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ESTUDIOS Y CONFERENCIAS
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ESTUDIOS Y CONFERENCIAS
ESTUDIOS Y CONFERENCIAS
ESTUDIOS Y CONFERENCIAS
DE
HISTORIA Y LITERATURA
POR
ENRIQUE PIÑEYRO
NUEVA YORK
IMPRENTA DE THOMPSON Y MOREAU
MAIDE.N LAÑE, 51 Y 53
MDCCCLXXX
AC75
/
A
CARLOS CARRANZA
DEDICA
ESTE LIBRO
Su Amigo
EL A U TO R
PRÓLOGO
Empecé desde muy joven á escribir en
los periódicos de la Habana, y aunque
nuncra he consagrado exclusivamente á las
letras todo mf tiempo, he colaborado en
casi todas las publicaciones periódicas de la
capital de Cuba, y he estado al frente de
dos revistas literarias : primero, de la Re-
vista Habanera, junto con Juan Clemente
Zenea, mi compañero en varias empresas
periodísticas ; y más tarde, en 1 866, de la
Revista del Pueblo, en cuya dirección sucedí
inii Prólogo
al inolvidable Ramón Zambrana. Después,
durante diez años que pasé fuera de la pa-
tria, he dirigido también en Nueva York
más de una publicación. Si fuese á reunir
todo lo que he escrito y publicado en am-
bas épocas, llenaría varios volúmenes. No
ha pasado por mi mente semejante pro-
yecto ; y sólo cediendo á benévolas instan-
cias de varias personas, sobre todo del
distinguido amigo, á quien dedico este
tomo, me he decidido á formar la presente
colección, escogiendo trabajos de diversas
épocas, reuniéndolos con otros inéditos y
con las conferencias que pronuncié última-
mente en la Habana, y que se imprimen
ahora por primera vez. Al elegir lo que
inserto, he procurado obtener antes que
Prólogo ix
todo cierta variedad de materias, sin aten-
der á las fechas para el orden de colocación,
aunque mencionando al pié de cada trabajo
el año, y á veces el lugar, en que fué es-
crito. Ignoro por supuesto la acogida que
recibirá mi libro ; pero sé decir que ha sido
para mí del más suave y melancólico placer
el tiempo que he empleado en prepararlo y
corregirlo mientras iba imprimiéndose ; he
experimentado en todo ese espacio una im-
presión igual á la que me produjo el otro
dia recorrer, á la luz de una tarde de otoño,
el cementerio de Greenwood. No comparo
mis artículos con los suntuosos monumentos
de la necrópolis americana ; pero, ante mis
ojos y mi memoria, son ellos también pie-
dras tumulares, bajo las cuales yacen dor-
X Prólogo
midas para siempre ideas ó esperanzas de
tiempos pasados, de tiempos mejores, como
diría Jorge Manrique.
Nu>€va Yorky Setiembre 1880
MADAME ROLAND
CONFERENCIA
Pronunciada en el Liceo de Guanabacoa {Isla de Cuba)
el lo de Mayo de rSyg
Si se me preguntara cuál es la mujer más notable
' entre las mujeres célebres de la historia, entre las que
llenan aún hoy para nuestros oidos un espacio del
mundo, ó un período del tiempo, con su nombre y con
su fama, respondería sin vacilar : Madame Roland.
Y voy á empezar diciéndoos cómo y cuándo nació
en mi espíritu, hace ya algunos años, el deseo de estu-
diar de cerca la vida y los escritos de Madame Roland.
. Un profundo conocedor del corazón humano en gene-
ral, y del alma femenina en particular, autor de un
libro curiosísimo sobre el Amor, el novelista francés
Stendhal, recorriendo en sus interesantes Notas de
Viaje senderos y caminos por las orillas de un rio de
Francia, se detiene en ¡alguna parte de las cercanías de
2 Enrique Piñeyro
Lyon y consagra un expresivo recuerdo á la ilustre
heroína, diciendo estas palabras, ú otras parecidas :
« Por aquí poseyó una pequeña propiedad la mujer
que en todo el mundo me inspira más respeto.» Lla-
móme mucho la atención que el más burlón de los
escépticos se prestase tan de buena gana á inclinar la
cabeza ante la memoria de la esposa seria y grave, de
la parisiense oscura que se llamó primero Juana Maria
Phlipon, y después inmortalizó el nombre de Roland
que recibió de su marido.
Conocía yo de antemano la figura revolucionaria
que fué el alma del célebre partido de la Gironda, del
grupo admirable de hombres de ardiente corazón y
elocuente palabra, que ha hecho derramar tantas lá-
grimas, y ganado tantas simpatías á la Revolución
francesa del siglo último ; conocia el gran papel de
Madame Roland en sucesos decisivos de la historia,
en los trágicos episodios de aquel terrible año de
1793 ; habia leído y saboreado sus Memorias, la histo-
ria deliciosa de su vida tal como ella misma la escribió ;
conocia en fin su muerte, su manera grandiosa de as-
cender al patíbulo y de morir, úni^a en los fastos del
martirio ; y la aplaudia, y la apreciaba tal como merecía,
pero sin calor, sin entusiasmo, porque la hallaba dema-
siado buena, demasiado completa, demasiado heroica,
en una palabra. No descubría una sola debilidad, un
solo rasgo verdaderamente tierno, verdaderamente
Estudios \ Confí re acias
3
femenino en su vida y en su carácter, y retiraba frió é
indiferente los ojos después de contemplar las propor-
ciones de la hermosa estatua, de mármol purísimo,
intachable, pero inanimada, sin palpitar del corazón,
sin la chispa divina del sentimiento.
Y á menudo me decia — permitidme insistir — tanto
talento, tanta gracia, tanta pasión como revelan sus
escritos, como indican varios de los actos de su vida,
y sin embargo, en conjunto, virtudes comunes á los
hombres y nada más ? Ni un solo rasgo de mujer !
Murió á los treinta y nueve años y nunca amó : tal
podia ser el epitafio final de su existencia. Se unió
en matrimonio, á los veinte y cinco años, á un hombre
mucho mayor que ella, que podia ser su padre, de
carácter seco, austero, excesivamente orgulloso, á
quien respetó, de quien fué constante, verdadera
amiga y compañera leal, pero á quien en diversas oca-
siones confiesa que ni amó ni pudo haber amado. El
enigma me dejaba perplejo. Misterio indescifrable !
¿ V qué, — siempre me decia^por ventura el psicólogo
del Amor, el delicado analizador de la pasión, el pers-
picaz Stendhal, no supo otra cosa de Madame Roland,
nada más adivinó, y formuló elogio vulgar al decir que
respetaba á esa mujer como á ninguna otra en el
mundo ? No, no puede ser.
Y no podia ser. La falta no era de Stendhal, ni
mia, ni de ella tampoco. La Madame Roland que
Enrique Piñeyn
hasta entonces se conocia no era la verdadera Madame
Roland ; los rasgos de una nueva y seductora figura
aparecieron por primera vez, hace pocos años, y surgió
otra heroína que no conocieron los historiadores de la
Revolución francesa, que no llegó á entrever la intui-
ción de poeta de Lamartine, que de cierto ni Ttiiers, ni
Luis Blanc, ni el mismo Michelet, siquiera sospecharon.
Descvibrióse por casualidad, en la tienda miserable
de un barrio apartado de Paris, una miniatura enros-
cada, objeto inútil y perdido entre las legumbres de ,
un frutero. Era simplemente un retrato de hombre. .
Detrás del pequeño lienzo se encontró un papel que 1
contenia una breve historia y un elogio del que estaba j
allí retratado, escrito con la letra firme y conocida de i
Madame Roland. De ese modo se supo que el hombre
era el Girondino Buzot, conocido entre todos sus ,
compañeros por la energía de su palabra, la gravedad
melancólica de su carácter y la rectitud inflexible de j
su conducta política. Ese retrato era, pues, el qufe I
ella guardó constantemente en el seno durante su pri-
sión, el que probablemente estrechaba con mano con-
vulsiva al subir con semblante sereno la escalera del
cadalso ; que el verdugo, duefto de los despojos de sus 1
víctimas, arrancó ímpiamenle después del tronco J
exangüe, guardando acaso el marco valioso, y arro- J
jando con desden la pintura y el manuscrito, ambo*]
de tanto precio hoy para la posteridad.
Estudios y Confer~
Pocos meses después se descubrieron, también por
accidente, cuatro cartas inéditas y admirables de
Madame Roland á Buzot. Y en seguida, para com-
pletarlo todo, y acabar de crear la nueva Madame
Roland para nosotros, apareció el manuscrito original
de las Memorias, que habia sido expurgado y mutilado
por manos miedosas. Todos esos novísimos docu-
mentos concurrian declarando, en acuerdo cabal, que
Madame Roland agregaba una virtud más á sus
grandes cualidades, la virtud sublime de haber sentido
una pasión avasalladora por un hombre digno de ella,
de haber luchado como un atleta (ella misma lo dice)
por conservar la inmaculada pureza de su vida ; y un
rayo de luz, de fulgente poesía ilumina ahora el surco
profundo, la estela de su paso por el océano de la
política, el torbellino espumante del naufragio en que
pereció con su amor y con sus esperanzas.
Perfeccionado de esta manera el conocimiento del
personaje histórico, puedo agregar que pocos serán
los que despierten igual ínteres y reclamen con mejo-
res títulos la atención de la posteridad. Pocos también
pueden ya ser estudiados y escudrí liados más de
cerca. Escribió encerrada en un calabozo, en vísperas
siempre de oir pronunciada la sentencia de un tribunal
inicuo que aplicaba una sola pena, la liltlma pena, á
todos los acusados, la confesión, el relato de su exis-
tencia en unas Memorias encantadoras, en virtud de
Riirique Piñtyn
las cuales no son las Confesiones famosas de Juan'J
Jacobo Rousseau, un fenómeno aislado, un libro únictt'
en las literaturas modernas : le son inferiores sola^]
mente en e! estilo, que si bien lleno de vida, de graci
y de viveza, no llega á la excelencia soberana de t
modelo. Apenas encarcelada, demasiado con'
del fatal desenlace que terminaría su encierro, tuvo £
fuerza de alma extraordinaria de evocar alli todos ll
recuerdos de su niñez, todas las emociones de si
ventud, y trazarlas con frescura incomparable,
dicho un moralista célebre que dos cosas no puedej
-mirarse fijamente, el sol y la muerte. Madame Ro-
land, desmintiendo ese magnífico aforismo, contempló
la muerte con fijeza durante meses sin sentir el menor
estremecimiento. Hizo su confesión general, tan sin-
cera como la de Rousseau, y como ésta sin reticencia
ni escrúpulos mezquinos ; que no es por supuesto la
confesión humilde de una penitente arrepentida, en
que no habla por de contado como las que se postran
de hinojos implorando vana misericordia ante los
altares ; sino que tranquila, con la frente levantada,
serena y altiva la mirada, apela del fallo de sus extra-
viados contemporáneos y pide justicia á la imparciali-
dad de las generaciones venideras.
No intentaré yo relataros aquí los primeros treinta
años de su vida, tarea que ella desempeñó admirable-
mente, y que respeto demasiado para esforzarme ahora
Estudios y Conferencias 7
en decir mal lo que está ya dicho y muy bien dicho.
Cuando se cambió la escena, cuando el aliento abra-
sado de la Revolución corrió por la Francia é hizo pal-
pitar, más enérgica y violentamente que el de ninguno,
el corazón de Madame Roland, estaba de un todo pre-
parada para el nuevo papel que los destinos le señala-
ban. Son muy pocos, muy contados los personajes
célebres que así se presentan ante la historia, bajo des
diversas fases, y en ambas perfectamente completas.
No hubiera sido Madame Roland esposa y confidente
de un ministro de la Revolución, no hubiera inflamado
con el vigor de su pluma y la fuerza de su espíritu un
gran partido, no hubiera obtenido la muerte gloriosa
de los mártires, y todavia hubiese sido una mujer no-
table. Su vida de joven, su matrimonio, sus cartas
privadas en esos dos períodos, su ejemplo, sus memo-
rias, su carácter, la asimilación prodigiosa de las ideas
y el espíritu de Juan Jacobo Rousseau, bastarían para
inmortalizarla.
La Revolución, vuelvo á decir, la halló preparada ;
entró en la escena como esos actores de primer orden
que, antes de hablar, antes de hacer un gesto, con sólo
su aspecto y su mirada, revelan instantáneamente sus
grandes facultades. Lejos de París se hallaba cuando
ocurrieron los primeros sucesos ; mas allí mismo, en
Lyon, derramó una vez su exuberante {)atriotismo des-
cribiendo una fiesta cívica á que concurrieron millares
Enrique Piñtyro
de delegados de otras partes, en un papel que se im-
primió profusamente, que leyeron arrebatados esos
provinciales, y se aprendieron de meraoría para reci-
tarlos de vuelta en sus hogares, que así se vieron un
momento iluminados por la inspiracioLi, por las chispas
del alma de esa mujer.
Al entrar en París volvia á su ciudad nata], donde
habia nacido y crecido, donde brotaron sus primeras
ilusiones, y donde los primeros dolores cruelmente la
lastimaron. Allí se habia visto desvalida y sola, des-
pués de la muerte de su madre, al lado de un padre
disipado y vulgar, sufriendo pruebas domésticas, de
esas que se esconden á los ojos del mundo y punzan
por lo mismo con doble intensidad, y de que se libró
buscando refugio en un matrimonio sin amor. Allí
habia sido testigo indignado de las mil injusticias de
un régimen irrevocablemente condenado á perecer
bajo el peso de sus mismas iniquidades, y en la oscura
medianía de su vida en una familia de artesanos, había
concebido aversión profunda contra la sociedad anti-
gua, y alimentado su pasión por la igualdad y la jus-
ticia. Porque es la verdad que á Madame Roland y
á otros seres como ella, debemos esta conquista pre-
ciosa, que es una de las grandes glorias de nuestra
época, su mejor timbre quizás en el catálogo de los
siglos. De las tres grandes palabras que inscribió la
Revolución como empresa de su escudo, de esos trfis
Estadios y CoHfirendas
vocablos resonantes : Igualdad, Libtriad, Fraternidad,
que simbotizaii tanta lucha humana, tanto grito de
ttiunfo y tanto gemido desesperado, — la Igualdad es
la linica de ijue puede hoy el mundo, una parte del
mundo por lo menos, declararse en entera posesión.
La Libertad es infinita ; por ella se cómbale y siempre
se combatirá. La fraternidad parece ailn un sueño
de entusiasta, casi un delirio de exaltado. La Igual-
dad, atmosfera indispensable de todas nuestras ambi-
ciones, sin la cual no se comprende que valga esta
vida la pena de vivirse) es el gran resultado del terre-
moto francés del siglo último. Madame Roland y sus
contemporáneos trabajaron con ardor inextinguible
por obtenerla ; no cejaron ante obstáculos de ningiin
linaje, hicieron rodar en el patíbulo la cabeza de un
rey, pelearon sin descanso y coronaron el esfuerzo su-
premo dando en holocausto sus vidas y toda la sangre
de sus venas,
Contaba ya más de 35 años al volver á París, pero
no parecia tener esa edad ; ella dice, en la famosa
descripción que de si misma inserta en las Memorias,
que los tesoros que debia á la naturaleza le permitían
ocultar, sin apelar á artificio alguno, cinco ó seis de
sus años. Era todavía, en el crepúsculo final de su
juventud, una mujer verdaderamente seductora. Tenia
una magnífica cabellera oscura, una fisonomía llena de
expresión, un cuerpo esbelto, los contomos volup-
Enrique Piñiyre
tilosos de la verdadera hermosura, y la gracia coi^
abundancia derramada en sus gestos, en su andar, en
todos sus movimientos. Cuando hablaba, esos dones
parecian crecer y multiplicarse por el encanto de I
voz y el acento de su palabra. Citada una vez á 1
barra de la Convención, obtuvo señalado triunfo s
yugando á todos por la sencilla energía de sus contdj
taciones.
Los asuntos piíblicos la interesaban entonces viví
mente, y era ya, desde los primeros días de la í
lucion, del corto número de personas capaces de segí
U lógica de los sucesos hasta el destronamiento c
Rey y la proclamación de la RepiibÜca. Anudó p
relaciones con aquellos diputados de la Asai
Constituyente que profesaban opiniones parecidas
Entre éstos se hallaba Buzot, representante de la Noi
mandía, seis afios más joven que ella, casado, y com
ella unido por lazos de costumbre y consideraciój
más bien que de amor y comunidad de sentimienio^a
la compaSera de su vida. La suerte parecia h:
dispuesto esos dos seres de antemano para qu<
amaran sí se encontraban. Se encontraron y se a
ron. Buzot era un hombre de inflamable corazón,
principios rígidos y firmes, de carácter grave y has
triste ; su figura y sus maneras llenas de distinción \
de nobleza, duke y sensible en el trato Intimo, i
líente, agresivo y tenaz en la vida pübbca. Madu
Estudios y Conferencias ti
Roland sintió en el acto la superioridad de un carácter
que tantos puntos de contacto mostraba con el suyo.
Estaba además en un momento crítico de su existen-
cia, al declinar de su juventud, y su alma impetuosa y
ansiosa de combates buscaba, inconscientemente, una
pasión que sustituyera el vacío de tantos años inútil-
mente gastados y perdidos, y los ocupara trayéndole
el gozo de luchar y vencer por la honestidad y la
virtud. Ambos tenían hasta en eso almas de atletas,
respetaban sus deberes, y determinados á cumplirlos
querían una batalla más, aunque costase la victoria
dolores inauditos.
Cuando Buzot fué reelegido para la Convención,
Madame Roland estaba engolfada hacia tiempo en la
política ; auxiliaba eficazmente con sus consejos y con
su pluma á su marido, ministro por segunda vez ; reu-
nía en su salón á los miembros principales del partido
de la Gironda, y allí á menudo se prepararon y acor-
daron discusiones y decretos decisivos de la Conven-
ción. Buzot llevaba á la Asamblea las ideas y hasta
las pasiones de Madame Roland, que presentaba con
el calor y la energía del que halla su patriotismo de
acuerdo con los impulsos secretos de su corazón.
Trabóse, como es sabido, el más formidable anta-
gonismo entre los Girondinos y el famoso Danton, que
casi fué un momento un duelo entre éste y Madame
Roland. La influencia de la mujer fué quizás terrible
Enrique Pinero
en ese homérico episodio. Madame Roland odiaba á
Danton ; odiábalo por su fealdad, por la grosería de
su lenguaje, por el cinismo de su carácter, y subyugada
en cuanto tenia de femenino por tan profunda antipatía,
no reconoció jamás lo que hubo de grande, de previsor,
de verdadero político en Danton. Ocurieron las espan-
tosas matanzas en las cárceles durante tres dias funestos
del raes de Setiembre, matanzas consentidas y disculpa-
das por Danton, y trocóse en verdadero frenesí el odio,
la repugnancia que inspiraba. En balde tendió Danton
más de una vez su mano á los Girondinos proponiendo
acallar mutuos resentimientos, sacrificarlos en aras de
la patria por todas partes amenazada y al borde de la
ruina. Aquellos hombres honrados de la Gironda,
inspirados por aquella casta é inflexible mujer, no
querían, no podían perdonar crímenes tan horrendos,
rechazaron indignados la mano cubierta de sangre y
de lodo que les ofrecían, y apartaron los ojos de la
frente lívida del tribuno.
Ahondáronse las disensiones, aumentó la anarquía,
cegó el furor á muchos y un vértigo se apoderó de
todos. Fueron días de inmensa angustia ; pero al
cabo de terribles acometidas la facción más exaltada
triunfó. Los Girondinos se sintieron desbordados y
perdidos. Unos se dirigieron i. las provincias espe-
rando locamente levantar el país contra la tiranía de
lo que era ya el Terror organizado. Entre éstos salió
SstuiSos y Confereneias
Buzot. Otros aguardaron desesperados en París e!
desenlace fatal. Rolatid huyó. Madame Koland, que
no debía volver á ver jamás ni á su marido, ni á su
amante, ni á sus amigos políticos, penetró radiante y
altiva en la prisión.
Fué e! surgir de una aurora en la noche de la cár-
cel. Contenta, risueña con sus compañeros de infor-
tunio, amable con los instrumentos secundarios de su
tortura, se instaló en su calabozo como en soberbia
mansión, y se dedicó ¿ escribir las páginas inmortales
que el mundo lee hoy con arrobamiento. Sabía que
su marido estaba seguro en el refugio que había bus-
cado, que su hija se encontraba en manos de confianza,
y sintió con íntimo, inefable regocijo que, aprisionada,
separada del mundo y de los suyos para siempre, sin
más horizonte que la muerte, podia por fin consagrar
á su amor toda su alma, descubrir y acariciar el miste-
rio que escondía su corazón. Ahí le fué permitido
aflojar un tanto ios resortes demasiado apretados de
su espíritu, deponer las armas que había vestido sin
descanso en los dos años pasados en la arena política,
y dar rienda suelta á las efusiones de su alma. Delante
de los demás sonreía constantemente ; sola en su celda
derramaba lágrimas abundantes, consoladoras, primer
bálsamo que caia sobre las heridas del combate.
Ahí escribió esas cuatro cartas de que be hablado,
últimamente descubiertas, monumento Único en su
.-íSñrique Piñtyro
género. Yo, que no admiro excesivamente las c
célebres de Eloísa, ni en la prosa original latina, ni en
la paráfrasis en verso del poeta inglés, no he leido éstas
una sola vez sin profunda emoción. Alcanzan una
altura maravillosa ; no de otra manera las hubiera
escrito una Romana, Porcia ó la mujer de Catón, si
una ü otra hubiesen vivido en edad moderna. Cor-
neille no pone en boca de sus heroínas acentos de
mayor elocuencia y elevación.
Buzot recorría las provincias tratando de levantar-
las para volar á Paris á la cabeza de un ejército y
salvar de la prisión y de la muerte á la mujer amada.
Esta en tanto le pedia que pensase en la patria antes
que en ella, diciendo : • Lo único que temo es que
por mí te comprometas en imprudentes tentativas ;
salva el país y yo espiraré satisfecha. Poco me impor-
tan muerte, tormentos ó dolor, todo lo puedo afrontar;
no tengas cuidado, llegaré hasta mi hora última sin
haber malgastado un solo instante en indignas agita-
ciones, n
Pero hay un hermosísimo pensamiento, que en di-
versas formas repite en más de una carta, que revela
una situación patética y sublime, como pocas veces la
habrá sentido más elevada, aun en situación pare-
cida, el alma humana. En la .soledad de su prisión
puede consagrarse enteramente, por primera vez qui-
zps, al hombre en quien adora ; no olvida á su esposo
Estudios y Conferencias ij
fugitivo, sin embargo, que es la encarnación de su
deber, y se prepara también á defenderlo en el pro-
ceso que van á intentarle, de una manera < que sea
útil á su gloria, > pagándole así < la indemnización >
que cree deberle por sus sufrimientos. Y agrega :
< i Pero no comprendes tú que por lo mismo que me
hallo sola e§ contigo con quien estoy ? El cautiverio
me permite sacrificarme por mi esposo y conservarme
para mi amigo. Gracias á mis verdugos, cbnciliados
están mis deberes y mi amor. No me tengas lástima
por tanto. Todos admiran mi valor ; por fortuna
ignoran mis alegrías. >
Así, ni aun siquiera sueña en huir de la prisión.
El peligro no la asusta, todos los afrontaria si se tra-
tase de volar al lado de su amigo ; pero al salir de allí
seria otra vez esposa, madre, esclava sin posible reden-
ción. < i Abandonar estas cadenas que me impone la
persecución de los malvados y que me honran, para ir
á cargar esas otras que siempre he arrastrado, que na-
die ve y de que no puedo librarme, ah ! nó, nó, mejor
quedarme aquí. >
Idea indudablemente grandiosa y original ! Es el
sentimiento que la llena y la consuela. Vive en una
celda bastante grande para permitir una silla al lado
de la cama ; pasa los dias leyendo, escribiendo, dibu-
: jando, y se siente casi feliz. Hay un momento en que
nada le falta. Por una especie de superstición no ha-.
Jó
Enrique Piñeyro
bia querido llevar á la cárcel lo que llama this dear
picture, un medallón con el retraío de su amigo ; pero
luego no puede seguir privada « de esa dulce imagen,
débil y preciosa compensación de la ausencia del ser
amado. La guardo sobre mi corazón, oculta á los
ojos di todos, sentida en cada uno de !os instantes, á
menudo bañada con mis lágrimas. »
No se cansa de comparar su situación, la libertad
moral de que goza en la cárcel, con su vida anterior
en que santas obligaciones la oprimian, « y despedaza-
ban su débil corazón. Estoy (dice) donde el destino
lo ha ordenado ; puedo servir á la gloria del hombre
á cuyo suerte me quiso ligar, y mi cariño obtiene la
libertad de abrirse en silencio y depositarse en tu seno.
Bendigamos, pues, amigo mió, bendigamos á la Provi-
Mucho más quisiera citar, pero me llevaría dema-
siado lejos, y casi me he reducido á buscar en estos
documentos, y traducir, la expresión del mismo senti-
miento. Empero lo que he leido basta para justificar
mi elogio. Patriotismo inextinguible, amor ardiente,
culto de la virtud, cumplimiento estricto del deber, los
rasgos fundamentales del carácter de esa mujer extra-
ordinaria poderosamente resaltan en esas cuatro mag-
níficas cartas, escritas en un estilo grandioso que sube
sin esfuerzo al nivel de la trágica situación de donde
nacieron.
Estudios y Conft
n
Tenia sobrada razón para desesperar. La catás-
[ trofe era inevitable. La Revolución seguía su impulso
j al través del desorden, el crimen y ta guerra á muerte;
o era dado contenerla á unos cuantos diputados de
I ánimo heroico perdidos, como átomos en la inmensidad,
I en medio de la demencia universal. To^o fracasó, y el
\ intento frustrado precipitó la ruina de los demás. Los
Lveinte y un Girondinos prisioneros en Paria- se enca-
I minaron al cadalso entonando el himno revolucionario,
• formando aquel coro final, al pié de la guillotina, que
I se oye tan bien en la magnifica descripción de Miche-
Ljet; sublime, fantástico, inaudito, acompañado por el
\ ruido sordo de la cuchilla cayendo á intervalos iguales
(^apagando cada vez una de las voces, hasta extin-
Iguirse y sumirse la última en el silencio de la muerte.
Al llegar el rumor de ese atentado á los oidos de
, Madame Roland, resolvió poner término á su exis-
tencia. El suicidio, dfgase lo que se quiera, será
siempre el gran recurso de los grandes caracteres al
lentirse irremediablemente derrotados. Sentóse tran-
KquiUmente á escribir su despedida ; y el manuscrito,
rque se conserva, declara que no temblaba su mano al
li trazar el adiós supremo, en que dice á su esposo que
Imuere porque sabe que no puede ya ayudarlo á sufrir
Rsus desgracias, y que no pierde en ella más que una
Isombra, objeto iniitil di; desgarradora inquietud; en que
I-lega orguUosa á su hija Eudora su nombre y su ejem-
1 8 Enrique Fiñeyro
pío ; en que á todos pide perdón, y se dirige á otro,
en fin, en estos términos : < Y tú, cuyo nombre no me
atrevo á pronunciar, tú á quien un dia comprenderán
mejor los que conozcan y lamenten nuestro infortunio
común, tú que subyugado por la más terrible de las
pasiones supiste sin embargo respetar los límites de la
virtud, ¿ me perdonarás si acudo primero á los lugares
donde podremos amarnos y vivir unidos sin delito ?
Ahí callan las preocupaciones funestas, las exclusiones
arbitrarias, las pasiones rencorosas, la tiranía de toda
especie. Ahí voy á aguardarte y descansar. Tú, vive
aún, si puedes hacerlo con honor. Mas si el infor-
tunio tenaz te conduce á poder del enemigo, no per-
mitas que mano mercenaria se alce contra tí, muere, y
muere libre como supiste vivir, d
Pidió el tósigo á un amigo leal, pero éste le recordó
cuánto más digno de ella seria morir á la luz del dia,
á manos del verdugo, dejando á la patria y á la liber-
tad testimonio inmortal de su indómita energía. Esa
voz despertó en su gran corazón un eco que pasajera-
mente dormia. Siguió el consejo, y desistió de su
propósito.
El dia en que fué llamada á comparecer ante el
inexorable Tribunal, donde ni aun le permitieron de-
fenderse, y de cuyo recinto debía marchar directa-
mente al cadalso, salió de su calabozo más risueña y
animada que nunca. Vestida de blanco, con un cefii-
Estudios y Conferencias ig
dor de terciopelo negro, sus magníficos cabellos oscu-
ros cayendo en ondas hasta la cintura, fué recibida
con viva y tierna simpatía por todos sus compañeros
de prisión, hombres y mujeres, adversarios políticos y
criminales vulgares. Con una mano sujetaba la orla
de su vestido ^y abandonaba la otra á una multitud que
la besaba llorando. Un testigo presencial declara que
eran encantadores en ese instante los colores de su
rostro y la sonrisa de sus labios. A todos contestaba
afectuosamente sin decir que iba á la muerte. Pero
todos lo sabian. Ante el Tribunal, puesto que le im-
pedian hablar, no quiso defensa de abogado, y se re-
dujo á exclamar ante sus jueces : < Os doy las gracias
por juzgarme digna de la misma suerte de los grandes
hombres que habéis asesinado ; yo trataré de ir al ca-
dalso con el mismo valor con que ellos fueron. >
De pié. sobre el carro* fatal, en una tarde del mes
de Noviembre, recorrió el largo trayecto desde la Con-
serjería hasta la plaza de las ejecuciones, consolando
y sosteniendo á un hombre débil que iba con ella, con-
denado al mismo suplicio y que tenia miedo de morir.
La hicieron pasar por delante de la casa á orillas del
Sena donde habia nacido y pasado su infancia y su
juventud, donde habia perdido á su santa y cariñosa
madre, y sus ojos no se nublaron. Reconoció un
amigo entre la multitud que seguía ó aguardaba la fú-
nebre procesión, y una sonrisa imperceptible para los
20 Enrique Piñcyro
demás fué su ünico saludo. Al llegar al término del
viaje, cedió el tumo á su compañero diciendo : * Su-
bid primero, no tendríais fuerzas para verme morir, *
Y al verdugo que se resistía á intervertir el orden de
la ejecución : " No desairaréis la ultima siiplica de
una mujer ! » Mientras moría su compañero, y pa-
seaba su última mirada por el cielo y por la tierra, se
fijaron sus ojos en una estatua colosal de la Libertad
que ocupaba el centro de la plaza, á pocos pasos de la
guillotina, y pronunció su última palabra : a O Liber-
tad, cómo te han escarnecido ! • ó, según algunos,
éstas otras : < O Libertad ! cuánto crimen cometido en
tu nombre ! »
i Conocéis otra escena que en sublimidad pueda
comparársele? Cayó como debia caer la mujer más
grande de la historia.
Sus funerales también fueron terribles y dignos de
ella. Roland, al saber su muerte, se atravesó con una
espada, como Catón al saber la muerte de la libertad
romana, líuzot, que estaba más lejos, poco después
murió del mismo modo.
Hasta el último minuto quiso el destino marcar
fuertemente la superioridad de la mujer respecto de
los dos hombres que ocuparon y llenaron su existen-
cia. Ella sucumbió en elevado teatro, bajo el hacha
del verdugo, en medio de los gritos y denuestos de on
populacho feroz, desempeñando su difícil y grandioso
Estudios y Conferencias 21
papel con estupenda energía, mientras ellos perecían
oscuramente, solos y apartados, sin la pompa del sacri-
ficio, sin el consuelo de erigir la protesta de su valor
en frente de la iniquidad de la sentencia.
Musa por su genio, heroína por su carácter, mujer
por sus sufrimientos ; vencida en la vida política,
herida á muerte en pleno corazón en su vida privada,
triunfante sólo por sus talentos y sus escritos inmor-
tales ; mártir de una causa santa que la arrastró á la
tumba después de haberla forzado á vivir en medio de
relámpagos y tempestades desencadenadas, tempes-
tades sin embargo que fueron menos violentas y terri-
bles que las que rugieron dentro de su propio pecho ;
luchando á brazo partido contra un régimen odioso, á
cuya extinción contribuyó, pero sin el consuelo de
vislumbrar siquiera los albores del régimen nuevo que
habia de sucederle, — su existencia en conjunto recuerda
la de uno de esos sérés en que creyeron los antiguos,
cuya fortaleza inspiraba envidia á los mismos Dioses,
y que sólo el rayo de la Divinidad era capaz de pos-
trar y destruir.
NOTAS DE UN VIAJE
POR ITALIA.
TuRiN, Milán, Venecia.
I.
/ Modane ! ¡ Modane ! Oigo este nombre repetido á
gritos, cuando no hacia diez minutos que acababa de
dormirme, por primera vez en toda la noche. Eran
las cuatro de la mañana ; llevaba ya diez y siete horas
I
de viaje, y soñoliento me incorporo, preparándome á
las pruebas reservadas en ese lugar á los viajeros : un
cambio de tren complicado nada menos que con una
visita de la Aduana. Sométome resignado á la
segunda que es larga y fastidiosa, y aguardo mi turno,
y trabajo por desataf las correas de mi maleta, con-
tentándome con murmurar, entre dientes, una palabra
italiana que Byron celebraba mucho por original y por
expresiva : che seccatura ! Pues pasamos la frontera,
y estoy en un lugar de Italia, doime el gusto de
vituperar en su propia lengua á mis verdugos.
Enrique Piñeyro
Busco nuevo asiento en el nuevo carro, y á viajar
otra vez ! Vuelvo á mi sopor, sin curarme de que
dentro de quince minutos penetramos en el famoso
túnel del Monte Ceñís. A esta hora nada se ve ; los
cristales de las ventanas, que el frío ha puesto opacos,
no pueden bajarse por temor a! humo, que despertaria
casi sofocados á mis dormidos compaiíeros de prisión.
Cierro, pues, los ojos, y consagro un pensamiento á los
ingenieros que designaron los dos puntos opuestos de
la montaña donde comenzaron los trabajos, y obtuvie-
ron el triunfo matemático de no perder la derechura
de BU linea en la oscuridad, y ver á los obreros de uno
y otro lado encontrarse, al cabo de años, en el mismo
lugar y en el centro mismo de la inmensa mole.
¡Torino ! ¡Torito! ¡ Al fm ! Hace cerca de diez y
siete años que la vi por primera vez, vivo aún el conde
de Cavour, cuando era capital de una gran parte de la
Italia, y orgullosa pensaba serlo de toda la península :
ahora una cabecera de provincia, una ciudad italiana
de cuarto orden, nada, absolutamente nada, i Qué
transformación ! Recorro sus calles desiertas, sus
inacabables portales, sus antiguos palacios, todo está
muerto. Jamás he sentido mejor la frase sublime de
Virgilio, las lágrimas de ¡as cosas. Sunt lachrymtg
reriifii. Es una ciudad muy triste, por tanto intere»
sante. Conozco otras en igual, y aun, si se quiere,
mayor abatimiento, Venecia por ejemplo. Pero la
Estudios y Conferencias 2^
miseria de Venecia no inspira este género de interés,
infunde lástima si acaso, y nada más ; es como un
mendigo con andrajos todavía de púrpura y que los
ostenta para verlos relucir al sol. Turin, por el con-
trario, parece la viva representación de un formidable
desastre, la ruina aún palpitante de una grandeza por
siempre desvanecida ; y los despojos de cataclismos
morales sacuden el alma con fuerza tremenda.
Ahora la vuelvo á ver, y dejándome embriagar por
su honda é incurable melancolía, siento que reviven
en la mente recuerdos de la época de mi vida en
que la visité primero, y la saludo con respeto, como á
una antigua y desgraciada amiga.
Te reconozco, sí, que tu mudanza
No es mayor, nó, que la mudanza mia !
Yo también llevo luto en el alma, ¡ y qué luto ! el
duelo de algo con que soñé, que confundí conmigo
mismo, en que todo lo esperé, para hallarme al cabo
sin elloy y sin todo por consiguiente ! Hace diez y
siete años ignoraba yo lo que eran los dolores ; ahora
puedo repetir sin jactancia un verso célebre y desafiar
al dolor á que de nuevo me hiera, — si encuentra
dónde. Por eso te reconozco, Turin, y no me cansa-
ría de compadecer tu suerte, si pronto no pensara que
este duelo tuyo, que te honra y enaltece, lleva en sí
mismo grandísimo consuelo. Te encuentras abando-
20
Enrique J'iileyrc
nada, abatida, sf ; pero i cómo i
envoltura áspera y marchita en qi
un germen fecundo, un inmenso d
de las grandes ideas de nuestro si¡
Italia ? Puedes mirar tu obra y
El árbol gigante demuestra con sus proporciones y
lozanía el vigor de la semilla de la cual brotó.
Mas la resurrección de Italia no podia lograrse
sino por medio de la guerra, los « dados de hierro » del
destino sólo se tiran entre el humo y !a confusión de
los combates. El Piamonte, que lo sabia muy bien,
durante casi un siglo se preparó al efecto. De ahí el
carácter militar que, de un modo hasta á veces impor-
tuno, ostenta en su decaimiento la antigua capital de
Italia. Soldados por todas partes ; de carne y hueso
por debajo de los portales, pavoneándose con sus abi-
garrados y caprichosos uniformes ; por donde quiera
también, fijos é inmortalizados por el metal ó por la
piedra.
Aquí, cuatro centinelas de bronce, de tamaño colo-
sal, montando la guardia en torno del desventurado
Carlos Alberto ; allí, un soldado de mármol agitando
su bandera en frente del Palacio Real ; acullá, el ven-
cedor de Goito ; más lejos, el simple recluta que voló
impasible una mina, no recuerdo dónde. Y esto sin
contar la larga serie de antepasados de Víctor Manuel,
todos más ó menos bandoleros, incluso y á la cabeza
Estudios y Conferencias 27
el más ilustre de ellos, el vencedor de San Quintín, el
general de Felipe Segundo, Manuel Filiberto, duque
de Saboya, que envaina su espada en la plaza de San
Carlos.
Puedo cruzar por el medio de las calles, detenerme
en el centro á examinar monumentos ó edificios sin
temor á los carruajes. ¿ Hay carruajes en la ciudad ?
Miro en todas direcciones, y no veo ninguno. ¿ Se
han ido con Víctor Manuel á Roma, ó duermen acaso
dentro de esos palacios encantados, que parecen no
tener porteros, cuyas ventanas nunca se abren, y por
cuyas puertas ni sale ni entra nadie ?
Vuelvo una esquina y descubro otra estatua, d^
mármol también, pero de aspecto eclesiástico, la fiso-
nomía al menos, si no el traje. Ah ! es Gioberti, Tor-
tísimo combatiente (dice el pedestal) de la idea ita-
liana ; ejemplar insigne (digo yo) de un molde que no
existe ya, de una especie casi antediluviana, un cató-
lico liberal. El tipo ha ido borrándose y perdiéndose
ante el ensanche que logra otro gran designio social,
otra de las grandes cosas de nuestro siglo, el í ultra-
montanismo^ religioso, la disciplina de los espíritus
llevada hasta el último grado, la regla de San Ignacio
aplicada al mundo entero.
I Pobre Gioberti ! mirando su estatua surgen y cru-
zan por mi memoria recuerdos desvanecidos de días
de mi juventud. Entre los varios libros que escribió
38
Enrique Piñeyn.
hay uno, el • Ensayo sobre lo bello, • del que hoy tal
vez nadie se acuerda, que contiene pdginas elocuentes
y cuyas teorías sedujeron al catedrático de literatura
y oratoria en la Universidad de la Habana, en aquel
entonces ; y el texto de la clase de Estética vino á ser,
en un cuaderno manuscrito, una reducción ó extracto
de la obra de Gioberti. Yo, como alumno primero, y
luego como profesor de un colegio ligado con la Uni-
versidad, me vi forzado á aprender antes, y después k
enseñar, el susodicho cuaderno. La definición de la
idea de « lo bello, » inolvidable para mí, y que apare-
cía desde las páginas iniciales, era ésta : — i La unión
« hipostática é individual de un tipo inteligible con i
% elemento sensible por medio de la imaginación esté-
* tica. ► Ello por de contado no puede llamarse un
disparate, pero i cómo hacer penetrar en cerebros de
catorce años (edad reglamentaria) semejante metaft-
sico revoltillo ? No lo digerí al principio, y cuando,
más tarde, emprendí rail veces hacerlo entender por
mis discípulos, acabé por convencerme de su inven-
cible oscuridad para inteligencias no del todo desarro-
lladas. Ni un alumno en ciento, probablemente, lo-
graba desenredar la mística maraña ; todos empero
tenían que aprenderla de memoria para decorarla ea
seguida como papagayos.
Este recuerdo acude á mi pesar, y es grato, porque
renueva impresiones juveniles. No creo, sin embargo.
Esludws y Conff
29
al repetirlo, faltar al respeto que te debe, quienquiera
que se llame liberal, á t¡, valiente autor del « Jesiiita
moderno. » ¡ Salve, Giobertí, salve ! creíste con fé
profunda, en días horribles de borrasca, en la supre-
macía y la regeneración de tu patria ; y ya lo ves, el
destino te ha sido propicio, tu patria regenerada le le-
vanta estatuas, i Dichoso tú !
Ando irnos pasos por la vía de San Felipe del So-
corro, y desde lejos diviso otro monumento, de blan-
imo mármol, y creo desde aquí distinguir dos figu-
En efecto, es la conmemoración de la verdadera
celebridad piamontesa, del gran italiano de nuestros
como lo fueron Dante ó Maquiavelo de los suyos,
Camilo Eenso, conde de Cavour. La Italia en forma
de mujer robusta, medio echada en el suelo (no sé
porqué) y apenas vestida, le ofrece una corona de lau-
rel ; él, de pié, extiende con la mano un papel escrito.
a obra en conjunto es mediana, como todo el arte al
re libre de Turin ; en especial, los bajo-relieves de
la base son de una vulgaridad que no logrará nadie
exagerar. El parecido de la cara de Cavour debe ser
exacto, recuerda sus retratos fotográficos; pero ese
hombre tan grave y tan derecho, que mira bácia ade-
lante con aspecto bastante torvo, no es el Cavour que
yo llevo en la memoria, no es el político eminente,
que frotándose las manos como expresión de su inal-
terable buen humor y con una sonrisa perenne en an
30
Enrique Piñgvrt
dulce y abierta fisonomía, sacudió la Europa, dispuse
á su antojo de pueblos, de reyes y de emperadores, y
amasó entre sus dedos de artista incomparable, de su-
blime escultor en pasta viviente, la suerte de su pa-
tria, fijando por siglos los destinos de la Italia y de
una parte del mundo.
Es víspera de fiesta, el dia de mañana se llama de
Noche Buena, y los portales se llenan de gente. Todos
sin embargo parecen moverse sin objeto, miran con
indiferencia tas mal surtidas vidrieras de tiendas un
tanto raquíticas, y se pasean como cediendo á un há-
bito de antiguo arraigado, sin verdadero placer. To-
dos, hombres y mujeres, — ^y exceptuando los militares
en número siempre crecido, — tienen un aire serio y
grave, pero sin impertinencia ; el carácter piamontés
debe en suma ser de agradable comercio ; mas yo no lo
he de saber en tres dias que me quedo aquí, ni lo logra-
ría en treinta. Por tanto cierro la maleta, y en marcha '
II.
Tomo el tren, recorro con moderada velocidad U
vasta llanura desolada por el invierno, de evidente i.
tilidad, aunque ahora no descubro en ella más prodtH
cosechabte que el hielo de lagunas artificiales, qued
pedazos informes amontonan sobre cairetas dnigí
por muchachos de doce afios.
Estudios y Conferencias ji
¡ Milano I Esto ya es otra cosa ; centro perenne
de vida italiana, las mutaciones de la política no im-
primen aquí efecto decisivo. La capital de Italia
puede viajar de Turin á Florencia, y de Florencia á
Roma, sin que á Milán se le importe un ardite. Las
calamidades mismas de la guerra pasan sobre ella,
como pasó la dominación austriaca, sin apagar la
fuerza vital que la anima. ¿ Cómo disminuir ó acre-
centar la invulnerabilidad de una ciudad que ha sido
sitiada y tomada un número prodigioso de veces, y de
ellas en una, destruida, arrasada por Federico Barbaroja
hasta dejar las ruinas por medio del incendio, al mismo
nivel del suelo ? Pero si esto le da el derecho de lla-
marse resistente, no así el de creerse bonita, porque
ciertamente no lo es, y su fama quizás exceda á sus
merecimientos.
Claro está que yo no intento rivalizar con Manuales
de Viajeros, y emprender minuciosas descripciones de
objetos curiosos. Trato siempre, por el contrario, de
pasar por dupe lo menos posible, y sé bien que en cada
ciudad, — fuera de la fisonomía externa del lugar, de la
manifestación de su modo especial de ser, muy á me-
nudo lo más importante, — sólo se encierran, para el que
cuente bien, unas pocas cosas dignas de particular re-
cordación. En Milán, por ejemplo, no hay más que dos
que me inspiren verdadero respeto, el Duomo y el Cena-
coló ; en Turin ninguna, salvo la memoria de Cavour.
s^
Enriqu¿ Piñeyro
Voy, pues, á visitar la famosa basílica, la grat
catedral, aun no del todo concluida, no obstante datar
su primera piedra del siglo catorce. El exterior con aua
millares de figuras de mármo!, un pueblo de estatuas,
sus colosales proporciones, la delicadeza de sus deta-
lles y la potente armonía del conjunto, es poco, es
nada, á mi juicio, comparado con el efecto que pro-
duce lo interior, iío es el templo más grande del
mundo, San Pedro de Roma ó San Pablo de Londres
son mayores ; pero et Duomo tiene el privilegio de
parecerlo, de dejar la impresión de alcanzar el limite
extremo de la extensión de un edificio. Los enormes
pilares, que separan la nave central de las dos de los
lados, parten atrevida y magestuosamente desde el
piso hasta Is bóveda del techo, hasta el cíelo, iba á
decir : una altura vertiginosa. Asi, entra uno y se
siente abismado anle tal grandeza. Nada interrumpe
la vista, es la menos adornada de las iglesias ; alia, en
el fondo, el altar mayor, que desde la entrada apenas
se ve ; luego conté unas doscientas personas sentadas
ó de pié en las cercanías del presbiterio, pero desde la
puerta hubiera creido que aquel grupo lejano no se
componi a de más de veinteycinco individuos. Camino
solo en todas direcciones, oyendo perfectamente el
ruido de mis pasos, á pesar de que el órgano tocaba en
esos instantes un trozo .precipitado y alegre del oficio
de la Pascua, y que el agudo soprano de varias doce-
Estudios y Con/er:
■ Has de chiquillos lanzaba notas penetrantes: pero
lada, ni cuerpos ni sonidos, es sufiíienle á llenar esla
nmensa caverna en una montaña de mármol !
La luz entra con dificultad al través de los vidrios
[ pintados de las ventanas, y el frío se hace sentir con
■ fuerza. Instintivamente iba á cubrirme la cabeza, y
I nadie lo hubiese notado pues no veo gente sino á
I grandes distancias. ¡ Qué deliciosa temperatura debe
■ reinar aquí, en los dias ardientes de Julio, cuando el
trxoX calcina la vasta llanura de la Lombardia ! Esta
I observación la hizo ánles que yo, en este mismo lugar,
f si no me engaño, mi tocayo Enrique Heine, aunque
f con su injpietad habitual : € El catolicismo (dijo) es
la admirable religión de verano. >
Pero mucho más frió se siente en el refectorio del
t extinguido convenio de Santa María de las Gracias.
I Jamás ha penetrado la humedad tan adentro en mis
riiuesos, como en esta sala desolada á donde viene la
humanidad, como en peregrinación, para inclinarse
ante los casi borrados vestigios de la Cena de Leo-
nardo de Vinci, la primera en tiempo, y de las muy
primeras en mérito, entre las grandes obras del arte
k de la pintura. Dícese que visitando Bonaparte este
I refectorio, en 1796, escribió sentado sobre el suelo la
iiórden de que ninguna de sus tropas profanase con su
f presencia el lugar para siempre consagrado por el ge-
[ nio del sublime artista. La orden, si es auténtica, no
3-f
Enriijue Pi/icyri
fué respetada, y el refectorio sirvió de caballeriza pri-
mero á los jinetes de sii séquito, y después de almacer.
de forraje. Me explico hasta cierto punto el sacrile-
gio. Suprímase con la mente la obra de Leonardo, y
no se hallará lugar tan parecido á una caballeriza como
este refectorio. Más tarde una inundación lo mantuvo
por varios meses lleno de agua : calcúlense los resul-
tados en im cuadro pintado al óleo sobre una pared.
Pero los frailes mismos fueron los que cometieron el
mayor sacrilegio desde los años de 1652, cuando, para
agrandar una puerta, abrieron el muro, cortaron los
pies- de Jesús y de varios de los Apóstoles, y sacu-
diendo la pared hicieron caer al suelo pedazos de la
pintura. De ahí las mil y una restauraciones que des-
figuran la obra original. Es una verdadera leyenda de
martirio.
V sin embargo, todavía queda bastante de la glo-
riosa composición para justificar el pasmo de los si-
gjos. Esas trece figuras agrupadas con una sencillez
que encanta y un efecto que asombra ; esas fisonomías
tan diversas, tan características, y tan dóciles al mismo
tiempo para expresar el pensamiento completo y ar-
monioso del artista ; todo ello envuelto para siempre
en la más transparente y penetrante poesía, — es reaj-
mente el esfuerzo supremo de uno de los grandes ge-
nios del arte italiano.
Hechas estas dos visitas, he llenado la principal
Estudios y Conferencias j§
parte de mi objeto ; no obstante permanezco tres dias
más, voy aquí y allá, miro el Sposalizio de Rafael que
no es uno de mis cuadros favoritos ; paso cerca del
Arco de la Paz, más reducido pero más proporcionado
que el de la Estrella de Paris, y me paseo por la noví-
sima Galería de Víctor Manuel, donde observo, y á
ocasiones admiro, el tipo de belleza de las mujeres
lombardas, altas, corpulentas, con pies y manos gran-
des, facciones llenas de vigorosa expresión, sin el en-
canto de la dulzura, pero con la fascinación de la
energía.
111.
Venecia me llama ; cinco horas y media de ferro-
carril, un puente larguísimo, de casi tres millas, sobre
la Laguna, y me deja el tren en la orilla misma del
Gran Canal. Mi hotel se llama < de Europa, > pero
tiene otro nombre mejor, menos prosaico. Palacio
Giustinianiy una de las mansiones aristocráticas de la
antigua república, residencia ayer de una familiu que
se jactaba de descender de Justiniano, emperador de
Oriente, decaída hoy hasta convertirse en albergue de
forasteros : uno de los innumerables palacios de nom-
bres sonoros y famosos que se elevan á ambos lados
del Canalazzo^ como dicen los venecianos.
La fortuna hasta ahora me sonríe ; hallo en todas
36
Enrique Piñeyri
partes u
oclai
n sol magnifico ; voy á hotel^
frecuentados por huéspedes ingleses, que son siempre
los ntiejores en Italia, y encuentro en elios muy pocos
pasajeros, pocos hijos de Albion por consiguiente, lo
cual es una ventaja, á pesar de que en Veneda no es
posible olvidar ni por un instante memorias de la
Gran Bretaña. Pero entre el inglés « muerto » y
el inglés «vivo» hay una enorme diferencia. Este,
con su egoísmo agresivo, su brusquedad inconsciente,
su orgullo pueril, y más aparente que^ rea!, si bien se
examina, — es un estorbo dondequiera; hace daño
observar el modo como miran los cuadros y monu-
mentos, acercando los ojos hasta casi tocarlos, y co-
municando en alta voz las ideas más estrambóticas á
sus mujeres, cuando no son ellas quienes las sugieren.
El inglés muerto, por el contrario, ha hecho quizás en
pro de la celebridad de Venecia más que todos sus du-
ques y todas sus escuadras y todos sus combates con-
tra Bizancio y contra el Turco. Ese puente del Rialto,
que no se parece á ningún otro puente, con su único
arco, atrevido y robusto, sobre el Gran Canal, y su
doble linea de tiendas encima, es más célebre, para
muchos, y para mí, porque alli cerca imagino el lugar
donde Antonio concertó y prometió al judio Shylock,
el inmortal mercader de Venecia, el interés de una
libra de su propia carne. Cuando miro la sala del
Senado en el Palacio Ducal, me persigue con mayor
Estudios y Con/fri-ndas
37
I obstinación el recuerdo de Olelo y de Brabancio. que
tos otros mil episodios reales, históricos, de la vida de
s nobles venecianos. Shakspeare pudiera, pues, te-
ner en esta ciudad, donde nunca estuvo, un monu-
mento, un arco triunfal como el que se eleva al Diix
Francisco Morosini en una de las salas del citado pa-
lacio. No creo que lo merezca menos ; porque si éste
lo obtuvo jumo con el título de Peloponesíaco, por
haber conquistado la Morea para Venecia, que no
logró guardarla mucho tiempo, — el gran bardo inglés
ganó renombre más duradero, conquistó ei mundo
I para la patria de Porcia y de Desdémona. Digalo si-
I nó Verona que ensefta orguUosa el sepulcro apócrifo
de JuUela, y que ve más extranjeros acudir á visitar la
tiimba de la esposa de Romeo, que sus magníficos é
interesantes restos del Anfiteatro de los Romanos.
Después de Shakspeare, Byron, — y paso en silencio
nombres distinguidos, como el del autor de < Venecia
Salvada,» — para referirme sólo á los que gozan de
I universal reputación. Si en sus tragedias venecianas,
1 Foscari y su Faliero, no sube Byron á la exce-
lencia poética de su sin par predecesor ; si bien es
verdad, además, que mucho han contribuido las dos
obras mencionadas á estender la leyenda sombría y
patibularia de una Venecia que ha existido sólo en la
novela y en el teatro, un enjambre de espias, de dis-
fraces, de verdugos y de puñales que no se parece á la
3S
Enrique Piñeyri
verdadera Venecia de la historia ; en cambio, su □
bre va adherido á la fama de la ciudad por una multi-
tud de sucesos y reminiscencias personales. Apenas
se hallará un viajero en ciento, aun sin ser inglés, que
no mire con interés, al recorrer en su góndola el Gran
Canal, aquel de los tres palacios de la familia Moce-
nigo que le señalen como la casa donde habitó Lord
Byron. Yo, que soy acaso de los menos dados á su-
persticiones, ni literarias, ni de otra especie, fui á visi-
tarlo por ese único motivo, y me senté un instante
junto á la mesa en que escribió varios de sus poemas
el autor elocuentísimo del Canto Cuarto del Childe
Harold. La influencia de Byron puede, á mi juicio,
reclamar una buena parte de la multitud de extranje-
ros que anualmente visitan la Italia ; ingleses y norte-
americanos son siempre la mayoría y llevan á los otros
la ventaja de tener en ese canto del Childe Harold una
guia verdaderamente poética, cuyas magnificas stanse
son en conjunto el comentario más elevado, más inte-
lectual que se ha escrito sobre las riquezas del arte y
la historia de Italia.
Seria fácil continuar sobre este tema generalizán-
dolo y aplicándolo á toda Italia. Habria entonces
que mencionar después de Byron á otro poeta, que le
es inferior en reputación tanto quizás cuanto le supera
en mérito, Shelley, que murió á los veinte y nueve
años ahogado en el golfo de la Spezzia, y que concibió
Estudios y Conferencias jg
su drama soberbio, Beatrice Cenci^ ante el adorable y
nunca bastante admirado boceto de Guido Reni, en el
palacio Barberini. Pero me alejo de mi asunto, y debo
volver á él.
Es domingo ; un sol magnífico alumbra la ciudad,
aunque sin fuerza suficiente para disipar la niebla en
el mar lejano, allá detras del Lido, ó en las montañas
cuyos perfiles dudosos se divisan hacia el norte ; pero
la luz concentrada, por decirlo así, en la laguna, ilu-
mina las torres y las cúpulas orientales que se desta-
can en todas direcciones contra el azul del cielo. Salto
de la góndola en el muelle de la Fiazzetta, y recorro
la pequeña y originalísima plaza de San Marcos, con
sus tres lados de columnas, y en el otro la extraña fa-
chada de la Catedral resplandeciente de oro y de los
mil cplores de sus mosaicos exteriores. Los rayos del
sol acercándose ya á su ocaso, dan de lleno sobre los
cuatro caballos dorados, que ordinariamente apenas se
ven por estar un poco adentro en la fachada ; ahora
el exceso de luz hace resaltar y sobresalir esos cuatro
trofeos traídos de Constantinopla vencida y tomada
por el dux Enrique Dándolo.
Una banda militar toca en el centro de la plaza
melodías febriles del autor de la Traviata\ desde lejos
reconozco los gemidos de la agonía de Violeta. Toda
la ciudad se pasea sobre las losas del pavimento que
ninguna rueda de carruaje viene jamás á gastar ó des-
40
Enrique Fifieyri
componer. Las mujeres de la clase aristocrática lle-
van sombreros á la moda de París, y á primera vista
se parecen á las de todas partes ; pero las demás, que
son la inmensa mayoría, nada llevan en la cabeza, ó i
lo sumo una punta de blonda negra en torno de ta
trenza de sus cabellos de oro rojizo, el color de tantos
retratos admirables del Ticiano. Se pasean lenta-
mente y miran con cierta altivez, natural antes que
estudiada. Sóbrales motivo, son bellas, son hijas de
las mujeres que sirvieron de modelo para las madonas
deliciosas de Giovanni Bellini, más humanas, más se-
ductoras que las de Rafael, para las espléndidas mu-
jeres que sólo ha sabido pintar el Ticiano, el empera-
dor de los coloristas. Ello constituye un verdadero
timbre de nobleza.
Hay multitud de curiosidades en Venecia y mu-
chas merecen una visita ; pero la maravilla es la ciu-
dad en si, con todos sus detalles mirados en conjunto,
con sus mil extraftezas, sus palomas, sus calles estre-
chísimas, sus góndolas, la numeración de sus edificios,
su arquitectura fantástica y variada, su abatimiento
mismo, y encima de todo eso el encanto de tanto re-
cuerdo famoso, de tantos episodios novelescos. Cuan-
do el cielo se muestra tan propicio como ahora, y un
sol de otoño entibia estos dias finales de Diciembre,
siente uno, reclinado en la góndola, al deslizarse sobre
los silenciosos canales, que lo invade la embriaguez de
Estudios y Conferencias 41
la calma, y tal vez se dice que aquí pasaría tranquila-
mente el último tercio de su vida habituándose á amar
la muerte, y verla venir como una dulce consoladora,
en medio de esta quietud que parece una preparación
para recibirla.
¡ Puro delirio ! ¡ simple ilusión nacida de la apa-
riencia de las cosas ! Esto, como todo lo demás, dura
muy poco, reflejo fugitivo de una disposición acciden-
tal del ama, un instante de poesía, que acaso seria in-
soportable si durase algo más que un instante. Pero
Venecia impone al pasajero estas ideas melancólicas,
y muy contento de sí mismo y de cuanto sobre la tie-
rra le rodea, debe sentirse el que en ellas aquí no
abunde. Si ante las tristezas de esta inmensa desola-
ción, si á la vista de esta pobreza abyecta que fué
opulencia incomensurable, de este silencio sepulcral
que fué ruido y movimiento y vida, piensa alguno to-
davía en su propia felicidad, no envidio la ilusión de
ese bienaventurado Y no la envidio, sobre todo
porque no creo que haya verdadero placer en tan pro-
fundo engaño.
Venecia^ Enero iSyS.
BOSQUEJO
DE LA
FUNDACIÓN DE LOS TRECE PRIMEROS
ESTADOS DE LA UNION AMERICANA.
El genovés Juan Cabot, navegando al servicio de
la Inglaterra, descubrió la parte septentrional del con-
tinente americano en 1497, es decir, cinco años des-
pués de revelada á los europeos la existencia del
Nuevo Mundo por otro hijo de Genova mucho más
ilustre. Sebastian Cabot, hijo del anterior, nacido en
Inglaterra, visitó por primera vez en 1498 parte de las
costas que hoy ocupan los Estados Unidos. El des-
cubrimiento de las dos porciones principales de la
América fué, pues, casi simultáneo ; pero |ólo hasta
ahí llega la coincidencia de los sucesos. La historia
de la colonización sigue en ambas marcha de un todo
diferente. Los opuestos destinos que á una y otra
reservaba el porvenir se señalan claramente desde los
primeros años. Cortés y Pizarro emprendieron la
44
Enrique Piñeyri
conquista de Méjico y del Perú en el primer
del siglo XVI. La colonización del estado de Virgi-
nia, punto de partida de los futuros Estados Unidos,
comenzó cerca de un siglo más tarde, al arribar á la
bahia de Chesapeake, en el mes de Abril de 1Ó07, la
primera expedición, compuesta de tres barcos y ciento
cinco emigrantes, que fundó á Jamestown. Nimiero-
sos ensayos habían precedido, pero por diversas ra-
zones todos pasaron sin lograr un éxito verdadero.
Eq vano consagró por varios años Sir Walter Raleigh
su nombre, su genio y su fortuna á esa grande obra,
grande por los formidables obstáculos de que aparecía
circuida, y más grande hoy á la luz de los acaecimien-
tos posteriores, por los incalculables resultados que de
ella habían de provenir en bien de la humanidad.
Varias causas explican ese retardo. La Inglaterra
ascendía lentamente á su apogeo á principios del si-
glo XVI ; mientras que España, llegada ya al punto
más alto de su gloria histórica, podía entonces atender
á sus guerras y complicaciones europeas, y conservar
energía suficiente para despachar aventureros, diestros
en proezas militares, que fuesen á plantar sus armas
en la tierra desconocida, que una serie de inesperados
accidentes había colocado á su disposición. Jamás ha
derramado la casualidad sobre la cabeza de hombre
alguno más favores que los que desde la cuna misma
empezó á recibir el emperador Carlos V. La historia
Estudias y Confereticias
45
' sabe demasiado bien cuan poco fruto supo de ellos
extraer en bien de los millones de seres que gimieron
' bajo su cetro ; pero durante su reinado arreció el
viento de guerra, e! torbellino aventurero que soplaba
en toda España desde fines del siglo XV ; y los hom-
bres ardían en deseos de empuñar las armas, atravesar
el Océano, y conquistar las opulentas regiones que
parecian como por encanto brotadas del mar para en-
riquecer á los españoles. La energía del esfuerzo cor-
, respondió á la novedad de la situación ; simples sol-
dados, hijos de padres humildísimos, se sintieron llenos
de la fé y el valor de Alejandro Magno, y siguiendo
rumbo opuesto al del héroe macedón i o, corrieron
como él á sembrar la civilización en lo que por mucho
tiempo creyó la Europa que era el término oriental
del Asia.
En 1520 ocupó Hernán Cortés, en nombre de Car-
los V, el trono mejicano teñido con la sangre de Mote-
zuma ; en 1535 habia ya aniquilado Francisco Pizarro
la familia de los Incas del Perú ; pero sobre la exten-
sión de !o que hoy se llaman los Estados Unidos va-
gaban incólumes numerosas tribus de indios, beli-
cosos y salvajes, en tranquila posesión del territorio.
Era natural que asi sucediese. Los aborígenes estaban
muy lejos de encontrarse todos en el mismo estado de
adelanto ; y comparado con el del resto del conti-
nente, ofrecia innumerables ventajas el clima de las
F.nrií/iie PÍñí\rt
regiones visitadas por los españoles. I, os mejicanos y
los peruanos formaban un pueblo, una nación com-
pacta, poderosa en cierto modo y relativamente ade-
lantada : marchando en son de guerra al encuentro de
ella, era seguro hallarla frente á frente, en masa y
ofreciendo algún flanco vulnerable. Con las armas
que traían los europeos, con sus recursos, sus conoci-
mientos militares y el desesperado valor que exigía la
situación, el éxito del encuentro no podia por mucho
tiempo permanecer dudoso. El oro y la plata, espue-
las de su energía, abundaban por doquiera; el suelo
fértil y el cielo propicio auxiliaban eficazmente á los
invasores, y de ahí esas verdaderas, deslumbrantes
maravillas á que va unido el nombre de Corteses y
Pizarros.
Todo era distinto en la América del Norte. Los
hombres de piel roja que la habitaban se hallaban es-
parcidos en un vasto territorio, divididos en número
infinito de tribus enteramente independientes las unas
de tas otras, y destituidos, en su mayor parte, de toda
idea á sentimiento que pudiera conducirlos á orga-
nizar una confederación más ó menos imperfecta, pero
capaz de resistir á invasiones europeas. Ignoraban
muchas de las artes indispensables de la vida, carecían
del hábito ó la añcion al trabajo, construían chozas
de madera y fango, y sólo habian progresado un tanto
en la fabricación de los instrumentos necesarios para
Estudios y Conferencias 47
m
la pesca y la caza de que vivían. Eran valerosos por
supuesto, y, como verdaderos salvajes, crueles en la
victoria y sufridos en la derrota. Mas los europeos
allí no podían ni vivir fácilmente sobre el territorio
como las bandas españolas, ni utilizar los caballos que
hubieran sido valioso aliado en otro país diferente de
aquel, de espesas selvas y corrientes invadeables. De
aquí proviene "la gran desemejanza que, en todo y por
todo, ofrece la historia entre la suerte que corrieron
los indios americanos en el norte, en el medio y en el
sur del continente. Exceptuando los pobladores de
las islas del mediterráneo mejicano, más adelantados
sin duda alguna que los de la tierra firme septentrio-
nal, pero débiles de cuerpo y de espíritu por razón
probablemente de su aislamiento, y de los cuales es
muy difícil, si no imposible, descubrir hoy las últimas
huellas en las Antillas, — los indios de Méjico y de la
América del Sur existen todavía, aunque degenerados
y transformados por tres siglos de embrutecimiento :
razas mestizas han surgido que conservan, en sus ca-
racteres físicos y en muchos de sus hábitos, el sello
original de los primeros tiempos, y viven hoy pacífica-
mente al lado de los hijos de sus conquistadores. No
así en los Estados Unidos. Ahí el indio ha ido ce-
jando diá por dia ante la expansión civilizadora, ha
ido desapareciendo de los lugares que antes ocupaba,
y conservando sólo, en los lindes provisionales de la
<í
Enrique Piñeyn
gran república, xin estado perpetuo de resistencia, dé
lucha y de muerte por lo menos. Nada por cierto
hallamos que admirar en la fria y cruel tenacidad de
la raza anglo-sajona, que siglo tras siglo ha ido impla-
cablemente arrancando al indio faja tras faja de terri-
torio, sin poder ofrecerle en cambio medios racionales,
adecuados de asimilarse los nuevos elementos que
sin piedad vienen á empujarlos ; pero tampoco deja-
mos de reconocer que el resultado diverso ofrecido en
las regiones colonizadas por miembros de la raza la-
tina, no es debido á condescendencia particular ni á
especial cariño de esta otra especie de conquistadores.
Mientras durante siglos resonaba de oido en oido
en toda la península ibérica el nombre de las Amé-
ricas, como un cuento de hadas y milagros, prome-
tiendo á cada uno riquezas sin cuento con sólo irlas á
recoger, pocos, poquísimos de los aventureros que de-
jaban las costas españolas con rumbo hacia el occi-
dente, abrigaban el intento de buscarse allá lejos una
nueva patria, de fabricar un hogar y crearse una fami-
lia en ese mundo nuevo adonde se dirigían. Desde
los tiempos de Sir Walter Raleigh, y aun en medio de
la luchas encarnizadas entre Isabel y Felipe II, mu-
chos ingleses pensaban en el suelo americano como
emporio posible de frutos ignorados y necesitados en
Europa, como terreno propio para la agricultura y d
sostenimiento de las familias ; en esa misma época.
Estudios y Conft
49
I
así como antes y después, la América para otros era la
tierra del oro y de la plata, nada más.
El primer establecimiento con carácter definitivo
de los ingleses, tuvo lugar bajo los auspicios y la di-
rección de una Compañía formada en Londres con
objeto. Todos los ensayos anteriores hablan sido
esfuerzos de individuos aislados, y habían fracasado
por falta de recursos. La lección de la experiencia
los medios de remediar ese defecto y aconsejó
el esfuerzo colectivo. El rey Jacobo I autorizó la em-
presa, expidiendo una Real Cédula, ó Carta, bajo la
cual se fundó Jamestown, como antes dijimos, en la
bahía de Chesapeake, el 26 de Abril de 1607. Ya lle-
vaba aquella sección del pais el nombre de Virginia,
en honor de la reina ilustre, á cuya sagacidad no se
escapó el gian porvenir á que estaba llamada la colo-
nización de la -América.
En torno de la Virginia, sobre el mismo territorio
mal definido hasta donde se suponía llegar la juris-
dicción de la Compañía de Londres, se formó primero,
en 1634, la colonia de Maryland, ó Tierra de Maria,
así llamada por la reina esposa de Cários I ; más tarde
las dos Carolinas, del Norte y del Sur, y por tlltimo
Georgia en 1732. Estas cinco colonias, ó provincias,
que han de ser estados futuros de la república y cua-
tro de ellos los principales de la Confederación re-
■telde de 1861. tuvieron siempre, por todo el periodo
so
Enrique PiUeyr
de la dominación inglesa, al lado de algunas
cias de detalle, semejanzas esenciales, que perniiteii
fonnar con ellas un grupo, cuyo carácter decisivo se ha
de imprimir hondamente en el desarrollo de los Esta-
dos Unidos, constituyendo desde el principio uno de
los grandes factores del interesante problema político
y social, á que en el fondo se reduce la historia de la
gran república.
Las cinco crecieron y se agrandaron de la misma
manera. Exceptuando algunas desviaciones acciden-
tales y pasajeras del tipo común, — como la de Mary-
land que empezó siendo colonia exclusivamente cató-
lica, porque su fundador, el primer I.ord Baltimore,
profesaba esa religión, y la de Georgia, creada por un
entusiasta que pretendió organizar allí una sociedad
modelo, — todas ellas parecian, al poco tiempo de esta-
blecidas, un fragmento transportado de la Inglaterra ;
en sus hábitos, en su régimen interno y aun en algo de
su apariencia, justificaban la curiosa ficción jurídica
que, sin tener en cuenta el inmenso océano que las
apartaba de la metrópoli, las suponía comprendidas en
distritos, ó sitios reales, de la Gran Bretaña. La dis-
tribución civil era mucho más sencilla, porque la abun-
dancia de terreno y el origen reciente de los títulos de
propiedad amenguaba desde luego el carácter servil,
que el feudalismo habia impreso y conservaba aún en
las tierras de la Gran Bretaña; pero bajo los demás
Estudios y Conferencias ^i
puntos de vista las semejanzas eran numerosas. Dis-
tinguíanse precisamente estas provincias por un ca-
rácter aristocrático de que apenas existieron huellas
en las colonias septentrionales que formaron la Nueva
Inglaterra, á pesar de que en realidad se gobernaban
unas y otras conforme á un sistema en cierto modo
copiado del que regia en la metrópoli. Todos los
habitantes (los habitantes blancos agregamos, pues
desde ahora hay que hacer esta importante distinción)
conservaban en América sus derechos personales, los
derechos ingleses, por decirlo así, de elegir sus repre-
sentantes, de comparecer en juicio ante jurados de
conciudadanos y de gozar de los beneficios de una ley
común. Mas de aquí en adelante comienza la dife-
rencia entre las colonias del Norte y las colonias del
Sur. La mayoría de los que primero poblaron estas
últimas pertenecia á la clase de hidalgos que en In-
glaterra se llama landed gentry ; traia de Europa el
gusto de la vastas posesiones y de la vida retirada del
campo, y en los tiempos en que la Compañía de Lon-
dres colonizaba la Virginia, cada acción daba á su
dueño la propiedad de cincuenta acres de tierra. Asi-
mismo se formaron las grandes haciendas de las dos
Carolinas. La configuración del terreno, con sus nu-
merosos ríos navegables que corren hacia el Atlántico,
se prestaba á ese sistema, y el cultivo del tabaco, princi-
pal artículo de comercio de la Virginia, requería espa-
Enrique Piñfyro
cío para ser reproductivo. Corto numero de pool
ciones y multitud de fincas repartidas en todas
direcciones habian de tender á crear una clase aristo-
crática, á colocar e! pais en manos de unos cuantos
propietarios, á no ser que los trabajadores fuesen hom-
bres libres y tuviesen el derecho de ir en busca de
nuevas tierras que arrancar de manos de los indios y
adquirir á titulo de primeros ocupantes. Precisamente
faltaba allí ese género de labradores, y esto nos coa-
duce á mencionar desde luego la esclavitud de los
negros africanos, rasgo capital que complica terrible-
mente el carácter del facfor que estas provincias for-
marán en la organización futura de los Estados Uni-
dos ; y que ha de dar como infalible resultado la casta
de los grandes propietarios de esclavos, verdaderos
barones de un nuevo feudalismo, que aun sentados,
siglos después, en el Congreso republicano de Wash-
ington, se verán forzados, por la lógica de sus inte-
reses, á falsear primero las instituciones mismas de la
patria, y á levantar después su mano fratricida contra
el rostro de la República.
El tráfico de esclavos era tenido como perfecta-
menle legítimo en el siglo XVJI, y esclavos importa-
dos existían en todas y cada una de las trece colonias
que, á fines del XVIII, formaron los Estados Unidos
de Norte América. Los primeros negros traídos del
África por traficantes holandeses desembarcaron y se
MstuJios y Con/e.
53
Kvendieron en Virginia el año de 1620. El gobierno
I inglés desde el principio protegió y favoreció la trata,
t y todavía, en el año de 1774, siendo ya inminente la
I rebelión general de las colonias, dijo en Londres Lord
I Darmouth que « bajo ningún concepto podia consen-
I tirse que las colonias contuviesen ó estorbasen en
I grado alguno tráfico tan beneficioso como era ese para
la madre patria. » En cambio puede añadirse que
existe registrado en Boston, desde 1645, el ejemplo de
un negro que, por haber sido publicamente vendido
) esclavo, fué mandado poner en libertad y em-
I barcado para el África. Pero estos casos aislados
I nada significan en contra ó en favor de la institución.
■ Durante muchísimo tiempo fué universalmente consi-
I derada como legal y como justa, y si cuando se levantó
■ en 1790 el primer censo republicano de los Estados
I Unidos, aparecieron 657,000 esclavos en los estados
I del Sur y sólo 40,000 en los del Norte, contando entre
restos la Pensilvania, Nueva York y Nueva Jersey,
►razones locales y circunstancias especiales bastan y
P sobran para explicar la diferencia.
Negros africanos se introdujeron en el Norte lo
I mismo que en el Sur ; aquí crecieron y se raultiplica-
■ Ton, mientras que el número allí siempre ascendió con
[eumst lentitud. El clima cálido, el suelo pantanoso y
1 carácter de una gran parte de la población hacia
jbienvenidos en el Sur esos inmigrantes, casi del todo
54
Mnriijut Fiñe\'rt
e1 Norte. En la Virginia -f;.
las Carolinas cultivaban principalmente tabaco y arroz,
plantas que reqiierian poco cuidado en aquel suelo
naturalmente fértil, con laa que desde luego se acomo-
daba muy bien el trabajo mecánico y rutinero del ne-
gro esclavo. Donde apenas podia eí blanco sostenerse
luchando contra la humedad de la tierra y el ardor del
sol, prosperaba el negro y vivía lleno de fuerza y de
robustez. De ahi la diferencia ; empero los grandes
propietarios de las mencionadas colonias no manifes-
taban sentir por la institución, en aquella época en
que se la miraba como perfectamente legítima, el vivo
afecto y entusiasmo que ostentaron más tarde cuando
la opinión pública por todas partes la reprobaba. La
Gran Bretaña fomentaba el tráfico, obtenía de él cre-
cidas ganancias legalizándolo y reglamentándolo, y si
llegaban los negros destinados en su mayor parte á las
colonias del Sur, no debe olvidarse que se hacia prin-
cipalmente ese comercio en buques matriculados y
tripulados por hombres de Rhode Isiand y Massa-
chuseits.
Mas la esclavitud — i quien no lo sabe ? — es un míd
que lleva en sf mismo é infaliblemente su castigo.
Mientras el número de la población, la instrucción
pública, el orden general aumentaban dia por dia en
las provincias septentrionales, las del mediodía se
desarrollaban con marcada desventaja. El trabajo de
Estudios y Coii/er
55
las manos, saludable y regenerador en las unas, era
ocupación servil y desacreditada en las otras. I.a Eu-
ropa enviaba cada año una parte de sus habitantes,
^upos de agricukw«s y bábOes operarios que eran
«1 porvenir de la América, y que naturalmente no se
dirigían á las regiones donde el trabajo impuesto era
una maldición, peor mil veces que la tiranía de la
miseria de que huian, sino acudían á los lugares
donde e! esfuerzo personal les prometía, casi desde el
momento mismo de su llegada, bienestar, índependen-
a y libertad.
Catorce aiíos después de iniciada la colonización
de la Virginia, en un día del mes de Noviembre del
róao, desembarcaban en k costa desolada de Ply-
mouth l'is ciento dos pasajeros que traia á su bordo la
í^lor de Mayo; eran peregrinos huyendo, por segunda
Vez en su vida, de la Inglaterra, su patria ; que en la
Holanda protestante no hablan podido hallar el reposo
íjue buscaban ; y cruzaban el Océano buscando en las
soledades del Nuevo Mundo una nueva patria, espacio
vir y libertad de profesar las creencias de su
religión. La casualidad designó el punto de su des-
mbarque. Allí abordaron y allí se quedaron. Esas
cíenlo dos personas, que en ese dia famoso hollaron el
suelo de Plymouth, traían el segundo factor del gran
problema histórico americano. Eran miembros de una
corporación religiosa, de una de las numerosas sectas
Já
Enrique Piñeyri
que se formaban entonces bajo la influencia del libre
examen enseñado un siglo antes por Lutero, la secta
Puritana, Independiente, ó Congregacionalista, que con
lodos estos nombres los conoce aun hoy el mundo ; y
venían también á fundar, sin saberlo y sin quererlo, la
libertad religiosa en América. Este resultado, sin em-
bargo, no surgiría hasta un remoto porvenir ; en aquel
momento eran intolerantes, como lo han sido en su
principio casi todas las corporaciones religiosas. Su
influencia decisiva, preponderante al cabo, en la for-
mación futura de los Estados Unidos, se ejerce desde
el primer momento y en dirección mucho más eficaz.
Al desembarcar redactaron y firmaron esos peregrinos
un contrato solemne, breve y sustancioso, en que, in-
vocando á Dios, creaban un interés suprema que lla-
maban el bien general de la colonia, y se comprome-
tían á promulgar leyes con ese solo objeto, así como á
acatarlas y obedecerlas : único ejemplo que ofrece la
historia de una sociedad nacida de un contrato ex-
preso cuyos términos se conocen y conservan, linica
ocasión quizás en que la práctica de la vida pública
confirma la teorfa famosa que popularizaron Rousseau
y los revolucionarios franceses del siglo pasado. Lu-
charon heroicamente contra el áspero clima de aquella
región, tan duro que la mitad de la colonia no sobre-
vivió al primer invierno ; pero decididos á quedarse
allí, se pusieron pronto en relaciones con los indios,
Eshidios y Confc
u ejemplo atrajo pronto á otros de sus correligiona-
rios, y de aquel pnmer Dücleo nació la Nueva Ingla-
terra. La colonia do se organizó como la Virginia ;
sus hombres no se establecieron en propiedades sepa-
radas, á modo de señores ó aristócratas, pues no eran
sino gente sencilla y de! pueblo ; formaron grupos,
verdaderos municipios, para mantenerse siempre uni-
dos y en aptitud de adorar á Dios en común. Traian
de Europa esos hábitos y esa costumbre, y venian so-
bre todo á seguirlos libremente. Su primer sistema de
gobierno se componia de un jefe ó Gobernador, un
cuerpo de Asistentes y una Asamblea general ; y en
aquella sociedad de fanáticos fervientes era preciso
desempefSar tan estricta y austeramente las funciones
públicas, que pronto tuvieron que pasar una ley para
castigar al que, una vez elegido, rehusase el cargo de
Asistente ó (¡obemador. Al principio la Asamblea
era la reunión de todos los ciudadanos, método posible
sólo en sociedades muy reducidas y poco complicadas,
y que nos ofrece en esta colonia puritana un ejemplo de
la «célula» primitiva, por decirlo así, que, de evolución
en evolución, ha producido en todas partes los gobier-
íios parlamentarios de nuestros dias. Cuando la colo-
nia creció, fué necesario cambiar el modo de consti-
tuir la Asamblea, y pues tenían el ejemplo de la Cámara
de los Comunes de la Gran Bretaña, introdujeron en
1639 algo parecido á ese sistema, y cada municipio
Jtf
Enrigtie Piñeyri
envió en lo adelante dos diputados á lo que llamab|
la Corte General.
Al lado de Plymouth formóse otra colonia p^
tana, compuesta desde su origen por gente de I
riqueza y educación que los peregrinos de la Flor de
Mayo, y que pronto adquirió mayor importancia y ex-
tensión, por los hombres de elevada posición social
que á ella acudieron, huyendo de la tiranía del pérfido
Carlos I. Este nuevo establecimiento se constituyó en
corporación bajo el nombre de t Compañía de la Bahía
de Massachusetts en la Nueva Inglaterra, » y se desa-
rrolló separadamente hasta 1691, en que se reimió con '
la colonia hermana de Plyraouth, haciendo entre las
dos el actual estado de Massachusetts, piedra angular
de los Estados Unidos. La organización interna era
idéntica ; ambas conservaron fuertemente impreso el
carácter religioso, sectario con que habían nacido, en
su gobierno y todos sus modos de vivir ; confundían el
elemento civil y el eclesiástico, y la intolerancia, ine-
vitable en tales circunstancias, se traducía en leyes
exclusivas, tiránicas, que venían á pugnar con el espí-
ritu niismo de libre examen á que debían el ser. Para
gozar de los derechos de hombre libre y de ciudadano
en ambas colonias era preciso ser miembro de una
iglesia, y todas las iglesias, independientes como se
apellidaban y como en realidad lo eran, profesaban el
mismo credo, seguían un mismo formulario é inspira
Esludios y Confer,
S9
ñas mismas costumbres. Esta intolerani;ia pro-
sin embargo un bien ; sin ella tal vez no hubiera
^procedido tan rápidamente la colonización del terrí-
Etorío vecino, y Massachusetts no tendría el honor de
i primera colonia americana que fué madre de
f otras colonias. Huyendo de la severidad excesiva de
Boston y de Plymouth, partieron numerosos grupos y
fundaron varios nuevos establecimientos yue fueron
luego los estados de Connecticut, Rhode Island y
Nuevo Hampshire : en el último hubo pocos purita-
nos ; los otros invitaban y recibían miembros disi-
dentes ; y todos contribuyeron mucho á suavizar el
fuerte carácter de exclusivismo, que de otro modo
hubiera sido un serio obstáculo al crecimiento de la
Al mediar el siglo XVII existían ya fundados y
seguramente encaminados hacia !a prosperidad, los
más de los futuros trece primeros estados de la Repú-
blica, y se clasificaban naturalmente, como hemos
visto, en dos grandes grupos distintos por su origen,
aus hábitos y su constitución ; hallábanse además se-
parados uno de otro por una gran extensión de terreno.
Mientras así permaneciesen, no era posible señalar ni
imaginar las vías del porvenir grandioso que los aguar-
daba, y á pesar de la identidad de lengua y de raza,
no hubieran logrado formar á la larga más que dos
Laciones diferentes cuando llegase el período de su
6o
Enrique Piñep-o
completo desarrollo, sobre todo si se tiene
que una nación extraña poseía, en el territorio que'fl
paraba ambas porciones, establecimientos import
Eran dueños los holandeses de una factoría en la b
misma del rio Hudson, dominaban todo el cursa I
ese magniñco rio, q\ie no sólo ponia en fácil comiii
cacion á los traficantes con el interior del país, (
bando ó reduciendo el comercio de pieles en que«
fundaba la prosperidad de PIymouth, sino que pres
taba en esa dirección una fuerte barrera coatia el fl
cimiento de la Nueva Inglaterra. Contando con %
habian dado el nombre de Nueva Arasterdan al (
blecimiento que poseían en el lugar donde el d
tuoso rio confunde sus aguas con las del mar, e^
hermosa bahia que ha de contener la gran ciodadlig
Nueva York. Los emigrados de Massachusetts qu(
fijaron al sur, en Rhode Island y Connecticut, íuM
los que primero se hallaron en contacto con los ho|
deses ; no tardaron en surgir querellas ; y en aqua
dias de limites mal definidos y encarnizada rivalidad
marítima y comercial entre ingleses y holandeses, no
era de esperarse que los Nuevos Países Bajos prospe-
rasen por mucho tiempo en paz y en poder de sus
fundadores. Parte de los habitantes de las colonias
ayudó gustosa á la metrópoli cuando reventó la guerra,
la cual, al cabo de variadas y oscuras peripecias y de
haber sido ganada y perdida por las dos partes, vino i
Estudios y Cmfíre
6i
cerrarse en 1694 por medio del tratado de Breda, que
dejó definitivamente á Nueva York en poder de la In-
glaterra.
La adquisición de Nueva York designa una época
decisiva en la historia de las posesiones inglesas en la
América; consumada ella, y constituida en provincia
independiente, quedaba sólo esperar que el tiempo
fuese poblando y aprovechando el vasto territorio.
Lenta é insensiblemente se acumularán las fuerzas que
pondrán al subdividido país en aptitud de unirse y
combatir algún dia contra la Metrópoli.
Los tres estados cuyos nombres aiin no hemos
mencionado y faltan para componer la cifra total á
que llegaron en el siglo XVIII, forman el grupo espe-
cial de las colonias cuáqueras, punto de transición, en
cierto modo, entre los opuestos caracteres que hemos
descubierto y señalado en el Norte y en el Sur. Fue-
ron fundadas ó pobladas por la nueva secta de los
cuáqueros, que llegó allí expulsada de todas partes y
principalmente de la Nueva Inglaterra, cuyos puritanos
perseguidos de antes eran ahora acerbos perseguidores,
como tan á menudo nos dice la historia que ha :
dido en todo el mundo. La primera, Nueva Jersey,
comprendida al principio en las posesiones holandesas,
lo estuvo después en el territorio cedido nomtnal-
mente, desde antes de la guerra con los Países Bají
por la corona inglesa al Duque de York, quien vendió
LOS ESTADOS UNIDOS
EN 1875
CONFERENCIAR
Os voy á hablar de los Estados Unidos de la Amé-
rica del Norte.
El rápido engrandecimiento de esa república, mo-
delo para unos de cuanto hasta ahora se ha realizado
de mejor y más completo en el orden político, ejemplo
para otros del grado más alto de confusión y extrava-
gancia á que la exageración de ciertos principios
puede conducir á una sociedad, es de todos modos
uno de los más interesantes fenómenos de la historia
moderna. Pero es también uno de esos problemas que
sólo cabalmente comprenden quienes los estudian sin
ira y sin amor, — para usar la frase tan común del his-
toriador romano, — sin idea preconcebida, sin el pro-
pósito de encontrar en su desarrollo la prueba de la
á6
Ettríí/ue Piñeyri
eficacia ó debilidad á& una teoría previamente t
Es forzoso desprenderse, al al>oidar el p
de la admiración ferviente y ciega del demócrata eora^
peo, que observa con envidia fácilmente ejecutado en
ese suelo virgen todavía lo que en otras partes cuesta
rios de sangre y lágrimas el ensayar, lo mismo que de
la miedosa aversión de otros políticos asustadizos que
presienten con espanto la americanización — como di-
cen — del resto del universo.
Es el gran país de los contrastes. Esa tierra, afflto
inviolable de la libertad, asiento firme de la igualdad
política, inmensa colmena donde cuarenta millones de
habitantes trabajan gozando sin temor del derecho ab-
soluto de gobernarse por sí solos, es la nación donde
vivían ayer en situación intolerable, como bestias de
carga, cuatro millones de seres africanos, cuyos due-
ños creían, sin remordimiento de conciencia, que perte-
necían á otra especie inferior á la especie humana,
punto de transición entre el hombre blanco y el animal
dañino. Blasfemia por cierto que se pagó muy cara !
Una tempestad, sin igual en los anales del uni-
verso, barrió el país y pareció llevárselo, todo y de una
vez, al abismo de la ruina. Pero la libertad, la más
indulgente de las madres, quiso perdonar la iniquidad
que era causa de ese desquiciamiento, de esa horrorosa
tormenta ; infundióles valor y fuerzas para combatirla.
. Co„f,r
«7
car á flote su constitución, para salvarla al tra-
sangre, ruinas, miserias y dolores sin cuento,
purificándola, inscribiendo en ella tres enmiendas que
[proclamaron por primera vez el dogma de la igualdad
le todos los hombres.
Mas injusticias semejantes nu se purgan sólo con
tetractacion tardía. Diez años lleva hoy de concluida
ifcsa guerra sangrienta, y la vasta extensión de terreno
que le sirvió de trágico teatro es todavía una inmensa
llaga, sin cesar abierta, que destila sangre y arranca
gemidos al pais. La lógica inexorable buscó su aliada
itural en la embriaguez de la victoria, y arrastró al
iplacable vencedor á promulgar esa décimaquinta
enmienda de la Constitución, que los negros celebran
anualmente con jubilo como la fecha inmortal de su
redención ; pero que cayó como un torbellino sobre
uel suelo devastado, produciendo tal confusión y
;oncierto, que puede decirse que allí hoy los que
siervos son señores y los que eran señorea sufren
se lamentan como cautivos.
No recuerdo haber sido testigo de otro espectáculo
tan desgarrador como el que presentan algunos de los
estados del Sur de la Union Americana. Los hom-
bres, los antiguos paladines de la Confederación, ven-
ios, arruinados, victimas de una tristeza profunda,
iperior á toda resignación; las mujeres, más herói-
y menos prácticas como siempre, alimentando en
ÓS
Enrique Piñeyrt
BU seno todavía la llama del patriotismo qu<
les cuesta, á ellas, á sus esposos, y á sus hijos ; vasta-
gos todos de una raza refinada, aristocrática, viviendo
abora en medio de la miseria donde doce años antes
gozaron todas las venturas de la tierra, contemplando
con ojos áridos sus hogares desbaratados ; proscriptos
en su propia patria; indiferentes á la cosa pública;
mientras que allá en el antiguo Capitolio, cuyas bóve-
das han devuelto tantas veces el eco de ardientes dis-
cursos en defensa de los derechos del Estado contra
las invasiones del poder central, ae agita y abulia una
asamblea compuesta en su mayor parte de negros
ignorantes, nombrada por millares de seres erabruteci-
dps por siglos de degradación, que han acudido á las
urnas como manadas de carneros, guiados por pastores
sin conciencia, por aventureros insaciables, resfdno
pestilente dejado por la oleada de la invasión y de la
guerra. El Estado, mientras tanto, presa de la banca-
rrota, del desorden, la miseria y la anarquía ; los blan-
cos desesperados y dudando hasta de la libertad ¡ los
negros tan infelices como antes, esclavos de la igno-
rancia y las pasiones, prostituyendo su derecho hasta
confundirlo con la venganza !
Suerte en efecto lastimosa la de esos estados ven-
cidos ! V sin embargo, apenas es posible hacer de ella
responsable al vencedor. Sin negar la realidad del
dolor, es permitido dudar de la oportunidad del la-
Esim&t y Cmferrmamx
No poda ser de otis ■
cometen en balde fiüas de t
Las grandes iojosócias dejas ñe^pie 1
rofundas, reaccioocs inei
; para par^ilas i taigas y '*'*»*»^»« pnefaas.
niel decirlo : pero má» qae lodcs esos dolores, rm
torta al mundo que se kaja crastgBado ^ la Caa^á^ I
icion americana el dogma de la tgnaldad pobtka y'^
Aleluya pues ! SE, la igualdad es uq precepto j A
>clio consomado en la patiia de John firown ! Los
s son libres y el sufragio es univereal. No se ha
■ercenado ese derecho para corapensar el estado de
ignorancia de los qne lo usan. El viajero que recorre
de océano á océano la vasta extensión de la República
piensa con delicia que todo el que vive sobre ese suelo
goza de la plenitud de sus derechos políticos y natu'
rales. Grande y espléndida conquista : pero el her-
boso cuadro tiene todavía sombras por aquí v por allí
[ae ennegrecen algunos de sus detalles. *
No quiero hablar de los indios, de los pobres in-
s que no pueden, por su desgracia, comprender ios
«cantos de la civilización tan rápida y violentamente
D ésta marcha y penetra en la tierra que ocupan
tesde tiempo inmemoiial; los indios cazadores que
tan de realizar en un dia lo que el mismo hombre pá-
ido que se lo exige, tardó siglos en verificar : e! trán-
sito de la vida del cazadoi
a de pastor y agriera
Mas la civilización es inexorable ; el indio huye espan-
tado ; ella lo persigue, lo alcanza, y como el carro
monstruoso de Brama lo aplasta y lo aniquila.
En el extremo occidental de la República se en-
cuentra un Estado cuyo nombre sonoro ha corrido de
boca en boca e! mundo entero, desierto é inculto hace
veinte y cinco años, riquísimo y poblado hoy, la tierra
del vellocino á que corrieron desalados millares de
Argonautas modernos, y que vuelta ahora en sí de la
fiebre de oro que contagió y consumió A tantos infe-
lices, pide á otras artes mejores y más seguros resul-
tados que e! incierto azar del laboreo de las minas de
oro y plata.
El océano Pacífico baña sus costas, y en la opuesta
ribera se extienden vastísimos y opulentos imperios
tuyo origen se pierde en la noche de los tiempos ante-
históricos. Una poderosa línea de vapores abrevia la
distancia entre ambas orillas y aproxima el Asia á la
Europa, porque aiSo después de abierto el canal de
Suez, no puede ésta por ninguna otra vía competir con
la celeridad del ferrocarril transcontinental americana
Sus magníficos vapores llegan atestados de inmigrantes,
excedente de la densa población del Celeste Imperio;
los más de esos viajeros nunca vuelven á pisar la Tie-
rra de las Flores de donde vienen, y sólo son felices
los que mueren seguros de que sus restos dotmiráa _
Estudies y Confe
7'
padres. Los vapores, i
vuelven cargados de ca-
brea de los huesos de s
a de pasajeros
Jfláveres.
( Qué suerte hallan esos pobres chinos en su nueva
latna? Ni los ilotas de Lacedemonia, ni los parías de
\ India fueron jamás tratados con crueldad ó despre-
I iguales. Van allí sólo á trabajar, no pretenden
lercer derechos políticos que las leyes les concederían
|lIos pocos años de residencia, son hijos de una civiti-
Lcion antiquísima, y ni estiman ni comprenden la
pvilizacion europea ; piden tranquilidad personal, aire
^ luz únicamente. Esto es lo que precisamente se les
uega. Las leyes del estado los persiguen como á pía-
S de insectos perniciosos. Los ciudadanos los mal-
batan, los roban y asesinan sin excusa ni provocacioa
|(o tienen á quién ni cómo demandar justicia. Su
testimonio nada vale ante los tribunales, y giiay del
blanco compasivo que osase declarar en favor de un
Rebino injustamente maltratado !
^^ Asi sucede en la misma ciudad de San Francisco
^ft California donde pasan de veinte mil los chinos;
^^álculad cuánto más horrible no será en el interior del
estado, donde llegan á cien mil ; en las minas, donde
la muerte de un chino no causa más efecto que la de
-un animal sin dueño ! La opinión pública los persi-
gue, la mayoria de los residentes los odia á muerte, y
i claro que bajo el régimen del sufragio universal
72
Enrique Piñeyro
3 no hay remedio local contra los desmanes
de la mayoría, pues elige y nombra los legisladores,
los jueces, y hasta el verdugo !
í Cuál es el origen de tan implacable aversión ?
Helo aqui : éste y no otro : el chino, que vive de
arroz, se contenta con la cuarta parte del salario que
exige el bombre blanco, comedor de carne. Ha inun-
dado el país, beneñcia las minas, ha construido el gran
ferrocarril interoceánico que sin él, ó estaría aún in-
completo, ó habría costado muchos millones más, tri-
pula toda la marina mercante, atiende con esmero
femenino al servicio doméstico, ha producido, en fin,
una revolución económica y hecho bajar considerable-
mente el valor del trabajo.
El interés, en su forma más sórdida y repugnante,
es, pues, la ünica causa de esa horrible iniquidad. No
es odio é la religión de Buda, no es miedo de que in-
troduzcan sus prácticas bárbaras de la poÜgamia y el
infanticidio : es una cuestión aritmética de dinero.
Ellos, sip embargo, aguijados por la necesidad no se
dejan ahuyentar, y el mal toma tales proporciones que
será preciso ponerle término.
La libertad — es mi profunda convicción — sabe Cu-
rar los males que ella misma ocasiona. Asf ha suce-
dido con frecuencia en los Estados Unidos. Laf
prácticas más insensatas se toleran hasta que llega un
momento que encienden y excitan la opinión pública
Estudios y Confe
\ manera que su solo soplo las extirpa y ani-
quila.
La nueva y extraña secta de los Mormones ha sido
por muchos años el escándalo de la civilización ame-
ricana ; los mismos que profesan en toda su latitud el
principio de la libertad absoluta de los cultos tienen
que cejar ante esa práctica vergonzosa de la poliga-
mia, que es un rito fundamental del Mormonismo. Un
batallón de soldados hubiera barrido fácilmente de!
suelo de la patria esa inmunda institución, hoy sobre
todo que el silbido de la locomotora se mezcla triun-
falmente con el viento que lleva el eco de los cánticos
mormones. El gobierno, que protegió el crecimiento
de la secta, ha tenido miedo de atacarla cuando la ha
visto fuerte y robusta.
Sabido es en qué consiste ese novísimo culto.
Fundado por José Smith, charlatán sin escrúpulos, de
'quien sus vecinos intolerantes hicieron un mártir,
dando así á la secta un prestigio que de otro modo
nunca tal vez hubiera conseguido, cayó luego en poder
■de un aventurero sagaz que condujo á los proscritos á
una nueva Tierra de Promisión en las orillas del Lago
Salado, y predicó el dogma de la poligamia. No hallo
sin embargo en esa religión, que recibe anualmente
tres ó cuatro mil convertidos, un solo rasgo, una sola
idea, un solo simbolo que explique, ó justifique á pri-
mera vista, su eiistencia. Nuevo y triste ejemplo de
74
Enrique Piñevro
la seducción incomprensible que el error ejerce s3BI
la inteligencia humana ! Es un conjunto mal zurcido
de fragmentos de ideas comunísimas y prosaicas ; pero
la organización interna es un dechado de cohesión y
centralización. Brigham Voung, el sucesor de Smtth,
el caudillo qite los condujo al suelo prometido, es más
que un antiguo califa mahometano, Profela y Rey,
jefe espiritual y temporal, señor de las concienrías y
arbitro de vidas y haciendas, que supuso una nueva
revelación con audaz superchería, y al predicar la po-
ligamia ató con más estrecho vinculo á su rebaño ;
pues, según la teología mormónica, el mayor tiúmero de
esposas perfecciona y santifica al hombre, y el profeta
Brigham Young es el ünico que, en consulta con Dios,
aprueba ó rechaza inapelablemente un nuevo malri-
monio proyectado.
Los americanos juiciosos pensaban con razón que
la línea férrea del Atlántico al Pacífico al pasar, como
pasa, junto á la Ciudad del Lago Salado, herirla de
muerte ese escándalo, esa secta que con sus bíblicas
pretensiones de seguir el ejemplo de los patriarcas
hebreos, es quizás más bien en realidad un reflejo de
la moral primitiva de los indios salvajes. .\sí ha-sido.
El mormonismo se agita sacudido en estos instantes
por una crisis decisiva; Brigham Young medita un
nuevo éxodo, más lejos esta vez, á una isla inculta del
mar del Sur, y los habitadores gentiles de la ciudad,
Míluiiias y Ccn/eretuias
75
que gracias al ferrocarril aumentan constan temen te,
persiguen al polígamo, en nombre (]e la ley común,
ante ¡os tribunales ordinarios. Está, pues, el morrao-
nismo, lo repito, á punto de íenecer, ó de huir adonde
todavía no lo alcance la civilización, ó de renunciar á
la pluralidad del matrimonio. De todos modott ha
Gurgido un problema interesante aún no resucito por
la libertad de cultos americana.
Y esa solución tiene que venir, es forzoso buscarla
y encontrarla, porque mañana tal vez no podrán ex-
traerse tan fácilmente del suelo americano otra» plan-
tas no menos nocivas, aunque en la apariencia más
inocentes, productos deletéreos de una sociedad en
estado de fermentación, experimentos atrevidoíi de la
más desenfrenada insensatez.
En pleno Estado de Nueva York, el más impor-
tante y poblado de la Union, en medio de la red más
estrecha de caminos, ferrocarriles y canales que se ha
construido jamás ; á pocas millas de las riberas del At-
lántico, no ya en las soledades perdidas del Oeste, se
han establecido desde hace años, y duran y prosperan,
asociaciones extravagantes, organ i?, adoras de la de-
mencia humana en pleno frenesí y desbordamiento. A
orillas del noble y caudaloso Hudson, el rio que man-
samente lame la imperial ciudad de Nueva York, los
Cuáqueros del Monte Líbano, comunistas prácticos,
que predican el a.scetismo más estricto y pondrian
76
Enrique Piñeyro
punto final al crecimiento de nuestra especie s
doctrinas prevalecieran ; que dan al traste en los deli-
quios de su contemplación extática con el amor de la
patria, con el culto de la familia, con el deber público,
cimiento y argamasa de toda sociedad terrestre. Más
ailá, en el paso mismo del tronco central de los ferro-
carriles del estado, la comunidad de Oneida, resurrec-
ción de la Icaria de Cabet ó la Armonía de Owen,
donde todo es de todos, absolutamente común, el
hombre, la mujer, la tierra. En el resto de! país, mil
otras agrupaciones por el mismo estilo, y en todas las
ciudades, por dondequiera, predicaciones disolventes,
subversivas de la sociedad y la familia, públicamente
profesadas en la plaza publica, impresas en libros y en
periódicos, confesadas y adoptadas sin miedo y sin
pudor.
Muy larga seria la bistoria de los extravíos del es-
píritu americano ; me detengo y me pregunto : i Dónde
se han producido esas excrecencias enfermizas? ¿Es
acaso en una nación decrépita, en tina sociedad po-
drida, que naufraga, que zozobra bajo el peso de su
corrupción y en las revueltas oleadas de su propio des-
concierto ? Ciertamente que nó ; no es en una nueva
Bizancio americana, sino en una joven, fuerte y libé-
rrima república ; en una poderosa federación, donde
cuarenta millones de habitantes miran al cielo con la
frente erguida y el corazón templado por la conciei
Esluiiias y Conft
77
de su derecho ; en un país, en fin, tuya vida robusta
ha podido, en el breve espacio de una sola eeniuña,
desarrollar tan gradual y lan rápidamente sus propor-
I Clones que — ya lo veis — es un gigante, con el cuerpo
I y el alma de un Titán, de un Titán modemo, en quien
I los rayos de Júpiter no imponen sobresalto ni temor.
La extensión del país es un portento por si sola,
I desde im océano al otro, desde los grandes lagos del
\ Norte, que son mares verdaderos, hasta los golfos de
Méjico y de California. Mirándolo en el mapa, no se
I comprende el ruido que imperceptibles naciones han
I logrado causar en el mundo ; y dicen jocosamente en
I los Estados Unidos que el americano residente en
I Londres no se atreve á salir de noche de su hotel, por
I temor de caer en el mar adonde quiera que se dirija.
I Abraza dentro de sus fronteras más de tres millones
I de millas cuadradas de la zona templada, con una
I buena parte de agua casi siempre navegable ; sus lagos
I y sus tíos son los mayores del mundo, y embarcaciones
I sin número, desde el palacio flotante hasta la barca
I de! pescador, los surcan en todas direcciones ; costosos
males corrigen la obra de la naturaleza donde no ha
I querido ella ser propicia al hombre, y acaban de in-
ventar, en el año último, el medio de recorrerlos en
buques de vapor ; su marina mercante cede sólo, en
actividad y número, á la marina de la Inglaterra, F.l
tráfico de un solo lago y una sola ciudad interior.
?#
Enriquí Piñeyn
Buffalo ó Chicago, á orillas del Erie ó del Michigan, es
mayor que todo el comercio de cabotaje y travesía del
Imperio del Brasil, Setenta mil millas de ferrocarriles,
que bastariao para ceñir el globo, proyectan cuádruple
y séxtuple linea de acero en todas direcciones. Nin-
gun otro país publica tantos libros é imprime igual
ntímero de periódicos.
Centenares de miles de emigrados ponen anual-
mente el pié en el suelo de la República ; vienen haci-
nados como fardos en barcos de todas las naciones,
arrojados en montón, expelidos por el hambre y la
miseria de su propio país, como la hirviente espuma de
una urna demasiado llena ; y al tocar la hospitalaria
ribera sienten un nuevo hálito de vida que les enciende
y ensancha el pecho. Eran nada y son algo ; eran áto-
mos y se convierten en individuos ; eran números,
simples cifras como las cabezas de un rebaño, y al fin
se sienten hombres, iguales al más alto, capaces por
primera vez de imprimir al mundo el sello de su viri-
lidad y de su energía. C<elum fion animum mutant gui
trans mare cvrrunt, dijo melancólicamente el poeta
latino, porque no previo á los pobladores americanos.
Estos inmigrantes mudan de ánimo y de patria junta-
mente ; se embarcan cargados de penas, y pronto olvi-
dan las angustias del pasado y adquieren firme y sólida
esperanza en el porvenir. Se forman con sus manos
una nueva patria que conquistan del indio salvaje, que
Estudios y Confe
79
.^moldan á su manera y fecundan con su trabajo. Por
eso, en la extensión ilimitada de ese continente, reper-
cute, sobre todos loa ruidos, el rechinar del hacha
ibriéndose camino al través del bosque secular, y la
uña del arado domando la tierra montaraz.
Cómo se explica esa prosperidad? ¿Cómo se han
consumado en menos de cien años tantas maravillas ?
Tan rápido, tan precoz y al mismo tiempo tan robusto
desarrollo no es, no puede ser producto del acaso ni
del concurso de circunstancias puramente acciden-
Antes se les miraba como simples hijos mima-
idoB de la fortuna, se les comparaba á un negocííinte
audaz, iniciador de un nuevo género de comercio, y
tjue, como tantos otros millonarios americanos, habia
realizado colosales ganancias en épocas en que la com-
petencia era nula, e! negocio pingüe y la confianza
general. Mas vinieron esos cuatro años de terrible
guerra civil, y la carrera de su engrandecimiento pa-
reció de una vez y para siempre interrumpida.
No ha sido así. La guerra les echó encima el peso
abrumador de una deuda enorme, esterilizó las ricas
provincias meridionales, trastornó por completo el sis-
tema del trabajo, suprimió de una plumada, con la
. firma de una proclama militar, millones y millones de
propiedad, repartió á manos llenas por todo el país la
agria levadura del odio entre hermanos, de la vida co-
rruptora del campamento, de la especulación insolente
Enrique Piñeyri
y sin freno ; y sin embargo, no los ha arruinado,
cimentado nuevamente su poder; lo ha madurado,B
decirlo as!, sustituyendo una energía mejor dirigidl
la petulancia revoltosa y juvenil que antes los carof
rizaba. Y no sólo la guerra civil ; mil otras c
disolventes, ensayos corrosivos de que he habladi
cien más que seria demasiado largo exponer, qiM
otra parte hubieran precipitado un desqui
han venido, han desplegado toda su fuerza para el^
el pafs ha resistida, se ha asimilado el elemento^
rruptor, y el veneno ha desaparecido sin alterar el %
ganismo ni debilitar su desarrollo.
Todo eso para muchos proviene de la raza, se
explica simplemente por la amalgama anglo-sajona que
puebla la Gran Bretaña y colonizó las costas del At-
lántico, núcleo y principio, como es sabido, de la Re-
pública americana. Explicación que á mi juicio nada
explica, vaga é inexacta como todas las de su especie,
£1 que rechaza la idea de tener á la raza latina por
incapaz de fundar prósperas naciones, niega por lo
mismo el segundo término del sofisma que supone i
las razas sajonas especialmente preparadas para crear
el régimen del orden y de la libertad,
Los hechos además destruyen esa teoría. Siempre
ha sido la Inglaterra el asiento del monopolio, la pa-
tria del privilegio ; colonizó esa sección americana que
todavía hoy se llama Nueva Inglaterra, pero mientras
£stuáiot > C^f/e
8i
I
pudo combatió á sangre y facgo su emancí pación-
Hace cincuenta años que vive la Gran Bretaía agitaida
.por la aplicación incesante de rcfonnas, que sin em-
bargo no han borrado aiín el poderoso elemento de
.desigualdad y arísiocracía, que es la esencia de su vida.
La verdad es que esa libe ral izac ion del Imperio britá-
nico se debe más que á nada á la influencia directa de
los Estados Unidos ; la colonia que fué esclava, y es
loy república independiente y feliz, ha producido con
su ejemplo eficaz ese interesante espectáculo que en
nuestro siglo ofrece al mundo la patria de Jorge Can-
ning y de Roberto Peel.
Pero hay hechos y consideraciones más poderosas.
Extiéndese por toda la frontera septentrional de los
Estados Unidos un vasto territorio con el mismo clima
y las mismas condiciones físicas que la mayor parte de
la República americana, colonizado y poblado por
üjos de la Gran Bretaña, por ramas del mismo tronco
de donde salieron los peregrinos de la Flor de Mayo.
Tienen un buen gobierno, la misma lengua, costum-
bres parecidas, energía y vigor iguales.
i Es acaso idéntica la situación económica, política
y social de! Canadá y los Estados Unidos de Norte
América ?
No pueden estar más cerca, os lo repito. Frente á
Tente de ese océano despeñado que se llama catarata
del Niágara, corre un puente de hierro, delgado, aéreo,
que el viento solo del torrente parece capaz de torew '
y desbaratar. Pero es obra de la ciencia, y no se cae;
atravesadlo sin temor,— en el otro extremo comienza
el Nuevo Dominio del Canadá. El lago Ontario lo
baña, la más hermosa parte de la catarata le pertenece,
el caudaloso San Lorenzo lo recorre en toda sn exten-
sión ; tiene nos, lagos, bosques interminables, costas,
tierras, todas las ventajas de los Estados Unidos. Y
con todo eso, Señores, qué enorme diferencia ! Lo que
aqui es vida y movimiento fecundo, allá es letargo é
inmobilidad ; lo que aquí parece exuberante y fuerte,
ahí es pobre,, perezoso y débil. Progresan á pasos
cortos Y contados ; en los Estados Unidos proceden
por saltos. No es la raza, nó, digan !o que quieran, la
solución del problema que trato de resolver.
Esos vapores que llegan cargados de familias ale-
manas, inglesas, escandinavas, irlandesas, que vienen
en busca de trabajo y bienestar, y casi siempre lo en-
cuentran, — salen de regiones excesivamente pobladas,
donde la actividad humana se halla cercada desde la
cuna por altísimas murallas, donde la miseria es una
necesidad fatal, incontrastable, producto del agota-
miento de! suelo y e! amontonamiento de los habi-
tantes ; navegan en busca de espacio, campo libre
donde desplegar sus fuerzas embarazadas. Esto es lo
que aqui se les ofrece, y de ahí el rápido crecimiento,
la portentosa prosperidad. Está bien ; llegan, y se
EstuS»t y Cfi»fereníiaí
Sj
dirigen á los inmensos territorios de] Oeste del Missi-
ssipi á luchar contra el indio iodómílo, d animal feroz,
el suelo rebelde, la extensión ilimitada. No vienen,
,pue5, á una mansión de delicias, síim) i comlNUir i
brazo partido contra la omnipotente naturaleza, ¿ y es
por ventura sólo en los Estados Unidos donde terre-
s fértiles dormitan sin cultivo por falta de labra-
dures ? i Acaso en la misma Europa no se quejan la
Rusia y la Hungría, por ejemplo, de falta de hombres
para romper la tierra? El vasto Imperio del Brasil,
lafértil Pampa argentina, la República Mejicana sufren
más ó menos del mismo mal. Eos gobiernos ios lia-
, los invitan, los atraen con mil franquicias dife-
rentes. Y no van, ó van en reducido número, y son
siempre hombres muy distintos de los que pueblan Igs
Estados Unidos. Tampoco es esta la explicación que
buscamos.
¿ De dónde, pues, ha venido ese fondo inagotable
de riqueza que en cien años ha convenido una colonia
!de menos de tres millones de habitantes en una de las
'naciones más pobladas y poderosas de la tierra? Res-
'pondo á la pregunta con una sola palabra, resuelvo el
problema con una sola cifra; débese á sus ¡nstitucio-
EUas son la fuerza centrípeta omnipotente que
congregado en un impulso único tantos elementos
discordantes, tantas fuerzas centrífugas que obraban
1 torno, dirigiéndolas á un fin común ; ellas las que,
Enrique Fiñeyro
con elasticidad nunca vista ni soñada en-el universo^
han podido extender gradual y seguramente la esfera
de su acción y abrazar un continente entero, sin perder
del todo su carácter primitivo, su sencillez originaria ;
ellíis, enfin, las que han descubierto y realizado el gran
secreto : la creación de un estado grande y robusto
como el Imperio Romano de ia historia, libre y felií
como la república ideal del libro de Platón.
Sus instituciones, si. V bajo esta palabra no com-
prendo sólo la constitución política, aunque ella es la
primera y principal, y rige hoy tal como fué promul-
gada hace noventa años, pero enmendada ya la terrible
injusticia que, hasta no hace mucho tiempo, la desfigu-
raba y empequeñecía. A su lado, y como increpán-
dole esa mancha negra, estuvo siempre la Declaración
de Independencia, monumento imperecedero, esplén-
dida recapitulación de los verdaderos timbres en que
se funda la dignidad humana, las causas de vivir de
nuestra especie, causas vivendi, para usar la enérgica ex-
presión de la lengua del Lacio. Junto con esos dos do*
cumentos escritos, tantas prácticas, tantas tradiciones
acumuladas año por año, no promulgadas con fuerza eje-
cutiva, y sin embargo constantemente obedecidas y res-
petadas. Y entre ellas, por encima de todas ellas, al
frente de todas ellas, la biografía de un hombre, la his-
toria de sus acciones, el evangelio de su palabra y de«u
ejemplo. Aludo á Washington, y su nombre me dis-
Estudios y Con/e
*í
^nsa de desarrollar largamente este último punto. El
mensaje final, i quién lo ignora ? en que dijo adiós á
l vida pública, renunciando la segunda reelección que
B ofrecían, y aprovechando la solemne ocasión y el
prestigio de su noble desinterés para dar algunos con-
'sejos á sus compatriotas, fué como el testamento de su
gloria, y jamás se ha seguido y acatado voluntad de
testador alguno con más fidelidad que el pueblo ame-
lo los consejos del hombre ilustre que, durante
toda su vida, fué el Primero en la Paz, el Primero en
',\cí. Guerra, y es el Primero en el corazón de sus con-
ciudadanos.
Asi, es i veces tan concluyeme en los Estados
Unidos citar «na palabra de Washington para demos-
trar la ilegalidad de alguna pretensión, como un pre-
cepto de cualquiera ley escrita. Era muy frecuente
hallar, durante todo el curso del año liltimo, en los dia-
norte-araericanos, largos artículos y relaciones
precedidas por este vocablo, impreso en grandes carac-
teres : Cesarismo, Palabra que en efecto expresa
algo bien formidable ; Cesarismo, el peor de todos los
(gobiernos posibles, en el orden de los regímenes polí-
ticos sólo un grado más alto que la anarquía ; y por mi
,{>arte os digo que á la verdad no sé cuál es peor, más
humillante y de más terribles consecuencias, si el Ce-
isarismo ó la anarquía. Por fortuna llamaban entonces
'con ese nombre, en los Estados Unidos, al deseo, sin
Enríijue Ptñeyi
verdadero fundameaCo quizás, atribuido al Genera
Grant, de aceptar una tercera candidatura si sus ami-
gos políticos se la ofrecían. Y lo cierto es que no
faltaban amigos imprudentes que de eso hablasen. El
resultado fué un pronto desastre. Las elecciones de
Noviembre de 1874 mostraron por primera vez en mi-
noría, desde la elección de Lincoln en 1860, al partido
que salvó la Union y combatió la separación de los
Estados del Sur. Nadie hasta entonces habia inten-
tado rebelarse contra el ejemplo y la memoria del Pa-
dre de la Patria ; el pueblo resintió vivamente el irres-
petuoso intento, y apresuróse á rendir un nuevo y
brillantísimo homenaje al grande hombre que fué el
primer Presidente de la República.
Grande hombre, sin duda alguna. Grande y bueno
en el sentido verdaderamente moderno de la palabra;
dechado inmortal del varón fuerte y honrado que ama
á su patria, que la sirve y la respeta. No estuvo do-
tado de una de esas inteligencias soberanas, á lo Julio
César, que todo lo saben, todo lo alcanzan y todo lo
amoldan con voluntad de hierro al triunfo de su am-
bición personal ; su gloria de hombre de guerra pali-
dece al lado del genio militar de Aníbal ó Napoleón;
como hombre de estado careció ciertamente de la ori-
ginalidad de un Bismarck ó el atrevimiento de un
Cavour, para usar ejemplos de nuestros dias. Y sin
embargo, fuera de la esfera esencialmente diversa de
Estudios
■ Ca„f<'r
Sj
'fes letras y las ciencias, sólo encuentro en la historia
moderna dos figuras dotadas de los verdaderos atribu-
tos de la grandeza humana en toda su fuerza y su
ta, y son dos glorias americanas, Cristóbal Colon
y Jorge Washington. El uno, sereno, sublime en to-
das las peripecias de su vida revuelta y contrastada,
lo reunió todo, el genio y la fe, la ciencia y la volun-
iupo concebir y demostrar la idea más nueva, la
idea gigantesca de su siglo, y tuvo corazón indomable
para creer firmemente en ella y por ella afrontar
pávido lo desconocido con todos sus peligros y X
El otro dejó trazado para las futuras generá-
is el modelo, el ideal de la moralidad poli
colocado por las circunstancias en posición de dispeti-
< su patria los más altos beneficios, cumplió su
deber sin esfuerzo, sin jactancia, sin vacilación, como
quien llena la más sencilla y fácil de sus obligaciones.
Halló, y dejó por siempre fijado, el sentido perdido de
que el mundo llamaba heroísmo sin acertar á defi-
nirlo : el deber cumplido sin desfallecimiento y sin
orgullo.
Pero vuelvo á tomar el hilo de mi discurso. Acom-
paña hoy á la Constitución de los Estados Unidos el
prestigio de ochenta y ocho años de duración y de
)iaber resistido á una tremenda sacudida, á una guerra
1 de inauditas proporciones. ( De qué otra consti-
tución puede decirse !o mismo ? No es un documento
8S Enrique Piñeyro
perfecto ; ni se construyen edificios de ese génei^c
carácter de inmutables. Al ser promulgada, por nadie
fué acogida con bullicioso entusiasmo, y en este hecho
quizás resalta mejor su mérito y su valor, comprobada
y aquilatado hoy por el curso de tantos años. Tam-
poco intentaron sus autores, al redactarla, resumir en
preceptos los elementos de la ciencia política. La
ciencia política, que aún hoy se encuentra en manti-
llas y que entonces apenas estaba en cierne, no sumi-
nistra soluciones matemáticas para los problemas so-
ciales, no tiene un cuerpo preciso de doctrinas apli-
cable á épocas ni países determinados. La decantada
fidelidad á ciertos principios, — ^y suelen con el nombre
de principios disfrazarse muchos errores ;— la exage-
rada consecuencia de ciertas ideas y teorías, produjo
los monstruosos delirios de la Convención francesa de
1793. Los autores de la ley americana intentaron
acordar un pacto que en su esencia fuese un término
medio, conciliación de las dos corrientes de ideas que
seguían sus compatriotas : la repiiblica unitaria de
Hamilton y la república federal de Jefferson. Fué,
pues, una transacción, y aiin se conserva en pié r gran
lección para los que en política predican ideas ó prin-
cipios absolutos. Pero es muy cierto que esos acomo-
damientos políticos son en todas ocasiones muy difí-
ciles de realizar ; y esa vez sin duda se logró tan
pronto, porque mientras los patriotas americanos deli-
EstuéuH y C^M/trfMoai
89
«eraban, la anarquía había penetrado por las puertas
le la República, devoraba y? al país, y era forzoso
ttajarla.
No es mi objeto analirar ahora la Constitución de
s Estados Unidos ; sólo os diré que con tino y pre-
iÍBion admirables organizó una nación, dotándota de
)D ptoivenir ilimitado de fuerza y prosperidad ; pero
e no resolvió la divergencia esencial, el problema
)alpitante ; que lo dejó aplazado, encargando al tiempo
e desenlazar el intrincado nudo : y, como siempre su-
xde, los ailos pasando no curaron, sino exacerbaron
ll mal, y agravaron el peligro. Es el eterno y espinoso
problema del federalismo, el complicado y difícil se-
creto de amalgamar la unidad del gobierno central
i la variedad de los elementos que representa. Fe-
deración ; terrible fantasma ! el nombre solo costó la
yida á aquel grupo interesante de políticos y oradores
e llamaron los Girondinos de Francia, y con ellos
I millares de individuos ; ha sido una maldición para
Colombia y Méjico y Buenos Ayres y Venezuela, que
por ella han vertido ríos de sangre y experimentado
las más dolorosas convulsiones. Ayer, ayer no más, fué
la vorágine en que se ahogó al nacer la República
; España, y costó á un tribuno elocuentísimo, Giron-
áino contemporáneo, una do lo rosa apostasia.
La historia política de los Estados Unidos hasta el
ifio de 1860 es la lucha entre esas dos teorías, entre
90
Enrique Piñ/yri
esas dos corrientes provisionalmente unidSP
das por la Constitución, entre los defensores de li
tonomia absoluta de los estados y los sostenedott
la indisolubilidad perpetua del lazo federal;
sorda y lenta, pero incesante, en el seno de cad8u
de los Estados, que repercuda bajo ta cúpula c
pitolio federal en ardorosas discusiones y aren^
ñamadas. Ambos lados enviaban sus mejoie»,^
lides á combatir en la arena del Congreso, y a
pasaba un año en que no pareciese próxima ¿ desmo-
ronarse la grande obra política de esa Union con tanto
trabajo cimentada. Ya en 1832 previo Daniel Webs-
ter, en una de las más brillantes oraciones que han
pronunciado labios humanos, el sangriento porvenir
que aguardaba á la nación, y pidió la muerte á Dios
antes que ser testigo de la tremenda catástrofe que
habia de eclipsar y ennegrecer para siempre el fulgente
cielo de estrellas de la bandera nacional.
Por desgracia, la Constitución que no habia logrado
resolver definitivamente ese punto, tenia además un
defecto. Un defecto digo, nó ; decretaba y perpe-
tuaba una injusticia inexpiable. Estoy dentro de mi
tema. Señores. Si es verdad, como lo pienso, que la
prosperidad de los Estados Unidos viene casi exclusi-
vamente de sus instituciones, deben igualmente de-
pender sus desgracias y desastres parciales de errores
ó defectos de esas mismas instituciones. Y así es. L(»
■ Estudios y Confi
patriotas que compusieron la Convención de Fila-
delfia hallaron la esclavilud de los negros instituida y
arraigada en el suelo He la República ; y á pesar de
: entre ellos habia muchos de los que suscribieron
It Declaración de Independencia, no osaron poner la
o sobre la úlcera nefanda. Huyeron, por escrú-
ulo de conciencia, de mencionar la quemante palabra,
D quisieron contaminar (;on ese vocablo la constitu-
on que redactaban ; pero la consagraron y perpetua-
)n. Cometieron la más extraña y cruel inconsecuen-
Dejaron á ¡os negros tales como los encontraron,
S decir, privados de todo linaje de derechos, reduci-
los á la condición de cosas, propiedades semovientes,
3 dice nuestra jurisprudencia ; y contaban sin em-
bargo á los negros entre los habitantes del país al re-
tartir el derecho electoral, dando á los blancos el voto
lor los unos y por los otros, y creando una ficticia
nayorfa, que por muchos años habia de superar al cre-
limiento de la población en el resto del país. Hubo,
í, una restricción, y necesitábanse cinco negros para
er tres habitantes en el cómputo electoral ; pero no
o detenerme en los detalles.
iuitado fué que en el Sur trabajaban sólo los
legros, formando los blancos una casta superior con
>dos los caracteres é inconvenientes de una verdadera
^stocracia ; y que á medida que el Norte, donde el
rabajo no era un envilecimiento sino una bendición,
p3
Enrique Ftñeyri
progresaba en civilización y moralidad, s
de la injusticia cometida contra los negros, y predicaba
su corrección y reforma, abriéndose un abismo de esa
manera entre ambas secciones de la República, abismo
que cada año se ahondaba más y más, y que al fin,
para colmarse, ha necesitado millares de cadáveres
y los escombros de centenares de ciudades incendia-
das y arruinadas. El resultado fué que esa lucha ar-
diente y viva de que os he hablada, entre el principio
del poder central y la extensión de los derechos de
los estados, se complicó con una tremenda oposicitni
de intereses materiales y morales : el Norte anatema-
tizando la esclavitud en nombre de la religión, de la
moral, del derecho natural, é invocando en su apoyo
la Declaración de Independencia y la ley suprema, la
ley de Dios ; mientras el Sur defendia y siigetaba con
las manos crispadas lo que llamaba su legitima pro-
piedad, en nombre de la autonomía del estado, en
nombre de la Constitución que la habia respetado y
sancionado. El Norte, al maldecir el bárbaro sis-
tema, protestaba su respeto á la Constitución y negatw
todo deseo de pretender inmiscuirse en asuntos de U
organización interna de los estados ; pero el Sur,
fuerte, orgulloso, apasionado y marcial como todas las
aristocracias, no queria que la seguridad de su riqueza
dependiese de la abstinencia 6 escrupulosidad de una
fracción de sus conciudadanos, que iba creciendo li-
■ di> tñtt fon b Bxitad. Qiteáibm i
Mida la srlrria de macitc dc h '
cnñcsaltt ** * ' i »m» exa óe sxogfK
« giyati cB yino. t f»é temtie. Ls
a Hegó al hoadc liri iItmiti. y caáa pocen
dd None, paza sacar tiñnf anlc su
htdu nona] coa los heroicos pabdines de
Pareciají rmnir todas las virtudes
itan los estados, menos nna. la principal, el
itríotismo ; parecían amar »is bienes y su propiedad
que á la patria : la diñ>ioD dejaba ambas jtaxtes
ñcientemente grandes para fonnar dos poderosas
A qué luchar contra to incontrastable ?
a embargo. Iodo acaeció de otra manera, y ya sabéis
desenlace.
1 expresión amarga ó dura
u derrota era una necesidad
No hay un ser humano, no
1 toda la extensión del uni-
debido resentir con dolor y an-
iunfo de una nueva nación, cuya
Yo no quiero tener i
a. los vencidos, perc
ineludible de la historia.
hay una sola conciencia
verso que no hubi
gustia profundas i
piedra angular era la esclavitud. Es fiierra rccono-
94
Enrique Piñeyro
cerlo así : pero sea lícito también agregar que pele
valientemente, que defendieron su error con arrojo y
heroísmo dignos de la trompa de! poeta. Corrieron á
la lid alegres y serenos, como los convidados de una
fiesta ; sus actos abonaron la lealtad de sus conviccio-
nes. Ricos, voluptuosos, felices hasta aquel momento,
afrontaron impávidos el hambre y el dolor, y fueron á
terminar sus vidas de delicias en el fango del canqio
de batalla, en ta ensangrentada trinchera, en la brecha
ennegrecida. i
I Y cuan caro pagaron el triunfo los vencedores !
¡ Cuántos fueron y no volvieron ! Los guerreros alti-
vos y resueltos de la Confederación, que parecían ca-
balleros destacados de un cuadro de la Edad Media,
defendían sus propiedades, su Ínteres inmediato, su
ambición personal; las milicias del Norte defendian
una idea. Desde aquellas huestes desarmadas que
fueron á rescatar el Santo Sepulcro en Jerusaleni, no
ha visto el mundo ejércitos movidos por más nobles y
desinteresados sentimientos. De sobra sabían que el
premio de la victoria seria un territorio arruinado, una
deuda enorme, y lágrimas y luto por muchísimos años ;
y corrieron sin embargo á defender !a bandera, la
Constitución, la patria común, y no depusieron el ar-
nés de guerra hasta que la salvaron.
El problema que los fundadores de la Repdblica
no pudieron resolver y dejaron en suspenso, quedó
Esludios y Confe
95
k>r fin cerrado, y para siempre afimiada la indisohibi-
idad de la Union. Apelaron á las armas, y el Dios de
las batallas pronunció su fallo. La Union se cimentó
»n fuerza nueva, la esclavitud quedó abolida en la
lécimatercia enmienda de la Constitución, la guerra
i del Norte aprobada en la décimacuarta, y la
^aldad política de todos los habitantes de la Repií-
:a, sin distinción de raza ni estigma anterior de
vidumbre, en la décimaquinla. Están unidos otra
., y aunque no son felices, creo que los peligros del
feorvenir no asoman por ese lado. La reconciliación
1 hecho, y la amargura del recuerdo, que aún los
tepara, es de aquellas que desvanece y borra el curso
e los años. Fermenta quizás todavía en el alma de
s viejos combatientes un resto de odio ; pero las niie-
s generaciones gozarán de dias mejores y dichosos.
El 4 de Jnho del entrante año de 1876 celebrarán
r1 primer centenario de su independencia. En lo que
1 breve espacio, para la vida de las naciones, han
Korrido una distancia inmensa. Su progreso ha sido
jn vértigo, siempre una carrera; y pudiera
decirse que en diversas ocasiones han marchado de-
masiado aprisa. Los individuos han vivido y viven
allí con precipitación tal, que pasa con frecuencia por
lociano un hombre de cuarenta años. La vida es
mente entre ellos una milicia, una campaña ; co-
Bien de pié, duermen en los ferrocarriles, corren, se
g6 Enrigut Piñeyro
atropellan, y guay del que tropieza y cae
que viene detrás es ciega, irresistible, arroUadora.
Cuando el pobre náufrago logra levantar la cabeza
por encima de la revuelta espuma, no descubre ya
donde se encuentran los que junto con él partieron.
Han desaparecido en el horizonte. ¡ Qué arrugas pre-
maturas he visto en rostros juveniles ! qué ojos hun-
didos y febricitantes por la sed inmoderada del lucra
en su forma más áspera y violenta ! qué frentes devas-
tadas por la lucha, por el agotamiento del cerebro en
busca de la fortuna ! Es el país del dinero, del dóüor
omnipotente ! En la lucha á brazo partido que cada
individuo se prepara á empeñar, apenas desciende á la
arena de la vida, toman todos parte, el hombre, la mu-
jer, el niño. Ni el sexo ni !a edad entibian en el pecho
el ardor de esa ambición vulgar. Hay un cierto grado
de instrucción, más generalizado quizás que en otras
partes, pero exclusivamente encaminado á ia práctica
ordinaria de la vida y unido á una aspereza, á una
ruda educación de atleta que repugna y que lastima.
Las bellas artes, flor divina de la civilización humana,
cuyo cultivo es una de las necesidades supremas del
corazón, ó no existen, ó florecen destituidas de en-
canto y poesía, objeto á menudo de especulación y de
almoneda. Es un verdndero tormento vivir de e&ft
manera, sin goces del alma, sin dulzuras, sin alegria, f
por único reposo la muerte al fin de la jornada !
Estudios j Con/e
97
' Hay naciones, en Europa y en América, donde el
tado es todo, cercena ó annla la libertad del indivi-
lo, y trata como niños á los hombres. En la Repü-
lica norte-americana sucede exactamente lo contra-
: el estado es nada, ó muy poca cosa por lo menos.
i ciudadano, que espera fabulosas ganancias de sus
Irevidos cálculos ó arriesgadas especulaciones, des-
t el siempre mal recompensado servicio público,
.sidera ocupación indigna de su devorante actividad
I arte sublime de gobernar á los hombres. De ahí un
o increíble de corrupción política : altos empleos
en manos de aventureros sin fe ni pudor; jueces e!e-
Iidos por el espíritu de partido para falsear la ley ;
sambleas que se prostituyen y venden al mejor
bstor.
[ Y sin embargo, os lo he dicho y os lo repito ahora
br última vez, es una gran nación ; goza de profunda
pz, de riqueza inagotable, crece, prospera, marcha
riunfalmente y en primera fila á la cabeza de la civi-
lización. Su vasto y hospitalario seno llama y acoge
)á los enfermos de libertad y de patriotismo del mundo
fctero, y en él residen felices y respetados cuantos de
■ país arroja el despotismo ó la injusticia, cuantos
Refieren vivir proscritos á vegetar con la cerviz do-
lada ante la mentira entronizada ó la tiranía omnipo-
nite. Mil problemas le faltan por resolver, muchos
escollos formidables que evitar en el camino, heridas
g8 , Enrique PifUyra
profundas y dolorosas que aliviar y cicatrizar. Pero
todo allí es joven, fuerte, nuevo, robusto ; un dilatado
porvenir de gloria los aguarda. Los- fundadores de la
República murieron firmemente convencidos de haber
creado y organizado una patria para cien millones de
habitantes. Quizás llegue ese dia, ¿ porqué no ?
Santiago (Chile\ Abril iSj^.
EL MATRIMONIO DE BYRON
Lady Byrom VindicaUd. By Mrs. Hauiiet Beecher Stowe.
Boston : 1869
I
Puede en general decirse que las relaciones con-
yugales de los hombres de letras son materia estricta-
mente privada, que de ningún modo cae bajo la juris-
dicción de la crítica literaria. Sentado el principio,
lo primero, que en seguida debe hacerse, es exceptuar
de la regla el caso del matrimonio de Lord Byron.
Reuniendo cuanto se ha escrito sobre ese capítulo de
la vida del gran p'oeta inglés, se formaria una no muy
pequeña biblioteca ; y de cierto nunca vendria la som-
bra de Byron á lamentarse del escándalo contenido en
tantos volúmenes, ni del uso y manoseo de los secre-
tos más íntimos de su vida doméstica ; él mismo, en
varias poesías líricas y en innumerables alusiones é
indirectas contenidas en sus versos y en su prosa, ha
Em-ique Piñeyri
puesto el público al comente de sus desdichas ¡wivíl^
das y tratado con insistencia de influir, modífícaí y
hasta torcer la opinión general sobre su desgraciado
matrimonio. Durante los últimos años de su vida,
escribía de tiempo en tiempo á la divorciada esposa
cartas que no le remitia, que circulaba privadamente
para instrucción ó edificación de sus amigos y admira-
dores, y que Moore insertó y comentó en las Memo-
rias y Correspondencia expurgadas, dadas á la estampa
seis años después de la muerte del poeta.
Quienquiera que ha escrito sobre Byron ha formu-
lado siempre una opinión sobre el famoso divorcio, ú
separación amistosa mejor dicho, echando toda la
culpa, bien á la malaventurada mujer, que ha sido lo
más frecuente, bien al extravagante marido, á lo cual
sólo se han atrevido unos pocos. Pero es indudable
que el escándalo producido por sus desavenencias
conyugales puso á Byron en el caso de abandonar su
país natal, lo condenó á destierro perpetuo, y lo colocd
en guerra abierta contra la opinión piiblica, contra Is
moral universal, bajo cuyo fallo se mantuvo doblado
y luchando con titánica desesperación. Sí se hubiera
unido á otra mujer, si la vida de casado hubiera ser-
vido, como en tantos otros casos, de puerto del naii-
fragio, y pcrmitidole vivir tranquilo, acallando los re-
cuerdos de su desordenada juventud con la utilidad J
energía de su carrera de hombre maduro, muchos su-
Estudios y Cotifereiidiis ¡oi
s fie la historia de Inglaterra en el presente siglo
^brían quizás sido diferentes de como en realidad
íaecieron. El valor personal y la profunda sagacidad
fDÜlica desplegados por Byron en tírecia, como actor
IBportante en el drama de la emancipación de ese
lljstórico pueblo ; el talento colosal, casi sobrehumano,
: revelan el Man/redo y el Do/i Juan, hubieran
rotado como un torrente desde el asiento que heredó
~de sus mayores en la Cámara de los Pares, y vigoroso
paladin de la libertad y la regeneración de ™ patria,
hubiera alcanzado gloria de hombre de estado, y oscu-
recido á otros simples favoritos de la fortuna, como
Wellington ó Palmerston.
El mundo entero sabe qae no fué asi. ¿1 nuevo
ángel caido repitió y realizó la sublime expresión del
Lucifer de Milton : * Mal ! sé mi bien ; » amontonó
blasfemia sobre blasfemia expresadas con elocuencia
de fuego y en una lengua que ninguna otra supera en
gracia y en vigor ; se precipitó más y más en el desor-
den y la licencia que le iraian el vituperio de sus com-
patriotas ; ridiculi/.ó á su pobre mujer en versos in-
mortales ; buscó en el movimiento revolucionario de
Italia, en e! carbonarismo y otras asociaciones secre-
tas, salida á la actividad de su espíritu indomable.
Cuando se convenció de que los italianos nada podían
hacer, sofló en venir á América; y por último, se adhi-
úó á la causa de la independencia griega, prodigó ge-
Enrique Pineyrt.
\ fortuna, y murió en la tierra de los
héroes, circundando con nueva y magnifica aureola su
frente sublime de poeta.
Apenas murió bajo tan trágicas y fascinadoras cir-
cunstancias, comenzó en la patria una poderúsa reac-
ción en su favor. El Don Juan se habia publicado
por primera vez sin nombre de autor ó de editor ; ni
él ni su amigo Murray se atrevieron á afrontar la tem-
pestad que debia desencadenar, y que en efecto desen-
cadenó. Sin embargo, poco después no tuvo empacha
uno de los mejores críticos ingleses, y en el mismo
periódico que más duramente atacó la obra al princi-
pio, de declarar que preferiría ser autor de Una págjna
del Don Juan á escribir toneladas de poemas como el
Childe Harold,
Habia dejado escrita una autobiografía, y legado i
su amigo Moore el derecho de publicarla, ó destruirla,
después de su muerte. Fué destruida ; publicóse en
su lugar una colección de fragmentos y cartas, unas
completas, otras mutiladas, ligadas y comentadas por
el mismo Moore. La vida licenciosa de Byron, en
Italia principalmente, está de sobra retratada en ese
libro ; pero los episodios más escandalosos, de Ingla-
terra sobre todo, quedaron suprimidos unos, y disfra-
zados los otros, bajo iniciales y asteriscos. Era de
todos modos una biografía copiosa, interesante y au-
téntica ; con ella la reacción pudo llegar á
£siu¡¿ios y Con/i
103
migos de fiyron, es decir, cuantos leían sus
srsos, tuvieron en qué apoyarse para defenderlo pri-
■lero, para absolverlo después. La mujer legitima era
m tanto la victima de esa reacción, como antes habia
sido causa ocasional del torrente de impopularidad y
^Idícioaea que lanzó al poeta de su patria. Moore
ÜpoDe en parcelo con la Guiccioli, la céltbrc amante
3 poeta, y no es por cierto la esposa la favorecida en
K comparación.
Lady Byron se separó de su marido en Enera de
; desde esa fecha hasta 1830 no abrió sus labios
na sola vez, ni en pro ni en contra del poeta ; abstií-
^se cuidadosamente de decir al publico una palabra
rabre los motivos de su separación : y mientras Byron
se presentaba sin cesar y en todos los tonos como vic-
tima tan cruelmente tratada que ni aun le dejaban sa-
ber cuáles eran los cargos contra él ; mientras llamaba
Clitemnestra á su mujer y la satirizaba sin piedad en
el primer canto del Don Juan ; €As., con orgulJosa frial-
dad, permanecía impasible y altanera, cuidando á su
única hija y guardando silencio inquebrantable. Se-
LACjante conducta irritaba más á los defensores de
^K En la colección de cartas y fragmentos que dis-
puso Moore, aparecieron muchos insultos dirigidos
por Byron á su mujer y á todos sus parientes : padre,
jnadre, aya, etc., etc. Lady Byron, por primera y
Enrique Piñeyr
Única vez, creyó entonces necesario decir algo, i
que sólo en defensa de sus padres, f evitando locar
ningiin punto, dijo, que personalmente se reñera á
Lord Byron ó é mí. » Desmintió los cargos formula-
dos contra su familia, y dejó perfectamente claro que
hubo grairs motivos para justificar la separación. No
explicó cuáles fueran esos motivos ; pero con autori-
dad irrefutable dejó fijado que eran tales, que dos
abogados eminentes y respetabilísimos habían decla-
rado, al saberlos, que de ningún modo debía continuar
viviendo al lado de su marido. La aclaración era
digna de una matemática : exacta, precisa, firme, ex-
presando lo que quería decir sin una palabra de más
ni de menos.
Propusieron á Byron que suscribiese un contrato
de separación, y se negó á hacerlo ; amenazaron llevar
!a cuestión á los tribunales, y en el acto Be prestó á
firmar lo que !e pedían. Retiróse entonces de Ingla-
terra, adonde no volvió en todo el curso de su vida.
Según la ley, tenia el derecho de reclamar á su hija
con sólo exigirlo judicialmente ; y se abstuvo con cui-
dado de provocar la cuestión. Es claro, por consi-
guiente, que si en realidad ignoraba tos motivos de la
separación y deseaba saberlos, tuvo siempre el camino
para lograrlo. Hubiera sido un escándalo, es verdad ;
pero su vida fué un escándalo constante, y es curioso
que huyera de producir el único que hubiese podido
Etiudios y Cenjereiieiaí
'OS
Éerle de alguna utilidad. Tenia también, según la ley,
el derecho de usar de una parte de la inmensa fortuna
ge su mujer ; y jamás renunció ni dejó de ogirovechar
isa ventaja.
£1 público no se ñjó mucho, después de su muerte,
en la evidente contradicción que acabamos de señalar;
y ta historia de su matrimonio, tal como se repetía en
Y periódicos, venia en resumen á echar loda la
culpa sobre la mujer.
En efecto, la señorita Milbanke sabia perfecta-
mente que Byron era un liberlino; conocíalo perso-
nalmente, V hasta mantuvo con él correspondencia
(wnistosa por más de un aflo antes de contraer com-
promiso de enlace. Rechazó una vez las proposicio-
jies de Byron ; un año después volvió éste á insistir
en BU declaración, por medio de una carta, y entonces
fué correspondido y aceptado. La carta era muy her-
tosa; ella y otros que la leyeron convienen en ce-
;brarla como un modelo. Pero la señorita no era
de las que sacrifican su vida ni su libertad por la
fascinación de unas cuantas frases elocuentes ; era,
contrario, una m ] f d n y
ipegada á la etiqueta, es npl d I d
formas, aficionada á 1 á
dida en metafísica y has [ d m d d
iscribir.
Casáronse el a de Enero de 1815 y fueron felices
Io6 Enrique Piñeyro
poco tiempo, Sucedió lo que cuantos ios habían co-
nocido profetizaron ; los caracteres no se avinieron.
Byron era extravagante, desarreglado, cínico por edu-
cación y por sistema, y se encontraba abrumado de
deudas ; su esposa era exigente, inflexible, impaciente.
El 10 de Diciembre del mismo año nació su hija Ada.
Las querellas domésticas eran frecuentísimas, A fines
de Enero de 1816 dejó ella la casa con objeto de ha-
cer una visita á sus padres ; en el camino escribió á
Byron una carta carifiosa ; apenas llegó á la residen-
cia de su familia, dirigió el padre una carta al yerno,
comunicándole la resolución de su hija de no volver
más á vivir con él. Byron no esperaba ese desenlace;
así lo dijo al menos. Hahia vendido hasta sus libros
por contentar á sus acreedores, y !a noticia lo dejó
absorto « en su desierto hogar y en medio de sus lares
desbaratados y dispersos. »
La indignación pública no tuvo límites ; artículos,
folletos, caricaturas surgían por todos lados, insultán-
dolo ó satirizándolo. Rumores de mil géneros, horro-
rosos unos, absurdos otros, corrian de boca en boca.
Resolvió salir de Inglaterra, y sus amigos le aconseja-
ron que lo hiciera á escondidas para no provocar una
demostración hostil del pueblo de Londres, Dióse á
la vela para Ostende e! 25 de Abril^de 1816.
Tales fueron los sucesos principales y conocidos
de su breve vida de casado. No volvió á Inglaterra,
Esludios y Confer,
107
y murió en Míssolonghi ei 19 de Abril de 1824, á los
37 años de edad.
La indignación pública duró algún tiempo más,
espoleada por él mismo, por su Beppo, su Don Juan,
etc.; pero poco á poco fué naturalmente calmándose.
Lady Byron sólo habló una vez, en 1830, como diji-
; pero en cuanto á la cuestión personal, en térmi-
nos misteriosos, sibilinos, cuyo efecto no podia ser
muy grande ni dilatado. A la vista de todos queda-
ban en tanto sus escritos, que eran su mejor defensa,
que él mismo habia preparado. La nueva genera-
ción formaba juicio influido por ellas casi exclusiva-
mente ; y como sus grandes obras, sus verdaderos
títulos á la inmortalidad, los dos últimos cantos del
Childe Harold, el Man/ redo, el Cain y el Don Juan,
fueron escritos desde 1816, todas las ventajas, á la
larga, militaron en su favor.
Pasaron diez, veinle, treinta años. Lady Byron
ló hasta 1860. Ada, su hija, que en J835 se ha-
bia casado con un lord, murió en 1852. Creyóse
que después del fallecimiento de Lady Byron se publi-
carían cartas, papeles, memorias, algo de lo mucho
que dejó escrito ; parece que en efecto se proyectó ;
mas se abandonó el propósito.
La hermosa italiana, condesa GuiccioU, — que no
murió hasta 1874,— publicó sus reminiscencias de
Lord Byron, llenas de cuentos, anécdotas, dalos en
tos
Rnriqíte Piñeyn
favor del poeta, cuya memoria cultive
toda la vida, y esplotando, en contra de la mujer b
tima, el hediü indisputable de haber ella vivido v
años en paz y armonía perfectas con el hombre de
quien había huido con horror la altanera patricia in-
glesa. El libro de la fiel amante fué traducido al in-
glés ; y para dar ¡dea del cambio fundamental de la
opinión pública en Inglaterra, basta traducir unas
líneas del juicio emitido por la mejor y más aristocrá-
tica publicación literaria inglesa, Btackn'ood' s Maga-
zine, sobre las memorias de la Guiccioli ;
« Lady Byron ha sido llamada la Clitemnestra mo-
ral de su marido. El sobrenombre es duro; pero
aunque nos duela condenar á una mujer, no podemos
desoír la voz de la justicia, que nos advierte que la
comparación todavía resulta en favor de la criminal de
la antigüedad ; ésta, arrastrada al crimen por una pa-
sión incontrastable, privó sólo de la vida á su marido, y
arrostró las consecuencias ; aquélla abandonó á su es-
poso en el momento mismo en que él luchaba contra
mil escollos, en el tormentoso mar de inconvenientes
que le suscitó su matrimonio, y cuando más que nunca
necesitaba una mano amiga, tierna, indulgente que lo
salvase.
* Además, se encerró luego en un silencio mil ve-
ces más cruel que el puñal de Clitemnestra ; éste asesinó
sólo el cuerpo ; el silencio de Lady Byron intentaba
Estudios y Conferencias log
asesi&ar el alma (y qué alma !), abriendo la puerta á
la calumnia, insinuándose como magnanimidad de
callar faltas atroces, depravadas quizás. En vano
imploró él con tranquila conciencia una averigua-
ción. A todo se negó, y por único favor le despachó
un dia dos personas para que examinasen si no estaba
loco.
< Fué quizás la única mujer de su especie en el
mundo ; la única capaz de no sentirse feliz ni orgullosa
de pertenecer á un hombre superior al resto de la hu-
manidad, y la suerte fatal decretó que esa mujer única
fuese la esposa de Byron ! >
< Cualquiera que sea la excusa que á su silencio se
dé, (agrega el articulista en una nota) es moralmente
como esos venenos químicos, que matan instantánea-
mente, desafiando todos los remedios y asegurando la
impunidad del culpable. >
Esta violenta acusagion marca bien el punto á que
habia llegado la reacción en favor del gran poeta. Si
alguien tenia algo que decir en favor de la maldecida
esposa, debia sentir vivo deseo de salir á la palestra al
oir tales cargos ; pero el momento era favorable á By-
ron, y guay del atrevido !
El atrevido, ó mejor dicho, la atrevida, fué una es-
critora americana, autora de uij célebre libro, filantró-
pico y útilísimo. La cabana del tío Tomás, que más que
una novela fué una buena acción. Alegó en favor de
Enrique Piñeyro
Lady Byron revelaciones estupendas
un torbellino de invectivas.
Declaró la Señora Beecher-Stowe haber estado
esperando con ansia, después de la muerte de la esposa
de Byron, que alguien, de su familia ó de sus amigos,
redactase, con los datos nuevos y auténticos que ésis-
tian, una vindicación de tantos ataques coii.tra ella
dirigidos ; y qye sólo convencida de que nada iba á
aparecer, se resolvió á tomar la palabra. La palabra
fué un simple articulo en una Revista mensual de Bos-
ton. El resultado inmediato, casi instantár.eo, Una
grita, un escándalo inmenso en Inglaterra y los Esta-
dos Unidos.
Entre los muchos motivos á que la voz publica ha-
bia atribuido el divorcio de esos cónyuges, uno había
más detestable que tos otros, pero que corrió poco, y
del cual la generación presente no se acordaba. El
poeta Shelley alude á él en una de sus cartas á Byroo,
regocijándose de que hubiese quedado demostrada su
falsedad. La historia de la escritora americana era la
resurrección de ese rumor ; pero puesto en boca de
Lady Byron y relatado con todas sus señales y caracte-
res, ante un público nuevo, que no necesitaba más
■ Confi
\ apología de Byron que sus mismas obras, debia produ-
r y produjo el efecto de una revelación.
Los que creyeron cuanto contaba la SeBora Stowe,
I se callaron ; pero muchos otros, bien en nombre de una
I moral mal entendida, bien por amor ó admiración há-
I cia la gloria del poeta, se lanzaron con fiereza contra
I la escritora, y trataron de desprestigiar y desautorizar
u obra. La empresa no era difícil. La mujer ansió-
la americana sentía por Byron como hombre el desprecio
s profundo ; juzgaba al inspirado y sublime vate con
toda la estrechez é intolerancia de su puritanismo bos-
toniano ; y al defender á su amiga Lady Byron (otra
' mujer fuerte como ella y revestida de esa dureza im-
I placable que no perdona ni comprende debilidades de
. los hombres) mostró claramente que había leído poco
[ ,y conocía apenas á Byron. Este, para ambas señoras,
I fué un loco de genio que había corrompido la litera-
Ltura inglesa. Asi pues, chocó á todos el tono del
V articulo, y como estaba plagado de errores, al contar
I precisamente el episodio de la vida conyugal del poeta,
llevaban gran ventaja contra ella sus refutadores.
I'-Í Quién ignoraba que Byron se había casado en Enero
r de 1815, que la separación tuvo lugar en el mismo mes
del año siguiente, y que estuvieron por tanto unidos un
año nada más ? El más descuidado lector de Byron
lo sabia; y sin embargo la escritora americana, no sólo
dice en su artículo que vivieron juntos dos años, sino
Enrii¿iie Pií'ifyio
se entretiene en describir la situación de la esposa y
explicar sus esfuerzos durante ese tiempo por reformar
á su marido. La revelación por su misraa extrafleza
era ya un tanto inverosímil, y acompañada de ese y
otros errores evidentes, muy pocos prosélitos había de
encontrar.
La SeKora Stowe replicó á sus detractores ccHl un
libro, en que salva todas las erratas del articulo, agrega
unas pocas circunstancias de poco interés; y como im
abogado físcal extrae frases de la correspondencia del
poeta, que interpreta y pone á luz de los nuevos he-
chos, para formar argumentos en pfó de su teoría. Hoy
ya han pasado tres años ; nadie se acuerda de la reñi-
da y larga polémica, y aunque es posible discutir y po-
ner en duda todavía alguna de las afirmaciones de la
Señora Stowe, parécenos que no puede calificarse por
más tiempo de misterioso el episodio de la vida de
Byron, que es el objeto de estas lineas.
La mujer de Byron promovió el divorcio porque
creyó á su marido y á su hermana Augusta culpables
de incesto. Este hecho es ya innegable ; cabe aún
negar su realidad, alegar argumentos contrarios más ó
menos plausibles ; pero la circunstancia principal per
manece en pié ; ese fué el motivo en virtud del cual
ella se separó, y el silencio tenaz de Lady Byron que-
da explicado y sobradamente disculpado.
Seria penoso entrar en los detalles de esta triste y
Estudios V Conft
"3
desagradable historia. Seria también ¡Diitil. j Para qué
hablamos de ir, como la Beecher Stowe, relatando
escenas ocurridas en el hogar doméstico, bastante va-
gas quizás para no convencer á Ids recalcitrantes ; de-
masiado signiñcativas [>ara los que no encuentran ra-
zón ninguna que destruya la tremenda revelación ; y
ciíando muchos datos esparcidos en los versos y en la
prosa de Lord Byron que concuerdan perfectamente
con ella ? El gran poeta expió amargamente con su
vida errante y su trágica muerte el atentado que come-
tió contra las leyes sociales ; su pluma revelaba una
resistencia inquebrantable, una ira implacable contra
la sociedad que lo expulsaba de su seno, aiin sin saber
ñjamente la más horrible de sus debilidades ; pero su
corazón sufrió angustias indecibles, y un martirio cons-
tante. En medio de sus arrogantes anienaitas, de los
arranques vigorosos de su potente imaginación, sin ce-
sar excitada por los insultos, el odio y las calumnias
de sus enemigos, había un sentimiento de temor, que
disimuló siempre, bajo el sarcasmo y la invectiva; pero
que comunica á algunas de sus composiciones más
extrañas y misteriosas un acento inequivocable de sin-
ceridad.
Los lectores del poeta conocen bien esa hermana,
hija única de la primera esposa del padre de Byron,
como hijo único fué también él de la segunda ; esa
Augusta, á la cual dirigió varias composiciones, y por
114 Enrique Pinero
quien el poeta manifiesta ea todas ocasiones ¡n
anücBte cañfio. Después de su última salida de I.
térra, no la vio más ; y la Stowe nos dice que I
Byron impuso como condición esencial de su silencio"
que ambos hermanos en ninguna ocasión volviesen á
reunirse. Byron mantuvo siempre correspondencia
con ella, que era conocida en la sociedad inglesa con
el nombre de su marido, es decir, la señora Leigh; y en
1816 escribió y dirigió desde Suiza una epístola en
verso, que se cuenta entre sus mejores composiciones
líricas. Son las diez y seis bellísimas octavas que co-
mienzan de este modo :
« Hermana, dulce hermana ! si otro nombre más
, dulce y más puro existiera, ése te daría. Mares y cor-
dilleras nos separan, pero no invoco tus lágrimas ; pido
sólo que me quieras con cariño siempre igual al mió.
Adonde quiera que vaya, siempre para mí serás la
misma, etc.»
Byron envió esta poesía á su editor, con la adver-
tencia de que no debía publicarse, sino previo el con-
sentimiento especial de su hermana. Ella opinó que
no se imprimiese, y quedó, por tanto, en manus-
crito hasta 1830, en cuyo año apareció por primera
vez, en el libro preparado por Moore. La composi-
ción, leida ahora y comprendida conforme á la nueva
teoría del divorcio, quizás parezca aún mejor que an-
te^ pues se nota en ella una reticencia, un empeño
EstnSos y CMtfrrettíiat
"5
de no decir demasiado, que la llena de fuerza y ei^i-
ficacion. í Por qué razón — alguno preguntará — se opu-
so Augusta I.eigh á la publicación de esa poesia ? Al
aparecer en 1831 pareció á todos casta, elocuente ; ella,
sin embargo, la juzgó de otro modo ; y tal vez c*la cir-
cunstancia sea un nuevo argumento indirecto, en favor
de la tesis de la señora Stowe.
La importancia literaria de la nueva y curio.ia ver-
sión sobre el divorcio consiste en que ofrece una clave
para interpretar el extraño poema dramático Manfre-
0, una de las grandes obras del poeta, Byron mismo.
1 remitir á su editor los primeros fragmentos, le dice :
es un poema dialogado en tres actos, de un género muy
extraño, metaíisico, inexplicable ; ... el héroe es una
especie de mágico, atormentado por cieno remordi-
miento especial, cuya naturaleza se deja sin aclarar
pletamente. n V más tarde, después de publicado,
contestando á los que suponian que el Manfrído había
BÍdo inspirado por el Fausto de Goethe, escribe : < no
fué la obra de Goethe, nó ; fueron más bien las monta-
ñas de la Suiza y oíra cosa las que me lo hicieron escri-
bir. > Esa litra cosa se está buscando por muchos desde
hace cuarenta años, y la historia del incesto parece re-
solver el problema.
Todo el mundo creyó, al leer el Manfredo, que
Byron pintaba en él sus propios remordimientos, y se
imaginaron mil delitos, aun por los jueces más e
Ii6 Enrique Piñeyro
tes. Un crítico tan sagaz y superior como Goethe,cl
yó ver en ese poema el acento de verdad de u
real, y no vaciló en atribuir al poeta un asesinato, (
yos remordimientos devoradores constituían la inspira-
ción de la obra. Al efecto cuenta que Byron amó
apasionadamente á una florentina, que el marido de
ésta al saberlo la mató, y que al día siguiente apareció
asesinado el matador, sin que pudiese nunca descubrirse
el autor del segundo crimen. Lord Byron entonces
(agrega (loethe) buyo de Florencia, y la imagen de
esos dos seres lo perseguía constantemente. El suceso
era completamente inexacto ; pero basta, para caracte-
rizar el siniestro poema, que el primer crítico moderno
creyese necesaria la existencia de un crimen real como
explicación de la obra poética. .
El Man/redo fué de las primeras cosas que Byron
escribió inmediatamente después de su salida de In-
glaterra ; pocos meses, por tanto, después del divorcio
que lo privaba de esposa, de hija y de hermana. Es
evidente que sí habían de bullir en el alma del poeta
remordimientos de la pasión impura que lo lanzaba de
su patria, debían embargarla sobre todo en aquellos
momentos. Si así fuere, puede decirse que el Man-
fredo, además de una obra poética de primer orden, es
un curiosísimo poema psicológico.
No se detuvo Byron aquí. La misma inspiración del
Man/redo, varios de sus mismos razonamientos y ji
Esludios y Conferencias iry
espíritu idéntico, vuelven á encontrarse en la tragedia
de Caín, escrita tres años después y superior á aquella
por la diferencia de fechas, es decir, por un grado más
alto de madurez y perfección en el talento del poeta.
El argumento en este caso traia consigo forzosa-
mente eso, que hoy se llama incesto, y que no tenia
nombre en los tiempos primitivos, en que se supone la
acción de la tragedia. Lucifer pregunta en una de las
primeras escenas á Ada, la hermana y esposa de Caín,
si quiere á éste más que á su padre y á su madre ; ella
replica preguntando si también eso es un pecado, y el
arcángel responde : « todavía nó ; pero lo será entre
tus hijos. » Ante las observaciones de Ada, que son
los argumentos naturales del caso, continúa Lvicifcr :
1 no soy yo el inventor de ese pecado de que hablas, y
ciertamente no lo es en tí, piensen lo que quieran los
que te sucedan en la vida moría). *
Dice la Htowe que, con esas mismas razones y el
ejemplo de las Escrituras, trató Lord Byron, durante
el año de casado, de convencer á su mujer, y que sólo
logró que acabase por creerlo realmente loco. Cuando,
por el contrario, se convenció de que no había de-
mencia, sino nialignidad, en las palabras y los actos de
su marido, resolvió la separación definitiva.
Se nos figura, sin embargo, que todo esto no re-
suelve cuestión alguna ni varía, en bien ó en mal, la
posición que Byron ocupa ante la posteridad. Su in-
iiS
Eni-¡que Piñeyri
fluencia personal es ya casi nula, y pronto se confun-
dirá del todo con la forma y carácter de sus escritos.
Entonces su biografía será estudiada como la de cual-
quier otro hombre de genio, y mirado, á nuestro juicio,
ünicamente como un ser desgraciado, cuya educación
fué lastimosamente pervertida por inevitables circuns-
tancias, y sus errores efecto de causas superiores á su
voluntad, i Quién se acuerda al hablar de Virgilio,
del puro y santo Virgilio, de tal ó cual composición, de
tal ó cual rasgo extraño en alguna de sus églogas ? Las
costumbres de ciertas épocas son como los extravíos
de ciertas formas de educación, y la niñez y la juven-
tud de Byron parecieron de propósito dispuestas, diri-
gidas, amoldadas para pervertir su carácter y hacerlo
enojoso compañero de sus facultades soberanas. De
ahí lo que todos sabemos que pasó. Pero no es justo
ni humano, tratar el caso con desdeñoso horror, y me-
dirlo conforme á las reglas de un estrecho puritanismo.
Sus errores fueron su desgracia ; y el vituperio que
merecen, no altera el efecto que debe obtener y ob-
tiene la excelsitud innegable de su inspiración poética.
Hay mucho en Byron cuya lectura levanta el coraron
y agranda los horizontes del espíritu. Los siglos pa-
sarán, y habrá siempre labios que repitan con delicia
¡^3-
NOVELISTAS FRANCESES
CONTEMPORÁNEOS
OCTAVIO FEUILLET
El género moderno de narración épica en prosa,
que comunmente llamamos novela, ha sido cultivado
con tal éxito en nuestro siglo, que sin exageración
puede calificarse de uno de los más gloriosos é im-
portantes. Francia é Inglaterra, en particular, cuen-
tan entre el número de sus novelistas, varios de sus
más distinguidos escritores. Scott, Dickens, Thacke-
ray y Jorge Elliot, para mencionar sólo á los me-
jores, son, así como Balzac, Stendhal, Dumas, Me-
rimée y Jorge Sand, artistas de primer orden, honra y
prez de la literatura de esos dos paises.
Ambas naciones han seguido empero muy diverso
camino. La novela francesa es antes que todo una
obra de arte, sin más objeto que la brillante reproduc-
ción de la realidad humana, sin cuidarse de favorecer
\
Enrique Piñeyri
intereses moraks de ninguna especie, ni envolverá
clones prácticas de immediata utilidad social,
novela inglesa es sobre todo moralizadora ; el artñfl
ella está de propósito subordinado á la propaganda^
más supersticioso respeto por la moral pública "y |
vada. La oposición evidente de ambos fines exjd
desde luego la profunda diferencia de ambas literq
ras, y reconociendo las excelentes intenciones de ]
novelistas ingleses, es fuerza sin embargo declarar á
la preocupación moral es en éste, como en casi tdf
los otros casos, una causa de debilidad artística.
Un rasgo hay que á nuestro juicio condensa^
presa bien esta diferencia. Casi todos los t
franceses han sido autores dramáticos al mismo £
po. Alejandro Dumas, padre é hijo, sobresalen t
en el teatro como en !a novela. Alfredo de Mu!
Octavio Feuillet, Sandeau, Jorge Sand y el mismo Bal*
zac, el gran maestro del género, dramatizaron más de ■
una vez sus narraciones, y alcanzaron en el teatro
triunfos indisputables. Víctor Hugo, á quien expresa-
mente no citamos más arriba, pues lo consideramos
por su asombroso genio lírico como perteneciente á
otra esfera separada, se eleva por igual en la novela y
en el drama. Merimée, aunque no escribió detenida-
mente para el teatro, empezó su carrera con el Tcatre
de Clara Gasul, una serie de cuadros dialogados que
revelan un vigoroso talento dramático. Stendhal, que
■ Confc
Esiadios
1 verdadero raffitt¿ y profundo psicólogo, es el
que DO ha compuesto para la escena ; pero es
ibido que su fama, creciente de dia en dia, reposa sólo
dos obras, en las «nicas novelas de alguna extensión
ue escribió.
Los ingleses en cambio no tienen hoy literatura dra-
lática. La sombra colosa! de Shakspeare parece haber
nsumido todo germen de inspiración dramática en
suelo de su patria. Scotl y Thackeray nunca escri-
eron para el teatro. Jorge Elliot no lo ha intentado,
lickens nada pudo hacer en esa dirección. El teatro
iglés se alimenta exclusivamente de malos arreglos de
piezas modernas de Francia, que acusan de ínmo-
3S, pero aceptan á falta de otras.
( Y esto porqué ? La respuesta es obvia. El nove-
ista francés busca la pasión, estudia su marcha en el
}n humano, y la presenta palpitante y avasalla-
lora, como ella es. Ei escritor inglés carece de la cu-
iosidad artística, que impulsa al análisis de los
intimientos del alma, que prescinde de toda preocu-
lacion ulterior, y se encierra en su propia esfera para
nocer sus leyes y exponer sus fatales é incontrasta-
iles resultados. El teatro es la pasión, y sin ella no
lay drama posible. He ahí por qué carecen los ingleses
literatura dramática.
Muy lejos nos llevaría exponer nuestro punto de
vista sobre la inmoralidad de Balzac y sus sucesores.
122 Enriqve Piñfyro
de que con tanto desden se habla sin cesai
térra. Aunque el asunto nos tienta, lo dejamos á un
lado, porque él solo daria lugar á muchos artículos ;
decimos, sin embargo, de paso, que no somos de los
que creen que se falte á la moral cuando se sirve al
arte, y por el contrario pertenecemos al niiraero de los
que piensan que el estudio sincero de la verdad es mil
veces más moralizador que todos los sermones del
mundo. Los Miserables de Víctor Hugo nos parecen
en conjunto una obra más moral, que todas las novelas
reunidas que han aparecido en Londres en los últimos
veinte y cinco años.
Un novelista y autor dramático cuenta la Francia,
que debió sus primeros triunfos y la mejor parte de su
reputación, al carácter religioso, propagandista, mora-
lizador, que imprimió al principio á todos sus escritos.
Nos referimos á Octavio Feuillet, y de él vamos lijeiu-
mente á hablar ahora.
Supo escoger con habilidad el momento oportuno
y el carácter de sus obras. Poseyendo varias de las
dotes delicadas y poéticas que brillan en los cuentos y
las comedias de Alfredo de Musset, se presentó favo-
reciendo por medios iguales tendencias d i amet raímente
opuestas. Lo que en éste habia sido indiferencia, ci-
nismo, desprecio de toda convención social, trocóse en
Feuillet en unción, deseo de corregir vicios demasiado
extendidos, respeto profundo á cierta especie de moral
Estudios y Conferet
'■y
Ir
las I
has
al orden establecido en la sociedad. La Crisis, el
labtlh Blanco y demás escenas dramáticas eran casi
literariamente como los proverbios de Mus-
!t, y no tenian el sabor libertino que amargaba la
.piracion del autor de Rolla y de los Caprichos de
Mariana.
Descubierta la veta y probada su riqueza, cavó
Feuillet más y más la mina que habia empezado á ex-
plotar ; y dando vuelo á sus facultades compuso, años
después, el Jáitn Pobre y la Historia de Sibila, novelas
.morales cuyo éxito de venta fué tan grande que iban
señoras en lujosos carruajes á comprarlas por doce-
á la librería de Miguel Lévy. El partido legiti-
ta del derecho divino perdonó en nombre de la
común secta religiosa e! bonapartismo reconocido del
autor de esos libros perfumados con incienso y mirra.
Fué una moda, y como tal, por consiguiente, pasajera.
El primero que de ella se olvidó fué el mismo propa-
gandista.
Pasó en seguida Feuillet del noble y pulido Já%ien
Pobre al formidable Monsieur de Camors ; de Sibila á
la Esfinge, la cual ya en muy poco recuerda la mucha-
cha sentimental y catequizadora que tanto impacien-
taba á Jorge Sand, por la impertinencia de su celo
religioso en favor del catolicismo.
¿ Fué inconsecuencia francesa, ó resultado lógico
jdel arte este cambio tan profundo ? No vacilamos en
124
Enrique Piñeyri
responder con e! segundo extremo. Feuillet es o
lista ; cuanto ha hecho, bueno o mediano, está siempre
elegantemente escrito.
Hay en su estilo una delicadeza exquisita, gana en
pureza sobre Alfredo de Musset lo que le falta en ge-
nuina poesía y sincero sentimiento. El cambio de
ruta que impuso á su talento nos hace el efecto de ha-
ber ¿do más bien inconsciente que premeditado. Ana-
lizando'la pasión, acabó poco á poco por convencerse
de q'ire'eja bien digna de ser estudiada por sí sola, sin
preocupaciones ajenas á su esencia, y sin buscar más
galardón que ei muy apreciable que ofrece por si
misma la verdad, á cuantos la buscan con cabal since-
ridad, en cualquiera de los diversos ramos de la activi-
dad humana.
Un drama ha escrito Feuillet, que nos parece el
fruto más jugoso de su talento hasta ahora, impreso
como sucesión de escenas antes de hacerlo representar,
y que en el teatro causó mayor efecto aún del que ha-
bía producido en la lectura. Se titula Ddlila, y es
como la transición entre los dos períodos de su carrera
de que hemos hablado. La lección moral que envuelve
es excelente, exacta al mismo tiempo que artística^
muy bien desarrollada ; no aparece como fría máxima
final proferida al concluir la pieza por uno de los per-
sonajes, sino que surge por si misma en cuadros com-
pletos y poéticos, centuplicando su efecto ¡
Estudios y Confer
J^S
s y ]a mente del lector ó el espectador. Por fortuna
a religión no tiene nada que hacL-r en este caso, y el
pudo proceder libremente conforme á su inspira-
Todo lo que habia de nuevo en las obras de Fcui-
Itet desde !a primera obra y á que debió su éxito, está
lero libre de la estrechez de miras que caracteriza
jl su Sibila, por ejemplo. La tendencia moral es tnuy
(na.rcada, pero no impuesta, simplemente indicada, y
al espectador deducirla si quiere, ó dejaría en du-
|Ka, aceptándola como un problema bien planteado que
S^uede tener más de una solución.
El carácter del argumento va envuelto en el titulo.
Vdlila no es el nombre de un personaje, es una nueva
Brersion del mito bíblico de Sansón, de la alegoría
■friega de Hércules y Onfala, de Ulises y Circe, de
esas mujeres de quienes dice el Eclesiastes, que son más
amargas que la muerte, cuyo corazón es un dardo y
cadenas sus manos. El vencido en esta ocasión no es
un atleta muscular, es un poeta y músico de genio,
cuya primera obra obtiene un triunfo en el teatro de
San Carlos de Ñapóles. Pero el pobre joven está áeí-'- .
tikado á esterilizarse muy pronto, según su protector y
amigo, un noble opulento y melómano á quien debe .
todo, y que sabe con horror que Andrés está locamente
enamorado de la hija de su maestro de contrapunto.
Psta hija, Marta, es una alemana rubia, ideal, de ojos
120 Enriquí Piñeyra
azules, una Mignon septentrional que bajo d c
Ñapóles sueña en su patria sin cesar, como soflabKCon
la Italia la verdadera Mignon de Goethe,
Una Princesa napolitana, morena, de mirar de fue-
go, de voluntad de hierro y destituida de todo corazón,
lanza entusiasmada desde su palco, en la noche de la
represen tat ion de la ópera, su bouquei y su panudo.
Andrés cede á la tentación, y va aquella misma noche
á casa de la princesa á devolverle la prenda que en su
delirio dejó caer sobre la escena, y Carnioli (éste es el
nombre del protector) espera con delicia que la in-
ñuencia de esa gran señora y esa gran coqueta libre a!
artista del matrimonio con la rubia Marta, porque el
matrimonio (dice) « es el innoble apagador de todo ta-
lento. »
Andrés cae victima de la seducción, y olvida á la
dulce y apacible Marta. ¿ Mas qué podia ofrecerle esa
Circe traidora? Cuando vuelve Carnioli de un la^
viaje, encuentra que su protegido no ha escrito nada,
que la inspiración le falta, que vive en un martirio
horroroso, que ama á Leonor, que tiene celos y que
ésta, fatigada muy pronto de él, lo engaña sin piedad
Andrés, convencido al fin de la traición de la princesa,
va á apostarse en el camino de Gaeta para sorprenderla
cuando pase con su nuevo amante ; pero antes atre-
viesa la escena la silla de posta en que Sertorio, su
viejo maestro, lleva e! cadáver de su hija á enterrario
Estudios y Con/e
127
■x Alemania al lado del de su madre. Marta ha muerto
ie amor, y Andrés espira allí mismo de vergüenza, de
a, de remordimiento.
¿ La felicidad del matrimonio, la tranquilidad mo-
lótona del hogar doméstico, hubieran salvado á ese
K)eta de alma vacilante y talento sublime? Quién
El autor no lo dice, Ío deja quizás entender ;
1 espectador puede deducir lo que mejor le parezca.
Calila triunfa, marchita con su aliento ponzoñoso
Unor, talento, amistad, virtud. La victima muere
3jnsumida por la serpiente, Pero ese cadáver, y ese
Wbre viejo á quien la pérdida de la hija vuelve loco,
jue pasan fúnebremente en la última escena, forman
n cuadro lleno de vigor y poesía, y del efecto más pa-
itíco.
En esta obra probó Feuitlet por primera vez que
ibia hacer hablar á la pasión en su forma más terri-
(le, y que merecia algo más que el nombre de Afusset
áe ¡as familias, que irónicamente le aplicaban. Man-
sieur de Camors fué más lejos, y aunque termina dando
el triunfo á la moral, el ñn resulta ser lo más pálido
le toda la obra. La Esfinge es sólo un estudio de
iion, inferior á Ddlila en la ejecución y en el vigor
te la idea.
El poeta, sin embargo, no ha concluido su carrera,
y merece que se siga con atención su desenvolvimiento
ulterior. Hasta ahora ha titubeado mucho para mere-
Ki
1
Í28
Enrique Pi>ie\ri
cer el dictado de artista completo ; pero la madurez
de sus facultades producirá quizás otras obras de! gé-
nero de Ddlila, aunque más completas y ;
mente construidas.
STENDHAL
Si Rossini no se hubiese dedicado á la músicli
cual en realidad equivale á decir si no hubiese í
italiano, — y en su lugar hubiese cultivado la litM
y escrito novelas ; y recíprocamente, si el escritor fran-
cés que se firmaba con el seudónimo de Stendhal y se
llamaba Enrique Beyle, hubiese sido un compositor de
música en vez de critico y novelista, — se nos figura
que el primero hubiera compuesto novelas en italiano
muy parecidas á la Cartuja de Farma, y el segundo
óperas por el estilo del Barbero y el Guillermo Tdl.
Ello parece una paradoja, y es no obstante una
comparación inevitable al tratar del autor, cuyo nom-
bre encabeza estas líneas. Muchas son las circunstan-
cias que hacen pensar en el músico insigne, al traUl
del eminente novelista. Física y moralmente se ase-
mejaban de un modo notable. Corpulentos, epicúreos,
burlones, sin convicciones en la mayor parle de la&
cosas en que los demás hombres suelen tenerlas, y en
política principalmente, escribieron ambos sus obras
Estudios y Conferencias
i2g
ledeciendo á inspiraciones propias, desdeñando las
lodas y aficiones dominantes del dia, sin dar mucha
portancia al aplauso popular, y más seguros desde
print-ipio de! mérito de sus producciones, de lo que
recia estarlo el piiblico á que iban dedicadas. Ar-
istas verdaderos, en toda la fuerza y extensión de la
alabra, el uno se reia á carcajadas en medio de los
bidos con que era acogido el Barbero de Sevilla en la
oche de su primera representación, declarando que
ida vez le parecía por eso mismo mejor su composi-
ion ; asi como el otro ponia por delante de sus obras
> se lisonjeaba de hallar mds de una media do-
«na de personas que lo comprendiesen, y concluía su
elicíosa Cartuja de Parma con este lema ó sobres-
rilo : To the happy few; es decir, dirigida á los con-
nos individuos capaces de apreciar la delicadeza
perfección de esta novela.
Ambos desdeñaban un poco la opinión vulgar, y lo
Tectaban otro poco. Stendhal se divertía en usar dí-
ersos seudónimos para firmar sus escritos ; en disfra-
ese, reirse de antemano de su lector, y publicó uno
sus libros con esta firma ; « Por Luis- Alejandro-
tsar Bombet, i uniendo al apellido más plebeyo los
ombres más retumbantes y clásicos de la historia ; asf
orno Rossini dio á luz, poco antes de morir, su Pe-
Misa Solemne con esta añadidura : « Por Joa-
uin Rossini, pianista de tercer orden, »
zjo
Enrique Piñeyn
Los años han pasado sobre el Barbero j
Uermo Tell, confirmando más y más en cada uno la
superioridad de esas obras maestras, que son hasta
ahora (mientras Wagner no consiga demostrarnos e!
mérito trascendental de su laboriosa rapsodia) la ex-
presión del punto culminante á que ha llegado la mú-
sica dramática. Los años también han transcurrido
sobre las producciones de Stendhal, y sus tres grandes
libros sobre El Amor, la Cartuja de Parma y jEl Rojo
y el Isíegro, son hoy considerados por la moderna es-
cuela crítica, á cuya cabeza se encuentra Taine, como
el estudio más penetrante y completo que ofrece la
literatura francesa.
Es iniltil seguir más lejos el paralelo, y sólo nos
queda un rasgo que indicar. Stendhal amaba la mú-
sica con pasión. La ópera italiana, á su juicio, era el
resumen brillante de la civilización moderna, su mii
alta expresión. « Andaría á pié muchísimas leguas por
ir á oir el Don Juan ó el Matrimonio secreto,t dijo una
vez. Los Estados Unidos de Norte-América eran
para él país de salvajes, porque no podían soste-
ner un teatro de ópera, y sentía por el contrario motivo
cierto respeto hacia los rusos, protectores decididos
desde hace mucho de ese espectáculo. Compuso ó
arregló una vida de Rossini, por cuyas obras profesaba
la más viva admiración, y antes habia publicado en nn
tomo las biografías de Haydn, Mozart y Metastasio.
Estudios y Con/e
ijf
Esta añcioD ayudó mucho á hacer de él un verdadero
jitaliano, como Rossini se hizo un verdadero francés
en la segunda mitad de su vida. Este vivió siempre
en Paris, y aquel casi constantemente en Italia. Ros-
scribió su obra maestra, Guillermo Tell, sobre
palabras francesas y para la Opera de Paris. La obra
capital de Stendhal, la Cartuja de Parma, es una pin-
tura maravillosa de la Italia á principios de! siglo
actual.
Sin querer hemos vuelto á reunir ambos nombres
en nuestras consideraciones ; pero dejamos definitiva-
■mente esta vez el paralelo.
Stendhal murió en 1841, á los cincuenta y nueve
:años de edad, de una apoplejía fulminante, en Paris,
¡durante una de las licencias que de tiempo en tiempo
solicitaba para visitar ¿ sus amigos. Pero vivió el
Ultimo tercio de su vida en Italia desempeñando el
consulado francés de Civita-Vecchia. Bajo Napoleón
'é\ Grande, sirvió en el ejército primero, y en la admi-
nistración militar después, viajando asi por toda la
Europa con las columnas conquistadoras del Gran
Capitán, La Restauración fué para él un periodo de
estudios y de vida exclusivamente literaria. El régimen
.ugurado en 1830 le permitió realizar su sueño de
ir en Italia y gozar de una renta lija ; pero guardó
iempre viva simpatía por la memoria de Napoleón ;
in que pueda decirse que perteneciera ni á este ni á
133
Enrique fiñcxn
ningún otro partido, pues entre sus opiniones más
arraigadas sobresalia el considerar como nn.a.duperit
todas las luchas y cuestiones políticas.
Cuando murió, sus obras no habiao obtenido aún
e! aprecio que merecian, y de que hoy ya sin duda go-
zan. Se le estudia en estos momentos, lo mismo dentro
que fuera de Francia, como un artista modelo en su
género, como uno de los grandes maestros de ia novela
moderna. Mientras vivió, pasaba por un hombre muy
agudo y sagaz, crítico independiente y escritor de se-
gundo orden. Sin embargo, Balzac en el apogeo de su
gloria dedicó á la Cartuja de Parma un largo articulo
en que la analizaba detenidamente,' y la declaraba una
obra eminente y de primer orden. El juicio de Balzac
pareció entonces una paradoja ; la posteridad lo ha
confirmado hoy casi punto por punto.
Balzac y Stendhal cultivaron e! mismo género de
composiciones, y la superioridad de las obras del pri-
mero, consideradas en conjunto, es evidente, indispu-
table. Aparte de la fecundidad, mérito muy relativo
y de superficial importancia, tiene Jíalzac sobre Beyle
una inmensa ventaja, la primera de todas las cuali-
dades que constituyen al artista, la fuerza creadora.
Eí autor de Eugenia Grandel y el Padre Goriot estuvo
dotado de esa facultad sublime en grado tan alto que
puede comparársele, sin cometer herejía, con Shak-
speare, después de Dios el que lia creado más seres
Estuiiios y Confírettcias ijj
y más cosas en el mundo, como dijo no recordamos
Stendhal sobresale en el análisis minucioso y dete-
nido de tos moviniienlos del alma humana. Nadie ha
dirigido mirada más honda y penetrante para descu-
r los móviles de las pasiones. Su libro sobre el
•¡Amor es un maravilloso estudio de ese sentimiento en
todas sus foTusas y grados, con la imparcialidad grave
f severa de un habilísimo fisiólogo. No conocemos
ningún otro libro que en igual espacio reúna mayor
numero de finas, perspicaces observaciones.
Nada sin embargo menos parecido entre sí que el
Estilo de Beyle y el de Balzac. líeyle afectaba una
sencillez científica en su manera de escribir, sin con-
ceder nada á la mania declamatoria de su época.
1 él mismo, aunque quizás con alguna exagera-
ción, que leía todas las mañanas, antes de tomar la
pluma, veinte ó treinta artículos del código Napoleón,
n objeto de templar su estilo y saber huir de toda
labra ó frase inútil para expresar la idea. La forma
»)ncisa, necesariamente seca de los artículos de un
Código de Leyes, es lo que más dista del cúmulo de
circunlocuciones sutiles, del sinnúmero de facetas
Inenudas y brillantes, de la blandura excesiva y la on-
deante marcha del estilo de Balzac, que á veces dege-
nera en asiático, en bizantino, en policromático como
hoy se dice y se usa en pintura y arquitectura. Beyle
134
En fique Piñryro
era purista en su lenguaje, y al admirar á Balzac dci
ploraba los sacriñcios constantes que éste hacia al
gusto chocarrero de la bourgeoisie. Pero sin esto {pre-
guntaba Bey le) comprarian acaso su novelas ? El
hecho es que no compraban las suyas.
De lo expuesto fácilmente se deduce que no hay
en los libros de Stendhal páginas brillantes que entre-
sacar ó señalar como ejemplos de su estilo ó su talento
creador. Al revés de la mayor parte de los novelistas
franceses, es muy poco dramático ; pero también se
distingue de los ingleses en no tener absolutamente
nada de dogmático. Es un médico del alma, que
describe las pasiones como verdaderas enfermedades,
prestando más vivo interés y cuidado al orden de su
desarrollo que al método de su curación. Sin embargo,
colocándonos bajo un punto de vista exclusivamente
artístico, pocos cuadros conocemos en la literatura
moderna más notables, más nuevos y completos que la
descripción de la batalla de Waterloo, que contienen
los primeros capítulos de La Cartuja de Parma. El
protagonista no toma parte en el combate, no lucha
vanamente como otros por descubrir las peripecias de
la jornada al través de la humareda espesa y el ruido
ensordecedor de la batalla. En vez de penetrar en
ella, se queda en las afueras por decirlo asi, y las di-
versas fases del encuentro de los titanes se presentan
una tras otra y por sí mismas ante el espectador, des-
í
Estudios y Coiíjereiuias ijs
nudas de pompas inútiles. Es de un efecto sorpren-
Además de los libros citados, escribió Stendhal
admirables apuntes de viaje por el interior de Francia
y por la ciudad de Roma, y una muy curiosa y origi-
nal Historia de la Pintura italiana. Fué un critico de
arte muy sagaz, y tiene el honor de haber compren-
dido y demostrado la superioridad de Canova y de
Rossini desde los primeros pasos de su carrera.
Se añiió muy temprano en la escuela romántica
durante la Restauración, publicó un interesante para-
lelo entre Racine y Shakspeare, y ninguno le aven-
tajó en la novedad y solidez de sus argumentos contra
el exagerado aprecio en que eran tenidos los escritores
de la época de Luis XIV. Llamaba al alejandrino de
las tragedias de Corneille y Racine,* tapa- tonterías, »
y se burló con mucha gracia de ios preceptos de retó-
rica y las tradiciones estrechas que todavía entonces
aprisionaban la literatura.
Sus estudios sobre el amor-pasion arraigaron más y
más en él la afición á todo lo italiano, y pensaba que
el carácter de ese pueblo, destituido, al revés del de
los franceses, de toda vanidad, era el único en que ese
sentimiento podia libremente fructificar. En prueba
de ello publicó sus Historietas Romanas.
Como el amor, y sus afines el odio, la venganza,
etc., son y han sido siempre el tema principal del no-
'Jü
Enrique Ptñev
velista. no puede decirse que redujese demasiado
Beyle la esfera de su actividad a! encerrarse en ese
solo asunto. Sirvió esto más bien para acrecer la in-
tensidad de su mirada observadora ; y puede decirse
sin exageración que es el verdadero naturalista lite-
rario de nuestros días.
III
GEORGE SAND
Es curiosa coincidencia que haya visto :
siglo florecer, en tres países diferentes y en una n
provincia literaria, tres mujeres distinguidas : J<3
Sand, Jorge Eüiot y Fernán Caballero. Dirfase X
la época, que ha empezado á ver, y verá ac:
mada antes de cerrarse, la emancipación politice
social de la mujer, quiso dar ejemplo irrefi
todo el alcance intelectual de que es capaz el S
hasta entonces llamado débil.
Las tres tienen mucho de común ; la diferci
principal que las separa es sólo el grado de su i
de su talento ; pero guardando en ello perfecta 1
cion con el adelanto artístico de los países á que 1
tenecen : la escritora francesa, inmensamente supí
á las otras dos, y la inglesa marcadamente supen
la española. Al rededor de cada uno de estos a
refulgentes, se agruparon estrellas de variada m3||
Estudios y Conft
^37
ilud, formando brillantes constelaciones : Delñna Gay.
la Desbordes-Valmore y varias otras en tomo de Jorge
Sand; Mrs. Browning, Carlota Bronté, Mrs. Braddon
I mundo de luceros menores en tomo de Jorge
EUiot ; la Avellaneda y la Coronado en tomo de Fer-
in Caballero.
La más notable de todas acaba de morir (8 de Junio
de 1S76) en Nohant, su residencia habitual, y deja un
gran vacío en la literatura francesa contemporánea.
iLa autora de Lelia, Consuelo, El Marques de Vitlamar
r Qosima ha dejado de existir ; su carrera puede ya
considerada en conjunto, y señalado ¡tu puesto
definitivo en la historia literaria.
Fué una gran mujer y iina grande artista. Escri-
bió su primer libro á los veinte y ocho años de edad,
Indiana, y hasta ayer, que estaba próxima á cumplir
setenta y dos años de edad, aparecía su ultima novela
en las páginas de la Re^'iie des Deux Mondei. lin el
intermedio publicó cerca de cien volúmenes.
Es muy difícil escribir brevemente la biografía de
ijna mujer ¡ la tarea es hasta enojosa cuando, como en
el presente caso nos sucede, se siente vivísimo y pro-
fundo respeto por la dama ilustre, cuya vida se trata
s resumir en unos cuantos párrafos. El carácter fe-
menino, en sus relaciones intimas y privadas sobre
Jodo, se compone de una serie de medias tintas, de
Warices delicados, que requieren mucho espacio para
jjS Enriquí Piñeyí'o
ser adecuadamente estudiados y analizados.
la simple realidad tiene en si algo de nido, de brutal,
que parece una injuria, aun en los episodios en que se
quema hacer constar un elogio, ó por lo menos una
defensa.
No relataremos por tanto la vida de Jorge Sand,
sus infortunios domésticos, ni sus borrascas en el océa-
no artístico de París. Sin embargo, no es posible
estudiar sus obras literarias sin seguir paso á paso su-
cesos de que guardan fielmente el reflejo. Su apasio-
nado temperamento y las debilidades de su caráctei
han servido á muchos de pretesto para fabricar un so-
fisma, que hemos visto circular por muchas partes con
falsos visos de argumento. Hase visto en ello una
prueba nueva de lo poco propias que son las mujeres
para gobernarse por si solas ; y de cdmo las que debie-
ran ser más fuertes, aquellas que la alteza de sus facul-
tades parecía elevar sobre los defectos habituales del
sexo, sobre el desfallecimiento inevitable de la debi-
lidad física, rompen violentamente las barreras que
deslindan y mantienen dentro de su esfera propia á la
sociedad. Señálase en cada una de sus obras la in-
ñuencia de un hombre, y en cada desviación esencial
la fecha de una amistad nuevamente contraída. De
esa manera responde Alfredo de Musset de la exalta-
ción poética de Lelia^ y de las atrevidas teorías de
Jacquts ; Míchel (de Eourges), del republic
I
Estudies y Cún/ereiieias /jip
ICO de tá! de sus novelas ; Federico Chopin, La-
mennaia, Fierre Lcroux, de otras de las más caracte-
rísticas de sus producciones.
Aún concediendo la verdad de esas observaciones,
la consecuencia carece de lodo valor. El mismo razo-
namiento puede aplicarse, con idéntico resultado, A las
obras de los hombres. Sin Beatriz no hubiera escrito
Dante la Divina Comedia. E! más desapasionado de
los grandes artistas, el ser más dueño de sf mismo que
ha existido jamás, Goethe, ha inmortalizado en las más
importantes de sus producciones los episodios amoro-
sos de su vida, Werther y las Afinidades Electivas,
por ejemplo, se deben á la influencia de dos mujeres
diferentes. «Gretchen » es el retrato imperecedero de
uno de los amores del gran poeta. Y as! sucesiva-
mente pudiéramos llenar una larga lista. No es, pues,
femenina, sino simplemente humana, esa circunstancia
que se quiere deducir de los escritos de Jorge Sand
para fabricar una teoría inexacta. Sucedió á ella, en
eso, lo que á todos sucede en e! mismo caso; y más
bien que ser en sus producciones un motivo de infe-
rioridad, infundió madurez en su talento y variedad
en su imaginación. No olvidemos agregar que ha es-
crito sus mejores libros en los ültiraos ve
nte y cinco
años.
Hay empero un suceso de la vida de
Jorge ■'5and
que pertenece á la historia literaria : si
s relaciones
140 Enrique Piiieyro
con Alfredo de Musset, la pasión inmortal que íuép
ambos cantada, descrita, llorada y maldecida con tanta
brillantez, y que, como dijo Sainte-Beuve, ha entrado
ya en la poesia del siglo. Jorge Sand sólo escribid
dos veces sobre ese asunto, argumento de su célebre
novela, Elle el Lui, y en ésta apenas hace otra cosa
que presentar indirectamente una tímida defensa de
su conducta, que parece mucho más timida cuando se
recuerdan las furiosas invectivas de la loache de Oc-
tubre. Si algiin dia se publica una historia verídica de
esa pasión, si llegan á salir á luz los documentos au-
ténticos, las cartas de ambos personajes, no nos extra-
ñaría que fuese Jorge Sand la más acreedora á las sim-
patías del público,
Jorge Sand no ha escrito casi más que novelas ; ha
sobresalido en el género, y es tal vez, después de Bal-
zac, el nombre más ilustre en el catálogo nutridísimo
de escritores franceses de novelas. Pero se ha distin-
guido entre todos por las tendencias filosóficas de la
mayor parte de sus escritos, por el ardor, el entusias-
mo, el vigor con que ha hecho servir creaciones fan-
tásticas á la defensa ó exposición de teorías y sistemas
trascendentales. De aquí literariamente proviene su
principal defecto. Sus personajes adquieren á veces
un aspecto extra-humano, pierden en el desarrollo de
sus argumentos la individualidad artística, ia vida pro-
pia, para recibir un carácter abstracto, sistem
Estudios y Conferencias 141
que hace decaer de un modo muy marcado el interés.
Esta reñexion se aplica á la más meditadas, á las más
ambiciosas de sus creaciones. En cambio, algunas de
sus novelas cortas, de sus cuentos. campestres, son mo-
delos en su especie.
La forma ha sido el gran mérito de Jorge Sand ;
su estilo límpido, transparente, elevado, elocuentísi-
mo ; su paleta riquísima, que le ha dado colores infi-
nitos para describir la naturaleza como ningún otro lo
ha hecho mejor ; la seguridad de su pincel que ha
mezclado las sombras y la luz con tal habilidad, que
reproducen sus descripciones con precisión prodigiosa
los más difíciles y complicados efectos. Bajo este pun-
to de vista su puesto es entre los primeros, en la cús-
pide del arte literario de la Francia moderna.
I Durarán mucho tiempo sus producciones, gozando
de ia misma popularidad que obtuvieron durante su
vida ? ¿Se leerán dentro de cincuenta años ? Preten-
sión grande seria de nuestra parte formular una res-
puesta. Pero nos atrevemos á sospechar que le sucederá
lo que ahora acontece al que puede llamarse su maes-
tro, su modelo, Juan Jacobo Rousseau. No hay quien
desconozca ese nombre, quien no tenga una idea más ó
menos aproximada de su mérito. Sin embargo, ape-
nas es ya leido por la masa del público, y sólo los lite-
ratos de profesión saborean la exquisita belleza de su
estilo. La mujer que falleció el otro dia fué pro-
142 Enrique Piñeyro
bablemente el más notable de los diséípulos de
Rousseau.
New York, i8j6.
EL SENADO ROMANO
Historia del Senado Romano. Por D. JosE FRANCISCO DlAZ.
Un volumen, xliii-359. Barcelona : 1867
I
El autor de esta obra es un distinguido jurisconsul-
to, que, después de haber ejercido por muchos años
entre nosotros la profesión de abogado, descansa hoy
de sus fatigas cultivando en el gabinete la hermosa
ciencia, cuya práctica ha sido la cotidiana ocupación
de la mayor parte de su vida.
La obra es un trabajo de conciencia y de mérito,
que, bajo el punto de vista del autor, agota completa-
mente la materia, y revela en todas sus partes estudios
constantes, detenidos y escrupulosos. Una historia
del Senado de Roma, de la más ilustre y más impo-
nente de todas las asambleas que han formado los
homljres y dirigido las cosas de la tierra, es la historia
de Roma ; y la historia de la legislación y la política
144
Enrique Piíievri
de ese gran pueblo ha de inspirar siempre, al ñlósoí
al jurisconsulto, un interés vivísimo y profundo. Com-
prendemos perfectamente que un abogado que haya
empezado, (como á todos nos ha sucedido), sus estu-
dios de jurisprudencia por el derecho romano, quiera
concluir condensando en una obra última los estudios,
que durante toda su carrera haya hecho para ampliar,
con tesoros de erudición, lo que fué el primer objeto
de su juvenil curiosidad. — Esto nos figuramos que ha
sucedido al Sr. D. José Francisco Diaz ; y por esto
desde que por primera vez supimos que empezaba á
circular entre nosotros la presente Historia del Senado
Romano, buscamos un ejemplar que recorrimos coo
verdadero interés, interés tanto mayor cuanto que ha-
bla en él una parte no pequeña de satisfacción, al ha-
llar esta ocasión (rara en nuestro pais) de estudiar y
juzgar una obra sólida y extensa, escrita por un cubano.
Por desgracia, desde los primeros renglones de la
Introducción, tuvimos por fuerza que reconocer que el
autor y nosotros considerábamos ¡a historia romana
bajo un punto de vista enteramente diverso; y la diver-
gencia era tan honda y fundamental, que nos habia de
mantener separados durante todo el curso de la obra.
Sallamos por encima de un adjetivo de muy dudo-
Esiudiüs t Cfim/irr^mMi I4§
sa exactitud que hallamos en fk pjTmer ren^kn. — el
imperio suar^ fundado por Augiisio. ^pe reafanenie no
sabemos qué quiera decir en boca de un hisu/riador ;
— pero al comenzar el segundo párrafo j Itcr estas pa-
labras del Sr. Diaz, — t §iguiwios Julmunii la z^rsúm fu-
róica, y desechamos el sistema wuMlernú^ >— no nos
pudo quedar duda alguna de la inmensa distancia que
separa el modo, como él comprende, y comprendemos
nosotros, la historia en general, y la romana en parti-
cular.
La historia es un arte y una ciencia. Como arte
acepta todas las formas y se amolda fácilmente al ta-
lento y cualidades del artista que lo cultiva ; como
ciencia, y ciencia muy moderna, tiene sus principios
invariables, sus leyes perfectas y definidas, que no se
pueden indiferentemente seguir ó desechar. La histo-
ria romana, en especial, ha recibido, desde el siglo pa-
sado hasta nuestros dias, la transformación más com-
pleta y más profunda ; no hay para comprenderla un
sistema antiguo y otro moderno, como no lo hay tam-
poco en ninguna ciencia exacta. Cuando se estudia la
astronomía, por ejemplo, nadie está autorizado á seguir
un sistema antiguo y desechar otro moderno ; no hay
semejante distinción; no existen en todo caso más que
los errores de Tolomeo y las verdades de Copérnico.
Lo mismo acontece en la historia romana ; no hay di-
ferencia de sistemas, no existen más que los errores
7
T46
Enrique Piñeyn
de Tito l.ivio y las verdades exageradas por NLebuhi
y ya mejor fijadas por sus sucesores.
El caso nos pareció desde luego tan curioso y tan
.extraño que, antes de entrar en el fondo de la cues-
tión, es decir, antes de empt-zar á transcribir las razones
en virtud de las cuales se decide el autor á adoptar el
temperamento que propone, y exponer las otras que
en nuestro concepto debieron decidirlo á seguir un
camino enteramente contrario, hemos querido damos
cuenta de las circunstancias especiales que primitiva-
mente lo impulsaron por la senda señalada.
El Sr. Diaz (según lo da á entender D. A. Bachi-
ller y Morales, en un articulo de la Rei'ista de Jim!-
prudencia) estudió el derecho romano hace unos treinta
años, poco más ó menos. La renovación de la historia
romana, que entrevio Vico y completó Niebuhr, no
empezó á pasar á los libros franceses, y por tanto á los
del mundo entero, hasta una época que sólo dista de
la presente unos treinta años aproximadamente. Orto-
lan y Michelet fueron los primeros de esta última serie;
y hoy, muy pocos años antes de este momento en que
escribimos, es cuando esa renovación ha pasado á ser
una verdad reconocida, elemental, é indispensable en
los libros de texto, para todo profesor y todo alumno
que, al estudiar la historia romana, quiera estudiar la
realidad, y no la mentira. Cuando el Sr. Diaz cursaba
el derecho romano, y muchos año.s después, no h
EstuJiat T C^nffrendat 14J
D nuestra UnivcTstdad y en nuestras academias más
1 de la época primitiva de Roma, de la historia
i cinco primeros siglos, que la versión heroica.
I esto es, la de Tilo Livio ; sobre ésla se fundan Heine*
cío y todos los escritores latinos, franceses ó españoles,
^anteriores á Ortolan. Cuando el Sr. Diaz, pues, sintió
^■fespertarse en su alma la añcion á la historia romana,
^Bnando concibió por primera vez la idea de la obra
^^que hoy ha publicado, cuando comenzó, en fin. sus
estudios profundos de erudito para llevarla después á
cabo, — la renovación de la hisloria romana no era aiín
un hecho universal, incuesrionable, popular, por decirlo
asi. Hoy ya lo es sin duda alguna ; lo es desde hace
algunos años ; y nos figuramos que cuando, ya muy
adelantados sus estudios, consagró por primera vez
detenidamente su atención á este proceso, cuyas partes
eran Tito I.ivio por ¡a una y Niebuhr por la otra,
pasaria su espíritu por una angustia verdaderamente
f^crírica.
^L Debe ser un momento desconsolador y terrible para
^B| hombre de estudio aquél en que ve irremediable-
^"teente derrumbarse el edificio de sus creencias, á tanta
costa muchas veces levantado ; verdadera crisis que
sacude violentemente el espíritu, y en la cual sucum-
n frecuencia muchos espíritus nobles y sinceros.
fen algunos ese combate, que se dan en el alma el pa-
Bdo y el porvenir, deja huellas indelebles, y cediendo
I4S
Enriquf Piñey
el campo á la innovación triunfanti.-, guardan por toda
la vida profundas cicatrices.
Jouffroy, el más filósofo del grupo de escritores
franceses pertenecientes i la escuela espiritualista y
ecléctica, de que fué Cousin, más por su talento lite-
rario que por otra cosa, el sumo pontífice, nos lia
dejado grabada, en una página sublime, la historia de
la crisis honda y destructora por que pasó su espíritu
antes de consagrarse á la filosofía ; la historia del mo-
mento, la noche de Diciembre en que se desgarró por
completo el velo de su propia Í7uredtiUdad. En aquella
noche horrible (él lo ha dicho) tuvo que separarse" de
la majestad, la antigüedad, la autoridad de la religioo
que le hablan enseñado, de toda su memoria, toda su
imaginación y toda su alma.
El caso del Sr. Díaz debió ser muy parecido. De-
bió llegar un momento en que vio todas sus impresiones
juveniles, todos sus estudios, es crupido sámente com-
probados en Tito Livio, en Polibio, en Dionisio de
Halicarnaso, en Cicerón y en tantos otros, destruidos
sin piedad por la crítica moderna. La diferencia estu-
vo en que el Sr. Diaz no se rindió: encontró en su
espíritu suficiente resistencia para luchar contra los
atrevidos innovadores, y se levantó de la crisis, más
firme y más seguro en sus primitivas ideas.
No nos ha dado la historia de esa crisis, pero las
razones que tan poderosamente fortificaron su espíritu
Estudios y Conferencias I4g
fueron probablemente las mismas que condensa hoy
en su introducción para justificar su partido ; y vamos
brevemente á analizarlas.
III
La angustia moral que hemos supuesto en el autor
ante los descubrimientos de Niebuhr y sus sucesores
no es pura hipótesis de nuestra parte. Además de
que, dadas las circunstancias, era verosímil su existen-
cia, lo indica muy claramente desde el principio, al
señalar como una de las razones que le asistieron para
adoptar la tradición romana, el que esas versiones,
fortaleciendo las lecciones entusiastas de la juventud^ nos
permiten conservar en las sienes de Rómtilo la esplen-
dente diadema de fundador de la Roma eterna con su
consejo senatorial. Se ve, pues, que el entusiasmo de
la juventud, las primeras impresiones, el cariño viví-
simo que siempre conservamos por todo lo que nos
recuerda el tiempo venturoso de nuestra adolescencia,
cuentan, según confesión del mismo Sr. Diaz, entre
las razones que lo guiaron en su trabajo. En nuestro
concepto es ésta quizás la razón principal, y la única
que, bajo el punto de vista del sentimiento, ya que no
de la inteligencia, nos explica de un modo plausible la
tenacidad desplegada por el autor, en mantener como
verdadera una versión evidentemente fabulosa.
'50
Enrique Piñryro
Fuera de esto, i qué ventajas encuentra en la ver-
sión heroica, para admitirla ciegamente y desechar la
otra sin apelación ? — Que es minos trunca, minos in-
coherente; que presenta una serie eslabonada y completa
de los sucesos, y (jue el no aceptarla equivale á fundarse
en suposiciones arbitrarias y extravíos cengeturales. —
í Será esto cierto ? < Acaso la historia romana, tal
como corre de las fuentes llegadas hasta nosotros, pre-
senta un carácter tan armónico y definido, que el
apartarse de ellas sea entrar imprudentemente en el
campo de las congeturas ?
Es indudable que si todos los textos históricos que
poseemos estuviesen de acuerdo en la narración de los
sucesos, podría llamarse grande temeridad venirlos
á desmentir con congeturas á veinte siglos de distaa-
cia. Pero no es así ; y los mismos escritores romanos,
cuya autoridad tanto se quiere estimar, dudan de esos
orígenes y esos relatos, que el Sr. Diaz acepta como
ciertos. Tito Livio {á quien en este punto ünicamente
nos referiremos por no ser prolijos, y porque es el pri-
mero y más importante de todos) declara que no sabe
nada de cierto sobre la historia primitiva de Roma, y
que los rarísimos monumentos que de esa época pu-
dieron haberse conservado, fueron destruidos en el
incendio de la ciudad, incensa urbe pleraque interiert.
A cada instante tiene que confesar su ignorancia sobre
multitud de sucesos, y reducirse á simples congeturas.
F-sluiHos y Coti/i
^5J
Veamos además cuál es la strie eslabonada de esos
[^sucesos primitivos, y empecemos por la pregunta más
■ sencilla: — ¿En qué año fué Roma fundada?— La
f'iopinion generalmente seguida es la de Varron, esto es,
L la que fija el año 753 A. C. ; pero esta fecha no tiene
L ninguD carácter de autenticidad ; por el contrario, Ca-
l'ton, Polibio, Cicerón y Trogo Pompeyo sólo concuer-
¡idan con Varron en citar una fecha posterior, como la
iuya, ala primera Olimpiada de los griegos ; por lo
f demás difieren todos entre si. Timeo sostiene que
[ Roma se fundó treinta y ocho años antes de la prí-
a Olimpiada, coincidiendo por lanío con la funda-
L de Cartago. Ennio, en fin, va más lejos y supone
I .que tuvo lugar esa fundación novecientos años antes
l'de J. C. — -Es fácil calcular á cuántos estudios, á cuán-
i dudas y á cuántas congeturas modernas no habrá
l'dado lugar tan grande divergencia en los escritores
r ¡latinos más autorizados. V no es esto sólo ; no hace-
Pinos más que principiar.
Una fecha es importante, y si es la fecha capital de
I donde las otras deben derivarse, más todavía ; pero la
I divergencia persiste en todo y por todo. Escójase un
[ suceso cualquiera, el establecimiento de los comicios
L por tribus, por ejemplo, que Michelet ha llamado el
I suceso quizás más importante de la historia de Roma.
nPues bien, el que quiera conocer á fondo est^ punto
r histórico decisivo, y acuda á los escritores romanos.
fj'
Bnriqíif Piñeyr:
enconirará que todos lo presentan de una manera com-
pletamente diferente ; mas si en vez de esto, lo estudia
en Mommsen, cuya obra es la ultima y más completa
expresión de lo que sabe sobre Roma la crítica mo-
derna, adquirirá la noción clara y verdaderamente
histórica de ese acontecimiento.
No acabariamos nunca si nos pusiésemos á extrac-
tar de Niebuhr las infinitas contradicciones ó errores
que señala y corrige en ios historiadores latinos. Tito
Livio y Plutarco dicen que fueron bandoleros los
primeros pobladores de Roma; y Dionisio de Halicar-
naso por e! contrario que eran gentes honradas las
que se agruparon en torno de Róniulo. Sobre la
guerra de Porsena, que es el suceso en que concuerdan
mejor, hay sin embargo graves diferencias. Tácito,
Plinio y Dionisio convienen en la rendición de la
ciudad y dun en un tratado vergonzoso impuesto por
Porsena ; es sabido que Tito Livio afirma que el jefe
etrusco levantó el sitio y se retiró lleno de admiración
por la virtud romana.
Esta es la verdad sobre esa versión latina de su
propia historia. Y no podía menos de ser así. Antes
de Catón el viejo, cuyos libros no conocemos, pero
conocieron Tito Livio y los demás, no existió ningún
historiador romano ; y Catón tenia diez y' siete años
cuando se dio la batalla de Trasimeno, esto es, en 217
A. C. ; más de quinientos años, por consiguente, des-
Estudios y Con/e mutas ijj
pues de la fundación de Roma, aparece el primer
escritor que trata de los orígenes romanos. ¿Qué
verdad histórica podia esperarse, cuando es notorío
que no existían documentos de ningún género, y que
la transformación habia sido tan grande, que nadie en
Roma entendía ya la lengua de las rarísimas inscrip-
ciones que se conservaban, y no lograban distinguir si
una estatua que habia en el Foro era de Clelia ó de la
hija de Valerio Publicóla ?
Los primeros historiadores romanos fueron grie-
gos ; escribieron de lejos y á modo de retóricos ; lo
adulteraron todo, añadiendo la falsedad de su igno-
rancia á la falsedad natural de las tradiciones, y el
resultado es esa versión heroica á que alude el Sr. Diaz.
Cuando vinieron después los escritores de talento y
de espíritu crítico hasta cierto punto, como Polibio, se
vieron obligados á echar á un lado los pocos historia-
dores primitivos calificándolos de absurdos é inverosí-
miles; ó declarándolos, como Cicerón, indignos de ser
ya leídos, sic scripta sunt ut ne leganiur quidem. Pero
como nada auténtico existía en cambio para sustituir-
los, recurrieron todos á las mismas tradiciones menti-
rosas, y las copiaron, advirtíendo su desconfianza como
Tito Livío ; ó burlándose decididamente, como Cice-
rón en muchos pasajes de sus obras.
t
IV
Se dirá acaso que el Sr. Diaz, aunque no alude A
nada de lo cjue hemos apuntado, es probable que lo
sepa mejor que nosotros ; y que implícitamente lo ha
condenado al decir que el sistema moiUrtio destruye sin
reconstruir; — preqisamente á estas palabras del autor
queríamos venir á parar, pues creemos que envuelven
una acusación sin fundamento.
Si el cargo se dirigiera exclusivamente á Beaufort,
seria exacto. Este ilustre holandés publicó su famosa
Disertación el año 1738, y en realidad no hizo más que
destruir; pero con ta! habilidad y tal vigor que convir-
tió en una verdadera é inmensa ruina el pomposo
edificio con tanto talento elevado por Tilo Livio á la
gloria de Roma. Beaufort no fué más que un precur-
sor; "el mesfas fué Niebuhr, y á éste no es posible
llamarlo sólo destructor, sin cometer la mayor de las
injusticias.
Niebuhr nació en Copenhague en 1776, pasó la
mayor parte de su vida e
nación representó después
y murió en Bonn en 1831.
de esa Alemania, que, comí
nuestros dias, se complace i
las dudas, y destruye para
patria de Kant, cuya
/arios años en Roma,
un verdadero alemán,
dicho un francés de
n las hipótesis que en
Niebuhr en-
contró la historia
echada al suelo por Beaufort,
Estudios y Con/t
'55
\ por Leclerc, por Vico, y él mismo acabó de derribar
I los errores que permanecian en pié ; pero con un la-
I lento de escritor, de la misma raza que el áa Tito
Livio, un genio incomparable de sagacidad y una
erudición colosal, se ocupó en levantar sobre mejores
I y más anchas basts el derrumbado edificio; y el restil-
I tado fué esa gran Historia, que por desgracia sólo
I' alcanza hasta la segunda guerra púnica, y que en cada
ina encierra un descubrimiento. Casi todos ellos
han pasado hoy al grado de axiomas incuesrionables,
y están en los libros más elementales.
La misión de Niebuhr no fué buscar contradiccio-
nes ó vacíos en los textos róznanos, y demostrar lo
fabuloso y convencional de t%3. eslabonada narración de
los cinco primeros siglos de Roma. Esto no fué más
que la primera y menor parte de su tarea. Su gloria
imperecedera está, por ejemplo, en haber descubierto
la clave de esa historia primitiva, en haber introducido
en tanta confusión una fulgente claridad, en haber, en
fin, señalado por primera vez las dos razas cuya oposi-
ción constante es el fondo de la historia romana, los
patricios y los plebeyos, dos naciones diversas dentro
de una ciudad. En virtud de esta explicación, que
sigue el critico alemán en su más mimjcioso desenvol-
vimiento, aparecieron bajo una nueva faz, esta vez
filosófica y definitiva, las grandes instituciones atribui-
das á Servio Tulio, la guerra de los Samnitas y la
,¡6
Enrique Piñeyn
guerra Social. Con este solo ejem]3lo tenemos si»!
denle. Bástenos decir que es lo mismo en tudo lo
demás. He aquí por qué nos sorprende que diga el
Sr, Diaz que esta renovación hecha por la crítica mo-
derna no sustituye certidumbre d la duda, niciaridad d
la oscuridad.
Dice también que no ha pasado todavía por el crisol
del tiempo. Va hemos visto que un siglo antes de
Niehuhr abrieron m agís t raímente el camino Vico y
Beaufort. El primer volumen de la obra del gran
crítico alemán apareció en 1811. El descubrimiento
de la locomoción por vapor, que nos parece ya una
antigüedad, es más moderno.
¿ Qué quedaba por hacer después c!c Nicbuhr? —
Completar sin duda alguna los detalles, en lo cual se ha
avanzado extraordinariamente en nuestro siglo, merced
á nuevos monumentos descubiertos y al inmenso vuelo
que han tomado los estudios filológicos y epigráficos ;
pero sobre lodo rebajar sus exageraciones, las figura-
ciones algunas veces excesivas de su espléndida imagi-
nación, y, librándonos de las discusiones minuciosas,
trasportarnos por primera vez de un modo completo y
ya del todo histórico, á esa Roma antigua tan nueva-
mente descubierta. Esto es lo que ha hecho admira-
blemente Teodoro Mommsen. Su historia romana
apareció en 1854, y como antes dijimos, es la liltíma
palabra en la cuestión. ¿ Tendrá, por tanto,
Estudios y Conferencias ijj
quien diga que no ha pasado todavía por el cñsol del
tiempo ?
El resultado forzoso é inevitable de esta divergen-
cia fundamental entre el modo como considera la
historia de Roma el Sr. D. José Francisco Diaz, y
el modo como creemos nosotros que únicamente debe
considerarse, es fácil de calcular. Tenemos que leer
sin interés muchos de sus capítulos ; y reconociendo
la erudición del autor y el indisputable mérito de sus
estudios sólidos y escrupulosos, no podemos evitar el
recorrer gran número de páginas de su libro con la
misma indiferencia con que recorreríamos una novela,
cuyos sucesos sabemos que no tienen más vida que la
que les presta el talento del escritor que los finge.
El primer capítulo (después de una larga y bien
dispuesta Introducción) comienza hablando de la su-
perioridad política de Rómulo, de sus oportunas y dis-
cretas concesiones al renunciar la soberanía absoluta y
prestarse á otorgar una forma de libertad, parecida á
lo que en nuestros dias se llama gobierno constitucio-
nal. Rómulo, por consiguiente, no es ante el Sr. Diaz
un nombre cómodo para designar el fundador de Ro-
ma, para personificar en un solo individuo lo que sin
duda necesitó más de un siglo y más de un hombre ;
es el primer rey de Roma, el aventurero de genio y de
/JÍ
Enrir/iie Piíuy
valor que, por el esfuerzo de su voluntad y de su inte-
ligencia, escoge el asiento de la ciudad, dicta leyes á su
pueblo, la organiza del modo maravilloso que ha de
ser después la admiración de las edades, establece en
fin la asamblea popular y la cámara alta, esto es, los
Comicios por curias y el Senado. Antes de Rómulo
no habia más que yerba y soledad en los collados tibe-
rinos ; á su voz omnipotente se levanta esa ciudad
eterna, que conquistó el mundo por la fuerza de sus
instituciones, y Rómulo es el legislador de esas insiiiu-
ciones. — Nos es imposible ver en estas ideas algo más
que una novela, un sueño fantástico de la imagina-
ción,
( Quién es Rómulo ?— No lo sabemos. — ; Quién es
Niima Porapilio, ese absurdo segundo rey, extranjero,
que van los romanos á buscar á (Jures? — Tampoco lo
sabemos ; y así sucesivamente hasta una fecba poste-
rior. — ¿Quiere esto decir que deba renunciarse á
toda historia de esa época, por sólo la razón de que
las narraciones que de ella se han hecho sean un
verdadero poema heroico? — Nó, sin duda. El histo-
riador que se haya elevado á la altura de la ciencia
moderna, y emprenda la tarea de escribir los orígenra
del Senado romano, debe prescindir de toda esa poesfa
y de toda esa ficción ; y buscando con otro criterio lo
que hay en los textos de verdaderamente histórico,
puede presentar un estudio del Senado de Roma en
EslmdiM y Cmm/er:
'S9
I
los cinco prímeros siglos, infirntamcate lais conplcta
y más filosófico.
Ese Senado, que se supone fundado por Rómtiio,
es de todas maneras ona de tu iostjtaiíaoes mái anti-
guas de Roma. Existió iadudabkmentc muy deide
e! principio ; pero no estaba de cieno eoidnces orga.'
nizado del modo tan cabal y coaipleto que describe
el Sr. Díaz.
Koma empezó |x>r ser una monarquía. Si algo hay
auténtico en los orígenes latinos, es la esencia monár-
quica de todas sus instituciones primítivai, Noeraaólo
qiie hubiese un Rey que ejerciera la soberanía sobre
toda la ciudad ; la ciudad entera, además, se componia
de fracciones, unidas por un lazo común y consti-
tuyendo las gentes. Cada gens tenia un jefe ó patriarca,
que era el rey en ella, y conservaba por tanto su inde-
pendencia al lado del Rey de la ciudad, y del pueblo. 1.a
reunión de esos patriarcas, de esos ancianos, fué el
origen del Seiiado (de scnex. viejo). Este es el primer
Pero esta reunión de fracciones independientes no
hubiera dado nunca á Roma su robusta unidad y su
incontrastable energía. La fundación de Roma debió
ser la decapitación de la ^ens ; todos su miembros
fueron declarados iguales, pero el Senado que por su
naturaleza debia ser un simple Consejo de Estallo, con-
servó muchas de las importantes atribuciones de su
i6o
Enriifue Ptñcyru
origen ; — y esto empieza ya á explicar de un modo
racional y perceptible la historia de esta institución.
De aquí dos rasgos capitales de la organización sena-
torial : primero, lo vitalicio dei cargo ; segundo, el
número de sus miembros, que durante toda la repú-
blica, es decir, hasta Sila, fué siempre de trescientos.
Trescientas fueron las gentes que constituyeron á
Roma cuando tuvo lugar la fusión de las tres ciudades
primitivas ; porque empezó habiendo tres Romas, y
cuando las tres constituyeron una sola, la división
permaneció vigente y visible. De ahi el que en lengua
latina para decir partir ó repartir se usase la palabra
tribuere, partir en tres.
Un Senador romano en la época de los reyes no
era un simple patricio, miembro de una asamblea con-
sultante. Un Senador era un rey en pequeño, por
decirlo asi. Vestía de purpura como el monarca, peto
en vez de ser de púrpura el manto, sólo era una ancha
banda de ese manto. Cuando moria ei rey, lo sustituía
un interrex, esto es, un senador que reinaba cinco días,
al cabo de ellos pasaba el poder á otro senador, y así
sucesivamente hasta que se llenaba la vacante. Sin
embargo, el Senado distaba mucho de ser entonces lo
que fué después. No tenia el poder legislativo. Era
el depositario de la constitución, y confirmaba ó inter-
ponia el jieto á las decisiones del pueblo, según atacasen,
ó nó, los principios fundamentales de la constitución.
Estudios y Conferencias i6i
Residía en él la religión, auspicia^ y de aquí ser él
quien declaraba la guerra. Llegó á ser, en fin, con el
tiempo y en virtud de su derecho de invalidar ciertas
decisiones, un cuerpo á quien el soberano consultaba
antes de proponer al pueblo, pues teniendo la facultad
de confirmar ó rechazar, era natural que el rey á la
postre empezase por explorar su voto antes de aguar-
dar su veto.
Esto fué el Senado durante todo el periodo monár-
quico. La revolución que suprimió el poder real no
introdujo de golpe grandes modificaciones en él, pero
las que desde luego se realizaron siguieron la tenden-
cia de aumentar su preponderancia, que es fácil reco-
nocer desde el principio en todo lo que se refiere á
este cuerpo. Hasta entonces el Senado había sido una
asamblea exclusivamente patricia ; en esta época entra-
ron los plebeyos con el nombre de conscripti, reserván-
dose los nobles el de paires. De ahí, después, el título,
que á todos indistintamente se dio, de Padres cons-
critos.
Más adelante, al llegar la época que Mommsen con
mucho tino llama de la igualdad civil y que puede
fijarse en el año 362 antes de J. C, creados ya los
tribunos del pueblo, los ediles, los censores y los pre-
tores, perdida por el patriciado la supremacía política,
y promulgadas las leyes Licinias, — llegó también el
momento en que el Senado comenzó á desempeñar en
102
Enriíjiie Piñeyrn
Roma el supremo poder, y á ser en la realidad lo que
ea en la memoria de los siglos : la asamblea omnipo-
tente que, por su constante sabiduría é inquebrantable
tesón, emprendió la inmensa tarea de conquistar el
mundo, y todo entero al ñn lo vio á sits pies.
La empresa no pudo ser más grande ni más ardua,
y el Senado estuvo siempre á la altura de su misión ;
pero no es esto lo que hay más que admirar, sino li
profunda é incomparable habilidad con que llegó, sin
revolución y sin sacudimiento, á tan encumbrada posi-
ción. Todas las conquistas trabajosamente alcanzadas
por el pueblo, cedieron en su beneficio. ¡ Cuan lejos
quedaba el tiempo en que era su principal papel velar
por la constitución ! Ahora hace él la constitución ;
el poder legislativo, el poder ejecutivo, la preponde-
rancia política por medio de las elecciones, la formida-
ble intervención de los tribunos, todo pasa á sus manos
para dirigirlo ó conlrarestarlo. Asamblea de reyes la
llamó con razón el embajador de Pirro, después de la
batalla de Heradea, en 280 antes de J. C. Este «a
su poder'.
De sus virtudes poco diremos. El Senado fué
quien contestó á las proposiciones de paz de Pirro venr
cedor : * La República no ñrma tratados mientras haya
un enemigo en el suelo de la patria." El Senado fui
también quien acudió i. las puertas de la ciudad á
significar su agradecimiento al cónsul Marco VarroD,
derrotado en Caí
patria.
'. por
3 haber desesperado de la
Después, la victoria constante y la prosperidad ere-
tiente debilitaron la mano que con tanto vigor había
gobernado las riendas del Estado. Los procónsules
organizaron la corrupción y la tiranía en las provin-
:; y el Senado ante ello permaneció indiferente. La
democracia surgía como surge toda democracia de la
Opresión, desorganizada y desmoralizada, pero rabiosa
é implacable. Se veía ascender la ola lenta é irresis-
tible, y el Senado se mantuvo inerte hasta que resonó
como un trueno en sus oidos la voz elocuente de Tibe-
3 Graco y de su ilustre hermano. Necesitó salir á la
plaza pública y á las calles para pelear con la revolu-
y la victoria fué un asesinato. Todo estaba
perdido. La reacion de Sila duró el mismo tiempo
que la dictadura de su autor; y ya los ojos de halcón
e Julio César habían divisado su presa.
De aquí en adelante, es decir, desde la muerte de
Catón, hasta la caida del imperio de Occidente, la
historia del Senado romano no ofrece más que un in-
terés de curiosidad. El Sr. Diaz, sin embargo, sigue
SU marcha tan escrupulosamente como en tiempo de
la República, y habla de su poder, de su influencia é
inmunidades durante el reinado de los que él llama Ci-
tares moderados. En este punto ya no nos separa la
divergencia que en los tiempos primitivos, pues en
¡64
Enriíjue Piñeyro
época lan plenamente liistórica tenemos que reconoced
los mismos monumentos corno auténticos. Las dife-
rencias serian sólo de detalle ; pero confesamos que
no ROS es posible considerar con tanta seriedad esa
influencia política del Senado durante un solo momen-
to mis después de la batalla de Accio. El Sr. Díaz
puede pensar lo que quiera de esos emperadores suaveí
y de esa augusta asamblea. Para nosotros no hay más
verdad que las palabras terribles de Tácito al describir
el poder de Augusto : cuncta nom.ic pñncipis accepit;
niitnia senaius. magislratiium, legum traxil IN se, y lo
que es peor, para mengua eterna de Roma, millo adver-
sante.
Un interés puramente arqueológico, y nada más, lo
repetimos, puede inspirar el estudio de ias ceremonias
y variaciones de la constitución del Senado, en los cinco
siglos que duró el imperio. Sus atribuciones no fue-
ron ni aun siquiera las que hoy, por ejemplo, tiene el
Senado francés del imperio napoleónico de nuestros
dias; y calcúlese qué importancia se dará en una histo-
ria del siglo XIX d esa asamblea de príncipes, obispos
y mariscales ! Desde el momento en que una asamblea
pierde toda iniciativa y toda influencia política ó legis-
lativa, deja de tener historia. El Senado romano al
divinizar á César y á Augusto primero, y después á
Tiberio y á cuantos lo solicitaron, lo perdió lodo, in-
cluso el honor, y apenas si pudo á veces salvar la vida
Estudios y Conferencias i6§
por una dispensación humillante de su señor. ¿ A qué,
pues, presentar en espectáculo minucioso el grado ma-
yor de miseria á que en ningún tiempo han llegado los
hombres ? Sólo como lección moral, como indeleble
marchamo cabria que de él nos ocupásemos por un
instante ; pero no estamos de acuerdo con el Sr. Diaz,
al desarrollar en muchas páginas de su libro, este pen-
samiento que estampa desde el principio : < Para el
imperio suave fundado por Augusto y regido por muchos
de los buenos Césares^ no cabia haber discurrido mejor
institución que la del Senado, í>
Habana^ iSój.
DANTE
LA DIVINA COMEDIA
CONFERENCIA
Pronunciada en la Habana el i6 de Noviembre de iSjg
Las frases tan amables y benévolas del señor Pre-
sidente, (i) y los aplausos con que las habéis acogido,
me conmueven profundamente ; acrecen la emoción,
bien grande ya de suyo, que me producia la idea
de entrar aquí, de subir á esta tribuna, de hablar
en esta sala, donde por multitud de motivos no
puedo hacerlo bajo el imperio de los mismos senti-
mientos que en cualquiera otra parte ; porque aquí,
en este barrio de la ciudad, á pocos pasos del lugar
donde nos encontramos, he alzado la voz, por pri-
mera vez en mi vida, para hablar ante un público,
(i) El señor Don J. A. Cortina, que había tenido la bondad de
pronunciar un breve discurso de introducción, lleno de las más
lisonjeras expresiones.
1
i6S Enrique 'Piñeyro
hace mucho tiempo, nada menos que veinte años, mu-
cho más de lo que el célebre historiador de Roma lla-
maba r largo espacio de la vida mortal. » Mil recuer-
dos indelebles de la juventud surgen ahora, y me
circundan, y casi me embargan el libre ejercicio de la
palabra ; fijando un instante la atención, parece que me
veo yo mismo. otra vez, tal como entonces era, un niño,
apenas un adolescente, colmado de alegrías, con una
confianza imprudente en mí mismo, que de cierto no
tengo ahora, figurándome llanos y fáciles los ásperos ca-
minos de la vida — que es tan áspera ! — embriagándome
con delicia en los primeros perfumes de la existencia,
ostentando fresca é intacta en la mano la flor de mis
ilusiones. Ahora.... han corrido veinte años presurosos;
vientos de los cuatro lados del horizonte han sacudido
la flor, arrancado sus hojas, que una á una he visto
escaparse y perderse en el espacio; y sólo conservo el
tallo marchito, las espinas punzantes y las cicatrices
de la mano.
Asáltame también otro vivísimo recuerdo, la ima-
gen de un hombre, de un anciano de faz dulcísima y
venerable, á cuyo lado estaba, que me cubria con su
protección, y á quien hasta aquel momento todo lo
debia en el mundo. Era mi maestro, mi segundo pa-
dre, José de la Luz Caballero ; y estoy siempre tan
lleno de él, que pudiera sin grande esfuerzo hablaros
largamente sobre tema tan grato para mi corazón. Pero
Estudios } Caajerenaa: i6^
no lo haré. Me contento con mencionar su nomhrt
consagrarle este recuerde^ y ponerme -cii C!cnc modr.
desde el principio de mi roníerenru naio e. Jiiiirf!*-
de su memoria.
Grande admirador era é! ót. wctL msTgn-í: Or qec
voy esta noche á ocuparme: é'. ose rraMii iki t. síar c^
estudiarlo v conocerio. de é\ anrencii. óescxrrrr ti u:i.-
mo y oculto sentidc- de sil- versor nxBi'3n¿ie¿ í pfrt-
bir la armonía sublime, uuf: exiiiici si :iiECcn¿ 7 e:
carácter, por medio de ia üíhsl iczandioc c ¿r; a«t:c7i:^
la peri>etuidad de sii nomm^ 'í- vnr. ¿ asctU' or-
Dante ; os voy — cam m» exacinuc — s. cerrr a^ <«•
bre el poeta de ¡a I>rr3Si Cinrmiif. iiuriiut ís csm ume
no pretendere enceiiir ts. 'yja imín» irntírniíA u* m
conferencia, asunio qrje es -viüCsmiL Ifimt? tu f:^
sóloy demasiado ¡o sabéis, d prmer 31*1011 r» ti» a '\u*
ratura italiana, y uno de los muy jrmer:» -ínrr» i'.«»
grandes autores cuyas obras «wi eí ¡^acr.mnnic. a ir.n-
ra, el título de nobleza inalterable í [:iií.iríah»i» -in :M»f
puede fundar verdadero orgullo b fl::indni:^;iri »nfv»-t
sino que fué además un vigoroso rr>mftar¡iínrií *-i .1
batalla de la vida, un ser de alma ^ranrl^? r i^rv^.r
que vivió y luchó la vida de <iu parra, .a rA\ 'í-r -t
siglo, la vida de todos sus semejante^: y cyya palabra,
y cuyos escritos, y cuya historia son otro m'indo. ofro
universo, otro cosmos moral c intelectual, gran'l'f , m-^y
grande, indefinido como éste en medio d^f ' i^f :,
8
¡70
Enriijue Firieyr
y giran nuestros planetas, como iJimios imperceptibles
en el espacio ¡neo mensurable.
Fué un héroe en el verdadero, en el más alto, en el
sentido trascendental de la palabra. Su existencia se
desarrolla entre dos siglos revueltos de esa época con-
fusa y preñada del porvenir que llamamos Edad Me-
dia ; ciudadano de una de las turbulentas y famosas
repúblicas italianas, de esa ciudad de Florencia que es
después de la Atenas de Esquilo, de Pendes y Demos-
tenes, el lugar de la tierra á que más deben el mundo y
la civilización; — luchó desesperadamente contraía ad-
vesidad que, en diversas formas, vino constantemente
á ponerse en su camino y cerrarle todas las salidas.
Desgarrada sii ciudad natal por luchas intestinas, san-
grientas y encarnizadas, que intentó primero, inútil-
mente, moderar ó dirigir; en que se vio después forzado
á tomar parte declarándose en favor de uno de los
bandos contendientes, como era su deber, como es el
3eber de todo hombre en casos infortunados de esa
naturaleza, — se salvó de la muerte condenándose al
destierro. No ya la felicidad, el simple reposo, le fué
desde entonces vedado por la hostilidad de su destino.
Mientras en su patria arrasaban su casa y pregonaban
su cabeza, erraba de ciudad en ciudad, componiendo
y escribiendo, con la sangre de su ulcerado corazón, cl
poema inmortal, que es la mayor gloria de esa tnisma
patria desagradecida.
Estuíiios y Conffr,
iji
Entró un dia en el monasterio de Corvo un pere-
grino de rostro lívido y adusto, que permanecia callado
n presencia de los religiosos. Preguntóle uno de ellos
feué buscaba, y el extranjero sin comprender miraba
absorto los arcos y las columnas del claustro. A una
hueva pregunta, volvió lentamente la cabeza y mirando
ii los hermanos, contestó con voz sepulcral : La paz.
be ahí aquel verso sublime de la Divina Comedia :
/o mi gridattdo : pace, pace, pace !
Así vivió los Últimos veinte años, los mejores de su
frida, y llegó de obstáculo en obstáculo, de destierro en
Bestierro, de desesperación en desesperación, pero siem-
bre rebelde é indignado, á morir en Ravena, lejos de
B patria amada con delirio. Ahí fué enterrado, y ahí
lan ido durante siglos los florentinos suplicando, en
^alde hasta ahora poco, la devolución de las cenizas
Klel más ilustre de sus hijos para sepultarlas en uno de
fos numerosos monumentos, que ia posteridad, tardfay
ÍStérilTiente agradecida, como siempre, se empeña á
K>rfla en levantarle y dedicarle.
Pocos ejemplos existen más completos de lo que en
¡nguaje común se llama un hombre desgraciado.
Kunca ha sido el bienestar la recompensa de los gran-
pes benefactores en el orden intelectual. Se hallan de
tel manera organizadas las sociedades humanas para
»laz y triunfo de las medianías, que apenas surge un
1^2
Enrique Piñeyro
ser de extraordinarias facultades cuando 1
torno parece de propósito conjurarse para amargarle
é infernarle la existencia. Asi son un verdadero mar-
tirologio las biografías de los grandes hombres ; y
pudiera recordar, buscando un paralelo á sus miserias
entre los compañeros del Dante, entre los artistas de
cualidades eminentes, pudiera mencionar, repito, á
Beethoven, condenado por la naturaleza á no oir él
mismo la música sublime que creaba; para quien debió
haber sido peor, mil veces peor que todas las amargu-
ras de la muerte, sentir extinguirse por completo el
mundo de sonidos con que daba forma imperecedera
á las imágenes que brotaban de su poderosa fantasía^
que de ese modo asistió á su propia larguísima agonfa,
y murió sintiéndose vivo todavía. Pudiera mencionar
también á Cervantes, el rey de los escritores españoles,
cuyo libro incomparable entraña una antítesis prodi-
giosa, porque es la mirada más profunda y escrutadora
que sobre la miseria humana se ha dirigido jamás, soste-
nida sin alterar la sonrisa dulcísima de un alma cando-
rosa y buena. Cervantes, como sabéis, vivió sesentay
nueve años, sin deber nunca, ni i los hombres ni á la
naturaleza, una sola coyuntura favorable, una sola
muestra de auxilio ó de simpatía; la indiferencia aquí,
la envidia allá, la enemistad en todas partes; sintiendo
materialmente los efectos del hambre y la desnudez.
hasta caer al ñn fatigado y exhausto en la fosa coi
Esludioí y Con/era
¡73
E Con tan poca fortuna, bajo estrella tan adversa, aun en
e trance postrimero, que inútilmente lian estado des-
I de hace años sus descendientes, sus compatriotas,
r buscando su cadáver, los restos de la envoltura mortal
[ de su genio vencedor dei tiempo; y ni siquiera después
I de muerto le es dado recibir los homenajes, que en vida
I implacablemente le negaron.
Los sufrimientos del Dante fueron todavía mayo-
«. Es prueba de ello, además de la historia in-
F. Completa, pero bien llena de desventuras, de su vida ;
I además de su Libro, de su Poema donde no hay tor-
I mentó que no tenga su nombre, ni dolor divino ó
,1 humano cuyo quejido no haya sido notado, ni deses-
peración que no haya sido traducida por algún vocablo
ó alguna frase, cuyo eco repetido de generación en
, generación, y de siglo en siglo, llena todavía nuestros
Foidos, — poseemos otro testimonio irrecusable en un
rcuadro, un retrato, que es auténtico sin disputa, obra
pde algún comtemporáneo del poeta, que se conserva
ten Florencia, y que me parece tener aquí delante de
[los ojos. Es el simple perfil de un rostro pálido, lívido
mejor dicho, de expresión vaga aunque penetrante y
fidolorosa, con unas hojas de laurel en torno de la
frente, que no se puede mirar sin experimentar vivi-
rsima emoción. La realidad no ha ofrecido a! pincel
Ide artista alguno, otro ejemplo igual de trágica tristeza.
I Es una fisonomía detras de cuyas facciones se adivina
^74
Enrique Piñcyro
un fondo primitivo de dulzura y mansedumbre, que
algo — no se sabe qué — algo terrible é indeñuible, ha
transformado en un hombre duro, inexorable, sin es-
peranza. Esa fisonomía no habla, siente únicamente ;
una pena stn nombre está devorando y consumiendg
su corazón; no profiere un solo lamento, pero los labias
contraídos y arqueados en sus extremos expresan el
silencioso desden que en esa alma superior inspira la
crueldad de su propia suerte, la tranquilidad suprema
de una victima que se siente muy por encima de la
adversidad que lo abruma y aniquila. Profundamente
indignado pero sereno, implacable pero justo, callado
é invencible. Tal es el Dante, tal debió ser el poeta
de la Divina Comedia, ése es sin duda alguna el re-
trato del famoso florentino á quien veian pasar las
mujeres de Verona y decían : € Ese es el hombre que
va y viene del Infierno cuando quiere ! »
No conocemos puntualmente, como ya antes indi-
qué, con todos sus detalles, la vida del Dante; pero lo
que sabemos confirma la impresión del retrato, que
en definitiva viene á ser el documento más importante,
después de su gran Poema, para penetrar y fijar su
carácter ; ojalá poseyésemos de otros grandes artistas
documentos de ese género ! Ojalá tuviésemos en algu-
na parte un retrato de Cervantes, por ejemplo, autén-
tico como ése, copiado de la realidad por ua
contemporáneo ! Cervantes nos dejó escrita, ctnno
Estudias y Conferencias
'75
ft sabéis, una descripción de sí mismo, un retrato á la
l'pluma, en que está todo menos lo príncijial, menos la
1 expresión de su íntimo ser ; ¡ cuánto más no sabríamos
I sobre él, si nos fuera dable señalar en la combinación
;us facciones los elementos de su poderosa indivi-
I dualidad artística; y descubrir en su fisonomía los
I gérmenes que produjeron ese loco sublime, esforzado
I como un héroe de la Iliada, exaltado y generoso como
I un paladin de las Cruzadas, justo é inquebrantable
I como un hombre de! porvenir, ser imaginario que vino
I al mundo con tanta vida que fué sin duda creado á
I imagen y semejanza de! gran poeta que ío evocaba,
\ como se formó, según la tradición, el primer hombre á
I semejanza de su hacedor !
Dante nació en la segunda mitad del siglo XI II (en
[265, diré para ser más preciso) de familia noble, en
I Florencia, y aprendió todo lo que en las escuelas se
lenseQaba durante la Edad Media : mucha filosofía es-
I colástica, ma! disfrazada con el nombre y la máscara
I de Aristóteles ; mucha teología : ningún griego y bas-
I tante latin. Su poema refleja cabalmente toda su edu-
l.cacion. AJli Virgilio aparece como el poeta soberano,
Iguia, señor y maestro ; y Dante que tiene la conciencia
iu genio y no esconde el orgulloso sentimiento de
I su valer que á menudo lo anima, se inclina, sin embar-
I go, humillándose ante él, como ante un modelo inacce-
I sible. T,a posteridad no ha confirmado los resultados
'T<¡
Enrique Pi'ñi
demasiado modestos de esa comparación, y s¡ bien re-
conoce en Virgilio un artista muy grande, un maestro
en el decir y un espléndido poeta, sabe medir la
enorme distancia que lo separa de un genio creador
como el Dante, que inventa y combina dentro de sí
mismo, sin auxilio de nadie, los rasgos y elementos de
su poema : tan nuevo, tan original, tan extraordinario
que van seiscientos años transcurridos y ninguno se
ha acercado á él,^ — -más aún, nadie capaz de compren-
der la dificultad de la empresa, ha osado inteiitarla.
Homero, Shakspeare, los únicos dos que ocupan el
mismo rango y pueden llamarse sus iguales, han tenido
imitadores ; Virgilio y el Tasso y algún otro se aproxi-
man e;i algunas ocasiones al cantor de la ruina de
Troya; Schiller y Goethe, en varias de sus obras, no
distan grande espacio del autor del Hamlet y del
Otheüo. Dante, mientras tanto, permanece en pié,
aislado, solo y grandioso, con su larga ropa talar y el
laurel nunca marchito en torno de su frente, elevado
sobre el pedestal de la Italia, llenando todo el vasto
horizonte de los diez siglos de la Edad Medía.
Florencia, la ciudad natal, era al mismo tiempo toda
la nación. La Italia, divididaentónces en menudas frac-
ciones, encerraba entre los Alpes y el mar, casi tantas
naciones diferentes como contaba ciudades Importan-
tes. Ensangrentada por bandos y parc¡alida.des, en
cuyas luchas todos tomaban parte, la cosa piSblica era
Esíui/ios y Coiifer
' un interés común que imponía deberes activos, y pro-
ducia un movimiento continuo de guerra y de política,
de que es difícil formarse idea exacta en nuestros dias
de grandes nacionalidades, vasto comercio é intereses
cosmoiJOlitas. Alli todo ciudadano era soldado, las
diversas carreras se confundían, la patria pedia su
sangre á lodos sus hijos ; mas por lo mismo el ejerci-
cio de las armas no era ocupación exclusiva, ni aislaba
al ciudadano ; el soldado ailf empuñaba la espada
para defender literalmente su familia, su íiogar, sus
más próximos y queridos intereses. Cuando sonaba
la hora de vestir el ames de guerra y salir á campaña,
se alejaba á veces tan poco que podia ver á su anciano
padre en los baluartes ansioso de admirar y aplaudir
su triunfo ; sabia que si la suerte le era adversa no
vendrian manos mercenarias á restañar sus heridas, que
su madre misma se sentaría al lado de su lecho de do-
lor ; y que si debía consumar el sacrificio patriótico de
su vida, moriria rodeado de su familia y sus amigos.
Dante siguió el camino por donde su época lo llevaba ;
fué soldado y peleó en más de una batalla, luego polí-
tico, diplomático, embajador; y á los 35 aflos, de puesto
en puesto, de servicio en servicio, llegó á ser uno de
los Priores, ó primeros magistrados de Florencia. Pero
en los juegos de la guerra y la política los triunfos son
efímeros, la fortuna le hizo traición una vez, y se halló
con todos sus amigos condenado súbitamente al des-
'7S
Ennqiir Piñiyro
tierro, forzado á pasar errante y miserable el restoJ
su vida. Üicen que se encuentra todavía en Jos a
vos de Florencia el decreto que disponía la conñsc
cion de sus bienes y ordenaba que fuese quemado vivo
donde quiera que fuera aprehendido. Antes su
casa habia sido saqueada. Las discordias civiles, des-
graciadamente, son iguales en todos los siglos y en
todas partes.
Tal fué su vida pública. Poco sabemos acerca de
su vida intima. Sabemos sólo que tuvo familia, y que
en su seno tampoco fué feliz, lo cual no debe consi-
derarse extraño. Más de una vez me he preguntado
delante de su retrato si era posible que lo hubiese
sido, y me he dicho que nó. t Cómo hubiera podido
una mujer aplacar la intensidad excesiva de carácter
que revela ese rostro ? i cómo hubiera logrado nadie
suavizar ó encantar la vida del hombre, cuyos ojos
miran todavía con tanta fiereza y energía desde la tela
de ese cuadro ?
Pero sabemos otra cosa más. Hubo un ser á quien
Dante amó profundamente, después de la patria el
ünico quizás á que se consagró con toda su grande
alma ; fué una mujer, y su nombre solo despertará en
vosotros un mundo de recuerdos, i Quién no conoce la
Beatriz de Dante ? Las escasas y brevísimas relacio-
nes personales que mediaron entre esos dos seres for-
ndisoluble en la memoria de los
Estudios y Conferencias iy(^
siglos. Contaban uno y otro nueve años cuando por
primera vez, en un dia del mes de Mayo, se encontra-
ron en una fiesta. No volvieron á verse hasta nueve
años más tarde, cuando ya contaban diez y ocho, y
creció Dante admirando de lejos su hermosura celes-
tial. Seis años después, volviendo un dia lleno de gozo y
de esperanzas de una campaña victoriosa, la encuentra
muerta. Es preciso leer los detalles de esto, que seca-
mente os relato ahora, en la autobiografía mística que
escribió con el nombre de Vita Nuova, Aquella muerte
inesperada convirtió su amor, al privarlo de toda espe-
ranza sobre la tierra, en pasión avasalladora. El fúne-
bre suceso transformó su ser : de ahí salió gran poeta,
erudito, teólogo, diplomático, hombre de estado. Bea-
triz ocupa y llena su alma. Así, cuando más tarde
sonó para él la hora del desastre y de la derrota defi-
nitiva, cuando abandonó á Florencia con el corazón
profundamente llagado, odiando cuanto habia ambicio-
nado, maldiciendo la patria que tanto habia amado —
y tanto amaba todavía, pues el odio vehemente es indi-
cio infalible de la persistencia del amor, — sólo el
recuerdo de Beatriz podia servirle de consuelo en la
via dolorosa que ante él se abria, en el nuevo y áspero
camino por donde el destino lo lanzaba, y que empren-
dia como un hombre arrastrado por sus verdugos á la
muerte y á la crucifixión.
Empero no deploremos demasiado las desgracias
íSo
Eariqut PiAeyn
del Dante. I Qué hubiera ganado el mundo si hubÍMe'
permanecido en Florencia, en posesión tranquila del
respeto y la consideración de sus compatriotas ? ( El
mismo, hubiera sido feliz ? Probablemente nó ; y el
mundo en cambio carecería del libra más notable que
se ha escrito en lengua moderna, del poema prodigioso
que siendo primitivamente, en la mente del poeta, un
himno en honor de una mujer, fué concebido con tan
vastas y elevadas proporciones, que cupo en él toda la
poesía, toda la ciencia y toda la religión de una época
entera de la historia de la humanidad.
El destierro fué digno del cantor de las penas eter-
nas del Infierno; duró mucho tiempo, todo el que vivió,
hasta su muerte á la edad relativamente temprana de
cincuenta y seis años ; mas la injusticia del castigo in-
terminable no pudo doblar su erguida cabeza. Ansia-
ba volver á la patria, y lo hubiera realizado pidiendo
perdón y pagando una multa. Rechazó indignado la
idea de semejante humillación, y continuó vagando de
ciudad en ciudad, llevando siempre, en la frente y en eí
corazón, el poema que debía ser la venganza implaca-
ble de su genio. Sus enemigos querian perdonarlo !
qué error ! él era el juez, de ningún modo la victima !
Sus enemigos ! él vivia, mientras ellos eran los muer-
tos, muertos y prisioneros en el Infierno, sufriendo tor-
mentos horrorosos. Parecian residir aún en Florencia
y agitarse y gobernar ! mentira ! Un juez inexorable,
■ Confer~
iSi
íos fallos tenían porsancionineiiLctahle la inmensidad
del tiempo, los había condenado, y para ellos no habia
perdón, ni multa, ni humillación que pudiera salvarlos
de la sentencia pronunciada !
La historia de su deatierro es la liistoria de la com-
posición de su poema ; al terminarlo consideró cum-
plido el objeto de su existencia sobre la tierra, inclinó
por primera vez su cabeza de apóstol y murió, seguro
ya y convencido de su inmortalidad.
Nada os he dicho sobre sus opiniones políticas, por
no entrar en detalles minuciosos y confusos que, lle-
vándome demasiado lejos, poco en definiva servirían
para mi objeto. En aquellos dias era aiín la Italia el
campo de batalla de esa querella, que consumió siglos,
entre el sacerdocio y el poder militar, entre ios Papas
y los Emperadores. Gdelfos y Gibelinos, que así se
denominaban los dos partidos, ensangrentaron durante
muchas generaciones el suelo italiano, y subdividiéndose
á menudo en fracciones menores y complicándose y
agravándose con rivalidades y diferencias de localidad,
convirtieron tan hermoso pa(s en la región más desor-
denada y revuelta de la Europa. Dante militó bajo la
una y bajo la otra bandera sucesivamente ; Güelfo en
Florencia, se hizo Gibelino en el destierro, y en ambas
situaciones perseguía sin duda una misma idea, la uni-
dad de la patria, la creación de una Italia fuerte y
poderosa, que trajera otra vez lo.s grandes dias de glo-
lS3
Enriíjiie Pñleyri
na y de reposo del antiguo impt-rio de Augusto y í
Antoninos. La Divina Comedia revela á cada paso ser
la obra de un Gibelino, los odios del hombre de parti-
do designan con frecuencia las venganzas del poeta;
pero la verdad es que su inspiración se eleva mucho
más allá de las divisiones políticas de la época, y sin
tratar de disfrazar el apasionamiento impetuoso de sus
opiniones, se alza por encima del aspecto inmediato de
los sucesos, y abraza dentro de! radio de su vasta y
soberana mirada, el pasado, el presente y el porvenir.
— í Sabéis porqué ? Porque además de guerrero, ade-
más de político, además de hombre de estado, es algo
que importa infinitamente más, es poeta. Poeta en el
gran sentido, en el sentido clásico, bíblico, primitivo
de la palabra : vate, adivino, creador. Profeta !
La Divina Comedia es, como nadie ignora, un poe-
ma en tres partes que corresponden á las tres divisiones
cristianas del mundo invisible, el Infierno, el Purgato-
rio y el Paraíso, cada una de ellas dividida en treinta.
y tres cantos, excepto el Infierno que contiene treinta
y cuatro, para sumar entre todos el número de cien
cantos, de antemano fijado en el plan simétrico del
autor. Está escrito en tercetos endecasílabos, las
rimas se cierran replegándose en una cuarteta Gnal
al acabar cada uno de los cantos. Es una composición
laboriosa y cuidadosamente distribuida en todos y
cada uno de sus detalles. El poeta tiene treinta y
. Conftr
'^3
I cinco años ; se halla á la mitad del término ordinario
I de la vida humana, nel ntezzo del cammin di nostra vila,
\o dice el primer verso, aunque su vida fué mucho
I menos larga que eso ; emprende el viaje por esas regio-
s no expEoradas, no visitadas antes por ningún hom-
I bre vivo, y cuenta lo que va viendo. Es una ficción
poética, con todo el ínteres de una narración verdadera;
I cree lodo lo que rúenla; el narrador está además cons-
l tantemente en escena ; y no solo él, sino que lo acom-
[ paña siempre, y lo envuelve como una aureola, la inspi-
I radon amorosa de donde brotó la idea de la obra. El
nombre musical de Beatriz {Beaírice) resuena desde los
' primeros momentos, aunque no aparece personalmente
I desde tan temprano ; la bienaventurada mujer que vela
I desde el cielo por la suerte del hombre, que en ella
[■ tiene cifrada la plenitud de sus esperanzas de gloria y
I de venturas, no p\iede ser testigo de los horrores del
I Infierno, no puede presenciar ni oír los tormentos y
F los lamentos de la mansión de los condenados, su plan-
I ta divina no puede hollar el pais salvaje donde el poeta
i empieza por extraviarse, la selva siniestra cuyos negro.s
I senderos conducen á la fiSnebre y tremenda inscripción :
I J'er me si va tuli'elerno dolare! Pero Beatriz misma
I busca y manda á Virgilio, para que le sirva de guia por
I el Infierno y el Purgatorio, hasta que pueda ella reci-
I birlo y acompañarlo en el Paraíso. Aparece, pues,
I Virgilio, contando en versos, que por cierto no vacilo
jS4
Enriijue Pin
en declarar desde el principio más dulces y sencillos y
musicales que los mejores de la Eneida, — que una mu-
jer < beata e bella, )• cuyos ojos brillaban más que las
estrellas, acudió á él pidiéndole que fuese á salvar y
llevar de la mano á un hombre extraviado, á quien de-
liciosamente llama « l'amice mió e non de ¡a ventura, * y
concluye su breve y expresiva súplica con este verso,
que viene á ser la síntesis de uno de los elementos más
importantes del poema r Amor mi mosse che mi f a par-
lare : el Amor me ha traído hasta ti, él es quien me hace
hablar.
Y aquí, puesto que ya os he citado varios versos
del poema y os he dado alguna muestra de su melodía
exquisita, juzgo llegado el momento de dirigirme á mi
mismo do's preguntas que, si bien no lograré contestar
con precisión absoluta, porque la materia envuelve una
vaguedad de contornos inevitable, ni tampoco con
toda la extensión que el tema exigirla, porque debo
encerrar mi conferencia dentro de sus limites natura-
les, — entrañan la cuestión literaria capital del asunto
que estoy tratando, ¿ Qué cosa es la poesía ? ¿ qué es
lo que se llama un poeta ? O en términos más con-
traídos al caso, i por qué la Divina Comedia, á pesar
de contener tanta política oscura, tanta alusión indesci-
frable, tanta filosofía inútil ya y envejecida, tanta
árida é infecunda teología, es unánimemente conside-
rada como un monumento altísimo de poesía, de
Estitíiios y Cotiferenckií iSj
poesía elevada, grandiosa y deslumbrante cual nin-
Hay tma distinción vulgar, ijue comprenden hasta
los nifios, en virtud de la cual se llama poesía al len-
guaje métrico, sometido á las reglas estrictas de la
prosodia. En esta distinción, á pesar de lo superficial
moseado, hay algo que bien interpretado resuelve
la pregunta formulada. La poesía es la forma musical
de la verdad, como es la música el lenguaje de la sin-
idad, de lo que sinceramente brota de lo (ntimo del
corazón. Todo lo que realmente se siente, se expresa
sicalmente. Allá, á cierta altura, la música y la
poesía se estrechan, se confunden, y son una misma
. í Qué es en efecto la música, la verdadera mú-
sica, la gran música, la música de Beethoven por ejem-
plo? Un autor eminente lo ha escrito : — es una especie
de lenguaje inarticulado é insondable, que nos lleva
hasta el borde mismo del infinito, y de cuando en
ido nos permite echarle una mirada. — Otro crítico
ha dicho que en toda sentencia musical, cuyas palabras
y cuyo ritmo formen verdadera melodía, hay siempre
alguna significación profunda. — No en balde se llama
cantar el componer en verso. Los grandes monumen-
tos de la literatura han sido cantados en su origen.
Moisés y sus Israelitas cantaron realmente el himno del
Mar Rojo. Débora cantó. Los profetas cantaron.
Los dos poemas de Homero primero se cantaron que
i86
lúirír/uf J'iwrrt
se escribieron. El Romancero, la gran eijopcya e
ñola, es una colección de canciones recogidas de j
boca del pueblo. Los boteros de Venecia han a
panado con estrofas del Tasso el deslizarse silencioso
de sus góndolas por el Gran Canal. Hay composicio-
nes del gran bardo francés de nuestros dias, de Víctor
Hugo, cuyas lineas, palabras, silabas y vocales están de
tal manera dispuestas, que no conoce la música propia-
mente dicha melodías más exquisitas y profundas; por-
que alli, repito, se confunden, son una misma cosa
música y poesía. Cuando Fantina, la Fantina de Los
Miserables, aguarda delirante en su lecho de hospital la
llegada de su hija, entona una canción tan patética,
tan penetrante, tan desoladora, que no hay, ni puede
haber, en el mundo del arte, compositor capaz de agre-
garle valor alguno por medio de notas musicales. El
simple sonar de sus palabras crea una música inmortal.
Pudieran multiplicarse los ejemplos; pero no es ne-
cesario, y vuelvo á la Divina Comedia. No conoce el
poema de Dante el que no sienta la música inefable
de sus tercetos. La inalterable sencillez de su cons-
trucción, el orden invariable de sus consonantes, el
reposo constante de sus períodos, la simetría de sus
detalles, convierten cada una de sus tres Partes en una
sinfonía distinta, colosal, más vasta y musical que todas
las de Beethoven, el gran músico moderno. Y no me
refiero por supuesto á la forma únicamente, ni sólo á
■ fmj,r.
IS7
ta impresión producida en el oido. La musita reside
además, y sobre todo, en el acuerdo de sus proporciones,
en la armonía de las grandes lineas del edificio poético,
1 la profundidad de su signíñciicion.
Poeta sin rival, carácter soberano, del cortísimo
de aquellos que, sin dejar de ser producto de
época y de las circvmstancias que los circundan,
imprimen su huella, señalando la senda á sucesos futu-
y creando en el mundo del arte dinastías, como los
Césares y Napoleones en el orden político ;^abrió y
exploró solo la ruta de su inspiración, escribió para
los siglos al dictado de su intenso corazón, y enlazó
indisolublemente su nombre y su obra con lo que hay
las grande en la historia de la humanidad. Ese
periodo tormentoso de la Edad Media, — que vino des-
pués de! vasto desbordamiento de la naturaleza enfure-
cida que se llama en los libros elementales la invasión
de los Bárbaros en Europa, — tuvo, en medio de su con-
fusión, de su oscuridad, de su desorden, de su barba-
rie, algo que lo elevaba muy por encima de toda la
.antigüedad ; sabia del gran secreto del universo mucho
más que los grandes hombres del Asia, de Grecia y de
Roma, mucho más que Confucio y que Platón, que
Homero y que Lucrecio ; era dueño de la fórmula
mágica y sagrada para resolver el problema de los pro-
blemas, poseía, en fin, la gran doctrina del Cristianismo;
y el Cristianismo con su terrífica pintura de la otra
Enriijiie Piíiiyr
vida, con tos fallos vengadores de su justicia
trastable, con el impulso invencible y avasallador que
entonces lo animaba, halló en Dante su creyente, su
sacerdote, su poeta, su cantor.
De ahí la perenne grandeza de ese poema, Danle
cuenta lo que cree. Es el más sincero de los hom-
bres, ha visto realmente con los ojos del rostro lo iin-
penetrable y !o invisible. No ha leido en ninguna
parte lo que dice, y sin embargo no lo inventa. Sus
imágenes, sus personajes, sus abstracciones nunca de-
generan completamente en emblemas ó alegorías en
en el sentido retórico de la palabra ; aunque digan
lo contrario críticos miopes, que con mezquino instru-
mento pretenden medir lo incomensurable. Beatriz
es siempre Beatriz para el poeta, es siempre la mujer
que vio risueña y hermosa en un jardín de su ciudad
natal, que amó desde niño, y que luego vio muerta y
tendida en medio de su familia y sus amigos descon-
solados. Allá en el Paraiso, es verdad, parece ir pet-
diendo poco á poco su carácter terrenal, elevarse hasta
confundirse con lo vaporoso y lo indescribible, y qui-
zás personificar la ciencia, la verdad teológica, la úl-
tima forma de la sabiduría ; pero todo eso acaece sin
buscarlo y sin saberlo el poeta, resultado de lo ar-
diente de su pasión, de lo intenso de su contempla-
ción, de su fé sin término y sin límites.
De ahí también su gran mérito literario, la grao
Estudios y Cenfer.
.cualidad que lo pone á la cabeza de todos
iinodernos. la supenorídad de su estilo. Sobre este
punto no hay posible divergencia de opiniones. Ni en
italiano, ni en ninguna lengua, se ha escrito jamás con
tanto vigor. Dante expresa á veces en un solo verso
lo que otros han necesitado páginas enteras para decir.
Es el modelo perpetuo de la concisión y la energfa.
Después de él se ha hablado y se ha escrito en la len-
gua del Dante, antes de él no existia ni siquiera el
idioma que sirvió de instrumento, que fué la materia
de las creaciones de su potente fantasía. Su poema es
la fuente profunda y copiosa á que artistas, poetas,
pintores, músicos, escultores, arquitectos, han ido d
beber inspiración inagotable. Una dinastía, como ns
■dije antes, una sucesión de hombres eminentes, un
mundo, ha surgido de esa obra. ¡De cuántas cosas
careceriamos si la Divina Comedia no hubiese sido es-
crita ! No intento haceros una larga enumeración, ni
tampoco quiero exagerar ; mas con seguridad me atre-
vo á afirmar que sin ella np lompetiria atrevidamente
;npula de San Pedro con la bóveda del firmamento;
ni el Moisés concebido para la tumba de Julio II vol-
a la cabeza, con ese gesto indescriptible, con ese
fruncimiento de cejas sobrehumano; ni yacería en su
lecho de piedra la mujer sublime, la diosa desesperada
que duerme inmortalmente en el sepulcro de los Mé-
dicis ! V esto no es sólo mi opinión, es la opinión de
igo
Enrique Piñeyrt
su mismo autor, del excelso Miguel Ángel, uno de
seres más grandes y completos que han existido,
quitecto. pintor, escultor, poeta, ingeniero militar,
trióla insigne ! En un soneto célebre, donde relal
lamenta la desventura y la injusticia que fueron el pi
mió de la vida de Dante, exclama: "Y cuánto
embargo lo envidio ! Que por sufrir como él, por su
mismo durísimo destierro, con tal de tener su genio,
darei del mondo Íl ptii felice Uaio. »
Es un estilo que combina hasta un grado prodigioso
los extremos de la fuerza y de la gracia, y que en am-
bas ha llegado más lejos que ninguno, sólo por la so-
briedad y sencillez de su construcción. Es casi siempfe,
por supuesto, el viajero del Infierno y del Purgato-
rio ; su infortunio inmerecido, su ambición cnieiraenle
burlada por la adversidad de la suerte, su orgullo nun-
ca satisfecho, lo conducen y preparan sobre todo á la
pintura de las escenas terribles, que habia de ofrecerle
su paso por la ciudad de los dolores ; pero en los mo-
mentos patéticos del poema, nadie le excede en ternura
y sentimientos exquisitos. Cuando al penetrar, muy
desde el principio, en el segundo círculo del Infierno,
encuentra aquellas interesantes pecadoras Elisa Dido,
Semframis, Cleopatra y las demás, arrebatadas por un
torbellino que las agita, sacude y fuerza á girar ince-
santemente, que es la especie extraña de tormento á
que están condenadas, — distingue entre todas una que
Estudios y Conferencias igi
pasa abrazada con su amante, Francesca da Rimini,
mediando entre los dos, entre Dante y ella, un diálogo,
una escena que en todo no contiene más que setenta
versos — los he contado, — y de los cuales ha dicho un
autor, inglés por cierto é irrecusable por tanto en este
caso, que está allí todo el amor de las mujeres tan su-
blime y tan completamente desarrollado y descrito,
com.o la historia de la pasión de Julieta en toda la gran
tragedia de Shakspcare. Así es en efecto. Es el
episodio quizás más conocido de la Divina Comedia^
y hasta cierto punto con razón. Lleno de la más mi-
sericordiosa tristeza, pregunta el poeta á la infeliz mu-
jer cuáles fueron las dulces ilusiones y los implacables
sentimientos que la arrastraron á su trágica muerte; y
ella, á pesar del quejido amargo que le arranca el do-
lor de recordar en medio de la desgracia la felicidad
perdida, cuenta aquella escena inolvidable cuando, em-
bebidos ambos en la lectura de un libro, llegan al punto
en que se besan los dos personajes de la novela, y en
que sin saberlo se estrechan entusiasmados los labios
de ellos también. Aquel dia no leyejon ñaás. Tam-
poco agrega ella una palabra más, desaparece con su
compañero otra vez en el torbellino de tinieblas que
*
los arrastra ; mientras el poeta, que habia conocido á
Francesca en su juventud, que habia admirado su be-
lleza y su frescura, pues era de la familia de Guido,
señor de Ravena, su protector, en cuya casa enlutada
j-pj
Enrique Piñeyro
fuií acogido durante los últimos años de su destierro, y
donde murió,— el poeta, oprimido de dolor, cae desva-
necido. Es un trozo de poeda sin igual ; algo delicado,
purísimo, goüoso, sobre un fondo inmortalmente triste,
del medio de lo cual surge una dulce y plañidera val
femenina, profiriendo gemido tan punzante que va
á buscar y desgarrar ia fibra más honda y escondida
del corazón.
Nunca acabaría si me propusiera hablaros de otros
episodios incomparables del poema ; pero es preciso
que atienda á vuestra fatiga, y á la mia. Os lo he di-
cho antes, es una mina que no se agota. Privilegiada
literatura la que, como la de Italia, comienza por una
obra de estas proporciones ! puede estar segura de
nunca perecer, de renacer y brillar con sólo volver
á la fuente copiosa de donde corrió la primera vez, y
beber en sus insondables manantiales. Comprenderla
muy bien que se deseara ser italiano, sólo por el honor
de apellidarse compatriota del autor de la Dimna Co-
media. Mucho, es verdad, mucho hace la Italia por
la memoria del Dante ¡ lo estudia, lo analiza constan-
temente, lo ensalza y lo bendice ; al cumplirse el otro
■ dia, en 1865, un nuevo centenario, el sexto siglo de su
nacimiento, celebraron una fiesta verdaderamente na-
cional, de concordia y gratitud, en la cual rebosó no-
bilísimo y no fingido entusiasmo universal.
Pero ¿qué significa todo eso, y mucho nr
Eslutüos I Vomftrauim
'93
larado con lo que á Dante se le debe? jamás hijo
Iguno ha pagado con mayor senicio el cariño de la
padre á quien debe el ser. Los males que él reprobó
- anatematizó cun tan ngororu elocuencia, la dUcor-
lia, la corrupción, el egoísmo, continuaron después de
11 muerte multiplicados y agravados ; el pais, dividido
en contienda perenne, iió siglo tras siglo ahondarse
i sima en que habia de hundirse. La guerra intes-
ina incesante produjo al ñn la guerra por oficio, y la
Loriosa nación, que era maestra de las artes y las le-
: convirtió también en mercado, en bazar de
oldados, de esos aventureros sin fé y ley, que han
fecho infame en la historia el nombre de condsttieri ;
de ahi vino luego la ignominia dd siglo XVI con las
invasiones y el triunfo de los extranjeros ; y en se-
iiida, la decadencia completa, el marasmo, la podre-
^mbre, la muerte. La visión magnifica, en que soña-
ran Dante y sus discípulos, de una Italia grande y
poderosa pareció borrarse para siempre, y la Italia tan
generosamente anhelada no fué más que « una cxpre-
n geográfica. » Habia muerto ; y para que no que-
¡e duda, su cadáver, como el de los grandes crimi-
nales de otros tiempos, habia sido descuartizado, y
«partidos los pedazos á los cuatro vientos del uni-
rerso. Pero el espíritu asciende cuando el cuerpo cae;
r el alma italiana se conservaba incólume y pura en el
gran poema del Ilustre florentino; ahi estaba guar-
¡94
Enrique Piñeyro
dado el porvenir, ahí la lengua, ahf la literatura, aht
ias glorias, las tradiciones, las esperanzas de la Italia;
y de ahí surgieron fulgentes y felices al sonar la hora
del rescate y la libertad. El libro de Dante flotó como
un Arca Santa durante siglos de inundación ; y al se-
renarse el firmamento y brillar el sol del renacimiento,
de él salieron armados y vencedores los héroes que
habian de trocar en realidad la ilusión fallida de tan-
tas generaciones ; y los que más tarde, soldados de
Victor Manuel ó voluntarios de Garibaldi, remataron
la obra y cerraron la revuelta y combatida epopeya
secular, plantando, por primera vez en la historia mo-
derna, una misma enseña italiana desde las crestas de
los Alpes hasta la cúspide del volcan de la Sicilia.
¡ Haber sido, por centenares de años, el foco de
vida, el corazón que palpita de todo un pueblo, y de-
volver, en un momento dado, al mundo y á la historia,
una nueva nación y un pueblo regenerado, — es sin
duda el honor de los honores, la gloria suprema ! Y,
sin embargo, i qué es eso ante una obra de esta natu-
raleza ? í Qué es la vida de un pueblo en parangón
con la inmortalidad de un poema? Dia vendrá en
que caiga el actual reino de Italia, como es ley de la
humanidad, como cayeron tantas naciones en el Asia,
como cayó la Grecia, como cayó el poderoso Imperio
Romano, como caen todas las fábricas políticas, por
firmes y alterosas que parezcan. Nuevas ruinas, nuevo
Estudios y Conferencias t/pj
polvo se acumulará sobre el polvo y sobre las ruinas
antiguas, y al nuevo estrépito sucederá otra vez el si-
lencio de la desolación y de la muerte. Pero así como
Jerusalem, < de quien queda el nombre apenas, > dura y
persiste todavía en la inspirada voz de sus Profetas ;
así como la Grecia, desvanecida y borrada de la faz
del mundo por un verdadero cataclismo, vivió siempre
y vive aún en los hexámetros de Homero, — así la voz
sincera, el canto melodioso que, por los labios del
Dante, brotó un dia del corazón de la Italia, no se
apagará, no se extinguirá jamás !
y
y I
POETAS líricos CUBANOS
I
JOSÉ MARÍA HEREDIA
Todo cubano recuerda y cultiva con respetuoso
cariño la memoria de Heredia, reconociendo con legí-
tima satisfacción que ha salvado su nombre el estrecho
recinto de la patria y llegado á Europa, donde críticos
ilustres, alemanes, españoles y franceses, lo han juz-
gado y apreciado en todo su valor. Nació en Santiago
de Cuba el 31 de Diciembre de 1803 ; estudió las pri-
meras letras en la isla de Santo Domingo ; á los doce
años pasó con su familia á Caracas, luego á Méjico ;
volvió á la Habana, y obtuvo aquí el título de abo-
gado, ejerciendo la profesión hasta 1825. Este cam-
bio continuo de residencia era causado por las ocupa-
ciones de su padre, juez íntegro y severo, que
desempeñó varias magistraturas, y llegó á ser Regente
de la Audiencia de Caracas, en tiempos bien difíciles
por cierto ; es decir, comenzada ya la guerra de Sur
América; y dejando sin embargo un nombre por la
rectitud é imparcialidad de su conducta.
igS
F.iiriijuc Piñeyn
Heredia respiró, pues, desde la niñez la atmósfeta.
revuelta de aquellos días, y no pudo por tanto perma-
necer muchos aflos en la Habana ; vivió algún tiempo
en los Estados Unidos, ganando el sustento con la en-
señanza de su idioma ; pasó otra vez á Méjico, donde,
á fuerza de sus relevantes prendas, ejerció altas magis-
traturas ; y también, como su padre, dejó un nombre
en esa espinosa carrera. En 1835 le fué pennitido
volver á la Habana, sólo estuvo cuatro meses, retomó
á Méjico, y alli, con motivo de haberse prohibido (¡ue
ejerciera ningún empleo público el que no fuese nacido
en el país, se halló de repente sin recursos, y presa de
una terrible dolencia pulmonar, que desde muchos
ailos antes minaba sordamente su existencia. Murió
ep Toluca el 12 de Mayo de 1839. ¡ Con cuánta ver-
dad, pties, ha insertado estas amargas palabras al
frente de la edición mejicana de sus poesías : — c El
torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en
poco tiempo una vasta carrera, y con más ó menos
fortuna he sido abogado, soldado, viajero, profesor de
lenguas, diplomático, periodista, magistrado, historia-
dor y poeta, á los veinte y cinco años. La nue%-a ge-
neración gozará de dias más serenos, y los que en ella
se consagren á las musas deben ser mucho más dicho-
sos. » ■ — La profecía desgraciadamente no salió cierta;
su vida, corta y contrastada, fué en resumen mejor
que la de esos sucesores á que alude ; los dias serenos
Estudios y Conferencias
igg
que anunció, fueron tiias mucho más sombríos que los
suyos, y no tocó suerte más envidiable á los que des-
pués se consagraron á las musas. José Jacinto Mila-
nés perdió la razón muchos años antes de morir. Plá-
cido en 1844, Juan Clemente Zeneaen 187 1, perecieron
trágicamente; este último d la misma edad que Here-
dia; Plácido mucho más joven.
Ocupa en el Parnaso español el nombre de Here-
un puesto ekvado, y hasta puede decirse que sus
poesías líricas llenan un vacio que en él realmente se
observa, pues parece indudable que la España, que
tantos poetas dramáticos ha producido en el siglo ac-
tual, no-presenta muchos nombres para ocupar el largo
espacio que media entre la fecha de la publicación de
las odas magníficas de Gallego y de Quintana, y los
brillantes ensayos de Monroy, que tanto prometía y
tanto quizás hubiera cumplido si no hubiese muerto
tan temprano, Espronceda desperdició casi de pro-
pósito sus extraordinarias facultades; Zorrilla no es
un poeta completo, es sólo una imaginación navegando
lastre y sin timón. Heredia merece ser colocado
después de Quintana, á quien igualó en cuanto al vi-
gor y la sinceridad de la inspiración; pero de quien
también se aleja en corrección, en pureza y en esa
majestuosidad con que se desenvuelven las estrofas
de las odas de Quintana, como caen los pliegues de
una estatua griega.
Su turbulenta vida se refleja ei
sus composiciones; concluye áv
saicos una oda brillantemente con
sublimes iluminan otras vetes sus
la desigualdad (
ees con rasgos pro-
;níada ; relámpagos
nás pálidas cancio-
nes. Dice lo (jue siente conforme al estado de su co-
razón, sin detenerse siempre á buscar la expresión
más exacta ; hoy el entusiasmo agita todas sus fibras ;
mañana la amargura más profunda, la más intensa
desesperación se apodera de su alma, Escoge temas
variadísimos ; pero no en todas las ocasiones corres-
ponde la inspiración á la diversidad de sus impulsos.
No hay suceso contemporáneo á que no haya consa-
grado algunas líneas; con la vista fija en Europa, lo
mismo que en América, tiene siempre versos para sa-
ludar todos los fulgores de la libertad, dondequiera
que resplandecen ; para maldecir todos los crímenes
de la injusticia y la tiranía, dondequiera que se co-
meten.
Poseyó una instrucción extensa y variada, aunque,
como era de suponerse, dado el carácter de su vida,
poco profunda. Su larga residencia en los Estados
Unidos le hizo aprender y conocer la literatura ingle-
sa ; y Byron, que fué el gran poeta universalmente
admirado durante todo el primer tercio de! siglo, ejer-
ció sobre él visible influencia. No trató sin embargo
de imitar lo mejor del célebre poeta inglés, y fui
en esto menos feliz que Espronceda, el cual sin poder
decirse que sea discípulo de Byron, se empapó tan
fuertemente en su poesía que le debió varias de sus
mejores páginas, como la carta de Elvira y las últimas
estrofas sobre su muerte en el * Estudiante de Sala-
manca,» que son imitación afortunadísima de dos pa-
sajes del Don Juan.
La oda al Niágara, la mejor y más correcta de to-
das las que escribió Heredia, es realmente admirable ;
una composición de primer orden, desde el principio
hasta el fin, sa!vo sólo el apostrofe que empieza :
« Dios, Dios de la verdad ! » que es débil é innecesa-
riamente prosaico. Empero, esa misma estrofa tan po-
bremente comenzada termina con un verso muy
hermoso :
y tu profunda voi hiere mi seno
De este ran.lal en el eterno Irueno.
Por desgracia, hay varias versiones de esa oda en
las diversas ediciones publicadas, y no sabemos cual
sea la definitivamente escogida por el autor. La verdad
es que ninguna nos satisface cumplidamente ; en todas
suponemos algunos errones de copia ó de imprenta,
pues todas contienen palabras mal puestas, adjetivos
impropios, y alguno que otro verso duro.
Es una magnifica composición, volvemos á decir ;
si contásemos los cubanos una docena de poesías que
citar tan buenas como esa, ya tendríamos el derecho
de levantar la cabeza en materias literarias. El mismo
202
Enrique Piñeyr
Heredia no tiene otra que pueda considenS^
ramente su igual, á pesar de que hay iroj
bles en la meditación sobre las minas de Cholulaj
la epístola á Emilia y en varias otras. La descríp*
del crepilsculo de la tarde, y de lanoehequedesciet
mientras el poeta medita sentado en la famosa y
mide Azteca, es tal vez, aisladamente considerad:
mejor página que escribió.
El célebre crítico español Alberto Lista j
Heredia con frases de grande encomio y lo califíc^
gran poeta. Bien aplicada estará siempre tan i
caliticacioa á quien muestre, como él, tanto
y franqueza en la inspiración, tanta verdad a
emociones y tanta impetuosidad en los movimiei
Llamarlo el primer poeta de América seria qu^
mucho aventurar y provocar inútiles comparacioQ|
pero no titubeamos en afirmar que no conc
vate, en e) Norte ó en el Sur, que se remonte más a
que él en sus buenos momentos; Bryant ó Longfelfa
Bello ú Olmedo, no pueden en conjunto considera
superiores á él.
11
Gabriel de la Concepción Valdes, llamado general-
mente Plácido, nació en la Habana en iSog, de una
Estudios y Conferencias 20j
madre blanca, bailarína de teatro, y un padre mulato,
que desempeñaba el oficio de peluquero. Nació, por
tanto, libre, pero de color bastante oscuro, y sin poder
ocultar que pertenecia á una raza tenida por inferíor
en un país donde existia la esclavitud. Como todos
los de su clase que residian en las ciudades, escogió
desde luego un oficio para ganar su subsistencia, y se
hizo artífice en conchas ó carey, mejor dicho, peine-
tero ; más tarde dejó esta ocupación sedentaria y
enojosa, y trabajó por algún tiempo en oficinas de co-
mercio. Como nada de esto se avenia bien con la
poesía que sentia bullir dentro de sí, lo abandonó todo,
y saliendo de la Habana, vagó por las demás pobla-
ciones de la isla convidado á todos los festines, como los
antiguos trovadores, y viviendo de los fugaces é incier-
tos productos de su inspiración, hasta que, con motivo
de la conspiración de negros del año 1844, murió en el
cadalso el 27 de Junio de aquel mismo año.
Tuvo un carácter adusto, agriado al mismo tiempo
por su triste posición ; sin embargo, en una poesía de
Milanés intitulada el Poeta envilecido^ hay una estrofa
que dice así :
Torpe ! que á su pensamiento
siendo libre como el viento
por alto don,
le corta el ala, le oculta
y en la cárcel le sepulta
del corazón.
y diipiiti
altmn hu«
y que según el parecer de algunos contemporáneos, se
referia á Plácido. Yo casi considero como ima in-
justicia que se acuse al pobre mulato de una circuns-
tancia que apenas estaría en su mano evitar. ; Cuánto
hubiera dado por no necesitar de nadie un poeta, á
quien la misma alteza de su inspiración elevaba sobre
el nivel de los demás ! un hombre que en la hora sO'
lemne de la muerte escribía á su esposa estas angustio-
sas palabras : «No dejo expresiones á ningíin am^o,
porque sé que en el mundo no los hay ; dejo memorias
á D. Francisco Martinez de la Rosa, á D. Juan Nica-
sio Gallego, y á Zorrilla. » El infeliz no había encon-
trado amigos y sólo confiaba en tres personas que no
lo conocían, pero i^ue eran tres poetas y debían simpa-
tizar con la memoria de un hermano tan cruelmente
tratado por la suerte. Lo que sí es indudable es que
muchas de sus composiciones fueron escritas sin más
motivo que rendir homenaje á otros que ocupaban una
posición más alta que él, y ¡ eran tantos los que tenia
por encima ! Nadie leerá sin un vivo sentimiento-de
disgusto y de dolor esas poesías, en que su talento sa-
bia usar de una grandilocuencia, que oculta mal el
Estmlioi
, Confer
205
(completo vacio de la inspiración buscada por medios
P ficticios.
Si al recorrer su colección recordamos los escasísi-
• mos conocimientos que siempre tuvo, y que murió en
la fuerza de su juventud, habremos de convenir
I en que ningún poeta cubano, incluso e! mismo Here-
istuvo naturalmente dotado de tan altas facultades.
L Estudió tarde y mal, y por eso se observa en muchas
I de sus poesías un alarde de erudición, que por lo im-
I portuno nos hace creer que pocos momentos antes
I acababa de aprenderlo y lo tenia aún fijo en la mente,
Icomo nos sucede á todos cuando adquirimos alguna
l'idea nueva ; con la diferencia de que nosotros apren-
is en la infancia lo que á él sólo siendo ya hombre
I le fué dado saber. Y sin embargo, encontraremos
I maravillados algunas composiciones verdaderamente
I notables bajo cualquier aspecto que se consideren ; su
\ romance á Jicotencal es bellísimo, Góngora de seguro,
o lo hubiera hecbo mejor ; muchos de sus sonetos
I tienen un sabor clásico admirable. En ciertos gene-
I ros inferiores, como la fábula y el epigrama, es con
I muchísima frecuencia tan bueno como los modelos re-
[ conocidos, como Iglesias ó como Iriarte.
i A quién imita Plácido ? A nadie, ó mejor dicho,
i á todo el mundo. Cuanto leia se reflejaba en su mente
I y la reproducción siempre era con poca fortuna, pues
I la asimilación no habia tenido lugar de una manera
306 Smrifwf Piieyra
conf4cta. Entre las poesías que nos quedan i
Tedia, hay muchas badacciones que revelas
trabajo no le disgustaba : r na lo extrañamos ]
para traducir á un gran poeta es también preciso]
pao Plácido no lle^ á saber medianamente ni ;
íraoces, y careció de los frecuentes motivos de k
racioii que despierta en nuestra actividad la ce
pladon de lo helio. Las ideas bullían revueltas y4
fusasensu mente y le faltaron los medios de expresarlas.
\ Con cuánta razón exclama, en una de las composicio-
nes que escribió pocas horas antes de su muerte :
Kj ! qnc me Hevo en la cabeía un mundo !
terrible expresión de dolor, tan amarga como el lamento
de André Chénier, al poner su cabeza en el tajo de la
guillotina : Poiirtanl il y avait qudque ckose ¡á .' Na-
die ha debido, por tanto, prestar con más razón que
Plácido supersticiosa fe á la fatalidad, esa fuerza ciega
que viene á señorearse de la mente que no puede expli-
carse la tenacidad de su infortunio. Recuérdese el
hermoso soneto que le dedica. V por el contrario,
cuando la proximidad de su suplicio le hace olvidar
las desgracias pasadas, eleva á Dios una hermosa ple-
garia, que nadie leerá sin consagrar un recuerdo de
respeto y admiración á ese vate infortunado.
Hubo en Cuba un poeta negro, Juan Francia
Manzano, que fué realmente esclavo, y debiái>
Eslttáios y Ceaferntítitj xrj
j á la simpalia que despenó su ulenio ; por esto
icaso muchos lo oponen á Plácido, considerindolo mis
interesante por su color y su condición scrriL Hay
pn efecto, en las pocas poesías de Maniaoo que $r
an, una melancolía, una tristeza profundj.
ique en las de Plácido no se percibe tanto, nid£l misnto
modo. Pero eso es todo, no tienen otra cosa, ni me-
I nombre de composiciones literañas.
ni
JOSÉ JACINTO .\f I LAN ES
La opinión general ha colocado á Jos¿ Jactólo Mi-
mes inmediatamente después de Heredia y Plácida, y
::ho tiempo ha distinguido esos tres nombren
iatre los numerosos autores de versos que siempre ha
3 Cuba. Mitanes se diferencia de los dos prímc-
í, que fueron sus contemporáneos ,en haber sido mis
ttflexivo, si bien menos espontáneo, y en haber tenido
Kasion y medios de haber escnto todo lo que quiso,
txiliado por su más que mediana instrucción y pot
s conocimientos de literatura española, de los jioetaa
Bel si^lo XVII principalmente, que había ieido y eslU'
Qiado con empeño. La ciudad de Matanzas fu¿ bu
tana, en t8i4, y aunque vivió hasta 1863 su carrera
léticase detiene en 1843, en cuya época comenzó á
|cbilit-irsc su razón, hasta el puDlo de quedar poco
3oa
después perdido para las letras, Su vida nt
toria; viajó un poco, ya enfermo, en busca de alivio,
que en realidad no logró ; desde la juventud llamaba
la atención por su carácter serio y reposado, y vivió
casi sienapre solo, y encerrado en su casa al lado de
sus parientes.
La primera edición de sus obras completas, conte-
niendo poesías líricas, leyendas, dramas, comedias y
escritos en prosa, apareció en 1846, y esta circunstan-
cia lo distingue también de los otros dos poetas cita-
dos, que no vieron todas sus obras coleccionadas.
Heredia y Plácido escribieron sólo lo que pudieron, es
decir, poco, y casi exclusivamente en un solo género :
el uno no tuvo ocasión de hacer otra cosa en medio de
su contrastada existencia ; el otro no poseyó jamás los
medios de contener en justos límites su poderosa inspi-
ración, cuyos medios son el estudio y la experiencia.
Milanés, por el contrario, sin ser más que poeta lírico,
obligó á su musa á entrar por otros caminos más latios
y difíciles.
En su tiempo se leian con avidez y aplauso las
leyendas de Zorrilla, é intentó ensayarse en ese género
bastardo de novelas en verso, escribiendo tres aparte
de otra, en las cuales los defectos son más numerosos
que las bellezas, sin embargo de algunos pasajes tier-
nos é inspirados.
En su tiempo también apareció El Trovador^ de
Estudios V C'on/ri:
2og
Garcia Gutiérrez, inaugurando brillantemente ese gé-
) caballeresco, que tanto ¡jarecia prometer para
Ma literatura contemporánea española, pues era la mez-
Kda feliz de los principios dramáticos del siglo XVII y
■¡de las tendencias del XIX. Por desgracia, los poetas
españoles han ido abandonando poco á poco esa
senda, é internándose por otras, cuyos débiles resul-
tados estamos viendo todos los dias. Milanés aspiró
t también á la gloria de tiarría Gutiérrez, y escribió el
|>drama intitulado El Conde Atareos. El argumento está
llomado del Romancero ; Lope de Vega lo presentó en
X de sus comedias más endebles, y otros varios lo
buaieron después en escena, entre ellos Guillen de
Castro, siendo la de Mira de Amescua la más notable
e todas. El asunto es interesante, pero demasiado
[iiorrible; hay que presentarlo con mucha habilidad
i disminuir el disgusto qtie produce el desenlace
a el alma del espectador, y ése es uno de los escollos
<iue hicieron naufragar á Milanés ; el ultimo acto
: momentos bellísimos, hay con frecuencia una
uemura arrobadora, pero la situación casi siempre es
Ifalsa y la impresión horrorosa. El drama en conjunto
¡puede decirse que es un bello ensayo; está escrito
ícon talento, con fuego, con pasión ; tiene muy á me-
nudo graves incorrecciones y está plagado de ripios ;
pero arranca lágrimas del más indiferente.
Su afición al estudio le hizo conocer los antiguos
¿ro
Eiiriíjiie Piñeyri
poetas dramáticos y tuvo siempre gran predilecció)
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come-
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama-
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el titulo de
El poeta en la corte, que habia leido con fruto las pro-
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribir í
la manera que lo hicieron Lope y los demás del
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri-
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo
así, que hoy no existen ni pueden existir. Bueno eS
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la ríqueu
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron ellos,
la verosimilitud, y el estudio dei corazón humano, al
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo-
gistas de! honor y la religiosidad, cosas que hoy se
comprenden de tan distinta manera, — seria una em-
presa tan digna del ridículo como la locura del hídal^
de la Mancha.
Otra circunstancia en que anduvo también errado
Milanés fué hacer la moralidad el ñn constante y
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y quÉ
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be-
llas, y que el que quiere servir á la moral por medio de
las bellas artes falta igualmente d la una y á las otras.
Hechas estas importantes salvedades, podemos afta-
Estudios y Confereí
r que el mismo hetho de ser la moral el fin de mu-
»as de sus composiciones, constituye una de las cuali-
□ás notables de su carácter, y rerela por dó
kiiera un alroa grande y ¡nira, que siente en si mismK
I llagas de la sociedad. Asi es que sus poesías
ttigmati/an los vicios sociales con demasiada severi-
i á veces, pero siempre con arranques de vigoroso
Intiisiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la
¡Sírí-í/, el Hijo del RÍ<o y otras muchas.
)tra cualidad más notable de su genio poético
^ la facilidad, la cual puede ser de dos maneras : ó
íen la riqueza, la abundancia inagotable de pensa-
nentos y de imágenes expresados con el vigor y exac-
uud que de suyo requieran ; y ésta la Uamariamos
fWH facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por
^edio de la cual van sucediéndose unas tras otras las
(trofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta
Incantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /í'?«''íÍii
facilidad, y es la que corresponde por completo á Mi-
«és. Esta cualidad envidiable, que no basta nunca
pdar el estudio, es sin duda el principal motivo de la
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ;
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas
sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de
los poetas ; y he ahi la razón por qué está con justicia
«locado inmediatamente después de Plácido y de
Enrique Piñeyrt
poetas dramáticos y tuvo siempre gran predili
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el tí(
El poeta en la corte, que había leido con fruto laA-j
ducciones de! antiguo teatro, f ero pretender
la manera que lo hicieron Lope y los demí
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes
tores produjeron sus obras inspirados por muldti
circunstancias esencialmente españolas, por d(
asi, que hoy no existen ni pueden existir. Bi
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron
la verosimilitud, y el estudio del corazón bu:
desarrollo de una intriga interesante; ser los
gistas del honor y la religiosidad, cosas qui
comprenden de tan distinta manera, ■ — seria
presa tan digna del ridiculo como la locura de
de la Mancha.
Otra circunstancia en que anduvo también errado
Milanés fué hacer la moralidad el ñn constante f
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qoé
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be-
llas, y que el que quiere servir á la moral por medio de
las bellas artes falta igualmente á la una y á las otras.
Hechas estas importantes salvedades, podemos afia-
Etiudios y Confer
r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu-
Rías de sus composiciones, constituye una de Ins ciiali-
más notables de su carácter, y revela por dó
piiera un alma grande y pura, que siente en sí misnuí
i llagas de la sociedad. Así es que sus jioesias
ntigmatiican los vicios sociales con demasiada severí-
i á veces, pero siempre con arranques de vigoroso
[Btiisiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la
Sfri-í^, el Hijo M Rico y otras muchas.
itra cualidad más notable de su genio poético
B la facilidad, la cual puede ser de dos maneras; ó
riqueza, la abundancia inagotable de pensa-
btenlos y de imágenes expresados con el vigor y exac-
tud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos
1 facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por
■tedio de la cual van sucediéndose unas tras otras las
ptrofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta
¡ncanladora sencillez. Esta pudiera llamarse /c^w^rfn
''facilidad, y es la que corresponde por completo á Mi-
lanés. Esta cualidad envidiable, que no basta nunca
á dar el estudio, es sin duda el principal motivo de la
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ;
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas
sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de
los poetas ; y he ahí la razón por qué está con justicia
colocado inmediatamente después de Plácido y de
Enrique Piñeyn
poetasdramáticosy tuvo siempre gran predüeccioi
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come-
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama-
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el titulo de
El poeta en la corle, que habia leído con fruto las pro-
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribir á
la manera que lo hicieron Lope y los demás del
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri-
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo
asi, que hoy no existen ni pueden existir. Uueno es
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la riquesa
de la lengua; pero posponer, como lo hicieron ellos,
la verosimilitud, y el estudio del corazón humano, al
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo-
gistas del honor y la religiosidad, cosas que hoy se
comprenden de tan distinta manera, — seria una em-
presa tan digna del ridiculo como la locura del hidalgo
de la Mancha.
Otra circunstancia en que anduvo también errado
Milanés fué hacer la moralidad el fin constaute y
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qué
consigue con esto? Ser una prueba más de que el
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be-
llas, y que el que quiere servirá la moral por medio de
las bellas artes falta igualmente á la una y á las otras.
Hechas estas importantes salvedades, podemoy
Estudios y Confer
r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu-
s de sus composiciones, constituye una de las cuali-
nás notables de su carácter, y rereta por dó
hiiera un alma grande y pura, que siente en si misma
t llagas de la sociedad. Asi es que sus poesias
^Stigmatií'.an los vicios sociales con demasiada severi-
dad á veces, pero siempre con arranques de vigoroso
I entusiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la
yárcei, el Hijo dd Rico y otras muchas.
I La otra cualidad más notable de su genio poético
Lía facilidad, la cual puede ser de dos maneras: ó
Ben la riqueza, la abundancia inagotable de pensa-
pientos y de imágenes expresados con el vigor y exac-
; títud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos
X^an facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, |>or
medio de la cual van sucediéndose unas tras otras las
Btrofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta
^cantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /eywíwít
«cilidad, y es la que corresponde por completo á Mi-
Esta cualidad envidiable, que no basta nunea
■1 estudio, es sin duda el principal motivo de U
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ;
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, e.\presada
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas
sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de
los poetas : y he ahí la razón por qué está con justicia
colocado inmediaiamenie después de Plácido y de
L
2t0
Enrique Piñeyri
poetas dramáticos y tuvo siempre gran predilección por
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come-
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama-
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el título de
El poeta en la torte, que habia leído con fruto las pro-
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribirá
la manera que lo hicieron Lope y los demás del
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri-
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo
. así, que hoy no existen ni pueden existir. Bueno es
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la riqueza
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron ellos,
la verosimilitud, y el estudio del corazón humano, al
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo-
gistas del honor y la religiosidad, cosas que hoy se
comprenden de tan distinta manera, — seria una em-
presa tan digna del ridiculo como la locura del hidalgo
de la Mancha.
Otra circunstancia en que anduvo también errado
Milanés fué hacer la moralidad el fin constante y
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qué
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be-
llas, y que el que quiere servirá la moral por medía de
las bellas arles falta igualmente á la una y á las otras,
Hechas estas importantes salvedades, podemos afta-
. C.,f,r
r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu-
ichas de sus composiciones, constituye una de las cuali-
¡dades más notables de su carácter, y rerd*. por dó
|uiera un alma grande y pura, que siente en si misnu
s llagas de la sociedad. Asi es que sus poesias
' estigmatizan los vicios sociales con demasiada severi-
dad á veces, pero siempre con arranques de vigoroso
entusiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la
]^drcel, el Hijo dtl Rico y otras muchas.
1 otra cualidad más notable de su genio poético
ft«s la facilidad, la cual puede ser de dos maneras ; ó
■bien la riqueza, la abundancia inagotable de pensa-
mientos y de imágenes expresados con el vigor y exac-
nitud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos
n facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por
■ inedio de la cual van sucediéndose unas tras otras las
■iestrofas, sin vender ningiin esfuerzo y sin salir de cierta
^encantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /c^w fía
Lcilidad, y es la que corresponde por completo á Mi-
Esta cualidad envidiable, que no basta nunca
ft daF el estudio, es sin duda el principal motivo de la
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ;
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas
tnsibles de las mujeres, en la imaginación delicada de
i poetas ; y he ahí la ra^on por qué está con justicia
tolocado inmediatamente después de Plácido y de
312 Enríijtie Piñeyro
Heredia, á quienes no igualó ni en inspiración,
fuerza, ni aun tampoco en corrección. Fáciles, muy
fáciles, y de una suavidad purisima y penetrante, son
las redondillas de su poesía La Madrugada, y las déci-
mas de las que lleva el titulo de Su Alma.
Hay en sus obras pocas poesías amatorias, y todas
respiran los sentimientos más castas y elevados ; al
revés de las de Heredia que abusa del asunto, y ánn
cae con frecuencia en un verdadero sensualismo. El
mayor niímero de sus composiciones desenvuelve le-
mas de interés social y filosófico.
La misión del poeta sobre la tierra era para él un
verdadero sacerdocio, y así trató de desein]}eílarla,
conformándola á su carácter serio, estoico, superior á
todos los desengai5os pasajeros, ajeno á las tempesta-
des que tanto anublan la existencia de otros poetas,
teniendo en su alma sensible ecos para responder á
lodos los dolores de la humanidad ; pero frió consigo
mismo y mesurado en todos sus impulsos y afecciones.
Poeta reflexivo en toda la extensión de la palabra,
como dijimos ánies ; buscaba muchas veces el argu-
mento antes de sentir la inspiración, y meditaba k
lección moral antes de percibir ¡a imagen poética ; de
ahí nació esa larguísima serie de composiciones en que
se esfuerza por trazar laboriosamente tipos más ó me-
nos abstractos, pero convencionales la.s más de las ve-
ces, como el Hijo del Rico, el Hijo del Pobn:, el Poeta
Estudios y Conferencias 21 j
Envilecido^ la Ramera^ el Ebrio y varios otros, títulos
de muchas de sus poesías.
Hay un momento, en sus mejores composiciones,
en que visiblemente se extravía la inspiración, aluci-
nada por el intempestivo deseo de producir una im-
presión moral. El BesOy por ejemplo ; comienza deli-
ciosamente, y describe con verdadera gracia y frescura,
hasta la mitad de la composición, dos amantes senta-
dos y conversando en un jardin. El poeta se inclina
á besar la mano de la mujer, y de repente se abstiene.
i Porqué ? Por las más extrañas é inverosímiles con-
sideraciones ; por una multitud de ideas inoportunas,
que nada tenian que hacer en la situación aquella ; y
habla de meretrices é intenta una descripción infortu-
nada y pobrísima del amor mercenario, cosas todas
que en nada concuerdan con el tono sencillo y deli-
cado con que comienza la poesía.
IV
LA MUERTE DE LA A VELLANEDA
Las letras hispano-americanas acaban de perder
uno de sus más brillantes ornamentos. La eminente
poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda mu-
rió últimamente (Marzo de 1873) ^^ Sevilla, donde
residía hace años, desprendida del mundo, por de-
cirlo así, y consagrada casi exclusivamente á debe-
314
Enrique Fiñeyro
res religiosos. Sus últimos días fueron como el Cife J
mentario vivo de las dos celebradas odas á la Crtí* y
Dios y el Hombre, que por muchos son consideradas
como sus mejores composiciones en el género lineo.
La Avellaneda ocupa en la historia literaria un
puesto lan curioso como interesante. Hemos creído
siempre que el (¡ue leyese todas sus composiciones lí-
ricas y dramáticas, en prosa ó verso, sin saber de ante-
mano el nombre de la autora, no soñarla siquiera en
atribuirlas á una mujer. No tiene ni una sola de las
cualidades que por lo general distinguen á las mujeres-
autoras. Más aún, si se suponen sus poesías escritas
por un hombre, llamarían la atención por su eatona-
cion robusta, su lenguaje pomposo, y también á veces
por la elevación de sus ideas ; pero se notaría como
defecto una marcada pobreza de sensibilidad y de
ternura en el alma del poeta. García Gutiérrez, Sél-
gas, Milanés tienen mucho más de femenino, es decir,
más delicadeza y sutil penetración, que la autora del
Alfomo Munio y el Baltasar.
Compárense las poesías de la Avellaneda con las
de una verdadera poetisa, la Desbordes- Val more por
ejemplo, y se observará una diferencia muy grande.
casi una oposición completa, en el carácter de las ideas
y las expresiones. El corazón de esa mujer no sintió
nunca afectos dulces ó apacibles; el entusiasmo, la
admiración, la fé de [os Cruzados llenaron más de una
Estudios y Conferencias 2i§
vez &u pecho y le inspiraron versos magníficos ; pero
las lágrimas no enturbiaron jamás sus ojos, ni el ver-
dadero amor avasalló su alma. Una vez debió haber
sufrido algún amargo desengaño, de que conservan
huella unas hermosas cuartetas que hay en el tomo de
sus versos ; otra mujer, en caso idéntico, habría es-
crito una patética elegía. El corazón de la Avella-
neda dio sólo un rugido de ira, un grito furioso de
dolor.
En la escena consiguió verdaderos triunfos, y la
representación del Alfonso Munio se recuerda en Ma-
drid como un gran suceso literario. Esa tragedia y el
Saúl se parecen á las de Alfieri, el más viril y más
rudo de los poetas ; y las obras de la poetisa ameri-
cana carecens como las del célebre trágico italiano, de
flexibilidad y de pasión. Su Baltasar tiene más movi-
miento é interés que el Sardandpalo de Byron, al cual
algo se asemeja.
Nadie, en Cuba ó en el resto de la América latina,
ha escrito como ella. Ni Baralt, ni el mismo Andrés
Bello, á pesar de su cabal conocimiento de la lengua y de
su sintaxis, supieron penetrar tan completamente hasta
la esencia del genio literario español, y encontrar sin
esfuerzo acentos tan genuinamente castellanos, tan
parecidos á los de Fernando de Herrera y Luis de
León, sin pedantesca afectación de arcaísmo, con todo
el calor y el vigor de la savia moderna.
v^^
EL MOVIMIENTO REPUBLICANO
EN EUROPA
POR
EMILIO CASTELAR
Don Emilio Castelar tiene hoy unos cuarenta años
de edad, y es el más conocido fuera de su patria de
todos los españoles que hablan ó escriben sobre asuntos
públicos ; era sin disputa, desde hace tiempo, entre los
hombres políticos de la España actual, aquel que por su
talento, su variada instrucción y su constante interés y
simpatía por las glorias, las penas y las esperanzas
de las otras naciones, estaba llamado á adquirir en el
mundo una merecida popularidad.
La tiene ya sin duda alguna. Sus principios repu-
blicanos, proclamados desde sus primeros pasos en la
vida pública y á que permanece firmemente adherido,
han contribuido á hacer mayor y más fácil la extensión
de su reputación, y le han abierto campo vasto y ade-
cuado en esta república de los Estados Unidos de
lO
3JS
Rnriquf Piñeyro
Norte América, — la cua! se compone de más de cua-
renta millones de hombres que saben casi todos leer,
carece hasta ahora de ese cultivo superior de las letras
y las artes que es el producto natural del refinamiento
del gusto, cuenta un número prodigioso de periódicos
que buscan ansiosamente y comentan en cada hora
del día las noticias que el telégrafo comunica de todas
partes del mundo, y desde hace tres ó cuatro años
repite con interés el nombre de Castelar, como el de
un republicano sincero y ardiente, que sabe vestir con
las galas de un arte exquisito, las ideas y principios
políticos que son la vida, el modo de ser del pueblo
norte- americano.
El mejor entre los diarios políticos de Nueva York,
La Tribuna, lo cuenta como corresponsal, y ha anun-
ciado el nombre de su colaborador, como un ornamento
de su redacción. La miscelánea mensual, que más cir-
culación tiene en los Estados Unidos, Harper's Ma-
gasine, anunció desde principios de año, como una de
las interesantes jiovedades que el periódico insertaria
en el curso de él, una serie de artículos sobre < El Mo-
vimiento Republicano en Europa, » por Emilio Caste-
lar, el elocuente hombre de Estado español. Los dos
primeros de esos artículos han aparecido ; ha des-
pertado en nosotros un interés nuevo y picante leer
en inglés un trabajo inédito de Castelar, comparar la
impresión anterior que teníamos de sus escritO&^
Esludios y Co»fer
2ig
castellano con estos artículos vertidos por otra pluma
á una lengua extranjera, y despojados necesariamente
s colores brillantes de un estilo tan meridional y
(an lleno de adornos como el suyo ; y aprovechamos
Qsa oportunidad de hablar, con cierto aire de
fcovedad, sobre el distinguido jefe de la minoría par-
Mmentaria y republicana de las Cortes españolas.
Castelar ha aspirado á una triple gloria, y si hemos
fde creer á sus admiradores, los laureles del hombre de
(Estado, del orador y del escritor, se confunden en tor-
3 de su frente. En una época como !a actual, en que
K elocuencia polliica ha variado de carácter y no es ya
I esfuerzo poderoso y apasionado para convencer en
íocas horas á una reunión de hombres ; en que la
ftpalabra ha venida á confundirse con la pluma, y los
ídiscursos, pronunciados ante trescientas ó cuatrocíen-
I tas personas, .son simplemente artículos que los perió-
Idicos reproducen al siguiente dia, para ser leidos por
Biillones de suscritores, — es mucho más fácil ser ora-
^pr que en cualquiera otra época de^ la historia ; el
oíadoT y el hombre de acción no son ya necesaria-
' mente una misma cosa, como lo fueron en la antigüe-
dad, como lo eran todavía, no hace un siglo, Chatham
en Inglaterra y Mirabeau en la primera asamblea de
Francia. La elocuencia parlamentaria se ha aproxi-
mado á la académica, de la cual antes distaba muchí-
y oradores, puramente académicos como Caste-
Bitriquf Pi^rff
lar, han podido recitar sus párrafos rotundos y sus
largas alegorías en asambleas políticas, porque Ui anti-
gua clasílicacton del tono y el lugar, el hcus regii ac-
Aw, no se encuentra ya más que en los libros de reló-
rica. Es ocioso, por tanto, si no del todo imposible,
establecer la línea divisoria entre el orador y el escri-
tor; pero en ningún caso más difícil que respecto del
ilustre republicano á iiuien nos referimos : Castelai
parece ^ue recita sus artículos cuando habla,
consigna al papel sus arengas cuando escribe
Eslo explica la extraordinaria semejanza
discursos y sus opúsculos políticos. La misma
rancia de citas históricas, la misma monotonía
matoria del estilo, la misma profusión de imágenes
poéticas que se nota en los artículos, aparece en las
oraciones improvisadas. No es así como general-
mente han escrito los grandes oradores, aquellos mis-
mos que han luchado contra la naturaleza del régimen
político de las naciones modernas, aqueUos como Cui-
Eot, como Thiers, como tantos otros, que kan agittait
y añlado en el mármol ¡le la tribuna un estilo que, apli-
cado á la lengua escrita, ha ganado inmensamente en
claridad y precisión.
Lo decimos de una vez : Caslelar, más que orador
político, y mucho más que ho mbre de Estado, es un
artista. Uno de los hisiorj^^^HlÉü* Kevoli
Castelar
I
EsimJhí r C^m/i
francesa llama á los céktvcs G^toqküim» ót xt ^Zrjzr-
vención < artistas es^rarádos es tü csseztj ót ^ viíi^
tica ; » palabras que tal vez fonnes sExc;íí«3dk=:is; rr!:^.
frase y no expresen una rerd^d idscóríta : vue t >.
más pudieran aplicarse solamesTe á YergrrigiíC. t¿ zcasr
notable del grupo, pero indispTiTalAcaafT t-t: ix ^jxtj^.
á pesar de su irresolución y $a índcAeic^E r^i^íujr-uvM:.
Nosotros robamos esas palabrs^ á Lrii I^s^jt ;;£r«.
aplicárselas á Emilio Castelar. c:; qríí::! ciaicrzs: v
ajustan perfectamente. Es xm aríista- r^. pLct-ir ót
maravillosa facilidad^ de la escuels dt kit iiuísivt <.<!>>-
ristas italianos, que prodiga los tonos bríLacttírt ót bt
paleta, y baña de rosado y azul cekst«: *^j:zji.'t y ab-jr.-
tos que lucirian mejor, trazados con vSvj ^xzííli *:\aji':i'X
pinceladas vigorosas.
Necesítase más que eso, — mejor dícbo. t^ pf^r^is/^
ser una cosa enteramente distinta, j/ara ix^tJ^.^f k.
nombre envidiable de hombre de Estaó<> : para r^ruiír
las difíciles condiciona de voluntad y dit proriiíiud
de designio con que se gobiernan laf iiacio&t^t. ht
verdad que Castelar ha hablado íiíempre d^rvi*: iot
bancos de la oposición, pero las nacion*rb m: ;íobifrrriíLfj
lo mismo desde ellos que desde los csíento^ «jíüiyí';-
riales ; una oposición patriótica, sincera y *rrj<rf j^í' u
ejerce sobre la marcha general del gobierno ur-ut in-
fluencia poderosa y saludable. Este eiü un axiofuíi j/*^
Utico que no j^ggsita demostración. < <^^uiéfj pu^^^;
linríi/ue J'iñeyra
negar, jior ejem¡)lo, que el elocuente tribuno ¡n{^
John Bright prestó servicios mayores á sus conciuda-
danos, é influyó más directa y eficazmente en la mar-
cha de su patria, durante los largos años en que reso-
naba la magnlñca bocina de su palabra desde el lado
de la oposición, i^ue. cuando después entró á formar
parte del gabinete y á oscurecerse en el puesto de mi-
nistro ?
Es inúlil, por tanto, buscar en él otra cosa que un,
literato ; pero como tal, y como artista de forma, es
acreedor á los mayores elogios. Su inspiración, ha-
blando ó escribiendo, es un raudal ; su oido musical
de una finura incomparable ; su memoria nunca des-
fallece, y como su instrucción es en alto grado variada
y completa, sabe agrupar nombres históricos é ilustrar
sus pensamientos con magníficos ejemplos. Tenemos
hoy delante de nosotros unos artículos en inglés, no
traducidos por él mismo ; de la mano del artista no
queda más que el dibujo, y analizarlo ahora es como
juzgar al Ticiano ó al Corregió sólo por las copias en
acero de sus cuadros. En un escritor político y filosó-
fico como Caste!ar debe sin embargo encontrarse algo
superior á la forma, se encuentran las ideas, que
importan mucho más ; y vinos artículos sobre el Movi-
miento Republicano en Europa han de ser la historia
de una idea.
Por supuesto que lo menos que debe desearse en
Estudios y Conferencias 223
las producciones de un escritor de la naturaleza de
Castelar, es método y claridad. Castelar escribe en
prosa como otros en verso, á merced de la inspiración
del momento, cubriendo con metáforas, antítesis y
alegorías la ausencia de la idea precisa, la falta de
encadenamiento lógico en los raciocinios. Estos artí-
culos, á pesar de su extensión y de su título, son sim-
plemente artículos de política militante, como los que
aparecen diariamente en la primera plana de los perió-
dicos de París, escritos rápidamente y con más aire
de disertaciones de escuela que de otra cosa.
Tratan primero del estado de la Francia actual,
hablan largamente de Víctor Hugo, de Lamartine, de
Lamennais y sobre todo de Gambetta ; para ello
comienzan con un exordio, como ios que habitual-
mente colocan los escolares á la cabeza de sus compo-
siciones en las clases de historia, en que traza á grandes
pinceladas la historia del universo, ^3.\a poder apreciar
el movimiento republicano en Fraruia. El exordio habla
de todo, de Alejandro, de Alarico, de Carlomagno, de
Gregorio Vil, de las Cruzadas : establece á son de
trompa principios tan nuevos y difíciles de probar como
éste : — «la historia de los hechos es el eco de la his-
toria de las ideas, » y este otro : — «es cosa muy difícil
fundar la república sobre el suelo teocrático y feudal
de la Europa ; » — y después de tan magnífico descu-
brimiento, advierte que sólo la América puede com-
224
Enrique Piñeyro
prender lo vasto de los obstáculos que se oponen (
Europa á la república, i Porqué ? Porque la AméTÍca
carece de tradiciones y de ruinas eri su suelo. Pues
precisamente por eso es la América quien menos com-
prende esos obstáculos ; porque solo los conoce de
oidas, porque no puede haberlos visto y palpado como
los que nacen sobre ese suelo, ni está acostumbrada á
oirlos constantemente apostrofar y exagerar.
Estas afirmaciones vaporosas, que á la legua se
comprende que vienen al correr de la pluma, sin anie-
cedentc ni consecuente, son un rasgo característico de
los escritos de Castelar, y se encuentran á cada ins-
tante. He aquí la primera frase del exordio : t A
despecho de los ejércitos de los reyes y de las exco-
r.niniones de los papas, !a civilización moderna es de-
mocrática ; í (i) un modelo de pensamiento sin valor ni
solidez, y sin embargo el punto de partida de un tra-
bajo de historia filosófica, i Son acaso los ejércitos
de los soberanos y las excomuniones de los pontífices
los únicos enemigos de la democracia ? Del mismo
modo pudieran haberse incluido en la enumeración
el rayo del cielo y las curvas parabólicas de los come-
tas, í Fueron estos obstáculos los que convirtieron á
(l) Como nuestras observaciones no se dirigen á la lormn, sini
á la idea que ésta expresa, creemos suficienle advertir aquí, uní
vel por todas, que traducimos esas frases del inglés, y que \
Sr. Castelar no es responsable de las palabras.
Estiidioí y Confer
^^5
Ela Francia, después de la gran revolución democrática
ig, en el ejército entusiasta de un emperador, y
Jios que devolvieron al catolicismo el prestigio que te-
^ia perdido ? No acertamos fijamente á comprender
D que Castelar quiere decir por medio de esta frase
■ueca y de puro efecto. ¿ Aludirán por ventura sus
uniones pontificales al Syllahis y demás decretos
Ude Pío Nono? Pues ellas precisamente son las que
;han introducido hoy un cisma en la Iglesia, las que
■lian arrebatado á la Curia Romana la mejor parte de
PSu influencia en el mundo, las que han relegado á un
tincon del Vaticano, sin un solo gobierno de Europa
íii de América á su lado, al Gran Sacerdote que diri-
gía antes la política universa!. ¿ Rcferiránse, por el
contrario, al poder teocrático de la Edad Media ? No
lo creemos ; esta civilización democrática moderna
Lapénas era entonces un presentimiento; y en aquella
V¿poca terrible del derecho de la fuerza y del predomi-
nio de las castas por medio del principio hereditario,
era la Iglesia Católica la única que, por su organiza-
ción y su poder intelectual, sabia contener los excesos
Sde la fuerza triunfante y desencadenada.
Lo mismo puede decirse de los ejércitos de los
[cyes, mencionados después. Pero no es nuestra inten-
feion seguir este sistema de critica al pormenor, tan
pnojoso como estéril, y sólo hemos querido marcar un
raefecto de las producciones del distinguido publicista,
220
Enrique Pit
demostrando la razón por que dijimos que compoDe-
su prosa como otros escriben versos. Cuando Castelar
comenzó estos artículos no tenía quizás plan dispues-
to, ni exordio indicado por consiguiente. La primera
frase revela la confusión de su mente en ese ínstame ;
á medida que fué escribiendo, las ¡deas se ordenaron
un poco más, y entró en el verdadero objeto de las dos
primeras partes de esta disertación, que es un bosquejo
del movimiento republicano en Francia.
La impresión final que dejan en el lector puede
condensarse en dos palabras ; son dos artículos escri-
tos por un español y traducidos a! inglés para el pú-
blico norte-americanoj pero ese español es simplemente
un frontes mds.
Hay a!go que admirar, bajo este punto de vista, en
un hombre que, por el esfuerzo de un sentimiento po-
deíoso de simpatía, logra asimilarse tan completamente
las ¡deas, los sentimientos, y hasta las preocupaciones
de otro pueblo, donde no ha nacido, ni vivido más que
de paso. Es verdad que dadas las ¡deas y opiniones
sociales y políticas de Castdar, se comprende que el
español que las profesa ha de haberlas aprendido y
cultivado en Francia ó en libros franceses, pues en
España ni se han hecho esos ensayos de repiiblica ni
ha habido escritores notables sobre tan interesantes
cuestiones ; pero el valor de la observación aun así
permanece intacto, porque Castelar no sólo profesa
Estudios y Conferencias
227
opiniones comunes á todos los republicanos franceses,
sino (ambien las espresa con el más inequívoco acento
de sinceridad, y las confunde con errores y preocupa-
ciones de casi todos ellos. Gustavo Flourens, el fre-
nético tribuno que guió á los comunistas en el ataque
contra Versalles, murió, según Castelar, asesinado. 1.a
columna de Vendóme, para él es un « cadalso en el que
la Francia y la Europa fueron decapitadas por la infa-
me política de los Césares ; » sostiene que su demoli-
ción no fué un crimen, y de seguro no cree que fuese
una puerilidad. Todos los franceses escogen general-
mente un héroe de su gusto en el largo catálogo de
los que figuran en la primera Revolución Francesa ;
para unos, como Luis Blanc, es Robespierre ; para
I otros, como Lamartine, Vergniaud y sus compañeros
de la Gironda; para muy pocos, Lafayette; para otros,
en fin, ó Saint Just, ó Barnave, ó Madame Roland, ü
I otro cualquiera ; para Castelar es Danton. Castelar
cree, como todos los franceses, que el esfuerzo mayor
de heroísmo de que hay ejemplo sobre la tierra es la
lucha de los ejércitos republicanos de Francia contra
la invasión extranjera á fines del siglo pasado ; y aun-
que ese brillante episodio es una gloria indisputable de
la Revolución, no parece recordar por de contado que
fué una guerra de aliados mal unidos, llevada adelante
sin vigor y sin unidad, por un general irresoluto y me-
diano como el duque de Brunswick. Castelar engran-
328
Kiii-iqíic Piñi
dece el suceso cuanto puede ¡lara abonárselo en c
á la memoria de Danton y Robespierre ; pero como el
segundo de esos personajes no es de su especial predi-
lección, establece inmediatamente un paralelo, en el
cual entre otras cosas dice ; « el uno (Robespierre) era
el maquiavelismo, el otro la franqueza de la revolución;
el uno era conspiración, el otro guerra ; el uno egoista
en sus impulsos más humanos, el otro generoso €ñ sus irí- <
menes mds abominables. » ( Es esto escribir historia} |Q
esto estudiar desapasionadamente los sucesos ]
Pero Castelar también más que filósofo y más t|
historiador, es un sectario. Tiene su idea que Cffl
forma republicana federal, (i) tínica solución pos
para todos los pueblos y naciones, cualesquiera \
sean sus aspiraciones, cualesquiera que sean sus esjüj!
ciales circunstancias. La Revolución francesa de rycfj
llevó á la Francia, primero á la monarquía, y luego al
Cesarismo, no por sus crímenes, oo por su intolerancia
feroz, no por la presunción teórica y la ignorancia prác-
tica de sus jefes, ni mucho menos por la falta de la
educación necesaria en las masas ; nó ; según Caslelar,
se perdió exclusivamente ■^ot falta de espíritu federal.
Esa civilización moderna que es democrática, á despe-
(t) Eso era en 1S72, fechi de
;nte, y puede decirse sin exagen
atrito ; ahora es muy dil^_
Quantum mltíatus «j jj
^^^nvmvi
Estudios y CohJi
229
:ho de las excomuniones y los ejércitos, no seria, si se
liguierao estriciamente los principios de Castelar, más
que la sustitución de un fanatismo por otro. Fuera
de la República federal no hay salvación, dice él, como
dicen otros que no la hay fuera de la Iglesia Católica,
y el progreso entre ambos extremos no es tan grande
pomo parece.
De esta manera vive constantemente en una atmós-
ra artificial. Piensa y siente como un francés ; ha-
blando de Ledru-Rollin dice en estos artículos : « ha
pido desde 1832 nuestro primer tribuno, nueUte mejor
^ador. > Cuenta los sufrimientos de los republicanos
ID Francia, los horrores de la toma de Paris por Mac
Uahon, con la más vigorosa indignación, con lástima
profunda, con patética elocuencia.
Bastaria esta circunstancia para aquilatar el valor
real, filosófico de las teorías republicanas de Castelar,
ii ellas en sí mismas por su exclusivismo y exageración
no se hicieran desde luego sospechosas para los que
viven en América ; pero va tan lejos el Sr. Castelar,
que en estos artículos dedicadas á anglo-americanos,
no vacila en estampar la siguiente aventurada y deci-
siva afirmación : — f El escritor francés Larroque (ha-
bla Castelar) propone en su libro suprimir la presiden-
cia en las repúblicas, en h cual tiene razón porque la
presidencia de un solo ciudadano conducirá siempre d
¡a monarqula.t i Porqué ? — No lo dice ; pero repetidas
230
Enrii/iic /'ii
en Nueva York, en inglés, y en medio de una campaña.
presidencial, suenan estas palabras como proferidos por
un insensato.
Era preciso decir y muy claro la razón por que ha
de conducir siempre la presidencia de un ciudadano á
la monarquía. Cnanto dijera nuestro autor en un pe-
riódico norte -americano podía pasar sin demostración,
y aun aceptarse, si se quiere, bajo Ja garantía de su
nombre.^ménos esa aserción. Dentro de cuatro años
contarán un siglo de existencia los Estados Unidos,
en cuyo término han sido gobernados por diez y oclio
ó diez y nueve Presidentes simples ciudadanos, y ni
uno de ellos ha revelado deseos ni tendencia á la mo-
narquía, á pesar de que tres por lo menos, Washington,
Jackson y Grant, han debido su elección á proezas
militares. La afirmación es además por su esencia de
las que necesitan prueba inmediata y satisíactoria, por-
que los ejemplos contrarios son abundantísimos, donde
quiera que el ensayo se ha hecho de buena fe.
De buena fe, decimos, porque no es posible colo-
car en esta categoría la experiencia de Francia y la
elección de Luis Napoleón líonaparte. i Quién era esc
personaje antes de 1848? Nadie, un pretendiente que
pasaba por tonto ó loco, un aeronauta, un balhonman,
como dice el historiador de la guerra de la Crimea,
que habia hecho dos ascensiones aerostáticas y en la
última habia caído de cabeza ; á quien sus campa-
Estudios y Conferencias
231
'triólas eligieron para que diera golpes de estado y se
hiciera emperador, si podia; por el solo titulo de ser so-
brino del déspota más insolente que conoce la historia
después de la caida del Imperio Romano. Hoy mismo,
Thiers no es un presidente de buena fe, con sus facul-
tades dictatoriales, su presencia constante en la Asem-
a, y la incesante tiranía de su opinión personal, que
impone con la amenaza de renunciar el puesto en caso
contrario, y advirtiendo minuto por minuto á la Re-
pública Francesa, que no se está gobernando por sí
sola, que va gobernada por un hombre depositario de
sus destinos.
No es eso lo que en América se llaman repilblicas
ni presidentes. El dia en que los republicanos de
incia (y lo mismo de España é Italia) no sean tan
declamadores ni tan pagados de sofísmas, como lo han
sido siempre en su inmensa mayoría ; el dia en que no
tagan, como el seBor Castelar, distinciones sutiles,
inútiles é inexactas, del género de la siguiente, que
hallamos en estos artículos : «el nombre de Washing-
ton debe incluirse entre el de los grandes ciudadanos
mds bien que entre el de los grandes héroes ;* t\ dia en
que piensen que no hay heroísmo mayor que el deber
público honrada y ¡cálmente cumplido, y reconozcan
que Danton y sus compañeros fueron hombres que
perdieron el sentido y la noción de la justicia y el
deber, y asesinaron por casi un siglo la idea republi-
2J2 Enrique Piñeyro
cana en Francia, — ese dia verán que la presidencia de
un € solo ciudadano ^ no conduce forzosamente á la
monarquía.
Nueva York^ Julio de 18^2,
UNA TRAGEDIA GRIEGA
POR
UN POETA CUBANO
ARISTODEMO. Tragedia en cinco actos y en verso, por
Joaquín Lorenzo Luaces. Habana : 1867
Necesitamos comenzar este juicio crítico afir-
mando que no entra en nuestro credo literario ningún
espíritu exclusivo de sistema, y que, al contrario,
por instinto y por convicción, hemos tratado siempre
de dar á nuestros principios toda la latitud de que po-
dían ser susceptibles, sin caer en el absurdo ó la extra-
vagancia. No sentimos ciega predilección por ninguna
forma de verso ó prosa, ni tampoco por esta ó aquella
literatura. No nos contentamos con pensar, como
Boileau, que todos los géneros, menos el fastidioso,
son buenos y aceptables ; pensamos que todas las for-
mas que caben en cada uno de los géneros, la nueva y
la vieja, la indígena y la extranjera, la simple y la
^34
Enrii/itc Piiíeyro
complexa, son justas y respetables desde el mometilA'
en que un poeta, ó un escritor cualquiera, las ciee
oportuno aceptar para servir de expresión á sus
ideas. Ideas indispensablemente esperamos; en cuanto
á formas, aceptamos y discutimos Codas, poniéndolas
en parangón con las ideas de que son, ó deben ser,
brillante li honesta vestidura.
En la literatura dramática especialmente, en la
cual guarda siempre la forma una relación más directa
y constante con la naturaleza del argumento de cada
obra, son á nuestros ojos igualmente buenas todas las
especies ; y concedemos al poeta, en todas ocasiones,
la libertad completa de escoger lo que más le cuadre,
lo mismo la tragedia clásica, severa y escultural, in-
ventada y perfeccionada por los griegos, ó el drama
romántico con todos sus múltiples caracteres, 6 la co-
media realista de nuestros dias con todo su prosaísmo
y toda la crudeza de sus escenas.
Consideramos preciso fijar este punto de vista an-
tes de empezar á ocuparnos del /I rtsíodrmo, pues sólo
asi se puede juzgar con imparcialidad una obra que
en la mente de su autor muestra ser una tragedia d lo
antigua, griega en la forma, griega en el argumento y
griega en el orden y distribución de todas sus partes;
una obra que es además un trabajo de conciencia cui-
dadosamente concebido y ejecutado, un alarde vigo-
roso de estudio yderaeditacion, un esfuerzo generoso,
Estudios y Con/e rendas
^35
(ín, ]>or elevarse tnás allá del circulo eütrecho y
gastado, dentro del cual giran casi siempre nuestros
líoetas.
El nombre de Arisiodemo no es nuevo en la litera-
tnra draraálica, I.os poetas italianos mostraron
sicmjire grande afición por la terrible y lastimosa le-
yenda de ese rey de Mésenla ; y apartándose más ó
os del texto original de Pausaniás, geógrafo del
siglo segundo de la era cristiana, en su Descripción de
¡a Grecia, lo han puesto en escena primero Dottori,
luego algún otro cuyo nombre no recordamos, y sobre
todos después el ilustre Vicente Monti,
Es una historia realmente trágica : en tiempo de la
primera de aquellas tremendas guerras entre Esparta y
Mesenia que acabaron por la destrucción completa de
la liltima, cuando los mesenios, no vencidos aún, pero
cruelmente estrechados, se habían encerrado en la
inaccesible ciudadela de Ithome, determinaron consul-
tar sobre el medio de salvarse al oráculo de Délfos, el
cual les respondió qvie inmolasen á las divinidades del
infierno una virgen de la sangre de Epytos, bien esco-
:a por la suerte, ó bien designada voluntariamente.
La suerte señaló á la hija de Lysiscos, á quien su padre
huir inmediatamente de la ciudad, para librarla
del espantoso sacrificio. Entonces Arisiodemo, de la
de Epytos también, y el guerrero más ilustre de
la Mesenia, ofreció espontáneamente a su hija, que era
'j6
Enrique Pineyro
esposa prometida de un mesenio. Este, por S3lf|
su amante, proclama que siendo ya esposa y i
!a hija de Aristodemo, no podía su muerte satisf
(j1 mandato del oráculo ; pero el padre ultrajado'
tan falsa acusación, mata allf mismo y con sus n
manos á su hija, y enseña al pueblo sus entradas v;
nales. 1.a voz del oráculo quedaba de ese n
decida, y por algunos años cesó la guerra entre n
nios y espartanos.
Esta es la tradición, tal como ha llegado ha)
nosotros, y se ve que de ella puede muy bien forra
el argumento de una tragedia. Monti dispone la a<
de su obra quince años después del sangriento sac
cío, cuya relación hace en magníficos vers
del mismo Aristodemo, y su tragedia tiene por princi
objeto pintar los remordimientos de ese padre den
turalizado, que, según el poeta, arrastrado por la ai
cion, cometió el bárbaro asesinato. Luáces,
contrario, toma como base de su acción el minj
sacrificio, cuyo acto constituye la catástrofe de su4
gedia.
Pero en el Aristodemo de Luáces hay mucho i
de lo que encierra la tradición, y en nuestro concq
lo que ha agregado no está de acuerdo c
sencillez que toda tragedia debe tener ; contrae
hasta destruye, el efecto que para ser verdaderai
trágico debiera producir el desenlace. La muerte j
Estudios y Confírenrías
237
Aletea (que así se llama la hija de Aristodemo), no es
en la tragedia de Luáces la hazaña bárbara, pero gran-
diosa, de un padre farfetico, á quien ciegan el amor de
la patria y la piedad religiosa ; además del padre
cruel, y de la hija sumisa, y del amante desespe-
rado, y del oráculo sanguinario, hay en la pieza de
Luáces un personage odioso y repugnante, que toma
grande parte en la acción y le da un carácter de insigne
maldad. Este personaje es Theon, sacerdote supremo
de Júpiter.
Theon, ministro del Padre de los dioses y pisando
ya los umbrales de la ancianidad, ha concebido una
violenta pasión por Aretea; pasión de viejo, repugnante
y criminal, porque él mismo habia sido quien en secreto
había bendecido el matrimonio de Aretea con el joven
mésenlo Cleonte. De modo que ya el Sr, Luáces ha
recargado la acción con dos nuevas circunsiaocias ; —
el amor senil del sacerdote, y e! matrimonio de la hija
de Aristodemo, el cual en vez de ser, como en la tra-
dición y en la tragedia de Monti, una menlira sublime
que arranca la compasión, es una verdad que saben
los esposos y sabe el sacerdote que los enlazó.
Theon, para vengarse del desden de Aretea, hace
que los sacerdotes del templo de Apolo en Délfos, re-
dacten la respuesta del modo que él quiere, y por eso
pide el oráculo que se escoja por la suerte una virgen
de la sangre de los Apetidas, para ser sacrificada á los
>J»
Hsnes del mfienio. Theon dispone también, á la v
del espectador, que el sacerdote iofenor, Meta^ «lue
debe hacer el sorteo, lea el nombre de Aretea cual-
quiera que fuera el que realmente saliese. Melas cede,
y ofrece cometer la Uaicíon y el sacrilegio que le
piden ; pero en el momento del sorteo, vacila, tiembla,
y deseando leer el nombre de Aretea pronuncia el de
Ifita, hija de l.ísisco. Llega el momento del sacriücio
y no se encuentra i Ifita, á quien su padre había hecho
desaparecer ; entonces Aristodemo, creyendo necesario
señalar otra victima, ofrece á su propia hija ; y cuan do \
dice estas palabras :
H¡ja del conzon \ Los dioses craeles
En tiQ horrible úCuacion me han puesto
¡ Muere por la salud de la Mesenta !
responde aparte Theon con estas, que marcan liieQji
carácter en la pieza :
[i Al fin se cumple mi ícruz auhelo \\
Sin embargo, en tan crítica situación (
sabe que hay un medio de salvar á Aretea. El ora
pide una virgen, y ella es la esposa de Cleonte.
lo declara allí á la faz de todos, mas nadie
súlo pueden confirmar su dicho Theon y Aretea.
sacerdote comete en la escena la última de s
mías, negando la verdad del matrimonio que él n
habia bendecido.—; Y Aretea ? — Desde el a
Estudios y Conferencias 2jg
Theon, por medio de otra mentira, le habia hecho ju-
rar que nunca revelaría la verdad de su matrímonio,
cualquiera que fuese la situación ó el i>eligro en que
se hallara, y el juramento habia sido por la Estígin,
aquél que, según los gríegos, aterraba á los mismos
dioses, y nunca se atrevian á relajar. Aretea, pues,
lo niega'tambien. Arístodemo quiere herír á Cleonte,
y mata á su hija que se interpone ; Cleonte mata á
Theon, y Arístodemo desesperado se arroja contra la
punia de su espada y muere también.
Este desenlace, que inunda de sangre la escena, era
sin embargo indispensable en el punto á que la acción
habia llegado, y la repugnancia horrorosa que produce
es el mejor argumento contra la idea del Sr. Luáoes
de introducir ese {>ersonage innecesario y detestable
de Theon. Si el Sr. Luáces pensó que no bastaban
para llenar la acción los tres personaJ€;s capitales del
padre, la hija y el amante, debió haber desistido del
argumento, antes que decidirse á crear el del .Sar^rr-
dote Supremo ; porque con esa agregación la muerta
de la hija, que en la mente del poeta es todavía un
acto de heroismo y de piedad, no es ya en la a^xíon
más que la víctima de una red de crímenes é infamias
urdida por el sacrilego sacerdote.
Theon, por consiguiente, no es un persona;$e trá-
gico. Sacerdote que no cree en la religión qu^ tírv^r,
y alma de hiena, sin un %^Ao m^^/í-
240
Enrique Piñeyro
miento de nobleza, y arrastrado además por una pasIS
feroí hacia una niña de veinte afios, — todo esto com-
pone una suma de horrores, excesiva para recaer en
un solo personaje, horrores suficientes para llenar un
tremendo melodrama, i Cómo, pues, habia de potfer
añadirse todo esto á una acción, cuyo protagonista
debe ser otro personaje, y cuya base era enteramente
diversa, pues no se trataba de crímenes ni de ínfaratas,
sino de un sacrificio, que en las ideas de los griegos
era un resultado natural del amor de la patria, y sobre
todo del celo religioso !
El Sr. Luáces ha querido escribir una tragedia, i.
imitación de las obras del teatro griego, y del mis-
mo género que las de Racine y de Voltaire, de
Alfieri y de Monti ; lo indican, sin dejar duda alguna,
la distribución en cinco actos, la observancia fiel y es-
tricta de las reglas de tiempo y lugar, que se llaman
unidades clásicas, y por último la uniformidad
y constante elevación del lenguaje, en versos endeca-
sílabos asonantados. ¿Porqué, entonces, no se conten-
tó con los rasgos fundamentales de la tradición, y fué
á buscar fuera de ella otra complicación que, cuando
menos, habia de comprometer el interés y efecto de la
primera ? — No hallamos respuesta á esta pregunta, pues
no se nos dirá que la tradición en sí misma y sin nir-
cirle el poeta por su parte nada fundamental, no era
bastante para una tragedia. Esta objeción es muy fá-
Estudios y Conferencias
341
fcil de desvanecer. Basta tener presente que Eurípides
^ Racine tuvieron suficiente para escribir una tragedia,
fcue cuenta entre las mejores de cada uno, con sólo el
iacriñcio de Efigenia. Precisamente, para completar
muestra idea, y acabar de decir al Sr. Luáces de qué
modo se aparta mucho su composición del modelo que
i griegos inventaron, nos basta recordar esas dos
igedias que Eurípides y Racine intitularon Efigenia
9 Aulida. En ambas el sacrificio de la hija de Aga-
IBenon es la única base de la acción, y bastan para
llenar cinco actos inmortales, de constante y sublime
loesía, la hija sacrificada, el padre fanático, la madre
morosa, y el amante, que en este caso es Aqulles,
Bijo de Peleo. — Esto mismo es lo que ofrecía la tra-
dición para escribir una tragedia sobre Aristo-
l^emo.
Tal vez se piense que no es btien consejo, y mucho
biénos buena crítica, vituperar á un poeta" porque se
Síaya apartado y haya huido de toda imitación de otros
■poetas, en asuntos parecidos y en que, por tanto, era
■fácil que lo acusasen de imitador. Pero para esto lam-
1 creemos tener fácil respuesta, pues no decimos
«implemente que el Sr. Luáces debió haberlo hecho ;
demostrado que el camino escogido por él no
& bueno, y al agregarle que, conformándose á la sen-
cillez de la tradición, hubiera acertado mejor, le re-
Ecordamos que eso mismo, en casos idénticos, habían
»42
Enriqítt Piñeyre
hecho dos poetas, que el Sr. Luáces sin duda recoi
como modelos. Además la tragedia hoy es un géoero
puramente artificial, oratorio por decirlo asi, y está
admitido en ella tomaré imitarlos argumentos de poetas
anteriores. La Efigenia en Aulida, de Racine, tiene
el mismo argumento que la de Eurípides; y no por eso
deja de ser la primera una obra maestra, y Racine im
gran poeta y el escritor moderno que en corrección,
nobleza y elegancia más se aproxima á los griegos.
Escribir hoy una tragedia, como ésta, no es crear
un verdadero poema dramático, es componer una serie
de discursos en verso y variar sólo en la forma un
tema viejo de veinte siglos por lo menos. Las trage-
dias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, cuya Imitación
feliz es la gloria de la literatura francesa del siglo XVII,
son, junto con los poemas de Homero, la expresión
más alta y completa de la civilización y del arte anti-
guo ; pero el arte moderno no es eso. Quince siglos
de lucha y de confusión variaron por completo el
ideal que se nos habia trasmitido, y la humanidad, se
reconoce hoy más fielmente retratada en las ficciones
de Shakspeare, que ocupa para los modernos el mismo
lugír que ocupó Homero para los antiguos.
Habrá siempre, sin embargo, hombres de estudio
y de reflexión que, saboreando con delicia las compo-
siciones severas, sobrias y completas de la antigüedad,
busquen el placer espiritual. Intimo y vivísimo, de ele-
Estudios y Cen/en
243
f
varee alguna vez hasta la inspiración sublime que pro-
dujo esas obras, coKiponiendo un poema dramático
conforme á sus reglas y sus principios. Esto es lo
que han hecho y hacen en nuestro siglo muchos poe-
tas, sin aspirar nunca á formar escuela; esto es lo que
ha hecho hoy el Sr. Luáces, y por lo cual merecerá el
aplauso de todos los que buscan en la literatura la
espresion de la belleza, sin atender á tipos, ni á escue-
las, ni á teorías exclusivas y tiránicas.
Más especialmente merecerá el Sr. Luáces aplauso
y aprobación de todos los que en Cuba amamos el
arte, porque su nueva producción es un nuevo esfuerzo
que revela una escrupulosa conciencia de poeta, y los
mismos defectos que contiene no son del niimero de
aquellos de que, con frecuencia, se adolece entre nos-
otros. La versificación del Sr. Luáces peca por el
defecto opuesto á lo que en Cuba generalmente acon-
tece. No se podrá decir al autor de Aristodemo que
sus versos sonoros y musicales quieren disfrazar con
'la melodía la ausencia de las ideas ; por el contrario,
3I leer su tragedia es imposible dejar de notar que son
las cualidades musicales las que precisamente más
falta le hacen. El mismo afán de evitar el lirismo
palabrero lo ha llevado al otro exceso, y con pena se
iota demasiado esfuerzo por parte del poeta. A veces
dureza y la falta de armonfa llegan á un extremo
verdaderamente exagerado, como en estos ocho ver-
244 ' Enrique Piñryro
sos, en los cuales se repite más de siete veces la sflabí
Cansado de la. lid y de mi triunfa
El sueño apenas rufidliar eo>v¿i%a
Cimndo pienso enf entrarme con mis an
En Id mis alto del celeste Olimpo.
AlU, en fallirá y favor de la Mesenia,
Las diosas y los dioses divididos
En revuelta batalla fimlendian,
CiiRservándoüe el dxita indeciso.
Es difícil llevar más lejos el odio por la música •'
esto es prosa en el fondo y en la forma. Favorecen y
hacen resaltar además esta excesiva dureza la escasez
de imágenes poéticas y la afectada concisión, que soD
otros dos caracteres de la versificación del Arista-
dtmo : los versos citados bastan para probarlo.
En cambio otras veces, cuando la energía y la con-
cisión á que sistemáticamente aspira el Sr. Lnáces, se
unen á un momento de inspiración poética, compone
trozos mejores, como éste ;
Desde entonces. ¡ ob Cielos ! desde entonces.
Por las Furias, sin tregua, atormentada,
Ni un ¡Halante consigue <3e reposo
La hija criminal,... Ni mis plegarias,
Ni mis ofrendas, ni mí llanto pueden
Tranquilizar mi espíritu. Asustada
Me encuentro siempre, y al ligero riiido
Que fonna en estas bóvedas el auia.
Me parece que el rayo del Tonante
Sobre mi frente criminal estalla.
En todas partes la terrible sombra
Estudios y Confc
Contemplo de mi padre : su mirada
Me llena de pavor, y su tai ruda,
Retumbando cual trueno en la montana,
Me grita sin cesar : • ¡ Maldita seas,
Hija cobarde, coraion de esclaya \ »
Hasta aqui tentamos escrito el mismo dia en que
recibimos con sorpresa la noticia de la muerte del dis-
tinguido poeta, cuya obra analizábamos sin saber que
era la líltima que componía. Tan triste é inesperada
nueva nos obligó á suspender nuestro trabajo, y sobre
todo á aplazar por algunos días su publicación. Era
la hora de los elogios sin tasa, y en medio del sentí-
I miento universal podia parecer nuestra voz disonante
importuna. Hoy lo publicamos tal como lo escribi-
I mos, sin quitarle ni añadirle nada, juzgando ésta la
mejor manera de honrar la memoria de un poeta mo-
desto y estudioso, que cultivó la poesía con amor sin-
[ cero y con noble entusiasmo.
Hoy su carrera está terminada, sus obras forman
i un conjunto, y podemos decir que el Aristodemo
1 es su obra maestra, Luáces, por la naturaleza de
su talento vigoroso y elevado, pero poco flexible, no
tenia grandes disposiciones para el género dramático,
li para ciertas especies del género lírico. Su inspira-
ción valiente, al mismo tiempo que contenida, no abra-
zaba de una vez muchos sentimientos, sino que mar-
246 Enrique Piñeyro
chaba directamente á la expresión de uno solo,
ganando en energía y vigor lo que perdía en variedad
é ínteres. La admiración y la indignación eran los
que se avenían mejor con su temperamento de poeta ;
y por eso son su obra maestra las odas A Ciro Field,
A Lincoln^ A la caida de Varsovia ó de Misolonghi^ al-
guna otra por este estilo, y un hermoso canto al Tra-
bajOy que premió ayer el Liceo de la Habana en sus
Juegos Florales de 1867. El pobre Luáces no pudo
vivir bastante para recoger el premio que se le otor-
gaba ; pero al leer esa composición, que debe ser la
'última que escribió, que es el canto del cisne, todos
dirán, que la última palabra del poeta fué digna de su
carácter, de su talento y dé su vida entera.
Habana^ Enero 1868.
WILLIAM H. SEWARD.
El mes de Setiembre de 1876 fué en Nueva York
el mes de las estatuas ; el día seis se descubrió una de
Lafayette, y el veinte y siete otra de Seward, ex-Gober-i
nador del Estado de Nueva York, Senador de los
Estados Unidos, y principal Secretario durante los
ocho afios de la Presidencia de Lincoln y Johnson.
La de éste se encuentra en la esquina sud- oeste de la
Plaza de Madison, el lugar tal vez más concurrido y
hermoso de la ciudad. Es de bronce, como todas las
demás de esta metrópoli, donde el mármol no se usa
para ese género de monumentos ; en primer lugar,
porque es material mucho más caro ; en segundo,
porque en esta nuestra edad metálica, el bronce con-
cuerda quizás mejor con el carácter general de las
costumbres y las instituciones.
La estatua, bajo un punto de vista artístico, es
mala, muy mala, casi merecedora de ser puesta al lado
de las de Lincoln y Washington que aparecen en otra
plaza. Es la más grande de todas ; la figura sentada
mide diez pies de altura, y si nos la imaginamos
24S
Enrique Piileyro
poniéndose de pié, tendria trece de estatura,
pantalones son el detalle más saliente del conjtinto,
porque aparece con una pierna cnizada sobre la otra.
La mano derecha cae á un lado, y conserva todavía la
pluma con que acaba de escribir. Ha debido estarl«
haciendo por muy largo espacio y haberse cansado
mucho de estar doblado, porque la parte superior del
cuerpo aparece ahora derecha como un huso. Tiene
una capa por detrás, en el respaldo de la silla, ignora-
mos con qué objeto. El bronce es dorado, ó por lo
menos de un amarillo claro, lo cual entre el verde de
los árboles produce un efecto desagradable ; pero el
tiempo se encarga de corregir este defecto. El pe-
destal se compone de dos partes : la base, de ese
granito común americano que cambia de color cada
vez que las lluvias lo mojan, y encima un gran trozo
de mármol italiano de varios matices. La inscripción
contiene los tres nombres del agraciado, y sus tres
empleos principales : nada xah. ; por ahora al menos.
Los discursos fueron vaciados en el molde habi-
tual de esa clase de producciones, donde la cortesía
alterna con el panegírico. Seward murió hace sólo
cuatro años, tomó parte principal en las luchas polí-
ticas de la república, el partido á que se afilió existe
aún con el mismo nombre y casi el mismo programa.
y es difícil todavía para amigos y para adversarios
juzgarlo con verdadera imparcialidad.
Estudios y Conferencias
249
Un extranjero podría quizás hacerlo con mayores
I-probabilidades de oo dejarse extraviar por la pasión,
ly vamos á intentarlo.
Mr. Evarts, el abogado más notable hoy del foro
jje Nueva York, fué el orador de la ceremonia, el pa-
«egirista de la ocasión, y pronunció un discurso ele-
[ante y lleno de viva simpatía. De él tomaremos sólo
1 división que establece en la vida de Mr. Seward,
a la cual distingue con exactitud tres periodos dis-
Uotos. Hasta el ai\o de 1848, fué casi exclusiva-
~ mente un abogado, ó concretó sus servicios públi-
cos aJ estado de Nueva York, su patria, y á su
política interior. Desde 1848 hasta 1860, como Sena-
^dordelos Estados Unidos, estuvo políticamente ala
»beza del punido liberal y progresivo, que preparó
fel país para la abolición de la esclavitud. Decimos
fc políticamente, » porque á nuestro juicio Mr. Seward
: amigas nada hubieran logrado, si el grupo
idiado de los abolicionistas y las sectas unitarias de
líueva Inglaterra, no hubiesen predicado su ardiente
iizada contra la esclavitud de los negros ; esos
beron los verdaderos reformadores y regeneradores
tel pais.
1860 sufrió Seward el gran desengaño de
1 vida, la derrota de su candidatura para Presidente
E la república, en la famosa Convención de Chicago,
ionde fué designado Abraham Lincoln, á pesar de
3SO
Enriíjiie Piñeyrn
que su rival contaba, desde el principio, con mayftr
número de adherentes.
Esas coDvenciones, qut; se celebran cada cuaiio
años en vísperas de la elección de Presidente, no
tienen sanción legal de ningún género, no fueron
previstas por los fundadores de la república, se com-
ponen de delegados informalmente nombrados por
sociedades irresponsables ; y sin embargo, ellas son
las que escogen, y en realidad designan, la persona
que ha de dese:íipeftar la primera magistratura del
país ; y determinan, por medio del programa ó * pla-
taforma » que redactan, la política general de la nación,
La vigorosa disciplina, á que están sometidos los par-
tidos, exige la aplicación de ese sistema, como único
medio práctico de ejercer su poder. Hay, pues, tantas
convenciones como partidos políticos organizados ; y
en ese año de 1860 se celebraron cuatro diferentes,
Fué el año que precedió á la guerra, año de tempes-
tades políticas, anuncios del horroroso huracán de
sangre y fuego que en el siguiente debia venir. Tratá-
banse entonces, por última vez en la arena de las
discusiones verbales, las cuestiones entre el Sur y el
Norte de la república ¡ y los partidarios del Sur, divi-
didos y discordes, aparecían ya víctimas de esa terrible
alucinación que, según el poeta, ataca á los que van i
ser víctimas del fuego del cielo.
El tercer periodo comienza en ese año de iS6d y
Estudios y Con/e
^5t
j termina con su muerte, en 1872; en cuyo espacio
I prestó sus grandes servicios á !a patria como Secretario
. de Estado durante toda la guerra civil. Después del
asesinato de Lincoln, continuó en el mismo puesto, á
despecho del abierto rompimiento que surgió entre e!
Congreso y el Poder Ejecutivo, El partido republi-
cano, á que siempre perteneció, no oyó más sus con-
. sejos, y acabó él por quedarse solo. Su carrera ter-
b minó, pues, en un verdadero desastre ; no volvió, á la
Veaida de Johnson, á tener influencia alguna ; se consoló
dando un viaje al rededor del mundo, y murió en
medio de relativa oscuridad.
No tenemos para qué ocupamos de la historia de
( su vida mientras su carácter fué el de un abogado
• simplemente distinguido, aunque no eminente ; ó es-
tuvo ocupado solamente de cuestiones de política
interior, que, á esta distancia, carecen de interés para
todos nuestros lectores. El hombre, juzgado princi-
■ pálmente por los sucesos de los dos ültimos periodos,
gana mucho á los ojos de la posteridad, |)ucs á esa
. época corresponden los actos más ilustres de su carrera.
p Fué un político hábil ; poseyó á la perfección el arte
1 de manejar asambleas y grupos de electores, sobre-
salió en una palabra en todas las sutilezas y prestidi-
gitaciones que son parte importantísima de la política,
y sin las cuales ni el talento ni la integridad pueden
por si solos obtener c! tríuuío. Pero eslo no bastaría
ífj
Enriíjiie Piñíyro
para su gloria, ni para la gloria de nadie. Es tío arte i
secuadario y poco respetable, que trae provecho para
quien lo sabe cultivar; pero que muchisimos otros,
inferiores á él, han cultivado y cultivan con éxito
idéntico ó mayor. Dejamos, pues, á un lado esta faz
de su carácter.
Apenas entró en el Senado Federal, en 1849, dio
muestras de su sagacidad política, declarándose re-
suelto á no votar concesión alguna en favor del partido
ó de los Estados esclavistas. Previo vagamente k
guerra civil que debía surgir doce años después : y en
aquellos dias, en que todavía contaban muchos con
una pacifica solución de las cuestiones pendientes, ó
se abstenían otros por escrúpulos de conciencia de
hacer nada que precipitase un porvenir tenebroso
de sangre y de luto, — el rasgo principal de su carác-
ter, es decir, la ausencia completa de escriipulos, sirvió
para ponerlo virtualmente á la cabeaa de un poderoso
grupo en el Senado y dar forma á una opinión, que
comenzaba á cristalizar. En un discurso de 1850,
sobre la admisión de California como Estadu de la
UnioD, pronunció estas palabras, que sirvieron como
mote de bandera después ; — « Hay una ley superior
á nuestra Constitución » — aludiendo á la ley de Pio^
El gran argumento del Sur, fundado en la «constíiu-
cionalidad» desús instituciones domésticas, quedaba
de ese modo sofísticamente destruido. Más larde, en
Estudios y Con/c
253
1855, abandonó toda reticencia y habló del « conflicto
inevitable,» que veia venir, en virtud del cualpcmás
larde ó más temprano, los Estados Unidos se conver-
tirán en una nación, ó toda ella con esclavos, ó toda
ella con trabajadores libres. » Poco después habló
aun más claro, y dijo que ciertamente no sancíonana
jamás con su voto el establecimiento de la esclavitud
los territorios de los Estados Unidos, ni en nin-
gún otro lugar de ta tierra, r — Es innegable que ex-
presiones como esta última, ó pruebas de sagacidad y
de valor cívico como las dos primeras, deben bastar
para hacer famoso á un hombre en su patria.
Por lo demás, nunca fué un verdadero orador.
Hablaba bien, con facilidad ; su exposición era siem-
pre clara, y su argumentación poderosa ; pero le fal-
taba eí quid divinum : la imagen soberana, y el ardiente
rcalor del gran artista.
Derrotado en la convención de Chicago, mostró
1 el acto la elasticidad de su carácter, aceptando la
situación sin innecesarias y estériles recriminaciones,
y prestándose á servir á las órdenes de su afortunado
I competidor. El buen sentido del pueblo americano
I comprendió, mejor que los amigos de Seward, que
Lia crisis que se preparaba requería algo más que
I un polidco astuto y sagaz para ponerlo á la cabeza del
I país, que la honradez inquebrantable y la fijena de
propósito de un hombre como Lincoln, eran cuali-
2S4 Enrique Pimyro
dades más necesarias en aquel momento que la di
lidad y fertilidad de recursos y de tretas que distin-
guían á Seward.
En el primer escrutinio verificado en la Conven-
ción, obtuvo Seward ciento setenta y tres votos, y
Lincoln le seguia con sólo ciento dos. La mayoría
debia ser de doscientos treinta y tres sufragios. Las
sesiones fueron muy interesantes y dramáticas. Veíase
venir la tremenda crisis ; para conjurarla, sí era jwsi-
ble, ó guiar al país en ella, sí no quedaba otro recurso
que afrontarla, Seward y sus amigos suponían que la
elección no seria dudosa, y que se preferiría á un hom-
bre oscuro, de aspecto y carácter extravagante como
Lincoln, un estadista reconocido, un político avezado
á las luchas de la vida pública, jefe de partido, é hijo
del estado más importante de la federación. El rest
tado fué, por tanto, un verdadero desengaño.
Fué nombrado Secretario de Estado ó de Relí
nes Extranjeras por T.íncoln ; comenzó I:
puso varías veces en ridiculo, profetizando el fin de la
rebelión primero en sesenta días, después en noventa,
y por último en seis meses. Pero vino en seguida la
desgraciada cuestión del Trent, y las amenazas de
guerra con Inglaterra, y la incontrastable necesidad de
ceder, devolver los prisioneros Masón y Slidel!, y
retractar la impremeditada aprobación del atentado
del Capitán Willies, — y aqu( tuvo ancho campo el
hijo
resut^^H
Estudios y Conferencias
355
Secretario Seward de lucir su habilidad, escribiendo
un magnífico despacho, en que tomaba su revancha de
la humillación práctica del caso, y apareció ante los
ojos del mundo como una especie de Curtió político,
que sacrificaba su popularidad á las necesidades terri-
bles del momento. En realidad, no perdió parte nin-
guna del favor popular, y ayudó magistralmente á la
nación á salir de un grave aprieto.
Dirigió la política externa de la repiiblica, durante
los cuatro años formidables, con tacto y con éxito. Su
talento de jefe de partido le sirvió eficazmente para
reorganizar el servicio diplomático, exigiendo en los
funcionarios unidad de miras, y presentándolos en to-
das partea como defensores de la causa federal y ex-
positores de las razones por que debía triunfar la
Union.
La fuerza de las circunstancias imponía irresisti-
blemente en aquellos días el carácter de su diploma-
cia : evitar por el momento toda complicación, dis-
cutir con templanza y dignidad, y reservar para más
tarde la última palabra de la discusión. Así hizo, y
así pudieron los Estados Unidos dominar la rebelión.
Concluida ésta, vino el momento de cobrar todas las
cuentas atrasadas, y la suerte reservó para entonces i
Mr. Seward ei triunfo más fácil y más brillanle de su
El modo
3 por fin la gu<
ninó cubrió de
'jO
Enrique Piñeyro
gloria al Presidente y sus colaboradores. Para que
fuese más completa y colmada la de Seward, e
misma noche y á la misma hora del 14 de Abril e
que era asesinato alevosamente Lincoln en un [
del Teatro de Ford por un histrión fanático, ]
otro asesino en el aposento en que Seward yacia e
fcrmo de resultas de una caída de carruaje, y le a
varias puñaladas, de que, por fortuna, pudo sal
al cabo de una larga y penosa coovalescencia.
Los Estados Unidos, después de la guerra civil, s
hallaban más fuertes que nunca, y antes de que re
ciesen los intereses pacíficos y ta calma mercantil,
biao dirigirse resueltamente al Emperador Nap(
león III y exigir la evacuación de Méjici
ejército francés. La exigencia fué formulada con ii
quívocable energía, el soberano de Francia cedió e
acto, y ha podido decirse con verdad que la pluma t
Seward derrumbó el mal afirmado Imperio Austi)
francés en Méjico.
Ahí acabó su carrera. Los años que continuó <
el poder fueron un triste y pálido epilogo, Sus aa^
guos amigos y compañeros lo abandonaron uno á u
perdió Iodo género de influencia en e! partido que h
bia formado y de que había sido el verdadero jefe.
sistema politico, que concibió y defendió para d
de la guerra, no fué el que aceptó la mayoría del (
greso. Si hubiese dejado el puesto cuando vio q^
Estudios y Conferencias 2^y
nada más podia hacer en él, ni para su gloria ni para
la del país, la historia de su vida seria más completa y
brillante. Pero su ambición lo engañó esta vez ; y
desapareció sin poder dejar de sí, como los verdade-
ros hombres de Estado, como Richelieu, como. Wash-
ington, como Cavour, una política nacional, fijada y
definida, un camino trazado para ser seguido por sus
sucesores.
I
1
EL
REPERTORIO DE UNA ACTRIZ
ADELAIDA RISTORI
I
MEDEA
La hermosa figura de Medea, acaso el más bri-
llante de esos inmortales caracteres trágicos que con-
cibieron los griegos, los eternos maestros del arte,
surgió el sábado ante nosotros, tal como en los sueños
de nuestra imaginación nos la habíamos figurado. Di-
cen que es el papel que la Ristori escoge siempre para
la primera representación, y lo comprendo, porque en
su interpretación es preciso recorrer la escala entera
del sentimiento dramático. El amor y el odio, la
ternura. maternal y la rabia de la venganza, la dignfdad
de la esposa abanbonada y la furia de la mujer celosa :
hé aquí en rápida enumeración los elementos de cada
una de sus peripecias.
26q
Enrii/ae Piiieyro
La tragedia de I.egouvé es pálida, muy pálida
compara con la de Eurípides; es la composición de
un poeta moderno de tercer orden, al lado de la
obra maestra del más patético de los trágicos griegos.
Pero bajo un punto de vista teatral, por decirlo asi, es
una tragedia bien escrita, hábilmente dispuesta y hasta
interesante. Para nosotros además tiene un mérito,
en lo cual supera á las inñnítas Imitaciones que se han
hecho del original griego, — reproduce fielmente,
sin alterarlo ni amenguarlo, el carácter de la heroína
tal como Eurípides lo concibió. La Medea de Séneca
ha aprendido la filosofía estoica ; la de Cotneille es
sobre todo una hechicera ; la de Legouvé es la misma
de Eurípides, esto es, nada más que la mujer abando-
nada, á quien su esposo y cómplice ultraja hasta lo
más hondo de su alma, y' que cegada por el amor, por
la humillación y por los celos, concibe y ejecuta la
más atroz venganza.
Estas dos faces tan diversas que componen el ca-
rácter de Medea, la ternura más exquisita por un lado
y la violencia más salvaje por el otro ; estos dos as-
pectos que la Ristori reproduce con tanta verdad, ex-
plican el entusiasmo y la admiración de toda la anti-
güedad por la gran mujer que creó Eurípides. A su
imitación debe la poesía latina su obra maestra, la pin-
tura incomparable del abandono de Dido por Eneas,
ó, en otros términos, el cuarto canto de la Mneida. —
I
Estudios y Confe
261
\i Quiérese una última ¡irueba de este amor de los anti-
Iguos por Medea? Cuando los asesinos enviados por
Antonio alcanzaron á Cicerón que huia en su litera,
a el gran Romano la Medea de Eurípides, y cerró el
ilibro para tender el cuello al furor de los sicarios.
l'Dos versos en fín de esa Medea fueron las liltimas pa-
s que articularon los labios de Marco Bruto antes
(de su sublime suicidio.
Pero dejemos esto por hoy. Otra mujer, realizando
leí ideal poético de que estoy hablando, ocupa en este
ImomenCo mi atención.
La Ristori es la mujer estatua, y estatua griega,
fbamos á decir. Pero es demasiado poco, y queda
r muy pálido nuestro pensamiento. Es el arte completo
de la estatuaria. Cuando cae desesperada al pié de la
I imagen de Saturno y apoya la mano en la sien, es
l^iobe, la Niobe de Praxiteles, con verdaderas lágri-
i las mejillas y un rayo en las pupilas. Cuan-
F'do, con un gesto indescriptible, responde á Jason
I que pregunta quien asesinó á sus hijos, y le dice :
Tú ! es Némesis, fatal, implacable y pavorosa.
Cuando en fin, blandiendo el puñal, expresa la em-
briaguez suprema de la venganza, y con paso caute-
loso ensaya el golpe tremendo que se prepara á
L asestar contra Creusa, es.... es lo que no habíamos
r visto ni soñado nunca, es la imagen del delito, del
I asesinato, del horror verdaderamente sublime. Así
d.:be ser ci
crimenes ;
Enrique ÍHñeyre
conciben y se ejecutan los gruoc
Ráseme i (osthi muri, entrar, qunl ombra
Uov'ella posa, e in sue píame giacente
Sotlo cnia man mirarla, J'aborriCa
Greoa, e col ferro che improviso piomba
Solsuo seno, cercar netle lalebre
Del petto l'altaa
Es decir — « ¡ Qué placer ! deslizarme es
iwr las sombrías paredes, aparecerme como una som-
bra en el lecho en que reposa, mirar allí bajo mi mano
á esa griega aborrecida, y cayendo mi ace.ro como iin
rayo, buscar su alma en lo más hondo de su pecho !...»
Luego además del gesto, la voz, que es de una jias-
mosa riqueza de inflexiones. Todas las palabras salen
de a<iuellos labios con un acento distinto, particular, y
dejan en el oído, después de desvanecidas, un mundo
de impresiones.
i Qué artista 1 Otras logran adivinar una sola faz
de la pasión, y esto les basta para llenar el mundo con
su fama. La Ristori va más lejos. Todos los rasgos,
todos los matices del sentimiento, por diversos ü
opuestos que parezcan, caben en aquel corazón y en
aquella inteligencia ; y aparece igualmente grande y
feliz á nuestras ojos, bien exprese el amor coa acento
melifluo é insinuante, con mirada tierna y dolorosa,
bien exprese la ira con ronco rugido y acento siniestro.
Estudios y Conferencias 2ÓJ
No nos gusta usar califícaciones hiperbólicas ; pero
hoy tomamos al público por testigo, y tenemos la se-
guridad de que no nos tachará de exagerados ninguno
de los que vieron las dos últimas noches
Terríbilmente in pié sorger Medea,
como dice ella misma en el segundo acto, con voz vi-
brante y poderosa, para pintar el gozo fatal de la ven-
ganza realizada.
II
MARÍA ESTUARDO
Así como habia en un estrecho del mar Mediterrá-
neo, en tiempo de Homero, sirenas que fascinaban y
atraían á los navegantes para precipitarlos en el abis-
mo, así ha habido también, en el mar de la historia,
mujeres, verdaderas sirenas, para fascinar y seducir la
posteridad, alcanzando una absolución que nunca me-
recieron. Una de éstas, y de las más célebres entre
todas, es María Estuardo. Como mujer y como reina
cometió vergonzosas debilidades y crímenes atroces ;
pero su trágica muerte ha disipado para muchos sus
imperdonables extravíos, y cubierta con la aureola del
martirio, ha venido hasta nosotros, trasformada en una
heroína y en una santa. Severos y graves historia-
dores se han prestado á ser los abogados entusiastas
de su causa ; nobles y generosos ]K>etas se han hecho
264
Enriijue PiAryrt
los paladines desintercüados de la romántica damaC
cocesa. Entre los primeros citaremos á Mignet y á
Lingard ; entre los segundos sobresalen Wnlter Scott
y Federico Scliiller.
Ah 1 sin duda que fué consecuente consigo mismo
el ilustre Schiller al escribir esta patética tragedia!
Ningún poeta en el mundo ha sentido, con más viveza
que él, compasión por la desgracia y entusiasmo por
la belleza. El cantor de Guillermo Teli y de Juana
de Arco, el creador de! Marqués de Posa, debia ser e!
paladin de María Estuardo. Su alma de verdadero y
gran poeta, tan sensible y tan elevada, palpitó de en-
tusiasmo y de amor al recuerdo de la infeliz reina de
Escocia, Iluminada y martirizada durante un intermi-
nable espacio de diez y ocho años, conducida al cabo
de ellos al patíbulo, sentenciada á morir por otra mu-
jer, por otra reina, menos bella y menos interesante,
envidiosa quizás de la gracia y el prestigio con que la
misma cautividad circundaba á la victima.
Pero lo confesaremos con franqueza: cada vez que
hemos leido, y siempre con el más vivo placer, la elo-
cuente absolución que, en nombre de la piedad, otorga
Schiller á María Estuardo, hemos admirado la poesía
y el entusiasmo del escritor ; mas no ha bastado para
hacernos absolver también á la sobrina de los Guisas.
Hemos llorado la suerte de la heroína de la tragedia;
mas no hemos logrado ver en ella más que un sueño
*. ■ f JT "" "^ ' y 'ji *« 7¿ ' *>iE.
£ OZS. Br ES- TTgPeni&r
cmuiai MOr -a. ii micrprciaciar & i.; Knsr^ir ;,- ^^jí^ í**»
laaióf: büficáiíaiiio.- leycnac iz obr.. d; SrC5Í)i¿^: K*
lioTDsa y mas mícrtimad^ qite i" onvi. vu^iwiv: *^. fHíí,^
de una xira- y ck ia-- iiece5niaae> dt-^ tnvr. rn^íuv^:^. *w^
placabk:.
Testida ár nttpru. descoiorick poT tai^u^ ^iV-k <ix
enckzTD, foUida murrt tuw^c huhierr. dioh*^ -e. ivvMs
latincj. rubia come iapinti' HoUiem,TenT<viwKMvi<> a^>?
cmpulcHiaiiiente la verdad histórica, a^vn^oío «nu^ mvc
otroE la Ristori bajo la ñgura ric Maruí Kshmni<\
Digna, majestuosa, serena, duramr el prinvM m^r<\.
eücTÓ á todo el publico, por decirlo nsu ni nnvl íM
inmenso infortunio que represen tiihu, áciM\c Ia\ |>n
meros versos, pronunciadof» con nn íioonto imMínpM
rabie de resignación y de tristczn.
La gran escena del tercer acI(\ U i«m*%\« t^nhN-
vista de las dos rivales, fué constjintowon<o iniíMrnm
pida por los aplausos entusiastas do 1;^ ronmrtNMV i.i
¡ Con cuánta verdad expresó la grí(v\ m\\\v \A \\\^\\\\x\
de la soberana, cuyas rodillas so rosiston A ili^hMiv
ante la triunfante rival! Y cuando, wsxs \\\\ ^'^^'^^v^f^^
sobrehumano, logra dominar su altivo?., j wsw ^\^^v \v\
12
Enrique Piñfyro
nura, con qué hondo y desgarrador lamento, sabe
plorar sin humillación una gracia, que todo el público
cree que va á alcanzar !
Pero nó, la cruel é implacable Isabel escoge esc
momento supremo para insultarla, y se ve el pecho de
Maria violenta y convulsivamente agitado por el dol(ir
y por la rabia. Es el punto culminante de la tragedia.
y el genio de la artista alcanza también en ese instante
su más alta manifestación. No tenemos palabras para
pintar la emoción que nos produjo. I.a voz, los
ojos, las manos, el cuerpo todo, se transformó bajo
el punzante aguijón de la vanidad ultrajada, y el
tremendo apostrofe brotó de los labios de la Ris-
tori más terrible que el dardo envenenado de una
serpiente.
Así pudo decir después, con una expresión de ale-
gría fatal, como quien lanza fuera de sí un resenli-
mienlo por muchos años incubado en el fondo del
pecho :
Popo tante vergogne e taoli affanni
Un'om tli vendetla e d¡ inonfu \
Todo lo demás fué igualmente sublime: la confe-'^
sion, la solemne y angustiosa despedida, la marcha
hacia el cadalso, y la desgarradora amargura con c
perdona á l.eicester su traición.
■ ^!H
Estudios y Conferencias 26^
III
pía de tolomei
En el canto quinto de la segunda parte, ó sea El
Purgatorio, de la Divina Comedia^ una sombra desco-
nocida pasa al lado de Dante, diciéndole estos versos :
Deh ! quando tu sarai tomato al mondo
Ricorditi di me che son la Pia :
Siena mi fe, disfecemí Maremma,
Salsi colui che innanellata e pría
Disposato m'avea con la sua gemma.
« Cuando estés de vuelta entre los vivos, acuérdate
de mí ; yo soy la Pia ; Siena me dio el ser, me lo quitó
la Marisma ; aquél que me puso en el dedo el anillo
nupcial sabe mi historia. >
Sobre estos versos tan tiernos y deliciosos del gran
poeta florentino escribió Marenco la tragedia que, con
inmenso aplauso, representó' anoche la Ristori. Las
obras de los poetas de la clase del Dante pueden com-
pararse á la nieve perpetua de las altas cordilleras ;
guardan eternamente su frescura, y eternamente dan
vida á otros poetas, que les son deudores de su inspi-
ración, como los rios de su caudal á la montaña.
El autor de la tragedia reproduce en su heroína el
mismo carácter que Dante le presta en los magistrales
versos que copiamos al principio. La tradición cuenta
que el marido celoso encerró á su mujer en un castillo
26¿
Enrique Piñevn
situado en medio de la Marisma, esto es, en medio de>
los pantanos cuyas letales emanaciones prodacen la
fiebre terciana y la muerte, á cuantos las respiran en la
estación canicular. ¿Era culpable Pia di Toloinei?
— Dante parece dar á entender que nó. El autor
del drama decididamente la absuelve, y nos la pre-
senta víctima de un error funesto y de una intriga iti-
Traí'-ado el carácter de ia Pia de esta manera, e;
uno de los más bellos ejemplos de delicadeza femenina
qiie ha creado la poesía. Esa mujer que un esposo
engañado insulta, desprecia y asesina, no profiere una
sola queja contra su implacable verdugo. En el Pur-
gatorio se abstiene de contar á Dante su infortunio
por no acusar á su marido; sólo le dice que él es quien
sabe su historia. En la tragedia, cuando una pobre
aldeana que va á llorar sobre la tumba de su amante,
maldice al avaro señor de la Marisma, de la tierra que
no bastó á fertilizar la muerte de los que en ella viven,
la Pia le responde que no es así y que conoce nial tí su
esposo.
La Ristori desplegó todas sus grandes dotes en
este papel. En el primer acto es la castellana de la
edad media ; digna, amorosa, melancólica en medio de
las revueltas civiles de esa destrozada Italia que veía
pelear los padres contra los hijos, los hermanos y los
amigos entre sí. Su virtud inquebrantable está muy por
Estuítíos y Conferencias
26g
encima de los celos de su esposo ; no hay seducción
posible en la mujer (¡ue ni aun siquiera concede odio
al infame que la persigue con su amor :
. La Pia ama.... o djspr^in,
Pero la calumnia tiende sus negras alas y oscurece
con su sombra la virtud de la dama inmaculada. Su
esposo le echa en cara su traición, y por una coinci-
dencia fatal no pucdu eila sincerarse. El acento de
cariño y de dulce reprensión con que explica lo que
él cree su perfidia, no sirve más que para irritar su có-
lera ; y arrancándole del dedo el anillo nupcial, lo
rompe y destroía con los pies. El que no ha visto en
este momento á la Ristori no puede comprender toda
la indignación, toda la amargura, toda la pasión deses-
perada que es capaz de sentir una mujer. En balde
Hora, suplica, y se abraza á su marido como para
adherirse á él y hacer imposible la separación ; él se
va, y junto con él desaparece el universo entero á los
ojos de su esposa.
Aqui comienza la larga y desgarradora agonía. La
Pia, consumida por la fiebre de los pantanos, está
próxima á espirar. Aquella hermosa dama, que osten-
taba una corona feudal sobre su noble frente, no es más
que un cadáver. Flaca, pálida, triste, con los ojos
hundidos y apagados, y la muerte ya en todos sus
miembros, sólo palabras de perdón salen de sus labios.
Li esposo quien la mata; cila al menos r
Ali '. es éste, ó nunca, el caso de decir lo que dijo
Víctor Hugo de M"'' Mars : t Después de los aplausos
arranca (antas lágrimas, que pierde el espectador hasta
la fuerza de aplaudir. »
IV
SOR TERESA, Ú ISABEL SUArEZ
Sor Teresa es una composición dramática del gé-
nero bastardo que inventaron los franceses habrá unos
cuarenta años, y que ya hoy comienza á estar casi
completamente fuera de moda ; es uno de esos melo-
dramas en prosa que tanto se han aplaudido en otras
¿pocas, y que junto con las óperas bufas son la origi-
nalidad de nuestro siglo en el teatro. Literariamente,
por tanto, vale muy poco ; Bouchardy, que es lo mejor
del género, no sabia escribir. Pero, en cambio, pro-
duce gran efecto sobre la masa del público, porque
abunda, como todos, en situaciones muy fuertes, inve-
rosímiles casi siempre, pero explotadas con suma habi-
lidad.
Es la cuarta composición que pone en escena la
Compañía italiana, y con ella puede decirse que ha re-
Estudios y Conferencias 271
corrido el círculo completo de la poesía dramática
sería. Ha venido después de la Medea^ que es ente-
ramente clásica en la forma, en la naturaleza y en la
distribución del argumento ; después de la Pia^ que,
aunque mediana, es clásica en la forma y romántica
en el fondo; después en fin de la María EstuardOy
que por su carácter histórico y filosófico, pertenece al
género más alto de la poesía, al género de que es Shak-
speare la expresión más completa y sublime, y Víctor
Hugo la manifestación más reciente.
Isabel Suárez es una niña, á quien la seducción
hace madre ; diez y ocho años después es Sor Teresa,
que en todo ese tiempo no ha vuelto á ver ni á su hija
ni al robador de su honra ; que en la calma del mo-
nasterio ha logrado olvidar su perdonable extravío, y
que sólo en la hora de la muerte puede sin remordi-
miento confesar á su hija el santo nombre del vínculo
que á ella la liga. La Ristori debia expresar en este
papel, primero la amargura del destierro, la melanco-
lía del recuerdo, y al saber después casualmente quién
es la novicia próxima á profesar bajo el nombre de
Guillermina, sentir en su alma y en su rostro todas las
efusiones, todas las angustias y delirios del amor ma-
ternal, sin dejar llegar nunca hasta sus labios el senti-
miento que ocupa y destroza su corazón. Es preciso
haber visto á la Ristori en la entrevista con su antiguo
seductor y padre de Guillermina, con el velo echado
2J2
Enrique Pi'ñeyn
sobre la frenie cubriéndole los ojos y la mayor
de la cara, traducir sólo cota la expresión de la boca y
unos cuantos sonidos ahogados, la horrible y desga-
rradora impresión que debe producirle el inesperado
descubrimiento.
El final del tercer acto es el momento capital del
drama ; es la lucha entre Isabel Suárez, madre de Gui-
llermina, y Sor Teresa, superiora de un convento ;
ocasión magnífica para la Ristori de desplegar las
grandes dotes esculturales de su genio. De ella re-
sulta un grupo que desesperamos de poder transcribir.
La novicia desolada á los pies de la abadesa, y la aba-
desa de pié é indignada, conteniendo con el gesto al
amante desesperado que intenta profanar el santo re-
cinto. Un trueno de aplausos acompañó en este ins-
tante la caída de la cortina, que fué preciso alzar tres
ó cuatro veces más para que* recibiera la ilustre actriz
los saludos de la concurrencia..
El resto del drama participó, como era natural, del
efecto anterior. Sor Teresa, transformada en gran
señora, expresó perfectamente todo el sarcasmo y el
desprecio que requería la escena del cuarto acto, en el
baile ; y en el último la agonía y la muerte, con la te-
rrible verdad que ya habíamos visto desplegar d Ut
Ristori en el quinto acto de la Pia.
Estudios y Conferencias 2yj
GIUDITTA
El papel de Judit no es el más brillante de los que
lleva desempeñados la Ristori, pero es el más difícil. No
tiene, como los otros, grandes ocasiones en que poder
concentrar todos los recursos y producir efectos ful-
gurantes ; todo él, por lo contrario, está formado de
matices y medias tintas que requieren sumo talento en
el artista, sin que el drama en su desarrollo preste
gran interés para recompensar sus esfuerzos ; — y sin
embargo, en Giudittay la Ristori alcanzó del público
los mismos aplausos, y produjo el mismo entusiasmo,
que en los demás.
i Cuan espléndida y cuan hermosa surgió ante nos-
otros la figura de la heroína de Betulia ! ¡ Qué arte
tan exquisito é incomparable en la composición del
personaje ! Aquella mujer no era la Ristori vestida
de hebrea, era una figura escapada del cuadro magní-
fico de un pintor cuyo nombre no sabemos, pero que
sabia dibujar como Rafael, pintar como Pablo Vero-
nés, y no faltar nunca, en la disposición de los acceso-
rios, á la verosimilitud histórica. Y al decir esto, de-
cimos poco, porque los pintores no saben crear esos
brazos desnudos que ostentó la hermosa judía ; para
hacerlos de ese modo se necesita un cincel tan hábil
12»
274
Enrique Piñeyro
como el de Fidias. Y despueK de Rafael y del Verooés
y de Fidias para crear la figura, se necesitaba á la Ris-
tori para saber manejar el mamo blanco y envolverse
en él del modo que ella lo bace. Sólo así pudo ob-
tenerse aquella figura de Judit que no se aparta de
nuestra memoria, y que nos parece todavía ver desta-
carse sobre el papel en que estamos escribiendo.
Judit es la Juana de Arco de los hebreos ; ambas
son la heroína que salva á la patria en el momento del
mayor peligro ; pero la primera es menos pura que la
segunda. La doncella de Orleans sabe conducir á ¡os
soldados á la batalla, triunfar y morir; la viuda de
Judá seduce y fascina con su belleza al sitiador de
Belulia para asesinarlo después. La mujer fuerte de
la antigüedad no podía ser como la tímida pastora de
la edad media, del mismo modo que, aun prescindiendo
de la inferioridad del poeta italiano, la Judit de Gia-
cometti no podia ser como la Juana de Arco de
SchiUer.
La poesía hebrea, además, es esencialmente lírica.
Su comercio é intervención constante con la divinidad
se oponen formalmente á cuanto requiere la poesía
dramática para subsistir. Todos los poetas que se
han aventurado á luchar contra esos inconvenientes
han fracasado, hasta el mismo Racine. Su Alalia es
un himno en cinco actos, más bien que una tra-
gedia.
Estudios y Conferencias 2y^
Ahora, volviendo á la ejecución, ¿ qué hemos de
decir sobre la Ristori que no sea lo mismo que hasta
ahora venimos diciendo ? Todas las escenas con Ho-
loférnes en el tercero y cuarto acto, que son suma-
mente difíciles, pues debe en ellas siempre desempeñar
dos papeles, uno para el público y otro para el bárbaro
■
sátrapa á quien quiere seducir, le ofrecieron buena
ocasión de desplegar su gran talento. Es imposible
calcular qué número de inflexiones diversas imprime
á su voz para expresar cada vocablo ; cada vez, por
ejemplo, que dice: mañana! — domani ! dando á la
palabra un sentido profundo y misterioso que sólo ella
y el público comprenden. A la esclava Arzael que le
dice que la sierva amante de su señor es menos cul-
pable que la mujer libre que busca la vergüenza por
impudor, responde : « Hoy no puedo decirte nada,
mañana mucho quizás i> :
Nulla quest'oggi,
Moho forse doman !
A Holoférnes que le pide un beso, le responde con
un acento indescriptible :
II bacío
di Giuditta l'avrai.... doman Tavrai !
Al sumo sacerdote, en fin, que quiere bendecirla
por lo que va á hacer, responde también con sublime
modestia: Domani^ pontefice y domani!
3f6
Enrique Piñeyro
V después, consumada la famosa hazaña, se levaná
altanera y dice á la esclava i « Anda y mira i
i|uema el btso dt la mujer hebrea ! »
Decíamos el otro dia que era Judit el papel más
difícil de los representados por la Ristori ; hoy tenemos
que declarar que esa personificación de la heroína de Be-
tulia es nada ante la estupenda creación de la reina
Isabel, que presenciánaos anoche. Sin exageración,
sin figura de retórica, como simple confirmación de un
hecho á todos notorio, decimos hoy que hemos visto á
la reina de Inglaterra, á la hija de Enrique octavo y
Ana Kolena, que hemos visto á Isabel en persona, á la
hipócrita, á la implacable y la ilustre soberana, fir-
mando la sentencia de muerte de María Estuardo y
del conde de Essex: que la hemos visto vivir, reinar
y morir, cubierta de gloria y roída de remordi-
mientos.
Aun á riesgo de tener tal vez que recoger otro dia,
al verla en otro papel, lo que decimos hoy, añadiremos
también que nos pareció el punto culminante del arte
dramático. Es fácil despertar vivo interés en un pú-
Estudios y Conferencias
¿77
blico pe rso niñean do im papel simpático, lleno de pa-
sión y poesía, como el de María Estuardo por ejem-
plo ; es aumanienle difícil representar con la misma
verdad un personage antipático, lleno de contrastes, de
abismos y de misterios, como el de Isabel Tudor. Y
sin embargo, lo repelimos : aquella que pisó anoche
las tablas del Teatro de Tacón, era la reina virgen en
persona, que gobernó cuarenta y cuatro años la Ingla-
terra, y la entregó omnipotente é invencible en manos
de su sucesor.
Es imposible amar á Isabel como mujer, pero es
imposible también dejar de admirarla como reina. Su
reinado fué para la Inglaterra el colmo de la tiranta, y
todos los ingleses, sin embargo, han reconocido siem-
pre en ella el nombre más grande y más ilustre de su
largo catálogo de soberanos. Los más perseguidos, los
que más sufrieron en las conjuraciones religiosas ó
políticas que no cesaron durante todo su gobierno, pe-
dían á Dios, en el fondo de sus calabozos, según Ma-
caulay, por la vida de la cruel mujer que les arrancaba
la libertad. Un puritano condenado á perder la mano
derecha bajo el hacha del verdugo, por una simple
manifestación de celo religioso, se quitó el sombrero
después de la ejecución, con el único brazo que le
quedaba, y exclamó : « Dios salve á la reina. >
Con extraordinaria exactitud, con la más admí-
tale verdad representó la Ristori su papel, aplicando á
irs
Enriijue Piñeyro
esta creación todo su talento y toda su habilidad,
mismo en la reproducción del carácter histórico qtM
en la disposición y adorno de la figura. La fisonomía^
el traje, los gestos, todo fué perfecto en esa verdadera
resvirreccion de una mujer muerta hace tres siglos.
Sin duda que el rostro de Isabel no era tan bello iii^_
tan correcto como el i^ue tenia anoche la Ristori ; peí
sin duda que era ése el color de sus cabellos, esa mim
ia fijeza de sus ojos claros, esa misma eu
sion inquieta y de mal humor de su boca pequeña 3
contraída.
La Ristori estuvo admirable de hipocresía
ficción al recibir, en el segundo acto, la noticia de \
muerte de María Estuardo, expresando i
que no senlia su cora^íon ; admirable en el monólo|^
en que medita sobre si debe ó nú aceptar un maridog
admirable de altivez y de frialdad primero, de cóleisí
y de indignación después, en la escena del insulto d
Conde de Essex ; admirable en el cuarto acto,
rando el anillo con que Essex debia implorar un peij
don, que se sentía ella dispuesta á conceder ;
comparable representando en el fina! á la vieja 1
setenta años, que siente escapársele la vida, y qu
quiere adherirse á ella, por decirlo así ; cuyo cuerpí
desfallece por tantos años de trabajos y de angustias
pero cuya alma, entera é indomable todavía, lucha con
tra la muerte, y se levanta erguida, y con la c
Estudios y Conferencias 2'jg
la sien, al oir proclamar, viva aún, el nombre de su
sucesor.
El drama de Giacometti no tiene valor alguno lite-
rario, ni histórico tampoco, pues el episodio del Conde
de Essex, que le sirve de piedra angular, es puramente
fabuloso ; pero se comprende desde luego que fué es-
crito sólo para ofrecer á la Ristori ocasión de repre-
sentar el personaje completo de Isabel, desde los pri-
meros años de su reinado hasta su muerte, y bajo este
punto de vista llena perfectamente su objeto. No hay
en todo él, por consiguiente, más que un papel, el de
la protagonista ; los demás son muy secundarios.
VII
MARÍA ANTONIETA
Bastaria, para la gloria de la Ristori, decir que en
la nueva composición de Giacometti debia personificar
una reina y una madre, y que en la representación de
ambos caracteres estuvo admirable ; que expresó con
gran verdad el orgullo, la altivez de la mujer que se
siente superior por la gracia divina á cuantos le ro-
dean ; y que expresó también con la misma exactitud
y con el más hondo y comunicativo sentimiento, el
dolor sin igual de la madre desesperada, el delirio fu-
rioso de la leona á quien arrancan sus cachorros. A
cualquier artista, de quien esto dijéramos, le haríamos
3So Enrique Piñíyto
con eUo un elogio inapreciable. Pero decir só!o (
de la Rislori seria quedar muy por debajo de sus me-
recimientos, y aun cometer una injusticia.
No fué sólo una reina lo que personificó la Ristori;
no fué sólo una viuda desconsolada que pierde en su
hijo el último lazo que la liga á la tierra ; fué sobre
todo á María Antonieta de Lorena, á la hija de Maria
Teresa, á la esposa de Luis XVI, á la madre del Del-
fín, tal como vivió, tal como realmente existió, con su
mismo rostro, su misma figura, sus mismos trajes ele-
gantes y sus mismos gestos.
( En qué consiste que la Rislori imita tan fielmente
la figura de un personaje histórico con sólo la dispo-
sición de los adornos ? ¿ Cómo es que su estatura au-
menta ó disminuye, que sus ojos son claros ú oscuros,
que su boca es franca y abierta, ó pequeña y altanera,
según el personaje que quiere representar ? Confesa-
mos que no lo sabemos. Es un secreto de su arte que
ella posee y que nosotros apenas comprendemos ; pero
es imposible que no haya ocurrido esta misma obser-
vación á todos los que la han visto reproducir en Ma-
ría Estuardo el retrato de Holbein ; una figura copiada
de un vaso etrusco en la Medea ; y María Antonieta,
ahora, tal como está pintada en todos los museos.
La pieza de Giacometti no es una composición
dramática; es una sucesión de escenas que quieren
reproducir con más ó menos fidelidad diversos epítt
Estudios y Conferetuias 281
dios de la Revolución francesa del siglo pasado, un
verdadero scenario^ que así como un libreto de ópera
sin la música es un cuerpo sin alma, así seria esta
composición, sin el talento de la Ristori, un trabajo
informe sin plan y sin objeto.
Pero no hagamos á su autor la injuria de juzgar
literariamente una obra^ que él de seguro no escribió
con esa pretensión. Seamos verdaderos críticos, colo-
quémosnos en su punto de vista ; así quizás hasta lle-
guemos á elogiarla. El objeto verdadero del drama
es evidente, y hay que decir que está plenamente con-
seguido : — es ofrecer á la actriz ocasión de presen-
tamos primero la María Antonieta frivola é impru-
dente del pequeño Trianon y de los salones de
Versalles ; después, la hija orgullosa de María Teresa
que no comprende que el rey sufra los discursos de
Mirabeau en la Asamblea ó el periódico de Marat por
las calles ; luego, la reina decaída que quiere probar
con lágrimas á su pueblo que no es austríaca^ la esposa
desconsolada que pierde á su esposo en el cadalso con
el remordimiento de haberlo ella empujado por esa
senda que terminaba en el patíbulo, la madre enaje-
nada de dolor que entrega su propio hijo al marti-
rio, la víctima expiatoria que halla en el suplicio el
último, y no el más terrible eslabón, de una larga y
pesadísima cadena de infortunios. Ocasión de ser
todo esto representado por la Ristori y nada más, fué
3S2
Enrique Piñeyro
lo que quiso disponer el autor de la pieza, y esto I
representó la eminente actriz, de tal manera, qiie el
éxilo fué extraordinario y que el drama se vio en todo
su curso, y casi sin interrupción, acompañado por I
aplausos de la concurrencia.
Después de la tragedia, el sainete ; I pazzt per
getto. Los locos tie propósito, el domingo, después de la
María Anionieta del sábado. Un verdadero tour de
forec, para dejarnos ver toda la elasticidad de un ta-
lento incomparable. La misma mujer que había ex-
tendido la noche antes el terror y la piedad por toda
la sala, excitó el domingo la hilaridad y el buen humor
de todo el mundo. En ambos géneros rayó á la misma
altura.
VIII
Anoche entramos en el Teatro de Tacón coa fq
dadero recogimiento, con la solemnidad con que \
dian los griegos á una fiesta de Minerva, por ejempfl
Las manos nos temblaban de gozo cuando pensábañj
que Íbamos hoy á tomar la pluma para escribir, nó .d
bre las miserables composiciones de un Giacomet
de un Caraoletti, sino sobre el Macbeth, sobre la ^
bÜme creación del más sublime de los poetas.
Estuiiios y Confírenciaí
283
el exceso de nuestra admiración encontró su justo
correctivo apenas se levantó el telón, y comprendimos
que no era aquel el Macbeth de Shakspeare, que no
eran aquellos personajes las ñguras vigorosas y origi-
nales creadas por el gran poeta ; que aquellos seres
reales, vivos y tan conocidos, á quienes el genio del
bardo inglés habia infundido la plenitud de la inmor-
talidad, no eran más que vagas y dudosas sombras
deslucidas y apagadas por los pálidos versos de un os-
curo poeta italiano.
En vez del espectáculo soberbio que nos prometía-
mos de un águila real remontándose hasta las nubes
con los ojos fijos en el sol, encontramos un pobre pá-
jaro, triste y enjaulado, con las alas cortadas, contem-
plando dolorosamente con ojos mortecinos sus garras
inútiles.
No nos figurábamos que se pudiese amenguar y
disfrazar de esa manera la inspiración de Shakspeare.
El escritor italiano ha traducido una parte, por su ex-
tensión menor en una mitad lo menos, del drama ori-
gina], y sin embargo, el Maebeth es, de todas las tra-
gedias de su autor, la única quizás en que no es posi-
ble suprimir una sola escena. No hay ejemplo en
ningún teatro, en ninguna literatura, de una acción
dramática como la del Macbeth; toda ella marcha con
una rapidez fulminante, vertiginosa, precipitándose los
sucesos unos tras otros hasta llegar á la catástrofe final,
los motivos de la acción acompañando i:onstanteiim
á la acción misnia, como el relámpago al rayo ; y re-
ducir á cuatro actos, cortos y pobres de invención, U
epopeya grandiosa del moderno Esquilo, es derr
una encina gigantesca para fabricar un raquítico 1
Las brujas aparecen una sola vez (; de qué n
y encienden en el alma de Macbeth la llama si:
que ha de alumbrarle su camino hasta la estancia de
Üuncano ; pero no vuelven más, y los demás actos del
guerrero escoces son simplemente los crímenes atroces
de un tirano vulgar. Baaquo, Macduff, la esposa y
los hijos de Macduff, y tantos delitos que hicieron
« repercutir en la bóveda celeste cada sílaba de desespera-
ción, » como dice el mismo Shakspeare, no son en la
traducción italiana más que horrores de melodrama.
Falta el móvil principal, la obra del infierno, las pro-
fecías de los espectros ; Macbeth no es ya el noble y
valeroso capitán, que la fatalidad arrastra al delito, y
que muere heroicamente en el campo de batalla ; es
un ambicioso vulgar sin fe y sin ley, como todos los
ambiciosos.
El señor Cárcano, autor de la traducción, es reo de
lesa majestad ; su mano profana ha querido afrentar á
un soberano. El actor encargado de la parte del protago-
nista, además, acabó de perder la obra del traductor,
no sabiendo su papel, y no comprendiendo ni remot4>j|
Estudios y Conferencias 285
mente el elevado y vigoroso carácter que debia repre-
sentar. De los demás i á qué hablar ?
En ese naufragio universal sólo la Ristori, con str
gran talento, podia salvarse; y así fué. La escena
del delirio en el último acto, esa escena t del sonam-
bulismo > que es lo más original que existe en la lite-
ratura dramática de todos los tiempos y países, tradu-
cida en verso en este caso, para mayor desgracia,
encontró sin embargo en ella un intérprete digno del
autor.
IX
FEDRA V NORMA
No tratamos de establecer una comparación entre
dos piezas que no ofrecen términos hábiles para ello ;
el azar de la representación las ha juntado ; pero no
olvidamos que, aunque son dos tragedias en cinco ac-
tos, escritas en un mismo metro, por dos poetas mo-
dernos y que pintan ambas un vigoroso carácter feme-
nino, no tienen entre sí, fuera de esto, nada de común.
La primera, esto es, la Fedra^ es una maravilla de re-
tórica, si así puede decirse, y la más bella, más feliz y
más exacta reproducción que han hecho los modernos
del teatro antiguo ; la Norma es la composición desigual
de un poeta inferior, que habiendo empezado por ser
clásico, aspira á parecer romántico, y que en deñnitiva
no viene á ser ninguna de las dos cosas.
286
Enrique Piñnn
Fidra es paxa muchos la obra maestra de su a
y su aator es Racine, el poeta más grande que han te-
nido los franceses antes de! siglo XIX. Confesamos
no sentir una admiración exagerada por la poesía
francesa del tiempo de I.uis XIV ; esas tragedias,
transportadas con tanta habilidad de Atenas á Pa-
rís, nos han parecido siempre más bien discursos,
obras oratorias, que composiciones dramáticas. En
ellas la forma, la disposición, el argumento, los perso-
najes, todo quiere ser griego, y como toda imitación,
es muy inferior á su modelo ; pero compensan estos
inconvenientes la ríqueza de ima dicción incompara-
blemente correcta y verdaderamente poética, y la pin-
tura del t:orazon humano, el mismo siempre, en Grecia
ó en Francta, cada vez que un gran poeta, llámese
Eurípides ó Racine, es quien lo esludia ó lo ana-
liza.
Cuéntase que en ima reunión en casa de Madi
de Lafíiyetle sostenía una vez Racine que en el teatral
podia despertar la pintura del vicio tanto interés y
simpatía como la misma virtud, y que en prueba de la
verdad de su aserto escribió la Fedra. Si este fué su
principal objeto, hay que decir que plenamente lo
consiguió. Su tragedia es una obra maestra, y será
siempre la delicia de cuantos sean capaces de sentir
las bellezas de la poesía.
I.a Norma de Soumet, por el contrario, no es ya
Estudios y Conferencias 2S7
hoy leida por nadie. Ha tenido su autor la desgracia
de que un fiel extracto de su tragedia haya servido á
Bellini para componer una ópera sublime, y en la lu-
cha entre el músico y el poeta ha quedado éste ven-
cido. No porque la música sea superior á la poesía
en la pintura de las pasiones de que es agitada Norma,
muy lejos de eso ; pero la lucha fué entre un músico
de primer orden y un poeta mediano, y naturalmente
la yictoria quedó del lado del más fuerte.
La Ristori personificó ambos caracteres con la
misma habilidad y obtuvo en ambos las mismas señales
de aprobación ; pero ella también debia compartir la
suerte de los poetas, y Racine le abria más ancho es-
pacio para elevarse. En el segundo acto de Fedra
estuvo admirable. La larga y hermosísima escena de
la declaración de su criminal amor al hijo de Teseo
fué admirablemente interpretada ; esa escena violenta
y desesperada como la pasión de la madrastra, es, en
nuestro concepto, el mejor momento de la tragedia de
Racine,. y es preciso ser de veras -una gran actriz para
poder salvar con el poeta situación tan fuerte y tan
difícil.
Sólo nos resta decir que antes de oir la Fedra es-
tábamos realmente asustados. Recordábamos lo- difícil
que debia ser traducir bien á un poeta como Racine ;
pero nuestros temores quedaron muy pronto disipa-
dos, y con placer observamos que la traducción de
288 Enrique Piñeyro
DairOngaro habia sido hecha con singular esmero y
gran fortuna.
Habanüy 1867.
UN TRADUCTOR COLOMBIANO
DE VIRGILIO
OBRAS DE VIRGILIO, Traducidas en versos castellanos
por Miguel Antonio Caro. Bogotá : 1874
Los traductores son como los biógrafos, en quienes
el comercio íntimo con el héroe cuya vida ó cuyas
obras estudian, inspira al fin un entusiasmo ardiente.
Todo lo disculpan y todo lo admiran. Muévelos un
cariño de amantes, de enamorados, y cubren con tinte
de color de rosa toda la perspectiva. Esto ha suce-
dido, á nuestro parecer, al distinguido literato colom-
biano Señor Miguel Antonio Caro, en el extenso dis-
curso preliminar de su traducción de Virgilio.
El trabajo honra verdaderamente al traductor y á
su patria, y á toda la América por consiguiente. Es
una obra doblemente de romano, en el sentido propio
y en el sentido figurado ; un largo trabajo, generosa-
mente emprendido, tenazmente continuado y brillan-
13
3go
Enriíjtie Pifuyro
leraente terminado. Con cabal conocimiento
materia, vasta erudición y aliento verdadero de poela,
ha consagrado los mejores aí5os de su vida á elevar un
monumento, que no tiene parecido en la literatura de
la lengua castellana. Nadie ha traducido en verso
español á todo Virgilio. El Señor Caro ha ejecutado
esta proeza, y la tenemos ante nuestros ojos.
Es traductor leal y tan entusiasta como e! primero,
Virgilio, para él, es grande en toda la acepción de la
palabra, á igual altura que Homero y el Dante en el
orden de la poesía, superior al Tasso y i Mílton, y
también por tanto á todos los épicos cantores. No
pensamos como el señor Caro, y creemos sin embargo
no desconocer uno solo de los méritos que realmente
ilustran al autor de la Eneida. No somos de los que
comparan á Homero con el sol y dicen que Virgilio es,
como la lona, un astro que recibe toda su' luz del pa-
dre venerando de la literatura griega. Esta opinión,
que era artículo de fe entre los románticos de
cuela francesa, y que se estampó por primera
no nos equivocamos, en el famoso prólogo del
ivell de Víctor Hugo, nos hace el efecto de una sim]
antítesis vacía de toda significación exacta. Pero Vir-
gilio es im gran artista que usa materiales de segunda
mano, que toma de otro los elementos fundamentales
de sus obras. Dotado de un talento inmenso, sabe sa-
car nuevo y brillante partido de ideas ajenas, sabe
jinion,
la n^J
5im)il¿ ■
SifítMos y Cfluft
391
irlas á su genio, á su época, á su nación. Como
1. ftrtista de forma, como escríior, no tiene rival que le
f aventaje : como poeta creador pertenece indudable-
\ mente á un orden secundario.
El Señor Caro, que combate en su discurso este
punto de vista con vigor y con entusiasmo, cita el
ejemplo del Quijote, para demostrar que la imitación
I en los pormenores no supone falta de originalidad, y
dice que se advierten á cada paso, en la obra de Cer-
' 'vántes, reminiscencias de los libros caballerescos que
el mismo Quijote desacreditó. Este ejemplo usaría-
mos nosotros para probar lo contrario. No es la sim-
ple imitación de los pormenores lo que hace de Virgilio
tin discípulo, y nada más, de Homero; es la identidad
completa en el uso de esos pormenores. Pueden imi-
tarse, copiarse pensamientos, detalles, pormenores, y
sin embargo aplicarse originalmente á obras del todo
originales. Cervantes imitó libros de caballería, y
compuso el más grande, el más sublime y el más ori-
ginal de los libros de caballería. Dante (y éste nos
parece ejemplo mejor) conoció y estudió los escritos
de Virgilio ; copió á menudo pensamientos del poeta
latino, é hizo del mismo Virgilio su guia y compañero
en la peregrinación por la ciudad de los dolores.
Dante, empero, es completamente original. Virgilio,
por el contrario, toma materiales de la /hada y la
Odisea, para escribir un poema idéntico á los poe-
2g2
Enrique Piñeyri
mas de Homero. La semejanza de los detalles
significaría, si no fuese una misma la idea capi-
tal, y si la obra toda no fuese un reflejo de su mo-
delo.
Suspendemos aijuí estas observaciones, que j
susceptibles de mayor desarrollo, pero que ocuparfi
más espacio" del que tenemos disponible y nos impedi-
rían hablar de la nueva traducción, nuestro objeto
principal ahora, y la cual sentimos no poder analizar
tan detenidamente como lo merece.
El Señor Caro (para usar una expresión del ilustre
italiano Leopardi) no puede ya morir, porque vive con
un inmortal. Ha unido indisolublemente su nombre,
para todos los que hablamos en español, con el del
gran poeta latino, y por tanto vivirá, como el de Aní-
bal Caro, como el de Monli, como el de Schlegel, aso-
ciado al de una de las grandes glorias de la humani-
dad. Traducir un poeta antiguo y traducirlo bien, es
empresa digna del mayor encomio, es someter el espí-
ritu á la más vigorosa disciplina, y luchar sin descanso,
sobre todo las veces en que el esfuerzo brilla menos y
menos fructífero parece. Porque es temeraria pre-
sunción aspirar á decir tan bien como el original ; tas
lenguas modernas menos expresivas, menos pintores-
cas, menos sobrias, menos libres y menos musicales,
jamás pueden competir con las antiguas. Hay que
contentarse con seguir sus huellas desde lejos, ionge
Estudios y Conferencias 2gj
vestigia sequi, como decía Estacio reñriéndose preqisa-
mente á Virgilio.
Gran parte de cuanto puede hacerse ha logrado el
Señor Caro. Tenemos sólo á la vista los dos primeros
tomos de la obra, que comprenden las diez Églogas, las
Geórgicas y los seis primeros libros de la Eneida, Pero
la obra, como dijimos, está ya terminada.
i Qué causa tan grande hubo que te moviese á vi-
sitar á Roma ? pregunta Melibeo en la primera de las
Bucólicas, He aquí la respuesta de Títiro, tal como la
traduce el Seftor Caro :
Amor de libertad : aunque tardía
Miróme al fin y me miró en buen hora,
Cuando ya la navaja cortadora
Blanca la barba de mi faz raia.
Tras largo tiempo Libertad clemente
Miróme al fin y serenó mi frente.
Dejóme Calatea,
A cuya voz un tiempo yo sumiso
(Confesarlo es preciso)
Ni esperanza veia
De libertad, ni del caudal las creces ;
Aunque de' mi manada
Salia muchas veces
Víctima á los altares destinada ;
Aunque siempre apreté sabroso queso
Y le llevaba á la ciudad : en vano !
Volviendo á casa, con su grato peso
Nunca el dinero me llenó la mano.
Buena maestra es ésta de la facilidad y elegancia
de la traducción ; el verso corre en ella fácil y abun-
^94
Enrique Piñeyra
dante. Sentimos que haya cambiado en t amor dé'
libertad» el libertas de Virgilio; así hubiera debido
ser, y no chocaría un poco la concordancia femenina
del siguiente adjetivo » tardía » ; y sentimos igual-
mente que suprimiese el inertem del primer hexámetro
latino, que cuadra tan bien a! carácter que revela Ti-
tiro en toda la composición.
Las Églogas y las Geórgicas son la parte mejor t
la traducción ; la silva merece el nombre del i
más á propósito en castellano para la poesía dei
tiva, y el Señor Caro lo prueba una vez más en |
cuatro admirables Übros de las Geórgicas.
No así en la Eneida. El metro que convie
poema, dice el traductor, « lo mostraron ya It
ros italianos y espaííolea. » No pensamos de !a misma
manera. Aníbal Caro, á quien consideramos el mo-
derno que mejor ha vertido la Eneida, escribió su tra-
ducción en versos sueltos. El poeta colombiano ha
escogido la octava real para su obra. Ese metro difí-
cil agrega una dificultad insuperable á las ínñnitas que
circundaban su tarea. La octava, por su carácter
hasta cierto punto completo en sí misma, los parea-
dos finales y la pausa con que generalmente concluye,
tiene un sabor epigramático, poco propio para una
narración tan igualmente noble y sostenida como la
Eneida. Que el Tasso y Camoens y los demás hicie-
sen grandes poemas en octavas, nada prueba; una
Estudios y Conferencias 2g§
cosa es traducir y otra concebir originalmente. El
pensamiento allí brota ya preparado para la forma en
que ha de vaciarse ; aquí hay que fraccionarlo y amol-
darlo para un metro esencialmente diverso del primero
en que se modeló. Las octavas de un canto son como
pequeñas piedras preciosas, como las cuentas de un
rosario, independientes unas de otras, con su corte y
su pulimento especiales, y las ideas sufren una trans-
formación muy marcada al pasar del majestuoso y
libre hexámetro latino á la amarrada y contraida es-
trofa castellana. Para probar lo que decimos bastaria
poner algunos versos sueltos de la traducción italiana
citada, al lado de algunas de las estrofas del Señor
Miguel Antonio Caro.
Traduciendo el Señor Caro en la segunda octava
del primer canto la invocación á la Musa, incluye cua-
tro hexámetros en cinco endecasílabos, lo cual es raro,
pues en general se requiere mayor número de versos
españoles para otros tantos latinos. ¿ Cómo logra eso ?
Suprimiendo en su traducción el regina deum, el tot
casuSy el tot labores ; y traduciendo el insignem pietatem
virum por < la misma virtud, » y el celebre Tantcene
animis ccelestibus ir ce ! por
¿ Como cupo en un dios crueldad tamaña ?
Echamos la culpa de todo esto á la octava.
En cambio, otras veces triunfa señaladamente el
2g6 Enrique Piñeyro
traductor ; y la obra toda tiene un carácter tranquilo,
sereno, suficientemente noble, que á la larga encanta
y fascina. Sirva de muestra esta bella octava que con-
tiene algunos de los hexámetros más conocidos del
viaje de Eneas en el infierno :
Tendidos campos se abren luego, aquellos
Que la fama llorosos apellida :
Los que doblaron al amor los cuellos,
Los que murieron de amorosa herida
Vienen allí ; y entre sus mirtos bellos
£1 bosque cruzan que les da guarida,
Por veredas ocultas. Ay ! los hieren
Penas de amor que ni en la muerte mueren.
Nueva York, ^^74-
^♦ju En el apéndice que, con el título de Corrigenda^ hay al
fin del tomo III de la traducción del Señor Caro, hallamos esta
nota, que agradecemos como una atención del distinguido literato
colombiano .
< Eneida^ I, ii. Con la siguiente enmienda se procura satis-
< facer á un reparo que hizo á este pasaje de la traducción el Señor
< D. Enrique Piñeyro, en El Mundo Nuevo, de Nueva York, nú-
« mero de lo de Octubre de 1874 :
< Qué ofensa suscitó la excelsa ira
Que á la errante virtud sigue y quebranta ?
I Cupo en celestes pechos furia tanta ?
Estudios y Conferencias jo§
todo más parece ocasionado por errata de imprenta
que por otra cosa el motivo de nuestra queja, — nos
complacemos en creer que nos considerará lo que
realmente somos, la menos quejosa de todas sus víc-
timas.
La biografía de Andrés Bello es excelente, lo mis-
mo que varias otras de escritores hispano-americanos.
La del General Páez adolece del mismo defecto que
la de Bolívar. Concluye con este aforismo tan hueco
como inoportuno : « Los siglos podrán apagar los vol-
canes y secar los torrentes de su patria, pero serán
impotentes para aniquilar su memoria. >
Aunque la parte cubana es la más desigual del
Diccionario, notamos como brevemente exacta y com-
pleta la biografía del ilustre educador José de la Luz
Caballero, y la de nuestro distinguido amigo el Seftor
Antonio Bachiller y Morales.
No podemos ahora llevar más lejos el análisis, y
concluimos repitiendo que, con todos sus defectos,
ha prestado el Señor José Domingo Cortés, con este
Diccionario, un señalado servicio, cuya importancia
somos de los primeros y más sinceros en declarar.
Nueva Yorky i8y6.
índice
FAGINAS
Prólogo vii
Madame Roland i
Notas de un viaje por Italia 23
Bosquejo de la fundación de los trece primeros estados de la
Union Americana 43
Los Estados Unidos en 1875 65
£1 Matiimonio de Byron 99
Novelistas franceses contemporáneos. — Octavio Feuillet . 119
" Stendhal .... 128
GeorgeSand. . . 139
El Senado Romano 143
Dante y la Divina Comedia 167
Poetas líricos cubanos. — ^José María Hercdia 197
Plácido 202
José Jacinto Milanés 207
La muerte de la Avellaneda . . . 213
Emilio Castelar. — El movimiento republicano en Europa . 217
Una tragedia griega por un poeta cubano 233
William H. Seward 247
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30^
índice
El repertorio de una actriz. — Medea 259
María Estuardo 263
Pia de Tolomei 267
Sor Teresa \ 270
Giuditta 273
Elisabetta 276
María Antonieta 279
Macbeth 282
Fedra y Norma 285
Un traductor colombiano de Virgilio 286
Diccionario bi(^ráfíco americano 297
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ERRA TA. — En la página 257, línea 4, donde dice : < sin dejar
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