa era, por el lado de la madre, pariente del coronel
Cristóbal Samudio, que en agosto de 1511 desembarcó en Ñapóles
con tres mil infantes españoles (8), y que combatiendo con los suyos
en Ravenna murió después de haber realizado mil prodigios de
valor. Del muchacho Espinosa se cuidó el capitán Fernando Alar-
ci) Vicente Juane3, Francisco de Rivalta, Luis de Vargas, Tomás Pelegret, Pablo
de Céspedes, Juan de las Roelas, Alonso Berruguete. Francisco de Holanda, Gaspar Be-
cerra, Juan Fernández Navarrete, llamado el Mudo y muchos otros.
(2) i... los milaneses, que dan a conocer la abundancia; los franceses, la liberalidad;
los alemanes, la riqueza; los venecianos, la majestad y la virtud; los españoles, la pruden-
cia (Doni. Le zucca, ed. de Venecia, 1597, f. 27).
(3) «Es más obstinado que una mula española» (Bektivoglio, // geloso, acto III);
«como español, es tardo y lento» (Mauro, Opere buri., I, 230).
(4) «SI yo quiero saber cómo se gobiernan un reino y un ejército, aprender lo que en
103 libros antiguos se enseña... cómo se conduce un señor discreto... me inspiraré en laa
obras de Toledo, etc.», Capitoli, pág. 156.
(5) Capitoli, pág. 285. Cfr. el Vocab. nap. (ed. Porcelli), II, 75, en la palabra sara-
cene «... hombre de sagacidad y prudencia, porque no de otro modo eran los españoles
que venían a gobernarnos.»
(G) L'amor costante, II, 1.
(7) Advertencia de Jerónimo Serrano al Diálogo en laudes de las mu ¡eres, intitulado
Ciiwpcenos, Milán, Tini, 1580).
(8) Passaro, Giornali, pág. 176.
España en i.a vida italiana. 13
— 194 —
c('n. compañero de armas y gran amigo ele Samudio. Educándole
a su lado, a los diez y siete años le llevó a la expedición de Túnez
y lo quiso entrañablemente durante toda su vida. Muerto Alarcón,
Espinosa fué nombrado secretario de su yerno Pedro González de
Mendoza y lo siguió en los empleos que éste desempeñó en Sicilia,
en la Basilicata, en el Piamonte; y muerto Mendoza, fué nom-
brado para varias misiones en Venecia por el gobierno español y
figuró como capitán en tierras del Milanesado, en los Abruzzos y en
el valle siciliano. Y no conocemos más andanzas y correrías de
él después de 1580, año en que todavía vive. En Italia, tan vasto
canapo encontraban los españoles para su actividad y tan rica sa-
tisfacción a sus gustos, hasta el punto de no saber sapararse de
ella; se veían — al decir del español Urrea — «muchos hombres venir
a Italia, que cansados de las cosas de ella, vuelven a España pen-
sando que en su patria y en sus cosas deben encontrar vida larga
y regalona, y apenas vuelven a su suelo, y comienzan a gustar
del contento y del reposo, o mueren o tornan, por un motivo cual-
quiera a Italia» (1). Otras veces venían los españoles de paso nada
más esperanzados de gozar aún mejor fortuna en Flandes o en el
Nuevo Mundo, como ocurrió con aquel D. Alonso Enriquez de
Guzmán, que narró su vida en un manuscrito que hoy se guarda
en la Biblioteca Nacional de Ñapóles (2), y que enfáticamente se
titula: «Dios sobre todo. Título del presente libro el qual fué hecho
por un cavallero ymitando al César Magno, el qual cavallero salió de
su patria por las del mundo partido para relias y adquirir gloria y
fama para dexar de si perpetua memoria... » Era — según nos cuenta
con la característica vanidad española — natural de Sevilla, hijo de
D. García Enriquez de Guzmán, hijo a su vez del conde de Gijón
y pariente, por este lado, del rey Enrique de Portugal. Huérfano,
vivió con su madre, Doña Catalina de Guevara, «muy habladora,
aunque honrada mujer y buena cristiana». Noble de linaje, escaso
de medios, sin sustento alguno, afligido por su pobreza y ganoso
de ser rico, se decidió, en 1518, «a buscar sus aventuras», cuando
aún apenas contaba diez y nueve años de edad, saliendo de Sevilla
con mi caballo, una mula, un asno, un lecho y sesenta ducados.
Después de haber tomado parte a la ventura en un combate en
(1) Diálogo del honor militar, cit., f. 1.
(2) Lleva la signatura de I. É. 47 y es bastante más completo que el manuscrito de
la Biblioteca Nacional de Madrid; v., para la descripción, A. Mióla, Notizie di tn»s. vola-
ntini delle libi, dì Napoli (Napoli, 1895), páginas 61-66.
— 195 —
las Gerbes junto a Túnez, llegó «desnudo de roba y de dinero y
vestido de presunción* a Ñapóles, donde tenía muchas relaciones
y sabía que valía por una buena recomendación su título de capi-
tán eque es una cosa muy honrada en Italia. ..d'Evi Ñapóles, cuando
se dirigía a una hostería de la Rúe Catalana, fué reconocido por
un criado de un gentilhombre de su tierra llamado D. Alvaro
Pérez de Guzmán, que estaba con el virrey y que había llegado
a Ñapóles, también él, con más honra que hacienda. El criado dio
cuenta del encuentro al marqués de Lucito, muy hospitalario con
los forasteros, y principalmente con los que llevaban el apellido
de su mujer María Enriquez. Mientras don Alonso estaba en su
hostería jugando al triunfo, una patrulla de gente, furiosa, entró
dando voces para arrestarlo, y él, que no tenía la conciencia muy
limpia por haber sido rufián, esto es, bravucón y guapo, corrió
a una ventana para tirarse de ella y escapar. Entonces, el mar-
qués de Lucito, que estaba al frente de la ronda, se dio a conocer
diciéndole: «Señor, el alguacil que os viene a prender soy yo, que soy
el marqués de Luchito, por mandado del señor don Alvaro Pérez de
Guzmán». «Os arresto— añadió — por haber cometido la mala acción
de venir a esta hostería en ima ciudad donde tenéis amigos y pa-
rientes; la cárcel donde os arresto es mi casa.» En esta casa seño-
rial fué obsequiad ísimo por el marqués y por la marquesa, descan-
sando en un lecho con adornos de oro y terciopelo; a la mañana
siguiente llegó un mercader con brocados y redes de todas clases,
haciéndose un sayo y una capa. Quedó en Ñapóles sesenta días tan
agradablemente, y cuando marchó contra su deseo, sus huéspedes
le dieron vestidos y telas, regalándole además cien ducados, con
los que marchó a Roma, donde no le seguiremos, como tampoco
le seguiremos al Perú, donde encontró su fortuna, por lo visto.
Un espectáculo lamentable, terrible y triste a la vez, ofrecía
siempre la llegada de las tropas españolas, con aquellos soldados de
reciente alistamiento que se llamaban los bisónos y que los italia-
nos llamaban también i bisogni (los necesitados) porque, en ver-
dad, era gente que de todo carecía. Bandello alude despectivamente
a «los españoles plebeyos que se llaman bisónos, que vienen a Italia
con las abarcas» (1) como pobres aldeanos que eran, arrancados del
arado. Un versificador napolitano describe al soldado español, sin
(1) Nov., IV, 25.
— 196 —
un céntimo en el bolsillo, al flanco la espada que no puede sacar
de la vaina por lo roñosa que está, «mísero, afligido y aburrido de
tan áspero y continuo ayuno •> que baja de la galera «con semblante
afligido, de la color de la cera» (1). En mayo de 1535 — escribe un
cronista — «las naves trajeron tres mil soldados nuevos de España,
que llaman bisónos, los cuales, por haber sufrido mucho durante la
travesía, se fueron a comer y a beber alegremente, así que desem-
barcaron, escapando a la hora de pagar» (2). Los españoles recono-
cían también la tremenda miseria de sus soldadescas, que eran
«tropas de nueva infanteria, y como tal débil, achacosa y casi desnu-
da, que a tanto padecer en tan largo viaje, mal pueden resistir tan
manidos despojos)). De dos mil soldados que llegaron a Ñapóles a
las órdenes de Diego Manrique de Aguano, murieron setecientos
a las pocas horas de haber desembarcado. Se añadía que mostrán-
dose «en tan mala forma por los naturales» les movían a desprecio
«no sólo para con los que a quien miran en tan vil paño, sino también
juntamente para con los demás de la nación, pareciéndoles ser todos
(juicio en particular proprisimo de los vtdgares y de una morina
condición y metal)» (3).
Además de las soldadescas regulares, giraban por las ciudades
italianas, particularmente en las sujetas a la corona española, indi-
viduos que se decían soldados, que iban a alistarse o que estaban
alistados ya y a punto de salir para la guerra, y que en tanto
sembraban cuentos y burlas a todo pasto y que cometían toda
clase de desafueros; les llamaban soldados chorilleros, o churr Uleros,
o churrulleros. ¿Por qué les llamaban así? Había en Ñapóles una
famosa hostería — todavía ima calle lleva su nombre e indica su
emplazamiento — llamada del «Ceniglio». En esta hostería — dice
Della Porta — «acudían a capítulo» cuantos pasaban «el día roban-
do bolsos o falseando monedas, escrituras y procesos, y las noches
dando caza a las capas y a los ferreruelos, haciendo centinela pol-
las calles, para asaltar las puertas de los palacios y los objetos de
las tiendas, que tales eran sus siete artes liberales» (4). La fama
(1) Del Tufo, Rityatto di Napoli ms. de la Bib. Nac. de Nap., sign. XIII, B. 93, fo-
lios 103-4.
(2) G. Rosso, Istoria, pág. 55. V. un despacho del 8 de marzo de 1576 en Arch. stor.
üal., s. I, voi. IX, pág. 212, y la crónica de Zazzera, pág. 531.
(3) Cristóbal Suárez de Figueroa, Posilipo, Ratos de conversación en los que dura
el paseo (Ñapóles, por Lázaro Scoriggio, 1629), páginas 290-1.
(4) L'astrologo, III, 1, 11; del mismo, Tabernaria, III, 8; Furiosa, II, 1. V. el Cakn-
daio, de Brtjno, III, 6 (ed. Spampanato, pág. 95).
— 197 —
de esta hostería, que fué cantada un siglo después en una égloga
napolitana de Basile (1), se propagó en los primeros años del si-
glo xvi, fuera de Ñapóles, por el que llamaríamos mundo interna-
cional de la picardía. Delgado señala, entre los sitios más famosos,
junto al Rialto de Venecia, las gradas de Sevilla y la Sapienze de
Roma, el «Chorrillo de Ñapóles». (2). Así, el nombre de chorilleros
se dio primeramente a los que pasaban el día en la hostería hablan-
do de milicia, discutiendo con los capitanes acerca de condiciones
y de pactos, empinando el codo y de francachela eterna, sin irse
jamás a la guerra y sin arriesgar la vida, bien vestidos y con todo
el atuendo de los hombres de honor (3), y luego a la hez de la solda-
desca, a los desertores (4) y demás morralla. Y el vocablo, que pro-
cedía de un nombre local de Ñapóles, pasó, finalmente, a la lengua
española con el significado genérico de hablador y de embrollón (5).
Descendiendo ahora bastantes escalones en la reseña de la inmi-
gración española, no dejaré de recordar aquella numerosa legión
de mujeres ávidas de vida y dispuestas a correr aventuras con los
hombres de su país, que siguieron la ruta marcada ya por sus ante-
cesores a la Ñapóles de los Aragoneses y a la Roma de los Borgias.
En lo que se refiere a Roma, poseemos un libro precioso que puede
servirnos de eruía en esta sociedad; nos referimos a la ya citada
(1) Talia o vero lo Cerriglio, en las Muse Napolitane (Napoli, 1635). Pero hacia la
mitad del siglo había decaído bastante, según nos cuenta un humorista español: *Fuí a
visitar la taberna principal del Chorrillo, y hállela tan diferente y en tan bajo estado, que
llegué a dudar si era aquélla la misma que ser solía* (E. González, Estebanillo González,
1652, ed. de París, 1912, páginas 217-18).
(2) Lozana andaluza, ed. cit., II, 140.
(3) Así lo atestigua Cristóbal de Vtllalón, que vino a Ñapóles poco después de
1550, en su Viaje a Turquía (en el voi. Autobiografías y memorias, Madrid, 1905), en el
volumen Autobiografías y memorias de la Nueva Bibl. de Aut. Españoles, pág. 91) donde
recuerda, entre otros parajes notables, El ChoRILLO. «¿Es de ahí — pregunta uno de los
interlocutores — lo que llaman soldados chorilleros?» Y Villalón contesta: *Deso mesmo;
que es como acá llamáis los bodegones, y hay muchos galanes que no quieren poner la vida al
tablero, sino de andarse de capitán en capitán a saver quando pagan su gente para pasar una
plaza y partir con ellos, y beber y borrachear por aquellos bodegones; y si los topáis en la calle
tan bien vestidos y con tanta crianca, os harán picar pensando que son hombres de bien». Es,
pues, fantástica la etimología vasca que propone Julio Cejador (Franca), La lengua de
Cercantes (Madrid, 1906), II, 344-5.
(4) Para esta significación, v. Cristóbal Suarez de figtjeroa, El pasajero' (ed.de
Madrid, 1963), pág. 247. A. G. de Trtjenía y Mayo, en una nota a su edición de El ca-
samiento engañoso y El coloquio de los perros, sostiene que la palabra equivale siempre
a 'soldados desertores* y que alejándose luego de esta primera significación, se aplicaba
a los ^borrachos, habladores y charlatanes».
(5) V., para el empleo de esta palabra, Cervantes, Don Quijote, II, 45; en Pedro
de ürdemalas, jorn. I; en el Coloquio de los perros (ed. cit., pág. 329 y nota cit.); en El licen-
ciado Vidriera (ed. de Narciso Alonso Cortés, Valladolid, 1916, pág. 58); en el interm., El
rufián viudo, edición de Hazañas y la Rúa, Sevilla, 1906, pág. 184. V. la nota que cita los
pasajes de Delgado y de Villalón. También encontramos la palabra en Qüevedo, Las
zahúrdas de Plut&n (en Los sueños, ed. de París, Michaud, sin año, III, pág. 65).
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Lozana andaluza, de Francisco Delicado o Delgado, médico y lite-
rato, que vivió en Roma de 1523 a 1527. Vivían entonces en Roma
— escribe Delgado en una larga enumeración burlona — mujeres de
todos los rincones de España: «Hay españolas castellanas, vizcaínas,
montañesas, galicianas, asturianas, toledanas, andaluzas, granadinas,
portuguesas, navarras, mallorquínas)) y hasta «putas mozárabes de
Zocodover». ¿Y cómo concurrían en tan gran número? «Vienen al
sabor y al olor: de Alemania son traídas y de Francia son venidas,
las dueñas de España vienen en rameaje, y las de Italia con carmaje».
¿Y cuáles son «las más buenas en bondad», entendiendo por bondad
la perfección y destreza en el oficio ? «/ Oh, las españolas son las
mejores y las más perfectas!». Todavía se añade esta noticia en otra
ocasión: «Son venidas a Roma mil españolas, que saben hacer de sus
manos maravillas y no tienen un pan que comer» (1). Además, en
los Raggionamenti del Aretino se recuerdan las cortesanas espa-
ñolas en Italia, las recuerda Zappino y las recuerda Ademollo (2).
Una de las heroínas más famosas, Isabel de Luna, figura en las
narraciones de Bandello (3).
También debiéramos recordar los numerosos judíos españoles
que más tiempo permanecieron en Ñapóles, de donde fueron defi-
nitivamente expulsados en 1541 (4), y de los demás que permane-
cieron confinados en Roma en la judería, donde estaba la sinagoga
de los castellanos y de los catalanes. De esta judería (o ghetto en
italiano) se contaban leyendas espantosas. ¿Quién puede — dice un
personaje del drama Amor y celos, de Tirso de Molina — contarme
rápidamente lo que me ha sucedido? Y el obro, el romero, responde:
... Una redoma
con dos diablos encerrados,
que hay demonios redomados
en la judería de Roma (5).
(1) Lozana andaluza, ed. cit., I, 138, 194-6, 200, II, 204.
(2) Rag. dello Zappino, pág. 239; en los Rag. del Aretino se habla de una española,
llamada Nlcolasa; cfr. Lettere di cortegiane del secolo xvi, ed. Ferrai, pág. 9, n, e 11. Para
algunas prostitutas residentes en Roma, v. el capítulo de Coppetta a la señora Hortensia
Greco, en Op. buri., II, 50; sobre el enamoramiento de una española, v. Dolce, capitulo
a Buonriccio, ivi, I, 389, y para algo semejante, Mauro, ivi, I, 227. Otras noticias recoge
Farinelli en Ross, bibl., VII, 285.
(3) Novelle, II, 51, IV, 17. Cfr. sobre una «Juana, española», Ademollo II carnavale
di Roma, cit., pág. 20.
(4) V. Ferorellt, obr. cit., pág. 233 y siguientes. Disputas con judíos de Ñapóles
tuvo Guevara en 1535; v. sus Cartas (Lettere), trad. ital., ed. de 1611, eilio II, pági-
nas 184-9. 215-31.
(5) Amor y celos, acto II, esc. 6.
— 199 —
Los judíos trataban en Roma libremente con los cristianos y
éstos estaban obligados a llevar una señal roja; sus mujeres anda-
ban ordinariamente «adobando novias y vendiendo solimán labra-
do y aguas por la cara» (1). Había también falsos cristianos
o marranos contra los que procedía la Inquisición (2), dándose
el caso de perversiones místico-eróticas como la de la secta de
españoles y portugueses, descubierta y castigada con la hoguera
en 1578 (3)
Los sentimientos de la población italiana eran muy diversos,
según las formas o los representantes de las formas de la inmigra-
ción italiana con los que estaban en contacto. Y si los guerreros
y caballeros podían admirar la proeza y el espíritu caballeresco de
sus adversarios, de sus vencedores y de sus hermanos de armas,
los políticos loar la agudeza de los diplomáticos y gobernadores
que enviaba España, el pueblo tenía que dolerse y sentir rabia y
desdén por las devastaciones y estragos, a los que asistía, y de los
cuales era víctima en sus guerras contra los españoles. Bentivoglio
en sus sátiras narra uno de estos episodios de crueldad (4).
Y Mauro recuerda los saqueos, cuando «las lanzas de los espa-
ñoles, con ciertos ladronzuelos italianos, saqueaban incluso a los
labradores» (o). Y horrenda memoria quedó en las gentes de las
ferocidades españolas en ciertos asaltos y conquistas de fortalezas,
como en el saqueo de Prato en 1512, donde entre las tropas asal-
tantes «había no pocos moros y marranos que jamás se saciaban
de sangre». Los habitantes de la mísera Prato que pudieron coger
«fueron muertos por aquellas gentes, que les daban en la cabeza
los primeros golpes». Vn rimador se lamentaba de que «los turcos
infieles eran más blandos con los cristianos que los españoles en
Prato. Pero no eran españoles, sino perros rabiosos, enemigos de
Cristo, llenos de vicios y más bestias que hombres». Otro contaba
que tenían un semblante parecido a los que crucificaron a Cristo,
(1) Lozana andaluza, ed. cit., I, 60.
(2) Por ejemplo, en 1513; cfr. Passaro, Giornali, pág. 187.
(3) Montaigne, Journal de voyage en Italie, ed. D'Ancona, páginas 291-3. En 1571,
en la catedral de Ñapóles, hacían pública retractación de su fe doce mujeres catalanas,
acusadas de vivir secretamente como judías.
(4) Se refiere a un episodio en que unos españoles robaron a un pobre aldeano, que
Iba a Florencia en su burrito, despojándole del miembro viril, v. Le satire et altre rime
piacevoli (Venecia, 1550; a M. Pietro Antonio Acciainoli).
(5) Maceo, en Opere burlesche, I, 253: acerca de los terribles motines, obr. clt.»
1, 287.
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«con barbas descuidadas y horrendo color», ásperos, negros, hórri*
dos, extraños, perros rabiosos más que españoles» (1).
No hablemos del saco de Roma en que la soldadesca, a porfía
con los lanzichenecchi, desvastaron, quemaron y prostituyeron la
ciudad eterna, sede del vicario de Cristo, entre la atónita estupe-
facción de los contemporáneos. Y aunque surgiese entonces de
distintos sectores una voz que explicaba y justificaba aquellos ho-
rrores como castigo divino por la corrupción de la corte pontificia
— tesis que sostuvo Alfonso de Valdés en su Diálogo deLactan-
cio (2) — , y a la que Aretino alude sarcàsticamente en el prólogo
de la Cortigiana, diciendo que Roma «estaba purgando sus pecados
a manos de los españoles» (3), otro sentimiento de índole muy dis-
tinta se abrió pronto camino, sosteniendo que todos los que habían
tomado parte en aquel saqueo acabarían de mala muerte. Confir-
mación de esto, pareció la muerte del condestable de Borbón, ase-
sinado mientras escalaba las murallas; la de Hugo de Moneada,
ahogado en el mar en la batalla de Orso; la de Juan Dorbina en
Spello, y la del príncipe de Orange en Gavinana. Con ocasión de la
matanza que de los españolesh izo en 1539 en Castelnuovo el cor-
sario Barbarroja, Sperono Speroni juzgaba que aquella empresa
había sido consecuencia «no de las fuerzas turcas, sino del juicio
de Dios, el cual, vengándose como suele de un enemigo con otro,
dio a la boca de estos perros, como reliquia de su era, ciertos inso-
lentes españoles que habían sobrevivido a la peste de Roma, por-
que en desprecio de la religiún cristiana violaron y saquearon sus
iglesias con la mayor impiedad (4).
Menos violentos, pero siempre gravosos y pesados para los pue-
blos eran aquellos soldados a los pueblos en tiempo de paz, con
los llamados «alojamientos» en las ciudades a donde iban destina-
dos; de estos vejámenes y opresiones nos traza un vivo retrato
Tansilo cuando en 1551 suplica al virrey Toledo que libre de los
tales alojamientos a su pueblo, Venosa. Venosa, durante veinticua-
(1) Tre narrazioni del sacco di Prato (1512), en Arch. stor. ital., s. 1, 1. 1, 1842.
(2) Contra este opúsculo re rebeló Castiglione, entonces legado pontificio en España;
véase Menéndez y Pelato, Hist. de los heterodoxos, II, 111-28, y extractos en apend. Ro-
dríguez Villa, obr. y 1. cit.
(3) «¿Dónde sucedieron tan dulces burlas? En Roma. ¿No la veis aquí? ¿Esta es
Roma? Misericordia. |No la habría reconocido nunca! Os recuerdo que está purgando sus
pecados en manos de los españoles y es bien de temer que no le sucedan cosas peores».
Cír. en la misma comedia, I, 23, V, 15, 23.
(4) Orazione contro Barbarrosa, en Opere (Venezie, 1740), III, 245.
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tro años venía soportando bien una compañía, bien dos de hombres
de armas a los que tenía que mantener. Aquellos soldados, al am-
paro de un viejo estatuto, no solamente lo compraban todo «franco
de fianza», sino a precio inferior al del mercado, que pagaban o no
pagaban; exentos de gabelas, buscaban gentes que se entendieran
con los mercaderes, dejando todo el peso de la ley sobre las espal-
das del débil. Y además, los celos. «¡Cómo martillan los celos en
los pechos de los villanos que van al campo y dejan en casa una
mujer bonita! ¡Y cómo temblaban viendo pasear a aquellos solda-
dos, sobre todo si oyen el sonido de laúdes o de guitarras que les
suenan a muerte»! (1).
Los alojamientos eran tan costosos que a las veces se emplea-
ban como castigo para las ciudades indóciles (2). Ya hemos tenido
ocasión de recordar las voces buscare y aprovecciarsi que a causa
de los usos y costumbres de los soldados españoles en Italia pasa-
ron a nuestro vocabulario (3). Aquí añadiremos la palabra cappea-
re, que quiere decir andar de ronda por la noche robando la capa
a los campesinos, haciéndose proverbial la frase de «robar la capa
de noche como hacen los españoles» (4). ¡Y no sólo la capa! «¿Es
español éste que se acerca a vos?- — dice en la comedia (ñ) el paje
a su amo, y éste replica: ¿Español? ¡No os acerquéis tanto! Desde
abí». Y en otro paraje: «Dios quiera que éste no nos engañe y no
ponga los ojos en ese oro. Conque ¿español y fraile, eh?» Y en las
Intrighi d'amore: «¡Ay! Este es español (6). ¡Dudo que no me lleve
el chambergo con las plumas!» (7). «Hasta su besar la mano era
interpretado sarcàsticamente como un modo de robar, de sacar el
(1) Poetie lìriche, ed. Fiorentino, p. VII y siguientes.
(2) Para Marsela y Pennini, Palmeki, Storie di Sicilia (Palermo, 1865), pág. 384.
(3) Véase pág. 154.
(4) Por ejemplo, L. Domenichi, Facezie (ed. de 1588), páginas 322-3. «Cada noche
lo encuentro a capas por los contomos y asesinando en las carreteras», dice Urrea en el
Diálogo cit., f. 60. En el Arch. stor. ital., 8. 1, voi. IX, pág. 250, desp. de Ñapóles, 5 Julio
de 1605: «Los españoles se han acostumbrado a capear de noche y desde que obscurece no
puede uno andar seguro por la ciudad». V. la comedia de Porte, La fantesca, IV, 6, y en
la de Calderón, Dar tiempo al tiempo, la escena en que cuatro españoles se disponen a
capear. A propósito de la capa, VARCHI, describiendo el modo de vestir de los florentinos
en su tiempo, escribe: «La noche, durante la cual se acostumbra mucho a salir en Floren-
cia, se usan en la cabeza bonetes y a la espalda capas, llamadas a la española, porque lle-
van atrás la capucha, que, llevada durante el día, si no se trata de un soldado, es reputa-
do como timante y hombre de mala vida». (Storie Fiorentina, IX, 47. ed. Le Mounier,
volumen II, 84).
(5) Raineri, L'Attilia, V, 6.
(6) Domenichi. Le due cortigiane, II, 3.
(7) Acto IV, esc. 13.
— 202 —
anillo como las gitanas» (1). Españoles y napolitanos que pertene-
cieron a la soldadesca que estuvo de guarnición en Siena, estaban
también desacreditados por su triste vida de rapiña, y dos de ellos,
que se jactan de sus bellaquerías, aparecen en una narración de
Fortini (2). Ante ciertas espléndidas apariencias, seguidas de tris
tes efectos, se repitió el adagio muy generalizado entonces: «Espa-
ña, sana por fuera y podrida por dentro» (3).
Es de suponer que fueran frecuentes las algaradas entre espa-
ñoles e indígenas, como ocurrió en Ñapóles durante el asedio de
Lautrec, o en Ñapóles también cuando llegaban los hambrientos
bisónos. En cierta ocasión, por ejemplo, vinieron a las manos es-
pañoles y napolitanos, con muertos de una y otra parte y gran
escándalo de la ciudad, cosa que sirvió de disgusto al virrey (To-
ledo), que no pudo, con su rigor acostumbrado, hacer demostracio-
nes de castigo, porque no logró averiguar de parte de quién estaba
la culpa, si de los soldados o de los napolitanos (4). En otros
casos siguieron terribles venganzas populares. En los primeros
encuentros de los motines de 1546, «dentro de las tabernas del
Chorrillo diez y ocho españoles fueron muertos y despedazados,
y tirados a la calle desde las ventanas; en la plaza de la Rúe Ca-
talana, y en las casas de esta calle, fueron muertos muchos viejos
y mujeres españoles» (5). Tansilo recuerda los horrores de dos
años antes con vivos colores, asegurando «que querían despeda-
zarse y comerse unos a otros» (6).
Por otra parte, los españoles se dolían de la poca autoridad
que se daba a sus soldados en las ciudades de Italia donde iban de
guarnición. «¿Por qué pensáis — dice Urrea — que están tan tran-
quilos los estados del Turco, si no es por la autoridad que tienen
los genízaros, que solamente uno de ellos hace temblar a toda la
ciudad? ¿Qué valor queréis que tenga un soldado viéndose poco
estimado y ultrajado por el villano que él o sus antepasados con-
quistaron? Sé bien que visteis en Trapani y en otros lugares de
(1) Dovizi, Calandria, II, 7; Cecchi, Il corredo, III, 6; Ammirato, Delle cerimonie,
en Opuse, III, 354-5.
(2) Nov., II, 13. En L'idropica, de Guarini, III, 10, se dice que la cortesana Corelte
es hija de «madre española y de padre napolitano, aleación de finísima plata».
(3) Lo recuerda Trissino en la Poética (Venecia, 1563), div. VI, pág. 34.
(4) G. Rosso, Istoria, páginas 18 y 55.
(ó) Castaldo, Istoria, páginas 83-4.
(8) Capitoli, ed. cit., pág. 296.
— 203 —
Italia asesinar por leves motivos a treinta o a cien soldados, y que
todo lo arreglaron con dinero, pagando con sus rentas una brizna
de las deudas del rey, siendo perdonados estos pueblos que a esa
costa se aprestaban a realizar daños mayores; de estas flaquezas
que dan lugar a que los pueblos estimen poco a las gentes de guerra,
suelen venir escándalos mayores» (1). Frecuentes eran también las
luchas sangrientas que se encendían entre las soldadescas italianas
y españolas dentro de los mismos ejércitos (2).
En estas ocasiones, al grito de ¡España, España!, se respondía
por el adversario con el de ¡Italia, Italia!, siendo insultados los es-
pañoles con más furia que nunca como <<marranos» (3) y ampliando
el sentimiento de odio comprendía a todos los extranjeros, espa-
ñoles, alemanes, suizos y franceses, todos igualmente — juzgaba
Berni — «enemigos de la sangre italiana» (4). La misma extensión
de este juicio demuestra que no tenía nada de específico contra
los españoles como tales españoles, en el fondo más soportables y
realmente más soportados que los insolentes y mujeriegos france-
ses, y más estimados que no los hinchados y bárbaros tudescos.
Ese juicio expresaba sencillamente el aborrecimiento genérico por
el invasor extranjero, aborrecimiento que se encuentra en todos los
pueblos, y el más general contra los agentes fiscales o militares
opresores, fueran nacionales o extranjeros. España, a lo sumo, figu-
raba en primer lugar, porque según dice Pedro Nelli en un dístico,
era la dueña de aquella edad (5), la triunfadora, dominadora y
vencedora.
Si ahora nos preguntásemos si este triunfo o dominio fué un
bien o un mal, tendríamos que responder que la respuesta fué
dada de una parte por la nueva conciencia italiana que lo consi-
deró como un oprobio y como una abyección, pero que, por eso
mismo, esa respuesta ha sido ya implícitamente negada por la his-
toria, que no puede juzgar con el sentimiento de la nueva concien-
(1) Diálogo, cit. , f. 155.
(2) V. Giovio, Vita del Pescara, i. 186, para tina terrible y sangrienta colisión que
tuvo lugar en Milán con motivo de los alojamientos durante la Liga Santa; A. M. Ban-
dini, Il Bibbiena, Livorno, 1758, páginas 29-32, para otra colisión ocurrida en el campo
junto a Mondolfo, durante la empresa de Urbino.
(3) «¿Cuándo haremos una ensalada con estos españoles marranos?», grito de un
campesino que refiere una crónica napolitana de 1585; cfr. Arch. stor. napol., I, 135.
(4) Opere burlesche, I, 79.
(5) V. nSpagna, spugna déla nostra etate*, Nelli, Satire (en Selte libri di satire), de
L. Ariosto, H. Bentivogli, etc., Veneri», 1583, 1. IV, s. VI, f. 112.
— 204 —
eia italiana del resurgimiento, sino que debe referirse a la Italia
del Renacimiento. Como Italia, por razones conocidas, no podía
soldarse entonces en un estado unitario nacional; como las vicisi-
tudes de transformación de Europa no la permitían vivir como en
los siglos xiv y xv; como era necesario que de cualquier modo sa-
liese del municipalismo de la tardía Edad Media y se fuera plas-
mando en la forma de las monarquías modernas, el dominio de
España fué para ella, entonces, el mayor mal y el mayor bien al
mismo tiempo. España comenzó a recoger sus Estados en grandes
masas; España ordenó sus fuerzas con alguna medida y concurrió
con sus milicias a defender el peligro turco; España cortó la anar-
quía de la vida italiana, la limpió de los turbulentos varones y de
los señoríos que no conocían más intereses que los de sus casas,
y con su dominio, con su hegemonía, hasta con las oposiciones que
suscitó, fué formando y preparando a los italianos ciertos senti-
mientos de devoción al rey y al Estado, que tuvieron sus conse-
cuencias en el desarrollo futuro, político y civil. Italianos fueron
y a Italia sirvieron aquellos que sirvieron al gobierno español, y
esparcieron su sangre en todos los campos de Europa, y se consi-
deraron, no como traidores, sino como leales a su patria. Es verdad
que aun entonces, en la primera mitad del siglo xvi, no pocos con-
sideraban a Italia incompatible con España, pero eran, o vanos
jeremías del tiempo pasado, de «la vida que se llevaba en tiempo
de los italianos, y no de los franceses y de los españoles» (1), o
utopistas, y casi profetas, como el gran autor de la exhortación
para librara Italia de los bárbaros, Nicolás Maquiavelo (2), o par-
tidarios retardarlos de Francia contra España, dos nombres que
perduraron largamente como símbolo de opuestas simpatías políti-
cas (3). Los momentos que parecían más propicios para libertar a
(1) Aretino, Ipocrito, V, 10.
(2) V. El Príncipe, trad. esp. de José Sánchez Rojas, voi. 953 de la «Colección Uni-
versal», Calpe, cap. 26.
(3) El contraste se dio en el siglo XVII, como pudo verse en las guerras de la casa de
Saboya y en los partidos que se formaron en Ñapóles durante la revolución de 1647 a
1648; en el Milanesado. en los principios de aquel siglo, había los dos bandos de españoles
y navarros; «Navarros nuestros» eran llamados los fautores de Francia (cfr. Arch. stor.
lomb., VI, 99-103). En el Forastiero, de Capeccio (1634) se habla de ciertos napolitanos
«que se reúnen y celebran asambleas, y hablan de la nación francesa con un afecto inde-
cible», y de uno al que el autor oye decir: «Hermano, tengo el cuello en el pecho» (página
217). El vestir a la francesa o a la española era profesión de afecto por uno u otro bando;
en 1628, el embajador español en Turín se escandalizaba viendo vestido a la francesa al
joven príncipe Francisco de Este (Penero, II Conte Fulvio Testi, Milano, 1865, páginas
— 205 —
Italia de los españoles y volverla a los italianos, como el memo-
rable año 1526, pasaron sin consecuencias porque Italia carecía de
fuerza moral para empresa semejante. Fallaron miserablemente las
distintas tentativas posteriores de Burlamacchi en Toscana, de los
Fieschi en Genova, del príncipe de Salerno en Ñapóles, de los -pro-
risciti florentinos en Siena, tentativas que se apoyaron en la ayuda
de Francia, con la que siempre contó el papa antiespañol por ex-
celencia, Paulo IV (1). El cual, invocando la libertad de Italia (los
extranjeros que estaban fuera de Italia y la ninguna preponderan-
cia de un Estado italiano sobre otro) se lamentaba «de la antigua
armonía de esta provincia en cuatro partes, la Iglesia, la Serení-
sima (Venecia), el Reino de Ñapóles y el Estado de Milán», y mal-
decía las almas infelices de Alfonso de Aragón y de Ludovico Sforza
que «estropearon tan noble instrumento italiano». Odiaba particu-
larmente a España porque «de la experiencia de las cosas pasadas»
deducía «que los franceses no solían ni podían detenerse largamente
en Italia, porque la nación española es como la hiedra, que donde
ataca permanece», y poseyendo ya tanta parte de Italia, «deseaba
lo demás» (2). Pero la hiedra se estaba quieta porque era vigorosa
y el terreno apto, y «la antigua armonía» de Italia, la lira de cua-
tro cuerdas, se había roto y pertenecía al pasado, al pasado que
no vuelve.
78-9); entre las acusaciones que dirigió Francisco Carafa al duque de Nocera en 1640 era
de «vestir a la moda francesa» (Filamondo, II genio bellicoso, pág. 265); v., para casoa
análogos, Capeceiateo, Annali, pág. 127; Mémoires du Conte de Modène, pág. 55. «Fran-
ceses» y «españoles» llegaron a ser hombres de partidos locales en las ciudades italianas;
cfr. Montaigne, Journal du voyage en Italie, ed. D'Ancona, páginas 156-7. «¿Quién pue-
de poner de acuerdo a Francia con España? No mezcles a España con Francia», son pro-
verbios (v. PittrÉ, Prov. sic, III, 142), en los que aparece la vieja división secular.
(1) Véase Db Leva, Storie di Cario V, II, 329-33.
(2) Relación de Bernardo Navagero. ya citada.
CONCLUSIÓN
XII
LA DECADENCIA HISPANO - ITALIANA
La época que ahora se abre, y de la que hemos descrito el pe-
ríodo de los albores, se reputa como una de las más infaustas de
la historia de Italia, época comparable en cierto modo al fin de
Roma y a las consecuencias de las invasiones bárbaras: la época
que va desde la mitad del siglo xvi a los comienzos del xvni,
desde la paz de Chàteau-Cambrésis a la guerra de sucesión de
España, en que faltó en Italia toda vida política y todo senti-
miento nacional, la libertad de pensamiento se apagó, empobreció
la cultura, la literatura se hizo amanerada y vacua y cayeron en
el barroquismo la arquitectura y las artes plásticas. Se consideró
a España no sólo como compañera, sino como auxiliar de esta de-
cadencia, como el poder ora arcano, ora abierto, que llevó a cabo
la gran ruina y formó el desierto así en Italia como en todas par-
tes. Y su pésima influencia se acusó en todas las manifestaciones
de la vida, en la económica y moral no menos eme en la religiosa,
intelectual y artística. «El despotismo español en Italia — tomo la
cita de un libro reciente — no sólo destruyó la antigua vitalidad
económica, sino que, penetrando como veneno en todo el organis-
mo nacional, corrompió la vida del país en sus mismos manantia-
les, adulteró su espíritu en todas sus manifestaciones, cambió el
antiguo y limpio semblante del carácter italiano. Milicias, oficios,
instituciones, usos, opiniones, vestidos se forjaron a la española;
al amor de la patria sucedió el puntillo de honor; a las batallas,
los duelos; a las altas ambiciones, las vanidades mezquinas; a los
— 208 —
trabajos industriales, el dolce far niente; a las grandes virtudes y
a los mismos ocios, fruto de una gran exuberancia de vida, vicios,
consecuencia de inacción y de flojedad; a las grandes y nobles des-
venturas nacionales, desgracias puramente caseras y domésticas;
a las noblezas ilustres por las grandes hazañas, una nobleza fas-
tuosa con títulos vanos; a las compañías de aventura, primeras y
descompuestas mih'cias nacionales, las partidas de bandidos; al ser,
el parecer; al Estado, la corte. La familia fué corrompida por los
fideicomises y por los dusinas; la religión por las prácticas exter-
nas; el sentimiento y la educación por la hipocresía; las relaciones
por los títulos y por el sosiego; fausto y resplandor por fuera, mi-
seria y sordidez por dentro; de la falsedad, de la hinchazón y de
la degradación morales y sociales se contagiaron el lenguaje, las
artes y las letras» (1).
Cuadros como éste de cargadas y negras tintas, í'asgos históri-
cos como el que aquí transcribimos preñados de características ne-
gativas, son, como ya hemos dicho, poco históricos en verdad, por-
que en lugar de criterios intrínsecos a los hechos adoptan criterios
extrínsecos — como sería, por ejemplo, el de ima Italia distinta,
antigua o nueva, del pasado o del porvenir, porque entre ese cri-
terio y los hechos hay discrepancias, porque los hechos, en lugar
de ser comprendidos, son condenados, y las características, en lu-
gar de tener un carácter positivo, lo tienen negativo. Muy otra debe
ser la misión del historiador, del verdadero historiador que desea-
mos a Italia para nuestra vida de los siglos xvi y xvn, en la cual
había que investigar la crisis de la vieja sociedad italiana y la
germinación, lenta o escondida, de la nueva, lo que debe recomen-
darse en todos los momentos de aquella historia, hasta para las
vilipendiadas costumbres de entonces, hasta para la tan despre-
ciable literatura del siglo xvn (2).
Pero el que quiera comprender las calidades y las razones de
lo que se ha dado en llamar precisamente decadencia italiana — de-
cadencia que sólo fué verdaderamente tal en ciertos sectores y bajo
ciertos respectos — tiene la obligación estrechísima de libertarse del
fantasma de una España, fuente de malicia y corruptora de una
(1) F. P. Cestaro, Studi storici e letterari, Torino, Roux, 1894, páginas 65-6.
(2) Véase, como contribución a un estudio positivo de la literatura italiana de la
época, cuanto he dicho en mis Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, pref.,
p. vn-xxin.
— 209 —
Italia incorrupta, porque esta concepción es lógicamente absurda,
ya que no hay ningún influjo ejercitable donde no existe espíritu
dispuesto a elaborarlo y a recogerlo, dándole pujanza y modifi-
cándolo más o menos extensamente. Que España no era una po-
tencia maléfica y enemiga, cosa es que se demuestra con la con-
ciencia de los contemporáneos, ya que, por regla general, no sólo
estaba contenta, sino orgullosa de que Italia uniese sus destinos
a los destinos españoles. Carlos V, el emperador que pareció revivir
el antiguo sueño, haciendo, como escribía Tansilo, que repetía la
frase sacramenta] «un solo pastor y un solo rebaño» (1) en el mundo,
fué admirado en toda Italia como señor de ella. Testimonio inge-
nuo de ello nos ofrece las palabras que casi con las lágrimas en los
ojos escribía en cierta crónica un burgués napolitano: «Sabio y be-
nigno Emperador: que el Señor le dé tanta felicidad en el cielo
como poder le concedió en la tierra. ¡Con cuánta circunspección
trató siempre todas las cosas! Me considero como el hombre más
feliz del mundo por haber nacido en su época, y mucho más, por
haberle visto tantas veces en Ñapóles» (2). El mismo sentimiento
recogieron sus herederos, admirándose en Felipe II «la grave y ve-
nerable majestad con la que, moviendo los ánimos a reverencia,
es casi como un ídolo adorado de los príncipes y señores, y con
razón se muestra como Rey y conserva dignamente su grandeza
real» (3). En el reinado de Felipe III, las gentes se complacen de
que «Ñapóles obedezca hoy al mayor Rey y Monarca del mundo,
el rey de Ñapóles y de las Españas, de la Augustísima Casa de
Austria; descendiente de la Familia Julia, del gran Julio César,
primer Emperador Romano» (4). Y el pueblo cantaba: «Casa de
Austria, nombre valeroso, que nunca del Turco ofensas sufrió»;
atribuyéndola de paso la posesión de un Crucifijo prodigioso y de
otros talismanes y virtudes recónditas (5). La utilidad de la unión
de los italianos con los españoles fué defendida con preferencia a
la de otros pueblos por varios políticos de aquel entonces, y por
el mismo Campanella, que había conspirado contra España, no
por la independencia italiana, sino por su utopía de una república
(1) Canción a Carlos V, en Poesie liriche, ed. cit., pág. 90.
(2) Castaldo, Istoria cit., pág. 106.
(3) S. Guazzo, Civil conversinone, i. 131-2.
(4) F. DE Pietri, Dell' historia napolitana (Ñapóles, 1634), pág. 50.
(5) CROCE, Canti politici del popol. napolitano (Ñapóles, 1892, pág. 25). V. sobre la
reverencia y confianza que inspiraba el rey de España, Castaro, obr. cit., páginas 58-9
España en la vida italiana. 14
— 210 —
comunista, de una ciudad del Sol, utopía que trató de casar con
el dominio español que esperaba se extendiese a todo el mundo (1).
Motivo de vanagloria fué vestirse a la española; «españolizado
— dice Franciosini — es el que se comporta según el estilo y las cos-
tumbres de España, no pudiendo menos de ser un gentilhombre» (2).
Se hacían viajes a España para conocer la gran corte de Madrid (3),
y para aprender los modos de comportarse y de correr fácilmente
el camino que conducía a la posesión de los empleos y de las sine-
curas (4). Los gentileshombres italianos se alistaban en las bande-
ras del rey y en la vida militar se ilustraban (5). Los soldados na-
politanos primero, y después los italianos en general, tenían por
privilegio de Carlos V el puesto fijo de retaguardia y el ala iz-
quierda de la vanguardia, correspondiéndole la derecha a España
como nación primogénita (6). La noción del honor a la española
y los duelos eran señales de vigor y dignidad; a la española se ves-
tían los hombres y las mujeres, estas últimas sumidas en la igno-
rancia y apartadas de la vida social, afirmándose entre alabanzas
que de este modo se mantenía la austeridad en la familia (7).
LTna curiosa jerga italoespañola se trocó en la lengua de conver-
sación de señores y cortesanos (8). No hay que hacer demasiado
caso de las imprecaciones que se oyen de vez en cuando contra
los extranjeros y contra los españoles en particular, que más que
genéricas son perfectamentse retóricas, ni que sacar de su terreno
histórico y llevarla más allá de sus fronteras naturales a la litera-
tura antiespañola que acompañó en los albores del siglo xvn a la
(1) En la Monarchia di Spagna y en los Discorsi ai principi italiani.
(2) En su Vocabolario español e italiano (1.» ed., Roma, pág. 1620), v. la palabra
españolado.
(3) Solo Madrid es corte y el cortesano en Madrid, por Alonso NüSez de Castro,
coronista de su Majestad. Tengo delante la 3.a ed., de Madrid, 1675. Véase sobre la corte
de Madrid una corta de Eugenio de Salazar, escrita sobre 1560, en Epistolario español
(Bib. Rivadeneyra), I, 283-6.
(4) V. los Ricordi manuscritos (que se encuentran en varias bibliotecas públicas y
privadas de Ñapóles) del jurisconsulto Francesco d'Andrea. V. F. de Fortis, Gover-
no político, Ñapóles, 1755.
(5) El libro de oro de sus gustos es para Ñapóles la obra de Ftlamondo, II genio
bellicoso di Napoli, memorie istoriche d'ala/ni capitani celebri Napolitani, c'han militato
per la Fede, per lo Re, per la Patria (Napoli, Parrino e Nuzi, 1694). V. Casignani, Le
truppe napoletane durante la guerra dei Trent'anni (Firenze, 1888; ext. O Rassegna na-
zionale) .
(6) FlLAMONDO, obr. cir., discurso preliminar, y cfr. I, 470, 222. Un Breve discurso
tobre las diferencias que hay entre las naciones española y napolitana por las pretensiones
de la vanguardia, etc., escribió, por orden de Felipe IV, Fabrizio de Rossi en 1663.
(7) De singular importancia es la descripción de las costumbres napolitanas escrita
en 1703 por Paolo Mattia Doria (ed. de Schispe en Arch. stor. nap., XXIV, 25-84, 329-50.
(8) Véanse ejemplos recogidos en La lingua spaglinola in Italia, páginas 55-8.
— 211 —
política y a las guerras del duque de Saboya, ni exagerar la im-
portancia de algún antiespañol profesional, que suscitaba en los
españoles no solamente desdén, sino estupefacción en su enemis-
tad, que les parecía singular e irracional, como se ve en el soneto
que le endilgó Lope de Vega:
Señores Españoles, ¿qué le hicistes
Al Bocalino o boca del infierno? (1)
Las mismas revueltas que estallaron aquí y allá, como la famo-
sísima de Ñapóles, fueron una protesta más contra las medidas fis-
cales que contra los españoles y lina condenación lo mismo de la
nobleza indigna que del mal gobierno del virrey y de los goberna-
dores. En realidad, y sin que queramos motejar de adulona toda
la legión de escritos en prosa y en verso con que Italia celebraba
la gloria del poder español, hay que reconocer que durante aquel
siglo y medio no hubo en nuestra tierra un verdadero odio nacio-
nal contra España y contra los españoles, y que su pujanza de-
cayó y desapareció de Italia no por motivos nacionales, sino inter-
nacionales. Salvo las acostumbradas referencias retóricas y aisla-
das, nadie acusó en serio a España de insidiosa y de corruptora
del pensamiento y tradición italanos, y si alguno lanzó esta acu-
sación, la comentó añadiendo que aquella obra deletérea se había
realizado con un cálculo sutilísimo, sin descubrirla, con arte infer-
nal, tan infernal que casi podía reputarse inverosímil. Las famosas
«máximas de España», sus «secretos de Estado», en los que los mis-
mos monarcas españoles y sus ministros creían hasta el punto de
celebrarlas como normas de conducta que habían de observarse
rigorosamente con plena seguridad de éxito, eran el reflejo de vici-
situdes y contingencias históricas, convertidas en sagaces aforis-
mos empíricos.
Tenemos que buscar en otra parte la realidad de aquel enton-
ces, reconociendo que Italia y España eran entrambas, a la sazón,
pueblos en decadencia. Afirmación evidente en lo que dice relación
a Italia, porque es bien sabido que, en parte por retraso, en parte
por precocidad y rapidez en el desarrollo, no había podido formarse
políticamente de tal modo que resistiera las compactas monarquías
(1) Obras no dramáticas en prosa y verso (Bibl. Rivadeneyra, XXXVIII), pág. 891.
— 212 —
de los pueblos vecinos y que, al mismo tiempo, por el cambio de
las rutas comerciales del mundo, había secado las fuentes de su
prosperidad, a la vez que, en el grado de cultura a que había lle-
gado, carecía de aquel espíritu ético necesario a los nuevos tiem-
pos que se inauguraban con la reforma religiosa, que habían de
trocarse después en la religión del libre pensamiento. Y España
que la conquistaba y que hacía sentir su fuerza política y guerre-
ra en toda Europa, si tenía del Estado moderno la unidad monár-
quica y los ejércitos, era, por lo demás, demasiado medieval y feu-
dal en su composición social, y carecía de aquella preparación y
de aquellas virtudes industriales y comerciales indispensables a
la conservación del poder en los tiempos modernos, cosa que ad-
vertían nuestros curiosos del Renacimiento, advirtiendo, al lado
de la obstinada ignorancia de los españoles, su atraso en las artes
y en la agricultura (1), como notaron después la rápida despobla-
ción del país, como corolario de la miseria, de la emigración y de
las guerras (2). Y medievales eran también sus ideas, las ideas de
que se nutren los pueblos, su religiosidad que era superstición, su
sentimiento monárquico que era devoción al señor, su no saber
qué hacer con la ciencia y con la filosofía. De modo que cuando
se extendió victoriosamente sobre Italia, cuando unió a sus fuer-
zas las del Imperio, cuando añadió a sus dominios del viejo mun-
do los del mundo nuevo, no entraba en un período de creciente
poderío, sino que recogía la flor y el fruto de su civilización gue-
rrera y caballeresca; más bien que iniciar un desarrollo, debe decir-
se que lo cerraba. Como España se había nutrido de la lucha con-
tra los infieles e Italia llevaba en su corazón a la Iglesia Católica,
esta potencia internacional, cuando se vio amenazada de la Re-
forma, encontró en una Hesperia sus armas y en la otra los me-
dios de cultura para constituir la alianza reaccionaria de la Euro-
pa meridional contra la septentrional, a la cual fué pasando poco
a poco la guía del mundo moderno y que representó el progreso
en toda suerte de actividades contra la regresión y la decadencia
hispanoitalianas.
De aquí la impropiedad de considerar como influencia maléfica
(1) Por ejemplo. Guicciardini, Relaz. di Spagna, y el Viaggio, de Navagero, ya
citados.
(2) Por ejemplo, Campanella, Monarchia di Spagna, capítulos XI y XX.
— 213 —
de España sobre Italia lo que fué analogía y comunidad de proceso
histórico, durante el cual ciertamente España donó, pero recibió
también, e Italia recibió y donó a su vez, igualmente. Las socieda-
des libres de loa ciudadanos, las academias napolitanas, por ejem-
plo, fueron disueltas por Pedio de Toledo y durante muchos años
prohibidas rigorosamente; pero se hacía eso, lo mismo en Italia que
en España, por una parte para que no se renovasen las viejas con-
juras de nobles y de barones contra el poder real, y por otra para
que no se cultivasen las novedades religiosas — de ambas cosas fue-
ron culpables o al menos sospechosas las academias napolitanas — ,
o lo que es igual, para obedecer al nuevo ideal monárquico y católi-
co aceptado en Italia. España, en lugar de enviar a Italia como en
los primeros tiempos guerreros atrevidos y aventureros, enviaba
magistrados expertos en el arte de estrujar a los pueblos y de refre-
narlos, o con atenciones, o con blanduras, o con gracias (1); pero
Italia, que ya no era campo de lucha entre sus repúblicas y seño-
rías, ni de pelea entre los Estados europeos, la Italia amodorrada
y pacífica no merecía otra casta de gobernadores, ni de distinta
catadura eran casi todos bus príncipes indígenas y los patricios su-
pervivientes de sus repúblicas. España, en lugar de los galantes y
a las veces despreocupados caballeros del Renacimiento y de los
gentiles hombres abiertos a la cultura, nos mandaba entonces a
Italia a sus jesuítas y predicadores; en lugar de cancioneros y de
libros de caballería nos inundaba con sus libros de «conceptos espi-
rituales», y en lugar, en fin, de ofrecernos las especulaciones atrevi-
das y a veces heréticas de sus místicos, nos daba la nueva escolás-
tica de los Suárez y de los Marianas y la flamante casuística de los
Medinas y de los Escobar. Pero de todo esto era el alma la Iglesia
Romana, en la que todos los italianos consentían, hasta el punto
de que, aunque en Ñapóles se rechazó siempre por razones políticas
la inquisición de España, aquí quedaron y se desarrollaron otras
formas de aquel tribunal, que alimentaban las delaciones y las au-
toacusaciones por escrúpulos de conciencia. Bajo la dominación
española crecieron en las ciudades italianas las plebes ociosas, an-
drajosas, con sus torpes vicios de miseria. La lengua española pres-
(1) Acerca del favor que, contrariamente a Carlos V, sus sucesores dieron al elemen-
to español sobre el indígena, v. SuÁREZ DE FiGüEaoA, Posilipo, páginas 87-9; BOTERO,
Relazioni, pág. 17. Cfr. también Ranee, Spanische Monarchie, páginas 125, 159.
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tó al dialecto napolitano las tres palabras que quedaron en él como
típicas, lazzaro, guappo y camorrista (1). España era el país de los
andrajos, y si Italia hubiese sido más rica y trabajadora, hubiera
sacudido el dominio de los andrajos españoles como hicieron los
Países Bajos (2). España, por otra parte, dio un sentido nacional
al lujo, a las ambiciones y a las viejas emulaciones, gracias a sus
ceremonias, a sus grandes, a su fausto, a su modo de entender la
gravedad y la dignidad, orientando la vida hacia las exterioridades
y destacando la forma de la substancia (3). Hacia las exterioridades
se había orientado también la sociedad italiana, sin ideales patrió-
ticos, con un comercio pobre y gran afición al ocio. Lo mismo cabe
decir de la literatura y de la poesía, reducida a la única inspiración
de la sensualidad y al juego de las foimas extrínsecas, aprovechán-
dose España de las pastorelas y recetas italianas, como se ve hasta
en ima parte de la obra del gran Cervantes, y tomando Italia algu-
nas invenciones españolas paia su uso acerca de los modos de dis-
currir y de metaf orear (4).
Era una decadencia que se sostenía en otia decadencia, y si el
fantástico Campanella podía hacerse ilusiones y creer a principios
del siglo xvn en una España dominadora y unificadora del mundo,
pocos decenios después, en 1641, un observador más práctico, Ful-
vio Festi, revelaba la realidad en su opinión dirigida al duque de
Modena a propósito de la rebelión de Portugal que juzgaba «como
(1) Para la primera, véase la demostración en mi volumen Aneddoti e profili settecen-
teschi (Palermo, 1915, páginas 233-243). Añadiré que en el Lazarillo del Tormes (1554) hay
latería y lazerado (ed. de Clásicos castellanos, Madrid, 1914, páginas 95, 112, 135, 140,
147, 201) y en el Vocabolario, de Las Casas (1570), f. 209, lazería (miseria, escasez) y
lacerado. Para guappo, véase una crónica del siglo xvn, citada por Capasso (La famiglia
del Mesaniello, Ñapóles, 1893, pág. 60 n, «guappo a la española y smargiasso en napolita-
no», y A. de Castro, Discurso acerca de las costumbres de los españoles (Madrid, 1891), pá-
ginas 76-8. Camorrista, del juego de la camorra (en árabe, juego de azar), v. Capasso,
1. cit.; y procedía de la costumbre de dirimir autoritariamente las dudas del juego, pre-
valeciendo al fin la autoridad, como ocurrió con aquel hombre sin oficio ni beneficio que
Sancho Panza encontró en la isla de Barataría, y a quien echó, amenazándole con cas-
tigo de mayor importancia (Don Quijote, II, 49).
(2) El mismo Dorie, que todo lo atribuía al arte político de los españoles, acaba di-
ciendo (Descriz., ya citada, pág. 66): «Es necesario ver si la sola malicia de quien ha go-
bernado este reino ha sido la única causa de tantos vicios y si no ha cooperado también
en ello la maligna influencia del clima. Porque la malicia española no explica por sí sola
el extravío de los flamencos.»
(3) Para la ruina ocasionada por el lujo y por el fasto en la nobleza napolitana, véa-
se G. Rosso, Istoria cit., pág. 70, y para el siglo siguiente, Capecelatro, Annali, pági-
na 75; véase un ejemplo de aspiración a la dignidad de grandeza española, pág. 153. So-
bre el desprecio a las profesiones liberales en la nobleza napolitana, v. Tansillo, Capitoli,
página 5.
(4) Véanse mis citados Saggi sulla letter. ital. del Seicento, pág. 161 y siguientes, 189
y siguientes.
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la mayor desgracia que pudiera ocurrir a tan gran Monarquía».
Porque — continuaba — rebelada Cataluña y ahora Portugal, las dos
regiones más ricas y populosas de España, «Castilla, que queda
precisamente en el medio, y las demás provincias, con la excepción
de Andalucía, están no solamente exhaustas, sino desoladas». De
mal en peor las cosas de Alemania, de Flandes, de las Indias y de
la misma Italia, donde «el Estado de Milán está destruido, desolado
el reino de Ñapóles, perdida la Sicilia», la miseria y el desmorona-
miento acumulan las causas de alzamientos próximos; los distintos
Estados italianos desconfían, titubean o son francamente hostiles.
De modo que las consecuencias que pueden derivarse de la subleva-
ción portuguesa «son tan graneles y tan importantes que no se me
antoja temerario afirmar que puedan dar al traste con la tanto
tiempo combatida y desdo hoy vacilante máquina de la Monarquía
de España. Sé que el poder del Rey Católico es vasto, inmenso,
infinito. Pero todos los reinos y tedas las dominaciones tienen sus
períodos. Mejores fueron las monarquías de los Medas, de los Persas
y de los Macedonios y se quebrantaron. Mayor fué la República de
Roma y acabó. Mayor el Imperio de los Césares, y cayó, sin em-
bargo. No es cosa de detenerme en generalidades, porque estudian-
do los detalles, abrigo la creencia de que la grandeza austriaca no
está muy lejana de su declinación» (1). Grito que era precisamente,
a una distancia no muy remota — la de siglo y medio — el contrario
que oímos a Galateo, Venera vostra tempora, Hispanif En efecto,
pocos años después los tumultos estallaron por todas partes, y aun-
que pudieron reprimirse con bastante dificultad, declinó la poten-
cia política de España en la segunda, mitad de siglo, convirtiéndose
en una débil sombra de lo que antes había sido. Los ejércitos espa-
ñoles no recibieron el esfuerzo de capitanes y de regimientos italia-
nos como tiempos atrás, teniendo que aguantar la poco grata com-
pañía de bandoleros y de galeotes. La influencia social de España
también disminuyó rápidamente, acabando casi completamente
a partir de 1680; las modas de los trajes vinieron de Francia, cesó
(1) Al Duque de Modena, desde Castelnuovo de Garfasiana, 3 febrero 1641; doc. edit-
por Di Castro, Fulvio Testi e le corti italiane nella prime metà del xvn secolo (Milano-
1875), páginas 220-6. TASSONI, en las Filippiche (ed. de Florencia, 1855, pág. 72, cfr. 92)
decía algo semejante: «Aquella monarquía que fué un cuerpo tan robusto, hoy tubercu-
loso por la larga inacción de Italia y la fiebre ética de Flandes, es un elefante que tiene
el alma de una gallina, una luz que sorprende pero no hiere, un gigante que tiene los bra-
zos sujetos por un hilo.»
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la manía de los duelos, las mujeres comenzaron a participar en la
vida social y en las conversaciones y en las Academias (1). La lite-
ratura española no produjo cosa alguna que despertase interés, y la
lengua española fué substituyéndose poco a poco por la francesa.
Las cosas de España tomaron entonces un aspecto vacío, hinchado,
caricaturesco, casi ridículo; se inventó la palabra «españolada» en
sentido despreciativo para expresar lo que antes se admiraba y
entonces se despreciaba, el falso oropel, las ceremonias fastidiosas,
los arabescos literarios. La nueva cultura y la literatura francesa
protestaban de consuno contra el nial gusto hispanoitaliano y los
italianos, defendiéndose como podían de la acusación, la recogían
y la aprovechaban (2).
Espero que algún escritor dibuje y pinte en sus menudencias
y con hondo amor a la verdad el cuadro de la influencia española
en Italia desde mediados del siglo xvi hasta después del xvn, per-
siguiendo las distintas huellas de españolismo que sobrevivieron
en Italia a lo largo del siglo xviii. Es una investigación que debe
realizarse porque es indispensable para la historia de la mueite de
la vieja Italia y de la génesis de la nueva; indispensable a la misma
hostoria de España y de toda la Europa meridional y católica. El
que se sujete a esta investigación no querrá, por la comunidad y
las analogías del proceso histórico, perder completamente de vista
las diversidades que persisten en los dos países. Porque en aquel
enflaquecimiento de la vida práctica, en aquel desprecio por la vida
intelectual, España, que había sido militarmente tan fuerte, pudo
largo tiempo vanagloriarse de sus ejércitos, sobre todo de su infan-
tería y de sus virtudes y tradiciones militares. Pueblo de heroica
tradición, logró hacer valer, más allá de la segunda mitad del si-
glo xvn, junto a su literatura cortesana y junto a ella, la pura ins-
piración popular y nacional, que tuvo su forma definitiva en el
gran florecimiento de la poesía dramática. En cambio, Italia, a
pesar de sus frivolidades, dejó huella alta y viril en la historia del
pensamiento, primero con los grandes filósofos subditos de España,
Bruno, Campanella y Vico, y luego en la ciencia positiva y naturaj
(1) Léase a propósito la citada descripción de Doria, y para la abolición de los due-
los, por compañía, el albarán o empeño tomado en 1673 por 369 caballeros de la nobleza
napolitana, que yo edité en Arch. stor. nap., XX, 543-58.
(2) Véanse las polémicas entre el padre Bonhours, autor de la Manière de bien pen-
ter, y los literatos italianos (las Considerazioni, de Oni, etc.).
— 217 —
de la escuela de Galileo, en sus juristas y jurisdiccionalistas — soste-
nedores del Estado contra la Iglesia — , en sus técnicos y literatos
que se desparramaron por el extranjero, mientras daba un poema
de Tasso, con la poesía pastoril, idílica y erótica, con la obra musi-
cal, con sus escuelas de pintura, escultura y decoración del
siglo xvii, la última forma de la poesía y del arte del Renaci-
miento, lleno de atractivos singulares en su otoño, y surcado por
relámpagos y adivinaciones del futuro. Y la fe en el pensamiento,
tan tenaz en Italia, le hizo posible acoger a ella, políticamente do-
minada, antes que a su dominadora, la corriente nueva de cultu-
ra, el racionalismo, que llegaba de Fiancia, y desarrollar, antes
y más felizmente que España, todas las consecuencias, incluso las
prácticas y políticas, reformistas y revolucionarias. Y mientras
España durante el siglo xviii yacía como exhausta y chocha, Ita-
lia resurgía en el gobierno de los Estados, en la economía, en la
ciencia, en la literatura, y comenzaba a despertarse, o mejor dicho,
a formarse en ella en virtud del pensamiento, el sentimiento na-
cional y unitario, que no fué oprimido durante la dominación es-
pañola porque no existía en la realidad entonces.
FIN
APÉNDICE
UN PASEO POR LA ÑAPÓLES ESPAÑOLA
Para mí, que me gusta callejear y soñar por las viejas calles de
Ñapóles, entrar en sus iglesias, leer los epitafios de sus tumbas y
contemplar todos los demás monumentos de la ciudad, constituye
un singular placer el topar con los vestigios, aquí y allá disemina-
dos, del pueblo extranjero que por tanto tiempo convivió con nos-
otros, y casi llegar a oír, a través de las piedras, la historia que aca-
bo de narraros. Como muchos de los recuerdos que antaño se veían
en Ñapóles de personajes y de cosas de España se han destruido,
dispersado o cambiado de lugar, me es grato completar las páginas
del libro que estoy ahora deshojando, con las noticias que de estos
monumentos nos dan sus topógrafos, los conocedores de la ciudad
y los intérpretes de sus epígrafes.
Tal vez el más antiguo vestigio español en Ñapóles era la iglesia
de San Leonardo in insula maris, junto a la plaza de Chiaia, des-
truida en los primeros años del siglo pasado, para formar la loggetta,
que a su vez desapareció para formar luego la calle de Caracciolo.
La iglesia de San Leonardo se erigió, según la tradición, en 1208,
por un maestro Leonardo de Orio, gentilhombre castellano, que
había hecho voto en una tempestad que le sorprendió en el mar de
edificar una casa al santo de su nombre en el mismo paraje donde,
encomendándose a él, había logrado su salvación (1). Este origen
afortunado podía simbolizar las raras y accidentales relaciones que
nuestro país tenía, en aquellos remotos tiempos, con el de España.
No tan accidentales son los recuerdos de los catalanes que per-
ii) Véase para la historia de la Iglesia la revista Napoli nobilis, 1, 1892, páginas 6-7
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fenecieron a la corte del rey Roberto: de la reina Sancha de Ma-
llorca, muerta en 1345, cuya tumba se contemplaba en la iglesia
de la Croce di Palazzo que ella fundó (1); de Juan de Aya, que fué
regente de la corte de la Vicaría, consejero y familiar del rey, que
fundó en 1330 la pequeña iglesia de Santa Catalina de Celani (2)
de los Rhat o Larhat de Barcelona — Della Ratta, a la italiana —
que se extinguieron en su rama primogénita en 1511 con Catalina
de la Ratta, condesa de Caserta, de la que se conserva en la iglesia
de las monjas de San Francisco el mausoleo — la inscripción men-
ciona, entre otros — a su antenado Diego de la Ratta, gran camar-
lengo de Roberto (3), cuyas tumbas de la rama segundogénita se
guardan en la iglesia de la Anunziata (4), y, en fin, de los Mayrada,
a los que se refiere una lápida, casi destruida, en el pavimento de
Santa Clara: Hic iacet nob. vir. Raymundus de Mayrade catalanus
claree memorice Regís Roberti (5), uno de los protegidos y corte-
samos del rey que procuraron a éste mejor fama de ávido y ava-
ro a la catalana. Como ya hemos dicho, existe todavía la calle a
que dio nombre aquella colonia, la Rúe Catalana.
Abundantísimos son los monumentos de la casa aragonesa de
Ñapóles; entre ellos sobresale el grandioso arco triunfal de Alfonso
el Magnánimo, aún incrustado entre dos de las torres de Castel-
nuovo y que expresa en sus líneas y en sus esculturas la unión de
la potencia militar española con el renacimiento clásico italiano.
En la sacristía de Santo Domingo el Mayor, en aquella extraña
superposición de cajas fúnebres, que tiene el aire de una tienda o
de una biblioteca de esqueletos, está el sepulcro vacío que contuvo
el cuerpo del Magnánimo — trasladado a España en 1667 — y los
sepulcios del viejo Ferrante, del rey Ferrantino, de Juana su mu-
jer, de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, y de algunos descen-
dientes o pertenecientes a la descendencia real, como la marquesa
del Vasto, María de Aragón, mujer de Alfonso de Avalos, y de los
Aragonés, duques de Montalto. En el coro de San Pedro Mártir
están sepultados Pedro de Aragón, hermano de Alfonso, muerto
en el asedio de Ñapóles de 1439; Isabel de Chiaromonte, primera
(1) De Stefano, Descrizioni dei luogli sacri (Napoli, 1560), f. 129-130; D'Eür ESIO,
Napoli sacra (Napoli, 1693), pág. 557.
(2) D'Engenio, pág. 259.
(3) D'Engenio. pág. 254.
(4) D'Engenio, pág 414.
(5) D'Engenio, pág. 250.
— 221 —
mujer de Ferrante el viejo, y la hija de ambos, Beatriz, reina de
Hungría. En Monteoliveto, aparte de las tumbas de algunas damas
y gentileshombres, bastardos de la casa, hay un recuerdo de los
monjes al bienhechor del convento Alfonso II, muerto en Sicilia,
lejos de Ñapóles, como lejos de Ñapóles murieron en Francia el
rey Federico y en Valencia el hijo Ferrante, último duque de
Calabria. La viuda de Ferrante, la «triste reina» Juana, bermana
de Fernando el Católico, fué sepultada en Santa Varía la Nueva
y ha desaparecido la lápida con su efigie (1).
También se han perdido las huellas del pozo de Santa Sofía,
por donde penetraron en Ñapóles los soldados de Alfonso (2) y de
la iglesia de Santa María de la Paz, que Alfonso hizo educar en
Campovecchio en memoria del asedio (3); muchos de sus compa-
ñeros en la conquista y en el gobierno del reino duermen en esta
tierra que hollaron victoriosamente. En Monteoliveto descansan
el sueño eterno los Avalos, Iñigo, el «conde camarlengo» (4), el pri-
mer Alfonso, marqués del Vasto, el «gran paladín» (5), «el mejor
caballero de aquella edad» (6) muerto junto a Castelnuovo comba-
tiendo por Ferrantino; Iñigo de Guevara, muerto a consecuencia
de las heridas que le fueron causadas en Troia, fué sepultado en
Ariano (7). En Monteoliveto están las tumbas de los Cabanilles (8),
de los Sanz (9); del primero de éstos, Arnaldo, que fué durante
muchos años castellano de Castelnuovo, celebra la fidelidad y el
epitafio, porque al frente de aquel castillo, «asediado por tierra y
por mar, para no manchar su fe, despreciando los peligros de
muerte, no vaciló en comer las torpes carnes de mulos y de perros,
ni le hicieron desviar de sus propósitos los tormentos y amenazas
que se emplearon con dos hermanos suyos caídos en poder del
enemigo, prevaleciendo la fortaieza de ánimo sobre los vínculos de
la sangre, y de nuevo, muerto el rey Alfonso, rechazó los ricos ofre-
cimientos que le fueron hechos para que dejase de guardar fe al
(1) Summonte, Eistoria, ed. de 1675, IV, 15-6; DE Lellis, Agg. al D'Eugenio, ms.
Bibl. Nac. X, B. 23, f. 18-9.
(2) CROCE, Leggende napoletane (Napoli, 1905), páginas 32-42.
■ (3) MraiERi Riccio, en Arch. star. nap., VI (1881), páginas 34, 248, 417; cír. Colüm-
BO, ivi, X, 188-9 n.
(4) Passaro, Oiorn., pág. 44.
(5) Passaeo, obr. cit., pág. 81.
(6) Orlando Furioso, XXXIII, 33.
(7) DE Lellis, Discorsi, I, 66-9.
(8) D'Engenio, pág. 512; De Lellis, Aggiunte, pág. 122.
(9) D'Engeiíio, páginas 510-1.
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ínclito Fernando». En Santa María la Nueva están las tumbas de
Pa&casio Díaz Garlón, conde de Alife, y de algunos miembros de la
familia Sisear (1); en San Severo Mayor, las de los Bisbal (2); en
Santa Clara y en el Espíritu Santo, las de los Na ver de Aragón (3);
en la catedral y en la iglesia de los Incurables, las de los Ayerbes (4);
en San Pedro Mártir, la de Jaime Torres, honrada con un epitafio
de Pontano (5); en Monteoliveto, la de Galcerán Martín de Valen-
cia, consejero del rey Fernando (6); en Sant'Angelo, la de García
de Vera, tesorero del mismo rey (7); en Santo Domingo el Mayor,
la tumba del caballero mallorquín Juan Poó, virrey de Sessa y
comandante en tierra y ar de los dos Fernandos (8); en San Lo-
renzo hay un recuerdo de los Pérez (9), y en Santo Domingo de
la Blanime de Barcelona, que hemos citado en este volumen (10).
La lápida de Mariela Minutólo, muerta en 1430, que se lee en San-
ta Bárbara de Castelnuovo, nos traslada a tiempos anteriores a la
conquista de Ñapóles, aludiendo a su marido, Egidio Sasizera, vi-
rrey de Alfonso, rey de Aragón y de Sicilia (11).
Nos encontramos a continuación con los capitanes y guerreros
de la conquista española, entre los cuales conviene recordar muy
especialmente la ruda figura soldadesca de Pedro Navarro, nacido
en Navarra de gente humilde, que fué primero marinero, que vino
después a Italia en busca de fortuna como palafrenero del cardenal
Juan de Aragón, adscribiéndose posteriormente a las milicias flo-
rentinas del capitán Pedro del Monte, con el cual tomó parte en la
guerra de la Lunigiana. Volvió al mar y se dio al corso, hasta que
apareció en la segunda expedición de Gonzalo de Córdoba como
capitán de infantes. Distinguióse notablemente por su invención
o especialidad de las minas en los asaltos, adquiriendo de esta laya
Castel D'Uovo, aterrándose la guarnición francesa que vio por
«aquella milagrosa maquinación alzarse por los aires los bastiones
de la isla que descansaban en los escollos y temblar, abrirse y rom -
(1) D'Engenio, pág. 492; cfr. De Lellis, Discorsi, I, 285-6.
(2) DE Lellis, Agg., pág. 371.
(3) De Lellis, Aggiunte, pág. 147; D'Eugenio, páginas 252, 519.
(4) D'ENGENIO, páginas 33, 188, 192.
(5) D'ENGENIO, pág. 460. V. pág. 52-3.
(6) D'Engenio, pág. 506.
(7) D'Engenio, pág. 79.
(8) D'Engenio, pág. 278.
(9) De Stefano, f. 138.
(10) De Stefano, f. 117; D'Eugenio, pág. 272. Véase pág. 59.
(11) D'Engenio, pág. 477; v. la revista Napoli, nobiliss., II, 119.
— 223 —
perse todas las cosas en la furia de las llamas con la ruina de mu-
chas personas» ( 1 ). En Castel D'Uovo se conserva todavía memoria
de aquellos estallidos de minas, porque en 1693 el virrey conde de
Santo Stefano, llevando a él las aguas potables, no supo defenderse
de la atracción de contraponer, según el epígrafe que se lee en la
fuente, la abundancia de las aguas a los torrentes de fuego, que un
tiempo desencadenó por allí el viejo guerrero español (2). Este
hombre de las minas, este diabólico dueño y señor del fuego, con
su aspecto aldeano de traje y de semblante, gordo, de escasa esta-
tura, paseó por Italia su invento, y cuando el Rey Católico, que lo
había hecho conde, le envió a las costas de Africa, llegaron simul-
táneamente las nuevas de sus victorias y Europa entera esperó que
el poder español sabría librarlo para siempre del peligro turco. Pero
de mal en peor aquella expedición y vuelto a Italia Navarro como
jefe de la infantería española, a él se le echó la culpa de la derrota
de Ravenna por haber dado la batalla en un momento desfavorable
y por no haber sabido romper la resistencia de la infantería alema-
na. Prisionero en aquella triste jornada de los franceses, se cerró
así el período espléndido y afortunado de sus gestas militares. Con-
ducido en rehenes a Francia sin que fuera rescatado por el Rey
Católico, el grosero y violento soldado montó en ira de tal suerte
que se pasó al servicio del enemigo, combatiendo bajo sus bande-
ras durante los años siguientes. Prisionero por primera vez de los
españoles en 1522, fué recibido por Pescara «con singular humani-
dad», no como enemigo, «por respeto a la gloria de su virtud tantas
veces reconocida» (3^ y después de haber estado tres años en la pri-
sión de Castelnuovo, fué libertado en un cambio de prisioneros.
En la nueva guerra de Lautrec se dejó sorprender en A versa, vol-
viendo a la prisión en el mismo castillo, donde murió o fué asesi-
nado, que no se sabe bien del todo. El sobrino del Gran Capitán,
duque de Sesa. varios años después, sintiendo generosa indulgen-
cia y reverencia por aquella descarriada gloria española, hizo tras-
ladar los restos de Navarro desde la iglesia del castillo, donde se
guardaban sin honor alguno, en su capilla de Santa María la Nueva,
la capilla del Gran Capitán, junto al cuerpo de Lautrec, muerto
durante el asedio, haciendo que Aníbal Caccavello esculpiese am-
(1) Palabras de Giono, Elogi, trad. Domenichi, f. 226-9, elogio de Navarro.
(2) Celano, ed. Chiarini, IV, 530-1.
(3) Giovio, Vita del Pescara, i. 204.
_ 224 —
bas tumbas, y encargando las inscripciones a Pablo Giovio, que ce-
lebró en la de Navarro la prceclara virtus vel in hoste admirabilis (1).
En la iglesia de Piedigrotta una lápida recuerda a Núñez Do-
campo de Zaragoza, muerto en 1506, amigo y compañero del Gran
Capitán, el mismo que en mayo de 1504 se hacía entregar la espada
de manos de César Borgia, declarándole prisionero del rey de Es-
paña. Fué Núñez Castellano de Castelnuovo muy querido de nues-
tros humanistas por su amor a la cultura italiana (2). Allí están
también las tumbas de los Cardonas, y la de Bernardo Villamarino,
conde de Cappaccio y lugarteniente general del reino, muerto en
1516 (3). Raimundo de Cardona, virrey de Ñapóles y general en
Ravenna, está sepultado en la pequeña iglesia de Monserrat; los
Blanc de Barcelona, el primero de los cuales, Francisco, siguió la
expedición de los Cardona, en la iglesia de Santo Domingo (4); el
virrey Carlos de Lannoy, en la capilla de la familia que está en
Monteoliveto; Isabel de Cardona, mujer de Villamarino, en la igle-
sia de San Sebastián, e Isabel de Recasens, mujer de Cardona, en
la Anunziata (5).
En la sacristía de Santo Domingo se conservan la caja funera-
ria y la espada del marqués de Pescara, Fernando de Avalos, ven-
cedor de Pavía; en Santiago, la capilla de los Alarcón (6), y en la
iglesia de Piedigrotta recordamos el monumento que ya no existe
en ella y que se levantó a la memoria de Juan de Urbina, el más
valiente capitán de los infantes españoles de su época, que, des-
pués de haber servido largo tiempo en Italia, de haber tomado par-
te en el asalto de Roma de 1527 y en la toma del castillo de Sant'
Angelo, murió de heridas recibidas durante el asalto de Spello en
1529, cuando la expedición del príncipe de Orange (7). El monu-
mento de bronce, erigido por Rodrigo Ripalta, fué fundido para
servicios de guerra, y rehecho en mármol, desapareciendo tam-
bién el mármol del todo (8).
(1) V. sobre esta tumba, Napoli Nobiliss., v, 179-80; cfr. Giovio, Lettere, f. 51.
(2) V. en este voi. pág. 112; cfr. D'Engenio, pág. 661; Iriarte, César Borgia, II,
209, 228-9.
(3) D'Engenio, pág. 660; Paesino, Teatro dei Viceré, I, 139.
(4) D'Engenio, pág. 287.
(5) De Stefano, f. 178, 48; D'Eugenio, pág. 410.
(6) Véase, para las demás tumbas de los Alarcones, D'EUGENIO, pág. 553.
(7) V. Guicciardini, Storie d'Italie, 1. XIX, y Giovio, Historia (ed. de Basilea, 1575)
II, 112-13.
(8) De Stefano fol. 82-3; D'Eugenio, pág. 661 .
— 225 —
Pero detengámonos en la iglesia de Santiago de los Españoles,
debida al virrey Pedro de Toledo, que para levantarla, además
de contribuir con su peculio personal y con limosnas de distinta
procedencia, creó una tasa especial sobre la soldadesca española,
compró el solar e hizo edificar la iglesia en 1540 al arquitecto Fer-
nando Manlio (1). Detrás del altar mayor está el mausuleo que el
mismo virrey se hizo esculpir en vida por Juan de Nola (2), colo-
cado en su sitio definitivo por su hijo García en 1570, y que no
contiene el cuerpo de su fundador, que murió y fué sepultado en
Florencia (3). Es un gran sarcófago cuadrado, imitación del de
Francisco I en Saint -Denis, que surge de un basamento también
cuadrado, y cuyos rellanos están adornados de frisos y figuras em-
blemáticas. En la cara anterior está el epígrafe, con los escudos de
los Alvarez de Toledo y de los Pimentel Ossino; en las otras tres
caras, bajorrelieves representando el primero la expedición de 1538
contra los turcos que habían saqueado Ugento y Castro (4), otro
la de las aguas de Baia contra el corsasio Barbarroja, y el tercero,
por la cara posterior, la entrada de Carlos V en Ñapóles en 1535.
Sobre el sarcófago, así decorado y circundado de las cuatro Vir-
tudes, están arrodilladas las estatuas de Don Pedro, armado y
grave, y de su esposa Doña María Pimentel, que lee devotamente
un libro de oraciones.
Fué Toledo, como hemos dicho, quien con firme y hábil polí-
tica redujo ei reino de Ñapóles a una provincia española, refre-
nando los barones, reprimiendo la herejía, tratando hasta de in-
troducir en él la Inquisición. Este país, que había sido casi una
carga para Fernando el Católico, se trocó después en una renta
abundante y copiosa para sus sucesores (5). Toledo amplió y her-
moseó la ciudad de Ñapóles, cuya calle principal lleva todavía
su nombre, dando principio a grandes obras que remataron, con
gran sentido de la magnificencia, otros virreyes españoles que no
podemos enumerar aquí, porque sería tanto como trazar la his-
toria topográfica y edificia de Ñapóles a lo largo de dos siglos (6).
Calle de Medina se llama hoy mismo — -aunque la fuente se haya
(1) Ceiano, ed. cit., IV, 377; cfr. Capasso, en Arch. stor. anpol., XV, 631.
(2) Tansulo, Poesie liriche, ed. cit., pág. 12; cfr. pág. 7.
(3) Arch. stor. üal., s. 1, voi. IX, pág. 86.
(4) Cfr. Tansillo, obr. cit., pág. 10.
(5) V. Remo-NT, Die Carata von Maddaloni, I, 49-50.
(6) Las enumera, por lo demás, PABRrxo en su citado Teatro dei Viceré.
España eh t.a vida italiana. 15
— 226 —
trasladado a Rettifilo — la que va desde el Municipio a San José;
Puerta de Medina, del mismo virrey, duque de Medina de las To-
rres, al paraje donde, hasta 1860, se alzaba una puerta de la ciu-
dad; Puerta de Alba, que llevaba el nombre de Antonio Alvarez
de Toledo, duque de Alba de Tormes, a la puerta que hoy vemos
junto a la plaza del Dante, y Puerta del conde duque de Olivares,
a la que mandó abrir el virrey de este título, Enrique de Guzmán,
junto a Mantracchio. Otros nombres se han olvidado ya, como el
de la calle de Rivera o de Alcalá, llamada hoy de Monteoliveto,
abierta por el virrey de este título; la calle de Medinaceli, en el
paseo con arbolado de Chiaia, que estaba donde hoy está la Villa,
debido al virrey Luis de la Cerda, duque de Medinaceli; el puente
de Monterrey, hoy puente de Chiaia, construido por el virrey,
conde de este título; calle de Guzmán en la bajada del Gigante;
calle de Girón, en recuerdo del duque de Osuna, Pedro Girón, que
hoy se llama de San Antonio Abad.
La población española, desde mediados del siglo xvi en ade-
lante, habitaba generalmente las casas sitas a lo largo de la calle
de Toledo, y en el barrio limítrofe que se llamaba de los Celsos
que fué regalado por sus dueños a los que levantasen casa en él,
con un pequeño censo (1). En el trayecto que va desde Santa Ana
del Palacio a Magnocavallo, se alojaron de cinco aséis mil solda-
dos, llamándose aquel paraje de los cuarteles españoles, o simple-
mente de los cuarteles (2). Un callejón se llama hoy mismo del
¡Sargento mayor y tuia plaza Largo de las Barracas. Aquello no era
precisamente un cuartel; los soldados vivían en casas particulares,
y frecuentemente en casas de lenocinio que se habían cobijado
por allí y que les dieron mala fama (3). En 1651, después do la
revolución de Masaniello, el virrey, conde de Oñate, acabó con la
costumbre indecorosa, trasladando los soldados a Pizofalcone y
adaptando para cuartel el gran palacio del marqués de Treviso,
que fué ampliado en 1668 por el virrey Pedro de Aragón. Y aun-
que un adulador de este virrey se jacta de que había convertido a
los soldados en otros tantos «ermitaños religiosos», un maldiciente
(1) Celano, ed. cit., IV, 636.
(2) CAPASSO, Sulla circoscrizione civile ed eclesn. di Napoli (Ñapóles, 1883), páginas
43-4, 46. V. SüÁKEZ DE FlGUEROA, El pasajero, 1617 (en los Doc. p. la hist. de Espa-
ña, XXII, página 25.
(3) Celano, IV. 543-4.
— 227 —
contemporáneo glosaba que se trataba más bien de «religiosos men-
dicantes» porque «con los trajes enteramente rotos y medio desnu-
dos, piden limosna al primer transeúnte» (1); soldados, para de-
cirlo de una vez, de la plena decadencia española, semejantes a
los que encontraba en España José Baretti, que le quitaban la en-
salada del plato mientras él desayunaba en la hostería. Ante Cas-
telnuovo, junto a la fuente llamada del Caballo Marino, estaba
la Garita de la Guardia Española, con ima compañía de infante-
ría (2). No mucho más lejos, junto a la iglesia del Hospitalito, y
detrás del actual Albergo di Ginevra (Hotel de Genève) está aún la
famosa calle del Cerriglio, sin la*, célebres hosterías que los verda-
deros y los falsos soldados españoles frecuentaban, y que dieron
lugar, como hemos dicho, al nombre de chorilleros (3).
En la calle de Toledo estaban, entre otros palacios de españo-
les, el de Egidio Tapia, contraído hacia 1560 por Juan Francisco
Palma, llamado el Mormando, en el ángulo del callejón de Baglivo
Uríes (4), llamado así en recuerdo de un magistrado español, como
se llamó al otro callejón Puente de Tapia, porque lo mandó cons-
truir Carlos Tapia para pasar de su casa grande a la otra más pe-
queña (5); el palacio de los Ceballos, llamado después palacio Sti-
gliano, edificado según el proyecto de Cosimo Tansaga por Juan
de Ceballos. duque de Ostimi (6); junto a Santa Brígida, las casas
de Francisco de Tovar, gobernador de la Goleta después de la con-
quista de Carlos V, razón por la cual la calle de Santa Brígida se
llamó antes la Goleta de Don Francisco (7); en la calle de Nardones,
la casa de cierto caballero Nardones o más bien Maidones (8).
Por estos andurriales, el callejón del conde de Mola recuerda las
casas de los Váez, que llevaban ese título; la calle del comendador
Avila (como se llamaba en 1581 la de los Celsos) encerraba el pa-
lacio de los Avilas (9) y las casas de los Aldanas daban nombre
a la calle del barón de Aldana, comprendida en la parroquia de
Santa Ana de Palacio (10). Descendiendo por el Largo del Castillo,
(1) V. Napoli nobiliti., I, 131.
(2) Celano, IV, 399.
(3) V. en este volumen páginas 226-8.
(4) FILANGIERI, Indice degli artefici, I, 18, 115, 131, 340.
(5) Celano, IV, 637.
(6) Celano, IV, 631.
(7) Celano, IV, 627.
(8) Celano, TV, 618.
(9) Filangieri, índice degli artifici. I, 100.
(10) Registros parroquiales de 1651.
- 228 —
se veía el palacio de la familia Moles, luego de Sirignano (1), y
en el extremo de la calle de Monteoliveto, junto al Jesús, el de
los Vargas, duques de Cagnano (2), y junto a San Juan el Mayor
el de los Sánchez, hoy de los Guisso (3). Saliendo a Pizzofalcone,
junto a Santa María de los Angeles, estaban los dos palacios del
regente Diego Zuffia (4); junto al puente de Chiaia, el del otro
regente Esteban Carrillo (5); la calle de Chiaia y la próxima colina
que se llama aún de San Carlos de los Mostdle, por los jardines
y las casas en ella enclavados de esta familia, tenía palacios de los
Robles, de los Borgas de Aragón, de los Sotos, Morreras, Cardonas,
Manríquez, Leyva y otros (6). En el barrio de Chiaia estaba el
palacio y la villa de García de Toledo, hijo del virrey; el palacio
de los Alarcón, hoy de Sisignano; el del regente Matías de Casama-
ta y el de los portugueses Fleyta Pinto, príncipes de Ischitella (7).
En Capodimonte. la casa y la villa del regente Miradois (8) daba
el nombre al Miradois; en los alrededores están todavía las calles
de los Fonseca (9); el pórtico López se llama así en recuerdo del
regente Pedro López (10); «palacio del Español» se llama a la casa
que está frente a la Congregación de las Vírgenes, porque pertene-
ció en tiempos «a un rico propietario de aquella nación» (11).
Además de las parroquias, iglesias y casas religiosas debidas a
la piedad de los españoles, como la iglesia de San Vicente cons-
truida en 1590 por obra del virrey conde de Miranda, la de Santa
María de Loreto con el Conservatorio a ella anejo que mandó edi-
ficar Juan Tapia, la de Santa Brígida, debida sobre todo a la
munificencia de Juana de Quevedo ( 12), había otras iglesias e ins-
tituciones españolas. Así la iglesita de la Virgen de Monserrat, en
honor de la Virgen minera que se venera en la montaña catalana,
erigida en 1506 con las limosnas de los napolitanos y que ha es-
tado y que está hoy dirigida por un prior y por los monjes espa-
da Celano, ed. cit.. IV, 372.
(2) Gelano, ed. clt., IV, 346.
(3) Celano, ed. cit., IV, pág. 72.
(4) Celano, ed. cit., IV, 584-5.
(5) Celano, ed. cit., IV, pág. 566.
[(6) Napoli noMliss., VI, 147.
¡g (7) Celano, ed. cit., V, 561.
(8) Celano, ed. cit., IV, 382, cfr. III, 99.
(9) Celano, V, 579.
(10) Celano, V, 403.
(11) Chiarini, en Celano, ed. cit., V, 397-8.
(12) D'Engenio, páginas 476-7, 543, 648.
— 229 —
ñoles (1). La de Santiago, que era sede de una congregación de
nobles españoles, con un hospital al lado para los enfermos de este
país, trocada desde 1583 en el monasterio llamado de la Concep-
ción para hijas de oficíale? españoles y de otras «gentes de respeto»,
y desde 1597, por orden del virrey Miranda, en banco de pigno-
raciones y depósitos (2). Ala entrada de la calle de Santiago esta-
ba la cárcel para españoles (3), y a la salida, en la llamada guar-
diola, se ejecutaban las sentencias de muerte con los soldados de
esta nación (4). Otra congregación española recibía el nombre de
la Soledad o Solitaria, fundada en 1581, para la cual dos cofrades
de ella, el capuchino Pedro Trigoso y el maestro de campo Luis
Henríquez, construyeron la iglesia de la Solitaria en la colina de
Pizzofalcone, con un dispensario para las huérfanas de los militares
españoles, a cuyo mantenimiento contribuía la milicia con un im-
puesto sobre su paga, y que estaba gobernado por un caballero
de Santiago, por un capitán de infantería, por un teniente de ca-
ballería y por un entretenido — un soldado pensionado — , elegidos
todos por el virrey (5). Igualmente, en ima de las calles afluen-
tes a la de Toledo, había un asilo de arrepentidas españolas, lla-
mado de la Magdalena o de la Magdalenita, fundado por Isabel
Alarcón y Mendoza, condesa del Valle, y patrocinado en 1364 por
la virreina, condesa de Monterrey, que hizo construir la iglesia (6).
En Santo Espíritu, una lápida de 1620 recordaba el donativo he-
cho a aquel convento por la catalana Jerónima Fernández para
dotar todos los años en la festividad del Rosario a dos mujeres po-
bres, catalanas, y faltando éstas, a españolas en general (7). Otra
lápida de 1650 recordaba la fundación de dos Elviras de Monte-
negro, tía y sobrina, para ayuda de indigentes españoles (8). Mu-
chos conventos recogían especialmente a frailes españoles, carme-
litas, agustinos, mercedarios y de otras órdenes (9). Dos iglesias
con la evocación de la Virgen del Pilar de Zaragoza, la una, en 1682,
(1) G. CECl, en Arch. stor. nap., XVI, 747-8.
(2) De Stefano, f. 60; D'Eugenio, pág. 541; Celano, IV, 379; Pamino, Descr. di
Napoli, páginas 88-90.
(3) Celano, IV, 639; Capasso, obr. cit., pág. 117.
(4) S. Guerra, Diurnali, ed. Montemayor, páginas 105, 131-2.
(5) G. Ceci, en Napoli nobiliss., I, 107.
(6) Celano, IV, 621: cír. D'Eugenio, pág. 453, y Capasso, obr. cit., pág. 117.
(7) De Lellis, Aggs., ros. pág. 241.
(8) De Lellis, obr. cit., pág. 131.
(9) Celano, IV, 567, 627, V, 272 y passim; v., para los frailes de la Merced, Napoli
nobiliss., VI, 146-7.
- 230 —
junto a Santelmo, por ol castellano Luis Espluga, y la otra, junto
al Molo, por los marineros, con el nombre a la napolitana de la
Virgen del Piliero (1). Una iglesia se llamaba de la Santísima Tri-
nidad de los Españoles y otra de Santa Ter esita (Santa Teresella)
de los Españoles también. Y ya que hablo de instituciones espa-
ñolas, recordaré aquí a la Academia de los Ociosos que se reunía
en el claustro de Santa María, en Caponapoli, y que juntó a los
ingenios españoles e italianos de Ñapóles y de España, frecuen-
tándola, entre otros, los Argensolas, Quevedo y el conde de Vi-
llamediana (2).
Pero tornando a los epitafios sepulcrales, ¡cuántos de estos se
leen y se leían en las iglesias napolitanas de gentes de armas, de
toga, de casaca y de cogulla! Comenzando por las gentes de armas,
daré aquí un catálogo de algunos nombres de militares, ordenán-
dolo cronológicamente. En la iglesia de Piedigrotta, reposa Luis
Viacampo, alférez imperial y capitán de infantes, muerto en Bo-
lonia en 1530 durante la coronación de Carlos V, y el capitán Ro-
drigo de Ripalta, el que levantó el monumento a De Urbina y que
murió de un arcabuzazo en el asedio de Ceri; a los dos les hizo el
monumento Francisca Viacampo, mujer de entrambos, y cuyos
restos reposan al lado del primer marido, por expresa voluntad,
y que fué enterrada a su lado en 1554 (3). En San Juan de los
Florentinos está la tumba de Diego de Sarmiento, hijo del conde
de Rivadavia, capitán de gentes de armas, señor del castillo de
Manfredonia, muerto en 1534 (4). En la Annunziata, yace Fer-
nando Cardona, gran almirante, que allí puso también una lápida
en memoria de su hermana Beatriz (5). En Santa María la Nueva,
Pedro de Yciz, alférez de caballería que hizo durante veinticinco
años las guerras de Italia y murió en 1535 (G). En Santa Catalina
de Fox-mello, el portugués Luis Alfonso de Silva, caballero del
Cristo y señor del castillo de Capuana (1536) (7). En Monteoliveto,
Juan Rivera, caballero sevillano, que durante veinte años sirvió
(1) Celano, IV, 744, 567.
(2) Croce, Saggi sulla lett. ital. del Seicento, página» 145-7 155-6 158.
(3) D'Engenio, pàg. 661.
(4) D'ENGENIO, pàg. 524.
(5) D'Enoenio, pàg. 410.
(6) De Stefano, f. 127; cfr. D'Eugenio, pàg. 539, sobre otro Pedro de Yciz, muerto
en 1581.
(7) D'Engenio, pág. 152; cfr. De Lellis, Fam.nob., I, 93, 195, y especialmente 96-7.
— 231 —
« Don Fernando el Católico y el resto de su vida a Carlos V
(1536) (1). En la iglesia de los Incurables, el capitán Juan de Sa-
linas, continuo de su Majestad, muerto en 1544 (2). En Santiago,
Alfonso Basuerta, de Toro, capitán de infantería durante diez y
ocho años bajo las banderas de Carlos V, que murió al frente de
la Basilicata (3); Federico de Urías, aragonés, maestro de campo,
baylio de Santa Eufemia, consejero de Carlos V, muerto a les
setenta años en 1551; Cristóbal de Toiralba, de Toledo, capitán
de infantes, que guerreó en Italia, Africa y Francia y que estuvo
diez y siete años al frente de la fortaleza de Gaeta; Alfonso Man-
ríquez Laqnilao, que por espíritu y afición gueneros, dejando la
corte del emperador que le quería muchísimo, vino a Ñapóles y
batalló con los franceses y con los moros (4). En San Juan el Ma-
yor están enterrados Nicolás de Vargas y su tío Juan, capitán de
infantería (1553) (5). En el Hospitalito, Tomás Nugresio, noble
español, de la Guardia Real, y Bartolomé Diez Daux, que se en-
contró en todas las guerras de Fernando y de Carlos V (6). En Mon-
teoliveto, la familia Scala: Andrés siguió en Ñapóles al magnánimo
Alfonso; Galcerán sirvió durante medio siglo a Fernando y a Car-
los Ven Italia, en Flandes, en Africa y en Hungría, y durante la ba-
talla de Pavía, al frente de los gastadores, abiiendo brecha en un
muro, hizo prisionero personalmente a Francisco I; Livio Scala,
finalmente, combatió en Lepanto, y herido de muerte presenció la
de dos hijos suyos (7). En Santiago yacen Diego de Orioles, capitán,
que, bajo las banderas de Carlos V, combatió en Africa y en Fran-
cia, al cual puso la lápida su mujer en 1561, y Diego Xarquía, de
Valencia, castellano de Aquila (1569) (8). En la Cruz de Palacio,
Pedro Mudarra, general de artillería de Carlos V en el reino de Ña-
póles y continuo del rey de España, muerto en 1569, y Gabriel Ta-
rragona, que combatió en Rodas y murió en Ñapóles (9). En San-
tiago yacen Diego Valdés, de Villaviciosa, que militó a las órdenes
de Carlos y Felipe durante cuarenta años, muerto en 1575; Pedro
(1) D'Engenio, pág. 510.
(2) Cetano, II, 707.
(3) D'Engenio, pág. 538.
(4) D'ENQENIO, pág. 533-4.
(5) De Leliis, pág. 50.
(6) D'Engenio, pág. 484.
(7) De Lellis, Agg., pág. 221.
(8) D'Engenio, páginas 529 639.
(9) D'Engenio, pág. 559.
— 232 —
Castilla, sevillano, a las órdenes de los Reyes Católicos durante
treinta años y que murió siendo gobernador de Taranto; Sancho
Zorroza, de Bilbao, muerto en 1551, contable general de la flota
cristiana de Don Juan de Austria y superintendente de las fortifi-
caciones del Reino (1). En Santo Espíritu, Francisco Difonti, capi-
tán, muerto en 1583 (2); Martín Alvarez Rivera, general de las ga-
leras, muerto en 1588; Esteban de Pisa Osorio, capitán e inspector
de las milicias españolas del Reino (1588) (3). En Santiago yacen
los cinco hermanos Salinas, oriundos de Burgos, todos a las órde-
nes de Carlos V y de Felipe II: uno profesor de música y de filoso-
fía en la Universidad de Salamanca (4), los otros cuatro muertos
en el campo de batalla (5). En Santo Espíritu descansa el sueño
eterno Francisco Diez Daux, de Daroca, en Aragón, que edificó
una capilla en 1598, después de haber servido, durante cuarenta
años, en paz y en guerra, a Felipe II en Italia y al emperador Ma-
ximiliano en Alemania y en Hungría, y de haber figurado como
continuo de los virreyes Osuna y Miranda y como capitán de la
guardia alemana (6). En la Solitaria, Francisco de Valdés, que sir-
vió militarmente a Felipe II durante cincuenta años, llegando al
grado de general, y a quien dedicó la lápida su hija, mujer del capi-
tán Blasco de Avalos y Ayala, y el entretenido Alvaro González de
Santa Cruz, de Burgos, que sirvió a su Rey quarenta años en los
estados de Flandes y en otras muchas ocasiones y que murió en
1610 (7). En Santo Espíritu, el alférez Fernando Ortiz Calderón,
muerto en 1602 (8) y Miguel de Vilchey, teniente general de la arti-
llería del Reino, muerto en 1611 (9). En Santiago, los Ortiz, entre
lo? cuales figuraba Alonso, que era capitano entretenido, en 1615 (10).
En la Solitaria, otro entretenido, García Peña de Quiñones, de Toro
( 1615) (1 1). En Santo Espíritu, Juan de Goñi, comandante de naves,
muerto en 1624, al cual consagró el monumento su hijo Fray Pe-
(1) D'Engenio, páginas 534-5.
(2) D'Engenio, pág. 242.
(3) D'Engenio, pág. 549.
(4) Es el famoso maestro músico salmantino Salinas a quien dedica su célebre oda
el maestro Fray Luis de León. — N. del T.
(5) D'Engenio, pág. 536.
(6) D'Engenio, pág. 545.
(7) D'Engenio, páginas 560-1.
(8) D'Engenio, pág. 548.
(9) De Lellis, pág. 242.
(10) D'Engenio, pág. 542.
(11) D'Engenio, pág. 560-1.
— 233 —
viro, maestro en Sagrada Teología y Prior del convento (1). En San'
ta María de los Angeles, el capitán Francisco Picarte, de Gocen -
taina, en el leino de Valencia, muerto en 1625, y Jerónimo de Olóriz
y Assaya, caballero de Alcántara, capitán de infantería, caballerizo
del virrey duque de Alba, muerto en 1628 (2). En el Carmen, Pedro
de Arce y de Gamboa, jefe del castillo de Barletta, que sirvió al
Rey durante cincuenta y dos años en muy grandes ocasiones y en
diversas partes, muerto en 1634 (3). En Santa María de los Angeles,
maestro de campo del tercio de Ñapóles, muerto en 1636; el capitán
Pedro de Rada y Losada, de Otalero, Galicia, que, sirviendo al rey
cuarenta años seguidos, veinte y cinco de ellos en la armada, hizo
en este tiempo muchas cosas señaladas contra enemigos de la fe cathó-
lica, muerto en 1642; Lucas Gutiérrez, contador de las gentes de
armas del virrey, muerto en 1646 (4); Felipe de Zúñiga Enriquez,
comisario general de la caballería, muerto en 1662 (5). En Monte
de Dios, Diego Quiroga y Faxardo, general de artillería cuando
estallaron los motines de 1647, muerto en 1680 (6).
No son éstas, ya lo sabemos, todas las leyendas de los sepulcros
de los militares españoles enterrados en las iglesias de Ñapóles;
poro aquí las damos con sus nombres, con sus títulos y la vanaglo-
ria de sus títulos, a guisa de silueta de aquella sociedad. De la cual
es documento curioso la inscripción sepulcral que se lee sobre la
tumba del maestro de campo Dionisio de Guzmán en la iglesia de
Santa María de los Angeles y que transcribo a continuación, corri»
giendo, sin embargo, algunas de sus extravagancias ortográficas:
«D. O. M. Guarda este, mármol las famosas cenizas — de aquel eroe
imbencible Dionisio de Guzmáh — Cavallero del ávito de Santiago —
de los consejos de guerra de Su Majestad — maestro de campo general
de los exércitos — de Milán y Lombardia, armada real y este Reyno — .
Falleció en 24 de Julio de 1654 — militó 44 años continuos en guerra
viva — en las provincias de Italia, Estados de Flandcs — Reynos de
España y armadas marítimas — comenzó de soldado y subió a fuerza
de su mérito — a todos los grados de la milicia — ganó a su Rey trein-
ta y una fortalezas — socorrió 18 plazas, peleó y benció a veces — fué
(1) De Lellis, pág. 241.
(2) De Lellis, páginas 277, 237.
(3) De Lellis, pág. 101.
(4) De Lellis, pág. 310, 237.
(5) Celano, ed. cit., IV, 565.
(6) Ceci, en Napoli nobilis., I, 106.
— 284 —
terror de ios aversarios, cxemplo de los amigos —- asombro de, los exér-
citos y enbidia de las naciones — • constante en los travajos, intrépido
en los peligros — templado en las costumbres y modesto en las felici-
dades— . La antigua Castilla le dio noble oriente — nació para honra
de su patria — vivió para servir a su Rey — y habiendo muerto para
si quedará inmortal — a la memoria de los siglos futuros». ¡Parece
una página arrancada de la? Rodomontadas castellanas del capitán
Mátamenos o Cctarrincones!
Otras in-ici'ipcione.- pueden leerse en el castillo de Santelmo,
que nos da noóicia de aquellos ea'te'lanos. durante los tiempos en
que el virrey Toledo lo hizo ampliar, según las nuevas necesidades
militares, por el arquitecto Pedro Antonio Escrivá, de Valencia,
haciéndolo cintodiar por un primo suyo, del mismo nombro y ape-
llidos, hasta fines de' siglo xviii. Recordamos, entre otros, a Mar-
tín Galiano y Granulles, de padre italiano y de madre española,
que, d sde muy joven, militó en las huestes de Flandes, y fué ge-
neral, castellano de la roca de Milán, defensor de la ciudad de Va-
lencia sobre el Pó contra un ejército tres veces superior, «sinistra
ad hoste debilis, dextra semper fortiter in hostes usus», y durante vein-
te años castellano de Santelmo, muerto en 1662; Juan Buides, de
Valencia, que durante medio siglo combatió en las guerras de Por-
tugal, en Messina, en Piamonte, en Cremona, que casi quedó exan-
güe de tantas heridas, pero no sin entereza de espíritu «centenis
Mavortis ictibus pene exanguis, um exanimis», y que pasó sus últi-
mos años en Santelmo, donde mmió a I03 ochenta años, en 1721;
y Francisco Vázquez, que desde simple soldado, cuando el adveni-
miento de Carlos de Borbón, pasó a ser vicecastellano y murió en
1776, a los ochenta y ocho años (1).
Con más rapidez me ocuparé de los sepulcros de los magistrados,
administradores y otros funcionarios del gobierno español, como
de los Sánchez, enterrados en Santa María la Nueva y en la Annun-
ciata. De estos, Sánchez, Alfonso, paje de Fernando el Católico,
capitán y luego tesorero general del reino de Ñapóles, murió en
1504, y otro, del mismo nombre, realizó varias embajadas en nom-
bre de Juana de Aragón ceica del duque de Saboya y de su her-
mano Fernando el Católico, siendo por espacio de siete años orador
de Ca/los V en la República de Venecia, concluyendo la paz con
(1) L. Salazar, Castellani di Santelmo, 2.* edlc, Ñapóles, 1899.
— 235 —
cata República en tiempos harto calamitosos para Italia, y final-
mente, siendo tesorero del Reino, muerto a los ochenta años en
1564 (1). Los Minados están sepultados en San Lorenzo, sirviendo
Petruccio al rey Federico y luego a Fernando el Católico, leyendo
Derecho civil en Pisa y muriendo en 1517, y Juan Tomás (1505-56)
que escribió obras jurídicas y leyó Derecho canónico en Ñapóles (2).
Los Solanes, de Valencia, yacen en la iglesia de San Antonio; Juan
Bautista, matemático y filósofo, halló la muerte, a los treinta años,
al querer curarse una enfermedad que le aquejaba a la vista, «reme-
dium qucerens in mortem incurrit», enfermedad que contrajo por
dedicarse fervorosamente a sus estudios (3); los Coli están enterra-
dos en Santa María de la Consolación en Posilipo (4); loa Marsiales
y I03 Mallorcas, en Santiago (5); los Bastidas, en San Agustín (6):
los Mardones, en Santiago (7); los Morgat, de Huesca, en San Luis
de Palacio (8); los Tapia, los Mallorca, los Santa Cruz, los Quadros.
los Aldana.-, los Hermosa, los Rivera y los Santa María, en Santia-
go (9); los Moles y los Rivera, en Santo Espíritu (10), pasando
por alto otros muchos, pero no sin olvidar esta lápida que estaba
en Santa María la Nueva: «Fuy el que no soy — Soy el que no fuy —
Serás el que yo soy — Espania me dio la cuna — Italia suerte y ven-
tura — Y aquí es mi sepultura — Es de Rodrigo Núñez de Palma,
Anno D. 1597» (11).
Haré una mención más somera todavía de las inscripciones se-
pulcrales de prelados, frailes, teólogos, varones piadosos, y citaré
entre ellos, en primer lugar, a uno de los fundadores del a Compa-
ñía de Jesús, compañero de San Ignacio de Loyola, y de Juan Lay-
ner en París, Alfonso Salmerón, de Toledo. Vino a Ñapóles por pri-
mera vez en 1551 a extirpar, con sus predicaciones y pláticas pri-
vadas, los gérmenes de herejía que en la ciudad había dejado Val-
dés, estableciendo aquí sus jesuítas; y aquí se retiró a descansar, ya
viejo y enfermo, después de haberse levantado la iglesia del Jebús
(1) D'Engekio, páginas 405, 411, 488.
(2) De Stefano, í. 137; cfr. Volpicella, notas a loa Capitoli de Tanallo, pág. 230.
(3) De Stefano, páginas 28-9; D'Eügenio, pág. 640
(4) De Stefano, f. 158; D'Eugenio, f. 666.
(5) D'Engenio, pág. 554; cfr. Tansillo, Capitoli, pág. 123.
(6) D'Engenio, pág. 392.
(7) D'Engenio, pág. 539; cfr. Tansillo, Capitoli, páginas 378, 386-7.
(8) D'Engenio, pág. 555.
(9) D'Engenio, páginas 536-40, 542.
(10) D'Engenio, páginas 546-548.
(11) D'Engenio, pág. 490.
— 236 —
Nuevo, según los planos del Padre Proveda; en ella está enterrado
Alfonso Salmerón (1). Además de la inscripción de éste, leíase en
el Jesús Nuevo la del Padre Cristóbal Rodríguez, legado pontificio
de la armada real en Lepanto, confesor de Don Juan de Austria y
perseguidor de Ioí herejes de Calabria (2). Un Fray Gerónimo Tos
tado, de Lisboa, carmelita, doctor de París general de su orden,
consultor en España del Gran Inquisidor General, muerto en Ña-
póles en 1582, iecibió sepultura en la iglesia del Carmen; un Fray
Bartolomé Miranda, de Córdoba, dominico, predicador celebérri-
mo, prefecto de los estudios en Roma y en España, muerto en 1590,
descansa en la iglesia de Santo Espíritu (3); un Fray Marco Antonio
Camas y Requesens, barcelonés, gobernador de Iglesias y de otras
ciudades de la Cerdeña, y después de la muerte de su mujer, fraile
agustino, maestro en teología, predicador, autor del Microcosima
y gobierno universal para todos los estados, y de otros libros, muerto
en 1606, descansa en la iglesia de Santa María de la Esperanza (4);
un Fray Juan de Cartagena, fianciscano, autor de muchos volú-
menes teológicos, muerto en 1617, en Santa María la Nueva (5).
En la iglesia del Santo Espíritu estaba la tumba de un Fray To-
más Ramírez, dominico, maestro de teología, consultor de la In-
quisición, venido a Ñapóles con ocasión de gravísimos negocios de
Estado, y muerto en 1624, confesor del virrey duque de Alba, el
cual le elevó su sepulcro, o como reza la inscripción barroca «cui vivo
arcana corpons sepelierat, eidem mortilo condidit sepulcrum (6). En
la iglesia de las Arrepentidas Españolas, ima lápida de 1685 recor-
daba a la posteridad el nombre de cierta hermana Angélica de
San José, llamada en el siglo Ana Ceballos, natural de Messina,
la cual «e mundi deliciis ad meliores et cceletis Neapoli mirabiliter
rapta es», haciendo penitencia en aquel lugar, que quiso enrique-
cer con sus presentes (7). En Santiago, sobre la tumba del canó-
nigo Ruiz de Otalara, que fué veintidós años capellán de aquella
iglesia y murió a los noventa años en 1602, se leía: «choro assiduus
musica celebrisi; ¡adecuado elogio a un canónigo! (8).
(1) IVENGENio, páginas 309-12; cfr. SüMMONTE, Historia, IV, 258-9.
(2) D'Engenio, pág. 312.
(3) D'Engenio, páginas 437, 548. 576.
(4) D'Engenio, páginas 437, 548, 576.
(5) De Leli.is, Aggiunte, ins. III, 27.
(6) De Lellis, pág. 240.
(7) Celano, IV, 622.
(8) D'Engenio, pág. 535.
— 237 —
En Ñapóles trabajaron artistas españoles; además de los que
ya recordamos durante la dominación aragonesa (1), citaremos a
Pedro Francione, al que nuestros escritores llaman el español y
los documentos presentan como magister Petrus hispanus pretor
habitator Neapolis, que pintó de 1510 a 1512 en el monasterio de
San Gregorio Armenio y pintó también en San Grandioso y en
Santa María Egipciaca, pinturas de las cuales se ha perdido todo
rastro (2). De Francisco Ruviales, llamado el Polidorino, se han
perdido las mejores obras y queda el cuadro de la Piedad en la
capilla de Castelcapuano (3). Un Pedro Prato, o de la Prata, o de
la Plata, que de las tres maneras se le nombra, hizo muchas escul-
turas y tal vez la misma fábrica de la capilla de los Caracciolos,
marqueses de San Juan de la Carbonara, construida y arregla-
da, como es sabido, de 1516 a 1557 (4) y que, probablemente,
fué el mismo que edificó en 1547 la pequeña iglesia parroquial de
Santelmo «opera et artificio Petri Prati hispani (5). Escrivá, ya ci-
tado, que rehizo el castillo de Santelmo y construyó el de Aquila,
y compuso un libro en defensa de la fábrica de estas fortalezas (6).
Un gran artista dio España a Ñapóles en el siglo siguiente, José
Ribera, el Espanoleto, del que tantas telas se admiraron en nues-
tras iglesias y museos. Las huellas del arte español en Ñapóles
son más leves que otras dejadas por aquel pueblo que todavía hoy,
en monumentos y en inscripciones, nos recuerda las voces y los
gestos de su fuerte vida militar, política y religiosa.
(1) Véase página 59 de este volumen.
(2) Filangieri, Indice degli artifici, I, 228, II, 522; D'Engenio, páginas 199, 426;
Celano, III, 60; De Dominici, Vite, 2.a ed., II, 235-6.
(3) Celano, III, 322; II, 375, 396, 399; De Dominici, op. eit., II, 254-55.
(4) D'Engenio, páginas 160, 326; De Pietri, Historia napol., pág. 209; Capaccio,
Forastiero, pág. 856; Celano, II, 487.
(5) Celano, IV, 739-40.
(6) Apologia en escusacián y favor de las fábricas que se hacen por designo del comen'
dador SCRIBA en el Reyno de Ñapóles y principalmente de la del castülo de San Telmo, com-
puesta en diálogo entre el vulgo que la reprueva y el comendador que la defiende, edición di
E. MARlATEGtn, Madrid, 1878.
NOTICIA BIBLIOGRAFICA
Las memorias y los artículo* que vieron la luz pública y hoy
se condensan en este volumen, son las siguientes: 1. / primi con-
tatti tra Spagna e Italia (Los primeros contactos entre España e
Italia) en Atti dell'Accademia Pontonianade Ñapóles, XXIII, 1893;
2. La corte spa annoia di Alfonso d'Aragona a Napoli (La corte es-
pañola de Alfonso de Aragón en Ñapóles), ídem, XXIV, 1894;
3. Versi spaglinole in loda di Lucrecia Borgia e delle sue damigelle
(Versos españoles en alabanza de Lucrecia Borgia y de sus dami-
selas), Ñapóles, 1894, extracto de la Rassegna Pugliese; 4. Di un
antico romanzo spagnuolo relativo alla storia di Napoli, La cuestión
de amor (De una vieja novela española relativa a la histoiia de
Ñapóles, La cuestión de amor), Ñapóles, 1894, extracto de los Ar-
chivi storici napolitani, XIX; 5. La corte delle tristi regine (La corte
de las tristes reinas), ídem, 1894, extracto de los mismos Archivi;
6. Di un poema spagnuolo relativo alla imprese del Gran Capitano
nel Reyno di Napoli. La «Historia Parthenopea» (De un poema es-
pañol relativo a las empresas del Gran Capitan. La Historia Parthe-
nopea), idem, 1894, extracto de lo? mismos Archivi; 7. Intorno al
soggiorno di Garcilaso de la Vega in Italia (En torno a la estancia
de Garcilaso de la Vega en Italia), Ñapóles, 1894; 8. Di alunis
versi italiani di autori spagnuoli (Sobre algunos versos italianos
de autores españoles), ídem, 1894; 9. Intorno al trattato De Edu-
catjone di Antonio Galateo (En torno al tratado De la educa-
ción de Antonio Galateo), en el Giornale storico di letteratura ita-
liana, XXIV, 396-406; 10. Memorie degli spagnuoli nella città di
Napoli (Memorias de los españoles en la ciudad de Ñapóles), Ña-
póles, 1895, extracto de la revista Napoli nobilissima, volúmenes
II y IV; IL L'aversario spagnuolo del Galateo (El adversario espa-
ñol de Galateo), en Rassegna pugliese, 1895; 12. La lingua spa-
— 240 —
gnuola in Italia, appunti (La lengua española en Italia, apuntes),
con apéndice de A. Farinelli, Roma, Loescher, 1895; 13. Ricerche
ispano -italiane. I. Appunti svila letteratura spagnuola in Italia alla
fine del secolo XV e nella prima metà del XVI (Indagaciones his-
pano-italianas. I. Apuntes sobre la literatura española en Italia
a fines del siglo xv y en la primera mitad del siglo xvi), en Alti
dell'Accademia Pontaniana, XXVIII, 1898; 14. Ricerche ispano-
italiane. II. 1. La città della galanteria. 2. Il peccadiglio di Spagna.
3. Gli spagnuoli descritti dagli italiani. 4. Lo spagnuolo nella com-
media italiana. 5. Il tipo del Capitano in commedia e gli spagnuoli
in Italia. 6. Il tipo del Capitano spagnuolo (Indagaciones hispano-
italianas. II. 1. La ciudad de la galanteria. 2. El pecadillo de Es-
paña. 3. Los españoles descritos por los italianos. 4. El español
en la comedia italiana. 5. El tipo del Capitán en la comedia y los
españoles en Italia. 6. El tipo del Capitán español), en Atti, vo-
lumen XXVIII, 1898; 15. Il ginoco delle canne o il carosello (El
juego de las cañas o el carrosel), en la revista Napoli nobilissima,
XV, 1901; 16. Un'osteria famosa di Napoli e una parola della lin-
gua spagnnola (Una hostería famosa de Ñapóles y ima palabra de
la lengua española), ídem, XV, 1906.
Debo no pocas indagaciones y modificaciones a las notas que
sobre mis escritos publicó, con gran riqueza de noticias, a Arturo
Farinelli y doy las gracias a mi amigo Eugenio Mele que me ha
ayudado con toda cortesía en la corrección de pruebas de este
volumen.
INDICE DE NOMBRES
Abderramán III, 20.
Abrabanel I. Véase León hebreo.
Acerseras, 149.
Acquaviva (G. F.), marqués de
Vitonto, 132.
Acuña (P. de), 71, 123, 125,
128, 132.
Ademo (Condesa de), 54.
Agustín (A.), 149 n.
Alagno, fam., 49.
Alagno (Lucrecia de), 49, 55.
Alagno (M. d'), 58.
Alagona, fam., 34.
Alamanni (L.), 151.
Alarcón, fam., 191, 224, 228.
Alarcón (F.), 123, 130, 193.
Alarcón y Mendoza (Isabel), 229
Albornoz (Cardenal), 27.
Alcalá (Duque de), virrey de
Ñapóles, 226.
Aldana, fam., 227, 235.
Alejandro II, papa, 27.
Alejandro VI, papa, 40, 77-8,
79, 80, 85, 100.
Alfarabio, 25.
Alfonso X, rey de Castilla, 27,
28, 32.
Alfonso Henríquez, soberano de
Portugal, 27.
Altissimo (L'), poeta, 72, 151.
Alvarado (J.), 123, 124, 128, 131.
Alvarez Gato (J.), 84.
Alvarez de Toledo, duque de
Alba, 226, 233, 236.
Ebpana en la vida italiana.
Alvarez Ribera (M.), 232.
Alvaro, pintor, 65 n.
Amadis, 69, 145-6, 150-1-2, 163,
173, 185.
Ana, condesa de Módica, 70.
Ancona (A. de), 71.
Andrea de Barberino, 23.
Andrés (G.), 26.
Andújar (G. de), 53, 54, 55, 56.
Anghiera (P. M. de), 88.
Antonio de Padua (San). Véase
Balhen (F.).
Aquilea (Cardenal de), 44.
Aquino (Antonia de), 48.
Aragón (de):
— Pedro I, rey de Aragón, 27.
— Jaime I, rey de Aragón, 28.
— Pedro, rey de Aragón y Si-
cilia, 32, 33.
— Federico de Aragón, rey de
Sicilia, 33.
— Jaime, rey de Sicilia, 37-8.
— ■ Pedro IV, rey de Aragón,
37, 67.
— Fernando, rey de Aragón,
44, 73.
— - Pedro, hermano de Alfon-
so V, 220.
— Alfonso V de Aragón, rey
de Ñapóles», 34, 40-1-2-3,
61-2-4, 67, 70-1-3-7-8, 86-9,
90, 100-1, 153, 205, 220, 221,
231.
— Ferrante I de Aragón, rey
de Ñapóles, 51-6-7, 62, 73, 93,
100, 101-4, 220.
16
242 -
— Alfonso II de Aragón, rey
de Ñapóles, ,221.
— Ferrante II de Aragón, rey
de Ñapóles, 95, 220-1.
— Federico de Aragón, rey do
Ñapóles, 68, 103-4r 112, 221.
Ferrante de Aragón, hijo del
rey Federico, duque de Cala-
bria, 103, 111, 221.
— Fernando de Aragón, rey
de España, El Católico, 89,
90-2,97, 102-3, 111, 112, 113,
123, 130, 223, 225, 231, 232,
234.
— Carlos de Aragón, príncipe
de Viana, 63.
- Juana de Aragón, reina de
Ñapóles, mujer de Ferrante I,
63, 123, 130, 221, 234.
— Juana de Aragón, mujer de
Ferrante II, 129, 133, 220.
— Leonor de Aragón, duquesa
de Ferrara, 84.
— Isabel de Aragón, duquesa
de Milán, 121, 130, 132, 220.
— Beatriz de Aragón, reina de
Hungría, 130. 221.
— Juan de Aragón, cardenal.
85, 222.
— Carlos de Aragón, marqués
de Gerace, 123, 132.
— María de Aragón, princesa
de Salerno. 116, 123-4, 128,
132.
- María de Aragón, marquesa
del Vasto, 191, 220.
— Juana de Aragón, princesa
de Taglia cozzo, 191.
— Duque de Montalto Aragón,
220.
— - Tulia de Aragón, cortesana,
146, 149.
Arbués (P.), 86.
Arcano (de), 159.
Arce y Gamboa (P.), 233.
Arena (Conde de), 57.
Aretino (P.), 75, 138, 155, 157,
158, 169, 180, 198, 200.
Argensolas (Cuatro hermanos),
230.
Ariosto (L.), 75, 95, 128, 141,
143, 151, 156, 160, 166, 173,
178, 183.
Arrigo de Castilla, 29.
Ataúlfo, rey de los Visigodos, 19.
Atella (Marqués de), 123.
Atri (Duque de), 123.
Avalos, fam., 46, 65.
Avalos (A. de), 46-7-8, 101, 220.
Avalos (A. de), marqués del
Vasto, 116, 177, 190, 220.
Avalos (Constanza de), señora.
124, 135.
Avalos (Constanza de), duque-
sa de Amalfi, 191.
Avalos (I. de), 46, 47-8, 56, 61.
64, 86 n., 221.
Avalos (I. de), 124.
Avalos (R. de), 46, 125.
Avalos (F. F. de), marqués de
Pescara, 69, 101, 115, 116,
123, 125, 126, 127, 129, 131,
176, 177, 223, 224.
Avalos Ayala (B. de). 232.
Avelino (Conde de), 123, 124,
127, 128, 190.
Averroes, 26 n.
Avicenna, 26 n.
Avila, fam., 227.
Avila (D. G. de), 81, 83, 91 n.
Avila (L. de), 147.
Aya (G. de), 36, 220.
Ayerbe de Aragón, fam., 48,
65, 222.
Ayerbe (S.), 48.
Ayerbe (Victoria), 191.
B
Baco (J.), 50. ■
Baiardo, 175.
Baldi (B.), 151.
Balhen (F.), 41.
Baltisino, 73.
Balzo (Antonia del), 145 n., 163.
Bandello, 73, 75, 155, 195, 198.
— 243 —
Barbarroja, corsario, 200, 225.
Barbosa (A.), 87, 149.
Baretti (G.), 227.
Bargagli (S.), 151.
Baroncelli, 148 n.
Barzizza (G.), 88.
Basile (G. B.), 197.
Bastida, fam., 235.
Basuerta (A.), 231.
Beaumont (Leonor de), 130-3.
Becerra (G.), 193 n.
Bembo (P.), 84, 140.
Bentivoglio (E.), 153, 199.
Benttinelli (S.), 26.
Benvenuto Deimola, 39.
Berni (F.), 158, 203.
Berruguete (A.). 192 n.
Beuter, 147.
Bini, 138.
Birgos (F.), 65.
Bisbal, fam., 48, 65, 222.
Bisceglie (Duqtie de), 123-4.
Bisignano (Príncipe de). Véase
Sanseverino.
Bisogni (los bisónos), 195.
Bisticci (V. de) 74, 86, 90.
Bitonto (A. de), 87.
Bitonto (Marquesa de), 123-4.
Blanch, fam., 224.
Blanch (R.), 36.
Blancina de Barcelona. 65. 222.
Bleza (P.), 65 n.
Boccaccio, 27, 33, 38, 41, 150.
Boccalini (T.), 181, 211.
Boiardo, 69, 180.
Boíl (R.), 49.
Bondi (V.), 148 n.
Bonifacio VIII. papa, 34.
Bonnivet, 188.
Borbón (Condestable de), 188,
200.
Borges de Aragón, fam., 228.
Borgia, fam., 191.
Borgia. Véase Calixto III.
Borgia (Angela), 81.
Borgia (César), 79, 81, 123, 224.
Borgia (Juan), 79.
Borgia (Jerónimo), 101, 190.
Borgia (L.), cardenal, 123-4-6-8.
Borgia (Lucrecia), duquesa de
Ferrara, 79, 81, 82, 84.
Borgia (Lucrecia), marquesa de
Castelvetere, 191.
Borgia (P. L.), 79.
Borgia (R.). Véase Alejandro VI.
Borja. Véase Borgia.
Borja (G. de), 53.
Borra (Mossen). Véase Tallander
Boscan (I.), 143-9, 191.
Bouhours, 216 n.
Braccio de Montone, 41, 43.
Braceli, 34, 38.
Brisegna (Isabel), 191, 192.
Bruno (G.), 216.
Buires (G.), 234.
Burabe, rey de Mallorca, 21.
Caballería (de la) P., 184.
Cabanes, maestro, 50.
Cabaniglia. Véase Cabanilla.
Cabanillas, fam.. 48, 65, 221.
Cabanülas (G.), 48.
Cabreras, fam., 34.
Caccavello (A.), 223.
Cagliostro, 24.
Caiado (E.), 81, 87, 149.
Cal cerando, fam., 34.
Calderón (P.), 79.
Caldora (G. A.), 61.
Calixto III, papa, 39, 45-9, 77-8,
86, 108.
Calvo (B.), 32.
Camas y Requeséns (M. A.). 236.
Campanella (T.), 214, 216, 209.
Camorrista, 214.
Campano (G. A.), 41-2.
Cancioneros, 142, 151.
Cantalicio, 117, 174.
Cantelmo (F.), 131.
Cantelmo (María), 130-1.
Capaccio (Condesa de), 124.
Cápese (S.), 190.
— 244
Caporali (C), 158.
Cappe o Cappeare, 201.
Caracciolo (Maria), del conde de
Arena, 57-8.
Caracciolo (T.), 43-5, 61-4, 93.
Carafa (de), 63, 71.
Carafa (F.), 191.
Carafa (F.), duque de Nocera,
205 n.
Carbone (N.), 186.
Cárdenas, fam., 48, 65.
Cardenal de Gerona, 86 n.
Cardenal de Portogallo, 86 n.
Cardenal de San Sixto, 86 n.
Cardona, fam., 48, 224, 228.
Cardona (Isabel de), reina, 224.
Cardona (María de), marquesa
de Padula, 190-1.
Cardona (R. de), capitán del
rey Roberto, 37.
Cardona (R. de), virrey de Ña-
póles, 121, 123-4, 188.
Cardona (F.), 230.
Cardona (G.), 80.
Cardona (J.), 122 n.
Cardona (J.). Véase Conde de
Avellino.
Cardona (L.), 48.
Cardona (Capitán), tipo cómi-
co, 180.
Cariati (Conde de), 123.
Cariteo, 45, 65, 71-2.
Carlin (Juana), 191.
Carlos I de Anjou, rey de Ñapó-
les, 29.
Carlos II de Anjou, rey de Ña-
póles, 37.
Carlos V, emperador, 156, 164-5,
177, 189, 190-1, 209, 210, 225,
227, 230-1-2.
Carlos VIII, rey de Francia, 95,
116, 122.
Carlomagno, 22.
Caro (A.), 162, 180.
Carosello. Véase Giuoco.
Carranza (P.), 79.
Carrasio (R.), 75.
Carretto (G. del), 144.
Carrillo (A.), obispo de Pam-
plona, 82-6.
Carrillo (S.), 228.
Carrillo y Toledo (M.), 231.
Carroz (María), 130-1-3.
Cartagena (A.), obispo de Bur-
gos, 86.
Cartagena (fray Juan de), 236.
Cartagena, poeta, 84.
Carvajal (B.), cardenal, 83.
Carvajal (C), 86.
Carvajales, 53-4-5-6-9, 69.
Casa (G. de la), 137, 159, 165.
Casamata (D. M.), 228.
Casanova (Jaime), 24.
Casanova (Juan), 79.
Casar sagia (B.), 65.
Casas (C. de las), 144 n.
Cassarino (A.), 87.
Castanheda (F. L. de), 148.
Castelvetro (L.), 150.
Castelví, 116 n.
Castiglioni (B.), 137, 155, 162,
166, 176, 180.
Castillo (D. del), 53-7, 62.
Castillo (P.), 232.
Castriota (Juana), 130-1.
Castriota (Isabel), 132-3.
Cavalcanti (B.), 169.
Cavalcanti (G.), 23.
Ceballos (Ana), 236.
Ceballos (G. de), 227.
Cecci (G. M.), 157, 179.
Celestina (La), 143, 151, 184.
Celio, 146-9.
Centellas, fam., 48, 87.
Centellas (A.), 49, 64.
Centellas (G.), 36, 149.
Centellas (Violante), 130-1.
Cerda (Luis de la), duque de
Medinaceli, virrey de Ñapó-
les, 226.
Cordona (A.)f 86.
Ceriol (F. T.), 147.
Cerriglio, hostería, 196, 197, 202,
227.
Cervantes (G.), 86, 179 n., 182,
197 n, 214.
— 245 —
Céspedes (P. de), 210 n.
Cínico (G. M.), 67.
Claverde Aragón, fam., 222.
Colón (Cristóbal), 93.
Colón (F.), 147.
Colonna (C), 104-5, 111, 122.
Colonna (F.), 123-4.
Colonna (P.), 123.
Colonna (Victoria), 124-8, 132 n.
Coli, 191, 235.
Coli (G. de), 65.
Concublet. duqtiesa de Nocera,
191.
Constanza de Suevia, reina de
Aragón, 38.
Contile (L.), 147-8.
Coppola, 111.
Córdoba (Gonzalo de). Véase
Gran Capitán.
Córdoba (F. de), 49, 87.
Corolla, o Correglia, Ruiz (G.).
48, 63.
Corolla (M.), 79.
Cornaro (L.), 159.
Corso (R.), 161.
Cortese (P.), 166.
Corradino, 29.
Cortés, 50.
Covarrubia (P. de), 148.
Cuello (P.). 53.
Ch
Chiaromonte (D.a Isabel), reina
de Ñapóles, 59, 220.
Chigi, 140 n.
Chorrilleros, Churrilleros, solda-
dos, 227.
Dante, 23-7, 32-3-8-9. 42, 107,
150.
Delgado (F.), 142, 148.
Delfino (D.), 148 n.
Dezpuch (L.), 49.
Días Tanco, 148.
Diaz Garlón, fam., 48.
Diaz Garlón (María), 132.
Diaz Garlón (F.), 132.
Diaz Garlón (P.), conde de Alife,
69, 220.
Diego Español, 49.
Diez Daux (B.), 231.
Diez Daux (F.), 232.
Diez (M.), 67.
Difonti (F.), 232.
Docampo (N.), 106, 224.
Dolce (L.), 146, 185.
Doni (A. F.), 149, 152 n.
Dorbina (J.), 179, 200. 224, 230.
Doria, 191.
Dueñas (J. de), 53, 54 n.
Duran (A.), 135.
Egea (F. L. de), 65.
Encina (J. de la), 81, 142, 157.
Enrique III, rey de Castilla, 45.
Enrique IV, rey de Castilla,
57, 63.
Enrique, rey de Portugal, 194.
Enriquez de Guzmán (A.), 194.
Enriquez de Guzmán (G.), 194.
Enriquez, fam., 191.
Enriquez (María), 79, 130-1, 195,
Enxemplario, etc., etc., 109 n.
Epila, maestro, 49 n.
Equícola (M.), 144.
Erasmo, 149, 176.
Ermanno, traductor, 25.
Escobar, 213.
Escobar (F. P. de), 57.
Espinosa (J. de), 193-4.
Es landian, 152.
Espluga (L.), 220.
Este (Alfonso de), 81.
Este (B. de), 56.
Este (E. de), 83-4.
Este (F. de), 214 n.
Este (S. de). 83-4.
Eugenio IV, papa, 87.
Exarch (D.), 50.
Eximénez Pérez de Correglia. 50.
— 246 —
Fació, o Fazio, 63, 88.
Fagadell, 50.
Fansaga (C), 226.
Farinelli (Arturo), 240.
Farrer (F.), 53.
Fascitelli (O.), 158.
Fació del Uberti, 41.
Federico II, emperador, 24.
Federico de Castilla, 29.
Felipe II, rey de España, 209,
231-2.
Felipe III, rey de España, 209.
Feltraia (Gentile), 140.
Fenollet (G.). 123, 131.
Fernando el Santo, rey de Cas-
tilla, 28.
Fernández (Jerónima), 229.
Fernández Na varrete (J.), lla-
mado El Muto, 191 n.
Ferramosca. Véase Fieramosca.
Ferrandina (Duque de), 123.
Ferrantino. Véase Ferrante II
de Aragón,
Ferrare (P.), 36.
Ferrariis (A. de). Véase Galateo.
Ferrer (Hipólito), 50.
Ferrer (Iacopo), 64.
Ferrer (San Vicente), 45.
Ferrillo (Beatriz). Véase Duque-
sa de Gravina.
Fieramosca (Capitán), tipo có-
mico, 180.
Fieramosca ((i.), 123, 133.
Fieramosca (H.), 123, 133,177-8.
Fiesca (Bárbara), 147.
Figueras (B.), 50.
Filelfo (F.). 86.
Fiorillo (S.), 181.
Fleyta Pinto, fam.. 228.
Flores (J. de), 147.
Florisel, 152.
Foix (G. de), 188.
Foix (Germana de), viuda de
Fernando el Católico, 111.
Foix (Odetto de). Véase Lautrec.
Fonseca, fam., 228.
Fonseca, 191.
Fontanini (G.), 26, 150, 185.
Fornaris (F. de), 181.
Fortini (P.), 202.
Francione (P.), 236.
Franciosini (L.), 148 n., 210.
Gabateo, 68.
Gabrieletto, bufón, 80.
Galateo (A.), 102-3-4-5-7, 110,
111, 115, 116, 117, 137, 138.
166, 178, 215.
Galeota (A.), 131.
Galeota (F.), 69, 70, 71.
Galeota (M.), 190.
Galliano y Granulles (M.), 234.
Gambacorta (Diana), 130-1.
García de Santamaría (G.), 99
Gareth (B.). Véase Gariteo.
Garzia (G.) 50.
Garzoni (T.), 155.
Gatzelú (D. de), 143.
Gauberte, 50 n., 98, 99. 104,
105, 109.
Gentilbe, 140.
Gerardo de Cremona, 25.
Gerona, fam., 78.
Gerona (Saturno), 78.
Giambulari (F.), 147.
Gibraleón (L. de), 80.
Gilio Rogico, 65 n.
Giolito (G.), editor, 143-7.
Giovio (P.), 43, 101, 127, 143,
156, 170-7, 224.
Giraldi Cintio (G. B.), 150-1,
168. 169, 170.
Giraldino (A.), 89.
Giraldo (Lilio), 87-8, 149.
Girón (P.), duque de Osuna, vi-
rrey de Ñapóles, 226.
Gómez de Ciudad Real (A.),
149, 184.
Gonzalo de Córdoba. Véase
Gran Capitán.
Gonzalo Hernández. Véase Du-
que de Sessa.
247 —
Gonzaga (Isabel), marquesa de
Mantua, 145 n., 147.
Gonzaga de Mendoza (P.), 194.
González de Santa Cruz (A.),
232.
Gonzaga (L.), 56.
Gonzaga (Lucrecia), 148.
Gonzaga (V.), 165.
Goñi (G. de), 232.
Gottiero. Véase Guttierez (F.).
Gran Capitán (El), 95-7, 101,
116, 80, 174-6, 112, 110. 117,
119, 222-3-4.
Gravina (Duque de), 123.
Gravina (Duquesa de). 122, 130.
Gregorio VII, papa. 27.
Groto (L.), 148.
Guappo (Guapo), 214.
Guerin Meschino (El), 146.
Guevara, fam., 46, 65.
Guevara (A.), obispo de Mon-
doñedo, 147, 148, 182.
Guevara (A.). Véase Potenza
(Conde de).
Guevara (C), 125.
Guevara (Catalina de), 194.
Guevara (F.), 46-7, 56, 66.
Guevara (I.), 46-8-9, 221.
Guevara (L. de), 55.
Guevara (P.), 64, 68.
Guiciardini (F.), 93, 103, 112.
174, 175.
Guillermo II, rey de Sicilia, 22.
Gusmano (N.), 74, 87 n.
Gutiérrez (F.), 138 n.
Gutiérrez (L.), 233.
Guzmán (De), 233.
Guzmán (E. de), conde de Oli-
vares, virrey de Ñapóles, 226.
H
Heredia (De), 65.
Heredia (F.), 65-7.
Hermosa, fam., 235.
Hernández (A.), 83, 96, 115.
Hernández de Ixar (J.), 53.
Henríquez (F.), gran Almirante
de Castilla, 88.
Henríquez (L.), 229.
Holanda (F. de), 191 n.
Hordóñez (A.), 146.
Hurtado de Mendoza, 69.
Hurtado de Mendoza (D.), 149
193.
Hugo, rey de Italia 20.
I
Inés (Señora), 133.
Inocencio III, papa, 27.
Inocencio IV, papa, 22.
Inocencio VIII, papa, 80-5.
Ionata, 52.
Isabel de Castilla, la Católica,
reina de España, 89, 90, 187.
Ixar (L.), 123.
J
Jaime (San), apóstol, 23-4.
Jarava (J. de), 148.
Jenaro (C. de), 67.
Jenaro (P. I. de), 65, 70.
Jeouda-Ibn-Ezra, 24.
Jerónimo Español, judío con-
vertido, 139.
Jiménez de Urrea (L.), 49.
Jiménez de Urrea (P.), 53.
Jordi, 37 n.
Juana II, reina de Ñapóles.
54, 98.
Juan de Dios, 27.
Juan II, rey de Castilla, 42-6.
Juan de Anjou, 37.
Juan de Austria (Don), 232-6.
Juan de Nola, 225.
Juan Hispano, 149.
Juanes (V.), 192 n.
Juegos de cañas, 52, 79, 91,
1Ó7, 108, 122-3, 167, 168.
Julio II, papa, 40, 85, 140, 182.
248 —
Laino (Marqués de), 124.
Lampillas (S.), 26.
Lampugnani, 147.
Lana (I. de la), 39.
Lancia (B.), 28.
Lando (O.), 148, 158.
Lannoy (De), virrey de Ñapó-
les 224.
Lasca (El), 150, 163, 164.
Latini (Brunetto), 27-8.
Lauria (Roger de), 32-3.
Lauro (P.)/l45.
Lautrec, 164, 201, 223, 187.
Laynez (G.), 235.
Lazarillo de Tormes, 142, 156.
Lazzari (lázaros), 214.
Ley va, fam., 171, 228.
Leyva (A. de), 123-4.
Leyva (Hermanas de), 191.
Leonardo Aretino, 87.
León Hebreo, 85.
Leto (P.), 79.
Liburnio (N.), 143.
Lillori, fam., 34.
López (D.), 81.
López (G.), 79.
López (P.), 228.
López (Pv.), 164 n.
López de Haro, 84.
Lorca (R. de), 79.
Lorris (F. de), 79.
Lillola (I. de), 235.
Lucano, 71.
Lucena (De); 68, 106, 81.
Lucito (Marquesa de), 195.
Luna (Isabel de), 198.
LL
Lloriz (G.), 123.
Llofredo (M.), 28.
M
Machianello, 165.
Malferit (M.), 49, 86 n.
Mallorca, fam., 235.
Manetti (G.), 44.
Manfredi, rey de Sicilia, 29, 38.
Manfredi (L.), 145-8.
Manlio (H.), 225.
Manrique de Aguarso (D.), 196.
Manrique (G.), 145, 182.
Manríquez (G.), 191.
Manriquez, fam., 228.
Manríquez Laquilar (A.), 231.
Mañete (G.), 99.
Maquiavelo (N.), 112, 175, 204.
Marades (G.), 79.
Marcader (M.), 67.
Marciai, fam., 235, 191.
Marciai, 71-4.
Marcolini (F.), 143.
March (A.), 26, 55, 149 n.
Mardones, fam., 227, 235.
María de Castilla, reina de Ara-
gón, 54-5.
Mariana, 213.
Marineo (L.), 88, 99 n., 166.
Marino (G. B.), 72, 149 n., 164.
Marrada (R. de), 220.
Marramao, o Maramaldo (Capi-
tan), tipo còmico, 180.
Marrera, fam., 228.
Martín (G.), 222.
Martino (G.), 85 n.
Martino Sarto, 50.
Martorell, 88 n.
Maruxa (La señora), 130-3.
Masuccio, salernitano, 24, 39, 73.
Matamoro (Capitán), tipo cò-
mico, 180, 234.
Matera (Conde de), 123.
Matera (Condesa de), 124.
Mauro (G.), 158.
Maximiliano, emperador, 100.
232.
Mèdici (Alejandro de), duque de
Florencia, 189, 154.
Mèdici (Cosme de), el viejo, 89.
Mèdici (Cosme de), duque de
Florencia, 189.
Mèdici (Condesa de), 140 n.
Mèdici (G. de), 140 n.
249 —
Medina (B.), 213.
Medina de las Torres (Duque
de), virrey de Ñapóles, 226.
Megía (P.), 147-8.
Mele Eugenio VIII, 238.
Melfi (Príncipe de), 123.
Mella (Cardenal), 86 n.
Mena (Juan de), 68. 81-3, 107,
144-9 n., 150.
Mendoza (D.), 106.
Mendoza (Cardenal), 86 n.
Merliano (G.). Véase Juan de
Nola.
Messia (P.). Véase Megía (P.).
Miguel Escoto, 25.
Milá (Milano), 48, 56.
Müá (A.), 49.
Milá (L.), 77.
Minadoi, fam., 191, 228, 235.
Minadoi (G. T.), 235
Minadoi (P.), 235.
Minoz, 191.
Minturno (A.), 117, 149, 150,
184, 190.
Minutólo (Mariela), 222.
Mirafonte (G. de), 80.
Miralles (M.), 50.
Miranda (B.), 236.
Miranda (Conde de), virrey de
Ñapóles, 228, 232.
Miranda (G.), 144 n., 145.
Moles, fam., 228, 235.
Molina (J. de), 99 n.
Molina (T. de), 47, 198.
Moneada, fam., 34.
Moneada (G. de), 54.
Moneada (H. de), 80, 200.
Moncayo (I. de), 53.
Monte (P. del), 222.
Monteleón (Conde de), 123.
Montemayor (G. de), 147.
Montenegro (Elvira de), 229.
Monterrey (Conde de), virrey de
Ñapóles, 226.
Monterry (Condesa de), virrei-
na de Ñapóles, 229.
Morgat, fam., 235.
Mudarra, 231.
Muleasen, rey de Túnez, 165.
Muñoz, 133.
Muzio (G.), 151.
Muxique (F.), 53.
N
Naharro, actor, 140-2.
Nardones. Véase Mardones,
Narváez 83.
Navajero (A.), 91.
Navarra, 148.
Navarro (P.), 85, 188, 222, 223.
Nebrija (A.), 88, 149, 144 n.
Nebrissense (El). Véase Nebrija.
Nelli (P.), 203.
Nemour (Duque de), 174.
Níquel (B.), 40.
Nocito (Marquesa de), 124.
Nocito (Marqués de), 123.
Notar (Jaime), 130 n.
Nugresio (T.), 231.
Núñez, coronel, 188.
Núñez de Guzmán, 68.
Núñez de Palma (R.), 235.
Núñez de Reinoso (A.), 146, 150.
Nuze (M. de la), 49.
Ocampo (F. de), 147.
Olariz y Assaya (G.), 233.
Oñate (Conde de), virrey de Ña-
póles, 226.
Orange (Príncipe de), 200, 224.
Orio (L. de), 219.
Orioles (D.), 231.
Orlando, 24.
Orsini (Cardenal), 81.
Orsini Catarinella, 58.
Orsini (G. G.), 158.
Ortal (F.), 50.
Ortal (R. de), 49.
Ortiz (A.), 232.
Ortiz Calderón (F.), 232.
Osorio (N. A.), 86 n.
— 250
Osuna (Duque de), virrey de
Ñapóles, 232.
Oviedo, 147.
Oviedo (P. de), 80.
Oyeda (O. de), 116 n.
Pace, o Pacell, 80.
Padula (Marquesa de), 123-4.
Palencia (A. de), 81.
Palma (G. F.), llamado el Nor-
mando, 227.
Palmerin, 145, 146, 152, 163,
185
Panigarola (F.), 140.
Panormita (A.), 42, 50, 86-7-9.
Parabosco (G.), 148.
Pardo (G.), 65.
Paulo IV, papa, 183, 189, 205.
Paulino, músico, 125.
Pelegret, 228.
Peña de Quiñones (G.), 232.
Peralta, fam., 34.
Pércopo (E.), 71, 72.
Pérez, fam., 222.
Pérez (A.), 50.
Pérez de Guzmán (A.), 195.
Pérez (F.), 50.
Pérez (G), 143.
Pescara (Marquesa de). Véase
Colonna Vittoria.
Petrarca (F.), 26, 32, 42, 107,
150.
Petruciis (De), 64.
Pía (Emilia), 158.
Picarte (F.), 233.
Picolomini (A.), 154.
Piccolomini (Leonor). Véase Bi-
signano (Princesa de).
Piccolomini (E. G.). Véase
Pio II.
Pedro (Alfonso), 25.
Pedro, arzobispo Pisano, 21.
Pedro Español. Véase Francior-
ne (P.).
Pedro Mártir. Véase Anghiera.
Pedro, pintor, 65 n.
Pigna (G. B.), 150.
Pignatelli (E.), 122.
Pimentel Osorio (María), virrei-
na de Ñapóles, 225.
Pintor (P.), 80.
Pío II, papa, 81.
Pirro, 149.
Pisa Osorio (De), 232.
Plata. Véase Prato (P.).
Platamone (D.), 87 n.
Policiano (A.), 80.
Pomar (G.), 123, 131.
Ponce (I.), 188 n.
Pontano (G.), 38, 40, 59, 61-4-6,
73-4-6, 101-2, 156-7.
Poo (G.), 222.
Popol (Conde de), 123.
Pérfida (Doña), 130-1.
Porta (G. B. de la), 157, 196.
Potenza (Conde de), 104, 123,
134.
Prada y Losada (P. de), 233.
Prato (El saqueo de), 199.
Prato, o Prata, 237.
Primaleón, 152, 163.
Prior de Mesina (El). Véase
Acuña (P.).
Proaza (A. de), 74.
Proveda (Padre), 236.
Proverbio catalán, 40.
Proverbio español, 204-8-9.
Puigdorfila (G. de), 62.
Pulci, 24, 26, 69.
Quadros, fam., 235.
Quadros (G. de), 53.
Quevedo (F.), 230.
Quevedo (Juana de), 228.
Quiñones, fam., 191.
Quiñones (D. de), 123.
Quiroga y Fajardo (D.), 233.
— 251
Raimundo, arzobispo de Tole-
do, 25.
Raimundo, conde de Barcelo-
na, 21.
Raimundo de Peñafort, 27.
Ramírez (D.), 80.
Ramírez Montalbo (D.), 232.
Ramírez (P.), 90, 188.
Ramírez (T.), 236.
Ratta (de la), fam., 36, 220.
Ratta (Catalina de la), 220.
Ratta (D. de la), 36-8, 220.
Rebolleta, 73.
Remolines (F.), cardenal, 123.
49.
Remolines (M.), 79.
Renato de Anjou, 61.
Requeséns, fam., 191.
Requeséns (Isabel de), virreina
de Ñapóles, 123, 224.
Resende, 149.
Reverterá, fam., 191.
Riario (Cardenal), 91-2.
Ribellas (J.), 53.
Ribera, fam., 235.
Ribera (G.), llamado el Españó-
lete, 237.
Riberas (S. de), 52-5.
Ricardo, arzobispo de Toledo,
22.
Riccio (M.), 73, 89.
Ripalta (R.), 230.
Rivalta (F. de), 192.
Raht. Véase De la Ratta.
Roberto de Anjou, rey de Ña-
póles, 36-8, 220.
Robles, fam., 228.
Rodríguez (C), 236.
Rodríguez del Padrón (J.). 70.
Rodríguez (Juana), 81.
Rodriguillo, 73.
Roelas (F. de las), 192 n.
Rosa (L. de la), 50.
Roseo (M.), 145-7.
Rosso de la Malvasia, 178.
Rovere (Felicia de), 158.
Rovere 'G. de la). Véase Ju-
lio II.
Rucelli (G.), 178.
Rueda (L. de), 179.
Ruffo (Enriqueta), 49.
Ruiz de Otalara, canónigo, 236.
Ruviales (F.), 237.
Sabbio (S.), 143.
Sá de Miranda, 140.
Salazar (R.), 147.
Salinas (J. de), 231.
Salinas hermano, 232.
Salmerón (A.), 235.
Salviati (L.Ì, 72.
Samudio (G), 193. "
Sancia de Mallorca, reina de Ña-
póles, 36, 220.
Sánchez, fam., 228, 234.
Sánchez (F.), 68.
Sánchez (María), 130-1.
Sandoval (D. de), 53.
San Marco (Conde de), 124, 123.
San Marco (Condesa de), 124.
Sannazaro (I.), 91, 112, 149.
San Pedro (D. de), 134, 146.
Sanseverino, fam., 116.
Sanseverino (Blanca), 49.
Sanseverino de Bisignano, prín-
cipe, 68, 116, 123-8.
Sanseverino (F.), príncipe de Sa-
lerno, 125 n., 177, 180.
Sanseverino (Violante), 190.
Santacruz, fam., 235.
Santa Fe (P. de), 53-4.
Santa María, fam., 235.
Santa María (A. de), obispo de
Cartagena, 52.
Santillana, alférez, 179.
Santillana (Marqués de), 54, 145.
San Estéfano (Conde de), virrey
de Ñapóles, 223.
Sanz, fam., 48, 221.
Sanz (Alfonso), 49.
Sanz (Arnaldo,) 48-9, 221.
252
Savar (G.). Véase Jarava (I.
de).
Sarmiento (D. de), 230.
Samo (Conde de), 177.
Sasirera (E.), 222.
Sazchetti (F.), 25.
Scala (A.), 231.
Scala (G.), 231.
Scala (L.), 231.
Scovar de Siracusa, 144 n.
Scriva (L.), 143.
Scriva (P. A.), 234, 237.
Schack (Conde de), 165.
Segnino (P.), 80.
Séneca, 44.
Sepúlveda, 149.
Serafino aquilano, 81, 152.
Seripando (G.), 190.
Sessa (Duque de), 190, 223.
Sforza (Bona), 111. 120-1-2, 132.
Sforza (F.), 57.
Sforza (F.), duque de Milán, 89.
Sforza (F.), último duque de
Milán. 188.
Sforza (G. G.), 121.
Sforza (Hipólita), 57, 67.
Sforza (L.), 205.
Segismundo, rey de Polonia, 122
Silva, 149.
Silva (L. A. de), 230.
Simoni (B.), 68.
Sisear, fam., 48, 65, 222.
Sisear (Laura), 49.
Sixto IV, papa, 85.
Sobrar (G.), 80.
Solanes, fam., 235.
Solanes (G. B.), 235.
Soler (G.), 49.
Soler (I.), 62.
Soria, 80.
Soria (L. de la), 144.
Soriano (Conde de), 123.
Soriano (Condesa de), 124.
Soto (de), fam., 228.
Sotomayor (A. de), 175.
Spampana, tipo còmico, 1 80.
Spannolio de Mallorca, 79.
Speroni (S.), 150, 169, 170, 200.
Spina, gramático, 168.
Spinello (F.), 69.
Stúñiga (L. de), 53-6.
Stúñiga, poeta latino, 149.
Suárez (F.), 213.
Suárez de Figueroa (C). 165.
Suera (M.), 80.
Summonte (P.), 106.
Surgemte (M. A.), 166.
Tallander (A.), 50.
Tansillio (L.), 117, 138-9, 158,
182, 190-1-3, 200-9, 140 n.,
145 n.
Tapia, fam., 235.
Tapia, 84, 140.
Tapia (C), 227.
Tapia (E.), 227.
Tapia (G.), 228.
Tapia (J. de), 53-4-5-7-8, 84.
Tarragona (G.), 231.
Tasso (B.), 148, 150, 161-6-9,
190.
Tasso (T.), 146, 166, 176.
Tassoni (A.), 26.
Tebaldeo (A.), 72, 151.
Telesio (A.). 190.
Tensira. 87, 149.
Teodorico, rey de los Ostrogo-
dos, 19.
Termoni (Duque de), 123.
Terracina (Laura), 145.
Terranova (Condesa de), 124.
Testi (F.), 214.
Texeda (T. G. de), 147.
Tinca (Capitan), tipo cómico,
180.
Tiro al bianco, 145, 163.
Toledo (de), fam., 191.
Toledo (Ferrante de), 182.
Toledo (G. de), 139, 190, 228.
Toledo (Pedro de), virrey de
Ñapóles, 164, 187, 190, 200-2,
213, 225, 234.
Tolomei (C), 161.
253 —
Toralva (C), 231.
Torcila (G.), 80.
Torquemada (G.), 86.
Torre (A. de la), 148 n.
Torre (Fernando de la), 55-6.
Torrellas (P.), 53-5.
Torres (I.), 59, 222.
Torres Naharro (B.), 140-2.
Tostado (G.), 2 36.
Tovar (Constanza de), 46.
Tovar (F. de), 227.
Traetto (Duque de), 123.
Traetto (Duquesa de), 124.
Trigoso (P.), 229.
Trivento (Conde de), 123.
Tri vento (Condesa de), 124.
Trovano (M.), 139, 144 n. 155 n.
U
Ulloa (A. de), 123, 143, 145-7-8.
Unico (El), poeta, 72-3.
Urbino (Duque de), 178.
Urgel (Obispo de), 49.
Uries, fam., 227.
Uries (F.), 231.
Urrea (G.), 148.
Urrea (G. de), 143, 173, 178,
194, 202.
Urries (H. de), 53.
Vaez, conde de Mola, 227.
Valdés (A. de), 143, 192, 200.
Valdés (J. de), 137, 143-5-6-8,
192, 231.
Valdés de Villa viciosa (D.), 231.
Valenti (F.), 62, 87.
Valguarnera, fam., 34.
Valla (L.), 44, 86-7-9.
Valladolid (J. de), 56-7.
Valles (P.), 177.
Varchi (B.), 150.
Vargas (G. de), 231.
Vargas (L. de), 192 n.
Vargas (B. N.), 231.
Vargas, duque de Cagnano, 228.
Vasto (Marqués del), 124, 177.
Vázquez, 128, 134.
Vázquez de Avila, 134-5.
Vázquez (F.), 234.
Vázquez (G.), 134.
Vecchi (O.), 180 n.
Vega (G. de la), 190-1.
Vega (Garcilaso de la), 173.
Vega (L. de), 211.
Velázquez (G.), 81.
Venafro (Condesa de), 124.
Ven turino de Pesaro, 180.
Vera (G. de), 222.
Vera (I. de), 79.
Verardi (C), 91.
Verardi (M.), 92.
Verdun (N.), 65 n.
Viacampo (Francesca), 230.
Viacampo (L.), 230.
Vico (G. B.), 163, 216.
Vico (G. de), 50.
Vidal de Noya (F.), 68.
Vilcey (M. de), 232.
Villalón (C. de), 197-8 n.
Villamarino (B.), almirante, 37,
49.
Villamarino (B.), lugarteniente
de Ñapóles, conde de Capac-
cio, 123, 224.
Villamarino (Juana), condesa de
Avellino, 128, 131-3, 190.
Villamarino (Isabel), princesa de
Salerno, 116, 131.
Villamediana (Conde de), 230.
Villani (G.), 33.
Villanova (A. de), 36.
Villaragut (Angela), 130-1.
Villena (E. de), 68, 106.
Violante de Aragón, 36.
Virgilio (M.), 88 n.
Visconti (F. M.), 46.
Visconti, 147.
Visónos (Los). Véase Bisogni.
Vives (L.), 149 n.
W
Wellington, 18.
— 254 —
X
Xarquia (D.), 231. Zarate, 147-8.
Zappino (dello), 198.
Zevallos. Véase Ceballos.
V Zorroza (S.), 232.
Zufia (D.), 228.
Zúnica (Enríqviez F. de), 233.
Yciz (P. de), 230. Zúnica, fam., 191.
INDICE
Páginas.
Palabras del traductor 7
Advertencia del autor 15
I. Introducción. España e Italia durante la Edad
Media 17
II. Los catalanes y los italianos 31
III. La corte española de Alfonso de Aragón en Ña-
póles 43
IV. Españoles y cosas españolas en la corte de Fer-
nando de Ñapóles 61
V. Los españoles en Roma y en otras partes de Italia
al finalizar el siglo xv 77
VI. La protesta de la cultura italiana contra la bárbara
invasión española 95
VII. La sociedad galante italoespañola en los primeros
años del siglo xvi 115
VITI. La lengua y la literatura española en Italia en la
primera mitad del siglo xvi 137
IX. Las ceremonias españolas en Italia 153
X. El espíritu militar y la religiosidad española 173
XI. Aspecto de la dominación y de la población espa-
ñolas en Italia 187
XII. Conclusión. La decadencia hispanoitaliana 207
Apéndice. — Un paseo por la Ñapóles española 219
Noticia bibliográfica 239
Índice de nombres 241
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