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Full text of "España en la vida italiana durante el Renacimiento;"

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ESPAÑA  EN  LA  VIDA  ITALIANA 
DURANTE  EL  RENACIMIENTO 


BENEDETTO    CROCE 


ESPAÑA  EN  LA  VIDA 
ITALIANA  DURANTE 
EL  RENACIMIENTO 


VERSIÓN      ESPAÑOLA      DE 

TOSE  SÁNCHEZ  ROJAS 


-  ---■:  '   ■'■■■■■] 


EDITORIAL  MUNDO  RATINO 
MADRID 


ES  PROPIEDAD 

Copyright  by  Mundo 
Latino,  Madrid. 

Derecho  reservado. 


Tallebbs  CALPE,  Ríos  Rosas,  24.— MADRID 


DEDICATORIA 

A 

EUGENIO    MELE 

B.    Croce. 


PALABRAS   DEL   TRADUCTOR 


A  raíz  de  aparecer  la  primera  edición  del  libro  La  Spagna  nella 
vita  italiana  durante  la  Rinascenza,  publicamos  en  el  diario  El 
Sol — 3  y  16  de  febrero  de  1919 — dos  impresiones  de  lectura  de  este 
volumen.  Con  ellas  formamos  hoy  el  prólogo  que  encabeza  esta  tra- 
ducción española. 


Dos  libros  he  repasado  estos  dias  que  me  han  hecho  rectificar  al- 
gunos juicios  en  torno  al  problema  de  Castilla:  el  de  M acias  Picavea, 
escrito  en  los  días  de  la  catástrofe  nacional,  hace  ahora  exactamente 
veinte  años,  y  el  del  filósofo  napolitano  Benedetto  Croce  La  Spagna 
nella  vita  italiana  durante  la  Rinascenza  (Laterza  e  Figli,  Bari, 
1917).  Hay  en  estos  dos  libros,  el  español  y  el  italiano,  un  hondo 
amor  a  la  verdad  y  una  seria  y  firme  preocupación  por  los  valores 
españoles.  Dejando  a  un  lado  El  problema  nacional  del  profesor  de 
Valladolid,  y  fijándome  ahora  solamente  en  los  estudios  de  Croce  en 
torno  a  la  eficacia  de  la  influencia  española  en  la  vida  italiana  du- 
rante los  siglos  XV,  XVI  y  XV 11,  diré  que  ciertas  afirmaciones, 
mejor  aún,  ciertas  defensas  que  hace  Croce  del  espíritu  español  du- 
rante los  Austrias,  me  han  hecho  pensar  que  también  antaño,  como 
hogaño,  el  pueblo  era  digno  de  sus  reyes  y  de  sus  validos,  y  que  los 
movimientos  de  independencia  que  entonces  se  alzaron  fracasaron  por- 
que ya  en  las  postrimerías  del  siglo  XVI  estaba  seca  y  exhausta  la 
savia  de  las  virtudes  del  pueblo  español. 

El  libro  de  Croce  expone  el  reflejo  de  nuestra  hegemonía  política 


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y  militar  en  Italia  antes  de  los  Reyes  Católicos  y  a  lo  largo  de  la 
dinastia  de  los  Austrias.  Carlos  I  de  España  y  V  de  Alemania,  que 
se  hace  coronar  Emperador  en  la  iglesia  de  San  Petronio,  de  Bolonia, 
no  suscita  ninguna  oposición  seria  por  parte  de  los  italianos.  Los 
poetas  le  cantan,  los  políticos  le  adoptan  de  modelo,  las  mujeres  le 
festejan  en  las  fiestas  populares  de  Ñapóles,  como  nos  recuerdan 
ciertas  telas  y  estampas  famosas.  De  Felipe  II  dice  un  historiador 
de  la  época,  S.  Guazzo,  que  «conserva  dignamente  su  grandeza  reah. 
De  su  hijo  escribe  otro  cronista  contemporáneo  que  «es  el  mejor  mo- 
narca del  mundo  y  que  desciende  de  la  familia  Julia,  del  gran  Julio 
César,  primer  emperador  romano».  La  superstición  popular  aseguró 
que  los  Austrias  poseían  un  gran  Crucifijo  prodigioso  y  otros  talis- 
manes con  toda  suerte  de  venturas.  De  España  no  llega  a  Italia  más 
que  la  apariencia  y  la  superficialidad  de  su  esplendor.  Los  militares 
lo  llenan  todo  con  el  estruendo  de  sus  armas.  Italia  no  se  da  entonces 
cuenta  de  que  España,  su  dominadora,  es  tan  pobre  y  está  tan  atra- 
sada como  ella.  Tan  atrasada  en  el  aspecto  político;  que  en  el  de  la 
cultura,  hasta  Boscán  y  Garcilaso,  vivimos  nosotros  de  lo  que  lla- 
maría Croce  las  pastorellerie  y  frascherie  del  ingenio  de  nuestros 
vecinos. 

Italia — observa  con  su  perspicacia  de  siempre  el  genial  pensador 
napolitano — no  fué  oprimida  por  España,  porque  «España  era  ya  un 
país  en  decadencia».  Si  tenía  del  Estado  moderno  la  unidad  monár- 
quica y  las  instituciones  militares,  era,  por  otra  parte,  demasiado 
medioeval  y  feudal  en  su  constitución  política,  careciendo,  sobre  todo, 
de  aquella  preparación  y  de  aquellas  virtudes  industriales  y  comerciales 
indispensables  a  la  conservación  del  poder  en  los  tiempos  modernos. 
Tal  ausencia  de  calidades  hace  inofensiva,  a  la  larga,  la  influencia  es- 
pañola en  el  espíritu  italiano.  La  Iglesia  que  Italia  aveva  nel  suo 
cuore  en  el  corazón  y  en  el  centro  y  en  la  entraña  de  su  territorio, 
se  encontró  en  lo  hondo  de  estas  andanzas  de  dominación,  hegemonía 
y  conquista,  con  una  alianza  reaccionaria  de  la  Europa  del  Sur  con- 
tra la  Europa  del  Norte,  y  fué  ella,  la  Iglesia,  la  que  dio,  acaso,  un 
sentido  de  regresión  a  la  aventura  militar  española  fuera  de  su  pro- 
pio suelo. 

El  cuadro  de  nuestro  Ricardo  Macías  Picavea  de  una  Castilla 
exhausta,  de  su$  Comuneros  rebeldes,  pero  sin  cohesión  ni  unidad 
ni  orientación  algunas  en  la  organización  de  su  plan  defensivo  contra 
el  César;  de  unos  rollos  teñidos  en  sangre  a  la  entrada  de  los  pue- 


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blos  y  de  las  villas,  de  unas  industrias  rotas,  de  un  comercio  abando- 
nado y  de  una  agricultura  rutinaria  y  primitiva,  lo  completa  mara- 
villosamente Croce  en  estas  páginas  con  nuestros  soldados  camorris- 
tas que  roban  las  capas  a  los  aldeanos;  con  nuestros  gobernadores 
ineptos,  fastuosos  y  amigos  del  expedienteo;  con  nuestros  literatos  hin- 
chados y  vacíos;  con  nuestros  místicos  ardientes  y  «tal  vez  heréticos»; 
con  nuestros  guapos,  y  secretarios  de  prelados,  y  corchetes  hambrien- 
tos. España,  y  sobre  todo  Castilla,  secan  sus  lacras  y  piojos  al  sol 
de  Bolonia,  de  Ñapóles,  de  Roma  y  de  Milán.  Y  los  italianos,  más 
cultos  y  listos  que  nosotros,  pero  sin  ideales  nacionales  entonces,  ape- 
nas salidos  de  su  municipalismo  rabioso,  individualista  y  agresivo, 
no  aciertan  a  ver  más  que  la  figura  cesárea,  el  sueño  de  su  viejo  im- 
perialismo enterrado  en  la  noche  de  la  Edad  Media;  la  muralla  na- 
tural contra  los  turcos,  y  hasta  las  virtudes  caballerescas,  eco  de  nues- 
tras coplas,  romances  y  cancioneros  que  sacuden  el  corazón  de  un 
pueblo  que  sabe  darse  cuenta  de  la  belleza  de  un  gesto  y  déla  grandeza 
de  la  gens  hispánica. 

El  espíritu  español,  a  que  alude  Croce  en  la  última  mitad  de  su 
libro,  desde  que  Fernando  de  Aragón  se  apoya  en  Ñapóles  para  ex- 
tender los  dominios  de  su  corona  por  aquella  Penínsida,  es  siempre 
el  espíritu  castellano,  pero  el  espíritu  castellano  de  la  decadencia  que 
se  manifiesta  en  los  siglos  XVI  y  XVII.  Esa  España,  que  ama 
Croce  porque  cree,  a  pesar  de  todo,  en  su  fuerza  y  en  su  empuje,  es 
la  de  la  idea  monárquica  «aunque  el  sentimiento  monárquico  era  de- 
voción al  señor».  «Esa  España  no  iniciaba  una  evolución — agrega — 
sino  que  la  remataba  y  concluía.» 

Italia  no  advierte,  hasta  ya  muy  entrado  el  siglo  XVII,  que  está 
tambaleándose  «la  tanto  tiempo  combatida  y  desde  hoy  vacilante  má- 
quina de  la  Monarquía  española».  Un  jurista,  Fulvio  Testi,  advierte 
al  duque  de  Modena,  a  raíz  de  la  rebelión  portuguesa,  que  los  días 
de  los  Austrias  están  contados.  «Sé  que  el  poder  del  Rey  Católico  es 
vasto,  inmenso,  infinito — escribe  Testi — .  Pero  todos  los  reinos  y 
todas  las  dominaciones  tienen  sus  períodos.  Mayores  fueron  las  mo- 
narquías de  los  medas,  de  los  persas  y  macedonios,  y  se  deshicieron. 
Más  grande  fué  la  República  de  Roma,  y  murió.  Más  vasto  el  Im- 
pero de  César,  y  cayó,  sin  embargo.» 

Y  a  Testi  no  le  engañan  ya  las  apariencias.  Italia,  «la  serva 
Italia»,  mira,  cara  a  cara,  a  su  dominadora.  El  cronista  modenés, 
desde  su  retiro  de  Castelnuovo,  cuenta  al  duque  de  Modena  el  3  de 


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febrero  de  1641  sus  temores  y  vaticinios.  Mirando  hacia  Occidente , 
con  guerras  en  Portugal  y  en  Cataluña,  parece  descubrir  las  vacila- 
ciones de  aquel  pobre  Felipe  IV,  amante  de  la  Calderona,  que  cuenta 
a  Sor  María  de  A  greda  que  para  luchar  con  Cataluña  no  tiene  orien- 
tación alguna  ni  cuenta  con  más  apoyo  que  el  de  la  Providencia. 
Mirando  a  España,  Testi  ve  a  «Castilla  que  está  precisamente  en  el 
medio  y  que  es  desgraciadísima».  Sin  el  mar  que  la  arrulle,  entre 
rastrojos  y  barbechos  amarillos,  Castiglia  che  vi  resta  appunto  nel 
mezzo  è  infelicissima  y...  todas  las  demás  provincias  están  no  sola- 
mentes  exhaustas,  sino  desoladas. 


II 


El  donjuanismo. — Sigamos  hablando  del  libro  de  Benedetto 
Croce  La  Spagna  nella  vita  italiana  durante  la  Rinescenza  (Bari, 
Laterza  editori,  1917),  que  nos  ofrece  un  curioso  cuadro,  bella  y  so- 
briamente trazado,  de  la  proyección  del  espíritu  castellano  en  las  ciu- 
dades italianas.  No  quiero  comentar,  sino  exponer.  Los  donjuanes, 
las  mujeres  galantes,  los  militarotes  rudos,  los  bachilleres  y  doctor - 
zuelos,  los  clérigos  desaprensivos,  los  aventureros  de  rompe  y  rasga, 
pululan  y  se  divierten  bajo  los  pórticos  de  Bolonia,  en  las  rumorosas 
calles  napolitanas,  en  las  plazas  florentinas  y  sienesas,  en  los  pala 
cios  de  Roma  y  sobre  los  canales  de  Vemcia.  Y  todos  ellos  dejan  huella 
de  sit  paso.  Los  donjuanes... 

Los  donjuanes  que  andan  a  cintarazos  en  los  dramas  de  Don  Pe- 
dro Calderón,  que  se  enternecen  en  Lope  y  primorosean  y  gesticulan 
en  Tirso,  hacen  en  Italia  el  amor  «a  la  española»  o  lo  que  es  igual 
— según  nos  advierte  el  dramaturgo  Bentivoglio  en  II  Geloso — ,  pa- 
sean bajo  las  ventanas  de  las  bellas  con  marcial  apostura,  perdonando 
las  vidas  de  los  que  topan  por  el  camino.  A  duras  penas  se  resignan 
a  los  favores  de  las  damas.  Todas  las  preferencias  se  las  merecen  ellos. 
¡Ah! — exclama  un  Don  Juan  en  Los  engañados,  parlando  en  rudo  y 
sonoro  romance — ;  ya  sabe  cuánto  valen  los  españoles  en  cosas  de 
mujeres.  ¡Oh,  cómo  se  holgan  de  nosotros  estas  putas  italianas/»  El 
capitán  Marrada  es  el  Don  Juan  de  Pisa.  En  cuanto  topa  con  un 
paisano,  no  se  harta  de  narrarle  sus  aventuras  galantes.  «Muchas 


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andan  perdidas  por  mí — insinúa — y  aun  de  las  mejores  de  la  tierra.t 
No  se  le  conocen,  sin  embargo,  otros  apaños  en  la  ciudad  que  los  que 
sostiene  con  su  criada  Agnoletta. 

El  donjuanismo  castellano  se  condensa  en  la  frase  italiana  de 
«hacer  el  don  Diego».  Los  «don  Diegos»  se  llevan  la  mano  al  cora- 
zón, dicen  ¡vida  mía!  y  ¡amor  mío!  a  cada  paso;  se  presentan  a  las 
mujeres  italianas  en  calidad  de  náufragos  y  de  incomprendi  dos,  como 
los  violinistas  húngaros  de  hoy,  y  las  descubren,  en  trágicas  confiden- 
cias, tesoros  exquisitos  de  sensibilidad  no  sospechados  por  ellas.  Los 
don  Diegos  explotan  los  mostachos  y  la  figura,  que  cotizan  y  revocan 
en  colaboración  con  el  sastre  y  con  el  peluquero. 

El  Aretino  nos  cuenta  en  los  Raggionamenti  (novelle,  II,  47) 
«que  se  hacen  limpiar  a  cada  paso  las  calzas  por  los  servidores».  La 
pompa,  la  gravedad,  el  sosiego,  acompañan  a  tal  refinamiento.  «En 
la  nación  española — advierte  con  toda  malignidad  Castiglione — las 
cosas  exteriores  son  el  mejor  testimonio  de  las  íntimas  o  espirituales.» 
El  lujo,  la  pompa  en  la  servidumbre,  el  recuerdo  de  las  hazañas  na- 
cionales, de  los  abuelos  godos  y  de  las  riquezas  de  estirpe,  son  los 
espejuelos  de  que  se  valen  los  don  Diegos  para  la  caza  de  las  alon- 
dras. 

Las  damas,  sin  embargo,  tienen  sus  sospechas.  Los  caballeros  de 
Santiago  y  de  Alcántara,  que  aseguran  a  Italia  ser  parientes  del  rey, 
apenas  si  comen  en  su  tierra.  Hablan  siempre  de  los  dineros  que  lle- 
garán de  España,  y  los  dineros  de  España  llaman  en  Italia  desde 
el  siglo  XVI  a  los  que  no  llegan  nunca.  El  donjuanismo  castellano 
que  tiene  una  época  de  esplendor  en  Bolonia  con  los  colegiales  de 
San  Clemente,  en  Ñapóles  y  Milán  con  los  bravos  de  mostachos  fie- 
ros, en  Roma  con  los  poetas  a  sueldo  de  prelados  y  cardenales  y  en 
Venecia  y  Parma  con  los  espías  de  la  casa  de  Austria,  se  derrumba 
como  un  bello  cuento  oriental.  Y  en  Italia  se  comenta  con  una  car- 
cajada, que  prolonga  Alejandro  Manzoni  hasta  fines  del  siglo  XVIII 
en  Los  novios. 

Las  espuelas  y  los  sables. — Benedetto  Croce,  en  el  capitulo  X 
de  su  libro,  consagrado  al  estudio  de  Lo  spirito  militare  e  la  reli- 
giosità spagnuola,  diserta  agudamente  sobre  el  honor  militar  de  los 
vasallos  castellanos  de  su  Majestad  Católica.  «Yo  he  estudiado  poco 
— dice  un  oficial  español  en  un  diálogo  de  Jerónimo  de  Urrea — por- 
que me  gustan  más  las  armas  que  las  letras.»  «Los  españoles — asegura 


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Guicciardini — se  inclinan  más  a  las  armas  que  cualquiera  otra  na- 
ción cristiana.  De  estatura  menuda  y  muy  ágiles  y  diestros,  estiman 
de  tal  modo  el  honor  que  no  temen  la  muerte.»  La  infanteria  es  habi- 
lísima; no  así  la  caballería  que,  según  el  parecer  de  Maquiavelo  (El 
príncipe,  cap.  XXVI)  «es  muy  escasa  y  vale  poco».  A  Gonzalo  de 
Córdoba,  el  Gran  Capitán,  atribuyen  los  italianos  el  aforismo  «Es- 
paña para  las  armas  e  Italia  para  la  pluma». 

Las  batallas  de  Ravenna  y  de  Pavía,  el  saco  de  Roma,  el  asedio 
de  Florencia  y  el  asalto  a  San  Colombano  a  las  órdenes  del  insigne 
marqués  de  Pescara,  familiarizan  a  los  italianos  con  los  sables  y  con 
las  espuelas  de  nuestro  país. 

En  las  comedias  se  hace  imprescindible  el  tipo  del  militar  español. 
La  malicia  popular  le  designa  con  nombres  harto  significativos:  Fie- 
ramoscas,  Cocodrilos,  Cortar  rincones,  Rajatroqueles,  Matamoros, 
Cardonas  y  Tempestades.  Son  los  bravos  de  Alejandro  Manzoni  que 
impiden  al  calzonazos  de  Don  Abundio  que  case  a  los  muchachos 
que  tanto  se  aman.  Tienen  fama  de  fanáticos  y  de  crueles.  Y  no  to- 
leran bromas  con  las  cosas  atañaderas  a  su  profesión. 

Palabras  tales  como  locos,  judíos  y  marranos  se  italianizan  para 
designar  a  nuestros  militares.  No  son  estas  palabras  precisamente 
injuriosas;  se  refieren  más  bien  al  origen  sarraceno  o  judío  que  gra- 
tuitamente supone  en  nuestros  militares  la  Italia  de  los  siglos  XVI 
y  XVII. 

El  término  pecadillo  se  italianiza  también,  peccadiglio,  como  re- 
cuerdo de  la  confesión  de  un  militar,  que  después  de  absuelto  por  el 
confesor,  tornó  al  Tribunal  de  la  Penitencia  para  decir  al  sacerdote 
— nos  cuenta  Bernardo  Navagero — que  se  había  olvidado  de  un  pe- 
cadillo,  consistente  en  no...  creer  en  Dios. 

Los  toritos. — César  Borgia  quiere  repoblar  a  Roma  con  gentes 
de  su  tierra  y  de  su  raza.  En  Roma  aparecen  familias  que  llevan  los 
apellidos  de  Cardona,  Moneada,  Oviedo,  Ramírez,  Lorca  y  otros. 
César  Borgia,  llevó  a  la  capital  de  la  cristiandad  las  corridas  de 
toros.  El  24  de  junio  de  1500  el  propio  César,  detrás  del  Vaticano, 
con  la  espada  corta  y  la  muleta,  mató  cinco  furiosos  toros,  entre  la 
admiración  de  las  damas.  En  1502,  en  Ferrara,  con  motivo  de  las 
bodas  de  Alfonso  de  Este  con  Lucrecia  Borgia,  se  repiten  las  corri- 
das, delante  del  Castillo  Estense.  Las  damas  aplaudieron  a  los  jus- 
tadores que  llevaban  espada  corta  y  muleta.  Después  de  los  toritos, 


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los  españoles  celebraron  un  baile  en  Palacio  en  honor  de  la  nueva 
duquesa.  (Yo  recuerdo  haber  visto  en  Ferrara  unos  cuadritos  de  la 
época  reproduciendo  estas  escenas.) 

No  me  diga  el  lector  que  Croce  se  complace  demasiado  en  hacer 
resaltar  estos  influjos  culturales  de  Castilla  en  Italia,  o  que  yo  me  so- 
lazo en  reproducir  esta  lamentable  exposición.  No  hay  nada  de  eso. 
Pero  una  observación  salta  a  la  vista  del  más  miope.  Nuestra  hege- 
monía militar  coincide  siempre  con  épocas  desdichadas  de  angostura 
cerebral,  con  el  triunfo  de  la  barbarie  y  de  la  picardía,  con  la  domina- 
ción de  las  capas  menos  inteligentes  y  más  retardarías  de  cada  período 
histórico.  Italia  y  España  se  influyen  más  intensamente  cuando  los 
intereses  dinásticos  de  los  Austrias  no  han  empujado  todavía  a  nues- 
tro pueblo  en  aventuras  peligrosas.  Antes  de  Fernando  el  Católico, 
antes  de  Carlos  I,  antes  de  Felipe  II,  «  Castilla  era  para  los  italianos 
aquel  bello  país — reza  el  Tesoeetto — donde  se  alza  la  ciudad  de 
Toledo  y  son  bonitas  las  mujeres,  y  los  hombres  ásperos  y  caballe- 
ros». Pero  así  que  asomamos  como  conquistadores — en  el  Papado  con 
los  Borgias  y  en  el  Imperio  con  los  Felipes — nos  trocamos  insensi- 
blemente en  unos  bravucones  y  perdonavidas  de  saínete  napolitano  y 
de  comedia  boloñesa. 

José  Sánchez  Rojas. 


ADVERTENCIA   DEL   AUTOR 


Los  estudios  que  componen  este  volumen  me  ocuparon  los 
años  1892,  1893  y  1894.  Quería  escribir  entonces  una  extensa  his- 
toria de  la  influencia  española  en  Italia  desde  la  Edad  Media  hasta 
el  siglo  xviii.  Pero  luego  llamaron  mi  atención  y  ocuparon  mi 
tiempo  otros  estudios  y  abandoné  la  tarea  comenzada,  a  pesar  de 
haber  escrito  sobre  este  tema  algunos  discursos  para  solemnidades 
académicas  y  más  de  veinte  artículos  en  revistas,  y  a  pesar  tam- 
bién de  haber  llenado  mis  apuntes  de  notas  curiosas  que  tenía  en 
gran  estimación.  Aprovechando  ahora  lo  que  ya  tenía  escrito,  orde- 
nando, compendiando  y  añadiendo  cosas  nuevas  a  mis  notas,  he 
trazado  este  cuadro,  o  mejor  aún,  este  esbozo  de  cuadro,  de  las 
relaciones  de  Italia  con  España  durante  el  Renacimiento,  no  sin 
echar  una  rápida  ojeada  sobre  los  tiempos  anteriores.  Para  la 
época  posterior,  y  sobre  todo  para  el  siglo  xvn,  que  da  margen  a 
consideraciones  e  investigaciones  de  la  mayor  importancia,  no  me 
considero  preparado  suficientemente;  pero  algunos  de  mis  estu- 
dios sobre  este  período  pueden  verse  en  mis  Saggi  sulla  lettera- 
tura italiana  del  Seicento  (Bari,  1911)  yen  la  segunda  edición  de 
mis  Teatri  di  Napoli  (Bari,  1916). 

He  de  advertir,  finalmente,  que,  aunque  al  rehacer  ahora  y  re- 
tocar, aquí  y  allí,  este  viejo  trabajo  mío  he  consultado  publicacio- 
nes recientes,  su  fecha  debe  fijarse  en  los  años  que  he  apuntado  ya, 
porque  entonces  fué  realmente  concebido  y  preparado,  y  así  lo  doy 
ahora  con  más  variaciones  de  forma  que  de  fondo  y  de  substancia. 

Publicistas  de  más  talento  que  yo  se  han  consagrado  en  Italia 
a  los  estudios  españoles;  descuella  entre  ellos  el  que  hace  veinti- 
tantos años  era  un  muchacho  y  es  hoy  viejo  amigo  mío,  Eugenio 
Mele,  y  que  hoy  me  honra  aceptando  la  dedicatoria  de  este  libro. 

B.  C. 

Ñapóles,  abril,   1915. 


INTRODUCCIÓN 


ESPAÑA  E  ITALIA  DURANTE  LA  EDAD  MEDDA 

España  e  Italia  vivieron  dos  años  de  vida  común  como  conse- 
cuencia de  la  dominación  territorial  y  de  la  hegemonía  política 
española  en  nuestro  país.  El  centro  ideal  de  los  italianos,  o  como 
^e  decía  entonces,  «la  corte»,  era  Madrid;  muchísimas  familias  espa- 
ñolas se  habían  establecido  definitivamente  en  Italia;  nobles  y  ple- 
beyos de  Italia  se  alistaban  en  las  banderas  de  los  ejércitos  de  los 
Reyes  Católicos;  políticos  y  magistrados  de  Italia  figuraban  en  los 
Consejos  de  la  Corona;  lengua  y  costumbres  de  España,  y  hasta 
algunos  de  sus  monumentos  literarios,  pasaban  allá  como  monu- 
mentos literarios,  costumbres  y  lengua  de  nuestro  país;  la  vieja 
burguesía  itálica  de  las  repúblicas  y  de  los  señoríos  se  mostraba 
aristocrática  a  la  española  en  los  virreinatos  y  gobiernos  en  que 
se  habían  plasmado;  hasta,  en  fin,  los  Estados  que  se  habían  man- 
tenido más  nacionalmente  puros  mostraban  el  sello  característico 
del  pueblo  que  había  logrado  preponderar  políticamente.  Más  tar- 
de, durante  el  siglo  xvni,  se  aflojaron  tales  lazos  y  vínculos  de 
unión;  los  príncipes  de  la  familia  borbónica  española  que  vinieron 
a  Ñapóles  y  a  Parma  formaron  Estados  independientes,  aunque 
aliados  con  la  Monarquía  de  que  eran  oiiundos,  y  sus  próximos  su- 
cesores progresaron  en  el  camino  de  la  autonomía,  se  valieron  pre- 
ferentemente de  hombres  del  país,  se  hicieron  cada  vez  más  italia- 
nos en  sus  intereses  y  en  sus  costumbres,  recibieron  a  oleadas  el 
influjo  de  la  general  cultura  europea  y  pasaron,  lenta  y  paulatina- 

E8PAÑA  EN  LA  VIDA  ITALIANA.  2 


—  18  — 

mente,  a  nuevas  alianzas  opuestas  a  la  política  española.  De  esta 
suerte,  en  las  postrimerías  del  siglo  vemos  que  tales  principados 
se  apoyan  en  Austria  contra  los  republicanos  franceses,  amigos 
de  España,  y  que,  por  el  contraio,  los  republicanos  de  Ñapóles, 
adversarios  de  los  Borbones,  suspiran  por  la  llegada  de  la  flota 
francoespañola,  en  la  que  esperan  el  acabamiento  de  su  servidum- 
bre. Las  vicisitudes  de  las  guerras  napoleónicas  llevaron  de  nuevo 
a  los  italianos  a  tierras  españolas;  pero,  a  excepción  de  los  pocos 
regimientos  sicilianos  que  combatieron  a  las  órdenes  de  Welling- 
ton, los  demás  fueron,  mezclados  con  los  ejércitos  españoles,  a  que- 
brantar la  inquebrantable  independencia  española.  Más  tarde,  a 
merced  de  las  distintas  corrientes  políticas  del  siglo  pasado,  varios 
patriotas  italianos  combatieron  voluntariamente  en  España  al 
lado  de  los  liberales  contra  los  carlistas.  Las  milicias  españolas 
se  asomaron  a  Civitavecchia  para  sostener  el  poder  temporal  de 
los  Papas  contra  los  republicanos  de  Roma,  y  los  legitimistas  espa- 
ñoles nos  facturaron  después,  con  el  fin  de  sostener  en  Ñapóles 
la  dinastía  de  los  Borbones,  a  uno  de  sus  famosos  cabecillas,  que 
tomó  carta  de  naturaleza  entre  nosotros,  mezclándose  con  los 
brigantes  indígenas.  Pero  desde  el  siglo  xviii  en  adelante  se  rompe 
la  unión  intrínseca  de  españoles  y  de  italianos;  los  dos  pueblos 
se  alejan  y  extrañan  poco  a  poco;  apenas  sobreviven  aquí  y  allá, 
singularmente  en  Cerdeña,  algunos  núcleos  españoles;  las  tradicio- 
nes vivas  se  van  perdiendo  y  la  lengua  y  la  literatura  españolas 
se  van  concentrando  en  tema  erudito  para  doctos  y  filólogos.  De 
la  antigua  comunión  de  ambos  pueblos  durante  más  de  dos  siglos 
quedó  rastro  en  la  historia,  y  sobre  todo  en  una  gran  novela  de 
enorme  popularidad  y  gran  eficacia,  que  dibujó,  en  una  edad  rela- 
tivamente remota,  sus  personajes  y  sus  matices  (1). 

Pero  en  la  historia  se  han  tratado  estos  temas,  en  los  aspectos 
político  y  militar,  desde  un  punto  de  vista  de  aversión  a  un  pe- 
ríodo de  nuestra  vida  nacional  que  se  distinguió  por  su  servidum- 
bre bajo  el  yugo  del  extranjero,  deso/uidándose  adrede  el  estudio 
de  las  múltiples  relaciones  entre  los  dos  pueblos,  o  como  se  dice 
hoy,  de  los  influjos  culturales  que  los  dos  pueblos  ejercitaron  recí- 
procamente. Precisamente  este  tema  me  preocupa  desde  hace  ya 


(1)  Alude  Croce  a  I  pronessi,  sposi,  los  novios,  la  novela  de  Alejandro  Manzoni,  que 
es  una  viva  sátira  de  los  gobernadores  y  capitanes  españoles  durante  nuestra  dominación 
en  el  Milanesado. — N.  del  T 


19  — 


algunos  años,  constriñéndome  especialmente  a  la  influencia  que 
España  ejerció  sobre  Italia,  dejando  a  otros  el  estudio  de  la  in- 
fluencia italiana  sobre  los  españoles.  No  me  lisonjeo  de  haber  des- 
cubierto cosas  demasiado  importantes  sobre  este  particular,  ni  de 
creer  que  haya  escrito  una  monografía  perfecta;  pero  no  quiero 
sumarme  a  la  pereza  de  que  hacen  gala  nuestros  historiadores  y 
literatos  siempre  que  se  ocupan  de  temas  españoles,  contentán- 
dose con  palabras  y  afirmaciones  demasiado  genéricas  o  anun- 
ciando pragmáticamente  la  necesidad  de  realizar  investigaciones, 
sin  que  se  pongan  a  realizarlas  desde  luego  y  sin  nuevas  dilaciones. 

Es  natural  que,  al  intentar  el  estudio  de  la  influencia  española 
en  Italia  durante  los  siglos  que  se  han  llamado  precisamente  de 
la  dominación  española,  me  fije  en  los  tiempos  en  que  empezaron 
esa  hegemonía  y  esa  influencia  y  en  los  tiempos  remotos  en  que 
las  relaciones  entre  ambos  pueblos,  si  no  faltaban  del  todo,  eran 
completamente  débiles  e  irregulares.  Y  sin  repetir  cosas  trilladas 
sobre  la  España  romana  y  la  España  cristiana  primitiva,  y  sin 
detenerme  demasiado  en  las  disputas  acerca  del  carácter  de  los  es- 
critores iberorromanos,  que  estaban  contagiados  (según  una  teoría 
literaria  que  se  ha  desarrollado  muchas  veces)  del  morbo  concep- 
tista, metafórico,  transmitiéndolo  a  los  escritores  de  su  raza,  que 
luego  supieron  inocularlo  a  los  italianos  del  siglo  xvn  (1),  estudie- 
mos las  invasiones  bárbaras  que  se  formaron  en  Italia  y  en  Es- 
paña, pueblos  que  luego  habían  de  ligarse  con  múltiples  y  estre- 
chos lazos  de  relación. 

En  varios  aspectos  fueron,  entonces,  semejantes  los  destinos 
de  ambos  pueblos,  cuando  los  Visigodos,  que  habían  recorrido  ame- 
nazad oramente  Italia,  echaron  su  zarpa  sobre  España,  y  echando 
de  su  recinto  a  otros  pueblos  bárbaros  que  habían  penetrado  antes 
que  ellos,  y  abatiendo  lo  poco  que  quedaba  de  la  dominación  ro- 
mana, se  apoderaron  enteramente  de  la  Península.  Sesenta  años 
después  los  Ostrogodos  ocuparon  Italia,  y  como  eran,  como  todos 
los  de  su  estirpe,  los  más  civilizados  entre  la  gente  bárbara,  se  en- 
contraron mejor  dispuestos  a  aceptar  y  recoger  la  cultura  romana. 
Ataúlfo  había  pensado  en  fundar  un  imperio  gótico  respetando 
la  ley  romana,  y  Teodorico  continuó  con  ima  postura  semejante, 


(1)    Véase  mi  ensayo  Secentismo  e  spagnolismo  en  mi  volumen  Saggi  sulla  letteratura 
italiana  del  Seicento,  Bari,  1911;  páginas  189-93. 


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entre  conciliadora  y  ecléctica,  en  relación  a  Italia  (1).  Pero  ninguno 
de  los  dos  Estados  romanogermánicos  dio  señales  de  gran  vitali- 
dad, sucumbiendo  primeramente  el  reino  ostrogodo  bajo  las  armas 
bizantinas,  en  aquella  súbita  resurrección  del  Imperio  de  Oriente, 
cuando  éste  reconquistó,  en  el  centro  de  la  Península  Ibérica, 
una  faja  de  terreno  en  torno  a  Cartagena,  donde  estuvo  entroni- 
zado durante  más  de  ochenta  años.  El  reino  visigodo  fué  invadido 
después  por  los  árabes,  aunque  no  agregado  del  todo  a  ellos,  por- 
que la  España  romano-cristiano-germana,  agazapada  en  un  ángulo 
septentrional  de  la  Península,  vivió  pobre  y  silvestremente,  pero 
vivió,  reformándose  y  alargándose  tras  de  asiduos  esfuerzos  y  aspi- 
rando, a  través  de  los  siglos,  a  la  reconquista  territorial.  Cuando, 
siete  siglos  después,  los  monarcas  españoles  se  apoderaron  de  Ita- 
lia se  vanagloriaban  al  dejarse  saludar  como  «la  alta  estirpe  de  los 
godos»  (2). 

Con  tan  distintas  vicisitudes  históricas  en  ambos  pueblos,  pre- 
ocupada España  con  la  lucha  contra  el  enemigo  nacional  y  religio- 
so, despedazada  Italia  en  territorios  y  dominios  diversos,  con  una 
formación  política  y  social  asaz  desemejante,  no  tuvieron  ocasión 
de  relacionarse  ni  de  cruzar  sus  zonas  de  cultura  viva  y  directa- 
mente. De  higos  a  brevas  se  comunicaban  italianos  con  españoles 
y  éstos  con  aquéllos;  entre  los  embajadores  que  todos  los  príncipes 
de  Europa  mandaron  a  saludar  al  glorioso  califa  de  Córdoba  Ab- 
derramán  III  (912-61)  se  contaban  los  enviados  por  Hugo,  rey  de 
Italia.  Es  de  suponer  que  procedían  de  España  las  hordas  árabes 
que  se  apoderaron  de  Sicilia  (3).  Pero  nada  más;  la  misma  Iglesia 
universal  de  Roma,  que  nunca  fué  del  todo  extraña  a  los  asuntos 
religiosos  de  los  españoles,  no  llegó  a  afirmar,  hasta  la  segunda 
mitad  del  siglo  xi,  sus  derechos  sobre  aquellos  Estados  cristianos. 

Durante  largo  tiempo  España  fué  para  los  italianos,  y  en  gene- 
ral para  los  restantes  pueblos  de  Europa,  principalmente  el  país 
en  el  que  se  debatía  ima  lucha  encarnizada  y  eterna  entre  cristia- 
nos y  paganos,  riñendo  sus  batallas  contra  el  poderío  musulmán, 
que  amenazaba  a  la  misma  Italia  en  sus  expansiones  progresivas. 


(1)  Para  las  noticias  procedentes  de  España  sobre  las  cosas  visigodas,  véase  Grego- 
rio Magno,  Dial,  (en  SS.  RR.  langob.);  ed.  Waitz,  pág.  535. 

(2)  Véanse  las  Rime,  de  Chariteo,  ed.  Pércopo  (Ñapóles,  1892),  cap.  VI  y  IX, 
passim. 

(3)  Laftjente,  Historia  de  España,  II,  321;  Amari,  Storia  dei  musulmani,  I,  passim; 
G.  Sforza,  en  Giorn.  ligiiistico,  XX  (1893),  páginas  134-56. 


—  21  — 

En  el  mismo  siglo  xvn  existían  autores  que  recordaban  aquellos 
siglos,  durante  los  cuales  «las  lacras  de  la  nación  española»  eran  com- 
padecidas en  todo  el  mundo,  hasta  el  punto  de  que  «en  las  mismas 
iglesias  los  españoles  se  recomendaban  a  la  caridad  de  los  fieles 
cristianos,  cuyas  limosnas  se  recogían  para  libertarlos  de  la  mísera 
esclavitud,  en  la  que  yacían  tantos  infelices  bajo  el  yugo  opresor 
de  los  moriscos  de  Granada»  (1).  Razones  de  defensa  propia,  re- 
forzadas por  el  fervor  religioso,  empujaron  a  los  nuevos  Estados 
italianos  a  dar  la  mano  a  los  españoles  en  aquella  contienda  singu- 
lar, hasta  el  punto  de  que  varios  voluntarios  italianos,  unidos  a  los 
de  otros  países  extranjeros,  se  encontraron  en  1085  en  la  conquista 
de  Toledo;  en  1088,  los  de  Pisa  (2)  conquistaron  y  saquearon  Alme- 
ría; Pisa  y  Genova  intervinieron  en  semejantes  aventuras  un  siglo 
más  tarde .  Gloria  esplendorosa  para  Pisa  fué  la  famosa  expedición  a 
las  Islas  Baleares,  con  trescientos  navios,  acompañados  y  bendeci- 
dos por  el  legado  del  Papa  y  por  el  arzobispo  Pedro,  ayudados  por 
el  conde  Raimundo,  de  Barcelona,  y  por  otros  barones  de  Cata- 
luña, Provenza  y  el  Languedoc;  empresa  comenzada  en  1114,  y 
en  la  que  los  pisanos  se  apoderaron  primeramente  de  Ibiza  y  luego, 
con  reiterados  asaltos,  de  Mallorca,  libertando  a  los  pobres  cristia- 
nos atormentados  brutalmente  por  los  bárbaros,  volviendo  a  Pisa 
en  1116  con  un  riquísimo  botín  y  buen  número  de  prisioneros,  entre 
los  cuales  se  destacaba  el  rey  Burabe,  que  «pisanam  tandem...  tra- 
ductus  in  urbem  Prcebuit  Italice  sese  spectabile  monstrum»,  como 
canta  el  poeta  de  aquella  expedición  (3).  Corresponde,  en  cam- 
bio, a  los  genoveses  la  más  gloriosa  participación  en  la  expedi- 
ción de  1146  y  en  las  sucesivas,  y  en  las  cuales,  y  a  instancias  del 
Papa,  cuyo  auxilio  habían  reclamado  los  príncipes  cristianos,  des- 
pués de  haber  vencido  a  los  piratas  de  Menorca,  conquistaron 
Almería  después  de  un  largo  asedio;  luego  Tortosa,  ayudados  por 
los  reyes  de  Castilla  y  ce  Navarra  y  por  los  condes  de  Barcelona; 
conquistando,  además  del  botín  y  de  varias  ventajas  comerciales, 
el  dominio  de  buena  parte  de  aquellas  tierras  redimidas  (4).  Ade- 
más los  genoveses,  con  una  serie  de   venturosas   demostraciones 


(1)  Boccalini,  Pietra  del  paragone  politico,  ristampa  Daelli,  pág.  71,  cfr.  73. 

(2)  TRONCI,  Annali  pisani  (Pisa,  1868),  I,  174. 

(3)  RR.,  II,  SS.,  111-162. 

(4)  Caffaro,  Ann.  gen.,  en  RR.,  II,  SS.,  VI,  261-2,  285-90;  cfr.  Canale,  Storia  di 
Genova,  I,  132-42.  Sobre  un  poema  latino  de  la  conquista  de  Almería,  véase  Amador  de 
LOS  RÍOS,  Historia  de  la  liter.  sp.,  II,  219-27. 


—  22  — 

militares  y  de  prudentes  y  sagaces  negociaciones,  obligaron  a  los 
reyes  moros  de  Valencia,  de  Murcia  y  de  otros  reinos  españoles,  al 
pago  de  tributos  y  a  concesiones  comerciales  (1).  De  tales  luchas 
y  negociaciones  estuvieron  alejados  los  príncipes  de  la  Italia  me- 
ridional, aunque  Guillermo  II  intentó  después,  por  su  cuenta,  la 
aventura  de  Mallorca  (2). 

En  las  cruzadas  apenas  participaron  los  españoles,  por  la  sen- 
cilla razón  de  que  ellos  sostenían  dentro  de  su  propio  territorio 
una  verdadera  y  legítima  cruzada.  El  Papa  recomendó  al  arzo- 
bispo Ricardo,  de  Toledo,  que  había  marchado  a  Roma  al  frente 
de  un  pelotón  de  cruzados  que  querían  luchar  en  Tierra  Santa,  que 
volviese  a  España,  donde  le  esperaba  una  grande  y  áspera  misión 
que  realizar.  El  arzobispo  llevó  a  los  suyos  a  la  conquista  de  Al- 
calá. La  lucha  contra  los  árabes  de  España  recibió  nuevo  impulso 
con  esta  intervención  del  Romano  Pontífice,  y  voluntarios  de  dis- 
tintos pueblos  de  Europa  pelearon  contra  el  enemigo  secular  de 
España  (3).  Gran  solemnidad  alcanzó  en  Roma  el  día  23  de  mayo 
de  1212,  cuando  el  Papa  Inocencio  IV  anunció  al  pueblo  que  había 
acogido  favorablemente  al  arzobispo  de  Sevilla,  enviado  por  el 
monarca  castellano  en  busca  de  auxilios  en  la  cruzada  contra  los 
Almohades,  concediendo  indulgencias  para  los  que  luchasen  en 
ella  (4).  Algunos  meses  después  los  príncipes  coaligados,  y  poco 
ayudados  en  realidad  por  los  voluntarios  de  Europa,  ganaron  la 
batalla  de  las  Navas  de  Tolosa. 

Las  narraciones  épicas  contribuyeron  no  poco  a  convertir  a  Es- 
paña, en  la  imaginación  de  las  gentes,  en  el  país  de  los  grandes  com- 
bates en  nombre  de  la  fe  religiosa;  hablamos,  sobre  todo,  de  la 
epopeya  caballeresca  francesa  del  ciclo  carlovingio,  que  tuvo  tanta 
resonancia  en  Italia,  y  en  la  que  se  citaba  frecuentemente  la  em- 
presa de  Cario  Magno  contra  los  sarracenos  españoles,  la 

dolososa  rotta,  quando 
Carlo  Magno  perde  la  santa  gesta  (5). 

Además  de  los  dos  poemas  francoitalianos  de  la  Entrée  en 


(1)  Canale,  obr.  cit.,  I,  322-32. 

(2)  La  Lumia,  Storie  siciliane,  I,  483-9. 

(3)  Ranke,  Gesch.  de  germ.  u.  roman.  Wólker,  páginas  XXI-II. 

(4)  Lafuente,  obr.  cit.,  Ili,  359-81. 

(5)  Interno,  XXXI,  16-17. 


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Espagne  y  de  la  Prisa  de  Pampelune,  compuestos  en  las  postri- 
merías del  siglo  xiii  y  los  albores  del  xiv,  pertenecen  también  a 
este  ciclo  el  Fierabrás,  del  que  surgió  el  Cantar  de  Fierabrás  y  de 
Oliverio,  y  el  Andéis  de  Carthage,  que  redujo  Andrés  de  Barberico 
en  la  Spagna  y  en  la  Seconda  Spagna  (1). 

Las  peregrinaciones  tenían  una  importancia  decisiva  en  las  re- 
laciones entre  país  y  país,  teniendo  que  recordar  aquí  que  España 
poseía  uno  de  los  más  famosos  y  concurridos  lugares  de  peregrina- 
ción, el  santuario  de  Santiago  de  Compostela,  donde  se  veneraba 
el  cuerpo  del  Apóstol, 

per  cui  laggiù  si  visita  Galizia  (2). 

Del  siglo  vii,  no  antes  de  él,  deriva  la  tradición  de  San  Yago  y  de 
su  apostolado  en  España;  del  ix  procede  el  asendereado  hallazgo 
de  su  cuerpo  y  su  elevación  a  patrono  de  los  españoles  y  a  capitan 
celestial  contra  los  moros.  Hacia  ese  santuario  volaba  el  recuerdo 
de  los  italianos  cuando  se  dirigían  a  la  vieja  Iberia,  «el  país  de  Es- 
paña (reza  la  breve  descripción  geográfica  del  Tesoro),  que  discu- 
rre por  las  tierras  del  rey  de  Aragón,  y  del  rey  de  Navarra,  y  de 
Portugal,  y  de  Castilla,  hasta  el  mar  Océano;  el  país  en  que  se 
alza  la  ciudad  de  Toledo  y  Compostela,  donde  yace  el  cuerpo  de 
meser  San  Yago  Apóstol»  (3).  En  varias  ciudades  italianas  se  ve- 
neraban fragmentos  del  sagrado  cuerpo  del  Apóstol;  uno  de  ellos 
podrá  verse  en  la  ciudad  de  Pistoya,  que  había  recibido  tal  dona- 
ción de  manos  del  obispo  de  Compostela  (4).  Una  de  las  más  famo- 
sas peregrinaciones  italianas  para  visitar  San  Yago,  famoso  en  la 
historia  de  nuestra  literatura,  es  la  que  intentó,  sin  poderla  llevar 
a  feliz  remate,  Guido  Cavalcanti  (5).  Petrarca  encontró  en  las  cer- 
canías de  Aix  un  grupo  de  mujeres  y  doncellas  que,  a  preguntas 


(1)  NyrgP;  Storia  dell'  epopea  francese  nel  medio  evo,  trad.  italiana,  páginas  89-93; 
P.  Rajna,  La  rotte  di  Roncisvalle  nella  letteratura  cavalleresca  italiana  (en  el  Propugnatore, 
volúmenes  III  y  IV);  G.  París,  Anseis  de  Carthage  et  la  Seconda  Spagna,  en  Ras.  bibl.  d. 
letter.  ital.,  I  (1893),  páginas  173  y  siguientes. 

(2)  Paradiso,  XXV,  17-18. 

(3)  Trad.  de  Giamboni  (Bologna.  1877),  11,  41-2;  cfr.  el  Dittamondo,  IV,  27. 

(4)  A.  Chiappelii,  La  leggenda  dell'  apostolo  Iacopo  a  Compostella,  en  Studi  di  antica 
lett.  cristiana  (Torino,  1887). 

(5)  A.  Baktolli,  Storia  della  letteratura  ital.,  IV,  164-7;  véase  el  ingenioso  opúsculo 
de  E.  Beombilla,  Il  diverso  pellegrinaggio  a  Compostela  di  Guido  Cavalcanti  e  Dante 
Alighieri  (Teramo,  1899). 


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suyas,  le  respondieron  que  eran  romanas  y  que  se  dirigían  a  Com- 
postela (1). 

Pulci  alude  a  las  maravillas  que  contaban  los  peregrinos  de 
San  Yago  al  retorno  de  su  viaje,  entre  ellos,  que  habían  visto  la 
piedra  con  la  que  Orlando  trató  en  vano  de  despedazar  a  Durlin- 
dana  y  el  gran  cuerno  color  de  rosa  que  figuraba  en  el  altar  ma- 
yor del  templo: 

E  tutti  i  pellegrini  questa  novella 
riportali  di  Galizia  ancora  espresso 
d'aver  veduto  il  sasso  e  il  corno  fesso  (2). 

Massuccio  refería  en  la  misma  época  que  un  habitante  de  Sa- 
lerno fué  a  Roma  a  solicitar  perdón  por  sus  grandes  maldades, 
obteniendo  la  penitencia  de  visitar  San  Yago  (3).  Peregrinaciones 
que  tuvieron  sus  fieles  en  los  siglos  xvi  y  xvn  (4);  en  el  siglo  xvm 
se  encaminaban  a  él  el  conde  de  Cogliosto  y  su  mujer,  a  los  que  en- 
contró en  el  camino  (¡excelente  grupo,  aunque  indigna  imagen 
de  la  Italia  de  entonces!)  el  caballero  Santiago  Casanova  (5). 

En  lo  que  dice  relación  a  la  cultura,  la  España  que  tuvo  re- 
nombre en  la  Edad  Media  no  fué  precisamente  la  de  los  españo- 
les, sino  la  de  los  judíos  y  la  de  los  árabes.  En  la  arábiga  Córdoba 
descollaban  los  estudios  de  matemáticas  y  de  medicina,  y  en  ésta 
y  en  otras  ciudades  los  judíos  tenían  una  rica  vida  espiritual,  des- 
collando en  1139  y  en  1140  Jeoudà-Ibn-Ezra,  cuando  vino  a  Ita- 
lia entre  los  judíos  italianos,  bastante  romos  e  ignorantes  por  regla 
general  (6).  Los  judíos  y  los  árabes  figuraban  en  las  cortes  de  los 
príncipes  cristianos,  así  españoles  como  extranjeros,  y  con  algunos 
de  ellos  mantuvo  relaciones  en  Sicilia  Federico  II  (7).  La  ciencia 
semítica  se  fijó  en  Europa  a  través  de  España  por  obra  y  gracia 


(1)  Farinelli,  en  Giorn.  storico,  XXIV,  218.  (Farinelli  hizo  una  docta  y  larguísima 
mención  de  estas  páginas  mías  cuando  vieron  la  luz,  mención  que  he  tenido  en  cuenta 
para  extractar,  a  mi  vez,  de  ella,  algunas  referencias  que  van  en  este  lugar). 

(2)  Margante,  XXVII,  108;  cfr.  XXV,  263. 

(3)  Novellino,  nov.  16. 

(4)  Bibliografia  en  Farinelli,  lugar  citado. 

(5)  Casanova,  Mémoires,  ed.  Garnier.,  VIII,  10-5. 

(6)  Para  los  árabes,  véase  Shack,  Poesía  y  arte  de  los  árabes  en  España,  trad.  alem. 
Sevilla,  1881;  para  los  judíos,  Graetz,  Les  juifs  á" Espagne,  trad.  alem.,  París,  1872,  y 
Amador  de  los  Ríos,  Historia  social,  política  y  religiosa  de  los  judíos  de  España,  Ma- 
drid, 1875. 

(7     Shack,  obr.  cit.,  II,  páginas  306  y  siguientes. 


—  25  — 

principalmente  de  da  escuela  de  traductores»  de  Toledo,  fundada 
por  el  arzobispo  Raimundo  (1126-1150)  (1). 

En  aquella  escuela  se  formaron  el  italiano  Gerardo  de  Cremo- 
na, traductor  de  muchísimos  tratados  de  medicina,  filosofía  y 
astronomía;  Miguel  Scoto,  introductor  del  averroismo  en  Italia, 
aquel  que,  según  el  Dante, 

...  veramente 
Delle  magiche  frodi  seppe  il  gioco  (2); 

el  alemán  Ermán,  traductor  de  Alfarabio  y  de  otros  autores  ára- 
bes; y  estos  dos  últimos,  Scoto  y  Ermán,  solicitados  en  la  corte 
de  los  Hohenstanfen  en  Sicilia  (3).  Con  la  ciencia  semítica  penetró 
también  en  Europa  la  narración  oriental,  cuya  principal  y  más  co- 
nocida compilación  en  Occidente  fué  la  Disciplina  clericalis,  de 
Pedro  Alfonso,  judío  converso,  traducida  a  principios  del  siglo  xiv, 
o  tal  vez  antes,  al  alemán  (4),  y  de  la  que  se  ha  creído  hallar 
algún  eco  o  resonancia  indudables  en  el  Novalino  y  en  el  Deca- 
meron (5). 

Los  judíos  y  los  árabes  españoles,  en  virtud  del  magnífico  papel 
que  representaban  en  el  teatro  de  la  cultura  de  su  tiempo,  apare- 
cían ante  los  ojos  de  nuestros  viejos  escritores  con  semblante  de 
doctos  a  lo  Fausto,  llenos  de  ciencia  y  saturados  de  misterio.  En 
el  Novellino  se  habla  (con  una  de  las  frecuentes,  extrañas  y  signi- 
ficativas confusiones)  «de  un  filósofo  que  se  llamó  Pitágoras,  y  fué 
de  España,  e  inventó  una  tabla  para  la  astronomía»,  y  de  un  meser 
que  «vivía  con  arreglo  a  los  augurios  y  a  la  usanza  española»  (6); 
Franco  Sacchetti  cuenta  «de  un  español,  o  judío,  y  pagano  desde 
luego,  que  era  hombre  de  mucho  sentimiento  y  de  mucha  indus- 
tria», muy  querido  de  Cario  Magno,  que  trató  de  convertirle  a  la 
verdadera  fe  (7).  España,  en  general,  y  particularmente  Toledo, 
fueron  la  sede  de  las  ciencias  ocultas;  Salerno  era  la  ciudad  de  la 


(1)  Menéndez  y  Pelato,  Historia  de  los  heterodoxos,  I,  páginas  393  y  siguientes. 

(2)  Inferno,  XX,  116-7. 

(3)  Menéndez  t  Pelato,  obr.  cit.,  I,  404-7. 

(4)  Disciplina  clericalis,  ed.  de  Heidelberg,  1911,  introducción,  páginas  XII-III; 
un  fragmento  de  la  antigua  versión  alemana  fué  publicado  por  P.  Papa,  Florencia,  1891; 
cfr.  Rivista  critica  della  letteratura  italiana  (1892),  pág.  212. 

(5)  D'Ancona,  Studi,  Bologna,  1880,  páginas  316,  317  y  321;  LANDAU,  Quellen  des 
Dee,  páginas  79-83. 

(6)  Novellino,  nov.  28. 

(7)  Novelle,  nov.  125. 


—  26  — 

medicina;  Bolonia,  la  del  derecho,  y  Toledo,  la  de  los  demonios, 
dcemones.  Muchas  veces  se  ha  citado  una  octava  de  Pulci  que  así 
lo  atestigua: 

Questa  città  di  Toleto  solea 

tenere  studio  di  negromanzia; 

quivi  di  arte  magica  si  leggea 

pubblicamente  e  di  piromanzia; 

e  molti  geomanti  sempre  avea 

e  sperimenti  assai  d'idromanzia; 

e  d'altre  false  openion  di  sciocchi 

comm'è  fatture  o  spesso  batter  gli  occhi  (1). 

En  otros  respectos,  en  los  puramente  literarios  y  artísticos  la  in- 
fluencia de  los  árabes  españoles  en  las  modernas  literaturas  espa- 
ñolas ha  sido  no  solamente  exagerada,  sino  formulada  deficiente- 
mente, como  puede  verse  en  los  viejos  libros  de  Bettinelli,  de  Lam- 
pillas  y  de  Andrés  (2). 

Hasta  la  literatura  vulgar  y  neolatina  de  España,  si  tuvo  pron- 
to, como  la  italiana,  relaciones  con  las  literaturas  francesa  y  pro- 
venzal,  no  las  tuvo,  en  cambio,  directas  con  la  italiana,  porque 
las  lenguas  castellana  y  catalana  no  fueron  conocidas  entre  nos- 
otros, salvo,  naturalmente,  en  los  casos  aislados,  probables  y  po- 
sibles (3),  y  porque,  además,  las  obras  de  aquella  literatura  primi- 
tiva o  eran  intensamente  nacionales,  o  procedían  de  las  mismas 
fuentes  en  que  bebía  la  misma  literatura  italiana,  circunstancia 
histórica  que  explica,  en  más  de  una  ocasión,  la  semejanza  que 
se  advierte  entre  las  dos.  Graciosísimos  despropósitos  los  de  los 
escritores  españoles,  de  los  que  ya  se  burlaba  Tassoni  en  sus 
tiempos,  cuando  afirmaban  que  el  Petrarca  había  imitado  nada 
menos  que  a  Ausias  March,  nacido  un  siglo  después  que  el  poeta 
italiano  (4).  Gracioso  disparate  el  de  Fontamini  cuando  asegura 


(1)  Morgante,  XXV,  259,  cfr.  pág.  42  y  siguientes,  81  y  siguientes.  En  el  mismo 
poema  los  recuerdos  de  la  «Córduba  antica»,  de  Avicena  y  de  Averroes  (XXV,  254).  Cfr. 
Gomparetti,  Virgilio  nel  medio  evo,  II,  98;  Menéndez  y  Pelayo,  obr.  cit.,  I,  575-7;  Fa- 
rinelli, lug.  cit.,  páginas  207-8. 

(2)  Véase  Shack,  obr.  cit.,  II,  314-8,  el  cual  quería  reconocer  influjos  árabes  en  la 
métrica  de  la  primitiva  poesía  italiana. 

(3)  D'Ovidio  (Saggi  critici,  pág.  366),  ha  probado  que  el  Dante  no  podía  contestar 
a  la  pregunta  de  la  lengua  que  se  hablaba  por  los  españoles. 

(4)  Tassoni,  Considerazioni  sopra  le  rime  del  Petrarca  (Modena,  1607),  f.  3.  Los  lite- 
ratos del  siglo  xvi  estaban  convencidos  de  que  la  palabra  chero,  usada  por  el  Petrarca, 
era  un  vocablo  que  él  había  tomado  de  la  lengua  española.  «Chero,  voz  española,  usada 


27 


que  el  Dante  leyó  el  Amadís  y  que  lo  imitó  probablemente  cuan- 
do habla  de  las  transformaciones  del  hombre  en  troncos  y  estir- 
pes (1).  Sugestiones  de  mera  vanagloria  nacional  son  también  los 
asertos  del  Sr.  Amador  de  los  Ríos  cuando  escribe  que  Brunetto 
Latino  se  inspiró  en  el  septenario  de  Alfonso  X  para  escribir  su 
Tesoro,  o  que,  sin  los  cuentistas  españoles,  Boccaccio  no  habría 
alcanzado  seguramente  la  gloria  lograda  con  su  Decameron  (2). 
Cuando  nos  llama  la  atención  la  semejanza  entre  textos  italianos  y 
españoles  tengo  para  mí  que  lo  más  discreto  es  hablar  de  obscuri- 
dad en  las  fuentes,  pero  nunca  de  transmisión  inmediata  y  directa 
de  los  textos  españoles  a  los  italianos  (3). 

Por  lo  demás,  es  evidente  que  fueron  más  complejas  y  constan- 
tes las  relaciones  entre  Italia  y  los  Estados  cristianos  españoles  a 
fines  del  siglo  xn  y  en  todo  el  decurso  del  xm.  El  Papado,  que  había 
establecido  su  dominio  en  España,  especialmente  bajo  Alejandro  II 
y  Gregorio  VII  (señal  evidente  de  ello  fué  el  cambio  del  rito  y  bre- 
viario romanos  en  el  gótico  y  muzárabe),  intervino  varias  veces, 
con  plena  autoridad,  en  las  vicisitudes  matrimoniales  de  los  prín- 
cipes, y,  reconociendo  la  teoría  de  Hildebrando,  Alfonso  Henriquier 
regalaba  Portugal  al  Pontífice  en  1144.  Pedro  de  Aragón  se  pre- 
sentaba en  1204  a  Inocencio  III  para  recibir  la  corona  de  las  manos 
de  este  Papa  y  convertirse  en  tributario  suyo  voluntariamente. 

Decayendo  a  cada  paso  las  ciudades  árabes  y  aumentando  en 
importancia  las  ciudades  italianas,  los  estudiantes  españoles  acu- 
dían a  nuestras  aulas  a  fines  del  siglo  xii,  sobre  todo  a  las  Univer- 
sidades de  Bolonia  y  de  Padua.  Lectores  de  Derecho  canónico 
fueron  en  Bolonia  el  maestro  Juan  de  Dios  y  Raimundo  de  Pe- 
ñafort;  la  Universidad  de  Padua  tuvo  en  1206  un  rector  español. 
Brunetto  Latini,  en  las  primeras  páginas  del  Tesoretto,  nos  cuenta 
que  encontró  en  tierras  de  Navarra  un  escolar  que  sobre  los  lomos 
de  un  mulo  bayo  venía  de  Bolonia,  dándole  noticias  de  la  patria 
lejana.  Y  no  es  cosa  de  investigar  aquí  la  cantidad  de  cultura  jurí- 
dica que  nuestras  Universidades  prestaron  a  España  y  de  qué  modo 
más  eficaz  influyeron  en  la  compilación  de  las  Siete  Partidas.  Un 
siglo  más  tarde  el  cardenal  Gil  de  Albornoz  levantaba  en  Bolonia 


por  el  Petrarca»,  leemos  en  el  Vocabolario  de  Fabrizio  Luna  (Ñapóles,  1563);  cfr.  Ben- 
titoglio,  Satire,  ed.  del  Gioletto  de  1550),  fol.  23;  Costo,  Lettere  (Ñapóles,  1604),  pág.  300 . 

(1)  Dell'eloquenza  italiana  (Venezia,  1737),  páginas  78-9;  cfr.  89. 

(2)  Obr.  cit.,  V,  43-4. 

(3)  Cfr.  Farinelli,  lug.  cit..  p.  215. 


—  28  — 

el  Colegio  de  España,  que  fué  durante  varios  siglos  el  refugio  de 
los  estudiantes  españoles  que  venían  a  estudiar  a  Italia  (1). 

Cobraban  cada  vez  mayor  renombre  las  dos  principales  Casas 
reales  españolas,  la  de  Castilla  y  la  de  Aragón,  luego  que  el  rey 
San  Fernando  conquistó  Córdoba  (1236),  Sevilla  (1248)  y  Cá- 
diz (1250),  haciendo  sentir  su  hegemonía  en  Granada  y  en  Murcia, 
y  después  que  el  monarca  Jaime  el  Conquistador  se  apoderó  de 
Valencia.  Por  todas  partes  refulgía  la  gloria  del 

grande  scudo 
In  che  soggiace  il  leone  e  soggioga  (2) 

y  de  las  barras  de  Aragón.  Así  que  Sevilla  fué  arrancada  a  los  mo- 
ros, el  rey  San  Fernando  concedió  a  los  genoveses,  en  1251,  el  ejer- 
cicio del  comercio  en  aquella  ciudad,  con  preferencia  a  los  cata- 
lanes y  a  otros  pueblos  (3).  La  reputación  del  hijo  de  San  Fernando, 
de  Alfonso  X  el  Sabio,  se  extendió  también  en  Italia  de  tal  modo 
que  cuando,  en  1256,  los  príncipes  alemanes  no  se  resolvían  a  ele- 
gir emperador,  los  písanos  se  atrevieron  a  ofrecerle  el  Imperio, 
mandando  a  España  a  su  embajador  Bandino  Lancia  en  repre- 
sentación nada  menos  que  de  los  communis  Pisani  et  totius  Italice 
et  totius  fere  mundi,  obteniendo,  en  cambio,  grandes  privilegios  (4). 
Al  mismo  rey  Alfonso,  llamado  en  Italia  il  re  Nanfosse,  acudió  de 
embajador  en  1260  Brunetto  Latino  en  nombre  de  los  bandos 
güelfos  de  Florencia.  Era  popular  el  «alto  rey  de  España»,  que 
«esperaba  la  corona  imperial,  que  Dios  no  la  discutiría»,  porque 

sotto  la  luna, 
Non  si  trova  persuna, 
Che  per  gentil  lignaggio, 
Né  per  alto  barnaggio 
Tanto  degno  ne  fosse 
Coni' esto  re  Nanfosse  (5). 

(1)  Ticknor,  Hist.  d.  I.  sp.,  trad.  frane,  I,  cap.  18;  Farinelli,  1.  e,  páginas 
212-14;  Picatoste,  Españoles  en  Italia,  I,  73.  Sobre  el  Colegio  de  San  Clemente  de  Bolo- 
nia, v.  J.  Pineda,  Roles  aegidiana  seu  Catalogus  ilust.  vir.  qui  ex  collegio  maiore  S.  CU- 
mentis  Hispaniarum  Bononiae  degenlium  prodiere  (Bononiae,  1624),  y  G.  Giordani,  Cen- 
ni storici,  ea  Almanacco  statisc.  archeol.  bolog.,  páginas  87-127.  No  tiene  valor  alguno  el 
libro  de  P.  Borrajo  y  H.  Giner  de  los  Ríos,  El  colegio  de  Bolonia,  Madrid,  1880. 

(2)  Paradiso,  XII,  53-4. 

(3)  Canale,  obr.  cit.,  II,  473-86. 

(4)  TRONCI,  Annali  pisani,  I,  453-4,  455-8. 

(5)  En  el  Tesoretto,  cap.  II.  Cierto  pasaje  del  Decameron,  X,  I,  parece  aludir  a  Alfon- 
so X  el  Sabio. 


29 


Por  este  tiempo  vinieron  a  Italia  por  primera  vez  aventureros 
españoles  con  soldados  catalanes  y  con  Federico  de  Castilla,  jefe 
de  milicias  castellanas,  acudiendo  a  la  corte  del  rey  Manfredo  (1). 
Acudieron  después  con  mayor  profusión  a  las  órdenes  del  hermano 
de  Federico,  Arrigo,  que  desde  las  tierras  del  rey  de  Túnez  pasó 
a  las  de  Ñapóles,  después  de  la  conquista  de  ellas,  realizada  por 
su  primo  Carlos  de  Anjou,  trayendo  consigo  más  de  ochocientos 
caballeros  españoles,  «muy  bella  y  buena  gente»,  harto  aguerrida 
en  las  luchas  contra  el  moro.  Batiéndose  después  con  el  de  Anjou, 
Arrigo  se  unió  a  Conradino,  peleando  en  Tagliacozzo,  contribu- 
yendo grandemente  a  la  victoria  de  la  primera  parte  de  aquella 
jornada  con  sus  españoles,  que  espantaron  al  adversario  por  su 
nuevo  modo  de  combatir  y  por  su  destreza  y  agilidad  manejando 
las  lanzas  (2).  Tal  vez  los  residuos  de  aquella  mesnada,  expulsados 
del  Reino,  eran  dos  españoles»  que  en  1269  lucharon  al  lado  de 
los  de  Siena  contra  los  florentinos  (3). 


(1)  Del  Giudice,  Cod.  diplom.  angioino,  II,  9. 

(2)  Saba  Melespina,  IV,  10.  *Hispani  adhuc,  cum  ad  torquendum  hostilia  lacertas 
agües  habere  dicantur,  nonnumquam  lacertis  adductis  in  gyriim,  vibrando  lanceas  compel- 
lebant  hastas  ocius  volare  per  auras,  quandoque  hostium  obviantium  transfigentes  praecor- 
dia  fixo  scuto.  Sicque,  dum  huiusmodi  per  diversa  camporum  loca  geruntur,  omnis  multi- 
tudo  pugnantium  pementibus  cedü  Hispanis,  et  aliis  de  prima  acie  supradicta.»  Véase  Del 
Giudice,  Don  Arrigo,  Infante  di  Castiglia  (Ñapóles,  1875).  Para  la  canción  italiana  atri- 
buida a  Anigo,  consúltese  F.  Scandone,  Notizie  bibliografiche  di  rimatori  della  scuola 
siciliana  (Ñapóles,  1904). 

(3)  Villani,  Cron.,  VII,  31. 


IT 

LOS  CATALANES  Y  LOS  ITALIANOS 

La  primera  intervención  directa  de  los  pueblos  de  la  Penín- 
sula Ibérica  en  la  vida  política  y  social  italiana  no  fué  de  los  caste- 
llanos ni  del  rey  de  Castilla,  sino  de  los  catalanes  y  del  rey  de  Ara- 
gón. La  ciudad  de  Barcelona,  reconquistada  a  los  moros  en  los 
años  98o  y  986,  floreció  en  seguida  gracias  a  su  enorme  tráfico, 
como  puerto  de  depósito  de  las  mercancías  orientales  y  europeas  (1), 
llegando  a  adquirir  extraordinaria  importancia  cuando  se  unió  al 
condado  de  Provenza,  y  sobre  todo,  cuando  en  1157  los  condes 
de  Barcelona  se  coronaron  reyes  de  Aragón  (2).  Las  ciudades  ma- 
rítimas de  Italia  entraron  en  múltiples  relaciones  con  su  futura 
rival  en  el  Mediterráneo;  en  1127  los  genoveses  concertaban  con 
Barcelona  un  tratado  de  comercio  y  disputaban  con  el  señorío  de 
Pisa  para  obtener  privilegios  y  exenciones  (3),  y  más  atrás,  recor- 
damos las  empresas  que  genoveses  y  písanos  llevaron  a  cabo  con 
los  condes  de  Barcelona  contra  los  sarracenos.  Otros  tratados  se 
firmaron,  favorables  igualmente  a  las  repúblicas  italianas  cuando 
éstas  eran  las  más  fuertes;  con  los  de  Pisa  en  1233  (4),  con  éstos 
y  los  genoveses  en  1265  que  lograron  excluir  a  los  demás  italianos, 
lombardos,  florentinos  y  luqueses  de  tales  relaciones  comercia- 
les (5).  Pero  la  creciente  potencia  política  del  rey  de  Aragón  y  la 
creciente  extensión  del  comercio  catalán  sembraron  gérmenes  de 


(1)  Beer,  Allg.  Geschichte  des  Welthandels  (Viena,  1860-84),  I,  213-7,  y  Capjíany, 
Memorias  históricas  sobre  la  marina,  el  comercio  y  las  artes  de  la  antigua  cuidad  de  Barce- 
lona, Madrid,  1779-92. 

(2)  Villani,  Cron.,  VII,  76. 

(3)  BEEK,  obr.  cit.,  I,  214. 

(4)  Tronci,  obr.  cit.,  I,  423. 

(5)  Capmany,  obr.  cit.,  II,  31;  cfr.  Canale,  obr.  cit.,  II,  473-86.  Para  estudiar  el 
pacto  de  los  catalanes  con  Ancona,  v.  Arch.  stor.  lombardo,  VIII,  636. 


—  32  — 

honda  rivalidad  y  de  fieras  luchas  entre  los  Estados  italianos.  Mien- 
tras los  reyes  de  Aragón  eran  solamente  reyes  de  Aragón,  ¿qué 
razones  de  discordia  podrían  tener  con  nosotros?  «Quce  poterant 
esse  discordiarum  causee  inte?-  reges,  mediterraneis  finibus  inclusis, 
et  Genuenses,  maritimis  rebus  intentisi))  Pero  la  hostilidad  comenzó 
cuando  los  reyes,  dueños  de  Barcelona,  lanzaron  navios  a  los  ma- 
res, añadiendo  nuevos  territorios  a  su  corona  (1). 

Mientras  tanto,  y  a  consecuencia  de  la  unión  de  los  catalanes 
con  los  provenzales,  Cataluña  se  les  antojaba  a  los  italianos,  lin- 
güística y  poéticamente  considerada,  como  una  prolongación  de 
la  tierra  de  la  lengua  de  oc,  y  con  ella,  la  restante  España  y  hasta 
la  misma  Castilla;  por  eso  el  Dante  llama  conjuntamente  hispanos 
a  los  pueblos  que  hablan  esa  lengua  (2).  Las  relaciones  de  los 
rimadores  italianos  con  los  provenzales  de  Cataluña  se  confun- 
dieron con  las  de  la  literatura  provenzal  en  general  (3),  y  en  Ca- 
taluña y  en  Castilla  florecieron  y  descollaron  algunos  rimadores 
provenzales  de  Italia,  como  Bonifacio  Calvo  en  la  corte  de  Alfon- 
so X  el  Sabio  (4). 

Dispuestos  les  reyes  de  Aragón,  en  virtud  de  la  hegemonía  al- 
canzada en  tierra  y  en  mar,  a  las  aventuras  más  extraordinarias, 
emparentados—a  pesar  de  las  amonestaciones  papales — con  la  Casa 
señora  del  mediodía  de  Italia,  no  hemos  de  maravillarnos  que 
cuando  los  sicilianos  gritaron  como  a  moros  a  los  de  la  señoría  de 
Anjou,  comenzaran  a  tratar  inmediatamente  sus  diferencias  con 
aquellos  príncipes  belicosos  y  ambiciosos,  con  el  rey  de  Castilla, 
y  sobre  todo  con  Pedro  de  Aragón.  Este  último,  empujado  por 
lo  que  él  creía  su  derecho  de  herencia,  se  preparó  con  sus  gentes 
a  la  conquista  de  Túnez,  desembarcando  en  la  cercana  Sicilia. 
Catalanes  y  sicilianos,  llevados  a  la  victoria  por  Roger  de  Lauria, 


(1)  Lucubrationes  de  bello  hispánico,  Paría,  1520,  fol.  5. 

(2)  D.  Ovidio,  lug.  cit. 

(3)  A  Jordi,  un  poeta  que  vivió  durante  el  reinado  de  Jaime  el  Conquistador,  Be  le 
atribuyó  un  soneto,  imitado  por  el  Petrarca,  que  comienza 

Pace  mu  trovo..., 

cuando  lo  ocurrido  ea  que  del  Petrarca  imitó  esa  composición  el  poeta  Jordi,  que  vivió 
en  el  siglo  xv.  (Cfr.  Ticknor,  I,  300-1,  n.)  y  Amador  de  los  Ríos,  VI,  578,  n.  En  la  Crus- 
ca provenzale  de  Bestero  se  habla  de  la  influencia  del  catalán  (provenzel)  en  la  lengua 
catalana. 

(4)  Farinelli,  lug.  cit.,  páginas  217-9,  pero  véanse  las  dudas  que  abriga  sobre  el 
particular  la  señora  Michaellis  de  Vasconcellos  en  Zeitschr.  f.  román.  Philologie,  1902, 
páginas  71  y  siguientes. 


—  33  — 

se  fundieron  en  un  solo  pueblo,  alcanzando  el  poderío  del  rey  de 
Aragón  un  esplendor  que  no  había  logrado  antes  arma  alguna  y 
que  encontró  su  eco  en  las  arrogantes  palabras  de  Lauria  al  conde 
de  Foix,  cuando  quería  imponerle  una  tregua  en  u ombre  del  rey 
de  Francia: 

— Ningún  pez  puede  asomar  su  cabeza  sobre  el  agua  de  los 
mares  sin  el  escudo  de  las  armas  reales  aragonesas  (1). 

El  rey  Pedro,  que  no  quería  ceñirse  a  las  cosas  de  Sicilia,  que- 
ría convertirse  en  cabeza  visible  de  los  gibelinos italianos, sorpren- 
diéndole primero  la  guerra  en  la  frontera  española  y  truncándole 
después  la  muerte  aquellos  pensamientos.  Pero  este  monarca  dejó 
un  hondo  y  vivo  recuerdo  de  sus  gestos  y  hazañas  en  la  memoria 
de  los  italianos.  Así,  Dante  se  lo  figuraba  en  el  Purgatorio,  alto 
y  grueso,  «membrudo»,  cantando  salmodias  con  su  rival  Carlos, 
el  de  «la  nariz  masculina»,  elogiándole  como  a  hombre  capaz  de 
toda  suerte  de  temeridades  (2).  Giovanni  Villani  resumía  su  juicio 
sobre  el  monarca  aragonés,  escribiendo  en  la  Cronaca:  «El  supra- 
dicho  Pedro,  rey  de  Aragón,  fué  valiente  señor,  diestro  en  las 
armas,  aventurero,  sabio  y  fué  respetado  por  cristianos  y  sarra- 
cenos mucho  más  que  lo  fueron  todos  los  reyes  de  su  tiempo»  (3). 
Boccaccio  recuerda  en  el  Decameron  una  de  las  más  bellas  tradi- 
ciones que  corren  de  boca  en  boca  en  torno  a  Pedro,  la  de  la  deli- 
ciosa narración  de  Lisa,  la  cual,  en  un  torneo  que  el  aragonés  tuvo 
en  Palermo  con  sus  barones,  «peleando»  a  la  catalana,  se  enamoró 
del  rey.  Enferma  Lisa  del  grande  y  desesperado  amor  que  sentía 
por  Pedro,  fué  visitada  por  éste  caballerosamente,  instándola  y 
persuadiéndola  a  que  tomase  por  marido  un  mancebo  que  el  rey 
la  elegiría,  «aunque  Pedro  no  tendría  inconveniente  en  llamarse  su 
caballero  y  en  darla  un  solo  beso  como  pago  al  mucho  amor». 
Añade  Boccaccio  que,  según  muchas  refei encías,  el  rey  Pedro  supo 
cumplir  con  la  palabra  empeñada,  llamándose  siempre  el  caballero 
de  Lisa  y  llevando  a  los  combates  la  insignia  que  le  regaló  la  ena- 
morada muchacha.  En  vano  Federico  de  Ragin,  heredero  de  las 
ambiciones  de  Pedro,  quiso  extender  su  brazo  sobre  la  Italia  con- 
tinental, coaligándose  con  el  emperador  Arrigo  VII,  cuya  muerte 
inopinada  anuló  el  auxilio  siciliano,  teniendo  que  volver  a  la  isla 


(1)  D'Esclot,  cit.  por  AMARI,  Guerra  del  Vespro,  II,  146. 

(2)  Purgatorio,  VII,  112-4. 

(3)  Cron.,  VII,  103. 

España  en  la  vida  italiana. 


—  34  — 

Federico  para  no  salir  ya  más  de  ella.  En  Federico  había  puesto 
todas  sus  esperanzas  el  Dante,  revolviéndose  más  tarde  amarga- 
mente contra  él. 

A  la  conquista  de  Sicilia  siguió  la  de  Cerdeña,  llevada  a  cabo 
por  la  rama  primogénita  de  Aragón,  a  quien  ya  se  la  había  con- 
cedido el  Papa  Bonifacio  VIII  en  1297,  no  pudiendo  lograr  su  as- 
piración hasta  1323,  excluyendo  a  los  písanos  que  la  dominaban 
y  teniendo  que  luchar  muchos  años  contra  los  magistrados  y  se- 
ñores locales  (1).  No  logró,  en  cambio,  la  posesión  definitiva  de 
Córcega,  que  fué  cedida  por  Pisa  a  Genova  en  1299  y  que  quiso 
ser  arrebatada  por  los  catalanes  a  esta  república,  renunciando  a 
ella  con  la  paz  de  1336.  En  1352,  en  alianza  con  los  venecianos 
y  con  los  griegos,  combatieron  los  catalanes  contra  las  galeras 
genovesas  en  aguas  del  Bosforo  en  la  terrible  y  dudosa  batalla  de 
las  Columnas.  Alfonso  V  de  Aragón  reanudó  la  lucha  en  1420,  ase- 
diando inútilmente  el  puerto  de  Bonifacio,  que  se  defendió  heroi- 
camente, siendo  al  fin  vencido  y  hecho  prisionero  por  los  geno- 
veses  en  1435  junto  a  Ponze,  durando  ya  desde  entonces  el  rencor 
y  la  hostilidad  contra  éstos,  juntamente  con  las  rapiñas  y  saqueos, 
de  tal  suerte — escribe  Bracelli — que  «manente  pacis  nomine,  cuneta 
cifra  ultroque,  ut  in  hostes,  agebantur»  (2). 

Las  consecuencias  sociales  de  la  señoría  aragonesa-catalana  se 
palparon  no  solamonte  en  la  constitución  política  de  Sicilia,  en  la 
que  S3  introdujeron  formas  y  costumbres  robadas  al  Parlamento 
aragonés — como  lo  atestigua  el  mismo  nombre  de  brazos  con  que 
se  designaron  los  tres  estamentos  del  Parlamento  siciliano — sino 
en  la  manera  de  producirse  el  feudalismo  (3).  Muellísimas  fami- 
lias catalanas  emigraron  a  la  isla,  teniendo  en  ella  feudos  y  rela- 
ciones políticas,  como  los  Alagones — una  de  las  doce  antiguas  fa- 
milias de  los  ricos  hombres  de  Sobrarbe — ,  los  Calcerando,  los  Mon- 
eada, los  Peralta,  los  Valguarnera,  los  Cabrera  y  los  Lillori  (4), 


(1)  Manno,  Storia  della  Sardegna  (Capolago,  1840),  voi.  II,  libros  IX  y  X.  Cfr.  G. 
Villani,  Cronaca,  IX,  198, 210,  251,  331,  339,  y  M.  Villani,  III,  80,  IV,  24,  34.  Un  poe- 
ma sobre  la  conquista  de  Cerdeña,  que  existe  manuscrito  en  Cagliari,  se  cita  por  Toda  y 
Guell,  Bibliografía  española  de  Cerdeña,  páginas  245  y  246. 

(2)  Obr.  cit.,  hacia  el  final.  Para  las  guerras  entre  catalanes  y  genoveses,  cfr.  G.  Vi- 
llani, X,  175,  189,  206;  XI,  17;  XII,  100,  y  M.  Villani,  II,  27,  35,  39,  59;  IV,  22;  V,  45; 
VI,  20. 

(3)  De  Gregorio,  Considerazioni  sopra  la  storia  della  Sicilia,  Palermo,  1805-16; 
sobre  todo,  el  capítulo  IV. 

(4)  Una  lista  de  58  familias  de  barones  sicilianos  de  lengua  catalana  nos  da  Capma- 
NY,  Bel  establecimiento  de  varias  familias  ilustres  de  Cataluña  en  las  islas  y  reinos  de  Ara- 
gón, II,  37. 


—  35  — 

formando  el  partido  «catalán»  que  luchó  largo  tiempo  con  el  «la- 
tino», o  lo  que  es  igual,  con  los  barones  indígenas  del  siglo  xiv 
Las  familias  catalanas  tenían  sus  núcleos  principales  en  Catania 
y  en  el  valle  de  Noto  (1).  Penetraron  a  la  sazón  varios  vocablos 
catalanes  en  el  dialecto  siciliano,  como  se  ve  en  los  textos  de  fines 
del  siglo  en  adelante,  cuando  la  infiltración  tuvo  lugar,  pasando 
aquellas  palabras — como  ya  se  ha  advertido — directamente  desde 
los  barones  forasteros  al  habla  popular  (2). 

También  la  dominación  catalana  dejó  sus  huellas  en  la  arqui- 
tectura ,  porque  al  mismo  tiempo  que  los  reyes  de  la  Casa  de  An- 
jou  introdujeron  el  puro  gótico  francés  en  Ñapóles,  en  Sicilia  se 
difundió  el  gótico  que  allí  llamaban  «flemeggiante»  que  puede  verse 
en  Aragón,  en  Cataluña,  en  el  Rosellón,  en  las  Islas  Baleares  y 
en  Rodas,  contándose  entre  los  monumentos  más  interesantes  de 
ese  estilo  la  iglesia  de  Santa  María  de  la  Cadena,  de  Palermo,  la 
catedral  de  Mesina — con  incrustaciones  semejantes  a  las  de  las 
casas  segovianas — ,  la  catedral  de  Nicogia  y  distintos  palacios;  en 
cambio,  se  advierten  pocas  huellas  de  este  estilo  en  el  continen- 
te (3).  Pero  bastante  más  profunda  fué  la  transformación  de  Cer- 
deña,  en  la  cual,  además  de  las  baronías  catalanas,  hubo  en  la 
ciudad  de  Alghero,  que  se  llamó  también  Barceloneta,  una  colonia 
completa  de  Cataluña,  que  todavía  subsiste  (4). 

La  lengua  catalana  antes,  y  la  castellana  después,  no  encon- 
traron obstáculo  en  un  país  en  el  que,  aparte  del  dialecto  sardo 
y  de  algunos  sones  pequeños  donde  se  hablaba  el  pisano  y  el  ge- 
novés,  no  había  una  lengua  culta,  adoptada  por  la  mayoría.  Las 
ordenanzas  del  gobierno  se  publicaban,  por  ende,  en  la  lengua  de 
los  domiuadores.  Catalana  primero  y  castellana  después  fué  la  lite- 
ratura sarda  durante  varios  siglos  (5).  Las  Cortes  generales  de  la 
isla  se  dividieron  en  tres  ramos,  que  se  llamaron  estamentos  a  la 
española,  como  en  las  Cortes  del  reino  aragonés  (6). 

Cerdeña,  mezclada  desde  un  principio  con  la  corona  de  Aragón, 


(1)  Le  Lumie,  Metteo  Palizzi  owero  i  latini  e  i  catalani,  en  Storie  siciliane,  II,  7-212. 

(2)  C.  Avolio,  Introduz.  allo  stud.  del  dial,  siciliano  (Noto,  1882),  páginas  67-84. 
Según  Picatoste,  obr.  cit.,  I,  178-9,  Dante  dijo  que  «el  origen  déla  lengua  italiana  pro- 
viene de  este  dialecto  siciliano  mezclado  con  el  español». 

(3)  C.  Eulaet,  Origines  francaises  de  l'architecture  gothique  en  Italie  (París,  1894), 
página  220. 

(4)  S.  Morosi,  L'odierno  dialetto  cataleno  di  Alghero  in  Sardegna  (en  la  Miscellenea 
di  filologie  C aix-C anello ) ,  y  P.  E.  Guarnerio,  en  Archs.  glottol.,  IX,  261-4. 

(5)  Toda  t  Guell,  Bibliografia  española  de  Cerdeña,  Madrid,  1890. 

(6)  Menno,  obr.  cit.,  II,  I,  X,  páginas  260-5. 


—  36  — 

no  participó  de  la  historia  propiamente  italiana,  cosa  que  también 
le  ocurrió  a  Sicilia  por  haber  corrido  la  misma  suerte  desde  los 
albores  del  siglo  xv  (1).  Importa,  por  lo  tanto,  determinar  las 
vicisitudes  de  la  influencia  española  en  el  resto  de  Italia,  y  ya 
que  ahora  hablamos  de  los  catalanes,  recordemos  que,  a  conse- 
cuencia de  la  larga  guerra  que  siguió  a  la  revolución  de  las  Vís- 
peras, muchos  pelotones  de  ellos  comparecieron  en  las  milicias 
mercenarias  que  entonces  se  formaron  en  Italia  (2).  Les  atraía, 
principalmente,  la  corte  napolitana  del  rey  Roberto  de  Anjou,  que 
rey  joven  había  sido  huésped  de  Cataluña  durante  siete  años,  des- 
de 1288  a  1295,  eligiendo  dos  princesas  españolas,  Violante  de 
Aragón  y  Sancha  de  Mallorca,  para  contraer  primeras  y  segundas 
nupcias.  A  consecuencia  de  tales  bodas  vinieron  a  Ñapóles  varias 
familias  catalanas,  entre  las  que  descollaron  los  Rhet  o  Laraht  de 
Barcelona,  que  se  llamaron  los  Della  Ratte  entre  nosotros;  recor- 
demos a  Diego  que  acompañó  a  la  princesa  Violante  y  mariscal 
del  rey  Roberto,  y  que  estuvo  después,  en  1314,  en  Toscana  (3). 
Entre  los  consejeros  y  familiares  del  rey  podemos  citar  a  Juan  de 
Aye,  regente  de  la  Vicaría;  Raimundo  Blanch,  Pedro  Ferrera,  con 
tantos  otros,  sobresaliendo,  entre  los  capitanes,  Raimundo  de  Car- 
dona (4).  En  la  corte  de  Roberto  fué  médico,  astrólogo,  doctor  en 
leyes,  Arnaldo  de  Villanova  (5).  Cuando  Roberto  visitó  Florencia 
en  1305,  llevaba  consigo  «una  mesnada  de  trescientos  caballeros 
aragoneses  y  catalanes»;  «mesnada  de  catalanes»  fueron  los  que 
persiguieron  en  1308  por  las  calles  de  Florencia  a  Corso  Doneti, 
despedazándole  (6).  De  Sicilia  pasaba  en  1311  al  servicio  del  rey 
Gilberto  Centellas,  caballero  catalán,  con  doscientos  caballeros  y 


(1)  Véase,  para  la  época  anterior  a  la  confusión  de  ambos  pueblos,  Le  Lumie, 
Iqueto  viceri  (en  Storie  siciliane,  II,  413-80).  Los  aragoneses  hicieron  valer  muchas  veces 
después  de  la  unión  de  las  Españas  bajo  un  solo  cetro,  sus  derechos  particulares  sobre 
Sicilia;  los  sicilianos,  a  su  vez,  durante  la  dominación  española  en  la  mayor  parte  de  Ita- 
lia, recordaban  con  orgullo  que  ellos  no  habían  sido  conquistados,  sino  que  se  habían 
unido  espontáneamente  a  la  corona  de  Aragón;  véase  documentación  en  Le  Lumie,  Sto- 
rie siciliane,  III,  26-7. 

(2)  Para  los  Almogárabes — llamados  así  por  su  modo  de  guerrear  y  de  robar  en  tie- 
rras de  morería — véase,  entre  otros,  el  libro  de  Moncada,  Expedición  de  catalanes  y  ara- 
goneses contra  turcos  y  griegos,  impreso  en  1620  y  reimpreso  en  el  tomo  XXI  de  la  Biblio- 
teca de  Rivadeneyra.  V.  entre  los  libros  recientes,  G.  Schltjmberger,  Expédition  des 
*Almugavares«  ou  routiers  catalans  en  Orient  de  Van  1301  à  Van  1311  (París,  1903). 

(3)  Decameron,  VI,  3.  Cfr.  Be  Leliis,  Pisedelle  fam.  nobili  del  Regno  di  Napol  i,  III, 
1-34. 

(4)  Summonte,  Eistoria,  ed.  1675,  II,  411;  Costanzo,  Ist.  di  Napoli,  1.  v. 

(5)  Véase  Farinelli  en  Giorn.  stor.  lett.  ital.,  XXIV,  219-20. 

(6)  S.  Villani,  Cronaca,  Vili,  82,  90. 


—  37  — 

trescientos  almogábares  (1).  En  1312,  Juan  de  Anjou,  hermano 
del  rey,  marchaba  a  Roma  «con  seiscientos  caballeros  catalanes  y 
de  las  Pullas»  (2).  Una  escuadra  de  catalanes,  con  franceses,  ale- 
manes y  borgoñeses,  formó  parte  de  las  huestes  florentinas  que, 
mandadas  por  Raimundo  de  Cardona,  perdió  en  1325  la  batalla 
de  Altopescio  (3).  Capitanes  meritísimos  y  corsarios  catalanes  vi- 
vían frecuentemente  a  sueldo  de  los  Estados  italianos;  famoso  fué 
un  siglo  después  el  capitán  Bernardo  Villamarino,  que  sirvió  a  los 
florentinos  contra  los  genoveses  (4). 

En  los  siglos  xiv  y  xv  el  comercio  catalán  adquirió  extraordi- 
naria importancia,  acentuándose  la  rivalidad  entre  Barcelona  y 
las  ciudades  italianas  (5).  Jaime  de  Aragón  había  favorecido  con 
distintas  concesiones  los  intereses  de  la  madre  patria  en  Sicilia, 
procurando  no  descontentar  a  los  genoveses  que  le  habían  favo- 
recido y  ayudado  en  sus  empresas;  Pedro,  su  antecesor,  había  con- 
firmado también  los  privilegios  a  los  de  Pisa  (6).  En  Ñapóles,  du- 
rante el  reinado  de  Carlos  II,  se  concede  a  los  catalanes  la  facul- 
tad de  nombrar  sus  «cónsules»  en  las  principales  ciudades  del  reino, 
de  alguno  de  los  cuales  se  conserva  el  nombre  (7).  Los  catalanes 
se  decidieron  a  habitar  entonces  una  calle  de  la  ciudad,  que  aún 
hoy  mismo  se  llama  Rúe  Catalana;  y  no  sabemos  si  entonces  o  más 
tarde  otro  rincón  de  aquella  barricada  fué  llamado  de  los  Arago- 
neses (8).  Pero  en  1324,  Pisa  rogó  a  Pedro  de  Aragón  que  olvida- 
se los  prejuicios  que  existían  contra  sus  mercaderes,  cambiando, 
en  1379,  Pisa  con  relación  a  Cataluña,  porque  le  concedió  libre 
comercio,  cónsul  propio,  lonja,  igualdad  de  gabelas  con  Pisa,  fa- 
cultad de  mandar  fuera  de  ésta  hierro  labrado  y  no  labrado,  arma- 
duras de  toda  clase  y  maderas  de  cualquier  calidad,  licencia  para 
andar  de  noche  por  Pisa  después  del  tercer  toque  de  campana 


(1)  Ammirato,  Fam.  nob.  napol.,  II,  203-8. 

(2)  S.  Villani,  Cronaca,  IX,  39. 

(3)  Obr.  cit.,  IX,  300.  Nueva  luz  sobre  las  relaciones  entre  Aragón  e  Italia  arrojan 
hoy  los  copiosos  y  abundantes  documentos  publicados  por  H.  Tinke  en  sus  Acta  arago- 
nensia  (Berlín  y  Leipzig,  1908);  los  documentos  226,  434,  442  y  447  son  cuatro  cartas  del 
rey  Roberto  escritas  en  un  catalán  afrancesado. 

(4)  A  la  muerte  de  Villarino  se  refiere  una  narración  inserta  en  la  Fazecie  del  piova- 
no  Arlotto  (ed.  Baccini,  Froenze,  1884),  páginas  108-10. 

(5)  Lo  que  prueba  la  difusión  y  el  renombre  del  catalán  en  las  tres  penínsulas  y  en 
todas  las  islas  del  Mediterráneo;  v.  Finke,  obr.  cit.,  pág.  768  y  doc.  147. 

(6)  Amari,  Guerra  del  Vespro,  II,  170,  236-7;  cfr.  I,  154. 

(7)  Camera,  Annali,  II,  345,  n. 

(8)  De  Stefano,  Descriz.  dei  luoglis  sacri  di  Napoli,  folios  44-45.  Junto  a  la  Rúe 
Catalana  estaba  el  fondaco  Piscavino,  que  un  viejo  topógrafo  traducía  como  corrupción 
de  vizcaíno. 


—  38  — 

desde  casa  a  los  almacenes,  etc.  En  aquel  tiempo,  entre  las  modas 
que  llegan  a  Italia  figuran  los  trajes  «a  la  catalana»  (1).  Verdade- 
ramente, los  catalanes  no  solamente  practicaban  el  comercio,  sino 
también  y  muy  ampliamente  la  piratería  en  las  costas  italianas. 
La  piratería,  por  lo  demás,  tomó  incremento  con  la  conquista  de 
Sicilia,  favoreciendo  las  continuas  guerras  con  Genova^  Desde  en- 
tonces araro  admodum  pacata  maria,  hispanique  pirata?,  cum  aliorum 
quidem  populorum  tum  gennensium  proscipue  prceda  alebantur»  (2). 

« — ¿Por  qué  no  vas  a  España? — preguntaba  un  interlocutor  en 
uno  de  los  diálogos  de  Pontano. 

— Porque  mientras  busco  a  los  doctos,  puedo  caer  en  manos 
de  los  piratas  y  quedar  amarrado  al  reino.  Sicilia  tiene  menos  gra- 
nos que  piratas  España»  (3). 

Y  si  por  su  carácter  industrioso  y  amigo  del  lucro  «los  catala- 
nes que  de  las  piedras  sacan  panes))  eran  en  toda  España  moteja- 
dos de  avaros  (4),  de  la  misma  reputación,  mezclada  a  un  odio 
intenso,  gozaban  los  catalanes  en  toda  Italia.  Cuando  una  comi- 
tiva de  catalanes  se  presentó  en  Ñapóles  para  entregar  a  Jaime 
de  Aragón  como  esposa  la  princesa  Costanza,  hija  de  Manfredo, 
dejaron  la  impresión  de  miserables  y  recelosos  (5);  como  catalán 
típico  describe  Boccaccio,  en  el  Decameron,  a  Diego  Della  Ratte. 
Este  juicio  general  encuentra  eco,  a  lo  que  se  me  alcanza,  en  al- 
gunos versos  del  Dante;  recuérdese  la  reprensión  de  Carlos  Marti- 
llo al  hermano  Roberto,  después  de  haber  recordado  la  opresión 
fiscal  que  promueve  tan  grandes  sacudidas  en  el  pueblo  de  Pa- 
lermo: 

E  se  mio  frate  questo  antivedese 

l'avara  povertà  di  Catalogna 

giè  fuggiria,  perchè  non  gli  offendesse  (6). 


(1)  C.  Merkel  en  Rendic.  dei  Lincei,  s.  IV,  voi. VI,  1897,  pág.  529.  Sobre  los  precios 
de  telas  de  Valencia,  Gerona  y  Barcelona  en  el  mercado  de  Ñapóles,  v.  Faraglia  en  Aiti 
d.  Accad.  Pont,  XXIV,  pág.  24. 

(2)  Bracellei,  obr.  cit. 

(3)  En  el  Antonius,  en  ópera,  edic.  aldina,  1518,  f .  86.  Cfr.  Masuccio,  nov.  48. 

(4)  Non  nimium  sumptuosi,  les  decía  el  Papa  Juan  XXII  (Finke,  obr.  cit.,  pág.  635). 
En  La  lozana  andaluza,  de  Delgado  (ed.  liseux,  II,  70):  <Mira  que  es  convite  de  catalanes; 
una  vez  en  vida  y  otra  en  muerte»;  y  en  el  mismo  libro,  II,  102,  comparando  la  avaricia 
catalana  con  la  italiana,  dice:  *Nunca  tan  gran  estrechura  se  vio  en  Cataluña  ni  en  Floren- 
cia como  agora  hay  en  Roma.»  Sobre  la  avaricia  catalana  véase  la  narración  de  ALLAMANI, 
escrita  entre  1524  y  25,  sobre  la  hija  del  conde  de  Tolosa  (en  Novelle  di  alani  autorifio- 
rentini,  Torino,  1853,  páginas  38  y  39. 

(5)  Del  Giudice,  Une  legge  santuaire  del  1290,  Napoli,  1887,  pág.  86. 

(6)  Paradiso,  VIII,  76-9. 


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En  cuyos  versos,  el  de  Imola,  y  con  él  la  mayoría  de  los  exé- 
getas,  afirma  que  se  alude  a  los  cortesanos  catalanes  del  rey  Ro- 
berto, explicación  que  nos  parece  atinada,  por  lo  que  hemos  dicho 
más  arriba  acerca  del  elemento  fosrastero  en  la  corte  de  aquel 
rey.  Pero  ¿qué  podía  dañar  mayormente  al  rey  Roberto?  ¿Su  pro- 
pia avaricia  o  la  avaricia  de  los  demás?  ¿Debía  «huir»  de  sus  cor- 
tesanos o  del  vicio  de  avaricia  de  que  le  daban  ejemplo?  Se  sabe 
que  Roberto  era  muy  avaro;  «puente  de  avaricia»,  le  llama  una 
balada  de  la  época  (1).  Para  darse  entera  cuenta  del  sentido  de 
la  expresión  del  Dante  tenemos  que  fijarnos  que  designa  avaricia 
con  las  palabras  la  «avara  pobreza  de  Cataluña,  como  lleva  vicio 
de  cobrar  al  de  la  usura».  El  exégeta  de  Imola  añade:  «Et  vere  Ca- 
talani reputanlur  homines  cordati  et  sagaces  inter  Hispanos»,  y  el 
viejo  Laneo  interpreta  de  este  modo:  «Tomaba  previsiones  en  su 
vida,  sin  ser  sórdido,  cualidad  inherente  a  los  catalanes»  (2). 

También  Petrarca  dijo  jocosas  palabras  contra  los  catalanes, 
pero  sus  exposiciones  eran  de  odio  contra  los  extranjeros  en  gene- 
ral y  no  contienen  nada  de  particular  ni  de  característico  (3). 

De  todos  modos,  el  odio  italiano  contra  los  catalanes  puede 
testimoniarse  con  infinidad  de  documentos  del  siglo  xvi.  Por  ejem- 
plo, Mesuccio  escribe  una  novela  de  un  cierto  Pedro  Geneffra,  mer- 
cader catalán  en  Salerno,  que  fingiéndose  buen  amigo  de  cierto 
pobre  hombre  de  esta  ciudad,  le  roba  la  mujer,  no  sin  que  las 
gentes  adviertan  al  mísero  que  «se  guarde  de  relaciones  y  de  tra- 
tos con  catalanes».  «En  aquel  tiempo — añade  Masuccio — las  prác- 
ticas de  los  catalanes  no  eran  tan  conocidas  a  nuestro  reino  como 
lo  son  hoy,  y  aparecen  tan  claras  y  tan  manifiestas,  que  todos  se 
apartan  de  ellas,  piies  ofenden  con  vergüenza  y  con  daño,  como 
acusan  todos  los  ejemplos  que  nos  dan  buen  testimonio  de  su  mala 
naturaleza»  (4).  Cuando  el  valenciano  Calixto  III  es  elegido  Papa, 
por  toda  Italia  se  oye  un  grito  de  indignación:  «¡Un  Papa  bárba- 
ro y  catalán!  Advertid  a  qué  grados  de  abyección  hemos  llegado 
los  italianos.  Por  todas  partes  dominan  los  catalanes  y  Dios  sabe 


(1)  La  de  los  reyes'de  Ñapóles  en  la  derrota  de  Montecatrini.  (Rime  divino,  ed.  Car- 
ducci, apéndice). 

(2)  V.  Muratori,  Antiqq.  Itali.,  I,  c,  1243;  comedia,  con  el  comentario  de  Laneo 
(Polonia,  1866),  III,  140.  L'Amari,  Guerra  del  Vespro,  I,  326,  ve,  por  el  contrario,  en  esas 
palabras  una  manifiesta  alusión  al  rey  Jaime  de  Aragón  que  publicó  efectivamente  va- 
rias disposiciones  contra  el  lujo  (Del  Giudice,  obr.  cit.,  pág.  86). 

(3)  Farinelli,  lug.  cit.,  páginas  228-9. 

(4)  Nov.  40. 


—  40  — 

hasta  qué  punto  están  insoportables  con  su  dominio»  (1).  El  odio 
contra  los  catalanes  es  un  semillero  de  inconvenientes  para  la  es- 
tancia de  Alfonso  de  Aragón  en  Italia.  «Tum — escribe  Campano — 
nihil  italicis  Catalonorum  nomine  nifestins  et  Catalanos  paiari 
omnes  quicumque  transmerinum  regnum  in  Italiani  traicissent»  (2). 
En  Ñapóles  y  en  Roma  son  frecuentes  los  motines  contra  los  ex- 
tranjeros. Plutarco  se  burla  donosa  y  continuamente  de  ellos. 
«¿De  qué  modo  pueden  salimos  a  pedir  de  boca  nuestros  asun- 
tos?— pregunta — .  Y  se  responde:  — ¡No  firmando  jamás  obliga- 
ción alguna  con  mercaderes  catalanes»  (3).  Cuando  el  cardenal  de 
Rovere,  después  Julio  II,  huía  de  Roma  por  sus  querellas  con  Ale- 
jandro VI,  respondía  continuamente  al  duque  de  Calabria  que 
quería  reconciliarlo  con  el  Papa,  que  no  quería  ligarse  jamás  a  ca- 
talanes (4).  Añadamos  las  expresiones  de  horror  que  revelaban  la 
crueldad  de  aquella  ralea  de  piratas,  que  hacían  sufrir  a  los  ga- 
leotes un  verdadero  infierno;  en  el  dialecto  napolitano  quedaron 
las  expresiones  de  «estocada  catalana»  y  «lanzada  catalana»,  para 
designar  golpes  mortales.  Un  proverbio  siciliano,  que  circula  en 
nuestros  días,  aconseja:  «Dios  te  guarde  del  cepo  catalán»  y  tam- 
bién «Dios  te  guarde  del  viejo  catalán»  (5). 

Bajo  el  nombre  de  catalanes  se  comprendían  todos  los  subditos 
españoles  del  rey  de  Aragón,  como  bajo  la  denominación  de  espa- 
ñoles se  designaban  a  los  castellanos,  o  mejor  aún,  a  todos  los 
vasallos  del  rey  de  Castilla  (6),  con  los  que  se  mantenían  relacio- 
nes menos  frecuentes  y  que  gozaban  de  reputación  no  distinta  a 
la  de  los  alemanes,  o  tudescos  y  franceses  en  general,  esto  es, 
bárbaros,  gente  feroz,  fuerte  en  el  manejo  de  las  armas  y  comple- 
tamente desprovista  de  cultura.  «Hispani  semibarbari  et  afferati 
homines»  (7),  llamaba  Boccaccio  a  los  príncipes  españoles  por  sus 


(1)  Carta  desde  Roma  a  Pier  di  Cossino  dei  Medici,  1455,  en  PASTOE,  Eist.  des  papes, 
TI,  304,  n.  V.  una  anécdota  de  Arlotto,  obr.  cit.,  páginas  240-1. 

(2)  Vita  Brachii  en  RR.  II,  SS.,  XIX,  590. 

(3)  En  el  Antonius  (ópera,  ed.  cit.,  II,  f.  88  t.). 

(4)  Por  ejemplo,  Galateo.  Esposiz.  del  Pater  noster  (en  Collana  d.  Sant.  di  Tena  di 
Otranto,  IV,  171);  ARETINO,  Raggionamenti  (ed.  1584,  II,  46);  Rimatori  napolitani  del 
Quatrocento,  ed.  Mandatari,  páginas  10-11.  Serafino  Aquilano,  refiriéndose  a  la  elec- 
ción de  Alejandro  VI,  lamenta  que  la  nave  que  ciñe  «con  viento  en  popa  el  mar  del  Tíber» 
es  ahora  esclava  de  «la  galera  de  un  catalán»  y  que,  reducida,  va  a  servir  a  los  iberos. 
(Rime,  ed.  Menghini,  son.  XCI,  pág.  129). 

(5)  S.  Salomone  Marino,  en  Arch.  star,  iteti.,  XIX,  233-4;  Pithe,  Proverbi  sicil., 
,  p.  CXCII. 

(6)  Cfr.  Villani,  Cron.,  VI,  83;  Fazio  Degli  Uberti,  Civiche,,  ed.  Renier,  pági- 
nas 208-9. 

(7)  ¿Carta  que  acompaña  al  tratado  De  Cesibros  vivor.  illusi. 


—  41  — 

guerras  continuas,  describiendo  su  aspecto  físico  y  haciendo  refe- 
rencias al  «color  cadavérico»  que  les  distinguía  de  los  romanos  del 
color  español;  «amarillento»,  habla  Buenaventura  describiendo  las 
facciones  de  San  Antonio  de  Padua  que  se  llamó  en  el  siglo  Fer- 
nando Balhen  (1).  Gozaban  fama  de  belicosos  y  de  valientes. 
«Hombres  diestros  en  las  armas,  atrevidos  y  francos»,  les  llama 
Fazio  Degli  Uberti,  que  les  elogia  también  como  maestros  del 
mar  (2). 

Cuando  en  1420  Alfonso  de  Aragón  vino  a  Ñapóles,  encontrán- 
dose con  la  milicia  italiana  de  la  reina,  mandada  por  Braccio  de 
Montone,  Campano,  biógrafo  de  este  último,  cuenta  que  entre  el 
rey  y  el  famoso  condotiero,  y  entre  los  capitanes  españoles  e  ita- 
lianos, se  discutió  acerca  de  la  cualidades  y  defectos  de  ambas 
milicias.  Los  españoles  se  vanagloriaban  de  combatir  tan  enérgi- 
camente como  los  alemanes  y  como  los  franceses,  de  abrazar  casi 
todos  la  profesión  militar  y  de  hacer  estragos  en  las  filas  adver- 
sarias con  tal  ímpetu  y  ferocidad  que  pocos  prisioneros  con  vida 
les  quedaban  entre  las  manos,  echando  en  cara  a  los  italianos  el 
pequeño  número  de  soldados  que  tenían  en  el  campo  de  batalla, 
su  deficiente  modo  de  guerrear  y  los  poquísimos  muertos  que  lo- 
graban en  las  huestes  enemigas.  Braccio  responde  a  estos  razona- 
mientos que  el  arte  guerrero  no  radica  en  el  número,  sino  en  el 
valor,  y  el  valor  no  tanto  en  la  fortaleza  del  cuerpo  como  en  el 
temple  del  espíritu:  «Vosotros,  españoles,  nacidos,  educados,  ave- 
zados al  ocio,  corréis  en  gran  número  a  la  milicia,  ignorantes  del 
arte  militar,  haciendo  lo  que  podéis.  Os  arrojáis  sobre  el  enemigo 
a  guisa  de  fieras,  hiriéndoos  más  bien  con  vuestra  impericia  que 
con  el  hierro  del  adversario,  llamando  prudencia  a  vuestra  furiosa 
temeridad.  Además,  sois  verdaderamente  necios  en  vuestras  creen- 
cias, porque  estimáis  más  digno  morir  a  manos  del  enemigo  que 
escapar  a  sus  garras  y  burlar  su  acometividad.»  La  polémica  se 
hizo  general,  conformándose  todos  con  el  parecer  del  rey  Alfonso 
de  que  «los  italianos  sobresalían  por  su  arte  y  los  demás  por  su 
número;  los  españoles  y  los  franceses  peleaban  con  el  ímpetu  feroz 
del  ánimo,  y  los  italianos,  no  con  la  ira  precipitada,  sino  con  el  con  - 


(1)  Boccaccio,  Lettere,  ed.  Corazzini,  pág.  365;  cfr.  Voigt,  Secolo  del  Rinascimento 
trad.  ital.,  II,  345-7;  Filocolo,  ed.  Montier,  pág.  365;  cfr.  Farinelli,  lug.  cit.,  páginas  212. 
227.  Sobre  el  color  español  véase  el  Dialogo  dei  colori,  de  Dolce  (en  la  redente  ed.  e 
Carabba  del  Canciono). 

(2)  Dittamondo,  VI,  e.  27. 


—  42  — 

seio  prudente»  (1).  En  esta  ocasión.  Campano,  recordando  las  cor- 
tesías que  se  cambiaban  entre  españoles  e  italianos,  observaba  otro 
raseo  psicológico  de  los  españoles  cuando  escribía  que  son  «por  na- 
turaleza los  más  ceremoniosos,  entre  todos  los  pueblos»  (2).  Añade 
Panermita  que  la  rudeza  y  la  ignorancia  son  comunes  a  todos  los 
españoles  hasta  los  tiempos  de  Alfonso  de  Aragón,  añadiendo  que 
aborrecían  las  humanidades  hasta  el  punto  de  considerar  como 
llenos  de  ignominia  a  los  hombres  que  empleaban  su  tiempo  en  el 
estudio:  «ignominia  propemodum  notarent»  (3).  Sin  embargo,  se  había 
penetrado  la  literatura  italiana  en  aquellos  bárbaros  y  sabido  es 
que  el  Dante  y  el  Petrarca  fueron  estudiados,  traducidos  e  imita- 
dos en  España  y  en  las  cortes  de  los  reyes  castellanos  y  aragone- 
ses, llegando  la  imitación  a  su  grado  máximo  de  desarrollo  durante 
el  reinado  de  Juan  II  de  Castilla  (1407-1454).  En  España  comen- 
zaban a  gustarse  también  los  estudios  de  la  antigüedad.  El  nuevo 
aspecto  de  la  vida  italiana  comenzaba  a  revelarse  entonces  para 
los  españoles,  cosa  que  había  de  ocurrir  poco  después  a  los  italia- 
nos con  la  vida  española  (4). 


(1)  Vita  Brachu,  1.  e,  coli.  584-9;  cfr.  Panermita,  De  dictis  et  factis  Alphonsi  regís, 
IV,  44. 

(2)  Leteris  nationibus  natura  blandiores  (ivi,  c.  580). 

(3)  Obr.  cit.,  I,  4. 

(4)  Cfr.  Farinelli,  1.  c,  páginas  230-4;  B.  Santisenti,  I  princi  influssi  di  Dante, 
del  Petrarca  e  dell  Boccaccio  sull.  lette,  espagn.  (Milano,  1902);  cfr.  Farinelli,  Appunti  su 
Dante  in  Ispagna  nelV  età  media  (Giorn.  stor.  del  lett.  ital.,  1905,  Supp.,  núm.  8,  pági- 
nas 1-105);  Sulla  fortune  del  Petrarca  in  Ispagne  nel  Quattrocento  (ivi,  XLIV,  297-350); 
Note  sulle  fortune  del  Corbaccio  nelle  Spagne  medievale  (en  Misceli.  Mussafie,  Halle,  1905); 
Note  sul  Boccaccio  in  ¡spagna  nell  età  media  (en  Arch.  f.  nener.  Spr.  u.  liter.,  1906);  C.  B. 
Bourland,  B.  and  the  Decameron  in  castilian  and  catalán  literature  (en  Revue  hispani- 
que,  XII,  1-132). 


Ili 


LA  CORTE  ESPAÑOLA  DE  ALFONSO  DE  ARAGÓN  EN 

ÑAPÓLES 

Al  rey  Alfonso  de  Aragón,  a  este  monarca  al  que  hemos  visto 
presidir  y  resolver  la  disputa  entre  sus  capitanes  y  los  de  Braccio, 
y  que  supo  insinuarse  en  los  negocios  de  Ñapóles  durante  la  do- 
minación de  la  última  reina  de  Anjou,  apoderándose  del  territorio 
después  de  una  guerra  muy  larga  (1),  corresponde  la  trasplantación 
a  nuestro  continente  de  una  dinastía  española,  haciendo  valer, 
de  este  modo,  más  directamente  la  influencia  de  su  pueblo.  En 
Alfonso  de  Aragón  pensaban  cuantos  en  el  siglo  xvi  trataban  de 
dilucidar  los  orígenes  de  la  entonces  flamante  prepotencia  de  Es- 
paña en  Italia  (2).  «Fué  Alfonso — dice  Tristán  Caracciolo — el  que 
no  contento  con  la  herencia  paterna,  añadió  a  ella  las  provincias 
napolitanas,  haciendo  famoso  en  Italia  el  renombre  español  que 
casi  se  había  extinguido  en  ella.»  «Fué  Alfonso — repetía  más  tarde 
Giovio — el  primero  que  trajo  a  Italia  la  estirpe  española,  para  que 
aquí  reinase  durante  largo  tiempo»  (3). 

Y  fué  Alfonso,  además  y  sobre  todo,  el  que  familiarizó  a  los 
españoles  con  el  humanismo  italiano,  hasta  el  punto  de  haber  pa- 
sado a  la  historia  como  uno  de  los  principales  impulsores  de  la 
cultura  del  Renacimiento.  Los  príncipes  españoles,  henchidos  de 
conceptos  medievales  y  feudales,  desdeñaban,  como  hemos  visto, 
las  humanidades.  El  mismo  padre  de  Alfonso  VI,  el  valeroso  rey 


(1)  N.  F.  Faraglia,  Storia  delle  regine  Giovano,  II  d'Angió  (Laudano,  1904);  Storie 
della  lotte  pra  Alfonso  d'Aragone  e  Renato  d'Angió  (ivi,  1908). 

(2)  Hispanorum  nomen  pcene  abolitum  celebre  in  Italia  reddidit  (  Opuscoli,  ed.  Gréire 
página  145) 

(3)  Gui  primus  Hispaniei  sanguinis  stirpem  ut  in  ea  diu  regnaret,  I talee  imposintt . 
(Elogie  vivorum  bellica  virtute  illustrium,  ed.  Basilea,  1575  pág.  135). 


—  44  — 

Fernando,  era  considerado  por  Valla  como  parum  excultus  litris, 
aconque  ut  ilio  scBcollo  et  ut  in  hispane  nobilitate  non  indoetus;  el 
mismo  Valla  nos  refiere  ima  curiosa  anécdota  a  cuenta  de  su  igno- 
rancia (1).  Pero  Alfonso  se  opuso  con  todas  sus  fuerzas  al  desdén 
señorial  de  la  ignorancia,  hasta  el  punto  de  que  repitiéndose  en 
cierta  ocasión  y  a  su  presencia  el  apotegma  de  un  soberano  espa- 
ñol de  «que  no  convenían  las  letras  a  los  hombres  nobles  y  gene- 
rosos» exclamó  indignado  que  semejante  proposición  no  era  de  un 
monarca,  sino  de  un  buey  (2).  Y  logró  atraerse  y  rodearse  de  estu- 
diosos italianos  conversando  con  ellos  de  filosofía  y  de  humani- 
dades (3). 

Pero  ol  aspecto  italiano  y  humanístico  de  la  figura  del  rey  Al- 
fonso no  debe  hacernos  olvidar  su  condición  de  español  y  de  bár- 
baro (4).  Su  mismo  entusiasmo  por  los  estudios  tenía  cierto  barniz 
bárbaro  y  provinciano:  «Vayte,  vayte  a  estudiar))  (5),  decía  a  los 
muchachos  con  !os  que  se  topaba.  Pendiente  estaba  de  los  labios 
de  los  literatos  de  su  corte,  a  los  que  rendía  toda  suerte  de  hono- 
res (6).  Dio  la  vuelta  al  mundo  la  anécdota  de  la  mosca  que  se 
posó  sobre  su  nariz,  mientras  escuchaba  absorto  y  boquiabierto  al 
orador  florentino  Giannozzo  Mamietti.  Yo  mismo  he  publicado  re- 
cientemente (7),  una  carta  del  rey  al  cardenal  de  Aguilea  dándole 
las  gracias  por  unos  cuadros  y  una  estatua  que  éste  le  había  en- 
viado, en  la  que  dice  que.  antes  de  recibir  el  regalo  «no  avia  comi- 
do*, porque  tornaba  de  caza  y  «deliberé  antes  satisfazer  al  deseo  que 
al  cuerpo  e  las  vi  sin  otro  intervalo».  Si  algunos  advierten  en  el  rey 
vestigios  de  la  soberbia  e  hinchazón  peculiares  en  su  gente,  con- 
viene que  recordemos  su  fuerte  religiosidad  española.  Lector  asi- 
duo de  la  Biblia,  aficionado  a  los  estudios  teológicos,  siempre 
rodeado  de  obispos  y  de  frailes,  cuando  encontraba  por  la  calle 
el  Sacramento  descendía  del  caballo  y  lo  acompañaba  hasta  casa 


(1)  De  rebus  a  Ferd.  Arag.  rege  gestis  (en  Ker.  Hispan,  senpt.,  Francfort,  1579,  II, 
1071-2). 

(2)  Panermita,  obr.  cit.,  1,  56,  y  comentario  de  Enea  Silvio. 

(3)  Se  atribula  al  rey  Alfonso  una  traducción  española  de  las  epístolas  de  Séneca 
(G.  M.  Alexsandri,  El  perogone  della  lingue  toscane  et  Castiglione,  Ñapóles,  1560,  en  la 
dedicatoria. 

(4)  V.  Gotheim,  Culturen  twicklung  Sud-Italians  (Breslau,  1886);  cfr.  páginas  413- 
22,  573  y  siguientes. 

(5)  Así,  en  el  texto. — N.  del  t.. 

(6)  Lo  refiere  LüCENA  en  el  Libro  de  vida  beata;  cfr.  AMADOR  DE  IOS  RÍOS,  obr.  cit. 
VI,  389. 

(7)  En  la  revista  Napoli  nobilissima,  I,  127-8. 


—  45  — 

del  enfermo,  y  el  Jueves  Santo,  ante  la  presencia  de  la  corte  y  de 
los  embajadores,  lavaba  los  pies  a  los  doce  pobres  (1).  Ayudado 
por  el  Papa  español  Calixto  III,  contribuyó  grandemente  a  la  ca- 
nonización de  San  Vicente  Ferrer,  cuyo  culto  se  introdujo  en  Ña- 
póles, llegando  a  ser  San  Vicente  un  santo  popularísimo  en  esta 
región  (2).  Caracciolo  observa  que  cuando  Alfonso  entró  en  Ñapó- 
les «prirnus  ex  hispanorum  regum  familie  ad  nos  moderandosi},  era 
ya  hombre  maduro,  «cetate  iam  grandiosi,  quedragesimum  anim 
et  sextum  agebat  annum  (3).  No  habló  nunca  el  italiano  a  la  per- 
fección, sirviéndose  ordinariamente  de  la  lengua  española,  del  cas- 
tellano, que  no  del  catalán,  como  hijo  de  príncipe  castellano  edu- 
cado en  la  corte  de  Enrique  III  (4).  Españoles  eran  el  ceremo- 
nial, las  costumbres  de  su  vida  doméstica  (5).  En  sus  conversa- 
ciones se  refería  continuamente  a  las  cosas  españolas,  de  las  que 
se  valía  para  sus  comparaciones  (6). 

Con  Alfonso  se  llevó  a  cabo  otra  inmigración  española  seme- 
jante a  la  de  Sicilia,  y  muy  superior,  por  su  extensión  y  su  impor- 
tancia, a  la  catalana  en  la  corte  de  Roberto. 

Da  la  feconde  e  gloriosa  Iberia 
madre  di  re,  con  l'Hercule  Aragonio, 
e  da  la  bellicosa  intima  Esperia, 
señan  mili' alti  eroi  nel  regno  Ausonio, 
di  cui  li  gesti  e  la  virtù  notoria 
jaran  del  nobil  sangue  testimonio. 
¡Oh,  quanto  il  legno  fie  degno  di  gloria 
che'i  dee  portere  in  terre  di  Saturno/, 

cantaba,  algunos  decenios  después,  con  dejo  de  profecía,  el  poeta 
Cariteo,  o  lo  que  es  igual,  Benedicto  Gareth,  un  español  de  Bar- 
celona (7). 


(1)  Cfr.  Arch.  stor.  napol.,  XI,  101. 

(2)  Summonte,  Historia,  III,  118;  Arch.  stor.  napol.,  VI,  430;  en  un  soneto  lo  cantó 
Digennero  (Cam.,  ed.  Barme,  pág.  349).  De  su  tiempo  es  la  magnifica  tabla  con  la  his- 
toria de  la  vida  del  santo  que  se  admira  en  la  iglesia  de  San  Pedro  Mártir.  La  reina  Isabel, 
mujer  del  rey  Fernando,  elevó  a  San  Vicente  Ferrer  un  grandioso  templo. 

(3)  Oratio  ad  Alph.  ninior.,  manuscr.  Bibli.  Nacional,  IX,  c.  15;  folios  58-63;  sobre 
esta  oración  ha  disertado  Gotheim,  1.  cit. 

(4)  Vespasiano  di  Bisticci,  Vite,  ed.  Bartoll,  páginas  57-8. 

(5)  Panekmita,  obr.  cit.,  IV,  18. 

(6)  Obr.  cit.,  IV,  33. 

(7)  Rime.  ed.  Percopo,  11,  412-13. 


—  46  — 

Entre  aquellos  héroes  vinieron,  en  primer  lugar,  los  cuatro  hei> 
manos  Avalos  y  Guevara,  de  los  que  dice  el  poeta, 

frutto  d'un  sol  tonen  da  due  radici, 
duo  Aveli  e  duo  Guevare,  antique  genti, 
bellicosi  e  terror  degl'inimici  (1), 

de  un  solo  tronco,  siendo  hermanos  uterinos  Iñigo  y  Alfonso  de 
Avalos,  Iñigo  y  Fernando  Guevara,  porque  su  madre  Costanza  de 
Tovar  se  había  casado  en  primeras  nupcias  con  Pedro  Guevara  y 
en  segundas  con  Rodrigo  de  Avalos,  condestable  de  Castilla  y 
conde  de  Rivadeo,  que  había  perdido  sus  estados  por  militar  en 
la  facción  de  los  hermanos  de  Alfonso.  Los  cuatro  acompañaron 
al  rey  en  las  distintas  vicisitudes  de  la  larga  guerra.  Iñigo  de  Ava- 
los, conocido  con  el  nombre  de  «Conde  Camarlengo»  y  de  marqués 
de  Pescara,  había  sido  hecho  prisionero  con  el  rey  en  Milán,  sir- 
viendo después,  con  la  licencia  de  éste,  durante  algún  tiempo,  a 
Felipe  María  Visconti,  y  volviendo  al  lado  del  monarca  después 
de  la  conquista  definitiva  de  Ñapóles.  Alfonso  de  Avalos,  conde 
de  Archi,  ahogó  en  las  Calabrias  la  primera  revuelta  de  los  baro- 
nes (2).  Iñigo  de  Guevara,  queridísimo  del  rey  Alfonso,  corno 
cumplido  caballero,  muy  valiente  y  muy  experto  en  música,  dan- 
zas y  canciones  (3),  llegó  a  ser  mayordomo  y  gran  marisca],  mar- 
qués del  Vasto,  conde  de  Ariano  de  Potenza  y  de  Avice,  muriendo 
a  consecuencia  de  las  heridas  recibidas  en  la  batalla  de  Troya, 
defendiendo  el  trono  del  hijo  de  su  bienhechor.  Y,  finalmente, 
Fernando  Guevara,  después  de  haber  corrido  el  mundo  en  busca  de 
aventuras,  combatió  públicamente  en  1436  con  un  caballero  ale- 
mán, venciéndole  (4),  y  tomó  parte  en  el  asedio  de  Atienza  con  el 
rey  Juan  de  Castilla,  conde  de  Balcastro,  en  las  guerras  de  Italia; 
amante  de  los  estudios,  gran  poeta,  este  buen  Fernando,  no  dos- 
igual  en  majestad  al  rey  (5),  pasó  el  resto  de  su  vida  en  Ñapóles, 
donde  murió  ya  viejo  (6). 


(1)  Obr.  cit.,  II,  415. 

(2)  Percopo,  notas  en  los  lug.  cit.;  Ammirato,  Fam.  nob.  nap.,  II,  93-113;  la  bio- 
grafía de  Iñigo  en  Vespasiano  di  Basticci,  Vite,  ed.  Bartoli,  páginas  397-8. 

(3)  T.  Caracciolo,  De  varietete  fortunoe,  en  Opuse,  cit.,  pág.  106. 

(4)  Cancionero  de  Stúñiga,  páginas  456-7. 

(5)  Chariteo,  Rime,  ed.  cit.,  II,  415. 

(6)  Sobre  los  Guevaras,  Ammirato,  obr.  cit.,  II,  302-3;  DE  Lellis,  disc,  cit.,  I,  61; 
Percopo,  notas  citadas. 


—  47  — 

Fernando  Guevara  quedó  en  la  memoria  de  los  españoles,  en- 
riqueciendo su  literatura  con  la  gloria  de  estas  dos  familias;  Cer- 
vantes, en  Don  Quijote,  recuerda  que  don  Fernando  de  Guevara 
«fué  a  buscar  las  aventuras  en  Alemania,  donde  combatió  con  mi  ce 
Jorge,  caballero  de  la  casa  del  duque  de  Austria»  (1).  Tirso  de 
Molina,  en  ou  drama  Paktbras  y  plumas,  nos  habla  de  un  don 
Iñigo  «caballero  español»  en  la  corte  del  rey  don  Fernando,  que 
dice  ser  de  la  casa  de  Avalos, 

el  blasón 
de  la  española  nación, 

e  hijo  de  un  Ruy  López,  el  cual, 

vino  a  Italia 
con  don  Alfonso  el  primero 
...  que  el  reino  ganando 
con  su  prudencia  y  acero, 
hizo  al  tiempo  coronista 
inmortal  de  su  memoria. 
No  alcanzó  Alfonso  vitoria 
en  esta  noble  conquista 
que  no  se  le  atribuyese 
al  esfuerzo  y  al  dolor 
de  mi  padre  vencedor... 

En  otro  drama,  Cautela  contra  cautela,  aparece  un  don  Enrique 
de  Avalos,  y  fiel  a  su  rey  que  pelea  contra  los  cobardes  barones 
napolitanos: 

Enrique  de  Avalos  soy, 
marqués  del  Basto  y  Pescara; 
don  Alfonso  de  Aragón, 
rey  de  Ñapóles,  confía 
de  la  diligencia  mía, 


(1)    Parte  I,  cap,  49. 


—  48  — 

con  una  inmensa  aiición 
este  reyno;  gran  privado 
ministro,  por  tales  modos 
he  de  dar  ejemplo  a  todos... 

Con  los  Avalos  y  con  los  Guevara,  vinieron  los  Cavanillos  o 
Cavaiglia  con  García,  conde  de  Troya,  «el  primer  valenciano  que 
estableció  su  casa  en  Ñapóles»,  que  murió  en  1432  en  la  expedición 
contra  los  florentinos  (1);  los  Cárdenas,  con  Alfonso,  marqués  de 
Laino  (2);  los  Sisear,  con  Francisco,  aragonés,  camarero  del  rey  y 
conde  de  Ayelo  (3);  los  Centellas,  que  ya  habían  pasado  por  Sici- 
lia, con  Bernardo,  Francisco  y  Antonio,  marqués  de  Cotrone  (4). 
De  Sicilia  vinieron  los  Cardonas,  como  Alfonso,  conde  de  Reggio,  y 
Pedro,  que  fueron  ambos  camarlengos  del  rey  (5);  los  Díaz  Garlón, 
con  Pascual,  conde  de  Alife  y  castellano  de  Castelnuovo  (6);  los 
Mila  de  Valencia,  con  Pedro,  Ausías  y  Ludovico,  que  después  fué 
cardenal  (7);  los  Bisbal,  llamados  así  del  nombre  de  un  castillo 
que  poseían  cerca  de  Barcelona,  con  un  Bisbal  que  mandó  Gaete 
en  1453  y  cuyo  hijo  Francisco  sirvió  fielmente  a  los  sucesores  de 
Alfonso  (8);  los  Sanz,  con  Pedro,  Martín,  Bernardo  y  Arnaldo, 
también  éste  castellano  de  Castelnuovo  (9);  los  Ayerbe,  de  la  san- 
gre real  aragonesa,  con  Sancho,  señor  de  Simari  (10),  y  con  otros 
mil,  que  no  cito,  porque  el  lector  que  quiera  conocer  estos  nom- 
bres puede  acudir  a  los  infinitos  libros  que  existen  sobre  las  fami- 
lias nobles  napolitanas. 

Estos  inmigrados  españoles  establecieron  pronto  lazos  de  pa- 
rentesco con  las  familias  indígenas.  Iñigo  de  Avalos,  por  ejemplo, 
casó  con  Antonela  de  Aquino,  de  la  sangre  de  Santo  Tomás,  única 
hija  del  marqués  de  Pescara,  dando  origen  a  la  progenie  de  «Avalos 
y  de  Aquino...  honor  de  Ausonia  y  de  España»  (11);  Iñigo  de  Gue 


(I)  Giorn.  nap.,  ed.   Gravier,  pág.  153,  CARACCIOLO,  De  varietate,  cit.  pág.  103; 
Summunte,  obr.  cit.,  II,  140. 

(21    De  Lellis,  disc,  cit.,  I,  151-6. 

(3)  Obr.  cit.,  I,  284. 

(4)  AMMIRATO,  obr.  cit.,  II,  203-8. 

(5)  Arch.  stor.  nap.,  II,  325,  e  ivi,  VI;  Miniéis  Riccio,  passim. 

(6)  Ammirato,  obr.  cit.,  II,  61-3;  y  Miniéis  Riccio,  1.  e. 

(7)  Obr.  cit.,  II,  338-42;  Borelli,  lindex  neap.  nob.,  161-2;  De  Lellis,  I,  89-22 

(8)  Obr.  cit.,  II,  55-6. 

(9)  Obr.  cit.,  I,  79-80. 

(10)  De  Lellis,  obr.  cit.,  I,  453-60. 

(II)  Chakiteo,  Rim,  ed.  cit.,  II  190. 


—  49  — 

vara  casó  con  Cobella  Sanseverino,  hija  del  duque  de  San  Marcos, 
Antonio  Centellas  con  Enriquetta  Ruffo  (1),  Sancho  de  Ayerbe 
con  Bianca  Sanseverino,  y  el  hijo  de  éstos  con  Laura  Sisear. 
Dignos  de  mención  son  los  matrimonios  de  la  familia  Alegno,  dis- 
puestos por  el  mismo  rey,  que  hizo  casar  las  dos  hermanas  de 
Lucrecia,  a  la  que  él  amaba,  la  una  con  Juan  Ruiz  Arella,  catalán, 
capitán  de  Ischia,  y  la  otra  con  Ausias  Milá,  de  donde  descendie- 
ron los  Milano,  príncipes  de  Ardoze;  la  hija  de  Ausias,  Diana, 
contrajo  nupcias  con  Alfonso  Sanz,  hijo  de  Arnaldo  (2). 

Además  de  estas  familias  que  se  establecieron  en  el  reino  con 
feudos  y  parentescos,  muchos  otros  españoles  ocuparon  los  más 
diversos  empleos  de  la  administración  pública.  Las  páginas  de  la 
historia  de  la  época  están  llenas  de  sus  nombres.  Recordemos  a 
Raimundo  Doyl,  camarlengo  del  rey  y  virrey  de  Abruzzo  (3); 
Bernardo  Villamarino,  almirante,  como  otros  varios  de  su  apelli- 
do (4);  Lope  Jiménez  de  Unea,  que  fué  durante  algún  tiempo 
virrey  de  Ñapóles  y  concertó  la  paz  entre  Alfonso  y  los  genove- 
ses  (5);  Fray  Luis  Despuix  embajador  del  rey  (6);  Raymundo  de 
Ortaff,  catalán,  que  fué  enviado  con  una  legión  al  socorro  de 
Skanderberg  (7);  Martín  de  Lanuza  (La  Nuce),  alcaide  general  de 
Aragón  y  director  de  la  Armería  Real  (8),  etc.,  etc.  El  futuro  Papa 
Calixto,  Alfonso  Borgia,  fué  el  primer  presidente  del  Sacro  Real 
Consejo,  en  cuyo  cargo  le  sucedieron  otros  españoles,  como  el 
obispo  de  Urgel  y  Rodrigo  de  Falco;  al  servicio  de  Alfonso  estuvo 
veintidós  años  Mateo  Malferil,  de  Mallorca,  doctísimo  en  derecho 
civil  y  canónico  (9).  Las  escasísimas  noticias  que  se  tienen  de  la 
Universidad  de  Ñapóles  durante  aquel  período  nos  permiten  re- 
cordar, sin  embargo,  que  en  1451  enseñaba  en  ella  teología  Luis 
Cadure  y  física  un  cierto  Diego,  español  (10).  Recordemos,  entre  los 
prelados  españoles,  a  Juan  Soler,  al  humanista  Fernando  de  Cór- 


(1)  Véanse  curiosos  pormenores  en  Summonte,  III,  50-3;y  en  Giorn.  nap.  cit.,  pági- 
nas 131-2. 

(2)  ExpiLLY,  Della  casa  Milano,  París,  1753. 

(3)  Summonte,  III,  24,  51;  Miniéis  Riccio,  1.  cit. 

(4)  Summonte,  III,  111;  Miniéis  Riccio,  1.  cit. 

(5)  Summonte,  III,  37;  cfr.  Panormita,  I,  41,  III,  3,  9. 

(6)  Summonte,  III,  79;  Miniéis  Riccio,  lug.  cit. 

(7)  Summonte,  III,  161. 

(8)  Summonte,  III,  187;  Miniéis  Riccio,  1.  cit. 

(9)  Véase  su  biografía  en  Vespasiano  da  Bisticci,  ed.  cit.,  400-1;  cfr.  Minieisj  Ric- 
cio, 1.  cit. 

(10)  Canna  vaie,  Lo  studio  di  Napoli  nel.  Rinascimento.  (Torino,  1895),  pág.  44.  Sobre 
Cardona,  v.  Panormita,  1.  cit.,  I,  49. 

Espana  en  la  vida  italiana.  4 


—  50  - 

doba,  Felipe  Fagadell,  Juan  García,  Melchor  Miralles,  el  maestro 
Cabanas  (1).  Capellán  mayor  del  rey  era  Fray  Domingo  Exarch 
y  lugarteniente  suyo,  Martín  Cortés;  limosnero  del  duque  de  Cala- 
bria, Antonio  Pérez;  confesor,  Bernardo  Miguel  (2);  ayo,  Ximeno 
Pérez  de  Cornelia,  gobernador  del  reino  de  Valencia,  luego  de  la 
provincia  de  Tene  di  Laorro  (3);  gobernador  del  hijo  del  rey,  el 
caballero  valenciano  Guillermo  de  Vicho  (4).  Pintor  de  cámara 
y  familiar  del  rey  fué,  desde  1440  a  1451,  Jacomart  Baco  de  Va- 
lencia, al  que  se  atribuye  modernamente  algunas  pinturas  de  las 
iglesias  napolitanas  (5). 

Hay  luego  mi  enjambre  de  empleados  subalternos,  de  negocian- 
tes, de  artífices,  que  vienen  de  España,  como  vemos  en  las  cédu- 
las de  la  Tesorería  Real;  repasamos  los  nombres  de  los  plateros 
Francisco  Pérez,  Francisco  Ortál,  Hipólito  Ferrer;  del  sastre  Ber- 
nardo Figueras  y  del  portugués  Martino,  etc.  (6).  Español  era  el 
bufón  del  rey,  mosen  Borra,  cuyo  nombre  verdadero  era  Antonio 
Tallander,  de  Barcelona,  jurisconsulto  primero  y  bufón  después, 
en  cuyo  mísero  oficio  murió  en  Ñapóles,  y  cuyo  cuerpo,  llevado  a 
Barcelona,  fué  enterrado  en  aquella  catedral,  donde  podemos  ad- 
mirar hoy  su  efigie  en  mármol  con  las  campanillas  y  las  orejas  de 
burro  (7).  Lorie  de  Rosa  dice  en  su  elogio  de  Ñapóles  que  «toda  la 
ciudad  está  llena  de  catalanes»  (8);  muchos  catalanes  abandona- 
ban Barcelona  por  esta  ciudad  para  aventar  la  memoria  de  sus 
procesos  (9).  A  la  isla  de  Ischie,  que  fué  obstinadamente  rebelde, 
Alfonso  llevó  una  colonia  catalana   «ut  essent — escribe   Pan  ormi - 


(1)  Miniéis  Riccio,  lug.  cit.,  y  su  Biografie  degli  accademici  pontaniani,  cfr.  Vespa- 
siano da  Bisticci,  pág.  67.  A  todos  éstos  menciona  Amador  de  los  Ríos,  VI,  399-400. 
GOUBEKTE,  en  la  Coronica  de  Aragón,  Zaragoza,  1499,  de  la  que  hablaremos  oportuna- 
mente, fol.  CCXXIX,  juzga  que  Alfonso  «ahun  en  su  fin  se  falló  tan  venturoso  que  vino 
a  morir  en  mano  de  los  más  excellentes  y  más  quatholiquos  y  devotos  maestros  de  theo- 
logia  y  de  toda  virtud,  y  del  arte  de  bien  morir  en  especial  que  havia  en  la  cristiandad, 
maestre  Epila,  maestre  Soler  y  maestre  Fernando,  el  postrimero  de  los  quales,  ni  rogado 
por  el  rey,  ni  requerido  por  el  papa,  ni  escogido  por  la  ciudad  y  cabildo  de  Ñapóles,  quiso 
recebir  el  arzobispado  de  aquélla». 

(2)  Miniéis  Riccio,  1.  c. 

(3)  Miniéis  Riccio,  1.  c;  cfr.  Arch.  stor.  nap.,  II,  725. 

(4)  Arch.  stor.  nap.,  II,  275. 

(5)  E.  Bertatjx,  Les  disciples  de  Jean  van  Eyck  dans  le  royanme  d' Aragón  (en  Revue 
de  l'Art,  XXII,  1907,  páginas  339-60). 

(6)  Miniéis  Riccio,  1.  cit. 

(7)  Lo  recuerda  Pontano,  De  liberalitate,  c.  89;  v.  Jaime  Ripoll  en  las  Memorias 
de  la  Academia  de  Buenas  Letras  de  Barcelona,  v.  II,  y  otras  noticias  en  una  memoria 

de  M.  DE  BOFARULL. 

(8)  Arch.  stor.  nap.,  IV,  430. 

(9)  Vespasiano  de  Bisticci,  pág.  55;  cfr.  Gothein,  obr.  cit.,  pág.  414. 


—  51  — 

ta — ,  qui  cum  virginibus  aut  viduis  isclavis  conunbia  copularent, 
ratus  videlicet,  id  quod  evenit,  ánimos  illorum  delinire  et  conciliari 
posse  prole  suseepta»  (1). 

En  cierto  modo  puede  achacarse  a  la  influencia  española  el 
fuerte  predomino  que  el  feudalismo  tuvo  en  Ñapóles,  bastante  de- 
bilitado bajo  el  yugo  de  la  casa  de  Anjou,  luego  que  normandos 
y  suevos  lo  habían  despedazado  con  mano  férrea,  para  establecer 
la  monarquía  absoluta.  Alfonso,  que  procedía  de  la  feudal  España, 
acreció  su  poder  con  nuevas  concesiones,  aunque  al  ratificar  los 
privilegios  y  los  abusos  todos  de  los  señores  napolitanos  pensó  en 
hacérselos  gratos  para  que  aceptasen  luego  a  Fernando,  su  suce- 
sor e  hijo  bastardo.  Y  en  realidad,  lo  que  hizo  fué  llenar  de  difi- 
cultades a  su  hijo  y  a  los  descendientes,  con  la  pérdida  final  del 
reino,  debida  a  los  barones  turbulentos,  que  primero  llevaron  a 
Juan  de  Anjou  y  luego  a  Carlos  Vili.  A  Alfonso  de  Aragón  se 
debe  el  haber  traído  a  la  tierra  napolitana  la  ruinosa  institución 
canónica  del  vínculo  de  la  tierra  con  el  uso  de  los  pestos,  institu- 
ción que  en  Aragón  se  llamaba  de  la  mesta  y  entre  nosotros  el 
«Favoliere  de  Puglia))  (2).  Derivación  española  fué  el  Sacro  Real 
Consejo,  destinado  a  juzgar  las  apelaciones  que  se  hacían  al  rey 
desde  los  distintos  tribunales  e  imitado  del  Consejo  del  mismo 
nombre  que  funcionaba  en  el  reino  de  Valencia  (3).  Catalán  era  el 
idioma  que  se  usaba  en  las  cancillerías  y  en  catalán  se  escribían 
las  cuentas  y  cédulas  del  Tesoro  hasta  1480  (4). 

En  las  fiestas  y  en  las  diversiones  populares  napolitanas  se 
advertían  huellas  de  la  vida  social  española.  Como  reza  una  can 
ción: 

li  balli  maravigluosi 
tratti  da  catalani; 
li  lero  numi  giiisi 
tan  zentile  e  soprani: 
quisti  passa  italiani.  (5) 


(1)  Op.  cit.,  II,  22. 

(2)  V.  S.  Stjgenheim,  Geschichte  der  Aufhebung  der  Leibeigenschaft  und  Hórigkeit  in 
Europe.  (San  Petersburgo,  1861),  páginas  229-230;  cfr.  42  y  siguientes. 

(3)  Giannone,  Storia  civile,  I.  XXVI,  e.  4. 

(4)  Barone,  in  Arch.  stor.  nap.,  IX,  8. 

(5)  Pub.  por  Mazzatinti  en  el  apéndice  a  os  Rimatori  napol.  del  Quattrocento,  edición 
citada,  páginas  187-91. 


—  52  — 

Estos  «numi  giüsi»  eran  los  momos,  es  decir,  los  bailes  de  más- 
caras, de  lo  que  ya  escribía  el  obispo  de  Cartagena,  Alfonso  de 
Santa  María,  cuando  hacía  referencia  al  «juego,  que  nuevamente 
agora  se  usa  de  los  momos»,  juzgando  que  «aunque  de  dentro  del 
esté  onestat  e  maduretat  e  gravetat  entera,  pero  escandelízase 
quien  ve  fijosdalgo  con  visajes  ajenos»  (1).  La  misma  canción  re- 
cuerda, entre  los  bailes,  las  cascardas,  las  palomelas  y 

le  moresche  danze  avante 
le  basce  e  le  alte  appresso; 

las  «morescas»  eran  pantomimas  mezcladas  con  danzas,  y  las  «bajas» 
y  las  «altas»,  conocidísimos  bailes  españoles.  De  los  juegos  y  de 
las  representaciones  de  los  catalanes,  y  de  los  momos  tan  frecuen- 
tes en  la  corte  aragonesa,  encontramos  continuas  referencias  (2). 
Es  muy  posible  que  en  los  tiempos  del  rey  Alfonso  se  dieran 
en  Ñapóles  «corridas  de  toros»  y  «juegos  de  cañas»,  de  cuyas  diver- 
siones tenemos  precisas  noticias,  en  la  segunda  mitad  del  mismo 
siglo.  En  general,  el  mismo  poeta  citado  admiraba  el  lujo  que 
florecía  entonces  «en  Ñapóles  grande  y  bella»,  el  esplendor  de  las 
cabalgaduras  y  de  los  vestidos,  «las  capuchas  tan  diversas  de  ter- 
terciopelo,  con  franjas  largas  y  transversales»,  los  «cordones»,  las 
«mangas»,  admirando  la  galantería,  la  fascinadora  y  resuelta  ga- 
lantería del  traje: 

chi  vedessi  tanti  galanti, 

insemi  tutti  quanti, 

a  quest'ora  seria  servente. 

Güero  de  Riberos,  que  se  encontraba  precisamente  en  la  corto 
del  rey  Alfonso,  enumeraba  las  cualidades  del  galán: 

Capelo,  galoche,  guantes, 
el  galán  deve  traer, 
bien  cantar  y  componer 
en  coplas  y  consonantes, 


(1)  Cit.  por  Amador  de  los  Ríos,  VII,  470,  n. 

(2)  V.  Croce,  Teatri  di  Napoli,  nuov.  ediz.,  Bari,  1916,  páginas  6-7. 


—  53  — 

de  cavalleros  andantes 
leer  historias  y  libros, 
la  silla  y  los  estribos 
a  la  gala  concordantes  (1). 

Lo  que  nos  importa  advertir  ahora  es  que  toda  la  literatura 
vulgar  de  la  corte  del  rey  Alfonso  es  española,  porque  el  monar- 
ca apenas  si  entendía  el  italiano;  por  cuya  razón  no  podía  estimu- 
lar a  los  poetas  indígenas.  Son  escasísimos  los  monumentos  napo- 
litanos en  italiano  vulgar  de  aquel  entonces,  siendo  poquísimas 
las  rimas  que  se  recogen  en  el  cancionero  del  conde  de  Popoli  (2)  y 
en  el  poema  de  imitación  dantesca,  El  giardeno  de  Marino  Jonata 
de  Agnone,  que  fué  comenzado  no  en  época  anterior  a  1455  y  ter- 
minado en  1465.  Abundan,  por  el  contrario,  los  monumentos  de 
la  poesía  castellana  nacidos  en  el  suelo  de  Ñapóles.  Castellana, 
decimos,  y  raras  veces  catalana,  porque  Alfonso,  hijo  de  un  prín- 
cipe castellano  como  ya  hemos  dicho,  educado  en  Castilla,  era  más 
castellano  que  catalán.  Cuando  acompañando  a  su  padre  visitaba 
Aragón  y  Cataluña,  le  acompañaban  siempre  poetas  castellanos. 
Ñapóles  fué  después  uno  de  los  focos  principales  donde  se  verificó 
la  fusión  literaria  y  lingüística  de  las  distintas  poblaciones  espa- 
ñolas, nuncio  y  prólogo  de  la  unificación  política  (3). 

Aquellos  poetas  de  su  corte  eran,  o  grandes  señores  que  mane- 
jaban lo  mismo  la  pluma  que  la  espada,  o  escuderos,  pajes  o  me- 
nestrales, protegidos  de  estos  magnates.  Señalemos,  entre  los  cas- 
tellanos, a  Lope  de  Stúñiga,  a  Diego  de  Sandoval,  conde  de  Cas- 
tro; a  Gonzalo  de  Dueñas,  Hernando  Mugica,  Diego  del  Castillo, 
Juan  de  Tapia,  Juan  de  Andújar;  entre  los  aragoneses,  a  Juan 
de  Moncayo,  Juan  de  Sesie,  Hugo  de  Huníes,  Pedro  Ximénez  de 
Urrea,  Juan  Hernández  de  Híjar,  García  de  Borja,  Pedro  Cuello, 
Pedro  de  Santa  Fe,  con  otros  de  poca  importancia,  y  entre  los  ca- 
talanes, a  Francisco  Faner,  Pedro  Torrellas,  Juan  Ribellos  y  los 
Carvajales.  Sus  versos  están  casi  todos  recogidos  en  un  cancio- 
nero, del  cual  existen  códices  con  variantes  en  Madrid,  Venecia  y 


(1)  Coblas  sobre  la  gala,  en  el  Cancionero  general,  ed.  1573,  folios  79-80.  Cfr.  el  canto 
de  los  galanes  en  Gallardo,  Ensayo,  I,  471-5. 

(2)  Entre  los  rimadores  figuran  Cola  di  Monforte,  nacido  en  1415;  De  Gennaro,  na- 
cido en  1436.  Colette  y  Spinello  componían  versos  antes  de  1458.  Véanse  las  loas  a  la  de 
Alegno  en  los  versos,  páginas  52-3,  72-3,  132,  189. 

(3)  Véase  la  introduc.  al  Cancionero  de  Stúñiga,  p.  XXV-VI. 


—  54  — 

Roma  (1).  Poesías  líricas  en  su  mayor  parte,  como  convenía  a 
gente  guerrera  y  galante,  que  no  podía  deleitarse  con  las  compo- 
siciones doctas  y  con  las  disquisiciones  filosóficas  en  los  versos  (2). 
La  mayor  parte  de  esas  poesías  se  refieren  a  la  vida  napolitana 
y  a  casos  acaecidos  en  la  ciudad. 

Si  el  marqués  de  Santillana  había  descrito  en  la  Comedíela 
de  Ponza  la  desgraciada  batalla  naval  de  aquel  nombre  que  costó 
la  prisión  a  Alfonso,  Juan  de  Tapia  recuerda  en  sus  versos  las 
prisiones  de  Géixova,  en  las  que  yacían  los  compañeros  del  rey,  y 
las  más  cómodas  y  menos  lóbregas  de  Milán  (3).  Y  Pedro  de  Santa 
Fe  verifica  el  remoto  prólogo  de  la  conquista,  la  partida  del  rey 
de  tierras  de  España,  su  despedida  de  la  reina  María,  el  viaje  del 
rey,  el  acogimiento  que  recibe  de  la  reina  Juana  de  Ñapóles  y  la 
destrucción  de  esta  ciudad  (4),  siguen  las  alabanzas  al  rey  y  a  la 
reina  lejana  por  boca  de  Andújar  y  de  Tapia  (5),  y  de  varias  da- 
mas, como  la  condesa  de  Ademo,  mujer  del  siciliano  Guillermo  de 
Moneada,  cantadas  por  Andújar  (6);  de  Leonor  de  Aragón,  prin- 
cesa de  Posano,  por  Carvajal  (7);  de  la  mujer  de  don  Ladrón  de 


(1)  El  códice  de  Madrid,  conocido  con  el  nombre  de  Cancionero  de  Stúñiga,  se  pu- 
blicó como  Cancionero  de  Lope  de  Stúñiga,  códice  del  siglo  xv,  ahora  por  primera  vez  publi- 
cado (Madrid,  1872);  el  códice  de  la  Bibl.  herciana  fué  descrito  por  MUSAFIA  en  los 
Sitzungs  berichte  de  la  Academia  de  Viena,  1867,  y  el  de  la  Bibl.  Cesanetense  por  E.  Tkza, 
II  Cancionero  della  Casanatense  (Venecia,  1895).  Sobre  los  tres,  v.  las  observaciones  de 
MUSAFIA,  en  los  Denkschriften  de  la  Academia  de  Viena,  voi.  47  (1902),  pág.  2  y  siguien- 
tes. Otras  poesías  de  procedencia  napolitana,  sacadas  de  los  códices  parisinos,  publicó 
Ochoa  y  de  las  mismas  dio  fragmentos  Amador  de  los  Ríos,  obr.  cit.,  VI,  cap.  14,  Poe- 
tas de  la  corte  de  A  de  A.  En  las  bibliotecas  de  Ñapóles  no  existen  códices  españoles  del 
período  aragonés,  y  los  de  la  biblioteca  del  rey  de  Aragón  están  en  gran  parte  en  la  Nacio- 
nal de  París,  habiendo  sido  estudiados  por  Morel-Fatio,  Département  des  manuscrits 
espagnols  et  des  rnss.  portugais  (París,  1852);  cfr.  Ochoa,  Catalogue  des  mss.  espagn. 
(París,  1844),  páginas  378-5,  25.  Siete  colecciones  contienen  poesías  del  tiempo  del  rey 
Alfonso.  Códices  españoles  de  procedencia  napolitana,  llevados  de  aquí  por  el  hijo  del 
rey  Federico,  se  conservan  en  la  Universidad  de  Valencia;  cfr.  Amador  de  los  Ríos,  VI, 
446-7,  n.  Composiciones  catalanas  se  leen  en  el  códice  590  del  Fondo  italiano,  de  París; 
Mazzatinti,  Mss.  italiani  delle  biblioteche  di  Francia,  pág.  115.  En  Ñapóles  fueron  com- 
puestos muchos  versos  catalanes  del  Cancionero  de  la  Universidad  de  Zaragoza  (Menén- 
dez  Y  Pelato,  en  España  Moderna,  junio,  1894,  pág.  162).  La  conocidísima  poesía  de 
Juan  de  Dueñas,  La  nao  de  amor,  lleva  en  un  códice  de  París  la  advertencia:  «Fecha  en 
Ñapóles,  estando  en  prisión  en  la  torre  de  Sant  Vincent.»  Véase  ahora  el  proemio  de  Me- 
nendez  Y  Pelayo,  Antologia  de  poetas  líricos  castellanos,  voi.  IV,  Madrid,  1893. 

(2)  Wolf,  Studien,  pág.  212. 

(3)  Dezir  en  la  mala  pagua  et  presión  de  Genova,  cit.  por  Amador  de  los  Ríos,  VI, 
442,  n;  Canción  a  la  hija  del  duque  de  Milán,  siendo  en  prisión.  Cane,  de  Stúñiga,  pági- 
nas 203-4. 

(4)  Comiat  entre  el  Rey  y  la  Reina  en  el  viage  de  Ñapóles;  Lohor  del  rey  Alfonso  en  el 
viaje  a  Ñapóles;  Lohor  al  rey  en  la  recepción  fecha  por  la  reyna  napolitana;  Lohor  al  Rey 
en  la  destruyeión  de  la  ciudat  de  Ñapóles. 

(5)  Lohores  al  Rey  Don  Alfonso,  de  Andújar;  A  la  muy  excellente  reyna  de  Aragón 
et  de  Secilia,  de  Tapia  (Cane,  de  Stúñ.,  páginas  205-6). 

(6)  Cane,  de  Stúñ.,  192-4. 

(7)  Op.  cit.,  pp.  329-30. 


—  55  — 

Guevara,  por  Fernando  de  la  Torre  (1),  y  de  alegres  grupos  de 
damas  italianas  y  españolas  cantadas  por  Güero  de  Riberas  y  por 
Tapia  (2).  Entre  todas  las  damas,  los  poetas  exaltan  a  la  bella 
Lucrecia,  hija  de  Nicolás  de  Alegno,  amada  por  el  rey.  Tapia  la 
llama  «la  combatida  que  venció  al  vencedor»  no  vencida  nunca  por 
amor  (3),  y  Carvajales  celebra  la  admirable  castidad  de  aquellos 
amores,  en  que  la  virgen  napolitana  vive  en  medio  del  furor  de 
grandes  llamas,  entre  lenguas  de  fuego  que  la  rodean  sin  quemar- 
la, alegre  «como  entre  flores  y  ramas»  (4).  Como  Andújar,  Torre- 
Has  y  otros  varios  (5),  Carvajales,  por  encargo  del  rey,  compone 
una  poesía  cuando  Lucrecia  marcha  a  Roma  para  solicitar  del 
Papa  la  disolución  del  matrimonio  de  Alfonso  con  la  reina  María, 
año  1457  (6).  Hasta  el  gran  poeta  valenciano,  Ausias  March,  que 
desde  1426  a  1444  estaba  al  frente  de  una  halconería  real  y  man- 
daba al  rey  a  Ñapóles  los  halcones  que  él  mismo  adiestraba,  pare- 
ce aludir  a  Lucrecia  en  una  poesía  dirigida  al  monarca,  donde, 
con  el  pretexto  de  pedirle  un  halcón,  acude  a  la  intercesión  de  la 

done  que  vos  aven  sovent  davant 
satis fahent  vostres  senys  e  rahó  (7). 

Otros  versos  aluden  a  las  diversiones  de  la  corte.  Son  proble- 


(1)  Op.  cit.,  páginas  195-6. 

(2)  Op.  cit.,  páginas  168-71,  222-6.  La  primera  está  dirigida  al  señor  Francisco  de 
Centellas  y  comienza  así: 

Gentil  sennor  de  Centellas, 
ved  qué  forfía  sostengo: 
muchos  dicen  por  do  vengo, 
si  vi  tan  fermosas  damas 
como  las  napoletanas; 
yo  respóndoles  que  sy, 
salvo  seys  damas  que  vi 
en  belleza  soberanas. 

Estas  seis  bellezas  son  la  condesa  de  Ademo,  otra  que  se  llama  Gatula  o  Gottola,  una 
Lucrecia  de  la  gentil  sede  de  Nido — tal  vez  la  de  Alagno — ,  una  Camila  de  Capuana,  otra 
segunda  Lucrecia  y  Margarita  Minutólo,  mujer  de  mosen  Gallarte  (sobre  la  cual  v.  Fon- 
tano, Be  bello  neap.,  en  el  1. 1).  En  la  segunda  canción,  la  de  Tapia,  loando  y  nombrando 
todas  las  damas  de  Turpia  (?),  hay  una  larga  lista  de  nombres  italianos  y  españoles. 

(3)  Obr.  cit.,  páginas  207-8. 

(4)  Obr.  cit.,  páginas  305-8. 

(5)  Sobre  la  de  D'Alagno  y  los  poetas  que  la  cantaron  en  castellano,  catalán,  caste- 
llano y  latín,  véase  mis  trabajos  Lucrecia  d' Alagno,  en  Nuova  Antologie,  septiembre  1915; 
también  ha  publicado  un  canto  inédito  de  Torrellas  en  Arch.  stor.  p.  1.  prov.  nap.,  XL 
605-8. 

(6)  Cane,  de  Stúñ,,  pág.  336. 

(7)  Las  obras  del  valerós  cavaller  y  elegantissim  poet  AUSIAS  MARCH  (Barcelona 
560),  páginas  120-122, 


—  56  — 

mas  y  dudas,  como  los  de  Fernando  de  Guevara  que  dirige  al  rey 
la  pregunta  de  si  «las  danzas  y  los  amores  disturban  al  que  quiere 
dormir  bien»,  respondiéndole  el  rey  por  conducto  de  Carvajales  (1), 
o  los  de  Andújar  que  remite  la  sentencia  al  conde  camarlengo  Iñigo 
de  Avalos  (2),  o  los  juegos  poéticos  de  Fernando  de  la  Torre  (3), 
o  los  de  Lope  de  Stúñiga,  que  al  pedirle  seis  damas  una  composi- 
ción, hace  liso  de  seis  adormideras,  tomándolas  de  color  distinto, 
poniendo  ima  copla  en  cada  una,  mezclándolas  luego,  por  que  todas 
ellas  se  sirvan  de  tales  versos  en  sennal  de  su  ventura  (4).  Gentes 
y  lugares  de  Italia  y  tierras  napolitanas,  sirven  de  fondo  a  las 
aventuras  amorosas  de  otros  poetas  como  Carvajales,  que  en  sus 
serranillas  nos  transporta  a  Florencia,  y  a  Siena,  y  a  los  contor- 
nos de  Roma,  y  a  las  calles  de  Aversa,  donde  topa  con  una  joven 
y  linda  campesina: 

— Dónde  soys,  gentil  galana?... 
Respondió  mansa  et  sin  pressa, 
■ — Me  madre  e  de  Aversa, 
io,  misser,  napolitana  (5). 

Pero  no  es  preciso  espigar  demasiado  en  el  cancionero  que 
recoge  la  obra  de  estos  caballeros,  si  bien  en  el  Cancionero  de  obras 
de  burlas  provocantes  a  risa  (6)  las  composiciones  de  otro  poeta, 
medio  juglar,  medio  cerril,  Juan  de  Valladolid,  que  estuvo  muchos 
años  en  la  corte  de  Alfonso  y  en  la  de  Fernando  de  Ñapóles,  visi- 
tando desde  allí  diversas  ciudades  italianas.  En  1458  pasa  por 
Ferrara,  Mantua  y  Milán;  el  marqués  Borso  d'Este  lo  recomienda 
al  duque  de  Milán  «como  Juan  de  Valladolid,  poeta  español  y 
vulgar,  según  el  propio  parecer»,  hombre  y  cortesano  de  la  majes- 
tad del  rey  de  Aragón  y  de  Navarra,  etc.,  y  que  parece  que  sabe 
rimar.  El  marqués  Ludovico  Sonrege  de  Mantua  le  loaba  «por  su 
virtud  y  por  su  presteza  en  improvisar  la  rima  en  lengua  espa- 
ñola». Hacia  1462  volvía  a  Mantua,  con  recomendaciones  de  Fran- 


(1)  Cane,  de  Stúñ.,  páginas  337-40. 

(2)  Obr.  cit.,  71-9;  no  a  Juan  de  Bordaxi,  como  supone  el  editor,  pág.  415. 

(3)  Obr.  cit.,  páginas  273-293. 

(4)  Obr.  cit.,  páginas  294-5. 

(5)  Obr.  cit.,  pág.  373;  cfr.  páginas  352-3,  del  mismo,  por  un  gentilhombre  de  Nola, 

(6)  Edic.  de  L.  Usor  y  Río,  Londres,  1841;  las  poesías  de  Juan,  poeta,  páginas  59-63. 
73-81,96-7   128-30. 


—  57  — 

cisco  de  Sforza,  que  afirmaba,  a  su  vez,  «que  cantaba  muy  bien  y 
dice  que  es  un  poeta  vulgar,  que  se  deleita  rimando  en  sonetos». 
En  1473  repite  este  viaje  por  Mantua  y  por  Milán  con  cartas  de 
Fernando  y  de  la  duquesa  de  Calabria,  Hipólita  Sforza  (1).  A  Juan 
de  Valladolid  se  refieren  algunas  coplas  burlescas  de  Riberas  «es- 
tando los  dos  en  Ñapóles»,  en  las  que  se  dan  nuevas  de  las  voces 
que  corren  en  tomo  a  su  persona  en  Castilla  y  de  los  peligros  y 
amenazas  que  tiene  sobre  su  cabeza  (2). 

Los  mismos  poetas  de  los  días  felices  hicieron  oír  su  voz  en 
los  días  del  dolor  y  de  la  adversidad.  La  muerte  del  rey  Alfonso, 
acaecida  en  1458,  fué  lamentada  en  una  epístola  de  Fernando  Fe- 
lipe de  Escobar,  dirigida  a  Enrique  IV  de  Castilla  y  en  la  Visión  de 
Diego  del  Castillo  (3).  A  raíz  de  la  sublevación  de  los  barones,  Tapia 
consagra  palabras  llenas  de  emoción  a  la  devisa,  a  la  empresa  del 
rey  Fernando: 

Devisa  que  los  metales 

pesa  su  fortaleza 

y  gran  valia, 

pocos  te  fueron  leales 

mostrando  la  su  vilesa 

et  Urania  (4). 

Y  con  viveza,  aunque  con  cortesía,  atacaba  en  su  alvalá  o  di- 
ploma a  una  dama  infiel  a  los  aragoneses,  María  Caracciolo,  hija 
de  la  condesa  de  Arena: 

0  donzella  italiana, 
que  ya  fuiste  aragonesa, 
eres  tornada  francesa, 
no  quieres  ser  catalana! ... 

En  efecto,  el  conde  de  Arena  (5),  que  había  sido  partidario  de 


(1)  Doc.  pub.  por  E.  Motte,  Giovanni  da  Valladolid  alle  corti  di  Mantova  e  Milano, 
en  Arch.  stor.  lomb.,  XVII,  1890,  páginas  938-40;  v.  la  carta  de  recomendación  de  Fer- 
nando en  el  Bibliofilo,  de  Bolonia,  1886,  mim.  5,  pág.  68. 

(2)  Cancionero  de  obras  de  burlas,  páginas  100-2. 

(3)  Pub.  por  Gallardo,  Ensayo,  I,  592-600  y  en  Menéndez  Pelato,  Ant.  de  los 
poet.  lir.,  193-214. 

(4)  Cane,  de  Stúñ.,  209-10. 

(5)  En  1448,  el  territorio  de  Arena  era  propiedad  de  Cole  d'Arena,  cuyo  hijo  casó 
con  Juana  Ruffo,  (Arch.  di  Stato  di  Napoli,  Quintern.  di  Calabria  I  f.  210),  cfr.  De  Le 
LLis,  ins.  Bib.  Naz.,  X,  A,  2,  fs.  19,  210-211,  X,  A,  3,  f.  238. 


—  58  — 

Renato  de  Anjou,  en,  1458  se  unió  a  la  rebelión  de  Calabria,  pa- 
sando al  bando  de  Juan  de  Anjou,  y  aunque  la  condesa,  su  mujer, 
se  mantuvo  fiel  a  la  casa  de  Aragón,  la  hija,  por  el  contrario,  que 
se  menciona  en  una  carta  del  embajador  milanés  del  21  de  no- 
viembre de  1459  (1),  la  María  Caracciolo,  que  aquí  recordamos, 
parece  dominada  por  otro  sentimiento.  Tapia  alude  a  la  volubili- 
dad de  su  bella  amiga: 

Si  la  rueda  de  fortuna 
nos  torna  en  prosperidat, 
venceremos  tu  beldat 
y  la  tu  grand  fermosura. 
Faser  t'han  ceciliana 
aunque  eres  calabresa; 
dexarás  de  ser  francesa 
e  tornarás  catalana, 

y  termina  con  este  envío,  a  guisa  de  desafío: 

A  ti,  madame  María, 
Car  achula  el  sobrenombre, 
Johanne  de  Tapia  es  el  hombre 
que  aquesta  alvalá  te  envía  (2). 

Y  el  mismo  Tapia  reverenciaba  a  Catalina  Orsino,  condesa  de 
Buchianico,  mujer  de  Mariano  dAlagno,  cuya  figura  esculpida  se 
ve  aún  en  la  iglesia  de  Santo  Domingo  de  Ñapóles: 

Bien  mostrastes  lealtad 
a  la  casa  de  Aragón, 
sufriendo  toda  presión 
con  fé,  amor  y  verdat, 
defendiendo  nuestra  empresa 
contra  Francia  et  casa  Ursina, 
porque  soys  de  fama  dina 
de  Buchianico  condesa  (3). 


(1)  Nunziante,  I  primi  anni  di  Ferdinando  d'Aragona,  en  Arch.  stor.  nap.,  XVIII, 
579,  586,  612,  617. 

(2)  Cane,  de  Stúñ.,  198-202. 

(3)  Obr.  cit.,  218-9, 


—  59  — 

Otros  cautos  injurian  a  los  barones  desleales  y  elogian,  en  cam- 
bio, a  los  valientes  muertos  en  defensa  del  rey,  como  el  de  Carva- 
jales hablando  de  Jaumot  Torres,  capitán  de  los  ballesteros  reales, 
muerto  junto  a  Carinola  en  una  de  las  vicisitudes  de  la  gue- 
rra (1),  Sepultados  en  la  iglesia  de  San  Pedro  Mártir,  bajo  el  epí- 
grafe funerario  con  la  fecha  de  24  de  febrero  de  1460,  se  leían  tiem- 
po atrás  algunos  dísticos  de  Pontano  (2),  que  convendría  buscar  a 
las  composiciones  de  este  poeta  (3).  El  rimador  español  comienza 
su  canto  con  una  solemne  descripción  de  la  salida  al  campo  del 
héroe.  Alboreaba;  las  trompas  guerreras  daban  la  señal;  el  cielo 
estaba  velado  de  nubes,  y  las  gentes  comenzaban  a  moverse,  y  a 
la  cabeza  de  ellas,  Jaumot,  más  hermoso  que  Aquiles,  sobre  un 
alto  y  poderoso  corcel,  con  armas  deslumbrantes,  vestido  de  mora- 
do damasco.  Pero  no  describe  el  combate,  del  cual  dice  Pontano: 

Duus  ruit  incantus  stratum  Iaomotus  in  hostem, 
occubat  et  vieti  vietar  ab  ense  cedit; 

pero  en  cambio  nos  cuenta  cómo  fué  llevado  el  cuerpo  ensangren- 
tado a  Capua,  y  desde  Capua  a  Ñapóles,  con  gran  honor,  llorado 
como  no  se  le  hubiera  llorado  en  la  misma  Valencia,  su  patria. 
Haciendo  más  solemne  el  duelo,  movit  amans  fletum  virgo,  dice 
Pontano  y  Carvajales: 

E,  sobre  todo,  más  duelo  faria 
una  j erniosa  duenna  o  donzella, 
messándose  toda  en  mucha  querella, 
rasgando  su  cara  que  sangre  corría... 

Recordemos,  en  fin,  el  Romance  del  Rey  Don  Fernando,  en  el 
que  se  habla  del  dolor  de  la  reina  Isabel  por  la  falsa  noticia  de 
la  muerte  del  rey — ¿después  de  la  batalla  de  Sarno? — y  de  la  lle- 
gada del  mensajero  con  las  nuevas  de  la  derrota  del  ejército  real 
y  de  la  salvación  del  soberano  (4). 


(1)  Obr.  cit.,  381-3. 

(2)  D'Eugenio,  Napoli  sacra,  pág.  460. 

(3)  De  tumulis,  I,  31,  en  Carmina,  ed.  Soldati,  II,  185. 

(4)  Fragmentos  en  Ahador  de  los  Ríos,  VI,  486-7. 


IV 

ESPAÑOLES  Y  COSAS  ESPAÑOLAS  EN  LA  CORTE 
DE  FERNANDO  DE  ÑAPÓLES 

La  muerte  de  Alfonso  y  la  separación  del  reino  de  Ñapóles 
de  los  demás  dominios  de  la  casa  de  Aragón,  incluyendo  los  ita- 
lianos de  Cerdeña  y  de  Sicilia,  detuvieron  algún  tiempo  la  inmi- 
gración española  en  nuestro  país,  dando  lugar  a  que  volviesen  a 
su  procedencia  muchos  de  los  españoles  que  habían  seguido  las 
huellas  del  conquistador.  Durante  su  reinado,  continuó  la  aversión 
de  los  napolitanos  a  los  catalanes,  aversión  que  parece  simboliza- 
da por  la  anécdota  de  aquel  maestro  Francisco,  sastre  de  Cellario, 
partidaiio  del  rey  Renato  que  odiaba  mucho  al  rey  Alfonso,  lla- 
mándole catalán  a  guisa  de  injuria.  Cuando  lo  veía,  le  maldecía 
para  que  le  oyesen  los  demás,  con  las  palabras:  «¡No  puede  ser 
más  catalán!» — alabando  a  Renato  y  los  franceses — ,  hasta  que  el 
rey  logró  reconciliarse  con  él  (1).  Pero  Alfonso,  preocupado  de  las 
protestas  y  lamentaciones  de  sus  paisanos,  no  podía  evitar  el  des- 
contento de  los  indígenas,  como  vemos  en  Tristán  Caracciolo  que 
diserta  sobre  la  externitas,  sobre  el  extranjerismo  del  monarca  (2). 
Los  barones  napolitanos  miraban  con  hostilidad  a  los  barones  es- 
pañoles, hasta  el  punto  de  que,  en  cierta  ocasión,  las  dos  noblezas 
estuvieron  a  punto  de  chocar,  como  aconteció  con  el  desafío  que 
lanzó  Juan  Antonio  Caldora  a  Iñigo  de  Avalos,  que  le  recusó,  de- 
clarando que  él,  caballero  limpio,  no  podía  batirse  con  el  descen- 
diente de  Jacobo  Caldora,  cuya  infidelidad  había  hecho  de  todos 
sus  sucesores  hombres  de  «reproche»  (3).  En  una  de  las  enferme- 


(1)  B.  Capasso,  en  strenna  Giannini,  a.  III,  páginas  97-101. 

(2)  De  varietale  fortuna,  ed.  Grévier,  páginas  83-4;  y  Oratio  ad  Alfonsum  iuniorem 
edición  citada. 

(3)  Costanzo,  Historia,  1.  XIX. 


—  62  — 

dades  del  rey  Alfonso,  «los  catalanes  comenzaron  a  guardar  sus  ri- 
quezas en  los  castillos  y  muchos  señores  empezaron  a  adoptar  po- 
siciones nuevas»  (1).  En  la  última  dolencia  del  monarca,  Ñapóles 
se  alzó  contra  los  catalanes,  viéndose  precisado  el  príncipe  Fer- 
nando a  pasear  a  caballo  por  la  ciudad,  dando  satisfacción  a  los 
revoltosos  y  expulsando  a  muchos  catalanes  de  Ñapóles  (2).  Se 
dice  que  el  rey,  en  su  agonía,  aconsejó  al  hijo  que  prescindiese  de 
aragoneses  y  de  catalanes  y  que  solamente  llamara  a  los  italianos 
a  su  consejo  (3).  El  príncipe  de  Taranto,  que  a  poco  se  rebela  con- 
tra el  nuevo  rey,  decía  al  embajador  de  Sforza  que  Alfonso  jamás 
había  tenido  en  cuenta  sus  servicios,  a  causa  de  los  catalanes 
«enemigos  de  los  italianos,  sobre  todo,  de  los  valientes»,  y  que 
Fernando  parecía  dispuesto  a  seguir  por  el  mismo  camino,  porque 
en  los  asuntos  de  monta  «se  unía  a  los  españoles  y  a  los  catalanes, 
siguiendo  sus  consejos  y  orientaciones»,  a  lo  que  el  embajador  le 
respondió  haciéndole  notar  que  «la  mayor  parte  de  los  catalanes 
habían  vuelto  a  su  país,  y  que  los  poquísimos  que  quedaban  en  la 
corte  se  habían  vuelto  más  circunspectos»  (4). 

En  efecto:  volvieron  a  la  patria,  para  no  citar  mas  que  prela- 
dos, Fernando  Valenti,  Cardona,  Soler,  Guillermo  de  Onigdorfile 
y  otros,  deshaciéndose  la  bella  compaña  de  los  poetas.  Diego  del 
Castillo,  en  su  Visión,  hacía  lamentarse  así  a  los  criados  y  servido- 
res del  rey  moribundo: 

¿A  do  fallaremos,  mezquinos,  tal  corte, 
tal  rey,  compañeros  de  todos  y  guai?... 
¿Adonde  seremos  tan  bien  rescibidos 
y  quién  nos  dará  tan  sano  consejo? 
¿Adonde  podremos  fallar  un  tal  viejo 
rey  más  humano  que  vieron  nacidos? 
¡Iremos  agora  ya  muy  desparcidos 
por  tierras  ajenas  con  mucho  dolor, 
seremos  ovejas  que  van  sin  pastor 
a  manos  de  lobos  sin  duelos  comidosl  (5). 


(1)  Giorn.  nap.,  fecha  5  abril  1444,  ed.  Gravier,  páginas  130-1. 

(2)  A.  DE  Tümmulillis,  Notabilia  temporum,  ed.  Corvisieri,  pág.  74. 

(3)  El  fragmento  de  la  Crónica  que  da  esta  noticia  es  muy  conocido;  v.  Giannone 
Storia  civile,  XXVI,  6. 

(4)  Nunziante,  obr.  cit.,  XVIII,  411,  429-33.  Cfr.  la  Cronica  di  Anonimo  Verorose, 
ed.  Soranzo  (Venezia,  1915),  pág.  112. 

(5)  Página  205  de  la  edic.  de  Menéndez  y  Pelato. 


—  63  — 

El  nuevo  rey  necesitaba  el  apoyo  indígena,  porque  la  actitud 
de  los  aragoneses  de  España  con  relación  al  reino  de  Ñapóles  no 
era  del  todo  benévola.  Muy  conocido  es  el  intento  que  el  partido 
español  de  Ñapóles  inició,  de  acuerdo  con  Carlos,  príncipe  de  Viana, 
hijo  de  Juan  y  primo  de  Fernando,  para  mantener  aquel  dominio 
alejado  de  España  (1).  A  la  proclamación  de  Fernando  contribu- 
yeron poderosamente,  al  lado  del  pueblo  napolitano,  aquellos  es- 
pañoles, que,  emparentados  con  familias  napolitanas,  se  habían 
convertido  en  napolitanos  por  defender  sus  intereses  (2)  y  aunque 
el  rey  Juan  no  pensase  nunca  seriamente  en  reivindicar  Ñapóles, 
Fernando  miraba  siempre  con  recelo  hacia  Occidente,  hacia  Ara- 
gón, como  se  prueba,  por  ejemplo,  al  acercarse  la  flota  de  socorro 
que  le  enviaron  de  Aragón  contra  el  pretendiente  de  la  casa  de 
Anjou;  pactó  inmediatamente  con  Juan  Coreglia,  gobernador  re- 
belde de  la  isla  de  Ischia,  temiendo  que  la  colonia  catalana  alzase 
la  bandera  de  Aragón,  animando  al  rey  Juan  a  que  se  apoderase 
del  reino  (3). 

Cuando,  acabada  la  guerra,  Fernando  se  encontró  señor  única- 
mente de  las  tierras  napolitanas,  tuvo  cordiales  relaciones  de  pa- 
rentesco con  los  soberanos  de  Aragón,  participando  cordialmente, 
como  era  natural  en  un  príncipe  de  sangre  española,  en  las  ventu- 
ras de  la  Península  Ibérica.  Por  encargo  y  a  nombre  de  Fernando, 
Diómedes  Caraffa,  conde  de  Meddaloni,  escribía  un  memorial  de 
advertencias  políticas  y  militares  para  Enrique  IV  de  Castilla  en 
una  de  tantas  ocasiones  en  que  aquel  príncipe  botarate  tenía  ne- 
cesidad de  consejo  (4).  Aquellos  lazos  de  afecto  y  de  buena  inteli- 
gencia se  consolidaron  con  el  segundo  matrimonio  de  Fernando, 
en  1477,  con  Juana,  hermana  del  que  luego  fué  Rey  Católico  (5). 
Progresó  rápidamente  la  nacionalización  de  los  aragoneses  de 
Ñapóles  (6),  cuyo  gobierno  era,  en  los  aspectos  político  y  económi- 
co, independiente  de  España,  faltando  tan  sólo,  como  disminuyó 


(1)  G.  Desdevises  du  Desert,  Don  Carlos  d' Aragón,  prince  de  Viane,  Elude  sur 
l' Espagne  du  nord  au  XV  siècle,  París,  1889. 

(2)  Costanzo,  Historia,  1.  XIX. 

(3)  Costanzo,  1.  XX. 

(4)  Conocemos  un  arreglo  hecho  en  el  siglo  xvi  en  el  libro  Gliammaestramenti  mili- 
tare, del  Sr.  D.  Caraffa,  primer  conde  de  Meddaloni  e  di  Cerreto  (Napoli,  1608);  v.  Cro- 
ce, Memoriale  a  Beatrice  d'Aragona  (Nap.  1894),  pref.;  y  la  monografia  de  Persico, 
Diomede  Carafa,  uomo  di  Stato  e  scrittore  del  s.  XV  (Nap.  1899). 

(5)  Passaro,  Giornale,  pág.  33. 

(6)  Véanse  las  preciosas  observaciones  de  Ranke,  en  Geschichte  der  romanisch,  u. 
german.  Vòlker,  ed.  cit.,  páginas  142-3. 


—  64  — 

en  efecto,  llegando  casi  a  desaparecer,  el  predominio  de  los  indíge- 
nas con  perjuicio  para  los  españoles  inmigrados.  Los  italianos, 
cuyo  nombre  apenas  aparece  durante  el  reinado  de  Alfonso,  abun- 
dan y  predominan  en  la  historia  de  Fernando,  cuyos  ministros  de 
Estado  se  llaman  Antonio  de  Petruciis  y  Juan  Pontano.  De  tal 
modo  se  aliaron  las  familias  de  barones  españoles  con  las  de  los 
barones  italianos,  que  entre  ellos  hubo  barones  que  participaron 
en  las  conjuras  y  se  rebelaron  contra  el  rey,  como  aconteció  con 
el  marqués  de  Cotune,  Antonio  Centellas,  y  más  tarde,  en  1486, 
el  gran  siniscalco,  Pedro  Guevara,  hijo  de  Iñigo,  y  marqués  del 
Vasto,  que  perdió  sus  propiedades  y  su  vida  en  la  segunda  con- 
juración baronil  (1). 

Pero  sería  aventurada  la  afirmación  de  que  el  elemento  espa- 
ñol fué  eliminado  totalmente  de  la  vida  napolitana,  lo  que  no  era 
posible,  no  sólo  por  los  lazos  sociales  que  ya  se  habían  afirmado, 
sino  por  los  dinásticos  con  la  madre  patria,  a  los  cuales  nos  hemos 
referido,  y,  finalmente,  por  la  creciente  importancia  que  la  corona 
española  iba  adquiriendo  en  los  Estados  europeos,  sobre  todo  en 
Italia,  donde  sus  relaciones  eran  más  próximas  y  antiguas.  El 
mismo  Fernando,  nacido  en  España  y  educado  entre  españoles  y 
por  españoles,  no  pudo  olvidar  del  todo  sus  costumbres,  y,  como 
ya  advertía  Tristán  Caracciolo,  tenía  no  pocas  cualidades  del  ca- 
rácter español,  y  su  parentesco  con  los  indígenas  y  con  los  hijos 
que  le  habían  nacido  en  Italia  no  le  apartaban  de  la  compañía  y 
del  consejo  de  sus  fieles  compatriotas,  no  pudiendo  nunca  conver- 
tirse en  «punino  nostrum  se  prceberedicique  velleU  (2).  Escribía  bas- 
tante mal  el  italiano  vulgar,  mezclándole  con  giros  y  modismos 
españoles  (3),  y  español  hablaban  lo  mismo  él  que  su  hijo,  el  duque 
de  Calabria,  cuyas  inclinaciones  eran  también  muy  españolas  (4). 
Muchos  españoles,  a  pesar  de  haberse  repatriado  gran  número  de 
cortesanos  del  rey  Alfonso,  permanecieron  en  sus  empleos,  vivien- 
do en  Ñapóles  también  gran  número  de  los  antiguos  compañeros 
del  conquistador.  Hasta  1484  permaneció  en  la  ciudad  el  fidelísi- 
mo conde  camarlengo  Iñigo  de  Avalos  (5),  teniendo  sinecuras  y 


(1)  T.  Caracciolo,  De  varietate  fortunes,  pág.  106. 

(2)  Oratio,  ms,  cit.,  Gothein,  obr.  cit.,  páginas  523-9. 

(3)  Véase  una  carta  de  su  puño  y  letra,  publicada  por  Novati,  in  Rass.  bib.  d.  lett. 
iial.,  II  (1894),  pág.  207. 

(4)  Giovio,  Dialogo  delle  imprese  (Leóne,  1559),  pág.  32. 

(5)  Passaeo,  Giornale,  pág.  44. 


—  65  — 

gobiernos  los  Guevara,  los  Cabanilla,  los  Bilbal,  los  Sisear,  los  Cár- 
denas, los  Ayerbe  y  otros.  En  las  milicias  había  también  capita- 
nes y  soldados  españoles  (1),  así  como  en  la  mayor  parte  de  los 
empleos  públicos  (2).  En  catalán  continuaron  redactándose,  como 
ya  hemos  dicho,  las  cédulas  de  tesorería. 

Por  lo  demás,  eran  frecuentes  los  viajes  de  España  a  Ñapóles 
y  las  largas  estancias  de  los  españoles  en  esta  ciudad.  En  la  igle- 
sia de  Santo  Domingo  leíase  el  siguiente  epitafio  en  el  sepulcro 
de  una  anciana  de  ochenta  años,  muerta  en  1469,  mujer  de  Jaco- 
bo  Feror:  «Mi  nombre  es  Blanca  y  mi  patria  Barcelona.  Cuando 
Ñapóles  era  más  castigada  por  la  guerra,  yo,  para  volver  a  abra- 
zar a  mis  hijos,  vine  a  Ñapóles,  donde  he  muerto  a  los  cinco  años 
de  mi  estancia»  (3).  De  Barcelona  venía  en  1467  ó  1468  Benito 
Gareth,  que  con  el  seudónimo  de  Gariteo  logró  bastante  renom- 
bre entre  los  poetas  de  la  época  (4).  Con  Gariteo  vivían  en  Ñapó- 
les parientes  suyos,  entre  los  cuales  recordamos  un  sobrino  llama- 
do Bartolomé  Casarsagia.  La  mujer  que  amó  Gariteo  y  a  la  que 
cantó  con  el  nombre  de  Luna  marchó  casada  para  España.  De 
otra  dama  catalana  existe  memoria  de  haberse  enamorado  otro 
poeta,  Jacobo  de  Jennaro  (5).  Entre  los  compañeros  de  profesión 
de  Gareth  figuraba  el  español  Juan  Pardo,  consagrando  sus  ver- 
sos a  muchos  españoles,  no  solamente  a  los  príncipes  de  sangre 
real  y  a  los  de  Avalos,  a  los  que  era  particularmente  afecto,  sino 
a  Pedro  Lázaro  de  Egea,  al  jurisconsulto  Gerónimo  de  Coli,  a  Gon- 
zalo Fernando  de  Heredia,  arzobispo  de  Tarragona  y  embajador 


(1)  Para  Iñigo  López  de  Ayala,  v.  Faraglia,  Ettore  Fieramosca,  pág.  59,  n. 

(2)  La  nota  del  Códice  de  la  Doctrina  moral,  ms.  esp.  21  de  la  Nac.  de  París,  dice  así: 
*Yo  Pere  Bleza  de  Yallencia,  criat  dell  glorias  rey  Alfonso  Daragún,  compri  lo  dit  libre  en  los 
banchs  de  Ñapóles  en  mans  de  coredor,  a  quinse  del  mes  de  giner  del  any  MCCCCLXIII, 
esent  castellari  del  castcll  della  chera  (de  la  terra)  per  pari  dell  molt  alt  senyor  rey  don  Fer- 
nando a" Aragón,  rey  della  gran  Cicilia.»  Se  recuerdan  algunos  artífices  españoles  de  aque- 
lla época,  como  los  pintores  Gilio  Rogico  (1483)  y  Alvaro  y  Pedro,  españoles  (1485-88). 
V.  Filangieri,  Indice  degli  artisti,  II,  15,  383,  572.  Un  pintor,  Fernando  Brigos,  traba- 
jaba en  Ñapóles  años  después  en  1509  (obr.  cit.,  I,  57).  En  1469  se  encontraba  al  lado  del 
rey  Fernando  mosén  Narciso  Verdun,  licenciado  en  Sagrada  teología,  de  quien  el  rey  decía 
que  era  hombre  «de  fama  singular  y  de  vida  modestísima»  y  de  «doctrina  assay  loguista», 
y  al  cual  procuró  la  abadía  de  Santa  María  del  Patir  (Arch,  di  Stato  di  Napoli,  Collat. 
comune,  6,  páginas  62,  107,  108). 

(3)  Db  Stefano,  Descricione  dei  luoghi  sacri  di  Napoli,  f.  117. 

(4)  Véase  la  int.  de  Peecopo  a  las  Rime. 

(5)  Soneto: 

Dal  barbarico  sito  al  dolce  nido, 

in  Canzoniere,  ed.  Barone,  pág.  74.  Entre  las  rimas  de  Galeote  hay  una  «Venando  de  Var- 
selona  ad  un  cavaliere  che  veniva  prima  in  Napoli»;  v.  Giorn.  stor.  lett.  ital.,  XX,  13,  79. 
España  en  la  vida  italiana.  5 


—  66  — 

del  Rey  Católico,  al  conde  de  Belcaltio  Fernando  de  Guevara  y 
a  Baltasar  Milán,  segundogénito  de  Ausias,  al  que  apostrofaba 
de  esta  manera: 

Reliquia  de  l'antica  libértate, 
onor  de  l'alta  patria  valentina, 
Milano,  pieu  d'ingegno  e  di  dottrina, 
de  virtù  militare  e  nobiltate. 

Y  resucitó  con  fuerza  el  orgullo  de  sus  paisanos  recordándoles  la 
estirpe  real  de  Aragón  «progenie  más  que  humana  de  los  Godos», 
elegida  por  Dios  para  dar  paz  y  gloria  a  la  sufrida  Ñapóles  (1). 

La  inmigración  era  esporádica,  no  solamente  entre  los  nobles, 
sino  entre  el  pueblo,  porque  en  1463  un  cronista  advierte  que  «ve- 
nerunt  tres  naves  meratm  catalanis  de  Barchinina  cum  uxoribus  et 
filiis  corum  Neapolim»  (2)  que  debían  ser  obreros  o  mercaderes. 
De  aquí  proviene  el  florecimiento  de  su  colonia  en  Ñapóles  y  el 
recrudecimiento  de  los  motines  contra  los  catalanes,  como  el  famo- 
so de  noviembre  de  1485,  del  que  nos  dice  el  mismo  cronista  que 
hubo  una  gran  revuelta  entre  catalanes  y  napolitanos,  muriendo 
cuatro  de  aquéllos  y  dos  de  éstos,  teniendo  que  escapar  los  cata- 
lanes al  Molo,  cerrando  la  puerta,  y  aplacándose  el  motín  al  día 
siguiente»  (3).  ¿Qué  más?  De  España  y  de  Sicilia  venían  a  Ñapó- 
les mujerzuelas  de  placer,  como  dice  Pontano,  hablando  del  fin  de 
la  guerra  y  del  restablecimiento  de  la  paz:  «eí  iam  audio  Sicilia 
Hispaniaque  ex  intima  adventum  nobis  florem  scortillorum,  recen- 
tissimum  quidem  vezereum  mercimonium,  urbanosque  inventutis  Ule- 
cebras  atque  allectamenta»  (4).  Así  este  buen  Pontano,  que  a  su  vez 
no  hacía  caso  mayor  de  su  fe  conyugal,  divirtiéndose  con  una  ga- 
ditanula,  con  una  muchacha  de  Cádiz  (5). 

La  literatura  española  no  desapareció  completamente  de  Ña- 
póles, aunque  Fernando  no  fué  amigo  de  los  poetas;  solamente  su 
hijo  se  deleitaba  con  la  poesía  vulgar  italiana,  como  es  sabido. 
Entre  las  obras  que  el  rey  Fernando  prefería,  manuales  prácticos, 


(1)  Véase  la  canción  titulada  «Aragonia». 

(2)  Annali  del  Raimo,  in  RR.  II.  SS.,  XX,  III,  c.  232. 

(3)  Ivi,  c.  236. 

(4)  En  el  Asinus  (en  Opera,  ed.  cit.,  II),  f.  176. 

(5)  En  el  Antonius,  voi.  cit.,  fol.  89. 


—  67  — 

tratados  de  política,  de  arte  militar,  de  caza,  de  herrería  y  otras, 
además  de  las  latinas  y  de  las  escritas  en  italiano  vulgar,  se  tiene 
noticia  de  algunas  españolas.  Para  este  rey,  Fernando  de  Heredia 
escribió  la  Refección  del  alma  (1);  en  las  cédulas  de  tesorería  vemos 
anotado  en  1472  un  libro  transcrito  a  la  lengua  española  por  Juan 
Marco  Cúrico,  sobre  los  halcones;  en  1475  la  Práctica  de  la  citreria, 
de  Matías  Mercader,  archidiácono  de  Valencia,  códice  que  aun 
existe  en  la  Biblioteca  Nacional  de  Palermo  (2).  Siguiendo  las  no- 
ticias que  nos  suministran  las  cédulas  de  tesorería,  nos  encontra- 
mos también,  en  1485,  con  un  libro  escrito  en  catalán,  la  Ordina- 
zione di  casa  d' Aragona,  que  el  catalán  Bartolomé  Jimari  traducía 
al  latín;  en  1488,  con  la  traducción  del  catalán  de  «un  libro  de  Ma- 
nuel Diez»,  que  supongo  sea  el  de  Menascalcia,  compuesto  por 
Manuel  Diez,  herrero  del  rey  Alfonso  (3),  y  en  1492,  «un  libro  de 
escuela»  en  castellano,  trancrito  por  Cúrico  y  dedicado  al  conde 
de  Alife  (4).  Un  «libro  español  sobre  el  modo  de  regir  el  Estado 
y  de  muchas  otras  cosas  morales»,  leía,  en  1466,  Hipólita  Sforza 
juntamente  con  su  esposo  el  duque  de  Calabria  (5).  Un  napolitano, 
Cola  de  Jennaro,  esclavo  en  Túnez  desde  los  diez  y  ocho  años, 
dedicaba  el  4  de  abril  de  1475  al  rey  Fernando  su  traducción  del 
libro  catalán  Secretimi  secretorum  (6).  Un  códice  de  la  Biblioteca 
Nacional  de  París  contiene  un  sumario  de  la  historia  de  los  reyes 
visigodos  y  de  los  de  Castilla  y  León  hasta  1480,  en  cuya  dedi- 
catoria al  mismo  rey  Fernando  se  le  dice  que  le  conviene  tener 
clara  idea  «de  sus  rayces»,  y  que  sobre  el  tema  falta  una  ordenada 
compilación  en  Italia,  ya  que  las  crónicas  castellanas  son  muy  pro- 
lijas, especialmente  para  un  rey  que  está  ocupado  en  tantos  y  tan 
graves  negocios  (7).  Otro  códice  contiene  la  traducción  napolitana 
de  las  ordenanzas  del  rey  Pedro  IV  de  Aragón  (8).  De  una  tra- 
ducción castellana  del  Catilinario,  hecha  por  el  maestro  Francisco 


(1)  Amador  de  ios  Ríos,  obr.  cit.,  VII,  60-1. 

(2)  Mazzatinti,  La  biblioteca  dei  re  d'Aragona  (San  Cacsiano,  1897),  núm.  594.  Un 
Libro  de  cocina,  de  Ruperto  de  Rola,  cocinero  del  rey  don  Fernando  de  Ñapóles,  sugiere 
un  comentario  de  Farinelli,  en  Rass.  bibl.  d.  lett.  ital.,  VII,  263. 

(3)  Sobre  esta  obra,  v.  Morel  Fatio,  Catalanische  Utteratur;  Grober,  Grundriss, 
II,  parte  II,  pág.  113;  Gallardo,  Ensayo,  II,  803-5.  La  traducción  fué  hecha  por  el  ex- 
perto caballerizo  Pedro  Andrea;  Pércopo,  Rass.  crit.  d.  lett.  ital.,  II,  130. 

(4)  Barone,  Ced.  di  tesoreria,  en  Arch.  stor.  nap.,  IX,  239,  609,  634,  X,  12. 

(5)  Farinelli,  en  Rass.  bibl.  d.  lett.  ital.  VII,  263. 

(6)  Nos  da  noticia  Morel  Fatio,  en  Rumania,  XXVI,  74-82. 

(7)  Morel  Fatio,  Département  des  ms.  espagnols,  etc.,  cod.  núm.  110. 

(8)  Cod.  ital.,  núm.  408;  v.  Morel  Fatio,  Rumania,  1.  c. 


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Vidal  de  Noya,  se  conserva  un  códice  escrito  de  puño  y  letra  de 
un  tal  Sicilia  «rey  de  armas  del  victorioso  don  Fadrique  de  Aragón», 
y  dedicado  a  éste  por  el  obispo  de  Montepeloso  (1). 

Que  la  poesía  española  continuaba  teniendo  devotos  en  Ñapó- 
les lo  confirma  el  hecho  de  que  infinidad  de  Cancioneros,  de  libros 
de  Juan  de  Mena  y  de  otros  poetas,  proceden,  en  su  mayor  parte, 
de  las  bibliotecas  de  los  barones  napolitanos,  principalmente  las 
del  gran  siniscal  Pedro  de  Guevara  y  Sanseverino,  príncipe  do 
Bisignano  (2).  Mejor  lo  prueba  todavía  las  referencias  que  en  los 
albores  del  siglo  siguiente  hace  Galateo  de  muchos  autores  espa- 
ñoles conocidísimos  en  Ñapóles,  que  no  eran  muy  a  propósito  para 
ser  recordados  en  1504,  cuando  Galateo  escribía.  Recuerda  a  los 
que  leyendo  por  puro  pasatiempo  el  «dulce  romance»  preferían  las 
obras  del  Homero  español,  Juan  de  Mena,  a  saber:  la  Coronación 
con  su  comentario  y  Los  trescientos  o  El  laberinto  (3). 

En  otro  lugar  habla  de  la  Coronación  llamándola  burlescamente 
Cornicationem  cum  suo  commento  et  Aristotele  suo  Cordubensi  (de 
cuyo  comentario  fué  autor  el  mismo  Mena,  componiéndose  luego, 
hacia  fines  del  siglo,  los  del  Laberinto  por  Muñoz  de  Guzmán  y 
Francisco  Sánchez)  (4).  También  habla  de  su  predilección  por  las 
coplas  y  los  copleadores  españoles.  (5).  De  las  obras  en  prosa  men- 
ciona los  Trabajos  de  Hércides  (Fatiche  d'Ercole),  de  don  Enrique 
de  Villena,  y  la  Vida  beata,  de  Juan  de  Lucena  (6),  compuesta  esta 
última  en  1463,  retocada  seguidamente  e  impresa  por  primera  vez 
en  Zamora  en  1483,  y  que  no  es  en  realidad  otra  cosa  que  una 
reducción  y  una  traducción  libre  del  diálogo  de  Fació,  De  felicitate 
vita?  (7).  Finalmente  nos  hace  suponer  que  fueron  muy  celebrados 
y  leídos  en  Ñapóles  los  libros  de  caballerías,  que  tanto  se  divul- 
garon e  imprimieron  durante  el  reinado  de  los  Reyes  Católicos, 


(1)  Antonio,  Bibl.  nova,  I,  497. 

(2)  V.  Morel  Fatio,  obr.  cit.,  passim;  Mazzatinti,  La  biblioteca  dei  re  d'Aragona,  cit. 

(3)  «Si  metterano  ad  solazar  nel  dolce  romanzo,  leggeranno  Joan  de  Mena,  lo  Omero 
spagnuolo,  la  coronazione  con  lo  suo  comento  y  las  triscientas»  (es  la  Esposizione  del  Pa- 
ter Noster,  en  Collana  degli-scritt  di  terra  d'Otranto,  IV,  201).  Puede  pensarse  que  en  este 
pasaje,  con  la  frase  «Homero  español»,  quiere  aludirse  a  la  versión  castellana  de  la  Ilíada 
latina,  el  Omero  romaneado,  hecha  por  Mena  (v.  Amador  de  los  Ríos,  VI,  50-1);  pero 
Galateo  indica  en  otro  lugar  que  cuando  habla  del  Homero  español  se  refiere  al  mismo 
Mena.  Homerus  Ule  hispanus  (Be  educacione,  pág.  154). 

(4)  Amador  de  los  Ríos,  obr.  cit.,  VI,  97. 

(5)  Exposiz.  cit.,  IV,  149-50,  XVIII,  79;  De  educatione,  pág.  154. 

(6)  De  educatione,  pág.  134. 

(7)  Amador  de  los  Ríos,  VI,  295-6;  Ticknor,  I,  379-80;  De  Puymaygre,  La  cour 
de  Jean  de  Castilla,  II,  17-19;  Farinelli,  Rass.  bibl.  d.  lett.  ital.,  II,  134. 


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aludiendo  a  la  «algarabía  y  sus  romances»,  para  caer  en  la  consa- 
bida confusión  entre  moros  y  españoles  (1).  Sabemos  que  Fran- 
cisco Fernando  de  Avalos,  el  futuro  y  célebre  marqués  de  Pescara, 
vencedor  de  Pavía,  se  nutrió  con  semejantes  lecturas  en  Ñapóles 
durante  su  muchachez  (2),  y  sabemos,  que  a  principios  del  si- 
glo xvi,  el  Amadís  era  citado  por  los  escritores  italianos  (3),  si  bien 
no  podamos  conceder  a  un  historiador  de  la  literatura  española 
que  Pulci  y  Boiardo  lo  imitasen  en  sus  poemas  (4). 

Algún  poeta  español  vivió  entonces  en  Ñapóles,  y  ya  hemos 
dicho  que  en  la  corte  de  Fernando  y  en  la  de  su  padre  vivió,  du- 
rante muchos  años,  Juan  de  Valladolid  (5).  Un  Hurtado  de  Men- 
doza dirigía  versos  españoles  al  conde  de  Alife,  Pascual  Díaz  Gar- 
lori,  castellano  de  Castelnuovo,  una  glosa  de  nunca  fué  pena  mayor, 
que  comienza: 

Sin  remedio  de  mi  venir 

Padesco  tan  gran  desir, 

precedida  de  una  carta  dedicatoria,  firmada  do  vuestro  captivo... 
furtado  de  JMendoga»,  donde  parece  dar  a  entender  que  el  poeta 
estuvo  prisionero  en  aquel  castillo  allá  por  los  años  de  1487  (6). 
Y  así  como  en  el  cancionero  español  de  la  corte  de  Alfonso  se 
leen  versos  italianos  compuestos  por  poetas  españoles,  por  Carva- 
jales (7),  así  en  los  cancioneros  vulgares  italianos  que  aparecen  en 
Ñapóles  durante  la  corte  de  Fernando,  se  ven  con  frecuencia  com- 
posiciones españolas  atribuidas  a  autores  italianos.  En  el  códice  de 
París  hay  una  tal  vez  de  Francisco  Galeote  o  de  Francisco  Spinello 
que  comienza: 

Triste  ¿qué  será  de  mi? 

(1)  «Los  que  se  deleitan  de  la  algarabía  y  de  sus  romances...  (Esp.  cit.,  pág.  101 
Algaravía,  según  el  diccionario  de  Franciasini,  es  «hablar  de  moros  y  de  bárbaros»  y  de 
lengua  que  no  se  entiende.» 

(2)  Giovio,  La  vita  del  marchse  di  Pescara,  en  vite  di  XIX  huomini  illustri,  trad.  Do- 
menichi  (Venezia,  1559),  f.  171. 

(3)  Cían,  en  las  notas  a  su  ed.  del  Cortigiano,  páginas  380-1. 

(4)  Amador  de  los  Ríos,  VI,  96,  n,  aduce  como  prueba  de  esta  probable  imitación 
los  duelos  de  Orlando  y  Reinaldo  en  los  poemas  de  Pulci  y  de  Boiardo  (c.  XXVII,  1.  c.  XX) 
y  el  Amadís,  I,  c.  XXII. 

(5)  Véase  más  arriba,  páginas  57  y  58. 

(6)  Véase  el  códice  de  los  Sonecti  del  conde  de  Policastro  (entonces  en  aquella  pri- 
sión), ms.  Bib.  Nac.  de  Nap.  XIII,  D.  70,  publicados  en  la  Scetta  de  los  Romagnoli, 
disp.  CLXVII,  páginas  60-5.  Es  superfluo  hacer  resaltar  la  errata  de  la  identificación 
que  hace  Mióle  (Arch.  stor.  nap.,  IV,  584)  de  este  Hurtado  con  el  célebre  Hurtado  de 
Mendoza  que  florece  un  siglo  después. 

(7)  Las  canciones  Tempo  sarebbe  horamay  y  Non  credo  che  più  gran  doglia  (Cancio- 
ero  de  Stúñiga,  374,  375). 


—  70  — 

Otra  anónima  llena  de  italianismos  y  una  tercera  escrita  en  buen 
castellano  (1);  y  algunas  coplas  y  un  estrambote  italiano  o  napoli- 
tano de  metro,  y  español  de  lengua,  pueden  verse  en  una  colección 
de  un  conocido  códice  sicardiano  (2).  Una  estrofa  española  de 
amor  por  Doña  Ana,  condesa  de  Modica  y  almirante  de  Castilla, 
saboreamos  en  el  códice  de  las  rimas  de  Policastro  (3).  Algunas 
veces  se  imitan  composiciones  españolas  en  italiano,  como  ocurre 
con  Francisco  Galeote,  que  rehizo  y  cantó  ante  el  rey  Fernando 
las  «siete  alegrías  del  amante»,  o,  lo  que  es  igual,  Los  siete  gozos 
del  amor  de  Juan  Rodríguez  de  Padrón  (4).  Este  cambio  e  identi- 
ficación de  temas  entre  rimadores  napolitanos  y  españoles  prueba 
la  semejanza  del  ciclo  cortesano  a  que  unos  y  otros  pertenecen,  y 
da  cierto  relieve  a  las  semejanzas  de  contenido  que  se  advierten 
entre  la  lírica  española  y  la  napolitana  que  se  desarrolla  en  la 
corte  de  Ñapóles  desde  los  últimos  años  de  Alfonso  a  los  primero- 
de  Fernando.  Hasta  se  observan  también  ciertas  semejanzas  mes 
tricas.  Cosas  todas  que  pueden  inducir  e  aseverar,  aparte  del  in- 
flujo toscano,  un  influjo  español  en  la  lírica  italiana  del  siglo  xv, 
particularmente  en  las  canciones  (5).  Aparte  de  la  imitación  de 
Ovidio  y  de  Boccaccio,  se  advierte  la  influencia  española  en  las 
muchas  Cartas  de  amor,  compuestas  en  prosa  por  los  escritores  na- 
politanos de  entonces,  por  De  Jennaro,  como  vemos  en  el  códice 
parisino,  por  Galeote  y  por  otros  en  el  cancionero  del  primero, 
por  un  anónimo  en  otro  códice  aragonés-parisino  y  que  pueden 
confrontarse  con  los  que  se  leen  en  muchos  códices  españoles  de 
procedencia  napolitana  (6).  La  manera  de  firmar  tales  cartas 
— véase  Galeote—:  «El  que  vive  fuera  del  amor  y  de  la  esperan- 
za», o  también  «El  que  de  ti  espera  su  salud»,  o  «El  que  vive  en 
las  obscuras  mazmorras»,  se  parece  a  las  firmas  de  los  españoles 
y  de  los  españolizantes  en  los  albores  del  siglo  xvi.  Así,  Juana 
de  Aragón  se  firmaba  «La  triste  Reyna»,  la  princesa  de  Salerno, 


(1)  Rimatori  napolitani  del  Quattrocento,  ed.  Mandolari,  páginas  88,  94,  122. 

(2)  Cod.  Eiccard.  2712,  fi.  48,  121-22. 

(3)  Ed.  cit.,  pàg.  81. 

(4)  Flamini,  F.  Galeote,  en  Giorn.  stor.  d.  lei.  nap.,  XX,  16.  La  composición  origi- 
nal de  Rodríguez  se  lee  en  el  Cancionero  de  Stúñiga,  páginas  52-62. 

(5)  P.  Savi  Lopez,  Lirica  spagn.  nel  secolo  XV,  en  Giorn.  stor.  d.  let.  ita!.,  XLI,  y  en 
Trovatori  e  poeti.  Studi  di  lirica  antica  (Palermo,  1906),  pàg.  189  y  siguientes;  E.  Perco- 
po.  Ras.  crit.  d.  lett.  ital. 

(6)  Rimatori  napolitani,  ed.  Mandalari,  páginas  155-9;  Flamini,  /  Galeota,  páginas 
46-7;  Mazzatinti.  Mss.  ital.,  1, 104,  II,  124-9;  Morel  Fatio.  Mss.  espagn.  nn  216,  230, 
305,  313 


—  71  — 

«La  syn  ventura  Princesa  de  Salerno»,  y  el  prior  de  Messina,  don 
Pedro  de  Acuña,  encabezaba  de  este  modo  una  carta  suya: 

Esta  charta  se  ha  de  dar 

a  quien  causa  mi  penar  (1). 

Como  es  fácil  suponer,  estos  escritos  literarios  y  no  literarios, 
napolitanos  del  siglo  xv,  muestran  muchas  huellas  españolas  en  la 
lengua — huellas  italianas  vense  paralelamente  en  el  cancionero  de 
los  poetas  de  la  corte  del  rey  Alfonso — .  Basta  abrir  el  cancionero 
parisino  de  rimas  napolitanas  para  encontrar  inmediatamente  las 
palabras  porfía,  fermosura,  linda  y  noble  dama,  farto  y  mas  que 
farlo,  con  otros  vocablos  semejantes  (2).  En  el  cancionero  de  Ga- 
leote encontramos  aqueta,  verdedera,  porfía.  En  una  de  las  cancio- 
nes editadas  por  Percopo  hay  porfía  y  largamente.  En  los  opúscu- 
los de  Diómedes  Caraffa  vemos  menosprecio,  creato — criado- — ,  al- 
bardano,  adrendare— arrendar — y  otros  (3).  En  el  poema  Lo  bal- 
zino, de  Ruggiero  de  Pacienza,  escrito  en  1498,  leemos  verdatero, 
spantare,  donairo,  juro  a  Dios,  muy  bien,  muy  bien  attillato — atil- 
dado— ,  attelatura,  posata,  mozzi,  intorcia  y  aparece  el  nombre  de 
infante,  dado  a  los  príncipes  de  la  casa  real  (4).  Cariteo,  que  como 
español  convertido  en  poeta  toscano  debiera  ser  más  precavido, 
escribe,  spanto,  coraggio,  aggravare,  sperar,  etc.  (5).  Pero  dejando 
estos  despojos  a  los  filólogos  y  cazadores  de  voquibles  (6),  ex- 
cluiremos aquí  un  primer  caso — o  un  segundo,  si  por  primero  se 
quiere  aseverar  la  influencia  de  Lucano  y  de  Marcial  en  la  litera- 
tura latina — ;  un  primer  caso  de  influencia  españolista  que  hace 
valer  entre  nosotros  el  conceptismo  del  siglo  xvn.  Porque,  como 
ya  es  sabido,  D'Ancona,  discurriendo  sobre  lo  que  él  llamó  «el 
conceptismo  de  la  poesía  cortesana  del   siglo   quince»,  asentó  la 


(1)  Castiglione,  Cortigiano,  II,  78.  A  propósito  de  este  modo  de  firmar  las  cartas, 
cuéntase  en  un  viejo  libro  español,  La  Floresta,  de  Melchor  de  Santa  Luz,  Zarago- 
za, 1576,  f.  1451,  que  ima  condesa  viuda  solía  firmar  «la  triste  condesa»,  y  que  habiendo 
dirigido  una  carta  así  firmada  a  un  aldeano  y  rentero  suyo,  éste,  para  no  ser  menos, 
firmó  también  «el  triste  Pero  García». 

(2)  Rim.  napol.,  ed.  Mundalari,  42,  47,  78. 

(3)  Flamini,  F.  Galeota,  1.  c.  pág.  60.  Barzellette  napol.,  ed.  Pércopo  (Napoli,  1893); 
D.  Caraffa,  Opuscoli,  ed.  de  la  Bib.  Soc.  stor.  napol.  seg.  XX,  e.  26. 

(4)  Fragmentos  que  he  dado  yo  mismo  en  Areh.  stor.  nap.,  XXII,  632-701.  Para  la 
palabra  infante,  v.  MOREL  Fatio,  Bulletin  hispanique,  XIV  (1912),  páginas  318-22; 

(5)  Pércopo,  introd.  a  la  Rime,  p.  CLXXXIX. 

(6)  Véase  Savi  López,  voi.  cit.,  páginas  236-7. 


—  72  — 

hipótesis  de  que  Cariteo,  español,  que  fué  uno  de  sus  represen- 
tantes principales,  introdujo  en  la  literatura  italiana  este  vicio  del 
ingenio  español,  que  vuelve  a  aparecer  más  tarde  con  los  mismos 
españoles  dentro  del  siglo  xvil. 

En  aquel  tiempo,  en  España,  escribe,  «los  últimos  ejemplos  de 
la  poesía  provenzal,  artificiosísima,  con  las  imitaciones  petrarques- 
cas,  engendraron  una  poesía,  a  lo  que  el  genio  de  la  raza  pres- 
taba un  no  sé  qué  de  ampuloso  y  de  hinchado»  (1).  Mas,  por  lo  que 
respecta  a  Cariteo,  Pércopo  ha  demostrado  que  su  conceptismo 
es  petrarquismo  de  buena  ley  (2),  cuando,  medio  siglo  después,  se 
citaban  como  ejemplares  de  mal  gusto  a  los  poetas  cortesanos  del 
siglo  xv,  como  después  se  citaban  a  Marino  y  a  Achillini,  ningu- 
no le  dio  cuenta  de  que  habían  escapado  a  la  epidemia  española. 
Dice  el  enamorado  Fortunio  en  una  comedia  de  Salviati: 

Oh  notte 
giorno  delle  mie  vite!  Vite  delle 
beate  luce  mie!  Disgombr amento 
di  tutte  le  mie  tenebre!  O  sole, 
perchè  non  sei  tu  spento  in  eterno! 
ajinchè  queste  notte  divenendone 
perpetua,  con  le  sua  perpetuanza 
venge  a  perpetuar  perpetuamente 
il  mio  bene. 

(¡Oh  noche,  día  de  mi  vida!  ¡Vida  de  mi  feliz  luz!  Extinción  de 
todas  mis  tinieblas.  Sol,  ¿por  qué  no  te  apagas  eternamente,  para 
que  esa  noche,  haciéndose  perpetua,  venga,  en  su  perpetuidad,  a 
perpetuar  perpetuamente  mi  bien?) 

Y  su  criado  Granchio  comenta: 

Ah!  Ah!  come  disgrado 

V  Unico,  e'Z  Tebadeo,  um  cheH  leo, 

e'Z  Serafino,  e  V Altissimo! 


(1)  D'Ancona,  Del  secentismo  nella  poesie  cortigiane  del  sec.  XV,  en  Studi  sulla  lett. 
ital.  de  primi  secoli  (2."  imp.  Milano,  treves,  1891),  páginas  188-9. 

(2)  En  la  introducción  a  su  cita  de  edic.  de  las  Rime. 


—  73  — 

(¡Ah!  ¡Ah!  ¡Cómo  desagradas  al  Unico,  al  Todopoderoso,  al 
Cielo,  al  Serafín,  al  Altísimo!)  (1). 

Si  hemos  de  prestar  poca  fe  a  estas  emanaciones  españolas  de 
estilo  conceptuoso,  cierto  es,  para  volver  a  la  vida  napolitana  de 
los  tiempos  de  Fernando,  que  entonces  las  cosas  españolas  eran 
muy  conocidas  y  familiares  entre  nosotros.  Muchos  cuentos  de 
Massuccio  figuran  como  sucedidos  en  España  entre  personajes  de 
aquella  nación  (2).  Pontano  sabe  contarnos  anécdotas  de  la  fiereza 
guerrera  de  los  vascos  (3),  y  hablarnos  en  otra  parte  de  cierto 
Baltasino,  consejero  de  Fernando  I  de  Aragón — padre  de  Alfon- 
so—  (4).  En  otro  lugar  discute  sobre  Fernando  y  su  magnanimi- 
dad (5).  De  los  círculos  literarios  de  Ñapóles  surge  la  obrita  de 
Michele  Riccio,  De  Regibus  Hispaniae  (6)  y  hasta  las  crónicas  lo- 
cales hablan  de  asuntos  españoles  (7). 

El  comercio  y  trato  con  los  españoles  había  dado  a  los  napoli- 
tanos una  idea  bastante  completa  de  las  calidades  de  estas  gen- 
tes; hasta  el  tipo  del  «español»  figura  en  las  farsas  dialectales  que 
se  recitaban  en  la  corte  (8).  Entre  las  cualidades  de  su  ingenio, 
descollaban  principalmente  la  argucia  y  la  sutileza,  que  se  recono- 
cen universalmente  y  proverbialmente,  un  siglo  después  (9).  Pon- 
tano analiza  brevemente  la  argucia  española  discurriendo  a  pro- 
pósito de  Marcial,  en  alguna  de  cuyas  expresiones  encuentra  esta 
forma  de  espíritu:  «Los  españoles  son  muy  amigos  de  la  burla;  si 
observas  a  los  que  de,  entre  ellos,  pertenecen  al  pueblo  o  a  la 
plebe,  verás  que  más  que  en  burletas  y  donaires  gastan  su  tiempo 
en  mordacidades,  amando  más  la  invectiva  y  el  sarcasmo  que  la 
risa  y  el  deleite  nacido  de  la  alegría,  común  entre  hombres  senci- 
llos» (10).  El  autor  refiere  dichos  mordaces  de  los  españoles,  tales 
como  la  respuesta  dada  por  un  enano  a  un  hombre  gordo  llamado 
Rodriguillo,  la  de  Rebollete  al  viejo  Rodrigo  Carrasio  y  otros  (11). 
También  Bandello  ha  escrito  el  cuento  de  «las  burlonas  y  prontas 


(1)  Ih  Granchio,  III,  2. 

(2)  Novelle,  1,  40,  45,  47,  50. 

(3)  De  Fortitudine  (en  Opera,  ed.  cit.  I),  fol .  83. 

(4)  De  obedientia,  voi.  cit.,  f.  35. 

(5)  De  magnanimitate,  voi.  cit.,  f.  260. 

(6)  Impresa  con  Regibus  Francorum,  etc.,  Roma,  1505. 

(7)  Passaro,  Giornale,  páginas  30-31  y  passim. 

(8)  Croce,  Teatro  di  Napoli,  nuova  ediz.,  pág.  10. 

(9)  Castiglione,  Cortigiano,  II,  42. 

(10)  De  sermone  (Opera,  ed.  cit.,  II),  f.  220.  Gothein,  obr.  cit.,  pág.  589. 

(11)  De  sermone,  ed.  cit.,  fs.  218-9. 


—  74  — 

palabras»  de  «un  español  agudísimo»,  Rodrigo  de  Sevilla,  «que  fué 
llevado  a  Ñapóles  de  muchacho,  donde  vivió  con  los  reyes  de  Ara- 
gón (1).  En  otro  lugar,  el  mismo  Pontano  define  a  los  españoles 
«genus  hominum  acre  atque  ingeniosum»  (2).  Vespasiano  da  Bisticci, 
a  su  vez,  en  la  biografía  de  Ñuño  de  Guzmán,  juzga  «que  la  na- 
turaleza de  los  españoles  consiste  en  ser  agudos  de  ingenio»;  Guz- 
mán «era  agudísimo  y  de  un  juicio  extraordinario»  (3).  Pero  lo 
que  merece  que  hagamos  resaltar  aquí,  dejando  a  un  lado  la  ar- 
gucia y  la  mordacidad,  es  que  en  sus  frases  adviértese  no  sé  qué 
de  ampuloso;  así,  Pontano,  que  analizando  la  argucia  española, 
encuentra  el  vicio  de  la  ampulosidad  en  Marcial:  «maxime  ampu- 
llosa  etacide,  quod  quidem  Hispanicum  est»  (4). 

También  gozaban  los  españoles  fama  de  galantes,  lo  que  con- 
firmamos en  sus  cancioneros,  por  la  abundancia  de  las  composi- 
ciones dedicadas  a  las  galas  y  a  los  galanes.  Como  capital  del  país 
de  la  galantería  aparece  la  ciudad  de  Valencia,  en  alabanza  de  la 
cual  hay  un  romance  en  el  Cancionero  general  del  bachiller  Alon- 
so de  Proaze,  que  le  describe  de  esta  guisa: 

Toda  jardín  de  plazeres 
I  deleytes  abastada, 
De  damas  lindas,  hermosas, 
En  el  mundo  muy  loada 
De  mas  y  de  mas  polidos 
Galanas  la  mas  preciada 
"Euxemplo  de  polideza 
Corte  contino  llamada, 


y  así  sucesivamente.  Pontano,   llevando    un  viejo   enamorado  a 
las  tablas,  que  andaba  por  las  calles  cantando  sus  trovas  amoro- 


(1)  Novelle,  III,  48. 

(2)  En  Antonius,  ed.  cit.,  pág.  86. 

(3)  Vite,  ed.  cit.,  pág.  520.  Sobre  la  forma  de  argucia  peculiar  a  los  españoles,  v. 
Wolf,  Studien,  pág.  134. 

(4)  De  sermone,  ed.  cit.,  f.  220.  Otro  juicio  sobre  el  carácter  e  ingenio  españoles  pue- 
de verse  en  Paolo  Cortese,  De  cardinalatu:  «Ambitiosi,  blandi,  curiosi,  avidi,  litigiosi, 
tenaces,  sumptuosi,  suspitiosi,  vafri,  ac  barbaros  propre  Itali  nominari  solento,  y  se  re- 
fiere un  dicho  de  Pico  de  la  Mirandola  acerca  de  la  superioridad  de  los  españoles  conci- 
biendo, por  ejemplo,  el  modo  de  llevar  una  guerra  y  la  de  los  italianos  discurriendo  sobre 
las  artes  del  dibujo  y  dibujando. 


—  75  — 

sas,  afirma  «e  medie  sicilicet  Valentia  delatum  hoc  est»  (1).  Del  ya 
mentado  Carrasio  de  Valencia,  que  octogenario  se  dedicaba  a  tocar 
la  trompa,  observa  «ut  sunt  plerique  Valentini  cives,  tum  invenes, 
amoribus  dediti,  avi  deliciis»  (2),  agregando  de  las  iglesias  y  de  los 
monasterios  de  aquella  ciudad  que  eran  casas  abiertas  a  los  aman- 
tes, los  mismo  que  lupanares  (3).  La  fama  galante  y  erótica  de 
aquella  ciudad,  traspasando  los  límites  de  Ñapóles  se  extendió  a 
toda  Italia,  hasta  el  punto  de  que  uno  de  los  antiguos  cuentos 
carnavelescos,  del  tiempo  de  Lorenzo,  que  se  llama  La  canzone 
dei  galanti,  comienza  citando  a  los  valencianos: 

Siam  galanti  di  Valenza 
Qui  per  pessi  capitati 
D'amor  gie  presi  e  largati 
Delle  dame  di  Fiorenza  (4). 

Fama  que  dura,  por  lo  demás,  hasta  el  siglo  xvi,  pues  según  lee- 
mos en  Bandello:  «Valencia  es  ima  gentil  y  nobilísima  ciudad  don- 
de... hay  bellísimas  y  preciosas  mujeres  que  alegremente  saben 
enamorar  a  los  hombres.  En  toda  Cataluña  no  hay  más  lasciva 
y  amorosa  ciudad  que  Valencia.  Si  por  acaso  cae  por  allá  un  man- 
cebo inexperto,  las  mujeres  le  adiestran  en  las  lides  de  amor  mucho 
mejor  que  las  sicilianas  de  más  baja  condición»  (5).  Aretino,  per- 
filando en  una  comedia  suya  el  tipo  del  «señor  Lindezza  de  Va- 
lencia» (6),  y  Ariosto,  describiendo  a  Buggiero  en  brazos  de  la  bella 
Alcine,  lleno  de  perfumes  y  de  amoroso  gesto,  dice  que  «parece 
estar  avezado  a  tratar  valencianas»  (7).  Y  Fiacumetta,  aquella  her- 
mosa Fiacumetta,  que  engañó  tan  gentilmente  a  Astolfo  y  a  Gia- 
condo,   ¿no  era  precisamente  hija  de  un  hostelero  español  «que 


(1)  En  el  Antonias,  ed.  cit.,  f.  71. 

(2)  Be  sermone,  ed.  cit.,  f.  219. 

(3)  De  inmanitate  (en  Opera,  ed.  cit.,  I),  f.  322. 

(4)  «Somos  galanes  de  Vallencia  que  pasamos  por  aquí,  ya  ligados  por  amor  a  las 
florentinas,  etc.».  Bibl.  d.  lett.  pop.,  ed.  de  I.  Ferrari,  páginas  48-9.  En  la  colección  de 
Lesea  se  llama  cantos  de  los  perfumeros  y  se  atribuye  a  Santiago  de  Bientina  (Conti 
carnascialeschi,  ed.  Giierm.,  páginas  116-17. 

(5)  Parte  I,  nov.  42;  cfr.  las  Relationi  universali  de  Botero  (Venecia,  1608),  pág.  6. 
Otras  noticias  sobre  la  reputación  de  Valencia  en  este  respecto  pueden  verse  en  Farine- 
lli, Ras.  bibl.,  cit.,  VII,  284,  y  en  Menéndez  y  Pelayo,  Orígenes  de  la  novela,  III,  pági- 
na CLXXIII  y  siguientes. 

(6)  La  cortigiena,  I,  10.  «He  leído  el  cartel  que  manda  don  Cirimonia  de  Moneada  al 
señor  Lindezza  de  Valencia.» 

(7)  Orlando,  VII,  55. 


—  76  — 

tenía  posada  en  el  puerto  de  Valencia,  bella  de  gesto  y  bella  de 
figura»  (1). 

Muchos  nombres  que  solían  llevar  los  españoles  daban  lugar 
a  anécdotas  picantes,  como  aquella  del  español  que  llegando  a  una 
hostería  donde  quería  guisar  por  propia  cuenta  la  comida,  y 
pidiendo  el  desayuno,  declaró  llamarse — la  anécdota  es  de  Pon- 
tano — ,  Alopantius  Asimarchides  Hiberneus  Alorchides. — Miseri- 
cordia— gritó  el  posadero — ,  esto  no  basta  para  los  cuatro  gran- 
des señores  (2). 

Según  Pontano,  el  trato  con  españoles  y  catalanes  produjo  efec- 
tos pésimos  en  el  pueblo  napolitano,  de  modo  que  nuestro  pueblo 
inocentísimo,  cuando  comenzó  el  tráfico  comercial  con  Cataluña 
y  con  toda  España,  se  echó  a  perder  al  probar  la  admiración  y 
aprobación  de  tales  costumbres.  De  él  aprendió  la  costumbre  de 
jurar  por  «el  corazón»  y  «por  el  cuerpo»  de  Dios;  de  él,  a  multipli- 
car los  delitos  de  sangre,  hasta  el  punto  de  que  en  Ñapóles  no 
valía  cosa  mayor  la  vida  de  un  hombre  y  en  todas  partes  se  veían 
orejas,  narices  y  labios  destrozados;  de  él  aprendió  el  feísimo  culto 
y  trato  con  las  meretrices  (3).  Y  aunque  los  lamentos  de  los  tiem- 
pos lejanos  cuando  un  país  o  una  ciudad  «gozaba  de  paz  sobria  y 
púdica»  sean  siempre  una  conocidísima  y  renaciente  ilusión  psico- 
lógica y  un  agradable  motivo  poético,  debe  admitirse  que  ciertas 
morbosas  manifestaciones  sociales  nacieron  en  Ñapóles  al  aumen- 
tar su  población,  y  con  el  cruzamiento  de  ella  con  los  extranjeros, 
con  gente  que,  al  huir  de  su  patria,  no  era  precisamente  un  espejo 
de  moralidad  y  amaba  la  vida  de  la  aventura. 


(1)  Orlando,  XXVIII,  2. 

(2)  Fontano,  De  sermone.  La  misma  anécdota  cuenta  Brandello;  en  otra  forma 
se  narra  también  en  la  citada  Floresta  española  de  Santa  Cruz,  i.  208-9. 

(3)  En  el  Antonius,  i.  69;  v.  las  observaciones  de  Gothein,  obr.  cit.,  pág.  39. 


LOS   ESPAÑOLES   EN  ROMA  Y  EN   OTRAS   PARTES   DE 
ITALIA  AL  FINALIZAR  EL  SIGLO  XV 

A  la  colonización  española  de  Ñapóles,  iniciada  por  Alfonso 
de  Aragón,  hubo  que  añadir,  aunque  en  menor  escala,  la  de  Roma 
por  efecto  de  la  elevación  al  solio  papal  del  tantas  veces  recordado 
Alfonso  Borja— o  Borgia,  a  la  italiana — que  tuvo  el  nombre  de 
Calixto  III,  y  que  fué  subdito  y  hechura  del  aragonés  (1). 

Añoso,  de  temple  castizamente  español,  lleno  de  celo  religioso  y 
guerrero,  voluntarioso  y  tozudo,  amantísimo  de  su  familia  y  de 
sus  compatriotas,  Calixto  se  dedicó,  por  una  parte  a  continuar  con 
todas  sus  fuerzas  (un  pensamiento  que  entre  los  italianos  era  en- 
tonces literario  y  retórico  y  entre  los  españoles  respondía  a  un 
sentimiento  real)  la  cruzada  contra  los  infieles  (2),  y  por  otra,  a 
llamar  a  Roma  a  un  enjambre  de  parientes  suyos,  nombrando  car- 
denales, en  los  primeros  nombramientos  que  hizo  en  1453,  a  tres 
españoles,  entre  ellos  su  sobrino  Rodrigo  Borgia,  su  también  so- 
brino Luis  Milá  de  Valencia  y  un  hijo  del  rey  de  Portugal  (3).  La 
ciudad  de  Roma  se  pobló  de  españoles,  principalmente  de  las  pro- 
vincias de  Cataluña  y  Valencia.  «No  se  ven  más  que  catalanes», 
escribía  en  1458  Pablo  de  Ponte  (4).  Un  estudioso  de  la  Roma  de 
aquel  entonces  dice  que  en  la  ciudad  se  introducen  costumbres 
españolas  y  hasta  el  acento  español  (5).  Hubo  ciertamente,  y  pa- 


(1)  Sobre  los  orígenes  de  la  familia  Borja,  cfr.  Ikiarte,  César  Borgia,  París,  1889, 
I,  18-21. 

(2)  V.  Pastor,  Histoirc  des  papes,  II,  315  y  siguientes. 

(3)  Panyinio,  Epitome  pontif.  romano,  Venecia,  1557;  cfr.  Pastok,  obr.  cit.,  II, 
416-34. 

(4)  Cit.  en  Gregorovius,  Storie  d.  città  d.  Roma,  trad.  ital.,  V,  177-8. 

(5)  Gregorovius,  1.  c. 


—  78  — 

rece  que  por  vez  primera,  las  famosas  corridas  de  toros,  una  de  las 
cuales  se  celebró  en  1455  en  el  anfiteatro  Flavio  por  los  españoles 
en  honor  de  su  papa  (1).  Cuando  Calixto  enfermó  gravemente  en 
1458 — como  en  Ñapóles,  cuando  la  enfermedad  de  Alfonso — los 
catalanes  pensaron  en  ponerse  a  salvo,  retirándose  a  Civitavec- 
chia (2).  Pues  si  Alfonso  era  considerado  en  Ñapóles  como  mo- 
narca que  seguía  siendo  extraño  para  ellos,  del  mismo  modo  Ca- 
lixto sigue  siendo  extraño  en  el  recuerdo  y  en  los  aforismos  del 
pueblo,  que  le  llamó  «barbarus  papa»,  cuando  su  exaltación  al 
Pontificado  (3). 

A  pesar  de  la  rápida  reacción  ocurrida  con  motivo  de  su  falle- 
cimiento, España — dice  un  escritor  moderno — «había  tomado  po- 
sesión del  Vaticano»  y  Rodrigo  Borgia,  que  había  adoptado  el 
nombre  de  Alejandro  VI,  continuaba  la  obra  de  su  tío  (4).  De  la 
inmigración  española  a  Roma,  que  no  cesó  a  la  muerte  de  Calixto, 
da  idea  la  familia  de  los  Gerona,  de  Barcelona,  que  vino  probable- 
mente durante  su  pontificado,  y  que  continuó  llamando  a  sus  deu- 
dos y  familiares  en  los  años  sucesivos.  En  1473,  bajo  el  pontifi- 
cado de  Sixto  W,  llegaba  el  poeta  Saturno  Gerona,  del  cual  nos 
ha  contado  la  vida  y  descrito  el  enterramiento  Snoli  (5)  y  del 
cual  yo  mismo  he  encontrado  bastantes  composiciones  latinas  en 
los  códices  de  la  Biblioteca  de  Perugia  (6).  Más  tarde,  un  Francis- 
co Gerona  era  «abreviador  del  parque  menor»  y  después  abogado 
consistorial;  Simón  Benedicto  Gerona,  expedicionario  apostólico; 
Juan,  clérigo  de  cámara;  Saturno,  primer  escritor  apostólico,  suce- 
dió al  tío  Francisco  en  el  cargo  que  desempeñaba  éste  (7).  Aque- 
lla inmigración  es  también  militar,  porque  en  1484  se  menciona 
«quosdam  Hispanos  hedites  dominorum  Coliimnensium»  y  en  1486 
«aliqui  Hispani  Ecclesia;  stinpendiari»  (8). 

El  cardinal  Borgia,  como  todos  los  suyos,  continuó  con  las 


(1)  Farinelli,  Rass.  bibl.  d.  lett.  ital.,  II,  138. 

(2)  Infessura,  Diario,  ed.  Tomessini,  pág.  62;  cfr.  PASTOR,  obr.  cit.,  II,  440,  446-7. 

(3)  Galateo,  De  educatione,  1504. 

(4)  Iriarte,  obr.  cit.,  I,  20-1. 

(5)  Messer  Saturno,  en  Nuova  Antologie,  15  mayo,  1894,  páginas  232-48. 

(6)  Los  versos  y  epístolas  latinos  dirigidos  a  Saturno  Gerona  están  en  los  ms.  I.  125 
de  la  Biblioteca  Comunal  de  Perugia,  y  contienen  versos  de  Andree  Jacobazzi,  que  diri- 
gió varios  escritos  a  personajes  españoles  como  a  un  maestro  García,  profesor  de  gramá- 
tica, al  obispo  de  Barcelona,  al  obispo  de  Tarragona,  a  Alfonso  Diego,  y  compuso  otros 
por  orden  de  Alfonso  Benavides  y  por  consejo  del  obispo  Carvajal. 

(7)  Guoli,  1.  cit.,  pág.  238. 

(8)  Infessura,  Diario,  ed.  Tommessini,  páginas  168,  215,  cfr.  290. 


—  79  — • 

costumbres  do  los  suyos,  manteniendo  con  todos  ellos  muy  estre 
cha  relación.  Sus  hermanos  se  habían  casado  en  España  y  él  mis- 
mo estuvo  allí  varias  veces,  habiendo  sido  legado  pontificio  en 
Castilla.  Una  larga  poesía  española  y  publicada  en  el  Cancionero 
de  obras  de  burlas  con  el  título  de  El  aposento  en  J uvera  (1),  es 
una  sátira  escandalosa  dirigida  en  aquella  ocasión  contra  el  car- 
denal Rodrigo  y  su  séquito,  representados  a  guisa  de  los  miem- 
bros del  cuerpo  de  un  personaje  alegórico  muy  gordo  llamado 
Juvera.  De  los  hijos  del  papa,  Pedro  Luis  fué  duque  de  Gandía 
en  el  reino  de  Valencia,  en  cuyo  ducado  le  sucedió  el  hermano 
Juan,  que  se  casó  con  una  noble  valenciana,  María  Enriquez,  em- 
parentada con  la  casa  de  Aragón.  En  España  se  buscaron  los  pri- 
meros partidos  matrimoniales  para  Lucrecia  con  un  Centellas,  un 
Prócide  y  un  Prada  (2).  Entre  españoles  se  educó  César,  cuyo  pri- 
mer preceptor  fué  un  cierto  Spannolio  de  Mallorca,  perteneciente 
a  la  academia  de  Pomponio  Leto  (3);  con  el  mismo  carácter  estu- 
vieron a  su  lado  Juan  de  Vera  de  Ercilla  y  el  «queridísimo  fami- 
liar» Francisco  Remolúer  de  Lérida  (4).  En  el  Cancionero  general 
se  referían  ciertos  versos  a  la  cifra  que  llevaba  en  su  capa,  con 
las  iniciales  entrelazadas  de  su  nombre  y  el  de  su  amiga:  «He  de- 
xado  de  ser  nuestro,  Por  ser  vos,  Que  lexos  era  ser  vos!»  (5).  En  una 
comedia  del  siglo  xxi,  un  Pedro  Antonio,  castellano,  recuerda: 
«Como  avernos  tiempo,  no  esperamos  tiempo,  solía  decir  mi  padre 
cuando  era  gentilhombre  del  duque  Valentino»  (6). 

El  cardenal  Rodrigo  hablaba  continuamente  español  y  valen- 
ciano; en  estas  dos  lenguas  se  correspondía  con  sus  hijos;  en  va- 
lenciano están  extendidos  los  documentos  domésticos  (7).  Hecho 
papa,  llamó  a  su  lado  a  muchos  compatriotas,  y  como  es  fácil 
imaginar,  estrecharon  con  él  sus  relaciones  los  que  ya  las  tenían 
iniciadas.  En  las  vicisitudes  de  su  vida,  de  su  papado,  recorda- 
mos los  nombres  de  Juan  López,  Juan  Casanova,  Pedro  Caranze, 
Juan  Merades,  Francisco  de  Lorris,  Miguel  Remoliner,  y  el  famo- 
so Perotto,  o  sea  aquel  Pedro  Celderón  que  tuvo  una  muerte  trá- 


(1)  Canción,  ed.  cit.,  páginas  7-26;  v.  advertencia  preliminar,  p.  VI-XII. 

(2)  Véase  Gregorovius,  Lucrecia  Borgia,  trad.  ital.,  Frenze,  1875,  y  el  libro  citado 
de  Iriarte. 

(3)  Aivisi,  Cesare  Borgia  duca  di  Romagna,  Imola,  1878,  pág.  2. 

(4)  ALVISI,  obr.  cit.,  pág.  459. 

(5)  Ed.  de  1557,  pág.  220. 

(6)  L'amor  costante,  1536,  a.  I. 

(7)  Gregorovtcjs,  Lucrecia  Borgia,  páginas  31,  40,  358,  364. 


—  80  — 

gica  por  mano  de  César.  De  cuarenta  y  tres  cardenales  que  creó 
durante  su  pontificado,  diez  y  nueve  fueron  españoles.  Entre  sus 
médicos  se  recuerdan  Pedro  Pintor,  autor  de  un  tratado  De  morbo 
gallico,  dedicado  al  papa,  y  el  valenciano  Gaspar  Torella,  que 
sirvió  además  a  sus  sucesores  (1).  Su  bibliotecario  fué  un  catalán, 
Pace  o  Pacell,  que  en  1492  obtuvo  este  puesto  que  en  vano  había 
solicitado  Policiano  (2).  Su  bufón  Gabrieletto,  cuando  lo  acompa- 
ñaba a  la  hora  de  las  bendiciones,  fingía  predicar  en  latín  y  en 
español  (3).  Tenía  a  su  lado  un  cuerpo  de  mercenarios  formado  en 
España  (4),  y  como  en  Ñapóles,  también  descargó  por  allá  el  flos 
scotillorum,  hasta  el  punto  de  que  el  pontificado  de  Alejandro 
quedó  en  la  memoria  de  tan  alegres  hombres  como  su  «tiempo 
mejor...  que  había  más  putas  en  Roma  que  frailes  en  Venecia»  (5). 
Tantos  españoles  de  tan  diversa  catadura,  mezclados  en  la  pobla- 
ción romana,  se  hacían  notar  por  los  holgorios,  escándalos  y  tur- 
bulencias, principalmente  en  las  fiestas  y  en  los  espectáculos  pú- 
blicos (6). 

A  César  Borgia,  que  ponía  en  ellos  todo  su  afecto,  se  debe  el 
propósito  de  repoblar  Roma  con  sus  compatriotas  y  de  hacer  de 
ellos  la  base  principal  para  su  dominio  (7).  Junto  a  él  encontramos 
a  Juan  Cardona,  Hugo  de  Moneada,  Pedro  de  Oviedo,  Pedro  Ra- 
mírez, Gonzalo  de  Mirapute,  Diego  Ramírez,  Marcos  Suera,  Ra- 
miro de  Cora  y  muchos  otros;  del  mismo  origen  parece  Miguel  Co- 
rolla— al  que  otros  hacen  italiano — ,  y  que  era  su  brazo  derecho  (8). 
Las  corridas  de  toros  como  los  juegos  de  cañas  no  habían  vuelto 
a  verse  en  Roma  desde  los  tiempos  de  Calixto;  con  Inocencio  VIII, 
y  so  pretexto  de  la  conquista  de  Granada,  «plures  Prelati  Hispa- 
nos nationis...  tanzos  donarunt  publice  uccidendosi).  César  tenía 
la  pasión  de  sus  compatriotas  por  las  corridas;  en  Roma,  el  24 
de  junio  de  1500,  día  de  San  Juan,  detrás  de  la  Basílica  de  San 


(1)  Campillas,  Saggio  apologético,  II,  207  y  siguientes. 

(2)  S.  B.  Picotti,  Anedotti  polisianeschi  (en  Studi  di  storie  e  di  critica  dedicati  a  P.C. 
Folletti,  Bologne,  1914). 

(3)  Bürchardi,  Diario,  cit.  por  Farinelii  en  Ras.  bibl.,  VII,  264. 

(4)  Bürchardi,  Diario,  ed.  Thasne,  II,  82,  233,  248,  362. 

(5)  La  lozana  andaluza,  ed.  Liseux,  I,  270. 

(6)  Despachos  de  Feltrino  dei  Manfredi  en  1499,  enADEMOLLO,  Il  carnevale  di  Roma 
al  tempo  di  Ales.  VI,  Frienze,  1891,  pág.  25. 

(7)  "Affectere  Romance  civitatis  imperium,  urbem  kispanis  inquilinis  replete,  et  per  eos 
nobilissimi  sanguini,  proceres,  quos  eiecisset,  diu  arcere  a  patria,  peraret»  V.  Jovn,  Elegia 
vivorum  bellica  virtute  illust.,  ed.  cit.,  1575,  pág.  202. 

(8)  Alvisi,  obr.  cit.,  páginas  256-8. 


—  81  — 

Pedro,  él,  vestido  de  simple  justador,  con  la  espada  corta  y  la 
muleta,  a  pie,  se  las  vio  con,  cinco  toros,  a  los  que  mató,  quitando 
la  cabeza  de  uno  de  ellos  (1);  otra  vez  que  se  detuvo  en  Cesena 
dio  al  pueblo  el  espectáculo  de  la  muerte  de  un  toro  bravo  (2). 
Corridas  de  toros,  celebradas  por  él  y  por  el  séquito  español, 
tuvieron  también  lugar  en  1502  cuando  se  celebraron  las  bodas 
de  Alfonso  de  Este  con  Lucrecia  Borgia  (3),  la  cual  llevó  a  su 
lado  a  varias  damas  españolas,  como  Angela  Borgia,  Catalina, 
Juana  Rodríguez  (4);  en  algunas  ocasiones  aparece  vestida  «a  la 
española»  (5),  otras  bailando  danzas  de  este  país  (6);  en  su  biblio- 
teca tenía  libros  españoles,  como  un  libro  de  canciones  con  los 
proverbios  de  Domingo  López,  un  libro  de  coplas  a  la  espa- 
ñola, una  vida  de  Jesucristo  y  otro  libro  religioso  escrito  en 
español  (7). 

Había  también  en  Roma,  en  la  corte  de  los  Borgias,  y  en  la  co- 
lonia española,  no  pocos  poetas;  nos  encontramos  con  cuatro  de 
ellos  que  contribuyeron  al  llanto  de  las  musas  por  la  muerte  de 
Serafín  Aquilano  en  las  notas  colletanae  y  que  se  llamaban  Perotó 
Señino,  Santiago  Velázquez  de  Sevilla,  Juan  Sobrar  de  Alcañíz  y 
Enrique  Caiado,  portugués  (8).  Otro,  apellidado  Soria,  compuso 
un  epitafio,  que  fué  traducido  al  latín,  en  la  muerte  de  César  Bor- 
gia (9).  En  Roma  figuraba  Juan  de  Lucena,  autor  de  La  vida 
beata,  como  familiar  del  papa  Pío  II  (10);  Alonso  de  Palencia  y 
Juan  de  Mena  también  se  encontraban  entre  nosotros  (11);  vinien- 
do más  tarde  a  Italia,  hacia  1396,  Juan  de  la  Encina,  fundador 
del  teatro  español,  que  aquí  estuvo  hasta  1515  y  que  tornó  nue- 
vamente en  1522  (12).  También  en  Italia,  por  los  años  de  1483  a 
1499,  vivía  entre  los  familiares  del  cardenal  Orsini,  Diego  Guillen, 


(1)  Iriarte,  obr.  cit.,  I,  222-3. 

(2)  Alvisi,  obr.  cit.,  pág.  157. 

(3)  Gregorovius,  Lucrecia  Borgia,  pág.  219. 

(4)  Lucrecia  Borgia  a  Ferrara,  memoria,  Coviche,  Ferrara,  1867. 

(5)  Btjrchardi,  ed.  cit.,  Diario,  III,  180. 

(6)  Lucrecia  Borgia  a  Ferrara,  pág.  48;  cfr.  GREGOROVIUS,  obr.  cit.,  pág.  208. 

(7)  L.  Beltrami,  La  guarda  roba  di  Lucrezia  Borgia,  Milano,  1903;  cfr.  FARINELLI, 
Rass.  bibl.,  VII,  264.  Sobre  el  Cancionero  estense  escrito  en  Italia  y  llevado  a  Ferrara  por 
Lucrecia,  cfr.  K.  Wolmoller,  Ber  Cancionero  von  Modere  en  Roma.  Forschunga,  X 
1898,  pág.  417. 

(8)  D'Ancona,  Studi  sulla  letter.  ital.,  cit.,  pág.  154. 

(9)  Cancionero  general,  ed.  de  1573,  f.  300;  cfr.  Giovio,  Elogia  cit.,  pág.  203. 

(10)  Extractos  de  La  vida  beata  en  Gallardo,  Ensayo,  III,  543-6;  cfr.  pág.  545. 

(11)  Menéndez  y  Pelato,  Antologia,  pág.  XI. 

(12)  Amador  de  los  Ríos,  VII,  247-8,  489. 

Espana  en  la  vida  italiana.  6 


—  82  — 

de  Avila,  que  en  1483  componía  en  Roma  un  poema  alegórico  de 
imitación  dantesca,  a  petición  del  obispo  de  Pamplona,  Alfonso 
Carrillo,  y  en  1499,  escribía  el  Panegírico  de  la  reina  Isabel  (1). 
Se  ha  dicho  que  en  la  corte  de  los  Borgias  se  representaban  dra- 
mas españoles  (2),  pero  yo  no  puedo  aportar  dato  alguno  sobre 
el  particular.  Pero  sí  consignaremos  que  un  versificador  descono- 
cido rimó  en  aquella  lengua  una  serie  de  quintillas  y  de  décimas 
en  alabanza  de  Lucrecia  Borgia  y  de  sus  damas  de  honor,  cuando 
celebró  sus  bodas  en  Ferrara: 

Soys,  duquesa  tan  real, 
en  Ferrara  tan  querida, 
qu'el  bueno  y  el  comunal, 
de  todos  en  general, 
soys  amada,  soys  temida. 
Soys  plaziente  a  los  ajenos, 
soys  atajo  d' entrévalos, 
soys  amparo  de  los  menos, 
soys  amiga  de  los  buenos 
y  enemiga  de  los  malos. 

Y  sigue: 

Pues  ¿quién  podría  recontar, 
por  más  que  sepa  dezir, 
vuestro  discreto  hablar, 
vuestro  grazioso  mirar, 
vuestro  galante  vestir? 
Un  poner  de  tal  manera, 
de  tal  forma  y  de  tal  suerte, 
que  aunque  la  gala  muriera, 
en  vuestro  dechado  oviera 
la  vida  para  su  muerte  (3). 

En  Roma  se  había  establecido  desde  hacía  muchos  años  otro 


(1)  Obr.  cit.,  VII,  273-5. 

(2)  Alvisi,  páginas  235-6,  que  cita  fuera  de  propósito  La  Celestina. 

(3)  Manuscritos  XIII.  G.  42-3  de  la  Bibl.  Nac.  de  Ñapóles  que  yo  publiqué:  Versi 
spagnuoli  in  lode  di  L.  Borgia  duchessa  di  Ferrara  e  delle  sue  damigelle,  Ñapóles,  1894; 
cfr.  Menéndez  y  Pelato,  en  Revista  de  España,  junio  1894,  e  Farinelli,  en  Rass 
bibliog.,  II,  138-9. 


—  83  — 

poeta — si  así  puede  llamársele — ,  Alonso  Hernández  de  Sevilla,  clé- 
rigo y  protonotario  eclesiástico,  que  vivía  en  estrecha  familiaridad 
y  devoción  con  Bernardino  Carvajal,  uno  de  los  cardenales  crea- 
dos por  Alejandro  VI,  y  que  fué  figura  principal  en  los  aconteci- 
mientos políticos  de  la  época,  principalmente  en  el  concilio  de 
Pisa.  Cuando  murió  el  infausto  papa  Borgia, 

que  hizo  la  nuestra  hispana  nación, 
al  mundo  odiosa,  qual  nunca  se  viera 

— versifica  Hernández — (1)  desatando  iras  terribles  contra  los  es- 
pañoles, hasta  el  punto  de  que  si  no  hubiese  sido  por  la  miseri- 
cordia divina,  Carvajal  abrió  su  casa  para  que  en  ella  se  refugia- 
ran sus  compatriotas,  Hernández  le  consagró  un  homenaje  de  gra- 
titud por  el  peligro  del  que  había  escapado: 

Tu  casa  fué  el  arca  donde  han  escapado 
toda  nobleza  de  gente  d' E spaña, 
según  el  gran  odio,  rencor  y  gran  saña 
que  tanta  Alexandre  nos  ovo  dexado. 

Y  también  por  gratitud  se  comprometía  a  dedicarle  una  serie  de 
obras  que  había  compuesto,  una  Vita  Christi,  doce  libros  titulados 
De  la  esperanga,  otros  doce  De  la  justicia,  ocho  De  educazione  prin- 
cipis,  los  Siete  triumphos  de  las  siete  virtudes,  y  otros  «diversos  trac- 
todos  de  varias  cosas  no  desplazibles».  Pero  de  todas  sus  obras,  una 
solamente  fué  impresa  después,  ya  muerto  el  autor,  en  Roma  y 
en  1516,  a  cargo  de  otro  clérigo,  Luis  de  Gibraleón,  la  Historia 
parthenopea,  o  lo  que  es  igual,  un  poema  escrito  en  honor  del 
Gran  Capitán,  que  pertenece  al  grupo  de  aquellas  obras  histérico- 
poéticas,  entre  las  que  se  cuentan  el  citado  Panegirico  de  Avila, 
las  Valencianas  lamentaciones  de  Narváez,  el  poema  de  Tapia  eu 
las  bodas  de  Margarita  de  Navarra  y  otros  semejantes  (2).  Existe 
también  una  crónica  en  métrica  de  arte  mayor  y  en  estrofas  de 
ocho  versos — a  la  usanza  de  Mena  en  el  Laberinto — -,  que  aunque 


(1)  En  la  obra  Los  doze  triumphos  de  los  doze  Apóstoles  fechos  por  el  Cartuxano  (tr.  III, 
c.  4)  se  coloca  al  papa  Alejandro  en  los  Infiernos. 

(2)  Amador  de  los  Ríos,  obr.  cit.,  VII,  280,  n;  cfr.  269  n,  y  Ticknov,  obr.  cit.,  III, 
406-7;  cfr.  395  y  siguientes. 


—  84  — 

mezcla  groseramente  la  mitología  en  la  narración,  no  está  des- 
provista de  cierto  interés  como  documento  histórico  (1). 

Beurbo  confirma  que  la  lengua  española  era  usadísima  en 
Roma,  escribiendo  que  «como  España  había  mandado  sus  pueblos 
a  Roma  para  servir  al  papa,  ocupando  Valencia  toda  la  colina 
del  Vaticano,  nuestros  hombres  y  nuestras  mujeres  no  gustaban 
mas  que  de  las  palabras  españolas  y  del  acento  español  (2).  El 
mismo  Beurbo  aprendió  el  castellano;  así  han  pasado  como  poe- 
sías suyas  algunas  transcripciones  hechas  por  Lucrecia  Borgia  para 
su  uso  de  algunas  estrofas  hechas  por  Cartagena,  por  Tapia,  por 
Juan  Alvarez  Sato  y  por  Diego  López  de  Haro  (3). 

También  en  el  resto  de  Italia  se  fué  infiltrando  la  influencia 
española  como  consecuencia  de  los  matrimonios  entre  príncipes 
y  princesas  aragonesas  en  Milán  y  en  Ferrara  y  de  otras  causas 
distintas.  Los  dos  príncipes  otenses,  Segismundo  y  el  futuro  duque 
Hércules,  fueron  enviados  a  Ñapóles  para  que  allí  aprendieran  las 
artes  de  la  perfecta  cortesanía,  casándose  luego  Hércules  con  Elena 
de  Aragón,  princesa  amante  de  los  estudios,  que  estrechó  las  rela- 
ciones entre  las  cortes  de  Ñapóles,  Ferrara,  Mantua  y  Milán  (4). 
Los  músicos  españoles,  al  lado  de  los  flamencos,  se  encontraban 
en  muchas  cortes  italianas,  adquiriendo  cierta  popularidad  en  ellas 
y  no  solamente  en  la  corte  aragonesa  de  Ñapóles,  ciertos  bailes 
de  origen  español  (5). 

Juan  de  Valladolid  andaba  errante  de  unas  en  otras  cortes  y 
en  la  de  los  Ote  se  cantaban  ciertos  aires  españoles.  Recientemen- 
te se  ha  dado  a  conocer  una  poesía  española,  escrita  pobablemente 
al  finalizar  el  año  1480,  dirigida  a  Segismundo  y  a  Hércules,  con 
ocasión  de  la  toma  de  Otratito  hecha  por  los  turcos  y  de  las  cruel- 
dades que  éstos  cometieron  (6).  En  la  guerra  de  1482  entre  la  se- 
ñoría de  Venecia  y  el  duque  de  Ferrara  se  advierten  muchos  «in- 
fantes españoles»  que  estaban  al  servicio  del  duque  de  Urbino  (7), 
y  al  acabar  el  siglo   se   alistaba  entre  la   soldadesca    florentina 


(1)  Del  poema  de  Hernández  di  una  noticia  bibliográfica  en  Arch.  stor.  nap.,  XIX, 
532-49. 

(2)  Della  volgar  lingua,  ed.  Sonzogno,  pág.  157. 

(3)  Este  punto  fué  aclarado  por  la  Michaelis,  cfr.  Teza,  en  Rev.  crit.  d.  letter.  ital., 
II,  1885,  ce  61-3. 

(4)  Cfr.  G.  Bertoni,  G.  M.  Barbieri,  e  gli  studi  romanzi  nel  secolo  xvi,  Modene,1905. 

(5)  Farinelli,  en  Rass.  Ubi.,  VII,  266-7. 

(6)  Fué  publicado  por  S.  Bertoni  en  Roman.  Forscliungen,  XX,  332;  el  mÌ3mo, 
Canzonette  mìisicali  francesi  e  spagnuole  alla  corte  d'Este,  Modene,  1905. 

(7)  Diario  ferrarese,  en  RR.  II,  SS.,  XXIV,  260. 


—  85  — 

aquel  Pedro  Navarro  que  adquirió  gran  fama  en  los  primeros  de- 
cenios del  siglo  siguiente  como  habilísimo  artillero,  y  que  había 
venido  antes  a  Italia  al  servicio  del  cardenal  Juan  de  Aragón  (1). 
Aumentó  la  inmigración  en  Italia  de  los  judíos  y  de  los  marranos, 
perseguidos  en  España,  donde  se  les  quemaba;  contra  los  judíos 
y  marranos  publicaron  bulas  Sixto  IV  en  1483  e  Inocencio  VIII 
en  1487  (2).  En  1492  estalló  la  gran  persecución  española  contra 
ellos,  y  los  judíos  llegaron  de  España  exánimes,  escuálidos,  maci- 
lentos, con  los  ojos  hundidos,  como  cadáveres  ambulantes,  plan- 
tando tiendas  en  nuestras  ciudades  (3).  A  Ñapóles — escribe  un  cro- 
nista en  agosto  de  aquel  año — ,  «comienzan  a  llegar  naves  carga- 
gas  de  judíos,  procedentes  unos  de  Sicilia  y  otros  de  España,  ex- 
pulsados por  el  señor  rey  español  (4).  En  Roma — escríbese  en 
junio  de  1493 — ,  «de  prime  parte  marrani  steterunt  in  maxime 
quantitate  extra  portam  Apiam  aput  caput  bovis,  ibi  tentone  ten- 
dentes, intraveruntque  in  urbem  secreto  modo»  (5).  En  Ferrara, 
en  julio  se  habla  «de  ciertos  marranos  expulsados  de  Granada  por 
el  rey  de  España»  (6).  Entre  estos  judíos  había  hombres  doctos  y 
de  alto  valor,  como  aquel  Judas  Abrabanel,  que  se  llamó  después 
León  Hebreo,  y  que  escribió  el  libro  Dialoghi  di  amore,  que  buscó 
refugió  en  la  corte  del  rey  Fernando  (7).  Los  hebreos  españoles 
se  distinguían  en  Roma  por  su  cultura,  habiendo  entre  ellos  letra- 
dos y  ricos  y  muy  resabidos,  siendo  a  su  lado  entonces,  como  en  la 
Edad  Media,  los  italianos  los  mas  necios  (8).  Esta  inmigración  ju- 
daica contribuyó  a  formar  una  opinión  pésima  de  los  españoles 
en  general,  motejados  desde  entonces  como  «judíos»  y  como  ma- 
rranos» (9).  «Marrano»,  «circunciso»  y  catalán  llamaba  J  uliano  della 
Rovere,  que  fué  luego  Julio  II,  al  odiado  papa  Alejandro  (10). 


(1)  Giovio,  Elogia  cit.,  páginas  292-4. 

(2)  Infesscra,  obr.  cit.,  pág.  227.  La  inmigración  era  más  antigua;  cfr.  Amabi- 
le, II  Santo  otficio  della  Inquisizione,  città  di  Castello,  1892,  I,  80-1. 

(3)  Senarega,  cit.  por  Lafuente,  Historie  de  Esp.,  VII,  29. 

(4)  Passaeo,  Giornali,  pág.  56;  cfr.  Notargiomo,  Cron.,  ed.  Garzilli,  pág.  177. 

(5)  Burchardi,  ed.  cit.,  Diar.,  II,  82;  cfr.  Infesstjra,  pág.  290. 

(6)  Diario  ferrar.,  1.  cit.,  XXIV,  285;  cfr.  FRIZZI,  Storia  di  Ferrara,  IV,  163-4. 

(7)  Menéndez  y  Pelayo,  Historia  de  las  ideas  estéticas  en  España,  II,  parte  I, 
página  11  y  siguientes;  y  el  libro  de  Fiorelli,  cit.  más  atrás.  Sobre  el  médico  español 
Santiago  Martino,  véase  Farinelli,  Rass.  bibl.,  VII,  265. 

(8)  Lozana  andaluza,  ed.  cit.,  I,  138. 

(9)  Sobre  marranos  y  judíos,  Pulci,  Morgante,  XXVII,  286;  Canti  carnascialeschi, 
ed.  Germini,  páginas  204-5.  Marrano  significa  originariamente  cerdo  y  se  aplicaba  en 
España  a  los  conversos;  v.  Farinelli,  Marrano  (en  Studü  etterari  e  linguistici  dedicati 
a  P.  Rajna,  Firenze,  1911,  páginas  491-555). 

(10)  Iriarte,  César  Borgia,  II,  35. 


—  86  — 

Pero  remontándonos  a  otras  regiones  más  altas  ole  cultura,  sin 
que  dibujemos  aquí  ni  aun  esquemáticamente  la  historia  del  hu- 
manismo español  en  sus  relaciones  con  el  italiano,  conviene  adver- 
tir que  la  actitud  de  los  humanistas  españoles  para  con  Italia  era 
la  misma  del  rey  humanista  Alfonso  de  Aragón.  Los  españoles  go- 
zaban fama  de  grandes  teólogos  y  de  muy  versados  en  cosas  sa- 
gradas y  eclesiásticas;  si  el  rey  Alfonso  suscitaba  en  el  Panormita 
el  recuerdo  de  los  emperadores  que  España  había  dado  a  Italia 
— Trajano,  Adriano,  Teodosio  I,  Arcadio,  Honorio,  Teodosio  II — , 
el  papa  Calixto  tornaba  a  ver  en  Enea  Silvio  la  imagen  del  santo 
papa  Dámaso,  advirtiendo  que  aquel  país  era  muy  fecundo  en  pre- 
lados, quorum  vite  emendutissime  doctrine  admirabilis.  Sobresalie- 
ron, en  efecto,  en  el  concilio  de  Basilea,  Alfonso  Carrillo,  Juan 
Cervantes — del  que  fué  secretario  Enea  Silvio — y  Juan  Torque- 
mada  que  durante  veinticinco  años  había  enseñado  en  Roma  dere- 
cho canónico.  El  mismo  Enea  Silvio  alaba  en  otra  parte  a  Anto- 
nio Cerdano,  arzobispo  de  Messina,  y  Juan  Carvajal  (1).  Este  ca- 
tálogo podría  ampliarse  considerablemente  (2);  conviene  leer  las 
biografías  que  de  muchos  prelados  españoles  compuso  Vespasiano 
de  Bisticci  (3). 

Pero  estos  hombres  representaban  la  cultura  de  la  Edad  Media 
que  se  agonizaba  en  Italia  y  de  muy  distinto  modo  eran  conside- 
rados los  que  se  alistaban  en  las  escuelas  italianas  para  estudiar 
humanidades.  Fario,  Panormita,  Valla,  Filelfo,  sostenían  corres- 
pondencia con  estos  ambiciosos,  que  eran  literatos  profesionales, 
aspirantes  a  literatos,  o  simples  amigos  de  las  letras,  soberanos, 
príncipes  y  gentiles  hombres  (4).  El  obispo  de  Burgos,  Alfonso 
de   Cartagena,  tuvo   estrechas    relaciones   con   los   doctos  italia- 


(1)  Panormita,  1.  IV,  introd.  y  coment,  relativo  a  Cruce  Silvio. 

(2)  Extensamente  habla  de  los  doctos  prelados  españoles  de  la  época,  CampillAS, 
Saggio  apolegetico,  parte  II,  voi.  I,  páginas  98-127;  v.  Antonio,  Bibl.  vet.  e  nova.  El  Cole- 
gio de  España  en  Bolivia  producía  entonces  hombres  de  gran  erudición  y  de  excelsa  pie- 
dad, algunos  de  los  cuales  fueron  beatificados  y  canonizados  por  la  Iglesia,  como  Ñuño 
Alvaro  Osorio  y  Pedro  Arbués.  Sobre  los  estudiantes  españoles  y  portugueses  en  Pavía, 
v.  Arch.  stor.  lomb.,  XVII,  535,  542,  554. 

(3)  Obr.  cit.,  biografía  de  los  cardenales  Santiago  de  Portugal,  de  Gerona,  de  San 
Sixto,  Mella,  Mendoza,  obispo  Alfonso  de  Portugal,  Malferito,  etc.  Del  cardenal  de  Gero- 
na (pág.  157  y  siguientes)  se  recuerdan  las  obras  intituladas  Corona  del  principe  y  Storia 
del  reame  di  Spagna.  En  Venecia — 1497 — se  imprimía  un  Pentateuco  en  español  (cfr.  Pi- 
CATOSTE,  Españoles  en  Italia,  I,  122). 

(4)  F.  Philelphi,  Epistole,  ed.  de  Roma,  1705;  una  docena  de  estas  cartas — 1449 
a  1456 — se  dirigen  a  Iñigo  de  Avalos.  Entre  las  Campanae  del  Panormita,  algunas  van 
dedicadas,  además  del  rey,  a  Centellas,  a  Martorell,  a  Fletumme  y  otros.  Varias  obras 
sobre  humanidades  están  dedicadas  a  personajes  españoles. 


—  87  — 

nos  (1)  y  tomó  parte  en  el  concilio  de  Basilea,  después  del  cual  se 
detuvo  en  Roma  cerca  de  Eugenio  IV,  siendo  conocidísima  su  po- 
lémica con  Leonardo  Aretino  a  propósito  de  la  nueva  traducción  de 
las  Eticas  de  Aristóteles.  En  general,  se  conducían  con  la  mayor 
modestia  y  adoptaban  la  postura  de  sencillos  discípulos.  «Hcec  vides 
mea  barbara — escribía  Fernando  Valenti  al  Panormita — quum  si 
aliquit  dulce  fuerit,  tuum  est  et  non  meum;  cetera  inculte,  rugosa  et 
dura,  mea  sunto  (2). 

Lorenzo  Valla  consagraba  grandes  elogios  a  Fernando  de  Cór- 
doba, muy  mozo,  que  en  1444  había  llegado  en  Ñapóles  a  ser  con- 
fesor del  rey  (3),  admirando  su  rica  erudición  y  el  arte  sutilísimo 
de  su  modo  de  razonar.  Pero  eran  elogios  a  la  erudición  teológica 
y  eclesiástica,  perfectamente  explicables,  porque  el  maestro  Fer- 
nando defendió  a  Valla  ante  la  Inquisición  de  Ñapóles  por  su 
disputa  con  Antonio  de  Bitonto  sobre  el  símbolo  de  los  apóstoles. 
Por  lo  demás,  el  panegirista  se  ve  obligado  a  hacer  cierta  clase  de 
reservas  «...  lingue  latina,  facultas  poètica  tante  ei  adest,  quantam 
Hispanie  docete  ant  aliqua  provincia  potuit.  Breviter  summe,  ut  di- 
citur,  manus  in  eo  desideratur;  solum  nanque  in  Italia  vitor  Ule 
dicendi,  ornatus  orationis,  vis  eloquentice  viget,  sive  in  prosa  sive  in 
carmine,  presertim  sactus  fundamentis  in  gresca  lingue»  (4).  Cuando 
el  maestro  Fernando,  después  de  haber  estado  un  año  en  París, 
tornó  a  aparecer  en  Italia  en  1446  y  tuvo  en  Genova  ante  cin- 
cuenta mil  oyentes  una  academia  de  dialéctica  sobre  veintiocho 
cuestiones,  Antonio  Cassarino  lo  juzgó  con  severidad,  mejor  aún, 
despectivamente,  como  «barbusculos  homo,  sine  letteris,  sine  lepore 
atque  adeo  sine  sensa»  que  se  jactaba  de  poseer  ñudaicas  letteras», 
mostrando  fácilmente  que  las  había  aprendido  antes  que  las  lati- 
nas, con  la  pretensión  inaudita  de  presentarse  ante  «latines  homi- 
nibus».  Al  lado  de  Polizano,  en  Florencia,  lestuvieron  los  portu- 
gueses Caiado,  Tensira  y  Arias  Barbosa;  de  Tansira  dice  Lilio  Gi- 


(1)  Léase  la  biografía  que  de  él  escribió  Fernando  del  Pulgar,  que  puede  verse 
traducida  por  De  Puymagre,  La  cour  lütérarie  de  D.  Jean  II  de  Castüle,  I,  216-9.  Léase 
en  Vespasiano  la  biografía  de  Ñuño  Guzmán,  obr.  cit.,  páginas  517-20. 

(2)  Amador  de  los  Ríos,  obr.  cit.,  VI,  400-1,  que  se  esfuerza  por  atenuar  el  juicio 
del  Panormita  sobre  la  barbarie  española. 

(3)  Doc.  pub.  por  Minieri  Riccio,  en  Arch.  stor.  nap.,  VI,  245. 

(4)  V.  sobre  el  maestro  Fernando,  además  de  la  memoria  de  Havet  de  1882,  Morel 
Fatio,  MaUre  Fernand  de  Cordoue  et  les  humanistes  italiens  du  XV  siede,  (en  el  Recueü 
de  travaux  d'érudition  dédiés  a  la  memoire  de  J.  Havet,  París,  1895,  páginas  521-33.  Re- 
cientemente, A.  Bonilla,  Fernando  de  Córdoba  y  los  orígenes  del  Renacimiento  filosófico 
en  España,  Madrid,  1911. 


—  88  — 

raido  que  en  Florencia  «Hispanas  cmrimonias  cum  deliciis  et  elegan- 
tiis  Florentisorum  comim  xerat  (1). 

Como  los  españoles  venían  a  Italia  a  aprender  humanidades  y 
a  acrecer  los  conocimientos  adquiridos  en  su  patria — recordemos 
aquí  a  Antonio  de  Nebrija — ,  los  italianos,  por  su  parte,  marcha- 
ban a  España  como  educadores  de  príncipes  y  a  desempeñar  car- 
gos de  tanta  importancia  como  éstos.  En  1433,  el  rey  de  Castilla 
invitó  a  su  lado  a  Guiniforte  Bazizza  (2),  pero  entre  todas  famosa 
fué  la  estancia  de  Lucio  Marineo  Siculo,  a  quien  logró  persuadir 
Federico  Henuquer,  gran  Almirante  de  Castilla,  estableciéndose  en 
Salamanca,  trabando  amistad  con  Nebrija  que  había  vuelto  de 
Italia,  y  que  después  de  haber  enseñado  durante  doce  años  en 
aquella  Universidad,  marchó  a  la  corte  de  los  Reyes  Católicos  (3). 
Por  aquel  entonces,  en  1487,  estuvo  en  la  misma  corte  Pedro  Már- 
tir de  Anghiera,  al  que  sus  amigos  desanimaron  diciéndole:  «Cier- 
to es  que  España  ha  sido  singularmente  favorecida  por  la  natu- 
raleza; pero,  comparada  con  Italia,  es  como  la  mísera  estancia  de 
un  palacio  del  que  Italia  es  la  sala  central.  ¿Qué  italiano  ha  ido 
jamás  a  España,  de  no  ser  mercader  o  peregrino?»  Y  Pedro  Már- 
tir reargüía:  «Italia  está  ociosa  con  el  extranjero  y  llena  de  lacras; 
no  así  España.  Italia  está  fragmentada  y  España  unida;  discordes 
los  príncipes  italianos  y  los  españoles  de  acuerdo»  (4).  Le  decían 
también:  «Un  italiano  no  puede  hacer  fortuna  en  España;  los  es- 
pañoles no  creen  a  nadie  a  su  altura;  jamás  un  extraño  ha  llegado 
a  puestos  eminentes  en  aquel  país,  y  los  españoles  son  gentes  que 
desprecian  las  letras»  (5).  Y  Pedro  Mártir  se  consolaba  a  sí  mismo: 
«En  España  tengo  fama  de  gran  hombre  de  letras.  ¿Qué  sería  en 
Roma  sino  un  pájaro  entre  las  águilas  y  un  enano  entre  gigan- 
tes?» (6).  Y  en  España  podía  tomar  sobre  sus  hombros  la  misión 


(1)  Cilius  Gregorius  Giraldus,  Be  poetis  nostrorum  temporum,  ed.  K.  Wotke  (Berlín, 
1894),  diel.  II,  páginas  57-61.  Una  carta  de  Caiado  a  su  maestro  florentino  Marcelo  Vir- 
gilio se  publicó  por  Pellizzari,  Rass.  bibl.,  XVI,  pág.  250  y  siguientes. 

(2)  V.  G.  Romano,  Q.  V,  en  Aren.  stor.  sic.  xvu,  1892,  1-27. 

(3)  TlRABOSCHl,  Storia  d.  lett.  ital.,  VI,  libr.  III,  576.  Véanse:  G.  NOTO,  Lucio  Mari- 
neo, umanis*a  siciliano,  Catania,  1901;  Moti  umanistici  in  Ispagna  al  tempo  del  Marineo 
Caltanisseta,  1911;  P.  Venne,  Cultori  delle  poesie  in  Ispagne  durante  il  regno  di  Ferd.  il 
Cat.,  Aorie,  1906;  Precettori  ital.  in  Isp.  dur.  il  regno  di  F.  il  C.  (ivi,  1907;  Nel  mando 
umanistico  spagnuolo,  Rovigo,  1906. 

(4)  Opus  epistolarum  Petki  Martiris  Angleri,  medilanensis,  ed.  Amsterdam,  1670; 
cfr.  1. 1,  1,  ad  Ascanio  Sforze,  2,  al  conte  Borromeo  y  a  Pietro  Merso.       -^  Zia 

(5)  Obr.  cit.,  libr.  I,  3,  a  Teodoro  di  Pavia,  1,  51,  aJGabriele  Mendoza.  V.  sobre  es. e 
desprecio  de  los  españoles  por  las  humanidades,  Marineo,  Epist.  fam.,  1.  VII  ep.  3  y  7. 

(6)  Obr.  cit.  libr.  I,  21,  a  Teodoro  de  Pavía. 


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de  atraer  aquel  pueblo,  tan  rico  de  ingenio,  al  estudio  de  las  hu- 
manidades. «¿Qué  culpa,  después  de  todo,  tienen  los  españoles,  si 
desde  niños  y  por  hábitos  tradicionales  se  les  educa  en  el  amor 
a  las  armas  y  en  el  desprecio  a  las  letras,  diciéndoles  que  el  cul- 
tivo dfe  .  quéllas  honra,  y  el  de  éstas  es  opuesto  al  manejo  de  las 
armas?»  (1).  Pero  la  admiración  mayor  de  Pedro  Mártir  se  reser- 
vaba para  los  dos  grandes  monarcas,  Isabel  y  Fernando,  que  ha- 
bían procurado  a  España  tantas  felicidades.  «Si  alguna  vez  dos 
cuerpos  han  sido  animados  por  un  solo  espíritu,  son  estos  dos, 
que  gobiernan  una  sola  alma  y  una  sola  mente.  No  hay  unidad 
en  la  naturaleza  que  pueda  compararse  a  esta  unidad»  (2).  Otros 
italianos  siguieron  su  ejemplo  marchando  a  España,  como  Alejan- 
dro Giraldino,  preceptor  de  las  princesas  reales.  Al  cabo  de  un 
par  de  años,  Pedro  Mártir  podía  ufanarse  de  haber  abandonado 
por  España  el  suelo  natal  (3).  De  estos  humanistas  italianos,  que 
frecuentaron  las  cortes  de  los  Aragoneses  en  Ñapóles,  o  las  de  los 
príncipes  españoles,  surgieron  muchos  libros  de  elocuencia  latina 
en  torno  a  las  cosas  de  España.  Además  de  las  obras^de  Panor- 
mita,  de  Riccio  y  otra  de  Lorenzo  Valla,  De  rebus  a  Ferdinando 
Aragonice  sebe  gestis,  la  copioso  serie  de  las  obras  de  Merineo,  De 
laudibus  Hispanice,  De  Aragonice  regibus,  De  rebus  Hispanice  me- 
mora ilibus  (4). 

La  admiración  que  Pedro  Mártir  manifiesta  por  Fernando  de 
Aragón  y  por  Isabel  de  Castilla  nos  lleva  como  de  la  mano  a  es- 
tudiar la  nueva  grandeza,  la  importancia  política  que  España  tuvo 
para  los  italianos  en  la  segunda  mitad  del  siglo  xv.  En  la  primera 
mitad,  el  asedio  de  Ñapóles  por  Alfonso  de  Aragón  había  suscita- 
do principalmente  temores  y  preocupaciones;  entre  él  y  los  geno- 
veses  continuaban,  aún  después  de  la  paz  de  1444,  más  o  menos 
francas  las  hostilidades  (5);  Cosimo  de  Médicis  tenía  a  Alfonso  por 
un  medio  bárbaro  y  Francisco  Sforza  tomó  el  partido  de  sopor- 
tarlo, pensando  que  sin  Alfonso,  los  franceses  hubieran  puesto  fá- 


(1)  Obr.  cit.,  V,  102,  a  Pedro  Gonzalo  Mendoza,  arzobispo  de  Toledo.  Y  cfr.  I,  17 
a  Femando  de  Talavera,  sobre  la  concordia  de  las  letras  con  la  milicia,  y  V,  103,  a  Asea 
nio  Visconti. 

(2)  Obr.  cit.,  I,  6,  a  Pomponio  Leto. 

(3)  Obr.  cit.,  II,  74,  76. 

(4)  Tiraboschi,  1.  c.  Otras  noticias  sobre  las  relaciones  de  los  españoles  con  los  hu- 
manistas italianos  en  Farinelli,  Rass.  bibl.,  VII,  265. 

(5)  Bkacellei,  De  bello  hispánico,  i.  44  y  las  cartas  escritas  por  Panormita  en  nom- 
bre de  Alfonso  a  los  genoveses,  y  por  Bracelli,  en  nombre  de  éstos,  a  Alfonso. 


—  90  — 

cilmente  sus  plantas  en  Italia  (1).  Y  aunque  el  adulador  Enea 
Silvio  se  felicitase  viendo  toda  Italia  bajo  su  dominio,  como  esta- 
ba entonces,  «sub  communicatibus»,  porque  «cor  nobile  virtutes  proe- 
miati) (2),  cuando  en  1447  Alfonso  se  dirigió  contra  Florencia,  un 
poeta  florentino  le  increpó: 

O  gran  re  d'Araone,  quel  dispetto 

t'ha  fatto  venir  contro  al  fiorentino 

popul,  che  t'era  servidor  perfetto? 

No  pensar  tu  incoronarti  del  regno 

di  Talie  per  forze  di  tua  gente 

perchè  il  tuo  nome  um  riè  ben  degno!  (3). 

Estas  sospechas  no  se  relacionaban  para  nada  con  la  lejana 
grandeza  de  Fernando  y  de  Isabel,  cuyo  matrimonio  narraba  un 
cronista,  refiriendo  que  a  él  fué  Fernando  disfrazado  «y  así  que 
estuvo  en  Castilla  al  lado  de  la  reina  Isabel,  a  despecho  de  mu- 
chos grandes  de  aquel  reino  que  querían  por  monarca  al  rey  de 
Portugal,  lo  hizo  rey  de  Castilla  y  lo  tomó  por  esposo;  de  modo 
que  así  que  muera  el  padre,  será  rey  de  Aragón  y  de  Castilla»  (4). 
Vespasiano  de  Bisticci  lo  ensalzaba  como  «virtuosísimo  entre  todos 
sus  deudos»,  casto,  religioso,  «de  una  inviolable  justicia»,  no  temien- 
do a  nadie,  pero  dando  umversalmente  la  razón  a  todos,  así  a  los 
señores  como  a  los  inferiores,  habiendo  logrado  refrenar  con  tal 
firmeza  a  los  magnates  turbulentos  «que  solían  gobernar  a  su  ma- 
nera, sin  obedecer  al  rey»  (5). 

Con  esta  admiración  no  rezaban  para  nada  los  temores,  siendo 
puramente  sentimental  y  poética,  ya  que  se  consagraban  del  todo 
a  realizar  la  obra  de  la  cristiana  España  contra  los  infieles  y  asis- 
tían entonces  al  último  gran  episodio  de  la  lucha  secular:  la  con- 
quista de  Granada.  Le  asistía,  en  efecto,  a  la  noble  lucha  caba- 


(1)  GOTHEIM,  obr.  cit.,  p.  VI,  400,  483-4. 

(2)  En  una  epístola  a  Mariano  Sozzini,  ep.  39,  en  la  ed.  de  Basilea  de  a  Opera,  pá- 
gina 526. 

(3)  «Oh  gran  rey  de  Aragón,  ¿qué  despecho  te  ha  movido  a  pelear  contra  el  pueblo 
florentino,  que  tan  lealmente  te  servía?  No  pienses  ceñir,  por  fuerza,  la  corona  de  Italia, 
aunque  seas  digno  de  ello».  Refiérese  en  Flaminis,  Lirica  toscana  del  Rinascimento,  pági- 
nas 131-2.  Cfr.  contra  Alfonso  y  los  catalanes,  el  poema  de  Antohio  d'Agostino  de  San 
Miniato  sobre  el  asedio  de  Piombino  en  1448;  en  RR.  II.  SS.,  XXV,  319  y  siguientes,  360. 

(4)  Passaro,  Giornali,  páginas  39-40. 

(5)  Vite,  páginas  158-9  (en  la  vida  del  cardenal  de  Gerona). 


—  91  — 

lleresca,  que  por  las  plazas  y  las  aulas  de  Italia  los  bardos  y  los 
poetas  pintaban  a  las  imaginaciones  ávidas,  habiéndoles  de  los  pa- 
ladines de  Carlos  y  de  los  caballeros  de  Artú.  «Fué  una  guerra  gen- 
til— escribía  años  después  Navagero — ,  no  había  entonces  mucha 
artillería...  todos  eran  valientes  y  bravos...  todos  se  iban  a  las  ma- 
nos y  todos  realizaban  bellas  empresas...  Toda  la  nobleza  española 
se  encontraba  en  aquella  guerra  y  todos  hacían  empeño  en  con- 
ducirse de  la  mejor  manera  y  en  conquistar  mayor  fama...  La 
reina,  con  su  corte,  daba  a  todos  ánimo.  No  había  señor  que  no 
estuviera  enamorado  de  alguna  de  las  damas  de  la  reina,  las  que 
estando  presentes  a  las  hazañas  de  cada  uno  y  dándoles  por  su 
propia  mano  las  armas  con  las  que  combatían,  concediéndoles  sus 
favores,  animándoles  con  palabras  que  les  prestaban  coraje  y  ro- 
gándoles que  con  hechos  les  demostrasen  todo  cuanto  las  querían, 
el  hombre  más  cobarde  y  de  menos  valor  se  creía  capaz  de  vencer 
al  más  valiente  y  animoso  de  los  adversarios,  perdiendo  la  vida 
antes  que  volver  avergonzado  a  la  vera  de  la  mujer  amada.  Así 
puede  decirse  que  esta  guerra  fué  vencida  por  el  amor»  (1). 

Con  júbilo  fué  acogida  y  festejada  por  todas  partes  en  Italia 
la  noticia  de  la  victoria  con  la  entrada  de  los  cristianos  en  Gra- 
nada. En  Roma  se  encendieron  alegres  hogueras  y  los  embajado- 
res de  España  ofrecieron  al  pueblo  una  fiesta  alegórica,  constru- 
yendo un  castillo  de  madera  al  que  dieron  el  nombre  de  Granada, 
celebrándose,  como  ya  ha  dicho,  corridas  de  toros  y  juegos  de 
cañas  (2).  El  cardenal  Riario  hizo  recitar  con  este  motivo  el  drama 
Historia  Bostica,  de  Carlos  Verardi  de  Cesena  (3).  Igualmente,  en 
la  corte  de  Ñapóles,  se  recitaron  dos  «farsas»  o  dramas  alegóricos 
de  Sannazzaro  (4),  en  uno  de  los  cuales  se  mostraba  a  Mahoma, 
espantado  e  inseguro  ya  en  todas  partes,  «viendo  al  gran  león  de 


(1)  Navagero,  Il  viaggio  latto  in  Ispagna  et  Francis,  Venecia,  1563,  páginas  26-7. 
(Este  viaje  es  compendio  de  una  serie  de  cartas  a  Ramisco,  escritas  en  1525  y  1526;  cfr. 
Lettere  di  XIII  nomini  illustri,  Venecia,  1561,  páginas  661-706.  V.  Il  cortigiano,  III,  35, 
51  y  notas  de  Tickon,  ed.  cit.). 

(2)  Btjrchardi,  Diario,  I,  444-7;  v.  el  Panegirico  de  Diego  Guillen  de  Avila: 
*Ya  en  Roma  s' encienden  hogueras  por  esto,  sa  fingen  que  toman  Granada  con  sañas.  Allí 
corren  toros,  allí  juegan  cañas.  Ya  pistan,  ya  muestran  triumphos  compuestos  (V.  fragmen- 
tos en  las  notas  a  Tickon,  ed.  cit.). 

(3)  Caroli  Verardi  CISenatis,  Historia  Bostica  ad  R.  P.  Raphcedem  Riasium  Car- 
dinalem  (Romee,  per  Eucharinum  Silber,  1493;)  se  reimprimió  en  Eispania  illustrate, 
Francfort,  1603,  II,  861-77.  En  la  edición  original  puede  verse  la  música  de  un  canto  en 
italiano  vulgar,  que  vuelve  a  encontrarse  en  Barbieri,  Cancionero  musical,  Madrid,  1890, 
y  cuya  primera  estrofa  es  como  sigue: 

(4)  Croce,  I  teatri  di  Napoli,  nuova  edic,  páginas  8-9. 


—  92  — 

Castilla  cómo  extendía  sus  garras  en  muchas  millas  y  se  profeti- 
zaban empresas  ulteriores.  «¡Oh  gran  Fernando:  tú  rematarás  al 
turco,  batallando!  En  las  fiestas  del  carnaval  de  Florencia  se  oyó 
por  entonces  el  canto  del  Moro  de  Granada: 

Donne:  questfè  un  moro  di  Granata, 
di  real  sangue  e  bel,  corno  vedete; 
rotto  fu  in  quella  guerra  fortunata, 
onde  chiede  mercè,  donne  discrete...  (1). 

Fernando  de  Aragón,  efectivamente,  como  se  desprende  del 
augurio  de  Sannazzaro,  aparecía  ante  los  ojos  de  Italia  como  el 
afortunado  destructor  del  poder  musulmán;  Italia,  amenazada  por 
los  turcos,  se  volvía  a  él,  bramando  de  esperanza.  El  mismo  Fer- 
nando parecía  tener  conciencia  de  la  misión  que  le  incumbía,  y 
en  junio  de  1493  enviaba  a  Roma  un  embajador,  doliéndose  de 
las  frecuentes  guerras  que  estallaban  en  Italia  entre  cristianos  y 
cristianos,  mientras  él,  por  su  parte,  «continuo  exponebat  statum 
suum  et  vitam  suam  pro  salute  christiance  fidei  et  pro  ipsius  argu- 
mento, continuo  certando  cum  infidelibus»  (2).  Así  aumentó  el  inte- 
rés que  su  persona  y  sus  hazañas  inspiraban,  y  cuando  en  diciem- 
bre de  1492  llegaron  a  Roma  noticias  de  haber  salido  milagros- 
mente  ileso  de  la  agresión  de  un  sicario  (3)  se  hicieron  públicas 
manifestaciones  de  contento,  y  Marcelino  Verardi,  sobrino  de  Car- 
los, componía  para  el  cardenal  Riario  la  tragicomedia  carmine 


(1)  «Mujeres,  éste  es  un  bello  moro  de  Granada,  de  sangre  real  como  veis;  derrotado 
en  aquella  guerra  afortunada,  pide  vuestra  compasión,  mujeres  discretas».  Canti  carnas- 
cialeschi, ed.  Guemini,  pág.  79.  Sobre  otras  obras  italianas  que  celebran  la  conquista  de 
Granada  y  elogian  a  Fernando  e  Isabel,  v.  Farinelli,  Ras.  bibl.,  VII,  264. 

Viva  el  gran  re  don  Fernando 
con  la  Reyna  donn'  Isabella; 
viva  la  Spagna  et  la  Castella 
píen  de  gloria  triunphando! 
La  cita  mahometana 
potentissima  Granata, 
de  la  falsa  fé  pagana, 
e  dissolta  é  liberata, 
per  virtute  et  man  armata 
del  Fernando  et  Isabella. 
Viva  Spagna  et  la  Castella 
pien  de  gloria  triunphando. 

(2)  Infessura,  Diario,  páginas  287-8;  cfr.  BURCHABDI,  Diario,  II   80. 

(3)  Bubohardi,  Diario,  II,  27-32. 


—  93  — 

heroico,  intitulada  Fernandus  servatus.  Aumentó  la  aureola  que  le 
ceñía  de  gloria  y  de  fortuna  con  la  maravilla  del  descubrimiento 
de  los  «Nuevos  Mundos»,  que  un  italiano  había  descubierto  «por 
Castilla  y  por  León»  (1). 

El  poderío  de  Fernando  no  hacía  concebir  el  mas  pequeño 
temor  ni  la  preocupación  más  elemental  por  la  libertad  italiana. 
La  rama  de  su  Casa,  que  se  había  trasplantado  a  Italia  por  el 
reino  de  Ñapóles,  se  había  convertido  en  rama  completamente  ita- 
liana. Verdaderamente,  Fernando  de  Ñapóles,  a  pesar  de  las  hue- 
llas de  su  origen  español,  era  italiano  de  intereses,  como  juzga 
perfectamente  Guicciardini  (2)  y  representa  de  modo  bien  carac- 
terístico el  carácter  político  del  príncipe  italiano  del  Renacimiento. 
No  seguía  a  sus  parientes  de  España  ni  en  el  ardor  ni  en  el  fana- 
tismo religioso,  aunque  un  fraile  francisco  español,  con  el  fraude 
de  haber  descubierto  el  libro  de  San  Cotaldo,  le  empujase  a  echar 
de  su  reino  a  los  judíos  (3).  Y  lo  que  de  español  había  quedado 
ciertamente  en  él  por  su  nacimiento  y  por  sus  hábitos  de  mocedad 
se  había  extinguido  del  todo  en  su  heredero,  Alfonso  II,  al  cual 
Tristal  Caracciolo,  después  de  describir  todo  lo  que  de  forastero 
había  en  sus  antecesores,  «ctmcta  quo?  in  avo  patreque  tuo  desidera- 
vimus,  uno  beneficio  instansatui,  quando  te  nobis  gennerunU  (4),  le 
reputaba  y  consideraba  como  italiano  del  todo.  Si  algunos  peli- 
gros podían  presagiarse  o  temerse,  habían  de  venir  por  el  lado  de 
Francia,  pero  no  por  el  de  España. 


(1)  V.  para  estudiar  la  causa  de  que  España,  que  durante  mucho  tiempo  fué  presa 
de  las  invasiones  extranjeras,  comenzase  a  afirmarse  como  gran  potencia  en  Europa,  las 
observaciones  de  Guiceiardini  en  su  Relazione  di  Spagna,  de  1512-3  (en  Opere  inedite, 
VI,  278-80,  285). 

(2)  Storia  d'Italia,  al  final  del  1. 1. 

(3)  Passaro,  Giorn.,  pág.  52;  Notargiomo,  Crónica,  páginas  173-4;  cfr.  Bandello, 
Novelle,  I,  32.  Sobre  los  judíos  en  Ñapóles,  cfr.  Gothein,  obr.  cit.,  páginas  409-11.  Véase, 
como  prueba  de  la  benevolencia  que  inspiraban,  la  epístola  de  Galateo,  De  neophitis 
(en  Coli.,  III,  125  y  siguientes).  Y  ahora,  la  excelente  monografía,  a  base  de  documentos 
de  archivo,  de  N.  ferorelli,  Gli  ebrei  nell'  Italia  meridionale  (Torino,  1915),  donde  se 
prueba  la  política  de  protección  que  Fernando  de  Aragón  les  prestaba.  En  este  libro  se 
leen  además  (páginas  87-90  y  224-5),  muchas  noticias  nuevas  sobre  León  Hebreo  y  los 
demás  Abrabenel. 

(4)  Oratio,  ms.  cit.  Verdad  es  que  Alfonso  II,  precisamente  en  sus  pocos  meses  de 
reinado,  reafirmó  su  parentesco  dinástico  con  España,  y  tuvo  escrúpulos  religiosos  con 
relación  a  los  hebreos,  como  se  desprende  al  menos  de  su  testamento  (v.  Gallo  Diurnali 
Ñapóles,  1846,  páginas  31,  37,  39. 


VI 


LA   PROTESTA   DE    LA    CULTURA    ITALIANA    CONTRA 
LA    BARBARA    INVASIÓN    ESPAÑOLA 


Hay  que  tener  presente  el  estupor  y  luego  la  humillación  que 
se  apoderó  de  los  italianos,  cuando,  sacrificados  y  vencidos  por  los 
galos,  vieron  aparecer  en  Sicilia  legiones  de  españoles,  primero  a 
pelear  contra  éstos  y  luego  a  ayudar  a  la  liberación  de  la  tierra 
italiana,  y  vencer  después  a  los  franceses,  haciéndose  ellos  los  due- 
ños de  Italia.  El  eco  de  aquel  estupor  y  de  aquel  dolor  resuena 
todavía  en  los  versos  de  Ariosto: 

Non  hei  tu,  Spagne,  l'Africa  vicine 
che  t'he  vie  più  di  quest'Italie  offesa? 
E  pur  dar  travaglio  a  la  mesquine 
lessi  le  prime  tue  si  bela  impresa!  (1). 

Dirigía  la  nueva  empresa  Gonzalo  de  Córdoba,  el  Gran  Capi- 
tán (2),  cuya  fama  se  había  esparcido  por  primera  vez  en  Italia 
con  motivo  de  la  conquista  de  Granada  y  que  venido  al  reino  de 
Ñapóles  al  frente  de  un  puñado  de  hombres  en  ayuda  del  joven 
rey  Ferrantino,  contra  los  franceses  de  Carlos  VIII,  había  liber- 
tado Ostia,  restituyéndola  a  la  Santa  Sede.  Acogido  triunfalmente 
en  Roma,  el  papa  le  había  distinguido  con  la  condecoración  de  la 


(1)  «¿No  tienes  tú,  España,  a  Africa  de  vecina,  que  te  ha  ofendido  mucho  más  que 
Italia?  ¿Y  vas  a  dejar  tan  bella  empresa  por  esta  mezquindad?»,  Orlando,  XVII,  76. 

(2)  Sobre  esta  denominación,  que  le  dieron  los  italianos,  véase  la  Breve  parie  de  las 
hazañas  del  excelente  nombrado  Gran  Capitán,  referida  en  Martínez  de  LA  Rosa,  Obras 
completas,  París,  1844,  III,  113.  Consúltense  las  Crónicas  del  Gran  Capitán,  editadas  por 
Rodríguez  Villa  en  el  tomo  X  de  la  Nueva  Biblioteca  de  Autores  Españoles,  Madrid,  1908, 
donde  figuran  Las  dos  conquistas  del  reino  de  Ñapóles,  editadas  por  primera  vez  en  Zara- 
goza, 1554. 


—  96  — 

rosa,  que  todos  los  años  solían  distribuir  los  pontífices  a  algún 
personaje  excelso  de  la  cristiandad  (1).  Entrando  nuevamente  en 
el  reino  por  Calabria  contra  los  franceses  en  el  verano  de  1501, 
ocupó  Atripalde  en  el  mes  de  junio  del  año  siguiente,  alzando, 
como  se  supo  luego  en  Ñapóles,  «la  bandera  del  rey  de  España  en 
dicha  tierra»  (2).  Pareció  ceder  luego  a  la  supremacía  de  los  fran- 
ceses, no  saliendo  de  las  Pullas;  pero  en  abril  de  1503  le  llegaron 
refuerzos  de  España,  el  28  ganaba  la  gran  batalla  de  Cerinola,  el 
13  de  mayo  ocupaba  Ñapóles,  el  29  de  diciembre  daba  la  batalla 
de  Garellano  y  el  2  de  enero  obtenía  la  fortaleza  de  Gaeta,  con  lo 
que  terminaba  la  conquista  del  reino. 

Una  canción  española  celebraba  entonces  la  caída  de  Gaeta, 
expresando  a  la  vez  la  orgullosa  conciencia  del  nuevo  e  irrefrena- 
ble ímpetu  de  la  nación: 

Gaeta  nos  es  subjeta, 
y  si  quiere  el  Capitán, 
también  lo  será  Milán. 
Si  el  poderoso  Señor 
rey  de  los  cielos  y  tierra 
quiere  hacer  esta  guerra, 
¿quién  será  el  defendedor? 
Si  su  favor  da  favor 
a  nuestro  Gran  Capitán, 
los  franceses,  ¿qué  farán? 
Los  poderosos  leones, 
reyes  de  muy  grand  estado, 
descuiden  de  su  cuidado, 
descansen  sus  corazones', 
passadas  son  sus  passiones 
y  de  bien  a  bien  irán 
que  todo  lo  ganarán  (3). 

Aquel  clérigo,  Alonso  Hernández,  que  hemos  encontrado  en 
Roma  en  tiempos  de  los  Borgias,  y  del  que  hemos  recordado  la 


(1)  Guicciardini,  1.  e;  Gregorovitjs,  Storia  delle  città  di  Roma,  VII,  460. 

(2)  Passaro,  Giornali,  pág.  129. 

(3)  Barbieri,  Caucionero  musical  de  los  siglos  xv  y  xvi  (Madrid,  1890),  num.  340 
pagina  172. 


—  97  — 

Historia  partenopea,  o  lo  que  es  igual,  el  poema  que  compuso  en  alas 
bauza  del  Gran  Capitán,  manifestaba  con  bastante  claridad  en  su- 
pésimos  verses  este  gran  orgullo  de  los  soberanos,  de  los  guerreros 
y  de  todo  el  pueblo  español.  Los  Reyes  Católicos  eran  los  más  gran- 
des que  había  tenido  aquel  país  después  de  la  invasión  de  la  mo- 
risca; nunca  había  reinado  más  grande  acuerdo  entre  monarcas  y 
subditos, 

y  aquestas  son  cosas  de  alto  texidas, 

o  lo  que  vale  tanto,  una  altísima  previsión  de  la  Providencia  Di- 
vina. El  Gran  Capitán,  padre  de  la  patria, 

luzero  de  España  que  el  latió  fia  lumbrado, 

ha  demostrado  al  mundo  lo  que  valen  los  españoles  frente  a  la 
tan  celebrada  superioridad  francesa;  fuerzas  poderosas  hay  en  Oc- 
cidente, fuerzas  de  España  y  de  sus  hijos,  que  saben  abatir  a  los 
franceses,  desbaratando  la  ciega  opinión  que  hace  de  éstos  los 
dueños  del  mundo.  A  diversos  santuarios — añade  burlonamente — , 
a  Santiago,  a  Loreto,  a  Roma,  suelen  llevarse  exvotos  y  presentes; 
pero  Francia  no  conoce  otro  que  el  del  Gran  Capitán,  al  que  ofren- 
da caballos,  hombres  y  piezas  de  artillería.  El  pueblo  español  tiene 
la  virtud  de  los  dominadores;  si  los  franceses  son  bravos,  los  espa- 
ñoles les  aventajan  en  la  obstinación,  decididos  a  morir  o  a  vencer: 

Ispanos  ardientes  y  muy  animosos 

reinando  la  cólera  con  malenconía, 

los  quales  aquellos  dan  tal  osadía 

que  mueren  o  acaban  sus  hechos  famosos. 

Al  entrar  en  combate,  parecen  lentos  y  flojos,  pero  se  infla- 
man poco  a  poco,  hasta  que  llegan  a  la  más  alta  tensión  de  vio- 
lencia. Son  prudentes,  templados,  fieles  a  toda  prueba,  respetuo- 
sos con  las  antiguas  costumbres: 

Antiguas  paternas  han  ynstituciones 
que  padres  a  hijos  las  bien  enseñaron, 
los  unos  con  otros  después  praticaron 
y  hazen  de  aquellos  sus  observaciones. 
España  en  la  vida  italiana.  7 


—  98  — 

Prontos  de  mano,  vivos  de  ingenio,  pedir  limosna  es  lo  que 
más  les  humilla  y  buscan  su  ventura  con  el  trabajo  y  con  la  es- 
pada: 

Y  fuera  d' España  vy  alguno  partir 

con  un  rreal  solo  apenas  lo  lleva, 

y  va  hasta  Roma  haziendo  tal  prueva 

que  nunca  le  falte  comer  y  vestir. 

Honran  las  mujeres,  son  corteses: 

y  siguen  de  niños  tan  nooble  crianca 
mas  no  por  lisonja  ny  otro  color. 

Espléndida  vida  llevan  los  grandes  de  Castilla,  que  tienen  la  cos- 
tumbre de  mandar  a  sus  hijos  durante  algún  tiempo  a  que  sirvan  de 
pajes  a  otros  grandes,  para  que  se  familiaricen  con  el  honor  y  la 
virtud: 

virtud  y  doctrina,  y  mejor  conocer 

en  guai  sotil  pena  consiste  la  honrra, 

y  ansi,  desde  pajes,  esquivan  deshonrra 

y  presto  la  huyen  sin  les  enpecer, 

si  bien  no  puede  menos,  él,  que  vive  en  Italia  y  en  un  ambiente 
de  cultura  y  de  estudio,  de  lamentar  la  poca  estimación  en  que 
aquellos  grandes  tienen  a  las  letras: 

En  solo  una  cosa  non  han  advertencia 
y  desto  me  spanto,  no  quieren  hazer; 
no  ponen  sus  hijos  dotrina  aprender 
y  han  en  las  letras  muy  gran  negligencia. 

También  había  estimado  necesario,  años  antes,  hacer  esta  res- 
tricción, otro  español  que,  para  decir  toda  la  verdad,  era  tan  buen 
historiador  como  buen  poeta,  el  clérigo  Hernández:  hablo  de  fray 
Fabricio  Gauberte  de  Vagad  que  en  1455  imprimía  en  Zaragoza 
una  Coronica  de  Aragón,  libro  pueril  seguramente,  censurado  por 
los  mismos  españoles,  más  que  por  otra  cosa  por  el  estrecho  ara- 
gonesismo  del  autor  acaso,  y  que  es  bastante  representativo  como 
manifestación  del  común  sentir  de  los  españoles  por  aquellos  tiem- 


—  99  — 

pos  (1).  Hay  que  tener  en  cuenta  que  Gauberte  escribía  su  Coro- 
nica  por  encargo  de  los  diputados  del  reino  de  Aragón,  que  la 
obra  fué  examinada  por  «tan  egregios,  magníficos  y  famosos  docto- 
res» como  messer  Gonzalo  García  de  Santa  María,  «lugarteniente  de 
justicia  de  Aragón»  y  messer  Gaspar  Mañete,  que  el  Rey  Católico 
le  aprobó  ordenando — dice  el  autor — «que  anadiessen  en  el  salario 
que  assignado  me  ovieran  que  diessen  algo  más,  porque  según  que  le 
agradara  mucho  más  se  le  merecía  de  quanto  ellos  assignaram.  De- 
jando a  un  lado  la  fantástica  historia  que  Gauberte  traza  de  los 
españoles  de  la  antigüedad,  que  antes  que  los  griegos  y  los  roma- 
nos, «ya  por  inmortal  fama  aneavan  toda  la  Europa»,  y  al  rey  Hés- 
pero que  «sojuzgó  primero  la  Italia,  y  Hesperia  como  España  de  su 
nombre  la  llamó»,  cosas  de  las  cuales  no  «e  sabe  una  palabra  a 
causa  de  la  negligencia  de  los  escritores  españoles  o  del  recelo  de 
los  griegos  y  romanos;  dejando  a  un  lado  el  panegírico  que  traza 
de  España,  con  el  procedimiento  que  es  peculiar  a  los  encomios 
populares  de  aldeas  y  de  ciudades,  resaltando  su  superioridad  por 
sus  riquezas  naturales  sobre  todos  los  demás  pueblos  del  planeta, 
por  el  aire,  por  los  productos  agrícolas,  por  los  animales  domésti- 
cos, por  los  peces,  los  ríos  y  los  mares  y  por  las  cuantiosas  rique- 
zas que  desparrama  a  manos  llenas  sobre  los  demás,  conviene  re- 
saltar el  frecuente  paralelo  que  Gauberte  hace  de  España  e  Italia, 
deprimiendo  a  ésta  y  exaltando  a  aquélla.  Los  españoles  son  gen- 
tiles caballeros — dice — no  ávidos  mercaderes,  como  los  italianos: 
«la  gente  de  acá  toda  refuye  y  anda  muy  lexos  de  las  tristes  ganan- 
cias, partidos,  interesses  y  mercadurías  de  Italia,  que  allá  todo  se 
vende  bien  como  acá  todo  se  da;  la  gente  de  acá  toda  sabe  más  a  la 
corte  que  a  la  tierra  y  al  trato,  toda  está  fuerte  más  en  cavalleria,  en 
honrra  y  esfuerzo,  que  en  officios  de  manos,  más  en  crianca,  hidal- 
guía y  nobleza,  que  la  gente  común  en  Alemana  y  Francia,  que  los 
más  son  officiales  y  viven  de  sus  artes,  todos  salen  a  varones  acá,  y 
varones  de  honor».  Pero  no  sólo  los  hombres;  también  las  mujeres 
de  España  valen  más  que  las  italianas,  por  una  razón  que  noes- 


(1)  Una  copia  de  este  rarísimo  volumen  se  encuentra  entre  los  inmuebles  de  la  Bi- 
blioteca Universaria  de  Cagliari,  y  yo  pude  estudiarle  a  mi  sabor  en  Ñapóles,  gracias  a 
la  cortés  concesión  del  Ministerio  de  Instrucción  Pública.  Sobre  la  descripción  bibliográ- 
fica del  voi.,  v.  Gallardo,  Ensayo,  IV,  850-1.  Severo  juicio  de  Gauberte  de  «el  bachiller 
Juan  de  Molinai  en  su  Crónica  antigua  de  Aragón,  impresa  en  Valencia  en  1524  y  que  es 
una  traducción  de  la  obra  de  Lucio  Marineo;  de  este  voi.  hay  un  ejemplar  en  la  Biblioteca 
Nacional  de  Ñapóles;  cfr.  Qiorn.  stor.  de  lett.  ital.,  XXVII,  403-5. 


—  100  — 

pera  oírse  en  labios  de  aquel  monje  de  San  Bernardo,  que  había 
profesado  expresamente  en  el  convento  de  Santa  María  de  Santa 
Fe;  porque  las  españolas  no  son  «frías»  como  las  italianas.  Tan 
extraño  elogio  era  sencillamente  la  premisa  de  una  terrible  acu- 
sación contra  los  italianos:  «y  ahún  fasta  las  damas  de  Hespaña  en 
dexar  de  ser  frías,  como  son  las  de  Italia,  y  en  saber  festejar  y  ser 
mucho  más  dulces  que  no  las  de  allá:  no  sé  si  lo  calle,  mas  razón 
no  lo  sufre;  detienen  los  hombres  tan  de  amores  vencidos,  que  les 
fazen  dexar  y  poner  en  olvido  los  tan  pavorosos   y  crimines  fieros 
que  allí  se  platican^.  Ya  podemos  colegir  con  qué  tino  habla  el  buen 
fraile  del  poder  político:  España  nutre  al  mundo  no  sólo  de  los 
productos  de  su  suelo,  sino   de   sus    generosos  diestros,  jefes  en 
lo  espiritual  y  en    lo   temporal,  pontífices,   emperadores,  reyes. 
Español  es  el  papa  Alejandro;  español  el  emperador  Maximilia- 
no, el  mayor  caballero  de  aquella  edad,  cuya  madre  era  hija  del 
rey  de  Portugal  y  de  la  princesa  Leonor  de  Aragón.  Y  a  Italia 
España  hizo  el  regalo  del  magnánimo  Alfonso,  que  enseñó  a  los 
italianos  las  virtudes,  para  ellos  desconocidas,  de  la  cortesía  y  de 
la  magnificencia:  apara  que  mejor  la  instruyesse  y  enseñasse  cerca 
de  la  magnificencia  y  de  la  virtud  más  real  y  famosa  que  es  la  da- 
divosa grandeza,  cortesía  y  crianca,  que  de  antes  ni  sabían  los  prín- 
cipes de  Italia  del  recibir  tan  magníficamente  las  embaxadas,  ni 
menos  del  mesurado  festejar  de  estrangeros,  cuantos  después  han  de- 
prendido del  serenissimo  festejador  soberano  y  magnánimo  rey  Don 
Alfonso)).  Y  si  quiere  decirse — se  objeta  a  sí  mismo  Gauberte — que 
el  sucesor  de  Alfonso  en  Ñapóles  ha  sido  su  bastardo  Fernando, 
¡aprenda  el  mundo  qué  casta  de  hombre  es  el  bastardo  de  un  rey 
español!  España  es  el  verdadero  baluarte  de  la  cristiandad  contra 
el  peligro  que  amenaza  a  Europa;  de  ella  sola,  y  de  nada  más  que 
ella,  toda  la  gente  de  Africa,    toda  la  morisma   tiene  miedo.  La 
empresa  de  Africa   se  hubiera    logrado  enteramente  si  Italia  no 
hubiese  llamado  a  los  franceses  y  si  Francia  no  hubiera  sido  ba- 
tida en  Italia:  «si  la  siempre  discorde  y  tan  zenzillosa  Italia  no  ziza-  - 
ñara  y  sembrara  discordias,  no  procurara  su  perdimiento  y  estrago, 
fasta  llamar  su  enemigo  y  ponerlo  en  su  casa.  ¡O  maldito  el  desa- 
tiento cruel  y  de    la  Italia  que  le  llamó  y  del   rey  de  Francia  que 
tal  siguió  para  tanto  perdimiento  y  daño  de  toda  la  cristiandad!...  (1). 

(I)lp5i  más  amplios  extractos  del  libro  de  GAUBERTE  en  Rassegna  pugliese  (1895 
páginas.38-41. 


—  101  — 

Tal  era  la  postura  de  los  españoles,  conscientes  de  su  poder, 
borrachos  de  su  buena  fortuna,  orgullosos  de  su  fuerza  y  virtud 
frente  a  los  italianos,  midiendo  un  pueblo  con  otro,  sintiendo  su 
propia  superioridad  y  creando  una  leyenda  y  una  prehistoria  de 
ella.  Postura  muy  diversa,  políticamente,  de  la  de  los  españoles 
que  plantaron  sus  tiendas  en  Sicilia,  invitados  por  I03  indígenas 
revoltosos  y  rebeldes  al  dominio  francés,  y  diversa  de  la  de  los 
españoles  que  habían  venido  a  Ñapóles  con  el  rey  Alfonso,  llama- 
do a  intervenir  en  los  negocios  del  reino  por  la  adopción  que  de 
él  hiciera  la  segunda  mana,  sostenida  por  un  sector  importante 
de  los  barones.  Y  completamente  distinto  en  lo  que  repecta  a  la 
cultura,  porque  los  italianos  acostumbraban  a  encontrar  en  los 
españoles  admiradores  y  discípulos,  y  hasta  discípulos  humildes, 
como  el  rey  Alfonso  y  tantos  y  tantos  señores,  prelados  y  huma- 
nistas, que  aprendían  de  ellos  los  buenos  estudios  y  el  buen  latín, 
procurando  despojarse  de  la  corteza  bárbara,  y  convirtiéndose 
alguna  vez  de  guerreros  en  doctos  y  poetas.  Tu  abuelo — decía 
Pontano  en  sus  versos  a  Jerónimo  Borgia — ,  vino  a  Italia  siguien- 
do al  fiero  Marte,  pero  a  ti  te  placen,  no  las  armas,  sino  los  dul- 
ces estudios  de  las  musas: 

Sirisium,  Borgi,  domus  est  tua,  quan  rigat  annis, 
Siris  in  Herculeis  advena  littoribus 
His  consedit  avus,  terra  devectus  Ibera, 
quera  procul  a  patrie  Martis  abegit  amor. 
Te  nec  belle  invanì,  nec  te  invat  cereus  ensis 
harta  nec  hostili  proeda  amore  placet  (1) 

Así  se  amansaron  e  italianizaron  los  Avalos,  los  Guevaras,  los 
Cavanillas  y  otros  españoles  que  fueron  ornamento  de  las  acade- 
mias alfonsina  y  pontoniana  (2).  No  es  exacto  hablar  de  la  tena- 
cidad con  la  que  los  españoles  inmigrados  en  Italia  conservaran, 
frente  a  la  cultura  italiana,  los  hábitos  y  las  tradiciones  de  su  país, 
citando  como  ejemplo  el  caso  de  Fernando  de  Avalos,  marqués 
de  Pescara,  que  según  Giovio,  hablaba  español  y  desde  niño  leía 
en  Ñapóles  libros  de  caballerías  (3).  Así  como  los  Avalos  habían 


(1)  Eridant,  II,  20  (Carmina,  ed.  Soldati,  II,  384). 

(2)  Véanse  las  Biografie  des  acad.  pontaniani  de  MifriEEl  RICCIO. 

(3)  GoraEru,  obr.  cit.,  pág.  406. 


—  102  — 

sido  los  primeros  en  aceptar  la  influencia  de  Italia,  así  Alfonso 
de  Avalos,  padre  de  Fernando,  al  decir  del  mismo  Giovio  (1), 
«odiaba  con  toda  su  alma  los  ingenios  españoles»  y  si  el  joven  For- 
nendo, que  quedó  huérfano,  fué  educado  a  la  española  y  entre 
españoles,  llamándose  compatriota  de  éstos  y  siendo  considerado 
por  los  italianos  como  un  semitraidor,  eso  fué  precisamente  en  el 
período  de  la  plena  fortuna  española  en  Italia. 

El  daño  no  se  limitaba  a  tan  orgullosa  actitud  propia  del  pue- 
blo victorioso  y  dominador,  sino  que,  como  sucede  siempre,  la 
admiración  por  la  fuerza,  la  moda  que  es  secuela  de  esta  admi- 
ración, la  adulación  que  sugiere,  extendió  prontamente  en  Italia, 
durante  los  primeros  años,  con  el  nombre  de  los  Reyes  Católicos 
y  de  su  Gran  Capitán,  las  costumbres  españolas,  las  formas  socia- 
les, las  diversiones  y  espectáculos,  el  lenguaje,  los  hábitos  mora- 
les, las  cosas  buenas  y  las  cosas  malas  que  se  reputaban  excelen- 
tes porque  procedían  de  los  vencedores  y  se  las  suponía  caracte- 
rísticas de  su  fuerza  y  de  su  victoria.  Cuanto  de  español  había  en 
Italia,  particularmente  en  Ñapóles  y  en  Roma,  se  reavivó  y  se 
extondió  en  los  primeros  años  del  siglo.  España  pareció  unida  en- 
tonces a  Italia,  no  sólo  con  sus  armas,  sino  con  todo  su  espíritu 
nacional,  debilitando  la  tradición,  las  costumbres  y  hasta  la  mis- 
ma cultura. 

Que  los  representantes  de  esta  cultura  desdeñasen  la  avalancha 
y  tratasen  de  reaccionar  contra  esta  invasión  que  a  ellos  les  pa- 
recía bárbara  (y  lo  era  en  efecto,  en  el  buen  significado  de  la  pa- 
labra, en  el  sentido  que  le  da  Vico  de  «barbarie  generosa»),  y 
prorrumpieran  en  deprecaciones  hacia  la  Edad  Media  que  resur- 
gía poderosamente  en  el  sagrado  suelo  de  Italia,  contra  el  rena- 
cimiento y  el  humanismo,  son  cosas  que  se  comprenden  perfecta- 
mente, que  se  comprueban  con  infinidad  de  testimonios,  como 
ya  hemos  tenido  ocasión  de  señalar  con  los  juicios  de  Pontano 
y  de  otros.  Pero  ningún  documento  puede  igualarse  por  el  calor 
pasional  y  por  la  riqueza  de  sugestiones  que  atesora  al  tratadito 
latino  del  humanista  meridional  Antonio  de  Ferrariis,  llamado  Ga- 
lateo de  su  lugar  natal,  Galatone,  en  tierras  de  Otranto,  tratadito 
que  lleva  el  título  De  educatione,  largo  tiempo  inédito,  que  no  se 


(1)    La  vita  del  marchese  di  Pescara,   en  Vite  di  XIX  nomini  illustri,  ed.  cit., 
fol.  180. 


—  103  — 

publicó  hasta  1565  (1),  elogiado  después  calurosamente  como  mag- 
nífico ensayo  de  ética  y  de  pedagogía,  dando  lugar  a  que  se  fan- 
tasease sobre  el  nombre  de  Galateo  y  que  se  le  creyese  obra  de 
Monseñor  de  la  Casa  (2).  En  realidad,  nadie  se  dio  cuenta  del 
carácter  de  aquel  escrito  y  de  su  significación  histórica  (3). 

Galateo,  que  a  la  sazón  contaba  sesenta  años,  había  vivido 
gran  parte  de  sus  años  en  Ñapóles  (4),  conocido  perfectamente  a 
los  españoles  de  la  corte  del  rey  Fernando,  aprendido  aquella 
lengua,  estudiado  las  principales  obras  de  aquella  poesía  y  obser- 
vado los  caracteres  y  tendencias  españolas,  desde  el  punto  de  vista 
de  un  italiano,  heredero  y  guardián  de  la  civilización  de  la  tierra. 

En  las  guerras  que  habían  ensangrentado  el  reino  había  segui- 
do el  partido  de  los  aragoneses  contra  el  de  Francia  (5);  pero 
«aragonés»  quería  decir  para  él  «italiano»  y  «napolitano»  fiel  a  la 
descendencia,  que  se  había  hecho  italiana,  del  rey  Alfonso.  Puede 
colegirse  de  esto  con  cuanta  angustia  asistiera  Galateo  a  la  intro- 
misión de  los  españoles  de  España  en  los  asuntos  de  Ñapóles,  so 
capa  de  protectores  de  sus  parientes,  pero  con  la  verdadera  mira 
de  actuar  de  dueños,  de  substituirlos  y  de  sujetar  el  país  a  la  coro- 
na española.  La  conducta  del  Rey  Católico  había  sido  de  tal  natu- 
raleza que  los  mismos  españoles  no  se  atrevían  a  justificarla  (6), 
pues  muchos  acariciaban  la  esperanza  de  que  restituiría  el  reino 
al  joven  hijo  del  rey  Federico,  Fernando,  duque  de  Calabria,  que 
había  llevado  consigo  a  Italia,  sin  considerar — como  observa  Gui- 
ciardini — ,  que  era  vana  esperanza  en  nuestro  siglo  la  magnífica 
restitución  de  tal  reino»  (7).    Galateo  figuraba  en  el  número  de 


(1)  En  los  Scritti  inediti  o  rari  di  diversi  autori  trovati  nelle  prov.  di  Otranto,  pub.  por 
F.  Carotti,  Ñapóles,  1885;  reimpreso  después  con  la  trad.  ital.  en  el  voi.  II  de  la  Collana 
di  scrittori  di  terra  d'Otranto,  Lecee,  1867,  de  cuya  edición  me  serviré  para  las  citas.  Para 
otras  noticias  bibliográficas,  cfr.  mi  nota  en  Giorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  XXIII,  394-7. 

(2)  El  título  del  libro  de  Casa  está  separado,  como  hoy  va  unido,  al  nombre  de  Ga- 
leazzo (Galateo,  a  la  latina)  Fiorimonte. 

(3)  Gothein,  obr.  cit.,  que  se  sirve  muy  bien  de  los  testimonios  de  Galateo  para 
trazar  el  cuadro  de  la  cultura  del  Renacimiento  en  la  Italia  meridional,  no  conoce  de  Ga- 
lateo mas  que  las  cartas  publicadas  en  el  tomo  VIII  del  Spicilegium,  de  Mal,  y  el  dialogo 
Heremita,  que  juzgaba  inédito,  siendo  así  que  se  había  publicado  ya  en  dicha  Collana. 

(4)  V.  sobre  Galateo  la  monografía  de  A.  de  Fabrizio,  Antonio  de  Ferrariis  Galateo, 
pensatore  e  moralista  del  Rinascimento  (Trani  Vechi  e  e.  1908). 

(5)  De  educatione,  obr.  cit.,  pág.  141. 

(6)  Gauberte,  que  escribía  en  1499,  dice  de  Federico  que  reinaba  entonces  en  Ñapó- 
les, «que  de  mano  del  rey  de  Castilla  y  Aragón  esperaba  para  siempre  poseerle;-  Hernández, 
espectador  de  la  rapiña,  pasa  de  largo  sobre  el  asunto,  afirmando  que  los  Reyes  Católicos 
*han  ellos  avido  algún  desplazer.  Del  rey  don  Fedrique  e  lo  deven  kazer,  y  alégale  causas  que 
causa  traya».  iHist.parthenop.,  1.  II). 

(7)  Storia  di  Italia,  1.  VI. 


—  104  — 

aquellos  candidos  y  esperaba  que  el  mozo  volviese  oportunamente 
a  Ñapóles  a  regir,  con  mano  firme,  el  cetro  del  viejo  Fernando. 
Su  temor  era  otro  que,  con  el  predominio  del  espíritu  hispano, 
aquel  joven  italiano,  educado  en  España,  no  se  cambiase  de  ita- 
liano en  español. 

Su  padre,  el  rey  Federico,  le  había  dado  como  preceptores  al 
conde  de  Potenza  y  al  humanista  Crisòstomo  Colonna,  con  aplauso 
de  Galateo,  que  había  expresado  en  una  carta  escrita  el  año  1500 
la  confianza  que  le  inspiraban  tan  eximios  educadores  (1).  Con  su 
discípulo,  Colonna  se  encuentra  en  1501  en  la  defensa  de  Toranto, 
y  caída  esta  ciudad  en  poder  de  Gonzalo  y  enviado  a  España  el 
duque  de  Calabria,  su  preceptor  le  acompañó.  Galateo,  que  era 
muy  amigo  suyo,  quiso  confiarle  sus  temores  y  esperanzas,  hacién- 
dole toda  suerte  de  advertencias  y  exhortaciones,  escribiendo  en 
los  últimos  meses  de  1504  y  en  los  primeros  de  1505  (2)  una  larga 
carta  que  se  convirtió  en  el  tratado  De  educatione,  sobre  el  cual 
discurrimos  (3). 

Debió  escribirle  en  un  momento  de  gran  excitación  como  pa- 
recen darlo  a  entender  el  desorden,  las  digresiones  y  repeticiones 
que  abundan  en  ella  y  hasta  la  viveza  del  estilo,  que  expresa  el 
anhelo  ansioso  que  vibra  en  el  espíritu  del  escritor.  A  muy  dura 
prueba  había  sido  sometida  su  paciencia  ante  el  espectáculo  del 
españolismo  triunfante  y  de  la  jactancia  de  los  hombres  de  aquella 
tierra,  y  creció  su  irritación,  porque  mientras  escribía  su  libro, 
llegaba  a  sus  manos  el  libro  de  Gauberte  Coronica  de  Aragón  (4), 
que  lo  había  publicado,  y  contra  el  cual,  el  autor  prorrumpe  en 
toda  clase  de  denuestos,  diciéndole:  ñnsanus  quidam,  nescio  cuius 
ordinis  aut  pecoris  monachus;  Gothus  aut  Pcenus  aut  proselytes, 
profanus,  barbarus  hostis  Italia?;  chronistes  maior  ipse  (sic  enim 
se  ipsum,  sed  ego  comisten  appello)  celtiber;  bestie,  vitro  gentis, 


(1)  Es  la  segunda  de  las  editadas  por  Mai  en  el  Spicilegium  donde  (VII,  511)  se  leen 
versos  de  Pontano  sobre  Crisòstomo  y  Potentino:  mostros  queis  licet  educare  reges*.  Sobre 
Colonna,  G.  Angelluzzi,  Intorno  ali  vita  e  alle  opere  di  Crisostomo  Colonna  da  Caggiano, 
pontaniano  accademico,  Ñapóles,  1856.  Galateo  le  dirigió  varias  cartas. 

(2)  Determiné  yo  mismo  la  fecha  en  Giorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  XXVII,  398. 

(3)  En  los  dos  manuscritos  que  he  visto  (Bibl.  Naz.  V.  F.  78  y  Bibl.  Branccaciana, 
VI,  a,  11)  lleva  el  título  de  Galateus  medicus  ad  Chrisostomum  de  educatione. 

(4)  tlnsolens  et  insanus  nescio  cuius  armenti  monachus  cogit  me  insanire,  et  ea  que 
non  erant  propositi  mei.  Occurrit  mihi,  antequam  epistulam  signarem,  Ule  insana  bcllua; 
non  potuit  me  continere,  quin  responderem,  nec  ignoro  responsionem  meam  UH  honori 
futuram*  (ed.  cit.,  pág.  122).  Las  dos  impresiones  citadas  del  libro  De  la  educatione,  llevan 
por  error  en  los  manuscritos  o  en  la  lectura,  cambiado  el  nombre  del  autor  de  la  Coroni- 
ca, escribiendo  Gambertus  en  lugar  de  Gaubertus. 


—  105  — 

arrogantissima;  tam  ineruditas  quam  inflatus  superbia  gothica*.  Si 
aquel  libro,  publicado  ya  hacía  algunos  años,  no  había  recibido 
de  los  italianos  la  respuesta  que  merecía,  dependía  de  haberse  es- 
crito no  en  latín,  sino  en  español,  lengua  que  no  todos  poseían 
tan  a  la  perfección  como  Galateo  (1). 

No  es  cosa  de  insistir  sobre  la  trama  de  la  epístola,  que  es  una 
reseña  y  comparación  de  las  distintas  formas  de  educación  anti- 
gua y  moderna,  para  recomendar  la  italiana,  ni  sobre  la  finaldad 
de  la  misma  que  ya  apunta  en  la  exhortación  a  Colonna  al  hablarle 
de  sus  relaciones  con  el  joven  príncipe:  «Italum  accepisti,  Italum 
redde,  non  Hispanum»  (2).  Pero  conviene  ordenar  y  resumir  el 
cuadro  de  costumbres  españolas  que  pinta  Galateo,  matizado  por 
él  con  exclamaciones  continuas  de  repugnancia,  de  desdén  y  de 
error.  En  cuyo  cuadro  hay  un  rasgo  que  domina  sobre  los  demás 
y  los  unifica  y  señala  al  mismo  tiempo  la  diferencia  capital  res- 
pecto a  las  costumbres  italianas,  diferencia  sobre  la  que  ya  hemos 
insistido:  el  desprecio  por  las  letras,  por  la  cultura  de  que  los 
españoles  con  los  franceses  se  vanagloriaban  y  ufanaban.  Gauberte, 
en  sus  panegíricos  de  los  Reyes  de  Aragón,  se  complacía  haciendo 
notar  que  ninguno  de  ellos  sabía  de  letras:  los  nobles  españoles 
estimaban  que  el  culto  de  las  letras  era  incompatible  con  la  hidal- 
guía, con  la  nobleza  (3).  Conocer  el  latín  era,  según  ellos,  achaque 
de  plebeyos  y  de  rústicos;  en  cambio  gustábales  la  algaravía,  o  lo 
que  es  igual,  emitir,  desde  el  fondo  de  la  garganta,  groseros  sonidos 
sarracenos,  arábigamente  aspirados,  que  estimaban  condición  pre- 
cisa de  nobles  y  cortesanos  (fidalgus  et  palatinus)  y  de  gente  ga- 
lante (galani)  (4).  Adversarios  a  la  bella  escritura  latina  del  Re- 
nacimiento, se  atenían  obstinadamente,  como  señal  de  nobleza, 
a  los  largos  caracteres  que  llamaban  «góticos»,  llenando  el  papel 
de  inexplicables  borrajetes,  de  áncoras  y  de  ganchos,  que  Galateo 
nunca  pudo  aprender  ni  descifrar,  y  que,  cuando  los  vio  por  vez 
primera,  se  le  antojaron  caracteres  fenicios,  de  la  época  primitiva 


(1)  «Si  latine  scripsisset,  nam  non  omnes  ut  Galateus,  ínter  Hispanos  versatus,  tin- 
gitani hüpanicam  novernut,  mullos  haberet,  qui  temeritati,  inscitioe  et  ingratitudine  eins 
obsisterenU.  (Ed.  cit.,  pág.  132). 

(2)  Ed.  cit,,  pág.  137. 

(3)  Ed.  cit,,  páginas  129,  133-4. 

(4)  Ed.  cit.,  páginas  131,  134,  136,  138.  Este  afirmación  de  Galateo  es  la  más  anti- 
gua o  una  de  las  más  antiguas  afirmaciones  de  la  derivación  arábiga  de  las  guturales  es- 
pañolas, teoría  que  tuvo  gran  resonancia  y  que  ha  sido  desechada  poco  a  poco;  cfr.  el 
Gundriss  de  Grobe,  I,  400. 


—  106  — 

de  la  escritura  humana  (1).  Se  decían  descendientes  de  los  godos, 
con  singular  ingratitud  para  Roma  que  había  civilizado  la  antigua 
España  y  mezclado  la  sangre  ibérica  con  la  sangre  romana.  Godos 
eran  verdaderamente,  oriundos  de  los  escitas,  salvo  algunos  que 
llevaban  el  sagrado  germen  de  Roma,  entre  los  que  descollaban 
los  hombres  ilustres  de  España,  como  Villena,  Juan  de  Mena  y 
Lucena  que  levantaban  su  voz  contra  la  vanagloria  española  de 
la  ignorancia.  Excepciones  eran  también,  entre  los  españoles  que 
conocía  Galateo  (2),  Diego  Mendoza,  valiente  capitán,  que  en  su 
genealogía  se  remontaba,  no  a  un  godo,  sino  a  un  ibero,  y  Núñez 
Docampo,  castellano  del  Castillo  del  Oco  en  Ñapóles  (3),  que  con- 
fió sus  hijos  a  Pedro  Summonte,  discípulo  de  Pontano,  para  que, 
al  volver  a  España,  fueran  diestros  en  humanidades  y  estuvieran 
educados  a  la  italiana  (4).  Rara  modestia  que  estrechó  la  amistad 
entre  Galateo  y  Docampo,  ya  que,  al  revés  de  éste,  la  mayoría 
de  sus  paisanos  eran  hinchadamente  admiradores  de  sí  mismos  (5) 
sin  ahorrarse  donayres  (in  suis  dicterii  quce  donaría  dicunt)  que 
decían  los  italianos  (6).  A  los  italianos,  burladores  y  groseros,  según 
ellos,  pero  sobrios,  graves  y  dedicados  a  las  obras  de  ingenio,  según 
el  sentimiento  opuesto  de  Galateo,  les  argumentaban  diciéndoles 
en  qué  consistían  la  magnificencia  y  la  vida  cortesana  y  galante, 
contraponiendo  al  ideal  italiano  el  ideal  español  de  los  grandes  de 
Castilla,  que  en  tantas  cosas  mostraban  huellas  de  la  molicie  orien- 
tal que  persistía  por  la  tradición  arábiga.  Sobre  todo,  en  las  exqui- 
sitas misas,  en  las  lutanzas  artificiosamente  adobadas,  condimen- 
tadas y  perfumadas  con  las  pitanzas  blancas  y  los  albos  manjares 
(alba  fercula)  y  con  el  minucioso  ceremonial  para  comer  los  pája- 
ros, desparramar  la  sal,  levantar  los  manteles  y  levantar  las 
copas  (7).  Y  luego  en  la  parte  amorosa  de  la  vida,  en  el  continuo 
charlar  y  festejar  a  las  damas,  con  largas  y  vanas  bromas,  y  hasta 
en  ir  de  noche,  y  hasta  de  día,  viejos  y  jóvenes,  a  tocar  instru- 


(1)  Ed,  cit,,  pág.  134. 

(2)  Es  aquel  Diego  Mendoza  en  cuya  casa  dijo  La  Motte  las  palabras  injuriosas  para 
los  italianos  que  dieron  lugar  al  desafío  de  Barletta  (v.  el  mismo  Galateo,  De  pugna 
tredecim  equitum,  en  Coli.,  II,  261). 

(3)  La  guardia  de  este  castillo  le  había  sido  encomendada  por  el  Gran  Capitán;  v. 
Cantalicio,  De  vis  recepta  Parthenope,  1.  II.  Cfr.  sobre  Docampo,  Ieiakte,  César  Borgia 
II,  209,  228-9. 

(4)  Ed.  cit.,  páginas  110-11,  129,  134-5. 

(5)  Ed.  cit.,  páginas  132-155. 

(6)  Ed.  cit.,  páginas  130,  131. 

(7)  Ed.  cit.,  páginas  140,  141-44. 


—  107  — 

mentos  y  a  cantar  ante  las  ventanas  de  las  hermosas  (1).  Lo  que 
traía  como  consecuencia  los  cuidados  femeninos  que  los  hombres 
daban  al  cuerpo:  ungüentos  y  perfumes,  manos  enguantadas,  pecho 
desnudo,  anillos,  brazaletes,  cadenas,  pintándose  los  viejos  el  ca- 
bello o  hermoseándolo  (2).  De  aquí  lo  del  hacer  de  la  noche  día 
y  los  ruidos  espantosos  en  las  primeras  horas  mañaneras  (3).  De 
aquí  los  hábitos  de  adular  (4)  y  de  considerar,  como  forma  y  como 
expresión  de  ingenio,  las  bromas,  argucias,  donaires,  galanteos  y 
ledorias  (hispanos  lepores,  blandities  argüíalas,  scommete,  ledo- 
Has)  (5).  Amaban  los  juegos  de  lucro  (6)  y  entre  los  caballerescos 
celebraban  el  llamado  «juego  de  cañas»,  que  Galateo  admiraba  de 
memoria  antes  de  haberlo  visto,  y  que  viéndolo,  lo  despieció  por 
no  entender  una  jota  de  juegos  guerreros,  pues  se  encontró  ante 
unos  gritos  estridentes  y  arábigos,  bandas,  turbantes,  y  «tú  sigues, 
yo  huyo»  y  «tú  huyes,  yo  sigo»,  llevando  el  escudo  no  al  pecho, 
como  debe  llevarse,  sino  a  la  espalda,  reduciéndose  todo  el  juego 
a  una  huida  de  cobardes  y  a  una  caza  al  fugitivo  que  no  es  de 
hombres  fuertes:  achaque  y  diversión  de  moros  (7).  ¿Y  su  poesía? 
¿Cómo  podía  compararse  a  la  del  Dante,  a  la  de  Petrarca,  y  sobre 
todo,  a  la  del  Petrarca  de  la  gran  canción  a  Italia?  ¿Qué  era,  al 
lado  de  Petrarca,  un  Juan  de  Mena,  «el  Homero  español;  qué  era 
la  Coronación  de  éste  a  la  que  había  glosado  un  autor  cordobés? 
Al  lado  de  los  italianos,  los  versificadores  españoles  no  merecían 
el  nombre  de  poetas,  sino  el  de  copulatores,  o  como  se  decía  en  es- 
pañol, el  de  copleadores  (8).  Afeminada,  lánguida,  lamentable,  triste 
era  su  música  (9). 

Y  si  quería  comprenderse  toda  la  grosería  y  bajeza  de  las  cos- 
tumbres españolas,  bastaba  observar  el  modo  que  tenían  de  edu- 
car a  sus  hijos,  bastaba  estudiar  la  educación  española  comparán- 
dola con  la  italiana.  Los  grandes  de  España  y  los  simples  caba- 
lleros mandaban  sus  hijos  al  servicio  de  nobles  y  caballeros,  y 
inferiores  en  rango  al  de  ellos,  de  los  cuales  se  servían  éstos  como 


(1)  Ed.  cit.,  páginas  120-1,  146-7. 

(2)  Ed.  cit.,  páginas  121,  147,  162-3. 

(3)  Ed.  cit.,  pág.  145. 

(4)  Ed.  cit.,  pág.  165. 

(5)  Ed.  cit.,  pág.  138. 

(6)  Ed.  cit.,  pág.  151. 

(7)  Ed.  cit.,  pág.  155. 

(8)  Ed.  cit.,  pág.  154. 

(9)  Ed.  cit.,  pág.  152. 


—  108  — 

criados,  mezclándolos  con  sus  retoños  o  rapazes  (rapaces  en  el  sen- 
tido latino  o  equivalente  a  los  marinoli  en  el  italiano).  De  esta 
laya,  según  los  españoles,  se  hacían  más  pacientes  ante  los  traba- 
jos, maliciosos,  taimados,  prontos,  agudos,  astutos,  audaces,  y  no, 
a  buen  seguro,  más  prudentes,  veraces,  modestos  y  buenos,  por- 
que aquélla  era  una  educación  servil,  a  la  usanza  de  Davo  y  no 
de  Panfilo.  Añádase  que  se  consideraba  como  de  alto  valor,  den- 
tro de  aquellas  normas  educativas,  saber  engañar,  robar  o  sustraer 
con  destreza,  emplear  birrias  con  éste  o  con  aquél,  pedir  dinero 
para  jugar,  tomar  en  serio  las  cosas  ofrecidas  en  broma,  cosas 
todas  que  se  tomaban  y  loaban  como  desenvolturas  (1).  España  era, 
de  este  modo,  la  ruina  de  Italia.  La  secuela  de  las  desventuras 
italianas  tenía  su  origen  en  los  papas  españoles,  en  aquel  Calixto 
— ¡ironía  del  nombre! — que,  elevado  al  solio  pontificio,  se  consagró 
a  hacer  todo  el  daño  posible  a  los  herederos  de  su  protector  Al- 
fonso y  que  hubiera  devastado  a  Italia  si  la  muerte  no  se  lo  hu- 
biera impedido,  y  de  aquel  Alejandro  o  Rodrigo,  su  sobrino,  que 
continuó  y  remató  la  obra  de  su  pariente,  trayendo  a  los  franceses 
primero,  ya  los  españoles  después,  a  las  tierras  de  Italia  (2).  Las 
legiones  españolas,  ya  adiestradas  en  guerras  de  odio  y  de  exter- 
minio contra  los  infieles,  los  españoles  o  catalanes  que  habían  re- 
sucitado y  hecho  familiar  en  el  Mediterráneo  la  piratería,  llegados 
a  Italia  en  pequeño  número,  siete  mil  infantes  apenas,  se  bastaron 
para  empobrecerla,  de  donde  surgió  el  proverbio  «que  de  tierra 
donde  ponen  su  planta  los  españoles,  no  vuelve  a  brotar  un  hilo 
de  hierba»  (3).  Pero  todas  estas  cosas  eran  puras  minucias  al  lado 
de  la  corrupción  que  habían  introducido  y  que  seguían  introdu- 
ciendo en  las  costumbres,  destruyendo  de  raíz  la  antigua  seriedad 
italiana.  Los  españoles  se  ufanaban  continuamente,  luego  de  haber 
pisado  esta  tierra,  de  haber  enseñado  muchas  cosas  a  los  italianos. 
¡Ojalá  hubiera  evitado  Dios  que  las  naves  españolas  hubieran  lle- 
gado a  las  playas  italianas!  ¿Qué  nos  enseñaron  ellos?  Ni  las  letras, 
ni  las  armas,  ni  las  leyes,  ni  el  arte  de  la  marina,  ni  el  comercio, 
ni  la  pintura,  ni  la  escultura,  ni  la  agricultura,  ni  ninguna  otra 
disciplina  civil,  sino  la  usura,  el  hurto,  la  piratería,  la  esclavitud 
naval,  los  juegos,  la  prostitución,  el  amor  con  las  meretrices,  la 


(1)  Obr.  cit.,  páginas  132-3. 

(2)  Obr.  cit.,  páginas  112-4. 

(3)  Ed.  cit.,  páginas  164-5;  efr.  páginas  177-8. 


—  109  — 

profesión  de  sicario,  los  cantos  blandos  y  lúgubres,  los  platos  ára- 
bes, la  hipocresía,  los  lechos  blandos  y  delicados,  los  ungüentos, 
los  perfumes,  las  ceremonias  de  la  mesa  y  otras  tantas  vanidades, 
dignas  de  ellos,  verdaderos  bárbaros,  y  que  son  menos  libidinosas 
que  malas.  De  los  franceses  primero,  y  de  los  españoles  después, 
especialmente  en  el  reino  de  Ñapóles,  proceden  los  vestidos  pom- 
posos y  recargados  con  otros  malos  hábitos;  desde  que  llegaron, 
aumentaron  los  vicios  del  juego  y  de  la  mentira  (1).  Hasta  aque- 
llos vicios  nefandos  que  el  inconsciente  Gauberte  atribuía  a  los 
italianos,  se  introdujeron  aquí,  verdaderamente,  con  los  aragone- 
ses (2).  De  las  «costumbres  de  Occidente» — dice  en  otro  trabajo 
suyo — ,  llegaron  a  Italia  la  adulación,  el  tú  convertido  en  vos,  el 
dar  a  hombres  mortales  títulos  como  Majestad  y  Excelencia,  el 
llamar  Vuestra  señoría  a  gente  soez  y  bellaca,  el  beso  las  manos 
y  los  pies,  los  servidores  y  esclavos  de  las  antefirmas  epistolares  y 
todos  los  superlativos  de  la  adulación  (3).  De  los  españoles  proce- 
den también  la  frecuencia  en  los  duelos  seguidos  de  sutilezas  ca- 
ballerescas; por  una  «pequeña  injuria»,  por  una  «simple  palabra» 
lo  del  desafío  a  las  armas  y  llamar  «a  los  reyes  de  armas»,  con 
«vanas  y  pueriles   observancias»  de   «requerido  y  requeridor,  de 
huir  y  de  ocultarse,  de  mandar  cartas  y  de  responder  con  el  con- 
sejo de  imperitos,  de  quién  ha  de  dar  el  campo  y  quién  las  ar- 
mas», apelando  a  ciertos  «estatutos  del  diablo,  del  vanísimo  blasón 
y  de  no  sé  qué  de  sable  y  de  sinoble  (4),  con  las  sutiles  y  enredadas 
invenciones  de  Reyes  de  armas,  Reyes  de  máscaras  y  Reyes  de 
haba  de  San  Martín»  (5).  Y  con  la  invasión  de  los  españoles  y  de 
los  demás  extranjeros,  la  boga  de  las  lenguas   extranjeras,  que 
juntamente  con  el  renacimiento  del  toscano  vulgar,  borraban  el 
empleo  del  latín.  «Parece  muy  bello — escribe — y  es  de  varón  prác- 
tico y  cortesano  saber  el  francés  y  el  castellano,  y  no  diré  que 
quien  tiene  como  título  de  gloria  saber  las  lenguas  de  las  gentes 
extrañas  y  como  achaque  de  vituperio  y  rusticidad  saber  el  latín, 
no  entiende  el  Evangelio  de  Cristo...  y  sabe  las  coplas  y  el  le- 


di    Ed.  cit.,  páginas  117,  123-5,  151. 

(2)  Ed.  cit.,  páginas  121-2:  «Pudet  dicere,  sed  dicam,  quie  verum  est;  ante  adventum 
Arag&nensium  nulli  in  aula  procerum  huius  regni  pueri  venales  erant  aut  custoditi;  incognú 
tura  erat  illum  vitium  ante  adventum  exterorum.* 

(3)  Ezposiz.  del  Paternoster,  parte  2.»  en  Collana,  XVIII,  79. 

(4)  Colores  heráldicos:  negro  y  verde. 

(5)  Ezposiz.  del  Paternoster,  ivi,  páginas  25-6,; 


—  110  — 

mosín,  como  quien  ha  estado  en  aquellas  tierras.»  Por  eso,  nues- 
tro autor,  juzgando,  hablando  y  escribiendo  de  otro  modo,  temía 
que  los  que  se  deleitan  con  la  algarabía  y  con  sus  romances,  le 
reputasen   de  «necio,  iribcente  y  lerdo»  (1). 

Aunque  Galateo  deprimía  a  los  franceses  y  a  los  españoles,  a 
los  españoles  principalmente,  y  repitiese  el  dicho  de  que  Dios  hizo 
a  los  pueblos  del  aceite  y  a  los  españoles  y  a  los  franceses  de  la 
hez  que  el  aceite  despide  (2);  aunque  Galateo  ponía  a  Italia,  su 
pueblo,  sobre  los  cuernos  de  la  luna,  y  principalmente,  a  Venecia, 
espejo  de  la  antigua  libertad  italiana,  donde  sobrevivía  vigorosa- 
mente el  espíritu  nacional  y  donde  todos  tenían  puesta  su  espe- 
ranza para  el  porvenir  (3),  no  podía,  en  el  curso  de  su  descripción 
juvenalesca,  quitarse  una  duda  de  la  cabeza,  o  como  él  dice,  dejar 
sin  respuesta  una  tácita  objeción  que  seguramente  se  le  haría. 
Estos  españoles,  estos  franceses,  con  tan  horribles  costumbres,  con 
sus  vicios,  habían  vencido,  sin  embargo,  a  los  demás  pueblos,  y 
entre  ellos,  a  la  civilísima  Italia  (4).  Lo  que  quiere  decir  para  nos- 
otros, hombres  imparciales  y  modernos,  que  si  Galateo  supo  ver 
perfectamente  los  defectos  y  los  vicios  de  la  barbarie,  no  se  había 
dado  cuenta  de  su  virtud,  de  la  frescura,  de  la  juventud  y  del 
ímpetu  de  su  virtud.  Galateo  sale  del  paso  con  una  respuesta  de 
médico,  cuya  profesión  ejercía,  asegurando  que  había  visto  mu- 
chas veces  hombres  intemperantes,  rebeldes  a  los  consejos  de  la 
higiene,  salir  perfectamente  de  enfermedades  gravísimas,  y  morir, 
en  cambio,  a  otros  que  fueron  dóciles  a  los  consejos  de  los  médicos 
y  supieron  abstenerse  de  cuanto  les  prohibieron,  lo  que  quería 
decir,  no  que  la  enfermedad  no  fuese  enfermedad,  sino  que  la  ca- 
prichosa fortuna  había  venido  en  auxilio  y  salvación  de  los  tales, 
y  que,  moralmente  hablando,  una  salvación  o  una  victoria  por  el 
estilo  no  debiera  ser  motivo  de  contento  ni  de  vanagloria,  por  cuya 
razón  los  cartagineses  consideraban  como  delito  capital  haber  ven- 
cido en  una  batalla,  cuando  ésta  no  había  sabido  disponerse  ni 
ordenarse  para  el  triunfo  (5).  Respuesta  ingeniosa  y  aguda,  cierta 
mente,  pero  aguda  y  superficial,  ya  que  mientras  tanto,  aquellos 
locos  españoles  ponían  el  pie  en  el  cuello  a  los  sabios  italianos  y 


(1)  Exposiz.  del  Paternoster,  parte  I,  páginas  149-50,  parte  II,  pág.  101. 

(2)  De  educatione,  páginas  134-5. 

(3)  Ed.  cit.,  pág.  127. 

(4)  Ed.  cit.,  pág.  155. 

(5)  Ed.  cit.,  pág.  156. 


—  Ili  — 

los  ligeros  y  corrompidos  vencían  a  los  graves  y  a  los  puros.  El 
joven  Fernando,  duque  de  Calabria,  no  volvió  más  a  Italia,  donde, 
en  cambio,  volvía  algunos  años  después,  solo,  Crisòstomo  Colonna, 
a  quien  volvemos  a  encontrar,  andando  el  tiempo,  de  preceptor 
de  una  princesa  italiana,  Bona  Sforza  (1).  El  último  retoño  de  los 
soberanos  de  Ñapóles  quedó  prisionero  del  Aragonés  en  España, 
y  en  vano,  por  ayudarlo  a  escapar  de  la  prisión  y  por  intentar  la 
reconquista  de  Ñapóles,  perdía  por  él  la  vida  Filippetto  Coppola, 
hijo — ¡extraña  coincidencia! — de  aquel  conde  de  Sarno  que  había 
sido  decapitado  por  haber  tramado  la  conjura  de  los  barones  con- 
tra Fernando  el  viejo  (2).  Convertido  en  príncipe  español,  rodea- 
do de  una  corte  española,  se  casaba  después  con  la  viuda  del  Rey 
Católico,  Germana  de  Foix,  y  moría  medio  siglo  después  en  Va- 
lencia, donde  se  conserva  su  recuerdo  en  el  monasterio  de  San 
Sebastián,  que  fundara  (3). 

El  mismo  Galateo,  seis  años  después  de  la  invectiva  que  com- 
pusiera con  el  título  De  educatione,  comenzaba  a  mirar  las  cosas 
de  muy  distinta  manera,  con  resignación,  con  calma,  hasta  con 
algún  rayo  de  esperanza.  Dejando  los  caprichos  de  la  fortuna,  vol- 
vía a  reanudar  el  estudio  de  un  pensamiento  de  aquella  epístola, 
la  teoría  de  la  sucesión  de  las  monarquías,  pensamiento  pesimista, 
porque  si  a  los  romanos  se  les  había  asignado  el  hierro,  a  los  espa- 
ñoles «pésimos  y  últimos  de  entre  los  hombres»,  les  correspondía 
el  fango,  haciéndole  meditar  en  las  palabras  de  San  Pablo  «ü  sunt 
in  quos  fines  sceculorum  devenerunU  (4).  Y  en  1510  (5),  sacudido 
por  las  nuevas  victorias  de  Fernando  el  Católico  en  las  playas 
africanas,  admirado  de  los  viajes  y  de  los  descubrimientos  que 
estaban  realizando  españoles  y  portugueses,  no  quiso  ver  en  la 
hegemonía  española  un  suceso  del  todo  desconsolador.  Todos  los 
demás  pueblos  habían  tenido  su  momento  en  la  historia:  los  orien- 
tales, los  griegos,  los  romanos,  los  godos  y  longobardos,  los  fran- 
cos y  germanos;  solamente  los  españoles  habían  estado  hasta  en- 


(1)  Augelltjzi,  obr.  cit.,  pág.  15;  cfr.  la  carta  del  mismo  Galateo  Ad  illustrerà  do- 
minar», Bonam  Sfortiam,  en  Coli.,  Ili,  139. 

(2)  Stjmmonte,  Historia  di  Napoli,  III,  455-7;  cfr.  sobre  el  duque  de  Calabria,  Ca- 
racciolo, De  varietate  fortunaz,  ed.  Gravier,  pág.  89. 

(3)  La  sociedad  que  rodeaba  en  Valencia  al  duque  de  Calabria  y  su  vida  se  describen 
en  el  Libro  intitulado  El  cortesano,  de  Luis  Milán,  reimpreso  en  la  Colección  de  libros 
raros  o  curiosos,  t.  VII,  Madrid,  1874. 

(4)  De  educatione,  páginas  104,  163. 

(5)  Ad  Catholicum  Regem  Ferdinandum,  en  Coli.,  III,  315, 16;  v.  sobre  el  particular 
las  observaciones  de  Gothein,  páginas  418-19. 


—  112  — 

tonces  sin  intervenir,  «soli  Hispana  hocusque  vicissitudinem  uni 
habuerunt»,  aunque  siempre  habían  tenido  fama  de  hombres  muy 
fuertes,  militando  al  servicio  de  otros  pueblos,  de  los  cartagineses 
o  de  los  romanos.  Con  el  rey  Fernando,  que  había  borrado  en 
España  las  últimas  huellas  de  la  esclavitud,  e  instruido  al  pueblo 
en  la  disciplina  militar  y  en  las  buenas  leyes,  ocupaban  ahora  el 
primer  papel  en  la  escena  del  mundo  (te  regnante,  caput  orbis 
erit).  Italia,  que  era  objeto  de  la  codicia  turca  y  que  había  visto 
a  los  infieles  traspasar  sus  fronteras,  esperaba  de  España  protec- 
ción y  ayuda,  lo  mismo  que  toda  la  Cristiandad.  «Españoles — ex- 
clamaba— ,  escuchad  la  palabra  no  de  un  poeta,  sino  de  un  buen 
hombre;  españoles,  llegó  vuestro  momento;  no  perdáis  la  ocasión, 
«ne  perdite  Hispani,  occasionem;  venere  vostra  tempora)).  Pero  es 
preciso  que,  para  aprovecharla,  añadáis  la  virtud  a  la  fortuna, 
la  humanidad  a  la  fuerza.» 

De  semejantes  pensamientos  participaba  también  Sannazzaro, 
desde  su  voluntario  destierro  de  Francia,  donde  había  acompaña- 
do a  su  rey  Fedrico.  Cuéntase  que  habiendo  mostrado  el  Gran 
Capitán  deseos  de  visitar  las  antigüedades  de  los  Campos  f légreos 
y  elegido  por  guía  a  Sannazzaro,  saliendo  con  él  de  Castelnuovo, 
comenzaron  a  discurrir  sobre  la  grandeza,  las  victorias  y  el  poder 
de  España.  Llegados  ante  la  gruta  de  Posilipo,  el  poeta  trató  hábil- 
mente de  dar  otro  giro  a  la  conversación:  «Hora  es  ya — dijo — señor 
ilustrísimo,  que  después  de  haber  contado  los  felices  progresos  de 
España,  comencemos  a  narrar  las  grandezas  italianas;  esta  gruta 
nos  sirve  de  magnífica  ocasión  para  ello,  según  veo  en  los  deseos 
vuestros».  Y  se  puso  a  evocar  los  fastos  de  Roma  y  de  Italia, 
dueña  del  mundo,  «y  con  suma  atención  de  aquel  señor,  y  con 
alabanzas  para  uno  y  otro  pueblo,  habló  de  los  distintos  acaeci- 
mientos de  los  dos  reinos,  diciendo,  a  guisa  de  conclusión,  que  si 
la  nación  española  había  sufrido  también  el  cautiverio,  hoy,  cam- 
biando el  cielo  su  influencia  por  medio  de  varias  vicisitudes,  era 
dueña  y  señora  con  la  mayor  gloria»  (1). 

España  había  vencido,  y  a  juicio  de  los  políticos  italianos,  Ma- 
quiavelo  y  Guicciardini  (2),  había  sabido  vencer.  Si  los  humanis- 


(1)  G.  B.  Crispo,  Vita  di  Giacopo  Sannazzaro,  Boma,  1592,  p.  21-3. 

(2)  V.  El  Príncipe  (trad.  esp.  de  J.  Sánchez  Rojas,  tomo  953  de  la  «Colección 
Universal  Calpe»),  capítulos  III,  XVI  y  XXI,  y  de  Guicciardini,  la  citada  Legazione 
di  Spagna  de  1512-3  en  el  voi.  VI  de  la  Opere  inedite. 


—  113  — 

tas  se  resignaban,  nuestros  políticos  se  resignaban  entonces  a  estu- 
diar objetiva  y  fríamente  la  hegemonía  innegable,  o  a  lo  sumo, 
como  el  político  y  poeta  Maquiavelo,  suspiraban  por  ima  Italia 
que  volviese  al  manejo  de  las  armas,  haciendo  de  ella  un  pueblo 
tan  vigoroso  como  el  español,  y  añorando  para  ella  un  príncipe 
italiano  que  emplease  para  la  derrotada,  discorde  y  sierva  Italia, 
las  artes  de  Fernando  el  Católico.  El  pueblo,  el  bajo  pueblo,  la 
plebe,  se  resignaba,  murmurando,  blasfemando  y  asegurando  que 
«Dios  se  había  hecho  español»  (1). 


(1)  «¿Habéis  dicho  que  Dios  e3  parcial  y  español?»,  es  uno  de  los  pecados  de  blas- 
femia sobre  ios  que  se  interroga  en  el  Speculum  confessariorum  (1525)  de  Fra  Matteo 
Corradone.;  cfr.  Capesso,  //  Tasso  e  la  sua  famiglia  a  Sorrento,  Ñapóles,  1866,  pági- 
ginas  16-7,  227. 


EspaSa  rn  la  veda  italiana. 


VII 


LA    SOCIEDAD     GALANTE    ITALO -ESPAÑOLA    EN     LOS 
PRIMEROS    AÑOS    DEL    SIGLO    XVI 


Pero  callando  ahora  los  lamentos  y  desdenes  de  los  italianos 
puros,  conviénenos  estudiar  al  detalle  la  difusión  de  las  tenden- 
cias y  costumbres  españolas  en  Italia,  que  Galateo  señalaba  en  los 
comienzos  para  llenarlas  de  censuras  y  de  vituperios.  Claro  es  que 
si  se  gritaba  contra  la  moda  era  porque  la  moda  existía,  y  que  si 
a  él  le  molestaba  el  españolismo,  a  otros  muchos  agradaba.  Pron- 
ta y  fácil  acogida  tuvo,  en  efecto,  en  la  alta  sociedad  de  Ñapóles 
— el  país  peninsular  que  primeramente  se  anexionó  a  la  domina- 
ción española,  y  en  la  sociedad  aristocrática  y  de  los  barones,  que 
por  regla  general  vio  en  la  señoría  de  los  Reyes  Católicos  la  con- 
tinuación de  la  de  sus  reyes  aragoneses,  y  que  puesta  a  elegir 
entre  Francia  y  España,  se  inclinaba  más  lealmente  al  lado  de 
ésta — .  Cuando  en  1503  un  heraldo  del  Gran  Capitán  se  presentó 
en  Ñapóles,  intimidándole  para  que  se  rindiese  al  «Católico  Rey 
de  España»  la  deliberación  fué  breve  porque  «el  partido  aragonés» 
había  comenzado  a  levantar  la  voz;  abiertas  de  par  en  par  las  puer- 
tas de  la  ciudad,  entraron  inmediatamente  en  ella  el  conde  de 
Matera — conocido  con  el  sobrenombre  de  «gran  aragonés» — y  otros 
señores,  gritando:  — «¡España,  España!»  Muchas  eran  las  familias 
nobles  napolitanas  oriundas  de  España,  que  nutrían  el  odio  más 
encarnizado  contra  los  franceses.  Alfonso  de  Avalos,  hijo  de  Iñigo, 
marqués  de  Pescara,  había  muerto  en  1495  combatiendo  por  Fer- 
nando; su  hermana  Costanza,  duquesa  de  Francavilla,  ofreció  al 
rey  Federico  y  a  los  demás  miembros  de  la  Casa  Real  un  asilo 
en  la  isla  de  Ischia,  que  gallardamente  defendía  la  duquesa  con- 


—  116  — 

tra  los  ejércitos  franceses.  Hernández  la  elogiaba  por  haber  de- 
mostrado, de  este  modo,  su  «nobleza  de  España,  que  antigua  tenía*. 
En  la  solemne  entrada  de  Gonzalo  en  Ñapóles,  Iñigo,  marques  del 
Vasto,  fué  a  buscarlo  a  Poggiorale,  le  entregó  las  llaves  de  Ischia 
«y  el  Gran  Capitán  le  abrazó  muy  estrechamente»  (1).  Aquella 
familia,  como  tantas  otras  que  se  habían  establecido  en  Ñapóles 
el  siglo  anterior,  se  mostró  inmediatamente  española  de  espíritu 
y  de  tradición,  como  ocurrió  con  el  joven  Fernando,  marqués  de 
Pescara,  y  con  Alfonso,  marqués  del  Vasto  (2).  Indudablemente, 
persistían,  entre  los  barones  napolitanos,  pero  pertenecían  por 
regla  general  a  las  familias  que,  por  odio  a  los  aragoneses,  habían 
sostenido  los  amigos  del  duque  de  Anjou  y  los  franceses  de  Car- 
los VIII  y  que  dieron  pruebas  de  rebeldía  en  las  guerras  habidas 
después  en  el  reino  y  en  Italia,  hasta  que  fueron  convertidas,  ven- 
cidas o  reducidas  a  la  impotencia.  Pero  el  nuevo  gobierno  se  las 
ingeniaba  con  gran  habilidad  y  prudencia  para  atraerse  a  aquellos 
descontentos,  hasta  el  punto  de  que  Galateo  observa  «que  los  es- 
pañoles quieren  mejor  a  los  de  Anjou  que  a  los  que  siempre  hemos 
estado  de  su  parte»  (3).  Y  alcanzó  su  fin,  ciertamente,  como  se 
vio  en  la  actitud  de  la  familia  más  poderosa  de  tradición  francesa, 
la  de  Sanse  verino,  atrayéndose  la  rama  de  los  Bisixnano,  y  duran- 
te muchos  años  la  de  los  príncipes  de  Salerno,  haciendo  españo- 
lísimo  de  costumbres  y  educando  con  «ayos»  traídos  de  España  al 
joven  Fernando  Sanseverino,  que  se  casó  con  una  catalana,  con 
Isabel  Villamarino  (4).  Y  cuando  éste,  bastantes  años  después, 
volvió  a  sentirse  rebelde,  le  tocó  las  de  perder  y  tuvo  que  escapar 
al  destierro.  Llegada  la  nueva  a  Ñapóles — escribe  un  cronista, 
amigo  suyo — no  hubo  casa  que  no  se  afligiese  de  ello,  ni  persona 
que  no  se  doliera  sinceramente,  pareciendo  lamentable  que  un  tal 
gentil  señor  como  él,  de  tan  excelentes  cualidades,  y  tan  querido 
de  todos,  hubiera  tenido  tan  desastroso  fin,  haciéndose  rebelde, 


(1)  Ivi,  pág.  138. 

(2)  Sobre  la  educación  española  del  primero,  véase  Giovio,  1.  cit.,  y  del  segundo, 
FlLONlCO,  Arch.  stor.  nap.,  II,  313-4  n. 

(3)  Esposizione  del  Pater  noster,  ed.  cit.,  parte  II,  p.  12. 

(4)  Castaido,  Historia,  ed.  Gravier,  pág.  46.  Su  padre,  Roberto,  después  de  haber 
hecho  las  paces  con  los  Reyes  Católicos,  recibió  de  ellos  como  mujer  a  María  de  Aragón, 
hija  y  heredera  del  duque  de  Villahermosa.  La  altivez  de  Fernando  «muchos  juzgan  que 
estaba  precedida  de  la  educación  española  recibida  en  su  mocedad  bajo  el  magisterio  y  la 
disciplina  españolas;  porque  tuvo  en  su  niñez  y  en  los  primeros  años  de  la  adolescencia 
dos  maestros  o  ayos,  como  se  dice  ahora,  Juan  de  Oyeda  y  el  otro  don  Jaime  Castelvy, 
que  lo  educaron  con  refinamientos  casi  reales». 


—  117  — 

sin  que  el  rey  le  hubiera  dado  motivo  para  ello.  Sus  amigos  y 
servidores,  cubiertos  de  vergüenza,  andaban  de  un  lado  para  otro, 
como  si  se  hubieran  rebelado  con  él»  (1).  La  protesta  de  ser  «más 
español  de  afección  que  otros  de  patria»,  que  se  atribuye  a  Tansi- 
lo,  o  de  ser  «más  español  que  el  mismo  españolismo»,  como  decía 
Antonio  Minturno  (2),  sonaban  en  los  oídos  con  aquel  dejo  de 
deber,  de  decoro  y  de  complacencia  personal  que  hoy  tienen  las 
protestas  de  ser  «buen  patriota»  o  «sincero  liberal». 

Si  a  esto  se  añade  el  predominio  que  los  intereses  de  clase  o 
casta  tuvieron  sobre  los  genuinamente  nacionales,  se  comprenderá 
perfectamente  que  los  barones  napolitanos  y  españoles,  los  mili- 
tares de  uno  y  de  otro  pueblo,  vivieran  fraternalmente  y  se  sin- 
tieran como  elementos  componentes  de  una  misma  sociedad  y  de 
una  misma  patria.  Cantalicio,  en  su  poema,  había  imaginado  que 
el  Rey  Católico,  confiando  al  Gran  Capitán  la  conquista  del  reino  y 
la  expulsión  de  los  franceses,  les  hablaba  de  Italia  como  de  la  tierra 

fcedera  cui  nostri  semper  cimxere  parentes 
servaruntque  fidem,  cui  lingue  et  moribus  i  isdem 
et  non  dissimiles  facie  nos  astra  crear unt  (3). 

Lo  mismo  que  repetía  el  Gran  Capitán  en  la  breve  arenga  que 
pronunció  ante  los  trece  caballeros  italianos,  amigos  de  los  espa- 
ñoles que  combatían  en  honor  de  Italia  contra  la  insolencia  fran- 
fesa:  «debere — le  hace  decir  Galateo — illos  nemi  nisse  Italics  virtu- 
tis...  seque  sub  felici  auspicatu  Catholicorum  regum  pugnare,  et 
ítalos  atque  Hispanos  gentem  esse  eiusdem  sanguinis,  eiusdem  lin- 
guai: victor iamque...  gratiorem  quam  Italis  Hispanis  futuram  (4). 

Así  no  puede  maravillarnos  que  un  literato  o  cronista  español, 
describiendo  un  año  después  la  sociedad  que  brillaba  en  Ñapóles, 
nota  esta  fraternidad  entre  señores  napolitanos  y  españoles,  obe- 
dientes a  un  mismo  ideal  y  a  un  solo  impulso.  «Todos  estos  cava- 
lleros,  mancebos  y  damas  y  muchos  otros  principes  y  señores  se  halla- 
ban en  tanta  suma  y  manera  de  contentamiento  y  fraternidad  los  unos 
con  los  otros,  assi  los  españoles  unos  con  otros  como  los  mismos  na- 


(1)  A.  Castaldo,  obr.  clt.,  pág.  122. 

(2)  Tansilo,  Capitoli,  ed.  Volpiceli!,  pág.  363;  Lettere  di  messer  Antonio  Mintukno 
(Vinegia,  1549). 

(3)  De  vis  recepta  Parthenope,  1.  e,  al  fin. 

(4)  De  pugna  tredecim  equitum,  1.  e. 


—  118  — 

turóles  de  la  tierra  con  ellos,  que  dudro  en  diversas  tierras  ni  reynos 
ni  largos  tiempos  passados  ni  presentes  tanta  conformidad  ni  amor 
en  tan  esforzados  y  bien  criados  cavalleros  ni  tan  galanes  se  hayan 
hallado.» 

Copio  estas  palabras  de  un  libro  intitulado  la  Question  de  amor, 
que,  publicado  la  primera  vez  en  1523  (1)  fué  muy  leído  y  muchas 
veces  reimpreso  en  España,  Italia  y  otras  partes  en  la  primera 
mitad  del  siglo  xvi,  y  que  volvió  a  reimprimirse  al  final  del  si- 
glo (2),  siendo  luego  olvidado,  hasta  el  punto  de  que  sólo  merece 
una  referencia  superficial  a  los  historiadores  de  la  literatura  espa- 
ñola (3).  Me  fijo  en  ese  libro,  no  por  su  valor  literario,  que  Ticknor 
exagera  demasiado  cuando  lo  considera  «como  uno  de  los  prime- 
ros intentos  de  la  literatura  española»,  sino  como  documento  re- 
presentativo. He  hecho,  sin  embargo,  un  descubrimiento  que  me 
avergüenza  llamar  tal,  tan  sencillo  es,  aunque  nadie  lo  haya  hecho 
antes  que  yo:  el  descubrimiento  de  que  es  una  novela  de  clave.  La 
«llave — diría  Pascolo — estaba  en  el  quicio  de  la  puerta  y  bastaba 
para  verla,  dar  la  vuelta  y  entrar,  pero  ninguno  se  había  decidido 
a  ello». 

La  trama  de  la  novela  (4)  es  la  siguiente:  Cuando  Carlos  VIII 
estaba  en  Italia,  Vasquirán,  caballero  español  de  Todomir  (¿To- 
ledo?), yendo  a  la  corte  de  los  Reyes  Católicos  y  pasando  por  la 
ciudad  de  Ciramuda  (Zaragoza),  se  enamoró  de  una  dama  llama- 
da Violina.  Los  padres  de  ella  se  negaron  a  entregársela  como 
esposa,  y  marcharon  con  la  hija  a  la  ciudad  de  Valdeana  (  Valen - 


(1)  Erróneamente,  Ticknok,  obr.  cit.,  I,  389-90,  cree  que  la  primera  edición  es  de 
Valencia  de  1527;  Amador  de  los  Ríos,  obr.  cit.,  VII,  395-6,  cfr-.  495  y  Brune?,  Man.  d. 
libraire  (5.a  edición,  IV,  1012-4)  recuerdan  la  de  «Valencia»,  1513,  hecha  por  Diego  Gumil. 

(2)  Conozco,  además  de  la  primera,  las  ediciones  de  Salamanca  1519  y  1539;  Vene- 
cia,  1533;  Zamora,  1539;  Medina  del  Campo,  1545;  Venecia,  1154  (sobre  esta  cfr.  BoUGl, 
Annali  del  Giolito,  I,  408-10).  Amberes,  1556,  1576;  Lovaina,  sin  año;  Salamanca,  1560; 
Amberes,  1598,  y  hay  otras,  tal  vez  sin  año,  pero  que  es  tal  vez  de  Toledo  hacia  1527. 
Le  Question  fué  traducida  al  francés  (París,  1541).  V.  Menéndez  y  Pelato,  Orígenes  de 
la  novela,  I,  p.  CCCXXVII,  núm.  1. 

(3)  Ticknor  y  Amador  de  los  Ríos,  lugares  citados. 

(4)  Me  valgo  de  la  edición  de  Salamanca,  de  la  que  se  conserva  un  ejemplar  en  la 
Biblioteca  Nacional  de  Ñapóles  y  transcribo  su  largo  título  que  es  casi  un  sumario:  Ques- 
tion de  amor  de  dos  enamorados:  al  uno  era  muerta  su  amiga:  el  otro  sirve  sin  esperanca  de 
galardón.  Disputan  qual  de  los  dos  sufre  mayor  pena.  Entretexense  en  esta  controversia  mu- 
chas cartas  y  enamorados  razonamientos.  Introdúzense  mas  una  caca.  Un  juego  de  cañas. 
Una  égloga.  Ciertas  justas.  E  muchos  cavalleros  et  damas  con  diversos  et  muy  ricos  atavias: 
con  letras  et  invenciones,  concluye  con  la  salida  del  señor  Visorey  de  Ñapóles:  donde  los  dos 
enamorados  al  presente  se  hallavan:  para  socorrer  al  Sancto  Padre:  donde  se  cuenta  el  nú- 
mero de  aquel  luzido  exército:  et  le  contraria  fortuna  de  Ravena.  La  mayor  parte  de  la  obra  es 
historia  verdadera.  Compuso  esta  obra  un  gentilhombre  que  se  hallo  presente  a  todo  ello. 
Ultima  impression  de  la  presente  obra:  y  de  muchos  defectos  y  corrutos  vocablos  corregida. 


—  119  — 

eia)  y  de  allí  a  Italia,  o  mejor  dicho,  a  la  ciudad  de  Telersina,  la 
mayor  de  las  islas  de  Sicilia  (Palermo).  Allí  tiene  ocasión  de  tra- 
tar y  conocer  a  otro  caballero  español,  Flamiano,  natural  de  Val- 
deana  y  que  reside  habitualmente  en  Noplesano  (Ñapóles).  Cuan- 
do no  se  ven,  los  dos  mantienen  una  nutrida  y  frecuente  corres- 
pondencia epistolar.  La  muerte  arrebata  a  Vasquirán  a  su  amada 
Violina,  y,  al  mismo  tiempo,  Flamiano  tiene  la  desgracia  de  ena- 
morarse en  Ñapóles,  perdidamente,  de  la  jovencita  Belisena,  que 
no  qiúere  o  no  puede  saber  de  él.  Desesperados  por  amor,  aunque 
por  distintas  causas,  ambos  amigos,  Flamiano  envía  a  su  compa- 
ñero desde  Ñapóles  a  su  amigo  Felisel  para  recibir  noticias  suyas 
y  darle  las  propias,  y  Felisel  es  portador  de  una  carta  de  res- 
puesta y  describe  cómo  ha  encontrado  a  Vasquirán  hundido  en 
su  acerbo  dolor  de  amor  y  de  muerte.  Con  la  carta  se  inicia  la 
disputa,  la  Question,  que  se  refiere  al  punto  tan  debatido  de  ca- 
suística amorosa  de  si  es  más  infeliz  el  que  ama  sin  esperanza  o 
el  que  ha  perdido  ante  la  muerte  el  objeto  de  su  amor.  Cuestión 
que,  de  momento,  salvaremos  diciendo  que  ambos  son  desgracia- 
dos y  que  ambos  pueden  enloquecer,  morir  o  consolarse;  pero  en 
aquellos  tiempos  no  se  resolvían  las  cosas  con  tanta  filosofía  y  se 
prefería  girar  en  torno  de  ellas  con  agudísimos  contrastes  y  suti- 
lísimas distinciones. 

Con  la  disputa  se  enreda  la  discusión  de  una  partida  de  pista, 
de  un  torneo,  en  el  que  Flamiano  es  caballero  armado.  Un  nuevo 
cambio  de  cartas  donde  la  polémica  continúa  con  otra  descripción 
de  una  cacería,  en  la  que  Flamiamo  tiene  un  largo  coloquio  con 
Belisena,  que  con  gran  firmeza  rechaza  la  oferta  de  su  amor.  La 
polémica  se  orea  más  y  más  con  un  nuevo  viaje  del  paje  Florisel. 
Más  cartas.  Flamiano,  en  compañía  de  los  señores  que  forman  la 
alta  sociedad  aristocrática  de  Ñapóles,  se  dirige  a  un  paraje  que 
dista  ocho  kilómetros  de  la  ciudad,  llamado  «Virgiliano»,  tomando 
parte  en  un  juego  de  cañas,  en  una  mascarada  y  en  la  recitación 
de  una  égloga  española,  alusiva  a  sus  amores  con  Belisena.  Tercer 
viaje  de  Felisel  a  Sicilia,  llevando  presentes  y  cartas  de  su  amor 
y  señor.  Vasquirán  se  resuelve  a  venirse  a  vivir  a  Ñapóles,  y  dando 
las  oportunas  disposiciones  en  Palermo  para  continuar  con  el  culto 
que  profesa  a  su  amada  muerta,  se  pone  en  viaje.  Helo  con  Flo- 
rián  continuando  «la  question»  alrededor  de  la  cual  continúan  lazo- 
nando  con  la  mayor  amplitud.  Y  después  se  ponen  de  acuerdo 


—  120  — 

para  ofrecer  a  la  sociedad  napolitana  una  tela  de  justa  real.  Obte- 
nido el  permiso  del  virrey,  se  celebra  esta  gran  fiesta. 

Entre  tantas  diversiones,  llega  el  anuncio  de  las  hostilidades 
entre  Francia  y  España,  de  la  alianza  concertada  entre  el  papa 
y  el  Rey  Católico,  conocida  por  el  nombre  de  la  «liga  santa»;  Ña- 
póles se  llena  de  pertrechos  guerreros;  el  ejército,  con  el  virrey  a 
la  cabeza,  se  pone  en  movimiento;  Flamiano  parte  también  para 
la  nueva  guerra.  Vasquirán,  que  vuelve  a  quedarse  colo,  realiza 
una  excursión  para  sus  quehaceres  a  Sicilia,  resuelto  a  marchar 
inmediatamente  al  lado  de  su  amigo.  Pero  una  noche  en  Palermo, 
le  aparece  en  sueños  Flamiano,  herido  de  muerte,  entre  varios  ca- 
balleros heridos.  ¡Triste  y  verdadero  presentimiento!  Felisel,  que 
llega  inmediatamente  después,  le  da  noticias  de  la  sangrienta  de- 
rrota de  Ravenna  y  le  entrega  la  carta  que  Flamiano  le  ha  diri- 
gido antes  de  morir,  fechada  en  Ferrara  el  17  de  abril  de  1512. 

Escrito  este  libro,  como  el  autor  declara  en  las  primeras  pági- 
nas., en  alabanza  de  una  dama,  que  en  la  obra  toma  el  nombre 
de  Belisena,  «por  servir  y  complazer  un  cavallero,  a  quien  llama 
Flamiano,  que  aquella  dama  servia»  y  que  se  refiere  a  sucesos  acae- 
cidos en  Ñapóles  como  él  mismo  nos  advierte,  entre  1508  y  1512, 
a  los  que  se  mezclan  ciertas  invenciones  para  dar  interés  a  la  tra- 
ma (1),  donde  se  introducen  muchísimos  personajes  reales,  pero 
con  nombres  alterados  «por  cierto  respecto  que  se  escrivió  necesario», 
es  evidente  que  está  formado  de  cartas,  razonamientos  y  poesías, 
entre  las  últimas  coplas,  villancicos  y  una  égloga,  que  fueron  es- 
critos antes  de  1512  y  que  quedaron  manuscritos  o  fueion  reci- 
tados en  la  buena  sociedad  napolitana,  que  discretamente  enten* 
día  las  alusiones  y  reticencias,  y  desde  luego,  enviados  a  la  cor- 
tejada Belisena.  Los  apuntes  de  las  fiestas,  de  las  empresas,  ca- 
cerías, justas,  parecen  anotaciones  a  lápiz  de  un  «cronista  mun- 
dano», porque  también  entonces  tiene  su  importancia  la  crónica 
de  sociedad  aunque  no  existiesen  los  diarios,  y  en  los  Giornali 
manuscritos  de  Passaro,  hay  una  descripción  de  las  bodas  de  Bona 
Sforza,  que  se  parece  del  todo  a  las  de  la  Question  (2).  El  mismo 
autor  forma  parte  de  la  alta  sociedad  de  Ñapóles  (3).  Y  dice  en 


(1)  Parece  referirse  a  los  sueños  y  a  las  disputas. 

(2)  Passaro,    Giorn.  cit.,  páginas  240-58. 

(3)  *Compuso  esta  obra  un  gentilhombre  que  se  halló  presente  a  todo  ello*,  será  la  por- 
tada del  libro  de  que  ya  hemos  hecho  mención. 


—  121  — 

el  proemio  que  ha  querido  ocultar  su  nombre  «porque  los,  que  con 
más  ingenio  querrán  en  ello  (en  el  libro)  algo  enmendar,  lo  puedan 
mejor  hazer  y  de  la  gloria  gozar  su  parte»,  pudiendo  considerar  la 
obra  como  resnullius  y  llevar  a  ella  su  parte  de  colaboración  per- 
sonal, y  para  que  los  detractores,  que  nunca  faltan,  tengan  liber- 
tad «para  saciar  las  malas  lenguas,  no  sabiendo  de  quién  detraían», 
lo  que  hace  suponer  que  el  autor  fuera  hombre  de  alguna  cuenta, 
un  gentilhombre  que  no  quería  enojar  a  sus  críticos,  ni  que  sus 
críticos  le  molestasen  a  él. 

Si  la  alteración  de  los  nombres  de  los  personajes  hace  la  obra 
algo  escura  en  las  consideraciones  históricas,  no  hemos  de  decir 
por  eso,  que  los  personajes  no  puedan  reconocerse.  Ante  todo  los 
nombres  supuestos  repiten  siempre  las  iniciales  de  los  nombres 
verdaderos.  Los  caballeros,  cuyos  nombres  se  describen,  llevan 
siempre  los  colores  de  la  dama  a  la  que  sirven.  Con  ambos  ele- 
mentos nos  es  posible  rehacer  las  parejas  amorosas.  Finalmente, 
en  la  última  parte  de  la  obra,  añadida  cuando  ya  estaba  com- 
puesta su  trama  central,  al  describir  el  ejército  que  el  virrey 
Raimundo  de  Cardona  sacó  fuera  de  Ñapóles,  se  ponen  los 
nombres  verdaderos  e  históricos  de  los  personajes,  circunstan- 
cia que,  añadida  a  la  advertencia  que  nos  hace  el  autor  de  que 
éstos  son  los  mismos  que  aparecen  en  la  primera  parte,  facilita 
grandemente  el  hallazgo  de  los  personajes  auténticos.  Hallazgo 
que,  por  lo  demás,  es  facilísimo  y  seguro  siempre,  aunque  la 
misma  inicial  se  repita  a  veces  para  nombres  distintos,  y  en 
otras  dudemos  de  si  ésta  es  la  del  nombre  o  la  del  apellido,  y 
en  algunas  más  haya  sospecha  de  erratas  de  escritura  o  de  im- 
presión. 

Ninguna  duda,  sin  embargo,  podemos  abrigar  con  relación  a  la 
heroína  de  aquella  novela  de  amor,  sobre  Belisena,  amada  por 
Flamiano,  porque  es,  efectivamente,  Bona  Sforza,  hija  del  duque 
de  Milán  Juan  Galearro  y  de  Isabel  de  Aragón.  Como  tal  se  la 
designa  con  el  título  apenas  alterado  de  «hija  de  la  duquesa  de  Me- 
liano,  que  era  una  muy  noble  señora  viuda»,  que,  por  entonces,  fué 
a  pasar  una  larga  temporada  a  Ñapóles,  y  como  tal,  se  confirma 
en  la  segunda  parte,  donde  entre  las  damas  que  presencian  el  des- 
file de  los  ejércitos  de  Cardona,  se  habla  de  la  «señora  Duqtiesa  de 
Milán  y  la  señora  su  hija  doña  Bona».  De  regreso,  efectivamente, 
al  reino  de  Ñapóles,  después  de  sus  desventuras  de  Milán  y  de  la 


—  122  — 

guerra  de  Caries  VIII  en  1499  (1),  Isabel,  o  en  sus  posesiones  de 
la  tierra  de  Bari  o  en  la  ciudad  de  Ñapóles,  con  su  hija  Bona, 
educada  por  el  preceptor  Colonna  (2)  que,  nacida  en  1493  (3)  tenía 
en  1508,  año  en  que  empieza  la  novela,  quince  años,  y  diez  y 
nueve  cuando  se  casó,  en  1512.  La  crónica  escandalosa  (4)  contó 
de  Bona,  casi  una  niña,  atrevidos  apasionamientos  con  el  mozo 
aquel  de  Héctor  Pignatelli  que  obtuvo  «de  su  amor  algo  más  que 
las  hojas»  y  de  la  que  se  dice  también  que,  al  casarse  en  Polonia 
con  el  rey  Segismundo,  en  1517,  corrieron  nuevas  de  que  el  exce- 
lente marido,  al  conocer  a  su  esposa  y  la  dote  que  le  aportaba, 
reflejó  su  doble,  mejor,  su  triple  desilusión  en  un  dístico  demasia- 
do melancólico  (5). 

Sea  lo  que  sea  de  esto,  volviendo  desde  estos  detalles  tan  pro- 
saicos al  mundo  de  la  galantería  y  de  la  caballería,  de  la  novela 
se  desprende  que  desde  1508  a  1512,  que  la  muchachita  Bona  fué 
«servida»  y  adorada  en  vano  por  Flamiano,  caballero  de  Valencia, 
que  no  sabemos  con  seguridad  quien  fuese,  pero  que  fué  cierta- 
mente un  personaje  de  carne  y  hueso,  herido  en  Ravenna  y  muerto 
en  Ferrara,  adonde  fueron  transportados  y  donde  murieron  varios 
prisioneros  y  heridos  del  ejército  español  (6).  Aunque  simple  gen- 
tilhombre, nos  explicamos  que  Flamiano  mirase  tan  alto,  enamo- 
rándose de  una  princesa,  destinada  a  ser  reina  «mirado  y  conside- 
rado el  valor,  merescer  y  Belisena,  todas  las  esperanzas  que  esperanca 
de  algún  bien  darle  podían,  la  puerta  le  cerraban».  En  el  coloquio 
que  tuvo  con  él  Belisena,  o  sea  Bona,  le  dio  a  entender  que  el 
único  modo  de  «servirla»  (7)  era  el  de  prescindir  de  ella:  «para 
esto  que  te  digo,  como  ya  te  he  dicho,  los  inconvenientes  de  mi  estado 
y  de  mi  condición  y  honestidad  me  dan  inconveniente  no  sólo  para 


(1)  PASSARO,  Giorn.  cit.,  pág.  121. 

(2)  Si  veda  sopra  im  questo  voi.,  pág.  118. 

(3)  Trinchera,  Codice  aragonese,  II,  parte  I,  pág.  276. 

(4)  Aludo  a  la  colección  manuscrita  de  los  Succesi  de  la  corone,  sobre  la  cual  cfr. 
A.  Borzelli,  Successi  tragici  ed  amorosi  di  S.  e  di  A   Corone  (Napoli,  Casella,  1908). 

(5)  «Regina  Bona  attuili  nobis  tria  dona:  Faciem  pictam,  dotem  jictam  et  vulvam  non 
stridami.  V.  Passaro,  obr.  cit.,  pág.  258  de  la  ed.  impr.  y  en  muchos  manuscritos  de  los 
diarios  del  siglo  xvu.  V.  Darowsky,  Bona  Scorza  (Ryzm,  tip.  del  Senado,  1904)  que  se 
aprovecha  de  mis  indagaciones,  por  cierto,  sin  indicar  su  origen. 

(6)  Cfr.  en  Passaro,  obr.  cit.,  pág.  193.  La  noticia  de  la  muerte  del  conde  de  Avelino, 
Juan  de  Cardona,  ocurrida  en  Ferrara,  que  había  sido  herido  en  la  batalla  de  Ravenna 
y  moría  a  consecuencia  de  una  lesión  antigua  que  había  recibido  en  un  juego  de  cañas. 

(7)  Traduzco  adrede  servir,  para  expresar  literalmente  la  palabra  italianísima  y 
caballeresca  de  enamorarse  de  una  dama  y  quedar  obligado  al  vasallaje  de  su  voluntad 
y  de  su  hermosura. — N.  del  T. 


—  123  — 

que,  como  hago,  della  reciba  mucho  enojo,  mas  para  que,  aunque  tú 
mil  vidas,  como  dizes,  perdiesses,  yo  dellas  haya  de  hazer  ni  cuenta 
ni  memoria».  A  lo  que  Flamiano  responde  en  vano:  «Assi  que, 
señora,  si  quereys  que  de  quereros  me  aparte,  mandad  sacar  mis 
huessos  y  raer  de  allí  vuestro  nombre  y  de  mis  entrañas  quitar  vues- 
tra figura,  porque  ya  en  mí  está  convertida». 

En  torno  a  estas  dos  señoras,  Bona  e  Isabel,  giran  en  la  novela, 
los  distintos  personajes  de  la  sociedad  italoespañola  de  Ñapóles. 
He  aquí  el  virrey  Raimundo  de  Cardona,  tan  querido  y  predilecto 
del  Rey  Católico,  que  hasta  se  dijo  que  fuera  hijo  natural  de  este 
monarca;  he  aquí  dos  cardenales,  el  de  Valencia,  Luis  Borgia, 
hombre  galantísimo,  y  el  de  Sorrento,  Francisco  Remolinez,  viejo 
amigo  de  los  Borgias,  antiguo  familiar  queridísimo  de  César  e  ins- 
tructor del  proceso  de  Savonarola,  que  no  pudiendo  vivir  en  Ña- 
póles después  de  los  tratados  de  mal  género  que  allí  había  cometi- 
do, vivía  en  Ñapóles,  donde  tenía  fama  «de  hombre  malísimo  y 
era  muy  mal  querido»  (1).  He  aquí  al  cuñado  del  virrey,  el  gran 
almirante  Bernardo  Villamarino,  conde  de  Capaccio,  de  una  fami- 
lia de  gente  de  mar  y  lleno  de  gloria  por  sus  hazañas  contra  turcos 
y  berberiscos.  Sigue  una  legión  de  ilustres  guerreros,  italianos  o 
españoles:  Fabricio  y  Próspero  Colonna,  don  Carlos  de  Aragón,  los 
príncipes  de  Bisignano  y  de  Melfi,  los  duques  de  Ferrandina,  de 
Bisceglia,  de  Atri,  de  Termoli,  de  Gravina,  de  Traetto;  los  mar- 
queses de  Pescara,  de  Padula,  de  Nocito,  de  Bitonto,  de  Atella; 
los  condes  de  Monteleona,  de  Avellino,  de  Polenza,  de  Popoli,  de 
Soriano,  de  San  Marcos,  de  Matera,  de  Cariati,  de  Trivento;  An- 
tonio de  Leyva,  Juan  Alvarado  (2),  el  prior  de  Mesina  Pedro  de 
Acuña  (3),  Diego  de  Quiñones,  Héctor  y  Guido  Ferramosca,  Fer- 
nando Alarcón,  Jerónimo  Lloriz,  Gerónimo  Fenollet,  Luis  Ixar, 
Gaspar  Pomar  y  otros  muchos.  Españolas  y  napolitanas  son  las 
damas  que  sobresalen  en  esta  sociedad:  las  dos  «tristes  reinas» 
Juana  de  Aragón,  viuda  del  rey  Fernando  el  viejo,  y  su  hija  del 
mismo  nombre,  viuda  del  rey  Ferrantino,  la  viuda  princesa  de  Sa- 


(1)  Passaf.o,  Giornali,  páginas  188-9. 

(2)  De  Leyva  muchos  años  después  contaba  a  Giovio  (Elogia,  i.  316),  que  vino  a 
Italia  de  muy  joven,  en  1502,  como  lugarteniente  de  una  sección  de  caballos  de  Sancho 
Martino,  su  tío,  que  en  el  mismo  barco  en  que  se  embarcó  se  encontró  con  los  dos  herma- 
nos Benavides  y  con  los  dos  Alvarados,  padre  e  hijo. 

(3)  Era  capitán  de  cincuenta  hombres  de  armas  y  fué  herido  en  Ravenna:  Sañudo, 
Diari,  XIII,  257,  325,  XIV,  151,  170,  y  Passaro,  Giornali,  pág.  180.  A  él,  y  no  a  Hugo 
de  Moneada,  como  supone  Cian,  alude  CASTIGLIONE  en  el  Cortigiano,  II,  78. 


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lerno  Marina  de  Aragón,  la  duquesa  de  Trancavilla  Constanza  de 
Avalos,  las  duquesas  de  Gravina  y  de  Traetfco;  las  marquesas  de 
Pescara,  del  Vasto,  de  Padula,  de  Bitonto,  de  Laino,  de  Nocito; 
las  condesas  de  Venapo,  de  San  Marcos,  de  Capaccio,  de  Matera, 
de  Soriano,  de  Trivento,  de  Terranova  y  tantas  y  tantas  otras,  sin 
hablar  de  las  damas  y  damiselas  italianas  y  españolas,  que  for- 
maban la  corte  de  las  «tristes  reinas». 

Todos  estos  personajes  se  reconocen  fácilmente  en  la  primera 
parte  de  la  novela.  Así,  el  conde  de  Avertino  es  el  de  Avellino,  el 
prior  de  Mariana  es  el  de  Mesina,  el  duque  de  Belisa  es  el  duque 
de  Bisceglia,  el  conde  de  Poncia  el  de  Potenza;  el  Sr.  Fabricano, 
Fabricio  Colonna;  Atineo  de  Lavesín,  Antonio  de  Leyva;  el  car- 
denal de  Brujas,  el  cardenal  Borgia;  Marcos  de  Reinar,  el  capitán 
Alarcón;  Pomarín,  el  capitán  Pomar;  Albalader  de  Coronis,  Juan 
de  Alvarado.  También  se  reconocen  por  lo  general  las  damas  que 
éstos  cortejan  y  a  las  que  están  ligadas  de  amor.  Porque  esta  no- 
vela (si  se  quisiera  cambiar  el  título  doctrinal  por  otro  más  nove- 
lesco) podía  titularse:  «Amores,  fiestas  y  armas»;  en  cosas  de  amor 
se  explican  pomposamente  los  usos  y  costumbres  de  la  galantería 
caballeresca  y  medieval,  harto  cultivada  en  España  y  hoy  fla- 
mante también  en  tierras  italianas.  Cada  caballero  lleva  consigo, 
como  se  ha  dicho,  la  divisa  de  su  dama  y  palabras  alusivas  a  las 
vicisitudes  de  su  corazón.  Por  ejemplo:  Flamiano,  al  ir  a  las  fies- 
tas de  los  esponsales  del  conde  de  la  Marca  (de  San  Marcos),  algún 
tiempo  después  de  haberse  enamorado  y  de  haber  recibido  noticias 
de  la  desventura  de  su  amigo,  se  vistió  de  una  loba  frisada,  forrada 
de  damasco  negro,  acuchillada  todo  por  encima,  de  modo  que  por  ella 
mesma  se  mostrase  la  forradura  con  las  cuchilladas  (1),  todas  atadas 
con  unas  madezas  negras  y  con  una  leyenda  que  decía: 

No  descubre  mi  pena 
ni  tristeza,  el  ajena, 

el  dolor  propio  y  el  dolor  del  amigo.  Ejercicio  intelectual  muy 
adecuado  a  estas  damas  y  caballeros  eran  las  «cuestiones  de  amor», 
al  uso  de  la  que  servía  de  argumento  a  la  novela  (2),  y  a  la  que 


(1)  «Taglietti»,  como  se  traducía  entonces  en  italiano,  según  podemos  ver  en  Aretino. 

(2)  V.  en  el  Cortegiano,  1, 10,  uno  de  los  juegos  propuestos  por  Fregoso  y  la  nota  que 
acompaña  a  este  pasaje  en  la  edición  de  Cian.j 


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debió  en  buena  parte  la  fortuna  que  tuvo,  pues  en  la  edición  vene- 
ciana de  1554,  hecha  por  Alfonso  de  Ulloa,  se  añaden,  a  modo  de 
apéndice,  una  serie  de  cuestiones  semejantes  (1).  Ejercicios  predi- 
lectos son  asimismo  escoger  empresas  y  leyendas  y  componer  co- 
plas y  toda  suerte  de  versos  de  amor.  Versificaban  muchos  de  aque- 
llos militares  y  gentileshombres  que  intervienen  en  la  Gestión  de 
amor.  El  marqués  de  Pescara,  Fernando  de  Avalos,  estuvo  du- 
rante algún  tiempo  locamente  enamorado  de  la  española  Isabel 
de  Requeséns,  mujer  del  virrey  (a  la  cual,  se  cuenta,  que  tuvo  la 
audacia  de  dejarle  caer  en  el  pecho  un  collar,  sin  que  Isabel  hiciera 
nada  por  el  momento,  hasta  que  al  día  siguiente  envió  como  re- 
galo el  collar  a  la  marquesa  de  Pescara).  Para  ella  componía  versos 
el  marqués  en  español,  como  una  vez  que,  advirtiéndole  desdeñosa, 
escribió  sobre  el  tambor  de  Paleone,  maestro  de  música  de  la  vi- 


Más  fe  y  menor  ventura, 
la  memoria  es  mi  enemigo; 
mas  sólo  en  la  memoria 
quedará  toda  mi  gloria, 

y  otra  vez,  para  la  misma  dama,  rimó  de  esta  manera: 

Si  tú  me  cierras,  Amor, 

en  el  mejor  tiempo  la  puerta, 

la  de  la  muerte  está  abierta  (2) 

El  Cancionero  General  recoge  versos  de  Pedro  de  Acuña,  de 
Diego  de  Quiñones,  de  Carlos  de  Guevara  y  de  Rodrigo  de  Ava- 
los (3).  El  napolitano  Sansorino,  príncipe  de  Salerno,  versificaba 
en  español,  y  en  días  de  desgracia  compuso  una  canción  desconso- 

(1)  Venecia,  Giolitto,  1554:  tTrece  questiones  muy  graciosas  sacadas  y  puestas  en 
nuestro  romance  de  cierta  obra  toscana  llamada  el  Plisloculo,  del  famoso  poeta  y  orador 
Juan  Bocaccio».  V.  P.  Rajna,  Rumania,  XXI,  28-81. 

(2)  Véanse  las  Vite,  de  Filonico,  manusc.  Bibl.  Naz.  B.,  67,  fol.  69,  89,  y  en  la  edi- 
ción de  Jordi  (Vitoria  Colonna),  páginas  102-3. 

(3)  En  la  ed.  de  1527,  Carlos  Guevara  debe  ser  el  conde  de  Potenza.  Un  Juan  de 
Cardona  de  versos  en  el  folio  CLXV;  pero  debe  ser,  no  el  conde  de  Avellino,  sino  el  mismo 
que  compuso  un  Tratado  de  amor  (Cfr,  Gallardo,  Ensayo,  II,  219). 


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ladamente  triste  que  se  cantó  en  toda  Italia,  y  de  la  que  Brantome 
nos  ha  dado  la  primera  estrofa: 

Ya  pasó  el  tiempo  que  era  enamorado, 
ya  pasó  mi  gloria,  ya  pasó  mi  ventura, 
y  ha  llegado  la  hora  de  mi  sepultura. 

Y  tornando  a  las  páginas  de  la  Question  volvamos  a  las  cace- 
rías, a  los  juegos  de  cañas,  a  las  recitaciones  que  se  describen  en 
el  libro,  destellos  de  la  vida  galante  y  exótica. 

La  partida  de  torneo  fué  concertada  por  cuatro  caballeros  de 
cada  bando  con  ocho  correrías,  y  había,  entre  otros  premios,  una 
tienda  de  plata  de  ocho  marcos  al  que  mejor  gustase  y  ocho  cañas 
de  raso  carmesí  al  caballero  que  se  presentase  «más  galán  con  los 
caballos  mejor  enjaezados».  El  marqués  de  Pescara,  que  figuró 
entre  los  justadores,  llevó  un  vestido  de  terciopelo  leonado  con 
puntas  de  plata  y  con  la  divisa:  «No  pueden  pessa  mis  males,  Pues 
al  medio  les  ha  faltado  remedio»,  y  por  la  noche  llevaba  un  vestido 
de  brocado  blanco  forrado  de  raso  leonado,  con  fajas  del  mismo 
raso,  con  algunas  plumas  de  escribir,  donde  se  leía:  «No  se  puede 
mi  passión  Escrevir,  Pues  no  se  puede  sufrir»,  yendo  acompañado 
de  muchachos  y  pajecillos  con  los  mismos  colores  blanco  y  leonado. 

La  justa  real  debía,  en  la  mente  de  sus  organizadores,  so  pre- 
texto de  fiesta  y  de  diversión  para  todos,  servirles  a  ellos  y  a  los 
demás  atribulados  del  mal  para  «publicar  sus  apasionados  dolores», 
encontrando  para  semejante  empresa  acogimiento  y  ayuda  en  el 
cardenal  Borgia,  «un  notable  cavallero  y  mancebo  y  tan  inclinado 
a  las  cosas  de  la  cavalleria,  aunque  perlado».  Un  heraldo,  o  albardán, 
publicó  por  la  ciudad  el  cartel  de  desafío  de  la  justa,  con  los  pre- 
mios para  los  vencedores,  entre  ellos  un  diamante  de  cien  ducados 
para  la  dama  mejor  adornada  y  un  rico  rubí  al  mejor  vestido 
galán  que  acudiese  a  la  fiesta  nocturna  en  casa  del  virrey. 

El  juego  de  las  cañas  se  llevó  a  cabo  en  un  escampado  entre  la 
ciudad  y  el  mar,  donde  se  había  erigido  un  gran  tablado  recubierto 
de  ricos  tapices,  con  dos  legiones  de  caballeros:  la  una  dirigida  por 
Flamia.no  y  la  otra  por  el  cardenal  Borgia.  Los  del  bando  del  car- 
denal se  presentaron  alineados  a  la  turca,  con  trompetas  y  bande- 
ras en  las  lanzas,  y  vestidos  con  jubones  de  brocado  negro  forrado 
de  raso  rojo  obscuro  y  con  máscaras  turcas.  Flamiano  y  los  suyos 


—  127  — 

les  hicieron  frente  con  alcancías;  al  verlos  volvieron  grupas,  y  los 
turcos,  lanza  en  ristre,  les  siguieron  para  volver  todos  al  lugar 
del  juego. 

La  égloga,  finalmente,  aludía  al  coloquio  que  había  tenido  Fla- 
miano  con  Belisana  durante  la  cacería,  y  llevaba  a  la  escena  a  un 
pintor,  Torino,  que  cantaba  y  se  lamentaba  de  la  repulsa  sufrida 
por  aquél,  con  otros  dos  que  divagaban  con  discursos  y  polémicas 
en  torno  a  sus  penas,  y  la  pastorcita  Benita,  que  intervenía,  les 
escuchaba  y  les  volvía  después  las  espaldas,  dejándoles  a  solas 
con  sus  cantos  y  lamentaciones.  Era  una  representación  cortesana 
de  la  que  participaban  Flamiano  y  cuatro  caballeros  amigos  suyos. 

Esta  elegante  sociedad  de  caballeros,  consagrada  enteramente 
a  los  amores,  juegos  y  fiestas,  recuerda  verdaderamente  el  fresco 
famoso  del  camposanto  de  Pisa,  la  alegre  campaña  en  el  florido 
vergel,  a  la  que  se  aproxima  inexorablemente  con  su  hoz  la  Muerte. 
Entre  aquellas  diversiones  llegó  el  bando  de  guerra,  y  el  virrey  se 
puso  al  frente  de  un  ejército  precioso  y  tan  adornado  y  gentil  como 
correspondía  a  personas  tan  galantes.  «Los  barones  de  Ñapóles 
— escribe  Giovio — adquirieron  hermosos  caballos  de  guerra  y  se 
procuraron  bellas  divisas  de  armas;  entre  ellos  Pescara,  con  sin- 
gular desenvoltura,  se  había  provisto  de  sayos,  penachos  y  cubier- 
tas de  caballo  suntuosísimos,  bordados  a  la  aguja  en  oro  y  carme- 
sí» (1).  En  la  novela  se  describen  menudamente,  demasiado  minu- 
ciosamente, los  adornos,  los  atavíos,  del  virrey,  del  marqués  de 
Pescara  y  de  los  demás  capitanes.  Algunos  meses  después  aquella 
sociedad,  aquel  ejército,  yacía  quebrantado  y  deshecho,  sangrante, 
lleno  de  fango,  en  los  campos  de  Ravenna.  Sus  bellos  vestidos,  sus 
ricas  divisas  y  sus  galas  habían  caído  en  poder  de  los  soldados 
franceses  (2).  Vasquirán,  en  su  fúnebre  sueño,  ve  a  Flamiano  con 
el  rostro  y  el  cuerpo  lleno  de  heridas,  y  a  su  vera  nel  conde  d'Aver- 
tino  de  la  misma  manera  del  herido;  en  la  delantera,  assentados,  al 
prior  de  Mariana,  y  al  prior  Dalbano,  y  a  Rosseller  el  Pacífico,  y 
Alvalader  de  Cerosías,  y  a  Pomesis  y  Petraiquis  de  la  Gruta,  y  a 
Guillermo  de  Cauro  y  a  su  hermano  el  conde  de  Torramastra,  y  más 


(1)  Vita  del  Pescara,  ed.  cit.,  fol.  170;  cfr.  Lettera  da  Napoli,  1  nov.  1511  (Sañudo, 
Diari,  XIII,  325),  «todos  suntuosos  y  en  orden  perfecto». 

(2)  Se  ganaron  en  aquella  batalla  trescientos  mil  ducados  entre  dinero,  objetos  de 
plata  y  vestidos  de  brocado  y  de  terciopelo  que  los  extraños  señores  italianos  y  los  seño- 
res capitanes  españoles  se  habían  mandado  hacer  para  aquella  empresa  (Passarci,  Gior- 
nali, pág.  179). 


—  128  — 

de  otros  cien  caballeros  españoles  y  de  Noplesano,  y  los  todos  con 
muchas  heridas  en  sus  personas».  Hay  crónicas  particulares  de  la 
muerte  de  algunos  de  estos  caballeros,  como,  por  ejemplo,  del  mag- 
nánimo D.  Pedro  de  Acuña,  de  Alvarado,  maestro  de  guerra  del 
joven  Pescara,  y  del  conde  de  Avelino  (1).  Aquellos  galantes  caba- 
lleros, aquellos  guerreros  bien  vestidos,  se  batieron  como  leones, 
haciendo  pagar  bien  cara  la  victoria  a  los  franceses  y  a  su  capitán 
Gastón  de  Foix,  aquella  victoria  sangrienta,  en  la  que  Ariosto  sabía 
escuchar: 

¡gran  rammarichi  e  l'angosce 

ch'in  veste  brune  e  lacrimosa  guancia 

le  vedovelle  fan  per  tutta  Francia!  (2). 

Rey,  religión,  honor  militar,  culto  caballeresco  de  la  mujer, 
componían  la  fe  que  los  animaba  y  que  se  refleja  precisamente  en 
el  discurso  que  hizo  Vasquirán  al  amigo  que  marchaba  a  la  gue- 
rra: «Tú — le  dice— puedes  estar  contento  porque  motivos  bien  jus- 
tos te  determinan  a  obrar:  primero,  el  servicio  de  la  Iglesia,  que 
os  decide  a  todos;  luego,  el  servicio  a  tu  rey,  como  cumple  a  tu 
deber;  en  tercer  lugar,  porque  vas  a  usar  el  traje  militar,  que  es 
el  que  verdaderamente  te  corresponde,  y  en  cuarto  y  principal, 
porque  llevas  en  tu  pensamiento  a  la  señora  Belisaria  y  dejas  tu 
corazón  en  su  poder.» 

La  Question  de  amor  no  es  la  única  obra  de  la  literatura  espa- 
ñola que  haya  nacido  de  la  vida  de  la  sociedad  italoespañola  en 
aquellos  primeros  años  de  la  unión  de  Ñapóles  con  España.  Hay 
en  el  Cancionero  General  (3)  un  «dechado  de  amor,  hecho  por  Vázquez 
a  petición  del  cardenal  de  Valencia,  y  enderezado  a  la  Reyna  de  Ña- 
póles», que  debió  ser  compuesto  por  el  año  1510,  porque  el  cardenal 
que  le  dio  el  encargo,  Luis  Borgia,  murió  en  1511,  año  en  que  tam- 
bién murieron  las  princesas  de  Salerno  y  de  Bisignano  y  la  condesa 
de  Avelino,  que  se  mencionan  en  el  Dechado  (4),  y  porque  Victoria 
Colonna,  a  quien  llama  «la  marquesa  de  Pescara»,  se  había  casado 


(1)  Passaro,  obr.  cit.,  pág.  180;  Giovio,  Vita  del  Pescara,  í.  173. 

(2)  «Las  lamentaciones  y  los  alaridos  que  vestidas  de  negro  y  con  las  mejillas  rojas 
lanzan  las  jóvenes  viudas  por  Francia  entera»,  Orlando,  XIV,  7. 

(3)  Edición  de  Toledo  de  1527,  fol.  CLXXXII-III. 

(4)  Passaro,  obr.  cit.,  páginas  176-7.  La  princesa  de  Bisignano  y  el  cardenal  Borgia 
hablan  sido  envenenados  por  el  príncipe  marido  de  aquélla,  que  había  descubierto  el 
enredo  de  ambos  (Croce-Ceci.  Lodi  di  dame  napoletane  del  secolo  decimosesto.  Ñapóles, 
1894,  pág.  57). 


—  129  — 

con  Avalos  en  1509  (1),  y  aunque  las  reinas  de  Ñapóles,  las  «tristes 
reinas»,  eran  dos  como  hemos  dicho,  ambas  viudas  y  ambas  Jua- 
nas, ambas  viviendo  bajo  el  mismo  techo,  lo  más  probable  es  que 
la  que  aquí  se  nombra  sea  la  joven,  la  viuda  de  Ferrantino,  que 
en  1510  contaba  cerca  de  treinta  y  dos  años.  A  la  madre,  en  cam- 
bio (permítaseme  esta  digresión),  se  refiere  un  precioso  romance 
popular  español  (2)  que,  tal  vez  por  la  sugestión  del  poético  nom- 
bre, idealiza  aquella  figura  de  reina  viuda  y  destronada,  de  la  que 
hace  un  símbolo  de  infinito  dolor. 

Con  toda  solemnidad  comienza  así  el  romance: 

Emperatrices  y  reinas 
cuantas  en  el  mundo  había, 
las  que  buscáis  la  tristeza 
y  huís  de  la  alegría, 
la  triste  reina  de  Ñapóles 
busca  vuestra  compañía. 

Sus  ojos  lloran  todas  las  lágrimas  que  pueden  verter;  ¡cuántas 
desgracias  en  torno  a  ella,  cuántas  pérdidas  de  personas  queridas! 
Llora  al  rey  su  marido,  al  rey  su  hijo,  al  rey  su  sobrino  y  yerno, 
a  su  hermano  y  a  todos  sus  sobrinos;  entre  tantas  desventuras,  y 
bajo  la  amenaza  del  rey  de  Francia,  que  quiere  robarle  el  Reino, 
pide  socorro  a  sus  hermanos,  los  reyes  de  Castilla,  y  sube  a  una  alta 
torre  a  explorar  ansiosamente,  por  sobre  la  inmensidad  del  mar, 
si  llega  por  fin  el  socorro  que  espera: 

Subiérame  a  una  torre 
la  más  alta  que  tenía, 
por  ver  si  venían  velas 
de  la  tierra  de  Castilla: 
vi  venir  unas  galeras 
que  venían  de  Andalucía; 
dentro  viene  un  caballero, 
Gran  Capitán  se  decía; 
— ¡Bien  vengáis  el  caballero, 
buena  sea  vuestra  venida...! 


(1)  Passaro,  obr.  cit.,  pág.  162. 

(2)  Ya  incluido  en  el  Cancionero  de  romances  de  1550,  se  lee  ahora  con  dos  textos  en 
el  Romancero  general,  ed.  Duran,  voi.  II,  números  1249-50. 

España  en  la  vida  italiana.  9 


—  130  — 

Estas  mujeres  que  sobreviven  a  la  Casa  aragonesa  de  Ñapóles 
atraen  poéticamente  nuestra  fantasía.  Confieso  que  no  sé  leer  sin 
alta  conmoción,  como  de  tragedia,  la  relación  que  el  tosco  cronista 
Notar  Giacomo  hace  del  incendio  que  estalla  el  21  de  diciembre 
de  1506  en  la  sacristía  de  la  iglesia  de  Santo  Domingo,  cuando  el 
fuego  reduce  a  pavesas  las  cajas  funerarias  que  contienen  los  res- 
tos de  los  reyes  de  Aragón,  cuando  llegan  a  aquel  lugar  la  reina 
viuda  Juana  Isabel  de  Aragón,  duquesa  desterrada  de  Milán;  Bea- 
triz de  Aragón,  reina  de  Hungría  repudiada,  que,  ante  el  lamen- 
table espectáculo,  «acordándose  de  sus  dolores,  prorrumpen  en  un 
grandísimo  alarido»  (1). 

En  los  años  durante  los  cuales  fué  compuesto  el  Dechado  de 
amor,  las  dos  tristes  reinas  vivían  en  el  antiguo  palacio  real  de 
Castel  Capuano,  honradas  como  hermana  y  sobrina  del  Rey  Ca- 
tólico, rodeadas  de  una  magnífica  corte,  atentas  a  gobernar  su 
Estado,  o  lo  que  es  igual,  las  muchas  propiedades  de  que  disfru- 
taban en  el  Reino  (2).  Juana  Castriota  gozaba  del  afecto  de  las 
dos  reinas  y  de  gran  influencia  en  su  corte,  hasta  el  punto  de  que 
no  había  contraído  matrimonio  por  consagrarse  enteramente  a 
ellas,  aunque  las  malas  lenguas  añadiesen  que  en  aquella  devoción 
no  era  extraño  el  vínculo  de  la  joven  reina  con  su  hermano  Cas- 
triota, duque  de  Ferrandina,  y  a  ella  misma  se  le  atribuyesen  amo- 
ríos con  Alarcón  (3).  Además  de  la  Castriota,  figuraban  como  da- 
mas de  aquella  corte  la  duquesa  de  Gravina,  Juana  Villamarín, 
María  Enriquez,  María  Cantelmo,  una  doña  Pórfida,  una  señora 
Maruxa,  María  Sánchez,  Leonor  de  Beaumont,  Violante  Centellas, 
Angela  Villaragut,  María  Carroz  y  Diana  Gambacorta.  Todas  estas 
damas  inspiraron  el  Dechado  de  amor,  en  el  cual  el  cardenal  Bor- 
gia (es  él  quien  habla),  después  de  loar  a  la  reina,  pídele,  lo  mismo 
que  a  sus  damas,  que  borden  paños  distintos  que  muestren  los 
sufrimientos  de  sus  enamorados,  indicando  a  cada  una  el  tejido 
de  cada  paño  y  la  divisa  o  leyenda  que  ha  de  llevar.  La  composi- 
ción comienza  dirigiéndose  directamente  a  la  reina: 

Alta  Reyna  que  merece 
quanto  en  el  mundo  s 'encierra, 


(1)  Notar  Giacomo,  Cronica,  páginas  295-6. 

(2)  Noticias  sobre  su  vida  y  su  estado  en  Arch.  stor.  nap.,  XIX,  359-61. 

(3)  Filonico,  ms.  citado,  en  la  Vita  d'Isabella  d'Aragona,  í.  49. 


—  131  — 

añadiendo  que  si  la  fortuna  le  ha  quitado  el  dominio,  la  Natura- 
leza le  ha  prodigado  belleza  y  bondad: 

. .  .  quanto  del  inundar 
os  ha  quitado  ventura, 
tanto  os  ha  dado  natura 
de  virtud  y  de  hermosura 
quanto  os  ha  podido  dar; 

y  advirtiendo  que  ella  es  «reina  general»,  «reina  real  de  las  reinas», 
osa  suplicarle  que  borde  con  sus  damas  el  paño  del  modo  que  aca- 
ba de  indicar: 

Yo  he  tenido  atrevimiento 

para  osaros  suplicar 

queráis  con  las  damas  vuestras 

labrar  un  paño  de  muestras 

do  todas  las  vidas  nuestras 

sus  males  puedan  mostrar. 

Y  se  le  ruega  que  borde  en  un  paño  un  cielo  enteramente  sem- 
brado de  estrellas  con  el  sol  en  medio  y  esta  divisa:  «De  tan  alta 
claridad  no  es  mucho  salir  centellas  que  se  abrasse  el  mundo  deltas.» 
A  la  Castriota,  que  borde  ima  tela  negra  y  blanca,  rodeada  de 
una  cadena,  como  símbolo  de  la  suya  de  la  que  penden  y  cuelgan 
tantos  corazones.  A  María  Enriquez,  «servida»  por  el  cardenal  (1), 
un  lazo  de  seda  floja  encarnada;  a  la  duquesa  de  Gravina  (que  era 
entonces  Beatriz  Ferrillo,  de  los  condes  de  Muro  (2),  dama  que  no 
toleraba  cortejos),  otros  símbolos  y  divisas  parecidos.  Cosa  aná- 
loga hacía  con  las  demás,  con  la  Villamarín,  hija  del  almirante  y 
hermana  de  la  famosísima  Isabel,  princesa  de  Salerno,  a  quien 
hacía  el  amor  el  conde  de  Avellino,  con  el  que  se  casó;  con  la  Can- 
telmo,  cortejada  por  Jerónimo  Tenollet;  con  doña  Pórfida,  por  la 
que  bebía  los  vientos  el  marqués  de  Pescara;  la  Villaragut,  feste- 
jada por  Francisco  Cantelmo;  la  Carroz,  por  el  capitán  Alvarado; 
la  Sánchez,  por  el  capitán  Pomar;  la  Centellas,  amadísima  de  su 
marido  Ángel  Galeote,  y  de  otras  que  no  cita;  de  la  Gambacorta 
y  de  la  reina  misma  no  cita  los  amantes,  añadiendo  que  están  «en 


(1)  Aveva  sposato  il  marchese  di  Lucito;  ed  è  forse  quella  «Maria  lusitana»,  alla  quale 
e  diretta  l'epistola  del  Galateo,  De  hypocrisi  (in  Coli,  cit.,  I,  227-47,  cfr.  p.v). 

(2)  V.  el  voi.  Vili,  tav.  2  de  las  Fani.  nob.  de  Luta. 


—  132  — 

lugar  do  nadie  puede  alcanzar)).  La  composición  teje  asimismo  vina 
corona  para  otras  señoras  napolitanas  que  no  son  damas  de  la 
reina:  para  Isabel  de  Aragón,  para  Bona  Sforza,  para  la  princesa 
de  Salerno,  para  Leonor  Piccolomini,  servida  por  Luis  Ixar;  para 
Victoria  Colonna,  marquesa  de  Pescara  (1),  servida  por  el  marqués 
de  Bitonto,  Juan  Francisco  Acquaviva  (2);  para  Maria  de  Alife 
(tal  vez  la  hija  de  Fernando  Díaz  Garlón,  conde  de  Alife,  a  la  que 
dirigió  un  epigrama  Sannazzaro)  (3),  servida  por  Pedro  de  Acuña, 
y,  en  fin,  para  una  señora.  Isabel  (tal  vez  Isabel  Castriota),  que 
pertenecía  a  las  damas  de  la  duquesa  de  Milán,  que  estaba  ser- 
vida por  Carlos  de  Aragón,  hijo  de  un  bastardo  del  viejo  Fernan- 
do (4).  Sigue  el  epílogo  y  la  despedida  en  una  larga  serie  de  estro- 
fas, de  las  que  solamente  pondré  aquí  las  dos  últimas: 

Aquí  verán  que  sentimos 

aqui  verán  que  pasamos, 

aquí  verán  que  sufrimos, 

aquí  verán  que  callamos, 

aquí  verán  que  hazeys, 

aquí  verán  que  hazemos, 

aquí  verán  los  estremos 

del  mal  que  por  bien  tenemos, 

del  bien  que  por  mal  teneys. 

I  assi  será  esta  favor 

hará  dotrina  e  memoria 

a  los  que  saben  d'amor 

de  sus  penas  e  dolor, 

e  a  quien  no,  qu'es  pena  e  gloria, 

aquí  los  unos  sabrán 

los  males  qu'en  ellos  caben; 

sabrán  antes  que  os  alaben 

lo  que  después  passarán. 


(1)  Los  versos  que  conciernen  a  la  Colonna  dicen  así:  «De  seda  amarilla  e  grana, 
Labrad,  señora,  un  pincel,  Do  vea  dama  galana,  Quien  os  viera  tan  ufana,  Que  Dios  os 
pintó  con  él;  E  labrad  una  columna,  De  los  dos  de  los  estremos,  Do  vuestro  nombre  miremos, 
E  también  porgue  en  vos  vemos,  Que  en  estremo  vos  soys  una.»  La  divisa  era  ésta:  «Simas 
d'una  no  tuviera,  En  mi  sola  la  pusiera». 

(2)  Fué  herido  gravemente  en  la  batalla  de  Ravenna  y  murió  antes  que  el  padre 
en  1527. 

(3)  Carmina,  III,  4;  cfr.  Passaeo,  Giornali,  pág.  155. 

(4)  De  Enrique,  marqués  de  Geracei;  cfr.  Caputo,  Discendenza  della  Real  Casa  d' 
Aragona,  núm.  74.  Murió  en  1512. 


—  133  — 

No  sólo  en  el  Cancionero  General,  sino  en  otro  de  Obras  de  burlas 
encontramos  composiciones  nacidas  en  aquel  tiempo  y  de  aquella 
sociedad.  Muchas  de  las  damas  recordadas,  la  reina  Juana,  María, 
Leonor,  Diana,  Maruxa,  Pórfida,  Juana  y  ademas  una  Muñoz, 
ima  Inés,  una  Isabel  Castriota,  hermana  de  Juana  (que  fué  amiga 
y  después  mujer  de  Guido  Ferramosca,  hermano  de  Héctor)  (1), 
volvemos  a  encontrarlas  en  una  Obra  de  un  caballero,  llamada 
visión  deleitable  (2),  que  es  una  graciosísima  sátira.  Finge  el  autor 
que,  angustiado  por  las  cuitas  y  querellas  de  amor,  camina  por 
la  calzada  de  Capuana,  cuando, 

si  venís  como  en  visión 
mucha  gente  en  procesión 
que  me  puso  espanto  velia; 
mas  cuando  cerca  de  mí 
se  allegaran  con  plazeres, 
todo  temor  despedí, 
porque  luego  conocí 
que  todas  eran  mujeres: 
que  con  honrra  muy  rreal 
llevaban  a  Matihuelo 
en  un  carro  triunfal, 
él  tan  gordo,  largo  y  tal, 
que  arrastraba  por  el  suelo: 
y  luego  tras  él  venían 
muchas  dueñas  y  donzellas, 
que  a  altas  voces  dezían: 
— ¿Las  que  de  ti  se  devian 
plazer  se  desvía  dellas! 

Cantado  a  coro  el  elogio,  cada  ima  toma  la  palabra  para 
dirigirse  al  personaje,  cuyo  canto  sigue  su  deseo  y  sus  expresio- 
nes de  ternura.  Pero  aquella  composición  no  tiene  ya  carácter 
satírico  o  de  vituperio  para  las  damas  nombradas,  y  es  sólo  una 


(1)  Cfr.  Fasaglia,  Ettore  e  la  casa  Fìeramosca,  Ñapóles,  1883,  pág.  77.  Guido  muiió 
en  1531  en  su  castillo  de  Mugnano,  e  Isabel  (que  murió  en  1545)  le  hizo  erigir  un  sepulcro 
en  Montecassino. 

(2)  Cancionero  de  obras  de  burlas,  ed.  cit.,  páginas  135-40. 


—  134  — 

burla   galante,   como  se  ve  en  la   disculpa   final  del   caballero- 
so autor: 

No  sé  quién  fué  el  atrevido 

que  tales  coplas  trobó: 

sé  que  todos  como  yo 

por  muy  loco  Vhan  tenido 

porque  tanto  se  atrevió: 

que  trobar  cosas  viciosas 

a  damas  tan  virtuosas, 

fué  tan  fuera  de  razón, 

que  fué  bien  como  en  carbón 

engastar  piedras  preciosas. 

Que  damas  tan  escogidas, 

en  tanto  estremo  acabadas, 

han  de  ser  tan  bien  queridas, 

que  sean  casi  adoradas 

sin  ser  de  nadie  ofendidas. 

I  si  alguno  las  ofende, 

su  gran  virtud  las  defiende 

para  que  quede  confuso, 

y  el  que  tal  obra  compuso 

sus  necedades  enmiende. 

No  se  sabe  a  punto  fijo  quién  fuera  el  autor  o  quiénes  los  auto- 
res de  tales  composiciones,  aunque  la  Question  de  amor  parezca  del 
autor  mismo  de  la  Cárcel  de  amor,  Diego  de  San  Pedro  (1).  El  que 
las  dos  obras  se  imprimieran  a  la  vez  no  es  razón  bastante,  sin  em- 
bargo, para  que  el  autor  de  ambas  sea  el  mismo.  Al  mismo  Diego 
San  Pedro  se  atribuye  también,  sin  fundamentos  sólidos,  la  Vi- 
sión deleitable  (2).  Lo  que  no  cabe  duda  es  que  entre  los  tres  libros 
hay  una  estrecha  relación  y  un  cercano  parentesco.  Como  el  De- 
chado lleva  en  la  portada  el  nombre  de  un  Vázquez,  acude  a  la 
mente  el  pensamiento  de  que  sea  el  propio  «Vasquirán»,  amigo  de 
Flamiano,  testigo  y  redactor  de  sus  trabajos  de  amor.  Aun  podía 
irse  más  allá,  identificando  ese  Vázquez  con  un  meser  Juan  Váz- 
quez, que  había  sido  agente  del  cardenal  Pompeyo  Colonna,  y 


(1)  V.  el  Discurso  preliminar,  de  Aribau,  al  voi.  III  (Novelistas  anteriores  a  Cervan- 
tes), de  la  Biblioteca  de  Aut.  Esp.,  de  Rivadeneyra,  pág.  12. 

(2)  En  la  misma  Biblioteca,  voi.  XXXVI  (Curiosidades  bibliográficas),  p.  XXI,  n. 


—  135  — 

en  1529  era,  a  las  órdenes  de  Victoria  Colonna,  vicemarqués  de 
Aquino  y  Palazzolo  (1).  Como  este  Vázquez  se  llama  en  un  docu- 
mento clericus  abulensis  (2),  o  lo  que  es  igual,  de  Avila,  podíamos 
continuar  con  la  indagación  recordando  que  a  un  Vázquez  o  Ve- 
lázquez  de  Avila  atribuye  Duran  un  rarísimo  y  pequeño  cancio- 
nero o  colección  de  coplas,  impreso  en  letra  gótica  (3).  Pero  todas 
éstas  son  conjeturas  tan  vagas  y  discutibles,  que  no  es  cosa  de 
continuarlas,  porque  el  nombre  preciso  del  autor  o  de  los  autores 
poco  añade  al  valor  que  estos  documentos  tienen  para  nosotros 
como  pintura  de  las  costumbres  galantes  y  caballerescas  de  la  so- 
ciedad hispanoitaliana  en  los  albores  del  siglo  xvi. 


(1)  Vittoria  Colonne,  Carteggio,  páginas  59-60,  y  Supplemento,  de  Jordl,  pág.  84  n. 
Pero  no  me  parece  fundada  la  identificación  de  Jordi  de  este  Vázquez  con  Juan  Vázquez 
Hurtado,  que  en  1568  fué  obispo  de  Aceña  y  murió  en  1571  (Mghelli,  Italia  sacra  VI 
221). 

(2)  Protocolo  del  notario  Piroti,  de  Roma,  nov.  1527,  f.  66  (según  la  indicación  que 
me  hizo  Jordi). 

(3)  Como  me  advirtió  Menéndez  y  Pelato,  en  Revista  de  España,  junio,  1894,  pá- 
gina 113. 


Vili 


LA   LENGUA  Y  LA   LITERATURA   ESPAÑOLAS   EN  ITA- 
LIA EN  LA  PRIMERA  MITAD  DEL  SIGLO  XVI 

Ya  hemos  visto  que  Galateo  lamentaba  la  difusión  en  Italia 
de  las  lenguas  forasteras  y  sobre  todo  de  la  española.  Es  muy  natu- 
ral que  un  pueblo,  al  dominar  a  otro,  o  simplemente  al  entrar  en 
estrechas  relaciones  con  él,  suscite  interés  por  sus  cosas  o  intentos 
de  comprender  y  hablar  su  lengua;  lo  mismo  que  ocurre,  después 
de  todo,  en  mayor  o  menor  escala,  con  el  pueblo  al  que  domina 
y  con  el  que  entra  en  relación.  Sin  ira  y  sin  odio,  con  gran  amplitud 
de  ideas  y  de  sentimientos,  Castigliona,  mientras  Galateo  difundía 
sus  escritos  por  Italia  y  principalmente  en  las  provincias  meridio- 
nales, aconsejaba  a  su  cortesano  ideal  el  conocimiento  de  las  len- 
guas «española  y  francesa»,  porque  «el  comercio  con  una  y  con 
otra  nación  es  muy  frecuente  en  Italia,  pues  ambos  pueblos  están 
muy  conformes  con  nosotros,  y  ambos  príncipes,  siendo  poderosí- 
simos en  la  paz,  tienen  siempre  la  corte  llena  de  nobles  caballeros, 
que  por  todo  el  mundo  se  desparraman,  y  nosotros  necesitamos 
hablar  con  ellos».  Tampoco  censuraba  el  empleo  de  palabras  de 
aquellas  lenguas  introducidas  en  italiano,  ((aquellos  términos,  o 
franceses  o  españoles,  que  ya  hemos  aceptado  en  nuestras  costum- 
bres», mentando  de  las  españolas  primor,  accertare,  aventurare, 
ripassare,  aflillato,  creato  (1). 

En  verdad,  mejor  aún  que  los  explícitos  testimonios  de  italia- 
nos y  de  españoles,  como  Casa  (2)  y  Valdés  (3),  quien  dice  que  «en 


(1)  Cortigiano,  n,  37, 1,  34,  y  en  las  notas  de  Cían,  observaciones  sobre  la  poca  di- 
fusión del  francés. 

(2)  Galateo,  ed.  Sanzogno,  pág.  45. 

(3)  Diálogo  de  lat  lenguas  (ed.  Madrid,  1873),  pág.  5. 


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Italia,  asi  entre  damas  como  entre  caballeros,  se  tiene  por  gentileza 
y  galanía  saber  hablar  castellano)),  confirman  la  difusión,  de  la  len- 
gua española  tantas  palabras  y  giros  como  se  ven  mezclados  en 
los  escritos  italianos  de  los  albores  del  siglo  xvi  que  formaban  la 
viva  y  fresca  impresión  producida  por  el  conocimiento  de  aquella 
lengua.  Galateo,  como  se  ha  visto,  mezcla  españolismos  en  sus  ex- 
presiones vulgares  y  latinas,  y  recordaré  un  pasaje  de  la  Exposisione 
del  Pater  Noster,  donde  alude  a  «aquel  impío  proverbio  castellano 
Gran  merced  a  mis  manos»,  y  otro  donde  emplea  la  expresión  «y 
como  se  dice,  comia  con  todos»  (1).  Las  comedias,  principalmente 
las  del  Aretino,  y  las  rimas  burlescas  que  más  circulan  nos  su- 
ministran frecuentes  ejemplos  de  tales  locuciones.  «Sin  ella  no  pue- 
de hacerse  nada»  (dice  un  personaje  de  La  cortigiana,  1534),  y 
otro  añade  «toca  pagar  a  nosotros»,  encontrándose  también  las 
expresiones  «mucciaccia  (muchacha),  el  «mozzo  mui  lindo  et  agra- 
dable», un  nuccio  (mucho)  appassionado  Don  Sancco»,  «vigliacco, 
higio  (hijo)  de  puta,  traidor»  y  «te  chiero  (quiero),  hombre  civil, 
tomar  la  capezza»  (cabeza),  y  aorca,  aorca»  (2).  En  el  capítulo  del 
mismo  Aretino  al  duque  de  Florencia  encontramos  «los  audaces 
muy  galani  (galanes,)  y  en  el  de  Bini  contra  las  calzas,  el  «muc- 
ciaccio»  (muchacho)  (3).  En  aquel  tiempo  se  introdujeron  en  las 
comedias  personajes  españoles  que  hablaban  en  su  lengua  (4),  y 
algunas  veces  se  desarrollaban  escenas  de  equívocos  por  la  seme- 
janza del  sonido  con  diversidad  de  significado  en  algunas  palabras 
de  las  dos  lenguas  (5). 

No  ya  sólo  en  la  sociedad,  sino  que  en  la  política  se  difundía 
también  el  empleo  del  español.  El  castellano,  en  Cerdeña  y  en  Si- 
cilia, desplazaba  al  idioma  catalán;  en  Ñapóles  se  desarrollaba  in- 
tensamente; español  era  el  lenguaje  de  la  diplomacia  hasta  en 
Lombardia,  y  español  hablaban  los  reyes  y  gobernadores  que  no 
siempre  tenían  el  humor  de  hablar,  y  de  hablar  bien,  el  italiano. 
Las  costumbres  idiomáticas  de  los  italianos,  militares  y  emplea- 
dos en  aquellas  cortes  están  claramente  despejadas  en  los  Capitoli, 


(1)  Ed.  cit.,  parte  II,  páginas  15,  72-3. 

(2)  Cortigiana,  II,  4,  6,  V,  6,  7;  v.  otras  frases  en  Talanto,  I,  1,  y  en  el  Ipocrito,  V,  25. 

(3)  Opere  burlesche,  recogidas  por  Casca  (Usecht  al  Reno,  1771),  III,  20, 1,  331. 

(4)  Por  ejemplo,  en  los  Ingannetti  (1531),  en  el  Amor  costante  (1536),  de  Piccolo- 
mini,  en  Attilia  (1550),  de  Raineri,  y  en  otras  muchas. 

(5)  Por  ejemplo,  Cecchi,  Rivali,  III,  4,  y  Tasso,  Intrighi  d'  amore,  V,  1,  2;  v.  Tan- 
sillo,  ed.  Volpicene,  pág.  241;  Costo,  Fuggilozio,  f.  134. 


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de  Tansilo,  «continuo»  del  virrey  Toledo  y  compañero  de  armas 
de  su  hijo  García.  Allí  se  encuentran  profusamente  palabras  espa- 
ñolas, como  gorra,  creanza,  enoscio  (enojo),  aglio  (hallo),  cuentas, 
ramaglietto  (ramillete),  spento,  mozze,  acca  (heca),  pi  servito,  l'ora 
buone  (en  hora  buena),  y  frases  enteras,  como  «sin  partillo  con  otro 
no  la  como»  y  «mas  si  hay  una  gentil  garganta»,  y  también:  «Don 
Garzía  que  sube  más  arriba»  (1).  En  un  capítulo,  interrumpiendo 
su  discurso  italiano  con  tres  tercetos  escritos  en  buen  castellano, 
Tansiloo  vuelve  a  su  lengua  original,  observando  a  renglón  seguido: 

Già  vi  fate  la  croce,  già  dite:  — Ave 
Marie!  Luigi  scrive  Castigliano. 
E  che  insalate  è  questa  che  fatte  heve? 
Mescola  l'ispagnuolo  e  l'italiano! 
Che  nova  fantasie,  che  nova  baia 
a  la  bocca  gli  a  datto  e  a  la  mano? 
Questa  faccenda  strana  non  vi  paia; 
vi  giuro  ch'io  mi  scordo  cual  che  volto 
s'io  son  nato  in  Italie  od  in  Biscaia. 
Il  viver  con  spagnuoli,  il  gire  in  volte 
con  spagnuoli,  m'han  fatto  nom  quasi  novo 
e  m'hanno  quasi  la  mia  lingua  tolta  (2). 

En  efecto,  hacia  la  mitad  del  siglo  Ñapóles  parecía  un  país 
medio  español  con  relación  a  la  lengua.  Máximo  Troiano,  discu- 
rriendo sobre  los  italianos  que  florecen  «en  la  vaga  lengua  caste- 
llana», hablaba  de  esta  nuestra  tierra  Ñapóles  gentil  como  de  la 
ciudad  de  Italia  donde  más  se  hablaba  el  español  (3).  En  un  libro 
escrito  entonces  sobre  costumbres  populares  se  lee  que  si  se  ha- 
blaba tosca  y  flojamente  en  aquellas  provincias  era  por  la  mezcla 


(1)  Capitoli,  ed.  cit.,  páginas  65,  91,  203,  219,  241,  254,  257,  265,  285,  287,  298,  360, 
373,  etc. 

(2)  «Ya  hacéis  la  cruz,  ya  decís:  lAve  María!  Luis  escribe  castellano.  Pero  ¿qué  ensa- 
lada estáis  haciendo?  Mezcla  el  español  y  el  italiano.  ¿Qué  nueva  fantasía,  qué  nueva 
burla  trae  ahora  con  las  manos  y  la  lengua?  No  os  parezca  extraña  esta  actitud;  os  juro 
que  a  veces  me  olvido  de  si  he  nacido  en  Italia  o  en  Vizcaya.  Soy  un  hombre  nuevo,  he 
perdido  casi  del  todo  el  uso  de  mi  lengua,  a  fuerza  de  vivir  y  de  andar  con  españoles». 
Obra  citada,  páginas  22-3.  El  caso  inverso,  aunque  frecuente  entonces,  de  un  español 
que,  al  hablar,  «mezcla  a  España  con  Italia»  se  da  en  Mauro,  Opere  burlesche,  I.  287,  en 
la  persona  de  Gottiero,  cortesano  del  marqués  del  Vasto  (Francisco  Gutiérrez,  sobre  el 
cual  cfr.  Vittoria  Colona,  Carteggio,  pág.  28).  Véase,  sobre  otros  casos,  mi  opúsculo 
sobre  la  Lingue  spagnuole  in  Italia,  páginas  52-4. 

(3)  II  Compendio,  de  Massimo  Troiano  (Firenze,  1601),  pág.  49. 


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con  las  lenguas  extranjeras,  sobre  todo  en  Ñapóles,  «donde  se 
habla  la  lengua  española»  (1).  «Si  tú  hubieras  estado  doce  años  en 
Ñapóles,  como  he  estado  yo  (responde  en  una  comedia  el  criado 
Feluca  a  uno  que  se  maravilla  de  que  hable  el  castellano  corrien- 
temente), no  me  lo  preguntarías.  En  Ñapóles  son  ya  más  espa- 
ñoles que  napolitanos»  (2).  «De  españolerías  (dice  Panigarola)  están 
llenas  las  dos  ciudades  de  Ñapóles  y  de  Milán,  donde  un  caballero 
que  ha  estado  cuatro  días  en  España  finge  que  se  ha  olvidado  en- 
teramente de  la  lengua  natal,  y  que  las  palabras  y  frases  españolas 
le  circulan  corrientemente  por  la  boca,  llenando  sus  razonamien- 
tos de  expresiones  como  esser  servita,  regalara,  descuidi,  con  che 
nostra  signoria»  (3).  Se  protestaba  por  sentimiento  nacional  (4); 
pero  las  protestas  caían  en  el  vacío.  Hasta  algún  italiano  versificó, 
como  hemos  visto,  y  trató  de  escribir  literariamente  en  espa- 
ñol (5);  pero  fueron  casos  raros  y  de  poca  importancia  en  la  pri- 
mera mitad  del  siglo,  donde  se  da  el  caso  inverso,  escribiendo  ver- 
sos italianos  Torres  Naharro,  Bartolomé  Gentil,  Tapia,  el  portu- 
gués Sa  de  Miranda  y  muchos  otros  (6). 

La  lengua  española  estaba  tan  difundida  en  Italia  (y  en  Fran- 
cia, y  en  Alemania,  y  en  Inglaterra),  que  los  embajadores  emplea- 
ban intérpretes  para  hablar  ante  el  Senado  veneciano  y  los  espa- 
ñoles no  (7).  Todo  el  mundo  se  había  hecho  pueblo  español,  y  el 
castellano  era  la  lengua  más  necesaria  entre  todas  las  que  se  ha- 
blaban entonces  (8).  Muchas  palabras  españolas,  que  entonces  en- 


(1)  Gli  costumi,  le  leggi  et  l'usanze  di  tutte  le  genti...,  per  Giovanni  Boemo,  alemanno 
(Venezie,  1543),  f.  156. 

(2)  C.  Castelletti,  I  Torti  amorosi  (Venezie,  1585),  IV,  I.  Cfr.  Tasso,  Gl'intrighi 
d'amore,  IV,  13. 

(3)  F.  Panisarola,  Il  preditatore  (Venezie,  1609),  intr.  a  la  seg.  part.,  pág.  4. 

(4)  V.  la  carta  de  Caro  a  Alfonso  Cambi,  Importuni  de  Ñapóles  (Rome.  s.  f.;  cfr. 
Costo,  Lettere,  pág.  205. 

(5)  En  la  sàtira,  I. 

(6)  Como  aquel  Horacio  Solimare  y  aquel  otro  Horacio  de  Gervasio  de  Venosa;  véase 
Fiorentino,  int.  a  las  Liriche,  de  Tansillo,  p.  XIV-XVIII. 

(7)  Tres  sonetos  italianos,  además  de  un  capítulo  trilingüe,  de  Torres  Naharro,  en 
Propaladia,  ed.  Cañete,  I,  41-3,  126-7;  el  segundo  soneto  es  de  1515,  porque  se  alude  a  la 
elección  de  Juliano  de  Médicis  como  capitán  general  de  la  Iglesia  y  a  la  muerte  de  Contes- 
mia  de  Médicis,  hermana  del  papa  León  X;  el  tercero  alude  a  Agustín  Chigi.  Los  diez  y 
ocho  sonetos  de  Gentil,  que  se  leen  en  el  Cancionero  General,  son  de  argumento  religioso; 
uno  de  ellos,  Che  cosa  è  Dio...,  se  imprime  por  error  en  las  líricas  de  Tansilo  sencillamente 
porque  éste  lo  copió  para  su  uso  particular  y  lo  arregló.  En  el  mismo  Cane,  hay  cinco 
capítulos  atribuidos  a  Tapia  y  siguen  las  obras  españolas  de  éste  (que  no  es  el  Tapia  de 
la  corte  del  rey  Alfonso),  dos  de  los  cuales  se  leen  entre  las  rimas  de  Bembo,  porque  éste 
las  copió  y  enmendó  (V.  Savi  Coper,  Note  al  Bembo,  en  Propugnatore,  v.  s.  voi.  VI,  par- 
te I,  fase.  31-2). 

(8)  Cantú,  Storie  degli  italiani,  V,  parte  I,  páginas  879-80.  Sobre  el  uso  de  la  lengua 
española  entre  estadistas  y  diplomáticos,  v.  Farinelli,  Ras.  Bibl.,  VII,  270. 


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traron  en  el  vocabulario  italiano  vivo,  penetraron  en  aquel  tiempo, 
como  el  ya  citado  mozzo  (el  mucciaccio  no  tuvo  fortuna)  que  Ariosto 
ofrece  italianizado,  pero  aún  con  la  procedencia  extranjera  fresca 
«si  fuese  mozo  de  espuela»  (1),  así  como  lindo,  sfarzo  (esfuerzo),  com- 
plimento, creanza,  disinvoltura,  sussiego  y  otros  (2).  Español  es  el 
aio  (ayo),  por  preceptor  (3);  buscare,  aprovecciarsi  (aprovechar- 
se) (4);  vocablos  militares,  como  rancio  (rancho)  y  arrancharsi 
(comer  o  tomar  el  rancho)  (5);  vocablos  mai  ineros  (6)  y  pala- 
bras árabes  y  americanas  que  vinieron  a  nosotros  a  través  de 
España,  como  manteca,  riso  (arroz),  rucchero  (azúcar),  chicchera 
(jicara).  Infinidad  de  españolismos  penetraron  en  los  dialectos,  pri- 
mero en  el  siciliano,  después  en  el  napolitano  y  luego  en  los  lom- 
bardos (7).  Vocablos  que  en  la  lengua  y  en  los  dialectos  entraron 
con  las  cosas  y  con  las  nuevas  formas  y  significados  que  las  cosas 
tenían.  Por  los  ejemplos  que  hemos  aducido  hemos  visto  que  prin- 
cipalmente se  emplearon  en  las  costumbres  de  la  buena  sociedad 
y  en  la  vida  militar  y  marinera. 

Lo  que  nos  hace  pensar  que  la  literatura  española  no  podía 
tener  gran  eficacia  en  un  país  como  Italia,  que  había  llegado  antes 
que  España  a  su  madurez  espiritual.  De  modo  que  se  dio  el  fenó- 
meno inverso  de  la  influencia  de  la  literatura  italiana  en  la  lite- 
ratura española.  Las  obras  españolas  eran  ecos  apagados  de  algo 


(1)  Osservationi  delle  lingue  castigliane  (Venezie,  1583),  dedicatoria. 

(2)  Para  lindo,  Tobler,  en  Zeitschr.  f.  Rom.  Philol.,  1894,  pág.  297;  F.  De  Herrera, 
en  las  anotaciones  a  Garcilaso  (páginas  120-2),  donde  dice  de  lindo  que  ninguna  lengua 
puede  alabarse  de  otra  palabra  mejor  que  ella;  para  complimenti,  Costo,  Lettere,  páginas 
26-8:  para  creanze,  Mauro,  cap.  II  (en  Opere  burlesche,  I,  229);  para  disinvoltura,  v.  Ga- 
lateo, citado  más  arriba;  para  sussiego,  Alberi,  Relaz.  d.  amb.  ven.,  II,  269;  cfr.  Tas- 
soni, Secchia,  II,  43. 

(3)  Costo,  Lettere,  pág.  20;  cfr.  Castaldo,  Istoria  di  Napoli,  ed.  Gravier,  pág.  46. 

(4)  Tasso,  en  II  Souzege  omeo  del  piacere  vuesto. 

(5)  V.  el  Vocab.,  de  Franciosiin. 

(6)  Sobre  este  tema  ha  publicado  distintos  trabajos  el  profesor  Funcio  Zaccaría, 
Contributo  allo  studio  dil  l'iberisuis  in  Italia  (Torino,  Clanen,  1905);  La  ricchezza,  la  gran- 
dezza dell'uso  e  l'importanza  che  nei  rami  nautico,  commerciale  et  amministrativo  avea  nei 
secoli  15°,  16°  y  17"  lo  spagnuolo-portoghese:  I  Ramo  nautico  (Villafranca,  Rossi,  1907J; 
Il  parco,  il  marame  e  il  cabrestante  ecc. ..ossia  la  ripercussione  del  linguaggio  nautico  spag- 
nuolo-portoghese in  Italia  (Modene,  Unione  Cooper.,  1908),  y  anunciaba,  además,  otra 
obra  extensa  con  el  título:  Un  travasso  importante  e  guai  ignoto.  Spagnolismi  e  portoghes- 
sisismi  entrati  come  chessie  in  Italia,  raccolti  e  documentati. 

(7)  Para  el  siciliano,  v.  C.  Avolio,  Introduz.  allo  studio  del  dialetto  siciliano  (Noto, 
1882,  páginas  68,  84;  para  el  napolitano,  en  el  cual  se  cambiaron  por  influjo  español  tan- 
tos sonidos  fonéticos  y  tantas  construcciones  sintáxicas,  cfr.  Ovidio  Moneci,  Manua- 
letto  spagnuolo,  Napoli,  1879,  páginas  13-21,  y  D'Ovidio,  Ital.  Gramm.,  en  Gnmdiss  de 
Gròber,  I,  525;  Wentrup,  Beitrage  2.-Eentuiss  d.  neap.  Mundast,  Witemberg,  1855,  pá- 
gina 4;  v.  vocablos  recogidos  por  mí  en  Lingue  spagnuola  in  Italia,  páginas  57-8;  para  los 
dialectos  lombardos,  véase  lo  que  dice  S.  di  Castro  en  Arch.  stor.  lomb.,  IV,  491. 


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que  ya  había  pasado  de  moda  en  Italia,  como  la  poesía  cortesana 
y  provenzalesca  de  los  Cancioneros,  o  imitaciones  de  modelos  ita- 
lianos del  siglo  xiv,  o  libros  caballerescos,  sentimentales,  muy  in- 
feriores a  los  grandes  poemas  caballerescos  que  Italia  creaba  sati- 
rizando la  caballería  y  humanizando  cada  vez  más  los  sentimien- 
tos. Ni  siquiera  obras  como  La  Celestina  y  El  Lazarillo,  llenas  de 
observaciones  realistas,  podían  ser  grandes  novedades  para  el  país 
del  cuento  y  de  la  comedia,  y  por  su  contenido  especial  no  se  pres- 
tan a  las  adaptaciones  y  cambios  por  los  hábitos  tan  distintos  de 
la  tradición  literaria  italiana.  La  corriente  nacional  y  popular  de 
la  poesía  española,  la  de  los  romances,  que  había  de  transformarse 
y  enriquecerse  un  siglo  después  con  la  poesía  dramática  de  los 
Lope,  los  Tirso,  los  Alarcón  y  los  Calderón,  aparecía  entonces 
como  escondida  y  estéril,  ligada,  como  estaba,  a  la  historia  de  la 
Edad  Media  en  España  y  a  sentimientos  y  tradiciones  de  aquel 
pueblo.  Para  sentirla  como  era  debido  se  precisaba  la  concurrencia 
de  una  simpatía  histórica  y  de  una  nostalgia  por  la  Edad  Media, 
que  se  formaron  mucho  después  y  de  modo  reflejo  en  el  período 
romántico.  Lo  que  podía  acogerse  y  conocerse  de  la  literatura  es- 
pañola no  era  nuevo  y  original,  y  lo  que  era  original  y  nuevo  no 
podía  florecer  en  nuestro  suelo  o  tenía  que  marchitarse  inmedia- 
tamente en  él. 

Para  medir  la  divulgación  que  tuvo  en  Italia  la  literatura  espa- 
ñola en  la  primera  mitad  del  siglo  xvi  tenemos  que  prescindir, 
ante  todo,  de  lo  que  se  refiere  a  la  vida  particular  de  las  colonias 
españolas  en  las  ciudades  de  Italia.  Así,  en  Roma,  en  1513,  se  re- 
citó la  farsa  de  Juan  de  la  Encina,  Plácida  y  Vitoriano;  pero  se 
recitó  en  casa  del  cardenal  Arborense,  y  dos  tercios  de  la  sala  es- 
taban llenos  de  españoles.  «Más  putas  españolas  había  que  italia- 
nos», escribía  el  agente  del  duque  de  Mantua,  que  añade  el  juicio 
que  mereció  a  los  españoles,  «y,  a  lo  que  dicen  éstos,  no  fué  muy 
bella»  (1).  En  manos  españolas  circuló  la  edición  que  se  hizo  en 
Roma  de  esta  farsa,  tal  vez  en  1514,  y  de  la  Tribagia  en  1521  (2). 
La  misma  suerte  corrió  la  edición  de  la  Tinelaria,  hecha  en  la 
misma  ciudad  por  Torres  Naharro  en  aquel  entonces  (3),  y  los  ita- 


(1)  Documentos  publicados  por  Luzio,  en  D'Ancona,  Origini  del  teatro  italiano, 
II,  81-2. 

(2)  V.  la  edición  del  Teatro  completo,  hecha  por  la  Real  Academia  Española  en  1893, 
y  los  estudios  de  Cotarelo,  en  la  España  Moderna,  1894. 

(3)  Barbera,  Catálogo,  pág.  722. 


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líanos  no  parecían  darse  cuenta  de  la  colección  de  los  dramas  de 
éste,  la  Propaladla,  impresa  en  Ñapóles  en  1517  «por  Juan  Pas- 
queto  de  Sallo,  impresor  que  vivía  junto  a  la  iglesia  de  la  Anun- 
ziata».  En  Italia,  y  en  imprentas  napolitanas,  vieron  también  la 
luz,  en  1529,  los  diálogos  de  Mercurio  y  Cerón  y  el  Cactancio,  el 
primero  de  Alonso  y  el  segundo  de  Juan  de  Valdés  (1).  Muchísi- 
mos libros  españoles  se  publicaron  en  Venecia  en  1529  y  en  años 
sucesivos,  como  la  Historia  de  Amalio  y  Isabela  (2);  en  1533  y  1534 
las  bellas  ediciones  del  Amadis  y  del  Primaleón,  cuidadas  por  De- 
licado, y  en  1537  el  curioso    Vanaris  Tribunal,  de  Luis  Escrivá, 
de  Valencia  (3).  Especialista  en  libros  españoles  fué  el  tipógrafo 
Esteban   Sabtro,   que  marchó  a  vivir  desde  Verona  a  Venecia, 
«maestro  (como  él  mismo  se  llama  en  la  portada  de  La  Celestina, 
de  1534)  que  estampa  todas  las  obras  españolas  en  quarto  folio»,  y 
que  era  aconsejado  en  sus  ediciones  por  Domingo  de  Gaztelú,  se- 
cretario del  embajador  Lope  de  Soria.  Más  numerosas,  más  ele- 
gantes,  más   importantes,   fueron   las   ediciones   hechas   en    1552 
y  1553  por  Giolitto  de  Venecia,  con  la  colaboración  de  Alfonso 
de  Ulloa,  de  La  Celestina,  La  cárcel  de  amor,  La  question  de  amor, 
las  obras  de  Boscán  y  otras  (4).  Aunque  Ulloa,  verdadero  mediador 
entre  ambas  literaturas  (5),  tratase  de  despertar  el  amor  de  los 
italianos  por  los  libros  españoles,  y  aunque  en  aquellas  ediciones 
añadiese  una  Introduzione  o  ima  Esposizione  di  vocaboli  spagnoli 
para  uso  de  los  italianos  (6),  a  los  españoles  se  destinaban  princi- 
palmente, como  se  ha  comprobado  después  con  las  muchas  tra- 
ducciones españolas  hechas  de  libros  italianos,  que  Giolitto,  con 
la  colaboración  de  Ulloa,  tradujo  El  duelo,  de  Muzio;  las  Letencios, 
de  Libürnio;  el   Orlando,  de  Ariosto,  traducido  por  Urrea,  y  la 
Clicca  de  Homero,  traducida  por  Gonzalo  Pérez.  También  Ulloa 
traducía  las  Empresas,  de  Giovio  (7),  y  el  tipógrafo  Marcolini  daba 


(1)  B.  QüATRiCH,  Bibl.  Hispana,  Londres,  1895,  pág.  141. 

(2)  Gallardo,  Ensayo,  I,  386  y  siguientes;  cfr.  Menéndez  y  Pelato,  Orígenes  de 
la  novela,  cit,,  voi.  I,  p.  CCCXXXII. 

(3)  Gallardo,  obr.  cit.,  IV,  1474. 

(4)  Bongi,  Annali  del  Giolito,  I,  pref.,  p.  XL,VII-VIII  y  passim.  En  estas  indaga- 
ciones se  ha  distinguido  también  E.  ZACCARÍA  en  su  Bibliografia  italo  ibérica  ossia  edi- 
zioni e  versioni  di  opere  spagnuola  e  portoghesi  fattesi  in  Italia,  de  cuya  obra  se  ha  publi- 
cado la  primera  parte.  Edizioni  (Carpi,  tip.  Bavagli,  1908). 

(5)  Para  Ulloa,  v.  Ghilini,  Teatro  d'uom.  letter,  Milano,  1640,  páginas  16-7;  Anto- 
nio. Bibl.  Nov.,  I,  55-6;  Campillos,  Saggio,  I  342  y  siguientes,  además  de  Gallardo  y 
Bongi,  obr.  citadas. 

(6)  Véase,  por  ejemplo,  Le  Question  de  amor,  Venezie,  1554,  f.  155-8. 

(7)  Impresa  en  Lyon,  Boville   1562  v.  sobre  Ulloa  la  advertencia  de  Koville. 


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en  1551  la  Tueca  dei  Don  in  spañol.   Gramáticas  y  vocabularios 
para  uso  de  los  italianos  aparecieron  mucho  después  (1). 

Algunas  poesías  españolas  tuvieron,  sin  embargo,  gran  divul- 
gación entre  nosotros,  como  las  coplas,  los  romances,  los  villancicos, 
los  motes,  las  preguntas,  las  invenciones  y  las  glosas  recogidas  en 
el  Cancionero  general  y  en  otras  colecciones  de  esta  clase.  Además 
de  Bambo,  a  quien  ya  nos  hemos  referido,  sabemos  que  en  los  pri- 
meros años  del  siglo  Galeotto  da  Caretto  leía  y  copiaba  poesía 
española  (2).  Composiciones  de  este  pueblo  se  encuentran  frecuen- 
temente en  las  colecciones  musicales  de  entonces  (3).  Mario  Equí- 
cola,  discurriendo  sobre  la  poesía  amorosa  española,  conceptuaba 
superfluo  hacer  advertencias  preliminares  como  había  hecho  con 
los  provenzales  y  franceses,  «porque  han  sido  dadas  a  conocer  a 
todos  por  muchos  trovadores  las  coplas,  los  villancicos,  las  cancio- 
nes y  los  romances»,  antojándosele  también  superfluo  dar  el  nom- 
bre de  muchos  versos  que  traducía,  «poique  muchos  son  públicos 
y  han  salido  al  público».  Le  parecía  un  defecto  español  esa  manía 
de  mezclar  las  cosas  sagradas  y  profanas,  las  lamentaciones  de  los 
profetas,  las  oraciones,  el  salmo  De  profundis  y  las  expresiones 
de  los  afectos  del  amoi  profano.  De  tales  pecados  acusa  igualmente 
a  Mena  (4).  A  uno  de  los  interlocutores  del  Diálogo  de  las  lenguas, 


(1)  No  se  puede  llamar  así  la  traducción  en  dialecto  siciliano  del  voc.  latino  caste- 
llano del  Nebrijense,  hecha  por  un  cierto  Escobar  de  Siracusa  y  dedicada  en  1512  a  Pedro 
de  Urrea,  embajador  del  rey  de  España,  de  la  que  hay  una  ed.  veneciana  de  1519-20; 
cfr.  A.  Bacchidelle  Lega,  Bibl.  dei  vocabolaris  dei  dial,  ital.,  Bologne,  1876,  páginas 
61-3,  y  S.  Pitre,  en  Saggi  di  critica  letteraria  (Palermo,  1871),  páginas  61-3.  Después  de 
la  citada  Exposición,  de  Ulloa,  se  imprimieron  el  Paragone  della  lingua  toscana  et  cas- 
tigliana,  de  Sio.  Mario  Alessandri  di  Urbino,  Napolis,  Caucer,  1560,  que  había  vivido 
largo  tiempo  en  España;  las  Osservationi  della  lingua  castigliana,  divise  in  quattro  libri, 
de  Giovanni  Miranda  (Venezie,  Giolitto,  1568,  reimpresa  varias  veces,  cuyo  autor  era 
español;  Il  Compendio,  de  Massimo  Troiano,  sacado  del  libro  del  Miranda,  con  anotacio- 
nes de  Argiste  Sinffride,  (1593,  2.a  ed.,  Firenze,  1601),  y,  finalmente,  la  Grammatica  spa- 
gnuola  e  italiana,  de  Lorenzo  Franciossini  (Venezie,  1624,  muchísimas  ediciones).  De 
los  vocabularios  merecen  citarse  el  de  Cristóbal  de  las  Casas,  Vocabulario  de  las  dos 
lenguas  toscana  y  castellana  (Sevilla  1570),  y  el  más  conocido  de  Franciossini,  Vocabo- 
lario italiano  ed  spagnuolo  (Roma,  1620),  innumerables  ediciones,  y  del  mismo,  los  Diá- 
logos apacibles  (Venecia,  1626),  manual  de  conversación.  V.  largos  extractos  de  estos 
libros  en  mis  op.  La  lingua  spagnuolain  Italia,  páginas  23-32;  cfr.  E.  Mele,  Tra  gram- 
matici, maestri  di  lingua  spagn.  e  raccoglitori  di  proverbi  spagn.  in  Italia,  en  Studi  di  filol. 
mod.,  a  VII  (1914),  pág.  13  y  siguientes. 

(2)  Cinque  poesie  spagnuole  attribuite  a  Galeotto  del  Carretto  (Carpi,  1891), 
tomadas  de  un  códice  estense.  Que  no  son  composiciones  de  Carretto  lo  demuestra  C.  Mi- 
CHAELis  de  Vasconcellos,  en  Romanische  Forschungen,  XI  (1899). 

(3)  Por  ejemplo,  en  las  Frottole,  de  Andrea  Antico,  da  Mentone,  Roma,  1518,  en 
el  Fioretto  di  prottole,  Napoli,  1519;  etc.,  cfr.  a  este  propósito  A.  Farinelli,  Ras.  bibl.  d. 
lett.  ital.,  II,  139. 

(4)  En  el  libro  De  natura  d'amore,  compuesto  en  1495,  rehecho  en  1525,  y  del  que 
tengo  a  la  vista  la  ed.  de  Porcacchi  (Venegie,  Giolitto,  1563).  Al  final  del  libro  V  hay  una 
larga  serie  de  versos  sobre  amores  españoles,  traducidos  en  prosa  italiana  por  Equícola, 


—  145  — 

al  italiano  Marzio,  a  quien  se  cita  con  gran  fiecuencia  en  todas 
aquellas  estrofas,  pregunta  Valdés:  «¿Adonde  diablos  habéis  apren- 
dido esas  coplas?»  «¡Qué  sé  yo!  (responde  éste).  ¡Entre  vosotros!»  (1). 
También  nosotros  reimprimíamos  las  famosa.,  coplas  de  Jorge 
Manrique  y  los  proverbios  del  marqués  de  Santillana.  Es  posible 
que  el  uso  español  de  la  glosa  trajese  consigo  el  italiano  de  la  «trans- 
mutación)), o,  lo  que  es  igual,  de  la  paràfrasi  de  una  estrofa  de  un 
poeta  célebre  en  tantas  estrofas  como  eran  los  versos  de  la  primera; 
por  ejemplo:  de  ima  octava  del  Orlando  en  ocho  estrofas,  como  se  ve 
en  muchas  composiciones  populares  (2),  o  como  hizo  con  todas  las 
octavas  de  los  primeros  cantos  de  este  poema  Laura  Tenacine  en  sus 
conocidísimos  Discorsi  sopra  le  prime  stanze  del  Furioso  (1549). 

Además  de  esta  lírica  exótica  y  cortesana,  debemos  volver  la 
vista  a  los  libros  de  caballeiía,  como  Amadis  (3),  Tirante  el  blanco, 
y  a  toda  la  serie  de  los  Amadises  de  Grecia,  Palmerines,  Prima- 
liones,  etc.  El  Tirante  (editado  en  valenciano  en  1490)  andaba  en 
manos  de  damas  y  princesas  italianas  en  1500  (4),  siendo  traducido 
en  italiano  por  Lelio  Manfredi  en  1519  e  impreso  en  1538.  El  Ama- 
dis y  sus  secuaces  fueron  traducidos  por  Mambrino  Roseo,  por 
Pedro  Lauro,  por  Ulloa  y  por  Juan  Miranda  (5).  Castiglione  hacía 
en  El  cortesano  constantes  alusiones  al  Amadis  (6).  Huellas  de  éste 
encontramos  también  en  Orlando,  «la  áspera  ley  de  Escocia»,  con 
el  nombre  de  Melisa  (la  Melicia  de  la  novela),  con  escenas  del  Ti- 
rante y  de  la  Historia  de  Aurelio  e  Isabela,  en  lo  que  se  refiere  a  la 
historia  de  Ginebra  (7).  Algunos  trataron  de  componer  poética- 
mente los  libros  españoles  de  caballería,  como  ya  se  había  hecho 
en  el  ciclo  carolingio  y  bretón;  poetas  de  segunda  y  de  tercera  fila, 


siguiendo  con  frecuencia  «el  modo  de  decir  español»,  sin  cambiar  «algunas  palabras...  en- 
tre ellas  las  que  nosotros  hemos  aceptado  y  usado».  El  curioso  privilegio  se  cierra  con  un 
madrigal  italiano  imitado  de  un  pasaje  del  Amadis  de  Gaula,  'Mozo  con  viso  che  in  tal  fuoco 
alpino»,  etc.  En  el  libro  IV  (páginas  267-8)  sobre  psicología  amorosa  de  los  españoles  y  de 
otros  pueblos. 

(1)  Ed.  cit.,  pág.  114.  Tansillo  (Capitoli,  pág.  171)  alude  a  un  tal  que  se  llama 
il  conde  d'aro  e  cante  l'appia,  per  far  come  tangli  altri,  alle  spagnuole. 

(2)  Cfr.  F.  NOVATI,  en  Lares,  Boletín  de  la  Soc.  Etnogr.  Ital.,  III,  1914,  242-5. 

(3)  Recordemos  aquí  que  el  único  ejemplar  que  se  conoce  de  la  1."  edición  del  Ama- 
dis (Zaragoza,  1508)  fué  encontrado  en  Ferrara  en  1872;  año  antes  lo  vendía  Quaribch 
en  Londres  (  Bibl.  Hisp.,  páginas  8-9). 

(4)  Antonia  de  Balzo  e  Isabel  Gonzaga:  véase  Ltjzio  Reinier,  Niccolo  da  Corregió, 
en  Giorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  XXII,  71-3. 

(5)  Véase,  además  del  Quadrio,  la  bibliografía  de  Melzitosi,  Milano,  Daelli,  1865, 
páginas  13-4. 

(6)  Cortiggiano,  III,  54  y  la  correspondiente  nota  de  Cían. 

(7)  Eajne,  Fonti  del  turiso,  páginas  112,  128,  131,  132,  134  n,  349,  354;  cfr.  pági- 
nas 177-8. 

Espana  en  la  vida  italiana.  10 


—  146  — 

como  Bernardo  Tasso  en  su  Amadis  (1560)  y  Dolce  en  Palmerín 
y  en  Primaleón,  hijo  de  Palmerín  (1562).  El  hijo  de  Bernardo,  Tor- 
cuato,  recordará  después  al  Amadis  y  a  sus  compañeros  así  en 
Rinaldo  como  en  la  Jerusalén  (1).  Su  expansión  se  comprueba  por 
los  muchos  vestigios  que  quedan  de  tales  libros  y  poique  entre  las 
familias  nobles  italianas  se  adoptan  los  nombres  de  Palmerín  y  de 
Esplandión  (2).  El  libro  Guerin  mezquino  circuló  en  Italia  en  cas- 
tellano, a  cuya  lengua  fué  en  seguida  traducido;  como  libro  espa- 
ñol citábalo  Valdés  (3),  y  de  la  redacción  española  se  valió,  esti- 
mándola original,  Tulia  de  Aragón  en  el  poema  en  que  puso  en 
verso  aquella  novela  (4). 

En  tercer  lugar,  hay  libros  de  costumbres  y  de  amores,  entre 
los  que  descuella  La  Celestina,  que  no  solamente  circuló  entre  nos- 
otros en  su  lengua  original,  sino  también  en  la  traducción  italiana 
que  hizo  un  español,  Alfonso  Ordóñez,  familiar  del  papa  Julio  II, 
a  instancias,  como  él  nos  dice,  de  madame  Gentile  Feltria  de  Cam- 
propeloso  (5).  Celio  Manfredo,  para  satisfacer  el  deseo  de  Isabel 
de  Gonzaga,  que  buscaba  inútilmente  en  las  librerías  de  Milán  un 
ejemplar  de  la  Cárcel  de  amor  (6),  traducíala  en  italiano  y  la  im- 
primía en  Venecia  en  1514.  El  mismo  Manfredi,  en  1251,  tradujo 
la  Historie  di  Aurelio  et  Isabelle  nelle  quele  si  disputa  che  più  dia 
occasione  di  peccare  o  l'huomo  alle  donne  o  la  donne  all'huomo  (7). 
En  Venecia  se  publicaba  en  1552  la  Historia  de  los  amores  de  Clareo 
y  Florizee  y  de  los  trabajos  de  Isea,  de  Alfonso  Núñez  de  Reinoso, 
con  un  soneto  de  Dolce  en  loor  del  autor  (8),  la  cual  no  tuvo  la 


(1)  V.  Vivaldi,  Sulle  ponti  delle  gerus.  liberata,  Contazzaro,  1893,  y  en  torno  a  este 
libro,  Solerti,  en  Giorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  XXIV,  255-68;  E.  Proto,  Sul  Rinaldo  di  T.  T. 
(Napoli,  1895).  Cfr.  Dunlop,  Geschichte  der  Prosadichtungen,  Berlin,  1851,  páginas  157, 
175,  y  E.  Baret,  De  l' Amadis  de  Gaule  et  de  son  influence  sur  les  moeurs  et  la  litterature 
au  XVI  et  au  XVII  siede  (Paris,  1873),  páginas  159-160. 

(2)  V.  Montanini,  Dell'  bloquenze  leture  (Venecia,  1737),  páginas  79-91  y  el  cit.  1.  de 
Baret,  passim.  Cfr.  Calmo,  Lettere,  ed.  Rossi,  páginas  332-4. 

(3)  Diálogo  de  las  lenguas,  pág.  131. 

(4)  V.  la  carta  de  Tulia  que  precede  a  su  Guarino  o  il  meschino.  Una  trad.  sp.  anota 
en  un  catálogo  Fernando  Colón;  de  otra  de  1518  copia  un  largo  título  Gallardo,  obra 
citada,  I,  875-6. 

(5)  Al  final  de  la  trad.  de  1506  se  lee  esta  octava:  Nel  mille  cincuecento  e  cinque 
apunto  Pa  spagnuolo  in  idioma  italiano,  Estato  questo  opúsculo  tramuto  Pa  rué  Alphonso 
Hordenez  neto  hispano  A  instantia  di  colei  eh'  he  tu  re  rasunto  Ogni  bel  modo  ed  omemento 
humano,  Gentil  Feltrie  Fragoso  honeste  e  degno,  In  cui  vera  virtù  triomphe  et  regne. 

(6)  Cfr.  Luzio  Renier,  1.  e,  4-72-3. 

(7)  Gallardo,  obr.  cit.,  E,  386  y  siguientes;  Bongi,  obr.  cit.,  I,  48-50;  Rajne,  obra 
citada,  páginas  133-4;  Albertazzi,  Romanzi  e  romanzieri  del  '500  e  '600,  Bologne,  1891, 
139-41. 

(8)  Bongi,  obr.  cit.,  pág.  378;  se  reimprimió  en  el  voi.  Ili  de  la  Biblioteca  de  Riva- 
eneyra. 


—  147  — 

fortuna  de  la  obra  anterior,  que  se  reeditó  varias  veces.  En  cambio 
gozó  del  mayor  renombre,  años  después,  la  Diana,  de  Jorge  de 
Montemayor;  reimpresa  en  1520  en  Milán  por  Andrés  de  Ferrari, 
con  nueva  dedicatoria  en  español  a  la  señora  Bárbara  Fiesca,  con 
un  soneto  de  Lucas  Con  tile  a  Jorge  de  Montemayor,  otro  de  Jeró- 
nimo de  Tejada  y  cuatro  octavas  añadidas  al  canto  de  Orfeo  en  elo- 
gio de  una  Campugnani  y  de  una  Visconti  (1),  se  reimprimió 
en  1568  por  Ulloa  en  la  imprenta  de  Giolitto.  Parece  que  no  se 
conoció  inmediatamente  el  genial  Lazarillo  del  Tormes,  del  cual 
conozco  ima  edición  milanesa  de  1587  (2)  que  la  presenta  como 
una  obra  que  «yacía  casi  olvidada  y  del  tiempo  carcomidas,  y  que 
fué  traducida  toscamente  al  año  siguiente.  Tampoco  fué  divulgado 
el  graciosísimo  cuadro  de  costumbres  de  ambiente  italiano  La 
lozana  andaluza,  de  Delicado  (3). 

Citemos  los  libros  morales  y  eruditos,  como  los  de  Antonio 
Guevara,  obispo  de  Mondoñedo,  y  de  Pedro  Mejía,  o  Messia,  como 
se  decía  a  la  italiana.  Y  pasando  a  la  geografía  y  a  la  historia,  los 
comentarios  a  la  guerra  de  Carlos  V  de  Pedro  Salazar  y  de  Luis 
de  Avila;  la  Crónica  general  de  España  y  del  reino  de  Valencia,  de 
Beuter;  las  descripciones  de  viajes  de  Oviedo,  de  Zarate  y  de  Fer- 
nando Colón;  Giambulleri,  en  su  historia  de  Europa,  y  en  la  parte 
relativa  a  España,  donde  no  hizo  otra  cosa  sino  traducir  la  Crónica 
general,  publicado  en  Zamora  en  1541  por  Florián  de  Ocampo  (4). 
Un  gramático  de  la  segunda  mitad  del  siglo  nos  da  un  catálogo 
de  libros  españoles  que  aconseja  a  los  italianos;  voy  a  transcribirlo 
porque  recuerda  muchos  libros  de  varia  literatura  a  los  que  me 
he  referido  en  general:  «Existe  (dice)  La  selva  de  varia  lección,  de 
Pedro  Mejía;  La  vida  de  Marco  Aurelio,  de  Guevara,  traducida 
por  Mambrino  Roseo  de  Fabriano;  El  libro  de  las  cuatro  enferme- 
dades cortesanas,  La  flor  de  la  consolación,  El  oratorio  de  los  reli- 
giosos, de  Guevara;  La  vida  de  los  emperadores,  del  señor  Pedro  Me- 
jía; los  cuatro  volúmenes  de  Cartas,  de  monseñor  de  Mondoñedo; 


(1)  Sobre  esta  edición,  R.  J.  Cuervo,  en  Remie  hispanique,  V  (1858),  pág.  308  y  si- 
guientes. Acerca  de  la  influencia  de  la  reimpresión  italiana  sobre  la  ortografía  española, 
véase  el  mismo  Cuervo,  ivi,  páginas  298-300. 

(2)  Por  Jacobo  María  Meda,  a  instancia  de  Antonio  de  Antonio,  dedicada  al  señor 
Leandro  Marni,  Cfr.  Catálogo  de  la  Biblioteca  de  Salva  (Valencia,  1872,  II,  153). 

(3)  Aquí  no  hablamos,  como  de  cosas  impertinentes,  de  las  fábulas  asiáticas  que 
a  través  de  las  compilaciones  españoles  medievales  (el  Enxemplario,  etc.)  pasaron  a  las 
colecciones  italianas;  v.  S.  Petraglione,  Sulle  novelle  di  A.  F.  Doni,  Trañi,  1900, 
p.  120  y  siguientes. 

(4)  E.  Mele,  en  Gian.  stor.  d.  letter.  ital.,  LIX,  359  y  siguientes. 


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El  monte  Calvario,  del  mismo;  La  milicia  celeste,  El  consejo  y  conse- 
jeros del  rey,  de  Federico  Turio  Ceriol;  las  Instituciones  de  los  ju- 
gadores, de  Pedro  de  Covarrubia;  las  Instituciones  de  mercaderes, 
de  Juan  de  Jarava;  Las  seis  jornadas  de  la  filosofía  natural,  los 
Razonamientos,  del  señor  Pedro  Mejía;  la  Filosofía  natural,  de  Juan 
Jarava  (de  Jarava);  el  Diálogo  del  verdadero  honor  militar,  de  Jeró- 
nimo Urrea;  los  Comentarios,  de  Navarra;  el  Origen  de  los  turcos, 
de  Díaz  Tanco;  la  Historia  de  la  conquista  del  Perú,  de  Agustín  de 
Zarate;  y  de  libros  portugueses,  el  Asia,  de  Juan  de  Barrios;  las 
Historias,  de  Castañeda  (de  Fernao  Conas  de  Castanheda),  los  cua- 
les ha  traducido  el  señor  Alfonso  Ulloa  (1).  Muy  leídos  fueron  los 
volúmenes  del  obispo  de  Mondoñedo,  Guevara,  elogiadísimos  en 
Italia  (2),  a  quien  Luis  Groto  llamaba  «único  dictador  de  las  letras 
españolas»,  y  de  cuya  imitación  hay  huellas  no  sólo  en  el  Groto, 
sino  en  Bernardo  Tasso,  en  Parabosco,  en  Contile,  en  Lando,  en 
Leho  Manfredi,  en  Lucrecia  Gonzaga  y  otros  (3). 

Pero  todos  o  casi  todos  estos  libros,  desde  los  líricos  de  los  Can- 
cioneros a  las  novelas  caballerescas,  a  los  cuentos  de  amores  y  de 
costumbres,  a  los  tratados  morales  y  de  varia  erudición,  eran  (salvo 
alguna  rara  excepción)  conocidos,  leídos  y  admirados  en  las  cortes, 
en  los  círculos  del  gran  mundo,  entre  la  gente  que  considerábala 
literatura  como  un  pasatiempo.  También  las  cortesanas  leían  libros 
españoles,  parloteaban  el  español  y  hasta  escribían  billetes  y  car- 
tas en  esta  lengua  (4).  Loe.  literatos  propiamente  dichos,  los  críti- 
cos, los  poetas,  los  juzgaban  severa  y  hasta  desdeñosamente.  Tor- 
naba a  reproducirse,  en  cierto  modo,  la  actitud  que  adoptaron  los 
humanistas  italianos  frente  a  las  novelas  humanistas  españolas. 
Bastantes  españoles  poetizaban,  sin  embargo,  en  latín,  y  algunos 


(1)  M.  Troiano,  compendio,  at.,  p.  358-9.  Hay  también  en  este  libro  una  colección 
de  libros  italianos  traducidos  al  español,  y  de  las  obras  originales  de  Ulloa.  V.  para  otras 
trad.  de  Lauro,  Tirabochi,  Bibl.  moa.,  III,  76-81. 

(2)  El  primer  libro  de  las  Cartas  de  Guevara  (1539)  fué  traducido  por  Gatzelu,  1545; 
el  segundo  (1542)  del  mismo  en  el  46;  el  tercero  de  Ulloa  en  el  59,  y  luego,  repetidas  las 
cartas  en  cuatro  libros,  fueron  reeditadas  en  italiano.  Marco  Aurelio  fué  traducido  por 
Roseo  en  1542  y  en  una  edición  aumentada  en  el  44;  el  Menosprecio  de  la  corte  por  Barnu- 
celli  en  1551;  Montecalvario,  por  Ulloa  en  1555  y  la  segunda  parte  por  Lauro  en  el  mis- 
mo año;  el  Despertador  de  los,  cortéjanos  por  Bondi,  Venecia,  1554.  V.  H.  Vaganat,  An- 
tonio de  Gucrara  et  son  oeuvre  dans  lelitterature  italiane  en  Bibliofilia,  XVII,  núms.  9-10, 
Para  una  trad.  de  la  Visión  delectante  de  Alonso  de  ia  Torre,  hecha  por  A.  Delfino, 
cfr.  Teza  en  Riv.  crit.  d.  leti,  ital.,  II,  184-5. 

(3)  Farinelli,  en  Ras.  bibl.,  VII,  280. 

(4)  Para  Tulia  de  Aragón,  si  reda  sopra,  p.  162.  Para  las  cartas  españolas  de  las 
cortesanas,  v.  Farinelli  en  apéndice  a  mi  opúsculo  sobre  Lingue  spagnuole,  p.  73. 


—  149  — 

españoles  nos  recuerda  Cilio  Giraldo  en  su  Diálogo  de  1548  (Sepúl- 
veda,  Stúñiga,  Nebrija,  Juan  Hispano,  Vives)  y  portugueses  (Caia- 
do,  Tensira,  Barboso,  Silva,  Celio,  Rosenda,  Acerseras  y  Perso)  (1). 
Estos  poetas  hispanolatinos  continuaron  siendo  poco  estimados 
por  los  latinistas  italianos  durante  el  siglo  xvi.  «No  es  posible  (ad- 
vierte Valdés)  que  vosotros  concedáis  que  uno  que  no  sea  italiano 
tenga  buen  estilo  en  latin»  (2).  Antonio  Minturno,  respondiendo  a  su 
amigo  Gaspar  Centellas,  que  le  había  mandado  el  poema  Thali- 
christia,  de  Alvaro  Gómez  de  Ciudad  Real,  altamente  elogiado  por 
Nebrija  como  una  Eneida  cristiana,  juzgaba  este  libro  obra  más 
cristiana  que  poética,  porque  «este  nuestro  poeta  novel  es  de  tal 
naturaleza,  que  no  quiere  volver  a  repetirse  con  Erasmo,  del  que 
se  aprovechó  Sannazzaro,  pues  cuando  escribe  acerca  del  divino 
parto  de  la  Virgen  no  usa  locución  que  no  sea  latina».  A  este  pro- 
pósito Minturno,  rindiendo  homenaje  a  los  escritores  que  la  anti- 
gua Iberia  había  dado  a  la  literatura  romana,  juzga  severamente 
a  los  modernos  y  a  cuantos  escriben  en  lengua  castellana.  «Mejor 
que  los  modernos  imitan  los  antiguos;  a  los  modernos  no  les  conoz- 
co, ni  en  su  deplorable  latín,  sino  en  su  mismo  romance  vulgar»  (3). 
El  juicio  de  Minturno  era  común  a  los  críticos  italianos,  excep- 
tuando únicamente  a  aquellos  poetas  y  prosistas  españoles  que 
habían  imitado  a  los  italianos,  como  Garcilaso,  Boscan,  Diego 
Hurtado  de  Mendoza  y  otros.  Garcilaso  fué  festejadísimo  en  Ita- 
lia; en  Venecia  se  volvieron  a  imprimir  sus  poesías  en  1553  (4),  y 
un  soneto  suyo  está  traducido  en  Pistoletti  amorosi,  de  Doni  (5). 
No  es  muy  seguro  que  fuera  español  el  gentil  poeta  Francisco  de  la 
Torre,  sobre  cuya  persona  no  sabemos  todavía  lo  bastante  (6). 


(1)  De  poètis  mostrorutn  temporum,  e.  cit.  Recuerda  también,  con  elogios,  los  poetas 
en  romance  Mena,  Manrique  y  Ausias  March  (p.  62).  Sobre  la  correspondencia  del  docto 
jurista  A.  Agustín  con  los  italianos,  v.  Gallardo,  Ensayo,  I,  578.  Para  el  plagio  que 
Dolce  hizo  de  Vives,  Borigi,  Annali  del  Giolito,  p.  100-2. 

(2)  Diálogo  de  las  lenguas,  p.  129. 

(3)  Minturno,  Lettere,  ed.  cit.,  p.  29-30.  La  obra  a  que  se  alude  es  la  Thalichristia 
in  quo  Jesu  Christi  Redemptoris  triumphus  redemptionisque  nostrce  mysteria  celebrantur, 
libros  XXV,  dedicados  al  papa  Adriano  (compiuti,  apud,  Arnaldum  Guilelmum  de 
Brocar,  1522);  sobre  esta  y  otras  obras  de  Gómez,  cfr.  Antonio,  Bibl.  nova,  I,  59-60. 

(4)  Bongi,  obr.  cit.,  I,  412.  Otra  ed.  de  Ñapóles,  1604,  se  describe  en  el  Cát.  de  la 
Bibl.  Salva,  I,  255.  Marino  lo  recuerda  en  la  Galería,  Venecia,  1636,  p.  226. 

(5)  Tre  libri  di  pistolotti  amorosi  (Venecia,  1558),  f.  40  y  sigtes.  y  el  soneto  que  em- 
pieza: «Pasando  el  mar  Leandro  el  animoso...» 

(6)  Cfr.  Farinelli,  Una  epístola  poética  del  capitán  D.  Cristóbal  de  Times  (Bellin- 
zone,  1892),  p.  5  n. — A  un  Francisco  de  la  Torre,  del  Consejo  del  Emperador  y  su  em- 
bajador en  Venecia,  dedicaba  el  15  de  julio  de  1558  Ulloa  su  trad.  de  las  Empresas, 
de  Giovio. 


—  150  — 

Obras  en  coplas  castellanas  y  versos  al  estilo  italiano  imprimía  en 
Venecia  (1552)  Núñez  de  Reinoso  (1),  mostrando  la  diferencia 
entre  ambos  estilos:  el  anticuado  e  inculto  y  el  nuevo  o  literario. 
Pero,  en  general,  cuantos  discursos  sobre  literatura  castizamente 
española  son  del  parecer  de  Minturno.  Verdad  es  que  Castelvetro 
había  escrito  que  «las  lenguas  española  y  francesa  tienen  tanta 
autoridad  como  la  italiana...,  teniendo  la  española  sus  escritores 
famosos,  como  los  tiene  Italia»;  pero  también  lo  era  que  Varchi 
rechazaba  este  aserto,  juzgándolo  adulador  para  las  dos  poderosas 
naciones,  y  completamente  gratuito,  hasta  que  no  se  dijera  «qué 
escritores  españoles  y  franceses  pueden  codearse  y  compararse  con 
Dante,  Bocaccio,  Petrarca  y  otros  italianos».  «El  más  bello  y  dis- 
creto escritor  (continúa  Borghini,  que  habla  acerca  de  este  punto 
en  El  Ercolano)  que  tiene  la  lengua  castellana,  pues  no  es  cosa 
hablar  de  las  restantes  lenguas,  es  Juan  de  Mena,  en  verso,  sin  re- 
ferirme ahora  a  los  modernos,  y  en  prosa  el  que  escribió  el  Amadis 
de  Gaula...;  y  en  estos  dos  autores,  los  españoles  que  tienen  letras 
y  juicio  (que  yo  por  mi  cuenta  no  puedo  formular  juicio  alguno 
sobre  las  lenguas  española  y  francesa,  que  no  entiendo)  advierten 
muchas  buenas  cualidades,  así  en  torno  a  la  inteligencia  y  maes- 
tría del  arte  como  a  la  pureza  y  propiedad  de  las  palabras.  De 
estas  buenas  cualidades  acaso  pudiera  destacaros  alguna;  pero  no 
quiero  defender  a  nadie,  ni  compararlo  ofendiéndole  o  disminu- 
yendo su  talento  al  lado  de  otros,  ni  perder  el  tiempo  en  torno  a 
cosas  que  tengo  para  mí  que  se  manifiestan  mucho  mejor  ellas 
solas  por  sí  mismas»  (2). 

Sobre  el  Amadis  en  particular,  y  sobre  otras  novelas,  se  pueden 
señalar  no  pocos  juicios  adversos  que  demuestran  hasta  qué  punto 
fueron  discutidas  en  Italia.  Pigna  escribía:  «Casi  todas  las  novelas 
españolas  están  llenas  de  vanidad  porque  acuden  a  cada  paso  a 
los  milagros,  haciendo  brotar  acontecimientos  que  están  muy  le- 
jos de  ser  naturales  y  reales,  creando  un  dialecto  artificial  al  acu- 
dir a  tanta  cosa  extraña»  (3).  Gira  Idi  Cintio  habla  «de  los  desmayos 
que  ocurren  a  Amadis  en  el  fragor  de  las  batallas;  cuando  ve  a  su 
Osiana  se  le  caen  siempre  las  armas  de  la  mano  y  se  queda  como 
muerto,  pareciendo  una  mujer  o  un  tierno  mancebo,  cosa  que 


(1)  BONGI,  obr.  cit.,  I,  378. 

(2)  Ercolano,  quesito  III. 

(3)  I  romanzi  (Venezie,  1554),  p.  40;  cfr.  24. 


—  151  — 

jamás  imita  Ariosto  en  sus  invenciones»  (1).  En  un  diálogo  de  Spe- 
roni, preguntando  uno  de  los  interlocutores  por  qué  no  le  habla  una 
palabra  «de  las  novelas  españolas  que  son  muchísimas,  a  lo  que 
dicen  los  impresores,  y  más  conocidas  de  los  italianos  que  las  fran- 
cesas», éste  responde:  «Porque,  realmente,  no  están  escritas  como 
las  francesas,  ni  escritas  de  modo  que  enriquezcan  nuestra  prosa, 
a  la  que  naturalmente  se  conforman  mucho  más  el  aire  y  la  gra- 
cia de  las  francesas»  (2).  Lasca  se  burlaba  de  los  nombres  «bajos, 
viles  y  sin  invención»,  llevados  por  Bernardo  Tasso  y  Alemanni 
a  los  poemas  italianos,  pareciéndole  el  nombre  de  Amadís  nombre 
de  fraile,  de  esbirro,  de  pedante,  y  no  de  guerrero  (3),  lo  que  vale 
tanto  como  mostrar  su  antipatía  por  la  misma  novela.  Baldi  es- 
cribe un  epigrama  sobre  los  librotes  del  Amadis,  del  Fidamante 
y  del  Girone,  tan  pesados  (4).  Referencias  desfavorables  de  Bar- 
gagli,  de  Muzio  y  de  otros,  pudeen  leerse  también  en  Fontami- 
ci  (5). 

Giraldi  Cintio  censura  no  sólo  literaria,  sino  también  moral- 
mente  La  Celestina,  acusando  al  autor  de  incurrir  en  la  faltado 
descubrir  el  artificio  «mientras  quiere  imitar  la  comedia  arquea 
ya  rechazada  como  censurable  de  todos  los  teatros;  y  no  sólo  in- 
curre en  este  error,  sino  en  muchos  otros,  no  sólo  de  arte,  sino  de 
decoro,  dignos  en  verdad  de  ser  evitados  por  el  que  escribe  discre- 
tamente; tampoco  está  exento  de  otros  vicios  de  bulto,  con  los 
que  atiende,  más  que  a  la  conveniencia  de  la  fábula,  a  juegos  y 
divertimientos  españoles»  (6). 

Ya  puede  imaginarse  uno  qué  pensaban  los  literatos  italianos 
de  las  composiciones  recogidas  en  los  Cancioneros,  que  precisa- 
mente en  aquellos  tiempos  habían  rechazado  despectivamente  la 
lírica  cortesana  del  siglo  xv,  tornando  a  contenidos  más  graves 
y  a  formas  más  puras.  Los  que  se  reían  de  los  poetas  de  las  barca- 
rolas, del  Unico,  del  Todopoderoso,  del  Serafín  y  del  Altísimo,  ya 
habían  expresado  su  juicio  sobre  las  rimas  de  los  Cancioneros. 


(1)  De'romanzi,  della  commedia,  etc.,  ed.  Duelli,  L,  42,  cfr.  7-8. 

(2)  Speroni,  Opere,  II,  288. 

(3)  Rime  burlesche,  ed.  Verzone,  p.  39. 

(4)  Inédito  en  sus  manuscritos  de  la  Bibl.  Naz.  de  Ñapóles;  cfr.  L.  Ruberto,  Studi 
su  B.  Baldi,  Bologna,  1882,  p.  32-4. 

(5)  Eloquenza  italiane,  1.  e.  Benigno  con  los  dos  Amadises  de  Grecie  y  de  Gaula  y 
con  Primaleón  se  mostró  Torctjato  Tasso  (v.  L'apologie  della  Gerusalemme  y  el  Discorso 
sul  poeme  heroico) ,  por  razones  que  fàcilmente  se  desprenden  de  su  vida  y  de  sus  dispo- 
siciones sentimentales. 

(6)  Obr.  cit.,  II,  95,  cfr.  31. 


—  152  — 

En  una  Exhortación  al  estudio  de  las  letras,  de  Hortensio  Lan- 
do, se  lee  entre  otras  cosas:  «¿Por  qué  dejáis  de  estudiar?  Dudo  mu- 
cho que  las  sirenas  de  los  mares  vecinos  no  os  atraigan  ni  desvíen 
del  sendero  que  conduce  a  la  virtud;  cerrad  los  oídos  diligente- 
mente a  usanza  del  discreto  Ulises;  de  otro  modo  estaréis  perdi- 
dos. Mejor  es  que  gastéis  en  libros  lo  que  gastáis  en  ámbar, 
en  guantes  perfumados  y  otras  delicadas  mescolanzas,  que  os 
han  hecho  más  blandos  y  afeminados  que  los  Asirios  y  Sábeos, 
de  los  cuales  os  han  venido  estos  vicios.  ¿Qué  placer  os  reporta  la 
lectura  de  estos  Amadises,  Floriseles,  Palmerines,  Esplandianes  y 
Primaliones,  en  los  cuales  no  hay  mas  que  fantasías  de  enfermos 
y  narraciones  que  nada  tienen  de  verdaderas  y  de  verosímiles? 
No  niego,  sin  embargo,  que  estén  escritos  en  una  lengua  llena  de 
dulzura.  En  lugar  de  libros  españoles  debierais  comprar  libros  grie- 
gos, de  donde  se  deriva  la  erudición  de  los  escritores  latinos»  (1). 

Este  fragmento  de  Lando  confirma  que  los  libros  españoles 
llegaron  a  producir  verdadero  fanatismo  entre  las  gentes;  pero 
como  todos  los  refinamientos,  pompas,  galanterías,  ceremonias  y 
sutilezas,  aquí  trasplantadas  por  los  españoles,  fueron  tan  eficaces 
en  ciertas  clases  sociales  como  estériles  ante  la  vida  del  pensa- 
miento y  del  arte,  en  la  que  sobresalían  en  Italia  entonces  otros 
modelos  e  ideales. 


(1)  En  apéndice  a  la  Sferza  di  scrittori  antichi  e  moderni  (Venecia,  1550),  f.  30. 
Cfr.  Doni,  /  marin  (ed.  de  Fanfani,  Kreuze,  1863),  I,  280:  «¿Qué  os  place  más?  ¿Las  no- 
velas de  traducción  española,  las  cosas  de  Boccaccio,  las  historias,  las  rimas  u  otras 
cosas  deleitables?» 


IX 

LAS  CEREMONIAS  ESPAÑOLAS  EN  ITALIA 

La  fogosa  galantería  española  había  sido  advertida  inmedia- 
tamente por  los  italianos  desde  la  época  del  rey  Alfonso  de  Aragón, 
dando  lugar  a  una  pequeña  literatura  de  proverbios,  anécdotas 
y  caricaturas  en  la  segunda  mitad  del  siglo  xv  (1).  Es  indudable 
que  el  «tono»  del  amor  era  entonces  en  Italia  distinto,  menos  sen- 
timental y  menos  teatral.  Aquellos  cortejos,  desvanecimientos, 
desmayos,  apasionamientos  y  suspiros  maravillaban  y  hacían  reír. 
Hasta  la  primera  mitad  del  siglo  xvi  siguió  Valencia  gozando  fama 
de  la  ciudad  de  la  galantería.  Otras  ciudades  se  recuerdan  también 
por  la  hermosura  y  gentileza  de  sus  damas  y  por  la  perfección  del 
culto  caballeresco,  como  Sevilla  y  Barcelona  (2).  La  comedia  se 
apodera  en  seguida  del  tipo  del  español  enamorado;  en  El  celoso, 
de  Bentivoglio,  se  describe  un  muchacho  que  pasea  bajo  las  ven- 
tanas de  su  amada  y  que  «hace  el  novio  perfectamente  a  la  espa- 
ñola» (3);  en  Los  engañados  (1531)  aparece  en  escena  un  español, 
Julio,  que  se  conforma  con  empresas  modestas,  poniéndose  a  tiro 
de  la  criada  Pascuala  con  la  esperanza  de  que  ésta,  robando  a  los 
señores,  le  regale  calzas,  camisas  y  jubones.  «Verdad  es  (dice  a 
Pascuala)  que  tiene  dos  gentiles  mujeres  por  amantes;  pero  no 
puede  frecuentarlas  sin  un  riesgo  frecuente,  y  necesita  personas 
que  se  cuiden  de  sus  menudencias.»  Pascuala,  aunque  vieja,  no  se 
deja  llevar  de  las  lisonjas  de  los  españoles;  los  conoce,  no  los  quie- 
re bien  y  no  siente  deseos  de  complicarse  con  ellos.  Así  es  que  da 
una  cita  a  Julio  para  burlarse  de  él,  y  éste  cae  en  el  lazo,  segurísimo 


(1)  <St  veda  sopra,  p.  30,  71-3. 

(2)  Si  veda  Tansillo,  Capitoli,  ed.  clt.,  p.  151-342. 

(3)  Il  Geloto  (Venezie,  1544),  I,  3. 


—  154  — 

de  sí  mismo,  exclamando  para  su  capote:  «¿Harta  gana  que  tiene 
de  ser  conmigo!  ¡Ya  sabe  la  maldita  cuánto  valen  los  spagnuolos  en 
las  cosas  de  las  mujeres!  ¿Oh,  cómo  se  holgan  de  nosotros  estas  putas 
italianas!»  (1).  Menos  infortunado  y  mejor  representante  del  tipo 
en  toda  su  ingenuidad  es  el  capitán  D.  Francisco  Marrada,  del 
Amor  costante,  comedia  de  Piccolomini.  Valiente,  hombre  que  ha 
venido  a  Italia  a  hacer  su  fortuna,  quedándose  al  servicio  del  du- 
que Alejandro,  que  lo  ha  nombrado  capitán  de  su  guardia  en  Pisa, 
no  tiene  otra  preocupación  espiritual  que  los  lances  de  amor.  Si 
hemos  de  creerle,  todas  las  damas  de  Pisa  beben  por  él  los  vientos. 
Así,  que  tropieza  con  otro  español,  antiguo  amigo,  después  de  ha- 
blar de  la  patria  común  y  de  las  aventuras  que  allí  le  acaecieron, 
a  la  pregunta  de  si  piensa  volver  a  España  contesta  que  jamás, 
porque  en  Pisa  se  encuentra  como  el  pez  en  el  agua:  manda  en 
el  comisario,  que  escucha  sus  consejos;  tiene  gran  predicamento 
en  toda  la  ciudad,  «y  tengo  muchos  passatiempos,  máxime  con  estas 
gentiles  damas,  y  por  deziros  la  verdad,  muchas  andan  perdidas  por 
mi,  y  aun  de  las  primeras  de  la  tierra»  (2).  Eso  sí,  no  le  conocemos 
en  todo  el  curso  de  la  comedia  más  querida  que  su  criada  Agnolet- 
ta.  Con  ésta  tiene  un  coloquio,  muy  de  mañana,  al  salir  de  casa 
con  los  mejores  trapos:  «No  venga  nadie  esta  mañana  conmigo  (dice 
dirigiéndose  a  las  personas  de  la  casa),  ni  paje  ni  otra  persona, 
porque  quiero  ir  a  festejar  a  estas  gentiles  damas.  ¿Oh,  cómo  me  pesa 
de  llevar  siempre  gente  en  compañía,  que  se  me  han  ido  dos  mil  ven- 
turas en  este  año,  con  estas  señoras,  por  no  hallarme  solo!  Mas  déxa- 
me  adobar  esta  camisa  y  limpiar  los  zapatos  y  gorra.  ¿Oh,  pese  a  tal, 
que  se  me  ha  olvidado  de  peynar  y  perfumarme  las  barbas!»  Y  la 
pobre  Agnoletta,  que  lo  lleva  a  un  lugar  poco  digno  de  él,  a  la 
cantina  del  amo,  le  dice  sencillamente:  «Todo  lo  mío  es  vuestro, 
señor  Francisco.»  Y  él  responde  con  énfasis:  «Muchas  mercedes,  que 
ni  yo  quiero  ser  de  otra  persona  que  de  vos,  y  os  doy  mi  fe  que  des- 
pués que  he  venido  de  Spana  no  he  querido  a  otra  que  a  vos;  y  os  cer- 
tifico que  tenia  en  Spana  una  dozena  siempre  de  gentiles  damas  a 
mi  plazer  y  voluntad»  (3).  En  el  Ortensio,  del  mismo  Piccolomini, 
Alonso  responde  al  español  Rojas,  que  quiere  apartarlo  de  sus  amo- 
res: «Mucho  me  maravillo,  Sr.  Rojas,  que  a  un  español  como  es  vues- 


(1)  IVingannati,  IV,  6. 

(2)  L'amor  eostante,  II,  1. 

(3)  Obr.  cit.,  I,  12. 


—  155  — 

tra  merced  busque  apartarme  del  amor,  siendo  exercicio  de  su  na- 
ción)) (1).  El  español,  convertido  en  tipo  representativo  en  la  come- 
dia de  arte,  se  trueca  «en  el  español  desesperado  con  el  nombre  de 
Don  Diego  de  Mendoza,  en  el  escenario  de  aquella  representación 
que  fué  improvisada  en  Munich  en  1568  (2).  Un  cómico  malísimo 
que  hacía  ese  papel  fué  descrito  por  Garzoni  (3)  «como  un  español 
que  sólo  sabe  decir  mi  vida  y  mi  corazón».  El  nombre  de  Don  Diego 
se  hizo  proverbial  en  la  frase  «hacer  el  Don  Diego»  (4). 

Por  inclinación  natural  de  aquellos  pueblos,  y  por  la  consecuen- 
cia no  menos  natural  de  haber  venido  a  Italia  no  como  pacíficos 
comerciantes,  sino  como  guerreros,  ávidos  de  riesgos  y  de  place- 
res, sin  lazos  de  familia  que  les  atasen  a  nadie,  la  vida  amorosa 
y  sus  manifestaciones  tuvieron  su  escenario  en  Italia,  siendo  pro- 
tagonistas los  españoles  que  se  habían  desparramado  sobre  nues- 
tras ciudades.  Como  aquel  hábito  de  vida  llevaba  consigo  los 
cuidados  minuciosísimos  consagrados  a  la  propia  persona  en  su 
aparición  exterior,  que  debía  revelar  el  sentimiento  predominante 
que  expresaba,  los  españoles  eran  considerados  como  fastuosos,  de- 
licados y  casi  afeminados.  «Un  español  atildado,  oloroso,  repug- 
nante», está  descrito  amorosamente  por  Aretino  en  sus  Regiona- 
menti  (5),  «lleno  de  vanidad,  con  el  mostacho  enhiesto...  y  con 
otras  lindezas  en  su  persona».  Bandello  dice  de  cierto  personaje 
suyo  que  «tenía  mucho  de  portugués»,  y  que  «a  cada  dos  por  tres, 
bien  a  caballo,  bien  a  pie,  se  hacía  limpiar  las  calzas  por  un  ser- 
vidor, no  consintiendo  encima  del  traje  la  más  pequeña  mota»  (6). 

Tan  extremoso  refinamiento  iba  siempre  acompañado  por  la 
pompa  y  la  gravedad,  por  el  sosiego  o  el  reposo,  por  la  «gravedad 
reposada»,  como  traducía  Castiglione,  «que  tanto  distingue  a  la 
nación  española,  porque  las  cosas  exteriores  frecuentemente  de- 
nuncian las  íntimas  y  las  de  dentro»  (7).  Lujo  en  los  trajes  y  pompa 
en  la  servidumbre,  énfasis  de  decoro  en  el  gesto  y  en  la  palabra, 
recuerdo  frecuente  de  las  propias  gloriosas  hazañas,  de  las  hazañas 


(1)  L'Hortensio,  I,  3. 

(2)  Se  trata  de  las  escenas,  tantas  veces  impresas,  de  Massimo  Troiano.  Sobre  un 
comediante  que  se  encontraba  en  Manitua  en  1566  y  que  era  llamado  «el  español  de  la 
comedia»;  cfr.  D'Ancona,  Origines  del  teatro  italiano,  II,  443-4. 

(3)  La  piazza  universale  di  tutte  le  prolesioni,  Venecia,  1610,  f .  320. 

(4)  PASCUALIQO,  Intricati,  IV,  4. 

(5)  Ed.  de  1584,  II,  44. 

(6)  Novelle,  II,  47. 

(7)  Cortegiano,  II,  27,  37. 


—  156  — 

de  los  abuelos,  de  la  nobleza  de  la  casa  o  de  la  estirpe,  eran  carac- 
teres o  hábitos  que  se  advertían  en  los  españoles,  y  que  suminis- 
traban, a  la  vera  de  su  exotismo  y  de  su  afectación  de  elegancia, 
tema  abundante  a  las  burlas,  sátiras  y  comedias,  y  que,  de  acuerdo 
con  la  índole  de  aquellas  obras  literarias,  casi  siempre  contrasta- 
ban con  la  honda  realidad.  En  Italia  aquellos  españoles  adoptaban 
el  aire  de  grandes  personajes  o  de  magníficos  señores,  de  caballe- 
ros de  Alcántara,  Santiago  o  Calatrava,  de  parientes  del  rey  de 
España,  aunque  en  su  país  no  tuvieran  casi  ni  propiedades,  ali- 
mentándose de  pan  y  de  rábanos,  bebiendo  agua  y  llegando  a  Ita- 
lia con  las  calzas  rotas  (1).  «Los  dineros  de  España»  (2)  significa- 
ban los  dineros  que  no  llegan  nunca;  sus  riquezas  eran  puramente 
fantásticas  e  imaginarias;  la  miseria  española  (que  tenía  su  novela 
en  El  lazarillo,  la  novela  del  hambre,  hambre  de  señores,  hambre 
de  escuderos)  se  encuentra  descrita  también  en  los  escritores  ita- 
lianos, que  no  cesan  de  recordar  las  vigilias  y  los  ayunos  que  su- 
fren los  españoles  cuando  viven  a  expensas  propias,  sus  comidas 
cuando  se  hacen  convidar,  sus  mezquindades.  También  suelen  des- 
cribirnos su  cara  larga  y  triste,  su  fisonomía  comida  por  el  amor 
y  por  el  hambre  (3).  Su  lista  de  nombres  resonantes,  que  le  hacía 
reír  a  Pontano  a  mandíbula  batiente,  sigue  sirviendo  de  caña- 
mazo a  finas  burlas,  así  como  el  sentimiento  de  la  importancia 
personal,  que  se  extiende  a  las  más  humildes  profesiones.  Pablo 
Giovio,  contando  las  fiestas  que  se  celebraron  en  Ñapóles  cuando 
la  llegada  de  Carlos  V,  habla  de  un  español  bisogno,  de  un  soldado 
reciente  que,  pareciéndole  que  no  recibía  en  una  reunión  el  trata- 
miento a  que  tenía  derecho,  cortó  por  lo  sano  diciendo:  «¿JVo  me 
conocéis  vosotros?  No  se  ha  de  tratar  d'esta  manera  a  los  hombres  de 
honra.»  «¿Y  quién  sois  vos?»,  le  preguntaron  los  espectadores,  estu- 
pefactos. uSoy  el  limpiador  mayor  de  la  plata  dorada  del  conde  de 
Benavente))  (4).  Los  jactanciosos  y  los  vanidosos  tomaron  carta  de 
naturaleza  en  las  obras  literarias.  Español  es,  en  El  Ariosto,  Fe- 


(1)  Por  ejemplo,  Coppetta,  en  Opere  burlesche,  II,  49;  Mauro,  ivi,  1, 290;  Bandello, 
Nov.,  IV,  25;  Fortini,  Nov.,  II,  13;  Domenichi,  Scelta  di  motti,  Firenze,  1566,  pág.  297; 
Guazzo,  Civil  conversation,  i.  128-9. 

(2)  La  frase  es  de  Cecchi,  en  Maiana;  cfr.  Aretino,  Ragionamenti,  ed.  cit.,  II,  44; 
Navagero,  Viaggio,  fol.  10. 

(3)  Bandello,  Nov.,  1, 12;  Turchi,  Lettere,  pág.  193;  Domenici,  Scelte,  páginas  305- 
6;  Atanagi,  Lettere  facete  (ed.  de  Venecia,  1601),  f .  156;  Basile,  Cunto  de  li  cunti,  ed.  Cro- 
ce, I  44. 

(4)  Lettere,  i.  97-8  (desde  Ñapóles,  12  de  diciembre  de  1535). 


—  157  — 

irán,  el  «jactancioso  español»  (1).  En  Los  rivales,  de  Cecchi,  apa- 
rece un  jactancioso  de  riquezas  y  de  proezas,  un  Don  Iñigo  Corpión 
de  Buziquillas.  Español  se  dice  también  del  hombre  que  no  tiene 
creencias  (2).  Españolada  ha  quedado  en  el  vocabulario  italiano 
en  el  sentido  de  pomposidad  y  fanfarronería. 

También  se  llama  español  al  que  se  cuida  de  su  figura  y  de  su 
presencia,  pide  a  los  demás  deferencia  y  respeto  para  sí,  y  por  lo 
mismo,  observa  los  mismos  miramientos  con  relación  a  los  demás, 
para  mejor  respetar  sus  derechos  respetando  sus  deberes  propios, 
y  promoviendo  así  un  cambio  de  cortesías,  porque  los  españoles 
gozan  fama  de  corteses  y  de  muy  ceremoniosos  (3).  En  el  teatro 
italiano  también  se  satirizan  las  üonguerias  castellanas»,  las  reve- 
rencias, inclinaciones  de  espinazo  y  fórmulas  de  saludo.  Por  la 
misma  razón  se  llaman  «maestros  de  cortesanía»  (4)  y  son  busca- 
dos en  las  cortes  y  por  los  prelados  de  Roma.  «Español»  y  «corte- 
sano» se  convirtieron  en  términos  sinónimos  (5).  Expertísimos  fue- 
ron reputados  los  españoles  en  las  formalidades  del  duelo  y  en 
las  demás  cuestiones  que  atañen  a  la  caballería  (6). 

A  pesar  de  la  compleja  y  de  la  vivísima  sátira  las  costumbres 
españolas  que  se  caricaturizaron  en  seguida  se  difundieron  rápi- 
damente en  Italia  y  sobre  todo  en  Ñapóles,  dónele  encontraron 
ambiente  propicio.  De  enamorados,  galantes,  ceremoniosos  y  jac- 
tanciosos fueron  también  juzgados  los  napolitanos.  Las  napolita- 
nerias  originaron  un  tipo  cómico  que,  salvo  la  diversidad  en  el 
lenguaje,  corresponde  perfectamente  con  el  tipo  cómico  del  es- 
pañol en  los  albores  del  siglo  xvi,  como  se  ve  en  las  comedias 
de  Aretino,  de  Porta  y  de  sus  imitadores  (7).  A  los  testimonios 
que  ya  he  aportado  en  otras  ocasiones  sobre  el  particular  po- 
dría añadir  ahora  otros;  señalaré,  en  primer  lugar,  que  hay  una 
especie  de  identidad  entre  los  términos   españolerías  y  napolita- 


(1)  Orlando,  XII,  42-5. 

(2)  Atanagi,  Lettere  facete,  pág.  125,  carta  de  Ludovico  de  Canossa,  25  agosto  1509). 

(3)  Lozana  andaluza,  II,  144.  Cfr.  Mauro,  Opere  burlesche,  I,  255;  Ruscelli,  ivi,  II, 
100;  Turchi,  Lettere,  páginas  41-2,  183. 

(4)  Cortegiano,  II,  21. 

(5)  Aretino,  en  el  Rag.  delle  corti,  «dádose  a  lo  español  y  a  lo  cortesano»;  Dolce, 
Il  ragazzo,  I,  5.  «No  practicar  con  españoles  y  con  cualquiera  clase  de  cortesanos». 

(6)  Véase  página  116  acerca  de  lo  que  sobre  este  punto  decía  Galateo;  v.  un  frag- 
mento de  Sabba  da  Castiglione  de  1505,  cit.  por  Farinelli,  en  Ras.  bibl.  d.  letter.  ital., 
II,  142. 

(7)  Sobre  el  tipo  del  napolitano  en  la  comedia,  véase  mi  estudio  en  los  Saggi  sulle 
letter.  ital.  del  SHcento,  páginas  271-308,  y  especialmente,  sobre  el  españolismo,  pági- 
nas 278-87. 


—  158  — 

nerías.  Aretino  habla  de  una  «reverencia  a  la  española  napolita- 
nizada»  (1),  de  la  buena  crianza  que  se  aprende  en  Ñapóles,  del 
«besar  las  manos»,  del  «suspirar  fuertemente  a  la  española»,  que 
era  peculiar  en  los  napolitanos»;  de  las  grandes  jactancias  y  men- 
tiras de  éstos  «sobre  todo  cuando  hacen  el  amor»,  discurre  Mau- 
ro (2);  del  gran  uso  que  hacían  de  la  escopeta  y  de  la  estrella 
Berni  (3);  de  la  educación  de  uno  que  parecía  nacido  y  criado 
en  Ñapóles  Caporali  (4);  de  las  napolitanerías,  esto  es,  de  la  cor- 
tesanía y  buena  crianza  españolas  por  él  observadas  en  Ñapóles 
Fascitelli  (5),  y  otros  del  modo  de  proceder,  afectado,  de  napolita- 
nos y  españoles  (6).  Y  basta  ya.  Los  napolitanos,  como  los  espa- 
ñoles, eran  puestos  en  solfa  a  fuer  de  jactanciosos  como  «asesinados 
por  el  amor»,  afeminados,  jactanciosos,  huecos  con  la  nobleza  y 
prestancia  de  su  estirpe. 

Servitude  d'amor,  vas  heggiamento, 
portas  penna,  vestirsi  or  verde  or  giallo, 
gioco  di  canne,  giostra,  torneamento, 
musiche,  mascherate,  scene,  ballo, 
ogni  festa (7) 

Son  versos  del  napolitano  Tansillo,  que  se  refieren  a  la  vida  de  su 
ciudad. 

Los  modos  ceremoniosos  también  fueron  imitados  en  Roma. 
En  1506  eran  ya  conocidos,  porque  en  una  carta  fechada  en  Emi- 
lia Pía  el  día  12  de  junio,  que  cuenta  las  bodas  de  Juan  Giordano 
Orsini  con  Felicia  della  Rovera,  se  dice  que  Orsini,  una  vez  cele- 
brada la  ceremonia  del  enlace,  llevó  a  la  esposa  a  una  estancia, 
«haciéndola  ciertas  ceremonias  a  la  española,  asegurándole  que  ella 
era  la  dueña,  y  que  en  el  banquete  nupcial  continuaron  tales  cere- 
monias, como,  por  ejemplo,  haciendo  que  un  paje  se  quitase  el 
sombrero,  permaneciendo  descubierto  hasta  que,  después  de  cenar 


(1)  Ragionamenti,  ed.  cit.,  I,  10. 

(2)  Opere  burlesche,  I,  246,  273,  280,  299. 

(3)  Opere  burlesche,  I,  10. 

(4)  Vita  di  Mecenate,  c.  1. 

(5)  Turchi,  Lettere,  páginas  113-6  (carta  escrita  en  1547). 

(6)  Obr.  cit.,  pág.  196  (carta  del  6  de  mayo  de  1550). 

(7)  «Servidumbre  de  amor,  espasmos,  plumas,  vestidos  verdes  y  amarillos,  juego 
de  cañas,  cintas,  torneo,  música,  mascaradas,  escenas,  bailes,  fiestas...»,  Capitoli, 
ed.  cit.,  p.  114. 


—  159  — 

todos,  volvió  a  cubrirse,  demostrando  en  aquella  cena  lo  bien  que 
hablaba  el  francés  y  el  castellano,  como  si  de  otras  cosas  más  no 
quiera  jactarse»  (1).  En  otras  partes  de  Italia  estas  costumbres 
entraron  con  menos  intensidad  y  con  más  retraso.  Casa,  en  el 
Galateo,  censura  la  introducción  de  las  ceremonias,  vocablo  que 
se  ha  trasladado  de  las  cosas  sagradas  a  las  profanas,  «porque  los 
hombres  comenzaron  desde  el  principio  a  tratarse  con  maneras 
artificiosas  fuera  de  lo  conveniente  y  a  llamarse  dueños  y  señores 
entre  sí,  inclinándose,  retorciéndose  y  plegándose  unos  a  otros  en 
señal  de  deferencia,  descubriéndose  la  cabeza,  nombrándose  con 
títulos  exquisitos  y  besándose  las  manos  como  si  las  tuvieran  con- 
sagradas lo  mismo  que  los  sacerdotes».  «Esta  usanza  no  original 
en  nuestro  país,  sino  forastera  y  bárbara,  de  algún  tiempo  a  esta 
parte  ha  tomado  carta  de  naturaleza  en  Italia,  la  cual,  mísera  en 
las  obras  y  envilecida  y  rebajada  en  sus  empresas,  se  ha  crecido 
y  adornado  solamente  con  las  palabras  vanas  y  con  los  títulos 
superfluos.»  Al  menos  (advierte  en  otra  parte)  ima  clase  más  ex- 
quisita de  ceremonias,  «traídas  desde  España  a  Italia»,  han  sido 
aquí  mal  recibidas;  me  refiero  a  las  ceremonias  de  aquellos  «que 
hacen  arte  y  mercancía»  y  saben  que  a  tal  suerte  de  personas  «co- 
rresponde un  gesto,  y  a  tal  otra  una  sonrisa  y  a  la  de  más  genti- 
leza sentarse  en  vina  silla,  o,  al  menos,  sobre  una  banqueta»  (2); 
aquella  etiqueta,  en  suma,  y  aquella  serie  de  ceremonias  que  ya 
eran  conocidas  en  Ñapóles.  Y  como  acostumbraba  parangonarse 
la  buena  manera  italiana  a  la  ceremoniosa  española,  Arcano,  se 
cretario  del  cardenal  Cesarini,  haciendo   uso  de   esta  distinción 
advertía  la  impropiedad  de  emplear  la  locución  «italiana»  como  de- 
nominación general,  exceptuando  al  menos,  en  este  caso,  «la  corte 
de  Roma  y  la  baronía  de  Ñapóles,  donde  está  la  monarquía  de  las 
mentiras»,  substituyendo  también  la  designación  más  restringida 
de  lombarda  «porque,  a  lo  que  creo,  en  Lombardia  quedan  muchos 
hombres  de  bien»  (3).  De  todos  modos,  la  adulación  y  las  «ceremo- 
nias» se  introdujeron  entonces  en  Italia,  según  afirmaba  Luis  Co- 
maro,  escribiendo  que  eso  había  sucedido  «no  hacía  muchos  años 
en  mi  tiempo»  (4). 


(1)  Luzio  Renier,  Mantova  e  Urbino:  Isabelle  d'Este  et  Elisabette  Gonzaga,  Torino, 
1893,  páginas  178-9. 

(2)  Galateo,  ed.  Zonzoono,  páginas  32-37. 

(3)  Atanagi,  Lettere  facete,  pág.  251  (carta  del  16  de  diciembre  de  1531  a  S.  Porrino. 

(4)  Delle  vita  sobrie  (1558)  introd. 


—  160  — 

Signo  literario  de  estas  ceremonias  fué  la  «adopción»  en  Italia 
de  nuevos  títulos  y  formas  de  cortesía.  No  hablemos  de  aquel 
«Don  tan  grato  al  español  vanidoso»  (1),  que  en  Italia  no  se  usó 
nunca  demasiado  y  que  en  el  mismo  Ñapóles,  tal  vez  por  el  espí- 
ritu burlón  de  sus  gentes,  descendió  de  importancia,  se  trocó  en 
locución  corriente  y  se  dio  entonces  y  se  da  también  a  las  perso- 
nas de  cierta  edad  del  pueblo  y  de  la  clase  media  (2).  El  título  que 
entonces  se  introdujo  en  Italia  fué  el  de  «Señor»,  con  grave  escán- 
dalo de  los  hombres  juiciosos,  que  lo  juzgaron  adulación  vilísima. 
Ariosto  nos  refiere  un  diálogo  suyo  con  un  criado  español  de  un 
prelado  romano: 

Signor — diro — ,  non  s'usa  più  fratello, 
poiché  la  vile  adulazion  spagnuola 
mt-sse  la  signoria  fin  in  bordello/ — 
Signor  — se  fosse  ben  mozzo  di  spuola — 
dirò...  (3) 

En  efecto,  hasta  las  cortesanas  ambicionaban  el  título  de  «se- 
ñoras». Muy  conocidas  son  en  las  historias  de  la  época  las  «seño- 
ras» Tulias,  Isabelas  y  Verónicas;  señora  llegó  a  significar,  í  in  más 
aditamento,  la  cortesana  (4).  Las  italianas  de  la  burguesía  y  del 
pueblo  sonreían  al  oírse  llamar  «por  los  españoles  de  tal  modo, 
tan  extraño  a  sus  oídos:  — Toma  mi  amistad,  que  bueno  para  ti — ; 
decía  Gil  a  Pascuala,  y  ésta  íeplicaba  irónicamente:  — ¿Y  me  harás 
señora,  no?»  (5).  Y  Agnoletta,  condoliéndose  de  los  flojos  y  esca- 
sos regalos  de  los  españoles,  añadía:  «¡Nos  hacen  señoras  a  todo 
pasto!;  no  lo  entienden  bien;  sólo  a  llamarse  señoras  aspiran  estas 
mujeres»  (6). 

Al  escándalo  moral  de  adulación  se  unió  el  que  llamaremos  gra- 
matical, cuando  del  señor  nació,  abstractamente,  «Señoría»,  con- 
virtiéndose en  título  y  modo  de  locución. 


(1)  Caporali,  Vita  di  Mecenate,  p.  VIII.  Cfr.  Don  Quijote,  1.  II,  c,  2,  parte  II,  c.  45. 
Para  el  empleo  burlón  de  Don,  v.  Opere  burlesche,  I,  383,  II,  54. 

(2)  Cfr.  Galiani,  en  el  Vocab.  napol.,  I,  137,  y  Galanti,  Desc.  del  regno  di  Napoli, 
I,  399.  Usase  también  por  lo  demás  en  el  siglo  xv;  v.  un  fragmento  del  proceso  de  los 
barones,  apéndice  a  Porzio,  Congiura,  ed.  D'Alae,  p.  CXXX-IX. 

(3)  Salire,  1-76-84. 

(4)  Varchi,  La  suocera,  II,  1;  Freezuola,  /  Lucidi,  donde  no  se  da  a  la  cortesana 
mas  título  genérico  que  el  de  señora. 

(5)  Gli'  Ingannatti,  II,  3. 

(6)  L'amor  costante,  I,  11. 


—  161  — 

En  un  capítulo  de  Buscelli  dirigido  a  Molza  e  intitulado 
Contra  il  parler  per  vostra  signoria,  después  de  una  irónica 
declai  ación: 

Non  siam  pur  obligati  allo  spagnuolo 
perchè  con  si  elegante  elocuzione 
si  he  fatto  insignorir  de  cualque  duolo  (1), 

se  afirma  que  el  tú  se  ha  desterrado  por  completo,  sirviendo  sólo 
de  frase  de  ira  y  de  vilipendio  y  para  hablar  a  los  pobres  criados, 
como  si  fueran  una  pandilla  de  bribonea  ;  que  el  vos  se  empleaba 
por  inadvertencia,  corrigiéndose  en  seguida  con  una  «Magnificen- 
cia», con  un  «Vuestra  Señoría»  o  con  «Vuestra  Merced»,  con  una 
Excelencia  ducal  y  que  solamente  se  hablaba  a  las  gentes  en  ter- 
ceia  persona  (2). 

Discutieron  en  prosa  la  cuestión  de  la  señoría,  entre  otros,  Ber 
nardo  Tasso,  lamentando  que,  después  de  tantas  invasiones  bár- 
baras, «las  señoiías,  que  antes  no  se  habían  visto  ni  oído  en  Italia, 
dejando  su  natural  país  de  España,  hayan  venido  en  tan  gran 
número  a  vivir  con  nos.  otros,  y  que  hayan  tomado  de  tal  modo 
posesión  de  nuestra  vanidad  y  de  nuestra  ambición,  que  no  po- 
demos sacudírnoslas  de  las  espaldas»  (3).  Caio,  respondiendo  a 
Tasso,  juzgaba  imposible  desarraigar  el  abubo,  aunque  «cosa  ex- 
trañísima y  caígante,  hablamos  con  uno  como  si  fuese  otro  y  abs- 
tractamente; esto  es,  con  la  idea  de  la  persona  a  quien  nos  dirigi- 
mos, no  con  lapeisona  misma»  (4).  Claudio  Tolomei,  ('polemizando 
con  todos  los  secretarios  de  Italia»,  daba  una  sarta  de  razones  para 
advertir  que  los  maestios  de  la  lengua  toscana  no  usaban  jamás 
tales  modos  de  expresión,  que  se  trataba  de  suprimir  en  los  dis- 
cursos la  segunda  persona  y  que  era  cosa  idiota  emplear  a  cada 
instante  el  concepto  de  señoría  (5).  Solamente  Rinaldo  Cossi  de- 
fendió la  aborrecida  frase,  procurando  buscar  ejemplo,   en  los  añ- 


il)   «No  estamos  obligados  a  los  españoles,  porque  con  tan  elegante  elocución»,  etc. 
(Opere  burlesche,  II,  121-5). 

(2)  tEcco  ch'iniceme,  foi  tanno  una  giostra,  tGuello,  lo  quel,  con  lei  o  con  le  sua»  ,El 
parlar  s' amplíe  e'l  scrivir  più  s'inchiostra»,  etc.  (Opere  burlesche,  II,  121-5). 

(3)  B.  Tasso,  Lettere,  I,  17-22  (carta  a  Caro). 

(4)  Carta  desde  Bruselas,  sin  fecha;  v.  a  otro  de  Casto  a  Tolomei  de  29  de  julio 
de  1543. 

(5)  Tolomei,  Lettere  (desde  Roma,  22  agosto  del  43,  a  Caro). 

España  en  la  vida  itallína.  i  i 


—  162  — 

tiguos  escritores  e  invocando  la  generalidad  de  su  empleo,  aunque 
con  «la  lascivia  de  las  ceremonias,  ostasse  aumentando  día  en  día 
en  nuestros  tiempos»  (1).  Como  siempre,  la  tierra  donde  la  señoría 
tuvo  más  acogida  y  echó  más  hondas  raíces  fué  Ñapóles,  como 
se  ve  en  un  pasaje  de  Caro  (2).  De  vuestra  señoría  derivó  el  «Lei» 
italiano,  porque,  como  dice  una  gramática  de  aquel  tiempo,  «otro 
mal  uso  reina  hoy,  que  es  el  de  algunos  señores  que,  hablando  o  es- 
cribiendo a  otro  a  quien  no  quiere  llamarle  de  vos  por  parecerle 
demasiado  poco,  o  llamarle  vuestra  señoría,  título  que  se  les  antoja 
demasiado  giande,  le  hablan  o  escriben  en  tercera  persona  «él, 
suyo,  suya,  suyos,  suyas,  y  de  otros  modos  abstractos,  de  donde 
no  puede  derivarse  sentimiento  alguno»  (3). 

Con  el  señor  y  la  señoría  se  hicieron  comunes  los  títulos  usua- 
les más  superlativos,  en  forma  adjetiva  y  abstracta,  como  Exce- 
lencia, Reverencia,  Magnificencia  y  otros  muchísimos  (4),  que  se 
atribuyeron  a  la  influencia  española,  aunque  alguien  protestase 
añadiendo  que  en  España  se  usaba  de  tales  tratamientos  y  en  Ita- 
lia se  abusaba  de  ellos  (5).  Igualmente  se  exageraron  en  humildad 
y  servilismo  las  antefirmas  de  las  cartas  (6),  como  «el  beso  su  mano», 
(el  beso  sus  pies  no  llegó  a  emplearse),  en  lugar  de  nuestro  viejo 
e  italianísimo  «conservaos  bien»,  «me  recomiendo  a  vos»,  «soy  todo 
vuestro»  (7). 

Podíamos  continuar  ocupándonos  de  las  menudencias  de  las 
costumbres  españolas  de  vida  galante  y  fastuosa  imitadas  enton- 
ces en  Italia,  y  sobre  todo  de  la  moda  de  los  vestidos,  de  los  cuales, 
como  en  general  para  las  prácticas  sociales,  Castiglione  juzgaba 
preferible  para  los  italianos  la  moda  española,  como  la  más  grave 
y  la  más  sencilla  que  se  ajustaba  perfectamente  a  su  carácter  (8). 


(  1  )  Lettere  di  XIII  humini  illustri  (Venecia,  1561),  páginas  752-9.  La  fecha  justa  de 
la  carta  no  es  del  69,  sino  del  49. 

(2)  Carta  de  Roma,  8  marzo  1549,  a  Di  Costanzo. 

(3)  G.  M.  Alessandri,  Il  paragone  della  lingue  toscana  et  castigliana  (Napoli,  1560), 
f.  64;  cfr.  M.  Troiano,  compendio,  páginas  57-63.  V.  un  fragmento  de  los  Diporti  di  Par- 
naso, de  S.  S.  Ricci,  que  refiere  Glareano  (p.  Apropo),  La  Grilleia  (Napoli,  1668),  pá- 
gina 35,  y  el  diálogo  de  Fanfain,  Il  Lei,  il  Voi  e  il  Tu,  en  Vocab.  dell'  uso  toscano  (Firenze 
Barbèra,  1863),  páginas  523-5. 

(4)  Ruscelli,  cap.  cit.;  Ammirato,  Opuscoli,  III,  pág.  442. 

(5)  Alessandri,  op.  cit.,  f.  63-4. 

(6)  Cfr.  Troiano,  obr.  cit.,  páginas  224-5,  y  Ammirato,  1.  e,  pág.  447  y  siguientes; 
Costo,  Trattato  del  segretario,  pág.  582. 

(7)  Sobre  el  «beso  su  mano»  y  sobre  el  uso  de  la  tercera  persona,  v.  otras  noticias  en 
A  Salza,  Luca  Contile.  Firenze,  1903,  páginas  193-7,  en  las  cartas  de  Contile. 

(8)  Corteggiano,  II,  27  ,37. 


—  163  — 

Pero  las  modas  que  entonces  se  introdujeron  en  Italia  provenían 
de  todos  los  pueblos,  de  los  franceses  y  de  los  alemanes  no  menos 
que  los  españoles;  pero  este  exotismo  y  esta  variedad  fueron  pre- 
cisamente las  notas  dominantes  que  registraron  los  autores  de 
aquel  tiempo,  como  Lasca  (1).  También  se  atribuían  a  los  espa- 
ñoles demasiados  adornos  (2),  y  en  La  lozana  andaluza  se  afirma 
que  ya  no  se  empleaban  vestidos  ni  zapatos  a  la  francesa,  sino  a  la 
española  (3).  Más  que  de  los  españoles,  de  los  caballeros  franceses 
vino  a  nosotros  la  moda  de  las  ««empresas  con  motes»,  de  las  em- 
presas galantes  (como  las  llamaría  Vico  para  distinguirlas  de  las 
heroicas,  genuinamente  bárbaras),  de  las  cuales  se  encontraban 
«modelos  celebrados  en  la  lengua  española,  Amadís  de  Gaula,  Pri- 
maleón,  Palmerln  y  Tirante  el  Blanco»,  empleándose  frecuente- 
mente aquella  lengua,  como  la  más  adecuada  para  cantar  aque- 
llos hechos  (4).  Un  libro  español  de  motes  se  recuerda  en  una  carta 
de  Antonio  de  Balzo  de  febrero  de  1514,  que  desea  el  marqués 
de  Sazzuolo  «para  servirse  de  ellos  en  estos  tres  días  de  Carnaval», 
y  no  sabemos  si  eran  motes  de  empresas  o  de  juegos  y  adivina- 
ciones (5). 

Entre  las  formas  de  ceremonias  no  cabe  olvidar  el  modo  gra- 
cioso de  quitarse  el  sombrero  que  los  italianos  imitaron  de  los  es- 
pañoles al  «descubrirse  a  la  española»  (6),  ciertas  reglas  para  de- 
terminar quiénes  habían  de  salir  antes  y  quiénes  después  de  las 
casas  (7)  y  ciertas  modas  que  pronto  dejaron  de  emplearse,  como 
aquella  de  los  banquetes,  en  las  cuales,  cada  vez  que  se  daba  de 
beber  al  señor,  se  encendían  dos  y  a  las  veces  cuatro  hachos  (8), 


(1)  «Ya  se  lleva  la  capucha  y  el  manteo...»,  etc.  Rime,  ed.  Verzone,  pág.  394. 

(2)  «Aquellos  blecos  de  oro,  aquellos  adornos...»,  etc.  Bentivoglio,  Satire  (en  la  del 
viaje  de  Scandiano). 

(3)  Ed.  cit.,  II,  198-200.  En  la  ya  citada  obra  de  Giovanni  Boemo,  Oli  costumi,  le 
leggi  e  l'usance  di  tutte  le  genti  (Venecia,  1543),  f .  155-6,  se  leen  alusiones  al  modo  de  ves- 
tir español  y  al  de  las  distintas  comarcas  de  Italia.  Para  épocas  sucesivas,  v.  los  Habiti, 
de  Vecellio,  Veaecia,  1590. 

(4)  Giovio,  Dialogo  delle  imprese  militari  et  amorose,  con'un  raginamento  di  messer 
Lodovico  Domenichi  (Lione,  1559),  páginas  8,  159. 

(5)  Luzio  Renier,  en  Oiorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  XXXIII,  35. 

(6)  Mauro,  en  Opere  burlesche,  I,  255.  Sobre  los  modos  de  saludar,  v.  Guevara, 
Lettere,  trad.  ital.  (ed.  de  Venezie,  1611),  1.  II,  páginas  34-7. 

(7)  Gian  Loise:  «Entre  primero  Vuestra  Señoría,  Camilo.  |No,  Vuestra  Señoría! 
S.  No,  a  fe,  que  a  Vuestra  Señoría  toca.  C.  Hacedme  esta  gracia.  S.  Procedamos  a  la 
española,  que  al  entrar,  entra  primero  el  dueño,  y  al  salir,  sale  primero  el  forastero»  (In- 
trighi d'amore,  V,  10). 

(8)  Ammirato,  obr.  cit.,  III,  páginas  37-8;  v.  una  curiosa  anécdota  de  1580  en  Verri, 
Stor .  a  di  Milano  (ed.  Le  Monnier),  II,  281-2. 


—  164  — 

con  la  no  menos  ridicula  de  hacerse  llevar  la  escopeta  por  el  «mu- 
chacho» que  iba  detrás  de  escolta  (1).  De  las  danzas  que  se  trajeron 
de  España  recordamos  la  «gallarda  a  la  española»,  la  «baja»,  la  «pa- 
vana», la  «pavanüla»,  el  «tordillón»,  la  «españoleta»  (2),  y  después 
la  «zarabanda»  y  la  «chacona»,  que  Marín  describió  como  «juegos 
impíos  y  profanos»,  complaciéndose  luego  en  describirlos  lasciva- 
mente (3).  Los  españoles  pasaban  como  excelentes  jugadores  de 
ajedrez,  y  compusieron  libros  sobre  este  juego  que  fueron  tradu- 
cidos al  italiano  (4).  Pero  dejando  estas  cosas,  que  requieren  cono- 
cimientos especiales  que  yo  no  tengo,  recordemos  que  tenían  gran 
fama  las  fiestas  que  los  españoles  trajeron  a  Italia;  «sus  fiestas,  tan 
bellas  y  sabrosas»,  decía  Lasca,  lamentando  que  empezaran  a  ol- 
vidarse (5).  Entre  las  fiestas  sagradas  sobresalía,  por  su  magnifi- 
cencia, la  de  Santiago,  que  los  españoles  celebraron  en  Ñapóles 
aun  en  el  áspero  asedio  de  Lautrec  (6).  En  cuanto  a  las  diversio- 
nes profanas,  me  fijaré  en  la  fortuna  que  tuvieron  en  Italia  dos 
de  las  más  castizamente  españolas,  una  de  las  cuales  es  todavía 
famosa  hoy,  la  corrida  de  toros,  y  otra  que  lo  fué  antiguamente, 
el  juego  de  caña^.  Ambas  se  vieron  varias  veces  en  Italia  durante 
el  siglo  xv  y  se  hicieron  populares  en  el  siglo  xvi. 

Tenemos  noticias  de  corridas  de  toros  de  los  carnavales  de  1513 
y  de  1519  en  Roma  (7).  Las  tenemos  de  Ñapóles  en  tiempo  del  vi- 
rrey Pedro  de  Toledo,  «que  en  España  tenía  fama  de  gran  torero», 
y  que  tomó  parte  en  las  distintas  corridas  de  toros  que  se  celebra- 
ron en  1535  y  en  1536  con  motivo  de  la  visita  del  emperador  Car- 
los V,  corridas  en  las  que  también  intervinieron  «muchos  caballeros 
napolitanos,  que  con  su  destreza  peculiar  hicieron  pronto  estos 


(1)  Bini,  capítulo  de  as  calzas,  en  Opere  burlesche,  I,  327. 

(2)  V.,  para  las  postrimerías  del  siglo  xv,  el  Trattato  dell'arte  di  ballo,  de  Guilielno 
Ebreo,  pesarse  (Scelta,  del  Romagnoli,  ntìm.  131),  y  para  los  siglos  xvi  y  xvn,  Caroso, 
Il  ballerino,  1550;  Negri,  Nuove  inventioni  di  balli,  1604  y  otros  conocidos  tratadistas. 

(3)  Marino,  Adone,  XX,  84  y  siguientes.  V.  el  libro  de  Villanelle  spagnole  et  italiane 
et  sonate  spagnuole,  manuscrito  desc.  por  Morel  Fatto,  Mss.  espagn.,  núm.  607.  Sobre 
los  bailes  y  sobre  la  zarabanda  en  particular;  Pellicer,  Tratado  histórico  sobre  el  origen 
y  progresos  de  la  comedia  y  del  histrionismo  en  España  (Madrid,  1804),  I,  124  y  si- 
guientes. 

(4)  Cortegiano,  II,  31.  Conozco  el  Giuoco  degli  scacchi,  de  Rui  López,  spagnuolo, 
nuovamente  tradotto  in  lingue  italiane  da  M.  Scio.  Dom.  Tarsia  (Venezia,  Trivabene 
1584). 

(5)  Rime,  ed.  Verone,  pág.  372. 

(6)  G.  Rosso,  Istoria,  ed.  Gravier,  pág.  23. 

(7)  Ademollo,  Il  carnevale  di  Roma  al  tempo  di  Alessandro  VI,  Giulio  II  e  Leone  X 
(Firenze,  1891),  pág.  37  y  siguientes,  83  y  85. 


—  165  — 

ejercicios  y  tan  bien  como  un  español  cualquiera»  (1).  Conocemos 
corridas  en  Siena  (2),  de  las  que  dice  un  poeta  que  «fueron  muy 
sangrientas  las  celebradas  en  la  plaza».  En  Florencia,  donde  un 
canto  de  carnaval  se  pone  en  boca  de  unos  muchachos  que  van 
a  matar  al  toro  en  la  plaza  de  Santa  Croce,  en  la  que  se  celebró 
una  gran  corrida  en  abril  de  1584,  con  motivo  de  la  visita  del 
príncipe  Vicente  Gonzaga  (3).  Pero  las  corridas  de  toros  fueron 
siempre  un  espectáculo  exótico  que  no  llegó  a  penetrar  en  las  cos- 
tumbres nacionales.  «Adustos  son  los  Españoles,  y  en  placeres  poco 
durables,  y  hasta  sus  públicos  regocijos  tienen  del  funesto»,  dice  Suá- 
rez  de  Figueroa  (4),  y  los  italianos  llamaban  a  este  juego  «placer 
de  las  mil  horcas»  (5). 

El  mismo  carácter  exótico  tuvo  el  juego  de  las  cañas,  de  los 
que  tenemos  noticias,  además  de  los  ya  conocidos  (6),  frecuentes 
en  Ñapóles  y  otras  ciudades  de  Italia.  Conocemos  uno  verificado 
en  Ñapóles  el  10  de  agosto  de  1510,  en  la  plaza  de  Selleria,  como 
manifestación  de  alegría  por  la  conquista  de  Trípoli  (7);  en  Roma 
en  1519  (8)  y  en  Bolonia  se  conoció,  por  primera  vez,  en  1529  con 
motivo  de  la  estancia  en  aquella  ciudad  de  Carlos  V  y  del  Papa  (9). 
Era  un  juego  árabe,  del  que  dice  Shack  que  se  usa  todavía  en 
Oriente  con  el  nombre  de  Oschenid  (10).  Moros  auténticos  lo  co- 
rrieron en  Ñapóles  en  1543  con  motivo  de  la  visita  de  Muleassen, 
rey  de  Túnez  (11).  Con  vestidos  moros  turcos  y  moros  se  hacía  siem- 
pre este  juego,  y  lo  hizo  un  siglo  después  Massaniello  con  su  legión 
de  piratas,  que  habían  tomado  el  nombre  de  alarbi  (árabes)  (12). 


(1)  G.  Rosso,  Istoria,  páginas  50,  51,  66.  Para  las  corridas  de  toros  en  Sessa,  v.  la 
crónica  de  Fuscolillo,  en  Arch.  stor.  nap.,  I,  626. 

(2)  Mauro,  en  Opere  burlesche,  I,  232. 

(3)  Atribuido  a  Alfonso  dei  Pazzi,  en  Opere  burlesche,  III,  351-3. 

(4)  Posilipo,  Ratos  de  conversación  (Ñapóles,  1629),  pág.  102. 

(5)  Turchi,  Lettere  piacevoli,  pág.  91. 

(6)  Véanse  páginas  43,  80,  94,  113-4,  137-8. 

(7)  Passaro,  Giornale,  pág.  170. 

(8)  Ademollo,  obr.  cit.,  páginas  83-5. 

(9)  «Hasta  en  dicha  Bolonia  se  han  celebrado  bellísimos  juegos  por...  señores  espa- 
ñoles y  otros  señores  y  gentiles  hombres  por  amor  y  ante  las  ventanas  de  sus  damas,  con 
gran  placer  del  pueblo  por  ser  dicho  juego  insólito  en  nuestras  tierras  de  Italia...»  Cro- 
naca del  soggiorno  di  Cario  V  in  Italia,  edita  de  G.  Romano  (Milano,  1852),  pág.  162.  La 
palabra  no  leída  en  el  manuscrito  es  precisamente  canne,  cañas,  como  se  habrá  supuesto 
y  como  me  confirma  mi  amigo  el  profesor  Romano. 

(10)  Sobre  el  origen,  v.  los  fragmentos  del  libro  de  Diego  de  Arce,  Miscelánea,  Mur- 
cia, 1606,  citado  por  A.  de  Castro,  Discurso  sobre  las  costumbres  públicas  y  privadas  de 
los  españoles  en  el  siglo  XVII  (Madrid,  1881),  pág.  91  y  siguientes. 

(11)  Crónica  de  De  Spenis,  en  Arch.  stor.  nap.,  II,  521-2. 

(12)  Capecelatro,  Diar.,  I,  15. 


—  166  — 

Lo  describen,  entre  otros  italianos,  Galateo,  según  hemos  dicho  (1), 
Marineo,  Cortese,  Castiglione  (2);  a  él  alude  Ariosto  en  las  pa- 
labras del  Orlando: 

con  quell'agevolezza  che  si  vede 

silta  la  canne  lo  spagnuol  leggiadro  (3), 

y  Tasso,  cuando  describe  Clorinda  que: 

...  nel  fuggir  da  tergo  oppone 
alto  lo  scudo  e'l  cepo  e  custodito: 
cosi  coperti  van  nei  giochi  mori 
da  le  pelle  lanciate  i  fuggitori  (4). 

De  lo  que  se  deduce  que  el  juego  se  hacía  de  dos  maneras:  bien 
lanzando  cañas  o  pelotas  de  greda,  que  en  español  jamás  le  he- 
mos dicho  al  describir  el  juego  que  se  describe  en  Question  de  amor 
recibían  el  nombre  de  alcancías  (5).  Estas  cañas  o  pelotas  recibían 
en  el  dialecto  napolitano  el  nombre  caruselli,  con  el  que  se  conocen 
todavía  las  pollitas  de  creta,  conocidas  en  español  con  ese  otro 
nombre.  Por  eso  el  juego  de  las  cañas,  que  desde  España  pasó  a 
Ñapóles  antes  que  a  otra  ciudad  italiana,  fué  llamado  en  napo- 
litano «gioco  dei  caroselli)),  como  atestigua  un  pasaje  de  Surgente, 
que  menciona  el  «ludus  arandinum»  con  su  variedad  de  «ludus  ca- 
rusellorum»  llamándoles  «prorsuo  idem  ritu:  tantum  differunt  quod 
in  lusu  arundinum,  arundineis  spiculis,  in  casusellorum  vero,  fes- 
taceis  vasculis,  quos  casurellos  appellari  dixiums,  alii  illos  impetunt: 
equester  uterque »  (6).  He  aquí  el  origen  napolitano,  sí,  pero  ge- 
nuino, del  nombre  del  carosello,  que  se  dio  a  otras  formas  de  tor- 
neos, pasando  a  Francia  y  convirtiéndose  en  carrousel,  nombre 


(1)  V.  páginas  113-4. 

(2)  Marineo,  De  rebus  Hisp.  memor.,  I,  XII;  Cortese,  De  cardinalatu,  í.  LXXIV; 
Castiglione,  Cortegiano,  I,  21. 

(3)  «Con   aquella   agilidad  en  que  los  alegres  españoles  juegan  las  cañas»,    Orlan- 
do, XIII,  37. 

(4)  «Que  al  huir  de  espaldas,  con  el  escudo  alto  y  la  cabeza  cubierta,  como  van  en  los 
juegos  moros  los  que  huyen  lanzando  las  cañas»,  Jerusalemme  liberata,  III,  32. 

(5)  V.  páginas  137-8. 

(6)  De  Neapoli  illustrate  (Napoli,  1727;  la  1 .»  ed.  es  de  1597  y  pòstuma),  pág.  123. 
Cfr.  sobre  este  libro,  Soria,  Storici  napoletani,  II,  560-2. 


—  167  — 

que  sobrevivió  a  la  cosa  y  al  juego  árabe  de  las  cañas  y  de  las  pe- 
lotas de  creta  (1). 

Aun  podrían  estudiarse  otras  menudencias  de  las  costumbres 
españolas  trasplantadas  a  Italia;  pero  aquí  nos  abstendremos  de 
ello,  porque  nos  alejaría  mucho  del  tema  de  nuestro  razonamiento, 
que  no  es  otro  que  el  de  poner  en  claro  la  españolización  llevada 
al  tono  y  al  énfasis  en  la  vida  social,  abandonando  la  sencillez  bur- 
guesa y  adoptando  hábitos  de  galantería,  de  fastuosidad  y  de  ce- 
remonias, que  hacía  retoñar  en  Italia  ima  especie  de  Edad  Media, 
Edad  Media  que  rimaba  con  la  cultura  de  los  nuevos  tiempos. 
Tornando  a  esta  influencia  más  estrictamente  espiritual,  es  im- 
portante estudiar  su  efecto  sobre  el  estilo,  es  decir,  sobre  el  modo 
de  actuar  el  propio  ánimo,  y,  consiguientemente,  de  expresar  los 
propios  sentimientos.  Tornaremos  para  eso  a  reanudar  las  obser- 
vaciones que  ya  hacía  Pontano  en  el  siglo  anterior  acerca  de  la 
ampulosidad  y  de  la  argucia  del  hablar  español  (2);  pero  nos  guar- 
daremos mucho  de  creer  que  ésta  fué  la  causa  de  la  decadencia  y 
del  barroquismo  de  la  literatura  italiana.  Lo  que  sería  afirmar  de- 
masiado, porque  una  cultura  y  una  literatura  no  decaen  por  cau- 
sas externas,  sino  por  razones  íntimas,  cuando  agotados  los  pensa- 
mientos antiguos  y  seca  la  fuente  de  los  viejos  sentimientos,  sin 
que  se  formen  otros  nuevos  que  sean  lo  suficientemente  enérgicos, 
se  continúa  trabajando  sobre  los  ya  caducos,  en  el  vacío  espiritual, 
substituyendo  la  espontaneidad  intelectual  y  poética  con  la  ha- 
bilidad, el  ingenio  y  el  esfuerzo.  La  verdad  es,  modestamente,  que 
los  españoles,  con  su  ceremonial  y  con  su  apego  a  las  cosas  exte- 
riores, dieron  ejemplo  y  sirvieron  de  incentivo  para  el  estilo  cere- 
monioso e  ingenioso,  hinchado  y  vacío,  que  se  circunscribió  pri- 
meramente a  las  cartas  y  a  las  demás  escrituras  cortesanas  de 
poco  valor  en  la  marcha  del  espíritu  y  de  la  literatura  italianos  de 
principios  del  siglo  xvi:  literatura  que  contenía  en  sus  entrañas  la 
futura  decadencia  con  su  sensualismo  y  con  su  irónica  ñoñez,  en 
su  ausencia  de  sentimiento  religioso,  ético  y  civil. 


(1)  Las  demás  etimologías  que  se  encuentran  en  los  vocabularios  son  puramente 
fantásticas;  la  de  Tramatee,  de  currus  solis,  «porque  primero  estas  correrías  fueron  he- 
chas en  honor  del  Sol  por  su  hija  Circe,  a  la  que  Tertuliano  atribuye  tal  invención;  la  de 
DÍEZ  (Etimol.  Wórterb.,  ed.  1869-70,  II.  114)  de  carras,  y  la  de  ZAMBALDI  (Yoc.  etim.  ital., 
página  251),  que  hace  derivar  casorello  o  garosello  de  cara.  DÍEZ  creía  que  el  vocablo  ha- 
bía pasado  del  francés  al  italiano,  y  Litré  sospechaba,  justamente  y  exactamente,  lo 
contrario. 

(2)  V.  páginas  63-71. 


—  168  — 

La  influencia  española  sobre  el  estilo  fué  denunciada  a  tiempo 
por  Giraldi  Cintio  en  un  pasaje  sobre  las  novelas,  las  comedias  y 
las  tragedias,  donde  se  recomienda  que  «no  se  empleen  esos  mons- 
truosos modos  de  decir,  que  son  hoy  tan  estimados  por  muchos, 
que  no  ya  sólo  en  las  comedias  y  en  las  tragedias,  sino  en  las  plá- 
ticas caseras  y  en  las  mismas  cartas  familiares  los  esparcen  de  tal 
modo,  que  en  cada  folio  se  encuentran  dos  o  tres;  de  ellos  debe  huir 
todo  escritor  que  se  estime  como  huyen  en  el  mar  los  navegantes 
de  los  escollos.  Debe  huirse  con  cuidado  de  tales  vicios,  porque 
este  defectuoso  modo  de  decir  se  parece  de  tal  modo  al  verdadero, 
que  de  él  reciben  frecuentemente  los  escritores  grandísimo  daño, 
si  de  él  no  se  dan  cuenta  y  si  no  hacen  los  posibles  por  desecharlo.» 
Por  los  ejemplos  se  desprende  de  qué  modos  de  locución  nos  acon- 
seja que  huyamos,  recordándonos  un  joven  siciliano  «que  por  su 
mala  fortuna  había  estado  bajo  un  maestro  llamado  Spine»,  y  del 
que  recuerda  dos  frases.  La  una:  «¿Con  qué  vaso  de  la  mente  ex- 
traeré del  manantial  de  la  elocuencia  las  ondas  de  las  palabras 
que  lleven  al  líquido  de  vuestro  corazón  el  torrente  de  mis  deseos?» 
Y  esta  otra:  «¿Con  qué  ejército  de  amor  podré  yo  tener  los  capi- 
tanes que  hagan  batallar  las  escuadras  de  mis  deseos,  que  con  los 
golpes  de  mis  palabras  vengan  a  apoderarse  del  fuerte  de  nuestro 
corazón,  abriendo  la  entrada  de  mi  fe,  hasta  que,  victoriosa,  re- 
pose en  tan  dulce  estancia?»  Giraldi  Cintio  aduce  otros  ejemplos, 
como  el  de  un  fraile  predicador  que,  habiéndose  excitado  al  ha- 
blar de  las  cosas  de  la  lujuria,  dijo,  queriendo  despertar  la  aten- 
ción del  auditorio:  «Deten  él  pie  de  la  inteligencia  en  el  campo  de 
la  muerte»,  y  discurrió  buen  espacio  de  tiempo  con  estas  y  parecidas 
metáforas.  De  lo  que  Giraldi  discurría,  y  lo  que  censuraba  con 
todas  sus  fuerzas,  era  de  las  metáforas  ingeniosas  o  pedantesca- 
mente continuadas,  como  fin  de  sí  mismas,  y  fuera  del  que  debía 
tener  la  metáfora  como  cualquiera  otra  forma  de  alocución,  que 
es  la  de  expresar  un  sentimiento  determinado  de  manera  propia 
y  eficaz.  Después  de  lo  cual  Giraldi  Cintio  habla  de  la  derivación 
de  tales  modos,  estimados  (dice)  por  aquellos  que,  «seducidos  por 
no  sé  qué  afectación  de  habla  española,  han  puesto  entre  las  rosas 
de  la  lengua  italiana  (así  hablaré  yo  ahora  también)  estas  pun- 
zantes espinas,  y  este  fango  en  sus  líquidos  y  puros  manantiales 
para  enturbiarlos;  porque  aunque  esta  manera  de  decir  es  ala- 
bada por  algunos  en  la  lengua  española,  no  conviene  a  la  nuestra 


—  169  — 

de  modo  alguno,  y  si  conviene  alguna  vez  no  conviene  todas:  ha 
de  hablarse  desnuda,  clara,  limpiamente,  y  por  decirlo  así,  con 
brevedad,  sin  esta  excesiva  y  censurable  hipérbole»  (1). 

Pero  Giraldi  Cintio  no  fué  el  único  que  protestó  contra  este 
abuso.  Que  los  modos  españoles  fueron  entonces  objeto  de  cen- 
sura y  burla  puede  comprobarse  por  un  fragmento  que  se  puede 
tomar  del  librito  Sindicio  sopra  la  tragedie  di  Canace  e  Macareo, 
escrito  en  1543,  probablemente  por  Bartolomé  Cavalcanti,  contra 
la  tragedia  de  Speroni.  Censurando  el  estilo  y  las  metáforas  exa- 
geradas de  ella,  el  crítico  dice  que  tal  vicio  es  peculiar  a  los  pa- 
duanos,  y  especialmente  a  los  que  componen  la  Academia  de  los 
Inflamados  (a  la  que  pertenecía  Speroni),  y  que  han  pensado  «que 
la  alteza  y  la  gravedad  del  estilo  estriba  en  las  voces  hinchadas, 
en  los  modos  de  decir  obscuros  y  en  acoger  las  expresiones  des- 
usadas». Uno  de  aquellos  académicos  que  leyendo  un  libro  sobre 
el  orador  y  sobre  el  poeta  trataba  de  «censurar  los  modos  españo- 
les, queriendo  enseñar  a  escribir  y  a  hablar  laudablemente»,  ado- 
baba el  estilo  de  su  discurso  crítico  «con  la  sombra  de  ima  afec- 
tadísima afectación  para  decirlo  a  la  española,  empleando  modos 
de  decir  que  eran  bastante  peores  que  los  que  él  censuraba  en  los 
españoles».  Y  en  efecto,  daba  como  expresiones  correctas  algunas 
como  éstas:  «Cada  vez,  de  hora  en  hora,  te  guardo  con  más  fres- 
cura en  mi  memoria  y  te  tengo  escondido  en  el  regazo  de  mis  re- 
cuerdos»; «Esperaré  hasta  que  las  estrellas  acaben  de  sufrir  las 
influencias  celestes  en  los  serenos  campos  del  cielo,  hasta  que  las 
estrellas  nocturnas  no  empiecen  a  despertar  el  sol».  Y  para  mani- 
festar su  amor  a  una  dama  dice  así:  «Aquí  y  allá,  feliz  e  infortu- 
nado, con  próspera  o  adversa  suerte,  siempre  seré  aquel  feliz  he- 
liotropo  del  que  vos  sola,  con  entera  firmeza  y  en  todo  tiempo, 
seréis  el  sol»  (2). 

No  cabe  la  menor  duda  que  tales  modos  de  decir  estaban  harto 
difundidos  en  Italia.  Basta  recordar  las  cartas  de  Aretino,  donde 
los  encontramos  a  manos  llenas  (3).  Yo  daré  un  ejemplo  de  Ber- 


(1)  Giraldi  Cintio,  Dei  romanzi,  delle  commedie,  etc.,  ed.  cit.,  II,  100-2,  cfr.  184-7. 
Sobre  este  pasaje  de  Giraldi  llamó  la  atención  por  vez  primera  Gaspary,  Stor.  d.  lett. 
ital.,  parte  I,  páginas  366-7. 

(2)  Giudicio  sopra  la  tragedia  di  Canece  et  Mecateo,  con  molte  utili  considerazioni  circa 
l'arte  tragico  e  di  altri  poemi  (VeDezie,  1566),  f.  37  y  siguientes;  la  1.»  edición  es  de  1550 
y  fué  reimpresa  en  Speroni,  Opere,  IV,  92-144. 

(3)  Cfr.  De  Sanctis,  Stor.  d.  1.  lett.  ital.,  ed.  Croce,  II,  128-9. 


—  170  — 

nardo  Tasso  en  una  carta  escrita  precisamente  a  Sporini,  que  em- 
pieza de  este  modo:  «Si  nuestra  amistad,  magnífico  señor  Spori- 
ni, no  estuviera  basada  en  la  dura  y  sólida  piedra  de  la  virtud  y 
adobada  con  la  cal  de  tantas  gentilezas  usadas  entre  nosotros,  yo 
dudaré  que  el  viento  impetuoso  de  nuestra  ausencia  y  de  un  tan 
largo  silencio  hubiera  acabado  con  ella  enteramente»  (1).  Y  cito 
este  ejemplo  para  añadir  que  algunas  veces  estos  modos  se  usa- 
ban a  guisa  de  broma  y  de  burleta,  lo  que  confirma,  después  de 
todo,  su  empleo.  La  burla  es  evidente  en  Giovio,  harto  diestro  en 
el  lenguaje  cortesano:  «Yo  quisiera  que  vos  no  gastaseis  la  cola  al 
faisán  de  mi  designio.»  «Vuestra  carta  ha  sido  como  un  polvo  de 
nuez  moscada  sobre  el  huevo  fresco  de  la  que  tuve  hace  tres 
días»  (2). 

Tampoco  cabe  poner  en  duda  que  este  estilo  procedía  de  Es- 
paña (3)  no  sólo  por  la  afirmación  de  los  contemporáneos,  argu- 
mento fuertísimo  sobre  la  realidad  de  este  origen,  sino  porque  los 
modelos  de  tal  estilo  no  se  buscan  solamente  en  las  obras  litera- 
rias, sino  en  el  comercio  personal  con  los  españoles,  de  los  que  se- 
guía admirándose  la  argucia  (4),  y  porque  en  algunas  obras  lite- 
rarias se  encuentran  ejemplos  evidentes  de  tales  modos.  Una  obra 
de  estas  indica  Giraldi  Cintio  al  hablar  de  La  Celestina,  y  censu- 
rando «a  los  que  la  han  tomado  como  modelo,  más  atentos  a  los 
juegos  españoles  que  a  la  conveniencia  de  la  fábula»  (5).  En  cuya 
Celestina,  si  no  se  encuentran  precisamente  enfáticas  metáforas 
continuadas,  de  las  cuales  hemos  dado  ejemplos,  hay  gran  exu- 
beración  de  imaginación  y  de  palabras,  mucho  cabrilleo  de  com- 
paraciones y  de  sinónimos  (6).  El  que  quiera  continuar  la  investi- 
gación debe  consultar  no  solamente  los  Cancioneros  y  los  libros 
de  caballería,  sino  las  obras  cortesanas  que  tuvieron  éxito  en  Ita- 
lia, como  las  Cartas,  el  Marco  Aurelio  y  otros  libros  de  Gueva- 


(1)  Lettere,  I,  167. 

(2)  Lettere,  i.  41,  62. 

(3)  Como  hace  Garpary,  lugar  citado. 

(4)  Cortegiano,  II.  42;  Giovio,  Dialogo  delle  imprese,  pág.  25;  v.  Miranda,  Osserva- 
tioni  della  lingua  castigliana,  páginas  339-40. 

(5)  Obr.  cit.,  II,  99. 

(6)  Por  ejemplo:  *Por  Dios,  no  corrumpas  mi  placer,  ni  mezcles  tu  ira  con  mi  sufri- 
miento, no  revuelvas  tu  descontentamiento  con  mi  descanso,  no  agries  con  tan  turbia  agua 
el  claro  licor  del  pensamiento  que  traigo,  no  enturbies  con  tus  envidiosos  castigos  y  odiosas 
reprensiones  mi  placer*  (acto  VIII).  La  madre  Celestina  dice  hablando  del  amor:  *Es  un 
juego  escondido,  una  agradable  llaga,  un  sabroso  veneno,  una  dulce  amargura,  una  deleita- 
ble dolencia,  un  alegre  tormento,  una  dulce  y  fiera  herida,  una  blanda  muerte»  (acto  X). 


—  171  — 

ra  (1).  La  verdad  es  que  las  metáforas  ensartadas  y  el  ampuloso 
estilo  cortesano  eran  ya  cosas  viejas  en  Italia,  y  encontraban  con- 
diciones favorables  para  su  desarrollo  en  la  vida  artificiosa  de  las 
cortes;  pero  la  verdad  es  que  en  los  albores  del  siglo  xvi  fueron 
aprobadas,  lanzadas  y  sacudidas  por  el  espíritu  español  que 
invadía  nuestras  costumbres. 


(1)  Precisamente  a  la  influencia  de  Guevara  atribuye  Candniaun  el  origen  del  mal 
gusto  del  estilo  inglés;  v.  la  nota  de  Fákinelti  en  tomo  al  libro  de  Griffon  Childs  sobre 
Lyly,  en  Rev.  crit.  de  hist.  y  liter.  españ.,  I,  núm.  5  (agosto,  1895),  páginas  133-6. 


EL  ESPÍRITU  MILITAR  Y  LA  RELIGIOSIDAD  ESPAÑOLA 

Será  errado  suponer  que  toda  esta  galantería,  introducida  en 
Italia  por  los  españoles,  fué  un  afeminamiento  en  los  hábitos,  una 
depresión  del  espíritu  militar,  un  acrecentamiento  de  la  ya  ini- 
ciada corrupción  italiana.  Las  galas,  las  ceremonias,  los  suspiros, 
el  lujo  y  el  fausto  eran  en  los  españoles  aspectos  del  semblante  ri- 
sueño de  una  personalidad  guerrera,  de  una  triunfante,  poderosa 
y  casi  feroz  sociedad  militar.  Ya  hemos  visto,  al  estudiar  la  Qnes- 
tion  de  amor,  que  los  cortejadores  y  bardos,  amantes  y  románti- 
cos, que  aquella  novela  coloca  en  el  escenario  de  la  alegre  vida 
de  Ñapóles,  habían  sido  los  héroes  de  la  sangrienta  batalla  de 
Ravenna.  El  Amadís  y  los  demás  libros  de  caballerías,  llenos  como 
estaban  de  amores  y  de  desdenes,  eran  la  lectura  predilecta  de 
los  soldados,  como  sabemos  por  innumerables  documentos  y  como 
nosotros  por  única  prueba  oiremos  repetir  a  un  soldado  literato 
que  vivió  largo  tiempo  en  Italia,  tradujo  el  poema  de  Ariosto  y  es- 
cribió un  diálogo  sobre  el  honor  militar,  por  Jerónimo  Urrea,  que 
hace  decir  a  su  Altamirano:  «Yo  he  estudiado  poco  porque  sentí 
siempre  más  inclinación  a  las  armas  que  a  las  letras,  no  apren- 
diendo a  leer  mas  que  libros  de  romances  y  caballerías,  que  me 
inclinaban  el  ánimo  a  ejecutar  cosas  heroicas  y  empresas  ilustres. 
Me  gusta  mucho  leer  las  escaramuzas  y  guerras  de  Granada.  El 
ardimiento  y  fortaleza  del  rey  católico  Don  Fernando,  la  valentía 
del  gran  maestro  de  caballeros  de  Calatrava,  de  Garcilaso  de  la 
Vega  y  del  conde  de  Cabra,  Reduan  y  Remerax,  aquel  modo  de 
inquietar  a  las  gentes  del  castellano  de  Castronuño  y  de  otros  me 
inclinaron  y  encendieron  el  ánimo  para  ejecutar  cosas  maravillo- 
sas. Mas  para  estos  menesteres  es  preciso  que  el  hombre  que  se 
reputa  caballero  no  consienta  ultrajes,  que  sepa  vengarse  y  satis- 


—  174  — 

facerse,  que  no  haya  nadie  que  se  atreva  a  injuriarle,  y  toda  esti- 
mación ganaré  venciendo  en  el  campo  a  quien  quiera  ofenderme 
con  su  entuerto,  y  de  este  modo  también  lograré  dar  fama  y  pres- 
tigio a  mi  nombre»  (1).  Bajo  la  envoltura  erótica  e  idílica  de  estas 
novelas,  como  bajo  las  galas  de  los  caballeros  españoles,  como  más 
tarde  en  la  locura  de  D.  Quijote,  que  ya  comenzaba  a  dibujarse 
aquí,  latía  el  antiguo  corazón  guerrero  de  España. 

A  los  italianos,  «habituados  (como  observa  Guicciardini)  desde 
muchos  años  atrás  más  a  la  imagen  de  la  guerra  que  a  la  guerra 
misma»,  estos  españoles  que  se  batían  con  los  franceses,  y  aque- 
llos alemanes  y  suizos  que  luchaban  ora  en  un  bando,  ora  en  otro, 
les  daban  la  impresión,  como  ya  se  ha  notado  en  los  relatos  donde 
se  cuenta  la  guerra  de  Granada,  de  una  actuación  en  la  realidad 
y  sobre  la  tierra  de  Italia  de  las  gestas  cantadas  en  los  poemas 
caballerescos.  Acentos  épicos  y  heroicos  resuenan  en  nuestros  cro- 
nistas más  humildes  cuando  narran  aquellas  luchas,  transformán- 
dolas en  epopeyas,  como  Cantalicio  en  el  poema  donde  canta  las 
empresas  del  Gran  Capitán  en  el  reino  de  Ñapóles,  spectacula 
Martis  nunca  vistos: 

Hispanii  Gallique  simul  se  Icedara  acerbe; 
utraque  gens,  odiis  iampidem  exercita  magnis 
virgie  iactantes  inter  se  sazpe  solebant  (2), 

como  héroes  homéricos  o  guerreros  cristianos  contra  los  islamitas, 
y  como  éstos,  prontos  al  sarcasmo  impío.  Cuando  se  ve  ante  el 
cuerpo  del  duque  de  Nemours,  que  se  había  jactado  de  cenar 
con  él  por  la  noche  y  que  ahora  estaba  deshecho  e  inerte,  Gonzalo, 
en  el  poema  de  Cantalicio,  exclama: 

Infelix,  nostris  tandem  superatus  abarmis, 
Galle,  iaces,  ponisque  tuos,  miserande,  jurares, 
et  cenare  hodie  mecum,  qui,  Galle,  volebas, 
sic,  me  decepto,  mensas  Plutonis  adsti!  (3) 


(1)  Dialogo  del  vero  konore  militare  nel  quale  si  dif  finiscono  tutte  le  querele,  che  possono 
occorrere  fra  l'uno  e  l'altro  huomo.  Con  molti  notabili  esempij  d'antichi  e  modernis. 
Composto  dal  illustre  sig.  Don  Gerónimo  de  Vrrea  viceré  di  Puglia  e  del  Consiglio  di  sue 
Maesté  Cattolica.  Et  nuovamente  tradotto  di  lingue  spagnuola  da  Alfonso  UUoa.  In  Ve- 
netie,  apposo  gli  heredi  di  Marchio  Sessa.  MDLXIX.  V.  folios  16-17. 

(2)  I)e  bis  recepta  Parthenope,  ed.  Gravier,  1.  II,  pág.  39. 

(3)  Op.  cit.,  1.  Ili,  pág.  58.  La  versión  de  Sertorio  Qualtromani  substituye  en 
aquella  época  a  estos  versos:  «Infeliz  señor,  ¿cómo  caíste  en  la  flor  de  tu  gloria?  O  animo- 


—  175  — 

En  los  intervalos  de  las  batallas  campales,  en  los  largos  y  fa- 
tigosos ocios  de  los  asedios,  había  desafíos  como,  por  ejemplo,  el 
que  se  realizó  al  lado  de  Traéis  entre  trece  españoles  y  trece  fran- 
ceses, seguidos  del  duelo  a  muerte  entre  Bayardo  y  Don  Alonso 
de  Sotomayor,  cosas  que  contadas  en  las  páginas  de  El  fiel  ser- 
vidor parecen  verdaderos  y  genuinos  capítulos  de  novelas  caballe- 
rescas. 

Los  italianos  comparaban  los  hábitos  militares  de  aquellos 
pueblos,  surgiendo  entonces  el  proverbio,  que  se  repitió  luego  du- 
rante varios  siglos,  de  la  «furia  francesa»  y  de  «la  tardanza  y  gra- 
vedad españolas».  Guicciardini  juzgaba  a  los  españoles  más  incli- 
nados a  las  armas  «que  otra  nación  cristiana  cualquiera»,  y  aptos 
para  ellas,  «porque  de  estatura  ágil,  muy  diestros  y  esbeltos  de 
brazo  y  muy  devotos  del  honor  en  achaques  de  armas,  por  no 
mancharlo  no  temen  para  nada  a  la  muerte».  Sobre  todo  elogiaba 
su  infantería,  habilísima  en  la  defensa  y  en  los  asaltos  de  la  ciu- 
dad; en  cambio  sus  hombres  de  armas,  esto  es  de  a  caballo,  le 
parecían  escasos  y  de  poco  valor  (1),  juicio  que  compartían  Ma- 
quiavelo  (2)  y  otros,  y  que  parecían  justificar  las  peripecias  de 
sus  batallas.  Su  modo  de  combatir  y  de  pelear  a  caballo  tenía 
no  sé  qué  de  asiático  o  de  africano  (3).  Fué  también  aquella  la 
época  de  las  grandes  transformaciones  en  el  modo  de  combatir, 
por  las  imitaciones  que  se  hicieron  de  los  encuentros  y  de  los 
ordenamientos  de  los  españoles,  de  los  suizos,  de  los  francesees, 
y  por  la  práctica  de  la  «ciencia»  militar  acumulada  por  los  condo- 
tieros italianos. 

No  vaya  a  imaginarse,  sin  embargo,  que  los  italianos  se  estu- 
vieron quietos  como  jueces  de  campo,  alabando  a  unos  y  censu- 
rando a  otros,  y  mucho  menos  que  todo  aquello  acabase  en  «teo- 
rías y  en  sueños  como  los  de  Maquiavelo  cuando  soñaba  una  nueva 
milicia  italiana  que,  evitando  los  defectos  respectivos  de  los  es- 
pañoles y  de  los  suizos,  resistiese  a  caballo  y  no  tuviera  miedo  a 
la  infantería»  (4).  Acaeció  entonces  algo  análogo  a  lo  que,  tenien- 


80  señor,  ¿quién  no  llorará  tu  muerte?  Pero  tú  :io  has  muerto,  porque  tus  gestos  vivirán 
eternamente  en  los  labios  de  los  hombres»  (Ed.  Gravier,  pág.  64). 

(1)  Se  encuentra  en  las  Satire,  de  Rosa  (L'Invidia). 

(2)  Arte  delle  guerra  y  El  Príncipe,  ed.  esp.  de  José  Sánchez  Rojas,  voi.  953,  de  la 
Colección  Universal  Calpe,  cap.  26.  V.  la  llamada  Commedia  in  versi  senza  titolo.,  IV,  2. 

(3)  Cortese,  De  Cardinalatu,  fol.  LXXIV,  GncciARDiNi,  1.  e. 

(4)  El  Príncipe,  cap.  26,  ed.  cit. 


—  176  — 

do  en  cuenta  la  diferencia  de  los  tiempos,  sucedió  a  principios  del 
siglo  xix  en  las  guerras  de  la  Revolución  y  del  Imperio,  en  las 
que  los  italianos  se  dieron  cuenta  de  su  inferioridad  militar,  y 
combatiendo  en  los  ejércitos  extranjeros  se  vieron  obligados  a 
emular  a  éstos,  haciendo  honor  al  nombre  nacional.  Ciertamente, 
cuando  las  guerras  de  España  y  de  Francia  con  Italia  los  extran- 
jeros no  ahorraban  burlas  y  desprecios  a  los  italianos.  Franceses 
y  españoles  reconocían  que  «los  italianos,  coa  su  conocimiento  de 
las  letras,  mostraban  poco  valor  en  el  manejo  de  las  armas  de  algún 
tiempo  a  esta  parte»,  como  reconoce  Castiglione,  el  cual  añadía 
que  «la  cosa  era  más  que  verdadera»,  aunque  procuraba  atenuar 
su  juicio  añadiendo  a  continuación  «que  la  culpa  de  unos  pocos  ha 
ocasionado,  aparte  del  daño,  eterna  censura  para  los  demás»  (1). 
Más  que  insolentes  eran,  por  naturaleza,  los  franceses,  aunque 
también  los  españoles,  más  graves  y  ponderados,  dejaban  sentir 
de  vez  en  vez  el  peso  de  su  orgullo;  más  que  ninguno  aquel  espa- 
ñol trasplantado  que  se  llamaba  el  marqués  de  Pescara  (2).  Tor- 
cuato  Tasso  nos  habla  en  uno  de  los  primeros  esbozos  de  su  Jeru- 
salén  de  un  castellano,  Hernando,  que  insulta  a  los  señores  italia- 
nos y  a  «la  sierva  Italia»  (3).  Precisamente  entonces  se  difundía  el 
proverbio  de  la  escasa  belicosidad  italiana,  y  Erasmo,  en  sus  Ada- 
gios, citaba  como  paradoja  la  expresión  de  italus  bellax  (4);  al 
Gran  Capitán  se  atribuía  el  aforismo  de  España  para  las  armas 
e  Italia  para  la  pluma  (5).  Expresiones  que  eran  estímulos  de  reac- 
ción o  indicios  de  estas  mismas  reacciones  y  contrastes,  porque 
los  italianos  mantuvieron,  o  más  bien,  afirmaron  entonces,  frente 
a  los  extranjeros,  el  valor  nacional  con  sus  compañías  de  hombres 
de  armas  y  de  infantes,  que,  capitaneadas  por  italianos,  formaron 
parte  de  los  ejércitos  españoles.  Para  demostrar  lo  cual  basta  que 
citemos  cualquiera  de  las  grandes  empresas  guerreras  de  la  pri- 
mera mitad  del  siglo  xvi,  o  una  cualquiera  de  las  famosas  batallas 
de  entonces,  como  las  de  Ravenna  y  Pavía,  o  el  asalto  de  Roma, 
o  el  asedio  de  Florencia,  o  alguno  de  los  célebres  hechos  de  armas, 


(1)  Cortegiano,  I,  43. 

(2)  Giovio,  Vita  del  Pescara,  ed.  cit.,  f.  254. 

(3)  Carducci,  en  Tasso,  Opere  minori,  ed.  Solerti,  III,  514. 

(4)  «Myconius  calvus,  velut  si  quia  Scytham  dicat  eruditum,  Italum  bellacem»,  contra 
cuya  frase  se  escribió  ima  Defensio  Italiae  adversus  Erasmum  (v.  Sabbadini,  Storie  del 
ciceronianismo,  Torino   1886,  pág  67). 

(5)  Floresta  española,  de  Santa  Cruz,  cit.,  Í.  27. 


—  177  — 

como  el  asalto  dado  a  San,  Colombano  bajo  las  órdenes  de  Pescara, 
donde  «los  españoles  y  los  italianos,  a  porfía  y  en  buena  emula- 
ción, asaltaron  los  muros»,  y  donde,  muertos  algunos  caballeros 
napolitanos,  ese  alzó  un  grito  por  todas  partes,  y,  cumpliendo 
todos  con  su  deber,  fué  tomada  la  roca»  (1).  Singular  espectáculo 
de  esta  emulación  guerrera  fué  la  empresa  de  Túnez  de  1535, 
cuando  todos  los  barones  de  Ñapóles  crearon  milicias  a  sus  ex- 
pensas, aparejando  también  nutridas  galeras,  siguiendo  a  Carlos  V 
a  tierras  de  Africa,  mandando  todo  el  ejército  el  español  napoli- 
tano marqués  del  Vasto  y  la  infantería  italiana  Sanseverino,  prín- 
cipe de  Salerno.  Se  distinguieron  los  napolitanos  en  la  presa  de  la 
Goleta,  donde  muchos  de  aquellos  gentiles  hombres  y  soldados  pe- 
recieron, entre  ellos  el  conde  de  Samo,  cuyas  proezas  nos  cuenta 
Giovio  en  una  carta,  observando  «que  los  italianos,  por  regla  ge- 
neral, se  esfuerzan  por  recuperar  el  honor  antiguo,  y  realizan  fre- 
cuentemente las  más  duras  hazañas»  (2).  La  nobleza  napolitana, 
que  había  gozado  fama  de  guerrera  en  tiempo  de  los  condotieros, 
creció  con  esta  reputación  durante  la  primera  mitad  del  siglo  y 
supo  acrecentarla;  asimismo,  los  italianos  de  la  Italia  Alta,  y  «gue- 
rrero de  Lombardia»  se  llamaba  al  buen  soldado,  proverbialmente, 
a  guisa  de  su  buena  calidad  y  excelencia  (3).  Los  retratos  de  los 
italianos  se  colocan  al  lado  de  los  españoles  y  de  otros  extranjeros 
en  la  hermosa  galería  de  las  virtudes  militares  de  aquel  tiempo, 
que  es  el  libro  de  Giovio  (4)  y  en  otros  libros  españoles  del  mismo 
argumento,  como  el  de  Valles  (5). 

En  achaques  del  honor  militar,  que  los  italianos  avivaron  con 
el  ejemplo  de  los  españoles,  como  a  su  ejemplo  también  adoptaron 
las  formas  de  la  elegancia  social  y  de  la  galantería  caballeiesca, 
podernos  recordar  los  desafíos  y  los  duelos  que  los  soldados  ita- 
lianos sostenían  en  defensa  del  honor  militar  de  su  nación,  entre 
los  que  sobresale  la  lucha  de  Barlette,  que  hizo  popular  el  nombre 


(1)  Giovio,  Vita  del  Pencara,  f.  231-2. 

(2)  Giovio,  Lettere,  f.  76  y  siguientes. 

(3)  Mauro,  en  Opere  burlesche.  I,  261. 

(4)  Elogia  vivorum  bellica  virtute  illustrium  (1554)  varias  veces  reimpreso  y  trad.  al 
italiano. 

(5)  Pedro  Valles,  Historia  del  fortissimo  y  prudentissimo  capitán  Don  Hernando 
de  Átalos,  marqués  de  Pescara,  con  los  hechos  memorables  de  otros  siete  excelentissimos  capi- 
tanes del  Emperador  don  Carlos  V,  Rey  de  España,  que  fueron  en  su  tiempo,  es  a  saber,  Prós- 
pero Colonna,  etc.,  etc.,  Zaragoza,  1557. 

España  es  la  vida  italiana.  12 


—  178  — 

de  Héctor  Fieramosca  (1).  A  veces  los  duelistas  eran  italianos  con- 
tra españoles,  como  ocurrió  con  el  soldado  de  Ferrara,  Rosso  della 
Malvasia,  que  fué  elegido  campeón  de  los  soldados  italianos  en  la 
acusación  de  traición  que  lanzaron  a  los  soldados  españoles  del 
duque  de  Urbino.  Rosso  della  Malvasia  mató  a  su  adversario,  y 
fué  alabado  en  un  soneto  de  Ariosto: 

Tra  ferri  ignudo  e  sol  di  core  armato 
con  l'Altero  inimico  a  fiera  fronte 
quanto  è  il  valor  d'Italia  hai  dimostrato  (2). 

Y  aunque  Galateo,  como  sabemos,  atribuye  a  los  españoles 
la  introducción  del  duelo  en  Italia  (3),  y  éstos  hagan  rebotar  la 
acusación  contra  los  italianos,  afirmando,  con  Urrea,  que  los  prín- 
cipes italianos  lo  favorecían  extraordinariamente  (4),  lo  que  es 
cierto,  debemos  advertir  la  rediviva  sensibilidad  del  honor  mili- 
tar que  tenía  lugar  entonces  en  Italia  y  que  debía  considerar- 
se como  no  despreciable  cualidad  entre  sus  exageraciones  y 
abusos. 

El  más  notable  efecto  de  la  venida  de  los  españoles  a  Italia 
fué  el  de  la  formación  de  nuevas  milicias,  después  de  la  muerte  y 
acabamiento  de  las  viejas  huestes  comunales  y  de  la  lenta  y  pau- 
latina extinción  de  las  compañías  de  condotieros.  A  las  guarnicio- 
nes de  infantería  y  de  caballería  españolas  se  añadieron,  en  las 
zonas  de  Italia  donde  dominaba  España,  las  compañías  italianas 
de  hombres  de  armas,  actuando  en  el  reino  de  Ñapóles  el  llamado 
«batallón»,  o  milicia  provincial,  que  también  se  estableció  en  Si- 
cilia de  modo  análogo.  Italia  tuvo  entonces,  si  no  un  ejército  na- 
cional, porque  le  faltaba  unidad  e  independencia  nacionales,  cuer- 
pos de  soldados  nacionales,  que  ya  hemos  visto  que  tomaron  parte 


(1)  V.  la  monografía  de  Faraglia,  Ettore  e  la  casa  Fieramosca,  Napoli,  Mora- 
no, 1883. 

(2)  «Entre  hierros,  solamente  armado  de  corazón,  ha  demostrado,  frente  al  altivo 
enemigo,  cuánto  es  el  valor  de  Italia»,  Opere  minori,  ed.  Polidoni,  I,  307;  Bartjffaldi, 
Vita  dell'Ariosto,  pág.  179.  Véase  para  episodios  semejantes,  Venturino  de  Pfsaro, 
Narrazione  d'una  disfida  fra  italiani  e  spagnuoli  (pub.  por  Palmieri,  Nutti,  pemorre 
Szene,  1876). 

(3)  V.  página  116. 

(4)  Dialogo  cit.,  f.  1-4.  En  Ñapóles  se  imprimió  el  libro  Contra  la  pestilencia  de  los 
duelos,  de  Pedro  de  Tolosa  (Picatoste,  Los  españoles  en  Italia.  Madrid,  1887,  II,  56-7). 
Un  Tractatus  de  duello.  Remedio  de  desafios,  de  Iacobo  Castillo,  fué  impreso  en  Turín 
en  1525. 


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en  las  guerras  de  la  primera  mitad  del  siglo  xvi  y  conocieron  todos 
los  campos  de  batalla  en  los  siglos  siguientes  bajo  las  banderas  es- 
pañolas. A  semejanza  de  las  ordenanzas  del  invasor,  se  formaron 
otras  en  los  distintos  estados  y  principados  de  Italia,  represen- 
tando la  forma  de  ejército  de  la  monarquía  absoluta  que  había 
de  persistir,  sin  variaciones  perceptibles,  hasta  la  Revolución 
francesa. 

El  tipo  del  caballero  español,  propuesto  como  modelo  a  los 
italianos  en  la  época  en  que  éstos  andaban  divorciados  de  las  armas, 
era  ciertamente  asaz  noble  y  digno.  Los  italianos  lo  estimaron 
siempre  y  tuvieron  a  orgullo  el  combatii  a  la  vera  de  aquellos  sol- 
dados, por  la  gloria,  como  entonces  se  decía,  «de  una  y  otra  Hes- 
perio», contra  los  turcos  y  los  berberiscos,  contra  los  luteranos  y 
los  franceses.  Corría  entre  los  españoles  la  expresión  «Pon  la  honra, 
pon  la  vida,  y  pon  las  dos,  honra  y  vida,  por  tu  Dios  (1).  Se  estimaba 
a  los  valientes  españoles,  como  demuestra  un  proverbio  que  a  la 
sazón  corría  por  Italia:  «No  hay  mejor  capitán  que  Juan  Dorbina 
ni  mejor  alférez  que  Santillana»  (2),  con  otros  paiecidos.  Es,  pues, 
absurda  la  opinión  de  algunos  escritores  que  aseveran  el  odio  y 
el  desprecio  que  se  manifestaban  en  Italia,  durante  la  hegemonía 
española,  por  el  soldado  español,  considerado  como  jactancioso  y 
cobarde.  Este  sentimiento,  contrario  a  cuanto  vamos  demostran- 
do, no  existió  jamás  en  el  ánimo  de  los  italianos. 

Nada  prueban  la  caricatura  y  máscara  teatrales  del  «capitán 
español»  que  ya  se  dibuja  en  el  tipo  teatral  del  español  en  la  co- 
media del  siglo  xvi  y  en  el  mencionado  Don  Iñigo,  de  Los  rivales 
de  Cecchi.  El  personaje  cómico  del  bravucón  matasiete  y  cobarde 
es  de  todas  las  literaturas,  como  sencillo  y  alegre  contraste  psico- 
lógico. En  la  comedia  española  antigua  aparece  también  en  el 
Centurio,  de  la  Celestina;  en  el  Brumandilón,  de  la  Tragicomedia 
de  Lisandro  y  Rosalía;  en  los  Fieros  que  hace  un  rufián  llamado 
Mendoza  (3),  y  que  se  representó  por  actores  (La  figura  de  un 
rufián  cobarde)  en  una  obra  de  Naharro,  sucesor  de  Lope  de  Rue- 
da (4).  En  Italia,  a  principios  del  siglo  xvi,  llena  como  estaba  de 
toda  clase  de  armas,  abundaban  las  ocasiones  para  solazarse  en 


(1)  Franciosini,  Diálogos  apacibles,  pág.  169. 

(2)  PiCATOSTE,  op.  cit.,  II,  105. 

(3)  Cancionero  de  obras  de  burlas,  páginas  233-6. 

(4)  Cervantes,  Ocho  comedias  (Madrid,  1615),  prólogo 


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estos  tipos  cómicos,  que  ya  aparecen  dibujados  en  algunas  des- 
cripciones de  Boyardo  (1),  de  Castiglione  (2),  del  Aretino  (3),  y 
en  aquel  capitán  Coluzzo  que  Aníbal  Caro  encontró  en  Veletri, 
«siempre  enredando  en  torno  a  la  hostería»,  y  que  con  tan  vivos 
colores  pinta  en  una  de  sus  cartas  (4).  Algunos  nombres,  como  el 
de  Fracaso,  que  fuá  el  sobrenombre  de  un  capitán  de  la  casa  de 
Sanseverino,  parecían  hechos  a  posta  para  pasar,  como  pasaron, 
a  la  comedia,  en  la  que  también  circularon  los  apodos  de  Fiera- 
mosca,  o  Ferramosca  (5),  de  Mamaraldo,  de  Marramao  (6)  y  de 
Cardona  (7).  Así  penetra  en  la  comedia  el  capitán  vanidoso  y  co- 
barde, como  se  ve  en  el  Spampana  de  la  farsa  de  Venturino  de 
Pesaro  (8);  en  el  capitán  Tinca  de  Ñapóles,  de  la  Taranta,  de 
Arentino,  y  en  otro,  que  se  multiplican  hasta  lo  infinito  por  la 
imitación  latina  que  invadió  la  comedia  de  la  época.  El  miles  glo- 
riosas, si  originariamente  era  italiano  y  casi  siempre  oriundo  de 
Ñapóles,  alguna  vez  era  extranjero.  Como  los  españoles  daban 
en  Italia  el  mayor  contingente  a  la  vida  militar,  y  la  lengua  espa- 
ñola era  la  que  se  entendía  mejor,  es  natural  que  junto  al  capitán 
italiano  surgiese  como  tipo  cómico  el  capitán  español,  tanto  más 
elianto  que  en  el  tipo  del  español  corriente  y  moliente  a  todo  medo 
ya  se  designaba  a  éste  como  comido  por  la  vanidad,  como  orgu- 
lloso y  afortunado  en  empresas  de  amor,  de  abolengo  y  de  rique- 
zas y  como  ampuloso  en  su  modo  de  hablar.  «Si  el  cielo  se  cayese 
(decía  un  capitán  a  los  suyos,  que  dudaban,  saliendo  al  campo, 
al  ver  el  número  excesivamente  crecido  de  enemigos)  lo  havemos 
de  tener  con  los  brazos.»  «Si  el  mundo  tuviesse  assas  (decía  otro)  lo 
olearia»  (9),  y  tales  palabra?  se  repetían  con  complacencia  y  admi- 
ración. Pero  la  rica  literatura  que  se  formó  en  torno  al  capitán 
español  (capitán  Cardona,  Cocodrilo,  Matamoros,  Cortarrincones, 
Rajabroqueles,  Sangre  y  Fuego),  y  que  tuvo  actores  especiales, 


(1)  Carta  en  que  se  describe  a  un  capitán  de  ballesteros  llamado  D.  Jerónimo,  de 
Carlos  Vili,  cit.  por  Novali  en  Oiorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  V,  279-82. 

(2)  Cortegiano,  I,  17-18. 

(3)  Ragionamenti,  ed.  cit.,  II,  66. 

(4)  Carta  desde  Veletri,  30  abril  1538. 

(5)  En  la  Philenia,  de  Marioonpa,  1547. 

(6)  V.  Croce,  Teatri  di  Napoli,  nuov.  ed.,  pág.  32. 

(7)  El  capitán  Cardona  figura  ya  en  el  Anfiparnaso  de  VECCHI  (1594)  y  en  losBalü 
di  sfessania,  de  Cellot. 

(8)  Reproducida  en  Quadrio,  Storie  e  ragione  d'ogni  poesia,  voi.  Ili,  parte  II,  pá- 
ginas 217-9. 

(9)  Floresta  española. 


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conio  Fabricio  de  Fomaris  y  Silvio  Fiorillo,  y  dio  lugar  a  reperto- 
rios especiales  de  bravatas,  no  nos  pertenece  realmente  estudiar 
en  este  lugar,  no  sólo  porque  pertenece  a  la  segunda  mitad  del  si- 
glo xvt  y  a  la  primera  del  xvn,  sino  porque  es  mecánica,  poco 
expresiva,  sin  relación  con  la  vida  y  sin  frescura  de  invención  (1). 
Para  demostrar  hasta  qué  punto  estaba  alejado  este  tipo  de  la 
vida  y  qué  poco  respondía  al  sentimiento  de  los  italianos  con  re- 
lación al  de  los  españoles,  basta  recordar  que  uno  de  los  más  gran- 
des, que  el  más  grande  enemigo  de  éotos  de  entre  todos  los  escri- 
tores italianos,  Traiano  Boccalini,  observaba  amargamente  que 
«era  torpe  la  desproporción  de  haber  introducido  en  las  comedias 
como  jactancioso  aquel  tipo  de  español,  que  nunca  se  jacta  de  lo 
que  no  ha  hecho  ni  dice  tampoco  aquello  que  va  a  hacer,  que  niega 
o  falsea  los  males  hechos,  que  antes  amenaza  con  las  manos  que 
con  la  boca,  haciendo  y  obrando  antes  de  hablar»  (2).  Se  trata, 
por  ende,  de  un  personaje  más  de  tragedia  que  de  comedia.  Y  para 
tornar  a  confirmar  la  inocencia  de  la  representación  cómica,  con- 
viene que  repitamos,  con  el  preceptista  de  la  comedia  de  arte,  la 
advertencia  de  que  cuando  el  capitán  se  hace  en  español  hay 
que  hacerlo  con  decoro,  porque  esta  nación,  por  todas  suer- 
tes gloriosa,  no  aguanta  que  se  burlen  de  ella  como  aguantan  las 
demás...;  el  español  reirá  al  oír  las  bravuras,  pero  no  consen- 
tirá que  se  le  hable  de  cobardías  de  sus  soldados  aunque  sea  por 
ficción»  (3). 

Los  caballeros  y  guerreros  españoles  tenían,  antes  de  llegar  a 
Italia,  un  fuerte  carácter  religioso,  como  efecto  de  su  guerra  secu- 
lar contra  los  infieles,  contra  los  moros,  más  atentos  a  ganar  la 
gloria  eterna  que  los  bienes  terrenales. 


(1)  Las  principales  comedias  en  que  aparecen  estos  tipos  son  Angelica,  de  De  For- 
NARis  (1584);  la  Fantesca,  de  PORTE;  el  musical  Antiparnaso,  de  VECCHI  (1594);  Li  tre 
capitani  vanagloriosi,  de  Fiorillo  (1621).  Capitanes  españoles  y  napolitanos  aparecen 
en  las  comedias  de  Virgilio  VERRrcCHi  (Li  diversi  linguaggi,  Venezie,  1609;  Il  servo 
astuto  (ed.  1610).  Para  la  descripción  del  tipo,  v.  BrENARROTTl,  La  Tancia,  giorn.,  II, 
acto  III,  escena  2."  Para  el  repertorio,  las  Rodomontadas  castellanas  o  españolas  (contra- 
posición a  las  Bravure  del  Capitano  Spavento,  de  Andremi),  imp.  en  París  (1607)  y  reim- 
presa en  Venr eia  por  Franciosini.  Para  el  traje,  Riccoboni,  Historie  du  théatre  italien 
(París,  1728,  páginas  314-5);  v.  PERRrcci,  Dell'arte  rappresentativa,  pág.  334;  Moland, 
Molière  et  le  comedie  italianne  (París,  1867),  pág.  183;  v.  el  retrato  de  Silvio  Fiorillo  que 
yo  reproduje  en  Saggi  sulla  letter.  ital.  del  '600,  pág.  204. 

(2)  Ragguagli  di  Parnaso  (ed.  de  Venezie,  1680),  I,  242-3. 

(3)  Perrucci,  Dell'arte  rappresentativa,  pág.  274.  V.  mis  Saggi  sulla  letter.  ital.  del 
'600,  pág.  242. 


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Como  decían  las  coplas  de  Jorge  Manrique: 

El  vivir  que  es  perdurable 
no  se  gana  con  estados 
mundanales, 
ni  con  vida  deleitable 
donde  moran  los  pecados 
infernales. 

Mas  los  buenos  religiosos 
gañanías  con  oraciones 
y  con  lloros: 
los  caballeros  famosos 
con  trabajos  y  aflicciones 
contra  moros. 

Este  carácter  religioso,  que  casi  les  convertía  en  monjes  mili- 
tares, y  que  les  hacía  dignos  del  nombre  de  aquel  caballero  D.  Ki- 
rieleissón  de  Montalbán,  tan  admirado  por  D.  Quijote,  se  perdió 
pronto  en  Italia,  donde  los  españoles  se  consagraron  más  a  los 
estados  mundanales,  a  cosas  profanas,  llegando  varias  veces  hasta 
a  combatir  contra  el  Pontífice  Romano,  al  lado  de  los  lanceros 
luteranos,  en  el  famoso  saco  de  1527,  cantando  bajo  las  ventanas 
del  Pontífice  prisionero  un  Paternoster  burlón  (1).  Verdad  es  que 
siguieron  combatiendo  al  lado  de  los  italianos  contra  turcos  y 
berberiscos;  pero  esta  guerra  o  guerrilla,  aunque  virtualmente  es- 
tuviera unida  a  la  misión  histórica  del  pueblo  español,  y  aunque 
Tansilo  celebrase  a  Fernando  de  Toledo,  muerto  en  la  empresa 
de  Africa  en  1554,  diciendo  que  «había  nacido  de  la  sangre  donde 
se  aprende  cómo  el  hombre  vence  o  muere  ante  el  moro»  y  «que 
murió  como  vivió,  como  un  caballero  cristiano»  (2),  esta  lucha  no 
era  precisamente  por  la  religión,  sino  contra  los  corsarios  que  de- 
vastaban las  costas  españolas  e  italianas,  dando  lugar  a  pactos  y 
alianzas  de  índole  política  con  los  infieles.  El  tipo  del  caballero 
español,  militar  y  solterón,  no  era  el  de  los  españoles  que  se  despa- 
rraman por  Italia  a  principios  del  siglo  xvr,  ni  la  fama  les  pintaba 
tampoco  entonces  de  aquel  modo. 


(1)  Lo  refiere  (del  Diálogo  de  Lactancia)  A.  RODRÍGUEZ  Villa,  Memorias  para  la 
historia  del  asalto  y  saqueo  de  Roma  en  1527  (Madrid,  1875),  pág.  436. 

(2)  Liriche,  ed.  Fiorentino,  pág.  67. 


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La  fama  que  les  acompañaba,  o  más  bien  el  recelo  que  desper- 
taban, era,  por  el  contrario,  el  de  una  ortodoxia  insegura,  cosa  que 
se  debía  a  tantos  judíos  y  marranos  que,  expulsados  de  España, 
se  habían  refugiado  entre  nosotros,  haciendo  pensar  que  seme- 
jante inseguridad  quedaba  bien  generalizada  en  el  país  de  origen 
contaminando  la  población  restante  y  a  que  muchos  llamados 
cristianos  eran  realmente  moros  o  judíos  conversos,  marranos,  y 
en  sus  adentros  poco  creyentes  en  la  religión  cristiana.  Por  eso 
la  injuria  de  «marrano»  se  hizo  popularísima  contra  los  españoles 
en  genera],  y  «loco,  judio,  marrano  (decía  un  dramático  de  la  época), 
son  las  tres  palabras  que  se  incluyen  en  todo  insulto  que  se  les 
haga»  (1).  «¡Oh,  hombre  sin  fe,  marrano!»,  exclama  la  sombra  de 
Argalia  contra  Tenán,  a  quien  Ariosto  denomina  «el  caballero  de 
España»  (2).  Y  para  dar  otro  ejemplo  literario,  entre  los  innume- 
rables que  puedo  dar,  señalaré  la  contestación  que  da  Pascuala 
al  español  Gil  cuando  éste  le  dice  que  rece  sus  Paternoster: «¿Qué 
haré  yo  mientras  vos  decís  vuestros  Padrenuestros?  ¿Queréis  que 
yo  me  haga  ima  marrana  y  que  aprenda  a  rezarlos  como  vos?»  La 
misma  Pascuala  dice:  «Vosotros,  españoles,  creéis  en  Cristo  no  más 
que  en  cualquiera  otra  cosa»  (3).  En  la  realidad  histórica  recor- 
demos que  Paulo  IV,  haciendo  eco  a  Julio  II,  «jamás  hablaba  de 
Su  Majestad  y  de  la  nación  española  que  no  les  llamase  herejes, 
cismáticos  y  malditos  de  Dios,  germen  de  judíos  y  de  marranos, 
hez  del  mundo,  deplorando  la  miseria  de  Italia  que  se  veía  obli- 
gada a  servir  a  esta  gente  tan  abyecta  y  tan  vil»  (4).  Apareció  ade- 
más por  entonces  la  acusación  o  sospecha  capital  en  la  frase  de 
«pecadillo  de  España»,  que  Ariosto  recuerda  en  las  sátiras,  expli- 
cando que  los  españoles  no  creían  «en  la  unidad  del  Espíritu,  del 
Padre  y  del  Hijo»  (5),  con  la  oculta  y  profunda  irreligiosidad  de 
los  judíos  y  árabes,  mal  convertidos  al  dogma  de  la  Trinidad.  «Pe- 
cadillo»  se  llamaba  irónicamente  (y  esta  palabra  pasó  a  nuestra 
lengua)  porque  circulaba  la  anécdota  burlona  de  un  español  que, 
«después  de  haberse  confesado  de  todos  sus  pecados,  volvió  al  con- 


(1)  Miranda,  Osservazioni  della  lingua  castigliana,  pág.  341. 

(2)  Orlando  furioso,  I,  20;  cfr.  XII,  45. 

(3)  Acto  IV,  6,  y  V,  4. 

(4)  Relaz.  de  Bernardo  Navagero,  en  Relaz.  degli  amb.  ven.,  ed.  Alberi,  serle  II, 
volumen  III,  pág.  377  y  siguientes. 

(5)  Sátira  a  Pedro  Bembo,  versos  34-6. 


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fesor  para  decirle  que  se  había  olvidado  de  un  pecadillo,  consistente 
en  no  creer  en  Dios»  (1). 

No  lograban  mitigar  ni  atenuar  esta  opinion  los  escritos  que 
hacían  los  españoles  en  defensa  del  cristianismo,  como  el  libi  ito 
que  se  publicó  en  Bolonia  (1513)  contra  «los  pérfidos  judíos  y  mis- 
mamente contra  los  Heréticos  infieles  cristianos»,  que  «un  mag- 
nífico, venerable  y  católico  doctor,  maestro  Gerónimo  Español, 
por  la  gracia  de  Dios  y  de  la  gloriosa  Virgen  María,  y  lleno  del  amor 
y  caridad  de  Jesu-Cristo  santo,  dejada  la  pérfida  e  inicua  fe  ju- 
daica, y  mediante  el  bautismo  venido  a  la  fe  católica»  escribió  con 
ardor  de  neófito  (2).  O  como  la  Thalichristia,  que  ya  hemos  tenido 
ocasión  de  mencionar  (3),  de  Gómez  de  Ciudad  Real,  que  Min- 
turno  en  1534  juzgaba  cristiana  de  sentimiento,  declarando  al  mis- 
mo tiempo  que  estaba  dispuesto  a  creer,  no  sólo  por  no  poner  en 
duda  que  «los  españoles  sean  buenos  y  piadosos  cristianos...,  sino 
porque  está  tan  lejos  de  lo  que  de  este  libro  se  deduce  el  nombre 
de  marranos,  que  inventó  no  un  italiano,  sino  un  español,  que  si 
alguno  estimase  que  estaba  hecho  no  para  manifestar  su  cristiana 
fe,  sino  para  encubrir  su  marranismo,  podría  reputarlo  menos  de- 
voto de  Cristo»  (4). 

Tampoco  lograron  disipar  estas  sospechas  con  el  celo  que  de- 
mostraron persiguiendo  primero  y  expulsando  después  a  los  he- 
breos indígenas  refugiados  en  las  tierras  italianas,  porque  de  tales 
medidas  se  entreveían  pronto  las  causas,  ora  fiscales,  ora  polí- 
ticas. Los  mismos  judíos  habían  enseñado  a  los  italianos  los  pro- 
cedimientos y  causas  de  las  persecuciones  religiosas  españolas  (5), 
de  modo  que  los  judíos,  al  menos  en  Ñapóles,  fueron  bien  acogidos 
y  considerados  como  un  elemento  útil  para  la  vida  económica  (6). 
Y  les  perjudicaban  mucho,  creciendo  su  mala  fama,  las  terribles 
noticias  que  se  decían  al  oído  de  la  severísima  represión  empleada 
en  España  por  el  Tribunal  de  la  Santa  Inquisición,  porque  (según 
el  silogismo  de  los  italianos)  eso  probaba  que  los  españoles  nece- 


(1)  Lo  cuenta  Caro  en  el  Commento  di  ser  Agresto  (1538)  y  Pino  en  el  Dialogo  di 
pittura,  1548,  según  MELE  en  Giorn.  stor.  d.  lett.  ital.,  LXIII,  462-3. 

(2)  Gallardo,  Ensayo,  IV,  1500-2.  Un  Tractatus  zelus  Christi  contra  Judaeos,  Sa- 
rracenos et  infideles,  compuesto  en  1450  por  un  doctor  Pedro  de  la  Caballería  de  Zaragoza, 
fué  impreso  en  Venecia  por  Barezzi  en  1592  (obr.  cit.,  III,  299). 

(3)  V.  pág.  167. 

(4)  MlNTURNO,  Lettere,  ed.  cit.,  f.  29-30. 

(5)  V.  la  obra  citada  de  Ferorelli,  páginas  220-40. 

(6)  V.  Castaldo,  Storia,  ed.  Gravier,  pág.  66. 


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sitaban,  para  conservar  la  pureza  de  la  fe,  de  vigilancia  y  de  cas- 
tigos de  que  no  tenían  necesidad  los  italianos.  Por  eso  el  pueblo 
de  Ñapóles  se  opuso  constantemente,  y  violentamente  (con  el  tu- 
multo de  1510  y  con  el  más  grave  de  1549),  al  establecimiento 
de  la  Inquisición  española  en  su  país,  no  sólo  por  instinto  de  liber- 
tad, sino  por  dignidad  de  buenos  cristianos  (1). 

Hasta  los  libros  de  caballería  parece  que  destilaban  un  perfume 
poco  ortodoxo  y  poco  moral.  En  1572  se  pensó  en  llevar  al  índice 
toda  la  caterva  de  Amadises  y  de  Palmerines,  con  otros  libros  de 
amores,  sueños  y  vanidades.  Medio  siglo  después  el  prelado  Fon- 
tamini  descubría  una  cierta  conexión  entre  la  lectura  del  Amadís, 
la  corte  del  príncipe  de  Salerno  y  la  herejía  a  que  se  entregó  este 
último  (2). 

La  fama  de  la  incredulidad  española,  tan  generalizada  y  fir- 
memente creída  en  Italia  en  la  primera  mitad  del  siglo  xvi  (3), 
fué  cediendo  en  las  postrimerías  del  mismo  siglo.  «Siempre  los  es- 
pañoles tienen  en  la  cabeza  alguna  herejía»,  dice  un  personaje 
de  una  comedia  de  Dolce  (4),  lo  que  es  una  forma  atenuada  del 
juicio  precedente.  Luego  la  palabra  «marrano»  perdió  su  significa- 
do preciso,  quedando  convertida  en  simple  injuria  indeterminada. 


(1)  V.  Gctciakdixi,  Belaz.  di  Spagna,  pág.  283;  Tristano  Caracciolo,  De  inquisì- 
tione  epistola  (en  Opuse,  ed.  Gravier);  Tassilo,  Capitoli,  pág.  fi3;  T.  Tasso.  Il  Gonzaga 
o  vero  del  piacere  onesto.  Cfr.  AMABILE,  Il  Santo  Ufficio  dell'Inquisizione  in  napoli  (Citte 
di  Castello,  1892). 

(2)  Cfr.  un  memorial  dirigido  en  1572  al  cardenal  Sirleto  en  Ch.  Dejob,  Be  l'influen- 
ee  du  Concile  du  Trente  sur  la  littérature,  etc.  (París,  1884),  páginas  172-3,  Fontanini,  1.  c. 

(3)  He  aquí  un  proverbio  que  se  refiere  a  varios  pueblos.  «Alemán,  borracho;  fran- 
cés, disoluto,  y  español,  incrédulo  (en  la  comedia  de  Nic.  Carbone,  Gli  amorosi  inganni) , 
Napoli,  1559,  a.  V,  esc.  6. 

(4)  Il  ragazzo  (1541),  II,  3. 


XI 


ASPECTO    DE   LA  DOMINACIÓN   Y  DE   LA   POBLACIÓN 
ESPAÑOLAS    EN    ITALIA 


La  influencia  que  hemos  descrito  se  desarrollaba  en  los  años 
mismos  en  que  el  poder  militar  de  España  unía  al  dominio  de  las 
dos  islas  italianas,  que  poseía  secularmente  por  herencia  y  por  con- 
quista, gran  parte  del  continente  de  Italia,  estableciendo  en  las 
restantes  su  hegemonía  y  venciendo  en  una  serie  de  guerras  a  su 
rival  Francia.  La  primera  tierra  que  se  convirtió  en  posesión  espa- 
ñola fué  precisamente  aquel  reino  de  Ñapóles  que  había  sido  el 
primer  objetivo  de  la  codicia  francesa,  aquel  reino  que,  disputado 
entre  los  príncipes  de  Aragón  y  los  pretendientes  de  la  Casa  de 
Anjou,  estaba  ligado  por  lazos  familiares  y  dinásticos  con  el  pue- 
blo español,  cuya  suerte  estaba  dispuesto  a  seguir.  Y  aunque  en 
los  años  que  siguieron  inmediatamente  a  las  conquistas  del  Gran 
Capitán  se  advirtiesen  todavía  algunas  inseguridad  e  incertidum- 
bre — el  mismo  Gonzalo  fué  acusado  con  razón  o  sin  ella  de  que- 
rerse aprovechar  de  la  muerte  de  la  reina  Isabel  para  convertirse 
en  señor  absoluto  del  país  que  se  le  había  confiado,  hasta  que  pru- 
dentemente se  olvidó  de  sus  propósitos — ,  lo  cierto  es  que  no  sur 
gió  más  peligro  que  el  de  1528,  cuando  el  asedio  de  Lantrec  a  la 
ciudad,  última  vigorosa  y  directa  tentativa  de  los  franceses  para 
reconquistar  la  herencia  de  los  Anjou.  Vencido  el  peligro  no  sin 
grandes  dificultades,  fué  nombrado  virrey  Don  Pedro  de  Toledo, 
cuyo  largo  gobierno  sirvió  para  dar  definitivamente  a  Ñapóles  el 
carácter  de  una  provincia  española;  Toledo  fué  honrado  por  sus 
contemporáneos  con  el  título  de  «gran  virrey»  (1).  Ñapóles  forma- 


ti)   V.  su  vida  escrita  por  S.  Miccio,  en  Arch.  stor.  nap.,  s.  I,  voi.  IX,  pág.  '■ 


—  188  — 

ba  en  Italia  una  especie  de  cuartel  general  de  las  milicias  españo- 
las, que  en  Ñapóles  se  recogían  y  aprestaban  para  las  guerras  pe- 
ninsulares, en  cuyas  peripecias  se  enfrascaron  los  españoles  tan 
pronto  como  tomaron  aquella  ciudad.  En  1504  se  presentaba  en 
Ñapóles  al  Gran  Capitán  ima  Embajada  de  Pisa  «recomendándose 
a  su  ilustre  señoría  de  parte  del  Rey  Católico  de  España,  y  a  la 
que  mandó  un  gobernador,  Pedro  Ramírez,  y  seiscientos  infantes 
españoles  con  el  coronel  Núñez»  (1).  En  1509,  aprovechándose  de 
la  Liga  de  Cambray,  los  españoles  quitaron  a  los  venecianos  las 
tierras  que  poseían  en  las  Pullas.  Y  se  esparcieron  luego  por  toda 
Italia,  con  ocasión  de  la  Liga  Santa,  cuando  Pedro  Navarro,  famoso 
en  las  obras  de  minas,  asaltó  en  Bolonia,  que  en  febrero  de  1512 
fué  libertada  por  los  franceses  de  Gastón  de  Foix.  Y,  finalmente, 
se  reunieron  con  el  grueso  del  ejército  mandado  por  el  virrey  Car- 
dona, en  Ravenna,  donde  tuvo  lugar  el  11  de  abril  la  gran  batalla 
que  perdieron  los  españoles,  sin  que  los  franceses  recogieran  pro- 
vecho alguno  de  su  vistoria. 

En  aquella  de  Ravenna 
do  tanta  sangre  se  vido, 
tú  te  llevaste  el  sonido, 
nosotros  la  dicha  buena, 

decía  una  canción  musical  de  la  época,  que  resonó  largamente  en 
los  palacios  señoriles  de  España  y  de  Italia  y  en  la  que  se  re- 
cuerdan todos  los  reveses  de  los  galos  en  nuestro  país  (2).  En  efec- 
to, tornado  a  Ñapóles  el  ejército  de  Cardona,  marchó  al  desqviite 
en  los  últimos  días  de  mayo,  y  desde  1512  a  1515  operó  con  vici- 
situdes en  Toscana  y  en  Lombardia.  En  Lombardia  tornó  a  pre- 
sentarse en  1521,  y  después  de  haber  intentado  recuperar  a  Par- 
ma, repuso  en  el  ducado  de  Milán  a  Francisco  Sforza,  derivando 
hacia  Genova.  En  1524,  Pescara  y  Borbón,  derrotado  Bonnivet, 
atravesaron  el  Piamonte  y  se  internaron  en  la  Provenza.  Engro- 
sado el  ejército  con  otros  cuerpos,  el  25  de  febrero  del  año  siguiente 
ganaron  la  batalla  de  Pavía.  Durante  el  curso  de  estas  guerras,  el 
Milanesado,  dado,  vuelto  a  quitar  y  vuelto  a  dar  a  Sforza,  volvió, 


(1)  Passako,  Giornali,  pág.  143. 

(2)  De  Juan  Ponce,  en  Baebieki,  Cancionero  musical,  cit.,  núm.  342,  páginas  173-4. 


—  189  — 

a  la  muerte  de  éste,  en  1531,  a  la  dominación  española,  formando 
la  provincia  española  de  la  Italia  septentrional,  como  formaba  la 
meridional  la  del  reino  de  Ñapóles,  dirigida,  corno  ésta,  por  un 
gobernador.  A  todas  estas  conquistas  pusieron  el  sello  la  paz  de 
Crespy  de  1544  y  de  Cháteau  Cambrésis  de  1559.  Mientras,  el  pa- 
pado intentaba  con  Paulo  IV  alterar  la  hegemonía  establecida.  En 
Toscana,  al  duque  Alejandro,  que  era  un  juguete  en  manos  de  los 
españoles,  sucedía  Cosimo  de  Médicis,  que  ejercitó  con  firmeza  la 
política  de  los  Reyes  Católicos  y  al  que  los  españoles  le  ayudaban 
en  1555  para  la  adquisición  de  Siena.  Genova,  que  en  1514  había 
concluido  un  tratado  con  el  rey  Fernando,  fué  convertida  por 
Carlos  V  casi  en  estado  de  vasallaje  y  servidumbre,  coadyuvando 
siempre  con  la  mayor  lealtad  a  la  política  de  los  sucesores  de  éste, 
hasta  el  punto  de  que  los  italianos  la  injuriaban  con  el  título  de 
«meretriz  de  España»,  mientras  los  españoles  la  consideraban  como 
habilísima  usufructuaria  de  sus  fuerzas  económicas  (1).  Venecia 
había  perdido  en  la  Italia  continental  la  fuerza  que  todavía  sabía 
desplegar  en  los  principios  del  siglo  y  no  podía  oponerse  eficaz- 
mente a  la  nueva  potencia  extranjera,  como  tampoco  podía  opo- 
nerse el  duque  de  Saboya  y  medio  español  Manuel  Filiberto,  ven- 
cedor de  San  Quintín,  preocupado  solamente  de  reconstruir  y  sol- 
dar sus  estados  hereditarios. 

Convertida  Italia  en  tan  importante  campo  para  la  política  y 
los  ejércitos  de  España,  es  natural  conjeturar  que  en  ella,  y,  sobre 
todo  en  Ñapóles  por  las  razones  que  ya  hemos  apuntado,  guió, 
obró,  vivió  más  o  menos  largamente,  y  hasta  se  estableció  en  defi- 
nitiva, la  flor  y  nata  de  la  gente  de  España,  de  sus  guerreros,  de 
sus  políticos  y  de  sus  nobles.  Basta  hojear  las  historias  del  tiempo 
para  tener  ima  noción  general,  porque  no  podemos  distraernos  aquí 
ni  en  trazar  la  historia  de  la  política  española  en  Italia,  ni  de 
ilustrar  los  hechos  principales  de  los  españoles  venidos  a  nuestro 
país,  contribuyendo  con  indagaciones  hechas  en  los  archivos  y  en 
las  bibliotecas  de  Italia  a  las  biografías  compuestas  por  nuestros 
eruditos,  por  ser  esta  obra  de  carácter  monográfico.  Si  quisiéramos 
ver  como  por  un  agujero  aquella  sociedad  italo-española,  del  mis- 
mo modo  que  nos  hemos  valido  de  la  Question  de  amor  estudiando 


(1)  V.  Restosi,  Genova  nel  teatro  classico  di  Spagna  (Genova,  1912),  y  Ancora  di 
Genova  nel  teatro  classico  di  Spagna  (Ivi,  1913),  y  E.  MELE,  I  genovesi  descritti  dagli  spa' 
gnuoli,  en  Fanfulla  delle  Domenica,  XXXVII,  num.  23,  6  junio  1915. 


—  190  — 

los  elementos  de  la  sociedad  napolitana  en  1510,  repasaríamos  las 
poesías  de  Luis  Tansilo  (1)  para  la  generación  siguiente,  para  la 
época  de  la  empresa  de  Túnez,  para  la  sociedad  que  rodeó  a  Car- 
los V  en  su  viaje  a  la  Italia  meridional  y  durante  su  permanencia, 
y  que  fué  instrumento  por  un  lado  y  obstáculo  por  otro  a  la  polí- 
tica de  su  virrey  Toledo.  En  estas  poesías  aparecen  además  del 
virrey,  de  su  hijo  García  y  de  los  sobrinos,  el  marqués  del  Vasto, 
Alfonso  de  Avalos,  el  duque  de  Sesa  que  se  había  casado  con  la 
hija  del  Gran  Capitán  (2)  y  era  en  Ñapóles  como  su  vivo  recuerdo 
y  su  tradición,  hasta  el  punto  de  ser  celebrado  como  «el  digno  su- 
cesor del  Gran  Gonzalo»,  como  «el  Gonzalo  menor»,  y  luego  tantos 
y  tantos  otros  militares,  capitanes  de  la  guardia,  castellanos  y  co- 
mandantes de  regimientos  españoles  contra  los  turcos.  Y  encontra- 
remos también  a  Garcilaso  de  la  Vega  que  había  venido  por  primera 
vez  a  Italia  a  fines  de  1529,  acompañando  al  emperador  al  Congre- 
so de  Bolonia,  que  había  servido  en  la  campaña  de  1530  contra 
Bolonia,  y  que  después  de  unos  meses  de  destierro  en  una  isla  del 
Danubio,  había  acompañado  a  Toledo  en  Ñapóles,  en  1532,  en 
caüdad  de  leal  amigo  y  colaborador  de  este  virrey.  Aquí  estrechó 
relaciones  cordialísimas  con  literatos  del  país,  con  Tansilo,  con  Es- 
cipión  Capece,  con  Mario  Galeotte,  con  Seripando,  con  Minturno, 
con  Bernardo  Tasso,  Antonio  Telesio,  Gerónimo  Borgia  y  otros. 
Aquí  cantó  a  la  marquesa  de  Padula,  María  de  Cardona,  única 
hija  de  aquel  conde  de  Avellino,  que  hemos  visto  cortejar  a  Juana 
Villamarino,  hacerla  su  mujer  y  caer,  muy  joven,  en  la  batalla  de 
Ravenna: 

Ilustre  honor  del  nombre  de  Cardona, 

décima  moradora  del  Parnaso, 

que  aquí  compone  ima  oda  hablando  de  un  Galeota  enamorado 
de  una  Sanse verina  (3).  Y  de  Ñapóles  hizo  Garcilaso  un  nido  para 
su  corazón: 

Allí  mi  corazón  tuvo  su  nido 

un  tiempo  ya... 


(1)  V.  las  Liriche  en  la  ed.  del  Florentino,  y  los  Capitoli  en  la  de  Volpicene. 

(2)  La  duquesa  murió  en  Ñapóles  en  1535,  y  Mauro,  en  su  capítulo  a  Pedio  Carnes- 
secchi,  alude  al  buen  duque  de  Sesa...  cuando  medio  desesperado  llora  la  muerte  de  bu 
duquesa  (Opere  burlesche,  I,  248). 

(3)  A  la  flor  de  Guido,  como  se  llama  en  las  ediciones;  pero  debe  leerse  Nido,  la  casa 
de  los  Nido,  una  de  las  más  nobles  de  Ñapóles. 


—  191  — 

Y  después  de  haber  cumplimentado  varias  misiones  de  Toledo  para 
Carlos  V  y  de  haber  marchado  a  Barcelona  en  1533,  donde  volvió 
a  ver  al  amigo  Boscán,  teniendo  con  él  una  conversación  de  gran 
trascendencia  para  la  literatura  española  y  para  la  imitación  de 
la  italiana,  tomó  parte,  con  muchos  amigos  suyos,  en  la  empresa 
de  Túnez,  salvándole  la  vida  en  un  combate  el  napolitano  Fede- 
rico Carafa,  volviendo  a  Ñapóles  herido 

en  la  parte  que  la  diestra  mano 
gobierna,  y  en  aquella  que  declara 
el  conceto  del  alma... 

Siguió  luego  al  emperador  a  la  alta  Italia,  llevando  a  cabo 
otras  embajadas  con  los  Dorias  en  Genova  y  los  Leyvas  en  Milán, 
muriendo  de  heridas  que  recibió  junto  a  Fréjus  en  octubre  de 
1536  (1).  Tansilo,  que  tenía  el  cargo  de  continuo  con  el  virrey, 
aparece  también  como  amigo  y  familiar  de  literatos  como  Bos- 
cán (2),  de  magistrados  españoles,  Coli,  Marcial,  Minadoi,  Muñoz, 
Fonseca,  y  con  un  conjunto  de  damas  españolas,  no  sólo  de  las 
viejas  casas  ya  antiguas  en  el  reino,  sino  de  las  nuevas,  entre  las 
que  sobresalían  entonces  María  de  Aragón,  mujer  del  maiqué^  del 
Vasto;  la  hermana  Juana,  mujer  de  Ascanio  Colonna;  María  de 
Cardona,  que  acabamos  de  recordar;  Costanza  de  Avalos,  la  más 
joven,  mujer  de  Piccolimini,  duque  de  Amalfi;  las  dos  hermanas 
de  Leyva,  hijas  de  Antonio;  la  Concublet,  mujer  del  duque  de  Nó- 
cera;  Juana  Carlin,  mujer  de  Mario  Loffredo;  Luc/ecia  Borgia,  mu- 
jer del  marqués  de  Casfelvetere;  Mamia  Borja,  mujer  del  conde 
de  Rinari;  Victoria  Ayerbe,  mujer  de  un  Colonna  y  luego  de  un 
Mormile;  Isabel  Briseña,  que  se  había  casado  con  el  capitán  Gar- 
cía Manríquez,  y  otras  muchas  más  (3).  Nuevas  familias  españo- 
las se  ligaron  con  vínculos  matrimoniales  en  el  reino,  como  los 
Zuñí  cas  (Zúñigas),  Requeséns,  Reveitera,  Alarcón,  Leyva,  Tole- 


(1)  V.  la  biografía  que  escribió  de  Garcilaso  E.  Fernández  DE  Na  vaerete  (Madrid, 
1850)  y  la  carta  inédita  que  yo  publiqué  en  la  nota  Intorno  al  soggiorno  di  Gare,  de  la  Y.  iti 
Italia  (Napoli,  1894). 

(2)  E.  PÉRCOPO,  Giovanni  Boscán  e  Luigi  Tansillo  in  Ras.  erit.  d.  lett.  ital.,  (1915), 
página  193  y  siguientes. 

(3)  Sobre  esta  sociedad  femenina,  Croce-Ceci,  Lodi  di  dame  napolitane  del  secolo 
decimosesto  (dall'Amor  prisionero...  di  Mario  di  Leo)  con  note  storiche  (Napoli,  180-i) 


—  192  — 

do,  Borgia,  Quiñones,  Enriquez  y  otras.  Entre  los  españoles  que 
entonces  vivieron  en  Ñapóles  importa  no  olvidar  a  Juan  de  Val- 
dés,  que  vino  la  primera  vez  desde  Roma  en  los  últimos  días 
del  año  1532  o  en  los  primeros  de  1533  (1),  como  archivero  de  la 
ciudad,  que  ya  había  desempeñado  su  hermano  Alfonso,  muer- 
to por  entonces,  y  que  aquí  permaneció  hasta  su  muerte  ocurrida 
en  1541.  Valdés  suscitó  en  la  sociedad  que  frecuentaba,  que  era 
la  de  los  napolitanos  más  cultos,  el  interés  por  los  problemas 
religiosos  de  aquel  tiempo  y  la  aspiración  a  una  forma  de  cris- 
tianismo más  íntimo  e  intenso,  fundado  en  el  principio  de  la  jus- 
tificación por  la  fe.  De  Valdés  procede  todo  el  movimiento  na- 
politano de  la  Reforma,  entre  cuyos  adeptos  figuró  Isabel  Brise- 
ña,  obligada,  por  esta  razón,  a  huir  de  Italia.  De  muchos  de  sus 
escritos,  como  de  las  Ciento  diez  consideraciones,  por  ejemplo,  no 
quedan  más  que  traducciones  italianas  que  entonces  hicieron  sus 
amigos.  En  Ñapóles  compuso,  en  los  años  de  1534  a  1536,  el  céle- 
bre Prólogo  de  la  lengua,  del  que  son  interlocutores  dos  italianos  y 
dos  españoles  (2). 

Estos  brevísimos  trazos  son  insuficientes  para  describir  un  cua- 
dro general  de  los  españoles  en  Ñapóles,  y  menos  aún,  en  Italia 
en  la  primera  mitad  del  siglo  xvi.  Para  describir  éste,  convendría 
indagar  la  composición  de  la  sociedad  española  de  Roma,  muy  nu- 
merosa (3),  de  Lombardia,  de  Venecia,  de  otras  regiones  de  Italia 
que  dominaban  y  frecuentaban;  dar  noticia  de  los  españoles  eru- 
ditos y  literatos  que  estuvieron  en  relación  con  los  literatos  y  erudi- 
tos iltalianos;  de  los  italianos  que  viajaron  por  España  y  escribie- 
ran «obre  cosas  españolas  (4)  y  de  los  artistas  españoles  que  vi- 


(1)  Sobre  esta  fecha  loa  documentos  que  he  publicado  en  Arch.  stor.  nap. 
XXVIII,  151-3. 

(2)  Sobre  Valdés  en  Italia,  v.,  además  de  Caballero,  Juan  y  Alonso  de  Valdés  (Ma- 
drid, 1875),  Menéndez  y  Pelato,  Historia  de  los  heterodoxos  españoles,  II,  164-90,  y 
Amabile  II  Santo  ufficio,  cit. 

(3)  *Én  aquel  tiempo  no  había  dos  españoles  en  Roma,  y  agora  hay  tantos»  (Lozana 
andaluza,  I,  84-6).  Fray  Pablo  de  León,  en  su  Guía  del  cielo,  atacando  la  corrupción 
romana,  decía  que  la  Iglesia  estaba  completamente  llena  o  de  los  que  sirvieron  y  fueron 
criados  en  Roma,  o  de  obispos,  o  de  hijos,  o  de  parientes,  o  de  sobrinos,  etc.  (cit.  por  Me- 
néndez y  Pelayo,  Eist.  de  los  heter.,  II,  28-9).  Tansilo  (Capitoli,  pág.  148)  encarecien- 
do a  una  persona  rica  de  experiencia  de  la  vida,  dice  tcomo  hombre  que  nace  en  España 
y  envejece  en  Roma». 

(4)  Sobre  los  viajes  de  italianos  en  España,  v.  Farinelli  (además  de  su  Rassegne 
bibl.,  VII,  272-5),  en  Apuntes  sobre  viajes  y  viajeros  por  España  y  Portugal,  en  Rev.  crit. 
de  hist.  y  Ut.  esp.,  1898;  más  apuntes,  en  Revista  de  archivos,  bl.  y  museos,  1903,  y  las 
Aggiunte,  etc.,  en  los  Melanges  offerts  a  Picot  (1913). 


—  193  — 

nieron  a  estudiar  a  nuestra  tierra  (1).  Sobresaliente  y  llena  de 
significación  es  la  figura  de  Diego  Hurtado  de  Mendoza,  poeta  e 
historiador,  que  fué  embajador  en  Venecia  desde  1539  a  1547  y  en 
Roma  desde  1547  a  1555,  que  tomó  parte  en  el  Concilio  de  Trento 
y  figuró  como  gobernador  de  la  Toscana.  Del  trato  con  semejantes 
hombres,  políticos  y  amantes  de  las  letras,  surgió  el  elogio  que  era 
común  en  Italia  a  la  «prudencia»  de  los  españoles  (2),  a  su  sagaci- 
dad en  los  asuntos  de  Estado,  a  la  que  se  añadía,  por  regla  general, 
la  «lentitud»  o  «tardanza»  en  la  resolución.  Menos  laudable  cualidad, 
aunque  también  muy  característica,  era  la  «obstinación»  (3). 

Tansilo  creía  que  el  virrey  Toledo  era  perfecta  encarnación  de 
las  virtudes  políticas  españolas,  que  presentó  como  modelo  vivo 
para  todo  aquel  que  quisiera  estudiar  la  política  (4),  y  otra  vez 
dirigiéndose  a  él,  advertía  que  todas  las  cosas  «que  de  vos  nacen 
están  rodeadas  de  misterio  y  la  prudencia  guía  cuanto  decís  y 
cuanto  hacéis»  (5). 

Llena  de  peripecias  era  la  vida  de  los  españoles  que  venían  a 
Italia  «por  experimentar  su  ventura»,  como  decía  precisamente  uno 
de  ellos  en  una  comedia  (6).  Valga  como  ejemplo  la  vida  de  Juan 
de  Espinosa,  que  en  1580  publicaba  en  Milán  un  Diálogo  en  laude 
de  las  mujeres,  de  cuyo  autor  nos  suministra  abundantes  noticias 
un  amigo  (7).  Nacido  en  Belorado,  en  la  provincia  de  Burgos,  en 
Castilla,  Espinosa  era,  por  el  lado  de  la  madre,  pariente  del  coronel 
Cristóbal  Samudio,  que  en  agosto  de  1511  desembarcó  en  Ñapóles 
con  tres  mil  infantes  españoles  (8),  y  que  combatiendo  con  los  suyos 
en  Ravenna  murió  después  de  haber  realizado  mil  prodigios  de 
valor.  Del  muchacho  Espinosa  se  cuidó  el  capitán  Fernando  Alar- 
ci) Vicente  Juane3,  Francisco  de  Rivalta,  Luis  de  Vargas,  Tomás  Pelegret,  Pablo 
de  Céspedes,  Juan  de  las  Roelas,  Alonso  Berruguete.  Francisco  de  Holanda,  Gaspar  Be- 
cerra, Juan  Fernández  Navarrete,  llamado  el  Mudo  y  muchos  otros. 

(2)  i...  los  milaneses,  que  dan  a  conocer  la  abundancia;  los  franceses,  la  liberalidad; 
los  alemanes,  la  riqueza;  los  venecianos,  la  majestad  y  la  virtud;  los  españoles,  la  pruden- 
cia (Doni.  Le  zucca,  ed.  de  Venecia,  1597,  f.  27). 

(3)  «Es  más  obstinado  que  una  mula  española»  (Bektivoglio,  //  geloso,  acto  III); 
«como  español,  es  tardo  y  lento»  (Mauro,  Opere  buri.,  I,  230). 

(4)  «SI  yo  quiero  saber  cómo  se  gobiernan  un  reino  y  un  ejército,  aprender  lo  que  en 
103  libros  antiguos  se  enseña...  cómo  se  conduce  un  señor  discreto...  me  inspiraré  en  laa 
obras  de  Toledo,  etc.»,  Capitoli,  pág.  156. 

(5)  Capitoli,  pág.  285.  Cfr.  el  Vocab.  nap.  (ed.  Porcelli),  II,  75,  en  la  palabra  sara- 
cene «...  hombre  de  sagacidad  y  prudencia,  porque  no  de  otro  modo  eran  los  españoles 
que  venían  a  gobernarnos.» 

(G)     L'amor  costante,  II,  1. 

(7)  Advertencia  de  Jerónimo  Serrano  al  Diálogo  en  laudes  de  las  mu  ¡eres,  intitulado 
Ciiwpcenos,  Milán,  Tini,  1580). 

(8)  Passaro,  Giornali,  pág.  176. 

España  en  i.a  vida  italiana.  13 


—  194  — 

c('n.  compañero  de  armas  y  gran  amigo  ele  Samudio.  Educándole 
a  su  lado,  a  los  diez  y  siete  años  le  llevó  a  la  expedición  de  Túnez 
y  lo  quiso  entrañablemente  durante  toda  su  vida.  Muerto  Alarcón, 
Espinosa  fué  nombrado  secretario  de  su  yerno  Pedro  González  de 
Mendoza  y  lo  siguió  en  los  empleos  que  éste  desempeñó  en  Sicilia, 
en  la  Basilicata,  en  el  Piamonte;  y  muerto  Mendoza,   fué  nom- 
brado para  varias  misiones  en  Venecia  por  el  gobierno  español  y 
figuró  como  capitán  en  tierras  del  Milanesado,  en  los  Abruzzos  y  en 
el  valle  siciliano.  Y  no  conocemos  más  andanzas  y  correrías  de 
él  después  de  1580,  año  en  que  todavía  vive.  En  Italia,  tan  vasto 
canapo  encontraban  los  españoles  para  su  actividad  y  tan  rica  sa- 
tisfacción a  sus  gustos,  hasta  el  punto  de  no  saber  sapararse  de 
ella;  se  veían — al  decir  del  español  Urrea — «muchos  hombres  venir 
a  Italia,  que  cansados  de  las  cosas  de  ella,  vuelven  a  España  pen- 
sando que  en  su  patria  y  en  sus  cosas  deben  encontrar  vida  larga 
y  regalona,  y  apenas  vuelven  a  su  suelo,  y  comienzan  a  gustar 
del  contento  y  del  reposo,  o  mueren  o  tornan,  por  un  motivo  cual- 
quiera a  Italia»  (1).  Otras  veces  venían  los  españoles  de  paso  nada 
más  esperanzados  de  gozar  aún  mejor  fortuna  en  Flandes  o  en  el 
Nuevo  Mundo,  como  ocurrió  con  aquel  D.  Alonso   Enriquez   de 
Guzmán,  que  narró  su  vida  en  un  manuscrito  que  hoy  se  guarda 
en  la  Biblioteca  Nacional  de  Ñapóles  (2),  y  que  enfáticamente  se 
titula:  «Dios  sobre  todo.  Título  del  presente  libro  el  qual  fué  hecho 
por  un  cavallero  ymitando  al  César  Magno,  el  qual  cavallero  salió  de 
su  patria  por  las  del  mundo  partido  para  relias  y  adquirir  gloria  y 
fama  para  dexar  de  si  perpetua  memoria... »  Era — según  nos  cuenta 
con  la  característica  vanidad  española — natural  de  Sevilla,  hijo  de 
D.  García  Enriquez  de  Guzmán,  hijo  a  su  vez  del  conde  de  Gijón 
y  pariente,  por  este  lado,  del  rey  Enrique  de  Portugal.  Huérfano, 
vivió  con  su  madre,  Doña  Catalina  de  Guevara,  «muy  habladora, 
aunque  honrada  mujer  y  buena  cristiana».  Noble  de  linaje,  escaso 
de  medios,  sin  sustento  alguno,  afligido  por  su  pobreza  y  ganoso 
de  ser  rico,  se  decidió,  en  1518,  «a  buscar  sus  aventuras»,  cuando 
aún  apenas  contaba  diez  y  nueve  años  de  edad,  saliendo  de  Sevilla 
con  mi  caballo,  una  mula,  un  asno,  un  lecho  y  sesenta  ducados. 
Después  de  haber  tomado  parte  a  la  ventura  en  un  combate  en 

(1)  Diálogo  del  honor  militar,  cit.,  f.  1. 

(2)  Lleva  la  signatura  de  I.  É.  47  y  es  bastante  más  completo  que  el  manuscrito  de 
la  Biblioteca  Nacional  de  Madrid;  v.,  para  la  descripción,  A.  Mióla,  Notizie  di  tn»s.  vola- 
ntini delle  libi,  dì  Napoli  (Napoli,  1895),  páginas  61-66. 


—  195  — 

las  Gerbes  junto  a  Túnez,  llegó  «desnudo  de  roba  y  de  dinero  y 
vestido  de  presunción*  a  Ñapóles,  donde  tenía  muchas  relaciones 
y  sabía  que  valía  por  una  buena  recomendación  su  título  de  capi- 
tán eque  es  una  cosa  muy  honrada  en  Italia. ..d'Evi  Ñapóles,  cuando 
se  dirigía  a  una  hostería  de  la  Rúe  Catalana,  fué  reconocido  por 
un  criado  de  un  gentilhombre  de  su  tierra  llamado  D.  Alvaro 
Pérez  de  Guzmán,  que  estaba  con  el  virrey  y  que  había  llegado 
a  Ñapóles,  también  él,  con  más  honra  que  hacienda.  El  criado  dio 
cuenta  del  encuentro  al  marqués  de  Lucito,  muy  hospitalario  con 
los  forasteros,  y  principalmente  con  los  que  llevaban  el  apellido 
de  su  mujer  María  Enriquez.  Mientras  don  Alonso  estaba  en  su 
hostería  jugando  al  triunfo,  una  patrulla  de  gente,  furiosa,  entró 
dando  voces  para  arrestarlo,  y  él,  que  no  tenía  la  conciencia  muy 
limpia  por  haber  sido  rufián,  esto  es,  bravucón  y  guapo,  corrió 
a  una  ventana  para  tirarse  de  ella  y  escapar.  Entonces,  el  mar- 
qués de  Lucito,  que  estaba  al  frente  de  la  ronda,  se  dio  a  conocer 
diciéndole:  «Señor,  el  alguacil  que  os  viene  a  prender  soy  yo,  que  soy 
el  marqués  de  Luchito,  por  mandado  del  señor  don  Alvaro  Pérez  de 
Guzmán».  «Os  arresto— añadió — por  haber  cometido  la  mala  acción 
de  venir  a  esta  hostería  en  ima  ciudad  donde  tenéis  amigos  y  pa- 
rientes; la  cárcel  donde  os  arresto  es  mi  casa.»  En  esta  casa  seño- 
rial fué  obsequiad ísimo  por  el  marqués  y  por  la  marquesa,  descan- 
sando en  un  lecho  con  adornos  de  oro  y  terciopelo;  a  la  mañana 
siguiente  llegó  un  mercader  con  brocados  y  redes  de  todas  clases, 
haciéndose  un  sayo  y  una  capa.  Quedó  en  Ñapóles  sesenta  días  tan 
agradablemente,  y  cuando  marchó  contra  su  deseo,  sus  huéspedes 
le  dieron  vestidos  y  telas,  regalándole  además  cien  ducados,  con 
los  que  marchó  a  Roma,  donde  no  le  seguiremos,  como  tampoco 
le  seguiremos  al  Perú,  donde  encontró  su  fortuna,  por  lo  visto. 

Un  espectáculo  lamentable,  terrible  y  triste  a  la  vez,  ofrecía 
siempre  la  llegada  de  las  tropas  españolas,  con  aquellos  soldados  de 
reciente  alistamiento  que  se  llamaban  los  bisónos  y  que  los  italia- 
nos llamaban  también  i  bisogni  (los  necesitados)  porque,  en  ver- 
dad, era  gente  que  de  todo  carecía.  Bandello  alude  despectivamente 
a  «los  españoles  plebeyos  que  se  llaman  bisónos,  que  vienen  a  Italia 
con  las  abarcas»  (1)  como  pobres  aldeanos  que  eran,  arrancados  del 
arado.  Un  versificador  napolitano  describe  al  soldado  español,  sin 


(1)    Nov.,  IV,  25. 


—  196  — 

un  céntimo  en  el  bolsillo,  al  flanco  la  espada  que  no  puede  sacar 
de  la  vaina  por  lo  roñosa  que  está,  «mísero,  afligido  y  aburrido  de 
tan  áspero  y  continuo  ayuno •>  que  baja  de  la  galera  «con  semblante 
afligido,  de  la  color  de  la  cera»  (1).  En  mayo  de  1535 — escribe  un 
cronista — «las  naves  trajeron  tres  mil  soldados  nuevos  de  España, 
que  llaman  bisónos,  los  cuales,  por  haber  sufrido  mucho  durante  la 
travesía,  se  fueron  a  comer  y  a  beber  alegremente,  así  que  desem- 
barcaron, escapando  a  la  hora  de  pagar»  (2).  Los  españoles  recono- 
cían también  la  tremenda  miseria  de  sus  soldadescas,  que  eran 
«tropas  de  nueva  infanteria,  y  como  tal  débil,  achacosa  y  casi  desnu- 
da, que  a  tanto  padecer  en  tan  largo  viaje,  mal  pueden  resistir  tan 
manidos  despojos)).  De  dos  mil  soldados  que  llegaron  a  Ñapóles  a 
las  órdenes  de  Diego  Manrique  de  Aguano,  murieron  setecientos 
a  las  pocas  horas  de  haber  desembarcado.  Se  añadía  que  mostrán- 
dose «en  tan  mala  forma  por  los  naturales»  les  movían  a  desprecio 
«no  sólo  para  con  los  que  a  quien  miran  en  tan  vil  paño,  sino  también 
juntamente  para  con  los  demás  de  la  nación,  pareciéndoles  ser  todos 
(juicio  en  particular  proprisimo  de  los  vtdgares  y  de  una  morina 
condición  y  metal)»  (3). 

Además  de  las  soldadescas  regulares,  giraban  por  las  ciudades 
italianas,  particularmente  en  las  sujetas  a  la  corona  española,  indi- 
viduos que  se  decían  soldados,  que  iban  a  alistarse  o  que  estaban 
alistados  ya  y  a  punto  de  salir  para  la  guerra,  y  que  en  tanto 
sembraban  cuentos  y  burlas  a  todo  pasto  y  que  cometían  toda 
clase  de  desafueros;  les  llamaban  soldados  chorilleros,  o  churr Uleros, 
o  churrulleros.  ¿Por  qué  les  llamaban  así?  Había  en  Ñapóles  una 
famosa  hostería — todavía  ima  calle  lleva  su  nombre  e  indica  su 
emplazamiento — llamada  del  «Ceniglio».  En  esta  hostería — dice 
Della  Porta — «acudían  a  capítulo»  cuantos  pasaban  «el  día  roban- 
do bolsos  o  falseando  monedas,  escrituras  y  procesos,  y  las  noches 
dando  caza  a  las  capas  y  a  los  ferreruelos,  haciendo  centinela  pol- 
las calles,  para  asaltar  las  puertas  de  los  palacios  y  los  objetos  de 
las  tiendas,  que  tales  eran  sus  siete  artes  liberales»  (4).  La  fama 


(1)  Del  Tufo,  Rityatto  di  Napoli  ms.  de  la  Bib.  Nac.  de  Nap.,  sign.  XIII,  B.  93,  fo- 
lios 103-4. 

(2)  G.  Rosso,  Istoria,  pág.  55.  V.  un  despacho  del  8  de  marzo  de  1576  en  Arch.  stor. 
üal.,  s.  I,  voi.  IX,  pág.  212,  y  la  crónica  de  Zazzera,  pág.  531. 

(3)  Cristóbal  Suárez  de  Figueroa,  Posilipo,  Ratos  de  conversación  en  los  que  dura 
el  paseo  (Ñapóles,  por  Lázaro  Scoriggio,  1629),  páginas  290-1. 

(4)  L'astrologo,  III,  1,  11;  del  mismo,  Tabernaria,  III,  8;  Furiosa,  II,  1.  V.  el  Cakn- 
daio,  de  Brtjno,  III,  6  (ed.  Spampanato,  pág.  95). 


—  197  — 

de  esta  hostería,  que  fué  cantada  un  siglo  después  en  una  égloga 
napolitana  de  Basile  (1),  se  propagó  en  los  primeros  años  del  si- 
glo xvi,  fuera  de  Ñapóles,  por  el  que  llamaríamos  mundo  interna- 
cional de  la  picardía.  Delgado  señala,  entre  los  sitios  más  famosos, 
junto  al  Rialto  de  Venecia,  las  gradas  de  Sevilla  y  la  Sapienze  de 
Roma,  el  «Chorrillo  de  Ñapóles».  (2).  Así,  el  nombre  de  chorilleros 
se  dio  primeramente  a  los  que  pasaban  el  día  en  la  hostería  hablan- 
do de  milicia,  discutiendo  con  los  capitanes  acerca  de  condiciones 
y  de  pactos,  empinando  el  codo  y  de  francachela  eterna,  sin  irse 
jamás  a  la  guerra  y  sin  arriesgar  la  vida,  bien  vestidos  y  con  todo 
el  atuendo  de  los  hombres  de  honor  (3),  y  luego  a  la  hez  de  la  solda- 
desca, a  los  desertores  (4)  y  demás  morralla.  Y  el  vocablo,  que  pro- 
cedía de  un  nombre  local  de  Ñapóles,  pasó,  finalmente,  a  la  lengua 
española  con  el  significado  genérico  de  hablador  y  de  embrollón  (5). 
Descendiendo  ahora  bastantes  escalones  en  la  reseña  de  la  inmi- 
gración española,  no  dejaré  de  recordar  aquella  numerosa  legión 
de  mujeres  ávidas  de  vida  y  dispuestas  a  correr  aventuras  con  los 
hombres  de  su  país,  que  siguieron  la  ruta  marcada  ya  por  sus  ante- 
cesores a  la  Ñapóles  de  los  Aragoneses  y  a  la  Roma  de  los  Borgias. 
En  lo  que  se  refiere  a  Roma,  poseemos  un  libro  precioso  que  puede 
servirnos  de  eruía  en  esta  sociedad;  nos  referimos  a  la  ya  citada 


(1)  Talia  o  vero  lo  Cerriglio,  en  las  Muse  Napolitane  (Napoli,  1635).  Pero  hacia  la 
mitad  del  siglo  había  decaído  bastante,  según  nos  cuenta  un  humorista  español:  *Fuí  a 
visitar  la  taberna  principal  del  Chorrillo,  y  hállela  tan  diferente  y  en  tan  bajo  estado,  que 
llegué  a  dudar  si  era  aquélla  la  misma  que  ser  solía*  (E.  González,  Estebanillo  González, 
1652,  ed.  de  París,  1912,  páginas  217-18). 

(2)  Lozana  andaluza,  ed.  cit.,  II,  140. 

(3)  Así  lo  atestigua  Cristóbal  de  Vtllalón,  que  vino  a  Ñapóles  poco  después  de 
1550,  en  su  Viaje  a  Turquía  (en  el  voi.  Autobiografías  y  memorias,  Madrid,  1905),  en  el 
volumen  Autobiografías  y  memorias  de  la  Nueva  Bibl.  de  Aut.  Españoles,  pág.  91)  donde 
recuerda,  entre  otros  parajes  notables,  El  ChoRILLO.  «¿Es  de  ahí — pregunta  uno  de  los 
interlocutores — lo  que  llaman  soldados  chorilleros?»  Y  Villalón  contesta:  *Deso  mesmo; 
que  es  como  acá  llamáis  los  bodegones,  y  hay  muchos  galanes  que  no  quieren  poner  la  vida  al 
tablero,  sino  de  andarse  de  capitán  en  capitán  a  saver  quando  pagan  su  gente  para  pasar  una 
plaza  y  partir  con  ellos,  y  beber  y  borrachear  por  aquellos  bodegones;  y  si  los  topáis  en  la  calle 
tan  bien  vestidos  y  con  tanta  crianca,  os  harán  picar  pensando  que  son  hombres  de  bien».  Es, 
pues,  fantástica  la  etimología  vasca  que  propone  Julio  Cejador  (Franca),  La  lengua  de 
Cercantes  (Madrid,  1906),  II,  344-5. 

(4)  Para  esta  significación,  v.  Cristóbal  Suarez  de  figtjeroa,  El  pasajero'  (ed.de 
Madrid,  1963),  pág.  247.  A.  G.  de  Trtjenía  y  Mayo,  en  una  nota  a  su  edición  de  El  ca- 
samiento engañoso  y  El  coloquio  de  los  perros,  sostiene  que  la  palabra  equivale  siempre 
a  'soldados  desertores*  y  que  alejándose  luego  de  esta  primera  significación,  se  aplicaba 
a  los  ^borrachos,  habladores  y  charlatanes». 

(5)  V.,  para  el  empleo  de  esta  palabra,  Cervantes,  Don  Quijote,  II,  45;  en  Pedro 
de  ürdemalas,  jorn.  I;  en  el  Coloquio  de  los  perros  (ed.  cit.,  pág.  329  y  nota  cit.);  en  El  licen- 
ciado Vidriera  (ed.  de  Narciso  Alonso  Cortés,  Valladolid,  1916,  pág.  58);  en  el  interm.,  El 
rufián  viudo,  edición  de  Hazañas  y  la  Rúa,  Sevilla,  1906,  pág.  184.  V.  la  nota  que  cita  los 
pasajes  de  Delgado  y  de  Villalón.  También  encontramos  la  palabra  en  Qüevedo,  Las 
zahúrdas  de  Plut&n  (en  Los  sueños,  ed.  de  París,  Michaud,  sin  año,  III,  pág.  65). 


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Lozana  andaluza,  de  Francisco  Delicado  o  Delgado,  médico  y  lite- 
rato, que  vivió  en  Roma  de  1523  a  1527.  Vivían  entonces  en  Roma 
— escribe  Delgado  en  una  larga  enumeración  burlona — mujeres  de 
todos  los  rincones  de  España:  «Hay  españolas  castellanas,  vizcaínas, 
montañesas,  galicianas,  asturianas,  toledanas,  andaluzas,  granadinas, 
portuguesas,  navarras,  mallorquínas))  y  hasta  «putas  mozárabes  de 
Zocodover».  ¿Y  cómo  concurrían  en  tan  gran  número?  «Vienen  al 
sabor  y  al  olor:  de  Alemania  son  traídas  y  de  Francia  son  venidas, 
las  dueñas  de  España  vienen  en  rameaje,  y  las  de  Italia  con  carmaje». 
¿Y  cuáles  son  «las  más  buenas  en  bondad»,  entendiendo  por  bondad 
la  perfección  y  destreza  en  el  oficio  ?  «/  Oh,  las  españolas  son  las 
mejores  y  las  más  perfectas!».  Todavía  se  añade  esta  noticia  en  otra 
ocasión:  «Son  venidas  a  Roma  mil  españolas,  que  saben  hacer  de  sus 
manos  maravillas  y  no  tienen  un  pan  que  comer»  (1).  Además,  en 
los  Raggionamenti  del  Aretino  se  recuerdan  las  cortesanas  espa- 
ñolas en  Italia,  las  recuerda  Zappino  y  las  recuerda  Ademollo  (2). 
Una  de  las  heroínas  más  famosas,  Isabel  de  Luna,  figura  en  las 
narraciones  de  Bandello  (3). 

También  debiéramos  recordar  los  numerosos  judíos  españoles 
que  más  tiempo  permanecieron  en  Ñapóles,  de  donde  fueron  defi- 
nitivamente expulsados  en  1541  (4),  y  de  los  demás  que  permane- 
cieron confinados  en  Roma  en  la  judería,  donde  estaba  la  sinagoga 
de  los  castellanos  y  de  los  catalanes.  De  esta  judería  (o  ghetto  en 
italiano)  se  contaban  leyendas  espantosas.  ¿Quién  puede — dice  un 
personaje  del  drama  Amor  y  celos,  de  Tirso  de  Molina — contarme 
rápidamente  lo  que  me  ha  sucedido?  Y  el  obro,  el  romero,  responde: 

...   Una  redoma 
con  dos  diablos  encerrados, 
que  hay  demonios  redomados 
en  la  judería  de  Roma  (5). 


(1)  Lozana  andaluza,  ed.  cit.,  I,  138,  194-6,  200,  II,  204. 

(2)  Rag.  dello  Zappino,  pág.  239;  en  los  Rag.  del  Aretino  se  habla  de  una  española, 
llamada  Nlcolasa;  cfr.  Lettere  di  cortegiane  del  secolo  xvi,  ed.  Ferrai,  pág.  9,  n,  e  11.  Para 
algunas  prostitutas  residentes  en  Roma,  v.  el  capítulo  de  Coppetta  a  la  señora  Hortensia 
Greco,  en  Op.  buri.,  II,  50;  sobre  el  enamoramiento  de  una  española,  v.  Dolce,  capitulo 
a  Buonriccio,  ivi,  I,  389,  y  para  algo  semejante,  Mauro,  ivi,  I,  227.  Otras  noticias  recoge 
Farinelli  en  Ross,  bibl.,  VII,  285. 

(3)  Novelle,  II,  51,  IV,  17.  Cfr.  sobre  una  «Juana,  española»,  Ademollo  II  carnavale 
di  Roma,  cit.,  pág.  20. 

(4)  V.  Ferorellt,  obr.  cit.,  pág.  233  y  siguientes.  Disputas  con  judíos  de  Ñapóles 
tuvo  Guevara  en  1535;  v.  sus  Cartas  (Lettere),  trad.  ital.,  ed.  de  1611,  eilio  II,  pági- 
nas 184-9.  215-31. 

(5)  Amor  y  celos,  acto  II,  esc.  6. 


—  199  — 

Los  judíos  trataban  en  Roma  libremente  con  los  cristianos  y 
éstos  estaban  obligados  a  llevar  una  señal  roja;  sus  mujeres  anda- 
ban ordinariamente  «adobando  novias  y  vendiendo  solimán  labra- 
do y  aguas  por  la  cara»  (1).  Había  también  falsos  cristianos 
o  marranos  contra  los  que  procedía  la  Inquisición  (2),  dándose 
el  caso  de  perversiones  místico-eróticas  como  la  de  la  secta  de 
españoles  y  portugueses,  descubierta  y  castigada  con  la  hoguera 
en  1578  (3) 

Los  sentimientos  de  la  población  italiana  eran  muy  diversos, 
según  las  formas  o  los  representantes  de  las  formas  de  la  inmigra- 
ción italiana  con  los  que  estaban  en  contacto.  Y  si  los  guerreros 
y  caballeros  podían  admirar  la  proeza  y  el  espíritu  caballeresco  de 
sus  adversarios,  de  sus  vencedores  y  de  sus  hermanos  de  armas, 
los  políticos  loar  la  agudeza  de  los  diplomáticos  y  gobernadores 
que  enviaba  España,  el  pueblo  tenía  que  dolerse  y  sentir  rabia  y 
desdén  por  las  devastaciones  y  estragos,  a  los  que  asistía,  y  de  los 
cuales  era  víctima  en  sus  guerras  contra  los  españoles.  Bentivoglio 
en  sus  sátiras  narra  uno  de  estos  episodios  de  crueldad  (4). 

Y  Mauro  recuerda  los  saqueos,  cuando  «las  lanzas  de  los  espa- 
ñoles, con  ciertos  ladronzuelos  italianos,  saqueaban  incluso  a  los 
labradores»  (o).  Y  horrenda  memoria  quedó  en  las  gentes  de  las 
ferocidades  españolas  en  ciertos  asaltos  y  conquistas  de  fortalezas, 
como  en  el  saqueo  de  Prato  en  1512,  donde  entre  las  tropas  asal- 
tantes «había  no  pocos  moros  y  marranos  que  jamás  se  saciaban 
de  sangre».  Los  habitantes  de  la  mísera  Prato  que  pudieron  coger 
«fueron  muertos  por  aquellas  gentes,  que  les  daban  en  la  cabeza 
los  primeros  golpes».  Vn  rimador  se  lamentaba  de  que  «los  turcos 
infieles  eran  más  blandos  con  los  cristianos  que  los  españoles  en 
Prato.  Pero  no  eran  españoles,  sino  perros  rabiosos,  enemigos  de 
Cristo,  llenos  de  vicios  y  más  bestias  que  hombres».  Otro  contaba 
que  tenían  un  semblante  parecido  a  los  que  crucificaron  a  Cristo, 


(1)  Lozana  andaluza,  ed.  cit.,  I,  60. 

(2)  Por  ejemplo,  en  1513;  cfr.  Passaro,  Giornali,  pág.  187. 

(3)  Montaigne,  Journal  de  voyage  en  Italie,  ed.  D'Ancona,  páginas  291-3.  En  1571, 
en  la  catedral  de  Ñapóles,  hacían  pública  retractación  de  su  fe  doce  mujeres  catalanas, 
acusadas  de  vivir  secretamente  como  judías. 

(4)  Se  refiere  a  un  episodio  en  que  unos  españoles  robaron  a  un  pobre  aldeano,  que 
Iba  a  Florencia  en  su  burrito,  despojándole  del  miembro  viril,  v.  Le  satire  et  altre  rime 
piacevoli  (Venecia,  1550;  a  M.  Pietro  Antonio  Acciainoli). 

(5)  Maceo,  en  Opere  burlesche,  I,  253:  acerca  de  los  terribles  motines,  obr.  clt.» 
1,  287. 


—  200  — 

«con  barbas  descuidadas  y  horrendo  color»,  ásperos,  negros,  hórri* 
dos,  extraños,  perros  rabiosos  más  que  españoles»  (1). 

No  hablemos  del  saco  de  Roma  en  que  la  soldadesca,  a  porfía 
con  los  lanzichenecchi,  desvastaron,  quemaron  y  prostituyeron  la 
ciudad  eterna,  sede  del  vicario  de  Cristo,  entre  la  atónita  estupe- 
facción de  los  contemporáneos.  Y  aunque  surgiese  entonces  de 
distintos  sectores  una  voz  que  explicaba  y  justificaba  aquellos  ho- 
rrores como  castigo  divino  por  la  corrupción  de  la  corte  pontificia 
— tesis  que  sostuvo  Alfonso  de  Valdés  en  su  Diálogo  deLactan- 
cio  (2) — ,  y  a  la  que  Aretino  alude  sarcàsticamente  en  el  prólogo 
de  la  Cortigiana,  diciendo  que  Roma  «estaba  purgando  sus  pecados 
a  manos  de  los  españoles»  (3),  otro  sentimiento  de  índole  muy  dis- 
tinta se  abrió  pronto  camino,  sosteniendo  que  todos  los  que  habían 
tomado  parte  en  aquel  saqueo  acabarían  de  mala  muerte.  Confir- 
mación de  esto,  pareció  la  muerte  del  condestable  de  Borbón,  ase- 
sinado mientras  escalaba  las  murallas;  la  de  Hugo  de  Moneada, 
ahogado  en  el  mar  en  la  batalla  de  Orso;  la  de  Juan  Dorbina  en 
Spello,  y  la  del  príncipe  de  Orange  en  Gavinana.  Con  ocasión  de  la 
matanza  que  de  los  españolesh  izo  en  1539  en  Castelnuovo  el  cor- 
sario Barbarroja,  Sperono  Speroni  juzgaba  que  aquella  empresa 
había  sido  consecuencia  «no  de  las  fuerzas  turcas,  sino  del  juicio 
de  Dios,  el  cual,  vengándose  como  suele  de  un  enemigo  con  otro, 
dio  a  la  boca  de  estos  perros,  como  reliquia  de  su  era,  ciertos  inso- 
lentes españoles  que  habían  sobrevivido  a  la  peste  de  Roma,  por- 
que en  desprecio  de  la  religiún  cristiana  violaron  y  saquearon  sus 
iglesias  con  la  mayor  impiedad  (4). 

Menos  violentos,  pero  siempre  gravosos  y  pesados  para  los  pue- 
blos eran  aquellos  soldados  a  los  pueblos  en  tiempo  de  paz,  con 
los  llamados  «alojamientos»  en  las  ciudades  a  donde  iban  destina- 
dos; de  estos  vejámenes  y  opresiones  nos  traza  un  vivo  retrato 
Tansilo  cuando  en  1551  suplica  al  virrey  Toledo  que  libre  de  los 
tales  alojamientos  a  su  pueblo,  Venosa.  Venosa,  durante  veinticua- 


(1)  Tre  narrazioni  del  sacco  di  Prato  (1512),  en  Arch.  stor.  ital.,  s.  1, 1. 1, 1842. 

(2)  Contra  este  opúsculo  re  rebeló  Castiglione,  entonces  legado  pontificio  en  España; 
véase  Menéndez  y  Pelato,  Hist.  de  los  heterodoxos,  II,  111-28,  y  extractos  en  apend.  Ro- 
dríguez Villa,  obr.  y  1.  cit. 

(3)  «¿Dónde  sucedieron  tan  dulces  burlas?  En  Roma.  ¿No  la  veis  aquí?  ¿Esta  es 
Roma?  Misericordia.  |No  la  habría  reconocido  nunca!  Os  recuerdo  que  está  purgando  sus 
pecados  en  manos  de  los  españoles  y  es  bien  de  temer  que  no  le  sucedan  cosas  peores». 
Cír.  en  la  misma  comedia,  I,  23,  V,  15,  23. 

(4)  Orazione  contro  Barbarrosa,  en  Opere  (Venezie,  1740),  III,  245. 


—  201  — 

tro  años  venía  soportando  bien  una  compañía,  bien  dos  de  hombres 
de  armas  a  los  que  tenía  que  mantener.  Aquellos  soldados,  al  am- 
paro de  un  viejo  estatuto,  no  solamente  lo  compraban  todo  «franco 
de  fianza»,  sino  a  precio  inferior  al  del  mercado,  que  pagaban  o  no 
pagaban;  exentos  de  gabelas,  buscaban  gentes  que  se  entendieran 
con  los  mercaderes,  dejando  todo  el  peso  de  la  ley  sobre  las  espal- 
das del  débil.  Y  además,  los  celos.  «¡Cómo  martillan  los  celos  en 
los  pechos  de  los  villanos  que  van  al  campo  y  dejan  en  casa  una 
mujer  bonita!  ¡Y  cómo  temblaban  viendo  pasear  a  aquellos  solda- 
dos, sobre  todo  si  oyen  el  sonido  de  laúdes  o  de  guitarras  que  les 
suenan  a  muerte»!  (1). 

Los  alojamientos  eran  tan  costosos  que  a  las  veces  se  emplea- 
ban como  castigo  para  las  ciudades  indóciles  (2).  Ya  hemos  tenido 
ocasión  de  recordar  las  voces  buscare  y  aprovecciarsi  que  a  causa 
de  los  usos  y  costumbres  de  los  soldados  españoles  en  Italia  pasa- 
ron a  nuestro  vocabulario  (3).  Aquí  añadiremos  la  palabra  cappea- 
re,  que  quiere  decir  andar  de  ronda  por  la  noche  robando  la  capa 
a  los  campesinos,  haciéndose  proverbial  la  frase  de  «robar  la  capa 
de  noche  como  hacen  los  españoles»  (4).  ¡Y  no  sólo  la  capa!  «¿Es 
español  éste  que  se  acerca  a  vos?- — dice  en  la  comedia  (ñ)  el  paje 
a  su  amo,  y  éste  replica:  ¿Español?  ¡No  os  acerquéis  tanto!  Desde 
abí».  Y  en  otro  paraje:  «Dios  quiera  que  éste  no  nos  engañe  y  no 
ponga  los  ojos  en  ese  oro.  Conque  ¿español  y  fraile,  eh?»  Y  en  las 
Intrighi  d'amore:  «¡Ay!  Este  es  español  (6).  ¡Dudo  que  no  me  lleve 
el  chambergo  con  las  plumas!»  (7).  «Hasta  su  besar  la  mano  era 
interpretado  sarcàsticamente  como  un  modo  de  robar,  de  sacar  el 


(1)  Poetie  lìriche,  ed.  Fiorentino,  p.  VII  y  siguientes. 

(2)  Para  Marsela  y  Pennini,  Palmeki,  Storie  di  Sicilia  (Palermo,  1865),  pág.  384. 

(3)  Véase  pág.  154. 

(4)  Por  ejemplo,  L.  Domenichi,  Facezie  (ed.  de  1588),  páginas  322-3.  «Cada  noche 
lo  encuentro  a  capas  por  los  contomos  y  asesinando  en  las  carreteras»,  dice  Urrea  en  el 
Diálogo  cit.,  f.  60.  En  el  Arch.  stor.  ital.,  8. 1,  voi.  IX,  pág.  250,  desp.  de  Ñapóles,  5  Julio 
de  1605:  «Los  españoles  se  han  acostumbrado  a  capear  de  noche  y  desde  que  obscurece  no 
puede  uno  andar  seguro  por  la  ciudad».  V.  la  comedia  de  Porte,  La  fantesca,  IV,  6,  y  en 
la  de  Calderón,  Dar  tiempo  al  tiempo,  la  escena  en  que  cuatro  españoles  se  disponen  a 
capear.  A  propósito  de  la  capa,  VARCHI,  describiendo  el  modo  de  vestir  de  los  florentinos 
en  su  tiempo,  escribe:  «La  noche,  durante  la  cual  se  acostumbra  mucho  a  salir  en  Floren- 
cia, se  usan  en  la  cabeza  bonetes  y  a  la  espalda  capas,  llamadas  a  la  española,  porque  lle- 
van atrás  la  capucha,  que,  llevada  durante  el  día,  si  no  se  trata  de  un  soldado,  es  reputa- 
do como  timante  y  hombre  de  mala  vida».  (Storie  Fiorentina,  IX,  47.  ed.  Le  Mounier, 
volumen  II,  84). 

(5)  Raineri,  L'Attilia,  V,  6. 

(6)  Domenichi.  Le  due  cortigiane,  II,  3. 

(7)  Acto  IV,  esc.  13. 


—  202  — 

anillo  como  las  gitanas»  (1).  Españoles  y  napolitanos  que  pertene- 
cieron a  la  soldadesca  que  estuvo  de  guarnición  en  Siena,  estaban 
también  desacreditados  por  su  triste  vida  de  rapiña,  y  dos  de  ellos, 
que  se  jactan  de  sus  bellaquerías,  aparecen  en  una  narración  de 
Fortini  (2).  Ante  ciertas  espléndidas  apariencias,  seguidas  de  tris 
tes  efectos,  se  repitió  el  adagio  muy  generalizado  entonces:  «Espa- 
ña, sana  por  fuera  y  podrida  por  dentro»  (3). 

Es  de  suponer  que  fueran  frecuentes  las  algaradas  entre  espa- 
ñoles e  indígenas,  como  ocurrió  en  Ñapóles  durante  el  asedio  de 
Lautrec,  o  en  Ñapóles  también  cuando  llegaban  los  hambrientos 
bisónos.  En  cierta  ocasión,  por  ejemplo,  vinieron  a  las  manos  es- 
pañoles y  napolitanos,  con  muertos  de  una  y  otra  parte  y  gran 
escándalo  de  la  ciudad,  cosa  que  sirvió  de  disgusto  al  virrey  (To- 
ledo), que  no  pudo,  con  su  rigor  acostumbrado,  hacer  demostracio- 
nes de  castigo,  porque  no  logró  averiguar  de  parte  de  quién  estaba 
la  culpa,  si  de  los  soldados  o  de  los  napolitanos  (4).  En  otros 
casos  siguieron  terribles  venganzas  populares.  En  los  primeros 
encuentros  de  los  motines  de  1546,  «dentro  de  las  tabernas  del 
Chorrillo  diez  y  ocho  españoles  fueron  muertos  y  despedazados, 
y  tirados  a  la  calle  desde  las  ventanas;  en  la  plaza  de  la  Rúe  Ca- 
talana, y  en  las  casas  de  esta  calle,  fueron  muertos  muchos  viejos 
y  mujeres  españoles»  (5).  Tansilo  recuerda  los  horrores  de  dos 
años  antes  con  vivos  colores,  asegurando  «que  querían  despeda- 
zarse y  comerse  unos  a  otros»  (6). 

Por  otra  parte,  los  españoles  se  dolían  de  la  poca  autoridad 
que  se  daba  a  sus  soldados  en  las  ciudades  de  Italia  donde  iban  de 
guarnición.  «¿Por  qué  pensáis — dice  Urrea — que  están  tan  tran- 
quilos los  estados  del  Turco,  si  no  es  por  la  autoridad  que  tienen 
los  genízaros,  que  solamente  uno  de  ellos  hace  temblar  a  toda  la 
ciudad?  ¿Qué  valor  queréis  que  tenga  un  soldado  viéndose  poco 
estimado  y  ultrajado  por  el  villano  que  él  o  sus  antepasados  con- 
quistaron? Sé  bien  que  visteis  en  Trapani  y  en  otros  lugares  de 


(1)  Dovizi,  Calandria,  II,  7;  Cecchi,  Il  corredo,  III,  6;  Ammirato,  Delle  cerimonie, 
en  Opuse,  III,  354-5. 

(2)  Nov.,  II,  13.  En  L'idropica,  de  Guarini,  III,  10,  se  dice  que  la  cortesana  Corelte 
es  hija  de  «madre  española  y  de  padre  napolitano,  aleación  de  finísima  plata». 

(3)  Lo  recuerda  Trissino  en  la  Poética  (Venecia,  1563),  div.  VI,  pág.  34. 

(4)  G.  Rosso,  Istoria,  páginas  18  y  55. 
(ó)    Castaldo,  Istoria,  páginas  83-4. 
(8)     Capitoli,  ed.  cit.,  pág.  296. 


—  203  — 

Italia  asesinar  por  leves  motivos  a  treinta  o  a  cien  soldados,  y  que 
todo  lo  arreglaron  con  dinero,  pagando  con  sus  rentas  una  brizna 
de  las  deudas  del  rey,  siendo  perdonados  estos  pueblos  que  a  esa 
costa  se  aprestaban  a  realizar  daños  mayores;  de  estas  flaquezas 
que  dan  lugar  a  que  los  pueblos  estimen  poco  a  las  gentes  de  guerra, 
suelen  venir  escándalos  mayores»  (1).  Frecuentes  eran  también  las 
luchas  sangrientas  que  se  encendían  entre  las  soldadescas  italianas 
y  españolas  dentro  de  los  mismos  ejércitos  (2). 

En  estas  ocasiones,  al  grito  de  ¡España,  España!,  se  respondía 
por  el  adversario  con  el  de  ¡Italia,  Italia!,  siendo  insultados  los  es- 
pañoles con  más  furia  que  nunca  como  <<marranos»  (3)  y  ampliando 
el  sentimiento  de  odio  comprendía  a  todos  los  extranjeros,  espa- 
ñoles, alemanes,  suizos  y  franceses,  todos  igualmente — juzgaba 
Berni — «enemigos  de  la  sangre  italiana»  (4).  La  misma  extensión 
de  este  juicio  demuestra  que  no  tenía  nada  de  específico  contra 
los  españoles  como  tales  españoles,  en  el  fondo  más  soportables  y 
realmente  más  soportados  que  los  insolentes  y  mujeriegos  france- 
ses, y  más  estimados  que  no  los  hinchados  y  bárbaros  tudescos. 
Ese  juicio  expresaba  sencillamente  el  aborrecimiento  genérico  por 
el  invasor  extranjero,  aborrecimiento  que  se  encuentra  en  todos  los 
pueblos,  y  el  más  general  contra  los  agentes  fiscales  o  militares 
opresores,  fueran  nacionales  o  extranjeros.  España,  a  lo  sumo,  figu- 
raba en  primer  lugar,  porque  según  dice  Pedro  Nelli  en  un  dístico, 
era  la  dueña  de  aquella  edad  (5),  la  triunfadora,  dominadora  y 
vencedora. 

Si  ahora  nos  preguntásemos  si  este  triunfo  o  dominio  fué  un 
bien  o  un  mal,  tendríamos  que  responder  que  la  respuesta  fué 
dada  de  una  parte  por  la  nueva  conciencia  italiana  que  lo  consi- 
deró como  un  oprobio  y  como  una  abyección,  pero  que,  por  eso 
mismo,  esa  respuesta  ha  sido  ya  implícitamente  negada  por  la  his- 
toria, que  no  puede  juzgar  con  el  sentimiento  de  la  nueva  concien- 


(1)  Diálogo,  cit. ,  f.  155. 

(2)  V.  Giovio,  Vita  del  Pescara,  i.  186,  para  tina  terrible  y  sangrienta  colisión  que 
tuvo  lugar  en  Milán  con  motivo  de  los  alojamientos  durante  la  Liga  Santa;  A.  M.  Ban- 
dini,  Il  Bibbiena,  Livorno,  1758,  páginas  29-32,  para  otra  colisión  ocurrida  en  el  campo 
junto  a  Mondolfo,  durante  la  empresa  de  Urbino. 

(3)  «¿Cuándo  haremos  una  ensalada  con  estos  españoles  marranos?»,  grito  de  un 
campesino  que  refiere  una  crónica  napolitana  de  1585;  cfr.  Arch.  stor.  napol.,  I,  135. 

(4)  Opere  burlesche,  I,  79. 

(5)  V.  nSpagna,  spugna  déla  nostra  etate*,  Nelli,  Satire  (en  Selte  libri  di  satire),  de 
L.  Ariosto,  H.  Bentivogli,  etc.,  Veneri»,  1583, 1.  IV,  s.  VI,  f.  112. 


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eia  italiana  del  resurgimiento,  sino  que  debe  referirse  a  la  Italia 
del  Renacimiento.  Como  Italia,  por  razones  conocidas,  no  podía 
soldarse  entonces  en  un  estado  unitario  nacional;  como  las  vicisi- 
tudes de  transformación  de  Europa  no  la  permitían  vivir  como  en 
los  siglos  xiv  y  xv;  como  era  necesario  que  de  cualquier  modo  sa- 
liese del  municipalismo  de  la  tardía  Edad  Media  y  se  fuera  plas- 
mando en  la  forma  de  las  monarquías  modernas,  el  dominio  de 
España  fué  para  ella,  entonces,  el  mayor  mal  y  el  mayor  bien  al 
mismo  tiempo.  España  comenzó  a  recoger  sus  Estados  en  grandes 
masas;  España  ordenó  sus  fuerzas  con  alguna  medida  y  concurrió 
con  sus  milicias  a  defender  el  peligro  turco;  España  cortó  la  anar- 
quía de  la  vida  italiana,  la  limpió  de  los  turbulentos  varones  y  de 
los  señoríos  que  no  conocían  más  intereses  que  los  de  sus  casas, 
y  con  su  dominio,  con  su  hegemonía,  hasta  con  las  oposiciones  que 
suscitó,  fué  formando  y  preparando  a  los  italianos  ciertos  senti- 
mientos de  devoción  al  rey  y  al  Estado,  que  tuvieron  sus  conse- 
cuencias en  el  desarrollo  futuro,  político  y  civil.  Italianos  fueron 
y  a  Italia  sirvieron  aquellos  que  sirvieron  al  gobierno  español,  y 
esparcieron  su  sangre  en  todos  los  campos  de  Europa,  y  se  consi- 
deraron, no  como  traidores,  sino  como  leales  a  su  patria.  Es  verdad 
que  aun  entonces,  en  la  primera  mitad  del  siglo  xvi,  no  pocos  con- 
sideraban a  Italia  incompatible  con  España,  pero  eran,  o  vanos 
jeremías  del  tiempo  pasado,  de  «la  vida  que  se  llevaba  en  tiempo 
de  los  italianos,  y  no  de  los  franceses  y  de  los  españoles»  (1),  o 
utopistas,  y  casi  profetas,  como  el  gran  autor  de  la  exhortación 
para  librara  Italia  de  los  bárbaros,  Nicolás  Maquiavelo  (2),  o  par- 
tidarios retardarlos  de  Francia  contra  España,  dos  nombres  que 
perduraron  largamente  como  símbolo  de  opuestas  simpatías  políti- 
cas (3).  Los  momentos  que  parecían  más  propicios  para  libertar  a 


(1)  Aretino,  Ipocrito,  V,  10. 

(2)  V.  El  Príncipe,  trad.  esp.  de  José  Sánchez  Rojas,  voi.  953  de  la  «Colección  Uni- 
versal», Calpe,  cap.  26. 

(3)  El  contraste  se  dio  en  el  siglo  XVII,  como  pudo  verse  en  las  guerras  de  la  casa  de 
Saboya  y  en  los  partidos  que  se  formaron  en  Ñapóles  durante  la  revolución  de  1647  a 
1648;  en  el  Milanesado.  en  los  principios  de  aquel  siglo,  había  los  dos  bandos  de  españoles 
y  navarros;  «Navarros  nuestros»  eran  llamados  los  fautores  de  Francia  (cfr.  Arch.  stor. 
lomb.,  VI,  99-103).  En  el  Forastiero,  de  Capeccio  (1634)  se  habla  de  ciertos  napolitanos 
«que  se  reúnen  y  celebran  asambleas,  y  hablan  de  la  nación  francesa  con  un  afecto  inde- 
cible», y  de  uno  al  que  el  autor  oye  decir:  «Hermano,  tengo  el  cuello  en  el  pecho»  (página 
217).  El  vestir  a  la  francesa  o  a  la  española  era  profesión  de  afecto  por  uno  u  otro  bando; 
en  1628,  el  embajador  español  en  Turín  se  escandalizaba  viendo  vestido  a  la  francesa  al 
joven  príncipe  Francisco  de  Este  (Penero,  II  Conte  Fulvio  Testi,  Milano,  1865,  páginas 


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Italia  de  los  españoles  y  volverla  a  los  italianos,  como  el  memo- 
rable año  1526,  pasaron  sin  consecuencias  porque  Italia  carecía  de 
fuerza  moral  para  empresa  semejante.  Fallaron  miserablemente  las 
distintas  tentativas  posteriores  de  Burlamacchi  en  Toscana,  de  los 
Fieschi  en  Genova,  del  príncipe  de  Salerno  en  Ñapóles,  de  los  -pro- 
risciti  florentinos  en  Siena,  tentativas  que  se  apoyaron  en  la  ayuda 
de  Francia,  con  la  que  siempre  contó  el  papa  antiespañol  por  ex- 
celencia, Paulo  IV  (1).  El  cual,  invocando  la  libertad  de  Italia  (los 
extranjeros  que  estaban  fuera  de  Italia  y  la  ninguna  preponderan- 
cia de  un  Estado  italiano  sobre  otro)  se  lamentaba  «de  la  antigua 
armonía  de  esta  provincia  en  cuatro  partes,  la  Iglesia,  la  Serení- 
sima (Venecia),  el  Reino  de  Ñapóles  y  el  Estado  de  Milán»,  y  mal- 
decía las  almas  infelices  de  Alfonso  de  Aragón  y  de  Ludovico  Sforza 
que  «estropearon  tan  noble  instrumento  italiano».  Odiaba  particu- 
larmente a  España  porque  «de  la  experiencia  de  las  cosas  pasadas» 
deducía  «que  los  franceses  no  solían  ni  podían  detenerse  largamente 
en  Italia,  porque  la  nación  española  es  como  la  hiedra,  que  donde 
ataca  permanece»,  y  poseyendo  ya  tanta  parte  de  Italia,  «deseaba 
lo  demás»  (2).  Pero  la  hiedra  se  estaba  quieta  porque  era  vigorosa 
y  el  terreno  apto,  y  «la  antigua  armonía»  de  Italia,  la  lira  de  cua- 
tro cuerdas,  se  había  roto  y  pertenecía  al  pasado,  al  pasado  que 
no  vuelve. 


78-9);  entre  las  acusaciones  que  dirigió  Francisco  Carafa  al  duque  de  Nocera  en  1640  era 
de  «vestir  a  la  moda  francesa»  (Filamondo,  II  genio  bellicoso,  pág.  265);  v.,  para  casoa 
análogos,  Capeceiateo,  Annali,  pág.  127;  Mémoires  du  Conte  de  Modène,  pág.  55.  «Fran- 
ceses» y  «españoles»  llegaron  a  ser  hombres  de  partidos  locales  en  las  ciudades  italianas; 
cfr.  Montaigne,  Journal  du  voyage  en  Italie,  ed.  D'Ancona,  páginas  156-7.  «¿Quién  pue- 
de poner  de  acuerdo  a  Francia  con  España?  No  mezcles  a  España  con  Francia»,  son  pro- 
verbios (v.  PittrÉ,  Prov.  sic,  III,  142),  en  los  que  aparece  la  vieja  división  secular. 

(1)  Véase  Db  Leva,  Storie  di  Cario  V,  II,  329-33. 

(2)  Relación  de  Bernardo  Navagero.  ya  citada. 


CONCLUSIÓN 

XII 
LA  DECADENCIA  HISPANO  -  ITALIANA 

La  época  que  ahora  se  abre,  y  de  la  que  hemos  descrito  el  pe- 
ríodo de  los  albores,  se  reputa  como  una  de  las  más  infaustas  de 
la  historia  de  Italia,  época  comparable  en  cierto  modo  al  fin  de 
Roma  y  a  las  consecuencias  de  las  invasiones  bárbaras:  la  época 
que  va  desde  la  mitad  del  siglo  xvi  a  los  comienzos  del  xvni, 
desde  la  paz  de  Chàteau-Cambrésis  a  la  guerra  de  sucesión  de 
España,  en  que  faltó  en  Italia  toda  vida  política  y  todo  senti- 
miento nacional,  la  libertad  de  pensamiento  se  apagó,  empobreció 
la  cultura,  la  literatura  se  hizo  amanerada  y  vacua  y  cayeron  en 
el  barroquismo  la  arquitectura  y  las  artes  plásticas.  Se  consideró 
a  España  no  sólo  como  compañera,  sino  como  auxiliar  de  esta  de- 
cadencia, como  el  poder  ora  arcano,  ora  abierto,  que  llevó  a  cabo 
la  gran  ruina  y  formó  el  desierto  así  en  Italia  como  en  todas  par- 
tes. Y  su  pésima  influencia  se  acusó  en  todas  las  manifestaciones 
de  la  vida,  en  la  económica  y  moral  no  menos  eme  en  la  religiosa, 
intelectual  y  artística.  «El  despotismo  español  en  Italia — tomo  la 
cita  de  un  libro  reciente — no  sólo  destruyó  la  antigua  vitalidad 
económica,  sino  que,  penetrando  como  veneno  en  todo  el  organis- 
mo nacional,  corrompió  la  vida  del  país  en  sus  mismos  manantia- 
les, adulteró  su  espíritu  en  todas  sus  manifestaciones,  cambió  el 
antiguo  y  limpio  semblante  del  carácter  italiano.  Milicias,  oficios, 
instituciones,  usos,  opiniones,  vestidos  se  forjaron  a  la  española; 
al  amor  de  la  patria  sucedió  el  puntillo  de  honor;  a  las  batallas, 
los  duelos;  a  las  altas  ambiciones,  las  vanidades  mezquinas;  a  los 


—  208  — 

trabajos  industriales,  el  dolce  far  niente;  a  las  grandes  virtudes  y 
a  los  mismos  ocios,  fruto  de  una  gran  exuberancia  de  vida,  vicios, 
consecuencia  de  inacción  y  de  flojedad;  a  las  grandes  y  nobles  des- 
venturas nacionales,  desgracias  puramente  caseras  y  domésticas; 
a  las  noblezas  ilustres  por  las  grandes  hazañas,  una  nobleza  fas- 
tuosa con  títulos  vanos;  a  las  compañías  de  aventura,  primeras  y 
descompuestas  mih'cias  nacionales,  las  partidas  de  bandidos;  al  ser, 
el  parecer;  al  Estado,  la  corte.  La  familia  fué  corrompida  por  los 
fideicomises  y  por  los  dusinas;  la  religión  por  las  prácticas  exter- 
nas; el  sentimiento  y  la  educación  por  la  hipocresía;  las  relaciones 
por  los  títulos  y  por  el  sosiego;  fausto  y  resplandor  por  fuera,  mi- 
seria y  sordidez  por  dentro;  de  la  falsedad,  de  la  hinchazón  y  de 
la  degradación  morales  y  sociales  se  contagiaron  el  lenguaje,  las 
artes  y  las  letras»  (1). 

Cuadros  como  éste  de  cargadas  y  negras  tintas,  í'asgos  históri- 
cos como  el  que  aquí  transcribimos  preñados  de  características  ne- 
gativas, son,  como  ya  hemos  dicho,  poco  históricos  en  verdad,  por- 
que en  lugar  de  criterios  intrínsecos  a  los  hechos  adoptan  criterios 
extrínsecos — como  sería,  por  ejemplo,  el  de  ima  Italia  distinta, 
antigua  o  nueva,  del  pasado  o  del  porvenir,  porque  entre  ese  cri- 
terio y  los  hechos  hay  discrepancias,  porque  los  hechos,  en  lugar 
de  ser  comprendidos,  son  condenados,  y  las  características,  en  lu- 
gar de  tener  un  carácter  positivo,  lo  tienen  negativo.  Muy  otra  debe 
ser  la  misión  del  historiador,  del  verdadero  historiador  que  desea- 
mos a  Italia  para  nuestra  vida  de  los  siglos  xvi  y  xvn,  en  la  cual 
había  que  investigar  la  crisis  de  la  vieja  sociedad  italiana  y  la 
germinación,  lenta  o  escondida,  de  la  nueva,  lo  que  debe  recomen- 
darse en  todos  los  momentos  de  aquella  historia,  hasta  para  las 
vilipendiadas  costumbres  de  entonces,  hasta  para  la  tan  despre- 
ciable literatura  del  siglo  xvn  (2). 

Pero  el  que  quiera  comprender  las  calidades  y  las  razones  de 
lo  que  se  ha  dado  en  llamar  precisamente  decadencia  italiana — de- 
cadencia que  sólo  fué  verdaderamente  tal  en  ciertos  sectores  y  bajo 
ciertos  respectos — tiene  la  obligación  estrechísima  de  libertarse  del 
fantasma  de  una  España,  fuente  de  malicia  y  corruptora  de  una 


(1)  F.  P.  Cestaro,  Studi  storici  e  letterari,  Torino,  Roux,  1894,  páginas  65-6. 

(2)  Véase,  como  contribución  a  un  estudio  positivo  de  la  literatura  italiana  de  la 
época,  cuanto   he  dicho   en   mis  Saggi  sulla  letteratura  italiana  del  Seicento,  pref., 

p.  vn-xxin. 


—  209  — 

Italia  incorrupta,  porque  esta  concepción  es  lógicamente  absurda, 
ya  que  no  hay  ningún  influjo  ejercitable  donde  no  existe  espíritu 
dispuesto  a  elaborarlo  y  a  recogerlo,  dándole  pujanza  y  modifi- 
cándolo más  o  menos  extensamente.  Que  España  no  era  una  po- 
tencia maléfica  y  enemiga,  cosa  es  que  se  demuestra  con  la  con- 
ciencia de  los  contemporáneos,  ya  que,  por  regla  general,  no  sólo 
estaba  contenta,  sino  orgullosa  de  que  Italia  uniese  sus  destinos 
a  los  destinos  españoles.  Carlos  V,  el  emperador  que  pareció  revivir 
el  antiguo  sueño,  haciendo,  como  escribía  Tansilo,  que  repetía  la 
frase  sacramenta]  «un  solo  pastor  y  un  solo  rebaño»  (1)  en  el  mundo, 
fué  admirado  en  toda  Italia  como  señor  de  ella.  Testimonio  inge- 
nuo de  ello  nos  ofrece  las  palabras  que  casi  con  las  lágrimas  en  los 
ojos  escribía  en  cierta  crónica  un  burgués  napolitano:  «Sabio  y  be- 
nigno Emperador:  que  el  Señor  le  dé  tanta  felicidad  en  el  cielo 
como  poder  le  concedió  en  la  tierra.  ¡Con  cuánta  circunspección 
trató  siempre  todas  las  cosas!  Me  considero  como  el  hombre  más 
feliz  del  mundo  por  haber  nacido  en  su  época,  y  mucho  más,  por 
haberle  visto  tantas  veces  en  Ñapóles»  (2).  El  mismo  sentimiento 
recogieron  sus  herederos,  admirándose  en  Felipe  II  «la  grave  y  ve- 
nerable majestad  con  la  que,  moviendo  los  ánimos  a  reverencia, 
es  casi  como  un  ídolo  adorado  de  los  príncipes  y  señores,  y  con 
razón  se  muestra  como  Rey  y  conserva  dignamente  su  grandeza 
real»  (3).  En  el  reinado  de  Felipe  III,  las  gentes  se  complacen  de 
que  «Ñapóles  obedezca  hoy  al  mayor  Rey  y  Monarca  del  mundo, 
el  rey  de  Ñapóles  y  de  las  Españas,  de  la  Augustísima  Casa  de 
Austria;  descendiente  de  la  Familia  Julia,  del  gran  Julio  César, 
primer  Emperador  Romano»  (4).  Y  el  pueblo  cantaba:  «Casa  de 
Austria,  nombre  valeroso,  que  nunca  del  Turco  ofensas  sufrió»; 
atribuyéndola  de  paso  la  posesión  de  un  Crucifijo  prodigioso  y  de 
otros  talismanes  y  virtudes  recónditas  (5).  La  utilidad  de  la  unión 
de  los  italianos  con  los  españoles  fué  defendida  con  preferencia  a 
la  de  otros  pueblos  por  varios  políticos  de  aquel  entonces,  y  por 
el  mismo  Campanella,  que  había  conspirado  contra  España,  no 
por  la  independencia  italiana,  sino  por  su  utopía  de  una  república 


(1)  Canción  a  Carlos  V,  en  Poesie  liriche,  ed.  cit.,  pág.  90. 

(2)  Castaldo,  Istoria  cit.,  pág.  106. 

(3)  S.  Guazzo,  Civil  conversinone,  i.  131-2. 

(4)  F.  DE  Pietri,  Dell'  historia  napolitana  (Ñapóles,  1634),  pág.  50. 

(5)  CROCE,  Canti  politici  del  popol.  napolitano  (Ñapóles,  1892,  pág.  25).  V.  sobre  la 
reverencia  y  confianza  que  inspiraba  el  rey  de  España,  Castaro,  obr.  cit.,  páginas  58-9 

España  en  la  vida  italiana.  14 


—  210  — 

comunista,  de  una  ciudad  del  Sol,  utopía  que  trató  de  casar  con 
el  dominio  español  que  esperaba  se  extendiese  a  todo  el  mundo  (1). 
Motivo   de  vanagloria  fué  vestirse  a  la  española;    «españolizado 
— dice  Franciosini — es  el  que  se  comporta  según  el  estilo  y  las  cos- 
tumbres de  España,  no  pudiendo  menos  de  ser  un  gentilhombre»  (2). 
Se  hacían  viajes  a  España  para  conocer  la  gran  corte  de  Madrid  (3), 
y  para  aprender  los  modos  de  comportarse  y  de  correr  fácilmente 
el  camino  que  conducía  a  la  posesión  de  los  empleos  y  de  las  sine- 
curas (4).  Los  gentileshombres  italianos  se  alistaban  en  las  bande- 
ras del  rey  y  en  la  vida  militar  se  ilustraban  (5).  Los  soldados  na- 
politanos primero,  y  después  los  italianos  en  general,  tenían  por 
privilegio  de  Carlos  V  el  puesto  fijo  de  retaguardia  y  el  ala  iz- 
quierda de  la  vanguardia,  correspondiéndole  la  derecha  a  España 
como  nación  primogénita  (6).  La  noción  del  honor  a  la  española 
y  los  duelos  eran  señales  de  vigor  y  dignidad;  a  la  española  se  ves- 
tían los  hombres  y  las  mujeres,  estas  últimas  sumidas  en  la  igno- 
rancia y  apartadas  de  la  vida  social,  afirmándose  entre  alabanzas 
que  de  este  modo  se  mantenía  la  austeridad  en  la  familia  (7). 
LTna  curiosa  jerga  italoespañola  se  trocó  en  la  lengua  de  conver- 
sación de  señores  y  cortesanos  (8).  No  hay  que  hacer  demasiado 
caso  de  las  imprecaciones  que  se  oyen  de  vez  en  cuando  contra 
los  extranjeros  y  contra  los  españoles  en  particular,  que  más  que 
genéricas  son  perfectamentse  retóricas,  ni  que  sacar  de  su  terreno 
histórico  y  llevarla  más  allá  de  sus  fronteras  naturales  a  la  litera- 
tura antiespañola  que  acompañó  en  los  albores  del  siglo  xvn  a  la 


(1)  En  la  Monarchia  di  Spagna  y  en  los  Discorsi  ai  principi  italiani. 

(2)  En  su  Vocabolario  español  e  italiano  (1.»  ed.,  Roma,  pág.  1620),  v.  la  palabra 
españolado. 

(3)  Solo  Madrid  es  corte  y  el  cortesano  en  Madrid,  por  Alonso  NüSez  de  Castro, 
coronista  de  su  Majestad.  Tengo  delante  la  3.a  ed.,  de  Madrid,  1675.  Véase  sobre  la  corte 
de  Madrid  una  corta  de  Eugenio  de  Salazar,  escrita  sobre  1560,  en  Epistolario  español 
(Bib.  Rivadeneyra),  I,  283-6. 

(4)  V.  los  Ricordi  manuscritos  (que  se  encuentran  en  varias  bibliotecas  públicas  y 
privadas  de  Ñapóles)  del  jurisconsulto  Francesco  d'Andrea.  V.  F.  de  Fortis,  Gover- 
no político,  Ñapóles,  1755. 

(5)  El  libro  de  oro  de  sus  gustos  es  para  Ñapóles  la  obra  de  Ftlamondo,  II  genio 
bellicoso  di  Napoli,  memorie  istoriche  d'ala/ni  capitani  celebri  Napolitani,  c'han  militato 
per  la  Fede,  per  lo  Re,  per  la  Patria  (Napoli,  Parrino  e  Nuzi,  1694).  V.  Casignani,  Le 
truppe  napoletane  durante  la  guerra  dei  Trent'anni  (Firenze,  1888;  ext.  O  Rassegna  na- 
zionale) . 

(6)  FlLAMONDO,  obr.  cir.,  discurso  preliminar,  y  cfr.  I,  470,  222.  Un  Breve  discurso 
tobre  las  diferencias  que  hay  entre  las  naciones  española  y  napolitana  por  las  pretensiones 
de  la  vanguardia,  etc.,  escribió,  por  orden  de  Felipe  IV,  Fabrizio  de  Rossi  en  1663. 

(7)  De  singular  importancia  es  la  descripción  de  las  costumbres  napolitanas  escrita 
en  1703  por  Paolo  Mattia  Doria  (ed.  de  Schispe  en  Arch.  stor.  nap.,  XXIV,  25-84,  329-50. 

(8)  Véanse  ejemplos  recogidos  en  La  lingua  spaglinola  in  Italia,  páginas  55-8. 


—  211  — 

política  y  a  las  guerras  del  duque  de  Saboya,  ni  exagerar  la  im- 
portancia de  algún  antiespañol  profesional,  que  suscitaba  en  los 
españoles  no  solamente  desdén,  sino  estupefacción  en  su  enemis- 
tad, que  les  parecía  singular  e  irracional,  como  se  ve  en  el  soneto 
que  le  endilgó  Lope  de  Vega: 

Señores  Españoles,  ¿qué  le  hicistes 
Al  Bocalino  o  boca  del  infierno?  (1) 

Las  mismas  revueltas  que  estallaron  aquí  y  allá,  como  la  famo- 
sísima de  Ñapóles,  fueron  una  protesta  más  contra  las  medidas  fis- 
cales que  contra  los  españoles  y  lina  condenación  lo  mismo  de  la 
nobleza  indigna  que  del  mal  gobierno  del  virrey  y  de  los  goberna- 
dores. En  realidad,  y  sin  que  queramos  motejar  de  adulona  toda 
la  legión  de  escritos  en  prosa  y  en  verso  con  que  Italia  celebraba 
la  gloria  del  poder  español,  hay  que  reconocer  que  durante  aquel 
siglo  y  medio  no  hubo  en  nuestra  tierra  un  verdadero  odio  nacio- 
nal contra  España  y  contra  los  españoles,  y  que  su  pujanza  de- 
cayó y  desapareció  de  Italia  no  por  motivos  nacionales,  sino  inter- 
nacionales. Salvo  las  acostumbradas  referencias  retóricas  y  aisla- 
das, nadie  acusó  en  serio  a  España  de  insidiosa  y  de  corruptora 
del  pensamiento  y  tradición  italanos,  y  si  alguno  lanzó  esta  acu- 
sación, la  comentó  añadiendo  que  aquella  obra  deletérea  se  había 
realizado  con  un  cálculo  sutilísimo,  sin  descubrirla,  con  arte  infer- 
nal, tan  infernal  que  casi  podía  reputarse  inverosímil.  Las  famosas 
«máximas  de  España»,  sus  «secretos  de  Estado»,  en  los  que  los  mis- 
mos monarcas  españoles  y  sus  ministros  creían  hasta  el  punto  de 
celebrarlas  como  normas  de  conducta  que  habían  de  observarse 
rigorosamente  con  plena  seguridad  de  éxito,  eran  el  reflejo  de  vici- 
situdes y  contingencias  históricas,  convertidas  en  sagaces  aforis- 
mos empíricos. 

Tenemos  que  buscar  en  otra  parte  la  realidad  de  aquel  enton- 
ces, reconociendo  que  Italia  y  España  eran  entrambas,  a  la  sazón, 
pueblos  en  decadencia.  Afirmación  evidente  en  lo  que  dice  relación 
a  Italia,  porque  es  bien  sabido  que,  en  parte  por  retraso,  en  parte 
por  precocidad  y  rapidez  en  el  desarrollo,  no  había  podido  formarse 
políticamente  de  tal  modo  que  resistiera  las  compactas  monarquías 


(1)     Obras  no  dramáticas  en  prosa  y  verso  (Bibl.  Rivadeneyra,  XXXVIII),  pág.  891. 


—  212  — 

de  los  pueblos  vecinos  y  que,  al  mismo  tiempo,  por  el  cambio  de 
las  rutas  comerciales  del  mundo,  había  secado  las  fuentes  de  su 
prosperidad,  a  la  vez  que,  en  el  grado  de  cultura  a  que  había  lle- 
gado, carecía  de  aquel  espíritu  ético  necesario  a  los  nuevos  tiem- 
pos que  se  inauguraban  con  la  reforma  religiosa,  que  habían  de 
trocarse  después  en  la  religión  del  libre  pensamiento.  Y  España 
que  la  conquistaba  y  que  hacía  sentir  su  fuerza  política  y  guerre- 
ra en  toda  Europa,  si  tenía  del  Estado  moderno  la  unidad  monár- 
quica y  los  ejércitos,  era,  por  lo  demás,  demasiado  medieval  y  feu- 
dal en  su  composición  social,  y  carecía  de  aquella  preparación  y 
de  aquellas  virtudes  industriales  y  comerciales  indispensables  a 
la  conservación  del  poder  en  los  tiempos  modernos,  cosa  que  ad- 
vertían nuestros  curiosos  del  Renacimiento,  advirtiendo,  al  lado 
de  la  obstinada  ignorancia  de  los  españoles,  su  atraso  en  las  artes 
y  en  la  agricultura  (1),  como  notaron  después  la  rápida  despobla- 
ción del  país,  como  corolario  de  la  miseria,  de  la  emigración  y  de 
las  guerras  (2).  Y  medievales  eran  también  sus  ideas,  las  ideas  de 
que  se  nutren  los  pueblos,  su  religiosidad  que  era  superstición,  su 
sentimiento  monárquico  que  era  devoción  al  señor,  su  no  saber 
qué  hacer  con  la  ciencia  y  con  la  filosofía.  De  modo  que  cuando 
se  extendió  victoriosamente  sobre  Italia,  cuando  unió  a  sus  fuer- 
zas las  del  Imperio,  cuando  añadió  a  sus  dominios  del  viejo  mun- 
do los  del  mundo  nuevo,  no  entraba  en  un  período  de  creciente 
poderío,  sino  que  recogía  la  flor  y  el  fruto  de  su  civilización  gue- 
rrera y  caballeresca;  más  bien  que  iniciar  un  desarrollo,  debe  decir- 
se que  lo  cerraba.  Como  España  se  había  nutrido  de  la  lucha  con- 
tra los  infieles  e  Italia  llevaba  en  su  corazón  a  la  Iglesia  Católica, 
esta  potencia  internacional,  cuando  se  vio  amenazada  de  la  Re- 
forma, encontró  en  una  Hesperia  sus  armas  y  en  la  otra  los  me- 
dios de  cultura  para  constituir  la  alianza  reaccionaria  de  la  Euro- 
pa meridional  contra  la  septentrional,  a  la  cual  fué  pasando  poco 
a  poco  la  guía  del  mundo  moderno  y  que  representó  el  progreso 
en  toda  suerte  de  actividades  contra  la  regresión  y  la  decadencia 
hispanoitalianas. 

De  aquí  la  impropiedad  de  considerar  como  influencia  maléfica 


(1)  Por  ejemplo.  Guicciardini,  Relaz.  di  Spagna,  y  el  Viaggio,  de  Navagero,  ya 
citados. 

(2)  Por  ejemplo,  Campanella,  Monarchia  di  Spagna,  capítulos  XI  y  XX. 


—  213  — 

de  España  sobre  Italia  lo  que  fué  analogía  y  comunidad  de  proceso 
histórico,  durante  el  cual  ciertamente  España  donó,  pero  recibió 
también,  e  Italia  recibió  y  donó  a  su  vez,  igualmente.  Las  socieda- 
des libres  de  loa  ciudadanos,  las  academias  napolitanas,  por  ejem- 
plo, fueron  disueltas  por  Pedio  de  Toledo  y  durante  muchos  años 
prohibidas  rigorosamente;  pero  se  hacía  eso,  lo  mismo  en  Italia  que 
en  España,  por  una  parte  para  que  no  se  renovasen  las  viejas  con- 
juras de  nobles  y  de  barones  contra  el  poder  real,  y  por  otra  para 
que  no  se  cultivasen  las  novedades  religiosas — de  ambas  cosas  fue- 
ron culpables  o  al  menos  sospechosas  las  academias  napolitanas — , 
o  lo  que  es  igual,  para  obedecer  al  nuevo  ideal  monárquico  y  católi- 
co aceptado  en  Italia.  España,  en  lugar  de  enviar  a  Italia  como  en 
los  primeros  tiempos  guerreros  atrevidos  y  aventureros,  enviaba 
magistrados  expertos  en  el  arte  de  estrujar  a  los  pueblos  y  de  refre- 
narlos, o  con  atenciones,  o  con  blanduras,  o  con  gracias  (1);  pero 
Italia,  que  ya  no  era  campo  de  lucha  entre  sus  repúblicas  y  seño- 
rías, ni  de  pelea  entre  los  Estados  europeos,  la  Italia  amodorrada 
y  pacífica  no  merecía  otra  casta  de  gobernadores,  ni  de  distinta 
catadura  eran  casi  todos  bus  príncipes  indígenas  y  los  patricios  su- 
pervivientes de  sus  repúblicas.  España,  en  lugar  de  los  galantes  y 
a  las  veces  despreocupados  caballeros  del  Renacimiento  y  de  los 
gentiles  hombres  abiertos  a  la  cultura,  nos  mandaba  entonces  a 
Italia  a  sus  jesuítas  y  predicadores;  en  lugar  de  cancioneros  y  de 
libros  de  caballería  nos  inundaba  con  sus  libros  de  «conceptos  espi- 
rituales», y  en  lugar,  en  fin,  de  ofrecernos  las  especulaciones  atrevi- 
das y  a  veces  heréticas  de  sus  místicos,  nos  daba  la  nueva  escolás- 
tica de  los  Suárez  y  de  los  Marianas  y  la  flamante  casuística  de  los 
Medinas  y  de  los  Escobar.  Pero  de  todo  esto  era  el  alma  la  Iglesia 
Romana,  en  la  que  todos  los  italianos  consentían,  hasta  el  punto 
de  que,  aunque  en  Ñapóles  se  rechazó  siempre  por  razones  políticas 
la  inquisición  de  España,  aquí  quedaron  y  se  desarrollaron  otras 
formas  de  aquel  tribunal,  que  alimentaban  las  delaciones  y  las  au- 
toacusaciones por  escrúpulos  de  conciencia.  Bajo  la  dominación 
española  crecieron  en  las  ciudades  italianas  las  plebes  ociosas,  an- 
drajosas, con  sus  torpes  vicios  de  miseria.  La  lengua  española  pres- 


(1)  Acerca  del  favor  que,  contrariamente  a  Carlos  V,  sus  sucesores  dieron  al  elemen- 
to español  sobre  el  indígena,  v.  SuÁREZ  DE  FiGüEaoA,  Posilipo,  páginas  87-9;  BOTERO, 
Relazioni,  pág.  17.  Cfr.  también  Ranee,  Spanische  Monarchie,  páginas  125,  159. 


—  214  — 

tó  al  dialecto  napolitano  las  tres  palabras  que  quedaron  en  él  como 
típicas,  lazzaro,  guappo  y  camorrista  (1).  España  era  el  país  de  los 
andrajos,  y  si  Italia  hubiese  sido  más  rica  y  trabajadora,  hubiera 
sacudido  el  dominio  de  los  andrajos  españoles  como  hicieron  los 
Países  Bajos  (2).  España,  por  otra  parte,  dio  un  sentido  nacional 
al  lujo,  a  las  ambiciones  y  a  las  viejas  emulaciones,  gracias  a  sus 
ceremonias,  a  sus  grandes,  a  su  fausto,  a  su  modo  de  entender  la 
gravedad  y  la  dignidad,  orientando  la  vida  hacia  las  exterioridades 
y  destacando  la  forma  de  la  substancia  (3).  Hacia  las  exterioridades 
se  había  orientado  también  la  sociedad  italiana,  sin  ideales  patrió- 
ticos, con  un  comercio  pobre  y  gran  afición  al  ocio.  Lo  mismo  cabe 
decir  de  la  literatura  y  de  la  poesía,  reducida  a  la  única  inspiración 
de  la  sensualidad  y  al  juego  de  las  foimas  extrínsecas,  aprovechán- 
dose España  de  las  pastorelas  y  recetas  italianas,  como  se  ve  hasta 
en  ima  parte  de  la  obra  del  gran  Cervantes,  y  tomando  Italia  algu- 
nas invenciones  españolas  paia  su  uso  acerca  de  los  modos  de  dis- 
currir y  de  metaf orear  (4). 

Era  una  decadencia  que  se  sostenía  en  otia  decadencia,  y  si  el 
fantástico  Campanella  podía  hacerse  ilusiones  y  creer  a  principios 
del  siglo  xvn  en  una  España  dominadora  y  unificadora  del  mundo, 
pocos  decenios  después,  en  1641,  un  observador  más  práctico,  Ful- 
vio Festi,  revelaba  la  realidad  en  su  opinión  dirigida  al  duque  de 
Modena  a  propósito  de  la  rebelión  de  Portugal  que  juzgaba  «como 


(1)  Para  la  primera,  véase  la  demostración  en  mi  volumen  Aneddoti  e  profili  settecen- 
teschi (Palermo,  1915,  páginas  233-243).  Añadiré  que  en  el  Lazarillo  del  Tormes  (1554)  hay 
latería  y  lazerado  (ed.  de  Clásicos  castellanos,  Madrid,  1914,  páginas  95,  112,  135,  140, 
147,  201)  y  en  el  Vocabolario,  de  Las  Casas  (1570),  f.  209,  lazería  (miseria,  escasez)  y 
lacerado.  Para  guappo,  véase  una  crónica  del  siglo  xvn,  citada  por  Capasso  (La  famiglia 
del  Mesaniello,  Ñapóles,  1893,  pág.  60  n,  «guappo  a  la  española  y  smargiasso  en  napolita- 
no», y  A.  de  Castro,  Discurso  acerca  de  las  costumbres  de  los  españoles  (Madrid,  1891),  pá- 
ginas 76-8.  Camorrista,  del  juego  de  la  camorra  (en  árabe,  juego  de  azar),  v.  Capasso, 
1.  cit.;  y  procedía  de  la  costumbre  de  dirimir  autoritariamente  las  dudas  del  juego,  pre- 
valeciendo al  fin  la  autoridad,  como  ocurrió  con  aquel  hombre  sin  oficio  ni  beneficio  que 
Sancho  Panza  encontró  en  la  isla  de  Barataría,  y  a  quien  echó,  amenazándole  con  cas- 
tigo de  mayor  importancia  (Don  Quijote,  II,  49). 

(2)  El  mismo  Dorie,  que  todo  lo  atribuía  al  arte  político  de  los  españoles,  acaba  di- 
ciendo (Descriz.,  ya  citada,  pág.  66):  «Es  necesario  ver  si  la  sola  malicia  de  quien  ha  go- 
bernado este  reino  ha  sido  la  única  causa  de  tantos  vicios  y  si  no  ha  cooperado  también 
en  ello  la  maligna  influencia  del  clima.  Porque  la  malicia  española  no  explica  por  sí  sola 
el  extravío  de  los  flamencos.» 

(3)  Para  la  ruina  ocasionada  por  el  lujo  y  por  el  fasto  en  la  nobleza  napolitana,  véa- 
se G.  Rosso,  Istoria  cit.,  pág.  70,  y  para  el  siglo  siguiente,  Capecelatro,  Annali,  pági- 
na 75;  véase  un  ejemplo  de  aspiración  a  la  dignidad  de  grandeza  española,  pág.  153.  So- 
bre el  desprecio  a  las  profesiones  liberales  en  la  nobleza  napolitana,  v.  Tansillo,  Capitoli, 
página  5. 

(4)  Véanse  mis  citados  Saggi  sulla  letter.  ital.  del  Seicento,  pág.  161  y  siguientes,  189 
y  siguientes. 


—  215  — 

la  mayor  desgracia  que  pudiera  ocurrir  a  tan  gran  Monarquía». 
Porque — continuaba — rebelada  Cataluña  y  ahora  Portugal,  las  dos 
regiones  más  ricas  y  populosas  de  España,  «Castilla,  que  queda 
precisamente  en  el  medio,  y  las  demás  provincias,  con  la  excepción 
de  Andalucía,  están  no  solamente  exhaustas,  sino  desoladas».  De 
mal  en  peor  las  cosas  de  Alemania,  de  Flandes,  de  las  Indias  y  de 
la  misma  Italia,  donde  «el  Estado  de  Milán  está  destruido,  desolado 
el  reino  de  Ñapóles,  perdida  la  Sicilia»,  la  miseria  y  el  desmorona- 
miento acumulan  las  causas  de  alzamientos  próximos;  los  distintos 
Estados  italianos  desconfían,  titubean  o  son  francamente  hostiles. 
De  modo  que  las  consecuencias  que  pueden  derivarse  de  la  subleva- 
ción portuguesa  «son  tan  graneles  y  tan  importantes  que  no  se  me 
antoja  temerario  afirmar  que  puedan  dar  al  traste  con  la  tanto 
tiempo  combatida  y  desdo  hoy  vacilante  máquina  de  la  Monarquía 
de  España.  Sé  que  el  poder  del  Rey  Católico  es  vasto,  inmenso, 
infinito.  Pero  todos  los  reinos  y  tedas  las  dominaciones  tienen  sus 
períodos.  Mejores  fueron  las  monarquías  de  los  Medas,  de  los  Persas 
y  de  los  Macedonios  y  se  quebrantaron.  Mayor  fué  la  República  de 
Roma  y  acabó.  Mayor  el  Imperio  de  los  Césares,  y  cayó,  sin  em- 
bargo. No  es  cosa  de  detenerme  en  generalidades,  porque  estudian- 
do los  detalles,  abrigo  la  creencia  de  que  la  grandeza  austriaca  no 
está  muy  lejana  de  su  declinación»  (1).  Grito  que  era  precisamente, 
a  una  distancia  no  muy  remota — la  de  siglo  y  medio — el  contrario 
que  oímos  a  Galateo,  Venera  vostra  tempora,  Hispanif  En  efecto, 
pocos  años  después  los  tumultos  estallaron  por  todas  partes,  y  aun- 
que pudieron  reprimirse  con  bastante  dificultad,  declinó  la  poten- 
cia política  de  España  en  la  segunda,  mitad  de  siglo,  convirtiéndose 
en  una  débil  sombra  de  lo  que  antes  había  sido.  Los  ejércitos  espa- 
ñoles no  recibieron  el  esfuerzo  de  capitanes  y  de  regimientos  italia- 
nos como  tiempos  atrás,  teniendo  que  aguantar  la  poco  grata  com- 
pañía de  bandoleros  y  de  galeotes.  La  influencia  social  de  España 
también  disminuyó  rápidamente,  acabando  casi  completamente 
a  partir  de  1680;  las  modas  de  los  trajes  vinieron  de  Francia,  cesó 


(1)  Al  Duque  de  Modena,  desde  Castelnuovo  de  Garfasiana,  3  febrero  1641;  doc.  edit- 
por  Di  Castro,  Fulvio  Testi  e  le  corti  italiane  nella  prime  metà  del  xvn  secolo  (Milano- 
1875),  páginas  220-6.  TASSONI,  en  las  Filippiche  (ed.  de  Florencia,  1855,  pág.  72,  cfr.  92) 
decía  algo  semejante:  «Aquella  monarquía  que  fué  un  cuerpo  tan  robusto,  hoy  tubercu- 
loso por  la  larga  inacción  de  Italia  y  la  fiebre  ética  de  Flandes,  es  un  elefante  que  tiene 
el  alma  de  una  gallina,  una  luz  que  sorprende  pero  no  hiere,  un  gigante  que  tiene  los  bra- 
zos  sujetos  por  un  hilo.» 


—  216  — 

la  manía  de  los  duelos,  las  mujeres  comenzaron  a  participar  en  la 
vida  social  y  en  las  conversaciones  y  en  las  Academias  (1).  La  lite- 
ratura española  no  produjo  cosa  alguna  que  despertase  interés,  y  la 
lengua  española  fué  substituyéndose  poco  a  poco  por  la  francesa. 
Las  cosas  de  España  tomaron  entonces  un  aspecto  vacío,  hinchado, 
caricaturesco,  casi  ridículo;  se  inventó  la  palabra  «españolada»  en 
sentido  despreciativo  para  expresar  lo  que  antes  se  admiraba  y 
entonces  se  despreciaba,  el  falso  oropel,  las  ceremonias  fastidiosas, 
los  arabescos  literarios.  La  nueva  cultura  y  la  literatura  francesa 
protestaban  de  consuno  contra  el  nial  gusto  hispanoitaliano  y  los 
italianos,  defendiéndose  como  podían  de  la  acusación,  la  recogían 
y  la  aprovechaban  (2). 

Espero  que  algún  escritor  dibuje  y  pinte  en  sus  menudencias 
y  con  hondo  amor  a  la  verdad  el  cuadro  de  la  influencia  española 
en  Italia  desde  mediados  del  siglo  xvi  hasta  después  del  xvn,  per- 
siguiendo las  distintas  huellas  de  españolismo  que  sobrevivieron 
en  Italia  a  lo  largo  del  siglo  xviii.  Es  una  investigación  que  debe 
realizarse  porque  es  indispensable  para  la  historia  de  la  mueite  de 
la  vieja  Italia  y  de  la  génesis  de  la  nueva;  indispensable  a  la  misma 
hostoria  de  España  y  de  toda  la  Europa  meridional  y  católica.  El 
que  se  sujete  a  esta  investigación  no  querrá,  por  la  comunidad  y 
las  analogías  del  proceso  histórico,  perder  completamente  de  vista 
las  diversidades  que  persisten  en  los  dos  países.  Porque  en  aquel 
enflaquecimiento  de  la  vida  práctica,  en  aquel  desprecio  por  la  vida 
intelectual,  España,  que  había  sido  militarmente  tan  fuerte,  pudo 
largo  tiempo  vanagloriarse  de  sus  ejércitos,  sobre  todo  de  su  infan- 
tería y  de  sus  virtudes  y  tradiciones  militares.  Pueblo  de  heroica 
tradición,  logró  hacer  valer,  más  allá  de  la  segunda  mitad  del  si- 
glo xvn,  junto  a  su  literatura  cortesana  y  junto  a  ella,  la  pura  ins- 
piración popular  y  nacional,  que  tuvo  su  forma  definitiva  en  el 
gran  florecimiento  de  la  poesía  dramática.  En  cambio,  Italia,  a 
pesar  de  sus  frivolidades,  dejó  huella  alta  y  viril  en  la  historia  del 
pensamiento,  primero  con  los  grandes  filósofos  subditos  de  España, 
Bruno,  Campanella  y  Vico,  y  luego  en  la  ciencia  positiva  y  naturaj 


(1)  Léase  a  propósito  la  citada  descripción  de  Doria,  y  para  la  abolición  de  los  due- 
los, por  compañía,  el  albarán  o  empeño  tomado  en  1673  por  369  caballeros  de  la  nobleza 
napolitana,  que  yo  edité  en  Arch.  stor.  nap.,  XX,  543-58. 

(2)  Véanse  las  polémicas  entre  el  padre  Bonhours,  autor  de  la  Manière  de  bien  pen- 
ter,  y  los  literatos  italianos  (las  Considerazioni,  de  Oni,  etc.). 


—  217  — 

de  la  escuela  de  Galileo,  en  sus  juristas  y  jurisdiccionalistas — soste- 
nedores del  Estado  contra  la  Iglesia — ,  en  sus  técnicos  y  literatos 
que  se  desparramaron  por  el  extranjero,  mientras  daba  un  poema 
de  Tasso,  con  la  poesía  pastoril,  idílica  y  erótica,  con  la  obra  musi- 
cal, con  sus  escuelas  de  pintura,  escultura  y  decoración  del 
siglo  xvii,  la  última  forma  de  la  poesía  y  del  arte  del  Renaci- 
miento, lleno  de  atractivos  singulares  en  su  otoño,  y  surcado  por 
relámpagos  y  adivinaciones  del  futuro.  Y  la  fe  en  el  pensamiento, 
tan  tenaz  en  Italia,  le  hizo  posible  acoger  a  ella,  políticamente  do- 
minada, antes  que  a  su  dominadora,  la  corriente  nueva  de  cultu- 
ra, el  racionalismo,  que  llegaba  de  Fiancia,  y  desarrollar,  antes 
y  más  felizmente  que  España,  todas  las  consecuencias,  incluso  las 
prácticas  y  políticas,  reformistas  y  revolucionarias.  Y  mientras 
España  durante  el  siglo  xviii  yacía  como  exhausta  y  chocha,  Ita- 
lia resurgía  en  el  gobierno  de  los  Estados,  en  la  economía,  en  la 
ciencia,  en  la  literatura,  y  comenzaba  a  despertarse,  o  mejor  dicho, 
a  formarse  en  ella  en  virtud  del  pensamiento,  el  sentimiento  na- 
cional y  unitario,  que  no  fué  oprimido  durante  la  dominación  es- 
pañola porque  no  existía  en  la  realidad  entonces. 


FIN 


APÉNDICE 


UN  PASEO  POR  LA  ÑAPÓLES  ESPAÑOLA 

Para  mí,  que  me  gusta  callejear  y  soñar  por  las  viejas  calles  de 
Ñapóles,  entrar  en  sus  iglesias,  leer  los  epitafios  de  sus  tumbas  y 
contemplar  todos  los  demás  monumentos  de  la  ciudad,  constituye 
un  singular  placer  el  topar  con  los  vestigios,  aquí  y  allá  disemina- 
dos, del  pueblo  extranjero  que  por  tanto  tiempo  convivió  con  nos- 
otros, y  casi  llegar  a  oír,  a  través  de  las  piedras,  la  historia  que  aca- 
bo de  narraros.  Como  muchos  de  los  recuerdos  que  antaño  se  veían 
en  Ñapóles  de  personajes  y  de  cosas  de  España  se  han  destruido, 
dispersado  o  cambiado  de  lugar,  me  es  grato  completar  las  páginas 
del  libro  que  estoy  ahora  deshojando,  con  las  noticias  que  de  estos 
monumentos  nos  dan  sus  topógrafos,  los  conocedores  de  la  ciudad 
y  los  intérpretes  de  sus  epígrafes. 

Tal  vez  el  más  antiguo  vestigio  español  en  Ñapóles  era  la  iglesia 
de  San  Leonardo  in  insula  maris,  junto  a  la  plaza  de  Chiaia,  des- 
truida en  los  primeros  años  del  siglo  pasado,  para  formar  la  loggetta, 
que  a  su  vez  desapareció  para  formar  luego  la  calle  de  Caracciolo. 
La  iglesia  de  San  Leonardo  se  erigió,  según  la  tradición,  en  1208, 
por  un  maestro  Leonardo  de  Orio,  gentilhombre  castellano,  que 
había  hecho  voto  en  una  tempestad  que  le  sorprendió  en  el  mar  de 
edificar  una  casa  al  santo  de  su  nombre  en  el  mismo  paraje  donde, 
encomendándose  a  él,  había  logrado  su  salvación  (1).  Este  origen 
afortunado  podía  simbolizar  las  raras  y  accidentales  relaciones  que 
nuestro  país  tenía,  en  aquellos  remotos  tiempos,  con  el  de  España. 

No  tan  accidentales  son  los  recuerdos  de  los  catalanes  que  per- 


ii)   Véase  para  la  historia  de  la  Iglesia  la  revista  Napoli  nobilis,  1, 1892,  páginas  6-7 


—  220  — 

fenecieron  a  la  corte  del  rey  Roberto:  de  la  reina  Sancha  de  Ma- 
llorca, muerta  en  1345,  cuya  tumba  se  contemplaba  en  la  iglesia 
de  la  Croce  di  Palazzo  que  ella  fundó  (1);  de  Juan  de  Aya,  que  fué 
regente  de  la  corte  de  la  Vicaría,  consejero  y  familiar  del  rey,  que 
fundó  en  1330  la  pequeña  iglesia  de  Santa  Catalina  de  Celani  (2) 
de  los  Rhat  o  Larhat  de  Barcelona — Della  Ratta,  a  la  italiana — 
que  se  extinguieron  en  su  rama  primogénita  en  1511  con  Catalina 
de  la  Ratta,  condesa  de  Caserta,  de  la  que  se  conserva  en  la  iglesia 
de  las  monjas  de  San  Francisco  el  mausoleo — la  inscripción  men- 
ciona, entre  otros — a  su  antenado  Diego  de  la  Ratta,  gran  camar- 
lengo de  Roberto  (3),  cuyas  tumbas  de  la  rama  segundogénita  se 
guardan  en  la  iglesia  de  la  Anunziata  (4),  y,  en  fin,  de  los  Mayrada, 
a  los  que  se  refiere  una  lápida,  casi  destruida,  en  el  pavimento  de 
Santa  Clara:  Hic  iacet  nob.  vir.  Raymundus  de  Mayrade  catalanus 
claree  memorice  Regís  Roberti  (5),  uno  de  los  protegidos  y  corte- 
samos  del  rey  que  procuraron  a  éste  mejor  fama  de  ávido  y  ava- 
ro a  la  catalana.  Como  ya  hemos  dicho,  existe  todavía  la  calle  a 
que  dio  nombre  aquella  colonia,  la  Rúe  Catalana. 

Abundantísimos  son  los  monumentos  de  la  casa  aragonesa  de 
Ñapóles;  entre  ellos  sobresale  el  grandioso  arco  triunfal  de  Alfonso 
el  Magnánimo,  aún  incrustado  entre  dos  de  las  torres  de  Castel- 
nuovo  y  que  expresa  en  sus  líneas  y  en  sus  esculturas  la  unión  de 
la  potencia  militar  española  con  el  renacimiento  clásico  italiano. 
En  la  sacristía  de  Santo  Domingo  el  Mayor,  en  aquella  extraña 
superposición  de  cajas  fúnebres,  que  tiene  el  aire  de  una  tienda  o 
de  una  biblioteca  de  esqueletos,  está  el  sepulcro  vacío  que  contuvo 
el  cuerpo  del  Magnánimo — trasladado  a  España  en  1667 — y  los 
sepulcios  del  viejo  Ferrante,  del  rey  Ferrantino,  de  Juana  su  mu- 
jer, de  Isabel  de  Aragón,  duquesa  de  Milán,  y  de  algunos  descen- 
dientes o  pertenecientes  a  la  descendencia  real,  como  la  marquesa 
del  Vasto,  María  de  Aragón,  mujer  de  Alfonso  de  Avalos,  y  de  los 
Aragonés,  duques  de  Montalto.  En  el  coro  de  San  Pedro  Mártir 
están  sepultados  Pedro  de  Aragón,  hermano  de  Alfonso,  muerto 
en  el  asedio  de  Ñapóles  de  1439;  Isabel  de  Chiaromonte,  primera 


(1)  De  Stefano,  Descrizioni  dei  luogli  sacri  (Napoli,  1560),  f.  129-130;  D'Eür  ESIO, 
Napoli  sacra  (Napoli,  1693),  pág.  557. 

(2)  D'Engenio,  pág.  259. 

(3)  D'Engenio.  pág.  254. 

(4)  D'Engenio,  pág  414. 

(5)  D'Engenio,  pág.  250. 


—  221  — 

mujer  de  Ferrante  el  viejo,  y  la  hija  de  ambos,  Beatriz,  reina  de 
Hungría.  En  Monteoliveto,  aparte  de  las  tumbas  de  algunas  damas 
y  gentileshombres,  bastardos  de  la  casa,  hay  un  recuerdo  de  los 
monjes  al  bienhechor  del  convento  Alfonso  II,  muerto  en  Sicilia, 
lejos  de  Ñapóles,  como  lejos  de  Ñapóles  murieron  en  Francia  el 
rey  Federico  y  en  Valencia  el  hijo  Ferrante,  último  duque  de 
Calabria.  La  viuda  de  Ferrante,  la  «triste  reina»  Juana,  bermana 
de  Fernando  el  Católico,  fué  sepultada  en  Santa  Varía  la  Nueva 
y  ha  desaparecido  la  lápida  con  su  efigie  (1). 

También  se  han  perdido  las  huellas  del  pozo  de  Santa  Sofía, 
por  donde  penetraron  en  Ñapóles  los  soldados  de  Alfonso  (2)  y  de 
la  iglesia  de  Santa  María  de  la  Paz,  que  Alfonso  hizo  educar  en 
Campovecchio  en  memoria  del  asedio  (3);  muchos  de  sus  compa- 
ñeros en  la  conquista  y  en  el  gobierno  del  reino  duermen  en  esta 
tierra  que  hollaron  victoriosamente.  En  Monteoliveto  descansan 
el  sueño  eterno  los  Avalos,  Iñigo,  el  «conde  camarlengo»  (4),  el  pri- 
mer Alfonso,  marqués  del  Vasto,  el  «gran  paladín»  (5),  «el  mejor 
caballero  de  aquella  edad»  (6)  muerto  junto  a  Castelnuovo  comba- 
tiendo por  Ferrantino;  Iñigo  de  Guevara,  muerto  a  consecuencia 
de  las  heridas  que  le  fueron  causadas  en  Troia,  fué  sepultado  en 
Ariano  (7).  En  Monteoliveto  están  las  tumbas  de  los  Cabanilles  (8), 
de  los  Sanz  (9);  del  primero  de  éstos,  Arnaldo,  que  fué  durante 
muchos  años  castellano  de  Castelnuovo,  celebra  la  fidelidad  y  el 
epitafio,  porque  al  frente  de  aquel  castillo,  «asediado  por  tierra  y 
por  mar,  para  no  manchar  su  fe,  despreciando  los  peligros  de 
muerte,  no  vaciló  en  comer  las  torpes  carnes  de  mulos  y  de  perros, 
ni  le  hicieron  desviar  de  sus  propósitos  los  tormentos  y  amenazas 
que  se  emplearon  con  dos  hermanos  suyos  caídos  en  poder  del 
enemigo,  prevaleciendo  la  fortaieza  de  ánimo  sobre  los  vínculos  de 
la  sangre,  y  de  nuevo,  muerto  el  rey  Alfonso,  rechazó  los  ricos  ofre- 
cimientos que  le  fueron  hechos  para  que  dejase  de  guardar  fe  al 


(1)  Summonte,  Eistoria,  ed.  de  1675,  IV,  15-6;  DE  Lellis,  Agg.  al  D'Eugenio,  ms. 
Bibl.  Nac.  X,  B.  23,  f.  18-9. 

(2)  CROCE,  Leggende  napoletane  (Napoli,  1905),  páginas  32-42. 

■  (3)    MraiERi  Riccio,  en  Arch.  star.  nap.,  VI  (1881),  páginas  34,  248, 417;  cír.  Colüm- 
BO,  ivi,  X,  188-9  n. 

(4)  Passaro,  Oiorn.,  pág.  44. 

(5)  Passaeo,  obr.  cit.,  pág.  81. 

(6)  Orlando  Furioso,  XXXIII,  33. 

(7)  DE  Lellis,  Discorsi,  I,  66-9. 

(8)  D'Engenio,  pág.  512;  De  Lellis,  Aggiunte,  pág.  122. 

(9)  D'Engeiíio,  páginas  510-1. 


—  222  — 

ínclito  Fernando».  En  Santa  María  la  Nueva  están  las  tumbas  de 
Pa&casio  Díaz  Garlón,  conde  de  Alife,  y  de  algunos  miembros  de  la 
familia  Sisear  (1);  en  San  Severo  Mayor,  las  de  los  Bisbal  (2);  en 
Santa  Clara  y  en  el  Espíritu  Santo,  las  de  los  Na  ver  de  Aragón  (3); 
en  la  catedral  y  en  la  iglesia  de  los  Incurables,  las  de  los  Ayerbes  (4); 
en  San  Pedro  Mártir,  la  de  Jaime  Torres,  honrada  con  un  epitafio 
de  Pontano  (5);  en  Monteoliveto,  la  de  Galcerán  Martín  de  Valen- 
cia, consejero  del  rey  Fernando  (6);  en  Sant'Angelo,  la  de  García 
de  Vera,  tesorero  del  mismo  rey  (7);  en  Santo  Domingo  el  Mayor, 
la  tumba  del  caballero  mallorquín  Juan  Poó,  virrey  de  Sessa  y 
comandante  en  tierra  y  ar  de  los  dos  Fernandos  (8);  en  San  Lo- 
renzo hay  un  recuerdo  de  los  Pérez  (9),  y  en  Santo  Domingo  de 
la  Blanime  de  Barcelona,  que  hemos  citado  en  este  volumen  (10). 
La  lápida  de  Mariela  Minutólo,  muerta  en  1430,  que  se  lee  en  San- 
ta Bárbara  de  Castelnuovo,  nos  traslada  a  tiempos  anteriores  a  la 
conquista  de  Ñapóles,  aludiendo  a  su  marido,  Egidio  Sasizera,  vi- 
rrey de  Alfonso,  rey  de  Aragón  y  de  Sicilia  (11). 

Nos  encontramos  a  continuación  con  los  capitanes  y  guerreros 
de  la  conquista  española,  entre  los  cuales  conviene  recordar  muy 
especialmente  la  ruda  figura  soldadesca  de  Pedro  Navarro,  nacido 
en  Navarra  de  gente  humilde,  que  fué  primero  marinero,  que  vino 
después  a  Italia  en  busca  de  fortuna  como  palafrenero  del  cardenal 
Juan  de  Aragón,  adscribiéndose  posteriormente  a  las  milicias  flo- 
rentinas del  capitán  Pedro  del  Monte,  con  el  cual  tomó  parte  en  la 
guerra  de  la  Lunigiana.  Volvió  al  mar  y  se  dio  al  corso,  hasta  que 
apareció  en  la  segunda  expedición  de  Gonzalo  de  Córdoba  como 
capitán  de  infantes.  Distinguióse  notablemente  por  su  invención 
o  especialidad  de  las  minas  en  los  asaltos,  adquiriendo  de  esta  laya 
Castel  D'Uovo,  aterrándose  la  guarnición  francesa  que  vio  por 
«aquella  milagrosa  maquinación  alzarse  por  los  aires  los  bastiones 
de  la  isla  que  descansaban  en  los  escollos  y  temblar,  abrirse  y  rom  - 


(1)  D'Engenio,  pág.  492;  cfr.  De  Lellis,  Discorsi,  I,  285-6. 

(2)  DE  Lellis,  Agg.,  pág.  371. 

(3)  De  Lellis,  Aggiunte,  pág.  147;  D'Eugenio,  páginas  252,  519. 

(4)  D'ENGENIO,  páginas  33,  188,  192. 

(5)  D'ENGENIO,  pág.  460.  V.  pág.  52-3. 

(6)  D'Engenio,  pág.  506. 

(7)  D'Engenio,  pág.  79. 

(8)  D'Engenio,  pág.  278. 

(9)  De  Stefano,  f.  138. 

(10)  De  Stefano,  f.  117;  D'Eugenio,  pág.  272.  Véase  pág.  59. 

(11)  D'Engenio,  pág.  477;  v.  la  revista  Napoli,  nobiliss.,  II,  119. 


—  223  — 

perse  todas  las  cosas  en  la  furia  de  las  llamas  con  la  ruina  de  mu- 
chas personas»  (  1  ).  En  Castel  D'Uovo  se  conserva  todavía  memoria 
de  aquellos  estallidos  de  minas,  porque  en  1693  el  virrey  conde  de 
Santo  Stefano,  llevando  a  él  las  aguas  potables,  no  supo  defenderse 
de  la  atracción  de  contraponer,  según  el  epígrafe  que  se  lee  en  la 
fuente,  la  abundancia  de  las  aguas  a  los  torrentes  de  fuego,  que  un 
tiempo  desencadenó  por  allí  el  viejo   guerrero  español  (2).    Este 
hombre  de  las  minas,  este  diabólico  dueño  y  señor  del  fuego,  con 
su  aspecto  aldeano  de  traje  y  de  semblante,  gordo,  de  escasa  esta- 
tura, paseó  por  Italia  su  invento,  y  cuando  el  Rey  Católico,  que  lo 
había  hecho  conde,  le  envió  a  las  costas  de  Africa,  llegaron  simul- 
táneamente las  nuevas  de  sus  victorias  y  Europa  entera  esperó  que 
el  poder  español  sabría  librarlo  para  siempre  del  peligro  turco.  Pero 
de  mal  en  peor  aquella  expedición  y  vuelto  a  Italia  Navarro  como 
jefe  de  la  infantería  española,  a  él  se  le  echó  la  culpa  de  la  derrota 
de  Ravenna  por  haber  dado  la  batalla  en  un  momento  desfavorable 
y  por  no  haber  sabido  romper  la  resistencia  de  la  infantería  alema- 
na. Prisionero  en  aquella  triste  jornada  de  los  franceses,  se  cerró 
así  el  período  espléndido  y  afortunado  de  sus  gestas  militares.  Con- 
ducido en  rehenes  a  Francia  sin  que  fuera  rescatado  por  el  Rey 
Católico,  el  grosero  y  violento  soldado  montó  en  ira  de  tal  suerte 
que  se  pasó  al  servicio  del  enemigo,  combatiendo  bajo  sus  bande- 
ras durante  los  años  siguientes.  Prisionero  por  primera  vez  de  los 
españoles  en  1522,  fué  recibido  por  Pescara  «con  singular  humani- 
dad», no  como  enemigo,  «por  respeto  a  la  gloria  de  su  virtud  tantas 
veces  reconocida»  (3^  y  después  de  haber  estado  tres  años  en  la  pri- 
sión de  Castelnuovo,  fué  libertado  en  un  cambio  de  prisioneros. 
En  la  nueva  guerra  de  Lautrec  se  dejó  sorprender  en  A  versa,  vol- 
viendo a  la  prisión  en  el  mismo  castillo,  donde  murió  o  fué  asesi- 
nado, que  no  se  sabe  bien  del  todo.  El  sobrino  del  Gran  Capitán, 
duque  de  Sesa.  varios  años  después,  sintiendo  generosa  indulgen- 
cia y  reverencia  por  aquella  descarriada  gloria  española,  hizo  tras- 
ladar los  restos  de  Navarro  desde  la  iglesia  del  castillo,  donde  se 
guardaban  sin  honor  alguno,  en  su  capilla  de  Santa  María  la  Nueva, 
la  capilla  del  Gran  Capitán,  junto  al  cuerpo  de  Lautrec,  muerto 
durante  el  asedio,  haciendo  que  Aníbal  Caccavello  esculpiese  am- 


(1)  Palabras  de  Giono,  Elogi,  trad.  Domenichi,  f.  226-9,  elogio  de  Navarro. 

(2)  Celano,  ed.  Chiarini,  IV,  530-1. 

(3)  Giovio,  Vita  del  Pescara,  i.  204. 


_  224  — 

bas  tumbas,  y  encargando  las  inscripciones  a  Pablo  Giovio,  que  ce- 
lebró en  la  de  Navarro  la  prceclara  virtus  vel  in  hoste  admirabilis  (1). 

En  la  iglesia  de  Piedigrotta  una  lápida  recuerda  a  Núñez  Do- 
campo  de  Zaragoza,  muerto  en  1506,  amigo  y  compañero  del  Gran 
Capitán,  el  mismo  que  en  mayo  de  1504  se  hacía  entregar  la  espada 
de  manos  de  César  Borgia,  declarándole  prisionero  del  rey  de  Es- 
paña. Fué  Núñez  Castellano  de  Castelnuovo  muy  querido  de  nues- 
tros humanistas  por  su  amor  a  la  cultura  italiana  (2).  Allí  están 
también  las  tumbas  de  los  Cardonas,  y  la  de  Bernardo  Villamarino, 
conde  de  Cappaccio  y  lugarteniente  general  del  reino,  muerto  en 
1516  (3).  Raimundo  de  Cardona,  virrey  de  Ñapóles  y  general  en 
Ravenna,  está  sepultado  en  la  pequeña  iglesia  de  Monserrat;  los 
Blanc  de  Barcelona,  el  primero  de  los  cuales,  Francisco,  siguió  la 
expedición  de  los  Cardona,  en  la  iglesia  de  Santo  Domingo  (4);  el 
virrey  Carlos  de  Lannoy,  en  la  capilla  de  la  familia  que  está  en 
Monteoliveto;  Isabel  de  Cardona,  mujer  de  Villamarino,  en  la  igle- 
sia de  San  Sebastián,  e  Isabel  de  Recasens,  mujer  de  Cardona,  en 
la  Anunziata  (5). 

En  la  sacristía  de  Santo  Domingo  se  conservan  la  caja  funera- 
ria y  la  espada  del  marqués  de  Pescara,  Fernando  de  Avalos,  ven- 
cedor de  Pavía;  en  Santiago,  la  capilla  de  los  Alarcón  (6),  y  en  la 
iglesia  de  Piedigrotta  recordamos  el  monumento  que  ya  no  existe 
en  ella  y  que  se  levantó  a  la  memoria  de  Juan  de  Urbina,  el  más 
valiente  capitán  de  los  infantes  españoles  de  su  época,  que,  des- 
pués de  haber  servido  largo  tiempo  en  Italia,  de  haber  tomado  par- 
te en  el  asalto  de  Roma  de  1527  y  en  la  toma  del  castillo  de  Sant' 
Angelo,  murió  de  heridas  recibidas  durante  el  asalto  de  Spello  en 
1529,  cuando  la  expedición  del  príncipe  de  Orange  (7).  El  monu- 
mento de  bronce,  erigido  por  Rodrigo  Ripalta,  fué  fundido  para 
servicios  de  guerra,  y  rehecho  en  mármol,  desapareciendo  tam- 
bién el  mármol  del  todo  (8). 


(1)  V.  sobre  esta  tumba,  Napoli  Nobiliss.,  v,  179-80;  cfr.  Giovio,  Lettere,  f.  51. 

(2)  V.  en  este  voi.  pág.  112;  cfr.  D'Engenio,  pág.  661;  Iriarte,   César  Borgia,  II, 
209,  228-9. 

(3)  D'Engenio,  pág.  660;  Paesino,  Teatro  dei  Viceré,  I, 139. 

(4)  D'Engenio,  pág.  287. 

(5)  De  Stefano,  f.  178,  48;  D'Eugenio,  pág.  410. 

(6)  Véase,  para  las  demás  tumbas  de  los  Alarcones,  D'EUGENIO,  pág.  553. 

(7)  V.  Guicciardini,  Storie  d'Italie,  1.  XIX,  y  Giovio,  Historia  (ed.  de  Basilea,  1575) 
II,  112-13. 

(8)  De  Stefano  fol.  82-3;  D'Eugenio,  pág.  661 . 


—  225  — 

Pero  detengámonos  en  la  iglesia  de  Santiago  de  los  Españoles, 
debida  al  virrey  Pedro  de  Toledo,  que  para  levantarla,  además 
de  contribuir  con  su  peculio  personal  y  con  limosnas  de  distinta 
procedencia,  creó  una  tasa  especial  sobre  la  soldadesca  española, 
compró  el  solar  e  hizo  edificar  la  iglesia  en  1540  al  arquitecto  Fer- 
nando Manlio  (1).  Detrás  del  altar  mayor  está  el  mausuleo  que  el 
mismo  virrey  se  hizo  esculpir  en  vida  por  Juan  de  Nola  (2),  colo- 
cado en  su  sitio  definitivo  por  su  hijo  García  en  1570,  y  que  no 
contiene  el  cuerpo  de  su  fundador,  que  murió  y  fué  sepultado  en 
Florencia  (3).  Es  un  gran  sarcófago  cuadrado,  imitación  del  de 
Francisco  I  en  Saint -Denis,  que  surge  de  un  basamento  también 
cuadrado,  y  cuyos  rellanos  están  adornados  de  frisos  y  figuras  em- 
blemáticas. En  la  cara  anterior  está  el  epígrafe,  con  los  escudos  de 
los  Alvarez  de  Toledo  y  de  los  Pimentel  Ossino;  en  las  otras  tres 
caras,  bajorrelieves  representando  el  primero  la  expedición  de  1538 
contra  los  turcos  que  habían  saqueado  Ugento  y  Castro  (4),  otro 
la  de  las  aguas  de  Baia  contra  el  corsasio  Barbarroja,  y  el  tercero, 
por  la  cara  posterior,  la  entrada  de  Carlos  V  en  Ñapóles  en  1535. 
Sobre  el  sarcófago,  así  decorado  y  circundado  de  las  cuatro  Vir- 
tudes, están  arrodilladas  las  estatuas  de  Don  Pedro,  armado  y 
grave,  y  de  su  esposa  Doña  María  Pimentel,  que  lee  devotamente 
un  libro  de  oraciones. 

Fué  Toledo,  como  hemos  dicho,  quien  con  firme  y  hábil  polí- 
tica redujo  ei  reino  de  Ñapóles  a  una  provincia  española,  refre- 
nando los  barones,  reprimiendo  la  herejía,  tratando  hasta  de  in- 
troducir en  él  la  Inquisición.  Este  país,  que  había  sido  casi  una 
carga  para  Fernando  el  Católico,  se  trocó  después  en  una  renta 
abundante  y  copiosa  para  sus  sucesores  (5).  Toledo  amplió  y  her- 
moseó la  ciudad  de  Ñapóles,  cuya  calle  principal  lleva  todavía 
su  nombre,  dando  principio  a  grandes  obras  que  remataron,  con 
gran  sentido  de  la  magnificencia,  otros  virreyes  españoles  que  no 
podemos  enumerar  aquí,  porque  sería  tanto  como  trazar  la  his- 
toria topográfica  y  edificia  de  Ñapóles  a  lo  largo  de  dos  siglos  (6). 
Calle  de  Medina  se  llama  hoy  mismo — -aunque  la  fuente  se  haya 


(1)  Ceiano,  ed.  cit.,  IV,  377;  cfr.  Capasso,  en  Arch.  stor.  anpol.,  XV,  631. 

(2)  Tansulo,  Poesie  liriche,  ed.  cit.,  pág.  12;  cfr.  pág.  7. 

(3)  Arch.  stor.  üal.,  s. 1,  voi.  IX,  pág.  86. 

(4)  Cfr.  Tansillo,  obr.  cit.,  pág.  10. 

(5)  V.  Remo-NT,  Die  Carata  von  Maddaloni,  I,  49-50. 

(6)  Las  enumera,  por  lo  demás,  PABRrxo  en  su  citado  Teatro  dei  Viceré. 
España  eh  t.a  vida  italiana.  15 


—  226  — 

trasladado  a  Rettifilo — la  que  va  desde  el  Municipio  a  San  José; 
Puerta  de  Medina,  del  mismo  virrey,  duque  de  Medina  de  las  To- 
rres, al  paraje  donde,  hasta  1860,  se  alzaba  una  puerta  de  la  ciu- 
dad; Puerta  de  Alba,  que  llevaba  el  nombre  de  Antonio  Alvarez 
de  Toledo,  duque  de  Alba  de  Tormes,  a  la  puerta  que  hoy  vemos 
junto  a  la  plaza  del  Dante,  y  Puerta  del  conde  duque  de  Olivares, 
a  la  que  mandó  abrir  el  virrey  de  este  título,  Enrique  de  Guzmán, 
junto  a  Mantracchio.  Otros  nombres  se  han  olvidado  ya,  como  el 
de  la  calle  de  Rivera  o  de  Alcalá,  llamada  hoy  de  Monteoliveto, 
abierta  por  el  virrey  de  este  título;  la  calle  de  Medinaceli,  en  el 
paseo  con  arbolado  de  Chiaia,  que  estaba  donde  hoy  está  la  Villa, 
debido  al  virrey  Luis  de  la  Cerda,  duque  de  Medinaceli;  el  puente 
de  Monterrey,  hoy  puente  de  Chiaia,  construido  por  el  virrey, 
conde  de  este  título;  calle  de  Guzmán  en  la  bajada  del  Gigante; 
calle  de  Girón,  en  recuerdo  del  duque  de  Osuna,  Pedro  Girón,  que 
hoy  se  llama  de  San  Antonio  Abad. 

La  población  española,  desde  mediados  del  siglo  xvi  en  ade- 
lante, habitaba  generalmente  las  casas  sitas  a  lo  largo  de  la  calle 
de  Toledo,  y  en  el  barrio  limítrofe  que  se  llamaba  de  los  Celsos 
que  fué  regalado  por  sus  dueños  a  los  que  levantasen  casa  en  él, 
con  un  pequeño  censo  (1).  En  el  trayecto  que  va  desde  Santa  Ana 
del  Palacio  a  Magnocavallo,  se  alojaron  de  cinco  aséis  mil  solda- 
dos, llamándose  aquel  paraje  de  los  cuarteles  españoles,  o  simple- 
mente de  los  cuarteles  (2).  Un  callejón  se  llama  hoy  mismo  del 
¡Sargento  mayor  y  tuia  plaza  Largo  de  las  Barracas.  Aquello  no  era 
precisamente  un  cuartel;  los  soldados  vivían  en  casas  particulares, 
y  frecuentemente  en  casas  de  lenocinio  que  se  habían  cobijado 
por  allí  y  que  les  dieron  mala  fama  (3).  En  1651,  después  do  la 
revolución  de  Masaniello,  el  virrey,  conde  de  Oñate,  acabó  con  la 
costumbre  indecorosa,  trasladando  los  soldados  a  Pizofalcone  y 
adaptando  para  cuartel  el  gran  palacio  del  marqués  de  Treviso, 
que  fué  ampliado  en  1668  por  el  virrey  Pedro  de  Aragón.  Y  aun- 
que un  adulador  de  este  virrey  se  jacta  de  que  había  convertido  a 
los  soldados  en  otros  tantos  «ermitaños  religiosos»,  un  maldiciente 


(1)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  636. 

(2)  CAPASSO,  Sulla  circoscrizione  civile  ed  eclesn.  di  Napoli  (Ñapóles,  1883),  páginas 
43-4,  46.  V.  SüÁKEZ  DE  FlGUEROA,  El  pasajero,  1617  (en  los  Doc.  p.  la  hist.  de  Espa- 
ña, XXII,  página  25. 

(3)  Celano,  IV.  543-4. 


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contemporáneo  glosaba  que  se  trataba  más  bien  de  «religiosos  men- 
dicantes» porque  «con  los  trajes  enteramente  rotos  y  medio  desnu- 
dos, piden  limosna  al  primer  transeúnte»  (1);  soldados,  para  de- 
cirlo de  una  vez,  de  la  plena  decadencia  española,  semejantes  a 
los  que  encontraba  en  España  José  Baretti,  que  le  quitaban  la  en- 
salada del  plato  mientras  él  desayunaba  en  la  hostería.  Ante  Cas- 
telnuovo,  junto  a  la  fuente  llamada  del  Caballo  Marino,  estaba 
la  Garita  de  la  Guardia  Española,  con  ima  compañía  de  infante- 
ría (2).  No  mucho  más  lejos,  junto  a  la  iglesia  del  Hospitalito,  y 
detrás  del  actual  Albergo  di  Ginevra  (Hotel  de  Genève)  está  aún  la 
famosa  calle  del  Cerriglio,  sin  la*,  célebres  hosterías  que  los  verda- 
deros y  los  falsos  soldados  españoles  frecuentaban,  y  que  dieron 
lugar,  como  hemos  dicho,  al  nombre  de  chorilleros  (3). 

En  la  calle  de  Toledo  estaban,  entre  otros  palacios  de  españo- 
les, el  de  Egidio  Tapia,  contraído  hacia  1560  por  Juan  Francisco 
Palma,  llamado  el  Mormando,  en  el  ángulo  del  callejón  de  Baglivo 
Uríes  (4),  llamado  así  en  recuerdo  de  un  magistrado  español,  como 
se  llamó  al  otro  callejón  Puente  de  Tapia,  porque  lo  mandó  cons- 
truir Carlos  Tapia  para  pasar  de  su  casa  grande  a  la  otra  más  pe- 
queña (5);  el  palacio  de  los  Ceballos,  llamado  después  palacio  Sti- 
gliano, edificado  según  el  proyecto  de  Cosimo  Tansaga  por  Juan 
de  Ceballos.  duque  de  Ostimi  (6);  junto  a  Santa  Brígida,  las  casas 
de  Francisco  de  Tovar,  gobernador  de  la  Goleta  después  de  la  con- 
quista de  Carlos  V,  razón  por  la  cual  la  calle  de  Santa  Brígida  se 
llamó  antes  la  Goleta  de  Don  Francisco  (7);  en  la  calle  de  Nardones, 
la  casa  de  cierto  caballero  Nardones  o  más  bien  Maidones  (8). 
Por  estos  andurriales,  el  callejón  del  conde  de  Mola  recuerda  las 
casas  de  los  Váez,  que  llevaban  ese  título;  la  calle  del  comendador 
Avila  (como  se  llamaba  en  1581  la  de  los  Celsos)  encerraba  el  pa- 
lacio de  los  Avilas  (9)  y  las  casas  de  los  Aldanas  daban  nombre 
a  la  calle  del  barón  de  Aldana,  comprendida  en  la  parroquia  de 
Santa  Ana  de  Palacio  (10).  Descendiendo  por  el  Largo  del  Castillo, 


(1)  V.  Napoli  nobiliti.,  I,  131. 

(2)  Celano,  IV,  399. 

(3)  V.  en  este  volumen  páginas  226-8. 

(4)  FILANGIERI,  Indice  degli  artefici,  I,  18,  115,  131,  340. 

(5)  Celano,  IV,  637. 

(6)  Celano,  IV,  631. 

(7)  Celano,  IV,  627. 

(8)  Celano,  TV,  618. 

(9)  Filangieri,  índice  degli  artifici.  I,  100. 

(10)  Registros  parroquiales  de  1651. 


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se  veía  el  palacio  de  la  familia  Moles,  luego  de  Sirignano  (1),  y 
en  el  extremo  de  la  calle  de  Monteoliveto,  junto  al  Jesús,  el  de 
los  Vargas,  duques  de  Cagnano  (2),  y  junto  a  San  Juan  el  Mayor 
el  de  los  Sánchez,  hoy  de  los  Guisso  (3).  Saliendo  a  Pizzofalcone, 
junto  a  Santa  María  de  los  Angeles,  estaban  los  dos  palacios  del 
regente  Diego  Zuffia  (4);  junto  al  puente  de  Chiaia,  el  del  otro 
regente  Esteban  Carrillo  (5);  la  calle  de  Chiaia  y  la  próxima  colina 
que  se  llama  aún  de  San  Carlos  de  los  Mostdle,  por  los  jardines 
y  las  casas  en  ella  enclavados  de  esta  familia,  tenía  palacios  de  los 
Robles,  de  los  Borgas  de  Aragón,  de  los  Sotos,  Morreras,  Cardonas, 
Manríquez,  Leyva  y  otros  (6).  En  el  barrio  de  Chiaia  estaba  el 
palacio  y  la  villa  de  García  de  Toledo,  hijo  del  virrey;  el  palacio 
de  los  Alarcón,  hoy  de  Sisignano;  el  del  regente  Matías  de  Casama- 
ta y  el  de  los  portugueses  Fleyta  Pinto,  príncipes  de  Ischitella  (7). 
En  Capodimonte.  la  casa  y  la  villa  del  regente  Miradois  (8)  daba 
el  nombre  al  Miradois;  en  los  alrededores  están  todavía  las  calles 
de  los  Fonseca  (9);  el  pórtico  López  se  llama  así  en  recuerdo  del 
regente  Pedro  López  (10);  «palacio  del  Español»  se  llama  a  la  casa 
que  está  frente  a  la  Congregación  de  las  Vírgenes,  porque  pertene- 
ció en  tiempos  «a  un  rico  propietario  de  aquella  nación»  (11). 

Además  de  las  parroquias,  iglesias  y  casas  religiosas  debidas  a 
la  piedad  de  los  españoles,  como  la  iglesia  de  San  Vicente  cons- 
truida en  1590  por  obra  del  virrey  conde  de  Miranda,  la  de  Santa 
María  de  Loreto  con  el  Conservatorio  a  ella  anejo  que  mandó  edi- 
ficar Juan  Tapia,  la  de  Santa  Brígida,  debida  sobre  todo  a  la 
munificencia  de  Juana  de  Quevedo  (  12),  había  otras  iglesias  e  ins- 
tituciones españolas.  Así  la  iglesita  de  la  Virgen  de  Monserrat,  en 
honor  de  la  Virgen  minera  que  se  venera  en  la  montaña  catalana, 
erigida  en  1506  con  las  limosnas  de  los  napolitanos  y  que  ha  es- 
tado y  que  está  hoy  dirigida  por  un  prior  y  por  los  monjes  espa- 


da   Celano,  ed.  cit..  IV,  372. 

(2)  Gelano,  ed.  clt.,  IV,  346. 

(3)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  pág.  72. 

(4)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  584-5. 

(5)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  pág.  566. 
[(6)     Napoli  noMliss.,  VI,  147. 

¡g  (7)    Celano,  ed.  cit.,  V,  561. 

(8)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  382,  cfr.  III,  99. 

(9)  Celano,  V,  579. 

(10)  Celano,  V,  403. 

(11)  Chiarini,  en  Celano,  ed.  cit.,  V,  397-8. 

(12)  D'Engenio,  páginas  476-7,  543,  648. 


—  229  — 

ñoles  (1).  La  de  Santiago,  que  era  sede  de  una  congregación  de 
nobles  españoles,  con  un  hospital  al  lado  para  los  enfermos  de  este 
país,  trocada  desde  1583  en  el  monasterio  llamado  de  la  Concep- 
ción para  hijas  de  oficíale?  españoles  y  de  otras  «gentes  de  respeto», 
y  desde  1597,  por  orden  del  virrey  Miranda,  en  banco  de  pigno- 
raciones y  depósitos  (2).  Ala  entrada  de  la  calle  de  Santiago  esta- 
ba la  cárcel  para  españoles  (3),  y  a  la  salida,  en  la  llamada  guar- 
diola, se  ejecutaban  las  sentencias  de  muerte  con  los  soldados  de 
esta  nación  (4).  Otra  congregación  española  recibía  el  nombre  de 
la  Soledad  o  Solitaria,  fundada  en  1581,  para  la  cual  dos  cofrades 
de  ella,  el  capuchino  Pedro  Trigoso  y  el  maestro  de  campo  Luis 
Henríquez,  construyeron  la  iglesia  de  la  Solitaria  en  la  colina  de 
Pizzofalcone,  con  un  dispensario  para  las  huérfanas  de  los  militares 
españoles,  a  cuyo  mantenimiento  contribuía  la  milicia  con  un  im- 
puesto sobre  su  paga,  y  que  estaba  gobernado  por  un  caballero 
de  Santiago,  por  un  capitán  de  infantería,  por  un  teniente  de  ca- 
ballería y  por  un  entretenido — un  soldado  pensionado — ,  elegidos 
todos  por  el  virrey  (5).  Igualmente,  en  ima  de  las  calles  afluen- 
tes a  la  de  Toledo,  había  un  asilo  de  arrepentidas  españolas,  lla- 
mado de  la  Magdalena  o  de  la  Magdalenita,  fundado  por  Isabel 
Alarcón  y  Mendoza,  condesa  del  Valle,  y  patrocinado  en  1364  por 
la  virreina,  condesa  de  Monterrey,  que  hizo  construir  la  iglesia  (6). 
En  Santo  Espíritu,  una  lápida  de  1620  recordaba  el  donativo  he- 
cho a  aquel  convento  por  la  catalana  Jerónima  Fernández  para 
dotar  todos  los  años  en  la  festividad  del  Rosario  a  dos  mujeres  po- 
bres, catalanas,  y  faltando  éstas,  a  españolas  en  general  (7).  Otra 
lápida  de  1650  recordaba  la  fundación  de  dos  Elviras  de  Monte- 
negro, tía  y  sobrina,  para  ayuda  de  indigentes  españoles  (8).  Mu- 
chos conventos  recogían  especialmente  a  frailes  españoles,  carme- 
litas, agustinos,  mercedarios  y  de  otras  órdenes  (9).  Dos  iglesias 
con  la  evocación  de  la  Virgen  del  Pilar  de  Zaragoza,  la  una,  en  1682, 


(1)  G.  CECl,  en  Arch.  stor.  nap.,  XVI,  747-8. 

(2)  De  Stefano,  f.  60;  D'Eugenio,  pág.  541;  Celano,  IV,  379;  Pamino,  Descr.  di 
Napoli,  páginas  88-90. 

(3)  Celano,  IV,  639;  Capasso,  obr.  cit.,  pág.  117. 

(4)  S.  Guerra,  Diurnali,  ed.  Montemayor,  páginas  105,  131-2. 

(5)  G.  Ceci,  en  Napoli  nobiliss.,  I,  107. 

(6)  Celano,  IV,  621:  cír.  D'Eugenio,  pág.  453,  y  Capasso,  obr.  cit.,  pág.  117. 

(7)  De  Lellis,  Aggs.,  ros.  pág.  241. 

(8)  De  Lellis,  obr.  cit.,  pág.  131. 

(9)  Celano,  IV,  567,  627,  V,  272  y  passim;  v.,  para  los  frailes  de  la  Merced,  Napoli 
nobiliss.,  VI,  146-7. 


-  230  — 

junto  a  Santelmo,  por  ol  castellano  Luis  Espluga,  y  la  otra,  junto 
al  Molo,  por  los  marineros,  con  el  nombre  a  la  napolitana  de  la 
Virgen  del  Piliero  (1).  Una  iglesia  se  llamaba  de  la  Santísima  Tri- 
nidad de  los  Españoles  y  otra  de  Santa  Ter  esita  (Santa  Teresella) 
de  los  Españoles  también.  Y  ya  que  hablo  de  instituciones  espa- 
ñolas, recordaré  aquí  a  la  Academia  de  los  Ociosos  que  se  reunía 
en  el  claustro  de  Santa  María,  en  Caponapoli,  y  que  juntó  a  los 
ingenios  españoles  e  italianos  de  Ñapóles  y  de  España,  frecuen- 
tándola, entre  otros,  los  Argensolas,  Quevedo  y  el  conde  de  Vi- 
llamediana  (2). 

Pero  tornando  a  los  epitafios  sepulcrales,  ¡cuántos  de  estos  se 
leen  y  se  leían  en  las  iglesias  napolitanas  de  gentes  de  armas,  de 
toga,  de  casaca  y  de  cogulla!  Comenzando  por  las  gentes  de  armas, 
daré  aquí  un  catálogo  de  algunos  nombres  de  militares,  ordenán- 
dolo cronológicamente.  En  la  iglesia  de  Piedigrotta,  reposa  Luis 
Viacampo,  alférez  imperial  y  capitán  de  infantes,  muerto  en  Bo- 
lonia en  1530  durante  la  coronación  de  Carlos  V,  y  el  capitán  Ro- 
drigo de  Ripalta,  el  que  levantó  el  monumento  a  De  Urbina  y  que 
murió  de  un  arcabuzazo  en  el  asedio  de  Ceri;  a  los  dos  les  hizo  el 
monumento  Francisca  Viacampo,  mujer  de  entrambos,  y  cuyos 
restos  reposan  al  lado  del  primer  marido,  por  expresa  voluntad, 
y  que  fué  enterrada  a  su  lado  en  1554  (3).  En  San  Juan  de  los 
Florentinos  está  la  tumba  de  Diego  de  Sarmiento,  hijo  del  conde 
de  Rivadavia,  capitán  de  gentes  de  armas,  señor  del  castillo  de 
Manfredonia,  muerto  en  1534  (4).  En  la  Annunziata,  yace  Fer- 
nando Cardona,  gran  almirante,  que  allí  puso  también  una  lápida 
en  memoria  de  su  hermana  Beatriz  (5).  En  Santa  María  la  Nueva, 
Pedro  de  Yciz,  alférez  de  caballería  que  hizo  durante  veinticinco 
años  las  guerras  de  Italia  y  murió  en  1535  (G).  En  Santa  Catalina 
de  Fox-mello,  el  portugués  Luis  Alfonso  de  Silva,  caballero  del 
Cristo  y  señor  del  castillo  de  Capuana  (1536)  (7).  En  Monteoliveto, 
Juan  Rivera,  caballero  sevillano,  que  durante  veinte  años  sirvió 


(1)  Celano,  IV,  744,  567. 

(2)  Croce,  Saggi  sulla  lett.  ital.  del  Seicento,  página»  145-7   155-6  158. 

(3)  D'Engenio,  pàg.  661. 

(4)  D'ENGENIO,  pàg.  524. 

(5)  D'Enoenio,  pàg.  410. 

(6)  De  Stefano,  f.  127;  cfr.  D'Eugenio,  pàg.  539,  sobre  otro  Pedro  de  Yciz,  muerto 
en  1581. 

(7)  D'Engenio,  pág.  152;  cfr.  De  Lellis,  Fam.nob.,  I, 93, 195,  y  especialmente  96-7. 


—  231  — 

«  Don  Fernando  el  Católico  y  el  resto  de  su  vida  a  Carlos  V 
(1536)  (1).  En  la  iglesia  de  los  Incurables,  el  capitán  Juan  de  Sa- 
linas, continuo  de  su  Majestad,  muerto  en  1544  (2).  En  Santiago, 
Alfonso  Basuerta,  de  Toro,  capitán  de  infantería  durante  diez  y 
ocho  años  bajo  las  banderas  de  Carlos  V,  que  murió  al  frente  de 
la  Basilicata  (3);  Federico  de  Urías,  aragonés,  maestro  de  campo, 
baylio  de  Santa  Eufemia,  consejero  de  Carlos  V,  muerto  a  les 
setenta  años  en  1551;  Cristóbal  de  Toiralba,  de  Toledo,  capitán 
de  infantes,  que  guerreó  en  Italia,  Africa  y  Francia  y  que  estuvo 
diez  y  siete  años  al  frente  de  la  fortaleza  de  Gaeta;  Alfonso  Man- 
ríquez  Laqnilao,  que  por  espíritu  y  afición  gueneros,  dejando  la 
corte  del  emperador  que  le  quería  muchísimo,  vino  a  Ñapóles  y 
batalló  con  los  franceses  y  con  los  moros  (4).  En  San  Juan  el  Ma- 
yor están  enterrados  Nicolás  de  Vargas  y  su  tío  Juan,  capitán  de 
infantería  (1553)  (5).  En  el  Hospitalito,  Tomás  Nugresio,  noble 
español,  de  la  Guardia  Real,  y  Bartolomé  Diez  Daux,  que  se  en- 
contró en  todas  las  guerras  de  Fernando  y  de  Carlos  V  (6).  En  Mon- 
teoliveto,  la  familia  Scala:  Andrés  siguió  en  Ñapóles  al  magnánimo 
Alfonso;  Galcerán  sirvió  durante  medio  siglo  a  Fernando  y  a  Car- 
los Ven  Italia,  en  Flandes,  en  Africa  y  en  Hungría,  y  durante  la  ba- 
talla de  Pavía,  al  frente  de  los  gastadores,  abiiendo  brecha  en  un 
muro,  hizo  prisionero  personalmente  a  Francisco  I;  Livio  Scala, 
finalmente,  combatió  en  Lepanto,  y  herido  de  muerte  presenció  la 
de  dos  hijos  suyos  (7).  En  Santiago  yacen  Diego  de  Orioles,  capitán, 
que,  bajo  las  banderas  de  Carlos  V,  combatió  en  Africa  y  en  Fran- 
cia, al  cual  puso  la  lápida  su  mujer  en  1561,  y  Diego  Xarquía,  de 
Valencia,  castellano  de  Aquila  (1569)  (8).  En  la  Cruz  de  Palacio, 
Pedro  Mudarra,  general  de  artillería  de  Carlos  V  en  el  reino  de  Ña- 
póles y  continuo  del  rey  de  España,  muerto  en  1569,  y  Gabriel  Ta- 
rragona, que  combatió  en  Rodas  y  murió  en  Ñapóles  (9).  En  San- 
tiago yacen  Diego  Valdés,  de  Villaviciosa,  que  militó  a  las  órdenes 
de  Carlos  y  Felipe  durante  cuarenta  años,  muerto  en  1575;  Pedro 


(1)  D'Engenio,  pág.  510. 

(2)  Cetano,  II,  707. 

(3)  D'Engenio,  pág.  538. 

(4)  D'ENQENIO,  pág.  533-4. 

(5)  De  Leliis,  pág.  50. 

(6)  D'Engenio,  pág.  484. 

(7)  De  Lellis,  Agg.,  pág.  221. 

(8)  D'Engenio,  páginas  529  639. 

(9)  D'Engenio,  pág.  559. 


—  232  — 

Castilla,  sevillano,  a  las  órdenes  de  los  Reyes  Católicos  durante 
treinta  años  y  que  murió  siendo  gobernador  de  Taranto;  Sancho 
Zorroza,  de  Bilbao,  muerto  en  1551,  contable  general  de  la  flota 
cristiana  de  Don  Juan  de  Austria  y  superintendente  de  las  fortifi- 
caciones del  Reino  (1).  En  Santo  Espíritu,  Francisco  Difonti,  capi- 
tán, muerto  en  1583  (2);  Martín  Alvarez  Rivera,  general  de  las  ga- 
leras, muerto  en  1588;  Esteban  de  Pisa  Osorio,  capitán  e  inspector 
de  las  milicias  españolas  del  Reino  (1588)  (3).  En  Santiago  yacen 
los  cinco  hermanos  Salinas,  oriundos  de  Burgos,  todos  a  las  órde- 
nes de  Carlos  V  y  de  Felipe  II:  uno  profesor  de  música  y  de  filoso- 
fía en  la  Universidad  de  Salamanca  (4),  los  otros  cuatro  muertos 
en  el  campo  de  batalla  (5).  En  Santo  Espíritu  descansa  el  sueño 
eterno  Francisco  Diez  Daux,  de  Daroca,  en  Aragón,  que  edificó 
una  capilla  en  1598,  después  de  haber  servido,  durante  cuarenta 
años,  en  paz  y  en  guerra,  a  Felipe  II  en  Italia  y  al  emperador  Ma- 
ximiliano en  Alemania  y  en  Hungría,  y  de  haber  figurado  como 
continuo  de  los  virreyes  Osuna  y  Miranda  y  como  capitán  de  la 
guardia  alemana  (6).  En  la  Solitaria,  Francisco  de  Valdés,  que  sir- 
vió militarmente  a  Felipe  II  durante  cincuenta  años,  llegando  al 
grado  de  general,  y  a  quien  dedicó  la  lápida  su  hija,  mujer  del  capi- 
tán Blasco  de  Avalos  y  Ayala,  y  el  entretenido  Alvaro  González  de 
Santa  Cruz,  de  Burgos,  que  sirvió  a  su  Rey  quarenta  años  en  los 
estados  de  Flandes  y  en  otras  muchas  ocasiones  y  que  murió  en 
1610  (7).  En  Santo  Espíritu,  el  alférez  Fernando  Ortiz  Calderón, 
muerto  en  1602  (8)  y  Miguel  de  Vilchey,  teniente  general  de  la  arti- 
llería del  Reino,  muerto  en  1611  (9).  En  Santiago,  los  Ortiz,  entre 
lo?  cuales  figuraba  Alonso,  que  era  capitano  entretenido,  en  1615  (10). 
En  la  Solitaria,  otro  entretenido,  García  Peña  de  Quiñones,  de  Toro 
(  1615)  (1 1).  En  Santo  Espíritu,  Juan  de  Goñi,  comandante  de  naves, 
muerto  en  1624,  al  cual  consagró  el  monumento  su  hijo  Fray  Pe- 


(1)  D'Engenio,  páginas  534-5. 

(2)  D'Engenio,  pág.  242. 

(3)  D'Engenio,  pág.  549. 

(4)  Es  el  famoso  maestro  músico  salmantino  Salinas  a  quien  dedica  su  célebre  oda 
el  maestro  Fray  Luis  de  León. — N.  del  T. 

(5)  D'Engenio,  pág.  536. 

(6)  D'Engenio,  pág.  545. 

(7)  D'Engenio,  páginas  560-1. 

(8)  D'Engenio,  pág.  548. 

(9)  De  Lellis,  pág.  242. 

(10)  D'Engenio,  pág.  542. 

(11)  D'Engenio,  pág.  560-1. 


—  233  — 

viro,  maestro  en  Sagrada  Teología  y  Prior  del  convento  (1).  En  San' 
ta  María  de  los  Angeles,  el  capitán  Francisco  Picarte,  de  Gocen  - 
taina,  en  el  leino  de  Valencia,  muerto  en  1625,  y  Jerónimo  de  Olóriz 
y  Assaya,  caballero  de  Alcántara,  capitán  de  infantería,  caballerizo 
del  virrey  duque  de  Alba,  muerto  en  1628  (2).  En  el  Carmen,  Pedro 
de  Arce  y  de  Gamboa,  jefe  del  castillo  de  Barletta,  que  sirvió  al 
Rey  durante  cincuenta  y  dos  años  en  muy  grandes  ocasiones  y  en 
diversas  partes,  muerto  en  1634  (3).  En  Santa  María  de  los  Angeles, 
maestro  de  campo  del  tercio  de  Ñapóles,  muerto  en  1636;  el  capitán 
Pedro  de  Rada  y  Losada,  de  Otalero,  Galicia,  que,  sirviendo  al  rey 
cuarenta  años  seguidos,  veinte  y  cinco  de  ellos  en  la  armada,  hizo 
en  este  tiempo  muchas  cosas  señaladas  contra  enemigos  de  la  fe  cathó- 
lica,  muerto  en  1642;  Lucas  Gutiérrez,  contador  de  las  gentes  de 
armas  del  virrey,  muerto  en  1646  (4);  Felipe  de  Zúñiga  Enriquez, 
comisario  general  de  la  caballería,  muerto  en  1662  (5).  En  Monte 
de  Dios,  Diego  Quiroga  y  Faxardo,  general  de  artillería  cuando 
estallaron  los  motines  de  1647,  muerto  en  1680  (6). 

No  son  éstas,  ya  lo  sabemos,  todas  las  leyendas  de  los  sepulcros 
de  los  militares  españoles  enterrados  en  las  iglesias  de  Ñapóles; 
poro  aquí  las  damos  con  sus  nombres,  con  sus  títulos  y  la  vanaglo- 
ria de  sus  títulos,  a  guisa  de  silueta  de  aquella  sociedad.  De  la  cual 
es  documento  curioso  la  inscripción  sepulcral  que  se  lee  sobre  la 
tumba  del  maestro  de  campo  Dionisio  de  Guzmán  en  la  iglesia  de 
Santa  María  de  los  Angeles  y  que  transcribo  a  continuación,  corri» 
giendo,  sin  embargo,  algunas  de  sus  extravagancias  ortográficas: 
«D.  O.  M.  Guarda  este,  mármol  las  famosas  cenizas  —  de  aquel  eroe 
imbencible  Dionisio  de  Guzmáh  —  Cavallero  del  ávito  de  Santiago  — 
de  los  consejos  de  guerra  de  Su  Majestad  —  maestro  de  campo  general 
de  los  exércitos  —  de  Milán  y  Lombardia,  armada  real  y  este  Reyno — . 
Falleció  en  24  de  Julio  de  1654  —  militó  44  años  continuos  en  guerra 
viva  —  en  las  provincias  de  Italia,  Estados  de  Flandcs  —  Reynos  de 
España  y  armadas  marítimas  —  comenzó  de  soldado  y  subió  a  fuerza 
de  su  mérito  —  a  todos  los  grados  de  la  milicia  —  ganó  a  su  Rey  trein- 
ta y  una  fortalezas  —  socorrió  18  plazas,  peleó  y  benció  a  veces  —  fué 


(1)  De  Lellis,  pág.  241. 

(2)  De  Lellis,  páginas  277,  237. 

(3)  De  Lellis,  pág.  101. 

(4)  De  Lellis,  pág.  310,  237. 

(5)  Celano,  ed.  cit.,  IV,  565. 

(6)  Ceci,  en  Napoli  nobilis.,  I,  106. 


—  284  — 

terror  de  ios  aversarios,  cxemplo  de  los  amigos  —-  asombro  de,  los  exér- 
citos  y  enbidia  de  las  naciones  — •  constante  en  los  travajos,  intrépido 
en  los  peligros  —  templado  en  las  costumbres  y  modesto  en  las  felici- 
dades— .  La  antigua  Castilla  le  dio  noble  oriente  —  nació  para  honra 
de  su  patria  —  vivió  para  servir  a  su  Rey  —  y  habiendo  muerto  para 
si  quedará  inmortal  —  a  la  memoria  de  los  siglos  futuros».  ¡Parece 
una  página  arrancada  de  la?  Rodomontadas  castellanas  del  capitán 
Mátamenos  o  Cctarrincones! 

Otras  in-ici'ipcione.-  pueden  leerse  en  el  castillo  de  Santelmo, 
que  nos  da  noóicia  de  aquellos  ea'te'lanos.  durante  los  tiempos  en 
que  el  virrey  Toledo  lo  hizo  ampliar,  según  las  nuevas  necesidades 
militares,  por  el  arquitecto  Pedro  Antonio  Escrivá,  de  Valencia, 
haciéndolo  cintodiar  por  un  primo  suyo,  del  mismo  nombro  y  ape- 
llidos, hasta  fines  de'  siglo  xviii.  Recordamos,  entre  otros,  a  Mar- 
tín Galiano  y  Granulles,  de  padre  italiano  y  de  madre  española, 
que,  d  sde  muy  joven,  militó  en  las  huestes  de  Flandes,  y  fué  ge- 
neral, castellano  de  la  roca  de  Milán,  defensor  de  la  ciudad  de  Va- 
lencia sobre  el  Pó  contra  un  ejército  tres  veces  superior,  «sinistra 
ad  hoste  debilis,  dextra  semper  fortiter  in  hostes  usus»,  y  durante  vein- 
te años  castellano  de  Santelmo,  muerto  en  1662;  Juan  Buides,  de 
Valencia,  que  durante  medio  siglo  combatió  en  las  guerras  de  Por- 
tugal, en  Messina,  en  Piamonte,  en  Cremona,  que  casi  quedó  exan- 
güe de  tantas  heridas,  pero  no  sin  entereza  de  espíritu  «centenis 
Mavortis  ictibus  pene  exanguis,  um  exanimis»,  y  que  pasó  sus  últi- 
mos años  en  Santelmo,  donde  mmió  a  I03  ochenta  años,  en  1721; 
y  Francisco  Vázquez,  que  desde  simple  soldado,  cuando  el  adveni- 
miento de  Carlos  de  Borbón,  pasó  a  ser  vicecastellano  y  murió  en 
1776,  a  los  ochenta  y  ocho  años  (1). 

Con  más  rapidez  me  ocuparé  de  los  sepulcros  de  los  magistrados, 
administradores  y  otros  funcionarios  del  gobierno  español,  como 
de  los  Sánchez,  enterrados  en  Santa  María  la  Nueva  y  en  la  Annun- 
ciata. De  estos,  Sánchez,  Alfonso,  paje  de  Fernando  el  Católico, 
capitán  y  luego  tesorero  general  del  reino  de  Ñapóles,  murió  en 
1504,  y  otro,  del  mismo  nombre,  realizó  varias  embajadas  en  nom- 
bre de  Juana  de  Aragón  ceica  del  duque  de  Saboya  y  de  su  her- 
mano Fernando  el  Católico,  siendo  por  espacio  de  siete  años  orador 
de  Ca/los  V  en  la  República  de  Venecia,  concluyendo  la  paz  con 


(1)    L.  Salazar,  Castellani  di  Santelmo,  2.*  edlc,  Ñapóles,  1899. 


—  235  — 

cata  República  en  tiempos  harto  calamitosos  para  Italia,  y  final- 
mente, siendo  tesorero  del  Reino,  muerto  a  los  ochenta  años  en 
1564  (1).  Los  Minados  están  sepultados  en  San  Lorenzo,  sirviendo 
Petruccio  al  rey  Federico  y  luego  a  Fernando  el  Católico,  leyendo 
Derecho  civil  en  Pisa  y  muriendo  en  1517,  y  Juan  Tomás  (1505-56) 
que  escribió  obras  jurídicas  y  leyó  Derecho  canónico  en  Ñapóles  (2). 
Los  Solanes,  de  Valencia,  yacen  en  la  iglesia  de  San  Antonio;  Juan 
Bautista,  matemático  y  filósofo,  halló  la  muerte,  a  los  treinta  años, 
al  querer  curarse  una  enfermedad  que  le  aquejaba  a  la  vista,  «reme- 
dium qucerens  in  mortem  incurrit»,  enfermedad  que  contrajo  por 
dedicarse  fervorosamente  a  sus  estudios  (3);  los  Coli  están  enterra- 
dos en  Santa  María  de  la  Consolación  en  Posilipo  (4);  loa  Marsiales 
y  I03  Mallorcas,  en  Santiago  (5);  los  Bastidas,  en  San  Agustín  (6): 
los  Mardones,  en  Santiago  (7);  los  Morgat,  de  Huesca,  en  San  Luis 
de  Palacio  (8);  los  Tapia,  los  Mallorca,  los  Santa  Cruz,  los  Quadros. 
los  Aldana.-,  los  Hermosa,  los  Rivera  y  los  Santa  María,  en  Santia- 
go (9);  los  Moles  y  los  Rivera,  en  Santo  Espíritu  (10),  pasando 
por  alto  otros  muchos,  pero  no  sin  olvidar  esta  lápida  que  estaba 
en  Santa  María  la  Nueva:  «Fuy  el  que  no  soy  — Soy  el  que  no  fuy  — 
Serás  el  que  yo  soy  —  Espania  me  dio  la  cuna  —  Italia  suerte  y  ven- 
tura —  Y  aquí  es  mi  sepultura  —  Es  de  Rodrigo  Núñez  de  Palma, 
Anno  D.  1597»  (11). 

Haré  una  mención  más  somera  todavía  de  las  inscripciones  se- 
pulcrales de  prelados,  frailes,  teólogos,  varones  piadosos,  y  citaré 
entre  ellos,  en  primer  lugar,  a  uno  de  los  fundadores  del  a  Compa- 
ñía de  Jesús,  compañero  de  San  Ignacio  de  Loyola,  y  de  Juan  Lay- 
ner  en  París,  Alfonso  Salmerón,  de  Toledo.  Vino  a  Ñapóles  por  pri- 
mera vez  en  1551  a  extirpar,  con  sus  predicaciones  y  pláticas  pri- 
vadas, los  gérmenes  de  herejía  que  en  la  ciudad  había  dejado  Val- 
dés,  estableciendo  aquí  sus  jesuítas;  y  aquí  se  retiró  a  descansar,  ya 
viejo  y  enfermo,  después  de  haberse  levantado  la  iglesia  del  Jebús 


(1)  D'Engekio,  páginas  405,  411,  488. 

(2)  De  Stefano,  í.  137;  cfr.  Volpicella,  notas  a  loa  Capitoli  de  Tanallo,  pág.  230. 

(3)  De  Stefano,  páginas  28-9;  D'Eügenio,  pág.  640 

(4)  De  Stefano,  f.  158;  D'Eugenio,  f.  666. 

(5)  D'Engenio,  pág.  554;  cfr.  Tansillo,  Capitoli,  pág.  123. 

(6)  D'Engenio,  pág.  392. 

(7)  D'Engenio,  pág.  539;  cfr.  Tansillo,  Capitoli,  páginas  378,  386-7. 

(8)  D'Engenio,  pág.  555. 

(9)  D'Engenio,  páginas  536-40,  542. 

(10)  D'Engenio,  páginas  546-548. 

(11)  D'Engenio,  pág.  490. 


—  236  — 

Nuevo,  según  los  planos  del  Padre  Proveda;  en  ella  está  enterrado 
Alfonso  Salmerón  (1).  Además  de  la  inscripción  de  éste,  leíase  en 
el  Jesús  Nuevo  la  del  Padre  Cristóbal  Rodríguez,  legado  pontificio 
de  la  armada  real  en  Lepanto,  confesor  de  Don  Juan  de  Austria  y 
perseguidor  de  Ioí  herejes  de  Calabria  (2).  Un  Fray  Gerónimo  Tos 
tado,  de  Lisboa,  carmelita,  doctor  de  París  general  de  su  orden, 
consultor  en  España  del  Gran  Inquisidor  General,  muerto  en  Ña- 
póles en  1582,  iecibió  sepultura  en  la  iglesia  del  Carmen;  un  Fray 
Bartolomé  Miranda,  de  Córdoba,  dominico,  predicador  celebérri- 
mo, prefecto  de  los  estudios  en  Roma  y  en  España,  muerto  en  1590, 
descansa  en  la  iglesia  de  Santo  Espíritu  (3);  un  Fray  Marco  Antonio 
Camas  y  Requesens,  barcelonés,  gobernador  de  Iglesias  y  de  otras 
ciudades  de  la  Cerdeña,  y  después  de  la  muerte  de  su  mujer,  fraile 
agustino,  maestro  en  teología,  predicador,  autor  del  Microcosima 
y  gobierno  universal  para  todos  los  estados,  y  de  otros  libros,  muerto 
en  1606,  descansa  en  la  iglesia  de  Santa  María  de  la  Esperanza  (4); 
un  Fray  Juan  de  Cartagena,  fianciscano,  autor  de  muchos  volú- 
menes teológicos,  muerto  en  1617,  en  Santa  María  la  Nueva  (5). 
En  la  iglesia  del  Santo  Espíritu  estaba  la  tumba  de  un  Fray  To- 
más Ramírez,  dominico,  maestro  de  teología,  consultor  de  la  In- 
quisición, venido  a  Ñapóles  con  ocasión  de  gravísimos  negocios  de 
Estado,  y  muerto  en  1624,  confesor  del  virrey  duque  de  Alba,  el 
cual  le  elevó  su  sepulcro,  o  como  reza  la  inscripción  barroca  «cui  vivo 
arcana  corpons  sepelierat,  eidem  mortilo  condidit  sepulcrum  (6).  En 
la  iglesia  de  las  Arrepentidas  Españolas,  ima  lápida  de  1685  recor- 
daba a  la  posteridad  el  nombre  de  cierta  hermana  Angélica  de 
San  José,  llamada  en  el  siglo  Ana  Ceballos,  natural  de  Messina, 
la  cual  «e  mundi  deliciis  ad  meliores  et  cceletis  Neapoli  mirabiliter 
rapta  es»,  haciendo  penitencia  en  aquel  lugar,  que  quiso  enrique- 
cer con  sus  presentes  (7).  En  Santiago,  sobre  la  tumba  del  canó- 
nigo Ruiz  de  Otalara,  que  fué  veintidós  años  capellán  de  aquella 
iglesia  y  murió  a  los  noventa  años  en  1602,  se  leía:  «choro  assiduus 
musica  celebrisi;  ¡adecuado  elogio    a  un  canónigo!  (8). 


(1)  IVENGENio,  páginas  309-12;  cfr.  SüMMONTE,  Historia,  IV,  258-9. 

(2)  D'Engenio,  pág.  312. 

(3)  D'Engenio,  páginas  437,  548.  576. 

(4)  D'Engenio,  páginas  437,  548,  576. 

(5)  De  Leli.is,  Aggiunte,  ins.  III,  27. 

(6)  De  Lellis,  pág.  240. 

(7)  Celano,  IV,  622. 

(8)  D'Engenio,  pág.  535. 


—  237  — 

En  Ñapóles  trabajaron  artistas  españoles;  además  de  los  que 
ya  recordamos  durante  la  dominación  aragonesa  (1),  citaremos  a 
Pedro  Francione,  al  que  nuestros  escritores  llaman  el  español  y 
los  documentos  presentan  como  magister  Petrus  hispanus  pretor 
habitator  Neapolis,  que  pintó  de  1510  a  1512  en  el  monasterio  de 
San  Gregorio  Armenio  y  pintó  también  en  San  Grandioso  y  en 
Santa  María  Egipciaca,  pinturas  de  las  cuales  se  ha  perdido  todo 
rastro  (2).  De  Francisco  Ruviales,  llamado  el  Polidorino,  se  han 
perdido  las  mejores  obras  y  queda  el  cuadro  de  la  Piedad  en  la 
capilla  de  Castelcapuano  (3).  Un  Pedro  Prato,  o  de  la  Prata,  o  de 
la  Plata,  que  de  las  tres  maneras  se  le  nombra,  hizo  muchas  escul- 
turas y  tal  vez  la  misma  fábrica  de  la  capilla  de  los  Caracciolos, 
marqueses  de  San  Juan  de  la  Carbonara,  construida  y  arregla- 
da, como  es  sabido,  de  1516  a  1557  (4)  y  que,  probablemente, 
fué  el  mismo  que  edificó  en  1547  la  pequeña  iglesia  parroquial  de 
Santelmo  «opera  et  artificio  Petri  Prati  hispani  (5).  Escrivá,  ya  ci- 
tado, que  rehizo  el  castillo  de  Santelmo  y  construyó  el  de  Aquila, 
y  compuso  un  libro  en  defensa  de  la  fábrica  de  estas  fortalezas  (6). 
Un  gran  artista  dio  España  a  Ñapóles  en  el  siglo  siguiente,  José 
Ribera,  el  Espanoleto,  del  que  tantas  telas  se  admiraron  en  nues- 
tras iglesias  y  museos.  Las  huellas  del  arte  español  en  Ñapóles 
son  más  leves  que  otras  dejadas  por  aquel  pueblo  que  todavía  hoy, 
en  monumentos  y  en  inscripciones,  nos  recuerda  las  voces  y  los 
gestos  de  su  fuerte  vida  militar,  política  y  religiosa. 


(1)  Véase  página  59  de  este  volumen. 

(2)  Filangieri,  Indice  degli  artifici,  I,  228,  II,  522;  D'Engenio,  páginas  199,  426; 
Celano,  III,  60;  De  Dominici,  Vite,  2.a  ed.,  II,  235-6. 

(3)  Celano,  III,  322;  II,  375,  396,  399;  De  Dominici,  op.  eit.,  II,  254-55. 

(4)  D'Engenio,  páginas  160,  326;  De  Pietri,  Historia  napol.,  pág.  209;  Capaccio, 
Forastiero,  pág.  856;  Celano,  II,  487. 

(5)  Celano,  IV,  739-40. 

(6)  Apologia  en  escusacián  y  favor  de  las  fábricas  que  se  hacen  por  designo  del  comen' 
dador  SCRIBA  en  el  Reyno  de  Ñapóles  y  principalmente  de  la  del  castülo  de  San  Telmo,  com- 
puesta en  diálogo  entre  el  vulgo  que  la  reprueva  y  el  comendador  que  la  defiende,  edición  di 
E.  MARlATEGtn,  Madrid,  1878. 


NOTICIA     BIBLIOGRAFICA 


Las  memorias  y  los  artículo*  que  vieron  la  luz  pública  y  hoy 
se  condensan  en  este  volumen,  son  las  siguientes:  1.  /  primi  con- 
tatti tra  Spagna  e  Italia  (Los  primeros  contactos  entre  España  e 
Italia)  en  Atti  dell'Accademia  Pontonianade  Ñapóles,  XXIII,  1893; 

2.  La  corte  spa annoia  di  Alfonso  d'Aragona  a  Napoli  (La  corte  es- 
pañola de  Alfonso  de  Aragón  en  Ñapóles),  ídem,  XXIV,   1894; 

3.  Versi  spaglinole  in  loda  di  Lucrecia  Borgia  e  delle  sue  damigelle 
(Versos  españoles  en  alabanza  de  Lucrecia  Borgia  y  de  sus  dami- 
selas), Ñapóles,  1894,  extracto  de  la  Rassegna  Pugliese;  4.  Di  un 
antico  romanzo  spagnuolo  relativo  alla  storia  di  Napoli,  La  cuestión 
de  amor  (De  una  vieja  novela  española  relativa  a  la  histoiia  de 
Ñapóles,  La  cuestión  de  amor),  Ñapóles,  1894,  extracto  de  los  Ar- 
chivi storici  napolitani,  XIX;  5.  La  corte  delle  tristi  regine  (La  corte 
de  las  tristes  reinas),  ídem,  1894,  extracto  de  los  mismos  Archivi; 
6.  Di  un  poema  spagnuolo  relativo  alla  imprese  del  Gran  Capitano 
nel  Reyno  di  Napoli.  La  «Historia  Parthenopea»  (De  un  poema  es- 
pañol relativo  a  las  empresas  del  Gran  Capitan.  La  Historia  Parthe- 
nopea), idem,  1894,  extracto  de  lo?  mismos  Archivi;  7.  Intorno  al 
soggiorno  di  Garcilaso  de  la  Vega  in  Italia  (En  torno  a  la  estancia 
de  Garcilaso  de  la  Vega  en  Italia),  Ñapóles,  1894;  8.  Di  alunis 
versi  italiani  di  autori  spagnuoli  (Sobre  algunos  versos  italianos 
de  autores  españoles),  ídem,  1894;  9.  Intorno  al  trattato  De  Edu- 
catjone  di  Antonio  Galateo  (En  torno  al  tratado  De  la  educa- 
ción de  Antonio  Galateo),  en  el  Giornale  storico  di  letteratura  ita- 
liana, XXIV,  396-406;  10.  Memorie  degli  spagnuoli  nella  città  di 
Napoli  (Memorias  de  los  españoles  en  la  ciudad  de  Ñapóles),  Ña- 
póles, 1895,  extracto  de  la  revista  Napoli  nobilissima,  volúmenes 
II  y  IV;  IL  L'aversario  spagnuolo  del  Galateo  (El  adversario  espa- 
ñol  de    Galateo),  en    Rassegna  pugliese,  1895;   12.   La  lingua  spa- 


—  240  — 

gnuola  in  Italia,  appunti  (La  lengua  española  en  Italia,  apuntes), 
con  apéndice  de  A.  Farinelli,  Roma,  Loescher,  1895;  13.  Ricerche 
ispano -italiane.  I.  Appunti  svila  letteratura  spagnuola  in  Italia  alla 
fine  del  secolo  XV  e  nella  prima  metà  del  XVI  (Indagaciones  his- 
pano-italianas.  I.  Apuntes  sobre  la  literatura  española  en  Italia 
a  fines  del  siglo  xv  y  en  la  primera  mitad  del  siglo  xvi),  en  Alti 
dell'Accademia  Pontaniana,  XXVIII,  1898;  14.  Ricerche  ispano- 
italiane.  II.  1.  La  città  della  galanteria.  2.  Il  peccadiglio  di  Spagna. 
3.  Gli  spagnuoli  descritti  dagli  italiani.  4.  Lo  spagnuolo  nella  com- 
media italiana.  5.  Il  tipo  del  Capitano  in  commedia  e  gli  spagnuoli 
in  Italia.  6.  Il  tipo  del  Capitano  spagnuolo  (Indagaciones  hispano- 
italianas.  II.  1.  La  ciudad  de  la  galanteria.  2.  El  pecadillo  de  Es- 
paña. 3.  Los  españoles  descritos  por  los  italianos.  4.  El  español 
en  la  comedia  italiana.  5.  El  tipo  del  Capitán  en  la  comedia  y  los 
españoles  en  Italia.  6.  El  tipo  del  Capitán  español),  en  Atti,  vo- 
lumen XXVIII,  1898;  15.  Il  ginoco  delle  canne  o  il  carosello  (El 
juego  de  las  cañas  o  el  carrosel),  en  la  revista  Napoli  nobilissima, 
XV,  1901;  16.  Un'osteria  famosa  di  Napoli  e  una  parola  della  lin- 
gua spagnnola  (Una  hostería  famosa  de  Ñapóles  y  ima  palabra  de 
la  lengua  española),  ídem,  XV,  1906. 

Debo  no  pocas  indagaciones  y  modificaciones  a  las  notas  que 
sobre  mis  escritos  publicó,  con  gran  riqueza  de  noticias,  a  Arturo 
Farinelli  y  doy  las  gracias  a  mi  amigo  Eugenio  Mele  que  me  ha 
ayudado  con  toda  cortesía  en  la  corrección  de  pruebas  de  este 
volumen. 


INDICE   DE   NOMBRES 


Abderramán  III,  20. 
Abrabanel  I.  Véase  León  hebreo. 
Acerseras,  149. 
Acquaviva  (G.  F.),  marqués  de 

Vitonto,  132. 
Acuña   (P.    de),    71,    123,    125, 

128,  132. 
Ademo  (Condesa  de),  54. 
Agustín  (A.),  149  n. 
Alagno,  fam.,  49. 
Alagno  (Lucrecia  de),  49,  55. 
Alagno  (M.  d'),  58. 
Alagona,  fam.,  34. 
Alamanni  (L.),  151. 
Alarcón,  fam.,  191,  224,  228. 
Alarcón  (F.),  123,  130,  193. 
Alarcón  y  Mendoza  (Isabel),  229 
Albornoz  (Cardenal),  27. 
Alcalá   (Duque   de),   virrey   de 

Ñapóles,  226. 
Aldana,  fam.,  227,  235. 
Alejandro  II,  papa,  27. 
Alejandro   VI,  papa,   40,   77-8, 

79,  80,  85,  100. 
Alfarabio,  25. 
Alfonso  X,  rey  de  Castilla,  27, 

28,  32. 
Alfonso  Henríquez,  soberano  de 

Portugal,  27. 
Altissimo  (L'),  poeta,  72,  151. 
Alvarado  (J.),  123,  124, 128,  131. 
Alvarez  Gato  (J.),  84. 
Alvarez   de   Toledo,    duque    de 

Alba,  226,  233,  236. 
Ebpana  en  la  vida  italiana. 


Alvarez  Ribera  (M.),  232. 
Alvaro,  pintor,  65  n. 
Amadis,  69,  145-6,  150-1-2,  163, 

173,  185. 
Ana,  condesa  de  Módica,  70. 
Ancona  (A.  de),  71. 
Andrea  de  Barberino,  23. 
Andrés  (G.),   26. 
Andújar  (G.  de),  53,  54,  55,  56. 
Anghiera  (P.  M.  de),  88. 
Antonio  de  Padua  (San).  Véase 

Balhen  (F.). 
Aquilea  (Cardenal  de),  44. 
Aquino  (Antonia  de),  48. 
Aragón  (de): 

—  Pedro  I,  rey  de  Aragón,  27. 

—  Jaime  I,  rey  de  Aragón,  28. 

—  Pedro,  rey  de  Aragón  y  Si- 
cilia, 32,  33. 

—  Federico  de  Aragón,  rey  de 
Sicilia,  33. 

—  Jaime,  rey  de  Sicilia,  37-8. 
— ■  Pedro   IV,   rey  de   Aragón, 

37,  67. 

—  Fernando,  rey  de  Aragón, 
44,  73. 

— -  Pedro,  hermano  de  Alfon- 
so V,  220. 

—  Alfonso  V  de  Aragón,  rey 
de  Ñapóles»,  34,  40-1-2-3, 
61-2-4,  67,  70-1-3-7-8,  86-9, 
90,  100-1,  153,  205,  220,  221, 
231. 

—  Ferrante  I  de  Aragón,  rey 
de  Ñapóles,  51-6-7,  62,  73,  93, 
100,  101-4,  220. 

16 


242   - 


—  Alfonso  II  de  Aragón,  rey 
de  Ñapóles,       ,221. 

—  Ferrante  II  de  Aragón,  rey 
de  Ñapóles,  95,  220-1. 

—  Federico  de  Aragón,  rey  do 
Ñapóles,  68,  103-4r  112,  221. 

Ferrante  de  Aragón,  hijo  del 
rey  Federico,  duque  de  Cala- 
bria,  103,   111,  221. 

—  Fernando  de  Aragón,  rey 
de  España,  El  Católico,  89, 
90-2,97,  102-3,  111,  112,  113, 
123,  130,  223,  225,  231,  232, 
234. 

—  Carlos  de  Aragón,  príncipe 
de  Viana,   63. 

-  Juana  de  Aragón,  reina  de 
Ñapóles,  mujer  de  Ferrante  I, 
63,  123,  130,  221,  234. 

—  Juana  de  Aragón,  mujer  de 
Ferrante  II,  129,  133,  220. 

—  Leonor  de  Aragón,  duquesa 
de  Ferrara,  84. 

—  Isabel  de  Aragón,  duquesa 
de  Milán,  121,  130,  132,  220. 

—  Beatriz  de  Aragón,  reina  de 
Hungría,  130.  221. 

—  Juan  de  Aragón,  cardenal. 
85,  222. 

—  Carlos  de  Aragón,  marqués 
de  Gerace,   123,   132. 

—  María  de  Aragón,  princesa 
de  Salerno.  116,  123-4,  128, 
132. 

-  María  de  Aragón,  marquesa 
del  Vasto,  191,  220. 

—  Juana  de  Aragón,  princesa 
de  Taglia  cozzo,  191. 

—  Duque  de  Montalto  Aragón, 
220. 

— -  Tulia  de  Aragón,  cortesana, 

146,   149. 
Arbués  (P.),  86. 
Arcano  (de),   159. 
Arce  y  Gamboa  (P.),  233. 
Arena  (Conde  de),  57. 
Aretino  (P.),  75,  138,  155,  157, 

158,  169,  180,  198,  200. 


Argensolas  (Cuatro  hermanos), 
230. 

Ariosto  (L.),  75,  95,  128,  141, 
143,  151,  156,  160,  166,  173, 
178,  183. 

Arrigo  de  Castilla,  29. 

Ataúlfo,  rey  de  los  Visigodos,  19. 

Atella  (Marqués  de),  123. 

Atri  (Duque  de),  123. 

Avalos,  fam.,  46,  65. 

Avalos  (A.  de),  46-7-8,  101,  220. 

Avalos  (A.  de),  marqués  del 
Vasto,  116,  177,  190,  220. 

Avalos  (Constanza  de),  señora. 
124,   135. 

Avalos  (Constanza  de),  duque- 
sa de  Amalfi,  191. 

Avalos  (I.  de),  46,  47-8,  56,  61. 

64,  86  n.,  221. 
Avalos  (I.  de),  124. 
Avalos  (R.  de),  46,  125. 
Avalos  (F.  F.  de),  marqués  de 

Pescara,    69,    101,    115,    116, 

123,  125,  126,  127,  129,  131, 

176,  177,  223,  224. 
Avalos  Ayala  (B.  de).  232. 
Avelino   (Conde  de),    123,    124, 

127,  128,  190. 
Averroes,  26  n. 
Avicenna,   26  n. 
Avila,  fam.,  227. 
Avila  (D.  G.  de),  81,  83,  91  n. 
Avila  (L.  de),   147. 
Aya  (G.  de),  36,  220. 
Ayerbe   de   Aragón,    fam.,    48, 

65,  222. 
Ayerbe   (S.),  48. 
Ayerbe  (Victoria),  191. 


B 


Baco  (J.),  50.      ■ 

Baiardo,  175. 

Baldi  (B.),  151. 

Balhen  (F.),  41. 

Baltisino,  73. 

Balzo  (Antonia  del),  145  n.,  163. 

Bandello,  73,  75,  155,  195,  198. 


—  243  — 


Barbarroja,  corsario,  200,  225. 
Barbosa  (A.),  87,  149. 
Baretti  (G.),  227. 
Bargagli  (S.),  151. 
Baroncelli,   148  n. 
Barzizza  (G.),  88. 
Basile  (G.  B.),   197. 
Bastida,  fam.,  235. 
Basuerta  (A.),  231. 
Beaumont  (Leonor  de),    130-3. 
Becerra  (G.),  193  n. 
Bembo  (P.),  84,   140. 
Bentivoglio  (E.),  153,  199. 
Benttinelli  (S.),  26. 
Benvenuto  Deimola,  39. 
Berni  (F.),   158,  203. 
Berruguete  (A.).   192  n. 
Beuter,  147. 
Bini,   138. 
Birgos  (F.),  65. 
Bisbal,  fam.,  48,  65,  222. 
Bisceglie  (Duqtie  de),  123-4. 
Bisignano  (Príncipe  de).  Véase 

Sanseverino. 
Bisogni  (los  bisónos),  195. 
Bisticci  (V.  de)    74,  86,  90. 
Bitonto  (A.  de),   87. 
Bitonto   (Marquesa  de),    123-4. 
Blanch,  fam.,  224. 
Blanch  (R.),  36. 
Blancina  de  Barcelona.  65.  222. 
Bleza  (P.),   65  n. 
Boccaccio,  27,   33,  38,  41,   150. 
Boccalini  (T.),   181,  211. 
Boiardo,  69,   180. 
Boíl  (R.),  49. 
Bondi  (V.),  148  n. 
Bonifacio  VIII.  papa,  34. 
Bonnivet,  188. 
Borbón  (Condestable  de),   188, 

200. 
Borges  de  Aragón,  fam.,  228. 
Borgia,  fam.,   191. 
Borgia.  Véase  Calixto  III. 
Borgia  (Angela),  81. 
Borgia  (César),  79,  81,  123,  224. 
Borgia  (Juan),  79. 
Borgia  (Jerónimo),  101,  190. 


Borgia  (L.),  cardenal,  123-4-6-8. 
Borgia  (Lucrecia),  duquesa  de 

Ferrara,  79,  81,  82,  84. 
Borgia  (Lucrecia),  marquesa  de 

Castelvetere,   191. 
Borgia  (P.  L.),  79. 
Borgia  (R.).  Véase  Alejandro  VI. 
Borja.  Véase  Borgia. 
Borja  (G.  de),  53. 
Borra  (Mossen).  Véase  Tallander 
Boscan  (I.),  143-9,  191. 
Bouhours,   216  n. 
Braccio  de  Montone,  41,  43. 
Braceli,  34,  38. 
Brisegna  (Isabel),   191,   192. 
Bruno  (G.),  216. 
Buires  (G.),  234. 
Burabe,  rey  de  Mallorca,  21. 


Caballería  (de  la)  P.,  184. 
Cabanes,  maestro,  50. 
Cabaniglia.  Véase   Cabanilla. 
Cabanillas,  fam..  48,  65,  221. 
Cabanülas  (G.),   48. 
Cabreras,  fam.,  34. 
Caccavello  (A.),  223. 
Cagliostro,  24. 
Caiado  (E.),   81,  87,   149. 
Cal  cerando,  fam.,  34. 
Calderón  (P.),   79. 
Caldora  (G.  A.),  61. 
Calixto  III,  papa,  39,  45-9,  77-8, 

86,  108. 
Calvo  (B.),  32. 

Camas  y  Requeséns  (M.  A.).  236. 
Campanella  (T.),  214,  216,  209. 
Camorrista,  214. 
Campano  (G.  A.),  41-2. 
Cancioneros,  142,   151. 
Cantalicio,  117,  174. 
Cantelmo  (F.),  131. 
Cantelmo  (María),  130-1. 
Capaccio  (Condesa  de),   124. 
Cápese  (S.),  190. 


—  244 


Caporali  (C),  158. 
Cappe  o  Cappeare,  201. 
Caracciolo  (Maria),  del  conde  de 

Arena,  57-8. 
Caracciolo  (T.),  43-5,   61-4,   93. 
Carafa  (de),  63,  71. 

Carafa  (F.),  191. 

Carafa  (F.),  duque  de  Nocera, 
205  n. 

Carbone  (N.),   186. 

Cárdenas,  fam.,  48,  65. 

Cardenal  de  Gerona,  86  n. 

Cardenal  de  Portogallo,  86  n. 

Cardenal  de  San  Sixto,  86  n. 

Cardona,  fam.,  48,  224,  228. 

Cardona  (Isabel  de),  reina,  224. 

Cardona  (María  de),  marquesa 
de  Padula,   190-1. 

Cardona  (R.  de),  capitán  del 
rey  Roberto,  37. 

Cardona  (R.  de),  virrey  de  Ña- 
póles, 121,  123-4,  188. 

Cardona  (F.),  230. 

Cardona  (G.),  80. 

Cardona  (J.),  122  n. 

Cardona  (J.).  Véase  Conde  de 
Avellino. 

Cardona  (L.),  48. 

Cardona  (Capitán),  tipo  cómi- 
co, 180. 

Cariati  (Conde  de),  123. 

Cariteo,  45,  65,  71-2. 

Carlin  (Juana),  191. 

Carlos  I  de  Anjou,  rey  de  Ñapó- 
les, 29. 

Carlos  II  de  Anjou,  rey  de  Ña- 
póles,  37. 

Carlos  V,  emperador,  156,  164-5, 
177,  189,  190-1,  209,  210,  225, 
227,  230-1-2. 

Carlos  VIII,  rey  de  Francia,  95, 
116,  122. 

Carlomagno,  22. 

Caro  (A.),  162,  180. 

Carosello.  Véase  Giuoco. 

Carranza  (P.),  79. 

Carrasio  (R.),  75. 

Carretto  (G.  del),   144. 


Carrillo   (A.),   obispo   de   Pam- 
plona, 82-6. 
Carrillo  (S.),  228. 
Carrillo  y  Toledo  (M.),  231. 

Carroz  (María),  130-1-3. 

Cartagena  (A.),  obispo  de  Bur- 
gos, 86. 

Cartagena  (fray  Juan  de),  236. 

Cartagena,  poeta,  84. 

Carvajal  (B.),  cardenal,  83. 

Carvajal  (C),  86. 

Carvajales,  53-4-5-6-9,  69. 

Casa  (G.  de  la),  137,  159,  165. 

Casamata  (D.  M.),  228. 

Casanova  (Jaime),  24. 

Casanova  (Juan),  79. 

Casar sagia  (B.),   65. 

Casas  (C.  de  las),  144  n. 

Cassarino  (A.),  87. 

Castanheda  (F.  L.  de),  148. 

Castelvetro  (L.),  150. 

Castelví,  116  n. 

Castiglioni  (B.),  137,  155,  162, 
166,  176,  180. 

Castillo  (D.  del),  53-7,  62. 

Castillo  (P.),  232. 

Castriota  (Juana),  130-1. 

Castriota  (Isabel),  132-3. 

Cavalcanti  (B.),    169. 

Cavalcanti  (G.),  23. 

Ceballos  (Ana),  236. 

Ceballos  (G.  de),  227. 

Cecci  (G.  M.),  157,  179. 

Celestina  (La),  143,  151,  184. 

Celio,  146-9. 

Centellas,  fam.,  48,  87. 

Centellas  (A.),  49,  64. 

Centellas  (G.),  36,  149. 

Centellas  (Violante),  130-1. 

Cerda  (Luis  de  la),  duque  de 
Medinaceli,  virrey  de  Ñapó- 
les, 226. 

Cordona  (A.)f  86. 

Ceriol  (F.  T.),  147. 

Cerriglio,  hostería,  196,  197,  202, 
227. 

Cervantes  (G.),  86,  179  n.,  182, 
197  n,  214. 


—   245  — 


Céspedes  (P.  de),  210  n. 

Cínico  (G.  M.),  67. 

Claverde  Aragón,  fam.,  222. 

Colón  (Cristóbal),  93. 

Colón  (F.),  147. 

Colonna  (C),  104-5,  111,  122. 

Colonna  (F.),  123-4. 

Colonna  (P.),  123. 

Colonna  (Victoria),  124-8,  132  n. 

Coli,  191,  235. 

Coli  (G.  de),  65. 

Concublet.  duqtiesa  de  Nocera, 

191. 
Constanza  de  Suevia,  reina  de 

Aragón,  38. 
Contile  (L.),   147-8. 
Coppola,  111. 
Córdoba    (Gonzalo    de).    Véase 

Gran  Capitán. 
Córdoba  (F.  de),  49,  87. 
Corolla,  o  Correglia,  Ruiz  (G.). 

48,  63. 
Corolla  (M.),  79. 
Cornaro  (L.),  159. 
Corso  (R.),   161. 
Cortese  (P.),  166. 
Corradino,  29. 
Cortés,  50. 

Covarrubia  (P.  de),  148. 
Cuello  (P.).  53. 

Ch 

Chiaromonte  (D.a  Isabel),  reina 
de  Ñapóles,  59,  220. 

Chigi,   140  n. 

Chorrilleros,  Churrilleros,  solda- 
dos,  227. 


Dante,  23-7,  32-3-8-9.  42,   107, 

150. 
Delgado  (F.),  142,  148. 
Delfino  (D.),   148  n. 
Dezpuch  (L.),  49. 
Días  Tanco,   148. 
Diaz  Garlón,  fam.,  48. 


Diaz  Garlón  (María),  132. 

Diaz  Garlón  (F.),  132. 

Diaz  Garlón  (P.),  conde  de  Alife, 

69,  220. 
Diego  Español,  49. 
Diez  Daux  (B.),  231. 
Diez  Daux  (F.),  232. 
Diez  (M.),  67. 
Difonti  (F.),  232. 
Docampo  (N.),  106,  224. 
Dolce  (L.),  146,  185. 
Doni  (A.  F.),  149,  152  n. 
Dorbina  (J.),  179,  200.  224,  230. 
Doria,  191. 

Dueñas  (J.  de),  53,  54  n. 
Duran  (A.),   135. 


Egea  (F.  L.  de),  65. 
Encina  (J.  de  la),  81,  142,  157. 
Enrique  III,  rey  de  Castilla,  45. 
Enrique    IV,    rey    de    Castilla, 

57,   63. 
Enrique,  rey  de  Portugal,   194. 
Enriquez  de  Guzmán  (A.),  194. 
Enriquez  de  Guzmán  (G.),  194. 
Enriquez,  fam.,   191. 
Enriquez  (María),  79, 130-1, 195, 
Enxemplario,  etc.,  etc.,    109  n. 
Epila,  maestro,  49  n. 
Equícola  (M.),   144. 
Erasmo,  149,  176. 
Ermanno,  traductor,  25. 
Escobar,  213. 
Escobar  (F.  P.  de),  57. 
Espinosa  (J.  de),  193-4. 
Es  landian,  152. 
Espluga  (L.),  220. 
Este  (Alfonso  de),   81. 
Este  (B.  de),  56. 
Este  (E.  de),  83-4. 
Este  (F.  de),  214  n. 
Este  (S.  de).  83-4. 
Eugenio  IV,  papa,  87. 
Exarch  (D.),  50. 
Eximénez  Pérez  de  Correglia.  50. 


—   246  — 


Fació,  o  Fazio,  63,  88. 

Fagadell,  50. 

Fansaga  (C),  226. 

Farinelli  (Arturo),  240. 

Farrer  (F.),  53. 

Fascitelli  (O.),  158. 

Fació  del  Uberti,  41. 

Federico  II,  emperador,  24. 

Federico  de  Castilla,  29. 

Felipe  II,  rey  de  España,  209, 
231-2. 

Felipe  III,  rey  de  España,  209. 

Feltraia  (Gentile),   140. 

Fenollet  (G.).  123,  131. 

Fernando  el  Santo,  rey  de  Cas- 
tilla, 28. 

Fernández  (Jerónima),   229. 

Fernández  Na  varrete   (J.),   lla- 
mado El  Muto,  191  n. 

Ferramosca.  Véase  Fieramosca. 

Ferrandina  (Duque  de),   123. 

Ferrantino.  Véase   Ferrante  II 
de  Aragón, 

Ferrare  (P.),  36. 

Ferrariis  (A.  de).  Véase  Galateo. 

Ferrer  (Hipólito),  50. 

Ferrer  (Iacopo),  64. 

Ferrer  (San  Vicente),  45. 

Ferrillo  (Beatriz).  Véase  Duque- 
sa de  Gravina. 

Fieramosca  (Capitán),  tipo  có- 
mico, 180. 

Fieramosca  ((i.),  123,  133. 

Fieramosca  (H.),  123,  133,177-8. 

Fiesca  (Bárbara),  147. 

Figueras  (B.),  50. 

Filelfo  (F.).  86. 

Fiorillo  (S.),  181. 

Fleyta  Pinto,  fam..  228. 

Flores  (J.  de),   147. 

Florisel,  152. 

Foix  (G.  de),  188. 

Foix    (Germana  de),  viuda  de 

Fernando  el  Católico,  111. 
Foix  (Odetto  de).  Véase  Lautrec. 
Fonseca,  fam.,  228. 


Fonseca,   191. 

Fontanini  (G.),  26,  150,  185. 
Fornaris  (F.  de),   181. 
Fortini  (P.),  202. 
Francione  (P.),  236. 
Franciosini  (L.),  148  n.,  210. 


Gabateo,  68. 

Gabrieletto,  bufón,  80. 

Galateo  (A.),  102-3-4-5-7,  110, 
111,  115,  116,  117,  137,  138. 
166,  178,  215. 

Galeota  (A.),  131. 

Galeota  (F.),  69,  70,  71. 

Galeota  (M.),  190. 

Galliano  y  Granulles  (M.),  234. 

Gambacorta  (Diana),  130-1. 

García  de  Santamaría  (G.),  99 

Gareth  (B.).  Véase  Gariteo. 

Garzia  (G.)    50. 

Garzoni  (T.),  155. 

Gatzelú  (D.  de),  143. 

Gauberte,  50  n.,  98,  99.  104, 
105,  109. 

Gentilbe,   140. 

Gerardo  de  Cremona,  25. 

Gerona,  fam.,  78. 

Gerona  (Saturno),  78. 

Giambulari  (F.),  147. 

Gibraleón  (L.  de),  80. 

Gilio  Rogico,  65  n. 

Giolito  (G.),  editor,   143-7. 

Giovio  (P.),  43,  101,  127,  143, 
156,  170-7,  224. 

Giraldi  Cintio  (G.  B.),  150-1, 
168.  169,  170. 

Giraldino  (A.),  89. 

Giraldo  (Lilio),  87-8,  149. 

Girón  (P.),  duque  de  Osuna,  vi- 
rrey de  Ñapóles,  226. 

Gómez  de  Ciudad  Real  (A.), 
149,  184. 

Gonzalo  de  Córdoba.  Véase 
Gran  Capitán. 

Gonzalo  Hernández.  Véase  Du- 
que de  Sessa. 


247   — 


Gonzaga  (Isabel),  marquesa  de 

Mantua,  145  n.,   147. 
Gonzaga  de  Mendoza  (P.),  194. 
González  de   Santa  Cruz   (A.), 

232. 
Gonzaga  (L.),  56. 
Gonzaga  (Lucrecia),  148. 
Gonzaga  (V.),  165. 
Goñi  (G.  de),  232. 
Gottiero.  Véase  Guttierez  (F.). 
Gran  Capitán   (El),   95-7,    101, 

116,  80,  174-6,  112,  110.   117, 

119,  222-3-4. 
Gravina  (Duque  de),  123. 
Gravina  (Duquesa  de).  122,  130. 
Gregorio  VII,  papa.  27. 
Groto   (L.),   148. 
Guappo  (Guapo),  214. 
Guerin  Meschino  (El),  146. 
Guevara,  fam.,  46,  65. 
Guevara  (A.),  obispo  de  Mon- 

doñedo,   147,   148,   182. 
Guevara    (A.).    Véase    Potenza 

(Conde  de). 
Guevara  (C),   125. 
Guevara  (Catalina  de),   194. 
Guevara  (F.),  46-7,  56,  66. 
Guevara  (I.),  46-8-9,  221. 
Guevara  (L.  de),  55. 
Guevara  (P.),  64,  68. 
Guiciardini  (F.),   93,    103,    112. 

174,  175. 
Guillermo  II,  rey  de  Sicilia,  22. 
Gusmano  (N.),  74,  87  n. 
Gutiérrez  (F.),   138  n. 
Gutiérrez  (L.),  233. 
Guzmán  (De),  233. 
Guzmán  (E.  de),  conde  de  Oli- 
vares, virrey  de  Ñapóles,  226. 


H 


Heredia  (De),  65. 
Heredia  (F.),  65-7. 
Hermosa,  fam.,  235. 
Hernández  (A.),  83,  96,  115. 


Hernández  de  Ixar  (J.),  53. 
Henríquez  (F.),  gran  Almirante 

de  Castilla,  88. 
Henríquez  (L.),  229. 
Holanda  (F.  de),  191  n. 
Hordóñez  (A.),   146. 
Hurtado  de  Mendoza,  69. 
Hurtado  de  Mendoza  (D.),  149 

193. 
Hugo,  rey  de  Italia    20. 


I 


Inés  (Señora),   133. 
Inocencio  III,  papa,  27. 
Inocencio  IV,  papa,  22. 
Inocencio  VIII,  papa,  80-5. 
Ionata,  52. 

Isabel  de   Castilla,   la   Católica, 
reina  de  España,  89,  90,  187. 
Ixar  (L.),  123. 


J 


Jaime  (San),  apóstol,  23-4. 

Jarava  (J.  de),  148. 

Jenaro  (C.  de),  67. 

Jenaro  (P.  I.  de),  65,  70. 

Jeouda-Ibn-Ezra,  24. 

Jerónimo  Español,  judío  con- 
vertido,   139. 

Jiménez  de  Urrea  (L.),  49. 

Jiménez  de  Urrea  (P.),  53. 

Jordi,  37  n. 

Juana  II,  reina  de  Ñapóles. 
54,   98. 

Juan  de  Dios,  27. 

Juan  II,  rey  de  Castilla,  42-6. 

Juan  de  Anjou,  37. 

Juan  de  Austria  (Don),  232-6. 

Juan  de  Nola,  225. 

Juan  Hispano,    149. 

Juanes  (V.),   192  n. 

Juegos  de  cañas,  52,  79,  91, 
1Ó7,  108,  122-3,  167,  168. 

Julio  II,  papa,  40,  85,  140,  182. 


248  — 


Laino  (Marqués  de),  124. 
Lampillas  (S.),  26. 
Lampugnani,  147. 
Lana  (I.  de  la),  39. 
Lancia  (B.),  28. 
Lando  (O.),   148,   158. 
Lannoy  (De),  virrey  de  Ñapó- 
les   224. 
Lasca  (El),  150,  163,  164. 
Latini  (Brunetto),   27-8. 
Lauria  (Roger  de),  32-3. 
Lauro  (P.)/l45. 
Lautrec,  164,  201,  223,  187. 
Laynez  (G.),  235. 
Lazarillo  de  Tormes,  142,  156. 
Lazzari  (lázaros),  214. 
Ley  va,  fam.,   171,  228. 
Leyva  (A.  de),  123-4. 
Leyva  (Hermanas  de),   191. 
Leonardo  Aretino,  87. 
León  Hebreo,  85. 
Leto  (P.),  79. 
Liburnio  (N.),  143. 
Lillori,  fam.,  34. 
López  (D.),  81. 
López  (G.),  79. 
López  (P.),  228. 
López  (Pv.),  164  n. 
López  de  Haro,  84. 
Lorca  (R.  de),  79. 
Lorris  (F.  de),  79. 
Lillola  (I.  de),  235. 
Lucano,  71. 

Lucena  (De);  68,  106,  81. 
Lucito  (Marquesa  de),    195. 
Luna  (Isabel  de),  198. 

LL 

Lloriz  (G.),  123. 
Llofredo  (M.),  28. 

M 

Machianello,  165. 
Malferit  (M.),  49,  86  n. 


Mallorca,  fam.,  235. 

Manetti  (G.),  44. 

Manfredi,  rey  de  Sicilia,  29,  38. 

Manfredi  (L.),  145-8. 

Manlio  (H.),  225. 

Manrique  de  Aguarso  (D.),  196. 

Manrique  (G.),  145,  182. 

Manríquez  (G.),  191. 

Manriquez,  fam.,  228. 

Manríquez  Laquilar  (A.),  231. 

Mañete  (G.),  99. 

Maquiavelo  (N.),  112,  175,  204. 

Marades  (G.),  79. 

Marcader  (M.),  67. 

Marciai,  fam.,  235,  191. 

Marciai,  71-4. 

Marcolini  (F.),  143. 

March  (A.),  26,  55,  149  n. 

Mardones,  fam.,  227,  235. 

María  de  Castilla,  reina  de  Ara- 
gón, 54-5. 

Mariana,  213. 

Marineo  (L.),  88,  99  n.,  166. 

Marino  (G.  B.),  72,  149  n.,  164. 
Marrada  (R.  de),  220. 
Marramao,  o  Maramaldo  (Capi- 
tan), tipo  còmico,  180. 
Marrera,  fam.,  228. 
Martín  (G.),  222. 
Martino  (G.),  85  n. 
Martino  Sarto,   50. 
Martorell,  88  n. 
Maruxa  (La  señora),  130-3. 
Masuccio,  salernitano,  24,  39,  73. 
Matamoro    (Capitán),    tipo    cò- 
mico, 180,  234. 
Matera  (Conde  de),  123. 
Matera  (Condesa  de),  124. 
Mauro  (G.),  158. 
Maximiliano,    emperador,    100. 

232. 
Mèdici  (Alejandro  de),  duque  de 

Florencia,   189,   154. 
Mèdici  (Cosme  de),  el  viejo,  89. 
Mèdici   (Cosme   de),   duque   de 

Florencia,  189. 
Mèdici  (Condesa  de),  140  n. 
Mèdici  (G.  de),  140  n. 


249  — 


Medina  (B.),  213. 

Medina  de   las   Torres    (Duque 

de),  virrey  de  Ñapóles,   226. 
Megía  (P.),   147-8. 
Mele  Eugenio  VIII,  238. 
Melfi  (Príncipe  de),   123. 
Mella  (Cardenal),  86  n. 
Mena  (Juan  de),  68.  81-3,   107, 

144-9  n.,   150. 
Mendoza  (D.),  106. 
Mendoza  (Cardenal),  86  n. 
Merliano   (G.).    Véase   Juan  de 

Nola. 
Messia  (P.).  Véase  Megía  (P.). 
Miguel  Escoto,  25. 
Milá  (Milano),  48,  56. 
Müá  (A.),  49. 
Milá  (L.),  77. 

Minadoi,  fam.,  191,  228,  235. 
Minadoi  (G.  T.),  235 
Minadoi  (P.),  235. 
Minoz,   191. 
Minturno   (A.),    117,    149,    150, 

184,  190. 
Minutólo  (Mariela),  222. 
Mirafonte  (G.  de),  80. 
Miralles  (M.),  50. 
Miranda  (B.),  236. 
Miranda  (Conde  de),  virrey  de 

Ñapóles,  228,  232. 
Miranda  (G.),  144  n.,  145. 
Moles,  fam.,  228,  235. 
Molina  (J.  de),  99  n. 
Molina  (T.  de),  47,   198. 
Moneada,  fam.,  34. 
Moneada  (G.  de),  54. 
Moneada  (H.  de),  80,  200. 
Moncayo  (I.  de),  53. 
Monte  (P.  del),  222. 
Monteleón  (Conde  de),   123. 
Montemayor  (G.  de),  147. 
Montenegro  (Elvira  de),  229. 
Monterrey  (Conde  de),  virrey  de 

Ñapóles,  226. 
Monterry    (Condesa  de),    virrei- 
na de  Ñapóles,  229. 
Morgat,  fam.,  235. 
Mudarra,  231. 


Muleasen,  rey  de  Túnez,  165. 
Muñoz,  133. 
Muzio  (G.),  151. 
Muxique  (F.),  53. 


N 


Naharro,  actor,  140-2. 

Nardones.  Véase  Mardones, 

Narváez  83. 

Navajero  (A.),  91. 

Navarra,   148. 

Navarro  (P.),  85,  188,  222,  223. 

Nebrija  (A.),  88,  149,  144  n. 

Nebrissense  (El).  Véase  Nebrija. 

Nelli  (P.),  203. 

Nemour  (Duque  de),  174. 

Níquel  (B.),  40. 

Nocito  (Marquesa  de),   124. 

Nocito  (Marqués  de),  123. 

Notar  (Jaime),   130  n. 

Nugresio  (T.),  231. 

Núñez,  coronel,   188. 

Núñez  de  Guzmán,  68. 

Núñez  de  Palma  (R.),  235. 

Núñez  de  Reinoso  (A.),  146,  150. 

Nuze  (M.  de  la),  49. 


Ocampo  (F.  de),    147. 
Olariz  y  Assaya  (G.),  233. 
Oñate  (Conde  de),  virrey  de  Ña- 
póles, 226. 
Orange  (Príncipe  de),  200,  224. 
Orio  (L.  de),  219. 
Orioles  (D.),  231. 
Orlando,  24. 
Orsini  (Cardenal),  81. 
Orsini  Catarinella,  58. 
Orsini  (G.  G.),  158. 
Ortal  (F.),  50. 
Ortal  (R.  de),  49. 
Ortiz  (A.),  232. 
Ortiz  Calderón  (F.),   232. 
Osorio  (N.  A.),  86  n. 


—   250 


Osuna    (Duque   de),    virrey   de 

Ñapóles,  232. 
Oviedo,  147. 
Oviedo  (P.  de),  80. 
Oyeda  (O.  de),  116  n. 


Pace,  o  Pacell,  80. 
Padula  (Marquesa  de),  123-4. 
Palencia  (A.  de),  81. 
Palma  (G.  F.),  llamado  el  Nor- 
mando, 227. 
Palmerin,    145,    146,    152,    163, 

185 
Panigarola  (F.),  140. 
Panormita  (A.),  42,  50,  86-7-9. 
Parabosco  (G.),  148. 
Pardo  (G.),  65. 

Paulo  IV,  papa,  183,  189,  205. 
Paulino,  músico,  125. 
Pelegret,  228. 

Peña  de  Quiñones  (G.),  232. 
Peralta,  fam.,  34. 
Pércopo  (E.),  71,  72. 
Pérez,  fam.,  222. 
Pérez  (A.),  50. 
Pérez  de  Guzmán  (A.),  195. 
Pérez  (F.),  50. 
Pérez  (G),  143. 
Pescara   (Marquesa    de).   Véase 

Colonna  Vittoria. 
Petrarca  (F.),  26,  32,  42,   107, 

150. 
Petruciis  (De),  64. 
Pía  (Emilia),  158. 
Picarte  (F.),  233. 
Picolomini  (A.),  154. 
Piccolomini  (Leonor).  Véase  Bi- 

signano  (Princesa  de). 
Piccolomini     (E.     G.).     Véase 

Pio  II. 
Pedro  (Alfonso),  25. 
Pedro,  arzobispo  Pisano,  21. 
Pedro  Español.  Véase  Francior- 

ne  (P.). 


Pedro  Mártir.  Véase  Anghiera. 

Pedro,  pintor,  65  n. 

Pigna  (G.  B.),   150. 

Pignatelli  (E.),   122. 

Pimentel  Osorio  (María),  virrei- 
na de  Ñapóles,  225. 

Pintor  (P.),  80. 

Pío  II,  papa,  81. 

Pirro,   149. 

Pisa  Osorio  (De),  232. 

Plata.  Véase  Prato  (P.). 

Platamone  (D.),  87  n. 

Policiano  (A.),  80. 

Pomar  (G.),  123,  131. 

Ponce  (I.),  188  n. 

Pontano  (G.),  38,  40,  59,  61-4-6, 
73-4-6,  101-2,  156-7. 

Poo  (G.),  222. 

Popol    (Conde  de),  123. 

Pérfida  (Doña),  130-1. 

Porta  (G.  B.  de  la),  157,  196. 

Potenza  (Conde  de),  104,  123, 
134. 

Prada  y  Losada  (P.  de),  233. 

Prato  (El  saqueo  de),  199. 

Prato,  o  Prata,  237. 

Primaleón,   152,   163. 

Prior  de  Mesina  (El).  Véase 
Acuña  (P.). 

Proaza  (A.  de),  74. 

Proveda  (Padre),  236. 

Proverbio  catalán,  40. 

Proverbio  español,  204-8-9. 

Puigdorfila  (G.  de),  62. 

Pulci,  24,  26,  69. 


Quadros,  fam.,  235. 
Quadros  (G.  de),  53. 
Quevedo  (F.),  230. 
Quevedo  (Juana  de),  228. 
Quiñones,  fam.,  191. 
Quiñones  (D.  de),  123. 
Quiroga  y  Fajardo  (D.),  233. 


—   251 


Raimundo,  arzobispo  de  Tole- 
do, 25. 

Raimundo,  conde  de  Barcelo- 
na, 21. 

Raimundo  de  Peñafort,  27. 

Ramírez  (D.),  80. 

Ramírez  Montalbo  (D.),  232. 

Ramírez  (P.),  90,  188. 

Ramírez  (T.),  236. 

Ratta  (de  la),  fam.,  36,  220. 

Ratta  (Catalina  de  la),  220. 

Ratta  (D.  de  la),  36-8,  220. 

Rebolleta,  73. 

Remolines  (F.),  cardenal,  123. 
49. 

Remolines  (M.),  79. 

Renato  de  Anjou,  61. 

Requeséns,  fam.,  191. 

Requeséns  (Isabel  de),  virreina 
de  Ñapóles,  123,  224. 

Resende,  149. 

Reverterá,  fam.,  191. 

Riario  (Cardenal),   91-2. 

Ribellas  (J.),  53. 

Ribera,  fam.,  235. 

Ribera  (G.),  llamado  el  Españó- 
lete, 237. 

Riberas  (S.  de),  52-5. 

Ricardo,  arzobispo  de  Toledo, 
22. 

Riccio  (M.),  73,  89. 

Ripalta  (R.),  230. 

Rivalta  (F.  de),  192. 

Raht.  Véase  De  la  Ratta. 

Roberto  de  Anjou,  rey  de  Ña- 
póles, 36-8,  220. 

Robles,  fam.,  228. 

Rodríguez  (C),  236. 

Rodríguez  del  Padrón  (J.).  70. 

Rodríguez  (Juana),  81. 

Rodriguillo,  73. 

Roelas  (F.  de  las),  192  n. 

Rosa  (L.  de  la),  50. 

Roseo  (M.),  145-7. 

Rosso  de  la  Malvasia,  178. 

Rovere  (Felicia  de),  158. 


Rovere   'G.   de  la).   Véase   Ju- 
lio II. 
Rucelli  (G.),   178. 
Rueda  (L.  de),  179. 
Ruffo  (Enriqueta),  49. 
Ruiz  de  Otalara,  canónigo,  236. 
Ruviales  (F.),  237. 


Sabbio  (S.),  143. 

Sá  de  Miranda,   140. 

Salazar  (R.),   147. 

Salinas  (J.  de),  231. 

Salinas  hermano,  232. 

Salmerón  (A.),  235. 

Salviati  (L.Ì,  72. 

Samudio  (G),  193.     " 

Sancia  de  Mallorca,  reina  de  Ña- 
póles, 36,  220. 

Sánchez,  fam.,  228,  234. 

Sánchez  (F.),  68. 

Sánchez  (María),  130-1. 

Sandoval  (D.  de),  53. 

San  Marco  (Conde  de),  124,  123. 

San  Marco  (Condesa  de),  124. 

Sannazaro  (I.),  91,  112,  149. 

San  Pedro  (D.  de),  134,  146. 

Sanseverino,  fam.,  116. 

Sanseverino  (Blanca),  49. 

Sanseverino  de  Bisignano,  prín- 
cipe, 68,  116,  123-8. 

Sanseverino  (F.),  príncipe  de  Sa- 
lerno, 125  n.,  177,  180. 

Sanseverino  (Violante),  190. 

Santacruz,  fam.,  235. 

Santa  Fe  (P.  de),  53-4. 

Santa  María,  fam.,  235. 

Santa  María  (A.  de),  obispo  de 
Cartagena,  52. 

Santillana,  alférez,  179. 

Santillana  (Marqués  de),  54,  145. 

San  Estéfano  (Conde  de),  virrey 
de  Ñapóles,  223. 

Sanz,  fam.,  48,  221. 

Sanz  (Alfonso),  49. 

Sanz  (Arnaldo,)  48-9,  221. 


252 


Savar     (G.).  Véase  Jarava   (I. 

de). 
Sarmiento  (D.  de),  230. 
Samo  (Conde  de),  177. 
Sasirera  (E.),  222. 
Sazchetti  (F.),  25. 
Scala  (A.),  231. 
Scala  (G.),  231. 
Scala  (L.),  231. 
Scovar  de  Siracusa,   144  n. 
Scriva  (L.),  143. 
Scriva  (P.  A.),  234,  237. 
Schack  (Conde  de),   165. 
Segnino  (P.),  80. 
Séneca,  44. 
Sepúlveda,  149. 
Serafino  aquilano,  81,  152. 
Seripando  (G.),  190. 
Sessa  (Duque  de),  190,  223. 

Sforza  (Bona),  111.  120-1-2,  132. 
Sforza  (F.),  57. 

Sforza  (F.),  duque  de  Milán,  89. 
Sforza    (F.),    último   duque   de 

Milán.  188. 
Sforza  (G.  G.),  121. 
Sforza  (Hipólita),  57,  67. 
Sforza  (L.),  205. 
Segismundo,  rey  de  Polonia,  122 
Silva,  149. 
Silva  (L.  A.  de),  230. 
Simoni  (B.),  68. 
Sisear,  fam.,  48,  65,  222. 
Sisear  (Laura),  49. 
Sixto  IV,  papa,  85. 
Sobrar  (G.),  80. 
Solanes,  fam.,  235. 
Solanes  (G.  B.),  235. 
Soler  (G.),  49. 
Soler  (I.),  62. 
Soria,  80. 

Soria  (L.  de  la),  144. 
Soriano  (Conde  de),  123. 
Soriano  (Condesa  de),  124. 
Soto  (de),  fam.,  228. 
Sotomayor  (A.  de),  175. 
Spampana,  tipo  còmico,  1 80. 
Spannolio  de  Mallorca,  79. 


Speroni  (S.),  150,  169,  170,  200. 
Spina,  gramático,  168. 
Spinello  (F.),  69. 
Stúñiga  (L.  de),  53-6. 
Stúñiga,  poeta  latino,  149. 
Suárez  (F.),  213. 
Suárez  de  Figueroa  (C).  165. 
Suera  (M.),  80. 
Summonte  (P.),   106. 
Surgemte  (M.  A.),  166. 


Tallander  (A.),  50. 

Tansillio  (L.),   117,   138-9,   158, 

182,    190-1-3,   200-9,    140  n., 

145  n. 
Tapia,  fam.,  235. 
Tapia,  84,  140. 
Tapia  (C),  227. 
Tapia  (E.),  227. 
Tapia  (G.),  228. 
Tapia  (J.  de),  53-4-5-7-8,  84. 
Tarragona  (G.),  231. 
Tasso   (B.),    148,    150,    161-6-9, 

190. 
Tasso  (T.),   146,  166,  176. 
Tassoni  (A.),  26. 
Tebaldeo  (A.),  72,  151. 
Telesio  (A.).   190. 
Tensira.  87,  149. 
Teodorico,  rey  de  los  Ostrogo- 
dos,  19. 
Termoni  (Duque  de),  123. 
Terracina  (Laura),  145. 
Terranova  (Condesa  de),  124. 
Testi  (F.),  214. 
Texeda  (T.  G.  de),  147. 
Tinca    (Capitan),  tipo   cómico, 

180. 
Tiro  al  bianco,  145,  163. 
Toledo  (de),  fam.,  191. 
Toledo  (Ferrante   de),  182. 
Toledo  (G.  de),   139,   190,  228. 
Toledo    (Pedro   de),    virrey   de 

Ñapóles,  164,  187,  190,  200-2, 

213,  225,  234. 
Tolomei  (C),   161. 


253  — 


Toralva  (C),  231. 
Torcila  (G.),  80. 
Torquemada  (G.),  86. 
Torre  (A.  de  la),  148  n. 
Torre  (Fernando  de  la),  55-6. 
Torrellas  (P.),  53-5. 
Torres  (I.),  59,  222. 
Torres  Naharro  (B.),   140-2. 
Tostado  (G.),  2  36. 
Tovar  (Constanza  de),  46. 
Tovar  (F.  de),  227. 
Traetto  (Duque  de),   123. 
Traetto  (Duquesa  de),    124. 
Trigoso  (P.),  229. 
Trivento  (Conde  de),  123. 
Tri  vento  (Condesa  de),  124. 
Trovano  (M.),  139,  144  n.  155  n. 


U 


Ulloa  (A.  de),  123,  143,  145-7-8. 
Unico  (El),  poeta,  72-3. 
Urbino  (Duque  de),  178. 
Urgel  (Obispo  de),  49. 
Uries,  fam.,  227. 
Uries  (F.),  231. 
Urrea  (G.),  148. 
Urrea   (G.   de),    143,    173,    178, 

194,  202. 
Urries  (H.  de),  53. 


Vaez,  conde  de  Mola,  227. 
Valdés  (A.  de),  143,  192,  200. 
Valdés  (J.  de),   137,    143-5-6-8, 

192,  231. 
Valdés  de  Villa  viciosa  (D.),  231. 
Valenti  (F.),  62,  87. 
Valguarnera,  fam.,  34. 
Valla  (L.),  44,  86-7-9. 
Valladolid  (J.  de),  56-7. 
Valles  (P.),  177. 
Varchi  (B.),  150. 
Vargas  (G.  de),  231. 
Vargas  (L.  de),  192  n. 
Vargas  (B.  N.),  231. 
Vargas,  duque  de  Cagnano,  228. 


Vasto  (Marqués  del),   124,  177. 

Vázquez,  128,    134. 

Vázquez  de  Avila,   134-5. 

Vázquez  (F.),  234. 

Vázquez  (G.),  134. 

Vecchi  (O.),  180  n. 

Vega  (G.  de  la),  190-1. 

Vega  (Garcilaso  de  la),  173. 

Vega  (L.  de),  211. 

Velázquez  (G.),  81. 

Venafro  (Condesa  de),   124. 

Ven  turino  de  Pesaro,  180. 

Vera  (G.  de),  222. 

Vera  (I.  de),  79. 

Verardi  (C),  91. 

Verardi  (M.),  92. 

Verdun  (N.),  65  n. 

Viacampo  (Francesca),  230. 

Viacampo  (L.),  230. 

Vico  (G.  B.),  163,  216. 

Vico  (G.  de),  50. 

Vidal  de  Noya  (F.),   68. 

Vilcey  (M.  de),  232. 

Villalón  (C.  de),   197-8  n. 

Villamarino  (B.),  almirante,  37, 
49. 

Villamarino  (B.),  lugarteniente 
de  Ñapóles,  conde  de  Capac- 
cio, 123,  224. 

Villamarino  (Juana),  condesa  de 
Avellino,  128,  131-3,  190. 

Villamarino  (Isabel),  princesa  de 
Salerno,  116,  131. 

Villamediana  (Conde  de),  230. 

Villani  (G.),  33. 

Villanova  (A.  de),  36. 

Villaragut  (Angela),  130-1. 

Villena  (E.  de),  68,  106. 

Violante  de  Aragón,  36. 

Virgilio  (M.),  88  n. 

Visconti  (F.  M.),  46. 

Visconti,  147. 

Visónos  (Los).  Véase   Bisogni. 

Vives  (L.),  149  n. 


W 


Wellington,  18. 


—    254  — 


X 


Xarquia  (D.),  231.  Zarate,   147-8. 

Zappino  (dello),  198. 

Zevallos.  Véase  Ceballos. 
V  Zorroza  (S.),  232. 

Zufia  (D.),  228. 

Zúnica  (Enríqviez  F.  de),  233. 
Yciz  (P.  de),  230.  Zúnica,  fam.,  191. 


INDICE 


Páginas. 


Palabras  del  traductor 7 

Advertencia  del  autor 15 

I.     Introducción.   España  e  Italia  durante  la  Edad 

Media 17 

II.     Los  catalanes  y  los  italianos 31 

III.  La  corte  española  de  Alfonso  de  Aragón  en  Ña- 

póles    43 

IV.  Españoles  y  cosas  españolas  en  la  corte  de  Fer- 

nando de  Ñapóles 61 

V.     Los  españoles  en  Roma  y  en  otras  partes  de  Italia 

al  finalizar  el  siglo  xv 77 

VI.     La  protesta  de  la  cultura  italiana  contra  la  bárbara 

invasión  española 95 

VII.     La  sociedad  galante  italoespañola  en  los  primeros 

años  del  siglo  xvi 115 

VITI.     La  lengua  y  la  literatura  española  en  Italia  en  la 

primera  mitad  del  siglo  xvi 137 

IX.     Las  ceremonias  españolas  en  Italia 153 

X.     El  espíritu  militar  y  la  religiosidad  española 173 

XI.     Aspecto  de  la  dominación  y  de  la  población  espa- 
ñolas en  Italia 187 

XII.     Conclusión.  La  decadencia  hispanoitaliana 207 

Apéndice. — Un  paseo  por  la  Ñapóles  española 219 

Noticia  bibliográfica 239 

Índice  de  nombres 241 


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