Skip to main content

Full text of "Febrerillo el loco, comedia en dos actos; estrenada en el Teatro de Lara el 28 de octobre, 1919"

See other formats


i,      '■sm 


iJf  ^^ 


.■•,^-'»<¿  *  .-^y  i 


FEBRERILLO   EL   LOCO 


Esta  obra  es  propiedad  de  sus  autores. 

Los  representantes  de  la  Sociedad  de  Autores  Españoles 
son  los  encargados  exclusivamente  de  conceder  o  negar  el 
permiso  de  representación  y  del  cobro  de  los  derechos  de 
propiedad.  

Droits  de  représentation,  de  traduction  et  de  reproduction 
reserves  pour  tous  les  pays,  y  compris  la  Suéde,  la  Norvege 
et  la  HoUande. 

Copyright,  1919,  by  S.  y  J.  Álvarez  Quintero. 


^A13^ 


SERAFÍN  Y  JOAQUÍN 
ÁLVAREZ  QUINTERO 


FEBRERILLO 
EL   LOCO 

COMEDIA    EN    DOS    ACTOS 

Estrenada  en  el  Teatro  de  Lara  el  28  de  octubre 
de  I 9 19 


MADRID 
I  9  I  9 


MADRID  — Imp.  Clásica  Española.  Glorieta  de  Chamberí.— Teléf.  J.  43° 


AL    SEÑOR 
DON    JOSÉ     ORTEGA     MUNILLA 

CORAZÓN  GENEROSO 

\      ESPÍRITU     ELEVADO     Y     FECUNDO, 

CON    ADMIRACIÓN    Y    GRATITUD 

LOS  AUTORES 


REPARTO 


PERSONAJES  ACTORES 

AURELIA. María  Palou. 

DOÑA  MÍNIMA Leocadia  Alba. 

FLORENCIA Hortensia  Gelabert. 

LAURA Isabel  Faure. 

REMIGIA Elisa  MÉNDEZ. 

TIRSO Emilio  Thuillikr. 

GUZMÁN  ARAUJO Luis  Manrique. 

DON  ALBINO  DE  JUAN Salvador  Mora. 

DON  ROQUE Alfonso  M.  de  Tudela. 

HONORITO José  Balaguer. 


ACTO  PRIMERO 


Salita  en  casa  de  doña  Mínima  Oria,  viuda  de  don  Estanis- 
lao Febrero,  en  Madrid.  Puerta  al  foro,  que  conduce  a  las 
habitacionesanteriores,  y  otra  a  la  izquierda  del  actor, 
que  da  al  recibimiento.  A  la  derecha,  un  balcón.  Sillería 
de  caoba,  tapizada  de  damasco  o  -  de  yute;  mesa-camilla, 
con  falda  y  tapete  de  terciopelo;  sobre  una  consola,  dos 
floreros  y  un  reloj  cubiertos  con  fanales;  alfombra  de  mo- 
queta; cortinas  adecuadas  a  la  sillería;  una  gran  araña  de 
cristal  en  el  centro  del  techo,  y  en  la  pared,  revestida  de 
papel  oscuro,  dos  retratos  al  óleo  que  representan,  a  lo 
que  rezan  los  letreros  que  llevan  al  pie,  a  Santa  Ana  y  a 
San  Pablo.  Por  la  habitación  y  por  los  muebles  han  pa- 
sado cuarenta  años,  fecha  del  casamiento  de  la  señora; 
pero  es  menester  decirlo  para  que  se  crea,  según  se  con- 
serva todo  ello.  En  la  actualidad  viven  en  la  casa  suegra  y 
nuera,  y,  para  que  todo  sea  sorprendente,  se  llevan  bien. 

Es  al  anochecer  de  un  domingo  de  Carnaval.  La  araña  está 
ya  encendida. 

Doña  Mínima,  sentada  a  la  camilla^  hace  solita- 
rios; Florencia^  su  niiera^  escribe  una  carta.  Doña  Mí- 
nima pasa  un  poco  de  los  sesenta  años  y  viste  de  ne- 
gro; Florencia  no  llega  a  la  mitad^  y  es  bella  y  dis- 
creta. 

Doña  Mínima.  Nada,  no  me  sale.  ¡Pues  no  ha  de 
poder  más  que  yo! 

Florencia.     ¿Qué? 

Doña  Mínima.  El  solitario  "que  me  ha  enseñado 
don  Albino,  que  no  me  sale  nunca.  Se  me  ha  atra- 
vesado. 

Pausa. 


I  o  Febr  er  illo    el    loco 

Florencia.     ^Quiere  usted  algo  para  la  mona? 

Doña  Mínima.     Mándale  un  beso  de  la  abuela. 

Florencia.     Ya  le  mando  un  millar. 

Doña  Mínima.  Pues  dile  que  así  que  pase  el 
Carnaval  iremos  a  verla  al  colegio  una  tarde. 

Florencia.  También  se  lo  digo.  Iremos  el  día  de 
su  cumpleaños:  de  hoy  domingo,  en  ocho. 

Doña  Mínima.     ^Cuántos  cumple  ya  Anita? 

Florencia.  ¡Ay!  ¡No  me  obligue  usted  a  recor- 
darlo! 

Doña  Mínima.     ^Doce? 

Florencia.     {Trece! 

Doña  Mínima.     ^Te  molesta  la  cifra? 

Florencia.  No,  señora,  no:  la  cifra  me  es  igual. 
Me  molesta  que  no  sean  cinco  en  vez  de  trece. 

Doña  Mínima.     jAh,  claro! 

Florencia.     Viviría  mi  marido. 

Doña  Mínima.  ¡Pobre  hijo  de  mi  alma!  Y  tú  ten- 
drías ocho  años  menos. 

Florencia.     ¡Friolera! 

Doña  Mínima.  Bien  dice  don  Albino  que  el  tiem- 
po es  el  único  reloj  que  no  se  para  nunca.  Esta  no- 
che he  soñado  yo  con  don  Albino. 

Por  la  puerta  de  la  izquierda  sale  Remigia^  criada 
de  la  casa;  moza  tan  feliz  desde  que  se  fué  de  su  pue- 
blo^ Loeches^  y  dejó  de  ver  a  su  familia^  la  del  tío  Te- 
rrones^ que  está  siempre  con  la  sonrisa  en  el  sem- 
blante. 

Remigia.     Ahí  está  don  Roque. 

Florencia.  Mira,  a  tiempo  llegas.  Baja  en  un 
momento  y  echa  esta  carta  en  el  estanco  de  la  es- 
quina. 

Remigia.     O  en  un  tranvía,  ^no? 

Florencia.     Es  igual. 

Remigia.  El  tranvía  la  lleva  más  pronto.  Se  va  con 
la  carta  y  con  la  sonrisa. 


Acio    primer  o  ii 

Florencia.     [Qué  servicial  es  esta  chica! 

Doña  Mínima.  Mucho.  ¡Y  qué  contenta  está  ella 
en  Madridl  No  se  la  ve  sino  risueña.  Ha  de  decirte 
que  ha  roto  dos  platos,  y  te  lo  dice  con  cara  de  Pas- 
cuas. 

Sale  don  Roque  por  la  misma  puerta  que  Remigia. 
Es  un  cincuentón.,  egoísta  redomado.  Usa  gorro. 

Don  Roque.     Hola. 

Doña  Mínima.     Hola. 

Florencia.     Hola,  tío  Roque. 

Doña  Mínima.  ¿Fuiste  tú  quien  llamó  antes  con 
los  nudillos  en  la  pared  del  comedor? 

Don  Roque.  Sí;  yo  fui.  Para  que  pasaras  a  casa 
si  no  estabas  entretenida  en  algo. 

Doña  Mínima.  Pues  iba  a  pasar,  a  ver  qué  que- 
rías; pero  se  me  fué  el  santo  al  cielo. 

Don  Roque.  ¡Qué  más  da,  boba!  No  era  nada 
urgente. 

Florencia.     Está  usted  muy  contento,  ^verdad.?* 

Don  Roque.  Lo  estoy;  lo  estoy.  ¿Me  sale  a  la 
cara? 

Florencia.     Le  sale  a  usted,  sí. 

Don  Roque.  Estoy,  estoy  contento.  ¡Ya  podía 
no  estado!  Para  un  padre,  ¿cabe  mayor  satisfacción 
que  tener  una  hija  y  casarla  a  gusto? 

Doña  Mínima.     ¿A  gusto  del  padre? 

Don  Roque.  ¡Por  supuesto!  ¡A  gusto  del  padre! 
Para  un  padre...  Estoy  contento;  muy  contento.  Me 
gusta  el  novio...  me  gusta  la  posición  del  novio...  me 
gusta  la  familia  del  novio...  Estoy  contento.  Y  a 
propósito  de  mi  contento  quería  yo  hablarte.  Mí- 
nima. 

Doña  Mínima     ¿Ah,  sí? 

Don  Roque.     Para  eso  te  llamaba. 

Doña  Mínima.     ¿Pues? 

Don  Roque.     Como  hoy  ha  sido  el   paso  oficial 


12  Febrerillo    el    loco 

de  pedir  a  Aurelia,  y  como  Honorito  vendrá  de  aquí 
a  poco,  y  vendrá  don  Albino,  por  de  contado,  ¿qué 
te  parece  a  ti  si  remojáramos  la  cosa? 

Doña  Mínima.     Muy  bien;  me  parece  muy  bien. 

Don  Roque.     ¿Y  a  ti,  sobrina.^* 

Florencia.  A  mí,  también;  me  parece  muy  na- 
tural. 

Don  Roque.  Nada  de  locuras  ni  de  exageracio- 
nes... Unos  emparedados,  unas  pastas,  unas  copitas 
de  jerez...  jQue  no  pase  la  fecha  en  blanco! 

Doña  Mínima.     Bueno;  sí. 

Don  Roque.  Y  aquí  mejor  que  ahí  en  mi  casa, 
jno  encuentras? 

Doña  Mínima.  Donde  tú  dispongas,  ya  que  tú 
eres  el  padre  y  estás  tan  contento. 

Don  Roque.     Creo  que  lo  estamos  todos. 

Doña  Mínima.  Sí,  hombre,  sí,  claro;  estándolo 
tú... 

Don  Roque.  Pues  aquí,  aquí  lo  celebraremos 
desde  luego.  Aquí,  en  rigor,  es  donde  hacemos  siem- 
pre la  tertulia;  mi  hija  casi  vive  aquí  más  que  ahí; 
aquí  la  conoció  su  novio... 

Doña  Mínima.  Aquí,  aquí;  no  hay  que  dudarlo 
ni  un  segundo. 

Don  Roque.  Entonces  queda  todo  ello  a  tu  elec- 
ción, ¿eh.  Mínima?.,,  a  vuestra  elección,  ¿eh,  Floren- 
cia? Las  mujeres  para  estas  cosas  sois  las  únicas.  Ya 
digo:  unos  emparedados,  unas  pastas,  jerez  fino  de 
ese  que  yo  prefiero...  A  vuestra  elección. 

Doña  Mínima.     Pierde  cuidado,  hombre. 

Don  Roque.  Estoy  contento;  estoy  contento; 
contentísimo. 

Vuelve  Remigia  por  la  misma  puerta^  con  otro 
anuncio. 

Remigia.     Ahí  está  el  médico. 

Don  Roque.     ¿Qué? 


Ac  i  o    primer  o  13 

Remigia.     Que  ahí  está  el  médico. 

Don  Roque.     Pues  ^quién  hay  malo  en  esta  casa? 

Doña  Mínima.     Malo,  nadie;  los  nervios  de  ésta... 

Florencia.  Hoy,  sin  embargo,  no  lo  he  llamado 
yo.  Pero  dile  que  pase,  Remigia. 

Remigia.     Sí,  señora.  Se  marcha, 

Don  Roque.  Detesto  a  los  médicos;  y  detesto 
muy  especialmente  a  los  médicos  que  viven  en  la 
propia  casa,  arriba  o  abajo.  Con  el  aquel  de  que  es- 
tán cerca,  se  les  avisa  a  cada  triquete;  y  aunque  no  se 
les  avise,  vienen  ellos,  como  sucede  ahora;  y  abusan 
de  la  vecindad. 

Florencia.     No,  pues  este  muchacho  no  abusa. 

Don  Roque.  Todo  el  que  puede  abusar,  abusa;  es 
lo  humano.  Y  ya  que  ha  venido,  le  voy  a  sacar  yo 
dos  recetas  que  me  hacen  falta.  Hasta  ahora.  jBien, 
hombre,  bien  I  Estoy  contento;  estoy  contento. 

Vase. 

Doña  Mínima.  A  Florencia.  Todo  el  que  puede 
abusar,  abusa;  es  lo  humano. 

Florencia.     Está  contento. 

Doña  Mínima.  Sí;  está  contento.  Va  a  casar  a  su 
hija  a  gusto  de  él...  y  yo  convido  al  padrino  y  al 
novio.  Está  contento.  ^Lo  hay  más  egoísta.?^  En  este 
Roque  se  afinó  la  casta  de  los  Febreros.  Y  cuidado 
que  mi  marido  fué  de  caballería.  Pero  el  hermanito 
es  de  artillería  de  montaña.  No,  y  el  mismo  Juan, 
tu  esposo — yo,  porque  fuera  hijo  mío,  no  me  cie- 
go,— también  tenía  bemoles. 

Florencia.  Juan  era  otra  cosa:  un  poco  terco, 
reservado...  pero  no  dejaba  de  ser  generoso. 

Doña  Mínima.  jLa  sangre  mía  que  llevaba  en  las 
venas!...  Sin  embargo,  le  tiraba  más  la  del  padre. 
Ahora,  que  ni  con  Estanislao,  ni  con  éste,  ni  con 
ninguno,  he  discutido  yo  jamás.  Ha  sido  mi  táctica: 
punto  en  boca.  Que  me  dicen  que  vuelan  los  bueyes: 


14  Febrerillo     ei     loco 

|vuelan!  Punto  en  boca.  ¡Son  muchos  Febreros!  Valen 
por  todo  el  año. 

Asoma  en  la  puerta  de  la  izquierda  Guzmán  Arau- 
jo^  el  anunciado  médico.  Es  joven ^  fino^  afectuoso^  cor- 
dial. 

Guzmán.     ^Se  puede,  señoras.^^ 

Doña  Mínima.     Adelante. 

Guzmán.  (jQué  tal^  doña  Mínima?  ^Qué  tal,  Flo- 
rencia? 

Doña  Mínima.     Vamos  pasando  bien. 

Florencia.     Sí;  no  podemos  quejarnos. 

Doña  Mínima.  Lo  dejo  a  usted  con  su  enferma... 
de  vicio.  Yo,  doctor,  como  nunca  he  sabido  lo  que 
es  eso  de  los  nervios  de  punta...  |Los  pelos  de  punta 
sí  se  me  han  puesto  algunas  veces! 

Guzmán.     jja,  ja,  jal 

Doña  Mínima.  ¡Estoy  contenta!  Voy  a  mandar 
por  emparedados,  pastas  y  jerez.  A  mi  elección,  es 
claro,  j Estoy  contenta!  Vase  hacia  la  izquierda  por  la 
puerta  del  foro. 

Guzmán.     ¡Qué  humor  el  de  esta  doña  Mínima! 

Florencia.  Es  notable.  Siempre  diciendo  que  se 
lo  calla  todo...  y  no  se  calla  nada.  Siéntese  usted. 

Guzmán.  Al  bajar  de  casa  recordé  que  ayer  an- 
daba usted  alteradilla,  y  me  dije:  voy  a  entrar  un 
momento  a  verla. 

Florencia.  Muchas  gracias.  Ya  por  de  pronto  ha 
aprovechado  la  visita  el  tío  Roque,  ^no? 

Guzmán.  Ah,  sí.  Me  ha  pedido  un  par  tie  recetas. 
Lo  que  da  uno.  Siempre  que  me  ve  hace  lo  mismo. 

Florencia.     Discúlpelo  usted. 

Guzmán.  ^Quién  se  ocupa  de  eso?  Ni  crea  usted 
que  es  él  solo  el  que  tiene  médico  a  salto  de  mata. 
Yo  tengo  muchos  clientes  en  el  tranvía. 

Florencia.  ¡Ja,  ja,  ja!  ¿Va  usted  ahora  a  las  más- 
caras? 


Acto    p  rimer  o  15 

GuzMÁN.  ¡No,  por  Dios!  Precisamente  he  estado 
aguardando  a  que  oscurezca  para  salir. 

Florencia.  Pues  ^no  es  usted  el  médico  que  re- 
ceta las  diversiones? 

GuzMÁN.  A  quien  las  necesita,  sí;  pero  diversio- 
nes a  cara  descubierta. 

Florencia.  A  mí  tampoco  me  agradan  las  más- 
caras. Y  no  es  de  ahora:  ni  en  mis  quince. 

GuzMÁN.     Total,  hace  seis  años. 

Florencia.     Lo  que  usted  quiera. 

GuzMÁN.     Conque,  ¿'cómo  va  ese  valor? 

Florencia.  El  valor,  bien.  Nunca  me  ha  flaquea- 
do.  Ya  le  he  dicho  a  usted  otra  vez  que  no  soy  co- 
barde. 

GuzMÁN.  Sí,  pero  no  basta  que  usted  lo  diga. 
Ayer  lo  fué  usted,  sin  ir  más  lejos. 

Florencia.     ^Por  qué? 

GuzMÁN.     Porque  hubo  lágrimas. 

Florencia.  Las  lágrimas  son  siempre  un  consue- 
lo, Guzmán. 

GuzMÁN.  Pero  nacen  generalmente  de  un  descon- 
suelo, Florencia.  Bien  venidas  sean,  cuando  vienen; 
pero  es  menester  evitarlas. 

Florencia.     Eso  sí.  Yo  tan  pronto  lloro  como  río. 

Guzmán.  Pues  tampoco  es  sano  reír  sin  funda- 
mento. 

Florencia.  |Ay,  amigo  Araujo!  Crea  usted  que 
algunas  veces,  con  tal  de  reír... 

Guzmán.     Ya  dimos  en  la  llaga:  está  usted  triste. 

Florencia.  Lo  estoy.  No  sé  por  qué,  y  sí  sé  por 
qué;  pero  estoy  triste.  Compadézcame  usted  en  serio. 

Guzmán.  Lo  que  quiero  es  curarla.  Esa  cura  de  la 
compasión  es  enfermiza.  Por  lo  mismo  que  de  lo  que 
padece  usted  es  del  espíritu. 

Florencia.  Sí;  salud  de  la  otra  sí  tengo,  a  Dios 
gracias. 


i6  Febrerillo    el    toco 

GuzMÁN.  He  aquí  una  paradoja,  ^ve  usted?  Su  pro- 
pia salud  es  su  enfermedad. 

Florencia.     No... 

GüZMÁN.  SX-  Y  es  preciso  que  no  lo  sea.  Hay  que 
cambiar  de  vida,  Florencia;  hay  que  darle  al  alma 
algo  de  lo  que  pide:  recreo,  libertad...  horizonte...  No 
pasea  usted  nunca...  Madrid  está  espléndido,  lleno  de 
gracia,  de  alegría...  Tampoco  va  usted  nunca  al 
teatro... 

Florencia.     ¡Quién  habla  en  esta  casa  del  teatrol 

GuzMÁN.  ¡Pues  hay  que  hablar!  Hay  que  sacudir 
el  aburrimiento,  la  atrofia  mortal  de  estas  horas  ocio- 
sas que  pasa  usted...  Una  amiga,  un  libro... 

Florencia.     ¡Libros  aquíl 

GuzMÁN.  ¡Libros  aquí!  La  gente  vulgar  que  des- 
deña los  libros  no  sabe  lo  que  pierde.  ¡Son  unos 
amigos  tan  leales!...  Siempre  pagan  bien.  Yo  le  voy 
a  mandar  a  usted  unos  pocos:  versos,  viajes,  no- 
velas... 

Florencia.  Novelas  ya  hago  yo  algunas  por  las 
noches. 

GuzMÁN.     ¡Escríbalas  usted! 

Florencia.  Si  supiera  escribir...  Pero  no  le  escri- 
bo más  que  a  mi  chica,  y  en  la  última  carta  que  he 
recibido  de  ella  me  corrige  dos  faltas  de  ortografía. 

GuzMÁN.  No  está  mal.  ¡Terrible  maestra!  Acaso 
debiera  usted  empezar  por  sacar  a  la  nena  del  colegio 
y  traérsela  consigo. 

Florencia.  Todavía  es  pronto.  Allí  está  mejor. 
Prefiero  este  sacrificio  de  no  tenerla  al  lado. 

GuzMÁN.  Sí;  ya  comprendo...  Esta  casa,  la  casa 
de  junto...  Reservadamente.  ¡Qué  mal  hace  usted  en 
vivir  con  ellos!... 

Florencia.  ¡Ah!  Al  morir  mi  marido  así  lo  acor- 
daron... Mi  ánimo,  entonces,  no  estaba  para  reflexio- 
nar ni  para  resolver  libremente...  Don  Roque  se  eri- 


Act  o    primer  o  17 

gió  en  mi  padre,  en  mi  administrador...  yo  dejé 
hacer  a  todos. ...y  aquí  estoy.  No;  y  me  llevo  bien  con 
mi  suegra. 

GuzMÁN.  Pues,  con  todo,  ese  es  el  origen  del  mal. 
Viviendo  con  la  madre  del  que  fué  su  marido... 

Florencia.     Deje  usted  eso. 

GuzMÁN.  Déjeme  usted  que  no, lo  deje.  Viviendo 
con  ella,  insensiblemente  se  habitúa  usted  a  no  pen- 
sar siquiera  en  algo  que  por  su  juventud  y  por  su 
belleza  parece  que  la  reclama  a  usted. 

FlorExNXIa.     ¡Ohl  ¡Qué  disparatel 

GuzMÁN.     ^Disparate? 

Florencia.  La  mujer  viuda  que  piensa  en  nuevo 
matrimonio  es...  ¡No  quiera  usted  saber  lo  que  es! 
Oiga  usted  a  don  Roque. 

GuzMÁN.  Dios  me  libre.  Ya  hago  bastante  con  no 
cobrarle  las  recetas.  ¡Estaba  por  envenenarlo  en  unas 
pildoras! 

Florencia.     Tanto,  no. 

GuzMÁN.  Ah,  pues  lo  merece.  La  pena  del  tallón 
es  muy  justa;  y  él  a  todos  ustedes  les  envenena  el 
aire. 

Florencia.     Ahí  viene  su  hija. 

GuzMÁN.     ^Aureha? 

Florencia.     Sí;  la  he  sentido. 

Guzmán.  ¡Buen  oído  tiene  usted!  Porque  a  Aure- 
lia no  se  la  siente.  Yo  le  llamo  la  mujer  sin  ruido. 
Parece  una  monja. 

Florencia.     Lo  es  casi. 

Guzmán.     Una  monja  que  se  va  a  casar. 

Florencia.     Sí. 

La  expresión  del  médico  cambia  súbitamente.  Luego 
pregunta: 

Guzmán.  Diga  usted:  ¿es  cierto  que  la  han  pedi- 
do hoy.? 

Florencia.     Sí;  esta  mañana. 


i8  JFebre  filio     el    loco 

Breve  pausa.  Por  la  puerta  de  la  izquierda  llega 
Aurelia.  El  médico  la  ha  pintado  bien.  Silenciosa  y 
humilde^  sencilla  y  suave^  tiene ^  e7i  efecto^  aire  monjil., 
sin  asomo  de  afectación  ni  de  hipocresia.  Peina  su 
cabello  en  dos  crenchas  iguales,  y  viste  con  modestia., 
al  gusto  casero.  Si  no  le  preguntan.,  rara  vez  habla; 
como  si  se  creyera  siernpre  delante  de  reyes. 

Aurelia.     Muy  buenas  tardes,  Araujo. 

GuzMÁN.  Buenas  tardes,  Aurelia.  ^Cómo  está 
usted? 

Aurelia.     Bien,  ^y  usted? 

GuzMÁN.  Bien.  Trabajando  mucho.  A  su  padre  de 
usted  lo  he  saludado  hace  un  instante. 

Aurelia.     Sí. 

GuzMÁN.     ¿Se  lo  ha  dicho  a  usted? 

Aurelia.     No;  pero  me  dio  una  receta,  y  supuse... 

Florencia.     ¿Una  nada  más? 

Aurelia.     Nada  más. 

Florencia.     Pues  Guzmán  le  ha  entregado  dos. 

Aurelia.  No  sé...  Puede  que  la  otra  sea  para  su 
escribiente,  que  padece  del  hígado. 

Guzmán,  ¡Desde  luegol  En  una  hay  ruibarbo.  ¡Es 
para  el  escribiente! 

Florencia.     Padece  del  hígado,  sí. 

Silencio.  Guzmán  mira  siempre  a  Aurelia  con  sim- 
patía. 

Guzmán.     ¿Qué  hay  de  nuevo,  Aurelia? 

Aurelia.     Nada  de  particular. 

Florencia..     ¡Mujerl 

Guzmán.     ¿Nada  de  particular? 

Aurelia.     Nada. 

Guzmán.  Dirigiéndose  a  Florencia.  Pues  no  eran 
esas  mis  noticias. 

Aurelia.     ¿A  qué  se  refiere? 

Florencia.  ¿A  qué  ha  de  ser?  ¡Al  suceso  del  día! 
¿Estás  en  Babia? 


Ac  i  o    p  r  im  tr  o  19 

Aurelia.  ¡Ah,  yal  Estoy  en  Babia,  efectivamente. 
Le  contesié  a  usted  sin  pensar... 

GuzMÁN.     Ya  me  pareció  a  mí... 

Aurelia.  Después  de  todo,  dije  lo  que  debía: 
nada  de  particular...  Una  cosa  así,  que  ya  se  sabe  y 
ya  se  espera,  no  es  nada  de  particular... 

Silencio  otra  vez.  Los  tres  reflexionan  tm  punto. 
Guzmán  varía  luego  el  rumbo  de  la  conversación. 

GuzMÁN.  Pues  yo,  aquí,  luchando  con  mi  enferma 
sana. 

Aurelia.     Verdaderamente:   la   enferma  sana  es. 

Florencia.  Se  ha  empeñado  en  curarme  con  im- 
posibles. 

Guzmán.  Muy  al  contrario:  le  aconsejo  que  cam- 
bie de  vida... 

Florencia.     Un  imposible. 

Guzmán.  Que  pasee,  que  lea,  que  vaya  al  teatro, 
que  viaje... 

Florencia.     Imposible,  imposible... 

Guzmán.     Que  se  enamore  nuevamente... 

Aurelia.     ¡Imposible! 

Florencia.     ^Usted  oye? 

Guzmán.  Lo  que  es  imposible,  amigas  mías,  es 
estrangular  una  vida  a  los  treinta  años.  Imposible  y 
opuesto  a  la  naturaleza.  Abra  usted  las  ventanas  de 
su  corazón,  y  deje  usted  que  entren  por  ellas  el  sol, 
el  agua,  el  aire,  los  pájaros...  jY  el  amor  con  ellos! 
Aprovéchese  usted  de  que  estamos  en  febrerillo  el 
loco,  mes  que  hace  girar  como  ninguno  la  rosa  de 
los  vientos.  A  Aurelia,  en  quien  advierte  la  intención 
de  hablar.  ^Qué  iba  usted  a  decir? 

Aurelia.     Arrepintiéndose.  No...  nada...  Siga  usted. 

Guzmán.  Por  hoy  ya  no  digo  una  palabra  más  so- 
bre el  caso. 

Viene  Remigia  de  la  izquierda.,  por  la  puerta  del 

f07'0. 


20  Febrerilio    el    loco 

Remigia.     Señorita  Florencia. 

Florencia.     ¿Qué  quieres? 

Remigia.  Me  ha  dicho  la  señora  que  vaya  usted 
al  comedor  un  momento,  con  permiso  de  este  señor. 

Florencia.     Dile  que  ya  voy. 

Remigia.  A  Aurelia^  sin  dejar  su  cara  de  júbilo. 
Señorita  Aurelia:  el  jerez  no  he  podido  traerlo  del 
que  le  gusta  a  su  papá,  porque  está  cerrada  la  tien- 
da, porque  se  ha  muerto  el  amo, 

Aurelia.     Bien,  bien;  anda  allá  dentro. 

Se  retira  Remigia. 

GuzMÁN.  Y  usted,  Florencia,  no  se  detenga  aquí 
por  mí.  Me  voy  ya. 

Florencia.  Adiós,  entonces.  Y  mil  gracias  por  su 
interés. 

GuzMÁN.  Démelas  usted  cuando  me  haga  algún 
caso. 

Florencia.  Sonriéndole  melancólicamente.  Impo- 
sible.   V ase  por  la  puerta  del  foro  ^  hacia  la  izquierda. 

Guzmán.     Adiós,  Aurelia. 

Aurelia.     Adiós,  Araujo. 

GuzMÁN.  Fijándose  en  la  pulsera  de  Aurelia  cuan- 
do le  da  la  ma?io.  ^Es  esta  la  pulsera...  quizás? 

Aurelia.     ^Qué? 

GuzMÁN.     La  pulsera  ..  del  día  de  hoy. 

Aurelia.     Sí;  ésta  es. 

GuzMÁN.     No  había  reparado  hasta  ahora. 

Aurelia.     ^Le  gusta? 

GuzMÁN.     Mucho.  Como  elegida  por  su  novio. 

Aurelia.     ,jQué  me  quiere  decir? 

GuzmAn.  Que  es  hombre  de  gusto  bien  demos- 
trado. 

Aurelia.  Pues  se  equivoca  usted,  porque  no  la 
ha  elegido  Honorito. 

Guzmán.     ^No?  ¿'Quién  ha  sido,  entonces? 

Aurelia.     Su  tío:  don  Albino. 


Acio    primero  21 

GuzMÁN.  Con  ligera  zumba.  ¡Ah,  don  Albinol... 
Debí  figurármelo.  En  fin,  Aurelia,  muchas  felici- 
dades. 

Aurelia.     Gracias. 

GuzMÁN.     Ya  tiene  usted  dueño. 

Aurelia.     Sí. 

GuzmAn.     Adiós.  Le  da  nuevamettte  la  mano. 

En  este  instante  aparece  por  la  puerta  de  la  izquier- 
da doña  Mínima, 

Doña  MÍíNima.    ^También  está  usted  pulsando  a  ésta? 

GuzMÁN.  Riéndose.  No,  doña  Mínima;  es  que  me 
despido. 

Doña  Mínima.  Ya  lo  sé.  Vengo  a  decirle  a  usted 
adiós.  Ha  sido  visita  de  médico. 

Guz^LÍN.  De  vecino.  Me  son  muy  simpáticas  las 
vecinas  del  principal. 

Doña  Mínima.     ¿Derecha? 

GuzMÁN.     E  izquierda. 

Doña  Mínima.  Pues  también  me  han  dicho  que 
se  lo  son  a  usted  las  del  segundo.  Derecha  e  izquier- 
da también. 

GuzMÁN.  Según  el  alcance  que  le  hayan  dado  a  la 
referencia. 

Doña  Mínima.  Ya,  ya.  Cuidadito  ahora,  no  vaya 
usted  a  caerse  de  espaldas. 

GuzMÁN.     ¿-Cómo? 

Doña  Mínima.  Usted  verá.  Se  asoma  a  La  puerta 
de  la  izquierda  y  dice:  Laura,  pase  usted. 

Y  pasa  Laura^  la  cual  es  una  lindísima  criatura^ 
modista  de  oficio.  Viene  salpicada  de  papelillos  de  co- 
lores. Tiene  clara  conciencia  de  su  belleza.,  de  la  que 
espera  mucho  en  la  vida.  Coquetea  con  el  aire. 

Laura.  Buenas  tardes.  Digo,  ya,  casi  buenas  no- 
ches. 

Aurelia.     Buenas  noches. 

GuzMÁN.     Buenas  noches. 


32  Febrerillo    el    loco 

Doña  Mínima.     ¿Qué  tal,  amiguito? 

GuzMÁN.  Que  si  no  me  previene  usted,  doy  el  es- 
pectáculo. 

Laura  ka  comprendido  que  se  alude  a  ella^  y  se  es- 
ponja de  gozo. 

Doña  Mínima.     Je! 

GuzMÁN.     Adiós;  buenas  noches.  Se  marcha. 

Doña  Mínima.     Adiós. 

Aurelia.     Adiós.  Quédase  abstraída. 

Laura.  Buenas  noches.  ¿Este  caballero  —  usted 
disimule  la  curiosidad  —es  el  conde  del  Cisne? 

Doña  Mínima.  No.  Es  un  médico  que  vive  en  el 
primero:  don  Guzmán  Araujo. 

Laura.  Ah,  sí;  lo  he  oído  celebrar.  Es  muy  so- 
nado ahora.  Pero  no  me  lo  figuré  tan  joven. 

Doña  Mínima.  Dicen  que  vale.  Es  especialista  en 
enfermedades  nerviosas...  sobre  todo  de  la  mujer.  Es 
fino,  elegante,  les  echa  piropos...  En  fin,  él  pone  ner- 
viosas a  las  clientes,  y  luego  las  cura. 

Laura.     Tiene  muy  buen  tipo. 

Doña  Mínima.  Aurelia.  Ésta  no  la  oye.  {Aurelia! 
¿Estás  embalsamada? 

Aurelia      ¿Eh? 

Doña  Mínima.     ¿Tú  sabes  quién  es  esta  señorita? 

Aurelia.     ¿La  modista,  quizás? 

Laura.     Para  servir  a  usted:  Laura  Calpini. 

Aurelia.     Muchas  gracias. 

Doña  Mínima.     ¿Vamos  a  ver  aquellos  trapos? 

Aurelia.  Véalos  usted  con  ella,  tía  Mínima,  y  eli- 
jan ustedes  lo  que  les  agrade,  y  haga  usted  lo  que 
quiera.  Yo  no  entiendo  de  eso.  Me  voy  allá  dentro 
con  Florencia.  Adiós,  señorita.  Vase  por  la  puerta 
del  foro. 

Laura.     Vaya  usted  con  Dios. 

Doña  Mínima.  ¡Bueno!  ¡Parece  que  soy  yo  la  que 
va  a  casarsel 


Aci  o    primer  o  23 

Laura.  Ah,  ¿esa  señorita  es  la  que  va  a  tomar 
estado? 

Doña  Mínima.  Sí,  hija  mía;  ésa  es.  ¿Lo  disimula, 
no  es  verdad?  [Pues  hoy  la  han  pedidol 

Laura  |Qué  raro  que  no  esté  más  alegre!  Porque 
yo  creo  que  si  hay  día  feliz  para  una  mujer,  después 
del  de  la  boda,  digo,  antes,  es  el  día  en  que  la  piden 
a  una.  ¡Jesús,  cómo  me  pondría  yo  si  a  mí  me  pidie- 
ran 1  En  fin,  rarezas,  caracteres...  De  todo  ha  de  ha- 
ber en  la  vida.  ¿Es  joven  el  novio? 

Doña  Mínima     Veinticinco  años. 

Laura.     ¿Y  rico? 

Doña  Mínima.  Rico.  Y  lo  que  será  con  el  tiempo. 
Porque  es  hijo  único,  S'>  brino  único,  ahijado  único, 
primo  único...  Recogerá,  recogerá  cuartos  de  muchas 
alcancías. 

Laura.  Ahora  lo  entiendo  menos.  Y  la  novia,  ¿es 
sobrina  de  usted? 

Doña  Mínima.  Sobrina  política;  hija  de  un  her- 
mano de  mi  marido,  que  vive  ahí  junto.  Pero  usted 
vendrá  a  coser  aquí;  a  mi  casa.  En  la  de  mi  cuñado 
parece  que  no  hay  sitio.  El  cuarto  es  igual  que  éste, 
y  ellos  son  dos  y  dos  criadas,  como  nosotras;  pero 
ahí  no  hay  sitio.  Lo  que  usted  decía:  caracteres. 

Laura.  Las  cosas  y  las  casas,  como  dice  mi 
padre. 

Doña  Mínima.  Pero  yo,  de  esto,  ni  chistar.  ¡Bo- 
nito es  mi  cuñado!  Y  vamos  a  lo  de  la  boda. 

Laura      Estoy  a  las  órdenes  de  usted. 

Doña  Mínima.  Pues  verá  usted,  joven:  yo  tengo 
allá  en  mi  cómoda,  de  cuando  me  casé — ¡que  ya  ha 
llovido! —  una  colección  de  blondas  de  seda,  de  en- 
cajes de  hilo,  de  retales  de  holanda  finísima,  de  cin- 
tas, de  chales,  de  terciopelos,  de  ¡qué  sé  yo!...  Y  se 
me  ha  ocurrido  ver  si  con  algo  de  ello,  o  con  todo, 
se  le  pueden  aviar  algunas  galas  a  esta  muñeca  que 


24  Febr erillo    el    loco 

va  a  casarse.  Porque,  ,iqué  hacen  allí  ya  aquellos  tra- 
pos muertos  de  risa...  como  no  sea  reírse  de  mi 
vejez? 

Laura.  Sí,  señora;  sí:  de  seguro  que  podremos 
sacar  mucho  partido. 

Doña  Mínima.  Pues  ande  usted,  vamos  allá.  A 
ver  si  la  sorprendemos  con  alguna  cosa. 

Laura.  Yo  me  esforzaré;  discurriré  imposibles,  si 
hace  falta. 

Doña  Mínima.  Deje  usted  aquí  el  paraguas  y  el 
bolso.  ^Llovía  ahor^i? 

Laura.  No,  señora;  pero  está  el  aire  muy  re- 
vuelto. 

Doña  Mínima.  ¡Buena  la  han  puesto  a  usted  de 
papelillos! 

Laura.  Pues  ya  ve  usted:  de  mi  casa  aquí  he  ve- 
nido derecha.  Pero  los  hombres...  Y  no  es  que  una 
los  llame,  no;  es  que  se  acercan  ellos.  Y,  en  estos 
días,  todo  el  mundo  abusa. 

Doña  Mínima.  Es  lo  humano.  Venga  usted  por 
aquí. 

Laura.     Por  donde  usted  me  mande. 

Se  van  hacia  la  derecha  por  la  puerta  del  foro. 

Por  la  de  la  izquierda  vuelve  don  Roque^  acompa- 
ñando al  ya  nombrado  don  Albino^  persona  adinera- 
da., simpática^  bien  hablada  y  correcta^  pero  esencial- 
mente vulgar.  Tiene  el  prurito  de  la  observación.  Goza 
en  esta  casa  y  dondequiera  de  autoridad  omnímoda^ 
porque  si  no  gozara  de  ella  no  podría  respirar.  Don 
Roque  lo  adula  cuidadosamente . 

Don  Roque.  Pase  usted,  don  Albino;  pase  usted. 
Entra  usted  en  su  casa;  jen  una  de  sus  casas! 

Don  Albino.  Gracias,  mi  querido  don  Roque. 
Está  esto  muy  bien  templadito. 

Don  Roque.     Sí  que  está  agradable, 

Don  Albino.     Con  este  tibio  calor  del  clásico  bra- 


Acto    primero  25 

sero,  que  yo — la  civilización  me  perdone — prefiero 
siempre  a  la  calefacción  de  vapor. 

Don  Roque.     ¡Dónde  va  a  parar  una  cosa  con  otra! 
Don  Albino.     ¡A  mí  la  calefacción  de  vapor  me 
produce  dolor  de  cabeza!  ^-(juerrá  usted  creerlo? 
Don  Roque.     Y  a  mí.  Y  me  enfría  los  pies. 
Don  Albino.     A  mí  eso,  no. 

Don  Roque.  Pues  a  mí,  sí.  Siéntese  usted,  que  se 
ha  fatigado  un  poco  de  la  escalera.  ¡Estas  casas  del 
Madrid  viejo  no  tienen  ascensor! 

Don  Albino.     Ni  falta,  don  Roque;  ni  falta. 
Don  Roque.     Ni  falta;  dice  usted  muy  bien. 
Don  Albino.     ¡Yo  no  utilizo  nunca  el   ascensor! 
Además,  ^no  ha  observado  usted  que  el  peligro  de 
las  escaleras  no  está  en  subirlas,  sino  en  bajarlas? 
Don  Roque.     ¡Sí,  sí;  es  verdad!  ¡Eso  es  verdad! 
Don  Albino.     Como  en  la  vida,  amigo:  bajar  es  lo 
grave,  y  no  subir. 

Don  Roque.  Asomó  el  pensador. 
Don  Albino.  ¡Bah!...  Halagado  en  su  vanidad^ 
¡tace  su  gesto  característico  en  estas  ocasiones,  el  cual 
consiste  en  fruncir  la  boca  y  dilatar  la  nariz  ^  as- 
pirando por  ella  entonces  todo  el  aire  que  puede. 
^Qué  perfume  hay  aquí,  don  Roque?  ^No  huele 
usted? 

Don  Roque.     Sí;  no  es  de  casa;  esté  usted  tran- 
quilo. Será,  tal  vez,  del  mediquito  de  ahí  arriba,  que 
se  perfuma  como  una  tiple,  y  ha  venido  hace  rato. 
Don  Albino.     Ya.  Pero  ^y  las  señoras?  ¿Dónde  se 
han  metido  las  señoras? 

Don  Roque.     Probablemente  andarán  por  el  co- 
medor, disponiendo  ese  agasajillo... 
Don  Albino.     ¡Ah,  sí!  ¡Bravo,  bravol 
Don  Roque.     ¡Hay  que  levantar  las  copas  en  fa- 
milia por  la  juventud! 

Don  Albino.     ¡Bravo,  bravo!  Yo  estoy,  si   cabe, 


a6  Febr  erillo    el    loco 

más  contento  que  usted,  don  Roque.  Quiero  yo  a  ese 
diablo  de  Honorio,  no  como  sobrino,  sino  como  hijo. 
Y  es  muy  natural.  Guadalupe  y  yo  no  hemos  teni- 
do descendencia;  los  padres  de  él  no  tienen  más 
hijo  que  ése,  y  lo  han  confiado  a  nuestro  cariño  des- 
de que  era  así.  Mucho  más  tiempo  ha  vivido  Hono- 
rito  con  nosotros  aquí,  que  allá  en  el  rincón  provin- 
ciano con  ellos.  Mi  mujer  lo  adora;  yo  he  puesto  en 
él  mis  cinco  sentidos.  Porque  el  muchacho  lo  mere- 
ce, además.  ¡Qué  buenol  jqué  dócil!  ¡qué  estudiosol 
Usted  lo  sabe.  Ya  conoce  usted  el  dicho  mío,  en  que 
lo  pinto  usando  del  chiste  a  la  moda:  Honorio  es...  el 
honorio  de  la  familia. 

Don  Roque.  ¡Justol  ¡Justol  ¡El  honorio  de  la  fa- 
milia! ¡Está  muy  bien! 

Don  Albino.  Pero  ese  muchacho  de  veinticinco 
años,  con  dos  carreras — que  no  le  van  a  servir  para 
nada,  pero  que  las  tiene, —  carece  de  toda  picardía: 
es  un  angelote.  Hay  que  darle  las  cosas  hechas.  Y 
¡claro  es!  inocentón  y  con  dinero...  usted  imagine  los 
abismos  que  le  rodeaban. 

Don  Roque.     Al  lado  de  usted,  no. 

Don  Albino.  La  juventud  es  juventud,  don  Ro- 
que. Yo  bendigo  el  día  en  que  conocí  a  Aurelia  y 
pensé  en  ella  para  mi  sobnno. 

Don  Roque.     Me  honra  usted  con  esas  palabras. 

Don  Albino.  Pues  han  salido  de  mi  corazón.  Au- 
relia, como  vulgarmente  se  dice,  es  un  ángel,  un  te- 
soro de  candor  y  de  castidad.  Un  ángel. 

Don  Roque.     Gracias,  gracias. 

Don  Albino.  Y,  además,  preciosa.  Riéndose  de 
antemano  de  su  ocurrencia.  En  fin,  mi  celoso  admi- 
nistrador, no  le  digo  a  usted  más:  si  llego  yo  a  en- 
contrármela en  mis  verdes  abriles... 

Don  Roque.  Complaciéndose  en  adivinarlo.  ¡Es 
usted  el  que  se  casa  con  ellal 


Ac  t  o    p  rtmtr  o  27 

Don  Albino.  Echando  el  resto.  ¡Y  no  me  caso 
con  mi  mujer!  jja,  ja,  ja! 

Don  Roque.     ¡Ja,  ja,  ja!  Asomó  el  satírico. 

Don  Albino.  Como  si  descubriera  el  Nuevo  Mun- 
do. ^No  ha  observado  usted  que  siempre  que  hay  al- 
guna víctima  nos  reímos  todos? 

Don  Roque.     jSí,  señor;  es  lo  humano! 

Don  Albino.  Como  cuando  la  gente  pone  ejem- 
plos, que  siempre  le  adjudica  al  prójimo  la  parte  fas- 
tidiosa y  se  queda  con  la  agradable. 

Don  Roque.  Obligándolo  a  lucirse.  No  entiendo 
del  todo. 

Don  Albino.  Sí,  hombre.  «Que  te  embarcas  y  te 
vas  a  pique;  que  te  casas  y  te  la  pega  tu  mujer;  que 
te  dan  las  viruelas...»  Y  en  cambio:  «Que  me  toca  la 
lotería;  que  me  cae  del  cielo  una  herencia;  que  yne 
convidan  a  almorzar...»  Etcétera,  etcétera.  ¡Ja,  ja,  ja! 
Hasta  en  hipótesis,  al  prójimo  contra  una  esquina. 

Don  Roque.     Es  lo  humano. 

Don  Albino.  A  Aurelia.,  que  llega  a  punto  por  la 
puerta  del  foro^  [Aurelita!  ¡Dichosos  los  ojos  que 
vuelven  a  verte! 

Aurelia.     Hola,  don  Albino. 

Don  Albino.  Tiene  usted  una  hija,  don  Roque, 
que  supera  siempre,  en  presencia,  a  la  evocación 
imaginativa,  en  ausencia.  Esto  es:  lo  real  vence  con 
ella  a  lo  ideal. 

Don  Roque.     ¡Cómo  habla  este  hombre! 

Aurelia.  ¡Por  Dios,  don  Albino,  no  me  abochor- 
ne usted! 

Don  Albino.     ¡Ya  le  subió  el  pavo! 

Aurelia.  ^No  ha  de  subirme?  Yo  no  soy  más  que 
una  pobre  muchacha...  del  montón;  calladita,  vul- 
gar. A  mí  no  se  me  siente.  Y  eso  quiero.  Yo  no 
tengo  nada  de  extraordinario.  Es  usted  quien  lo 
pone    en    mí    cuando    me    mira.    Me   adorna  usted 


28  Febrerillo    el    loco 

con  sus  ojos,  con  su  pensamiento,  con  su  ca- 
riño. 

Don  Roque.     ¡Cómo  escucha! 

Don  Albino.     ^Eh? 

Don  Roque.     ¡Cómo  escucha  usted,  don   Albino! 

Don  Albino.  Según  lo  que  escuche.  A  las  veces 
es  más  difícil  escuchar  que  hablar. 

Don  Roque.  ¡Qué  cosas  me  ha  dicho  de  ti!...  Se 
me  llenaron  los  ojos  de  agua. 

Don  Albino.  No  le  he  dicho,  en  resumen,  sino 
que  soy  un  casi  padre,  casi  suegro  y  casi  enamorado 
tuyo.  Acariciándola.  ¡Feúcha! 

Don  Roque.  Lo  mismo.  ¡Bobilla!  Mereces  la  suer- 
te que  tienes. 

Don  Albino.     Verdad. 

Salen  por  la  puerta  del  foro  doña  Mínima  y  Laura. 

Laura.  Pues  entonces,  hasta  mañana  a  las  nueve, 
¿no? 

Doña  Mínima.     Eso  es. 

Laura.     Buenas  noches. 

Don  Albino.     Buenas  noches. 

Don  Roque.     Buenas  noches. 

Laura.  Cogiendo  su  bolso  y  su  paraguas.  Con 
permiso.  Muy  buenas  noches. 

Don  Albino.     Muy  buenas  noches. 

Don  Roque.     Muy  buenas  noches. 

Aurelia.     Vaya  usted  con  Dios. 

Se  va  Laura  por  la  puerta  de  la  izquierda.  La  si- 
gue doña  Minifna.  A  los  dos  hombres  les  ha  causado 
la  costurerita  gra?i  impresión.  Aurelia  se  ha  sentado 
aparte.,  junto  a  la  camilla. 

Don  Albino.  Ésta  lo  ha  dicho:  ¡vaya  usted  con 
Dios! 

Don  Roque.     Sí;  ésta  lo  ha  dicho.  ¡Guapa  moza! 

Don  Albino.  «Buenas  noches...  Muy  buenas  no- 
ches...» Nos  ha  dejado...  ¡a  buenas  noches! 


Acto    primero  29 

Don  Roque.     }Ja,  ja,  ja! 

Dox  Albino.  A  don  Roque^  picarescamente.  jY 
era  ella  la  del  perfum^l 

Don  Roque.     ¡Ella  era! 

Don  Albino.  |Y  usted  se  lo  atribuyó  al  mediqui- 
to!  ¡Qué  guapa  es  la  muchacha!  ¿Quién  es? 

Don  Roque.  Supongo  que  una  modistilla...  A 
doña  Mínima^  que  torna.  Oye,  Mínima,  ¿esa  joven  es 
la  costurera  que  esperábamos? 

Doña  Mínima.     Sí. 

Don  Albino.     ¡Muy  guapa! 

Don  Roque.     ¡Muy  guapa! 

Doña  Mínima.  Y  parece  dispuesta.  Un  poquito 
intrépida,  quizás.  Me  la  manda  Adelaida  Saráchaga. 
Está  educadita:  es  hija  de  familia  venida  a  menos. 

Don  Albino.  ¡Todas  las  familias  venidas  a  menos 
tienen  chicas  guapas!  ¡Ja,  ja,  ja! 

Doña  Mínima.  Y  que  lo  diga  usted.  Estas  son 
seis  hermanas  preciosas.  Al  padre,  un  mixto  de  ca- 
talán y  de  italiano,  le  entró  la  manía  de  establecer  en 
muchas  poblaciones  grandes  hoteles,  y  se  arruinó. 

Don  Roque.  Relamiéndose.  ¿Y  qué  has  conveni- 
do con  la  chica,  que  desde  mañana  vaya  a  casa? 

Doña  Mínima.  Saliéndole  al  e?icuentro.  ¡No,  que 
venga  aquí!  ¡En  tu  casa  no  hay  sitio!  Ya  tratamos  de 
ese  particular. 

Don  Roque.     ¡Bien,  bien,  bien! 

Doña  Mínima.  Señalándoles  a  Aurelia.  Mirad 
aquélla:  ¡parece  que  se  ha  quedado  viuda! 

Don  Albino.  ¡Ah,  doña  Mínima;  esa  preocupa- 
ción y  esa  gravedad  también  la  honran! 

Don  Roque.     ¡Eso  mismo  iba  yo  a  decir! 

Doña  Mínima.  Bueno;  pues  en  el  comedor  nos 
esperan  las  copas  y  los  dulces.  ¿Vamos? 

Don  Roque.     ¡Así  que  venga  el  héroe,  mujer! 

Doña  Mínima.     ¿Quién,  Honorito?  ¡Si  ya  está  ahí! 


30  Febr erillo    el    loco 

Ha  llegado  ahora.  Sólo  que  está  dejando  en  el  per- 
chero una  porción  de  trastos:  el  paraguas,  la  bufan- 
da, los  chanclos,  el  abrigo...  Se  cuida,  se  cuida. 

Don  Roque.     ¡Hace  bienl 

Don  Albino.  ¡Bien  hace!  Este  febrerillo  es  muy 
traidor. 

Aparece  Honorito^  el  feliz  mortal  elegido  por  su  pa- 
drino para  casarse  con  Aurelia.  Es  hombre  a  quien 
todo  le  sonríe  en  la  vida;  pero  él  no  se  entera  de  fiada. 

HoNORiTO.     Santas  y  buenas  noches. 

Don  Albino.     ¡Hola,  buena  piezal 

Don  Roque.     Hola,  hijito. 

HoNORiTO.     Acercándose  a  Aurelia,  Hola,  mujer. 

Aurelia.     Hola,  hombre. 

Don  Roque.     ^Llueve? 

HoNORiTO.  No.  El  viento  se  ha  llevado  las  nubes. 
Hace  fresco.  Pero  aquí  se  está  bien.  Estornudando. 
jAhchís! 

Doña  Mínima.     ¡Jesús! 

Don  Roque.     ^Te  habrás  constipado? 

HoNORiTO.  No.  Es  el  cambio  de  temperatura,  que 
siempre  me  hace  estornudar.  Como  a  los  gatos. 

Se  sienta  a  la  camilla  y  remueve  el  brasero  para 
entrar  en  calor. 

Don  Albino.  Jovialmente^  a  doña  Mínima  y  a  don 
Roque.  ^No  opinan  ustedes  conmigo  que  nos  debe- 
mos ir  alejando  discretamente  nosotros  tres? 

Doña  Mínima.  Sí,  señor;  a  ver  si  se  sueltan  los 
novios. 

Don  Roque.     Muy  bien,  muy  bien. 

Don  Albino.  Pues  nada,  a  ello;  como  quien  no 
quiere  la  cosa;  con  suavidad,  con  disimulo...  Porque 
yo  he  observado  que  los  que  van  a  casarse  en  abril, 
ya  gustan  de  quedarse  solos  en  febrero...  Lo  he  ob- 
servado, lo  he  observado... 

Y  riendo  bajito  la  gracia  de  la  agudísima  observa- 


Acio    primero  31 

ción^  se  marchan  los  tres  hacia  la  izquierda,  por  la 
puerta  del  foro. 

HoNORiTO.     ¿Qué  hay  de  nuevo? 

Aurelia.     Lo  que  tú  traigas  de  la  calle. 

HoNORiTo.  ¿De  la  calle?  La  cabeza  bomba  con 
tanto  ruido  de  máscaras.  Comparsas  de  estudiantes, 
comparsas  de  cojos,  comparsas  baturras...  ¡Y  unos 
disfraces  más  chillonesl...  Yo  no  sé  qué  jugo  le  saca 
la  gente  a  vestirse  de  mamarracho.  Yo  prohibía  el 
Carnaval.  Pero,  oye,  ¡se  han  idol 

Aurelia.     Sí;  se  han  ido. 

HoNORiTO.     ¡Qué  célebresl  ¡Se  han  ido! 

Aurelia.     Seguramente,  al  comedor. 

HoNORiTO.     ¿Al  comedor? 

Aurelia.  Papá  ha  querido  solemnizar  el  día  de 
hoy  tomando  reunidas  las  dos  familias  una  copa  de 
vino. 

HoNORiTO.  Ah,  ya.  Está  bien.  Sólo  que  yo  no 
bebo;  ya  lo  sabes. 

Aurelia.     ¿Ni  hoy  tampoco,  por  excepción? 

HoNORiTO.  ¡Figúratel  Yo,  qué  más  querría.  Pero 
soy  abstemio.  Me  envenena  una  gota. 

Aurelia.  Pues  no  es  cosa  de  que  te  envenenes. 
Beberé  yo  por  ti  y  por  mí. 

Honorito.  ¡y  yo  brindaré  por  nuestra  felicidad 
con  agua  del  Lozoya!  ¿No  se  resentirá  tu  padre? 

Aurelia.     ¡No,  hombrel  Si  te  hace  daño  el  vino... 

HoNORiTO.     Ha  gustado  mucho  tu  sortija. 

Aurelia.     Me  alegro.  Tu  pulsera,  también. 

Honorito.  Un  poquillo  grande  me  está.  Se  me 
sale. 

Aurelia.     Te  regalaré  un  ajustador. 

Honorito.  Bueno.  A  la  tía  Guadalupe  le  ha  en- 
cantado. 

Aurelia.     ¿Está  mejor  la  tía? 

Honorito.     Sí;  si  no  tiene  nada.  Miedo  a  la  calle. 


32  Febrerillo    el    loco 

Es  una  enferma  de  profesión,  como  dice  el  tío  Albi- 
no. Que  está  bien  la  frase. 

Aurelia.  Mirando  al  retrato  de  Santa  Ana.  A  mí 
me  recuerda  a  mi  abuela. 

HoNORiTo.     ^A  tu  abuela? 

Aurelia.  No  en  la  cara:  en  sus  cosas;  en  sus 
achaques... 

HoNORiTO.     ¿Y  por  qué  señalas  a  Santa  Ana? 

Aurelia.  ¿-Cómo  por  qué  señalo?  ^En  qué  mundo 
vives? 

HONORITO.       ^Eh? 

Aurelia.     ^Tú  no  sabes  que  ésa  es  mi  abuela? 

HoNORiTO.     ¿-Santa  Ana?  ¿Santa  Ana  es  tu  abuela? 

Aurelia.  Y  San  Pablo  mi  abuelo.  ^Nunca  te  lo 
he  contado?  jSí,  hombre! 

Honorito.  No  sé.  Puede  que  sí.  Pero  estaría  yo 
distraído . 

Aurelia.  Es  probable.  Mi  abuelo,  el  padre  de  mi 
padre,  no  quiso  dejar  más  retratos  de  mi  abuela  Ani- 
ta  y  de  él,  que  estos  dos,  vestidos  de  Santa  Ana  y 
San  Pablo. 

Honorito.     ¡Qué  célebre! 

Aurelia.  Porque  decía  mi  abuelo  que  a  los  san- 
tos siempre  se  les  respeta  en  las  casas,  mientras  que 
de  los  retratos  de  los  viejos  se  burla  todo  el  mundo, 
empezando  por  los  chiquillos  y  la  parentela. 

Honorito.  ¡Vaya  un  hombre  listo!  Riéndose. 
Oye:  ¿te  parece  a  ti  que  nos  retratemos  nosotros 
dos,  tú  de  Santa  Aurelia  y  yo  de  San  Honorio,  por 
si  acaso? 

Aurelia.  Me  parece  más  prudente  esperar  to- 
davía... 

Honorito.  ¡Claro!  ¡Hasta  ver  si  dejamos  quien 
pueda  burlarse!...  Aurelia  baja  la  mirada.  Él  la  con- 
templa. Sí;  yo  creo  que  sí.  Total,  que  voy  a  entrar  en 
una  familia  de  santos. 


Acioprtmero  33 

Aurelia.  Ni  más  ni  menos.  Tienes  que  ser  muy 
bueno  conmigo...  para  no  desentonar  en  la   familia. 

HoNORiTO.  Por  eso  no  temas.  Ya  verás  qué  bien 
vamos  a  llevarnos.  Yo  soy  un  hombre  muy  pacífico. 
No  tengo  genio.  Voy  a  dejar  chico  a  San  Pablo. 

Aurelia.  Estos  retratos  estoy  viéndolos  yo  des- 
de que  vine  al  mundo.  Como  estos  muebles;  como 
los  de  mi  casa...  [Qué  sé  yo  los  años  que  hace  que 
viven  estos  dos  cuartos  mi  padre  y  mi  tíal 

HoNORiTO.     ^No  se  han  mudado  nunca? 

Aurelia.     Que  yo  recuerde,  nunca. 

HoNORiTO.  Como  en  un  convento.  Otra  tía  tuya 
es  monja,  ^no? 

Aurelia.     Sí;  tía  Casilda. 

HoNORiTO.     ^Hermana  de  tu  madre? 

Aurelia.  No:  de  mi  padre.  Mi  madre  fué  hija 
única,  como  yo. 

PIonorito.  i  Qué  célebre!  ^Y  tu  padre  es  el  mayor 
de  sus  hermanos? 

Aurelia.  No:  el  segundo.  El  mayor,  varios  años 
mayor,  era  Estanislao,  el  marido  de  la  tía  Mínima. 
Luego,  mi  padre;  luego,  Ramona;  luego,  Tirso,  y  lue- 
go, Casilda,  la  menor,  que  es  la  que  está  en  las  Huel- 
gas de  Burgos. 

Honorito.  ^A  ti  también  te  dio  una  vez  por  me- 
terte monja? 

Aurelia.  ^Y  a  qué  muchacha  no  le  da...  en  las 
grandes  tristezas?  Cuando  murió  mi  madre  creí  que 
para  mí  se  acababa  el  mundo. 

Honorito.     Pero  tu  padre  te  lo  quitó  de  la  cabeza. 

Aurelia.  Sí.  Y  como  mi  madre  me  aconsejaba  a 
toda  hora  la  obediencia  a  mi  padre... 

Honorito.     ^Sí,  eh? 

Aurelia.     Obediencia  ciega,  absoluta... 

Honorito.     ¿-Lo  querría  mucho? 

Aurelia.     Adoraba  en  él.  No   veía  sino   por   sus 


34  Febr  trillo    el    loco 

ojos.  Para  ella  era  artículo  de  fe  cuanto  decía  mi  pa- 
dre. Para  mí  no  lo  es  menos.  ^'Quién  como  él  ha  de 
desearme  y  procurarme  lo  mejor  de  la  vida.^^ 

HoNORiTO.     Eso  sí  es  verdad. 

Aurelia.  Además,  es  condición  mía:  he  prefe- 
rido siempre  dejarme  llevar  a  llevar  yo... 

Mira  a  Honorito  esperando  respuesta.  Pero  en  esto 
acierta  a  detenerse  en  la  calle  una  estudiantina  tocan- 
do un  paso  doble  con  bandurrias,  guitarras  y  pande- 
retas^ y  el  hombre  se  distrae  y  principia  a  tararearlo. 
La  música  se  oye  lejos,  hacia  la  izquierda,  siempre  a 
igual  distancia. 

Honorito.  ¡Hombre,  una  comparsa!  ¿Oyes,  Au- 
relia? 

Aurelia.     Sí. 

Honorito.  Es  bonito  ese  pasacalle.  Tiaro-laro- 
rero-riro-rá...  Pasea  tarareando. 

Aurelia,  sentada,  la  mano  derecha  en  la  mejilla,  lo 
contempla  sin  ilusión.  Así  los  sorprende  Florencia, 
que  viene  del  comedor  por  la  puerta  del  foro. 

Florencia.  Pero  ¿-para  esto  los  han  dejado  a  uste- 
des aquí? 

Honorito.     ¿Eh?  ¿Qué? 

Florencia.  ¿Cuántos  años  hace  que  se  han  casa- 
do ustedes? 

Honorito.     ¿Cómo? 

Florencia.  ¡Vamos,  vamos,  vengan  allá,  a  ver  si 
se  animanl  ¡Qué  pareja  más  sosa! 

Aurelia.  Razón  tienes.  Vamos  a  beber  esa  copa 
devino. 

Honorito.     Yo  no  bebo;  yo  soy  abstemio. 

Florencia.  ¡Pues  se  la  echaremos  a  usted  por  la 
coronillal 

Honorito.     ¡Qué  célebre! 

Florencia.  Abrazando  cariñosamente  a  Aurelia 
por  la  cintura.  Anda,  vamos  allá. 


Ac  i  o    primer  o  35 

Aurelia.     Vamos,  sí;  vamos. 

Por  la  puerta  de  la  izquierda  sale  Remigia, 

Remigia.     Señorita  Florencia. 

Florenxia.     (jQué  quieres? 

Remigia.  ^Me  deja  usted  bajar  a  la  calle  a  ver  la 
comparsa,  que  está  tocando  orilla  de  la  cacha- 
rrería? 

Florencia.  Bueno,  sí,  baja;  pero  no  te  alejes  de  la 
puerta. 

Remigia.     No  pase  usted  cuidafdo.  Se  va  corriendo, 

Florencia.     Anda,  Aurelia. 

Las  dos  mujeres,  enlazadas^  se  marchan  por  la 
puerta  delforo^  hacia  el  comedor.  Detrás  de  ellas^  abs- 
traído, tarareando  la  música^  se  ynarcha  también  Ho- 
norito. 

HoNORiTO.     Tiaro-laro-rero-riro-rá... 

La  estudiantina  continúa  oyéndose.  Breve  pausa. 
De  repente  vuelve  Remigia,  huyendo,  entre  risueña  y 
asustada,  de  una  máscara  que  la  persigue.  Es  ésta  un 
hombre  embozado  en  larguísima  capa,  más  extranjera 
que  española,  calado  hasta  las  orejas  un  sombre7-ón 
flexible,  y  disfrazado  el  rostro  con  unas  disformes  na- 
rices que  rematan  en  cejas  y  bigotes  grotescos.  Habla 
en  voz  baja,  sin  cuidarse  de  disimular  la  suya,  y  con 
audacia  y  resolución. 

Remigia.     ¡Una  máscara,  señorita;  una  máscara! 

Máscara.     ¡Ven  acal  ¡No  huyas!  ¡No  te  asustes! 

Remigia.     ¡Si  es  que  me  da  miedo!  ¡Ja,  ja,  jal 

jVIáscara.  No  temas,  Remigia.  ¡Porque  tú  eres 
Remigial 

Remigia.     Remigia  soy.  ^Me  conoces  tú? 

Máscara.     Te  conozco. 

Remigia.  Y  tú,  ¿-quién  eres?  Mirándolo  mucho.  Tú 
eres...  tú  eres...  ¡Tú  eres  Masiminol 

Máscara.  ¡Ca!  Tú  no  me  conoces  a  mí.  ^Dónde 
está  la  señora? 


36  F  ebr  er  il  lo     el    loco 

Remigia.     En  el  comedor. 

Máscara.     ^-Con  quién? 

Remigia.  Con  la  señorita  Aurelia,  con  don  Ro- 
que, con  otro  caballero... 

Máscara.  Pues  diles  que  hay  aquí  una  máscara 
que  desea  saludar  a  todos. 

Remigia.     ¡Ja,  ja,  jal  ¡Tú  eres  Masimino! 

Máscara.     jNo  soy  Masimino^  Remigial 

Remigia.     ¡Sí  eres  Masimino! 

Máscara.  Te  vas  a  convencer  de  que  no.  Le  da 
un  duro.  Toma. 

Remigia.     ¡Un  duro!  ^Para  mí? 

Máscara.     Para  ti. 

Remigia.     ¡No  eres  Masiminol 

Máscara.  ^Lo  ves?  ¡Anda,  Remigia;  corre,  Remi- 
gia; anuncíame,  Remigia!  ¡Una  máscara  que  los  co- 
noce a  todos!  ¡Hasta  a  Santa  Ana  y  a  San  Pablo! 

Remigia.  ¡Ja,  ja,  jai  Vase  por  la  puerta  del  foro 
hacia  la  izqiáerda.  Se  la  oye  decir,  alejándose:  (Doña 
Mínima,  aquí  hay  una  máscara!  ¡Una  máscara!  ¡una 
máscara  muy  graciosa! 

Máscara.  Dando  zancadas  por  la  habitación  y  ob- 
servándola. ¡Igual!  ¡Todo  igual!  ¡Siempre  igual!  ¡Pa- 
rece que  en  esta  casa  no  ha  vivido  nadie! 

Por  la  puerta  del  foro  van  llegando  sucesivamente., 
desconcertados  y  curiosos  —  el  hecho  alli  no  es  para 
menos.,  —  y  por  el  orden  que  indica  el  diálogo^  Flo- 
rencia^ Aurelia^  don  Albino^  don  Roque.,  doña  Míni- 
ma., Honorito  y  Remigia.  La  máscara  se  encierra  en 
un  absoluto  mutismo;  pero  se  acerca  a  todos  según  le 
hablan.,  los  mira  fijamente^  como  desafiando  su  curio- 
sidad^ y  hasta  los  asusta  con  algún  desplante  inespe- 
rado. Todos.,  pasada  la  primera  impresión.,  conllevan 
bien  la  broma  y  se  ríen  del  lance,  excepto  don  Ro- 
que^ que  desde  el  primer  instante  pone  cara  de  palo. 

Florencia.     ^Pero  qué  es  lo   que  dice  esa   boba? 


Acto    primero  37 

^Quién  es?  Jesús,  Dios  míol  ¡Mira,  Aurelia,  mira  qué 
mamarracho! 

Aurelia.  ¿Eh?  ¡María  Santísima!  Pero  ^cómo  le 
han  abierto  la  puerta?  ¿Quién  será  este  hombre? 

Don  Albino.     ¿Es  cierto  el  anuncio  de  la  fámula? 

Florencia.     ¡Y  tan  cierto! 

Don  Albino.  jHolal  ¡Tenemos  aquí  a  Tomé  Ce- 
cial! No,  no  te  acerques,  mascarita,  que  no  te  co- 
nozco. 

Don  Roque.  Pero  ¿es  posible?...  A  ver,  a  ver... 
¿Qué  significa?...  ¿A  qué  vienes  aquí,  máscara?...  ¿A 
qué  vienes  aquí? 

Aurelia.     ¡Si  no  habla  una  palabra,  papá! 

Florencia.     ¿Eres  mudo? 

Don  Albino.     ¡O  mudo  o  demasiado  cautol 

Doña  Mínima.  No,  pues  no  me  hace  gracia... 
¿Quién  es?  Retirándose  de  la  máscara  con  cómico  sus- 
to. No  me  hace  gracia;  no  me  hace  gracia. 

Honorito.  ¡Corcho!  A  mí  tampoco  me  hace 
gracia. 

Don  Roque.     ¡Ni  a  nadie! 

Máscara.  Con  voz  de  tiple.  ¡A  ti  menos  que  a 
nadie! 

Florencia.     ¡Hombre!  ¡Ya  habló! 

Aurelia.     ¡Ya  dijo  algo! 

Don  Albino.  ¿Sabes,  mascarita,  que  tienes  poco 
ingenio? 

Don  Roque.     Pero  ¿cómo  se  le  ha  dejado  entrar? 

Remigia.  ¡Se  coló  de  rondón  cuando  yo  abrí 
para  ir  a  la  calle!  ¡Ja,  ja,  ja!  ¡Menudo  susto  me  llevé! 

Doña  Mínima.  Este  va  a  ser  el  peletero  de  la  es- 
quina, que  es  un  fresco. 

Honorito.  A  mí  se  me  está  figurando...  Pero  no, 
no  es. 

Florencia.  ¡Habla,  hombre;  habla!  ¡Di  cualquier 
cosa!  ¡Prueba  a  ver  si  te  conocemos  o  no! 


38  Febr  trillo     el    loco 

Aléjase  la  música  de  la  estudiantina. 

Don  Roque.  No;  mejor  será  que  no  diga  nada. 
Lo  que  va  a  hacer  ahora  mismo,  si  no  se  descubre, 
es  irse  por  donde  ha  venido.  Mira,  máscara:  a  mí  me 
revienta  el  Carnaval,  y  las  bromas  de  Carnaval,  y  me 
repugnan  los  hombres  que  se  tapan  la  cara. 

Aurelia.     Papá,  por  Dios,  no  lo  tome  usted  así. 

Máscara.  En  su  voz  natural.  ¡Déjalo,  Aurelial 
¡Si  peor  que  esta  cara  le  va  a  sentar  verme  la  mía! 

Aurelia.     ¿Eh? 

Doña  Mínima.     ^Quién  es? 

Don  Roque.     Esa  voz... 

Máscara.  Desembozándose,  y  quitándose  el  dis- 
fraz y  el  sombrero.  ¡No  puedo  más!  ¡Qué  calor  me 
dan  las  narices!  ¡Soy  yo:  mírenme  todos;  soy  yol 

Turbación.,  sobresalto.,  extrañeza,  asombro^  alegría. 
Es  Tirso  Febrero,  apodado  entre  los  suyos  Febrerillo 
el  loco\  hombre  fuerte.,  impetuoso^  alborotador.  Al  des- 
cubrirse deja  al  aire  una  cabeza  poblada  de  abundan- 
te cabello^  revuelto  y  plateado,  y  un  bigote  ligero  y 
fino.  Sus  ojos  son  investigadores  y  traviesos.  Suele 
hablar  a  voces  y  con  exagerados  gestos  y  ademanes. 

Don  Roque.      ¡Mi  hermano! 

Doña  Mínima.     ^Tú?  ^tú? 

Aurelia.     ¡Si  es  el  tío  Tirso! 

Florencia.     ^Quién?  ¿El  tío  Tirso? 

Don  Albino.     A  don  Roque.  ¿Es  su  hermano? 

Don  Roque.     Sí. 

HoNORiTO.     ¡Qué  célebre! 

Tirso.  Yo:  yo  mismo.  Febrerillo  el  loco.  Aquí 
estoy  otra  vez. 

Doña  Mínima.  Abrazándolo,  conmovida.V^ro,  ven 
acá,  loco,  más  que  loco...  Mírame  temblar...  ¡Te  creía- 
mos muerto! 

Tirso.     ¡Pues  ya  ves  que  vivo,  a  Dios  gracias! 

Doña  Mínima.    ¡Este  hábito  negro  lo  llevaba  por  til 


Act  o    p  r  i  mer  o  39 

Tirso.  ¡Vístete  mañana  de  colorado!  ¡Aurelia,  so- 
brina, dame  un  abrazo  tul 

Aurelia.     Riéndose  entre  lágrimas.  ¡Tío  Tirso!... 

Tirso.  ¡Qué  guapa  estás,  criatural  ¡Como  no  te 
veo  desde  la  edad  del  pato!...  ¡Enhorabuena,  Roquel 
¡Vaya  una  hija! 

Don  Roque.  ¡Pero,  hombre,  Tirso,  eres  incorre- 
gible! 

Tirso.     ¡No  me  gruñas! 

5^  abrazan. 

Don  Roque.  ^A  qué  ha  venido  esta  patochada? 
;No  te  da  vergüenza?  ¡Pareces  un  chiquillo! 

Tirso.  ¡Y  lo  soy!  Bueno,  ^-y  esta  otra  dama  tan 
bonita? 

Doña  Mínima.     Pero  ¿no  la  conoces? 

Florencia.     No;  no  me  conocía. 

Aurelia.     Es  Florencia;  la  viuda  de  Juan. 

Tirso.  ¡Ah...  sí!...  ¡Pobrecillo  Juan!  ¡Qué  desgra- 
cia! ¡Morirse...  teniendo  esta  mujer! 

Don  Roque.     ¡Bah,  bah,  bah! 

Tirso.  ¡No  gruñas,  hombre,  por  los  clavos  de 
Cristo!  ^Sobre  que  estás  feo  y  viejo  vas  a  gruñir? 
¡Porque  cuidado  que  estás  viejo  y  feol 

Don  Roque.  ¡Tengo  la  edad  que  tengo,  y  no  hago 
chiquilladas  como  tul 

Tirso.  Únicamente  ante  ti  puedo  hacerlas  ya. 
¡Pareces  mi  abuelo! 

Doña  Mínima.  No  le  hagas  caso,  Roque.  No  tie- 
ne compostura  este  galopín. 

Don  Roque.     No  tiene  compostura...  ni  otra  cosa. 

Tirso.     ¿Vergüenza? 

Don  Roque.     Seriedad,  por  lo  menos. 

Doña  Mínima.  No  empecemos  ya.  Dejadlo  si- 
quiera para  mañana.  Don  Albino,  los  voy  a  presen- 
tar a  ustedes. 

Don  Albino,     Con  mucho  gusto. 


40  Febrerillo    el    loco 

Doña  Mínima.     Don  Albino  de  Juan... 

Don  Albino.     Para  servir  a  usted. 

Doña  Mínima.  Mi  cuñado  Tirso...  Febrerillo  el 
loco,  de  quien  algunas  veces  le  hemos  hablado. 

Tirso.     Seguramente  mal. 

Don  Albino.     No...  no... 

Doña  Mínima.  Este  señor  es  un  gran  amigo  de 
Roque. 

Tirso.     Lo  compadezco  a  usted  con  toda  mi  alma. 

Don  Albino.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Doña  Mínima.     Y  este  pollito... 

Honorito.     Servidor  de  usted. 

Doña  Mínima.  Es  sobrino  y  ahijado  de  este  caba- 
llero... y  prometido  de  Aurelita. 

Tirso.  ^Sí,  eh?  jEsas  tenemos?  Suspirando.  ¡Ay, 
jinojol  ¡Cómo  aflige  el  ánimo  ver  que  aman  ya  las 
que  uñó  ha  llevado  en  volandas!  A  Honorio.  ¿Cómo 
te  llamas  tú? 

Honorito.     Honorio.  Honorito  me  dicen... 

Tirso.  Después  de  mirar  a  los  novios  alternativa- 
úñente.  Pues  oye  un  favor  y  un  disfavor,  Honorito: 
has  elegido  tú  mejor  que  ella. 

Honorito.     ¡Qué  célebre! 

Risas  generales^  excluido^  naturalmente^  don  Roque. 
Aurelia^  desde  este  momento^  trata  en  vano  de  repri- 
mir la  suya.  Honorito  también. 

Don  Roque.  ¡Eso;  sí!  ¡Sobre  que  ha  dicho  una  in- 
conveniencia, ríanle  ustedes  la  gracia! 

Aurelia.     Pero,  papá... 

Doña  Mínima.     Pero,  Roque... 

Don  Roque.  ¡Nada!  ¡Lo  sabéis  de  toda  la  vida! 
¡Es  contra  mis  nervios!  Usted  dispense,  don  Albino. 

Don  Albino.  No;  ya  me  hago  cargo  yo...  Choque 
de  caracteres... 

Don  Roque.     ¡Me  asombra  que  seamos  hermanos! 

Tirso.     ¡Y  a  mí  mucho  más! 


Acto    pr  imer  o  41 

Don  Roque.     ¡Que  no  te  rías,  Aurelia! 

Traso.  Pero,  majadero,  ¿va  a  llorar  porque  haya 
venido  su  tío?  |Qué  acogida  tan  cariñosa  me  dispen- 
sas! Y  ahora  que  caigo:  abajo  tengo  un  satélite  con 
dos  maletas;  ¿le  mando  subirlas  aquí  o  me  voy  a  la 
posada  del  Peine? 

Doña  Mínima.     ¿Quieres  callar,  demonio? 

Tirso.     ¡Como  ése  me  recibe  de  uñas!... 

Doña  Mínima.  Pero  yo,  no.  Que  te  suban  aquí 
las  maletas.  Ya  te  acomodaremos.  Aquí,  digo,  Ro- 
que; aquí.  ¡Porque  en  tu  casa  no  habrá  sitiol 

Don  Roque.     Allá  tú. 

Tirso.  Ven,  Remigia;  ven  conmigo  a  la  puerta. 
¡Ya  ves  que  he  caído  como  una  bomba,  Remigia! 
Vuelvo.  ¡Ah!  ¡Un  instante!  Capítulo  primero:  advier- 
to a  todos  que  estoy  sin  blanca;  pueden  registrarme 
si  lo  dudan.  Pero  no  vengo  a  pedir  dinero.  ¡No  en 
mis  días!  Vengo  a  que  me  lo  den  sin  pedirlo  para 
que  me  vaya.  Anda,  Remigia.  Marchase  por  la  puer- 
ta de  la  izquierda  con  la  criada. 

Aurelia.     Sin  poder  contenerse.  ¡Ja,  ja,  ja! 

Don  Roque.  ¿Cómo  te  voy  a  decir  que  no  te  rías, 
Aurelia?  ¿Harás  que  me  enfade? 

Aurelia.     Humildemente.  No,  papá... 

Don  Roque.  De  nuevo  le  pido  a  usted  disculpa, 
don  Albino. 

Don  Albino.     ¡Oh!  Pláticas  de  familia... 

Don  Roque.  Es  superior  a  mí.  A  usted  le  sor- 
prenderá, ciertamente,  que  yo  reciba  en  esta  forma 
a  un  hermano  a  quien  creíamos  muerto.  Ya  le  expli- 
caré a  usted...  Tengan  la  bondad  de  venir  a  casa  us- 
ted y  Honorito,  que  quiero  hablarles. 

Don  Albino.  Estamos  a  la  disposición  de  usted. 
¿Honorito? 

Don  Roque.  ¡Y  en  qué  día!  ¡en  qué  día!  Vengan, 
vengan  a  casa. 


42  Febrerillo     el    loco 

Don  Albino.     Con  la  venia  de  estas  damas;  ^no? 

Doña  Mínima.     Vayan,  vayan  ustedes... 

Don  Albino.     Pero,  cálmese  usted,  don  Roque. 

Don  Roque.     No  puedo,  no  puedo,  don  Albino. 

HoNORiTO,  Aturdido,  siguiéndolos  maquinalmente. 
No  puede;  no  puede. 

Se  van  por  la  puerta  de  la  izquierda  don  Albino  y 
don  Roque ^  y  Honorito  detrás  de  ellos. 

Doña  Mínima.  ¡Válgate  Dios!  Ya  la  tenemos  en- 
redada. Siempre  han  sido  el  perro  y  el  gato  tu  pa- 
dre y  él. 

Florencia.  Yo  he  necesitado  taparme  la  cara 
para  que  no  me  viese  reír  el  tío  Roque. 

Aurelia.     Yo  no  lo  he  podido  remediar... 

Doña  Mínima.  Y  es  inútil  intentar  avenirlos;  ge- 
nio y  figura...  Tu  padre,  desde  que  iba  a  la  escuela, 
ya  era  don  Roque;  y  ese  otro,  hasta  que  se  muera, 
aunque  viva  cien  años,  será  Febrerillo.  ¡Vaya  usted 
a  ponerlos  de  acuerdo! 

Florencia.     Y  ^dónde  lo  colocaremos,  mamá? 

Doña  Mínima.     En  el  despacho;  cómo  siempre. 

Florencia.  Es  verdad;  lo  mismo  que  cuando 
vino  Ramona. 

Doña  Mínima.  Lo  mismo.  Allí  se  le  pone  cama  y 
lavabo...  Anda;  ya  está  ahí:  que  Remigia  lleve  allá  el 
equipaje. 

Florencia.  Voy.  Se  va  por  la  puerta  de  la  iz- 
quierda, 

Aurelia.  ¿Se  enfadará  papá  si  me  quedo  aquí 
mucho  tiempo? 

Doña  Mínima.  Se  enfadará  de  todos  modos;  de 
manera  que  quédate  hasta  que  él  te  llame. 

Aurelia.  Bueno;  me  quedaré.  No  diga  el  tío 
Til  so.-. 

Vuelve  Tirso  por  donde  se  marchó.  Al  ver  solas  a 
la  tía  y  la  sobrina^  pregunta: 


Acto    primero  43 

Tirso.  ¿Qué  es  eso?  ¿Y  mi  hermano,  y  el  otro  ca- 
ballero? 

Doña  Mínima.     Se  han  ido  un  instante. 

Tirso.     ^Y  tu  novio? 

Aurelia.     Se  ha  ido  con  ellos. 

Tirso.  Será  porque  se  lo  han  llevado;  si  no,  no 
me  lo  explico.  Oye,  antes  que  se  me  olvide:  ya  me 
dirás  qué  regalo  de  boda  quieres  que  te  haga.  Tira 
por  largo,  ¿eh? 

Doña  Mínima.  ¿Te  parece?  ¿Pues  no  dices  que 
vienes  sin  blanca? 

Tirso.  Eso  lo  he  dicho  para  asustar  a  Roque. 
jUna  broma  de  Carnaval!  Perdóname,  Aurelia.  ¡Aun- 
que tú  te  casarás  por  dejar  de  aguantarlo! 

Aurelia.  Como  reconviniéndolo  cariñosamente. 
jAy,  tío  Tirso,  tío  Tirso!... 

Doña  Mínima.  Sosiega  un  rato,  hombre  de  Dios. 
Siéntate.  No  paras. 

Tirso.  No  paro,  no;  no  sé  estarme  quieto,  feliz- 
mente. Y  por  dentro  menos  que  por  fuera. 

Doña  Mínima.  ¡Galopín!  ¡Badulaque!  ¡Buen  susto 
nos  has  dado!  Eso  sí;  puede  pasarse  por  la  alegría. 
Yo  te  rezaba  entre  mis  muertos.  Ya  te  lo  he  dicho: 
este  luto  me  lo  puse  por  ti. 

Tirso.  ¡Ja,  ja,  ja!  ¡Bien  sé  yo  que  eres  tú  quien 
me  quiere  en  la  casa!  De  ti  no  digo  nada,  sobrina, 
porque  no  me  puedes  querer. 

Aurelia.     ¿Por  qué  no? 

Tirso.  Porque  no  me  conoces.  ¡Y  por  lo  que  de 
mí  te  hayan  dicho!... 

Doña  Mínima.  ¿Qué  ha  sido  de  tu  vida  estos  años? 
Vamos  a  ver.  ¿De  dónde  sales?  ¿Cómo  has  vivido? 
Cuenta,  cuenta. 

Vuelve  Florecida  por  la  puerta  del  foro  y  se  sienta 
a  oírlo  tambie'n. 

Tirso.     ¡Uh!  ¡Es  historia  larga!  ¡Es  el  cuento  de  la 


44  Febrerillo     et     loco 

Buena  Pipa!  Ya  os  iré  relatando  aventuras  un  día  y 
otro.  Hay  para  rato.  ¡He  sido  hasta  presidente  de  una 
república! 

Doña  Mínima.  ¡En  el  nombre  del  Padrel  ¿Se  te 
puede  creer,  Febrerillo? 

Tirso.  ¡Se  me  puede  creer,  jinojo!  jNo  que  no! 
Bien  sabes  que  yo  nunca  miento.  ¡Pero  me  satisface 
que  dudes!  ¡Ya  te  has  olvidado  de  mí!  ¡Lo  que  me 
halaga  que  no  se  me  crea!... 

Aurelia.     ¿Le  halaga  a  usted? 

Tirso.  ¡Claro,  simplona!  ¡Esa  es  la  prueba  de  que 
lo  que  hago  o  lo  que  digo  no  es  vulgar  ni  corriente! 
El  mejor  elogio  que  quiero  para  mis  acciones  es  ése: 
que  parezcan  mentira. 

Doña  Mínima.  Pues,  mira,  por  lo  general  te  sales 
con  ella. 

Tirso.  Sí  he  sido,  sí,  presidente  de  una  repúbli- 
ca... de  cuatro  gatos.  ¡Amo  las  tierras  vírgenes!  Sólo 
que  me  quisieron  asesinar  y  le  dejé  el  puesto  al  cons- 
pirador, que  era  uno  que  se  me  vendía  por  amigo.  Le 
dejé  el  puesto,  y  esa  fué  mi  venganza. 

Florencia.     ¿Dejarle  el  puesto? 

Tirso.  Sí;  porque  lo  han  escabechado  a  él  hace 
un  par  de  meses.  Por  traidor.  ¡Me  alegro!  También 
he  fundado  una  escuela,  en  la  que  impuse  un  méto- 
do de  enseñanza  personalísimo.  ¡Me  adoraban  aque- 
llos cafres!  ¡Lo  que  yo  he  gozado  enseñándolos  a 
leer  y  explicándoles  a  mi  manera  las  maravillas  de 
este  mundo!  ¡Jinojo!  Por  nadie  me  cambiaba.  Es  mi 
ambición,  es  mi  locura,  es  mi  destino,  si  queréis;  lle- 
go a  un  pueblo:  no  hay  escuela,  yo  soy  maestro  de 
escuela;  no  hay  teatro,  yo  soy  comediante;  no  hay 
imprenta,  yo  fundo  un  periódico...  Sacudo  el  espíri- 
tu de  las  gentes,  logro  que  se  den  cuenta  de  que  tie- 
nen alma,  hablo  un  lenguaje  nuevo,  paso  por  loco... 
y  de  la  noche  a  la  mañana  me  voy  a  otro  lado.  Pero 


Acto    primero  45 

no  importa;  sé  que  he  dejado  un  germen;  algo  nace- 
rá de  lo  que  eché  en  el  surco. 

Doña  Mímina.  Y  ahora  ¿dónde  estabas...  sem- 
brando? 

Tirso.     En  Asunción  del  Paraguay.  Allí  me  casé. 

Doña  Mínima.     ¿Que  te  has  casado,  Tirso? 

Florencia.     ¿Que  se  ha  casado  usted,  tío  Tirso? 

Aurelia.     ¿Que  se  ha  casado  usted? 

Tirso.  Sí;  pero  ya  estoy  viudo.  ¡Me  puedo  volver 
a  casarl 

Ríen  las  tres  mujeres. 

Doña  Mínima.     Esa  no  cuela,  Febrerillo. 

Tirso.     ¿Cuál?  ¿La  viudez  o  el  casorio? 

Doña  Mínima.     El  casorio. 

Tirso.  Pues,  chica,  es  cosa  que  se  puede  creer 
sin  dificultad;  ¡lo  hace  medio  mundo!  ¡Pobre  Conso- 
lación! Fué  aquel  un  casamiento...  romántico.  A  Au- 
relia. Tu  padre  no  lo  comprendería.  Me  interesó 
aquella  mujer...  y  la  quise.  Alumbré  los  últimos  años 
de  una  vida  truncada  en  flor  y  llena  de  sombras. 
Pero,  bien,  estas  son  páginas  demasiado  íntimas.  No 
se  debe  hablar  de  ellas. 

Florencia.     ¿A  qué  ha  venido  usted  a  España? 

Tirso.     ¡Ay!  Otro  lance  romántico. 

Aurelia.     Cuéntenoslo  usted. 

Tirso.     ¿Quieres  tú  que  lo  cuente? 

Aurelia,     Sí. 

Tirso.  Es  muy  doloroso.  Un  compañero  mío, 
compañero  de  luchas  y  miserias,  menos  fuerte  y  me- 
nos afortunado  que  yo,  harto  de  sufrir,  desencantado, 
triste,  muerto  el  espíritu,  quiso  acabar  del  todo  y  se 
pegó  un  tiro  en  la  cabeza. 

Aurelia.     ¡Jesús! 

Doña  Mínima.     ¡Ave  María! 

Florencia.  ¡Pobre  hombre!  ¡Lo  que  a  mí  me  im- 
presiona el   suicidio!   Yo  no  sé  si  es  cobardía  o  va- 


46  Fe  b  r  er  ill  o     el    loco 

lor,  como  dicen;  pero  me  impresiona  enormemente. 

Tirso.  No  es  ni  valor  ni  cobardía,  Florencia;  es 
la  locura  de  muchos  momentos  de  dolor  concentra- 
da en  uno. 

Florencia.     (Pobre  hombre! 

Tirso.  Le  escribí  a  su  madre  la  tremenda  des- 
gracia... como  puede  escribirse  una  tragedia  así...  La 
madre  es  una  infeliz  mujer  que  vive  en  un  puebleci- 
11o  de  la  Mancha:  en  Fernán-Caballero.  Me  contestó 
llena  de  gratitud,  y  su  carta,  toscamente  puesta,  te- 
nía tantas  lágrimas  entre  sus  renglones,  que  tiró  de 
mí.  Y  me  ofrecí  a  llevarle  todos  los  recuerdos  de  su 
hijo  que  conservaba  en  mi  poder:  varios  libros,  algu- 
nas cartas,  papeles  de  trabajos  no  terminados,  el 
reloj,  la  cartera,  el  retrato  de  una  mujer...  Reliquias. 
Y  eso  me  empujó  a  España.  Y  de  Fernán- Caballero 
vengo  ahora.  Suspirando.  ¡Ay  ay  ayl...  Siempre 
buscando  a  Dios,  como  yo  digo. 

Aurelia.     ¿Buscando  a  Dios.^ 

Tirso.     Siempre. 

Doña  Mínima.  A  Florenciay  Aurelia.  A  mi  padre 
le  llamaban  mucho  la  atención  las  salidas  de  éste;  y 
no  me  hablaba  una  vez  de  él  que  no  me  dijera:  «En 
el  mundo  hacen  falta  esos  locos.» 

Tirso.  ¡El  gran  don  Eloy!  Lo  recuerdo  como  si 
lo  tuviera  delante:  con  su  traje  de  terciopelo  color  de 
pasa  y  sus  babuchas  moras. 

Doña  Mínima.  ¡Si  vieras  lo  que  se  le  parece  la 
nena  de  Florencia! 

Tirso.  ¿Sí,  eh?  ¿Te  quedó  una  chiquilla?  ¿Dónde 
está? 

Florencia.     La  tengo  interna  en  un  colegio. 

Tirso.     A  ver  si  la  conozco  antes  de  marcharme. 

Aurelia.     ¡Más  rica  es! 

Tirso.     ¿Y  tú,  cuándo  te  casas? 

Aurelia.     Ruborosa.  Aun  no  se  ha  fijado  la  fecha. 


Acto    primero  47 

Doña  Mínima.    Pero  hoy  justamente  la  han  pedido. 

Tirso.     ^Hoy?  ¡Mira  con  qué  pie  llego! 

Florencia.  Cuando  usted  vino  se  estaba  cele- 
brando eso  en  el  comedor. 

Tirso,     ¡Jinojol  ¡Interrumpí  la  fiesta  1 

Doña  Mínima.     Poca  fiesta  había. 

Tirso.  ¡Bueno,  mujer;  buenol  ¿Querrás  mucho  a 
tu  novio? 

Aurelia.     Figúrese  usted. 

Tirso.  ¡Eal  ¡Pues  vamos  a  ver  si  entre  los  dos 
aumentáis  la  familia,  que  se  va  acabandol  ¡Ya  sabes 
que  a  mí  me  da  por  ser  maestro  de  escuela!  ¡No  te 
pongas  colorada,  mujer! 

Florencia.     ¿Ésta?  De  mirarla. 

Tirso.     ¿Tenéis  ya  padrino? 

Aurelia.     Sí. 

Doña  Mínima.     ¡Digo!  ¡Don  Albino  de  Juan! 

Tirso.     ¿Acaso  este  señor  que  aquí  estaba? 

Doña  Mínima.     Justo.  Tío  del  novio. 

Tirso.  Don  Albino...  Don  Albino...  Cara  tiene  de 
llamarse  Albino. 

Se  ríen  las  tres  de  nuevo. 

Doña  Mínima.  Es  un  señor  muy  circunspecto, 
muy  razonable,  siempre  en  el  justo  medio  de  todas  las 
cosas...  Te  lo  prevengo  porque,  como  tú  eres  así,  y 
este  don  Albino  todo  lo  lleva  bien  menos  el  des- 
entono, las  pitadas,  las  patas  de  gallo... 

Tirso.     ¿Sí,  eh? 

Florencia.     ¡Sí! 

Tirso.     ¡Mal  año  para  don  Albino! 

Doña  Mínima.  ¡Febrerillo,  por  el  amor  de  Dios! 
Ten  presente  que  aquí  se  le  escucha  como  al  Evan- 
gelio; que  es  una  autoridad  en  esta  casa. 

Florencia.  Es  un  señor  muy  especial.  Persona 
influyente,  por  supuesto.  Consejero  de  no  sé  cuántas 
cosas. 


48  Febrerillo     el    loco 

Doña  Mínima.     Así  nos  aconseja  aquí  a  todos. 

Florencia.  Anda  en  la  vida  con  balancín,  para 
no  caer  de  un  lado  ni  de  otro.  Su  ausencia  me  per- 
done. Si  compra,  por  ejemplo,  veinte  acciones  de 
un  periódico  de  ideas  republicanas,  procura  en  se- 
guida comprar  la  misma  cantidad  de  otro  periódico 
monárquico. 

Doña  Mínima.     Para  neutralizar  tendencias,  dice  él. 

Tirso.     Y  para  comer  a  dos  carrillos,  digo  yo. 

Doña  Mínima.     |Lo  estaba  esperandol 

Aurelia.     ¡Tíol 

Doña  Mínima.  ^Ves  tú?  Esas  frescas  son  las  que 
te  hacen  intratable,  te  dan  mala  fama  y  te  llevan  a 
vivir  separado  de  la  familia,  errante,  como  un  nóma- 
da, como  un  gitano... 

Tirso.  No:  esta  vida  la  elegí  por  mi  gusto;  por 
vocación,  como  si  dijéramos. 

Florbncia.  ¿Usted  se  marchó  de  la  casa  al  morir 
los  padres? 

Tirso.  Sí,  hija.  No  pude  soportar  el  espectáculo 
a  que  dio  ocasión  el  reparto  de  la  pequeña  herencia. 
Cuande  vi  a  mis  propios  hermanos  disputarse  como 
fieras  de  distinta  casta  lo  que  no  era  fruto  del  trabajo 
de  ninguno  de  ellos,  lo  que  ninguno  había  ganado 
por  sí,  para  no  morirme  de  pena  o  de  asco  desdeñé 
lo  que  pudiera  corresponderme,  y  levanté  el  vuelo. 
Desde  entonces  me  llaman  Febrerillo  el  loco. 

Doña  Mínima.  Y  bien  puesto  estuvo  por  aquella 
locura.  Debiste  quedarte  aquí,  mediar,  influir  con  tus 
hermanos,  apagar  codicias... 

Llega  Remigia  por  la  puerta  de  la  izquierda. 

Remigia.     Señorita  Aurelia. 

Aurelia.     ,jQué? 

Remigia.  Dice  Baltasara  que  dice  don  Roque  que 
vaya  usted  allá. 

Aurelia.     Ahora  mismo. 


Acio    primero  49 

Remigia.  La  cama  ya  está  en  el  despacho,  señori- 
ta Florencia. 

Florencia.     Bien. 

Se  marcha  Remigia. 

Aurelia.     Hasta  después,  tío  Tirso. 

Tirso.     Adiós,  lucero. 

Aurelia.     ¡Lucero! 

Tirso.     ¡Pero  te  encuentro  un  poco  triste!... 

Aurelia.     No...  Hasta  después.  Bien  venido. 

Tirso.     Anda  con  Dios. 

Aurelia.     Hasta  luego. 

Florencia.     Adiós. 

Doña  Mínima.     Hasta  luego. 

Vase  Aurelia  por  la  puerta  de  la  izquierda.  Tirso 
la  mira  mientras  se  va.  Después  se  vuelve  a  las  dos 
mujeres,  como  interrogándolas  sin  palabras.  Florencia^ 
por  su  parte^  esquiva  la  respuesta  y  dice  con  forzada 
sonrisa: 

Florencia.  Voy  a  ocuparme  del  arreglo  del 
cuarto. 

Tirso.     He  venido  a  trastornar  la  casa. 

Florencia.  Pues  hay  que  agradecérselo  a  usted. 
Vivimos...  demasiado  quietas.  Vase  hacia  la  izquier- 
da por  la  puerta  del  foro. 

Doña  Mínima.  Dice  bien.  A  Tirso^  que  también 
mira  con  curiosidad  a  Florencia^  confidencialmente: 
Ninguna  de  las  dos  es  dichosa. 

Tirso.     ^-Ninguna  de  las  dos? 
Doña  Mínima.     Ninguna. 

Tirso.  ^Y  eso  no  puede  remediarse?  Doña  Míni- 
ma hace  un  gesto  de  resignación.  Ll  agrega:  Sí;  sí  po- 
drá remediarse.    Con   resolución.  ¡Debe  remediarse! 


FIN    DEL    ACTO      PRIMERO 


ACTO  SEGUNDO 


La  misma  decoración  del  primero. 
Es  el  día  21  de  marzo,  a  media  tarde. 

Laura,  sentada  cerca  del  halcón ,  se  ocupa  en  ha- 
cer U7ia  primorosa  cofia  de  blancos  encajes  y  cintas  de 
raso.  Sus  bellos  ojos  van  de  la  labor  a  la  puerta  de  la 
izquierda,  por  la  cual,  sin  duda^  aguarda  alguna  apa- 
rición interesante. 

Sale  doña  Mínima  luego  por  la  puerta  del  foro.  Vie- 
ne de  la  derecha. 

Doña  Mínima.  Jesús!  |Qué  vendaval!  ¡Vamos  a 
volar  todos!  ¡Cómo  zumba  la  chimenea  de  la  cocina! 

Laura.     ¡Buena  entradita  hace  la  primaveral 

Doña  Mínima.  Es  verdad,  que  entra  hoy.  Con  rui- 
do viene.  ¿Y  usted  no  se  va  al  bautizo  de  la  sobrini- 
ta?  Mal  día  le  hace.  Que  la  tapen  bien. 

Laura.  Ahora  me  iré,  señora.  Me  engolosino  co- 
siendo estas  monadas. 

Doña  Mínima.  ^Qué  nombre  le  van  a  poner  a  la 
criatura? 

Laura.     El  de  la  madre:  Evangelina. 

Llega  Remigia  por  la  puerta  de  la  izquierda. 

Remigia.     Señora. 

Doña  Mínima.     ^Qué  hay? 

Remigia.     Ahí  está  don  Albino. 

Doña  Mínima.     Que  pase  aquí. 

Remigia.     ¡Viene  muy  enfadado! 


Acto    segundo  51 

Doña  Mínima.     ^Y  tú  te  ríes  de  eso? 

Remigia.  No,  señora:  me  río  de  que  a  la  portera 
le  han  robado  el  gato,  y  cree  que  ha  sido  Venancio, 
el  tabernero,  que  los  guisa  por  liebres.  Vase. 

Doña  Mínima.  ¡Bah,  bahl  Y  usted,  Laura,  deje  ya 
la  costura  y  márchese  con  su  familia. 

Laura.  Bien;  sí,  señora.  Primero  voy  con  su  per- 
miso al  comedor,  a  beber  un  poco  de  agua.  Éntrase 
por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  izquierda. 

Doña  Mínima.  Pocas  ganas  tienes  tú  de  ver  cris- 
tianar a  Evangelina.  ¡Vaya  usted  a  saber!... 

Aparece  en  la  puerta  de  la  izquierda  don  Albino^  tal 
y  como  lo  dejamos  e^i  el  primer  acto,  pero  con  ojeras, 

Don  Albino.     ^Doña  Mínima? 

Doña  Mínima.  ¡Don  Albinol  Pase  usted  y  sién- 
tese. 

Don  Albino.     Gracias,  amiga  mía. 

Doña  Mínima.  Me  ha  advertido  Roque,  por  el  pa- 
tio, que  quería  usted  hablarme... 

Don  Albino.  Sí,  señora.  Pausa.  No  sé  cómo  em- 
pezar. Estoy  desconcertado..,  violento... 

Doña  Mínima.  Algo  se  le  conoce...  ^Qué  ocurre? 
No  me  alarme  usted. 

Don  Albino.  ¡Qué  ocurre!  Mi  boca,  en  esta  casa, 
no  se  ha  abierto  hasta  ahora,  por  mi  voluntad,  sino 
para  decir  cosas  agradables...  Pero  hoy  traigo  una  co- 
misión enojosa,  que  en  vano  intentaría  vestir  con  pa- 
labras de  oro. 

Doña  Mínima.     ^Y  eso? 

Don  Albino.  Además,  la  oratoria  es — usted  lo 
sabe — el  vehículo  de  las  ideas  para  convencer  al  pue- 
blo soberano;  pero  cuando  el  pueblo  se  halla  previa- 
mente convencido,  la  oratoria  huelga. 
Doña  Mínima.  ^E1  pueblo  aquí  soy  yo? 
Don  Albino.  Exactamente.  Hechos  y  no  pala- 
bras, doña  Mínima.  Sobriedad.  Es  inevitable  que  a 


52  Febrerillo    el    loco 

ese  importuno  huésped,  que  en  mal  hora  entró  aquí 
hace  ya  veintitantos  días,  le  diga  usted  que  hemos 
decidido  que  abandone  esta  casa. 

Doña  Mínima.  jVálgame  el  Señor!  ¡Qué  escopeta- 
zo, don  Albino! 

Don  Albino.     Es  inevitable. 

Doña  Mínima.  ^Inevitable?  Pero  ^en  qué  puedo 
fundar  yo  una  resolución  tan  extrema.?^  Le  aseguro  a 
usted  que  no  esperaba... 

Don  Albino.  Levantándose  en  alas  de  la  hispir Co- 
ción.  jDoña  Mínima:  la  casa  del  orden,  de  la  honesti- 
dad y  de  la  compostura,  en  modo  alguno  puede  al- 
bergar dignamente  a  quien  empieza  por  disfrazarse 
con  máscara  grosera  para  asaltarla;  a  quien  alimenta 
en  su  persona  los  siete  pecados  capitales...  y  alguno 
más,  de  añadidura! 

Doña  Mínima.     Baje  usted  la  voz. 

Don  Albino.  Bajándola,  sobresaltado.  Ah;  pero 
¿•está  ahí? 

Doña  Mínima.     Sí,  señor:  allá  dentro. 

Don  Albino.  Don  Roque  me  había  dicho  que  no 
estaba. 

Doña  Mínima.  Es  muy  suyo.  Pero  sabía  que  es- 
taba. 

Don  Albino.  No  alcanzo...  Volviendo  a  sentarse 
junto  a  doña  Mínima.  Pues  bien,  señora:  continue- 
mos en  tono  confidencial.  Después  de  todo,  yo  he 
observado  que,  en  la  vida,  las  cosas  grabes  se  dicen 
sotto  voce.  Febrerillo  el  loco,  ese  hombre  díscolo  y 
rebelde,  ha  alborotado  las  tranquilas  conciencias  de 
todos  nosotros,  y  ha  revuelto  los  corazones.  Aurelia 
no  es  Aurelia:  aquella  criatura,  engalanada  de  silen- 
cio, lámpara  de  llama  siempre  igual,  como  yo  le  de- 
cía, es  otra:  ríe,  llora,  va,  viene,  discute  con  su  pa- 
dre... ^Qué  es  esto?  El  mocosuelo  de  mi  sobrinito... 

Doña  Mínima.     ¿El  moco  qué? 


Acto    segundo  53 

Don  Albino.  ¡El  mocosuelol  Ese  mocosuelo,  an- 
tes tan  formalito  y  tan  ecuánime,  ¡ha  dado  una  vuel- 
ta de  campanal  ¡Lo  ha  fascinado  ese  perturbador!  ¡Se 
tutea  con  éll  Lleva  una  vida  desordenada;  casi  no  se 
ocupa  de  la  que  le  elegimos  por  compañera;  se  reco- 
ge a  las  tantas  de  la  noche;  bebe  vino — ¡él,  abstemio 
congénitol  —  no  tiene  más  conversación  que  la  de 
cancionistas  y  costureras,  y  hasta  se  me  engalla  a  las 
veces. 

Doña  Mínima.     ¿A  usted  también? 

Don  Albino.  A  mí,  señora.  Nadie  lo  creería. 
[Pues  anoche  se  atrevió  a  decirme  que  estoy  anticua- 
do! ¡Y  eso  no  se  ha  cocido  en  su  mollera!  ¡Son  ideas 
del  otro  bergante! 

Doña  Mínima.  Yo  estoy  en  ascuas,  don  Albino. 
Temo  que  salga  él...  y  nos  coja  aquí  conspirando.  Si 
a  usted  le  parece... 

Don  Albino.     Desde  luego. 

Doña  Mínima.  Pasaremos  a  casa  de  Roque,  y  allí, 
con  él,  acordaremos  lo  que  haya  de  hacerse.  Que  no 
sé  qué  será;  no  lo  sé,  no  lo  sé... 

Don  Albino.  Sí:  encuentro  juicioso  que  nos  tras- 
lademos ahí  junto.  Desde  el  punto  y  hora  en  que  nos 
ronda  el  enemigo...  ¡Ahí  ¡También  tenemos  que  ha- 
blar de  la  modista! 

Doña  Mínima.     ¿De  qué  modista? 

Don  Albino.  De  esta  Venus...  con  brazos  que 
viene  aquí.  He  sabido  cosas  muy  serias. 

Doña  Mínima.     ¿De  Laura? 

Don  Albino.  De  ella  y  de  los  suyos.  Parece  que 
el  padre,  pájaro  de  cuenta,  y  las  hijas,  que  todas  tie- 
nen buen  palmito,  se  dedican  a  buscar,  de  común 
acuerdo,  maridos  convenientes.  Ven  una  buena  pre- 
sa, la  niña  en  cuestión  se  hace  la  frágil  y  la  apasiona- 
da... y  termina  la  aventurita  con  la  presencia  del  pa- 
dre, del  juez...  y  de  dos  testigos. 


54  Febr  erillo    el    loco 

Doña  Mínima.     (iQué  me  cuenta  usted? 

Don  Albino.  Ya  creo  que  se  han  casado  así  tres 
de  ellas.  ¿Qué  jovenzuelo  rico  no  se  deja  engañar  por 
la  vanidad  de  ser  algo  tenorio? 

Doña  Mínima.     ¿Y  usted  teme...? 

Don  Albino.  ¡No,  no,  señoral  ¡A  tal  punto,  no! 
Pero,  yo  he  observado...  yo  he  observado...  No  me 
atrevo  a  decirle  a  usted  lo  que  sobre  este  particular 
he  observado  yo. 

Doña  Mínima.     jSilenciol 

Por  la  puerta  del  foro  sale  calmosamente  Tirso. 
Viene  de  la  izquierda. 

Tirso.  ¡Oh!  Buenas  tardes,  señor  de  Juan:  ¿cómo 
lo  pasa  usted? 

Don  Albino.     Bien,  ¿y  usted,  señor  de  Febrero? 

Tirso.  ¡No  me  cambio  por  nadie;  soy  dichoso! 
[Vivo  estos  días  en  un  mundo  ideal!  ¡Hace  mucho 
tiempo  que  no  paso  una  temporada  más  feliz!  ¡Estoy 
como  el  pez  en  el  agua! 

Don  Albino.  Reciba  usted  mis  plácemes  más 
cumplidos. 

Tirso.     Los  acepto  con  gratitud. 

Don  Albino.  ¿Vamos,  doña  Mínima?  No  extrañe 
usted  que  me  retire,  porque  me  iba  ya  cuando  us- 
ted ha  salido. 

Doña  Mínima.     No  sé  qué  quiere  Roque... 

Tirso.     Yo,  sí. 

Don  Albino.  Cortando  por  lo  sano.  Buenas 
tardes. 

Tirso.     Buenas  tardes. 

Doña  Mínima.     Hasta  ahora,  Tirsillo. 

Tirso.     Adiós,  Mínima.  Paciencia  y  barajar. 

Don  Albino.     Pase  usted,  señora. 

Se  marchan  por  la  puerta  de  la  izquierda  doña  Mí- 
nima y  don  Albino. 

Tirso.     A  grandes  voces,  para  que  don  Albino 


Acto    segundo  55 

se  entere.  ¡Pero  qué  bien  se  vive  en  esta  santa  casa! 

Vuelve  Laura  del  comedor. 

Laura.     ^Ve  usted  cómo  era  él? 

Tirso.     Él  era.  Lo  trae  usted  sin  sueño,  Laurita. 

Laura.     ^Yo?  ^Quiere  usted  callar? 

Tirso.  No  me  ha  entendido  usted.  Lo  trae  usted 
sin  sueño...  porque  se  lo  ha  quitado  usted  a  su  so- 
brino. 

Laura.     ¡Jesús,  María! 

Tirso.  La  verdad  es  que  es  lástima  que  el  mu- 
chacho esté  ya  casi  con  el  yugo  en  el  cuello;  porque 
para  usted  era  que  ni  pintado:  rico  y  tonto... 

Laura.  ¡Jesús,  Jesús!  ¡Qué  cosas  dice  este  don 
Tirso!... 

Tirso.     ¿Se  parecen  a  las  que  piensa  usted? 

Laura.  ¡Ja,  ja,  ja!  Pero  ¿cómo  quiere  usted  que 
a  mí  me  pase  por  la  cabeza  una  cosa  así?  Ahora,  que 
si  él  me  mira...  yo  no  voy  a  volver  la  cara.  Desaten- 
ciones, no.  Eso  no  está  en  mí. 

Por  la  puerta  de  la  izquierda  llega  Honorito  como 
una  bala,  con  gabán ^  paraguas  y  sombrero. 

Honorito.     ¡Hola! 

Tirso.     ¡Hola,  hombre! 

Laura.  Felices  tardes.  Se  pone  a  recoger  su  costu- 
ra^ haciétidose  la  desentendida. 

Honorito.     Felices. 

Tirso.  ¡Llegas  como  al  reclamo,  chico!  Hablába- 
mos de  ti. 

Laura.  ¡Pero  don  Tirso!...  ¿Va  usted  a  abochor- 
narme? Honorito,  no  le  haga  usted  caso. 

Se  retira^  coqueteando^  por  la  puerta  del  foro  ^  hacia 
la  derecha.  Se  lleva  la  labor. 

Tirso.     ¡Chico,  cómo  te  envidio!  , 

Honorito.     ¿A  mí? 

Tirso.     ¡La  criatura  es  para  un  príncipe  loco! 

Honorito.     ¡Qué  célebre! 


56  Feb  r  erillo    el    loco 

Tirso.     ¡Y  la  traes  de  cabeza! 

HoNORiTO.     ^Tú  crees? 

Tirso.  ¡De  cabeza!  ¡Ay,  si  yo  estuviera  en  tu  pe- 
llejo!... 

HoNüRiTO.  Calla,  hombre,  calla.  ¡Para  un  príncipe 
loco,  dice!... 

Tirso.  Mira:  en  el  último  viaje  que  yo  hice  a  Mé- 
jico, iba  en  el  barco  un  principito  japonés,  y  llevaba 
una  amiga  por  el  estilo  de  ésta.  Me  la  recuerda  mu- 
cho. En  serio. 

HoNORiTO.  jAh,  no;  si  como  guapa!...  Y  voy  a 
serte  franco.  |Me  está  sucediendo  con  Laurita  una 
cosa  que  no  me  ha  sucedido  con  ninguna  mujer! 
¡Sueño  con  ella!  Y  a  veces  pienso:  «Me  voy  a  encon- 
trar a  Laurita.»  Y  me  la  encuentro,  ^sabes?  ¡Y  ahora 
tomo  más  el  tranvía,  por  ver  si  va  ella!  ¡O  por 
ver  si  sube!  En  fin,  cosas  raras.  Porque  lo  de  mi 
novia  ¡es  tan  distinto!...  Bueno,  ¿a  qué  he  veni- 
do yo? 

Tirso.     A  ver  a  Laurita. 

HoNORiTO.  No,  hombre;  no  seas  majadero.  Ya  sé, 
ya  sé.  Salía  yo  de  hablar  con  Aurelia  a  tiempo  que 
entraban  doña  Mínima  y  mi  padrino.  ^Ha  estado 
aquí? 

Tirso.     ¡Naturalmente! 

HoNORiTO.     ^Por  qué,  naturalmente? 

Tirso.  ¡Porque  tiene  la  mosca  en  la  oreja,  sim- 
ple! ¡Porque  teme  que  te  derrita  la  modistilla! 

Honorito.  ¡Vamos!  Mi  tío  es  idiota.  ¡Qué  gracia 
me  hizo  ayer  tu  pregunta  de  si  se  da  la  ducha  con 
botines!  jja,  ja,  ja! 

Se  presenta  Laura  por  la  puerta  del  foro  y  dispuesta 
ya  para  la  calle, 

Tirso.     ^Por  fin  se  va  usted  al  bautizo? 

Laura.  Sí;  a  ver  si  llego...  Lo  malo  es  que...  Va 
al  halcón  y  levanta  un  visillo  para  mirar  si  llueve- 


Acto    segundo  57 

¡Lo  que  yo  me  temíal  Lloviendo  ahora.  ¡Vaya  un 
tiempo  antipático! 

HoNORiTO.  Mejor  es  que  Hueva,  porque  así  calma 
el  aire. 

Laura.     Sí;  pero  yo  no  he  traído  paraguas. 

HoNORiTo.  Azoradisimo.  ¿No...  no...  no  ha  traído 
usted  paraguas? 

Laura.     No,  señor. 

HoNORiTO.  Yo...  yo  puedo  ofrecerle  a  usted  este 
mío. 

Laura.     Muchas  gracias;  pero  ^y  usted? 

HoNORiTO.     Yo...  yo  me  mojo. 

Laura.     ¡Eso  es:  y  me  riñen  a  mí! 

HoNORiTo.     ¿Qué  hacer^  entonces? 

Tirso."  ¡Se  le  ocurre  a  cualquiera,  señor!  ¡Estás 
hecho  un  seminarista!  ¡Mira  que  el  conflicto!  ¡Sal  con 
ella  y  acompáñala  hasta  el  primer  tranvía  o  hasta  el 
primer  coche! 

HoNORiTO.  ¡Pues  es  verdad!  ¡Este  hombre  todo  lo 
resuelve  en  seguida!  Falta  que  ella  quiera,  sin  em- 
bargo. 

Laura.     ¿Por  qué  no? 

HoNORiTo.     ¿Usted  me  permite  que  la  acompañe? 

Laura.  ¿Por  qué  no?  No  siento  más  que  la  mo- 
lestia... 

HoNORiTO.     ¡Ninguna!  ¡Yo  lo  hago  encantado! 

Laura.  Gracias.  Es  usted  muy  amable.  Pues,  verá 
usted;  entonces...  preferible  es  que  salga  usted  pri- 
mero, y  que  me  espere  al  volver  la  esquina,  para  no 
salir  juntos;  porque  si  nos  ve  salir  juntos  la  portera... 

HoNORiTO.  Sí,  sí;  bien  pensado.  Tiene  usted  ra- 
zón. Si  nos  ve  juntos  la  portera...  Tiene  usted  razón. 
Pues  hasta  ahora  mismito.  En  la  esquina  estoy;  en  el 
primer  portal. 

Laura.     Allá  iré  yo  en  seguida. 

Tirso.     ¡Déjale  el  paraguas  a  ella!  De  aquí  a  la  es- 


58  Febr trillo    el    loco 

quina,  si  ha  de  mojarse  alguien,  lo  galante  es  que  te 
mojes  tú. 

HoNORiTO.  También  es  verdad.  jQué  punto  es 
éste!  Tenga  usted  el  paraguas.  Hasta  ahora. 

Laura.     Hasta  ahora. 

Tirso.  Anda  con  Dios,  hombre;  anda  con  Dios. 
¡Quién  tuviera  tus  años! 

HoNORiTO.  iQué  célebre!  Se  va  por  la  puerta  de 
la  izquierda,  aturdido. 

Tirso.  Ahí  lo  tiene  usted;  yo  no  lo  invento:  ¡no 
da  pie  con  bola! 

Laura.     ¡Vaya,  don  Tirso,  vaya! 

Tirso.     Pero  ^es  mentira? 

Laura.  Me  hará  usted  pensar  en  lo  que  no  he 
pensado  nunca. 

Tirso.     ^De  veras?  ^Nunca? 

Laura.  ¡Pero  qué  tremendo  es  usted!  Hasta  ma- 
ñana si  Dios  quiere. 

Tirso.     ¡Sí  querrá!  Hasta  mañana. 

Laura.     Adiós. 

Tirso.     ¡Mis  afectos  a  su  papaíto! 

Laura.  De  su  parte.  Vase  por  la  puerta  de  la  iz- 
quierda^ humedeciéndose  los  labios. 

Tirso.  ¡Esto  marcha,  Tirso;  esto  marcha!  ¡Cuan- 
do yo  no  busco  a  Dios,  Dios  me  busca  a  mil  ¡Entre 
los  dos  no  vamos  a  dejar  en  esta  casa  títere  con  ca- 
beza! 

Sale  Florencia  en  traje  de  calle  por  la  puerta  del 
foro.  Viene  de  la  derecha, 

Florencia.  Pero  ^qué  gritas,  hombre?  ¡Y  estás 
solo!  ¡Creí  que  discutías  con  una  docena  de  per- 
sonas! 

Tirso.  ¡Y  quizás  no  te  engañes!  Tú  no  las  ves, 
pero  andan  por  aquí.  ¡Estoy  contento!  —  como  dice 
mi  hermano  Roque  cuando  hace  alguna  de  las  su- 
yas.— ¡Estoy  contento! 


A  ct o    s e gund o  59 

Florencia.     |No  lo  puedes  negarl 

Tirso.  Y  es  sencillamente  porque  estoy  bueno 
del  cuerpo  y  del  alma.  El  cuerpo  no  lo  siento...  y  el 
alma  sí.  ¡Salud  completal 

Florencia.  Me  da  gusto  verte  siempre  opti- 
mista. 

Tirso.  ¡Ohl  Es  que  el  fondo  del  optimismo,  pa- 
rienta  mía,  no  es  otra  cosa  que  la  confianza  en  una 
justicia  superior. 

Florencia.     ^Y  tú  la  tienes? 

Tirso.  [Absoluta!  jCiega!  ¡La  has  de  ver  brillar 
como  un  lucero  sobre  la  cabeza  de  don  Albino  I,  el 
Razonable! 

Florencia,     i  Ja,  ja,  jal 

Inopinadamente  llega  por  la  puerta  de  la  izquierda 
Aurelia,  un  tanto  temerosa. 

Tirso.     ¡Aurelia! 

Florencia.     ¡Aurelial 

AuRiLLA.     ¡Chistl 

Tirso.     ^Tú  aquí? 

Florencia.     ,jQué  milagro  es  éste? 

Tirso.  ^Te  ha  levantado  ya  tu  señor  padre  la 
prohibición  terrible  de  venir  a  esta  casa? 

Aurelia.     ¡Ni  por  pienso! 

Florencia.     ¡Entonces!... 

Tirso.     ¡Anatema!  ¡Te  vas  a  condenar,  criatura! 

Aurelia.  Es  que  se  ha  encerrado  en  su  despacho 
con  don  Albino  y  la  tía  Mínima,  y  yo  he  aprovecha- 
do la  coyuntura  para  venir  a  verle  a  usted. 

Tirso.  ¡Dios  te  lo  pagará,  chiquilla!  ¡Abrázate  a 
mí,  como  un  rosal  a  un  roble  viejo! 

Aurelia.     Abrazándolo  cariñosamente.  ¡Ja,  ja,  jal 

Florencia.  Bueno,  va  a  caer  un  bólido,  va  a  sa- 
lir una  estrella  de  rabo,  va  a  haber  temblor  de  tie- 
rra... ¡Algo  extraordinario  se  avecina!  ¡Santísima  Vir- 
gen! ¡Aurelia  desobedeciendo  a  su  padrel 


6o  Febrerillo     el    loco 

Aurelia.  Tímidamente.  Es  que  en  esto,  Floren- 
cia... en  esto  no  ha  tenido  razón. 

Tirso.  ¡Ni  la  .ha  tenido  nunca  en  nada,  qué  ji- 
nojol 

Florencia.     No  grites,  hombre. 

Tirso.  ¡La  razón  y  mi  hermano  Roque  son  dos 
paraleiasl 

Aurelia.  Vamos,  tío  Tirso,  no  vaya  usted  a  ha- 
cer que  me  arrepienta  de  esta  escapadilla. 

Tirso.  ¡Qué  has  de  arrepentirte,  infeiizl  ¡Cada  día 
menos!  ¡Mi  contacto  te  salvarál 

Aurelia.  Vamos,  vamos...  A  Florencia.  ^Y  tú  vas 
a  la  calle? 

Florencia.     Sí.  A  ver  a  Anita. 

Aurelia.     Ah;  a  ver  a  Anita. 

Tirso.     jQuiál  Ahora  es  ella  la  hipócrita. 

Aurelia.     Yo  jamás  lo  he  sido. 

Tirso.  Jamás?  Dices  bien;  pero  te  han  obligado 
a  parecerlo.  Secuestraron  tu  alma,  y  se  te  durmió  en 
la  prisión...  Tu  alma  no  parece  lo  que  es. 

Aurelia.  Quizás...  Es  posible,  tío  Tirso...  Porque 
yo,  algunas  veces,  he  creído  como  sentir  o  querer 
sentir  cosas  contrarias  a  lo  que  veía  a  mi  alrededor... 
a  lo  que  se  me  imponía  como  bueno  y  como  indis- 
cutible. 

Tirso.  No  me  lo  jures.  Tu  vida  está  llena  de  si- 
lencios tristes,  Aurelia. 

Aurelia.  Más  de  un  día,  escuchándolo  a  usted  en 
casa,  he  pensado  en  esto. 

Tirso.  ¡Y  lo  que  te  rondaré,  morenal  Lo  he  ob- 
servado, sübrinita;  lo  he  observado.  ¡No  ha  de  ser 
vuestro  don  Albino  el  que  lo  observe  todo  aquí! 

Aurelia.     ^Y  tú  de  veras  vas  a  ver  a  tu  hija? 

Florencia.     Sí. 

Tirso.     ¡No! 

Florencia.     ¡Pues  no!  Te  diré  la  verdad. 


Acto    segundo  61 

Tirso.  ¡Conspiramos!  Como  don  Albino  y  tu 
padre. 

Aurelia.     ^Conspiran  ustedes? 

Florencia.     Conspiramos . 

Tirso.  ¡Esta  era  una  viudita  cargada  de  pólvora, 
y  afortunadamente  he  venido  yo  al  lado  suyo  a  ser- 
vir de  mecha! 

Florencia.  ¡Tirso,  por  Dios!  ¡Qué  manera  de  de- 
cir las  cosas! 

Tirso.     ¡Metáforas! 

Florencia.  ¡Ya  lo  sé!  ¡Pero  qué  metáforas!  Sí, 
Aurelia,  sí:  como  penitencia,  ya  basta;  como  sumi- 
sión, ya  creo  que  es  excesiva.  He  resuelto  no  seguir 
viviendo  aquí.  ¡Bendigo  el  domingo  de  Carnaval  en 
que  llegó  este  hombre! 

Tirso.     ¿Te  enteras?  Bendice  mi  llegada. 

Aurelia.  Ansiosa.  Deje  usted  a  Florencia  expli- 
carme... 

Florencia.  ¿Lo  necesitas?  ¿En  ti  misma  no  hallas 
la  explicación?  Tirso  te  ha  dicho  que  tu  vida  está 
llena  de  silencios*  La  mía  también...  Pero  tus  silen- 
cios y  los  míos  entre  sí  se  escuchaban.  La  resigna- 
ción era  mutua,  y  la  protesta  íntima  muy  semejante. 
¿Es  verdad? 

Aurelia.     Habla  tú;  sigue  hablando. 

Florencia.  ¿Qué  más?  Este  hombre  me  ha  dado 
el  valor  que  a  mí  me  faltaba,  haciéndome  ver  la  rea- 
lidad. Su  voz  ha  conseguido  en  mí  lo  que  ninguna. 
Después  de  todo,  era  natural  que  así  fuera.  Al  oírlo, 
mi  alma  ha  roto  las  nieblas,  se  ha  asomado  al  cielo 
y  ha  respirado  un  aire  distinto...  He  visto  también 
clara  toda  la  responsabilidad  de  mi  vida  quieta;  he 
pensado  en  mi  hija,  que  será  muy  pronto  una  mujer, 
como  tú  y  como  yo,  y  me  rebelo  ante  la  idea  de  que 
su  vida  pueda  ser  igual  a  la  tuya  o  la  mía,  si  la  dejo 
encadenada  a  esta  casa.  ¡No,  no! 


02  F  ebr  er  til  O    el    loco 

Aurelia.     Te  escucho  temblando,  Florencia. 

Florencia.  Temblando  te  hablo  yo  a  ti  también, 
ya  que  es  tu  padre  a  quien  más  acuso  sin  nom- 
brarlo. 

Aurelia.     (Mi  padrel 

Florencia.  Tu  padre,  Aurelia.  Perdóname,  pero 
es  la  verdad.  Por  condición,  por  experiencia  fría,  por- 
que tiene  de  la  vida  un  mezquino  concepto,  por  lo 
que  sea,  quiere  reducirla  a  la  seguridad  material,  y 
sólo  se  preocupa  de  ella.  Su  codicia,  su  corto  hori- 
zonte, son  capaces  de  ahogar  a  todas  las  almas  que 
vivan  a  su  lado. 

Tirso.     ¡Así  es  la  verdad! 

Florencia.  De  mí  no  le  importa  sino  el  dinero 
que  él  cuidó  que  cayera  en  sus  redes:  que  yo  viva  o 
muera,  ^qué  más  da?  ¡Sobre  todo  que  no  venga  el 
hombre  que  pueda  arrebatarle  con  mi  mano  lo  que 
él  barajal  Tú  recuerdas  que  a  los  tres  años  de  que- 
darme viuda  no  faltó  quien  me  hablara  segunda  vez 
de  amoi.  Bien  sabe  Dios  que  mi  corazón  no  estaba 
entonces  inclinado  a  aceptarlo;  p^o  ¡de  qué  modo 
se  le  recibió  en  esta  casal  ^Lo  recuerdas? 

Aurelia.     Sí. 

Florencia.  ¡Qué  cosas  escuché!  Pero  ^cómo  pue- 
do maravillarme  de  que  mi  felicidad  le  sea  indiferen- 
te, si  no  vacila  frente  a  lo  dudoso  de  la  tuya? 

Aurelia.  ¡No;  eso,  no!  Mi  padre  me  quiere;  me 
quiere  mucho.  Mi  padre  cree  sinceramente  que  seré 
dichosa. 

Florencia.  ^Y  tú,  lo  crees?  Aurelia  no  le  contesta 
y  baja  los  ojos.  Otro  silencio,  más  triste  que  ningu- 
no. Tú  te  resignas,  ya  lo  veo;  por  cariño;  por  la  me- 
moria de  tu  madre;  por  miedo;  por  respeto;  porque 
careces  de  arranque  moral  para  la  rebeldía,  como  yo 
hasta  ahora;  y  más  que  por  nada,  y  esto  es  lo  dolo- 
roso, porque  ahora  no  puedes  ni  entrever  siquiera  lo 


A  c  i  o    s  egund  o  63 

que  va  a  ser  tu  vida;  ni  sabes  tampoco  lo  que  tu  vida 
vale,  cuando  la  das  así.  Y  todo  ello,  ^con  qué  fin, 
Dios  mío?  ¡Con  el  de  que  vengan  a  esta  casa  los  di- 
neros del  tío,  del  sobrino  y  de  los  padres  juntos! 
¡Ohl  Parece  imposible. 

Aurelia.     Calla,  Florencia,  calla. 

Tirso.  Déjala  seguir,  si  algo  más  tiene  que  decir- 
te; que  te  está  salvando. 

Aurelia.     ^Usted  también? 

Tirso.  ^Cómo  yo  también?  jYo,  el  primero!  ^Es 
que  ella  te  hubiera  dicho  todas  estas  cosas  si  no  ven- 
go yo  con  aquellas  desaforadas  narices  que  a  ti  te 
hicieron  tanta  gracia?  fjinojol  ¡No  podía  yo  presumir 
lo  a  tiempo  que  llegaba,  sobrina!  Oye  a  Florencia; 
óyeme  a  mí.  Vuela  una  noche,  aleja  tu  espíritu  de 
esta  casa,  y  júzgate.  Y  luego  medita  el  paso  a  que  te 
llevan...  y  piensa  en  el  camino  hasta  el  fin.  ¡No  hay 
razón  ninguna  que  te  obligue  a  tal  sacrificiol 

Aurelia.     ¿Ninguna? 

Tirso.  ¡Ninguna!  Busca  a  Dios  en  tu  alma,  y  ve- 
rás cómo  no  lo  encuentras  en  las  horas  vacías  de  la 
inacción,  del  cálculo  egoísta,  de  la  riqueza  estéril; 
sino  en  las  horas  de  noble  ambición  y  de  ensueño, 
de  cariño  fecundo,  de  amor  logrado  y  merecido,  de 
bondad  y  de  fe.  Búscalo,  búscalo...  Breve  silencio. 
Las  dos  mujeres  le  oyen  Í7n presionadas.  La  jornada, 
no  olvides  esto,  por  corta  que  se  nos  antoje,  es  lar- 
ga y  penosa,  y  la  prolonga  angustiosamente  la  des- 
ventura. Necesitamos  oír  sin  tregua,  en  la  fatiga  del 
camino,  como  una  música  increada,  marcha  o  himno 
que  nos  anime  a  andar...  ¡Mísero  del  mundo  el  día  en 
que  sólo  acompañe  a  los  hombres  en  su  viaje  el  tin- 
tineo del  oro! 

Aurelia.     Eso  no  puede  ser. 

Tirso.  Pues  ese  derrotero  lleva  el  mundo,  Aure- 
lia. Es  trágico  para  los  idealistas;  pero  es  así.  Jamás 


64  Febrerillo    el    loco 

padeció  la  vida  de  los  hombres  fiebre  más  alta  de 
bárbaro  materialismo  que  la  que  alcanza  ahora.  Hoy 
sólo  se  construyen  firmes  y  sólidos,  desafiando  los 
tiempos,  los  edificios  mercantiles.  Hasta  las  iglesias 
se  hacen  frágiles  y  raquíticas.  Tente  mientras  co- 
bro. ¡Se  conoce  que  en  lo  porvenir  se  rezará  en  los 
Bancos!...  Pero  tú...  tú  tienes  alma  y  debes  sentir  de 
otro  modo.  ^Me  entiendes?  Sí  me  entiendes.  Lo  que 
se  siente  bien,  se  entiende  bien. 

Florencia.  Yendo  a  Aurelia.  ¿Estás  llorando,  Au- 
relia? 

Aurelia.     Sí. 

Tirso.  Llora,  llora:  es  tu  alma,  que  vive.  A  Flo- 
rencia. ¡Ni  a  soñar  ni  a  llorar  se  atrevía! 

Pausa  breve. 

Aurelia.  De  improviso^  asustada.  jEh?  |Dios  mío! 
¡Mi  padre! 

Florencia.     ¿Tu  padre? 

Aurelia.     ¡Sí!  ¡De  seguro!  ¡Ahí  está! 

Tirso.     Pues  no  temas  nada. 

Florencia.  Mejor  es  que  te  vayas  adentro.  Vete 
a  mi  alcoba. 

Tirso.     ¡No! 

Aurelia.  ¡Sí!  Obedece  la  indicación  de  Florencia 
llena  de  miedo  ^  y  se  va  por  la  puerta  del  foro,  hacia 
la  derecha. 

Florencia.  A  TirsOy  con  perfecta  naturalidad. 
¿Quieres  algo  para  la  calle? 

Tirso.     Nada,  parienta  encantadora. 

Aparece  violentamente  don  Roque  por  la  puerta  de 
la  izquierda.  Está  más  amarillo  que  el  mes  pasado. 
Es  la  bilis.  Tendrá  que  utilizar^  sin  remedio^  la  receta 
de  su  escribiente. 

Don  Roque.     ¿No  está  aquí  mi  hija? 

Florencia.     ¿Aurelia? 

Tirso.     Pero    ¿no    es    verdad    que  le  has  prohi- 


Acio    segundo  65 

bido   venir  aquí,   porque   mi  aliento    es    corrosivo? 

Don  Roque.     [Bahl  Como  no  está  en  casa... 

Florencia.  ^Sabe  usted?  Quizás  haya  subido  al 
tercero,  a  ver  a  la  chica  de  Laborda.  No  sé  qué  te- 
nían que  contarse.  ^Quiere  usted  que  mande  a  Remi- 
gia...? 

Don  Roque.  Sí,  mándala.  Que  le  diga  que  la 
llamo  yo;  que  baje  al  instante. 

Florencia.     ^Eso  sólo,  tío  Roque? 

Don  Roque.  Eso  sólo.  Mira  con  algún  recelo  a  los 
dos  y  se  marcha  por  donde  vino. 

Florencia.  Después  de  cerciorarse  de  que  salió  de 
la  casa  don  Roque.  Se  la  tragó. 

Tirso.  |E1  trabajo  que  me  cuesta  a  mí  oír  un  em- 
buste y  no  echarlo  por  tierral 

Florencia.  A  veces  son  imprescindibles,  tío 
Tirso. 

Tirso.  No  lo  discuto.  Para  vosotras,  las  mujeres, 
desde  luego.  (Y  con  qué  habilidad  le  has  dicho  a  Ro- 
que que  está  en  el  tercero  su  hija,  porque  sabes  tú 
que  él  no  sube  al  tercero!  fAy,  madre  Eva!  {Buena 
semilla  echaste  tú  tambiénl 

Florencia.  En  fin,  yo  me  voy.  Entera  a  Aurelia 
de  mi  mentirilla  y  que  corra  a  su  casa. 

Tirso.  No  irá  tan  aprisa  como  desea  mi  her- 
mano. 

Florencia.     |Prudencia,  por  Dios! 

Tirso.  jPrudencia  a  Febrerillo!  Vete  tranquila 
por  tu  parte. 

Florencia.  jPues  adiós,  aliado!  Le  da  la  mano. 
¡No  sabes  todo  el  bien  que  te  debo! 

Tirso.     Creo  que  sí. 

Florencia.  Si  salvas  a  Aurelia  como  a  mí,  entre 
San  Pablo  y  Santa  Ana  va  a  haber  que  poner  a  Fe- 
brerillo el  loco. 

Tirso.     Enfrente,  más  bien. 


66  Febr trillo    el    loco 

Florencia.  |Ja,  ja,  jal  Hasta  luego.  Vase  a  la 
calle. 

Tirso.  Hasta  luego.  ¡Está  fragante  la  viudita!... 
No  le  hago  el  amor,  porque  se  teñiría  mi  acción  de 
un  matiz  interesado  que  me  repugna.  Llegase  a  la 
puerta  del  foro  y  grita:  [Aurelia!  Recordando  que  no 
debe  gritar.  ¡Jinojo!  ¡Qué  indiscreto!  ¡Qué  torpe!  En 
voz  más  baja.  ¡Aurelia!  ¡Aurelia!  ¡Vía  libre!  ¡Por  poco 
me  oye  Roque  desde  su  casa!  ¡Y  es  que  no  sé  fingir! 

Vuelve  Aurelia. 

Aurelia.     ^Se  fué  papá?  ^iQué  ha  dicho? 

Tirso.  Nada  absolutamente,  chiquilla.  No  tiem- 
bles. 

Aurelia.  No  puedo  remediarlo,  tío  Tirso.  ^Y 
Florencia? 

Tirso.  Se  marchó  también.  Le  ha  dicho  a  tu  pa- 
dre que  tú  estarías  probablemente  con  una  amiguita 
del  tercero;  que  mandaría  a  Remigia  por  ti. 

Aurelia.     Entonces  voy  ya  a  casa. 

Tirso.  Serénate  un  poco  primero.  No  conozca  tu 
padre  la  verdad  y  nos  excomulgue. 

Aurelia.  Sí;  bien.  Me  esperaré  un  poquito. 
^Adonde  iba  Florencia,  se  lo  ha  dicho  a  usted? 

Tirso.     A  buscar  casa  para  ella  y  su  hija. 

Aurelia.     Emocionada.  ¡Se  va  de  aquí! 

Tirso.  Se  va  de  aquí.  Y  a  propósito  de  Floren- 
cia: ^qué  amor  es  ese  a  que  aludió  en  la  conversación 
que  antes  tuvimos? 

Aurelia.     Preocupada.  No  sé... 

Tirso.  Sí  sabes;  sino  que  ahora  mismo  estás  en 
otra  cosa.  Habló  como  de  un  pretendiente  a  quien 
aquí  recibieron  con  metralla. 

Aurelia.  ¡  Ah,  sí!  Ya  me  acuerdo.  Un  señor  Mar- 
tínez Bellido,  no  sé  qué  de  ferrocarriles... 

Tirso.  ^Vive  ese  señor  en  el  barrio  de  Sala- 
manca? 


Acto    s  egundo  67 

Aurelia.     Creo  que  sí.  ¿Por  qué? 

Tirso.  Porque  da  la  casualidad  de  que  Florencia 
busca  su  pisito  por  el  barrio  de  Salamanca.  Allá  por 
las  alturas  del  Hipódromo...  Aquellos  aires  le  con- 
vienen mucho  a  su  hija. 

Aurelia.  Sonriéndose.  |Qué  mal  pensado!  Y  ya 
me  voy. 

Tirso.     No  me  dejes  solo,  muchacha.  Escúchame. 

Aurelia.     ¡Tío  Tirso  1... 

Tirso.  Un  segundo  no  más.  Dime:  ¿fué  feliz  Flo- 
rencia en  su  matrimonio  con  tu  primo?  La  verdad. 

Aurelia.     No,  señor;  no  lo  fué. 

Tirso.     Ella  dice  que  sí. 

Aurelia.     Porque  es  muy  buena  y  lo  disculpa... 

Tirso.  Esa  era  mi  sospecha.  Y  ya  ves  cómo  se 
delataba  hace  poco  al  hablarte  a  ti. 

Aurelia.     Juan  era  silencioso,  huraño...  muy  frío... 

Tirso.  Por  miá  impresiones,  debió  de  ser  uno  de 
estos  maridos  que  equivocan  la  idea  del  matrimonio; 
de  estos  cuyas  mujeres  viven  con  ellos,  pero  no  en 
ellos...  ¿Me  engaño,  sobrina? 

Aurelia.     Yo  de  eso  nada  sé. 

Tirso.  {Pobre  Florencia!  Ciertamente,  es  cosa 
muy  triste 

«la  soledad  de  dos  en  compañía.» 

¡Un  día,  y  otro,  y  otro...  unidos,  sin  estarlo;  hablán- 
dose, pero  sin  oírse...  y  así...  hasta  la  muerte!  Y 
como  único  remedio  posible,  el  divorcio,  amarga 
medicina,  solución  que  no  alcanza  a  serlo:  algo  así 
como  una  herida  mal  curada.  Es  muy  triste;  muy 
triste.  ¡Pobre  Aurelia!  Digo,  ¡pobre  Florencia! 

Silencio.  Llega  oportunamente  Guzmán  Araujo. 
Desde  la  puerta  de  la  izquierda  pregunta: 

Guzmán.     ¿Se  puede  pasar? 

Tirso,     ¡Hombre!  ¡Ya  lo  creo! 


68  Febrerillo    el    loco 

A  URELiA .     ¡  Arauj  o  1 

GuzMÁN.     ;Interrumpo  a  ustedes? 

Tirso.     ¡No,  señorl 

GuzMÁN.     ^Y  doña  Mínima? 

Tirso.     En  casa  de  mi  hermano. 

GuzMÁN.     ^Y  Florencia,  mi  enferma? 

Tirso.     Está  mejor. 

GuzMÁN.     ^Ha  salido? 

Tirso,  Hace  dos  minutos.  Y  usted  la  ha  visto  en 
la  escalera,  y  ella  le  ha  dicho  a  usted  que  si  andaba 
de  prisa  encontraría  a  quí  a  Aurelia...  y  por  eso  ha 
venido  usted. 

Aurelia.     ¡Tío! 

GuzMÁN.  Turbado.  Desconcierta  usted  a  la  esta- 
tua de  don  Alvaro  de  Bazán,  que  es  de  bronce. 

Tirso.  ¡Amigo  mío,  es  que  llevo  un  rato  aguan- 
tando embustes,  y  ya  no  puedo  másl  Pero  celebro 
que  haya  usted  venido,  porque  hace  días  que  nece- 
sito consultar  a  un  médico,  y  quiero  hablarle.  En  mi 
celda  estoy. 

GüZMÁN.     Voy  allá  en  seguida. 

Tirso.     ¡Tampoco  es  puñalada  de  picaro! 

V^ase  hacia  la  izquierda  t>or  la  puerta  del  foro. 
Aurelia  y  Guzmán  se  miran  confusos^  inquietos,  pal- 
pitante el  ánimo.  Ella  no  se  determina  a  quedarse  ni 
a  irse;  él  no  acierta  a  hablar  y  quiere  hablar. 

Aurelia.     Vaya  usted...  vaya  usted... 

Guzmán.     Ahora...  Un  instante... 

Aurelia.     No  puedo...  Mi  padre  me  espera... 

Guzmán.  Un  instante...  Ha  oído  usted  que  he  en- 
trado aquí  porque  sabía  que  usted  estaba. 

Aurelia.     Eso  ha  sido  una  broma  del  tío  Tirso. 

Guzmán.     Esa  es  la  verdad. 

Aurelia.     Entonces...  debo  irme. 

Guzmán.  Tal  vez...  Pero  yo  debo  suplicarle  a  us- 
ted lo  contrario. 


Acto    segundo  69 

Aurelia.     ¡Guzmánl 

GuzMÁN.  Un  instante...  Olvide  usted  en  este  ins- 
tante lo  que  las  circunstancias  le  pintan  como  su 
deber,  y  óigame. 

Aurelia.     Ahora  no  me  es  posible. 

GuzMÁN.  Temo  que,  si  no  es  ahora,  ya  no  pueda 
ser  nunca. 

Aurelia.     ^Eh?  ^Si  no  es  ahora,  nunca? 

GuzMÁN.  Así  lo  temo.  Y  es  indispensable  que 
usted  me  oiga. 

Aurelia.  Pero  ¿'qué  me  tiene  usted  que  decir, 
Guzmán? 

GuzMÁN.  Lo  que  acaso  usted  haya  leído  en  mis 
ojos...  y  en  mis  silencios  en  presencia  de  usted... 

Aurelia.     ¡En  sus  silenciosl... 

GuzMÁN.  Lo  que  no  me  hubiera  atrevido  a  decirle 
sin  la  providencial  intervención  de  ese  hombre.  Por 
él  he  sabido  con  certeza  algo  que  sin  duda  yo  adivi- 
naba. 

Aurelia.  ^Qué  ha  sabido  usted?  ^Qué  le  ha  dicho 
ese  loco? 

Guzmán.     Que  no  es  usted  dichosa. 

Aurelia.  ¿Y  quién  es  capaz  de  juzgar  de  la  dicha 
de  nadie? 

GuzMÁN.  De  la  desdicha,  acaso  sea  difícil;  pero  la 
dicha  despide  una  luz  que  vemos  todos. 

Aurelia.  Bien,  Guzmán...  yo  no  puedo  escuchar 
nada  de  esto... 

GuzMÁN.  ^Y  quedará  usted  ya  tranquila  sin  escu- 
charlo? 

Aurelia.  Consternada,  ¡Dios  mío!  ..  ¿Dónde 
estás?... 

Guzmán.     En  la  sinceridad  del  alma. 

Aurelia.  Con  resolución^  tras  unos  momentos  de 
íntima  y  angustiosa  lucha.  ¡Hable  usted!  ¡Quiero 
oírle! 


70  Febr erillo    el    loso 

GuzMÁN.  ¡Ahí...  ¡GraciasI  Sinceridad  por  since- 
ridad. ^No  ha  advertido  usted  desde  que  la  conozco 
mi  profunda  simpatía  hacia  su  persona? 

Aurelia.     Sí. 

GuzMÁN.  ^Y  no  ha  pensado  usted  que  de  esa  sim- 
patía había  de  nacer  otro  sentimiento  mayor  y  más 
profundo? 

Aurelia.     Sí. 

GuzMÁN.  ¿Y  no  ha  cerrado  usted  los  ojos  para  no 
ver  una  cosa  ni  otra,  porque  ya  no  era  usted  del  todo 
libre? 

Aurelia.     Sí. 

GuzMÁN.  ^Y  lamentó  usted  alguna  vez,  a  solas,  en 
la  penosa  abstracción  de  su  espíritu  preso,  que  no 
nos  hubiéramos  conocido  antes?...  Aurelia  inclina  la 
cabeza  y  calla.  Yo,  sí.  Y  usted,  también.  No  le  pido 
a  usted  el  esfuerzo  ni  la  violencia  de  decírmelo.  ^Qué 
lenguaje  hay  más  elocuente  que  ese  rubor  de  usted, 
al  que  yo  le  debo  tantas  revelaciones?  Es  inútil  que 
usted  calle,  Aurelia:  habla  él  con  palabras  de  rosa. 

Aurelia.     Sin  voz  apenas.  ¡Guzmán!... 

GuzMÁN.  Y  así  hemos  vivido  más  de  un  año,  es- 
condiendo y  disimulando  nuestro  amor...  Aurelia  lo 
mira.  Nuestro  amor,  sí.  Y  nos  alejábamos  en  lugar 
de  unirnos,  y  este  amor  hubiera  muerto  sin  revelarse 
a  no  llegar  a  esta  casa  Febrerillo  el  loco.  Intimé  con 
él:  le  quise  en  un  segundo.  Me  comunicó  el  ardor 
activo  de  su  alma  generosa.  Hablamos  de  usted;  le 
oyó  el  corazón,  sediento  de  oírle,  y  fueron  sus  pala- 
bras leña  al  fuego.  Yo  no  podía  ya  vivir  en  paz  sin 
llegar  a  este  instante.  Lo  esperé  y  lo  busqué  todos 
los  días,  y  lo  he  hallado  al  fin.  ¡Ya  descanso,  Aure- 
lia; ya  descanso!  Pase  lo  que  pase,  ya  no  tendré  que 
arrepentirme  de  timidez  o  de  cobardía.  ¡Ya  descanso! 
Por  mí  no  queda. 

Aurelia.     Entre  lágrimas.  ¡Basta,  Guzmán,  basta; 


Acto    segundo  li 

que  estoy  sufriendo  el  tormento  de  los  tormentosl 
¡Mi  alma  se  desquicia  y  se  rompe!  ¡Quise  oírle  a  us- 
ted, pero  nunca  creí  que  había  de  oírle  tantol..  ¡Se- 
parémonos!... No  puedo  hablar  ahora...  no  quiero 
tampoco...  ¡no  sé!  ¡Separémonos!...  Con  espanto  sú- 
bito. ¿'Quién  viene? 

GuzMÁN.     Doña  Mínima. 

Aurelia.     Sollozando,  ¡Ayl  ¡Creí  que  era  mi  pa- 
dre! Siéntase^  abatida. 

GüZMÁN.     Pues    es    esta   buena   señora.   Cálmese 
usted. 

Vuelve  por  la  puerta  de  la  izquierda  doña  Mínima, 
que,  al  ver  lo  que  ve,  se  hace  cruces. 

Doña  Mínima.     ¡Santa  Bárbara  bendita! 
GuzMÁN.     ¿Truena,  doña  Mínima? 
Doña  Mínima.     ¡Caen  rayos!  ¡Usted  verá  si  truena! 
Aurelia.     ¿Qué  pasa? 

Doña  Mínima.  ¿Te  parece  poco?  ¡Tú  aquí,  contra 
la  voluntad  de  tu  padre;  tu  padre,  furioso,  porque 
cree  que  te  entretienen  arriba;  Florencia,  en  la  calle, 
bastante  levantada  de  cascos;  tu  novio,  contestándole 
de  mala  manera  a  su  padrino;  Febrerillo,  diciendo  y 
haciendo  despropósitos  desde  que  se  levantal...  ¿Qué 
Babel  es  ésta?  ¡No  hay  duda,  no  hay  duda!  ¡Está  de 
moda  la  revolución! 

GuzMÁN.  Está,  está  de  moda.  ¡Quiera  Dios  que  no 
nos  trastorne  inútilmente! 

Doña  Mínima.  A  Aurelia.  ¡Tu  padre!...  Bueno, 
hay  que  oírlo.  ¡Bonito  te  lo  vas  a  encontrar!  ¡Echa 
venablos!  Entre  Tirso  y  él  habrá  una  muy  gorda 
antes  que  se  vaya  ese  demonio.  Y  el  gran  don  Albi- 
no, creyendo  que  todo  lo  arregla,  porque  él  ha  obser- 
vado que,  por  mucho  que  llueva,  siempre  escampa. 
¡Claro,  Señor!  ¡Si  no,  sería  el  diluvio!  Y  yo,  en  medio 
de  este  torbellino,  teniendo  que  tragármelas  todas; 
sin  despegar  mis  labios.  ¡Estallo  el  mejor  día! 


71  Feh  r  er  illo    el    loco 

GuzMÁN.  Bien,  señora;  voy  a  ver  a  su  cuñado  de 
usted,  que  quiere  consultarme... 

Doña  Mínima.     ^También  está  nervioso? 

GuzMÁN.     ^Y  quién  no? 

Doña  Mínima.  Pues  ya  puede  usted  darse  prisa, 
porque...  porque...  ¡Calla,  Mínima,  calla,  que  es  tu 
sino! 

GuzmAn.  •  Adiós,  Aurelia.  Le  tiende  una  mano,  que 
ella  le  estrecha  conmovida.  Doña  Mínima  observa  el 
cuadro  con  asombro. 

Aurelia.     Adiós,  Guzmán. 

Guzmán.     ^Pensará  usted  en  lo  que  me  ha  oído? 

Aurelia.     ¿Podré  ya  pensar  en  otra  cosa? 

Guzmán.     Adiós. 

Aurelia.     Adiós. 

Doña  Mínima.  Comprendiendo .  ¡Animas  benditas! 
¿Y  me  preguntaba  usted  si  tronaba?  Lo  dicho,  lo 
dicho:  ¡la  revolución,  la  revolución! 

Guzmán.  ¡Está  de  modal  Marchase  hacia  la  iz- 
quierda por  la  puerta  del  foro  mirando  a  Aurelia^  que 
lo  mira  a  su  vez. 

Doña  Mínima.  Después  de  un  gesto  indescriptible. 
Pero,  muchacha,  ¿es  esto  un  sueño? 

Aurelia.     ¡No! 

Doña  Mínima.     ¿Tú  estás  en  tu  juicio? 

Aurelia.     ¡Ahora,  sí! 

Doña  Mínima.     ¿Ahora,  sí? 

Aurelia.  ¡Sí!  ¡Ahora,  sí!  Acercándosele  animosa^ 
sobreexcitada,  y  hablando  con  vehemencia  y  calor  entre 
lágrimas  de  una  alegría  por  ella  ignorada  hasta  en- 
tonces. ¡Yo  no  me  conozco;  yo  no  sé  quién  soy;  yo  no 
soy  la  que  era;  yo,  desde  hace  unos  instantes,  soy 
otra!  ¡Siento  en  mi  alma  una  nueva  luz,  y  por  mis 
venas  corre  sangre  distinta!  ¡Veo  ante  mí  cosas  que 
no  he  visto  jamás!  ¡Ahora  río  y  lloro  sin  que  nada 
lo  impida  ni  lo  detenga!  ¡Si  soy  la  misma,  he  reco- 


Acto    segundo  73 

brado  un  nuevo  ser;  si  mi  alma  era  la  que  ahora  sien- 
to en  mí,  estaba  muerta,  y  ha  resucitado! 

Doña  Mínima.  Conmovida.  ¡Niñal  ¡Aurelial  ¿Qué 
es  eso? 

Aurelia.  ¿Qué  ha  ser,  señora?  ¡El  espanto  de  una 
vida  absurda,  de  una  penosa  esclavitud,  que  veo  que 
se  va  para  siempre,  como  una  nube  negral 

Doña  Mínima.  Oyéndola  con  íntimo  gozo^  no  obs- 
tante su  gran  turbación.  ¿Para  siempre? 

Aurelia.  ¡Para  siempre,  sil  ¡Yo  tengo  ya  valor 
para  todo!  ¿No  le  digo  a  usted  que  soy  otra?  ¿Por 
qué  razón  ni  por  qué  ley  he  de  ligarme  eternamente 
a  quien  no  quiero?  ¿Por  qué  he  de  unirme  a  un  hom- 
bre incapaz  de  quererme  a  mí?  ¿Por  qué  se  resignaba 
mi  alma  a  este  sacrificio  de  su  vida?  ¿Qué  veneno  me 
hacían  respirar?  ¡Ya  te  encontré,  Dios  mío!  ¡Esto 
acabó;  esto  se  acabó!  ¡No  seré,  no  seré  de  ese  hom- 
bre! ¡Tirso  dice  bien:  las  almas  quietas  son  como  las 
aguas  pantanosas!  ¡Ayl  ¡Pero  ya  mi  alma  halló  su 
cauce  y  corre  libre'  ¡Ya  te  encontré,  Dios  mío! 

Doña  Mínima.  ¡Tirso!  ¡Tirso!  {El  nos  ha  traído 
esta  convulsión!  ¡O  esta  bendición,  o  lo  que  esto 
seal 

Aurelia.     ¡Esta  bendición! 

Doña  Mínima.  ¡Así  quiere  tu  padre  perderlo  de 
vista!  ¡No  ve  el  momento  en  que  deje  mi  casal 

Aurelia.     ¡Ah,  pues  no  se  irá! 

Doña  Mínima.     ¿Cómo  que  no  se  irá? 

AulÍELiA.     ¡No  se  irá! 

Doña  Mínima.  No  delires,  Aurelia.  Tú  serás  ya 
otra,  pero  tu  padre  no  ha  cambiado:  sigue  siendo  el 
mismo  Y  acaba  de  encargarme  a  mí  que  le  diga  a 
Tirso  que,  sin  apelación,  líe  sus  bártulos  y  se  vaya 
con  viento  fresco. 

Aurelia.     ¿Eso  quiere  mi  padre? 

Doña  Mínima.     ¡Eso  ordena!  Es  un  atropello,  una 


74  Febr  trillo    el    loco 

infamia,  una  picardía;   pero   donde  hay  patrón,   no 
manda  marinero. 

Aurelia.     ^Y  usted  cree  que  él  se  irá? 

Doña  Mínima.     No  lo  sé.  Creo  que  sí;  que  se  irá. 
¡Pero  será  con  bullal 

Aurelia.     jYo  le  rogaré  que  se  quede! 

Doña  Mínima.  ¡Aurelial  ¡Contra  lo  que  manda  tu 
padrel  Sí  que  eres  otra,  sí. 

Aurelia.     ^Qué  va  a  ser  de  mí  si  él  nos  deja? 

Doña  Mínima.  Pues  ¿y  el  valor  de  que  alar- 
deabas? 

Aurelia.     ¡No  me  faltará,  si  es  preciso! 

De  repente,  por  la  puerta  de  la  izquierda  aparece 
Honorito^  en  la  guisa  de  antes. 

HoNORiTo.     ¡Caracoles! 

Aurelia.     ¡Honorio! 

Doña  Mínima.     ¡Bueno  val 

HoNORiTO.  Todo  lo  esperaba  yo  menos  verte 
aquí.  ^Te  ha  autorizado  ya  tu  padre?... 

Aurelia.     Con  gravedad.  No. 

HoNORiTO.     ^Y  has  venido? 

Aurelia.     Ya  ves. 

HoNORiTO.     No  me  entra. 

Aurelia.  Necesité  hablar  con  el  tío  Tirso,  y 
vine. 

HoNORiTO.  Ah,  con  Tirso.  ¡Qué  célebre  es!  Yo 
también  voy  a  verlo  ahora,  porque...  Deteniéndose  en 
la  pendiente.  Bueno,  por  nada.  Oye,  tú  estás  muy 
seria. 

Aurelia.     Lo  estoy. 

HoNORiTO.     Y  usted  también,  señora. 

Doña  Mínima.     También. 

HoNORiTO.  Con  la  conciencia  inquieta.  ¿Les  han 
contado  a  ustedes  algún  chismaco?... 

Aurelia.     Nada  de  eso. 

HoNORiTo.     No;  como  la  gente  oye  campanas... 


Acto    segundo  75 

Aurelia.  Nada  de  eso.  Honorio,  dejaste  una  mu- 
jer y  hallas  otra  distinta. 

HoNORiTO.     ^Qué  dices? 

Aurelia.  He  tomado  una  firme  resolución,  que 
se  refiere  a  ti  y  a  mí.  La  tía  Mínima  te  enterará 
de  ella. 

Doña  Mínima.     ^Yo? 

Aurelia.  Usted,  que  es  muy  buena  y  me  quiere 
mucho. 

Doña  Mínima.  jMuchol  Pero  ^por  qué  he  de  ser 
yo  la  que  dé  hoy  todas  las  noticias  desagradables? 

HoNORiTo.     ^Cómo?  Pues  ^qué  ocurre? 

Aurelia.     Ahora  lo  sabrás. 

HoNORiTO.     ¡Es  que  empiezo  a  alarmarme,  Aurelia! 

Aurelia.  Si  la  tía  Mínima  no  quiere  decírtelo, 
ven  a  casa  y  lo  sabrás  por  mí.  Yo,  primero,  he  de 
decírselo  a  mi  padre. 

HoNORiTO.  Pero  oye,  oye;  estás  casi  llorando... 
^Es  cosa  triste  lo  que  pasa? 

Aurelia.  Cosa  triste,  lo  que  iba  a  pasar.  Hasta 
luego.  Se  va  por  la  puerta  de  la  izquierda. 

HoNORiTO.  Desconcertado ,  Yo  no  entiendo  jota. 
A  doña  Mínima^  confidencialmente.  Oiga  usted,  con 
franqueza:  ¿es  que  ha  venido  alguien  con  el  cuento 
de  lo  de  la  modista? 

Doña  Mínima.     ¿Eh?  ¿Qué  cuento  es  ése? 

HoNORiTO.  ¡Eso...  un  cuento!  Nada,  nada...  Bro- 
mas de  Febrerillo,  que  dice  que  Laurita  me  ha  pues- 
to los  puntos. 

Doña  Mínima.     ¿Laurita? 

HoNORiTO.     Sí:  la  costurera. 

Doña  Mínima.  ¿Dice  Febrerillo  que  te  ha  puesto 
los  puntos? 

HoNORiTO.     ¡Eso  dice  él!  Ya  usted  lo  conoce. 

Doña  Mínima.  Pues  ándate  con  ojo,  no  te  ponga 
también  las  comas. 


76  Fe  br  erillo    el    loco 

HoNORiTo.     iQué  célebre! 

Doña  Mínima.  Muy  célebre,  sí.  Toda  la  familia  es 
muy  célebre. 

HoNORiTO.  Y  a  la  cuenta,  Aurelia...  Ya  me  dio  a 
mí  en  la  nariz  que  se  trataba  de  eso.  Está  celosilla, 
^verdad? 

Doña  Mínima.     ¡No,  hombrel 

HoNORiTO.  No,  hombre.  ¡Claro!  Ella  es  mujer  de 
muy  buen  sentido.  ¿Qué  meollo  tenía  que  yo...?  ¡Un 
individuo  que  se  va  a  casar  el  mes  que  viene! 

Los  ojos  de  doña  Mínima  se  nublan. 

Doña  Mínima.  ¿Tú  crees  que  te  vas  a  casar  el 
mes  que  viene? 

HoNORiTO.     ¡Natural! 

Doña  Mínima.     ¿Natural? 

HoNORiTo.  ¡Natural!  ¡Como  no  me  coja  un  auto- 
móvil!... Qué  bonitas  luces  tiene  el  brillante  de  la 
sortija,  ¿verdad? 

Doña  Mínima.  Muy  bonitas:  pero  las  vas  a  lucir 
poco  tiempo. 

HONOKITO.      ¿Eh? 

Doña  Mínima.  Sí,  hijo  mío,  sí;  sorpresas  de  la 
vida.  Nadie  sabe  por  la  mañana  lo  que  le  va  a  suce- 
der por  la  noche.  Ni  aun  entre  nosotros,  en  esta  fa- 
milia, para  quien  todos  los  días  venían  siendo 
iguales. 

Honorito.  Me  está  usted  hablando  en  griego, 
doña  Mínima. 

Doña  Mínima.  Pues  oye  en  castellano,  pichón: 
Aurelia  ha  ido  a  decirle  al  que  iba  a  ser  tu  suegro 
que  ha  determinado  no  casarse  contigo. 

Honorito.     ¡Señora! 

Doña  Mínima.     ¿Lo  entiendes? 

Honorito.  ¡Entiendo  las  palabras...  pero  no  lo 
entiendo! 

Doña  Mínima.     Pues  así  es. 


Acto    s  e  gu  n  do  77 

HoNORiTO.  Pero  ^qué  venate  le  ha  dado?...  ^A  qué 
obedece?  ^Qué  dice  ella?  ¡Vaya  una  campanada!  Ño, 
no;  voy  ahora  mismo  a  que  me  explique...  ¡Quedaría 
yo  en  ridículo!...  Voy  allá,  voy  allá...  [Digol  jy  con 
las  camas  encargadas!...  ^A  usted  qué  le  ha  dicho? 
Porque  a  usted  ha  tenido  que  decirle... 

Doña  Mínima.  A  mí  me  ha  dicho,  en  suma,  que 
hasta  ayer  fué  una,  y  desde  hoy  es  otra. 

HoNORiTO.     ¡Qué  célebre! 

Doña  Mínima.  Y  yo  deduzco  que,  como  la  que  se 
iba  a  casar  contigo  era  la  de  antes,  y  ya  no  existe, 
pues...  te  quedas  con  las  camas  encargadas...  y  sin 
novia. 

HoNORiTO.  ¡No!  ¡no!  ¡Eso  hay  que  razonarlo!  ¡Yo 
no  soy  un  pelele! 

Doña  Mínima.  Mira,  Honorito:  no  te  canses.  Ni 
le  des  más  vueltas  al  asunto:  Aurelia...  no  te  quiere 
para  marido. 

Honorito.  ¡Señora!  ¿No  me  quiere  y  se  iba  a  ca- 
sar? ¿Qué  hechura  tiene  eso? 

Doña  Mínima.  Ninguna.  Pero  no  te  quiere...  y  se 
iba  a  casar. 

Honorito.  ¡No  me  quiere!  ¿Conque  no  me  quie- 
re? Le  prevengo  a  usted  que  no  es  la  primera  vez  que 
lo  oigo.  Tirso,  que  tiene  mucho  mundo,  ya  me  lo  ha- 
bía dicho  también.  Y  hasta  me  ha  dado  algunas  bro- 
mas de  mal  gusto. 

Doña  Mínima.     ¿Sí,  eh? 

Honorito.  Sí,  señora...  Aludiendo  al  día  de  ma- 
ñana... ¿Usted  comprende?...  ¡Una  cosa  muy  des- 
agradable! Claro  que  a  eso  yo  le  respondía...  ¡Anda 
con  Dios! 

Doña  Mínima.     ¿Qué? 

Honorito.     ¡Mi  padrino  y  don  Roque!   ¡Tableau! 

Doña  Mínima.     El  Señor  nos  tenga  de  su  mano. 

L>as  primeras  palabras  las  dicen  dentro^  y  luego  sa- 


78  F ebrertllo    el    loco 

len  por  la  ptterta  de  la  izquierda:  don  Roque ^  agitado^ 
fuera  de  si,  más  pálido  que  nunca  y  sin  gorro;  don  Al- 
bino^ rojo  como  la  grana^  medio  congestionado  por  los 
disgustos  y  el  esfuerzo  mental  consiguiente. 

Don  Albino.     ¡Calma!  ¡Calma,  don  Roque! 

Don  Roque.     ¡No  podré  tenerla,  don  Albino! 

Don  Albino.     ¡Calma!  ¡Mucha  calma! 

HoNORiTO.     Maquinalmente.  ¡Calma!  ¡Calma! 

Don  Albino.     Ah,  ¿estás  tú  aquí? 

HoNORiTO.  No;  que  estoy  en  la  calle.  ¡Qué  pre- 
gunta! 

Don  Albino.     ¡Calma! 

Don  Roque.  Mínima:  tú  ¿le  has  hablado  ya...  a 
ése? 

Doña  Mínima.  Aún  no.  Ahora  iba.  Me  he  dete- 
nido con...  este  otro. 

Don  Roque.  ¡Ah,  Honorito!  ¡Honorito!  ¡Dame  un 
abrazo! 

Honorito.     Sí,  señor. 

Se  abrazan. 

Don  Albino.     Contemplándolos.  Así,  así. 

Don  Roque.  ¡Las  aguas  volverán  a  su  curso!  ¡Yo 
te  lo  fío! 

Honorito.  Enternecido.  ¿Es  verdad  que  no  hay 
razón  ninguna...?  ¿Qué  dice  Aurelia? 

Don  Roque.  Aurelia  está  loca.  Mejor  dicho:  está 
enloquecida  por  la  maldad.  ¡Pero  yo  te  respondo  de 
que  recobrará  el  juicio! 

Don  Albino.  ¡No  faltaría  otra  cosa!  Es  mi  frase: 
por  mucho  que  llueva,  siempre  escampa. 

Honorito.     ¿Usted  cree? 

Don  Roque.     A  doña  Minima.  ¿Está  ahí  ése? 

Doña  Mínima.     Ahí  está. 

Don  Roque.     ¿Solo? 

Doña  Mínima.  Solo.  Porque  había  con  él...  otra 
persona,  y  ya  la  he  sentido  marcharse, 


Acto    se  gundo  79 

Don  Roque.  (Pues  ten  la  bondad  de  decirle  que 
venga,  que  voy  a  tirarlo  por  el  balcónl 

Doña  Mínima.     Violencias  no,  Roque. 

Don  Roque.  |Yo  sé  bien  lo  que  tengo  que  hacer! 
^No  estoy  en  mi  casa,  por  ventura? 

Doña  Mínima.  Para  eso,  no.  Estás  en  la  mía.  No 
lo  olvides. 

Don  Roque.     ^Hola? 

Doña  Mínima.     ¡Hola! 

Don  Roque.     Bien:  que  venga  Tirso. 

Doña  Mínima.  Vendrá.  ¡Y  a  ver  si  escampa,  don 
Albino!  Vase  hacia  la  izquierda  por  la  puerta  del 
foro. 

Don  Roque.  ^Usted  oye?  ^Se  ha  convencido  us- 
ted? ¡Hasta  mi  cuñada  se  nos  ha  vuelto!  ¡Ese  bribón 
los  ha  ganado  a  todos! 

Don  Albino.  Menos  a  usted  y  a  mí,  piedras  an- 
gulares. Honorito,  déjanos  tú. 

HoNORiTO.  Yo  voy  a  decirle  a  Aurelia  cuatro 
cosas. 

Don  Albino.  Nada  de  eso,  Honorito;  nada  de 
eso.  No  agriemos  la  cuestión.  No  intervengas  tú  para 
nada. 

Honorito.     ^Cómo  que  no  intervenga? 

Don  Albino.  Como  que  no  intervengas.  Es  lo 
prudente.  Y  lo  delicado,  además.  Aurelia  ha  queda- 
do presa  de  una  crisis  nerviosa  muy  aguda... 

Honorito.     ¡Pobrecilla! 

Don  Albino.  Que  no  te  vea:  lo  discreto  es  que 
no  te  vea.  Márchate  a  casa  tranquilamente,  y  compra 
de  paso  la  piperazina  para  la  tía.    . 

Honorito.     Pero  ¡qué  cosas  tiene  usted! 

Don  Albino.     Picado.  ¿Qué  cosas  tengo,  niño? 

Honorito.  ^Usted  cree  que  estoy  yo  ahora  para 
irme  tranquilamente  a  casa  ni  para  comprar  pipera- 
zina? ¿Usted  cree  que  yo  soy  de  celuloide?  ^No  me  ve 


8o  Febrerillo    el    loco 

usted  las  orejas,  señor?  jYa  me  voy  yo  cansando  de 
que  se  me  tome  a  mí  por  un  simpirilil  ¡Mi  novia  me 
quiere  plantar  en  vísperas  de  boda,  y  me  voy  a  ir  a 
casa  tranquilamente!  ¡Qué  ocurrencia!  ¡Adonde  me 
voy...  ya  lo  sé  yol  ¡Y  mucho  que  lo  sé!  ¡Buenas  tar- 
des! ¡Qué  célebre!  Marchase  por  la  puerta  de  la  iz- 
quierda de  esta7npia,  con  la  imagen  de  Laurita  en  la 
imaginación.  ¡  Va  derecho  al  bautizo  de  Evangelinal 
No  hay  más  que  seguirlo  para  convencerse. 

Don  Roque.     ^También  Honorito? 

Don  Albino.  Aun  no  repuesto  del  sofión.  Pero  ^no 
se  lo  había  yo  dicho  a  usted?  ¡Estamos  anticuados, 
don  Roque!  ¡Qué  arrogancia  de  criaturita!  ¡Increíble! 
¡O  se  desquicia  el  mundo...  o  me  desquicio  yol 

Don  Roque.  Apretando  puños  y  dientes.  ¡Le  juro 
a  usted...  le  juro  a  usted!... 

Por  la  puerta  del  foro  sale  Tirso.  Viene  de  la  iz- 
quierda. 

Tirso.  ,jQué  hay,  caballeros?  ¿Otra  vez  por  aquí 
los  dos?  ¿Qué  se  me  quiere?  ¡A  juzgar  por  el  temblor 
de  Mínima,  se  creería  que  tratan  ustedes  de  fusi- 
larme! 

Don  Albino.  Una  cuestión  previa,  amigo  mío: 
yo,  con  todo  género  de  salvedades,  me  permito  ad- 
vertirle a  usted  que  el  asunto  de  que  aquí  hemos  de 
hablar  no  tolera  chanzas. 

Tirso.  Pero  ustedes,  sí.  Y  como  todavía  no  he- 
mos entrado  en  el  asunto,  porque  yo  no  he  hecho 
más  que  llegar... 

Don  Roque,     ¡lirsol 

Tirso.  ¡Roque!  ¡Revienta  ya,  si  quieres!  ¿Qué  pa- 
seos de  fiera  son  ésos?  ¿Qué  ojos?  ¿Qué  rabia  conte- 
nida? ¡Descarga  toda  la  tormenta  que  me  amenaza! 
¡Acabemos! 

Don  Roque.     ¡Acabemos,  sí! 

Tirso.     Pues  anda,  empieza  por  donde  te  dé  más 


Áci  o    según  do  t\ 

coraje.  Siéntate.  Siéntese  usted,  señor  don  Albino. 
Ah,  ^no  se  sientan?  Yo,  sí.  ^Qué  pasa?  ^Qué  ocurre? 

Don  Roque.  ¡Que  una  vez  más  tengo  que  rene- 
gar de  que  lleves  mi  sangre! 

Tirso.  ¡Ohl  Yo,  no.  Lo  que  hago  es  lamentarlo. 
Pero  lo  quiso  Dios,  y  por  algo  habrá  sido.  La  histo- 
ria de  la  humanidad  está  llena  de  luchas  fratricidas. 

Don  Albino.  Me  hallo,  por  lo  visto,  entre  Caín  y 
Abel. 

Tirso.  Casi,  casi.  Caín  soy  yo,  desde  luego.  Pero 
no  se  alarme  usted  por  Abel,  don  Albino,  que  no 
hay  a  mano  ninguna  quijada  de  burro. 

Don  Albino.  Tragando  saliva.  Insisto  en  mi  ad- 
vertencia previa,  respecto  de  las  chanzas. 

Tirso.     No,  si  lo  he  dicho  en  serio. 

Don  Roque.  ¡En  serio  voy  a  hablarte  yo!  ¡Lo  que 
has  hecho  en  mi  casa  es  infame,  es  inicuo,  es  trai- 
dor, es  cobarde,  es  ruin! 

Tirso,     ^Es  humano,  entonces? 

Don  Albino.     ^Humano? 

Tirso.  Según  Roque.  Las  acciones  humanas  tie- 
nen para  él  todos  esos  rasgos  característicos. 

Don  Roque.  Esperaba  la  baladronada;  no  me 
sorprende.  Vives  de  ellas. 

Tirso.     ^Y  tú,  de  qué  vives? 

Don  Albino.     ¡Calma!  ¡Calma! 

Don  Roque.  No  te  importa  de  lo  que  viva  yo. 
Vivo  de  mi  esfuerzo,  de  mi  trabajo,  de  mi  previsión, 
de  mi  inteligencia,  de  mi  dinero. 

Tirso.     Y  un  poco  del  mío,  ^no?  Acuérdate. 

Don  Roque.  Del  tuyo,  no.  Según  tus  teorías,  el 
dinero  que  no  se  gana  con  el  propio  sudor  no  nos 
pertenece.  De  modo  que  aquel  dinero  a  que  aludes 
ahorggio  era  tuyo. 

Tirso.  Ni  tuyo  tampoco,  ¡jinojol  Y,  sin  embargo, 
tú  te  aprovechas  de  él. 


8á  I^  eb  r  trillo    ti    locó 

Don  Roque.  No  divaguemos.  Repito  que  no  te 
importa  a  ti  de  lo  que  yo  viva.  [A  mí  me  importa, 
en  cambio,  defender  la  paz  de  mi  casa,  la  moralidad 
y  el  honrado  sosiego  de  mi  familia,  y  tú  has  venido 
a  perturbarlos,  a  socavarlos^a  destruirlos! 

Don  Albino.     ¡A  querer  destruirlos! 

Tirso.  ¡Estás  hablando  de  memoria,  Roque!  Yo 
no  he  venido  aquí  a  nada  de  eso  que  en  tu  delirio 
me  atribuyes.  Yo  tuve  que  volver  a  España,  y  vine  a 
veros . 

Don  Roque.     ¡En  mal  hora  se  te  ocurrió! 

Tirso.     Aurelia  piensa  de  otro  modo. 

Don  Roque.  ¡Aurelia  es  una  candida  jmujer!  ¡Y 
ese  es  tu  crimen:  haberla  infernado,  conociéndolo! 

Tirso.  ¡Poco  a  poco!  ¡Si  le  llamas  infernar  a  una 
mujer  a  sacudirle  el  alma  para  que  despierte  y  no 
camine  a  ciegas,  sí,  la  he  infernado! 

Don  Roque.     ¿Lo  ves? 

Tirso.  Pero  no  olvides  una  cosa,  majadero:  que 
nada  nuevo  traje  a  su  conciencia.  Yo  soy  un  demo- 
nio y  ella  un  ángel,  ¿-verdad.?  ¡Pues  ese  ángel  había 
ya  vislumbrado  cuanto  este  demonio  ha  querido  que 
vea!  ¡Todo  estaba  latente  en  el  fondo  de  su  corazón! 
¡Y  aceptaba  su  entristecido  ánimo  la  resignación  de 
una  infelicidad  perenne,  amasada  por  ustedes  dos, 
que,  por  las  trazas,  hasta  del  espíritu  quieren  hacer 
papel  moneda! 

Don  Roque.     ¡Bah ! 

Tirso.  ¿Le  agrada  a  usted  más  este  lenguaje,  don 
Albino? 

Don  Albino.  No  tengo  nada  que  responderle: 
usted  no  me  ofende  ni  me  mortifica.  Frente  a  usted 
me  considero  inmune. 

Tirso.  Como  yo  frente  a  usted.  Estamos  muy  le- 
jos el  uno  del  otro  para  temer  ningún  contagio. 

Don  Albino.     Precisamente.  A  veces,  en  una  mis- 


Act  o    s  egundo  83 

ma   habitación  hay  entre  dos  seres  miles  de  leguas 
de  distancia. 

Tirso.  ¡Las  que  iba  a  haber  entre  Aurelia  y  Ho- 
norio! 

Don  Albino.  ¡Eso  es  lo  que  paladinamente  re- 
chazo: el  supuesto  de  que  entre  el  padre  de  Aurelia 
y  yo  amasábamos  su  desventural 

Tirso.  ¡Pues,  señor  mío,  sólo  ustedes  dos  podían 
no  verlal 

Don  Albino.     ¡Pues  ni  la  veíamos  ni  la  vemos! 

Tirso.  ¡Pues  o  están  ustedes  ciegos  o  les  convie- 
ne estarlo! 

Don  Roque.     ¡Tirso! 

Don  Albino.     Déjelo:  no  me  ofende. 

Don  Roque.     ¡Me  ofende  a  mil 

Tirso.  ¡No  te  ofendo:  te  hiero  en  lo  más  vivo! 
¡Con  la  verdadj  te  acuso!  Tu  ruindad  es  capaz  de 
desfigurarlo  todo  en  tu  conciencia.  Y  usted,  infatiga- 
ble observador,  ^no  ha  observado  nunca  que  la  aspi- 
ración de  todas  las  almas  en  la  tierra  es  hallar  sus 
iguales?  ¿No  ha  observado  usted  que  las  de  Aurelia  y 
Honorio  son  de  temple  distinto,  y  ya  nacieron  di- 
vorciadas.'* ¿No  ha  observado  usted  que  jamás  habían 
de  fundirse  en  un  mismo  anhelo?  ¡Pues  si  solamente 
observa  usted  que  el  primer  pitillo  marea  y  que  el 
bostezo  es  contagioso,  dediqúese  a  otra  cosa  menos 
a  observar  en  la  vida! 

Don  Roque.  ¡Basta,  Tirso!  De  ningún  modo  es- 
toy dispuesto  a  consentir  lo  que  la  irreprochable 
urbanidad  de  este  gran  amigo  está  consintiendo. 
¡Basta! 

Tirso.  ¡Pues  basta!  ¡Si  yo  no  hubiera  ni  empe- 
zado, Roque!  ¡Pero  tú  me  has  llamado  aquí! 

Don  Roque.  Efectivamente:  te  he  llamado  para 
hacerte  saber,  si  lo  habías  olvidado,  como  parece, 
que  en  mi  casa  gobierno  yo... 


84  Febrerillo    el    loco 

Tirso.     ¿En  tu  casa? 

Don  Roque.  jY  en  esta  casa!  Y  como  gobierno 
yo,  te  exijo  que  te  vayas  de  ella. 

Tirso.     ¿Nada  más? 

Don  Roque.     Nada  más. 

Tirso.  Si  hubieras  empezado  por  ahí,  nos  habría- 
mos ahorrado  palabras  inútiles.  Según  eso,  Roque, 
cuanto  antes  me  vaya,  mejor. 

Don  Roque.     ¡Muchísimo  mejorl 

Tirso.  Entonces,  para  complacerte  a  pedir  de 
boca,  me  voy  ahora  mismo. 

Don  Roque.     ¿Ahora  mismo?  No  serías  capaz. 

Tirso.  ¡Vas  a  verlol  ¡Si  aquí  ya  no  me  queda 
nada  que  hacer,  imbécil! 

Don  Roque.      Yendo  a  él.  ¿Imbécil? 

Don  Albino.  Interponiéndose.  ¡Calma!  ¡Mantén- 
gase usted  digno  del  momento!  ¡Calma! 

Don  Roque.     Gracias,  don  Albino... 

Don  Albino.  Esto  se  terminó:  retírense  Caín  y 
Abel.  A  Tirso.  ^Usted  nos  da  su  palabra  de  honor 
de  que  deja  esta  casa? 

Tirso.     ¡Ahora  mismo! 

Don  Albino.  Oído  esto,  don  Roque,  vayase  a  la 
suya  a  serenar  su  ánimo,  procurando  olvidar  este 
amargo  trance. 

Don  Roque.  Sí;  acepto  la  idea.  Como  de  usted,  al 
fin.  Adiós,  Tirso. 

Tirso.     Adiós,  Roque.  Adiós,  don  Albino. 

Don  Albino.     Beso  a  usted  la  mano. 

Tirso.  Febrerillo  el  loco  va  a  desaparecer  nueva- 
mente. No  lo  verás  más;  lo  darás  por  muerto  otra 
vez:  se  lo  tragó  la  tierra  o  se  hundió  en  las  aguas. 
Pero  si  algún  día  vuelve  a  aparecer,  ten  por  seguro 
que  no  será  en  tan  dichosa  ocasión  como  ha  sido 
ésta.  No  extrañes  si  la  estela  de  mi  paso  es  larga  y 
profunda.  Adiós. 


Acto    segundo  85 

Don  Roque.     Adiós. 

Tirso.  ¡Asómate  al  balcón  y  me  verás  salirl 
Se  vapor  la  puerta  del  foro  ^  y  don  Roque  por  la  de  la 
izquierda.  Don  Albino^  que  cree  que  ha  triunfado^  sa- 
borea su  triunfo. 

Dox  Albino.  Vencimos,  vencimos.  ¡Loado  sea 
Diosl  El  embate  era  inevitable;  pero  vencimos. 

Llega  Florencia  por  la  puerta  de  la  izquierda ,  cu- 
riosa y  alterada. 

Florencia.  ¡Ah,  don  Albinol  ¿Qué  lleva  el  tío  Ro- 
que, que  va  lívido  y  hablando  solo.^ 

Don  Albino.     Nada. 

Florencia.     ¿Nada? 

Don  Albino.  Nada  ya.  Resultas  de  un  violento 
choque  con  su  hermano;  pero  nada  ya.  Vencimos, 
Florencia.  Venció  el  orden. 

Doña  Mínima  viene  por  la  píierta  del  foro  •,  también 
alterada  y  curiosa. 

Doña  Mínima.     ¿Qué  ha  sucedido,  don  Albino? 

Don  Albino.  Nada;  eso  estaba  diciéndole  a  Flo- 
rencia. Serénese  usted.  Venció  el  orden.  Vencimos. 

Doña  Mínima.     ¡Ay,  Señor! 

Don  Albino.  Tembló  la  casa,  sacudida  por  el  te- 
rremoto; pero  todo  queda  como  estaba.  El  instantá- 
neo movimiento  no  ha  dejado  huella,  gracias  a  Dios. 
Esta  es  mi  profecía,  señoras:  Aurelia  recobrará  la  se- 
renidad de  su  ánimo  dulce;  Honorio  se  hará  cargo  de 
lo  ocurrido  y  se  someterá  de  nuevo  a  mi  obediencia. 
Se  casarán  cuando  habíamos  dispuesto,  y  serán  di- 
chosos. En  cuanto  a  ese  malaventurado  agitador,  no 
merece  más  comentario  que  aquellas  palabras  que  a 
cierto  valentón  dedica  Miguel  de  Cervantes: 

Caló  el  chapeo,  requirió  la  espada, 
miró  al  soslayo,  fuese...  y  no  hubo  nada. 

Doña  Mínima.     ¿Nada,  don  Albino? 


86  Feb  r  e  r  illo     el    loco 

Don  Albino      Nada,  doña  Mínima. 

Florencia.     Pero  ¿se  va? 

Don  Albino.  Se  va.  Y  yo  también,  ahora.  Dejo  a 
ustedes.  Pero  no  muy  lejos:  aquí  junto,  donde  presu- 
mo que  hago  alguna  falta.  Hasta  luego,  señoras. 

Doña  Mínima.     Adiós,  don  Albino. 

Florencia.     Adiós. 

Don  Albino.  Tranquilidad...  normalidad...  sere- 
nidad... Ya  digo:  «Fuese...  y  no  hubo  nada.» 

Se  marcha  por  la  puerta  de  la  izquierda^  tan  con- 
vencido por  su  parte. 

Doña  Mínima.  Así  que  desaparece  don  Albino. 
¡Que  Dios  te  conserve  la  vista! 

Florencia.     Pero  ¿'me  quiere  usted  decir,  mamá....-' 

Doña  Mínima  le  contestaría  a  Florencia  si  no  viera 
en  tal  punto  algo  tan  extraño  que  no  lo  ha  visto  nun- 
ca: a  Remigia,  que  aparece  por  la  puerta  del  foro^ 
compungida  y  llorosa. 

Doña  Mínima.     ^Qué  te  ocurre,  chiquilla? 

Florencia.     ¿Qué  tienes  tú? 

Doña  Mínima.  ¡Sí  que  es  nuevo  verte  esa  cara! 
¿Qué  tienes? 

Remigia.  jQue  don  Tirso  me  acaba  de  dar  cinco 
duros! 

Florencia.     ¿Y  por  eso  te  afliges? 

Doña  Mínima.  ¿Serás  tonta?  ¡No,  y  si  te  da  un  so- 
papo vienes  riéndote! 

Remigia.  ¡No  lloro  por  los  cinco  duros,  doña  Mí- 
nima! ¡Lloro  porque  se  va! 

Doña  Mínima.     ¡Ahí  ¡Porque  se  va! 

Florencia.     Pero  ¿por  qué  se  va? 
Vuelve  Tirso  oportunamente  a  sacarlas  de  dudas. 
Trae  al  brazo  la  capa^  y  el  sombrero  en  la  mano.  Re- 
migia^ sin  dejar  su  aflicción,  se  retira  por  la  puerta  de 
la  izquierda. 

Tirso.     |Me  voy  porque  molesta  mi  persona  y  por- 


I 


Acto     segunde  87 

que   ya   sembré!  ¡Buena   ha   estado   la   sembradura! 

Doña  Mínima.     ¡Válgame  Dios!  ¡Válgame  Dios! 

Tirso.  ¡No  te  apures,  Mínima,  que  no  se  ha  per- 
dido el  viaje!  Luego  mandaré  por  mis  trastos:  esta 
noche  no  duermo  aquí,  para  que  descansen  a  gusto 
don  Albino  y  Roque.  ^Verdad,  Florencia,  que  no  se 
ha  perdido  el  viaje? 

Florencia.     ¡No  se  ha  perdido,  no! 

Doña  Mínima.  Pues  ;tú  sabes  lo  que  cree  don  Al- 
bino? 

Tirso.     ¿*Qué  cree  ese  grande  hombre? 

Doña  Mínima.  Que  aquí  no  ha  pasado  nada,  como 
suele  decirse. 

Tirso.  ¡Nada!  ¡No  ha  pasado  nada!  ¡He  pasado 
yol  ¡Y  es  probable  que  esté  ahora  mismo  riéndose 
de  mí!  Bueno,  la  risa  de  don  Albino  tiene  eco:  pare- 
ce que  cuando  él  se  ríe  de  alguien,  alguien  se  ríe  de 
él  más  allá.  Yo  lo  he  observado. 

Florencia.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Doña  Mínima.  No,  pues  yo  no  me  río;  no  puedo 
reírme.  Han  debido  pasar  las  cosas  de  otra  manera. 

Tirso.  Y  ¿eso  qué  importa,  Mínima,  si  el  porve- 
nir es  halagüeño? 

Doña  Mínima.     ¡Ojalá! 

Tirso.  No  lo  dudes.  Yo  soy  zahori.  Escucha:  aho- 
ra, ante  todo,  enferma  Roque  del  berrenchín...  y  lo 
perturban  los  remordimientos.  Deja  hacer  a  Aurelia, 
y  Aurelia,  ¡claro!  ^'a  qué  médico  ha  de  llamar?  ¡A 
Araujo!  Y  mientras  los  dos  asisten  al  padre,  se  arrai- 
gan sus  amores. 

Doña  Mínima.     ¡Jesús! 

]  irso.  ¡Ya  lo  verás,  ya  lo  veréis!  Luego,  Floren- 
cia se  emancipa  y  da  con  un  pisito  precioso  para  vi- 
vir sola  con  su  nena,  libre  del  tirano  común.  Y  el  día 
menos  pensado,  se  tropieza  en  la  calle  a  aquel  inge- 
n'ero  de  marras  .. 


88  Febr  trillo     el    loco 

Florencia,     Pero  ^quién  te  ha  contado...? 

Tirso.  ¡Ya  lo  verás;  ya  lo  veréis!  Después,  Hono- 
rito  concluirá  por  caer  en  la  redes  de  rosa  de  la  cos- 
turera... 

Doña  Mínima.     ^Qué? 

Florencia.     ^Qué? 

Tirso.  ¡Ya  lo  veréis!  Entrará  Calpini  en  escena, 
acechará  el  momento  preciso,  y  ¡cátalos  casados! 

Doña  Mínima  .      ¡Avemaria  Purísima! 

Florencia.     ¡Tirso! 

Tirso.  ¡Ya  lo  veréis!  ¡El  dinero  de  don  Albino  en 
manos  de  todos  los  Calpinis  va  a  llevar  buen  aire!  ¡No 
se  apelillará,  de  seguro!  ¡Y  entretanto,  dondequiera 
que  caiga  Febrerillo  el  loco,  seguirá  sembrando  sin 
rendirse!  ¡A  una  cosecha  sigue  otra!  ¡A  una  aspira- 
ción, otra  nueva!  ¡Siempre  buscando  a  Dios!  ¡Yo  es- 
toy seguro  de  que  cuando  Dios  me  conozca  perso- 
nalmente va  a  decirme:  «Tú  eres  de  los  míos»!... 

Florencia.  Eres  de  lo  que  hay  poco:  esa  es  la 
verdad. 

Doña  Mínima.  ¡No!  ¡Y  pasará  todo  como  él  lo  ha 
dicho!  ¡Pero  de  mí  no  has  dicho  nada!  ^Qué  va  a  ocu- 
rrirme  a  mí? 

Tirso.  ¡Eso  es  lo  más  claro!  ¡Que  irás  a  diario  a 
ver  a  Florencia  y  a  su  hija  para  hablar  mal  de  Ro- 
que! ¡Pero  sin  chistar! 

Doña  Mínima.     ¡Como  si  lo  estuvieras  viendo! 

Tirso.  Reparando  en  Aurelia,  que  llega  por  la 
puerta  de  la  izquierda  ansiosa  y  desolada,  y  yendo  a 
ella  con  los  brazos  abiertos.  ¡Aurelia! 

Aurelia.     ¡Tío  Tirso!  ^Se  va  usted,  verdad? 

Tirso.     Sí. 

Aurelia.  ¡Lo  había  adivinado!  Pero  ¡no  se  vaya 
de  España;  no  se  aleje  mucho  de  nosotros!  ¡Yo  nece- 
sito sentirlo  a  usted  cerca  de  mí...  dándome  valor; 
defendiéndome! 


Acto    segundo  89 

Tirso.  Ya  queda  aquí  quien  te  defienda.  Y  el  va- 
lor debes  buscarlo  en  ti  misma.  Pero  ¡no  me  alejaré 
por  ahora,  no!  ¡Sabréis  de  mí  todosl  ¡Me  sentiréis 
cerca! 

Las  tres  mujeres  se  le  agrupan^  despidiéndolo  con 
cariño. 

Doña  Mínima.  Tirsillo,  serás  loco;  pero  te  haces 
querer. 

Florencia.  Te  haces  querer.  Yo  no  te  he  conoci- 
do hasta  ahora,  y  me  duele  tu  marcha.  ¡Te  debo 
mucho! 

Aurelia.     |Yo  más  que  tú;  yo  más  que  nadie! 

Doña  Mínima.  ¡Bien  decía  el  abuelo:  «En  el  mun- 
do hacen  falta  estos  locos!» 

Aurelia.     ¡Hacen  falta;  hacen  falta! 

Tirso.  ¡No  es  que  hagamos  falta  nosotros;  es  que 
sobra  otra  gente!  ¡Son  muchos  contra  pocos,  jinojol 
¡Salud!  Marchase  decidido. 

Doña  Mínima  se  enjuga  las  lágrimas.  Florencia 
abraza  a  Aurelia^  la  cual  sigue  con  la  mirada  la  mar- 
cha de  Tirso^  como  si  quisiera  no  dejar  de  verlo. 


FIN     DB     LA     COMEDIA 


Fuenterrabía,  setiembre,  1919. 


OBRAS  DE  LOS  MISMOS  AUTORES 

JUGUETES  CÓMICOS 
(primeros  ensayos) 
Esgrima  y  amor. — Belén,  12,  principal. — Gilito. — La  media  na- 
ranjcu — El  tío  de  la  flauta. — Las  casas  de  cartón. 

COMEDL'\S  Y  DRAMAS 

EN  UN   ACTO 

La  reja. — La  pena. — La  azotea. — Fortunato. — Sin  palabras. — 
Pedro  López. 

EN  DOS  ACTOS 

La  vida  íntima. — El  patio. — El  nido. — Pepita  Reyes. — El  amor 
que  pasa. — El  niño  prodigio. — La  vida  que  vuelve. — La  escon- 
dida senda. — Doña  Clarines. — La  rima  eterna. — Puebla  de  las 
Mujeres. — La  consulesa. — Dios  dirá. — El  ilustre  huésped. — Así 
se  escribe  la  historia. 

EN  TRES   o   MÁS   ACTOS 

Los  Galeotes. — Las  flores. — La  dicha  ajena. — La  zagala. — La 
casa  de  García. — La  musa  loca, — El  genio  alegre.  —  Las  de 
Caín. — Amores  y  amoríos. — El  centenario. — La  flor  de  la  vida. — 
Malvaloca. — Mundo,  mundillo... — Nena  Teruel. — Los  Leales. — 
El  duque  de  Él. — Cabrita  que  tira  al  monte... — Marianela. — 
Pipióla. — Don  Juan,  buena  persona. — La  calumniada. — Febrerillo 
el  loco. 

saínetes  y  pasillos 

La  buena  sombra. — Los  borrachos. — El  traje  de  luces. — El 
motete. — El  género  ínfimo. — Los  meritorios. — La  reina  mora. — 
Zaragatas. — El  mal  de  amores. — Fea  y  con  gracia. — La  mala 
sombra. — El  patinillo. — Isidrín  o  Las  cuarenta  y  nueve  provin- 
cias.— Los  marchosos. 

ENTREMESES  Y  PASOS  DE  COMEDIA 
El  ojito  derecho. — El  chiquillo. — Los  piropos. — El  flechazo. — 
La  zahori. — El  nuevo  servidor. — Mañana  de  sol. — La  pitanza. — 
Los  chorros  del  oro. — Morritos. — Amor  a  oscuras. — Nanita, 


nana... — La  zancadilla. — La  bella  Lucerito. — A  la  luz  de  la  luna. — 
El  agua  milagrosa. — Las  buñoleras. — Sangre  gorda. — Herida  de 
muerte. — El  último  capítulo. — Solico  en  el  mundo. — Rosa  y  Ro- 
sita.— Sábado  sin  sol. — Hablando  se  entiende  la  gente. — ¿A 
quién  me  recuerda  usted? — El  cerrojazo. — Los  ojos  de  luto. — 
Lo  que  tú  quieras. — Lectura  y  escritura. — La  cuerda  sensible. — 
Secretíco  de  confesión. — La  Niña  de  Juana  o  El  descubrimiento 
de  América. — El  corazón  en  la  mano. — La  sillita. 

ZARZUELAS 

EN  UN   ACTO 

El  peregrino. — El  estreno. — Abanicos  y  panderetas  o  |A  Sevi- 
lla en  el  botijo! — El  amor  en  solfa, — La  patria  chica. — La  muela 
del  rey  Farfán. — El  amor  bandolero. — Diana  cazadora  o  Pena  de 
muerte  al  Amor. — La  casa  de  enfrente. 

EN  DOS   o   MÁS  ACTOS 

Anita  la  Risueña. — Las  mil  maravillas. 
MONÓLOGOS 
Palomilla. — El  hombre  que  hace  reír. — Chiquita  y  bonita. — 
Polvorilla  el  Corneta.  —  La  historia  de  Sevilla. — Pesado  y 
medido. 

VARIAS 

El  amor  en  el  teatro.— La  contrata. — La  aventura  de  los  ga- 
leotes.— Cuatro  palabras. — Carta  a  Juan  Soldado. — Las  hazañas 
de  Juanillo  el  de  Molares. —  Becqueriana. — Rinconete  y  Cor- 
tadillo.— Castañuela,  arbitrista. 


Pompas  y  honores,  capricho  literario  en  verso.  Fernando  Fe^ 
Madrid. 

Fiestas  de  amor  y  poesía,  colección  de  trabajos  escritos  ex  profe- 
so para  tales  fiestas.  Manuel  Marín.  Barcelona. 

La  madrecita,  novela  corta. 

La  mujer  española,  una  conferencia  y  dos  cartas.  Biblioteca  His'^ 
pania,  Madrid.  

EDICIÓN  ESCOLAR: 
Doña  Clarines  y  Mañana  de  sol,  Edited  with  introduction,  no- 
tes and  vocabulary  by  S.  Griswold  Mor  ley,  Ph.  D.  Assistant  Pro- 
fessor  of  Spanish,    University  of  California.  —  HeatHs  Modern 
Language  Series,^— Boston,  New  Irork,  Chicago. 


TRADUCCIONES 


AL  ITAUANO: 

I  Galeoti. — II  patio. — I  fiori  (Las  flores). — La  pena. — L'amore 
che  passa. — La  Zanze  (La  Zagala)^  por  GrosEPPE  Paulo  Pac- 

CHIEROTTI. 

Anima  allegra  (El  genio  alegre),  por  Juan  Fabré  y  Oliver  y 

LUIGI  MOTTA. 

Le  fatiche  di  Ercole  (Las  de  Caín),  por  Juan  Fabré  y  Oliver  " 

I  fastídi  della  celebritá  (La  vida  intima),  por  Giulio  de 
Medici. 

La  casa  di  García. — Al  chiaro  di  luna. — Amore  al  buio  (Amor 
a  oscuras),  por  LuiGi  Motta. 

II  centenario,  por  Franco  Liberati. 
Donna  Clarines,  por  Giulio  de  Frenzi. 

Ragnatelle  d* amore  (Puebla  de  las  Mujeres),  por  Enrico  Te- 

DESCm. 

Mattina  di  solé. — L'ultimo  capitolo. — II  fiore  della  vita. — Mal- 
valoca. — Jettatura  (La  mala  sombra). — Anima  malata  (Herida  de 
muerte). — Chi  mi  ricorda  lei?  (<>A  quién  me  recuerda  usted?) — 
Cosí  si  scrive  la  storia,  por  Gilberto  Beccari  y  Lüigi  Motta. 

AL  VENECIANO; 

Siora  Chiareta  (Doña  Clarines),  por  Gino  Cucchetti. 
El  paese  de  le  done  [^Puebla  de  las  Mujeres),  por  Carlo  Mon- 
ticelli. 

AL  ALEMÁN: 

Ein  Sommeridyll  in  Sevilla  (^/aíw). — Die  Blumen  {Las  flo- 
res).— Die  Liebe  geht  vorüber  {El  amor  que  pasa). — Lebenslust 
{El  genio  alegre),  por  el  Dr.  Max  Braüsewetter. 

Das  fremde  Glück  {La  dicha  ajena),  por  J.  Gustavo  Rohde. 

Ein  sonniger  Morgen  {Mañana  de  sol),  por  Mary  v.  Haken. 


AL  FRANCÉS: 

Matinée  de  soleil  {Mañana  de  sol),  por  V.  Borzia. 
La  fleur  de  la  vie  {Lajlor  de  la  vida),  por  Georges  Lafond  y 
Albert  Boucheron. 

AL  HOLANDÉS: 

De  bloem  van  het  leven  {La  flor  de  la  vida),  por  N.  Smidt- 
Reineke. 

AL  PORTUGUÉS: 

O  genio  alegre. — Mexericos  {Puebla  de  las  Mujeres),  por  Joao 
Soler. 

Marianela. — Assim  se  escreve  a  historia. — Segredo  de  con- 
fissSo,  por  Alice  Pestaña  (Ca'íel). 

AL  INGLÉS: 

A  moming  of  sunshine  {Mañana  ae  sol),  por  Mrs.  Lucretia 
Xavier  Floyd. 

Malvaloca,  por  Jacob  S.  Fassett,  Jr. 

By  their  words  ye  shall  know  them  {Hablando  se  entiende  la 
gente),  por  John  Garrett  Underhill. 


EL  CORAZÓN   EN  LA  MANO 


MADKID  — Imp.  Clásica  Eípañola.  G)orieta  de  Chamberí.— Teiéf.  J.  430 


SERAFÍN     Y    JOAQUÍN 
ÁLVAREZ    QUINTERO 


EL    CORAZÓN 
EN     LA     MANO 

PASO     DE     COMEDIA 


Escrito  ex  profeso  para  Matilde  Moreno,  y  estrenado 
en  el  teatro  Español  el  12  de  abril  de  19 19 


MADRID 
I  9  I  9 


Esta  obra  es  propiedad  de  sus  autores. 

Los  representantes  de  la  Sociedad  de  Autores  Españoles 
son  los  encargados  exclusivamente  de  conceder  o  negar  el 
permiso  de  representación  y  del  cobro  de  los  derechos  de 
propiedad. 

Droits  de  représentation,  de  traduction  et  de  reproduction 
reserves  pour  tous  les  pays,  y  compris  la  Suéde,  la  Norvége 
et  la  HoUande. 

Copyright,  1919,  by  S.  y  J.  Álvarez  Quinterc». 


REPARTO 


PERSONAJES  ACTORES 

INESITA  PEREIRA Matilde  Moreno. 

ARSENIO Ricardo  Calvo. 


EL  CORAZÓN  EN  LA  MANO 


Camarín  de  Inesita  Pereira,  actriz  encantadora,  en  un  tea- 
tro de  Madrid.  A  la  derecha  del  actor,  la  puerta  de  entra- 
da, y  a  la  izquierda,  una  de  comunicación  con  el  tocador. 
Muebles  coquetones,  retratos,  flores,  libros,  luces,  etc. 

La  escena  está  sola.  A  poco  de  alzado  el  telón  llega 
Arsenio^  señorito  desocupado,  a  quien  conosemos  de 
verlo  en  los  cuartos  de  todas  las  comediantas  bonitas^ 
especialmente  en  el  de  la  Pereira.  Viste  de  smoking. 

Arsenio.  ¡Hombre!  ¡Qué  suerte!  {El  cuarto  solo! 
¡Esta  comedia  es  una  maravillal  ¡No  trae  gente  ni 
al  escenariol  ,Una  maravillal  Se  acerca  al  tocador.  ¿Se 
puede.^ 

Inesita  habla  desde  dentro. 

Inesita.     ¡No!  ¿Quién  es? 

Arsenio.     Un  amigo:  el  de  todas  las  noches. 

Inesita.     ¡Ah!  Arsenio. 

Arsenio.  Arsenio.  Le  ha  salido  a  usted  como 
si  pensara:  «ya  está  aquí  este  moscón». 

Inesita.  Ni  más  ni  menos:  ya  está  aquí  este 
moscón. 

Arsenio.     ^-De  veras  no  se  puede  pasar.? 

Inesita.     ¡No,  hombre! 

Arsenio.     ^Ni  usted  puede  salir  tampoco? 

Inesita.  ¡Tampoco!  ¡Cuando  usted  no  puede  pa- 
sar!... 

Arsenio.  ¡Que  siempre  ha  de  contestarme  usted 
lo  mismo! 


lo  El    corazón     en     la     mano 

Inesita.  ¡Ah!  Entonces  ésta  sí  es  una  maravilla. 
¡Yo  en  este  acto  no  salgo  hasta  el  final!... 

Aksenio.  Ya  lo  sé.  A  mí  del  teatro  lo  que  me 
gusta  son  las  actrices.  Me  asombra  que  haya  habi- 
do una  época  en  que  los  papeles  de  mujer  los  hicie- 
ran hombres  y  fuera  nadie  a  verlos.  ¡Jesús! 

Inesita.     Calle,  calle... 

Aksenio.  Ha  debido  usted  ya  decirme  que  me 
siente. 

Inesita.  jQué  lástima!  ¿Necesita  usted  mi  indica- 
ción? 

Aksenio.     La  necesito. 

Inesita.      ¡Pues  espérela  usted  sentado! 

Arsenio.  Eso  quería:  sentarme.  Se  sienta  junto 
a  ella. 

Inesita.  Mire  usted  qué  natural  nos  ha  salido 
esto. 

Arsenio.  Gozando  de  la  soledad  y  recreándose  en 
la  belleza  de  Inesita.  ¡Está  algo  bien  pensada  esta 
obra! 

Inesita.  Vamos,  no  diga  usted  tonteras.  Ni  sea 
usted  cruel.  Es  un  tormento  representar  comedias 
así.  Usted  no  sabe  lo  que  yo  sufro  de  salir  a  escena 
para  decir  todas  las  insulseces  y  todas  las  vulgarida- 
des con  pretensiones  puestas  en  boca  de  este  perso- 
naje. ¡Noto  el  ridículo  soí^re  mí   como  pocas  veces! 

Aksenio.     Devuelva  usted  el  papel. 

Inesita.  ¡Pobre  autor!  ¡Se  muere!  Cree  que  ha 
escrito  un  portento.  Habla  de  Shakespeare  como  de 
un  camarada.  Le  aseguro  a  usted,  amigo  Arsenio, 
que  cada  día  estoy  más  harta  de  las  pasiones  del 
teatro,  de  esta  lucha  continua...  ¡El  teatro  sería  pre- 
cioso para  mí,  representando  siempre  comedias  artís- 
ticas, ante  un  público  siempre  culto!...  ¡Pero  cuando 
la  profesión  trae  consigo  todas  las  miserias  de  un  ne- 
gocio!... Con  amargura.  ¡Ay  ay  ay!... 


El    corazón     en     la     mano  ii 

AiíSENio.     No  la  conocía  a  usted  quejumbrosa. 

Inesita.     Disimulo  mucho. 

Arsenio.  Bueno  es  saberlo.  ^Se  retiraría  usted 
con  gusto  de  la  escena.'' 

IxEsiTA.  ¡Ya  lo  creo!  En  cuanto  me  tocase  el 
gordo  de  Pascuas. 

Arsenio.     ^Nada  menos  que  el  gordo? 

Inesita.     Nada  menos. 

Arsexio.  ;Y  si  le  tocase  a  usted  un  novio...  aun- 
que no  fuese  gordo? 

Inesita.  No;  el  novio  lo  prefiero  delgado.  Pero 
es  menos  probable  que  el  premio. 

Arsenio.  ^Menos  probable?  ;Es  que  no  juega 
usted? 

L\EsiTA.  Sí,  señor;  que  pruebo  fortuna  de  cuando 
en  cuando;  saco  mis  decimitos.  Sólo  que  no  me  va- 
len. jAyl...  ¡La  boda,  en  serio,  de  una  actriz!...  ¡Frio- 
lera!... Haga,  haga  memoria,  a  ver  si  usted  conoce 
muchas...  Los  hombres,  por  lo  general,  no  nos  quie- 
ren más  que  para  divertirlos.  Entre  nosotras  no  ha- 
brá seguramente  dos  historias  iguales...  pero  hay 
muchas  historias  infortunadas... 

Arsenio.  ;Lo  es  la  de  usted,  Inés?  ^Tiene  capítu- 
los dolorosos? 

Inesita.  ¡Mi  historial...  Mejor  será  que  hablemos 
de  otro  asunto,  ^'no? 

Arsenio.  No;  que  se  inicia  un  tema  muy  de  mi 
agrado. 

Inesita.  ^Le  agrada  a  usted  hablar  de  las  muje- 
res que  no  se  casan  porque  no  encuentran  novio? 
Porque  mi  historia,  en  rigor,  es  ésa. 

Arsenio.  ^'Q"^  usted  no  encuentra  novio,  Ine- 
sita? 

Inesita.     Novio  a  mi  gusto,  entienda  usted. 

Arsenio.     Lo  tendrá  usted  muy  delicado. 

Inesita.     Será  eso.  A  las  mujeres  que   se  quedan 


El 


corazón     en 


solteras  no  les  pregunte  usted  nunca  por  qué  no  se 
casan:  su  respuesta  siempre  será  la  misma.  En  cam- 
bio, a  los  hoíDbres,  que  tienen  ancho  campo  donde 
elegir,  sí  debe  preguntárseles. 


Arsenio.     ¿a  los  hombres? 


Inesita.  a  los  hombres.  Y  yo  voy  a  preguntár- 
selo a  usted  ahora,  ya  que  le  agrada  el  tema.  Díga- 
me, curioso:  usted,  joven,  bien  parecido... 

Arsemo.     Gracias,  Inesita. 

Inesita.  Sin  obligaciones,  con  dinero,  con  mucho 
dinero... 

Aksenio.     ¡Psché!... 

Inesita.  Aburrido  de  no  tener  ocupación  de  día 
ni  de  noche,  ^-por  qué  no  se  casa.? 

Arsenio.     Suspirando.  ¡Ayl 

Inesita.     ¡fQué.? 

Aksenio.      ¡Ay! 

Inesita.  ¡Jesús,  qué  suspiros!  ¿-Es  tan  ditícil  la 
respuesta.? 

Arsenio.  Es  difícil.  Más  difícil  que  tener  los  ojos 
cerrados  delante  de  usted. 

Inesita.  Vaya,  vaya,  contésteme  con  formalidad, 
que  a  mí  también  me  atrae  la  conversación.  ^Por  qué 
no  se  ha  casado  usted,  Arsenio.?  ¿Por  qué  no  se  casa.? 
¿•Por  qué  no  habla  nunca  de  casarse? 

Arsenio.  jEa!  Le  voy  a  contestar  a  usted  en  serio; 
con  franqueza;  con  el  corazón  en  la  mano.  No  me  caso, 
Inesita,  huyo  del  casamiento  como  de  una  mala  ten- 
tación, porque  tengo  la  seguridad  absoluta  de  que 
engañaría  a  mi   mujer  a  los  seis  días  de  matrimonio. 

Inesita.      ¡Criatura! 

Arsenio.     Así,  así.  La  seguridad  plena. 

Inesita.     Pero  ^tan  pronto?  ¿A  los  seis  días? 

Arsenio.      ¡O  a  los  cinco! 

Inesita.     ¡Por  Dios!  ^'Ni  una  semana  de  fidelidad? 

Arsenio.     Ni  una  semana. 


El    corazón     en     ¿a     mano  13 

Lnesita.  Usted  bromea,  Arsenio.  Eso  es  impo- 
sible. 

Arsenio.  No,  no  bromeo,  lnesita:  10  tengo  muy 
experimentado.  Soy  infiel  por  naturaleza.  ¡Como  el 
que  nace  cojo  o  chato,  que  no  lo  puede  remediar! 

Inesita.     ¡Bah,  bah!  ¿Y  dice  usted  que  no  bromea? 

Arsenio.  Le  hablo  a  usted  con  el  corazón  en  la 
mano.  Créame  usted,  Inés:  esta  es  la  verdad  de  mi 
corazón.  Soy  la  inconstancia  personificada.  Tengo 
que  pegársela  a  las  mujeres:  ¡es  algo  superior  a  mil 
Y  como  soy  un  hombre  de  conciencia,  me  resisto  a 
casarme. 

Inesita.     ^A  qué  le  llama  usted  conciencia.^ 

Arsenio.  ¡A  lo  que  lo  es!  La  prueba  es  que  huyo 
de  engañar  a  la  mujer  propia.  Tocante  a  las  demás... 
^usted  me  comprende?...  como  sé  de  antemano  que 
ellas  han  de  engañarme  a  mí,  no  tengo  escrúpulo 
ninguno.  Pero  ¿a  mi  mujer?  ¡Vamos!  ¡No  sería  yo 
quien  soy! 

Inesita.     Ya,  ya  voy  yo  viendo  quién  es  usted. 

Arsenio.  Un  hombre  íntegro;  un  hombre  de  con- 
ciencia, repito;  un  hombre  de  convicciones  arraiga- 
das también.  Porque  no  soy  yo  solo:  es  que  la  fide- 
lidad masculina  no  existe. 

Inesita.  ,iQue  no  existe?  Si  así  fuera,  y  todos  pen- 
saran como  usted,  nadie  se  casaría. 

Arsenio.  ¡Nadie!  ¡Qué  duda  cabe!  Y  si  se  casan, 
es  porque  casi  todos  tienen  la  manga  más  ancha  que 
yo,  y  porque,  además,  en  el  momento  de  casarse 
creen  a  ojos  cerrados  que  van  a  ser  fieles  como  pe- 
rros. Reflexionando  un  punto.  Quizás  haya  debido 
emplear  otro  símil.  En  resumidas  cuentas:  no  sé  de 
un  marido  que  no  se  la  pegue  a  su  mujer.  Y  yo  no 
quiero  entrar  en  esa  cofradía  de  traidores. 

Inesita.     ¡Qué  absurdo!  ¡Hay  miles! 

Arsenio.     ¿Miles?  Si  yo  descubriera  uno  solo,  se 


14  El    corazón     en     la     mano 

lo  brindaría  a  su  empresario  de  usted,  para  que  se 
ganara  un  dineral  enseñándolo  por  los  pueblos. 

Inesita.     ¡Jesús,  qué  cosas  oigo! 

Arsenio.  Pero  demos  de  barato  que  esto  de  la 
infidelidad  general  son  visiones  mías:  no  insisto  en 
ello.  Vengamos  a  mi  caso,  en  el  que  nadie  puede 
contradecirme.  Yo  lo  sé  a  ciencia  cierta;  yo  lo  sé  ya 
como  Si  lo  estuviera  viendo;  es  fatal;  es  inevitable; 
yo  eno^añaría  a  mi  mujer...  ¡en  seguida! 

Inesita.     ¡Arseniol 

Arsexio.  ¡En  seguida!  Es  que  lo  toco;  es  que  lo 
masco,  i. a  engañaría  con  una  am ¡guita  de  colegio, 
con  una  vecina  de  enfrente,  con  una  de  arriba,  con 
una  de  abajo,  con  la  modista,  con  la  doncella... 

Inesita.     ¡Por  Dios!  ¿También  en  la  casa? 

Arsenio.  ¡También!  ¿No  le  he  dicho  a  usted  que 
es  superior  a  mí? 

Inesita.  Sí;  como  el  que  nace  con  joroba.  Ya,  ya. 
¡Qué  espanto!  ¡Todas  contra  una! 

Arsenio.  Eso  es.  ¿Usted  cree  que  debo,  pensando 
así,  sintiendo  así,  ei^amorar  a  ninguna  mujer  para 
hacerla  mi  esposa?  ¿decirle  a  ninguna  que  me  quiero 
casar  con  ella? 

Inesita.     Lo  que  es  a  mí  no  me  lo  diga  usted. 

Arsenio.     ;A  usted  no? 

Inesita.     ¿Y  todavía  me  lo  pregunta? 

Arsenio.  Pues  ahí  tiene  usted  lo  que  son  las  co- 
sas: a  usted  se  lo  hubiera  yo  dicho  de  muy  buena  gana. 

Inesita.     ¿A  mí,  Arsenio? 

Aksenio.  a  usted,  Inesita.  Y  sigue  en  la  mano  el 
corazón.  ¡A  usted  se  lo  hubiera  yo  dicho! 

Inesita.     ¡Oh!  ¡Que  me  llamen  a  escena! 

Arsenio.  No;  que  esperen  un  poco.  Usted  sería 
una  esposa  ejemplar:  bella,  cada  día  con  un  nuevo 
encanto,  apasionada,  dulce,  fiel,  cuidadosa  de  su  ca- 
sita, orgullosa  de  ella... 


El    corazón     en     la     mano  15 

Inesita.  Muchas  gracias.  Y,  no  obstante,  usted 
me  la  pegaría,  ^'verdad? 

Arsenio.     Indiscutible. 

Inesita.     ¿-Indiscutible.^  Pues  no  me  conviene. 

Arsenio.     Me  hago  cargo. 

Inesita.  Después  de  una  pausa ^  llena  de  atrevidas 
ideas.  Es  decir,  verá  usted.  Vamos  a  pensarlo  despa- 
cio; vamos  por  partes. 

Arsenio.     (Caramba!  Esto  me  seduce. 

Inesita.  Tiene  varios  aspectos  el  asunto.  Sí,  sí: 
tiene  varios  matices.  Hablemos  los  dos  claro.  Calma, 
calma.  Vamos  a  ver,  vamos  a  ver...  Yo  también  me 
voy  a  poner  el  corazón  en  la  manita. 

Aksenio.     Parecerá  otra  rosa. 

Inesita.     El  horno  no  está  para  madrigales. 

Arsenio.     ¿No,  eh.^ 

Inesita.     No. 

Arsenio.  Conformes.  Pues  a  ver  lo  que  me  dice 
ese  corazoncito.  El  mío,  ante  el  caso,  de  la  mano  en 
que  estaba  se  me  ha  subido  a  las  orejas. 

Inesita.     A  una  oreja,  será. 

Arsenio.     A  las  dos:  es  muy  grande. 

Inesita.  Sí:  tamaño  sí  tiene.  Como  que  es  una 
fonda,  por  lo  visto. 

Arsenio.     No  divaguemos. 

Inesita.  No  divaguemos.  Usted  me  ha  confesado 
que,  a  no  ser  por  esos  escrúpulos  de  su  conciencia, 
de  buena  gana  se  casaría  conmigo. 

Arsenio.     ¡De  muy  buena  gana! 

Inesita.  Pue?,  mire  usted,  yo,  después  de  medi- 
tarlo un  momento,  aun  conociendo  a  lo  que  me  ex- 
pongo, no  tendría  inconveniente  en  que  usted  me 
llevase  a  la  vicaría. 

Arsenio.      Con  arrebato.    |Oh!    ¡Inesita  adorable! 
jVamos  ahora  mismo!  ¡Qué  abnegación  más  santa! 
Inesita.     Un  poco  de  sosiego.  Pasito,  pasito:  no 


Ib  El     corazón     en     la     mano 

se  alborote  usted.  Yo  no  sería  esa  esposa  ejemplar 
que  usted  pintaba  hace  un  instante",  esa  esposa  mo- 
delo; pero  siempre  sería  una  mujer  amante  de  su  es- 
poso; una  mujer  firme,  fiel  a  la  fe  jurada.  Porque  así 
como  usted  ha  nacido  inconstante,  yo  he  nscido  con 
este  sueño  en  mi  alma:  el  de  darle  a  un  hombre  que 
me  quisiese  mi  vida  entera.  Se  ha  puesto  usted  un 
poquito  pálido. 

Arsenio.     Creo  que  sí. 

Inesita.  Una  vez  casada  con  usted,  vaya  por  ma- 
rido; con  usted,  a  quien,  se  lo  declaro  noblemente, 
me  inclina  una  especial  simpatía...  Sí,  sí:  el  día  que 
no  hablo  con  usted  parece  que  me  falta  algo...  este 
es  el  Evangelio. 

Arsenio.     ¡Inesita! 

Inesita.  Calma.  Una  vez  casada,  decía,  ya  podían 
venir  a  cortejarme  todos  los  hombres  de  la  tierra: 
los  más  ilustres,  los  más  poderosos,  los  más  artis- 
tas... jhasta  los  más  tunantes,  que  suelen  serlos  más 
peligrosos  en  ocasiones!  ¡Ya  podían  venir  todos  jun- 
tos! ¡Yo  sería  siempre  fiel  a  mi  maridito! 

Arsenio.     ;Sí? 

Inesita.     ¡Sí! 

Arsenio.      ¡Qué  grandeza  de  alma! 

Inesita.     Ahora... 

Arsenio.     ;Eh.^ 

Inesita.  Ahora,  si  se  me  presenta,  por  casualidad, 
un  primo  mío,  capitán  de  Lanceros  de  la  Reina,  que 
está  en  Melilla... 

Arsenio.     ;Eh.^ 

Inesita.     Entonces... 

Arsenio.     ^'F^ntonces,  qué.^ 

Inesita.     ¡Entonces  no  respondo  de  mí! 

Arsenio.      ¡Inesita! 

Inesita.  Le  hablo  a  usted  también  con  el  corazón 
en  la  mano.  Eué  el  primer  hombre  que  me  hizo  aso- 


El    corazón     en     la    mano  17 

marme,  temblando,  a  una  celosía,  porque  sentía 
sus  pasos  en  la  calle;  fué  el  primer  hombre  que 
recogió  para  sí  una  rosa  que  a  mí  se  me  cayó  del 
pecho;  fué  el  primer  hombre  que  me  habló  sin  pala- 
bras; sin  palabras  que,  sin  embargo,  sonaron  en  mi 
oído... 

Arsenio.     ¡Ah,  no,  no!... 

Inesita.     ^Cómo  que  no? 

Arsenio.     ¡Como  que  no! 

Inesita.  ^-No  acepta  usted  ni  aun  esta  remota  po- 
sibilidad de  traición  por  mi  parte? 

Arsenio.     jQué  he  de  aceptar  yo  eso! 

Inesita.  ¡Qué  egoísmol  ¡Me  amenaza  usted  con 
traicionarme  con  media  humanidad,  y  no  tolera  ni  la 
sombra  de  un  hombre  que  está  lejos  de  aquí...  y  a 
quien  pueden  pegarle  un  tiro  los  moros  el  día  menos 
pensado! 

Arsenio.     ¡Que  se  lo  peguen  ya! 

Inesita.  ¡No,  señor;  que  no  se  lo  peguen!  ¿Por 
quién?  ^iPor  uno  de  tantos  como  se  acogen  a  la  ley 
del  embudo? 

Arsenio.  ¡Mire  usted  qué  demonio  de  primito, 
cuando  ya  casi  nos  habíamos  puesto  de  acuerdo!... 

Inesita.     ¡Muy  cómodamente  para  usted! 

Arsenio.  ¿Lancero  de  la  Reina  me  ha  dicho  us- 
ted que  es  ese  hombre? 

Inesita.  Sí:  lancero  de  la  Reina.  Muy  guapo.  Y 
muy  bueno. 

Arsenio.     ¿Y  está  en  Melilla? 

Inesita.  Está...  ¡está  en  los  infiernos!  Debía  estar 
en  Melilla. 

Arsenio.     ¿Debía  estar? 

Inesita.  Sí.  Pero,  por  desgracia,  no  está  en  nin- 
guna parte. 

Arsenio.     ¿Qué?  ¿No  existe? 

Inesita.     No,  señor;  no  existe.  Lo  he  inventado 


i8  El    corazón     en     la     mano 

yo.  No  se  encuentra  un  lancero  guapo,  y  primo,  así 
como  así. 

Arsenio.  Respirando  gozoso.  ¡Ahí  ¡Qué  dicha!  ¡Se 
me  ha  quitado  de  encima,  no  un  lancero,  un  cuartell 
Pero  ¿a  qué  ha  venido  esta  burla? 

Inesita.  ^Pero  es  que  usted  cree  que  se  pueden 
tomar  en  veras  las  teorías  amorosas  de  usted?  No, 
Arsenio,  no:  esas  teorías  no  tienen  fundamento  al- 
guno; no  responden  a  ningún  latido  del  corazón;  son 
cosas  del  ingenio,  de  la  fantasía...  frivolidades,  dis- 
creteo, gracia,  buen  humor...  El  día  que  se  encuen- 
tre usted  frente  a  una  mujer  que  sea  capaz  de  ena- 
morarlo de  veras,  usted  verá  cómo  se  disipan,  cómo 
insensiblemente  se  le  desvanecen  a  usted,  si  no  es 
que  usted  mismo,  avergonzado,  las  espanta...  Y  en- 
tonces sí,  entonces  hablará  usted  con  el  corazón  en 
la  mano;  pero  no  será  el  corazón  de  usted,  sino  el  de 
ella;  y  por  ser  el  de  ella,  usted  lo  cuidará  como  si 
fuese  el  suyo,  mejor  que  si  lo  fuese:  y  querrá  que 
guarde  siempre  el  calor  del  pecho;  y  llorará  de  pena 
si  por  su  ligereza  o  por  su  descuido,  cae  al  suelo  una 
sola  gota  de  sangre. 

Arsenio.  Turbado.  Inés,  amiga  mía,  eso  debe  de 
ser  así,  tal  como  usted  lo  ha  dicho,  porque  yo  empie- 
zo a  comprenderlo...  a  sentirlo  quizás...  ^Estaré  delan- 
te de  la  mujer  que  ha  de  realizar  en  mí  esa  transfor 
mación,  ese  milagro.^  i'^^  ^^  ^^  convertirme  en  cons- 
tante.?* ¿que  ha  de  lograr  que  yo  quiera  a  una  sola?... 

Inesita.     Me  parece  que  no. 

Arsenio.     Apasionadamente .  ¿Que  no? 

Inesita.  Lo  ha  preguntado  usted  como  para  que 
me  parezca  que  sí. 

Arsenio.     Contésteme  usted  sin  evasivas. 

Inesita.  No  puedo.  Esas  preguntas,  si  alguien  ha 
de  contestarlas,  es  usted  mis^mo.  Suena  un  timbre. 
Me  llaman  a  escena. 


El    corazón     en     la     mano  19 

Arsenio.     ¡No  se  vaya  usted  ahoral 
Inesita.  ,  ¿Y  qué  he  de  hacerle?  Mientras  no  pes- 
que el  premio  gordo  en  una  forma  u  otra...  Pero  an- 
tes le  voy  a  decir  a  usted  unos  versos  de  una  come- 
dia que  estamos  ensayando. 

Arsenio.     ¿Quiénes?  ¿'Usted  y  yo? 
Inesita.     No,  señor:  mi  compañía  y  yo. 
Arsenio.     ^Y  son  oportunos  aquí? 
Inesita.     Por  algo  los  he  recordado.  Usted  juz- 
gará: 

Queriendo  desligarse  eternamente, 
viven  el  corazón  y  el  pensamiento... 
Mas  la  verdad  es  una  solamente; 
y  brilla,  cuando  brilla,  en  el  momento 
que  piensa  el  pecho  y  la  cabeza  siente. 

Arsenio  la  mira  con  atención  y  embeleso.  Ella^  son- 
riéndole,  va  hacia  la  puerta  del  cuartito.   Cae  el  telón. 


FIN 


Madrid,  marzo  1919. 


OBRAS  DE  LOS  MISMOS  AUTORES 

JUGUETES  CÓMICOS 
(primeros  ensayos) 
Esgrima  y  amor. — Belén,  12,  principal. — Gilito. — La  media  na- 
ranja.— El  tío  de  la  flauta. — Las  casas  de  cartón. 

COMEDL^S  Y  DRAMAS 

EN  UN   ACTO 

La  reja. — La  pena. — La  azotea. — Fortunato. — Sin  palabras. — 
Pedro  López. 

EN  DOS   ACTOS 

La  vida  íntima. — El  patio. — El  nido. — Pepita  Reyes. — El  amor 
que  pasa. — El  niño  prodigio. — La  vida  que  vuelve. — La  escon- 
dida senda. — Doña  Clarines. — La  rima  eterna. — Puebla  de  las 
Mujeres. — La  consulesa. — Dios  dirá. — El  ilustre  huésped. — Así 
se  escribe  la  historia. 

EN  TRES   O   MÁS   ACTOS 

Los  Galeotes. — Las  flores. — La  dicha  ajena. — La  zagala. — La 
casa  de  García. — La  musa  loca. — El  genio  alegre. — Las  de 
Caín. — Amores  y  amoríos. — El  centenario. — La  flor  de  la  vida. — 
Malvaloca. — Mundo,  mundillo... — Nena  Teruel. — Los  Leales. — 
El  duque  de  Él. — Cabrita  que  tira  al  monte... — Marianela. — 
Pipióla. — Don  Juan,  buena  persona. — La  calumniada. 

SAÍNETES  Y  PASILLOS 

La  buena  sombra. — Los  borrachos. — El  traje  de  luces. — El 
motete. — El  género  ínfimo. — Los  meritorios. — La  reina  mora. — 
Zaragatas. — El  mal  de  amores.— Fea  y  con  gracia.— La  mala 
sombra. — El  patinillo. — Isidrín  o  Las  cuarenta  y  nueve  provin- 
cias.— Los  marchosos. 

ENTREMESES  Y  PASOS  DE  COMEDIA 

El  ojito  derecho. — El  chiquillo. — Los  piropos. — El  flechazo.— 
La  zahori. — El  nuevo  servidor. — Mañana  de  sol. — La  pitanza. — 
Los   chorros  del  oro, — Morritos.  —  Amor  a  oscuras.  —  Nanita, 


nana... — La  jancadilla. — La  bella  Lucerito. — A  la  luz  de  la  luna. — 
El  agua  milagrosa. — Las  buñoleras. — Sangre  gorda. — Herida  de 
muerte. — El  último  capítulo. — Solico  en  el  mundo. — Rosa  y  Ro- 
sita.— Sábado  sin  sol. — Hablando  se  entiende  la  gente. — ¿A 
quién  me  recuerda  usted? — El  cerrojazo. — Los  ojos  de  luto. — 
Lo  que  tú  quieras. — Lectura  y  escritura. — La  cuerda  sensible. — 
Secretico  de  confesión. — La  Niña  de  Juana  o  El  descubrimiento 
de  América. — El  corazón  en  la  mano. 

ZARZUELAS 

EN  UN   ACTO 

El  peregrino. — El  estreno. — Abanicos  y  panderetas  o  |A  Sevi- 
lla en  el  botijo! — El  amor  en  solfa. — La  patria  chica. — La  muela 
del  rey  Farfán. — El  amor  bandolero. — Diana  cazadora  o  Pena  de 
muerte  al  Amor. — La  casa  de  enfrente. 

EN   DOS   o   MÁS   ACTOS 

Anita  la  Risueña. — Las  mil  maravillas. 
MONÓLOGOS 

Palomilla. — El  hombre  que  hace  reír. — Chiquita  y  bonita. — 
Polvorilla  el  Cometa.  —  La  historia  de  Sevilla. — Pesado  y 
medido. 

VARIAS 

El  amor  en  el  teatro.— La  contrata. — La  aventura  de  los  ga- 
leotes.— Cuatro  palabras. — Carta  a  Juan  Soldado. — Las  hazañas 
de  Juanillo  el  de  Molares. —  Becqueriana, — Rinconete  y  Cor- 
tadillo. 

Pompas  y  honores,  capricho  literario  en  verso.  Fernando  Fé^ 
Madrid. 

FieFtas  de  amor  y  poesía,  colección  de  trabajos  escritos  ex  profe- 
so para  tales  fiestas.  Mantiel  Marm.  Barcelona. 

La  madrecita,  novela  corta. 

La  mujer  española,  una  conferencia  y  dos  cartas.  Biblioteca  His- 
pania,  Madrid. 

EDICIÓN  ESCOLAR: 
Doña  Clarines  y  Mañana   de  sol,  Edited  with  introduction,  no- 
tes and  vccabulary  by  S.  Griswold  Morley,  Ph.  D.  Assistant  Pro- 
fessor  of  Spanish,    University  of  California.  —  Heaíh's  Modern 
Language  Series. — Boston,  New  \ork,  Chicago. 


TRADUCCIONES 


AL  ITALIANO: 

I  Galeoti. — II  patio. — I  fiori  (Las  flores). — La  pena. — L'amore 
che  passa. — La  Zanze  (La  Zagala),  por  Giuseppe  Paolo  Pac- 

CHIEKOTTI. 

Anima  allegra  (El  genio  alegre),  por  Juan  Fabré  y  Oliver  y 
LuiGi  MOTTA. 
Le  fatiche  di  Ercole  (Las  de  Caín),  por  Juan  Fabré  y  Oliver. 

I  fastidi  della  celebritá  (La  vida  intima),  por  Giulio  de 
Medici. 

La  casa  di  García. — Al  chiaro  di  luna. — Amere  al  buio  (Amor 
a  oscuras),  por  Luigi  Motta. 

II  centenario,  por  Franco  Líber ati. 
Donna  Clarines,  por  Giulio  de  Frenzi. 

Ragnatelle  d'amore  (Puebla  de  las  Mujere"),  por  Enrico  Te- 
deschi. 

Mattina  di  solé. — L' ultimo  capitolo. — II  fiore  della  vita, — Mal- 
valoca. — ^Jettatura  (La  mala  sombra). — Anima  malata  (Herida  de 
muerte). — Chi  mi  ricorda  lei?  {^A  quién  me  recuerda  usted?) — 
Cosí  si  scrive  la  storia,  por  Gilberto  Beccari  y  Luigi  Motta. 

AL  VENECIANO: 

Siora  Chiareta  (Doña  Clarines),  por  Gino  Cucchetti. 
El  paese  de  le  done  [Puebla  de  las  Mujeres),  por  Carlo  Mon- 
ticelli. 

AL  ALEMÁN: 

Ein  Sommeridyll  in  '^avWXdi  {El patio), — Die  Blumen  {Las  flo- 
res).— Die  Liebe  geht  vorüber  {El  amor  que  pasa). — Lebenslust 
[El  genio  alegre),  por  el  Dr.  Max  Brausewetter. 

Das  fremde  Glück  {La  dicha  ajena),  por  J.  Gustavo  Rohde. 

Ein  sonniger  Morgen  {Mañana  de  sol),  por  Mary  v.  Haken. 


AL  FRANCÉS: 

Matinée  de  soleil  {Mañana  de  so¿)y  por  V.  Borzia. 
La  fleur  de  la  vie  {La  flor  de  la  vidd)^  por  Georges  Lafond  y 
Albert  Boücheron. 

AL  HOLANDÉS: 

De  bloem  van  het  leven  {La  flor  de  ¿a  vida),  por  N.  Smidt- 
Reineke. 

AL  PORTUGUÉS: 

O  genio  alegre. — Mexericos  {Puebla  de  ¿as  Mujeres),  por  Joao 
Soler. 

Marianela. — Assim  se  escreve  a  historia. — Segredo  de  con- 
fissSo,  por  Alice  Pestaña  (Caíel). 

AL  INGLÉS: 

A  morning  of  sunshine  {Mañana  de  soí),  por  Mrs.  Lucretia 
Xavier  Floyd. 

Malvaloca,  por  Jacob  S.  Fassett,  Jr. 

By  their  words  ye  shall  know  them  {Hablando  se  entiende  la 
^eníe),  por  John  Garp.ett  Underhill. 


SÁBADO  SIN  SOL 


Esta  obra  es  propiedad  de  sus  autores. 

Los  representantes  de  la  Sociedad  de  Autores  Españo- 
les son  los  encargados  exclusivamente  de  conceder  ó 
negar  el  permiso  de  representación  y  del  cobro  de  los 
derechos  de  propiedad. 

Droits  de  représentation,  de  traduction  et  de  repro- 
duction  reserves  pour  tous  les  pays,  y  compris  la 
Suéde,  la  Norvége  et  la  HoUande. 

Copyright,  1912,  by  S.  y  J.  Álvarez  Quintero. 


SERAFÍN   y  JOAQUÍN 
ÁLVAREZ  QUINTERO 


SÁBADO  SIN  SOL 


EMTREMBS 


con  música  do 


FRANCISCO  BRAVO 


Estrenado  en  el  TEATRO  LAR  A  el  18  de  Mayo  de  1912 


MADRID 

Imprenta  de  Regino  Velasco 
191  2 


A  JVIepceditias  Pardo, 

sol  de  este  sábado. 


QJe'La4tu   u      LoaautH. 


REPARTO 


PERSONAJES  ACTORES 

FLORITA Mercedes  Pardo. 

MORALES Jesús  Tordesillas. 

PATINO Alberto  Romea. 

ESTANISLAO Luis  Manrique. 

WENCESLAO Manuel  Girón. 

JOSÉ  CAMPO Ricardo  Vargas. 


^^BfígaiBIBIBIBmaiBIBIBIBIMiaiMIBIBia|^^ 


SÁBADO  SIN  SOL 


Puerta  de  la  casa    de  Florita    en    una  calle  de  Alminares,  pueblo 
-andaluz.  Es  por  la  tarde,  en  el  mes  de  Junio. 


FLORITA,  hija  de  un  modesto  platero  del  pueblo,  es  un  pimpollo 
■de  muchacha,  que  parece  mentira  que  no  tenga  novio.  Limpia,  fra- 
gante, con  primor  vestida  y  calzada,  asómase  á  la  puerta  de  su  casa, 
mira  á  un  lado  y  á  otro,  y  suspira  con  melancólica  tristeza  al  ver  la 
calle  sin  galanes.  ¡Aberraciones  de  los  hombres! 

Música 

Florita.  Desierta  está  la  caye... 

¡Vaya  por  Dios! 
Como  la  caye  tengo 

mi  corasón. 

¡Ay,  yo  no  sé 
por  qué  si  soy  bonita 

nadie  lo  ve! 


Me  dise  mi  padre 
que  tengo  la  cara  presiosa; 
que  tengo,  me  dise  mi  madre, 

la  boca  de  rosa. 


Me  dise  mi  tito 
que  tengo  la  mano  chiquita; 
que  tengo  el  anda  menudito 

me  dise  mi  tita. 

Me  dise  mi  agüelo 
que  güelo  á  jarmín  y  á  canela; 
que  soy  una  estreya  der  sielo 

me  dise  mi  agüela. 

Pero  mire  usté  si  es  guasa 
pa  mi  cara  y  pa  mi  taye, 
que  esta  opinión  de  mi  casa 
nadie  la  siga  en  la  caye. 

No  hay  sábado  sin  só; 
ni  mosa  sin  amó; 
ni  vieja  sin  doló; 
ni  viudita  sin  arrebó... 
Pero  en  mí  er  refrán  se  estreyó... 
¡Hay  sábado  sin  só! 

Vuelve  á  suspirar  y  queda  graciosamente  triste,  meditando  en  svr 
desventura.  Cesa  la  música. 

¡Ay,  Dios  mío  de  mi  arma!  Güeno,  y  después  de  este 
desahogo,  á  saca  una  siya  á  la  |)uerta  y  á  sentarme  á 
espera  que  pase  el  hombre  de  las  arropías,  pa  comprar- 
le una  y  ponerme  á  chupa.  Éntrase  en  la  casa  con  abatimiento 
y    desconsuelo.  Á  poco   vuelve,  arrastrando  perezosamente  una  silla,. 

en  la  que  se  sienta.  Á  mí  me  engaña  el  espejo:  no  pué  sé~ 
otra  cosa. 

Canturreando. 

¿Para  qué  me  disteis  vista j 
señora  Santa  Lusia, 
si  no  veo  lo  que  quiero 
cuantas  horas  tiene  er  día? 


Por  la  derecha  del  actor  sale  MORALES,  muchacho  del  pueblo. 
Viene  desalado  y  sin  sombra,  como  hombre  que  busca  la  de  un  cuer- 
po que  lo  trae  de  cabeza.    Florita   lo    detiene    saludándolo.  ¡AdlÓS, 

Morales! 

Morales.      Aturdido.  ¿Eh? 

Florita.     Soy  yo. 

Morales.     ¡x\h!  Eres  tú. 

Florita.     ¿Ande  vas  tan  deprisa? 

Morales.     ¿Ha  pasao  por  aquí  Filomena? 

Florita.     ¿Qué  Filomena? 

Morales.  ¿Qué  Filomena  vá  á  sé?  ¡La  der  sorchan- 
tre! 

Florita.  ¡Ya!  Pos  no;  no  ha  pasao.  Y  si  ha  pasao,  yo 
no  la  he  visto. 

Morales.  Entonses  quéate  con  Dios.  To  Arminares 
-estoy  andando  detrás  de  eya. 

Florita.     ¿Vas  á  buscarla? 

Morales.  Á  buscarla  voy.  Me  tiene...  Me  tiene...  ¡Tú 
Jio  sabes  cómo  me  tiene!  Quéate  con  Dios. 

Florita.     Adiós,  hombre.  ¡Que  la  encuentres  pronto! 

Morales.  Escucha:  si  pasa  por  aquí...  Por  más  que 
no.  Por  más  que  sí.  No,  no.  Na;  no  he  dicho  na.  Por 
más  que  sí.  Por  más  que  no.  No,  no;  va  á  está  en  la 
Alamea.  ¿A  que  está  en  la  Alamea?  Y  si  no  está  en  la 
Alamea...  Sí;  está  en  la  Alamea.  sigue  su  camino  sm  sombra. 

Florita.  ¿Usté  ve?  ¡Esto  es  lo  que  á  mí  me  saca  de 
-quisio!  ¡Cómo  va  ese  hombre,  en  busca  de  Filomena  la 
•der  sorchantre!  ¡Porque  hay  que  vé  á  Filomena  la  der 
.sorchantre!  Es  una  boya.  Er  corsé  se  lo  ponen  entre 
cuatro.  Y  cuando  ya  lo  tiene  puesto,  se  quea  que  no 
pué  menea  más  que  las  se  jas.  Claro  que  sale  ar  padre; 
que  le  han  tenío  que  hasé  la  cama  de  ladriyo.  Abanicán- 
dose. ¡Bendito  sea  er  Señó!  Mirando  hacia  la  izquierda.  ¡Hom- 
bre! ¡Agustín  Patino!  ¿Si  habrá  peleao  con  aqueya  vi- 
sión? Es  raro  que  venga  por  mi  caye.  Sacaré  otra  siya 
-por  si  acaso;  que  una  siya  compromete  mucho.  Éntrase,  y 


—  10  — 

vuelve  en  seguida  con  la  otra  silla,   á  tiempo  que  PATINO  pasa  por- 
su  puerta.  Patino  viene  ensimismado. 

Patino.     Pasando  de  largo.  Güenas  tardes. 

Florita.     Güenas  tardes,  Patino.  ¿Qué  se  le  ha  perdió- 
á  usté  por  mi  caye?  Milagro  es  verlo. 

Patino.     ¿Pero  esta  es  zu  caye  de  usté? 

Florita.     Y  esta  es  su  casa,  con  permiso  de  mi  papá. 

Patino.     Muchas  gracias,  Florita;  no  me  había  fijao, 

Florita.     Pero  ¿no  sabe  usté  por  dónde  va? 

Patino.  ¿Qué  más  tiene  un  camino  que  otro?  Lo& 
pies  me  yevan. 

Florita.     ¿Ar  sitio  de  siempre? 

Patino.     No  zaben  í  á  otro  lao. 

Florita.  [Vaya  por  Dios,  Patino,  vaya  por  Dios!  Si  yo- 
tuviera  confian sa  con  usté  le  diría  una  porsión  de  cosas. 

Patino.  No  me  diría  usté  más  que  mi  familia  y  tos 
mis  amigos.  Pero  estoy  trincao. 

Florita.  Un  hombre  de  sus  prendas  y  de  su  mé- 
rito... 

Patino.  Favo  que  usté  me  hace.  Pero  estoy  trincao 
Y  tos  zon  á  predicarme  lo  mismo  las  veintiocho  horas 
der  día. 

Florita.     Las  veinticuatro. 

Patino.  ¡A  mí  me  paecen  veintiocho,  zegún  escucho 
amonestaciones!  Mi  madre,  en  cuantito  me  ve  por  la 
mañana:  « Agustiniyo,  que  eza  mujé  es  un  mar  pendón. » 
«Madre,  estoy  trincao.»  Mi  padre,  en  la  bodega:  «Agus- 
tín, que  eza  mujé  es  una  tarasca.»  «Padre,  estoy  trin- 
cao.» Pepiyo  Ramón,  el  amigo  más  amigo  que  tengo  en 
Arminares,  ca  vez  que  me  encuentra:  «Agustín,  que  eza 
mujé  es  un  peyejo.»  «Pepiyo  Ramón,  estoy  trincao.»  Y 
es  un  peyejo,  y  es  una  tarasca,  y  es  un  pendón;  ¡pero 
estoy  trincao! 

Florita.  ¡Ay,  Jesús!  ¿Qué  les  darán  argunas  mujeres 
á  los  hombres?  ¡Pa  compra  yo  una  boteyita! 

Patino.     Y  no  ze  figure  usté  que  yo  no  refleziono: 


—  11  — 

eya  vale  poco;  eya  no  vale  na.  Cara,  no  tiene;  cuerpo, 
no  tiene;  labia,  no  tiene...  ¡No  tiene  na!  Y  zin  embargo 
me  ha  trincao.  Y  pa  que  mi  desgracia  zea  mayó,  Flori- 
ta,  hasta  me  paece  que  ahora  me  la  pega. 

Florita.     ¿Sí?  ¿Con  quién? 

Patino.  Con  zu  marío.  Yevan  quince  días  mu  em- 
palagozos.  ¡Y  usté  comprenderá  que  esto  á  mí  no  me 
pué  hace  gracial 

Florita.  ¡Pos  aproveche  usté  la  ocasión  pa  safarse  y 
echarse  una  novia  bonita! 

Patino.     ¡Zi  estoy  trincao! 

Florita.  ¿Y  por  qué  no  da  usté  un  tirón  fuerte  de  la 
cuerda  pa  que  se  rompa?  ¡Pocas  muchachas  hay  en  er 
pueblo  que  lo  resibirían  á  usté  en  parmitas!...  ¡Rifao 
iba  usté  á  está!  Y  no  anda  lejos  quien  se  gastaría  tos 
sus  ahorros  en  papeletas. 

Patino.  ¿Lo  dice  usté  por  Filomena  la  der  zorchan- 
tre? 

Florita.  Á  punto  de  uu  desmayo.  ¿Le  gusta  á  usté  Filo- 
mena la  der  sorchantre? 

Patino.  \Es  juncá!  l^ero  ¿pa  qué  voy  yo  á  engreí  á 
ninguna,  zi  estoy  trincao?  Quéeze  usté  con  Dios. 

Florita.     Vaya  usté  con  É. 

Patino.  ¿Lo  ve  usté,  Florita?  Los  pies  zolos,  los  pies 
zolos  me  yevan.  Uno  detrás  de  otro,  mírelo  usté,   ¡Na; 

que  estoy  trincao!  Se  va  por  la  derecha. 

Florita.      Desahogando  su  furia  contra  Patino.    ¡BorríCo!  ¡Te 

mereses  to  lo  que  te  pasa!  ¡Anima!  ¡Por  supuesto,  cuan- 
do apresia  una  lo  poquito  que  valen  los  hombres,  le  da 
más  rabia  toavía  que  le  gusten  tanto!  Pero  ¿qué  es  lo 
que  ven  mis  ojos?  ¿Los  Carrasquiyas  por  aquí?  Está  la 
tarde  de  sorpresas.  Pos  estos  son  dos  hermanitos  muy 
simpáticos.  Sí;  eyos  son:  Wenseslao  y  Estanislao.  Saca- 
ré otra  siya,  que  ¡quién  sabe  lo  que  está  escrito!  Vuelve  á 

entrar  rápidamente  en  su  casa  y  saca  otra  silla.  Mientras  va  y  viene 
se  la  oye  canturrear  lo  de  antes. 


—  12  — 

¿Para  qué  me  disteis  vista, 
señora  Santa  Lusía, 
si  no  veo  lo  que  quiero 
cuantas  horas  tiene  er  día? 

Cuando  ya  ha  vuelto,  aparece  ESTANISLAO  por  la  derecha,  des- 
pidiendo á  WENCESLAO,  que  no  sale. 

Estanislao.    Adiós,  Wenseslao. 
Wenceslao.    Dentro.  Hasta  luego,  Estanislao. 
Florita.     ¡Vaya!  ¡Pos  ya  está  demás  la  siya  de  Wen- 
seslao! La  dejaremos  pa  er  sombrero  de  Estanislao. 
Estanislao.     Dios  te  guarde,  Florita. 
Florita.     Adiós,  Estanislao. 
Estanislao.     Tú  siempre  á  la  puerta  e  tu  casa. 
Florita.     Esperando  quien  me  acompañe. 
Estanislao.    ¿Ah,  sí? 
Florita.    ¿Y  tú? 
Estanislao.    Aburrió. 

Florita.     ¿Aburrió,  hombre?  Siéntate  aquí  un  rato. 
Estanislao.     Me  sentaré. 
Florita.     Deja  er  sombrero  en  esa  siya. 
Estanislao.     Ya  está  dejao  er  sombrero. 

Florita.  ¿Qué  cuentas?  Estanislao  se  encoge  de  hombros. 
¿Ande  ibas  ahora?  vuelve  a  encogerse  de  hombros  Estanislao. 
¿Trabajas  mucho?  Estanislao  responde  lo  mismo.  Oye,  ¿CS  que 

te  pica  la  esparda? 

Estanislao.  Es  que  estoy  como  San  Jinojo  en  er  sie- 
lo:  sin  pena  ni  gloria. 

Florita.     ¿Hasta  la  noche,  no? 

Estanislao.     ¿Por  qué  lo  dises? 

Florita.  Porque  sé  que  te  pasas  las  noches  en  er  tea- 
triyo. 

Estanislao.  Me  distraigo  oyendo  canta.  La  Pinture- 
rita  esa  que  está  ahí  ahora  tiene  ange.  Que  se  te  ha  caío 
el  abanico. 

Florita.  Cogiéndolo.  Grasias.  ¿Y  por  qué  no  buscas 
otras  distrarsiones? 


—  13  - 

Estanislao.     No  sé  que  distrarsiones  vi  á  busca. 

Florita.  Las  más  naturales  en  un  muchacho.  Échate 
lina  novia. 

Estanislao.    ¿Una  novia?  ¿Pa  qué? 

Florita.  ¡Pa  lo  que  son  las  novias!  ¡Pa  casarse  con 
^yas! 

Estanislao.     ¡Y  si  yo  no  me  pueo  casa! 

Florita.     ¿Que  no  te  pues  casa? 

Estanislao.  ¿Como  vi  yo  á  casarme,  con  er  familión 
que  tengo  ensima?  ¿De  dónde  v¡  á  saca  er  dinero?  ¡Har- 
to hago  con  lo  que  hago!  ¡No  me  pueo  casa!  De  mo  y 
manera,  que  soy  ar  revés  que  los  otros  muchachos.  A 
los  otros  les  gusta  una  muchacha,  y  se  arriman;  y  yo, 
en  cuanto  una  muchacha  me  gusta,  le  juyo. 

Florita.    ¿Le  huyes? 

Estanislao.  ¡Sielo  y  tierra!  ¿Xo  ves  tú  que  no  me 
pueo  casa? 

Florita.     ¿Entonses  yo  no  te  gusto  ni  esto? 

Estanislao.  Mujé,  ahora  no  se  trata  de  que  tú  me 
gustes.  Estamos  hablando  de  las  cosas. 

Florita.  ¿De  las  cosas,  eh?  Pos  á  vé  si  te  suerbe  er 
seso  der  to  la  dichosa  Pinturerita  der  teatriyo  con  er 
gancho  der  cante,  y  entonses  vas  á  hasé  tu  suerte. 

Estanislao.  ¡Ca!  No  me  pesca,  no.  Á  la  Finturerita 
le  juyo  más  que  á  toas. 

Florita.     ¿Que  le  huyes  y  vas  á  verla  á  diario? 

Estanislao.  ¡Porque  está  er  tablao  de  por  medio!  Le 
juyo,  le  juyo;  le  juyo  más  que  piensas. 

Florita.     ¡Pos  jtiyendo  te  pasas  la  vía! 

Estanislao.     ¡Si  no  me  pueo  casa! 

Florita.  Ya,  ya  lo  he  oído;  ya  sé  que  no  te  pues 
oasá.  Y  te  arvierto  que  estamos  iguales:  yo  tampoco  me 
pueo  casa. 

Estanislao.  ¿Te  ha  yevao  tu  padre  arguna  noche  á 
oí  á  la  Pinturerita? 

Florita.     Sí,  hombre,  sí.  Y  sin  nesesidá  de   eso   sé 


—  14  — 

canta  to  lo  que  eya  canta.  Y  más.  Y  mejó.  Sólo  que  no 
enseño  las  pantorriyas  como  eya,  y  nadie  se  ha  fijao  en 
mi  habilidá. 

Estanislao.  ¿Que  tú  cantas  lo  que  canta  la  Pinture- 
ritaf 

Florita.     Te  digo  que  sí.  ¿Quiés  convenserte? 

Estanislao.     ¡Ya  lo  creo! 

Florita.     Ea,  pos  pide.  ¿Qué  quiés  que  te  cante? 

Estanislao.    ¿Ahora? 

Florita.     ¡Ahora! 

Estanislao.    ¿Sin  guitarra  ni  na? 

Florita.  ¡Con  er  violón  que  tú  tocas,  me  basta!  ¿Qué 
canto? 

Estanislao.  ¿Te  acuerdas  de  la  cansión  der  retrato 
der  quinto? 

Florita.     ¡No  canto  otra  cosa  en  to  er  día! 

Estanislao.    Esa  me  hase  á  mí  mucha  grasia. 

Florita.     Pos  escúchala,  y  compara  luego. 

Estanislao.     Vamos  á  vé. 

Música 

Florita,  con  la  ilusión  de  un  triunfo  sobre  la  «Pinturerita»,  y  la 
de  un  novio  en  lontananza,  canta  paseando  marcialmente  y  con  todo 
garbo  y  salero  la  anunciada  canción.  Estanislao  la  escucha  sugestio- 
nado, imitándole  maquinalmente  los  movimientos. 

Un  quinto  enamorao 
se  fué  á  retrata. 

¡Tra  trá!  ¡Tra  trá! 
Le  dio  su  novia  un  puro 
de  á  medio  rea. 

¡Tra  trá!  ¡Tra  trá! 
Le  dijo  er  retratista: 
póngase  usté  así: 
con  un  ojo  de  frente 
y  otro  de  perfí. 

¡Tra  trí!  ¡Tra  trí! 


—  16  — 

La  mano  en  la  sintura, 
que  lo  hará  marsiá... 

¡Tra  trá!  ¡Tra  trá! 
Y  en  la  otra  mano  er  puro, 
pero  sin  fuma. 

¡Tra  trá!  ¡Tra  trá! 
Terminado  er  retrato 
la  novia  lo  vio... 

¡Tra  tro!  ¡Tra  tro! 
Por  er  sigarro  puro 
lo  reconosió. 


¡Ay,  mamita,  y  ay,  mamita, 
saque  usté  la  limoná, 
que  ha  venido  una  visita 
y  la  quiero  refresca! 
¡Tra  trá!  ¡Tra  trá! 

Cesa  la  música. 

Estanislao.      Levantándose  decidido.  Me  VOy. 

Florita.     Atónita.  ¿Que  te  vas?  Pero  ¿no  te  ha  gustao? 

Estanislao.  ¿Que  si  me  ha  gustao?  ¡Digo,  si  me  ha 
gustao!  ¡Me  ha  gustao  tanto,  que  me  voy! 

Florita.     No  lo  entiendo. 

Estanislao.  Acuérdate  de  lo  que  hemos  hablao  an- 
tes. Yo  no  me  pueo  casa...  y  tú  estás  más  á  mi  paso  que 
la  otra...  y  sin  tablao  por  medio.  No  sabía  yo  que  tenías 
tú  tanta  ropa  negra.  ¿Cuándo  carculas  tú  que  vi  yo  á 
vorvé  por  esta  caye? 

Florita.    ¿Cuándo? 

Estanislao.  ¡Cuando  tú  te  mudes!  Güeñas  tarde.«?, 
Florita.  Yéndose  muy  aprisa.  No,  no;  bromitas  no,  que  er 
diablo  las  carga. 

Florita.      Después  que  la  deja  el  asombro.  ¡EstO  CS    pa    que 

á  mí  me  dé  una  arferesía!  Y  no  me  da,  porque  aquí  no 
hay  nadie.  Si  no,  me  daba.  ¡Qué  ganso!  ¡Y  yo  que  le  can- 


—    16  — 
té  la  cansión  pa  entretenerlo!  ¡Está  güeno  de  galanes  er 

pueblesito!  De  pronto,   mirando  otra  vez  hacia  la  izquierda.  ¡Ay, 

Dios  mío!  ¡Ay,  Dios  mío!  ¡Ay,  Dios  mío!  ¡Este  hombre 
que  viene  aquí  tiene  cara  de  forastero!  ¡Sí,  sí;  forastero 
es!  ¡Y  qué  joven!  ¡Y  qué  bien  paresío!  ¡Ay,  á  vé  si  se 
fija!  ¡Un  flechaso,  San  Antonio,  un  fleciíaso!  se  retoca  la 

personitay  pasea  coquetonamente.  Meteré  dentro  estaS  doS   si- 

yas,  no  se  crea  que  estoy  esperando  á  arguien.  Como  es 
forastero...  lo  hace  y  vuelve.  ¡Ya  me  ha  visto!  ¡Ya  viene 
pa  acá! 

Sale  JOSÉ  CAMPO,  con  inconfundible  aire  de  forastero.  Se  ve  que 
no  sabe  por  dónde  va. 

José  Campo.  Pos  señó,  no  me  ha  pasao  esto  nunca... 
Me  he  extra viao.  Le  preguntaremos  á  esta  mosita.  Niña, 
güeñas  tardes. 

Fio  rita.     Güeñas  tardes. 

José  Campo.  ¿Quié  usté  desirme  si  voy  bien  pa  la 
i-aye  la  Muela? 

Florita.  ¿Pa  la  caye  la  Muela?  Regula  va  usté.  Pero 
ya  no  se  yama  así. 

José  Campo.     ¿Cómo  se  yama  ahora? 

Florita.  Del  Erselentísimo  Señó  Don  Gumersindo 
<Jalasparra  y  Martínez  de  Arroyo,  Marqués  der  Va- 
yao. 

José  Campo.  ¡Cámara!  ¡Eso  es  un  nombre  pa  tres 
oayes! 

Florita.  Pos  no  es  más  que  er  de  una.  Si  no  yega  á 
sé  larga  no  cabe  er  letrero. 

Se  ríen  los  dos. 

José  Campo.     ¿Y  me  coge  mu  lejos  de  aquí? 

Florita.  No;  mucho  no.  Por  esta  caye  to  seguío  yega 
usté  á  la  Plasa,  se  mete  usté  por  un  arco  que  verá  usté 
enfrente,  y  la  primera  á  la  derecha,  aque3^a  es. 

José  Campo.  Ya,  ya,  sí:  ar  salí  del  arco.  ¡Si  yo  vengo 
toas  las  semanas  y  nunca  me  he  perdió!  ¿Me  da  usté  un 
fosforito,  niña,  á  vé  si  consigo  que  arda  este  puro? 


—  17  ' 
Florita.     ¡Pos  no  que  no!  Espérese  usté. 

Éntrase  en  su  casa  vivamente. 

José  Campo.  ¡Qué  güen  agrao  tiene  la  chiquiya,  y 
qué  bonita  es!  ai  puro.  ¡Y  tú,  ladrón,  qué  mala  sangre! 

Vuelve  FLORITA,  con  la  seguridad  de  que  arde  el  puro. 

Fie  rita.  Tome  usté:  yesca,  fósforos  y  ensendedó  mo- 
derno. Á  elegí. 

José  Campo.  ¡Je,  je!  ¡Sí  que  es  usté  amable,  y  que- 
está  bien  surtía!  ¿Tiene  usté  estanco  por  casolidá? 

Florita.  Lo  que  tengo  es  familia:  mi  agüelo,  mi  pa- 
dre y  mi  hermano.  Ca  uno  de  su  tiempo. 

José  Campo.  Ea,  pos  ensenderé  con  lo  más  nuevo^ 
que  es  lo  que  más  me  pega. 

Florita.     Claro:  como  es  usté  joven... 

José  Campo.     Muchas  grasias,  niña. 

Florita.     No  hay  de  qué. 

José  Campo.     ¿De  manera  que  to  seguío? 

Florita.    Hasta  da  con  el  arco. 

José  Campo.  Güeno,  hombre,  güeno...  La  mira  compla- 
cido, sin  maldita  la  gana  de  irse. 

Florita.     No  tiene  pérdida. 

José  Campo.  Pos  yo  hoy  me  alegro  de  haberme  per 
dio. 

Florita.     ¿Por  qué? 

José  Campo.     Por  encontrarla  á  usté. 

Florita.     ¿De  veras? 

José  Campo.  Y  tan  de  veras.  Pa  mí  que  es  usté  lo 
más  bonito  de  este  pueblo. 

Florita.     ¿Sí,  eh?  ¿Usté  qué  sabe? 

José  Campo.  ¿No  le  he  dicho  á  usté  que  vengo  toas 
las  semanas?  Sólo  que  hasta  hoy  no  he  venío  solo.  Siem- 
pre vengo  con  mi  mujé...  y  no  me  deja  fijarme  mucho. 

Florita.      Como  herida  del  rayo.  ¿Con  SU  mUJé...? 

José  Campo.  Sí;  yo  soy  casao.  Y  este  viaje  no  ha 
venío  conmigo  por  precausión.  Á  lo  mejó  se  presipitaii 
las  cosas... 


—  18   — 

Florita.     ¡Ah,  vamos!...  ¿Hay  novedades? 

José  Campo.  No,  no  son  novedades,  niña.  Tengo  ya 
siete. 

Florita.    ¿Siete? 

José  Campo.  ¡Sietel  ¡Porque  cuento  er  que  viene  de 
camino! 

Florita.  Güeno,  pos  como  le  dije  á  usté,  toa  la  caye 
arriba... 

José  Campo.  Sí;  hasta  dá  con  el  arco.  Güeñas 
tardes. 

Florita.     Vaya  usté  con  Dios. 

José  Campo.    Y  muchísimas  grasias.  se  aleja. 

Florita.  ¡No  las  merese!  ¡Valiente  chasco  me  he  ye 
vao!  ¡Con  los  andares  de  sortero  que  tiene  ese  hombrel 
]Siete  niños!  ¡Ni  viudo  me  conviene!  En  fin,  pasiensia. 
Y  pensaba  yo  que  esta  tarde...  ¡Ay!  ¡No  está  la  suerte  pa 

la    que  la   busca!...    Prestando  oído  hacia  la  derecha.   ¿Qué  eS 

eso?  ¿Música?  Sí;  música. 

Música 

Allá  dentro,  lejos,  óyese  rasgueo  de  guitarras  y  bandurrias,  que 
poco  á  poco  se  va  percibiendo  más  claramente. 

Estos  son  los  muchachos  ensayando  la  serenata  pa 
er  día  de  la  Virgen.  ¡Y  vienen  hasia  aquí!  ¡Ahora  sí 
que  saco  yo  toas  las  siyas  de  casa!  ¡Nadie  hable  mar 
der  día  hasta  que  la  noche  yegue!  ¡Si  Dios  quisiera!... 

Entra  y  sale  precipitadamente,  loca  de  alegría,  y  saca  á  la  calle 
hasta  seis  ó  siete  sillas  distintas,  llevando  con  el  cuerpo,  instinti- 
vamente, el  son  de  la  música,  mientras  los  guitarristas  van  aproxi- 
mándose. ¡Vienen!  ¡Vienen!  ¿Seré  tan  desgrasiá  que  no 
repare  en  mí  ninguno?  ¡Ay,  Señó,  Señó!  Pero,  ¿qué  es 

eso?  ¿Se  van  pa  otro  camino?  La  música,  en  efecto,  principia 
á  alejarse.  Sí;  Se  van...  Se  van...  Mirando  tristemente  á  sus  sillas. 

jDigo!  ¡Y  esto  paese  un  desahusio!  ¡Y  lo  es!  ¡Ay,  Virgen 


—  19    - 

der  Carmen!  comienza  á  retirar  desconsoladamente  y  suspirando 
sin  cesar  todas  las  siUas  que  sacó.  La  música  se  aleja  más  y  más 
Cuando  ya  apenas  se  percibe,  y  cuando  á  la  puerta  de  la  casa  de 
Florita  no  queda  más  que  la  primera  silla,  la  muchacha  se  deja 
caer  en  ella  desencantada  y  mustia,  y  exclama  haciendo  pucheritos: 

¡Ay!...  ¡Sábado  sin  só! 


FIN 


Madrid,  Abril,  191i 


OBRAS   DE  LOS  MISMOS  AUTORES 


Esg-rima  y  amor,  juguete  cómico.  (2.*  edición.) 

Belén,  12,  principal,  juguete  cómico.  (2.*  edición.) 

Gllito,  juguete  cómicolirico.  Música  del  maestro  Osuna.  (3."  edición.) 

lia  media  naranja,  juguete  cómico.  (3.*  edición.) 

El  tío  de  la  flauta,  juguete  cómico.  (3.*  edición.) 

El  ojito  derecho,  entremés.  (3.*  edición.) 

lia  reja,  comedia  en  un  acto.  ("4.*  edición.) 

La  buena  sombra,  sainete  en  tres  cuadros,  con  música  del  raaes- 
tro  Brull.  (6.*  edición  ) 

El  pereg-rino,  zarzuela  cómica  en  un  acto.  Música  del  maestro 
Gómez  Zarzuela.  (2."  edición.) 

lia  vida  intima,  comedia  en  dos  actos.  (3.*  edición.)  Traducida  al 
italiano  con  el  titulo  de  I  fastidi  della  celeirita  por  Griulio  de  Medici. 

liOS  borracho»,  sainete  en  cuatro  cuadros,  con  música  del  maes- 
tro Giménez.  (3.*  edición.) 

El  chiquillo,  entremés.  (6.*  edición.) 

Las  casas  de  cartón,  juguete  cómico.  (2.' edición.) 

El  traje  de  luces,  sainete  en  tres  cuadros,  con  música  de  los 
maestros  Caballero  y  Hermoso.  (2."  edición.) 

El  patio,  comedia  en  dos  actos.  (4.*  edición.)  Traducida  al  italiano- 
con  el  titulo  de  II  patio  (II  cortile  sivigliano)  por  Giuseppe  Paolo 
Pacchierotti. 

El  motete,  pasillo  con  música  del  maestro  José  Serrano.  (2.*  edi- 
ción.) 

El  estreno,  zarzuela  cómica  en  tres  cuadros.  Música  del  maestro- 
Chapi. 

liOS  Craleotes,  comedia  en  cuatro  actos.  (4.*  edición.)  Traducida  ai 
italiano  con  el  titulo  de  I  Galeoti  por  Giuseppe  Paolo  Pacchierotti» 

La  pena,  drama  en  dos  cuadros.  (2.»  edición.)  Traducido  al  italiano- 
con  el  mismo  titulo  por  Giuseppe  Paolo  Pacchierotti. 

La  aizotea,  comedia  en  un  acto.  (2.*  edición.) 

El  g-énero  ínfimo,  pasillo  con  música  de  los  maestros  Yalverde 
(hijo)  y  Barrera. 

El  nido,  comedia  en  dos  actos.  (3.'  edición.)  Traducida  al  catalán  con 
el  titulo  de  Un  niu  por  Joaquín  Maria  de  Nadal. 

Las  flores,  comedia  en  tres  actos.  (3."  edición.)  Traducida  al  italiano- 
con  el  titulo  de  I  fiori  por  Giuseppe  Paolo  Pacchierotti. 

Los  piropos,  entremés.  (2.**  edición.) 

El  flechazo,  entremés.  (2.*  edición.) 

El  amor  en  el  teatro,  capricho  literario  en  cinco  cuadros,  pró- 
logo y  epílogo.  (2.*  edición.) 


Abanicos  y  panderetas  ó  ¡Á  Sevilla  en  el  botijo!  humorada 
satírica  en  tres  cuadros,  con  música  del  maestro  Chapi. 

L.a  dicba  ajena,  comedia  en  tres  actos  y  un  prólogo.  (2.'  edición.) 
Traducida  al  alemán  con  el  titulo  de  Das  fremde  Glück  por  J.  Gusta- 
vo Rohde. 

Pepita  Reyes,  comedia  en  dos  actos.  (2."  edición.) 

líOS  meritorios,  pasillo. 

La  xahorí,  entremés. 

La  reina  mora,  saínete  en  tres  cuadros,  con  música  del  maestro 
José  Serrano.  (2.*  edición  ) 

Zarag'atas,  saínete  en  dos  cuadros. 

La  zagala,  comedia  en  cuatro  actos.  (2.*  edición.) 

La  casa  de  García,  comedia  en  tres  actos. 

La  contrata,  apropósito. 

El  amor  qne  pasa,  comedia  en  dos  actos.  f2.*  edición.)  Traducida 
al  italiano  con  el  titulo  de  Vamore  che  paasa  por  Giuseppe  Paolo 
Pacchierotti. 

Ei  mal  de  amores,  saínete  con  música  del  maestro  José  Serrano. 

El  nnevo  servidor,  humorada. 

Mañana  de  sol,  paso  de  comedia.  Traducido  al  alenaán  con  el  titu- 
lo de  Ein  sonniger  ilorgen  por  Mary  v.  Haken,  y  al  italiano  con  el  de 
Mattina  di  solé  por  Luigi  Motta  y  Gilberto  Beccari. 

Fea  y  con  g^racia,  pasillo  con  música  del  maestro  Turina. 

La  aventura  de  los  galeotes,  adaptación  escénica  de  un  capí- 
tulo del  Quijote. 

La  musa  loca,  comedia  en  tres  actos. 

La  pitanza,  entremés. 

El  amor  en  solfa,  capricho  literario  en  cuatro  cuadros  y  un  pró- 
logo, con  música  de  los  maestros  Chapi  y  Serrano. 

Los  cborros  del  oro,  entremés.  (2."  edición.) 

9Iorritos,  entremés. 

Amor  Á  oscuras,  paso  de  comedia.  Traducido  al  italiano  con  el 
título  de  Amare  al  huio  por  Luigi  Motta. 

La  mala  sombra,  saínete  con  música  del  maestro  José  Serrano. 
(2,*  edición.) 

El  g-enio  alegre,  comedia  en  tres  actos.  (2,*  edición.)  Traducida  al 
italiano  con  el  título  de  Anima  állegra  por  Juan  Fabré  y  Oliver 
y  Luigí  Motta. 

El  niiño  prodigio,  comedia  en  dos  actos. 

Nanita,  nana...  entremés  con  música  del  maestro  José  Serrano. 

La  zancadilla,  entremés. 

La  bella  Lucerito,  entremés  con  música  del  maestro  Saco  del 
Valle. 

La  patria  chica,  zarzuela  en  un  acto.  Música  del  maestro  Chapi. 
(2.^  edición.) 

La  vida  que  vuelve,  comedía  en  dos  actos. 

A  la  luz  de  la  luna,  paso  de  comedía.  Traducido  al  italiano  con 
el  título  de  Al  chiaro  di  luna  por  Luigí  Motta. 

La  escondida  senda,  comedia  en  dos  actos. 

El  agua  milagrosa,  paso  de  comedía. 


Las  buñoleras,  entremés. 

Las  de  Caín,  comedia  en  tres  actos.  Traducida  al  italiano  con  el 
titulo  de  Le  fatiche  di  Ercole  por  Juan  Fabré  y  Oliver. 

JLas  mil  maravillas,  zarzuela  cómica  en  cuatro  actos  y  un  pro 
logo.  Música  del  maestro  Chapi, 

Sangrre  grorda,  entremés. 

Amores  y  amoríos,  comedia  en  cuatro  actos.  (2.*  edición.) 

El  patinillo,  saínete  con  música  del  maestro  Gerónimo  Giménez. 

l>oña  Clarines,  comedia  en  dos  actos.  Traducida  al  italiano  con  el 
título  de  Siora  Chiareta  por  Giulio  de  Frenzi 

El  centenario,  comedia  en  tres  actos. 

La  mnela  del  Rey  Farfán,  zarzuela  infantil,  cómico-fantástica. 
Música  del  maestro  Amadeo  Vives. 

Herida  de  muerte,  paso  de  comedia. 

El  flltin^o  capítulo,  paso  de  comedia. 

La  rima  eterna,  comedia  en  dos  actos,  inspirada  en  ana  rima  de 
Bécquer. 

La  flor  de  la  vida,  poema  dramático  en  tres  actos. 

Solico  en  el  mundo,  entremés. 

Palomilla,  monólogo. 

Rosa  y  Rosita,  entremés. 

El  hombre  que  hace  reir,  monólogo. 

Anita  1h  Risueña,  zarzuela  cómica  en  dos  actos.  Música  del  maes- 
tro Amadeo  Vives 

Puebla  de  las  Mujeres,  comedia  en  dos  actos. 

Jtlalvaloca,  drama  en  tres  actos. 

kSábado  sin  sol,  entremés  con  música  del  maestro  Francisco  Bravo. 


Pompas  y  honores,  capricho  literario  en  verso  por  El  Diablo  Co- 
juelo. 

La  madrecita.  novela  corta. 

Fiestas  <Ie  amor  y  poesía,  colección  de  trabfljos  escritos  ex  pro- 
feso para  tales  fiestas. 


Comedias  escogrldas,  publicadas  por  la  Biblioteca  Renacimiento. 

I.— Los  Galeotes.— El  patio.— Las  flores. 

II.— La  zagala.— Pepita  Reyes. — El  genio  alegre. 

III.— La  dicha  ajena.— El  amor  que  pasa.— Las  de  Caín. 

IV.— La  musa  loca. — El  niño  prodigio. — Amores  y  amoríos. 

V  y  último.— La  casa  de  García.— Doña  Clarines.— El  centenario. 


::/m 


1^ 


if^xíMH»-' 


r-'i  > 


i.. 

co 
o  M 


3 


u 

Vi 

el 
u 

Q 


'0 


Ó! 

Ó 
r4 


üniversity  of  Toronto 
Library 


DO  NOT 

REMOVE 

THE 

CARD 

FROM 

THIS 

POCKET 


Acmé  Library  Card  Pocket 

Under  Pat.  "Ref.  Index  File" 
Made  by  LIBRARY  BUREAU 


w\ 


% 


ͻW 


n  ♦] 


^^ 


1?Í 


I 


^^ 


^-r-" 


^    4' 


éf:' 


■A 


•0- '  ^ 


Y 


^^^.