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Full text of "Estudios y conferencias de historia y literatura"

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ESTUDIOS Y CONFERENCIAS 



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ESTUDIOS Y CONFERENCIAS 



ESTUDIOS Y CONFERENCIAS 



ESTUDIOS Y CONFERENCIAS 



DE 



HISTORIA Y LITERATURA 



POR 



ENRIQUE PIÑEYRO 



NUEVA YORK 
IMPRENTA DE THOMPSON Y MOREAU 

MAIDE.N LAÑE, 51 Y 53 



MDCCCLXXX 



AC75 



/ 

A 



CARLOS CARRANZA 



DEDICA 



ESTE LIBRO 



Su Amigo 



EL A U TO R 



PRÓLOGO 



Empecé desde muy joven á escribir en 
los periódicos de la Habana, y aunque 
nuncra he consagrado exclusivamente á las 
letras todo mf tiempo, he colaborado en 
casi todas las publicaciones periódicas de la 
capital de Cuba, y he estado al frente de 
dos revistas literarias : primero, de la Re- 
vista Habanera, junto con Juan Clemente 
Zenea, mi compañero en varias empresas 
periodísticas ; y más tarde, en 1 866, de la 
Revista del Pueblo, en cuya dirección sucedí 



inii Prólogo 

al inolvidable Ramón Zambrana. Después, 
durante diez años que pasé fuera de la pa- 
tria, he dirigido también en Nueva York 
más de una publicación. Si fuese á reunir 
todo lo que he escrito y publicado en am- 
bas épocas, llenaría varios volúmenes. No 
ha pasado por mi mente semejante pro- 
yecto ; y sólo cediendo á benévolas instan- 
cias de varias personas, sobre todo del 
distinguido amigo, á quien dedico este 
tomo, me he decidido á formar la presente 
colección, escogiendo trabajos de diversas 
épocas, reuniéndolos con otros inéditos y 
con las conferencias que pronuncié última- 
mente en la Habana, y que se imprimen 
ahora por primera vez. Al elegir lo que 
inserto, he procurado obtener antes que 



Prólogo ix 

todo cierta variedad de materias, sin aten- 
der á las fechas para el orden de colocación, 
aunque mencionando al pié de cada trabajo 
el año, y á veces el lugar, en que fué es- 
crito. Ignoro por supuesto la acogida que 
recibirá mi libro ; pero sé decir que ha sido 
para mí del más suave y melancólico placer 
el tiempo que he empleado en prepararlo y 
corregirlo mientras iba imprimiéndose ; he 
experimentado en todo ese espacio una im- 
presión igual á la que me produjo el otro 
dia recorrer, á la luz de una tarde de otoño, 
el cementerio de Greenwood. No comparo 
mis artículos con los suntuosos monumentos 
de la necrópolis americana ; pero, ante mis 
ojos y mi memoria, son ellos también pie- 
dras tumulares, bajo las cuales yacen dor- 



X Prólogo 

midas para siempre ideas ó esperanzas de 
tiempos pasados, de tiempos mejores, como 
diría Jorge Manrique. 



Nu>€va Yorky Setiembre 1880 




MADAME ROLAND 



CONFERENCIA 

Pronunciada en el Liceo de Guanabacoa {Isla de Cuba) 

el lo de Mayo de rSyg 



Si se me preguntara cuál es la mujer más notable 
' entre las mujeres célebres de la historia, entre las que 
llenan aún hoy para nuestros oidos un espacio del 
mundo, ó un período del tiempo, con su nombre y con 
su fama, respondería sin vacilar : Madame Roland. 
Y voy á empezar diciéndoos cómo y cuándo nació 
en mi espíritu, hace ya algunos años, el deseo de estu- 
diar de cerca la vida y los escritos de Madame Roland. 
. Un profundo conocedor del corazón humano en gene- 
ral, y del alma femenina en particular, autor de un 
libro curiosísimo sobre el Amor, el novelista francés 
Stendhal, recorriendo en sus interesantes Notas de 
Viaje senderos y caminos por las orillas de un rio de 
Francia, se detiene en ¡alguna parte de las cercanías de 



2 Enrique Piñeyro 

Lyon y consagra un expresivo recuerdo á la ilustre 
heroína, diciendo estas palabras, ú otras parecidas : 
« Por aquí poseyó una pequeña propiedad la mujer 
que en todo el mundo me inspira más respeto.» Lla- 
móme mucho la atención que el más burlón de los 
escépticos se prestase tan de buena gana á inclinar la 
cabeza ante la memoria de la esposa seria y grave, de 
la parisiense oscura que se llamó primero Juana Maria 
Phlipon, y después inmortalizó el nombre de Roland 
que recibió de su marido. 

Conocía yo de antemano la figura revolucionaria 
que fué el alma del célebre partido de la Gironda, del 
grupo admirable de hombres de ardiente corazón y 
elocuente palabra, que ha hecho derramar tantas lá- 
grimas, y ganado tantas simpatías á la Revolución 
francesa del siglo último ; conocia el gran papel de 
Madame Roland en sucesos decisivos de la historia, 
en los trágicos episodios de aquel terrible año de 
1793 ; habia leído y saboreado sus Memorias, la histo- 
ria deliciosa de su vida tal como ella misma la escribió ; 
conocia en fin su muerte, su manera grandiosa de as- 
cender al patíbulo y de morir, úni^a en los fastos del 
martirio ; y la aplaudia, y la apreciaba tal como merecía, 
pero sin calor, sin entusiasmo, porque la hallaba dema- 
siado buena, demasiado completa, demasiado heroica, 
en una palabra. No descubría una sola debilidad, un 
solo rasgo verdaderamente tierno, verdaderamente 



Estudios \ Confí re acias 



3 



femenino en su vida y en su carácter, y retiraba frió é 
indiferente los ojos después de contemplar las propor- 
ciones de la hermosa estatua, de mármol purísimo, 
intachable, pero inanimada, sin palpitar del corazón, 
sin la chispa divina del sentimiento. 

Y á menudo me decia — permitidme insistir — tanto 
talento, tanta gracia, tanta pasión como revelan sus 
escritos, como indican varios de los actos de su vida, 
y sin embargo, en conjunto, virtudes comunes á los 
hombres y nada más ? Ni un solo rasgo de mujer ! 
Murió á los treinta y nueve años y nunca amó : tal 
podia ser el epitafio final de su existencia. Se unió 
en matrimonio, á los veinte y cinco años, á un hombre 
mucho mayor que ella, que podia ser su padre, de 
carácter seco, austero, excesivamente orgulloso, á 
quien respetó, de quien fué constante, verdadera 
amiga y compañera leal, pero á quien en diversas oca- 
siones confiesa que ni amó ni pudo haber amado. El 
enigma me dejaba perplejo. Misterio indescifrable ! 
¿ V qué, — siempre me decia^por ventura el psicólogo 
del Amor, el delicado analizador de la pasión, el pers- 
picaz Stendhal, no supo otra cosa de Madame Roland, 
nada más adivinó, y formuló elogio vulgar al decir que 
respetaba á esa mujer como á ninguna otra en el 
mundo ? No, no puede ser. 

Y no podia ser. La falta no era de Stendhal, ni 
mia, ni de ella tampoco. La Madame Roland que 



Enrique Piñeyn 



hasta entonces se conocia no era la verdadera Madame 
Roland ; los rasgos de una nueva y seductora figura 
aparecieron por primera vez, hace pocos años, y surgió 
otra heroína que no conocieron los historiadores de la 
Revolución francesa, que no llegó á entrever la intui- 
ción de poeta de Lamartine, que de cierto ni Ttiiers, ni 
Luis Blanc, ni el mismo Michelet, siquiera sospecharon. 
Descvibrióse por casualidad, en la tienda miserable 
de un barrio apartado de Paris, una miniatura enros- 
cada, objeto inútil y perdido entre las legumbres de , 
un frutero. Era simplemente un retrato de hombre. . 
Detrás del pequeño lienzo se encontró un papel que 1 
contenia una breve historia y un elogio del que estaba j 
allí retratado, escrito con la letra firme y conocida de i 
Madame Roland. De ese modo se supo que el hombre 
era el Girondino Buzot, conocido entre todos sus , 
compañeros por la energía de su palabra, la gravedad 
melancólica de su carácter y la rectitud inflexible de j 
su conducta política. Ese retrato era, pues, el qufe I 
ella guardó constantemente en el seno durante su pri- 
sión, el que probablemente estrechaba con mano con- 
vulsiva al subir con semblante sereno la escalera del 
cadalso ; que el verdugo, duefto de los despojos de sus 1 
víctimas, arrancó ímpiamenle después del tronco J 
exangüe, guardando acaso el marco valioso, y arro- J 
jando con desden la pintura y el manuscrito, ambo*] 
de tanto precio hoy para la posteridad. 



Estudios y Confer~ 



Pocos meses después se descubrieron, también por 
accidente, cuatro cartas inéditas y admirables de 
Madame Roland á Buzot. Y en seguida, para com- 
pletarlo todo, y acabar de crear la nueva Madame 
Roland para nosotros, apareció el manuscrito original 
de las Memorias, que habia sido expurgado y mutilado 
por manos miedosas. Todos esos novísimos docu- 
mentos concurrian declarando, en acuerdo cabal, que 
Madame Roland agregaba una virtud más á sus 
grandes cualidades, la virtud sublime de haber sentido 
una pasión avasalladora por un hombre digno de ella, 
de haber luchado como un atleta (ella misma lo dice) 
por conservar la inmaculada pureza de su vida ; y un 
rayo de luz, de fulgente poesía ilumina ahora el surco 
profundo, la estela de su paso por el océano de la 
política, el torbellino espumante del naufragio en que 
pereció con su amor y con sus esperanzas. 

Perfeccionado de esta manera el conocimiento del 
personaje histórico, puedo agregar que pocos serán 
los que despierten igual ínteres y reclamen con mejo- 
res títulos la atención de la posteridad. Pocos también 
pueden ya ser estudiados y escudrí liados más de 
cerca. Escribió encerrada en un calabozo, en vísperas 
siempre de oir pronunciada la sentencia de un tribunal 
inicuo que aplicaba una sola pena, la liltlma pena, á 
todos los acusados, la confesión, el relato de su exis- 
tencia en unas Memorias encantadoras, en virtud de 



Riirique Piñtyn 



las cuales no son las Confesiones famosas de Juan'J 
Jacobo Rousseau, un fenómeno aislado, un libro únictt' 
en las literaturas modernas : le son inferiores sola^] 
mente en e! estilo, que si bien lleno de vida, de graci 
y de viveza, no llega á la excelencia soberana de t 
modelo. Apenas encarcelada, demasiado con' 
del fatal desenlace que terminaría su encierro, tuvo £ 
fuerza de alma extraordinaria de evocar alli todos ll 
recuerdos de su niñez, todas las emociones de si 
ventud, y trazarlas con frescura incomparable, 
dicho un moralista célebre que dos cosas no puedej 
-mirarse fijamente, el sol y la muerte. Madame Ro- 
land, desmintiendo ese magnífico aforismo, contempló 
la muerte con fijeza durante meses sin sentir el menor 
estremecimiento. Hizo su confesión general, tan sin- 
cera como la de Rousseau, y como ésta sin reticencia 
ni escrúpulos mezquinos ; que no es por supuesto la 
confesión humilde de una penitente arrepentida, en 
que no habla por de contado como las que se postran 
de hinojos implorando vana misericordia ante los 
altares ; sino que tranquila, con la frente levantada, 
serena y altiva la mirada, apela del fallo de sus extra- 
viados contemporáneos y pide justicia á la imparciali- 
dad de las generaciones venideras. 

No intentaré yo relataros aquí los primeros treinta 
años de su vida, tarea que ella desempeñó admirable- 
mente, y que respeto demasiado para esforzarme ahora 



Estudios y Conferencias 7 

en decir mal lo que está ya dicho y muy bien dicho. 
Cuando se cambió la escena, cuando el aliento abra- 
sado de la Revolución corrió por la Francia é hizo pal- 
pitar, más enérgica y violentamente que el de ninguno, 
el corazón de Madame Roland, estaba de un todo pre- 
parada para el nuevo papel que los destinos le señala- 
ban. Son muy pocos, muy contados los personajes 
célebres que así se presentan ante la historia, bajo des 
diversas fases, y en ambas perfectamente completas. 
No hubiera sido Madame Roland esposa y confidente 
de un ministro de la Revolución, no hubiera inflamado 
con el vigor de su pluma y la fuerza de su espíritu un 
gran partido, no hubiera obtenido la muerte gloriosa 
de los mártires, y todavia hubiese sido una mujer no- 
table. Su vida de joven, su matrimonio, sus cartas 
privadas en esos dos períodos, su ejemplo, sus memo- 
rias, su carácter, la asimilación prodigiosa de las ideas 
y el espíritu de Juan Jacobo Rousseau, bastarían para 
inmortalizarla. 

La Revolución, vuelvo á decir, la halló preparada ; 
entró en la escena como esos actores de primer orden 
que, antes de hablar, antes de hacer un gesto, con sólo 
su aspecto y su mirada, revelan instantáneamente sus 
grandes facultades. Lejos de París se hallaba cuando 
ocurrieron los primeros sucesos ; mas allí mismo, en 
Lyon, derramó una vez su exuberante {)atriotismo des- 
cribiendo una fiesta cívica á que concurrieron millares 



Enrique Piñtyro 



de delegados de otras partes, en un papel que se im- 
primió profusamente, que leyeron arrebatados esos 
provinciales, y se aprendieron de meraoría para reci- 
tarlos de vuelta en sus hogares, que así se vieron un 
momento iluminados por la inspiracioLi, por las chispas 
del alma de esa mujer. 

Al entrar en París volvia á su ciudad nata], donde 
habia nacido y crecido, donde brotaron sus primeras 
ilusiones, y donde los primeros dolores cruelmente la 
lastimaron. Allí se habia visto desvalida y sola, des- 
pués de la muerte de su madre, al lado de un padre 
disipado y vulgar, sufriendo pruebas domésticas, de 
esas que se esconden á los ojos del mundo y punzan 
por lo mismo con doble intensidad, y de que se libró 
buscando refugio en un matrimonio sin amor. Allí 
habia sido testigo indignado de las mil injusticias de 
un régimen irrevocablemente condenado á perecer 
bajo el peso de sus mismas iniquidades, y en la oscura 
medianía de su vida en una familia de artesanos, había 
concebido aversión profunda contra la sociedad anti- 
gua, y alimentado su pasión por la igualdad y la jus- 
ticia. Porque es la verdad que á Madame Roland y 
á otros seres como ella, debemos esta conquista pre- 
ciosa, que es una de las grandes glorias de nuestra 
época, su mejor timbre quizás en el catálogo de los 
siglos. De las tres grandes palabras que inscribió la 
Revolución como empresa de su escudo, de esos trfis 



Estadios y CoHfirendas 



vocablos resonantes : Igualdad, Libtriad, Fraternidad, 
que simbotizaii tanta lucha humana, tanto grito de 
ttiunfo y tanto gemido desesperado, — la Igualdad es 
la linica de ijue puede hoy el mundo, una parte del 
mundo por lo menos, declararse en entera posesión. 
La Libertad es infinita ; por ella se cómbale y siempre 
se combatirá. La fraternidad parece ailn un sueño 
de entusiasta, casi un delirio de exaltado. La Igual- 
dad, atmosfera indispensable de todas nuestras ambi- 
ciones, sin la cual no se comprende que valga esta 
vida la pena de vivirse) es el gran resultado del terre- 
moto francés del siglo último. Madame Roland y sus 
contemporáneos trabajaron con ardor inextinguible 
por obtenerla ; no cejaron ante obstáculos de ningiin 
linaje, hicieron rodar en el patíbulo la cabeza de un 
rey, pelearon sin descanso y coronaron el esfuerzo su- 
premo dando en holocausto sus vidas y toda la sangre 
de sus venas, 

Contaba ya más de 35 años al volver á París, pero 
no parecia tener esa edad ; ella dice, en la famosa 
descripción que de si misma inserta en las Memorias, 
que los tesoros que debia á la naturaleza le permitían 
ocultar, sin apelar á artificio alguno, cinco ó seis de 
sus años. Era todavía, en el crepúsculo final de su 
juventud, una mujer verdaderamente seductora. Tenia 
una magnífica cabellera oscura, una fisonomía llena de 
expresión, un cuerpo esbelto, los contomos volup- 



Enrique Piñiyre 



tilosos de la verdadera hermosura, y la gracia coi^ 
abundancia derramada en sus gestos, en su andar, en 
todos sus movimientos. Cuando hablaba, esos dones 
parecian crecer y multiplicarse por el encanto de I 
voz y el acento de su palabra. Citada una vez á 1 
barra de la Convención, obtuvo señalado triunfo s 
yugando á todos por la sencilla energía de sus contdj 
taciones. 

Los asuntos piíblicos la interesaban entonces viví 
mente, y era ya, desde los primeros días de la í 
lucion, del corto número de personas capaces de segí 
U lógica de los sucesos hasta el destronamiento c 
Rey y la proclamación de la RepiibÜca. Anudó p 
relaciones con aquellos diputados de la Asai 
Constituyente que profesaban opiniones parecidas 
Entre éstos se hallaba Buzot, representante de la Noi 
mandía, seis afios más joven que ella, casado, y com 
ella unido por lazos de costumbre y consideraciój 
más bien que de amor y comunidad de sentimienio^a 
la compaSera de su vida. La suerte parecia h: 
dispuesto esos dos seres de antemano para qu< 
amaran sí se encontraban. Se encontraron y se a 
ron. Buzot era un hombre de inflamable corazón, 
principios rígidos y firmes, de carácter grave y has 
triste ; su figura y sus maneras llenas de distinción \ 
de nobleza, duke y sensible en el trato Intimo, i 
líente, agresivo y tenaz en la vida pübbca. Madu 



Estudios y Conferencias ti 

Roland sintió en el acto la superioridad de un carácter 
que tantos puntos de contacto mostraba con el suyo. 
Estaba además en un momento crítico de su existen- 
cia, al declinar de su juventud, y su alma impetuosa y 
ansiosa de combates buscaba, inconscientemente, una 
pasión que sustituyera el vacío de tantos años inútil- 
mente gastados y perdidos, y los ocupara trayéndole 
el gozo de luchar y vencer por la honestidad y la 
virtud. Ambos tenían hasta en eso almas de atletas, 
respetaban sus deberes, y determinados á cumplirlos 
querían una batalla más, aunque costase la victoria 
dolores inauditos. 

Cuando Buzot fué reelegido para la Convención, 
Madame Roland estaba engolfada hacia tiempo en la 
política ; auxiliaba eficazmente con sus consejos y con 
su pluma á su marido, ministro por segunda vez ; reu- 
nía en su salón á los miembros principales del partido 
de la Gironda, y allí á menudo se prepararon y acor- 
daron discusiones y decretos decisivos de la Conven- 
ción. Buzot llevaba á la Asamblea las ideas y hasta 
las pasiones de Madame Roland, que presentaba con 
el calor y la energía del que halla su patriotismo de 
acuerdo con los impulsos secretos de su corazón. 

Trabóse, como es sabido, el más formidable anta- 
gonismo entre los Girondinos y el famoso Danton, que 
casi fué un momento un duelo entre éste y Madame 
Roland. La influencia de la mujer fué quizás terrible 



Enrique Pinero 



en ese homérico episodio. Madame Roland odiaba á 
Danton ; odiábalo por su fealdad, por la grosería de 
su lenguaje, por el cinismo de su carácter, y subyugada 
en cuanto tenia de femenino por tan profunda antipatía, 
no reconoció jamás lo que hubo de grande, de previsor, 
de verdadero político en Danton. Ocurieron las espan- 
tosas matanzas en las cárceles durante tres dias funestos 
del raes de Setiembre, matanzas consentidas y disculpa- 
das por Danton, y trocóse en verdadero frenesí el odio, 
la repugnancia que inspiraba. En balde tendió Danton 
más de una vez su mano á los Girondinos proponiendo 
acallar mutuos resentimientos, sacrificarlos en aras de 
la patria por todas partes amenazada y al borde de la 
ruina. Aquellos hombres honrados de la Gironda, 
inspirados por aquella casta é inflexible mujer, no 
querían, no podían perdonar crímenes tan horrendos, 
rechazaron indignados la mano cubierta de sangre y 
de lodo que les ofrecían, y apartaron los ojos de la 
frente lívida del tribuno. 

Ahondáronse las disensiones, aumentó la anarquía, 
cegó el furor á muchos y un vértigo se apoderó de 
todos. Fueron días de inmensa angustia ; pero al 
cabo de terribles acometidas la facción más exaltada 
triunfó. Los Girondinos se sintieron desbordados y 
perdidos. Unos se dirigieron i. las provincias espe- 
rando locamente levantar el país contra la tiranía de 
lo que era ya el Terror organizado. Entre éstos salió 



SstuiSos y Confereneias 



Buzot. Otros aguardaron desesperados en París e! 
desenlace fatal. Rolatid huyó. Madame Koland, que 
no debía volver á ver jamás ni á su marido, ni á su 
amante, ni á sus amigos políticos, penetró radiante y 
altiva en la prisión. 

Fué e! surgir de una aurora en la noche de la cár- 
cel. Contenta, risueña con sus compañeros de infor- 
tunio, amable con los instrumentos secundarios de su 
tortura, se instaló en su calabozo como en soberbia 
mansión, y se dedicó ¿ escribir las páginas inmortales 
que el mundo lee hoy con arrobamiento. Sabía que 
su marido estaba seguro en el refugio que había bus- 
cado, que su hija se encontraba en manos de confianza, 
y sintió con íntimo, inefable regocijo que, aprisionada, 
separada del mundo y de los suyos para siempre, sin 
más horizonte que la muerte, podia por fin consagrar 
á su amor toda su alma, descubrir y acariciar el miste- 
rio que escondía su corazón. Ahí le fué permitido 
aflojar un tanto ios resortes demasiado apretados de 
su espíritu, deponer las armas que había vestido sin 
descanso en los dos años pasados en la arena política, 
y dar rienda suelta á las efusiones de su alma. Delante 
de los demás sonreía constantemente ; sola en su celda 
derramaba lágrimas abundantes, consoladoras, primer 
bálsamo que caia sobre las heridas del combate. 

Ahí escribió esas cuatro cartas de que be hablado, 
últimamente descubiertas, monumento Único en su 



.-íSñrique Piñtyro 



género. Yo, que no admiro excesivamente las c 
célebres de Eloísa, ni en la prosa original latina, ni en 
la paráfrasis en verso del poeta inglés, no he leido éstas 
una sola vez sin profunda emoción. Alcanzan una 
altura maravillosa ; no de otra manera las hubiera 
escrito una Romana, Porcia ó la mujer de Catón, si 
una ü otra hubiesen vivido en edad moderna. Cor- 
neille no pone en boca de sus heroínas acentos de 
mayor elocuencia y elevación. 

Buzot recorría las provincias tratando de levantar- 
las para volar á Paris á la cabeza de un ejército y 
salvar de la prisión y de la muerte á la mujer amada. 
Esta en tanto le pedia que pensase en la patria antes 
que en ella, diciendo : • Lo único que temo es que 
por mí te comprometas en imprudentes tentativas ; 
salva el país y yo espiraré satisfecha. Poco me impor- 
tan muerte, tormentos ó dolor, todo lo puedo afrontar; 
no tengas cuidado, llegaré hasta mi hora última sin 
haber malgastado un solo instante en indignas agita- 
ciones, n 

Pero hay un hermosísimo pensamiento, que en di- 
versas formas repite en más de una carta, que revela 
una situación patética y sublime, como pocas veces la 
habrá sentido más elevada, aun en situación pare- 
cida, el alma humana. En la .soledad de su prisión 
puede consagrarse enteramente, por primera vez qui- 
zps, al hombre en quien adora ; no olvida á su esposo 



Estudios y Conferencias ij 

fugitivo, sin embargo, que es la encarnación de su 
deber, y se prepara también á defenderlo en el pro- 
ceso que van á intentarle, de una manera < que sea 
útil á su gloria, > pagándole así < la indemnización > 
que cree deberle por sus sufrimientos. Y agrega : 
< i Pero no comprendes tú que por lo mismo que me 
hallo sola e§ contigo con quien estoy ? El cautiverio 
me permite sacrificarme por mi esposo y conservarme 
para mi amigo. Gracias á mis verdugos, cbnciliados 
están mis deberes y mi amor. No me tengas lástima 
por tanto. Todos admiran mi valor ; por fortuna 
ignoran mis alegrías. > 

Así, ni aun siquiera sueña en huir de la prisión. 
El peligro no la asusta, todos los afrontaria si se tra- 
tase de volar al lado de su amigo ; pero al salir de allí 
seria otra vez esposa, madre, esclava sin posible reden- 
ción. < i Abandonar estas cadenas que me impone la 
persecución de los malvados y que me honran, para ir 
á cargar esas otras que siempre he arrastrado, que na- 
die ve y de que no puedo librarme, ah ! nó, nó, mejor 
quedarme aquí. > 

Idea indudablemente grandiosa y original ! Es el 
sentimiento que la llena y la consuela. Vive en una 
celda bastante grande para permitir una silla al lado 
de la cama ; pasa los dias leyendo, escribiendo, dibu- 
: jando, y se siente casi feliz. Hay un momento en que 
nada le falta. Por una especie de superstición no ha-. 



Jó 



Enrique Piñeyro 



bia querido llevar á la cárcel lo que llama this dear 
picture, un medallón con el retraío de su amigo ; pero 
luego no puede seguir privada « de esa dulce imagen, 
débil y preciosa compensación de la ausencia del ser 
amado. La guardo sobre mi corazón, oculta á los 
ojos di todos, sentida en cada uno de !os instantes, á 
menudo bañada con mis lágrimas. » 

No se cansa de comparar su situación, la libertad 
moral de que goza en la cárcel, con su vida anterior 
en que santas obligaciones la oprimian, « y despedaza- 
ban su débil corazón. Estoy (dice) donde el destino 
lo ha ordenado ; puedo servir á la gloria del hombre 
á cuyo suerte me quiso ligar, y mi cariño obtiene la 
libertad de abrirse en silencio y depositarse en tu seno. 
Bendigamos, pues, amigo mió, bendigamos á la Provi- 



Mucho más quisiera citar, pero me llevaría dema- 
siado lejos, y casi me he reducido á buscar en estos 
documentos, y traducir, la expresión del mismo senti- 
miento. Empero lo que he leido basta para justificar 
mi elogio. Patriotismo inextinguible, amor ardiente, 
culto de la virtud, cumplimiento estricto del deber, los 
rasgos fundamentales del carácter de esa mujer extra- 
ordinaria poderosamente resaltan en esas cuatro mag- 
níficas cartas, escritas en un estilo grandioso que sube 
sin esfuerzo al nivel de la trágica situación de donde 
nacieron. 



Estudios y Conft 



n 



Tenia sobrada razón para desesperar. La catás- 
[ trofe era inevitable. La Revolución seguía su impulso 
j al través del desorden, el crimen y ta guerra á muerte; 
o era dado contenerla á unos cuantos diputados de 
I ánimo heroico perdidos, como átomos en la inmensidad, 
I en medio de la demencia universal. To^o fracasó, y el 
\ intento frustrado precipitó la ruina de los demás. Los 
Lveinte y un Girondinos prisioneros en Paria- se enca- 
I minaron al cadalso entonando el himno revolucionario, 
• formando aquel coro final, al pié de la guillotina, que 
I se oye tan bien en la magnifica descripción de Miche- 
Ljet; sublime, fantástico, inaudito, acompañado por el 
\ ruido sordo de la cuchilla cayendo á intervalos iguales 
(^apagando cada vez una de las voces, hasta extin- 
Iguirse y sumirse la última en el silencio de la muerte. 
Al llegar el rumor de ese atentado á los oidos de 
, Madame Roland, resolvió poner término á su exis- 
tencia. El suicidio, dfgase lo que se quiera, será 
siempre el gran recurso de los grandes caracteres al 
lentirse irremediablemente derrotados. Sentóse tran- 
KquiUmente á escribir su despedida ; y el manuscrito, 
rque se conserva, declara que no temblaba su mano al 
li trazar el adiós supremo, en que dice á su esposo que 
Imuere porque sabe que no puede ya ayudarlo á sufrir 
Rsus desgracias, y que no pierde en ella más que una 
Isombra, objeto iniitil di; desgarradora inquietud; en que 
I-lega orguUosa á su hija Eudora su nombre y su ejem- 



1 8 Enrique Fiñeyro 

pío ; en que á todos pide perdón, y se dirige á otro, 
en fin, en estos términos : < Y tú, cuyo nombre no me 
atrevo á pronunciar, tú á quien un dia comprenderán 
mejor los que conozcan y lamenten nuestro infortunio 
común, tú que subyugado por la más terrible de las 
pasiones supiste sin embargo respetar los límites de la 
virtud, ¿ me perdonarás si acudo primero á los lugares 
donde podremos amarnos y vivir unidos sin delito ? 
Ahí callan las preocupaciones funestas, las exclusiones 
arbitrarias, las pasiones rencorosas, la tiranía de toda 
especie. Ahí voy á aguardarte y descansar. Tú, vive 
aún, si puedes hacerlo con honor. Mas si el infor- 
tunio tenaz te conduce á poder del enemigo, no per- 
mitas que mano mercenaria se alce contra tí, muere, y 
muere libre como supiste vivir, d 

Pidió el tósigo á un amigo leal, pero éste le recordó 
cuánto más digno de ella seria morir á la luz del dia, 
á manos del verdugo, dejando á la patria y á la liber- 
tad testimonio inmortal de su indómita energía. Esa 
voz despertó en su gran corazón un eco que pasajera- 
mente dormia. Siguió el consejo, y desistió de su 
propósito. 

El dia en que fué llamada á comparecer ante el 
inexorable Tribunal, donde ni aun le permitieron de- 
fenderse, y de cuyo recinto debía marchar directa- 
mente al cadalso, salió de su calabozo más risueña y 
animada que nunca. Vestida de blanco, con un cefii- 



Estudios y Conferencias ig 

dor de terciopelo negro, sus magníficos cabellos oscu- 
ros cayendo en ondas hasta la cintura, fué recibida 
con viva y tierna simpatía por todos sus compañeros 
de prisión, hombres y mujeres, adversarios políticos y 
criminales vulgares. Con una mano sujetaba la orla 
de su vestido ^y abandonaba la otra á una multitud que 
la besaba llorando. Un testigo presencial declara que 
eran encantadores en ese instante los colores de su 
rostro y la sonrisa de sus labios. A todos contestaba 
afectuosamente sin decir que iba á la muerte. Pero 
todos lo sabian. Ante el Tribunal, puesto que le im- 
pedian hablar, no quiso defensa de abogado, y se re- 
dujo á exclamar ante sus jueces : < Os doy las gracias 
por juzgarme digna de la misma suerte de los grandes 
hombres que habéis asesinado ; yo trataré de ir al ca- 
dalso con el mismo valor con que ellos fueron. > 

De pié. sobre el carro* fatal, en una tarde del mes 
de Noviembre, recorrió el largo trayecto desde la Con- 
serjería hasta la plaza de las ejecuciones, consolando 
y sosteniendo á un hombre débil que iba con ella, con- 
denado al mismo suplicio y que tenia miedo de morir. 
La hicieron pasar por delante de la casa á orillas del 
Sena donde habia nacido y pasado su infancia y su 
juventud, donde habia perdido á su santa y cariñosa 
madre, y sus ojos no se nublaron. Reconoció un 
amigo entre la multitud que seguía ó aguardaba la fú- 
nebre procesión, y una sonrisa imperceptible para los 



20 Enrique Piñcyro 

demás fué su ünico saludo. Al llegar al término del 
viaje, cedió el tumo á su compañero diciendo : * Su- 
bid primero, no tendríais fuerzas para verme morir, * 
Y al verdugo que se resistía á intervertir el orden de 
la ejecución : " No desairaréis la ultima siiplica de 
una mujer ! » Mientras moría su compañero, y pa- 
seaba su última mirada por el cielo y por la tierra, se 
fijaron sus ojos en una estatua colosal de la Libertad 
que ocupaba el centro de la plaza, á pocos pasos de la 
guillotina, y pronunció su última palabra : a O Liber- 
tad, cómo te han escarnecido ! • ó, según algunos, 
éstas otras : < O Libertad ! cuánto crimen cometido en 
tu nombre ! » 

i Conocéis otra escena que en sublimidad pueda 
comparársele? Cayó como debia caer la mujer más 
grande de la historia. 

Sus funerales también fueron terribles y dignos de 
ella. Roland, al saber su muerte, se atravesó con una 
espada, como Catón al saber la muerte de la libertad 
romana, líuzot, que estaba más lejos, poco después 
murió del mismo modo. 

Hasta el último minuto quiso el destino marcar 
fuertemente la superioridad de la mujer respecto de 
los dos hombres que ocuparon y llenaron su existen- 
cia. Ella sucumbió en elevado teatro, bajo el hacha 
del verdugo, en medio de los gritos y denuestos de on 
populacho feroz, desempeñando su difícil y grandioso 



Estudios y Conferencias 21 

papel con estupenda energía, mientras ellos perecían 
oscuramente, solos y apartados, sin la pompa del sacri- 
ficio, sin el consuelo de erigir la protesta de su valor 
en frente de la iniquidad de la sentencia. 

Musa por su genio, heroína por su carácter, mujer 
por sus sufrimientos ; vencida en la vida política, 
herida á muerte en pleno corazón en su vida privada, 
triunfante sólo por sus talentos y sus escritos inmor- 
tales ; mártir de una causa santa que la arrastró á la 
tumba después de haberla forzado á vivir en medio de 
relámpagos y tempestades desencadenadas, tempes- 
tades sin embargo que fueron menos violentas y terri- 
bles que las que rugieron dentro de su propio pecho ; 
luchando á brazo partido contra un régimen odioso, á 
cuya extinción contribuyó, pero sin el consuelo de 
vislumbrar siquiera los albores del régimen nuevo que 
habia de sucederle, — su existencia en conjunto recuerda 
la de uno de esos sérés en que creyeron los antiguos, 
cuya fortaleza inspiraba envidia á los mismos Dioses, 
y que sólo el rayo de la Divinidad era capaz de pos- 
trar y destruir. 



NOTAS DE UN VIAJE 
POR ITALIA. 



TuRiN, Milán, Venecia. 



I. 

/ Modane ! ¡ Modane ! Oigo este nombre repetido á 
gritos, cuando no hacia diez minutos que acababa de 
dormirme, por primera vez en toda la noche. Eran 
las cuatro de la mañana ; llevaba ya diez y siete horas 

I 

de viaje, y soñoliento me incorporo, preparándome á 
las pruebas reservadas en ese lugar á los viajeros : un 
cambio de tren complicado nada menos que con una 
visita de la Aduana. Sométome resignado á la 
segunda que es larga y fastidiosa, y aguardo mi turno, 
y trabajo por desataf las correas de mi maleta, con- 
tentándome con murmurar, entre dientes, una palabra 
italiana que Byron celebraba mucho por original y por 
expresiva : che seccatura ! Pues pasamos la frontera, 
y estoy en un lugar de Italia, doime el gusto de 
vituperar en su propia lengua á mis verdugos. 



Enrique Piñeyro 



Busco nuevo asiento en el nuevo carro, y á viajar 
otra vez ! Vuelvo á mi sopor, sin curarme de que 
dentro de quince minutos penetramos en el famoso 
túnel del Monte Ceñís. A esta hora nada se ve ; los 
cristales de las ventanas, que el frío ha puesto opacos, 
no pueden bajarse por temor a! humo, que despertaria 
casi sofocados á mis dormidos compaiíeros de prisión. 
Cierro, pues, los ojos, y consagro un pensamiento á los 
ingenieros que designaron los dos puntos opuestos de 
la montaña donde comenzaron los trabajos, y obtuvie- 
ron el triunfo matemático de no perder la derechura 
de BU linea en la oscuridad, y ver á los obreros de uno 
y otro lado encontrarse, al cabo de años, en el mismo 
lugar y en el centro mismo de la inmensa mole. 

¡Torino ! ¡Torito! ¡ Al fm ! Hace cerca de diez y 
siete años que la vi por primera vez, vivo aún el conde 
de Cavour, cuando era capital de una gran parte de la 
Italia, y orgullosa pensaba serlo de toda la península : 
ahora una cabecera de provincia, una ciudad italiana 
de cuarto orden, nada, absolutamente nada, i Qué 
transformación ! Recorro sus calles desiertas, sus 
inacabables portales, sus antiguos palacios, todo está 
muerto. Jamás he sentido mejor la frase sublime de 
Virgilio, las lágrimas de ¡as cosas. Sunt lachrymtg 
reriifii. Es una ciudad muy triste, por tanto intere» 
sante. Conozco otras en igual, y aun, si se quiere, 
mayor abatimiento, Venecia por ejemplo. Pero la 



Estudios y Conferencias 2^ 

miseria de Venecia no inspira este género de interés, 
infunde lástima si acaso, y nada más ; es como un 
mendigo con andrajos todavía de púrpura y que los 
ostenta para verlos relucir al sol. Turin, por el con- 
trario, parece la viva representación de un formidable 
desastre, la ruina aún palpitante de una grandeza por 
siempre desvanecida ; y los despojos de cataclismos 
morales sacuden el alma con fuerza tremenda. 

Ahora la vuelvo á ver, y dejándome embriagar por 
su honda é incurable melancolía, siento que reviven 
en la mente recuerdos de la época de mi vida en 
que la visité primero, y la saludo con respeto, como á 
una antigua y desgraciada amiga. 

Te reconozco, sí, que tu mudanza 

No es mayor, nó, que la mudanza mia ! 

Yo también llevo luto en el alma, ¡ y qué luto ! el 
duelo de algo con que soñé, que confundí conmigo 
mismo, en que todo lo esperé, para hallarme al cabo 
sin elloy y sin todo por consiguiente ! Hace diez y 
siete años ignoraba yo lo que eran los dolores ; ahora 
puedo repetir sin jactancia un verso célebre y desafiar 
al dolor á que de nuevo me hiera, — si encuentra 
dónde. Por eso te reconozco, Turin, y no me cansa- 
ría de compadecer tu suerte, si pronto no pensara que 
este duelo tuyo, que te honra y enaltece, lleva en sí 
mismo grandísimo consuelo. Te encuentras abando- 



20 



Enrique J'iileyrc 



nada, abatida, sf ; pero i cómo i 

envoltura áspera y marchita en qi 

un germen fecundo, un inmenso d 

de las grandes ideas de nuestro si¡ 

Italia ? Puedes mirar tu obra y 

El árbol gigante demuestra con sus proporciones y 

lozanía el vigor de la semilla de la cual brotó. 

Mas la resurrección de Italia no podia lograrse 
sino por medio de la guerra, los « dados de hierro » del 
destino sólo se tiran entre el humo y !a confusión de 
los combates. El Piamonte, que lo sabia muy bien, 
durante casi un siglo se preparó al efecto. De ahí el 
carácter militar que, de un modo hasta á veces impor- 
tuno, ostenta en su decaimiento la antigua capital de 
Italia. Soldados por todas partes ; de carne y hueso 
por debajo de los portales, pavoneándose con sus abi- 
garrados y caprichosos uniformes ; por donde quiera 
también, fijos é inmortalizados por el metal ó por la 
piedra. 

Aquí, cuatro centinelas de bronce, de tamaño colo- 
sal, montando la guardia en torno del desventurado 
Carlos Alberto ; allí, un soldado de mármol agitando 
su bandera en frente del Palacio Real ; acullá, el ven- 
cedor de Goito ; más lejos, el simple recluta que voló 
impasible una mina, no recuerdo dónde. Y esto sin 
contar la larga serie de antepasados de Víctor Manuel, 
todos más ó menos bandoleros, incluso y á la cabeza 



Estudios y Conferencias 27 

el más ilustre de ellos, el vencedor de San Quintín, el 
general de Felipe Segundo, Manuel Filiberto, duque 
de Saboya, que envaina su espada en la plaza de San 
Carlos. 

Puedo cruzar por el medio de las calles, detenerme 
en el centro á examinar monumentos ó edificios sin 
temor á los carruajes. ¿ Hay carruajes en la ciudad ? 
Miro en todas direcciones, y no veo ninguno. ¿ Se 
han ido con Víctor Manuel á Roma, ó duermen acaso 
dentro de esos palacios encantados, que parecen no 
tener porteros, cuyas ventanas nunca se abren, y por 
cuyas puertas ni sale ni entra nadie ? 

Vuelvo una esquina y descubro otra estatua, d^ 
mármol también, pero de aspecto eclesiástico, la fiso- 
nomía al menos, si no el traje. Ah ! es Gioberti, Tor- 
tísimo combatiente (dice el pedestal) de la idea ita- 
liana ; ejemplar insigne (digo yo) de un molde que no 
existe ya, de una especie casi antediluviana, un cató- 
lico liberal. El tipo ha ido borrándose y perdiéndose 
ante el ensanche que logra otro gran designio social, 
otra de las grandes cosas de nuestro siglo, el í ultra- 
montanismo^ religioso, la disciplina de los espíritus 
llevada hasta el último grado, la regla de San Ignacio 
aplicada al mundo entero. 

I Pobre Gioberti ! mirando su estatua surgen y cru- 
zan por mi memoria recuerdos desvanecidos de días 
de mi juventud. Entre los varios libros que escribió 



38 



Enrique Piñeyn. 



hay uno, el • Ensayo sobre lo bello, • del que hoy tal 
vez nadie se acuerda, que contiene pdginas elocuentes 
y cuyas teorías sedujeron al catedrático de literatura 
y oratoria en la Universidad de la Habana, en aquel 
entonces ; y el texto de la clase de Estética vino á ser, 
en un cuaderno manuscrito, una reducción ó extracto 
de la obra de Gioberti. Yo, como alumno primero, y 
luego como profesor de un colegio ligado con la Uni- 
versidad, me vi forzado á aprender antes, y después k 
enseñar, el susodicho cuaderno. La definición de la 
idea de « lo bello, » inolvidable para mí, y que apare- 
cía desde las páginas iniciales, era ésta : — i La unión 
« hipostática é individual de un tipo inteligible con i 
% elemento sensible por medio de la imaginación esté- 
* tica. ► Ello por de contado no puede llamarse un 
disparate, pero i cómo hacer penetrar en cerebros de 
catorce años (edad reglamentaria) semejante metaft- 
sico revoltillo ? No lo digerí al principio, y cuando, 
más tarde, emprendí rail veces hacerlo entender por 
mis discípulos, acabé por convencerme de su inven- 
cible oscuridad para inteligencias no del todo desarro- 
lladas. Ni un alumno en ciento, probablemente, lo- 
graba desenredar la mística maraña ; todos empero 
tenían que aprenderla de memoria para decorarla ea 
seguida como papagayos. 

Este recuerdo acude á mi pesar, y es grato, porque 
renueva impresiones juveniles. No creo, sin embargo. 



Esludws y Conff 



29 



al repetirlo, faltar al respeto que te debe, quienquiera 
que se llame liberal, á t¡, valiente autor del « Jesiiita 
moderno. » ¡ Salve, Giobertí, salve ! creíste con fé 
profunda, en días horribles de borrasca, en la supre- 
macía y la regeneración de tu patria ; y ya lo ves, el 
destino te ha sido propicio, tu patria regenerada le le- 
vanta estatuas, i Dichoso tú ! 

Ando irnos pasos por la vía de San Felipe del So- 
corro, y desde lejos diviso otro monumento, de blan- 
imo mármol, y creo desde aquí distinguir dos figu- 
En efecto, es la conmemoración de la verdadera 
celebridad piamontesa, del gran italiano de nuestros 
como lo fueron Dante ó Maquiavelo de los suyos, 
Camilo Eenso, conde de Cavour. La Italia en forma 
de mujer robusta, medio echada en el suelo (no sé 
porqué) y apenas vestida, le ofrece una corona de lau- 
rel ; él, de pié, extiende con la mano un papel escrito. 
a obra en conjunto es mediana, como todo el arte al 
re libre de Turin ; en especial, los bajo-relieves de 
la base son de una vulgaridad que no logrará nadie 
exagerar. El parecido de la cara de Cavour debe ser 
exacto, recuerda sus retratos fotográficos; pero ese 
hombre tan grave y tan derecho, que mira bácia ade- 
lante con aspecto bastante torvo, no es el Cavour que 
yo llevo en la memoria, no es el político eminente, 
que frotándose las manos como expresión de su inal- 
terable buen humor y con una sonrisa perenne en an 



30 



Enrique Piñgvrt 



dulce y abierta fisonomía, sacudió la Europa, dispuse 
á su antojo de pueblos, de reyes y de emperadores, y 
amasó entre sus dedos de artista incomparable, de su- 
blime escultor en pasta viviente, la suerte de su pa- 
tria, fijando por siglos los destinos de la Italia y de 
una parte del mundo. 

Es víspera de fiesta, el dia de mañana se llama de 
Noche Buena, y los portales se llenan de gente. Todos 
sin embargo parecen moverse sin objeto, miran con 
indiferencia tas mal surtidas vidrieras de tiendas un 
tanto raquíticas, y se pasean como cediendo á un há- 
bito de antiguo arraigado, sin verdadero placer. To- 
dos, hombres y mujeres, — ^y exceptuando los militares 
en número siempre crecido, — tienen un aire serio y 
grave, pero sin impertinencia ; el carácter piamontés 
debe en suma ser de agradable comercio ; mas yo no lo 
he de saber en tres dias que me quedo aquí, ni lo logra- 
ría en treinta. Por tanto cierro la maleta, y en marcha ' 



II. 



Tomo el tren, recorro con moderada velocidad U 
vasta llanura desolada por el invierno, de evidente i. 
tilidad, aunque ahora no descubro en ella más prodtH 
cosechabte que el hielo de lagunas artificiales, qued 
pedazos informes amontonan sobre cairetas dnigí 
por muchachos de doce afios. 



Estudios y Conferencias ji 

¡ Milano I Esto ya es otra cosa ; centro perenne 
de vida italiana, las mutaciones de la política no im- 
primen aquí efecto decisivo. La capital de Italia 
puede viajar de Turin á Florencia, y de Florencia á 
Roma, sin que á Milán se le importe un ardite. Las 
calamidades mismas de la guerra pasan sobre ella, 
como pasó la dominación austriaca, sin apagar la 
fuerza vital que la anima. ¿ Cómo disminuir ó acre- 
centar la invulnerabilidad de una ciudad que ha sido 
sitiada y tomada un número prodigioso de veces, y de 
ellas en una, destruida, arrasada por Federico Barbaroja 
hasta dejar las ruinas por medio del incendio, al mismo 
nivel del suelo ? Pero si esto le da el derecho de lla- 
marse resistente, no así el de creerse bonita, porque 
ciertamente no lo es, y su fama quizás exceda á sus 
merecimientos. 

Claro está que yo no intento rivalizar con Manuales 
de Viajeros, y emprender minuciosas descripciones de 
objetos curiosos. Trato siempre, por el contrario, de 
pasar por dupe lo menos posible, y sé bien que en cada 
ciudad, — fuera de la fisonomía externa del lugar, de la 
manifestación de su modo especial de ser, muy á me- 
nudo lo más importante, — sólo se encierran, para el que 
cuente bien, unas pocas cosas dignas de particular re- 
cordación. En Milán, por ejemplo, no hay más que dos 
que me inspiren verdadero respeto, el Duomo y el Cena- 
coló ; en Turin ninguna, salvo la memoria de Cavour. 



s^ 



Enriqu¿ Piñeyro 



Voy, pues, á visitar la famosa basílica, la grat 
catedral, aun no del todo concluida, no obstante datar 
su primera piedra del siglo catorce. El exterior con aua 
millares de figuras de mármo!, un pueblo de estatuas, 
sus colosales proporciones, la delicadeza de sus deta- 
lles y la potente armonía del conjunto, es poco, es 
nada, á mi juicio, comparado con el efecto que pro- 
duce lo interior, iío es el templo más grande del 
mundo, San Pedro de Roma ó San Pablo de Londres 
son mayores ; pero et Duomo tiene el privilegio de 
parecerlo, de dejar la impresión de alcanzar el limite 
extremo de la extensión de un edificio. Los enormes 
pilares, que separan la nave central de las dos de los 
lados, parten atrevida y magestuosamente desde el 
piso hasta Is bóveda del techo, hasta el cíelo, iba á 
decir : una altura vertiginosa. Asi, entra uno y se 
siente abismado anle tal grandeza. Nada interrumpe 
la vista, es la menos adornada de las iglesias ; alia, en 
el fondo, el altar mayor, que desde la entrada apenas 
se ve ; luego conté unas doscientas personas sentadas 
ó de pié en las cercanías del presbiterio, pero desde la 
puerta hubiera creido que aquel grupo lejano no se 
componi a de más de veinteycinco individuos. Camino 
solo en todas direcciones, oyendo perfectamente el 
ruido de mis pasos, á pesar de que el órgano tocaba en 
esos instantes un trozo .precipitado y alegre del oficio 
de la Pascua, y que el agudo soprano de varias doce- 



Estudios y Con/er: 



■ Has de chiquillos lanzaba notas penetrantes: pero 
lada, ni cuerpos ni sonidos, es sufiíienle á llenar esla 
nmensa caverna en una montaña de mármol ! 

La luz entra con dificultad al través de los vidrios 
[ pintados de las ventanas, y el frío se hace sentir con 

■ fuerza. Instintivamente iba á cubrirme la cabeza, y 
I nadie lo hubiese notado pues no veo gente sino á 
I grandes distancias. ¡ Qué deliciosa temperatura debe 

■ reinar aquí, en los dias ardientes de Julio, cuando el 
trxoX calcina la vasta llanura de la Lombardia ! Esta 
I observación la hizo ánles que yo, en este mismo lugar, 
f si no me engaño, mi tocayo Enrique Heine, aunque 
f con su injpietad habitual : € El catolicismo (dijo) es 

la admirable religión de verano. > 
Pero mucho más frió se siente en el refectorio del 
t extinguido convenio de Santa María de las Gracias. 
I Jamás ha penetrado la humedad tan adentro en mis 
riiuesos, como en esta sala desolada á donde viene la 
humanidad, como en peregrinación, para inclinarse 
ante los casi borrados vestigios de la Cena de Leo- 
nardo de Vinci, la primera en tiempo, y de las muy 
primeras en mérito, entre las grandes obras del arte 
k de la pintura. Dícese que visitando Bonaparte este 
I refectorio, en 1796, escribió sentado sobre el suelo la 
iiórden de que ninguna de sus tropas profanase con su 
f presencia el lugar para siempre consagrado por el ge- 
[ nio del sublime artista. La orden, si es auténtica, no 



3-f 



Enriijue Pi/icyri 



fué respetada, y el refectorio sirvió de caballeriza pri- 
mero á los jinetes de sii séquito, y después de almacer. 
de forraje. Me explico hasta cierto punto el sacrile- 
gio. Suprímase con la mente la obra de Leonardo, y 
no se hallará lugar tan parecido á una caballeriza como 
este refectorio. Más tarde una inundación lo mantuvo 
por varios meses lleno de agua : calcúlense los resul- 
tados en im cuadro pintado al óleo sobre una pared. 
Pero los frailes mismos fueron los que cometieron el 
mayor sacrilegio desde los años de 1652, cuando, para 
agrandar una puerta, abrieron el muro, cortaron los 
pies- de Jesús y de varios de los Apóstoles, y sacu- 
diendo la pared hicieron caer al suelo pedazos de la 
pintura. De ahí las mil y una restauraciones que des- 
figuran la obra original. Es una verdadera leyenda de 
martirio. 

V sin embargo, todavía queda bastante de la glo- 
riosa composición para justificar el pasmo de los si- 
gjos. Esas trece figuras agrupadas con una sencillez 
que encanta y un efecto que asombra ; esas fisonomías 
tan diversas, tan características, y tan dóciles al mismo 
tiempo para expresar el pensamiento completo y ar- 
monioso del artista ; todo ello envuelto para siempre 
en la más transparente y penetrante poesía, — es reaj- 
mente el esfuerzo supremo de uno de los grandes ge- 
nios del arte italiano. 

Hechas estas dos visitas, he llenado la principal 



Estudios y Conferencias j§ 

parte de mi objeto ; no obstante permanezco tres dias 
más, voy aquí y allá, miro el Sposalizio de Rafael que 
no es uno de mis cuadros favoritos ; paso cerca del 
Arco de la Paz, más reducido pero más proporcionado 
que el de la Estrella de Paris, y me paseo por la noví- 
sima Galería de Víctor Manuel, donde observo, y á 
ocasiones admiro, el tipo de belleza de las mujeres 
lombardas, altas, corpulentas, con pies y manos gran- 
des, facciones llenas de vigorosa expresión, sin el en- 
canto de la dulzura, pero con la fascinación de la 
energía. 



111. 



Venecia me llama ; cinco horas y media de ferro- 
carril, un puente larguísimo, de casi tres millas, sobre 
la Laguna, y me deja el tren en la orilla misma del 
Gran Canal. Mi hotel se llama < de Europa, > pero 
tiene otro nombre mejor, menos prosaico. Palacio 
Giustinianiy una de las mansiones aristocráticas de la 
antigua república, residencia ayer de una familiu que 
se jactaba de descender de Justiniano, emperador de 
Oriente, decaída hoy hasta convertirse en albergue de 
forasteros : uno de los innumerables palacios de nom- 
bres sonoros y famosos que se elevan á ambos lados 
del Canalazzo^ como dicen los venecianos. 

La fortuna hasta ahora me sonríe ; hallo en todas 



36 



Enrique Piñeyri 



partes u 



oclai 



n sol magnifico ; voy á hotel^ 



frecuentados por huéspedes ingleses, que son siempre 
los ntiejores en Italia, y encuentro en elios muy pocos 
pasajeros, pocos hijos de Albion por consiguiente, lo 
cual es una ventaja, á pesar de que en Veneda no es 
posible olvidar ni por un instante memorias de la 
Gran Bretaña. Pero entre el inglés « muerto » y 
el inglés «vivo» hay una enorme diferencia. Este, 
con su egoísmo agresivo, su brusquedad inconsciente, 
su orgullo pueril, y más aparente que^ rea!, si bien se 
examina, — es un estorbo dondequiera; hace daño 
observar el modo como miran los cuadros y monu- 
mentos, acercando los ojos hasta casi tocarlos, y co- 
municando en alta voz las ideas más estrambóticas á 
sus mujeres, cuando no son ellas quienes las sugieren. 
El inglés muerto, por el contrario, ha hecho quizás en 
pro de la celebridad de Venecia más que todos sus du- 
ques y todas sus escuadras y todos sus combates con- 
tra Bizancio y contra el Turco. Ese puente del Rialto, 
que no se parece á ningún otro puente, con su único 
arco, atrevido y robusto, sobre el Gran Canal, y su 
doble linea de tiendas encima, es más célebre, para 
muchos, y para mí, porque alli cerca imagino el lugar 
donde Antonio concertó y prometió al judio Shylock, 
el inmortal mercader de Venecia, el interés de una 
libra de su propia carne. Cuando miro la sala del 
Senado en el Palacio Ducal, me persigue con mayor 



Estudios y Con/fri-ndas 



37 



I obstinación el recuerdo de Olelo y de Brabancio. que 
tos otros mil episodios reales, históricos, de la vida de 
s nobles venecianos. Shakspeare pudiera, pues, te- 
ner en esta ciudad, donde nunca estuvo, un monu- 
mento, un arco triunfal como el que se eleva al Diix 
Francisco Morosini en una de las salas del citado pa- 
lacio. No creo que lo merezca menos ; porque si éste 
lo obtuvo jumo con el título de Peloponesíaco, por 
haber conquistado la Morea para Venecia, que no 
logró guardarla mucho tiempo, — el gran bardo inglés 
ganó renombre más duradero, conquistó ei mundo 

I para la patria de Porcia y de Desdémona. Digalo si- 

I nó Verona que ensefta orguUosa el sepulcro apócrifo 
de JuUela, y que ve más extranjeros acudir á visitar la 
tiimba de la esposa de Romeo, que sus magníficos é 
interesantes restos del Anfiteatro de los Romanos. 

Después de Shakspeare, Byron, — y paso en silencio 
nombres distinguidos, como el del autor de < Venecia 
Salvada,» — para referirme sólo á los que gozan de 

I universal reputación. Si en sus tragedias venecianas, 
1 Foscari y su Faliero, no sube Byron á la exce- 
lencia poética de su sin par predecesor ; si bien es 
verdad, además, que mucho han contribuido las dos 
obras mencionadas á estender la leyenda sombría y 
patibularia de una Venecia que ha existido sólo en la 
novela y en el teatro, un enjambre de espias, de dis- 
fraces, de verdugos y de puñales que no se parece á la 



3S 



Enrique Piñeyri 



verdadera Venecia de la historia ; en cambio, su □ 
bre va adherido á la fama de la ciudad por una multi- 
tud de sucesos y reminiscencias personales. Apenas 
se hallará un viajero en ciento, aun sin ser inglés, que 
no mire con interés, al recorrer en su góndola el Gran 
Canal, aquel de los tres palacios de la familia Moce- 
nigo que le señalen como la casa donde habitó Lord 
Byron. Yo, que soy acaso de los menos dados á su- 
persticiones, ni literarias, ni de otra especie, fui á visi- 
tarlo por ese único motivo, y me senté un instante 
junto á la mesa en que escribió varios de sus poemas 
el autor elocuentísimo del Canto Cuarto del Childe 
Harold. La influencia de Byron puede, á mi juicio, 
reclamar una buena parte de la multitud de extranje- 
ros que anualmente visitan la Italia ; ingleses y norte- 
americanos son siempre la mayoría y llevan á los otros 
la ventaja de tener en ese canto del Childe Harold una 
guia verdaderamente poética, cuyas magnificas stanse 
son en conjunto el comentario más elevado, más inte- 
lectual que se ha escrito sobre las riquezas del arte y 
la historia de Italia. 

Seria fácil continuar sobre este tema generalizán- 
dolo y aplicándolo á toda Italia. Habria entonces 
que mencionar después de Byron á otro poeta, que le 
es inferior en reputación tanto quizás cuanto le supera 
en mérito, Shelley, que murió á los veinte y nueve 
años ahogado en el golfo de la Spezzia, y que concibió 



Estudios y Conferencias jg 

su drama soberbio, Beatrice Cenci^ ante el adorable y 
nunca bastante admirado boceto de Guido Reni, en el 
palacio Barberini. Pero me alejo de mi asunto, y debo 
volver á él. 

Es domingo ; un sol magnífico alumbra la ciudad, 
aunque sin fuerza suficiente para disipar la niebla en 
el mar lejano, allá detras del Lido, ó en las montañas 
cuyos perfiles dudosos se divisan hacia el norte ; pero 
la luz concentrada, por decirlo así, en la laguna, ilu- 
mina las torres y las cúpulas orientales que se desta- 
can en todas direcciones contra el azul del cielo. Salto 
de la góndola en el muelle de la Fiazzetta, y recorro 
la pequeña y originalísima plaza de San Marcos, con 
sus tres lados de columnas, y en el otro la extraña fa- 
chada de la Catedral resplandeciente de oro y de los 
mil cplores de sus mosaicos exteriores. Los rayos del 
sol acercándose ya á su ocaso, dan de lleno sobre los 
cuatro caballos dorados, que ordinariamente apenas se 
ven por estar un poco adentro en la fachada ; ahora 
el exceso de luz hace resaltar y sobresalir esos cuatro 
trofeos traídos de Constantinopla vencida y tomada 
por el dux Enrique Dándolo. 

Una banda militar toca en el centro de la plaza 
melodías febriles del autor de la Traviata\ desde lejos 
reconozco los gemidos de la agonía de Violeta. Toda 
la ciudad se pasea sobre las losas del pavimento que 
ninguna rueda de carruaje viene jamás á gastar ó des- 



40 



Enrique Fifieyri 



componer. Las mujeres de la clase aristocrática lle- 
van sombreros á la moda de París, y á primera vista 
se parecen á las de todas partes ; pero las demás, que 
son la inmensa mayoría, nada llevan en la cabeza, ó i 
lo sumo una punta de blonda negra en torno de ta 
trenza de sus cabellos de oro rojizo, el color de tantos 
retratos admirables del Ticiano. Se pasean lenta- 
mente y miran con cierta altivez, natural antes que 
estudiada. Sóbrales motivo, son bellas, son hijas de 
las mujeres que sirvieron de modelo para las madonas 
deliciosas de Giovanni Bellini, más humanas, más se- 
ductoras que las de Rafael, para las espléndidas mu- 
jeres que sólo ha sabido pintar el Ticiano, el empera- 
dor de los coloristas. Ello constituye un verdadero 
timbre de nobleza. 

Hay multitud de curiosidades en Venecia y mu- 
chas merecen una visita ; pero la maravilla es la ciu- 
dad en si, con todos sus detalles mirados en conjunto, 
con sus mil extraftezas, sus palomas, sus calles estre- 
chísimas, sus góndolas, la numeración de sus edificios, 
su arquitectura fantástica y variada, su abatimiento 
mismo, y encima de todo eso el encanto de tanto re- 
cuerdo famoso, de tantos episodios novelescos. Cuan- 
do el cielo se muestra tan propicio como ahora, y un 
sol de otoño entibia estos dias finales de Diciembre, 
siente uno, reclinado en la góndola, al deslizarse sobre 
los silenciosos canales, que lo invade la embriaguez de 



Estudios y Conferencias 41 

la calma, y tal vez se dice que aquí pasaría tranquila- 
mente el último tercio de su vida habituándose á amar 
la muerte, y verla venir como una dulce consoladora, 
en medio de esta quietud que parece una preparación 
para recibirla. 

¡ Puro delirio ! ¡ simple ilusión nacida de la apa- 
riencia de las cosas ! Esto, como todo lo demás, dura 
muy poco, reflejo fugitivo de una disposición acciden- 
tal del ama, un instante de poesía, que acaso seria in- 
soportable si durase algo más que un instante. Pero 
Venecia impone al pasajero estas ideas melancólicas, 
y muy contento de sí mismo y de cuanto sobre la tie- 
rra le rodea, debe sentirse el que en ellas aquí no 
abunde. Si ante las tristezas de esta inmensa desola- 
ción, si á la vista de esta pobreza abyecta que fué 
opulencia incomensurable, de este silencio sepulcral 
que fué ruido y movimiento y vida, piensa alguno to- 
davía en su propia felicidad, no envidio la ilusión de 

ese bienaventurado Y no la envidio, sobre todo 

porque no creo que haya verdadero placer en tan pro- 
fundo engaño. 

Venecia^ Enero iSyS. 



BOSQUEJO 



DE LA 



FUNDACIÓN DE LOS TRECE PRIMEROS 
ESTADOS DE LA UNION AMERICANA. 



El genovés Juan Cabot, navegando al servicio de 
la Inglaterra, descubrió la parte septentrional del con- 
tinente americano en 1497, es decir, cinco años des- 
pués de revelada á los europeos la existencia del 
Nuevo Mundo por otro hijo de Genova mucho más 
ilustre. Sebastian Cabot, hijo del anterior, nacido en 
Inglaterra, visitó por primera vez en 1498 parte de las 
costas que hoy ocupan los Estados Unidos. El des- 
cubrimiento de las dos porciones principales de la 
América fué, pues, casi simultáneo ; pero |ólo hasta 
ahí llega la coincidencia de los sucesos. La historia 
de la colonización sigue en ambas marcha de un todo 
diferente. Los opuestos destinos que á una y otra 
reservaba el porvenir se señalan claramente desde los 
primeros años. Cortés y Pizarro emprendieron la 



44 



Enrique Piñeyri 



conquista de Méjico y del Perú en el primer 
del siglo XVI. La colonización del estado de Virgi- 
nia, punto de partida de los futuros Estados Unidos, 
comenzó cerca de un siglo más tarde, al arribar á la 
bahia de Chesapeake, en el mes de Abril de 1Ó07, la 
primera expedición, compuesta de tres barcos y ciento 
cinco emigrantes, que fundó á Jamestown. Nimiero- 
sos ensayos habían precedido, pero por diversas ra- 
zones todos pasaron sin lograr un éxito verdadero. 
Eq vano consagró por varios años Sir Walter Raleigh 
su nombre, su genio y su fortuna á esa grande obra, 
grande por los formidables obstáculos de que aparecía 
circuida, y más grande hoy á la luz de los acaecimien- 
tos posteriores, por los incalculables resultados que de 
ella habían de provenir en bien de la humanidad. 

Varias causas explican ese retardo. La Inglaterra 
ascendía lentamente á su apogeo á principios del si- 
glo XVI ; mientras que España, llegada ya al punto 
más alto de su gloria histórica, podía entonces atender 
á sus guerras y complicaciones europeas, y conservar 
energía suficiente para despachar aventureros, diestros 
en proezas militares, que fuesen á plantar sus armas 
en la tierra desconocida, que una serie de inesperados 
accidentes había colocado á su disposición. Jamás ha 
derramado la casualidad sobre la cabeza de hombre 
alguno más favores que los que desde la cuna misma 
empezó á recibir el emperador Carlos V. La historia 



Estudias y Confereticias 



45 



' sabe demasiado bien cuan poco fruto supo de ellos 
extraer en bien de los millones de seres que gimieron 

' bajo su cetro ; pero durante su reinado arreció el 
viento de guerra, e! torbellino aventurero que soplaba 
en toda España desde fines del siglo XV ; y los hom- 
bres ardían en deseos de empuñar las armas, atravesar 
el Océano, y conquistar las opulentas regiones que 
parecian como por encanto brotadas del mar para en- 
riquecer á los españoles. La energía del esfuerzo cor- 

, respondió á la novedad de la situación ; simples sol- 
dados, hijos de padres humildísimos, se sintieron llenos 
de la fé y el valor de Alejandro Magno, y siguiendo 
rumbo opuesto al del héroe macedón i o, corrieron 
como él á sembrar la civilización en lo que por mucho 
tiempo creyó la Europa que era el término oriental 
del Asia. 

En 1520 ocupó Hernán Cortés, en nombre de Car- 
los V, el trono mejicano teñido con la sangre de Mote- 
zuma ; en 1535 habia ya aniquilado Francisco Pizarro 
la familia de los Incas del Perú ; pero sobre la exten- 
sión de !o que hoy se llaman los Estados Unidos va- 
gaban incólumes numerosas tribus de indios, beli- 
cosos y salvajes, en tranquila posesión del territorio. 
Era natural que asi sucediese. Los aborígenes estaban 
muy lejos de encontrarse todos en el mismo estado de 
adelanto ; y comparado con el del resto del conti- 
nente, ofrecia innumerables ventajas el clima de las 



F.nrií/iie PÍñí\rt 



regiones visitadas por los españoles. I, os mejicanos y 
los peruanos formaban un pueblo, una nación com- 
pacta, poderosa en cierto modo y relativamente ade- 
lantada : marchando en son de guerra al encuentro de 
ella, era seguro hallarla frente á frente, en masa y 
ofreciendo algún flanco vulnerable. Con las armas 
que traían los europeos, con sus recursos, sus conoci- 
mientos militares y el desesperado valor que exigía la 
situación, el éxito del encuentro no podia por mucho 
tiempo permanecer dudoso. El oro y la plata, espue- 
las de su energía, abundaban por doquiera; el suelo 
fértil y el cielo propicio auxiliaban eficazmente á los 
invasores, y de ahí esas verdaderas, deslumbrantes 
maravillas á que va unido el nombre de Corteses y 
Pizarros. 

Todo era distinto en la América del Norte. Los 
hombres de piel roja que la habitaban se hallaban es- 
parcidos en un vasto territorio, divididos en número 
infinito de tribus enteramente independientes las unas 
de tas otras, y destituidos, en su mayor parte, de toda 
idea á sentimiento que pudiera conducirlos á orga- 
nizar una confederación más ó menos imperfecta, pero 
capaz de resistir á invasiones europeas. Ignoraban 
muchas de las artes indispensables de la vida, carecían 
del hábito ó la añcion al trabajo, construían chozas 
de madera y fango, y sólo habian progresado un tanto 
en la fabricación de los instrumentos necesarios para 



Estudios y Conferencias 47 

m 

la pesca y la caza de que vivían. Eran valerosos por 
supuesto, y, como verdaderos salvajes, crueles en la 
victoria y sufridos en la derrota. Mas los europeos 
allí no podían ni vivir fácilmente sobre el territorio 
como las bandas españolas, ni utilizar los caballos que 
hubieran sido valioso aliado en otro país diferente de 
aquel, de espesas selvas y corrientes invadeables. De 
aquí proviene "la gran desemejanza que, en todo y por 
todo, ofrece la historia entre la suerte que corrieron 
los indios americanos en el norte, en el medio y en el 
sur del continente. Exceptuando los pobladores de 
las islas del mediterráneo mejicano, más adelantados 
sin duda alguna que los de la tierra firme septentrio- 
nal, pero débiles de cuerpo y de espíritu por razón 
probablemente de su aislamiento, y de los cuales es 
muy difícil, si no imposible, descubrir hoy las últimas 
huellas en las Antillas, — los indios de Méjico y de la 
América del Sur existen todavía, aunque degenerados 
y transformados por tres siglos de embrutecimiento : 
razas mestizas han surgido que conservan, en sus ca- 
racteres físicos y en muchos de sus hábitos, el sello 
original de los primeros tiempos, y viven hoy pacífica- 
mente al lado de los hijos de sus conquistadores. No 
así en los Estados Unidos. Ahí el indio ha ido ce- 
jando diá por dia ante la expansión civilizadora, ha 
ido desapareciendo de los lugares que antes ocupaba, 
y conservando sólo, en los lindes provisionales de la 



<í 



Enrique Piñeyn 



gran república, xin estado perpetuo de resistencia, dé 
lucha y de muerte por lo menos. Nada por cierto 
hallamos que admirar en la fria y cruel tenacidad de 
la raza anglo-sajona, que siglo tras siglo ha ido impla- 
cablemente arrancando al indio faja tras faja de terri- 
torio, sin poder ofrecerle en cambio medios racionales, 
adecuados de asimilarse los nuevos elementos que 
sin piedad vienen á empujarlos ; pero tampoco deja- 
mos de reconocer que el resultado diverso ofrecido en 
las regiones colonizadas por miembros de la raza la- 
tina, no es debido á condescendencia particular ni á 
especial cariño de esta otra especie de conquistadores. 
Mientras durante siglos resonaba de oido en oido 
en toda la península ibérica el nombre de las Amé- 
ricas, como un cuento de hadas y milagros, prome- 
tiendo á cada uno riquezas sin cuento con sólo irlas á 
recoger, pocos, poquísimos de los aventureros que de- 
jaban las costas españolas con rumbo hacia el occi- 
dente, abrigaban el intento de buscarse allá lejos una 
nueva patria, de fabricar un hogar y crearse una fami- 
lia en ese mundo nuevo adonde se dirigían. Desde 
los tiempos de Sir Walter Raleigh, y aun en medio de 
la luchas encarnizadas entre Isabel y Felipe II, mu- 
chos ingleses pensaban en el suelo americano como 
emporio posible de frutos ignorados y necesitados en 
Europa, como terreno propio para la agricultura y d 
sostenimiento de las familias ; en esa misma época. 



Estudios y Conft 



49 



I 



así como antes y después, la América para otros era la 
tierra del oro y de la plata, nada más. 

El primer establecimiento con carácter definitivo 
de los ingleses, tuvo lugar bajo los auspicios y la di- 
rección de una Compañía formada en Londres con 

objeto. Todos los ensayos anteriores hablan sido 
esfuerzos de individuos aislados, y habían fracasado 
por falta de recursos. La lección de la experiencia 
los medios de remediar ese defecto y aconsejó 
el esfuerzo colectivo. El rey Jacobo I autorizó la em- 
presa, expidiendo una Real Cédula, ó Carta, bajo la 
cual se fundó Jamestown, como antes dijimos, en la 
bahía de Chesapeake, el 26 de Abril de 1607. Ya lle- 
vaba aquella sección del pais el nombre de Virginia, 
en honor de la reina ilustre, á cuya sagacidad no se 
escapó el gian porvenir á que estaba llamada la colo- 
nización de la -América. 

En torno de la Virginia, sobre el mismo territorio 
mal definido hasta donde se suponía llegar la juris- 
dicción de la Compañía de Londres, se formó primero, 
en 1634, la colonia de Maryland, ó Tierra de Maria, 
así llamada por la reina esposa de Cários I ; más tarde 
las dos Carolinas, del Norte y del Sur, y por tlltimo 
Georgia en 1732. Estas cinco colonias, ó provincias, 
que han de ser estados futuros de la república y cua- 
tro de ellos los principales de la Confederación re- 
■telde de 1861. tuvieron siempre, por todo el periodo 



so 



Enrique PiUeyr 



de la dominación inglesa, al lado de algunas 
cias de detalle, semejanzas esenciales, que perniiteii 
fonnar con ellas un grupo, cuyo carácter decisivo se ha 
de imprimir hondamente en el desarrollo de los Esta- 
dos Unidos, constituyendo desde el principio uno de 
los grandes factores del interesante problema político 
y social, á que en el fondo se reduce la historia de la 
gran república. 

Las cinco crecieron y se agrandaron de la misma 
manera. Exceptuando algunas desviaciones acciden- 
tales y pasajeras del tipo común, — como la de Mary- 
land que empezó siendo colonia exclusivamente cató- 
lica, porque su fundador, el primer I.ord Baltimore, 
profesaba esa religión, y la de Georgia, creada por un 
entusiasta que pretendió organizar allí una sociedad 
modelo, — todas ellas parecian, al poco tiempo de esta- 
blecidas, un fragmento transportado de la Inglaterra ; 
en sus hábitos, en su régimen interno y aun en algo de 
su apariencia, justificaban la curiosa ficción jurídica 
que, sin tener en cuenta el inmenso océano que las 
apartaba de la metrópoli, las suponía comprendidas en 
distritos, ó sitios reales, de la Gran Bretaña. La dis- 
tribución civil era mucho más sencilla, porque la abun- 
dancia de terreno y el origen reciente de los títulos de 
propiedad amenguaba desde luego el carácter servil, 
que el feudalismo habia impreso y conservaba aún en 
las tierras de la Gran Bretaña; pero bajo los demás 



Estudios y Conferencias ^i 

puntos de vista las semejanzas eran numerosas. Dis- 
tinguíanse precisamente estas provincias por un ca- 
rácter aristocrático de que apenas existieron huellas 
en las colonias septentrionales que formaron la Nueva 
Inglaterra, á pesar de que en realidad se gobernaban 
unas y otras conforme á un sistema en cierto modo 
copiado del que regia en la metrópoli. Todos los 
habitantes (los habitantes blancos agregamos, pues 
desde ahora hay que hacer esta importante distinción) 
conservaban en América sus derechos personales, los 
derechos ingleses, por decirlo así, de elegir sus repre- 
sentantes, de comparecer en juicio ante jurados de 
conciudadanos y de gozar de los beneficios de una ley 
común. Mas de aquí en adelante comienza la dife- 
rencia entre las colonias del Norte y las colonias del 
Sur. La mayoría de los que primero poblaron estas 
últimas pertenecia á la clase de hidalgos que en In- 
glaterra se llama landed gentry ; traia de Europa el 
gusto de la vastas posesiones y de la vida retirada del 
campo, y en los tiempos en que la Compañía de Lon- 
dres colonizaba la Virginia, cada acción daba á su 
dueño la propiedad de cincuenta acres de tierra. Asi- 
mismo se formaron las grandes haciendas de las dos 
Carolinas. La configuración del terreno, con sus nu- 
merosos ríos navegables que corren hacia el Atlántico, 
se prestaba á ese sistema, y el cultivo del tabaco, princi- 
pal artículo de comercio de la Virginia, requería espa- 



Enrique Piñfyro 



cío para ser reproductivo. Corto numero de pool 
ciones y multitud de fincas repartidas en todas 
direcciones habian de tender á crear una clase aristo- 
crática, á colocar e! pais en manos de unos cuantos 
propietarios, á no ser que los trabajadores fuesen hom- 
bres libres y tuviesen el derecho de ir en busca de 
nuevas tierras que arrancar de manos de los indios y 
adquirir á titulo de primeros ocupantes. Precisamente 
faltaba allí ese género de labradores, y esto nos coa- 
duce á mencionar desde luego la esclavitud de los 
negros africanos, rasgo capital que complica terrible- 
mente el carácter del facfor que estas provincias for- 
marán en la organización futura de los Estados Uni- 
dos ; y que ha de dar como infalible resultado la casta 
de los grandes propietarios de esclavos, verdaderos 
barones de un nuevo feudalismo, que aun sentados, 
siglos después, en el Congreso republicano de Wash- 
ington, se verán forzados, por la lógica de sus inte- 
reses, á falsear primero las instituciones mismas de la 
patria, y á levantar después su mano fratricida contra 
el rostro de la República. 

El tráfico de esclavos era tenido como perfecta- 
menle legítimo en el siglo XVJI, y esclavos importa- 
dos existían en todas y cada una de las trece colonias 
que, á fines del XVIII, formaron los Estados Unidos 
de Norte América. Los primeros negros traídos del 
África por traficantes holandeses desembarcaron y se 



MstuJios y Con/e. 



53 



Kvendieron en Virginia el año de 1620. El gobierno 

I inglés desde el principio protegió y favoreció la trata, 

t y todavía, en el año de 1774, siendo ya inminente la 

I rebelión general de las colonias, dijo en Londres Lord 

I Darmouth que « bajo ningún concepto podia consen- 

I tirse que las colonias contuviesen ó estorbasen en 

I grado alguno tráfico tan beneficioso como era ese para 

la madre patria. » En cambio puede añadirse que 

existe registrado en Boston, desde 1645, el ejemplo de 

un negro que, por haber sido publicamente vendido 

) esclavo, fué mandado poner en libertad y em- 

I barcado para el África. Pero estos casos aislados 

I nada significan en contra ó en favor de la institución. 

■ Durante muchísimo tiempo fué universalmente consi- 
I derada como legal y como justa, y si cuando se levantó 

■ en 1790 el primer censo republicano de los Estados 
I Unidos, aparecieron 657,000 esclavos en los estados 
I del Sur y sólo 40,000 en los del Norte, contando entre 
restos la Pensilvania, Nueva York y Nueva Jersey, 
►razones locales y circunstancias especiales bastan y 
P sobran para explicar la diferencia. 

Negros africanos se introdujeron en el Norte lo 
I mismo que en el Sur ; aquí crecieron y se raultiplica- 

■ Ton, mientras que el número allí siempre ascendió con 
[eumst lentitud. El clima cálido, el suelo pantanoso y 

1 carácter de una gran parte de la población hacia 
jbienvenidos en el Sur esos inmigrantes, casi del todo 



54 



Mnriijut Fiñe\'rt 



e1 Norte. En la Virginia -f;. 
las Carolinas cultivaban principalmente tabaco y arroz, 
plantas que reqiierian poco cuidado en aquel suelo 
naturalmente fértil, con laa que desde luego se acomo- 
daba muy bien el trabajo mecánico y rutinero del ne- 
gro esclavo. Donde apenas podia eí blanco sostenerse 
luchando contra la humedad de la tierra y el ardor del 
sol, prosperaba el negro y vivía lleno de fuerza y de 
robustez. De ahi la diferencia ; empero los grandes 
propietarios de las mencionadas colonias no manifes- 
taban sentir por la institución, en aquella época en 
que se la miraba como perfectamente legítima, el vivo 
afecto y entusiasmo que ostentaron más tarde cuando 
la opinión pública por todas partes la reprobaba. La 
Gran Bretaña fomentaba el tráfico, obtenía de él cre- 
cidas ganancias legalizándolo y reglamentándolo, y si 
llegaban los negros destinados en su mayor parte á las 
colonias del Sur, no debe olvidarse que se hacia prin- 
cipalmente ese comercio en buques matriculados y 
tripulados por hombres de Rhode Isiand y Massa- 
chuseits. 

Mas la esclavitud — i quien no lo sabe ? — es un míd 
que lleva en sf mismo é infaliblemente su castigo. 
Mientras el número de la población, la instrucción 
pública, el orden general aumentaban dia por dia en 
las provincias septentrionales, las del mediodía se 
desarrollaban con marcada desventaja. El trabajo de 



Estudios y Coii/er 



55 



las manos, saludable y regenerador en las unas, era 
ocupación servil y desacreditada en las otras. I.a Eu- 
ropa enviaba cada año una parte de sus habitantes, 
^upos de agricukw«s y bábOes operarios que eran 
«1 porvenir de la América, y que naturalmente no se 
dirigían á las regiones donde el trabajo impuesto era 
una maldición, peor mil veces que la tiranía de la 

miseria de que huian, sino acudían á los lugares 
donde e! esfuerzo personal les prometía, casi desde el 
momento mismo de su llegada, bienestar, índependen- 
a y libertad. 
Catorce aiíos después de iniciada la colonización 
de la Virginia, en un día del mes de Noviembre del 
róao, desembarcaban en k costa desolada de Ply- 
mouth l'is ciento dos pasajeros que traia á su bordo la 
í^lor de Mayo; eran peregrinos huyendo, por segunda 
Vez en su vida, de la Inglaterra, su patria ; que en la 
Holanda protestante no hablan podido hallar el reposo 
íjue buscaban ; y cruzaban el Océano buscando en las 
soledades del Nuevo Mundo una nueva patria, espacio 
vir y libertad de profesar las creencias de su 
religión. La casualidad designó el punto de su des- 

mbarque. Allí abordaron y allí se quedaron. Esas 
cíenlo dos personas, que en ese dia famoso hollaron el 
suelo de Plymouth, traían el segundo factor del gran 
problema histórico americano. Eran miembros de una 
corporación religiosa, de una de las numerosas sectas 



Já 



Enrique Piñeyri 



que se formaban entonces bajo la influencia del libre 
examen enseñado un siglo antes por Lutero, la secta 
Puritana, Independiente, ó Congregacionalista, que con 
lodos estos nombres los conoce aun hoy el mundo ; y 
venían también á fundar, sin saberlo y sin quererlo, la 
libertad religiosa en América. Este resultado, sin em- 
bargo, no surgiría hasta un remoto porvenir ; en aquel 
momento eran intolerantes, como lo han sido en su 
principio casi todas las corporaciones religiosas. Su 
influencia decisiva, preponderante al cabo, en la for- 
mación futura de los Estados Unidos, se ejerce desde 
el primer momento y en dirección mucho más eficaz. 
Al desembarcar redactaron y firmaron esos peregrinos 
un contrato solemne, breve y sustancioso, en que, in- 
vocando á Dios, creaban un interés suprema que lla- 
maban el bien general de la colonia, y se comprome- 
tían á promulgar leyes con ese solo objeto, así como á 
acatarlas y obedecerlas : único ejemplo que ofrece la 
historia de una sociedad nacida de un contrato ex- 
preso cuyos términos se conocen y conservan, linica 
ocasión quizás en que la práctica de la vida pública 
confirma la teorfa famosa que popularizaron Rousseau 
y los revolucionarios franceses del siglo pasado. Lu- 
charon heroicamente contra el áspero clima de aquella 
región, tan duro que la mitad de la colonia no sobre- 
vivió al primer invierno ; pero decididos á quedarse 
allí, se pusieron pronto en relaciones con los indios, 



Eshidios y Confc 



u ejemplo atrajo pronto á otros de sus correligiona- 
rios, y de aquel pnmer Dücleo nació la Nueva Ingla- 
terra. La colonia do se organizó como la Virginia ; 
sus hombres no se establecieron en propiedades sepa- 
radas, á modo de señores ó aristócratas, pues no eran 
sino gente sencilla y de! pueblo ; formaron grupos, 
verdaderos municipios, para mantenerse siempre uni- 
dos y en aptitud de adorar á Dios en común. Traian 
de Europa esos hábitos y esa costumbre, y venian so- 
bre todo á seguirlos libremente. Su primer sistema de 
gobierno se componia de un jefe ó Gobernador, un 
cuerpo de Asistentes y una Asamblea general ; y en 
aquella sociedad de fanáticos fervientes era preciso 
desempefSar tan estricta y austeramente las funciones 
públicas, que pronto tuvieron que pasar una ley para 
castigar al que, una vez elegido, rehusase el cargo de 
Asistente ó (¡obemador. Al principio la Asamblea 
era la reunión de todos los ciudadanos, método posible 
sólo en sociedades muy reducidas y poco complicadas, 
y que nos ofrece en esta colonia puritana un ejemplo de 
la «célula» primitiva, por decirlo así, que, de evolución 
en evolución, ha producido en todas partes los gobier- 
íios parlamentarios de nuestros dias. Cuando la colo- 
nia creció, fué necesario cambiar el modo de consti- 
tuir la Asamblea, y pues tenían el ejemplo de la Cámara 
de los Comunes de la Gran Bretaña, introdujeron en 
1639 algo parecido á ese sistema, y cada municipio 



Jtf 



Enrigtie Piñeyri 



envió en lo adelante dos diputados á lo que llamab| 
la Corte General. 

Al lado de Plymouth formóse otra colonia p^ 
tana, compuesta desde su origen por gente de I 
riqueza y educación que los peregrinos de la Flor de 
Mayo, y que pronto adquirió mayor importancia y ex- 
tensión, por los hombres de elevada posición social 
que á ella acudieron, huyendo de la tiranía del pérfido 
Carlos I. Este nuevo establecimiento se constituyó en 
corporación bajo el nombre de t Compañía de la Bahía 
de Massachusetts en la Nueva Inglaterra, » y se desa- 
rrolló separadamente hasta 1691, en que se reimió con ' 
la colonia hermana de Plyraouth, haciendo entre las 
dos el actual estado de Massachusetts, piedra angular 
de los Estados Unidos. La organización interna era 
idéntica ; ambas conservaron fuertemente impreso el 
carácter religioso, sectario con que habían nacido, en 
su gobierno y todos sus modos de vivir ; confundían el 
elemento civil y el eclesiástico, y la intolerancia, ine- 
vitable en tales circunstancias, se traducía en leyes 
exclusivas, tiránicas, que venían á pugnar con el espí- 
ritu niismo de libre examen á que debían el ser. Para 
gozar de los derechos de hombre libre y de ciudadano 
en ambas colonias era preciso ser miembro de una 
iglesia, y todas las iglesias, independientes como se 
apellidaban y como en realidad lo eran, profesaban el 
mismo credo, seguían un mismo formulario é inspira 



Esludios y Confer, 



S9 



ñas mismas costumbres. Esta intolerani;ia pro- 
sin embargo un bien ; sin ella tal vez no hubiera 
^procedido tan rápidamente la colonización del terrí- 
Etorío vecino, y Massachusetts no tendría el honor de 
i primera colonia americana que fué madre de 
f otras colonias. Huyendo de la severidad excesiva de 
Boston y de Plymouth, partieron numerosos grupos y 
fundaron varios nuevos establecimientos yue fueron 
luego los estados de Connecticut, Rhode Island y 
Nuevo Hampshire : en el último hubo pocos purita- 
nos ; los otros invitaban y recibían miembros disi- 
dentes ; y todos contribuyeron mucho á suavizar el 
fuerte carácter de exclusivismo, que de otro modo 
hubiera sido un serio obstáculo al crecimiento de la 

Al mediar el siglo XVII existían ya fundados y 
seguramente encaminados hacia !a prosperidad, los 
más de los futuros trece primeros estados de la Repú- 
blica, y se clasificaban naturalmente, como hemos 
visto, en dos grandes grupos distintos por su origen, 
aus hábitos y su constitución ; hallábanse además se- 
parados uno de otro por una gran extensión de terreno. 

Mientras así permaneciesen, no era posible señalar ni 
imaginar las vías del porvenir grandioso que los aguar- 
daba, y á pesar de la identidad de lengua y de raza, 
no hubieran logrado formar á la larga más que dos 

Laciones diferentes cuando llegase el período de su 



6o 



Enrique Piñep-o 



completo desarrollo, sobre todo si se tiene 
que una nación extraña poseía, en el territorio que'fl 
paraba ambas porciones, establecimientos import 
Eran dueños los holandeses de una factoría en la b 
misma del rio Hudson, dominaban todo el cursa I 
ese magniñco rio, q\ie no sólo ponia en fácil comiii 
cacion á los traficantes con el interior del país, ( 
bando ó reduciendo el comercio de pieles en que« 
fundaba la prosperidad de PIymouth, sino que pres 
taba en esa dirección una fuerte barrera coatia el fl 
cimiento de la Nueva Inglaterra. Contando con % 
habian dado el nombre de Nueva Arasterdan al ( 
blecimiento que poseían en el lugar donde el d 
tuoso rio confunde sus aguas con las del mar, e^ 
hermosa bahia que ha de contener la gran ciodadlig 
Nueva York. Los emigrados de Massachusetts qu( 
fijaron al sur, en Rhode Island y Connecticut, íuM 
los que primero se hallaron en contacto con los ho| 
deses ; no tardaron en surgir querellas ; y en aqua 
dias de limites mal definidos y encarnizada rivalidad 
marítima y comercial entre ingleses y holandeses, no 
era de esperarse que los Nuevos Países Bajos prospe- 
rasen por mucho tiempo en paz y en poder de sus 
fundadores. Parte de los habitantes de las colonias 
ayudó gustosa á la metrópoli cuando reventó la guerra, 
la cual, al cabo de variadas y oscuras peripecias y de 
haber sido ganada y perdida por las dos partes, vino i 



Estudios y Cmfíre 



6i 



cerrarse en 1694 por medio del tratado de Breda, que 
dejó definitivamente á Nueva York en poder de la In- 
glaterra. 

La adquisición de Nueva York designa una época 
decisiva en la historia de las posesiones inglesas en la 
América; consumada ella, y constituida en provincia 
independiente, quedaba sólo esperar que el tiempo 
fuese poblando y aprovechando el vasto territorio. 
Lenta é insensiblemente se acumularán las fuerzas que 
pondrán al subdividido país en aptitud de unirse y 
combatir algún dia contra la Metrópoli. 

Los tres estados cuyos nombres aiin no hemos 
mencionado y faltan para componer la cifra total á 
que llegaron en el siglo XVIII, forman el grupo espe- 
cial de las colonias cuáqueras, punto de transición, en 
cierto modo, entre los opuestos caracteres que hemos 
descubierto y señalado en el Norte y en el Sur. Fue- 
ron fundadas ó pobladas por la nueva secta de los 
cuáqueros, que llegó allí expulsada de todas partes y 
principalmente de la Nueva Inglaterra, cuyos puritanos 
perseguidos de antes eran ahora acerbos perseguidores, 
como tan á menudo nos dice la historia que ha : 
dido en todo el mundo. La primera, Nueva Jersey, 
comprendida al principio en las posesiones holandesas, 
lo estuvo después en el territorio cedido nomtnal- 
mente, desde antes de la guerra con los Países Bají 
por la corona inglesa al Duque de York, quien vendió 



LOS ESTADOS UNIDOS 
EN 1875 



CONFERENCIAR 



Os voy á hablar de los Estados Unidos de la Amé- 
rica del Norte. 

El rápido engrandecimiento de esa república, mo- 
delo para unos de cuanto hasta ahora se ha realizado 
de mejor y más completo en el orden político, ejemplo 
para otros del grado más alto de confusión y extrava- 
gancia á que la exageración de ciertos principios 
puede conducir á una sociedad, es de todos modos 
uno de los más interesantes fenómenos de la historia 
moderna. Pero es también uno de esos problemas que 
sólo cabalmente comprenden quienes los estudian sin 
ira y sin amor, — para usar la frase tan común del his- 
toriador romano, — sin idea preconcebida, sin el pro- 
pósito de encontrar en su desarrollo la prueba de la 



á6 



Ettríí/ue Piñeyri 



eficacia ó debilidad á& una teoría previamente t 

Es forzoso desprenderse, al al>oidar el p 
de la admiración ferviente y ciega del demócrata eora^ 
peo, que observa con envidia fácilmente ejecutado en 
ese suelo virgen todavía lo que en otras partes cuesta 
rios de sangre y lágrimas el ensayar, lo mismo que de 
la miedosa aversión de otros políticos asustadizos que 
presienten con espanto la americanización — como di- 
cen — del resto del universo. 

Es el gran país de los contrastes. Esa tierra, afflto 
inviolable de la libertad, asiento firme de la igualdad 
política, inmensa colmena donde cuarenta millones de 
habitantes trabajan gozando sin temor del derecho ab- 
soluto de gobernarse por sí solos, es la nación donde 
vivían ayer en situación intolerable, como bestias de 
carga, cuatro millones de seres africanos, cuyos due- 
ños creían, sin remordimiento de conciencia, que perte- 
necían á otra especie inferior á la especie humana, 
punto de transición entre el hombre blanco y el animal 
dañino. Blasfemia por cierto que se pagó muy cara ! 

Una tempestad, sin igual en los anales del uni- 
verso, barrió el país y pareció llevárselo, todo y de una 
vez, al abismo de la ruina. Pero la libertad, la más 
indulgente de las madres, quiso perdonar la iniquidad 
que era causa de ese desquiciamiento, de esa horrorosa 
tormenta ; infundióles valor y fuerzas para combatirla. 






. Co„f,r 



«7 






car á flote su constitución, para salvarla al tra- 

sangre, ruinas, miserias y dolores sin cuento, 

purificándola, inscribiendo en ella tres enmiendas que 

[proclamaron por primera vez el dogma de la igualdad 

le todos los hombres. 

Mas injusticias semejantes nu se purgan sólo con 
tetractacion tardía. Diez años lleva hoy de concluida 
ifcsa guerra sangrienta, y la vasta extensión de terreno 
que le sirvió de trágico teatro es todavía una inmensa 
llaga, sin cesar abierta, que destila sangre y arranca 
gemidos al pais. La lógica inexorable buscó su aliada 
itural en la embriaguez de la victoria, y arrastró al 
iplacable vencedor á promulgar esa décimaquinta 
enmienda de la Constitución, que los negros celebran 
anualmente con jubilo como la fecha inmortal de su 
redención ; pero que cayó como un torbellino sobre 
uel suelo devastado, produciendo tal confusión y 
;oncierto, que puede decirse que allí hoy los que 
siervos son señores y los que eran señorea sufren 
se lamentan como cautivos. 
No recuerdo haber sido testigo de otro espectáculo 
tan desgarrador como el que presentan algunos de los 
estados del Sur de la Union Americana. Los hom- 
bres, los antiguos paladines de la Confederación, ven- 
ios, arruinados, victimas de una tristeza profunda, 
iperior á toda resignación; las mujeres, más herói- 
y menos prácticas como siempre, alimentando en 



ÓS 



Enrique Piñeyrt 



BU seno todavía la llama del patriotismo qu< 
les cuesta, á ellas, á sus esposos, y á sus hijos ; vasta- 
gos todos de una raza refinada, aristocrática, viviendo 
abora en medio de la miseria donde doce años antes 
gozaron todas las venturas de la tierra, contemplando 
con ojos áridos sus hogares desbaratados ; proscriptos 
en su propia patria; indiferentes á la cosa pública; 
mientras que allá en el antiguo Capitolio, cuyas bóve- 
das han devuelto tantas veces el eco de ardientes dis- 
cursos en defensa de los derechos del Estado contra 
las invasiones del poder central, ae agita y abulia una 
asamblea compuesta en su mayor parte de negros 
ignorantes, nombrada por millares de seres erabruteci- 
dps por siglos de degradación, que han acudido á las 
urnas como manadas de carneros, guiados por pastores 
sin conciencia, por aventureros insaciables, resfdno 
pestilente dejado por la oleada de la invasión y de la 
guerra. El Estado, mientras tanto, presa de la banca- 
rrota, del desorden, la miseria y la anarquía ; los blan- 
cos desesperados y dudando hasta de la libertad ¡ los 
negros tan infelices como antes, esclavos de la igno- 
rancia y las pasiones, prostituyendo su derecho hasta 
confundirlo con la venganza ! 

Suerte en efecto lastimosa la de esos estados ven- 
cidos ! V sin embargo, apenas es posible hacer de ella 
responsable al vencedor. Sin negar la realidad del 
dolor, es permitido dudar de la oportunidad del la- 




Esim&t y Cmferrmamx 

No poda ser de otis ■ 
cometen en balde fiüas de t 

Las grandes iojosócias dejas ñe^pie 1 

rofundas, reaccioocs inei 

; para par^ilas i taigas y '*'*»*»^»« pnefaas. 
niel decirlo : pero má» qae lodcs esos dolores, rm 
torta al mundo que se kaja crastgBado ^ la Caa^á^ I 
icion americana el dogma de la tgnaldad pobtka y'^ 



Aleluya pues ! SE, la igualdad es uq precepto j A 
>clio consomado en la patiia de John firown ! Los 
s son libres y el sufragio es univereal. No se ha 
■ercenado ese derecho para corapensar el estado de 
ignorancia de los qne lo usan. El viajero que recorre 
de océano á océano la vasta extensión de la República 
piensa con delicia que todo el que vive sobre ese suelo 
goza de la plenitud de sus derechos políticos y natu' 
rales. Grande y espléndida conquista : pero el her- 
boso cuadro tiene todavía sombras por aquí v por allí 
[ae ennegrecen algunos de sus detalles. * 

No quiero hablar de los indios, de los pobres in- 
s que no pueden, por su desgracia, comprender ios 
«cantos de la civilización tan rápida y violentamente 
D ésta marcha y penetra en la tierra que ocupan 
tesde tiempo inmemoiial; los indios cazadores que 
tan de realizar en un dia lo que el mismo hombre pá- 
ido que se lo exige, tardó siglos en verificar : e! trán- 



sito de la vida del cazadoi 



a de pastor y agriera 



Mas la civilización es inexorable ; el indio huye espan- 
tado ; ella lo persigue, lo alcanza, y como el carro 
monstruoso de Brama lo aplasta y lo aniquila. 

En el extremo occidental de la República se en- 
cuentra un Estado cuyo nombre sonoro ha corrido de 
boca en boca e! mundo entero, desierto é inculto hace 
veinte y cinco años, riquísimo y poblado hoy, la tierra 
del vellocino á que corrieron desalados millares de 
Argonautas modernos, y que vuelta ahora en sí de la 
fiebre de oro que contagió y consumió A tantos infe- 
lices, pide á otras artes mejores y más seguros resul- 
tados que e! incierto azar del laboreo de las minas de 
oro y plata. 

El océano Pacífico baña sus costas, y en la opuesta 
ribera se extienden vastísimos y opulentos imperios 
tuyo origen se pierde en la noche de los tiempos ante- 
históricos. Una poderosa línea de vapores abrevia la 
distancia entre ambas orillas y aproxima el Asia á la 
Europa, porque aiSo después de abierto el canal de 
Suez, no puede ésta por ninguna otra vía competir con 
la celeridad del ferrocarril transcontinental americana 
Sus magníficos vapores llegan atestados de inmigrantes, 
excedente de la densa población del Celeste Imperio; 
los más de esos viajeros nunca vuelven á pisar la Tie- 
rra de las Flores de donde vienen, y sólo son felices 
los que mueren seguros de que sus restos dotmiráa _ 



Estudies y Confe 



7' 



padres. Los vapores, i 
vuelven cargados de ca- 



brea de los huesos de s 

a de pasajeros 
Jfláveres. 

( Qué suerte hallan esos pobres chinos en su nueva 
latna? Ni los ilotas de Lacedemonia, ni los parías de 
\ India fueron jamás tratados con crueldad ó despre- 
I iguales. Van allí sólo á trabajar, no pretenden 
lercer derechos políticos que las leyes les concederían 
|lIos pocos años de residencia, son hijos de una civiti- 
Lcion antiquísima, y ni estiman ni comprenden la 
pvilizacion europea ; piden tranquilidad personal, aire 
^ luz únicamente. Esto es lo que precisamente se les 
uega. Las leyes del estado los persiguen como á pía- 
S de insectos perniciosos. Los ciudadanos los mal- 
batan, los roban y asesinan sin excusa ni provocacioa 
|(o tienen á quién ni cómo demandar justicia. Su 
testimonio nada vale ante los tribunales, y giiay del 
blanco compasivo que osase declarar en favor de un 
Rebino injustamente maltratado ! 
^^ Asi sucede en la misma ciudad de San Francisco 
^ft California donde pasan de veinte mil los chinos; 
^^álculad cuánto más horrible no será en el interior del 
estado, donde llegan á cien mil ; en las minas, donde 
la muerte de un chino no causa más efecto que la de 
-un animal sin dueño ! La opinión pública los persi- 
gue, la mayoria de los residentes los odia á muerte, y 
i claro que bajo el régimen del sufragio universal 



72 



Enrique Piñeyro 

3 no hay remedio local contra los desmanes 
de la mayoría, pues elige y nombra los legisladores, 
los jueces, y hasta el verdugo ! 

í Cuál es el origen de tan implacable aversión ? 
Helo aqui : éste y no otro : el chino, que vive de 
arroz, se contenta con la cuarta parte del salario que 
exige el bombre blanco, comedor de carne. Ha inun- 
dado el país, beneñcia las minas, ha construido el gran 
ferrocarril interoceánico que sin él, ó estaría aún in- 
completo, ó habría costado muchos millones más, tri- 
pula toda la marina mercante, atiende con esmero 
femenino al servicio doméstico, ha producido, en fin, 
una revolución económica y hecho bajar considerable- 
mente el valor del trabajo. 

El interés, en su forma más sórdida y repugnante, 
es, pues, la ünica causa de esa horrible iniquidad. No 
es odio é la religión de Buda, no es miedo de que in- 
troduzcan sus prácticas bárbaras de la poÜgamia y el 
infanticidio : es una cuestión aritmética de dinero. 
Ellos, sip embargo, aguijados por la necesidad no se 
dejan ahuyentar, y el mal toma tales proporciones que 
será preciso ponerle término. 

La libertad — es mi profunda convicción — sabe Cu- 
rar los males que ella misma ocasiona. Asf ha suce- 
dido con frecuencia en los Estados Unidos. Laf 
prácticas más insensatas se toleran hasta que llega un 
momento que encienden y excitan la opinión pública 



Estudios y Confe 



\ manera que su solo soplo las extirpa y ani- 
quila. 

La nueva y extraña secta de los Mormones ha sido 

por muchos años el escándalo de la civilización ame- 
ricana ; los mismos que profesan en toda su latitud el 
principio de la libertad absoluta de los cultos tienen 
que cejar ante esa práctica vergonzosa de la poliga- 
mia, que es un rito fundamental del Mormonismo. Un 
batallón de soldados hubiera barrido fácilmente de! 
suelo de la patria esa inmunda institución, hoy sobre 
todo que el silbido de la locomotora se mezcla triun- 
falmente con el viento que lleva el eco de los cánticos 
mormones. El gobierno, que protegió el crecimiento 
de la secta, ha tenido miedo de atacarla cuando la ha 
visto fuerte y robusta. 

Sabido es en qué consiste ese novísimo culto. 
Fundado por José Smith, charlatán sin escrúpulos, de 
'quien sus vecinos intolerantes hicieron un mártir, 
dando así á la secta un prestigio que de otro modo 
nunca tal vez hubiera conseguido, cayó luego en poder 
■de un aventurero sagaz que condujo á los proscritos á 
una nueva Tierra de Promisión en las orillas del Lago 
Salado, y predicó el dogma de la poligamia. No hallo 
sin embargo en esa religión, que recibe anualmente 
tres ó cuatro mil convertidos, un solo rasgo, una sola 
idea, un solo simbolo que explique, ó justifique á pri- 
mera vista, su eiistencia. Nuevo y triste ejemplo de 



74 



Enrique Piñevro 



la seducción incomprensible que el error ejerce s3BI 
la inteligencia humana ! Es un conjunto mal zurcido 
de fragmentos de ideas comunísimas y prosaicas ; pero 
la organización interna es un dechado de cohesión y 
centralización. Brigham Voung, el sucesor de Smtth, 
el caudillo qite los condujo al suelo prometido, es más 
que un antiguo califa mahometano, Profela y Rey, 
jefe espiritual y temporal, señor de las concienrías y 
arbitro de vidas y haciendas, que supuso una nueva 
revelación con audaz superchería, y al predicar la po- 
ligamia ató con más estrecho vinculo á su rebaño ; 
pues, según la teología mormónica, el mayor tiúmero de 
esposas perfecciona y santifica al hombre, y el profeta 
Brigham Young es el ünico que, en consulta con Dios, 
aprueba ó rechaza inapelablemente un nuevo malri- 
monio proyectado. 

Los americanos juiciosos pensaban con razón que 
la línea férrea del Atlántico al Pacífico al pasar, como 
pasa, junto á la Ciudad del Lago Salado, herirla de 
muerte ese escándalo, esa secta que con sus bíblicas 
pretensiones de seguir el ejemplo de los patriarcas 
hebreos, es quizás más bien en realidad un reflejo de 
la moral primitiva de los indios salvajes. .\sí ha-sido. 
El mormonismo se agita sacudido en estos instantes 
por una crisis decisiva; Brigham Young medita un 
nuevo éxodo, más lejos esta vez, á una isla inculta del 
mar del Sur, y los habitadores gentiles de la ciudad, 




Míluiiias y Ccn/eretuias 



75 



que gracias al ferrocarril aumentan constan temen te, 
persiguen al polígamo, en nombre (]e la ley común, 
ante ¡os tribunales ordinarios. Está, pues, el morrao- 
nismo, lo repito, á punto de íenecer, ó de huir adonde 
todavía no lo alcance la civilización, ó de renunciar á 
la pluralidad del matrimonio. De todos modott ha 
Gurgido un problema interesante aún no resucito por 
la libertad de cultos americana. 

Y esa solución tiene que venir, es forzoso buscarla 
y encontrarla, porque mañana tal vez no podrán ex- 
traerse tan fácilmente del suelo americano otra» plan- 
tas no menos nocivas, aunque en la apariencia más 
inocentes, productos deletéreos de una sociedad en 
estado de fermentación, experimentos atrevidoíi de la 
más desenfrenada insensatez. 

En pleno Estado de Nueva York, el más impor- 
tante y poblado de la Union, en medio de la red más 
estrecha de caminos, ferrocarriles y canales que se ha 
construido jamás ; á pocas millas de las riberas del At- 
lántico, no ya en las soledades perdidas del Oeste, se 
han establecido desde hace años, y duran y prosperan, 
asociaciones extravagantes, organ i?, adoras de la de- 
mencia humana en pleno frenesí y desbordamiento. A 
orillas del noble y caudaloso Hudson, el rio que man- 
samente lame la imperial ciudad de Nueva York, los 
Cuáqueros del Monte Líbano, comunistas prácticos, 
que predican el a.scetismo más estricto y pondrian 



76 



Enrique Piñeyro 



punto final al crecimiento de nuestra especie s 
doctrinas prevalecieran ; que dan al traste en los deli- 
quios de su contemplación extática con el amor de la 
patria, con el culto de la familia, con el deber público, 
cimiento y argamasa de toda sociedad terrestre. Más 
ailá, en el paso mismo del tronco central de los ferro- 
carriles del estado, la comunidad de Oneida, resurrec- 
ción de la Icaria de Cabet ó la Armonía de Owen, 
donde todo es de todos, absolutamente común, el 
hombre, la mujer, la tierra. En el resto de! país, mil 
otras agrupaciones por el mismo estilo, y en todas las 
ciudades, por dondequiera, predicaciones disolventes, 
subversivas de la sociedad y la familia, públicamente 
profesadas en la plaza publica, impresas en libros y en 
periódicos, confesadas y adoptadas sin miedo y sin 
pudor. 

Muy larga seria la bistoria de los extravíos del es- 
píritu americano ; me detengo y me pregunto : i Dónde 
se han producido esas excrecencias enfermizas? ¿Es 
acaso en una nación decrépita, en tina sociedad po- 
drida, que naufraga, que zozobra bajo el peso de su 
corrupción y en las revueltas oleadas de su propio des- 
concierto ? Ciertamente que nó ; no es en una nueva 
Bizancio americana, sino en una joven, fuerte y libé- 
rrima república ; en una poderosa federación, donde 
cuarenta millones de habitantes miran al cielo con la 
frente erguida y el corazón templado por la conciei 



Esluiiias y Conft 



77 



de su derecho ; en un país, en fin, tuya vida robusta 
ha podido, en el breve espacio de una sola eeniuña, 
desarrollar tan gradual y lan rápidamente sus propor- 
I Clones que — ya lo veis — es un gigante, con el cuerpo 
I y el alma de un Titán, de un Titán modemo, en quien 
I los rayos de Júpiter no imponen sobresalto ni temor. 
La extensión del país es un portento por si sola, 
I desde im océano al otro, desde los grandes lagos del 
\ Norte, que son mares verdaderos, hasta los golfos de 
Méjico y de California. Mirándolo en el mapa, no se 
I comprende el ruido que imperceptibles naciones han 
I logrado causar en el mundo ; y dicen jocosamente en 
I los Estados Unidos que el americano residente en 
I Londres no se atreve á salir de noche de su hotel, por 
I temor de caer en el mar adonde quiera que se dirija. 
I Abraza dentro de sus fronteras más de tres millones 
I de millas cuadradas de la zona templada, con una 
I buena parte de agua casi siempre navegable ; sus lagos 
I y sus tíos son los mayores del mundo, y embarcaciones 
I sin número, desde el palacio flotante hasta la barca 
I de! pescador, los surcan en todas direcciones ; costosos 
males corrigen la obra de la naturaleza donde no ha 
I querido ella ser propicia al hombre, y acaban de in- 
ventar, en el año último, el medio de recorrerlos en 
buques de vapor ; su marina mercante cede sólo, en 
actividad y número, á la marina de la Inglaterra, F.l 
tráfico de un solo lago y una sola ciudad interior. 



?# 



Enriquí Piñeyn 



Buffalo ó Chicago, á orillas del Erie ó del Michigan, es 
mayor que todo el comercio de cabotaje y travesía del 
Imperio del Brasil, Setenta mil millas de ferrocarriles, 
que bastariao para ceñir el globo, proyectan cuádruple 
y séxtuple linea de acero en todas direcciones. Nin- 
gun otro país publica tantos libros é imprime igual 
ntímero de periódicos. 

Centenares de miles de emigrados ponen anual- 
mente el pié en el suelo de la República ; vienen haci- 
nados como fardos en barcos de todas las naciones, 
arrojados en montón, expelidos por el hambre y la 
miseria de su propio país, como la hirviente espuma de 
una urna demasiado llena ; y al tocar la hospitalaria 
ribera sienten un nuevo hálito de vida que les enciende 
y ensancha el pecho. Eran nada y son algo ; eran áto- 
mos y se convierten en individuos ; eran números, 
simples cifras como las cabezas de un rebaño, y al fin 
se sienten hombres, iguales al más alto, capaces por 
primera vez de imprimir al mundo el sello de su viri- 
lidad y de su energía. C<elum fion animum mutant gui 
trans mare cvrrunt, dijo melancólicamente el poeta 
latino, porque no previo á los pobladores americanos. 
Estos inmigrantes mudan de ánimo y de patria junta- 
mente ; se embarcan cargados de penas, y pronto olvi- 
dan las angustias del pasado y adquieren firme y sólida 
esperanza en el porvenir. Se forman con sus manos 
una nueva patria que conquistan del indio salvaje, que 



Estudios y Confe 



79 



.^moldan á su manera y fecundan con su trabajo. Por 
eso, en la extensión ilimitada de ese continente, reper- 
cute, sobre todos loa ruidos, el rechinar del hacha 
ibriéndose camino al través del bosque secular, y la 
uña del arado domando la tierra montaraz. 

Cómo se explica esa prosperidad? ¿Cómo se han 
consumado en menos de cien años tantas maravillas ? 
Tan rápido, tan precoz y al mismo tiempo tan robusto 
desarrollo no es, no puede ser producto del acaso ni 
del concurso de circunstancias puramente acciden- 
Antes se les miraba como simples hijos mima- 
idoB de la fortuna, se les comparaba á un negocííinte 
audaz, iniciador de un nuevo género de comercio, y 
tjue, como tantos otros millonarios americanos, habia 
realizado colosales ganancias en épocas en que la com- 
petencia era nula, e! negocio pingüe y la confianza 
general. Mas vinieron esos cuatro años de terrible 
guerra civil, y la carrera de su engrandecimiento pa- 
reció de una vez y para siempre interrumpida. 

No ha sido así. La guerra les echó encima el peso 
abrumador de una deuda enorme, esterilizó las ricas 
provincias meridionales, trastornó por completo el sis- 
tema del trabajo, suprimió de una plumada, con la 
. firma de una proclama militar, millones y millones de 
propiedad, repartió á manos llenas por todo el país la 
agria levadura del odio entre hermanos, de la vida co- 
rruptora del campamento, de la especulación insolente 



Enrique Piñeyri 



y sin freno ; y sin embargo, no los ha arruinado, 
cimentado nuevamente su poder; lo ha madurado,B 
decirlo as!, sustituyendo una energía mejor dirigidl 
la petulancia revoltosa y juvenil que antes los carof 
rizaba. Y no sólo la guerra civil ; mil otras c 
disolventes, ensayos corrosivos de que he habladi 
cien más que seria demasiado largo exponer, qiM 
otra parte hubieran precipitado un desqui 
han venido, han desplegado toda su fuerza para el^ 
el pafs ha resistida, se ha asimilado el elemento^ 
rruptor, y el veneno ha desaparecido sin alterar el % 
ganismo ni debilitar su desarrollo. 

Todo eso para muchos proviene de la raza, se 
explica simplemente por la amalgama anglo-sajona que 
puebla la Gran Bretaña y colonizó las costas del At- 
lántico, núcleo y principio, como es sabido, de la Re- 
pública americana. Explicación que á mi juicio nada 
explica, vaga é inexacta como todas las de su especie, 
£1 que rechaza la idea de tener á la raza latina por 
incapaz de fundar prósperas naciones, niega por lo 
mismo el segundo término del sofisma que supone i 
las razas sajonas especialmente preparadas para crear 
el régimen del orden y de la libertad, 

Los hechos además destruyen esa teoría. Siempre 
ha sido la Inglaterra el asiento del monopolio, la pa- 
tria del privilegio ; colonizó esa sección americana que 
todavía hoy se llama Nueva Inglaterra, pero mientras 



£stuáiot > C^f/e 



8i 



I 



pudo combatió á sangre y facgo su emancí pación- 
Hace cincuenta años que vive la Gran Bretaía agitaida 
.por la aplicación incesante de rcfonnas, que sin em- 
bargo no han borrado aiín el poderoso elemento de 
.desigualdad y arísiocracía, que es la esencia de su vida. 
La verdad es que esa libe ral izac ion del Imperio britá- 
nico se debe más que á nada á la influencia directa de 
los Estados Unidos ; la colonia que fué esclava, y es 
loy república independiente y feliz, ha producido con 
su ejemplo eficaz ese interesante espectáculo que en 
nuestro siglo ofrece al mundo la patria de Jorge Can- 
ning y de Roberto Peel. 

Pero hay hechos y consideraciones más poderosas. 
Extiéndese por toda la frontera septentrional de los 
Estados Unidos un vasto territorio con el mismo clima 
y las mismas condiciones físicas que la mayor parte de 
la República americana, colonizado y poblado por 
üjos de la Gran Bretaña, por ramas del mismo tronco 
de donde salieron los peregrinos de la Flor de Mayo. 
Tienen un buen gobierno, la misma lengua, costum- 
bres parecidas, energía y vigor iguales. 

i Es acaso idéntica la situación económica, política 
y social de! Canadá y los Estados Unidos de Norte 
América ? 

No pueden estar más cerca, os lo repito. Frente á 
Tente de ese océano despeñado que se llama catarata 
del Niágara, corre un puente de hierro, delgado, aéreo, 



que el viento solo del torrente parece capaz de torew ' 
y desbaratar. Pero es obra de la ciencia, y no se cae; 
atravesadlo sin temor,— en el otro extremo comienza 
el Nuevo Dominio del Canadá. El lago Ontario lo 
baña, la más hermosa parte de la catarata le pertenece, 
el caudaloso San Lorenzo lo recorre en toda sn exten- 
sión ; tiene nos, lagos, bosques interminables, costas, 
tierras, todas las ventajas de los Estados Unidos. Y 
con todo eso, Señores, qué enorme diferencia ! Lo que 
aqui es vida y movimiento fecundo, allá es letargo é 
inmobilidad ; lo que aquí parece exuberante y fuerte, 
ahí es pobre,, perezoso y débil. Progresan á pasos 
cortos Y contados ; en los Estados Unidos proceden 
por saltos. No es la raza, nó, digan !o que quieran, la 
solución del problema que trato de resolver. 

Esos vapores que llegan cargados de familias ale- 
manas, inglesas, escandinavas, irlandesas, que vienen 
en busca de trabajo y bienestar, y casi siempre lo en- 
cuentran, — salen de regiones excesivamente pobladas, 
donde la actividad humana se halla cercada desde la 
cuna por altísimas murallas, donde la miseria es una 
necesidad fatal, incontrastable, producto del agota- 
miento de! suelo y e! amontonamiento de los habi- 
tantes ; navegan en busca de espacio, campo libre 
donde desplegar sus fuerzas embarazadas. Esto es lo 
que aqui se les ofrece, y de ahí el rápido crecimiento, 
la portentosa prosperidad. Está bien ; llegan, y se 



EstuS»t y Cfi»fereníiaí 



Sj 



dirigen á los inmensos territorios de] Oeste del Missi- 
ssipi á luchar contra el indio iodómílo, d animal feroz, 
el suelo rebelde, la extensión ilimitada. No vienen, 
,pue5, á una mansión de delicias, síim) i comlNUir i 
brazo partido contra la omnipotente naturaleza, ¿ y es 
por ventura sólo en los Estados Unidos donde terre- 
s fértiles dormitan sin cultivo por falta de labra- 
dures ? i Acaso en la misma Europa no se quejan la 
Rusia y la Hungría, por ejemplo, de falta de hombres 
para romper la tierra? El vasto Imperio del Brasil, 
lafértil Pampa argentina, la República Mejicana sufren 
más ó menos del mismo mal. Eos gobiernos ios lia- 
, los invitan, los atraen con mil franquicias dife- 
rentes. Y no van, ó van en reducido número, y son 
siempre hombres muy distintos de los que pueblan Igs 
Estados Unidos. Tampoco es esta la explicación que 
buscamos. 

¿ De dónde, pues, ha venido ese fondo inagotable 
de riqueza que en cien años ha convenido una colonia 
!de menos de tres millones de habitantes en una de las 
'naciones más pobladas y poderosas de la tierra? Res- 
'pondo á la pregunta con una sola palabra, resuelvo el 
problema con una sola cifra; débese á sus ¡nstitucio- 
EUas son la fuerza centrípeta omnipotente que 
congregado en un impulso único tantos elementos 
discordantes, tantas fuerzas centrífugas que obraban 
1 torno, dirigiéndolas á un fin común ; ellas las que, 



Enrique Fiñeyro 



con elasticidad nunca vista ni soñada en-el universo^ 
han podido extender gradual y seguramente la esfera 
de su acción y abrazar un continente entero, sin perder 
del todo su carácter primitivo, su sencillez originaria ; 
ellíis, enfin, las que han descubierto y realizado el gran 
secreto : la creación de un estado grande y robusto 
como el Imperio Romano de ia historia, libre y felií 
como la república ideal del libro de Platón. 

Sus instituciones, si. V bajo esta palabra no com- 
prendo sólo la constitución política, aunque ella es la 
primera y principal, y rige hoy tal como fué promul- 
gada hace noventa años, pero enmendada ya la terrible 
injusticia que, hasta no hace mucho tiempo, la desfigu- 
raba y empequeñecía. A su lado, y como increpán- 
dole esa mancha negra, estuvo siempre la Declaración 
de Independencia, monumento imperecedero, esplén- 
dida recapitulación de los verdaderos timbres en que 
se funda la dignidad humana, las causas de vivir de 
nuestra especie, causas vivendi, para usar la enérgica ex- 
presión de la lengua del Lacio. Junto con esos dos do* 
cumentos escritos, tantas prácticas, tantas tradiciones 
acumuladas año por año, no promulgadas con fuerza eje- 
cutiva, y sin embargo constantemente obedecidas y res- 
petadas. Y entre ellas, por encima de todas ellas, al 
frente de todas ellas, la biografía de un hombre, la his- 
toria de sus acciones, el evangelio de su palabra y de«u 
ejemplo. Aludo á Washington, y su nombre me dis- 



Estudios y Con/e 



*í 



^nsa de desarrollar largamente este último punto. El 
mensaje final, i quién lo ignora ? en que dijo adiós á 
l vida pública, renunciando la segunda reelección que 
B ofrecían, y aprovechando la solemne ocasión y el 
prestigio de su noble desinterés para dar algunos con- 
'sejos á sus compatriotas, fué como el testamento de su 
gloria, y jamás se ha seguido y acatado voluntad de 
testador alguno con más fidelidad que el pueblo ame- 
lo los consejos del hombre ilustre que, durante 
toda su vida, fué el Primero en la Paz, el Primero en 
',\cí. Guerra, y es el Primero en el corazón de sus con- 
ciudadanos. 

Asi, es i veces tan concluyeme en los Estados 
Unidos citar «na palabra de Washington para demos- 
trar la ilegalidad de alguna pretensión, como un pre- 
cepto de cualquiera ley escrita. Era muy frecuente 
hallar, durante todo el curso del año liltimo, en los dia- 
norte-araericanos, largos artículos y relaciones 
precedidas por este vocablo, impreso en grandes carac- 
teres : Cesarismo, Palabra que en efecto expresa 
algo bien formidable ; Cesarismo, el peor de todos los 
(gobiernos posibles, en el orden de los regímenes polí- 
ticos sólo un grado más alto que la anarquía ; y por mi 
,{>arte os digo que á la verdad no sé cuál es peor, más 
humillante y de más terribles consecuencias, si el Ce- 
isarismo ó la anarquía. Por fortuna llamaban entonces 
'con ese nombre, en los Estados Unidos, al deseo, sin 



Enríijue Ptñeyi 



verdadero fundameaCo quizás, atribuido al Genera 
Grant, de aceptar una tercera candidatura si sus ami- 
gos políticos se la ofrecían. Y lo cierto es que no 
faltaban amigos imprudentes que de eso hablasen. El 
resultado fué un pronto desastre. Las elecciones de 
Noviembre de 1874 mostraron por primera vez en mi- 
noría, desde la elección de Lincoln en 1860, al partido 
que salvó la Union y combatió la separación de los 
Estados del Sur. Nadie hasta entonces habia inten- 
tado rebelarse contra el ejemplo y la memoria del Pa- 
dre de la Patria ; el pueblo resintió vivamente el irres- 
petuoso intento, y apresuróse á rendir un nuevo y 
brillantísimo homenaje al grande hombre que fué el 
primer Presidente de la República. 

Grande hombre, sin duda alguna. Grande y bueno 
en el sentido verdaderamente moderno de la palabra; 
dechado inmortal del varón fuerte y honrado que ama 
á su patria, que la sirve y la respeta. No estuvo do- 
tado de una de esas inteligencias soberanas, á lo Julio 
César, que todo lo saben, todo lo alcanzan y todo lo 
amoldan con voluntad de hierro al triunfo de su am- 
bición personal ; su gloria de hombre de guerra pali- 
dece al lado del genio militar de Aníbal ó Napoleón; 
como hombre de estado careció ciertamente de la ori- 
ginalidad de un Bismarck ó el atrevimiento de un 
Cavour, para usar ejemplos de nuestros dias. Y sin 
embargo, fuera de la esfera esencialmente diversa de 



Estudios 



■ Ca„f<'r 



Sj 



'fes letras y las ciencias, sólo encuentro en la historia 
moderna dos figuras dotadas de los verdaderos atribu- 
tos de la grandeza humana en toda su fuerza y su 
ta, y son dos glorias americanas, Cristóbal Colon 
y Jorge Washington. El uno, sereno, sublime en to- 
das las peripecias de su vida revuelta y contrastada, 
lo reunió todo, el genio y la fe, la ciencia y la volun- 
iupo concebir y demostrar la idea más nueva, la 
idea gigantesca de su siglo, y tuvo corazón indomable 
para creer firmemente en ella y por ella afrontar 
pávido lo desconocido con todos sus peligros y X 

El otro dejó trazado para las futuras generá- 
is el modelo, el ideal de la moralidad poli 
colocado por las circunstancias en posición de dispeti- 
< su patria los más altos beneficios, cumplió su 
deber sin esfuerzo, sin jactancia, sin vacilación, como 
quien llena la más sencilla y fácil de sus obligaciones. 
Halló, y dejó por siempre fijado, el sentido perdido de 
que el mundo llamaba heroísmo sin acertar á defi- 
nirlo : el deber cumplido sin desfallecimiento y sin 
orgullo. 

Pero vuelvo á tomar el hilo de mi discurso. Acom- 
paña hoy á la Constitución de los Estados Unidos el 
prestigio de ochenta y ocho años de duración y de 
)iaber resistido á una tremenda sacudida, á una guerra 
1 de inauditas proporciones. ( De qué otra consti- 
tución puede decirse !o mismo ? No es un documento 



8S Enrique Piñeyro 

perfecto ; ni se construyen edificios de ese génei^c 
carácter de inmutables. Al ser promulgada, por nadie 
fué acogida con bullicioso entusiasmo, y en este hecho 
quizás resalta mejor su mérito y su valor, comprobada 
y aquilatado hoy por el curso de tantos años. Tam- 
poco intentaron sus autores, al redactarla, resumir en 
preceptos los elementos de la ciencia política. La 
ciencia política, que aún hoy se encuentra en manti- 
llas y que entonces apenas estaba en cierne, no sumi- 
nistra soluciones matemáticas para los problemas so- 
ciales, no tiene un cuerpo preciso de doctrinas apli- 
cable á épocas ni países determinados. La decantada 
fidelidad á ciertos principios, — ^y suelen con el nombre 
de principios disfrazarse muchos errores ;— la exage- 
rada consecuencia de ciertas ideas y teorías, produjo 
los monstruosos delirios de la Convención francesa de 
1793. Los autores de la ley americana intentaron 
acordar un pacto que en su esencia fuese un término 
medio, conciliación de las dos corrientes de ideas que 
seguían sus compatriotas : la repiiblica unitaria de 
Hamilton y la república federal de Jefferson. Fué, 
pues, una transacción, y aiin se conserva en pié r gran 
lección para los que en política predican ideas ó prin- 
cipios absolutos. Pero es muy cierto que esos acomo- 
damientos políticos son en todas ocasiones muy difí- 
ciles de realizar ; y esa vez sin duda se logró tan 
pronto, porque mientras los patriotas americanos deli- 



EstuéuH y C^M/trfMoai 



89 



«eraban, la anarquía había penetrado por las puertas 
le la República, devoraba y? al país, y era forzoso 

ttajarla. 

No es mi objeto analirar ahora la Constitución de 

s Estados Unidos ; sólo os diré que con tino y pre- 
iÍBion admirables organizó una nación, dotándota de 
)D ptoivenir ilimitado de fuerza y prosperidad ; pero 
e no resolvió la divergencia esencial, el problema 
)alpitante ; que lo dejó aplazado, encargando al tiempo 

e desenlazar el intrincado nudo : y, como siempre su- 
xde, los ailos pasando no curaron, sino exacerbaron 
ll mal, y agravaron el peligro. Es el eterno y espinoso 
problema del federalismo, el complicado y difícil se- 
creto de amalgamar la unidad del gobierno central 
i la variedad de los elementos que representa. Fe- 
deración ; terrible fantasma ! el nombre solo costó la 
yida á aquel grupo interesante de políticos y oradores 
e llamaron los Girondinos de Francia, y con ellos 
I millares de individuos ; ha sido una maldición para 
Colombia y Méjico y Buenos Ayres y Venezuela, que 
por ella han vertido ríos de sangre y experimentado 
las más dolorosas convulsiones. Ayer, ayer no más, fué 

la vorágine en que se ahogó al nacer la República 

; España, y costó á un tribuno elocuentísimo, Giron- 
áino contemporáneo, una do lo rosa apostasia. 

La historia política de los Estados Unidos hasta el 
ifio de 1860 es la lucha entre esas dos teorías, entre 



90 



Enrique Piñ/yri 



esas dos corrientes provisionalmente unidSP 
das por la Constitución, entre los defensores de li 
tonomia absoluta de los estados y los sostenedott 
la indisolubilidad perpetua del lazo federal; 
sorda y lenta, pero incesante, en el seno de cad8u 
de los Estados, que repercuda bajo ta cúpula c 
pitolio federal en ardorosas discusiones y aren^ 
ñamadas. Ambos lados enviaban sus mejoie»,^ 
lides á combatir en la arena del Congreso, y a 
pasaba un año en que no pareciese próxima ¿ desmo- 
ronarse la grande obra política de esa Union con tanto 
trabajo cimentada. Ya en 1832 previo Daniel Webs- 
ter, en una de las más brillantes oraciones que han 
pronunciado labios humanos, el sangriento porvenir 
que aguardaba á la nación, y pidió la muerte á Dios 
antes que ser testigo de la tremenda catástrofe que 
habia de eclipsar y ennegrecer para siempre el fulgente 
cielo de estrellas de la bandera nacional. 

Por desgracia, la Constitución que no habia logrado 
resolver definitivamente ese punto, tenia además un 
defecto. Un defecto digo, nó ; decretaba y perpe- 
tuaba una injusticia inexpiable. Estoy dentro de mi 
tema. Señores. Si es verdad, como lo pienso, que la 
prosperidad de los Estados Unidos viene casi exclusi- 
vamente de sus instituciones, deben igualmente de- 
pender sus desgracias y desastres parciales de errores 
ó defectos de esas mismas instituciones. Y así es. L(» 



■ Estudios y Confi 



patriotas que compusieron la Convención de Fila- 
delfia hallaron la esclavilud de los negros instituida y 
arraigada en el suelo He la República ; y á pesar de 
: entre ellos habia muchos de los que suscribieron 
It Declaración de Independencia, no osaron poner la 
o sobre la úlcera nefanda. Huyeron, por escrú- 
ulo de conciencia, de mencionar la quemante palabra, 
D quisieron contaminar (;on ese vocablo la constitu- 
on que redactaban ; pero la consagraron y perpetua- 
)n. Cometieron la más extraña y cruel inconsecuen- 
Dejaron á ¡os negros tales como los encontraron, 
S decir, privados de todo linaje de derechos, reduci- 
los á la condición de cosas, propiedades semovientes, 
3 dice nuestra jurisprudencia ; y contaban sin em- 
bargo á los negros entre los habitantes del país al re- 
tartir el derecho electoral, dando á los blancos el voto 
lor los unos y por los otros, y creando una ficticia 
nayorfa, que por muchos años habia de superar al cre- 
limiento de la población en el resto del país. Hubo, 
í, una restricción, y necesitábanse cinco negros para 
er tres habitantes en el cómputo electoral ; pero no 
o detenerme en los detalles. 

iuitado fué que en el Sur trabajaban sólo los 
legros, formando los blancos una casta superior con 
>dos los caracteres é inconvenientes de una verdadera 
^stocracia ; y que á medida que el Norte, donde el 
rabajo no era un envilecimiento sino una bendición, 



p3 



Enrique Ftñeyri 



progresaba en civilización y moralidad, s 
de la injusticia cometida contra los negros, y predicaba 
su corrección y reforma, abriéndose un abismo de esa 
manera entre ambas secciones de la República, abismo 
que cada año se ahondaba más y más, y que al fin, 
para colmarse, ha necesitado millares de cadáveres 
y los escombros de centenares de ciudades incendia- 
das y arruinadas. El resultado fué que esa lucha ar- 
diente y viva de que os he hablada, entre el principio 
del poder central y la extensión de los derechos de 
los estados, se complicó con una tremenda oposicitni 
de intereses materiales y morales : el Norte anatema- 
tizando la esclavitud en nombre de la religión, de la 
moral, del derecho natural, é invocando en su apoyo 
la Declaración de Independencia y la ley suprema, la 
ley de Dios ; mientras el Sur defendia y siigetaba con 
las manos crispadas lo que llamaba su legitima pro- 
piedad, en nombre de la autonomía del estado, en 
nombre de la Constitución que la habia respetado y 
sancionado. El Norte, al maldecir el bárbaro sis- 
tema, protestaba su respeto á la Constitución y negatw 
todo deseo de pretender inmiscuirse en asuntos de U 
organización interna de los estados ; pero el Sur, 
fuerte, orgulloso, apasionado y marcial como todas las 
aristocracias, no queria que la seguridad de su riqueza 
dependiese de la abstinencia 6 escrupulosidad de una 
fracción de sus conciudadanos, que iba creciendo li- 



■ di> tñtt fon b Bxitad. Qiteáibm i 

Mida la srlrria de macitc dc h ' 
cnñcsaltt ** * ' i »m» exa óe sxogfK 
« giyati cB yino. t f»é temtie. Ls 
a Hegó al hoadc liri iItmiti. y caáa pocen 



dd None, paza sacar tiñnf anlc su 
htdu nona] coa los heroicos pabdines de 
Pareciají rmnir todas las virtudes 
itan los estados, menos nna. la principal, el 
itríotismo ; parecían amar »is bienes y su propiedad 
que á la patria : la diñ>ioD dejaba ambas jtaxtes 
ñcientemente grandes para fonnar dos poderosas 
A qué luchar contra to incontrastable ? 
a embargo. Iodo acaeció de otra manera, y ya sabéis 
desenlace. 

1 expresión amarga ó dura 
u derrota era una necesidad 
No hay un ser humano, no 
1 toda la extensión del uni- 
debido resentir con dolor y an- 
iunfo de una nueva nación, cuya 



Yo no quiero tener i 
a. los vencidos, perc 
ineludible de la historia. 
hay una sola conciencia 
verso que no hubi 
gustia profundas i 



piedra angular era la esclavitud. Es fiierra rccono- 



94 



Enrique Piñeyro 



cerlo así : pero sea lícito también agregar que pele 
valientemente, que defendieron su error con arrojo y 
heroísmo dignos de la trompa de! poeta. Corrieron á 
la lid alegres y serenos, como los convidados de una 
fiesta ; sus actos abonaron la lealtad de sus conviccio- 
nes. Ricos, voluptuosos, felices hasta aquel momento, 
afrontaron impávidos el hambre y el dolor, y fueron á 
terminar sus vidas de delicias en el fango del canqio 
de batalla, en ta ensangrentada trinchera, en la brecha 
ennegrecida. i 

I Y cuan caro pagaron el triunfo los vencedores ! 
¡ Cuántos fueron y no volvieron ! Los guerreros alti- 
vos y resueltos de la Confederación, que parecían ca- 
balleros destacados de un cuadro de la Edad Media, 
defendían sus propiedades, su Ínteres inmediato, su 
ambición personal; las milicias del Norte defendian 
una idea. Desde aquellas huestes desarmadas que 
fueron á rescatar el Santo Sepulcro en Jerusaleni, no 
ha visto el mundo ejércitos movidos por más nobles y 
desinteresados sentimientos. De sobra sabían que el 
premio de la victoria seria un territorio arruinado, una 
deuda enorme, y lágrimas y luto por muchísimos años ; 
y corrieron sin embargo á defender !a bandera, la 
Constitución, la patria común, y no depusieron el ar- 
nés de guerra hasta que la salvaron. 

El problema que los fundadores de la Repdblica 
no pudieron resolver y dejaron en suspenso, quedó 



Esludios y Confe 



95 



k>r fin cerrado, y para siempre afimiada la indisohibi- 
idad de la Union. Apelaron á las armas, y el Dios de 
las batallas pronunció su fallo. La Union se cimentó 
»n fuerza nueva, la esclavitud quedó abolida en la 
lécimatercia enmienda de la Constitución, la guerra 
i del Norte aprobada en la décimacuarta, y la 
^aldad política de todos los habitantes de la Repií- 
:a, sin distinción de raza ni estigma anterior de 
vidumbre, en la décimaquinla. Están unidos otra 
., y aunque no son felices, creo que los peligros del 
feorvenir no asoman por ese lado. La reconciliación 
1 hecho, y la amargura del recuerdo, que aún los 
tepara, es de aquellas que desvanece y borra el curso 
e los años. Fermenta quizás todavía en el alma de 
s viejos combatientes un resto de odio ; pero las niie- 
s generaciones gozarán de dias mejores y dichosos. 
El 4 de Jnho del entrante año de 1876 celebrarán 
r1 primer centenario de su independencia. En lo que 
1 breve espacio, para la vida de las naciones, han 
Korrido una distancia inmensa. Su progreso ha sido 
jn vértigo, siempre una carrera; y pudiera 
decirse que en diversas ocasiones han marchado de- 
masiado aprisa. Los individuos han vivido y viven 
allí con precipitación tal, que pasa con frecuencia por 
lociano un hombre de cuarenta años. La vida es 
mente entre ellos una milicia, una campaña ; co- 
Bien de pié, duermen en los ferrocarriles, corren, se 



g6 Enrigut Piñeyro 

atropellan, y guay del que tropieza y cae 
que viene detrás es ciega, irresistible, arroUadora. 
Cuando el pobre náufrago logra levantar la cabeza 
por encima de la revuelta espuma, no descubre ya 
donde se encuentran los que junto con él partieron. 
Han desaparecido en el horizonte. ¡ Qué arrugas pre- 
maturas he visto en rostros juveniles ! qué ojos hun- 
didos y febricitantes por la sed inmoderada del lucra 
en su forma más áspera y violenta ! qué frentes devas- 
tadas por la lucha, por el agotamiento del cerebro en 
busca de la fortuna ! Es el país del dinero, del dóüor 
omnipotente ! En la lucha á brazo partido que cada 
individuo se prepara á empeñar, apenas desciende á la 
arena de la vida, toman todos parte, el hombre, la mu- 
jer, el niño. Ni el sexo ni !a edad entibian en el pecho 
el ardor de esa ambición vulgar. Hay un cierto grado 
de instrucción, más generalizado quizás que en otras 
partes, pero exclusivamente encaminado á ia práctica 
ordinaria de la vida y unido á una aspereza, á una 
ruda educación de atleta que repugna y que lastima. 
Las bellas artes, flor divina de la civilización humana, 
cuyo cultivo es una de las necesidades supremas del 
corazón, ó no existen, ó florecen destituidas de en- 
canto y poesía, objeto á menudo de especulación y de 
almoneda. Es un verdndero tormento vivir de e&ft 
manera, sin goces del alma, sin dulzuras, sin alegria, f 
por único reposo la muerte al fin de la jornada ! 



Estudios j Con/e 



97 



' Hay naciones, en Europa y en América, donde el 
tado es todo, cercena ó annla la libertad del indivi- 
lo, y trata como niños á los hombres. En la Repü- 
lica norte-americana sucede exactamente lo contra- 
: el estado es nada, ó muy poca cosa por lo menos. 
i ciudadano, que espera fabulosas ganancias de sus 
Irevidos cálculos ó arriesgadas especulaciones, des- 
t el siempre mal recompensado servicio público, 
.sidera ocupación indigna de su devorante actividad 
I arte sublime de gobernar á los hombres. De ahí un 
o increíble de corrupción política : altos empleos 
en manos de aventureros sin fe ni pudor; jueces e!e- 

Iidos por el espíritu de partido para falsear la ley ; 
sambleas que se prostituyen y venden al mejor 
bstor. 
[ Y sin embargo, os lo he dicho y os lo repito ahora 
br última vez, es una gran nación ; goza de profunda 
pz, de riqueza inagotable, crece, prospera, marcha 
riunfalmente y en primera fila á la cabeza de la civi- 
lización. Su vasto y hospitalario seno llama y acoge 
)á los enfermos de libertad y de patriotismo del mundo 
fctero, y en él residen felices y respetados cuantos de 
■ país arroja el despotismo ó la injusticia, cuantos 
Refieren vivir proscritos á vegetar con la cerviz do- 
lada ante la mentira entronizada ó la tiranía omnipo- 
nite. Mil problemas le faltan por resolver, muchos 
escollos formidables que evitar en el camino, heridas 



g8 , Enrique PifUyra 

profundas y dolorosas que aliviar y cicatrizar. Pero 
todo allí es joven, fuerte, nuevo, robusto ; un dilatado 
porvenir de gloria los aguarda. Los- fundadores de la 
República murieron firmemente convencidos de haber 
creado y organizado una patria para cien millones de 
habitantes. Quizás llegue ese dia, ¿ porqué no ? 



Santiago (Chile\ Abril iSj^. 



EL MATRIMONIO DE BYRON 



Lady Byrom VindicaUd. By Mrs. Hauiiet Beecher Stowe. 
Boston : 1869 



I 

Puede en general decirse que las relaciones con- 
yugales de los hombres de letras son materia estricta- 
mente privada, que de ningún modo cae bajo la juris- 
dicción de la crítica literaria. Sentado el principio, 
lo primero, que en seguida debe hacerse, es exceptuar 
de la regla el caso del matrimonio de Lord Byron. 
Reuniendo cuanto se ha escrito sobre ese capítulo de 
la vida del gran p'oeta inglés, se formaria una no muy 
pequeña biblioteca ; y de cierto nunca vendria la som- 
bra de Byron á lamentarse del escándalo contenido en 
tantos volúmenes, ni del uso y manoseo de los secre- 
tos más íntimos de su vida doméstica ; él mismo, en 
varias poesías líricas y en innumerables alusiones é 
indirectas contenidas en sus versos y en su prosa, ha 



Em-ique Piñeyri 



puesto el público al comente de sus desdichas ¡wivíl^ 
das y tratado con insistencia de influir, modífícaí y 
hasta torcer la opinión general sobre su desgraciado 
matrimonio. Durante los últimos años de su vida, 
escribía de tiempo en tiempo á la divorciada esposa 
cartas que no le remitia, que circulaba privadamente 
para instrucción ó edificación de sus amigos y admira- 
dores, y que Moore insertó y comentó en las Memo- 
rias y Correspondencia expurgadas, dadas á la estampa 
seis años después de la muerte del poeta. 

Quienquiera que ha escrito sobre Byron ha formu- 
lado siempre una opinión sobre el famoso divorcio, ú 
separación amistosa mejor dicho, echando toda la 
culpa, bien á la malaventurada mujer, que ha sido lo 
más frecuente, bien al extravagante marido, á lo cual 
sólo se han atrevido unos pocos. Pero es indudable 
que el escándalo producido por sus desavenencias 
conyugales puso á Byron en el caso de abandonar su 
país natal, lo condenó á destierro perpetuo, y lo colocd 
en guerra abierta contra la opinión piiblica, contra Is 
moral universal, bajo cuyo fallo se mantuvo doblado 
y luchando con titánica desesperación. Sí se hubiera 
unido á otra mujer, si la vida de casado hubiera ser- 
vido, como en tantos otros casos, de puerto del naii- 
fragio, y pcrmitidole vivir tranquilo, acallando los re- 
cuerdos de su desordenada juventud con la utilidad J 
energía de su carrera de hombre maduro, muchos su- 



Estudios y Cotifereiidiis ¡oi 

s fie la historia de Inglaterra en el presente siglo 
^brían quizás sido diferentes de como en realidad 
íaecieron. El valor personal y la profunda sagacidad 
fDÜlica desplegados por Byron en tírecia, como actor 
IBportante en el drama de la emancipación de ese 
lljstórico pueblo ; el talento colosal, casi sobrehumano, 
: revelan el Man/redo y el Do/i Juan, hubieran 
rotado como un torrente desde el asiento que heredó 
~de sus mayores en la Cámara de los Pares, y vigoroso 
paladin de la libertad y la regeneración de ™ patria, 
hubiera alcanzado gloria de hombre de estado, y oscu- 
recido á otros simples favoritos de la fortuna, como 
Wellington ó Palmerston. 

El mundo entero sabe qae no fué asi. ¿1 nuevo 
ángel caido repitió y realizó la sublime expresión del 
Lucifer de Milton : * Mal ! sé mi bien ; » amontonó 
blasfemia sobre blasfemia expresadas con elocuencia 
de fuego y en una lengua que ninguna otra supera en 
gracia y en vigor ; se precipitó más y más en el desor- 
den y la licencia que le iraian el vituperio de sus com- 
patriotas ; ridiculi/.ó á su pobre mujer en versos in- 
mortales ; buscó en el movimiento revolucionario de 
Italia, en e! carbonarismo y otras asociaciones secre- 
tas, salida á la actividad de su espíritu indomable. 
Cuando se convenció de que los italianos nada podían 
hacer, sofló en venir á América; y por último, se adhi- 
úó á la causa de la independencia griega, prodigó ge- 



Enrique Pineyrt. 



\ fortuna, y murió en la tierra de los 
héroes, circundando con nueva y magnifica aureola su 
frente sublime de poeta. 

Apenas murió bajo tan trágicas y fascinadoras cir- 
cunstancias, comenzó en la patria una poderúsa reac- 
ción en su favor. El Don Juan se habia publicado 
por primera vez sin nombre de autor ó de editor ; ni 
él ni su amigo Murray se atrevieron á afrontar la tem- 
pestad que debia desencadenar, y que en efecto desen- 
cadenó. Sin embargo, poco después no tuvo empacha 
uno de los mejores críticos ingleses, y en el mismo 
periódico que más duramente atacó la obra al princi- 
pio, de declarar que preferiría ser autor de Una págjna 
del Don Juan á escribir toneladas de poemas como el 
Childe Harold, 

Habia dejado escrita una autobiografía, y legado i 
su amigo Moore el derecho de publicarla, ó destruirla, 
después de su muerte. Fué destruida ; publicóse en 
su lugar una colección de fragmentos y cartas, unas 
completas, otras mutiladas, ligadas y comentadas por 
el mismo Moore. La vida licenciosa de Byron, en 
Italia principalmente, está de sobra retratada en ese 
libro ; pero los episodios más escandalosos, de Ingla- 
terra sobre todo, quedaron suprimidos unos, y disfra- 
zados los otros, bajo iniciales y asteriscos. Era de 
todos modos una biografía copiosa, interesante y au- 
téntica ; con ella la reacción pudo llegar á 



£siu¡¿ios y Con/i 



103 



migos de fiyron, es decir, cuantos leían sus 
srsos, tuvieron en qué apoyarse para defenderlo pri- 
■lero, para absolverlo después. La mujer legitima era 
m tanto la victima de esa reacción, como antes habia 
sido causa ocasional del torrente de impopularidad y 
^Idícioaea que lanzó al poeta de su patria. Moore 
ÜpoDe en parcelo con la Guiccioli, la céltbrc amante 
3 poeta, y no es por cierto la esposa la favorecida en 
K comparación. 

Lady Byron se separó de su marido en Enera de 
; desde esa fecha hasta 1830 no abrió sus labios 
na sola vez, ni en pro ni en contra del poeta ; abstií- 
^se cuidadosamente de decir al publico una palabra 
rabre los motivos de su separación : y mientras Byron 
se presentaba sin cesar y en todos los tonos como vic- 
tima tan cruelmente tratada que ni aun le dejaban sa- 
ber cuáles eran los cargos contra él ; mientras llamaba 
Clitemnestra á su mujer y la satirizaba sin piedad en 
el primer canto del Don Juan ; €As., con orgulJosa frial- 
dad, permanecía impasible y altanera, cuidando á su 
única hija y guardando silencio inquebrantable. Se- 
LACjante conducta irritaba más á los defensores de 

^K En la colección de cartas y fragmentos que dis- 
puso Moore, aparecieron muchos insultos dirigidos 
por Byron á su mujer y á todos sus parientes : padre, 
jnadre, aya, etc., etc. Lady Byron, por primera y 



Enrique Piñeyr 



Única vez, creyó entonces necesario decir algo, i 
que sólo en defensa de sus padres, f evitando locar 
ningiin punto, dijo, que personalmente se reñera á 
Lord Byron ó é mí. » Desmintió los cargos formula- 
dos contra su familia, y dejó perfectamente claro que 
hubo grairs motivos para justificar la separación. No 
explicó cuáles fueran esos motivos ; pero con autori- 
dad irrefutable dejó fijado que eran tales, que dos 
abogados eminentes y respetabilísimos habían decla- 
rado, al saberlos, que de ningún modo debía continuar 
viviendo al lado de su marido. La aclaración era 
digna de una matemática : exacta, precisa, firme, ex- 
presando lo que quería decir sin una palabra de más 
ni de menos. 

Propusieron á Byron que suscribiese un contrato 
de separación, y se negó á hacerlo ; amenazaron llevar 
!a cuestión á los tribunales, y en el acto Be prestó á 
firmar lo que !e pedían. Retiróse entonces de Ingla- 
terra, adonde no volvió en todo el curso de su vida. 
Según la ley, tenia el derecho de reclamar á su hija 
con sólo exigirlo judicialmente ; y se abstuvo con cui- 
dado de provocar la cuestión. Es claro, por consi- 
guiente, que si en realidad ignoraba tos motivos de la 
separación y deseaba saberlos, tuvo siempre el camino 
para lograrlo. Hubiera sido un escándalo, es verdad ; 
pero su vida fué un escándalo constante, y es curioso 
que huyera de producir el único que hubiese podido 



Etiudios y Cenjereiieiaí 



'OS 



Éerle de alguna utilidad. Tenia también, según la ley, 
el derecho de usar de una parte de la inmensa fortuna 
ge su mujer ; y jamás renunció ni dejó de ogirovechar 
isa ventaja. 

£1 público no se ñjó mucho, después de su muerte, 
en la evidente contradicción que acabamos de señalar; 
y ta historia de su matrimonio, tal como se repetía en 
Y periódicos, venia en resumen á echar loda la 
culpa sobre la mujer. 

En efecto, la señorita Milbanke sabia perfecta- 
mente que Byron era un liberlino; conocíalo perso- 
nalmente, V hasta mantuvo con él correspondencia 
(wnistosa por más de un aflo antes de contraer com- 
promiso de enlace. Rechazó una vez las proposicio- 
jies de Byron ; un año después volvió éste á insistir 
en BU declaración, por medio de una carta, y entonces 
fué correspondido y aceptado. La carta era muy her- 
tosa; ella y otros que la leyeron convienen en ce- 
;brarla como un modelo. Pero la señorita no era 
de las que sacrifican su vida ni su libertad por la 
fascinación de unas cuantas frases elocuentes ; era, 
contrario, una m ] f d n y 

ipegada á la etiqueta, es npl d I d 

formas, aficionada á 1 á 

dida en metafísica y has [ d m d d 

iscribir. 

Casáronse el a de Enero de 1815 y fueron felices 



Io6 Enrique Piñeyro 

poco tiempo, Sucedió lo que cuantos ios habían co- 
nocido profetizaron ; los caracteres no se avinieron. 
Byron era extravagante, desarreglado, cínico por edu- 
cación y por sistema, y se encontraba abrumado de 
deudas ; su esposa era exigente, inflexible, impaciente. 
El 10 de Diciembre del mismo año nació su hija Ada. 
Las querellas domésticas eran frecuentísimas, A fines 
de Enero de 1816 dejó ella la casa con objeto de ha- 
cer una visita á sus padres ; en el camino escribió á 
Byron una carta carifiosa ; apenas llegó á la residen- 
cia de su familia, dirigió el padre una carta al yerno, 
comunicándole la resolución de su hija de no volver 
más á vivir con él. Byron no esperaba ese desenlace; 
así lo dijo al menos. Hahia vendido hasta sus libros 
por contentar á sus acreedores, y !a noticia lo dejó 
absorto « en su desierto hogar y en medio de sus lares 
desbaratados y dispersos. » 

La indignación pública no tuvo límites ; artículos, 
folletos, caricaturas surgían por todos lados, insultán- 
dolo ó satirizándolo. Rumores de mil géneros, horro- 
rosos unos, absurdos otros, corrian de boca en boca. 
Resolvió salir de Inglaterra, y sus amigos le aconseja- 
ron que lo hiciera á escondidas para no provocar una 
demostración hostil del pueblo de Londres, Dióse á 
la vela para Ostende e! 25 de Abril^de 1816. 

Tales fueron los sucesos principales y conocidos 
de su breve vida de casado. No volvió á Inglaterra, 



Esludios y Confer, 



107 



y murió en Míssolonghi ei 19 de Abril de 1824, á los 
37 años de edad. 

La indignación pública duró algún tiempo más, 
espoleada por él mismo, por su Beppo, su Don Juan, 
etc.; pero poco á poco fué naturalmente calmándose. 
Lady Byron sólo habló una vez, en 1830, como diji- 
; pero en cuanto á la cuestión personal, en térmi- 
nos misteriosos, sibilinos, cuyo efecto no podia ser 
muy grande ni dilatado. A la vista de todos queda- 
ban en tanto sus escritos, que eran su mejor defensa, 
que él mismo habia preparado. La nueva genera- 
ción formaba juicio influido por ellas casi exclusiva- 
mente ; y como sus grandes obras, sus verdaderos 
títulos á la inmortalidad, los dos últimos cantos del 
Childe Harold, el Man/ redo, el Cain y el Don Juan, 
fueron escritos desde 1816, todas las ventajas, á la 
larga, militaron en su favor. 

Pasaron diez, veinle, treinta años. Lady Byron 

ló hasta 1860. Ada, su hija, que en J835 se ha- 
bia casado con un lord, murió en 1852. Creyóse 
que después del fallecimiento de Lady Byron se publi- 
carían cartas, papeles, memorias, algo de lo mucho 
que dejó escrito ; parece que en efecto se proyectó ; 
mas se abandonó el propósito. 

La hermosa italiana, condesa GuiccioU, — que no 
murió hasta 1874,— publicó sus reminiscencias de 
Lord Byron, llenas de cuentos, anécdotas, dalos en 



tos 



Rnriqíte Piñeyn 



favor del poeta, cuya memoria cultive 
toda la vida, y esplotando, en contra de la mujer b 
tima, el hediü indisputable de haber ella vivido v 
años en paz y armonía perfectas con el hombre de 
quien había huido con horror la altanera patricia in- 
glesa. El libro de la fiel amante fué traducido al in- 
glés ; y para dar ¡dea del cambio fundamental de la 
opinión pública en Inglaterra, basta traducir unas 
líneas del juicio emitido por la mejor y más aristocrá- 
tica publicación literaria inglesa, Btackn'ood' s Maga- 
zine, sobre las memorias de la Guiccioli ; 

« Lady Byron ha sido llamada la Clitemnestra mo- 
ral de su marido. El sobrenombre es duro; pero 
aunque nos duela condenar á una mujer, no podemos 
desoír la voz de la justicia, que nos advierte que la 
comparación todavía resulta en favor de la criminal de 
la antigüedad ; ésta, arrastrada al crimen por una pa- 
sión incontrastable, privó sólo de la vida á su marido, y 
arrostró las consecuencias ; aquélla abandonó á su es- 
poso en el momento mismo en que él luchaba contra 
mil escollos, en el tormentoso mar de inconvenientes 
que le suscitó su matrimonio, y cuando más que nunca 
necesitaba una mano amiga, tierna, indulgente que lo 
salvase. 

* Además, se encerró luego en un silencio mil ve- 
ces más cruel que el puñal de Clitemnestra ; éste asesinó 
sólo el cuerpo ; el silencio de Lady Byron intentaba 



Estudios y Conferencias log 

asesi&ar el alma (y qué alma !), abriendo la puerta á 
la calumnia, insinuándose como magnanimidad de 
callar faltas atroces, depravadas quizás. En vano 
imploró él con tranquila conciencia una averigua- 
ción. A todo se negó, y por único favor le despachó 
un dia dos personas para que examinasen si no estaba 
loco. 

< Fué quizás la única mujer de su especie en el 
mundo ; la única capaz de no sentirse feliz ni orgullosa 
de pertenecer á un hombre superior al resto de la hu- 
manidad, y la suerte fatal decretó que esa mujer única 
fuese la esposa de Byron ! > 

< Cualquiera que sea la excusa que á su silencio se 
dé, (agrega el articulista en una nota) es moralmente 
como esos venenos químicos, que matan instantánea- 
mente, desafiando todos los remedios y asegurando la 
impunidad del culpable. > 

Esta violenta acusagion marca bien el punto á que 
habia llegado la reacción en favor del gran poeta. Si 
alguien tenia algo que decir en favor de la maldecida 
esposa, debia sentir vivo deseo de salir á la palestra al 
oir tales cargos ; pero el momento era favorable á By- 
ron, y guay del atrevido ! 

El atrevido, ó mejor dicho, la atrevida, fué una es- 
critora americana, autora de uij célebre libro, filantró- 
pico y útilísimo. La cabana del tío Tomás, que más que 
una novela fué una buena acción. Alegó en favor de 



Enrique Piñeyro 



Lady Byron revelaciones estupendas 
un torbellino de invectivas. 



Declaró la Señora Beecher-Stowe haber estado 
esperando con ansia, después de la muerte de la esposa 
de Byron, que alguien, de su familia ó de sus amigos, 
redactase, con los datos nuevos y auténticos que ésis- 
tian, una vindicación de tantos ataques coii.tra ella 
dirigidos ; y qye sólo convencida de que nada iba á 
aparecer, se resolvió á tomar la palabra. La palabra 
fué un simple articulo en una Revista mensual de Bos- 
ton. El resultado inmediato, casi instantár.eo, Una 
grita, un escándalo inmenso en Inglaterra y los Esta- 
dos Unidos. 

Entre los muchos motivos á que la voz publica ha- 
bia atribuido el divorcio de esos cónyuges, uno había 
más detestable que tos otros, pero que corrió poco, y 
del cual la generación presente no se acordaba. El 
poeta Shelley alude á él en una de sus cartas á Byroo, 
regocijándose de que hubiese quedado demostrada su 
falsedad. La historia de la escritora americana era la 
resurrección de ese rumor ; pero puesto en boca de 
Lady Byron y relatado con todas sus señales y caracte- 
res, ante un público nuevo, que no necesitaba más 






■ Confi 



\ apología de Byron que sus mismas obras, debia produ- 

r y produjo el efecto de una revelación. 
Los que creyeron cuanto contaba la SeBora Stowe, 
I se callaron ; pero muchos otros, bien en nombre de una 
I moral mal entendida, bien por amor ó admiración há- 
I cia la gloria del poeta, se lanzaron con fiereza contra 
I la escritora, y trataron de desprestigiar y desautorizar 
u obra. La empresa no era difícil. La mujer ansió- 
la americana sentía por Byron como hombre el desprecio 
s profundo ; juzgaba al inspirado y sublime vate con 
toda la estrechez é intolerancia de su puritanismo bos- 
toniano ; y al defender á su amiga Lady Byron (otra 
' mujer fuerte como ella y revestida de esa dureza im- 
I placable que no perdona ni comprende debilidades de 
. los hombres) mostró claramente que había leído poco 
[ ,y conocía apenas á Byron. Este, para ambas señoras, 
I fué un loco de genio que había corrompido la litera- 
Ltura inglesa. Asi pues, chocó á todos el tono del 
V articulo, y como estaba plagado de errores, al contar 
I precisamente el episodio de la vida conyugal del poeta, 
llevaban gran ventaja contra ella sus refutadores. 
I'-Í Quién ignoraba que Byron se había casado en Enero 
r de 1815, que la separación tuvo lugar en el mismo mes 
del año siguiente, y que estuvieron por tanto unidos un 
año nada más ? El más descuidado lector de Byron 
lo sabia; y sin embargo la escritora americana, no sólo 
dice en su artículo que vivieron juntos dos años, sino 



Enrii¿iie Pií'ifyio 



se entretiene en describir la situación de la esposa y 
explicar sus esfuerzos durante ese tiempo por reformar 
á su marido. La revelación por su misraa extrafleza 
era ya un tanto inverosímil, y acompañada de ese y 
otros errores evidentes, muy pocos prosélitos había de 
encontrar. 

La SeKora Stowe replicó á sus detractores ccHl un 
libro, en que salva todas las erratas del articulo, agrega 
unas pocas circunstancias de poco interés; y como im 
abogado físcal extrae frases de la correspondencia del 
poeta, que interpreta y pone á luz de los nuevos he- 
chos, para formar argumentos en pfó de su teoría. Hoy 
ya han pasado tres años ; nadie se acuerda de la reñi- 
da y larga polémica, y aunque es posible discutir y po- 
ner en duda todavía alguna de las afirmaciones de la 
Señora Stowe, parécenos que no puede calificarse por 
más tiempo de misterioso el episodio de la vida de 
Byron, que es el objeto de estas lineas. 

La mujer de Byron promovió el divorcio porque 
creyó á su marido y á su hermana Augusta culpables 
de incesto. Este hecho es ya innegable ; cabe aún 
negar su realidad, alegar argumentos contrarios más ó 
menos plausibles ; pero la circunstancia principal per 
manece en pié ; ese fué el motivo en virtud del cual 
ella se separó, y el silencio tenaz de Lady Byron que- 
da explicado y sobradamente disculpado. 

Seria penoso entrar en los detalles de esta triste y 



Estudios V Conft 



"3 

desagradable historia. Seria también ¡Diitil. j Para qué 
hablamos de ir, como la Beecher Stowe, relatando 
escenas ocurridas en el hogar doméstico, bastante va- 
gas quizás para no convencer á Ids recalcitrantes ; de- 
masiado signiñcativas [>ara los que no encuentran ra- 
zón ninguna que destruya la tremenda revelación ; y 
ciíando muchos datos esparcidos en los versos y en la 
prosa de Lord Byron que concuerdan perfectamente 
con ella ? El gran poeta expió amargamente con su 
vida errante y su trágica muerte el atentado que come- 
tió contra las leyes sociales ; su pluma revelaba una 
resistencia inquebrantable, una ira implacable contra 
la sociedad que lo expulsaba de su seno, aiin sin saber 
ñjamente la más horrible de sus debilidades ; pero su 
corazón sufrió angustias indecibles, y un martirio cons- 
tante. En medio de sus arrogantes anienaitas, de los 
arranques vigorosos de su potente imaginación, sin ce- 
sar excitada por los insultos, el odio y las calumnias 
de sus enemigos, había un sentimiento de temor, que 
disimuló siempre, bajo el sarcasmo y la invectiva; pero 
que comunica á algunas de sus composiciones más 
extrañas y misteriosas un acento inequivocable de sin- 
ceridad. 

Los lectores del poeta conocen bien esa hermana, 
hija única de la primera esposa del padre de Byron, 
como hijo único fué también él de la segunda ; esa 
Augusta, á la cual dirigió varias composiciones, y por 



114 Enrique Pinero 

quien el poeta manifiesta ea todas ocasiones ¡n 
anücBte cañfio. Después de su última salida de I. 
térra, no la vio más ; y la Stowe nos dice que I 
Byron impuso como condición esencial de su silencio" 
que ambos hermanos en ninguna ocasión volviesen á 
reunirse. Byron mantuvo siempre correspondencia 
con ella, que era conocida en la sociedad inglesa con 
el nombre de su marido, es decir, la señora Leigh; y en 
1816 escribió y dirigió desde Suiza una epístola en 
verso, que se cuenta entre sus mejores composiciones 
líricas. Son las diez y seis bellísimas octavas que co- 
mienzan de este modo : 

« Hermana, dulce hermana ! si otro nombre más 
, dulce y más puro existiera, ése te daría. Mares y cor- 
dilleras nos separan, pero no invoco tus lágrimas ; pido 
sólo que me quieras con cariño siempre igual al mió. 
Adonde quiera que vaya, siempre para mí serás la 
misma, etc.» 

Byron envió esta poesía á su editor, con la adver- 
tencia de que no debía publicarse, sino previo el con- 
sentimiento especial de su hermana. Ella opinó que 
no se imprimiese, y quedó, por tanto, en manus- 
crito hasta 1830, en cuyo año apareció por primera 
vez, en el libro preparado por Moore. La composi- 
ción, leida ahora y comprendida conforme á la nueva 
teoría del divorcio, quizás parezca aún mejor que an- 
te^ pues se nota en ella una reticencia, un empeño 



EstnSos y CMtfrrettíiat 



"5 



de no decir demasiado, que la llena de fuerza y ei^i- 
ficacion. í Por qué razón — alguno preguntará — se opu- 
so Augusta I.eigh á la publicación de esa poesia ? Al 
aparecer en 1831 pareció á todos casta, elocuente ; ella, 
sin embargo, la juzgó de otro modo ; y tal vez c*la cir- 
cunstancia sea un nuevo argumento indirecto, en favor 
de la tesis de la señora Stowe. 

La importancia literaria de la nueva y curio.ia ver- 
sión sobre el divorcio consiste en que ofrece una clave 
para interpretar el extraño poema dramático Manfre- 
0, una de las grandes obras del poeta, Byron mismo. 
1 remitir á su editor los primeros fragmentos, le dice : 
es un poema dialogado en tres actos, de un género muy 
extraño, metaíisico, inexplicable ; ... el héroe es una 
especie de mágico, atormentado por cieno remordi- 
miento especial, cuya naturaleza se deja sin aclarar 
pletamente. n V más tarde, después de publicado, 
contestando á los que suponian que el Manfrído había 
BÍdo inspirado por el Fausto de Goethe, escribe : < no 
fué la obra de Goethe, nó ; fueron más bien las monta- 
ñas de la Suiza y oíra cosa las que me lo hicieron escri- 
bir. > Esa litra cosa se está buscando por muchos desde 
hace cuarenta años, y la historia del incesto parece re- 
solver el problema. 

Todo el mundo creyó, al leer el Manfredo, que 
Byron pintaba en él sus propios remordimientos, y se 
imaginaron mil delitos, aun por los jueces más e 



Ii6 Enrique Piñeyro 

tes. Un crítico tan sagaz y superior como Goethe,cl 
yó ver en ese poema el acento de verdad de u 
real, y no vaciló en atribuir al poeta un asesinato, ( 
yos remordimientos devoradores constituían la inspira- 
ción de la obra. Al efecto cuenta que Byron amó 
apasionadamente á una florentina, que el marido de 
ésta al saberlo la mató, y que al día siguiente apareció 
asesinado el matador, sin que pudiese nunca descubrirse 
el autor del segundo crimen. Lord Byron entonces 
(agrega (loethe) buyo de Florencia, y la imagen de 
esos dos seres lo perseguía constantemente. El suceso 
era completamente inexacto ; pero basta, para caracte- 
rizar el siniestro poema, que el primer crítico moderno 
creyese necesaria la existencia de un crimen real como 
explicación de la obra poética. . 

El Man/redo fué de las primeras cosas que Byron 
escribió inmediatamente después de su salida de In- 
glaterra ; pocos meses, por tanto, después del divorcio 
que lo privaba de esposa, de hija y de hermana. Es 
evidente que sí habían de bullir en el alma del poeta 
remordimientos de la pasión impura que lo lanzaba de 
su patria, debían embargarla sobre todo en aquellos 
momentos. Si así fuere, puede decirse que el Man- 
fredo, además de una obra poética de primer orden, es 
un curiosísimo poema psicológico. 

No se detuvo Byron aquí. La misma inspiración del 
Man/redo, varios de sus mismos razonamientos y ji 



Esludios y Conferencias iry 

espíritu idéntico, vuelven á encontrarse en la tragedia 
de Caín, escrita tres años después y superior á aquella 
por la diferencia de fechas, es decir, por un grado más 
alto de madurez y perfección en el talento del poeta. 

El argumento en este caso traia consigo forzosa- 
mente eso, que hoy se llama incesto, y que no tenia 
nombre en los tiempos primitivos, en que se supone la 
acción de la tragedia. Lucifer pregunta en una de las 
primeras escenas á Ada, la hermana y esposa de Caín, 
si quiere á éste más que á su padre y á su madre ; ella 
replica preguntando si también eso es un pecado, y el 
arcángel responde : « todavía nó ; pero lo será entre 
tus hijos. » Ante las observaciones de Ada, que son 
los argumentos naturales del caso, continúa Lvicifcr : 
1 no soy yo el inventor de ese pecado de que hablas, y 
ciertamente no lo es en tí, piensen lo que quieran los 
que te sucedan en la vida moría). * 

Dice la Htowe que, con esas mismas razones y el 
ejemplo de las Escrituras, trató Lord Byron, durante 
el año de casado, de convencer á su mujer, y que sólo 
logró que acabase por creerlo realmente loco. Cuando, 
por el contrario, se convenció de que no había de- 
mencia, sino nialignidad, en las palabras y los actos de 
su marido, resolvió la separación definitiva. 

Se nos figura, sin embargo, que todo esto no re- 
suelve cuestión alguna ni varía, en bien ó en mal, la 
posición que Byron ocupa ante la posteridad. Su in- 



iiS 



Eni-¡que Piñeyri 



fluencia personal es ya casi nula, y pronto se confun- 
dirá del todo con la forma y carácter de sus escritos. 
Entonces su biografía será estudiada como la de cual- 
quier otro hombre de genio, y mirado, á nuestro juicio, 
ünicamente como un ser desgraciado, cuya educación 
fué lastimosamente pervertida por inevitables circuns- 
tancias, y sus errores efecto de causas superiores á su 
voluntad, i Quién se acuerda al hablar de Virgilio, 
del puro y santo Virgilio, de tal ó cual composición, de 
tal ó cual rasgo extraño en alguna de sus églogas ? Las 
costumbres de ciertas épocas son como los extravíos 
de ciertas formas de educación, y la niñez y la juven- 
tud de Byron parecieron de propósito dispuestas, diri- 
gidas, amoldadas para pervertir su carácter y hacerlo 
enojoso compañero de sus facultades soberanas. De 
ahí lo que todos sabemos que pasó. Pero no es justo 
ni humano, tratar el caso con desdeñoso horror, y me- 
dirlo conforme á las reglas de un estrecho puritanismo. 
Sus errores fueron su desgracia ; y el vituperio que 
merecen, no altera el efecto que debe obtener y ob- 
tiene la excelsitud innegable de su inspiración poética. 
Hay mucho en Byron cuya lectura levanta el coraron 
y agranda los horizontes del espíritu. Los siglos pa- 
sarán, y habrá siempre labios que repitan con delicia 



¡^3- 



NOVELISTAS FRANCESES 



CONTEMPORÁNEOS 



OCTAVIO FEUILLET 

El género moderno de narración épica en prosa, 
que comunmente llamamos novela, ha sido cultivado 
con tal éxito en nuestro siglo, que sin exageración 
puede calificarse de uno de los más gloriosos é im- 
portantes. Francia é Inglaterra, en particular, cuen- 
tan entre el número de sus novelistas, varios de sus 
más distinguidos escritores. Scott, Dickens, Thacke- 
ray y Jorge Elliot, para mencionar sólo á los me- 
jores, son, así como Balzac, Stendhal, Dumas, Me- 
rimée y Jorge Sand, artistas de primer orden, honra y 
prez de la literatura de esos dos paises. 

Ambas naciones han seguido empero muy diverso 
camino. La novela francesa es antes que todo una 
obra de arte, sin más objeto que la brillante reproduc- 
ción de la realidad humana, sin cuidarse de favorecer 



\ 



Enrique Piñeyri 



intereses moraks de ninguna especie, ni envolverá 
clones prácticas de immediata utilidad social, 
novela inglesa es sobre todo moralizadora ; el artñfl 
ella está de propósito subordinado á la propaganda^ 
más supersticioso respeto por la moral pública "y | 
vada. La oposición evidente de ambos fines exjd 
desde luego la profunda diferencia de ambas literq 
ras, y reconociendo las excelentes intenciones de ] 
novelistas ingleses, es fuerza sin embargo declarar á 
la preocupación moral es en éste, como en casi tdf 
los otros casos, una causa de debilidad artística. 

Un rasgo hay que á nuestro juicio condensa^ 
presa bien esta diferencia. Casi todos los t 
franceses han sido autores dramáticos al mismo £ 
po. Alejandro Dumas, padre é hijo, sobresalen t 
en el teatro como en !a novela. Alfredo de Mu! 
Octavio Feuillet, Sandeau, Jorge Sand y el mismo Bal* 
zac, el gran maestro del género, dramatizaron más de ■ 
una vez sus narraciones, y alcanzaron en el teatro 
triunfos indisputables. Víctor Hugo, á quien expresa- 
mente no citamos más arriba, pues lo consideramos 
por su asombroso genio lírico como perteneciente á 
otra esfera separada, se eleva por igual en la novela y 
en el drama. Merimée, aunque no escribió detenida- 
mente para el teatro, empezó su carrera con el Tcatre 
de Clara Gasul, una serie de cuadros dialogados que 
revelan un vigoroso talento dramático. Stendhal, que 



■ Confc 



Esiadios 

1 verdadero raffitt¿ y profundo psicólogo, es el 

que DO ha compuesto para la escena ; pero es 

ibido que su fama, creciente de dia en dia, reposa sólo 

dos obras, en las «nicas novelas de alguna extensión 

ue escribió. 

Los ingleses en cambio no tienen hoy literatura dra- 
lática. La sombra colosa! de Shakspeare parece haber 
nsumido todo germen de inspiración dramática en 
suelo de su patria. Scotl y Thackeray nunca escri- 
eron para el teatro. Jorge Elliot no lo ha intentado, 
lickens nada pudo hacer en esa dirección. El teatro 
iglés se alimenta exclusivamente de malos arreglos de 
piezas modernas de Francia, que acusan de ínmo- 
3S, pero aceptan á falta de otras. 
( Y esto porqué ? La respuesta es obvia. El nove- 
ista francés busca la pasión, estudia su marcha en el 
}n humano, y la presenta palpitante y avasalla- 
lora, como ella es. Ei escritor inglés carece de la cu- 
iosidad artística, que impulsa al análisis de los 
intimientos del alma, que prescinde de toda preocu- 
lacion ulterior, y se encierra en su propia esfera para 
nocer sus leyes y exponer sus fatales é incontrasta- 
iles resultados. El teatro es la pasión, y sin ella no 
lay drama posible. He ahí por qué carecen los ingleses 
literatura dramática. 

Muy lejos nos llevaría exponer nuestro punto de 
vista sobre la inmoralidad de Balzac y sus sucesores. 



122 Enriqve Piñfyro 

de que con tanto desden se habla sin cesai 
térra. Aunque el asunto nos tienta, lo dejamos á un 
lado, porque él solo daria lugar á muchos artículos ; 
decimos, sin embargo, de paso, que no somos de los 
que creen que se falte á la moral cuando se sirve al 
arte, y por el contrario pertenecemos al niiraero de los 
que piensan que el estudio sincero de la verdad es mil 
veces más moralizador que todos los sermones del 
mundo. Los Miserables de Víctor Hugo nos parecen 
en conjunto una obra más moral, que todas las novelas 
reunidas que han aparecido en Londres en los últimos 
veinte y cinco años. 

Un novelista y autor dramático cuenta la Francia, 
que debió sus primeros triunfos y la mejor parte de su 
reputación, al carácter religioso, propagandista, mora- 
lizador, que imprimió al principio á todos sus escritos. 
Nos referimos á Octavio Feuillet, y de él vamos lijeiu- 
mente á hablar ahora. 

Supo escoger con habilidad el momento oportuno 
y el carácter de sus obras. Poseyendo varias de las 
dotes delicadas y poéticas que brillan en los cuentos y 
las comedias de Alfredo de Musset, se presentó favo- 
reciendo por medios iguales tendencias d i amet raímente 
opuestas. Lo que en éste habia sido indiferencia, ci- 
nismo, desprecio de toda convención social, trocóse en 
Feuillet en unción, deseo de corregir vicios demasiado 
extendidos, respeto profundo á cierta especie de moral 



Estudios y Conferet 



'■y 



Ir 
las I 
has 



al orden establecido en la sociedad. La Crisis, el 

labtlh Blanco y demás escenas dramáticas eran casi 

literariamente como los proverbios de Mus- 

!t, y no tenian el sabor libertino que amargaba la 

.piracion del autor de Rolla y de los Caprichos de 

Mariana. 

Descubierta la veta y probada su riqueza, cavó 
Feuillet más y más la mina que habia empezado á ex- 
plotar ; y dando vuelo á sus facultades compuso, años 
después, el Jáitn Pobre y la Historia de Sibila, novelas 
.morales cuyo éxito de venta fué tan grande que iban 
señoras en lujosos carruajes á comprarlas por doce- 
á la librería de Miguel Lévy. El partido legiti- 
ta del derecho divino perdonó en nombre de la 
común secta religiosa e! bonapartismo reconocido del 
autor de esos libros perfumados con incienso y mirra. 
Fué una moda, y como tal, por consiguiente, pasajera. 
El primero que de ella se olvidó fué el mismo propa- 
gandista. 

Pasó en seguida Feuillet del noble y pulido Já%ien 
Pobre al formidable Monsieur de Camors ; de Sibila á 
la Esfinge, la cual ya en muy poco recuerda la mucha- 
cha sentimental y catequizadora que tanto impacien- 
taba á Jorge Sand, por la impertinencia de su celo 
religioso en favor del catolicismo. 

¿ Fué inconsecuencia francesa, ó resultado lógico 
jdel arte este cambio tan profundo ? No vacilamos en 



124 



Enrique Piñeyri 



responder con e! segundo extremo. Feuillet es o 
lista ; cuanto ha hecho, bueno o mediano, está siempre 
elegantemente escrito. 

Hay en su estilo una delicadeza exquisita, gana en 
pureza sobre Alfredo de Musset lo que le falta en ge- 
nuina poesía y sincero sentimiento. El cambio de 
ruta que impuso á su talento nos hace el efecto de ha- 
ber ¿do más bien inconsciente que premeditado. Ana- 
lizando'la pasión, acabó poco á poco por convencerse 
de q'ire'eja bien digna de ser estudiada por sí sola, sin 
preocupaciones ajenas á su esencia, y sin buscar más 
galardón que ei muy apreciable que ofrece por si 
misma la verdad, á cuantos la buscan con cabal since- 
ridad, en cualquiera de los diversos ramos de la activi- 
dad humana. 

Un drama ha escrito Feuillet, que nos parece el 
fruto más jugoso de su talento hasta ahora, impreso 
como sucesión de escenas antes de hacerlo representar, 
y que en el teatro causó mayor efecto aún del que ha- 
bía producido en la lectura. Se titula Ddlila, y es 
como la transición entre los dos períodos de su carrera 
de que hemos hablado. La lección moral que envuelve 
es excelente, exacta al mismo tiempo que artística^ 
muy bien desarrollada ; no aparece como fría máxima 
final proferida al concluir la pieza por uno de los per- 
sonajes, sino que surge por si misma en cuadros com- 
pletos y poéticos, centuplicando su efecto ¡ 



Estudios y Confer 



J^S 



s y ]a mente del lector ó el espectador. Por fortuna 
a religión no tiene nada que hacL-r en este caso, y el 
pudo proceder libremente conforme á su inspira- 



Todo lo que habia de nuevo en las obras de Fcui- 
Itet desde !a primera obra y á que debió su éxito, está 
lero libre de la estrechez de miras que caracteriza 
jl su Sibila, por ejemplo. La tendencia moral es tnuy 
(na.rcada, pero no impuesta, simplemente indicada, y 
al espectador deducirla si quiere, ó dejaría en du- 
|Ka, aceptándola como un problema bien planteado que 
S^uede tener más de una solución. 

El carácter del argumento va envuelto en el titulo. 
Vdlila no es el nombre de un personaje, es una nueva 
Brersion del mito bíblico de Sansón, de la alegoría 
■friega de Hércules y Onfala, de Ulises y Circe, de 
esas mujeres de quienes dice el Eclesiastes, que son más 
amargas que la muerte, cuyo corazón es un dardo y 
cadenas sus manos. El vencido en esta ocasión no es 
un atleta muscular, es un poeta y músico de genio, 
cuya primera obra obtiene un triunfo en el teatro de 
San Carlos de Ñapóles. Pero el pobre joven está áeí-'- . 
tikado á esterilizarse muy pronto, según su protector y 
amigo, un noble opulento y melómano á quien debe . 
todo, y que sabe con horror que Andrés está locamente 
enamorado de la hija de su maestro de contrapunto. 
Psta hija, Marta, es una alemana rubia, ideal, de ojos 



120 Enriquí Piñeyra 

azules, una Mignon septentrional que bajo d c 
Ñapóles sueña en su patria sin cesar, como soflabKCon 
la Italia la verdadera Mignon de Goethe, 

Una Princesa napolitana, morena, de mirar de fue- 
go, de voluntad de hierro y destituida de todo corazón, 
lanza entusiasmada desde su palco, en la noche de la 
represen tat ion de la ópera, su bouquei y su panudo. 
Andrés cede á la tentación, y va aquella misma noche 
á casa de la princesa á devolverle la prenda que en su 
delirio dejó caer sobre la escena, y Carnioli (éste es el 
nombre del protector) espera con delicia que la in- 
ñuencia de esa gran señora y esa gran coqueta libre a! 
artista del matrimonio con la rubia Marta, porque el 
matrimonio (dice) « es el innoble apagador de todo ta- 
lento. » 

Andrés cae victima de la seducción, y olvida á la 
dulce y apacible Marta. ¿ Mas qué podia ofrecerle esa 
Circe traidora? Cuando vuelve Carnioli de un la^ 
viaje, encuentra que su protegido no ha escrito nada, 
que la inspiración le falta, que vive en un martirio 
horroroso, que ama á Leonor, que tiene celos y que 
ésta, fatigada muy pronto de él, lo engaña sin piedad 
Andrés, convencido al fin de la traición de la princesa, 
va á apostarse en el camino de Gaeta para sorprenderla 
cuando pase con su nuevo amante ; pero antes atre- 
viesa la escena la silla de posta en que Sertorio, su 
viejo maestro, lleva e! cadáver de su hija á enterrario 



Estudios y Con/e 



127 



■x Alemania al lado del de su madre. Marta ha muerto 
ie amor, y Andrés espira allí mismo de vergüenza, de 
a, de remordimiento. 

¿ La felicidad del matrimonio, la tranquilidad mo- 
lótona del hogar doméstico, hubieran salvado á ese 
K)eta de alma vacilante y talento sublime? Quién 
El autor no lo dice, Ío deja quizás entender ; 
1 espectador puede deducir lo que mejor le parezca. 
Calila triunfa, marchita con su aliento ponzoñoso 
Unor, talento, amistad, virtud. La victima muere 
3jnsumida por la serpiente, Pero ese cadáver, y ese 
Wbre viejo á quien la pérdida de la hija vuelve loco, 
jue pasan fúnebremente en la última escena, forman 
n cuadro lleno de vigor y poesía, y del efecto más pa- 
itíco. 

En esta obra probó Feuitlet por primera vez que 
ibia hacer hablar á la pasión en su forma más terri- 
(le, y que merecia algo más que el nombre de Afusset 
áe ¡as familias, que irónicamente le aplicaban. Man- 
sieur de Camors fué más lejos, y aunque termina dando 
el triunfo á la moral, el ñn resulta ser lo más pálido 
le toda la obra. La Esfinge es sólo un estudio de 
iion, inferior á Ddlila en la ejecución y en el vigor 
te la idea. 

El poeta, sin embargo, no ha concluido su carrera, 
y merece que se siga con atención su desenvolvimiento 
ulterior. Hasta ahora ha titubeado mucho para mere- 



Ki 
1 



Í28 



Enrique Pi>ie\ri 



cer el dictado de artista completo ; pero la madurez 
de sus facultades producirá quizás otras obras de! gé- 
nero de Ddlila, aunque más completas y ; 
mente construidas. 



STENDHAL 



Si Rossini no se hubiese dedicado á la músicli 
cual en realidad equivale á decir si no hubiese í 
italiano, — y en su lugar hubiese cultivado la litM 
y escrito novelas ; y recíprocamente, si el escritor fran- 
cés que se firmaba con el seudónimo de Stendhal y se 
llamaba Enrique Beyle, hubiese sido un compositor de 
música en vez de critico y novelista, — se nos figura 
que el primero hubiera compuesto novelas en italiano 
muy parecidas á la Cartuja de Farma, y el segundo 
óperas por el estilo del Barbero y el Guillermo Tdl. 

Ello parece una paradoja, y es no obstante una 
comparación inevitable al tratar del autor, cuyo nom- 
bre encabeza estas líneas. Muchas son las circunstan- 
cias que hacen pensar en el músico insigne, al traUl 
del eminente novelista. Física y moralmente se ase- 
mejaban de un modo notable. Corpulentos, epicúreos, 
burlones, sin convicciones en la mayor parle de la& 
cosas en que los demás hombres suelen tenerlas, y en 
política principalmente, escribieron ambos sus obras 



Estudios y Conferencias 



i2g 



ledeciendo á inspiraciones propias, desdeñando las 
lodas y aficiones dominantes del dia, sin dar mucha 
portancia al aplauso popular, y más seguros desde 
print-ipio de! mérito de sus producciones, de lo que 
recia estarlo el piiblico á que iban dedicadas. Ar- 
istas verdaderos, en toda la fuerza y extensión de la 
alabra, el uno se reia á carcajadas en medio de los 
bidos con que era acogido el Barbero de Sevilla en la 
oche de su primera representación, declarando que 
ida vez le parecía por eso mismo mejor su composi- 
ion ; asi como el otro ponia por delante de sus obras 
> se lisonjeaba de hallar mds de una media do- 
«na de personas que lo comprendiesen, y concluía su 
elicíosa Cartuja de Parma con este lema ó sobres- 
rilo : To the happy few; es decir, dirigida á los con- 
nos individuos capaces de apreciar la delicadeza 
perfección de esta novela. 

Ambos desdeñaban un poco la opinión vulgar, y lo 
Tectaban otro poco. Stendhal se divertía en usar dí- 
ersos seudónimos para firmar sus escritos ; en disfra- 
ese, reirse de antemano de su lector, y publicó uno 
sus libros con esta firma ; « Por Luis- Alejandro- 
tsar Bombet, i uniendo al apellido más plebeyo los 
ombres más retumbantes y clásicos de la historia ; asf 
orno Rossini dio á luz, poco antes de morir, su Pe- 
Misa Solemne con esta añadidura : « Por Joa- 
uin Rossini, pianista de tercer orden, » 



zjo 



Enrique Piñeyn 



Los años han pasado sobre el Barbero j 
Uermo Tell, confirmando más y más en cada uno la 
superioridad de esas obras maestras, que son hasta 
ahora (mientras Wagner no consiga demostrarnos e! 
mérito trascendental de su laboriosa rapsodia) la ex- 
presión del punto culminante á que ha llegado la mú- 
sica dramática. Los años también han transcurrido 
sobre las producciones de Stendhal, y sus tres grandes 
libros sobre El Amor, la Cartuja de Parma y jEl Rojo 
y el Isíegro, son hoy considerados por la moderna es- 
cuela crítica, á cuya cabeza se encuentra Taine, como 
el estudio más penetrante y completo que ofrece la 
literatura francesa. 

Es iniltil seguir más lejos el paralelo, y sólo nos 
queda un rasgo que indicar. Stendhal amaba la mú- 
sica con pasión. La ópera italiana, á su juicio, era el 
resumen brillante de la civilización moderna, su mii 
alta expresión. « Andaría á pié muchísimas leguas por 
ir á oir el Don Juan ó el Matrimonio secreto,t dijo una 
vez. Los Estados Unidos de Norte-América eran 
para él país de salvajes, porque no podían soste- 
ner un teatro de ópera, y sentía por el contrario motivo 
cierto respeto hacia los rusos, protectores decididos 
desde hace mucho de ese espectáculo. Compuso ó 
arregló una vida de Rossini, por cuyas obras profesaba 
la más viva admiración, y antes habia publicado en nn 
tomo las biografías de Haydn, Mozart y Metastasio. 



Estudios y Con/e 



ijf 



Esta añcioD ayudó mucho á hacer de él un verdadero 
jitaliano, como Rossini se hizo un verdadero francés 

en la segunda mitad de su vida. Este vivió siempre 
en Paris, y aquel casi constantemente en Italia. Ros- 
scribió su obra maestra, Guillermo Tell, sobre 
palabras francesas y para la Opera de Paris. La obra 
capital de Stendhal, la Cartuja de Parma, es una pin- 
tura maravillosa de la Italia á principios de! siglo 
actual. 

Sin querer hemos vuelto á reunir ambos nombres 
en nuestras consideraciones ; pero dejamos definitiva- 
■mente esta vez el paralelo. 

Stendhal murió en 1841, á los cincuenta y nueve 
:años de edad, de una apoplejía fulminante, en Paris, 
¡durante una de las licencias que de tiempo en tiempo 
solicitaba para visitar ¿ sus amigos. Pero vivió el 
Ultimo tercio de su vida en Italia desempeñando el 
consulado francés de Civita-Vecchia. Bajo Napoleón 
'é\ Grande, sirvió en el ejército primero, y en la admi- 
nistración militar después, viajando asi por toda la 
Europa con las columnas conquistadoras del Gran 
Capitán, La Restauración fué para él un periodo de 
estudios y de vida exclusivamente literaria. El régimen 
.ugurado en 1830 le permitió realizar su sueño de 
ir en Italia y gozar de una renta lija ; pero guardó 

iempre viva simpatía por la memoria de Napoleón ; 

in que pueda decirse que perteneciera ni á este ni á 



133 



Enrique fiñcxn 



ningún otro partido, pues entre sus opiniones más 
arraigadas sobresalia el considerar como nn.a.duperit 
todas las luchas y cuestiones políticas. 

Cuando murió, sus obras no habiao obtenido aún 
e! aprecio que merecian, y de que hoy ya sin duda go- 
zan. Se le estudia en estos momentos, lo mismo dentro 
que fuera de Francia, como un artista modelo en su 
género, como uno de los grandes maestros de ia novela 
moderna. Mientras vivió, pasaba por un hombre muy 
agudo y sagaz, crítico independiente y escritor de se- 
gundo orden. Sin embargo, Balzac en el apogeo de su 
gloria dedicó á la Cartuja de Parma un largo articulo 
en que la analizaba detenidamente,' y la declaraba una 
obra eminente y de primer orden. El juicio de Balzac 
pareció entonces una paradoja ; la posteridad lo ha 
confirmado hoy casi punto por punto. 

Balzac y Stendhal cultivaron e! mismo género de 
composiciones, y la superioridad de las obras del pri- 
mero, consideradas en conjunto, es evidente, indispu- 
table. Aparte de la fecundidad, mérito muy relativo 
y de superficial importancia, tiene Jíalzac sobre Beyle 
una inmensa ventaja, la primera de todas las cuali- 
dades que constituyen al artista, la fuerza creadora. 
Eí autor de Eugenia Grandel y el Padre Goriot estuvo 
dotado de esa facultad sublime en grado tan alto que 
puede comparársele, sin cometer herejía, con Shak- 
speare, después de Dios el que lia creado más seres 



Estuiiios y Confírettcias ijj 

y más cosas en el mundo, como dijo no recordamos 



Stendhal sobresale en el análisis minucioso y dete- 
nido de tos moviniienlos del alma humana. Nadie ha 
dirigido mirada más honda y penetrante para descu- 
r los móviles de las pasiones. Su libro sobre el 
•¡Amor es un maravilloso estudio de ese sentimiento en 
todas sus foTusas y grados, con la imparcialidad grave 
f severa de un habilísimo fisiólogo. No conocemos 
ningún otro libro que en igual espacio reúna mayor 
numero de finas, perspicaces observaciones. 

Nada sin embargo menos parecido entre sí que el 
Estilo de Beyle y el de Balzac. líeyle afectaba una 
sencillez científica en su manera de escribir, sin con- 
ceder nada á la mania declamatoria de su época. 
1 él mismo, aunque quizás con alguna exagera- 
ción, que leía todas las mañanas, antes de tomar la 
pluma, veinte ó treinta artículos del código Napoleón, 
n objeto de templar su estilo y saber huir de toda 
labra ó frase inútil para expresar la idea. La forma 
»)ncisa, necesariamente seca de los artículos de un 
Código de Leyes, es lo que más dista del cúmulo de 
circunlocuciones sutiles, del sinnúmero de facetas 
Inenudas y brillantes, de la blandura excesiva y la on- 
deante marcha del estilo de Balzac, que á veces dege- 
nera en asiático, en bizantino, en policromático como 
hoy se dice y se usa en pintura y arquitectura. Beyle 



134 



En fique Piñryro 



era purista en su lenguaje, y al admirar á Balzac dci 
ploraba los sacriñcios constantes que éste hacia al 
gusto chocarrero de la bourgeoisie. Pero sin esto {pre- 
guntaba Bey le) comprarian acaso su novelas ? El 
hecho es que no compraban las suyas. 

De lo expuesto fácilmente se deduce que no hay 
en los libros de Stendhal páginas brillantes que entre- 
sacar ó señalar como ejemplos de su estilo ó su talento 
creador. Al revés de la mayor parte de los novelistas 
franceses, es muy poco dramático ; pero también se 
distingue de los ingleses en no tener absolutamente 
nada de dogmático. Es un médico del alma, que 
describe las pasiones como verdaderas enfermedades, 
prestando más vivo interés y cuidado al orden de su 
desarrollo que al método de su curación. Sin embargo, 
colocándonos bajo un punto de vista exclusivamente 
artístico, pocos cuadros conocemos en la literatura 
moderna más notables, más nuevos y completos que la 
descripción de la batalla de Waterloo, que contienen 
los primeros capítulos de La Cartuja de Parma. El 
protagonista no toma parte en el combate, no lucha 
vanamente como otros por descubrir las peripecias de 
la jornada al través de la humareda espesa y el ruido 
ensordecedor de la batalla. En vez de penetrar en 
ella, se queda en las afueras por decirlo asi, y las di- 
versas fases del encuentro de los titanes se presentan 
una tras otra y por sí mismas ante el espectador, des- 



í 



Estudios y Coiíjereiuias ijs 



nudas de pompas inútiles. Es de un efecto sorpren- 

Además de los libros citados, escribió Stendhal 
admirables apuntes de viaje por el interior de Francia 
y por la ciudad de Roma, y una muy curiosa y origi- 
nal Historia de la Pintura italiana. Fué un critico de 
arte muy sagaz, y tiene el honor de haber compren- 
dido y demostrado la superioridad de Canova y de 
Rossini desde los primeros pasos de su carrera. 

Se añiió muy temprano en la escuela romántica 
durante la Restauración, publicó un interesante para- 
lelo entre Racine y Shakspeare, y ninguno le aven- 
tajó en la novedad y solidez de sus argumentos contra 
el exagerado aprecio en que eran tenidos los escritores 
de la época de Luis XIV. Llamaba al alejandrino de 
las tragedias de Corneille y Racine,* tapa- tonterías, » 
y se burló con mucha gracia de ios preceptos de retó- 
rica y las tradiciones estrechas que todavía entonces 
aprisionaban la literatura. 

Sus estudios sobre el amor-pasion arraigaron más y 
más en él la afición á todo lo italiano, y pensaba que 
el carácter de ese pueblo, destituido, al revés del de 
los franceses, de toda vanidad, era el único en que ese 
sentimiento podia libremente fructificar. En prueba 
de ello publicó sus Historietas Romanas. 

Como el amor, y sus afines el odio, la venganza, 
etc., son y han sido siempre el tema principal del no- 



'Jü 



Enrique Ptñev 



velista. no puede decirse que redujese demasiado 
Beyle la esfera de su actividad a! encerrarse en ese 
solo asunto. Sirvió esto más bien para acrecer la in- 
tensidad de su mirada observadora ; y puede decirse 
sin exageración que es el verdadero naturalista lite- 
rario de nuestros días. 



III 



GEORGE SAND 



Es curiosa coincidencia que haya visto : 
siglo florecer, en tres países diferentes y en una n 
provincia literaria, tres mujeres distinguidas : J<3 
Sand, Jorge Eüiot y Fernán Caballero. Dirfase X 
la época, que ha empezado á ver, y verá ac: 
mada antes de cerrarse, la emancipación politice 
social de la mujer, quiso dar ejemplo irrefi 
todo el alcance intelectual de que es capaz el S 
hasta entonces llamado débil. 

Las tres tienen mucho de común ; la diferci 
principal que las separa es sólo el grado de su i 
de su talento ; pero guardando en ello perfecta 1 
cion con el adelanto artístico de los países á que 1 
tenecen : la escritora francesa, inmensamente supí 
á las otras dos, y la inglesa marcadamente supen 
la española. Al rededor de cada uno de estos a 
refulgentes, se agruparon estrellas de variada m3|| 



Estudios y Conft 



^37 



ilud, formando brillantes constelaciones : Delñna Gay. 
la Desbordes-Valmore y varias otras en tomo de Jorge 
Sand; Mrs. Browning, Carlota Bronté, Mrs. Braddon 
I mundo de luceros menores en tomo de Jorge 
EUiot ; la Avellaneda y la Coronado en tomo de Fer- 
in Caballero. 

La más notable de todas acaba de morir (8 de Junio 
de 1S76) en Nohant, su residencia habitual, y deja un 
gran vacío en la literatura francesa contemporánea. 
iLa autora de Lelia, Consuelo, El Marques de Vitlamar 
r Qosima ha dejado de existir ; su carrera puede ya 
considerada en conjunto, y señalado ¡tu puesto 
definitivo en la historia literaria. 

Fué una gran mujer y iina grande artista. Escri- 
bió su primer libro á los veinte y ocho años de edad, 
Indiana, y hasta ayer, que estaba próxima á cumplir 
setenta y dos años de edad, aparecía su ultima novela 
en las páginas de la Re^'iie des Deux Mondei. lin el 
intermedio publicó cerca de cien volúmenes. 

Es muy difícil escribir brevemente la biografía de 
ijna mujer ¡ la tarea es hasta enojosa cuando, como en 
el presente caso nos sucede, se siente vivísimo y pro- 
fundo respeto por la dama ilustre, cuya vida se trata 
s resumir en unos cuantos párrafos. El carácter fe- 
menino, en sus relaciones intimas y privadas sobre 
Jodo, se compone de una serie de medias tintas, de 
Warices delicados, que requieren mucho espacio para 



jjS Enriquí Piñeyí'o 

ser adecuadamente estudiados y analizados. 

la simple realidad tiene en si algo de nido, de brutal, 

que parece una injuria, aun en los episodios en que se 

quema hacer constar un elogio, ó por lo menos una 

defensa. 

No relataremos por tanto la vida de Jorge Sand, 
sus infortunios domésticos, ni sus borrascas en el océa- 
no artístico de París. Sin embargo, no es posible 
estudiar sus obras literarias sin seguir paso á paso su- 
cesos de que guardan fielmente el reflejo. Su apasio- 
nado temperamento y las debilidades de su caráctei 
han servido á muchos de pretesto para fabricar un so- 
fisma, que hemos visto circular por muchas partes con 
falsos visos de argumento. Hase visto en ello una 
prueba nueva de lo poco propias que son las mujeres 
para gobernarse por si solas ; y de cdmo las que debie- 
ran ser más fuertes, aquellas que la alteza de sus facul- 
tades parecía elevar sobre los defectos habituales del 
sexo, sobre el desfallecimiento inevitable de la debi- 
lidad física, rompen violentamente las barreras que 
deslindan y mantienen dentro de su esfera propia á la 
sociedad. Señálase en cada una de sus obras la in- 
ñuencia de un hombre, y en cada desviación esencial 
la fecha de una amistad nuevamente contraída. De 
esa manera responde Alfredo de Musset de la exalta- 
ción poética de Lelia^ y de las atrevidas teorías de 
Jacquts ; Míchel (de Eourges), del republic 



I 



Estudies y Cún/ereiieias /jip 

ICO de tá! de sus novelas ; Federico Chopin, La- 
mennaia, Fierre Lcroux, de otras de las más caracte- 
rísticas de sus producciones. 

Aún concediendo la verdad de esas observaciones, 
la consecuencia carece de lodo valor. El mismo razo- 
namiento puede aplicarse, con idéntico resultado, A las 
obras de los hombres. Sin Beatriz no hubiera escrito 
Dante la Divina Comedia. E! más desapasionado de 
los grandes artistas, el ser más dueño de sf mismo que 
ha existido jamás, Goethe, ha inmortalizado en las más 
importantes de sus producciones los episodios amoro- 
sos de su vida, Werther y las Afinidades Electivas, 
por ejemplo, se deben á la influencia de dos mujeres 
diferentes. «Gretchen » es el retrato imperecedero de 
uno de los amores del gran poeta. Y as! sucesiva- 
mente pudiéramos llenar una larga lista. No es, pues, 
femenina, sino simplemente humana, esa circunstancia 
que se quiere deducir de los escritos de Jorge Sand 
para fabricar una teoría inexacta. Sucedió á ella, en 
eso, lo que á todos sucede en e! mismo caso; y más 
bien que ser en sus producciones un motivo de infe- 
rioridad, infundió madurez en su talento y variedad 
en su imaginación. No olvidemos agregar que ha es- 



crito sus mejores libros en los ültiraos ve 


nte y cinco 


años. 




Hay empero un suceso de la vida de 


Jorge ■'5and 


que pertenece á la historia literaria : si 


s relaciones 



140 Enrique Piiieyro 

con Alfredo de Musset, la pasión inmortal que íuép 
ambos cantada, descrita, llorada y maldecida con tanta 
brillantez, y que, como dijo Sainte-Beuve, ha entrado 
ya en la poesia del siglo. Jorge Sand sólo escribid 
dos veces sobre ese asunto, argumento de su célebre 
novela, Elle el Lui, y en ésta apenas hace otra cosa 
que presentar indirectamente una tímida defensa de 
su conducta, que parece mucho más timida cuando se 
recuerdan las furiosas invectivas de la loache de Oc- 
tubre. Si algiin dia se publica una historia verídica de 
esa pasión, si llegan á salir á luz los documentos au- 
ténticos, las cartas de ambos personajes, no nos extra- 
ñaría que fuese Jorge Sand la más acreedora á las sim- 
patías del público, 

Jorge Sand no ha escrito casi más que novelas ; ha 
sobresalido en el género, y es tal vez, después de Bal- 
zac, el nombre más ilustre en el catálogo nutridísimo 
de escritores franceses de novelas. Pero se ha distin- 
guido entre todos por las tendencias filosóficas de la 
mayor parte de sus escritos, por el ardor, el entusias- 
mo, el vigor con que ha hecho servir creaciones fan- 
tásticas á la defensa ó exposición de teorías y sistemas 
trascendentales. De aquí literariamente proviene su 
principal defecto. Sus personajes adquieren á veces 
un aspecto extra-humano, pierden en el desarrollo de 
sus argumentos la individualidad artística, ia vida pro- 
pia, para recibir un carácter abstracto, sistem 



Estudios y Conferencias 141 

que hace decaer de un modo muy marcado el interés. 
Esta reñexion se aplica á la más meditadas, á las más 
ambiciosas de sus creaciones. En cambio, algunas de 
sus novelas cortas, de sus cuentos. campestres, son mo- 
delos en su especie. 

La forma ha sido el gran mérito de Jorge Sand ; 
su estilo límpido, transparente, elevado, elocuentísi- 
mo ; su paleta riquísima, que le ha dado colores infi- 
nitos para describir la naturaleza como ningún otro lo 
ha hecho mejor ; la seguridad de su pincel que ha 
mezclado las sombras y la luz con tal habilidad, que 
reproducen sus descripciones con precisión prodigiosa 
los más difíciles y complicados efectos. Bajo este pun- 
to de vista su puesto es entre los primeros, en la cús- 
pide del arte literario de la Francia moderna. 

I Durarán mucho tiempo sus producciones, gozando 
de ia misma popularidad que obtuvieron durante su 
vida ? ¿Se leerán dentro de cincuenta años ? Preten- 
sión grande seria de nuestra parte formular una res- 
puesta. Pero nos atrevemos á sospechar que le sucederá 
lo que ahora acontece al que puede llamarse su maes- 
tro, su modelo, Juan Jacobo Rousseau. No hay quien 
desconozca ese nombre, quien no tenga una idea más ó 
menos aproximada de su mérito. Sin embargo, ape- 
nas es ya leido por la masa del público, y sólo los lite- 
ratos de profesión saborean la exquisita belleza de su 
estilo. La mujer que falleció el otro dia fué pro- 



142 Enrique Piñeyro 

bablemente el más notable de los diséípulos de 
Rousseau. 

New York, i8j6. 



EL SENADO ROMANO 



Historia del Senado Romano. Por D. JosE FRANCISCO DlAZ. 
Un volumen, xliii-359. Barcelona : 1867 



I 

El autor de esta obra es un distinguido jurisconsul- 
to, que, después de haber ejercido por muchos años 
entre nosotros la profesión de abogado, descansa hoy 
de sus fatigas cultivando en el gabinete la hermosa 
ciencia, cuya práctica ha sido la cotidiana ocupación 
de la mayor parte de su vida. 

La obra es un trabajo de conciencia y de mérito, 
que, bajo el punto de vista del autor, agota completa- 
mente la materia, y revela en todas sus partes estudios 
constantes, detenidos y escrupulosos. Una historia 
del Senado de Roma, de la más ilustre y más impo- 
nente de todas las asambleas que han formado los 
homljres y dirigido las cosas de la tierra, es la historia 
de Roma ; y la historia de la legislación y la política 



144 



Enrique Piíievri 



de ese gran pueblo ha de inspirar siempre, al ñlósoí 
al jurisconsulto, un interés vivísimo y profundo. Com- 
prendemos perfectamente que un abogado que haya 
empezado, (como á todos nos ha sucedido), sus estu- 
dios de jurisprudencia por el derecho romano, quiera 
concluir condensando en una obra última los estudios, 
que durante toda su carrera haya hecho para ampliar, 
con tesoros de erudición, lo que fué el primer objeto 
de su juvenil curiosidad. — Esto nos figuramos que ha 
sucedido al Sr. D. José Francisco Diaz ; y por esto 
desde que por primera vez supimos que empezaba á 
circular entre nosotros la presente Historia del Senado 
Romano, buscamos un ejemplar que recorrimos coo 
verdadero interés, interés tanto mayor cuanto que ha- 
bla en él una parte no pequeña de satisfacción, al ha- 
llar esta ocasión (rara en nuestro pais) de estudiar y 
juzgar una obra sólida y extensa, escrita por un cubano. 



Por desgracia, desde los primeros renglones de la 
Introducción, tuvimos por fuerza que reconocer que el 
autor y nosotros considerábamos ¡a historia romana 
bajo un punto de vista enteramente diverso; y la diver- 
gencia era tan honda y fundamental, que nos habia de 
mantener separados durante todo el curso de la obra. 

Sallamos por encima de un adjetivo de muy dudo- 



Esiudiüs t Cfim/irr^mMi I4§ 

sa exactitud que hallamos en fk pjTmer ren^kn. — el 
imperio suar^ fundado por Augiisio. ^pe reafanenie no 
sabemos qué quiera decir en boca de un hisu/riador ; 
— pero al comenzar el segundo párrafo j Itcr estas pa- 
labras del Sr. Diaz, — t §iguiwios Julmunii la z^rsúm fu- 

róica, y desechamos el sistema wuMlernú^ >— no nos 

pudo quedar duda alguna de la inmensa distancia que 
separa el modo, como él comprende, y comprendemos 
nosotros, la historia en general, y la romana en parti- 
cular. 

La historia es un arte y una ciencia. Como arte 
acepta todas las formas y se amolda fácilmente al ta- 
lento y cualidades del artista que lo cultiva ; como 
ciencia, y ciencia muy moderna, tiene sus principios 
invariables, sus leyes perfectas y definidas, que no se 
pueden indiferentemente seguir ó desechar. La histo- 
ria romana, en especial, ha recibido, desde el siglo pa- 
sado hasta nuestros dias, la transformación más com- 
pleta y más profunda ; no hay para comprenderla un 
sistema antiguo y otro moderno, como no lo hay tam- 
poco en ninguna ciencia exacta. Cuando se estudia la 
astronomía, por ejemplo, nadie está autorizado á seguir 
un sistema antiguo y desechar otro moderno ; no hay 
semejante distinción; no existen en todo caso más que 
los errores de Tolomeo y las verdades de Copérnico. 
Lo mismo acontece en la historia romana ; no hay di- 
ferencia de sistemas, no existen más que los errores 
7 



T46 



Enrique Piñeyn 



de Tito l.ivio y las verdades exageradas por NLebuhi 
y ya mejor fijadas por sus sucesores. 

El caso nos pareció desde luego tan curioso y tan 
.extraño que, antes de entrar en el fondo de la cues- 
tión, es decir, antes de empt-zar á transcribir las razones 
en virtud de las cuales se decide el autor á adoptar el 
temperamento que propone, y exponer las otras que 
en nuestro concepto debieron decidirlo á seguir un 
camino enteramente contrario, hemos querido damos 
cuenta de las circunstancias especiales que primitiva- 
mente lo impulsaron por la senda señalada. 

El Sr. Diaz (según lo da á entender D. A. Bachi- 
ller y Morales, en un articulo de la Rei'ista de Jim!- 
prudencia) estudió el derecho romano hace unos treinta 
años, poco más ó menos. La renovación de la historia 
romana, que entrevio Vico y completó Niebuhr, no 
empezó á pasar á los libros franceses, y por tanto á los 
del mundo entero, hasta una época que sólo dista de 
la presente unos treinta años aproximadamente. Orto- 
lan y Michelet fueron los primeros de esta última serie; 
y hoy, muy pocos años antes de este momento en que 
escribimos, es cuando esa renovación ha pasado á ser 
una verdad reconocida, elemental, é indispensable en 
los libros de texto, para todo profesor y todo alumno 
que, al estudiar la historia romana, quiera estudiar la 
realidad, y no la mentira. Cuando el Sr. Diaz cursaba 
el derecho romano, y muchos año.s después, no h 




EstuJiat T C^nffrendat 14J 

D nuestra UnivcTstdad y en nuestras academias más 

1 de la época primitiva de Roma, de la historia 

i cinco primeros siglos, que la versión heroica. 

I esto es, la de Tilo Livio ; sobre ésla se fundan Heine* 

cío y todos los escritores latinos, franceses ó españoles, 

^anteriores á Ortolan. Cuando el Sr. Diaz, pues, sintió 

^■fespertarse en su alma la añcion á la historia romana, 

^Bnando concibió por primera vez la idea de la obra 

^^que hoy ha publicado, cuando comenzó, en fin. sus 

estudios profundos de erudito para llevarla después á 

cabo, — la renovación de la hisloria romana no era aiín 

un hecho universal, incuesrionable, popular, por decirlo 

asi. Hoy ya lo es sin duda alguna ; lo es desde hace 

algunos años ; y nos figuramos que cuando, ya muy 

adelantados sus estudios, consagró por primera vez 

detenidamente su atención á este proceso, cuyas partes 

eran Tito I.ivio por ¡a una y Niebuhr por la otra, 

pasaria su espíritu por una angustia verdaderamente 

f^crírica. 

^L Debe ser un momento desconsolador y terrible para 

^B| hombre de estudio aquél en que ve irremediable- 

^"teente derrumbarse el edificio de sus creencias, á tanta 

costa muchas veces levantado ; verdadera crisis que 

sacude violentemente el espíritu, y en la cual sucum- 

n frecuencia muchos espíritus nobles y sinceros. 

fen algunos ese combate, que se dan en el alma el pa- 

Bdo y el porvenir, deja huellas indelebles, y cediendo 



I4S 



Enriquf Piñey 



el campo á la innovación triunfanti.-, guardan por toda 
la vida profundas cicatrices. 

Jouffroy, el más filósofo del grupo de escritores 
franceses pertenecientes i la escuela espiritualista y 
ecléctica, de que fué Cousin, más por su talento lite- 
rario que por otra cosa, el sumo pontífice, nos lia 
dejado grabada, en una página sublime, la historia de 
la crisis honda y destructora por que pasó su espíritu 
antes de consagrarse á la filosofía ; la historia del mo- 
mento, la noche de Diciembre en que se desgarró por 
completo el velo de su propia Í7uredtiUdad. En aquella 
noche horrible (él lo ha dicho) tuvo que separarse" de 
la majestad, la antigüedad, la autoridad de la religioo 
que le hablan enseñado, de toda su memoria, toda su 
imaginación y toda su alma. 

El caso del Sr. Díaz debió ser muy parecido. De- 
bió llegar un momento en que vio todas sus impresiones 
juveniles, todos sus estudios, es crupido sámente com- 
probados en Tito Livio, en Polibio, en Dionisio de 
Halicarnaso, en Cicerón y en tantos otros, destruidos 
sin piedad por la crítica moderna. La diferencia estu- 
vo en que el Sr. Diaz no se rindió: encontró en su 
espíritu suficiente resistencia para luchar contra los 
atrevidos innovadores, y se levantó de la crisis, más 
firme y más seguro en sus primitivas ideas. 

No nos ha dado la historia de esa crisis, pero las 
razones que tan poderosamente fortificaron su espíritu 



Estudios y Conferencias I4g 

fueron probablemente las mismas que condensa hoy 
en su introducción para justificar su partido ; y vamos 
brevemente á analizarlas. 



III 



La angustia moral que hemos supuesto en el autor 
ante los descubrimientos de Niebuhr y sus sucesores 
no es pura hipótesis de nuestra parte. Además de 
que, dadas las circunstancias, era verosímil su existen- 
cia, lo indica muy claramente desde el principio, al 
señalar como una de las razones que le asistieron para 
adoptar la tradición romana, el que esas versiones, 
fortaleciendo las lecciones entusiastas de la juventud^ nos 
permiten conservar en las sienes de Rómtilo la esplen- 
dente diadema de fundador de la Roma eterna con su 
consejo senatorial. Se ve, pues, que el entusiasmo de 
la juventud, las primeras impresiones, el cariño viví- 
simo que siempre conservamos por todo lo que nos 
recuerda el tiempo venturoso de nuestra adolescencia, 
cuentan, según confesión del mismo Sr. Diaz, entre 
las razones que lo guiaron en su trabajo. En nuestro 
concepto es ésta quizás la razón principal, y la única 
que, bajo el punto de vista del sentimiento, ya que no 
de la inteligencia, nos explica de un modo plausible la 
tenacidad desplegada por el autor, en mantener como 
verdadera una versión evidentemente fabulosa. 



'50 



Enrique Piñryro 



Fuera de esto, i qué ventajas encuentra en la ver- 
sión heroica, para admitirla ciegamente y desechar la 
otra sin apelación ? — Que es minos trunca, minos in- 
coherente; que presenta una serie eslabonada y completa 
de los sucesos, y (jue el no aceptarla equivale á fundarse 
en suposiciones arbitrarias y extravíos cengeturales. — 
í Será esto cierto ? < Acaso la historia romana, tal 
como corre de las fuentes llegadas hasta nosotros, pre- 
senta un carácter tan armónico y definido, que el 
apartarse de ellas sea entrar imprudentemente en el 
campo de las congeturas ? 

Es indudable que si todos los textos históricos que 
poseemos estuviesen de acuerdo en la narración de los 
sucesos, podría llamarse grande temeridad venirlos 
á desmentir con congeturas á veinte siglos de distaa- 
cia. Pero no es así ; y los mismos escritores romanos, 
cuya autoridad tanto se quiere estimar, dudan de esos 
orígenes y esos relatos, que el Sr. Diaz acepta como 
ciertos. Tito Livio {á quien en este punto ünicamente 
nos referiremos por no ser prolijos, y porque es el pri- 
mero y más importante de todos) declara que no sabe 
nada de cierto sobre la historia primitiva de Roma, y 
que los rarísimos monumentos que de esa época pu- 
dieron haberse conservado, fueron destruidos en el 
incendio de la ciudad, incensa urbe pleraque interiert. 
A cada instante tiene que confesar su ignorancia sobre 
multitud de sucesos, y reducirse á simples congeturas. 



F-sluiHos y Coti/i 



^5J 



Veamos además cuál es la strie eslabonada de esos 
[^sucesos primitivos, y empecemos por la pregunta más 
■ sencilla: — ¿En qué año fué Roma fundada?— La 
f'iopinion generalmente seguida es la de Varron, esto es, 
L la que fija el año 753 A. C. ; pero esta fecha no tiene 
L ninguD carácter de autenticidad ; por el contrario, Ca- 
l'ton, Polibio, Cicerón y Trogo Pompeyo sólo concuer- 
¡idan con Varron en citar una fecha posterior, como la 
iuya, ala primera Olimpiada de los griegos ; por lo 
f demás difieren todos entre si. Timeo sostiene que 
[ Roma se fundó treinta y ocho años antes de la prí- 

a Olimpiada, coincidiendo por lanío con la funda- 

L de Cartago. Ennio, en fin, va más lejos y supone 
I .que tuvo lugar esa fundación novecientos años antes 
l'de J. C. — -Es fácil calcular á cuántos estudios, á cuán- 
i dudas y á cuántas congeturas modernas no habrá 
l'dado lugar tan grande divergencia en los escritores 
r ¡latinos más autorizados. V no es esto sólo ; no hace- 
Pinos más que principiar. 

Una fecha es importante, y si es la fecha capital de 
I donde las otras deben derivarse, más todavía ; pero la 
I divergencia persiste en todo y por todo. Escójase un 
[ suceso cualquiera, el establecimiento de los comicios 
L por tribus, por ejemplo, que Michelet ha llamado el 
I suceso quizás más importante de la historia de Roma. 
nPues bien, el que quiera conocer á fondo est^ punto 
r histórico decisivo, y acuda á los escritores romanos. 



fj' 



Bnriqíif Piñeyr: 



enconirará que todos lo presentan de una manera com- 
pletamente diferente ; mas si en vez de esto, lo estudia 
en Mommsen, cuya obra es la ultima y más completa 
expresión de lo que sabe sobre Roma la crítica mo- 
derna, adquirirá la noción clara y verdaderamente 
histórica de ese acontecimiento. 

No acabariamos nunca si nos pusiésemos á extrac- 
tar de Niebuhr las infinitas contradicciones ó errores 
que señala y corrige en ios historiadores latinos. Tito 
Livio y Plutarco dicen que fueron bandoleros los 
primeros pobladores de Roma; y Dionisio de Halicar- 
naso por e! contrario que eran gentes honradas las 
que se agruparon en torno de Róniulo. Sobre la 
guerra de Porsena, que es el suceso en que concuerdan 
mejor, hay sin embargo graves diferencias. Tácito, 
Plinio y Dionisio convienen en la rendición de la 
ciudad y dun en un tratado vergonzoso impuesto por 
Porsena ; es sabido que Tito Livio afirma que el jefe 
etrusco levantó el sitio y se retiró lleno de admiración 
por la virtud romana. 

Esta es la verdad sobre esa versión latina de su 
propia historia. Y no podía menos de ser así. Antes 
de Catón el viejo, cuyos libros no conocemos, pero 
conocieron Tito Livio y los demás, no existió ningún 
historiador romano ; y Catón tenia diez y' siete años 
cuando se dio la batalla de Trasimeno, esto es, en 217 
A. C. ; más de quinientos años, por consiguente, des- 



Estudios y Con/e mutas ijj 

pues de la fundación de Roma, aparece el primer 
escritor que trata de los orígenes romanos. ¿Qué 
verdad histórica podia esperarse, cuando es notorío 
que no existían documentos de ningún género, y que 
la transformación habia sido tan grande, que nadie en 
Roma entendía ya la lengua de las rarísimas inscrip- 
ciones que se conservaban, y no lograban distinguir si 
una estatua que habia en el Foro era de Clelia ó de la 
hija de Valerio Publicóla ? 

Los primeros historiadores romanos fueron grie- 
gos ; escribieron de lejos y á modo de retóricos ; lo 
adulteraron todo, añadiendo la falsedad de su igno- 
rancia á la falsedad natural de las tradiciones, y el 
resultado es esa versión heroica á que alude el Sr. Diaz. 
Cuando vinieron después los escritores de talento y 
de espíritu crítico hasta cierto punto, como Polibio, se 
vieron obligados á echar á un lado los pocos historia- 
dores primitivos calificándolos de absurdos é inverosí- 
miles; ó declarándolos, como Cicerón, indignos de ser 
ya leídos, sic scripta sunt ut ne leganiur quidem. Pero 
como nada auténtico existía en cambio para sustituir- 
los, recurrieron todos á las mismas tradiciones menti- 
rosas, y las copiaron, advirtíendo su desconfianza como 
Tito Livío ; ó burlándose decididamente, como Cice- 
rón en muchos pasajes de sus obras. 



t 



IV 

Se dirá acaso que el Sr. Diaz, aunque no alude A 
nada de lo cjue hemos apuntado, es probable que lo 
sepa mejor que nosotros ; y que implícitamente lo ha 
condenado al decir que el sistema moiUrtio destruye sin 
reconstruir; — preqisamente á estas palabras del autor 
queríamos venir á parar, pues creemos que envuelven 
una acusación sin fundamento. 

Si el cargo se dirigiera exclusivamente á Beaufort, 
seria exacto. Este ilustre holandés publicó su famosa 
Disertación el año 1738, y en realidad no hizo más que 
destruir; pero con ta! habilidad y tal vigor que convir- 
tió en una verdadera é inmensa ruina el pomposo 
edificio con tanto talento elevado por Tilo Livio á la 
gloria de Roma. Beaufort no fué más que un precur- 
sor; "el mesfas fué Niebuhr, y á éste no es posible 
llamarlo sólo destructor, sin cometer la mayor de las 
injusticias. 

Niebuhr nació en Copenhague en 1776, pasó la 



mayor parte de su vida e 
nación representó después 
y murió en Bonn en 1831. 
de esa Alemania, que, comí 
nuestros dias, se complace i 
las dudas, y destruye para 



patria de Kant, cuya 
/arios años en Roma, 
un verdadero alemán, 
dicho un francés de 
n las hipótesis que en 
Niebuhr en- 



contró la historia 



echada al suelo por Beaufort, 



Estudios y Con/t 



'55 



\ por Leclerc, por Vico, y él mismo acabó de derribar 

I los errores que permanecian en pié ; pero con un la- 

I lento de escritor, de la misma raza que el áa Tito 

Livio, un genio incomparable de sagacidad y una 

erudición colosal, se ocupó en levantar sobre mejores 

I y más anchas basts el derrumbado edificio; y el restil- 

I tado fué esa gran Historia, que por desgracia sólo 

I' alcanza hasta la segunda guerra púnica, y que en cada 

ina encierra un descubrimiento. Casi todos ellos 

han pasado hoy al grado de axiomas incuesrionables, 

y están en los libros más elementales. 

La misión de Niebuhr no fué buscar contradiccio- 
nes ó vacíos en los textos róznanos, y demostrar lo 
fabuloso y convencional de t%3. eslabonada narración de 
los cinco primeros siglos de Roma. Esto no fué más 
que la primera y menor parte de su tarea. Su gloria 
imperecedera está, por ejemplo, en haber descubierto 
la clave de esa historia primitiva, en haber introducido 
en tanta confusión una fulgente claridad, en haber, en 
fin, señalado por primera vez las dos razas cuya oposi- 
ción constante es el fondo de la historia romana, los 
patricios y los plebeyos, dos naciones diversas dentro 
de una ciudad. En virtud de esta explicación, que 
sigue el critico alemán en su más mimjcioso desenvol- 
vimiento, aparecieron bajo una nueva faz, esta vez 
filosófica y definitiva, las grandes instituciones atribui- 
das á Servio Tulio, la guerra de los Samnitas y la 



,¡6 



Enrique Piñeyn 



guerra Social. Con este solo ejem]3lo tenemos si»! 
denle. Bástenos decir que es lo mismo en tudo lo 
demás. He aquí por qué nos sorprende que diga el 
Sr, Diaz que esta renovación hecha por la crítica mo- 
derna no sustituye certidumbre d la duda, niciaridad d 
la oscuridad. 

Dice también que no ha pasado todavía por el crisol 
del tiempo. Va hemos visto que un siglo antes de 
Niehuhr abrieron m agís t raímente el camino Vico y 
Beaufort. El primer volumen de la obra del gran 
crítico alemán apareció en 1811. El descubrimiento 
de la locomoción por vapor, que nos parece ya una 
antigüedad, es más moderno. 

¿ Qué quedaba por hacer después c!c Nicbuhr? — 
Completar sin duda alguna los detalles, en lo cual se ha 
avanzado extraordinariamente en nuestro siglo, merced 
á nuevos monumentos descubiertos y al inmenso vuelo 
que han tomado los estudios filológicos y epigráficos ; 
pero sobre lodo rebajar sus exageraciones, las figura- 
ciones algunas veces excesivas de su espléndida imagi- 
nación, y, librándonos de las discusiones minuciosas, 
trasportarnos por primera vez de un modo completo y 
ya del todo histórico, á esa Roma antigua tan nueva- 
mente descubierta. Esto es lo que ha hecho admira- 
blemente Teodoro Mommsen. Su historia romana 
apareció en 1854, y como antes dijimos, es la liltíma 
palabra en la cuestión. ¿ Tendrá, por tanto, 



Estudios y Conferencias ijj 

quien diga que no ha pasado todavía por el cñsol del 
tiempo ? 



El resultado forzoso é inevitable de esta divergen- 
cia fundamental entre el modo como considera la 
historia de Roma el Sr. D. José Francisco Diaz, y 
el modo como creemos nosotros que únicamente debe 
considerarse, es fácil de calcular. Tenemos que leer 
sin interés muchos de sus capítulos ; y reconociendo 
la erudición del autor y el indisputable mérito de sus 
estudios sólidos y escrupulosos, no podemos evitar el 
recorrer gran número de páginas de su libro con la 
misma indiferencia con que recorreríamos una novela, 
cuyos sucesos sabemos que no tienen más vida que la 
que les presta el talento del escritor que los finge. 

El primer capítulo (después de una larga y bien 
dispuesta Introducción) comienza hablando de la su- 
perioridad política de Rómulo, de sus oportunas y dis- 
cretas concesiones al renunciar la soberanía absoluta y 
prestarse á otorgar una forma de libertad, parecida á 
lo que en nuestros dias se llama gobierno constitucio- 
nal. Rómulo, por consiguiente, no es ante el Sr. Diaz 
un nombre cómodo para designar el fundador de Ro- 
ma, para personificar en un solo individuo lo que sin 
duda necesitó más de un siglo y más de un hombre ; 
es el primer rey de Roma, el aventurero de genio y de 



/JÍ 



Enrir/iie Piíuy 



valor que, por el esfuerzo de su voluntad y de su inte- 
ligencia, escoge el asiento de la ciudad, dicta leyes á su 
pueblo, la organiza del modo maravilloso que ha de 
ser después la admiración de las edades, establece en 
fin la asamblea popular y la cámara alta, esto es, los 
Comicios por curias y el Senado. Antes de Rómulo 
no habia más que yerba y soledad en los collados tibe- 
rinos ; á su voz omnipotente se levanta esa ciudad 
eterna, que conquistó el mundo por la fuerza de sus 
instituciones, y Rómulo es el legislador de esas insiiiu- 
ciones. — Nos es imposible ver en estas ideas algo más 
que una novela, un sueño fantástico de la imagina- 
ción, 

( Quién es Rómulo ?— No lo sabemos. — ; Quién es 
Niima Porapilio, ese absurdo segundo rey, extranjero, 
que van los romanos á buscar á (Jures? — Tampoco lo 
sabemos ; y así sucesivamente hasta una fecba poste- 
rior. — ¿Quiere esto decir que deba renunciarse á 
toda historia de esa época, por sólo la razón de que 
las narraciones que de ella se han hecho sean un 
verdadero poema heroico? — Nó, sin duda. El histo- 
riador que se haya elevado á la altura de la ciencia 
moderna, y emprenda la tarea de escribir los orígenra 
del Senado romano, debe prescindir de toda esa poesfa 
y de toda esa ficción ; y buscando con otro criterio lo 
que hay en los textos de verdaderamente histórico, 
puede presentar un estudio del Senado de Roma en 



EslmdiM y Cmm/er: 



'S9 



I 



los cinco prímeros siglos, infirntamcate lais conplcta 

y más filosófico. 

Ese Senado, que se supone fundado por Rómtiio, 
es de todas maneras ona de tu iostjtaiíaoes mái anti- 
guas de Roma. Existió iadudabkmentc muy deide 
e! principio ; pero no estaba de cieno eoidnces orga.' 
nizado del modo tan cabal y coaipleto que describe 
el Sr. Díaz. 

Koma empezó |x>r ser una monarquía. Si algo hay 
auténtico en los orígenes latinos, es la esencia monár- 
quica de todas sus instituciones primítivai, Noeraaólo 
qiie hubiese un Rey que ejerciera la soberanía sobre 
toda la ciudad ; la ciudad entera, además, se componia 
de fracciones, unidas por un lazo común y consti- 
tuyendo las gentes. Cada gens tenia un jefe ó patriarca, 
que era el rey en ella, y conservaba por tanto su inde- 
pendencia al lado del Rey de la ciudad, y del pueblo. 1.a 
reunión de esos patriarcas, de esos ancianos, fué el 
origen del Seiiado (de scnex. viejo). Este es el primer 

Pero esta reunión de fracciones independientes no 
hubiera dado nunca á Roma su robusta unidad y su 
incontrastable energía. La fundación de Roma debió 
ser la decapitación de la ^ens ; todos su miembros 
fueron declarados iguales, pero el Senado que por su 
naturaleza debia ser un simple Consejo de Estallo, con- 
servó muchas de las importantes atribuciones de su 



i6o 



Enriifue Ptñcyru 



origen ; — y esto empieza ya á explicar de un modo 
racional y perceptible la historia de esta institución. 
De aquí dos rasgos capitales de la organización sena- 
torial : primero, lo vitalicio dei cargo ; segundo, el 
número de sus miembros, que durante toda la repú- 
blica, es decir, hasta Sila, fué siempre de trescientos. 
Trescientas fueron las gentes que constituyeron á 
Roma cuando tuvo lugar la fusión de las tres ciudades 
primitivas ; porque empezó habiendo tres Romas, y 
cuando las tres constituyeron una sola, la división 
permaneció vigente y visible. De ahi el que en lengua 
latina para decir partir ó repartir se usase la palabra 
tribuere, partir en tres. 

Un Senador romano en la época de los reyes no 
era un simple patricio, miembro de una asamblea con- 
sultante. Un Senador era un rey en pequeño, por 
decirlo asi. Vestía de purpura como el monarca, peto 
en vez de ser de púrpura el manto, sólo era una ancha 
banda de ese manto. Cuando moria ei rey, lo sustituía 
un interrex, esto es, un senador que reinaba cinco días, 
al cabo de ellos pasaba el poder á otro senador, y así 
sucesivamente hasta que se llenaba la vacante. Sin 
embargo, el Senado distaba mucho de ser entonces lo 
que fué después. No tenia el poder legislativo. Era 
el depositario de la constitución, y confirmaba ó inter- 
ponia el jieto á las decisiones del pueblo, según atacasen, 
ó nó, los principios fundamentales de la constitución. 



Estudios y Conferencias i6i 

Residía en él la religión, auspicia^ y de aquí ser él 
quien declaraba la guerra. Llegó á ser, en fin, con el 
tiempo y en virtud de su derecho de invalidar ciertas 
decisiones, un cuerpo á quien el soberano consultaba 
antes de proponer al pueblo, pues teniendo la facultad 
de confirmar ó rechazar, era natural que el rey á la 
postre empezase por explorar su voto antes de aguar- 
dar su veto. 

Esto fué el Senado durante todo el periodo monár- 
quico. La revolución que suprimió el poder real no 
introdujo de golpe grandes modificaciones en él, pero 
las que desde luego se realizaron siguieron la tenden- 
cia de aumentar su preponderancia, que es fácil reco- 
nocer desde el principio en todo lo que se refiere á 
este cuerpo. Hasta entonces el Senado había sido una 
asamblea exclusivamente patricia ; en esta época entra- 
ron los plebeyos con el nombre de conscripti, reserván- 
dose los nobles el de paires. De ahí, después, el título, 
que á todos indistintamente se dio, de Padres cons- 
critos. 

Más adelante, al llegar la época que Mommsen con 
mucho tino llama de la igualdad civil y que puede 
fijarse en el año 362 antes de J. C, creados ya los 
tribunos del pueblo, los ediles, los censores y los pre- 
tores, perdida por el patriciado la supremacía política, 
y promulgadas las leyes Licinias, — llegó también el 
momento en que el Senado comenzó á desempeñar en 



102 



Enriíjiie Piñeyrn 



Roma el supremo poder, y á ser en la realidad lo que 
ea en la memoria de los siglos : la asamblea omnipo- 
tente que, por su constante sabiduría é inquebrantable 
tesón, emprendió la inmensa tarea de conquistar el 
mundo, y todo entero al ñn lo vio á sits pies. 

La empresa no pudo ser más grande ni más ardua, 
y el Senado estuvo siempre á la altura de su misión ; 
pero no es esto lo que hay más que admirar, sino li 
profunda é incomparable habilidad con que llegó, sin 
revolución y sin sacudimiento, á tan encumbrada posi- 
ción. Todas las conquistas trabajosamente alcanzadas 
por el pueblo, cedieron en su beneficio. ¡ Cuan lejos 
quedaba el tiempo en que era su principal papel velar 
por la constitución ! Ahora hace él la constitución ; 
el poder legislativo, el poder ejecutivo, la preponde- 
rancia política por medio de las elecciones, la formida- 
ble intervención de los tribunos, todo pasa á sus manos 
para dirigirlo ó conlrarestarlo. Asamblea de reyes la 
llamó con razón el embajador de Pirro, después de la 
batalla de Heradea, en 280 antes de J. C. Este «a 
su poder'. 

De sus virtudes poco diremos. El Senado fué 
quien contestó á las proposiciones de paz de Pirro venr 
cedor : * La República no ñrma tratados mientras haya 
un enemigo en el suelo de la patria." El Senado fui 
también quien acudió i. las puertas de la ciudad á 
significar su agradecimiento al cónsul Marco VarroD, 



derrotado en Caí 
patria. 



'. por 



3 haber desesperado de la 



Después, la victoria constante y la prosperidad ere- 
tiente debilitaron la mano que con tanto vigor había 
gobernado las riendas del Estado. Los procónsules 
organizaron la corrupción y la tiranía en las provin- 

:; y el Senado ante ello permaneció indiferente. La 
democracia surgía como surge toda democracia de la 
Opresión, desorganizada y desmoralizada, pero rabiosa 
é implacable. Se veía ascender la ola lenta é irresis- 
tible, y el Senado se mantuvo inerte hasta que resonó 
como un trueno en sus oidos la voz elocuente de Tibe- 
3 Graco y de su ilustre hermano. Necesitó salir á la 
plaza pública y á las calles para pelear con la revolu- 
y la victoria fué un asesinato. Todo estaba 
perdido. La reacion de Sila duró el mismo tiempo 
que la dictadura de su autor; y ya los ojos de halcón 
e Julio César habían divisado su presa. 

De aquí en adelante, es decir, desde la muerte de 
Catón, hasta la caida del imperio de Occidente, la 
historia del Senado romano no ofrece más que un in- 
terés de curiosidad. El Sr. Diaz, sin embargo, sigue 
SU marcha tan escrupulosamente como en tiempo de 
la República, y habla de su poder, de su influencia é 
inmunidades durante el reinado de los que él llama Ci- 
tares moderados. En este punto ya no nos separa la 
divergencia que en los tiempos primitivos, pues en 



¡64 



Enriíjue Piñeyro 



época lan plenamente liistórica tenemos que reconoced 
los mismos monumentos corno auténticos. Las dife- 
rencias serian sólo de detalle ; pero confesamos que 
no ROS es posible considerar con tanta seriedad esa 
influencia política del Senado durante un solo momen- 
to mis después de la batalla de Accio. El Sr. Díaz 
puede pensar lo que quiera de esos emperadores suaveí 
y de esa augusta asamblea. Para nosotros no hay más 
verdad que las palabras terribles de Tácito al describir 
el poder de Augusto : cuncta nom.ic pñncipis accepit; 
niitnia senaius. magislratiium, legum traxil IN se, y lo 
que es peor, para mengua eterna de Roma, millo adver- 
sante. 

Un interés puramente arqueológico, y nada más, lo 
repetimos, puede inspirar el estudio de ias ceremonias 
y variaciones de la constitución del Senado, en los cinco 
siglos que duró el imperio. Sus atribuciones no fue- 
ron ni aun siquiera las que hoy, por ejemplo, tiene el 
Senado francés del imperio napoleónico de nuestros 
dias; y calcúlese qué importancia se dará en una histo- 
ria del siglo XIX d esa asamblea de príncipes, obispos 
y mariscales ! Desde el momento en que una asamblea 
pierde toda iniciativa y toda influencia política ó legis- 
lativa, deja de tener historia. El Senado romano al 
divinizar á César y á Augusto primero, y después á 
Tiberio y á cuantos lo solicitaron, lo perdió lodo, in- 
cluso el honor, y apenas si pudo á veces salvar la vida 



Estudios y Conferencias i6§ 

por una dispensación humillante de su señor. ¿ A qué, 
pues, presentar en espectáculo minucioso el grado ma- 
yor de miseria á que en ningún tiempo han llegado los 
hombres ? Sólo como lección moral, como indeleble 
marchamo cabria que de él nos ocupásemos por un 
instante ; pero no estamos de acuerdo con el Sr. Diaz, 
al desarrollar en muchas páginas de su libro, este pen- 
samiento que estampa desde el principio : < Para el 
imperio suave fundado por Augusto y regido por muchos 
de los buenos Césares^ no cabia haber discurrido mejor 
institución que la del Senado, í> 

Habana^ iSój. 



DANTE 



LA DIVINA COMEDIA 



CONFERENCIA 
Pronunciada en la Habana el i6 de Noviembre de iSjg 



Las frases tan amables y benévolas del señor Pre- 
sidente, (i) y los aplausos con que las habéis acogido, 
me conmueven profundamente ; acrecen la emoción, 
bien grande ya de suyo, que me producia la idea 
de entrar aquí, de subir á esta tribuna, de hablar 
en esta sala, donde por multitud de motivos no 
puedo hacerlo bajo el imperio de los mismos senti- 
mientos que en cualquiera otra parte ; porque aquí, 
en este barrio de la ciudad, á pocos pasos del lugar 
donde nos encontramos, he alzado la voz, por pri- 
mera vez en mi vida, para hablar ante un público, 

(i) El señor Don J. A. Cortina, que había tenido la bondad de 
pronunciar un breve discurso de introducción, lleno de las más 
lisonjeras expresiones. 



1 



i6S Enrique 'Piñeyro 

hace mucho tiempo, nada menos que veinte años, mu- 
cho más de lo que el célebre historiador de Roma lla- 
maba r largo espacio de la vida mortal. » Mil recuer- 
dos indelebles de la juventud surgen ahora, y me 
circundan, y casi me embargan el libre ejercicio de la 
palabra ; fijando un instante la atención, parece que me 
veo yo mismo. otra vez, tal como entonces era, un niño, 
apenas un adolescente, colmado de alegrías, con una 
confianza imprudente en mí mismo, que de cierto no 
tengo ahora, figurándome llanos y fáciles los ásperos ca- 
minos de la vida — que es tan áspera ! — embriagándome 
con delicia en los primeros perfumes de la existencia, 
ostentando fresca é intacta en la mano la flor de mis 
ilusiones. Ahora.... han corrido veinte años presurosos; 
vientos de los cuatro lados del horizonte han sacudido 
la flor, arrancado sus hojas, que una á una he visto 
escaparse y perderse en el espacio; y sólo conservo el 
tallo marchito, las espinas punzantes y las cicatrices 
de la mano. 

Asáltame también otro vivísimo recuerdo, la ima- 
gen de un hombre, de un anciano de faz dulcísima y 
venerable, á cuyo lado estaba, que me cubria con su 
protección, y á quien hasta aquel momento todo lo 
debia en el mundo. Era mi maestro, mi segundo pa- 
dre, José de la Luz Caballero ; y estoy siempre tan 
lleno de él, que pudiera sin grande esfuerzo hablaros 
largamente sobre tema tan grato para mi corazón. Pero 



Estudios } Caajerenaa: i6^ 

no lo haré. Me contento con mencionar su nomhrt 
consagrarle este recuerde^ y ponerme -cii C!cnc modr. 
desde el principio de mi roníerenru naio e. Jiiiirf!*- 
de su memoria. 

Grande admirador era é! ót. wctL msTgn-í: Or qec 
voy esta noche á ocuparme: é'. ose rraMii iki t. síar c^ 
estudiarlo v conocerio. de é\ anrencii. óescxrrrr ti u:i.- 
mo y oculto sentidc- de sil- versor nxBi'3n¿ie¿ í pfrt- 
bir la armonía sublime, uuf: exiiiici si :iiECcn¿ 7 e: 
carácter, por medio de ia üíhsl iczandioc c ¿r; a«t:c7i:^ 
la peri>etuidad de sii nomm^ 'í- vnr. ¿ asctU' or- 
Dante ; os voy — cam m» exacinuc — s. cerrr a^ <«• 
bre el poeta de ¡a I>rr3Si Cinrmiif. iiuriiut ís csm ume 
no pretendere enceiiir ts. 'yja imín» irntírniíA u* m 
conferencia, asunio qrje es -viüCsmiL Ifimt? tu f:^ 
sóloy demasiado ¡o sabéis, d prmer 31*1011 r» ti» a '\u* 
ratura italiana, y uno de los muy jrmer:» -ínrr» i'.«» 
grandes autores cuyas obras «wi eí ¡^acr.mnnic. a ir.n- 
ra, el título de nobleza inalterable í [:iií.iríah»i» -in :M»f 
puede fundar verdadero orgullo b fl::indni:^;iri »nfv»-t 
sino que fué además un vigoroso rr>mftar¡iínrií *-i .1 
batalla de la vida, un ser de alma ^ranrl^? r i^rv^.r 
que vivió y luchó la vida de <iu parra, .a rA\ 'í-r -t 
siglo, la vida de todos sus semejante^: y cyya palabra, 
y cuyos escritos, y cuya historia son otro m'indo. ofro 
universo, otro cosmos moral c intelectual, gran'l'f , m-^y 

grande, indefinido como éste en medio d^f ' i^f :, 

8 



¡70 



Enriijue Firieyr 



y giran nuestros planetas, como iJimios imperceptibles 
en el espacio ¡neo mensurable. 

Fué un héroe en el verdadero, en el más alto, en el 
sentido trascendental de la palabra. Su existencia se 
desarrolla entre dos siglos revueltos de esa época con- 
fusa y preñada del porvenir que llamamos Edad Me- 
dia ; ciudadano de una de las turbulentas y famosas 
repúblicas italianas, de esa ciudad de Florencia que es 
después de la Atenas de Esquilo, de Pendes y Demos- 
tenes, el lugar de la tierra á que más deben el mundo y 
la civilización; — luchó desesperadamente contraía ad- 
vesidad que, en diversas formas, vino constantemente 
á ponerse en su camino y cerrarle todas las salidas. 
Desgarrada sii ciudad natal por luchas intestinas, san- 
grientas y encarnizadas, que intentó primero, inútil- 
mente, moderar ó dirigir; en que se vio después forzado 
á tomar parte declarándose en favor de uno de los 
bandos contendientes, como era su deber, como es el 
3eber de todo hombre en casos infortunados de esa 
naturaleza, — se salvó de la muerte condenándose al 
destierro. No ya la felicidad, el simple reposo, le fué 
desde entonces vedado por la hostilidad de su destino. 
Mientras en su patria arrasaban su casa y pregonaban 
su cabeza, erraba de ciudad en ciudad, componiendo 
y escribiendo, con la sangre de su ulcerado corazón, cl 
poema inmortal, que es la mayor gloria de esa tnisma 
patria desagradecida. 



Estuíiios y Conffr, 



iji 



Entró un dia en el monasterio de Corvo un pere- 
grino de rostro lívido y adusto, que permanecia callado 
n presencia de los religiosos. Preguntóle uno de ellos 
feué buscaba, y el extranjero sin comprender miraba 
absorto los arcos y las columnas del claustro. A una 
hueva pregunta, volvió lentamente la cabeza y mirando 
ii los hermanos, contestó con voz sepulcral : La paz. 
be ahí aquel verso sublime de la Divina Comedia : 

/o mi gridattdo : pace, pace, pace ! 

Así vivió los Últimos veinte años, los mejores de su 
frida, y llegó de obstáculo en obstáculo, de destierro en 
Bestierro, de desesperación en desesperación, pero siem- 
bre rebelde é indignado, á morir en Ravena, lejos de 
B patria amada con delirio. Ahí fué enterrado, y ahí 
lan ido durante siglos los florentinos suplicando, en 
^alde hasta ahora poco, la devolución de las cenizas 
Klel más ilustre de sus hijos para sepultarlas en uno de 
fos numerosos monumentos, que ia posteridad, tardfay 
ÍStérilTiente agradecida, como siempre, se empeña á 
K>rfla en levantarle y dedicarle. 

Pocos ejemplos existen más completos de lo que en 
¡nguaje común se llama un hombre desgraciado. 
Kunca ha sido el bienestar la recompensa de los gran- 
pes benefactores en el orden intelectual. Se hallan de 
tel manera organizadas las sociedades humanas para 
»laz y triunfo de las medianías, que apenas surge un 



1^2 



Enrique Piñeyro 



ser de extraordinarias facultades cuando 1 
torno parece de propósito conjurarse para amargarle 
é infernarle la existencia. Asi son un verdadero mar- 
tirologio las biografías de los grandes hombres ; y 
pudiera recordar, buscando un paralelo á sus miserias 
entre los compañeros del Dante, entre los artistas de 
cualidades eminentes, pudiera mencionar, repito, á 
Beethoven, condenado por la naturaleza á no oir él 
mismo la música sublime que creaba; para quien debió 
haber sido peor, mil veces peor que todas las amargu- 
ras de la muerte, sentir extinguirse por completo el 
mundo de sonidos con que daba forma imperecedera 
á las imágenes que brotaban de su poderosa fantasía^ 
que de ese modo asistió á su propia larguísima agonfa, 
y murió sintiéndose vivo todavía. Pudiera mencionar 
también á Cervantes, el rey de los escritores españoles, 
cuyo libro incomparable entraña una antítesis prodi- 
giosa, porque es la mirada más profunda y escrutadora 
que sobre la miseria humana se ha dirigido jamás, soste- 
nida sin alterar la sonrisa dulcísima de un alma cando- 
rosa y buena. Cervantes, como sabéis, vivió sesentay 
nueve años, sin deber nunca, ni i los hombres ni á la 
naturaleza, una sola coyuntura favorable, una sola 
muestra de auxilio ó de simpatía; la indiferencia aquí, 
la envidia allá, la enemistad en todas partes; sintiendo 
materialmente los efectos del hambre y la desnudez. 
hasta caer al ñn fatigado y exhausto en la fosa coi 



Esludioí y Con/era 



¡73 



E Con tan poca fortuna, bajo estrella tan adversa, aun en 
e trance postrimero, que inútilmente lian estado des- 
I de hace años sus descendientes, sus compatriotas, 
r buscando su cadáver, los restos de la envoltura mortal 
[ de su genio vencedor dei tiempo; y ni siquiera después 
I de muerto le es dado recibir los homenajes, que en vida 
I implacablemente le negaron. 

Los sufrimientos del Dante fueron todavía mayo- 
«. Es prueba de ello, además de la historia in- 
F. Completa, pero bien llena de desventuras, de su vida ; 
I además de su Libro, de su Poema donde no hay tor- 
I mentó que no tenga su nombre, ni dolor divino ó 
,1 humano cuyo quejido no haya sido notado, ni deses- 
peración que no haya sido traducida por algún vocablo 
ó alguna frase, cuyo eco repetido de generación en 
, generación, y de siglo en siglo, llena todavía nuestros 
Foidos, — poseemos otro testimonio irrecusable en un 
rcuadro, un retrato, que es auténtico sin disputa, obra 
pde algún comtemporáneo del poeta, que se conserva 
ten Florencia, y que me parece tener aquí delante de 
[los ojos. Es el simple perfil de un rostro pálido, lívido 
mejor dicho, de expresión vaga aunque penetrante y 
fidolorosa, con unas hojas de laurel en torno de la 
frente, que no se puede mirar sin experimentar vivi- 
rsima emoción. La realidad no ha ofrecido a! pincel 
Ide artista alguno, otro ejemplo igual de trágica tristeza. 
I Es una fisonomía detras de cuyas facciones se adivina 



^74 



Enrique Piñcyro 



un fondo primitivo de dulzura y mansedumbre, que 
algo — no se sabe qué — algo terrible é indeñuible, ha 
transformado en un hombre duro, inexorable, sin es- 
peranza. Esa fisonomía no habla, siente únicamente ; 
una pena stn nombre está devorando y consumiendg 
su corazón; no profiere un solo lamento, pero los labias 
contraídos y arqueados en sus extremos expresan el 
silencioso desden que en esa alma superior inspira la 
crueldad de su propia suerte, la tranquilidad suprema 
de una victima que se siente muy por encima de la 
adversidad que lo abruma y aniquila. Profundamente 
indignado pero sereno, implacable pero justo, callado 
é invencible. Tal es el Dante, tal debió ser el poeta 
de la Divina Comedia, ése es sin duda alguna el re- 
trato del famoso florentino á quien veian pasar las 
mujeres de Verona y decían : € Ese es el hombre que 
va y viene del Infierno cuando quiere ! » 

No conocemos puntualmente, como ya antes indi- 
qué, con todos sus detalles, la vida del Dante; pero lo 
que sabemos confirma la impresión del retrato, que 
en definitiva viene á ser el documento más importante, 
después de su gran Poema, para penetrar y fijar su 
carácter ; ojalá poseyésemos de otros grandes artistas 
documentos de ese género ! Ojalá tuviésemos en algu- 
na parte un retrato de Cervantes, por ejemplo, autén- 
tico como ése, copiado de la realidad por ua 
contemporáneo ! Cervantes nos dejó escrita, ctnno 



Estudias y Conferencias 



'75 



ft sabéis, una descripción de sí mismo, un retrato á la 
l'pluma, en que está todo menos lo príncijial, menos la 
1 expresión de su íntimo ser ; ¡ cuánto más no sabríamos 
I sobre él, si nos fuera dable señalar en la combinación 

;us facciones los elementos de su poderosa indivi- 
I dualidad artística; y descubrir en su fisonomía los 
I gérmenes que produjeron ese loco sublime, esforzado 
I como un héroe de la Iliada, exaltado y generoso como 
I un paladin de las Cruzadas, justo é inquebrantable 
I como un hombre de! porvenir, ser imaginario que vino 
I al mundo con tanta vida que fué sin duda creado á 
I imagen y semejanza de! gran poeta que ío evocaba, 
\ como se formó, según la tradición, el primer hombre á 
I semejanza de su hacedor ! 

Dante nació en la segunda mitad del siglo XI II (en 
[265, diré para ser más preciso) de familia noble, en 
I Florencia, y aprendió todo lo que en las escuelas se 
lenseQaba durante la Edad Media : mucha filosofía es- 
I colástica, ma! disfrazada con el nombre y la máscara 
I de Aristóteles ; mucha teología : ningún griego y bas- 
I tante latin. Su poema refleja cabalmente toda su edu- 
l.cacion. AJli Virgilio aparece como el poeta soberano, 
Iguia, señor y maestro ; y Dante que tiene la conciencia 

iu genio y no esconde el orgulloso sentimiento de 
I su valer que á menudo lo anima, se inclina, sin embar- 
I go, humillándose ante él, como ante un modelo inacce- 
I sible. T,a posteridad no ha confirmado los resultados 



'T<¡ 



Enrique Pi'ñi 



demasiado modestos de esa comparación, y s¡ bien re- 
conoce en Virgilio un artista muy grande, un maestro 
en el decir y un espléndido poeta, sabe medir la 
enorme distancia que lo separa de un genio creador 
como el Dante, que inventa y combina dentro de sí 
mismo, sin auxilio de nadie, los rasgos y elementos de 
su poema : tan nuevo, tan original, tan extraordinario 
que van seiscientos años transcurridos y ninguno se 
ha acercado á él,^ — -más aún, nadie capaz de compren- 
der la dificultad de la empresa, ha osado inteiitarla. 
Homero, Shakspeare, los únicos dos que ocupan el 
mismo rango y pueden llamarse sus iguales, han tenido 
imitadores ; Virgilio y el Tasso y algún otro se aproxi- 
man e;i algunas ocasiones al cantor de la ruina de 
Troya; Schiller y Goethe, en varias de sus obras, no 
distan grande espacio del autor del Hamlet y del 
Otheüo. Dante, mientras tanto, permanece en pié, 
aislado, solo y grandioso, con su larga ropa talar y el 
laurel nunca marchito en torno de su frente, elevado 
sobre el pedestal de la Italia, llenando todo el vasto 
horizonte de los diez siglos de la Edad Medía. 

Florencia, la ciudad natal, era al mismo tiempo toda 
la nación. La Italia, divididaentónces en menudas frac- 
ciones, encerraba entre los Alpes y el mar, casi tantas 
naciones diferentes como contaba ciudades Importan- 
tes. Ensangrentada por bandos y parc¡alida.des, en 
cuyas luchas todos tomaban parte, la cosa piSblica era 



Esíui/ios y Coiifer 



' un interés común que imponía deberes activos, y pro- 
ducia un movimiento continuo de guerra y de política, 
de que es difícil formarse idea exacta en nuestros dias 
de grandes nacionalidades, vasto comercio é intereses 
cosmoiJOlitas. Alli todo ciudadano era soldado, las 
diversas carreras se confundían, la patria pedia su 
sangre á lodos sus hijos ; mas por lo mismo el ejerci- 
cio de las armas no era ocupación exclusiva, ni aislaba 
al ciudadano ; el soldado ailf empuñaba la espada 
para defender literalmente su familia, su íiogar, sus 
más próximos y queridos intereses. Cuando sonaba 
la hora de vestir el ames de guerra y salir á campaña, 
se alejaba á veces tan poco que podia ver á su anciano 
padre en los baluartes ansioso de admirar y aplaudir 
su triunfo ; sabia que si la suerte le era adversa no 
vendrian manos mercenarias á restañar sus heridas, que 
su madre misma se sentaría al lado de su lecho de do- 
lor ; y que si debía consumar el sacrificio patriótico de 
su vida, moriria rodeado de su familia y sus amigos. 
Dante siguió el camino por donde su época lo llevaba ; 
fué soldado y peleó en más de una batalla, luego polí- 
tico, diplomático, embajador; y á los 35 aflos, de puesto 
en puesto, de servicio en servicio, llegó á ser uno de 
los Priores, ó primeros magistrados de Florencia. Pero 
en los juegos de la guerra y la política los triunfos son 
efímeros, la fortuna le hizo traición una vez, y se halló 
con todos sus amigos condenado súbitamente al des- 



'7S 



Ennqiir Piñiyro 



tierro, forzado á pasar errante y miserable el restoJ 
su vida. Üicen que se encuentra todavía en Jos a 
vos de Florencia el decreto que disponía la conñsc 
cion de sus bienes y ordenaba que fuese quemado vivo 
donde quiera que fuera aprehendido. Antes su 
casa habia sido saqueada. Las discordias civiles, des- 
graciadamente, son iguales en todos los siglos y en 
todas partes. 

Tal fué su vida pública. Poco sabemos acerca de 
su vida intima. Sabemos sólo que tuvo familia, y que 
en su seno tampoco fué feliz, lo cual no debe consi- 
derarse extraño. Más de una vez me he preguntado 
delante de su retrato si era posible que lo hubiese 
sido, y me he dicho que nó. t Cómo hubiera podido 
una mujer aplacar la intensidad excesiva de carácter 
que revela ese rostro ? i cómo hubiera logrado nadie 
suavizar ó encantar la vida del hombre, cuyos ojos 
miran todavía con tanta fiereza y energía desde la tela 
de ese cuadro ? 

Pero sabemos otra cosa más. Hubo un ser á quien 
Dante amó profundamente, después de la patria el 
ünico quizás á que se consagró con toda su grande 
alma ; fué una mujer, y su nombre solo despertará en 
vosotros un mundo de recuerdos, i Quién no conoce la 
Beatriz de Dante ? Las escasas y brevísimas relacio- 
nes personales que mediaron entre esos dos seres for- 
ndisoluble en la memoria de los 



Estudios y Conferencias iy(^ 

siglos. Contaban uno y otro nueve años cuando por 
primera vez, en un dia del mes de Mayo, se encontra- 
ron en una fiesta. No volvieron á verse hasta nueve 
años más tarde, cuando ya contaban diez y ocho, y 
creció Dante admirando de lejos su hermosura celes- 
tial. Seis años después, volviendo un dia lleno de gozo y 
de esperanzas de una campaña victoriosa, la encuentra 
muerta. Es preciso leer los detalles de esto, que seca- 
mente os relato ahora, en la autobiografía mística que 
escribió con el nombre de Vita Nuova, Aquella muerte 
inesperada convirtió su amor, al privarlo de toda espe- 
ranza sobre la tierra, en pasión avasalladora. El fúne- 
bre suceso transformó su ser : de ahí salió gran poeta, 
erudito, teólogo, diplomático, hombre de estado. Bea- 
triz ocupa y llena su alma. Así, cuando más tarde 
sonó para él la hora del desastre y de la derrota defi- 
nitiva, cuando abandonó á Florencia con el corazón 
profundamente llagado, odiando cuanto habia ambicio- 
nado, maldiciendo la patria que tanto habia amado — 
y tanto amaba todavía, pues el odio vehemente es indi- 
cio infalible de la persistencia del amor, — sólo el 
recuerdo de Beatriz podia servirle de consuelo en la 
via dolorosa que ante él se abria, en el nuevo y áspero 
camino por donde el destino lo lanzaba, y que empren- 
dia como un hombre arrastrado por sus verdugos á la 
muerte y á la crucifixión. 

Empero no deploremos demasiado las desgracias 



íSo 



Eariqut PiAeyn 



del Dante. I Qué hubiera ganado el mundo si hubÍMe' 
permanecido en Florencia, en posesión tranquila del 
respeto y la consideración de sus compatriotas ? ( El 
mismo, hubiera sido feliz ? Probablemente nó ; y el 
mundo en cambio carecería del libra más notable que 
se ha escrito en lengua moderna, del poema prodigioso 
que siendo primitivamente, en la mente del poeta, un 
himno en honor de una mujer, fué concebido con tan 
vastas y elevadas proporciones, que cupo en él toda la 
poesía, toda la ciencia y toda la religión de una época 
entera de la historia de la humanidad. 

El destierro fué digno del cantor de las penas eter- 
nas del Infierno; duró mucho tiempo, todo el que vivió, 
hasta su muerte á la edad relativamente temprana de 
cincuenta y seis años ; mas la injusticia del castigo in- 
terminable no pudo doblar su erguida cabeza. Ansia- 
ba volver á la patria, y lo hubiera realizado pidiendo 
perdón y pagando una multa. Rechazó indignado la 
idea de semejante humillación, y continuó vagando de 
ciudad en ciudad, llevando siempre, en la frente y en eí 
corazón, el poema que debía ser la venganza implaca- 
ble de su genio. Sus enemigos querian perdonarlo ! 
qué error ! él era el juez, de ningún modo la victima ! 
Sus enemigos ! él vivia, mientras ellos eran los muer- 
tos, muertos y prisioneros en el Infierno, sufriendo tor- 
mentos horrorosos. Parecian residir aún en Florencia 
y agitarse y gobernar ! mentira ! Un juez inexorable, 






■ Confer~ 



iSi 



íos fallos tenían porsancionineiiLctahle la inmensidad 
del tiempo, los había condenado, y para ellos no habia 
perdón, ni multa, ni humillación que pudiera salvarlos 
de la sentencia pronunciada ! 

La historia de su deatierro es la liistoria de la com- 
posición de su poema ; al terminarlo consideró cum- 
plido el objeto de su existencia sobre la tierra, inclinó 
por primera vez su cabeza de apóstol y murió, seguro 
ya y convencido de su inmortalidad. 

Nada os he dicho sobre sus opiniones políticas, por 
no entrar en detalles minuciosos y confusos que, lle- 
vándome demasiado lejos, poco en definiva servirían 
para mi objeto. En aquellos dias era aiín la Italia el 
campo de batalla de esa querella, que consumió siglos, 
entre el sacerdocio y el poder militar, entre ios Papas 
y los Emperadores. Gdelfos y Gibelinos, que así se 
denominaban los dos partidos, ensangrentaron durante 
muchas generaciones el suelo italiano, y subdividiéndose 
á menudo en fracciones menores y complicándose y 
agravándose con rivalidades y diferencias de localidad, 
convirtieron tan hermoso pa(s en la región más desor- 
denada y revuelta de la Europa. Dante militó bajo la 
una y bajo la otra bandera sucesivamente ; Güelfo en 
Florencia, se hizo Gibelino en el destierro, y en ambas 
situaciones perseguía sin duda una misma idea, la uni- 
dad de la patria, la creación de una Italia fuerte y 
poderosa, que trajera otra vez lo.s grandes dias de glo- 



lS3 



Enriíjiie Pñleyri 



na y de reposo del antiguo impt-rio de Augusto y í 
Antoninos. La Divina Comedia revela á cada paso ser 
la obra de un Gibelino, los odios del hombre de parti- 
do designan con frecuencia las venganzas del poeta; 
pero la verdad es que su inspiración se eleva mucho 
más allá de las divisiones políticas de la época, y sin 
tratar de disfrazar el apasionamiento impetuoso de sus 
opiniones, se alza por encima del aspecto inmediato de 
los sucesos, y abraza dentro de! radio de su vasta y 
soberana mirada, el pasado, el presente y el porvenir. 
— í Sabéis porqué ? Porque además de guerrero, ade- 
más de político, además de hombre de estado, es algo 
que importa infinitamente más, es poeta. Poeta en el 
gran sentido, en el sentido clásico, bíblico, primitivo 
de la palabra : vate, adivino, creador. Profeta ! 

La Divina Comedia es, como nadie ignora, un poe- 
ma en tres partes que corresponden á las tres divisiones 
cristianas del mundo invisible, el Infierno, el Purgato- 
rio y el Paraíso, cada una de ellas dividida en treinta. 
y tres cantos, excepto el Infierno que contiene treinta 
y cuatro, para sumar entre todos el número de cien 
cantos, de antemano fijado en el plan simétrico del 
autor. Está escrito en tercetos endecasílabos, las 
rimas se cierran replegándose en una cuarteta Gnal 
al acabar cada uno de los cantos. Es una composición 
laboriosa y cuidadosamente distribuida en todos y 
cada uno de sus detalles. El poeta tiene treinta y 






. Conftr 



'^3 



I cinco años ; se halla á la mitad del término ordinario 
I de la vida humana, nel ntezzo del cammin di nostra vila, 
\o dice el primer verso, aunque su vida fué mucho 
I menos larga que eso ; emprende el viaje por esas regio- 
s no expEoradas, no visitadas antes por ningún hom- 
I bre vivo, y cuenta lo que va viendo. Es una ficción 

poética, con todo el ínteres de una narración verdadera; 
I cree lodo lo que rúenla; el narrador está además cons- 
l tantemente en escena ; y no solo él, sino que lo acom- 
[ paña siempre, y lo envuelve como una aureola, la inspi- 
I radon amorosa de donde brotó la idea de la obra. El 

nombre musical de Beatriz {Beaírice) resuena desde los 
' primeros momentos, aunque no aparece personalmente 
I desde tan temprano ; la bienaventurada mujer que vela 
I desde el cielo por la suerte del hombre, que en ella 
[■ tiene cifrada la plenitud de sus esperanzas de gloria y 
I de venturas, no p\iede ser testigo de los horrores del 
I Infierno, no puede presenciar ni oír los tormentos y 
F los lamentos de la mansión de los condenados, su plan- 
I ta divina no puede hollar el pais salvaje donde el poeta 
i empieza por extraviarse, la selva siniestra cuyos negro.s 
I senderos conducen á la fiSnebre y tremenda inscripción : 
I J'er me si va tuli'elerno dolare! Pero Beatriz misma 
I busca y manda á Virgilio, para que le sirva de guia por 
I el Infierno y el Purgatorio, hasta que pueda ella reci- 
I birlo y acompañarlo en el Paraíso. Aparece, pues, 
I Virgilio, contando en versos, que por cierto no vacilo 



jS4 



Enriijue Pin 



en declarar desde el principio más dulces y sencillos y 
musicales que los mejores de la Eneida, — que una mu- 
jer < beata e bella, )• cuyos ojos brillaban más que las 
estrellas, acudió á él pidiéndole que fuese á salvar y 
llevar de la mano á un hombre extraviado, á quien de- 
liciosamente llama « l'amice mió e non de ¡a ventura, * y 
concluye su breve y expresiva súplica con este verso, 
que viene á ser la síntesis de uno de los elementos más 
importantes del poema r Amor mi mosse che mi f a par- 
lare : el Amor me ha traído hasta ti, él es quien me hace 
hablar. 

Y aquí, puesto que ya os he citado varios versos 
del poema y os he dado alguna muestra de su melodía 
exquisita, juzgo llegado el momento de dirigirme á mi 
mismo do's preguntas que, si bien no lograré contestar 
con precisión absoluta, porque la materia envuelve una 
vaguedad de contornos inevitable, ni tampoco con 
toda la extensión que el tema exigirla, porque debo 
encerrar mi conferencia dentro de sus limites natura- 
les, — entrañan la cuestión literaria capital del asunto 
que estoy tratando, ¿ Qué cosa es la poesía ? ¿ qué es 
lo que se llama un poeta ? O en términos más con- 
traídos al caso, i por qué la Divina Comedia, á pesar 
de contener tanta política oscura, tanta alusión indesci- 
frable, tanta filosofía inútil ya y envejecida, tanta 
árida é infecunda teología, es unánimemente conside- 
rada como un monumento altísimo de poesía, de 



Estitíiios y Cotiferenckií iSj 

poesía elevada, grandiosa y deslumbrante cual nin- 

Hay tma distinción vulgar, ijue comprenden hasta 
los nifios, en virtud de la cual se llama poesía al len- 
guaje métrico, sometido á las reglas estrictas de la 
prosodia. En esta distinción, á pesar de lo superficial 

moseado, hay algo que bien interpretado resuelve 
la pregunta formulada. La poesía es la forma musical 
de la verdad, como es la música el lenguaje de la sin- 
idad, de lo que sinceramente brota de lo (ntimo del 
corazón. Todo lo que realmente se siente, se expresa 
sicalmente. Allá, á cierta altura, la música y la 
poesía se estrechan, se confunden, y son una misma 

. í Qué es en efecto la música, la verdadera mú- 
sica, la gran música, la música de Beethoven por ejem- 
plo? Un autor eminente lo ha escrito : — es una especie 
de lenguaje inarticulado é insondable, que nos lleva 
hasta el borde mismo del infinito, y de cuando en 

ido nos permite echarle una mirada. — Otro crítico 
ha dicho que en toda sentencia musical, cuyas palabras 
y cuyo ritmo formen verdadera melodía, hay siempre 
alguna significación profunda. — No en balde se llama 
cantar el componer en verso. Los grandes monumen- 
tos de la literatura han sido cantados en su origen. 
Moisés y sus Israelitas cantaron realmente el himno del 
Mar Rojo. Débora cantó. Los profetas cantaron. 
Los dos poemas de Homero primero se cantaron que 



i86 



lúirír/uf J'iwrrt 



se escribieron. El Romancero, la gran eijopcya e 
ñola, es una colección de canciones recogidas de j 
boca del pueblo. Los boteros de Venecia han a 
panado con estrofas del Tasso el deslizarse silencioso 
de sus góndolas por el Gran Canal. Hay composicio- 
nes del gran bardo francés de nuestros dias, de Víctor 
Hugo, cuyas lineas, palabras, silabas y vocales están de 
tal manera dispuestas, que no conoce la música propia- 
mente dicha melodías más exquisitas y profundas; por- 
que alli, repito, se confunden, son una misma cosa 
música y poesía. Cuando Fantina, la Fantina de Los 
Miserables, aguarda delirante en su lecho de hospital la 
llegada de su hija, entona una canción tan patética, 
tan penetrante, tan desoladora, que no hay, ni puede 
haber, en el mundo del arte, compositor capaz de agre- 
garle valor alguno por medio de notas musicales. El 
simple sonar de sus palabras crea una música inmortal. 
Pudieran multiplicarse los ejemplos; pero no es ne- 
cesario, y vuelvo á la Divina Comedia. No conoce el 
poema de Dante el que no sienta la música inefable 
de sus tercetos. La inalterable sencillez de su cons- 
trucción, el orden invariable de sus consonantes, el 
reposo constante de sus períodos, la simetría de sus 
detalles, convierten cada una de sus tres Partes en una 
sinfonía distinta, colosal, más vasta y musical que todas 
las de Beethoven, el gran músico moderno. Y no me 
refiero por supuesto á la forma únicamente, ni sólo á 



■ fmj,r. 



IS7 



ta impresión producida en el oido. La musita reside 
además, y sobre todo, en el acuerdo de sus proporciones, 
en la armonía de las grandes lineas del edificio poético, 

1 la profundidad de su signíñciicion. 

Poeta sin rival, carácter soberano, del cortísimo 
de aquellos que, sin dejar de ser producto de 
época y de las circvmstancias que los circundan, 
imprimen su huella, señalando la senda á sucesos futu- 

y creando en el mundo del arte dinastías, como los 
Césares y Napoleones en el orden político ;^abrió y 
exploró solo la ruta de su inspiración, escribió para 
los siglos al dictado de su intenso corazón, y enlazó 
indisolublemente su nombre y su obra con lo que hay 
las grande en la historia de la humanidad. Ese 
periodo tormentoso de la Edad Media, — que vino des- 
pués de! vasto desbordamiento de la naturaleza enfure- 
cida que se llama en los libros elementales la invasión 
de los Bárbaros en Europa, — tuvo, en medio de su con- 
fusión, de su oscuridad, de su desorden, de su barba- 
rie, algo que lo elevaba muy por encima de toda la 
.antigüedad ; sabia del gran secreto del universo mucho 
más que los grandes hombres del Asia, de Grecia y de 
Roma, mucho más que Confucio y que Platón, que 
Homero y que Lucrecio ; era dueño de la fórmula 
mágica y sagrada para resolver el problema de los pro- 
blemas, poseía, en fin, la gran doctrina del Cristianismo; 
y el Cristianismo con su terrífica pintura de la otra 



Enriijiie Piíiiyr 



vida, con tos fallos vengadores de su justicia 
trastable, con el impulso invencible y avasallador que 
entonces lo animaba, halló en Dante su creyente, su 
sacerdote, su poeta, su cantor. 

De ahí la perenne grandeza de ese poema, Danle 
cuenta lo que cree. Es el más sincero de los hom- 
bres, ha visto realmente con los ojos del rostro lo iin- 
penetrable y !o invisible. No ha leido en ninguna 
parte lo que dice, y sin embargo no lo inventa. Sus 
imágenes, sus personajes, sus abstracciones nunca de- 
generan completamente en emblemas ó alegorías en 
en el sentido retórico de la palabra ; aunque digan 
lo contrario críticos miopes, que con mezquino instru- 
mento pretenden medir lo incomensurable. Beatriz 
es siempre Beatriz para el poeta, es siempre la mujer 
que vio risueña y hermosa en un jardín de su ciudad 
natal, que amó desde niño, y que luego vio muerta y 
tendida en medio de su familia y sus amigos descon- 
solados. Allá en el Paraiso, es verdad, parece ir pet- 
diendo poco á poco su carácter terrenal, elevarse hasta 
confundirse con lo vaporoso y lo indescribible, y qui- 
zás personificar la ciencia, la verdad teológica, la úl- 
tima forma de la sabiduría ; pero todo eso acaece sin 
buscarlo y sin saberlo el poeta, resultado de lo ar- 
diente de su pasión, de lo intenso de su contempla- 
ción, de su fé sin término y sin límites. 

De ahí también su gran mérito literario, la grao 



Estudios y Cenfer. 



.cualidad que lo pone á la cabeza de todos 
iinodernos. la supenorídad de su estilo. Sobre este 
punto no hay posible divergencia de opiniones. Ni en 
italiano, ni en ninguna lengua, se ha escrito jamás con 
tanto vigor. Dante expresa á veces en un solo verso 
lo que otros han necesitado páginas enteras para decir. 
Es el modelo perpetuo de la concisión y la energfa. 
Después de él se ha hablado y se ha escrito en la len- 
gua del Dante, antes de él no existia ni siquiera el 
idioma que sirvió de instrumento, que fué la materia 
de las creaciones de su potente fantasía. Su poema es 
la fuente profunda y copiosa á que artistas, poetas, 
pintores, músicos, escultores, arquitectos, han ido d 
beber inspiración inagotable. Una dinastía, como ns 
■dije antes, una sucesión de hombres eminentes, un 
mundo, ha surgido de esa obra. ¡De cuántas cosas 
careceriamos si la Divina Comedia no hubiese sido es- 
crita ! No intento haceros una larga enumeración, ni 
tampoco quiero exagerar ; mas con seguridad me atre- 
vo á afirmar que sin ella np lompetiria atrevidamente 
;npula de San Pedro con la bóveda del firmamento; 
ni el Moisés concebido para la tumba de Julio II vol- 
a la cabeza, con ese gesto indescriptible, con ese 
fruncimiento de cejas sobrehumano; ni yacería en su 
lecho de piedra la mujer sublime, la diosa desesperada 
que duerme inmortalmente en el sepulcro de los Mé- 
dicis ! V esto no es sólo mi opinión, es la opinión de 



igo 



Enrique Piñeyrt 



su mismo autor, del excelso Miguel Ángel, uno de 
seres más grandes y completos que han existido, 
quitecto. pintor, escultor, poeta, ingeniero militar, 
trióla insigne ! En un soneto célebre, donde relal 
lamenta la desventura y la injusticia que fueron el pi 
mió de la vida de Dante, exclama: "Y cuánto 
embargo lo envidio ! Que por sufrir como él, por su 
mismo durísimo destierro, con tal de tener su genio, 
darei del mondo Íl ptii felice Uaio. » 

Es un estilo que combina hasta un grado prodigioso 
los extremos de la fuerza y de la gracia, y que en am- 
bas ha llegado más lejos que ninguno, sólo por la so- 
briedad y sencillez de su construcción. Es casi siempfe, 
por supuesto, el viajero del Infierno y del Purgato- 
rio ; su infortunio inmerecido, su ambición cnieiraenle 
burlada por la adversidad de la suerte, su orgullo nun- 
ca satisfecho, lo conducen y preparan sobre todo á la 
pintura de las escenas terribles, que habia de ofrecerle 
su paso por la ciudad de los dolores ; pero en los mo- 
mentos patéticos del poema, nadie le excede en ternura 
y sentimientos exquisitos. Cuando al penetrar, muy 
desde el principio, en el segundo círculo del Infierno, 
encuentra aquellas interesantes pecadoras Elisa Dido, 
Semframis, Cleopatra y las demás, arrebatadas por un 
torbellino que las agita, sacude y fuerza á girar ince- 
santemente, que es la especie extraña de tormento á 
que están condenadas, — distingue entre todas una que 



Estudios y Conferencias igi 

pasa abrazada con su amante, Francesca da Rimini, 
mediando entre los dos, entre Dante y ella, un diálogo, 
una escena que en todo no contiene más que setenta 
versos — los he contado, — y de los cuales ha dicho un 
autor, inglés por cierto é irrecusable por tanto en este 
caso, que está allí todo el amor de las mujeres tan su- 
blime y tan completamente desarrollado y descrito, 
com.o la historia de la pasión de Julieta en toda la gran 
tragedia de Shakspcare. Así es en efecto. Es el 
episodio quizás más conocido de la Divina Comedia^ 
y hasta cierto punto con razón. Lleno de la más mi- 
sericordiosa tristeza, pregunta el poeta á la infeliz mu- 
jer cuáles fueron las dulces ilusiones y los implacables 
sentimientos que la arrastraron á su trágica muerte; y 
ella, á pesar del quejido amargo que le arranca el do- 
lor de recordar en medio de la desgracia la felicidad 
perdida, cuenta aquella escena inolvidable cuando, em- 
bebidos ambos en la lectura de un libro, llegan al punto 
en que se besan los dos personajes de la novela, y en 
que sin saberlo se estrechan entusiasmados los labios 
de ellos también. Aquel dia no leyejon ñaás. Tam- 
poco agrega ella una palabra más, desaparece con su 
compañero otra vez en el torbellino de tinieblas que 

* 

los arrastra ; mientras el poeta, que habia conocido á 
Francesca en su juventud, que habia admirado su be- 
lleza y su frescura, pues era de la familia de Guido, 
señor de Ravena, su protector, en cuya casa enlutada 



j-pj 



Enrique Piñeyro 



fuií acogido durante los últimos años de su destierro, y 
donde murió,— el poeta, oprimido de dolor, cae desva- 
necido. Es un trozo de poeda sin igual ; algo delicado, 
purísimo, goüoso, sobre un fondo inmortalmente triste, 
del medio de lo cual surge una dulce y plañidera val 
femenina, profiriendo gemido tan punzante que va 
á buscar y desgarrar ia fibra más honda y escondida 
del corazón. 

Nunca acabaría si me propusiera hablaros de otros 
episodios incomparables del poema ; pero es preciso 
que atienda á vuestra fatiga, y á la mia. Os lo he di- 
cho antes, es una mina que no se agota. Privilegiada 
literatura la que, como la de Italia, comienza por una 
obra de estas proporciones ! puede estar segura de 
nunca perecer, de renacer y brillar con sólo volver 
á la fuente copiosa de donde corrió la primera vez, y 
beber en sus insondables manantiales. Comprenderla 
muy bien que se deseara ser italiano, sólo por el honor 
de apellidarse compatriota del autor de la Dimna Co- 
media. Mucho, es verdad, mucho hace la Italia por 
la memoria del Dante ¡ lo estudia, lo analiza constan- 
temente, lo ensalza y lo bendice ; al cumplirse el otro 
■ dia, en 1865, un nuevo centenario, el sexto siglo de su 
nacimiento, celebraron una fiesta verdaderamente na- 
cional, de concordia y gratitud, en la cual rebosó no- 
bilísimo y no fingido entusiasmo universal. 

Pero ¿qué significa todo eso, y mucho nr 



Eslutüos I Vomftrauim 



'93 



larado con lo que á Dante se le debe? jamás hijo 
Iguno ha pagado con mayor senicio el cariño de la 
padre á quien debe el ser. Los males que él reprobó 
- anatematizó cun tan ngororu elocuencia, la dUcor- 
lia, la corrupción, el egoísmo, continuaron después de 
11 muerte multiplicados y agravados ; el pais, dividido 
en contienda perenne, iió siglo tras siglo ahondarse 
i sima en que habia de hundirse. La guerra intes- 
ina incesante produjo al ñn la guerra por oficio, y la 
Loriosa nación, que era maestra de las artes y las le- 
: convirtió también en mercado, en bazar de 
oldados, de esos aventureros sin fé y ley, que han 
fecho infame en la historia el nombre de condsttieri ; 

de ahi vino luego la ignominia dd siglo XVI con las 
invasiones y el triunfo de los extranjeros ; y en se- 
iiida, la decadencia completa, el marasmo, la podre- 
^mbre, la muerte. La visión magnifica, en que soña- 
ran Dante y sus discípulos, de una Italia grande y 

poderosa pareció borrarse para siempre, y la Italia tan 

generosamente anhelada no fué más que « una cxpre- 
n geográfica. » Habia muerto ; y para que no que- 
¡e duda, su cadáver, como el de los grandes crimi- 
nales de otros tiempos, habia sido descuartizado, y 
«partidos los pedazos á los cuatro vientos del uni- 
rerso. Pero el espíritu asciende cuando el cuerpo cae; 
r el alma italiana se conservaba incólume y pura en el 

gran poema del Ilustre florentino; ahi estaba guar- 



¡94 



Enrique Piñeyro 



dado el porvenir, ahí la lengua, ahf la literatura, aht 
ias glorias, las tradiciones, las esperanzas de la Italia; 
y de ahí surgieron fulgentes y felices al sonar la hora 
del rescate y la libertad. El libro de Dante flotó como 
un Arca Santa durante siglos de inundación ; y al se- 
renarse el firmamento y brillar el sol del renacimiento, 
de él salieron armados y vencedores los héroes que 
habian de trocar en realidad la ilusión fallida de tan- 
tas generaciones ; y los que más tarde, soldados de 
Victor Manuel ó voluntarios de Garibaldi, remataron 
la obra y cerraron la revuelta y combatida epopeya 
secular, plantando, por primera vez en la historia mo- 
derna, una misma enseña italiana desde las crestas de 
los Alpes hasta la cúspide del volcan de la Sicilia. 

¡ Haber sido, por centenares de años, el foco de 
vida, el corazón que palpita de todo un pueblo, y de- 
volver, en un momento dado, al mundo y á la historia, 
una nueva nación y un pueblo regenerado, — es sin 
duda el honor de los honores, la gloria suprema ! Y, 
sin embargo, i qué es eso ante una obra de esta natu- 
raleza ? í Qué es la vida de un pueblo en parangón 
con la inmortalidad de un poema? Dia vendrá en 
que caiga el actual reino de Italia, como es ley de la 
humanidad, como cayeron tantas naciones en el Asia, 
como cayó la Grecia, como cayó el poderoso Imperio 
Romano, como caen todas las fábricas políticas, por 
firmes y alterosas que parezcan. Nuevas ruinas, nuevo 



Estudios y Conferencias t/pj 

polvo se acumulará sobre el polvo y sobre las ruinas 
antiguas, y al nuevo estrépito sucederá otra vez el si- 
lencio de la desolación y de la muerte. Pero así como 
Jerusalem, < de quien queda el nombre apenas, > dura y 
persiste todavía en la inspirada voz de sus Profetas ; 
así como la Grecia, desvanecida y borrada de la faz 
del mundo por un verdadero cataclismo, vivió siempre 
y vive aún en los hexámetros de Homero, — así la voz 
sincera, el canto melodioso que, por los labios del 
Dante, brotó un dia del corazón de la Italia, no se 
apagará, no se extinguirá jamás ! 



y 

y I 



POETAS líricos CUBANOS 



I 

JOSÉ MARÍA HEREDIA 

Todo cubano recuerda y cultiva con respetuoso 
cariño la memoria de Heredia, reconociendo con legí- 
tima satisfacción que ha salvado su nombre el estrecho 
recinto de la patria y llegado á Europa, donde críticos 
ilustres, alemanes, españoles y franceses, lo han juz- 
gado y apreciado en todo su valor. Nació en Santiago 
de Cuba el 31 de Diciembre de 1803 ; estudió las pri- 
meras letras en la isla de Santo Domingo ; á los doce 
años pasó con su familia á Caracas, luego á Méjico ; 
volvió á la Habana, y obtuvo aquí el título de abo- 
gado, ejerciendo la profesión hasta 1825. Este cam- 
bio continuo de residencia era causado por las ocupa- 
ciones de su padre, juez íntegro y severo, que 
desempeñó varias magistraturas, y llegó á ser Regente 
de la Audiencia de Caracas, en tiempos bien difíciles 
por cierto ; es decir, comenzada ya la guerra de Sur 
América; y dejando sin embargo un nombre por la 
rectitud é imparcialidad de su conducta. 



igS 



F.iiriijuc Piñeyn 



Heredia respiró, pues, desde la niñez la atmósfeta. 
revuelta de aquellos días, y no pudo por tanto perma- 
necer muchos aflos en la Habana ; vivió algún tiempo 
en los Estados Unidos, ganando el sustento con la en- 
señanza de su idioma ; pasó otra vez á Méjico, donde, 
á fuerza de sus relevantes prendas, ejerció altas magis- 
traturas ; y también, como su padre, dejó un nombre 
en esa espinosa carrera. En 1835 le fué pennitido 
volver á la Habana, sólo estuvo cuatro meses, retomó 
á Méjico, y alli, con motivo de haberse prohibido (¡ue 
ejerciera ningún empleo público el que no fuese nacido 
en el país, se halló de repente sin recursos, y presa de 
una terrible dolencia pulmonar, que desde muchos 
ailos antes minaba sordamente su existencia. Murió 
ep Toluca el 12 de Mayo de 1839. ¡ Con cuánta ver- 
dad, pties, ha insertado estas amargas palabras al 
frente de la edición mejicana de sus poesías : — c El 
torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en 
poco tiempo una vasta carrera, y con más ó menos 
fortuna he sido abogado, soldado, viajero, profesor de 
lenguas, diplomático, periodista, magistrado, historia- 
dor y poeta, á los veinte y cinco años. La nue%-a ge- 
neración gozará de dias más serenos, y los que en ella 
se consagren á las musas deben ser mucho más dicho- 
sos. » ■ — La profecía desgraciadamente no salió cierta; 
su vida, corta y contrastada, fué en resumen mejor 
que la de esos sucesores á que alude ; los dias serenos 



Estudios y Conferencias 



igg 



que anunció, fueron tiias mucho más sombríos que los 
suyos, y no tocó suerte más envidiable á los que des- 
pués se consagraron á las musas. José Jacinto Mila- 
nés perdió la razón muchos años antes de morir. Plá- 
cido en 1844, Juan Clemente Zeneaen 187 1, perecieron 
trágicamente; este último d la misma edad que Here- 
dia; Plácido mucho más joven. 

Ocupa en el Parnaso español el nombre de Here- 
un puesto ekvado, y hasta puede decirse que sus 
poesías líricas llenan un vacio que en él realmente se 
observa, pues parece indudable que la España, que 
tantos poetas dramáticos ha producido en el siglo ac- 
tual, no-presenta muchos nombres para ocupar el largo 
espacio que media entre la fecha de la publicación de 
las odas magníficas de Gallego y de Quintana, y los 
brillantes ensayos de Monroy, que tanto prometía y 
tanto quizás hubiera cumplido si no hubiese muerto 
tan temprano, Espronceda desperdició casi de pro- 
pósito sus extraordinarias facultades; Zorrilla no es 
un poeta completo, es sólo una imaginación navegando 
lastre y sin timón. Heredia merece ser colocado 
después de Quintana, á quien igualó en cuanto al vi- 
gor y la sinceridad de la inspiración; pero de quien 
también se aleja en corrección, en pureza y en esa 
majestuosidad con que se desenvuelven las estrofas 
de las odas de Quintana, como caen los pliegues de 
una estatua griega. 



Su turbulenta vida se refleja ei 
sus composiciones; concluye áv 
saicos una oda brillantemente con 
sublimes iluminan otras vetes sus 



la desigualdad ( 
ees con rasgos pro- 
;níada ; relámpagos 
nás pálidas cancio- 



nes. Dice lo (jue siente conforme al estado de su co- 
razón, sin detenerse siempre á buscar la expresión 
más exacta ; hoy el entusiasmo agita todas sus fibras ; 
mañana la amargura más profunda, la más intensa 
desesperación se apodera de su alma, Escoge temas 
variadísimos ; pero no en todas las ocasiones corres- 
ponde la inspiración á la diversidad de sus impulsos. 
No hay suceso contemporáneo á que no haya consa- 
grado algunas líneas; con la vista fija en Europa, lo 
mismo que en América, tiene siempre versos para sa- 
ludar todos los fulgores de la libertad, dondequiera 
que resplandecen ; para maldecir todos los crímenes 
de la injusticia y la tiranía, dondequiera que se co- 
meten. 

Poseyó una instrucción extensa y variada, aunque, 
como era de suponerse, dado el carácter de su vida, 
poco profunda. Su larga residencia en los Estados 
Unidos le hizo aprender y conocer la literatura ingle- 
sa ; y Byron, que fué el gran poeta universalmente 
admirado durante todo el primer tercio de! siglo, ejer- 
ció sobre él visible influencia. No trató sin embargo 
de imitar lo mejor del célebre poeta inglés, y fui 
en esto menos feliz que Espronceda, el cual sin poder 



decirse que sea discípulo de Byron, se empapó tan 
fuertemente en su poesía que le debió varias de sus 
mejores páginas, como la carta de Elvira y las últimas 
estrofas sobre su muerte en el * Estudiante de Sala- 
manca,» que son imitación afortunadísima de dos pa- 
sajes del Don Juan. 

La oda al Niágara, la mejor y más correcta de to- 
das las que escribió Heredia, es realmente admirable ; 
una composición de primer orden, desde el principio 
hasta el fin, sa!vo sólo el apostrofe que empieza : 
« Dios, Dios de la verdad ! » que es débil é innecesa- 
riamente prosaico. Empero, esa misma estrofa tan po- 
bremente comenzada termina con un verso muy 
hermoso : 

y tu profunda voi hiere mi seno 
De este ran.lal en el eterno Irueno. 

Por desgracia, hay varias versiones de esa oda en 
las diversas ediciones publicadas, y no sabemos cual 
sea la definitivamente escogida por el autor. La verdad 
es que ninguna nos satisface cumplidamente ; en todas 
suponemos algunos errones de copia ó de imprenta, 
pues todas contienen palabras mal puestas, adjetivos 
impropios, y alguno que otro verso duro. 

Es una magnifica composición, volvemos á decir ; 
si contásemos los cubanos una docena de poesías que 
citar tan buenas como esa, ya tendríamos el derecho 
de levantar la cabeza en materias literarias. El mismo 



202 



Enrique Piñeyr 



Heredia no tiene otra que pueda considenS^ 
ramente su igual, á pesar de que hay iroj 
bles en la meditación sobre las minas de Cholulaj 
la epístola á Emilia y en varias otras. La descríp* 
del crepilsculo de la tarde, y de lanoehequedesciet 
mientras el poeta medita sentado en la famosa y 
mide Azteca, es tal vez, aisladamente considerad: 
mejor página que escribió. 

El célebre crítico español Alberto Lista j 
Heredia con frases de grande encomio y lo califíc^ 
gran poeta. Bien aplicada estará siempre tan i 
caliticacioa á quien muestre, como él, tanto 
y franqueza en la inspiración, tanta verdad a 
emociones y tanta impetuosidad en los movimiei 

Llamarlo el primer poeta de América seria qu^ 
mucho aventurar y provocar inútiles comparacioQ| 
pero no titubeamos en afirmar que no conc 
vate, en e) Norte ó en el Sur, que se remonte más a 
que él en sus buenos momentos; Bryant ó Longfelfa 
Bello ú Olmedo, no pueden en conjunto considera 
superiores á él. 



11 



Gabriel de la Concepción Valdes, llamado general- 
mente Plácido, nació en la Habana en iSog, de una 



Estudios y Conferencias 20j 

madre blanca, bailarína de teatro, y un padre mulato, 
que desempeñaba el oficio de peluquero. Nació, por 
tanto, libre, pero de color bastante oscuro, y sin poder 
ocultar que pertenecia á una raza tenida por inferíor 
en un país donde existia la esclavitud. Como todos 
los de su clase que residian en las ciudades, escogió 
desde luego un oficio para ganar su subsistencia, y se 
hizo artífice en conchas ó carey, mejor dicho, peine- 
tero ; más tarde dejó esta ocupación sedentaria y 
enojosa, y trabajó por algún tiempo en oficinas de co- 
mercio. Como nada de esto se avenia bien con la 
poesía que sentia bullir dentro de sí, lo abandonó todo, 
y saliendo de la Habana, vagó por las demás pobla- 
ciones de la isla convidado á todos los festines, como los 
antiguos trovadores, y viviendo de los fugaces é incier- 
tos productos de su inspiración, hasta que, con motivo 
de la conspiración de negros del año 1844, murió en el 
cadalso el 27 de Junio de aquel mismo año. 

Tuvo un carácter adusto, agriado al mismo tiempo 
por su triste posición ; sin embargo, en una poesía de 
Milanés intitulada el Poeta envilecido^ hay una estrofa 
que dice así : 

Torpe ! que á su pensamiento 
siendo libre como el viento 
por alto don, 
le corta el ala, le oculta 
y en la cárcel le sepulta 
del corazón. 



y diipiiti 



altmn hu« 



y que según el parecer de algunos contemporáneos, se 
referia á Plácido. Yo casi considero como ima in- 
justicia que se acuse al pobre mulato de una circuns- 
tancia que apenas estaría en su mano evitar. ; Cuánto 
hubiera dado por no necesitar de nadie un poeta, á 
quien la misma alteza de su inspiración elevaba sobre 
el nivel de los demás ! un hombre que en la hora sO' 
lemne de la muerte escribía á su esposa estas angustio- 
sas palabras : «No dejo expresiones á ningíin am^o, 
porque sé que en el mundo no los hay ; dejo memorias 
á D. Francisco Martinez de la Rosa, á D. Juan Nica- 
sio Gallego, y á Zorrilla. » El infeliz no había encon- 
trado amigos y sólo confiaba en tres personas que no 
lo conocían, pero i^ue eran tres poetas y debían simpa- 
tizar con la memoria de un hermano tan cruelmente 
tratado por la suerte. Lo que sí es indudable es que 
muchas de sus composiciones fueron escritas sin más 
motivo que rendir homenaje á otros que ocupaban una 
posición más alta que él, y ¡ eran tantos los que tenia 
por encima ! Nadie leerá sin un vivo sentimiento-de 
disgusto y de dolor esas poesías, en que su talento sa- 
bia usar de una grandilocuencia, que oculta mal el 



Estmlioi 



, Confer 



205 



(completo vacio de la inspiración buscada por medios 
P ficticios. 

Si al recorrer su colección recordamos los escasísi- 
• mos conocimientos que siempre tuvo, y que murió en 

la fuerza de su juventud, habremos de convenir 
I en que ningún poeta cubano, incluso e! mismo Here- 

istuvo naturalmente dotado de tan altas facultades. 
L Estudió tarde y mal, y por eso se observa en muchas 
I de sus poesías un alarde de erudición, que por lo im- 
I portuno nos hace creer que pocos momentos antes 
I acababa de aprenderlo y lo tenia aún fijo en la mente, 
Icomo nos sucede á todos cuando adquirimos alguna 
l'idea nueva ; con la diferencia de que nosotros apren- 

is en la infancia lo que á él sólo siendo ya hombre 
I le fué dado saber. Y sin embargo, encontraremos 
I maravillados algunas composiciones verdaderamente 
I notables bajo cualquier aspecto que se consideren ; su 
\ romance á Jicotencal es bellísimo, Góngora de seguro, 
o lo hubiera hecbo mejor ; muchos de sus sonetos 
I tienen un sabor clásico admirable. En ciertos gene- 
I ros inferiores, como la fábula y el epigrama, es con 
I muchísima frecuencia tan bueno como los modelos re- 
[ conocidos, como Iglesias ó como Iriarte. 

i A quién imita Plácido ? A nadie, ó mejor dicho, 
i á todo el mundo. Cuanto leia se reflejaba en su mente 
I y la reproducción siempre era con poca fortuna, pues 
I la asimilación no habia tenido lugar de una manera 



306 Smrifwf Piieyra 

conf4cta. Entre las poesías que nos quedan i 
Tedia, hay muchas badacciones que revelas 
trabajo no le disgustaba : r na lo extrañamos ] 
para traducir á un gran poeta es también preciso] 
pao Plácido no lle^ á saber medianamente ni ; 
íraoces, y careció de los frecuentes motivos de k 
racioii que despierta en nuestra actividad la ce 
pladon de lo helio. Las ideas bullían revueltas y4 
fusasensu mente y le faltaron los medios de expresarlas. 
\ Con cuánta razón exclama, en una de las composicio- 
nes que escribió pocas horas antes de su muerte : 

Kj ! qnc me Hevo en la cabeía un mundo ! 

terrible expresión de dolor, tan amarga como el lamento 
de André Chénier, al poner su cabeza en el tajo de la 
guillotina : Poiirtanl il y avait qudque ckose ¡á .' Na- 
die ha debido, por tanto, prestar con más razón que 
Plácido supersticiosa fe á la fatalidad, esa fuerza ciega 
que viene á señorearse de la mente que no puede expli- 
carse la tenacidad de su infortunio. Recuérdese el 
hermoso soneto que le dedica. V por el contrario, 
cuando la proximidad de su suplicio le hace olvidar 
las desgracias pasadas, eleva á Dios una hermosa ple- 
garia, que nadie leerá sin consagrar un recuerdo de 
respeto y admiración á ese vate infortunado. 

Hubo en Cuba un poeta negro, Juan Francia 
Manzano, que fué realmente esclavo, y debiái> 



Eslttáios y Ceaferntítitj xrj 

j á la simpalia que despenó su ulenio ; por esto 
icaso muchos lo oponen á Plácido, considerindolo mis 
interesante por su color y su condición scrriL Hay 
pn efecto, en las pocas poesías de Maniaoo que $r 
an, una melancolía, una tristeza profundj. 
ique en las de Plácido no se percibe tanto, nid£l misnto 
modo. Pero eso es todo, no tienen otra cosa, ni me- 
I nombre de composiciones literañas. 



ni 

JOSÉ JACINTO .\f I LAN ES 

La opinión general ha colocado á Jos¿ Jactólo Mi- 
mes inmediatamente después de Heredia y Plácida, y 
::ho tiempo ha distinguido esos tres nombren 
iatre los numerosos autores de versos que siempre ha 
3 Cuba. Mitanes se diferencia de los dos prímc- 
í, que fueron sus contemporáneos ,en haber sido mis 
ttflexivo, si bien menos espontáneo, y en haber tenido 
Kasion y medios de haber escnto todo lo que quiso, 
txiliado por su más que mediana instrucción y pot 
s conocimientos de literatura española, de los jioetaa 
Bel si^lo XVII principalmente, que había ieido y eslU' 
Qiado con empeño. La ciudad de Matanzas fu¿ bu 
tana, en t8i4, y aunque vivió hasta 1863 su carrera 
léticase detiene en 1843, en cuya época comenzó á 
|cbilit-irsc su razón, hasta el puDlo de quedar poco 



3oa 






después perdido para las letras, Su vida nt 
toria; viajó un poco, ya enfermo, en busca de alivio, 
que en realidad no logró ; desde la juventud llamaba 
la atención por su carácter serio y reposado, y vivió 
casi sienapre solo, y encerrado en su casa al lado de 
sus parientes. 

La primera edición de sus obras completas, conte- 
niendo poesías líricas, leyendas, dramas, comedias y 
escritos en prosa, apareció en 1846, y esta circunstan- 
cia lo distingue también de los otros dos poetas cita- 
dos, que no vieron todas sus obras coleccionadas. 
Heredia y Plácido escribieron sólo lo que pudieron, es 
decir, poco, y casi exclusivamente en un solo género : 
el uno no tuvo ocasión de hacer otra cosa en medio de 
su contrastada existencia ; el otro no poseyó jamás los 
medios de contener en justos límites su poderosa inspi- 
ración, cuyos medios son el estudio y la experiencia. 
Milanés, por el contrario, sin ser más que poeta lírico, 
obligó á su musa á entrar por otros caminos más latios 
y difíciles. 

En su tiempo se leian con avidez y aplauso las 
leyendas de Zorrilla, é intentó ensayarse en ese género 
bastardo de novelas en verso, escribiendo tres aparte 
de otra, en las cuales los defectos son más numerosos 
que las bellezas, sin embargo de algunos pasajes tier- 
nos é inspirados. 

En su tiempo también apareció El Trovador^ de 



Estudios V C'on/ri: 



2og 



Garcia Gutiérrez, inaugurando brillantemente ese gé- 
) caballeresco, que tanto ¡jarecia prometer para 
Ma literatura contemporánea española, pues era la mez- 
Kda feliz de los principios dramáticos del siglo XVII y 
■¡de las tendencias del XIX. Por desgracia, los poetas 
españoles han ido abandonando poco á poco esa 
senda, é internándose por otras, cuyos débiles resul- 
tados estamos viendo todos los dias. Milanés aspiró 
t también á la gloria de tiarría Gutiérrez, y escribió el 
|>drama intitulado El Conde Atareos. El argumento está 
llomado del Romancero ; Lope de Vega lo presentó en 
X de sus comedias más endebles, y otros varios lo 
buaieron después en escena, entre ellos Guillen de 
Castro, siendo la de Mira de Amescua la más notable 
e todas. El asunto es interesante, pero demasiado 
[iiorrible; hay que presentarlo con mucha habilidad 
i disminuir el disgusto qtie produce el desenlace 
a el alma del espectador, y ése es uno de los escollos 
<iue hicieron naufragar á Milanés ; el ultimo acto 
: momentos bellísimos, hay con frecuencia una 
uemura arrobadora, pero la situación casi siempre es 
Ifalsa y la impresión horrorosa. El drama en conjunto 
¡puede decirse que es un bello ensayo; está escrito 
ícon talento, con fuego, con pasión ; tiene muy á me- 
nudo graves incorrecciones y está plagado de ripios ; 
pero arranca lágrimas del más indiferente. 

Su afición al estudio le hizo conocer los antiguos 



¿ro 



Eiiriíjiie Piñeyri 



poetas dramáticos y tuvo siempre gran predilecció) 
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come- 
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama- 
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el titulo de 
El poeta en la corte, que habia leido con fruto las pro- 
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribir í 
la manera que lo hicieron Lope y los demás del 
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri- 
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de 
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo 
así, que hoy no existen ni pueden existir. Bueno eS 
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la ríqueu 
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron ellos, 
la verosimilitud, y el estudio dei corazón humano, al 
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo- 
gistas de! honor y la religiosidad, cosas que hoy se 
comprenden de tan distinta manera, — seria una em- 
presa tan digna del ridículo como la locura del hídal^ 
de la Mancha. 

Otra circunstancia en que anduvo también errado 
Milanés fué hacer la moralidad el ñn constante y 
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y quÉ 
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el 
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be- 
llas, y que el que quiere servir á la moral por medio de 
las bellas artes falta igualmente d la una y á las otras. 

Hechas estas importantes salvedades, podemos afta- 



Estudios y Confereí 



r que el mismo hetho de ser la moral el fin de mu- 
»as de sus composiciones, constituye una de las cuali- 
□ás notables de su carácter, y rerela por dó 
kiiera un alroa grande y ¡nira, que siente en si mismK 
I llagas de la sociedad. Asi es que sus poesías 
ttigmati/an los vicios sociales con demasiada severi- 
i á veces, pero siempre con arranques de vigoroso 
Intiisiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la 
¡Sírí-í/, el Hijo del RÍ<o y otras muchas. 

)tra cualidad más notable de su genio poético 

^ la facilidad, la cual puede ser de dos maneras : ó 

íen la riqueza, la abundancia inagotable de pensa- 

nentos y de imágenes expresados con el vigor y exac- 

uud que de suyo requieran ; y ésta la Uamariamos 

fWH facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por 

^edio de la cual van sucediéndose unas tras otras las 

(trofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta 

Incantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /í'?«''íÍii 

facilidad, y es la que corresponde por completo á Mi- 

«és. Esta cualidad envidiable, que no basta nunca 

pdar el estudio, es sin duda el principal motivo de la 

boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ; 

esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada 

con tanto candor, halló desde luego eco en las almas 

sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de 

los poetas ; y he ahi la razón por qué está con justicia 

«locado inmediatamente después de Plácido y de 



Enrique Piñeyrt 



poetas dramáticos y tuvo siempre gran predili 
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una 
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso 
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el tí( 
El poeta en la corte, que había leido con fruto laA-j 
ducciones de! antiguo teatro, f ero pretender 
la manera que lo hicieron Lope y los demí 
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes 
tores produjeron sus obras inspirados por muldti 
circunstancias esencialmente españolas, por d( 
asi, que hoy no existen ni pueden existir. Bi 
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la 
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron 
la verosimilitud, y el estudio del corazón bu: 
desarrollo de una intriga interesante; ser los 
gistas del honor y la religiosidad, cosas qui 
comprenden de tan distinta manera, ■ — seria 
presa tan digna del ridiculo como la locura de 
de la Mancha. 

Otra circunstancia en que anduvo también errado 
Milanés fué hacer la moralidad el ñn constante f 
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qoé 
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el 
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be- 
llas, y que el que quiere servir á la moral por medio de 
las bellas artes falta igualmente á la una y á las otras. 

Hechas estas importantes salvedades, podemos afia- 



Etiudios y Confer 



r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu- 
Rías de sus composiciones, constituye una de Ins ciiali- 
más notables de su carácter, y revela por dó 
piiera un alma grande y pura, que siente en sí misnuí 
i llagas de la sociedad. Así es que sus jioesias 
ntigmatiican los vicios sociales con demasiada severí- 
i á veces, pero siempre con arranques de vigoroso 
[Btiisiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la 
Sfri-í^, el Hijo M Rico y otras muchas. 

itra cualidad más notable de su genio poético 
B la facilidad, la cual puede ser de dos maneras; ó 
riqueza, la abundancia inagotable de pensa- 
btenlos y de imágenes expresados con el vigor y exac- 
tud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos 
1 facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por 
■tedio de la cual van sucediéndose unas tras otras las 
ptrofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta 
¡ncanladora sencillez. Esta pudiera llamarse /c^w^rfn 
''facilidad, y es la que corresponde por completo á Mi- 
lanés. Esta cualidad envidiable, que no basta nunca 
á dar el estudio, es sin duda el principal motivo de la 
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ; 
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada 
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas 
sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de 
los poetas ; y he ahí la razón por qué está con justicia 
colocado inmediatamente después de Plácido y de 



Enrique Piñeyn 



poetasdramáticosy tuvo siempre gran predüeccioi 
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come- 
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama- 
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el titulo de 
El poeta en la corle, que habia leído con fruto las pro- 
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribir á 
la manera que lo hicieron Lope y los demás del 
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri- 
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de 
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo 
asi, que hoy no existen ni pueden existir. Uueno es 
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la riquesa 
de la lengua; pero posponer, como lo hicieron ellos, 
la verosimilitud, y el estudio del corazón humano, al 
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo- 
gistas del honor y la religiosidad, cosas que hoy se 
comprenden de tan distinta manera, — seria una em- 
presa tan digna del ridiculo como la locura del hidalgo 
de la Mancha. 

Otra circunstancia en que anduvo también errado 
Milanés fué hacer la moralidad el fin constaute y 
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qué 
consigue con esto? Ser una prueba más de que el 
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be- 
llas, y que el que quiere servirá la moral por medio de 
las bellas artes falta igualmente á la una y á las otras. 

Hechas estas importantes salvedades, podemoy 



Estudios y Confer 



r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu- 
s de sus composiciones, constituye una de las cuali- 
nás notables de su carácter, y rereta por dó 
hiiera un alma grande y pura, que siente en si misma 
t llagas de la sociedad. Asi es que sus poesias 
^Stigmatií'.an los vicios sociales con demasiada severi- 
dad á veces, pero siempre con arranques de vigoroso 
I entusiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la 
yárcei, el Hijo dd Rico y otras muchas. 
I La otra cualidad más notable de su genio poético 
Lía facilidad, la cual puede ser de dos maneras: ó 
Ben la riqueza, la abundancia inagotable de pensa- 
pientos y de imágenes expresados con el vigor y exac- 
; títud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos 
X^an facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, |>or 

medio de la cual van sucediéndose unas tras otras las 

Btrofas, sin vender ningún esfuerzo y sin salir de cierta 
^cantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /eywíwít 
«cilidad, y es la que corresponde por completo á Mi- 
Esta cualidad envidiable, que no basta nunea 
■1 estudio, es sin duda el principal motivo de U 
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ; 
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, e.\presada 
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas 
sensibles de las mujeres, en la imaginación delicada de 
los poetas : y he ahí la razón por qué está con justicia 
colocado inmediaiamenie después de Plácido y de 



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Enrique Piñeyri 



poetas dramáticos y tuvo siempre gran predilección por 
Lope de Vega, habiendo dejado sin concluir una come- 
dia fielmente imitada de otra de aquel famoso drama- 
turgo, y probando en la que poseemos, bajo el título de 
El poeta en la torte, que habia leído con fruto las pro- 
ducciones del antiguo teatro. Pero pretender escribirá 
la manera que lo hicieron Lope y los demás del 
siglo XVII, es un imposible : aquellos insignes escri- 
tores produjeron sus obras inspirados por multitud de 
circunstancias esencialmente españolas, por decirlo 
. así, que hoy no existen ni pueden existir. Bueno es 
que se imiten ciertas cualidades, sobre todo la riqueza 
de la lengua ; pero posponer, como lo hicieron ellos, 
la verosimilitud, y el estudio del corazón humano, al 
desarrollo de una intriga interesante; ser los apolo- 
gistas del honor y la religiosidad, cosas que hoy se 
comprenden de tan distinta manera, — seria una em- 
presa tan digna del ridiculo como la locura del hidalgo 
de la Mancha. 

Otra circunstancia en que anduvo también errado 
Milanés fué hacer la moralidad el fin constante y 
principal de casi todas sus poesías líricas. ¿ Y qué 
consigue con esto ? Ser una prueba más de que el 
arte no tiene otro fin que la expresión de las ideas be- 
llas, y que el que quiere servirá la moral por medía de 
las bellas arles falta igualmente á la una y á las otras, 

Hechas estas importantes salvedades, podemos afta- 






. C.,f,r 



r que el mismo hecho de ser la moral el fin de mu- 
ichas de sus composiciones, constituye una de las cuali- 
¡dades más notables de su carácter, y rerd*. por dó 
|uiera un alma grande y pura, que siente en si misnu 
s llagas de la sociedad. Asi es que sus poesias 
' estigmatizan los vicios sociales con demasiada severi- 
dad á veces, pero siempre con arranques de vigoroso 
entusiasmo y noble indignación. Léanse el Ebrio, la 
]^drcel, el Hijo dtl Rico y otras muchas. 

1 otra cualidad más notable de su genio poético 
ft«s la facilidad, la cual puede ser de dos maneras ; ó 
■bien la riqueza, la abundancia inagotable de pensa- 
mientos y de imágenes expresados con el vigor y exac- 
nitud que de suyo requieran ; y ésta la llamaríamos 
n facilidad ; ó bien esa inimitable naturalidad, por 
■ inedio de la cual van sucediéndose unas tras otras las 
■iestrofas, sin vender ningiin esfuerzo y sin salir de cierta 
^encantadora sencillez. Esta pudiera llamarse /c^w fía 
Lcilidad, y es la que corresponde por completo á Mi- 
Esta cualidad envidiable, que no basta nunca 
ft daF el estudio, es sin duda el principal motivo de la 
boga que han obtenido siempre en Cuba sus poesías ; 
esa sensibilidad exquisita y sin afectación, expresada 
con tanto candor, halló desde luego eco en las almas 
tnsibles de las mujeres, en la imaginación delicada de 
i poetas ; y he ahí la ra^on por qué está con justicia 
tolocado inmediatamente después de Plácido y de 



312 Enríijtie Piñeyro 

Heredia, á quienes no igualó ni en inspiración, 
fuerza, ni aun tampoco en corrección. Fáciles, muy 
fáciles, y de una suavidad purisima y penetrante, son 
las redondillas de su poesía La Madrugada, y las déci- 
mas de las que lleva el titulo de Su Alma. 

Hay en sus obras pocas poesías amatorias, y todas 
respiran los sentimientos más castas y elevados ; al 
revés de las de Heredia que abusa del asunto, y ánn 
cae con frecuencia en un verdadero sensualismo. El 
mayor niímero de sus composiciones desenvuelve le- 
mas de interés social y filosófico. 

La misión del poeta sobre la tierra era para él un 
verdadero sacerdocio, y así trató de desein]}eílarla, 
conformándola á su carácter serio, estoico, superior á 
todos los desengai5os pasajeros, ajeno á las tempesta- 
des que tanto anublan la existencia de otros poetas, 
teniendo en su alma sensible ecos para responder á 
lodos los dolores de la humanidad ; pero frió consigo 
mismo y mesurado en todos sus impulsos y afecciones. 
Poeta reflexivo en toda la extensión de la palabra, 
como dijimos ánies ; buscaba muchas veces el argu- 
mento antes de sentir la inspiración, y meditaba k 
lección moral antes de percibir ¡a imagen poética ; de 
ahí nació esa larguísima serie de composiciones en que 
se esfuerza por trazar laboriosamente tipos más ó me- 
nos abstractos, pero convencionales la.s más de las ve- 
ces, como el Hijo del Rico, el Hijo del Pobn:, el Poeta 



Estudios y Conferencias 21 j 

Envilecido^ la Ramera^ el Ebrio y varios otros, títulos 
de muchas de sus poesías. 

Hay un momento, en sus mejores composiciones, 
en que visiblemente se extravía la inspiración, aluci- 
nada por el intempestivo deseo de producir una im- 
presión moral. El BesOy por ejemplo ; comienza deli- 
ciosamente, y describe con verdadera gracia y frescura, 
hasta la mitad de la composición, dos amantes senta- 
dos y conversando en un jardin. El poeta se inclina 
á besar la mano de la mujer, y de repente se abstiene. 
i Porqué ? Por las más extrañas é inverosímiles con- 
sideraciones ; por una multitud de ideas inoportunas, 
que nada tenian que hacer en la situación aquella ; y 
habla de meretrices é intenta una descripción infortu- 
nada y pobrísima del amor mercenario, cosas todas 
que en nada concuerdan con el tono sencillo y deli- 
cado con que comienza la poesía. 

IV 
LA MUERTE DE LA A VELLANEDA 

Las letras hispano-americanas acaban de perder 
uno de sus más brillantes ornamentos. La eminente 
poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda mu- 
rió últimamente (Marzo de 1873) ^^ Sevilla, donde 
residía hace años, desprendida del mundo, por de- 
cirlo así, y consagrada casi exclusivamente á debe- 



314 



Enrique Fiñeyro 



res religiosos. Sus últimos días fueron como el Cife J 
mentario vivo de las dos celebradas odas á la Crtí* y 
Dios y el Hombre, que por muchos son consideradas 
como sus mejores composiciones en el género lineo. 

La Avellaneda ocupa en la historia literaria un 
puesto lan curioso como interesante. Hemos creído 
siempre que el (¡ue leyese todas sus composiciones lí- 
ricas y dramáticas, en prosa ó verso, sin saber de ante- 
mano el nombre de la autora, no soñarla siquiera en 
atribuirlas á una mujer. No tiene ni una sola de las 
cualidades que por lo general distinguen á las mujeres- 
autoras. Más aún, si se suponen sus poesías escritas 
por un hombre, llamarían la atención por su eatona- 
cion robusta, su lenguaje pomposo, y también á veces 
por la elevación de sus ideas ; pero se notaría como 
defecto una marcada pobreza de sensibilidad y de 
ternura en el alma del poeta. García Gutiérrez, Sél- 
gas, Milanés tienen mucho más de femenino, es decir, 
más delicadeza y sutil penetración, que la autora del 
Alfomo Munio y el Baltasar. 

Compárense las poesías de la Avellaneda con las 
de una verdadera poetisa, la Desbordes- Val more por 
ejemplo, y se observará una diferencia muy grande. 
casi una oposición completa, en el carácter de las ideas 
y las expresiones. El corazón de esa mujer no sintió 
nunca afectos dulces ó apacibles; el entusiasmo, la 
admiración, la fé de [os Cruzados llenaron más de una 



Estudios y Conferencias 2i§ 

vez &u pecho y le inspiraron versos magníficos ; pero 
las lágrimas no enturbiaron jamás sus ojos, ni el ver- 
dadero amor avasalló su alma. Una vez debió haber 
sufrido algún amargo desengaño, de que conservan 
huella unas hermosas cuartetas que hay en el tomo de 
sus versos ; otra mujer, en caso idéntico, habría es- 
crito una patética elegía. El corazón de la Avella- 
neda dio sólo un rugido de ira, un grito furioso de 
dolor. 

En la escena consiguió verdaderos triunfos, y la 
representación del Alfonso Munio se recuerda en Ma- 
drid como un gran suceso literario. Esa tragedia y el 
Saúl se parecen á las de Alfieri, el más viril y más 
rudo de los poetas ; y las obras de la poetisa ameri- 
cana carecens como las del célebre trágico italiano, de 
flexibilidad y de pasión. Su Baltasar tiene más movi- 
miento é interés que el Sardandpalo de Byron, al cual 
algo se asemeja. 

Nadie, en Cuba ó en el resto de la América latina, 
ha escrito como ella. Ni Baralt, ni el mismo Andrés 
Bello, á pesar de su cabal conocimiento de la lengua y de 
su sintaxis, supieron penetrar tan completamente hasta 
la esencia del genio literario español, y encontrar sin 
esfuerzo acentos tan genuinamente castellanos, tan 
parecidos á los de Fernando de Herrera y Luis de 
León, sin pedantesca afectación de arcaísmo, con todo 
el calor y el vigor de la savia moderna. 



v^^ 



EL MOVIMIENTO REPUBLICANO 



EN EUROPA 



POR 



EMILIO CASTELAR 



Don Emilio Castelar tiene hoy unos cuarenta años 
de edad, y es el más conocido fuera de su patria de 
todos los españoles que hablan ó escriben sobre asuntos 
públicos ; era sin disputa, desde hace tiempo, entre los 
hombres políticos de la España actual, aquel que por su 
talento, su variada instrucción y su constante interés y 
simpatía por las glorias, las penas y las esperanzas 
de las otras naciones, estaba llamado á adquirir en el 
mundo una merecida popularidad. 

La tiene ya sin duda alguna. Sus principios repu- 
blicanos, proclamados desde sus primeros pasos en la 
vida pública y á que permanece firmemente adherido, 
han contribuido á hacer mayor y más fácil la extensión 
de su reputación, y le han abierto campo vasto y ade- 
cuado en esta república de los Estados Unidos de 

lO 



3JS 



Rnriquf Piñeyro 



Norte América, — la cua! se compone de más de cua- 
renta millones de hombres que saben casi todos leer, 
carece hasta ahora de ese cultivo superior de las letras 
y las artes que es el producto natural del refinamiento 
del gusto, cuenta un número prodigioso de periódicos 
que buscan ansiosamente y comentan en cada hora 
del día las noticias que el telégrafo comunica de todas 
partes del mundo, y desde hace tres ó cuatro años 
repite con interés el nombre de Castelar, como el de 
un republicano sincero y ardiente, que sabe vestir con 
las galas de un arte exquisito, las ideas y principios 
políticos que son la vida, el modo de ser del pueblo 
norte- americano. 

El mejor entre los diarios políticos de Nueva York, 
La Tribuna, lo cuenta como corresponsal, y ha anun- 
ciado el nombre de su colaborador, como un ornamento 
de su redacción. La miscelánea mensual, que más cir- 
culación tiene en los Estados Unidos, Harper's Ma- 
gasine, anunció desde principios de año, como una de 
las interesantes jiovedades que el periódico insertaria 
en el curso de él, una serie de artículos sobre < El Mo- 
vimiento Republicano en Europa, » por Emilio Caste- 
lar, el elocuente hombre de Estado español. Los dos 
primeros de esos artículos han aparecido ; ha des- 
pertado en nosotros un interés nuevo y picante leer 
en inglés un trabajo inédito de Castelar, comparar la 
impresión anterior que teníamos de sus escritO&^ 



Esludios y Co»fer 



2ig 



castellano con estos artículos vertidos por otra pluma 
á una lengua extranjera, y despojados necesariamente 
s colores brillantes de un estilo tan meridional y 
(an lleno de adornos como el suyo ; y aprovechamos 
Qsa oportunidad de hablar, con cierto aire de 
fcovedad, sobre el distinguido jefe de la minoría par- 
Mmentaria y republicana de las Cortes españolas. 

Castelar ha aspirado á una triple gloria, y si hemos 
fde creer á sus admiradores, los laureles del hombre de 
(Estado, del orador y del escritor, se confunden en tor- 
3 de su frente. En una época como !a actual, en que 
K elocuencia polliica ha variado de carácter y no es ya 
I esfuerzo poderoso y apasionado para convencer en 
íocas horas á una reunión de hombres ; en que la 
ftpalabra ha venida á confundirse con la pluma, y los 
ídiscursos, pronunciados ante trescientas ó cuatrocíen- 
I tas personas, .son simplemente artículos que los perió- 
Idicos reproducen al siguiente dia, para ser leidos por 
Biillones de suscritores, — es mucho más fácil ser ora- 
^pr que en cualquiera otra época de^ la historia ; el 
oíadoT y el hombre de acción no son ya necesaria- 
' mente una misma cosa, como lo fueron en la antigüe- 
dad, como lo eran todavía, no hace un siglo, Chatham 
en Inglaterra y Mirabeau en la primera asamblea de 
Francia. La elocuencia parlamentaria se ha aproxi- 
mado á la académica, de la cual antes distaba muchí- 
y oradores, puramente académicos como Caste- 



Bitriquf Pi^rff 



lar, han podido recitar sus párrafos rotundos y sus 
largas alegorías en asambleas políticas, porque Ui anti- 
gua clasílicacton del tono y el lugar, el hcus regii ac- 
Aw, no se encuentra ya más que en los libros de reló- 
rica. Es ocioso, por tanto, si no del todo imposible, 
establecer la línea divisoria entre el orador y el escri- 
tor; pero en ningún caso más difícil que respecto del 
ilustre republicano á iiuien nos referimos : Castelai 
parece ^ue recita sus artículos cuando habla, 
consigna al papel sus arengas cuando escribe 

Eslo explica la extraordinaria semejanza 
discursos y sus opúsculos políticos. La misma 
rancia de citas históricas, la misma monotonía 
matoria del estilo, la misma profusión de imágenes 
poéticas que se nota en los artículos, aparece en las 
oraciones improvisadas. No es así como general- 
mente han escrito los grandes oradores, aquellos mis- 
mos que han luchado contra la naturaleza del régimen 
político de las naciones modernas, aqueUos como Cui- 
Eot, como Thiers, como tantos otros, que kan agittait 
y añlado en el mármol ¡le la tribuna un estilo que, apli- 
cado á la lengua escrita, ha ganado inmensamente en 
claridad y precisión. 

Lo decimos de una vez : Caslelar, más que orador 
político, y mucho más que ho mbre de Estado, es un 
artista. Uno de los hisiorj^^^HlÉü* Kevoli 



Castelar 

I 



EsimJhí r C^m/i 



francesa llama á los céktvcs G^toqküim» ót xt ^Zrjzr- 
vención < artistas es^rarádos es tü csseztj ót ^ viíi^ 
tica ; » palabras que tal vez fonnes sExc;íí«3dk=:is; rr!:^. 
frase y no expresen una rerd^d idscóríta : vue t >. 
más pudieran aplicarse solamesTe á YergrrigiíC. t¿ zcasr 
notable del grupo, pero indispTiTalAcaafT t-t: ix ^jxtj^. 
á pesar de su irresolución y $a índcAeic^E r^i^íujr-uvM:. 
Nosotros robamos esas palabrs^ á Lrii I^s^jt ;;£r«. 
aplicárselas á Emilio Castelar. c:; qríí::! ciaicrzs: v 
ajustan perfectamente. Es xm aríista- r^. pLct-ir ót 
maravillosa facilidad^ de la escuels dt kit iiuísivt <.<!>>- 
ristas italianos, que prodiga los tonos bríLacttírt ót bt 
paleta, y baña de rosado y azul cekst«: *^j:zji.'t y ab-jr.- 
tos que lucirian mejor, trazados con vSvj ^xzííli *:\aji':i'X 
pinceladas vigorosas. 

Necesítase más que eso, — mejor dícbo. t^ pf^r^is/^ 
ser una cosa enteramente distinta, j/ara ix^tJ^.^f k. 
nombre envidiable de hombre de Estaó<> : para r^ruiír 
las difíciles condiciona de voluntad y dit proriiíiud 
de designio con que se gobiernan laf iiacio&t^t. ht 
verdad que Castelar ha hablado íiíempre d^rvi*: iot 
bancos de la oposición, pero las nacion*rb m: ;íobifrrriíLfj 
lo mismo desde ellos que desde los csíento^ «jíüiyí';- 
riales ; una oposición patriótica, sincera y *rrj<rf j^í' u 
ejerce sobre la marcha general del gobierno ur-ut in- 
fluencia poderosa y saludable. Este eiü un axiofuíi j/*^ 
Utico que no j^ggsita demostración. < <^^uiéfj pu^^^; 



linríi/ue J'iñeyra 



negar, jior ejem¡)lo, que el elocuente tribuno ¡n{^ 
John Bright prestó servicios mayores á sus conciuda- 
danos, é influyó más directa y eficazmente en la mar- 
cha de su patria, durante los largos años en que reso- 
naba la magnlñca bocina de su palabra desde el lado 
de la oposición, i^ue. cuando después entró á formar 
parte del gabinete y á oscurecerse en el puesto de mi- 
nistro ? 

Es inúlil, por tanto, buscar en él otra cosa que un, 
literato ; pero como tal, y como artista de forma, es 
acreedor á los mayores elogios. Su inspiración, ha- 
blando ó escribiendo, es un raudal ; su oido musical 
de una finura incomparable ; su memoria nunca des- 
fallece, y como su instrucción es en alto grado variada 
y completa, sabe agrupar nombres históricos é ilustrar 
sus pensamientos con magníficos ejemplos. Tenemos 
hoy delante de nosotros unos artículos en inglés, no 
traducidos por él mismo ; de la mano del artista no 
queda más que el dibujo, y analizarlo ahora es como 
juzgar al Ticiano ó al Corregió sólo por las copias en 
acero de sus cuadros. En un escritor político y filosó- 
fico como Caste!ar debe sin embargo encontrarse algo 
superior á la forma, se encuentran las ideas, que 
importan mucho más ; y vinos artículos sobre el Movi- 
miento Republicano en Europa han de ser la historia 
de una idea. 

Por supuesto que lo menos que debe desearse en 



Estudios y Conferencias 223 

las producciones de un escritor de la naturaleza de 
Castelar, es método y claridad. Castelar escribe en 
prosa como otros en verso, á merced de la inspiración 
del momento, cubriendo con metáforas, antítesis y 
alegorías la ausencia de la idea precisa, la falta de 
encadenamiento lógico en los raciocinios. Estos artí- 
culos, á pesar de su extensión y de su título, son sim- 
plemente artículos de política militante, como los que 
aparecen diariamente en la primera plana de los perió- 
dicos de París, escritos rápidamente y con más aire 
de disertaciones de escuela que de otra cosa. 

Tratan primero del estado de la Francia actual, 
hablan largamente de Víctor Hugo, de Lamartine, de 
Lamennais y sobre todo de Gambetta ; para ello 
comienzan con un exordio, como ios que habitual- 
mente colocan los escolares á la cabeza de sus compo- 
siciones en las clases de historia, en que traza á grandes 
pinceladas la historia del universo, ^3.\a poder apreciar 
el movimiento republicano en Fraruia. El exordio habla 
de todo, de Alejandro, de Alarico, de Carlomagno, de 
Gregorio Vil, de las Cruzadas : establece á son de 
trompa principios tan nuevos y difíciles de probar como 
éste : — «la historia de los hechos es el eco de la his- 
toria de las ideas, » y este otro : — «es cosa muy difícil 
fundar la república sobre el suelo teocrático y feudal 
de la Europa ; » — y después de tan magnífico descu- 
brimiento, advierte que sólo la América puede com- 



224 



Enrique Piñeyro 



prender lo vasto de los obstáculos que se oponen ( 
Europa á la república, i Porqué ? Porque la AméTÍca 
carece de tradiciones y de ruinas eri su suelo. Pues 
precisamente por eso es la América quien menos com- 
prende esos obstáculos ; porque solo los conoce de 
oidas, porque no puede haberlos visto y palpado como 
los que nacen sobre ese suelo, ni está acostumbrada á 
oirlos constantemente apostrofar y exagerar. 

Estas afirmaciones vaporosas, que á la legua se 
comprende que vienen al correr de la pluma, sin anie- 
cedentc ni consecuente, son un rasgo característico de 
los escritos de Castelar, y se encuentran á cada ins- 
tante. He aquí la primera frase del exordio : t A 
despecho de los ejércitos de los reyes y de las exco- 
r.niniones de los papas, !a civilización moderna es de- 
mocrática ; í (i) un modelo de pensamiento sin valor ni 
solidez, y sin embargo el punto de partida de un tra- 
bajo de historia filosófica, i Son acaso los ejércitos 
de los soberanos y las excomuniones de los pontífices 
los únicos enemigos de la democracia ? Del mismo 
modo pudieran haberse incluido en la enumeración 
el rayo del cielo y las curvas parabólicas de los come- 
tas, í Fueron estos obstáculos los que convirtieron á 



(l) Como nuestras observaciones no se dirigen á la lormn, sini 
á la idea que ésta expresa, creemos suficienle advertir aquí, uní 
vel por todas, que traducimos esas frases del inglés, y que \ 
Sr. Castelar no es responsable de las palabras. 



Estiidioí y Confer 



^^5 



Ela Francia, después de la gran revolución democrática 
ig, en el ejército entusiasta de un emperador, y 
Jios que devolvieron al catolicismo el prestigio que te- 
^ia perdido ? No acertamos fijamente á comprender 
D que Castelar quiere decir por medio de esta frase 
■ueca y de puro efecto. ¿ Aludirán por ventura sus 
uniones pontificales al Syllahis y demás decretos 
Ude Pío Nono? Pues ellas precisamente son las que 
;han introducido hoy un cisma en la Iglesia, las que 
■lian arrebatado á la Curia Romana la mejor parte de 
PSu influencia en el mundo, las que han relegado á un 
tincon del Vaticano, sin un solo gobierno de Europa 
íii de América á su lado, al Gran Sacerdote que diri- 
gía antes la política universa!. ¿ Rcferiránse, por el 
contrario, al poder teocrático de la Edad Media ? No 
lo creemos ; esta civilización democrática moderna 
Lapénas era entonces un presentimiento; y en aquella 
V¿poca terrible del derecho de la fuerza y del predomi- 
nio de las castas por medio del principio hereditario, 
era la Iglesia Católica la única que, por su organiza- 
ción y su poder intelectual, sabia contener los excesos 
Sde la fuerza triunfante y desencadenada. 

Lo mismo puede decirse de los ejércitos de los 
[cyes, mencionados después. Pero no es nuestra inten- 
feion seguir este sistema de critica al pormenor, tan 
pnojoso como estéril, y sólo hemos querido marcar un 
raefecto de las producciones del distinguido publicista, 



220 



Enrique Pit 



demostrando la razón por que dijimos que compoDe- 
su prosa como otros escriben versos. Cuando Castelar 
comenzó estos artículos no tenía quizás plan dispues- 
to, ni exordio indicado por consiguiente. La primera 
frase revela la confusión de su mente en ese ínstame ; 
á medida que fué escribiendo, las ¡deas se ordenaron 
un poco más, y entró en el verdadero objeto de las dos 
primeras partes de esta disertación, que es un bosquejo 
del movimiento republicano en Francia. 

La impresión final que dejan en el lector puede 
condensarse en dos palabras ; son dos artículos escri- 
tos por un español y traducidos a! inglés para el pú- 
blico norte-americanoj pero ese español es simplemente 
un frontes mds. 

Hay a!go que admirar, bajo este punto de vista, en 
un hombre que, por el esfuerzo de un sentimiento po- 
deíoso de simpatía, logra asimilarse tan completamente 
las ¡deas, los sentimientos, y hasta las preocupaciones 
de otro pueblo, donde no ha nacido, ni vivido más que 
de paso. Es verdad que dadas las ¡deas y opiniones 
sociales y políticas de Castdar, se comprende que el 
español que las profesa ha de haberlas aprendido y 
cultivado en Francia ó en libros franceses, pues en 
España ni se han hecho esos ensayos de repiiblica ni 
ha habido escritores notables sobre tan interesantes 
cuestiones ; pero el valor de la observación aun así 
permanece intacto, porque Castelar no sólo profesa 



Estudios y Conferencias 



227 



opiniones comunes á todos los republicanos franceses, 
sino (ambien las espresa con el más inequívoco acento 
de sinceridad, y las confunde con errores y preocupa- 
ciones de casi todos ellos. Gustavo Flourens, el fre- 
nético tribuno que guió á los comunistas en el ataque 
contra Versalles, murió, según Castelar, asesinado. 1.a 
columna de Vendóme, para él es un « cadalso en el que 
la Francia y la Europa fueron decapitadas por la infa- 
me política de los Césares ; » sostiene que su demoli- 
ción no fué un crimen, y de seguro no cree que fuese 
una puerilidad. Todos los franceses escogen general- 
mente un héroe de su gusto en el largo catálogo de 
los que figuran en la primera Revolución Francesa ; 
para unos, como Luis Blanc, es Robespierre ; para 

I otros, como Lamartine, Vergniaud y sus compañeros 
de la Gironda; para muy pocos, Lafayette; para otros, 
en fin, ó Saint Just, ó Barnave, ó Madame Roland, ü 

I otro cualquiera ; para Castelar es Danton. Castelar 
cree, como todos los franceses, que el esfuerzo mayor 
de heroísmo de que hay ejemplo sobre la tierra es la 
lucha de los ejércitos republicanos de Francia contra 
la invasión extranjera á fines del siglo pasado ; y aun- 
que ese brillante episodio es una gloria indisputable de 
la Revolución, no parece recordar por de contado que 
fué una guerra de aliados mal unidos, llevada adelante 
sin vigor y sin unidad, por un general irresoluto y me- 
diano como el duque de Brunswick. Castelar engran- 



328 



Kiii-iqíic Piñi 



dece el suceso cuanto puede ¡lara abonárselo en c 
á la memoria de Danton y Robespierre ; pero como el 
segundo de esos personajes no es de su especial predi- 
lección, establece inmediatamente un paralelo, en el 
cual entre otras cosas dice ; « el uno (Robespierre) era 
el maquiavelismo, el otro la franqueza de la revolución; 
el uno era conspiración, el otro guerra ; el uno egoista 
en sus impulsos más humanos, el otro generoso €ñ sus irí- < 
menes mds abominables. » ( Es esto escribir historia} |Q 
esto estudiar desapasionadamente los sucesos ] 



Pero Castelar también más que filósofo y más t| 
historiador, es un sectario. Tiene su idea que Cffl 
forma republicana federal, (i) tínica solución pos 
para todos los pueblos y naciones, cualesquiera \ 
sean sus aspiraciones, cualesquiera que sean sus esjüj! 
ciales circunstancias. La Revolución francesa de rycfj 
llevó á la Francia, primero á la monarquía, y luego al 
Cesarismo, no por sus crímenes, oo por su intolerancia 
feroz, no por la presunción teórica y la ignorancia prác- 
tica de sus jefes, ni mucho menos por la falta de la 
educación necesaria en las masas ; nó ; según Caslelar, 
se perdió exclusivamente ■^ot falta de espíritu federal. 
Esa civilización moderna que es democrática, á despe- 



(t) Eso era en 1S72, fechi de 
;nte, y puede decirse sin exagen 



atrito ; ahora es muy dil^_ 
Quantum mltíatus «j jj 



^^^nvmvi 



Estudios y CohJi 



229 



:ho de las excomuniones y los ejércitos, no seria, si se 
liguierao estriciamente los principios de Castelar, más 
que la sustitución de un fanatismo por otro. Fuera 
de la República federal no hay salvación, dice él, como 
dicen otros que no la hay fuera de la Iglesia Católica, 
y el progreso entre ambos extremos no es tan grande 
pomo parece. 

De esta manera vive constantemente en una atmós- 
ra artificial. Piensa y siente como un francés ; ha- 
blando de Ledru-Rollin dice en estos artículos : « ha 
pido desde 1832 nuestro primer tribuno, nueUte mejor 
^ador. > Cuenta los sufrimientos de los republicanos 
ID Francia, los horrores de la toma de Paris por Mac 
Uahon, con la más vigorosa indignación, con lástima 
profunda, con patética elocuencia. 

Bastaria esta circunstancia para aquilatar el valor 
real, filosófico de las teorías republicanas de Castelar, 
ii ellas en sí mismas por su exclusivismo y exageración 
no se hicieran desde luego sospechosas para los que 
viven en América ; pero va tan lejos el Sr. Castelar, 
que en estos artículos dedicadas á anglo-americanos, 
no vacila en estampar la siguiente aventurada y deci- 
siva afirmación : — f El escritor francés Larroque (ha- 
bla Castelar) propone en su libro suprimir la presiden- 
cia en las repúblicas, en h cual tiene razón porque la 
presidencia de un solo ciudadano conducirá siempre d 
¡a monarqula.t i Porqué ? — No lo dice ; pero repetidas 



230 



Enrii/iic /'ii 



en Nueva York, en inglés, y en medio de una campaña. 
presidencial, suenan estas palabras como proferidos por 
un insensato. 

Era preciso decir y muy claro la razón por que ha 
de conducir siempre la presidencia de un ciudadano á 
la monarquía. Cnanto dijera nuestro autor en un pe- 
riódico norte -americano podía pasar sin demostración, 
y aun aceptarse, si se quiere, bajo Ja garantía de su 
nombre.^ménos esa aserción. Dentro de cuatro años 
contarán un siglo de existencia los Estados Unidos, 
en cuyo término han sido gobernados por diez y oclio 
ó diez y nueve Presidentes simples ciudadanos, y ni 
uno de ellos ha revelado deseos ni tendencia á la mo- 
narquía, á pesar de que tres por lo menos, Washington, 
Jackson y Grant, han debido su elección á proezas 
militares. La afirmación es además por su esencia de 
las que necesitan prueba inmediata y satisíactoria, por- 
que los ejemplos contrarios son abundantísimos, donde 
quiera que el ensayo se ha hecho de buena fe. 

De buena fe, decimos, porque no es posible colo- 
car en esta categoría la experiencia de Francia y la 
elección de Luis Napoleón líonaparte. i Quién era esc 
personaje antes de 1848? Nadie, un pretendiente que 
pasaba por tonto ó loco, un aeronauta, un balhonman, 
como dice el historiador de la guerra de la Crimea, 
que habia hecho dos ascensiones aerostáticas y en la 
última habia caído de cabeza ; á quien sus campa- 



Estudios y Conferencias 



231 



'triólas eligieron para que diera golpes de estado y se 
hiciera emperador, si podia; por el solo titulo de ser so- 
brino del déspota más insolente que conoce la historia 
después de la caida del Imperio Romano. Hoy mismo, 
Thiers no es un presidente de buena fe, con sus facul- 
tades dictatoriales, su presencia constante en la Asem- 

a, y la incesante tiranía de su opinión personal, que 
impone con la amenaza de renunciar el puesto en caso 
contrario, y advirtiendo minuto por minuto á la Re- 
pública Francesa, que no se está gobernando por sí 
sola, que va gobernada por un hombre depositario de 
sus destinos. 

No es eso lo que en América se llaman repilblicas 
ni presidentes. El dia en que los republicanos de 

incia (y lo mismo de España é Italia) no sean tan 
declamadores ni tan pagados de sofísmas, como lo han 
sido siempre en su inmensa mayoría ; el dia en que no 
tagan, como el seBor Castelar, distinciones sutiles, 
inútiles é inexactas, del género de la siguiente, que 
hallamos en estos artículos : «el nombre de Washing- 
ton debe incluirse entre el de los grandes ciudadanos 
mds bien que entre el de los grandes héroes ;* t\ dia en 
que piensen que no hay heroísmo mayor que el deber 
público honrada y ¡cálmente cumplido, y reconozcan 
que Danton y sus compañeros fueron hombres que 
perdieron el sentido y la noción de la justicia y el 
deber, y asesinaron por casi un siglo la idea republi- 



2J2 Enrique Piñeyro 

cana en Francia, — ese dia verán que la presidencia de 
un € solo ciudadano ^ no conduce forzosamente á la 
monarquía. 

Nueva York^ Julio de 18^2, 



UNA TRAGEDIA GRIEGA 



POR 



UN POETA CUBANO 



ARISTODEMO. Tragedia en cinco actos y en verso, por 
Joaquín Lorenzo Luaces. Habana : 1867 



Necesitamos comenzar este juicio crítico afir- 
mando que no entra en nuestro credo literario ningún 
espíritu exclusivo de sistema, y que, al contrario, 
por instinto y por convicción, hemos tratado siempre 
de dar á nuestros principios toda la latitud de que po- 
dían ser susceptibles, sin caer en el absurdo ó la extra- 
vagancia. No sentimos ciega predilección por ninguna 
forma de verso ó prosa, ni tampoco por esta ó aquella 
literatura. No nos contentamos con pensar, como 
Boileau, que todos los géneros, menos el fastidioso, 
son buenos y aceptables ; pensamos que todas las for- 
mas que caben en cada uno de los géneros, la nueva y 
la vieja, la indígena y la extranjera, la simple y la 



^34 



Enrii/itc Piiíeyro 



complexa, son justas y respetables desde el mometilA' 
en que un poeta, ó un escritor cualquiera, las ciee 
oportuno aceptar para servir de expresión á sus 
ideas. Ideas indispensablemente esperamos; en cuanto 
á formas, aceptamos y discutimos Codas, poniéndolas 
en parangón con las ideas de que son, ó deben ser, 
brillante li honesta vestidura. 

En la literatura dramática especialmente, en la 
cual guarda siempre la forma una relación más directa 
y constante con la naturaleza del argumento de cada 
obra, son á nuestros ojos igualmente buenas todas las 
especies ; y concedemos al poeta, en todas ocasiones, 
la libertad completa de escoger lo que más le cuadre, 
lo mismo la tragedia clásica, severa y escultural, in- 
ventada y perfeccionada por los griegos, ó el drama 
romántico con todos sus múltiples caracteres, 6 la co- 
media realista de nuestros dias con todo su prosaísmo 
y toda la crudeza de sus escenas. 

Consideramos preciso fijar este punto de vista an- 
tes de empezar á ocuparnos del /I rtsíodrmo, pues sólo 
asi se puede juzgar con imparcialidad una obra que 
en la mente de su autor muestra ser una tragedia d lo 
antigua, griega en la forma, griega en el argumento y 
griega en el orden y distribución de todas sus partes; 
una obra que es además un trabajo de conciencia cui- 
dadosamente concebido y ejecutado, un alarde vigo- 
roso de estudio yderaeditacion, un esfuerzo generoso, 



Estudios y Con/e rendas 



^35 



(ín, ]>or elevarse tnás allá del circulo eütrecho y 
gastado, dentro del cual giran casi siempre nuestros 
líoetas. 

El nombre de Arisiodemo no es nuevo en la litera- 
tnra draraálica, I.os poetas italianos mostraron 
sicmjire grande afición por la terrible y lastimosa le- 
yenda de ese rey de Mésenla ; y apartándose más ó 

os del texto original de Pausaniás, geógrafo del 
siglo segundo de la era cristiana, en su Descripción de 
¡a Grecia, lo han puesto en escena primero Dottori, 
luego algún otro cuyo nombre no recordamos, y sobre 
todos después el ilustre Vicente Monti, 

Es una historia realmente trágica : en tiempo de la 
primera de aquellas tremendas guerras entre Esparta y 
Mesenia que acabaron por la destrucción completa de 
la liltima, cuando los mesenios, no vencidos aún, pero 
cruelmente estrechados, se habían encerrado en la 
inaccesible ciudadela de Ithome, determinaron consul- 
tar sobre el medio de salvarse al oráculo de Délfos, el 
cual les respondió qvie inmolasen á las divinidades del 
infierno una virgen de la sangre de Epytos, bien esco- 
:a por la suerte, ó bien designada voluntariamente. 
La suerte señaló á la hija de Lysiscos, á quien su padre 
huir inmediatamente de la ciudad, para librarla 
del espantoso sacrificio. Entonces Arisiodemo, de la 
de Epytos también, y el guerrero más ilustre de 
la Mesenia, ofreció espontáneamente a su hija, que era 



'j6 



Enrique Pineyro 



esposa prometida de un mesenio. Este, por S3lf| 
su amante, proclama que siendo ya esposa y i 
!a hija de Aristodemo, no podía su muerte satisf 
(j1 mandato del oráculo ; pero el padre ultrajado' 
tan falsa acusación, mata allf mismo y con sus n 
manos á su hija, y enseña al pueblo sus entradas v; 
nales. 1.a voz del oráculo quedaba de ese n 
decida, y por algunos años cesó la guerra entre n 
nios y espartanos. 

Esta es la tradición, tal como ha llegado ha) 
nosotros, y se ve que de ella puede muy bien forra 
el argumento de una tragedia. Monti dispone la a< 
de su obra quince años después del sangriento sac 
cío, cuya relación hace en magníficos vers 
del mismo Aristodemo, y su tragedia tiene por princi 
objeto pintar los remordimientos de ese padre den 
turalizado, que, según el poeta, arrastrado por la ai 
cion, cometió el bárbaro asesinato. Luáces, 
contrario, toma como base de su acción el minj 
sacrificio, cuyo acto constituye la catástrofe de su4 
gedia. 

Pero en el Aristodemo de Luáces hay mucho i 
de lo que encierra la tradición, y en nuestro concq 
lo que ha agregado no está de acuerdo c 
sencillez que toda tragedia debe tener ; contrae 
hasta destruye, el efecto que para ser verdaderai 
trágico debiera producir el desenlace. La muerte j 



Estudios y Confírenrías 



237 



Aletea (que así se llama la hija de Aristodemo), no es 
en la tragedia de Luáces la hazaña bárbara, pero gran- 
diosa, de un padre farfetico, á quien ciegan el amor de 
la patria y la piedad religiosa ; además del padre 
cruel, y de la hija sumisa, y del amante desespe- 
rado, y del oráculo sanguinario, hay en la pieza de 
Luáces un personage odioso y repugnante, que toma 
grande parte en la acción y le da un carácter de insigne 
maldad. Este personaje es Theon, sacerdote supremo 
de Júpiter. 

Theon, ministro del Padre de los dioses y pisando 
ya los umbrales de la ancianidad, ha concebido una 
violenta pasión por Aretea; pasión de viejo, repugnante 
y criminal, porque él mismo habia sido quien en secreto 
había bendecido el matrimonio de Aretea con el joven 
mésenlo Cleonte. De modo que ya el Sr, Luáces ha 
recargado la acción con dos nuevas circunsiaocias ; — 
el amor senil del sacerdote, y e! matrimonio de la hija 
de Aristodemo, el cual en vez de ser, como en la tra- 
dición y en la tragedia de Monti, una menlira sublime 
que arranca la compasión, es una verdad que saben 
los esposos y sabe el sacerdote que los enlazó. 

Theon, para vengarse del desden de Aretea, hace 
que los sacerdotes del templo de Apolo en Délfos, re- 
dacten la respuesta del modo que él quiere, y por eso 
pide el oráculo que se escoja por la suerte una virgen 
de la sangre de los Apetidas, para ser sacrificada á los 




>J» 



Hsnes del mfienio. Theon dispone también, á la v 
del espectador, que el sacerdote iofenor, Meta^ «lue 
debe hacer el sorteo, lea el nombre de Aretea cual- 
quiera que fuera el que realmente saliese. Melas cede, 
y ofrece cometer la Uaicíon y el sacrilegio que le 
piden ; pero en el momento del sorteo, vacila, tiembla, 
y deseando leer el nombre de Aretea pronuncia el de 
Ifita, hija de l.ísisco. Llega el momento del sacriücio 
y no se encuentra i Ifita, á quien su padre había hecho 
desaparecer ; entonces Aristodemo, creyendo necesario 
señalar otra victima, ofrece á su propia hija ; y cuan do \ 
dice estas palabras : 

H¡ja del conzon \ Los dioses craeles 

En tiQ horrible úCuacion me han puesto 

¡ Muere por la salud de la Mesenta ! 

responde aparte Theon con estas, que marcan liieQji 
carácter en la pieza : 

[i Al fin se cumple mi ícruz auhelo \\ 

Sin embargo, en tan crítica situación ( 
sabe que hay un medio de salvar á Aretea. El ora 
pide una virgen, y ella es la esposa de Cleonte. 
lo declara allí á la faz de todos, mas nadie 
súlo pueden confirmar su dicho Theon y Aretea. 
sacerdote comete en la escena la última de s 
mías, negando la verdad del matrimonio que él n 
habia bendecido.—; Y Aretea ? — Desde el a 



Estudios y Conferencias 2jg 

Theon, por medio de otra mentira, le habia hecho ju- 
rar que nunca revelaría la verdad de su matrímonio, 
cualquiera que fuese la situación ó el i>eligro en que 
se hallara, y el juramento habia sido por la Estígin, 
aquél que, según los gríegos, aterraba á los mismos 
dioses, y nunca se atrevian á relajar. Aretea, pues, 
lo niega'tambien. Arístodemo quiere herír á Cleonte, 
y mata á su hija que se interpone ; Cleonte mata á 
Theon, y Arístodemo desesperado se arroja contra la 
punia de su espada y muere también. 

Este desenlace, que inunda de sangre la escena, era 
sin embargo indispensable en el punto á que la acción 
habia llegado, y la repugnancia horrorosa que produce 
es el mejor argumento contra la idea del Sr. Luáoes 
de introducir ese {>ersonage innecesario y detestable 
de Theon. Si el Sr. Luáces pensó que no bastaban 
para llenar la acción los tres personaJ€;s capitales del 
padre, la hija y el amante, debió haber desistido del 
argumento, antes que decidirse á crear el del .Sar^rr- 
dote Supremo ; porque con esa agregación la muerta 
de la hija, que en la mente del poeta es todavía un 
acto de heroismo y de piedad, no es ya en la a^xíon 
más que la víctima de una red de crímenes é infamias 
urdida por el sacrilego sacerdote. 

Theon, por consiguiente, no es un persona;$e trá- 
gico. Sacerdote que no cree en la religión qu^ tírv^r, 

y alma de hiena, sin un %^Ao m^^/í- 




240 



Enrique Piñeyro 



miento de nobleza, y arrastrado además por una pasIS 
feroí hacia una niña de veinte afios, — todo esto com- 
pone una suma de horrores, excesiva para recaer en 
un solo personaje, horrores suficientes para llenar un 
tremendo melodrama, i Cómo, pues, habia de potfer 
añadirse todo esto á una acción, cuyo protagonista 
debe ser otro personaje, y cuya base era enteramente 
diversa, pues no se trataba de crímenes ni de ínfaratas, 
sino de un sacrificio, que en las ideas de los griegos 
era un resultado natural del amor de la patria, y sobre 
todo del celo religioso ! 

El Sr. Luáces ha querido escribir una tragedia, i. 
imitación de las obras del teatro griego, y del mis- 
mo género que las de Racine y de Voltaire, de 
Alfieri y de Monti ; lo indican, sin dejar duda alguna, 
la distribución en cinco actos, la observancia fiel y es- 
tricta de las reglas de tiempo y lugar, que se llaman 
unidades clásicas, y por último la uniformidad 
y constante elevación del lenguaje, en versos endeca- 
sílabos asonantados. ¿Porqué, entonces, no se conten- 
tó con los rasgos fundamentales de la tradición, y fué 
á buscar fuera de ella otra complicación que, cuando 
menos, habia de comprometer el interés y efecto de la 
primera ? — No hallamos respuesta á esta pregunta, pues 
no se nos dirá que la tradición en sí misma y sin nir- 
cirle el poeta por su parte nada fundamental, no era 
bastante para una tragedia. Esta objeción es muy fá- 



Estudios y Conferencias 



341 



fcil de desvanecer. Basta tener presente que Eurípides 
^ Racine tuvieron suficiente para escribir una tragedia, 
fcue cuenta entre las mejores de cada uno, con sólo el 
iacriñcio de Efigenia. Precisamente, para completar 
muestra idea, y acabar de decir al Sr. Luáces de qué 
modo se aparta mucho su composición del modelo que 
i griegos inventaron, nos basta recordar esas dos 
igedias que Eurípides y Racine intitularon Efigenia 
9 Aulida. En ambas el sacrificio de la hija de Aga- 
IBenon es la única base de la acción, y bastan para 
llenar cinco actos inmortales, de constante y sublime 
loesía, la hija sacrificada, el padre fanático, la madre 
morosa, y el amante, que en este caso es Aqulles, 
Bijo de Peleo. — Esto mismo es lo que ofrecía la tra- 
dición para escribir una tragedia sobre Aristo- 
l^emo. 

Tal vez se piense que no es btien consejo, y mucho 
biénos buena crítica, vituperar á un poeta" porque se 
Síaya apartado y haya huido de toda imitación de otros 
■poetas, en asuntos parecidos y en que, por tanto, era 
■fácil que lo acusasen de imitador. Pero para esto lam- 
1 creemos tener fácil respuesta, pues no decimos 
«implemente que el Sr. Luáces debió haberlo hecho ; 
demostrado que el camino escogido por él no 
& bueno, y al agregarle que, conformándose á la sen- 
cillez de la tradición, hubiera acertado mejor, le re- 
Ecordamos que eso mismo, en casos idénticos, habían 



»42 



Enriqítt Piñeyre 



hecho dos poetas, que el Sr. Luáces sin duda recoi 
como modelos. Además la tragedia hoy es un géoero 
puramente artificial, oratorio por decirlo asi, y está 
admitido en ella tomaré imitarlos argumentos de poetas 
anteriores. La Efigenia en Aulida, de Racine, tiene 
el mismo argumento que la de Eurípides; y no por eso 
deja de ser la primera una obra maestra, y Racine im 
gran poeta y el escritor moderno que en corrección, 
nobleza y elegancia más se aproxima á los griegos. 

Escribir hoy una tragedia, como ésta, no es crear 
un verdadero poema dramático, es componer una serie 
de discursos en verso y variar sólo en la forma un 
tema viejo de veinte siglos por lo menos. Las trage- 
dias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, cuya Imitación 
feliz es la gloria de la literatura francesa del siglo XVII, 
son, junto con los poemas de Homero, la expresión 
más alta y completa de la civilización y del arte anti- 
guo ; pero el arte moderno no es eso. Quince siglos 
de lucha y de confusión variaron por completo el 
ideal que se nos habia trasmitido, y la humanidad, se 
reconoce hoy más fielmente retratada en las ficciones 
de Shakspeare, que ocupa para los modernos el mismo 
lugír que ocupó Homero para los antiguos. 

Habrá siempre, sin embargo, hombres de estudio 
y de reflexión que, saboreando con delicia las compo- 
siciones severas, sobrias y completas de la antigüedad, 
busquen el placer espiritual. Intimo y vivísimo, de ele- 



Estudios y Cen/en 



243 



f 



varee alguna vez hasta la inspiración sublime que pro- 
dujo esas obras, coKiponiendo un poema dramático 
conforme á sus reglas y sus principios. Esto es lo 
que han hecho y hacen en nuestro siglo muchos poe- 
tas, sin aspirar nunca á formar escuela; esto es lo que 
ha hecho hoy el Sr. Luáces, y por lo cual merecerá el 
aplauso de todos los que buscan en la literatura la 
espresion de la belleza, sin atender á tipos, ni á escue- 
las, ni á teorías exclusivas y tiránicas. 

Más especialmente merecerá el Sr. Luáces aplauso 
y aprobación de todos los que en Cuba amamos el 
arte, porque su nueva producción es un nuevo esfuerzo 
que revela una escrupulosa conciencia de poeta, y los 
mismos defectos que contiene no son del niimero de 
aquellos de que, con frecuencia, se adolece entre nos- 
otros. La versificación del Sr. Luáces peca por el 
defecto opuesto á lo que en Cuba generalmente acon- 
tece. No se podrá decir al autor de Aristodemo que 
sus versos sonoros y musicales quieren disfrazar con 
'la melodía la ausencia de las ideas ; por el contrario, 
3I leer su tragedia es imposible dejar de notar que son 
las cualidades musicales las que precisamente más 
falta le hacen. El mismo afán de evitar el lirismo 
palabrero lo ha llevado al otro exceso, y con pena se 
iota demasiado esfuerzo por parte del poeta. A veces 
dureza y la falta de armonfa llegan á un extremo 
verdaderamente exagerado, como en estos ocho ver- 



244 ' Enrique Piñryro 

sos, en los cuales se repite más de siete veces la sflabí 



Cansado de la. lid y de mi triunfa 
El sueño apenas rufidliar eo>v¿i%a 
Cimndo pienso enf entrarme con mis an 
En Id mis alto del celeste Olimpo. 
AlU, en fallirá y favor de la Mesenia, 
Las diosas y los dioses divididos 
En revuelta batalla fimlendian, 
CiiRservándoüe el dxita indeciso. 

Es difícil llevar más lejos el odio por la música •' 
esto es prosa en el fondo y en la forma. Favorecen y 
hacen resaltar además esta excesiva dureza la escasez 
de imágenes poéticas y la afectada concisión, que soD 
otros dos caracteres de la versificación del Arista- 
dtmo : los versos citados bastan para probarlo. 

En cambio otras veces, cuando la energía y la con- 
cisión á que sistemáticamente aspira el Sr. Lnáces, se 
unen á un momento de inspiración poética, compone 
trozos mejores, como éste ; 

Desde entonces. ¡ ob Cielos ! desde entonces. 
Por las Furias, sin tregua, atormentada, 
Ni un ¡Halante consigue <3e reposo 
La hija criminal,... Ni mis plegarias, 
Ni mis ofrendas, ni mí llanto pueden 
Tranquilizar mi espíritu. Asustada 

Me encuentro siempre, y al ligero riiido 

Que fonna en estas bóvedas el auia. 
Me parece que el rayo del Tonante 
Sobre mi frente criminal estalla. 
En todas partes la terrible sombra 



Estudios y Confc 

Contemplo de mi padre : su mirada 
Me llena de pavor, y su tai ruda, 
Retumbando cual trueno en la montana, 
Me grita sin cesar : • ¡ Maldita seas, 
Hija cobarde, coraion de esclaya \ » 



Hasta aqui tentamos escrito el mismo dia en que 
recibimos con sorpresa la noticia de la muerte del dis- 
tinguido poeta, cuya obra analizábamos sin saber que 
era la líltima que componía. Tan triste é inesperada 
nueva nos obligó á suspender nuestro trabajo, y sobre 
todo á aplazar por algunos días su publicación. Era 
la hora de los elogios sin tasa, y en medio del sentí- 
I miento universal podia parecer nuestra voz disonante 
importuna. Hoy lo publicamos tal como lo escribi- 
I mos, sin quitarle ni añadirle nada, juzgando ésta la 
mejor manera de honrar la memoria de un poeta mo- 
desto y estudioso, que cultivó la poesía con amor sin- 
[ cero y con noble entusiasmo. 

Hoy su carrera está terminada, sus obras forman 
i un conjunto, y podemos decir que el Aristodemo 
1 es su obra maestra, Luáces, por la naturaleza de 
su talento vigoroso y elevado, pero poco flexible, no 
tenia grandes disposiciones para el género dramático, 
li para ciertas especies del género lírico. Su inspira- 
ción valiente, al mismo tiempo que contenida, no abra- 
zaba de una vez muchos sentimientos, sino que mar- 



246 Enrique Piñeyro 

chaba directamente á la expresión de uno solo, 
ganando en energía y vigor lo que perdía en variedad 
é ínteres. La admiración y la indignación eran los 
que se avenían mejor con su temperamento de poeta ; 
y por eso son su obra maestra las odas A Ciro Field, 
A Lincoln^ A la caida de Varsovia ó de Misolonghi^ al- 
guna otra por este estilo, y un hermoso canto al Tra- 
bajOy que premió ayer el Liceo de la Habana en sus 
Juegos Florales de 1867. El pobre Luáces no pudo 
vivir bastante para recoger el premio que se le otor- 
gaba ; pero al leer esa composición, que debe ser la 
'última que escribió, que es el canto del cisne, todos 
dirán, que la última palabra del poeta fué digna de su 
carácter, de su talento y dé su vida entera. 

Habana^ Enero 1868. 



WILLIAM H. SEWARD. 



El mes de Setiembre de 1876 fué en Nueva York 
el mes de las estatuas ; el día seis se descubrió una de 
Lafayette, y el veinte y siete otra de Seward, ex-Gober-i 
nador del Estado de Nueva York, Senador de los 
Estados Unidos, y principal Secretario durante los 
ocho afios de la Presidencia de Lincoln y Johnson. 
La de éste se encuentra en la esquina sud- oeste de la 
Plaza de Madison, el lugar tal vez más concurrido y 
hermoso de la ciudad. Es de bronce, como todas las 
demás de esta metrópoli, donde el mármol no se usa 
para ese género de monumentos ; en primer lugar, 
porque es material mucho más caro ; en segundo, 
porque en esta nuestra edad metálica, el bronce con- 
cuerda quizás mejor con el carácter general de las 
costumbres y las instituciones. 

La estatua, bajo un punto de vista artístico, es 
mala, muy mala, casi merecedora de ser puesta al lado 
de las de Lincoln y Washington que aparecen en otra 
plaza. Es la más grande de todas ; la figura sentada 
mide diez pies de altura, y si nos la imaginamos 



24S 



Enrique Piileyro 



poniéndose de pié, tendria trece de estatura, 
pantalones son el detalle más saliente del conjtinto, 
porque aparece con una pierna cnizada sobre la otra. 
La mano derecha cae á un lado, y conserva todavía la 
pluma con que acaba de escribir. Ha debido estarl« 
haciendo por muy largo espacio y haberse cansado 
mucho de estar doblado, porque la parte superior del 
cuerpo aparece ahora derecha como un huso. Tiene 
una capa por detrás, en el respaldo de la silla, ignora- 
mos con qué objeto. El bronce es dorado, ó por lo 
menos de un amarillo claro, lo cual entre el verde de 
los árboles produce un efecto desagradable ; pero el 
tiempo se encarga de corregir este defecto. El pe- 
destal se compone de dos partes : la base, de ese 
granito común americano que cambia de color cada 
vez que las lluvias lo mojan, y encima un gran trozo 
de mármol italiano de varios matices. La inscripción 
contiene los tres nombres del agraciado, y sus tres 
empleos principales : nada xah. ; por ahora al menos. 
Los discursos fueron vaciados en el molde habi- 
tual de esa clase de producciones, donde la cortesía 
alterna con el panegírico. Seward murió hace sólo 
cuatro años, tomó parte principal en las luchas polí- 
ticas de la república, el partido á que se afilió existe 
aún con el mismo nombre y casi el mismo programa. 
y es difícil todavía para amigos y para adversarios 
juzgarlo con verdadera imparcialidad. 



Estudios y Conferencias 



249 



Un extranjero podría quizás hacerlo con mayores 
I-probabilidades de oo dejarse extraviar por la pasión, 
ly vamos á intentarlo. 

Mr. Evarts, el abogado más notable hoy del foro 
jje Nueva York, fué el orador de la ceremonia, el pa- 
«egirista de la ocasión, y pronunció un discurso ele- 
[ante y lleno de viva simpatía. De él tomaremos sólo 
1 división que establece en la vida de Mr. Seward, 
a la cual distingue con exactitud tres periodos dis- 
Uotos. Hasta el ai\o de 1848, fué casi exclusiva- 
~ mente un abogado, ó concretó sus servicios públi- 
cos aJ estado de Nueva York, su patria, y á su 
política interior. Desde 1848 hasta 1860, como Sena- 
^dordelos Estados Unidos, estuvo políticamente ala 
»beza del punido liberal y progresivo, que preparó 
fel país para la abolición de la esclavitud. Decimos 
fc políticamente, » porque á nuestro juicio Mr. Seward 
: amigas nada hubieran logrado, si el grupo 
idiado de los abolicionistas y las sectas unitarias de 
líueva Inglaterra, no hubiesen predicado su ardiente 
iizada contra la esclavitud de los negros ; esos 
beron los verdaderos reformadores y regeneradores 
tel pais. 

1860 sufrió Seward el gran desengaño de 
1 vida, la derrota de su candidatura para Presidente 
E la república, en la famosa Convención de Chicago, 
ionde fué designado Abraham Lincoln, á pesar de 



3SO 



Enriíjiie Piñeyrn 



que su rival contaba, desde el principio, con mayftr 
número de adherentes. 

Esas coDvenciones, qut; se celebran cada cuaiio 
años en vísperas de la elección de Presidente, no 
tienen sanción legal de ningún género, no fueron 
previstas por los fundadores de la república, se com- 
ponen de delegados informalmente nombrados por 
sociedades irresponsables ; y sin embargo, ellas son 
las que escogen, y en realidad designan, la persona 
que ha de dese:íipeftar la primera magistratura del 
país ; y determinan, por medio del programa ó * pla- 
taforma » que redactan, la política general de la nación, 
La vigorosa disciplina, á que están sometidos los par- 
tidos, exige la aplicación de ese sistema, como único 
medio práctico de ejercer su poder. Hay, pues, tantas 
convenciones como partidos políticos organizados ; y 
en ese año de 1860 se celebraron cuatro diferentes, 
Fué el año que precedió á la guerra, año de tempes- 
tades políticas, anuncios del horroroso huracán de 
sangre y fuego que en el siguiente debia venir. Tratá- 
banse entonces, por última vez en la arena de las 
discusiones verbales, las cuestiones entre el Sur y el 
Norte de la república ¡ y los partidarios del Sur, divi- 
didos y discordes, aparecían ya víctimas de esa terrible 
alucinación que, según el poeta, ataca á los que van i 
ser víctimas del fuego del cielo. 

El tercer periodo comienza en ese año de iS6d y 



Estudios y Con/e 



^5t 



j termina con su muerte, en 1872; en cuyo espacio 
I prestó sus grandes servicios á !a patria como Secretario 
. de Estado durante toda la guerra civil. Después del 
asesinato de Lincoln, continuó en el mismo puesto, á 
despecho del abierto rompimiento que surgió entre e! 
Congreso y el Poder Ejecutivo, El partido republi- 
cano, á que siempre perteneció, no oyó más sus con- 
. sejos, y acabó él por quedarse solo. Su carrera ter- 
b minó, pues, en un verdadero desastre ; no volvió, á la 
Veaida de Johnson, á tener influencia alguna ; se consoló 
dando un viaje al rededor del mundo, y murió en 
medio de relativa oscuridad. 

No tenemos para qué ocupamos de la historia de 
( su vida mientras su carácter fué el de un abogado 
• simplemente distinguido, aunque no eminente ; ó es- 
tuvo ocupado solamente de cuestiones de política 
interior, que, á esta distancia, carecen de interés para 
todos nuestros lectores. El hombre, juzgado princi- 
■ pálmente por los sucesos de los dos ültimos periodos, 
gana mucho á los ojos de la posteridad, |)ucs á esa 
. época corresponden los actos más ilustres de su carrera. 
p Fué un político hábil ; poseyó á la perfección el arte 
1 de manejar asambleas y grupos de electores, sobre- 
salió en una palabra en todas las sutilezas y prestidi- 
gitaciones que son parte importantísima de la política, 
y sin las cuales ni el talento ni la integridad pueden 
por si solos obtener c! tríuuío. Pero eslo no bastaría 



ífj 



Enriíjiie Piñíyro 



para su gloria, ni para la gloria de nadie. Es tío arte i 
secuadario y poco respetable, que trae provecho para 
quien lo sabe cultivar; pero que muchisimos otros, 
inferiores á él, han cultivado y cultivan con éxito 
idéntico ó mayor. Dejamos, pues, á un lado esta faz 
de su carácter. 

Apenas entró en el Senado Federal, en 1849, dio 
muestras de su sagacidad política, declarándose re- 
suelto á no votar concesión alguna en favor del partido 
ó de los Estados esclavistas. Previo vagamente k 
guerra civil que debía surgir doce años después : y en 
aquellos dias, en que todavía contaban muchos con 
una pacifica solución de las cuestiones pendientes, ó 
se abstenían otros por escrúpulos de conciencia de 
hacer nada que precipitase un porvenir tenebroso 
de sangre y de luto, — el rasgo principal de su carác- 
ter, es decir, la ausencia completa de escriipulos, sirvió 
para ponerlo virtualmente á la cabeaa de un poderoso 
grupo en el Senado y dar forma á una opinión, que 
comenzaba á cristalizar. En un discurso de 1850, 
sobre la admisión de California como Estadu de la 
UnioD, pronunció estas palabras, que sirvieron como 
mote de bandera después ; — « Hay una ley superior 
á nuestra Constitución » — aludiendo á la ley de Pio^ 
El gran argumento del Sur, fundado en la «constíiu- 
cionalidad» desús instituciones domésticas, quedaba 
de ese modo sofísticamente destruido. Más larde, en 



Estudios y Con/c 



253 



1855, abandonó toda reticencia y habló del « conflicto 
inevitable,» que veia venir, en virtud del cualpcmás 
larde ó más temprano, los Estados Unidos se conver- 
tirán en una nación, ó toda ella con esclavos, ó toda 
ella con trabajadores libres. » Poco después habló 
aun más claro, y dijo que ciertamente no sancíonana 
jamás con su voto el establecimiento de la esclavitud 
los territorios de los Estados Unidos, ni en nin- 
gún otro lugar de ta tierra, r — Es innegable que ex- 
presiones como esta última, ó pruebas de sagacidad y 
de valor cívico como las dos primeras, deben bastar 
para hacer famoso á un hombre en su patria. 

Por lo demás, nunca fué un verdadero orador. 
Hablaba bien, con facilidad ; su exposición era siem- 
pre clara, y su argumentación poderosa ; pero le fal- 
taba eí quid divinum : la imagen soberana, y el ardiente 
rcalor del gran artista. 

Derrotado en la convención de Chicago, mostró 

1 el acto la elasticidad de su carácter, aceptando la 

situación sin innecesarias y estériles recriminaciones, 

y prestándose á servir á las órdenes de su afortunado 

I competidor. El buen sentido del pueblo americano 

I comprendió, mejor que los amigos de Seward, que 

Lia crisis que se preparaba requería algo más que 

I un polidco astuto y sagaz para ponerlo á la cabeza del 

I país, que la honradez inquebrantable y la fijena de 

propósito de un hombre como Lincoln, eran cuali- 



2S4 Enrique Pimyro 

dades más necesarias en aquel momento que la di 
lidad y fertilidad de recursos y de tretas que distin- 
guían á Seward. 

En el primer escrutinio verificado en la Conven- 
ción, obtuvo Seward ciento setenta y tres votos, y 
Lincoln le seguia con sólo ciento dos. La mayoría 
debia ser de doscientos treinta y tres sufragios. Las 
sesiones fueron muy interesantes y dramáticas. Veíase 
venir la tremenda crisis ; para conjurarla, sí era jwsi- 
ble, ó guiar al país en ella, sí no quedaba otro recurso 
que afrontarla, Seward y sus amigos suponían que la 
elección no seria dudosa, y que se preferiría á un hom- 
bre oscuro, de aspecto y carácter extravagante como 
Lincoln, un estadista reconocido, un político avezado 
á las luchas de la vida pública, jefe de partido, é hijo 
del estado más importante de la federación. El rest 
tado fué, por tanto, un verdadero desengaño. 

Fué nombrado Secretario de Estado ó de Relí 
nes Extranjeras por T.íncoln ; comenzó I: 
puso varías veces en ridiculo, profetizando el fin de la 
rebelión primero en sesenta días, después en noventa, 
y por último en seis meses. Pero vino en seguida la 
desgraciada cuestión del Trent, y las amenazas de 
guerra con Inglaterra, y la incontrastable necesidad de 
ceder, devolver los prisioneros Masón y Slidel!, y 
retractar la impremeditada aprobación del atentado 
del Capitán Willies, — y aqu( tuvo ancho campo el 



hijo 
resut^^H 



Estudios y Conferencias 



355 



Secretario Seward de lucir su habilidad, escribiendo 
un magnífico despacho, en que tomaba su revancha de 
la humillación práctica del caso, y apareció ante los 
ojos del mundo como una especie de Curtió político, 
que sacrificaba su popularidad á las necesidades terri- 
bles del momento. En realidad, no perdió parte nin- 
guna del favor popular, y ayudó magistralmente á la 
nación á salir de un grave aprieto. 

Dirigió la política externa de la repiiblica, durante 
los cuatro años formidables, con tacto y con éxito. Su 
talento de jefe de partido le sirvió eficazmente para 
reorganizar el servicio diplomático, exigiendo en los 
funcionarios unidad de miras, y presentándolos en to- 
das partea como defensores de la causa federal y ex- 
positores de las razones por que debía triunfar la 
Union. 

La fuerza de las circunstancias imponía irresisti- 
blemente en aquellos días el carácter de su diploma- 
cia : evitar por el momento toda complicación, dis- 
cutir con templanza y dignidad, y reservar para más 
tarde la última palabra de la discusión. Así hizo, y 
así pudieron los Estados Unidos dominar la rebelión. 
Concluida ésta, vino el momento de cobrar todas las 
cuentas atrasadas, y la suerte reservó para entonces i 
Mr. Seward ei triunfo más fácil y más brillanle de su 



El modo 



3 por fin la gu< 



ninó cubrió de 



'jO 



Enrique Piñeyro 



gloria al Presidente y sus colaboradores. Para que 
fuese más completa y colmada la de Seward, e 
misma noche y á la misma hora del 14 de Abril e 
que era asesinato alevosamente Lincoln en un [ 
del Teatro de Ford por un histrión fanático, ] 
otro asesino en el aposento en que Seward yacia e 
fcrmo de resultas de una caída de carruaje, y le a 
varias puñaladas, de que, por fortuna, pudo sal 
al cabo de una larga y penosa coovalescencia. 

Los Estados Unidos, después de la guerra civil, s 
hallaban más fuertes que nunca, y antes de que re 
ciesen los intereses pacíficos y ta calma mercantil, 
biao dirigirse resueltamente al Emperador Nap( 
león III y exigir la evacuación de Méjici 
ejército francés. La exigencia fué formulada con ii 
quívocable energía, el soberano de Francia cedió e 
acto, y ha podido decirse con verdad que la pluma t 
Seward derrumbó el mal afirmado Imperio Austi) 
francés en Méjico. 

Ahí acabó su carrera. Los años que continuó < 
el poder fueron un triste y pálido epilogo, Sus aa^ 
guos amigos y compañeros lo abandonaron uno á u 
perdió Iodo género de influencia en e! partido que h 
bia formado y de que había sido el verdadero jefe. 
sistema politico, que concibió y defendió para d 
de la guerra, no fué el que aceptó la mayoría del ( 
greso. Si hubiese dejado el puesto cuando vio q^ 



Estudios y Conferencias 2^y 

nada más podia hacer en él, ni para su gloria ni para 
la del país, la historia de su vida seria más completa y 
brillante. Pero su ambición lo engañó esta vez ; y 
desapareció sin poder dejar de sí, como los verdade- 
ros hombres de Estado, como Richelieu, como. Wash- 
ington, como Cavour, una política nacional, fijada y 
definida, un camino trazado para ser seguido por sus 
sucesores. 



I 



1 



EL 

REPERTORIO DE UNA ACTRIZ 



ADELAIDA RISTORI 



I 

MEDEA 



La hermosa figura de Medea, acaso el más bri- 
llante de esos inmortales caracteres trágicos que con- 
cibieron los griegos, los eternos maestros del arte, 
surgió el sábado ante nosotros, tal como en los sueños 
de nuestra imaginación nos la habíamos figurado. Di- 
cen que es el papel que la Ristori escoge siempre para 
la primera representación, y lo comprendo, porque en 
su interpretación es preciso recorrer la escala entera 
del sentimiento dramático. El amor y el odio, la 
ternura. maternal y la rabia de la venganza, la dignfdad 
de la esposa abanbonada y la furia de la mujer celosa : 
hé aquí en rápida enumeración los elementos de cada 
una de sus peripecias. 



26q 



Enrii/ae Piiieyro 



La tragedia de I.egouvé es pálida, muy pálida 
compara con la de Eurípides; es la composición de 
un poeta moderno de tercer orden, al lado de la 
obra maestra del más patético de los trágicos griegos. 
Pero bajo un punto de vista teatral, por decirlo asi, es 
una tragedia bien escrita, hábilmente dispuesta y hasta 
interesante. Para nosotros además tiene un mérito, 
en lo cual supera á las inñnítas Imitaciones que se han 
hecho del original griego, — reproduce fielmente, 
sin alterarlo ni amenguarlo, el carácter de la heroína 
tal como Eurípides lo concibió. La Medea de Séneca 
ha aprendido la filosofía estoica ; la de Cotneille es 
sobre todo una hechicera ; la de Legouvé es la misma 
de Eurípides, esto es, nada más que la mujer abando- 
nada, á quien su esposo y cómplice ultraja hasta lo 
más hondo de su alma, y' que cegada por el amor, por 
la humillación y por los celos, concibe y ejecuta la 
más atroz venganza. 

Estas dos faces tan diversas que componen el ca- 
rácter de Medea, la ternura más exquisita por un lado 
y la violencia más salvaje por el otro ; estos dos as- 
pectos que la Ristori reproduce con tanta verdad, ex- 
plican el entusiasmo y la admiración de toda la anti- 
güedad por la gran mujer que creó Eurípides. A su 
imitación debe la poesía latina su obra maestra, la pin- 
tura incomparable del abandono de Dido por Eneas, 
ó, en otros términos, el cuarto canto de la Mneida. — 



I 




Estudios y Confe 



261 



\i Quiérese una última ¡irueba de este amor de los anti- 
Iguos por Medea? Cuando los asesinos enviados por 
Antonio alcanzaron á Cicerón que huia en su litera, 
a el gran Romano la Medea de Eurípides, y cerró el 
ilibro para tender el cuello al furor de los sicarios. 
l'Dos versos en fín de esa Medea fueron las liltimas pa- 
s que articularon los labios de Marco Bruto antes 
(de su sublime suicidio. 

Pero dejemos esto por hoy. Otra mujer, realizando 
leí ideal poético de que estoy hablando, ocupa en este 
ImomenCo mi atención. 

La Ristori es la mujer estatua, y estatua griega, 
fbamos á decir. Pero es demasiado poco, y queda 
r muy pálido nuestro pensamiento. Es el arte completo 
de la estatuaria. Cuando cae desesperada al pié de la 
I imagen de Saturno y apoya la mano en la sien, es 
l^iobe, la Niobe de Praxiteles, con verdaderas lágri- 
i las mejillas y un rayo en las pupilas. Cuan- 
F'do, con un gesto indescriptible, responde á Jason 
I que pregunta quien asesinó á sus hijos, y le dice : 
Tú ! es Némesis, fatal, implacable y pavorosa. 
Cuando en fin, blandiendo el puñal, expresa la em- 
briaguez suprema de la venganza, y con paso caute- 
loso ensaya el golpe tremendo que se prepara á 
L asestar contra Creusa, es.... es lo que no habíamos 
r visto ni soñado nunca, es la imagen del delito, del 
I asesinato, del horror verdaderamente sublime. Así 



d.:be ser ci 
crimenes ; 



Enrique ÍHñeyre 

conciben y se ejecutan los gruoc 



Ráseme i (osthi muri, entrar, qunl ombra 
Uov'ella posa, e in sue píame giacente 
Sotlo cnia man mirarla, J'aborriCa 
Greoa, e col ferro che improviso piomba 
Solsuo seno, cercar netle lalebre 
Del petto l'altaa 

Es decir — « ¡ Qué placer ! deslizarme es 
iwr las sombrías paredes, aparecerme como una som- 
bra en el lecho en que reposa, mirar allí bajo mi mano 
á esa griega aborrecida, y cayendo mi ace.ro como iin 
rayo, buscar su alma en lo más hondo de su pecho !...» 

Luego además del gesto, la voz, que es de una jias- 
mosa riqueza de inflexiones. Todas las palabras salen 
de a<iuellos labios con un acento distinto, particular, y 
dejan en el oído, después de desvanecidas, un mundo 
de impresiones. 

i Qué artista 1 Otras logran adivinar una sola faz 
de la pasión, y esto les basta para llenar el mundo con 
su fama. La Ristori va más lejos. Todos los rasgos, 
todos los matices del sentimiento, por diversos ü 
opuestos que parezcan, caben en aquel corazón y en 
aquella inteligencia ; y aparece igualmente grande y 
feliz á nuestras ojos, bien exprese el amor coa acento 
melifluo é insinuante, con mirada tierna y dolorosa, 
bien exprese la ira con ronco rugido y acento siniestro. 



Estudios y Conferencias 2ÓJ 

No nos gusta usar califícaciones hiperbólicas ; pero 
hoy tomamos al público por testigo, y tenemos la se- 
guridad de que no nos tachará de exagerados ninguno 
de los que vieron las dos últimas noches 

Terríbilmente in pié sorger Medea, 

como dice ella misma en el segundo acto, con voz vi- 
brante y poderosa, para pintar el gozo fatal de la ven- 
ganza realizada. 

II 

MARÍA ESTUARDO 

Así como habia en un estrecho del mar Mediterrá- 
neo, en tiempo de Homero, sirenas que fascinaban y 
atraían á los navegantes para precipitarlos en el abis- 
mo, así ha habido también, en el mar de la historia, 
mujeres, verdaderas sirenas, para fascinar y seducir la 
posteridad, alcanzando una absolución que nunca me- 
recieron. Una de éstas, y de las más célebres entre 
todas, es María Estuardo. Como mujer y como reina 
cometió vergonzosas debilidades y crímenes atroces ; 
pero su trágica muerte ha disipado para muchos sus 
imperdonables extravíos, y cubierta con la aureola del 
martirio, ha venido hasta nosotros, trasformada en una 
heroína y en una santa. Severos y graves historia- 
dores se han prestado á ser los abogados entusiastas 
de su causa ; nobles y generosos ]K>etas se han hecho 



264 



Enriijue PiAryrt 



los paladines desintercüados de la romántica damaC 
cocesa. Entre los primeros citaremos á Mignet y á 
Lingard ; entre los segundos sobresalen Wnlter Scott 
y Federico Scliiller. 

Ah 1 sin duda que fué consecuente consigo mismo 
el ilustre Schiller al escribir esta patética tragedia! 
Ningún poeta en el mundo ha sentido, con más viveza 
que él, compasión por la desgracia y entusiasmo por 
la belleza. El cantor de Guillermo Teli y de Juana 
de Arco, el creador de! Marqués de Posa, debia ser e! 
paladin de María Estuardo. Su alma de verdadero y 
gran poeta, tan sensible y tan elevada, palpitó de en- 
tusiasmo y de amor al recuerdo de la infeliz reina de 
Escocia, Iluminada y martirizada durante un intermi- 
nable espacio de diez y ocho años, conducida al cabo 
de ellos al patíbulo, sentenciada á morir por otra mu- 
jer, por otra reina, menos bella y menos interesante, 
envidiosa quizás de la gracia y el prestigio con que la 
misma cautividad circundaba á la victima. 

Pero lo confesaremos con franqueza: cada vez que 
hemos leido, y siempre con el más vivo placer, la elo- 
cuente absolución que, en nombre de la piedad, otorga 
Schiller á María Estuardo, hemos admirado la poesía 
y el entusiasmo del escritor ; mas no ha bastado para 
hacernos absolver también á la sobrina de los Guisas. 
Hemos llorado la suerte de la heroína de la tragedia; 
mas no hemos logrado ver en ella más que un sueño 



*. ■ f JT "" "^ ' y 'ji *« 7¿ ' *>iE. 



£ OZS. Br ES- TTgPeni&r 

cmuiai MOr -a. ii micrprciaciar & i.; Knsr^ir ;,- ^^jí^ í**» 
laaióf: büficáiíaiiio.- leycnac iz obr.. d; SrC5Í)i¿^: K* 

lioTDsa y mas mícrtimad^ qite i" onvi. vu^iwiv: *^. fHíí,^ 
de una xira- y ck ia-- iiece5niaae> dt-^ tnvr. rn^íuv^:^. *w^ 
placabk:. 

Testida ár nttpru. descoiorick poT tai^u^ ^iV-k <ix 
enckzTD, foUida murrt tuw^c huhierr. dioh*^ -e. ivvMs 
latincj. rubia come iapinti' HoUiem,TenT<viwKMvi<> a^>? 
cmpulcHiaiiiente la verdad histórica, a^vn^oío «nu^ mvc 
otroE la Ristori bajo la ñgura ric Maruí Kshmni<\ 
Digna, majestuosa, serena, duramr el prinvM m^r<\. 
eücTÓ á todo el publico, por decirlo nsu ni nnvl íM 
inmenso infortunio que represen tiihu, áciM\c Ia\ |>n 
meros versos, pronunciadof» con nn íioonto imMínpM 
rabie de resignación y de tristczn. 

La gran escena del tercer acI(\ U i«m*%\« t^nhN- 
vista de las dos rivales, fué constjintowon<o iniíMrnm 
pida por los aplausos entusiastas do 1;^ ronmrtNMV i.i 
¡ Con cuánta verdad expresó la grí(v\ m\\\v \A \\\^\\\\x\ 
de la soberana, cuyas rodillas so rosiston A ili^hMiv 
ante la triunfante rival! Y cuando, wsxs \\\\ ^'^^'^^v^f^^ 
sobrehumano, logra dominar su altivo?., j wsw ^\^^v \v\ 

12 




Enrique Piñfyro 



nura, con qué hondo y desgarrador lamento, sabe 
plorar sin humillación una gracia, que todo el público 
cree que va á alcanzar ! 

Pero nó, la cruel é implacable Isabel escoge esc 
momento supremo para insultarla, y se ve el pecho de 
Maria violenta y convulsivamente agitado por el dol(ir 
y por la rabia. Es el punto culminante de la tragedia. 
y el genio de la artista alcanza también en ese instante 
su más alta manifestación. No tenemos palabras para 
pintar la emoción que nos produjo. I.a voz, los 
ojos, las manos, el cuerpo todo, se transformó bajo 
el punzante aguijón de la vanidad ultrajada, y el 
tremendo apostrofe brotó de los labios de la Ris- 
tori más terrible que el dardo envenenado de una 
serpiente. 

Así pudo decir después, con una expresión de ale- 
gría fatal, como quien lanza fuera de sí un resenli- 
mienlo por muchos años incubado en el fondo del 
pecho : 

Popo tante vergogne e taoli affanni 
Un'om tli vendetla e d¡ inonfu \ 

Todo lo demás fué igualmente sublime: la confe-'^ 
sion, la solemne y angustiosa despedida, la marcha 
hacia el cadalso, y la desgarradora amargura con c 
perdona á l.eicester su traición. 



■ ^!H 




Estudios y Conferencias 26^ 

III 
pía de tolomei 

En el canto quinto de la segunda parte, ó sea El 
Purgatorio, de la Divina Comedia^ una sombra desco- 
nocida pasa al lado de Dante, diciéndole estos versos : 

Deh ! quando tu sarai tomato al mondo 
Ricorditi di me che son la Pia : 
Siena mi fe, disfecemí Maremma, 
Salsi colui che innanellata e pría 
Disposato m'avea con la sua gemma. 

« Cuando estés de vuelta entre los vivos, acuérdate 
de mí ; yo soy la Pia ; Siena me dio el ser, me lo quitó 
la Marisma ; aquél que me puso en el dedo el anillo 
nupcial sabe mi historia. > 

Sobre estos versos tan tiernos y deliciosos del gran 
poeta florentino escribió Marenco la tragedia que, con 
inmenso aplauso, representó' anoche la Ristori. Las 
obras de los poetas de la clase del Dante pueden com- 
pararse á la nieve perpetua de las altas cordilleras ; 
guardan eternamente su frescura, y eternamente dan 
vida á otros poetas, que les son deudores de su inspi- 
ración, como los rios de su caudal á la montaña. 

El autor de la tragedia reproduce en su heroína el 
mismo carácter que Dante le presta en los magistrales 
versos que copiamos al principio. La tradición cuenta 
que el marido celoso encerró á su mujer en un castillo 



26¿ 



Enrique Piñevn 



situado en medio de la Marisma, esto es, en medio de> 
los pantanos cuyas letales emanaciones prodacen la 
fiebre terciana y la muerte, á cuantos las respiran en la 
estación canicular. ¿Era culpable Pia di Toloinei? 
— Dante parece dar á entender que nó. El autor 
del drama decididamente la absuelve, y nos la pre- 
senta víctima de un error funesto y de una intriga iti- 

Traí'-ado el carácter de ia Pia de esta manera, e; 
uno de los más bellos ejemplos de delicadeza femenina 
qiie ha creado la poesía. Esa mujer que un esposo 
engañado insulta, desprecia y asesina, no profiere una 
sola queja contra su implacable verdugo. En el Pur- 
gatorio se abstiene de contar á Dante su infortunio 
por no acusar á su marido; sólo le dice que él es quien 
sabe su historia. En la tragedia, cuando una pobre 
aldeana que va á llorar sobre la tumba de su amante, 
maldice al avaro señor de la Marisma, de la tierra que 
no bastó á fertilizar la muerte de los que en ella viven, 
la Pia le responde que no es así y que conoce nial tí su 
esposo. 

La Ristori desplegó todas sus grandes dotes en 
este papel. En el primer acto es la castellana de la 
edad media ; digna, amorosa, melancólica en medio de 
las revueltas civiles de esa destrozada Italia que veía 
pelear los padres contra los hijos, los hermanos y los 
amigos entre sí. Su virtud inquebrantable está muy por 



Estuítíos y Conferencias 



26g 



encima de los celos de su esposo ; no hay seducción 
posible en la mujer (¡ue ni aun siquiera concede odio 
al infame que la persigue con su amor : 

. La Pia ama.... o djspr^in, 

Pero la calumnia tiende sus negras alas y oscurece 
con su sombra la virtud de la dama inmaculada. Su 
esposo le echa en cara su traición, y por una coinci- 
dencia fatal no pucdu eila sincerarse. El acento de 
cariño y de dulce reprensión con que explica lo que 
él cree su perfidia, no sirve más que para irritar su có- 
lera ; y arrancándole del dedo el anillo nupcial, lo 
rompe y destroía con los pies. El que no ha visto en 
este momento á la Ristori no puede comprender toda 
la indignación, toda la amargura, toda la pasión deses- 
perada que es capaz de sentir una mujer. En balde 
Hora, suplica, y se abraza á su marido como para 
adherirse á él y hacer imposible la separación ; él se 
va, y junto con él desaparece el universo entero á los 
ojos de su esposa. 

Aqui comienza la larga y desgarradora agonía. La 
Pia, consumida por la fiebre de los pantanos, está 
próxima á espirar. Aquella hermosa dama, que osten- 
taba una corona feudal sobre su noble frente, no es más 
que un cadáver. Flaca, pálida, triste, con los ojos 
hundidos y apagados, y la muerte ya en todos sus 
miembros, sólo palabras de perdón salen de sus labios. 



Li esposo quien la mata; cila al menos r 



Ali '. es éste, ó nunca, el caso de decir lo que dijo 
Víctor Hugo de M"'' Mars : t Después de los aplausos 
arranca (antas lágrimas, que pierde el espectador hasta 
la fuerza de aplaudir. » 

IV 

SOR TERESA, Ú ISABEL SUArEZ 

Sor Teresa es una composición dramática del gé- 
nero bastardo que inventaron los franceses habrá unos 
cuarenta años, y que ya hoy comienza á estar casi 
completamente fuera de moda ; es uno de esos melo- 
dramas en prosa que tanto se han aplaudido en otras 
¿pocas, y que junto con las óperas bufas son la origi- 
nalidad de nuestro siglo en el teatro. Literariamente, 
por tanto, vale muy poco ; Bouchardy, que es lo mejor 
del género, no sabia escribir. Pero, en cambio, pro- 
duce gran efecto sobre la masa del público, porque 
abunda, como todos, en situaciones muy fuertes, inve- 
rosímiles casi siempre, pero explotadas con suma habi- 
lidad. 

Es la cuarta composición que pone en escena la 
Compañía italiana, y con ella puede decirse que ha re- 



Estudios y Conferencias 271 

corrido el círculo completo de la poesía dramática 
sería. Ha venido después de la Medea^ que es ente- 
ramente clásica en la forma, en la naturaleza y en la 
distribución del argumento ; después de la Pia^ que, 
aunque mediana, es clásica en la forma y romántica 
en el fondo; después en fin de la María EstuardOy 
que por su carácter histórico y filosófico, pertenece al 
género más alto de la poesía, al género de que es Shak- 
speare la expresión más completa y sublime, y Víctor 
Hugo la manifestación más reciente. 

Isabel Suárez es una niña, á quien la seducción 
hace madre ; diez y ocho años después es Sor Teresa, 
que en todo ese tiempo no ha vuelto á ver ni á su hija 
ni al robador de su honra ; que en la calma del mo- 
nasterio ha logrado olvidar su perdonable extravío, y 
que sólo en la hora de la muerte puede sin remordi- 
miento confesar á su hija el santo nombre del vínculo 
que á ella la liga. La Ristori debia expresar en este 
papel, primero la amargura del destierro, la melanco- 
lía del recuerdo, y al saber después casualmente quién 
es la novicia próxima á profesar bajo el nombre de 
Guillermina, sentir en su alma y en su rostro todas las 
efusiones, todas las angustias y delirios del amor ma- 
ternal, sin dejar llegar nunca hasta sus labios el senti- 
miento que ocupa y destroza su corazón. Es preciso 
haber visto á la Ristori en la entrevista con su antiguo 
seductor y padre de Guillermina, con el velo echado 



2J2 



Enrique Pi'ñeyn 



sobre la frenie cubriéndole los ojos y la mayor 
de la cara, traducir sólo cota la expresión de la boca y 
unos cuantos sonidos ahogados, la horrible y desga- 
rradora impresión que debe producirle el inesperado 
descubrimiento. 

El final del tercer acto es el momento capital del 
drama ; es la lucha entre Isabel Suárez, madre de Gui- 
llermina, y Sor Teresa, superiora de un convento ; 
ocasión magnífica para la Ristori de desplegar las 
grandes dotes esculturales de su genio. De ella re- 
sulta un grupo que desesperamos de poder transcribir. 
La novicia desolada á los pies de la abadesa, y la aba- 
desa de pié é indignada, conteniendo con el gesto al 
amante desesperado que intenta profanar el santo re- 
cinto. Un trueno de aplausos acompañó en este ins- 
tante la caída de la cortina, que fué preciso alzar tres 
ó cuatro veces más para que* recibiera la ilustre actriz 
los saludos de la concurrencia.. 

El resto del drama participó, como era natural, del 
efecto anterior. Sor Teresa, transformada en gran 
señora, expresó perfectamente todo el sarcasmo y el 
desprecio que requería la escena del cuarto acto, en el 
baile ; y en el último la agonía y la muerte, con la te- 
rrible verdad que ya habíamos visto desplegar d Ut 
Ristori en el quinto acto de la Pia. 



Estudios y Conferencias 2yj 



GIUDITTA 

El papel de Judit no es el más brillante de los que 
lleva desempeñados la Ristori, pero es el más difícil. No 
tiene, como los otros, grandes ocasiones en que poder 
concentrar todos los recursos y producir efectos ful- 
gurantes ; todo él, por lo contrario, está formado de 
matices y medias tintas que requieren sumo talento en 
el artista, sin que el drama en su desarrollo preste 
gran interés para recompensar sus esfuerzos ; — y sin 
embargo, en Giudittay la Ristori alcanzó del público 
los mismos aplausos, y produjo el mismo entusiasmo, 
que en los demás. 

i Cuan espléndida y cuan hermosa surgió ante nos- 
otros la figura de la heroína de Betulia ! ¡ Qué arte 
tan exquisito é incomparable en la composición del 
personaje ! Aquella mujer no era la Ristori vestida 
de hebrea, era una figura escapada del cuadro magní- 
fico de un pintor cuyo nombre no sabemos, pero que 
sabia dibujar como Rafael, pintar como Pablo Vero- 
nés, y no faltar nunca, en la disposición de los acceso- 
rios, á la verosimilitud histórica. Y al decir esto, de- 
cimos poco, porque los pintores no saben crear esos 
brazos desnudos que ostentó la hermosa judía ; para 
hacerlos de ese modo se necesita un cincel tan hábil 

12» 



274 



Enrique Piñeyro 



como el de Fidias. Y despueK de Rafael y del Verooés 
y de Fidias para crear la figura, se necesitaba á la Ris- 
tori para saber manejar el mamo blanco y envolverse 
en él del modo que ella lo bace. Sólo así pudo ob- 
tenerse aquella figura de Judit que no se aparta de 
nuestra memoria, y que nos parece todavía ver desta- 
carse sobre el papel en que estamos escribiendo. 

Judit es la Juana de Arco de los hebreos ; ambas 
son la heroína que salva á la patria en el momento del 
mayor peligro ; pero la primera es menos pura que la 
segunda. La doncella de Orleans sabe conducir á ¡os 
soldados á la batalla, triunfar y morir; la viuda de 
Judá seduce y fascina con su belleza al sitiador de 
Belulia para asesinarlo después. La mujer fuerte de 
la antigüedad no podía ser como la tímida pastora de 
la edad media, del mismo modo que, aun prescindiendo 
de la inferioridad del poeta italiano, la Judit de Gia- 
cometti no podia ser como la Juana de Arco de 
SchiUer. 

La poesía hebrea, además, es esencialmente lírica. 
Su comercio é intervención constante con la divinidad 
se oponen formalmente á cuanto requiere la poesía 
dramática para subsistir. Todos los poetas que se 
han aventurado á luchar contra esos inconvenientes 
han fracasado, hasta el mismo Racine. Su Alalia es 
un himno en cinco actos, más bien que una tra- 
gedia. 



Estudios y Conferencias 2y^ 

Ahora, volviendo á la ejecución, ¿ qué hemos de 
decir sobre la Ristori que no sea lo mismo que hasta 
ahora venimos diciendo ? Todas las escenas con Ho- 
loférnes en el tercero y cuarto acto, que son suma- 
mente difíciles, pues debe en ellas siempre desempeñar 
dos papeles, uno para el público y otro para el bárbaro 

■ 

sátrapa á quien quiere seducir, le ofrecieron buena 
ocasión de desplegar su gran talento. Es imposible 
calcular qué número de inflexiones diversas imprime 
á su voz para expresar cada vocablo ; cada vez, por 
ejemplo, que dice: mañana! — domani ! dando á la 
palabra un sentido profundo y misterioso que sólo ella 
y el público comprenden. A la esclava Arzael que le 
dice que la sierva amante de su señor es menos cul- 
pable que la mujer libre que busca la vergüenza por 
impudor, responde : « Hoy no puedo decirte nada, 
mañana mucho quizás i> : 

Nulla quest'oggi, 
Moho forse doman ! 

A Holoférnes que le pide un beso, le responde con 
un acento indescriptible : 

II bacío 
di Giuditta l'avrai.... doman Tavrai ! 

Al sumo sacerdote, en fin, que quiere bendecirla 
por lo que va á hacer, responde también con sublime 
modestia: Domani^ pontefice y domani! 



3f6 



Enrique Piñeyro 



V después, consumada la famosa hazaña, se levaná 
altanera y dice á la esclava i « Anda y mira i 
i|uema el btso dt la mujer hebrea ! » 



Decíamos el otro dia que era Judit el papel más 
difícil de los representados por la Ristori ; hoy tenemos 
que declarar que esa personificación de la heroína de Be- 
tulia es nada ante la estupenda creación de la reina 
Isabel, que presenciánaos anoche. Sin exageración, 
sin figura de retórica, como simple confirmación de un 
hecho á todos notorio, decimos hoy que hemos visto á 
la reina de Inglaterra, á la hija de Enrique octavo y 
Ana Kolena, que hemos visto á Isabel en persona, á la 
hipócrita, á la implacable y la ilustre soberana, fir- 
mando la sentencia de muerte de María Estuardo y 
del conde de Essex: que la hemos visto vivir, reinar 
y morir, cubierta de gloria y roída de remordi- 
mientos. 

Aun á riesgo de tener tal vez que recoger otro dia, 
al verla en otro papel, lo que decimos hoy, añadiremos 
también que nos pareció el punto culminante del arte 
dramático. Es fácil despertar vivo interés en un pú- 



Estudios y Conferencias 



¿77 



blico pe rso niñean do im papel simpático, lleno de pa- 
sión y poesía, como el de María Estuardo por ejem- 
plo ; es aumanienle difícil representar con la misma 
verdad un personage antipático, lleno de contrastes, de 
abismos y de misterios, como el de Isabel Tudor. Y 
sin embargo, lo repelimos : aquella que pisó anoche 
las tablas del Teatro de Tacón, era la reina virgen en 
persona, que gobernó cuarenta y cuatro años la Ingla- 
terra, y la entregó omnipotente é invencible en manos 
de su sucesor. 

Es imposible amar á Isabel como mujer, pero es 
imposible también dejar de admirarla como reina. Su 
reinado fué para la Inglaterra el colmo de la tiranta, y 
todos los ingleses, sin embargo, han reconocido siem- 
pre en ella el nombre más grande y más ilustre de su 
largo catálogo de soberanos. Los más perseguidos, los 
que más sufrieron en las conjuraciones religiosas ó 
políticas que no cesaron durante todo su gobierno, pe- 
dían á Dios, en el fondo de sus calabozos, según Ma- 
caulay, por la vida de la cruel mujer que les arrancaba 
la libertad. Un puritano condenado á perder la mano 
derecha bajo el hacha del verdugo, por una simple 
manifestación de celo religioso, se quitó el sombrero 
después de la ejecución, con el único brazo que le 
quedaba, y exclamó : « Dios salve á la reina. > 

Con extraordinaria exactitud, con la más admí- 
tale verdad representó la Ristori su papel, aplicando á 



irs 



Enriijue Piñeyro 



esta creación todo su talento y toda su habilidad, 
mismo en la reproducción del carácter histórico qtM 
en la disposición y adorno de la figura. La fisonomía^ 
el traje, los gestos, todo fué perfecto en esa verdadera 
resvirreccion de una mujer muerta hace tres siglos. 
Sin duda que el rostro de Isabel no era tan bello iii^_ 
tan correcto como el i^ue tenia anoche la Ristori ; peí 
sin duda que era ése el color de sus cabellos, esa mim 
ia fijeza de sus ojos claros, esa misma eu 
sion inquieta y de mal humor de su boca pequeña 3 
contraída. 

La Ristori estuvo admirable de hipocresía 
ficción al recibir, en el segundo acto, la noticia de \ 
muerte de María Estuardo, expresando i 
que no senlia su cora^íon ; admirable en el monólo|^ 
en que medita sobre si debe ó nú aceptar un maridog 
admirable de altivez y de frialdad primero, de cóleisí 
y de indignación después, en la escena del insulto d 
Conde de Essex ; admirable en el cuarto acto, 
rando el anillo con que Essex debia implorar un peij 
don, que se sentía ella dispuesta á conceder ; 
comparable representando en el fina! á la vieja 1 
setenta años, que siente escapársele la vida, y qu 
quiere adherirse á ella, por decirlo así ; cuyo cuerpí 
desfallece por tantos años de trabajos y de angustias 
pero cuya alma, entera é indomable todavía, lucha con 
tra la muerte, y se levanta erguida, y con la c 



Estudios y Conferencias 2'jg 

la sien, al oir proclamar, viva aún, el nombre de su 
sucesor. 

El drama de Giacometti no tiene valor alguno lite- 
rario, ni histórico tampoco, pues el episodio del Conde 
de Essex, que le sirve de piedra angular, es puramente 
fabuloso ; pero se comprende desde luego que fué es- 
crito sólo para ofrecer á la Ristori ocasión de repre- 
sentar el personaje completo de Isabel, desde los pri- 
meros años de su reinado hasta su muerte, y bajo este 
punto de vista llena perfectamente su objeto. No hay 
en todo él, por consiguiente, más que un papel, el de 
la protagonista ; los demás son muy secundarios. 

VII 

MARÍA ANTONIETA 

Bastaria, para la gloria de la Ristori, decir que en 
la nueva composición de Giacometti debia personificar 
una reina y una madre, y que en la representación de 
ambos caracteres estuvo admirable ; que expresó con 
gran verdad el orgullo, la altivez de la mujer que se 
siente superior por la gracia divina á cuantos le ro- 
dean ; y que expresó también con la misma exactitud 
y con el más hondo y comunicativo sentimiento, el 
dolor sin igual de la madre desesperada, el delirio fu- 
rioso de la leona á quien arrancan sus cachorros. A 
cualquier artista, de quien esto dijéramos, le haríamos 



3So Enrique Piñíyto 

con eUo un elogio inapreciable. Pero decir só!o ( 
de la Rislori seria quedar muy por debajo de sus me- 
recimientos, y aun cometer una injusticia. 

No fué sólo una reina lo que personificó la Ristori; 
no fué sólo una viuda desconsolada que pierde en su 
hijo el último lazo que la liga á la tierra ; fué sobre 
todo á María Antonieta de Lorena, á la hija de Maria 
Teresa, á la esposa de Luis XVI, á la madre del Del- 
fín, tal como vivió, tal como realmente existió, con su 
mismo rostro, su misma figura, sus mismos trajes ele- 
gantes y sus mismos gestos. 

( En qué consiste que la Rislori imita tan fielmente 
la figura de un personaje histórico con sólo la dispo- 
sición de los adornos ? ¿ Cómo es que su estatura au- 
menta ó disminuye, que sus ojos son claros ú oscuros, 
que su boca es franca y abierta, ó pequeña y altanera, 
según el personaje que quiere representar ? Confesa- 
mos que no lo sabemos. Es un secreto de su arte que 
ella posee y que nosotros apenas comprendemos ; pero 
es imposible que no haya ocurrido esta misma obser- 
vación á todos los que la han visto reproducir en Ma- 
ría Estuardo el retrato de Holbein ; una figura copiada 
de un vaso etrusco en la Medea ; y María Antonieta, 
ahora, tal como está pintada en todos los museos. 

La pieza de Giacometti no es una composición 
dramática; es una sucesión de escenas que quieren 
reproducir con más ó menos fidelidad diversos epítt 



Estudios y Conferetuias 281 

dios de la Revolución francesa del siglo pasado, un 
verdadero scenario^ que así como un libreto de ópera 
sin la música es un cuerpo sin alma, así seria esta 
composición, sin el talento de la Ristori, un trabajo 
informe sin plan y sin objeto. 

Pero no hagamos á su autor la injuria de juzgar 
literariamente una obra^ que él de seguro no escribió 
con esa pretensión. Seamos verdaderos críticos, colo- 
quémosnos en su punto de vista ; así quizás hasta lle- 
guemos á elogiarla. El objeto verdadero del drama 
es evidente, y hay que decir que está plenamente con- 
seguido : — es ofrecer á la actriz ocasión de presen- 
tamos primero la María Antonieta frivola é impru- 
dente del pequeño Trianon y de los salones de 
Versalles ; después, la hija orgullosa de María Teresa 
que no comprende que el rey sufra los discursos de 
Mirabeau en la Asamblea ó el periódico de Marat por 
las calles ; luego, la reina decaída que quiere probar 
con lágrimas á su pueblo que no es austríaca^ la esposa 
desconsolada que pierde á su esposo en el cadalso con 
el remordimiento de haberlo ella empujado por esa 
senda que terminaba en el patíbulo, la madre enaje- 
nada de dolor que entrega su propio hijo al marti- 
rio, la víctima expiatoria que halla en el suplicio el 
último, y no el más terrible eslabón, de una larga y 
pesadísima cadena de infortunios. Ocasión de ser 
todo esto representado por la Ristori y nada más, fué 



3S2 



Enrique Piñeyro 



lo que quiso disponer el autor de la pieza, y esto I 
representó la eminente actriz, de tal manera, qiie el 
éxilo fué extraordinario y que el drama se vio en todo 
su curso, y casi sin interrupción, acompañado por I 
aplausos de la concurrencia. 



Después de la tragedia, el sainete ; I pazzt per 
getto. Los locos tie propósito, el domingo, después de la 
María Anionieta del sábado. Un verdadero tour de 
forec, para dejarnos ver toda la elasticidad de un ta- 
lento incomparable. La misma mujer que había ex- 
tendido la noche antes el terror y la piedad por toda 
la sala, excitó el domingo la hilaridad y el buen humor 
de todo el mundo. En ambos géneros rayó á la misma 
altura. 

VIII 



Anoche entramos en el Teatro de Tacón coa fq 
dadero recogimiento, con la solemnidad con que \ 
dian los griegos á una fiesta de Minerva, por ejempfl 
Las manos nos temblaban de gozo cuando pensábañj 
que Íbamos hoy á tomar la pluma para escribir, nó .d 
bre las miserables composiciones de un Giacomet 
de un Caraoletti, sino sobre el Macbeth, sobre la ^ 
bÜme creación del más sublime de los poetas. 



Estuiiios y Confírenciaí 



283 



el exceso de nuestra admiración encontró su justo 
correctivo apenas se levantó el telón, y comprendimos 
que no era aquel el Macbeth de Shakspeare, que no 
eran aquellos personajes las ñguras vigorosas y origi- 
nales creadas por el gran poeta ; que aquellos seres 
reales, vivos y tan conocidos, á quienes el genio del 
bardo inglés habia infundido la plenitud de la inmor- 
talidad, no eran más que vagas y dudosas sombras 
deslucidas y apagadas por los pálidos versos de un os- 
curo poeta italiano. 

En vez del espectáculo soberbio que nos prometía- 
mos de un águila real remontándose hasta las nubes 
con los ojos fijos en el sol, encontramos un pobre pá- 
jaro, triste y enjaulado, con las alas cortadas, contem- 
plando dolorosamente con ojos mortecinos sus garras 
inútiles. 

No nos figurábamos que se pudiese amenguar y 
disfrazar de esa manera la inspiración de Shakspeare. 
El escritor italiano ha traducido una parte, por su ex- 
tensión menor en una mitad lo menos, del drama ori- 
gina], y sin embargo, el Maebeth es, de todas las tra- 
gedias de su autor, la única quizás en que no es posi- 
ble suprimir una sola escena. No hay ejemplo en 
ningún teatro, en ninguna literatura, de una acción 
dramática como la del Macbeth; toda ella marcha con 
una rapidez fulminante, vertiginosa, precipitándose los 
sucesos unos tras otros hasta llegar á la catástrofe final, 



los motivos de la acción acompañando i:onstanteiim 
á la acción misnia, como el relámpago al rayo ; y re- 
ducir á cuatro actos, cortos y pobres de invención, U 
epopeya grandiosa del moderno Esquilo, es derr 
una encina gigantesca para fabricar un raquítico 1 



Las brujas aparecen una sola vez (; de qué n 
y encienden en el alma de Macbeth la llama si: 
que ha de alumbrarle su camino hasta la estancia de 
Üuncano ; pero no vuelven más, y los demás actos del 
guerrero escoces son simplemente los crímenes atroces 
de un tirano vulgar. Baaquo, Macduff, la esposa y 
los hijos de Macduff, y tantos delitos que hicieron 
« repercutir en la bóveda celeste cada sílaba de desespera- 
ción, » como dice el mismo Shakspeare, no son en la 
traducción italiana más que horrores de melodrama. 
Falta el móvil principal, la obra del infierno, las pro- 
fecías de los espectros ; Macbeth no es ya el noble y 
valeroso capitán, que la fatalidad arrastra al delito, y 
que muere heroicamente en el campo de batalla ; es 
un ambicioso vulgar sin fe y sin ley, como todos los 
ambiciosos. 

El señor Cárcano, autor de la traducción, es reo de 
lesa majestad ; su mano profana ha querido afrentar á 
un soberano. El actor encargado de la parte del protago- 
nista, además, acabó de perder la obra del traductor, 
no sabiendo su papel, y no comprendiendo ni remot4>j| 



Estudios y Conferencias 285 

mente el elevado y vigoroso carácter que debia repre- 
sentar. De los demás i á qué hablar ? 

En ese naufragio universal sólo la Ristori, con str 
gran talento, podia salvarse; y así fué. La escena 
del delirio en el último acto, esa escena t del sonam- 
bulismo > que es lo más original que existe en la lite- 
ratura dramática de todos los tiempos y países, tradu- 
cida en verso en este caso, para mayor desgracia, 
encontró sin embargo en ella un intérprete digno del 
autor. 

IX 

FEDRA V NORMA 

No tratamos de establecer una comparación entre 
dos piezas que no ofrecen términos hábiles para ello ; 
el azar de la representación las ha juntado ; pero no 
olvidamos que, aunque son dos tragedias en cinco ac- 
tos, escritas en un mismo metro, por dos poetas mo- 
dernos y que pintan ambas un vigoroso carácter feme- 
nino, no tienen entre sí, fuera de esto, nada de común. 
La primera, esto es, la Fedra^ es una maravilla de re- 
tórica, si así puede decirse, y la más bella, más feliz y 
más exacta reproducción que han hecho los modernos 
del teatro antiguo ; la Norma es la composición desigual 
de un poeta inferior, que habiendo empezado por ser 
clásico, aspira á parecer romántico, y que en deñnitiva 
no viene á ser ninguna de las dos cosas. 



286 



Enrique Piñnn 



Fidra es paxa muchos la obra maestra de su a 
y su aator es Racine, el poeta más grande que han te- 
nido los franceses antes de! siglo XIX. Confesamos 
no sentir una admiración exagerada por la poesía 
francesa del tiempo de I.uis XIV ; esas tragedias, 
transportadas con tanta habilidad de Atenas á Pa- 
rís, nos han parecido siempre más bien discursos, 
obras oratorias, que composiciones dramáticas. En 
ellas la forma, la disposición, el argumento, los perso- 
najes, todo quiere ser griego, y como toda imitación, 
es muy inferior á su modelo ; pero compensan estos 
inconvenientes la ríqueza de ima dicción incompara- 
blemente correcta y verdaderamente poética, y la pin- 
tura del t:orazon humano, el mismo siempre, en Grecia 
ó en Francta, cada vez que un gran poeta, llámese 
Eurípides ó Racine, es quien lo esludia ó lo ana- 
liza. 

Cuéntase que en ima reunión en casa de Madi 
de Lafíiyetle sostenía una vez Racine que en el teatral 
podia despertar la pintura del vicio tanto interés y 
simpatía como la misma virtud, y que en prueba de la 
verdad de su aserto escribió la Fedra. Si este fué su 
principal objeto, hay que decir que plenamente lo 
consiguió. Su tragedia es una obra maestra, y será 
siempre la delicia de cuantos sean capaces de sentir 
las bellezas de la poesía. 

I.a Norma de Soumet, por el contrario, no es ya 



Estudios y Conferencias 2S7 

hoy leida por nadie. Ha tenido su autor la desgracia 
de que un fiel extracto de su tragedia haya servido á 
Bellini para componer una ópera sublime, y en la lu- 
cha entre el músico y el poeta ha quedado éste ven- 
cido. No porque la música sea superior á la poesía 
en la pintura de las pasiones de que es agitada Norma, 
muy lejos de eso ; pero la lucha fué entre un músico 
de primer orden y un poeta mediano, y naturalmente 
la yictoria quedó del lado del más fuerte. 

La Ristori personificó ambos caracteres con la 
misma habilidad y obtuvo en ambos las mismas señales 
de aprobación ; pero ella también debia compartir la 
suerte de los poetas, y Racine le abria más ancho es- 
pacio para elevarse. En el segundo acto de Fedra 
estuvo admirable. La larga y hermosísima escena de 
la declaración de su criminal amor al hijo de Teseo 
fué admirablemente interpretada ; esa escena violenta 
y desesperada como la pasión de la madrastra, es, en 
nuestro concepto, el mejor momento de la tragedia de 
Racine,. y es preciso ser de veras -una gran actriz para 
poder salvar con el poeta situación tan fuerte y tan 
difícil. 

Sólo nos resta decir que antes de oir la Fedra es- 
tábamos realmente asustados. Recordábamos lo- difícil 
que debia ser traducir bien á un poeta como Racine ; 
pero nuestros temores quedaron muy pronto disipa- 
dos, y con placer observamos que la traducción de 



288 Enrique Piñeyro 

DairOngaro habia sido hecha con singular esmero y 
gran fortuna. 

Habanüy 1867. 



UN TRADUCTOR COLOMBIANO 



DE VIRGILIO 



OBRAS DE VIRGILIO, Traducidas en versos castellanos 
por Miguel Antonio Caro. Bogotá : 1874 



Los traductores son como los biógrafos, en quienes 
el comercio íntimo con el héroe cuya vida ó cuyas 
obras estudian, inspira al fin un entusiasmo ardiente. 
Todo lo disculpan y todo lo admiran. Muévelos un 
cariño de amantes, de enamorados, y cubren con tinte 
de color de rosa toda la perspectiva. Esto ha suce- 
dido, á nuestro parecer, al distinguido literato colom- 
biano Señor Miguel Antonio Caro, en el extenso dis- 
curso preliminar de su traducción de Virgilio. 

El trabajo honra verdaderamente al traductor y á 
su patria, y á toda la América por consiguiente. Es 
una obra doblemente de romano, en el sentido propio 
y en el sentido figurado ; un largo trabajo, generosa- 
mente emprendido, tenazmente continuado y brillan- 
13 



3go 



Enriíjtie Pifuyro 



leraente terminado. Con cabal conocimiento 
materia, vasta erudición y aliento verdadero de poela, 
ha consagrado los mejores aí5os de su vida á elevar un 
monumento, que no tiene parecido en la literatura de 
la lengua castellana. Nadie ha traducido en verso 
español á todo Virgilio. El Señor Caro ha ejecutado 
esta proeza, y la tenemos ante nuestros ojos. 

Es traductor leal y tan entusiasta como e! primero, 
Virgilio, para él, es grande en toda la acepción de la 
palabra, á igual altura que Homero y el Dante en el 
orden de la poesía, superior al Tasso y i Mílton, y 
también por tanto á todos los épicos cantores. No 
pensamos como el señor Caro, y creemos sin embargo 
no desconocer uno solo de los méritos que realmente 
ilustran al autor de la Eneida. No somos de los que 
comparan á Homero con el sol y dicen que Virgilio es, 
como la lona, un astro que recibe toda su' luz del pa- 
dre venerando de la literatura griega. Esta opinión, 
que era artículo de fe entre los románticos de 
cuela francesa, y que se estampó por primera 
no nos equivocamos, en el famoso prólogo del 
ivell de Víctor Hugo, nos hace el efecto de una sim] 
antítesis vacía de toda significación exacta. Pero Vir- 
gilio es im gran artista que usa materiales de segunda 
mano, que toma de otro los elementos fundamentales 
de sus obras. Dotado de un talento inmenso, sabe sa- 
car nuevo y brillante partido de ideas ajenas, sabe 



jinion, 
la n^J 

5im)il¿ ■ 



SifítMos y Cfluft 



391 



irlas á su genio, á su época, á su nación. Como 
1. ftrtista de forma, como escríior, no tiene rival que le 
f aventaje : como poeta creador pertenece indudable- 
\ mente á un orden secundario. 

El Señor Caro, que combate en su discurso este 
punto de vista con vigor y con entusiasmo, cita el 
ejemplo del Quijote, para demostrar que la imitación 
I en los pormenores no supone falta de originalidad, y 
dice que se advierten á cada paso, en la obra de Cer- 
' 'vántes, reminiscencias de los libros caballerescos que 
el mismo Quijote desacreditó. Este ejemplo usaría- 
mos nosotros para probar lo contrario. No es la sim- 
ple imitación de los pormenores lo que hace de Virgilio 
tin discípulo, y nada más, de Homero; es la identidad 
completa en el uso de esos pormenores. Pueden imi- 
tarse, copiarse pensamientos, detalles, pormenores, y 
sin embargo aplicarse originalmente á obras del todo 
originales. Cervantes imitó libros de caballería, y 
compuso el más grande, el más sublime y el más ori- 
ginal de los libros de caballería. Dante (y éste nos 
parece ejemplo mejor) conoció y estudió los escritos 
de Virgilio ; copió á menudo pensamientos del poeta 
latino, é hizo del mismo Virgilio su guia y compañero 
en la peregrinación por la ciudad de los dolores. 
Dante, empero, es completamente original. Virgilio, 
por el contrario, toma materiales de la /hada y la 
Odisea, para escribir un poema idéntico á los poe- 



2g2 



Enrique Piñeyri 



mas de Homero. La semejanza de los detalles 
significaría, si no fuese una misma la idea capi- 
tal, y si la obra toda no fuese un reflejo de su mo- 
delo. 

Suspendemos aijuí estas observaciones, que j 
susceptibles de mayor desarrollo, pero que ocuparfi 
más espacio" del que tenemos disponible y nos impedi- 
rían hablar de la nueva traducción, nuestro objeto 
principal ahora, y la cual sentimos no poder analizar 
tan detenidamente como lo merece. 

El Señor Caro (para usar una expresión del ilustre 
italiano Leopardi) no puede ya morir, porque vive con 
un inmortal. Ha unido indisolublemente su nombre, 
para todos los que hablamos en español, con el del 
gran poeta latino, y por tanto vivirá, como el de Aní- 
bal Caro, como el de Monli, como el de Schlegel, aso- 
ciado al de una de las grandes glorias de la humani- 
dad. Traducir un poeta antiguo y traducirlo bien, es 
empresa digna del mayor encomio, es someter el espí- 
ritu á la más vigorosa disciplina, y luchar sin descanso, 
sobre todo las veces en que el esfuerzo brilla menos y 
menos fructífero parece. Porque es temeraria pre- 
sunción aspirar á decir tan bien como el original ; tas 
lenguas modernas menos expresivas, menos pintores- 
cas, menos sobrias, menos libres y menos musicales, 
jamás pueden competir con las antiguas. Hay que 
contentarse con seguir sus huellas desde lejos, ionge 



Estudios y Conferencias 2gj 

vestigia sequi, como decía Estacio reñriéndose preqisa- 
mente á Virgilio. 

Gran parte de cuanto puede hacerse ha logrado el 
Señor Caro. Tenemos sólo á la vista los dos primeros 
tomos de la obra, que comprenden las diez Églogas, las 
Geórgicas y los seis primeros libros de la Eneida, Pero 
la obra, como dijimos, está ya terminada. 

i Qué causa tan grande hubo que te moviese á vi- 
sitar á Roma ? pregunta Melibeo en la primera de las 
Bucólicas, He aquí la respuesta de Títiro, tal como la 
traduce el Seftor Caro : 

Amor de libertad : aunque tardía 
Miróme al fin y me miró en buen hora, 
Cuando ya la navaja cortadora 
Blanca la barba de mi faz raia. 
Tras largo tiempo Libertad clemente 
Miróme al fin y serenó mi frente. 

Dejóme Calatea, 

A cuya voz un tiempo yo sumiso 

(Confesarlo es preciso) 

Ni esperanza veia 

De libertad, ni del caudal las creces ; 

Aunque de' mi manada 

Salia muchas veces 

Víctima á los altares destinada ; 

Aunque siempre apreté sabroso queso 

Y le llevaba á la ciudad : en vano ! 

Volviendo á casa, con su grato peso 

Nunca el dinero me llenó la mano. 

Buena maestra es ésta de la facilidad y elegancia 
de la traducción ; el verso corre en ella fácil y abun- 



^94 



Enrique Piñeyra 



dante. Sentimos que haya cambiado en t amor dé' 
libertad» el libertas de Virgilio; así hubiera debido 
ser, y no chocaría un poco la concordancia femenina 
del siguiente adjetivo » tardía » ; y sentimos igual- 
mente que suprimiese el inertem del primer hexámetro 
latino, que cuadra tan bien a! carácter que revela Ti- 
tiro en toda la composición. 

Las Églogas y las Geórgicas son la parte mejor t 
la traducción ; la silva merece el nombre del i 
más á propósito en castellano para la poesía dei 
tiva, y el Señor Caro lo prueba una vez más en | 
cuatro admirables Übros de las Geórgicas. 

No así en la Eneida. El metro que convie 
poema, dice el traductor, « lo mostraron ya It 
ros italianos y espaííolea. » No pensamos de !a misma 
manera. Aníbal Caro, á quien consideramos el mo- 
derno que mejor ha vertido la Eneida, escribió su tra- 
ducción en versos sueltos. El poeta colombiano ha 
escogido la octava real para su obra. Ese metro difí- 
cil agrega una dificultad insuperable á las ínñnitas que 
circundaban su tarea. La octava, por su carácter 
hasta cierto punto completo en sí misma, los parea- 
dos finales y la pausa con que generalmente concluye, 
tiene un sabor epigramático, poco propio para una 
narración tan igualmente noble y sostenida como la 
Eneida. Que el Tasso y Camoens y los demás hicie- 
sen grandes poemas en octavas, nada prueba; una 



Estudios y Conferencias 2g§ 

cosa es traducir y otra concebir originalmente. El 
pensamiento allí brota ya preparado para la forma en 
que ha de vaciarse ; aquí hay que fraccionarlo y amol- 
darlo para un metro esencialmente diverso del primero 
en que se modeló. Las octavas de un canto son como 
pequeñas piedras preciosas, como las cuentas de un 
rosario, independientes unas de otras, con su corte y 
su pulimento especiales, y las ideas sufren una trans- 
formación muy marcada al pasar del majestuoso y 
libre hexámetro latino á la amarrada y contraida es- 
trofa castellana. Para probar lo que decimos bastaria 
poner algunos versos sueltos de la traducción italiana 
citada, al lado de algunas de las estrofas del Señor 
Miguel Antonio Caro. 

Traduciendo el Señor Caro en la segunda octava 
del primer canto la invocación á la Musa, incluye cua- 
tro hexámetros en cinco endecasílabos, lo cual es raro, 
pues en general se requiere mayor número de versos 
españoles para otros tantos latinos. ¿ Cómo logra eso ? 
Suprimiendo en su traducción el regina deum, el tot 
casuSy el tot labores ; y traduciendo el insignem pietatem 
virum por < la misma virtud, » y el celebre Tantcene 
animis ccelestibus ir ce ! por 

¿ Como cupo en un dios crueldad tamaña ? 

Echamos la culpa de todo esto á la octava. 

En cambio, otras veces triunfa señaladamente el 



2g6 Enrique Piñeyro 

traductor ; y la obra toda tiene un carácter tranquilo, 
sereno, suficientemente noble, que á la larga encanta 
y fascina. Sirva de muestra esta bella octava que con- 
tiene algunos de los hexámetros más conocidos del 
viaje de Eneas en el infierno : 

Tendidos campos se abren luego, aquellos 
Que la fama llorosos apellida : 
Los que doblaron al amor los cuellos, 
Los que murieron de amorosa herida 
Vienen allí ; y entre sus mirtos bellos 
£1 bosque cruzan que les da guarida, 
Por veredas ocultas. Ay ! los hieren 
Penas de amor que ni en la muerte mueren. 

Nueva York, ^^74- 



^♦ju En el apéndice que, con el título de Corrigenda^ hay al 
fin del tomo III de la traducción del Señor Caro, hallamos esta 
nota, que agradecemos como una atención del distinguido literato 
colombiano . 

< Eneida^ I, ii. Con la siguiente enmienda se procura satis- 

< facer á un reparo que hizo á este pasaje de la traducción el Señor 

< D. Enrique Piñeyro, en El Mundo Nuevo, de Nueva York, nú- 
« mero de lo de Octubre de 1874 : 

< Qué ofensa suscitó la excelsa ira 
Que á la errante virtud sigue y quebranta ? 
I Cupo en celestes pechos furia tanta ? 



Estudios y Conferencias jo§ 

todo más parece ocasionado por errata de imprenta 
que por otra cosa el motivo de nuestra queja, — nos 
complacemos en creer que nos considerará lo que 
realmente somos, la menos quejosa de todas sus víc- 
timas. 

La biografía de Andrés Bello es excelente, lo mis- 
mo que varias otras de escritores hispano-americanos. 
La del General Páez adolece del mismo defecto que 
la de Bolívar. Concluye con este aforismo tan hueco 
como inoportuno : « Los siglos podrán apagar los vol- 
canes y secar los torrentes de su patria, pero serán 
impotentes para aniquilar su memoria. > 

Aunque la parte cubana es la más desigual del 
Diccionario, notamos como brevemente exacta y com- 
pleta la biografía del ilustre educador José de la Luz 
Caballero, y la de nuestro distinguido amigo el Seftor 
Antonio Bachiller y Morales. 

No podemos ahora llevar más lejos el análisis, y 
concluimos repitiendo que, con todos sus defectos, 
ha prestado el Señor José Domingo Cortés, con este 
Diccionario, un señalado servicio, cuya importancia 
somos de los primeros y más sinceros en declarar. 

Nueva Yorky i8y6. 



índice 



FAGINAS 

Prólogo vii 

Madame Roland i 

Notas de un viaje por Italia 23 

Bosquejo de la fundación de los trece primeros estados de la 

Union Americana 43 

Los Estados Unidos en 1875 65 

£1 Matiimonio de Byron 99 

Novelistas franceses contemporáneos. — Octavio Feuillet . 119 

" Stendhal .... 128 

GeorgeSand. . . 139 

El Senado Romano 143 

Dante y la Divina Comedia 167 

Poetas líricos cubanos. — ^José María Hercdia 197 

Plácido 202 

José Jacinto Milanés 207 

La muerte de la Avellaneda . . . 213 

Emilio Castelar. — El movimiento republicano en Europa . 217 

Una tragedia griega por un poeta cubano 233 

William H. Seward 247 



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índice 



El repertorio de una actriz. — Medea 259 

María Estuardo 263 

Pia de Tolomei 267 

Sor Teresa \ 270 

Giuditta 273 

Elisabetta 276 

María Antonieta 279 

Macbeth 282 

Fedra y Norma 285 

Un traductor colombiano de Virgilio 286 

Diccionario bi(^ráfíco americano 297 



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ERRA TA. — En la página 257, línea 4, donde dice : < sin dejar 
de j/, » debe decir : < sin dejar detras de sí. » 



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